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Ulyses y La Odisea - Pietro Citati

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Pietro Citati

LA MENTE COLOREADA

ULISES Y LA ODISEA

Esta obra está protegida por


derechos de autor Queda
prohibida toda reproducción,
incluso parcial, no autorizada.

Portada: Odiseo (170-180 d.C.)


Museo Nacional Romano,
Termas de Diocleciano, Roma

© CORTESÍA DEL MINISTERIO


DE PATRIMONIO CULTURAL
Y TURISMO - MUSEO NACIONAL DE ROMA

Primera edición digital 2018

© 2018 ADELPHI EDIZIONI S.P.A. MILÁN www.adelphi.it


ISBN 978-88-459-7996-5

LA MENTE COLOREADA ULISES Y LA 'ODISEA

A Piero Crommelinck
en memoria
PRÓLOGO

I
APOLO, LA LUZ, LA NOCHE

Incluso antes de nacer, Apolo era temido por Grecia. Aquejada de los dolores del
parto, Leto vagaba por las tierras e islas del Egeo: era la más adorable de las diosas y poseía
todas las cualidades que su hijo ignoraría violentamente. Pidió que la alojaran. Pero las
tierras e islas conocían a Apolo antes de que naciera, y temblaban ante la idea de que pisara
su suelo. Se negaron, y así el dios conoció el dolor y la dificultad de venir al mundo, como
los seres humanos. Finalmente, Leto se dirigió a Delos, la más pequeña y oscura de las islas
del Egeo. Le ofreció un templo. Delos también tembló. Temía que el joven dios la
despreciara, la pateara con sus pies y la hundiera en las aguas del mar: entonces las olas la
sumergirían, los pulpos harían sus guaridas sobre ella, las focas habitarían su superficie
desierta. Leto juró: "Aquí existirá siempre el altar oloroso de Febo y su santuario, y él te
honrará más que a ninguna otra tierra". Sólo entonces Delos aceptó recibir a la madre y a su
hijo.
La fama que rodeaba al dios que iba a nacer no era suave: Apolo era un dios
atásthalos, temerario, impío, cegado. Lo que nos asombra es que el mismo adjetivo se
aplique, en la Ilíada y la Odisea, a Aquiles ensañándose con el cadáver de Héctor, a los
procios deshonrando el palacio de Ítaca, a los compañeros de Odiseo devorando los rebaños
del Sol. Apolo era "impío". He aquí una de las paradojas del espíritu griego. Apolo no
conocía ninguna de las virtudes que él llamaba apolíneas: serenidad, respeto de la ley,
armonía, moderación. El dios que habría proscrito la inmoderación pecó. Como bien sabían
los griegos, esa medida que tanto amaban nacía del exceso; y la pureza nacía de la
impureza y la culpa. Fue necesario un dios violento, desenfrenado, pecador, asesino, para
difundir en la tierra el equilibrio en la moral, el respeto a los límites, la quietud del espíritu,
el gesto que pacifica y concilia, la armonía soberana de la cítara: como si, por una
metamorfosis incomprensible, lo que era violento en el mundo divino se volviera sereno y
armonioso en el nuestro.
Finalmente, el dios salió a la luz. Dos tradiciones diferentes cuentan su nacimiento.
En la del Himno a Apolo, Leto fue asaltada durante nueve días y nueve noches por los
dolores del parto. Algunas diosas la asistieron: Dión, Rea, Temis, Anfítrite; faltaron Hera,
envidiosa de Apolo, e Ilitia, sin la cual el parto no habría podido tener lugar. Finalmente
Ilithyia, convocada por las diosas, acudió a Delos. Entonces Leto sintió el impulso de dar a
luz. Agarró una palmera entre sus brazos: la misma palmera, símbolo de fertilidad, que
Odiseo vio en su viaje a Delos siglos más tarde, y que se convertiría en uno de los
emblemas de Apolo. Leto señaló la pradera con las rodillas: bajo ella la tierra sonrió, y
Apolo saltó a la luz. Las diosas lanzaron el grito ritual, llenas de veneración por el nuevo
dios. Como Hermes, en un lugar pequeño y oscuro había nacido Apolo, que se convertiría
en uno de los dioses más grandes de Grecia.
En torno al dios niño estalló la epifanía triunfal. Siete cisnes, "las aves de las
Musas", ya habían rodeado la isla cantando siete veces para Leto: aquel canto era el batir de
las alas transformado en voz. En ese momento, la pequeña isla se cubrió de oro, la luz
solidificada que tanto gustaba a Píndaro. Los cimientos de la isla se volvieron dorados, el
pequeño lago redondo contemplaba inmóviles olas doradas, la palmera arrojaba hojas y
dátiles dorados, las aguas transparentes del río Inopus brillaban doradas. Todo Delos
"floreció de oro, como la cumbre de una montaña a los brotes del bosque". Nunca, quizás,
en la literatura griega, la luz había experimentado tal violencia, tal esplendor excesivo,
transgrediendo casi dolorosamente cada diapasón luminoso y sonoro: como iba a suceder
en el nacimiento del dios que buscaba y desafiaba el exceso.
La otra tradición nos llega por relatos posteriores. Asteria era hermana de Leto, y
Zeus quiso seducirla: ella lo eludió, convirtiéndose en codorniz. Cuando Zeus la alcanzó en
forma de águila, ella se convirtió en roca: una isla errante, a veces en la superficie, a veces
sumergida e invisible entre las olas. Como una planta de asfódelo, vagaba de este a oeste,
de oeste a este, según el juego de los vientos y las corrientes: corría por el estrecho de
Euripo, nadaba hasta el cabo Sunio, hasta Quíos y hasta Samos. A veces, en el camino de
Trezene a Corinto, los marineros lo divisaban, pero no volvían a verlo cuando regresaban
de Corinto.
En aquella isla errante y sumergida, en el largo e incierto crepúsculo del amanecer,
cuando un débil "resplandor atraviesa la noche", nació Apolo. No sabemos casi nada de este
oscuro nacimiento. Sólo sabemos que, al nacer él, la isla imparable se detuvo: el
movimiento decayó, y cuatro columnas rectas de adamantina surgieron de las raíces de la
tierra, deteniendo la isla para siempre y haciéndola inmune a los terremotos. La isla
invisible se convirtió en Delos, la "visible", la "luminosa". Apolo, el dios de la estabilidad,
de los cimientos y los templos, no podía nacer y recibir culto en el corazón de la fluidez
marina.
Nacido en el crepúsculo de la noche, Apolo llevaba dentro la profundidad de las
tinieblas, como si aquella estancia infantil en la isla hubiera llenado su esplendor de todas
las sombras. En los primeros versos de la Ilíada, el poema a él dedicado, Apolo desciende
del Olimpo "asemejándose a la noche": lleva el arco sobre los hombros y el carcaj cerrado:
las flechas tintinean sobre sus hombros; abre el carcaj, empuña el arco, y los dardos sisean
ominosamente por el aire, golpeando los cuerpos de animales y griegos y propagando la
peste. "Sin cesar, ardían densamente las piras de los muertos". Nada podría ser más terrible
que esta tenebrosa aparición del dios de la luz, excepto, tal vez, el gesto con el que,
envuelto en la niebla, golpea la espalda y los hombros de Patroclo con la mano abierta. Así,
al menos por un momento, la luz se revela idéntica a su rival, la noche.

Las diosas, que asistían a Leto, lavaron al dios recién nacido con manos puras: lo
envolvieron con un paño blanco y rodearon su cuerpo con una cinta dorada, otro signo de
luz. Su alimentación no era la de un niño mortal. Su madre no lo amamantó: Temi lo
alimentó con la comida de los dioses, néctar y ambrosía, que lo transformaron en un dios
adulto. El vagabundeo de la madre, el difícil parto, los dolores quedaron olvidados: la
infancia se consumió en un instante. Con un gesto violento, Apolo se liberó de las ataduras
infantiles que lo encadenaban, los pañales y las cintas, aunque como recuerdo de su
juventud siempre llevaba el pelo intacto y ningún vello violaba sus mejillas. Entonces
Apolo avanzó, a grandes zancadas, "sobre la tierra de anchas calles", como una estrella a
plena luz del día: destellos brotaban de sus zapatos, chispas centelleaban de su cuerpo, y el
resplandor llegaba hasta el cielo. Tenía un paso tan rápido y móvil como el pensamiento:
una majestuosidad y sublimidad que nadie más que Zeus compartía, y que imponía
reverencia. Era su alegría triunfante.
En ese momento, Apolo hizo la proclamación que marcó sus atribuciones como
dios:
Que la cítara y el arco curvo sean mis privilegios;
además, revelaré a los hombres la inmutable voluntad de Zeus.
Esta cítara y este arco no fueron hechos por un artesano, con el caparazón de una
tortuga o los cuernos de un animal: la artesanía era extraña en el mundo de Apolo. Recibió
el arco y la lira como regalos, como sus privilegios, para que nadie pudiera competir con él.
La cítara y el arco eran el mismo instrumento. Ambos emitían sonidos y emanaban luz:
ambos eran soberanamente precisos y exactos, y daban, de diferentes maneras, la muerte.
Inmediatamente Apolo recorrió su reino -el arco, la cítara, los oráculos- y dejó allí
su huella. Con su arco radiante, ascendió al Olimpo. Los dioses se pusieron en pie
temblando, como habían temblado las islas del Egeo antes de que naciera Apolo, llenos de
la misma reverencia y temor que despertaba en ellos la aparición de Zeus: el nombre de
Apolo, Phoîbos, les recordaba a todos Phóbos, miedo. Sólo Leto mantuvo la calma: desató
la cuerda del arco, cerró el carcaj, tomó el arco de los hombros de Apolo y lo colgó de un
clavo de oro, fijado en la columna junto a la que Zeus estaba sentado. Luego invitó a su hijo
a sentarse no en un simple asiento, como los dioses y las diosas, sino, en señal de honor, en
un trono. Zeus saludó a su hijo y le ofreció una copa de oro llena de néctar. La escena con
la que se abre el Himno a Apolo es única en la mitología griega: sólo Apolo podía despertar
este temblor y terror entre los dioses a los que pertenecía.
Cuando encontramos a Apolo en el Olimpo, conocemos su cara opuesta: la armonía.
Con su plectro de oro tocaba la cítara, moviéndose ágilmente con grandes zancadas: la luz
vibraba a su alrededor, y destellos brotaban de sus zapatos y su túnica. Mientras tocaba, las
Musas le acompañaban cantando, recordándole la filosofía y la moral de Apolo: por un
lado, están los dioses con sus privilegios eternos; por otro, están los hombres: limitados,
irreflexivos, irracionales, indecisos, incapaces de cualquier previsión. Si los dioses son
inmortalmente jóvenes, los hombres no conocen remedio contra la vejez y la muerte: las
soportan, con la obstinada tenacidad que es la mayor fuerza de Ulises. A su alrededor
bailaban, cogidas de la mano, las Gracias, las Horas, Harmonía, Hebe, Afrodita, Ares y
Hermes. Artemisa cantaba. El canto de las Musas recordaba la belleza y la alegría: la
norma, el derecho, la justicia, la paz, el ciclo de las estaciones, el destino, el tiempo
propicio, la primavera: la coyuntura, la conexión y el acuerdo entre todas las cosas; la
juventud ardiente y el amor. Como veremos, el canto también evocaba cosas más oscuras:
pero en el Olimpo, en este momento de suspensión, Apolo y las Musas sólo suscitaban
quietud y armonía.
La búsqueda del lugar oracular fue larga y ardua. Apolo se dirigía hacia el centro del
mundo, Pito, que conocemos como Delfos, con paso rápido y majestuoso. Ahora parecía
sobrevolar la tierra desde lo alto: ahora vagaba, cauteloso, dubitativo, como si no conociera
su destino. Buscaba un lugar tranquilo, ajeno al ruido de la vida, no poseído por otro dios,
tan pobre y oscuro como Delos, para construir su templo. Salió del Olimpo, pasó por Lecto,
pisó Ceneo, se detuvo brevemente en la llanura de Lelanto, cruzó el Euripo: llegó a Tebas y
luego a Onchesto; a Cefiso, a Ocalea, a Aliarto, a Telfusa, cuyo espeso bosque de árboles le
gustó. El paisaje estaba cubierto de bosques, pero los lugares, personificados, hablaban con
voz humana. Uno de ellos, Telfusa, se rebeló contra el deseo de Apolo y lo engañó. El dios
de los oráculos, el dios que conocía y revelaba la verdad, no descubrió la mentira: tras su
terrible fuerza, escondía siempre una extraña y dolorosa debilidad: fragilidad de poder,
majestad y luz.
Finalmente, Apolo llegó a Crisa, una colina a los pies del Parnaso cubierto de nieve.
Bajo un acantilado, había un valle profundo y escarpado, lleno de laureles, y un manantial.
Aquí decidió erigir un templo oracular para los griegos, que le traerían ecatomancia de
todas partes:
... y a todos ellos mi infalible consejo
expresaré, dando respuestas en el rico templo.
En Chrysa había un monstruo femenino, una dracaena, cuyo nombre no se
menciona en el Himno: un "monstruo voraz, grande y salvaje", hijo de la Tierra, que
guardaba su santuario oracular, devorando hombres y animales. Según Eurípides, era del
color del vino. "Tenía el lomo abigarrado y estaba cubierto, como una coraza, por el
sombrío y frondoso laurel". Más tarde, recibió el nombre de Pitón.
Con una flecha, Apolo golpeó a la dracaena, que cayó al suelo, jadeando y
retorciéndose, y profiriendo un grito sobrenatural, hasta que murió con un soplo
sanguinolento. Debido a los rayos del sol y a la contaminación de la tierra, su cuerpo se
pudrió, dando nombre al lugar, Pythus, y al dios, Apolo Pythicus. Otras versiones cuentan
que el monstruo huyó sangrando a Tesalia, al valle de Tempe, perseguido por Apolo. El
lugar, que en nada se parecía a la escabrosidad montañosa del Parnaso, era el locus
amoenus de la imaginación clásica. En el centro del valle fluía el río Peneo, que avanzaba
lentamente como el aceite: había bosques de todo tipo, refugios sombríos para los viajeros
en verano, hiedra trepando espesa alrededor de los árboles, laurel, smilax, fuentes y arroyos
de agua dulce, pájaros bañándose en las aguas. En estos lugares tranquilos y apacibles,
Pitón murió: Apolo se unió a él en ese último momento de vida.
Cuando mató a Pitón, Apolo había obedecido una orden de Zeus, que quería
construir el oráculo de Delfos desde el que proclamar la verdad inmaculada a través de la
voz de su hijo. Sin embargo, había cometido una falta. Según los griegos, los dioses pueden
ser tan culpables como los hombres: matan, violan, cometen impiedades, violan el orden, y
deben ser castigados, como nosotros. No todos los dioses cometen culpas: ni Atenea, ni
especialmente Hermes, que vive envuelto, haga lo que haga, en su inocencia infantil y
demoníaca, y no se arrepiente ni se purifica. El gran culpable es Apolo, que tras la matanza
de la dracaena cometerá otros crímenes: él mismo, el soberanamente puro. Tras la matanza
del monstruo, tuvo miedo: en un lugar que, por su nombre, se llamaba Phóbos, 'terror', fue
asaltado por la angustia de sentirse impuro y por la locura. Como el mal es contaminación,
contaminó, esparciendo pestilencia a su paso, como al principio de la Ilíada.
Convertido en el último de los desdichados, los malditos y los vagabundos, Apolo
huyó o fue desterrado por Zeus, como sus profetas asesinos, que en la Odisea tienen el don
de la clarividencia. Se refugió en el valle de Tempe, entre los bosques, los arroyos y los
cantos de los pájaros que le hacían vislumbrar la dicha; o fue siervo de Ademeto; o se expió
con los hiperbóreos, un pueblo muy puro del Norte, "en el confín del mundo, en los
manantiales de la noche"; o en otro mundo, donde vivió nueve largos años, durante los
cuales el universo se renovó nueve veces. Fuera cual fuese el lugar al que llegaba, Apolo se
purificaba: se ponía la corona de suplicante, realizaba los ritos y libaciones que los hombres
realizan cuando tienen que apaciguar a la Justicia y la Venganza, olía profundamente el
aroma del laurel -que se convirtió en su planta, signo de expiación, purificación y
adivinación. Luego regresó a Delfos coronado de laurel, con una rama de laurel en la mano.
Había expiado. A partir de ese momento, sentado en el santuario de Delfos, purificaba a los
desdichados, que como él habían conocido la culpa, en su doble condición de señor de los
oráculos y médico. Imagínense qué ecos habrían despertado estas intuiciones en el espíritu
de Dostoievski y Proust. Como los griegos, pensaban que sólo quien ha hecho el mal, lo ha
conocido hasta el final y lo ha expiado, puede liberar a otros seres humanos del mal donde
habitan.
El autor del Himno a Apolo parece haber ignorado tanto que la dracaena era una
sacerdotisa de la tierra como la purificación de Apolo. Como es probable, no ignoró en
absoluto estas tradiciones: las omitió, porque sólo deseaba glorificar a Apolo como
fundador del templo de Delfos. En los siglos anteriores a Homero, existía en Delfos el culto
a una deidad ctónica: "la Tierra despertaba las visiones nocturnas de los Sueños que
contaban el pasado, el presente, todo lo que estaba por venir, a muchos mortales en su
oscuro sueño. El sueño oscuro contenía la verdad. El culpable, o aquellos que deseaban
conocer su destino, dormían tumbados en la tierra: allí los misteriosos poderes de la noche
le visitaban, le traían sueños, le iluminaban, le liberaban de la culpa, le revelaban cosas aún
no nacidas.
La tradición posterior contrapuso, con rasgos dramáticos, el reino de la Tierra y el
de Apolo: allí había noche y aquí luz, allí sueños y aquí la sacerdotisa, la Pitia, repitiendo
extasiada la voz del dios. En realidad, Apolo reveló en ese momento un don que nadie le
habría atribuido: el dios violento, excesivo y excluyente se convirtió en el dios de la
asimilación, la conciliación y el acuerdo. Él y la sacerdotisa heredaron el nombre de la
putrefacta Pitón: los dientes y huesos del monstruo se recogieron lastimosamente en la
parte más secreta del templo de Apolo; el sombrío laurel que crecía sobre la espalda de
Pitón se convirtió en la planta simbólica del nuevo dios. Apolo jugaba con las serpientes,
hijas predilectas de la Tierra: acogía entre sus favorecidos a profetas-serpientes que
habitaban cavernas ocultas bajo el suelo; y revelaba el futuro a través de los sueños,
obedeciendo a la sombría mántica que, según Eurípides, pertenecía exclusivamente a la
Tierra.
La luz de Apolo aceptó la noche, se tragó la noche, se tiñó duraderamente de noche.
Apolo compartió el oráculo con el poder enemigo que había derrotado: lo acogió en sí
mismo, encauzó sus inmensas fuerzas, las asimiló, como si el suyo fuera ante todo un poder
de transformación. Expandió su poder y su reino: fue más allá de sí mismo, sin renunciar a
su propia voz y forma. Pensando en Apolo, Heráclito diría: "la armonía que de un extremo
vuelve al otro extremo como en el arco y la lira". Así Apolo, en su templo de Delfos, ante
las multitudes de peregrinos, anunciaba la armonía entre los extremos y una verdad que iba
más allá y por encima de todo extremo.
El primer templo de Apolo en Delfos estaba hecho de laurel del valle de Tempe,
donde Pitón había muerto y el dios había expiado. Los cimientos eran de piedra: sobre ellos
se tejieron ramas y hojas de laurel, formando muros arbóreos, que crecían, se secaban al
cabo de muchos años y se renovaban. Las abejas construyeron un segundo templo, con cera
y alas muy ligeras: se las consideraba insectos proféticos, y había un rito adivinatorio en
Delfos, que estudiaba su vuelo y zumbido. El tercer templo era de bronce: en el frontón
cantaban seis hechiceras de oro, proféticas como las Musas y engañosas como las Sirenas.
El cuarto templo, construido según el Himno antes de la matanza de la dracaena, era de
piedra. Apolo amaba la gran arquitectura: los poderosos cimientos, las columnas dóricas,
los umbrales, los templos secretos, los robustos tejados, los altares de cuernos, las
esculturas de los frontones, donde se enfrentaban los centauros y los lapitas.
... Puso los cimientos,
anchos, profundos, compactos. Sobre ellos
levantó luego unos cimientos de piedra Trofonio y Agamedes
, hijos de Erginus, amados de los dioses inmortales;
luego construyó los muros del templo innumerables linajes de hombres
con piedras firmemente implantadas, para que pudiera ser eternamente celebrado en el
canto.
En ese templo, de laurel o de cera de abejas, de bronce o de piedra, Apolo anunció
sus oráculos durante muchos siglos. Entonces fue violentamente interrumpido. Decía la
verdad -la que no se oculta ni se olvida-, pues su voz era la de Zeus. Pero también era
Loxias: lo oblicuo, lo oscuro, lo ambiguo, lo equívoco. La verdad de los griegos arcaicos no
era la nuestra: como el canto de las Musas, que cantaban "cosas verdaderas" pero también
"mentiras semejantes a las verdaderas", podía coincidir con lo contrario. Heráclito lo
explicaba así: "el señor cuyo oráculo está en Delfos ni dice ni oculta: quiere decir". El
oráculo de Apolo no era ni claro ni oscuro. Ni decía la verdad ni la ocultaba. Ni hablaba ni
callaba. Significaba: daba señales, como el rayo de Zeus surcando los cielos; señales que
poseían un valor absoluto porque estaban fuera y por encima de la razón y el
entendimiento. Muchos siglos después, Plutarco comentaba: "El dios ciertamente no
pretende ocultar la verdad, sino que vela su manifestación, como un rayo que en poesía
toma muchos reflejos y se orla por todos lados".
También Penélope, al final de la Odisea, utilizaba un lenguaje compuesto
exclusivamente de signos. En cuanto a nosotros, adoradores de Apolo, adivinos, mitólogos,
literatos, debemos poseer el don de Penélope. Debemos interpretar estos signos divinos y
humanos, estos destellos celestes, estas palabras deslumbrantes y balbuceantes, estos
objetos secretos, estos reflejos, estos velos, que descienden del cielo a la tierra o se ocultan
en los libros. ¡Qué arduo es reunir los signos, colocarlos unos cerca de otros, iluminarlos,
alternar el arte del análisis y el de la analogía! No podemos extrañarnos de que, por un
momento, ni siquiera Ulises pudiera comprenderlos.

