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Odisea

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La Odisea

Homero

Incluye ficha metodológica para el docente


Homero

La Odisea
Programa Érase una vez
Coordinación del programa: Melvin Gómez Quesada
Diseño y diagramación: Luis Diego Parra Vargas
Dirección de Vida Estudiantil, Ministerio de Educación Pública

Ilustración de portada: Xiomara Blanco


Fotografías: Gianni Bacco, Gianina Sáenz, Juan Fernando Cerdas
Ana Mariela Rodríguez, Teatro Nacional
Edición: Lilliam Corrales Torres y Roxana Lobo García
Revisión filológica: Mauricio Aguilar García

Ministerio de Educación Pública, MEP


Quedan reservados todos los derechos sobre la presente edición
Se prohibe su reproducción sin permiso previo

Ejemplar gratuito, prohibida su comercialización

Primera edición, marzo 2020. San José, Costa Rica


La Odisea

Contenido
Introducción...............................................................................5

Sobre el autor........................................................................... 6

Justificación y contexto histórico...........................................7

Historia del Moderno Teatro de Muñecos.........................8

Juan Fernando Cerdas, director.......................................... 9

Mediación pedagógica sugerida........................................10

La obra...................................................................................... 19

Personajes................................................................................20

Canto I...................................................................................... 23

Canto II..................................................................................... 33

Canto III.................................................................................... 43

Canto IV................................................................................... 55

Canto V..................................................................................... 71

Canto VI...................................................................................80

Canto VII.................................................................................. 88

Canto VIII.................................................................................96

Canto IX................................................................................. 108

Canto X................................................................................... 120

Canto XI...................................................................................131

Canto XII.................................................................................144
Homero

Canto XIII................................................................................153

Canto XIV...............................................................................162

Canto XV.................................................................................172

Canto XVI...............................................................................184

Canto XVII..............................................................................194

Canto XVIII........................................................................... 208

Canto XIX................................................................................ 217

Canto XX................................................................................229

Canto XXI............................................................................... 237

Canto XXII.............................................................................246

Canto XXIII............................................................................256

Canto XXIV............................................................................264
La Odisea

Introducción

Desde el 2016, el Teatro Nacional coproduce, junto al Ministerio de Educación Pú-


blica, el programa “Érase una vez…”, una iniciativa que por su alto valor formativo
y humano se ha convertido en una experiencia inolvidable y placentera para enri-
quecer los objetivos esenciales de la educación.

Estudiantes de todas las zonas del país visitan y conocen la historia del Teatro Na-
cional, al mismo tiempo que disfrutan de espectáculos de gran calidad artística en el
escenario más emblemático del país.

El Teatro Nacional es una institución patrimonial adscrita al Ministerio de Cultura y


Juventud. Se inauguró un 19 de octubre de 1897. En el 2018 fue declarado símbolo
nacional del patrimonio histórico arquitectónico y libertad cultural.

Este monumento nacional sobresale por sus atributos y sus valores patrimoniales de
autenticidad e integridad, es un ejemplo eminentemente representativo e irrem-
plazable de la arquitectura academicista al servicio de las artes escénicas y eventos
sociales; que, por antigüedad, vigencia y, desde el punto de vista histórico y estético,
destaca entre los teatros nacionales de la región centroamericana.

A través de los años, el Teatro Nacional ha logrado posicionarse en la memoria y ha


adquirido el afecto de la sociedad costarricense, como parte del patrimonio cultural
destinado a las artes escénicas y actividades especiales. Además, siendo el turismo
una actividad económica de suma importancia para Costa Rica, el Teatro es uno de
los más relevantes atractivos culturales, muestra de prestigio y progreso, punto de
referencia local y de visitación tanto para nacionales como internacionales.

5
Homero

Sobre el autor

Homero, antiguo poeta y aedo griego, es reconocido por ser el autor de las princi-
pales poesías épicas griegas: la Ilíada y la Odisea.

Nació y vivió en el siglo VIII a. C. y su vida fue una mezcla de leyenda y realidad.
La tradición sostenía que Homero era ciego y pudo haber nacido en cualquier lo-
calidad de la Antigua Grecia: Esmirna, Colofón, Atenas, Quíos, Rodas, Argos, Ítaca
Salamina o Pilos.

Son varias las biografías de Homero. La más antigua, atribuida sin fundamento a
Herodoto, data del siglo V a.C., en ella, Homero era presentado como el hijo de una
huérfana seducida, de nombre Creteidas, que le dio a luz en Esmirna. Era conocido
como Melesígenes, destacado por sus cualidades artísticas. Una enfermedad lo dejó
ciego, y desde entonces pasó a llamarse Homero.

A parte de la Ilíada y la Odisea, a Homero se le atribuyeron otros poemas como la


épica menor cómica Batracomiomaquia (“La guerra de las ranas y los ratones”), el
corpus de los Himnos homéricos, y muchas otras obras perdidas o fragmentos como:
Margites. Algunos autores antiguos le atribuían el “Ciclo Épico” completo, donde
incluía más poemas sobre la Guerra de Troya, así como “Epopeyas” que narraban
la vida de Edipo y guerras entre argivo y tebanos. Sin embargo, los historiadores
modernos están de acuerdo en que la Batracomiomaquia y el Margites, los himnos
Homéricos y los poemas cíclicos son posteriores a la Ilíada y la Odisea, cuyo vigor
lírico y narrativo permanece fresco desde hace miles de años y son consideradas
obras maestras de la literatura occidental.

Homero se sirve de los procedimientos de la tradición oral. Es indudable que en


ambos poemas hay un propósito poético, un plan y una estructura que revela la
actividad de un poeta consciente de su arte.

Sobre la muerte de Homero también hay mucho misterio. De acuerdo con documen-
tos históricos del siglo V a.C., la muerte sorprendió a Homero en Íos; una Isla griega
del archipiélago de las Cícladas del mar Egeo, en el transcurso de un viaje a Atenas.

6
La Odisea

Justificación y contexto
histórico

El texto de Homero es un maravilloso relato; su técnica narrativa, al cabo de vein-


tiocho siglos, aún entretiene, emociona y asombra. Para teatralizarla, retuvimos
el carácter de mosaico que tiene el relato: las locaciones varían continuamente,
así como el carácter de los conflictos y el estilo de las atmósferas, y ello le otorga al
espectáculo su ritmo ágil y entretenido.

En esta aventura creativa exploramos el océano de posibilidades técnicas del arte


de los títeres: la concepción de puesta privilegia la imagen escénica y la síntesis
expresiva plástica, y utiliza muñecos corpóreos y de varillas, siluetas, proyecciones,
marotes, y “teatro negro”, entre otros.

Esta lectura del clásico se hizo con ojos contemporáneos: Odiseo no es el héroe mili-
tar que se vanagloria de sus hazañas, sino alguien que quiere dejar atrás la guerra
y regresar a su familia; Penélope no es la obediente esposa que espera al marido
tejiendo veinte años, sino una persona capaz de administrar un reino y mantener a
raya a cientos de pretendientes abusivos.

La música es central en el espectáculo. Un tejido de composiciones de aire medi-


terráneo del grupo español Zoobazar, integra las diversas atmósferas dramáticas.

7
Homero

Historia del Moderno


Teatro de Muñecos

El MTM se fundó en 1968, por iniciativa del maestro argentino Juan Enrique Acuña,
autor, director y profesor de teatro con larga experiencia profesional como creador
e investigador, con el apoyo de un grupo de estudiantes y profesores de la Universi-
dad de Costa Rica. La agrupación se definió desde entonces como una organización
teatral independiente dedicada a promover el teatro de muñecos, mediante el
ejercicio de la práctica escénica basada en principios y métodos de trabajo profe-
sionales, y con una orientación estética tendiente a provocar en el espectador una
valoración crítica de la realidad, acorde con las exigencias culturales de la sociedad
contemporánea. En el 2018, el MTM cumplió 50 años de existencia.

Desde su fundación, el MTM ha realizado una intensa actividad en diversos campos


del quehacer teatral: montaje de espectáculos para todo público, talleres de capa-
citación y especialización profesional, cursos de formación básica para promover el
arte de los títeres, giras de extensión en el país, actuación en festivales nacionales
y extranjeros, así como una activa participación en los eventos culturales del país.

Para el montaje de sus espectáculos, el MTM utiliza tanto las técnicas tradiciona-
les como las experiencias de sus búsquedas experimentales. Los espectáculos del
MTM tratan de valorizar la capacidad metafórica del títere como objeto escénico,
apoyándose en una temática cuyos contenidos y enfoques sean propicios para esa
transposición poética de la realidad que es la esencia del hecho teatral.

8
La Odisea

Juan Fernando Cerdas,


director

Director y dramaturgo, ha dirigido más de treinta y cinco espectáculos teatrales. Se


ha hecho merecedor de varios premios: Premio Nacional de Dramaturgia por su
obra La Mujer en las Dunas, (1998); Premio al Mejor Grupo Extranjero (Círculo de
Críticos de Buenos Aires, Argentina, 1998); Premio al Mejor Espectáculo Musical, La
Historia de Ixquic (Festival Internacional de El Cairo, Egipto, 1994); Premio al Mejor
Grupo como Director del Teatro Quetzal (Ministerio de Cultura, Costa Rica, 1992);
Premio a la Mejor Obra, Memorias del Ombligo del Mundo (Ministerio de Cultura,
Costa Rica, 1992); Premio Nacional de Dramaturgia Aquileo J. Echeverría por su
obra Juana de Arco (Ministerio de Cultura, Costa Rica, 1986) y Premio Nacional al
Mejor Director por ¡No se paga, no se paga! De Dario Fo (Ministerio de Cultura,
Costa Rica, 1982).

Obtuvo su maestría en Dirección Teatral en New York University y un doctorado en


Educación en la Universidad de La Salle, Costa Rica. Es catedrático de la Universi-
dad Nacional de Costa Rica.

9
Homero

Mediación pedagógica
sugerida

Después de la lectura y antes de ver el espectáculo


Es importante que motive a sus estudiantes para ir a ver el espectáculo teatral. El
hecho de visitar el Teatro Nacional, salir de gira y la ilusión del montaje despierta
el interés del estudiantado. Para mantener esa emoción al tope, le sugerimos
algunas ideas para que trabaje y contextualice en el aula.
Sección I. Habilidades en el marco de la política curricular

Indicador (Pautas para el desarrollo


Habilidad y su definición
de la habilidad)

Patrones dentro del sistema


(Abstrae los datos, hechos, acciones y obje-
tos como parte de contextos más amplios y
complejos)

Causalidad entre los componentes


Pensamiento sistémico del sistema
Habilidad para ver el todo y las partes, así (Expone cómo cada objeto, hecho, persona
como las conexiones entre estas que permi- y ser vivo son parte de un sistema dinámico
ten la construcción de sentido de acuerdo de interrelación e interdependencia en su
al contexto entorno determinado)

Modificación y mejoras del sistema


(Desarrolla nuevos conocimientos, técnicas
y herramientas prácticas que le permiten
la reconstrucción de sentidos)

10
La Odisea

Indicador (Pautas para el desarrollo


Habilidad y su definición
de la habilidad)
Comunicación Trasmisión efectiva
Habilidad que supone el dominio de la Crea, a través del código oral y escrito,
lengua maternal y otros idiomas para diversas obras de expresión con valores
comprender y produce mensajes en una estéticos y literarios, respetando los cánones
variedad de situaciones y por diversos gramaticales)
medios de acuerdo a un propósito

Sección II. Aprendizajes esperados, indicadores de los aprendizajes esperados


y estrategias de mediación

Aprendizaje esperado
Indicador
Indicadores
(Pautas para el Criterios de Estrategias de
del aprendizaje
desarrollo de la evaluación mediación
esperado
habilidad)
Patrones dentro Practicar en la escri- Clasifica los princi- Actividad de inicio
del sistema tura de textos, los pales acontecimien- Después de pelear
(Abstrae los datos, tres momentos: pla- tos presentes en el en la Guerra de
hechos, acciones y nificación, textua- texto La Odisea. Troya por diez años,
objetos como parte lización y revisión el retorno a casa
de contextos más (del contenido y de Reconoce los princi- para Ulises resultó
amplios y complejos) la forma) pales acontecimien- complicado. Una
Causalidad entre tos presentes en el década más tuvo
los componentes Crear un escrito de texto La Odisea. que transcurrir para
del sistema cuatrocientas cin- pisar nuevamente
(Expone cómo cuenta a quinientas Identifica los princi- su amada Ítaca
cada objeto, hecho, palabras que posea pales acontecimien- y poder reen-
persona y ser vivo uno o dos párrafos tos presentes en La contrarse con sus
son parte de un de introducción, Odisea seres queridos. Ese
sistema dinámico varios párrafos de viaje estuvo lleno de
de interrelación e desarrollo y uno o Desarrolla un emociones, temores,
interdependencia dos párrafos de con- capítulo del diario peleas y sobre todo
en su entorno deter- clusión de viaje de Ulises, a aventuras. Que le
minado) partir de los criterios parece si, después de
Modificación y establecidos la lectura del texto
mejoras del siste- La Odisea intentan
ma
hacer un listado
(Desarrolla nuevos
de los lugares y las
conocimientos,
hazañas que vivió
técnicas y herra-
nuestro héroe
mientas prácticas
que le permiten la
reconstrucción de
sentidos)
Trasmisión efectiva
(Crea, a través
del código oral y
escrito, diversas
obras de expresión
con valores estéticos
y literarios, respe-
tando los cánones
gramaticales)
11
Homero

Actividad de
desarrollo
Una vez que tienen
el listado, pída-
les que de forma
individual, selec-
cionen uno de los
lugares y aventura y
escriban un capítulo
del diario de viaje.
Explíqueles que
deben imaginarse
que son Ulises y más
que la descripción de
la aventura, deben
detallar los senti-
mientos, sensaciones,
temores y expectati-
vas del protagonista.

Recuerde que en el
proceso de escritura
debe evidenciarse
los tres momen-
tos: planificación,
textualización y
revisión).

Si es necesario,
explique qué es
y cuáles son las
características de un
diario de viaje.

Actividad de cierre
Es importante inter-
cambiar el material.
Los estudiantes, de
forma voluntaria,
después de escribir
la página del diario
de viaje, la leerán
frente a sus compa-
ñeros. Potencie el
intercambio de opi-
niones respetuosas.

Motívelos, pues den-


tro de poco tiempo,
disfrutarán de la
puesta en escena
de uno de los textos
más conocidos de la
literatura clásica.

12
La Odisea

Sección III. Instrumento de evaluación

Indicador
(Pautas para Indicador del
el desarrollo aprendizaje Inicial Intermedio Avanzado
de la esperado
habilidad)
Patrones Clasifica los Ordena los Cataloga los Asocia los prin-
dentro del principales principales principales cipales aconte-
sistema acontecimien- acontecimientos acontecimientos cimientos de La
tos presentes de La Odisea de La Odisea Odisea
en el texto La
Odisea
Causalidad Reconoce los Menciona los Resalta los Distingue
entre los principales principales principales puntualmente
componentes acontecimien- acontecimientos acontecimien- los principales
del sistema tos presentes de La Odisea. tos presentes acontecimien-
en el texto La La Odisea. tos presentes en
Odisea. La Odisea.
Modificación Identifica los Menciona los Brinda gene- Indica de ma-
y mejoras del principales principales ralidades de nera específica
sistema acontecimien- acontecimien- los principales los principales
tos presentes en tos presentes en acontecimien- acontecimien-
La Odisea La Odisea. tos presentes en tos presentes en
La Odisea. La Odisea.

Trasmisión Desarrolla un Esquematiza Describe aspec- Produce un ca-


efectiva capítulo del las ideas prin- tos relevantes pítulo del diario
diario de viaje cipales para para realizar de viaje, a par-
de Ulises, a la producción un capítulo del tir de criterios
partir de los del capítulo del diario de viaje, establecidos.
criterios esta- diario de viaje. en la comuni-
blecidos. cación de las
ideas.

Durante el espectáculo
Le recordamos algunos de los protocolos que se deben cumplir cuando vamos al
teatro:

• Se debe llegar temprano


• Cuando inicia el espectáculo no debe salir del teatro, ni ponerse de pie
• No se pueden tomar fotos ni videos
• Es prohibido comer dentro del teatro

13
Homero

Después de ver el espectáculo


Sección I. Habilidades en el marco de la política curricular

Habilidad y su definición Indicador (Pautas para el desarrollo


de la habilidad)
Creatividad e innovación Mejoramiento continuo
Habilidad para generar ideas originales (Analiza sus propias ideas con el objeti-
que tengan valor en la actualidad, inter- vo de mejorarlas de forma individual o
pretar de distintas formas las situaciones y colaborativa)
visualizar una variedad de respuestas ante Trabajo creativo
un problema o circunstancia (Genera diversas alternativas creativas e
innovadoras de solución, de acuerdo con el
contexto)

Habilidad y su definición Indicador (Pautas para el desarrollo


de la habilidad)
Comunicación Trasmisión efectiva
Habilidad que supone el dominio de la
lengua maternal y otros idiomas para (Crea, a través del código oral y escrito,
comprender y producer mensajes en una diversas obras de expresión con valores
variedad de situaciones y por diversos estéticos y literarios, respetando los cánones
medios de acuerdo a un propósito gramaticales)

Sección II. Aprendizajes esperados , indicadores de los aprendizajes esperados


y estrategias de mediación

Aprendizaje esperado

Indicador Criterios de Indicadores del Estrategias de


(Pautas para el evaluación aprendizaje mediación
desarrollo de la esperado
habilidad)
Mejoramiento Redactar el Establece las partes
continuo currículo del currículo para
(Analiza sus propias personal, elaborar el de uno
ideas con el objetivo atendiendo la de los personajes.
de mejorarlas de estructura y las
forma individual o características Propone caracterís-
colaborativa) que los definen. ticas, descripciones
físicas y psicológicas
Trabajo creativo de los personajes a
(Genera diversas al- partir de la discusión
ternativas creativas de los diferentes
e innovadoras de aportes de sus com-
solución, de acuerdo pañeros
con el contexto)

14
La Odisea

Trasmisión efectiva Desarrolla el Actividad de inicio


(Crea, a través currículo a uno de Entréguele a cada
del código oral y los personajes, a uno de los estu-
escrito, diversas partir de los criterios diantes una imagen
obras de expresión establecidos de algunos de los
con valores estéticos personajes que
y literarios, respe- participaron en la
tando los cánones puesta en escena.
gramaticales) Con dicha ima-
gen, pídales que
indiquen el nombre
del personaje, sus
características físi-
cas, sus cualidades,
qué saben hacer,
qué elementos los
definen, cuáles son
sus sueños, logros e
ilusiones. Es impor-
tante que, en ple-
naria, compartan
algunos de los datos
que se anotaron.

Actividad de
desarrollo
Con base en la ima-
gen del personaje
que se les asignó,
la información re-
copilada, los datos
suministrados en la
puesta en escena y
una buena dosis de
imaginación, pída-
les que redacten el
currículo del perso-
naje. Por supuesto,
muchos de los datos
pueden inventarlos
el único requisito es
que la información
corresponda con las
características del
personaje.

Si es necesario
repase antes las
características del
currículo.

15
Homero

Actividad de
cierre
Una vez que todos
hayan realizado el
currículo mon-
te, junto con sus
estudiantes, un
“Mural de empleo”,
es decir una pizarra
mural con todos los
currículos realiza-
dos. Permita que los
jóvenes vean los cu-
rrículos. En plenaria,
deben decidir cuál
merece tener el tra-
bajo, eso sí, tienen
que aportar por lo
menos dos razones
que justifiquen su
decisión.

Sección III. Instrumento de evaluación

Indicador Indicador del Inicial Intermedio Avanzado


(Pautas para aprendizaje
el desarrollo esperado
de la
habilidad)
Mejoramiento Establece las Anota aspectos Destaca aspec- Denomina
continuo partes del generales del tos relevantes nuevas formas
currículo para currículo para del currículo para realizar el
para elaborar mejorarlo que pueden currículo
el de uno de los mejorarse
personajes

Trabajo Propone Enlista las ideas Elige la Expone otras


creativo características y compartidas información opciones para
descripciones de para hacer el relevante para el currículo a
los personajes currículo desde hacer el currí- partir de la
a partir de la un punto de culo a partir discusión de di-
discusión de vista de la discusión ferentes puntos
los diferentes de diferentes de vista
aportes de sus puntos de vista
compañeros

Trasmisión Desarrolla el Esquematiza Describe aspec- Produce un


efectiva currículo a uno las ideas prin- tos relevantes currículo,
de los perso- cipales para la para realizar a partir de
najes, a partir producción de un currículo criterios
de los criterios un currículo. establecidos
establecidos

16
LA OBRA
Homero

PERSONAJES
(por orden de aparición)

Zeus:
Antiguo rey de los dioses griegos, etéreo, convertido en nube, deseoso de que apa-
rezca un dios más joven, Jehová o algo parecido, que se haga cargo del mundo y le
permita pensionarse. Como está harto de tramitar solicitudes de enmienda de sus
anteriores decisiones, es conciliador; no decide nada, sino que condesciende. Ya no
es un acosador, como lo fue en su juventud.

Hermes:
Dios mensajero. Joven eterno, primo de Peter Pan. Vuela, no camina, haciendo un
ballet aéreo. Medio coquetón, con el gesto quebrado.

Atenea:
Diosa de la sabiduría. Ve todo. La lechuza es su imagen simbólica. Es bella y ma-
dura. Flota, no vuela.

Euriclea:
Vieja nodriza de Odiseo, hoy ama de llaves de Penélope, al principio duda de la
capacidad de su joven ama para hacerse cargo del reino, pero luego se convierte
en su confidente. Es anciana activa, bajita y se mueve como sobre rodines.

Sirvientas:
Sirvientas típicas, jóvenes y obedientes. Respetuosas con Penélope, resignadas con
los patanes pretendientes. Tienen grandes orejas, ojos tímidos y bocas minúsculas.

Eumeo:
Pastor de la casa de Odiseo, anciano parsimonioso, aún fuerte, más parecido a sus
cabras y ovejas que a sus congéneres. Su hablar es como un balido.

Penélope:
Reina, madre de Telémaco y esposa de Odiseo, usa su inteligencia discretamente;
escucha, mira y registra esperando el momento oportuno para actuar. Sus ojos son
muy importantes, y sus manos de tejedora son delicadas y ágiles. Es atractiva sin
proponérselo.

20
La Odisea

Telémaco:
Joven veinteañero, parecido en cuerpo a su padre, fuerte, y en facciones a su madre,
delicado. De sentimientos nobles, su resentimiento lo hace impulsivo.

Mentes
Viejo rey extranjero (exótico), personaje episódico, disfraz de Atenea para hablar
con Telémaco. Tiene la voz de Atenea, y se mueve como ella; es decir, la diosa no
es tan buena actriz.

Antínoo:
Príncipe extranjero, pretendiente de Penélope, bajo, gordo, glotón, confianzudo.

Eurímaco:
Príncipe extranjero, pretendiente de Penélope, alto, flaco, borracho.

Calipso:
Diosa negra, guapa, sensual y dulce. Se arregla primorosa. Es imagen del trópico.
No es una femme fatal.

Odiseo:
Héroe inteligente, astuto, físicamente fuerte, maduro sin ser viejo, galán, de buen
talante. Auténticamente quiere regresar, ama a Penélope y a Telémaco, pero si ve
una tabla no piensa en hacer una casa sino un barco. Curtido de viajar, pero ena-
morado de las sorpresas que depara el mundo desconocido.

Nausicaa:
Princesa de los faiakenos, jovencita, ingenua, algo tímida, bonita.

Compañeras de Nausicaa:
Típico grupo de jovencitas risueñas y secreteadoras, bonitas y escurridizas como ar-
dillas.

Alkinoo:
Rey de los faiakenos, alto, señorial, amable. Su reino es una fiesta diaria.

Festejantes faiakenos:
Diversos saltimbanquis, atletas, bailarines, etc. Juntos parecen un carnaval.

Demódoco:
Poeta de los faiakenos, viejo, ciego.

Polifemo:
Cíclope feo, gigantesco, tontón, torpe y desaliñado.

Euríloco:
Compañero de viaje de Odiseo, viejo fuerte y desgarbado, su pinta es la del pirata
cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhán etc.

21
Homero

Perímedes:
Compañero de viaje, marinero gordito que siempre se queda rezagado. Cuando
se convierte en cerdo le toma el gusto.

Compañeros de viaje de Odiseo:


Grupo diverso de marineros curtidos por el sol, la sal y las sorpresas marinas. Pare-
cen cangrejos de los que las olas no pueden arrancar de las rocas.

Circe:
Guapa bruja malévola, esta sí es femme fatal. Algo lechoncita, carnudita y son-
rosada.

Anticlea:
Madre de Odiseo, fantasma borroso.

Tiresias:
Adivino de Tebas, ciego, fantasma borroso.

Fantasmas del Hades:


Grupo de fantasmas, que más que temibles, son patéticos, desorientados, asustados
de sí mismos. Se parecen a la figurilla de “El grito” de Munch.

Poseidón:
Dios del mar, cambiante de temperamento, si ahora amaca los botes, luego revuel-
ca los abismos líquidos. Por eso creo que no tiene una forma, sino que la adopta
transitoriamente, atravesado de cardúmenes. Le molesta tener que hablar desde
abajo a Zeus en las nubes, por eso salta en forma de ola.

Pretendientes de Penélope:
Grupo de borrachos y glotones aprovechadores, que adoran estar compitiendo y
riéndose a carcajadas escandalosas, pelean y se pedorrean, nalguean a las sirvien-
tas, desayunan con vino y se duermen desmayados. No les interesa Penélope, sino
el reino. Hay viejos, jóvenes, altos, bajos, gordos, flacos, rubios, morenos, peludos y
calvos, y no son individuos sino una masa que entra y sale junta.

22
La Odisea

Canto I
Los dioses deciden en asamblea el retorno de Odiseo
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante
muy mucho después de Troya sagrada asolar; vio muchas ciudades de hombres y
conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la
vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho querer-
lo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas, ¡locas! de Hiperión Helios las
vacas comieron, y en tal punto acabó para ellos el día del retorno. Diosa, hija de
Zeus, también a nosotros, cuéntanos algún pasaje de estos sucesos.

Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte, esta-
ban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Solo él estaba privado de regreso
y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas,
deseando que fuera su esposo.

Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses
habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de
pruebas; ni cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él
excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta
que llegó a su tierra.

Pero había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan lejos (los Etiopes que
están divididos en dos grupos, unos donde se hunde Hiperión y otros donde se le-
vanta), para asistir a una hecatombe de toros y carneros; en cambio, los demás
dioses estaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico. Y comenzó a hablar el pa-
dre de hombres y dioses, pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien
acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse, pues, de este,
y dijo a los inmortales su palabra:

—¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden
los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que
les corresponde. Así, ahora Egisto ha desposado —cosa que no le correspondía— a la
esposa legítima del Atrida y ha matado a este al regresar; y eso que sabía que mo-
riría lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante
Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa. “Que habrá una venganza

23
Homero

por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta nostalgia de su tierra.” Así le dijo
Hermes, mas con tener buenas intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las
ha pagado todas juntas.

Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro que aquel yace víc-
tima de una muerte justa!, así perezca cualquiera que cometa tales acciones. Pero
es por el prudente Odiseo por quien se acongoja mi corazón, por el desdichado que
lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla rodeada de corriente
donde está el ombligo del mar. La isla es boscosa y en ella tiene su morada una
diosa, la hija de Atlante, de pensamientos perniciosos, el que conoce las profundi-
dades de todo el mar y sostiene en su cuerpo las largas columnas que mantienen
apartados Tierra y Cielo. La hija de este lo retiene entre dolores y lamentos y trata
continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de
Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere morir.
Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era grato Odiseo
cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las naves aqueas?

¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?»

Y le contestó el que reúne las nubes, Zeus:

«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!

¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien sobresale entre los
hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado víctimas a los dioses inmor-
tales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el que conduce su carro por la tierra,
mantiene un rencor incesante y obstinado por causa del Cíclope a quien aquel
privó del ojo, Polifemo, igual a los dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes.
Lo parió la ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar, uniéndose a
Poseidón en profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra, no mata
a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pen-
semos todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y Poseidón
depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar frente a todos los inmortales
dioses contra la voluntad de estos.»

Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si por fin les cumple a
los dioses felices que regrese a casa el muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a
Hermes, al vigilante Argifonte, para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de
lindas trenzas nuestra inflexible decisión: el regreso del sufridor Odiseo. Que yo me
presentaré en Itaca para empujar a su hijo —y ponerle valor en el pecho— a que
convoque en asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que pongan coto a
los pretendientes que siempre le andan sacrificando gordas ovejas y cuernitorcidos
bueyes de rotátiles patas. Lo enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para

24
Homero

que indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama
da valiente entre los hombres.»

Así diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias inmortales, doradas, que la
suelen llevar sobre la húmeda superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del
viento. Y tomó una fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo bronce, pesa-
da, grande, robusta, con la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los
que se encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de
las cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el pórtico de Odiseo,
en el umbral del patio. Tenía entre sus manos una lanza de bronce y se parecía a un
forastero, a Mentes, caudillo de los tafios.

Y encontró a los pretendientes. Estos complacían su ánimo con los dados delante de
las puertas y se sentaban en pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado.
Sus heraldos y solícitos sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en
las cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas; se las ponían
delante y ellos se distribuían carne en abundancia. El primero en ver a Atenea fue
Telémaco, semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes con corazón
acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera dispersarse a los
pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores y reinara sobre sus po-
sesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los pretendientes, vio a Atenea. Se
fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de ira por haber dejado tanto tiempo
al forastero a la puerta. Se puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de
bronce y le dirigió aladas palabras:

«Bienvenido, forastero, serás agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del
banquete, dirás qué precisas.»

Así diciendo, la condujo y ella le siguió, Palas Atenea. Cuando ya estaban dentro
de la elevada morada, llevó la lanza y la puso contra una larga columna, dentro
del pulimentado guardalanzas donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo. La
condujo e hizo sentar en un sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus
pies había un escabel. Al lado colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes,
no fuera que el huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con el banquete
alcanzado por sus arrogancias y para preguntarle sobre su padre ausente. Y una
esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa
jarra de oro, para que se lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. Luego
la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas
escogidas, favoreciéndole entre los que estaban presentes. El trinchante les ofreció
fuentes de toda clase de carnes que habían sacado del trinchador y a su lado colocó
copas de oro. Y un heraldo se les acercaba a menudo y les escanciaba vino.

Luego entraron los arrogantes pretendientes y enseguida comenzaron a sentarse


por orden en sillas y sillones. Los heraldos les derramaron agua sobre las manos, las
esclavas amontonaron pan en las canastas y los jóvenes coronaron de vino las crá-
teras. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían dispuestos delante. Después

26
La Odisea

que habían echado de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el


canto y la danza, pues estos son complementos de un banquete; así que un heral-
do puso hermosa cítara en manos de Femio, quien cantaba a la fuerza entre los
pretendientes, y este rompió a cantar un bello canto acompañándose de la cítara.

Entonces Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca su cabe-


za para que no se enteraran los demás:

«Forastero amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Estos se ocupan de la cítara
y el canto —¡y bien fácilmente!—, pues se están comiendo sin pagar unos bienes
ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos ya se están pudriendo bajo la acción
de la lluvia, tirados sobre el litoral, o los voltean las olas en el mar. ¡Si al menos lo
vieran de regreso a Itaca...! Todos desearían ser más veloces de pies que ricos en oro
y vestidos. Sin embargo, ahora ya está perdido de aciago destino, y ninguna espe-
ranza nos queda por más que alguno de los terrenos hombres asegure que volverá.
Se le ha acabado el día del regreso.

«Pero, vamos, dime esto —e infórmame con verdad—: ¿quién, de dónde eres entre
los hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has llegado?,
¿cómo te han conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian de ser? Por-
que no creo en absoluto que hayas llegado aquí a pie. Dime también con verdad,
para que yo lo sepa, si vienes por primera vez o eres huésped de mi padre; que
muchos otros han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía frecuentes
visitas a los hombres.»

Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:

«Claro que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo ser
Mentes, hijo de Anquíalo, y reino sobre los tafios, amantes del remo. Ahora acabo
de llegar aquí con mi nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el
vino hacia hombres de otras tierras; voy a Temesa en busca de bronce y llevo relu-
ciente hierro. Mi nave está atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies
del boscoso monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de padre;
puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes, de quien afirman que ya no
viene nunca a la ciudad y sufre penalidades en el campo en compañía de una an-
ciana sierva que le pone comida y bebida cuando el cansancio se apodera de sus
miembros, de recorrer penosamente la fructífera tierra de sus productivos viñedos.

«He venido ahora porque me han asegurado que tu padre estaba en el pueblo.
Pero puede que los dioses lo hayan detenido en el camino, porque en modo alguno
esta muerto sobre la tierra el divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo aún, en
algún lugar del ancho mar, en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen
hombres crueles y salvajes que lo sujetan contra su voluntad.

«Así que te voy a decir un presagio —porque los inmortales lo han puesto en mi
pecho y porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino ni entienda una
palabra de aves de agüero—: ya no estará mucho tiempo lejos de su tierra patria,

27
Homero

ni aunque lo retengan ligaduras de hierro. Él pensará cómo volver, que es rico en


recursos.

«Pero, vamos, dime —e infórmame con verdad— si tú, tan grande ya, eres hijo del
mismo Odiseo. Te pareces a aquel asombrosamente en la cabeza y los lindos ojos;
que muy a menudo nos reuníamos antes de embarcar él para Troya, donde otros
argivos, los mejores, embarcaron en las cóncavas naves. Desde entonces no he visto
a Odiseo, ni él a mí.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Desde luego, huésped, te voy a hablar sinceramente. Mi madre asegura que soy
hijo de él; yo, en cambio, no lo sé; que jamás conoció nadie por sí mismo su propia
estirpe.

¡Ojalá fuera yo el hijo dichoso de un hombre al que alcanzara la vejez en medio de


sus posesiones! Sin embargo, se ha convertido en el más desdichado de los mortales
hombres aquel de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo preguntas.»

Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:

«Seguro que los dioses no te han dado linaje sin nombre, puesto que Penélope te
ha engendrado tal como eres. Conque, vamos, dime esto — e infórmame con ver-
dad—: ¿qué banquete, qué reunión es esta y qué necesidad tienes de ella?

¿Se trata de un convite o de una boda?, porque seguro que no es una comida a
escote: ¡tan irrespetuosos me parece que comen en el palacio, más de lo convenien-
te! Se irritaría viendo tantas torpezas cualquier hombre con sentido común que
viniera.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Huésped, puesto que me preguntas esto a inquieres, este palacio fue en otro tiem-
po seguramente rico a irreprochable mientras aquel hombre estaba todavía en
casa. Pero ahora los dioses han decidido otra cosa maquinando desgracias; lo han
hecho ilocalizable más que al resto de los hombres. No me lamentaría yo tanto
por él aunque estuviera muerto, si hubiera sucumbido entre sus compañeros en el
pueblo de los troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo cumplido
la odiosa tarea de la guerra. En este caso le habría construido una tumba el ejército
panaqueo y habría cosechado para el futuro un gran renombre para su hijo. Sin
embargo, las Harpías se lo han llevado sin gloria; se ha marchado sin que nadie lo
viera, sin que nadie le oyera, y a mí solo me ha legado dolores y lágrimas.

«Pero no solo lloro y me lamento por aquel; que los dioses me han proporcionado
otras malas preocupaciones, pues cuantos nobles reinan sobre las islas —Duliquio,
Same y la boscosa Zantez— y cuantos son poderosos en la escarpada Itaca pretenden
a mi madre y arruinan mi casa. Ella ni se niega al odioso matrimonio ni es capaz de

28
La Odisea

ponerles coto, y ellos arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego acabarán incluso


conmigo mismo.»

Y le contestó, irritada, Palas Atenea:

«¡Ay, ay, mucha falta te hace ya el ausente Odiseo!; que pusiera él sus manos sobre
los desvergonzados pretendientes. Pues si ahora, ya de regreso, estuviera en pie
ante el pórtico del palacio sosteniendo su hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como
yo le vi por primera vez en nuestro palacio bebiendo y gozando del banquete re-
cién llegado de Efira, del palacio de Mermérida... (había marchado allí Odiseo en
rápida nave para buscar veneno homicida con que untar sus broncíneas flechas.
Aquel no se lo dio, pues veneraba a los dioses que viven siempre, pero se lo entregó
mi padre, pues lo amaba en exceso).

¡Con tal atuendo se enfrentara Odiseo con los pretendientes! Corto el destino de
todos sería y amargas sus nupcias. Pero está en las rodillas de los dioses si tomará
venganza en su palacio al volver o no.

«En cuanto a ti, te ordeno que pienses la manera de echar del palacio a los pre-
tendientes. Conque, vamos, escúchame y presta atención a mis palabras: convoca
mañana en asamblea a los héroes aqueos y hazles a todos manifiesta tu palabra; y
que los dioses sean testigos. Ordena a los pretendientes que se dispersen a sus casas,
y a tu madre, si su deseo la impulsa a casarse, que vuelva al palacio de su poderoso
padre; le prepararán unas nupcias y le dispondrán una dote abundante, cuanta es
natural que acompañe a una hija querida.

«A ti, sin embargo, te voy a aconsejar sagazmente, por si quieres obedecerme: bota
una nave de veinte remos, la mejor, y marcha para informarte sobre tu padre largo
tiempo ausente, por si alguno de los mortales pudiera decirte algo o por si escucha-
ras la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias.

«Primero dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y desde allí a Esparta al


palacio del rubio Menelao, pues él ha llegado al postrero de los aqueos que visten
bronce. Si oyes de tu padre que vive y está de vuelta, soporta todavía otro año,
aunque tengas pesar; pero si oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa ense-
guida a tu tierra patria, levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en
abundancia, cuantas están bien.

Y entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas concluido, medita en tu


mente y en tu corazón la manera de matar a los pretendientes en tu casa con en-
gaño o a las claras.

Y es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de edad para hacerlo. ¿No
has oído qué fama ha cobrado el divino Orestes entre todos los hombres por haber
matado al asesino de su padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había quitado
la vida a su ilustre padre? También tú, amigo —pues te veo vigoroso y bello—, sé
valiente para que alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me marcho

29
Homero

ahora mismo a la rápida nave junto a mis compañeros, que deben estar cansados
de tanto esperarme. Tú ocúpate de esto y presta oídos a mis palabras.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Huésped, en verdad dices esto con sentimientos amigos, como un padre a su hijo,
y jamás los echaré a olvido. Mas, vamos, quédate ahora por muy deseoso que estés
del camino, para que después de bañarte y gozar en tu pecho marches alegre a
la nave portando un presente, un regalo estimable y hermoso que será para ti un
tesoro de mí, como los que hospedan dan a sus huéspedes.»

Y contestó luego Atenea, de ojos brillantes:

«No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón te empuje
a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno
bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa.»

Así hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó como un ave, e


infundió audacia en el pecho de Telémaco y valentía. Pero después de reflexionar
en su mente quedó estupefacto, pues pensó que era un dios. Y, mortal a los dioses
igual, marchó enseguida junto a los pretendientes.

Entre estos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos escuchaban sentados en silencio.
Cantaba el regreso de los aqueos que Palas Atenea les había deparado funesto
desde Troya. La hija de Icario, la prudente Penélope, acogió en su pecho el inspira-
do canto desde el piso de arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio;
mas no sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los preten-
dientes la divina entre las mujeres, se detuvo junto al pilar central del techo labrado
llevando ante sus mejillas un grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta.
Luego habló llorando al divino Aedo:

«Femio, sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales, hazañas de hombres y
dioses que los aedos hacen famosas. Cántales uno de estos sentado a su lado y que
ellos beban su vino en silencio; mas deja ya ese canto triste que me está dañando el
corazón dentro del pecho, puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor
inolvidable, pues añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre
cuyo renombre es amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos».

Y Telémaco le dijo discretamente:

«Madre mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos deleite como le impulse su
voluntad? No son los aedos culpables, sino en cierto sentido Zeus, el que dota a los
hombres que comen grano como quiere a cada uno».

Para este no habrá castigo porque cante el destino aciago de los dánaos, pues este
es el canto que más celebran los hombres, el que llega más reciente a los oyentes.

«Que tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues no solo Odiseo perdió en


Troya el día de su regreso, que también perecieron otros muchos hombres. Conque

30
La Odisea

marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las


esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y
sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio.»

Admiróse ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues puso en su interior la


palabra discreta de su hijo. Subió al piso de arriba en compañía de las esclavas y
luego rompió a llorar a Odiseo su esposo hasta que Atenea, de ojos brillantes, echo
dulce sueño sobre sus parpados.

Los pretendientes rompieron a alborotar en el sombrío mégaron y deseaban todos


acostarse en su cama al lado de ella. Entonces comenzó a hablarles Telémaco dis-
cretamente:

«Pretendientes de mi madre que tenéis excesiva insolencia, gocemos ahora con el


banquete y que no haya vocerío, puesto que lo mejor es escuchar a un aedo como
este, semejante en su voz a los dioses».

«Al amanecer marchemos a la plaza y sentémonos todos para que os diga sin
empacho que salgáis de mi palacio, os preparéis otros banquetes y comáis vuestros
propios bienes invitándoos mutuamente. Pero si os parece lo mejor y más acertado
consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si Zeus de algún modo
me concede que vuestras obras sean castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que
os vengue, dentro de este palacio!»

Así habló, y todos clavaron los dientes en sus labios. Estaban admirados de Teléma-
co porque había hablado audazmente. Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a él:

«Telémaco, seguramente los dioses mismos te enseñan a ser ya arrogante en la


palabra y a hablar audazmente. ¡Que el hijo de Crono no te haga rey de Itaca,
rodeada de mar, cosa que por linaje te corresponde como herencia paterna! »

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Antínoo, aunque te enojes conmigo por lo que voy a decir, esto es precisamente lo
que quisiera yo obtener si Zeus me lo concede. ¿O acaso crees que es lo peor entre
los hombres? No es nada malo ser rey, no; rápidamente tu palacio se hace rico y tú
mismo más respetado. Pero hay muchos otros personajes reales en Itaca, rodeada
de mar; que uno de ellos ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano
de mi palacio y de los esclavos que el divino Odiseo tomó para mí como botín. »

Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a su vez:

«Telémaco, en verdad está en las rodillas de los dioses quién de los aqueos va a rei-
nar en Itaca, rodeada de mar; tú harías mejor en conservar tus posesiones y reinar
sobre tus esclavos.

¡Cuidado no venga algún hombre que lo prive de tus posesiones por la fuerza, con-
tra tu voluntad, mientras Itaca siga habitada!

31
Homero

«Pero quiero, excelente, preguntarte sobre el forastero de dónde es, de qué tierra se
precia de ser y dónde tiene ahora su linaje y heredad paterna. ¿Acaso trae un men-
saje de tu padre ausente o ha llegado aquí por algún asunto propio? Cuán rápido
se levantó y marchó enseguida sin esperar a que lo conociéramos. Desde luego no
parecía en su aspecto un hombre del pueblo.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Eurímaco, con certeza se ha acabado el regreso de mi padre. No hago ya caso a


noticia alguna, venga de donde viniere, ni presto oídos al oráculo de procedencia
divina que mi madre pueda comunicarme llamándome al mégaron. Este hombre
es huésped paterno mío y afirma con orgullo que es Mentes, hijo del prudente An-
quíalo, y reina sobre los Tafios, amantes del remo.»

Así dijo Telémaco, aunque había reconocido a la diosa inmortal en su mente.

Volvieron ellos al baile y al canto para deleitarse y aguardaron al lucero de la tarde


y cuando se estaban deleitando les sobrevino este, así que se pusieron en camino
cada uno a su casa deseando acostarse.

Entonces Telémaco se dirigió cavilando hacia el lecho, hacia donde tenía construido
su suntuoso dormitorio en el muy hermoso patio, en lugar de amplia visión. Junto
a él llevaba teas ardientes la fiel Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que había
comprado en otro tiempo Laertes, cuando todavía era adolescente, por el valor de
veinte bueyes; la honraba en el palacio igual que a su casta esposa, pero nunca se
unió a ella en la cama por evitar la cólera de su mujer. Esta era quien llevaba a su
lado las ardientes antorchas y lo amaba más que ninguna esclava, pues lo había
criado cuando era pequeño.

Abrió Telémaco las puertas del dormitorio, suntuosamente construido, y se sentó en


el lecho, se desnudó del suave manto y lo echó sobre las manos de la muy diligente
anciana. Esta estiró y dobló el manto y colgándolo de un clavo junto al lecho agu-
jereado se puso en camino para salir del dormitorio.

Tiró de la puerta con una anilla de plata y echó el cerrojo con la correa.

Durante toda la noche, cubierto por el vellón de una oveja, planeaba él en su men-
te el viaje que le había dispuesto Atenea.

32
La Odisea

CANTO II
Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, al punto
el amado hijo de Odiseo se levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro
la aguda espada y bajo sus pies, brillantes como el aceite, calzó hermosas sandalias.

Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante a un dios en su porte y


ordenó a los vocipotentes heraldos que convocaran en asamblea a los aqueos de
largo cabello; aquellos dieron el bando y estos comenzaron a reunirse con premu-
ra. Después, cuando hubieron sido reunidos y estaban ya congregados, se puso en
camino hacia la plaza —en su mano una lanza de bronce—; mas no solo, que le
seguían dos lebreles de veloces patas. Entonces derramó Atenea sobre él una gracia
divina y lo contemplaban admirados todos los ciudadanos; se sentó en el trono de
su padre y los ancianos le cedieron el sitio.

A continuación comenzó a hablar entre ellos el héroe Egiptio, quien estaba ya en-
corvado por la vejez y sabía miles de cosas, pues también su hijo, el lancero Antifo,
había embarcado en las cóncavas naves en compañía del divino Odiseo hacia Ilión
de buenos potros; lo había matado el salvaje Cíclope en su profunda cueva y lo ha-
bía preparado como último bocado de su cena. Aún le quedaban tres: uno estaba
entre los pretendientes y los otros dos cuidaban sin descanso los bienes paternos.
Pero ni aun así se había olvidado de aquel, siempre lamentándose y afligiéndose.
Derramando lágrimas por su hijo levantó la voz y dijo:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. Nunca hemos tenido
asamblea ni sesión desde que el divino Odiseo marchó en las cóncavas naves.
¿Quién, entonces, nos convoca ahora de esta manera? ¿A quién ha asaltado tan
grande necesidad ya sea de los jóvenes o de los ancianos?

¿Acaso ha oído alguna noticia de que llega el ejército, noticia que quiere revelarnos
una vez que él se ha enterado?, ¿o nos va a manifestar alguna otra cosa de interés
para el pueblo? A mí me parece que es noble, afortunado. ¡Así Zeus llevara a tér-
mino lo bueno que él revuelve en su mente!»

Así habló, y el amado hijo de Odiseo se alegró por sus palabras. Con que ya no es-
tuvo sentado por más tiempo y sintió un deseo repentino de hablar. Se puso en pie

33
Homero

en mitad de la plaza y le colocó el cetro en la mano el heraldo Pisenor, conocedor


de consejos discretos.

Entonces se dirigió primero al anciano y dijo:

«Anciano, no está lejos ese hombre, soy yo el que ha convocado al pueblo (y tú lo


sabrás pronto), pues el dolor me ha alcanzado en demasía. No he escuchado noticia
alguna de que llegue el ejército que os vaya a revelar después de enterarme yo, ni
voy a manifestaros ni a deciros nada de interés para el pueblo, sino un asunto mío
privado que me ha caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos: uno es
que he perdido a mi noble padre, que en otro tiempo reinaba sobre vosotros aquí
presentes y era bueno como un padre. Pero ahora me ha sobrevenido otra peste
aún mayor que está a punto de destruir rápidamente mi casa y me va a perder
toda la hacienda: asedian a mi madre, aunque ella no lo quiere, unos pretendien-
tes hijos de hombres que son aquí los más nobles. Estos tienen miedo de ir a casa de
su padre Icario para que este dote a su hija y se la entregue a quien él quiera y en-
cuentre el favor de ella. En cambio vienen todos los días a mi casa y sacrifican bue-
yes, ovejas y gordas cabras y se banquetean y beben a cántaros el rojo vino. Así que
se están perdiendo muchos bienes, pues no hay un hombre como Odiseo que arroje
esta maldición de mi casa. Yo todavía no soy para arrojarla, pero ¡seguro que más
adelante voy a ser débil y desconocedor del valor! En verdad que yo la rechazaría
si me acompañara la fuerza, pues ya no son soportables las acciones que se han
cometido y mi casa está perdida de la peor manera. Indignaos también vosotros y
avergonzaos de vuestros vecinos, los que viven a vuestro lado. Y temed la cólera de
los dioses, no vaya a ser que cambien la situación irritados por sus malas acciones.
Os lo ruego por Zeus Olímpico y por Temis, la que disuelve y reúne las asambleas
de los hombres; conteneos, amigos, y dejad que me consuma en soledad, víctima
de la triste pena — a no ser que mi noble padre Odiseo alguna vez hiciera mal a los
aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me estáis dañando rencorosamen-
te y animáis a los pretendientes. Para mí sería más ventajoso que fuerais vosotros
quienes consumen mis propiedades y ganado. Si las comierais vosotros algún día
obtendría la devolución, pues recorrería la ciudad con mi palabra demandándoos
el dinero hasta que me fuera devuelto todo; ahora, sin embargo, arrojáis sobre mi
corazón dolores incurables.»

Así habló indignado y arrojó el cetro a tierra con un repentino estallido de lágrimas.
Y la lástima se apoderó de todo el pueblo. Quedaron todos en silencio y nadie se
atrevió a replicar a Telémaco con palabras duras; solo Antínoo le dijo en contestación:

«Telémaco, fanfarrón, incapaz de reprimir tu cólera; ¿qué cosa has dicho, cubrién-
donos de vergüenza? Desearías cubrirnos de baldón. Sabes que los culpables no son
los pretendientes de entre los aqueos, sino tu madre, que sabe muy bien de astucias.
Pues ya es este el tercer año, y con rapidez se acerca el cuarto, desde que aflige el
corazón en el pecho de los aqueos. A todos da esperanzas y hace promesas a cada
pretendiente enviándole recados; pero su imaginación maquina otras cosas.

34
La Odisea

«Y ha meditado este otro engaño en su pecho: levantó un gran telar en el palacio y


allí tejía, telar sutil a inacabable, y sin dilación nos dijo: “Jóvenes pretendientes míos,
puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad, por mucho que deseéis esta
boda conmigo, a que acabe este manto —no sea que se me pierdan inútilmente
los hilos—, este sudario para el héroe Laertes, para cuando lo arrebate el destructor
destino de la muerte de largos lamentos. Que no quiero que ninguna de las aqueas
del pueblo se irrite conmigo si yace sin sudario el que tanto poseyó.”

«Así dijo, y nuestro noble ánimo la creyó. Así que durante el día tejía la gran tela
y por la noche, colocadas antorchas a su lado, la destejía. Su engaño pasó inad-
vertido durante tres años y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto
año y pasaron las estaciones, una de sus mujeres, que lo sabía todo, nos lo reveló
y sorprendimos a esta destejiendo la brillante tela. Así fue como la terminó, y no
voluntariamente, sino por la fuerza.

«Conque esta es la respuesta que te dan los pretendientes, para que la conozcas
tú mismo y la conozcan todos los aqueos: envía por tu madre y ordénala que se
case con quien la aconseje su padre y a ella misma agrade. Pero si todavía sigue
atormentando mucho tiempo a los hijos de los aqueos ejercitando en su mente las
cualidades que le ha concedido Atenea en exceso (ser entendida en trabajos feme-
ninos muy bellos y tener pensamientos agudos y astutos como nunca hemos oído
que tuvieran ninguna de las aqueas de lindas trenzas ni siquiera de las que vivieron
antiguamente, como Tiro, Alcmena y Micena de linda corona — ninguna de ellas
pensó planes semejantes a los de Penélope—), entonces, esto al menos no habrá
sido lo más conveniente que haya planeado. Pues tu hacienda y propiedades te
serán devoradas mientras ella mantenga semejante decisión que los dioses han
puesto ahora en su pecho. Se está creando para sí una gran gloria, pero para ti solo
la añoranza de tu mucha hacienda.

«En cuanto a nosotros, no marcharemos a nuestros trabajos ni a parte alguna hasta


que se case con el que quiera de los aqueos.»

Y le respondió Telémaco discretamente:

«Antínoo, no me es posible echar de mi casa contra su voluntad a la que me ha


dado a luz, a la que me ha criado, mientras mi padre está en otra parte de la
tierra, viva él o esté muerto. Y será terrible para mí devolver a Icario muchas cosas
si envío a mi madre por propia iniciativa. Por parte de mi padre sufriré castigo y
otros me darán la divinidad, puesto que mi madre conjurará a las diosas Erinias
si se marcha de casa, y también por parte de los hombres tendré castigo. Por esto
jamás diré yo esa palabra. Conque, si vuestro ánimo se irrita por esto, salid de mi
palacio y preparaos otros banquetes comiendo vuestras posesiones e invitándoos en
vuestras casas recíprocamente, que yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por
si Zeus me concede que vuestras obras sean castigadas de algún modo: ¡pereceréis
al punto, sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!»

35
La Odisea

Así habló Telémaco, y Zeus que ve a lo ancho, le echó a volar dos águilas desde
arriba, desde las cumbres de la montaña. Estas se dirigían volando a la par del
soplo del viento cerca una de otra, extendidas las alas. Cuando llegaron al centro
de la plaza, donde mucho se habla, comenzaron a dar vueltas batiendo sus espesas
alas y llegaron cerca de las cabezas de todos, y en sus ojos brillaba la muerte. Y
desgarrándose con las uñas mejillas y cuellos se lanzaron por la derecha a través de
las casas y la ciudad de los itacenses. Admiraron estos aterrados a las aves cuando
las vieron con sus ojos, y removían en su corazón qué era lo que iba a cumplirse. Y
entre ellos habló el anciano héroe Haliterses Mastorida, pues solo él aventajaba a
los de su edad en conocer los pájaros y explicar presagios. Levantó la voz con bue-
nas intenciones hacia ellos y comenzó a hablar:

«Ahora, itacenses, escuchadme a mí lo que voy a deciros —y es sobre todo a los pre-
tendientes a quienes voy a hacer esta revelación—: sobre ellos anda dando vueltas
una gran desgracia, pues Odiseo ya no estará mucho tiempo lejos de los suyos, sino
que ya está cerca, en alguna parte, y está sembrando la muerte y el destino para
todos estos. También para otros muchos de los que habitamos Itaca, hermosa al
atardecer, habrá desgracias. Pensemos entonces cuanto antes cómo ponerles tér-
mino o bien que se lo pongan ellos a sí mismos, pues esto será lo que más les convie-
ne. Y yo no vaticino como un inexperto, sino como uno que sabe bien. Os aseguro
que todo se está cumpliendo para él como se lo dije cuando los argivos embarcaron
para Ilión y con ellos marchó el astuto Odiseo. Le dije que sufriría muchas calami-
dades, que perdería a todos sus compañeros y que volvería a casa a los veinte años
desconocido de todos. Y ya se está cumpliendo todo.»

Y le contestó Eurímaco, hijo de Pólibo:

«Viejo, vete ya a casa a profetizar a tus hijos, no sea que sufran alguna desgracia
en el futuro. Estas cosas las vaticino yo mucho mejor que tú. Numerosos son los
pájaros que van y vienen bajo los rayos del Sol y no todos son de agüero. Está claro
que Odiseo ha muerto lejos —¡ojalá que hubieras perecido tú también con él!; no
habrías dicho tantos vaticinios ni habrías incitado al irritado Telémaco esperando
ansiosamente un regalo para tu casa, por si te lo daba. Conque voy a hablarte,
y esto sí se va a cumplir: si tú, sabedor de muchas y antiguas cosas, incitas con tus
palabras a un hombre más joven a que se irrite, para él mismo primero será más
penoso —pues nada podrá conseguir con estas predicciones—, y a ti, viejo, te pon-
dremos una multa que te será doloroso pagar. Y tu dolor será insoportable.

En cuanto a Telémaco, yo mismo voy a darle un consejo delante de todos: que


ordene a su madre volver a casa de su padre. Ellos le prepararán unas nupcias y le
dispondrán una muy abundante dote, cuanta es natural que acompañe a una hija
querida. No creo yo que los hijos de los aqueos renuncien a su pretensión laboriosa,
pues no tememos a nadie a pesar de todo y no, desde luego, a Telémaco por mucha
palabrería que muestre. Tampoco hacemos caso del presagio sin cumplimiento que
tú, viejo, nos revelas haciéndotenos todavía más odioso. Igualmente serán devora-
dos tus bienes de mala manera y jamás lo serán compensados, al menos mientras

37
Homero

ella entretenga a los aqueos respecto de su boda. Pues nosotros nos mantenemos
expectantes todos los días y rivalizamos por causa de su excelencia, y no marcha-
mos tras otras con las que a cada uno nos convendría casar.»

Entonces le contestó Telémaco discretamente:

«Eurímaco y demás ilustres pretendientes: no voy a apelar más a vosotros ni tengo


más que decir; ya lo saben los dioses y todos los aqueos. Pero dadme ahora una
rápida nave y veinte compañeros que puedan llevar a término conmigo un viaje
aquí y allá, pues me voy a Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso
de mi padre, largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales me lo dice o escu-
cho la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias.
Si oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré todavía otro año; pero si oigo
que ha muerto y que ya no vive, regresaré enseguida a mi tierra patria, levantaré
una tumba en su honor y le ofrendaré exequias en abundancia, cuantas está bien,
y entregaré mi madre a un marido.»

Así hablando se sentó, y entre ellos se levantó Méntor, que era compañero del irre-
prochable Odiseo y a quien este al marchar en las naves había encomendado toda
su casa — que obedecieran todos al anciano y que él conservara todo intacto—.
Este levantó la voz con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros: ¡que de ahora en adelante
ningún rey portador de cetro sea benévolo, ni amable, ni bondadoso, y no sea justo
en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente!, pues del divino
Odiseo no se acuerda ninguno de los ciudadanos sobre los que reinó, aunque era
tierno como un padre. Mas yo me lamento no de que los esforzados pretendientes
cometan acciones violentas por la maldad de su espíritu, pues exponen sus propias
cabezas al comerse con violencia la hacienda de Odiseo, asegurando que este ya
no volverá jamás. Me irrito más bien contra el resto del pueblo, de qué modo estáis
todos sentados en silencio y, aun siendo muchos, no contenéis a los pretendientes,
que son pocos, cercándoles con vuestras palabras.»

Y le contestó Leócrito, el hijo de Evenor:

«Obstinado Méntor, ayuno de sesos; ¿qué has dicho incitándolos a que nos conten-
gan? Difícil sería incluso a hombres más numerosos luchar por un banquete. Pues
aunque el itacense Odiseo viniera en persona y maquinara en su mente arrojar del
palacio a los nobles pretendientes que se banquetean en su casa, no se alegraría su
esposa de que viniera, por mucho que lo desee, sino que allí mismo atraería sobre
sí vergonzosa muerte si luchara con hombres más numerosos. Y tú no has hablado
como te corresponde.

Vamos, ciudadanos, dispersaos cada uno a sus trabajos. A este le ayudarán para
el viaje Méntor y Halitérses, que son compañeros de su padre desde hace mucho
tiempo. Aunque sentado por mucho tiempo, creo yo, escuchará las noticias en Itaca
y jamás llevará a término tal viaje. »

38
La Odisea

Así habló y disolvió la asamblea rápidamente. Se dispersaron cada uno a su casa y


los pretendientes marcharon al palacio del divino Odiseo.

Telémaco, en cambio, se alejó hacia la orilla del mar, lavó sus manos en el canoso
mar y suplicó a Atenea:

«Préstame oídos tú, divinidad que llegaste ayer a mi palacio y me diste la orden
de marchar en una nave sobre el brumoso ponto para informarme sobre el regreso
de mi padre, largo tiempo ausente. Todo esto lo están retrasando los aqueos, sobre
todo los pretendientes, funestamente arrogantes.»

Así habló suplicándole; Atenea se le acercó semejante a Méntor en la figura y voz y


se dirigió a él con aladas palabras:

«Telémaco, no serás en adelante cobarde ni estúpido si has heredado el noble co-


razón de tu padre; ¡cómo era él para realizar obras y palabras! Por esto tu viaje
no va a ser infructuoso ni baldío. Pero si no eres hijo de aquel y de Penélope, no
tengo esperanza alguna de que lleves a cabo lo que meditas. Pocos, en efecto, son
los hijos iguales a su padre; la mayoría son peores y solo unos pocos son mejores que
su padre. Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde ni estúpido ni te ha
abandonado del todo el talento de Odiseo, hay esperanza de que llegues a realizar
tal empresa.

«Deja, pues, ahora las intenciones y pensamientos de los enloquecidos pretendien-


tes, pues no son sensatos ni justos; no saben que la muerte y la negra Ker están ya a
su lado para matar a todos en un día. El viaje que preparas ya no está tan lejano
para ti, y es que yo soy tan buen amigo de tu padre que te voy a aparejar una
rápida nave y acompañar en persona.

«Conque marcha ahora a tu casa a reunirte con los pretendientes; prepara provi-
siones y mételas todas en recipientes, el vino en cántaros, y la harina, sustento de
los hombres, en pellejos espesos. Yo voy por el pueblo a reunir voluntarios. Existen
numerosas naves en Itaca, rodeada de corriente, nuevas y viejas; veré cuál es la
mejor y aparejándola rápidamente la lanzaremos al ancho ponto.»

Así habló Atenea, hija de Zeus, y Telémaco ya no aguardó más, pues había escu-
chado la voz de un dios. Así que se puso en camino, su corazón acongojado, hacia
el palacio y encontró a los altivos pretendientes degollando cabras y asando cerdos
en el patio.

Antínoo se encaminó riendo hacia Telémaco, le tomó de la mano, le dijo su palabra


y le llamó por su nombre:

«Telémaco, fanfarrón, incapaz de contener tu cólera, que no ocupe tu pecho nin-


guna acción o palabra mala, sino comer y beber conmigo como antes. Los aqueos
te prepararán una nave y remeros elegidos para que llegues con más rapidez a la
agradable Pilos en busca de noticias de tu ilustre padre.»

39
Homero

Y le respondió Telémaco discretamente:

«Antínoo, no me es posible comer callado en vuestra arrogante compañía y gozar


tranquilamente. ¿O es que no es bastante que me hayáis destruido hasta ahora
muchas y buenas cosas de mi propiedad, pretendientes, mientras era todavía un
niño? Mas ahora que ya soy grande y que, escuchando la palabra de los demás,
comprendo todo y el arrojo me ha crecido en el pecho, intentaré enviaros las funes-
tas Keres, ya sea marchando a Pilos o aquí mismo, en el pueblo.

«Me marcho —y el viaje que os anuncio no será infructuoso— como pasajero, pues
no poseo naves ni remeros. Esto os parecía lo más ventajoso para vosotros!»

Así dijo y retiró con rapidez su mano de la mano de Antínoo.

Y los pretendientes se aplicaban al banquete dentro del palacio y se mofaban de él


zahiriéndolo con sus palabras.

Así decía uno de los jóvenes arrogantes:

«Seguro que Telémaco nos está meditando la muerte; traerá alguien de la areno-
sa Pilos para que lo defienda o tal vez de Esparta, pues mucho lo desea. O quizá
quiere ir a Efira, tierra fértil, a fin de traer de allí venenos que corrompen la vida y
echarlos en la crátera para destruirnos a todos.»

Y otro de los jóvenes arrogantes decía:

«¿Quién sabe si, marchando en la cóncava nave, no perece también él vagando


lejos de los suyos como Odiseo! Así nos acrecentaría el trabajo, pues repartiríamos
todos sus bienes y la casa se la daríamos a su madre y al que con ella casara para
que la conservaran.»

Mientras así hablaban descendió Telémaco a la despensa de elevado techo de su


padre, espaciosa, donde había oro amontonado en el suelo y bronce, y en arcones
vestidos, y oloroso aceite en abundancia. También había allí dispuestas en fila, junto
a la pared, tinajas de añejo vino sabroso que contenían sin mezcla la divina bebida
por si alguna vez volvía a casa Odiseo después de sufrir dolores sin cuento. Las puer-
tas que allí había se podían cerrar fuertemente ensambladas, eran de dos hojas, y
permanecía allí día y noche un ama de llaves que vigilaba todo con la agudeza de
su mente, Euriclea, hija de Ope Pisenórida.

A esta dirigió Telémaco su palabra llamándola a la despensa:

«Vamos, ama, sácame en ánforas sabroso vino, el más preciado después del que
tú guardas pensando en aquel desdichado, por si viene algún día Odiseo de linaje
divino después de evitar la muerte y las Keres; lléname doce hasta arriba y ajusta
todas con tapas. Échame también harina en bien cosidos pellejos, hasta veinte me-
didas de harina de trigo molido. Solo tú debes saberlo. Que esté todo preparado,
pues lo recogeré por la tarde cuando ya mi madre haya subido al piso de arriba y

40
La Odisea

esté ocupada en acostarse. Me marcho a Esparta y a la arenosa Pilos para enterar-


me del regreso de mi padre, por si oigo algo.»

Así habló; rompió en lamentos su nodriza Euriclea y dijo llorando aladas palabras:

«¿Por qué, hijo mío, tienes en tu interior este proyecto? ¿Por dónde quieres ir a
una tierra tan grande siendo el bienamado hijo único? Ha sucumbido lejos de su
patria Odiseo, de linaje divino, en un país desconocido, y estos te andan meditando
la muerte para el mismo momento en que te marches, para que mueras en em-
boscada. Ellos se lo repartirán todo. Anda, quédate aquí sentado sobre tus cosas;
no tienes necesidad ninguna de sufrir penalidades en el estéril ponto ni de andar
errante.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Anímate, ama, puesto que esta decisión me ha venido no sin un dios. Ahora júra-
me que no dirás esto a mi madre antes de que llegue el día décimo o el duodécimo,
o hasta que ella misma me eche de menos y oiga que he partido, para que no afee,
desgarrándola, su hermosa piel.»

Así habló, y la anciana juró por los dioses con gran juramento que no lo haría.
Cuando hubo jurado y llevado a término este juramento, vertió enseguida vino en
las ánforas y echó harina en bien cosidos sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia
las habitaciones de abajo para reunirse con los pretendientes. Entonces la diosa de
ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea. Tomando la forma de Telémaco marchó
por toda la ciudad y poniéndose cerca de cada hombre les decía su palabra; les or-
denaba que se congregaran con el crepúsculo junto a la rápida nave. Después pidió
una rápida nave a Noemón, esclarecido hijo de Fronio, y este se la ofreció de buena
gana. Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces
empujó hacia el mar a la rápida nave, puso en ella todas las provisiones que suelen
llevar las naves de buenos bancos y la detuvo al final del puerto.

Los valientes compañeros ya se habían congregado en grupo, pues la diosa había


movido a cada uno en particular. Entonces, la diosa de ojos brillantes, Atenea, con-
cibió otra idea: se puso en camino hacia el palacio del divino Odiseo y una vez a l l í
derramó dulce sueño sobre los pretendientes, los hechizó cuando bebían e hizo caer
las copas de sus manos. Y estos se apresuraron por la ciudad para ir a dormir y ya no
estuvieron sentados por más tiempo, pues el sueño se posaba sobre sus párpados.

Entonces Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a Telémaco llamándolo desde fuera del
palacio, agradable para vivir, asemejándose a Méntor en la figura y timbre de voz:

«Ya tienes sentados al remo a tus compañeros de hermosas grebas y esperan tu


partida. Vamos, no retrasemos por más tiempo el viaje.»

Así habló, y lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él marchaba en pos de las


huellas de la diosa. Cuando llegaron a la nave y al mar encontraron sobre la ribera
a los aqueos de largo cabello y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:

41
Homero

«Aquí, los míos, traigamos las provisiones; ya está todo junto en mi palacio. Mi ma-
dre no está enterada de nada ni las demás esclavas; solo una ha oído mi palabra.»

Así habló y los condujo, y ellos le seguían de cerca. Se llevaron todo y lo pusieron en
la nave de buenos bancos como había ordenado el querido hijo de Odiseo.

Subió luego Telémaco a la nave; Atenea iba delante y se sentó en la popa, y a su


lado se sentó Telémaco.

Los compañeros soltaron las amarras, subieron todos y se sentaron en los bancos. Y
Atenea, de ojos brillantes, les envió un viento favorable, el fresco Céfiro que silba
sobre el ponto rojo como el vino.

Telémaco animó a sus compañeros, les ordenó que se asieran a las jarcias y estos
escucharon al que les urgía. Levantaron el mástil de abeto y lo colocaron dentro del
hueco construido en medio, lo ataron con maromas y extendieron las blancas velas
con bien retorcidas correas de piel de buey. El viento hinchó la vela central y las
purpúreas olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su marcha, y corría
apresurando su camino sobre las olas.

Después ataron los aparejos a la rápida nave y levantaron las cráteras llenas de
vino hasta los bordes haciendo libaciones a los inmortales dioses, que han nacido
para siempre, y entre todos especialmente a la de ojos brillantes, a la hija de Zeus.

Y la nave continuó su camino toda la noche y durante el amanecer.

42
La Odisea

CANTO III
Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre
Habíase levantado Helios, abandonando el hermosísimo estanque del mar, hacia
el broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales y a los mortales caducos sobre la
Tierra donadora de vida, cuando llegaron a Pilos, la bien construida ciudadela de
Neleo.

Los pilios estaban sacrificando sobre la ribera del mar toros totalmente negros en
honor del de azuloscura cabellera, el que sacude las tierras. Había nueve asientos y
en cada uno estaban sentados quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda
de nueve toros. Mientras estos gustaban las entrañas y quemaban los muslos en
honor del dios, los itacenses entraban en el puerto; amainaron las velas de la equi-
librada nave, las ataron, fondearon la nave y descendieron.

Entonces descendió Telémaco de la nave y Atenea iba delante. Y a él dirigió sus


primeras palabras la diosa de ojos brillantes:

«Telémaco, ya no has de tener vergüenza, ni un poco siquiera, pues has navegado


el mar para inquirir dónde oculta la tierra a tu padre y qué suerte ha corrido.

«Conque, vamos, marcha directamente a casa de Néstor, domador de caballos;


sepamos qué pensamientos guarda en su pecho. Y suplícale para que te diga la
verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Méntor, ¿cómo voy a ir a abrazar sus rodillas? No tengo aún experiencia alguna
en discursos ajustados. Y además a un hombre joven le da vergüenza preguntar a
uno más viejo.»

Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió de nuevo a él:

«Telémaco, unas palabras las concebirás en tu propia mente y otras te las infundirá
la divinidad. Estoy seguro de que tú has nacido y te has criado no sin 1a voluntad
de los dioses.»

43
Homero

Así habló y lo condujo con rapidez Palas Atenea, y él siguió en pos de la diosa. Lle-
garon a la asamblea y a los asientos de los hombres de Pilos, donde Néstor estaba
sentado con sus hijos, y en torno a ellos los compañeros asaban la carne y la ensarta-
ban preparando el banquete. Cuando vieron a los forasteros se reunieron todos en
grupo, les tomaron de las manos en señal de bienvenida y les ordenaron sentarse.
Pisístrato, el hijo de Néstor, fue el primero que se les acercó: les tomó a ambos de la
mano y los hizo sentarse en torno al banquete sobre blandas pieles de ovejas, en las
arenas marinas, a la vera de su hermano Trasimedes y de su padre. Luego les dio
parte de las entrañas, les vertió vino en copa de oro y dirigió a Palas Atenea, la hija
de Zeus, portador de égidas, sus palabras de bienvenida:

«Forastero, eleva tus súplicas al soberano Poseidón, pues en su honor es el banquete


con el que os habéis encontrado al llegar aquí. Luego que hayas hecho las libacio-
nes y súplicas como está mandado, entrega también a este la copa de agradable
vino para que haga libación; que también él, creo yo, hace súplicas a los inmortales,
pues todos los hombres necesitan a los dioses. Pero es más joven, de mi misma edad,
por eso quiero darte a ti primero la copa de oro.»

Así diciendo, puso en su mano la copa de agradable vino; Atenea dio las gracias al
discreto, al cabal hombre, porque le había dado a ella primero la copa de oro y a
continuación dirigió una larga plegaria al soberano Poseidón:

«Escúchame, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, y no te opongas por


rencor a que los que te suplican llevemos a término esta empresa. Concede a Néstor
antes que a nadie, y a sus hijos, honor, y después concede a los demás pilios una
recompensa en reconocimiento por su espléndida hecatombe. Concede también a
Telémaco y a mí que volvamos después de haber conseguido aquello por lo que
hemos venido aquí en veloz, negra nave.»

Así orando, realizó (ritualmente) todo y entregó a Telémaco la hermosa copa do-
ble. Y el querido hijo de Odiseo elevó su súplica de modo semejante.

Cuando habían asado la carne exterior de las víctimas, la sacaron del asador, re-
partieron las porciones y se aplicaron al magnífico festín. Y después que habían
echado de sí el apetito de comer y beber, comenzó a hablarles el de Gerenias, el
caballero Néstor:

«Ahora que se han saciado de comida, lo mejor es entablar conversación y pregun-


tar a los forasteros quiénes son. Forasteros, ¿quiénes sois?, ¿de dónde habéis llegado
navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto o sin rumbo
como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y
llevando la destrucción a los de otras tierras?»

Y Telémaco se llenó de valor y le contestó discretamente; pues la misma Atenea le


infundió valor en su interior para que le preguntara sobre su padre ausente y para
que cobrara fama de valiente entre los hombres:

44
Homero

«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, preguntas de dónde somos y yo
te lo voy a exponer en detalle.

«Hemos venido de Itaca, a los pies del monte Neyo, y el asunto de que te voy a
hablar es privado, no público. Ando a lo ancho en busca de noticias sobre mi padre
—por si las oigo en algún sitio—, de Odiseo el divino, el sufridor, de quien dicen que
en otro tiempo arrasó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya me he enterado
dónde alcanzó luctuosa muerte cada uno de cuantos lucharon contra los troyanos,
pero su muerte la ha hecho desconocida el hijo de Crono, pues nadie es capaz de
decirme claramente dónde está muerto, si ha sucumbido en tierra firme a manos
de hombres enemigos o en el mar entre las olas de Anfitrite. Por esto me llego
ahora a tus rodillas, por si quieres contarme su luctuosa muerte —la hayas visto
con tus propios ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante—; ¡digno de
lástima lo parió su madre! Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad, antes
bien cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico si es que alguna
vez mi padre, el noble Odiseo, te prometió algo y te lo cumplió en el pueblo de los
troyanos donde los aqueos sufríais penalidades.

Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad.»

