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La Cena Del Señor J.c.ryle

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LA CENA

DEL SEÑOR

J.C.RYLE
Mateo 26: 26 -35: Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio
a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y
habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi
sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los
pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta
aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre. Y cuando
hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo:
Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al
pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas. Pero después que haya resucitado,
iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se
escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que
esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me
sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.

Estos versículos describen la institución del sacramento de la Cena del Señor.


Nuestro Señor era bien consciente de las cosas que habían de suceder, y en su
misericordia escogió la última tarde tranquila que podría tener antes de su
crucifixión como ocasión en la que hacerle un regalo de despedida a su Iglesia.
¡Cuánto debieron de agradecer este mandato sus discípulos más adelante,
cuando recordaran lo que sucedió aquella noche! ¡Qué trágico pensar que ningún
otro mandato ha suscitado tan feroces controversias, ni ha sido tan gravemente
malinterpretado, como el de la Cena del Señor! Tendría que haber unido a la
Iglesia, pero nuestros pecados lo han hecho una causa de división. Aquello que
debería haber sido para nuestro bien se ha transformado, con lamentable
frecuencia, en una ocasión de caer.

Lo primero que exige nuestra atención en estos versículos es el auténtico


significado de las palabras de nuestro Señor “Esto es mi cuerpo” y “Esto es mi
sangre”.

No hace falta decir que este asunto ha dividido a la Iglesia visible de Cristo. Ha
sido la causa de que se hayan escrito muchos volúmenes de teología muy
polémica; pero no debemos abstenernos de tener una opinión firme sobre el
asunto porque los teólogos hayan discutido y disentido en cuanto a él. La ausencia
de una opinión sólida a este respecto ha dado lugar a la aparición de muchas
supersticiones deplorables.

El significado básico de las palabras de nuestro Señor parece ser este: “Este pan
representa mi cuerpo. Este vino representa mi sangre”. Nuestro Señor no estaba
afirmando que el pan que les estaba ofreciendo a sus discípulos era de veras,
literalmente, su cuerpo; tampoco estaba afirmando que el vino que les estaba
ofreciendo a sus discípulos era de veras, literalmente, su sangre. Aferrémonos con
firmeza a esta interpretación; hay varias razones muy serias que la respaldan.

1
La conducta de los discípulos durante la Cena del Señor nos obliga a desechar la
creencia de que el pan que recibieron fuera el cuerpo de Cristo, y que el vino que
recibieron fuera la sangre de Cristo. Todos ellos eran judíos, y se les había
enseñado desde su niñez a creer que era pecado comer carne junto con su
sangre (Deuteronomio 12:23–25); sin embargo, no hay nada en la narrativa que
indique que las palabras de nuestro Señor les sorprendieran. Es evidente que no
percibieron ningún cambio en el pan ni en el vino.

Nuestros sentidos mismos, en este tiempo presente, nos obligan a desechar la


creencia de que haya cambio alguno en el pan o el vino en la Cena del Señor;
nuestro propio sentido del gusto nos dice que son verdadera y literalmente lo que
parecen ser. La Biblia nos pide a veces que creamos cosas que sobrepasan
nuestra razón, pero nunca nos ordena que creamos nada que contradiga a
nuestros sentidos.

La verdad de la doctrina referente a la naturaleza humana de nuestro Señor nos


obliga a desechar la creencia de que el pan de la Cena del Señor pueda ser su
cuerpo, o que el vino pueda ser su sangre: “el cuerpo físico de Cristo no puede
estar en más de un lugar al mismo tiempo” (*). Si era posible que el cuerpo de
nuestro Señor estuviera sentado a la mesa y al mismo tiempo fuera comido por los
discípulos, se deduce clarísimamente que no era un cuerpo humano como el
nuestro. Pero esto no lo debemos aceptar ni por un instante. La gloria del
cristianismo es que nuestro Redentor es un hombre de manera perfecta así como
también es Dios de manera perfecta.