Los hombres modernos, que viven quince siglos después de la (aparente) muerte de
Apolo, se parecen a Hermes y Ulises: son "coloridos", "abigarrados", múltiples, hechos de
mil fragmentos y mil caras, y se vuelven hacia todos los lados, como el pulpo al que se
parece Ulises. Muchos siglos después de Homero, Platón y Plutarco sostenían en cambio
que el cosmos de Apolo era "simple", claro, puro, uno: tan simple como simple parece la
luz; opuesto a cualquier forma de multiplicidad y policromía. Homero no habría
compartido, o quizá ni siquiera comprendido, las palabras de Platón y Plutarco. El Apolo
retratado en la Ilíada y el Himno era un encuentro de contradicciones: entre el exceso y la
medida, entre la luz y la noche, entre el arco y la cítara, entre el terror y la armonía, entre la
fuerza y la debilidad, entre el mundo ctónico y el olímpico, entre la culpa y la purificación,
entre la violencia y la conciliación, entre la verdad y la ambigüedad. Quizá ningún dios
griego ocultó tal riqueza de pensamientos, imágenes, visiones, sentimientos y rituales. Sin
embargo, después de tantos siglos, tenemos la impresión de que Platón y Plutarco captaron
un aspecto fundamental del Apolo homérico. Haga lo que haga o piense lo que piense, en la
Ilíada o en el Himno, se nos aparece de frente o casi de frente, o juntos de perfil y de
frente, como en el frontón de Olimpia. Nos parece compacto, unificado, obediente a una
sola forma, más que ningún otro dios.
Como dicen sus apodos, Apolo "actuaba desde lejos", "destellaba desde lejos". Con
su cuerda de arco, se mantenía alejado de los hombres: en una montaña, o en la lejanía de la
mente profética. El adorador no podía identificarse con él, y si quería recrear en sí mismo la
condición apolínea, tenía que crear una distancia vertiginosa en su propia mente. Pero, al
mismo tiempo, Apolo sabía anular la distancia: no necesitaba intermediarios: veía como si
el objeto lejano estuviera allí, a sus pies. Encarnaba como ningún otro dios (quizá más que
Zeus) lo que hay de sagrado, de numinoso en la condición divina: pero hacía sentir esa
trascendencia aquí, entre nosotros, mezclado entre las filas de los guerreros que combatían
en la llanura de Troya. Cuando mató a Patroclo, no lo golpeó con su arco, desde lejos: lo
destruyó con la simple palma de su mano extendida hacia abajo: un toque. Oculto por la
niebla, se colocó detrás de Patroclo: le golpeó la espalda y los hombros, le torció los ojos, le
arrancó el yelmo de la cabeza, hizo añicos su lanza, derribó su escudo al suelo, fundió su
armadura; Patroclo quedó ciego, atónito, y no tuvo más remedio que morir. Nunca
habíamos sentido, como en esta escena, lo tremenda que puede ser la violencia de los
dioses y lo brutalmente física que puede ser su proximidad.
Apolo no deseaba cambiar la naturaleza del hombre: no quería divinizarlo, como
intentó Deméter en su día; ni redimirlo, como intentaría el cristianismo a la muerte de
Apolo. Sólo le importaba una cosa: que los hombres reconocieran su propia naturaleza y la
aceptaran plenamente, sin reservas ni limitaciones. Eran miserables y efímeros: parecían
hojas: ahora se mostraban llenos de fuerza, ahora caían sin vida: no podían entender ni ver;
eran "la sombra de un sueño", como diría Píndaro interpretando el espíritu homérico, por
tanto, dos veces irreales, dos veces insustanciales. Cometían actos vanos, sin objetivo,
temerarios, en las garras de la hýbris; y siempre serían así porque ésa era su condición y su
destino. En la Ilíada y en el Himno, Apolo nunca sonreía: sólo sonreía una vez, hablando de
la miseria humana.
Así, Apolo impuso límites a los hombres. No debían cruzar, ni intentarlo, los límites
entre su condición y la divina: entre dioses y hombres no había un paso gradual, sino un
abismo, que él quería hacer aún más infranqueable. Había un destino, broncíneo como la
bóveda celeste: los hombres debían soportarlo con paciencia y resignación; era el único
heroísmo que podían practicar. Si Hermes amaba a los seres humanos (con su propia
ironía), si Zeus a veces les mostraba afecto, si Atenea era cómplice de sus héroes, Apolo (al
menos en la Ilíada y en el Himno) los despreciaba por encima de todo. Quería que se
mantuvieran alejados, encerrados para siempre en su miseria. Los griegos aprendieron a
mirarse con los ojos de Apolo, y a tener el mismo desprecio grandioso por sí mismos. No
hay ejercicio más nutritivo, lúcido y educativo: sólo quien conoce el arte de los límites
aprende a superarlos.
La consecuencia de este desprecio divino fue extraordinaria. Precisamente porque
Apolo quería que el hombre viviera dentro de sus límites, y sólo dentro de ellos, le
concedió todos los dones y enseñanzas posibles, que los demás dioses no podían darle. El
hombre vivía en un mundo limitado, encerrado por altos muros, dominado por la angustia
de la muerte: pero este pequeño mundo debía ser perfecto, y reflejar en cada piedra, en cada
verso, en cada gesto la luz descendida de los dioses. Apolo enseñó a los griegos el arte de
los oráculos, la medicina, la música, la poesía, las leyes y las constituciones, la arquitectura,
los cimientos de las ciudades, los templos y los altares: cómo honrar a los muertos, cómo
educar a los jóvenes, cómo abrir caminos y distribuir el espacio... Todo lo que tiene forma
en nuestra mente pertenece a su reino. Así, nuestra miseria, la sombra de nuestro sueño,
nuestra frondosa condición se convirtieron durante unos siglos en una construcción
armoniosa.

II
LA LIRA DE ERMES

Huyendo de la compañía de los dioses, Maia vivió oculta en una caverna sombría en
las montañas y bosques de Arcadia. Allí nació Hermes: concebido en las profundidades de
la tierra, no bajo el cielo, en la isla de Delos aún o errante, como Apolo, su hermano mayor.
El dios despreciaba la cueva de su madre: sólo era, decía, "una caverna humeante". Pero, de
repente, allí abajo todo cambió, como en un cuento de Las mil y una noches. Las pobres y
húmedas rocas desaparecieron. Alguien había construido un vasto palacio subterráneo o un
rico templo bajo tierra: por todas partes había trípodes y lebeti: un centenar de sirvientes
poblaban la morada; tres celdas encerraban el néctar y la ambrosía, el oro y la plata, las
túnicas púrpura y blanca de Maia. Todo era, pues, doble, ambiguo e ilusorio: él mismo y su
contrario; la caverna coincidía con el palacio, lo pequeño con lo grande, lo pobre con lo
rico, lo ctónico con lo olímpico, lo humeante con lo límpido... como todo es doble y
contradictorio en el reino de Hermes.
El dios fue concebido de noche: Zeus abandonó el Olimpo mientras Hera dormía y
los dioses y los hombres estaban sumidos en el sueño; y se unió sigilosamente a Maia. No
sabemos cuándo Zeus se unió a la madre de Apolo: ciertamente, Apolo se nos aparece por
primera vez al aire libre, a la luz del sol o en el crepúsculo del amanecer. Hermes, en
cambio, amaba las cosas ocultas, que ni los dioses ni los hombres pueden ver: adoraba lo
secreto. Su tiempo era la noche. Tan pronto como las largas sombras caían sobre la tierra,
las calles estaban vacías y desiertas, el sueño poseía a los dioses y a los hombres, y ni
siquiera los perros levantaban la voz, - Hermes pasaba silenciosa e invisiblemente como la
niebla y la brisa otoñal. Llevaba consigo los sueños, a través de los cuales nos
comunicamos con los dioses: dormitaba y abría, con un acto mágico, los ojos de los
hombres: robaba los rebaños de Apolo, irrumpía en las casas de los ricos, saqueándolas sin
ruido; acompañaba a las almas de los muertos, que revoloteaban a su alrededor chillando.
Fue una noche interminable. Pero no era la profunda oscuridad que, al principio de la
Ilíada, habita el corazón de Apolo. Hermes prefería una oscuridad insidiosa, omnipresente
y silenciosa.
Hermes nació al amanecer, cuando el cielo empezaba a teñirse de rosa. Había, pues,
una luz hermética. Era la llama que brilló cuando inventó el fuego, frotando una rama de
laurel con otra de granada, y fundó el sacrificio a los dioses. Era, sobre todo, su mirada: una
llama en movimiento, rápida y viva, un destello que brillaba agudamente desde sus pupilas.
Veía desde lejos, con ojo penetrante. Pero no conocía el esplendor violento y cegador de
Apolo. En cuanto emanaba luz, Hermes tenía que ocultarla: ocultaba sus pensamientos,
bajaba los párpados, lanzaba miradas oblicuas y esquivas. Así irradiaba en el día el mismo
brillo insidioso y astuto, esquivo e irónico que acecha en el corazón de las noches
herméticas.
Vino al mundo sin dolor: no conoció el parto laborioso de Apolo; el dolor siempre le
fue ajeno, como si ignorase palabras como "sufrimiento", "aflicción", "angustia". Apolo
tuvo que sufrir, Heracles tuvo que sufrir, y también Ulises: él no, rodeado de un velo de
irresponsabilidad y alegría. Nada más nacer, abandonó la cuna. Como Apolo, Hermes era
precoz: tenía la fuerza de un gigante y conocía todas las cosas y artes, sin que nadie le
hubiera enseñado. No tenía necesidad de aprender. A diferencia de Apolo, que se convirtió
en adulto de inmediato, conservaba a su alrededor la fragancia, la gracia y la intuición de la
infancia. Era experimentado como un hombre sabio e irónico que había llegado al final de
su vida: poseía la inteligencia, la sutileza y la perspicacia esparcidas por el universo; sin
embargo, nunca abandonó su candor infantil, el olor de los pañales y la leche. Su astucia
consistía en hacerse pasar por pequeño: él, que pronto iba a reinar sobre un país inmenso, se
presentaba ante los dioses y los hombres como un simple demonio, un leve espíritu del aire.

Según Platón, Apolo era un dios sencillo, claro y único: en la Ilíada, Fénix y Apolo
acusaban a Aquiles de ser rígido, inflexible y de no doblegarse nunca; los monjes cristianos
afirmaban ser monótropos, porque poseían un solo rostro y una sola fe. A lo largo de su
vida, y en el ejemplo que dio a sus numerosos seguidores, Hermes enseñó el arte opuesto.
Como dice el Himno en los primeros versos, era un polýtropos: su ciencia era la politropýa;
un don, recibido al nacer, que sýlo ýl podýa enseýar. Su mente tenía muchas formas,
pliegues y aspectos: giraba, siempre sinuosa por todos lados, sin conservar la posición
frontal de Apolo y Aquiles: era flexible; se transformaba incesantemente, como la de un
actor de genio. Si la realidad era múltiple y aleatoria, él se volvía aún más múltiple y
aleatorio. En el camino nunca seguía una trayectoria recta, sino que iba de un lado a otro,
de izquierda a derecha, perseguía todas las direcciones, se retorcía y giraba. Compartía los
vericuetos del camino, porque su espíritu era una curva ininterrumpida, que conducía quién
sabe adónde.
Si hacemos caso al autor del himno, Hermes poseía otro don. Tenía una mente
"multicolor", abigarrada: era un dios poikilométes; expresión que no puede traducirse con
exactitud. Poikílos, en Homero, es la piel manchada de un animal, como la pantera o el
cervatillo: un carro de guerra o un transporte, o una silla, o armas, o una coraza, o un
escudo, o un peplos bordado, o una tapicería -objetos artesanales que emiten un juego de
reflejos oscilantes e iridiscentes. Poikílos es la "tira" que Afrodita ofrecía a Hera: una
especie de hechizo de amor, en el que se reunían las formas y las ilusiones de Eros: amor,
deseo, palabras que cautivan y seducen. Pero también es un nudo intrincado como el que
Circe enseñó a Ulises; e incluso la mente soberana, ambigua e inextricable de Zeus.
Hermes tenía, pues, una mente colorida y abigarrada: chispeante e iridiscente: llena
de encantos y seducciones; misteriosa, intrincada, inextricable. Después de Homero y los
Himnos, el valor de poikílos se amplió y extendió, como en los siglos que siguieron, abierta
y secretamente, al reinado de Hermes. Podía denotar un himno variado y complejo: un
oráculo oscuro: una pintura de muchos colores: un discurso sutil: una esperanza cambiante:
el cielo lleno de estrellas: un laberinto: la esfinge: un sofista lleno de astucias y engaños; y,
para los cristianos, la gracia de Dios. Todo el universo parece reunirse en torno a una sola
palabra, que expresa y a la vez vela la naturaleza de Hermes.
Una deidad tan multiforme y colorista ejercía un poder de fascinación muy fuerte, al
que nadie podía resistirse. Era el señor de thélgein: otra palabra igualmente rica, que
connota el poder del encantamiento en todos sus aspectos. Originalmente, si las
interpretaciones etimológicas son correctas, probablemente significaba el poder de hechizar
con la mirada; y ciertamente, ¿quién podía resistirse a la intensa, irónica y tortuosa mirada
de Hermes? Después, el significado se amplió. Estaba el poder de la poesía, que Penélope
rechaza: el de los cuentos de Ulises, que los feacios escuchan en profundo silencio: el de
los cantos de las sirenas, que conducen a la muerte: el de las palabras de Calipso, que
intenta seducir a Ulises para que olvide Ítaca: el hechizo erótico, que Afrodita, a menudo
aliada con Hermes, extiende sobre todos los hombres: la magia de Circe, que transforma a
los compañeros de Ulises en cerdos: la de Hermes, que, a su antojo, despierta y duerme a
los seres humanos: el poder con el que los dioses confunden los corazones y las mentes de
los héroes; y las esperanzas que engañan a Perséfone raptada por Hades.
Tanto los dioses como los hombres pueden haber conocido el arte del thélgein: entre
los hombres especialmente Odiseo, que lo derivó de su arquetipo, Hermes. El resultado de
este arte era siempre similar: quien era encantado, perdía el control de sí mismo: poseído,
hechizado, forzado al silencio: olvidaba su vida pasada; era reducido a una cosa, o incluso
llevado a la muerte. No puede decirse que el de Thélgein fuera un arte exclusivamente
hermético. Tal vez descendía de Zeus, el gran engañador, aunque la palabra nunca se
pronuncia a su respecto. Sin embargo, tenemos la impresión de que allí donde alguien
encanta y es encantado, el ojo de Hermes, el mago, está siempre presente, moviendo
silenciosamente su varita.
Todo era un juego para Hermes. No se tomaba nada en serio: ni a los dioses, ni a los
hombres, ni a sí mismo; ni siquiera sus inventos, como la lira, a la que Apolo, en cambio,
dedicaba apasionada seriedad. Era frívolo y desenfadado; y por eso todo le sucedía
felizmente, como si una fortuna eterna le protegiera. Los dioses olímpicos jugaban
alegremente: no eran como los hombres que obedecen ciegamente a las pasiones; pero los
adoradores de Hermes siempre han pensado que su juego tenía algo soberanamente irónico
e inquietante, que no se encontraba en ninguna otra figura divina. Apolo era austero, nunca
reía (al menos en la Ilíada): amaba los esplendores y terrores de la tragedia: Hermes
siempre reía, incluso en las situaciones más difíciles; y esta risa infantil-senil añadía
elegancia a sus gestos.
Era desvergonzado e insolente. Su madre le acusaba de estar "revestido de
impudicia": no respetaba ni a los dioses ni a los hombres ni a las instituciones divinas y
humanas; no conocía la forma de Aidós, que sería demasiado fácil traducir como
"vergüenza", y era uno de los aspectos esenciales de la vida espiritual griega. Le encantaba
transgredir las leyes y violar el orden: si no se hubiera detenido, un profundo instinto le
habría impulsado a derrocar y trastornar el universo. Le apasionaba todo lo turbio y
equívoco: todas las cosas impúdicas y descaradas que ofenden la conciencia moral y civil; e
incluso los gestos chuscos. Había algo servil en él: o al menos podía interpretar
magníficamente el papel de sirviente, como su pupilo Ulises. Pero, en cuanto Hermes
cometía una fechoría, se producía una transformación. Las estafas, mentiras y obscenidades
adquirían elegancia, como para demostrar que cualquier cualidad humana, en cuanto un
dios la expresa, revela gracia.
De todos los juegos, probablemente prefería el de inventar. Se parecía a Atenea y a
Hefesto: o al más hábil de los artesanos de la tierra, Ulises. Tenía las cualidades del
verdadero artesano: una inteligencia sutil e ingeniosa, el don de analizar los aspectos de la
realidad, el sentido prensil de la materia, la sabiduría de las manos, la capacidad de explotar
lo imprevisible, lo momentáneo, lo aleatorio, el instante que pasa y no vuelve. Como decían
los griegos, tenía el don del kairós. Su mente siempre estaba ordenando nuevas técnicas,
nuevos expedientes, nuevos artificios. En pocas horas, el dios niño inventó la lira de siete
cuerdas, un tipo extraordinario de sandalia, el fuego, el sacrificio a los dioses, la jeringuilla.
Cuando Hermes cruzó el umbral de su cueva-palacio, se dio cuenta de lo baja que
era su condición. Aunque era hijo de Zeus, no poseía nada. No había nacido bajo la
protección de las diosas: no tenía como privilegio ningún reino divino-humano: carecía de
prestigio; no recibía ofrendas ni plegarias. Era un paria, mientras que Apolo, aunque nacido
en la más miserable de las islas, había sido dotado con tres reinos. Así que Hermes tuvo que
conquistar su propio mundo: no por la fuerza, que no le pertenecía, sino por la astucia, el
engaño, la sagacidad y esa forma superior de engaño que era, para los griegos, la artesanía.
No tenía alternativa. Su rival era su hermano mayor, Apolo. Si no se hubiera convertido en
dios, se habría disfrazado de príncipe de los bandidos, se habría colado en el santuario de
Delfos y habría saqueado sus tesoros: trípodes, lebeti, oro, hierro, prendas preciosas.
En el umbral de la cueva, Hermes divisó una tortuga: según la tradición mítica,
simbolizaba la matriz femenina. Por su naturaleza fálica, el primer invento de Hermes
pertenecería también al mundo del sexo. La tortuga caminaba balanceándose sobre sus
patas: parecía una matrona moviéndose pomposamente: Hermes se burló de ella, y con
feroz ironía, cuando estaba a punto de matarla, le impuso una lección de sabiduría, citando
un verso de Hesíodo. Lo levantó con las manos: lo llevó al interior de la casa: le arrancó
cruelmente la carne, le agujereó el caparazón, le clavó tallos de caña; luego le tendió
alrededor una piel de buey, le sujetó dos brazos, los unió con un travesaño y, por último, le
tendió siete cuerdas de oveja en miniatura, en armonía unas con otras. Todo lo hizo en un
santiamén, con una rapidez vertiginosa, acompañada del brillo de su mirada. Fue el primero
de sus inventos: el capitel, que más tarde regalaría a Apolo.
Inmediatamente después de inventar la lira, Hermes "urdió en su mente un engaño
poco común, como los que preparan los ladrones en el curso de la noche": entró en el reino
de la estafa, de la mistificación, del engaño ingenioso, que nunca abandonó, ni siquiera
cuando fue acogido en el Olimpo y se convirtió en un dios respetable. Siempre le gustó esta
primera estafa, porque tenía que moverse, desplazarse, dejar un lugar por otro; y nada le
complacía más que el arte de viajar, con alas de mente y cuerpo. En ese momento, se
convirtió en el señor de los caminos. Abandonó Arcadia. En pocas horas, al ponerse el sol,
llegó a las montañas de Pieria, muy al norte, más allá del Olimpo. Entre las montañas, había
un prado lleno de asfódelos, de vagos colores infernales. Allí Apolo guardaba sus rebaños,
como el Sol guardaba los suyos en la isla de Trinachia.
Mientras el mundo estaba cubierto de sombras, Hermes robó cincuenta vacas del
rebaño de Apolo. Las condujo por los suelos arenosos, las montañas, las llanuras, las
colinas, los prados, llenos de tréboles y ciperos. Luego las encerró en un establo junto al
Alfeo: de vuelta a Arcadia. Nunca el viaje había sido tan singular. Hermes no había
caminado en línea recta, empujando a las vacas delante de él, como hacen los pastores:
todo, en sus manos, dado la vuelta. Había mezclado las huellas: ahora forzaba a las vacas
delante de él, invirtiendo mágicamente las marcas de las pezuñas, las delanteras detrás, las
traseras delante: ahora las obligaba a caminar hacia atrás, con la cabeza vuelta hacia él.
Todo al revés y al derecho tenía un propósito mágico. Mientras tanto se había fabricado un
par de sandalias enormes, tejidas con ramas de mimbre de tamarisco y mirto, con las que
daba pasos enormes. Cuando más tarde Apolo vio las huellas, dijo que no parecían ni de
hombre ni de mujer, ni de lobo, ni de oso, ni de león, ni de centauro, sino de una criatura
que nunca había visto. Mientras las vacas rumiaban el trébol, Hermes no perdió el tiempo:
inventó el fuego y el sacrificio a los dioses. La noche casi había pasado. Se acercaba el
alba. La luna ocupaba su puesto de vigía. Hermes terminó de ocultar sus huellas: arrojó sus
sandalias al Alfeo, apagó las brasas, cubrió las cenizas con arena, mientras la luz de la luna
seguía brillando en los cielos.
Inmediatamente después Hermes llegó a la cueva de su madre. No se encontró con
nadie: ni dioses ni hombres: los perros no ladraban en la noche; se movía con el más ligero
de los pasos, sin hacer ruido. Aunque sin reino, era un dios: asumió el cuerpo inmaterial de
los dioses, y atravesó la cerradura de la habitación, como la niebla, una brisa de verano o un
hada celta. Luego regresó a la celda. Llevaba las vendas sobre los hombros, se aferraba a la
manta y jugaba con la tortuga-lira que había construido por la mañana. En cierto modo, era
el dios más viejo del universo: y, sin embargo, hacía el papel de niño, como poco antes
había hecho el de artesano y ladrón. Nunca perdió ese aroma a leche, a orina, a baños
calientes, a tierna infancia indefensa.
Aquella noche, una gran parte del universo encontró por fin a su protector. Todos
los que practican las artes del engaño: los ladrones que, de noche, penetran en las casas
habitadas, asaltándolas sin hacer ruido: los salteadores de caminos, que roban los rebaños
de bueyes y carneros: los mercaderes: los aventureros, los canallas, los mentirosos y
mistificadores: los viajeros, los magos: los que aman en secreto, yacen a escondidas junto a
las mujeres y las poseen violentamente: los artesanos: todos los que cultivan el azar; todos
los que esperan la ayuda de la fortuna - desde ese momento volvieron sus pensamientos
hacia el dios de Arcadia. Hermes no se negó a complacerlos. Los socorrió, los protegió: los
colmó de regalos; despertó en ellos alegría y gratitud, sólo que, un instante después, los
engañó de la manera más insidiosa.
Al día siguiente, Apolo descubrió el robo y cruzó el umbral de la cueva-palacio de
Maia. Dos mundos opuestos se encontraron. La radiante luz del sol brillaba junto a una
llama burlona, que resplandecía en la oscuridad: una noble deidad olímpica se acercaba a
un espíritu del aire travieso y malicioso: el dios de los oráculos se encontraba con el amigo
de las ilusiones y las mentiras; el dios del oro sagrado veía quién lo robaba en las horas
nocturnas. Hermes interpretó una vez más su papel de niño. Se hundió entre los fragantes
pañales de la cuna: trató de ocultarse; y enroscó la cabeza, las manos y los pies, como un
niño recién lavado que invoca el sueño.
A grandes zancadas Apolo examinó el palacio: aquellas celdas llenas de néctar,
ambrosía, túnicas blancas y púrpuras y tesoros. Acusó a Hermes de robarle las vacas,
amenazándole con arrojarle al Tártaro. Con su espectacular inocencia infantil, el otro lo
negó. No sabía nada de las vacas: no las había robado: había nacido ayer; y nunca podría
haber caminado por los duros senderos de la tierra con sus delicados pies.
No me preocupan estas cosas; otras me interesan más:
me interesa dormir, y la leche de mi madre;
tener pañales alrededor de los hombros, y un baño caliente.
Propuso jurar solemnemente sobre la cabeza de Zeus, proclamando su inocencia: un
juramento perjuro, al que ninguno de los dioses se habría atrevido; y que sólo él, el gran
mentiroso, podría haber imaginado. Apolo sonrió. Su furia había desaparecido ante aquel
juguetón giro de mentiras. Levantó a Hermes de la cuna: lo cogió en brazos; y justo en ese
momento el niño emitió un pedo: "impúdico cómplice del vientre, impúdico mensajero".
Luego estornudó. Eran dos presagios. Apolo dejó caer al suelo al terrible niño.
Poco después, tuvo lugar un nuevo encuentro entre los dos dioses frente al establo
donde estaban escondidas las cincuenta vacas. Apolo intentó atar a Hermes con mimbres,
apretándolo "con lazos inextricables". No se había dado cuenta de que Hermes era el dios
que no se podía atar: no se le podía constreñir, contener, encerrar; escapaba a todos los
límites que otros le preparaban. Su mente era escurridiza; y por ello era un peligro para los
dioses del Olimpo y para el universo. De pronto ocurrió un portento. Los mimbres que
Apolo envolvía a Hermes echaron raíces mágicamente en la tierra, como vástagos: se
enroscaron entre sí, envolviendo a las vacas. Era un juego de manos: similar al que, en otro
himno, realiza Dioniso, liberándose con un gesto de las ataduras con las que los piratas le
habían maniatado.
Hermes era el señor del arte de atar: ataba y no podía ser atado; fascinaba y no
podía ser fascinado. Todo lo que hacía despertaba asombro: superaba cualquier cálculo de
la razón; tan incomprensible como los sueños. Apolo, que parecía tan seguro de sí mismo,
estaba confuso: su mente estaba subyugada y paralizada; nunca había visto un dios o un
hombre tan misterioso. Al mismo tiempo, aquel coboldo descarado le divertía: por un
momento descendió de su reino de oráculos, excesos y luces al espacio de Hermes. Se
sintió cómplice de su hermano menor. Dos reinos divinos opuestos se acercaban y se
entendían para siempre.
Mientras tanto, Apolo había conducido a Hermes a la cima del Olimpo, donde "la
balanza de la justicia" estaba preparada. Amanecía. Los dioses hablaban entre ellos,
seguramente para comentar lo que estaba a punto de suceder. Apolo y Hermes se detuvieron
ante las rodillas de Zeus, que interrogó irónicamente al primogénito: ¿qué era aquella
"llamativa presa", aquel "recién nacido con aspecto de heraldo"? Apolo relató el robo de las
vacas con todo detalle: las huellas confusas, los pasos que se habían vuelto invisibles, el
bebé en la cuna que "arrugaba los ojos, preparando sus engaños"; ese aire de presagio y
engaño.
Cuando Hermes empezó a hablar, enseguida dijo una mentira: no podía mentir: era
exacto, preciso, como Nereo, el antiguo dios oracular del Océano. Sin embargo, mientras
mentía, decía la verdad, informando de detalles precisos: no había traído las vacas a casa (y
de hecho las había dejado en el establo de Alfeo); no había cruzado el umbral de la cueva
(de hecho había pasado, sin ser visto, por el ojo de la cerradura). Sonaba como Ulises,
cuando dijo a Eumeo y Penélope "mentiras parecidas a la verdad". Mientras tanto, guiñaba
un ojo, como si cuestionara lo que decía y quisiera establecer una relación de complicidad
con Zeus y Apolo. No sé si los dioses comprendieron el nuevo arte que Hermes había
inventado en aquel momento. Sus palabras eran a la vez falsas y verdaderas: pues ocultaban
la mentira bajo la aparente verdad; eran insinuantes, seductoras, sofísticas, llenas de reserva
mental e ironía. El nuevo arte de Hermes era el lógos, el discurso: esa cosa ancipada, decía
Platón, donde lo divino y lo humano, lo verdadero y lo falso, lo pulido como las cosas
perfectas y lo áspero y rugoso como las cabras se mezclan de la manera más singular.
En cuanto Hermes terminó de hablar, Zeus se echó a reír. Hermes no sólo reía de
buena gana, sino que hacía reír de sí mismo: en su falsa y verdadera infancia, en sus
artimañas y en su inteligencia había algo irresistiblemente cómico. Incluso sus adoradores
siempre se burlaban de él, aunque lo veneraban apasionadamente. Al oírle hablar, Zeus vio
en Hermes una forma de sí mismo: la mêtis, la ingeniosa inteligencia, el arte del engaño,
que le permitían dominar el universo. Así, aquella mañana, Hermes entró en el mundo
olímpico, que acogió su espíritu sombrío con risas. Ya no era un dios ex lege, un peligroso
enemigo del orden. Ahora formaba parte de la gran armonía universal, una armonía que tal
vez nunca existió y en la que Hermes no creía, pero fingía creer.

