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Ni Un Día Más Sin Ti

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Ni un día más sin ti

Betty Neels

Ni un día más sin ti (1994)


Título Original: A king of magic (1991)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 1009
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Fergus Cameron y Rosie Macdonald

Argumento:
Fergus Cameron era atractivo, resuelto y confiado. Un hombre
acostumbrado a imponer siempre sus criterios. Era, en fin, la clase de
hombre que impresionaría a cualquier chica y Rosie no fue la excepción…
Antes de que la joven pudiera darse cuenta, ya estaba enamorada de él.
Rosie tenía que abandonar esa idea. Su amor no tenía futuro; Fergus estaba
comprometido con otra mujer…
Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 1
La brillante luz del sol de principios de mayo penetraba en la habitación a
través de las ventanas, reflejándose en los oscuros rizos de la chica, que preparaba su
equipaje con una furia apenas controlada.
Era joven, alta y bien proporcionada. Unos ojos oscuros, bordeados de espesas
pestañas negras resaltaban en su hermoso rostro, que en ese momento manifestaba
un fuerte disgusto.
—No sé qué es lo que pretende la abuela —miró hacia la dama de edad madura
que la observaba—. Mamá, tiene ochenta años; ¿por qué diablos se le ocurre irse a
vagabundear por las montañas de Escocia y…?
—Rosie, no va a vagabundear… ¡ni siquiera tiene que bajarse del tren si no
desea hacerlo! —la señora Macdonald suspiró—. Yo pienso que es conmovedor que
desee volver al escenario donde transcurrió su niñez.
—Pues si se queda en el tren no verá gran cosa —al ver la mirada de reproche
que le dirigió su madre, Rosie añadió—: Bueno, si eso la hace feliz, está bien. Pero…
¿por qué quiere que yo la acompañe? La tía Carrie podría ir con ella.
—Querida, recuerda que tu abuela no se lleva bien con Carrie. Será sólo una
semana —hizo una pausa—. ¿Vas a llevarte el jersey color crema? Te sienta muy bien
y no ocupa mucho espacio… Nunca se sabe cuándo va a surgir la posibilidad de…
—Madre, sé a qué te refieres, pero lo más probable es que todos los hombres
que vayan en el tren sean casados y mayores de cincuenta años.
—Oh, espero que no —comentó su madre, que no acababa de comprender
cómo era posible que Rosie aún no se hubiese casado. Ya había cumplido los
veinticinco años, y tenía varios pretendientes—. ¿Es que no quieres casarte? —
preguntó con desaliento.
—Claro que sí, madre. Pero aún no he conocido a…
—¿Y el simpático Percy Walls?
—¡Uf! —exclamó Rosie con disgusto—. Sólo sabía hablar de comida. Si me
hubiese casado con él me habría convertido en una sumisa ama de casa dedicada a
cocinar a todas horas.
—Bueno, cierto que le gustaba comer —concedió la señora Macdonald—, pero
estaba muy entusiasmado contigo, querida.
—Sólo porque sé cocinar —Rosie dobló con descuido una falda plisada y la
metió en su maleta—. Madre, el que un hombre esté entusiasmado conmigo no es
suficiente. El hombre con el que me case debe estar loco por mí y adorarme y
amarme por toda la eternidad, aunque yo tenga mal carácter o sea un poco alocada
—cerró la maleta y añadió—: Empiezo a creer que ese hombre no existe…
—Si existiera un hombre así, merecería la pena esperarlo —comentó su
madre—. Debo admitir que contar con el amor de un hombre es muy importante

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

cuando se tiene un resfriado. Aunque tengo que reconocer que tu padre es la


excepción —comentó con tono de resignación, lo que hizo reír a Rosie.
—Madre, papá es el hombre más bueno que conozco —aseguró Rosie, después
de depositar un beso en la mejilla de la señora y acercarse al tocador—. ¿Cuánto
dinero llevo?
—Tu abuela dijo que no llevaras nada, pero creo que sería prudente llevar
alguna cantidad para imprevistos. Cariño, ¿de verdad no te apetece hacer este viaje?
—Me apetece volver a Escocia, pero no me parece que una semana sea
suficiente tiempo. Me encantaría permanecer en las Highlands durante una
temporada más larga, pero sólo tengo dos semanas de vacaciones y la señorita Porter
quiere salir en junio, así que debo estar presente para encargarme de parte de su
trabajo.
Rosie trató de parecer entusiasmada. Su empleo como mecanógrafa en Crabbe,
Crabbe and Twitchett, los principales abogados de Wiltshire, el pequeño pueblo
donde vivía, no le gustaba, aunque nunca se lo había dicho a nadie. Su padre había
perdido la mayor parte de su capital hacía algunos años, cuando las acciones que
poseía se devaluaron, y para conservar su casa en Escocia, la cedió a un pariente y
consiguió un empleo como apoderado en una propiedad en Wiltshire. Ni él ni la
madre de Rosie se habían quejado nunca, pero Rosie sabía que extrañaban su hogar
tanto como ella.
La abuela de Rosie vivía en Edimburgo con su hija soltera, una mujer tímida y
apocada que rara vez lograba contemplar una frase y que ponía a prueba la paciencia
de la anciana, que era una persona muy vigorosa. Rosie las veía muy poco, pero
ahora la abuela deseaba volver a Escocia para «revivir viejos recuerdos». Había
pensado hacer el recorrido en tren por ser menos cansado, según explicó en su carta.

Me han dicho que el ferrocarril está muy bien equipado y es muy cómodo, pero de todos
modos, necesitaré que alguien me acompañe. Rosie, tú vendrás conmigo.

—Debes ir, Rosie —dijo su padre—. Para ti serán unas vacaciones muy
agradables, y, además, le darás a Carrie la oportunidad de una semana de quietud y
paz —hacía tiempo que no veía a su hermana, pero recordaba el control que sobre
ella tenía su madre.
Así que todo estaba arreglado. Rosie se dirigiría a Edimburgo por ferrocarril,
pasaría la noche en la casa de su abuela y al día siguiente, emprenderían juntas el
viaje. Para la joven sería divertido volver a los lugares que tan bien había conocido de
niña, aunque no esperaba tener mucho tiempo libre, pues la anciana había puesto
muy en claro que esperaba atención y compañía constantes.
Rosie sabía que a sus padres les hubiese gustado ir, pero el viaje era largo y
costoso y, según sospechaba ella, no les gustaría ver su antiguo hogar ocupado por
otra familia, aunque fuera la de un pariente.
Al otro día, su padre llevó a la joven a la estación en el viejo Land Rover.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Después de escuchar las recomendaciones de última hora de su padre y de


darle un beso de despedida, Rosie abordó el tren.
—Volveré dentro de una semana —le dijo asomándose por la ventanilla—. Te
llamaré por teléfono para informarte de la hora de mi llegada.
Cuando el tren se detuvo en King's Cross Station en Londres, Rosie se dirigió a
la cafetería, hasta que fuera la hora de continuar el viaje. Hacía más de seis años que
había estado en King's Cross, cuando emigraron de Escocia. Aún recordaba lo
desdichada que se sentía entonces, pero ahora se animó ante la posibilidad de volver,
aunque sólo fuese por una semana.
Cuando volvió a abordar el tren, se dedicó a leer una revista, mientras salían de
Londres en dirección hacia el norte.
Waverley Station, situada en el corazón de Edimburgo, no había cambiado.
Rosie exhaló sin querer un suspiro de placer y salió a buscar un taxi para dirigirse a
casa de su abuela. La casa de granito gris, estaba edificada en las cercanías de Queen
Street Gardens, y en su interior reinaba un sorprendente silencio. Aún tenía la misma
sólida puerta y las mismas cortinas verdes en las estrechas ventanas. Subió por la
escalinata y llamó a la puerta con la aldaba; después de un momento, Elspeth, la
anciana sirvienta que trabajaba para su abuela desde que Rosie tenía uso de razón, le
abrió.
Elspeth ya debía de tener unos setenta años, pensó Rosie al abrazarla con
cariño, pero era de esas personas de edad indefinible. Tenía el cabello gris peinado en
un rígido moño y llevaba un severo vestido negro.
Condujo a Rosie a través del vestíbulo.
—Su abuela la espera, señorita —informó al abrir una puerta—. Yo voy por el té
—le dio a Rosie un ligero empujón y la hizo entrar en la habitación.
La anciana señora Macdonald se encontraba sentada en una silla de respaldo
alto. Su cabello entrecano enmarcaba su rostro de ojos oscuros y nariz recta sobre una
obstinada boca. «No ha cambiado nada», pensó Rosie al acercarse a besarla.
—¿Has tenido un buen viaje? —le preguntó la abuela, aunque no esperó su
respuesta—. ¿Se encuentran bien tu madre y tu padre?
—Muy bien, abuela. Me han dado muchos recuerdos para ti.
—Siéntate, niña, y déjame mirarte. ¿Todavía no hay perspectivas de boda? ¿Hay
quizá algún joven?
—No… no conozco a ninguno con quien desee casarme. ¿Dónde está la tía
Carrie?
—Se le metió en la cabeza que debía celebrar tu llegada con un pastel, así que
ahora debe encontrarse en la cocina.
En ese momento se abrió la puerta y Carrie entró en la habitación. Rosie la
recordaba como una mujer bonita, aunque un poco triste, que adoraba a su hermano
y a su cuñada. Todavía era bonita, pero ahora parecía exhausta. Bien, pues pronto
disfrutaría de una semana de tranquilidad, pensó Rosie.

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—He preparado un pastel —le comunicó Carrie después de besarla con


cariño—. Tienes buen aspecto, querida. ¿Aún no…?
—No, tía Carrie. Estoy a la espera de algún millonario apuesto y generoso que
ponga el mundo a mis pies.
La señora Macdonald emitió un femenino gruñido.
—Rosie, ésa es una actitud muy frívola.
—Sí, abuela —respondió Rosie con dulzura, haciendo un guiño a su tía.
Mientras tomaban el té y comían pastel, la señora Macdonald expuso sus planes
para el viaje por ferrocarril, que se iniciaría a la mañana siguiente. En tanto la
escuchaba, Rosie se preguntó si la anciana podría llevar a cabo todo lo que había
planeado, pues según el itinerario especificado en el folleto que les había sido
enviado, había poca cabida para los planes independientes de los pasajeros.
—Rosie, ésta es una gran oportunidad para ti —observó la abuela. Rosie
respondió con educación, aunque en su interior albergaba ciertas dudas.
A la mañana siguiente, Rosie se las arregló para hablar unos momentos a solas
con su tía.
—Tía, contarás con una semana para ti misma. Aprovéchala y diviértete —le
recomendó—. Reúnete con tus amistades.
—Querida, a tu abuela no le gusta que reciba visitas, pero conozco a algunas
personas —se sonrojó, lo que hizo a Rosie sospechar.
—¿Y qué tal es él, tía?
El rubor de Carrie se intensificó.
—Se trata de un abogado retirado, pero antes de pensar en la posibilidad de un
romance, debo pensar en mi madre.
—¡Tonterías! —exclamó Rosie—. Tiene a Elspeth, y además, muy bien puede
pagarse una dama de compañía. ¿Lo sabe ella?
—No. Y no tiene objeto… Me refiero a que sólo somos amigos.
—Bien, pues espero que lleguéis a ser algo más —permanecieron en silencio
hasta que la abuela apareció dando órdenes—. Ha llegado la hora de irnos —se
despidió de su tía—. Tenemos que estar en el andén antes de las nueve.
En la estación, fueron recibidas por dos jóvenes que las condujeron hacia una de
las salas de espera, después de encargarse de su equipaje. La habitación estaba llena
y varios rostros se volvieron a mirarlas mientras la señora Macdonald se acomodaba
en su asiento. Rosie se sentó al lado de la anciana. Al parecer, la mayoría de los
pasajeros eran norteamericanos, aunque había algunos alemanes. Todos parecían
personas muy importantes y, como la joven imaginó, no habría nadie menor de
cincuenta años.
Una vez que subieron al tren la instalaron en el vagón principal, que tenía un
precioso mirador, y les ofrecieron champán. Rosie, procurando no dirigir la vista
hacia su abuela, vació su copa. Más tarde, cuando el tren ya había iniciado la marcha,

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Rosie condujo a su abuela hacia sus dormitorios. La anciana había tardado mucho
tiempo en decidir si Rosie debería compartir con ella una alcoba o no, y la joven se
sentía contenta de no tener que hacerlo. Ayudó a su abuela a acomodarse en el
dormitorio que le habían asignado, y luego llamó a la camarera para decirle la hora
en que debía servirse el té por la mañana.
—Luego sacarás la ropa de la maleta —le indicó la anciana a su nieta cuando la
empleada salió—. Ahora quiero regresar al vagón, y prefiero que me acompañes,
pues no puedo andar bien en los corredores. Además, tengo que ver que mesa nos
han asignado.
—He oído que cada uno puede sentarse donde quiera —le hizo notar Rosie—.
A mí me parece bien, pues así tendremos oportunidad de conocer a todos.
—No, niña —dijo la abuela con una mirada de severidad hacia Rosie—. Pediré
que nos sea asignada una mesa para dos personas. Pero deja de hablar y vámonos.
Hemos perdido demasiado tiempo.
En el vagón principal se hallaba reunida la mayoría de los pasajeros. Rosie
ayudó a su abuela a instalarse en un sillón un poco apartado de los demás, donde no
tendría que hablar con nadie si no lo deseaba y, después de aceptar el jerez que les
ofrecieron, se sentó a beber uno o dos sorbos; después dejó su copa a un lado y, con
una excusa, se retiró a su habitación, donde se dedicó a arreglar con todo cuidado sus
pertenencias.
Volvió a reunirse con su abuela a la hora del almuerzo y notó que ésta se había
salido con la suya, pues conservarían la misma mesa para ellas solas durante todo el
viaje.
—Me retiraré a descansar —anunció la señora Macdonald una vez que
terminaron su café—. Parece que esta tarde habrá una escala para visitar Spean
Bridge. Me gustaría saludar a algunos amigos, pero prefiero no ir, ya que tengo que
pensar en mi salud. Rosie, tú permanecerás conmigo… Me gusta que alguien me lea
mientras descanso.
—Sí, abuela —respondió Rosie, esforzándose por ocultar su decepción. El
paisaje era precioso, con los picos de las montañas aún nevados. Muy cerca se
encontraba el páramo Rannoch, cuyos solitarios caminos había recorrido hacía años
en compañía de su padre y que le gustaría mucho volver a ver—. Abuela, ¿no te
gustaría ver el páramo? Estamos muy cerca y… —dirigió la vista hacia la
ventanilla—. Varias personas se dirigen hacia allí…
—Por el momento, mi salud es más importante que cualquier recuerdo
sentimental. Quizá mañana me encuentre más descansada y pueda acompañar a los
demás en algún paseo. Pero hoy no.
Así que volvieron a la alcoba de la señora Macdonald, donde Rosie la ayudó a
meterse en la cama y abrió el libro que la anciana le pidió que le leyera. Era muy
aburrido, y la joven no prestó atención a lo que leía, pues tenía el oído atento a las
alegres exclamaciones de sus compañeros de viaje, quienes emprenderían un
recorrido en un vehículo especial que los llevaría a varios lugares.

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Diez minutos después de alejarse el vehículo, la señora Macdonald se quedó


dormida, así que Rosie cerró el libro y salió sin hacer ruido; se dirigió hacia el pasillo
para contemplar lo que se alcanzara a ver. Muy pronto el tren partiría para Fort
William, donde esperaría la llegada del vehículo especial. Rosie se dirigió al vagón
principal. El día estaba fresco y amenazaba lluvia. Permaneció en ese lugar durante
un rato y después volvió a la alcoba de su abuela, que ya se había despertado y le
pidió que la ayudara a arreglarse antes de tomar el té.
Acababan de terminar el té cuando los demás pasajeros volvieron a abordar el
tren, y, muy contentos, se reunieron en el comedor alrededor de Rosie y la señora
Macdonald, sin notar la falta de interés de esta última, para hacer comentarios sobre
lo que habían visto. Rosie charló con ellos, y se sorprendió cuando una alegre mujer
de Chicago comentó que era una lástima que la señora Macdonald estuviese
enferma, pero que le gustaría mucho que ellas dos se sentaran en su mesa a la hora
de la cena.
Rosie oyó a su abuela decir, en un tono muy bien modulado de voz, que la
conversación le provocaba dolor de cabeza y que era esencial para ella tomar sus
alimentos sin distracciones. A la chica le hubiese gustado mucho corresponder a la
amistad de esos simpáticos norteamericanos, pero tuvo que avenirse a los deseos de
su abuela.
La cena transcurrió en un silencio casi total entre la señora Macdonald y su
nieta; la anciana parecía ajena a la atmósfera de cordialidad de las otras mesas. Rosie
sintió alivio cuando la anciana le comunicó que ya era hora de irse a la cama. Fueron
a su habitación y, una hora después, la anciana le dijo a Rosie que podía retirarse.
—Ha sido un día muy agradable —comentó la señora Macdonald—. Asegúrate
de que me sirvan té chino a las siete y media de la mañana.
—Sí —se limitó a responder Rosie, antes de salir para volver apresurada al
vagón principal para pasar ahí poco más de una hora en animada charla con sus
compañeros de viaje.
Al día siguiente, el ferrocarril los llevó a Mallaig, y aunque la señora Macdonald
se negó de nuevo a abandonar el tren, envió a Rosie a la aldea para adquirir tarjetas
postales y sellos, pretexto que ella aprovechó para acercarse deprisa hasta el muelle
para ver la llegada del transbordador procedente de Skye. Fue un agradable
interludio que la dejó de muy buen humor para el momento en que tuvo que volver
junto a su abuela.
Por la noche, volverían a Rannoche Moor para quedarse en Bridge of Orchy. La
antigua casa de los padres de Rosie, edificada al pie de las montañas tras Oban, no
quedaba lejos y la joven sintió muchas ganas de visitarla, pero la anciana, que nunca
había aprobado que su hijo hubiese cedido la casa a un pariente, declaró de manera
categórica que no tenía ningún deseo de volverla a ver.
Aquella tarde hubo una visita a otra propiedad local, pero la señora Macdonald
declaró que estaba demasiado cansada para ir, por lo que Rosie y ella cenaron a solas,
para disgusto del personal del tren, según se imaginó Rosie, a pesar de que fueron
atendidas con la cortesía de siempre.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Después de dejar a su abuela instalada para pasar la noche, Rosie se dirigió de


nuevo al vagón principal, donde permaneció hasta la llegada de sus compañeros,
quienes le hablaron de los lugares que habían visitado. Fueron muy amables con ella
y demostraron su preocupación por lo mucho que debía de estarse aburriendo.
—Mañana iremos todos a un parque donde los animales viven en su estado
natural —comentó una mujer—. Tu abuela podría venir con nosotros en el vehículo
especial en instalarse en el hotel en Aviemore. Ella estaría muy cómoda y tú podrías
acompañarnos, ¿no te parece, Rosie?
—Tendré que consultarlo con mi abuela —expresó Rosie, a quien la idea le
pareció espléndida.
Pero al día siguiente su esperanza fue hecha añicos cuando la señora
Macdonald manifestó su intención de visitar un hotel cercano a la estación
ferroviaria en el que hacía años se había hospedado con su difunto marido. Rosie le
preguntó entonces que si no le parecía mejor efectuar a solas esa visita sentimental,
pero su abuela se apresuró a declarar que lo más probable era que la emoción la
afectara demasiado y que era imprescindible que Rosie permaneciera a su lado.
Una vez más, Rosie contempló con tristeza cómo el vehículo especial se alejaba
lleno de alegres paseantes, mientras ella permanecía con su abuela. No contarían con
mucho tiempo para su visita al hotel, pues Jamie, el guía del grupo, les había
advertido que el tren partiría una hora después hacia Perth and Stirling.
Como era de esperarse, la administración del hotel no era la misma que la
abuela de Rosie había conocido, pero de cualquier manera insistió en visitar las
instalaciones, haciendo de cuando en cuando algunos cáusticos comentarios acerca
de los cambios efectuados, a pesar de que el paciente y cortés nuevo dueño las
acompañaba.
Terminaron su paseo, tomaron café, y la chica le recordó a su abuela que
quedaban sólo diez minutos para que partiera el tren.
—No tengas tanta prisa, querida. Aún me falta visitar los jardines posteriores.
Tardaré sólo cinco minutos, pero deseo estar a solas. Espérame aquí.
Después de pagar la cuenta, Rosie se dirigió hacia la entrada del hotel, desde
donde alcanzaba a ver el tren. Esperaba que la anciana no tardara demasiado, ya que
en ese caso las dejarían y tendrían que encontrar otro medio de transporte. Pero el
tiempo transcurrió y la anciana no aparecía, así que fue a buscarla.
La señora Macdonald, cuyo semblante estaba muy pálido, se encontraba tirada
en el suelo, con una pierna doblada en un extraño ángulo.
—He tropezado… creo que… me he roto el tobillo…
—Iré por ayuda —dijo Rosie y se apresuró a dirigirse al hotel para dar aviso de
lo sucedido. Una vez que consiguió la ayuda necesaria, se volvió y corrió hacia la
estación. Will, uno de los camareros, se encontraba en el andén.
—Señorita Macdonald, vamos cinco minutos retrasados… —empezó a decir,
pero fue interrumpido por Rosie, quien se apresuró a explicarle lo sucedido y, antes
que terminara, el administrador del tren llegó ante ellos.

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—No podremos irnos con ustedes —manifestó Rosie—. Mi abuela necesita


atención médica con urgencia. ¿Podría alguien encargarse de que nos envíen
nuestras cosas al hotel en uno de los trenes locales? En realidad, no sé qué otra cosa
se puede hacer…
El administrador estuvo de acuerdo en hacerlo así, y antes de que el tren
partiera para cumplir con su horario, él y el camarero fueron a ver a la señora
Macdonald, que se encontraba recostada en un enorme sofá. Al oírlos llegar, la
anciana abrió los ojos.
—Me voy a quedar aquí hasta que me examine un doctor. Rosie se encargará de
hacer los arreglos necesarios. Y les agradezco mucho que hayan venido.
El administrador le deseó una pronta recuperación a la señora, le prometió que
se encargaría de su equipaje y que le telefonearía desde Stirling para preguntar por
su salud. En seguida se retiró.
Mientras esperaban la llegada del médico, Rosie pidió tijeras, venda y un poco
de agua fría. Con las tijeras cortó la media que cubría el pie lastimado y luego le puso
la venda mojada en agua fría, sobre la parte afectada para darle algo de alivio a la
anciana.
En ese momento se acercó el dueño del hotel para decirles que el doctor Finlay,
de la cercana localidad de Crianlarich, ya había sido avisado y muy pronto estaría
ahí.
—¡Pensar que nos encontramos tan cerca de casa! —dijo de pronto la señora
Macdonald.
—Abuelita, ¿quieres que llame al tío Donald? Tal vez podríamos…
—Por supuesto que no. En el momento en que tu padre se empeñó en entregar
su hogar familiar a Donald, yo me lavé las manos sobre todo ese asunto.
Rosie guardó silencio, pues sabía que su abuela culpaba a su padre de haber
abandonado Escocia, y le reprochaba que no le hubiera dicho que se había visto
obligado a entregar la casa a su próspero primo por razones económicas. Rosie nunca
había logrado comprender cómo era posible que su tío no hubiese podido prestarle a
su padre el dinero necesario para salir de sus problemas; pero se trataba de un
hombre duro, endurecido aún más por la riqueza que había adquirido al casarse con
una acaudalada heredera. En realidad, a Rosie nunca le había simpatizado su tío.
Hacía años, durante una visita que ella y sus padres hicieron a la casa, sorprendió a
su tío golpeando a uno de sus perros. Ella lo detuvo por el brazo, le dio una patada
en la espinilla y le gritó que era un bruto. Al escuchar los gritos, varias personas
llegaron ante ellos para ver qué sucedía. Su tío nunca le había perdonado la
humillación sufrida.
Al concentrar la vista de nuevo en su abuela, vio que ésta estaba muy pálida,
por lo que la instó a que bebiese un poquito de brandy, mientras renovaba la
compresa fría y rezaba en silencio por la pronta llegada del médico.
Sus plegarias fueron escuchadas, pues en ese momento una pequeña
conmoción en la entrada del hotel anunció la llegada del doctor.

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Se trataba de un hombre muy alto, de amplia espalda, cabello y ojos oscuros,


nariz recta y boca firme. Se movía deprisa y no perdía el tiempo.
—Soy el doctor Cameron —explicó—. El doctor Finlay tuvo que salir a atender
un parto y me pidió que me hiciera cargo. ¿Cuál es el problema? —dirigió una
mirada interrogante hacia Rosie.
—Mi abuela ha sufrido una caída. Tiene un tobillo inflamado y le duele
mucho…
Él tomó la mano de la anciana.
—Esto debe de ser muy molesto para usted, señora…
—Macdonald —informó Rosie.
—Voy a examinar la parte afectada —dijo el médico y tomó el pie de la anciana
con cuidado y gentileza—. Se trata de una severa torcedura, pero me parece que no
hay fractura, aunque será mejor que la señora permanezca aquí, en cama, durante
unos cuantos días con el tobillo vendado. Cuando se haya recobrado lo suficiente,
deben ir a Oban a hacerle una radiografía. ¿Viven en Escocia?
—En Edimburgo. Mi nieta y yo venimos en una gira turística por tren —la
señora Macdonald abrió los ojos y estudió el rostro del médico—. ¿Y de dónde
procede usted, si es que puede saberse?
Él no respondió de manera directa.
—Me hospedo con el doctor Finlay —de pronto le sonrió a la anciana—. Ahora
lo que debe hacer es guardar reposo. Le recetaré un analgésico para el dolor y dentro
de un par de días, más o menos, podrá ir a hacerse la radiografía. Si se trata sólo de
una torcedura, no veo ninguna razón para que no se vaya a casa a descansar.
Quizá la señora fuera una anciana egoísta y de mal genio, pero tenía valor, pues
no se quejó mientras la curaban, pensó Rosie. De pronto, descubrió la razón de su
silencio.
—¡Mi abuela se ha desmayado! —exclamó asustada.
—Mejor —declaró el médico—. Así podré terminar de curarla sin que le duela.
Déme la venda —entonces le dirigió una mirada rápida—. ¿Ya ha reservado
habitación en el hotel?
—No, todavía no —respondió Rosie, que se sentía un poco molesta—. No he
tenido tiempo.
—Bien, ¿puede encargarse de eso ahora? Consiga una habitación y yo llevaré a
la señora Macdonald. Usted le quitará la ropa y la meterá en la cama, y entonces la
reconoceré de nuevo antes de irme.
El dueño del hotel les asignó dos habitaciones que se hallaban
intercomunicadas por medio de una puerta. Además, Rosie consiguió que una
empleada le ayudara a meter en la cama a la anciana. Cuando el médico fue a ver de
nuevo a su paciente, aprobó los cuidados que se tenían para con ella y le aseguró que
muy pronto se pondría bien. Después se volvió hacia Rosie.

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—Atienda muy bien a su abuela. ¿Es usted de por aquí?


—Nací en las cercanías, pero ahora vivo en Inglaterra.
—¿Casada?
—No.
Él sonrió.
—Es obvio que no le gusta hablar mucho. Bien, eso es en cierto modo
refrescante —comentó, y luego la sorprendió con una pregunta—: ¿no tendrá
dificultades para pagar su estancia en el hotel?
—No habrá problema, gracias. Le agradezco su preocupación.
—No es preocupación… es sentido común. Vendré mañana… a menos que
prefiera que el doctor Finlay se encargue del caso.
—¿Por qué lo dice? Usted le gusta a mi abuela…
—Entonces, espero que mañana haya un poco más de simpatía entre usted y yo.
Buenas noches, señorita Macdonald.
Rosie lo dudaba mucho. Ese hombre tan irritante jamás podría caerle simpático.

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Capítulo 2
Mientras su abuela descansaba, Rosie telefoneó a Elspeth y le prometió que por
la tarde la volvería a llamar; después se comunicó con su madre.
—Hija, ¿vas a avisar a tu tío Donald? Después de todo, Inverard se encuentra a
pocos kilómetros del hotel.
—La abuela no quiere ni oír hablar de ello. Madre, a mí me encantaría volver a
ver la casa, pero no mientras tío Donald esté ahí, y creo que la abuela siente lo
mismo; tío Donald nunca le gustó…
—Rosie, ¿estáis bien? ¿Hay algo que podamos hacer?
—Nada por el momento. Mañana te volveré a llamar, tan pronto como el
médico termine de examinar a la abuela.
Rosie pasó el resto del día con la anciana, dejándola sólo durante el tiempo
necesario para comer. El administrador del tren le telefoneó para decirle que va había
enviado su equipaje y que tanto los miembros de la tripulación como los pasajeros le
deseaban una pronta recuperación a la señora Macdonald.
El doctor Cameron había dejado algunos calmantes para la anciana, así que ésta
durmió muy bien durante la mayor parte de la noche, pero despertó de madrugada y
le pidió a Rosie que le arreglara las almohadas y le llevara una taza de té.
Cada habitación del hotel contaba con una tetera eléctrica para la preparación
de café o té, así que Rosie se dispuso en seguida a preparar el té. Después de tomar la
reconfortante bebida, Rosie permaneció al lado de la anciana hasta que ésta volvió a
quedarse dormida una vez más, lo que la dejó a ella en posibilidad de volver a su
propia habitación para darse una ducha y cambiarse de ropa.
El doctor Cameron llegó poco después del desayuno.
—Muy bien, jovencito —lo saludó la señora Macdonald, que se encontraba de
mejor humor después de su descanso—, ¿qué es lo que intenta hacer conmigo esta
mañana?
En el semblante del médico prevalecía una calma profesional.
—Sólo revisaré su tobillo —entonces se volvió hacia Rosie, que se encontraba de
pie al otro lado de la cama—. ¿Ha dormido bien su abuela?
—He tenido muchos dolores —contestó la anciana, sin darle a Rosie la
oportunidad de responder—. Rosie me ha atendido muy bien. Me desperté a eso de
las cuatro de la mañana y ella me sirvió una taza de té y me dio una de las píldoras
que usted dejó. ¿Hasta qué hora estuviste conmigo, Rosie?
—Hasta casi las seis, abuela.
Al escucharla, el doctor Cameron le dirigió a la chica una mirada comprensiva.
Eso debía ser la causa de la palidez de su rostro.
—¿Podría ver ahora ese tobillo? —inquirió con suavidad.

