Ni Un Día Más Sin Ti
Ni Un Día Más Sin Ti
Ni Un Día Más Sin Ti
Betty Neels
Argumento:
Fergus Cameron era atractivo, resuelto y confiado. Un hombre
acostumbrado a imponer siempre sus criterios. Era, en fin, la clase de
hombre que impresionaría a cualquier chica y Rosie no fue la excepción…
Antes de que la joven pudiera darse cuenta, ya estaba enamorada de él.
Rosie tenía que abandonar esa idea. Su amor no tenía futuro; Fergus estaba
comprometido con otra mujer…
Betty Neels – Ni un día más sin ti
Capítulo 1
La brillante luz del sol de principios de mayo penetraba en la habitación a
través de las ventanas, reflejándose en los oscuros rizos de la chica, que preparaba su
equipaje con una furia apenas controlada.
Era joven, alta y bien proporcionada. Unos ojos oscuros, bordeados de espesas
pestañas negras resaltaban en su hermoso rostro, que en ese momento manifestaba
un fuerte disgusto.
—No sé qué es lo que pretende la abuela —miró hacia la dama de edad madura
que la observaba—. Mamá, tiene ochenta años; ¿por qué diablos se le ocurre irse a
vagabundear por las montañas de Escocia y…?
—Rosie, no va a vagabundear… ¡ni siquiera tiene que bajarse del tren si no
desea hacerlo! —la señora Macdonald suspiró—. Yo pienso que es conmovedor que
desee volver al escenario donde transcurrió su niñez.
—Pues si se queda en el tren no verá gran cosa —al ver la mirada de reproche
que le dirigió su madre, Rosie añadió—: Bueno, si eso la hace feliz, está bien. Pero…
¿por qué quiere que yo la acompañe? La tía Carrie podría ir con ella.
—Querida, recuerda que tu abuela no se lleva bien con Carrie. Será sólo una
semana —hizo una pausa—. ¿Vas a llevarte el jersey color crema? Te sienta muy bien
y no ocupa mucho espacio… Nunca se sabe cuándo va a surgir la posibilidad de…
—Madre, sé a qué te refieres, pero lo más probable es que todos los hombres
que vayan en el tren sean casados y mayores de cincuenta años.
—Oh, espero que no —comentó su madre, que no acababa de comprender
cómo era posible que Rosie aún no se hubiese casado. Ya había cumplido los
veinticinco años, y tenía varios pretendientes—. ¿Es que no quieres casarte? —
preguntó con desaliento.
—Claro que sí, madre. Pero aún no he conocido a…
—¿Y el simpático Percy Walls?
—¡Uf! —exclamó Rosie con disgusto—. Sólo sabía hablar de comida. Si me
hubiese casado con él me habría convertido en una sumisa ama de casa dedicada a
cocinar a todas horas.
—Bueno, cierto que le gustaba comer —concedió la señora Macdonald—, pero
estaba muy entusiasmado contigo, querida.
—Sólo porque sé cocinar —Rosie dobló con descuido una falda plisada y la
metió en su maleta—. Madre, el que un hombre esté entusiasmado conmigo no es
suficiente. El hombre con el que me case debe estar loco por mí y adorarme y
amarme por toda la eternidad, aunque yo tenga mal carácter o sea un poco alocada
—cerró la maleta y añadió—: Empiezo a creer que ese hombre no existe…
—Si existiera un hombre así, merecería la pena esperarlo —comentó su
madre—. Debo admitir que contar con el amor de un hombre es muy importante
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Me han dicho que el ferrocarril está muy bien equipado y es muy cómodo, pero de todos
modos, necesitaré que alguien me acompañe. Rosie, tú vendrás conmigo.
—Debes ir, Rosie —dijo su padre—. Para ti serán unas vacaciones muy
agradables, y, además, le darás a Carrie la oportunidad de una semana de quietud y
paz —hacía tiempo que no veía a su hermana, pero recordaba el control que sobre
ella tenía su madre.
Así que todo estaba arreglado. Rosie se dirigiría a Edimburgo por ferrocarril,
pasaría la noche en la casa de su abuela y al día siguiente, emprenderían juntas el
viaje. Para la joven sería divertido volver a los lugares que tan bien había conocido de
niña, aunque no esperaba tener mucho tiempo libre, pues la anciana había puesto
muy en claro que esperaba atención y compañía constantes.
Rosie sabía que a sus padres les hubiese gustado ir, pero el viaje era largo y
costoso y, según sospechaba ella, no les gustaría ver su antiguo hogar ocupado por
otra familia, aunque fuera la de un pariente.
Al otro día, su padre llevó a la joven a la estación en el viejo Land Rover.
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Rosie condujo a su abuela hacia sus dormitorios. La anciana había tardado mucho
tiempo en decidir si Rosie debería compartir con ella una alcoba o no, y la joven se
sentía contenta de no tener que hacerlo. Ayudó a su abuela a acomodarse en el
dormitorio que le habían asignado, y luego llamó a la camarera para decirle la hora
en que debía servirse el té por la mañana.
—Luego sacarás la ropa de la maleta —le indicó la anciana a su nieta cuando la
empleada salió—. Ahora quiero regresar al vagón, y prefiero que me acompañes,
pues no puedo andar bien en los corredores. Además, tengo que ver que mesa nos
han asignado.
—He oído que cada uno puede sentarse donde quiera —le hizo notar Rosie—.
A mí me parece bien, pues así tendremos oportunidad de conocer a todos.
—No, niña —dijo la abuela con una mirada de severidad hacia Rosie—. Pediré
que nos sea asignada una mesa para dos personas. Pero deja de hablar y vámonos.
Hemos perdido demasiado tiempo.
En el vagón principal se hallaba reunida la mayoría de los pasajeros. Rosie
ayudó a su abuela a instalarse en un sillón un poco apartado de los demás, donde no
tendría que hablar con nadie si no lo deseaba y, después de aceptar el jerez que les
ofrecieron, se sentó a beber uno o dos sorbos; después dejó su copa a un lado y, con
una excusa, se retiró a su habitación, donde se dedicó a arreglar con todo cuidado sus
pertenencias.
Volvió a reunirse con su abuela a la hora del almuerzo y notó que ésta se había
salido con la suya, pues conservarían la misma mesa para ellas solas durante todo el
viaje.
—Me retiraré a descansar —anunció la señora Macdonald una vez que
terminaron su café—. Parece que esta tarde habrá una escala para visitar Spean
Bridge. Me gustaría saludar a algunos amigos, pero prefiero no ir, ya que tengo que
pensar en mi salud. Rosie, tú permanecerás conmigo… Me gusta que alguien me lea
mientras descanso.
—Sí, abuela —respondió Rosie, esforzándose por ocultar su decepción. El
paisaje era precioso, con los picos de las montañas aún nevados. Muy cerca se
encontraba el páramo Rannoch, cuyos solitarios caminos había recorrido hacía años
en compañía de su padre y que le gustaría mucho volver a ver—. Abuela, ¿no te
gustaría ver el páramo? Estamos muy cerca y… —dirigió la vista hacia la
ventanilla—. Varias personas se dirigen hacia allí…
—Por el momento, mi salud es más importante que cualquier recuerdo
sentimental. Quizá mañana me encuentre más descansada y pueda acompañar a los
demás en algún paseo. Pero hoy no.
Así que volvieron a la alcoba de la señora Macdonald, donde Rosie la ayudó a
meterse en la cama y abrió el libro que la anciana le pidió que le leyera. Era muy
aburrido, y la joven no prestó atención a lo que leía, pues tenía el oído atento a las
alegres exclamaciones de sus compañeros de viaje, quienes emprenderían un
recorrido en un vehículo especial que los llevaría a varios lugares.
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Capítulo 2
Mientras su abuela descansaba, Rosie telefoneó a Elspeth y le prometió que por
la tarde la volvería a llamar; después se comunicó con su madre.
—Hija, ¿vas a avisar a tu tío Donald? Después de todo, Inverard se encuentra a
pocos kilómetros del hotel.
—La abuela no quiere ni oír hablar de ello. Madre, a mí me encantaría volver a
ver la casa, pero no mientras tío Donald esté ahí, y creo que la abuela siente lo
mismo; tío Donald nunca le gustó…
—Rosie, ¿estáis bien? ¿Hay algo que podamos hacer?
—Nada por el momento. Mañana te volveré a llamar, tan pronto como el
médico termine de examinar a la abuela.
Rosie pasó el resto del día con la anciana, dejándola sólo durante el tiempo
necesario para comer. El administrador del tren le telefoneó para decirle que va había
enviado su equipaje y que tanto los miembros de la tripulación como los pasajeros le
deseaban una pronta recuperación a la señora Macdonald.
El doctor Cameron había dejado algunos calmantes para la anciana, así que ésta
durmió muy bien durante la mayor parte de la noche, pero despertó de madrugada y
le pidió a Rosie que le arreglara las almohadas y le llevara una taza de té.
Cada habitación del hotel contaba con una tetera eléctrica para la preparación
de café o té, así que Rosie se dispuso en seguida a preparar el té. Después de tomar la
reconfortante bebida, Rosie permaneció al lado de la anciana hasta que ésta volvió a
quedarse dormida una vez más, lo que la dejó a ella en posibilidad de volver a su
propia habitación para darse una ducha y cambiarse de ropa.
El doctor Cameron llegó poco después del desayuno.
—Muy bien, jovencito —lo saludó la señora Macdonald, que se encontraba de
mejor humor después de su descanso—, ¿qué es lo que intenta hacer conmigo esta
mañana?
En el semblante del médico prevalecía una calma profesional.
—Sólo revisaré su tobillo —entonces se volvió hacia Rosie, que se encontraba de
pie al otro lado de la cama—. ¿Ha dormido bien su abuela?
—He tenido muchos dolores —contestó la anciana, sin darle a Rosie la
oportunidad de responder—. Rosie me ha atendido muy bien. Me desperté a eso de
las cuatro de la mañana y ella me sirvió una taza de té y me dio una de las píldoras
que usted dejó. ¿Hasta qué hora estuviste conmigo, Rosie?
—Hasta casi las seis, abuela.
Al escucharla, el doctor Cameron le dirigió a la chica una mirada comprensiva.
Eso debía ser la causa de la palidez de su rostro.
—¿Podría ver ahora ese tobillo? —inquirió con suavidad.
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Examinó el tobillo, determinó que su estado era tan satisfactorio como las
circunstancias lo permitían, y volvió a vendarlo.
—Muy bien —dictaminó—, pero creo que le beneficiará un cambio de pastillas
para dormir. El buen sueño por la noche es esencial —se abstuvo de dirigir la mirada
hacia Rosie—. Me espera un día muy agitado, así que quizá sería mejor que su nieta
viniera conmigo al consultorio a recoger las pastillas —sin esperar la respuesta de la
señora Macdonald, se dirigió hacia Rosie—. Debemos apresurarnos, pues tengo que
visitar a varios de los pacientes de Finlay.
A Rosie le atraía mucho la idea de salir un poco.
—¿Estarás bien, abuela?
—Parece que tengo que estarlo. Dile a alguien que me quedaré sola hasta tu
regreso. Espero no necesitar nada.
—¿Por qué no tratas de dormir un poco? Volveré pronto.
Cogió una chaqueta y salió del hotel junto con el médico, quien la guió a su
coche.
Era una mañana clara y brillante. Las montañas coronadas de nieve se
recortaban contra el horizonte y el áspero terreno que cruzaban estaba cubierto por
una alfombra de florecillas silvestres. El solitario páramo quedó a sus espaldas,
mientras ellos subían hacia Tyndrum Upper y sobre los viaductos hacia Crianlarich.
Rosie exhaló un suspiro de placer al contemplar todo eso, y el doctor le
preguntó:
—¿Conoce esta parte del mundo? —la miró de soslayo—. Según dijo antes,
usted nació cerca de aquí.
—Así es.
—¿Le gustaría volver a vivir aquí?
—Sí —respondió Rosie, mirando todo ese esplendor que la rodeaba.
No había ni un alma a la vista, y ni un sólo automóvil se había cruzado por su
camino. Ella sabía que si en ese momento descendiese del coche, a sus oídos sólo
llegaría el leve soplo del viento y el piar de las aves. Rosie deseó con toda el alma
poder quedarse a vivir ahí.
—¿Y por qué no se queda a vivir aquí? Me imagino que no le sería difícil
conseguir empleo, pues en los hoteles siempre necesitan gente —no demostraba
ningún interés personal, pero Rosie replicó con cierta rigidez.
—Ya tengo un trabajo y vivo con mis padres. ¿Para qué me pidió que viniera
con usted? En realidad, no era necesario.
—Me pareció que necesitaba usted un cambio de escenario. Está pálida y de
mal humor.
—Doctor Cameron, usted no me simpatiza —dijo ella con acaloramiento.
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—Me atrevería a decir que eso se debe a que todo este asunto la ha puesto de
mal humor —aminoró la velocidad al llegar a las cercanías de Crianlarich—. ¿Le
apetece dar un paseo? —inquirió el médico al detenerse ante una sólida casa
edificada frente a la iglesia—. Tardaré un par de minutos.
—Gracias, pero prefiero esperarlo en el coche —dirigió la mirada hacia el frente
y no se dio cuenta de que él sonreía.
El médico tardó poco más de diez minutos, por lo que Rosie se arrepintió de
haberse quedado en el coche.
—He tenido que atender a un chiquillo que se había metido una semilla en el
oído —explicó él a su regreso—. Sabía que a usted no le importarían unos cuantos
minutos de más, y la madre estaba muy preocupada.
—¿Y pudo extraérsela?
—Sí —sonrió un poco—. Aquí están las pastillas para su abuela —le entregó un
pequeño paquete—. Encárguese de que tome una antes de acostarse. Eso les
proporcionará a ambas una noche tranquila —giró la llave del encendido, puso en
marcha el coche y emprendieron el regreso en silencio.
Al llegar ante el hotel, Rosie descendió del automóvil y asomó la cabeza por la
ventanilla.
—Siento no haber estado de muy buen humor, y gracias por el paseo.
—No ha sido nada, señorita Macdonald. Por aquí todos nos ayudamos unos a
otros. Es costumbre, ¿sabe?
—Espero que lo veamos mañana por la mañana, doctor Cameron —manifestó
Rosie muy seria, arrepintiéndose de haberse disculpado.
El médico asintió con frialdad y se alejó a toda prisa.
Rosie volvió al lado de su abuela, que ahora insistía en tener una entrevista
personal con el chef para indicarle la forma exacta en que debía preparar su
almuerzo.
—Debe ser una comida ligera —sugirió Rosie—. El doctor Cameron indicó que
si mantienes una dieta ligera durante varios días, tu recuperación será más rápida.
Rosie le dio instrucciones al chef y después de ello se sentó al lado de la anciana
y le hizo un relato de su breve viaje. No había mucho que decir, pero tuvo suficiente
cuidado de dar la impresión de que estaba en muy buenos términos con el doctor
Cameron. Cuando la señora Macdonald se quedó dormida, la joven se dirigió a la
cafetería.