La primera mañana de su vida, Hermes cogió la lira, que acababa de fabricar: sus
manos ligeras y hábiles probaban las cuerdas con el plectro, mientras su voz improvisaba
versos. Era la primera vez en la historia de la poesía que Hermes cantaba las canciones que
su ingenio le sugería. La poesía "hermética" nació y murió en estos versos, y en los del día
siguiente, que brotaron bajo el impulso feliz y repentino de la imaginación. La lira emitía
un sonido terrible que "infundía miedo". No podemos engañarnos: la poesía de Hermes era
terrible: como lo es siempre la poesía: tanto la de Hermes como la de las Musas; porque en
el fondo de la armonía de sonidos y versos, hay fascinación, violencia erótica y muerte.
Nadie oyó al poeta infantil: ni Maia ni sus sirvientas, ni Apolo y las Musas que
bailaban, cantaban y tocaban la flauta (y la otra lira) en las cumbres del Olimpo; y el autor
del Himno se las arregla para proporcionarnos poca información. Los cantos de Hermes
parecen modestos: incluso toscos y elementales. Como los jóvenes que, durante los
banquetes, intercambian chistes y ocurrencias, celebraba los furtivos placeres amorosos de
Zeus y Maia, de quien había nacido, y el gran palacio donde vivía, lleno de túnicas, trípodes
y lebetes. Así, dicen con razón los críticos, inventó una poesía licenciosa, obedeciendo a su
naturaleza fálica. No es difícil imaginar qué exquisitos artificios tejió Hermes, aquella
mañana, en torno a estos temas. Aquellos cantos, que nadie podía oír, debían de estar
bordados como telas: tan ligeros como las danzas de las bailarinas feacianas; tan complejos
como los nudos de Circe.
Al día siguiente, Hermes empuñó la cítara por segunda vez. Se sentó cerca de las
orillas del Alfeo: Apolo estaba a su izquierda; y como su hermano le escuchaba, decidió
abordar temas más nobles. Alzó la voz, tocó suavemente las cuerdas de la lira, celebrando a
la Tierra, a Mnemosyne, madre de las Musas, y a cada uno de los dioses: el nacimiento, las
hazañas y la moîra, la "parte" que cada uno de ellos tenía en el orden del universo. Esta
vez, Hermes tenía probablemente un modelo: la más famosa de las Teogonías que las
Musas habían inspirado en Hesíodo. Ya no jugaba: había salido de su mundo de robos y
amores secretos; cantaba la verdad como las Musas. A su lado, Apolo sonreía: el sonido
penetraba en su alma y "un dulce deseo se apoderó de él". Ya no desconfiaba ni sospechaba
de Hermes. Estaba entusiasmado y hechizado por la "nueva poesía": atado a la voz del
encantador, como Ulises fue hechizado por las Sirenas y corrió el riesgo de perderse.
¿Qué le atraía tan profundamente? Desde luego, no el contenido de los poemas de
Hermes: Apolo conocía mejor que él el nacimiento, las hazañas, las "partes" de Zeus,
Mnemosyne, Hera, Atenea, Poseidón y las suyas propias. Los nuevos poemas de Hermes
despertaron en su alma ecos que hasta entonces no había conocido escuchando a las Musas.
Cuando su hermano terminó de cantar, Apolo trató de definir los efectos suscitados por el
nuevo poema: Hermes completó sus explicaciones, adaptándose, por una vez, a
interpretarse a sí mismo. Algo que Apolo conocía muy bien: la "alegría del día y de la
noche", los mismos sentimientos que experimentan los oyentes del aedo Demódoco en la
Odisea cuando canta las historias de Troya y de Ares y Afrodita.

Algo, sin embargo, era completamente nuevo. El mundo de Hermes se acercaba al


de Afrodita: en sus cantos, había un deseo amoroso tan violento e irresistible que parecía, a
veces, "sin remedio". Apolo sentía con asombro y casi terror la furia de esta pasión, que
surgía del espíritu de un dios que jugaba con la pasión. Por otra parte, Hermes era el señor
del sueño. Cuando lo deseaba, cerraba los ojos de los hombres: calmaba los deseos "sin
remedio"; y llevaba la quietud de la poesía a las profundidades de un sueño casi mortal,
como aquel del que habla Píndaro en la primera oda pitiana. Aún había más, de lo que no
habla nuestro himno. La mente de Hermes era variada e intrincada: exudaba una aguda
fascinación. Estos dos dones resonaban ciertamente en los versos cantados por Hermes
mientras pulsaba, una tras otra, las cuerdas de su cítara.
Tras esta última actuación a orillas del Alfeo, Hermes no cantó más. La poesía
perdía uno de sus símbolos supremos. Tuvo que guardar silencio: había llegado a un
territorio demasiado distinto del suyo. Cantar profesionalmente, como aedo inspirado por
las Musas, el nacimiento, las hazañas y las "partes" de los dioses: componer teogonías o
ejercer la adivinación, ése no era el príncipe de los ladrones y los mentirosos. Así que hubo
reparto de "partes": en perfecto acuerdo, como si los dos dioses nunca se hubieran peleado
por sus privilegios, Hermes regaló a Apolo su lira de siete cuerdas. A punto de dejársela, le
dio una lección de hermetismo: le recomendó ligereza de manos, una gracia que Apolo no
siempre había poseído:
De ahora en adelante, con ánimo sereno, llévala al banquete florido,
al baile encantador, a la fiesta espléndida,
para gozo del día y de la noche. Si alguien,
después de largo estudio, la pone a prueba con el arte y la doctrina,
con el canto enseña todo lo que es agradable a la mente,
tocado con mano ligera y con delicada experiencia;
y rehúye el esfuerzo fatigoso
En ese momento comenzó el silencio de Hermes: el silencio absoluto e
ininterrumpido de esa voz misteriosa e ingeniosa. Sentimos su pesar, como si la parte más
secreta y conspicua del mundo hubiera enmudecido. No existe, que sepamos, ninguna
tradición "hermética" de la poesía: mientras que miles de poetas invocan a Apolo y a las
Musas. Todo lo que sabemos por Pausanias son algunos signos: en Helicón, los dos dioses
disputándose la lira; en Megalópolis, un santuario dedicado en común a las Musas, a Apolo
y a Hermes; en Olimpia, un altar dedicado en común a Apolo y a Hermes; una estatua de
Lisipo, con los dos dioses disputándose la lira. Nada más. Pero Hermes no tenía necesidad
de aparecer. Sin opinión, se introdujo en la poesía de Apolo: se coló en ella, llegó a su
corazón. A los poetas épicos les enseñó que todo lo que cantaban eran thelktéria: juegos de
encantamiento, semejantes a su voz que hechizaba. En Píndaro aprendió que no se puede
componer poesía sin poikilía, su arte abigarrado: sin varietas, sin bordar con distintos
colores, sin entrelazar y mezclar temas, sin hacer brillar el estilo, sin pasajes rápidos.
Enamorados de la antítesis, capaces de llevarla hasta su límite extremo con la fuerza
aguda y límpida de la mente, los griegos sabían que toda antítesis, tras haber agotado su
impacto, debe resolverse en una conciliación superior. Entre Apolo y Hermes se produce la
conciliación y el acuerdo definitivos en la Ilíada y la Odisea. La Ilíada comienza con la
noche y la muerte traídas por Apolo, dios de la luz, y se cierra con el viaje de Hermes, que
acompaña a Príamo hasta la tienda de Aquiles, invitando a hombres y dioses, griegos y
troyanos, a encontrarse. Según una tradición, que en la Odisea Homero probablemente
quiso ignorar, Ulises desciende de Hermes: tiene la misma mente multiforme y colorista
que el dios, pero su triunfo sobre los procios se produce durante una fiesta de Apolo y con
el arco (parecido a una cítara), que pudo pertenecer a Apolo.
Estas correspondencias no pueden ser accidentales. Tal vez "el primer Homero"
abriera y cerrara el poema con los hechos de los dos dioses que habían inventado el poema;
y, pasado algún tiempo, el "segundo Homero" le respondiera con un quiasmo, recordando a
los dos dioses del poema. ¿O todo ocurrió más tarde, cuando un ingenioso editor ordenó ese
material? La respuesta no importa realmente, y es poco probable que alguien llegue a darla.
Lo único que importa es que, en el origen mismo de Grecia, la Ilíada, la Odisea, el Himno a
Apolo y el Himno a Hermes nos recuerdan que la poesía fue inventada por dos dioses
antitéticos y concordantes.

Hermes entregó la lira a Apolo. Pero recibió regalos a cambio: "partes" del mundo:
un látigo, un caduceo de oro: una especie de protección sobre pastores y rebaños; y una
adivinación menor, la ejercida a través de las abejas, que no revelaba la voluntad de Zeus.
Hermes permaneció contento: así lo hicieron los antiguos adoradores. Nos parece que
entonces tenía la peor "parte", porque había renunciado por un pequeño oráculo a ese don
inconmensurable que es la poesía; y nos maravillamos de que los griegos rara vez le
dedicaran un templo o un altar: sólo una estatua en un templo dedicado a otra divinidad.
Pero olvidamos cómo procedía el dios. No ocupaba un reino: se introducía en él:
participaba en muchos reinos, a veces inventaba uno, pero no poseía ninguno. Siempre
estaba aquí y allá: aquí y en otra parte; como dice Walter Otto, era un dios sin morada fija.
Así, poco a poco, colándose por todas partes, Hermes se convirtió en el dios de las
relaciones, acercando todos los aspectos del universo. Tejió amistades, acercó distancias,
tejió afinidades: siempre dispuesto a establecer analogías entre cosas distantes; y se
convirtió en la clave de todo. Acompañó a las almas de los muertos al Hades: acompañó a
las almas de los que regresaban del Hades: vigiló las fronteras, las encrucijadas, las puertas
de la ciudad y del hogar; escoltó a los hombres a través de los peligros de la noche.
Inventaba sacrificios a los dioses: era el dios de los viajes, del comercio, de la lengua, de la
memoria, de la astronomía, de la investigación, de la interpretación, de la traducción, de la
etimología, de la crítica literaria... Por el bien de las relaciones, aceptó incluso convertirse
en el dios de los sirvientes.
Como para coronar estas tareas, en la Odisea Zeus lo nombró su mensajero. El
mundo entero se convirtió, gracias a sus veloces alas, en una red de relaciones: todas las
cosas resonaban entre sí; y él se apresuraba a interpretar cada una de ellas y la cambiante
red que las envolvía. Con el paso de los siglos, su función se hizo cada vez más central.
¿Quién podía recordar ya la humeante cueva de Arcadia? Para entonces, Hermes tenía un
templo solemne y rico, donde una multitud de adoradores -los ladrones y mercaderes, los
mentirosos, los chipriotas, los críticos, los filósofos estoicos y neoplatónicos, los Padres de
la Iglesia, los humanistas y los alquimistas- se reunían para rendir culto al sabio supremo, el
señor de las cosas secretas, el precursor de Cristo.
Hacia los hombres, Hermes mantuvo siempre una relación singular. Nunca imitó a
Apolo: nunca despertó terror en nosotros; se mantuvo cerca de nuestro mundo, semejante al
suyo, aunque nadie puede asegurar que nos tuviera respeto. No nos despreciaba: tal vez no
despreciaba nada ni a nadie. Como dice el Himno en sus últimos versos, nos engañó muy a
menudo. Ninguno de sus fieles se atrevió nunca a cuestionarle. Otras veces, hacía lo
contrario. Fue el compañero de los hombres en los peligros de la oscuridad, el ayudante y el
guía, el hijo y el padre, el salvador, a quien todos los desdichados, los débiles y los
inseguros necesitan. Descendía de las alturas del Olimpo: parecía (era su máscara favorita)
un joven y agraciado príncipe, con las primeras pelusas en los labios: tomaba la mano,
consolaba, calmaba con una gentileza tan suave, que ningún lector moderno esperaría de un
espíritu tan burlón.
A veces cruzó la línea que separa a los hombres de los dioses: "sería censurable", le
dijo a Príamo, que un dios ayudara tan afectuosamente a los hombres y que los hombres
acogieran tan abiertamente a un dios como huésped. Entonces intuyó el riesgo y dio marcha
atrás, obedeciendo la moral del Olimpo. Incluso Prometeo, que tenía algo en común con él,
admitió que "amaba demasiado a los hombres". Tal vez fuera una ley de Grecia. Sólo los
dioses irónicos y ambiguos, que nos engañan y nos roban, tienen la fuerza y el poder de
cruzar la frontera que nos separa de ellos y acariciarnos con mano (casi) amorosa.