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Examinó el tobillo, determinó que su estado era tan satisfactorio como las
circunstancias lo permitían, y volvió a vendarlo.
—Muy bien —dictaminó—, pero creo que le beneficiará un cambio de pastillas
para dormir. El buen sueño por la noche es esencial —se abstuvo de dirigir la mirada
hacia Rosie—. Me espera un día muy agitado, así que quizá sería mejor que su nieta
viniera conmigo al consultorio a recoger las pastillas —sin esperar la respuesta de la
señora Macdonald, se dirigió hacia Rosie—. Debemos apresurarnos, pues tengo que
visitar a varios de los pacientes de Finlay.
A Rosie le atraía mucho la idea de salir un poco.
—¿Estarás bien, abuela?
—Parece que tengo que estarlo. Dile a alguien que me quedaré sola hasta tu
regreso. Espero no necesitar nada.
—¿Por qué no tratas de dormir un poco? Volveré pronto.
Cogió una chaqueta y salió del hotel junto con el médico, quien la guió a su
coche.
Era una mañana clara y brillante. Las montañas coronadas de nieve se
recortaban contra el horizonte y el áspero terreno que cruzaban estaba cubierto por
una alfombra de florecillas silvestres. El solitario páramo quedó a sus espaldas,
mientras ellos subían hacia Tyndrum Upper y sobre los viaductos hacia Crianlarich.
Rosie exhaló un suspiro de placer al contemplar todo eso, y el doctor le
preguntó:
—¿Conoce esta parte del mundo? —la miró de soslayo—. Según dijo antes,
usted nació cerca de aquí.
—Así es.
—¿Le gustaría volver a vivir aquí?
—Sí —respondió Rosie, mirando todo ese esplendor que la rodeaba.
No había ni un alma a la vista, y ni un sólo automóvil se había cruzado por su
camino. Ella sabía que si en ese momento descendiese del coche, a sus oídos sólo
llegaría el leve soplo del viento y el piar de las aves. Rosie deseó con toda el alma
poder quedarse a vivir ahí.
—¿Y por qué no se queda a vivir aquí? Me imagino que no le sería difícil
conseguir empleo, pues en los hoteles siempre necesitan gente —no demostraba
ningún interés personal, pero Rosie replicó con cierta rigidez.
—Ya tengo un trabajo y vivo con mis padres. ¿Para qué me pidió que viniera
con usted? En realidad, no era necesario.
—Me pareció que necesitaba usted un cambio de escenario. Está pálida y de
mal humor.
—Doctor Cameron, usted no me simpatiza —dijo ella con acaloramiento.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Me atrevería a decir que eso se debe a que todo este asunto la ha puesto de
mal humor —aminoró la velocidad al llegar a las cercanías de Crianlarich—. ¿Le
apetece dar un paseo? —inquirió el médico al detenerse ante una sólida casa
edificada frente a la iglesia—. Tardaré un par de minutos.
—Gracias, pero prefiero esperarlo en el coche —dirigió la mirada hacia el frente
y no se dio cuenta de que él sonreía.
El médico tardó poco más de diez minutos, por lo que Rosie se arrepintió de
haberse quedado en el coche.
—He tenido que atender a un chiquillo que se había metido una semilla en el
oído —explicó él a su regreso—. Sabía que a usted no le importarían unos cuantos
minutos de más, y la madre estaba muy preocupada.
—¿Y pudo extraérsela?
—Sí —sonrió un poco—. Aquí están las pastillas para su abuela —le entregó un
pequeño paquete—. Encárguese de que tome una antes de acostarse. Eso les
proporcionará a ambas una noche tranquila —giró la llave del encendido, puso en
marcha el coche y emprendieron el regreso en silencio.
Al llegar ante el hotel, Rosie descendió del automóvil y asomó la cabeza por la
ventanilla.
—Siento no haber estado de muy buen humor, y gracias por el paseo.
—No ha sido nada, señorita Macdonald. Por aquí todos nos ayudamos unos a
otros. Es costumbre, ¿sabe?
—Espero que lo veamos mañana por la mañana, doctor Cameron —manifestó
Rosie muy seria, arrepintiéndose de haberse disculpado.
El médico asintió con frialdad y se alejó a toda prisa.
Rosie volvió al lado de su abuela, que ahora insistía en tener una entrevista
personal con el chef para indicarle la forma exacta en que debía preparar su
almuerzo.
—Debe ser una comida ligera —sugirió Rosie—. El doctor Cameron indicó que
si mantienes una dieta ligera durante varios días, tu recuperación será más rápida.
Rosie le dio instrucciones al chef y después de ello se sentó al lado de la anciana
y le hizo un relato de su breve viaje. No había mucho que decir, pero tuvo suficiente
cuidado de dar la impresión de que estaba en muy buenos términos con el doctor
Cameron. Cuando la señora Macdonald se quedó dormida, la joven se dirigió a la
cafetería.
Al regresar al lado de su abuela, ésta estaba muy irritable y quisquillosa y nada
le parecía bien. Rosie hizo un esfuerzo para sobrellevar su mal humor, pues
comprendía el malestar de la señora, quien, a pesar de su avanzada edad, era una
persona activa que ahora se veía obligada a guardar reposo. Rosie le leyó hasta
quedar ronca, escuchó con interés los recuerdos de la anciana sobre los días de su
infancia y juventud y sugirió, no por primera vez, comunicarse con su tío Donald
para que éste fuera a visitar a la señora.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Por supuesto que no —declaró indignada la anciana—. Y me sorprende que


me hagas esa sugerencia —en su voz se filtraba cierta tristeza—. Tu tío Donald nunca
escribe. Después de todo, soy su tía, pero él se ha alejado de su familia.
—¿Tuviste problemas con él?
—Niña, eso es sólo de mi incumbencia.
Esa noche, mientras se preparaba para acostarse, Rosie tomó la resolución de
hablar al día siguiente con el doctor Cameron, ya que tenía que saber si su abuela
estaba en buenas condiciones para viajar hasta Edimburgo. Allí, Elspeth y Carrie
podrían hacerse cargo de ella, y si llegara a ser necesario, podrían contratar los
servicios de una enfermera. Esa misma tarde, Rosie había llamado a su madre para
decirle que pronto volvería a casa. De todos modos tendría que regresar, reflexionó,
pues de las dos semanas de vacaciones que le habían dado en la oficina, ya había
transcurrido una. Aquella noche durmió mal, y al día siguiente se encontró con una
mañana lluviosa y fría.
El doctor Cameron llegó a media mañana, examinó el tobillo de la anciana y
determinó que evolucionaba muy bien y que en unos cuantos días podría volver a
caminar, con la ayuda de unas muletas que él mismo le proporcionaría. Después de
examinar el tobillo lastimado, hizo lo mismo con el corazón y la presión arterial, para
asegurarse de su buen estado general de salud. Cuando por fin se retiró, después de
charlar un rato con la anciana, Rosie lo siguió al exterior.
—Quisiera hablar con usted a solas —le dijo con cierta urgencia en la voz—, si
es que puede concederme unos minutos.
—Por supuesto —respondió él, y entonces ambos se encaminaron hacia el
vestíbulo. Se sentaron ante una mesa y pidieron café. Había mucha gente en el lugar,
pues todos se habían refugiado allí a causa de la lluvia.
—¿Cuándo podrá volver mi abuela a casa? —preguntó Rosie sin ningún
preámbulo—. ¿Sería posible conseguir una ambulancia o un coche para llevarla a
Edimburgo? Allí podrán cuidarla la hija que vive con ella y su ama de llaves —al
darse cuenta de la mirada de sorpresa en el rostro de él, añadió—: No es que me
moleste atender a mi abuela, lo que sucede es que se me están acabando las
vacaciones y debo volver al trabajo.
En ese momento llegó su café; Rosie lo sirvió y le pasó una taza al médico.
—En lo que concierne al tobillo, no veo ninguna razón por la que la señora
Macdonald no pueda volver a casa. Pero, por desgracia, ha surgido una
complicación. Ella padece del corazón, y la impresión de la caída ha provocado que
su enfermedad empeore, por lo que el reposo absoluto en cama es necesario durante
varios días más… quizá una semana. Lo ideal es que no se mueva de donde está. ¿No
podrían venir aquí su tía o el ama de llaves a reemplazarla a usted?
—En ese caso mi abuela sospecharía y empezaría a hacer preguntas.
—Tiene razón. ¿Y usted arriesgaría su empleo si permanece con ella?
Rosie asintió con un movimiento de cabeza, pensando en que les haría falta el
dinero hasta que pudiera encontrar otro empleo.

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—Pero, me quedaré —indicó de pronto y miró al doctor a los ojos—. Se trata de


mi abuela.
—Bien, pero pienso que deberíamos establecer cierta clase de rutina para que
usted tenga tiempo libre durante el día. ¿Ha estado durmiendo lo suficiente?
—Pues… a mi abuela le es difícil conciliar el sueño y luego se despierta muy
temprano, pide una taza de té y se vuelve a dormir…
—Es muy importante que cuente con algunas horas diarias para usted misma.
Sugiero que se tome un tiempo libre durante la siesta. Consiga que una de las
empleadas del hotel se haga cargo de la anciana hasta las cinco o seis de la tarde.
—Si me encuentro en Escocia es porque vine a acompañarla en su viaje por
tren…
—Sí, pero no para servirle de enfermera durante veinticuatro horas al día y por
una temporada de una semana o más.
De pronto, el doctor Cameron sonrió y, sólo por un momento, le simpatizó a la
joven.
—Mañana hablaré con su abuela. Y ahora, debo irme —hizo una seña para que
les llevaran la cuenta—. Tengo que ver a un pariente en el albergue juvenil de Loch
Ossian.
Después de pagar la cuenta, se despidió de Rosie y salió del hotel.
Rosie volvió al lado de su abuela y le leyó el Daily Telegraph hasta la última
página antes de la hora del almuerzo. Después de comer, se quedó al lado de la
anciana, pues ésta declaró que necesitaba charlar con alguien. Habló de su juventud,
de los primeros años de su matrimonio y, finalmente, de política y de los errores de
los jóvenes de esta generación.
Tomaron el té, y luego, por sugerencia de Rosie, jugaron a las cartas hasta que
fue hora de que la joven bajara al comedor a cenar. Faltaba poco más de una hora
para que la señora Macdonald se acostara, pero la anciana parecía más despierta que
nunca.
—El doctor Cameron es una persona muy agradable —comentó—. Y me siento
inclinada a aceptar sus consejos, pues ya no es tan joven y debe tener algo de
experiencia. ¿Será socio del doctor Finlay? Aunque no creo que haya suficiente
trabajo para los dos.
—Tal vez se turnan —opinó Rosie con un bostezo.
—¿Estará casado?
—No tengo ni la menor idea, abuela. Aunque me inclino a pensar que sí, por su
edad.
—Yo calculo que no tiene más de treinta y cinco años. Rosie, tú tampoco eres
muy joven que digamos.
Era la clase de comentarios que más le disgustaban a Rosie.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

A la mañana siguiente, se vio obligada a admirar la estrategia del doctor


Cameron. Llegó más tarde de lo acostumbrado y parecía cansado. Pero su apariencia
era tan inmaculada como siempre. Con aquella simpatía tan impersonal, propia de
los médicos, le aseguró a la anciana que su tobillo casi estaba curado, pero agregó
que si permanecía en cama durante algunos días más, sería mejor.
—Con unos cuantos días será suficiente —declaró—. Y entonces, quizá pueda
volver a casa. Su recuperación ha sido maravillosa.
La señora Macdonald esbozó una amplia sonrisa.
—Siempre me he enorgullecido de mi fortaleza y sentido común —aseguró.
Basándose en esa palabra, al médico le fue sencillo sugerir que Rosie necesitaba
algún tiempo libre para relajarse y así poder atenderla mejor.
—Estoy seguro de que la administración del hotel podrá enviarle a usted una
empleada para que le traiga el té y la atienda mientras regresa su nieta. ¿Le gustaría
probar esta rutina durante uno o dos días? Ahora que se siente mejor, estoy seguro
que a usted misma ya se le había ocurrido algo así.
Para sorpresa de Rosie, la señora respondió que así era.
—Entonces, no hay nada más que decir. Si a… Rosie le gusta, hay varios paseos
que puede emprender por los alrededores del hotel.
El doctor Cameron no era del completo agrado de la joven, pero ésta tuvo que
agradecer en silencio que se preocupara por su bienestar.
—Mañana vendré de nuevo —dijo él al despedirse.
Rosie lo acompañó hasta el vestíbulo, donde él le dio un consejo más.
—No se olvide de salir todos los días —se detuvo de súbito y ella estuvo a
punto de tropezar con él—. Usted no es muy feliz, ¿o me equivoco?
—Discúlpeme, pero eso no es de su incumbencia —respondió Rosie con
disgusto. El doctor Cameron no comentó nada más y se fue.
El nuevo régimen funcionó muy bien y la señora Macdonald no discutió
cuando Rosie se alejó de su lado, después de asegurarle que una empleada se
encargaría de arreglarle las almohadas y ajustar las cortinas de la ventana a gusto de
la anciana.
Rosie caminó muy animada hacia Loch Tulla. Hacía buen tiempo, pero era
seguro que no duraría, pues el color gris del cielo no auguraba nada bueno, aunque a
ella no le importaba, pues se sentía feliz paseando por esos sitios que conocía tan
bien. Por la noche llamaría por teléfono a su madre y le diría que nada había
cambiado en el solitario y agreste paisaje. Su felicidad perduró hasta que volvió al
lado de su abuela y ésta se quejó de aburrimiento y la sensación de abandono.
—Pero Kristy ha venido a verte —dijo Rosie—. Acabo de verla y me ha dicho
que has dormido una larga siesta y tomado el té.
—Ningún sirviente es de fiar. Pero si la crees más a ella…
Rosie necesitó el resto de la tarde para contentar a la señora.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Cuando el doctor Cameron llegó a visitarlas, a la mañana siguiente, la joven


estaba casi segura de que la anciana se quejaría, pero el médico la trató con admirable
diplomacia y obtuvo el permiso para que al otro día, Rosie pudiera salir nuevamente
durante algún tiempo.
—Muy pronto podrá irse a casa señora Macdonald —le aseguró el médico—. Su
tobillo ha evolucionado de maravilla, gracias a que usted es una persona fuerte y
cooperativa.
Al observar la sonrisa de la anciana, Rosie pensó que el médico era un tunante
acostumbrado a salirse con la suya.
Transcurrieron dos días más y el hermoso semblante de Rosie adquirió un
aspecto saludable debido a sus paseos. Fue una pena que ese día estuviera lluvioso.
El doctor Cameron había dicho esa mañana que su abuela ya estaba en condiciones
de volver a Edimburgo, y quizá ésta fuera la última ocasión en que la joven podría
recorrer los alrededores, así que, a pesar del estado del tiempo, decidió arriesgarse a
salir, para lo cual una de las empleadas del hotel le prestó una capa. Después de
cubrirse la cabeza con un pañuelo le aseguró a la anciana que el tiempo había
mejorado y salió.
El viento no le molestaba en lo más mínimo, y no era la primera vez que salía a
dar un paseo en condiciones tan adversas como las de ese día. Se propuso acercarse
lo más posible a Rannoch Moor.
Había recorrido unos seis kilómetros cuando la ligera llovizna se convirtió en
una lluvia torrencial, de la que no tenía escape posible en medio del camino desierto.
Lo más sensato era emprender el retorno. Hizo una pausa para pasarse una mano
por el rostro y no se dio cuenta de que al otro lado del camino se había detenido un
Land Rover, cuya puerta se abrió y por la que se asomó el doctor Cameron.
—Venga acá, Rosie, ¡apresúrese!
Aliviada, la joven corrió hacia el coche.
—Gracias por recogerme —dijo a pesar de que no le había gustado la forma en
que él se dirigió a ella—. ¿Va a atender alguna urgencia?
La respuesta de él fue un gruñido ininteligible.
Al aproximarse a Bridge of Orchy, Rosie, alcanzó a distinguir el hotel. Una taza
de té y un baño caliente era lo que necesitaba. Exhaló un suspiro de alivio, que se
convirtió en un jadeo de sorpresa cuando se percató de que el automóvil enfilaba por
un camino secundario que se unía a la carretera de Oban.
—Lamento no poder detenerme —manifestó el doctor Cameron, en lo que a ella
le pareció un tono despiadado, aunque al siguiente minuto se sintió avergonzada de
sí misma. ¿Qué importancia tenían los baños calientes y las tazas de té en
comparación con las emergencias?
El camino era una senda abierta entre los abetos, y Rosie ya lo conocía, pues se
encontraba a pocos kilómetros de su antiguo hogar. Parecían muy cerca de Inverard,
a menos que él se desviara de nuevo.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Pero no sucedió así, sino que el doctor Cameron hizo que el automóvil cruzara
las rejas de Inverard, ascendiendo después con lentitud por la estrecha y escarpada
vereda.
—¿A qué ha venido aquí? —inquirió Rosie, con un esfuerzo por conservar la
calma.
—El doctor Finlay se encuentra fuera y yo atiendo los avisos.
Ya tenían la casa a la vista. No había cambiado nada; sus blancos muros, los
gabletes, las altas chimeneas, los inclinados peldaños de la escalinata que conducía a
la puerta principal… todo estaba igual. Y las montañas seguían en guardia más allá
del amplio prado, el círculo de árboles y los jardines.
Rosie emitió un pequeño suspiro que hizo al doctor Cameron volverse a
mirarla.
—¿Conoce este lugar? ¿Quién vive aquí? A mi sólo me dieron la dirección…
—La familia Macdonald —respondió ella—. Yo nací aquí. Donald Macdonald
es mi tío.
—Venga conmigo —indicó el médico, abriendo la puerta del coche—. En la casa
podrá secarse y entrar en calor.
Ambos subieron por los escalones y se dirigieron hacia el vestíbulo. Una de las
puertas se abrió y una pequeña mujer de avanzada edad se acercó a ellos.
—El médico… gracias a Dios. Él se encuentra en la sala, yo no me atreví a
moverlo —al descubrir la presencia de Rosie, su mirada se animó y en su rostro se
dibujó una amplia sonrisa—. Señorita Rosie… Venga, doctor, por acá.
Rosie se detuvo para despojarse de la capa y el pañuelo con que se cubría la
cabeza; luego siguió al médico. «Nada ha cambiado», pensó mirando a su alrededor,
mientras cruzaba la habitación para acercarse al enorme sofá en el que yacía su tío.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —le preguntó al doctor en tanto contemplaba
el pálido rostro de su tío y sentía una oleada de piedad; ella no lo quería, porque no
se había portado bien con su padre, pero se conmovió al verlo enfermo, anciano y sin
esposa ni familia.
—Abra mi maletín y saque una de las jeringas desechables, y el paquete de
algodón. Deje todo eso a mi alcance y asegúrese de que preparen una cama.
No la miraba, pues se encontraba inclinado sobre su paciente, con el oído
pegado a su pecho, así que ella hizo lo que le había indicado y entonces, dejando con
él a la señora MacFee, se apresuró a salir del comedor. El viejo Robert, un hombre
que ayudaba en todo, y una sirvienta joven con el rostro bañado de lágrimas, se
encontraban de pie en el umbral de la puerta que conducía hacia la cocina.
—Por favor, venga conmigo —pidió Rosie—. Y ayúdeme a preparar una cama.
Rosie corrió por el pasillo y abrió la puerta de la habitación de su tío de par en
par.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Debemos poner sábanas limpias en la cama. ¿Cómo te llamas? —le preguntó


a la sirvienta, con una sonrisa reconfortante.
—Flora, señorita.
—Bien, Flora, ¿quieres encender las luces? Pon una almohada —frunció el
ceño—. Quizá sería mejor que trajeras algunas más, pues probablemente debamos
mantener sentado al señor Macdonald.
Miró a su alrededor, movió una mesa de noche para facilitar las maniobras de
meter al enfermo en la cama, y luego bajó para decirle al médico que subiera.
El doctor Cameron aún se encontraba inclinado sobre Donald y no levantó la
cabeza cuando ella entró.
—¿Ya está lista la cama? —preguntó: con su calma habitual. Cuando ella
respondió que sí, él tomó en brazos al enfermo y lo levantó sin mucho esfuerzo.
—Condúzcame usted…
Rosie se adelantó.
—¿Almohadas? —preguntó al llegar a la habitación de su tío.
—Una —pidió el doctor Cameron.
La respiración del enfermo era muy rápida y estaba inconsciente.
—Hay que quitarle los pantalones y la chaqueta —dijo el médico. Cuando
terminaron de hacerlo, se volvió hacia Rosie—. Llame por teléfono al hotel para
tranquilizar a su abuela. ¿Cree que se alterará mucho cuando se entere de lo del
señor Macdonald?
—No se habla con el tío Donald desde que él vino a vivir aquí; pero por las
dudas, no le diré nada.
—Muy bien, pero llámela. Debe de estar preocupada.
Rosie estaba empapada y no tenía esperanzas de poder secarse, al menos por el
momento. Al llegar a la planta baja, se quitó los zapatos y los calcetines para luego
dirigirse al teléfono. Sólo necesitó un minuto para explicarle al gerente en dónde se
encontraba y cuál era el motivo.
—Por favor, avise a mi abuela —pidió—. Dígale que estoy bien y que regresaré
tan pronto como el doctor Cameron haya terminado de atender a su paciente —colgó
el auricular y vio que la señora MacFee se encontraba a su lado.
—Señorita Rosie, debe quitarse de inmediato esa ropa mojada. Mientras se la
seco, puede usar mi camisa de dormir.
—Ahora no me es posible, señora MacFee, pues el doctor puede necesitar mi
ayuda —replicó y se apresuró a volver arriba.
—Vaya tontería —comentó el ama de llaves ante el viejo Robert—. Pero no será
culpa mía si pesca un resfriado… ¿y por qué vuelve aquí después de tanto tiempo si
su padre y el señor no se hablan? —hizo un gesto de incomprensión—. Ese doctor es
un buen hombre. Robert, será mejor que vayas a encender el fuego de la chimenea.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Mujer, pero si apenas son las cinco y media de la tarde.


—Y nos espera una noche muy larga, Robert.
Cuando Rosie volvió a la planta alta, el doctor le preguntó:
—¿Podrá permanecer conmigo? Pero, por favor, quédese un momento con el
señor Macdonald, mientras yo voy a hacer algunas llamadas telefónicas. No necesita
hacer nada, sólo avíseme si su tío vuelve en sí.
Después de unos minutos, el doctor Cameron regresó y le tomó el pulso a su
paciente una vez más; luego se sentó al otro lado de la cama, mirando a Rosie.
—Vaya a quitarse esa ropa. La señora MacFee está muy preocupada… y tiene
razón. Después vuelva aquí, ya que podría necesitarla.
Parecía que le estaba dando órdenes a una de las enfermeras del hospital, pensó
Rosie. Cortés, impersonal y seguro de que sería obedecido.
La joven obedeció en seguida. La señora MacFee la atendió muy bien y,
mientras le secaba la ropa, le llevó una taza de té caliente. Ella bebió el líquido con
verdadero deleite, pero insistió en que no podía quedarse en la habitación del ama de
llaves, pues tenía que volver a la de su tío para ayudar al doctor.
—¿Así como está, señorita, vestida con mi camisón?
—Se trata de un médico. Le preocupa la salud de mi tío Donald… y si me
presentara desnuda ante él, ni siquiera se fijaría.
Si al doctor le sorprendió su apariencia, no lo demostró en lo más mínimo.
—Su tío está volviendo en sí. Siéntese donde él pueda verla.
Y así lo hizo Rosie. Habían transcurrido sólo unos cuantos segundos cuando los
párpados de su tío se agitaron y se abrieron.
—¿Rosie? —preguntó el anciano en un hilo de voz.
—Sí, tío.
—Es extraño que te encuentres aquí. Yo he pensado mucho en tu… tu padre…
—cerró los ojos; Rosie dirigió la mirada hacia el médico, pero éste no dijo nada—.
¿Nunca has sentido simpatía por mí, verdad? —prosiguió la cansada voz—. Me diste
una patada cuando me sorprendiste golpeando a aquel perro. Tú eras una niña.
¡Hace tanto tiempo!
Rosie tomó las manos de su tío entre las suyas.
—Tío, eso sucedió hace mucho tiempo y ya está olvidado. Estás enfermo y aquí
con nosotros está el médico.
El cansado rostro se volvió con lentitud sobre la almohada.
—No lo conozco. ¿Casado con Rosie?
El doctor Cameron parecía divertido.
—No, no es así. Lo que sucede es que el médico que lo atiende a usted estaba
fuera y yo recibí la llamada de su ama de llaves. El doctor Douglas no tardará mucho

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

en volver, pero usted va a tener que ser trasladado al hospital de Oban tan pronto
como se haya recuperado lo suficiente, para que se le pueda mover.
El anciano volvió a cerrar los ojos, momento que el doctor Cameron aprovechó
para dirigirse a Rosie.
—Su ropa ya debe estar seca. Vaya a cambiarse.
Ruborizada, Rosie obedeció. Cuando volvió a la habitación, en ella se
encontraba otro hombre. «Debe ser el doctor Douglas», pensó y se sorprendió al ver
que el recién llegado escuchaba con mucho respeto la opinión del doctor Cameron.
El señor Macdonald se recobraba con lentitud. Los dos hombres lo examinaron
juntos y entonces el doctor Douglas fue a hacer una llamada telefónica.
—Su tío será enviado al hospital —informó a Rosie el doctor Cameron—.
Necesita tratamiento urgente. En cuanto llegue la ambulancia y él se haya ido, la
llevaré de regreso al hotel.
Una hora después llegó la ambulancia para trasladar al señor Macdonald
acompañado por el doctor Douglas. Entonces, la señora MacFee insistió en que Rosie
y el doctor Cameron comieran un plato de sopa caliente y se sentaran ante el fuego
de la chimenea, oportunidad que aprovechó para preguntarle a la joven el motivo de
su presencia en la casa.
Ya eran las diez de la noche cuando por fin pudieron retirarse. La lluvia se
había convertido en una suave llovizna, aunque se encontraron con varios tramos de
niebla, lo que les dificultaba mucho la visión, pero el doctor permanecía
imperturbable y Rosie estaba demasiado cansada como para preocuparse. Al llegar
ante la entrada del hotel, el médico descendió del automóvil y abrió la puerta del
lado del pasajero para que Rosie también bajara.
—Mañana por la mañana vendré a ver a su abuela y entonces le comunicaré las
noticias que tenga del señor Macdonald —prometió—. Y ahora, métase en la cama
tan pronto como pueda —le puso un dedo bajo la barbilla y le dio un leve beso—. Ha
sido un día extenuante —añadió antes de que ella entrara en el hotel.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 3
Debía cambiarse de ropa a la mayor brevedad posible, pues la que llevaba aún
estaba húmeda, decidió Rosie. Pidió que la subieran un emparedado y una jarra de té
y subió apresurada a su habitación.
Ya en su dormitorio, Rosie se puso su camisón y luego se asomó a la habitación
de su abuela, quien a pesar de que ya era muy tarde, leía sentada en la cama. En
cuanto vio a Rosie, la anciana dejó el libro a un lado.
—¿En dónde has estado? —preguntó con tono exigente—. Chiquilla ingrata, te
vas a pasear mientras me dejas a mí en manos de extraños.
Rosie, que deseaba más que nada en el mundo un baño caliente y una taza de
té, se envolvió aún más en su camisón y le relató su aventura a la señora, cuidando
de no mencionar a Donald Macdonald.
Su abuela no ocultó su incredulidad.
—¿Y por qué no te ha traído antes el doctor Cameron? ¿No será que tu
intención desde el principio fue pasar la tarde con él?
Rosie emitió una risilla, entonces estornudó.
—Abuela, el doctor y yo no simpatizamos en absoluto; él es la última persona
con quien yo querría pasar una tarde, y estoy segura de que él piensa lo mismo
respecto a mí.
—¿Y dónde fuisteis a ver al paciente?
Rosie volvió a estornudar. Sería mejor decir la verdad.
—A Inverard. Se trataba del tío Donald.
—Bien, no quiero oír hablar de ello —se apresuró a decir la señora
Macdonald—. Ahora que ya te encuentras aquí, puedes servirme un vaso de
limonada y arreglarme las almohadas. Supongo que será mejor que tome una de esas
píldoras para dormir. Después, puedes irte a acostar. Y que esos paseos no se repitan.
Rosie, debo decir que esperaba mayor consideración de tu parte.
La joven prefirió no hacer ningún comentario. Le dio a su abuela la píldora y la
limonada, le arregló las almohadas y apagó las luces, excepto la de la pequeña
lámpara de noche. Le dio las buenas noches y un beso a la anciana y se retiró a su
habitación. Allí encontró una bandeja con emparedados calientes, unas rebanadas de
pan tostado, panecillos y una jarra grande de té caliente. Después de darse una
ducha, se comió los alimentos que le habían llevado y entonces, tras la jarra de té,
descubrió un pequeño vaso de brandy, que prefirió dejar para cuando ya estuviera
acostada. No estaba acostumbrada a beber, así que se atragantó y tosió un poco antes
de terminarlo. Cuando por fin se acostó, se quedó dormida al instante.
Al día siguiente, la señora Macdonald aún se encontraba molesta, pero como no
mencionó la ausencia de Rosie del día anterior, ella no dijo nada. Después de
desayunar, ayudó a la anciana a tomar asiento en un sillón y colocar el pie lastimado