Al regresar al lado de su abuela, ésta estaba muy irritable y quisquillosa y nada
le parecía bien. Rosie hizo un esfuerzo para sobrellevar su mal humor, pues
comprendía el malestar de la señora, quien, a pesar de su avanzada edad, era una
persona activa que ahora se veía obligada a guardar reposo. Rosie le leyó hasta
quedar ronca, escuchó con interés los recuerdos de la anciana sobre los días de su
infancia y juventud y sugirió, no por primera vez, comunicarse con su tío Donald
para que éste fuera a visitar a la señora.
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Pero no sucedió así, sino que el doctor Cameron hizo que el automóvil cruzara
las rejas de Inverard, ascendiendo después con lentitud por la estrecha y escarpada
vereda.
—¿A qué ha venido aquí? —inquirió Rosie, con un esfuerzo por conservar la
calma.
—El doctor Finlay se encuentra fuera y yo atiendo los avisos.
Ya tenían la casa a la vista. No había cambiado nada; sus blancos muros, los
gabletes, las altas chimeneas, los inclinados peldaños de la escalinata que conducía a
la puerta principal… todo estaba igual. Y las montañas seguían en guardia más allá
del amplio prado, el círculo de árboles y los jardines.
Rosie emitió un pequeño suspiro que hizo al doctor Cameron volverse a
mirarla.
—¿Conoce este lugar? ¿Quién vive aquí? A mi sólo me dieron la dirección…
—La familia Macdonald —respondió ella—. Yo nací aquí. Donald Macdonald
es mi tío.
—Venga conmigo —indicó el médico, abriendo la puerta del coche—. En la casa
podrá secarse y entrar en calor.
Ambos subieron por los escalones y se dirigieron hacia el vestíbulo. Una de las
puertas se abrió y una pequeña mujer de avanzada edad se acercó a ellos.
—El médico… gracias a Dios. Él se encuentra en la sala, yo no me atreví a
moverlo —al descubrir la presencia de Rosie, su mirada se animó y en su rostro se
dibujó una amplia sonrisa—. Señorita Rosie… Venga, doctor, por acá.
Rosie se detuvo para despojarse de la capa y el pañuelo con que se cubría la
cabeza; luego siguió al médico. «Nada ha cambiado», pensó mirando a su alrededor,
mientras cruzaba la habitación para acercarse al enorme sofá en el que yacía su tío.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —le preguntó al doctor en tanto contemplaba
el pálido rostro de su tío y sentía una oleada de piedad; ella no lo quería, porque no
se había portado bien con su padre, pero se conmovió al verlo enfermo, anciano y sin
esposa ni familia.
—Abra mi maletín y saque una de las jeringas desechables, y el paquete de
algodón. Deje todo eso a mi alcance y asegúrese de que preparen una cama.
No la miraba, pues se encontraba inclinado sobre su paciente, con el oído
pegado a su pecho, así que ella hizo lo que le había indicado y entonces, dejando con
él a la señora MacFee, se apresuró a salir del comedor. El viejo Robert, un hombre
que ayudaba en todo, y una sirvienta joven con el rostro bañado de lágrimas, se
encontraban de pie en el umbral de la puerta que conducía hacia la cocina.
—Por favor, venga conmigo —pidió Rosie—. Y ayúdeme a preparar una cama.
Rosie corrió por el pasillo y abrió la puerta de la habitación de su tío de par en
par.
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en volver, pero usted va a tener que ser trasladado al hospital de Oban tan pronto
como se haya recuperado lo suficiente, para que se le pueda mover.
El anciano volvió a cerrar los ojos, momento que el doctor Cameron aprovechó
para dirigirse a Rosie.
—Su ropa ya debe estar seca. Vaya a cambiarse.
Ruborizada, Rosie obedeció. Cuando volvió a la habitación, en ella se
encontraba otro hombre. «Debe ser el doctor Douglas», pensó y se sorprendió al ver
que el recién llegado escuchaba con mucho respeto la opinión del doctor Cameron.
El señor Macdonald se recobraba con lentitud. Los dos hombres lo examinaron
juntos y entonces el doctor Douglas fue a hacer una llamada telefónica.
—Su tío será enviado al hospital —informó a Rosie el doctor Cameron—.
Necesita tratamiento urgente. En cuanto llegue la ambulancia y él se haya ido, la
llevaré de regreso al hotel.
Una hora después llegó la ambulancia para trasladar al señor Macdonald
acompañado por el doctor Douglas. Entonces, la señora MacFee insistió en que Rosie
y el doctor Cameron comieran un plato de sopa caliente y se sentaran ante el fuego
de la chimenea, oportunidad que aprovechó para preguntarle a la joven el motivo de
su presencia en la casa.
Ya eran las diez de la noche cuando por fin pudieron retirarse. La lluvia se
había convertido en una suave llovizna, aunque se encontraron con varios tramos de
niebla, lo que les dificultaba mucho la visión, pero el doctor permanecía
imperturbable y Rosie estaba demasiado cansada como para preocuparse. Al llegar
ante la entrada del hotel, el médico descendió del automóvil y abrió la puerta del
lado del pasajero para que Rosie también bajara.
—Mañana por la mañana vendré a ver a su abuela y entonces le comunicaré las
noticias que tenga del señor Macdonald —prometió—. Y ahora, métase en la cama
tan pronto como pueda —le puso un dedo bajo la barbilla y le dio un leve beso—. Ha
sido un día extenuante —añadió antes de que ella entrara en el hotel.
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Capítulo 3
Debía cambiarse de ropa a la mayor brevedad posible, pues la que llevaba aún
estaba húmeda, decidió Rosie. Pidió que la subieran un emparedado y una jarra de té
y subió apresurada a su habitación.
Ya en su dormitorio, Rosie se puso su camisón y luego se asomó a la habitación
de su abuela, quien a pesar de que ya era muy tarde, leía sentada en la cama. En
cuanto vio a Rosie, la anciana dejó el libro a un lado.
—¿En dónde has estado? —preguntó con tono exigente—. Chiquilla ingrata, te
vas a pasear mientras me dejas a mí en manos de extraños.
Rosie, que deseaba más que nada en el mundo un baño caliente y una taza de
té, se envolvió aún más en su camisón y le relató su aventura a la señora, cuidando
de no mencionar a Donald Macdonald.
Su abuela no ocultó su incredulidad.
—¿Y por qué no te ha traído antes el doctor Cameron? ¿No será que tu
intención desde el principio fue pasar la tarde con él?
Rosie emitió una risilla, entonces estornudó.
—Abuela, el doctor y yo no simpatizamos en absoluto; él es la última persona
con quien yo querría pasar una tarde, y estoy segura de que él piensa lo mismo
respecto a mí.
—¿Y dónde fuisteis a ver al paciente?
Rosie volvió a estornudar. Sería mejor decir la verdad.
—A Inverard. Se trataba del tío Donald.
—Bien, no quiero oír hablar de ello —se apresuró a decir la señora
Macdonald—. Ahora que ya te encuentras aquí, puedes servirme un vaso de
limonada y arreglarme las almohadas. Supongo que será mejor que tome una de esas
píldoras para dormir. Después, puedes irte a acostar. Y que esos paseos no se repitan.
Rosie, debo decir que esperaba mayor consideración de tu parte.
La joven prefirió no hacer ningún comentario. Le dio a su abuela la píldora y la
limonada, le arregló las almohadas y apagó las luces, excepto la de la pequeña
lámpara de noche. Le dio las buenas noches y un beso a la anciana y se retiró a su
habitación. Allí encontró una bandeja con emparedados calientes, unas rebanadas de
pan tostado, panecillos y una jarra grande de té caliente. Después de darse una
ducha, se comió los alimentos que le habían llevado y entonces, tras la jarra de té,
descubrió un pequeño vaso de brandy, que prefirió dejar para cuando ya estuviera
acostada. No estaba acostumbrada a beber, así que se atragantó y tosió un poco antes
de terminarlo. Cuando por fin se acostó, se quedó dormida al instante.
Al día siguiente, la señora Macdonald aún se encontraba molesta, pero como no
mencionó la ausencia de Rosie del día anterior, ella no dijo nada. Después de
desayunar, ayudó a la anciana a tomar asiento en un sillón y colocar el pie lastimado
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sobre un pequeño taburete, mientras esperaban la llegada del doctor Cameron. Rosie
sentía los párpados pesados y, para fastidio de su abuela, estornudaba con
frecuencia.
El médico llegó a la hora acostumbrada, sin demostrar el menor síntoma de
resfriado. Rosie deseó que hubiese sido lo contrario y volvió a estornudar.
—Le recetaré algo para ese resfriado —dijo a Rosie—. Es una enfermedad muy
molesta.
Parecía divertido, así que Rosie frunció el ceño.
—Gracias, pero esto no tiene importancia; en esta época del año los resfriados
son muy comunes. Creo que no me hace falta tomar nada.
—Rosie, tomarás lo que el doctor Cameron te recete —indicó su abuela—. Eres
una chica fuerte y saludable y quizá un pequeño resfriado no te afecte mucho, pero
debes tener en cuenta que podrías contagiarme. Y eso sí sería muy grave.
La joven guardó silencio tratando de ocultar su disgusto y el médico fue a
examinar a la anciana.
—Va muy bien —dictaminó—. Mañana intentará usted andar con la ayuda del
par de muletas que le traeré. En unos cuantos días podrá irse a su casa. ¿Tiene
automóvil, señora Macdonald?
—Por supuesto que no. Pero si es necesario, contrataré un automóvil con
chófer. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque yo tengo que ir el sábado a Edimburgo y Rosie y usted pueden venir
conmigo —al mirar hacia Rosie, notó la interrogante mirada de ella y aseguró—: No
en el Land Rover.
La señora Macdonald no era precisamente una tacaña, pero rechazaba la idea
de gastar dinero en algo que se podría obtener gratuitamente, así que aceptó la
propuesta del doctor.
—Señora Macdonald —agregó después el médico—, su recuperación ha sido
espléndida. Escribiré una nota a su doctor para informarle sobre los detalles.
—Oh, pero es que yo deseo que usted me atienda hasta que mi tobillo haya
sanado por completo.
—No creo que eso sea posible. Aunque estoy seguro de que el tratamiento que
le dictamine su propio médico será satisfactorio.
—De acuerdo, pero en ese caso, espero que de cualquier manera me visite… de
modo no profesional.
—Será muy agradable para mí…
Lo interrumpió un estornudo de Rosie, por lo que se volvió a mirarla.
—Debo recetarle algo antes de que ese resfriado se convierta en algo serio —
abrió un maletín y extrajo un frasco de pastillas—. Tome una cada cuatro horas. A mi
regreso le traeré suficientes para completar el tratamiento.
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Al día siguiente, el doctor llegó un poco más tarde que de costumbre, aunque
no dio ninguna explicación. Examinó el tobillo lastimado, presenció la habilidad de
su paciente para andar con las muletas y dictaminó que ya la consideraba apta para
irse a casa; además, les prometió que llamaría a las diez de la mañana dos días
después. Luego le preguntó a Rosie si ya se había recuperado de su resfriado, pero
no mencionó nada acerca del tío Donald, por lo que Rosie, después de dar una
excusa a su abuela, salió de la habitación para acompañarlo hasta el vestíbulo del
hotel.
—¿Cómo está mi tío Donald? —preguntó.
—No muy bien. Está consciente, pero no creo que haya muchas posibilidades
de que se recupere —la miró pensativo—. ¿Quiere ir a verlo?
—No tiene a nadie más…
—Bien, mañana por la mañana la llevaré al hospital.
—Pero mí abuela…
—Deje ese asunto en mis manos.
Después de los lluviosos días pasados, ese día el sol brillaba y Rosie anhelaba
salir a dar un paseo, pero tenía pocas oportunidades de lograrlo. Hizo las maletas,
leyó el Daily Telegraph a la anciana y después la acompañó mientras caminaba de un
lado a otro con sus muletas. Cuando la señora Macdonald dormía su siesta, la joven
se arregló las uñas y se lavó el cabello, preguntándose todo el tiempo si haría bien en
ir a visitar a su tío Donald. El doctor Cameron había dicho que lo más probable era
que el hombre no se recuperara…
El médico llegó más temprano que otras veces y se sentó a escuchar a la abuela
de Rosie, que le habló sobre diversos temas; sólo cuando la anciana hubo dicho todo
lo que quiso, el doctor hizo la observación casual de que sería una buena idea que
Rosie saliera a respirar un poco de aire fresco y que él la llevaría a dar un corto paseo.
Dirigió a la anciana una sonrisa encantadora y luego se volvió hacia Rosie.
—¿Está usted lista? La mañana es espléndida. Tengo que ir al albergue juvenil;
usted podrá dar un paseo mientras yo atiendo mis asuntos… estar un rato al aire
libre la ayudará a recuperarse de su resfriado.
Salieron antes que la anciana pusiera alguna objeción, abordaron el Land Rover
y emprendieron el camino.
—¿De verdad va a ir a ese albergue?
—Por supuesto. Tengo que llevar unas medicinas de parte del doctor Finlay.
Tardaré sólo cinco minutos —explicó—. Después nos dirigiremos a Ballachullish y
bajaremos hacia Oban; daremos un rodeo, pero el paisaje es muy bonito —la miró de
soslayo y sonrió—. Además, no tenemos ninguna prisa.
—Bueno, si está seguro de tener tiempo suficiente —dijo ella, y se dispuso a
gozar del viaje.
Se detuvieron en un pequeño hotel situado en las afueras de Oban y entraron a
tomar una taza de café antes de seguir hacia el pueblo y el hospital. Donald
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—Tenemos que estar listas a las diez de la mañana —le informó a la anciana—.
Diré que te sirvan el desayuno un poco más temprano que de costumbre, ¿de
acuerdo? Así tendremos suficiente tiempo.
—Supongo que no debemos hacerlo esperar.
—No, creo que no. Los médicos siempre tienen muchas cosas que hacer.
A las diez de la mañana, del día siguiente, ambas mujeres estaban listas. Rosie
ya había pagado la cuenta y había llevado su equipaje a la recepción, para que
cuando el doctor Cameron llegara, no tuviera que esperar.
Cuando el médico llegó, las saludó con brevedad y ayudó a la señora
Macdonald a descender por la escalera. Rosie y el portero los siguieron con el
equipaje. Rosie se sorprendió al ver el automóvil. ¡Era un Rolls Royce!
Su abuela se detuvo ante las puertas del vehículo.
—Doctor Cameron, ha sido usted muy amable al alquilar un coche tan
confortable como éste.
El médico guardaba las muletas en el portaequipajes y no levantó la vista.
—Es un buen coche. Espere un momento y la ayudaré a instalarse en el asiento
trasero, ahí encontrará una almohada para su pie —levantó la mirada—. Rosie, usted
siéntese delante conmigo, ¿de acuerdo?
La señora Macdonald se despidió del personal del hotel, se acomodó lo mejor
posible y expresó la esperanza de que el viaje no durara mucho.