Y le contestó luego el de Gerenias, el caballero Néstor:

«Hijo mío, puesto que me has recordado los infortunios que tuvimos que soportar
en aquel país los hijos de los aqueos de incontenible furia: cuánto vagamos con las
naves en el brumoso ponto, a la deriva en busca de botín por donde nos guiaba
Aquiles y cuánto combatimos en torno a la gran ciudad del soberano Príamo... Allí
murieron los mejores: allí reposa Ayax, hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí Patroslo,
consejero de la talla de los dioses, y allí mi querido hijo, fuerte a la vez que irrepro-
chable, Antíloco, que sobresalía en la carrera y en el combate. Otros muchos males
sufrimos además de estos. ¿Quién de los mortales hombres podría contar todas
aquellas cosas? Nadie, por más que te quedaras a su lado cinco o seis años para
preguntarle cuántos males sufrieron allí los aqueos de linaje divino. Antes volverías
apesadumbrado a tu tierra patria. Durante nueve años tramamos desgracias con-
tra ellos acechándoles con toda clase de engaños y a duras penas puso término (a
la guerra) el hijo de Cronos.

«Jamás quiso nadie igualársele en inteligencia, puesto que el divino Odiseo era muy
superior en toda clase de astucias, tu padre, si es que verdaderamente eres descen-
dencia suya. (Al verte se apodera de mí el asombro. En verdad vuestras palabras
son parecidas y no se puede decir que un hombre joven hable tan discretamente.)

«Jamás, durante todo el tiempo que estuvimos allí, hablábamos de diferente modo
yo y el divino Odiseo ni en la asamblea ni en el consejo, sino que teníamos un solo
pensamiento, y con juicio y prudente consejo mostrábamos a los aqueos cómo sal-
dría todo mejor.

«Después, cuando habíamos saqueado la elevada ciudad de Príamo y embarca-


mos en las naves y la divinidad dispersó a los aqueos, Zeus concibió en su mente un

46
La Odisea

regreso lamentable para los argivos porque no todos eran prudentes ni justos. Así
que muchos de estos fueron al encuentro de una desgraciada muerte por causa
de la funesta cólera de la de poderoso padre, de la de ojos brillantes que asentó la
disensión entre ambos atridas. Convocaron estos en asamblea a todos los aqueos,
insensatamente, a destiempo, cuando Helios se sumerge, y los hijos de los aqueos
se presentaron pesados por el vino, y les dijeron por qué habían reunido al ejército.

«Allí Menelao aconsejaba a todos los aqueos que pensaran en volver sobre el ancho
lomo del mar. Pero no agradó en absoluto a Agamenón, pues quería retener al
pueblo y ejecutar sagradas hecatombes para aplacar la tremenda cólera de Ate-
nea. ¡Necio!, no sabía que no iba a persuadirla, que no se doblega rápidamente
la voluntad de los dioses que viven siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se
contestaban con palabras agrias. Y los hijos de los aqueos de hermosas grebas se
levantaron con un vocerío sobrehumano: divididos en dos bandos les agradaba
una a otra decisión.

«Pasamos la noche removiendo en nuestro interior maldades unos contra otros,


pues ya Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.

«Al amanecer algunos arrastramos las naves hasta el divino mar y metimos nues-
tros botines y las mujeres de profundas cinturas. La mitad del ejército permaneció
allí, al lado del atrida Agamenón, pastor de su pueblo, pero la otra mitad embar-
camos y partimos.

Nuestras naves navegaban muy aprisa —una divinidad había calmado el ponto
que encierra grandes monstruos—y llegados a Ténedos realizamos sacrificios a los
dioses con el deseo de volver a casa. Pero Zeus no se preocupó aún de nuestro re-
greso. ¡Cruel! Él, que levantó por segunda vez agria disensión: unos dieron la vuelta
a sus bien curvadas naves y retornaron con el prudente soberano Odiseo, el de
pensamientos complicados, para dar satisfacción al atrida Agamenón, pero yo, con
todas mis naves agrupadas, las que me seguían, marché de allí porque barruntaba
que la divinidad nos preparaba desgracias.

«También marchó el belicoso hijo de Tideo y arrastró consigo a sus compañeros y


más tarde navegó a nuestro lado el rubio Menelao —nos encontró en Lesbos cuan-
do planeábamos el largo regreso: o navegar por encima de la escabrosa Quios en
dirección de la isla Psiría dejándola a la izquierda o bien por debajo de Quios junto
al ventiscoso Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un prodigio y en-
seguida esta nos lo mostró y nos aconsejó cortar por la mitad del mar en dirección
a Eubea, para poder escapar rápidamente de la desgracia. Así que levantó, para
que soplara, un sonoro viento y las naves recorrieron con suma rapidez los pecille-
nos caminos. Durante la noche arribaron a Geresto y ofrecimos a Poseidón muchos
muslos de toros por haber recorrido el gran mar. Era el cuarto día cuando los com-
pañeros del Tidida Diomedes, el domador de caballos, fondearon sus equilibradas
naves en Argos. Después yo me dirigí a Pilos y ya nunca se extinguió el viento desde
que al principio una divinidad lo envió para que soplara. Así llegué, hijo mío, sin

47
Homero

enterarme, sin saber quiénes se salvaron de los aqueos y quiénes perecieron, pero
cuanto he oído sentado en mi palacio lo sabrás —como es justo— y nada te oculta-
ré. Dicen que han llegado bien los mirmidones famosos por sus lanzas, a los que con-
ducía el ilustre hijo del valeroso Aquiles y que llegó bien Filoctetes, el brillante hijo
de Poyante. Idomeneo condujo hasta Creta a todos sus compañeros, los que habían
sobrevivido a la guerra, y el mar no se le engulló a ninguno. En cuanto al Atrida, ya
habéis oído vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo llegó y cómo Egisto le había
preparado una miserable muerte, aunque ya ha pagado lamentablemente. ¡Qué
bueno es que a un hombre muerto le quede un hijo! Pues aquel se ha vengado del
asesino de su padre, del tramposo Egisto, porque le había asesinado a su ilustre pa-
dre. También tú, hijo —pues te veo vigoroso y bello—, sé fuerte para que cualquiera
de tus descendientes hable bien de ti».

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, así es, por cierto; aquel se vengó
y los aqueos llevarán a lo largo y a lo ancho su fama, motivo de canto para los
venideros.

«¡Ojalá los dioses me dotaran de igual fuerza para hacer pagar a los pretendientes
por su dolorosa insolencia!, pues ensoberbecidos me preparan acciones malvadas.
Pero los dioses no han tejido para mí tal dicha; ni para mi padre ni para mí. Y ahora
no hay más remedio que aguantar.»

Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:

«Amigo —puesto que me has recordado y dicho esto—, dicen que muchos preten-
dientes de tu madre están cometiendo muchas injusticias en el palacio contra tu
voluntad. Dime si cedes de buen gusto o te odia la gente en el pueblo siguiendo una
inspiración de la divinidad. ¡Quién sabe si llegará Odiseo algún día y les hará pagar
sus acciones violentas, él solo o todos los aqueos juntos! Pues si la de ojos brillantes,
Atenea, quiere amarte del mismo modo que protegía al ilustre Odiseo en aquel
entonces en el pueblo de los troyanos donde los aqueos pasamos penalidades (pues
nunca he visto que los dioses amen tan a las claras como Palas Atenea le asistía a
él), si quiere amarte a ti así y preocuparte de ti en su ánimo, cualquiera de aquellos
se olvidaría del matrimonio.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Anciano, no creo que esas palabras lleguen a realizarse nunca. Has dicho algo
excesivamente grande. El estupor me tiene sujeto. Esas cosas no podrían sucederme
por más que lo espere ni aunque los dioses lo quisieran así.»

Y de pronto la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él:

«¡Telémaco, qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Es fácil para un
dios, si quiere, salvar a un hombre aun desde lejos. Preferiría yo volver a casa aun
después de sufrir mucho y ver el día de mi regreso, antes que morir al llegar, en mi

48
La Odisea

propio hogar, como ha perecido Agamenón víctima de una trampa de Egisto y de


su esposa. Pero, en verdad, ni siquiera los dioses pueden apartar la muerte, común
a todos, de un hombre, por muy querido que les sea, cuando ya lo ha alcanzado el
funesto Destino de la muerte de largos lamentos.»

Y le contestó discretamente Telémaco:

«Méntor, no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra preocupación. En ver-


dad ya no hay para él regreso alguno, que los dioses le han pensado la muerte y
la negra Ker. Ahora quiero hacer otra indagación y preguntarle a Néstor, puesto
que él sobresale por encima de los demás en justicia a inteligencia. Pues dicen que
ha sido soberano de tres generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mi-
rarlo. Néstor, hijo de Neleo —y dime la verdad—, ¿cómo murió el poderoso atrida
Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué muerte le preparó el tramposo Egisto,
puesto que mató a uno mucho mejor que él? ¿O es que no estaba en Argos de
Acaya, sino que andaba errante, en cualquier otro sitio, y Egisto lo mató cobrando
valor?»

Y le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:

«Hijo, te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes imaginarte qué habría pa-
sado si al volver de Troya el Atrida, el rubio Menelao, hubiera encontrado vivo a
Egisto en el palacio. Con seguridad no habrían echado tierra sobre su cadáver, sino
que los perros y las aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían despeda-
zado sin que lo llorara ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras
nosotros realizábamos en Troya innumerables pruebas, él estaba tranquilamente
en el centro de Argos, criadora de caballos, y trataba de seducir poco a poco a la
esposa de Agamenón con sus palabras. «Esta, al principio, se negaba al vergonzoso
hecho, la divina

Clitemnestra, pues poseía un noble corazón, y a su lado estaba también el aedo,


a quien el Atrida al marchar a Troya había encomendado encarecidamente que
protegiera a su esposa. Pero cuando el Destino de los dioses la forzó a sucumbir se
llevó al aedo a una isla desierta y lo dejó como presa y botín de las aves. Y Egisto
la llevó a su casa de buen grado sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos
sobre los sagrados altares de los dioses y colgó muchas ofrendas —vestidos y oro—
por haber realizado la gran hazaña que jamás esperó en su ánimo llevar a cabo.

«Nosotros navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo, con sentimientos comu-
nes de amistad. Pero cuando llegamos al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas,
Febo Apolo mató al piloto de Menelao alcanzándole con sus suaves flechas cuando
tenía entre sus manos el timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba
a la mayoría de los hombres en gobernar la nave cuando se desencadenaban las
tempestades. Así que se detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para enterrar a
su compañero y hacerle las honras fúnebres.

49
Homero

«Cuando ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó con sus cóncavas
naves la escarpada montaña de Maleas en su carrera, en ese momento el que ve a
lo ancho, Zeus, concibió para él un viaje luctuoso y derramó un huracán de silban-
tes vientos y monstruosas bien nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte
de las naves e impulsó a unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno a la
corriente del Jardano. Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en
el extremo de Górtina, en el nebuloso ponto, donde Noto impulsa las grandes olas
hacia el lado izquierdo del saliente, en dirección a Festos, y una pequeña piedra
detiene las grandes olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar la
muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves contra los escollos. Sin em-
bargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el viento y el agua las impulsaron
hacia Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y se dirigió con sus naves en
busca de gentes de lengua extraña.

«Y, entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa, y después de asesi-
nar al Atrida, el pueblo le estaba sometido. Siete años reinó sobre la dorada Mice-
nas, pero al octavo llegó de vuelta de Atenas el divino Orestes para su mal y mató
al asesino de su padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado a
su ilustre padre. Y después de matarlo dio a los argivos un banquete fúnebre por su
odiada madre y por el cobarde Egisto.

«Ese mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera, trayendo muchas riquezas,
cuantas podían soportar sus naves en peso.

«En cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos de tu casa, dejando
tus posesiones y hombres tan arrogantes en tu palacio, no sea que se lo repartan
todos tus bienes y se los coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo y
exhorto a que vayas junto a Menelao, pues él está recién llegado de otras regiones,
de entre tales hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien los
huracanes lo impulsen desde el principio hacia un mar tan grande que ni las aves
son capaces de recorrerlo en un año entero, puesto que es grande y terrorífico. Va-
mos, márchate con la nave y los compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu
disposición un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te servirán de
escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el rubio Menelao. Ruégale para
que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»

Así habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad. Y les dijo la diosa de ojos
brillantes, Atenea:

«Anciano, has hablado como te corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas y
mezclad el vino para que hagamos libaciones a Poseidón y a los demás inmortales
y nos ocupemos de dormir, pues ya es hora. Ya ha descendido la luz a la región de
las sombras y no es bueno estar sentado mucho tiempo en un banquete en honor
de los dioses, sino regresar.» Así habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a la
que hablaba.

50
La Odisea

Y los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los jóvenes coronaron de vino
las cráteras y lo repartieron entre todos haciendo una primera ofrenda, por orden,
en las copas. Luego arrojaron las lenguas al fuego y se pusieron en pie para hacer
la libación.

Cuando hubieron libado y bebido cuanto su apetito les pedía, Atenea y Telémaco,
semejante a un dios, se pusieron en camino para volver a la cóncava nave. Pero
Néstor todavía los retuvo tocándolos con sus palabras:

«No permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que volváis de mi casa a la rápi-
da nave como de casa de uno que carece por completo de ropas, o de un indigente
que no tiene mantas ni abundantes sábanas en casa ni un dormir blando para sí y
para sus huéspedes. Que en mi casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá
sobre los maderos de su nave el querido hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me
queden hijos en el palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que sea el
que arribe a mi palacio.»

Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:

«Has hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que Telémaco te hiciera
caso. Así, pues, él te seguirá para dormir en tu palacio, pero yo marcharé a la negra
nave para animar a los compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser el más
anciano entre ellos. Y los demás nos siguen por amistad, hombres jóvenes todos, de
la misma edad que el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave, y
al amanecer iré junto a los impetuosos caucones, donde se me debe una deuda no
de ahora ni pequeña, desde luego.

«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado a tu casa como huésped.
Y dale caballos, los que sean más veloces en la carrera y más excelentes en vigor».

Así hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la forma del buitre
barbado. Y la admiración atenazó a todos los aqueos. Admiróse el anciano cuando
lo vio con sus ojos y tomando la mano de Telémaco le dirigió su palabra y le llamó
por su nombre.

«Amigo, no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan joven, lo siguen los
dioses como escolta. Pues este no era otro de entre los que ocupan las mansiones
del Olimpo que la hija de Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también a
tu noble padre entre los argivos. Soberana, seme propicia, dame fama de nobleza
a mí mismo, a mis hijos y a mi venerable esposa y a cambio yo te sacrificaré una
cariancha novilla de un año, no domada, a la que jamás un hombre haya llevado
bajo el yugo. Te la sacrificaré rodeando de oro sus cuernos.»

Así dirigió sus súplicas y Palas Atenea le escuchó. Y el de Gerenia, el caballero Nés-
tor, condujo a sus hijos y yernos hacia sus hermosas mansiones.

Cuando llegaron al palacio de este soberano se sentaron por orden en sillas y sillones
y, una vez llegados, el anciano les mezcló una crátera de vino dulce al paladar que

51
Homero

el ama de llaves abrió —a los once años de estar cerrada— desatando la cubierta.
El anciano mezcló una crátera de este vino y oró a Atenea al hacer la libación, a la
hija de Zeus el que lleva la égida.

Después, cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto les pedía su apetito,
los parientes marcharon cada uno a su casa para dormir. Pero a Telémaco, el que-
rido hijo del divino Odiseo, lo hizo acostarse allí mismo el de Gerenia, el caballero
Néstor, en un lecho taladrado bajo el sonoro pórtico. Y a su lado hizo acostarse a
Pisístrato de buena lanza de fresno, caudillo de guerreros, el que de sus hijos per-
manecía todavía soltero en el palacio.

Néstor durmió en el centro de la elevada mansión y su señora esposa le preparó el


lecho y la cama.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó


del lecho el de Gerenia, el caballero Néstor. Salió y se sentó sobre las pulimenta-
das piedras que tenía, blancas, resplandecientes de aceite, delante de las elevadas
puertas, sobre las que solía sentarse antes Neleo, consejero de la talla de los dioses.
Pero este había ya marchado a Hades sometido por Ker, y entonces se sentaba
Néstor, el de Gerenia, el guardián de los aqueos, el que tenía el cetro.

Y sus hijos se congregaron en torno suyo cuando salieron de sus dormitorios, Eque-
frón y Estratio, Perseo y Trasímedes semejante a un dios. A continuación llegó a
ellos en sexto lugar el héroe Pisístrato, y a su lado sentaron a Telémaco semejante
a los dioses.

Y entre ellos comenzó a hablar el de Gerenia, el caballero Néstor:

«Hijos míos, llevad a cabo rápidamente mi deseo para que antes que a los demás
dioses propicie a Atenea, la que vino manifiestamente al abundante banquete en
honor del dios. Vamos, que uno marche a la llanura a por una novilla de modo que
llegue lo antes posible: que la conduzca el boyero; que otro marche a la negra nave
del valiente Telémaco y traiga a todos los compañeros dejando solo dos; que otro
ordene que se presente aquí Laerques, el que derrama el oro, para que derrame
oro en torno a los cuernos de la novilla. Los demás quedaos aquí reunidos y decid
a las esclavas que dispongan un banquete dentro del ilustre palacio; que traigan
asientos y leña alrededor y brillante agua.»

Así habló, y al punto todos se apresuraron. Y llegó enseguida la novilla de la llanura


y llegaron los compañeros del valiente Telémaco de junto a la equilibrada nave; y
llegó el broncero llevando en sus manos las herramientas de bronce, perfección del
arte: el yunque y el martillo y las bien labradas tenazas con las que trabajaba el
oro. Y llegó Atenea para asistir a los sacrificios. El anciano, el cabalgador de caba-
llos, Néstor, le entregó oro a Laerques, y este lo trabajó y derramó por los cuernos de
la novilla para que la diosa se alegrara al ver la ofrenda. Y llevaron a la novilla por
los cuernos Estratio y el divino Equefrón; y Areto salió de su dormitorio llevándoles
el agua-manos en una vasija adornada con flores y en la otra llevaba la cebada

52
La Odisea

tostada dentro de una cesta. Y Trasímedes, el fuerte en la lucha, se presentó con


una afilada hacha en la mano para herir a la novilla, y Perseo sostenía el vaso para
la sangre.

El anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, comenzó las abluciones y la esparsión


de la cebada sobre el altar suplicando insistentemente a Atenea mientras realizaba
el rito preliminar de arrojar al fuego cabellos de su testuz.

Cuando acabaron de hacer las súplicas y la esparsión de la cebada, el hijo de Néstor,


el muy valiente Trasímedes, condujo a la novilla, se colocó cerca, y el hacha segó los
tendones del cuello y debilitó la fuerza de la novilla. Y lanzaron el grito ritual las hijas
y nueras y la venerable esposa de Néstor, Eurídice, la mayor de las hijas de Climeno.

Luego levantaron a la novilla de la tierra de anchos caminos, la sostuvieron y al


punto la degolló Pisístrato, caudillo de guerreros.

Después que la oscura sangre le salió a chorros y el aliento abandonó sus huesos,
la descuartizaron enseguida, le cortaron las piernas según el rito, las cubrieron con
grasa por ambos lados, haciéndolo en dos capas y pusieron sobre ellas la carne
cruda. Entonces el anciano las quemó sobre la leña y por encima vertió rojo vino
mientras los jóvenes cerca de él sostenían en sus manos tenedores de cinco puntas.

Después que las piernas se habían consumido por completo y que habían gustado
las entrañas cortaron el resto en, pequeños trozos, lo ensartaron y lo asaron soste-
niendo los puntiagudos tenedores en sus manos.

Entre tanto, la linda Policasta lavaba a Telémaco, la más joven hija de Néstor, el
hijo de Neleo. Después que lo hubo lavado y ungido con aceite le rodeó el cuerpo
con una túnica y un manto. Salió Telémaco del baño, su cuerpo semejante a los
inmortales, y fue a sentarse al lado de Néstor, pastor de su pueblo. Luego que la
parte superior de la carne estuvo asada, la sacaron y se sentaron a comer, y unos
jóvenes nobles se levantaron para escanciar el vino en copas de oro.

Después que arrojaron de sí el deseo de comida y bebida, comenzó a hablarles el


de Gerenia, el caballero Néstor:

«Hijos míos, vamos, traed a Telémaco caballos de hermosas crines y enganchadlos


al carro para que prosiga con rapidez su viaje.»

Así habló, y ellos le escucharon y le hicieron caso, y con diligencia engancharon al


carro ligeros corceles. Y la mujer, la ama de llaves, le preparó vino y provisiones
como las que comen los reyes a los que alimenta Zeus.

Enseguida ascendió Telémaco al hermoso carro, y a su lado subió el hijo de Néstor,


Pisístrato, el caudillo de guerreros. Empuñó las riendas y restalló el látigo para que
partieran, y los dos caballos se lanzaron de buena gana a la llanura abandonando
la elevada ciudad de Pilos. Durante todo el día agitaron el yugo sosteniéndolo por
ambos lados.

53
Homero

Y Helios se sumergió y todos los caminos se llenaron de sombras cuando llegaron a


Feras, al palacio de Diocles, el hijo de Ortíloco a quien Alfeo había engendrado. Allí
durmieron aquella noche, pues él les ofreció hospitalidad.

Y se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa; engancharon los


caballos, subieron al bien trabajado carro y salieron del pórtico y de la resonante
galería.

Restalló Pisístrato el látigo para que partieran, y los dos caballos se lanzaron de
buena gana, y llegaron a la llanura, a la que produce trigo, poniendo término a su
viaje: ¡de tal manera lo llevaban los veloces caballos!

Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras.

54
La Odisea

CANTO IV
Telémaco viaja a Esparta para informase sobre su padre
Llegaron estos a la cóncava y cavernosa Lacedemonia y se encaminaron al palacio
del ilustre Menelao. Lo encontraron con numerosos allegados, celebrando con un
banquete la boda de su hijo e ilustre hija. A su hija iba a enviarla al hijo de Aqui-
les, el que rompe las filas enemigas; que en Troya se la ofreció por vez primera y
prometió entregarla, y los dioses iban a llevarles a término las bodas. Mandábale
ir con caballos y carros a la muy ilustre ciudad de los mirmidones, sobre los cuales
reinaba aquel. A su hijo le entregaba como esposa la hija de Alector, procedente
de Esparta. El vigoroso Megapentes, su hijo, le había nacido muy querido de una
esclava, que los dioses ya no dieron un hijo a Helena luego que le hubo nacido el
primer hijo la deseada Hermione, que poseía la hermosura de la dorada Afrodita.

Conque se deleitaban y celebraban banquetes en el gran palacio de techo elevado


los vecinos y parientes del ilustre Menelao; un divino aedo les cantaba tocando la
cítara, y dos volatineros giraban en medio de ellos, dando comienzo a la danza.

Y los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor se detuvieron y de-
tuvieron los caballos a la puerta del palacio. Violos el noble Eteoneo cuando salía,
ágil servidor del ilustre Menelao, y echó a andar por el palacio para comunicárselo
al pastor de su pueblo. Y poniéndose junto a él le dijo aladas palabras:

«Hay dos forasteros, Menelao, vástago de Zeus, dos mozos semejantes al linaje del
gran Zeus. Dime si desenganchamos sus rápidos caballos o les mandamos que va-
yan a casa de otro que los reciba amistosamente.»

Y el rubio Menelao le dijo muy irritado:

«Antes no eras tan simple, Eteoneo, hijo de Boeto, mas ahora dices sandeces corno
un niño. También nosotros llegamos aquí, los dos, después de comer muchas veces
por amor de la hospitalidad de otros hombres. ¡Ojalá Zeus nos quite de la pobreza
para el futuro! Desengancha los caballos de los forasteros y hazlos entrar para que
se les agasaje en la mesa».

Así dijo; salió aquel del palacio y llamó a otros diligentes servidores para que lo
acompañaran. Desengancharon los caballos sudorosos bajo el yugo y los ataron a

55
Homero

los pesebres, al lado pusieron escanda y mezclaron blanca cebada; arrimaron los
carros al muro resplandeciente e introdujeron a los forasteros en la divina morada.
Estos, al observarlo, admirábanse del palacio del rey, vástago de Zeus; que había
un resplandor como del sol o de la luna en el palacio de elevado techo del glorioso
Menelao. Luego que se hubieron saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas
bañeras bien pulidas y se lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron ungido con
aceite, les pusieron ropas de lana y mantos y fueron a sentarse en sillas junto al Atri-
da Menelao. Y una esclava vertió agua de lavamanos que traía en bello jarro de
oro sobre fuente de plata y colocó al lado una pulida mesa. Y la venerable ama de
llaves trajo pan y sirvió la mesa colocando abundantes alimentos, favoreciéndoles
entre los que estaban presentes. Y el trinchador les sacó platos de carnes de todas
clases y puso a su lado copas de oro. Y mostrándoselos, decía el prudente Menelao:

«Comed y alegraos, que luego que os hayáis alimentado con estos manjares os pre-
guntaremos quiénes sois de los hombres. Pues sin duda el linaje de vuestros padres
no se ha perdido, sino que sois vástagos de reyes que llevan cetro de linaje divino,
que los plebeyos no engendran mozos así.»

Así diciendo puso junto a ellos, asiéndolo con la mano, un grueso lomo asado de
buey que le habían ofrecido a él mismo como presente de honor. Echaron luego
mano a los alimentos colocados delante, y después que arrojaron el deseo de comi-
da y bebida, Telémaco habló al hijo de Néstor acercando su cabeza para que los
demás no se enteraran:

«Observa, Nestórida grato a mi corazón, el resplandor de bronce en el resonante


palacio, y el del oro, el eléctro, la plata y el marfil. Seguro que es así por dentro
el palacio de Zeus Olímpico. ¡Cuántas cosas inefables!, el asombro me atenaza al
verlas.»

El rubio Menelao se percató de lo que decía y habló aladas palabras:

Hijos míos, ninguno de los mortales podría competir con Zeus, pues son inmortales
su casa y posesiones; pero de los hombres quizá alguno podría competir conmigo
—o quizá no— en riquezas; las he traído en mis naves —y llegué al octavo año—
después de haber padecido mucho y andar errante mucho tiempo. Errante anduve
por Chipre, Fenicia y Egipto; llegué a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a
Libia, donde los corderos enseguida crían cuernos, pues las ovejas paren tres veces
en un solo año. Ni amo ni pastor andan allí faltos de queso ni de carne, ni de dulce
leche, pues siempre están dispuestas para dar abundante leche. Mientras andaba
yo errante por allí, reuniendo muchas riquezas, otro mató a mi hermano a escon-
didas, sin que se percatara, con el engaño de su funesta esposa. Así que reino sin
alegría sobre estas riquezas. Ya habréis oído esto de vuestros padres, quienes quiera
que sean, pues sufrí muy mucho y destruí un palacio muy agradable para vivir que
contenía muchos y valiosos bienes. ¡Ojalá habitara yo mi palacio aún con un tercio
de estos, pero estuvieran sanos y salvos los hombres que murieron en la ancha Troya
lejos de Argos, criadora de caballos. Y aunque lloro y me aflijo a menudo por todos

56
La Odisea

en mi palacio, unas veces deleito mi ánimo con el llanto y otras descanso, que pronto
trae cansancio el frío llanto. Mas no me lamento tanto por ninguno, aunque me afli-
ja, como por uno que me amarga el sueño y la comida al recordarlo, pues ninguno
de los aqueos sufrió tanto como Odiseo sufrió y emprendió. Para él habían de ser
las preocupaciones, para mí el dolor siempre insoportable por aquel, pues está lejos
desde hace tiempo y no sabemos si vive o ha muerto. Sin duda lo lloran el anciano
Laertes y la discreta Penélope y Telémaco, a quien dejó en casa recién nacido.»

Así dijo y provocó en Telémaco el deseo de llorar por su padre. Cayó a tierra una
lágrima de sus párpados al oír hablar de este, y sujetó ante sus ojos el purpúreo
manto con las manos. Menelao se percató de ello, y dudaba en su mente y en su
corazón si dejarle que recordara a su padre o indagar él primero y probarlo en
cada cosa en particular. En tanto que agitaba esto en su mente y en su corazón,
salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo semejante a Afrodita, la
de rueca de oro.

Colocó Adrastra junto a ella un sillón bien trabajado, y Alcipe trajo un tapete de
suave lana. También trajo Filo la canastilla de plata que le había dado Alcandra,
mujer de Pólibo, quien habitaba en Tebas la de Egipto, donde las casas guardan
muchos tesoros. (Dio Pólibo a Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y diez
talentos de oro. Y aparte, su esposa hizo a Helena bellos obsequios: le regaló una
rueca de oro y una canastilla sostenida por ruedas de plata, sus bordes terminados
con oro.) Ofreciósela, pues, Filo, llena de hilo trabajado, y sobre él se extendía un
huso con lana de color violeta. Y se sentó en la silla y a sus pies tenía un escabel. Y
luego preguntó a su esposo, con su palabra, cada detalle:

«¿Sabemos ya, Menelao, vástago de Zeus, quiénes de los hombres se precian de


ser estos que han llegado a nuestra casa? ¿Me engañaré o será cierto lo que voy a
decir? El ánimo me lo manda. Y es que creo que nunca vi a nadie tan semejante,
hombre o mujer (¡el asombro me atenaza al contemplarlo!), como este se parece
al magnífico hijo de Odiseo, a Telémaco, a quien aquel hombre dejó recién nacido
en casa cuando los aqueos marchasteis a Troya por causa de mí, ¡desvergonzada!,
para llevar la guerra.»

Y el rubio Menelao le contestó diciendo:

«También pienso yo ahora, mujer, tal como lo imaginas, pues tales eran los pies y
las manos de aquel, y las miradas de sus ojos, y la cabeza y por encima los largos
cabellos. Así que, al recordarme a Odiseo, he referido ahora cuánto sufrió y se fatigó
aquel por mí.

Y él vertía espeso llanto de debajo de sus cejas sujetando con las manos el purpúreo
manto ante sus ojos.»

Y luego Pisístrato, el hijo de Néstor, le dijo:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, en verdad este es el hijo


de aquel, tal como dices, pero es prudente y se avergüenza en su ánimo de decir

57
Homero

palabras descaradas al venir por primera vez ante ti, cuya voz nos cumple como
la de un dios.

«Néstor me ha enviado, el caballero de Gerenia, para seguirlo como acompañan-


te, pues deseaba verte a fin de que le sugirieras una palabra o una obra. Pues mu-
chos pesares tiene en palacio el hijo de un padre ausente si no tiene otros defensores
como le sucede a Telémaco. Ausentóse su padre y no hay otros defensores entre el
pueblo que lo aparten de la desgracia.»

Y el rubio Menelao contestó y dijo a este:

«!Ay!, ha venido a mi casa el hijo del querido hombre que por mí padeció muchas
pruebas. Pensaba estimarlo por encima de los demás argivos cuando volviera, si
es que Zeus Olímpico, el que ve a lo ancho, nos concedía a los dos regresar en las
veloces naves. Le habría dado como residencia una ciudad en Argos y le habría
edificado un palacio trayéndolo desde Itaca con sus bienes, su hijo y todo el pueblo,
después de despoblar una sola ciudad de las que se encuentran en las cercanías
y son ahora gobernadas por mí. Sin duda nos habríamos reunido con frecuencia
estando aquí y nada nos habría separado en siendo amigos y estando contentos,
hasta que la negra nube de la muerte nos hubiera envuelto. Pero debía envidiarlo
el dios que ha hecho a aquel desdichado el único que no puede regresar.»

Así dijo y despertó en todos el deseo de llorar. Lloraba la argiva Helena, nacida de
Zeus, y lloraba Telémaco y el Atrida Menelao. Tampoco el hijo de Néstor tenía sus
ojos sin llanto, pues recordaba en su interior al irreprochable Antíloco, a quien mató
el ilustre hijo de la resplandeciente Eos. Y acordándose de él dijo aladas palabras:

«Atrida, decía el anciano Néstor cuando lo mentábamos en su palacio, y conver-


sábamos entre nosotros, que eres muy sensato entre los mortales. Conque ahora, si
es posible, préstame atención. A mí no me cumple lamentarme después de la cena,
pero va a llegar Eos, la que nace de la mañana. No me importará entonces llorar a
quien de los mortales haya perecido y arrastrado su destino. Esta es la única honra
para los miserables mortales, que se corten el cabello y dejen caer las lágrimas por
sus mejillas. Pues también murió un mi hermano que no era el peor de los argivos
—tú debes saberlo, pues yo ni fui ni lo vi—, y dicen que era Antíloco superior a los
demás, rápido en la carrera y luchador.»

Y le contestó y dijo el rubio Menelao:

«Amigo, has hablado como hablaría y obraría un hombre sensato y que tuviera
más edad que tú. Eres hijo de tal padre porque también tú hablas prudentemente.
Es fácil de reconocer la descendencia del hombre a quien el Cronida concede felici-
dad cuando se casa o cuando nace, como ahora ha concedido a Néstor envejecer
cada día tranquilamente en su palacio y que sus hijos sean prudentes y los mejores
con la lanza. Mas dejemos el llanto que se nos ha venido antes y pensemos de nuevo
en la cena; y que viertan agua para las manos. Que Telémaco y yo tendremos unas
palabras al amanecer para conversar entre nosotros.»

58
La Odisea

Así dijo, y Asfalión vertió agua sobre sus manos, rápido servidor del ilustre Menelao;
y ellos echaron mano de los alimentos que tenían preparados delante. Entonces
Helena, nacida de Zeus, pensó otra cosa: al pronto echó en el vino del que bebían
una droga para disipar el dolor y aplacadora de la cólera que hacía echar a olvido
todos los males. Quien la tomara después de mezclada en la crátera, no derrama-
ría lágrimas por las mejillas durante un día, ni aunque hubieran muerto su padre y
su madre o mataran ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo. Tales dro-
gas ingeniosas tenía la hija de Zeus, y excelentes, las que le había dado Polidamna,
esposa de Ton, la egipcia, cuya fértil tierra produce muchísimas drogas, y después
de mezclarlas muchas son buenas y muchas perniciosas; y allí cada uno es médico
que sobresale sobre todos los hombres, pues es vástago de Peón. Así pues, luego que
echó la droga ordenó que se escanciara vino de nuevo; y contestó y dijo su palabra:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, y vosotros, hijos de hombres nobles. En verdad


el dios Zeus nos concede unas veces bienes y otras males, pues lo puede todo. Co-
med ahora sentados en el palacio y deleitaos con palabras, que yo voy a haceros
un relato oportuno. Yo no podría contar ni enumerar todos los trabajos de Odiseo
el sufridor, pero sí esto que realizó y soportó el animoso varón en el pueblo de los
troyanos donde los aqueos padecisteis penalidades: infligiéndose a sí mismo ver-
gonzosas heridas y echándose por los hombros ropas miserables, se introdujo como
un siervo en la ciudad de anchas calles de sus enemigos. Así que ocultándose, se
parecía a otro varón, a un mendigo, quien no era tal en las naves de los aqueos. Y
como tal se introdujo en la ciudad de los troyanos, pero ninguno de ellos le hizo caso;
solo yo lo reconocí e interrogué, y él me evitaba con astucia. Solo cuando lo hube
lavado y arreglado con aceite, puesto un vestido y jurado con firme juramento que
no lo descubriría entre los troyanos hasta que llegara a las rápidas naves y a las
tiendas, me manifestó Odiseo todo el plan de los aqueos. Y después de matar a mu-
chos troyanos con afilado bronce, marchó junto a los argivos llevándose abundante
información. Entonces las troyanas rompieron a llorar con fuerza, mas mi corazón
se alegraba, porque ya ansiaba regresar rápidamente a mi casa y lamentaba la
obcecación que me otorgó Afrodita cuando me condujo allí lejos de mi patria, ale-
jándome de mi hija, de mi cama y de mi marido, que no es inferior a nadie ni en
juicio ni en porte.»

Y el rubio Menelao le contestó y dijo:

«Sí, mujer, todo lo has dicho como te corresponde. Yo conocí el parecer y la inteli-
gencia de muchos héroes y he visitado muchas tierras. Pero nunca vi con mis ojos un
corazón tal como era el del sufridor Odiseo. ¡Como esto que hizo y aguantó el recio
varón en el pulido caballo donde estábamos los mejores de los argivos para llevar
muerte y desgracia a los troyanos! Después llegaste tú — debió impulsarte un dios
que quería conceder gloria a los troyanos— yo seguía a Deífobo semejante a los
dioses. Tres veces lo acercaste a palpar la cóncava trampa y llamaste a los mejores
dánaos, designando a cada uno por su nombre, imitando la voz de las esposas de
cada uno de los argivos.

59
Homero

También yo y el hijo de Tideo y el divino Odiseo, sentados en el centro, lo oímos


cuando nos llamaste. Nosotros dos tratamos de echar a andar para salir o res-
ponder luego desde dentro. Pero Odiseo lo impidió y nos contuvo, aunque mucho
lo deseábamos. Así que los demás hijos de los aqueos quedaron en silencio, y solo
Anticlo deseaba contestarte con su palabra. Pero Odiseo apretó su fuerte mano
reciamente sobre la boca y salvó a todos los aqueos. Y mientras lo retenía, lo llevó
lejos Palas Atenea.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombres, ello es más doloroso, pues
esto no lo apartó de la funesta muerte ni aunque tenía dentro un corazón de hierro.
Pero, vamos, envíanos a la cama para que nos deleitemos ya con el dulce sueño.»

Así dijo, y la argiva Helena ordenó a las esclavas colocar camas bajo el pórtico y
disponer hermosas mantas de púrpura, extender por encima colchas y sobre ellas
ropas de lana para cubrirse. Así que salieron de la sala sosteniendo antorchas en sus
manos y prepararon las camas. Y un heraldo condujo a los huéspedes. Acostáronse
allí mismo, en el vestíbulo de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor.
El Atrida durmió en el interior del magnífico palacio y Helena, de largo peplo, se
acostó junto a él, la divina entre las mujeres.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Menelao,


el de recia voz guerrera, se levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro
la aguda espada y bajo sus pies brillantes como el aceite calzó hermosas sandalias.
Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante de frente a un dios y se
sentó junto a Telémaco, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«¿Qué necesidad lo trajo aquí, héroe Telémaco, a la divina Lacedemonia, sobre el


ancho lomo del mar? ¿Es un asunto público o privado? Dímelo sinceramente.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombre, he venido por si podías


darme alguna noticia sobre mi padre. Se consume mi casa y mis ricos campos se
pierden; el palacio está lleno de hombres malvados que continuamente degüellan
gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas, los pretendientes de mi
madre, que tienen una arrogancia insolente. Por esto me llego ahora a tus rodillas,
por si quieres contarme su luctuosa muerte, la hayas visto con tus propios ojos o
hayas escuchado el relato de algún caminante; digno de lástima más que nadie lo
parió su madre. Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad; antes bien, cuén-
tame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico, si es que alguna vez mi
padre, el noble Odiseo, lo prometió y cumplió alguna palabra o alguna obra en el
pueblo de los troyanos, donde los aqueos sufristeis penalidades. Acuérdate de esto
ahora y cuéntame la verdad».

Y le contestó irritado el rubio Menelao:

60
La Odisea

«¡Ay, ay, conque quieren dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes son
cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva
de un fuerte león y mientras sale a buscar pasto en las laderas y los herbosos va-
lles, aquel regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo dará
vergonzosa muerte a aquellos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que fuera como
cuando en la bien construida Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filome-
leides, lo derribó violentamente y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal
talante se enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos sería y
amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no querría apar-
tarme de la verdad y engañarte. Conque no lo ocultaré ni guardaré secreto sobre
lo que me dijo el veraz anciano del mar.

«Los dioses me retuvieron en Egipto, aunque ansiaba regresar aquí, por no realizar
hecatombes perfectas; que siempre quieren los dioses que nos acordemos de sus
órdenes. Hay una isla en el ponto de agitadas olas delante de Egipto —la llaman
Faro—, tan lejos cuanto una cóncava nave puede recorrer en un día si sopla por
detrás sonoro viento, y un puerto de buen fondeadero de donde echan al mar las
equilibradas naves, luego de sacar negra agua. Retuviéronme allí los dioses veinte
días, y no aparecían los vientos que soplan favorables, los que conducen a la naves
sobre el ancho lomo del mar. Todos los víveres y el vigor de mis hombres se habría
acabado a no ser que una de las diosas se hubiera compadecido y sentido piedad
de mí, Idoteas, la hija del valiente Proteo, el anciano de los mares, pues la conmovió
el ánimo. Encontróse conmigo cuando vagaba solo lejos de mis compañeros (conti-
nuamente vagaban estos por la isla pescando con curvos anzuelos, pues el hambre
retorcía sus estómagos), y acercándose me dijo estas palabras: “¿Eres así de simple
y atontado, forastero, o te abandonas de buen grado y gozas padeciendo males?,
puesto que permaneces en la isla desde hace tiempo sin poder hallar remedio y se
consume el ánimo de tus compañeros.” Así dijo, y yo le contesté:

“Te diré, quienquiera que seas de las diosas, que no estoy detenido de buen grado;
que debo haber faltado a los inmortales que poseen el ancho cielo. Pero dime tú,
pues los dioses lo saben todo, quién de ellos me detiene y aparta de mi camino, y
cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico en peces.” Así dije, y ella, la
divina entre las diosas, me respondió luego: “Forastero, te voy a informar muy sin-
ceramente. Viene aquí con frecuencia el veraz anciano del mar, el inmortal Proteo
egipcio, que conoce las profundidades de todo el mar, siervo de Poseidón y dicen
que él me engendró y es mi padre. Si tú pudieras apresarlo de alguna manera,
poniéndote al acecho, él lo diría el camino, la extensión de la ruta y cómo llevarás a
cabo el regreso a través del ponto rico en peces. Y también lo diría, vástago de Zeus,
si es que lo deseas, lo bueno y lo malo que ha sucedido en tu palacio después que
emprendiste este viaje largo y difícil.” Así dijo, y yo le contesté y dije: “Sugiéreme tú
misma una emboscada contra el divino anciano a fin de que no me rehúya si me
conoce y se da cuenta de ante mano, pues es difícil para un hombre mortal sujetar
a un dios.” Así dije, y ella, la divina entre las diosas, me respondió luego: “Yo lo diré
esto muy sinceramente. Cuando el sol va por el centro del cielo, el veraz anciano

61
Homero

marino sale del mar con el soplo de Céfiro, oculto por el negro encrespamiento
de las olas. Una vez fuera, se acuesta en honda gruta y a su alrededor duermen
apiñadas las focas, descendientes de la hermosa Halosidne, que salen del canoso
mar exhalando el amargo olor de las profundidades marinas. Yo lo conduciré allí
al despuntar la aurora, lo acostaré enseguida y escogerás a tres compañeros, a los
mejores de tus naves de buenos bancos. Te diré todas las argucias de este anciano:
primero contará y pasará revista a las focas y cuando las haya contado y visto to-
das, se acostará en medio de ellas como el pastor de un rebaño de ovejas. Tan pron-
to como lo veáis durmiendo, poned a prueba vuestra fuerza y vigor y retenedlo allí
mismo, aunque trate de huir ansioso y precipitado. Intentará tornarse en todos los
reptiles que hay sobre la tierra, así como en agua y en violento fuego. Pero vosotros
retenedlo con firmeza y apretad más fuerte. Y cuando él lo pregunte, volviendo a
mostrarse tal como lo visteis durmiendo, abstente de la violencia y suelta al ancia-
no. Y pregúntale cuál de los dioses lo maltrata y cómo llevarás a cabo el regreso a
través del ponto rico en peces.”

Habiendo hablado así, se sumergió en el ponto alborotado y yo marché hacia las


naves que se encontraban en la arena. Y mientras caminaba, mi corazón agitaba
muchos pensamientos. Pero una vez que llegué a las naves y al mar, preparamos
la cena y se nos vino la divina noche. Entonces nos acostamos en la ribera del mar.

«Tan pronto como apuntó la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, me mar-
ché luego a la orilla del mar, el de anchos caminos, suplicando mucho a los dioses. Y
llevé tres compañeros en los que más fiaba para empresas de toda suerte.

«Entre tanto, Idotea, que se había sumergido en el ancho seno del mar, sacó cuatro
pieles de foca del ponto, todas ellas recién desolladas, pues había ideado un engaño
contra su padre: había cavado hoyos en la arena del mar y se sentó para esperar.
Nosotros llegamos muy cerca de ella, nos acostó en fila y echó sobre cada uno una
piel. La emboscada era angustiosa, pues nos atormentaba terriblemente el mortífe-
ro olor de las focas criadas en el mar. Pues ¿quién se acostaría junto a un monstruo
marino? Pero ella nos salvó y nos dio un gran remedio: colocó a cada uno debajo
de la nariz ambrosía que despedía un muy agradable olor y acabó con la fetidez
del monstruo. Esperamos toda la mañana con ánimo resignado y las focas salieron
del mar apiñadas y se tendieron en fila sobre la ribera. El anciano salió del mar al
mediodía y encontró a las rollizas focas, pasó revista a todas y contó el número. Nos
contó los primeros entre los monstruos, pero no se percató su ánimo de que había
engaño. A continuación se acostó también él. Conque nos lanzamos gritando y le
echamos mano. El anciano no se olvidó de sus engañosas artes, y primero se convir-
tió en melenudo león, en dragón, en pantera, en gran jabalí; también se convirtió
en fluida agua y en árbol de frondosa copa, mas nosotros lo reteníamos con fuerte
coraje. Y cuando el artero anciano estaba ya fastidiado me preguntó y me dijo:
“Quién de los dioses, hijo de Atreo, te aconsejó para que me apresaras contra mi
voluntad tendiéndome emboscada? ¿Qué necesitas de mí?” Así dijo, y yo le contesté
y dije: “Sabes anciano (¿por qué me dices esto intentando engañarme?) que tiempo

62
La Odisea

ha que estoy retenido en esta isla sin poder hallar remedio y mi corazón se me con-
sume dentro. Pero dime —puesto que los dioses lo saben todo— quién de los inmor-
tales me detiene y aparta de mi camino y cómo llevaré a cabo el regreso a través
del ponto rico en peces.” Así dije, y al punto me contestó y dijo: “Debieras haber
hecho al embarcar hermosos sacrificios a Zeus y a los demás dioses que poseen el
ancho cielo para llegar a tu patria navegando sobre el ponto rojo como el vino. No
creo que tu destino sea ver a los tuyos y llegar a tu bien edificada casa y a tu patria
hasta que vuelvas a recorrer las aguas del Egipto, río nacido de Zeus y sacrifiques
sagradas hecatombes a los dioses inmortales que poseen el ancho cielo. Entonces los
dioses te concederán el camino que tanto deseas.” Así dijo y se me conmovió el co-
razón, pues me mandaba ir de nuevo a Egipto a través del ponto, sombrío camino,
largó y difícil. Pero aun así le contesté y le dije: “Anciano, haré como mandas. Pero,
vamos, dime e infórmame con verdad si llegaron sanos y salvos todos los aqueos
que Néstor y yo dejamos cuando partimos de Troya o murió alguno de cruel muer-
te en su nave o a manos de los suyos después de soportar la guerra laboriosa.”

Así dije, y él me contestó y dijo: “¡Atrida!, ¿por qué me preguntas esto? No te es


necesario saberlo ni conocer mi pensamiento. Te aseguro que no estarás mucho
tiempo sin llanto luego que te enteres de todo, pues muchos de ellos murieron y
muchos han sobrevivido. Solo dos jefes de los aqueos que visten bronce murieron
en el regreso (pues tú mismo asististe a la guerra); y uno que vive aún está retenido
en el vasto ponto. Ayante pereció junto con sus naves de largos remos: primero lo
arrimó Poseidón a las grandes rocas de Girea y lo salvó del mar, y habría escapado
de la muerte, aunque odiado de Atenea, si no hubiera pronunciado una palabra
orgullosa y se hubiera obcecado grandemente. Dijo que escaparía al gran abismo
del mar contra la voluntad de los dioses.

Poseidón le oyó hablar orgullosamente y a continuación, cogiendo con sus manos el


tridente, golpeó la roca Girea y la dividió: una parte quedo allí, pero se desplomó
en el ponto el trozo sobre el que Ayante, sentado desde el principio, había incurrido
en gran cegazón; y lo arrastró hacia el inmenso y alborotado ponto. Así pereció
después de beber la salobre agua.

«“También tu hermano escapó a la maldición de Zeus y huyó en las cóncavas naves,


pues lo salvó la venerable Hera. Mas cuando estaba a punto de llegar al escarpado
monte de Malea, arrebatólo una tempestad que lo llevó gimiendo penosamente
por el ponto rico en peces, hasta un extremo del campo donde en otro tiempo ha-
bitó Tiestes; mas entonces la habitaba Egisto, el hijo de Tiestes. Así que cuando, una
vez allí, le parecía feliz el regreso y los dioses cambiaron el viento y llegaron a sus
casas, entonces tu hermano pisó alegre su tierra patria: tocaba y besaba la tierra
y le caían muchas ardientes lágrimas cuando contemplaba con júbilo su tierra.
Pero lo vio desde una atalaya el vigilante que había puesto allí el tramposo Egisto
(le había ofrecido en recompensa dos talentos de oro). Vigilaba este desde hacía
un año, para que no le pasara inadvertido si llegaba y recordara su impetuosa
fuerza. Y marchó a palacio para dar la noticia al pastor de su pueblo. Y enseguida

63
Homero

Egisto tramó una engañosa trampa: eligiendo los veinte mejores hombres entre
el pueblo, los puso en emboscada y luego mandó preparar un banquete en otra
parte, y marchó a llamar a Agamenón, pastor de su pueblo, con caballos y carros
meditando obras indignas. Condújolo, desconocedor de su muerte, y mientras lo
agasajaba lo mató como se mata a un buey en el pesebre. No quedó vivo ninguno
de los compañeros del Atrida que lo acompañaban, ni ninguno de Egisto, que todos
fueron muertos en el palacio.”

«Así dijo, y se me conmovió el corazón; lloraba sentado en la arena, y mi corazón


no quería vivir ya ni ver la luz del sol. Y después que me harté de llorar y agitarme
me dijo el veraz anciano del mar: “No llores, hijo de Atreo, mucho tiempo y sin
cesar, puesto que así no hallaremos ningún remedio. Conque trata de volver a tu
patria rápidamente, pues o lo encontrarás aún vivo o bien Orestes lo habrá mata-
do adelantándose y tú puedes estar presente a sus funerales.” Así dijo, y mi corazón
y ánimo valeroso se caldearon de nuevo en mi pecho, aunque estaba afligido. Y le
hablé y le dije aladas palabras: “De estos ya sé ahora. Nómbrame, pues, al tercer
hombre, el que, aún vivo, está retenido en el vasto ponto o está ya muerto. Pues
aunque afligido quiero oírlo.” Así le dije, y él al punto me contestó y me dijo: “El hijo
de Laertes que habita en Itaca. Lo vi en una isla derramando abundante llanto,
en el palacio de la ninfa Calipso, que lo retiene por la fuerza. No puede regresar a
su tierra, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen
por el ancho lomo del mar. Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está de-
terminado por los dioses que mueras en Argos, criadora de caballos, enfrentándote
con tu destino, sino que los inmortales lo enviarán a la llanura Elisia, al extremo de
la tierra, donde está el rubio Radamanto. Allí la vida de los hombres es más cómo-
da, no hay nevadas y el invierno no es largo; tampoco hay lluvias, sino que Océano
deja siempre paso a los soplos de Céfiro que sopla sonoramente para refrescar a los
hombres. Porque tienes por esposa a Helena y para ellos eres yerno de Zeus.”

«Y hablando así, se sumergió en el alborotado ponto. Yo enfilé hacia las naves con
mis divinos compañeros, y mientras caminaba, mi corazón agitaba muchas cosas; y
luego que llegamos a la nave y al mar, preparamos la cena y se nos echó encima la
divina noche; así que nos acostamos en la ribera del mar.

«Y cuando apareció Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, en pri-


mer lugar lanzamos al mar divino las naves y colocamos los mástiles y velas en las
proporcionadas naves y todos se fueron a sentar en los bancos; y sentados en fila,
batían el canoso mar con los remos.

«Detuve las naves en el Egipto, río nacido de Zeus, e hice perfectas hecatombes. Y
cuando había puesto fin a la cólera de los dioses que existen siempre, levanté un
túmulo a Agamenón para que su gloria sea inextinguible.

«Acabado esto, partí, y los inmortales me concedieron viento favorable y rápida-


mente me devolvieron a mi tierra. Pero, vamos, permanece ahora en mi palacio,
hasta que llegue el undécimo o el duodécimo día. Entonces te despediré y te daré

64
La Odisea

como espléndidos regalos tres caballos y un carro bien trabajado; también te daré
una hermosa copa para que hagas libaciones a los dioses inmortales y te acuerdes
de mí todos los días.»

Y a su vez, Telémaco le contestó discretamente:

«¡Atrida!, no me retengas aquí durante mucho tiempo, pues yo permanecería un


año junto a ti sin que me atenazara la nostalgia de mi casa ni de mis padres, que
me cumple sobremanera escuchar tus relatos y palabras. Pero ya mis compañeros
estarán disgustados en la divina Pilos y tú me retienes aquí hace tiempo. Que el re-
galo que me des sea un objeto que se pueda conservar. Los caballos no los llevaré a
Itaca, te los dejaré aquí como ornato, pues tú reinas en una llanura vasta en la que
hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y blanca cebada que cría el campo. En Itaca
no hay recorridos extensos ni prado; es tierra criadora de cabras y más encantadora
que la criadora de caballos. Pues ninguna de las islas que se reclinan sobre el mar
es apta para el paso de caballos ni rica en prados, a Itaca menos que ninguna.»

Así dijo, y Menelao, de recia voz guerrera, sonrió y lo acarició con la mano; le llamó
por su nombre y le dijo su palabra:

«Hijo querido, eres de sangre noble, según hablas. Te cambiaré el regalo, pues pue-
do. Y de cuantos objetos hay en mi palacio que se pueden conservar, te daré el más
hermoso y el de más precio. Te daré una crátera bien trabajada, de plata toda ella
y con los bordes pulidos en oro. Es obra de Hefesto; me la dio el héroe Fedimo, rey
de los sidonios, cuando me alojó en su casa al regresar. Esto es lo que quiero rega-
larte.» Mientras departían entre sí iban llegando los invitados al palacio del divino
rey. Unos traían ovejas, otros llevaban confortante vino, y las esposas de lindos velos
les enviaban el pan. Así preparaban comida en el palacio.

Entre tanto, los pretendientes se complacían arrojando discos y venablos ante el


palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde acostumbraban, llenos de arro-
gancia.

Hallábanse sentados Antínoo y Eurímaco, semejantes a los dioses, los jefes de los
pretendientes y los mejores con preferencia por su valor. Y acercándoseles el hijo de
Fronio, Noemón, le preguntó y dijo a Antínoo su palabra:

«Antínoo, ¿sabemos cuándo vendrá Telémaco de la arenosa Pilos o no? Se fue lle-
vándose mi nave y preciso de ella para pasar a la espaciosa Elide, donde tengo
doce yeguas y mulos no domados, buenos para el laboreo; si traigo alguno de estos
podría domarlo.»

Así dijo, y ellos quedaron atónitos, pues no pensaban que Telémaco hubiera mar-
chado a Pilos de Neleo, sino que se encontraba en el campo con las ovejas o con el
porquerizo.

Mas, al fin, Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo:

65
Homero

«Háblame sinceramente. ¿Cuándo se fue y qué mozos lo acompañaban? ¿Los me-


jores de Itaca o sus obreros y criados? Que también pudo hacerlo así. Dime también
con verdad, para que yo lo sepa, si te quitó la negra nave por la fuerza y contra tu
voluntad o se la diste de buen grado, luego de suplicarte una y otra vez.»

Y Noemón, el hijo de Fronio, le contestó:

«Yo mismo se la di de buen grado. ¿Qué se podría hacer si te la pide un hombre


como él, con el ánimo lleno de preocupaciones? Sería difícil negársela. Los jóvenes
que le acompañaban son los que sobresalen entre nosotros en el pueblo. También
vi embarcando como jefe a Méntor, o a un dios, pues así parecía en todo. Lo que
me extraña es que vi ayer por la mañana al divino Méntor aquí, y eso que entonces
se embarcó para Pilos.»

Cuando así hubo hablado marchó hacia la casa de su padre, y a estos se les irritó su
noble ánimo. Hicieron sentar a los pretendientes todos juntos y detuvieron sus jue-
gos. Y entre ellos habló irritado Antínoo, hijo de Eupites; su corazón rebosaba negra
cólera y sus ojos se asemejaban al resplandeciente fuego: «¡Ay, ay, buen trabajo ha
realizado Telémaco arrogantemente con este viaje; y decíamos que no lo llevaría a
cabo! Contra la voluntad de tantos hombres un crío se ha marchado sin más, des-
pués de botar una nave y elegir los mejores entre el pueblo. Enseguida comenzará
a ser un azote.

¡Así Zeus le destruya el vigor antes de que llegue a la plenitud de la juventud Con-
que, ea, dadme una rápida nave y veinte compañeros para ponerle emboscada y
esperarle cuando vuelva en el estrecho entre Itaca y la escarpada Same. Para que
el viaje que ha emprendido por causa de su padre le resulte funesto.»

Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y lo apremiaban.

Así que se levantaron y se pusieron en camino hacia el palacio de Odiseo.

Penélope no tardó mucho en enterarse de los planes que los pretendientes medita-
ban en secreto. Pues se los comunicó el heraldo Medonte, que escuchó sus decisiones
aunque estaba fuera del patio cuando estos las urdían dentro. Y se puso en camino
por el palacio para comunicárselo a Penélope. Cuando atravesaba el umbral le
dijo esta:

«Heraldo, ¿a qué te mandan los ilustres pretendientes? ¿Acaso para que ordenes a
las esclavas del divino Odiseo que dejen sus labores y les preparen comida? ¡Ojalá
dejaran de cortejarme y de reunirse y cenaran su última y definitiva cena!

Con tanto reuniros aquí estáis acabando con muchos bienes, con las posesiones del
prudente Telémaco. ¿No habéis oído contar a vuestros padres cuando erais niños
cómo era Odiseo con ellos, que ni hizo ni dijo nada injusto en el pueblo? Este es el
proceder habitual de los divinos reyes: a un hombre le odian mientras que a otro
le aman. Pero aquel jamás hizo injusticia a hombre alguno. Así que han quedado

66
La Odisea

al descubierto vuestro ánimo a injustas obras, y no tenéis agradecimiento por sus


beneficios.»

Y a su vez le dijo Medonte, de pensamientos prudentes:

«Reina, ¡ojalá fuera esta el mayor mal! Pero los pretendientes meditan otro mucho
mayor y más penoso que ojalá no cumpla el Cronida! Desean ardientemente ma-
tar a Telémaco con el agudo bronce cuando vuelva a casa, pues partió a la augusta
Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.»

Así dijo. Flaqueáronle a Penélope las rodillas y el corazón, el estupor le arrebató las
palabras por largo tiempo, y los ojos se le llenaron de lágrimas, y la vigorosa voz se
le quedó detenida. Más tarde le contestó y dijo:

«¡Heraldo! ¿Por qué se ha marchado mi hijo? No precisaba embarcar en las naves


que navegan veloces, que son para los hombres caballos en la mar y atraviesan
la abundante humedad. ¿Acaso lo hizo para que no quede ni siquiera su nombre
entre los hombres?» Y le contestó a continuación Medonte, conocedor de prudencia:

«No sé si lo impulsó algún dios o su propio ánimo a ir a Pilos para indagar acerca
del regreso de su padre o del destino con el que se ha enfrentado.»

Cuando hubo hablado así, se fue por el palacio de Odiseo.

Envolvió a Penélope una pena mortal y no soportó estar sentada en la silla, de las
que había abundancia en la casa, sino que se sentó en el muy trabajado umbral de
su aposento, quejándose de manera lamentable. Y a su alrededor gemían todas las
criadas, cuantas había en el palacio, jóvenes y viejas. Y Penélope les dijo, llorando
agudamente:

«Escuchadme, amigas, pues el Olímpico me ha concedido dolores por encima de las


que nacieron o se criaron conmigo: perdí primero a un esposo noble de corazón de
león y que se distinguía entre los dánaos por excelencias de todas clases, un noble
varón cuya vasta gloria se extiende por la Hélade y hasta el centro de Argos.

«Y ahora las tempestades han arrebatado sin gloria del palacio a mi amado hijo.
No me enteré cuándo marchó. Desdichadas, tampoco a vosotras se os ocurrió le-
vantarme de la cama, aunque bien sabíais cuándo partió aquel en la cóncava
y negra nave; pues si hubiera barruntado que pensaba en este viaje, se habría
quedado aquí por más que lo ansiara o me habría tenido que dejar muerta en el
palacio. Vamos, que llame alguna al anciano Dolio, mi esclavo, el que me dio mi
padre cuando vine aquí y cuida mi huerto abundante en árboles, para que vaya
cerca de Laertes lo antes posible a contarle todo esto, por si urdiendo alguna as-
tucia en su mente sale a quejarse a los ciudadanos que desean destruir el linaje de
Odiseo, semejante a un dios.»

Y a su vez le dijo su nodriza Euriclea:

67
Homero

«¡Hija mía!, mátame con implacable bronce o déjame en palacio, mas no te ocul-
taré mi palabra; yo sabía todo esto y le di cuanto ordenó, pan y dulce vino, y me
tomó un solemne juramento: que no te lo dijera antes de que llegara el duodécimo
día o tú misma lo echaras de menos y escucharas que se había marchado, para que
no afearas llorando tu hermosa piel.

«Vamos, báñate, toma vestidos limpios para tu cuerpo y sube al piso superior con
las esclavas. Y suplica a Atenea, hija de Zeus, portador de égida, pues ella, en efec-
to, lo salvará de la muerte. No hagas desgraciado a un pobre anciano, pues no
creo en absoluto que el linaje del hijo de Arcisio sea odiado por los bienaventurados
dioses; que alguno sobrevivirá que ocupe el palacio de elevado techo y posea en la
lejanta los fértiles campos.»

Así diciendo, calmóse y cerró sus ojos al llanto.

Y luego de bañarse y coger vestidos limpios para su cuerpo, subió al piso superior
con las criadas y colocó en una cesta granos de cebada. E imploró a Atenea:

«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona; si alguna vez el muy hábil
Odiseo quemó en el palacio gordos muslos de buey o de oveja, acuérdate de ellos
ahora, salva a mi hijo y aleja a los muy orgullosos pretendientes.»

Cuando hubo hablado así lanzó el grito ritual y la diosa escuchó su oración. Los
pretendientes alborotaban en la sombría sala, y uno de los jóvenes orgullosos decía:

«La reina muy solicitada por nosotros prepara sus nupcias sin saber que ha sido
fabricada la muerte para su hijo.»

Así decía uno, ignorando lo que había ocurrido. Y entre ellos habló Antínoo y dijo:

«Desgraciados, evitad toda palabra arrogante, no sea que alguien se la vaya a


comunicar. Mas, vamos, levantémonos y ejecutemos en silencio ese plan que a to-
dos nos cumple.» Cuando hubo dicho así, escogió a los veinte mejores y se dirigió
hacia la rápida nave y a la orilla del mar. Arrastráronla primero al profundo mar y
colocaron el mástil y las velas a la negra nave. Prepararon luego los remos con es-
trobos de cuero todo como corresponde, desplegaron las blancas velas y los audaces
sirvientes les trajeron las armas. Anclaron la nave en aguas profundas y luego que
hubieron desembarcado comieron allí y esperaron a que cayera la tarde.

Entre tanto, la discreta Penélope yacía en ayunas en el piso superior sin tomar
comida ni bebida, cavilando si su ilustre hijo escaparía a la muerte o sucumbiría a
manos de los soberbios pretendientes. Y le sobrevino el dulce sueño mientras me-
ditaba lo que suele meditar un león entre una muchedumbre de hombres cuando
lo llevan acorralado en engañoso círculo. Dormía reclinada y todos sus miembros
se aflojaron.

En esto, tramó otro plan la diosa de ojos brillantes, Atenea: construyó una figura
semejante al cuerpo de una mujer, de Iftima, hija del magnánimo Icario, a la que

68
La Odisea

había desposado Eumelo, que tenía su casa en Feras, y envióla al palacio del divino
Odiseo para que aliviara del llanto y los gemidos a Penélope, que se lamentaba
entre sollozos. Entró en el dormitorio por la correa del pasador, se colocó sobre la
cabeza de Penélope y le dijo su palabra:

«Penélope, ¿duermes afligida en tu corazón? No, los dioses que viven fácilmente no
van a permitir que llores ni te aflijas, pues tu hijo ya está en su camino de vuelta,
que en nada es culpable a los ojos de los dioses.»

Y le contestó luego la discreta Penélope, durmiendo plácidamente en las mismas


puertas del sueño:

«Hermana, ¿por qué has venido? No sueles venir con frecuencia, al menos hasta
ahora, ya que vives muy lejos.

«Así que me mandas dejar los lamentos y los numerosos dolores que se agitan en mi
interior, a mí que ya he perdido mi marido noble y valiente como un león, dotado
de toda clase de virtudes entre los dánaos, cuya fama de nobleza es extensa en la
Hélade y hasta el centro de Argos. Ahora de nuevo mi hijo amado ha partido en
cóncava nave, mi hijo inocente desconocedor de obras y palabras. Es por este por
quien me lamento más que por aquel. Por este tiemblo y temo no le vaya a pasar
algo, sea por obra de los del pueblo a donde ha marchado o sea en el mar. Pues
muchos enemigos traman contra él deseando matarlo antes de que llegue a su
tierra patria.»

Y le contestó la imagen invisible:

«Ánimo, no temas ya nada en absoluto. Esta es quien le acompaña como guía, Pa-
las Atenea —pues puede—, a quien cualquier hombre desearía tener a su lado. Se
ha compadecido de tus lamentos y me ha enviado ahora para que te comunique
esto.»

Y le contestó a su vez la prudente Penélope:

«Si de verdad eres una diosa y has oído la voz de un dios, vamos, háblame también
de aquel desdichado, si vive aún y contempla la luz del sol o ya ha muerto y está
en el Hades.»

Y le contestó y dijo la imagen invisible:

«De aquel no te voy a decir de fijo si vive o ha muerto, que es malo hablar cosas
vanas.»

Así diciendo, desapareció en el viento por la cerradura de la puerta. Y ella se despe-


rezó del sueño, la hija de Icario. Y su corazón se calmó, porque en lo más profundo
de la noche se le había presentado un claro sueño.

Conque los pretendientes embarcaron y navegaban los húmedos caminos remo-


viendo en su interior la muerte para Telémaco.

69
Homero

Hay una isla pedregosa en mitad del mar entre Itaca y la escarpada Same, la isla
de Asteris. No es grande, pero tiene puertos de doble entrada que acogen a las
naves. Así que allí se emboscaron los aqueos y esperaban a Telémaco.

70
La Odisea

CANTO V
Odiseo llega a Esqueria de los feacios
En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para llevar la luz a los
inmortales y a los mortales. Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus,
que truena en lo alto del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y
relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por este, que se
encontraba en el palacio de la ninfa:

«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey portador
de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento,
sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino
Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un pa-
dre. Ahora este se encuentra en una isla soportando fuertes penas en el palacio de
la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompa-
ñen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean matar a su querido hijo
cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacede-
monia en busca de noticias de su padre».

Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:

«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!

¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara de aquellos cuando


llegara? Tú acompaña a Telémaco diestramente, ya que puedes, para que regrese
a su patria sano y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.»

Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:

«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa


de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese
sin acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en
una balsa de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias,
a la tierra de los feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán como
a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce,
oro en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si

71
Homero

hubiera llegado indemne habiendo obtenido parte del botín. Pues su destino es
que vea a los suyos, llegue a su casa de alto tech o y a su patria.»

Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a sus pies
hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que por la
ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con la que hechiza
los ojos de los hombres que quiere y los despierta cuando duermen. Con esta en las
manos echó a volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter en
el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre
los terribles senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar.
Semejante a esta se dirigía Hermes sobre las numerosas olas.

Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta y marchó tierra aden-
tro hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y
la encontró dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro
y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lan-
zadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno
a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos
cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas
marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.

Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y cuatro
fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado,
y alrededor, suaves y frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí
llegara se admiraría y alegraría en su corazón.

El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo admirado


todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció
Calipso, divina entre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por más que
uno habite lejos. Pero no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues este, sentado
en la orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, ge-
midos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas,
preguntó a Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:

«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues antes
no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si
puedo y es posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de
hospitalidad.»

Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena de ambrosía y mez-
cló rojo néctar. El mensajero bebió y comió,

y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra:

«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios. Pues bien, voy a decir
con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me ordenó que viniera aquí sin
yo quererlo.

72
La Odisea

¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay
ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas
hecatombes.

«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus,
el que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado
de cuantos lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de Príamo. Al
décimo regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso
faltaron contra Atenea, y esta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos
sus fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora
te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los
suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.»

Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras
aladas:

«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas
que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando
Eos, de rosados dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vivís con facili-
dad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con
dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso,
se unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho
Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora
os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le
destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en medio del ponto rojo como
el vino. Allí murieron todos sus nobles compañeros, pero a él el viento y las olas lo
acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmor-
tal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar
ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el
mar estéril si aquel lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier
manera, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen
sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocul-
taré para que llegue a su tierra sano y salvo.»

Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:

«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo
y sea duro en el futuro.»

Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.

Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el


mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del
llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agra-
daba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto
a la que lo amaba sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las piedras de
la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril
mar derramando lágrimas.

73
Homero

Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:

«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que te voy a despe-


dir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensam-
bla una amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a esta un elevado tablazón
para que te lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y
rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te en-
viaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo,
si es que lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que
yo para hacer proyectos y cumplirlos.»

Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y hablando le dirigió aladas


palabras:

«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me apremias
a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni
siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el
favorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no acep-
tas jurarme con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia
alguna.»

Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su pa-
labra, llamándole por su nombre:

«Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir
tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que
fluye de la Estige — este es el mayor y el más terrible juramento para los bienaven-
turados dioses— que no maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo
pienso y te voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara
tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino
compasivo.»

Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las
huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón. Este se sentó
en el sillón de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase
de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres.
Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía.
Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se
saciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina entre las diosas:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres mar-
charte enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras
cuántas tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te queda-
rías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que
estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en
verdad me precio de no ser inferior a aquella ni en el porte ni en el natural, que no
conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»

74
La Odisea

Y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la


discreta Penélope en figura y en estatura al verla de frente, pues ella es mortal y tú
inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa
y ver el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como
el vino, lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho
sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»

Así dijo. El sol se puso y llegó el crepúsculo. Así que se dirigieron al interior de la
cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo


se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y
graciosa, colocó alrededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la
cabeza, y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una
gran hacha de bronce bien manejable, aguzada por ambos lados y con un hermoso
mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien
pulimentada, y emprendió el camino hacia un extremo de la isla donde habían
crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo,
secos desde hace tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mos-
trado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, divina entre las
diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó
veinte en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con
una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un berbiquí. Des-
pués perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas. Cuanto
un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una am-
plia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajus-
tó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas.
Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla.
Cubrióla después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa
contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina
entre las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas
cuerdas, cables y bolinas y con estacas la echó al divino mar.

Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la


isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la
diosa un odre de negro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió
abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido.

Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado gobernaba
el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus párpados contemplando las Plé-
yades y el Bootes, que se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre,
que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le
había ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano
izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo

75
Homero

aparecieron los sombríos montes del país de los feacios, por donde este le quedaba
más cerca y parecía un escudo sobre el brumoso ponto.

El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos,
desde los montes Sólymos, pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su
corazón, y moviendo la cabeza habló a su ánimo:

«¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras
yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su
destino escapar del extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le
han de alcanzar bastantes desgracias.»

Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo el tri-
dente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de vientos de todas
clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche surgió
del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo
despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo
desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:

«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo
que dijo la diosa sea verdad; me aseguró que sufriría desgracias en el ponto antes
de regresar a mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha ce-
rrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas
clases se lanzan con ímpetu!

«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dá-
naos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hu-
biera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos
troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí
habría obtenido honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora
está determinado que sea sorprendido por una triste muerte.»

Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó terrible-
mente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó fuera de la balsa soltando las manos
del timón, y un terrible huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la
mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumer-
gido sin poder salir con presteza por el ímpetu de la ingente ola, pues le pesaban los
vestidos que le había dado la divina Calipso.

A1 fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga agua del mar que
le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la
balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de
ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal
Bóreas arrastra por la llanura los espinos y se enganchan espesos unos con otros, así
los vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces noto la lanzaba a
Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla.

76
La Odisea

Pero lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era
mortal dotada de voz, mas ahora participaba del honor de los dioses en el fondo
del mar. Compadecióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió volan-
do del mar semejante a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:

«¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el


que sacude la tierra, para sembrarte tantos males? No te destruirá por mucho que
lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres discreto: quíta-
te esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada por los vientos, y trata de alcanzar
nadando la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende
este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcances
con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino,
muy lejos de tierra, y apártate lejos.»

Cuando hubo hablado así la diosa, le dio el velo, y con presteza se sumergió en el
alborotado ponto, semejante a una gaviota, y una negra ola la ocultó. El divino
Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí una tram-
pa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos
con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me
parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan unidos por las ligazones per-
maneceré aquí y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen
la balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza previsión mejor.» Mientras esto
agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidón, el que sacude la tierra, levantó
una gran ola, terrible y penosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuo-
so viento agita un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así dispersó los
grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase
sobre potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y
al punto extendió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, extendidos
los brazos, ansioso de nadar.

Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su


ánimo:

«Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta que lle-
gues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña
tu desgracia.» Cuando hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y
enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.

Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el camino a todos los vientos
y mandó que todos cesaran y se calmaran; levantó al rápido Bóreas y quebró las
olas hasta que Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo,
escapando a la muerte y al destino.

Así que anduvo este a la deriva durante dos noches y dos días por las sólidas olas,
y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas,

77
Homero

completó el tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tierra
oteando agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agra-
dable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, con-
sumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses
le libran felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el
bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando
estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del mar en
las rocas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con estruendo contra
tierra firme, y todo se cubría de espuma marina, pues no había puertos, refugios de
las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y escollos. Entonces se aflojaron las
rodillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperadamente ver tierra y he


terminado de surcar este abismo, no encuentro por dónde salir del canoso mar.
Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan estrepitosamen-
te, y la roca se yergue lisa y el mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner
allí los pies y escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me
lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si
encuentro una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo
que la tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras
yo gimo profundamente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo mari-
no de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la
tierra, está irritado conmigo.»

Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola con-
tra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea,
la diosa de ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse,
asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una
gran ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir esta lo golpeó cuando se
apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pulpo de su
escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca
la piel de sus robustas manos.

Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo
dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado
sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó
dando cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de
mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquel le
pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía
le suplicó en su ánimo:

«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del
ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hom-
bre que llega errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de
sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»

78
La Odisea

Así dijo; hizo este cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma
delante de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas
rodillas y los robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía
todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucha agua salada: así que
cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible cansancio. Mas cuando respiró
y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia
el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en
sus manos. Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y,
afligido, decía a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al
río durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el
suave rocío venzan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues
una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría
selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene
el dulce sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.».

Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y
la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas
que habían nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a
ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni
la lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados
uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con
sus manos, pues había un gran montón de hojarasca como para acoger a dos o tres
hombres en el invierno por riguroso que fuera. Al verla se alegró el divino Odiseo,
el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de hojas. Como el que
esconde un tizón en negra ceniza en el extremo de un campo (y no tiene vecinos)
para conservar un germen de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte, así
se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le
calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.

79
Homero

CANTO VI
Odiseo y Nausícaa
Así es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo, agotado por el sueño y el can-
sancio.

En tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los hombres feacios que antes
habitaban la espaciosa Hiperea cerca de los Cíclopes, hombres soberbios que los
dañaban continuamente, pues eran superiores en fuerza. Sacándolos de allí los
condujo Nausítoo, semejante a un dios, y los asentó en Esqueria, lejos de los hom-
bres industriosos; rodeó la ciudad con un muro, construyó casas e hizo los templos
de los dioses y repartió los campos. Pero este, vencido ya por Ker, había marchado
a Hades, y entonces gobernaba Alcínoo, inspirado en sus designios por los dioses.

Al palacio de este se encaminó Atenea, la de ojos brillantes, planeando el regreso


para el magnánimo Odiseo. Llegó a la muy adornada estancia en la que dormía
una joven igual a las diosas en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo
Alcínoo. Y dos sirvientas que poseían la belleza de las Gracias estaban a uno y otro
lado de la entrada, y las suntuosas puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea
como un soplo de viento hacia la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza y le
dirigió su palabra tomando la apariencia de la hija de Dimante, famoso por sus
naves, pues era de su misma edad y muy grata a su ánimo.

Asemejándose a esta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:

«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te parió tu madre? Tienes descuidados los es-
pléndidos vestidos, y eso que está cercana tu boda, en que es preciso que vistas tus
mejores galas y se las proporciones también a aquellos que lo acompañen. Pues de
cosas así resulta buena fama a los hombres y se complacen el padre y la venerable
madre.

Conque marchemos a lavar tan pronto como despunte la aurora; también yo iré
contigo como compañera para que dispongas todo enseguida, porque ya no vas a
estar soltera mucho tiempo, que te pretenden los mejores de los feacios en el pue-
blo donde también tú tienes tu linaje. Así que, anda, pide a tu ilustre padre que
prepare antes de la aurora mulas y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y

80
La Odisea

tu espléndida ropa. Es para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están
muy lejos de la ciudad.»

Cuando hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes, al Olimpo, donde
dicen que está la morada siempre segura de los dioses, pues no es azotada por los
vientos ni mojada por las lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre
un cielo sin nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten du-
rante todo el día los felices dioses. Hacia allá marchó la de ojos brillantes cuando
hubo aconsejado a la joven.

Al punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a Nausícaa; de lindo pelo, y
asombrada del sueño echó a correr por el palacio para contárselo a sus progenito-
res, a su padre y a su madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada junto
al hogar con sus siervas hilando copos de lana teñidos con púrpura marina; a él lo
encontró a las puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo
reclamaban los nobles feacios.

Así que se acercó a su padre y le dijo:

«Querido papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro de buenas ruedas para que
lleve a lavar al río los vestidos que tengo sucios? Que también a ti conviene, cuando
estás entre los principales, participar en el Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos
limpios. Además, tienes cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros en
la flor de la edad, y estos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien limpios, y
todo esto está a mi cargo.»

Así dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente matrimonio a su padre. Pero


él comprendió todo y le respondió con estas palabras:

«No te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al momento los criados
lo prepararán un alto carro de buenas ruedas con una cesta ajustada a él.»

Cuando hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y estos al momento le obede-
cieron. Prepararon fuera el carro mulero de buenas ruedas, trajeron mulas y las
uncieron al yugo. La joven sacó de la habitación un lujoso vestido y lo colocó en
el bien pulido carro, y la madre puso en un capacho abundante y rica comida, así
como golosinas, y en un odre de cuero de cabra vertió vino. La joven subió al carro,
y todavía le dio en un recipiente de oro aceite húmedo para que se ungiera con
sus sirvientas. Tomó Nausícaa el látigo y las resplandecientes riendas y lo restalló
para que partieran. Y se dejó sentir el batir de las mulas, y mantenían una tensión
incesante llevando los vestidos y a ella misma; mas no sola, que con ella marchaban
sus esclavas. Así que hubieron llegado a la hermosísima corriente del río donde
estaban los lavaderos perennes (manaba un caudal de agua muy hermosa para
lavar incluso la ropa más sucia), soltaron las mulas del carro y las arrearon hacia el
río de hermosos torbellinos para que comieran la fresca hierba suave como la miel.
Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los llevaron a la oscura agua y los pisotea-
ban con presteza en las pilas, emulándose unas a otras.

81
Homero

Una vez que limpiaron y lavaron toda la suciedad, extendieron la ropa ordena-
damente a la orilla del mar precisamente donde el agua devuelve a la tierra los
guijarros más limpios.

Y después de bañarse y ungirse con el grasiento aceite, tomaron el almuerzo junto


a la orilla del río y aguardaban a que la ropa se secara con el resplandor del sol.

Apenas habían terminado de disfrutar el almuerzo, las criadas y ella misma se


pusieron a jugar con una pelota, despojándose de sus velos. Y Nausícaa, de blancos
brazos, dio comienzo a la danza. Como Artemis va por los montes, la Flechadora,
ya sea por el Taigeto muy espacioso o por el Erimanto, mientras disfruta con los
jabalíes y ligeros ciervos, y con ella las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la
égida, participan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de todas ellas tiene por
encima la cabeza y el rostro, así que es fácilmente reconocible, aunque todas son
bellas), así se distinguía entre todas sus sirvientas la joven doncella.

Pero cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa, después de haber uncido


las mulas y doblado los bellos vestidos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso
otro plan: que Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos ojos que lo con-
duciría a la ciudad de los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y
no la acertó; arrojóla en un profundo remolino y ellas gritaron con fuerza. Despertó
el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y en su corazón:

«¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son sober-
bios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de
piedad hacia los dioses? Y es el caso que me rodea un griterío femenino como de
doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los
ríos y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres dotados de
voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo a intentaré verlo.»

Cuando hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino Odiseo, y de la cerra-
da selva cortó con su robusta mano una rama frondosa para cubrirse alrededor las
vergüenzas. Y se puso en camino como un león montaraz que, confiado en su fuer-
za, marcha empapado de lluvia y contra el viento y le arden los ojos; entonces per-
sigue a bueyes o a ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia
a entrar en un recinto bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba a mezclarse
Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando desnudo, pues la nece-
sidad lo alcanzaba. Y apareció ante ellas terriblemente afeado por la salmuera.

Temblorosas se dispersan cada una por un lado hacia las salientes riberas. Sola
la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea le infundió valor en su pecho y arrojó el
miedo de sus miembros. Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Este dudó entre
suplicar a la muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos,
con dulces palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras esto
cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces palabras, no fuera que la
doncella se irritara con él al abrazarle las rodillas. Así que pronunció estas dulces y
astutas palabras:

82
La Odisea

«A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una divinidad de las que po-
seen el espacioso cielo, yo te comparo a A r t e m i s , la hija del gran Zeus, en belleza,
talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la Tierra, tres veces felices
tu padre y tu venerable madre; tres veces felices también tus hermanos, pues bien
seguro que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal
retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con
sus presentes te lleve a su casa. Que jamás he visto con mis ojos semejante mortal,
hombre o mujer. Al mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que crecía
junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera (pues también he ido allí
y me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a suceder funestos
males.) Así es que contemplando aquello quedé entusiasmado largo tiempo, pues
nunca árbol tal había crecido de la tierra.

«Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo que
temo profundamente abrazar tus rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer
escapé del ponto, rojo como el vino, después de veinte días. Entretanto me han
zarandeado sin cesar el oleaje y turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y
ahora por fin me ha arrojado aquí algún demon, sin duda para que sufra algún
contratiempo; pues no creo que estos vayan a cesar, sino que todavía los dioses me
preparan muchas desventuras.

«Pero tú, soberana, ten compasión, pues es a ti a quien primero encuentro después
de haber soportado muchas desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres
que poseen esta tierra y ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa para
cubrirme si al venir trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te
concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen
también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando
un hombre y una mujer gobiernan la casa con el mismo parecer; pesar es para el
enemigo y alegría para el amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama.»

Y le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:

«Forastero, no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo Zeus Olímpico re-


parte la felicidad entre los hombres tanto a nobles como a plebeyos, según quiere
a cada uno. Sin duda también a ti te ha concedido esto, y es preciso que lo soportes
con firmeza hasta el fin.

«Ahora que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no te verás privado de
vestidos ni de ninguna otra cosa de las que son propias del desdichado suplicante
que nos sale al encuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes.
Los feacios poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo,
en quien descansa el poder y la fuerza de los feacios.»

Así dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:

«Deteneos, siervas. ¿A dónde huís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un
enemigo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo hostil al

83
Homero

país de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y habitamos lejos en el
agitado ponto, los más apartados, y ningún otro mortal tiene trato con nosotros.

«Pero este ha llegado aquí como un desdichado después de andar errante, y ahora
es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y mendigos proceden de Zeus, y para
ellos una dádiva pequeña es querida. ¡Vamos!, dadle de comer y de beber y lavad-
lo en el río donde haya un abrigo contra el viento. »

Así dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, hicieron sentar a Odiseo en
lugar resguardado, según lo había ordenado Nausícaa, hija del magnánimo Alcí-
noo, le proporcionaron un manto y una túnica como vestido, le entregaron aceite
húmedo en una ampolla de oro y lo apremiaban para que se bañara en las co-
rrientes del río. Entonces, por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:

«Siervas, deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros la salmuera y me


unjo con aceite, pues ya hace tiempo que no hay grasa sobre mi cuerpo; que no
me lavaré yo frente a vosotras, pues me avergüenzo de permanecer desnudo entre
doncellas de lindas trenzas. »

Así dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha. Conque el divino Odiseo


púsose a lavar su cuerpo en las aguas del río y a quitarse la salmuera que cubría
sus anchas espaldas y sus hombros, y limpió de su cabeza la espuma de la mar in-
fatigable. Después que se hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las ropas que
le proporcionara la no sometida doncella. Entonces le concedió, Atenea, la hija de
Zeus, aparecer más apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza espesa cabellera, se-
mejante a la flor del jacinto. Así como derrama oro sobre plata un diestro orfebre a
quien Hefesto y Palas Atenea han enseñado toda clase de artes y termina graciosos
trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y hombros de Odiseo. Fuese
entonces a sentar a lo lejos junto a la orilla del mar, resplandeciente de belleza y de
gracia, y la muchacha lo contemplaba.

Por fin dijo a las siervas de lindas trenzas:

«Escuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no en contra de la vo-


luntad de todos los dioses, los que poseen el Olimpo, tiene trato este hombre con los
feacios semejantes a los dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable, pero
ahora es semejante a los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante
varón fuera llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con
nosotros! Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»

Así dijo; ellas la escucharon y al punto realizaron sus deseos: pusieron comida y bebi-
da junto a Odiseo y verdad es que comía y bebía con voracidad el sufridor, el divino
Odiseo, pues durante largo tiempo estuvo ayuno de comida.

De pronto Nausícaa, de blancos brazos, cambió de parecer. Después de haber ple-


gado sus vestidos los colocó en el hermoso carro, unció las mulas de fuertes cascos y
ascendió ella misma. Animó a Odiseo, le llamó por su nombre y le dirigió su palabra:

84
La Odisea

«Forastero, levántate ahora para ir a la ciudad y para que yo te acompañe a casa


de mi prudente padre, donde te aseguro que verás a los más excelentes de todos
los feacios. Pero ahora cuídate de obrar así —ya que no me pareces insensato—:
mientras vayamos por los campos y las labores de los hombres, marcha presto con
las sirvientas tras las mulas y el carro y yo seré guía. Pero cuando subamos a la
ciudad... a esta la rodea una elevada muralla; hay un hermoso puerto a ambos
lados de la ciudad y es estrecha la entrada, y las curvadas naves son arrastradas
por el camino, pues todos ellos tienen refugios para sus naves. También tienen en
torno al hermoso templo de Poseidón el ágora construida con piedras gigantescas
que hunden sus raíces en la tierra. Aquí se ocupan los hombres de los aparejos de sus
negras naves, cables y velas, y aquí afilan sus remos. Pues los feacios no se ocupan
de arco y carcaj, sino de mástiles y remos, y de proporcionadas naves con las que
recorren orgullosos el canoso mar. De estos quiero evitar el amargo comentario, no
sea que alguno murmure por detrás, pues muchos son los soberbios en el pueblo,
y quizá alguno, el más vil, diga al salirnos al encuentro: “¿Quién es este hermoso y
apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde lo encontró? Quizá llegue a ser su
esposo, o quizá es algún navegante al que, errante en su nave, le dio hospitalidad,
de los hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí. O quizá un dios
le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a tener con ella para siempre. Mejor si
ha encontrado por ahí un esposo de fuera, pues desdeña a los demás feacios en el
pueblo, aunque son muchos y nobles los que la pretenden.”

Así dirán, y para mí estas palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría
con otra que hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de su madre
y se uniera con hombres antes que celebre público matrimonio.

«Conque, forastero, haz caso de mi palabra para que consigas pronto de mi padre
escolta y regreso.

«Encontrarás un espléndido bosque de Atenea junto al camino, de álamos negros;


allí mana una fuente y alrededor hay un prado; allí está el cercado de mi padre
y la florida viña, tan cerca de la ciudad que se oye al gritar. Espera un poco allí
sentado para que nosotras alcancemos la ciudad y lleguemos a casa de mi padre,
y cuando supongas que hemos llegado al palacio, disponte entonces a marchar a
la ciudad de los feacios y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo Alcínoo.
Es fácilmente reconocible y hasta un niño pequeño te puede conducir, pues no es
nada semejante a las casas de los demás feacios: ¡tal es el palacio del héroe Alcínoo!
Y una vez que te cobijen la casa y el patio, cruza rápidamente el mégaron para lle-
gar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la luz del fuego, hilando copos
purpúreos —¡una maravilla para verlos!— apoyada en la columna. Y sus esclavas
se sientan detrás de ella. Allí también está el trono de mi padre apoyado contra la
columna, en el que se sienta a beber su vino como un dios inmortal. Pásalo de largo
y arrójate a abrazar con tus manos las rodillas de mi madre, a fin de que consigas
pronto el día del regreso, para tu felicidad, aunque seas de lejana tierra. Pues si ella
te guarda sentimientos amigos en su corazón, podrás cumplir el deseo de ver a los
tuyos, tu bien construida casa y tu tierra patria.»

85
La Odisea

Hablando así golpeó con su brillante látigo a las mulas y estas abandonaron veloces
las corrientes del río: trotaban muy bien y cruzaban bien las patas. Y ella llevaba
las riendas para que pudieran seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que ma-
nejaba el látigo con tiento.

Y se sumergió Helios y al punto llegaron al famoso bosquecillo sagrado de Atenea,


donde se sentó el divino Odiseo:

Y se puso a invocar a la hija del gran Zeus:

«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona, escúchame en este mo-


mento, ya que antes no me escuchaste cuando sufrí naufragio, cuando me golpeó
el famoso, el que sacude la tierra. Concédeme llegar a la tierra de los feacios como
amigo y digno de lástima.»

Así dijo suplicando y le escuchó Palas Atenea.

Pero no le salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre que man-


tenía su cólera violenta contra Odiseo, semejante a un dios, hasta que llegara a su
patria.

87
Homero

CANTO VII
Odiseo en el palacio de Alcínoo
Y mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor de las mulas llevaba a
la doncella a la ciudad. Cuando al fin llegó a la famosa morada de su padre, se
detuvo ante las puertas y la rodearon sus hermanos, semejantes a los inmortales,
quienes desuncieron las mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a
su habitación y le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera Eurimedusa,
a la que trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la habían elegido a Alcínoo
como recompensa, porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo escuchaba
como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el mégaron;
ella le avivaba el fuego y le preparaba la cena.

Entonces Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea, siempre preocupada


por Odiseo, derramó en torno suyo una gran nube, no fuera que alguno de los
magnánimos feacios, saliéndole al encuentro, le molestara de palabra y le pre-
guntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto de penetrar en la agra-
dable ciudad, le salió al encuentro la diosa Atenea, de ojos brillantes, tomando la
apariencia de una niña pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le
preguntó luego el divino Odiseo:

«Pequeña, ¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que gobierna entre estos hom-
bres? Pues yo soy forastero y después de muchas desventuras he llegado aquí desde
lejos, de una tierra apartada; por esto no conozco a ninguno de los hombres que
poseen esta ciudad y estas tierras de labor.»

Y le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes:

«Yo te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya que vive cerca de mi
irreprochable padre. Anda, ven en silencio y te mostraré el camino, pero no mires ni
preguntes a ninguno de los hombres, pues no soportan con agrado a los forasteros
ni agasajan con gusto al que llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves
surcan el gran abismo del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la
tierra, y sus naves son tan ligeras como las alas o como el pensamiento.» Hablando
así le condujo rápidamente Palas Atenea y él marchaba tras las huellas de la diosa.

88
La Odisea

Pero no lo vieron los feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos
por su ciudad, ya que no lo permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que
preocupándose por él en su ánimo le había cubierto con una nube divina.

Odiseo iba contemplando con admiración los puertos y las proporcionadas naves,
las ágoras de ellos, de los héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con pie-
dras, maravilla de ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey, Atenea,
de ojos brillantes, comenzó a hablar:

«Ese es, padre forastero, el palacio que me pedías que te mostrara; encontrarás a
los reyes, vástagos de Zeus, celebrando un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes
en tu ánimo, pues un hombre con arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque
llegue de otra tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es
Arete y desciende de los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo
engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y Peribea, la más excelente
de las mujeres en su porte, hija menor del magnánimo Eurimedonte, que entonces
gobernaba sobre los soberbios Gigantes —este hizo perecer a su arrogante pueblo,
pereciendo también él—; con ella se unió Poseidón y engendró a su hijo, el mag-
nánimo Nausítoo, que reinó entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor
y Alcínoo. A aquel lo alcanzó Apolo, el del arco de plata, recién casado y sin hijos
varones y en la casa dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su e sposa
y honró como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan
una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada en su corazón y lo sigue
siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a
una diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que
no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los hombres
por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos puedes tener la
esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a tu tierra patria.»

Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por el estéril ponto y
abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón y a Atenas, de anchas calles,
y penetró en la sólida morada de Erecteo.

Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón


removía diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el broncíneo
umbral. Pues hay un resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del
magnánimo Alcínoo; a ambos lados se extienden muros de bronce desde el umbral
hasta el fondo y en su torno un azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la
sólida estancia; las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el ti-
rador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había perros de oro y plata que había
esculpido Hefesto con la habilidad de su mente para custodiar la morada del mag-
nánimo Alcínoo, perros que son inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la
pared y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por
ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban los señores feacios
mientras bebían y comían; y los ocupaban constantemente. Había también unos
jóvenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando en sus

89
Homero

manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del
palacio. Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el dorado fruto, otras
tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de un esbelto
álamo negro, y del lino tejido gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son
más expertos que los demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto,
así son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado sumo el saber
realizar brillantes labores y buena cabeza.

Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas y
alrededor se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y florecen árboles:
perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes olivos;
de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes.
Siempre que sopla Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la
pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el higo sobre el
higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera, en la que unas uvas se secan al sol
en lugar abrigado, otras las vendimian y otras las pisan: delante están las vides que
dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí también, en el fondo
del huerto, crecen liños de verduras de todas clases siempre lozanas. También hay
allí dos fuentes, la una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a
otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde van por agua los
ciudadanos. Tales eran las brillantes dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo.

Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con admiración. Conque


una vez que hubo contemplado todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez
para entrar en la casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían li-
bación con sus copas al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último
lugar, cuando ya sentían necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo,
echó a andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había derramado Ate-
nea, hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo. Abrazó Odiseo las rodillas de Arete
y entonces, por fin, se disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un
hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplarle. Y Odiseo suplicaba
de esta guisa:

«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu esposo, a tus


rodillas y ante estos tus invitados, después de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los
dioses concedan a estos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus
hijos los bienes de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo.
En cuanto a mí, proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria.
Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.» Así diciendo se sentó
entre las cenizas junto al fuego del hogar. Todos ellos permanecían inmóviles en
silencio. Al fin tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más anciano
entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era conocedor de muchas y anti-
guas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad:

«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca senta-


do en el suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen callados esperando

90
La Odisea

únicamente tu palabra. Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos


de plata. Ordena también a los heraldos que mezclen vino para que hagamos
libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes.
En fin, que el ama de llaves proporcione al forastero alguna vianda de las que hay
dentro.»

Cuando hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo asiendo de la mano


a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y lo asentó en
su brillante trono, después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante,
que solía sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo agua-
manos en hermoso jarro de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se
lavara. A su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le
proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares, favoreciéndole gustosa entre
los presentes. En tanto que comía y bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de
Alcínoo dijo a un heraldo:

«Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la casa para que


ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste siempre a los
venerables suplicantes.» Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre
todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que hicieron
las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo:

«Escuchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga lo que mi corazón me
ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra
casa. Y a la aurora, después de convocar al mayor número de ancianos, ofrecere-
mos hospitalidad al forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después
trataremos de su escolta para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni
esfuerzo con nuestra escolta —la que recibirá contento— por muy lejana que sea,
y para que no sufra ningún daño antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí
sufrirá cuantas desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo parió
su madre, la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los inmortales que
ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los dioses, pues hasta ahora
siempre se nos han mostrado a las claras, cuando les ofrecemos magníficas heca-
tombes y participan con nosotros del banquete sentados allí donde nos sentamos
nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y es que
somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza de los Gigantes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada me asemejo


a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en porte, sino a los
mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras entre
los hombres mortales, a este podría yo igualarme en pesares. Y todavía podría
contar desgracias mucho mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los
dioses. Pero dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más
inoportuna que el maldito estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él,

91
Homero

y aun al que está muy afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora
tengo el mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace olvidar todos los
males, que he padecido; y me ordena llenarlo.

«Vosotros, en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado,


en mi tierra patria, a pesar de lo que he sufrido. Que me abandone la vida una
vez que haya visto mi hacienda, mis siervos y mi gran morada de elevado techo.»

Así dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, ya
que había hablado como le correspondía.

Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo quiso, cada uno
marchó a su casa para acostarse. Así que quedó solo en el mégaron el divino Odiseo
y a su lado se sentaron Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se llevaron
los útiles del banquete.

Y Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos, reconoció el manto, la


túnica y los hermosos ropajes que ella misma había tejido con sus siervas. Y le habló
y le dijo aladas palabras:

«Huésped, seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?,


¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado aquí después de andar erran-
te por el ponto?»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

Es doloroso, reina, que enumere uno a uno mis padecimientos, que los dioses celes-
tes me han otorgado muchos. Pero con todo te contestaré a lo que me preguntas
o inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de Ogigia, donde vive la hija de Atlante,
la engañosa Calipso de lindas trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los
hombres mortales tienen trato con ella. Solo a mí, desventurado, me llevó como
huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida nave, la incendió con
un brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Todos mis demás valientes
compañeros perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguan-
té durante nueve días; y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla
Ogigia, donde habita Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa que acogiéndome
gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me haría inmortal y libre de
vejez para siempre; pero no logró convencer a mi corazón dentro del pecho. Allí
permanecí, no obstante, siete años regando sin cesar con mis lágrimas las inmorta-
les ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por fin cumplió su curso el año
octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea por mensaje de Zeus o quizá
porque ella misma cambió de opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y
me proporcionó abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales ropas y me envió
un viento próspero y cálido.

Diecisiete días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo aparecieron las
sombrías montañas de vuestras tierras. Conque se me alegró el corazón, ¡desdi-

92
La Odisea

chado de mí!, pues aún había de verme envuelto en la incesante aflicción que me
proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien impulsando los vientos me
cerró el camino, sacudió el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras
gemía incesantemente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la tempestad.
Fue entonces cuando surqué nadando el abismo hasta que el viento y el agua
me acercaron a vuestra tierra; y cuando trataba de alcanzar la orilla, habríame
arrojado violentamente el oleaje contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero
retrocedí de nuevo nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor
lugar, limpio de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el
aliento y se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido de Zeus y entre
los matorrales acomodé mi lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios
me vertió profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón afligido toda
la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el Sol cuando me abandonó el
dulce sueño. Vi jugando en la orilla a las siervas de tu hija; y ella era semejante a las
diosas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no se podría esperar que
obrara una joven que se encuentra con alguien. Pues con frecuencia los jóvenes son
sandios. Me entregó pan suficiente y oscuro vino, me lavó en el río y me proporcionó
esta ropa. Aun estando apesadumbrado te he contado toda la verdad.»

Y le respondió Alcínoo y dijo:

«Huésped, en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al no traerte a nuestra


casa con sus siervas. Y sin embargo fue ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Héroe! No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella me aconsejó seguirla


con sus siervas, pero yo no quise por vergüenza, y temiendo que al verme pudieras
disgustarte. Que la raza de los hombres sobre la tierra es suspicaz.»

Y le respondió Alcínoo y dijo:

«Huésped! El corazón que alberga mi pecho no es tal como para irritarse sin moti-
vo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo
como eres y pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa
y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacien-
da si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá
contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio, para que
lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú descansas sometido por el sueño,
ellos remarán por el mar encalmado hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o a
donde quiera que te sea grato, por distante que esté (aunque más lejos que Eubea,
la más lejana según dicen los que la vieron de nuestros soldados cuando llevaron
allí al rubio Radamanto para que visitara a Ticio, hijo de la Tierra. Allí llegaron y,
sin cansancio, en un solo día, llevaron a cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo
podrás observar qué excelentes son mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con
el remo.»

93
Homero

Así dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y suplicando dijo su palabra y lo


llamó por su nombre:

«Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido! Que su fama jamás se
extinga sobre la nutricia tierra y que yo llegue a mi tierra patria.»

Mientras ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a las
mujeres colocar lechos bajo el pórtico y disponer las más bellas mantas de púrpura
y extender encima las colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.

Así que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y una vez que termina-
ron de hacer diligentemente la cama, dirigiéronse a Odiseo y lo invitaron con estas
palabras:

«Huésped, levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.»

Así hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí durmió debajo del
sonoro pórtico el sufridor, el divino Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó
Alcínoo en el interior de la alta morada; le había dispuesto su esposa y señora el
lecho y la cama.

94
Homero

CANTO VIII
Odiseo agasajado por los feacios
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó
del lecho la sagrada fuerza de Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el
destructor de ciudades. La sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que
los feacios tenían construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron en
piedras pulimentadas, cerca unos de otros.

Y recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del heraldo del prudente
Alcínoo, preparando el regreso a su patria para el valeroso Odiseo. La diosa se co-
locaba cerca de cada hombre y le decía su palabra:

«¡Vamos, caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para que os informéis sobre
el forastero que ha llegado recientemente a casa del prudente Alcínoo después de
recorrer el ponto, semejante en su cuerpo a los inmortales.»

Así diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien pronto el ágora y los
asientos se llenaron de hombres que se iban congregando y muchos se admiraron
al ver al prudente hijo de Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina por
su cabeza y hombros e hizo que pareciese más alto y más grueso: así sería grato
a todos los feacios y temible y venerable, y llevaría a término muchas pruebas, las
que los feacios iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya
congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo:

«Oídme, caudillos y señores de los feacios, para que os diga lo que mi ánimo me
ordena dentro del pecho. Este forastero —y no sé quién es— ha llegado errante a mi
palacio bien de los hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una escolta
y suplica que le sea asegurada. Apresuremos nosotros su escolta como otras veces,
que nadie que llega a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella.

«Vamos, echemos al mar divino una negra nave que navegue por primera vez, y
que sean escogidos entre el pueblo cincuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los
mejores. Atad bien los remos a los bancos y salid. Preparad a continuación un convite
al volver a mi palacio, que a todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que orde-
no a los jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid, a mi hermosa mansión

96
La Odisea

para que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue. Y llamad al


divino aedo Demódoco, a quien la divinidad ha otorgado el canto para deleitar
siempre que su ánimo lo empuja a cantar.»

Así habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan cetro. El heraldo fue
a llamar al divino aedo y los cincuenta y dos jóyenes se dirigieron, como les había
ordenado, a la ribera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar
echaron la nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los remos
con correas, todo según correspondía. Extendieron hacia arriba las blancas velas,
anclaron a la nave en aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran
casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los patios y las habitaciones
se llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos, jóvenes y ancianos.
Para ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos albidentes y dos bueyes de
rotátiles patas. Los desollaron y prepararon a hicieron un agradable banquete.

Y se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa amó mucho y le había
dado lo bueno y lo malo: le privó de los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pon-
tónoo le puso un sillón de clavos de plata en medio de los comensales, apoyándolo
a una elevada columna, y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre
su cabeza. y le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un
canastillo y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que su ánimo
le impulsara.

Y ellos echaron mano de las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron arro-
jado el deseo de comida y bebida, Musa empujó al aedo a que cantara la gloria de
los guerreros con un canto cuya fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de
Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en cierta ocasión discutieron en el suntuoso ban-
quete de los dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se
alegraba en su ánimo de que riñeran los mejores de los aqueos. Así se lo había dicho
con su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó cuando sobrepasó el umbral de piedra
para ir a consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de la
calamidad para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta cantaba el
muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su grande, purpú-
rea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su hermoso rostro; le daba
vergüenza dejar caer lágrimas bajo sus párpados delante de los feacios. Siempre
que el divino aedo dejaba de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el manto
de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía libaciones a los dioses.

Pero cuando comenzaba otra vez —lo impulsaban a cantar los más nobles de los
feacios porque gozaban con sus versos—, Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y
lloraba. A los demás les pasó inadvertido que derramaba lágrimas. Solo Alcínoo lo
advirtió y observó, pues estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Enton-
ces dijo el soberano a los feacios amantes del remo:

«¡Oídme, caudillos y señores de los feacios! Ya hemos gozado del bien distribuido
banquete y de la cítara que es compañera del festín espléndido; salgamos y probe-

97
Homero

mos toda clase de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa
cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y en la carrera.»

Así habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora
cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo sacó del mégaron y lo conducía por
el mismo camino que llevaban los mejores de los feacios para admirar los juegos.
Se pusieron en camino para ir al ágora y los seguía una gran multitud, miles. Y se
pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo,
y Nauteo, y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y Toón, y Anabe-
sineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida. Se levantó también Eurfalo, semejante
a Ares, funesto para los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de
todos los feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron en
pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Élitoneo, parecido a un dios.
Estos hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de salida se les extendía
la pista y volaban velozmente por la llanura levantando polvo. Entre ellos fue con
mucho el mejor en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo noval
es el alcance de dos mulas, tanto se les adelantó llegando a la gente mientras los
otros se quedaron atrás. Luego hicieron la prueba de la fatigosa lucha y en esta
venció Euríalo a todos los mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el disco fue
Elatreo el mejor de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el noble hijo
de Alcínoo. Y cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos, entre ellos
habló Laodamante, el hijo de Alcínoo:

«Aquí, amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha aprendido algún juego. Que


no es vulgar en su natural: en sus músculos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto
cuello y en su gran vigor. Y no carece de vigor juvenil, sino que está quebrantado
por numerosos males; que no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a
un hombre por fuerte que sea.»

Y Euríalo le contestó y dijo:

«Has hablado como te corresponde. Ve tú mismo a desafiarlo y manifiéstale tu


palabra.»

Cuando le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en medio y dijo a Odi-
seo:

«Ven aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si es que has aprendido
alguno. Es natural que los conozcas, pues no hay gloria mayor para el hombre
mientras vive que lo que hace con sus pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la
prueba y arroja de tu ánimo las penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo;
ya la nave te ha sido botada y tienes preparados unos acompañantes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de mí? Las perlas ocu-
pan mi interior más que los juegos. Yo he sufrido antes mucho y mucho he soportado.

98
La Odisea

Y ahora estoy sentado en vuestra asamblea necesitando el regreso, suplicando al


rey y a todo el pueblo.» Entonces, Euríalo le contestó y le echó en cara:

«No, huésped, no te asemejas a un hombre entendido en juegos, cuantos hay en


abundancia entre los hombres, sino al que está siempre en una nave de muchos
bancos, a un comandante de marinos mercantes que cuida de la carga y vigila las
mercancías y las ganancias debidas al pillaje. No tienes traza de atleta.»

Y lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo:

«¡Huésped! No has hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han


repartido de igual modo a todos sus amables dones de hermosura, inteligencia y
elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad lo corona con la
hermosura de la palabra y todos miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza
y con suavidad respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo contemplan como
a un dios cuando anda por la ciudad.

«Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte, pero no lo corona la


gracia cuando habla.

«Así tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado de otra guisa, mas de


inteligencia eres necio. Me has movido el ánimo dentro del pecho al hablar incon-
venientemente.

No soy desconocedor de los juegos como tú aseguras, antes bien, creo que estaba
entre los primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora estoy
poseído por la adversidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando con
los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque haya padecido
muchos males, probaré en los juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has
provocado al hablar.»

Dijo, y con su mismo vestido se levantó, tomó un disco mayor y más ancho y no poco
más pesado que con el que solían competir entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo
lanzó de su pesada mano y la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos
remos, hombres ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y esta sobrevoló
todas las señales al salir velozmente de su mano. Atenea le puso la señal tomando
la forma de un hombre, le dijo su palabra y lo llamó por su nombre:

«Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues no está mezclada


entre la multitud sino mucho más adelante; confía en esta prueba; ninguno de los
feacios la alcanzará ni sobrepasará.»

Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la
competición un compañero a su favor.

Y entonces habló más suavemente a los feacios:

«Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan lejos o
aún más. Y aquel entre los demás feacios, salvo Laodamante, a quien su corazón y

99
Homero

su ánimo le impulse, que venga acá, que haga la prueba —puesto que me habéis
irritado en exceso— en el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego.
Pues Laodamante es mi huésped:

¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es hombre loco y de poco
precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en tierra
extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no rechazo a
ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas frente a él.
Que no soy malo en todas las competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé
muy bien tender el arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre
enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo rodearan muchos
compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Solo Filoctetes me superaba en
el arco en el pueblo de los troyanos cuando disparábamos los aqueos. De los demás
os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de cuantos mortales hay sobre la tierra
que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar con hombres antepasados como
Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los inmortales rivalizaban en el arco.
Por eso murió el gran Eurito y no llegó a la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató
irritado porque le había desafiado a tirar con el arco.

«También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una flecha. Solo temo a la
carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui excesivamente que-
brantado en medio del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones
en la nave y por esto mis miembros están flojos.»

Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Solo Alcínoo contestó y dijo:

«Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable, sino que
quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este hombre se ha acer-
cado a injuriarte en el certamen —pues no pondría en duda tu valía cualquier
mortal que supiera en su interior decir cosas apropiadas—. Pero, vamos, atiende a
mi palabra para que a tu vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando
comas en tu palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué
obras nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya desde nuestros ante-
pasados. No somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos velozmente
con los pies y somos los mejores en la navegación; continuamente tenemos agra-
dables banquetes y cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas.

«Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores, danzad; así po-
drá también decir el huésped a los suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a
los demás en la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que alguien vaya
a llevar a Demódoco la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.»

Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un heraldo para llevar la curva-
da cítara de la habitación del rey. También se levantaron árbitros elegidos, nueve
en total —los que organizaban bien cada cosa en los concursos—, allanaron el piso
y ensancharon la hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara a

100
La Odisea

Demódoco y este enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron unos jóvenes


adolescentes conocedores de la danza y batían la divina pista con los pies. Odiseo
contemplaba el brillo de sus pies y quedó admirado en su ánimo.

Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar bellamente sobre los


amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se unieron por primera vez
a ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró el lecho
y la cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los
había visto unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en cami-
no hacia su fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme
yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran
allí firmemente.

Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia
su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes
en torno a las patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el
techo, como suaves hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los dio-
ses felices, pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa
estuvo extendida alrededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edifica-
da ciudad, la que le era más querida de todas las tierras.

Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos
a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre
Hefesto deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estaba ella
sentada, recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró
en el palacio y la tomó de la mano y la llamó por su nombre:

«Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no está entre
nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»

Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y
se acostaron. A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto
y no les era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta
que no había escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies,
pues había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia
y le dio la noticia y se puso en camino hacia su palacio, acongojado su corazón. Se
detuvo en el pórtico y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente
haciéndose oír de todos los dioses:

«Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para que veáis
un acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continua-
mente porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es her-
moso y con los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable,
sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen
estos dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de
dolor, pues nunca esperé ni por un instante que iban a dormir así por mucho que se
amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa

101
Homero

y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de esponsales,
cuantos le entregué por la muchacha de cara de perra. Porque su hija era bella,
pero incapaz de contener sus deseos.»

Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó Po-
seidón, el que conduce su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el
soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban
por vergüenza en casa cada una de ellas.

Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó
inextinguible la risa al ver las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno
al que tenía más cerca:

«No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que
es lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que
ocupan el Olimpo, cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»

Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:

«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la cama
junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?»

Y le contestó el mensajero el Argifonte:

«¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo!

¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces más que esas y que vosotros
me mirarais, los dioses y todas las diosas!» Así dijo y se les levantó la risa a los inmor-
tales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto,
al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió aladas palabras:

«Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre los
inmortales dioses.»

Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:

«No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes eso; sin valor son
las fianzas que se toman por gente sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los
inmortales dioses si Ares se escapa evitando la deuda y las ligaduras?

Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:

«Hefesto, si Ares huye sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.» Y le contestó el


muy insigne cojo de ambos pies:

«No es posible ni está bien negarme a tu palabra.»

Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando se vieron libres
de las ligaduras, aunque eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a
Tracia y ella se llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y

102
La Odisea

la ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses que
viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una maravilla para verlos.

Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior al oírlo y también
los demás feacios que usan largos remos, hombres insignes por sus naves.

Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos, pues nadie rivalizaba
con ellos. Así que tomaron en sus manos una hermosa pelota de púrpura (se la ha-
bía hecho el sabio Pólibo); el uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose
hacia atrás y el otro saltando hacia arriba la recibía con facilidad antes de tocar el
suelo con sus pies.

Después; cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota en línea recta, dan-
zaban sobre la tierra nutricia cambiando a menudo sus posiciones; los demás jóve-
nes aplaudían en pie entre la concurrencia y gradualmente se levantaba un gran
murmullo.

Fue entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo:

«Alcínoo, poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con razón me asegurabas


que erais los mejores bailarines. Se ha presentado esto como un hecho cumplido, la
admiración se apodera de mí al verlo.»

Así habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y enseguida dijo a los feacios
amantes del remo:

«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. El huésped me parece muy discreto.


Vamos, démosle un regalo de hospitalidad, como es natural. Puesto que gobiernan
en el pueblo doce esclarecidos reyes —yo soy el decimotercero—, cada uno de es-
tos entregadle un vestido bien lavado y un manto y un talento de estimable oro.
Traigámoslo enseguida todos juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se
acerque al banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo aplaque con sus palabras
y con un regalo, que no dijo su palabra como le correspondía.»

Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron a Euríalo. Y cada uno
envió un heraldo para que trajera los regalos.

Entonces, Euríalo le contestó y dijo:

«Alcínoo poderoso, el más señalado de todo el pueblo, aplacaré al huésped como


tú ordenas. Le regalaré esta espada Coda de bronce, cuya empuñadura es de pla-
ta y cuya vaina está rodeada de marfil recién cortado. Y le será de mucho valor.»

Así dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de plaza; le habló y le


dirigió aladas palabras:

«Salud, padre huésped, si alguna palabra desagradable ha sido dicha, que la arre-
baten los vendavales y se la lleven. Y a ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa
y llegar a tu patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.»

103
Homero

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«También a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan felicidad, y que después
no sientas nostalgia de la espada esta que ya me has dado aplacándome con tus
palabras.»

Así dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus hombros.

Cuando se sumergió Helios, ya tenía él a su lado los insignes regalos; los ilustres
heraldos los llevaban al palacio de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los
recibieron y colocaron los muy hermosos regalos junto a su venerable madre.

Ante ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar se sentaron en eleva-


dos sillones.

Entonces se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo:

«Trae acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él coloca un vestido
bien lavado y un manto. Calentadle un caldero de bronce con fuego alrededor y
templad el agua para que se lave y vea bien puestos todos los regalos que le han
traído aquí los irreprochables feacios, y goce con el banquete escuchando también
la música de una tonada. También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de
oro, para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones en su palacio a
Zeus y a los demás dioses.»

Así dijo, y Arete ordenó a sus esclavas que colocaran al fuego un gran trípode lo
antes posible. Ellas colocaron al fuego ardiente una bañera de tres patas, echaron
agua, pusieron leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de la ba-
ñera y se calentaba el agua.

Entretanto Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo para el huésped en él


había colocado los lindos regalos, vestidos y oro, que los feacios le habían dado.
También había colocado en el arcón un hermoso vestido y un manto y le habló y le
dirigió aladas palabras:

«Mira tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea que alguien la fuerce
en el viaje cuando duermas dulce sueño al marchar en la negra nave.»

Cuando escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida
un bien trabado nudo, el que le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe.

Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la bañera,
y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había cuidado a menudo de él desde
que había abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella
época le estaba siempre dispuesto el baño como para un dios.

Cuando las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían puesto túnica y
manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que

104
La Odisea

tenía una hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado
techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras:

«Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la prime-


ra a quien debes la vida.»

Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el
esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré
súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»

Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo.

Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino.

Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco, honrado en


el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales apoyándolo junto a una
enorme columna. Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras
cortaba el lomo —pues aún sobraba mucho— de un albidente cerdo (y alrededor
había abundante grasa):

«Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le
mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los hombres terrenos los
aedos participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto
y ama a la raza de los aedos.»

Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe Demódoco, y este lo
recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían
delante.

Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya entonces


se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo:

«Demódoco, muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han
enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino
de los aqueos —cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron— como si tú mismo
lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de otro allí presente!

«Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera que
fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboscada que en otro tiempo condujo
el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión.

«Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que
la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.»

Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su canto desde el
momento en que los argivos se embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron
a la mar después de incendiar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados

105
Homero

con el insigne Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los
mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.

Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidum-
bre sentados alrededor de este. Y les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava
madera con el mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde lo alto, o
dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es
la que iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad
encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de
los argivos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de
los aqueos asolaron la ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la
cóncava emboscada. Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devas-
tando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía
del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo.

Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al fin venció con la
ayuda de la valerosa Atenea.

Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus
mejillas deslizándose de sus párpados. Como una mujer llora a su marido arroján-
dose sobre él caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de esta y de sus hijos el
día de la muerte —ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él
llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciu-
dadanos y se los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas
de esta se consumen en un dolor digno de lástima—, así Odiseo destilaba bajo sus
párpados un llanto digno de lástima.

A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y solo Alcínoo lo ad-
virtió y observó sentado como estaba cerca de él y le oyó gemir pesadamente.

Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo:

«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara


sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos cenando y co-
menzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto.
El dolor le rodea el ánimo.

«Varnos, que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos hos-
pitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por causa del venerable
huésped se han preparado estas cosas, la escolta y amables regalos, cosas que le
entregamos como muestra de afecto. Como un hermano es el huésped y el supli-
cante para el hombre que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco
tú escondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es
hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás,
los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de
nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a
todos se lo ponen sus padres una vez que lo han dado a luz.

106
La Odisea

Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las na-
ves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus
naves, cosas que otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensamientos
de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres.
Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y
la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he oído
decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros
porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría en el
nebuloso ponto a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una escolta y
nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad
cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su ánimo.

«Pero, vamos, dime —e infórmame en verdad.—, por dónde has andado errante
y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien habita-
das ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los
forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses. Dime también por
qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los dánaos
y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos hombres,
para que también sea motivo de canto para los venideros. ¿Es que ha perecido
ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto
de preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un noble amigo
de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene
pensamientos discretos.»

107
Homero

CANTO IX
Odiseo cuenta sus aventuras: los Cico-
nes, los Lotófagos, los Cíclopes
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Poderoso Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es agradable escu-


char al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz. No creo yo que haya un
cumplimiento más delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el pueblo y
los convidados escuchan a lo largo del palacio al aedo sentados en orden, y junto
a ellos hay mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva vino que
ha sacado de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece lo más bello.

«Tu ánimo se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de que me lamente


todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué voy a narrarte lo primero y qué en último
lugar?, pues son innumerables los dolores que los dioses, los hijos de Urano, me han
proporcionado. Conque lo primero que voy a decir es mi nombre para que lo co-
nozcáis y para que yo después de escapar del día cruel continúe manteniendo con
vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos.

«Soy Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por toda
clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en Itaca, hermosa al atar-
decer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, muy sobresaliente, y a su
alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Same, y la
poblada de bosques Zante. Itaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más
remota hacia el Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y Helios. Es áspera,
pero buena criadora de mozos.

«Yo en verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que la tierra de uno. Y
eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en profunda cueva deseando
que fuera su esposo, e igualmente me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la
engañosa, deseando que fuera su esposo.

«Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay nada más dulce
que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que sea la casa donde uno habita
en tierra extranjera y lejos de los suyos.

108
La Odisea

«Y ahora os voy a narrar mi atormentado regreso, el que Zeus me ha dado al venir


de Troya. El viento que me traía de Ilión me empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro.
Allí asolé la ciudad, a sus habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a
las esposas y abundante botín y lo repartimos de manera que nadie se me fuera
sin su parte correspondiente. Entonces ordené a los míos que huyeran con rápidos
pies, pero ellos, los muy estúpidos, no me hicieron caso. Así que bebieron mucho vino
y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y cuernitorcidos bueyes de rotátiles
patas.

«Entre tanto, los Cicones, que se habían marchado, lanzaron sus gritos de ayuda
a otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez más numerosos y mejores, los que
habitaban tierra adentro, bien entrenados en luchar con hombres desde el carro y
a pie, donde sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en pri-
mavera las hojas y las flores, veloces.

«Entonces la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros, de maldito destino,


para que sufriéramos dolores en abundancia; lucharon pie a sierra junto a las ve-
loces naves, y se herían unos a otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos duró y
crecía el sagrado día, los aguantamos rechazándoles aunque eran más numerosos.
Pero cuando Helios se dirigió al momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos hi-
cieron retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis compañeros de buenas
grebas de cada nave. Los demás escapamos de la muerte y de nuestro destino, y
desde allí proseguimos navegando hacia adelante con el corazón apesadumbrado,
escapando gustosos de la muerte aunque habíamos perdido a los compañeros.
Pero no prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces
a nuestros desdichados compañeros, los que habían muerto en la llanura a manos
de los Cicones.

«Entonces el que reúne las nubes, Zeus; levantó el viento Bóreas junto con una
inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la tierra y a la vez el ponto. Y la noche
surgió del cielo. Las naves eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento
rasgó sus velas en tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la
muerte, y haciendo grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.

«Allí estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el
cansancio y el dolor.

«Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos los mástiles,
extendimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las
conducían. En ese momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la
corriente y Bóreas me apartaron al doblar las Maleas y me hicieron vagar lejos de
Citera. Así que desde allí fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días
sobre el ponto abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos,
los que comen flores de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al
punto mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos ha-
bíamos hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que

109
Homero

fueran a indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en
esa región; escogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo. Y marcharon
enseguida y se encontraron con los Lotófagos. Estos no decidieron matar a nuestros
compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce fruto
del loto ya no quería volver a informarnos ni regresar, sino que preferían quedarse
allí con los Lotófagos, arrancando loto, y olvidándose del regreso. Pero yo los con-
duje a la fuerza, aunque lloraban, y en las cóncavas naves los arrastré y até bajo
los bancos. Después ordené a mis demás leales compañeros que se apresuraran a
embarcar en las rápidas naves, no fuera que alguno comiera del loto y se olvidara
del regreso. Y rápidamente embarcaron y se sentaron sobre los bancos, y, sentados
en fila, batían el canoso mar con los remos.

«Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado, y llegamos a la


tierra de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley; los que, obedientes a los inmortales, no
plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar
y sin arar: trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de
Zeus se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes; habitan
las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es legislador de
sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de otros.

«Más allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los
Cíclopes, llena de bosques. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no
pasan por allí hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que
sufren dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tam-
poco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada,
carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen
los Cíclopes de naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar
en construir bien entabladas naves; estas tendrían como término cada una de las
ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves
el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se habrían hecho una isla bien funda-
da. Pues no es mala y produciría todos los frutos estacionales; tiene prados junto
a las riberas del canoso mar, húmedas, blandas. Las viñas sobre todo producirían
constantemente, y las tierras son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses
en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto
fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de
atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que
el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos.

«En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge
de la profundidad de una cueva, y en torno crecen álamos. Hacia allí navegamos
y un demón nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo,
pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el
cielo y era retenida por las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las
enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos
bancos. Una vez arrastradas, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla
del mar y esperamos a la divina Eos durmiendo allí.

110
La Odisea

«Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambu-


lamos llenos de admiración por la isla.

«Entonces las ninfas, las hijas de Zeus, portador de égida, agitaron a las cabras
montafaces para que comieran mis compañeros. Así que enseguida sacamos de las
naves los curvados arcos y las lanzas de largas puntas, y ordenados en tres grupos
comenzamos a disparar, y pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me
seguían doce naves, y a cada una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para
mí solo tomé diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios, comiendo
innumerables trozos de carne y dulce vino; que todavía no se había agotado en las
naves el dulce vino, sino que aún quedaba, pues cada uno había guardado mucho
en las ánforas cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones.

«Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo
de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se
sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué


asamblea y les dije a todos:

«“Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que
me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios,
salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de pie-
dad para con los dioses.”

«Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también


ellos y soltaran amarras. Embarcaron estos sin tardanza y se sentaron en los ban-
cos, y sentados batían el canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un lugar
cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba
la noche abundante ganado —ovejas y cabras—, y alrededor había una alta cerca
construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de eleva-
da copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo,
apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamien-
tos impíos. Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno
que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que
aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compa-
ñeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran.

«Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba un pe-
llejo de cabra con negro, agradable vino que me había dado Marón, el hijo de
Evanto, e1 sacerdote de Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado
junto con su hijo y esposa respetando su techo. Habitaba en el bosque arbolado
de Febo Apolo y me había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro
bien trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce ánforas que
llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de
los esclavos de palacio conocían su existencia, sino solo él y su esposa y solamente la

111
Homero

despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una copa y vertía
veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor delicioso, admirable;
en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este vino me llevé un gran
pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero, porque mi noble ánimo
barruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de gran fuerza, salvaje,
desconocedor de la justicia y de las leyes.

«Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba


sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo
a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos esta-
ban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado
los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales.

«Y todos los recipientes rebosaban de suero —colodras y jarros bien construidos, con
los que ordeñaba.

«Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los que-
sos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y,
conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua salada. Pero yo no
les hice caso —aunque hubiera sido más ventajoso—, para poder ver al monstruo y
por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable
para mis compañeros.

«Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los co-
mimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el
rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró
dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva,
y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los
machos —a los carneros y cabrones— los dejó a la puerta, fuera del profundo esta-
blo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían
levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra
colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras,
cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. Enseguida puso
a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la
colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó:

«“Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos?

¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que
andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras
tierras?”.

«Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él


mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije:

«Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda cla-
se de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros

112
La Odisea

caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos
preciamos de pertenecer al ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más
grande bajo el cielo: ¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho
sucumbir! Conque hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos
ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes.
Ten respeto, excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador de los
suplicantes y de los huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes,
a quienes se debe respeto.”

«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:

«“Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a


los dioses, pues los Cíclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses
felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros,
si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.

«“Pero dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al venir, si al final de la
playa o aquí cerca, para que lo sepa.”

«Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido.
Así que me dirigí a él con palabras engañosas:

«“La nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado


contra los escollos en los confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promon-
torio, y el viento la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con estos de la
dolorosa muerte.”

«Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas lanzóse y echó mano
a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cacho-
rrillos, y sus sesos se a esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos
sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin
dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo.

«Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues veíamos acciones malva-
das, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo.

«Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no


mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo
tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a este, sacar la aguda
espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contie-
ne el hígado y la tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hu-
biéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces
de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado. Así que llorando
esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por
orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos,
agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había

113
Homero

desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facili-
dad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a
una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia
el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera
vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico...!

«Y esta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava
del Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca.
Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de
remeros, de una nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo:
así era su longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como
una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Estos la
alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para
endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido
en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a
levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño,
y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me
conté entre ellos como quinto.

Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones e in-
trodujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del
profundo establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó.
Después colocó la gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se
sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una
colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañe-
ros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope
sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:

«“¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas
qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compa-
decieras de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable.

¡Cruel, cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues


no has obrado como lo corresponde.”

«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y


me pidió por segunda vez:

«“Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don
de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de vida, la
Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace
crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar.”

«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió
sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me
dirigí a él con dulces palabras:

114
La Odisea

«“Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don
de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman
mi madre y mi padre y todos mis compañeros.”

«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:

«“A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este
será tu don de hospitalidad.”

«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su robusto cuello incli-
nado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba
cargado de vino.

«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y


comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se
me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en
el fuego, verde como estaba, y resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué
del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundía
gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo
hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con
un trépano la madera destinada a un navío —otros abajo la atan a ambos lados
con una correa y la madera gira continua, incesantemente—, así hacíamos dar
vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre
corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los
párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero
sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y esta estride
grandemente —pues este es el poder del hierro—, así estridía su ojo en torno a la
estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno,
y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.

«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó


de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que
habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír estos sus
gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le pre-
guntaron qué le afligía:

«“¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche
inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva
tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus
fuerzas?”

«Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:

«“Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas.”

«Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:

«“Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la enfermedad del


gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano.”

115
La Odisea

«Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado
mi nombre y mi inteligencia irreprochable!

«El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos retiró la piedra
de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien
saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo!
Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si encontrará el medio
de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer
toda clase de engaños y planes, ya que se trataba de mi propia vida. Pues un
gran mal estaba cercano. Y me pareció la mejor esta decisión: los carneros estaban
bien alimentados, con densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color
violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien
trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el
carnero del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado,
salvando a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.

»Entonces yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apo-
deré de este por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y
me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así
aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana,
la de dedos de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras bala-
ban por los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por
funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El
inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de
las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y
conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y se dirigió a él:

«“Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás
marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a
pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y
el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último
de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un
hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente
con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado —te lo aseguro— de la muerte.
¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para de-
cirme dónde se ha escondido aquel de mi furia! Entonces sus sesos, cada uno por un
lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se
repondría de los males que me ha causado el vil Nadie.”

«Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y


del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros.

Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa,
abundante ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave.

«Nuestros compañeros dieron la bienvenida a los que habíamos escapado de la


muerte, y a los otros los lloraron entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran,

117
Homero

haciéndoles señas negativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al
abundante ganado de hermosos vellones y de navegar el salino mar.

«Embarcáronlo enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el


canoso mar con los remos.

«Conque cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí al
Cíclope con mordaces palabras:

«“Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a co-


merte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón te tenían que salir
al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo de comerte a tus
huéspedes en tu propia casa. Por ello te han castigado Zeus y los demás dioses.”

«Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta de un gran monte,


nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco
para que alcanzara lo alto del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra,
y el oleaje arrastró en su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.
Entonces tomé con mis manos un largo botador y la empujé hacia fuera, y di órde-
nes a mis compañeros de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro,
haciéndoles señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban.
Cuando en nuestro recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes,
me dirigí al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces
palabras a uno y otro lado:

«“Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba
de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra nuestra nave y pensábamos
que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras
cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca de aristas resplandecientes, ¡tal
es la longitud de su tiro!”

«Así hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a él airado:

«“Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa ceguera


de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de
Laertes que tiene su casa en Itaca.”

«Así hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra:

«“¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y


grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre
los Cíclopes vaticinando. Este me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que
me vería privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara
aquí un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que es
pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con vino.
Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte al
ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues soy hijo suyo y
él se gloría de ser mi padre. Solo él, si quiere, me sanará, y ningún otro de los dioses
felices ni de los mortales hombres.”

118
La Odisea

«Así habló, y yo le contesté diciendo:

«“¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la existencia y enviarte a la man-


sión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que sacude la tierra.”

«Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano, tendiendo su mano hacia
el cielo estrellado:

«“Escúchame tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura. Si de


verdad soy hijo tuyo —y tú te precias de ser mi padre—, concédeme que Odiseo, el
destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que tiene su morada en
Itaca. Pero si su destino es que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y
a su tierra patria, que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave ajena,
y que encuentre calamidades en casa.”

«Así dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera.

A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y la lanzó dando vuel-
tas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca
que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la
caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la im-
pulsó hacia tierra.

«Conque por fin llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos nos
aguardaban reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados llorando alrededor,
anhelando continuamente nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre
la arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave
los ganados del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte
correspondiente.

«Mis compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el ganado,


un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las
nubes, el hijo de Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no
hizo caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis
naves de buenos bancos y mis fieles compañeros.

«Estuvimos sentados todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino,
hasta el sumergirse de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos
echamos a dormir sobre la ribera del mar.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di orden


a mis compañeros de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos embarcaron, se
sentaron sobre los bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos.

«Así que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón acongojado, huyendo
con gusto de la muerte, aunque habíamos perdido a nuestros compañeros.»

119
Homero

CANTO X
La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera
Arribamos a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo Hipótada, amado de los
dioses inmortales. Un muro indestructible de bronce la rodea, y se yergue como
roca pelada.

«Tiene Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y seis hijos mozos, y ha entre-
gado sus hijas a sus hijos como esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de
su padre y su venerable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento. Durante
el día resuena la casa, que huele a carne asada, con el sonido de la flauta, y por
la noche duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus respetables
esposas. Conque llegamos a la ciudad y mansiones de estos. Durante un mes me
agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión, por las naves de los argivos y
por el regreso de los aqueos, y yo le relaté todo como me correspondía. Y cuando
por fin le hablé de volver y le pedí que me despidiera, no se negó y me proporcionó
escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había desollado, y en
él ató las sendas de mugidores vientos, pues el Cronida le había hecho despensero
de vientos, para que amainara o impulsara al que quisiera. Sujetó el odre a la
curvada nave con un brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco
siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y condujera a las naves y a nosotros
con ellas. Pero no iba a cumplirlo, pues nos vimos perdidos por nuestra estupidez.

«Navegamos tanto de día como de noche durante nueve días, y al décimo se nos
mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gente calentándose al fue-
go. Pero en ese momento me sobrevino un dulce sueño; cansado como estaba, pues
continuamente gobernaba yo el timón de la nave que no se lo encomendé nunca a
ningún compañero, a fin de llegar más rápidamente a la tierra patria.

«Mis compañeros conversaban entre sí y creían que yo llevaba a casa oro y plata,
regalo del magnánimo Eolo Hipótada.

Y decía así uno al que tenía al lado:

«“¡Ay, ay, cómo quieren y honran a este todos los hombres a cuya ciudad y tierra
llega! De Troya se trae muchos y buenos tesoros como botín; en cambio, nosotros,

120
La Odisea

después de llevar a cabo la misma expedición, volvemos a casa con las manos va-
cías. También ahora Eolo le ha entregado esto correspondiendo a su amistad. Con-
que, vamos, examinemos qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este
odre.”

«Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis compañeros: desataron el


odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los
arrebataba un huracán y los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria.
Entonces desperté yo y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría
de la nave para perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía
entre los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la nave cubriendo
mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de nuevo hacia la isla Eofa por una terrible
tempestad de vientos, mientras mis compañeros se lamentaban.

«Por fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y enseguida comenzaron
mis compañeros a comer junto a las rápidas naves. Cuando nos habíamos hartado
de comida y bebida tomé como acompañantes al heraldo y a un compañero y me
encaminé a la ínclita morada de Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía
de su esposa a hijos. Cuando llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto
a las puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron:

«“¿Cómo es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti? Pues
nosotros te despedimos gentilmente para que llegaras a tu patria y hogar a donde
quiera que te fuera grato.”

«Así dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado:

«“Me han perdido mis malvados compañeros y, además, el maldito sueño. Así que
remediadlo, amigos, pues está en vuestras manos.”

«Así dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras, pero ellos quedaron en
silencio, y por fin su padre me contestó:

«“Márchate enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no
me es lícito acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a los dioses felices.
¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales.”

«Así diciendo, me arrojó de su casa entre profundos lamentos. Así que continuamos
navegando con el corazón acongojado, y el vigor de mis hombres se gastaba con el
doloroso remar, pues debido a nuestra insensatez ya no se nos presentaba medio
de volver.

«Navegamos tanto de día como de noche durante seis días, y al séptimo arribamos
a la escarpada ciudadela de Lamo, a Telépilo de Lestrigonia, donde el pastor que
entra llama a voces al que sale y este le contesta; donde un hombre que no duerma
puede cobrar dos jornales, uno por apacentar vacas y otro por conducir blancas
ovejas, pues los caminos del día y de la noche son cercanos.

121
Homero

«Cuando llegamos a su excelente Puerto —lo rodea por todas partes roca escarpa-
da, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada
es estrecha—, todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves, y estas
quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no se hinchaban allí las olas
ni mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca bonanza. Solo yo detuve
mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo, sujeté el cable a la roca y
subiendo a un elevado puesto de observación me quedé allí: no se veía labor de
bueyes ni de hombres, solo humo que se levantaba del suelo.

«Entonces envié a mis compañeros para que indagaran qué hombres eran de los
que comen pan sobre la tierra, eligiendo a dos hombres y dándoles como tercer
compañero a un heraldo. Partieron estos y se encaminaron por una senda llana
por donde los carros llevaban leña a la ciudad desde los altos montes. Y se topa-
ron con una moza que tomaba agua delante de la ciudad, con la robusta hija de
Antifates Lestrigón. Había bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente, de
donde solían llevar agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros se dirigieron
a ella y le preguntaron quién era el rey y sobre quiénes reinaba. Y enseguida les
mostró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la
mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo
esta venir enseguida del ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien tramó la triste
muerte para aquellos. Así que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó
como almuerzo, pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves. Enton-
ces el rey comenzó a dar grandes voces por la ciudad, y los gigantescos Lestrígones
que lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían no
a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a arrojarnos peñascos
grandes como hombres, así que junto a las naves se elevó un estruendo de hombres
que morían y de navíos que se quebraban. Además, ensartábanlos como si fueran
peces y se los llevaban como nauseabundo festín.

«Conque mientras mataban a estos dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda
espada de junto al muslo y corté las amarras de mi nave de azuloscura proa. Y,
apremiando a mis compañeros, les ordené que se inclinaran sobre los remos para
poder escapar de la desgracia. Y todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues te-
mían morir.

«Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en dirección al ponto,
mientras que las demás se perdían allí todas juntas. Continuamos navegando con
el corazón acongojado, huyendo de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido
a los compañeros.

«Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible dio-
sa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios,
el que lleva la luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano.

«Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta
un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos

122
La Odisea

echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por
motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el
tercer día, tomé ya mi lanza y aguda espada y, levantándome de junto a la nave,
subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír
voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos
ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso
bosque, en el palacio de Circe. Así que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a
indagar, pues había visto humo enrojecido.

«Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero a la rápida nave y


a la ribera del mar para distribuir alimentos a mis compañeros, y enviarlos a que
indagaran ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios se com-
padeció de mí —solo como estaba—, pues puso en mi camino un enorme ciervo de
elevada cornamenta. Bajaba este desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya
lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé
en medio de la espalda, junto al espinazo. AtraveSolo mi lanza de bronce de lado
a lado y se desplomó sobre el polvo chillando —y su vida se le escapó volando. Me
puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo. En-
tre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de una braza, bien
torneada por todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra
nave con el animal colgando de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posi-
ble llevarlo sobre el hombro con una sola mano —y es que la bestia era descomunal.
Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome a cada
uno en particular con dulces palabras:

«“Amigos, no descenderemos a la morada de Hades —por muy afligidos que este-


mos—, hasta que nos llegue el día señalado. Conque, vamos, mientras tenemos en
la rápida nave comida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos consumir
por el hambre.”

«Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las
ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo —y
es que la bestia era descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus ojos,
lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín.

«Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer abundante
carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a
dormir junto a la ribera del mar.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa los reuní en
asamblea y les comuniqué mi palabra:

«“Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas calamidades que hayáis sopor-
tado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde se
oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Con-
que tomemos pronto una resolución, si es que todavía es posible, que yo no lo creo.

123
Homero

Al subir a un elevado puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como
corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su
mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque.”

«Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando recordaron las ac-
ciones de Antifates Lestrigón y la violencia del magnánimo Cíclope, el comedor de
hombres.

Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con la-
mentarse. Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas
y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco.
Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del
magnánimo Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que
lloraban, y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también.

«Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en


lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había hechizado
dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levanta-
ron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale
del banquete y le rodean sus perros moviendo la cola —pues siempre lleva algo
que calme sus impulsos—, así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a mis
compañeros, moviendo la cola. Pero estos se echaron a temblar cuando vieron las
terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron
a Circe que cantaba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e
inmortal telar —¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas!
Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y valioso
compañero:

«“Amigos, alguien —no sé si diosa o mujer— está dentro cantando algo hermoso
mientras se aplica a su gran telar —que todo el piso se estremece con el sonido—.
Conque hablémosle enseguida.”

«Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las
brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero
Euríloco se quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los
hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con
vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran
por completo de su tierra patria.

«Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los ence-
rró en las pocilgas. Quedaron estos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos,
pero su mente permaneció invariable, la misma de antes. Así quedaron encerrados
mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fabucos y el fruto del cornejo,
todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo.

«Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para informarme sobre los com-
pañeros y su amarga suerte, pero no podía decir palabra —con desearlo mucho—,

124
La Odisea

porque tenía atravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de lágri-
mas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le interrogamos todos llenos
de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros:

«“Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y encontramos en un


valle una hermosa mansión edificada con piedras talladas, en lugar abierto. Allí
cantaba una diosa o mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compañeros
comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las brillantes puertas y nos invitó a
entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar
que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no volvió a
aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo sentado.”

«Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata, grande, de


bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me condujera por el mismo camino,
pero él se abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas
palabras:

« “No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déjame aquí, pues sé que
ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con
estos, pues quizá podamos todavía evitar el día funesto”.

«Así habló, pero yo le contesté diciendo:

«“Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo


me voy. Me ha venido una necesidad imperiosa.”

«Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por el valle
iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro
Hermes, el de la varita de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntándo-
le ya y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre,
dijo:

«“Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres
del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocu-
pando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses
ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te
voy a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder
te protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar todos
los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida
brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico
que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su
larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate contra ella como
queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No recha-
ces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te
acoja bien a ti. Pero debes ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses
felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y
poco hombre cuando te hayas desnudado”.

125
Homero

«Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de la tierra
y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche.
Los dioses la llaman moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero
los dioses lo pueden todo.

«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me dirigí


a la mansión de Circe. Y mientras marchaba, mi corazón revolvía muchos pensa-
mientos. Me detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar
y la diosa oyó mi voz. Salió esta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar.
Entonces yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un
sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel.
Preparóme una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un
brebaje, planeando maldades en su corazón.

«Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí —aunque no me había hechiza-


do—, tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:

«“Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos.”

«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé sobre
Circe, como deseando matarla. Ella dio un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis
rodillas y, lamentándose, me dirigió aladas palabras:

«“¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida
de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos
brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha
bebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón
imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me
dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida,
negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y subamos los dos a mi
cama, para que nos entreguemos mutuamente unidos en amor y lecho.”

«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:

«“Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has conver-
tido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas,
me invitas a subir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre
cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, dio-
sa, jurarme con gran juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna.”

«Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Conque, una vez que había
jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de Circe.

«Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como asistentas
en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados
ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfom-
bras debajo; otra extendía mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba

126
La Odisea

canastillas de oro; la tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y


distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo
un gran trípode y así se calentaba el agua. Cuando el agua comenzó a hervir en el
brillante bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode,
vertiéndola agradable sobre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miem-
bros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y
vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de clavos
de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un escabel. Una sierva de-
rramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro,
para que me lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama
de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favorecién-
dome entre los presentes. Y me invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi
ánimo y estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía
la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte
pesar, colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras:

«“¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo


y no tocas siquiera la comida y la bebida? Seguro que andas barruntando alguna
otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso
juramento.”

«Así habló, y entonces le contesté diciendo:

«“Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o bebida antes de que sus
compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con
buena voluntad a beber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda
verlos con mis ojos.”

«Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió las puertas de
las pocilgas y sacó de allí a los que parecían cerdos de nueve años. Después se colo-
caron enfrente, y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje.
Se les cayó la pelambre que había producido el maléfico brebaje que les diera la
soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y
más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la
mano. A todos les entró un llanto conmovedor —toda la casa resonaba que daba
pena—, y hasta la misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi lado y
me dijo la divina entre las diosas:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida


nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra,
llevad vuestras posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus
fieles compañeros.”

«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia la rápi-
da nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a la rápida nave a mis
fieles compañeros que lloraban lamentablemente derramando abundante llanto.

127
Homero

Como las terneras que viven en el campo salen todas al encuentro y retozan en
torno a las vacas del rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar
(pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno
a sus madres), así me rodearon aquellos, llorando cuando me vieron con sus ojos.
Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma
ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían
aladas palabras:

«“Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos
llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compa-
ñeros.”

«Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:

«“Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevaremos hasta una
gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para
que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen co-
mida sin cuento.”

«Así dije, y enseguida obedecieron mis órdenes. Solo Euríloco trataba de retenerme
a todos los compañeros y, hablándoles, decía aladas palabras:

«“Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a
casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis
por la fuerza su gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros
llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquellos perecieron por
la insensatez de este.”

«Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto muslo y,
cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era pariente mío cercano.
Pero mis compañeros me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:

«“Hijo de los dioses, dejaremos aquí a este, si tú así lo ordenas, para que se quede
junto a la nave y la custodie. Y a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe.”

«Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco no se quedó atrás,
junto a la cóncava nave, sino que nos siguió, pues temía mis terribles amenazas.

«Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros que estaban en su
morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encon-
tramos cuando se estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a
otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resona-
ba. Así que la divina entre las diosas se vino a mi lado y dijo:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abun-
dante llanto, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto
lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos.
Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis
las fuerzas que teníais el día que abandonasteis la tierra patria de la escarpada

128
La Odisea

Itaca; que ahora estáis agotados y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vues-
tras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis
sufrido mucho.”

«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año en-
tero —día tras día—, dándonos a comer carne en abundancia y delicioso vino. Pero
cuando se cumplió el año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses
— ya habían pasado largos días— me llamaron mis fieles compañeros y me dijeron:

«“Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues


a tu bien edificada morada y a tu tierra patria.”

«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvimos todo un día, hasta la
puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso
el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero
yo subí a la hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la
diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras:

«“Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo


ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me con-
sumen el corazón llorando a mi alrededor.”

«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más


tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo
otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para
pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está
inalterada. Pues solo a este, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener concien-
cia; que los demás revolotean como sombras.”

«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón


ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol.

«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:

«“Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades


nunca ha llegado nadie en negra nave.”

«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de


guía en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo
de Bóreas la llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas
riberas y al bosque de Perséfone —esbeltos álamos negros y estériles cañaverales—,
amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la
espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aqueronte el
Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la laguna Estigia, y una roca en la confluencia
de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe —así te lo aconsejo—, y, cavando un hoyo

129
Homero

como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de todos los muertos,
primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y
esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas
de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una vaca que
no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto,
Solo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre
vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica
allí mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete
para dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos.
Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra
atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que
supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de
junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que las inertes cabezas de los
muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas preguntado a Tiresias. Enton-
ces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del
camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces.”

«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto,
y ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ce-
ñidor de oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio
apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada
hombre:

«“Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la soberana Circe
me ha revelado todo.”

«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de allí pude llevar-
me sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos,
no muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca,
borracho como estaba, se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe,
lejos de los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y
no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo.
Y se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades.

«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:

«“Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me
ha indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir
oráculo al tebano Tiresias.”

«Así dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los
cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.

«Y cuando ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar derra-


mando abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una
borrega negra, marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con
sus ojos a un dios comiendo aquí o allá si este no quiere?»

130
La Odisea

CANTO XI
Descensus ad inferos
«Y cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos la
nave hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la negra nave. Embar-
camos también ganados que habíamos tomado, y luego ascendimos nosotros llenos
de dolor, derramando gruesas lágrimas. Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible
diosa dotada de voz, nos envió un viento que llenaba las velas, buen compañero
detrás de nuestra nave de azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos senta-
mos a lo largo de la nave y a esta la dirigían el viento y el piloto. Durante todo el
día estuvieron extendidas las velas en su viaje a través del ponto.

«Y Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces lle-


gó nuestra nave a los confines de Océano de profundas corrientes, donde está el
pueblo y la ciudad de los hombres Cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla.
Nunca Helios, el brillante, los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo
estrellado ni cuando de nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la noche
se extiende sombría sobre estos desgraciados mortales. Llegados allí, arrastramos
nuestra nave, sacamos los ganados y nos pusimos en camino cerca de la corriente
de Océano, hasta que llegamos al lugar que nos había indicado Circe. Allí Perime-
des y Euríloco sostuvieron las víctimas y yo saqué la aguda espada de junto a mi
muslo e hice una fosa como de un codo por uno y otro lado. Y alrededor de ella
derramaba las libaciones para todos los difuntos, primero con leche y miel, después
con delicioso vino y, en tercer lugar, con agua. Y esparcí por encima blanca harina.

«Y hacía abundantes súplicas a las inertes cabezas de los muertos, jurando que, al
volver a Itaca, sacrificaría en mi palacio una vaca que no hubiera parido, la que
fuera la mejor, y que llenaría una pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrifica-
ría a solo Tiresias una oveja negra por completo, la que sobresaliera entre nuestros
rebaños.