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

sobre un pequeño taburete, mientras esperaban la llegada del doctor Cameron. Rosie
sentía los párpados pesados y, para fastidio de su abuela, estornudaba con
frecuencia.
El médico llegó a la hora acostumbrada, sin demostrar el menor síntoma de
resfriado. Rosie deseó que hubiese sido lo contrario y volvió a estornudar.
—Le recetaré algo para ese resfriado —dijo a Rosie—. Es una enfermedad muy
molesta.
Parecía divertido, así que Rosie frunció el ceño.
—Gracias, pero esto no tiene importancia; en esta época del año los resfriados
son muy comunes. Creo que no me hace falta tomar nada.
—Rosie, tomarás lo que el doctor Cameron te recete —indicó su abuela—. Eres
una chica fuerte y saludable y quizá un pequeño resfriado no te afecte mucho, pero
debes tener en cuenta que podrías contagiarme. Y eso sí sería muy grave.
La joven guardó silencio tratando de ocultar su disgusto y el médico fue a
examinar a la anciana.
—Va muy bien —dictaminó—. Mañana intentará usted andar con la ayuda del
par de muletas que le traeré. En unos cuantos días podrá irse a su casa. ¿Tiene
automóvil, señora Macdonald?
—Por supuesto que no. Pero si es necesario, contrataré un automóvil con
chófer. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque yo tengo que ir el sábado a Edimburgo y Rosie y usted pueden venir
conmigo —al mirar hacia Rosie, notó la interrogante mirada de ella y aseguró—: No
en el Land Rover.
La señora Macdonald no era precisamente una tacaña, pero rechazaba la idea
de gastar dinero en algo que se podría obtener gratuitamente, así que aceptó la
propuesta del doctor.
—Señora Macdonald —agregó después el médico—, su recuperación ha sido
espléndida. Escribiré una nota a su doctor para informarle sobre los detalles.
—Oh, pero es que yo deseo que usted me atienda hasta que mi tobillo haya
sanado por completo.
—No creo que eso sea posible. Aunque estoy seguro de que el tratamiento que
le dictamine su propio médico será satisfactorio.
—De acuerdo, pero en ese caso, espero que de cualquier manera me visite… de
modo no profesional.
—Será muy agradable para mí…
Lo interrumpió un estornudo de Rosie, por lo que se volvió a mirarla.
—Debo recetarle algo antes de que ese resfriado se convierta en algo serio —
abrió un maletín y extrajo un frasco de pastillas—. Tome una cada cuatro horas. A mi
regreso le traeré suficientes para completar el tratamiento.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Se despidió, y cuando se encontraba a punto de salir de la habitación, la señora


Macdonald le hizo una pregunta.
—Y Donald… ¿ha muerto?
—No; sin embargo, no podemos hacer gran cosa, pues se trata de su corazón.
Lo siento, señora Macdonald.
—Hace muchos años que no lo veo. Él tuvo problemas con el padre de Rosie
y… —su voz no revelaba ningún sentimiento y Rosie recordó la solitaria figura en el
sofá.
—Abuela, por favor… —dijo, para salir después de la habitación junto con el
médico y cerrar la puerta.
—Discúlpela, ya es una mujer muy anciana.
—Sí, comprendo. ¿Va a informar usted a sus padres?
—Sí, aunque no han visto a tío Donald desde hace mucho tiempo… desde que
salimos de Inverard. En fin, lo mejor sería que los llamara… aunque no creo que les
interese el estado de salud del tío Donald.
La joven marcó el número y fue su madre quien respondió.
—Querida —dijo, y antes de que Rosie pudiera explicarle el motivo de la
llamada agregó—: el lunes deberás presentarte en tu trabajo. ¿Podrás volver a
tiempo?
Rosie aspiró con fuerza antes de explicarle lo que sucedía.
—Qué pena, querida —comentó su madre cuando ella hizo una pausa—. No es
que el pobre hombre me simpatice, pero hay que compadecerlo… ¿qué clase de
hombre es el doctor Cameron?
—Madre, es sólo un médico —contestó Rosie, evadiendo una respuesta directa,
consciente de que él se encontraba a su lado y escuchaba lo que ella decía—. Por
favor, díselo a papá. Pronto volveré a llamar para informaron cómo sigue tío Donald.
Otra cosa, mamá: por favor llama a mi oficina y explícales cuál es el motivo por el
que no me puedo presentar el lunes.
Se despidió de su madre y colgó el auricular. En ese momento vio que el
personal del tren entraba en el hotel para ir a visitar a su abuela. El doctor Cameron
prefirió retirarse, y lo hizo sin despedirse.
Para Rosie fue muy agradable charlar con los visitantes, quienes llevaban flores
y fruta para la enferma. Fue una visita muy corta, ya que tenían que atender a sus
pasajeros y proseguir con el itinerario, pero reconfortó a la señora y animó a su nieta
y, además les proporcionó un buen tema de conversación para el resto de la mañana.
La joven notó que la anciana no había mencionado a Donald ni una vez.
Esa tarde su descanso fue corto; ahora que la señora Macdonald disponía de
muletas, fue manifiesta su intención de convertirse pronto en una experta en su uso,
lo cual significó que Rosie tuvo que permanecer a su lado para ayudarla. Cuando la
anciana se cansó, insistió en que Rosie debería empezar a hacer las maletas.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Al día siguiente, el doctor llegó un poco más tarde que de costumbre, aunque
no dio ninguna explicación. Examinó el tobillo lastimado, presenció la habilidad de
su paciente para andar con las muletas y dictaminó que ya la consideraba apta para
irse a casa; además, les prometió que llamaría a las diez de la mañana dos días
después. Luego le preguntó a Rosie si ya se había recuperado de su resfriado, pero
no mencionó nada acerca del tío Donald, por lo que Rosie, después de dar una
excusa a su abuela, salió de la habitación para acompañarlo hasta el vestíbulo del
hotel.
—¿Cómo está mi tío Donald? —preguntó.
—No muy bien. Está consciente, pero no creo que haya muchas posibilidades
de que se recupere —la miró pensativo—. ¿Quiere ir a verlo?
—No tiene a nadie más…
—Bien, mañana por la mañana la llevaré al hospital.
—Pero mí abuela…
—Deje ese asunto en mis manos.
Después de los lluviosos días pasados, ese día el sol brillaba y Rosie anhelaba
salir a dar un paseo, pero tenía pocas oportunidades de lograrlo. Hizo las maletas,
leyó el Daily Telegraph a la anciana y después la acompañó mientras caminaba de un
lado a otro con sus muletas. Cuando la señora Macdonald dormía su siesta, la joven
se arregló las uñas y se lavó el cabello, preguntándose todo el tiempo si haría bien en
ir a visitar a su tío Donald. El doctor Cameron había dicho que lo más probable era
que el hombre no se recuperara…
El médico llegó más temprano que otras veces y se sentó a escuchar a la abuela
de Rosie, que le habló sobre diversos temas; sólo cuando la anciana hubo dicho todo
lo que quiso, el doctor hizo la observación casual de que sería una buena idea que
Rosie saliera a respirar un poco de aire fresco y que él la llevaría a dar un corto paseo.
Dirigió a la anciana una sonrisa encantadora y luego se volvió hacia Rosie.
—¿Está usted lista? La mañana es espléndida. Tengo que ir al albergue juvenil;
usted podrá dar un paseo mientras yo atiendo mis asuntos… estar un rato al aire
libre la ayudará a recuperarse de su resfriado.
Salieron antes que la anciana pusiera alguna objeción, abordaron el Land Rover
y emprendieron el camino.
—¿De verdad va a ir a ese albergue?
—Por supuesto. Tengo que llevar unas medicinas de parte del doctor Finlay.
Tardaré sólo cinco minutos —explicó—. Después nos dirigiremos a Ballachullish y
bajaremos hacia Oban; daremos un rodeo, pero el paisaje es muy bonito —la miró de
soslayo y sonrió—. Además, no tenemos ninguna prisa.
—Bueno, si está seguro de tener tiempo suficiente —dijo ella, y se dispuso a
gozar del viaje.
Se detuvieron en un pequeño hotel situado en las afueras de Oban y entraron a
tomar una taza de café antes de seguir hacia el pueblo y el hospital. Donald

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Macdonald aún se encontraba en cuidados intensivos, pero como el doctor Cameron


parecía ser conocido por todas las personas que encontraron a su paso y, además, el
doctor Douglas fue a su encuentro, no hubo ninguna objeción para que Rosie visitara
a su tío.
—El señor Macdonald no ha mejorado —le comunicó el doctor Douglas a
Rosie—, pero está consciente y creo que se alegraría de verla.
Como la chica no estaba segura de ser bien recibida, saludó a su tío con calma
para evitar alguno de sus acostumbrados ataques de ira, que en esas circunstancias
no le harían nada bien. Pero el pobre hombre se encontraba demasiado enfermo
como para enfadarse.
Rosie tomó asiento en el borde de la cama con suma precaución. El enfermo se
las arregló para esbozar una sonrisa.
—¿Qué haces aquí, Rosie?
—He venido a verte. Papá y mamá querrán saber cómo estás. Los llamé por
teléfono para avisarles… ambos esperan que muy pronto te recuperes.
—Se me hace difícil de creer.
—De cualquier manera, es verdad. El lunes volveré a casa; mi padre llamará al
hospital todos los días —en ese momento captó la mirada del doctor Douglas y se
puso de pie.
—Tío, tengo que irme, pues no debo cansarte —estrechó la mano que había
estado sosteniendo—. Cuídate.
Se volvió al doctor Cameron y le sorprendió ver que se había despojado de su
chaqueta y tenía el estetoscopio en la mano. También se hallaba presente una de las
monjas que atendían el hospital.
—No tardaré mucho —le dijo el doctor Cameron a Rosie—. Por favor, espérame
en la oficina de la hermana —le abrió la puerta para que saliera.
Más tarde, cuando ya iban de regreso en el Land Rover, Rosie quiso salir de una
duda.
—Todos en el hospital le conocen. ¿Tiene pacientes en Oban?
—No. Pero voy al hospital de vez en cuando.
Su respuesta fue fría, pero ella insistió.
—El dueño del hotel me dijo que usted se hospedaba con el doctor Finlay…
—Tiene razón. Muy cerca de su casa, como usted muy bien debe saber, hay
sitios espléndidos para la pesca.
Eso no contestaba a la pregunta de Rosie.
—Mi tío Donald se encuentra en muy buenas manos… el doctor Douglas me
parece una persona muy agradable.
—A él le gustará saber que opina eso, pues parece que usted le agrada. El
doctor Douglas sería un buen partido… es buen médico y…

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Rosie se sintió invadida por la indignación.


—Vaya, es usted odioso —hizo una pausa para tomar aliento antes de
proseguir, pero él se le adelantó.
—Y es soltero.
La joven apretó los dientes.
—Es usted un hombre abominable. Nunca había conocido a nadie así…
—Me agrada escucharlo.
—¿Está casado? —Rosie no había tenido la intención de expresar sus
pensamientos en voz alta, pero ahora ya era demasiado tarde para arrepentirse.
—No… no lo estoy. Aunque espero estarlo en un futuro cercano.
Por alguna extraña razón, esa respuesta la hizo sentirse deprimida. No obstante,
supuso que eso se debía a que sentía pena por la pobre chica que se casara con el
doctor. En realidad, y antes de llegar a la guerra declarada, lo mejor sería cambiar de
conversación.
—Qué mañana tan espléndida, ¿verdad? —observó con tono impersonal y el
doctor se echó a reír.
—Así que ahora me ofrece fumar la pipa de la paz. Bien, aceptó; es mejor que
no nos despidamos como enemigos.
El doctor Cameron detuvo el coche enfrente del hotel.
—Mañana vendré a buscarlas a las diez —dijo con tono cortés—. ¿Está de
acuerdo?
—Sí, por supuesto. A esa hora estaremos listas. ¿Está seguro de que el viaje no
significará un inconveniente para usted?
—En lo más mínimo. Ya le dije que tenía planeado ir mañana a Edimburgo —
descendió del coche y fue a abrirle la puerta a Rosie.
—Gracias —expresó ella en tono gélido—. Le agradezco que me haya llevado al
hospital a ver a mi tío.
Él asintió y permaneció de pie observándola hasta que ella entró en el hotel;
entonces volvió a subir a su coche y partió.
Rosie arriesgó una rápida mirada hacia el médico a través del cristal de la
puerta y vio que sonreía, lo cual la sorprendió, pues no le parecía haber dicho nada
divertido.
De regreso al lado de su abuela, le aseguró a ésta que el paseo había sido muy
agradable.
—Ya veo; el color de tu piel así lo demuestra. Ya sabes que no hay nada mejor
que el ejercicio al aire libre —comentó la señora.
Por supuesto que Rosie evitó decirle que el color de su semblante era el
resultado de su fastidiosa conversación con el doctor Cameron.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Tenemos que estar listas a las diez de la mañana —le informó a la anciana—.
Diré que te sirvan el desayuno un poco más temprano que de costumbre, ¿de
acuerdo? Así tendremos suficiente tiempo.
—Supongo que no debemos hacerlo esperar.
—No, creo que no. Los médicos siempre tienen muchas cosas que hacer.
A las diez de la mañana, del día siguiente, ambas mujeres estaban listas. Rosie
ya había pagado la cuenta y había llevado su equipaje a la recepción, para que
cuando el doctor Cameron llegara, no tuviera que esperar.
Cuando el médico llegó, las saludó con brevedad y ayudó a la señora
Macdonald a descender por la escalera. Rosie y el portero los siguieron con el
equipaje. Rosie se sorprendió al ver el automóvil. ¡Era un Rolls Royce!
Su abuela se detuvo ante las puertas del vehículo.
—Doctor Cameron, ha sido usted muy amable al alquilar un coche tan
confortable como éste.
El médico guardaba las muletas en el portaequipajes y no levantó la vista.
—Es un buen coche. Espere un momento y la ayudaré a instalarse en el asiento
trasero, ahí encontrará una almohada para su pie —levantó la mirada—. Rosie, usted
siéntese delante conmigo, ¿de acuerdo?
La señora Macdonald se despidió del personal del hotel, se acomodó lo mejor
posible y expresó la esperanza de que el viaje no durara mucho.
—Dos horas, tal vez un poco más —informó el doctor.
Ya habían recorrido la mitad del trayecto cuando Rosie reunió suficiente valor
para exponer una idea.
—Me temo que antes no se nos ocurrió pensar en ello, pero no sería justo que
pagara usted el alquiler de este coche. Si es tan amable de decirnos…
—Soy amigo del dueño, él me lo prestó.
—Pues fue muy amable al permitirnos usarlo —dirigió una mirada de soslayo
hacia el severo perfil del hombre—. Bueno, supongo que… lo que dice es verdad, ¿o
no?
Él se volvió a mirarla.
—No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra.
—Estoy segura de que no —declaró Rosie con voz apaciguadora—. Fue una
simple duda. Siento haberlo molestado.
—Tampoco suelo molestarme con facilidad.
Cuando se aproximaron a Loch Lamond, él volvió a hablar.
—Rosie, ¿se alegra usted de volver a casa?
La joven recordó la majestuosidad de las montañas de Escocia, las caídas de
agua, la vegetación…

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Estaré contenta de volver a ver a mi padre y a mi madre —respondió, sin


faltar a la verdad, sólo que sin decir que sus pensamientos y su corazón se quedaban
en Inverard. Se preguntó qué pasaría con la casa si su tío muriera.
—¿Se quedará con su abuela? —el médico interrumpió sus pensamientos.
—Si es necesario, lo haré.
El doctor no hizo más preguntas. Cuando llegaron a Edimburgo, Rosie se
ofreció a indicar el camino, pero él le dijo que no era necesario, pues conocía bien el
lugar. Poco después, el coche se detuvo ante la puerta de la casa de la señora
Macdonald.
Elspeth y Carrie salieron de la casa antes que ellos descendieran del vehículo,
estorbándose una a otra, mientras el médico levantaba en brazos a la anciana, la
sacaba del coche y entraba con ella a la casa.
El doctor Cameron volvió al Rolls Royce para recoger el equipaje y Rosie lo
ayudó con las muletas.
—Señora Macdonald —le dijo el médico a la anciana una vez que todos se
encontraron dentro de la casa—, ¿por qué no les demuestra a todos lo bien que sabe
usar sus muletas?
La señora Macdonald prefirió cumplir con sus deberes de buena anfitriona.
—Permítame presentarle a Caroline, mi hija, y a Elspeth, nuestra ama de llaves.
Él es el doctor Cameron, quien ha sido tan amable de traernos además de haberme
atendido muy bien. Rosie, ve con Elspeth y lleva café a la sala de estar.
—Señora Macdonald, debe disculparme, pero debo irme. Aunque antes tengo
que darle a Rosie algunas instrucciones.
—Siento mucho que no pueda quedarse, pero sé que es un hombre muy
ocupado. Rosie, acompaña al doctor al comedor. Yo iré a la sala; reúnete conmigo en
cuanto puedas.
La joven condujo entonces al médico hacia el oscuro comedor, donde ambos
tomaron asiento ante la mesa.
—¿Cree usted que debo permanecer más tiempo en compañía de mi abuela? —
preguntó la chica—. Yo había pensado irme a casa el jueves.
—No hay razón para que se quede; su abuela está muy bien y pronto podrá
caminar con un bastón —de pronto sonrió—. Sus vacaciones no han sido lo que
usted esperaba, ¿verdad?
—No, pero ha sido agradable volver a ver Inverard —suspiró—. Gracias por
traernos, ha sido usted muy amable. ¿Está seguro de que no tiene tiempo para tomar
una taza de café?
—Me temo que tengo demasiadas cosas que hacer —extendió una mano y
estrechó la de ella—. Es una lástima que tengamos que separarnos ahora que
empezamos a ser amigos.
Rosie se ruborizó.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Quizá… digo, sí… ¿Va a ir a despedirse de mi abuela?


La señora Macdonald se encontraba sentada en una silla de respaldo recto y
hacía a su hija un relato pormenorizado de sus «aventuras».
—¿Se va, doctor Cameron? ¿Está seguro de que podré volver a caminar bien?
—Señora Macdonald, por supuesto que sí. Lo único que le recomiendo es que
no apoye todo su peso sobre el pie lastimado.
Se despidió de la anciana y de Carrie y salió de la habitación. Rosie lo
acompañó hasta el vestíbulo, donde los esperaba Elspeth para abrir la puerta.
—Hasta luego, doctor —se despidió Rosie, quien se sorprendió al darse cuenta
de que sentía cierto pesar porque el médico se iba.
El doctor MacLeod acudió aquella tarde a visitar a la señora Macdonald;
dictaminó que el tratamiento del doctor Cameron había sido el adecuado y dijo a la
anciana que era conveniente hacerle otra radiografía. Añadió que quizá ya no fuera
necesario que la señora usara las muletas, sino un bastón.
La señora Macdonald estaba acostumbrada a ser la persona más importante en
la casa, pero ahora le eran dedicadas mayores atenciones a causa de su accidente.
Volvió a hacer un recuento completo de todos los detalles de lo acontecido, mas no
mencionó a Donald Macdonald y Rosie se preguntó si debería contárselo a Carrie.
Por el momento, decidió no decir nada.
Más tarde, Carrie y Rosie ayudaron a la anciana a subir por la escalera y la
dejaron instalada en su cama. Después, cuando tía y sobrina tomaban una taza de té
antes de irse a la cama, la joven preguntó:
—Tía Carrie, ¿te has divertido estos días? ¿Has salido?
—Oh, Rosie, querida, ni te imaginas… —comentó su ruborizada tía—. Él quiere
que nosotros… Pero yo ya no soy ninguna chiquilla y…
—Tía, el amor no tiene nada que ver con la edad —observó Rosie—.
Comprendo muy bien que él quiera casarse contigo; todavía eres una mujer hermosa
y serás una magnífica esposa, muy adecuada para un abogado. Ya has cuidado a la
abuela durante muchos años, ahora debes pensar en ti misma. ¿Puedes llamarlo por
teléfono? —su tía asintió—. Bien, entonces llámalo, dile que aceptas casarte con él y
pídele que venga a decírselo a la abuela —Rosie permaneció pensativa unos
instantes—. Tía, no quiero ser una entrometida, pero… ¿tiene él suficiente dinero
para casarse?
—Es uno de los principales socios de una firma de abogados; tiene estabilidad
económica y posee una casa muy bonita, aunque no muy grande —suspiró.
—Bien —expresó Rosie, muy contenta en su labor de casamentera—. Si quieres,
dile que venga mientras yo aún estoy aquí.
—Esto no va a gustarle nada a tu abuela —dijo Carrie, pero notó la mirada de
reprobación en los ojos de Rosie—. De acuerdo… de acuerdo. Le pediré que venga
mañana. ¿A qué hora te parece bien?

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—A la hora del té —se puso de pie—. Tía Carrie, me voy a acostar. Te dejo sola
para que puedas telefonear a gusto.
El domingo transcurrió en calma hasta la hora del té, que fue cuando el señor
Brodie hizo su aparición. Rosie se dio cuenta con alivio de que se trataba de un
hombre lleno de determinación. Quizá no muy apuesto, pero adecuado para Carrie,
y era obvio que su amor por ella era sincero. Mientras tomaban el té, la joven fue
testigo de la enconada batalla de voluntades surgidas entre su abuela y el señor
Brodie. El abogado expuso sólidos argumentos a favor de una unión con Carrie y la
señora Macdonald finalmente tuvo que conceder que no existía ningún motivo para
que Carrie no contrajese matrimonio, si así lo deseaba. Su cáustico «a su edad es algo
ridículo», sólo provocó ligero alzamiento de cejas por parte del pretendiente de
Carrie.
Al día siguiente, como tenía que acudir al hospital, a su abuela le quedó muy
poco tiempo para refunfuñar en contra de su hija; además, Rosie había tenido la
precaución de advertirle a Carrie que permaneciera fuera del alcance de la vista de su
madre.
El Royal Infirmary se encontraba al otro lado de Princess Street, más allá del
Grassmarket, y sobresalía sobre las estrechas calles y viejas casas que lo rodeaban.
Rosie ayudó a su abuela a descender del coche y fue en busca de una enfermera y
una silla de ruedas para transportar a la anciana a la sala de radiología.
Había muchas personas esperando, por lo que Rosie se sintió incómoda al ver
que atendían a su abuela inmediatamente. Cuando terminaron de hacerle la
radiografía, la anciana se permitió el lujo de manifestar que no quería esperar mucho
tiempo el resultado. El radiólogo, un hombre brusco, le respondió de manera poco
cortés, así que Rosie se apresuró a llevársela a la sala de espera antes de que la
situación se hiciera más difícil.
Transcurridos quince minutos, llegó una enfermera para conducir a la anciana
en su silla de ruedas hacia una pequeña habitación.
—¿A qué me han traído aquí? —exigió saber la señora con disgusto.
La puerta se abrió para dar paso al doctor MacLeod, seguido del doctor
Cameron. Al verlo, Rosie se sorprendió y sintió una oleada de placer. A diferencia
del doctor MacLeod, él llevaba una bata blanca y, de algún modo, parecía inaccesible.
Les dio los buenos días con cierta brusquedad y de manera sucinta le comunicó
a la señora Macdonald que su tobillo ya estaba bastante bien.
—De ahora en adelante usará sólo el bastón. Ya no le hacen falta las muletas.
—Yo creía que usted era un médico general, ayudante del doctor Finlay —
comentó la señora Macdonald al recuperarse de la sorpresa.
El doctor Cameron esbozó una breve sonrisa, pero fue el doctor MacLeod quien
le dio una respuesta a la anciana.
—Fue un pequeño malentendido —dijo con suavidad—. Él es sir Fergus
Cameron, profesor de ortopedia de este hospital. Ha tenido usted mucha suerte por
contar con sus servicios.

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—Supongo que eso no evitará que la cuenta vaya a cargo del Seguro Social —
comentó la señora Macdonald, y Rosie se ruborizó por la vergüenza. Entonces habló
sir Fergus.
—Por supuesto, señora Macdonald; además, yo no necesito que me paguen,
pues mis servicios han sido más que recompensados con el gusto de conocerlas a
usted y a su nieta.
Rosie deseó que la tierra se abriera y se la tragara.
Sir Fergus estrechó la mano de la paciente y le aseguró que el doctor MacLeod
se haría cargo de atenderla durante el tiempo que fuera necesario; luego murmuró
unas palabras de despedida y salió de la habitación.
—No soy muy fuerte —expresó la señora Macdonald con pesimismo ante el
doctor MacLeod después de haber concertado otra cita—. A las personas que me
rodean no les importa gran cosa mi salud y yo tengo que luchar por vencer mis
malestares…
El médico le dio un golpecito en la mano.
—Usted es una dama de notable fortaleza para sus años, y recuerde que yo
estaré pendiente de su salud.
Mientras un enfermero llevaba a la anciana en la silla de ruedas, Rosie se
adelantó para conseguir un taxi. Tenía la esperanza de poder ver a sir Fergus, pero
éste no se encontraba a la vista. Por supuesto, no era que le importara, se dijo la joven
con irritación. El hombre no le había prestado ni la más mínima atención. Además…
¿por qué iba a hacerlo?

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Capítulo 4
Al día siguiente por la mañana, Rosie tomó un tren local hacia Londres,
después de despedirse de su tía Carrie, quien en una andanada de frases a medio
terminar le rogó que no dejara de asistir a la boda. La joven le aseguró que haría todo
lo posible por estar presente. En ese momento Elspeth se acercó, abrazó a Rosie y le
entregó una bolsa con emparedados para el viaje.
Por último, su abuela, que se encontraba en la sala y leía un periódico, también
se despidió de ella. La joven le dio las gracias por las vacaciones, porque sabía que
era lo que la anciana esperaba de ella. Por su parte, la señora no le agradeció de
ninguna manera el que la hubiese cuidado, sino que se limitó a decir que Rosie
extrañaría los paseos en compañía del doctor Cameron.
—¿Paseos? —preguntó Rosie, mordiéndose la lengua para no decir otra cosa.
—Por cierto que te hicieron mucho bien, pero me atrevería a decir que el doctor
se divirtió más mientras fingía ser un médico rural.
Rosie se alegró de encontrarse por fin de nuevo en casa. Tenía mucho que
contarles a sus padres, incluida su inesperada visita a Inverard y la enfermedad de su
tío Donald.
—Nada ha cambiado —dijo—. Y aún están la señora MacFee y el viejo Robert…
—¿Nadie más? ¿Ningún amigo ha ido a vivir con Donald? ¿Está solo por
completo? —preguntó su padre.
—Bueno, pues cuando fui no había nadie, y, tampoco fue nadie a visitarlo al
hospital. Yo sí fui… me sentí obligada a hacerlo.
—Por supuesto —dijo su madre—. ¿Va a recuperarse?
—No lo sé; el doctor Cameron dijo que por el momento no podía saberse.
—¿Se portó bien el doctor? ¿Es escocés? —inquirió la madre de Rosie—. A mí
me parece muy extraño que no revelara su verdadera identidad a tu abuela —Rosie
le había contado a su madre que el doctor les había hecho creer que era un simple
médico rural—. ¿Es viejo?
—Es joven; yo diría que unos treinta y cinco o treinta y seis años. Es un hombre
muy alto y corpulento. Moreno, bien parecido. En realidad, no simpatizamos mucho.
Pero el médico de tío Donald sí era muy agradable, joven y simpático.
—Será mejor que me comunique ahora mismo al hospital —dijo su padre.
Después de telefonear, informó:
—Ningún cambio. He hablado con el doctor Douglas… me ha preguntado por
ti, Rosie.
—Oh, ¿sí? —sintió sobre ella la mirada inquisitiva de su madre y se ruborizó un
poco—. Es muy simpático.

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Si la señora Macdonald se sintió desilusionada ante un comentario tan insípido,


no lo demostró.
—Me alegro de que tu tío se encuentre en buenas manos. Aunque, en caso
necesario, el doctor podría consultar con algún colega de Edimburgo o Glasgow.
—No hubo necesidad, pues el doctor Cameron estaba ahí, y él es un especialista
—Rosie frunció el ceño—. Aunque no sé en qué.
—Bien, espero que muy pronto tengamos noticias de tu tío.
Y así fue.
Rosie se encontraba ante su escritorio, transcribiendo la correspondencia del
señor Crabbe padre, cuando el señor Crabbe hijo la llamó por el intercomunicador.
—Señorita Macdonald, hay una llamada telefónica para usted. Como bien sabe,
las llamadas personales no están permitidas, pero parece que se trata de algo
urgente. En seguida se la pasarán a su oficina.
Rosie le dio las gracias mientras terribles presentimientos invadían su mente. Al
levantar el auricular, escuchó la voz del doctor Cameron.
—Ah, Rosie, por fin. Buenos días…
—¡Es usted! —exclamó ella—. Pensé que había sucedido algo terrible en casa —
dejó escapar el aliento contenido—. ¿Cómo ha sabido dónde localizarme? ¿Se ha
puesto enferma mi abuela? Pero entonces no sería usted quien me avisara, ¿verdad?,
sino el doctor MacLeod, quien…
—Sólo quería comunicarle que su tío falleció esta mañana.
—Yo… yo lo siento mucho. Nunca congenié con él y no lo quería, pero de
cualquier manera lo lamento.
—Estuvo inconsciente durante varias horas. Su abogado y el doctor Douglas se
pondrán en contacto con su padre. Adiós, Rosie.
Y colgó antes de que ella pudiera darle las gracias.
Cuando Rosie volvió a casa esa tarde, su padre le informó que había recibido
una llamada del doctor Douglas.
—Tendré que asistir el funeral —dijo—. Somos sus únicos parientes. Iré por
tren y me hospedaré en casa de tu abuela.
A la mañana siguiente llegó una carta del abogado donde se les informaba que
el funeral tendría lugar al otro día. Así que Rosie llevó a su padre en el coche a la
estación y luego volvió a su oficina.
Por la noche, su padre llamó para avisar que había llegado bien y que al día
siguiente Carrie y su prometido lo llevarían en el coche a Oban.
—Oh, querida —observó la madre de Rosie al colgar el auricular—, me alegra
tanto que Carrie se vaya a casar; aunque estoy segura de que a tu abuela no le agrada
la idea.