—Dos horas, tal vez un poco más —informó el doctor.
Ya habían recorrido la mitad del trayecto cuando Rosie reunió suficiente valor
para exponer una idea.
—Me temo que antes no se nos ocurrió pensar en ello, pero no sería justo que
pagara usted el alquiler de este coche. Si es tan amable de decirnos…
—Soy amigo del dueño, él me lo prestó.
—Pues fue muy amable al permitirnos usarlo —dirigió una mirada de soslayo
hacia el severo perfil del hombre—. Bueno, supongo que… lo que dice es verdad, ¿o
no?
Él se volvió a mirarla.
—No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra.
—Estoy segura de que no —declaró Rosie con voz apaciguadora—. Fue una
simple duda. Siento haberlo molestado.
—Tampoco suelo molestarme con facilidad.
Cuando se aproximaron a Loch Lamond, él volvió a hablar.
—Rosie, ¿se alegra usted de volver a casa?
La joven recordó la majestuosidad de las montañas de Escocia, las caídas de
agua, la vegetación…
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—A la hora del té —se puso de pie—. Tía Carrie, me voy a acostar. Te dejo sola
para que puedas telefonear a gusto.
El domingo transcurrió en calma hasta la hora del té, que fue cuando el señor
Brodie hizo su aparición. Rosie se dio cuenta con alivio de que se trataba de un
hombre lleno de determinación. Quizá no muy apuesto, pero adecuado para Carrie,
y era obvio que su amor por ella era sincero. Mientras tomaban el té, la joven fue
testigo de la enconada batalla de voluntades surgidas entre su abuela y el señor
Brodie. El abogado expuso sólidos argumentos a favor de una unión con Carrie y la
señora Macdonald finalmente tuvo que conceder que no existía ningún motivo para
que Carrie no contrajese matrimonio, si así lo deseaba. Su cáustico «a su edad es algo
ridículo», sólo provocó ligero alzamiento de cejas por parte del pretendiente de
Carrie.
Al día siguiente, como tenía que acudir al hospital, a su abuela le quedó muy
poco tiempo para refunfuñar en contra de su hija; además, Rosie había tenido la
precaución de advertirle a Carrie que permaneciera fuera del alcance de la vista de su
madre.
El Royal Infirmary se encontraba al otro lado de Princess Street, más allá del
Grassmarket, y sobresalía sobre las estrechas calles y viejas casas que lo rodeaban.
Rosie ayudó a su abuela a descender del coche y fue en busca de una enfermera y
una silla de ruedas para transportar a la anciana a la sala de radiología.
Había muchas personas esperando, por lo que Rosie se sintió incómoda al ver
que atendían a su abuela inmediatamente. Cuando terminaron de hacerle la
radiografía, la anciana se permitió el lujo de manifestar que no quería esperar mucho
tiempo el resultado. El radiólogo, un hombre brusco, le respondió de manera poco
cortés, así que Rosie se apresuró a llevársela a la sala de espera antes de que la
situación se hiciera más difícil.
Transcurridos quince minutos, llegó una enfermera para conducir a la anciana
en su silla de ruedas hacia una pequeña habitación.
—¿A qué me han traído aquí? —exigió saber la señora con disgusto.
La puerta se abrió para dar paso al doctor MacLeod, seguido del doctor
Cameron. Al verlo, Rosie se sorprendió y sintió una oleada de placer. A diferencia
del doctor MacLeod, él llevaba una bata blanca y, de algún modo, parecía inaccesible.
Les dio los buenos días con cierta brusquedad y de manera sucinta le comunicó
a la señora Macdonald que su tobillo ya estaba bastante bien.
—De ahora en adelante usará sólo el bastón. Ya no le hacen falta las muletas.
—Yo creía que usted era un médico general, ayudante del doctor Finlay —
comentó la señora Macdonald al recuperarse de la sorpresa.
El doctor Cameron esbozó una breve sonrisa, pero fue el doctor MacLeod quien
le dio una respuesta a la anciana.
—Fue un pequeño malentendido —dijo con suavidad—. Él es sir Fergus
Cameron, profesor de ortopedia de este hospital. Ha tenido usted mucha suerte por
contar con sus servicios.
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—Supongo que eso no evitará que la cuenta vaya a cargo del Seguro Social —
comentó la señora Macdonald, y Rosie se ruborizó por la vergüenza. Entonces habló
sir Fergus.
—Por supuesto, señora Macdonald; además, yo no necesito que me paguen,
pues mis servicios han sido más que recompensados con el gusto de conocerlas a
usted y a su nieta.
Rosie deseó que la tierra se abriera y se la tragara.
Sir Fergus estrechó la mano de la paciente y le aseguró que el doctor MacLeod
se haría cargo de atenderla durante el tiempo que fuera necesario; luego murmuró
unas palabras de despedida y salió de la habitación.
—No soy muy fuerte —expresó la señora Macdonald con pesimismo ante el
doctor MacLeod después de haber concertado otra cita—. A las personas que me
rodean no les importa gran cosa mi salud y yo tengo que luchar por vencer mis
malestares…
El médico le dio un golpecito en la mano.
—Usted es una dama de notable fortaleza para sus años, y recuerde que yo
estaré pendiente de su salud.
Mientras un enfermero llevaba a la anciana en la silla de ruedas, Rosie se
adelantó para conseguir un taxi. Tenía la esperanza de poder ver a sir Fergus, pero
éste no se encontraba a la vista. Por supuesto, no era que le importara, se dijo la joven
con irritación. El hombre no le había prestado ni la más mínima atención. Además…
¿por qué iba a hacerlo?
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Capítulo 4
Al día siguiente por la mañana, Rosie tomó un tren local hacia Londres,
después de despedirse de su tía Carrie, quien en una andanada de frases a medio
terminar le rogó que no dejara de asistir a la boda. La joven le aseguró que haría todo
lo posible por estar presente. En ese momento Elspeth se acercó, abrazó a Rosie y le
entregó una bolsa con emparedados para el viaje.
Por último, su abuela, que se encontraba en la sala y leía un periódico, también
se despidió de ella. La joven le dio las gracias por las vacaciones, porque sabía que
era lo que la anciana esperaba de ella. Por su parte, la señora no le agradeció de
ninguna manera el que la hubiese cuidado, sino que se limitó a decir que Rosie
extrañaría los paseos en compañía del doctor Cameron.
—¿Paseos? —preguntó Rosie, mordiéndose la lengua para no decir otra cosa.
—Por cierto que te hicieron mucho bien, pero me atrevería a decir que el doctor
se divirtió más mientras fingía ser un médico rural.
Rosie se alegró de encontrarse por fin de nuevo en casa. Tenía mucho que
contarles a sus padres, incluida su inesperada visita a Inverard y la enfermedad de su
tío Donald.
—Nada ha cambiado —dijo—. Y aún están la señora MacFee y el viejo Robert…
—¿Nadie más? ¿Ningún amigo ha ido a vivir con Donald? ¿Está solo por
completo? —preguntó su padre.
—Bueno, pues cuando fui no había nadie, y, tampoco fue nadie a visitarlo al
hospital. Yo sí fui… me sentí obligada a hacerlo.
—Por supuesto —dijo su madre—. ¿Va a recuperarse?
—No lo sé; el doctor Cameron dijo que por el momento no podía saberse.
—¿Se portó bien el doctor? ¿Es escocés? —inquirió la madre de Rosie—. A mí
me parece muy extraño que no revelara su verdadera identidad a tu abuela —Rosie
le había contado a su madre que el doctor les había hecho creer que era un simple
médico rural—. ¿Es viejo?
—Es joven; yo diría que unos treinta y cinco o treinta y seis años. Es un hombre
muy alto y corpulento. Moreno, bien parecido. En realidad, no simpatizamos mucho.
Pero el médico de tío Donald sí era muy agradable, joven y simpático.
—Será mejor que me comunique ahora mismo al hospital —dijo su padre.
Después de telefonear, informó:
—Ningún cambio. He hablado con el doctor Douglas… me ha preguntado por
ti, Rosie.
—Oh, ¿sí? —sintió sobre ella la mirada inquisitiva de su madre y se ruborizó un
poco—. Es muy simpático.
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recordar a la joven lo que antes había dicho el doctor acerca de que el hogar está
donde está el corazón. ¿Qué habría querido decir con eso?
—Salimos muy temprano esta mañana y no había mucho tráfico; además, me
gusta conducir —Fergus no parecía cansado en lo más mínimo, ni por su actitud ni
por su voz. Y daba la impresión de encontrarse muy a gusto.
—Le agradezco mucho que me haya traído —manifestó el padre de Rosie con
sencillez—. Fue un viaje muy agradable y mucho menos cansado que por ferrocarril
—miró entonces hacia su esposa—. Querida, tengo algo muy importante que
comunicarte…
—Iré a ver la cena —ofreció Rosie y, para gran sorpresa suya, vio que Fergus
Cameron también se ponía de pie.
—Estoy seguro de que habrá algo en lo que pueda ayudarla —expresó el
hombre con tranquilidad.
—Oh, Fergus —dijo el señor Macdonald—, por favor, cuéntale tú a Rosie la
noticia, mientras yo se la comunico a mi esposa.
Rosie se sorprendió de la confianza que parecía haber entre su padre y sir
Fergus. ¿Y de qué noticia se trataría?
—Tome asiento —le indicó al doctor cuando llegaron a la cocina—. Cenaremos
aquí porque es la habitación más cálida. No esperábamos invitados y… Oh, lo siento
mucho… Seguramente usted no está acostumbrado a comer en la cocina. Si
hubiéramos sabido que venía, habríamos preparado el comedor.
—Me gustan las comidas acogedoras… Mmm, hay algo que huele
deliciosamente.
Rosie terminó de condimentar el asado.
—Se nota que es usted muy buena ama de casa.
—Doctor Fergus, ¿de qué noticia se trata? —preguntó Rosie de pronto, pues los
comentarios del médico la hacían sentirse inquieta.
—Su tío le dejó Inverard a su padre como herencia, junto con una considerable
suma de dinero.
—¿Es verdad? Oh, lo siento, no debería dudar de su palabra —añadió al ver la
expresión en el rostro de él—, pero es que la noticia me ha dejado anonadada.
—Es comprensible. Y quizá le interese saber que su tío cambió su testamento
después de verla a usted.
—¿Después de verme? —repitió ella con asombro.
—Mmm, percibo un delicioso olor a melaza tostada.
—¡Mi tarta! —Rosie se apresuró a sacarla del horno.
—¿Qué le parece la noticia? —preguntó sir Fergus.
—Me parece estar flotando en la luna. ¿No se sentiría usted igual?
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—Supongo que sí. Ahora ya podrá volver a su antiguo hogar, ¿verdad? Aunque
imagino que tenía aquí amigos y le resultaría duro dejarlos.
—Sí, claro; en los seis años que llevo en esta localidad he hecho algunas
amistades. Por ejemplo, Brenda, con quien juego al tenis y voy de compras; o Will,
con quien a veces voy a pescar…
—¿Will?
—Es un chico muy agradable que tiene la esperanza de ir a Oxford…
—¿Pero nadie por quien lamente irse?
—No… He sido feliz aquí, pero quiero volver a Inverard —sonrió—. ¿Sabe?
Todavía no puedo creerlo —colocó la sartén con las patatas sobre la cocina para
conservar caliente la comida y preguntó—: ¿Tiene usted mucho apetito? Como tiene
un cuerpo tan grande que alimentar…
—Pues sí, sí tengo mucho apetito.
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Fue un viaje de dos horas a Londres, pero una vez ahí, le resultó muy difícil
conseguir un taxi para dirigirse a la estación de ferrocarril, por lo que llegó tarde y
perdió el tren que pensaba tomar. Entonces se dirigió hacia la cafetería y pidió un
café mientras esperaba la hora de salida del siguiente tren. Cuando por fin se
encontró a bordo, acomodó su equipaje y se sentó. Se sentía muy emocionada ante la
posibilidad de volver a su antigua vida, pero también estaba muy cansada, y se
quedó dormida; cuando despertó, ya habían llegado a Waverley Station.
Rosie recogió su maletín, llamó a un mozo para que la ayudara con lo demás y
luego fue en busca de un teléfono para avisar a su padre que llegaría más tarde a
Crianlarich.
Estaba a punto de entrar en la cabina telefónica, cuando escuchó la voz del
doctor Cameron.
—¿Qué tal, Rosie? ¿En dónde se encuentra el resto de su equipaje?
Ella lo contempló boquiabierta.
—¿Qué hace aquí…? ¿Va usted a algún lado?
—Después tendremos tiempo de charlar. ¿El resto de su equipaje ya está en el
tren?
Ella asintió con un movimiento de cabeza y observó alejarse la enorme figura
del doctor. Entonces su sorpresa cedió ante el sentido común y se apresuró a correr
tras el hombre.
—Dentro de media hora voy a tomar el tren hacia Fort William…
—Yo voy a Fort William en el coche y puedo llevarla —recogió el equipaje—.
Vamos.
—Pero se desviará de su camino por mi causa —insistió ella mientras lo
seguía—. ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?
—Su padre me lo dijo. Y ahora, sea una buena niña y suba al coche.
—El Rolls Royce —dijo ella con voz acusadora—. Es de usted, ¿verdad? ¿Por
qué fingió que…?
—No fue necesario fingir. Según recuerdo, nadie me preguntó nada —comentó
mientras metía el equipaje en el portaequipajes—. ¿Va a subir o no?
A Rosie no le quedaba más que obedecer, así que abordó el lujoso automóvil.
Sir Fergus ocupó el asiento del conductor y giró la llave en el encendido.
—¿Está cansada? —quiso saber.
—Sí —respondió ella, recordando todo lo que había tenido que hacer en la casa
antes de salir.
—¿A qué hora ha comido? Y no me refiero a un bocadillo.
—Desayuné algo en casa antes de salir hacia la estación —tuvo que confesar
ella.
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Él masculló algo, pero Rosie no lo escuchó, pues se quedó dormida. Por primera
vez en ese día, no tenía nada de que preocuparse. Estaba rodeada de lujo y a punto
de llegar al hogar.
Sir Fergus la despertó cuando aparcó el coche frente a Inverbeg Inn, en el
extremo de Loch Lomond. Rosie abrió los ojos y se incorporó de inmediato.
—Oh, ya hemos llegado a Luss. Me he quedado dormida.
—Bien, espero que tenga tanta hambre como yo —él se inclinó hacia adelante y
le desabrochó el cinturón de seguridad. Después descendió del coche y abrió la
puerta para que Rosie bajara también.
En el restaurante no había mucha gente, y ellos comieron a gusto y sin prisas.
Al terminar, volvieron al coche y continuaron el viaje. Les faltaban unos sesenta
kilómetros, que recorrieron en poco más de media hora. Rosie estaba feliz de regresar
a su casa, pero a la vez se entristeció al pensar que tendría que despedirse de sir
Fergus y que quizá nunca lo volvería a ver. Por supuesto, no era que le importara, se
recordó con severidad; sólo que le hubiera gustado conocerlo mejor para descubrir el
motivo por el que no estaba segura de si ese hombre le simpatizaba o no.