«Luego que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas, yugulé
los ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se
empezaron a congregar desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y solteras;
y los ancianos que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo

131
Homero

afectado por un dolor reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hom-
bres muertos en la guerra con las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí
y allá, a uno y otro lado de la fosa, con un clamor sobrenatural, y a mí me atenazó
el pálido terror.

«A continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que desollaran y


asaran las víctimas que yacían en el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que
hicieran súplicas a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces
saqué la aguda espada de junto a mi muslo, me senté y no dejaba que las inertes
cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes de que hubiera preguntado
a Tiresias.

«La primera en llegar fue el alma de mi compañero Elpenor. Todavía no esta-


ba sepultado bajo la tierra, la de anchos caminos, pues habíamos abandonado
su cadáver, no llorado y no sepulto, en casa de Circe, que nos urgía otro trabajo.
Contemplándolo entonces, lo lloré y compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía
aladas palabras:

«“Elpenor, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad? ¿Has llegado antes a pie que
yo en mi negra nave?”

«Así le dije, y él, gimiendo, me respondió con su palabra:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció el Destino


funesto de la divinidad y el vino abundante. Acostado en el palacio de Circe, no
pensé en descender por la larga escalera, sino que caí justo desde el techo y mi cue-
llo se quebró por la nuca. Y mi alma descendió a Hades.

«Ahora te suplico por aquellos a quienes dejaste detrás de ti, por quienes no están
presentes; te suplico por tu esposa y por tu padre, el que te nutrió de pequeño, y
por Telémaco, el hijo único a quien dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de
aquí, del palacio de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te
pido, soberano, que te acuerdes de mí allí, que no te alejes dejándome sin llorar ni
sepultar, no sea que me convierta para ti en una maldición de los dioses. Antes bien,
entiérrame con mis armas, todas cuantas tenga, y acumula para mí un túmulo
sobre la ribera del canoso mar —¡desgraciado de mí!— para que te sepan también
los venideros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba
cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compañeros.”

«Así habló, y yo, respondiéndole, dije: “Esto lo cumpliré, desdichado, y realizaré.”

«Así permanecíamos sentados, contestándonos con palabras tristes; yo sostenía mi


espada sobre la sangre y, enfrente, hablaba largamente el simulacro de mi com-
pañero.

«También llegó el alma de mi difunta madre, la hija del magnánimo Autólico,


Anticlea, a quien había dejado viva cuando marché a la sagrada Ilión. Mirándola

132
La Odisea

la compadecí en mi ánimo, pero ni aun así la permití, aunque mucho me dolía,


acercarse a la sangre antes de interrogar a Tiresias.

«Y llegó el alma del Tebano Tiresias —en la mano su cetro de oro—, y me reconoció,
y dijo:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has venido,
desgraciado, abandonando la luz de Helios, para ver a los muertos y este lugar
carente de goces? Apártate de la fosa y retira tu aguda espada para que beba de
la sangre y te diga la verdad.”

«Así dijo; yo entonces volví a guardar mi espada de clavos de plata, la metí en la


vaina, y solo cuando hubo bebido la negra sangre se dirigió a mí con palabras el
irreprochable adivino:

«“Tratas de conseguir un dulce regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la divinidad


te lo hará difícil, pues no creo que pases desapercibido al que sacude la tierra. Él
ha puesto en su ánimo el resentimiento contra ti, airado porque le cegaste a su hijo.
Sin embargo, llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener tus
impulsos y los de tus compañeros cuando acerques tu bien construida nave a la isla
de Trinaquía, escapando del ponto de color violeta, y encontréis unas novillas pa-
ciendo y unos gordos ganados, los de Helios, el que ve todo y todo lo oye. Si dejas a
estas sin tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis todavía a Itaca, aunque después
de sufrir mucho; pero si les haces daño, entonces te predigo la destrucción para la
nave y para tus compañeros. Y tú mismo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en
nave ajena, después de perder a todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias
en tu casa: a unos hombres insolentes que te comen tu comida, que pretenden a tu
divina esposa y le entregan regalos de esponsales.

«“Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquellos.

Después de que hayas matado a los pretendientes en tu palacio con engaño o


bien abiertamente con el agudo bronce, toma un bien fabricado remo y ponte en
camino hasta que llegues a los hombres que no conocen el mar ni comen la comida
sazonada con sal; tampoco conocen estos naves de rojas proas ni remos fabricados a
mano, que son alas para las naves. Conque te voy a dar una señal manifiesta y no
te pasará desapercibida: cuando un caminante te salga al encuentro y te diga que
llevas un bieldo sobre tu espléndido hombro, clava en tierra el remo fabricado a
mano y, realizando hermosos sacrificios al soberano Poseidón —un carnero, un toro
y un verraco semental de cerdas— vuelve a casa y realiza sagradas hecatombes a
los dioses inmortales, los que ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y entonces te
llegará la muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te consuma agotado
bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán felices a tu alrededor. Esto que te digo
es verdad.”

«Así habló, y yo le contesté diciendo:

133
Homero

«“Tiresias, esto lo han hilado los mismos dioses. Pero, vamos, dime esto e infórmame
con verdad: veo aquí el alma de mi madre muerta; permanece en silencio cerca de
la sangre y no se atreve a mirar a su hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo
reconocería que soy su hijo.”

«Así hablé y él me respondió diciendo:

«“Te voy a decir una palabra fácil y la voy a poner en tu mente. Cualquiera de los
difuntos a quien permitas que se acerque a la sangre te dirá la verdad, pero al que
se lo impidas se retirará.”

«Así habló, y marchó a la mansión de Hades el alma del soberano Tiresias después
de decir sus vaticinios.

«En cambio, yo permanecí allí constante hasta que llegó mi madre y bebió la negra
sangre. Al pronto me reconoció y, llorando, me dirigió aladas palabras:

«“Hijo mío, cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les es difícil a los
vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes, y, antes
que nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada
nave. ¿Has llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros después
de largo tiempo?

¿Es que no has llegado todavía a Itaca y no has visto en el palacio a tu esposa?”

«Así habló, y yo le respondí diciendo:

«“Madre mía, la necesidad me ha traído a Hades para pedir oráculo al alma del
tebano Tiresias. Todavía no he llegado cerca de Acaya ni he tocado nuestra tierra
en modo alguno, sino que ando errante en continuas dificultades desde al día en
que seguí al divino Agamenón a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los
troyanos.

«“Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿Qué Ker de la terrible muerte
te dominó? ¿Te sometió una larga enfermedad o te mató Artemis, la que goza con
sus saetas, atacándote con sus suaves dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo,
a quien dejé; dime si mi autoridad real sigue en su poder o la posee otro hombre,
pensando que ya no volveré más. Dime también la resolución y las intenciones de
mi esposa legítima, si todavía permanece junto al niño y conserva todo a salvo o si
ya la ha desposado el mejor de los aqueos.”

«Así dije, y al pronto me respondió mi venerable madre:

«“Ella permanece todavía en tu palacio con ánimo afligido, pues las noches se le
consumen entre dolores y los días entre lágrimas. Nadie tiene todavía tu hermosa
autoridad, sino que Telémaco cultiva tranquilamente tus campos y asiste a ban-
quetes equitativos de los que está bien que se ocupe un administrador de justicia,
pues todos le invitan.

134
La Odisea

«“Tu padre permanece en el campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene sábanas


en la cama ni cobertores ni colchas espléndidas, sino que en invierno duerme como
los siervos en el suelo, cerca del hogar —y visten su cuerpo ropas de mala calidad—,
mas cuando llega el verano y el otoño... tiene por todas partes humildes lechos
formados por hojas caídas, en la parte alta de su huerto fecundo en vides. Ahí yace
doliéndose, y crece en su interior una gran aflicción añorando tu regreso, pues ya
ha llegado a la molesta vejez.

«“En cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino: no me mató Artemis, la cer-
tera cazadora, en mi palacio, acercándose con sus suaves dardos, ni me invadió en-
fermedad alguna de las que suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre
de los miembros, sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y
tu bondad me privaron de mi dulce vida.”

«Así dijo, y yo, cavilando en mi mente, quería abrazar el alma de mi difunta ma-
dre. Tres veces me acerqué —mi ánimo me impulsaba a abrazarla—, y tres veces
voló de mis brazos semejante a una sombra o a un sueño.

«En mi corazón nacía un dolor cada vez más agudo y, hablándole, le dirigí aladas
palabras:

«“Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para que, rodeán-
donos con nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto, aunque sea en Hades?
¿Acaso la ínclita Perséfone me ha enviado este simulacro para que me lamente y
llore más todavía?”

«Así dije, y al pronto me contestó mi soberana madre:

«“¡Ay de mí, hijo mío, el más infeliz de todos los hombres! De ningún modo te enga-
ña Perséfone, la hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando
uno muere: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa
del fuego ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los blan-
cos huesos, y el alma anda revoloteando como un sueño. Conque dirígete rápida-
mente a la luz del día y sabe todo esto para que se lo digas a tu esposa después.”

«Así nos contestábamos con palabras. Y se acercaron —pues las impulsaba la ínclita
Perséfone— cuantas mujeres eran es vigoroso muslo y no permitía que bebieran la
negra sangre todas a la vez. Así que se iban acercando una tras otra y cada una de
ellas contaba su estirpe.

«A la primera que vi fue a Tiro, nacida de noble padre, la cual dijo ser hija del
eximio Salmoneo y esposa de Creteo el Eólida, la que deseó al divino Enipeo que se
desliza sobre la tierra como el más hermoso de los ríos.

Andaba ella paseando junto a la hermosa corriente de Enipeo, cuando el que con-
duce su carro por la tierra tomó la figura de este y se acostó junto a ella en los
orígenes del voraginoso río. Y los cubrió una ola de púrpura semejante a un monte,
encorvada, y escondió al dios y a la mujer mortal. Desató el dios su virginal ceñidor

135
Homero

y le infundió sueño y, después que hubo llevado a cabo las obras de amor, la tomó
de la mano, le dijo su palabra y la llamó por su nombre: “Alégrate, mujer, por este
amor, pues cuando pase un año parirás hermosos hijos, que no son estériles los con-
cúbitos de los inmortales. Por tu parte, cuídate de ellos y nútrelos. Ahora, marcha a
casa, contente y no me nombres. Yo soy Poseidón, el que sacude la tierra.” Así habló
y se sumergió en el ponto lleno de olas. Y ella, grávida, acabó pariendo a Pelias y
Neleo, los cuales fueron poderosos servidores de Zeus. Pelias habitaba en Jolcos, rico
en ganado, y el otro en la arenosa Pilos. A sus demás hijos los parió de Creteo esta
reina entre las mujeres: a Esón, Feres y Mitaón, guerrero ecuestre.

«Después de esta vi a Antíope, hija de Asopo, que también se gloriaba de haber


dormido entre los brazos de Zeus y parió a dos hijos, Anfión y Zeto, quienes fueron
los fundadores del reino de Tebas, la de siete puertas, y la dotaron de torres, que sin
torres no podían habitar la espaciosa Tebas por muy poderosos que fueran.

«Después de esta vi a Alcmena, la mujer de Anfitrión, la que parió al invencible


Heracles, feroz como león, uniéndose al gran Zeus, entre sus brazos.

«Y a Mégara, la hija del valeroso Creonte, a la que tuvo como esposa el hijo de
Anfitrión”’, indomable siempre en su valor.

«También vi a la madre de Edipo, la hermosa Epicasta, la que cometió una acción


descomedida, por ignorancia de su mente, al casarse con su hijo, quien, después de
dar muerte a su padre, se casó con ella (los dioses han divulgado esto rápidamente
entre los hombres). Entonces reinaba él sobre los cadmeos sufriendo dolores por la
funesta decisión de los dioses en la muy deseable Tebas, pero ella había descendido
al Hades, el de puertas poderosamente trabadas, después de atar una alta soga al
techo de su elevado palacio, poseída de su furor. Y dejó a Edipo numerosos dolores
para el futuro, cuantos llevan a cumplimiento las Erinias de una madre.

«También vi a la hermosísima Cloris, a quien desposó Neleo en otro tiempo por


causa de su hermosura, dándole innumerables regalos de esponsales; era la hija
menor de Anfión Jasida, el que en otro tiempo imperaba con fuerza en Orcómenos
de los Minios. Ella imperaba en Pilos y le dio a luz hijos ínclitos, Néstor y Cromio y el
arrogante Periclimeno. Y después de estos parió a la hermosa Pero, objeto de ad-
miración para los mortales, a quien todos los vecinos pretendían, mas Neleo no se la
daba a quien no hubiera robado de Filace los cuernitorcidos bueyes carianchos de
Ificlo, difíciles de robar. Solo un irreprochable adivino prometió robarlas, pero lo tra-
bó el pesado Destino de la divinidad y las crueles ligaduras y los boyeros del campo.
Cuando ya habían pasado los meses y los días, por dar la vuelta el año, y habían
pasado de largo las estaciones, solo entonces lo desató de nuevo la fuerza de Ificlo
cuando le comunicó la palabra de los dioses. Y se cumplía la decisión de Zeus.

«También vi a Leda, esposa de Tíndaro, la cual dio a luz dos hijos de poderosos
sentimientos, Cástor, domador de caballos, y Polideuces, bueno en el pugilato, a
quienes mantiene vivos la tierra nutricia; que incluso bajo tierra son honrados por

136
La Odisea

Zeus y un día viven y otro están muertos, alternativamente, pues tienen por suerte
este honor, igual que los dioses.

«Después de esta vi a Ifimedea, esposa de Alceo, la cual dijo que se había unido a
Poseidón y parido dos hijos —aunque de breve vida—, Otón, semejante a los dioses
y el ínclito Efialtes. La tierra nutricia los crió los más altos y los más bellos, aunque
menos que el ínclito Orión. Estos vivieron nueve años, su anchura era de nueve
codos y su longitud de nueve brazas; amenazaron a los inmortales con establecer
en el Olimpo la discordia de una impetuosa guerra; intentaron colocar a Osa sobre
Olimpo y sobre Osa al boscoso Pelión, para que el cielo les fuera escalable, y tal
vez lo habrían conseguido si hubieran alcanzado la medida de la juventud. Pero
los aniquiló el hijo de Zeus, a quien parió Leto, de lindas trenzas, antes de que les
floreciera el vello bajo las sienes y su mentón se espesara con bien florecida barba.

«También vi a Fedra, y a Procris, y a la hermosa Ariadna, hija del funesto Minos, a


quien en otro tiempo llevó Teseo de Creta al elevado suelo de la sagrada Atenas,
pero no la disfrutó, que antes la mató Artemis en Dia, rodeada de corriente, ante
la presencia de Dioniso.

«También vi a Mera, y a Climena, y a la odiosa Erifile, la que recibió estimable oro


a cambio de su marido.

«No podría enumerar a todas, ni podría nombrar a cuántas esposas vi de héroes y


a cuántas hijas. Antes se acabaría la noche inmortal. También es hora de dormir o
bien marchando junto a la rápida nave con mis compañeros, o bien aquí. La escol-
ta será cosa vuestra y de los dioses.»

Así dijo Odiseo, todos enmudecieron en medio del silencio, y estaban poseídos como
por un hechizo en el sombrío palacio. Y entre ellos comenzó a hablar Arete, de
blancos brazos:

«Feacios, ¿cómo os parece este hombre en hermosura y grandeza y en pensamien-


tos bien equilibrados en su interior? Huésped mío es, pero todos vosotros participáis
del mismo honor. No os apresuréis a despedirlo ni le privéis de regalos, ya que lo
necesita. Muchas cosas buenas tenéis en vuestros palacios por la benignidad de los
dioses.»

Y entre ellos habló el anciano héroe Equeneo —él era el más anciano de los fea-
cios—.

«Amigos, las palabras de la prudente reina no han dado lejos del blanco ni de
nuestra opinión. Obedecedla, pues. De Alcínoo, aquí presente, depende el obrar y
el decir.» Y Alcínoo le respondió a su vez y dijo:

«Cierto, esta palabra se mantendrá mientras yo viva para mandar sobre los feacios
amantes del remo: que el huésped acepte, por mucho que ansíe el regreso, esperar
hasta el atardecer, hasta que complete todo mi regalo, y la escolta será cuestión de
todos los hombres, y sobre todo de mí, de quien es el poder sobre el pueblo.»

137
Homero

Y respondiendo dijo el magnánimo Odiseo:

«Poderoso Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, si me rogarais permanecer has-


ta un año incluso, y me dispusierais una escolta y me entregarais espléndidos dones,
lo aceptaría y, desde luego, me sería más ventajoso llegar a mi querida patria con
las manos más llenas. Así, también sería más honrado y querido de cuantos hom-
bres me vieran de vuelta en Itaca.»

Y de nuevo le respondió Alcínoo diciendo:

«Odiseo, al mirarte de ningún modo sospechamos que seas impostor y mentiroso


como muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la negra
tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría comprobarlos. Por el
contrario, hay en ti una como belleza de palabras y buen juicio, y nos has narrado
sabiamente tu historia, como un aedo: todos los tristes dolores de los argivos y los
tuyos propios. Pero, vamos, dime —e infórmame con verdad— si viste a alguno de
los eximios compañeros que te acompañaron a Ilión y recibieron la muerte allí. La
noche esta es larga, interminable, y no es tiempo ya de dormir en el palacio. Sigue
contándome estas hazañas dignas de admiración. Aún aguantaría hasta la divina
Eos si tú aceptaras contar tus dolores en mi palacio.»

Y respondiéndole habló el muy astuto Odiseo:

«Poderoso Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, hay un tiempo para los largos
relatos y un tiempo también para el sueño. Si aún quieres escuchar, no sería yo
quien se negara a narrarte otros dolores todavía más luctuosos: las desgracias de
mis compañeros, los cuales perecieron después; habían escapado a la luctuosa gue-
rra de los troyanos, pero sucumbieron en el regreso por causa de una mala mujer.

«Después que la casta Perséfone había dispersado aquí y allá las almas de las
mujeres, llegó apesadumbrada el alma del Atrida Agamenón y a su alrededor se
congregaron otras, cuantas junto con él habían perecido y recibido su destino en
casa de Egisto.

Reconocióme al pronto, luego que hubo bebido la negra sangre, y lloraba aguda-
mente dejando caer gruesas lágrimas. Y extendía hacía mí sus brazos, deseoso de
tocarme, pero ya no tenía una fuerza firme, ni en absoluto fuerza, cual antes había
en sus ágiles miembros. Al verlo lloré y lo compadecí en mi ánimo y, dirigiéndome
a él, le dije aladas palabras:

«“Noble Atrida, soberano de tu pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste muerte te


ha domeñado? ¿Es que te sometió en las naves Poseidón levantando inmenso soplo
de crueles vientos?, ¿o te hirieron en tierra hombres enemigos por robar bueyes y
hermosos rebaños de ovejas o por luchar por tu ciudad y tus mujeres?”

«Así dije, y él, respondiéndome, habló enseguida:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no me ha sometido Posei-


dón en las naves levantando inmenso soplo de crueles vientos ni me hirieron en tierra

138
La Odisea

hombres enemigos, sino que Egisto me urdió la muerte y el destino, y me asesinó


en compañía de mi funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al
banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí con la muerte
más miserable, y en torno mío eran asesinados cruelmente otros compañeros, como
los jabalíes albidenses que son sacrificados en las nupcias de un poderoso o en un
banquete a escote o en un abundante festín. Tú has intervenido en la matanza de
machos hombres muertos en combate individual o en la poderosa batalla, pero
te habrías compadecido mucho más si hubieras visto cómo estábamos tirados en
torno a la crátera y las mesas repletas en nuestro palacio, y todo el pavimento hu-
meaba con la sangre. También puede oír la voz desgraciada de la hija de Príamo,
de Casandra, a la que estaba matando la tramposa Clitemnestra a mi lado. Yo
elevaba mis manos y las batía sobre el suelo, muriendo con la espada clavada, y
ella, la de cara de perra, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba
a Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos. Que no hay nada
más terrible ni que se parezca más a un perro que una mujer que haya puesto tal
crimen en su mente, como ella concibió el asesinato para su inocente marido. ¡Y yo
que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos al llegar a casa! Pero
ella, al concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre
todas las hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar.”

«Así habló, y yo me dirigí a él contestándole:

«“¡Ay, ay, mucho odia Zeus, el que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por causa de
las decisiones de sus mujeres, desde el principio! Por causa de Helena perecimos
muchos, y a ti, Clitemnestra te ha preparado una trampa mientras estabas lejos.”

«Así dije, y él, respondiéndome, se dirigió a mí:

«“Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intencio-
nes, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta.
Aunque tú no, Odiseo, tú no tendrás la perdición por causa de una mujer. Muy
prudente es y concibe en su mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente
Penélope. Era una joven recién casada cuando la dejamos al marchar a la guerra
y tenía en su seno un hijo inocente que debe sentarse ya entre el número de los
hombres; ¡feliz él! Su padre lo verá al llegar y él abrazará a su padre —esta es la
costumbre—, pero mi esposa no me permitió siquiera saturar mis ojos con la vista
de mi hijo, pues me mató antes. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu
pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no
puede haber fe en las mujeres.

«“Pero vamos, dime —e infórmame con verdad— si has oído que aún vive mi hijo
en Orcómenos o en la arenosa Pilos, o junto a Menelao en la ancha Esparta, pues
seguro que todavía no está muerto sobre la tierra el divino Orestes.”

Así dijo, y yo, respondiendo, me dirigí a él:

«“Atrida, ¿por qué me preguntas esto? Yo no sé si vive él o está muerto, y es cosa


mala hablar inútilmente.”

139
Homero

«Así nos contestábamos con palabras tristes y estábamos en pie acongojados, de-
rramando gruesas lágrimas. Llegó después el alma del Pelida Aquiles y la de Pa-
troclo, y la del irreprochable Antíloco y la de Ayax, el más hermoso de aspecto y
cuerpo entre los dánaos después del irreprochable hijo de Peleo. Reconocióme el
alma del Eacida de pies veloces y, lamentándose, me dijo aladas palabras:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, desdichado, ¿qué acción
todavía más grande preparas en tu mente? ¿Cómo te has atrevido a descender a
Hades, donde habitan los muertos, los que carecen de sentidos, los fantasmas de los
mortales que han perecido?”

«Así habló, y yo, respondiéndole, dije:

«“Aquiles, hijo de Peleo, el más excelente de los aqueos, he venido en busca de un


vaticinio de Tiresias, por si me revelaba algún plan para poder llegar a la escarpa-
da Itaca; que aún no he llegado cerca de Acaya ni he desembarcado en mi tierra,
sino que tengo desgracias continuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es
más feliz que tú, ni de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando vivo, te
honrábamos los argivos igual que a los dioses, y ahora de nuevo imperas podero-
samente sobre los muertos aquí abajo. Conque no te entristezcas de haber muerto,
Aquiles.”

«Así hablé, y él, respondiéndome, dijo:

«“No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la tierra
y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser
el soberano de todos los cadáveres, de los muertos. Pero, vamos, dime si mi hijo
ha marchado a la guerra para ser el primer guerrero o no. Dime también si sabes
algo del irreprochable Peleo, si aún conserva sus prerrogativas entre los numerosos
mirmidones, o lo desprecian en la Hélade y en Ptía porque la vejez le sujeta las
manos y los pies, pues ya no puedo servirle de ayuda bajo los rayos del sol, aunque
tuviera el mismo vigor que en otro tiempo, cuando en la amplia Troya mataba a
los mejores del ejército defendiendo a los argivos. Si me presentara de tal guisa,
aunque fuera por poco tiempo, en casa de mi padre, haría odiosas mis poderosas
e invencibles manos a cualquiera de aquellos que le hacen violencia y lo excluyen
de sus honores.”

«Así habló, y yo, respondiendo, me dirigí a él:

« “En verdad, no he oído nada del ilustre Peleo, pero te voy a decir toda la verdad
sobre tu hijo Neoptólemo —ya que me lo mandas—, pues yo mismo lo conduje en
mi cóncava y equilibrada nave desde Esciro en busca de los aqueos de hermosas
grebas. Desde luego, cuando meditábamos nuestras decisiones en torno a la ciudad
de Troya, siempre hablaba el primero y no se equivocaba en sus palabras. Solo
Néstor, igual a un dios, y yo lo superábamos. Y cuando luchábamos los aqueos en la
llanura de los troyanos, nunca permanecía entre la muchedumbre de los guerreros
ni en las filas, sino que se adelantaba un buen trecho, no cediendo a ninguno en

140
La Odisea

valor. Mató a muchos guerreros en duro combate, pero no te podría decir todos ni
nombrar a cuántos del ejército mató defendiendo a los argivos; pero sí cómo mató
con el bronce al hijo de Telefo, al héroe Euripilo, mientras muchos de sus compa-
ñeros sucumbían a su alrededor por causa de regalos femeninos. Siempre lo vi el
más hermoso, después del divino Memnón. Y cuando ascendíamos al caballo que
fabricó Epeo los mejores entre los argivos (a mí se me había encomendado todo: el
abrir la bien trabada emboscada o cerrarla), en ese momento los demás jefes de los
dánaos y los consejeros se secaban las lágrimas y temblaban los miembros de cada
uno, pero a él nunca, vi con mis ojos ni que le palideciera la hermosa piel, ni que se-
cara las lágrimas de sus mejillas. Y me suplicaba insistentemente que saliéramos del
caballo, y apretaba la empuñadura de la espada y la lanza pesada por el bronce,
meditando males contra los troyanos. Después, cuando ya habíamos devastado la
escarpada ciudad de Príamo, con una buena parte y un buen botín, ascendió a la
nave incólume y no herido desde lejos par el agudo bronce, ni de cerca en el cuer-
po a cuerpo, como suele suceder a menudo en la guerra, cuando Ares enloquece
indistintamente.”

«Así hablé, y el alma del Eácida de pies veloces marchó a grandes pasos a través del
prado de asfódelo, alegre porque le había dicho que su hijo era insigne.

«Las demás almas de los difuntos estaban entristecidas y cada una preguntaba
por sus cuitas. Solo el alma de Ayax, el hijo de Telamón, se mantenía apartada a
lo lejos, airada por causa de la victoria en la que lo vencí contendiendo en el juicio
sobre las armas de Aquiles, junto a las naves. Lo estableció la venerable madre y
fueron jueces los hijos de los troyanos y Palas Atenea. ¡Ojalá no hubiera vencido yo
en tal certamen! Pues por causa de estas armas la tierra ocultó a un hombre como
Ayax, el más excelente de los dánaos en hermosura y gestas después del irrepro-
chable hijo de Peleo.

«A él me dirigí con dulces palabras:

«“Áyax, hijo del irreprochable Telamón. ¿Ni siquiera muerto vas a olvidar tu cólera
contra mí por causa de las armas nefastas? Los dioses proporcionaron a los argi-
vos aquella ceguera, pues pereciste siendo tamaño baluarte para los aqueos. Los
aqueos nos dolemos por tu muerte igual que por la vida del hijo de Peleo. Y ningún
otro es responsable, sino Zeus, que odiaba al ejército de los belicosos dánaos y a ti
te impuso la muerte. Ven aquí, soberano, para escuchar nuestra palabra y nuestras
explicaciones. Y domina tu ira y tu generoso ánimo.”

«Así dije, pero no me respondió, sino que se dirigió tras las otras almas al Erebo de
los muertos. Con todo, me hubiera hablado entonces, aunque airado —o yo a él—
pero mi ánimo deseaba dentro de mi pecho ver las almas de los demás difuntos.

«Allí vi — sentado a Minos, el brillante hijo de Zeus, con el cetro de oro impartiendo
justicia a los muertos. Ellos exponían sus causas a él, al soberano, sentados o en pie,
a lo largo de la mansión de Hades de anchas puertas.

141
Homero

«Y después de este vi al gigante Orión persiguiendo por el prado de asfódelo a las


fieras que había matado en los montes desiertos, sosteniendo en sus manos la clava
toda de bronce, eternamente irrompible.

«Y vi a Ticio, al hijo de la Tierra augusta, yaciendo en el suelo. Estaba tendido a lo


largo de nueve yugadas, y dos águilas posadas a sus costados le roían el hígado,
penetrando en sus entrañas. Pero él no conseguía apartarlas con sus manos, pues
había violado a Leto, esposa augusta de Zeus, cuando esta se dirigía a Pito a través
del hermoso Panopeo.

«También vi a Tántalo, que soportaba pesados dolores, en pie dentro del lago;
este llegaba a su mentón, pero se le veía siempre sediento y no podía tomar agua
para beber, pues cuantas veces se inclinaba el anciano para hacerlo, otras tantas
desaparecía el agua absorbida y a sus pies aparecía negra la tierra, pues una di-
vinidad la secaba. También había altos árboles que dejaban caer su fruto desde lo
alto —perales, manzanos de hermoso fruto, dulces higueras y verdeantes olivos—,
pero cuando el anciano intentaba asirlas con sus manos, el viento las impulsaba
hacia las oscuras nubes.

«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme piedra entre
sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y empujaba la piedra ha-
cia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa
fuerza le hacía volver una y otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada
piedra. Sin embargo, él la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el su-
dor se deslizaba por sus miembros y el polvo caía de su cabeza.

«Después de este vi a la fuerza de Héracles, a su imagen. Este goza de los banque-


tes entre los dioses inmortales y tiene como esposa a Hebe de hermosos tobillos, la
hija del gran Zeus y de Hera, la de sandalias de oro.

«En torno suyo había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que huían asus-
tados en todas direcciones. Y él estaba allí, semejante a la oscura noche, su arco
sosteniendo desnudo y sobre el nervio una flecha, mirando alrededor que daba
miedo y como el que está siempre a punto de disparar. Y rodeando su pecho estaba
el terrible tahalí, el cinturón de oro en el que había cincelados admirables trabajos
osos, salvajes jabalíes, leones de mirada torcida, combates, luchas, matanzas, homi-
cidios. Ni siquiera el artista que puso en este cinturón todo su arte podría realizar
otra cosa parecida. Me reconoció al pronto cuando me vio con sus ojos y, llorando,
dijo aladas palabras:

«“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¡también tú andas arras-
trando una existencia desgraciada, como la que yo soportara bajo los rayos del sol!
Hijo de Zeus Cronida era yo y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacabable.
Pues estaba sujeto a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados tra-
bajos. También me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues pensaba
que ninguna otra prueba me sería más difícil. Pero yo me llevé al Perro a la luz y lo
saqué de Hades. Y me escoltó Hermes y la de ojos brillantes, Atenea.”

142
La Odisea

«Así habló y se volvió de nuevo a la mansión de Hades. Yo, sin embargo, me quedé
allí por si venía alguno de los otros héroes guerreros, los que ya habían perecido.
También habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes mucho deseaba
ver, a Teseo y Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar
multitudes incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí
el pálido terror, no fuera que la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabe-
za de la Gorgona, del terrible monstruo.

«Entonces marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran ense-


guida y soltaran amarras. Y ellos embarcaron rápidamente y se sentaron sobre los
remos.

«Y el oleaje llevaba a la nave por el río Océano, primero al impulso de los remos y
después se levantó una brisa favorable. »

143
Homero

CANTO XII
Las sirenas Escila y Caribdis. La Isla del Sol. Ogigia
Cuando la nave abandonó la corriente del río Océano y arribó al oleaje del ponto
de vastos caminos y a la isla de Eea, donde se encuentran la mansión y los lugares
de danza de Eos y donde sale Helios, la arrastramos por la arena, una vez llegados.
Desembarcamos sobre la ribera del mar, y dormidos esperamos a la divina Eos.

«Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, envié a


unos compañeros al palacio de Circe para que se trajeran el cadáver del difunto
Elpenor. Cortamos enseguida unos leños y lo enterramos apenados, derramando
abundante llanto, en el lugar donde la costa sobresalía más. Cuando habían ardido
el cadáver y las armas del difunto, erigimos un túmulo y, levantando un mojón,
clavamos en lo más alto de la tumba su manejable remo. Y luego nos pusimos a
discutir los detalles del regreso.

«Pero no dejó Circe de percatarse que habíamos llegado de Hades y se presentó


enseguida para proveernos. Y con ella sus siervas llevaban pan y carne en abun-
dancia y rojo vino. Y colocándose entre nosotros dijo la divina entre las diosas:

«“Desdichados vosotros que habéis descendido vivos a la morada de Hades; seréis


dos veces mortales, mientras que los demás hombres mueren solo una vez. Pero,
vamos, comed esta comida y bebed este vino durante todo el día de hoy y al des-
puntar la aurora os pondréis a navegar; que yo os mostraré el camino y os aclararé
las incidencias para que no tengáis que lamentaros de sufrir desgracias por trampa
dolorosa del mar o sobre tierra firme.”

«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Así que pasamos todo el día,
hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando
se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se echaron a dormir junto a las
amarras de la nave. Pero Circe me tomó de la mano y me hizo sentar lejos de mis
compañeros y, echándose a mi lado, me preguntó detalladamente. Yo le conté
todo como correspondía y entonces me dijo la soberana Circe:

«“Así es que se ha cumplido todo de esta forma. Escucha ahora tú lo que voy a
decirte y lo recordará después el dios mismo.

144
La Odisea

«“Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acer-
can a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nun-
ca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a
casa; antes bien, lo hechizan estas con su sonoro canto sentadas en un prado donde
las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca.
Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta
los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú,
si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil —que
sujeten a este las amarras—, para que escuches complacido, la voz de las dos Sire-
nas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten
todavía con más cuerdas.

«“Cuando tus compañeros las hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de dos
caminos será el tuyo; decídelo tú mismo en el ánimo. Pero te voy a decir los dos:
a un lado hay unas rocas altísimas, contra las que se estrella el oleaje de la oscura
Anfitrite. Los dioses felices las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave,
ni siquiera las temblorosas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus; que, incluso
de estas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el Padre (Zeus) envía otra
para que el número sea completo.

Nunca las ha conseguido evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí,
sino que el oleaje del mar, junto con huracanes de funesto fuego, arrastran maderos
de naves y cuerpos de hombres. Solo consiguió pasar de largo por allí una nave sur-
cadora del ponto, la célebre Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso
entonces la habría arrojado el oleaje contra las gigantescas piedras, pero la hizo
pasar de largo Hera, pues Jasón le era querido.

«“En cuanto a los dos escollos, uno llega al vasto cielo con su aguda cresta y le
rodea oscura nube. Esta nunca le abandona, y jamás, ni en invierno ni en verano,
rodea su cresta un cielo despejado. No podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse
sobre él, aunque tuviera veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que
la pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia Poniente,
que llega hasta el Erebo, por donde vosotros podéis hacer pasar la cóncava nave,
ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso, disparando su flecha desde la cóncava nave,
podría alcanzar la hueca gruta. Allí habita Escila, que aúlla que da miedo: su voz
es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un monstruo
maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le diera cara. Doce son sus pies,
todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y
en ella tres filas de dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad
para abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo
fuera del terrible abismo, y allí pesca — explorándolo todo alrededor del escollo—,
por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso algún monstruo mayor
de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de
haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a
un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.

145
Homero

«“También verás, Odiseo, otro escollo más llano —cerca uno de otro—. Harías bien
en pasar por él como una flecha. En este hay un gran cabrahigo cubierto de follaje
y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la negra agua. Tres veces
durante el día la suelta y otras tres vuelve a soberla que da miedo. ¡Ojalá no te
encuentres allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni el que
sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al escollo de Escila y haz
pasar de largo la nave, porque mejor es echar en falta a seis compañeros que no
a todos juntos.”

«Así dijo, y yo le contesté y dije: «“Diosa, vamos, dime con verdad si podré escapar
de la funesta Caribdis y rechazar también a Escila cuando trate de dañar a mis
compañeros.”

«Así dije, y ella al punto me contestó, la divina entre las diosas:

«“Desdichado, en verdad te placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no


quieres ceder ni siquiera a los dioses inmortales? Porque ella no es mortal, sino un
azote inmortal, terrible, doloroso, salvaje e invencible. Y no hay defensa alguna, lo
mejor es huir de ella, porque si te entretienes junto a la piedra y vistes tus armas
contra ella, mucho me temo que se lance por segunda vez y te arrebate tantos
compañeros como cabezas tiene. Conque conduce tu nave con fuerza e invoca a
gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño de los mortales. Esta la
impedirá que se lance de nuevo.

«“Luego llegarás a la isla de Trinaquía, donde pastan las muchas vacas y pingües
rebaños de ovejas de Helios: siete Tebaños de vacas y otros tantos hermosos apriscos
de ovejas con cincuenta animales cada uno, No les nacen crías, pero tampoco mue-
ren nunca. Sus pastoras son diosas, ninfas de lindas trenzas, Faetusa y Lampetía,
a las que parió para Helios Hiperiónida la diosa Neera. Nada más de parirlas y
criarlas su soberana madre, las llevó a la isla de Trinaquía para que vivieran lejos y
pastorearan los apriscos de su padre y las vacas de rotátiles patas.

«“Si dejas incólumes estos rebaños y te ocupas del regreso, aun con mucho sufrir
podréis llegar a Itaca, pero si les haces daño, predigo la perdición para la nave y
para tus compañeros. Y tú, aunque evites la muerte, llegarás tarde y mal, después
de perder a todos tus compañeros.”

«Así dijo y, al pronto, llegó Eos, la de trono de oro.

«Ella regresó a través de la isla, la divina entre las diosas, y yo partí hacia la nave
y apremié a mis compañeros para que embarcaran y soltaran amarras. Así que
embarcaron con presteza y se sentaron sobre los bancos y, sentados en fila, batían
el canoso mar con los remos. Y Circe de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de
voz, envió por detrás de nuestra nave de azuloscura proa, muy cerca, un viento
favorable, buen compañero, que hinchaba las velas. Después de disponer todos los
aparejos, nos sentamos en la nave y la conducían el viento y el piloto.

146
La Odisea

«Entonces dije a mis compañeros con corazón acongojado:

«“Amigos, es preciso que todos —y no solo uno o dos conozcáis las predicciones que
me ha hecho Circe, la divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que,
después de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte y el
destino.

«“Antes que nada me ordenó que evitáramos a las divinas Sirenas y su florido pra-
do. Ordenó que solo yo escuchara su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para
que permanezca firme allí, junto al mástil; que sujeten a este las amarras, y si os
suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas.”

«Así es como yo explicaba cada detalle a mis compañeros.

«Entretanto la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas
—pues la impulsaba próspero viento—. Pero enseguida cesó este y se hizo una bo-
nanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.

«Levantáronse mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cónca-
va nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados remos.

«Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté
con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera —pues la oprimían mi gran
fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida— y la unté por orden en los oídos
de todos mis compañeros. Estos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies,
firme junto al mástil —sujetaron a este las amarras— y, sentándose, batían el cano-
so mar con los remos.

«Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al


gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y en-
tonaron su sonoro canto:

«“Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu
nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra
nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de
gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos
trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede
sobre la tierra fecunda.”

«Así decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó escucharlas y or-
dené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos
se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco
y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.

«Cuando por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de las Sirenas
ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus
oídos, y a mí me soltaron de las amarras.

147
Homero

«Conque, cuando ya abandonábamos su isla, al pronto comencé a ver vapor y


gran oleaje y a oír un estruendo. Como a mis compañeros les entrara el terror, vo-
laron los remos de sus manos y estos cayeron todos estrepitosamente en la corriente.
Así que la nave se detuvo allí mismo, puesto que ya no movían los largos remos con
sus manos.

«Entonces iba yo por la nave apremiando a mis compañeros con suaves palabras,
poniéndome al lado de cada uno:

«“Amigos, ya no somos inexpertos en desgracias. Este mal que nos acecha no es peor
que cuando el Cíclope nos encerró con poderosa fuerza en su cóncava cueva. Pero
por mis artes, mi decisión y mi inteligencia logramos escapar de allí —y creo que os
acordaréis de ello. Así que también ahora, vamos, obedezcamos todos según yo os
indique. Vosotros sentaos en los bancos y batid con los remos la profunda orilla del
mar, por si Zeus nos concede huir y evitar esta perdición; y a ti, piloto, esto es lo que te
ordeno —ponlo en lo interior, ya que gobiernas el timón de la cóncava nave—: man-
tén a la nave alejada de ese vapor y oleaje y pégate con cuidado a la roca no sea
que se te lance sin darte cuenta hacia el otro lado y nos pongas en medio del peligro.”

«Así dije y enseguida obedecieron mis palabras. Todavía no les hablé de Escila,
desgracia imposible de combatir, no fuera que por temor dejaran de remar y se me
escondieran todos dentro.

«Entonces no hice caso de la penosa recomendación de Circe, pues me ordenó que


en ningún caso vistiera mis armas contra ella. Así que vestí mis ínclitas armas y con
dos lanzas en mis manos subí a la cubierta de proa, pues esperaba que allí se me
apareciera primero la rotosa Escila, la que iba a llevar dolor a mis compañeros.
Pero no pude verla por lado alguno y se me cansaron los ojos de otear por todas
partes la brumosa roca.

«Así que comenzamos a sortear el estrecho entre lamentos, pues de un lado estaba
Escila, y del otro la divina Caribdis sorbía que daba miedo la salada agua del mar.
Y es que cuando vomitaba, todo ella borbollaba como un caldero que se agita so-
bre un gran fuego —a espuma caía desde arriba sobre lo alto de los dos escollos—, y
cuando sorbía de nuevo la salada agua del mar, aparecía toda arremolinada por
dentro, la roca resonaba espantosamente alrededor y al fondo se veía la tierra con
azuloscura arena.

«El terror se apoderó de mis compañeros y, mientras la mirábamos temiendo morir,


Escila me arrebató de la cóncava nave seis compañeros, los que eran mejores de
brazos y fuerza. Mirando a la rápida nave y siguiendo con los ojos a mis compañe-
ros, logré ver arriba sus pies y manos cuando se elevaban hacia lo alto. Daban voces
llamándome por mi nombre, ya por última vez, acongojados en su corazón. Como
el pescador en un promontorio, sirviéndose de larga caña, echa comida como cebo
a los pececillos (arroja al mar el cuerno de un toro montaraz) y luego tira hacia fue-
ra y los coge palpitantes, así mis compañeros se elevaban palpitantes hacia la roca.

148
La Odisea

«Escila los devoró en la misma puerta mientras gritaban y tendían sus manos hacia
mí en terrible forcejeo. Aquello fue lo más triste que he visto con mis ojos de todo
cuanto he sufrido recorriendo los caminos del mar. Cuando conseguimos escapar de
la terrible Caribdis y de Escila, llegamos enseguida a la irreprochable isla del dios
donde estaban las hermosas carianchas vacas y los numerosos rebaños de ovejas de
Helios Hiperión.

«Cuando todavía me encontraba en la negra nave pude oír el mugido de las vacas
en sus establos y el balar de las ovejas. Entonces se me vino a las mientes la palabra
del adivino ciego, el tebano Tiresias, y de Circe de Eea, quienes me encomendaron
encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales.

«Así que dije a mis compañeros acongojado en mi corazón:,

«“Escuchad mis palabras, compañeros que tantas desgracias habéis sufrido, para
que os manifieste las predicciones de Tiresias y de Circe de Eea, quienes me enco-
mendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales,
pues me dijeron que aquí tendríamos el más terrible mal. Conque conducid la ne-
gra nave lejos de la isla.”

«Así dije y a ellos se les quebró el corazón.

«Entonces Euriloco me contestó con odiosa palabra:

«“Eres terrible, Odiseo, y no se cansa tu vigor ni tus miembros. En verdad todo lo tie-
nes de hierro si no permites a tus compañeros agotados por el cansancio y por el sue-
ño poner pie a tierra en una isla rodeada de corriente, dónde podríamos preparar-
nos sabrosa comida. Por el contrario, les ordenas que anden errantes por la rápida
noche en el brumoso ponto, alejándose de la isla. De la noche surgen crueles vientos,
azote de las naves. ¿Cómo se podría huir del total exterminio si por casualidad se nos
viene de repente un huracán de Noto o de Céfixo de soplo violento, que son quienes,
sobre todo, destruyen las naves por voluntad de los soberanos dioses? Cedamos,
pues, a la negra noche y preparémonos una comida quedándonos junto a la rápida
nave. Y al amanecer embarcaremos y lanzaremos la nave al vasto ponto,”

«Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobaron sus palabras, Entonces me
di cuenta de que un demón nos preparaba desgracia y, hablándoles, dije aladas
palabras:

«“Euríloco, mucho me forzáis, solo como estoy. Pero, vamos, juradme al menos con
fuerte juramento que si encontramos una vacada o un gran rebaño de ovejas, na-
die, llevado de funesta insensatez, matará vaca u oveja alguna. Antes bien; comed
tranquilos el alimento que nos dio la inmortal Circe.”

«Así dije y todos juraron al punto tal como les había dicho.

Así que cuando habían jurado y completado su juramento, detuvimos en el cónca-


vo Puerto nuestra bien construida nave, cerca de agua dulce; desembarcaron mi
compañeros y se prepararon con habilidad la comida.

149
Homero

«Luego que habían arrojado de sí el deseo de comida y bebida, comenzaron a llo-


rar —pues se acordaron enseguida— por los compañeros a quienes había devorado
Escila, arrebatándolos de la cóncava nave; y mientras lloraban, les sobrevino un
profundo sueño.

«Cuando terciaba la noche y declinaban los astros, Zeus, el que amontona las nu-
bes, levantó un viento para que soplara en terrible huracán y cubrió de nubes tierra
y mar. Y se levantó del cielo la noche.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, anclamos


la nave arrastrándola hasta una gruta, donde estaba el hermoso lugar de danza
de las Ninfas y sus asientos.

«Entonces los convoqué en asamblea y les dije:

«“Amigos, en la rápida nave tenemos comida y bebida; apartémonos de las vacas


no sea que nos pase algo malo, que estas vacas y gordas ovejas pertenecen a un
dios terrible, a Helios, el que lo ve todo y todo lo oye.”

«Así dije y su valeroso ánimo se dejó persuadir.

«Durante todo un mes sopló Noto sin parar y no había ningún otro viento, salvo
Euro y Noto. Así que, mientras mis compañeros tuvieron comida y rojo vino, se
mantuvieron alejados de las vacas por deseo de vivir; pero cuando se consumieron
todos los víveres de la nave, pusiéronse por necesidad a la caza de peces y aves;
todo lo que llegaba a sus manos, con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus
estómagos.

«Yo me eché entonces a recorrer la isla para suplicar a los dioses, por si alguno me
manifestaba algún camino de vuelta; y, cuando caminando por la isla ya estaba
lejos de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del viento y supliqué a todos los
dioses que poseen el Olimpo. Y ellos derramaron el dulce sueño sobre mis párpados.

«Entonces Euríloco comenzó a manifestar a mis compañeros esta funesta decisión:

«“Escuchad mis palabras, compañeros que tantos males habéis sufrido. Todas las
clases de muerte son odiosas para los desgraciados mortales, pero lo más lamenta-
ble es morir de hambre y arrastrar el destino. Conque, vamos, llevémonos las me-
jores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los inmortales que poseen el vasto cielo.
Si llegamos a Itaca, nuestra patria, edificaremos a Helios Hiperión un esplendido
templo donde podríamos erigir muchas y excelentes estatuas.

«“Pero si, irritado por sus vacas de alta cornamenta, quiere destruir nuestra nave
—y los demás dioses les acompañan— prefiero perder la vida de una vez, de bruces
contra una ola, antes que irme consumiendo poco a poco en una isla desierta.”

«Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobaron sus palabras. Así que se lleva-
ron enseguida las mejores vacas de Helios, de por allí cerca —pues las hermosas vacas

150
La Odisea

carianchas de rotátiles patas pastaban no lejos de la nave de azuloscura proa.


Pusiéronse a su alrededor e hicieron súplica a los dioses, cortando ramas tiernas de
una encina de elevada copa —pues no tenían blanca cebada en la nave de buenos
bancos. Cuando habían hecho la súplica, degollado y desollado las vacas, cortaron
los muslos y los cubrieron de grasa a uno y otro lado y colocaron carne sobre ellos.
No tenían vino para libar sobre las víctimas mientras se asaban, pero libaron con
agua mientras se quemaban las entrañas. Cuando ya se habían quemado los mus-
los y probaron las entrañas, cortaron en trozos lo demás y lo ensartaron en pinchos.

«Entonces el profundo sueño desapareció de mis párpados y me puse en camino


hacia la rápida nave y la ribera del mar. Y, cuando me hallaba cerca de la curvada
nave, me rodeó un agradable olor a grasa. Rompí en lamentos e invoqué a gritos
a los dioses inmortales:

«“Padre Zeus y demás dioses felices que vivís siempre; para mi perdición me habéis
hecho acostar con funesto sueño, pues mis compañeros han resuelto un tremendo
acto mientras estaban aquí.”

«En esto llegó Lampetía, de luengo peplo, rápida mensajera a Helios Hiperión,
para anunciarle que habíamos matado a sus vacas. Y este se dirigió al punto a los
inmortales acongojado en su corazón:

«“Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, castigad ya a los com-
pañeros de Odiseo Laertíada que me han matado las vacas —¡obra impía!—, con
las que yo me complacía al dirigirme hacia el cielo estrellado y al volver de nuevo
hacia la tierra desde el cielo. Porque si no me pagan una recompensa equitativa
por las vacas, me hundiré en el Hades y brillaré para los muertos.”

«Y contestándole dijo Zeus, el que reúne las nubes:

«“Helios, sigue brillando entre los inmortales y los mortales hombres sobre la tierra
nutricia, que yo lanzaré mi brillante rayo y quebraré enseguida su nave en el ponto
rojo como el vino.”

«Esto es lo que yo oí decir a Calipso, de hermoso peplo, y ella decía que se lo había
oído a su vez a Hermes.

«Conque, cuando bajé hasta la nave y el mar, los reprendí a unos y otros poniéndo-
me a su lado, pero no podíamos encontrar remedio las vacas estaban ya muertas.
Entonces los dioses comenzaron a manifestarles prodigios: las pieles caminaban, la
carne mugía en el asador, tanto la cruda como la asada. Así es como las vacas
cobraron voz.

«Durante seis días mis fieles compañeros prosiguieron banqueteándose y llevándo-


se las mejores vacas de Helios, pero cuando Zeus Cronida nos trajo el séptimo, dejó
el viento de lanzarse huracanado y nosotros embarcamos y empujamos la nave al
vasto ponto no sin colocar el mástil y extender las blancas velas.

151
Homero

«Cuando abandonamos la isla y ya no se divisaba tierra alguna sino solo cielo y


mar, el Cronida puso una negra nube sobre la cóncava nave y el mar se oscureció
bajo ella. La nave no pudo avanzar mucho tiempo, porque enseguida se presentó
el silbante Céfiro lanzándose en huracán y la tempestad de viento quebró los dos
cables del mástil. Cayó este hacia atrás y todos los aparejos se desparramaron bo-
dega abajo. En la misma proa de la nave golpeó el mástil al piloto en la cabeza,
rompiendo todos los huesos de su cráneo y, como un volatinero, se precipitó de
cabeza contra la cubierta y su valeroso ánimo abandonó los huesos.

«Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave, y esta se
revolvió toda, sacudida por el rayo de Zeus, y se llenó de azufre. Mis compañeros
cayeron fuera y, semejantes a las cornejas marinas, eran arrastrados por el oleaje
en torno a la negra nave. Dios les había arrebatado el regreso.

«Entonces yo iba de un lado a otro de la nave, hasta que el huracán desencajó las
paredes de la quilla y el oleaje la arrastraba desnuda. El mástil se partió contra
esta, pero, como había sobre aquel un cable de piel de buey, até juntos quilla y
mástil y, sentándome sobre ambos, me dejé llevar de los funestos vientos.

«Entonces Céfiro dejó de lanzarse huracanado y llegó enseguida Noto trayendo


dolores a mi ánimo, haciendo que volviera a recorrer de nuevo la funesta Caribdis.

«Dejéme llevar por el oleaje durante toda la noche y al salir el sol llegué al escollo
de Escila y a la terrible Caribdis. Esta comenzó a sorber la salada agua del mar,
pero entonces yo me lancé hacia arriba, hacia el elevado cabrahigo y quedé adhe-
rido a él como un murciélago. No podía apoyarme en él con los pies para trepar,
pues sus raíces estaban muy lejos y sus ramas muy altas —ramas largas y grandes
que daban sombra a Caribdis. Así que me mantuve firme hasta que esta volviera a
vomitar el mástil y la quilla, y un rato más tarde me llegaron mientras estaba a la
expectativa. Mis maderos aparecieron fuera de Caribdis a la hora en que un hom-
bre se levanta del ágora para ir a comer, después de juzgar numerosas causas de
jóvenes litigantes. Dejéme caer desde arriba de pies y manos y me desplomé ruido-
samente sobre el oleaje junto a mis largos maderos, y sentado sobre ellos, comencé
a remar con mis brazos. El padre de hombres y dioses no permitió que volviera a
ver a Escila, pues no habría conseguido escapar de la ruina total.

«Desde allí me dejé llevar durante nueve días, y en la décima noche los dioses me
impulsaron hasta la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la
terrible diosa dotada de voz que me entregó su amor y sus cuidados.

«Pero, ¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti y a tu fuerte


esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar lo que he expuesto deta-
lladamente.»

152
La Odisea

CANTO XIII
Los feacios despiden a Odiseo. Llegada a Ítaca
Así habló, y todos enmudecieron en el silencio; estaban poseídos como por un hechi-
zo en el sombrío palacio. Entonces Alcínoo le contestó y dijo:

«Odiseo, ya que has llegado a mi palacio de piso de bronce, de elevado techo, creo
que no vas a volver a casa errabundo otra vez por mucho que hayas sufrido. En
cuanto a vosotros, cuantos acostumbráis a beber en mi palacio el rojo vino de los
ancianos escuchando al aedo, os voy a hacer este encargo: el forastero ya tiene,
en un arca bien pulimentada, oro bien trabajado y cuantos regalos le han traído
los consejeros de los feacios. Démosle también un gran trípode y una caldera cada
hombre, que nosotros después os recompensaremos recogiéndolo por el pueblo,
pues es doloroso que uno haga dones gratis.»

Así habló Alcínoo y les agradó su palabra. Y se marchó cada uno a su casa con
ganas de dormir.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se apresu-


raron hacia la nave llevando el bronce propio de los guerreros.

Y la sagrada fuerza de Alcínoo, marchando en persona, colocó todo bien bajo los
bancos de la nave, no fuera que causaran daño a alguno de los compañeros du-
rante el viaje cuando se apresuraran moviendo los remos.

Luego marcharon al palacio de Alcínoo y dispusieron el almuerzo. La sagrada fuer-


za de Alcínoo sacrificó entre ellos un buey en honor del Cronida Zeus, el que oscure-
ce las nubes, el que gobierna a todos. Quemaron los muslos y se repartieron gustosos
un magnífico banquete; y entre ellos cantaba el divino aedo, Demódoco, venerado
por su pueblo. Pero Odiseo volvía una y otra vez su cabeza hacia el resplandecien-
te sol, deseando que se pusiera, pues ya pensaba en el regreso. Como cuando un
hombre desea vivamente cenar cuando su pareja de bueyes ha estado todo el día
arrastrando el bien construido arado por el campo —la luz del sol se pone para él
con agrado, ya que se va a cenar, y sus rodillas le duelen al caminar—, así se puso el
sol con agrado para Odiseo.

153
Homero

Y volvió a dirigirse a los feacios amantes del remo y, dirigiéndose sobre todo a Alcí-
noo, dijo su palabra:

«Poderoso Alcínoo, el más ilustre de tu pueblo, haced una libación y devolvedme


a casa sin daño. Y a vosotros, ¡salud! Ya se me ha proporcionado lo que mi ánimo
deseaba, una escolta y amables regalos que ojalá los dioses, hijos de Urano, hagan
prosperar. ¡Que encuentre en casa, al volver, a mi irreprochable esposa junto con
los míos sanos y salvos! Vosotros quedaos aquí y seguid llenando de gozo a vuestras
esposas legítimas y a vuestros hijos; que los dioses os repartan bienes de todas clases
y que ningún mal se instale entre vosotros.»

Así habló y todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero,
porque había hablado como le correspondía. Entonces Alcínoo se dirigió a un he-
raldo:

«Pontónoo, mezcla una crátera y reparte vino a todos en el palacio, para que
demos escolta al forastero hasta su tierra patria después de orar al padre Zeus.»

Así habló, y Pontónoo mezcló el vino que alegra el corazón y se lo repartió a todos,
uno tras otro. Y libaron desde sus mismos asientos en honor de los dioses felices, los
que poseen el ancho cielo.

El divino Odiseo se puso en pie, colocó una copa de doble asa en manos de Arete y
le dijo aladas palabras:

«Sé siempre feliz, reina hasta que te lleguen la vejez y la muerte que andan ron-
dando a los hombres. Yo vuelvo a casa, goza tú en este palacio entre tus hijos, tu
pueblo y el rey Alcínoo.»

Así hablando el divino Odiseo traspasó el umbral. Y la fuerza de Alcínoo le envió un


heraldo para que le condujera hasta la rápida nave y la ribera del mar. También le
envió Arete a sus esclavas, a una con un manto bien lavado y una túnica, a otra le
dio un arca adornada para que la llevara y otra portaba trigo y rojo vino.

Cuando arribaron a la nave y al mar, sus ilustres acompañantes colocaron todo


en la cóncava nave, la bebida y la comida toda, y para Odiseo extendieron una
manta y una sábana en la cubierta de proa, para que durmiera sin despertar. Su-
bió él y se acostó en silencio, y ellos se sentaron en los bancos, cada uno en su sitio,
y soltaron el cable de una piedra perforada. Después se inclinaron y batían el mar
con el remo.

A Odiseo se le vino un sueño profundo a los párpados, sueño sosegado, delicioso, se-
mejante en todo a la muerte. Y la nave... como los cuadrúpedos caballos se arran-
can todos a la vez en la llanura a los golpes del látigo y elevándose velozmente
apresuran su marcha, así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía
en el resonante mar. Corría esta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón la habría
alcanzado, la más rápida de las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar

154
La Odisea

portando a un hombre de pensamientos semejantes a los de los dioses que había


sufrido muchos dolores en su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya
dormía imperturbable, olvidado de todas sus penas.

Y cuando despuntó el más brillante astro, el que avanza anunciando la luz de Eos
que nace de la mañana, la nave se acercó para fondear en la isla.

En el pueblo de Itaca hay un puerto, el de Forcis, el viejo del mar, y en él hay dos
salientes escarpados que se inclinan hacia el puerto y que dejan fuera el oleaje
producido por silbantes vientos; dentro, las naves de buenos bancos permanecen
sin amarras cuando llegan al término del fondeadero. Al extremo del puerto hay
un olivo de anchas hojas y cerca de este una gruta sombría y amable consagrada a
las ninfas que llaman Náyades. Hay dentro cráteras y ánforas de piedra y también
dentro fabrican las abejas sus panales. Hay dentro grandes telares de piedra donde
las ninfas tejen sus túnicas con púrpura marina —¡una maravilla para velas!— y
también dentro corren las aguas sin cesar. Tiene dos puertas, la una del lado de Bó-
reas accesible a los hombres; la otra, del lado de Noto, es en cambio solo para dioses
y no entran por ella los hombres, que es camino de inmortales. Hacia allí remaron,
pues ya lo conocían de antes, y la nave se apresuró a fondear en tierra firme, como
a media altura —¡tales eran las manos de los remeros que la impulsaban!— Estos
descendieron de la nave de buenos bancos y levantando primero a Odiseo de la
cóncava nave, le colocaron sobre la arena, rendido por el sueño, junto con su manta
y resplandeciente sábana. También sacaron las riquezas que los ilustres feacios le
habían donado cuando volvía a casa por voluntad de la magnánima Atenea. Con-
que colocaron todo junto, cerca del tronco de olivo, lejos del camino —no fuera que
algún caminante cayera sobre ello y lo robara antes de que Odiseo despertase—, y
se volvieron a casa.

Pero el que sacude la tierra no se había olvidado de las amenazas que había hecho
al divino Odiseo al principio y preguntó la decisión de Zeus:

«Padre Zeus, ya no tendré nunca honores entre los dioses inmortales si los morta-
les no me honran, los feacios que, además, son de mi propia estirpe. Yo pensaba
que Odiseo regresaría a casa después de mucho sufrir —el regreso no se lo había
quitado del todo porque tú se lo prometiste desde el principio—, pero los feacios lo
han traído durmiendo en rápida nave sobre el ponto y lo han dejado en Itaca. Le
han entregado además innumerables regalos, bronce y oro en abundancia y ropa
tejida, tantos como jamás habría sacado de Troya si hubiera vuelto incólume con
su parte sorteada del botín.»

Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:

«¡Ay, ay, poderoso dios que sacudes la tierra, qué cosas has dicho! Nunca lo des-
honrarán los dioses. Sería difícil despachar sin honores al más antiguo y excelente. Si
alguno de los hombres, cediendo a su violencia y poder, no lo honra, tienes y tendrás
siempre tu compensación. Obra como desees y sea agradable a tu ánimo.»

155
Homero

Y le contestó Poseidón, el que sacude la tierra:

«Enseguida actuaría, oh tú que oscureces las nubes, como dices, pero estoy siempre
acechando tu cólera y procurando evitarla. Con todo, quiero ahora destruir en el
brumoso ponto la hermosa nave de los feacios en su viaje de vuelta, para que se
contengan y dejen de escoltar a los hombres. Quiero también ocultar su ciudad
toda bajo un monte» Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:

«Amigo mío, creo que lo mejor será que, cuando todo el pueblo esté contemplando
desde la ciudad a la nave acercándose, coloques cerca de tierra un peñasco seme-
jante a una rápida nave, para que todos se asombren y puedas ocultar su ciudad
bajo un gran monte.»

Luego que oyó esto Poseidón, el que sacude la tierra, se puso en camino hacia Es-
queria, donde los feacios nacen, y allí se detuvo. Y la nave surcadora del ponto se
acercó en su veloz carrera. El que sacude la tierra se acercó, la convirtió en piedra
y la estableció firmemente, como si tuviera raíces, golpeándola con la palma de su
mano. Y se alejó de allí. Los feacios de largos remos se dirigían mutuamente aladas
palabras, hombres célebres por sus naves, y decía uno así mirando al que tenía al
lado:

«Ay de mí, ¿quién ha encadenado en el ponto a la rápida nave en su regreso a


casa? Ya se la veía del todo.»

Así decía uno —pues no sabían cómo había sucedido. Entonces Alcínoo habló entre
ellos y dijo:

«¡Ay, ay, en verdad ya me ha alcanzado el antiguo presagio de mi padre, quien


aseguraba que Poseidón se irritaría con nosotros por ser prósperos acompañantes
de todo el mundo! Decía que algún día destruiría en el brumoso ponto una hermo-
sa nave de los feacios al volver de una expedición, y que ocultaría nuestra ciudad
bajo un monte. Así decía el anciano y todo se está cumpliendo ahora. Conque,
vamos, obedeced todos lo que yo os señale: dejad de acompañar a los mortales
cuando alguien llegue a nuestra ciudad.

Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta


la ciudad bajo un enorme monte.» Así habló y ellos sintieron miedo y prepararon
los toros. Así es que suplicaban al soberano Poseidón los jefes y consejeros de los
feacios, en pie, rodeando el altar.

En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reco-


noció pues ya llevaba mucho tiempo ausente. La diosa Palas Atenea esparció en
torno suyo una nube, la hija de Zeus, para hacerlo irreconocible y contarle todo, no
fuera que su esposa, ciudadanos y amigos le reconocieran antes de que los preten-
dientes pagaran todos sus excesos. Por esto, todo le parecía distinto al soberano, los
largos caminos, los puertos de cómodo anclaje, las elevadas rocas y los verdeantes
árboles.

156
La Odisea

Así que se puso en pie de un salto y comenzó a mirar su tierra patria. Dio un grito
lastimero, golpeó sus muslos con las palmas de las manos y entre lamentos decía su
palabra:

«Ay de mí, ¿a qué tierra de mortales he llegado? ¿Son acaso soberbios, salvajes y
carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia
los dioses? ¿A dónde llevo tantas riquezas?, ¿por dónde voy a marchar?

¡Ojalá me hubiera quedado junto a los feacios! También podría haberme llegado a
otro rey de los muy poderosos y quizá este me habría recibido como amigo y escol-
tado de vuelta a casa, porque ahora no sé dónde dejar esto ni voy a dejarlo aquí,
no sea que se me convierta en botín de otro.

¡ Ay!, ¡ay!, en verdad no eran del todo prudentes ni justos los jefes y consejeros de los
feacios, quienes me han traído a otra tierra. Decían que me iban a llevar a Itaca,
hermosa al atardecer, pero no lo han cumplido. Que Zeus los castigue, el dios de los
suplicantes, el que vigila a todos los hombres y castiga a quien yerra.

«Pero, ea, voy a contar mis riquezas y a contemplarlas, no sea que se marchen
llevándose algo en la cóncava nave.»

Así diciendo, se puso a contar los hermosos trípodes y calderos y el oro y la hermosa
ropa tejida. Pero no echó nada de menos. Y sentía dolor por su tierra patria cami-
nando por la ribera del resonante mar, en medio de lamentos.

Conque se le acercó Atenea, semejante en su aspecto a un hombre joven, un pastor


de rebaños delicado como suelen ser los hijos de los reyes, portando sobre sus hom-
bros un manto doble, bien trabajado. Bajo sus brillantes pies llevaba sandalias y en
sus manos un venablo.

Alegróse al verla Odiseo y fue a su encuentro; y hablándole dirigió aladas palabras:

«Amigo, puesto que eres el primero a quien encuentro en este país, ¡salud! No te me
acerques con aviesas intenciones, salva esto y sálvame a mí, pues te lo pido como a
un dios y me he acercado a tus rodillas. Dime esto en verdad para que yo lo sepa:
¿qué tierra es esta, qué pueblo, qué hombres viven aquí? ¿Es una isla hermosa al
atardecer o la ribera de un continente de fecunda tierra que se inclina hacia el
mar?

Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él a su vez:

«Eres tonto, forastero, o vienes de lejos si me preguntas por esta tierra. No carece
de nombre, no. La conocen muy muchos, tanto los que habitan hacia la aurora y el
sol como los que se orientan hacia la brumosa oscuridad. Cierto que es escarpada y
difícil para cabalgar, pero tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en
ella se produce trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente
rocío; alimenta buenas cabras y buenos toros; hay madera de todas clases y abre-
vaderos inagotables. Por eso, forastero, el nombre de Itaca ha llegado incluso hasta
Troya, que aseguran se encuentra muy lejos de la tierra aquea.»

157
Homero

Así habló, y el sufridor, el divino Odiseo, sintió gozo y alegría por su tierra patria: así
se lo había dicho Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida.

Y hablándole le dijo aladas palabras (aunque no la verdad) y, de nuevo, tomó la


palabra, controlando continuamente en el pecho su astuto pensamiento:

«He oído sobre Itaca incluso en la extensa Creta, lejos, más allá del Ponto. Y ahora
he llegado yo con estas riquezas. He dejado otro tanto a mis hijos y ando huyendo,
pues he matado a Ortíloco, hijo de Idomeneo, el que vencía en la extensa Creta
a los hombres comerciantes con sus rápidos pies. Quería este privarme de todo mi
botín conseguido en Troya, por el que sufrí dolores probando guerras y dolorosas
olas, porque no servía complaciente a su padre en el pueblo de los troyanos, sino
que mandaba yo sobre otros compañeros. Y lo alcancé con mi lanza guarnecida de
bronce cuando volvía del campo, emboscándome cerca del camino con un amigo.
La oscura noche cubría el cielo —nadie nos vio—, y le arranqué la vida a escondidas.
Así que, luego de matarlo con el agudo bronce, me dirigí a una nave de ilustres
fenicios y les supliqué, entregándoles abundante botín, que me dejaran en Pilos o
en la divina Elide, donde dominan los epeos, pero la fuerza del viento los alejó de
allí muy contra su voluntad, pues no querían engañarme.

«Así que hemos llegado por la noche después de andar a la deriva. Remamos con
vigor hasta el puerto y ninguno de nosotros se acordó de almorzar por más que lo
ansiábamos. Conque descendimos todos de la nave y nos acostamos. A mí se me
vino un dulce sueño, cansado como estaba, y ellos, sacando mis riquezas de la cón-
cava nave, las dejaron cerca de donde yo yacía sobre la arena.

«Y embarcando se marcharon a la bien habitada Sidón. Así que yo me quedé atrás


con el corazón acongojado.»

Así dijo y sonrió la diosa de ojos brillantes, Atenea, y lo acarició con su mano. Tomó
entonces el aspecto de una mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillan-
tes, y le habló y dijo aladas palabras:

«Astuto sería y trapacero el que te aventajara en toda clase de engaños, por más
que fuera un dios el que tuvieras delante. Desdichado, astuto, que no te hartas de
mentir, ¿es que ni siquiera en tu propia tierra vas a poner fin a los engaños y las
palabras mentirosas que te son tan queridas? Vamos, no hablemos ya más, pues los
dos conocemos la astucia: tú eres el mejor de los mortales todos en el consejo y con la
palabra, y yo tengo fama entre los dioses por mi previsión y mis astucias. Pero ¡aún
así, no has reconocido a Palas Atenea, la hija de Zeus, la que te asiste y protege en
todos tus trabajos, la que te ha hecho querido a todos los feacios! De nuevo he ve-
nido a ti para que juntos tramemos un plan para ocultar cuantas riquezas te dona-
ron los ilustres feacios al volver a casa por mi decisión, y para decirte cuántas penas
estás destinado a soportar en tu bien edificada morada. Tú has de aguantar por
fuerza y no decir a hombre ni mujer, a nadie, que has llegado después de vagar;
soporta en silencio numerosos dolores aguantando las violencias de los hombres.»

158
La Odisea

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Es difícil, diosa, que un mortal te reconozca si contigo topa, por muy experimenta-
do que sea, pues tomas toda clase de apariencias. Ya sabía yo que siempre me has
sido amiga mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya, pero desde que
saqueamos la elevada ciudad de Príamo y nos embarcamos —y un dios dispersó a
los aqueos— no lo había vuelto a ver, hija de Zeus. No te vi embarcar en mi nave
para protegerme de desgracia alguna, sino que he vagado siempre con el corazón
acongojado hasta que los dioses me han librado del mal, hasta que en el rico pue-
blo de los feacios me animaste con tus palabras y me condujiste en persona hasta
la ciudad. Ahora te pido abrazado a tus rodillas (pues no creo que haya llegado a
Itaca hermosa al atardecer sino que ando dando vueltas por alguna otra tierra y
creo que tú me has dicho esto para burlarte y confundirme), dime si de verdad he
llegado a mi patria.»

Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«En tu pecho siempre hay la misma cordura. Por esto no puedo abandonarte en
el dolor, porque eres discreto, sagaz y sensato. Cualquier otro que llegara después
de andar errante, marcharía gustosamente a ver a sus hijos y esposa en el palacio;
solo tú no deseas conocer ni enterarte hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer,
quien permanece inconmovible en el palacio mientras las noches se le consumen
entre dolores y los días entre lágrimas. En verdad, yo jamás desconfié, pues sabía
que volverías después de haber perdido a todos sus compañeros, pero no quise en-
frentarme con Poseidón, hermano de mi padre, quien había puesto el rencor en su
corazón irritado porque le habías cegado a su hijo.

«Pero, vamos, te voy a mostrar el suelo de Itaca para que te convenzas. Este es
el puerto de Forcis, el viejo del mar, y este el olivo de anchas hojas, al extremo del
puerto. Cerca de él, la gruta sombría, amable, consagrada a las ninfas que llaman
Náyades. Es la cueva amplia y sombría donde tú solías sacrificar a las Ninfas nume-
rosas hecatombes perfectas. Y este es el monte Nérito, revestido de bosque.»

Así diciendo, la diosa dispersó la nube y apareció el país ante sus ojos. Alegróse en-
tonces el sufridor, el divino Odiseo, y se llenó de gozo por su patria y besó la tierra
donadora de grano. Luego suplicó a las Ninfas levantando sus manos:

«Ninfas Náyades, hijas de Zeus, nunca creí que volvería a veros. Alegraos con mi
suave súplica, volveré a haceros dones como antes si la hija de Zeus, la diosa Rapaz,
me permite benévola que viva y hace crecer a mi hijo.»

Y se dirigió a él la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Cobra ánimo, no te preocupes ahora de esto; coloquemos ahora mismo tus rique-
zas en lo profundo de la divina gruta a fin de que se conserven intactas y pensemos
para que todo salga lo mejor posible.»

159
Homero

Así hablando, la diosa se introdujo en la sombría gruta buscando un escondrijo por


ella, mientras Odiseo la seguía de cerca llevando todo, el oro y el sólido bronce y
los bien fabricados vestidos que le habían donado los feacios. Conque colocó todo
bien y arrimó un peñasco a la entrada Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva
égida. Y sentándose los dos junto al tronco del olivo sagrado, meditaban la muerte
para los soberbios pretendientes. La diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, comenzó
a hablar:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, piensa cómo vas a poner
tus manos sobre los desvergonzados pretendientes que llevan ya tres años mandan-
do en tu palacio, cortejando a tu divina esposa y haciéndole regalos de esponsales,
aunque ella se lamenta continuamente por tu regreso y da esperanzas a todos y
hace promesas a cada uno enviándoles recados, si bien su mente revuelve otros
planes.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ay, ay! ¡Conque he estado a punto de perecer en mi palacio con la vergonzosa


muerte del Atrida Agamenón si tú, diosa, no me hubieras revelado todo, como es
debido! Vamos, trama un plan para que los haga pagar y asísteme tú misma po-
niendo dentro de mí el mismo vigor y valentía que cuando destruimos las espesas
almenas de Troya. Si tú me socorrieras con el mismo interés, diosa de ojos brillantes,
sería capaz de luchar junto a ti contra trescientos hombres, diosa soberana, siempre
que me socorrieras benevolente.»

Y la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, le contestó:

«En verdad, estaré a tu lado y no me pasarás desapercibido cuando tengamos


que arrostrar este peligro. Conque creo que mancharán con su sangre y sus sesos el
maravilloso pavimento los pretendientes que consumen tu hacienda.

«Vamos, te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de tus
ágiles miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios cabellos; lo cubriré de
harapos que te harán odioso a la vista de cualquier hombre y llenaré de legañas
tus antes hermosos ojos, de forma que parezcas desastroso a los pretendientes, a tu
esposa y a tu hijo, a quienes dejaste en palacio.

«Llégate en primer lugar al porquero, el que vigila tus cerdos, quien se mantiene
fiel y sigue amando a tu hijo y a la prudente Penélope. Lo encontrarás sentado jun-
to a los cerdos; estos están paciendo junto a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente
Aretusa, comiendo innumerables bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían
en los cerdos abundante grasa. Detente allí, siéntate a su lado y pregúntale por
todo, mientras yo voy a Esparta de hermosas mujeres a buscar a tu hijo Telémaco,
Odiseo, pues ha marchado a la extensa Lacedemonia junto a Menelao para pre-
guntar noticias sobre ti, por si aún vives.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

160
La Odisea

«¿Por qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior?