III
LAS MUSAS

En El ocaso de los oráculos, Plutarco escribe una bella frase. De lo que ha sido, ya
no queda nada, nada sobrevive. Todo nace y se pierde al mismo tiempo: nuestras acciones,
palabras, sentimientos - todo como un río rápido, el tiempo lo lleva lejos.... La memoria,
para nosotros, es el oído de las cosas ahora sordas, la vista de las cosas ahora ciegas". Pocas
veces un hombre ha expresado con tanta intensidad el angustioso sentimiento de la muerte
del tiempo: detrás de nosotros no hay nada, todo es sordo y mudo, como en el Hades que
Ulises visita tan a su pesar. Nada más arbitrario que atribuir el pensamiento del más sutil
escritor platónico al "primer" o al "segundo Homero". Y sin embargo, a veces, tenemos la
impresión de que el edificio que Homero, Hesíodo y los poetas arcaicos erigieron a la
Memoria, proviene de un secreto sentimiento de angustia: detener el tiempo, impedirle, a
toda costa, que se lleve las cosas y desaparezca en el aire.
Las Musas son hijas de Mnemosyne, la Memoria. No tienen nuestra memoria: llena
de lagunas, intermitencias, fracturas, laceraciones; o deslumbrada por la luz repentina -una
taza de té en la que mojamos una magdalena, las piedras mal escuadradas de un patio
parisino, una cuchara golpeando contra un plato- que nos permite reconstruir el pasado. Las
Musas poseen un inmenso tesoro de conocimientos: conocen la vida y la muerte de los
héroes, todas las piedras de la roca de Troya, todos los hombres que fueron a Troya, todos
los granos de arena del Helesponto, todos los pensamientos que cruzaron las mentes de
Aquiles y Ulises; e incluso los pensamientos de los dioses. Lo saben todo con esa precisión
meticulosa que sólo tienen los videntes. Han estado presentes en los acontecimientos que
han tenido lugar: estaban allí, visibles u ocultos, tanto si Telémaco navegaba hacia Pilos,
como si Odiseo mataba a los procios, o Zeus se unía a Hera: un gran ojo abierto de par en
par al mundo. Y lo que es más, cuentan cosas pasadas y futuras (pues el futuro es también
un pasado), transportándolas en la línea ideal del presente. Cuando Homero canta, tras
invocar a las Musas, todo está aquí. Todo lo demás está abolido y olvidado.
Saben lo que ocurrirá con la misma exactitud que les revela lo que ocurre aquí y
ahora, o lo que ocurrió un siglo antes. Tienen memoria del futuro. Lo verdadero es
simplemente lo que "no está oculto", lo que no está velado por el olvido y el sueño. Así, las
Musas, según Hesíodo, dicen "lo que es, lo que será, lo que ha sido". Todo el mundo señala
que Homero no atribuye el mismo don a las Musas: por tanto, no es un profeta, sino sólo un
poeta. Pero, ¿es esto cierto? En la Odisea, una parte capital de la historia es asumida por los
profetas. El profeta de las aguas, Proteo, cuenta el regreso de Menelao y su vida inmortal en
los Campos Elíseos, ve a Ulises en Ítaca, la matanza de Egisto por Orestes: el profeta del
Hades, Tiresias, anticipa el regreso de Ulises, su último viaje, su vejez; y Teoclímeno, el
último de una famosa dinastía de profetas apolíneos, ve a los Proci comiendo carne
empapada en sangre, las paredes y los dinteles salpicados de sangre, anticipando su muerte.
Todo, pues, parece fundado por poetas-profetas, como decía Hölderlin.
Aunque conocen todas las cosas del mundo, las Musas no lo cuentan todo a los
poetas: sólo narran las hazañas de los héroes, no lo que hacen los albañiles o los carpinteros
-aunque, al menos en la Odisea, también sabemos cómo se construyen las balsas, qué forma
tiene la cesta de plata que la sierva Filón llena de hilos, qué árboles se plantan en Ítaca o
qué quesos cuaja un pastor monstruoso. El canto que las Musas inspiran a los poetas da
gloria: da alabanza; es en sí mismo gloria imperecedera. Los héroes esperan ansiosos esta
gloria: sólo viven para ella. Son dobles: Aquiles es mitad el héroe que lucha bajo los muros
de Troya, y mitad la figura que cantarán los poetas: esta figura no es una imagen ilusoria;
coincide con la otra, y ambas son reales. Ninguna civilización ha creído tanto en la gloria -
esa cosa vana- como la griega.
La muralla, construida por los griegos a orillas del mar, será destruida (tras el final
de la Ilíada) por Posidón y Apolo, que desatarán la furia de los ríos, mientras Zeus enviará
lluvia desde el cielo. No quedará nada, como dijo Plutarco. Sólo quedará el canto de los
poetas, testimonio de la vida y de la muerte, Aquiles y Ulises, el muro de los griegos. ¿Será
que los griegos no sabían que la poesía también muere? ¿Que también se borra? La
memoria humana deforma los versos con el paso de los años: los rapsodas no tienen
herederos: la escritura en los muros se suprime; luego los papiros se desgastarán, se
triturarán, se destruirán. Al menos en nuestro caso, por una extraordinaria excepción, los
griegos acertaron. La Ilíada y la Odisea permanecieron: dieron forma a generaciones; hoy
sabemos entre nuestros amigos quién desciende de Apolo, quién de Hermes, quién de
Aquiles, quién de Odiseo. Al menos esta vez, la gloria era inmortal.
Las Musas están en lo alto, en el Olimpo. Los poetas, más abajo, confundidos entre
nosotros, escuchan su voz, blanca como el lirio y, por tanto, por una transposición de los
sentidos, clara, plateada, penetrante: opuesta a la voz de bronce de Aquiles. Como dice
Hesíodo, las Musas inspiran a los poetas: soplan en ellos su pneuma. En Homero no existe
la misma expresión: aunque también en él los dioses "soplan" pasiones y pensamientos en
los hombres. Homero prefiere otra expresión: la Musa planta, hace crecer, genera poesía en
el poeta, igual que un agricultor planta un árbol o una vid en la tierra; la inspiración divina
es vista como una maduración natural, pero también desciende de lo alto. Si no hay este
soplo o brote, el poeta no sabe nada: sólo posee un conocimiento indirecto, un ruido, una
algarabía, una noticia o una opinión sin fundamento, de la que no puede nacer la poesía.
¡Qué gran paradoja! Precisamente la poesía homérica, que se basa en la tradición, que
hereda, transforma y entrelaza poemas más antiguos, que utiliza fórmulas centenarias,
desacredita la tradición como un ruido vano. "Todo lo he aprendido de mí mismo", dice
Femio a Ulises: "el dios implantó en mi alma toda clase de canciones".
Cuando escucha la voz directa de la Musa, que crece en su corazón como una
planta, Homero posee un conocimiento supremamente objetivo: su canto no es aleatorio ni
subjetivo, sino absoluto. Lo sabe todo: incluso las hazañas de los dioses, sus discursos, sus
pensamientos, sus encuentros amorosos secretos, que sus personajes ignoran por completo.
Como las Musas, habita en todas partes: como los dioses, es omnipresente. Como los
grandes escritores de todos los tiempos, debe aceptar el mensaje divino: obedecer a la voz
que desciende de lo alto; Demódoco, el cantor ciego de los Feacios, es "el que acoge". En
apariencia, Homero no ve nada: su conocimiento es auditivo: escucha a la Musa que le
inspira o crece en él; sin embargo, si la obedece, ve lo que oye. Todas las voces que
resuenan en él se convierten en Aquiles furioso, Ulises descendiendo al Hades, Penélope
tejiendo la red, Hermes portando la flor blanca y negra.
El poeta debe escuchar, largamente, como si su vida fuera el oído de Hermes. La
Musa le revela en primer lugar el contenido de su relato: la trama de la Ilíada y la Odisea.
Pero también le sugiere formas y arquitectura. Si el "segundo Homero" comienza la Odisea
en un punto relativamente gratuito de la acción, cuando Ulises espera exhausto en la isla de
Ogigia, no lo hace ni por elección ni por casualidad. Tiene ante sí muchos comienzos
posibles: pero la Musa, sólo ella, con su voz blanca y plateada, le ordena que comience
precisamente en ese lugar.
No es fácil obedecer a las Musas: precisamente porque el conocimiento de las
Musas es infinito, ocupando el presente, el pasado y el futuro. Hay, en la Ilíada, una
confesión significativa. Cuando Homero comienza su lista de líderes griegos y troyanos, las
Musas podrían recordarle todos los nombres de la multitud que avanza en la batalla: tan
numerosos como los granos de arena del Helesponto. Por supuesto, sería una tarea extrema,
que Homero, con sus solas fuerzas, no podría llevar a cabo, aunque tuviera diez lenguas,
diez bocas, una voz incansable y un corazón fuerte como el bronce. Sin embargo, lo
imposible se haría posible, si las Musas le inspiraban, pues ellas están presentes en todas las
cosas y en todos los nombres. Entonces, superando su propia debilidad, Homero se
convertiría en el cantor de la totalidad: lo que Balzac y Proust exigían a veces a sus libros.
Homero renuncia a esta enumeración inagotable: se niega a escuchar la voz
interminable de las Musas. Sólo quiere saber de las Musas los nombres de los jefes de los
dos ejércitos. Es aquí, en los albores de Occidente, donde la poesía revela su limitación
voluntaria. Podría convertirse en la voz del Todo, pero sólo es la voz del límite: nada más
que unos días de la guerra de Troya o una parte del regreso de Odiseo a Ítaca. El Todo
permanece inalcanzable: o bien puede ser evocado y una parte de él aludida con una
insinuación dentro de una estructura cerrada; así conoceremos, en la Odisea, la muerte de
Aquiles, que nadie nos cuenta de viva voz, o la expedición secreta de Ulises a Troya. La
forma abruma al Todo: sólo acepta ser contado desde el corazón de una arquitectura que lo
niega. ¿Ha traicionado, pues, Homero a las Musas? O, como es más probable, ¿querían las
Musas ser traicionadas, porque la divinidad esencial de la poesía no es el Todo sino la parte,
el orden, la forma?

Las Musas no sólo dominan el reino de la Memoria, esos "vastos barrios", "los
campos y las cavernas, las indecibles cavernas de la memoria", como dice Agustín. Su
ámbito es mucho más amplio: abarca la vida y la muerte. Si aceptamos una etimología
discutida, son "las ninfas de las montañas"; y, al principio de la Teogonía, aún las vemos
danzando, con sus tiernos pies, alrededor de un manantial de agua oscura como el mar.
Tienen una relación con el agua: la inmensa liquidez del universo. No con el agua estéril de
las lluvias, sino con el agua primordial del Océano, que desciende a la Estigia y resurge en
todos los manantiales, en todos los ríos y pozos, como en el manantial de Kessotis en
Delfos. Donde hay un manantial, hay una Musa. El agua del Océano es supremamente
fertilizante: tiene un poder vital; es una fuerza oracular purificadora y curativa. Por eso
decía Píndaro que el agua es "la mejor de las cosas".
Así comprendemos por qué la poesía, especialmente en Hesíodo y Píndaro, es una
sustancia líquida. Todos los poetas, hasta los tiempos modernos, lo han sabido: escribir
poesía es la experiencia de la liquidez; y Píndaro bebía agua -agua de un manantial, agua
del océano- antes de componer versos. La poesía, en Hesíodo y en Píndaro, es un "néctar
destilado": un fluir continuo; las Musas vierten "dulce rocío" sobre la lengua del repoeta, de
su boca brotan "dulces palabras", de la boca de los que son amados por las Musas "fluye
dulce voz". En esta agua que nunca se detiene, no hay nada efímero: al contrario, es
precisamente el fluir incesante de la sustancia oceánica lo que hace eternos a los versos y a
quienes los componen.
Por una rápida transición analógica, el agua del océano se convierte en miel: una
sustancia fluida, una metáfora destinada a la gran fortuna. Así, todo es dulce, suave, amable
en la poesía, pues sabe a miel. Las palabras se persiguen y se superponen: glykerós,
meilíkhios, malakós; y recordemos que los mismos términos definen los discursos de
Ulises, las palabras encantadoras de Calipso, los prados de Ogigia. Cuente lo que cuente -
las historias de la Teogonía y de Homero son a menudo terribles-, la forma de la poesía
tiene este don: la suavitas. No debemos creer que esta miel es algo inocente e idílico: la
poesía, aunque no hable de guerras, catástrofes y desastres, siempre es inquietante. La miel
de la poesía tiene una fuerza oracular, como las abejas que la segregan: tiene una cualidad
erótica; pero también puede seducir, engañar, incluso envenenar, aunque el veneno de las
abejas sea inocente. Nos acercamos al insidioso reino de la fascinación, tan apreciado por
Hermes.
Ahora el poema gira sobre sí mismo. Si antes se había identificado con la fertilidad
del agua y había sido líquido como la miel, - ahora nos muestra la cara opuesta. La poesía
es la muerte. Esta inversión no nos sorprende, ya que el dios de la poesía es tan tremendo y
excesivo como Apolo, y nos amenaza con su arco. En el vigésimo primer libro de la
Odisea, hay un pasaje famoso:
El astuto
Odiseo, ...
cuando hubo alzado y observado el
gran
arco en todas sus partes,
como un hombre diestro en la cítara y el canto,
que estira sin esfuerzo la cuerda alrededor de la nueva cuerda del arco,
atando la tripa de oveja retorcida en ambos extremos,
así, sin esfuerzo, Odiseo tensó el gran arco.
Tomó y probó la cuerda con la mano derecha:
cantaba plenamente, con voz de golondrina.
Todos los términos de la comparación se corresponden. Si Apolo dispara desde lejos
las flechas de su arco, las Musas y los poetas "disparan desde lejos" los dardos de su lira.
Han recibido el mismo don: las Musas y el poeta poseen la distancia contemplativa del
dios. Como dice Homero, no conocen el esfuerzo: el poeta antiguo canta con la misma
inmediatez y naturalidad (aunque la Ilíada y la Odisea oculten el más exquisito artificio)
con que Ulises, en el mégaron del palacio casi reconquistado, tiende el arco heredado de
Apolo. La cuerda del arco vibra, más aún, canta como la cítara. Finalmente, el arquero y el
poeta dan en el blanco: dan en el blanco; porque la gran poesía siempre ha conocido la
precisión, la exactitud, la inteligencia matemática, con la que Ulises derriba, uno tras otro, a
los pretendientes. Ni siquiera un toque es impreciso: ni siquiera una palabra es matizada; o
si es matizada, no es menos precisa que la palabra más técnica.
¿En qué sentido la poesía da la muerte? En cada verso de Homero, Píndaro y
Esquilo, tras la luz y la alegría, ¿se percibe el zumbido de las flechas con las que, en el
umbral de la Ilíada, Apolo da la muerte a los griegos? Es probable. Pero hay una
correspondencia más precisa. Las Sirenas son los dobles de las Musas: su poesía es la de las
Musas llevada al extremo e impregnada de fascinación. Esta poesía posee un encanto tan
agudo que nos olvidamos de volver y nos perdemos, hasta que nuestros huesos se pudren,
nuestra piel se arruga en el "prado florido". Cuando escuchamos y leemos el poema,
debemos recordar que la belleza extrema mantiene a la muerte oculta tras el velo vaporoso
que la protege.

Como diosas de la vida y de la muerte, las Musas son diosas del destino. El poeta
nunca puede olvidarlo: la Odisea acepta y respeta el destino en todas sus más mínimas
manifestaciones, hace sentir su presencia en el trasfondo de los acontecimientos, y si elige a
Ulises como héroe, es precisamente porque es el héroe del destino. La poesía es el destino
manifestándose, a través de la voz del poeta. Dos expresiones se persiguen a través del
libro. El poeta debe narrar katà moîran y katà kósmon: Odiseo reitera a Demódoco, el aedo
de los feacios, que narra "según la justa medida", "según las justas proporciones", "como lo
exige la situación", "según la justa distribución de las partes". En resumen, el poeta siempre
debe hacernos sentir el orden del mundo, la complicada relación de las "partes"
individuales y las atribuciones individuales, que componen el universo. No hay infracción
posible. Cuando se pone en verso, el destino no debe ser violado. Si se violara, las
consecuencias serían terribles: de su silencio y oscuridad, las Erinyes, las salvajes hijas de
la noche, despertarían para arrasar tanto la realidad como el poema que la representa. Por
eso el poeta sabe que sobre su relato descansa una temible responsabilidad: sobre cada uno
de los versos, fórmulas, palabras, sílabas y, sobre todo, sobre la relación entre ellos. Cada
signo es decisivo.
Las Musas no están solas. Cuando cantan "con su hermosa voz", en el Olimpo,
acompañando a la cítara de Apolo, las Gracias, las Horas y la Armonía danzan con ellas,
cogidas de la mano. Especialmente Temis, la madre de las Horas, y las Horas se encargan
de que el ciclo natural de las estaciones, las leyes y normas de la vida divina y humana
estén presentes en el fondo del canto: lo que es estable y se repite sin fin. Ni el "primer" ni
el "segundo Homero" pueden pecar contra este orden. Todo esto explica lo que a nosotros
los modernos, empezando por Winckelmann y sobre todo Goethe y Schiller, no nos parece
sino la gracia "ingenua" de Homero. El amor por el detalle exacto, la clara división de cada
acción en sus elementos, la claridad de la representación, el esplendor de la superficie, la
mirada que no olvida nada, todo ello está aquí para recordarnos que el destino, esa cosa a la
vez límpida y misteriosa, se mueve armoniosa y fluidamente ante nuestros ojos, detrás de
las palabras visibles.
Especialmente en la Odisea, este orden es complejo: un tejido, una urdimbre, una
trama, una tela, una alfombra de miles de hilos. No es seguro que, en Homero, las imágenes
del tejer (y del coser, del tejer, del hilar) se refieran a la actividad del poeta: tal vez sólo se
refieran a planos mentales, discursos y acciones. En la realidad de la composición, sin
embargo, la Odisea es un tejido admirable. Su patrona es Harmonía, que danza en el
Olimpo acompañando el canto de las Musas: la palabra significaba el arte de la conjunción,
la conexión y el acuerdo; el sentido musical es posterior. Si leemos la Odisea, nos damos
cuenta de que nunca, o casi nunca, hay una estructura simple y lineal con un solo tema. Se
propone un motivo: poco después aparece otro motivo, que ocupa la superficie: hasta que
mucho después, cientos de versos más tarde, reaparece el primer motivo; y entonces
reaparece el segundo, obedeciendo a una variación temática muy sutil. A Homero no le
importa que este estilo arquitectónico provoque improbabilidades narrativas: a los grandes
narradores siempre les gusta la improbabilidad; sólo importa que tengan varios motivos a
mano y los entretejan hábilmente.
Así nació lo que solemos llamar un libro con "estructura sinfónica". Aunque
desarrolla algunas situaciones a partir de la Ilíada, la Odisea es el primer libro occidental en
el que dos o tres grandes temas -Telémaco, Ulises y los Proci- tienen una existencia
autónoma durante algún tiempo, y luego se funden, en la cabaña de cuentos de Eumeus. En
los albores de la novela europea, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, Anna
Karenina y la Recherche se construyen según el mismo principio sinfónico. La Musa del
"segundo Homero" ignoraba que estaba enseñando, a los aedi que cantaban las hazañas de
Ulises en las cortes y plazas de Grecia, el mismo arte que, veinticinco siglos más tarde,
aprenderían con dificultad, y con un agudo sentido de su propia originalidad literaria, los
novelistas del siglo XIX.
No sé qué habrían dicho las Musas -ellas que conocían los misterios del agua
primordial y de la vida, de la muerte y del destino, es decir, todo lo que necesitamos saber-
si hubieran escuchado los discursos de muchos modernos. No eran tontos: si entre ellos
estaban no sólo Erich Auerbach y Bruno Snell, sino también Goethe y Schiller, en la época
en que construyeron su extraño clasicismo. Estos escritores y ensayistas sostenían que el
arte de la Odisea poseía un solo plano: no tenía fondos, ni contrastes, ni profundidad; todo
estaba ahí, en la superficie: Nausicaa jugando a la pelota junto al río, Euriclea descubriendo
la cicatriz de Odiseo, Penélope apoyada en la puerta, Odiseo masacrando a los Proci. Y
luego afirmaban que los personajes de la Ilíada y la Odisea no tenían vida interior: no
tenían psicología: sólo existían en cuanto que actuaban; "Homero ignora totalmente la
introspección".
¡Cómo se habrían reído las Musas, con su voz de lirio y plata! Estos hombres
modernos, estos críticos, estos analistas, estos antropólogos, que tenían la bondad de tratar
a los antiguos como a animales raros, no entendían casi nada. Nada era más falso que sus
suposiciones, apoyadas en léxicos y diccionarios. El arte de la Odisea estaba lleno de
segundas, terceras, cuartas y quintas historias: no era más que un entramado de acertijos y
trampas. Y la psicología de la Odisea no era menos profunda, rica y complicada que la de
Henry James o Proust: sólo los sentimientos permanecían implícitos, ocultos; una espesura
de secretos detrás de cada palabra.
Por lo general, el "segundo Homero" (que desarrollaba muchas situaciones del
"primer Homero") utilizaba dos sistemas. El primero era la omisión: omisión de respuestas,
de relaciones psicológicas, de intenciones secretas, de pensamientos centrales: la riqueza de
la vida psicológica que tiene lugar en un año en Eea entre Circe y Ulises se expresa (y se
omite) en un solo verso; las relaciones entre Penélope y Ulises, al final del poema, son una
sola obra de omisión. La segunda herramienta es la ausencia total de comentarios:
comentarios a los que Balzac, por ejemplo, recurre cuando quiere explicar el
comportamiento de uno de sus personajes o una situación social, o su relación con sus
propias figuras. Homero nunca comentaba: porque sabía que no le correspondía a él, sino al
lector, comentar. También aquí las Musas griegas eran muy modernas, como si la literatura
del siglo XX no tuviera secretos para ellas. El proceso o El castillo, de Kafka, donde no hay
un solo comentario que revele el pensamiento del autor, recurren a la omisión sistemática,
como la Odisea.
En el umbral de la Odisea, me gustaría escribir dos frases. La primera es de un viejo
erudito: "Homero no sólo consideró lo que tenía que decir, sino también lo que no tenía que
decir". La segunda es de un erudito moderno muy inteligente: "El peligro no es leer
demasiado en Homero, sino leer demasiado poco en él". Con todas nuestras fuerzas,
debemos intentar no leer demasiado poco en Homero. Porque la Odisea -que se erige ahí,
en los albores de la literatura, como un libro infantil ideal, una especie de Pinocho, y todos
los niños pueden entenderlo, con sus Feacios, sus Cíclopes, Escila y Caribdis- es uno de los
libros más misteriosos jamás escritos. Y no porque hayan pasado veintisiete siglos y se nos
escapen algunos detalles objetivos: sobre todo las costumbres religiosas. La Odisea es
misteriosa porque el "segundo Homero" oscureció en parte lo que quería decir. Creo que
también lo fue para los lectores de su época, que, por ejemplo, probablemente no
entendieron la relación entre Ulises y Penélope.
¿Cómo entender entonces la Odisea? Debemos entenderla porque entenderla
significa entender Occidente, Grecia, a nosotros mismos, el arte moderno, nuestro futuro.
Hay dos caminos. La primera es la que siguen desde hace tiempo los mejores estudiosos
actuales. Como cualquier gran libro, la Odisea es un sistema de relaciones, donde las
escenas se iluminan unas a otras, los temas y las imágenes se devuelven o se oponen o se
reflejan; y no hay nada como comparar estas escenas entre sí. Cada una ilumina a la otra. El
segundo camino es más arduo y puede dar lugar a malentendidos. Pero debemos tomarla si
no queremos entender demasiado poco. Todos poseemos lo que se llama una "imaginación
objetiva". Tenemos que leer un texto, y luego releerlo, y luego releerlo una y otra vez, hasta
que hayamos penetrado completamente en él, convirtiéndonos en el "segundo Homero"
aunque nuestro cuerpo permanezca aquí, rondando entre el año dos mil y el dos mil uno.
Entonces somos Penélope, Ulises, Polifemo: ninguna de sus sensaciones y sentimientos se
nos escapa. Como decía Musil, hay también una exactitud del alma.
Por encima de todo lo que en la poesía homérica es expresión u omisión, se extiende
una cualidad misteriosa, el morphé del que habla dos veces la Odisea. No sabemos
exactamente lo que significa. ¿Forma? Pero, ¿qué significa "forma"? Según un erudito, una
especie de vapor o dorado se extiende sobre las palabras de Homero. Este vapor o dorado
es la belleza o, para Píndaro, la gracia. La hipótesis me parece audaz. Pero sería bonito
pensar que las Musas de Homero ya conocían ese matiz supremo, ese velo y vapor que todo
lo abarca, esa miel de las abejas de Delfos, que amasa todas las palabras y que Proust
llamaba le fondu, la pátina de los maestros, la esencia del arte clásico. Si se busca lo que
hace la belleza absoluta de ciertas cosas -escribía Proust en 1904 a Anna de Noailles-, se ve
que no es la profundidad, ni tal o cual virtud lo que parece eminente. No, se trata de una
especie de fondu, de unidad transparente donde todas las cosas, perdiendo su apariencia de
cosas, han llegado a disponerse unas junto a otras en una especie de orden, penetradas por
la misma luz, vistas unas en otras, sin que una sola palabra quede fuera, y que ha
permanecido refractaria a esta asimilación. Supongo que es lo que se llama la pátina [le
Vernis] de los Maestros".

Aunque cantan alegremente en el Olimpo junto con las Gracias y las Horas, las
Musas no engañan ni a los poetas ni a sus oyentes. La poesía nace, sobre todo, del dolor.
Nos lo recuerdan en la Ilíada y la Odisea Helena y Alcinoo. A nosotros, nos dice Helena:
Zeus asignó el destino maligno, para que también en el futuro fuéramos
materia de canto para los pueblos venideros.