—¿Y a qué piensa dedicarse ahora? —indagó el médico.
—Ayudaré a mamá en la casa y al viejo Robert en el jardín. No sé si mi tío
Robert conservó las gallinas, pero a mí me gusta criarlas; en invierno me dedicaré a
tejer. Tenemos una especie de negocio casero entre varias amigas y vendemos toda
nuestra producción.
—¿Y se sentirá contenta con eso?
Ella respondió con súbito furor.
—¿Alguna vez ha estado usted sentado ante un escritorio mecanografiando
cartas llenas de palabras difíciles durante ocho horas diarias? —se volvió a mirarlo y
notó que sonreía—. Ah, por supuesto que no lo ha hecho, de lo contrario sabría que
cualquier cosa es mejor que eso.
—¿Qué opina del matrimonio?
—Bueno, pues por supuesto que… si uno escoge a la persona adecuada,
entonces no puede haber nada mejor.
—Usted es una joven muy bonita; me imagino que oportunidades no le habrán
faltado.
—He tenido varios pretendientes, pero nunca he podido decidirme por
ninguno.
—¿Y usted se ha enamorado alguna vez?
—Sí.
Entonces ambos guardaron silencio durante un rato. El coche giró para tomar el
pequeño camino rural que a la joven le era tan conocido.
El crepúsculo empezaba su lenta aparición y las montañas tenían un tono gris
acerado; los abetos adquirían un vívido color verde bajo la luz del atardecer.
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—El paisaje sigue siendo el mismo —musitó Rosie con suavidad—. Todo sigue
igual, ¿verdad?
—La mejor hora del día es el amanecer.
—Sí, claro, a eso de las seis. Aunque no creo que usted tenga muchas
oportunidades de gozar del espectáculo. ¿Viene a menudo a visitar al doctor Finlay?
—No tan a menudo como desearía. Rosie, ¿a usted le gusta pescar?
—Sí, y por aquí se pueden pescar truchas y salmones de buen tamaño.
Ya se encontraban casi a la vista de la casa y Rosie se sentó muy erguida. Había
luz en la mayor parte de las habitaciones de la planta baja, y cuando ellos se
detuvieron ante la puerta principal, ésta se abrió y salieron el padre y la madre de
Rosie, acompañados por la señora MacFee y el viejo Robert.
Rosie fue recibida por sus padres como si llevaran años sin verla.
—Te estamos muy agradecidos —manifestó el señor Macdonald a sir Fergus—.
¿Quieres pasar a tomar una taza de café?
—Puede hospedarse aquí esta noche —añadió la madre de Rosie—. Ahora
disponemos de suficientes habitaciones, y nos encantaría que se quedara —le dirigió
una maternal mirada.
Rosie también se volvió a mirarlo.
—Me gustaría que se quedara. Ha sido muy amable conmigo y yo ni siquiera le
he dado las gracias.
Él hizo una mueca maliciosa y ella, para su propia mortificación, enrojeció.
—Me encantaría —expresó el profesor, dirigiéndose a la madre de Rosie—:
Pero ya tengo otro compromiso.
—¿Tomará por lo menos una taza de café?
—Lo siento, señora Macdonald, no me es posible —aseguró el doctor con
pesar—. Aunque, si en el futuro vengo por aquí, espero que vuelva a invitarme.
La señora se puso de puntillas y le dio al hombre un beso en la mejilla.
Fergus estrechó la mano del señor Macdonald y luego se volvió hacia Rosie. La
joven empezó a hablar antes de que él pudiese decir algo.
—Gracias por haberme traído, y por invitarme a comer. Ha sido usted muy
amable —sabía que ya había dicho todo eso y volvió a sentirse como una tonta,
especialmente al darse cuenta de que él la contemplaba con frialdad.
—Ha sido un placer, Rosie. Adiós.
Rosie y sus padres lo acompañaron hasta que salió de la casa y subió de coche;
después permanecieron observándolo hasta que desapareció de su vista.
—Qué hombre tan agradable —observó la señora Macdonald—. ¿No te parece,
Rosie?
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Capítulo 5
Fergus Cameron condujo por el mismo camino por el que había llegado, pero
cuando llegó a la carretera, enfiló hacia Fort William. Apenas había tráfico, y sólo de
vez en cuando se encontraba con algún rebaño al lado de la carretera. Al llegar a Fort
William, tomó el camino hacia Banavie y de ahí hacia Glenfinnan; ya se encontraba
en tierras de los Cameron, muy cerca de casa.
Giró en un recodo y un poco más adelante pudo ver el hogar familiar: una
magnífica casa fortificada del siglo dieciséis, modernizada y con algunas adiciones,
pero con muy pocas alteraciones a través de los años. En cada uno de sus extremos
había una torre cuadrada, con sus correspondientes almenas mensuales; las ventanas
de la planta baja eran muy amplias, mientras que en los irregulares tejados había
unas muy pequeñas para las buhardillas.
Al acercarse sir Fergus, la puerta principal fue abierta por un hombre anciano y
enjuto, con el rostro surcado de arrugas y un parche sobre un ojo. El doctor
descendió del automóvil y en dos pasos se acercó al anciano; lo saludó y le preguntó
por su salud. Después, cruzó el vestíbulo de la entrada, con suelo de baldosas
cubierto en parte por una hermosa alfombra tejida. Abrió una puerta situada a un
lado de la escalinata de roble y entró en un saloncito de cielo raso, trabajado en yeso,
que tenía una antigüedad de varios siglos, aunque las paredes estaban cubiertas por
un papel tapiz color azul Sajonia que databa de una época posterior. El mobiliario era
una agradable mezcla de sillas con cubierta de cretona, varias mesas pequeñas, una
mesa Luis XV para escribir, colocada bajo una ventana larga y estrecha, y una
cómoda. De las paredes colgaba un gran número de pequeños cuadros, y sobre la
repisa de la chimenea podía verse un reloj Cartier de oro.
La madre del doctor Cameron encontraba sentada en una de las sillas y estaba
tejiendo, pero en cuanto vio a su hijo, se puso de pie y cruzó la habitación para
acercarse a él. Se trataba de una mujer de más de sesenta años, de apariencia
vigorosa y una cabellera iris que enmarcaba un plácido semblante.
—Querido, supongo que estarás cansado; Hamish te traerá café y algunos
emparedados. Es una lástima que tengas que volverte a ir tan pronto. Tu secretaria
me ha dicho que tienes un compromiso en Leiden, pero tu inesperada visita ha sido
una alegría para mí.
La señora volvió a sentarse y sir Fergus hizo lo propio frente a ella. El enorme
perro que había estado echado a los pies de la dama, se acercó al médico y puso la
barbilla sobre sus zapatos.
—Siento haber llegado tarde, madre. Me he entretenido porque he tenido que
hacer de chófer. ¿Recuerdas a los Macdonald de Inverard?
—Sí, claro. Por cierto que Donald Macdonald, que era quien vivía allí, acaba de
morir. Y tú en alguna ocasión fuiste a atender a la anciana señora Macdonald en
Bridge of Orchy… creo que me dijiste que tenía una nieta…
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Emprendió el viaje una mañana espléndida; las montañas relucían bajo el sol y
los ríos semejaban límpidos espejos. Rosie no conducía con rapidez, pues quería
admirar el paisaje; tenía tiempo suficiente y, además, le hacía falta refrescar la
memoria. Al llegar a Bridge of Orchy, se detuvo y se dirigió al hotel para saludar a
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los empleados y para tomar un café. Le sorprendió mucho la rapidez con que corrían
las noticias, pues el dueño ya estaba enterado de que su tío había fallecido y que su
familia y ella habían regresado a vivir en Inverard.
Terminados su café y su charla, Rosie volvió al coche y reinició la marcha,
tomando la misma carrera que había recorrido junto con sir Fergus, lo cual, como era
natural, la hizo recordarlo.
Edimburgo era una ciudad muy grande y probablemente nunca volvería a
verlo; se dijo un poco triste.
El doctor MacLeod y su esposa la recibieron con cariño, le sirvieron una taza de
té y le mostraron la habitación que le habían destinado, la cual era muy bonita y
acogedora.
Por consejo de la señora MacLeod, ese día descansó, pero el siguiente salió muy
temprano a hacer sus compras. Volvió a la casa por la tarde para probarse la ropa
que se había comprado. El vestido que más le gustaba era uno de chifón rosa, con
falda amplia y un amplio escote. La verdadera razón de esa compra era que, aunque
no se trataba de una prenda de moda, era bonita, y quería que sir Fergus la viera con
ella puesta, si volvía a verlo, pensó en tanto se probaba el vestido.
Mientras lo colgaba pensó que había sido una tontería comprarlo. Después
volvió su atención hacia las prendas íntimas y los pequeños lujos que había
adquirido, de los cuales había prescindido durante los últimos seis años.
Al día siguiente, metió todas sus adquisiciones en el coche y, después de
despedirse de los MacLeod, se dirigió hacia la casa de su abuela, quien, a pesar de
estar ya recobrada de la torcedura de su tobillo, en cuanto la vio empezó a quejarse.
Con su hija ya no podía contar para nada, declaró con indignación, y eso de que
una mujer de su edad quisiese contraer matrimonio, era algo que se encontraba más
allá de su comprensión. Rosie emitía un murmullo de vez en cuando mientras
intercambiada expresivas miradas con su tía, quien, por el milagro del amor, se había
convertido en una persona diferente.
—Me quedaré en vuestra casa una semana —informó la anciana—, y espero
que, a la vuelta, me traigas en el coche. Soy una mujer vieja y mi salud es lo primero.
—Sí, abuela —respondió Rosie con resignación—, dentro de una semana te
traeré de regreso.
—Cuando volvamos, tu tía Carrie no estará aquí, así que tendrás que quedarte
conmigo hasta que ella regrese. Serán sólo dos días.
Mientras la joven trataba de hallar una buena excusa, sorprendió la mirada de
su tía, así que se limitó a aceptar lo que decía la señora. La tía Carrie se merecía algo
de diversión.
Rosie estaba guardando las maletas en el coche, cuando al levantar la cabeza vio
a sir Fergus en su Rolls Royce. Él no se detuvo y Rosie pensó que quizá no la había
visto; pero aun cuando la hubiese visto, la joven dudaba que eso lo hubiera hecho
detenerse.
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pesca, pero a mí sí, y por aquí hay mucha trucha y salmón después de la temporada
de lluvias.
Siguieron hablando de los detalles de la propiedad que, aunque no era muy
grande, podría llegar a ser muy próspera. Rosie subió a la habitación de su abuela
para deshacer las maletas de la anciana.
Al día siguiente llovió y la señora Macdonald se contentó con inspeccionar el
interior de la casa, desde el desván hasta el sótano. Después descansó mientras Rosie
le leía un libro. Cuando la anciana se quedó dormida, Rosie suspiró con alivio.
Al otro día, brilló el sol y Rosie recorrió con su abuela los jardines y parte de los
terrenos adjuntos, donde se encontraba la cabaña del viejo Robert, que ahora vivía
solo, pues su esposa había muerto.
La anciana había conocido al viejo Robert y a su familia, así que charló muy a
gusto con él mientras tomaban el té en la cabaña. Cuando volvieron a la casa para
almorzar, la señora se encontraba de muy buen humor. A mitad del almuerzo sonó el
timbre del teléfono y Rosie se apresuró a contestar.
—Debe tratarse de Carrie; seguro que tiene algún problema y necesita mi
consejo —declaró la anciana—. Esa mujer es incapaz de administrar un hogar, no sé
qué pasará cuando se case. Rosie, por favor, dile que me llame más tarde.
Rosie sonrió y levantó el auricular, ruborizándose en seguida.
—La llamada es para mí —le informó a su abuela.
—¿Salimos mañana? —preguntó la casual y tranquila voz de sir Fergus—.
¿Podrá estar lista a las nueve de la mañana? Viajaremos en el coche hasta Rannoch
Station, lo dejaremos ahí y emprenderemos una caminata. La llevaré de regreso a su
casa a tiempo para la cena. O quizá podamos cenar juntos —la joven titubeó y
entonces él añadió—: No, no se preocupe, la dejaré en su casa temprano. ¿Y qué hará
respecto con su abuela?
Rosie sofocó la risa.
—Ya se me ocurrirá algo. ¿Llevo algo para comer?
—No. La comida la llevo yo. Hasta mañana.
Rosie colgó el auricular y volvió a la mesa. Sus padres prosiguieron con su
conversación, pero su abuela no pudo evitar preguntar:
—¿Quién era?
—Un amigo. Mamá, ¿traigo el café?
—Sí, querida, por favor, y dile a la señora MacFee que dentro de cinco minutos
venga a recoger la mesa.
El café lo tomarían en la sala, pues la madre de Rosie supuso que eso era lo que
su suegra esperaría. Terminado el almuerzo, Rosie acompañó a su abuela a su
habitación para que durmiera una siesta, y en cuanto la dejó instalada, se apresuró a
volver a la planta baja antes de que a la anciana se le ocurriera que necesitaba algo
más.
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hombres, y al ver a Rosie se acercó a ella, pero un silbido por parte de su amo lo hizo
volver junto a él.
—¿Lista? —se despidió del padre de Rosie, hizo un ademán hacia la señora
Macdonald y le indicó a la joven que subiera al automóvil.
—¡Que os divirtáis! —exclamó el señor Macdonald; Rosie esperaba que así
fuera, pero no estaba muy segura.
Sus dudas muy pronto fueron olvidadas, pues su acompañante se mostró
encantador.
—Lástima que el día esté lluvioso, pero quizá cambie nuestra suerte y mejore el
tiempo.
—A mí no me molesta que esté nublado —comento Rosie—. ¿Le gusta a Gyp
salir a caminar?
—Le encanta. ¿Tomamos una taza de café en Rannoch? Llevo la comida en el
maletero.
—Me parece muy bien. ¿Por dónde vamos a ir?
—He pensado que podríamos empezar por el lado oeste de las Highlands —
dirigió la mirada hacia los zapatos de ella—. Veo que se ha puesto el calzado
adecuado.
Rosie prefirió guardar silencio. ¿Qué pensaría ese hombre, que ella era tan tonta
como para ponerse unos elegantes zapatos de noche para un paseo por los
alrededores de las montañas?
—Hay mujeres que no tienen ni la menor idea de lo que es el páramo. Pero
usted lo conoce bien, ¿verdad?
—Lo he recorrido varias veces con mi padre… el brezo estaba muy crecido y el
agua de las lagunas era cristalina…
—Todavía es muy pronto para encontrar brezo, pero las lagunas son muy
hermosas.
—Cómo me gustaría patinar sobre ellas cuando estén congeladas.
—Ya lo haremos juntos el próximo invierno… es mucho más divertido que
cruzarlas a nado durante el verano.
—Nunca he conocido a nadie que lo haga.
—Algunos amigos y yo acostumbrábamos hacerlo hace años, cuando éramos
estudiantes de medicina.