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Al día siguiente, el señor Macdonald volvió a telefonear para comunicarles que


llegaría al otro día.
—Parecía cansado —comentó después su esposa—. Ojalá sea simple cansancio,
pero a mí me dio la impresión de que ha sucedido algo…
—Madre, debe ser sólo tensión nerviosa. Por fortuna, dispondrá del domingo
para poder descansar antes de regresar al trabajo. Mañana volveré temprano a casa,
para estar aquí cuando él llegue.
Al otro día, mientras su madre se ocupaba del asado, Rosie se dedicó a preparar
una tarta de melaza. La señora Macdonald encendió la radio y sintonizó las noticias
de las seis, por lo que ninguna de las dos oyó que un coche se detenía frente a la casa.
Fue Rosie quien escuchó primero las voces.
—¡Es papá! —gritó—. Y viene alguien con él.
En ese momento la puerta se abrió y entró el señor Macdonald, seguido por sir
Fergus Cameron.
Rosie depositó con cuidado su tarta sobre la mesa, consciente de sus manos
manchadas de harina, y con la mirada vaga contempló a su padre abrazar a su
madre; después, se permitió mirar hacia el doctor Cameron, sin poder pronunciar
palabra.
Transcurridos unos instantes, el señor Macdonald presentó a su esposa al
médico. Después, el visitante se dirigió a Rosie.
—¿Qué tal, Rosie? Tenía que venir aquí y fue para mí un placer poder
aprovechar la ocasión para traer a su padre.
—Es un viaje muy largo —dijo Rosie y se ruborizó—. Y está muy lejos de su
casa —se ruborizó aún más.
—El hogar está dónde está el corazón —aseguró él con seriedad, y entonces se
volvió hacia la madre de Rosie para darle una cortés respuesta a su ofrecimiento de
una cama para pasar la noche.
—Gracias, pero me esperan en Bristol.
—Entonces, por lo menos acompáñenos a cenar —lo instó la señora
Macdonald—. Tenemos asado y Rosie ha preparado una tarta.
El médico aceptó gustoso compartir la cena con ellos, y mientras el señor
Macdonald y él tomaban una copa en la sala, Rosie y su madre terminaron de hacer
la cena.
—Qué hombre tan agradable —dijo la madre de Rosie.
Terminadas todas las disposiciones para la cena, Rosie se retiró a su habitación
para arreglarse, después de lo cual se unió a los demás en la agradable, aunque
sencilla, sala de estar.
—Es un largo trayecto desde Edimburgo… —comentó la señora Macdonald,
mientras su esposo le servía a Rosie una copa de jerez, y ese comentario le hizo

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

recordar a la joven lo que antes había dicho el doctor acerca de que el hogar está
donde está el corazón. ¿Qué habría querido decir con eso?
—Salimos muy temprano esta mañana y no había mucho tráfico; además, me
gusta conducir —Fergus no parecía cansado en lo más mínimo, ni por su actitud ni
por su voz. Y daba la impresión de encontrarse muy a gusto.
—Le agradezco mucho que me haya traído —manifestó el padre de Rosie con
sencillez—. Fue un viaje muy agradable y mucho menos cansado que por ferrocarril
—miró entonces hacia su esposa—. Querida, tengo algo muy importante que
comunicarte…
—Iré a ver la cena —ofreció Rosie y, para gran sorpresa suya, vio que Fergus
Cameron también se ponía de pie.
—Estoy seguro de que habrá algo en lo que pueda ayudarla —expresó el
hombre con tranquilidad.
—Oh, Fergus —dijo el señor Macdonald—, por favor, cuéntale tú a Rosie la
noticia, mientras yo se la comunico a mi esposa.
Rosie se sorprendió de la confianza que parecía haber entre su padre y sir
Fergus. ¿Y de qué noticia se trataría?
—Tome asiento —le indicó al doctor cuando llegaron a la cocina—. Cenaremos
aquí porque es la habitación más cálida. No esperábamos invitados y… Oh, lo siento
mucho… Seguramente usted no está acostumbrado a comer en la cocina. Si
hubiéramos sabido que venía, habríamos preparado el comedor.
—Me gustan las comidas acogedoras… Mmm, hay algo que huele
deliciosamente.
Rosie terminó de condimentar el asado.
—Se nota que es usted muy buena ama de casa.
—Doctor Fergus, ¿de qué noticia se trata? —preguntó Rosie de pronto, pues los
comentarios del médico la hacían sentirse inquieta.
—Su tío le dejó Inverard a su padre como herencia, junto con una considerable
suma de dinero.
—¿Es verdad? Oh, lo siento, no debería dudar de su palabra —añadió al ver la
expresión en el rostro de él—, pero es que la noticia me ha dejado anonadada.
—Es comprensible. Y quizá le interese saber que su tío cambió su testamento
después de verla a usted.
—¿Después de verme? —repitió ella con asombro.
—Mmm, percibo un delicioso olor a melaza tostada.
—¡Mi tarta! —Rosie se apresuró a sacarla del horno.
—¿Qué le parece la noticia? —preguntó sir Fergus.
—Me parece estar flotando en la luna. ¿No se sentiría usted igual?

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Supongo que sí. Ahora ya podrá volver a su antiguo hogar, ¿verdad? Aunque
imagino que tenía aquí amigos y le resultaría duro dejarlos.
—Sí, claro; en los seis años que llevo en esta localidad he hecho algunas
amistades. Por ejemplo, Brenda, con quien juego al tenis y voy de compras; o Will,
con quien a veces voy a pescar…
—¿Will?
—Es un chico muy agradable que tiene la esperanza de ir a Oxford…
—¿Pero nadie por quien lamente irse?
—No… He sido feliz aquí, pero quiero volver a Inverard —sonrió—. ¿Sabe?
Todavía no puedo creerlo —colocó la sartén con las patatas sobre la cocina para
conservar caliente la comida y preguntó—: ¿Tiene usted mucho apetito? Como tiene
un cuerpo tan grande que alimentar…
—Pues sí, sí tengo mucho apetito.

—Papá, no puedo creerlo —manifestó Rosie mientras cenaban—. ¿Podemos


irnos pronto?
—En cuanto encuentren a alguien que me sustituya en el trabajo, querida.
La cena fue una ocasión muy alegre. La charla se centró, como era de esperarse,
en Escocia, pero en especial en las Highlands y en Inverard. Sir Fergus conocía
bastante bien la región de Oban y Fort William, así como Edimburgo.
No obstante, no hizo ningún comentario sobre sí mismo. A Rosie le extrañó que
siendo él uno de los más importantes especialistas el Royal Infirmary, tuviera tanto
tiempo libre. Cuando se conocieron, él estaba de vacaciones. Y ahora se dirigía a
Bristol. En alguna ocasión le había comentado a Rosie que tenía la intención de
casarse pronto. ¿Viviría en Bristol su novia? Rosie se preguntó en dónde se habrían
conocido, pues entre Bristol y Edimburgo hay demasiada distancia…
—Rosie, querida —la voz de su madre interrumpió sus pensamientos—, ¿me
ayudas a llevar el café a la sala?
Cuando levantó la mirada, la joven vio que el profesor la estaba observando y
que en sus ojos había una chispa de diversión, como si adivinara sus pensamientos.
Entonces se dispuso a ayudar a su madre.
Cuando terminó su café, el doctor se puso de pie y le expresó al padre de Rosie
sus deseos de que volvieran a verse cuando regresaran a Escocia, ocasión que él
aprovecharía para corresponder a la atención de la señora Macdonald, invitándolos a
cenar.
—Así lo espero —dijo la señora Macdonald poniéndose de puntillas para darle
un beso en la mejilla al médico—. Fue usted muy amable con mi suegra, y Rosie tuvo
suerte al poder contar con su compañía.
—Me halaga —musitó él y extendió una mano hacia Rosie, quien se la estrechó
sintiéndose un poco molesta.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Cuando el profesor se fue, la familia permaneció en la sala hablando del


maravilloso futuro que los esperaba. Aunque sabían que tendría que transcurrir por
lo menos un mes antes de que pudieran cambiarse. Venderían todos los muebles y se
llevarían sólo las pertenencias personales.
—A pesar de que aún es muy pronto para decidirlo —opinó el padre de Rosie—
, me parece que sería una buena idea que tu madre y yo nos fuéramos en el coche y
nos lleváramos la porcelana, la cristalería y tanta ropa como podamos. Tú, Rosie,
puedes irte por ferrocarril con el resto del equipaje. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto. ¿Pensáis deteneros para visitar a la abuela?
—Creo que no. Cruzaremos por Carlisle para ir directamente a Inverard. Tú
tendrás que hacer transbordo en Waverley Station, ¿crees que habrá algún problema?
Yo podría ir a recogerte a Crianlarich.
—¡Estoy deseando que nos marchemos! —declaró feliz la señora Macdonald—.
¿Y dices que todo está igual, querida?
—Lo que pude ver, sí. Por lo menos, la señora MacFee y el viejo Robert no han
cambiado.
—Pensar que volveremos a ver a las antiguas amistades… —suspiró
emocionada—. Por supuesto, nos convertiremos en clientes del doctor Douglas.
Tengo la impresión de que es un joven muy agradable —miró hacia Rosie—.
Querida, vas a tener oportunidad de conocer gente joven.
Rosie comprendió que su madre se refería al doctor Douglas. Como su madre
decía, se trataba de un joven muy agradable, pero Rosie no pudo recordar su rostro.
En su mente sólo aparecía el rostro del serio y austero sir Fergus.
Rosie presentó el lunes su renuncia ante el viejo señor Crabble. Le entristecía
marcharse, pues sentía mucha simpatía por el anciano abogado, pero lo que sí la
llenaba de felicidad, era poder darle la espalda a la máquina de escribir.
Pensó en Inverard y lo que ahí sería su vida. Se volvería a hacer cargo del jardín
y de las gallinas; ayudaría a Flora en los quehaceres de la casa y tendría tiempo para
tejer, lo cual hacía muy bien y le gustaba mucho. Ella, a semejanza de la mayoría de
las mujeres en las Highlands, era aficionada a pasar las largas horas del invierno
tejiendo suéteres, que luego vendía en las tiendas de Fort William y Oban, donde
tenían mucha demanda, en especial por parte de los turistas.
El mes siguiente, Rosie y su familia estuvieron muy atareados ocupándose de la
mudanza, y el tiempo transcurrió con suma rapidez.
Por fin llegó el día en que sus padres habían planeado partir. La joven los vio
alejarse.
Ella se iría al día siguiente, y aún le quedaba mucho por hacer, ya que tendría
que limpiar y arreglar la casa y terminar de hacer las maletas. El día transcurrió muy
rápido y no tuvo tiempo de sentirse sola. Por la noche se preparó algo ligero para
cenar y al otro día se levantó al amanecer. Desayunó, le dirigió una última mirada a
la casa y salió.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Fue un viaje de dos horas a Londres, pero una vez ahí, le resultó muy difícil
conseguir un taxi para dirigirse a la estación de ferrocarril, por lo que llegó tarde y
perdió el tren que pensaba tomar. Entonces se dirigió hacia la cafetería y pidió un
café mientras esperaba la hora de salida del siguiente tren. Cuando por fin se
encontró a bordo, acomodó su equipaje y se sentó. Se sentía muy emocionada ante la
posibilidad de volver a su antigua vida, pero también estaba muy cansada, y se
quedó dormida; cuando despertó, ya habían llegado a Waverley Station.
Rosie recogió su maletín, llamó a un mozo para que la ayudara con lo demás y
luego fue en busca de un teléfono para avisar a su padre que llegaría más tarde a
Crianlarich.
Estaba a punto de entrar en la cabina telefónica, cuando escuchó la voz del
doctor Cameron.
—¿Qué tal, Rosie? ¿En dónde se encuentra el resto de su equipaje?
Ella lo contempló boquiabierta.
—¿Qué hace aquí…? ¿Va usted a algún lado?
—Después tendremos tiempo de charlar. ¿El resto de su equipaje ya está en el
tren?
Ella asintió con un movimiento de cabeza y observó alejarse la enorme figura
del doctor. Entonces su sorpresa cedió ante el sentido común y se apresuró a correr
tras el hombre.
—Dentro de media hora voy a tomar el tren hacia Fort William…
—Yo voy a Fort William en el coche y puedo llevarla —recogió el equipaje—.
Vamos.
—Pero se desviará de su camino por mi causa —insistió ella mientras lo
seguía—. ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?
—Su padre me lo dijo. Y ahora, sea una buena niña y suba al coche.
—El Rolls Royce —dijo ella con voz acusadora—. Es de usted, ¿verdad? ¿Por
qué fingió que…?
—No fue necesario fingir. Según recuerdo, nadie me preguntó nada —comentó
mientras metía el equipaje en el portaequipajes—. ¿Va a subir o no?
A Rosie no le quedaba más que obedecer, así que abordó el lujoso automóvil.
Sir Fergus ocupó el asiento del conductor y giró la llave en el encendido.
—¿Está cansada? —quiso saber.
—Sí —respondió ella, recordando todo lo que había tenido que hacer en la casa
antes de salir.
—¿A qué hora ha comido? Y no me refiero a un bocadillo.
—Desayuné algo en casa antes de salir hacia la estación —tuvo que confesar
ella.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Él masculló algo, pero Rosie no lo escuchó, pues se quedó dormida. Por primera
vez en ese día, no tenía nada de que preocuparse. Estaba rodeada de lujo y a punto
de llegar al hogar.
Sir Fergus la despertó cuando aparcó el coche frente a Inverbeg Inn, en el
extremo de Loch Lomond. Rosie abrió los ojos y se incorporó de inmediato.
—Oh, ya hemos llegado a Luss. Me he quedado dormida.
—Bien, espero que tenga tanta hambre como yo —él se inclinó hacia adelante y
le desabrochó el cinturón de seguridad. Después descendió del coche y abrió la
puerta para que Rosie bajara también.
En el restaurante no había mucha gente, y ellos comieron a gusto y sin prisas.
Al terminar, volvieron al coche y continuaron el viaje. Les faltaban unos sesenta
kilómetros, que recorrieron en poco más de media hora. Rosie estaba feliz de regresar
a su casa, pero a la vez se entristeció al pensar que tendría que despedirse de sir
Fergus y que quizá nunca lo volvería a ver. Por supuesto, no era que le importara, se
recordó con severidad; sólo que le hubiera gustado conocerlo mejor para descubrir el
motivo por el que no estaba segura de si ese hombre le simpatizaba o no.
—¿Y a qué piensa dedicarse ahora? —indagó el médico.
—Ayudaré a mamá en la casa y al viejo Robert en el jardín. No sé si mi tío
Robert conservó las gallinas, pero a mí me gusta criarlas; en invierno me dedicaré a
tejer. Tenemos una especie de negocio casero entre varias amigas y vendemos toda
nuestra producción.
—¿Y se sentirá contenta con eso?
Ella respondió con súbito furor.
—¿Alguna vez ha estado usted sentado ante un escritorio mecanografiando
cartas llenas de palabras difíciles durante ocho horas diarias? —se volvió a mirarlo y
notó que sonreía—. Ah, por supuesto que no lo ha hecho, de lo contrario sabría que
cualquier cosa es mejor que eso.
—¿Qué opina del matrimonio?
—Bueno, pues por supuesto que… si uno escoge a la persona adecuada,
entonces no puede haber nada mejor.
—Usted es una joven muy bonita; me imagino que oportunidades no le habrán
faltado.
—He tenido varios pretendientes, pero nunca he podido decidirme por
ninguno.
—¿Y usted se ha enamorado alguna vez?
—Sí.
Entonces ambos guardaron silencio durante un rato. El coche giró para tomar el
pequeño camino rural que a la joven le era tan conocido.
El crepúsculo empezaba su lenta aparición y las montañas tenían un tono gris
acerado; los abetos adquirían un vívido color verde bajo la luz del atardecer.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—El paisaje sigue siendo el mismo —musitó Rosie con suavidad—. Todo sigue
igual, ¿verdad?
—La mejor hora del día es el amanecer.
—Sí, claro, a eso de las seis. Aunque no creo que usted tenga muchas
oportunidades de gozar del espectáculo. ¿Viene a menudo a visitar al doctor Finlay?
—No tan a menudo como desearía. Rosie, ¿a usted le gusta pescar?
—Sí, y por aquí se pueden pescar truchas y salmones de buen tamaño.
Ya se encontraban casi a la vista de la casa y Rosie se sentó muy erguida. Había
luz en la mayor parte de las habitaciones de la planta baja, y cuando ellos se
detuvieron ante la puerta principal, ésta se abrió y salieron el padre y la madre de
Rosie, acompañados por la señora MacFee y el viejo Robert.
Rosie fue recibida por sus padres como si llevaran años sin verla.
—Te estamos muy agradecidos —manifestó el señor Macdonald a sir Fergus—.
¿Quieres pasar a tomar una taza de café?
—Puede hospedarse aquí esta noche —añadió la madre de Rosie—. Ahora
disponemos de suficientes habitaciones, y nos encantaría que se quedara —le dirigió
una maternal mirada.
Rosie también se volvió a mirarlo.
—Me gustaría que se quedara. Ha sido muy amable conmigo y yo ni siquiera le
he dado las gracias.
Él hizo una mueca maliciosa y ella, para su propia mortificación, enrojeció.
—Me encantaría —expresó el profesor, dirigiéndose a la madre de Rosie—:
Pero ya tengo otro compromiso.
—¿Tomará por lo menos una taza de café?
—Lo siento, señora Macdonald, no me es posible —aseguró el doctor con
pesar—. Aunque, si en el futuro vengo por aquí, espero que vuelva a invitarme.
La señora se puso de puntillas y le dio al hombre un beso en la mejilla.
Fergus estrechó la mano del señor Macdonald y luego se volvió hacia Rosie. La
joven empezó a hablar antes de que él pudiese decir algo.
—Gracias por haberme traído, y por invitarme a comer. Ha sido usted muy
amable —sabía que ya había dicho todo eso y volvió a sentirse como una tonta,
especialmente al darse cuenta de que él la contemplaba con frialdad.
—Ha sido un placer, Rosie. Adiós.
Rosie y sus padres lo acompañaron hasta que salió de la casa y subió de coche;
después permanecieron observándolo hasta que desapareció de su vista.
—Qué hombre tan agradable —observó la señora Macdonald—. ¿No te parece,
Rosie?

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Sí, madre —respondió ella, tratando de controlar sus caóticos pensamientos.


Por supuesto que era agradable, pero también era un hombre a quien le gustaba
hacer las cosas a su modo, y que los demás lo obedecieran. Sin embargo, sabía muy
poco de él. ¿Viviría en Edimburgo? ¿Y por qué iba a Fort William con tanta
frecuencia? ¿Era ahí dónde vivía la chica con la que se iba a casar? Y si era así, ¿por
qué no lo decía?
Rosie y sus padres volvieron al interior de la casa y charlaron durante un rato.
Una vez que Rosie se encontró en su dormitorio y se dispuso a meterse en la
cama, recorrió la habitación de un lado a otro, feliz de encontrarse de nuevo ahí y con
la impresión de no haberse alejado nunca.
El tío Donald había hecho muy pocos cambios en la casa, y el mobiliario era casi
en su totalidad el mismo que ella recordaba. Después de darse una ducha en el
anticuado cuarto de baño, permaneció durante largo rato mirando a través de la
ventana. Era una noche clara y pletórica de estrellas y un ligero viento agitaba las
hojas de los árboles. Rosie permitió que sus pensamientos divagaran, sólo que no
llegaron muy lejos, pues siempre se detenían en Fergus Cameron.
—No estoy interesada en él —se dijo en voz alta—. Pero me gustaría conocerlo
más.
Invadida ya por el sueño, se metió en la cama. Simpkins, su gato, que ya estaba
muy bien instalado, abrió un ojo y la contempló molesto ante la intrusión.
—¿Qué clase de chica será su novia? —le preguntó Rosie al gatito; luego, colocó
la cabeza sobre la almohada y se quedó dormida.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 5
Fergus Cameron condujo por el mismo camino por el que había llegado, pero
cuando llegó a la carretera, enfiló hacia Fort William. Apenas había tráfico, y sólo de
vez en cuando se encontraba con algún rebaño al lado de la carretera. Al llegar a Fort
William, tomó el camino hacia Banavie y de ahí hacia Glenfinnan; ya se encontraba
en tierras de los Cameron, muy cerca de casa.
Giró en un recodo y un poco más adelante pudo ver el hogar familiar: una
magnífica casa fortificada del siglo dieciséis, modernizada y con algunas adiciones,
pero con muy pocas alteraciones a través de los años. En cada uno de sus extremos
había una torre cuadrada, con sus correspondientes almenas mensuales; las ventanas
de la planta baja eran muy amplias, mientras que en los irregulares tejados había
unas muy pequeñas para las buhardillas.
Al acercarse sir Fergus, la puerta principal fue abierta por un hombre anciano y
enjuto, con el rostro surcado de arrugas y un parche sobre un ojo. El doctor
descendió del automóvil y en dos pasos se acercó al anciano; lo saludó y le preguntó
por su salud. Después, cruzó el vestíbulo de la entrada, con suelo de baldosas
cubierto en parte por una hermosa alfombra tejida. Abrió una puerta situada a un
lado de la escalinata de roble y entró en un saloncito de cielo raso, trabajado en yeso,
que tenía una antigüedad de varios siglos, aunque las paredes estaban cubiertas por
un papel tapiz color azul Sajonia que databa de una época posterior. El mobiliario era
una agradable mezcla de sillas con cubierta de cretona, varias mesas pequeñas, una
mesa Luis XV para escribir, colocada bajo una ventana larga y estrecha, y una
cómoda. De las paredes colgaba un gran número de pequeños cuadros, y sobre la
repisa de la chimenea podía verse un reloj Cartier de oro.
La madre del doctor Cameron encontraba sentada en una de las sillas y estaba
tejiendo, pero en cuanto vio a su hijo, se puso de pie y cruzó la habitación para
acercarse a él. Se trataba de una mujer de más de sesenta años, de apariencia
vigorosa y una cabellera iris que enmarcaba un plácido semblante.
—Querido, supongo que estarás cansado; Hamish te traerá café y algunos
emparedados. Es una lástima que tengas que volverte a ir tan pronto. Tu secretaria
me ha dicho que tienes un compromiso en Leiden, pero tu inesperada visita ha sido
una alegría para mí.
La señora volvió a sentarse y sir Fergus hizo lo propio frente a ella. El enorme
perro que había estado echado a los pies de la dama, se acercó al médico y puso la
barbilla sobre sus zapatos.
—Siento haber llegado tarde, madre. Me he entretenido porque he tenido que
hacer de chófer. ¿Recuerdas a los Macdonald de Inverard?
—Sí, claro. Por cierto que Donald Macdonald, que era quien vivía allí, acaba de
morir. Y tú en alguna ocasión fuiste a atender a la anciana señora Macdonald en
Bridge of Orchy… creo que me dijiste que tenía una nieta…

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Rosie. Malcolm Macdonald, su padre, era el propietario original de Inverard.


Hace tiempo perdió la propiedad y ahora la acaba de heredar de su primo y se ha
mudado de nuevo ahí con su familia. Esta tarde recogí a Rosie, con parte del
equipaje, en Waverley Station y la llevé a su casa, adonde la esperaban sus padres.
—Has sido muy amable, querido, en especial porque, según tus propias
palabras, eres un hombre muy ocupado.
El rompió a reír.
—Eso es cierto; y te aseguro que tuve que hacer un gran esfuerzo para ser cortés
con ella; no sé por qué razón, pero entre esa chica y yo parece existir una mutua
antipatía.
Entonces empezaron a charlar sobre asuntos familiares. Hamish llegó con el
café y los emparedados, y mientras su hijo comía, la señora, sin dejar de tejer ni de
hacer los comentarios apropiados, le preguntó sobre Rosie.
Fergus ya era un hombre de treinta y cinco años, reflexionó, y aunque se había
creído enamorado varias veces, ella estaba segura de que en realidad nunca había
habido nada serio. Pero a su hijo le hacía falta una esposa que lo apoyara; era un
hombre con un gran futuro y no debía continuar solo. Ella sabía que a él le gustaba
salirse siempre con la suya, aunque ocultaba este hecho bajo unos modales exquisitos
y un gran encanto personal. Pero esa Rosie parecía ser la mujer adecuada…
Transcurrió una hora de amena charla antes de que la madre de Fergus se
pusiera de pie para retirarse a su dormitorio.
—¿Tienes algún plan para mañana?
—Iré a pescar antes del desayuno. Es una lástima que no haya traído a Gyp
conmigo, pero es que no sabía cuánto equipaje llevaría Rosie.
—¿Podrás contar con algunos días libres antes de que termine el verano? Para
entonces podrás traerla.
El se puso de pie y fue a abrir la puerta para que saliera su madre.
—Bobby se quedará aquí abajo contigo —dijo ella—. Pero cuando vayas a subir,
déjalo entrar en mi habitación.
Antes de volver a su asiento, el médico se sirvió una copa de vino. Se sentía
cansado, pero empezó a relajarse sentado con Bobby a sus pies. De pronto, sus
pensamientos comenzaron a divagar y él se encontró deseando que Rosie se
encontrara a su lado.
—Es una chica agotadora —le informó al pequeño perro—, pero tiene una
conversación estimulante; bueno, eso cuando no empezamos a discutir —exhaló un
suspiro—. Será una buena esposa para Douglas.
En cuanto a Rosie, ni siquiera pensó en él, pues tenía mucho que contarles a sus
padres, y al otro día por la mañana tuvo muchas cosas que hacer. Empezó por
recorrer los jardines; su tío Donald no había puesto mucho interés en las flores, así
que las plantas se encontraban muy descuidadas; la joven empezó a quitar las malas

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

hierbas, mientras el viejo Robert le explicaba que el señor Donald Macdonald se


había negado a contratar a un chico para que lo ayudara en esas labores.
—No importa, Robert. Ahora que estoy aquí de nuevo me ocuparé del jardín; es
algo que me gusta mucho.
—Sí, señorita —respondió el viejo Robert con una sonrisa.
Esa misma tarde, Rosie se encontró con su padre cuando él regresaba de
inspeccionar los terrenos que rodeaban la casa.
—Rosie, por favor ven conmigo al estudio. Hay algo que quiero que hagas por
mí.
La joven colocó en un jarrón de la sala de estar las flores que traía en un cesto y
en seguida se dirigió al estudio. Esa habitación, con su largo ventanal con vista al
jardín, sus muebles tapizados en piel, el enorme escritorio y la mesa circular en el
centro, siempre le había agradado.
—Acabo de recibir una carta de tu abuela —le explicó su padre—. Dice que va a
venir a visitarnos y quiere que tú vayas a buscarla para traerla en el coche —notó la
expresión en el rostro de Rosie y añadió—: Sí, querida, ya lo sé, pero a ella siempre le
ha gustado mucho este lugar. Piensa en que llegó aquí de recién casada… ¿no te
gustaría ir a su casa y quedarte allí uno o dos días antes de traerla? Te daré un
cheque para que te compres ropa bonita, pues quiero compensarte en algo estos años
de sufrimiento. Si no quieres hospedarte con tu abuelita, podrías ir a la casa del
doctor MacLeod, he hablado con él hace un rato y dice que a él y a su esposa les
encantaría tenerte con ellos. Tu abuela no tiene por qué enterarse, y así dispondrías
de la oportunidad de hacer tus compras con tranquilidad.
Le entregó un cheque y vio que en el hermoso rostro de su hija se dibujaba una
amplia sonrisa.
—Padre… esto es demasiado… Yo me las puedo arreglar con mucho menos.
—Estoy seguro. Pero esto apenas si es la mitad del dinero que le entregaste a tu
madre mientras tuviste necesidad de trabajar.
—A mí no me molestó en lo más mínimo.
—Querida, eso lo sabemos muy bien, y tanto tu madre como yo queremos que
gastes ese dinero en ti. Necesitarás ropa bonita para salir con tus amigas.
Ella lo abrazó y le dio un beso, para después alejarse agradecida y feliz. No le
gustaba mucho hacer vida social, pero tampoco le perjudicaría tener en su
guardarropa uno o dos vestidos de fiesta.