Alcinoo consuela así a Odiseo por el destino de los griegos y el suyo propio:
Fueron los dioses quienes lo quisieron: hilaron la ruina para
los hombres, para que la posteridad tuviera también la canción.
Al leer a Homero, no podemos olvidar ni por un momento que detrás de los poemas
épicos, incluso en los momentos de relajación, hay tragedia: la muerte de los guerreros en
las llanuras, la masacre de los troyanos tras la derrota, la matanza de esposas e hijos, los
destinos no menos atroces de los héroes griegos, en cuyo nombre habla Helena. La poesía
necesita la muerte y el desastre: no nace sin ellos. Así que podríamos imaginar que los
héroes rechazan la poesía: ¿para qué repetir de nuevo sus penas? En cambio, los héroes
buscan la poesía. Quieren ser recordados por las generaciones futuras, no abandonar nunca
la mente de los hombres, convertirse en una alegría tanto para ellos mismos como para los
demás hombres, que escuchan su destino. Nada les consuela más.
¿Cómo se produce esta inversión? ¿Cómo se transforma el dolor en alegría? Todo
en la poesía, tanto en Homero como en Hesíodo, es una experiencia paradójica. Del mismo
modo que los dioses juegan con los destinos humanos, los poetas, similares al menos en
esto a los dioses, juegan con los destinos de los héroes: preferentemente con las desgracias.
A Nietzsche todo esto le parecía "temerario" y "truculento": pero el placer estético siempre
tiene algo de truculento; "sufrimos y perecemos para que a los poetas no les falte material".
Homero explica el proceso poético de la forma más lúcida, a través de las visiones paralelas
de Telémaco y Eumeo. En la voz del poeta se produce un desprendimiento: las desgracias
que ha vivido y conocido ya no le afligen; se transforman en alegría. La palabra griega es
térpein. Aquiles, en la Ilíada, se alegra cantando a solas las glorias de los héroes:
Telémaco, en la Odisea, escuchando la voz de Femo y los relatos de Menelao: los Procios
se alegran bailando y cantando: los Feacios y Odiseo con los cantos de Demódoco: Eumeo
con la historia de Odiseo: se alegra el oyente de las Sirenas: también Apolo, mientras los
griegos cantan cacahuetes; y Zeus, animado por las Musas, y las muchachas de Delos, que
escuchan al ciego de Quíos: es él, Homero. Como en ninguna otra tradición occidental, la
poesía es alegría: alegría contenida en el nombre de dos Musas, Terpsícore y Euterpe, y en
el de Terpandro, el inventor de la cítara de siete cuerdas.
Térpein es una palabra inmensa, que nunca se deja de explorar. Indica un placer
total, surgido de la riqueza del ser: no sólo lo conocen los que escuchan poesía, sino los que
comen y aman, los que bailan, lloran y gimen: los que juegan con el disco y la jabalina, los
que disfrutan de los rayos del sol y los vientos, los que ven algo, escrutan las armas de
Hefesto, contemplan el paisaje de la isla de Calipso. Si queremos descubrir un mundo
dominado enteramente por la alegría, debemos recordar el comienzo del noveno libro de la
Odisea, cuando Odiseo está a punto de revelar su nombre a los feacios. No es un momento
de contemplación espiritual y estética ni de soledad: en las palabras que preceden al relato
de Ulises, triunfa la vida colectiva de una comunidad arcaica. Las mesas se llenan de pan y
carne, el copero vierte el vino en las copas, los invitados se sientan unos junto a otros en
orden (el mismo orden que domina el canto); y todos escuchan al poeta.
En este momento no se revela la vida normal: la existencia cotidiana, que se repite
sin intensidad ni vibración en las novelas de Flaubert. Hemos llegado al clímax, al télos de
la existencia, o a una de sus culminaciones. Quien se regocija, lleva su sentimiento hasta el
final, satisface su deseo hasta el final, sea cual sea, lleva su experiencia a profundidades
extremas. Si el que está fascinado por las Sirenas pierde la conciencia de sí mismo y se
pierde, el que se alegra lleva su sentido de sí mismo a una plenitud casi insoportable. Esta
plenitud de vida no es fácil de soportar. Comprendemos cómo, para Telémaco, escuchar el
relato de Menelao en Esparta se convierte en una alegría terrible. Las Musas nunca han
practicado el arte del límite, ni siquiera cuando nos colman de alegría: aman el exceso y la
tragedia incluso en la alegría.
Para Hesíodo, como para Homero, la poesía es una paradoja: casi un juego verbal.
Las Musas son hijas de Mnemosyne, diosa de la memoria. En cuanto se dirigen a nosotros,
nos recuerdan, como la aedi de Homero, toda la historia de los dioses, del cosmos y de la
humanidad; y al mismo tiempo suprimen toda memoria, nos hacen olvidar nuestros males,
nuestras preocupaciones, nuestras angustias. Pensemos en la tradición occidental, que
siempre nos ha asegurado -dudosa seguridad- que la poesía envuelve nuestras pasiones en
quietud y calma. Pero la arcaica experiencia griega es por lo demás trágica y profunda.
Debemos olvidar totalmente, descendiendo a las aguas de la Lete. Debemos ser cautivados,
escuchando la voz de Hermes, que nos encanta, mientras el dios cierra nuestros párpados
con su varita. Entonces conocemos el sueño: que, recordaba Pausanias, es tan querido por
las Musas. No es un sueño normal, como el de todas las noches: es un torpor profundo, una
posesión, un olvido absoluto, un coma, una nube oscura, una experiencia que nos lleva a los
límites de la muerte, mientras las vibraciones líquidas del canto se propagan en el aire.
La primera oda pitónica de Píndaro dice:
Lira de oro, posesión,
común de Apolo y las
Musas
de trenza violeta ...
... En la punta del
rayo extingues
el fuego
eterno
: sobre el cetro de
Zeus el
águila se
adormece
: ambas
alas deja caer
el rey de las aves: una
nube negra has extendido
sobre su cabeza ganchuda, dulce serrame
de sus párpados; dormida
la blanda espalda levanta, poseída por el flujo de
tus vibraciones. Y apartando
la punta amarga de los astiles, el
poderoso Ares en un profundo sopor
calma su corazón, y hasta el
alma de los inmortales
tus flechas
le encantan
, gracias al arte de Apolo
y a las Musas del amplio drapeado...
Homero sólo insinúa en un pasaje el olvido y el sueño que despiertan las Musas en
los corazones de quienes las escuchan. Sabe que la poesía trae calma y alegría al mundo:
tanto entre los devotos feacios como entre los impíos procios, tanto a Telémaco como a
Ulises. Pero es un espíritu menos sistemático que Hesíodo. Hesíodo identifica Memoria y
Olvido, Recuerdo y Olvido: a todos nos salva la poesía. Homero no tiene la misma fe en el
poder catártico de la Musa. A veces, alivia los dolores; a veces es impotente, no puede
vencer las pasiones humanas, suscita los dolores en lugar de calmarlos. Cuando la cítara de
Femo recuerda los retornos de los héroes y la de Demódoco las desventuras de la guerra de
Troya, Penélope y Odiseo las escuchan. El sosiego no desciende sobre sus almas: el
recuerdo y la angustia los posee; lloran sin remedio, envueltos en un chal u ocultos bajo un
manto púrpura.
LA 'ODISEA

PRIMERA PARTE

LOS DIOSES DE LA ILIADA Y LA ODISEA

Cuando, de niños, leemos la Ilíada y seguimos las miradas de Zeus, Atenea


lanzándose a la batalla, Zeus abrazando a Hera, Afrodita persiguiendo y poseyendo a
Helena, Hermes acompañando suavemente a Príamo en la noche, - los dioses griegos nos
parecen, a primera vista, cercanos y familiares. Tenemos la Biblia en la mente, y a Yahvé.
"No son dioses", nos decimos. Sólo son hombres transformados". No nos damos cuenta de
que los dioses griegos, hagan lo que hagan, aunque nos acompañen por las calles del
mundo y nos acaricien con sus manos, son radicalmente distintos de nosotros. Un abismo
infranqueable (sólo unos pocos héroes lo cruzan) nos separa de ellos. Mientras Cristo toma
un cuerpo humano, sube a la cruz y sufre como nosotros, ellos nunca se encarnan: se
contentan con transformarse: la suya es una mera metamorfosis; llevan nuestros cuerpos
como podrían llevar un vestido. La encarnación y el sacrificio de Cristo habrían llenado de
santa indignación a Zeus y a Apolo: la misma indignación de los mandarines confucianos y
de los taoístas chinos.

La Ilíada, ese poema que alguien llamó hace tiempo Ilustración, está lleno de ese
sentimiento de lo numinoso, sin el cual no sobrevive ninguna religión. Pienso en uno de los
pasajes más famosos de la literatura universal. Mientras, en el primer libro de la Ilíada,
Aquiles quiere matar a Agamenón, Atenea desciende del cielo. Se coloca detrás de Aquiles
y le agarra por el pelo: Aquiles se vuelve y ve a la diosa mirándole fijamente con sus
terribles y centelleantes ojos azules. Ambos se hablan. Ninguno de los espectadores ve
nada: la escena transcurre en un tiempo aparte, suspendido, vacío, en el que los griegos no
ven ni oyen nada. En ese tiempo suspendido, lo divino, es decir, lo trascendente, se cuela y
llena de sí la vida terrenal. No hay más que esos brillantes ojos azules, y nosotros (salvo
Aquiles) no nos damos por enterados.
Lo divino es la fuerza. Zeus la posee, en la Ilíada, y la exhibe de una manera
desorbitada, barroca y casi grotesca, de la que Homero se burla. Era una época en la que
aún se podía jugar con los dioses, pues la risa era quizá la forma más profunda de devoción
y veneración. Estamos en el Olimpo. Zeus amenaza a los dioses: si los ve ayudando a los
griegos o a los troyanos, los golpeará con toda su furia, o los arrojará...
en las brumas del Tártaro,
muy lejos, donde el abismo es más profundo, donde
están las puertas de acero y el umbral de bronce,
tan lejos del Hades como el cielo está lejos de la tierra;
y entonces sabrás cómo soy el más fuerte de todos los dioses.
Y amenaza con un espectacular tira y afloja. Si todos los dioses cuelgan una cuerda
de oro de la bóveda celeste y tiran de ella, no podrán derribarlo a la tierra: mientras que, si
él tira de la cuerda, los elevará con el mar y la tierra, atando la cuerda "a un pico del
Olimpo", y así todas las cosas quedarán colgando, en el aire. Hera ya había conocido la
fuerza de Zeus: una vez había estado suspendida, con dos yunques a sus pies y una cadena
de oro en las muñecas; y ningún dios pudo acercarse a ella y liberarla de la coacción.
Cuando Zeus aparece en la tierra, Homero le construye un carro: revela una
estupenda orfebrería bárbara, que no recuerda nada o casi nada a la griega, sino a las
divinidades asirias o de la antigua Irán que vemos en Susa, Persépolis o el Museo Británico.
Aquí está enjaezando caballos voladores y herrados de bronce a su carro, su cabeza
adornada con una crin de oro: él también cubre su inmenso cuerpo de oro, coge un látigo
dorado y pone en marcha esa radiación de luz solidificada hacia el monte Ida, donde se
cubre a sí mismo y a sus caballos con un velo de niebla. Ante tales despliegues, nos parece
que Zeus acaba de conquistarlo, o está a punto de hacerlo. Como rey del universo, Zeus
nace aquí, en la Ilíada. Precisamente por eso hace alarde de su poder; y su ostentación le
proporciona un violento sentimiento de orgullo y alegría, que vibran con luz propia.
Si adora y se burla de Zeus, Homero sabe hasta qué punto la fuerza divina es
destructiva. Aún no ha sido domada y en parte apaciguada, como sucederá en la Odisea. En
ciertos momentos se convierte en furia, en ira salvaje. Sentados junto a Zeus, los dioses
están de pie sobre el suelo dorado. Zeus acusa a Hera de odiar a Troya:
Desdichada mujer, ¿por qué te
hacen tanto daño Príamo y los hijos de Príamo
, para que vayas sin cesar empeñada en
arruinar la bien construida ciudad de Ilión?
Si, habiendo penetrado dentro de las puertas y dentro de las largas murallas,
devorases crudamente a Príamo y a los hijos de Príamo
y a todos los demás troyanos, entonces calmarías tu ira.
En cuanto a Zeus, con la misma furia reitera que un día destruirá a su antojo una
ciudad donde vivan hombres queridos por Hera: 'mi ira no retengas, pero déjame hacerlo'.
Sin la menor incertidumbre, Hera abandona sus ciudades más queridas: 'Argos, Esparta y
Micenas con sus anchas calles: destrúyelas también, cuando te sean odiosas de corazón'. Es
un paso siniestro. La furia que, abajo, destruye como una máquina los miembros flexibles y
arbóreos de los guerreros adolescentes, es sólo la pálida sombra de la furia que reina en el
cielo. También en el cielo hay hýbris, aunque por definición los dioses no pueden cometer
el pecado de hýbris.
Zeus tiene otra cara. En una época posiblemente remota, de la que Homero no nos
informa, se casó con la diosa Metis, portadora del poder fecundo y oracular de las aguas
oceánicas. La engaña, persuadiéndola de que se convierta en unas gotas de agua: se la traga,
como Kronos se había tragado a sus hijos; y se apropia de su poder, según su arte de
asimilar fuerzas diferentes o enemigas. Así, llevando a la diosa Metis en su cuerpo y en su
mente, Zeus se convierte en toda Metis. Posee el poder oracular de las antiguas deidades
marinas, el conocimiento del bien y del mal, el don de la metamorfosis y una ingeniosa
astucia práctica con la que derrota a sus rivales. Se ha convertido en el Engañador
Supremo. Cuando Ulises ensalza las artimañas del caballo de Troya y la cueva de Polifemo,
no es más que un pálido eco de las artimañas que se traman en el cielo. A veces tenemos la
impresión de que en la Ilíada este proceso de apropiación no es del todo completo. Algo, en
Zeus, no es aún del todo Mêtis: se deja engañar dos veces por Hera, como si la novia, a la
que somete por la fuerza, comprendiera los secretos del engaño mejor que su señor.
Inmediatamente después, Zeus se nos aparece bajo la solemne apariencia del dios de
la justicia.
Como bajo un ciclón toda la tierra se vuelve pesada y oscura
en un día de otoño, cuando con más violencia Zeus
derrama la lluvia, cuando indignado se enfada con los hombres,
que con arrogancia en la plaza pública dictan sentencias injustas,
persiguiendo la justicia, sin importarle la mirada de los dioses...
La estructura de la Ilíada le da la razón. Zeus ha decidido derribar Troya porque
Paris, y a través de él los troyanos, han ofendido el derecho de hospitalidad haciendo huir a
Helena de Esparta; y también comprende el dolor de Aquiles, ofendido por Agamenón.
Pero la suya es una justicia singular. Coincide con una soberana indiferencia por su puesta
en práctica: tanto si Zeus engaña a Agamenón con un falso sueño, como si Aquiles obtiene
justicia, pero a condición de ver a Patroclo asesinado por los dioses. Es universal, no
particular: se ocupa de los grandes hechos, no de las penas de los individuos; el engaño, la
doble palabra, la palabra no dicha, son los medios que cultiva con más gusto. Incluso las
Musas, a las que Zeus ama tiernamente, conocen una duplicidad semejante, cuando
confiesan cultivar tanto la verdad como "mentiras semejantes a la verdad".
El don supremo de Zeus es su mirada, que ve y piensa. Cuando asciende al monte
Ida, se sienta en la cima, exultante de gloria, y "contempla la ciudad de los troyanos, las
naves de los aqueos". Todo está sometido a él: esa mirada desde lo alto, que revela el
inconmensurable poder de su ojo, le llena de alegría. En la tierra, troyanos y griegos se
masacran mutuamente: los jóvenes mueren, las mujeres se quedan sin marido, los niños sin
padre; pero cada acontecimiento es, para él, sólo un espectáculo, el acontecimiento de un
teatro cósmico, preparado para su placer. Entonces se cansa y vuelve sus "ojos brillantes" a
otra parte:
mirando a lo lejos, a la tierra de los tracios criadores de caballos, de los
combativos misios, de los apuestos hipemolgos
bebedores de leche, y de los abios, hombres justos.
El espectáculo se ha ampliado indefinidamente: tal vez pueda tocar las orillas del
Océano, y sigue observando. Parece que Zeus, como Homero, sólo vive para contemplarlo:
con una vista tanto más sutil y minuciosa que la nuestra, y tanto más amplia, que tal vez
incluso perciba con la luz de su pupila las refracciones de los sonidos. Sin embargo, Zeus
no lo ve todo. Si duerme, no ve; si Hera desvía amorosamente su atención, no percibe lo
que hacen los dioses, los griegos y los troyanos en la llanura de Troya. Incluso el ojo de
Zeus tiene un límite: ese límite que, según los griegos, está oculto en todas las cosas.
Con una facilidad y ligereza sobrenaturales, Zeus juega. Todos los dioses juegan
con él: incluso Apolo, que nos parece tan grave, es un niño que juega, como Heráclito, con
las fichas de un tablero de ajedrez. Allí está, a la orilla del mar: ha construido un castillo o
una pequeña muralla para divertirse (esos castillos y murallas que los niños siguen
construyendo a la orilla del mar dos mil ochocientos años después) y, con la misma
diversión, la derriba de nuevo, con sus manos y sus pies; y no importa que el castillo sea en
realidad la muralla protectora que con tanto esfuerzo construyeron los griegos. A pesar de
su poder, los dioses se ríen de sí mismos. El adulterio entre Ares y Afrodita, que entre los
pesados y aburridos mortales se convertiría en una masacre durante generaciones -esposas
matando a maridos, hijos e hijas matando a madres-, es un espectáculo de artes varias,
acompañado por las risas de los espectadores.
Los dioses se divierten sobre todo a espaldas de los hombres, que tienen la ridícula
creencia, desde hace tres mil años y más, de que ellos hacen la historia. Vivimos en la
Ilíada: vivimos la batalla: compartimos los muertos y los heridos; pero por otra parte todo
es en vano -la alegría de los troyanos, los temores de los griegos, las penas de Aquiles-
porque en ese preciso momento Zeus, señor o cómplice del destino, juega con los
acontecimientos. La guerra termina: Troya es destruida, los troyanos masacrados, los
griegos (no todos) regresan a casa. Sólo quedan los restos de la muralla de los griegos, que
algún Heródoto o Tucídides de la época micénica hubiera querido ver de cerca, medir,
recoger, para describir a la posteridad. Ni siquiera esto es posible. Apolo y Poseidón,
envidiosos de las obras humanas, deciden arrasar la muralla. Así que Apolo desata la furia
de los ríos, canaliza las aguas en un punto, empuja las aguas por encima de la muralla,
mientras Zeus envía una lluvia furiosa y Poseidón arroja todos los pilares de vigas y piedra
a las olas. No queda nada. Junto con la muralla, se borran la guerra de Troya, los miles de
muertes innecesarias, tal vez incluso las canciones de los poetas sobre los héroes y los
muertos. Todo vuelve como antes, regenerado por la historia de los hombres. Poseidón
todo aplanado frente al ondulado Helesponto,
y extendió de nuevo la arena sobre la espaciosa playa,
borró que tenía la muralla; y condujo a los ríos de nuevo
a sus cauces, donde primero tendieron la hermosa corriente.
Según Agustín, el Dios cristiano es altissimus et proximus, secretissimus et
praesentissimus. Está por encima de todas las cosas, elevado sobre todas las cosas, oculto
en su propio abismo: sin embargo, ninguno está más cerca y más próximo a nosotros, tan
"íntimo a nuestro ser más íntimo", tan fraternal, manifiesto y familiar. Incluso Alá es un
dios lejano, oculto, incognoscible, perdido en la lejanía de los cielos, defendido por setenta
mil cortinas de luz y oscuridad: y, sin embargo, está más cerca de nosotros que la vena de
nuestro cuello, nuestro aliento, nuestra imagen reflejada en el espejo o la amada junto a la
que dormimos. Con alguna diferencia de tono, podríamos decir lo mismo de Zeus y de los
dioses griegos. ¿Quién es más excelso que Zeus? De los acontecimientos y personajes de la
comedia humana, posee la misma distancia que los poetas de lo que narran. Está mucho
más distante que nuestro dios, que envía a Cristo para salvarnos: ni siquiera le conmueve la
idea de salvarnos, pues debemos vivir en nuestra miseria.
Como el Dios cristiano, Zeus y los dioses griegos son próximos y praesentoriales.
Nos necesitan. No podríamos imaginarlos llevando una vida solitaria, en el Olimpo,
escuchando la música y los cantos de Apolo y las Musas: gran parte de su alegría proviene
del hecho de que existimos, aunque seamos tan efímeros como las hojas. Sin nosotros se
aburrirían. A veces nos aman. Atenea aleja una flecha del cuerpo de Menelao, "como
cuando una madre aleja una mosca de su bebé, que duerme con dulce tristeza". Sobre todo,
Zeus sufre por nosotros. Tiene piedad y compasión: de Héctor y Sarpedón, de Príamo y
Patroclo, y de Aquiles, que llora a Patroclo, e incluso de los caballos de Aquiles, que lloran
a su auriga, y de Troos, que llora a su hijo Ganímedes, que Zeus le ha secuestrado.
Así, nosotros, conmovidos, le invocamos. Convencida por Aquiles, Tetis ruega a
Zeus que restaure el honor de su hijo. Zeus consiente, asintiendo con las cejas. Agamenón
es castigado: el honor devuelto a Aquiles. Todo, pues, ha sido respondido, como Aquiles
deseaba: pero el precio de la plegaria respondida es el cuerpo masacrado y vilipendiado de
Patroclo, la persona que Aquiles más amaba en el mundo. Tal vez sería mejor que los dioses
no escucharan.
Si, inmediatamente después de la Ilíada, leemos la Odisea, este grandioso
espectáculo teológico-mitológico ha desaparecido o se ha hecho añicos. Casi no queda
rastro del tremendo numinoso que Zeus, Apolo y Atenea nos desvelaron: Zeus no hace
alarde de su fuerza ni cabalga en el bárbaro carro de oro: no posee el universo con su
mirada radiante; no ríe, no bromea, no se burla (casi nunca) de nosotros ni de sí mismo.
¿Qué queda de los trabajos de Zeus? En lugar de imponer su fuerza a los demás olímpicos,
intenta, con cada uno de ellos, acuerdos, pactos, compromisos, que permitan la armonía
entre los dioses; e incluso la cruel Atenea se muestra llena de respeto hacia Poseidón. Zeus
sigue siendo el dios de Mêtis: pero sus engaños ya no son tan espectaculares, y a veces
parece confiar este don a dos pupilos, Atenea y Odiseo.
Muchos estudiosos dicen (o decían) que, con el paso a la Odisea, los griegos dieron
un paso definitivo, porque Zeus se convirtió en el dios de la justicia, como no lo era en la
Ilíada. No estoy seguro de que la justicia forme parte de las características esenciales de la
divinidad. ¿Se ha vuelto Zeus verdaderamente justo, como clama Laertes al final de la
Odisea? Sigue el mismo plan que en la Ilíada: allí como aquí defiende los derechos de los
huéspedes y la hospitalidad de aquellos -París, los troyanos, los procios- que los habían
violado. Así pues, Zeus también es justo. Pero al principio del poema, Atenea cuestiona su
justicia. Al final, Zeus es probablemente culpable de un pecado imperdonable: el sacrificio
de los Feacios, los hombres más "justos" de la tierra, a la venganza de Poseidón. Este
sacrificio ensombrece todo su comportamiento en la Odisea.