—¿Y hace tiempo de eso?
—Me titulé hace once años. Rosie, tengo treinta y cinco años. ¿Le parece que soy
demasiado viejo?
—¡No! Yo tengo veinticinco, ¿lo sabía?
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Capítulo 6
Terminado su almuerzo, reemprendieron la marcha y Fergus mantuvo la charla
a un nivel impersonal. La joven aprovechó un silencio para decir:
—Lo siento, fue una indiscreción preguntarte si te habías casado. Por supuesto,
es imposible que hayas contraído matrimonio, pues si así fuera, no estarías ahora
aquí conmigo, ¿o sí?
Él hizo un esfuerzo por contener la risa y responder con tranquilidad.
—Tienes razón. Creo que cuando me case me estabilizaré y seré un marido
ejemplar.
—Bueno, sí; supongo que, con tu posición, tendrás que ser discreto.
Fergus rió.
—¿Es que me atribuyes una vida amorosa secreta?
Ella se detuvo y golpeó el suelo con el pie.
—Mira lo que has hecho… me has hecho decir una tontería. Tú sabes que eso no
es lo que yo quería decir.
—Sí, claro que lo sé —repuso él en tono conciliador—. Y me sorprende tu
interés en mis asuntos personales cuando apenas nos conocemos.
Ella lo miró a los ojos.
—Aunque, por supuesto, podemos ponerle remedio a eso, haciéndonos amigos.
De pronto, ella sonrió.
—Sí… sí… —extendió una mano—. De acuerdo, Fergus.
Al sentir que él estrechaba su mano con firmeza, por alguna extraña razón
sintió el deseo de estar en sus brazos, pero la prudencia la hizo retirarse. Entonces él
se inclinó y le dio un beso.
—El trato ha sido sellado con un beso —observó él con alegría—. Prosigamos
con nuestro paseo.
Transcurridos varios minutos, Rosie rompió el silencio.
—Aunque imagino que eso no significa que ya no vamos a discutir, ¿o sí?
—Mi querida niña —comentó Fergus con una sonrisa—, si sientes ganas de
desahogarte, estás en total libertad de hacerlo.
—Me parece muy bien. ¿Puedo hacer una pregunta acerca de tu trabajo sin
parecer impertinente? ¿Cuál es tu especialidad?
—Soy cirujano ortopédico.
—Pero te consultan de muchas partes, ¿verdad? Hasta de Escocia.
—Sí, viajo mucho.
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Al dar la vuelta hacia Glen Tarbet, aún había suficiente luz y pudieron apreciar
muy bien el espectáculo de las montañas que los rodeaban, lo mismo que un atisbo
del lago. El hotel era encantador, sobre todo por estar situado a la orilla del lago; y
cualquier duda que Rosie mantuviera sobre su atuendo, se vio acallada por la cálida
bienvenida que recibieron. Resultó evidente que Fergus era muy conocido en el
lugar, así que los atendieron muy bien. La comida estuvo deliciosa, y luego tomaron
un café exquisito.
—¿Crees que tendremos tiempo para dar un paseo por la orilla del lago? —
preguntó Fergus al salir del hotel.
Rosie estuvo de acuerdo y dieron un paseo. Cuando volvieron al coche, Gyp se
acomodó para dormir.
—Está cansado —comentó sir Fergus—. ¿Y tú no estás cansada, Rosie?
—¿Cansada? ¿Yo? Ni siquiera un poco… bueno, mis pies sí, pero yo podría
seguir así toda la noche… —se detuvo de pronto, contenta de que él no pudiera ver
que se ruborizaba—. Lo que quiero decir es que… —volvió a interrumpirse y él
acudió en su ayuda.
—Comprendo perfectamente lo que sientes, pues sé que en esta parte del
mundo existe una clase de magia que no hay en otras partes. Por eso hay miles de
personas que año tras año regresan para recorrer a pie los alrededores y escalar las
montañas. Rosie, ¿te gusta el alpinismo?
—No —declaró Rosie—. Me da miedo la altura. Lo cual es una soberana
tontería, pues amo esas montañas. Supongo que a ti sí te gusta el alpinismo.
—Sí, aunque no tengo muchas oportunidades para practicar.
—¡Por supuesto que no, si vives en Edimburgo!
Durante el resto del viaje hablaron muy poco. Cuando se encontraban frente a
las rejas de su casa, Rosie se refirió a la partida de él.
—¿Tienes que irte por la mañana? ¿No estarás muy cansado para conducir los
ciento cincuenta kilómetros que hay de distancia hasta Edimburgo? —y añadió—:
¿Quieres pasar a tomar una taza de café?
—¿No será muy tarde? No quisiera molestar.
Pero descendió del coche y entró con ella en la casa. Los padres de Rosie se
encontraban en la sala de estar. Al verlos entrar, la señora Macdonald se puso de pie
y se acercó a recibirlos.
—¿Qué tal lo habéis pasado? Fergus, acompáñenos a tomar una taza de café.
Él tuvo que rechazar con cortesía la invitación.
—Mañana debo levantarme temprano para atender varios asuntos antes de
irme. Será otro día, con mucho gusto.
—Puedes venir cuando quieras, y sin necesidad de ser invitado.
Fergus estrechó la mano del señor y la señora Macdonald y se despidió de ellos;
Rosie lo acompañó hasta la puerta.
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—Gracias, Fergus. Ha sido un día encantador. Y espero que tengas muy buen
viaje.
No quería que se fuera y deseaba saber cuándo volvería, pero no se atrevió a
preguntárselo. Se despidieron con cierta formalidad; él salió de la casa, llamó a Gyp,
subió a su coche y se alejó sin mirar atrás.
A Rosie no le gustaba la forma en que había terminado el día y pensó que quizá
él se había molestado por algo. Tal vez fue un error ir a comer a Strontian.
«Hemos pasado demasiado tiempo juntos», reflexionó. «La próxima vez que me
invite, si es que hay una próxima vez, será mejor que le diga que tengo otro
compromiso».
Volvió al interior de la casa y tomó una taza de café con sus padres.
Permaneció despierta en la cama mucho rato, pensando en él. ¿En dónde vivía?
¿Moray Place, donde residía la elite de la profesión médica? ¿O Belgrave Crescent?
Tenía que ser algún lugar cercano al Royal Infirmary, pues él le había dicho que ése
era su principal centro de trabajo… Pensando en eso, se quedó dormida.
Fergus vivía en Moray Place, en una casa georgiana con jardines circulares en el
centro. La mansión había pertenecido a su abuelo; a su muerte, la heredó la madre de
Fergus, quien se la cedió a su hijo ya que no deseaba dejar su hogar en Loch Eilt, y
además, sabía que a él le encantaba la casa. Vivía solo, con la señora Meikle, su ama
de llaves.
Ese día, cuando Fergus llegó a la silenciosa casa, se detuvo en el largo y angosto
vestíbulo para recoger su correspondencia y se dirigió a su estudio. Mientras leía sus
cartas, llamó al hospital, habló con el cirujano ortopédico de guardia y luego con la
jefa de enfermeras. Minutos después se retiró a su dormitorio.
Al día siguiente, la anciana señora Macdonald estaba tan irritable como siempre
y se quejaba de todo. Rosie le había hecho falta, declaró, y esperaba que no la
volviera a dejar sola. La joven escuchó sus quejas con paciencia mientras la
acompañaba a pasear por los jardines; aprovechó la charla de su abuela para permitir
que sus pensamientos divagaran.
Había pasado el día muy contenta con Fergus; tenían gustos similares y
compartían muchas opiniones. Antes él no le simpatizaba, pero ahora tenía que
admitir que le parecía muy agradable y que le gustaría saber más de él. En realidad,
Fergus le había dado muy poca información sobre sí mismo; excepto aquel casual
comentario de que muy pronto se casaría… Rosie se entristeció al pensar en ello,
hasta el punto de que su abuela lo notó, pues interrumpió su diatriba acerca de la
juventud moderna y le preguntó qué le sucedía.
—Los jóvenes nunca estáis contentos con lo que tenéis y siempre deseáis algo
más.
—No te preocupes, abuelita. Yo sí estoy satisfecha.
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Sin embargo, tenía que admitir, aunque fuese para sí misma, que no estaba del
todo satisfecha. Los días de la visita de su abuela transcurrieron de forma bastante
agradable. Todos estaban tan contentos por estar de nuevo en Inverard, que hasta
tenían la impresión de que nunca se habían ido de allí. La abuela, como siempre,
quería inmiscuirse en todo, incluyendo el hecho de que Rosie aún no se hubiera
casado. ¿Por qué no lo había hecho? ¿En dónde estaban los jóvenes que deberían
cortejarla? ¿Qué pretendía hacer ella? ¿Dejar pasar el tiempo y convertirse en una
solterona?
Rosie era muy paciente con ella y nunca le contestaba mal, pues quería mucho a
la anciana; no obstante, cuando la visita llegó a su fin, suspiró aliviada.
Ese día, Rosie seleccionó uno de sus vestidos nuevos y unas elegantes sandalias
de tacón alto. Lo más probable era que más tarde lloviera, así que metió en el
maletero del coche una capa junto con su equipaje. Pasar dos días en Edimburgo
constituía una excelente ocasión para estrenar algunas de las prendas que había
adquirido. Aunque nadie iba a fijarse en ella… Y al pensar en eso, recordó a Fergus.
En Edimburgo había muchos turistas, pero, afortunadamente, la calle donde
vivía su abuela era poco transitada. Antes de entrar en la casa, Rosie no pudo evitar
echar un vistazo a ambos lados de la calle, pero el coche de Fergus no apareció por
ninguna parte.
La anciana declaró que se encontraba agotada, por lo que, después de
acompañarla a tomar una taza de té, Rosie la ayudó a acostarse para dormir una
siesta. La joven guardó las pocas pertenencias que había llevado consigo y bajó para
ayudar a Elspeth a poner la mesa. Ya había empezado a llover; sin embargo, a pesar
de la lluvia, a ella le hubiera gustado mucho salir a dar un paseo, reflexionó mientras
se asomaba por la ventana y contemplaba el asfalto mojado. Pensó que no le gustaría
vivir en Edimburgo, pero tal vez fuera aconsejable si se casara; tendría una cabaña
para los fines de semana en las Highlands. De manera natural, sus pensamientos
derivaron hacia Fergus. En ese momento vio que un Rolls Royce pasaba frente a la
casa, con Fergus al volante… y una mujer muy atractiva a su lado. Él no dio ninguna
señal de haber visto su coche aparcado, aunque seguramente lo había visto.
Rosie se alejó de la ventana con brusquedad.
—Cariño, ¿qué te pasa? —le preguntó Elspeth, que en ese momento entraba en
la habitación.
—Voy a despertar a mi abuela para que baje a comer —improvisó la joven.
La anciana estaba de buen humor, por lo que la comida transcurrió de manera
muy agradable. Después se dirigieron a la sala y jugaron a las cartas hasta que la
señora declaró que deseaba irse a acostar.
Rosie la ayudó a meterse en la cama, le acercó el cordón de la campanilla para
que llamara si necesitaba algo durante la noche y le dio un libro para que leyera algo
antes de dormir.
—Gracias, Rosie. Mañana puedes ir a hacer las compras que te encargue
Elspeth, así ella tendrá más tiempo para cuidarme.
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Durante el trayecto, charlaron sobre varios temas y el viaje le pareció muy corto
a Rosie. Fergus detuvo el coche frente a la casa de la señora Macdonald, sacó las
compras, las dejó ante la puerta, y se fue cuando vio que Elspeth abría.
—Tu abuela está muy disgustada —le informó Elspeth a Rosie—. Es mejor que
vayas a verla.
Rosie acudió a ver a su abuela y escuchó su regañina con resignación.
Carrie regresó al día siguiente, pero demasiado tarde para que Rosie pudiera
partir hacia Inverard, así que se fue al otro día por la mañana. De nuevo llovía, y la
joven condujo despacio pues, a pesar de la lluvia, el paisaje era magnífico. Además,
tenía que pensar en la ropa que se pondría cuando saliera con Fergus; si se trataba de
un paseo a pie, su elección estaría muy limitada, aunque no sería así si fuera algo
más formal. Cuando llegó a su casa, ya había elegido lo que se pondría.
Transcurrieron tres días sin que el médico la llamara y Rosie se preguntaba qué
habría pasado. Al cuarto día, la joven inventó un pretexto para ir a Oban y se dirigió
al consultorio del doctor Douglas. Esperaba que el joven, al verla, la invitara a comer
con él y no se equivocó.
Mientras comían, él le habló de sus objetivos y ambiciones; le dijo que, aunque
Oban le gustaba, no era un lugar donde un joven ambicioso pudiera progresar.
—Yo preferiría ejercer en Londres o Birmingham —comentó el doctor Douglas.
Era un joven muy simpático y agradable, pero Rosie se horrorizó al descubrir
que se aburría mucho en su compañía. ¿Cómo era posible que le hubiese hecho creer
a Fergus que pensaba en la posibilidad de casarse con Douglas? Claro que, en
realidad, eso no tenía la menor importancia, pues él también se encontraba a punto
de contraer matrimonio.
Fergus la llamó por teléfono aquella tarde, mientras ella estaba ocupada en
poner la mesa para la comida. Parecía muy alegre, y Rosie sintió un perverso placer
al hablarle de lo bien que se lo pasaba con el doctor Douglas; aunque al escuchar el
siguiente comentario que hizo él, deseó no haber dicho nada.
—Me alegro. ¿Podrá Douglas prescindir de ti mañana? Iré a buscarte sobre las
nueve.
—No estoy segura —manifestó Rosie con cierto mal humor, porque él daba por
hecho que ella aceptaría; pero entonces, temerosa de que Fergus tomara sus palabras
como una negativa, se apresuró a acceder—. Está bien. Gracias. ¿Vamos a ir a pasear?
—Ya veremos. Por favor, no me hagas esperar.
Y, después de tan arbitrario comentario, colgó el auricular, dejándola sin
oportunidad de decir nada. Aunque ya tenía la mente ocupada con el problema de
qué ropa ponerse. Pero, después de mucho pensarlo, se decidió por uno de sus
vestidos nuevos, el de algodón color rosa pálido, con escote. También llevaría una
rebeca, por si hacía frío, y como calzado unas sandalias sencillas y de tacón bajo.
—¡No voy a subir ninguna montaña! —exclamó ante Simpkins, quien la
contemplaba desde la comodidad de la cama.
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Cuando bajó a la cocina, le dijo a su madre que iba a salir con Fergus. Mientras
la escuchaba, la señora la miró esperanzada. Su hija casi no hablaba acerca del
médico, lo que era muy buena señal. Fergus podría ser un buen yerno, reflexionó
melancólica la señora. Era una lástima que ya estuviese comprometido; sin embargo,
existía la posibilidad de que Rosie hubiera interpretado mal sus palabras…
Rosie salió a ocuparse de sus quehaceres, y cuando fue hora de irse a acostar, el
cansancio físico le sirvió para ahogar sus dudas.