Emprendió el viaje una mañana espléndida; las montañas relucían bajo el sol y
los ríos semejaban límpidos espejos. Rosie no conducía con rapidez, pues quería
admirar el paisaje; tenía tiempo suficiente y, además, le hacía falta refrescar la
memoria. Al llegar a Bridge of Orchy, se detuvo y se dirigió al hotel para saludar a

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

los empleados y para tomar un café. Le sorprendió mucho la rapidez con que corrían
las noticias, pues el dueño ya estaba enterado de que su tío había fallecido y que su
familia y ella habían regresado a vivir en Inverard.
Terminados su café y su charla, Rosie volvió al coche y reinició la marcha,
tomando la misma carrera que había recorrido junto con sir Fergus, lo cual, como era
natural, la hizo recordarlo.
Edimburgo era una ciudad muy grande y probablemente nunca volvería a
verlo; se dijo un poco triste.
El doctor MacLeod y su esposa la recibieron con cariño, le sirvieron una taza de
té y le mostraron la habitación que le habían destinado, la cual era muy bonita y
acogedora.
Por consejo de la señora MacLeod, ese día descansó, pero el siguiente salió muy
temprano a hacer sus compras. Volvió a la casa por la tarde para probarse la ropa
que se había comprado. El vestido que más le gustaba era uno de chifón rosa, con
falda amplia y un amplio escote. La verdadera razón de esa compra era que, aunque
no se trataba de una prenda de moda, era bonita, y quería que sir Fergus la viera con
ella puesta, si volvía a verlo, pensó en tanto se probaba el vestido.
Mientras lo colgaba pensó que había sido una tontería comprarlo. Después
volvió su atención hacia las prendas íntimas y los pequeños lujos que había
adquirido, de los cuales había prescindido durante los últimos seis años.
Al día siguiente, metió todas sus adquisiciones en el coche y, después de
despedirse de los MacLeod, se dirigió hacia la casa de su abuela, quien, a pesar de
estar ya recobrada de la torcedura de su tobillo, en cuanto la vio empezó a quejarse.
Con su hija ya no podía contar para nada, declaró con indignación, y eso de que
una mujer de su edad quisiese contraer matrimonio, era algo que se encontraba más
allá de su comprensión. Rosie emitía un murmullo de vez en cuando mientras
intercambiada expresivas miradas con su tía, quien, por el milagro del amor, se había
convertido en una persona diferente.
—Me quedaré en vuestra casa una semana —informó la anciana—, y espero
que, a la vuelta, me traigas en el coche. Soy una mujer vieja y mi salud es lo primero.
—Sí, abuela —respondió Rosie con resignación—, dentro de una semana te
traeré de regreso.
—Cuando volvamos, tu tía Carrie no estará aquí, así que tendrás que quedarte
conmigo hasta que ella regrese. Serán sólo dos días.
Mientras la joven trataba de hallar una buena excusa, sorprendió la mirada de
su tía, así que se limitó a aceptar lo que decía la señora. La tía Carrie se merecía algo
de diversión.
Rosie estaba guardando las maletas en el coche, cuando al levantar la cabeza vio
a sir Fergus en su Rolls Royce. Él no se detuvo y Rosie pensó que quizá no la había
visto; pero aun cuando la hubiese visto, la joven dudaba que eso lo hubiera hecho
detenerse.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Terminó de guardar las cosas y cerró el maletero con inusitado vigor…


«Tiene que haberme visto», pensó en silencio, «y muy bien pudo haberse
detenido». En ese momento, un ligero ruido la hizo volverse. El Rolls Royce se
encontraba a unos cuantos centímetros de ella, y de él descendía Fergus Cameron.
—Buenos días, sir Fergus —dijo Rosie muy nerviosa y ruborizada ante la
divertida mirada del hombre.
—Hola, Rosie. He visto su coche al pasar. ¿Va a Inverard?
—Sí —respondió ella de mala gana, y como notó que él esperaba que dijera algo
más, añadió—: Mi abuela va a pasar unos días con nosotros y he venido a recogerla.
—Supongo que no de muy buena gana; parece usted enfadada.
—Es que… hay tantas cosas que ver y tanto que hacer, y durante una semana
no podré hacer nada de lo que yo quiero. Y ahora, ya puede llamarme egoísta… —
sus oscuros ojos lanzaban chispas.
—Eso no es ser egoísta —comentó el médico. Al escuchar sus tranquilas
palabras, el disgusto de la joven empezó a ceder—. Comprendo muy bien lo que
usted siente —prosiguió él—. Lo que le hace falta es una semana dedicada a vagar a
su gusto por las montañas, ¿no es cierto? Para recordar todos esos lugares tan
queridos.
Rosie asintió con un movimiento de cabeza.
—La semana que viene podemos pasar un día juntos, si es que se siente usted
capaz de soportarme durante tantas horas. Tengo que ir a Oban, Fort William y
después a Inverard —observó la expresión de la joven y, al ver reflejada la duda,
añadió—: Si se lo sugiero es porque pienso que será muy difícil que su abuela le
conceda un día libre si lo solicita usted misma, pero si soy yo quien la invita, no
pondría ninguna objeción. ¿Será usted el único familiar que le haga compañía todo el
tiempo durante su estancia?
—Sí, porque mi padre estará muy ocupado con los abogados y mi madre tiene
que hacerse cargo de la casa.
—Por un día que usted esté fuera no habrá problemas, ¿o sí?
—No, no; y es usted muy amable al invitarme.
—Sí, ya lo sé… De hecho, soy un hombre muy bondadoso, sólo que usted no
me conoce aún lo suficiente para darse cuenta.
Rosie no estaba segura de si él hablaba en serio, y a que en su rostro no había
nada que se lo indicara, así que prefirió ser prudente.
—Pues me atrevería a asegurar que mi abuela no se opondrá si usted me
invita…
—Estupendo. La llamaré por teléfono. ¿Le gusta caminar bajo la lluvia?
—Sí, pero aunque no me gustara, tendría que resignarme; recuerde que en las
Highlands suele llover mucho.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Por un momento, él pareció divertido.


—Bien. Ahora me voy, pues tengo que ir a visitar a varios pacientes —se inclinó
hacia adelante y, con un suave movimiento, pasó un dedo por la mejilla de ella—.
Está muy atractiva cuando se enfada, pero cuando está contenta, es hermosa —
asombrada, la joven abrió mucho los ojos—. ¡Adiós, Rosie!
Subió a su coche y se alejó, dejando a Rosie boquiabierta por la sorpresa.
Al entrar de nuevo en la casa, su tía Carrie la llamó al comedor.
—Rosie, me harías un gran favor si te quedaras con mi madre esos dos días. Mi
prometido y yo tenemos pensado ir a comprar algunos muebles y otras cosas.
Además, queremos hablar de nuestra boda…
—Está bien, tía —aseguró Rosie—. A la vuelta, me quedaré dos días con la
abuela. ¿Estás contenta? —mientras hablaba, se preguntó si querría volver a salir con
ella, y se dijo que no. Después de pasar juntos todo un día lo más probable era que
terminaran hartos el uno del otro.
En ese momento escucharon a la señora Macdonald quejarse por algo y Rosie,
después de darle a su tía un beso en la mejilla, se dirigió hacia el vestíbulo.
—Vaya, niña, hasta que apareces —dijo la anciana—. Yo ya estoy lista y espero
que tú también lo estés. Subamos al coche.
Rosie tuvo mucho tiempo para pensar mientras conducía, pues su abuela
mantuvo un aburrido monólogo acerca del «mal comportamiento e inconsciencia» de
su hija Carrie, así como también sus motivos de resentimiento contra Elspeth, el
tendero, el carnicero y el mundo en general. Rosie emitía de vez en cuando algún
murmullo, pensaba en sir Fergus y admiraba el paisaje. Lo conocía muy bien, pero
siempre había algo nuevo que ver. Un día de paseo sería algo magnífico, aunque
quizá lloviera, pero, ¿a quién le importaría eso?
—Rosie, no me estás escuchando —se quejó su abuela—. Llevamos demasiado
tiempo metidas en este coche.
—No tanto. Ya falta muy poco para llegar a casa, donde nos espera mamá con
el té listo. Casi nada ha cambiado y la sala de estar está igual que antes.
—Será muy agradable poder volver a charlar con tu madre —comentó la
anciana, lo que sorprendió mucho a Rosie.
Cuando por fin llegaron a Inverard, su hijo y su nuera salieron a recibirlas, con
la señora MacFee tras ellos, dispuesta a hacerse cargo del equipaje. Una vez instalada
en un cómodo sillón de la sala, la señora Macdonald se declaró muy contenta con
todo.
—Nunca pensé que podría volver a ver esta casa —declaró—. Ahora podré
morir contenta.
—Pero para ello, por favor, espera un poco —sugirió su hijo—. Estoy a punto
de adquirir más ovejas. ¿Te acuerdas de Angus? Pues pronto regresará con nosotros.
Todavía tiene a Shep. Se va a quedar en la cabaña. A Donald no le interesaba la

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

pesca, pero a mí sí, y por aquí hay mucha trucha y salmón después de la temporada
de lluvias.
Siguieron hablando de los detalles de la propiedad que, aunque no era muy
grande, podría llegar a ser muy próspera. Rosie subió a la habitación de su abuela
para deshacer las maletas de la anciana.
Al día siguiente llovió y la señora Macdonald se contentó con inspeccionar el
interior de la casa, desde el desván hasta el sótano. Después descansó mientras Rosie
le leía un libro. Cuando la anciana se quedó dormida, Rosie suspiró con alivio.
Al otro día, brilló el sol y Rosie recorrió con su abuela los jardines y parte de los
terrenos adjuntos, donde se encontraba la cabaña del viejo Robert, que ahora vivía
solo, pues su esposa había muerto.
La anciana había conocido al viejo Robert y a su familia, así que charló muy a
gusto con él mientras tomaban el té en la cabaña. Cuando volvieron a la casa para
almorzar, la señora se encontraba de muy buen humor. A mitad del almuerzo sonó el
timbre del teléfono y Rosie se apresuró a contestar.
—Debe tratarse de Carrie; seguro que tiene algún problema y necesita mi
consejo —declaró la anciana—. Esa mujer es incapaz de administrar un hogar, no sé
qué pasará cuando se case. Rosie, por favor, dile que me llame más tarde.
Rosie sonrió y levantó el auricular, ruborizándose en seguida.
—La llamada es para mí —le informó a su abuela.
—¿Salimos mañana? —preguntó la casual y tranquila voz de sir Fergus—.
¿Podrá estar lista a las nueve de la mañana? Viajaremos en el coche hasta Rannoch
Station, lo dejaremos ahí y emprenderemos una caminata. La llevaré de regreso a su
casa a tiempo para la cena. O quizá podamos cenar juntos —la joven titubeó y
entonces él añadió—: No, no se preocupe, la dejaré en su casa temprano. ¿Y qué hará
respecto con su abuela?
Rosie sofocó la risa.
—Ya se me ocurrirá algo. ¿Llevo algo para comer?
—No. La comida la llevo yo. Hasta mañana.
Rosie colgó el auricular y volvió a la mesa. Sus padres prosiguieron con su
conversación, pero su abuela no pudo evitar preguntar:
—¿Quién era?
—Un amigo. Mamá, ¿traigo el café?
—Sí, querida, por favor, y dile a la señora MacFee que dentro de cinco minutos
venga a recoger la mesa.
El café lo tomarían en la sala, pues la madre de Rosie supuso que eso era lo que
su suegra esperaría. Terminado el almuerzo, Rosie acompañó a su abuela a su
habitación para que durmiera una siesta, y en cuanto la dejó instalada, se apresuró a
volver a la planta baja antes de que a la anciana se le ocurriera que necesitaba algo
más.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Era el doctor —le dijo a su madre en cuanto llegó a la sala.


La señora Macdonald se encontraba tejiendo y no levantó la vista para
responderle.
—¿Sí, querida?
—Mamá, no trates de disimular —expresó Rosie, sentándose en el borde del
viejo sofá grande—. Ya sé que te mueres de curiosidad. Bueno, pues me ha invitado a
salir mañana. Vendrá a las nueve.
—¿Y tu abuela? —preguntó su padre detrás de su periódico.
—Yo, papá, yo había pensado que…
—Tengo que ir a Oban por la mañana —la interrumpió él—, y puedo sugerirle a
mi madre que me acompañe. La invitaré a almorzar en el Caledonian Hotel y la
traeré de regreso a tiempo para su siesta. Desde ese momento hasta que tú llegues, la
cuidará tu madre.
—Sois unos padres maravillosos —declaró Rosie, acercándose a su padre para
darle un beso en la frente—. Después de mañana, haré lo que me pidáis.
El cielo estaba nublado cuando Rosie se levantó al día siguiente.
Se puso una falda y una blusa de algodón de manga corta, y bajó para ayudar a
su madre a preparar el desayuno.
Era una lástima que hubiera amanecido nublado, pero ni siquiera un fuerte
chubasco iba a desanimarla. Dio de comer al perro, al gato y a las gallinas, preparó el
pan tostado y luego se dispuso a desayunar. Cuando subió para llevarle el desayuno
a su abuela, vio desde la ventana el coche del doctor, que parecía en cierta forma
distinto, debido a que vestía ropa informal: pantalones vaqueros y un suéter de
algodón.
Cuando la joven bajó, él ya se encontraba en la cocina, sentado ante la mesa, y
tomaba café con una rebanada de pan tostado.
—Fergus salió muy temprano esta mañana y no tuvo tiempo de desayunar —
explicó la madre de Rosie.
Fergus se puso de pie y se acercó a la joven.
—Hola. Hoy es un buen día para andar por el campo. He traído a Gyp, pues le
encanta hacer ejercicio.
—¿Gyp?
—Mi perro. ¿No le molestará que llueva? —la miró con detenimiento—. Por lo
menos, viene vestida adecuadamente, aunque será mejor que se ponga una chaqueta.
—Ya lo había pensado —respondió Rosie con frialdad, pues él le hablaba como
a una hermana menor—. Voy por ella —agregó.
Cuando salió de la casa, encontró al doctor hablando con su padre junto al
coche. Gyp, un perro labrador de apariencia vigorosa, deambulaba en torno a los dos

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

hombres, y al ver a Rosie se acercó a ella, pero un silbido por parte de su amo lo hizo
volver junto a él.
—¿Lista? —se despidió del padre de Rosie, hizo un ademán hacia la señora
Macdonald y le indicó a la joven que subiera al automóvil.
—¡Que os divirtáis! —exclamó el señor Macdonald; Rosie esperaba que así
fuera, pero no estaba muy segura.
Sus dudas muy pronto fueron olvidadas, pues su acompañante se mostró
encantador.
—Lástima que el día esté lluvioso, pero quizá cambie nuestra suerte y mejore el
tiempo.
—A mí no me molesta que esté nublado —comento Rosie—. ¿Le gusta a Gyp
salir a caminar?
—Le encanta. ¿Tomamos una taza de café en Rannoch? Llevo la comida en el
maletero.
—Me parece muy bien. ¿Por dónde vamos a ir?
—He pensado que podríamos empezar por el lado oeste de las Highlands —
dirigió la mirada hacia los zapatos de ella—. Veo que se ha puesto el calzado
adecuado.
Rosie prefirió guardar silencio. ¿Qué pensaría ese hombre, que ella era tan tonta
como para ponerse unos elegantes zapatos de noche para un paseo por los
alrededores de las montañas?
—Hay mujeres que no tienen ni la menor idea de lo que es el páramo. Pero
usted lo conoce bien, ¿verdad?
—Lo he recorrido varias veces con mi padre… el brezo estaba muy crecido y el
agua de las lagunas era cristalina…
—Todavía es muy pronto para encontrar brezo, pero las lagunas son muy
hermosas.
—Cómo me gustaría patinar sobre ellas cuando estén congeladas.
—Ya lo haremos juntos el próximo invierno… es mucho más divertido que
cruzarlas a nado durante el verano.
—Nunca he conocido a nadie que lo haga.
—Algunos amigos y yo acostumbrábamos hacerlo hace años, cuando éramos
estudiantes de medicina.
—¿Y hace tiempo de eso?
—Me titulé hace once años. Rosie, tengo treinta y cinco años. ¿Le parece que soy
demasiado viejo?
—¡No! Yo tengo veinticinco, ¿lo sabía?

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—Sí, lo sé —ya casi habían llegado al Rannoch cuando el cielo empezó a


aclarar—. Parece que va a hacer mejor tiempo del que creíamos —expresó sir Fergus
al detenerse frente al hotel.
Después de tomar una taza de café, emprendieron la caminata llevando algunos
emparedados y un par de botellas de agua mineral.
Tomaron un sendero que conducía hacia los picos gemelos del Buachaille.
Ahora se encontraban en la parte más alta del páramo y, aunque el cielo estaba muy
nublado, la vista era magnífica; se sentaron a admirarla sobre un tronco caído.
—Podría permanecer aquí sentada todo el día —declaró Rosie.
—Pero no lo va a hacer. Ahora tomaremos una vereda que nos llevará hasta
Cashlie Station, y después otra hacia Loch Tulla. De allí emprenderemos el regreso —
le dirigió a Rosie una mirada de soslayo—. ¿No será una distancia demasiado grande
para usted?
—Por supuesto que no, sir Fergus.
—¿No le parece que sería mejor que olvidáramos tanta formalidad? Mi nombre
es Fergus, y así quiero que me llames. Bien, en Loch Tulla encontraremos algún sitio
adecuado para comer.
Soplaba un viento fuerte y frío, pero Rosie, con el rostro cubierto por unos
mechones de cabello y las mejillas radiantes, se sentía muy feliz; y nunca había
estado tan bonita. Al observarla con discreción, el médico decidió que era muy bella.
Caminaron sin detenerse hasta que llegaron a la ribera del lago.
—¡Estoy a punto de fallecer de inanición! —exclamó el doctor—. Mira,
podemos sentarnos en ese tronco de allí.
—¿Has preparado tú los emparedados? —inquirió Rosie mientras comían.
—No. Mi ama de llaves se precia de ser una experta en toda clase de
emparedados —abrió una botella de agua mineral—. Tendremos que beber
directamente de la botella —dijo, y ella lo hizo con naturalidad.
—Fergus, ¿estas casado? —preguntó la joven, después de un rato.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Una vez dijiste que esperabas casarte pronto. Yo… pensé que ya lo habías
hecho.
Él le entregó un emparedado y trató de ocultar el brillo de sus ojos.
—Rosie, tú serás la primera en enterarte cuando yo me case.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 6
Terminado su almuerzo, reemprendieron la marcha y Fergus mantuvo la charla
a un nivel impersonal. La joven aprovechó un silencio para decir:
—Lo siento, fue una indiscreción preguntarte si te habías casado. Por supuesto,
es imposible que hayas contraído matrimonio, pues si así fuera, no estarías ahora
aquí conmigo, ¿o sí?
Él hizo un esfuerzo por contener la risa y responder con tranquilidad.
—Tienes razón. Creo que cuando me case me estabilizaré y seré un marido
ejemplar.
—Bueno, sí; supongo que, con tu posición, tendrás que ser discreto.
Fergus rió.
—¿Es que me atribuyes una vida amorosa secreta?
Ella se detuvo y golpeó el suelo con el pie.
—Mira lo que has hecho… me has hecho decir una tontería. Tú sabes que eso no
es lo que yo quería decir.
—Sí, claro que lo sé —repuso él en tono conciliador—. Y me sorprende tu
interés en mis asuntos personales cuando apenas nos conocemos.
Ella lo miró a los ojos.
—Aunque, por supuesto, podemos ponerle remedio a eso, haciéndonos amigos.
De pronto, ella sonrió.
—Sí… sí… —extendió una mano—. De acuerdo, Fergus.
Al sentir que él estrechaba su mano con firmeza, por alguna extraña razón
sintió el deseo de estar en sus brazos, pero la prudencia la hizo retirarse. Entonces él
se inclinó y le dio un beso.
—El trato ha sido sellado con un beso —observó él con alegría—. Prosigamos
con nuestro paseo.
Transcurridos varios minutos, Rosie rompió el silencio.
—Aunque imagino que eso no significa que ya no vamos a discutir, ¿o sí?
—Mi querida niña —comentó Fergus con una sonrisa—, si sientes ganas de
desahogarte, estás en total libertad de hacerlo.
—Me parece muy bien. ¿Puedo hacer una pregunta acerca de tu trabajo sin
parecer impertinente? ¿Cuál es tu especialidad?
—Soy cirujano ortopédico.
—Pero te consultan de muchas partes, ¿verdad? Hasta de Escocia.
—Sí, viajo mucho.

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—¿Y por qué te dieron el título de sir?


—Quizá lo echaron a suertes y mi nombre fue el primero que sacaron del
sombrero.
—¿Te parezco demasiado curiosa? —inquirió ella, consciente de que él ya no
quería dar más información.
—No, no. Es más, tus preguntas ayudan a preparar el terreno.
Rosie estuvo a punto de preguntar a qué terreno se refería, pero guardó
silencio, pues sospechaba que todo lo que conseguiría sería otra enigmática
respuesta.
Para terminar su paseo, rodearon el páramo, y luego volvieron al hotel.
Empezaba a lloviznar nuevamente, pero ya no estaba tan nublado.
—Mañana hará buen día —comentó Fergus.
—¿Volverás a Edimburgo?
—Voy a Leeds y luego a Londres… Estaré fuera durante algún tiempo —
permaneció en silencio durante unos instantes y luego añadió—: Supongo que
tendrás que llevar a tu abuela de regreso.
—Oh, sí, y además tengo que quedarme en su casa dos días, porque mi tía
Carrie está muy ocupada con los preparativos de su boda.
Él llamó a Gyp con un silbido.
—Creo que una taza de té nos sentaría muy bien —dijo cuando entraban en el
hotel.
Mientras tomaban el té y comían pastelillos, Fergus preguntó:
—¿Has estado alguna vez en Strontian? Junto al lago hay un buen hotel.
¿Quieres ir a cenar hoy ahí?
—Me encantaría; pero… ¿nos dejarán entrar? Mi apariencia deja mucho que
desear.
—No creo que pongan objeción, pues es un lugar al que acuden muchos
excursionistas y turistas y están acostumbrados a ver gente en peores condiciones
que nosotros. Cruzaremos el Ballachulish y luego tomaremos el transbordador hasta
Corran; después seguiremos en el coche. Lo más probable es que cuando regresemos
ya no pase el transbordador, así que volveremos por el camino largo que cruza Fort
William.
—No está tan lejos —bromeó Rosie y él sonrió.
La carretera entre las montañas estaba en buenas condiciones; el cielo se había
despejado, lo cual constituía una promesa de un magnífico ocaso. Hicieron el
trayecto casi sin hablar. Rosie había descubierto que Fergus no era un hombre que
gustara de conversar sobre pequeñeces. Así que, aparte de señalar la ocasional
aparición de un reno rojo a la vista de alguna espléndida caída de agua, prefirió
mantenerse en silencio.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Al dar la vuelta hacia Glen Tarbet, aún había suficiente luz y pudieron apreciar
muy bien el espectáculo de las montañas que los rodeaban, lo mismo que un atisbo
del lago. El hotel era encantador, sobre todo por estar situado a la orilla del lago; y
cualquier duda que Rosie mantuviera sobre su atuendo, se vio acallada por la cálida
bienvenida que recibieron. Resultó evidente que Fergus era muy conocido en el
lugar, así que los atendieron muy bien. La comida estuvo deliciosa, y luego tomaron
un café exquisito.
—¿Crees que tendremos tiempo para dar un paseo por la orilla del lago? —
preguntó Fergus al salir del hotel.
Rosie estuvo de acuerdo y dieron un paseo. Cuando volvieron al coche, Gyp se
acomodó para dormir.
—Está cansado —comentó sir Fergus—. ¿Y tú no estás cansada, Rosie?
—¿Cansada? ¿Yo? Ni siquiera un poco… bueno, mis pies sí, pero yo podría
seguir así toda la noche… —se detuvo de pronto, contenta de que él no pudiera ver
que se ruborizaba—. Lo que quiero decir es que… —volvió a interrumpirse y él
acudió en su ayuda.
—Comprendo perfectamente lo que sientes, pues sé que en esta parte del
mundo existe una clase de magia que no hay en otras partes. Por eso hay miles de
personas que año tras año regresan para recorrer a pie los alrededores y escalar las
montañas. Rosie, ¿te gusta el alpinismo?
—No —declaró Rosie—. Me da miedo la altura. Lo cual es una soberana
tontería, pues amo esas montañas. Supongo que a ti sí te gusta el alpinismo.
—Sí, aunque no tengo muchas oportunidades para practicar.
—¡Por supuesto que no, si vives en Edimburgo!
Durante el resto del viaje hablaron muy poco. Cuando se encontraban frente a
las rejas de su casa, Rosie se refirió a la partida de él.
—¿Tienes que irte por la mañana? ¿No estarás muy cansado para conducir los
ciento cincuenta kilómetros que hay de distancia hasta Edimburgo? —y añadió—:
¿Quieres pasar a tomar una taza de café?
—¿No será muy tarde? No quisiera molestar.
Pero descendió del coche y entró con ella en la casa. Los padres de Rosie se
encontraban en la sala de estar. Al verlos entrar, la señora Macdonald se puso de pie
y se acercó a recibirlos.
—¿Qué tal lo habéis pasado? Fergus, acompáñenos a tomar una taza de café.
Él tuvo que rechazar con cortesía la invitación.
—Mañana debo levantarme temprano para atender varios asuntos antes de
irme. Será otro día, con mucho gusto.
—Puedes venir cuando quieras, y sin necesidad de ser invitado.
Fergus estrechó la mano del señor y la señora Macdonald y se despidió de ellos;
Rosie lo acompañó hasta la puerta.

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—Gracias, Fergus. Ha sido un día encantador. Y espero que tengas muy buen
viaje.
No quería que se fuera y deseaba saber cuándo volvería, pero no se atrevió a
preguntárselo. Se despidieron con cierta formalidad; él salió de la casa, llamó a Gyp,
subió a su coche y se alejó sin mirar atrás.
A Rosie no le gustaba la forma en que había terminado el día y pensó que quizá
él se había molestado por algo. Tal vez fue un error ir a comer a Strontian.
«Hemos pasado demasiado tiempo juntos», reflexionó. «La próxima vez que me
invite, si es que hay una próxima vez, será mejor que le diga que tengo otro
compromiso».
Volvió al interior de la casa y tomó una taza de café con sus padres.
Permaneció despierta en la cama mucho rato, pensando en él. ¿En dónde vivía?
¿Moray Place, donde residía la elite de la profesión médica? ¿O Belgrave Crescent?
Tenía que ser algún lugar cercano al Royal Infirmary, pues él le había dicho que ése
era su principal centro de trabajo… Pensando en eso, se quedó dormida.
Fergus vivía en Moray Place, en una casa georgiana con jardines circulares en el
centro. La mansión había pertenecido a su abuelo; a su muerte, la heredó la madre de
Fergus, quien se la cedió a su hijo ya que no deseaba dejar su hogar en Loch Eilt, y
además, sabía que a él le encantaba la casa. Vivía solo, con la señora Meikle, su ama
de llaves.
Ese día, cuando Fergus llegó a la silenciosa casa, se detuvo en el largo y angosto
vestíbulo para recoger su correspondencia y se dirigió a su estudio. Mientras leía sus
cartas, llamó al hospital, habló con el cirujano ortopédico de guardia y luego con la
jefa de enfermeras. Minutos después se retiró a su dormitorio.

Al día siguiente, la anciana señora Macdonald estaba tan irritable como siempre
y se quejaba de todo. Rosie le había hecho falta, declaró, y esperaba que no la
volviera a dejar sola. La joven escuchó sus quejas con paciencia mientras la
acompañaba a pasear por los jardines; aprovechó la charla de su abuela para permitir
que sus pensamientos divagaran.
Había pasado el día muy contenta con Fergus; tenían gustos similares y
compartían muchas opiniones. Antes él no le simpatizaba, pero ahora tenía que
admitir que le parecía muy agradable y que le gustaría saber más de él. En realidad,
Fergus le había dado muy poca información sobre sí mismo; excepto aquel casual
comentario de que muy pronto se casaría… Rosie se entristeció al pensar en ello,
hasta el punto de que su abuela lo notó, pues interrumpió su diatriba acerca de la
juventud moderna y le preguntó qué le sucedía.
—Los jóvenes nunca estáis contentos con lo que tenéis y siempre deseáis algo
más.
—No te preocupes, abuelita. Yo sí estoy satisfecha.