Antaño, los griegos, los dioses y los héroes vivían juntos. Descendían de la misma
raza: llevaban una existencia común; compartían "mesas y consejos". Entonces los hombres
veían a los dioses en "su semblanza", "en su esplendor": sin temer esos miembros
inmensos, esas miradas terribles, esas voces sobrehumanas, esa luz excesiva. En la
tradición homérica, no tenemos ninguna prueba real de esta condición dichosa: como si
todos los signos de la vida común hubieran desaparecido de la memoria de los poetas. Sólo
sabemos que, incluso en la época de la Ilíada y la Odisea, había pueblos arcaicos, los
etíopes y los feacios, que convivían con los dioses, festejaban con ellos y los veían tal como
son -pero, incluso entonces, nadie nos dice lo que significaba vislumbrar a los dioses en su
semblanza absoluta, sin temerlos y sin huir de ellos.
Entonces llegó la separación fatal: la visión de los dioses se volvió problemática y
dramática para los hombres. Cuando Deméter cruzó el umbral de la casa de Celeo en
Eleusis, su figura se elevó, tocó las bóvedas con la cabeza y llenó el vestíbulo con una luz
sobrehumana. Finalmente se reveló abiertamente a las mujeres de la casa: "Soy la augusta
Deméter, la que más que ninguna otra ofrece alegría y consuelo a los inmortales y a los
hombres". La figura se aquietó: la belleza irradiaba a su alrededor: un aroma brotaba de su
peplos; y sus miembros resplandecían de luz, llenando todo de esplendor. En torno a ella,
las mujeres se llenaron de respeto y veneración: luego sus rodillas se aflojaron, sus voces se
aflojaron, su memoria las abandonó, su vista se volvió confusa... Con el tiempo, de esta
revelación divina sólo quedó el terror. Lo sagrado se convirtió en prohibido. Si alguien
tenía la osadía y la locura de mirar a los ojos de los dioses, estaba perdido sin remedio.
Cuando Sémele rogó a Zeus que bajara a su habitación, preservando su propia figura
celestial, el dios apareció con carro, truenos y relámpagos. Entonces lanzó un rayo. Ante la
epifanía divina, Semele murió incinerada, atormentada por el miedo.
La Ilíada representa un momento intermedio en el desarrollo de esta revelación
divina. Aquiles vislumbra por un instante los ojos azules de Atenea: por la gracia de Atenea,
Diomedes es capaz de distinguir entre los dioses: Helena reconoce el "hermoso cuello" de
Afrodita, y los "pechos anhelantes y ojos brillantes"; Áyax de Oileo vislumbra las huellas
de Poseidón.... Así que los hombres todavía pueden reconocer a los dioses: en un momento
de jactancia, Áyax afirma que "los dioses son fácilmente reconocibles", pero no añade que
vislumbrarlos a plena luz del día es aterrador: las rodillas se aflojan, el habla se traba, la
memoria se vuelve confusa... Así, por lo general, los dioses aceptan en la Ilíada velar su
resplandor, su voz inigualable, sus miembros gigantescos. Se disfrazan y se transforman:
bien porque les gusta ocultarse, bien porque sienten compasión de nosotros; y se nos
aparecen con un cuerpo humano ilusorio.
Con la Odisea, los dioses retroceden, se retiran, abandonan el mundo. Ya nadie los
ve en su figura: la luz radiante y el perfume de Deméter se han perdido para siempre.
Cuando se nos aparecen, visten un cuerpo humano con gracia y naturalidad: Atenea es un
joven príncipe de pies suaves, o una mujer experta en tejidos, Hermes un grácil joven de
cabellos primorosos. Así ocultos, nos vigilan y espían, pues todo caminante y forastero
puede ser uno de ellos. Pero no aparecen ante todos. La mayoría de los hombres ni siquiera
los ven en sus cuerpos ilusorios; y tienen que adaptarse a la ausencia y al vacío que han
formado en el mundo. Sólo unos pocos los ven: los hombres tocados por la gracia y el
destino.
Ulises es uno de ellos. Ve a los dioses transformados: tanto a Atenea como a
Hermes. Sabe que, antes que él (o junto a él), hubo un tiempo en que los héroes miraban a
los dioses a los ojos: sabe también que fue una revelación insoportable, porque se
apoderaron de los hombres, y los tiranizaron o los cegaron o los mataron sin piedad. Ulises
no lamenta este periodo sublime. Como es su naturaleza, se adapta sin protestar a la
distancia de los dioses: aguanta; esto como todas las cosas. Si nunca ve a Atenea ni a
Hermes "en sus disfraces", encuentra una especie de consuelo en el paso de los dioses
enmascarados, que le detienen, le miran, le hablan en el lenguaje de los hombres, le
aconsejan, le protegen, le acarician con sus manos. Nada es más dulce que el encuentro con
Atenea, dos veces enmascarada, a orillas de Ítaca.

Cuando los modernos pensamos en el destino, bajo la influencia de la tragedia


griega y francesa, imaginamos una corriente única, una corriente ineluctable, en la que
desembocan todas las corrientes, los casos, los incidentes. Ahora está ante nosotros, y
nosotros -Lucien de Rubempré, Tess de los d'Urberville, los pescadores de Verga- sólo
podemos inclinar la cabeza. Lo que está destinado, se cumple. Al menos en apariencia, el
destino homérico no es rígido ni ineludible, sino doble, oscilante y siempre a punto de ser
vencido. A veces, más que un destino, nos parece una posibilidad. Homero tenía una idea
muy amplia de la complejidad de la vida: prefería lo múltiple a lo lineal, lo multiforme y
variado a lo único; y quería que el hombre poseyera el sentimiento de libertad frente al
destino, o la apariencia de esta libertad.
No sabemos con precisión quién determina el destino: pero la hipótesis más
probable es que surja de una especie de compromiso y complicidad entre las fuerzas
oscuras que determinan las "partes" debidas a cada uno, y la voluntad de Zeus, que
establece y confirma las "partes". Tenemos varias posibilidades de destino. Al menos en un
caso, parece haber uno general y otro parcial. Cuando Tetis propone a Zeus vengar a
Aquiles, se tiene la impresión de que el dios no ha leído en el libro del destino la
posibilidad de la retirada de Aquiles de la batalla y la derrota momentánea de los griegos:
sino que inserta esta variante en la línea del destino, que quiere la derrota de los troyanos y
la destrucción de Troya.
A menudo el destino corre el riesgo de verse desbordado. Así ocurre que Aquiles
esté a punto de destruir Troya antes del momento fijado por los dioses y el destino: que esté
a punto de derribar sus murallas; o que los griegos parezcan abandonar la conquista de la
ciudad; o, finalmente, que Ulises se arriesgue a morir en el mar contra la voluntad de los
dioses. El destino puede ser doble: a Aquiles le espera un doble futuro, el de morir joven y
glorioso, o viejo y sin gloria: mientras que Tiresias, profetizando a Ulises, procede según
alternativas sucesivas: si los compañeros dejan ilesas las vacas del Sol, volverán a casa; si
los acosan, se perderán, pero Ulises volverá a casa, y en este caso Por último, está la
hipótesis extrema. En la Ilíada, el destino es violado dos veces: los griegos están a punto de
vencer en la campaña de Troya, contra el destino querido por Zeus; aunque es sólo un
momento, porque los dioses restablecen el equilibrio.
Este juego de posibilidades y eventualidades, este movimiento en el tiempo, esta
fragilidad y debilidad del destino son aparentes: forman parte de un juego que los dioses
tejen con el destino, con ellos mismos y con nosotros. El destino existe y es único: tan
férreo e ineludible como el de los estoicos y Shakespeare. Nadie puede violarlo
verdaderamente. En el momento en que el destino está a punto de ceder y los troyanos
huyen, ahí están los dioses -esos señores y servidores del Destino- interviniendo,
restableciendo el plan que recorre y subyuga el universo. Las posibilidades son vanas: los
hados no son dobles: Aquiles debe morir joven, los compañeros de Odiseo deben pecar en
Trinquía y ser arrastrados mar adentro; sólo hay una solución, a la que debemos
someternos, dioses y hombres. Herido por la muerte de un hijo, incluso Zeus inclina la
cabeza ante la fuerza que él mismo ayudó a establecer. Así, el señor del Destino comprende
lo atroz que es que el Destino se cumpla. Sólo le queda una libertad: fijar el momento
exacto en que Sarpedón, Patroclo y Héctor morirán, con las escamas doradas que marcan
para siempre nuestros destinos.

El comienzo de la Odisea está marcado por un inmenso escándalo: el destino, que


los dioses defienden y con el que colaboran, es violado; y ningún dios es capaz de impedir
la espantosa irrupción. Quien recuerda este escándalo es Zeus, en la reunión en el Olimpo
que abre la Odisea. Los dioses advierten a Egisto: no debe casarse con la esposa de
Agamenón, Clitemnestra, ni matar al rey cuando regrese a casa. Este es su destino: su
móros; si se casa con Clitemnestra y mata a Agamenón, violará el destino que los dioses le
han fijado. Envían a Hermes para advertirle. Luego, como es su costumbre, intervienen en
los acontecimientos, desembarcando la nave de Agamenón lejos del hogar de Egisto, "en la
tierra de los padres". Egisto le invita a casa -a la antigua casa de Tieste- y le mata "como se
mata un buey en el pesebre". Egisto ha violado el destino, por primera vez en la epopeya; y
con ello ha hecho más frágil el orden del mundo y el poder de los dioses.
La Odisea es una expiación de este crimen, quizá el más grave que puede cometer
un hombre. El poeta, que hace resonar en todos sus versos la obediencia al destino, elige
como héroe del poema a Ulises, que es a la vez semejante a Egisto y el anti-Egisto. Por un
lado, es un maestro del engaño, como Egisto, y como el dios Hermes, al que imita. La
Odisea presupone una tradición negativa sobre Odiseo, que con toda probabilidad estaba
muy extendida en la época arcaica. Deja una huella en la Ilíada, donde Agamenón le llama
"excelente en engaños perversos, lleno de astucia", y Aquiles le desprecia. Estas alusiones,
combinadas con quién sabe qué historias, desembocaron en ese repertorio de maldades que
le atribuyen, casi sin excepción, la tragedia de los siglos V y IV y la tradición clásica.
Ulises se convierte en el vilano: el "villano".
En cambio, Ulises, en la Odisea, es un hombre justo, devoto de los dioses, que
respeta y obedece al destino, aunque éste le persiga, le haga perder el camino de vuelta a
casa y le conduzca al país de las maravillas y los monstruos. Como dice Telémaco, Ulises
es kámmoros: no sólo desgraciado, sino "sujeto al destino". Todo el poema, hasta los
episodios más pequeños, nos recuerda la intrincada, polimorfa y escurridiza fuerza del
Destino, ante la que no sólo Ulises, sino todos los que escuchamos y leemos sus aventuras,
debemos inclinarnos con veneración.

II
ACHILLES

Ningún personaje de la literatura, ni antigua ni moderna, estuvo jamás envuelto en


una leyenda divina tan trágica y radiante como Aquiles: ninguno estuvo a punto, como él,
de tocar los confines de la tierra. Según una tradición ciertamente antigua, tanto Zeus como
Poseidón querían casarse con Tetis: pero Temis les profetizó que el hijo llegaría a ser más
fuerte que su padre. El adversario que Zeus se preparaba era, según Esquilo, "un ser
prodigioso con el que la lucha es ardua, inventor de un fuego más poderoso que el rayo, de
un estruendo formidable capaz de cubrir el trueno". Un gran ciclo terminaría: la historia
divina y humana cambiaría; el futuro Aquiles ocuparía el lugar de Zeus, de Poseidón y del
mundo olímpico. Así que los dos dioses renunciaron a tan peligroso matrimonio: Tetis se
unió a Peleo, un hombre.
Cuando Tetis se unió a Peleo, tras vanas huidas y metamorfosis, no renunció a su
plan de hacer de Aquiles un dios como ella. Así que, cada noche, sumergía a su hijo en el
fuego, para destruir la naturaleza humana que derivaba de su padre: el fuego tenía el don de
la regeneración y la inmortalización; de día, lo ungía con ambrosía. Si Aquiles se hubiera
purificado totalmente, se habría convertido en inmortal. Pero cuando Peleo vio a su hijo
debatiéndose entre las llamas, lanzó un grito. Tetis abandonó al niño y regresó con las
Nereidas. No se trata de un tema aislado: también en los mitos de Deméter e Isis, un niño es
escondido en el fuego, ungido con ambrosía, y algún ser humano grita sin comprender el
gesto divino y lo interrumpe. En apariencia, los hombres son los culpables del fracaso de la
transformación en inmortales. En realidad, el proceso de redención por el fuego debe
fracasar, porque el hombre no puede convertirse en inmortal. Somos mortales, y lo
seguiremos siendo a pesar de cualquier magia divina. Para Aquiles, éste es el segundo
fracaso: ahora es un dios fracasado, constreñido y encerrado en la condición terrenal; y el
doble fracaso proyecta una grandiosa sombra de melancolía sobre su figura de héroe,
adorada por todos los románticos.
Con toda probabilidad, Homero conocía estas tradiciones. Para él también Aquiles
había sido un Zeus eventual: para él también Tetis había purificado inútilmente su cuerpo; y
Aquiles había habitado las Islas de los Bienaventurados, destinadas a los héroes, en lugar de
las lúgubres y espectrales extensiones del Hades. Homero abolió estos recuerdos. En la
Ilíada, Aquiles debe ser, en primer lugar, un héroe sujeto al destino mortal, aunque
descienda de Zeus y Tetis. Pero quedó marcado con una impronta divina por su mênis, su
ira, la primera palabra de la Ilíada y de la literatura occidental. Mênis es una palabra tabú:
ni los dioses ni los hombres pueden hablar de su propia mênis, ni los hombres de la de los
dioses. No tiene nada en común con la ira, los rencores, los furores que distinguen a los
seres humanos: es una pasión divina, y Aquiles sólo la comparte con los dioses, que se
enfurecen en los campos de Troya.
Aquiles está poseído por esta pasión, que excluye todas las demás, ni puede
descuidarla ni olvidarla un solo instante: debe conducirla hasta el final, ser sólo odio, furia,
venganza. Homero contempla la mênis de Aquiles con una doble mirada. Por un lado,
revela su esplendor divino, que ningún otro héroe conoce: ni Agamenón ni Diomedes ni
Menelao ni Ulises comparten la furia sagrada; y Homero, como todos los griegos, venera la
revelación de lo divino en nosotros. Por otra parte, Homero sabe que los hombres no son
dioses y no pueden alimentar sus sentimientos. Así que la mênis de Aquiles pende sobre él
como una culpa siniestra. Lo sagrado le envuelve en la catástrofe. Si Aquiles no hubiera
estado poseído por mênis, no habría sido cegado por los dioses, ni habría provocado la
muerte de los griegos en las costas de Troya, ni causado la muerte de Patroclo.
Aunque no comparten la ira de Aquiles, los demás héroes de la Ilíada están
dominados por la manía, la locura guerrera, que los ciega: todos ellos, casi sin excepción,
Diomedes, Agamenón, Héctor, excepto Ulises. Esta locura tiene algo de dionisíaco. Brilla,
lanza fuego y luz. A veces, parece repulsiva. Entonces Homero la llama lýssa, rabia: el
héroe está completamente fuera de sí, sus ojos centellean, la baba desciende de su boca, la
sangre arde en sus venas; se convierte casi en un animal salvaje o en un perro rabioso. A
menudo los dioses despiertan en él esta furia, aumentando su violencia, convirtiéndola en
un fenómeno natural, como un río que destruye viñedos y campos. Entonces desatan a los
héroes contra los dioses: Atenea lanza a Diomedes contra Afrodita y la obliga a herirla.
Mientras tanto, Héctor sueña con ser un dios. Así tenemos por un momento la impresión de
que, en la Ilíada, el juego entre hombres y dioses aún no se ha decidido, y los héroes están a
punto de aplastar a los dioses con su sangre inmortal.
Las pasiones humanas nunca alcanzan la intensidad de la ira de Aquiles, porque
rechaza la condición humana: las necesidades, las limitaciones. Casi siempre viola los
límites, mientras que Ulises los acepta: como Alejandro Magno, que heredó de Aquiles su
lado destructor. Sus pasiones no conocen pausas ni medias tintas: se entrega por completo a
lo que hace: intenta lograr lo imposible y a veces lo consigue; anhela el infinito, el infinito
que el hombre no puede alcanzar. Dividido entre dos destinos, no acepta ninguno de ellos,
aunque al final su deseo de muerte lo abruma: se rebela contra Apolo, que representa para
él la limitación de la medida. Siempre está dividido: no conoce la suave dicha de los dioses,
que se aman a sí mismos, ni la miseria de los hombres, que Ulises acepta con discreción.
Como Apolo, Aquiles está poseído por el poder de lo extremo: lleva los
sentimientos, las ideas, las instituciones, las verdades, sobre todo si ofenden a sí mismo y a
los demás, al colmo de la tragedia. Cuando Agamenón le arrebata a Briseida, se siente
profundamente herido: le parece perder su privilegio heroico, el honor que Zeus concede,
como una gracia insustituible, a sus favoritos. Esta herida no es para él, como para los
demás, una desgracia pública: algo por lo que los otros héroes podrían reprocharle; sino
una laceración que le golpea en lo más íntimo de su ser, en su razón de ser y de vivir.
Ningún otro héroe ama así su honor: lo ama con la delicadeza y el escrúpulo que podemos
tener por un hijo; se concentra en él, lo cultiva, lo exaspera, dispuesto inconscientemente a
sacrificarlo todo por él, incluso a Patroclo. Si ésta es la primera vez que el ego estalla en la
literatura occidental, se trata de una explosión aterradora, capaz de destruir el mundo.
En la civilización heroica existe la institución de la reparación de las ofensas.
Cuando alguien recibe violencia -un hermano o un pariente muerto, una mancha en el
honor-, la culpa se borra mediante un regalo reparador, aceptado de buen grado. Todos
comparten esta institución: incluso Atenea y Áyax:
el otro acepta un rescate
del asesino de su hermano, o de su hijo, una vez muerto:
aquél, habiendo pagado una elevada suma, se queda allí en el campo,
el corazón y el espíritu impetuoso del otro se enfrían
cuando ha aceptado el rescate...
A Aquiles no le importan los regalos de expiación que Agamenón le ofrece y que
Ulises enumera: los trípodes, los talentos, los relucientes lebetis, los caballos, las mujeres
de Lesbos, Briseida, el botín de Príamo, ni las ciudades, "todas cerca del mar, en las
fronteras de la arenosa Pilos". La ofensa que ha recibido es inexpresable: no puede
repararse con regalos, intercambios de cosas o posesiones. No tolera que las pasiones de su
ego, su mênis, se cambien por objetos. Todos los mensajeros griegos desaprueban a Aquiles
por esta negativa. No lo entienden: porque Aquiles lleva al extremo la moral heroica, y al
mismo tiempo la rechaza, liberándola de toda condición práctica. Su yo violado quiere
venganza: su herida sangra, y sangrará hasta la muerte.
Aquiles ama la gloria. Nadie la cultiva con una intensidad tan pura. Como para
colmar su expectativa, el último libro de la Odisea construye a Aquiles el monumento
supremo. Aquiles muere en la batalla: el "segundo Homero" no menciona la muerte por
medio del arco, un arma poco heroica. Es llevado a su lecho y purificado. Los griegos
lloran: del mar vienen su madre y las ninfas marinas, lanzando un grito: las Nereidas
gimen, las nueve Musas entonan su lamento, "durante diecisiete días y diecisiete noches sin
interrupción": en la decimoctava noche los griegos lo queman junto con ovejas y bueyes:
Aquiles es incinerado en el traje de los dioses, bañado en ungüento y miel; sus huesos se
recogen en vino y se cierran en un ánfora junto con los de Patroclo. Finalmente, los griegos
levantan un túmulo sobre ellos en el Helesponto,
para que desde lejos fuera visible a los hombres del mar, a los que
viven ahora y a los que vivirán en el futuro.
Como dicta la ley de la gloria, el tiempo es vencido, la inmortalidad conquistada:
alrededor del túmulo, y en todos los lugares de Grecia, los aedi cantarán las hazañas de
Aquiles durante un período coincidente con la civilización griega, es decir, hasta el fin de
los tiempos. Sin embargo, este hombre, que exalta la gloria y es exaltado, denigra y corroe
la religión de la gloria. Cuando los mensajeros de Agamenón intentan convencerle, Aquiles
dice:
no valen tanto como la vida, para mí, ni las riquezas que dicen que
amasó Troya, la ciudad bien poblada,
antes, en tiempo de paz, antes de que llegaran los aqueos,
ni tanto como el umbral
de mármol
de
Febo Apolo, el arquero, en el rocoso Pito.
Puedes depredar bueyes y ovejas gordas,
con dinero puedes comprar trípodes y caballos de crines rubias;
pero no puedes secuestrar ni comprar la vida de un hombre, para que
vuelva atrás, cuando ha cruzado el círculo de los dientes.
¿Qué importan la gloria, la riqueza, el esplendor? Lo que importa es sólo esta cosa
frágil, la vida: dura un instante: sale de la boca tan deprisa; vale tan poco frente al poder y
la belleza de los dioses... y, sin embargo, nada vale la vida. Nada puede pagarla ni
sustituirla, ni siquiera los cantos de los poetas. Cuando está en el Hades, Aquiles exalta, en
comparación con su supuesta dicha como soberano de los muertos, la existencia de un
siervo. Así, una sola persona, Aquiles, el más grande de los héroes de todos los tiempos, el
dios añorado, socava todo lo que constituye la civilización épica: el honor, la gloria. Bajo
su afrenta, esta civilización se derrumbará para siempre.
Aquiles ama el ligero aliento de la vida: lo que la separa de la muerte. No ama ese
conjunto de necesidades, hábitos, instancias e instituciones, que llamamos "realidad": la
riqueza, la comida, el sueño, el cuerpo, la higiene, la meticulosa y tediosa existencia
cotidiana. Aunque tenga los modales más exquisitos, no se identifica de buen grado con los
demás. A veces no los comprende: o no los comprende tan rápidamente como Ulises. La
realidad es, para él, Ulises, al que detesta y desprecia: la mentira, el arte del disimulo, las
necesidades del estómago, el compromiso, la actuación, el engaño. Tanto Fénix como
Apolo le hacen la misma acusación: es rígido, inflexible, no se doblega bajo ninguna
circunstancia. Patroclo le reprocha ser despiadado e incomprensible: "el mar te engendró",
le dice; Aquiles tiene la dureza de las rocas escarpadas y el brillo amenazador y
deslumbrante de las olas. Vive bajo el signo de Apolo, que también les condena a muerte a
él y a su hijo Neoctolemo. Si Ulises es tortuoso, es recto; si Ulises engaña, es veraz; si
Ulises es de color, es blanco. Cuántas contradicciones se agitan en su alma, como en la de
Apolo. Sin embargo, consigue llevar sus pasiones, odios, contrastes, violencia, crueldad y
horrores a una pureza prístina. Ningún poeta o héroe literario ha sido tan puro como él: ni
siquiera Hölderlin, que lo adoraba.
Cuando Áyax y Odiseo son enviados como embajadores ante Aquiles, parten "a lo
largo de la orilla del sonoro mar", y lo encuentran de pie ante las naves y tiendas de los
mirmidones. Toca la cítara que había cazado en la Hipoplacia de Tebas; y acompañando ese
sonido "claro", canta las hazañas de los héroes y alegra su corazón. Sólo Patroclo está cerca
de él. No sabemos qué canta Aquiles: canciones de su propia invención o pertenecientes,
como es más probable, a la tradición épica. En la Ilíada, es el único héroe-aedo que
escuchamos. Los demás callan: la poesía épica se concentra en la voz de Aquiles, que actúa,
se entrega a la furia, a la locura, a la mênis, y sin embargo sabe encontrar en sí mismo la
distancia contemplativa, sin la cual la poesía no da alegría. Nos gustaría conocer el timbre
de su voz, la riqueza de su estilo, la complejidad de su lenguaje con el mismo deseo que
impulsa a Ulises a escuchar el canto de las sirenas. Como en la Ilíada, tal vez Aquiles tenga
"diez lenguas, diez bocas, una voz incansable y, en su interior, un corazón fuerte como el
bronce".