Al día siguiente, Rosie se levantó temprano y observó el cielo. Parecía que iba a
hacer un buen día y se sintió muy animada. Le gustaba la compañía de Fergus, y
ahora ya no se engañaba en ese sentido; pero quizá lo mejor sería no volver a verlo y
concentrarse en el doctor Douglas.
Media hora después, ya ataviada con su vestido rosa y mientras observaba a
Fergus descender de su automóvil, descubrió que concentrarse en el doctor Douglas
no era la solución.
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Capítulo 7
Fergus iba acompañado por Gyp; Rosie se alegró al ver que la ropa que él vestía
no era la adecuada para un largo recorrido por el campo. La joven estaba asomada a
la ventana de su dormitorio, así que tuvo tranquilidad suficiente para apreciar la
informal elegancia del atuendo de Fergus.
De súbito, él levantó la mirada y, al verla, se detuvo para contemplarla. Fue una
mirada prolongada y seria, que hizo que Rosie se quedara como hipnotizada, sin
poder desviar la vista. Nunca supo cuánto tiempo permanecieron así, mirándose
hasta que la voz de su madre rompió el encanto.
Rosie se alejó entonces de la ventana y se miró al espejo. Tenía la sensación de
encontrarse bajo los efectos de un hechizo, pero su rostro parecía ser el mismo de
siempre.
—Si esto es enamorarse —aseguró ante el fiel Simpkins—, te diré que se trata del
sentimiento más maravilloso del mundo; pero ahora, ¿cómo voy a poder bajar y
hablar con él como si nada hubiera sucedido?
Fergus la saludó como si no hubiera pasado nada. Y Rosie se preguntó por un
momento si se habría imaginado lo sucedido. No obstante, sus sentimientos
perduraban. De hecho, habría corrido gustosa en los brazos de él, para permanecer
ahí para siempre, pero tuvo que contentarse con darle los buenos días con voz
cuidadosamente modulada, aunque sin mirarlo, por lo que no se dio cuenta de la
sonrisa que se dibujó en su boca.
—Estás muy guapa —comentó Fergus—. ¿Podemos irnos ya?
La señora Macdonald hizo su aparición en ese momento.
—Fergus, ¡cuánto me alegro de verte! ¿Hace mucho que has llegado? —
preguntó con una cándida sonrisa.
—Hace unos minutos —aseguró él, también sonriente.
—¿Tomarás café?
—Hace una mañana preciosa y hay que aprovecharla.
—Buenos días, Fergus —dijo el señor Macdonald, que entró en ese momento—.
Hace un día espléndido, aunque creo que lloverá por la noche.
—Buenos días, señor. Me temo que es posible que usted tenga razón; no
obstante, me conformo con que haga buen tiempo durante el día —miró a Rosie, que
permanecía muy callada—. Espero que Rosie acepte ir a comer conmigo, así que por
favor no se preocupen si la traigo un poco tarde.
—Tengo mi llave —aseguró ella. Su voz sonó un poco ácida ya que no le
gustaba que él diera por hecho que ella aceptaría cualquier invitación, a pesar de que
era lo que más deseaba en el mundo.
Todos la miraban.
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—Rosie —dijo el médico con suavidad—, sería un delicioso final para este día si
aceptas mi invitación a comer.
La sonrisa con la que acompañó sus palabras habría derretido a una piedra.
—Está bien —aceptó Rosie sin poderse resistir al encanto—. Pero no sé a dónde
iremos y mi ropa puede ser inadecuada…
—Es perfecta —la interrumpió Fergus—. ¿Nos vamos?
Se despidieron y luego el médico subió a Gyp al asiento trasero del coche,
mientras Rosie ocupaba el delantero. Entonces Fergus abordó el vehículo y giró la
llave en el encendido.
—¿A dónde nos dirigimos?
—¿Conoces a Loch Eilt?
—Alguna vez lo he visto al pasar, pero nunca me he detenido ahí. Parece un
lugar muy hermoso, con todas sus pequeñas islas pobladas de árboles…
—Sí. ¿Por qué me observabas así, Rosie?
—¿Cómo? —preguntó ella, aunque sabía a qué se refería él.
—Como si nunca me hubieras visto. Creo que ya nos conocemos un poco, ¿no te
parece? —como la joven no respondió, él prosiguió—: No vas a decírmelo, ¿verdad?
—No; pero sí puedo decirte que no fue porque no me alegrara de verte.
—Muy bien —Fergus hizo que el coche enfilara hacia Fort William—. ¿Qué tal
progresa tu relación con el joven Douglas?
—¿Douglas? Oh, supongo que te refieres al doctor Douglas. Pues bien… muy
bien.
Si el profesor consideró que aquella respuesta no había sido expresada con el
entusiasmo propio de una mujer que piensa casarse, no hizo ningún comentario al
respecto, sino que empezó una informal conversación acerca del tiempo y otras
cosas, hasta que dejaron atrás Fort William y tomaron el camino hacia Mallaig.
—¿Iremos a Slye?
—No. ¿Te gustaría ir algún día? ¿Conoces el lugar?
—He estado ahí varias veces, pero aún no conozco la parte norte de la isla. Creo
que podría pasar aquí toda la vida y no llegar a conocer nunca toda la región.
Rosie trataba de seguirle la conversación, pero resultaba difícil lograrlo;
además, le intrigaba el lugar a donde Fergus la llevaba. Cruzaron la cabecera de
Lonch Shiel, pasaron a través de Glenfinnan y luego avistaron Loch Eilt. Rosie abrió
la boca para preguntar dónde se detendrían, cuando Fergus atravesó una verja de
hierro abierta de la que colgaba un letrero.
—Esto es propiedad privada —señaló volviéndose a mirar las impasibles
facciones del hombre; y ante el lacónico «sí» de él, por fin lo supo.
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—¡Aquí es donde vives! —le dijo en tono acusador—. Pues podías habérmelo
dicho antes.
Él no respondió y la joven se volvió hacia la ventanilla, pero cuando tuvieron la
casa a la vista, olvidó su enfado.
—¡Pero si es una casa magnífica! —exclamó gratamente sorprendida, tirando de
la manga de la camisa de él; de pronto le pareció que tocaba un carbón encendido y
retiró la mano—. Lo siento —musitó, aunque sabía que a los ojos de Fergus debía de
parecer una tonta.
Él no la miró en ese momento, pero antes de descender del coche se volvió
hacia ella.
—Rosie, quería darte una sorpresa.
—Pues sí que lo has logrado. Este lugar es maravilloso. ¿No desearías vivir aquí
todo el tiempo?
Fergus bajó del vehículo y abrió la puerta del lado del pasajero, ayudó a Rosie a
descender y luego hizo lo propio con Gyp.
—Es mi casa y me gusta mucho, pero si viviera aquí todo el tiempo, no podría
ejercer mi profesión.
—¿Traerás a vivir aquí a tu esposa cuando te cases? O quizá ella prefiera
Edimburgo.
—Espero que a ella le guste estar donde yo esté —dijo él, sin mirarla—.
¿Entramos?
Hamish había abierto la puerta y los contemplaba con el agrado retratado en su
semblante; luego se acercó a darles la bienvenida.
—Hamish, ¿se encuentra mi madre en la sala de estar? —inquirió sir Fergus.
—Se encuentra en el saloncito, señor, ya sabe usted que le encantan las rosas.
Fergus condujo a Rosie hasta una pequeña habitación de amplias ventanas y
puertas que se abrían hacia el jardín. Rosie pudo darse cuenta de la razón por la que
Hamish había mencionado las rosas, pues por la ventana podían contemplarse los
rosales en flor, los cuales desplegaban una amplia gama de tonos entre el rosa, el rojo
y el amarillo. La señora Cameron estaba sentada en el umbral con un libro en el
regazo, pero se puso de pie en cuanto los vio entrar.
—Fergus… y has traído a Rosie a conocerme —acercó la mejilla para recibir el
beso de su hijo y ofreció una mano a Rosie, mientras sonreía con dulzura—. Me
agrada mucho conocerte; Fergus me ha contado que tu familia y tú vivís de nuevo en
Inverard. ¿Estás contenta de haber podido regresar? —dio un golpecito sobre una
silla cercana a la suya—. Siéntate y háblame de ti, mientras tomamos café, antes de
que Fergus se empeñe en que tenéis que iros.
En ese momento entró Gyp con Bobby detrás, procedentes del jardín.
—¿Te gustan los perros? —preguntó la señora Cameron, con lo que empezó
una agradable charla acerca de animales, jardines y las delicias de vivir a la orilla del
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lago. Fergus intercalaba comentarios esporádicos y Rosie estaba tan relajada como si
conociera a la señora Cameron de toda la vida.
—Rosie —dijo Fergus—, ¿te gustaría ir a conocer los jardines? Podríamos
regresar a través del bosque.
Los jardines eran muy hermosos. Más allá de los rosales había un pequeño
jardín floreciente y después un terreno sin cultivar por donde cruzaba una vereda
que conducía hacia el lago, en cuyo extremo más alejado se erguían las montañas,
cubiertas de abetos en las faldas.
—Espléndido, ¿verdad? —comentó Fergus, pasando un brazo por los hombros
de Rosie—. Cuando me encuentro en Edimburgo, este lugar siempre está en mis
pensamientos.
—¿Y vienes aquí a pasar los fines de semana?
—Lo procuro, aunque no siempre puedo; ya sabes, tengo muchos compromisos
en Edimburgo. ¿Y tú, Rosie? ¿Te has vuelto a relacionar con tus antiguas amistades?
¿Has hechos nuevos amigos?
—Bueno, sí. Y ahora me parece como si nunca nos hubiéramos alejado…
—Así que te gusta estar en Inverard.
Si le respondía que no, él querría conocer el motivo. Y ella no podía decirle que
se sentiría contenta en cualquier lugar, siempre y cuando estuviera con él. Nunca
había sido celosa, pero ahora sentía unos terribles celos al pensar en Fergus lejos, en
Edimburgo, y en compañía de una hermosa joven con quien hacía ya planes para
contraer matrimonio.
—No siempre estoy ahí —comentó con tristeza—. De vez en cuando voy a
visitar a mi abuela y a tía Carrie, ocasiones que aprovecho para ir de compras. Mi tía
Carrie se casará dentro de dos semanas y quiere que yo sea su dama de honor…
—¿Será una ceremonia suntuosa?
—¡Oh, no! Se casarán en la iglesia de Tron. No estoy segura del motivo, pero
creo que ahí se conocieron o algo así. Pero será una ceremonia sencilla.
—Tu tía merece ser feliz. La vida al lado de tu abuela no debe de ser muy fácil.
—No, no lo es —respondió Rosie con un pequeño acceso de risa—. Tía Carrie es
tan buena que creo que es una santa; mi abuela es muy gruñona.
—¿Y aprueba tu matrimonio con Douglas?
La joven pensó con rapidez en una respuesta adecuada.
—Creo que aún no lo sabe.
—Ah, un romance secreto… —en su voz había un dejo de burla y ella replicó
sin reflexionar:
—No… ¡no es un romance! —se ruborizó y luego habló muy de prisa—. Bueno,
así son casi todos los hombres.
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Él tuvo que sofocar la risa. Deslizó un brazo bajo el de ella y empezó a caminar
en dirección a la ribera del lago.
—El hecho de que el joven Douglas no cite a Robbie Burns, no significa que no
piense como él. «Verla es amarla, sólo a ella y para siempre, pues la naturaleza la
hizo como es y no hay ninguna otra igual».
Mientras lo escuchaba, Rosie deseó con toda el alma que estuviera pensando en
ella, pero con toda seguridad lo hacía en su futura esposa. La joven se sintió
incómoda y en silencio le pidió perdón a la prometida de Fergus por pasearse
tomada de su brazo… y haberse enamorado de él.
—Ian me dijo que le gustaría trabajar en Edimburgo —comentó después de un
rato.
Eso era cierto, pero lo que no dijo fue que le gustaría que ella lo acompañara.
Claro que eso no era necesario que Fergus lo supiera. Ian Douglas era un joven muy
agradable, y ella quería hacer todo lo posible por ayudarlo en su trabajo.
—Eso no es problema. Yo tengo contactos con la mayor parte de los médicos de
esa ciudad. ¿Quieres que me encargue de ello?
—Se lo preguntaré a él. Tú debes de tener mucho trabajo, ¿no es así?
Él rió.
—Seguro que no te queda tiempo libre para estar en casa. ¿No le importará eso
a tu esposa cuando te cases? —preguntó en un impulso.
—Ella me acompañará en todos mis viajes. Mira, un poco más adelante está la
cabaña de piedra que yo solía considerar de mi propiedad cuando era niño. Está
cubierta de maleza y ramas de los árboles, y es muy buen escondite.
—¡Qué interesante!
Rosie se sintió rechazada. Él la consideraba su amiga, pero cambiaba de
conversación si le hacía una pregunta personal.
—A Ian le interesan mucho las construcciones antiguas —añadió, lo cual era un
invento, pues ella ni siquiera conocía los gustos de Douglas.
La cabaña era tal como él la había descrito; no tenía techo y los orificios que
servían como ventanas estaban casi ocultos por completo.
—Yo acostumbraba a practicar aquí el tiro con arco —dijo Fergus, colocando la
mano sobre la áspera piedra—. Mi padre me regaló después una pistola de aire… y
aquí aprendí a usarla.
Rosie permaneció en silencio, pues temía que Fergus interrumpiera sus
recuerdos. Y ese pequeño trozo de información sobre sí mismo era todo con lo que
ella contaría.
—Es mejor que emprendamos el regreso —dijo él—. La comida se sirve a la una
en punto.
Comieron en una gran habitación cuadrada desde donde se alcanzaba a ver
parte del lago. Las paredes estaban cubiertas con paneles de roble de color claro y el
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cielo raso había sido trabajado en yeso. La mesa era rectangular y las sillas eran del
período de la regencia. Había un enorme aparador y una chimenea, sobre la cual
colgaba un espejo. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco de damasco, y las
fuentes y platos eran de porcelana con dibujos en colores azul y blanco; además, cada
pieza llevaba impreso el escudo de armas de la familia.
El almuerzo fue espléndido y Rosie disfrutó cada plato. La charla fue amena,
pero Fergus no dijo nada que le permitiera a ella adivinar algo sobre su vida.
«¿Y por qué iba a hacerlo?», reflexionó Rosie mientras tomaban café en la sala
de estar, donde había unas vitrinas que albergaban una magnífica colección de
miniaturas de playa y porcelana; había también dos pequeñas mesas holandesas de
marquetería. A ambos lados de la repisa de la chimenea había un candelero de pared,
y del techo pendía un ornamentado candelabro de cristal. El toque hogareño lo
proporcionaban Bobby y Gyp, que estaban echados cerca de la chimenea, así como un
montón de libros y revistas en una mesa. Era una hermosa habitación, y Rosie pensó
que le gustaría conocer el resto de la casa.