Por último, el tono mismo del lenguaje con el que nuestro Señor habló durante la
Cena del Señor hace que sea totalmente innecesario interpretar sus palabras
literalmente. La Biblia está llena de expresiones parecidas, a las que a nadie se le
ocurre dar otro significado que no sea figurado. Nuestro Señor se describe a sí
mismo como “la puerta” o “la vid”, y sabemos que cuando habla así, está utilizando
símbolos y figuras; no hay, por consiguiente, incoherencia en la suposición de que
utilizó un lenguaje figurado cuando instituyó la Cena del Señor. Y tanto mayor es
nuestro derecho a afirmar esto cuando recordamos las serias objeciones que se
oponen a la idea de una interpretación literal de sus palabras.

Guardemos estas cosas en nuestras mentes, y no las olvidemos. En estos


tiempos de abundantes herejías es bueno estar bien armado. Las opiniones
ignorantes y confusas en cuanto al significado del lenguaje de la Escritura son una
de las mayores causas de error en materia de religión.

La segunda cosa que exige nuestra atención en estos versículos es el propósito y


el motivo por los que se instituyó la Cena del Señor.

Esta es otra cuestión sobre la que prevalecen grandes tinieblas. El sacramento de


la Cena del Señor ha sido considerado algo misterioso e incomprensible; el
lenguaje impreciso y altisonante por el que muchos autores se han dejado llevar al
tratar este asunto ha hecho un daño enorme al cristianismo; pero lo cierto es que
2
en el relato de su institución no hay nada que justifique semejante lenguaje.
Cuanto más sencilla sea nuestra opinión acerca de su propósito, más probable
será que sea bíblica.

La Cena del Señor no es un sacrificio. No hay ninguna oblación en ella, ni ninguna


ofrenda, aparte de la de nuestras oraciones, alabanza y acción de gracias. Desde
el día en que Jesús murió, no hicieron falta más ofrendas por el pecado: con una
sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Hebreos 10:14). Tanto
los sacerdotes como los altares y los sacrificios dejaron de ser necesarios cuando
el Cordero de Dios se entregó a sí mismo como ofrenda. La función de aquellas
cosas llegó a su fin; su utilidad había finalizado.

La Cena del Señor no tiene poder para beneficiar de ningún modo a aquellos que
asisten a ella, si no lo hacen con fe. El mero acto externo de comer el pan y beber
el vino es absolutamente inútil a menos que se haga con un corazón que sabe lo
que hace. Es un sacramento eminentemente dirigido a las almas vivas, no a las
muertas; a las personas convertidas, no a las inconversas.
La Cena del Señor fue establecida para que se recordase continuamente el
sacrificio de la muerte de Cristo, hasta que Él vuelva. Los beneficios que concede
son de tipo espiritual, no físico; su efecto ha de buscarse en nuestro hombre
interior. Su propósito era recordarnos, mediante los símbolos visibles y tangibles
del pan y el vino, que la ofrenda del cuerpo y la sangre de Cristo por nosotros en
la Cruz es la única expiación posible por el pecado, y la vida del alma de un
creyente; su objetivo era facilitar que nuestra pobre y débil fe tuviera una
comunión más íntima con nuestro Salvador crucificado, y ayudarnos a nutrirnos
espiritualmente del cuerpo y la sangre de Cristo. Es un sacramento para
pecadores redimidos, no para ángeles no caídos. Al recibirlo estamos declarando
públicamente nuestro sentimiento de culpa y nuestra necesidad de un Salvador;
nuestra confianza en Jesús y nuestro amor por Él; nuestro deseo de vivir en Él y
nuestra esperanza de vivir con Él. Participando de este sacramento con tal actitud,
hallaremos que nuestro arrepentimiento se hará más profundo, nuestra fe crecerá
y nuestra esperanza brillará con más fuerza; que nuestro amor aumentará,
nuestros mayores pecados se debilitarán y nuestras virtudes se fortalecerán. Nos
acercará más a Cristo.