El verdadero héroe está solo. Mientras Odiseo vive en comunidad, tiene mujer, hijo,
criados, casa, jardín, Aquiles no pertenece a ningún grupo. Su soledad la llena un amigo,
Patroclo. Le gustaría prescindir de los mirmidones, de los griegos, del cortejo de guerreros
y caballos; y conquistar la fortaleza de Troya con la ayuda de su amigo, violando la ciudad
como una mujer.
Ojalá, Zeus padre y Atenea y Apolo, ninguno de los
troyanos escapara a la muerte, cuántos hay,
ninguno ni siquiera entre los danaos, y escapáramos nosotros en cambio,
para abrir por nosotros mismos
el velo sagrado de Troya.
Sus compañeros no comprenden su mênis, porque es diferente de todas las pasiones
humanas; e incluso Patroclo lo acusa de ser "sin remedio" como el mar. Pensábamos que el
forastero era una figura moderna: una creación romántica tardía; y en cambio el primer
forastero de la literatura universal está aquí mismo, en el primer verso de la Ilíada, con su
furia incomprensible.
Si Ulises no tiene amigos, Aquiles tiene un doble, hacia el que alimenta una pasión
absoluta. Los demás sentimientos de la Ilíada y la Odisea no pueden compararse: ni
siquiera el amor conyugal entre Héctor y Andrómaca, y la estrechísima complicidad que
une, allende los mares, el Océano y los monstruos, a Odiseo y Penélope. Peleo considera a
Patroclo el consejero mayor de su hijo: pero Patroclo es amable, gentil, tiene una delicadeza
femenina, y Aquiles siente hacia él un sentimiento que no se avergüenza de calificar de
paternal y maternal. Es el padre de Patroclo: la madre de Patroclo. Nada es más desgarrador
que las ceremonias funerarias en las que los huesos de Aquiles y Patroclo, sumergidos en
ungüento y vino, son enterrados en la misma urna, para preservar para ellos una apariencia
de humedad y vida más allá de la muerte.
Cuando Fénix, el viejo pedagogo de Aquiles, se encuentra con su pupilo en la orilla
del mar, le acusa suavemente. Si rechaza las súplicas de los griegos y no vuelve a la batalla,
es culpable de Ate: está cegado por los dioses y por sí mismo; completamente atrapado en
la culpa. Pero Aquiles no admite que es responsable de su propia ceguera. No escucha a
Fénix: no acepta la culpa. No presta atención a las heridas, al dolor, a las muertes de los
griegos que le rodean, en el campo de batalla: sólo piensa en la venganza, que ocupa su
mente y le tortura hasta lo más profundo de su corazón. Su mirada no es libre. El mundo
entero está nublado por la sombra de su mênis. Después, Patroclo, su doble, que se ha
puesto las armas, es asesinado por Apolo con la palma de su mano levantada: también él ha
sido cegado, en esta sucesión de cegueras, divinas y humanas, que hace a veces tan siniestra
la Ilíada. Finalmente, Aquiles despierta. Se da cuenta de que Zeus ha escuchado su
plegaria, que ha provocado la muerte de su ser más querido: se maldice por no haber
comprendido una profecía; condena su propia ira. Es el único héroe de la Ilíada que se
reconoce culpable hasta el final.
El dolor de Aquiles por la muerte de Patroclo es el arquetipo de todo dolor en la
literatura occidental. Para él y para nosotros, es un sufrimiento único e irrepetible: no tiene
límites y no puede olvidarse; ocupa todos los momentos del presente, todos los momentos
del futuro, no deja nada intacto. Ulises también sufre, sobre todo cuando está prisionero en
Ogigia: pero el dolor de Ulises encuentra un límite en la resistencia, que Aquiles no conoce.
Aquí, en cambio, todo está devastado. Aquiles es abatido -él que, como dice su madre, es el
brote tierno de una planta en la ladera de una viña- en su razón de vivir. Tras la muerte de
Patroclo, no tiene otra razón para existir: ni siquiera la de repetir los gestos cotidianos de la
vida, como sugiere su madre. Y entonces este dolor se multiplica: Aquiles lo ritualiza, lo
lleva al extremo, lo repite: se embadurna la cabeza de polvo y ceniza, se tumba en medio de
las cenizas, con las manos se arranca los cabellos, como si llorara a su yo muerto;
transforma el sufrimiento en furia. No se lava, no come, no duerme, no acepta las leyes de
la vida: sigue llorando a su amigo y gimiendo mientras vaga por la orilla del mar. Ni
siquiera soñar con Patroclo le aplaca, pues intenta abrazarlo y sus brazos se cierran vacíos
sobre su pecho. Homero participa en su pasión con una patética serie de encabalgamientos,
que agrandan y agotan la pasión.
Los grupos se disolvieron y
todos regresaron
a las veloces naves. Pensaron entonces en la cena
y en el dulce sueño: en cambio Aquiles lloró
recordando a su amigo, y no se dejó llevar por el sueño,
que tiene poder sobre todas las cosas....
El dolor nunca abandona a Aquiles: conservando toda su fuerza, se invierte en furia
y venganza. Traspasa todos los límites: se vuelve sobrehumano y subhumano; mientras su
ego se exalta, proclamando su descendencia de Zeus. A pesar de sus pretensiones, ya no
persigue la gloria épica que había inspirado todas sus acciones. Toda aura épica a su
alrededor ha desaparecido. Sólo hay matanza; e ira, ceguera, a la que creía haber
renunciado. Viola y mata a los suplicantes. Busca el horror, la matanza, la devastación,
lanzando su "grito de bronce". La guerra, a la que la costumbre heroica confería una
nobleza ritual, se degrada. El héroe único, el extranjero, superior a todos los demás héroes,
queda atrapado en la mecánica de la guerra: cabezas que se quiebran, sesos que se parten,
moribundos que caen de rodillas gimiendo, entrañas que se arrastran por el suelo. Incluso
los caballos inmortales, pisoteando cadáveres, se convierten en bueyes trillando cebada y
desgranando granos bajo sus pies.
Aquí culmina la epifanía guerrera de Aquiles. Su cabeza emana "una nube dorada":
el esplendor de sus armas se eleva a los cielos: el fuego se agolpa en torno a su cabeza y su
casco; él mismo no es más que fuego, puro fuego -similar al que emana de una ciudad
sitiada, clamando socorro. Esta llama de luz es una emanación divina; y al mismo tiempo el
esplendor maligno de la estrella Sirio. Si Aquiles es fuego, no puede sino lanzarse contra el
agua del río Escamandro, que le asalta a su vez y le mataría, si no fuera rescatado por el
vasto fuego levantado por Hefesto contra las orillas, los peces y las aguas. La batalla se
convierte en una guerra entre los elementos, mientras Héctor vislumbra por última vez el
paisaje de su apacible vida: la higuera salvaje golpeada por los vientos, las dos fuentes de
agua junto al Escamandro, las pilas de piedra donde las mujeres troyanas lavaban sus ropas.
No hay más que muerte: Héctor muerto, abandonado a los perros, arrastrado cada mañana,
siempre a la misma hora, detrás del carro, con un gesto que no puede ser más cegador.
La muerte es sobre todo la de Aquiles. Tras la masacre de Patroclo, Aquiles sólo
desea morir: ya no piensa en la gloria; vive y ya está muriendo. Tetis le profetiza la muerte,
los caballos le profetizan la muerte: palabras semejantes a las que en labios de Patroclo
habían anticipado la muerte de Héctor, ahora, en labios de Héctor, anticipan la de Aquiles.
No hay nada más. Entre los héroes de los poemas épicos, sólo Aquiles y Ulises conocen su
destino por voces oraculares, y la vejez feliz de Ulises es el contrapunto a la muerte juvenil
de Aquiles. Sólo él debe morir de viejo. Ha aspirado a lo absoluto y la muerte le revela el
único absoluto que puede conocer. Ha conocido los pensamientos y los mênis de los
inmortales: un don que el hombre debe pagar hasta el final.

Cuando cae la última noche en la Ilíada, Hermes acompaña a Príamo a la tienda de


Aquiles:
El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose,
abrazó las rodillas de Aquiles, besó sus
terribles
manos
asesinas, que habían matado a tantos de sus hijos.
En este momento, Príamo alcanza (y sabe que alcanza) el extremo de la desgracia y
la resistencia: nunca, hasta entonces, un hombre había llevado "la mano del asesino de su
hijo a su boca". Incluso el "primer Homero" sabe que ha alcanzado la cima de lo que
llamamos lo sublime de las Ilíadas. Nunca ha ido tan lejos: nunca se ha aventurado tan
profundamente en la tierra de lo sagrado, de la tragedia y de lo inalcanzable; nunca ha
violado todas las leyes de la conciencia y la sensibilidad humanas. Cuando leamos la
Odisea, compuesta por el "segundo Homero", ningún pasaje nos recordará, ni siquiera de
forma matizada o remota, el valor, la fuerza y la grandeza del "primer Homero".
El pasaje va seguido de una comparación. Un hombre sufre un cegamiento: el
cegamiento que en el pensamiento homérico suele deberse o bien a la voluntad de un dios y
al destino, o bien a la locura de un mortal. En su propio país, el hombre ha matado a
alguien: huye y emigra a una tierra extranjera, a la casa de un hombre rico, y los invitados
sienten un religioso estupor ante el hombre que ha cometido un crimen sagrado. Esta
comparación (como muchas otras del "Homero temprano"), debemos leerla dos veces,
duplicando su significado. A primera vista, está invertida. Príamo es comparado con un
asesino, que se arroja suplicante a los pies de un hombre rico, buscando purificación y
expiación: mientras que el asesino es Aquiles, que ha golpeado tantas veces a los hijos de
Príamo, y unos días antes a Héctor con manos asesinas. Qué terrible luz desciende sobre
estas manos ensangrentadas: surge la duda de si el asesinato de Héctor fue, también, no un
acto de guerra, sino un crimen sagrado, querido por el poder de Ate. Entonces debemos
releer la comparación literalmente. También Príamo cometió un crimen sagrado, besando
las manos del asesino de su hijo: un acto único, que Aquiles y sus compañeros contemplan
con asombro y veneración. Los dos hombres se admiran y lloran: el llanto se entrelaza y se
convierte en un mismo llanto, que funde cinco figuras distintas en una misma figura.
Ambos sumidos en el recuerdo, el uno por Héctor el matarife
lloraba postrado a los pies de Aquiles,
mientras Aquiles lloraba a su padre, y a veces
también a Patroclo: su lamento resonaba por toda la casa.
Aquiles se ha transformado. Aunque no ha superado toda su furia, ya no es el que
quería matar a Agamenón: tampoco es el que se retiró a su tienda durante la batalla, y lloró
desesperadamente a Patroclo y, en la misma desesperación, mató a Héctor arrastrándolo tras
el carro. El cambio se produce ahora, cuando Príamo le besa la mano. A partir de este
momento, Aquiles no se entrega al exceso: al infinito del dolor y la furia. Come: duerme
junto a Briseida: renuncia a la violencia; se reconcilia, como quería su madre, con la
naturaleza. Incluso acepta -aunque odia la lógica del intercambio- el rescate que Príamo le
ofrece por el cadáver de Héctor. Si antes estaba solo, ahora habla y se comunica con otro.
Entre los personajes de la Ilíada, Aquiles posee la mente más profunda: un lenguaje
estupendo y una oratoria admirable. Es el único que sabe ir más allá de su propia
experiencia, traspasar los límites de su propio mundo, alcanzar esa conciencia superior a
toda conciencia que posee el poeta épico; algunos le atribuyen la capacidad de comprender
y juzgar que tienen los dioses. En un tiempo, no creía en la separación entre hombres y
dioses: quizá sabía que había tenido la oportunidad de convertirse en el nuevo Zeus o de
adquirir una vida inmortal sumergido en el fuego, o de vivir como un fantasma inmortal en
las Islas de los Bienaventurados. Ahora, tras su encuentro con Príamo, comprende que los
dioses y los hombres son diferentes: los dioses no conocen penas, los hombres viven entre
penas. Entre los hombres, todos esencialmente infelices, algunos ahora sufren ahora se
alegran, como Peleo, Príamo y él mismo: otros sólo conocen desgracias, "y se van
despreciados tanto por los hombres como por los dioses".
A los hombres que conocen tanto la felicidad como la desgracia, Aquiles les da un
consejo similar al de Odiseo en el libro XVIII de la Odisea. Nosotros, criaturas finitas,
divididas, fragmentarias, compuestas en partes iguales o desiguales de males y bienes,
debemos aprender a soportar. Como dice el Himno a Deméter:
... ineluctablemente los seres humanos
debemos soportar los dones de los dioses: porque ellos, en verdad, son mucho más fuertes.
Por eso es necesario que nos contentemos con las pequeñas alegrías y necesidades
cotidianas: por ejemplo, comer; incluso Niobe había comido después de que Apolo y
Artemisa mataran a sus doce hijos. No son pensamientos nuevos, para cualquiera que haya
leído la Ilíada y la Odisea. Lo extraordinario es que sea Aquiles, que había conocido
desgracias tan grandes como la de Niobe y nunca había querido soportar ni el dolor ni la
felicidad ni la condición humana: tan mediocre, con sus pequeñas porciones de mal y de
bien.
La Ilíada termina con una triple conciliación: entre los hombres que habían
maldecido a los dioses y los dioses, que finalmente demuestran su justicia impidiendo que
el cuerpo de Héctor sea deshonrado; entre los griegos y los troyanos; entre Aquiles y su
propia furia. Esta conciliación es en parte obra de Hermes, que nutre una ternura tan
delicada hacia los mortales. Si la mano de Hermes toca a griegos y troyanos, la distinción
entre vencedores y vencidos deja de tener sentido. El destino humano es único. Todos
somos dignos de piedad, todos merecemos compasión: Príamo es Aquiles, Aquiles es
Príamo; la víctima tiene las manos manchadas de sangre del asesino, el asesino ha sufrido
como Niobe.
La noche llega a su fin. Aquiles se duerme junto a Briseida. Príamo regresa a Troya.
¿Quién es ahora Aquiles? ¿Sólo un hombre que ha aceptado su destino de hombre y espera
la muerte? Aunque ha renunciado a su propia mênis, ¿sigue presente un aura divina en la
quietud que le rodea? Pronto se reanudará la guerra. Apolo hará que Aquiles, que se le
parece como un doble, muera por la flecha de un arquero. Aquiles será llorado, lacerado,
vestido con ropas inmortales, cantado durante diecisiete días por las Musas, enterrado en un
ánfora de oro junto a Patroclo, oculto bajo un gran túmulo en el Helesponto. A pesar de su
aliento divino, desciende al Hades, donde los hombres mortales, a los que sólo pertenece en
parte, chillan como murciélagos.

III
ULISSE

El pasado divino de Ulises es más modesto que el de Aquiles: ni Zeus fracasado, ni


educación en el fuego, ni mênis divina. Esa espléndida corona sagrada se ha disuelto. Ulises
es sólo un hombre. Sin embargo, según Hesíodo, Ulises también desciende de un dios:
Hermes, padre de su abuelo, Autólico. No sabemos si Homero conoce esta tradición. Pero,
si la conoce, como es probable, se esfuerza por hacer de su nieto una figura mucho más
virtuosa que su abuelo. Autólico perjuraba, robaba, camuflaba marcas de animales, se
disfrazaba, hacía invisible lo que tocaba: todas virtudes herméticas. Ulises es más honesto.
Se contenta con la pasión por el engaño y la mistificación, que comparte con Zeus y
Atenea. Nadie ama a la familia y al hogar más que él.
Que Ulises descienda directamente de Hermes tiene poca importancia. Su arquetipo
es Hermes: sus cualidades son casi todas herméticas. Entre los apelativos que le distinguen,
los principales son los mismos que los de Hermes: polýtropos y poikilométes. Así pues, su
mente tiene muchas formas: gira en todas direcciones: tiene muchos colores: es chispeante
e iridiscente, llena de encantos y seducciones, misteriosa, intrincada, inextricable. Miremos
donde miremos, su reino es hermético: ama el viaje, la evasión, la curiosidad, la
metamorfosis, la magia, la actuación, el engaño, la artesanía, las fronteras, y como Hermes
frecuenta el Hades. Pero Ulises no es idéntico a Hermes: demasiado grande es la distancia
entre un dios y un hombre. No tiene ni la gracia ni la ligereza infantil: no posee su deliciosa
irresponsabilidad; no ríe de buena gana. Es grave. En toda la Odisea sólo se ríe una vez. Su
existencia es demasiado complicada y llena de dolor para que sonría con los labios y el
corazón.
Ulises es el señor de la metamorfosis: se disfraza y se transforma como los dioses, y
sobre todo Proteo, su equivalente en las aguas originarias, que en pocos instantes se
convierte en león y serpiente y pantera y jabalí y árbol y agua. Ahora se disfraza de siervo
para descubrir los secretos de Troya: ahora se convierte en mendigo, ahora en obra de arte
en manos de Atenea: ahora en héroe épico; ahora en intérprete de sueños. Nadie es más
móvil que él. Incluso su pelo cambia: ahora rubio, ahora oscuro como el jacinto. El que
oculta, ama ocultar su nombre, porque en el nombre se revela la esencia: lo oculta a
Polifemo, a los Feacios y a Ítaca. Ni siquiera Telémaco, Penélope, Hermes y Calipso
pronuncian nunca su nombre: Eumeo espera decenas de versos antes de revelarlo: y
Homero, como si fuera su cómplice en mistificaciones, mientras dice inmediatamente el
nombre de Aquiles, deja pasar veintiún versos de la Odisea sin pronunciar el de Ulises.
Así, a fuerza de transformaciones y secretos, girando por todos lados, mostrando
ahora una cara y ahora la contraria, la naturaleza de Ulises se convierte en la más vasta que
hemos conocido. No puede circunscribirse, porque siempre está en otra parte. Mientras
Aquiles se concentra en sí mismo, se expande infinitamente. Corre así el riesgo
fundamental de la naturaleza hermética: el de perderse en el vértigo del aire, como
Euforión-Ermes, el hijo de Fausto y Helena en la segunda parte del Fausto de Goethe.
Cuando le dice a Polifemo que se llame Nadie, no se trata sólo de un truco: pues quien lo es
todo puede convertirse en Nadie, y este aspecto de su naturaleza es, para nosotros, el más
desconocido. Si la nostalgia lo lleva a casa, otra fuerza más secreta, de la que Homero no
dice nada, intenta llevarlo lejos de casa y a todas partes. ¿Por qué quiere ir a toda costa a la
cueva de Polifemo? ¿Por qué se queda un año en casa de Circe? ¿Por qué quiere escuchar
los cantos de las sirenas, que intentan aflojar las cuerdas que le atan a sí mismo?
Si hubiera tenido una inteligencia moderna, quizá Ulises se habría perdido. Durante
los últimos dos siglos y medio, hemos creído que la inteligencia es ante todo una facultad
intuitiva, discontinua, repentina: un rayo de sensaciones que se congela en una forma.
Ulises, en cambio, tiene una mente y un habla pukinoí. Se parece a un denso follaje, a
densas piedras, a un denso arbusto, a una sólida casa, a los densos postes de una valla, a una
gruesa cama y a un grueso lecho, a puertas firmemente unidas, a las densas alas de los
pájaros, a un ataúd cerrado, a un manto que envuelve, a dientes apretados, a ojos que se
suceden, a angustias que se repiten sin cesar. Lo que importa, en la inteligencia de Ulises,
es la construcción. Es apretada, densa, compacta: sin lagunas, sin huecos, sin grietas: bien
tejida; y produce pensamientos sagaces, rápidos y precisos, como las alas de los pájaros.
Ésta, según los griegos, es la mente superior. Nada se le escapa: enlaza las cosas entre sí, y
las encierra en un vínculo que no puede soltarse.
Su mente conoce las pasiones. Al principio de la Odisea, Atenea nos habla de
Odiseo llorando en la isla de Calipso; y la añoranza de Ítaca, el deseo de ver salir el humo
de su tierra, es tan intensa que le gustaría morir. Cuando Demódoco, el aedo de los feacios,
relata sus hazañas en Troya, llora dos veces de desesperación, como una mujer cuyo marido
ha sido asesinado, y se cubre la cabeza con su manto para ocultar su llanto. Desde las
primeras líneas de la Odisea, Ulises es el hombre que "sufre muchas penas": más que
ningún otro hombre; quizá como Heracles, a quien se parece en algunos aspectos. Conoce
las ansiedades, las angustias, los trabajos de la mente y del cuerpo, los terrores más altos y
viles: bebe la copa de la existencia hasta la última humillación, mendigando en su casa. El
sufrimiento le lleva al borde del riesgo extremo. Cuando llega frente a Ítaca, sus
compañeros abren el odre, huyen y lo llevan lejos de su patria. Entonces él -dice a los
feacios- quiere "suicidarse arrojándose desde el barco al mar".
Ulises nunca cede ante el riesgo extremo, ni siquiera cuando en Trinquía sus
compañeros desatan la ira de los dioses y él se queda solo en el mar. Como dice Esquilo,
aprende a través del sufrimiento: las capas acumuladas de dolor producen su arte supremo:
la paciencia obstinada, la resistencia valerosa. Así aprende la piedad y la justicia; y lo que
los dioses exigen por encima de todo de nosotros: que aceptemos lo que nos envían, incluso
la más atroz de las desgracias. Aguanta, agacha la cabeza, hasta el final. Nunca dice que no:
no protesta, no se rebela: vive de acuerdo con su destino; y de esta profunda aceptación
extrae, si no alegría, una grave serenidad. Al soportar el peso de todas las cosas, se vuelve
"duro". Aprende (no siempre) a dominar las pasiones. Él, tan múltiple y flexible, se
endurece, para defenderse de los asaltos del destino. Su corazón se vuelve pétreo, y sus ojos
aprenden a permanecer inmóviles entre sus párpados, duros como el cuerno o el hierro, ante
los espectáculos que le conmueven más profundamente. Todo el universo odiseico - Ulises,
Penélope, Euriclea (no Laertes) - está hecho de roca y hierro. A pesar o a causa de su furia,
Aquiles desconoce esta compacidad.