—Voy a Arisaig a visitar a un paciente —dijo Fergus cuando Rosie pensaba en
la conveniencia de preguntar si podía visitar el resto de la casa—. Rosie, ¿te gustaría
venir conmigo? —la joven asintió de inmediato.
Fueron por la carretera que bordeaba el lago hasta que llegaron a la aldea.
Arisaig House se erguía a un lado del lago y estaba rodeada por las montañas. Al
fondo, podía verse el mar.
—Es un hotel —observó Rosie.
—Sí, y uno de los más confortables. Hace un par de meses uno de los chicos se
fracturó una pierna; la semana pasada le quité la escayola y ahora vengo a ver qué tal
va.
Cuando el coche se detuvo, la familia completa del chico salió a recibirlos,
hablando todos al mismo tiempo. La joven fue presentada simplemente como Rosie
Macdonald, y de pronto se encontró rodeada por un grupo de niños, uno de los
cuales llevaba muletas. Entonces entraron en el hotel, donde la familia habitaba.
Mientras Fergus se alejaba en compañía del enfermo y la madre de éste, Rosie fue
objeto de un minucioso interrogatorio por parte de los cinco niños, el padre y una tía.
«¿En dónde vives? ¿Tienes caballo? Señorita, ¿le gustan los perros? ¿Te vas a casar
con Fergus?»
Por desgracia, la última pregunta le fue formulada justo en el momento del
regreso de Fergus, pues la tía hizo un inoportuno y audible comentario.
—Robert, no seas indiscreto… no debes preguntarle a Rosie si se va a casar con
Fergus.
La conversación se interrumpió y el rostro de la joven se enrojeció.
—Es una pregunta muy natural —intervino Fergus—, pero yo que tú no la
haría, Robert; no hay que forzar las circunstancias.
—¿Qué es una «circunstancia»? —quiso saber el pequeño.
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—Oh, cielos, ¿en qué me he metido? —dijo el médico, quien entonces hizo gala
de enorme paciencia al dar una explicación adecuada al niño.
Cuando todos pasaron a la enorme cocina a tomar el té, el rubor de Rosie ya
había desaparecido. Era una familia muy agradable y la chica se sentía cómoda entre
ellos. Fergus hablaba animadamente con los niños y ella se dijo que sería un padre
maravilloso. De pronto se sintió triste.
Todos estaban muy a gusto, pero no podían olvidarse del hotel y de las tareas
pendientes, por lo que Fergus y Rosie tuvieron que despedirse.
—Vuelve pronto —le rogaron a la joven—. Podrías venir un día a comer con
Fergus.
Mientras Rosie agradecía la invitación, pensaba que quizás Fergus prefiriera
volver con la chica con quien iba a casarse, no con ella.
—¿Vienes a verlos con frecuencia? —le preguntó al médico en el trayecto de
regreso—. Es una familia tan agradable…
—Tienen seis niños, así que necesitan a menudo de mis servicios. Me agrada
que te gusten.
—¿Y has… es decir, tú…?
—Sí, una vez —respondió él con una sonrisa socarrona—, y estuvimos muy
contentos… Rosie, ¿debo sentirme halagado por tu interés en mi vida personal?
—¡No tengo ningún interés en tu vida!
—Mejor —comentó Fergus con frialdad—, porque no sería correcto que lo
tuvieras. Cuando estés casada con Ian te olvidarás de mí; sólo te acordarás cuando te
rompas una pierna o tus hijos se pongan enfermos.
Ella desvió la mirada para que él no pudiera notar las lágrimas que de súbito
inundaron sus ojos.
El resto del viaje lo hicieron en completo silencio y, una vez en la casa,
charlaron con la madre de Fergus en la sala hasta la hora de la cena.
Antes de cenar, Rosie tuvo oportunidad de conocer parte de la casa, pues su
anfitriona la condujo hasta una de las habitaciones de la planta alta para que se
arreglara. Al contemplar su imagen en el hermoso espejo antiguo con marco de
hierro forjado, Rosie se sorprendió de que en su rostro no se notara su tristeza.
Durante la espléndida cena la conversación giró sobre varios temas, pero nada
relativo, ni siquiera remotamente, a Fergus.
Cuando estaban tomando el café, Rosie miró la hora.
—Ya es muy tarde y tengo que irme. Muchas gracias, señora Cameron, he
disfrutado mucho de su compañía.
—Yo también —respondió la dama, con una sonrisa—, debes volver aquí otro
día.
Fergus no dijo nada y se limitó a ponerse de pie cuando Rosie lo hizo.
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Pero en eso se equivocaba por completo, pues el doctor, aunque estaba muy
ocupado en su trabajo, pensaba a menudo en ella. Había estado en Oban durante
más de una semana en una convención; una tarde, se encontró a Ian Douglas, quien
le expresó su deseo de especializarse en cirugía general, aunque tendría que mudarse
a Edimburgo, pues en Oban no había ningún futuro para él.
Fergus se preguntó qué habría visto Rosie en ese joven arrogante y ambicioso.
—Lo mejor es tomar las cosas con calma —le aconsejó con sencillez—. Unos
cuantos años aquí te darán estabilidad. ¿Entra en tus planes contraer matrimonio
pronto?
—¿Casarme yo? Por supuesto que no. Quizá dentro de cinco o seis años, pero
no ahora; hacerlo sería echarme la soga al cuello —rió, pero en realidad se sentía
incómodo, pues Fergus lo contemplaba de una manera muy extraña.
—Los rumores locales indican que Rosie Macdonald es tu futura esposa.
—¿Rosie? ¡No! Es una chica agradable y somos buenos amigos, pero eso es
todo. A mí me gustan más las mujeres que no discuten tanto.
Sir Fergus parecía divertido.
—¿Y a Rosie le gusta discutir?
—Todo el tiempo —y luego se apresuró a añadir—: Pero es una joven
encantadora —rió un poco—. De cualquier forma, yo no tengo intenciones de
casarme por ahora.
—Sabia decisión —se puso de pie—. Tengo que irme. Por favor, mantenme al
tanto del progreso del paciente que atendimos hoy. Mañana o pasado mañana
vendré a ver los resultados de los análisis.
Fergus no fue directamente a Edimburgo, sino que antes se dirigió a Inverard,
donde encontró a Rosie trabajando en el jardín de los rosales. La joven vestía un traje
viejo, calzaba unos gastadas zapatillas de gimnasia y tenía puestos unos enormes
guantes. Llevaba el pelo recogido y el rostro le brillaba a causa del sudor.
Mientras Fergus se acercaba a ella con sigilo, le pareció muy hermosa.
—Hola, Rosie —la saludó casi con un susurro, pero de todas maneras la joven
se sobresaltó.
—Hola —respondió sonrojada—. ¿Vas camino a tu casa?
—Sí —asintió, y en seguida preguntó—: ¿Cómo estás, Rosie?
—¿Yo? Muy bien… y muy contenta. ¿Sabes?, tengo tantas cosas que hacer que
el tiempo no me alcanza.
—¿Y sales con tus amigas y amigos?
—Bueno… pues sí.
—Por supuesto que también con el joven Douglas.
—Sí, sí, claro.
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Rosie se inclinó para arrancar una mata de hierba y guardó silencio durante
unos segundos.
—Salimos juntos con frecuencia —agregó finalmente.
—Es natural —replicó Fergus con suavidad—. ¿Ya habéis fijado el día de la
boda?
Rosie estuvo a punto de perder el equilibrio y el doctor tuvo que sostenerla.
—Septiembre es un buen mes para casarse —sugirió él, con los ojos
entrecerrados para ocultar su malicioso brillo.
—Sí, es posible que tengas razón, pero Ian está tan ocupado… En realidad aún
no hemos tomado una decisión.
—Comprendo —expresó él con seriedad—. ¿Cuándo dices que se casa tu tía?
—Pasado mañana.
—¿Te vas a quedar con tu abuela?
—Sí. Mamá también va a ir, aunque papá quizá no pueda, debido a sus muchas
ocupaciones; tengo la impresión de que a los hombres no les gustan las bodas.
—Pues… tal vez la propia sí.
Ella apartó de su rostro sus rizos oscuros.
—¿Quieres una taza de café? Mamá se sentirá encantada…
—Ya he estado en la casa y he tomado café con tu madre. No podía irme sin
pasar a saludarla.
Rosie se quitó un guante.
—Bueno, pues entonces, por favor saluda a tu madre de mi parte.
Le ofreció la mano, pero en seguida se ruborizó, pues recordó que la vez
anterior él se la había besado. Y ahora deseó que lo volviera a hacer.
Pero él no lo hizo. Sólo le estrechó la mano y sonrió.
—Rosie, me atrevería a decir que volveremos a vernos —manifestó, y ella no
pudo recobrarse a tiempo para contestar algo adecuado.
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Capítulo 8
Rosie se levantó temprano al día siguiente, pues por mucho que su abuelita
reprobara la boda de Carrie, pensaba hacer honor a la solemnidad de la fecha, y se
necesitaron los esfuerzos combinados de Elspeth, Rosie y la madre de ésta, para que
la anciana quedara satisfecha con su arreglo, por lo que a ellas les dejó muy poco
tiempo para sus propios preparativos. Primero partieron la anciana señora
Macdonald y Elspeth en un coche alquilado, y después Rosie en su propio coche en
compañía de su madre.
Al llegar a la iglesia, Rosie se dio cuenta de que aún faltaban diez minutos para
que se iniciara la ceremonia, así que, después de dejar a su madre instalada en un
banco en el interior de la iglesia, que estaba llena de gente, se retiró hacia el pórtico,
donde se ocultó detrás de un pilar para arreglarse un poco el vestido de seda y
sujetarse bien la corona de flores en la cabeza; después se dispuso a esperar.
La emocionada Carrie llegó un poco tarde, muy guapa, con un vestido azul
claro de dos piezas y un elegante sombrero que nunca se habría atrevido a usar
mientras vivía con su madre.
—Tía, estás muy guapa —le dijo Rosie.
—Bueno… sí… gracias… —estaba más nerviosa que nunca—. ¿Está todo…?
Hace demasiado calor. ¿Debía haber usado…? No estoy segura…
La marcha del cortejo nupcial, a lo largo del pasillo central de la iglesia, fue
encabezada por Carrie, acompañada del doctor MacLeod, quien la entregaría a su
prometido. Rosie iba detrás de ellos. De pronto, vio la alta figura de Fergus, que
sobresalía entre un grupo de invitados, y el corazón le dio un vuelco.
La ceremonia fue corta y sencilla, así que muy pronto se encontraron todos
fuera de la iglesia; los invitados esperaron a que partieran los novios para seguirlos a
donde se efectuaría la recepción. El padrino del novio era el encargado de llevar a
Rosie y pronto se acercó a ella.
—Rosie —le dijo—, me temo que tendré que llevar primero a tu familia y luego
volveré por ti.
—No se preocupe. Yo llevo a Rosie —dijo Fergus, uniéndoseles.
—Es usted muy amable —manifestó el padrino.
Fergus condujo a la joven hasta su coche.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber ella.
—Tu tía me invitó. Es una novia preciosa, ¿verdad? —se volvió a mirarla—. Y
tú, Rosie, una hermosa dama de honor.
La joven murmuró algunas palabras de agradecimiento, pero luego se enfadó al
escuchar el siguiente comentario de él.
—¿Qué te ha parecido la ceremonia? ¿Ha sido para ti como un ensayo de tu
propia boda?
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—¡Por supuesto que no! ¿No se supone que deberías estar atendiendo a tus
pacientes?
—Iré a verlos por la tarde. ¿Te gustaría acompañarme al Royal Infirmary y
conocer el lugar mientras yo trabajo?
—¿Podría? Me gustaría mucho. ¿Vas a asistir a la recepción? Será algo sencillo,
sólo bocadillos y bebidas. ¿En dónde y a qué hora nos vemos?
—Tan pronto como los novios abandonen la recepción, te llevaré a casa de tu
abuela para que te cambies de ropa, y luego nos iremos al hospital; un ayudante te
enseñará lo que desees ver.
—¿Así de sencillo? ¿Sin tener que solicitar la autorización de alguien?
—No es necesario.
Al llegar al hotel tendría lugar la recepción, Rosie y Fergus se vieron separados,
ella para convertirse en el centro de atención de algunos jóvenes, y él para mantener
una seria charla con su abuela, lo cual impidió a la anciana molestar a su hija durante
la fiesta. El médico estaba acostumbrado a tratar con ancianos gruñones y entretuvo
a la mujer de una manera maravillosa, y hasta la hizo aceptar una segunda copa de
champán.
Cuando la reunión llegó a su fin, Fergus se acercó a Rosie y la tomó del hombro.
—Vámonos, ya he hablado con tu madre.
No obstante, Rosie se acercó a su madre, quien charlaba con el doctor MacLeod.
—Mamá, yo… —empezó a decir, pero fue interrumpida por su madre.
—Que te diviertas, querida. El doctor MacLeod nos llevará a tu abuela y a mí de
regreso a casa. Vete tranquila, no hagas esperar a Fergus.
Al llegar frente a la casa de su abuela, Fergus descendió del coche y luego
ayudó a Rosie a hacer lo mismo.
—Diez minutos —le recordó.
A ella le bastaron nueve minutos; cuando salió, estaba encantadora, con un
hermoso vestido de algodón, una chaqueta corta y unas sandalias de tacón bajo.
—¿A qué hora tienes que estar en el hospital? —le preguntó a Fergus en cuanto
se encontró instalada de nuevo en el interior del automóvil.
—A las dos y cuarto.
—Bien, pues estamos a tiempo…
—Así es —respondió él mientras conducía el vehículo en dirección opuesta a la
que Rosie esperaba.
—¿El hospital no se encuentra al otro lado? —preguntó.
—Sí, pero mi casa está en Moray Place. Iremos a comer allí, no me agrada
trabajar con el estómago vacío.
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Fue muy corta la distancia que tuvieron que recorrer para llegar a Moray Place,
una edificación sólida y elegante.
—La señora Meikle ya debe de tener todo listo —dijo Fergus al abrir la puerta
del lado del pasajero para que Rosie bajara.
La señora Meikle salió a recibirlos en ese momento.
—Sólo tenemos veinte minutos —le comunicó el médico.
—Todo está listo, señor.
—Bien —dijo él pasando un brazo por los hombros de la mujer—, entonces
iremos al comedor.
Abrió una puerta que daba al vestíbulo, y le indicó a Rosie que entrara. La
habitación se encontraba en la parte trasera de la casa y tenía vista hacia un jardín.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó Fergus a Rosie—. ¿Quizá una copa de
jerez?
—No, gracias —repuso ella, quien aún sentía el efecto del champán.
Entonces Fergus retiró una de las sillas colocadas ante la mesa para que la joven
se sentara.
—¿Agua tónica? ¿Limonada?
Rosie, que no había comido nada en la recepción, tenía mucho apetito, así que
comió todo lo que le sirvieron, ante el beneplácito de su compañero.
Después de la comida tomaron café, y posteriormente se dirigieron al hospital.