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Sin embargo, tenía que admitir, aunque fuese para sí misma, que no estaba del
todo satisfecha. Los días de la visita de su abuela transcurrieron de forma bastante
agradable. Todos estaban tan contentos por estar de nuevo en Inverard, que hasta
tenían la impresión de que nunca se habían ido de allí. La abuela, como siempre,
quería inmiscuirse en todo, incluyendo el hecho de que Rosie aún no se hubiera
casado. ¿Por qué no lo había hecho? ¿En dónde estaban los jóvenes que deberían
cortejarla? ¿Qué pretendía hacer ella? ¿Dejar pasar el tiempo y convertirse en una
solterona?
Rosie era muy paciente con ella y nunca le contestaba mal, pues quería mucho a
la anciana; no obstante, cuando la visita llegó a su fin, suspiró aliviada.
Ese día, Rosie seleccionó uno de sus vestidos nuevos y unas elegantes sandalias
de tacón alto. Lo más probable era que más tarde lloviera, así que metió en el
maletero del coche una capa junto con su equipaje. Pasar dos días en Edimburgo
constituía una excelente ocasión para estrenar algunas de las prendas que había
adquirido. Aunque nadie iba a fijarse en ella… Y al pensar en eso, recordó a Fergus.
En Edimburgo había muchos turistas, pero, afortunadamente, la calle donde
vivía su abuela era poco transitada. Antes de entrar en la casa, Rosie no pudo evitar
echar un vistazo a ambos lados de la calle, pero el coche de Fergus no apareció por
ninguna parte.
La anciana declaró que se encontraba agotada, por lo que, después de
acompañarla a tomar una taza de té, Rosie la ayudó a acostarse para dormir una
siesta. La joven guardó las pocas pertenencias que había llevado consigo y bajó para
ayudar a Elspeth a poner la mesa. Ya había empezado a llover; sin embargo, a pesar
de la lluvia, a ella le hubiera gustado mucho salir a dar un paseo, reflexionó mientras
se asomaba por la ventana y contemplaba el asfalto mojado. Pensó que no le gustaría
vivir en Edimburgo, pero tal vez fuera aconsejable si se casara; tendría una cabaña
para los fines de semana en las Highlands. De manera natural, sus pensamientos
derivaron hacia Fergus. En ese momento vio que un Rolls Royce pasaba frente a la
casa, con Fergus al volante… y una mujer muy atractiva a su lado. Él no dio ninguna
señal de haber visto su coche aparcado, aunque seguramente lo había visto.
Rosie se alejó de la ventana con brusquedad.
—Cariño, ¿qué te pasa? —le preguntó Elspeth, que en ese momento entraba en
la habitación.
—Voy a despertar a mi abuela para que baje a comer —improvisó la joven.
La anciana estaba de buen humor, por lo que la comida transcurrió de manera
muy agradable. Después se dirigieron a la sala y jugaron a las cartas hasta que la
señora declaró que deseaba irse a acostar.
Rosie la ayudó a meterse en la cama, le acercó el cordón de la campanilla para
que llamara si necesitaba algo durante la noche y le dio un libro para que leyera algo
antes de dormir.
—Gracias, Rosie. Mañana puedes ir a hacer las compras que te encargue
Elspeth, así ella tendrá más tiempo para cuidarme.

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—Sí, abuela —respondió la joven y luego se encaminó hacia su dormitorio.


Pasar el día en el supermercado. ¡Vaya perspectiva!, pensó con fastidio.
Al día siguiente, después de desayunar con Elspeth en la cocina, se dirigió a pie
hacia el supermercado, después de declarar que volvería en taxi.
Estaba a punto de cruzar la calle para entrar en el establecimiento comercial
cuando Fergus la vio y dedujo que iba de compras; así que, después de aparcar, entró
tras ella.
Rosie empujaba el carrito con sus compras y examinaba las diferentes marcas
de harina; cuando un par de fuertes manos la detuvieron. La joven experimentó una
deliciosa sensación y no pudo evitar ruborizarse un poco.
—Buenos días, Fergus. Un supermercado es donde menos imaginé encontrarte
—comentó.
—Yo empujaré esto; tú limítate a seleccionar los artículos que necesitas. En diez
minutos estaremos fuera de aquí…
—Tengo que llevar las compras a la casa de mi abuela.
—Iremos a tomar un café a algún lado y luego las llevaremos. ¿De acuerdo?
—¿No tienes trabajo pendiente?
—Sí, pero aún tengo tiempo.
—¿Y no desearías estar con… con alguien más?
Él la miró y sonrió.
—No. A ver, dame esa lista. Yo la leo en voz alta y tú vas cogiendo las cosas.
Será más rápido.
No tenía objeto discutir, así que hizo lo que él decía.
—Levadura, pimienta, sal… ¿te gusta venir de compras a estos lugares?
—Por supuesto que no —aseguró ella—. A mí me gustan las tiendas pequeñas,
donde se puede aprovechar la ocasión para intercambiar chismes.
—¿Quién se encarga de las compras cuando tú no estás aquí? —preguntó
Fergus.
—Tía Carrie o Elspeth.
—¿Y no piden nada por teléfono?
Él debía hacerlo así, reflexionó Rosie.
—A veces, pero la abuela dice que de este modo sale más económico.
Salieron de la tienda y se encaminaron hacia el coche.
—Estoy segura de que mi abuela querrá que te quedes a tomar café con
nosotros —dijo Rosie, aceptando con naturalidad que él la llevara de regreso a casa.
—Había pensado invitarte en Aberdour; el café que ofrecen en el Woodside
Hotel es excelente.

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—Pero eso queda a más de treinta kilómetros de aquí…


Como respuesta, Fergus levantó el auricular del teléfono del coche.
—¿Cuál es el número de tu abuela? —cuando ella se lo dijo, él llamó y le explicó
lo que pasaba a Elspeth, encargándole a la mujer que se lo dijera a la señora
Macdonald.
—Listo —le aseguró a Rosie, después de colgar el auricular.
—¿Qué dirá mi abuela?
—¿Qué mas da? Es una pena que yo tenga que atender un caso a la una de la
tarde; de no ser así, podríamos comer juntos.
—Ayer te vi en tu coche —manifestó Rosie después de un rato, pues mientras
salían de la ciudad se mantuvieron en silencio—. ¿Era tu prometida la chica que te
acompañaba?
—¿Grizel? Es muy guapa, ¿no te parece?
Rosie prefirió no responder y se dedicó a admirar el paisaje.
—¿Cuándo volverás a Inverard? —preguntó Fergus.
—Cuando vuelva tía Carrie, mañana o pasado.
—¿Te gustaría que diéramos un paseo la próxima semana?
El corazón le dio un vuelco, pero fingió indiferencia.
—Sería muy agradable, pero no creo que pueda. Gracias de todos modos.
—¿Tienes algún compromiso con el joven Douglas?
—Sí, sí, así es. Es muy simpático —miró de soslayo a Fergus, pero él seguía tan
tranquilo como siempre—. ¿Sabes? Si yo fuera tu prometida, me parecería muy… —
tragó saliva—, molesto que invitaras a otra chica a salir.
—Ah, pero lo más probable es que te cases con Douglas —se volvió hacia ella y
sonrió—. Así que nadie tiene por qué molestarse. Somos amigos, ¿recuerdas?
—Bien, si crees que eso no tiene nada de malo, aceptaré con mucho gusto.
—Entonces te llamaré. Supongo que el joven Douglas no pondrá ninguna
objeción, ¿o sí?
—No, no, estoy segura de que no.
Mientras tomaban el café, Rosie, encantada con los cordiales modales de su
compañero, olvidó su inquietud. Fue una lástima que tuvieran que irse, pero ella
tenía que entregar las compras y él temía que la jefa de enfermeras del hospital le
regañara por llegar tarde.
—¿Cómo es ella? —preguntó Rosie, a quien le extrañaba mucho que Fergus le
tuviera miedo a alguien.
—Robusta, de corta estatura, cabello gris, ojos negros y lengua tan afilada como
una navaja. ¡Me aterra!

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Durante el trayecto, charlaron sobre varios temas y el viaje le pareció muy corto
a Rosie. Fergus detuvo el coche frente a la casa de la señora Macdonald, sacó las
compras, las dejó ante la puerta, y se fue cuando vio que Elspeth abría.
—Tu abuela está muy disgustada —le informó Elspeth a Rosie—. Es mejor que
vayas a verla.
Rosie acudió a ver a su abuela y escuchó su regañina con resignación.
Carrie regresó al día siguiente, pero demasiado tarde para que Rosie pudiera
partir hacia Inverard, así que se fue al otro día por la mañana. De nuevo llovía, y la
joven condujo despacio pues, a pesar de la lluvia, el paisaje era magnífico. Además,
tenía que pensar en la ropa que se pondría cuando saliera con Fergus; si se trataba de
un paseo a pie, su elección estaría muy limitada, aunque no sería así si fuera algo
más formal. Cuando llegó a su casa, ya había elegido lo que se pondría.
Transcurrieron tres días sin que el médico la llamara y Rosie se preguntaba qué
habría pasado. Al cuarto día, la joven inventó un pretexto para ir a Oban y se dirigió
al consultorio del doctor Douglas. Esperaba que el joven, al verla, la invitara a comer
con él y no se equivocó.
Mientras comían, él le habló de sus objetivos y ambiciones; le dijo que, aunque
Oban le gustaba, no era un lugar donde un joven ambicioso pudiera progresar.
—Yo preferiría ejercer en Londres o Birmingham —comentó el doctor Douglas.
Era un joven muy simpático y agradable, pero Rosie se horrorizó al descubrir
que se aburría mucho en su compañía. ¿Cómo era posible que le hubiese hecho creer
a Fergus que pensaba en la posibilidad de casarse con Douglas? Claro que, en
realidad, eso no tenía la menor importancia, pues él también se encontraba a punto
de contraer matrimonio.
Fergus la llamó por teléfono aquella tarde, mientras ella estaba ocupada en
poner la mesa para la comida. Parecía muy alegre, y Rosie sintió un perverso placer
al hablarle de lo bien que se lo pasaba con el doctor Douglas; aunque al escuchar el
siguiente comentario que hizo él, deseó no haber dicho nada.
—Me alegro. ¿Podrá Douglas prescindir de ti mañana? Iré a buscarte sobre las
nueve.
—No estoy segura —manifestó Rosie con cierto mal humor, porque él daba por
hecho que ella aceptaría; pero entonces, temerosa de que Fergus tomara sus palabras
como una negativa, se apresuró a acceder—. Está bien. Gracias. ¿Vamos a ir a pasear?
—Ya veremos. Por favor, no me hagas esperar.
Y, después de tan arbitrario comentario, colgó el auricular, dejándola sin
oportunidad de decir nada. Aunque ya tenía la mente ocupada con el problema de
qué ropa ponerse. Pero, después de mucho pensarlo, se decidió por uno de sus
vestidos nuevos, el de algodón color rosa pálido, con escote. También llevaría una
rebeca, por si hacía frío, y como calzado unas sandalias sencillas y de tacón bajo.
—¡No voy a subir ninguna montaña! —exclamó ante Simpkins, quien la
contemplaba desde la comodidad de la cama.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Cuando bajó a la cocina, le dijo a su madre que iba a salir con Fergus. Mientras
la escuchaba, la señora la miró esperanzada. Su hija casi no hablaba acerca del
médico, lo que era muy buena señal. Fergus podría ser un buen yerno, reflexionó
melancólica la señora. Era una lástima que ya estuviese comprometido; sin embargo,
existía la posibilidad de que Rosie hubiera interpretado mal sus palabras…
Rosie salió a ocuparse de sus quehaceres, y cuando fue hora de irse a acostar, el
cansancio físico le sirvió para ahogar sus dudas.

Al día siguiente, Rosie se levantó temprano y observó el cielo. Parecía que iba a
hacer un buen día y se sintió muy animada. Le gustaba la compañía de Fergus, y
ahora ya no se engañaba en ese sentido; pero quizá lo mejor sería no volver a verlo y
concentrarse en el doctor Douglas.
Media hora después, ya ataviada con su vestido rosa y mientras observaba a
Fergus descender de su automóvil, descubrió que concentrarse en el doctor Douglas
no era la solución.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 7
Fergus iba acompañado por Gyp; Rosie se alegró al ver que la ropa que él vestía
no era la adecuada para un largo recorrido por el campo. La joven estaba asomada a
la ventana de su dormitorio, así que tuvo tranquilidad suficiente para apreciar la
informal elegancia del atuendo de Fergus.
De súbito, él levantó la mirada y, al verla, se detuvo para contemplarla. Fue una
mirada prolongada y seria, que hizo que Rosie se quedara como hipnotizada, sin
poder desviar la vista. Nunca supo cuánto tiempo permanecieron así, mirándose
hasta que la voz de su madre rompió el encanto.
Rosie se alejó entonces de la ventana y se miró al espejo. Tenía la sensación de
encontrarse bajo los efectos de un hechizo, pero su rostro parecía ser el mismo de
siempre.
—Si esto es enamorarse —aseguró ante el fiel Simpkins—, te diré que se trata del
sentimiento más maravilloso del mundo; pero ahora, ¿cómo voy a poder bajar y
hablar con él como si nada hubiera sucedido?
Fergus la saludó como si no hubiera pasado nada. Y Rosie se preguntó por un
momento si se habría imaginado lo sucedido. No obstante, sus sentimientos
perduraban. De hecho, habría corrido gustosa en los brazos de él, para permanecer
ahí para siempre, pero tuvo que contentarse con darle los buenos días con voz
cuidadosamente modulada, aunque sin mirarlo, por lo que no se dio cuenta de la
sonrisa que se dibujó en su boca.
—Estás muy guapa —comentó Fergus—. ¿Podemos irnos ya?
La señora Macdonald hizo su aparición en ese momento.
—Fergus, ¡cuánto me alegro de verte! ¿Hace mucho que has llegado? —
preguntó con una cándida sonrisa.
—Hace unos minutos —aseguró él, también sonriente.
—¿Tomarás café?
—Hace una mañana preciosa y hay que aprovecharla.
—Buenos días, Fergus —dijo el señor Macdonald, que entró en ese momento—.
Hace un día espléndido, aunque creo que lloverá por la noche.
—Buenos días, señor. Me temo que es posible que usted tenga razón; no
obstante, me conformo con que haga buen tiempo durante el día —miró a Rosie, que
permanecía muy callada—. Espero que Rosie acepte ir a comer conmigo, así que por
favor no se preocupen si la traigo un poco tarde.
—Tengo mi llave —aseguró ella. Su voz sonó un poco ácida ya que no le
gustaba que él diera por hecho que ella aceptaría cualquier invitación, a pesar de que
era lo que más deseaba en el mundo.
Todos la miraban.

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—Rosie —dijo el médico con suavidad—, sería un delicioso final para este día si
aceptas mi invitación a comer.
La sonrisa con la que acompañó sus palabras habría derretido a una piedra.
—Está bien —aceptó Rosie sin poderse resistir al encanto—. Pero no sé a dónde
iremos y mi ropa puede ser inadecuada…
—Es perfecta —la interrumpió Fergus—. ¿Nos vamos?
Se despidieron y luego el médico subió a Gyp al asiento trasero del coche,
mientras Rosie ocupaba el delantero. Entonces Fergus abordó el vehículo y giró la
llave en el encendido.
—¿A dónde nos dirigimos?
—¿Conoces a Loch Eilt?
—Alguna vez lo he visto al pasar, pero nunca me he detenido ahí. Parece un
lugar muy hermoso, con todas sus pequeñas islas pobladas de árboles…
—Sí. ¿Por qué me observabas así, Rosie?
—¿Cómo? —preguntó ella, aunque sabía a qué se refería él.
—Como si nunca me hubieras visto. Creo que ya nos conocemos un poco, ¿no te
parece? —como la joven no respondió, él prosiguió—: No vas a decírmelo, ¿verdad?
—No; pero sí puedo decirte que no fue porque no me alegrara de verte.
—Muy bien —Fergus hizo que el coche enfilara hacia Fort William—. ¿Qué tal
progresa tu relación con el joven Douglas?
—¿Douglas? Oh, supongo que te refieres al doctor Douglas. Pues bien… muy
bien.
Si el profesor consideró que aquella respuesta no había sido expresada con el
entusiasmo propio de una mujer que piensa casarse, no hizo ningún comentario al
respecto, sino que empezó una informal conversación acerca del tiempo y otras
cosas, hasta que dejaron atrás Fort William y tomaron el camino hacia Mallaig.
—¿Iremos a Slye?
—No. ¿Te gustaría ir algún día? ¿Conoces el lugar?
—He estado ahí varias veces, pero aún no conozco la parte norte de la isla. Creo
que podría pasar aquí toda la vida y no llegar a conocer nunca toda la región.
Rosie trataba de seguirle la conversación, pero resultaba difícil lograrlo;
además, le intrigaba el lugar a donde Fergus la llevaba. Cruzaron la cabecera de
Lonch Shiel, pasaron a través de Glenfinnan y luego avistaron Loch Eilt. Rosie abrió
la boca para preguntar dónde se detendrían, cuando Fergus atravesó una verja de
hierro abierta de la que colgaba un letrero.
—Esto es propiedad privada —señaló volviéndose a mirar las impasibles
facciones del hombre; y ante el lacónico «sí» de él, por fin lo supo.

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—¡Aquí es donde vives! —le dijo en tono acusador—. Pues podías habérmelo
dicho antes.
Él no respondió y la joven se volvió hacia la ventanilla, pero cuando tuvieron la
casa a la vista, olvidó su enfado.
—¡Pero si es una casa magnífica! —exclamó gratamente sorprendida, tirando de
la manga de la camisa de él; de pronto le pareció que tocaba un carbón encendido y
retiró la mano—. Lo siento —musitó, aunque sabía que a los ojos de Fergus debía de
parecer una tonta.
Él no la miró en ese momento, pero antes de descender del coche se volvió
hacia ella.
—Rosie, quería darte una sorpresa.
—Pues sí que lo has logrado. Este lugar es maravilloso. ¿No desearías vivir aquí
todo el tiempo?
Fergus bajó del vehículo y abrió la puerta del lado del pasajero, ayudó a Rosie a
descender y luego hizo lo propio con Gyp.
—Es mi casa y me gusta mucho, pero si viviera aquí todo el tiempo, no podría
ejercer mi profesión.
—¿Traerás a vivir aquí a tu esposa cuando te cases? O quizá ella prefiera
Edimburgo.
—Espero que a ella le guste estar donde yo esté —dijo él, sin mirarla—.
¿Entramos?
Hamish había abierto la puerta y los contemplaba con el agrado retratado en su
semblante; luego se acercó a darles la bienvenida.
—Hamish, ¿se encuentra mi madre en la sala de estar? —inquirió sir Fergus.
—Se encuentra en el saloncito, señor, ya sabe usted que le encantan las rosas.
Fergus condujo a Rosie hasta una pequeña habitación de amplias ventanas y
puertas que se abrían hacia el jardín. Rosie pudo darse cuenta de la razón por la que
Hamish había mencionado las rosas, pues por la ventana podían contemplarse los
rosales en flor, los cuales desplegaban una amplia gama de tonos entre el rosa, el rojo
y el amarillo. La señora Cameron estaba sentada en el umbral con un libro en el
regazo, pero se puso de pie en cuanto los vio entrar.
—Fergus… y has traído a Rosie a conocerme —acercó la mejilla para recibir el
beso de su hijo y ofreció una mano a Rosie, mientras sonreía con dulzura—. Me
agrada mucho conocerte; Fergus me ha contado que tu familia y tú vivís de nuevo en
Inverard. ¿Estás contenta de haber podido regresar? —dio un golpecito sobre una
silla cercana a la suya—. Siéntate y háblame de ti, mientras tomamos café, antes de
que Fergus se empeñe en que tenéis que iros.
En ese momento entró Gyp con Bobby detrás, procedentes del jardín.
—¿Te gustan los perros? —preguntó la señora Cameron, con lo que empezó
una agradable charla acerca de animales, jardines y las delicias de vivir a la orilla del

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lago. Fergus intercalaba comentarios esporádicos y Rosie estaba tan relajada como si
conociera a la señora Cameron de toda la vida.
—Rosie —dijo Fergus—, ¿te gustaría ir a conocer los jardines? Podríamos
regresar a través del bosque.
Los jardines eran muy hermosos. Más allá de los rosales había un pequeño
jardín floreciente y después un terreno sin cultivar por donde cruzaba una vereda
que conducía hacia el lago, en cuyo extremo más alejado se erguían las montañas,
cubiertas de abetos en las faldas.
—Espléndido, ¿verdad? —comentó Fergus, pasando un brazo por los hombros
de Rosie—. Cuando me encuentro en Edimburgo, este lugar siempre está en mis
pensamientos.
—¿Y vienes aquí a pasar los fines de semana?
—Lo procuro, aunque no siempre puedo; ya sabes, tengo muchos compromisos
en Edimburgo. ¿Y tú, Rosie? ¿Te has vuelto a relacionar con tus antiguas amistades?
¿Has hechos nuevos amigos?
—Bueno, sí. Y ahora me parece como si nunca nos hubiéramos alejado…
—Así que te gusta estar en Inverard.
Si le respondía que no, él querría conocer el motivo. Y ella no podía decirle que
se sentiría contenta en cualquier lugar, siempre y cuando estuviera con él. Nunca
había sido celosa, pero ahora sentía unos terribles celos al pensar en Fergus lejos, en
Edimburgo, y en compañía de una hermosa joven con quien hacía ya planes para
contraer matrimonio.
—No siempre estoy ahí —comentó con tristeza—. De vez en cuando voy a
visitar a mi abuela y a tía Carrie, ocasiones que aprovecho para ir de compras. Mi tía
Carrie se casará dentro de dos semanas y quiere que yo sea su dama de honor…
—¿Será una ceremonia suntuosa?
—¡Oh, no! Se casarán en la iglesia de Tron. No estoy segura del motivo, pero
creo que ahí se conocieron o algo así. Pero será una ceremonia sencilla.
—Tu tía merece ser feliz. La vida al lado de tu abuela no debe de ser muy fácil.
—No, no lo es —respondió Rosie con un pequeño acceso de risa—. Tía Carrie es
tan buena que creo que es una santa; mi abuela es muy gruñona.
—¿Y aprueba tu matrimonio con Douglas?
La joven pensó con rapidez en una respuesta adecuada.
—Creo que aún no lo sabe.
—Ah, un romance secreto… —en su voz había un dejo de burla y ella replicó
sin reflexionar:
—No… ¡no es un romance! —se ruborizó y luego habló muy de prisa—. Bueno,
así son casi todos los hombres.

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Él tuvo que sofocar la risa. Deslizó un brazo bajo el de ella y empezó a caminar
en dirección a la ribera del lago.
—El hecho de que el joven Douglas no cite a Robbie Burns, no significa que no
piense como él. «Verla es amarla, sólo a ella y para siempre, pues la naturaleza la
hizo como es y no hay ninguna otra igual».
Mientras lo escuchaba, Rosie deseó con toda el alma que estuviera pensando en
ella, pero con toda seguridad lo hacía en su futura esposa. La joven se sintió
incómoda y en silencio le pidió perdón a la prometida de Fergus por pasearse
tomada de su brazo… y haberse enamorado de él.
—Ian me dijo que le gustaría trabajar en Edimburgo —comentó después de un
rato.
Eso era cierto, pero lo que no dijo fue que le gustaría que ella lo acompañara.
Claro que eso no era necesario que Fergus lo supiera. Ian Douglas era un joven muy
agradable, y ella quería hacer todo lo posible por ayudarlo en su trabajo.
—Eso no es problema. Yo tengo contactos con la mayor parte de los médicos de
esa ciudad. ¿Quieres que me encargue de ello?
—Se lo preguntaré a él. Tú debes de tener mucho trabajo, ¿no es así?
Él rió.
—Seguro que no te queda tiempo libre para estar en casa. ¿No le importará eso
a tu esposa cuando te cases? —preguntó en un impulso.
—Ella me acompañará en todos mis viajes. Mira, un poco más adelante está la
cabaña de piedra que yo solía considerar de mi propiedad cuando era niño. Está
cubierta de maleza y ramas de los árboles, y es muy buen escondite.
—¡Qué interesante!
Rosie se sintió rechazada. Él la consideraba su amiga, pero cambiaba de
conversación si le hacía una pregunta personal.
—A Ian le interesan mucho las construcciones antiguas —añadió, lo cual era un
invento, pues ella ni siquiera conocía los gustos de Douglas.
La cabaña era tal como él la había descrito; no tenía techo y los orificios que
servían como ventanas estaban casi ocultos por completo.
—Yo acostumbraba a practicar aquí el tiro con arco —dijo Fergus, colocando la
mano sobre la áspera piedra—. Mi padre me regaló después una pistola de aire… y
aquí aprendí a usarla.
Rosie permaneció en silencio, pues temía que Fergus interrumpiera sus
recuerdos. Y ese pequeño trozo de información sobre sí mismo era todo con lo que
ella contaría.
—Es mejor que emprendamos el regreso —dijo él—. La comida se sirve a la una
en punto.
Comieron en una gran habitación cuadrada desde donde se alcanzaba a ver
parte del lago. Las paredes estaban cubiertas con paneles de roble de color claro y el

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

cielo raso había sido trabajado en yeso. La mesa era rectangular y las sillas eran del
período de la regencia. Había un enorme aparador y una chimenea, sobre la cual
colgaba un espejo. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco de damasco, y las
fuentes y platos eran de porcelana con dibujos en colores azul y blanco; además, cada
pieza llevaba impreso el escudo de armas de la familia.
El almuerzo fue espléndido y Rosie disfrutó cada plato. La charla fue amena,
pero Fergus no dijo nada que le permitiera a ella adivinar algo sobre su vida.
«¿Y por qué iba a hacerlo?», reflexionó Rosie mientras tomaban café en la sala
de estar, donde había unas vitrinas que albergaban una magnífica colección de
miniaturas de playa y porcelana; había también dos pequeñas mesas holandesas de
marquetería. A ambos lados de la repisa de la chimenea había un candelero de pared,
y del techo pendía un ornamentado candelabro de cristal. El toque hogareño lo
proporcionaban Bobby y Gyp, que estaban echados cerca de la chimenea, así como un
montón de libros y revistas en una mesa. Era una hermosa habitación, y Rosie pensó
que le gustaría conocer el resto de la casa.
—Voy a Arisaig a visitar a un paciente —dijo Fergus cuando Rosie pensaba en
la conveniencia de preguntar si podía visitar el resto de la casa—. Rosie, ¿te gustaría
venir conmigo? —la joven asintió de inmediato.
Fueron por la carretera que bordeaba el lago hasta que llegaron a la aldea.
Arisaig House se erguía a un lado del lago y estaba rodeada por las montañas. Al
fondo, podía verse el mar.
—Es un hotel —observó Rosie.
—Sí, y uno de los más confortables. Hace un par de meses uno de los chicos se
fracturó una pierna; la semana pasada le quité la escayola y ahora vengo a ver qué tal
va.
Cuando el coche se detuvo, la familia completa del chico salió a recibirlos,
hablando todos al mismo tiempo. La joven fue presentada simplemente como Rosie
Macdonald, y de pronto se encontró rodeada por un grupo de niños, uno de los
cuales llevaba muletas. Entonces entraron en el hotel, donde la familia habitaba.
Mientras Fergus se alejaba en compañía del enfermo y la madre de éste, Rosie fue
objeto de un minucioso interrogatorio por parte de los cinco niños, el padre y una tía.
«¿En dónde vives? ¿Tienes caballo? Señorita, ¿le gustan los perros? ¿Te vas a casar
con Fergus?»
Por desgracia, la última pregunta le fue formulada justo en el momento del
regreso de Fergus, pues la tía hizo un inoportuno y audible comentario.
—Robert, no seas indiscreto… no debes preguntarle a Rosie si se va a casar con
Fergus.
La conversación se interrumpió y el rostro de la joven se enrojeció.
—Es una pregunta muy natural —intervino Fergus—, pero yo que tú no la
haría, Robert; no hay que forzar las circunstancias.
—¿Qué es una «circunstancia»? —quiso saber el pequeño.

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—Oh, cielos, ¿en qué me he metido? —dijo el médico, quien entonces hizo gala
de enorme paciencia al dar una explicación adecuada al niño.
Cuando todos pasaron a la enorme cocina a tomar el té, el rubor de Rosie ya
había desaparecido. Era una familia muy agradable y la chica se sentía cómoda entre
ellos. Fergus hablaba animadamente con los niños y ella se dijo que sería un padre
maravilloso. De pronto se sintió triste.
Todos estaban muy a gusto, pero no podían olvidarse del hotel y de las tareas
pendientes, por lo que Fergus y Rosie tuvieron que despedirse.
—Vuelve pronto —le rogaron a la joven—. Podrías venir un día a comer con
Fergus.
Mientras Rosie agradecía la invitación, pensaba que quizás Fergus prefiriera
volver con la chica con quien iba a casarse, no con ella.
—¿Vienes a verlos con frecuencia? —le preguntó al médico en el trayecto de
regreso—. Es una familia tan agradable…
—Tienen seis niños, así que necesitan a menudo de mis servicios. Me agrada
que te gusten.
—¿Y has… es decir, tú…?
—Sí, una vez —respondió él con una sonrisa socarrona—, y estuvimos muy
contentos… Rosie, ¿debo sentirme halagado por tu interés en mi vida personal?
—¡No tengo ningún interés en tu vida!
—Mejor —comentó Fergus con frialdad—, porque no sería correcto que lo
tuvieras. Cuando estés casada con Ian te olvidarás de mí; sólo te acordarás cuando te
rompas una pierna o tus hijos se pongan enfermos.
Ella desvió la mirada para que él no pudiera notar las lágrimas que de súbito
inundaron sus ojos.
El resto del viaje lo hicieron en completo silencio y, una vez en la casa,
charlaron con la madre de Fergus en la sala hasta la hora de la cena.
Antes de cenar, Rosie tuvo oportunidad de conocer parte de la casa, pues su
anfitriona la condujo hasta una de las habitaciones de la planta alta para que se
arreglara. Al contemplar su imagen en el hermoso espejo antiguo con marco de
hierro forjado, Rosie se sorprendió de que en su rostro no se notara su tristeza.
Durante la espléndida cena la conversación giró sobre varios temas, pero nada
relativo, ni siquiera remotamente, a Fergus.
Cuando estaban tomando el café, Rosie miró la hora.
—Ya es muy tarde y tengo que irme. Muchas gracias, señora Cameron, he
disfrutado mucho de su compañía.
—Yo también —respondió la dama, con una sonrisa—, debes volver aquí otro
día.
Fergus no dijo nada y se limitó a ponerse de pie cuando Rosie lo hizo.