¿Acaso para que también él sufriera penalidades vagando por el estéril ponto
mientras los demás consumen mí hacienda?»

Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea:

«No te preocupes demasiado por él. Yo misma lo escolté para que cosechara fama
de valiente marchando allí. En verdad, no sufre penalidad alguna, está en el pa-
lacio del Atrida y tiene de todo a su disposición. Cierto que unos jóvenes le acechan
en negra nave con intención de matarlo antes de que regrese a tu tierra, pero no
creo que esto suceda antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes
que consumen tu hacienda. »

Hablando así, lo tocó Atenea con su varita: arrugó la hermosa piel de sus ági-
les miembros e hizo desaparecer de su cabeza los rubios cabellos; colocó sobre sus
miembros la piel de un anciano y llenó de legañas sus antes hermosos ojos. Le cubrió
de andrajos miserables y una túnica desgarrada, sucia, ennegrecida por el humo,
y le vistió con una gran piel, ya sin pelo, de veloz ciervo; le dio un cayado y un feo
zurrón rasgado por muchos sitios y con la correa retorcida.

Así deliberaron y se separaron los dos; y ella marchó luego a la divina Lacedemonia
en busca del hijo de Odiseo.

161
Homero

CANTO XIV
Odiseo en la majada de Eumeo
Entonces él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero escarpado
en lugar boscoso por las cumbres, hacia donde Atenea le había manifestado que
encontraría al divino porquero, el que cuidaba de su hacienda más que los demás
siervos que el divino Odiseo había adquirido. Y lo encontró sentado en el pórtico,
donde tenía edificada una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar
abierto. El porquero mismo la había edificado para los cerdos de su soberano au-
sente, lejos de su dueña y del anciano Laertes, con piedras de cantera, y lo había
coronado de espino; tendió fuera una empalizada completa, espesa y cerrada, sa-
cando estacas de lo negro de una encina.

Dentro de la cuadra había construido doce pocilgas, unas junto a otras, para en-
camar a las cerdas, y en cada una se encerraban cincuenta cerdas, todas hembras
que habían ya parido. Los cerdos dormían fuera y eran muy inferiores en número,
pues los habían diezmado los divinos pretendientes con sus banquetes: el porquero
les enviaba cada vez el mejor de sus robustos cebones, trescientos sesenta en total.

También dormían a su lado cuatro perros, semejantes a fieras, que alimentaba el


porquero, caudillo de hombres.

Este andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de cortar una
moteada piel de buey. Los demás porqueros, tres en total, habían marchado cada
uno por su lado con los cerdos en manada; al cuarto lo había enviado Eumeo a la
fuerza a la ciudad para que llevara un cebón a los soberbios pretendientes a fin de
que lo sacrificaran y saciaran con la carne su apetito.

De pronto los perros de incesantes ladridos vieron a Odiseo y corrieron hacia él


ladrando. Entonces Odiseo se sentó astutamente y el cayado se le escapó de las
manos.

Allí, sin duda, en su propia cuadra habría sufrido un dolor vergonzoso, pero el por-
quero, siguiéndolos con veloces pies, se lanzó a través del pórtico —la piel cayó de
sus manos— y a grandes voces dispersó a los perros en varias direcciones con una
espesa pedrea. Y se dirigió al soberano:

162
La Odisea

«Anciano, por poco te han despedazado los perros en un instante y quizá me ha-
brías culpado a mí. También a mí me han dado los dioses dolores y lamentos, pues
sentado lloro a mi divino soberano y cebo cerdos para que se los coman otros. En
cambio, él andará errante por pueblos y ciudades extranjeras mendigando comida
—si es que vive aún y contempla la luz del sol.

«Pero sígueme, vayamos a mi cabaña, anciano, para que

también tú sacies el apetito de comer y beber y me digas de dónde eres y cuántas


penas has tenido que sufrir.»

Así diciendo, lo condujo a su cabaña el divino porquero; le hizo entrar y sentarse,


extendió maleza espesa y encima tendió la piel de una hirsuta cabra salvaje, su
propia yacija, grande y peluda. Alegróse Odiseo porque lo había recibido así y le
dijo su palabra llamándolo por su nombre:

«Forastero, ¡que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más viva-
mente deseas, ya que me has acogido con bondad!»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Forastero, no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno más mise-


rable que tú, que de Zeus son los forasteros y mendigos todos. Nuestros dones son
pequeños, pero amistosos, pues la naturaleza de los siervos es tener siempre miedo
cuando dominan nuevos soberanos. En verdad, los dioses han impedido el regreso
de quien me habría estimado gentilmente y otorgado cuanto un dueño bondadoso
suele conceder a su siervo —una casa, un lote de tierra y una esposa solicitada—,
cuando este se esfuerza por él y un dios hace prosperar sus labores, como está ha-
ciendo prosperar el trabajo en el que yo me mantengo activo. Por esto me habría
beneficiado mucho mi soberano si hubiera envejecido aquí, pero ha muerto —¡así
pereciera por completo la raza de Helena, pues aflojó las rodillas de muchos hom-
bres!—, pues también mi soberano marchó por causa del honor de Agamenón a
Ilión, de buenos potros, para combatir a los troyanos.»

Hablando así, sujetó enseguida su túnica con el ceñidor y se puso en camino de


las pocilgas donde tenía encerradas las manadas de cochinillos. Tomó dos de allí
y los sacrificó, quemó, troceó y atravesó con asadores. Y, después de asar todos, se
los ofreció a Odiseo calientes en sus mismos asadores —y extendió blanca harina.
Después mezcló vino agradable como la miel en su cuenco y se sentó enfrente, y
animándole decía:

«Come ahora, forastero, lo que es dado comer a los siervos, cochinillo, que de los ce-
bones se encargan los pretendientes, sin miedo a la venganza divina ni compasión.
No aman los dioses felices las acciones impías, sino que honran la justicia y las obras
discretas de los hombres. Es cierto que son enemigos y hostiles quienes invaden una
tierra ajena, por más que Zeus les conceda el botín, pero cuando vuelven repletos a
las naves para regresar a su patria, incluso a estos les sobreviene un pesado temor

163
Homero

a la venganza divina. Sin duda, los pretendientes deben conocer —porque quizá
hayan oído la palabra de algún dios— la triste muerte de Odiseo, pues no quieren
cortejar con justicia ni volver.

Y es que la fortuna de Odiseo era inmensa; ninguno de los héroes del oscuro con-
tinente ni de la misma Itaca poseía tanta. Ni veinte hombres juntos tienen tanta
abundancia. Te voy a echar la cuenta: doce rebaños en el continente, otros tantos
de ovejas, otros tantos de cerdos y cabras apacientan para él pastores asalariados
y sus propios pastores. Aquí se alimentan en total once numerosos rebaños de ca-
bras en el extremo de la isla, pues se las vigilan hombres de bien. Todos los días, sin
excepción, cada uno de estos lleva a los pretendientes un animal, la mejor de sus
gordas cabras. Y yo vigilo y protejo estos cerdos y les hago llegar el mejor de ellos,
eligiéndolo bien. »

Así habló mientras Odiseo comía la carne y bebía el vino con voracidad, en silencio.
Y estaba sembrando la desgracia para los pretendientes.

Cuando acabó de almorzar y saciar su apetito con la comida, le entregó Eumeo


un cuenco repleto de vino en el que solía él beber. Aquel lo recibió y se alegró en su
interior y, hablando, le dijo aladas palabras:

«Amigo, ¿quién te compró con sus bienes, tan rico y poderoso como dices? Asegu-
ras que ha perecido por causa del honor de Agamenón; dime su nombre por si lo
conozco ¡siendo como es! Seguro que Zeus y los demás dioses inmortales saben si te
puedo hablar de él porque lo haya visto, pues he vagado mucho.»

Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«Anciano, ningún caminante que viniera con noticias de él lograría persuadir a su


esposa y querido hijo, que los vagabundos suelen mentir por sustento y no gustan
de decir verdad. Todo caminante que llega al pueblo de Itaca se llega a mi dueña
para decirle mentiras. Claro que ella lo acoge con amor y le pregunta detalla-
damente, y las lágrimas se deslizan de sus mejillas lamentándose por él, como es
propio de mujer que ha perdido a su marido en tierra extraña.

«Puede que tú también, anciano, inventes cualquier cuento con tal de que alguien
te regale una túnica y un manto. Pero seguro que los perros y las veloces aves están
tratando de arrancar la piel de sus huesos y su alma le ha abandonado, o puede
que lo hayan devorado los peces en el mar y sus huesos anden tirados por tierra,
revueltos entre la arena. Así es como ha muerto él, y a todos los suyos, y sobre todo
a mí, solo nos queda tristeza para el futuro. Que no podré nunca encontrar a un
soberano tan bueno adonde quiera que vaya, ni aunque vuelva a casa de mi
padre y mi madre, donde un día nací y ellos me criaron. Y es que no es tan gran-
de mi dolor por ellos —aunque mucho deseo verlos en mi tierra patria— como es
la añoranza que me ha invadido por Odiseo ausente. No me atrevo, forastero, a
nombrarlo incluso ausente —¡tanto me estimaba y se preocupaba por mí!—, pero
lo llamo amigo aunque se encuentre lejos.»

164
La Odisea

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigo, puesto que lo niegas por completo y crees que nunca volverá, tu corazón
anda ya sin esperanza. Pero yo lo voy a decir —y no a tontas, sino con juramento—
que Odiseo viene de camino hacia acá. Este será el don por mi buena nueva cuan-
do haya llegado él: vestidme con un manto y una túnica hermosas; no antes, pues
no te aceptaría por más necesitado que estuviera. Que para mí es más odioso que
las puertas de Hades el que por ceder a su pobreza cuenta mentiras. Sea testigo
Zeus antes que ningún otro dios y la mesa de hospitalidad y el hogar del irrepro-
chable Odiseo al que acabo de llegar. En verdad todo esto se cumplirá tal como
anuncio: dentro de este mismo año llegará Odiseo; cuando acabe este mes y entre
otro, volverá a casa y hará pagar a cuantos deshonran a su esposa a ilustre hijo.»

Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:

«Anciano, no te voy a conceder ese don por tu buena nueva ni va a regresar ya


Odiseo a casa, pero bebe gustoso y volvamos nuestros recuerdos a otro lado; no me
traigas esto a la memoria, que mi ánimo se llena de dolor cada vez que alguien me
recuerda a mi fiel soberano.

«Dejemos, pues, el juramento, aunque ¡ojalá vuelva Odiseo! como quiero yo y quie-
ren Penélope, el anciano Laertes y Telémaco, semejante a los dioses. También aho-
ra me lamento sin consuelo por el hijo que engendró Odiseo, por Telémaco. Cuando
los dioses lo criaron semejante a un retoño, ya decía yo que no sería en nada infe-
rior, entre los hombres, a su querido padre, admirable en cuerpo y aspecto; pero
alguno de los inmortales —o quizá de los hombres— debe haberle dañado la bien
equilibrada mente, pues ha marchado a la divina Pilos en busca de noticias de su
padre, y los ilustres pretendientes lo acechan al volver a casa para que desaparezca
sin gloria de Itaca la progenie del divino Arcisio. Pero dejemos a este, ya sea sor-
prendido, ya escape porque el Cronida tienda su mano sobre él.

«Vamos, cuéntame ahora, anciano, tus propias desgracias y dime con verdad para
que yo lo sepa: ¿quién y de dónde eres entre los hombres? Dónde se encuentran tu
ciudad y tus padres? ¿En qué barco has llegado? ¿Cómo te han traído hasta Itaca
los marineros y quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que hayas llegado aquí
a pie».

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«En verdad, te voy a contestar con exactitud. Ni aunque tuviéramos por mucho
tiempo comida y dulce bebida para celebrar un festín dentro de tu cabaña —
mientras los demás continúan su labor— podría yo fácilmente, ni siquiera en un
año entero, acabar la narración de cuantas penalidades ha soportado mi ánimo
por voluntad de los dioses. Mi raza procede de Creta —lo digo bien alto— y soy hijo
de un hombre rico. Numerosos hijos legítimos nacieron de su esposa en el palacio
y fueron criados, pero a mí me parió una madre comprada, una concubina, aun-
que mi padre, Cástor Hilacida, de cuya rata me precio de ser, me estimaba igual

165
Homero

que a sus legítimos. Como un dios era venerado este en el pueblo de Creta por su
abundancia, riqueza y vigorosos hijos. Pero las Keres de la muerte se lo llevaron a
las moradas de Hades y sus magnánimos hijos sortearon la hacienda y se la repar-
tieron, entregándome a mí una nonada y una casa. Caséme con mujer de casa
rica por mis muchas virtudes, que no era yo inútil ni temeroso de luchar. Pero ya
se ha acabado todo, aunque viendo la caña seca te darás cuenta, pues un gran
infortunio me abruma.

«En verdad, Ares y Atenea me concedieron audacia y hombría. Cada vez que
elegía para el combate a hombres sobresalientes, sembrando desgracias para el
enemigo, jamás mi valeroso corazón puso los ojos en la muerte, sino que, saltando
el primero, solía matar con mi lanza a cuantos enemigos no se igualaran a mis pies.
Así era yo en el combate.

«En cambio, no me agradaba la labor ni el cuidado de la hacienda que suele criar


hijos brillantes: siempre me gustaron las naves remeras, los combates, los bien tor-
neados venablos y las flechas, cosas funestas que suelen causar espanto en los de-
más. Sin embargo, la divinidad puso en mi alma estos intereses, que cada hombre
se complace en un trabajo. Antes de que los hijos de los aqueos desembarcaran en
Troya, ya me había puesto nueve veces al frente de hombres y naves de veloces
proas contra gentes de otras tierras. Y conseguía mucho botín, del que elegía lo
mejor, y también me tocaba mucho en suerte. Así que rápidamente prosperó mi
casa y me convertí en un hombre temido y respetado en Creta.

«Pero cuando Zeus, que ve a lo ancho, dispuso la luctuosa expedición que iba a
aflojar las rodillas de muchos hombres, nos dieron órdenes a mí y al ilustre Idome-
neo de capitanear las naves que marchaban a Ilión. No había medio de negarse,
nos lo impedían las duras habladurías del pueblo. Allí combatimos nueve años los
hijos de los aqueos, pero al décimo destruimos la ciudad de Príamo y volvimos a
casa en las naves; y un dios dispersó a los aqueos. Entonces fue cuando el providen-
ce Zeus meditó desgracias contra mí, miserable. Había permanecido solo un mes
complaciéndome con mis hijos y legítima esposa, cuando mi ánimo me impulsó a
hacer una expedición a Egipto después de equipar bien mis naves en compañía de
mis divinos compañeros.

«Equipé nueve naves y enseguida se congregó la dotación. Durante seis días comie-
ron en mi casa mis leales compañeros; les ofrecí numerosas víctimas para que las
sacrificaran en honor de los dioses y prepararan comida para sí. Conque el séptimo
día zarpamos tranquilamente de la extensa Creta impulsados por un Bóreas fresco,
agradable, como si navegáramos por una corriente. Ninguna nave se me dañó,
nosotros estábamos sanos y salvos, y a las naves las dirigían el viento y los pilotos.

«A los cinco días llegamos al Egipto de buena corriente y atraqué mis bien equili-
bradas naves en este río. Entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran
junto a ellas para vigilarlas y envié espías a lugares de observación con orden de
que regresaran, pero estos, cediendo a su ambición y dejándose arrastrar por sus

166
La Odisea

impulsos, saquearon los hermosos campos de los egipcios, se llevaron a las mujeres y
niños y mataron a los hombres. Pronto llegó el griterío a la ciudad, así que al escu-
charlo se presentaron al despuntar la aurora. Llenóse la llanura toda de gentes de
pie y a caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a
mis compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a dar el pecho. Por to-
das partes nos rodeaba la destrucción; allí mataron con agudo bronce a muchos de
mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para forzarlos a trabajar sus campos.

«Entonces Zeus puso en mi mente el siguiente plan (¡ojalá hubiera muerto saliendo
al encuentro de mi destino allí en Egipto, pues todavía me tenía que tender sus
brazos la desgracia!): al punto quité de mi cabeza el bien trabajado yelmo y de mis
hombros el escudo y arrojé de mi brazo la lanza. Lleguéme frente al carro del rey y
besé sus rodillas. Él me protegió y se compadeció de mí y, sentándome en su carro,
me condujo a su palacio con lágrimas en mis ojos. Cierto que muchos trataron de
acosarme con sus lamas deseando matarme —pues estaban muy enfurecidos—,
pero el rey me protegió por temor a la cólera de Zeus hospitalario, el que se irrita
sobremanera por las obras malvadas.

«Allí me quedé siete años y conseguí reunir mucha riqueza entre los egipcios pues
todos me regalaban. Pero cuando se acercó el octavo año cumpliendo su ciclo
llegó un hombre fenicio conocedor de mentiras, un laña que ya había causado
perjuicios a muchos hombres. Este me convenció para marchar a Fenicia, donde
tenía su casa y posesiones. Allí permanecí durante un año completo junto a él, pero
cuando pasaron meses y días en el ciclo del año y pasaron las estaciones me envió
a Libia en una nave surcadora del ponto, tramando falacias para que llevara con
él una mercancía, pero en realidad con intención de venderme y cobrar inmensa
fortuna. Le seguía en la nave a la fuerza pues ya barruntaba yo algo. Esta corría
impulsada por un Bóreas fresco, agradable, a la altura del centro de Creta. Y Zeus
nos preparaba la perdición.

«Cuando por fin dejamos atrás Creta y no se veía tierra alguna, sino solo cielo y
mar, el Cronida puso una oscura nube sobre la cóncava nave y bajo ella se oscureció
el ponto. Y Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave.
Y esta se revolvió toda sacudida por el rayo de Zeus y se Ilenó de azufre. Todos
cayeron fuera de la nave y, semejantes a las cornejas marinas eran arrastrados por
las olas en torno a la nave. Dios les había arrebatado el regreso. En cuanto a mí...,
afligido como estaba, el mismo Zeus puso entre mis manos el mástil gigantesco de la
nave de azuloscura proa para que escapara una vez más de la perdición. Así que,
trabado al mástil, me dejaba llevar de los funestos vientos. Durante nueve días me
dejé llevar y al décimo una gran ola rodante me acercó —era noche cerrada— a la
tierra de los tesprotos, donde me acogió sin pagar precio el héroe Fidón, el rey de
los tesprotos.

«Acercóseme su hijo cuando ya estaba yo agotado por la intemperie y el cansancio


y me llevó a casa sosteniéndome en su brazo hasta que llegó al palacio de su padre,
donde me vistió de manto y túnica.

167
Homero

«Allí fue donde supe de Odiseo, pues el rey me dijo que estaba hospedándolo y
agasajándolo a punto de volver a su tierra patria. Además, me mostró cuantas
riquezas había conseguido Odiseo reunir —bronce y oro y bien trabajado hierro. En
verdad, podrían estas alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos
tesoros tenía depositados en el palacio del rey! Me dijo que Odiseo había marchado
a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la divina encina
de elevada copa, para enterarse si debía volver a las claras u ocultamente al prós-
pero pueblo de Itaca, después de tantos años de ausencia. Y juró ante mí, mientras
hacía una libación en su palacio, que ya tenía dispuesta una nave y compañeros
que lo escoltarían hasta su tierra patria. Pero a mí me despidió antes, pues resultó
que una nave de tesprotos estaba a punto de zarpar hacia Duliquia, rica en grano.
Les ordenó que me enviaran gentilmente al rey Acasto, pero les agradó más una
malvada decisión sobre mi persona, para que aún estuviera más cerca de la per-
dición. Así que cuando la nave surcadora del ponto se había alejado bastante de
tierra urdieron contra mí la esclavitud; me despojaron de túnica y manto y echaron
sobre mí miserables andrajos y una mala túnica rasgada, lo que estás viendo ahora
con tus ojos.

«Llegaron al atardecer a los campos de Itaca, hermosa al atardecer. Una vez allí,
me ataron fuertemente a la nave de buenos bancos con un bien torneado cable
y descendiendo precipitadamente a la ribera del mar se dispusieron a cenar. Pero
los mismos dioses, sin duda, aflojaron mis ligaduras fácilmente. Cubrí mi cabeza con
los andrajos y, deslizándome por el pulido timón hasta dar de pechos en el mar,
comencé a nadar con ambos brazos como si fueran remos, y pronto estuve fuera
de su alcance. Salí del agua por donde hay un bosque de verdeantes encinas y caí
desplomado. Los tesprotos me buscaron aquí y allá, dando grandes gritos, pero
como no les interesara molestarse más, embarcaron de nuevo en su cóncava nave.
Conque han sido los dioses mismos los que me han ocultado fácilmente y me han
hecho llegar al establo de un hombre prudente, pues mi destino es que viva aún.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Ay, desdichado forastero, de verdad que has conmovido mi ánimo al contarme


detalladamente tus sufrimientos y vagabundeos, pero no creo que sean razonables
tus palabras y no vas a convencerme de cuanto has dicho sobre Odiseo.

¿Por qué tienes que mentir en vano siendo como eres? Yo mismo reconozco el regre-
so de mi soberano; muy odioso debió de hacerse a los ojos de todos los dioses cuando
no lo dejaron morir entre los troyanos ni en brazos de los suyos, una vez que hubo
concluido la guerra. Entonces le habría construido una tumba el ejército panaqueo
y habría él cobrado gran fama para su hijo, pero ahora se lo han llevado las Har-
pías sin gloria alguna. Así que yo ando solitario entre mis cerdos y no me acerco a
la ciudad, si no me ordena ir la prudente Penélope cuando llega alguna noticia.
Entonces todos se sientan a preguntar detalles, tanto los que sienten dolor por la
larga ausencia de su soberano como los que se alegran consumiendo su hacienda
sin pagar. Pero a mí no me agrada ir allá a preguntar desde que me engañó con

168
La Odisea

sus palabras un etolio que llegó a mi casa, vagabundo de muchas tierras, tras ha-
ber dado muerte a un hombre. Yo le agasajé y él me aseguró que lo había visto en
casa de Idomeneo, en Creta, reparando las naves que le habían quebrado los ven-
davales. También me aseguró que volvería para el verano o el otoño con muchas
riquezas en compañía de sus divinos compañeros.

«Conque no me halagues con mentiras ni trates de encantarme también tú, ancia-


no sufridor, una vez que la divinidad lo ha traído junto a mí. Si lo respeto y agasajo
no es por eso, sino por veneración a Zeus hospitalario y por compasión hacia ti.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

De verdad que tienes un ánimo desconfiado cuando no consigo persuadirte y no


logro convencerte ni siquiera con juramento.

«Pero, vamos, hagamos un pacto y que sean testigos los dioses que poseen el Olim-
po: si vuelve tu soberano a esta casa, vísteme con manto y túnica y envíame a Duli-
quio, donde place a mi ánimo; pero si no vuelve tu soberano, como afirmo, ordena
a las esclavas que me despeñen desde una gran roca para que todo mendigo se
guarde de mentir.»

Y le contestó y dijo el divino porquero:

«Forastero, ¡había yo de tener a los ojos de los hombres buena fama y virtud ahora
y para siempre, si después de introducirte en mi cabaña y darte dones de hospita-
lidad te matara y arrebatara la vida! ¡Con buenos sentimientos iba yo después a
dirigir mis plegarias a Zeus Cronida!

«Pero ya es hora de cenar; pronto tendré dentro a mis compañeros para preparar
en la cabaña sabrosa comida.»

Esto se decían uno a otro, cuando se acercaron cerdos y porqueros. Los encerraron
para que se acostaran por grupos y se levantó un inenarrable estruendo de cerdas
acomodándose en las pocilgas.

Después, el divino porquero daba estas órdenes a sus compañeros:

«Traed el mejor cerdo para que se lo sacrifique al forastero de lejanas tierras, que
también nosotros tendremos parte, los que ya llevamos tiempo soportando miserias
por culpa de los cerdos de blancos dientes, pues otros se comen nuestro esfuerzo sin
pagarlo.»

Así diciendo, partió leña con su implacable bronce y ellos metieron un cerdo bien
gordo de cinco años, poniéndole junto al hogar. Y el porquero no se olvidó de los
inmortales, pues estaba dotado de noble corazón. Así que arrojó al fuego, como
primicias, unos pelos de la cabeza del cerdo de blancos dientes y oró a todos los
dioses para que volviera el prudente Odiseo a casa.

169
Homero

Luego levantó el cerdo y lo golpeó con una rama de encina que había dejado al
hacer leña. Y el alma abandonó a este. Así que lo degollaron, chamuscaron y tro-
cearon, y el porquero envolvió los trozos en gorda grasa, miembro por miembro, y
arrojó algunos al fuego rebozándolos en harina de cebada; después los partieron y
atravesaron con pinchos, los asaron con cuidado y sacaron y pusieron sobre la mesa
de trinchar. Levantóse el porquero para distribuirlos —pues su corazón conocía la
equidad— y dividió todo en siete partes: una la ofreció, al tiempo que oraba, a las
Ninfas y a Hermes, el hijo de Maya, y las demás las distribuyó a cada uno. Odiseo
recibió contento con el alargado lomo del cerdo de blancos dientes, pues este forta-
leció el ánimo del soberano, y dirigiéndose a Eumeo dijo el prudente Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, seas tan querido al padre Zeus como lo eres de mí, pues, siendo
como soy, me has distinguido con tus bienes.» Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:

«Come, desdichado forastero, y alégrate con todo lo que tienes a tu alcance, que
dios te dará unas cosas y otras las dejará pasar, según le cumpla a su ánimo, pues
lo puede todo.» Así diciendo, ofreció las primicias a los dioses que han nacido para
siempre y, luego de libar, puso rojo vino en manos de Odiseo, el destructor de ciu-
dades, que se hallaba sentado junto a su porción.

También les repartió pan Mesaulio, a quien había adquirido el porquero mismo,
una vez que se hubo ausentado su soberano y se quedó solo, lejos de su dueña y del
anciano Laertes. Se lo había comprado a los tafios con su propio dinero.

Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante y, cuando hubieron arro-
jado de sí el deseo de comer y beber, les retiró Mesaulio el pan y se dispusieron a ir
al lecho, saciados de pan y carne.

Y llegó una noche desapacible, noche sin luna, que Zeus estuvo lloviendo toda ella,
pues soplaba un fuerte Céfiro que siempre trae lluvia. Entonces se dirigió Odiseo,
a ellos para poner a prueba al porquero, por ver si se quitaba el manto y se lo
entregaba o incitaba a uno de sus compañeros, ya que tanto se preocupaba de él:

«Escuchadme ahora, Eumeo y todos vosotros, compañeros; os voy a decir mi pala-


bra con una súplica, pues me ha impulsado el perturbador vino, el que hace cantar
y reír suavemente incluso al más prudente, el que induce a danzar y hace soltar
palabras que estarían mejor no dichas. Pero ya que he empezado a hablar, no voy
a ocultároslo. ¡Ojalá fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado como cuando
marchamos a poner una emboscada junto a Troya! Iban como jefes Odiseo y el
Atrida Menelao y junto a ellos mandaba yo como tercero, pues ellos me lo ordena-
ron. Cuando ya habíamos llegado a la empinada muralla de la ciudad nos apos-
tamos entre espesos espinos, en un cañaveral bajo nuestras armas y se nos vino una
noche desapacible, glacial, pues caía el Bóreas. Así que se nos vino de arriba una
nieve helada, como escarcha, y el hielo se condensaba en nuestros escudos. Todos
tenían mantos y túnicas y dormían apaciblemente cubriendo sus hombros con los

170
La Odisea

escudos, pero yo había dejado al marchar mi manto a unos compañeros por impre-
visión, pues no creía que iría a tener frío en absoluto; así que había partido solo con
mi escudo y una escarcela brillante. Cuando ya estaba terciada la noche y los astros
declinaban, me dirigí a Odiseo, que estaba a mi lado, tocándolo con mi codo —y
él enseguida prestó oídos “Laertiada de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ya no
me contaré más entre los vivos pues me está doblegando el temporal, que no tengo
manto. Un dios me ha engañado para que viniera con una sola túnica y ahora ya
no hay escape posible.”

«Así dije y él enseguida echó mano a esta treta —¡cómo era el hombre para de-
cidir y combatir!— y hablando en voz baja me dijo su palabra: “Calla, no te oiga
alguno de los aqueos.” Así diciendo se apoyó sobre el codo y levantando la cabeza
dijo su palabra: “Escuchadme, los míos: acaba de venirme un sueño divino mientas
dormía. Nos hemos alejado demasiado de las naves, que vaya alguien a decir al
Atrida Agamenón, pastor de su pueblo, si ordena que vengan más hombres desde
las naves.” Así dijo y enseguida se levantó Toante, hijo de Andremón, y dejando su
rojo manto echó a correr hacia las naves. Así que yo me acosté con alegría envuelto
en su manto y se mostró Eos de trono de oro.

¡Ojalá fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado, pues quizá alguno de los por-
queros me daría un manto en esta cuadra tanto por amor como por respeto a un
hombre valeroso!, que ahora me desprecian por tener mala ropa sobre mi cuerpo.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Anciano es una irreprochable historia la que has contado y no creo que hayas
dicho palabra inútil, fuera de lugar. Por eso no vas a carecer de vestido ni de cosa
alguna de la que está bien que tengan los desdichados suplicantes que nos salen al
encuentro; pero cuando amanezca sacudirás tus andrajos, pues no hay aquí mu-
chos mantos ni túnicas de recambio para cubrirse, que cada hombre tiene solo uno.
Mas cuando venga el querido hijo de Odiseo, él te dará un manto y una túnica y te
enviará a donde tu corazón lo empuje.»

Así diciendo, se levantó y le tendió un camastro cerca del fuego y le puso encima
pieles de ovejas y cabras.

Echóse allí Odiseo y sobre él arrojó Eumeo un manto grueso y grande que tenía de
repuesto para cuando se levantara terrible temporal.

Así que allí se acostó Odiseo, y los jóvenes a su lado. Pero al porquero no le gusta-
ba dormir lejos de la piara, por lo que se aprestó a salir —y Odiseo se alegró por
lo mucho que se cuidaba de su hacienda, aunque él estaba lejos. Primero se echó
a los fuertes hombros la aguda espada y luego se vistió un grueso manto que le
protegiera del viento; tomó la piel de un cabrón bien gordo y un agudo venablo
que le protegiera de perros y hombres; y se puso en camino, deseando dormir, hacia
el lugar donde dormían los machos, bajo una cóncava roca, al abrigo del Bóreas.

171
Homero

CANTO XV
Telémaco regresa a Ítaca
Entre tanto había marchado Palas Atenea hacia la extensa Lacedemonia para
sugerir el regreso al ilustre hijo del magnánimo Odiseo y ordenarle que regresara.

Y encontró a Telémaco y al brillante hijo de Néstor durmiendo en el pórtico del glo-


rioso Menelao, aunque en verdad solo al hijo de Néstor dominaba el dulce sueño,
que a Telémaco no lo sujetaba el blando sueño y en la noche inmortal agitaba en
su interior la angustia por su padre. Se acercó Atenea, la de ojos brillantes y le dijo:

«Telémaco, no está bien vagar más tiempo lejos de casa dejando allí tus bienes y a
hombres tan soberbios. ¡Cuidado, no vayan a repartirse y devorarlo todo mientras
tú haces un viaje baldío! Vamos, apremia a Menelao, de recia voz guerrera, para
que te despida, a fin de que encuentres a tu ilustre madre todavía en casa, que ya
su padre y hermanos andan empujándola a que se case con Eurímaco, pues este
aventaja a todos los pretendientes en regalarla y en aumentar su dote. Guárdate
de que no se lleve de casa, contra tu voluntad, algún bien. Pues ya sabes cómo
es el alma de una mujer: está dispuesta a acrecentar la casa de quien la despose
olvidando y despreocupándose de sus primeros hijos y de su esposo, una vez que
ha muerto.

«Conque ponte en camino y deja todo en manos de la esclava que te parezca la


mejor, hasta que los dioses te den una esposa ilustre.

«Te voy a decir algo más, ponlo en tu interior: los más nobles de los pretendientes
te han puesto emboscada en el paso entre Itaca y la escarpada Same, deliberada-
mente, pues desean matarte antes de que llegues a tu tierra patria. Pero no creo
que esto suceda antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que se
comen tu hacienda. Así que aleja de las islas tu bien construida nave y navega por
la noche, pues te enviará viento favorable aquel de los inmortales que te custodia
y protege. Tan pronto como hayas llegado a la ribera de Itaca, envía la nave y a
tus compañeros a la ciudad y tú marcha primero junto al porquero, el que vigila
los cerdos y te es fiel. Pasa allí la noche y envíale a la ciudad para que anuncie a la
prudente Penélope que estás a salvo y has llegado de Pilos.»

172
La Odisea

Hablando así marchó hacia el lejano Olimpo. Despertó Telémaco al hijo de Néstor
de su dulce sueño empujándole con el pie y le dijo su palabra:

«Despierta, Pisístrato, hijo de Néstor, unce al carro los caballos de una sola pezuña
a fin de apresurar nuestro viaje.»

Y le contestó Pisístrato, el hijo de Néstor:

«Telémaco, no es posible conducir en la oscura noche, aunque estemos ansiosos de


ponernos en camino. Pronto despuntará la aurora. Esperemos a que el héroe Atri-
da Menelao, ilustre por su lanza, nos traiga sus dones, los ponga en el carro y nos
despida con palabras amables; que un huésped se acuerda cada día del hombre
que te ha acogido si este le ha ofrecido su amistad.»

Así habló y al punto apareció Eos de trono de oro.

Y se les acercó Menelao, de recia voz guerrera, levantándose del lecho de junto a
Helena de lindas trenzas.

Cuando lo vio el hijo de Odiseo vistió apresuradamente sobre su cuerpo la brillante


túnica, echó sobre sus resplandecientes hombros un gran manto y se dirigió a la
puerta. Y colocándose a su lado le dijo el querido hijo de Odiseo:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, pastor de tu pueblo, despídeme ya a mi querida


patria, pues mi ánimo desea regresar.»

Y le contestó Menelao, de recia voz guerrera:

«Telémaco, no te detendré más tiempo si deseas volver, que también a mí me irrita


quien recibe a un huésped y te ama en exceso o en exceso te aborrece. Todo es
mejor si es moderado. La misma bajeza comete quien anima a su huésped a que
se vaya, cuando este no quiere hacerlo, que quien se lo impide cuando lo desea.
Hay que agasajar al huésped cuando está en tu casa, pero también despedirlo si lo
desea. Mas espera a que traiga mis hermosos dones y los ponga en el carro, dones
hermosos —lo verás con tus propios ojos—, y a que diga a las mujeres que preparen
en palacio un almuerzo de cuanto aquí abunda. Que es honor y gloria, al tiempo
que provecho, el que os marchéis por la tierra inmensa después de almorzar. Si
deseas volver por la Hélade y el centro de Argos, para que yo mismo te acompañe,
unciré mis caballos y te conduciré por las ciudades de los hombres. Nadie nos des-
pedirá con las manos vacías, sino que nos darán algo para llevarnos —un trípode
de buen bronce, un jarrón o dos mulos o una copa de oro.»

Y Telémaco le contestó con sensatez:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, quiero volver ya a mis


cosas, pues no he dejado al venir ningún vigilante de mis posesiones; no quiero que
por buscar a mi padre vaya a perderme yo, o que me desaparezca del palacio
algún tesoro de valor.»

173
Homero

Luego que le oyó Menelao, de recia voz guerrera, ordenó a su esposa y esclavas que
preparasen en palacio un almuerzo de cuanto allí abundaba. Acercósele después
Eteoneo, hijo de Boeto, tras levantarse de la cama —pues no habitaba lejos—, y
le ordenó Menelao, de recia voz guerrera, que encendiera fuego y asara carne. Y
aquel no desobedeció.

Menelao ascendió a su perfumado dormitorio, pero no solo, que junto a él mar-


chaban Helena y Megapentes. Cuando habían llegado a donde tenía sus tesoros el
Atrida Menelao, tomó una copa de doble asa y ordenó a su hijo Megapentes que
llevara una crátera de plata. Helena habíase detenido junto a sus areas donde
tenía peplos multicolores que ella misma había bordado. Tomó uno de estos y se
lo llevó Helena, divina entre las mujeres, el más hermoso por sus adornos y el más
grande —brillaba como una estrella y estaba encima de los demás.

Conque atravesaron el palacio hasta que llegaron junto a Telémaco. Y le dijo el


rubio Menelao:

«Telémaco, ¡ojalá Zeus, el tronador esposo de Hera, lo lleve a término el regreso tal
como tú tu pretendes! En cuanto a los dones..., te voy a entregar el más hermoso
y estimable de cuantos tesoros tengo en casa. Te voy a dar una crátera trabajada,
toda ella de plata, con los bordes fundidos con oro, obra de Hefesto —me la dio el
héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando su palacio me cobijó al regresar yo allí.
Esto quiero regalarte a ti.»

Hablando así, puso en sus manos la copa de doble asa el héroe Atrida; luego el
vigoroso Megapentes le acercó una crátera de plata. También se le acercó Helena,
de lindas mejillas, con el peplo en sus manos, le dijo su palabra y le llamó por su
nombre:

«También yo, hijo mío, te entrego este regalo, recuerdo de las manos de Helena,
para que se lo lleves a tu esposa en el momento de la deseada boda, y que per-
manezca junto a tu madre en palacio hasta entonces. Que llegues feliz a tu bien
edificada morada y a tu tierra patria.»

Así diciendo lo puso en sus manos y él lo recibió gozoso. Lo tomó después el héroe
Pisístrato y lo puso en la caja del carro, no sin admirarlo con toda su alma.

Después el rubio Menelao los condujo hasta el salón y ambos se sentaron en sillas y
sillones. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en
hermosa jarra de oro para que se lavaran y a su lado extendió una mesa pulimen-
tada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes
piezas escogidas favoreciéndoles entre los que estaban presentes. El hijo de Boeto
repartía la carne y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao escanciaba
el vino. Echaron ellos mano de los alimentos que tenían delante y, cuando habían
arrojado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco y el brillante hijo de Néstor
uncieron los caballos, subieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera
del pórtico y de la resonante galería. Y el rubio Menelao salió tras ellos llevando en

174
La Odisea

su mano derecha rojo vino en copa de oro, para que marcharan después de hacer
libación.

Se colocó delante de los caballos y dijo como despedida:

«¡Salud, muchachos!, y transmitid mis saludos a Néstor, pastor de su pueblo, pues


fue conmigo tierno como un padre mientras los hijos de los aqueos combatíamos
en Troya.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Vástago de Zeus, de verdad que al llegar comunicaremos a aquel todo, según


nos lo has dicho. ¡Ojalá al volver yo a Itaca encontrara a Odiseo en casa y pudiera
decirle que vengo de junto a ti y he ganado toda tu amistad!, pues llevo regalos
hermosos y buenos.»

Mientras así hablaba le voló un pájaro por la derecha, un halcón que llevaba entre
sus garras a un enorme ganso blanco, doméstico, de algún corral —pues le seguían
gritando hombres y mujeres—; y el halcón se acercó a aquellos y se lanzó por la
derecha, frente a los caballos. Al verlo se llenaron de contento y alegróseles a todos
el ánimo.

Y entre ellos comenzó a hablar Pisístrato, el hijo de Néstor:

«Piensa, Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, si es para nosotros o para


ti para quien ha mostrado el dios este presagio.»

Así dijo, y Menelao, amado de Ares, se puso a cavilar para poder contestarle opor-
tunamente después de pensarlo. Pero Helena, de largo peplo, tomándole delante-
ra dijo su palabra:

«Escuchadme, voy a hacer una predicción tal como los inmortales me lo están po-
niendo en el pecho y como creo que se va a cumplir. Del mismo modo que este
halcón ha venido del monte y arrebatado al ganso mientras se alimentaba en la
casa donde está su progenie y sus padres, así Odiseo, después de mucho sufrir y
mucho vagar, llegará a casa y los hará pagar, o quizá ya está en casa sembrando
la muerte para todos los pretendientes.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«¡Ojalá lo disponga así Zeus, el tronante esposo de Hera! En este caso te invocaría
también allí como a una diosa.»

Así dijo y sacudió con el látigo a los caballos. Y estos se lanzaron velozmente hacia
la llanura precipitándose por la ciudad.

Y arrastraron el yugo por ambos lados durante todo el día. Se puso el sol y todos
los caminos se llenaron de sombra cuando llegaron a Feras, a casa de Diocles, hijo

175
Homero

de Ortíloco, a quien Alfeo engendró. Allí pasaron la noche y este les entregó dones
de hospitalidad.

Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, uncieron sus
caballos y ascendieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera del pórtico
y de la resonante galería. Restalló el látigo para que partieran y los caballos se
lanzaron muy a gusto. Por fin llegaron a la elevada ciudad de Pilos y Telémaco se
dirigió al hijo de Néstor:

«Hijo de Néstor, ¿podrías cumplir mi palabra si me haces una promesa?, ya que


nos preciamos de tener viejos lazos de hospitalidad por el amor de nuestros padres,
además de ser de la misma edad, y este viaje nos habrá de unir más. No me lleves
más allá de la nave, déjame aquí mismo, no sea que el anciano me retenga contra
mi voluntad en su palacio agasajarme. Y tengo que llegar pronto.»

Así habló y el hijo de Néstor deliberó en su interior cómo cumpliría su palabra, como
le correspondía. Mientras así pensaba, parecióle mejor volver sus caballos hacia la
rápida nave y la ribera del mar. Así que puso en la popa los hermosísimos dones,
vestidos y oro, que Menelao le había dado y apremiándole decía aladas palabras:

«Embarca enseguida y ordénaselo a tus compañeros antes que llegue yo a casa y


se lo anuncie al anciano; tal como tiene de irritable el ánimo no lo dejará ir, antes
bien vendrá él en persona a buscarte y te aseguro que no volvería de baldío, y se
irritaría sobremanera.»

Así hablando torció sus caballos de hermosas crines hacia la ciudad de los Pilios y
arribó enseguida a casa.

Entretanto, Telémaco apremiaba a sus compañeros con estas órdenes:

«Poned en orden los aparejos, compañeros, en la negra nave, y embarquemos


para acelerar el viaje.»

Así habló y ellos lo escucharon y obedecieron. Conque embarcaron y se sentaron


sobre los bancos.

Ocupábase él en esto, así como en orar y hacer sacrificio a Atenea junto a la proa,
cuando se le acercó un forastero, uno que había huido de Argos por haber dado
muerte a alguien, un adivino. Por linaje era descendiente de Melampo, quien en otro
tiempo vivió en Pilos, criadora de ganados, habitando con extrema prosperidad un
palacio entre los pilios. Luego marchó a otras tierras huyendo de su patria y del mag-
nánimo Neleo, el más noble de los vivientes, quien le retuvo por la fuerza muchos
bienes durante un año completo. Todo este tiempo estuvo en el palacio de Fílaco
encadenado con dolorosas ligaduras, padeciendo grandes sufrimientos por causa de
la hija de Neleo y la pesada ceguera que puso en su mente Erinis, la diosa horrenda.

Pero consiguió escapar de la muerte y terminó llevándose a Pilos, desde Filace, sus
mugidores bueyes. Así que castigó al divino Neleo por su acción indigna y llevó a

176
La Odisea

casa mujer para su hermano. Y marchó luego a otras tierras, a Argos, criadora de
caballos, pues su destino era que habitara allí reinando sobre numerosos argivos.
Allí tomó mujer y construyó un palacio de elevado techo. Y engendró a Antifates y
Mantio, robustos hijos. Antifates engendró al magnánimo Oicleo, y Oicleo a su vez a
Anfiarao, salvador de su pueblo, a quien amó de corazón Zeus, portador de égida y
Apolo dispensó numerosas pruebas de amistad. Pero no llegó al umbral de la vejez,
sino que pereció en Tebas por la traición de una mujer. Y sus hijos fueron Alcmeón y
Anfíloco. Mantio, por su parte, engendró a Polífides y a Clito. Pero, ¡ay!, que a Clito
se lo llevó Eos, de hermoso trono, por ser tan bello, así que Apolo hizo adivino al
magnánimo Polífides, el mejor de los hombres, una vez que hubo muerto Anfiarao.
Pero, irritado con su padre, emigró a Hiperesia y, poniendo allí su morada, profeti-
zaba para todos los hombres.

De este era hijo el que se acercó entonces a Telémaco y su nombre era Teoclímeno.
Lo encontró haciendo libación y súplicas sobre la rápida, negra nave, y le dirigió
aladas palabras:

«Amigo, ya que te encuentro sacrificando en este lugar, te ruego por las ofrendas
y el dios, e incluso por tu propia cabeza y la de los compañeros que te siguen, me
digas la verdad y nada ocultes a mis preguntas: ¿de dónde eres?

¿Dónde se encuentran tu ciudad y tus padres?» Y Telémaco le contestó discreta-


mente:

«En verdad, forastero, te voy a hablar sinceramente. De origen soy itacense y mi


padre es Odiseo —si es que alguna vez ha existido; ahora, desde luego, ha perecido
con triste muerte. Por esto he tomado compañeros y una negra nave para pregun-
tar por mi padre, largo tiempo ausente.»

Y Teoclímeno, semejante a los dioses, le dijo a su vez:

«Así estoy también yo, huido de mi patria por matar a un hombre de mi propia
tribu. Muchos son mis hermanos y parientes en Argos, criadora de caballos, y mucho
es su poder sobre los aqueos. Por evitar la muerte y la negra Ker ando huyendo de
estos, que mi destino es vagar entre los hombres. Conque admíteme en tu nave,
ya que he llegado a ti como suplicante; cuidado no me maten, pues creo que me
andan persiguiendo.»

Y Telémaco a su vez le contestó discretamente:

«No, no te rechazaré de mi equilibrada nave si tanto lo deseas. Conque sígueme, te


agasajaremos con lo que tengamos.»

Así hablando, tomó de sus manos la lanza de bronce y la tendió sobre la cubierta
de la curvada nave, y también él ascendió a la nave surcadora del ponto. Luego
que se hubo sentado en la proa, puso a Teoclímeno a su lado y soltaron amarras.
Telémaco ordenó a sus compañeros que se aplicaran a los aparejos y estos le obe-
decieron con prontitud. Así que levantaron el mástil de abeto y lo encajaron en

177
La Odisea

el hueco travesaño, lo amarraron con cables y extendieron las blancas velas con
correas bien trenzadas de piel de buey. Y la de ojos brillantes, Atenea, les envió un
viento favorable, que se abalanzó impetuoso por el éter, para que la nave recorrie-
ra rápidamente en su carrera la salada agua del mar.

Pasaron bordeando Crunos y el río Calcis, de hermosa corriente. Se puso el sol y


todos los caminos se llenaron de sombra, y la nave dio proa a Feas impulsada por el
viento favorable de Zeus y pasó junto a la divina Elide, donde dominan los epeos.
Desde allí enfiló Telémaco hacia las Islas Puntiagudas cavilando si conseguiría esca-
par o sería sorprendido.

Entre tanto, Odiseo y el divino porquero se daban a comer en la cabaña y junto


a ellos comían otros hombres. Cuando habían echado de sí el deseo de comer y
beber, se dirigió a ellos Odiseo tratando de probar si el porquero aún le seguiría
agasajando gentilmente y le ordenaba quedarse en la majada o si le despachaba
a la ciudad:

«Escúchame, Eumeo, y también vosotros, todos sus compañeros. Al amanecer de-


seo ponerme en camino hasta la ciudad para mendigar. No quiero ser ya un peso
para ti y los compañeros. Pero dame indicaciones y un buen compañero que me
guíe, que me lleve hasta allí. En la ciudad vagaré por mi cuenta, por si alguien me
larga un vaso de vino y un mendrugo. También me presentaré en el palacio del
divino Odiseo para dar noticias a la prudente Penélope y quizás me acerque a los
soberbios pretendientes por si me dan de comer, que tienen alimentos en abundan-
cia. Con diligencia haría yo cuanto quisieran, porque te voy a decir una cosa —y tú
ponla en tu mente y escúchame—: por la gracia de Hermes, el mensajero, el que
da gracia y honor a las obras de los hombres, ningún hombre podría competir con-
migo en habilidad para remejer el fuego y quemar leña seca, para trinchar, asar y
escanciar; en fin, para cuanto los plebeyos sirven a los nobles.»

Y tú, porquero Eumeo, le dijiste irritado:

«Ay, forastero, ¿por qué te ha venido a la mente ese proyecto? Lo que tú deseas en
verdad es morir allí si pretendes mezclarte con el grupo de los pretendientes, cuya
soberbia y violencia han llegado al férreo cielo. No son como tú los que sirven a
aquellos; son jóvenes bien vestidos de manto y túnica, siempre brillantes de cabeza
y rostro quienes les sirven. Y las bien pulimentadas mesas están repletas de pan y
carne y de vino. Conque quédate aquí. Nadie te va a molestar mientras estés con-
migo, ni yo ni los compañeros que tengo. Y cuando llegue el querido hijo de Odiseo
te vestirá de manto y túnica y te despedirá a donde tu corazón te empuje.»

Y le contestó a continuación el sufridor, el divino Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, llegues a ser tan amado del padre Zeus como tú eres de mí por li-
brarme del vagabundeo y de la miseria! Que no hay nada peor para el hombre que
ser vagabundo; por culpa del maldito estómago sufren pesares los hombres a quienes
les llega el vagar, la desgracia y el dolor. Pero ya que me retienes y aconsejas que

179
Homero

aguarde a aquel, háblame de la madre del divino Odiseo y de su padre, a quien


aquel abandonó cuando se acercaba al umbral de la vejez; dime si viven aún bajo
los rayos del sol o ya han muerto y están en la morada de Hades.»

Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«En verdad, huésped, te voy a hablar con toda sinceridad. Laertes vive todavía,
aunque todos los días le pide a Zeus morir en su palacio, pues se lamenta terrible-
mente por su ausente hijo y por su prudente esposa que le dejó afligido al morir y
le puso en la más cruel vejez. Ella murió de dolor por su ilustre hijo, de muerte cruel
—¡que nadie muera así de quienes viviendo aquí conmigo me son amigos y obran
como amigos! Mientras ella vivió, aunque entre dolores, me agradaba hablarle
y preguntarle, ya que ella me había criado junto con Ctimena de luengo peplo,
ilustre hija suya, a quien parió la última de sus hijos. Junto con esta me crié y poco
menos que a esta me quería su madre. Pero cuando llegamos ambos a la amable
juventud, entregaron a Ctimena como esposa a alguien de Same, recibiendo una
buena dote, y a mí me vistió de hermosos túnica y manto y, dándome calzado para
mis pies, me envió al campo. Y me amaba de corazón. Ahora echo en falta todo
aquello, pero con todo, los dioses felices están haciendo prosperar la labor de la
que me ocupo. De aquí como y bebo a incluso doy a los necesitados, pero no me es
dado oír las palabras ni las obras de mi dueña desde que ha caído sobre el palacio
esa peste de hombres soberbios. Y eso que los siervos necesitamos mucho hablar con
la dueña y conocer todas las órdenes y comer y beber e, incluso, llevarnos algo al
campo; cosas, en fin, que alegran siempre el corazón de los siervos.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ay, ay!, así que ya de pequeño, porquero Eumeo, anduviste errante lejos de tu
patria y de tus padres. Vamos, dime —y cuéntame con verdad— si fue devastada la
ciudad de amplias calles en que habitaban tu padre y tu venerable madre, o si te
capturaron hombres enemigos cuando te hallabas solo junto a tus ovejas o bueyes
y te trajeron en sus naves a venderte en casa de este hombre, quien seguro que
entregó un precio digno de ti.»

Y a su vez le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«Forastero, ya que me preguntas esto e inquieres, escucha en silencio, goza y recués-


tate a beber vino. Interminables son estas noches: hay para dormir y para escuchar
complacido. No tienes por qué acostarte antes de tiempo, que el mucho dormir es
dañino. De los demás, si a alguien le impulsa el corazón, que salga a acostarse y
al despuntar la aurora desayúnese y conduzca los cerdos del dueño. Pero nosotros
gocemos con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos
en mi cabaña, que también un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho
sufrido y mucho trajinado. Así que te voy a contar lo que me preguntas.»

«Hay una isla llamada Siría —no sé si la conoces de oídas— por cima de Ortigia,
donde el sol da la vuelta; no es excesivamente populosa, pero es buena, cría buenos

180
La Odisea

pastos y buenos animales, abunda en vino y en trigo. La pobreza jamás se acerca


al pueblo y las odiosas enfermedades tampoco rondan a los mortales. Solo cuando
envejecen sus habitantes en la ciudad se acerca Apolo, el del arco de plata, junto
con Artemis, y los matan acechándolos con sus suaves dardos. Allí hay dos ciudades
y todo está repartido entre ellas. Sobre las dos reinaba mi padre, Ktesio Ormenida,
semejante a los inmortales.

«Conque un día llegaron allí unos fenicios, célebres por sus naves, unos lañas, lle-
vando en su negra nave muchas maravillas. Mi padre tenía en palacio una mujer
fenicia, hermosa y grande, conocedora de labores brillantes. Entonces los muy tai-
mados fenicios la sedujeron. Cuando estaba lavando, un fenicio se unió con ella en
amor y lecho junto a la cóncava nave, cosa que trastorna la mente de las hembras,
incluso de la que es laboriosa. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y
ella le habló enseguida del palacio de elevado techo de su padre: “Me precio de ser
de Sidón, abundante en bronce, y soy hija del poderoso y rico Arybante, pero me
raptaron unos piratas de Tafos cuando volvía del campo y me trajeron a casa de
este hombre para venderme, y él pagó un precio digno de mí.”

«Y le contestó el hombre que se había unido a hurtadillas con ella: “Bien podrías
volver con nosotros a casa para que puedas ver el palacio de elevado techo de tu
padre y madre y a ellos mismos, que todavía viven y se los llama ricos.” Y la mujer
se dirigió a él y le contestó con su palabra: “Bien podría ser así, marineros, pero solo
si me queréis asegurar con juramento que me llevaréis intacta a casa.” Así dijo y
todos juraron como ella les pidió.»

«Conque cuando habían concluido su juramento, de nuevo les dijo y contestó con su
palabra: “Chitón ahora, que ninguno de vuestros compañeros me dirija la palabra
si me encuentra en la calle o junto a la fuente, no sea que alguien vaya a casa y se
lo cuente al viejo y este lo barrunte y me sujete con dolorosas ligaduras y a vosotros
os prepare la muerte. Así que retened mis palabras en vuestra mente y apresu-
rad la compra de lo necesario para el viaje. Y cuando la nave se encuentre llena
de alimentos, que alguien venga al palacio con rapidez para comunicármelo. Os
traeré oro, cuanto halle a mano, y estoy dispuesta a daros otras cosas como pasaje:
en efecto, yo cuido en palacio del hijo de este hombre, un crío ya muy despierto,
pues corretea conmigo hasta la puerta. Podría llevármelo a la nave y os produciría
un buen precio si vais a venderlo a cualquier parte en el extranjero.” Así diciendo,
marchó al hermoso palacio.»

«Los fenicios permanecieron todo el año con nosotros y llenaron su negra nave
con bienes mercados. Y cuando su cóncava nave ya estaba cargada para volver,
enviaron un mensajero a la mujer para que les diera el recado. Llegó al palacio de
mi padre un hombre muy astuto con un collar de oro engastado con electro. Las
esclavas del palacio y mi venerable madre lo palpaban con sus manos y lo contem-
plaban con sus ojos, prometiendo un buen precio. Y él hizo una seña a la mujer sin
decir palabra y luego marchó a la cóncava nave. Ella me tomó de la mano y me
sacó fuera. Encontró en el pórtico copas y mesas de unos convidados que frecuen-
taban la casa de mi padre. Habíanse marchado estos a la asamblea y al lugar de

181
Homero

reunión del pueblo, así que escondió tres copas en su regazo y se las llevó y yo en mi
inocencia la seguía. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra, cuando,
marchando a buen paso, llegamos al ilustre puerto donde estaba la veloz nave de
los fenicios.

«Embarcaron haciéndonos subir a los dos y navegaban los húmedos caminos. Y


Zeus envió viento favorable.»

«Durante seis días navegamos sin parar, día y noche, y cuando el Cronida Zeus nos
trajo el séptimo día, Artemis Flechadora alcanzó a la mujer y esta se desplomó con
ruido sobre la sentina como una gaviota del mar. Así que la arrojaron por la borda
para que fuera pasto de focas y peces y yo quedé solo acongojado en mi corazón.»

«El viento que los llevaba y el agua los impulsaron a Itaca, donde Laertes me com-
pró con su dinero. Así es como llegué a ver con mis ojos esta tierra.»

Y Odiseo, de linaje divino, le contestó con su palabra:

«Eumeo, mucho en verdad has conmovido mi corazón dentro del pecho al contar
detalladamente cuánto has sufrido, pero también Zeus te ha puesto un bien al
lado de un mal, ya que llegaste —sufriendo mucho— al palacio de un hombre
bueno que te proporciona gentilmente comida y bebida, y llevas una existencia
agradable.

«En cambio, yo he llegado aquí después de recorrer sin rumbo muchas ciudades de
mortales.»

Esto es lo que se contaban mutuamente y se echaron a dormir, pero no mucho


tiempo, un poquito solo, porque enseguida se presentó Eos, de trono de oro.

En esto los compañeros de Telémaco, ya en tierra, desataron las velas, quitaron el


mástil rápidamente y se dirigieron luego remando hacia el fondeadero. Arrojaron
el ancla y amarraron el cable; luego desembarcaron sobre la ribera del mar, se pre-
pararon el almuerzo y mezclaron rojo vino. Y cuando habían echado de sí el deseo
de comer y beber, comenzó Telémaco a hablarles con discreción:

«Llevad vosotros la negra nave a la ciudad, que yo voy a inspeccionar los campos
y los pastores. Por la tarde bajaré a la ciudad después de ver mis labores. Y al
amanecer os voy a ofrecer un buen banquete de carnes y agradable vino como
recompensa por el viaje.»

Y Teoclímeno, semejante a los dioses, se dirigió a él:

«¿Adónde iré yo, hijo mío? ¿A qué palacio voy a ir de los que dominan en la pe-
dregosa Itaca? ¿Acaso marcharé directamente a tu palacio y al de tu madre?» Y
Telémaco le contestó discretamente:

«En otras circunstancias te pediría que fueras a nuestro palacio —y no echarías en


falta dones de hospitalidad—, pero será peor para ti, pues yo voy a estar ausente y

182
La Odisea

mi madre no podrá verte, que no se deja ver a menudo en la casa ante los preten-
dientes, sino que trabaja su telar lejos de estos en el piso de arriba. Así que te diré
de un hombre a cuya casa podrías ir: Eurímaco, hijo brillante del prudente Pólibo,
a quien los itacenses miran como a un dios, pues es con mucho el más excelente y
quien más ambiciona casar con mi madre y conseguir la dignidad de Odiseo. Pero
solo Zeus Olímpico, el que habita en el éter, sabe si les va a proporcionar antes de
las nupcias el día de la destrucción.»

Cuando así hablaba le sobrevoló un pájaro por la derecha, un halcón, veloz men-
sajero de Apolo. Desplumaba entre sus patas una paloma y las plumas cayeron a
tierra entre la nave y el mismo Telémaco.

Conque Teoclímeno, llamándolo aparte, lejos de sus compañeros, le tomó de la


mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«Telémaco, este pájaro te ha volado por la derecha no sin la voluntad del dios, pues
al verlo de frente me he percatado que era un ave agüeral. Así que no existe otra
estirpe más regia que la vuestra en el pueblo de Itaca. Siempre seréis dominado-
res.»

Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:

«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esa palabra! Pronto sabrías de mi afecto y mis mu-
chos dones, de forma que cualquiera que te encontrara te llamaría dichoso.»

Dijo, y se dirigió a Pireo, fiel compañero:

«Pireo Clitida, tú eres quien más me has obedecido de estos compañeros en lo de-
más; lleva también ahora al forastero a tu casa y agasájale gentilmente y respétalo
hasta que yo llegue.»

Y Pireo, famoso por su lanza, le contestó:

«Telémaco, aunque te quedes aquí mucho tiempo yo me llevaré a este y no echará


en falta dones de hospitalidad.»

Así diciendo, subió a la nave y apremió a los compañeros para que embarcaran
también ellos y soltaran amarras. Conque subieron y se sentaron sobre los bancos.
Telémaco ató bajo sus pies hermosas sandalias y tomó su ilustre lanza, aguzada con
agudo bronce, de la cubierta del navío. Los compañeros soltaron amarras y echan-
do la nave al mar enfilaron hacia la ciudad como se lo había ordenado Telémaco,
el querido hijo del divino Odiseo.

Y sus pies lo llevaban veloz, dando grandes zancadas, hasta que llegó a la majada
donde tenía las innumerables cerdas, con las que pasaba la noche el porquero, que
era noble, que conocía la bondad hacia sus dueños.

183
Homero

CANTO XVI
Telémaco reconoce a Odiseo
En esto Odiseo y el divino porquero se preparaban el desayuno al despuntar la
aurora dentro de la cabaña, encendiendo fuego — habían despedido a los pastores
junto con las manadas de cerdos. Cuando se acercaba Telémaco, no ladraron los
perros de incesantes ladridos, sino que meneaban la cola.

Percatóse el divino Odiseo de que los perros meneaban la cola, le vino un ruido de
pasos y enseguida dijo a Eumeo aladas palabras:

«Eumeo, sin duda se acerca un compañero o conocido, pues los perros no ladran,
sino que menean la cola. Y oigo ruido de pasos.»

No había acabado de decir toda su palabra, cuando su querido hijo puso pie en el
umbral. Levantóse sorprendido el porquero y de sus manos cayeron los cuencos con
los que se ocupaba de mezclar rojo vino. Salió al encuentro de su señor y besó su
rostro, sus dos hermosos ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un
padre acoge con amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez años,
a su único hijo amado por quien sufriera indecibles pesares, así el divino porquero
besó a Telémaco, semejante a los inmortales, abrazando todo su cuerpo como si
hubiera escapado de la muerte. Y, entre lamentos, decía aladas palabras:

«Has venido, Telémaco, como dulce luz. Creía que ya no volvería a verte más cuan-
do marchaste a Pilos con tu nave. Vamos, entra, hijo mío, para que goce mi corazón
contemplándote recién llegado de otras tierras. Que no vienes a menudo al campo
ni junto a los pastores, sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo
contemplar el odioso grupo de los pretendientes.»

Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:

«Así se hará, abuelo, que yo he venido aquí por ti, para verte con mis ojos y oír de
tus labios si mi madre está todavía en palacio o ya la ha desposado algún hombre;
que la cama de Odiseo está llena de telarañas por falta de quien se acueste en
ella.»

Y se dirigió a él el porquero, caudillo de hombres:

184
La Odisea

«¡Claro que permanece ella en tu palacio con ánimo paciente! Las noches se le
consumen entre dolores y los días entre lágrimas.»

Así diciendo, tomó de sus manos la lanza de bronce.

Entonces Telémaco se puso en camino y traspasó el umbral de piedra, y cuando


entraba, su padre le cedió el asiento.

Pero Telémaco le contuvo y dijo:

«Siéntate, forastero, que ya encontraremos asiento en otra parte de nuestra maja-


da. Aquí está el hombre que nos lo proporcionará.»

Así diciendo, volvió a sentarse. El porquero le extendió ramas verdes y por encima
unas pieles, donde fue a sentarse el querido hijo de Odiseo. También les acercó el
porquero fuentes de carne asada que habían dejado de la comida del día anterior,
amontonó rápidamente pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y
luego fue a sentarse frente al divino Odiseo.

Conque echaron mano de los alimentos que tenían delante y cuando habían arro-
jado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco se dirigió al divino porquero:

«Abuelo, ¿de dónde ha llegado este forastero? ¿Cómo le han traído hasta Itaca los
marineros? ¿Quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que haya llegado a pie
hasta aquí.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«En verdad, hijo, te voy a contar toda la verdad. De origen se precia de ser de la
vasta Creta y asegura que ha recorrido errante muchas ciudades de mortales. Que
así se lo ha hilado el destino. Ahora ha llegado a mi majada huyendo de la nave
de unos tesprotos y yo te lo encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu
suplicante.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Eumeo, en verdad has dicho una palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi
casa a este huésped? En cuanto a mí, soy joven y no confío en mis brazos para re-
chazar a un hombre si alguien lo maltrata. Y en cuanto a mi madre, su ánimo anda
cavilando en su interior si permanecerá junto a mí y cuidará de su casa por ver-
güenza del lecho de su esposo y de las habladurías del pueblo, o si se marchará ya
en pos del más excelente de los aqueos que la pretenda y le ofrezca más riquezas.

«Pero ya que ha llegado a tu casa, vestiré al forastero con manto y túnica, hermosos
vestidos, y le daré afilada espada y sandalias para sus pies y le enviaré a donde su
ánimo y su corazón lo empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él,
que yo enviaré ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a ti ni a tus
compañeros. Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde están los pretendientes — pues

185
Homero

tienen una insolencia en exceso insensata—, no sea que le ultrajen y a mí me cause


una pena terrible; es difícil que un hombre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está
entre muchos, pues estos son, en verdad, más poderosos.»

Y le dijo el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigo —puesto que me es permitido contestarte—, mucho se me ha desgarra-


do el corazón al escuchar de vuestros labios cuántas obras insolentes realizan los
pretendientes en el palacio contra tu voluntad, siendo como eres. Dime si te dejas
dominar de buen grado o es que te odia la gente del pueblo, siguiendo una inspi-
ración de la divinidad, o si tienes algo que reprochar a tus hermanos, en los que un
hombre suele confiar cuando surge una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera
yo así de joven —con los impulsos que siento— o fuera hijo del irreprochable Odiseo
u Odiseo en persona que vuelve después de andar errante! —pues aún hay una
parte de esperanza—. ¡Que me corte la cabeza un extranjero si no me convertía
en azote de todos ellos, presentándome en el megaron de Odiseo Laertíada! Pero
si me dominaran por su número, solo como estoy, preferiría morir en mi palacio
asesinado antes que ver continuamente estas acciones vergonzosas: maltratar a fo-
rasteros y arrastrar por el palacio a las esclavas, sacar vino continuamente y comer
el pan sin motivo, en vano, para un acto que no va a tener cumplimiento».

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Forastero, te voy a hablar sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque


me odie, ni tengo nada que reprochar a mis hermanos, en los que un hombre suele
confiar cuando surge una disputa, por grande que sea. Que el Cronida siempre dio
hijos únicos a nuestra familia: Arcisío engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo
engendró único su padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme solo a mí, me
dejó en el palacio sin poder disfrutarme.

«Ello es que cuantos nobles dominan en las islas, Duliquio, Same y la Boscosa Zante,
y cuantos mandan en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi ha-
cienda. Ella no se niega a este odioso matrimonio ni es capaz de poner un término,
así que los pretendientes consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso
conmigo mismo. Pero en verdad esto está en las rodillas de los dioses.»

«Abuelo, tú marcha rápido y di a la prudente Penélope que estoy a salvo y he


llegado de Pilos. Entre tanto, yo permaneceré aquí y tú vuelve después de darle a
ella sola la noticia; que no se entere ninguno de los demás aqueos, pues son muchos
los que maquinan la muerte contra mí.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo ordenas a quien lo comprende. Pero, vamos, vamos,
dime —y contéstame con verdad— si hago el mismo camino para anunciárselo al
desdichado Laertes, quien mientras tanto ha estado vigilando entre lamentos la
labor de Odiseo y comía y bebía con los esclavos cuando su ánimo le empujaba a

186
La Odisea

ello. En cambio, ahora desde que tú marchaste a Pilos con la nave, dicen que ya
ni come ni bebe ni vigila la labor, sino que permanece sentado entre llantos y se le
seca la piel pegada a los huesos.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Es triste, pero lo dejaremos aunque nos duela, que si todo dependiera de los mor-
tales, primero elegiríamos el día del regreso del padre. Conque marcha con la no-
ticia y no andes por los campos en busca de Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre
que envíe a escondidas a la despensera y pronto, pues esta se lo puede comunicar
al anciano.»

Así dijo y apremió al porquero. Tomó este las sandalias y atándolas a sus pies se
dirigió hacia la ciudad. No se le ocultó a Atenea que el porquero Eumeo había
salido de la majada y se acercó allí asemejándose a una mujer hermosa y grande,
conocedora de labores brillantes.

Se detuvo a la puerta de la cabaña y se le apareció a Odiseo.

Telémaco no la vio ni se percató —pues los dioses no se hacen visibles a todos los
mortales—, pero la vieron Odiseo y los perros, aunque no ladraron, sino que huye-
ron espantados entre gruñidos a otra parte de la majada.

Atenea hizo señas con sus cejas, diose cuenta el divino Odiseo y salió de la habita-
ción junto a la larga pared del patio. Se puso cerca de ella y Atenea le dijo:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides; manifiesta ya tu palabra


a tu hijo y no se la ocultes más, a fin de que preparéis la muerte y Ker para los pre-
tendientes y marchéis a la ínclita ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo lejos de
ellos, pues estoy ansiosa de luchar.»

Así dijo Atenea y lo tocó con su varita de oro. Primero puso en su cuerpo un manto
bien limpio y una túnica, y aumentó su estatura y juventud. Luego volvió a tor-
narse moreno, sus mandíbulas se extendieron y de su mentón nació negra barba.
Cuando hubo realizado esto, marchó Atenea y Odiseo se encaminó a la cabaña. Su
hijo se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado no fuera un dios, y hablándole
dijo aladas palabras:

«Forastero, ahora me pareces distinto de antes; tienes otros vestidos y tu piel no es


la misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto Olimpo. Sé benevolen-
te para que te entregue en agradecimiento objetos sagrados y dones de oro bien
trabajado. Cuídate de nosotros.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«No soy un dios —¿por qué me comparas con los inmortales?— sino tu padre por
quien sufres dolores sin cuento soportando entre lamentos las acciones violentas de
esos hombres.»

187
Homero

Así hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues
antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.

Y Telémaco —aún no podía creer que era su padre—, le dijo de nuevo contestán-
dole:

«Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un demón que me hechiza para que me lamente
con más dolores todavía, pues un hombre no sería capaz con su propia mente de
maquinar esto si un dios en persona no viene y le hate a su gusto y fácilmente joven
o viejo. Que tú hace poco eras viejo y vestías ropas desastrosas, en cambio ahora
pareces un dios de los que poseen el vasto cielo.»

Y contestándole dijo Odiseo rico en ardides:

«Telémaco, no está bien que no te admires mucho ni te alegres de que tu padre esté
en casa. Ningún otro Odiseo te vendrá ya aquí, sino este que soy yo, tal cual soy,
sufridor de males, muy asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En
verdad esto es obra de Atenea la Rapaz que me convierte en el hombre que ella
quiere —pues puede—: unas veces semejante a un mendigo y otras a un hombre
joven vestido de hermosas ropas, que es fácil para los dioses que poseen el vasto
cielo exaltar a un mortal o arruinarlo.»

Así hablando se sentó, y Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba derramando


lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y lloraban agudamente, con más
intensidad que los pájaros —pigargos o águilas de curvadas garras—, a quienes los
campesinos han arrebatado las crías antes de que puedan volar. Así derramaban
ellos bajo sus párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera puesto el sol mien-
tras sollozaban, si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida a su padre:

«Padre mío, ¿en qué nave te han traído a Itaca los marineros?, ¿quiénes se precia-
ban de ser?, pues no creo que hayas llegado aquí a pie.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Desde luego, hijo, te voy a decir la verdad. Me han traído los feacios, célebres por
sus naves, quienes escoltan también a otros hombres que llegan hasta ellos. Me han
traído dormido sobre el ponto en rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin
entregarme brillantes regalos —bronce, oro en abundancia y ropa tejida—. Todo
está en una gruta por la voluntad de los dioses. Así que por fin he llegado aquí por
consejo de Atenea, para que decidamos sobre la muerte de mis enemigos. Conque,
vamos, enumérame a los pretendientes para que yo vea cuántos y quiénes son, que
después de reflexionar en mi irreprochable ánimo te diré si podemos enfrentarnos
a ellos nosotros dos sin ayuda, o buscamos a otros.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Padre, siempre he oído la fama que tienes de ser buen luchador con las manos
y prudente en tus resoluciones, pero has dicho algo excesivamente grande —¡me

188
La Odisea

atenaza la admiración!—, pues no sería posible que dos hombres lucharan contra
muchos y aguerridos.

»Respecto a los pretendientes no son una decena ni solo dos, sino muchas más.
Enseguida sabrás su número: de Duliquio son cincuenta y dos jóvenes selectos —y le
siguen seis escuderos—; de Same proceden veinticuatro hombres, de Zante veinte
hijos de aqueos y de Itaca misma doce, todos excelentes, con quienes están el heral-
do Medonte, el divino aedo y dos siervos conocedores de los servicios del banquete.
Si nos enfrentáramos a todos ellos mientras están dentro, temo que no podrías cas-
tigar —aunque hayas vuelto— sus violencias en forma amarga y terrible.

»Pero si puedes pensar en alguien que nos defienda, dímelo, alguien que con áni-
mo amigo nos sirva de ayuda.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Te lo diré; ponlo en tu pecho y escúchame. Piensa si Atenea —en unión del padre
Zeus— nos pueden defender o tengo que pensar en otro aliado.»

Y Telémaco le contestó discretamente: «Excelentes en verdad son los dos aliados de


que me hablas, pues se apuestan arriba, entre las nubes, y ambos dominan a los
hombres y a los dioses inmortales.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Sí, en verdad no estarán mucho tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la fuerza
de Ares juzgue en mi palacio entre los pretendientes y nosotros. Pero tú marcha a
casa al despuntar la aurora y reúnete con los soberbios pretendientes, que a mí me
conducirá después el porquero bajo el aspecto de un mendigo miserable y viejo.

«Si me deshonran en el palacio, que tu corazón soporte el que yo reciba malos


tratos, aunque me arrastren por los pies hasta la puerta o incluso me arrojen sus
dardos. Tú mira y aguanta, pero ordénales, eso sí, que repriman sus insensateces
dirigiéndote a ellos con palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a
su lado el día de su destino. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tus mien-
tes: cuando Atenea, de muchos pensamientos, lo ponga en mi interior, te haré señas
con la cabeza; tú entonces calcula cuántas arenas guerreras hay en el mégaron y
sube a depositarlas en lo más profundo de la habitación del piso de arriba. Cuando
te pregunten los pretendientes ansiosamente, contéstales con suaves palabras: “Las
he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó
a Troya, que están manchadas hasta donde las llega el aliento del fuego. Además
el Cronida ha puesto en mi pecho una razón más importante: no sea que os llenéis
de vino y levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heriros mutuamente y
a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de matrimonio; que el
hierro por sí solo arrastra al hombre.”