Fergus condujo a Rosie por varios pasillos y escaleras, hasta llegar ante una
dama de edad madura vestida con uniforme azul oscuro y una cofia sobre su
cabellera de color gris acerado.
—Mi querida Becky —exclamó el médico pasándole un brazo por los
hombros—, tal y como te lo prometí, aquí tienes a Rosie. Por favor, muéstrale las
instalaciones. Y si para las cuatro no he terminado, proporciónale un buen libro para
que se entretenga.
Para asombro de Rosie, le dio a la señora un cariñoso apretón ante lo cual
recibió a cambio una sonrisa.
—Rosie, ella es la enfermera Wallace. Era mi asistente en el quirófano, pero
ahora es superintendente y me ayuda sólo en ocasiones muy especiales. Te llevará a
conocer el hospital y responderá a todas tus preguntas —dicho esto, hizo un ligero
movimiento con la cabeza y se alejó.
—Bien —dijo la enfermera Wallace—, ¿tomamos una taza de té antes de
empezar nuestra ronda? Hay muchas cosas que ver —clavó su brillante e inquisitiva
mirada sobre Rosie—. Puede considerarse una chica afortunada; el doctor Fergus le
ha concedido un gran favor.
Rosie murmuró algo y luego las dos mujeres se dirigieron hacia la oficina de la
enfermera, donde tomaron el té.
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Rosie contemplaba a una ardilla que jugaba en un árbol, por lo que no veía ni
hacia la casa ni hacia el río. Además, Fergus sabía movilizarse con gran sigilo cuando
se lo proponía, así que se encontró al lado de Rosie antes de que ella pudiera
reaccionar, y le colocó una suave, pero firme mano sobre un hombro, cuando la chica
hizo el intento de levantarse.
—¿Por qué te has escapado? —quiso saber él.
—¿Escapar? ¿Yo? ¿Qué es lo que te hace pensarlo? Sólo he salido a dar un
paseo…
Él hizo caso omiso de ese comentario.
—¿Por qué me aseguraste que el joven Douglas y tú ibais a casaros? ¿Y por
qué…?
—Haces muchas preguntas —lo interrumpió Rosie con enfado—, pero no voy a
responder a ninguna de ellas.
—Entonces yo las contestaré en tu lugar —estudió el ruborizado rostro de la
joven.
—¡No te atrevas! No volveré a hablarte nunca.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho o dejado de hacer? ¿Es por algo que he dicho? —
parecía que trataba de controlar la risa.
—Nada, nada en absoluto. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en Edimburgo
en el hospital?
—He venido a verte, pero tú no quieres verme a mí, ¿no es cierto, Rosie?
—No, no quiero. Lo que quiero es que te vayas…
—Muy bien, Rosie —el tono casual de su voz daba a entender que no le
importaba en absoluto—. Qué mañana tan espléndida, ¿no te parece? Desearía ser
uno de los pastores de las montañas, o un granjero.
Sonrió ante la sorprendida Rosie y se fue sin decir nada más. Ella lo contempló
hasta que lo vio cruzar el río. Después, se dejó caer sobre el tronco y se puso a llorar.
Era muy tonta e infantil y se merecía lo que le pasaba. ¿Pero qué importancia
tenía ya? Él iba a casarse muy pronto y todo lo que deseaba de ella era una amistad
sin compromisos; lo que, a los ojos de ella, era completamente imposible.
Rosie volvió a la casa y subió de nuevo al desván, donde movió los muebles de
un lado a otro haciendo mucho ruido, antes de encontrar el cesto. Para el mediodía
ya se había desahogado lo suficiente para poder expresar su opinión sobre la
sorprendente visita que Fergus les había hecho esa mañana.
—Permaneció aquí sólo unos cuantos minutos, pero no me dijo si venía de
Oban o qué…
—Yo diría que sólo quería hacer una escala mientras iba en camino hacia su
casa —dijo el padre de Rosie, quien luego le preguntó a su hija quién iba a ser su
pareja para el baile que tendría lugar en Fort William la siguiente semana.
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Capítulo 9
Ian Douglas se había divertido mucho, y así se lo dijo a Rosie mientras se
alejaban de Fort William.
—Qué buena pareja hacían el doctor Cameron y la chica con la que bailaba —
prosiguió—. Creo que es la hija del alcalde, ¿verdad? Y debo decir que Fergus estaba
muy apuesto con su falda escocesa.
Rosie expresó su acuerdo con los dientes apretados. La velada no se había
desarrollado como ella hubiera querido. Y el único culpable era Fergus.
Cuando llegaron a Inverard, invitó a Ian a entrar en la casa para tomar una taza
de café, pero el joven se negó y ella se alegró, pues ya eran las dos de la mañana y
todo lo que deseaba era dormir. Se despidió de Ian y le agradeció su amabilidad por
haberla acompañado al baile. Cuando por fin se encontró en la cama, se dio cuenta
de que no podía conciliar el sueño, pues Fergus invadía sus pensamientos. No
deseaba volver a verlo… de verdad, no quería volver a verlo nunca. Por fin se
durmió y, como era de esperarse, soñó con él.
Despertó a la hora acostumbrada y, durante el desayuno, hizo a sus padres un
relato completo de lo acontecido durante la fiesta, dándoles los mensajes que les
enviaban sus amistades y contándoles cómo eran los vestidos de las demás
asistentes. Hablaba con entusiasmo, como si se hubiera divertido más que nunca,
pero la palidez de su semblante y su nariz enrojecida la desmentían.
—¿Se encontraba Fergus entre los asistentes? —preguntó su madre,
observándola con cuidado.
—¿Quién? ¿Fergus? Ah, sí… iba con los que acompañaban al alcalde, pero
había tanta gente que casi no tuvimos oportunidad de hablar…
—Supongo que estaba muy apuesto con su falda escocesa.
—Sí —Rosie mordió su rebanada de pan tostado—. Me he apuntado a un grupo
de tejedoras. Lady MacTavish me comentó que van a inaugurar una nueva boutique
en Inverness y que necesitarán prendas tejidas de calidad.
Cuando terminaron de desayunar, la señora Macdonald le dijo a Rosie que
fuera a buscar al viejo Robert para pedirle que desenterrara algunas patatas. Rosie no
se limitó a comunicarle la petición al hombre, sino que ella misma lo ayudó a
excavar, y el esfuerzo contribuyó a hacerla olvidar el sentimiento de desolación que
amenazaba con invadirla.
Durante algunos días, albergó la esperanza de que Fergus fuera a Inverard, lo
cual admitió, era una tontería, ya que él no tenía motivos para hacerlo… y ella
lloraba en silencio todas las noches hasta quedarse dormida.
Por su parte, el doctor Cameron deseaba con vehemencia ir a verla. Estaba muy
seguro de sus propios sentimientos, pero no así de los de Rosie. La amaba, y deseaba
casarse con ella, pero sólo cuando la joven estuviera preparada para aceptarlo.
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Necesitaba tiempo para pensar, para decidir qué haría respecto a su situación con
Rosie. Era un hombre paciente, pero su paciencia estaba a punto de terminarse.
—Mañana iré a verla —le dijo a Gyp, que dormía junto a él en el asiento.
Al tomar una curva, vio que a su derecha brillaba la débil luz de una linterna,
por lo que aminoró la velocidad y observó. Cuando la luz apareció de nuevo,
condujo hasta encontrarse a la misma altura.
—Gyp, es mejor que vayamos a ver qué pasa —le dijo al perro y ambos
descendieron del vehículo; fue entonces cuando vio el coche de Rosie estacionado un
poco más adelante—. Pequeña tonta; no ha dejado las luces puestas y por poco me
estrello contra su coche —murmuró mientras se acercaba a revisar el vehículo, pero
éste no parecía haber recibido daño alguno y no se veía señal de violencia.
Por alguna razón desconocida, la joven había dejado su coche ahí a propósito.
Fergus le lanzó un silbido a Gyp y dirigió la luz de su linterna hacia el pequeño punto
de luz que se veía a la distancia.
Enseguida le respondieron encendiendo y apagando la luz. Algo le había
sucedido a Rosie, y estaba muy nerviosa, pensó, por lo que al acercarse apresurado al
sitio de donde provenía la luz, empezó a silbar para tranquilizarla. Llegó muy
pronto, pues conocía el lugar tan bien como ella y podía caminar más rápido.
Rosie estaba tan empapada y con tanto frío, que ni siquiera se dio cuenta de la
llegada de Fergus, sino que siguió encendiendo y apagando su linterna
mecánicamente, mientras con la otra mano aferraba una de las del chico herido que
se encontraba a su lado. Pero al oír la voz de Fergus, reaccionó como con ninguna
otra cosa podría haberlo hecho. Empezó a ponerse de pie, pero estaba tan
entumecida por el frío que no pudo hacerlo. Gyp se acercó a la joven agitando la cola
y empezó a lamerle la mano.
Una sola mirada le bastó a Fergus para captar la situación. Ayudó a Rosie a
incorporarse y la estrechó entre sus fuertes brazos.
—Mi valiente y adorada pequeña —musitó con suavidad inclinándose para
besarla antes de depositarla sobre una roca cercana—. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Ha
estado él inconsciente todo el tiempo?
—Eran casi las nueve de la noche cuando yo abandoné mi coche; el chico estaba
consciente entonces. No lo moví porque creo que tiene la pierna fracturada, pero él
dice que no la siente.
—Buena chica —el cirujano se puso en cuclillas al lado del chico y empezó a
examinarlo—. Tienes razón, se ha fracturado la pierna, y sospecho que también tiene
dañada la columna vertebral. ¿Tienes idea de lo que sucedió?
Ella habló con cierta incoherencia, pues el beso de Fergus la había asombrado
por completo.
—Parece que… que hizo una especie de… de apuesta con alguien, pero se
perdió. Tropezó con… una piedra y… se cayó. Al poco rato de llegar yo, dejó de
hablar.
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Tardaron media hora en llegar a la carretera, pues tenían que caminar muy
despacio. Rosie observó hasta que subieron la camilla a la ambulancia, maniobra que
fue realizada bajo la dirección de Fergus.
La ambulancia cerró sus puertas y el equipo de rescate recogió todas sus cosas
antes de abordar su jeep. Rosie pasó al lado del Rolls Royce para dirigirse hacia su
coche, abrió la puerta y subió; no había ni señas de Fergus, y el oficial que la
escoltaría se había alejado en dirección a su patrulla.
De pronto la puerta se abrió y Fergus introdujo medio cuerpo en el coche de la
joven.
—Rosie, quiero darte las gracias por haberle salvado la vida a ese chico. Ahora
vete a casa, date una ducha caliente, toma una copa de whisky y métete en la cama.
Son órdenes del doctor.
Cerró la portezuela y se fue antes de que la joven pudiera decir algo. Un
momento después, el Rolls Royce pasó a un lado del coche de ella para dar la vuelta
y regresar a Fort William acompañando a la ambulancia.
Rosie giró la llave del encendido y puso en marcha el vehículo rumbo a
Inverard. Fergus la había llamado su valiente y adorada pequeña, pero quizá esas
palabras eran obra de su imaginación, y lo que él dijo fue algo diferente, o tal vez
algo parecido, pero dirigiéndose a ella como a una paciente histérica a la que hay que
calmar a toda costa. También la había besado… y eso era distinto, pues ella no creía
que usara ese tratamiento con todas sus pacientes. Rosie había sido besada varias
veces, pero nunca de esa forma. No obstante, ese beso seguramente no había
significado nada para Fergus.
—Whisky y una ducha caliente —murmuró con enfado y pisó el acelerador a
fondo.
La patrulla se le emparejó casi al instante y el patrullero le hizo señas para que
disminuyera la velocidad.
Al llegar ante su casa, Rosie detuvo el coche, descendió y se acercó a la patrulla,
asomándose por la ventanilla.
—Todavía hay alguien despierto. ¿Quiere pasar a tomar algo caliente?
El señor Macdonald abrió la puerta y Hobb salió a recibirla. Luego, todos
entraron en la casa y se dirigieron a la cocina, donde la madre de Rosie vertía en ese
momento agua caliente en la tetera. Rosie se acercó a su madre, la besó y le sonrió a
su padre. Entonces les presentó al oficial de policía que la había escoltado. La señora
Macdonald lo invitó a sentarse ante la mesa y le acercó una fuente con panecillos y
otra con emparedados.
—Le agradezco mucho que haya acompañado hasta aquí a mi hija —y luego se
dirigió hacia Rosie—. ¿Qué sucedió, cariño? ¿Tuviste un accidente? —inquirió en
tono casual—. Cuando Fergus nos llamó por teléfono, dijo que te encontrabas bien…
—¿Él llamó aquí? No lo sabía —Rosie mordió su emparedado—. El accidentado
fue un adolescente que se internó solo en el páramo. Parece que se extravió y luego
sufrió una caída; se golpeó la cabeza y se fracturó una pierna.
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pero tienes demasiada imaginación. ¿Mencioné alguna vez a aquella chica por su
nombre? ¿Llegaste a verla alguna vez?
—Sí, sí la vi…
—Ah, sí, una vez, conmigo en el coche, cuando te encontrabas afuera de la casa
de tu abuela. Se trataba de Grizel… una de mis primas, casada y con cuatro hijos.
¿Nunca se te ocurrió pensar que un hombre enamorado siempre desea pasar todo su
tiempo libre al lado del objeto de su amor y, si no puede hacerlo, siempre está
hablando de su chica? ¿Te hablé yo alguna vez de ella? Y, el cielo es testigo, ¿no he
pasado a tu lado todo el tiempo que he podido y hasta aquél en el que debería haber
estado haciendo otra cosa?
—Oh —dijo Rosie—, ¿hablas en serio? —notó el brillo especial de su mirada y
se apresuró a añadir—: Sí, sí hablas en serio —y entonces le echó los brazos al cuello
y lo besó—. ¿Sabes? Al principio ni siquiera me gustabas —confesó—, así que supuse
que yo tampoco te gustaba a ti. Después, cuando me empezaste a gustar, creí que ya
estabas comprometido.
—La verdad es que sí estoy comprometido… pero contigo. Y nos casaremos tan
pronto como puedas arreglar todos esos fastidiosos detalles de los que tanto les gusta
encargarse a las mujeres cuando se van a casar.
—Mamá querrá que tengamos una boda suntuosa…
—Y te la mereces. Hagámoslo a su modo… siempre y cuando todo esté listo en
tres semanas.
—¿Tres semanas? Se necesitarían meses…
—O nos casamos dentro de tres semanas… ¡o te rapto y te llevo conmigo a
Gretna Green! —le dio un beso en la frente—. Amor mío, ni un día más.
—Bien, si tú lo dices… —Rosie esbozó una radiante sonrisa—. Fergus, te amo
con todo mi corazón.
Él la besó de nuevo.
—Yo también te amo, mi amor. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí, oh, sí —lo miró a los ojos y vio que en ellos ardía la llama de un gran
amor—. Tres semanas es una eternidad… ¿Crees que nos daría tiempo a prepararlo
todo en dos?
Fin
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