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—¿Vas a regresar a Edimburgo? —le preguntó la joven una vez que se


encontraban de nuevo en el coche.
—Sí, mañana.
—Pero si me llevas hasta mi casa, tardarás horas.
—Sólo poco más de una hora de ida y otro tanto de vuelta. Además, me gusta
conducir de noche.
Fergus conducía deprisa, pero con mucho cuidado. Hablaron durante el viaje,
pero de cosas insustanciales, como si se sintieran en la obligación de ser corteses el
uno con el otro. Era una pena que los convencionalismos le impidieran a la joven
expresar en voz alta sus verdaderos sentimientos. Aunque tenía que reconocer que,
en ese caso, todo lo que lograría sería que Fergus se sintiera apenado y que su
amistad con él llegara a su fin.
Cuando llegaron al Inverard, vieron que sólo había una tenue luz en el
vestíbulo, así que Fergus también descendió del coche para acompañarla hasta la
puerta.
—¿Quieres pasar a tomar una taza de café? Estoy segura de que mamá…
—Ya es demasiado tarde —la interrumpió él—, y mañana tengo que levantarme
muy temprano. ¿Está la puerta cerrada con llave?
—No. Fergus, gracias por todo. Lo he pasado muy bien.
Él abrió la puerta para que entrara.
—Cierra bien después de entrar.
—Sí, aunque aquí no hay necesidad —extendió la mano—. Buenas noches,
Fergus.
Él tomó la delicada mano y se inclinó para besar el dorso con gentileza.
—Un día para recordar —musitó, entonces volvió a su coche. Se subió y esperó
hasta que ella entró en la casa y cerró la puerta.
«Nunca más volveré a verlo», pensó Rosie con tristeza mientras se acostaba.
Durante la siguiente semana no la llamó, ni dio señales de vida. Ella hacía lo
posible por olvidarlo, pero no lo conseguía, y cuando Ian Douglas la invitó a cenar en
el mejor restaurante de Oban, aceptó, y para la ocasión estrenó otro de sus recién
adquiridos vestidos. Él le habló mucho de sus planes y la joven tuvo la impresión de
que la incluía a ella, aunque de manera vaga, pues lo que más le importaba era su
profesión. Era un joven ambicioso y Rosie descubrió que, en realidad, para él no tenía
mucha importancia con quién se casara, siempre y cuando la candidata fuera
adecuada a sus planes.
Al término de la velada, Rosie le dio las gracias con educación, mientras
recordaba que le había hecho creer a Fergus que casi estaba comprometida con Ian;
aunque lo más probable era que él ni siquiera se hubiera vuelto a acordar de su
existencia.

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Pero en eso se equivocaba por completo, pues el doctor, aunque estaba muy
ocupado en su trabajo, pensaba a menudo en ella. Había estado en Oban durante
más de una semana en una convención; una tarde, se encontró a Ian Douglas, quien
le expresó su deseo de especializarse en cirugía general, aunque tendría que mudarse
a Edimburgo, pues en Oban no había ningún futuro para él.
Fergus se preguntó qué habría visto Rosie en ese joven arrogante y ambicioso.
—Lo mejor es tomar las cosas con calma —le aconsejó con sencillez—. Unos
cuantos años aquí te darán estabilidad. ¿Entra en tus planes contraer matrimonio
pronto?
—¿Casarme yo? Por supuesto que no. Quizá dentro de cinco o seis años, pero
no ahora; hacerlo sería echarme la soga al cuello —rió, pero en realidad se sentía
incómodo, pues Fergus lo contemplaba de una manera muy extraña.
—Los rumores locales indican que Rosie Macdonald es tu futura esposa.
—¿Rosie? ¡No! Es una chica agradable y somos buenos amigos, pero eso es
todo. A mí me gustan más las mujeres que no discuten tanto.
Sir Fergus parecía divertido.
—¿Y a Rosie le gusta discutir?
—Todo el tiempo —y luego se apresuró a añadir—: Pero es una joven
encantadora —rió un poco—. De cualquier forma, yo no tengo intenciones de
casarme por ahora.
—Sabia decisión —se puso de pie—. Tengo que irme. Por favor, mantenme al
tanto del progreso del paciente que atendimos hoy. Mañana o pasado mañana
vendré a ver los resultados de los análisis.
Fergus no fue directamente a Edimburgo, sino que antes se dirigió a Inverard,
donde encontró a Rosie trabajando en el jardín de los rosales. La joven vestía un traje
viejo, calzaba unos gastadas zapatillas de gimnasia y tenía puestos unos enormes
guantes. Llevaba el pelo recogido y el rostro le brillaba a causa del sudor.
Mientras Fergus se acercaba a ella con sigilo, le pareció muy hermosa.
—Hola, Rosie —la saludó casi con un susurro, pero de todas maneras la joven
se sobresaltó.
—Hola —respondió sonrojada—. ¿Vas camino a tu casa?
—Sí —asintió, y en seguida preguntó—: ¿Cómo estás, Rosie?
—¿Yo? Muy bien… y muy contenta. ¿Sabes?, tengo tantas cosas que hacer que
el tiempo no me alcanza.
—¿Y sales con tus amigas y amigos?
—Bueno… pues sí.
—Por supuesto que también con el joven Douglas.
—Sí, sí, claro.

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Rosie se inclinó para arrancar una mata de hierba y guardó silencio durante
unos segundos.
—Salimos juntos con frecuencia —agregó finalmente.
—Es natural —replicó Fergus con suavidad—. ¿Ya habéis fijado el día de la
boda?
Rosie estuvo a punto de perder el equilibrio y el doctor tuvo que sostenerla.
—Septiembre es un buen mes para casarse —sugirió él, con los ojos
entrecerrados para ocultar su malicioso brillo.
—Sí, es posible que tengas razón, pero Ian está tan ocupado… En realidad aún
no hemos tomado una decisión.
—Comprendo —expresó él con seriedad—. ¿Cuándo dices que se casa tu tía?
—Pasado mañana.
—¿Te vas a quedar con tu abuela?
—Sí. Mamá también va a ir, aunque papá quizá no pueda, debido a sus muchas
ocupaciones; tengo la impresión de que a los hombres no les gustan las bodas.
—Pues… tal vez la propia sí.
Ella apartó de su rostro sus rizos oscuros.
—¿Quieres una taza de café? Mamá se sentirá encantada…
—Ya he estado en la casa y he tomado café con tu madre. No podía irme sin
pasar a saludarla.
Rosie se quitó un guante.
—Bueno, pues entonces, por favor saluda a tu madre de mi parte.
Le ofreció la mano, pero en seguida se ruborizó, pues recordó que la vez
anterior él se la había besado. Y ahora deseó que lo volviera a hacer.
Pero él no lo hizo. Sólo le estrechó la mano y sonrió.
—Rosie, me atrevería a decir que volveremos a vernos —manifestó, y ella no
pudo recobrarse a tiempo para contestar algo adecuado.

Rosie y su madre partieron al día siguiente hacia Edimburgo, y al llegar a la


casa de la anciana señora Macdonald, encontraron a ésta dando órdenes, al mismo
tiempo que deploraba el hecho de tener una hija tan desnaturalizada y se quejaba de
no poder encontrar el sombrero que había usado en la boda de su hijo veinticinco
años antes. Rosie encontró el sombrero, le hizo algunos arreglos y tranquilizó a su
abuela; después ayudó a servir la mesa, y mientras se preparaba para acostarse,
deseó ser ella la novia, no la dama de honor. Por supuesto que con otro novio… con
Fergus…

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Capítulo 8
Rosie se levantó temprano al día siguiente, pues por mucho que su abuelita
reprobara la boda de Carrie, pensaba hacer honor a la solemnidad de la fecha, y se
necesitaron los esfuerzos combinados de Elspeth, Rosie y la madre de ésta, para que
la anciana quedara satisfecha con su arreglo, por lo que a ellas les dejó muy poco
tiempo para sus propios preparativos. Primero partieron la anciana señora
Macdonald y Elspeth en un coche alquilado, y después Rosie en su propio coche en
compañía de su madre.
Al llegar a la iglesia, Rosie se dio cuenta de que aún faltaban diez minutos para
que se iniciara la ceremonia, así que, después de dejar a su madre instalada en un
banco en el interior de la iglesia, que estaba llena de gente, se retiró hacia el pórtico,
donde se ocultó detrás de un pilar para arreglarse un poco el vestido de seda y
sujetarse bien la corona de flores en la cabeza; después se dispuso a esperar.
La emocionada Carrie llegó un poco tarde, muy guapa, con un vestido azul
claro de dos piezas y un elegante sombrero que nunca se habría atrevido a usar
mientras vivía con su madre.
—Tía, estás muy guapa —le dijo Rosie.
—Bueno… sí… gracias… —estaba más nerviosa que nunca—. ¿Está todo…?
Hace demasiado calor. ¿Debía haber usado…? No estoy segura…
La marcha del cortejo nupcial, a lo largo del pasillo central de la iglesia, fue
encabezada por Carrie, acompañada del doctor MacLeod, quien la entregaría a su
prometido. Rosie iba detrás de ellos. De pronto, vio la alta figura de Fergus, que
sobresalía entre un grupo de invitados, y el corazón le dio un vuelco.
La ceremonia fue corta y sencilla, así que muy pronto se encontraron todos
fuera de la iglesia; los invitados esperaron a que partieran los novios para seguirlos a
donde se efectuaría la recepción. El padrino del novio era el encargado de llevar a
Rosie y pronto se acercó a ella.
—Rosie —le dijo—, me temo que tendré que llevar primero a tu familia y luego
volveré por ti.
—No se preocupe. Yo llevo a Rosie —dijo Fergus, uniéndoseles.
—Es usted muy amable —manifestó el padrino.
Fergus condujo a la joven hasta su coche.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber ella.
—Tu tía me invitó. Es una novia preciosa, ¿verdad? —se volvió a mirarla—. Y
tú, Rosie, una hermosa dama de honor.
La joven murmuró algunas palabras de agradecimiento, pero luego se enfadó al
escuchar el siguiente comentario de él.
—¿Qué te ha parecido la ceremonia? ¿Ha sido para ti como un ensayo de tu
propia boda?

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—¡Por supuesto que no! ¿No se supone que deberías estar atendiendo a tus
pacientes?
—Iré a verlos por la tarde. ¿Te gustaría acompañarme al Royal Infirmary y
conocer el lugar mientras yo trabajo?
—¿Podría? Me gustaría mucho. ¿Vas a asistir a la recepción? Será algo sencillo,
sólo bocadillos y bebidas. ¿En dónde y a qué hora nos vemos?
—Tan pronto como los novios abandonen la recepción, te llevaré a casa de tu
abuela para que te cambies de ropa, y luego nos iremos al hospital; un ayudante te
enseñará lo que desees ver.
—¿Así de sencillo? ¿Sin tener que solicitar la autorización de alguien?
—No es necesario.
Al llegar al hotel tendría lugar la recepción, Rosie y Fergus se vieron separados,
ella para convertirse en el centro de atención de algunos jóvenes, y él para mantener
una seria charla con su abuela, lo cual impidió a la anciana molestar a su hija durante
la fiesta. El médico estaba acostumbrado a tratar con ancianos gruñones y entretuvo
a la mujer de una manera maravillosa, y hasta la hizo aceptar una segunda copa de
champán.
Cuando la reunión llegó a su fin, Fergus se acercó a Rosie y la tomó del hombro.
—Vámonos, ya he hablado con tu madre.
No obstante, Rosie se acercó a su madre, quien charlaba con el doctor MacLeod.
—Mamá, yo… —empezó a decir, pero fue interrumpida por su madre.
—Que te diviertas, querida. El doctor MacLeod nos llevará a tu abuela y a mí de
regreso a casa. Vete tranquila, no hagas esperar a Fergus.
Al llegar frente a la casa de su abuela, Fergus descendió del coche y luego
ayudó a Rosie a hacer lo mismo.
—Diez minutos —le recordó.
A ella le bastaron nueve minutos; cuando salió, estaba encantadora, con un
hermoso vestido de algodón, una chaqueta corta y unas sandalias de tacón bajo.
—¿A qué hora tienes que estar en el hospital? —le preguntó a Fergus en cuanto
se encontró instalada de nuevo en el interior del automóvil.
—A las dos y cuarto.
—Bien, pues estamos a tiempo…
—Así es —respondió él mientras conducía el vehículo en dirección opuesta a la
que Rosie esperaba.
—¿El hospital no se encuentra al otro lado? —preguntó.
—Sí, pero mi casa está en Moray Place. Iremos a comer allí, no me agrada
trabajar con el estómago vacío.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Fue muy corta la distancia que tuvieron que recorrer para llegar a Moray Place,
una edificación sólida y elegante.
—La señora Meikle ya debe de tener todo listo —dijo Fergus al abrir la puerta
del lado del pasajero para que Rosie bajara.
La señora Meikle salió a recibirlos en ese momento.
—Sólo tenemos veinte minutos —le comunicó el médico.
—Todo está listo, señor.
—Bien —dijo él pasando un brazo por los hombros de la mujer—, entonces
iremos al comedor.
Abrió una puerta que daba al vestíbulo, y le indicó a Rosie que entrara. La
habitación se encontraba en la parte trasera de la casa y tenía vista hacia un jardín.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó Fergus a Rosie—. ¿Quizá una copa de
jerez?
—No, gracias —repuso ella, quien aún sentía el efecto del champán.
Entonces Fergus retiró una de las sillas colocadas ante la mesa para que la joven
se sentara.
—¿Agua tónica? ¿Limonada?
Rosie, que no había comido nada en la recepción, tenía mucho apetito, así que
comió todo lo que le sirvieron, ante el beneplácito de su compañero.
Después de la comida tomaron café, y posteriormente se dirigieron al hospital.
Fergus condujo a Rosie por varios pasillos y escaleras, hasta llegar ante una
dama de edad madura vestida con uniforme azul oscuro y una cofia sobre su
cabellera de color gris acerado.
—Mi querida Becky —exclamó el médico pasándole un brazo por los
hombros—, tal y como te lo prometí, aquí tienes a Rosie. Por favor, muéstrale las
instalaciones. Y si para las cuatro no he terminado, proporciónale un buen libro para
que se entretenga.
Para asombro de Rosie, le dio a la señora un cariñoso apretón ante lo cual
recibió a cambio una sonrisa.
—Rosie, ella es la enfermera Wallace. Era mi asistente en el quirófano, pero
ahora es superintendente y me ayuda sólo en ocasiones muy especiales. Te llevará a
conocer el hospital y responderá a todas tus preguntas —dicho esto, hizo un ligero
movimiento con la cabeza y se alejó.
—Bien —dijo la enfermera Wallace—, ¿tomamos una taza de té antes de
empezar nuestra ronda? Hay muchas cosas que ver —clavó su brillante e inquisitiva
mirada sobre Rosie—. Puede considerarse una chica afortunada; el doctor Fergus le
ha concedido un gran favor.
Rosie murmuró algo y luego las dos mujeres se dirigieron hacia la oficina de la
enfermera, donde tomaron el té.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—¿A dónde le gustaría ir primero? ¿Al pabellón de maternidad? ¿Al de


oftalmología? ¿Al de terapia intensiva?
Rosie depositó su taza sobre el escritorio.
—Si no es molestia, me gustaría ver dónde trabaja el doctor Cameron.
Los penetrantes ojos de la enfermera estudiaron durante un momento el
semblante de Rosie.
—¿Por qué no? Por supuesto que no podrá entrar al quirófano, pero sí puede
mirar a través de las claraboyas; y si no es usted impresionable, podrá ver la
intervención quirúrgica desde la galería.
Al asomarse por una de las claraboyas, Rosie alcanzó a ver a un paciente en una
camilla.
—Al paciente se le ha administrado un tranquilizante, así que ahora se
encuentra relajado —explicó la enfermera.
Caminaron después a lo largo de un corredor, en cuyo extremo la enfermera
abrió la puerta que daba paso a la galería, la cual ya estaba casi llena de estudiantes
de medicina.
—¿Está segura de que quiere mirar? Podría desmayarse.
—No lo haré; sin embargo, quizá no desee quedarme mucho tiempo.
El paciente se encontraba ya en la mesa de operaciones, rodeado de varias
figuras con bata. En ese momento entró Fergus, quien saludó a los médicos Y
enfermeras con una voz muy firme, lo que tranquilizó a Rosie.
El doctor Cameron murmuró algo hacia una enfermera y enseguida le fue
entregado un bisturí. Rosie cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, Fergus le daba la espalda y le impedía mirar al
paciente, lo cual tranquilizó a la joven. En ese momento sintió que la enfermera le
daba un pequeño tirón en el brazo, y entonces ambas salieron al pasillo.
—Yo sólo quería saber —explicó Rosie—. Bueno, claro que ya sabía que él es
cirujano, pero no comprendía lo importante que es su trabajo… ¿No comete nunca
un error?
—¡Por supuesto que no! —repuso la enfermera Wallace con una sonrisa—. ¿Le
gustaría ver los pabellones que tiene a su cargo?
—Sí, por favor.
La tarde transcurrió rápidamente, mientras Rosie era conducida de un lado al
otro del hospital y formulaba una larga serie de preguntas, a la que la enfermera
Wallace respondió con suma paciencia, aunque de manera un poco sucinta.
Cuando la joven y la enfermera se encontraban en la oficina de esta última,
llegó sir Fergus.
—Te he visto en el quirófano. Pareces muy exigente con el personal —comentó
Rosie.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Si los cirujanos no fuéramos exigentes, y hasta un poco altaneros, aquello se


convertiría en un caos.
—Estuvimos en la galería —explicó la enfermera Wallace.
—Sólo que yo cerré los ojos cuando cogiste el bisturí —confesó Rosie—. ¿Tienes
hoy alguna otra operación o ya has terminado?
Él miró su reloj.
—Tengo que examinar a algunos pacientes y después hacer una rápida visita a
los pabellones.
—Sin mencionar a un par de pacientes particulares y algunas cartas que tiene
que dictar —añadió la enfermera Wallace.
—Entonces debo irme ahora —manifestó Rosie y se puso de pie—. Gracias por
permitirme conocer el hospital.
—Te llevaré en el coche —dijo Fergus—. Un poco de aire fresco me vendrá muy
bien —entonces se dirigió hacia la enfermera Wallace—. Gracias, Becky, volveré
dentro de unos minutos.
A Rosie, que era una chica tranquila, la calma del cirujano le pareció
desesperante.
—Puedo tomar un taxi —expresó mientras se dirigían a la salida; pero muy bien
podría estarle hablando a una estatua, pues él no le prestaba la menor atención—. No
hay ninguna necesidad… —insistió la joven, pero de cualquier manera fue conducida
hasta el Rolls Royce y empujada al interior con suavidad.
Rosie permaneció en silencio durante el corto trayecto, pero cuando llegaron
ante la casa de su abuela, le preguntó si quería pasar a tomar una taza de té.
—No tengo tiempo —respondió Fergus, quien se inclinó hacia ella y le dio un
beso rápido.
Cuando entró en la casa, Rosie encontró a su madre en la sala de estar, con una
bandeja con servicio de té ante ella.
—Tu abuela se encuentra cansada y tomará el té en su habitación. Siéntate,
querida, y toma una taza conmigo. ¿Ha sido interesante la visita al hospital?
—Sí, mucho. Y hasta pude ver a Fergus mientras realizaba una operación,
aunque me salí muy pronto. Él ha venido a traerme.
—¿Por qué no ha entrado?
—Aún tiene mucho trabajo pendiente.
—Bien, pues quizá pueda venir a visitarnos antes de que volvamos a Inverard
—la señora Macdonald dirigió una mirada hacia el desalentado rostro de su hija—.
He pensado que podemos irnos a casa dentro de dos días… En realidad no tenemos
ninguna prisa.
En dos días podía suceder cualquier cosa, pensó Rosie, mientras se permitía una
agradable ensoñación.

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Ensoñación que aquella tarde fue hecha añicos.


Rosie y su madre regresaban de un paseo cuando vieron pasar el Rolls Royce.
Sir Fergus iba al volante, acompañado por la misma chica con quien ella lo había
visto una vez. Lo peor fue que él las vio y sólo levantó la mano para saludarlas.
—Qué joven tan bella —observó la señora Macdonald—. ¿Será la novia de
Fergus?
—No tengo idea —respondió Rosie de mal humor—, y no me interesa. La boda
de tía Carrie ha estado muy bien, ¿verdad? Estoy segura de que van a ser muy
felices.
—Seguro que sí. ¿Qué te gustaría hacer mañana, Rosie?
—Volver a Inverard —y, ante el asombro de su madre, añadió—: Es que aquí en
Edimburgo no tengo nada que hacer, y estoy cansada de los caprichos de la abuela.
¿Tienes algo pendiente, mamá, o podremos irnos?
La señora Macdonald, que había pensado ir de compras, respondió:
—¿Algo pendiente? No, querida, no tengo nada pendiente…
Lo cual fue una valiente mentira, que obtuvo su recompensa en el alivio que se
reflejó en el semblante de Rosie. ¿Tendría algo que ver con Fergus y la chica con
quien lo acababan de ver? Pero ellas ya sabían desde antes, por boca del mismo
Fergus, que él se iba a casar muy pronto.
Cuando le comunicaron su decisión a la anciana señora Macdonald, que aún no
había dejado de quejarse por el egoísmo de su hija, la abuela declaró que si ellas
también la querían abandonar, que se fueran, que ella prefería quedarse a solas con
su fiel sirvienta y no necesitaba la compañía de un par de ingratas.
Partieron al día siguiente, después de desayunar y de recibir una nueva
recriminación de la anciana.
Fue maravilloso encontrarse de nuevo en casa y charlar con su padre acerca de
la boda de Carrie, recorrer el jardín, llevar a Hobb a dar un paseo, visitar a Meg y a
sus niños y hablar con el viejo Robert acerca del crecimiento de las fresas. Su día
estuvo lleno con aquellas tareas, y ella se sintió casi, pero no por completo, feliz.
Al otro día por la mañana, Meg fue a decirles que uno de los niños tenía
sarampión, así que llamaron al doctor Douglas, que llegó poco después. Rosie lo
acompañó hasta la cabaña de Meg. El médico le recetó al niño unas inyecciones de
penicilina, y Rosie se ofreció a ir a Oban a comprarlas.
Rosie y el doctor Douglas iban hacia el coche, charlando, cuando de pronto él
empezó a reír.
—Te divertirá enterarte de esto —dijo—. La semana pasado vi al doctor
Cameron y estuvimos hablando… acerca de mi futuro y esas cosas —volvió a reír—.
¿Y sabes? ¡Él parecía creer que tú y yo estábamos comprometidos en matrimonio! Por
supuesto que me apresuré a desengañarlo. ¿Por qué se le habrá ocurrido eso? ¡Vaya
tontería…!

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Rosie estaba furiosa.


—Tiene gracia el asunto —dijo con ironía, aunque después se las arregló para
reír—. ¡Casarme yo contigo…!
—No soy tan mal partido —observó él.
—Estoy segura de que no —comentó Rosie con dulzura—, sólo que no eres para
mí… Ya encontrarás a la joven adecuada. ¿Y parecía divertido el doctor Cameron?
—No lo sé. Uno nunca sabe si está divertido, enojado o sólo aburrido.
—Lo más probable es que estuviera aburrido. ¿Vas a volver a venir a ver al
pequeño Jamie?
—¿Podrías llamarme dentro de uno o dos días para decirme si aún tiene fiebre?
Si es así, tendré que venir de nuevo —subió a su coche, bajó el cristal de la ventanilla
y añadió—: Supongo que este asunto sobre tú y yo no te habrá molestado.
—¿Molestado? Por supuesto que no. Alguien quiso hacer una broma a expensas
de nosotros, eso es todo —emitió una brillante sonrisa—. Te llamaré pasado mañana.
Hasta luego, Ian.
Mientras el coche se alejaba, Rosie no se movió de donde estaba. Fergus había
mencionado a Ian varias veces… había hablado de que ella se iba a casar con él, le
había preguntado si ya habían fijado la fecha de la boda… y todo el tiempo había
estado enterado… Nunca se lo perdonaría; no sólo eso, procuraría no volver a verlo.
Esta resolución la sumió en la más profunda de las depresiones.
Pero lo vio al día siguiente. Se encontraba en el desván, buscando el cesto en el
que Simpkins dormía antes de que el tío Donald ocupara la casa. De pronto, escuchó
el ruido de un coche que se detenía frente a la casa y fue a asomarse a una de las
diminutas ventanas de la buhardilla. Fergus descendía del vehículo con su
acostumbrada calma, por lo que ella tuvo tiempo de escapar hacia el jardín, donde se
encontró con el viejo Robert.
—Robert, por favor, no vaya a decirle a nadie que me ha visto —le rogó, antes
de proseguir su huida y dirigirse hacia el río. Rosie corrió, hasta encontrarse fuera
del alcance de cualquiera que la buscara.
Sólo entonces aminoró el paso y después se sentó en un tronco caído para
reflexionar. Ahora que lo pensaba, había sido una tontería huir, pues tarde o
temprano iba a encontrarse con Fergus. Pero de ninguna manera tenía la intención de
volver en ese momento a la casa.
El sol, que había estado oculto tras una nube, brilló de pronto, y Fergus, que se
encontraba de pie en la sala de estar de la casa, alcanzó a divisar a Rosie.
—Hace un rato estaba en el desván —decía la madre de la chica.
—Pues ahora se encuentra al otro lado del río —comentó el doctor con una
sonrisa—. Acabo de verla sentada en el tronco de un árbol. Si me lo permite, iré a
reunirme con ella…

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Rosie contemplaba a una ardilla que jugaba en un árbol, por lo que no veía ni
hacia la casa ni hacia el río. Además, Fergus sabía movilizarse con gran sigilo cuando
se lo proponía, así que se encontró al lado de Rosie antes de que ella pudiera
reaccionar, y le colocó una suave, pero firme mano sobre un hombro, cuando la chica
hizo el intento de levantarse.
—¿Por qué te has escapado? —quiso saber él.
—¿Escapar? ¿Yo? ¿Qué es lo que te hace pensarlo? Sólo he salido a dar un
paseo…
Él hizo caso omiso de ese comentario.
—¿Por qué me aseguraste que el joven Douglas y tú ibais a casaros? ¿Y por
qué…?
—Haces muchas preguntas —lo interrumpió Rosie con enfado—, pero no voy a
responder a ninguna de ellas.
—Entonces yo las contestaré en tu lugar —estudió el ruborizado rostro de la
joven.
—¡No te atrevas! No volveré a hablarte nunca.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho o dejado de hacer? ¿Es por algo que he dicho? —
parecía que trataba de controlar la risa.
—Nada, nada en absoluto. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en Edimburgo
en el hospital?
—He venido a verte, pero tú no quieres verme a mí, ¿no es cierto, Rosie?
—No, no quiero. Lo que quiero es que te vayas…
—Muy bien, Rosie —el tono casual de su voz daba a entender que no le
importaba en absoluto—. Qué mañana tan espléndida, ¿no te parece? Desearía ser
uno de los pastores de las montañas, o un granjero.
Sonrió ante la sorprendida Rosie y se fue sin decir nada más. Ella lo contempló
hasta que lo vio cruzar el río. Después, se dejó caer sobre el tronco y se puso a llorar.
Era muy tonta e infantil y se merecía lo que le pasaba. ¿Pero qué importancia
tenía ya? Él iba a casarse muy pronto y todo lo que deseaba de ella era una amistad
sin compromisos; lo que, a los ojos de ella, era completamente imposible.
Rosie volvió a la casa y subió de nuevo al desván, donde movió los muebles de
un lado a otro haciendo mucho ruido, antes de encontrar el cesto. Para el mediodía
ya se había desahogado lo suficiente para poder expresar su opinión sobre la
sorprendente visita que Fergus les había hecho esa mañana.
—Permaneció aquí sólo unos cuantos minutos, pero no me dijo si venía de
Oban o qué…
—Yo diría que sólo quería hacer una escala mientras iba en camino hacia su
casa —dijo el padre de Rosie, quien luego le preguntó a su hija quién iba a ser su
pareja para el baile que tendría lugar en Fort William la siguiente semana.

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—Ian Douglas —respondió Rosie—. Y creo que voy a divertirme mucho.