Luego deja solo para nosotros dos un par de espadas y otro de lamas y dos escudos
para nuestros brazos, a fin de que los sorprendamos echándonos sobre ellos. Te voy

189
Homero

a decir otra cosa —y tú ponla en tu interior—: si de verdad eres mío y de mi propia


sangre, que nadie se entere de que Odiseo está en casa; que no lo sepa Laertes ni
el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma Penélope, sino solos tú y
yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos a prueba a los siervos, a ver
quién nos honra y quién no se cuida y te deshonra, siendo quien eres.»

Y contestándole dijo su ilustre hijo:

«Padre, creo que de verdad vas a conocer mi coraje —y enseguida—, pues no es


precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no creo que vayamos
a sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que reflexiones, pues vas a recorrer
en vano durante un tiempo los campos para probar a cada hombre, mientras ellos
devoran tranquilamente en palacio nuestros bienes, insolentemente y sin cuidarse
de nada. Te aconsejo, por el contrario, que trates de conocer a las siervas, las que
te deshonran y las que te son inocentes. No me agradaría que fuéramos por las
majadas poniendo a prueba a los hombres; ocupémonos después de esto, si es que
en verdad conoces algún presagio de Zeus, portador de égida.»

Mientras así hablaban, arribó a Itaca la bien trabajada nave que había traído de
Pilos a Telémaco y compañeros.

Cuando estos entraron en el profundo puerto, empujaron a la negra nave hacia el


litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Luego llevaron a casa de Cli-
tio los hermosos dones y enviaron un heraldo al palacio de Odiseo para comunicar
a Penélope que Telémaco estaba en el campo y había ordenado llevar la nave a
la ciudad para que la ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.
Encontráronse el heraldo y el divino porquero para comunicar a la mujer el mismo
recado y, cuando ya habían llegado al palacio del divino rey, fue el heraldo quien
habló en medio de las esclavas.

«Reina, tu hijo ha llegado.»

Luego el porquero se acercó a Penélope y le dijo lo que su hijo le había ordenado


decir. Cuando hubo acabado todo su encargo, se puso en camino hacia los cerdos
abandonando los patios y el palacio.

Los pretendientes estaban afligidos y abatidos en su corazón; salieron del mégaron


a lo largo de la pared del patio y se sentaron allí mismo, cerca de las puertas. Y
Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:

«Amigos, gran trabajo ha realizado Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que no lo
llevaría a término! Vamos, botemos una negra nave, la mejor, y reunamos remeros
que vayan enseguida a anunciar a aquellos que ya está de vuelta en casa.» No
había terminado de hablar, cuando Anfínomo volviéndose desde su sitio, vio a la
nave dentro del puerto y a los hombres amainando velas o sentados al remo. Y
sonriendo suavemente dijo a sus compañeros:

190
La Odisea

«No enviemos embajada alguna; ya están aquí. O se lo ha manifestado un dios o


ellos mismos han visto pasar de largo a la nave y no han podido alcanzarla.»

Así dijo, y ellos se levantaron para encaminarse a la ribera del mar. Enseguida
empujaron la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las
armas. Marcharon todos juntos a la plaza y no permitieron que nadie, joven o viejo,
se sentara a su lado. Y comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:

«¡Ay, ay, cómo han librado del mal los dioses a este hombre! Durante días nos he-
mos apostado vigilantes sobre las ventosas cumbres, turnándonos continuamente.
Al ponerse el sol, nunca pasábamos la noche en tierra sino en el mar, esperando en
la rápida nave a la divina Eos, acechando a Telémaco para sorprenderlo y matarlo.
Pero entre tanto un dios le ha conducido a casa.

Con que meditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos
escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro propósito,
que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya del todo.

«Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no creo que se
desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en pie para decir a todo el
mundo que le hemos trenzado la muerte y no le hemos alcanzado. Y el pueblo no
aprobará estas malas acciones cuando le escuche.

¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de nuestra tierra —y tengamos


que marchar a país ajeno—! Conque apresurémonos a matarlo en el campo lejos
de la ciudad, o en el camino. Podríamos quedarnos con sus bienes y posesiones
repartiéndolas a partes iguales entre nosotros y entregar el palacio a su madre y a
quien case con ella, para que se lo queden. Pero si estas palabras no os agradan,
sino que preferís que él viva y posea todos sus bienes patrios, no volvamos desde
ahora a reunirnos aquí para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Pe-
nélope asediándola con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella con quien
le entregue más y le venga destinado. »

Así habló y todos quedaron en silencio. Entonces se levantó y les dijo Anfínomo,
ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes (este era de Duliquio, rica en trigo
y pastos, y capitaneaba a los pretendientes; era quien más agradaba a Penélope
por sus palabras, pues estaba dotado de buenas mientes)... Con sentimientos de
amistad hacia ellos se levantó y dijo:

«Amigos, yo al menos no desearía acabar con Telémaco, pues la raza de los reyes
es terrible de matar. Así que conozcamos primero la decisión de los dioses. Si la
voluntad del gran Zeus lo aprueba, yo seré el primero en matarlo y os incitaré a
los demás, pero si los dioses tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.»

Así dijo Anfínomo y les agradó su palabra. Se levantaron al punto y se encamina-


ron a casa de Odiseo y llegados allí se sentaron en pulidos sillones.

191
Homero

Entonces Penélope decidió mostrarse ante los pretendientes, poseedores de orgullo-


sa insolencia, pues se había enterado de que pretendían matar a su hijo en palacio
—se lo había dicho el heraldo Medonte, que conocía su decisión. Se puso en camino
hacia el mégaron junto con sus siervas y cuando hubo llegado junto a los preten-
dientes, la divina entre las mujeres, se detuvo junto a una columna del bien labrado
techo, sosteniendo delante de sus mejillas un grueso velo. Censuró a Antínoo, le dijo
su palabra y le llamó por su nombre:

«Antínoo, insolente, malvado; dicen en Itaca que eres el mejor entre tus compa-
ñeros en pensamiento y palabra, pero no eres tal. ¡Ambicioso!, por qué tramas la
muerte y el destino para Telémaco y no prestas atención a los suplicantes, cuyo
testigo es Zeus. No es justo tramar la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas
cuando tu padre vino aquí huyendo por terror al pueblo, pues este rebosaba de
ira porque tu padre, siguiendo a unos piratas de Tafos, había causado daño a los
tesprotos que eran nuestros aliados? Querían matarlo y romperle el corazón y co-
merse su mucha hacienda, pero Odiseo se lo impidió y los contuvo, deseosos como
estaban. Ahora tú te comes sin pagar la hacienda de Odiseo, pretendes a su mujer
y tratas de matar a su hijo, produciéndome un gran dolor. Te ordeno que pongas
fin a esto y se lo aconsejes a los demás.»

Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:

«Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimos. No te preocupes por esto. No


existe ni existirá ni va a nacer hombre que ponga sus manos sobre tu hijo Telémaco,
al menos mientras yo viva y vean mis ojos sobre la tierra. Además, te voy a decir
otra cosa que se cumplirá: pronto correría la sangre de ese por mi lanza pues tam-
bién a mí, Odiseo, el destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus
rodillas me ponía en las manos carne asada y me ofrecía rojo vino. Por esto Telé-
maco es para mí el más querido de los hombres y te ruego que no temas su muerte
al menos a manos de los pretendientes; en cuanto a la que procede de los dioses,
esa es imposible evitarla.»

Así habló para animarla, aunque también él tramaba la muerte contra Telémaco.
Entonces Penélope subió al brillante piso de arriba y lloraba a Odiseo, su esposo,
hasta que Atenea de ojos brillantes le puso dulce sueño sobre los párpados.

El divino porquero llegó al atardecer junto a Odiseo y su hijo cuando estos se pre-
paraban la cena, después de sacrificar un cerdo de un año. Entonces Atenea se
acercó a Odiseo Laertíada y tocándole con su varita le hizo viejo de nuevo y vistió
su cuerpo de tristes ropas, para que el porquero no lo reconociera al verlo de frente
y fuera a comunicárselo a la prudente Penélope sin guardarlo para sí.

Telémaco fue el primero en dirigirle su palabra:

«Ya has llegado, Eumeo: ¿qué se dice por la ciudad? ¿Han vuelto ya los arrogantes
pretendientes de su emboscada, o todavía esperan a que yo vuelva a casa?»

192
La Odisea

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«No tenía yo que inquirir ni preguntar eso al bajar a la ciudad. Mi ánimo me


empujó a comunicar mi recado y volver aquí de nuevo. Pero se encontró conmigo
un veloz enviado de tus compañeros, un heraldo que habló a tu madre antes que
yo. También sé otra cosa, pues la he visto con mis ojos: al volver para acá había ya
atravesado la ciudad —en el lugar donde está el cerro de Hermes— cuando vi en-
trar en nuestro puerto una veloz nave; había en ella numerosos hombres y estaba
cargada de escudos y lanzas de doble punta. Pensé que eran ellos, pero no lo sé
con certeza.»

Así habló, y sonrió la sagrada fuerza de Telémaco dirigiendo los ojos a su padre,
evitando al porquero. Cuando habían acabado del trajín de preparar la comida,
cenaron y su ánimo no se vio privado de un alimento proporcional. Y una vez que
habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, volvieron su pensamiento al dor-
mir y recibieron el don del sueño.

193
Homero

CANTO XVII
Odiseo mendiga entre los pretendientes
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de los dedos de rosa, calzó
Telémaco bajo sus pies hermosas sandalias, el querido hijo del divino Odiseo, tomó
la fuerte lanza que se adaptaba bien a sus manos deseando marchar a la ciudad
y dijo a su porquero:

«Abuelo, yo me voy a la ciudad para que me vea mi madre, pues no creo que
abandone los tristes lamentos y los sollozos acompañados de lágrimas, hasta que
me vea en persona. Así que te voy a encomendar esto: lleva a la ciudad a este des-
dichado forastero para que mendigue allí su pan —el que quiera le dará un men-
drugo y un vaso de vino—, pues yo no puedo hacerme cargo de todos los hombres,
afligido como estoy en mi corazón. Y si el forastero se encoleriza, peor para él, que
a mí me place decir verdad.» Y contestándole dijo el astuto Odiseo:

«Amigo, tampoco yo quiero que me retengan. Para un pobre es mejor mendigar


por la ciudad que por los campos —y me dará el que quiera—, pues ya no soy de
edad para quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien da las órdenes y
los encargos. Conque, marcha, que a mí me llevará este hombre, a quien has orde-
nado, una vez que me haya calentado al fuego y haya solana. Tengo unas ropas
que son terriblemente malas y temo que me haga daño la escarcha mañanera,
pues decís que la ciudad está lejos.»

Así dijo, y Telémaco cruzó la majada dando largas zancadas; iba sembrando la
muerte para los pretendientes.

Cuando llegó al palacio, agradable para vivir, dejó la lanza que llevaba junto a
una elevada columna y entró en el interior, traspasando el umbral de piedra.

La primera en verlo fue la nodriza Euriclea, que extendía cobertores sobre los bien
trabajados sillones y se dirigió llorando hacia él. A su alrededor se congregaron las
demás siervas del sufridor Odiseo y acariciándolo besaban su cabeza y hombros.

Salió del dormitorio la prudente Penélope, semejante a Artemis o a la dorada


Afrodita, y echó, llorando, sus brazos a su querido hijo, le besó la cabeza y los dos
hermosos ojos y, entre lamentos, decía aladas palabras:

194
La Odisea

«Has llegado, Telémaco, como dulce luz. Ya no creía que volvería a verte desde que
marchaste en la nave a Pilos, a ocultas y contra mi voluntad, en busca de noticias
de tu padre. Vamos, cuéntame cómo has conseguido verlo.» Y Telémaco le contestó
discretamente:

«Madre mía, no despiertes mi llanto ni conmuevas mi corazón dentro del pecho, ya


que he escapado de una muerte terrible. Conque, báñate, viste tu cuerpo con ropa
limpia, sube al piso de arriba con tus esclavas y promete a todos los dioses realizar
hecatombes perfectas, por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.

«Yo marcharé al ágora para invitar a un forastero que me ha acompañado cuando


volvía de allí. Lo he enviado por delante con mis divinos compañeros y he ordenado
a Pireo que lo lleve a su casa y lo agasaje gentilmente y honre hasta que yo llegue.»

Así habló, y a Penélope se le quedaron sin alas las palabras. Así que se bañó, vistió
su cuerpo con ropa limpia y prometió a todos los dioses realizar hecatombes perfec-
tas por si Zeus quería llevar a cabo obras de represalia.

Entonces Telémaco atravesó el mégaron portando su lanza y le acompañaban dos


veloces lebreles. Atenea derramó sobre él la gracia y todo el pueblo se admiraba al
verlo marchar. Y los arrogantes pretendientes le rodearon diciéndole buenas pala-
bras, pero en su interior meditaban secretas maldades. Telémaco entonces evitó a
la muchedumbre de estos y fue a sentarse donde se sentaban Méntor, Antifo y Hali-
terses, quienes desde el principio eran compañeros de su padre. Y estos le pregunta-
ban por todo. Se les acercó Pireo, célebre por su lanza, llevando al forastero a través
de la ciudad hasta la plaza. Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de
su huésped, sino que se puso a su lado. Y Pireo le dirigió primero aladas palabras:

«Telémaco, envía pronto unas mujeres a mi casa para que te devuelva los regalos
que te hizo Menelao.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Pireo, en verdad no sabemos cómo resultará todo esto. Si los pretendientes me


matan ocultamente en palacio y se reparten todos los bienes de mi padre, prefiero
que tú te quedes con los regalos y los goces antes que alguno de ellos. Pero si consigo
sembrar para estos la muerte y Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.»

Así diciendo condujo a casa a su asendereado huésped. Cuando llegaron al pala-


cio agradable para vivir, dejaron sus mantos sobre sillas y sillones y se bañaron en
bien pulimentadas bañeras. Después que las esclavas les hubieron bañado, ungido
con aceite y puesto mantos de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a
sentarse en sillas. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que
llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran, y a su lado extendió una
mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió
abundantes piezas, favoreciéndolas entre los que estaban presentes. Entonces la
madre se sentó frente a él, junto a una columna del mégaron, se reclinó en un

195
Homero

asiento y revolvía entre sus manos suaves copos de lana. Y ellos echaron mano de
los alimentos que tenían delante.

Cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, comenzó a hablar entre


ellos la prudente Penélope:

«Telémaco, en verdad voy a subir al piso de arriba y acostarme en el lecho que


tengo regado de lágrimas desde que Odiseo partió a Ilión con los Atridas. Y es que
no has sido capaz, antes de que los arrogantes pretendientes llegaran a esta casa,
de hablarme claramente del regreso de tu padre, si es que has oído algo.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Madre, te voy a contar la verdad. Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor de su


pueblo, quien me recibió en su elevado palacio y me agasajó gentilmente, como
un padre a su hijo recién llegado de otras tierras después de largo tiempo. Así de
amable me recibió junto con sus ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a
ningún humano hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida
Menelao, famoso por su lanza, con caballos y un carro bien ajustado. Allí vi a la
argiva Helena, por quien troyanos y argivos sufrieron mucho por voluntad de los
dioses. Enseguida me preguntó Menelao, de recia voz guerrera, qué necesidad me
había llevado a la divina Lacedemonia y yo le conté toda la verdad.

«Entonces, contestándome con su palabra, dijo: “¡Ay, ay!

¡Conque querían dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes!


Como una cierva acuesta a sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuer-
te león y mientras sale a pastar en los hermosos valles, aquel regresa a su guarida
y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo dará vergonzosa muerte a aquellos.
¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como cuando en la bien construida
Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filomeleides, lo derribó violentamente
y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara Odiseo con
los pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. En cuanto
a lo que me preguntas y suplicas, no querría apartarme de la verdad y engañarte.
Conque no te ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo el veraz anciano del
mar. Este dijo que lo había visto sufriendo fuertes dolores en el palacio de la ninfa
Calipso, quien lo retenía por la fuerza, y que no podía regresar a su tierra patria
porque no tenía naves provistas de remos ni compañeros que le acompañaran por
el ancho lomo del mar. Así me dijo el Atrida Menelao, famoso por su lanza, y luego
de acabar su relato regresamos. Los inmortales me concedieron un viento favora-
ble y me escoltaron velozmente hasta mi patria.»

Así habló y conmovió el ánimo de Penélope.

Entonces Teoclímeno, semejante a los dioses, comenzó a hablar entre ellos:

«Esposa venerable de Odiseo Laertíada, en verdad él no sabe nada; escucha mi


palabra, pues te voy a profetizar con veracidad y no voy a ocultarte nada. ¡Sea

196
La Odisea

testigo Zeus, antes que los demás dioses, y la mesa de hospitalidad y el hogar del
irreprochable Odiseo, al que he llegado, de que en verdad Odiseo ya está en su
tierra patria, sentado o caminando, sabedor de estas malas acciones y sembrando
la muerte para todos los pretendientes. Este es el augurio que yo observé, y me hice
oír de Telémaco mientras estaba en la nave de buenos bancos». Y le contestó la
prudente Penélope:

«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esta tu palabra! Entonces conocerías mi amistad


enseguida y numerosos regalos de mí, hasta el punto de que cualquiera que contigo
topara te llamaría dichoso.»

Así hablaban unos con otros.

Los pretendientes, por su parte, se complacían arrojando discos y venablos ante el


palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde acostumbraban, llenos de arro-
gancia. Pero cuando fue la hora de comer y les llegaron de todas partes del campo
los animales que les traían los de siempre, se dirigió a ellos Medonte (este era quien
más les agradaba de los heraldos y solía acompañarlos al banquete):

«Mozos, una vez que todos habéis complacido vuestro ánimo con los juegos, dirigíos
al palacio para preparar el almuerzo, que no es cosa mala yantar a su tiempo.»

Así habló y ellos se pusieron en pie y marcharon obedeciendo su palabra. Cuando


llegaron a la bien edificada morada dejaron sus mantos en sillas y sillones y sacri-
ficaron grandes ovejas y gordas cabras; sacrificaron cebones y un toro del rebaño
para preparar su almuerzo.

Entre tanto Odiseo y el divino porquero se disponían a marchar del campo a la


ciudad y comenzó a hablar el porquero, caudillo de hombres:

«Forastero, puesto que deseas marchar hoy mismo a la ciudad, como recomendó
mi soberano (que yo, desde luego, preferiría dejarte para vigilar la majada, pero
tengo respeto por mi amo y temo que me reprenda después y en verdad son duras
las reprimendas de los amos), marchemos ya, pues el día está avanzado y quizá sea
peor esperar a la tarde.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien lo comprende. Conque marchemos y tú


sé mi guía. Dame un bastón —si es que tienes uno cortado— para que me apoye,
pues decís que el camino es muy resbaladizo.»

Así dijo y echó a sus hombros el sucio zurrón desgarrado por muchas partes, en
el que había una correa retorcida. Entonces Eumeo le dio el deseado bastón y se
pusieron los dos en camino, quedando perros y pastores para guardar la majada.
Eumeo condujo hacia la ciudad a su soberano, que se asemejaba a un miserable
y viejo mendigo, que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con vestidos que
daban pena. Cuando en su marcha por el empinado sendero se encontraban cerca

197
Homero

de la ciudad y llegaron a una fuente labrada de hermosa corriente, a donde iban


por agua los ciudadanos (la habían construido Itaco, Nerito y Polictor en el centro
de un bosque de álamos negros que crecían con su agua; era completamente re-
donda y de lo alto de una piedra caía agua fría, y encima de ella había un altar de
las Ninfas, donde solían sacrificar todos los ciudadanos), allí se topó con ellos Melan-
tio, hijo de Dolio, que conducía las cabras, las que sobresalían entre todo el ganado,
para festín de los pretendientes; y con él marchaban dos pastores.

Cuando los vio les reprendió de palabra y llamándolos por su nombre les dijo algo
atroz e inconveniente que hizo saltar el corazón de Odiseo:

«Vaya, vaya, un desgraciado conduce a otro desgraciado; es claro que dios siempre
lleva a la gente hacia los de su calaña.

¿Adónde, miserable porquero, llevas a ese gorrón, a ese mendigo pegajoso, a ese
aguafiestas? Arrimará los hombros a muchas puertas para rascarse mientras pide
mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras a mí para vigilante de mi
majada, para mozo de cuadra y para llevar brezos a mis chivos, quizá bebiendo
leche de cabra echaría gordos muslos. Pero ahora que ha aprendido esas malas
artes no querrá ponerse a trabajar, que preferirá mendigar por el pueblo y ali-
mentar su insaciable estómago. Conque te voy a decir algo que se va a cumplir: si
se acerca a la casa del divino Odiseo, sus tortillas van a romper muchas banquetas
que lloverán sobre su cabeza desde las manos de esos hombres, pues va a ser su
blanco por la casa.»

Así habló, y al pasar a su lado, el insensato dio una patada a Odiseo en la cadera,
aunque no consiguió echarlo fuera del camino, sino que este se mantuvo firme. En-
tonces Odiseo dudaba entre arrancarle la vida saltando tras él con el palo o levan-
tarle y tirarle de cabeza contra el suelo, pero se aguantó y se contuvo. El porquero,
en cambio, se encaró con él y le reprendió, y levantando las manos suplicó así:

«Ninfas de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez Odiseo quemó en vuestro honor
muslos de corderos o cabritos cubriéndolos con gorda grasa, cumplidme este deseo:
que vuelva este hombre conducido por un dios. Seguro que él acabaría con toda
la insolencia que ahora pasea por la ciudad, mientras malos pastores acaban con
los ganados.»

Y le contestó Melantio, el cabrero:

«¡Ay, ay, qué cosa ha dicho este perro urdidor de intrigas! Me lo voy a llevar algún
día lejos de Itaca en negra nave de Buenos bancos para que me entreguen por él
un buen precio, porque ¡ojalá Apolo, el de arco de plaza, alcance hoy mismo a Te-
lémaco dentro del palacio o sucumba a manos de los pretendientes, lo mismo que
Odiseo ha perdido en tierras lejanas el día de su regreso!»

Así diciendo, los dejó caminando lentamente; en cambio, él se puso en camino y


llegó enseguida a la morada del rey. Entró y sentó entre los pretendientes, frente a

198
La Odisea

Eurímaco, pues a este era a quien más estimaba. Pusieron junto a él una porción de
carne los que servían y la venerable ama de llaves le llevó pan y se lo dejó al lado
para que lo comiera.

Odiseo y el divino porquero se detuvieron en su caminar; les llegaba el sonido de la


sonora lira, pues Femio se había puesto a cantar para ellos. Entonces Odiseo tomó
de la mano al porquero y le dijo:

«Eumeo, a lo que parece esta es la hermosa morada de Odiseo, pues se destaca


tanto que se la puede ver fácilmente entre otras muchas. Una estancia sigue a
la otra, su patio está cercado con muro y cornisa y sus puertas bien firmes son de
doble hoja. Ningún hombre podría rendirla por la fuerza. Me parece que muchos
hombres se están banqueteando dentro, pues se levanta un olor a grasa y resuena
la lira, a la que los dioses han hecho compañera del banquete.»

Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:

«Con facilidad lo has percatado, que no eres sandio tampoco en lo demás. Pero,
vamos, pensemos cómo actuar. Entra tú primero en la agradable morada y méz-
clate con los pretendientes, que yo me quedaré aquí; o, si quieres, quédate tú y
entraré yo primero. Pero no te quedes parado mucho tiempo, no sea que te vea
alguien fuera y te tire algo o te eche. Esto es lo que te aconsejo que consideres.»

Y le contestó luego el sufridor, el divino Odiseo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien comprende. Con que marcha tú pri-
mero y yo me quedaré aquí, que ya sé lo que son golpes y pedradas. Mi ánimo es
paciente, pues he sufrido muchos males en el mar y la guerra; que venga esto des-
pués de aquello. Cuando tiene apetito, no es posible acallar al maldito estómago
que tantas desgracias suele acarrear a los hombres; por culpa suya incluso las bien
entabladas naves se preparan para surcar el estéril mar portando la desgracia a
hombres enemigos.»

Así hablaban entre sí. Entonces un perro que estaba tumbado enderezó la cabeza
y las orejas, el perro Argos, a quien el sufridor Odiseo había criado, aunque no pudo
disfrutar de él, pues antes se marchó a la divina Ilión. Al principio le solían llevar los
jóvenes a perseguir cabras montaraces, ciervos y liebres, pero ahora yacía despre-
ciado —una vez que se hubo ausentado Odiseo— entre el estiércol de mulos y vacas
que estaba amontonado ante la puerta a fin de que los siervos de Odiseo se lo lle-
varan para abonar sus extensos campos. Allí estaba tumbado el perro Argos, lleno
de pulgas. Cuando vio a Odiseo cerca, entonces sí que movió la cola y dejó caer sus
orejas, pero ya no podía acercarse a su amo. Entonces Odiseo, que le vio desde lejos,
se enjugó una lágrima sin que se percatara Eumeo y le preguntó:

«Eumeo, es extraño que este perro esté tumbado entre el estiércol. Su cuerpo es
hermoso, aunque ignoro si, además de hermoso, era rápido en la carrera o, por el
contrario, era como esos perros falderos que crían los señores por lujo.»

199
Homero

Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:

«Este perro era de un hombre que ha muerto lejos de aquí. Si su cuerpo y obras
fueron como cuando lo dejó Odiseo al marchar a Troya, pronto lo admirarías al
contemplar su rapidez y vigor, que nunca salía huyendo de ninguna bestia en la
profundidad del espeso bosque cuando la perseguía—pues también era muy dies-
tro en seguir el rastro. Pero ahora lo tiene vencido la desgracia, pues su amo ha
perecido lejos de su patria y las mujeres no se cuidan de él; que los siervos, cuando
los amos ya no mandan, no quieren hacer los trabajos que les corresponden, pues
Zeus, que ve a lo ancho, quita a un hombre la mitad de su valía cuando le alcanza
el día de la esclavitud.»

Así diciendo entró en la morada, agradable para vivir, y se fue derecho por el mé-
garon en busca de los ilustres pretendientes. Y a Argos le arrebató el destino de la
negra muerte al ver a Odiseo después de veinte años.

Telémaco, semejante a los dioses, fue el primero en ver al porquero avanzar por
la casa y enseguida le hizo señas invitándole a ponerse a su lado. Eumeo echó una
ojeada, tomó una banqueta que estaba cerca (donde se solía sentar el trinchante
para repartir abundante carne entre los pretendientes cuando se banqueteaban
en el palacio) y llevándoselo lo puso junco a la mesa de Telémaco y se sentó. Enton-
ces el heraldo tomó una porción, sacó pan del canasto y se lo ofreció.

Enseguida, detrás de Eumeo, entró en el patio Odiseo semejante a un miserable


y viejo mendigo que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con ropas que
daban pena, sentóse sobre el umbral de madera de fresno dentro de las puertas
y se apoyó en la jamba de madera de ciprés que un artesano había pulimentado
hábilmente y enderezado con la plomada. Telémaco llamó junto a sí al porquero
y le dijo mientras cogía un pan entero del hermoso canasto y cuanta carne le cupo
en las manos:

«Lleva esto al forastero y ofréceselo, y aconséjale que vaya recorriendo todos los
pretendientes y les pida, que no es buena la vergüenza para el hombre necesita-
do.»

Así dijo; echó a andar el porquero cuando hubo oído su palabra y, poniéndose
cerca, le dijo aladas palabras:

«Forastero, Telémaco te entrega esto y te aconseja que vayas recorriendo todos los
pretendientes y les pidas, que dice que no es buena la vergüenza para un hombre
necesitado.» Y contestándole dijo el astuto Odiseo:

«Soberano Zeus, ¡que Telémaco sea próspero entre los hombres y obtenga todo
cuanto anhela en su corazón!»

Así dijo; tomólo en sus dos manos y lo puso a sus pies, sobre el sucio zurrón; y lo comió
mientras cantaba el aedo en el palacio.

200
La Odisea

Cuando lo había comido terminó el divino aedo y los pretendientes comenzaron a


alborotar en el palacio.

Entonces Atenea se puso cerca de Odiseo Laertíada y lo apremió a que recogiera


mendrugos entre los pretendientes y pudiera conocer quiénes eran rectos y quiénes
injustos, aunque ni aun así iba a librar a ninguno de la muerte. Así que se puso en
marcha para mendigar de izquierda a derecha a cada uno de ellos, extendiendo
sus manos a todas partes como si fuera un mendigo de siempre. Los pretendientes
le daban compadecidos, se admiraban de él y se preguntaban unos a otros quién
podría ser y de dónde vendría. Entonces habló entre ellos Melantio, el cabrero:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, sobre este forastero, pues yo lo he


visto ya antes. En realidad lo ha traído aquí el porquero, aunque no sé de cierto de
dónde se precia de ser su linaje.»

Así dijo, y Antínoo reprendió al porquero:

«Porquero ilustre, ¿por qué lo has traído a la ciudad? ¿Es que no tenemos suficientes
vagabundos, mendigos pegajosos, guafiestas? ¿O es que te parecen pocos los que se
reúnen aquí para comer la hacienda de tu señor y has invitado también a este?»

Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:

«Antínoo, con ser noble no dices palabras justas. Pues ¿quién sale a traer de fuera
un forastero como no sea uno de los servidores del pueblo, un adivino, un curador
de enfermedades o un trabajador de la madera, o incluso un aedo inspirado que
complazca con sus cantos? Estos sí, estos son los hombres a quienes se invita a venir
sobre la extensa tierra, pero nadie invitaría a un vagabundo a que le importune.

«Y es que tú has sido siempre entre todos los pretendientes el más duro para con
los siervos de Odiseo, y en especial para conmigo. Ahora que a mí no me importa
mientras me viva en el palacio la prudente Penélope y Telémaco, semejante a los
dioses.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Calla, no me contestes a este con tantas palabras. Antínoo acostumbra a provocar


continuamente con palabras duras e incluso incita a los demás.»

Así dijo, y dirigió a Antínoo aladas palabras:

«Antínoo, en verdad tu cuidas de mí como un padre de su hijo al aconsejarme que


arroje del palacio al forastero con palabra tajante; que no cumpla dios esto. Toma
algo y dáselo; no lo veo con malos ojos, sino que te ordeno que lo hagas. Y no tengas
temor por causa de mi madre ni de ninguno de los siervos que hay en la casa del
divino Odiseo. Aunque creo que es otro pensamiento el que albergas en tu pecho,
pues prefieres comer tú a destajo antes que dárselo a otro.»

201
Homero

202
La Odisea

Y Antínoo le contestó y dijo:

«¡Telémaco fanfarrón, incapaz de reprimir tu ira, qué cosa has dicho! Si todos los
pretendientes le dieran tanto como yo, su casa lo retendría durante tres meses lejos
de aquí.»

Así dijo, y tomándolo de debajo de la mesa, le enseñó el escabel sobre el que apo-
yaba sus brillantes pies mientras se daba al banquete. Pero todos los demás le die-
ron y llenaron su zurrón de pan y carne. Iba ya Odiseo por el pavimento a probar
los regalos de los aqueos, cuando se detuvo junto a Antínoo y le dijo su palabra:

«Dame, amigo, que no me pareces el menos noble de los aqueos, sino el más ex-
celente, pues te asemejas a un rey. Por ello tienes que darme incluso más comida
que los demás y yo diré tu nombre por la infinita tierra. También yo habité en otro
tiempo en casa rica y daba a menudo a un vagabundo así, de cualquier ralea que
fuera y cualquier cosa que llegara precisando. Tenía miles de esclavos y otras mu-
chas cosas con las que los hombres viven bien y se les llama ricos. Pero Zeus Cronida
me arruinó —pues debió de quererlo así enviándome con unos errantes piratas a
Egipto, camino largo, para que pereciera. Atraqué mis curvadas naves en el río
Egipto. Entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas
para vigilarlas y envié espías a puestos de observación con orden de que regre-
saran, pero estos, cediendo a su ambición, saquearon los hermosos campos de los
egipcios, se llevaron a las mujeres y tiernos niños y mataron a los hombres. Pronto
llegó el griterío a la ciudad, así que, al escucharlo, se presentaron al despuntar la
aurora: llenóse la llanura toda de gente de a pie y a caballo y del estruendo del
bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis compañeros a huir cobardemen-
te y ninguno se atrevió a dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción.
Allí mataron con agudo bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los lleva-
ron vivos para forzarlos a trabajar sus campos, pero a mí me llevaron a Chipre y me
entregaron a un forastero que dio con nosotros, a Dmator Jasida, quien gobernaba
con fuerza en Chipre. Desde allí he llegado aquí después de sufrir desgracias».

Y Antínoo le contestó y dijo:

«¿Qué dios nos ha traído aquí esta peste, esta ruina del banquete? Quédate ahí en
medio, lejos de mi mesa, no sea que tengas que volver enseguida al amargo Egipto
y a Chipre, que eres un mendigo audaz y desvergonzado. Te pones ante estos, uno
tras otro, y todos te dan atolondradamente, pues no tienen moderación ni sienten
compasión al regalar cosas ajenas que tienen en abundancia a su disposición.»

Y le contestó retirándose el astuto Odiseo:

«¡Ay, ay, que a tu gallardía no se añade también la cordura! En verdad, no darías


ni siquiera sal de tu propia hacienda a quien se te acercara si, estando en casa
ajena, no has podido tomar un poco de pan para darme, y eso que tienes en abun-
dancia a tu disposición.»

203
Homero

Así habló; Antínoo se irritó más aún en su corazón y mirándole torvamente le dirigió
aladas palabras:

«Ahora es cuando creo que no vas a retirarte con bien atravesando el mégaron, ya
que estás injuriándome.»

Así habló, y, tomando el escabel, se lo tiró al hombro derecho, acertándole en el


extremo de la espalda. Odiseo se mantuvo en pie, firme como una roca, y el golpe
de Antínoo no le hizo perder pie, pero movió la cabeza en silencio meditando se-
cretos males.

Se retiró para sentarse en el umbral, dejó el bien lleno zurrón y comenzó a hablar
a los pretendientes:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, para que os diga lo que mi ánimo


me ordena dentro del pecho. No es grande el dolor en las entrañas ni la pena
cuando un hombre es golpeado luchando por sus posesiones, sus toros o sus blan-
cas ovejas. Pero Antínoo me ha golpeado por causa del miserable estómago, el
maldito estómago que proporciona males sin cuento a los hombres. Conque, si en
verdad existen dioses y Erinis de los mendigos, que el término de la muerte alcance
a Antínoo antes de su matrimonio.»

Y Antínoo hijo de Eupites, le replicó:

«Siéntate a comer tranquilo, forastero, o lárgate a otra parte, no sea que los jóve-
nes te arrastren por el palacio, por lo que dices, asiéndote del pie o del brazo y te
llenen todo de arañazos.»

Así habló, y todos ellos se indignaron sobremanera. Y uno de los jóvenes orgullosos
decía así:

«Antínoo, cruel, no has hecho bien en golpear al pobre vagabundo, si es que existe
un dios en el cielo. Que los dioses andan recorriendo las ciudades bajo la forma de
forasteros de otras tierras y con otros mil aspectos, y vigilan la soberbia de los hom-
bres o su rectitud.»

Así le dijeron los pretendientes, pero él no prestaba atención a sus palabras.

Telémaco hacía crecer en su corazón un gran dolor por su padre golpeado, pero
no dejó caer a tierra lágrima alguna de sus párpados, sino que movió la cabeza en
silencio, meditando secretos males.

Cuando la prudente Penélope oyó que el forastero había sido golpeado en el pa-
lacio dijo a sus siervas:

«¡Ojalá Apolo, de ilustre arco, te alcance también a ti de esta forma!» Y la despen-


sera Eurínome dijo:

«¡Ojalá se diera cumplimiento a nuestras maldiciones! Ninguno de estos llegaría


vivo hasta la aurora de hermoso trono.»

204
La Odisea

Y la prudente Penélope le dijo:

«Tata, todos son enemigos, pues maquinan maldades, pero Antínoo sobre todos
se asemeja a una negra Ker. Ese pobre forastero vaga por la casa pidiendo a los
hombres, pues le obliga la pobreza; todos han llenado su zurrón y le han dado, pero
este le ha alcanzado con un escabel en el hombro derecho.»

Así hablaba ella con sus esclavas, sentada en el dormitorio, mientras comía el divino
Odiseo. Entonces llamó junto a sí al divino porquero y le dijo:

«Ve, divino Eumeo, y ordena al forastero que venga para saludarlo y preguntarle
si ha oído hablar sobre el sufridor Odiseo o lo ha visto con sus ojos pues parece un
hombre muy asendereado. »

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Reina, ojalá se callaran los aqueos; este sí que hechizaría tu corazón con lo que
cuenta. Yo lo he tenido tres noches y tres días en mi cabaña (pues fue a mí a quien
llegó primero después de huir de una nave), pero todavía no ha terminado de con-
tarme sus desgracias. Como cuando un hombre contempla embelesado a un aedo
que canta inspirado por los dioses y conoce versos deseables para los hombres —y
estos desean escucharle sin cesar siempre que se pone a cantar—, así me ha hechi-
zado este sentado en mi morada. Asegura que es huésped de Odiseo por parte de
padre y que habitaba en Creta, donde está el linaje de Minos. Ha llegado de allí
sufriendo penalidades, después de mucho rodar, y afirma haber oído sobre Odiseo
vivo y cercano, en el rico pueblo de los tesprotos; y trae a casa numerosos tesoros.»

Y le dijo la prudente Penélope:

«Marcha, invítalo a venir aquí para que me lo cuente en persona. Que se diviertan
estos fuera o aquí en la casa, puesto que su ánimo está alegre: y es que sus bienes
están intactos en su palacio; se los comen los siervos, en cambio ellos vienen todos los
días a nuestro palacio y, sacrificando toros y ovejas y gordas cabras, se banquetean
y beben el rojo vino sin mesura. Todo se está perdiendo, pues no hay un hombre
como Odiseo para apartar de su casa esta peste. Si Odiseo llegara a su sierra patria
haría pagar enseguida, junto con su hijo, las violencias de estos hombres.»

Así habló, y Telémaco lanzó un gran estornudo y toda la casa resonó espantosa-
mente. Rióse Penélope y dirigió a Eumeo aladas palabras:

«Marcha y haz venir frente a mí al forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornudado
ante mis palabras? Por esto no puede dejar de cumplirse la muerte para todos los
pretendientes; nadie podrá alejar de ellos la muerte y las Keres. Voy a decirte otra
cosa que has de poner en tu interior: si reconozco que todo lo que dice es cierto, le
vestiré de túnica y manto, hermosos vestidos.»

Así habló; marchó el porquero luego que hubo escuchado su palabra y, poniéndose
cerca, le dijo aladas palabras:

205
Homero

«Padre forastero, te llama la prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su ánimo


la impulsa a preguntarte por su esposo, ya que ha sufrido muchas penas. Y si reco-
noce que todo lo que le dices es cierto, te vestirá de túnica y manto, cosas que más
necesitas. También podrás alimentar tu vientre pidiendo comida por el pueblo, y te
dará quien lo desee.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Eumeo, contaría enseguida toda la verdad a la hija de Icario, a la prudente Pe-


nélope — pues sé muy bien sobre aquel y hemos recibido un infortunio semejante—,
pero temo a la multitud de los terribles pretendientes, cuya soberbia y violencia ha
llegado al férreo cielo. Además, cuando ese hombre me hizo daño golpeándome
al cruzar el salón —y sin hacer yo nada malo—, ni Telémaco ni ningún otro me pro-
tegió. Por esto aconsejo a Penélope que se quede en sus habitaciones —por mucho
que desee salir— hasta la puesta del sol. Pregúnteme entonces sobre el día del re-
greso de su esposo, sentada muy cerca del fuego, pues tengo unos vestidos que dan
pena y bien lo sabes tú, que ya te supliqué antes que a nadie.»

Así habló, y marchó el porquero cuando hubo escuchado su palabra. Cuando atra-
vesaba el umbral le dijo Penélope:

« ¿No me lo traes, Eumeo? ¿Qué es lo que ha pensado el vagabundo? ¿Es que tiene
mucho miedo de alguien o se avergüenza por otros motivos de cruzar la casa? Malo
es un vagabundo vergonzoso.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Ha hablado como le corresponde y dice lo que pensaría cualquier otro que quiere
evitar la soberbia de esos hombres altivos. Conque te aconseja que esperes hasta la
puesta del sol. Y es que será para ti mucho mejor, reina, que estés sola cuando dirijas
tu palabra al forastero o le escuches.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«No piensa como insensato el forastero, sea como fuere, pues entre los mortales
hombres no hay quienes maquinen semejantes maldades, llenos de arrogancia.»

Así habló ella, y el divino porquero marchó hacia la multitud de los pretendientes,
una vez que le hubo manifestado todo. Luego dirigió a Telémaco aladas palabras,
manteniendo cerca su cabeza para que no se enteraran los demás:

«Amigo, yo me marcho a vigilar los cerdos y todo aquello, tu sustento y el mío.


Ocúpate tú aquí de todo. Antes que nada mira por tu seguridad y piensa la forma
de que no te pase nada, que muchos de los aqueos andan meditando males. ¡Ojalá
los destruya Zeus antes de que nos llegue la desgracia!»

Y Telémaco le contestó discretamente:

206
La Odisea

«Así será, abuelo. Márchate después de merendar pero vuelve al amanecer y trae
hermosas víctimas, que yo y los inmortales nos cuidaremos de todo esto.»

Así habló; el porquero se sentó de nuevo sobre la bien pulida banqueta y después
de saciar su apetito con comida y bebida se puso en marcha hacia los cerdos, aban-
donando el patio y el mégaron lleno de comensales.

Y estos gozaban con la danza y el canto, pues ya había caído la tarde.

207
Homero

CANTO XVIII
Los pretendientes vejan a Odiseo
En esto llegó un mendigo del pueblo que solía pedir por la ciudad de Itaca y so-
bresalía por su vientre insaciable, por comer y beber sin parar. No tenía vigor ni
fortaleza, pero su cuerpo era grande al mirarlo. Su nombre era Arneo, que se lo
puso su soberana madre el día de su nacimiento, pero todos los jóvenes le llama-
ban Iro, porque solía ir de correveidile cuando alguien se lo mandaba. Cuando
llegó, empezó a perseguir a Odiseo por su casa y le insultaba diciendo aladas
palabras:

«Viejo, sal del pórtico, no sea que te arrastre por el pie. ¿No has oído que todos me
hacen guiños incitándome a que te arrastre? Yo, sin embargo, siento vergüenza.
Conque levántate, no sea que nuestra disputa llegue a las manos.»

Y mirándole torvamente dijo el muy astuto Odiseo:

«Desgraciado, ni te hago daño alguno ni te dirijo la palabra, y no siento envidia


de que alguien te dé, aunque recojas muchas cosas. Este umbral tiene cabida para
los dos y no tienes por qué envidiar lo ajeno. Me pareces un vagabundo como yo y
son los dioses los que dan fortuna. Pero no me provoques a luchar, no sea que me
irrites y, con ser viejo, te empape de sangre el pecho y los labios. Así tendría más
tranquilidad para mañana, pues no creo que volvieras por segunda vez al palacio
de Odiseo Laertíada.»

Y el vagabundo Iro le contestó airado:

«¡Ay, ay, qué deprisa habla este gorrón que se parece a una vieja ennegrecida por
el hollín! Y eso que podría yo pensar en dañarle golpeándolo con las dos manos
y arrancar todos los dientes de sus mandíbulas, como los de un cerdo devorador
de mieses, y tirarlos al suelo. Ponte el ceñidor para que todos vean que luchamos;
aunque ¿cómo podrías luchar con un hombre más joven?»

Así es como se iban encolerizando sobre el pulimentado pavimento, delante de las


elevadas puertas. La sagrada fuerza de Antínoo oyó a los dos y sonriendo dulce-
mente dijo a los pretendientes:

208
La Odisea

«Amigos, nunca hasta ahora nos había tocado en suerte una diversión como la que
dios nos ha traído a esta casa. El forastero e Iro están incitándose mutuamente a
llegar a las manos. Así que empujémosles enseguida.»

Así dijo y todos comenzaron a reírse; rodearon a los andrajosos mendigos y les dijo
Antínoo, hijo de Eupites:

« Escuchadme, ilustres pretendientes, mientras os hablo. Hay en el fuego unos


vientres de cabra, estos que hemos dejado para la cena llenándolos de grasa y de
sangre. El que venza de los dos y resulte más fuerte podrá levantarse él mismo y
coger el que quiera. Además, podrá participar siempre de nuestro banquete y no
permitiremos que ningún otro mendigo se nos acerque a pedir.»

Así dijo Antínoo y les agradó su palabra. Entonces el astuto Odiseo les dijo con in-
tenciones engañosas:

«Amigos, no es posible que un viejo luche con un hombre más joven, sobre todo si
está abrumado por el infortunio, pero el perverso vientre me empuja a que sucum-
ba ante sus golpes. Conque, vamos, juradme todos con firme juramento que nadie
prestará ayuda a Iro y me golpeará con mano pesada injustamente, haciéndome
sucumbir ante este por la fuerza.» Así dijo, y todos juraron como les había pedido.
Así que cuando habían completado su juramento dijo entre ellos la sagrada fuerza
de Telémaco:

«Forastero, si tu corazón y tu valeroso ánimo te empujan a defenderte de este, no


temas a ninguno de los aqueos, pues tendrá que luchar contra muchos más quien te
mate. Yo soy quien te hospeda y los dos reyes Antínoo y Eurímaco, ambos discretos,
aprueban mis palabras.»

Así dijo, y todos asintieron. Así que Odiseo ciñó sus miembros con los andrajos y dejó
al descubierto unos muslos grandes y hermosos y al descubierto quedaron sus an-
chos hombros, su torso y sus pesados brazos.

Entonces Atenea se puso a su lado y fortaleció los miembros del pastor de su pueblo.
Todos los pretendientes se asombraron muy mucho y uno decía así al que tenía al
lado:

«Pronto este Iro va a dejar de ser Iro y tener la desgracia que se ha buscado; ¡me-
nudos muslos deja ver el viejo a través de sus andrajos!»

Así decían, y el corazón le dio un vuelco a Iro de mala manera. Pero aun así los es-
cuderos le ciñeron y arrastraron a la fuerza atemorizado. Y sus carnes le temblaban
en todo el cuerpo. Entonces Antínoo le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«¡Ojalá no existieras, fanfarrón, ni hubieras nacido si tanto tiemblas y temes a este,


a un viejo abrumado por el infortunio que le ha alcanzado! Pero te voy a decir algo
que se va a cumplir: Si este te vence y resulta más fuerte, te meteré en negra nave
y te enviaré al continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales, para que te

209
Homero

corte la nariz y las orejas con cruel bronce y arrancando tus miembros se los arroje
a los perros para que se los coman crudos.»

Así dijo, el temblor se apoderó todavía más de sus miembros y lo arrastraron hacia
el medio. Y los dos extendieron sus brazos.

Entonces, el sufridor, el divino Odiseo, dudó entre derribarlo de forma que su alma
le abandonara al caer o derribarlo suavemente y extenderlo en el suelo. Y mientras
así dudaba le pareció más ventajoso derribarlo suavemente para que los aqueos
no sospecharan nada. Así que levantando ambos los brazos, Iro golpeó a Odiseo
en el hombro derecho y Odiseo golpeó el cuello de Iro bajo la oreja y rompió por
dentro sus huesos. Al punto bajó por su boca la negra sangre y cayó al suelo gritan-
do. Pateaba contra el suelo y hacía rechinar sus dientes, y los ilustres pretendientes
levantaron sus manos y se morían de risa. Entonces Odiseo le asió por el pie y lo
arrastró a lo largo del pórtico hasta llegar al patio y las puertas de la galería. Lo
dejó sentado contra la cerca del patio, le puso el bastón entre las manos y le dirigió
aladas palabras:

«Quédate ahí sentado para espantar a cerdos y perros, y no pretendas ser jefe de
forasteros y mendigos, miserable como eres, no sea que te busques un mal todavía
mayor.»

Así diciendo echó a sus hombros el sucio zurrón rasgado por muchas partes, en el
que había una correa retorcida, volvió al umbral y se sentó. Los pretendientes en-
traron riéndose suavemente y le felicitaban con sus palabras, y uno de los jóvenes
arrogantes decía así:

«Forastero, que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más desees
y sea caro a tu corazón, pues has hecho que este insaciable deje de vagabundear
por el pueblo. Pronto lo llevaremos al continente, al rey Equeto, azote de todos los
mortales.»

Así decían y el divino Odiseo se alegró con el presagio.

Entonces Antínoo le puso al lado un gran vientre lleno de grasa y sangre. También
Anfínomo puso a su lado dos panes que tomó de la cesta, le ofreció vino en copa
de oro y dijo:

«Salud, padre forastero; que seas rico y feliz en el futuro, pues ahora estás envuelto
en numerosas desgracias.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Anfínomo, de verdad que me pareces discreto, siendo hijo de tal padre, pues he
oído la fama que tiene Niso de Duliquia de ser gallardo y rico. Dicen que eres hijo
de este y pareces hombre discreto. Por eso te voy a decir algo —préstame atención y
escúchame—: nada cría la tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respi-
ran y caminan por ella. Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son ágiles,

210
La Odisea

cree que nunca en el futuro va a recibir desgracias; pero cuando los dioses felices le
otorgan miserias, incluso estas tiene que soportarlas con ánimo paciente contra su
voluntad. Pues el pensamiento de los hombres terrenos cambia con cada día que
nos trae el padre de hombres y dioses. También en otro tiempo yo estuve a punto
de ser rico y feliz entre los hombres, pero cometí numerosas violencias cediendo a
mi fuerza y poder por confiar en mi padre y mis hermanos. Por esto ningún hombre
debe ser nunca injusto, sino retener en silencio los dones que los dioses le hagan.

«Estoy viendo a los pretendientes maquinar acciones semejantes, trasquilando los


bienes y deshonrando a la esposa de un hombre que, te aseguro, no estará ya mu-
cho tiempo lejos de los suyos y su patria, por el contrario, está cerca. Conque ¡ojalá
un dios te saque de aquí y lleve a casa para no tener que enfrentarte con aquel el
día que regrese a su tierra patria!; que creo no va a ser sin sangre la contienda entre
él y los pretendientes, cuando haya entrado en su hogar.»

Así habló, después de hacer libación bebió el delicioso vino y volvió a depositar la
copa en manos del conductor de su pueblo. Este marchó por el palacio acongojado
en su corazón moviendo la cabeza, pues ya veía en su interior la perdición. Pero ni
aun así consiguió escapar a la muerte, que también a este sujetó Atenea bajo los
brazos de Telémaco para que sucumbiera con fuerza a su lanza.

Y volvió a sentarse en el sillón de donde se había levantado.

Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, puso en la mente de la hija de Icario,


la prudente Penélope, la idea de aparecer ante los pretendientes, a fin de que
ensanchara aún más el corazón de estos y resultara aún más respetable que antes
a los ojos de su esposo e hijo. Sonrió sin motivo, dijo su palabra a la despensera y la
llamó por su nombre:

«Eurínome, mi ánimo desea, aunque nunca antes lo deseó, mostrarme ante los
pretendientes por odiosos que me sigan siendo. Voy a decir a mi hijo una palabra
que quizá le resulte provechosa: que no se mezcle con los pretendientes, quienes le
hablan bien, pero por detrás le piensan mal.»

Y Eurínome, la despensera, le dirigió su palabra:

«Sí, todo esto lo dices como te corresponde, hija. Conque ve y di a tu hijo tu palabra
y nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y pinta tus mejillas. No vayas con el
rostro tan empapado de llanto, que es cosa mala andar siempre entre penas. Tu
hijo es ya tan grande como pedías a los inmortales verlo, cubierto de barba.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Eurínome, no digas, por más que te cuides de mí, que lave mi cuerpo y unja mis
mejillas con aceite, que los dioses que ocupan el Olimpo me arrebataron la belleza
el día que aquel se marchó en las cóncavas naves. Pero dile a Autónoe e Hipoda-
mia que vengan, a fin de que me acompañen por el palacio. No quiero presentar-
me sola ante hombres, pues siento vergüenza.»

211
Homero

Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para dar el recado a las mujeres y apre-
miarlas a que marcharan.

Entonces Atenea, la diosa de ojos brillantes, concibió otra idea: derramó sobre la
hija de Icario dulce sueño y esta echose a dormir en la misma silla y todos los miem-
bros se le aflojaron. Entretanto, la divina entre las diosas le otorgó dones inmortales
para que los aqueos se admiraran al verla. En primer lugar limpió su hermoso
rostro con la belleza inmortal con que suele adornarse Citerea, de linda corona,
cuando comparte el deseable coro de las Gracias. También la hizo más alta y más
fuerte a la vista y la hizo más blanca que el marfil tallado. Realizado esto, se alejó
la divina entre las diosas y llegaron del mégaron las siervas de blancos brazos, acer-
cándose con vocerío.

Entonces abandonó el sueño a Penélope, frotose las mejillas con sus manos y dijo:

«¡Qué blando letargo ha cubierto mis sufrimientos! Ojalá la casta Artemis me pro-
porcionara una muerte así de blanda ahora mismo, para no seguir consumiendo
mi vida con corazón acongojado en la nostalgia de las muchas virtudes de mi ma-
rido, pues era el más excelente de los aqueos.»

Así diciendo, abandonó el brillante piso de arriba, pero no sola, que la acompaña-
ban dos siervas. Cuando llegó juntó a los pretendientes la divina entre las mujeres
se detuvo junto a una columna del ricamente labrado techo, sosteniendo ante sus
mejillas un grueso velo. Y una diligente sierva se colocó a cada lado. Las rodillas de
los pretendientes se debilitaron allí mismo —pues había hechizado su corazón con
el deseo— y todos desearon acostarse junto a ella en la cama. Entonces se dirigió a
Telémaco, su querido hijo:

«Telémaco, ya no tienes voluntad ni juicio firmes. Cuando eras niño regías tus inte-
reses aún mejor que ahora; en cambio, ahora que eres grande y has alcanzado la
medida de la juventud —y eso que cualquiera pensaría que eres hijo de un hombre
rico mirando tu talla y hermosura, un ser de otro sitio—, y no tienes voluntad ni
juicio como es debido. ¡Qué acción es esta que se ha producido en el palacio...!, y
tú que has permitido que se ultrajara a este forastero... ¿Qué pasaría si un huésped
alojado en nuestro palacio recibiera este doloroso trato? Seguro que la vergüenza
y el escarnio de las gentes serían para ti.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Madre mía, no me voy a indignar porque te irrites conmigo, que pienso en mi


interior y sé muy bien cada cosa, lo bueno y lo malo, aunque hasta ahora he sido
todavía un niño. Pero no puedo pensar en todo con discreción, pues me asustan
estos que se sientan a mi lado maquinando maldades y yo no tengo quien me
ayude. El altercado entre el forastero e Iro se ha producido no por voluntad de los
pretendientes, sino porque aquel era más vigoroso.

«¡Ojalá —por Zeus padre, Atenea y Apolo— que los pretendientes inclinaran su
cabeza vencidos, en el patio los unos, dentro de la casa los otros, y se les aflojaran

212
La Odisea

los miembros de la misma forma que el desdichado Iro está ahora sentado con la
cabeza gacha, semejante a un borracho, sin poder tenerse en pie ni volver a casa,
pues sus miembros están flojos.»

Así se decían uno a otro. Y Eurímaco se dirigió a Penélope con palabras:

« Hija de Icario, prudente Penélope, si te contemplaran todos los aqueos de Argos


de Yaso, serían muchos más los pretendientes que se banquetearan desde el ama-
necer en vuestro palacio, pues sobresales entre las mujeres por tu forma y talla y por
el juicio que tienes dentro bien equilibrado.»

Y le contestó luego la prudente Penélope:

«Eurímaco, en verdad han destruido los inmortales mis cualidades —forma y cuer-
po—, el día en que los aqueos se embarcaron para Ilión, y con ellos estaba mi esposo
Odiseo. Si al menos viniera él y cuidara mi vida, mayor sería mi gloria y yo más be-
lla, pero estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra
mí. Cuando marchó Odiseo abandonando su tierra patria, me tomó de la mano
derecha por la muñeca y me dijo: “Mujer, no creo que vuelvan incólumes de Troya
todos los aqueos de buenas grebas, que dicen que los troyanos son buenos luchado-
res, tanto lanzando el venablo como las flechas o montando en veloces caballos, los
cuales pueden decidir rápidamente una gran contienda cuando está equilibrada.
Por esto, no sé si va a librarme dios o perecerá en la misma Troya. Cuida tú aquí
de todo; presta atención a mis padres en el palacio como ahora, o todavía más,
cuando yo esté lejos. Cuando veas que mi hijo ya tiene barba, cásate con quien
desees y abandona tu casa.” Así dijo aquel y todo se está cumpliendo. Llegará la
noche en que el odioso matrimonio salga al encuentro de esta desgraciada a quien
Zeus ha quitado la felicidad. Pero me ha llegado al corazón esta terrible aflicción:
no suele ser así —al menos antes no lo era— el comportamiento de los pretendientes
que quieren cortejar a una mujer noble, hija de un hombre rico, rivalizando entre sí;
suelen llevar vacas y rico ganado para festín de los amigos de la novia y entregar a
esta brillantes presentes, pero no comerse sin pagar una hacienda ajena.»

Así habló, y se llenó de alegría el sufridor, el divino Odiseo porque trataba de arran-
car regalos y hechizar sus corazones con blandas palabras, mientras su mente re-
volvía otras intenciones.

Entonces Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a ella:

«Hija de Icario, prudente Penélope, recibe los dones que quieran traerte los aqueos
—pues no es bueno rechazar un regalo—, que nosotros no iremos a trabajo ni a
parte alguna hasta que te desposes con el mejor de los aqueos.»

Así habló Antínoo y les agradó su palabra. Así que cada uno envió a un heraldo
para que trajera presentes. A Antínoo le trajo su heraldo un gran peplo hermoso,
bordado y con doce broches todos de oro encajados en sus bien dobladas corchetas.
A Eurímaco le trajo enseguida un collar adornado de oro, engarzado con ámbar,

213
Homero

como un sol. Sus siervos le llevaron a Euridamente dos pendientes con tres perlas,
grandes como moras, que despedían una gracia sin cuento. De casa de Pisandro,
el soberano hijo de Polictor, trajo un siervo una gargantilla, hermoso adorno. Cada
uno de los aqueos llevó su hermoso regalo. Entonces subió la divina entre las muje-
res al piso superior y a su lado las siervas portaban los hermosísimos presentes.

Los pretendientes se entregaron a la danza y al deseable canto y esperaron a que


llegara la tarde, y cuando estaban gozando se les echó encima la oscura tarde.
Entonces colocaron tres parrillas en el palacio para que les alumbraran, y en ellas
madera seca, muy seca, reseca, recién cortada con el bronce, y la mezclaron con
teas. Y las siervas del sufridor Odiseo se alternaban para alumbrar. Entonces les dijo
el mismo hijo de los dioses, el muy astuto Odiseo:

«Siervas de Odiseo, señor vuestro largo tiempo ausente, marchad a las habitacio-
nes de la venerable reina y moved la rueca junto a ella y divertidla sentadas en su
estancia, o cardad copos de lana en vuestras manos, que yo me quedaré aquí para
ofrecer luz a todos estos. Aunque quieran aguardar a Eos, de hermoso trono, no me
rendirán, que tengo mucho aguante.»

Así dijo, y ellas se echaron a reír mirándose unas a otras. Entonces empezó a cen-
surarle con palabras de reproche Melanto de lindas mejillas (la había engendrado
Dolio, pero la crió Penélope y la cuidaba como a una hija y le daba juguetes, pero
ni aun así sentía lástima en su corazón por Penélope, sino que solía acostarse y hacer
el amor con Eurímaco). Esta, pues, reprendió a Odiseo con palabras ultrajantes:

«Desgraciado forastero, estás tocado en tus mientes; no quieres ir a dormir a casa


del herrero ni al albergue público, sino que te quedas aquí y hablas mucho con
audacia, en medio de tantos hombres, sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que
el vino se ha apoderado de tus entrañas, o quizá siempre es así tu juicio y dices
sandeces. Acaso estás fuera de ti por vencer a Iro, el vagabundo. Cuidado, no se le-
vante contra ti alguien más fuerte que Iro y, golpeándote en la cabeza con pesadas
manos, te arrastre fuera del patio manchado de sangre.»

Y mirándola torvamente, le dijo el muy astuto Odiseo:

«Perra, voy a ir a contar a Telémaco lo que estás diciendo, para que te corte en
pedazos.»

Así diciendo, espantó a las mujeres con sus palabras y se pusieron en camino por el
palacio, y sus miembros estaban flojos por el terror, pues pensaban que había dicho
la verdad. Entonces Odiseo se puso junto a las parrillas ardientes para alumbrarlos
y dirigía su mirada a todos ellos, pero su corazón revolvía dentro del pecho lo que
no iba a quedar sin cumplimiento.

Y Atenea no permitió que los esforzados pretendientes contuvieran del todo los
escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el
ánimo de Odiseo Laertíada. Así que Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar
ultrajando a Odiseo —y produjo risa a sus compañeros:

214
La Odisea

«Escuchadme, pretendientes de la famosa reina, mientras os digo lo que mi cora-


zón me ordena dentro del pecho. Este hombre ha llegado a casa de Odiseo no sin la
voluntad de los dioses, que me parece que la luz de las antorchas sale de su misma
cabeza, pues no le queda ni un solo pelo.»

Así dijo, y luego se dirigió a Odiseo, destructor de ciudades:

«Forastero, ¿querrías servirme como jornalero, si te acepto, en el extremo del cam-


po (y tu jornal será suficiente), para construir cercas y plantar elevados árboles? Te
ofrecería comida todo el año y te daría ropa y calzado para tus pies. Aunque ahora
que has aprendido malas artes no querrás ponerte al trabajo, sino mendigar por el
pueblo para alimentar tu insaciable estómago.»

Y le contestó diciendo el muy astuto Odiseo:

«Eurímaco, si tú y yo rivalizáramos en el trabajo durante el verano, cuando los días


son largos, en la siega del heno y yo tuviera una bien curvada hoz y tú otra igual
para ponernos al trabajo sin comer hasta el crepúsculo —y hubiera hierba—, o si hu-
biera dos bueyes que arrear, los mejores bueyes, rojizos y grandes, saciados ambos
de heno, de igual edad y peso, nada endebles de fortaleza, y hubiera un campo de
cuatro fanegas y cediera el terrón al arado..., entonces verías si soy capaz de tirar
un surco bien derecho.

«Lo mismo digo si hoy mismo el Cronida moviera guerra en algún lado y tuviera
yo escudo y un par de lanzas y un yelmo de bronce bien ajustado a mis sienes; ibas
a verme enzarzado entre los primeros combatientes y no mentarías mi estómago
para ultrajarme. Pero eres arrogante y tu corazón es duro. Te crees grande y po-
deroso porque frecuentas la compañía de gente pequeña y villana, pero si vinie-
ra Odiseo de vuelta a su tierra patria, pronto estas puertas, con ser sobremanera
anchas, te iban a resultar estrechas cuando trataras de salir huyendo a través del
pórtico.»

Así dijo, y Eurímaco se encolerizó más todavía, y mirándole torvamente le dirigió


aladas palabras:

«Ah, desgraciado, pronto voy a producirte daño por lo que dices en presencia de
tantos hombres sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado
de tus entrañas o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. ¿Acaso estás fuera
de ti por haber vencido a Iro, el vagabundo?»

Así diciendo, cogió el escabel, pero Odiseo fue a sentarse junto a las rodillas de
Anfínomo de Duliquia por temor a Eurímaco, y este alcanzó al escanciador en el
brazo derecho. La jarra cayó al suelo con estrépito y el copero se desplomó boca
arriba gritando.

Los pretendientes alborotaron en el sombrío palacio y uno decía así al que tenía
cerca:

215
Homero

«¡Ojalá el forastero este hubiera muerto en otra parte antes de venir! Así no ha-
bría organizado tal alboroto. Ahora, en cambio, estamos peleándonos por culpa
de unos mendigos y no habrá placer en el magnífico festín, pues está venciendo lo
peor.»

Y la divina fuerza de Telémaco habló entre ellos:

« Desdichados, estáis enloquecidos y ya no podéis ocultar más tiempo los efectos de


la comida y bebida. Sin duda os empuja un dios. Conque marchaos a casa a dormir
ahora que os habéis banqueteado bien, cuando os lo ordene el ánimo, que yo no
empujaré a nadie.»

Así dijo, y todos clavaron los dientes en sus labios y se admiraban de Telémaco
porque había hablado audazmente. Entonces Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el so-
berano hijo de Aretes, se levantó entre ellos y dijo:

«Amigos, que nadie se moleste por lo dicho tan justamente, tocándole con palabras
contrarias. No maltratéis tampoco al forastero ni a ninguno de los esclavos del pa-
lacio del divino Odiseo. Conque, vamos, que el copero haga una primera libación,
por orden, en las copas, para que una vez realizada marchemos a casa a dormir.
En cuanto al forastero, dejémoslo en el palacio de Odiseo al cuidado de Telémaco,
ya que es a su casa donde ha llegado.»

Así dijo y a todos les agradó su palabra. El héroe Mulio, heraldo de Duliquio, mez-
cló vino en la crátera —era siervo de Anfínomo— y, puesto en pie, repartió vino a
todos. Estos libaron en honor de los dioses felices con delicioso vino y, cuando habían
hecho la libación y bebido cuanto quiso su ánimo, se pusieron en camino, cada uno
a su casa, para dormir.

216
La Odisea

CANTO XIX
La esclava Euriclea reconoce a Odiseo
En cambio, el divino Odiseo se quedó en el palacio ideando, con la ayuda de Ate-
nea, la muerte contra los pretendientes, y de súbito dijo a Telémaco aladas pala-
bras:

«Telémaco, es preciso que lleves adentro todas las armas y que, cuando los preten-
dientes las echen de menos y pregunten, los engañes con estas suaves palabras: “Las
he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó
a Troya, que están ennegrecidas hasta donde les ha alcanzado el aliento del fuego.
Además, un demón ha puesto en mi interior una razón más poderosa: no sea que
os llenéis de vino y, levantando disputa entre vosotros, lleguéis a heriros unos a otros
y a llenar de vergüenza el convite y vuestras pretensiones de matrimonio; que el
hierro por sí solo arrastra al hombre”».

Así dijo; Telémaco obedeció a su padre, y llamando a su nodriza Euriclea le dijo:

«Tata, reténme a las mujeres dentro de las habitaciones del palacio mientras trans-
porto a la despensa las magníficas armas de mi padre a las que el humo ennegrece,
pues están descuidadas por la casa mientras mi padre está ausente; que yo era has-
ta hoy un niño pequeño, pero ahora quiero transportarlas para que no les llegue
el aliento del fuego.»

Y le respondió su nodriza Euriclea:

« Hijo, ¡ojalá hubieras adquirido ya prudencia para cuidarte de la casa y guardar


todas tus posesiones! Pero ¿quién portará entonces la luz a tu lado?, pues no dejas
salir a las esclavas; quienes podrían alumbrarte.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«El forastero, este, pues no permitiré que esté ocioso el que toca mi vasija, aunque
haya venido de lejos.»

Así dijo, y a ella se le quedaron sin alas las palabras. Así que cerró las puertas
de las habitaciones, agradables para vivir. Entonces se apresuraron Odiseo y su

217
Homero

resplandeciente hijo a llevar adentro los cascos y los abollados escudos y las agudas
lanzas, y por delante Palas Atenea hacía una luz hermosísima con una lámpara. Y
Telémaco dijo de pronto a su padre:

«Padre, es una gran maravilla esto que veo con mis ojos: las paredes del palacio
y los hermosos intercolumnios y las vigas de abeto y las columnas que las soportan
arriba se muestran a mis ojos como si fueran de fuego encendido. Seguro que al-
gún dios de los que poseen el ancho cielo está dentro.» Y le respondió y dijo el muy
astuto Odiseo:

«Calla y reténlo en tu pensamiento, y no preguntes; esta es la manera de obrar


de los dioses que poseen el Olimpo. Pero acuéstate, que yo me quedaré aquí para
provocar todavía más a las esclavas y a tu madre; ella me preguntará sobre cada
cosa entre lamentos.»

Así dijo, y Telémaco, iluminado por las brillantes antorchas, se puso en camino a
través del palacio hacia el dormitorio donde solía acostarse cuando le llegaba el
dulce sueño.

También entonces se acostó allí y aguardaba a Eos divina. En cambio el divino


Odiseo se quedó en el mégaron ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte contra
los pretendientes. Entonces salió de su dormitorio la prudente Penélope semejante
a Artemis o a la dorada Afrodita. Le habían colocado junto al hogar el sillón bien
labrado con marfil y plata donde solía sentarse. Lo había fabricado en otro tiempo
el artífice Icmalio y, unido a él, había puesto para los pies un escabel sobre el que se
echaba una gran piel. Allí se sentó la discreta Penélope y llegaron del mégaron las
esclavas de blancos brazos; retiraron el abundance pan y las mesas y copas donde
bebían los arrogantes varones, y arrojaron al suelo el fuego de las parrillas amonto-
nando sobre él mucha leña para que hubiera luz y para calentar. Entonces Melanto
reprendió a Odiseo por segunda vez:

«Forastero, ¿es que incluso ahora, por la noche, vas a importunar dando vueltas
por la casa y espiar a las mujeres? Vete afuera, desdichado, y contente con la comi-
da, o vas a salir afuera enseguida, aunque sea alcanzado por un tizón.»

Y mirándola torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Desdichada, ¿por qué te diriges contra mí con ánimo irritado? ¿Acaso porque voy
sucio y visto mi cuerpo con ropa miserable y pido limosna por el pueblo? La necesi-
dad me empuja; así son los mendigos y los vagabundos. También yo en otro tiempo
habitaba feliz mi próspera casa entre los hombres y muchas veces daba a un va-
gabundo, de cualquier ralea que fuese, cualquier cosa que precisara al llegar. Y eso
que tenía innumerables esclavos y muchas otras cosas con las que la gente vive bien
y se la llama rica. Pero Zeus Cronida me las arrebató, pues así lo quiso. Por esto,
¡cuidado, mujer!, no sea que algún día también tú pierdas toda la hermosura por
la que ahora, desde luego, brillas entre las esclavas: no vaya a ser que tu señora se
irrite y enfurezca contigo, o llegue Odiseo, pues aún hay una parte de esperanza. Y

218
La Odisea

si este ha perecido y no es posible que regrese, sin embargo ya tiene, por voluntad
de Apolo, un hijo como Telémaco a quien ninguna de las mujeres del palacio le
pasa inadvertida si es insensata, pues ya no es tan joven.»

Así dijo: le escuchó la prudence Penélope y respondió a la esclava, le habló y la


llamó por su nombre:

«¡Atrevida, perra desvergonzada!, no se me oculta que cometes una mala acción


que pagarás con tu cabeza. Sabías —pues me lo has oído a mí misma— que iba a
preguntar al forastero en mis habitaciones acerca de mi esposo, pues estoy afligida
intensamente.»

Así dijo, y luego se dirigió a la despensera Eurínome:

«Eurínome, trae ya una silla y sobre ella una piel para que se siente y diga su pala-
bra el forastero y escuche la mía. Quiero interrogarle.»

Así dijo; esta llevó enseguida una pulimentada silla y sobre ella extendió una piel
donde se sentó después el sufridor, el divino Odiseo. Y entre ellos comenzó a hablar
la prudente Penélope:

«Forastero, esto es lo primero que quiero preguntarte: ¿quién de los hombres eres y
de dónde? ¿Donde están tu ciudad y tus padres?

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, ninguno de los mortales sobre la inmensa tierra podría censurarte, pues en
verdad tu gloria llega al ancho cielo como la de un irreprochable rey que, reinando
con terror a los dioses sobre muchos y valerosos hombres, sustenta la justicia y pro-
duce la negra tierra trigo y cebada y se inclinan los árboles por el fruto, y las ovejas
paren robustas y el mar proporciona peces por su buen gobierno, y el pueblo es
próspero bajo su cetro. Con todo, hazme cualquier otra pregunta en tu casa, pero
no me preguntes por mi linaje y tierra patria, no sea que cargues más mi espíritu de
penas con el recuerdo. En verdad soy muy desgraciado, pero no está bien sentarse
en casa ajena a gemir y lamentarse —que es cosa mala sufrir siempre sin descan-
so—, no sea que alguna de las esclavas se enoje contra mí —o tú misma— y diga que
derramo lágrimas por tener la mente pesada por el vino.»

Y le respondió la prudente Penélope:

«Forastero, en verdad los inmortales destruyeron mis cualidades —figura y cuer-


po— el día en que los argivos se embarcaron para Ilión y entre ellos estaba mi
esposo, Odiseo. Si al menos volviera él y cuidara de mi vida, mayor sería mi gloria y
yo más bella. Pero ahora estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad
ha agitado contra mí; pues cuantos nobles dominan sobre las islas, en Duliquio y
Same, y la boscosa Zante, y los que habitan en la misma Itaca, hermosa al atarde-
cer, me pretenden contra mi voluntad y arruinan mi casa. Por esto no me cuido de
los huéspedes ni de los suplicantes y tampoco de los heraldos, los ministros públicos,

219
Homero

sino que en la nostalgia de Odiseo se consume mi corazón. Estos tratan de apresurar


la boda, pero yo tramo engaños. Un dios me inspiró al principio que me pusiera a
tejer un velo, una tela sutil e inacabable, y entonces les dije: “Jóvenes pretendientes
míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad mi boda hasta que acabe
un velo —no sea que se me destruyan inútiles los hilos—, un sudario para el héroe
Laertes, para cuando le alcance el destino fatal de la muerte de largos lamentos;
no vaya a ser que alguna entre el pueblo de las aqueas se irrite contra mí si es ente-
rrado sin sudario el que tanto poseyó.” Así les dije, y su ánimo generoso se dejó per-
suadir. Entonces hilaba sin parar durante el día la gran tela y la deshacía durante la
noche, poniendo antorchas a mi lado. Así engañé y persuadí a los aqueos durante
tres años, pero cuando llegó el cuarto y se sucedieron las estaciones en el transcurrir
de los meses —y pasaron muchos días—, por fin me sorprendieron por culpa de mis
esclavas —¡perras, que no se cuidan de mi!— y me reprendieron con sus palabras.
Así que tuve que terminar el velo y no voluntariamente, sino por la fuerza.