Tengamos siempre presentes estas cosas; es necesario recordarlas en estos


últimos días. En ninguna otra parte de nuestra fe tenemos tanta propensión a la
tergiversación y la malinterpretación como en la que incumbe a nuestros sentidos.
Todo aquello que podemos tocar con nuestras manos, y ver con nuestro ojos,
tendemos a exaltarlo haciendo de ello un ídolo, o a esperar un beneficio de ello
como si no fuera más que un amuleto; guardémonos de tal tendencia muy
especialmente en lo que se refiere a la Cena del Señor. Ante todo, “tengamos
cuidado — como dice la Homilía de la Iglesia de Inglaterra— de no convertir el
recuerdo en un sacrificio”.

La última cosa que merece una breve mención en este pasaje es el carácter de los
primeros comulgantes. Esta cuestión rebosa consuelo e instrucción.
3
El pequeño grupo de personas a quienes se administró por primera vez el pan y el
vino, de la mano de nuestro Señor, lo componían los Apóstoles que Él había
escogido para que le acompañaran durante su ministerio terrenal. Eran hombres
pobres e iletrados, que amaban a Cristo pero que eran muy débiles tanto en fe
como en conocimiento; solo entendían una pequeña parte del significado de las
palabras y actos de su Maestro; solo comprendían en parte lo frágiles que eran
sus propios corazones. Creían estar preparados para morir junto a Jesús y, sin
embargo, aquella misma noche todos lo abandonaron y huyeron. Nuestro Señor
sabía todo esto perfectamente bien; el estado de sus corazones no le era oculto;
¡y, sin embargo, no les impidió que tomaran la Cena del Señor!

Hay algo muy instructivo en esta circunstancia. Nos enseña claramente que no
debemos exigir un gran conocimiento, ni una gran piedad, como requisito
indispensable de los comulgantes. Puede que un hombre no sepa mucho, y que
sus fuerzas espirituales no sean mayores que las de un niño, pero no por ello se le
habrá de excluir de la Cena del Señor. ¿Es verdaderamente consciente de su
pecado? ¿Ama de veras a Cristo? ¿Desea de veras servirle? Si es así, debemos
animarlo y aceptarlo entre nosotros. Está claro que tenemos que hacer todo lo
posible por excluir a quienes no sean dignos de ser comulgantes, pues nadie que
no haya recibido misericordia debiera asistir a la Cena del Señor, pero hemos de
tener cuidado de no rechazar a alguien a quien Cristo no haya rechazado. No es
sabio ser más estricto que nuestro Señor y sus discípulos.

Dejemos el pasaje haciendo un serio examen de nuestras conciencias sobre


nuestra propia conducta respecto a la Cena del Señor. ¿La rechazamos cuando
se nos ofrece? Si lo hacemos, ¿cómo justificaremos nuestra actitud? No se puede
aceptar que digamos que es un sacramento innecesario: decir tal cosa es
“derramar menosprecio” sobre el mismísimo Cristo, y declarar nuestra
desobediencia a Él. No se puede aceptar que digamos sentirnos indignos de
participar en la Cena del Señor: decir tal cosa es afirmar que no estamos
preparados para morir, ni para encontrarnos con Dios. Estas son consideraciones
muy solemnes; todas las personas que no comulguen deberían meditarlas bien.

¿Somos de los que sí participan en la Cena del Señor? En ese caso, ¿con qué
actitud lo hacemos? ¿Asistimos con recapacitación, con humildad y con fe?
¿Entendemos lo que estamos haciendo? ¿Somos de veras conscientes de
nuestro pecado y de nuestra necesidad de Cristo? ¿Deseamos de veras vivir una
vida cristiana, además de profesar la fe cristiana? ¡Dichosa aquella alma que
puede dar una respuesta afirmativa a estas preguntas! Que siga adelante, y
perseverará.

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