El baile fue el tema de conversación durante el resto de la comida.
Al otro día, Rosie fue a visitar a Jamie. El pequeño aún tenía fiebre y estaba
lleno de manchas rojas. El doctor Douglas había asegurado que no habría necesidad
de que lo llamaran hasta transcurridos dos días, pero ella tenía razones propias para
ponerse en contacto con él, aunque lo primero que hizo fue informarle sobre el
estado de Jamie.
—Ian —le dijo después—, ¿podrías hacerme un favor?
—Por supuesto que sí… si está dentro de mis posibilidades.
—¿Piensas ir al baile que se celebrará en Fort William? ¿Sí? ¿Solo? ¿Podrías
llevarme a mí? No es necesario que estés conmigo toda la noche, lo que necesito es
llegar con alguien.
—Será un placer. Por cierto, creo que el doctor Cameron también asistirá.
Rosie lo sabía; por supuesto que él estaría ahí. Su propiedad estaba en las
cercanías y su familia era muy conocida en la región.
—¿Vendrás a buscarme? Si quieres, puedes quedarte a cenar.
—Encantado. ¿Te parece bien a las ocho?
Rosie fue a decírselo a su madre. La señora se preguntó qué habría pasado entre
Rosie y Fergus. Esperaba que pudieran arreglar sus diferencias.
Al llegar Ian a la noche siguiente, quedó gratamente sorprendido al ver a Rosie.
Ataviada con un vestido de chifón blanco, era una de las chicas más hermosa que él
hubiera conocido. «Dentro de unos cinco años», pensó, «podría ser una esposa
perfecta para mí. Sin mucho dinero, pero de buena familia; una chica hermosa y de
figura espléndida. ¡Lástima que le guste tanto discutir…!»
No obstante, a lo largo de la cena, Rosie no discutió por nada, sino que fue toda
amabilidad y dulzura. Así que, cuando abordaron el coche, Ian se sintió muy
contento ante la perspectiva de una velada muy agradable.
Inverlochy Castle Hotel era una edificación de piedra gris con Ben Nevis como
fondo, lo cual era muy adecuado para los invitados; las mujeres iban con vestidos
blancos y los hombres con faldas escocesas. El baile ya había comenzado cuando
ellos llegaron, y casi de inmediato se unieron al grupo.
Cuando se dirigían hacia la mesa que tenían reservada, Rosie vio a Fergus y
palideció. Estaba muy apuesto con su elegante falda escocesa y en ese momento
hablaba con la hija mayor del alcalde. Rosie le dirigió una sonrisa tan radiante que
hubiera hecho estremecer a cualquier hombre, hizo un comentario sobre el vestido de
la compañera de él y se apresuró a llegar a su mesa, donde se convirtió en el centro
de la atención.
Bailó todas las piezas después del banquete. El ejercicio le proporcionó un
espléndido color a su rostro y un brillo especial a sus ojos, mientras esperaba en vano
a que Fergus la invitara a bailar… para poder rechazarlo. Pero no tuvo ese placer.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

La joven bailó la última pieza y después, todos los invitados se reunieron en el


vestíbulo para recoger sus abrigos, mientras sostenían una pequeña charla de última
hora y se despedían. Ian había ido por su coche y Rosie, envuelta en la elegante capa
de terciopelo de su madre, intercambiaba despedidas con sus amigas. Pero no veía a
Fergus por ningún lado; quizá, pensó ella con amargura, había ido a dejar a su casa a
la hija del alcalde. Se estremeció ante esa idea y entonces se sobresaltó cuando
escuchó la voz de él a su oído.
—Una velada deliciosa, ¿no es cierto, Rosie? El joven Douglas debe sentirse
muy orgulloso de ti.
Ella sonrió a una antigua amiga de su madre y se volvió hacia Fergus.
—No es necesario que te burles —comentó con acidez—. Seguro que te reíste
mucho cuando Ian te dijo que… que… —se interrumpió para intercambiar una
despedida con el anciano sir William Bruce, y después se volvió hacia Fergus—.
Espero no volver a verte nunca —declaró y, en beneficio de dos conocidos que
pasaban cerca, añadió con dulzura—: sir Fergus, espero que se haya divertido en la
fiesta.
Su sonrisa era esplendorosa.
—Aquí viene Ian…
Caminó con mucho donaire hacia donde Ian la esperaba. Nadie que la estuviera
observando podría darse cuenta de su deseo de volver sobre sus pasos y arrojarse en
brazos de Fergus.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Capítulo 9
Ian Douglas se había divertido mucho, y así se lo dijo a Rosie mientras se
alejaban de Fort William.
—Qué buena pareja hacían el doctor Cameron y la chica con la que bailaba —
prosiguió—. Creo que es la hija del alcalde, ¿verdad? Y debo decir que Fergus estaba
muy apuesto con su falda escocesa.
Rosie expresó su acuerdo con los dientes apretados. La velada no se había
desarrollado como ella hubiera querido. Y el único culpable era Fergus.
Cuando llegaron a Inverard, invitó a Ian a entrar en la casa para tomar una taza
de café, pero el joven se negó y ella se alegró, pues ya eran las dos de la mañana y
todo lo que deseaba era dormir. Se despidió de Ian y le agradeció su amabilidad por
haberla acompañado al baile. Cuando por fin se encontró en la cama, se dio cuenta
de que no podía conciliar el sueño, pues Fergus invadía sus pensamientos. No
deseaba volver a verlo… de verdad, no quería volver a verlo nunca. Por fin se
durmió y, como era de esperarse, soñó con él.
Despertó a la hora acostumbrada y, durante el desayuno, hizo a sus padres un
relato completo de lo acontecido durante la fiesta, dándoles los mensajes que les
enviaban sus amistades y contándoles cómo eran los vestidos de las demás
asistentes. Hablaba con entusiasmo, como si se hubiera divertido más que nunca,
pero la palidez de su semblante y su nariz enrojecida la desmentían.
—¿Se encontraba Fergus entre los asistentes? —preguntó su madre,
observándola con cuidado.
—¿Quién? ¿Fergus? Ah, sí… iba con los que acompañaban al alcalde, pero
había tanta gente que casi no tuvimos oportunidad de hablar…
—Supongo que estaba muy apuesto con su falda escocesa.
—Sí —Rosie mordió su rebanada de pan tostado—. Me he apuntado a un grupo
de tejedoras. Lady MacTavish me comentó que van a inaugurar una nueva boutique
en Inverness y que necesitarán prendas tejidas de calidad.
Cuando terminaron de desayunar, la señora Macdonald le dijo a Rosie que
fuera a buscar al viejo Robert para pedirle que desenterrara algunas patatas. Rosie no
se limitó a comunicarle la petición al hombre, sino que ella misma lo ayudó a
excavar, y el esfuerzo contribuyó a hacerla olvidar el sentimiento de desolación que
amenazaba con invadirla.
Durante algunos días, albergó la esperanza de que Fergus fuera a Inverard, lo
cual admitió, era una tontería, ya que él no tenía motivos para hacerlo… y ella
lloraba en silencio todas las noches hasta quedarse dormida.
Por su parte, el doctor Cameron deseaba con vehemencia ir a verla. Estaba muy
seguro de sus propios sentimientos, pero no así de los de Rosie. La amaba, y deseaba
casarse con ella, pero sólo cuando la joven estuviera preparada para aceptarlo.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Los días transcurrieron y Rosie se dedicó a la organización de su equipo de


tejedoras. Muchas de ellas vivían en lugares muy aislados y dependían de la joven
para la obtención del material de los diseños, así como para que recogiera el trabajo
terminado. Rosie se encargó de organizar todo el proceso, incluso fue a entrevistarse
con el dueño de la nueva tienda de Inverness, quien, al ver las muestras, aseguró que
compraría a buen precio todo lo que le llevaran. Cuando salió de la tienda, la joven se
encontró con la señora Cameron.
—¡Qué sorpresa encontrarte, querida! Y justo cuando estaba pensando en tomar
una taza de té. Acompáñame, será una buena oportunidad para descansar un poco.
Rosie no pudo negarse.
—Tienes que visitarme de nuevo —dijo la señora Cameron—. Fergus me contó
que te vio en el baile, pero en esas ocasiones siempre hay mucha gente y no se puede
charlar.
Mientras conversaban, la dama estudió con disimulo el hermoso rostro de la
joven. Cuando Fergus le dijo que se encontró con Rosie en la fiesta, lo notó
demasiado tenso; trabajaba más que nunca y, cuando iba a su casa, salía a dar
interminables caminatas con los perros. Era obvio que algo andaba mal, pero la
señora Cameron conocía bien a su hijo, sabía que era un hombre muy paciente y que
siempre obtenía lo que deseaba. Y ella estaba segura de que en esta ocasión se trataba
de Rosie. ¿Habrían tenido una discusión? ¿O quizá sólo se trataba de un
malentendido?
Suspiró, pensando que los enamorados siempre son muy susceptibles.
—No vengo a Inverness muy a menudo. ¿Y tú, Rosie? Hoy he venido de
compras, porque Fergus está realizando una intervención quirúrgica en el Northern
Infirmary y he quedado luego con él para comer. ¿Querrías acompañarnos?
Rosie palideció ante la perspectiva.
—Yo… es que… me temo que no me es posible, hoy tengo un día muy ocupado
—buscó una excusa con desesperación, mientras la señora Cameron la observaba con
interés—. Es usted muy amable, pero le prometí a la señora Barr que le informaría
sobre los progresos en la organización del grupo de tejido.
La señora Cameron la contempló divertida.
—Es una pena —expresó con calma—, pero comprendo que tienes que cumplir
con tu compromiso. Ha sido un placer volver a verte. Te llamaré uno de estos días
para que vengas a comer a mi casa. Me gustaría que tu madre pudiera acompañarte.
Se despidieron. Rosie volvió a su coche y salió de Inverness sin poderse
deshacer del miedo de encontrarse con Fergus.
Cuando Fergus entró en el vestíbulo del hotel, su madre ya se encontraba ahí.
Él no la vio, por lo que ella tuvo oportunidad de estudiar su semblante sin ser
observada. Parecía cansado, lo cual no le sorprendía en absoluto, pero también había
dureza en sus facciones, lo cual era una mala señal. Entonces él la vio, se acercó a su
mesa y tomó asiento.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—Hace un momento me encontré con Rosie y tomamos una taza de café —


comentó la señora Cameron con una sonrisa.
Y entonces se dio cuenta de que tenía razón en sus suposiciones, pues su hijo se
puso muy nervioso.
—Ah, ¿sí? —comentó Fergus, a la vez que llamaba al camarero con un
ademán—. Pues anda muy lejos de su casa, ¿no te parece?
—Está organizando de nuevo la industria local de tejedores y vino a hablar con
el dueño de una nueva boutique. La invité a almorzar con nosotros, pero no pudo
aceptar porque ya había quedado. Es una joven muy bonita, pero parecía cansada;
no, cansada no… Más bien triste —dirigió una rápida mirada hacia su hijo—. ¿Has
tenido una mañana muy ocupada? ¿A qué hora terminarás, querido? Aún me falta
comprar algunas cosas y…
—Debo ver a algunos pacientes, creo que terminaré como a las cuatro y media.
¿Está bien?
—De acuerdo, hijo.
Varios días después, Rosie tuvo que ir a Fort William a almorzar con lady
MacTavish. El tiempo pasó muy de prisa mientras estuvo en esa casa, pues llegaron
la hija de la señora y su marido; Rosie y ella eran muy buenas amigas y no se había
vuelto a ver desde que Rosie emigró a Inglaterra, por lo que tenían muchas cosas que
contarse.
—Debes quedarte a cenar con nosotros —insistió lady MacTavish—. Llamaré a
tu madre por teléfono para decírselo.
Rosie se quedó, y para la hora en que por fin se despidió y abordó su coche, ya
era de noche y el cielo se había nublado.
Empezó a llover poco después, con fuertes ráfagas de viento, así que la joven no
podía acelerar mucho, pues la lluvia impedía una buena visibilidad en la carretera
vacía.
Rosie conducía con firmeza, pues conocía el camino tan bien como la palma de
su mano y el coche se encontraba en buen estado. Acababa de pasar Ballachulist y
estaba cruzando Rannoch Moor, cuando vio una extraña luz cerca de la carretera.
Aminoró la velocidad y detuvo el coche. La luz se movía de un lado a otro, parecía
una linterna.
Al pensar que podría tratarse de alguien que había sufrido un accidente, Rosie
descendió del coche, se puso el impermeable, cerró las puertas del vehículo y fue a
investigar.
Pero aquella luz parecía estar más lejos de lo que al principio creyó, y tuvo que
caminar durante varios minutos bajo la lluvia. Por fin, escuchó la voz de un chico que
gritaba.
Se trataba de un adolescente que estaba tirado en el suelo y sangraba por la
cabeza.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

—¿Cuánto hace que te sucedió esto? —preguntó Rosie al examinarle la


cabeza—. ¿Dónde te duele? Trataré de ponerte más cómodo.
Parecía que el chico no sólo se había golpeado la cabeza, sino que también tenía
una pierna rota.
—Me perdí —explicó el chico con voz muy débil—. Creo que tropecé con una
roca. Me caí para atrás y me di en la cabeza…
—¿Te duele mucho la pierna?
—Ni siquiera la siento —en sus ojos había una gran preocupación—. Está rota,
¿no es cierto? Pero… ¿por qué no puedo sentirla?
—Me atrevería a asegurar que el frío te la ha insensibilizado. ¿Te duele mucho
la cabeza?
—Sí —ahora hablaba en un murmullo, por lo que ella tuvo que agacharse para
escucharlo—. Fue una apuesta… No me deje solo…
—Por supuesto que no. Tengo una linterna con la que puedo hacer señales a
cualquier vehículo que pase por la carretera. Trata de dormir un rato. Te prometo
que no me iré.
El chico cerró los ojos y Rosie se puso en cuclillas a su lado. Estaba muy frío y
mojado, y también ella estaba empapada. De pronto, se le ocurrió que sería mejor
apagar la linterna para no agotar la energía de las pilas.
—Muy pronto vendrá alguien —murmuró con optimismo, pero al dirigir de
nuevo la mirada hacia el herido notó que no dormía sino que su respiración era muy
agitada y parecía tener un espasmo en el pecho. Sin saber qué hacer, Rosie se sintió
invadida por el pánico. No se atrevía a mover al chico; él le había dicho que no podía
sentir la pierna y eso quizá se debiera a que se había lastimado de la columna
vertebral. Por otro lado, no podían quedarse demasiado tiempo bajo la lluvia.
Pero tendría que ser así; lo más probable era que se vieran obligados a pasar allí
la noche. Por la mañana habría mayor posibilidad de que alguien los ayudara.
Aún llovía y el viento era fuerte. Las montañas estaban cubiertas de nubes bajas
y la niebla impedía ver más allá de dos metros. Aunque pasara alguien por la
carretera, quizá no podría ver la luz de la linterna, y aun cuando la viera tal vez no se
detuviera. Sería mejor ir por ayuda.
—Dios mío —rogó Rosie en un murmullo—, por favor, envía aquí a Fergus —
puso en aquella plegaria toda la fuerza de su corazón, así que en seguida se sintió un
poco más tranquila—. Él llegará de un momento a otro —le aseguró al inconsciente
joven—; sólo tenemos que ser pacientes.

Ya era medianoche cuando Fergus pasó por Bridge of Orchy y después se


dirigió hacia el desolado trecho de carretera que cruzaba el páramo. Había tenido un
día largo y muy difícil y se sentía cansado, por lo que estaba deseando llegar a casa.

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Betty Neels – Ni un día más sin ti

Necesitaba tiempo para pensar, para decidir qué haría respecto a su situación con
Rosie. Era un hombre paciente, pero su paciencia estaba a punto de terminarse.
—Mañana iré a verla —le dijo a Gyp, que dormía junto a él en el asiento.
Al tomar una curva, vio que a su derecha brillaba la débil luz de una linterna,
por lo que aminoró la velocidad y observó. Cuando la luz apareció de nuevo,
condujo hasta encontrarse a la misma altura.
—Gyp, es mejor que vayamos a ver qué pasa —le dijo al perro y ambos
descendieron del vehículo; fue entonces cuando vio el coche de Rosie estacionado un
poco más adelante—. Pequeña tonta; no ha dejado las luces puestas y por poco me
estrello contra su coche —murmuró mientras se acercaba a revisar el vehículo, pero
éste no parecía haber recibido daño alguno y no se veía señal de violencia.
Por alguna razón desconocida, la joven había dejado su coche ahí a propósito.
Fergus le lanzó un silbido a Gyp y dirigió la luz de su linterna hacia el pequeño punto
de luz que se veía a la distancia.
Enseguida le respondieron encendiendo y apagando la luz. Algo le había
sucedido a Rosie, y estaba muy nerviosa, pensó, por lo que al acercarse apresurado al
sitio de donde provenía la luz, empezó a silbar para tranquilizarla. Llegó muy
pronto, pues conocía el lugar tan bien como ella y podía caminar más rápido.
Rosie estaba tan empapada y con tanto frío, que ni siquiera se dio cuenta de la
llegada de Fergus, sino que siguió encendiendo y apagando su linterna
mecánicamente, mientras con la otra mano aferraba una de las del chico herido que
se encontraba a su lado. Pero al oír la voz de Fergus, reaccionó como con ninguna
otra cosa podría haberlo hecho. Empezó a ponerse de pie, pero estaba tan
entumecida por el frío que no pudo hacerlo. Gyp se acercó a la joven agitando la cola
y empezó a lamerle la mano.
Una sola mirada le bastó a Fergus para captar la situación. Ayudó a Rosie a
incorporarse y la estrechó entre sus fuertes brazos.
—Mi valiente y adorada pequeña —musitó con suavidad inclinándose para
besarla antes de depositarla sobre una roca cercana—. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Ha
estado él inconsciente todo el tiempo?
—Eran casi las nueve de la noche cuando yo abandoné mi coche; el chico estaba
consciente entonces. No lo moví porque creo que tiene la pierna fracturada, pero él
dice que no la siente.
—Buena chica —el cirujano se puso en cuclillas al lado del chico y empezó a
examinarlo—. Tienes razón, se ha fracturado la pierna, y sospecho que también tiene
dañada la columna vertebral. ¿Tienes idea de lo que sucedió?
Ella habló con cierta incoherencia, pues el beso de Fergus la había asombrado
por completo.
—Parece que… que hizo una especie de… de apuesta con alguien, pero se
perdió. Tropezó con… una piedra y… se cayó. Al poco rato de llegar yo, dejó de
hablar.

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Fergus se puso de pie.


—Voy al coche para pedir ayuda por el teléfono. Gyp se quedará contigo.
Se despojó de su chaqueta y de su jersey, y se los puso a la chica con gentileza.
—No debes mojarte más —le dijo en un tono tan impersonal como sus
movimientos, así que ella pensó que se había imaginado el beso.
—¿No tardarás mucho?
—Dentro de media hora estaré de regreso.
Una vez en su coche, Fergus telefoneó al puesto de rescate más cercano y llamó
al hospital de Fort William para pedir una ambulancia; después, avisó a la policía y,
por último, a la casa de Rosie para tranquilizar a sus padres.
Mientras regresaba a donde esperaban Rosie y el herido, consideraba los pros y
los contras de la situación del joven, que tendría que ser trasladado con mucho
cuidado, pero también pensaba en Rosie y en su expresión cuando lo vio llegar.
Sintió una profunda satisfacción y sonrió.
La expresión de Rosie al verlo fue de una radiante felicidad, pero sus palabras
fueron bastante prosaicas.
—¿Tardarán mucho? El chico se está congelando, aunque le he frotado las
manos y los brazos varias veces.
Fergus se acercó al joven.
—Imagino que llegarán dentro de una media hora, pero debemos hacer que no
pierda calor, Gyp… —el perro se acercó y, obediente a la silenciosa orden, se echó
cerca del chico.
—Rosie, vuelve a darle masajes en los brazos.
Rosie se sentía ahora más cansada y mojada que asustada, pero hizo lo que
Fergus le indicaba, mientras observaba al cirujano y pensaba que, ahora que estaba él
a su lado, no tenía por qué temer. Él estaba a cargo de la situación y sabía qué hacer.
Los primeros en llegar fueron los del equipo de rescate. Entre Fergus y tres de
los hombres subieron al chico a la camilla, colocándolo boca abajo, y entonces lo
sujetaron con cuidado con las correas. Acababan de hacerlo cuando llegaron la
policía y la ambulancia al mismo tiempo.
Una vez que estuvieron todos listos, avanzaron en hilera hacia la ambulancia,
Rosie con el fiel Gyp a su lado, y Fergus junto a la camilla.
Un oficial de la policía se acercó a la joven.
—Señorita, ¿será tan amable de acompañarme? Sir Fergus me ha pedido que la
escolte hasta su casa.
—Ah, ¿sí? Pues debe saber que estoy muy bien y puedo conducir.
—Estoy seguro de que así es, señorita, pero yo tengo que cumplir órdenes;
aunque no iré en el coche con usted, sino en una patrulla.

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Tardaron media hora en llegar a la carretera, pues tenían que caminar muy
despacio. Rosie observó hasta que subieron la camilla a la ambulancia, maniobra que
fue realizada bajo la dirección de Fergus.
La ambulancia cerró sus puertas y el equipo de rescate recogió todas sus cosas
antes de abordar su jeep. Rosie pasó al lado del Rolls Royce para dirigirse hacia su
coche, abrió la puerta y subió; no había ni señas de Fergus, y el oficial que la
escoltaría se había alejado en dirección a su patrulla.
De pronto la puerta se abrió y Fergus introdujo medio cuerpo en el coche de la
joven.
—Rosie, quiero darte las gracias por haberle salvado la vida a ese chico. Ahora
vete a casa, date una ducha caliente, toma una copa de whisky y métete en la cama.
Son órdenes del doctor.
Cerró la portezuela y se fue antes de que la joven pudiera decir algo. Un
momento después, el Rolls Royce pasó a un lado del coche de ella para dar la vuelta
y regresar a Fort William acompañando a la ambulancia.
Rosie giró la llave del encendido y puso en marcha el vehículo rumbo a
Inverard. Fergus la había llamado su valiente y adorada pequeña, pero quizá esas
palabras eran obra de su imaginación, y lo que él dijo fue algo diferente, o tal vez
algo parecido, pero dirigiéndose a ella como a una paciente histérica a la que hay que
calmar a toda costa. También la había besado… y eso era distinto, pues ella no creía
que usara ese tratamiento con todas sus pacientes. Rosie había sido besada varias
veces, pero nunca de esa forma. No obstante, ese beso seguramente no había
significado nada para Fergus.
—Whisky y una ducha caliente —murmuró con enfado y pisó el acelerador a
fondo.
La patrulla se le emparejó casi al instante y el patrullero le hizo señas para que
disminuyera la velocidad.
Al llegar ante su casa, Rosie detuvo el coche, descendió y se acercó a la patrulla,
asomándose por la ventanilla.
—Todavía hay alguien despierto. ¿Quiere pasar a tomar algo caliente?
El señor Macdonald abrió la puerta y Hobb salió a recibirla. Luego, todos
entraron en la casa y se dirigieron a la cocina, donde la madre de Rosie vertía en ese
momento agua caliente en la tetera. Rosie se acercó a su madre, la besó y le sonrió a
su padre. Entonces les presentó al oficial de policía que la había escoltado. La señora
Macdonald lo invitó a sentarse ante la mesa y le acercó una fuente con panecillos y
otra con emparedados.
—Le agradezco mucho que haya acompañado hasta aquí a mi hija —y luego se
dirigió hacia Rosie—. ¿Qué sucedió, cariño? ¿Tuviste un accidente? —inquirió en
tono casual—. Cuando Fergus nos llamó por teléfono, dijo que te encontrabas bien…
—¿Él llamó aquí? No lo sabía —Rosie mordió su emparedado—. El accidentado
fue un adolescente que se internó solo en el páramo. Parece que se extravió y luego
sufrió una caída; se golpeó la cabeza y se fracturó una pierna.

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—¿Y cómo llegó hasta él la policía? —preguntó su padre.


—Esta joven fue quien vio desde la carretera la luz de la linterna del chico y fue
a ver qué había sucedido —informó el oficial—. Fue un milagro que poco después de
eso pasara sir Fergus y viera las señales que hacía la señorita. Él nos llamó a nosotros
y al equipo de rescate. El chico tiene una pierna rota y una fractura en la columna
vertebral. Ahora se encuentra en el hospital, atendido por sir Fergus, quien antes de
partir junto con la ambulancia, me pidió que acompañara a la señorita a su casa —se
volvió hacia la madre de Rosie—. Señora, le agradezco el té, pero en realidad debo
irme ya.
Rosie lo acompañó hasta la puerta y le estrechó la mano.
—Muchas gracias por haberme acompañado. ¿Sabe?, creo que no hubiera
podido llegar yo sola.
El oficial de policía dijo que había sido un placer, subió a su patrulla y se alejó.
Rosie volvió a la cocina.
—No te haremos más preguntas —le aseguró su madre—. Mañana podrás
hacernos un relato completo de lo sucedido. Por lo tanto, lo que vas a hacer es darte
una ducha caliente, tomar un poco de whisky e irte a acostar.
—Eso mismo fue lo que me dijo Fergus —musitó la joven.
Ya en su lecho, se propuso con obstinación olvidar a Fergus. Se quedó dormida,
y cuando despertó, en lo primero en que pensó fue en él. ¿Habría podido acostarse
por lo menos unas horas? Y si era así, ¿en dónde habría sido? ¿En Edimburgo o en su
casa?
Yacer ahí, con la mente llena de errabundos pensamientos, no iba a hacerle
ningún bien, así que se levantó de la cama y bajó a desayunar. Era muy tarde, pero
sus padres se encontraban aún ante la mesa. La señora MacFee llevó más café y pan
tostado y luego permaneció de pie en el vano de la puerta, pues estaba ansiosa por
enterarse de los detalles del accidente. Rosie hizo su relato, omitiendo todos los
detalles relativos al comportamiento de Fergus con ella.
—¿Te gustaría llamar al hospital y preguntar por el chico? —inquirió su madre
cuando la joven terminó—. ¿De dónde vendría?
—No parece de por aquí. Yo, al menos, no lo había visto nunca —respondió
Rosie en tanto se acercaba al teléfono.
Al joven le habían practicado una operación, le informó la enfermera que
contestó; tenía fractura múltiple en la pierna y fractura de la vértebra lumbar. Sufría
parálisis, pero había muchas esperanzas de que fuese temporal.
—¿Es usted la joven que lo encontró? —preguntó la voz.
—Sí —confirmó Rosie.
—Él le está profundamente agradecido.
—Oh, por favor, salúdelo de mi parte y dígale que deseo que se recupere
pronto. Él no es de la localidad, ¿verdad?

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—No; es de Glasgow. Sus padres ya se encuentran en camino. Señorita


Macdonald, usted será bienvenida en cualquier momento en que desee visitarlo.
Rosie colgó el auricular y se preguntó cómo era posible que la enfermera
supiera su nombre. Después, se acercó a su madre y le comunicó lo que le habían
informado por teléfono. Luego, como no deseaba hacer otra cosa, se dirigió al desván
a buscar la bolsa donde guardaba sobrantes de lana.
Estaba muy concentrada planeando la forma de combinar los colores, por lo
que no oyó el ruido del motor del Rolls Royce.
—Supuse que vendrías —le dijo la señora Macdonald a Fergus al abrirle la
puerta, al mismo tiempo que le dirigía una mirada maternal—. Estás cansado,
¿verdad? ¿Has dormido algo esta noche?
—Un poco —le sonrió a la señora. A pesar de su cansancio, Fergus parecía
tranquilo—. He venido a ver a Rosie…
Entonces la señora Macdonald también sonrió.
—Se encuentra arriba, en el desván. Si subes por la escalera trasera llegarás
antes.
Rosie estaba sentada en un viejo sofá, con Simpkins en su regazo, mirando hacia
el río a través de la ventana. El ruido de la puerta al abrirse la hizo volverse a mirar.
Contempló con incredulidad al hombre que acababa de entrar.
Fergus cerró la puerta y se acercó despacio a Rosie. Con suavidad, levantó a
Simpkins y lo depositó en una caja colocada al lado del sofá; después, extendió una
mano, tomó una de las de Rosie y la hizo ponerse de pie.
—Muy bien —dijo—, ¿en dónde nos quedamos?
—¿Qué? —inquirió Rosie, confusa—. No sé a qué te refieres.
—Nos quedamos en que yo te besaba —sonrió él—. Y vengo dispuesto a
continuar…
La envolvió entre sus fuertes brazos, la estrechó con fuerza y empezó a besarla
primero con suavidad y luego con cierta impetuosidad.
—¡Vaya! —exclamó Rosie, haciendo esfuerzos por recuperar el aliento—. ¿Y
ahora qué es lo que sigue…?
Fergus volvió a besarla.
Por fin pudo la joven recobrar cierto aplomo para hacer la pregunta que la
atormentaba.
—¿Y tu… prometida, la chica con quien vas a casarte? ¡Tenemos que detener
esto!
Él la estrechó con más fuerza.
—Espero que no nos detengamos nunca, que sigamos besándonos durante el
resto de nuestras vidas —la contempló—. Querida mía, eres una chica muy sensata,

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pero tienes demasiada imaginación. ¿Mencioné alguna vez a aquella chica por su
nombre? ¿Llegaste a verla alguna vez?
—Sí, sí la vi…
—Ah, sí, una vez, conmigo en el coche, cuando te encontrabas afuera de la casa
de tu abuela. Se trataba de Grizel… una de mis primas, casada y con cuatro hijos.
¿Nunca se te ocurrió pensar que un hombre enamorado siempre desea pasar todo su
tiempo libre al lado del objeto de su amor y, si no puede hacerlo, siempre está
hablando de su chica? ¿Te hablé yo alguna vez de ella? Y, el cielo es testigo, ¿no he
pasado a tu lado todo el tiempo que he podido y hasta aquél en el que debería haber
estado haciendo otra cosa?
—Oh —dijo Rosie—, ¿hablas en serio? —notó el brillo especial de su mirada y
se apresuró a añadir—: Sí, sí hablas en serio —y entonces le echó los brazos al cuello
y lo besó—. ¿Sabes? Al principio ni siquiera me gustabas —confesó—, así que supuse
que yo tampoco te gustaba a ti. Después, cuando me empezaste a gustar, creí que ya
estabas comprometido.
—La verdad es que sí estoy comprometido… pero contigo. Y nos casaremos tan
pronto como puedas arreglar todos esos fastidiosos detalles de los que tanto les gusta
encargarse a las mujeres cuando se van a casar.
—Mamá querrá que tengamos una boda suntuosa…
—Y te la mereces. Hagámoslo a su modo… siempre y cuando todo esté listo en
tres semanas.
—¿Tres semanas? Se necesitarían meses…
—O nos casamos dentro de tres semanas… ¡o te rapto y te llevo conmigo a
Gretna Green! —le dio un beso en la frente—. Amor mío, ni un día más.
—Bien, si tú lo dices… —Rosie esbozó una radiante sonrisa—. Fergus, te amo
con todo mi corazón.
Él la besó de nuevo.
—Yo también te amo, mi amor. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí, oh, sí —lo miró a los ojos y vio que en ellos ardía la llama de un gran
amor—. Tres semanas es una eternidad… ¿Crees que nos daría tiempo a prepararlo
todo en dos?

Fin

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