«Ahora no puedo evitar la boda ni encuentro ya otro ardid. Mis padres me im-
pulsan a casarme y mi hijo se indigna cuando devoran nuestra riqueza, pues se da
cuenta, que ya es un hombre muy capaz de guardar su casa y Zeus le da gloria.
Pero, con todo, dime tu linaje y de dónde eres, pues seguro que no has nacido de
una encina de antigua historia ni de un peñasco.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable mujer de Odiseo Laertíada, ¿no vas a dejar de preguntarme sobre mi


linaje? Te lo voy a contar aunque me vas a hacer un regalo de penas todavía más
numerosas que las que me cercan —pues esta es la costumbre cuando un hombre
está ausente de su patria durante tanto tiempo como yo, errante por muchas ciu-
dades de mortales soportando males, pero aun así te voy a contestar a lo que me
preguntas e inquieres. Creta es una tierra en medio del ponto, rojo como el vino,
hermosa y fértil, rodeada de mar. En ella hay numerosos hombres, innumerables,
y noventa ciudades en las que se mezclan unas y otras lenguas. En ellas están los
aqueos y los magnánimos eteocretenses, en ellas los cidones y los dorios divididos en
tres tribus, y los divinos pelasgos. Entre estas ciudades está Cnossós, una gran urbe
donde reinó durante nueve años Minos, confidente del gran Zeus, padre de mi
padre el magnánimo Deucalión. Este nos engendró a mí y al soberano Idomeneo,
quien, juntamente con los Atridas, marchó a Ilión en las corvas naves. Mi ilustre
nombre es Etón y soy el más joven, que él es mayor y más valiente. Allí fue donde
vi a Odiseo y le di los dones de hospitalidad, pues lo había llevado a Creta la fuerza
del viento cuando se dirigía hacia Troya, después de apartarlo de las Mareas. Ha-
bía atracado en Amniso, cerca de donde está la gruta de Ilitia, en un puerto difícil,
escapando a duras penas a las tormentas. Enseguida subió a la ciudad y preguntó
por Idomeneo, pues decía que era su huésped querido y respetado. Era la décima
o la undécima aurora desde que había partido con sus cóncavas naves hacia Ilión.
Yo lo llevé a palacio y le procuré digna hospitalidad; le honré gentilmente con la
abundancia de cosas que había en la casa y tanto a él como a sus compañeros les

220
La Odisea

di harina a expensas del pueblo y rojo vino que reuní, y bueyes para sacrificar, a fin
de que saciaran su apetito.

«Allí permanecieron doce días los divinos aqueos, pues soplaba Bóreas, el viento
impetuoso, y no dejaba estar de pie sobre el suelo —algún funesto demón lo había
levantado—, pero al decimotercero cayó el viento y se dieron a la mar.» Amañaba
muchas mentiras al hablar, semejantes a verdades, y mientras ella le oía le corrían
las lágrimas y se le consumía el cuerpo. Lo mismo que en las altas montañas se de-
rrite la nieve a la que funde Euro después que Céfiro la hace caer

—y cuando está fundida los ríos aumentan su curso—, así se fundían sus hermosas
mejillas vertiendo lágrimas por su marido, que estaba a su lado.

Odiseo sentía piedad por su mujer cuando sollozaba, pero los ojos se le mantuvieron
firmes como si fueran de cuerno o hierro, inmóviles en los párpados. Y ocultaba sus
lágrimas con engaño. De nuevo le contestó con palabras y dijo:

«Forastero, ahora quiero probar si de verdad albergaste en tu palacio a mi esposo,


como afirmas, junto con sus compañeros, semejantes a los dioses. Dime cómo eran
los vestidos que cubrían su cuerpo y cómo era él mismo, y háblame de sus compa-
ñeros, los que le seguían.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, es difícil decirlo después de tan larga separación, pues ya hace veinte años
que marchó de allí y dejó mi patria, pero aun así te lo diré como mi corazón me lo
pinta. El divino Odiseo tenía un manto purpúreo de lana, manto doble que sujeta-
ba un broche de oro con agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro
sujetaba entre las patas delanteras a un cervatillo moteado y lo miraba fijamente
forcejear. Y esto es lo que asombraba a todos, que, siendo de oro, el uno miraba al
cervatillo mientras lo ahogaba y el otro, deseando escapar, forcejeaba con los pies.
También vi alrededor de su cuerpo una túnica resplandeciente y como binza de ce-
bolla seca; ¡tan suave era y brillante como el sol! Muchas mujeres la contemplaban
con admiración. Pero te voy a decir una cosa que has de poner en tu interior: no
sé si Odiseo rodeaba su cuerpo con ellas ya en casa o se las dio, al marchar sobre
la veloz nave, alguno de sus compañeros o tal vez incluso algún huésped (ya que
Odiseo era amigo para muchos), pues pocos entre los aqueos eran semejantes a él.

«También yo le di una broncínea espada y un manto doble, hermoso, purpúreo, y


una túnica orlada, y lo despedí respetuosamente sobre su nave de sólidos bancos.
Le acompañaba un heraldo un poco mayor que él, de quien también te voy a
decir cómo era exactamente: caído de hombros, negra la tez, rizado el cabello y de
nombre Euribates.

Odiseo le honraba por encima de sus otros compañeros porque le concebía pensa-
mientos ajustados.»

221
Homero

Así dijo, y a ella se le levantó aún más el deseo de llorar al reconocer las señales que
le había dicho Odiseo con exactitud. Y luego que se hubo saciado del gemido de
abundantes lágrimas le respondió con palabras y dijo:

«Forastero, aunque ya antes eras digno de compasión, ahora vas a ser querido y
respetado en mi palacio, pues yo misma le di esas vestiduras que dices —las traje
dobladas de la despensa y les puse un broche resplandeciente para que fuera un
adorno para él; pero ya no lo recibiré nunca de vuelta en casa, pues con funesto
destino marchó Odiseo en cóncava nave para ver la maldita Ilión, que no hay que
nombrar.»

Y la respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer venerada de Odiseo Laertíada, ya no desfigures más tu hermoso cuerpo ni


consumas tu espíritu lamentando a tu esposo. Aunque en nada te he de reprender,
pues cualquier mujer se lamenta de haber perdido a su legítimo esposo con quien
ha engendrado hijos uniéndose en amor, aunque sea distinto de Odiseo, de quien
dicen que era semejante a los dioses. Pero deja de gemir y atiende a mi palabra,
pues te voy a hablar sinceramente y no lo voy a ocultar que ya he oído acerca del
regreso de Odiseo, que está cerca y vivo en el rico pueblo de los tesprotos. Tam-
bién trae muchos y maravillosos bienes que ha mendigado por el pueblo, pero
ha perdido a sus leales compañeros y la cóncava nave en el ponto, rojo como el
vino, cuando venía de la isla de Trinaquía, pues estaban airados contra él Zeus y
Helios, porque sus compañeros había matado las vacas de este. Así que todos ellos
perecieron en el alborotado ponto, pero a él lo empujó el oleaje sobre la quilla de
su nave hacia tierra firme, hacia la tierra de los feacios, que han nacido cercanos
a los dioses. Estos le honraron de corazón como a un dios y le dieron muchas cosas,
y querían llevarlo ellos mismos a su patria sano y salvo. Podría estar aquí Odiseo
hace mucho tiempo, pero a su ánimo le pareció más ventajoso marchar por tierra
para reunir mucha riqueza. Así es como sobresale Odiseo por su mucha astucia
entre los mortales hombres y ningún otro mortal podría rivalizar con él. Así me lo
decía Fidón, el rey de los tesprotos, y juró delante de mí mientras hacía libación
en su casa, que había echado su nave al mar y estaban dispuestos los compañeros
que iban a llevarlo a su tierra patria, pero a mí me envió antes, pues marchaba
casualmente una nave de Tesprotos a Duliquio, rica en trigo. Y me mostró cuantas
riquezas había reunido Odiseo; podrían alimentar a otro hombre hasta la décima
generación: ¡tantos tesoros tenía depositados en el palacio del rey! También me dijo
que Odiseo había marchado a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que
habla desde la divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las
claras u ocultamente a su tierra patria, después de tantos años de ausencia. Así
pues, él está a salvo y vendrá muy pronto, no permaneciendo ya largo tiempo lejos
de los suyos y de su tierra patria.

«Sin embargo, te haré un juramento: sea testigo Zeus antes que nadie, el más excel-
so y poderoso de los dioses, y el hogar del irreprochable Odiseo, al que he llegado,
que todo esto se cumplirá como yo digo; durante este mismo año vendrá Odiseo,
cuando se haya acabado este mes y comenzado el siguiente.»

222
La Odisea

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

«Forastero, ¡ojalá llegara a cumplirse esa palabra! Rápidamente conocerías mi


amistad y muchos regalos de mi parte, hasta el punto de que cualquiera que con-
tigo topara te llamaría dichoso. Pero mis presentimientos son —y así sucederá pre-
cisamente— que ni Odiseo volverá ya a casa ni tú lograrás conseguir una escolta,
puesto que no hay en la casa jefes como era Odiseo entre los hombres —si es que
alguna vez existió—para dar escolta y recibir a sus venerables huéspedes. Vamos,
siervas, lavadlo y ponedle un lecho, mantas y sábanas resplandecientes, y así, bien
caliente, le llegue Eos de trono de oro. Al amanecer lavadle y ungidle y que se ocu-
pe de comer sentado en la sala junto a Telémaco. Será doloroso para aquel de los
pretendientes que, por envidia, llegara a molestarlo. Ninguna otra acción llevará
a cabo aquí dentro, aunque se irrite terriblemente. ¿Cómo podrías saber, forastero,
que aventajo a las demás mujeres en inteligencia y consejo si comieras en el palacio
sucio, vestido miserablemente? Los hombres son de corta vida; para quien es cruel
y tiene sentimientos crueles piden todos los mortales tristezas en el futuro mientras
viva, y una vez que está muerto todos le insultan. En cambio, el que es irreprocha-
ble y tiene sentimientos irreprochables... la fama de este la llevan sus huéspedes a
todos los hombres. Y muchos lo llaman noble.» Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:

«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, las mantas y las resplandecientes sábanas


me disgustan desde el día en que dejé los nevados montes de Creta marchando
sobre la nave de largos remos. Me voy a acostar como antes, cuando dormía noches
insomnes, pues ya he descansado muchas noches en lecho miserable aguardando a
Eos, de hermoso trono. Tampoco son agradables a mi ánimo los baños de pies; nin-
guna mujer tocará mi pie de las que te son servidoras en el palacio, si no hay alguna
muy anciana y de sentimientos fieles que haya soportado en su ánimo tantas cosas
como yo. A esa no le impediría tocar mis pies.»

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

«Huésped, amigo, pues jamás ha llegado a mi casa ningún hombre tan sensato
de entre los huéspedes de lejanas tierras; con qué sabiduría dices todo, con qué
discreción. Tengo una anciana que alberga en su mente decisiones discretas, la que
alimentó y crió a aquel desdichado recibiéndolo en sus brazos cuando lo parió su
madre. Esta te lavará los pies, aunque está muy débil. Conque, vamos, levántate
enseguida, prudente Euriclea, y lava al compañero en edad de tu soberano. Tam-
bién estarán así los pies y manos de Odiseo, pues los mortales envejecen enseguida
en medio de la desgracia.»

Así dijo; la anciana se ocultaba con las manos el rostro y derramaba calientes lágri-
mas, y dijo lastimera palabra:

«¡Ay, hijo mío, que no tenga yo remedios para ti...! Con tener el ánimo temeroso
de los dioses, Zeus lo ha odiado más que a los demás hombres, que jamás mortal

223
Homero

alguno quemó tantos pingües muslos para Zeus, el que se alegra con el rayo, ni
excelentes hecatombes como tú le has ofrecido con la súplica de poder llegar a una
ancianidad feliz y poder alimentar a un hijo ilustre. En cambio solo a ti lo ha priva-
do del brillante día del regreso. Tal vez se burlen también así de aquel las esclavas
de hospedadores de lejanas tierras cuando llegue al magnífico palacio de alguno,
como se burlan de ti todas estas perras a las que no permites que te laven para
evitar el escarnio y numerosos oprobios. A mí, sin embargo, me lo ordena la hija de
Icario, la prudente Penélope, aunque no contra mi voluntad. Por esto te lavaré los
pies, por la propia Penélope y a la vez por ti mismo, pues se me conmueve dentro el
ánimo con tus penas. Pero, vamos, atiende ahora a una palabra que lo voy a decir:
muchos forasteros infortunados han venido aquí, pero creo que jamás he visto a
ninguno tan parecido a Odiseo en el cuerpo, voz y pies, como tú.» Y le respondió y
dijo el muy astuto Odiseo:

«Anciana, así dicen cuantos nos han visto con sus ojos, que somos parecidos el uno
al otro, como tú misma dices dándote cuenta.»

Así dijo; la anciana tomó un caldero reluciente y le lavaba los pies; echó mucha
agua fría y sobre ella derramó caliente. Entonces Odiseo se sentó junto al hogar
y se volvió rápidamente hacia la oscuridad, pues sospechó enseguida que esta, al
cogerlo, podría reconocer la cicatriz y sus planes se harían manifiestos. La anciana
se acercó a su soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la cicatriz que en otro
tiempo le hiciera un jabalí con su blanco colmillo cuando fue al Parnaso en com-
pañía de Autólico y sus hijos, el padre ilustre de su madre, que sobresalía entre los
hombres por el hurto y el juramento. Se lo había concedido el dios Hermes, pues en
su honor quemaba muslos de corderos y cabritos en agradecimiento y este le asistía
benévolo. Cuando Autólico fue a la opulenta población de Itaca, se encontró a un
hijo recién nacido de su hija. Euriclea lo puso sobre sus rodillas cuando había termi-
nado de cenar y le habló y llamó por su nombre:

«Autólico busca tú mismo un nombre para el hijo de tu hija, pues muy deseado es
para ti.»

Y a su vez respondió Autólico y dijo:

«Yerno e hija mía, ponedle el nombre que voy a decir. Ya que he llegado hasta aquí
enfadado con muchos hombres y mujeres a través de la fértil tierra, que su nombre
epónimo sea Odiseo. Y cuando en la plenitud de la juventud llegue a la gran casa
materna, al Parnaso donde tengo las riquezas, yo le daré de ellas y lo despediré
contento.» Por esto había marchado Odiseo, para que le diera espléndidos regalos.
Autólico y los hijos de Autólico le acogieron cariñosamente con las manos y con
dulces palabras. Y la madre de su madre, Anfitea, abrazó a Odiseo y le besó la
cabeza y hermosos ojos. Autólico ordenó a sus gloriosos hijos que dispusieran la co-
mida y estos escucharon al que se lo mandaba. Enseguida llevaron un toro de cinco
años, lo desollaron, prepararon y dividieron todo; lo partieron habilidosamente, lo
clavaron en asadores y después de asarlo cuidadosamente distribuyeron los panes.

224
La Odisea

Así que comieron durante todo el día, hasta que se puso el sol, y nadie carecía de
un bien distribuido alimento. Y cuando el sol se puso y cayó la noche, se acostaron
y recibieron el don del sueño.

Tan pronto como se mostró Eos, la hija de la mañana, la de dedos de rosa; salieron
de cacería los perros y los mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba el divino Odiseo.
Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los
ventosos valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y
profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante
de ellos iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre
ellos marchaba el divino Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga
sombra. Un enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la que no
atravesaba el húmedo soplo de los vientos al agitarse ni golpeaba con sus rayos el
resplandeciente Helios ni penetraba la lluvia por completo —¡tan densa era!—, y
una gran alfombra de hojas la cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres
y perros cuando marchaban cazando y desde la espesura, erizada la crin y brillan-
do fuego sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el primero en acometerlo, le-
vantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando herirlo. El jabalí
se le adelantó y le atacó sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con
el colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal.

En cambio Odiseo le hirió alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de la res-


plandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el polvo dando chillidos,
y escapó volando su ánimo. Enseguida le rodearon los hijos de Autólico, vendaron
sabiamente la herida del irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro
retuvieron la negra sangre.

Pronto llegaron a casa de su padre y Autólico y los hijos de Autólico lo curaron bien,
le dieron espléndidos regalos y, alegres, lo enviaron contento a su patria Itaca.

Su padre y venerable madre se alegraron al verlo volver y le preguntaban deta-


lladamente por la cicatriz, qué le había pasado. Y él les contó con detalle cómo
mientras cazaba, le había herido un jabalí con su blanco colmillo al marchar al
Parnaso con los hijos de Autólico.

La anciana tomó entre las palmas de sus manos esta cicatriz y la reconoció después
de examinarla. Soltó el pie para que se le cayera y la pierna cayó en el caldero. Re-
sonó el bronce, inclinóse él hacia atrás, hacia el lado opuesto, y el agua se derramó
por el suelo. El gozo y el dolor invadieron al mismo tiempo el corazón de la anciana
y sus dos ojos se llenaron de lágrimas, y su floreciente voz se le pegaba. Asió de la
barba a Odiseo y dijo:

«Sin duda eres Odiseo, hijo mío: no te había reconocido antes de ahora, hasta tocar
a todo mi señor.»

Así dijo e hizo señas a Penélope con los ojos queriendo indicar que su esposo estaba
dentro. Pero esta no pudo verla, aunque estaba enfrente, ni comprenderla, pues

225
Homero

Atenea le había distraído la atención. Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de
la garganta con la derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo:

«Nodriza, ¿por qué quieres perderme? Tú misma me criaste sobre tus pechos. Ya he
llegado a la tierra patria tras sufrir muchas penalidades, a los veinte años. Pero ya
que te has dado cuenta y un dios lo ha puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que
se dé cuenta algún otro en el palacio; porque te voy a decir esto y ciertamente se
va a cumplir: si con la ayuda de un dios hiciese sucumbir a los ilustres pretendientes,
no te perdonaré ni a ti, con ser mi nodriza, cuando mate a las otras esclavas en mi
palacio.»

Y le contestó la prudente Euriclea:

«Hijo mío, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!

Sabes que mi ánimo es firme y no domable; me mantendré como una sólida pie-
dra o como el hierro. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: si
por tu causa un dios hace sucumbir a los ilustres pretendientes, entonces te hablaré
minuciosamente respecto a las mujeres del palacio, quiénes te deshonran y quiénes
son inocentes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Nodriza, ¿por qué me las vas a señalar tú? Yo mismo las observaré y conoceré a
cada una, pero mantén en silencio tus palabras y confía en los dioses.»

Así dijo, y la anciana marchó a través del mégaron para traer agua de lavar los
pies, pues la primera se había derramado toda. Y después que lo lavó y ungió con
espeso aceite, de nuevo arrastró Odiseo la silla cerca del fuego para calentarse, y
ocultó la cicatriz con los andrajos.

Y la prudente Penélope comenzó a hablar entre ellos:

«Forastero, solo esto te voy a preguntar, poco más, que va a ser pronto la hora de
dormir para aquel de quien el sueño se apodere dulcemente, aun estando afligi-
do. A mí me ha dado un dios una pena inmensa, pues durante el día, aunque me
lamente y gima, me complace atender a mis labores y las de las esclavas en el pa-
lacio, pero luego que llega la noche y el sueño las invade a todas, yazco en el lecho
mientras agudas angustias inquietan sin cesar mi agitado corazón. Como cuando
la hija de Pandáreo, el amarillo Aedón, canta hermosamente recién entrada la
primavera sobre el tupido follaje de los árboles —cambia a menudo de tono y vier-
te su voz de múltiples ecos llorando a su hijo Itilo, hijo del rey Zeto, a quien en otro
tiempo mató con el bronce sin darse cuenta—, así también mi ánimo vacila entre
permanecer junto a mi hijo y guardar todo intacto, mis bienes y esclavas y la casa
grande de elevada techumbre, por vergüenza al lecho conyugal y a las habladu-
rías del pueblo, o seguir a aquel de los aqueos que sea el mejor y me pretenda en el
palacio entregándome innumerables presentes de boda. Porque mientras mi hijo
era todavía pequeño e irreflexivo no me permitía casarme y abandonar la casa

226
La Odisea

de mi esposo, pero ahora que es mayor y ha llegado al límite de la edad juvenil,


incluso desea que me marche del palacio, indignado por los bienes que le comen
los aqueos.

«Conque, vamos, interprétame este sueño, escucha: veinte gansos comían en mi


casa trigo remojado con agua y yo me alegraba contemplándolos, pero vino desde
el monte una gran águila de corvo pico y a todos les rompió el cuello y los mató, y
ellos quedaron esparcidos por el palacio, todos juntos, mientras el águila ascendía
hacia el divino éter. Yo lloraba a gritos, aunque era un sueño, y se reunieron en tor-
no a mí las aqueas de lindas trenzas, mientras me lamentaba quejumbrosamente
de que el águila me hubiera matado a los gansos. Entonces volvió esta y se posó
sobre la parte superior del palacio y, llamando con voz humana, dijo: “Cobra áni-
mos, hija del muy celebrado Icario, que no es un sueño, sino visión real y feliz que
habrá de cumplirse. Los gansos son los pretendientes y yo antes era el águila, pero
ahora he regresado como esposo tuyo, yo que voy a dar a todos los pretendientes
un destino ignominioso.” Así dijo y luego me abandonó el dulce sueño. Cuando miré
en derredor vi a los gansos en el palacio comiendo trigo junto a la gamella en el
mismo sitio de costumbre.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, no es posible en modo alguno interpretar el sueño dándole otra intención,


después que el mismo Odiseo te ha manifestado cómo lo va a llevar a cabo. Clara
parece la muerte para los pretendientes, para todos en verdad; ninguno escapará
a la muerte y a las Keres.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Forastero, sin duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no


todos se cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los débiles sueños:
una construida con cuerno, la otra con marfil. De estos, unos llegan a través del bru-
ñido marfil, los que engañan portando palabras irrealizables; otros llegan a través
de la puerta de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas cuando
llega a verlos uno de los mortales. Y creo que a mí no me ha llegado de aquí el
terrible sueño, por grato que fuera para mí y para mi hijo.

«Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: esta aurora llegará in-
fausta, pues me va a alejar de la casa de Odiseo. Voy a establecer un certamen, las
hachas de combate que aquel colocaba en línea recta como si fueran escoras, doce
en total. Él se colocaba muy lejos y hacía pasar el dardo una y otra vez a través de
ellas. Ahora voy a establecer este certamen para los pretendientes y el que más fá-
cilmente tienda el arco entre sus manos y haga pasar una flecha por todas las doce
hachas, a ese seguiré inmediatamente dejando esta casa legítima, muy hermosa,
llena de riquezas. Creo que algún día me acordaré de ella incluso en sueños.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

227
Homero

«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, no difieras por más tiempo ese certamen
en tu casa, pues el muy astuto Odiseo llegará antes de que ellos toquen ese pulido
arco, tiendan la cuerda y atraviesen el hierro con la flecha.»

Y le dijo a su vez la prudente Penélope:

«Si quisieras deleitarme, forastero, sentado junto a mí en la sala, no se me vertería


el sueño sobre los párpados, pero no es posible que los hombres estén siempre sin
dormir, que los inmortales han establecido una porción para cada uno de los mor-
tales sobre la fértil tierra. Así que subiré al piso de arriba y me acostaré en el funesto
lecho, siempre regado por mis lágrimas desde que Odiseo marchó a la maldita Ilión
que no hay que nombrar. Allí me acostaré; tú acuéstate en esta estancia extendien-
do algo por el suelo, o que te pongan una cama.»

Así diciendo, subió al resplandeciente piso superior; mas no sola, que con ella mar-
chaban también las otras esclavas.

Y cuando hubo subido al piso superior con las esclavas, se puso a llorar a Odiseo, su
esposo, hasta que la de ojos brillantes le infundió sueño sobre los párpados, Atenea.

228
La Odisea

CANTO XX
La última cena de los pretendientes
Entonces el divino Odiseo comenzó a acostarse en el vestíbulo; extendió la piel no
curtida de un buey y sobre ella muchas pieles de ovejas que habían sacrificado los
aqueos, y Eurínome echó sobre él un manto cuando se hubo acostado.

Y mientras Odiseo yacía allí desvelado, meditando males en su interior contra los
pretendientes, salieron del palacio riendo y chanceando unas con otras las mujeres
que solían acostarse con estos. El ánimo de Odiseo se conmovía dentro del pecho y
lo meditaba en su mente y en su corazón si se lanzaría detrás y causaría la muerte
a cada una, o si todavía las iba a dejar unirse por última y postrera vez con los or-
gullosos pretendientes. Y su corazón le ladraba dentro. Como la perra que camina
alrededor de sus tiernos cachorrillos ladra a un hombre y se lanza a luchar con él
si no lo conoce, así también le ladraba dentro el corazón indignado por las malas
acciones. Y se golpeó el pecho y reprendió a su corazón con estas razones:

«¡Aguanta, corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más des-
vergonzado, el día en que el Cíclope de furia incontenible comía a mis valerosos
compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuando creías morir, la astucia te sacó de
la cueva.»

Así dijo increpando a su corazón y este se mantuvo sufridor, pero él se revolvía aquí
y allá. Como cuando un hombre revuelve sobre abundante fuego un vientre lleno
de grasa y sangre, pues desea que se ase deprisa, así se revolvía él a uno y otro lado,
meditando cómo pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes, siendo
él solo contra muchos. Entonces Atenea bajó del cielo y se llegó a su lado —semejan-
te en su cuerpo a una mujer— y colocándose sobre su cabeza le dijo esta palabra:

«¿Por qué estás desvelado todavía, desdichado, más que ningún mortal? Esta es tu
casa y tu mujer está en ella y tu hijo es como cualquiera desearía que fuese su hijo.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Sí, diosa, todo eso lo dices con razón, pero lo que medita mi espíritu dentro del pe-
cho es cómo pondría mis manos sobre los desvergonzados pretendientes solo como

229
Homero

estoy, mientras que ellos están siempre dentro en grupo. También medito esto den-
tro del pecho, lo más importante: si lograra matarlos por la voluntad de Zeus y de ti
misma, ¿a dónde podría refugiarme? Esto es lo que te invito a considerar.»

Y a su vez le dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Desdichado, cualquiera suele seguir el consejo de un compañero peor, aunque este


sea mortal y no conciba muchas ideas, pero yo soy una diosa, la que constantemen-
te te protege en tus dificultades. Te voy a hablar claramente: aunque nos rodearan
cincuenta compañías de hombres de voz articulada, deseosos de matar por causa
de Ares, incluso a estos podrías arrebatarles los bueyes y las pingües ovejas. Conque
procura coger el sueño; es locura mantenerse en vela y vigilar durante toda la no-
che cuando ya vas a salir de tus desgracias.»

Así diciendo, le vertió sueño sobre los párpados y se volvió al Olimpo la divina entre
las diosas.

Cuando ya comenzaba a vencerlo el sueño, el que desata las preocupaciones del


espíritu y afloja los miembros, despertó su fiel esposa y rompió a llorar sentada en
el blando lecho. Y luego que se hubo saciado de llorar la divina entre las mujeres,
suplicó en primer lugar a Artemis:

«Artemis, diosa soberana hija de Zeus, ¡ojalá me quitaras la vida ahora mismo
arrojando a mi pecho una flecha, o que me arrebatara un huracán y me lleva-
ra sobre los brumosos caminos arrojándome en la desembocadura del refluente
Océano —como cuando los huracanes se llevaron a las hijas de Pandáreo! Los dioses
aniquilaron a sus padres y ellas quedaron huérfanas en el palacio, pero la divina
Afrodita las alimentó con queso y dulce miel y con delicioso vino; Hera les otorgó
una belleza y prudencia superior a todas las mujeres; la casta Artemis les concedió
gran estatura, y Atenea les enseñó a realizar labores brillantes. Un día que Afrodita
había subido al elevado Olimpo a fin de pedir para ellas el cumplimiento de un
floreciente matrimonio a Zeus, que goza con el rayo (pues este conoce todo, tanto
la suerte como el infortunio de los mortales hombres), las Harpías arrebataron a
las doncellas y se las entregaron a las odiosas Erinias para que fueran sus criadas.
¡Así me mataran los que poseen mansiones en el Olimpo, o me alcanzara con sus
flechas Artemis, de lindas trenzas, para hundirme en la odiosa tierra y ver a Odiseo
y no tener que satisfacer los designios de un hombre inferior a él! Que la desgracia
es soportable cuando uno pasa los días llorando, acongojado en su corazón, si por la
noche se apodera de él el sueño (pues este hace olvidar lo bueno y lo malo cuando
cubre los párpados), pero a mí la divinidad incluso me envía malos sueños, pues esta
noche ha vuelto a dormir a mi lado un hombre igual a como era Odiseo cuando
marchó con el ejército. Con que mi corazón se llenó de alegría, pues no creía que
era un sueño, sino realidad.»

Así dijo, y enseguida llegó Eos, de trono de oro. Mientras aquella lloraba, escuchó su
voz el divino Odiseo y, meditando después, se le hacía que ella ya le había recono-
cido y puesto a su cabecera. Así que recogió el manto y las pieles en que se había

230
La Odisea

acostado y las puso sobre una silla dentro del mégaron, pero la piel de buey se la
llevó afuera. Y suplicó a Zeus, levantando sus manos:

«Zeus padre, si por vuestra voluntad me habéis traído a mi patria sobre lo seco y lo
húmedo, después de llenarme de males en exceso, que cualquiera de los hombres
que se despiertan dentro muestre un presagio, y que fuera se muestre otro prodigio
de Zeus.»

Así dijo suplicando y le escuchó Zeus, el que ve a lo ancho. Al punto tronó desde el
resplandeciente Olimpo, desde lo alto de las nubes, y se alegró el divino Odiseo. El
presagio lo envió una molinera desde la casa, cerca de donde el pastor de su pueblo
tenía las muelas en las que se afanaban doce mujeres en total, fabricando harina
de cebada y trigo, médula de los hombres. Las demás mujeres dormían ya, una
vez que hubieron molido su trigo pero esta, que era la más débil, todavía no había
terminado. Entonces se puso en pie y dijo su palabra, señal para su amo:

«Zeus padre, que reinas sobre dioses y hombres, has tronado fuertemente desde el
cielo estrellado —y en ninguna parte hay nubes—. Como señal, sin duda, se lo mues-
tras a alguien. Cúmpleme ahora también a mí, desdichada, la palabra que voy a
decirte: que los pretendientes tomen su agradable comida hoy por última y postre-
ra vez en el palacio de Odiseo. Ellos son quienes con el cansado trabajo han hecho
flaquear mis rodillas mientras fabricaba harina; que cenen ahora por última vez.»

Así dijo, y se alegró con el presagio el divino Odiseo y con el trueno de Zeus, pues
pensaba que castigaría a los culpables. Entonces se congregaron las esclavas en el
hermoso palacio de Odiseo y encendían en el hogar el infatigable fuego. Telémaco
se levantó del lecho, mortal igual a un dios, después de vestir sus vestidos, se echó a
los hombros la aguda espada, ató a sus relucientes pies hermosas sandalias y, asien-
do la fuerte lanza de punta de bronce, se puso sobre el umbral y dijo a Euriclea:

«Tata, ¿habéis honrado al huésped con lecho y comida, o yace descuidado?; pues
así es mi madre, aun siendo prudente: honra inconsideradamente al peor de los
hombres de voz articulada y, en cambio, al mejor lo despide sin haberlo honrado.»

Y a su vez le dijo la prudente Euriclea:

«Hijo, no vayas ahora a culpar a la inocente, pues mientras él quiso bebió vino y
de comida aseguró que ya no le apetecía más, que ella se lo preguntaba. Cuando,
finalmente, se acordó del lecho y del sueño, tu madre ordenó a las esclavas pre-
parárselo, pero él no quiso dormir en lecho y colchas, sino en el vestíbulo sobre una
piel no curtida de buey y pieles de ovejas, como alguien completamente mísero y
desventurado. Y nosotras le cubrimos con un manto.»

Así dijo; Telémaco salió del mégaron sosteniendo la lanza —a su lado marchaban
dos veloces lebreles—, y echó a caminar hacia el ágora junto a los aqueos de her-
mosas grebas.

231
Homero

Entonces la divina entre las mujeres, Euriclea, hija de Ope Pisenórida, comenzó a
dar órdenes a las mujeres:

«Vamos, unas barred diligentes y regad el palacio, y colocad en las labradas sillas
tapetes purpúreos; otras fregad con esponjas todas las mesas y limpiad las cráteras
y las labradas copas de doble asa; y otras marchad por agua a la fuente y volved
enseguida con ella, pues los pretendientes no estarán mucho tiempo lejos del pala-
cio, sino que volverán temprano, que hoy es para todos día de fiesta».

Así dijo, y ellas la escucharon y obedecieron. Unas veinte marcharon hacia la fuente
de aguas profundas y otras trabajaban habilidosamente allí mismo, en la casa.

En esto entraron los nobles sirvientes, quienes luego cortaron leña bien y con habi-
lidad. Las mujeres volvieron de la fuente y detrás llegó el porquero conduciendo
tres cerdos —los mejores entre todos—; los dejó paciendo en el hermoso cercado y se
dirigió a Odiseo con dulces palabras:

«Forastero ¿te ven mejor los aqueos ahora, o te siguen ultrajando en el palacio,
como antes?»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, castigaran ya los dioses el ultraje que estos infieren con insolencia
ejecutando acciones inicuas en casa extraña y sin tener ni parte de vergüenza!»

Esto es lo que se decían uno a otro cuando se les acercó Melantio, e1 cabrero, con-
duciendo junto con dos pastores las cabras que sobresalían entre todo el rebaño
para festín de los pretendientes; las ató bajo el sonoro pórtico y se dirigió a Odiseo
con mordaces palabras:

«Forastero, ¿vas a seguir importunando en el palacio pidiendo limosna a los hom-


bres?; ¿es que no vas a salir fuera? Creo que no nos vamos a separar sin que pruebes
mis brazos, pues tú no pides como se debe. También hay otros convites entre los
aqueos.»

Así dijo, pero a este no le contestó el muy astuto Odiseo, sino que movió la cabeza
en silencio, meditando males. Después de estos llegó tercero Filetio el caudillo de
hombres, llevando una vaca no paridera y pingues cabras para los pretendientes
(los habían pasado los barqueros, quienes también transportan a los demás hom-
bres, a cualquiera que les llegue): las ató bajo el sonoro pórtico e interrogaba al
porquero poniéndose a su lado:

«Porquero, ¿quién es este forastero recién llegado a nuestra casa?, ¿de qué hombres
se precia de ser?, ¿dónde están su familia y su tierra patria? ¡Infeliz!, desde luego
parece por su cuerpo un rey soberano. En verdad los dioses abruman con desgracia
a los hombres que vagan mucho, cuando incluso a los reyes otorgan infortunio.»

Así dijo y poniéndose a su lado le saludó con la diestra y, hablándole, dijo aladas
palabras:

232
La Odisea

«Bienvenido, padre huésped, ¡ojalá tengas felicidad en el futuro, que lo que es aho-
ra estás sujeto por numerosos males! Padre Zeus, ningún otro de los dioses es más
cruel que tú; una vez que crea a los hombres no los compadece de que caigan en el
infortunio y los tristes dolores. ¡Cosa singular!, según lo vi los ojos me lloraban, pues
me acordé de Odiseo; que también aquel, creo yo, vaga entre los hombres con tales
andrajos, si es que de alguna manera vive aún y ve la luz del sol. Porque si ya está
muerto y en las mansiones de Hades... ¡ay de mí, irreprochable Odiseo, el que me
puso al frente de las vacas, siendo niño aún en el país de los cefalenios! Ahora estas
son innumerables; de ninguna manera le podría crecer más a un hombre la raza de
vacunos de anchas frentes. Pero otros me ordenan traerlas para comérselas ellos y
no se cuidan de su hijo en el palacio ni temen la venganza de los dioses, pues desean
ya repartirse las posesiones del señor, largo tiempo ausente. Y mi corazón revuelve
esto dentro del pecho: es cosa mala marchar mientras vive su hijo al pueblo de otros,
emigrando con estas vacas hacia hombres de un país extraño, pero todavía lo es más
quedarme aquí guardando las vacas para otros y soportar tristezas. Hace tiempo me
habría marchado huyendo junto a otros reyes poderosos, pues esto ya es insoporta-
ble, pero aún espero que ese desdichado vuelva de algún sitio y haga dispersarse a los
pretendientes en el palacio.» Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Boyero, puesto que no pareces cobarde ni insensato —sé bien que la prudencia te
ha llegado a la mente—, te diré y juraré un gran juramento: ¡sea testigo Zeus antes
que los demás dioses y la hospitalaria mesa y el Hogar de Odiseo al que he llegado!;
mientras estés tú mismo aquí dentro, vendrá a casa Odiseo y con tus ojos podrás ver
muertos, si quieres, a los pretendientes que aquí mandan.»

Y el boyero le dijo:

«Forastero, ¡ojalá el Cronida cumpliera de verdad esta tu palabra! Conocerías en-


tonces cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»

También Eumeo suplicaba a todos los dioses que el prudente Odiseo volviera a
casa. Y esto es lo que se decían uno al otro.

Entre tanto los pretendientes preparaban la muerte contra Telémaco. Se les acercó
por el lado izquierdo un pájaro, el águila que vuela alto, reteniendo a una temblo-
rosa paloma, y Anfínomo comenzó a hablar entre ellos y dijo:

«Amigos, no nos saldrá bien la decisión de dar muerte a Telémaco, conque pense-
mos en la comida.»

Así dijo Anfínomo y a ellos les agradó su palabra. Entraron en el palacio del divino
Odiseo, pusieron sus mantos sobre sillas y sillones y comenzaron a sacrificar grandes
ovejas y pingües cabras, así como gordos cerdos y una vaca del rebaño. Luego
asaron las entrañas, las repartieron, mezclaron el vino en las cráteras y el porquero
distribuía las copas; Filetio, caudillo de hombres, les distribuía el pan en hermosos
canastos y Melantio vertía el vino. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían
delante.

233
Homero

Telémaco, pensando astutamente, hizo sentar a Odiseo dentro del bien construido
palacio, junto al umbral de piedra, le puso una pobre silla y una mesa pequeña
y le colocaba parte de las asaduras y le vertía vino en copa de oro. Y le dijo estas
palabras:

«Siéntate aquí con los hombres y bebe vino; yo mismo te libraré de las injurias y de
las manos de todos los pretendientes, pues esta casa no es del pueblo, sino de Odi-
seo, y la adquirió para mí. En cuanto a vosotros, pretendientes, contened vuestras
manos para que nadie suscite disputa ni altercado.»

Así habló; todos ellos clavaron los dientes en sus labios y admiraban a Telémaco,
porque había hablado audazmente. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:

«Por más dura que sea, aceptemos, aqueos, la palabra de Telémaco quien mucho
nos ha amenazado. No lo quiso Zeus Cronida, si no ya le habríamos parado los pies
en el palacio, aunque sea sonoro hablador.»

Así dijo Anfínomo, pero Telémaco no hizo caso de sus palabras. Los heraldos iban
conduciendo a través de la ciudad la sagrada hecatombe de los dioses, mientras los
melenudos aqueos se congregaban bajo el sombrío bosque de Apolo, el que hiere
de lejos. Y después que hubieron asado la carne de las partes externas, las retira-
ron, repartieron y celebraban un gran banquete. Y los que servían pusieron junto
a Odiseo una porción igual a las que había tocado en suerte a ellos; así lo había
ordenado Telémaco, el hijo del divino Odiseo.

Y Atenea no dejaba que los arrogantes pretendientes contuvieran del todo los es-
carnios que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el
ánimo de Odiseo Laertíada. Había entre los pretendientes un hombre de pensa-
mientos impíos. Ctesipo era su nombre y en Same habitaba su casa. Este pretendía
a la esposa de Odiseo, largo tiempo ausente, confiado en sus muchas posesiones. Y
decía entonces a los soberbios pretendientes:

«Escuchadme, ilustres pretendientes, lo que voy a deciros. El forastero tiene una


parte igual, como es razonable, pues no es decoroso ni justo privar del festín a los
huéspedes de Telémaco, cualquiera que llegue a este palacio. Pero también yo voy
a darle un regalo de hospitalidad para que él mismo se lo entregue al bañero o a
otro de los esclavos que habitan el palacio del divino Odiseo.»

Así diciendo, cogió de una bandeja una pata de buey y se la arrojó con robusta
mano. Odiseo inclinó la cabeza ligeramente, la esquivó y sonrió en su ánimo con
sonrisa sardónica. La pata dio en el bien construido muro y Telémaco reprendió a
Ctesipo con su palabra:

«Ctesipo, lo mejor para tu vida ha sido no alcanzar al forastero, pues él ha evitado


el golpe; en caso contrario, yo te habría alcanzado de lleno con la aguda lanza, y
en vez de boda, tu padre se habría cuidado de tu funeral. Por esto, que ninguno
muestre sus insolencias en mi casa, pues ya comprendo y sé cada cosa, las buenas y

234
La Odisea

las malas. Hace poco aún era niño y toleraba, aun viéndolo, el degüello de ovejas
así como el vino que se bebía y la comida, pues es difícil que uno solo contenga a
muchos. Conque, vamos, no me causéis ya más daños como si fuerais enemigos,
aunque si me queréis matar con el bronce, sería mejor morir que ver continuamen-
te estas obras inicuas: a los huéspedes maltratados y a las esclavas indignamente
forzadas en mi hermoso palacio.»

Así dijo y todos ellos enmudecieron en el silencio. Y más tarde dijo Agelao Damas-
tórida:.

«Amigos ninguno vaya a irritarse contestando con razones contrarias a lo dicho con
justicia. No maltratéis al forastero ni a ningún otro de los esclavos que hay en la
casa de Odiseo, aunque yo diría una palabra dulce a Telémaco y a su madre, si esta
fuera agradable a su corazón: mientras vuestro ánimo confiaba en que regresaría a
casa el prudente Odiseo, no os indignabais porque permanecieran los pretendientes
ni por retenerlos en la casa; incluso habría sido lo mejor si Odiseo hubiese regresado
a casa. Pero ya es evidente que no ha de volver de ningún modo; conque, vamos,
siéntate junto a tu madre y dile que case con quien sea el mejor y le entregue más
cosas, para que tú sigas poseyendo con alegría todo lo de tu padre, comiendo y
bebiendo, y ella cuide la casa de otro.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«¡No, por Zeus, Agelao, y por las tristezas de mi padre quien puede que haya muer-
to o ande errante lejos de Itaca! De ninguna manera trato de retrasar el casamien-
to de mi madre; por el contrario, la exhorto a casarse con el que quiera e incluso le
doy regalos innumerables. Pero me avergüenzo de arrojarla del palacio contra su
voluntad, con palabra forzosa. ¡No permita la divinidad que esto suceda!»

Así dijo Telémaco, y Palas Atenea levantó una risa inextinguible entre los preten-
dientes y les trastornó la razón. Reían con mandíbulas ajenas y comían carne san-
guinolenta; sus ojos se llenaban de lágrimas y su ánimo presagiaba el llanto. Enton-
ces les habló Teoclímeno, semejante a un dios:

«¡Ah, desdichados!, ¿qué mal es este que padecéis? En noche están envueltas vues-
tras cabezas y rostros y de vuestras rodillas abajo. Se enciende el gemido y vuestras
mejillas están llenas de lágrimas. Con sangre están rociados los muros y los hermosos
intercolumnios y de fantasmas lleno el vestíbulo y lleno está el patio de los que mar-
chan a Erebo bajo la oscuridad. El sol ha desaparecido del cielo y se ha extendido
funesta niebla.»

Así dijo, y todos se rieron de él dulcemente. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a


hablar entre ellos:

«Está loco el forastero recién llegado de tierra extraña.

Vamos, jóvenes, llevadlo rápidamente fuera de la casa; que marche al ágora, ya


que piensa que aquí es de noche.»

235
Homero

Y le contestó Teoclímeno, semejante a un dios:

«Eurímaco, no to he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojos, oídos


y ambos pies y una razón bien construida en mi pecho, en absoluto incongruente.
Con estos me voy afuera, pues veo claro que la destrucción se os acerca, de la que
no va a poder huir ninguno de los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, se-
mejante a un dios, insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.»

Así diciendo salió del palacio, agradable vivienda, y marchó a casa de Pireo, quien
lo recibió benévolo. Y los pretendientes se miraban unos a otros e irritaban a Telé-
maco, burlándose de sus huéspedes. Así decía uno de los arrogantes jóvenes:

«Telémaco, nadie es más desafortunado con los huéspedes que tú. Tienes uno como
ese mendigo vagabundo necesitado de comida y vino, en absoluto conocedor de
hazañas ni de vigor, sino un peso muerto de la tierra, y ese otro que se levantó a
vaticinar; si me hicieras caso, lo mejor sería que metiéramos a los forasteros en una
nave de muchos bancos y los enviáramos a Sicilia, donde te darían un precio conve-
niente.» Así dijeron los pretendientes, pero Telémaco no hacía caso de sus palabras,
sino que miraba a su padre en silencio, aguardando siempre cuándo pondría las
manos sobre los desvergonzados pretendientes.

Y la hermosa hija de Icario, la prudence Penélope, poniendo su sillón enfrente es-


cuchaba las palabras de cada uno de los hombres en el palacio. Así es como se
prepararon, entre risas, un almuerzo dulce y agradable, pues habían sacrificado en
abundancia. Pero ninguna otra cena podría ser más desgraciada como la que iban
a prepararles más tarde la diosa y el fuerte hombre, pues ellos fueron los primeros
en ejecutar acciones indignas.

236
La Odisea

CANTO XXI
El certamen del arco
Entonces Atenea, la diosa de ojos brillantes, inspiró en la mente de la hija de Icario,
la prudente Penélope, que dispusiera el arco y el ceniciento hierro en el palacio de
Odiseo para los pretendientes, como competición y para comienzo de la matanza.
Subió a la alta escalera de su casa y tomando en su vigorosa mano una bien curva-
da llave, hermosa, de bronce y con mango de marfil, echó a andar con sus esclavas
hacia la última habitación donde se hallaban los objetos preciosos del señor —bron-
ce, oro y labrado hierro—. Allí estaba también el flexible arco y el carcaj de las
flechas con muchos y dolorosos dardos que le había dado como regalo un huésped,
Ifito Eurítida, semejante a los inmortales, cuando lo encontró en Lacedemonia. Se
encontraron los dos en Mesenia, en casa del prudente Ortíloco. Odiseo había ido por
una deuda que le debía todo el pueblo: en efecto, unos mesenios se le habían lleva-
do de Ítaca trescientas ovejas, con sus pastores, en naves de muchos bancos. A causa
de estas, Odiseo caminó mucho camino seguido, aunque era joven, pues le habían
mandado su padre y otros ancianos. Ifito, por su parte, buscaba unos animales que
le habían desaparecido, doce yeguas y mulos pacientes en el trabajo. Estas serían
después muerte y destrucción para él, cuando llegó junto al hijo de Zeus de ánimo
esforzado, junto al mortal Heracles concebidor de grandes empresas, quien, aun
siendo su huésped, lo mató en su casa. ¡Desdichado!, no temió la venganza de los
dioses ni respetó la mesa que le había puesto; y, después de matarlo, retuvo a las
yeguas de fuertes pezuñas en el palacio. Cuando buscaba a estas, se encontró con
Odiseo y le dio el arco que usaba el gran Eurito y que había legado a su hijo al
morir en su elevado palacio.

Odiseo, por su parte, le entregó aguda espada y fuerte lanza como inicio de una
afectuosa amistad, pero no llegaron a sentarse uno a la mesa del otro, pues an-
tes el hijo de Zeus mató a Ifito Eurítida, semejante a los inmortales, quien había
dado el arco a Odiseo. Este lo llevaba en su patria, pero no lo tornó al marchar al
combate sobre las negras naves, sino que estaba en el palacio como recuerdo de
su huésped.

Cuando hubo llegado a la habitación la divina entre las mujeres y puso el pie sobre
el umbral de roble (en otro tiempo lo había pulido sabiamente el artífice, había

237
Homero

enderezado con la plomada y levantado las jambas colocando sobre ella las res-
plandecientes puertas) desató la correa del tirador, introdujo la llave apuntando
de frente y corrió los cerrojos de las puertas. Estas resonaron como el toro que pace
en la pradera —¡tanto resonó la hermosa puerta empujada por la llave!— y se le
abrieron inmediatamente. Luego ascendió a la hermosa tarima donde estaban las
arcas en que yacían los perfumados vestidos. Extendió el brazo, tomó del clavo el
arco con su misma funda, el cual resplandecía, y sentada con él sobre sus rodillas,
rompió a llorar ruidosamente sin soltar el arco del rey. Luego que se hubo saciado
del gemido de muchas lágrimas, echó a andar hacia el mégaron en busca de los
ilustres pretendientes con el flexible arco entre sus manos y la aljaba portadora de
dardos con muchas y dolorosas saetas; y junto a ella las siervas llevaban un arcón en
que había mucho hierro y bronce, ¡los trofeos de un soberano como él!

Cuando llegó a los pretendientes, se detuvo junto a una columna del techo, sólida-
mente construido, sosteniendo un grueso velo ante sus mejillas; y a uno y a otro lado
de ella estaba en pie una fiel doncella.

Al punto se dirigió a los pretendientes y dijo:

«Escuchadme, ilustres pretendientes que hacéis uso de esta casa para comer y be-
ber sin cesar un instante, la de un hombre que lleva ausente largo tiempo. Ningún
otro pretexto podéis poner sino que estáis deseosos de casaros conmigo y tomarme
por mujer. Conque, vamos, pretendientes, esto es lo que se os muestra como certa-
men: colocaré el gran arco del divino Odiseo y aquel que lo tense más fácilmente
y haga pasar el dardo por las doce hachas, a este seguiré inmediatamente aban-
donando esta casa querida, muy hermosa, llena de riqueza, de la que un día, creo,
me acordaré incluso en sueños.» Así dijo y ordenó a Eumeo, el divino porquero, que
ofreciera a los pretendientes el arco y el ceniciento hierro. Eumeo lo recibió llorando
y lo puso en tierra; y al otro lado lloraba el boyero cuando vio el arco del soberano.
Y Antínoo les increpó, les habló y llamó por su nombre:

«Necios campesinos, que solo pensáis en las cosas del día; cobardes, ¿por qué de-
rramáis lágrimas y conmovéis el ánimo de esta mujer? Dolorida está ya por otras
razones, desde que perdió a su esposo. Conque, vamos, sentaos a comer en silencio
o marchaos afuera a llorar y dejad ahí mismo el arco, certamen inofensivo para los
pretendientes. No creo que se tense fácilmente este bien pulido arco, pues no hay
entre todos estos un hombre como era Odiseo. Le vi —me acuerdo— siendo yo niño
pequeño.»

Así dijo, y es que en su interior esperaba tensar el arco y hacer pasar la flecha por
el hierro. Pero en verdad el irreprochable Odiseo, a quien entonces deshonraba en
el palacio incitaba a sus compañeros—, iba a darle a probar, antes que a nadie, el
dardo despedido de sus manos.

Y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:

«No, no me ha hecho muy prudente Zeus, el hijo de Crono; mi madre, prudente


como es, me dice que va a seguir a otro dejando esta casa y yo me río y alegro

238
La Odisea

con ánimo insensato. Conque apresuraos, pretendientes, que esta competición os la


gane una mujer cual no hay ya en la tierra aquea ni en la sagrada Pilos ni en Argos
ni en Micenas ni en la misma Itaca ni en el oscuro continente. Pero también voso-
tros lo sabéis, ¿qué necesidad tengo de alabar a mi madre? Así que, vamos, no lo
retraséis con pretextos ni esperéis más tiempo a tender el arco para que os veamos.
También yo probaré este arco y, si logro tenderlo y traspasar el hierro con la flecha,
no dejaría, para dolor mío, esta casa mi venerable madre por seguir a otro, ni me
quedaría yo atrás cuando soy capaz de llevarme el hermoso trofeo de mi padre.»

Así dijo, y quitándose el manto purpúreo de los hombros, se puso en pie y descolgó
de su hombro la aguda espada. En primer lugar colocó las hachas abriendo para
todas un largo surco, las alineó a cuerda y puso tierra alrededor.

El asombro se apoderó de todos los que veían cuán ordenadamente las había co-
locado —nunca antes lo habían visto. Entonces fue a ponerse sobre el umbral y
probar el arco. Tres veces lo movió deseando tenderlo y tres veces desistió de su
ímpetu esperando en su interior tender la cuerda y atravesar el hierro con una
flecha. Y quizá lo habría tendido, tirando con fuerza por cuarta vez, pero Odiseo
le hizo señas de que no, aunque mucho lo deseaba. Y habló de nuevo entre ellos la
sagrada fuerza de Telémaco:

«¡Ay, ay, creo que voy a ser en adelante cobarde y débil!, o quizá es que soy dema-
siado joven y no puedo confiar en mis brazos para rechazar a un hombre cuando
alguien me ataca primero. Pero, vamos; vosotros que sois superiores a mi en fuer-
zas, probad el arco y acabemos el certamen.»

Así diciendo, dejó el arco en el suelo, lejos de sí, lo apoyó contra las bien ajustadas,
bien pulidas puertas y colgó la aguda flecha de una hermosa anilla y volvió a sen-
tarse en la silla de donde se había levantado. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de
Eupites:

«Compañeros, levantaos todos, uno tras otro, comenzando por la derecha del lugar
donde se escancia el vino.»

Así dijo Antínoo, y les agradó su palabra.

Levantóse el primero Leodes, hijo de Enopo, el cual era su arúspice y se sentaba jun-
to a una hermosa crátera, siempre en el rincón más escondido; solo a él eran odiosas
las iniquidades y estaba indignado contra todos los pretendientes. Entonces fue el
primero en tomar el arco y el agudo dardo y marchó a ponerse sobre el umbral.
Probó el arco y no pudo tenderlo, pues antes se cansó de tirar hacia atrás con sus
blandas, no encallecidas manos. Y dijo entre los pretendientes:

«Amigos, yo no puedo tenderlo, que lo coja otro. Este arco privará de la vida y del
alma a muchos nobles. Aunque es preferible morir que no conseguir aquello por
lo que estamos reunidos siempre aquí, esperando todos los días. Ahora cualquiera
espera y desea en su ánimo casarse con Penélope, la esposa de Odiseo, pero una

239
Homero

vez que pruebe el arco y lo vea, que pretenda, buscando con regalos de boda, a
alguna otra de las aqueas de hermoso peplo, y aquella rápidamente se casará con
quien más cosas le regale y le venga designado por el destino.»

Así diciendo, dejó el arco en el suelo, lejos de sí, lo apoyó contra las bien ajustadas,
bien pulidas puertas y colgó la aguda flecha de una hermosa anilla, y volvió a sen-
tarse en la silla de donde se había levantado.

Entonces le increpó Antínoo, le habló y le llamó por su nombre:

«Leodes, ¡qué palabra terrible e inaguantable —me he irritado al escucharla— ha


escapado del cerco de tus dientes!; que este arco privará a los pretendientes de la
vida y el alma porque tú no puedes tenderlo. No, solo a ti no te parió tu venerable
madre para ser tirador de arco y flechas, pero otros ilustres pretendientes lo tende-
rán enseguida.»

Así dijo y ordenó a Melantio el cabrero:

«Apresúrate a encender fuego en el palacio, Melantio, y coloca al lado un sillón


grande con pieles encima; y trae un gran pan de sebo que hay dentro para que
calentemos el arco, lo untemos con grasa y lo probemos, para terminar de una vez
el certamen.»

Así dijo; Melantio encendió enseguida un fuego infatigable, acercóle un sillón, con
pieles encima y llevó un gran pan de sebo que había dentro. Los jóvenes calentaron
el arco y trataron de tenderlo, pero no podían, pues estaban muy faltos de fuerzas.
Pero todavía Antínoo estaba a la expectativa y Eurímaco semejante a un dios, jefes
de los pretendientes y señaladamente los mejores por su valor. Habían salido del
palacio, en mutua compañía, el boyero y el porquero del divino Odiseo. Y les siguió
él mismo, el divino Odiseo, desde la casa; y cuando ya estaban fuera de las puertas
y del patio les habló con suaves palabras:

«Boyero y tú, porquero, les diré alguna palabra o mejor la mantendré oculta?
El ánimo me ordena decirla. ¿Cómo seríais para defender a Odiseo si llegara de
alguna parte, así de repente, y alguna divinidad lo enviara? ¿Defenderíais a los
pretendientes o a Odiseo? Contestad como el corazón y el ánimo os lo ordenen.»

Y el boyero dijo:

«Zeus padre, ¡ojalá cumplieras este deseo mío de que llegue aquel hombre condu-
cido por alguna divinidad! Conocerías cuál es mi fuerza y qué brazos me acompa-
ñan.»

Eumeo suplicaba a todos los dioses de la misma manera que regresara a casa el
prudente Odiseo.

Y una vez que este conoció su verdadero pensamiento, de nuevo les contestó con
sus palabras y dijo:

240
La Odisea

«Ya está él dentro; soy yo mismo, que después de pasar muchas calamidades he lle-
gado a los veinte años a la tierra patria. También me doy cuenta que solo vosotros
dos entre los esclavos deseabais mi llegada, que de los otros, a ninguno he oído que
suplicara para que yo regresara a casa. Así que a vosotros dos os diré la verdad de
lo que va a suceder: si por mi mano la divinidad hace sucumbir a los ilustres preten-
dientes, os daré a ambos esposa y posesiones, y casas edificadas cerca de la mía; y
seréis, además, compañeros y hermanos de mi Telémaco.

Vamos, os voy a mostrar otra señal manifiesta para que me reconozcáis bien y
confiéis en vuestro ánimo, la cicatriz que en otro tiempo me infirió un jabalí con su
blanco colmillo, cuando marché al Parnaso con los hijos de Autólico.»

Así diciendo, apartó los andrajos de la gran cicatriz y luego que estos la vieron y
examinaron bien cada parte rompieron en llanto, echaron los brazos alrededor del
prudente Odiseo y le besaban y acariciaban la cabeza y los hombros. También él
besaba sus cabezas y manos y se les habría puesto la luz del sol mientras lloraban,
si no los hubieran calmado y hablado Odiseo mismo:

«Contened el llanto y el gemido, no sea que alguien os vea si sale del palacio y vaya
adentro a decirlo. Entrad uno tras otro, no juntos; primero yo y después vosotros.
La señal será la siguiente: todos los demás, cuántos son ilustres pretendientes no
dejarán que me sean entregados el arco y el carcaj, pero tú, divino Eumeo, llévalo
a través de la habitación para ponerlo en mi mano y di a las mujeres que cierren
las puertas del palacio ajustándolas fuertemente. En el caso de que alguna oiga
gemido o golpe de hombres entre nuestras paredes que no acuda a la puerta, que
se quede en silencio junto a su labor. En cuanto a ti, divino Filetio, te encargo cerrar
con llave las puertas del patio y poner enseguida una cadena.»

Así diciendo, entró en la bien construida casa y se fue a sentar en la silla de donde se
había levantado; y después entraron los dos siervos del divino Odiseo.

Eurímaco ya estaba moviendo el arco con las manos hacia uno y otro lado, calentán-
dolo con el brillo del fuego, pero ni aun así podía tenderlo y se afligía grandemente
en su noble corazón. Así que suspiró, dijo su palabra, habló y llamó por su nombre:

«¡Ay, ay, en verdad siento pesar por mí mismo y por todos! Y no es que me lamente
tanto por la boda, aunque me duela — pues hay muchas otras aqueas, unas en
la misma Itaca rodeada de mar y otras en las restantes ciudades—, como porque
seamos tan débiles de fuerza comparados con el divino Odiseo, que no podemos
tender el arco. ¡Será una vergüenza que se enteren los venideros!»

Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió luego a él:

«Eurímaco, no será así —y lo sabes también tú—. Ahora se celebra en el pueblo— la


sagrada fiesta del dios. ¿Quién podría tender el arco? Dejadle tranquilamente en el
suelo y las hachas de doble filo dejémoslas ahí puestas, pues no creo que se las lleve
nadie que venga al palacio de Odiseo Laertíada. Con que vamos, que el copero

241
Homero

haga una primera ofrenda, por orden, en las copas para que una vez realizada
dejemos el curvado arco. Ordenad a Melantio que traiga cabras al amanecer, las
que sobresalgan entre todas, para que probemos el arco y terminemos el certamen
de una vez, después de ofrecer muslos a Apolo, famoso por su arco.»

Así dijo Antínoo, y les agradó su palabra. Así que los heraldos vertieron agua sobre
sus manos y unos jóvenes coronaban con vino las cráteras y lo distribuyeron entre
todos haciendo una primera ofrenda en las copas. Y después que hubieron hecho
libación y bebido cuanto quiso su apetito, les dijo meditando engaños el muy astuto
Odiseo:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, mientras os digo lo que el corazón


me ordena dentro del pecho. Me dirijo principalmente a Eurímaco y Antínoo, se-
mejante a un dios, puesto que él ha dicho oportunamente que dejéis ahora el arco
y os volváis a los dioses, que al amanecer la divinidad dará fuerzas al que quisiere.
Vamos, dadme el pulimentado arco para que pueda probar con vosotros mi fuer-
za y mis brazos, para ver si tengo todavía el vigor cual antes tenía en mis flexibles
miembros, o ya me lo han destruido la vida errante y la falta de cuidados.»

Así dijo, y todos ellos se indignaron sobremanera temiendo que lograse tender el
pulido arco.

Entonces Antínoo le increpó y llamó por su nombre:

«¡Ah, miserable entre los forasteros, no tienes ni el más mínimo seso! ¿No te conten-
tas con participar tranquilamente del festín con nosotros, los poderosos, y que no
se te prive de nada del banquete, e incluso escuchar nuestras palabras y conversa-
ción? Ningún otro forastero ni mendigo escucha nuestras palabras. Te trastorna el
vino, dulce como la miel, el que daña a quien lo arrebata con avidez y no lo bebe
comedidamente. El vino perdió también al ilustre centauro Euritión en el palacio
del muy noble Pirítoo cuando marchó al país de los Lapitas. Cuando había dañado
su mente con el vino, cometió enloquecido acciones indignas en la casa de Pirítoo,
pero la indignación se apoderó de los héroes y se arrojaron sobre él, lo arrastraron
afuera a través del vestíbulo y le cortaron orejas y nariz con cruel bronce. Y él,
dañado en su mente, se marchó soportando su desgracia con ánimo demente. Por
esto se produjo la contienda entre hombres y Centauros, y aquel fue el primero que
encontró el mal para sí mismo por haberse cargado de vino.

«También a ti te anuncio una gran desgracia si tiendes el arco, pues no encontrarás


afabilidad en nuestro pueblo y te enviaremos en negra nave al rey Equeto, azote
de todos los mortales, y de allí no podrás escapar a salvo. Así que bebe tranquilo y
no trates de rivalizar con hombres más jóvenes»

Y la prudente Penélope se dirigió luego a él:

«Antínoo, no es decoroso ni justo ultrajar a los huéspedes de Telémaco, cualquiera


que llegue a este palacio. ¿Crees que si el huésped lograra tender el arco, confiado

242
La Odisea

en sus manos y fuerza, me llevaría a casa y haría su esposa? Ni siquiera él mismo


alberga en su pecho tal esperanza. Que ninguno de vosotros coma con corazón
acongojado por causa de este, pues no parece cosa en modo alguno razonable.»

Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:

«Hija de Icario, prudente Penélope, no creemos que este te vaya a llevar, ni parece
razonable, pero nos llenan de vergüenza las murmuraciones de hombres y mujeres,
no sea que alguna vez el peor de los aqueos pueda decir: “En verdad son hombres
muy inferiores los que pretenden a la esposa de un hombre irreprochable, pues no
son capaces de tender el pulido arco; en cambio un mendigo cualquiera que llegó
errante tendió fácilmente el arco y atravesó el hierro.”

«Así dirá y tales reproches serán para nosotros.»

Y la prudente Penélope se dirigió a él:

«Eurímaco, no es posible en modo alguno que tengan buena fama en el pueblo


quienes deshonran la casa de un varón principal y se la comen. ¿Por qué os hacéis
merecedores de tales oprobios? Este forastero es muy alto y vigoroso y afirma ser
hijo de un padre de noble linaje. Vamos, dadle el pulimentado arco, para que vea-
mos. Os diré algo que se va a cumplir: si lograra tenderlo y Apolo le diera gloria,
le vestiré de manto y túnica, hermosos vestidos, y le daré un agudo venablo para
protección contra perros y hombres y una espada de doble filo; también le daré
sandalias para sus pies y le enviaré a donde su corazón le empuje.»

Y Telémaco le habló discretamente:

Madre mía, ninguno de los aqueos tiene más poder que yo para dar el arco o
negárselo a quien yo quiera, ni cuantos gobiernan sobre la áspera Itaca ni cuantos
en las islas de junto a la Elide, criadora de caballos. Ninguno de estos me forzaría
contra mi voluntad si yo quisiera de una vez dar este arco al extranjero para lle-
várselo. Conque, vamos, marcha a tu habitación y ocúpate de las labores que te
son propias, el telar y la rueca, y ordena a tus esclavas que se apliquen a las suyas.
El arco será cuestión de los hombres y principalmente de mí, de quien es el poder
en este palacio»”

Y ella volvió asombrada a su habitación poniendo en su pecho la prudente palabra


de su hijo. Y luego que hubo subido al piso superior con sus siervas, rompió a llorar
por Odiseo, su esposo, hasta que Atenea, de ojos brillantes, le echó dulce sueño sobre
los párpados.

Entonces el divino porquero tomó el curvado arco y se disponía a llevarlo, cuando


los pretendientes todos empezaron a amenazarlo en el palacio; y uno de los jóvenes
arrogantes decía así:

«¿Adónde llevas el curvado arco, miserable porquero, insensato? Creo que bien
pronto te van a comer lejos de aquí los perros, junto a las marranas que tú cuida-
bas, si Apolo y los demás dioses nos son propicios.»

243
Homero

Así dijeron, y este dejó el arco en el mismo sitio atemorizado porque todos, le ame-
nazaban en el palacio. Pero Telémaco le dijo entre amenazas desde el otro lado:

«Abuelo, sigue adelante con el arco —no creo que hagas bien en obedecer a to-
dos—, no sea que yo, con ser más joven, te persiga hasta el campo arrojándote
piedras, pues soy más fuerte. ¡Ojalá fuera tan superior en manos y vigor a cuantos
pretendientes están en mi casa! Pronto despediría de mi palacio a alguno para que
se marchara vergonzosamente, pues maquinan maldades.»

Así dijo y todos los pretendientes se rieron dulcemente de él y abandonaron su terri-


ble cólera contra Telémaco. El porquero llevó el arco por la habitación y poniéndose
junto al prudente Odiseo se lo entregó. Luego llamó a la nodriza Euriclea y le dijo:

«Prudente Euriclea, Telémaco ordena que cierres bien las puertas del mégaron y
que, si alguna de las siervas oye gemidos o golpes de hombres dentro de nuestras
paredes, que no acuda a la puerta, que se quede en silencio junto a su labor.»

Así dijo; a Euriclea se le quedaron sin alas las palabras y cerró enseguida las puertas
del mégaron, agradable para habitar. Filetio salió sigilosamente y cerró enseguida
las puertas del bien cercado patio. Había bajo el pórtico el cable de papiro de una
curvada nave; con este sujetó las puertas, entró y fue a sentarse en la silla de la que
se, había levantado mirando directamente a Odiseo.

Este ya estaba manejando el arco, dándole vueltas probándolo por uno y otro lado
no fuera que la carcoma hubiera roído el cuerno mientras su dueño estaba ausente.

Y uno de los pretendientes decía así, mirando al que tenía cerca:

«Desde luego es un hombre conocedor y entendido en arcos. Quizá también él tie-


ne de estos en casa o siente impulsos de construirlos, según lo mueve entre sus manos
aquí y allá este vagabundo conocedor de desgracias.»

Y otro de los jóvenes arrogantes decía así:

«¡Ojalá consiguiera tanto provecho como va a conseguir tender el arco!»

Así decían los pretendientes. Entretanto el muy astuto Odiseo, luego que hubo pal-
pado y examinado por todas partes el gran arco... Como cuando un hombre enten-
dido en liras y canto consigue fácilmente tender la cuerda con una clavija nueva,
atando a uno y otro lado la bien retorcida tripa de una oveja, así tendió Odiseo sin
esfuerzo el gran arco. Luego lo tomó con su mano derecha, palpó la cuerda y esta
resonó semejante al hermoso trino de una golondrina. Entonces les entró gran pesar
a los pretendientes y se les tornó el color. Zeus retumbó con fuerza mostrando una
señal y se llenó de alegría el sufridor, el divino Odiseo porque el hijo de Crono, de
torcidos pensamientos, le había enviado un prodigio. Y tomó un agudo dardo que
tenía suelto sobre la mesa, pues los otros estaban dentro del cóncavo carcaj, los que
iban a probar pronto los aqueos. Lo acomodó en la encorvadura, tiró del nervio
y de las barbas allí sentado, desde su misma silla, disparó el dardo apuntando de

244
La Odisea

frente y no marró ninguna de las hachas desde el primer agujero, pues la flecha de
pesado bronce salió atravesándolas.

Entonces dijo a Telémaco:

«Telémaco, este huésped que tienes sentado en tu palacio no lo cubre de vergüen-


za, que no he errado el blanco ni me he fatigado tratando de tender el arco. Toda-
vía me queda vigor, no como me echan en cara los pretendientes por deshonrarme.
Pero ya es hora de que los aqueos preparen su cena mientras haya luz y que luego
se solacen con el canto y la lira, pues estos son complemento de un banquete.»

Así dijo, e hizo una señal con las cejas. Telémaco se ciñó la aguda espada, el hijo del
divino Odiseo; puso su mano sobre la lanza y se quedó en pie junto a su mismo sillón,
armado de reluciente bronce.

245
Homero

CANTO XXII
La venganza
Entonces el muy astuto Odiseo se despojó de sus andrajos, saltó al gran umbral
con el arco y el carcaj lleno de flechas y las derramó ante sus pies diciendo a los
pretendientes:

«Ya terminó este inofensivo certamen; ahora veré si acierto a otro blanco que no ha
alcanzado ningún hombre y Apolo me concede gloria.»

Así dijo, y apuntó la amarga saeta contra Antínoo. Levantaba este una hermosa
copa de oro de doble asa y la tenía en sus manos para beber el vino. La muerte no
se le había venido a las mentes, pues ¿quién creería que, entre tantos convidados,
uno, por valiente que fuera, iba a causarle funesta muerte y negro destino? Pero
Odiseo le acertó en la garganta y le clavó una flecha; la punta le atravesó en línea
recta el delicado cuello, se desplomó hacia atrás, la copa se le cayó de la mano al
ser alcanzado y al punto un grueso chorro de humana sangre brotó de su nariz.
Rápidamente golpeó con el pie y apartó de sí la mesa, la comida cayó al suelo y se
mancharon el pan y la carne asada.

Los pretendientes levantaron gran tumulto en el palacio al verlo caer, se levanta-


ron de sus asientos lanzándose por la sala y miraban por todas las bien construidas
paredes, pero no había en ellas escudo ni poderosa lanza que poder coger. E incre-
paron a Odiseo con coléricas palabras:

«Forastero, haces mal en disparar el arco contra los hombres; ya no tendrás que
afrontar más certámenes, pues te espera terrible muerte. Has matado a uno que
era el más excelente de los jóvenes de Itaca; te van a comer los buitres aquí mismo.»

Así lo imaginaban todos, porque en verdad creían que lo había matado involun-
tariamente; los necios no se daban cuenta de que también sobre ellos pendía el
extremo de la muerte. Y mirándolos torvamente les dijo el muy astuto Odiseo:

«Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando devastabais mi


casa, forzabais a las esclavas y, estando yo vivo tratabais de seducir a mi esposa sin
temer a los dioses que habitan el ancho cielo ni venganza alguna de los hombres.

246
La Odisea

Ahora pende sobre vosotros todos el extremo de la muerte.»

Así habló y se apoderó de todos el pálido terror y buscaba cada uno por dónde
escapar a la escabrosa muerte. Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:

«Si de verdad eres Odiseo de Itaca que ha llegado, tienes razón en hablar así de
las atrocidades que han cometido los aqueos en el palacio y en el campo. Pero ya
ha caído el causante de todo, Antínoo; fue él quien tomó la iniciativa, no tanto por
intentar el matrimonio como por concebir otros proyectos que el Cronida no llevó a
cabo: reinar sobre el pueblo de la bien construida Itaca tratando de matar a tu hijo
con asechanzas. Ya ha muerto este por su destino, perdona tú a tus conciudadanos,
que nosotros, para aplacarte públicamente, te compensaremos de lo que se ha co-
mido y bebido en el palacio estimándolo en veinte bueyes cada uno por separado,
y te devolveremos bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga; antes de ello no
se te puede reprochar que estés irritado.»

Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Eurímaco, aunque me dierais todos los bienes familiares y añadierais otros, ni aun
así contendría mis manos de matar hasta que los pretendientes paguéis toda vues-
tra insolencia. Ahora solo os queda luchar conmigo o huir, si es que alguno puede
evitar la muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará a la escabrosa muerte.

Así habló y las rodillas y el corazón de todos desfallecieron allí mismo. Eurímaco
habló otra vez entre ellos y dijo:

«Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que una vez que ha
cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido umbral hasta matarnos
a todos. Pensemos en luchar; sacad las espadas, defendeos con las mesas de los dar-
dos que causan rápida muerte. Unámonos todos contra él por si logramos arrojarlo
del umbral y las puertas, vayamos por la ciudad y que se promueva gran alboroto:
sería la última vez que manejara el arco.»

Así habló, y sacando la aguda espada de bronce, de doble filo, se lanzó contra
él con horribles gritos. Al mismo tiempo le disparó una saeta el divino Odiseo, y
acertándole en el pecho, junto a la tetilla, le clavó la veloz flecha en el hígado. Se
le cayó de la mano al suelo la espada y doblándose se desplomó sobre la mesa y
derribó por tierra los manjares y la copa de doble asa. Golpeó el suelo con su frente,
con espíritu conturbado, y sacudió la silla con ambos pies, y una niebla se esparció
por sus ojos.

Anfínomo se fue derecho contra el ilustre Odiseo y sacó la aguda espada por si
podía arrojarlo de la puerta, pero se le adelantó Telémaco y le clavó por detrás la
lanza de bronce entre los hombros y le atravesó el pecho. Cayó con estrépito y dio
de bruces en el suelo. Telémaco se retiró dejando su lanza de larga sombra allí, en
Anfínomo, por temor a que alguno de los aqueos le clavara la espada mientras él
arrancaba la lanza de larga sombra o le hiriera al estar agachado. Echó a correr y

247
Homero

llegó enseguida adonde estaba su padre y, poniéndose a su lado, le dirigió aladas


palabras: «Padre, voy a traerte un escudo y dos lanzas y un casco todo de bronce
que se ajuste a tu cabeza. De paso me pondré yo las armas y daré otras al porquero
y al boyero, que es mejor estar armados.»

Y le respondió el muy astuto Odiseo:

«Tráelas corriendo mientras tengo flechas para defenderme, no sea que me arrojen
de la puerta al estar solo.»

Así habló, y Telémaco obedeció a su padre. Fue a la estancia donde estaban sus
famosas armas y tomó cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos de bronce con
crines de caballo, los llevó y se puso enseguida al lado de su padre. Primero prote-
gió él su cuerpo con el bronce y, cuando los dos siervos se habían puesto hermosas
armaduras, se colocaron todos junto al prudente y astuto Odiseo.

Mientras tuvo flechas para defenderse, fue hiriendo sin interrupción a los preten-
dientes en su propia casa apuntando bien. Y caían uno tras otro. Pero cuando se le
acabaron las flechas al soberano, una vez que las hubo disparado, apoyó el arco
contra una columna del bien construido aposento, junto al muro reluciente, y se
cubrió los hombros con un escudo de cuatro pieles; en la robusta cabeza se colocó
un labrado casco —el penacho de crines de caballo ondeaba terrible en lo alto—,
y tomó dos poderosas lanzas guarnecidas con bronce. Había en la bien construida
pared un postigo y en el umbral extremo de la sólida estancia había una salida ha-
cia un corredor y estaba cerrado por batientes bien ajustados. Mandó Odiseo que
lo custodiara el divino porquero manteniéndose firme en él, pues era la única sali-
da. Entonces Agelao les habló a todos con estas palabras:

«Amigos, ¿no habrá nadie que ascienda por el postigo, se lo diga a la gente y se
produzca al punto un tumulto? Sería la última vez que este manejara el arco.»

Y le respondió el cabrero Melantio:

«No es posible, Agelao de linaje divino; está muy cerca la hermosa puerta del patio
y es difícil la salida al corredor; un solo hombre, que sea valiente, nos contendría a
todos. Pero, vamos, os traeré armas de la despensa, pues creo que allí, y no en otro
sitio, las colocaron Odiseo y su ilustre Hijo.»

Así diciendo, subió el cabrero Melantio por una tronera del mégaron a la estancia
de Odiseo, de donde tomó doce escudos, otras tantas lanzas e igual número de
cascos de bronce con crines de caballo. Fue y se lo entregó rápidamente a los pre-
tendientes. Entonces sí que desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo cuando
vio que se ponían las arenas y blandían en sus manos las largas lanzas, pues ahora
la empresa le parecía arriesgada. Y al punto dirigió a Telémaco aladas palabras:

«Telémaco, alguna de las mujeres del palacio, o Melantio, encienden contra noso-
tros combate funesto.»

248
La Odisea

Y le respondió Telémaco discretamente:

«Padre, yo tuve la culpa de ello, no hay otro culpable, que dejé abierta la bien
ajustada puerta de la habitación, y su espía ha sido más hábil. Pero vete, divino
Eumeo, y cierra la puerta de la despensa; y entérate de si quien hace esto es una
mujer o Melantio, el hijo de Dolio, como yo creo.»

Mientras así hablaban entre sí, el cabrero Melantio volvió a la estancia para traer
hermosas armas, pero se dio cuenta el divino porquero y al punto dijo a Odiseo,
que estaba cerca:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo —rico en ardides, aquel hombre desco-
nocido del que sospechábamos ha vuelto al aposento. Dime claramente si lo debo
matar, en caso de vencerlo, o he de traértelo para que pague las muchas insolen-
cias que ha cometido en tu casa.»

Y le respondió el muy astuto Odiseo:

«Yo y Telémaco contendremos en esta sala a los nobles pretendientes, a pesar de


su mucho ardor. Vosotros ponedle atrás pies y manos y metedlo en la habitación,
cerrad la puerta y echándole una soga trenzada colgadlo de las vigas en lo alto de
una columna, para que viva largo tiempo sufriendo fuertes dolores.»

Así habló, y ellos dos le escucharon y obedecieron, y, dirigiéndose a la estancia, le


pasaron inadvertidos a Melantio, que estaba dentro. Este buscaba armas en lo más
recóndito de la habitación y ellos montaron guardia a uno y otro lado de las jam-
bas. Cuando atravesaba el umbral el cabrero Melantio, llevando en una mano un
hermoso casco y en la otra un ancho escudo viejo, cubierto de moho, que el héroe
Laertes solía llevar en su juventud y ahora se hallaba en el suelo con las correas
rotas, se le echaron encima y lo arrastraron adentro por los pelos; lo echaron al
suelo angustiado en su corazón y, poniéndole atrás pies y manos, se las ataron con
doloroso nudo, como había mandado el hijo de Laertes, el divino y sufridor Odiseo;
echaron a las vigas, en lo alto de una columna, la soga trenzada y burlándote le
dijiste, porquero Eumeo:

«Ahora velarás toda la noche acostado en esta blanda cama que te mereces, y no
te pasará inadvertida la llegada de la que nace de la mañana, de trono de oro,
desde las corrientes de Océano, a la hora en que sueles traer las cabras a los preten-
dientes para preparar el almuerzo.»

Así quedó, suspendido de funesto nudo, y ellos dos se pusieron las arenas, cerraron la
brillante puerta y se dirigieron hacia el prudence y astuto Odiseo. Se detuvieron allí
respirando ardor y eran cuatro los del umbral y muchos y valientes los de dentro. Y
se les unió Atenea, la hija de Zeus, que tomó el aspecto y la voz de Méntor. Odiseo
se alegró al verla y le dijo:

«Méntor, aparta de nosotros el infortunio, acuérdate del compañero amado que


solía hacerte bien, pues eres de mi edad.» Así habló, aunque sospechaba que era

249
Homero

Atenea, la que empuja al combate. Y los pretendientes le hacían reproches en la


sala, siendo Agelao Damastórida el primero en hablar:

«Méntor, que no te convenza Odiseo con sus palabras de luchar contra los preten-
dientes y ayudarle a él, pues que se cumplirá nuestro intento de esta manera: una
vez que hayamos matado a estos, al padre y al hijo, perecerás tú también por lo
que tramas en el palacio y pagarás con tu cabeza. Y cuando seguemos vuestra
violencia con el hierro, mezclaremos a los de Odiseo cuantos bienes posees dentro
y fuera de tu palacio y no permitiremos que tus hijos ni hijas vivan en el palacio, ni
que tu fiel esposa ande por la ciudad de Itaca.

Así hablo, Atenea se encolerizó más en su corazón y le hizo reproches a Odiseo con
airadas palabras:

«Ya no hay en ti, Odiseo, aquel vigor y fuerza de cuando luchabas con los troyanos
por Helena de blancos brazos, hija de ilustre padre, durante nueve años seguidos;
diste muerte a muchos hombres en combate cruel y por tu consejo se tomó la ciu-
dad de Príamo, de anchas calles. ¿Cómo es que ahora que has llegado a tu casa y
posesiones imploras ser valiente contra los pretendientes? Ven aquí, amigo, ponte
firme junto a mí y mira mis obras, para que veas cómo es Méntor Alcímida para
devolverte los favores entre tus enemigos.»

Así habló, y es que no quería concederle todavía del todo la indecisa victoria antes
de probar el vigor y la fuerza de Odiseo y su ilustre hijo. Conque se lanzó hacia
arriba y fue a posarse en una viga de la sala ennegrecida por el fuego, semejante
a una golondrina de frente.

Animaban a los contendientes Agelao Damastórida Eurínomo, Anfimedonte, De-


moptólemo, Pisandro Polictórida y el prudente Pólibo, pues eran los más valientes
de cuantos pretendientes vivían y luchaban por sus vidas. A los demás los había
derribado ya el arco y las numerosas flechas. A todos se dirigió Agelao con estas
palabras:

«Amigos, ahora contendrá este hombre sus manos indómitas, puesto que se ha ido
Méntor tras decirle inútiles fanfarronadas y han quedado solos al pie de las puertas.
Conque no lancéis todos a una las largas lanzas; vamos, disparad primero los seis,
por si Zeus nos concede de alguna manera que Odiseo sea blanco de los disparos
y conseguir gloria. De los otros no habrá cuidado una vez que este al menos haya
caído.»

Así dijo, y dispararon todos como les ordenara, bien atentos, pero Atenea dejó sin
efecto todos sus disparos. De estos, uno alcanzó la columna del bien construido mé-
garon, otro la puerta sólidamente ajustada. De otro, la lanza de fresno, pesada
por el bronce, fue a estrellarse contra el muro. Y una vez que habían esquivado las
lanzas de los pretendientes comenzó a hablar entre ellos el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigos, también yo ahora quisiera deciros que disparemos contra la turba de los
pretendientes, quienes, además de los anteriores males, desean matarnos.»

250
La Odisea

Así dijo, y todos dispararon las afiladas lanzas apuntando de frente. A Demoptóle-
mo lo mató Odiseo, a Eurfades Telémaco, a Elato el porquerizo y a Pisandro el que
estaba al cuidado de los bueyes. Así que luego todos a una mordieron el inmenso
suelo mientras los otros pretendientes se retiraron hacia el fondo del mégaron. Y
ellos se lanzaron sobre los cadáveres y les quitaron las lanzas.

De nuevo los pretendientes dispararon las afiladas lanzas, bien atentos. Pero Ate-
nea dejó sin efecto todos sus disparos. De ellos, uno alcanzó la columna del bien
construido mégaron, otro la puerta sólidamente ajustada. De otro la lanza de fres-
no, pesada por el bronce, fue a estrellarse contra el muro. Pero esta vez Anfime-
donte hirió a Telémaco en la muñeca, levemente, y el bronce le dañó la superficie
de la piel; Cresipo rasguñó el hombro de Eumeo con la larga lanza por encima del
escudo, y esta, sobrevolando, cayó a tierra.

De nuevo los que rodeaban al prudente y astuto Odiseo dispararon las afiladas
lanzas contra la turba de los pretendientes y de nuevo alcanzó a Euridamante,
Odiseo, el destructor de ciudades, a Anfimedonte, Telémaco, y a Pólibo, el porque-
ro, y luego alcanzó en el pecho a Ctesipo el que estaba al cuidado de los bueyes y
jactándose le dijo:

«Politérsida, amigo de insultar, no digas nunca nada altanero cediendo a tu insen-


satez, antes bien cede la palabra a los dioses, puesto que en verdad son mejores con
mucho. Este será para ti el don de hospitalidad por la patada que diste a Odiseo,
semejante a un dios, cuando mendigaba por el palacio.»

Así dijo el que estaba al cuidado de los cuernitorcidos bueyes. Después Odiseo hirió
de cerca al Damastórida con su larga lanza y Telémaco hirió de cerca con su lanza
en medio de la ijada a Leócrito Evenórida, y el bronce le atravesó de parte a parte.
Cayó de cabeza y dio de bruces en el suelo. Entonces Atenea levantó la égida, des-
tructora para los mortales, desde lo alto del techo y sus corazones sintieron pánico.
Así que los unos huían por el mégaron como vacas de rebaño a las que persigue el
movedizo tábano, lanzándose sobre ellas en la estación de la primavera, cuando
los días son largos.

En cambio, los otros, como los buitres de retorcidas uñas y corvo pico bajan de los
montes y caen sobre las aves que, asustadas por la llanura, tratan de remontarse
hacia las nubes —estos se lanzan sobre las aves y las matan, ya que no tienen de-
fensa alguna ni posibilidad de huida y se alegran los hombres de la captura—, así
golpeaban estos a los pretendientes corriendo en círculo por la sala.

Y eran horribles los gemidos que se levantaban cuando las cabezas de los preten-
dientes golpeaban el suelo —y este humeaba todo con sangre.

Fue entonces cuando Leodes se arrojó a las rodillas de Odiseo y asiéndolas le supli-
caba con aladas palabras:

«Te suplico asido a tus rodillas, Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Pues lo
aseguro que nunca dije ni hice nada insensato a mujer alguna en el palacio. Por

251
Homero

el contrario, solía hacer desistir a cualquiera de los pretendientes que tratara de


hacerlas, pero no me obedecían en alejar sus manos de la maldad. Por esto y por
sus insensateces han atraído hacia sí un destino indigno y yo, sin haber hecho nada,
yaceré con ellos por ser su arúspice, que no hay agradecimiento futuro para los que
obran bien.»

Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Si te precias de ser el arúspice de estos, seguro que a menudo estabas pronto a su-
plicar en el palacio que el fin de mi dulce regreso fuera lejano, para atraer hacia ti
a mi querida esposa y que te pariera hijos. Por esto no podrías escapar a la muerte
de largos lamentos.» Así diciendo, tomó con su ancha mano la espada que estaba en
el suelo, la que Agelao había dejado caer al sucumbir. Con ella le atravesó el cuello
por el centro y mientras todavía hablaba Leodes, su cabeza se mezcló con el polvo.
También el aedo Femio Terpiada trataba de evitar la negra Ker, el que cantaba a la
fuerza entre los pretendientes. Estaba de pie sosteniendo entre sus manos la sonora
lira junto al portillo, y dudaba entre salir desapercibido del mégaron y sentarse junto
al altar del gran Zeus, protector del Hogar, donde Laertes y Odiseo habían quemado
muchos muslos de reses, o lanzarse a las rodillas de Odiseo y suplicarle. Y mientras así
pensaba, le pareció más ventajoso asirse a las rodillas de Odiseo Laertíada. Así que
dejó en el suelo la curvada lira, entre la crátera y el sillón de clavos de plata, y se
arrojó a las rodillas de Odiseo. Y asiéndolas, le suplicaba con aladas palabras:

«Te suplico asido a tus rodillas. Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Seguro
que tendrás dolor en el futuro si matas a un aedo, a mí, que canto a dioses y hom-
bres. Yo he aprendido por mí mismo, pero un dios ha soplado en mi mente toda
clase de cantos. Creo que puedo cantar junto a ti como si fuera un dios. Por esto no
trates de cortarme el cuello. También Telémaco, tu querido hijo, podría decirte que
yo no venía a tu casa ni de buen grado ni porque lo precisara, para cantar junto a
los pretendientes en sus banquetes; mas ellos me arrastraban por la fuerza por ser
más numerosos y fuertes.»

Así dijo, y la sagrada fuerza de Telémaco le oyó; así que luego dijo a su padre que
estaba cerca:

«Detente y no hieras con el bronce a este inocente. También salvaremos al heraldo


Medonte, que siempre, mientras fui niño, se cuidaba de mí en nuestro palacio, si es
que no lo han matado ya Filetio o el porquero, o se ha enfrentado contigo cuando
irrumpiste en la sala.»

Así habló, y Medonte, conocedor de pensamientos discretos, le oyó. Estaba tirado


bajo un sillón y le cubría una piel recién cortada de buey, tratando de evitar la
negra muerte. Enseguida saltó de debajo del sillón, se despojó de la piel de buey y
se arrojó a las rodillas de Telémaco, y asiéndolas le suplicaba con aladas palabras:

«Amigo, ese soy yo; detente y di a tu padre que no me dañe con el agudo bronce,
poderoso como es, irritado con los pretendientes quienes le consumieron los bienes
en el palacio y no te respetaban a ti, ¡necios!»

252
La Odisea

Y sonriendo le dijo el muy astuto Odiseo:

«Cobra ánimos, ya que este te ha protegido y salvado, para que sepas —y se lo


digas a cualquier otro— que es mucho mejor una buena acción que una acción
malvada. Conque salid del mégaron e id al patio alejándoos de la matanza tú y el
afamado aedo, mientras que yo llevo a cabo en la sala lo que es menester.

Así dijo, y ambos salieron del mégaron y fueron a sentarse junto al altar del gran
Zeus, mirando asombrados a uno y otro lado, temiendo siempre la muerte.

Entonces Odiseo examinó todo su palacio por si todavía quedaba vivo algún hom-
bre tratando de evitar la negra muerte. Pero los vio a todos derribados entre polvo
y sangre, tan numerosos como los peces a los que los pescadores sacan del canoso
mar en su red de muchas mallas y depositan en la cóncava orilla —allí están todos
sobre la arena añorando las olas del mar y el brillante Helios les arrebata la vida—;
así estaban los pretendientes, hacinados uno sobre otro.

Entonces se dirigió a Telémaco el muy astuto Odiseo:

«Telémaco, vamos, llámame a la nodriza Euriclea para que le diga la palabra que
tengo en mi interior.»

Así dijo; Telémaco obedeció a su padre y marchando hacia la puerta, dijo a la


nodriza Euriclea:

«Ven acá, anciana, tú eres la vigilante de las esclavas en nuestro palacio; ven, te
llama mi padre para decirte algo.»

Así dijo, y a ella se le quedó sin alas su palabra; abrió las puertas del mégaron,
agradable para habitar, y se puso en camino, y luego la condujo Telémaco.

Encontró a Odiseo entre los cuerpos recién asesinados rociado de sangre ya coa-
gulada, como un león que va de camino luego de haber engullido un toro salvaje
—todo su pecho y su cara están manchados de sangre por todas partes y es terrible
al mirarlo de frente. Así de manchado estaba Odiseo por sus brazos y piernas—.
Cuando la nodriza vio los cadáveres y la sangre a borbotones, arrancó a gritar, pues
había visto una obra grande, pero Odiseo la contuvo y se lo impidió, por más que
lo deseaba, y dirigiéndose a ella le dijo aladas palabras:

«Alégrate, anciana, en lo interior y no grites, que no es santo ufanarse ante hom-


bres muertos. A estos los ha domeñado la Moira de los dioses y sus obras insensatas,
pues no respetaban a ninguno de los terrenos hombres, noble o del pueblo, que se
llegara a ellos. Por esto y por sus insensateces han arrastrado hacia sí un destino ver-
gonzoso. Conque, vamos, dime de las mujeres en el palacio quiénes me deshonran
y quiénes son inocentes.»

Y al punto le contestó la nodriza Euriclea:

253
Homero

«Desde luego, hijo mío, te diré la verdad. Tienes en el palacio cincuenta esclavas
a quienes hemos enseñado a realizar labores, a cardar lana y a soportar su escla-
vitud. Doce de estas han incurrido en desvergüenza y no me honran a mí ni a la
misma Penélope. Telémaco ha crecido solo hace poco y su madre no le permitía
dar órdenes a las esclavas.

Pero voy a subir al piso de arriba para comunicárselo a tu esposa, a quien un dios
ha infundido sueño.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«No la despiertes todavía. Di a las mujeres que vengan aquí, a las que han reali-
zado obras vergonzosas.»

Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para comunicárselo a las mujeres y or-
denarlas que vinieran.

Entonces Odiseo, llamando hacia sí a Telémaco, al boyero y al porquero, les dirigió


aladas palabras:

«Comenzad ya a llevar cadáveres y dad órdenes a las mujeres para que luego
limpien con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las mesas. Cuando
hayáis puesto en orden todo el palacio sacad del sólido mégaron a las mujeres y
matadlas con largas espadas entre la rotonda y el hermoso cerco del patio, hasta
que las arranquéis a todas la vida, para que se olviden de Afrodita, a la que po-
seían debajo de los pretendientes con quienes se unían en secreto.»

Así diciendo, llegaron las esclavas, todas en grupo, lanzando tristes lamentos y de-
rramando abundantes lágrimas. Primero se llevaron los cadáveres y los pusieron
bajo el pórtico del bien cercado patio, apoyándolos bien unos en otros, pues así lo
había ordenado Odiseo que las apremiaba en persona. Y ellas los llevaban por la
fuerza. Luego limpiaron con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las
mesas. Entretanto, Telémaco, el boyero y el porquero rasparon bien con espátulas
el piso de la bien construida vivienda y las esclavas se lo llevaban y lo ponían fuera.
Cuando habían puesto en orden todo el palacio, sacaron del sólido mégaron a las
esclavas y las encerraron en un lugar estrecho, entre la rotonda y el hermoso cerco
del patio, de donde no había posibilidad de huir.

Entonces, Telémaco comenzó entre ellos a hablar discretamente:

«No podría yo quitar la vida con muerte rápida a estas que han vertido tanta
deshonra sobre mi cabeza y la de mi padre cuando dormían con los pretendientes.»

Así diciendo, ató el cable de una nave de azuloscura proa a una larga columna y
rodeó con él la rotonda tensándolo hacia arriba de forma que ninguna llegara al
suelo con los pies. Como cuando se precipitan los tordos de largas alas, o las palo-
mas, hacia una red que está puesta en un matorral cuando se dirigen al nido –y en
realidad las acoge un odioso lecho—, así las esclavas tenían sus cabezas en fila —y en

254
La Odisea

torno a sus cuellos había lazos—, para que murieran de la forma más lamentable.
Estuvieron agitando los pies entre convulsiones un rato, no mucho tiempo.

También sacaron a Melantio al vestíbulo y al patio, cortáronle la nariz y las orejas


con cruel bronce, le arrancaron las vergüenzas para que se las comieran crudas los
perros, y le cortaron manos y pies con ánimo irritado.

Luego que hubieron lavado sus manos y pies, volvieron al palacio junto a Odiseo,
pues su trabajo estaba ya completo. Entonces dijo este a su nodriza Euriclea:

«Tráeme azufre, anciana, remedio contra el mal, y también fuego, para que rocíe
con azufre el mégaron; y luego ordena a Penélope que venga aquí en compañía
de sus siervas. Ordena a todas las esclavas del palacio que vengan.»

Y luego le dijo su nodriza Euriclea:

«Sí, hijo mío, todo lo has dicho como te corresponde. Vamos, voy a traerte ropa,
una túnica y un manto; no sigas en pie en el palacio cubriendo con harapos tus
anchos hombros. Sería indignante.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Antes que nada he de tener fuego en mi palacio.»

Así dijo, y su nodriza Euriclea no le desobedeció. Llevó azufre y fuego y Odiseo roció
por completo el mégaron, la sala y el patio.

Entonces la anciana atravesó el hermoso palacio de Odiseo para comunicárselo a


las mujeres e incitarlas a que volvieran. Estas salieron de la estancia llevando una
antorcha entre sus manos, rodearon y dieron la bienvenida a Odiseo y abrazándole
besaban su cabeza y hombros tomándole de las manos. Y a este le entró un dulce
deseo de llorar y gemir, pues reconocía a todas en su corazón.

255
Homero

CANTO XXIII
Penélope reconoce a Odiseo
Entonces la anciana subió gozosa al piso de arriba para anunciar a la señora que
estaba dentro su esposo, y sus rodillas se llenaban de fuerza y sus pies se levantaban
del suelo.

Se detuvo sobre su cabeza y le dijo su palabra:

«Despierta, Penélope, hija mía, para que veas con tus propios ojos lo que esperas
todos los días. Ha venido Odiseo, ha llegado a casa por fin, aunque tarde, y ha
matado a los ilustres pretendientes, a los que afligían su casa comiéndose los bienes
y haciendo de su hijo el objeto de sus violencias.»

Y se dirigió a ella la prudente Penélope:

«Nodriza querida, te han vuelto loca los dioses, los que pueden volver insensato a
cualquiera, por muy sensato que sea, y hacer entrar en razón al de mente estúpida.
Ellos te han dañado; antes eras equilibrada en tu mente.

«¿Por qué te burlas de mí, si tengo el ánimo quebrantado por el dolor, diciéndome
estos extravíos y me despiertas del dulce sueño que me tenía encadenados los pár-
pados? Jamás había dormido de tal modo desde que Odiseo marchó a la maldita
Ilión que no hay que nombrar.

«Pero vamos, baja ya y vuelve al mégaron. Porque si cualquiera otra de las muje-
res que están a mi servicio hubiera venido a anunciarme esto y me hubiera desper-
tado, seguro que la habría hecho volver al mégaron con palabra violenta. A ti, en
cambio, te valdrá la vejez, por lo menos en esto.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«No me burlo de ti en absoluto, hija mía, que en verdad ha llegado Odiseo, ha


vuelto a casa como lo anuncio y es el forastero a quien todos deshonraban en el
mégaron. Telémaco sabía hace tiempo que ya estaba dentro, pero ocultó con pru-
dencia los proyectos de su padre para que castigara la violencia de esos hombres
altivos.»

256
La Odisea

Así dijo; invadió a Penélope la alegría y, saltando del lecho, abrazó a la anciana,
dejó correr el llanto de sus párpados y hablándole dijo aladas palabras:

«Vamos, nodriza querida, dime la verdad, dime si de verdad ha llegado a casa


como anuncias; dime cómo ha puesto sus manos sobre los pretendientes desver-
gonzados, solo como estaba, mientras que ellos permanecían dentro siempre en
grupo.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«No lo he visto, no me lo han dicho, solo he oído el ruido de los que caían muer-
tos. Nosotras permanecíamos asustadas en un rincón de la bien construida habita-
ción —y la cerraban bien ajustadas puertas— hasta que tu hijo me llamó desde el
mégaron, Telémaco, pues su padre le había mandado que me llamara. Después
encontré a Odiseo en pie, entre los cuerpos recién asesinados que cubrían el firme
suelo, hacinados unos sobre otros. Habrías gozado en tu ánimo si lo hubieras visto
rociado de sangre y polvo como un león. Ahora ya están todos amontonados en
la puerta del patio mientas él rocía con azufre la hermosa sala, luego de encender
un gran fuego, y me ha mandado que te llame. Vamos, sígueme, para que vues-
tros corazones alcancen la felicidad después de haber sufrido infinidad de pruebas.
Ahora ya se ha cumplido este tu mayor anhelo: él ha llegado vivo y está en su ho-
gar y te ha encontrado a ti y a su hijo en el palacio, y a los que le ultrajaban, a los
pretendientes, a todos los ha hecho pagar en su palacio.»

Y le respondió la prudente Penélope:

«Nodriza querida, no eleves todavía tus súplicas ni te alegres en exceso. Sabes bien
cuán bienvenido sería en el palacio para todos, y en especial para mí y para nues-
tro hijo, a quien engendramos, pero no es verdadera esta noticia que me anuncias,
sino que uno de los inmortales ha dado muerte a los ilustres pretendientes, irritado
por su insolencia dolorosa y sus malvadas acciones; pues no respetaban a ninguno
de los hombres que pisan la tierra, ni al del pueblo ni al noble, cualquiera que se
llegara a ellos. Por esto, por su maldad, han sufrido la desgracia, que lo que es Odi-
seo... este ha perdido su regreso lejos de Acaya y ha perecido.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!

¡Tú, que dices que no volverá jamás tu esposo, cuando ya está dentro, junto al
hogar! Tu corazón ha sido siempre desconfiado, pero te voy a dar otra señal ma-
nifiesta: cuando le lavaba vi la herida que una vez le hizo un jabalí con su blanco
colmillo; quise decírtelo, pero él me asió la boca con sus manos y no me lo permitió
por la astucia de su mente. Vamos, sígueme, que yo misma me ofrezco en prenda
y, si te engaño, mátame con la muerte más lamentable.»

Y le contestó la prudente Penélope:

257
Homero

«Nodriza querida, es difícil que tú descubras los designios de los dioses, que han
nacido para siempre, por muy astuta que seas. Vayamos, pues, en busca de mi hijo
para que yo vea a los pretendientes muertos y a quien los mató.»

Así dijo, y descendió del piso de arriba. Su corazón revolvía una y otra vez si inte-
rrogaría a su esposo desde lejos o se colocaría a su lado, le tomaría de las manos y
le besaría la cabeza. Y cuando entró y traspasó el umbral de piedra se sentó frente
a Odiseo junto al resplandor del fuego, en la pared de enfrente. Él se sentaba junto
a una elevada columna con la vista baja esperando que le dijera algo su fuerte
esposa cuando lo viera con sus ojos, pero ella permaneció sentada en silencio largo
tiempo —pues el estupor alcanzaba su corazón. Unas veces le miraba fijamente al
rostro y otras no lo reconocía por llevar en su cuerpo miserables vestidos.

Entonces Telémaco la reprendió, le dijo su palabra y la llamó por su nombre:

«Madre mía, mala madre, que tienes un corazón tan cruel.

¿Por qué te mantienes tan alejada de mi padre y no te sientas junto a él para


interrogarle y enterarte de todo? Ninguna otra mujer se mantendría con ánimo
tan tenaz apartada de su marido, cuando este después de pasar innumerables
calamidades llega a su patria a los veinte años. Pero tu corazón es siempre más
duro que la piedra.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Hijo mío, tengo el corazón pasmado dentro del pecho y no puedo pronunciar una
sola palabra ni interrogarle, ni mirarle siquiera a la cara. Si en verdad es Odiseo y
ha llegado a casa, nos reconoceremos mutuamente mejor, pues tenemos señales
secretas para los demás que solo nosotros dos conocemos.»

Así habló y sonrió el sufridor, el divino Odiseo, y al punto dirigió a Telémaco aladas
palabras:

«Telémaco, deja a tu madre que me ponga a prueba en el palacio y así lo verá


mejor. Como ahora estoy sucio y tengo sobre mi cuerpo vestidos míseros, no me
honra y todavía no cree que yo sea aquel. Pero deliberemos antes de modo que
resulte todo mejor, pues cualquiera que mata en el pueblo incluso a un hombre
que no deja atrás muchos vengadores, se da a la fuga abandonando sus parientes
y su tierra patria, pero yo he matado a los defensores de la ciudad, a los más nobles
mozos de Itaca. Te invito a que consideres esto.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Considéralo tú mismo, padre mío, pues dicen que tus decisiones son las mejores y
ningún otro de los mortales hombres osaría rivalizar contigo. Nosotros te apoya-
remos ardorosos y te aseguro que no nos faltará fuerza en cuanto esté de nuestra
parte.»

258
La Odisea

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Te voy a decir lo que me parece mejor. En primer lugar, lavaos y vestid vuestras
túnicas, y ordenad a las esclavas en el palacio que elijan ropas para ellas mismas.
Después, que el divino aedo nos entone una alegre danza con su sonora lira, para
que cualquiera piense que hay boda si lo oye desde fuera, ya sea un caminante o
uno de nuestros vecinos; que no se extienda por la ciudad la noticia de la muerte
de los pretendientes antes de que salgamos en dirección a nuestra finca, abundan-
te en árboles. Una vez allí pensaremos qué cosa de provecho nos va a conceder el
Olímpico.»

Así habló, y al punto todos le escucharon y obedecieron. En primer lugar se lavaron


y vistieron las túnicas, y las mujeres se adornaron. Luego, el divino aedo tomó su
curvada lira y excitó en ellos el deseo del dulce canto y la ilustre danza. Y la gran
mansión retumbaba con los pies de los hombres que danzaban y de las mujeres de
lindos ceñidores. Y uno que lo oyó desde fuera del palacio decía así:

«Seguro que se ha desposado ya alguien con la muy pretendida reina. ¡Desdicha-


da!, no ha tenido valor para proteger con constancia la gran mansión de su legíti-
mo esposo, hasta que llegara.»

Así decía uno, pero no sabían en verdad qué había pasado. Después lavó a Odiseo,
el de gran corazón, el ama de llaves Eurínome y lo ungió con aceite y puso a su
alrededor una hermosa túnica y manto. Entonces derramó Atenea sobre su cabeza
abundante gracia para que pareciera más alto y más ancho e hizo que cayeran
de su cabeza ensortijados cabellos semejantes a la flor del jacinto. Como cuando
derrama oro sobre plata un hombre entendido a quien Hefesto y Palas Atenea han
enseñado toda clase de habilidad y lleva a término obras que agradan, así derra-
mó la gracia sobre este, sobre su cabeza y hombro. Y salió de la bañera semejante
en cuerpo a los inmortales.

Fue a sentarse de nuevo en el sillón, del que se había levantado, frente a su esposa,
y le dirigió su palabra:

«Querida mía, los que tienen mansiones en el Olimpo te han puesto un corazón
más inflexible que a las demás mujeres. Ninguna otra se mantendría con ánimo
tan tenaz apartada de su marido cuando este, después de pasar innumerables ca-
lamidades, llega a su patria a los veinte años. Vamos, nodriza, prepárame el lecho
para que también yo me acueste, pues esta tiene un corazón de hierro dentro del
pecho.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Querido mío, no me tengo en mucho ni en poco ni me admiro en exceso, pero sé


muy bien cómo eras cuando marchaste de Itaca en la nave de largos remos. Va-
mos, Euriclea, prepara el labrado lecho fuera del sólido tálamo, el que construyó
él mismo. Y una vez que hayáis puesto fuera el labrado lecho, disponed la cama
pieles, mantas y resplandecientes colchas.»

259
Homero

Así dijo poniendo a prueba a su esposo. Entonces Odiseo se dirigió irritado a su fiel
esposa:

«Mujer, esta palabra que has dicho es dolorosa para mi corazón.

¿Quién me ha puesto la cama en otro sitio? Sería difícil incluso para uno muy hábil
si no viniera un dios en persona y lo pusiera fácilmente en otro lugar; que de los
hombres, ningún mortal viviente, ni aun en la flor de la edad, lo cambiaría fácil-
mente, pues hay una señal en el labrado lecho, y lo construí yo y nadie más. Había
crecido dentro del patio un tronco de olivo de extensas hojas, robusto y floreciente,
ancho como una columna. Edifiqué el dormitorio en torno a él, hasta acabarlo, con
piedras espesas, y lo cubrí bien con un techo y le añadí puertas bien ajustadas, ha-
bilidosamente trabadas. Fue entonces cuando corté el follaje del olivo de extensas
hojas; empecé a podar el tronco desde la raíz, lo pulí bien y habilidosamente con
el bronce y lo igualé con la plomada, convirtiéndolo en pie de la cama, y luego lo
taladré todo con el berbiquí. Comenzando por aquí lo pulimenté, hasta acabarlo,
lo adorné con oro, plata y marfil y tensé dentro unas correas de piel de buey que
brillaban de púrpura.

Esta es la señal que te manifiesto, aunque no sé si mi lecho está todavía intacto,


mujer, o si ya lo ha puesto algún hombre en otro sitio, cortando la base del olivo.»

Así dijo, y a ella se le aflojaron las rodillas y el corazón al reconocer las señales que
le había manifestado claramente Odiseo. Corrió llorando hacia él y echó sus brazos
alrededor del cuello de Odiseo; besó su cabeza y dijo:

«No te enojes conmigo, Odiseo, que en lo demás eres más sensato que el resto de los
hombres. Los dioses nos han enviado el infortunio, ellos, que envidiaban que gozá-
ramos de la juventud y llegáramos al umbral de la vejez uno al lado del otro. Por
esto no te irrites ahora conmigo ni te enojes porque al principio, nada más verse,
no te acogiera con amor. Pues continuamente mi corazón se estremecía dentro del
pecho por temor a que alguno de los mortales se acercase a mí y me engañara con
sus palabras, pues muchos conciben proyectos malvados para su provecho. Ni la ar-
giva Helena, del linaje de Zeus, se hubiera unido a un extranjero en amor y cama,
si hubiera sabido que los belicosos hijos de los aqueos habían de llevarla de nuevo
a casa, a su patria. Fue un dios quien la impulsó a ejecutar una acción vergonzosa,
que antes no había puesto en su mente esta lamentable ceguera por la que, por
primera vez, se llegó a nosotros el dolor.

Pero ahora que me has manifestado claramente las señales de nuestro lecho, que
ningún otro mortal había visto sino solo tú y yo —y una sola sierva, Actorís, la que
me dio mi padre al venir yo aquí, la que nos vigilaba las puertas del labrado dor-
mitorio—, ya tienes convencido a mi corazón, por muy inflexible que sea.»

Así habló, y a él se le levantó todavía más el deseo de llorar y lloraba abrazado a


su deseada, a su fiel esposa. Como cuando la tierra aparece deseable a los ojos de
los que nadan (a los que Poseidón ha destruido la bien construida nave en el ponto,

260
La Odisea

impulsada por el viento y el recio oleaje; pocos han conseguido escapar del canoso
mar nadando hacia el litoral y —cuajada su piel de costras de sal— consiguen lle-
gar a tierra bienvenidos, después de huir de la desgracia), así de bienvenido era el
esposo para Penélope, quien no dejaba de mirarlo y no acababa de soltar del todo
sus blancos brazos del cuello.

Y se les hubiera aparecido Eos, de dedos de rosa, mientras se lamentaban, si la diosa


de ojos brillantes, Atenea, no hubiera concebido otro proyecto: contuvo a la noche
en el otro extremo al tiempo que la prolongaba, y a Eos, de trono de oro, la empujó
de nuevo hacia Océano y no permitía que unciera sus caballos de veloces pies, los
que llevan la luz a los hombres, Lampo y Faetonte, los potros que conducen a Eos.

Entonces se dirigió a su esposa el muy astuto Odiseo:

«Mujer, no hemos llegado todavía a la meta de las pruebas, que aún tendremos un
trabajo desmedido y difícil que es preciso que yo acabe del todo. Así me lo vaticinó
el alma de Tiresias el día en que descendí a la morada de Hades, para inquirir sobre
el regreso de mis compañeros y el mío propio. Pero vayamos a la cama, mujer, para
gozar ya del dulce sueño acostados.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Estará en tus manos el acostarte cuando así lo desee tu corazón, ahora que los
dioses te han hecho volver a tu bien edificado palacio y a tu tierra patria. Pero
puesto que has hecho una consideración —y seguro que un dios la ha puesto en
tu mente—, vamos, dime la prueba que te espera, puesto que me voy a enterar
después, creo yo, y no es peor que lo sepa ahora mismo.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Querida mía, ¿por qué me apremias tanto a que te lo diga? En fin, te lo voy a
decir y no lo ocultaré, pero tu corazón no se sentirá feliz; tampoco yo me alegro,
puesto que me ha ordenado ir a muchas ciudades de mortales con un manejable
remo entre mis manos, hasta que llegue a los hombres que no conocen el mar ni
comen alimentos aderezados con sal; tampoco conocen estos hombres las naves
de rojas mejillas ni los manejables remos que son alas para las naves. Y me dio
esta señal que no te voy a ocultar: cuando un caminante, al encontrarse conmigo,
diga que llevo un bieldo sobre mi ilustre hombro, me ordenó que en ese momento
clavara en tierra el remo, ofreciera hermosos sacrificios al soberano Poseidón — un
cabrito, un toro y un verraco semental de cerdas—, que volviera a casa y ofreciera
sagradas hecatombes a los dioses inmortales, los que poseen el ancho cielo, a todos
por orden. Y me sobrevendrá una muerte dulce, lejos del mar, de tal suerte que me
destruya abrumado por la vejez. Y a mi alrededor el pueblo será feliz. Me aseguró
que todo esto se va a cumplir.»

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

261
Homero

«Si los dioses nos conceden una vejez feliz, hay esperanza de que tendremos medios
de escapar a la desgracia.»

Así hablaban el uno con el otro. Entretanto, Eurínome y la nodriza dispusieron la


cama con ropa blanda bajo la luz de las antorchas. Luego que hubieron preparado
diligentemente el labrado lecho, la anciana se marchó a dormir a su habitación y
Eurínome, la camarera, los condujo mientras se dirigían al lecho con una antorcha
en sus manos. Luego que los hubo conducido se volvió, y ellos llegaron de buen
grado al lugar de su antiguo lecho.

Después Telémaco, el boyero y el porquero hicieron descansar a sus pies de la danza


y fueron todos a acostarse por el sombrío palacio.

Y cuando habían gozado del amor placentero, se complacían los dos esposos con-
tándose mutuamente, ella cuánto había soportado en el palacio, la divina entre las
mujeres; contemplando la odiosa comparsa de los pretendientes que por causa de
ella degollaban en abundancia toros y gordas ovejas y sacaban de las tinajas gran
cantidad de vino; por su parte, Odiseo, de linaje divino, le contó cuántas penalida-
des había causado a los hombres y cuántas había padecido él mismo con fatiga.
Penélope gozaba escuchándole y el sueño no cayó sobre sus párpados hasta que
le contara todo. Comenzó narrando cómo había sometido a los cicones y llegado
después a la fértil tierra de los Lotófagos, y cuánto le hizo al Cíclope y cómo se
vengó del castigo de sus ilustres compañeros a quienes aquel se había comido sin
compasión, y cómo llegó a Eolo, que lo acogió y despidió afablemente, pero toda-
vía no estaba decidido que llegara a su patria, sino que una tempestad lo arrebató
de nuevo y lo llevaba por el ponto, lleno de peces, entre profundos lamentos; y
cómo llegó a Telépilo de los Lestrígones, quienes destruyeron sus naves y a todos
sus compañeros de buenas grebas. Solo Odiseo consiguió escapar en la negra nave.

Le contó el engaño y la destreza de Circe y cómo bajó a la sombría mansión de


Hades para consultar al alma del tebano Tiresias con su nave de muchas filas de
remeros —y vio a todos sus compañeros y a su madre que lo había parido y cria-
do de niño, y cómo oyó el rumor de las Sirenas de dulce canto y llegó a las Rocas
Errantes y a la terrible Caribdis y a Escila, a quien jamás han evitado incólumes
los hombres. Y cómo sus compañeros mataron las vacas de Helios y cómo Zeus, el
que truena arriba, disparó contra la rápida nave su humeante rayo —y todos sus
compañeros perecieron juntos, pero él evitó a las funestas Keres. Y cómo llegó a la
isla de Ogigia y a la ninfa Calipso, quien lo retuvo en cóncava cueva deseando que
fuera su esposo; le alimentó y decía que lo haría inmortal y sin vejez para siempre,
pero no persuadió a su corazón. Y cómo después de mucho sufrir llegó a los feacios,
quienes le honraron de todo corazón como a un dios y lo condujeron en una nave a
su tierra patria, después de regalarle bronce, oro en abundancia y vestidos.

Esta fue la última palabra que dijo cuando el dulce sueño, el que afloja los miem-
bros, le asaltó desatando las preocupaciones de su corazón.

262
La Odisea

Entonces proyectó otra decisión Atenea, la diosa de ojos brillantes: cuando creyó
que Odiseo ya había gozado del lecho de su esposa y del sueño, al punto hizo salir
de Océano a la de trono de oro, a la que nace de la mañana, para que llevara la
luz a los hombres. Entonces se levantó Odiseo del blando lecho y dirigió la palabra
a su esposa:

«Mujer, ya estamos saturados ambos de pruebas innumerables; tú, llorando aquí


mi penoso regreso y yo... a mí Zeus y los demás dioses me tenían encadenado con
dolores lejos de aquí, de mi tierra patria, pero ahora que los dos hemos llegado al
deseable lecho, tú has de cuidarme las riquezas que poseo en el palacio, que en
cuanto a las ovejas que los altivos pretendientes me degollaron, muchas se las ro-
baré yo mismo y otras me las darán los aqueos hasta que llenen mis establos. Mas
ahora parto hacia la finca de muchos árboles para ver a mi noble padre que me
está apenado. A ti, mujer, te encomiendo esto, ya que eres prudente: al levantarse
el sol correrá la noticia de la matanza de los pretendientes en el palacio; sube al piso
de arriba con las siervas y permanece allí, y no mires a nadie ni preguntes.»

Así dijo y vistió alrededor de sus hombros la hermosa armadura y apremió a Telé-
maco, al boyero y al porquero, ordenándoles que tomaran en sus manos los instru-
mentos de guerra. Estos no le desobedecieron, se vistieron con el bronce, cerraron las
puertas y salieron. Y los conducía Odiseo. Ya había luz sobre la tierra, pero Atenea
los cubrió con la noche y los condujo rápidamente fuera de la ciudad.

263
Homero

CANTO XXIV
El pacto
Y Hermes llamaba a las almas de los pretendientes, el Cilenio, y tenía entre sus
manos el hermoso caduceo de oro con el que hechiza los ojos de los hombres que
quiere y de nuevo los despierta cuando duermen. Con este los puso en movimiento
y los conducía, y ellas le seguían estridiendo. Como cuando los murciélagos en lo
más profundo de una cueva infinita revolotean estridentes cuando se desprende
uno de la cadena y cae de la roca —pues se adhieren unos a otros— así iban ellas es-
tridiendo todas juntas y las conducía Hermes, el Benéfico, por los sombríos senderos.
Traspusieron las corrientes de Océano y la Roca Leúcade y atravesaron las puertas
de Helios y el pueblo de los Sueños, y pronto llegaron a un prado de asfódelo donde
habitan las almas, imágenes de los difuntos.

Allí encontraron el alma del Pelida Aquiles y la de Patroclo y la del irreprochable


Antíloco y la de Áyax, el más excelente en aspecto y cuerpo de los dánaos después
del irreprochable hijo de Peleo. Todos se iban congregando en torno a este; acercóse
doliente el alma de Agamenón el Atrida y, a su alrededor, las de cuantos murieron
con él en casa de Egisto y cumplieron su destino.

A este se dirigió en primer lugar el alma del Pelida:

«Atrida, estábamos convencidos de que tú eras querido por Zeus, el que goza con el
rayo, por encima de los demás héroes puesto que reinabas sobre muchos y fuertes
hombres en el pueblo de los troyanos, donde sufrimos penalidades los aqueos. Sin
embargo, también se había de poner a tu lado la luctuosa Moira, a la que nadie
evita de los que han nacido. ¡Ojalá hubieras obtenido muerte y destino en el pue-
blo de los troyanos disfrutando de los honores con los que reinabas! Así te hubiera
levantado una tumba el ejército panaqueo y habrías cobrado gran gloria también
para tu hijo. Sin embargo, te había tocado en suerte perecer con la muerte más
lamentable.»

Y le contestó a su vez el alma del Atrida:

«Dichoso hijo de Peleo, semejante a los dioses, Aquiles, tú que pereciste en Troya,
lejos de Argos y en torno a ti sucumbían los mejores hijos de troyanos y aqueos

264
La Odisea

luchando por tu cadáver, mientras tú yacías en medio de un torbellino de polvo


ocupando un gran espacio, olvidado ya de conducir tu carro. Nosotros luchamos
todo el día y no habríamos cesado de luchar en absoluto, si Zeus no te hubiera im-
pedido con una tempestad. Después, cuando te sacamos de la batalla y te llevamos
a las naves, te pusimos en un lecho tras limpiar tu hermosa piel con agua tibia y con
aceite, y en torno a ti todos los dánaos derramaban muchas, calientes lágrimas y se
mesaban los cabellos.

«Entonces llegó tu madre del mar con las inmortales diosas marinas, después de oír
la noticia, y un lamento inmenso se levantó sobre el ponto. El temblor se apoderó
de todos los aqueos y se habrían levantado para embarcarse en las cóncavas naves,
si no los hubiera contenido un hombre sabedor de cosas muchas y antiguas, Néstor,
cuyo consejo también antes parecía el mejor. Este habló con buenos sentimientos
hacia ellos y dijo: “Conteneos, argivos, no huyáis, hijos de los aqueos. Esta es su ma-
dre y viene del mar con las inmortales diosas marinas para encontrarse con su hijo
muerto.” Así habló y ellos contuvieron su huida temerosa.

«Entonces lo rodearon llorando las hijas del viejo del mar y, lamentándose, le pu-
sieron vestidos inmortales. Y las Musas, nueve en total, cantaban alternativamente
un canto funerario con hermosa voz. En ese momento no habrías visto a ninguno
de los argivos sin lágrimas: ¡tanto los conmovía la sonora Musa!

«Dieciocho noches lo lloramos, e igualmente de día, los dioses inmortales y los mor-
tales hombres. El día decimoctavo lo entregamos al fuego y sacrificamos animales
en torno tuyo, bien alimentados rebaños y cuernitorcidos bueyes. Tú ardías envuelto
en vestiduras de dioses y en abundante aceite y dulce miel. Muchos héroes aqueos
circularon con sus armas alrededor de tu pira mientras ardías, a pie y a caballo, y
se levantaba un gran estrépito. Después, cuando te había quemado la llama de
Hefesto, al amanecer, recogimos tus blancos huesos, Aquiles, envolviéndolos en vino
sin mezcla y en aceite, pues tu madre nos donó una ánfora de oro —decía que era
regalo de Dioniso y obra del ilustre Hefesto. En ella están tus blancos huesos, ilustre
Aquiles, mezclados con los del cadáver de Patrocio, el hijo de Menetio, y, separados,
los de Antíloco a quien honrabas por encima de los demás compañeros, aunque
después de Patroclo, muerto también. Y levantamos sobre ellos un monumento
grande y perfecto el sagrado ejército de los guerreros argivos, junto al prominente
litoral del vasto Helesponto. Así podrás ser visto de lejos, desde el mar, por los hom-
bres que ahora viven y por los que vivirán después.

«Tu madre, después de pedírselo a los dioses, instituyó un muy hermoso certamen
para los mejores de los aqueos en medio de la concurrencia. Ya has asistido al
funeral de muchos héroes, cuando al morir un rey los jóvenes se ciñen las armas
y se establecen competiciones, pero serla sobre todo al ver aquel cuando habrías
quedado estupefacto:

¡qué hermosísimo certamen estableció la diosa en tu honor, la diosa de los pies de


plata, Tetis, pues eras muy querido de los dioses. Conque ni aún al morir has perdido

265
Homero

tu nombre, sino que tu fama de nobleza llegará siempre a todos los hombres, Aqui-
les. En cambio a mí...!, ¿qué placer obtuve al concluir la guerra? Zeus me preparó
durante el regreso una penosa muerte a manos de Egisto y de mi funesta esposa.»

Esto es lo que decían entre sí.

Y se les acercó el Mensajero, el Argifonte, conduciendo las almas de los pretendien-


tes muertos a manos de Odiseo. Ambos se admiraron al verlos y se fueron derechos
a ellos, y el alma de Agamenón, el Atrida, reconoció al querido hijo de Melaneo, el
muy ilustre Anfimedonte, pues era huésped suyo cuando habitaba su palacio de
Itaca. Así que se dirigió a este en primer lugar el alma del Atrida:

«Anfimedonte, ¿qué os ha pasado para que os hundáis en la sombría tierra, hom-


bres selectos todos y de la misma edad? Nadie que escogiera en la ciudad a los
mejores hombres elegiría de otra manera. ¿Es que os ha sometido Poseidón en las
naves levantado crueles vientos y enormes olas?; ¿o acaso os han destruido en tierra
firme, en algún sitio, hombres enemigos cuando intentabais llevaros sus bueyes o sus
hermosos rebaños de ovejas, o luchando por la ciudad y sus mujeres? Dímelo, pues-
to que te pregunto y me precio de ser tu huésped. ¿O no te acuerdas cuando llegué
a vuestro palacio en compañía del divino Menelao para incitar a Odiseo a que nos
acompañara a Ilión sobre las naves de buenos bancos? Durante un mes recorrimos
el ancho mar y con dificultad convencimos a Odiseo, el destructor de ciudades».

Y le contestó el alma de Anfimedonte:

«Atrida, el más ilustre soberano de hombres, Agamenón, recuerdo todo eso tal
como lo dices. Te voy a narrar cabalmente y con exactitud el funesto término de
nuestra muerte, cómo fue urdido.

«Pretendíamos a la esposa de Odiseo, largo tiempo ausente, y ella ni se negaba al


odiado matrimonio ni lo realizaba –pues meditaba para nosotros la muerte y la
negra Ker—, sino que urdió en su interior este otro engaño: puso en el palacio un
gran telar e hilaba, telar suave e inacabable. Y nos dijo a continuación: “ Jóvenes
pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad, aunque de-
seéis mi boda, hasta que acabe este manto —no sea que se me pierdan los hilos—,
este sudario para el héroe Laertes, para cuando le arrebate la luctuosa Moira de
la muerte de largos lamentos, no sea que alguna de las aqueas en el pueblo se
irrite conmigo si yace sin sudario el que poseyó mucho. Así habló y enseguida se
convenció nuestro noble ánimo. Conque allí hilaba su gran telar durante el día y
por la noche lo destejía, tras colocar antorchas a su lado. Así que su engaño pasó
inadvertido durante tres años y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto
año y transcurrieron las estaciones, sucediéndose los meses, y se cumplieron muchos
días, nos lo dijo una de las mujeres –ella lo sabía bien— y sorprendimos a esta des-
tejiendo su brillante tela.

«Así fue como tuvo que acabarla, y no voluntariamente sino por la fuerza. Y cuando
nos mostró el manto, tras haber hilado el gran telar, tras haberlo lavado, semejante

266
La Odisea

al sol y a la luna, fue entonces cuando un funesto demón trajo de algún lado a Odi-
seo hasta los confines del campo donde habitaba su morada el porquero. Allí mar-
chó también el querido hijo del divino Odiseo cuando llegó de vuelta de la arenosa
Pilos en negra nave y entre los dos tramaron funesta muerte para los pretendien-
tes. Y llegaron a la muy ilustre ciudad, Odiseo el último, mientras que Telémaco le
precedía. El porquero llevó a aquel con miserables vestidos en su cuerpo, semejante
a un mendigo miserable y viejo apoyado en su bastón, y rodeaban su cuerpo tristes
vestidos. Ninguno de nosotros pudo reconocer que era él al aparecer de repente,
ni los que eran más mayores, sino que le maltratábamos con palabras insultantes y
con golpes. El entretanto soportaba ser golpeado e injuriado en su propio palacio
con ánimo paciente; pero cuando le incitó la voluntad de Zeus, portador de égida,
tomó las hermosas armas junto con Telémaco, las ocultó en la despensa y echó los
cerrojos; después mandó con mucha astucia a su esposa que entregara a los pre-
tendientes el arco y el ceniciento hierro como competición para nosotros, hombres
de triste destino, y comienzo de la matanza.

«Ello fue que ninguno de nosotros pudo tender la cuerda del poderoso arco; que
éramos del todo incapaces. Cuando el gran arco llegó a manos de Odiseo, todos
nosotros voceábamos al porquero que no se lo entregara ni aunque le rogara insis-
tentemente. Solo Telémaco le animó y se lo ordenó. Así que le tomó en sus manos
el sufridor, el divino Odiseo y tendió el arco con facilidad, hizo pasar la flecha por
el hierro, fue a ponerse sobre el umbral y disparaba sus veloces saetas mirando a
uno y otro lado que daba miedo. Alcanzó al rey Antínoo y luego iba lanzando sus
funestos dardos a los demás, apuntando de frente, y ellos iban cayendo hacinados.

«Era evidente que alguno de los dioses les ayudaba, pues, cediendo a su ímpetu,
nos mataban desde uno y otro lado de la sala. Y se levantó un vergonzoso gemido
cuando nuestras cabezas golpeaban contra el pavimento y este todo humeaba con
sangre.

«Así perecimos, Agamenón, y nuestros cuerpos yacen aún descuidados en el palacio


de Odiseo, pues todavía no lo saben nuestros parientes, quienes lavarían la sangre
de nuestras heridas y nos llorarían después de depositarnos, que este es el honor que
se tributa a los que han muerto.»

Y le contestó el alma del Atrida:

«¡Dichoso hijo de Laertes, muy astuto Odiseo, por fin has recuperado a tu esposa
con tu gran valor! ¡Así de buenos eran los pensamientos de la irreprochable Penélo-
pe, la hija de Icario!

¡Así de bien se acordaba de Odiseo, de su esposo legítimo! Por eso la fama de su


virtud no perecerá y los inmortales fabricarán un canto a los terrenos hombres en
honor de la prudente Penélope. No preparó acciones malvadas como la hija de
Tíndaro que mató a su esposo legítimo y un canto odioso correrá entre los hombres;
ha creado una fama funesta para las mujeres, incluso para las que sean de buen
obrar».

267
Homero

Esto era lo que hablaban entre sí en la morada de Hades, bajo las cavernas de la
tierra. Entretanto, Odiseo y los suyos bajaron de la ciudad y enseguida llegaron
al hermoso y bien cultivado campo que Laertes mismo había adquirido en otro
tiempo, después de haber sufrido mucho. Allí tenía una mansión y, rodeándola por
completo, corría un cobertizo en el que comían, descansaban y pasaban la noche
los esclavos forzosos que le hacían la labor. También había una mujer, la anciana
Sicele que cuidaba gentilmente al anciano en el campo, lejos de la ciudad.

Entonces dijo Odiseo su palabra a los esclavos y a su hijo:

«Vosotros entrad ya en la bien edificada casa y sacrificad para la cena el mejor


de los cerdos, que yo, por mi parte, voy a poner a prueba a mi padre, a ver si me
reconoce y distingue con sus ojos o no me reconoce por llevar mucho tiempo lejos.»

Así dijo y entregó a los esclavos sus armas, dignas de Ares. Estos entraron rápida-
mente en la casa, mientras que Odiseo se acercaba a la viña abundante en frutos
para probar suerte. Y no encontró a Dolio al descender a la gran huerta ni a ningu-
no de los esclavos ni de los hijos; habían marchado a recoger piedras para un muro
que sirviera de cercado a la viña y los conducía el anciano. Así que encontró solo a
su padre acollando un retoño en la bien cultivada viña. Vestía un manto descolo-
rido, zurcido, vergonzoso y alrededor de sus piernas tenía atadas unas mal cosidas
grebas para evitar los arañazos; en sus manos tenía unos guantes por causa de las
zarzas y sobre su cabeza una gorra de piel de cabra. Y hacía crecer sus dolores.

Cuando el sufridor, el divino Odiseo lo vio doblegado por la vejez y con una gran
pena en su interior, se puso bajo un elevado peral y derramaba lágrimas. Después
dudó en su interior entre besar y abrazar a su padre, y contarle detalladamente
cómo había venido y llegado por fin a su tierra patria, o preguntarle primero y
probarle en cada detalle. Y mientras meditaba, le pareció más ventajoso tentarle
primero con palabras mordaces; así que se fue derecho hacia él el divino Odiseo. En
este momento el anciano mantenía la cabeza baja y acollaba un retoño, y ponién-
dose a su lado le dijo su ilustre hijo:

«Anciano, no eres inexperto en cultivar el huerto, que tiene un buen cultivo y nada
en tu jardín está descuidado, ni la planta ni la higuera ni la vid ni el olivo ni el peral
ni la legumbre. Pero te voy a decir otra cosa, no pongas la cólera en tu ánimo: tu
propio cuerpo no tiene un buen cultivo, sino una triste vejez al tiempo que estás
escuálido y vestido indecorosamente. No, por indolencia al menos no se despreo-
cupa de ti tu dueño y no hay nada de servil que sobresalga en ti al mirar tu forma
y estatura, pues más bien te pareces a un rey o a uno que duerme muellemente
después que se ha lavado y comido, que esta es la costumbre de los ancianos. Pero,
vamos, dime esto —e infórmame con verdad—: ¿de qué hombre eres esclavo?, ¿de
quién es el huerto que cultivas? Respóndeme también a esto con la verdad, para
cerciorarme bien si esta tierra, a la que he llegado, es Itaca como me ha dicho ese
hombre con quien me he encontrado al venir aquí (y no muy sensato, por cierto,
que no se atrevió a darme detalles ni a escuchar mi palabra cuando le preguntaba

268
La Odisea

si mi huésped vive en algún sitio, y aún existe, o ya ha muerto y está en la morada


de Hades). Voy a decirte algo, atiende y escúchame: en cierta ocasión acogí en mi
tierra a un hombre que había llegado a mí. Jamás otro mortal venido a mi casa
desde lejanas tierras me fue más querido que él. Afirmaba con orgullo que su li-
naje procedía de Itaca y que su padre era Laertes, el hijo de Arcisio. Lo conduje a
mi casa y le acogí honrándole gentilmente, pues en ella había abundantes bienes.
Le ofrecí dones de hospitalidad, los que le eran propios: le di siete talentos de oro
bien trabajados, una crátera de plata adornada con flores, doce cobertores simples,
otras tantas alfombras y el mismo número de hermosas túnicas y mantos. Aparte, le
entregué cuatro mujeres conocedoras de labores brillantes, muy hermosas, las que
él quiso escoger.»

Y le contestó su padre derramando lágrimas:

«Forastero, es cierto que has llegado a la tierra por la que preguntas, pero la do-
minan hombres insolentes a insensatos. Los dones que le ofreciste, con ser muchos,
resultaron vanos, pues si lo hubieras encontrado vivo en el pueblo de Itaca, te ha-
bría devuelto a casa después de compensarte bien con regalos y con una buena
acogida; pues esto es lo establecido, quienquiera que sea el que empieza.

«Pero vamos, dime a infórmame con verdad: ¿cuántos años hace que diste hospi-
talidad a aquel huésped tuyo desgraciado, a mi hijo —si es que existió alguna vez—,
al malhadado a quien han devorado los peces en el mar, lejos de los suyos y su tierra
patria, o se ha convertido en presa de fieras y aves en tierra firme? Que no lo ha
llorado su madre después de amortajarlo ni su padre, los que lo engendramos; ni su
esposa de abundante dote, la prudente Penélope, ha llorado como es debido a su
esposo junto al lecho después de cerrarle los ojos, pues este es el honor que se tributa
a los que han muerto.

«Dime ahora esto también tú con verdad para que yo lo sepa: ¿quién eres entre los
hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿dónde está detenida tu rápida
nave, la que te ha conducido hasta aquí con tus divinos compañeros?; ¿o acaso has
venido como pasajero en nave ajena y ellos se han marchado después de dejarte
en tierra?»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Te voy a contar todo con detalle: soy de Alibante donde habito mi ilustre morada,
hijo del rey Afidanto, hijo de Polipemón, y mi nombre propio es Epérito. Ello es que
un demón me ha hecho llegar hasta aquí, aunque no quería, apartándome de
Sicania; mi nave está detenida junto al campo, lejos de la ciudad. Este es el quinto
año desde que Odiseo marchó de allí y abandonó mi patria, el malhadado. Desde
luego las aves le eran favorables cuando marchó, estaban a la derecha; con ellas yo
me alegré y le despedí y él estaba alegre al marchar. Nuestro ánimo confiaba en
que volveríamos a reunirnos en hospitalidad y entregarnos espléndidos presentes.»

Así habló y una negra nube de dolor envolvió a Laertes, tomó polvo de cenicien-
ta tierra y lo derramó por su encanecida cabeza mientras gemía agitadamente.

269
Homero

Entonces se conmovió el espíritu de Odiseo, le salió por las narices un ímpetu violen-
to al ver a su padre y de un salto le abrazó y besó diciendo:

«Soy yo, padre, aquel por quien preguntas, yo que he llegado a los veinte años a
mi tierra patria. Pero contento llanto y lamentos, pues te voy a decir una cosa —y
es preciso que nos apresuremos:— ya he matado a los pretendientes en nuestro
palacio vengando sus dolorosos ultrajes y sus malvadas acciones.»

Y le contestó Laertes diciendo:

«Si de verdad eres Odiseo, mi hijo, que has llegado aquí, muéstrame una señal
clara para que me convenza.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Contempla con tus ojos, en primer lugar, esta herida que me hizo un jabalí hun-
diéndome su blanco colmillo cuando fui al Parnaso. Tú y mi venerable madre me
enviasteis a Autólico padre de mi madre, para recibir los dones que me prometió
al venir aquí afirmándolo con su cabeza. Es más, te voy a señalar los árboles de la
bien cultivada huerta que me —regalaste en cierta ocasión. Yo te pedía cada uno
de ellos cuando era niño y te seguía por el huerto; íbamos caminando entre ellos
y tú me decías el nombre de cada uno. Me diste trece perales, diez manzanos y
cuarenta higueras y designaste cincuenta hileras de vides para dármelas, cada una
de distinta sazón. Había en ellas racimos de todas clases cuando las estaciones de
Zeus caían de lo alto.»

Así habló y se debilitaron las rodillas y el corazón de este al reconocer las claras se-
ñales que Odiseo le había mostrado; echó los brazos alrededor de su hijo, y el sufri-
dor, el divino Odiseo le atrajo hacia sí desmayado. Cuando de nuevo tomó aliento
y su ánimo se le congregó dentro, contestó con palabras y dijo:

«Padre Zeus, todavía estáis los dioses en el Olimpo si los pretendientes han paga-
do de verdad su orgullosa insolencia. Ahora, sin embargo, temo que los itacenses
vengan aquí y envíen mensajeros por todas partes a las ciudades de los cefalenios.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Cobra ánimos, no te preocupes de esto, pero vamos ya a la mansión que está cer-
ca del huerto. Ya he enviado por delante a Telémaco con el boyero y el porquero
para que preparen la cena enseguida.»

Así hablando se encaminaron a su hermosa mansión. Cuando llegaron a la casa,


agradable para habitar, encontraron a Telémaco con el boyero y el porquero cor-
tando abundantes carnes y mezclando rojo vino. Entre tanto la sierva Sicele lavó
al magnánimo Laertes, le ungió con aceite y le puso una hermosa túnica. Entonces
Atenea se puso a su lado y aumentó los miembros del pastor de su pueblo e hizo
que pareciera más grande y ancho que antes. Salió este de su baño y se admiró
su hijo cuando lo vio frente a sí semejante a los dioses inmortales. Así que le habló
dirigiéndole aladas palabras:

270
La Odisea

«Padre, sin duda uno de los dioses, que han nacido para siempre, lo ha hecho pa-
recer superior en belleza y estatura.»

Y le contestó Laertes discretamente:

«¡Padre Zeus, Atenea y Apolo! ¡Ojalá me hubiera enfrentado ayer con los preten-
dientes en mi palacio, las armas sobre mis hombros, como cuando me apoderé de
la bien edificada ciudadela de Nérito, promontorio del continente acaudillando
a los cefalenios! Seguro que habría aflojado las rodillas de muchos de ellos en mi
palacio y tú habrías gozado en tu interior.» Esto es lo que se decían uno a otro. Y
después que habían terminado de preparar y tenían dispuesta la cena, se sentaron
por orden en sillas y sillones y echaron mano de la comida. Entonces se acercó el an-
ciano Dolio y con él sus hijos cansados de trabajar, que los salió a llamar su madre,
la vieja Sicele, quien los había alimentado y cuidaba gentilmente al anciano, luego
que le hubo alcanzado la vejez.

Cuando vieron a Odiseo y lo reconocieron en su interior, se detuvieron embobados


en la habitación. Entonces Odiseo les dijo tocándoles con dulces palabras:

«Anciano, siéntate a la cena y dejad ya de admiraros; que hace tiempo permane-


cemos en la sala, deseosos de echar mano a los alimentos, por esperaros.»

Así habló; Dolio se fue derecho a él extendiendo sus dos brazos, tomó la mano de
Odiseo y se la besó junto a la muñeca. Y se dirigió a él con aladas palabras:

«Amigo, puesto que has vuelto a nosotros que mucho lo deseábamos, aunque no
lo acabábamos de creer del todo —y los dioses mismos te han traído—, ¡salud!,
seas bienvenido y que los dioses te concedan felicidad. Mas dime con verdad, para
que lo sepa, si está enterada la prudente Penélope de tu llegada o le enviamos un
mensajero.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Anciano, ya lo sabe, ¿qué necesidad hay de que tú te ocupes de esto?»

Así dijo y se sentó de nuevo sobre su bien pulimentado asiento. De la misma forma
también los hijos de Dolio daban la bienvenida al ilustre Odiseo con sus palabras
y le tomaban de la mano, y luego se sentaron por orden junto a Dolio, su padre.

Así es como se ocupaban de comer en la casa, mientras Fama recorría mensajera la


ciudad anunciando por todas partes la terrible muerte y de los pretendientes. Lue-
go que la oyeron los ciudadanos, venían cada uno de un sitio con gritos y lamentos
ante el palacio de Odiseo, sacaban del palacio los cadáveres y cada uno enterraba
a los suyos: en cambio a los de otras ciudades los depositaban en rápidas naves y los
mandaban a los pescadores para que llevaran a cada uno a su casa.

Y luego marcharon todos juntos al ágora, acongojado su corazón.

271
Homero

Cuando todos se habían reunido y estaban ya congregados, se levantó entre ellos


Eupites para hablar —pues había en su interior un dolor imborrable por su hijo An-
tínoo, el primero a quien había matado —el divino Odiseo—; derramando lágrimas
por él levantó su voz y dijo:

«Amigos, este hombre ha llevado a cabo una gran maldad contra los aqueos: a
unos se los llevó en las naves, a muchos y buenos, perdiendo las cóncavas naves
y a su pueblo; y a otros los ha matado al llegar; a los mejores con mucho de los
cefalenios. Conque, vamos, antes que llegue rápidamente a Pilos o a la divina Eli-
de, donde mandan los epeos, vayamos nosotros, o estaremos avergonzados para
siempre, pues esto es un baldón incluso para los venideros si se enteran; porque si no
castigamos a los asesinos de nuestros hijos y hermanos, ya no me sería grato vivir,
sino que preferiría morir enseguida y tener trato con los muertos. Vamos, que no se
nos anticipen a atravesar el mar.»

Así habló derramando lágrimas y la lástima se apoderó de todos los aqueos. Enton-
ces se acercaron Medonte y el divino aedo —pues el sueño les había abandonado—,
se detuvieron en medio de ellos y el estupor se apoderó de todos. Y habló entre ellos
Medonte, conocedor de consejos discretos:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses; Odiseo ha realizado estas acciones no sin la


voluntad de los dioses. Yo mismo vi a un dios inmortal apostado junto a Odiseo y
era en todo parecido a Méntor. El dios inmortal se mostraba unas veces ante Odi-
seo para animarle y otras agitaba a los pretendientes y se lanzaba tras ellos por el
mégaron, y ellos caían hacinados.» Así habló y se apoderó de todos el pálido terror.

Entonces se levantó a hablar el anciano héroe Haliterses, hijo de Mástor, pues solo
él veía el presente y el futuro; este habló con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. Para nuestra desgracia
se han realizado estos hechos, pues ni a mí hicisteis caso ni a Méntor, pastor de su
pueblo, para poner coto a las locuras de vuestros hijos, quienes realizaban una gran
maldad con su funesta arrogancia, esquilmando las posesiones y deshonrando a la
esposa del hombre más notable, pues creían que ya no regresaría. También ahora
sucederá de esta forma, obedeced lo que os digo: no vayamos, no sea que alguien
encuentre la desgracia y la atraiga sobre sí.»

Así habló y se levantó con gran tumulto más de la mitad de epos, pero los demás se
quedaron allí, pues no agradó a su ánimo la palabra, sino que obedecieron a Eupi-
tes. Y poco después se precipitaban en busca de sus armas. Después, cuando habían
vestido el brillante bronce sobre su cuerpo, se congregaron delante de la ciudad de
amplio espacio, y los capitaneaba Eupites con estupidez: afirmaba que vengaría el
asesinato de su hijo y que no iba a volver sino a cumplir allí mismo su destino.

Entonces Atenea se dirigió a Zeus, el hijo de Cronos.

272
La Odisea

«Padre nuestro Cronida, el más excelso de los poderosos, dime, ya que te pregunto,
qué esconde ahora tu mente. ¿Es que vas a levantar otra vez funesta guerra y te-
rrible combate, o vas a establecer la amistad entre ambas partes?»

Y Zeus, el que reúne las nubes, le contestó:

«Hija mía, ¿por qué me preguntas esto? ¿No has concebido tú misma la decisión de
que Odiseo se vengara de aquellos al volver? Obra como quieras, aunque te voy a
decir lo que más conviene: una vez que el divino Odiseo ha castigado a los preten-
dientes, que hagan juramento de fidelidad y que reine él para siempre. Por nuestra
parte, hagamos que se olviden del asesinato de sus hijos y hermanos. Que se amen
mutuamente y que haya paz y riqueza en abundancia.»

Así hablando, movió a Atenea ya antes deseosa de bajar, y esta descendió lanzán-
dose de las cumbres del Olimpo.

Y después que habían echado de sí el deseo del dulce alimento, comenzó a hablar
entre ellos el sufridor, el divino Odiseo:

«Que salga alguien a ver, no sea que ya vengan cerca.»

Así habló y salió un hijo de Dolio, por cumplir lo mandado, y fue a ponerse sobre el
umbral; vio a todos los otros acercarse y dijo enseguida a Odiseo aladas palabras:

«Ya están cerca, armémonos rápidamente.»

Así habló y se levantaron, vistieron sus armaduras los cuatro que iban con Odiseo
y los seis hijos de Dolio. También Laertes y Dolio vistieron sus armas, guerreros a
la fuerza, aunque ya estaban canosos. Cuando ya habían puesto alrededor de su
cuerpo el brillante bronce, abrieron las puertas y salieron afuera, y los capitaneaba
Odiseo.

Entonces se les acercó la hija de Zeus, Atenea, semejante a Méntor en cuerpo y voz;
al verla se alegró el divino Odiseo y al punto se dirigió a Telémaco, su querido hijo:

«Telémaco, recuerda esto cuando salgas a luchar con los hombres donde se distin-
guen los mejores: que no deshonres el linaje de tus padres, los que hemos sobresalido
por toda la tierra hasta ahora en vigor y hombría.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Verás si así lo desea tu ánimo, querido padre, que no voy a avergonzar tu linaje,
como dices.»

Así habló; Laertes se alegró y dijo su palabra:

«¡Qué día este para mí, dioses míos! ¡Qué alegría, mi hijo y mi nieto rivalizan en
valentía!»

Y poniéndose a su lado le dijo la de ojos brillantes, Atenea:

273
Homero

«Arcisíada, el más amado de todos tus compañeros, suplica a la joven de ojos bri-
llantes y a Zeus, su padre; blande tu lanza de larga sombra y arrójala.»

Así habló y le inculcó un gran valor Palas Atenea. Suplicando después a la hija de
Zeus, el Grande, blandió y arrojó su lanza de larga sombra e hirió a Eupites a través
del casco de mejillas de bronce. El casco no detuvo a la lanza y esta atravesó el
bronce de lado a lado; cayó aquel con gran estrépito y resonaron las armas sobre él.

Se lanzaron sobre los primeros combatientes Odiseo y su brillante hijo y los golpea-
ban con sus espadas; y habrían matado a todos y dejándolos sin retorno, si Atenea,
la hija de Zeus portador de égida, no hubiera gritado con su voz y a todo el pueblo:

«Abandonad, itacenses, la dura contienda, para que os separéis sin derramar san-
gre». Así habló Atenea y el pálido terror se apoderó de ellos; volaron las armas de
sus manos, aterrorizados como estaban, y cayeron al suelo al lanzar Atenea su voz.
Y se volvieron a la ciudad deseosos de vivir.

Gritó horriblemente el sufridor, el divino Odiseo y se lanzó de un brinco como el


águila que vuela alto. Entonces el Cronida arrojó ardiente rayo que cayó delante
de la de ojos brillantes, la de poderoso padre, y esta se dirigió a Odiseo:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, contente, abandona la


lucha igual para todos, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que ve a lo ancho,
Zeus.»

Así habló Atenea; él obedeció y se alegró en su ánimo. Y Palas Atenea, la hija de


Zeus, portador de égida, estableció entre ellos un pacto para el futuro, semejante a
Méntor en el cuerpo y en la voz.

Fin

274
El texto de Homero es un maravilloso relato; su técnica narrativa, al cabo de
veintiocho siglos, entretiene, emociona y asombra.

En esta aventura creativa, se explora el océano de posibilidades y técnicas del


arte de los títeres. La concepción de puesta privilegia la imagen escénica y la
síntesis expresiva plástica, y utiliza muñecos corpóreos y de varillas, silue-
tas, proyecciones, marotes y “teatro negro”, entre otros.

Esta lectura del clásico se hizo con ojos contemporáneos: Odiseo no es el


héroe militar que se vanagloria de sus hazañas, sino alguien que quiere dejar
atrás la guerra y regresar a su familia; Penélope no es la obediente esposa
que espera al marido tejiendo veinte años, sino una persona capaz de admi-
nistrar un reino y mantener a raya a cientos de pretendientes abusivos.

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