Como le dice a Alcinoo, Ulises no pertenece ni al mundo de los dioses ni al mundo


medio utópico de los feacios. Es sólo un hombre: un hombre efímero, que no quiere ser
inmortal y ama las cosas mortales. Su condición depende del destino, bueno o desgraciado,
que los dioses le preparan cada día. Vive en la realidad cotidiana que Aquiles desconoce:
recorre sus tierras, ciudades y caminos; la acepta sin reservas, desde las apariciones divinas,
que pasan continuamente por su existencia, hasta las formas más bajas. No rechaza ninguna
parte de la vida: acepta todo lo que existe.
Casi como si quisiera derribar el universo de Aquiles, se obstina en representar el
mundo del vientre, que es una grandiosa y trágica divinidad inferior, tan sublime como lo
era la mênis, la pasión que había iluminado y a la vez encamado a Aquiles. Tanto la mênis
como el vientre van acompañados del mismo adjetivo: oulómenos, 'fúnebre', 'ruinoso'. No
podemos alimentarnos de humo, néctar y ambrosía como los dioses: debemos comer carne
pesada y corrupta, y pensar siempre en el vientre. Tenemos hambre. Estamos atados a esta
necesidad impúdica y primordial, que nos trae todas las desgracias, porque nos obliga a
salir de casa y a luchar en tierra y mar, para procurarnos alimento. Así como el mênis de
Aquiles no es sólo "ruinoso", porque revela la chispa divina que habita en su alma, el
vientre no es sólo "ruinoso". Tiene una cualidad positiva. Si nosotros, los hombres, estamos
por encima de todo sufrimiento, el vientre nos hace olvidar nuestros dolores y nos obliga a
recordarlo y llenarlo. Aunque hace del hombre pura materia, posee el mismo don
pacificador que la poesía: la cual, decía Hesíodo, borra nuestras preocupaciones. Ambas
nos obligan a olvidar. Pero, como sabe Odiseo, la vida no es sólo vientre: la vida es también
discutir con Atenea, recordar la patria, encontrar al hijo, a la esposa y al padre, tener
pensamientos audaces con la mente compacta, descubrir los misterios de Circe, contar las
aventuras. La existencia es una totalidad de elementos, unidos por el más delgado de los
hilos, y Ulises reivindica también con su robusto cinismo las divinidades que habitan el
Inframundo.
Esta realidad, sea cual sea el aspecto al que pertenezca, Odiseo quiere conocerla a
toda costa. Ningún héroe homérico tiene su curiosidad, su amor por la experiencia y, como
decía Cicerón, su deseo de saber: sería difícil imaginar a Áyax o a Aquiles escuchando a las
sirenas. Casi todos los peligros de sus viajes provienen de la curiositas, que, muchos siglos
después, se convertiría en una cualidad negativa. En la tragedia de Sófocles, Áyax -el
enemigo tradicional- dice de él: "Ulises lo ve todo". Con su mente flexible y colorida, ve -
es decir, para los griegos, lo sabe todo: la cualidad de una madera, de una roca, de un
pensamiento, de un sentimiento. Entonces la mirada se vuelve luminosa: la mente
multiplica su sagacidad, su atención, su intuición, su olfato: la imaginación nos impulsa a
interrogar el viento de las posibilidades y de los casos; y, para comprender a los demás, se
transforma.
En esta realidad que explora, Ulises no tiene ninguna confianza: sabe que pueden
acecharle trampas y que incluso su persona más querida puede traicionarle. Por eso lo pone
todo a prueba: un arco o Penélope y su padre. A veces no le entendemos: nos parece que la
parte tierna, que hay en él, podría abandonarse con más ímpetu e intuición. Ulises no lo
hace: a menudo su tendencia a probar es una cruel obsesión; no desiste, y su instinto se
parece al del científico experimental moderno.
Finalmente, llega el momento de actuar: entonces Ulises posee de forma suprema lo
que los griegos llaman la intuición del kairós. Como dice Píndaro, sabe que la oportunidad
es efímera: ahora está ahí, en diez minutos no se repetirá. Hay que actuar en el momento
justo y en la situación adecuada, antes de que surja la oportunidad: espiar el momento, con
exactitud, sin olvidar y sin caer en excesos. Porque, sin medida, el kairós se pierde. Ulises
nunca huye del tiempo, donde nada como en su agua natal: se adapta, se doblega, cede a las
ocasiones; habita cada instante del presente. Sin embargo, no se deja engullir por el
presente: siempre tiene en mente una meta, un objetivo, un futuro.
Mientras los demás guerreros sueñan con repetir las hazañas de Aquiles, Ulises se
da cuenta de que ningún héroe épico ha pisado aún un vasto territorio, que permanece
abierto e inexplorado ante sus ojos. Es el reino de la artesanía, sagrado junto a Hermes,
Atenea y Hefesto: donde se construye una nueva realidad que no existe en la naturaleza.
Así, los ojos agudos y precisos de Ulises miran a su alrededor, escrutando y aprendiendo.
Sus manos sagaces y enciclopédicas palpan las cosas, las pesan y las estudian: las
transforman: idean artificios técnicos e inventos, realizan el trabajo del albañil, del
carpintero, del orfebre, del tallista, del marroquinero, como si toda la sabiduría artesanal de
Grecia se concentrara en sus prodigiosas manos. He aquí sus obras maestras: el caballo de
Troya, la balsa de Ogigia, el lecho de Ítaca; tal vez la horquilla de oro, con el perro y el
cervatillo, que lleva en su capa en el viaje a Troya.
El legado de Hermes y Atenea incluye el don y el arte del engaño. La tortuosa
mente de Ulises no cesa de preparar expedientes, hurtos, mentiras, mistificaciones, cuentos
falsos: mientras que la taimada y elocuente palabra persuade las mentes. También estos
engaños son ingeniosas construcciones, urdidas en las profundidades del alma, que huelen a
artificio y secreto. Un lector moderno se preguntará entonces quién era Ulises. ¿Un
prolífico re-artifactor o un insidioso embaucador? ¿Un hombre exacto o un mentiroso? Hay
que olvidar que en nuestros tiempos el artesano y el ladrón, el hombre veraz y el mentiroso
pertenecen a aspectos opuestos de la realidad. La mêtis griega engloba a ambos. Mientras
Ulises vive bajo la doble protección de Hermes y Atenea, nadie podría distinguir lo que hay
de técnico y de fraudulento en sus invenciones: porque las manos precisas y el ingenio
sagaz producen algo que apunta al fraude, y el fraude, a su vez, forma parte de una
precisión superior. Las hazañas a las que Ulises y Penélope confían su gloria son obras
maestras de artesanía y engaño: el caballo de madera que derriba Troya y la fina telaraña en
la que se enredan las esperanzas de los Proci.
Como Hermes, Ulises es codicioso: ama el dinero, los tesoros que ha reunido entre
los feacios y los imaginarios que describe en sus relatos. Mira cada túnica, cada trípode,
cada lebete, cada pieza de oro, que Alcinoo y Areté han colocado en un cofre, cuya tapa
cierra con un nudo que le enseñó Circe. Después de matar a todos los Proci, quiere
recuperar, de sus parientes, "los rebaños que los arrogantes Proci aniquilaron". Esta codicia
forma parte de su amor al hogar (el oîkos) y a la patria: hacia los cuales siente una ternura y
una nostalgia tan intensas que parecen corroer su mente compacta, y que ningún otro héroe
homérico conoce. Con qué exactitud la describe: el Nerithos "crujiendo de hojas", el suelo
erizado de piedras y, alrededor, las otras islas, Dulichio, Samos y Zakynthos:
... No puedo ver
cosa más dulce, para uno, que su tierra.
En la Odisea nace la religión de la casa, que ha dominado Occidente durante más de
veinticinco siglos, impregnando por completo la novela del siglo XIX, hasta Guerra y Paz
y Anna Karenina. Seguimos viviendo en los últimos reflejos de la casa de Ulises, donde
todo -las paredes, el mégaron, las habitaciones, la cama, la despensa, el hogar, los rebaños,
las posesiones- posee el mismo valor que una persona, o un sentimiento, y debe ser
guardado y conservado y protegido y defendido como sagrado. Nada más debe defenderse
con esta fuerza, ni siquiera la vida; y por eso Ulises es tan despiadado con los procios, que
han violado el oîkos.
El corazón de la casa es la despensa: una especie de lugar utópico, donde se reúnen
el pasado, el presente y el futuro de la familia. Cuando Euriclea entra en ella, vemos con
ella el oro y el bronce, los cofres llenos de ropa, el aceite perfumado, las jarras de vino
añejo y dulce. Todo está cerrado, pues el hogar es un lugar cerrado: los tesoros están
defendidos por puertas, firmemente cerradas, con doble puerta; y Euriclea nunca abandona,
ni de noche ni de día, el oro y los vestidos. Es casi el único lugar intacto y puro del palacio:
aquí, en el corazón de la casa, nunca han penetrado los Proci. Sólo aquí se mantuvo el
mismo orden que reina en la poesía: la moîra y el kósmos. ¿Qué puede haber más brillante
y claro que ese oro, ese bronce, ese aceite, ese vino dulce? Más adelante conoceremos el
último lugar secreto: la sala de los tesoros, a la que sólo Penélope tiene acceso.
Hacia esa luz, la isla, y sobre todo el gran lecho, que ha construido con sus propias
manos, mira Ulises desde todos los lugares que ha recorrido en sus andanzas. Ese lecho es
el centro inmóvil de su mundo: del mundo. Salvo en dos ocasiones, nunca lo olvida. No
cede a ningún halago: una a una, vence a las fuerzas -el Loto, Circe, Calipso- que le
llevarían a olvidar. Defiende su memoria de los hechizos de la magia, la poesía y el amor,
aunque no siempre consigue protegerla del sueño. Acumula recuerdos, como un poeta. Pero
su memoria es sólo la de la isla y el regreso: la memoria de la poesía no le pertenece.
En la Odisea, Odiseo ya no siente ninguna conexión ni afecto por las generaciones
heroicas que le precedieron. No cultiva a los "hombres de antaño" -la generación de
Heracles- que fueron tan insensatos como para desafiar a Apolo con un arco. Y la
generación de los guerreros troyanos -su generación- también le resulta remota: como si,
también para él, Troya y las murallas construidas por los griegos en la orilla hubieran sido
destruidas por la mano celosa de los dioses y el tiempo. En el Hades encuentra a muchos de
sus compañeros troyanos: sombras que chirrían sin fuerza y pertenecen irremediablemente
al pasado. A pesar de su bondad, no los ama: no ama la ceguera, la locura heroica, la
posesión, la furia casi dionisíaca, la ira divina, que había distinguido a Aquiles y
Agamenón, a Diomedes, Héctor y Patroclo. Nunca había sido cegado por los dioses ni por
sí mismo: no conocía ni la locura divina, ni la hýbris, ni la culpa. Ni siquiera en la Ilíada
entendía el mundo de Aquiles (como Aquiles no entendía el suyo). Cuando le visitó en su
tienda, pronunció un discurso extrañamente torpe: quién sabe dónde había escondido su
famosa elocuencia; sus argumentos no lograban conmover ni persuadir a Aquiles, y más
fácilmente conseguían ofenderle.
El mundo de Ulises ya no es el heroico. Cuando vuelve a casa, no quiere contender
con el cielo: es devoto, modesto, temeroso de los dioses, aunque lejos de ellos. Los
engaños, de los que está tan orgulloso, no excluyen la piedad y la veneración por ellos, a
diferencia de los engaños de Egisto. Renuncia a toda esperanza de inmortalidad: no quiere
el lecho inmortal de Calipso, sino el lecho mortal de su esposa. Creo que el antiguo oyente
de la Odisea sentía a Ulises muy cercano, mientras que Aquiles estaba irremediablemente
alejado. Ulises era uno como él mismo. Tenía casa, posesiones: había viajado mucho, como
se viajaba y traficaba a mediados del siglo VII. A estas alturas, los dioses estaban lejos: ya
no había guerras heroicas; los mundos utópicos habían sido destruidos. No quedaba más
que cuidar del propio jardín: la casa, los rebaños, la despensa llena de oro y vino dulce.

IV
EL PRIMER VIAJE DE TELÉMACO

La primera vez que vemos a Atenea en la Odisea es cuando vuela: se ata las
sandalias de oro a los pies, coge la pesada y afilada pértiga de bronce y, de un salto,
desciende del Olimpo hasta el umbral de la casa de Odiseo. Como todos los oyentes de la
Odisea saben, Atenea nació de la cabeza de Zeus: "Soy verdaderamente del padre", dice en
Esquilo; y también aquí, en la Odisea, elige resueltamente el lado de lo masculino frente a
su mundo, que debería ser, y en parte es, femenino. La paradoja es que es precisamente ella,
una virgen, quien encarna los llamados valores masculinos -inteligencia, claridad y lucidez
mental, la alegría de comprender, audacia e ironía inquebrantables- como ningún dios u
hombre los ha encarnado jamás. Sus detractores podrían decir que carece de "sombra" o de
"alma" o de "misterio"; y Atenea sonreiría con la más encantadora e irónica de sus sonrisas.
Desde la Ilíada, encontramos a Atenea muy cambiada. Ya no tiene ese carácter
agresivo y destructivo, que la hacía enfurecerse en las batallas y obligar a los héroes a
asaltar, "como dioses", a sus dioses enemigos. Pero sigue siendo una guerrera, con su
bastón de bronce: su ojo azul está siempre centelleante y deslumbrante, como cuando atacó
a Aquiles. Es activa, decidida, omnipresente. En la Odisea, es casi la única deidad que
actúa: Poseidón y Hermes aparecen con poca frecuencia; Zeus pronuncia discursos morales
en el Olimpo y lanza sus rayos y truenos, sin la convicción de la Ilíada. Atenea es ligera y
veloz: concibe y piensa con una rapidez vertiginosa; abandona repentinamente el Olimpo y
se encuentra inmediatamente entre nosotros, ocupándose de Telémaco y de los Proci.
Mientras Atenea se ata a los pies unas sandalias de oro que la llevan "tanto sobre el
mar como sobre la tierra infinita", los versos de la Odisea son los mismos que aparecen en
el último libro de la Ilíada, dedicado a Hermes que desciende del Olimpo a la llanura de
Troya: vuelven a aparecer en el quinto libro, cuando de nuevo Hermes se eleva como una
gaviota sobre el mar, para llegar a la isla de Calipso. La señal de Homero es clara. Atenea
es como Hermes. No sólo posee la misma velocidad: domina las mismas artes, las mismas
artimañas, los mismos engaños, aunque su mente no sea tan intrincada. Con él comparte
otro don: el de la metamorfosis. Pasa poco tiempo, y aquí se convierte en Mente, Telémaco,
Mentor, pájaro, como si transformarse sin cesar fuera el colmo de sus placeres, placeres en
los que los hombres no pueden participar. Aunque no tiene el don de Proteo, Tetis o Metis,
que son fuego arremolinado, león, pantera, agua y árbol, para Atenea las formas del mundo
son reemplazables: mientras que, en el resto del poema, se han vuelto rígidas. El regreso de
estos versos de la Ilíada a la Odisea nos revela que algo ha sucedido, lejos de nosotros, en
el reino invisible del Olimpo. Hermes, que es la deidad más cercana a Odiseo, el arquetipo
y gobernante de su mundo, se oculta en los relatos que escuchamos; y confía su protegido,
semejante a ambos, a Atenea.
Cuando Atenea desciende ante el palacio de Odiseo, el pórtico y el gran salón se
llenan de gente: los ciento ocho nobles (o parte de ellos) de Ítaca y las islas vecinas, que
ocupan el palacio y cortejan a Penélope, mientras el rey está lejos o tal vez muerto. La clase
de los nobles pretende imponerse al antiguo poder: un viejo orden se desintegra, uno nuevo
se anuncia. Ahí están, los pretendientes. Están en el pórtico sentados sobre pieles de buey y
juegan a un juego de mesa con peones: los heraldos y escuderos revuelven vino o agua en
las cráteras, extienden las mesas, las limpian con esponjas; los mayordomos ofrecen platos
de carne y los criados traen pan. Atenea los juzga con dureza: "¿Qué clase de banquete y
qué clase de gente son éstos? Como bravucones, salvajemente, me parece que festejan
dentro de la sala". El juicio de los lectores y estudiosos modernos suele ser menos severo.
Los ciento ocho Proci parecen jóvenes frívolos y elegantes, que disfrutan de una vida de
puro placer: comida, baile, canto. No carecen de gracia ni de alegría: ríen alegremente; a
veces, nos recuerdan a los jóvenes Feacios. Y entonces sus faltas no parecen tan graves:
comen la carne de los muchos cerdos que Eumeo cría hábilmente. Si una vez intentan
tender una emboscada a Telémaco, ¿qué decir de la masacre de Odiseo al final de la
Odisea? Ciento ocho cuerpos yacen sin vida en la gran sala que han llenado con su perversa
alegría.
Como es natural, Atenea tiene razón frente a los modernos defensores de los Proci:
posee el ojo preciso de los dioses. Aunque el "segundo Homero" se muestra a menudo
encantado por la frívola gracia que les rodea, su juicio es implacable: los Proci encarnan el
Mal Absoluto, tal y como podría haberlo imaginado un griego del siglo VII. El juicio que
Homero instituye contra ellos es implacable y meticuloso: no hay culpa que no esté
encarnada en sus cuerpos sobrealimentados. En primer lugar, como veremos sobre todo al
final, están cegados por Ate, que posee, engaña y degrada completamente su ser. Por eso
son impíos: en las cenas o ritos públicos, no hacen libaciones ni sacrificios a los dioses; ni
siquiera a Apolo, que preparará su muerte. No respetan a los huéspedes y mendigos,
protegidos por Zeus: como Paris había ofendido a Menelao. No veneran el destino ni las
señales y predicciones enviadas por el destino, que Ulises y la familia real de Ítaca respetan
religiosamente. Se burlan de las profecías ("Los pájaros convierten a muchos bajo los rayos
del sol", dice Eurímaco): sólo creen en lo que ven, en el instante, y no imaginan que el
destino y los dioses están a punto de vengarse de ellos.
Estas son las acusaciones del tribunal divino, que condena en secreto a los Proci.
Luego están, suponiendo que sea posible distinguirlas en el mundo homérico, las faltas
morales. Como los cíclopes y los compañeros de Odiseo, los Proci pecan de hýbris. Son y
siempre van más allá: más allá del límite, más allá de lo que es correcto, más allá del
destino, que los hombres nunca deben violar; arrogantes, prepotentes, violentos. Finalmente
-y no es la última acusación- los Proci violan el oîkos: ese mundo cerrado de posesiones,
bienes y sentimientos, que para los griegos, para Ulises y para los dioses no era posible
ofender. Invaden la casa con su presencia, y por eso ni uno solo de ellos -incluso los que
han sido amables con Penélope y Telémaco- es inocente. Todos deben ser sacrificados a los
dioses de la casa.

Cuando Atenea se acerca a la puerta del palacio real, vemos a Telémaco por primera
vez. Lo veremos una y otra vez, en la historia de la literatura occidental: siempre renacerá
cuando un escritor tenga que retratar a un adolescente tierno, inseguro, inexperto, que no
tiene padre o que tiene que buscar en sí mismo la imagen de su padre. Quizá por última vez,
a finales del siglo XVIII, Telémaco se convierte en Wilhelm Meister, a quien Goethe ama
con el mismo afecto con que el "segundo Homero" ama al hijo de Ulises. Como él,
Wilhelm busca y necesita experiencia: como él, realiza un viaje, en realidad largos viajes de
aprendizaje.
Mezclado entre los Proci, Telémaco piensa en su padre, al que no ha conocido: de
hecho, como dice Homero, lo ve. Siempre piensa y ve a Ulises, aunque no pronuncia su
nombre, sino que dice "un hombre" o "él" o "mi padre" o "ese hombre". No tiene fuerzas
para decir "Ulises"; y esta omisión, como casi siempre en Homero, revela la intensidad de
su deseo. Telémaco ignora si su padre está vivo o se ha ido para siempre: si lo retiene
alguien en el "vasto mar", como dice Atenea, o si, por el contrario, está muerto de la forma
más terrible: sin tumba, "sin ser visto, sin ser reconocido", sin memoria, sin la posibilidad
de que un poeta cuente sus vicisitudes y construya su gloria. Como dicen tanto Atenea y
Néstor como Helena y Menelao, Telémaco se parece mucho a él, en cabeza, ojos y pies,
manos y habla. Pero carece de la profunda conciencia de ser hijo de su padre: no se siente
hijo de Odiseo. "Mi madre dice que soy su hijo, pero yo no lo sé". Esta es la verdadera
carencia, la que le hace infeliz, mucho más que la usurpación del Proci y la pérdida de sus
riquezas.
Durante unos días, Atenea, disfrazada primero de Mente y luego de Mentor, ocupa
el lugar de Ulises. A veces, los dioses son tan cariñosos y protectores con nosotros: nos dan
lo que nunca tuvimos o perdimos; y nadie puede ser mejor padre que Atenea, esta diosa
viril, que posee cualidades masculinas combinadas con una gracia y una dulzura que los
hombres ignoran. Ella acompaña los pasos de Telémaco con ojo vigilante, le asiste con sus
consejos, le educa en cada ocasión. Si lo educa como a un padre, lo hace para descubrirlo
ante sí mismo, para revelarle que en el fondo de su alma se esconde la imagen de Ulises; y
él, poco a poco, con la ayuda divina y por sí mismo, debe convertirse en su propio padre.
Así, Atenea le impone arduas pruebas: si Ulises era el anti-Hegisto y Penélope la anti-
Clitemnestra, él debe transformarse en Orestes y matar al Proci: un modelo ante el que
Telémaco se siente, con razón, desigual. Para repetir este modelo, debe aceptar incluso la
verdad más terrible: que Ulises ha muerto. Como todos sus herederos literarios, se deja
educar de buen grado. En el curso de sus viajes, no se convierte completamente en su
padre: tendrá que esperar a verlo, disfrazado bajo los harapos de un mendigo; entonces será
a la vez el nuevo Ulises y el nuevo Orestes.
Tan pronto como Atenea desaparece, transformándose en un pájaro divino, Femo, el
aedo, comienza a cantar el "luctuoso regreso" de los griegos de Troya: ciertamente no el de
Odiseo, del que nada sabe, sino los de Agamenón o Menelao o Néstor o Áyax, sobre los
que ya se había tejido una tradición. Desde la habitación de arriba, Penélope oye la canción
de Femo, desciende al gran salón y se detiene junto a una columna, con el rostro envuelto
en un chal. Llora: la canción le recuerda un regreso que puede haberse perdido para
siempre. No posee ese desapego de la mente respecto a la materia que recomiendan las
Musas, y que sabe extraer una "alegría" (térpein, le recuerda Telémaco) incluso de las penas
y las desgracias. Así que le ruega a Femio que busque otro motivo en su vasto repertorio de
conjuros poéticos.
El hijo reprende a su madre, con una autoridad, una arrogancia y una ligera
sabihondez juvenil que nunca había poseído: tal vez la larga conversación con Atenea las
haya despertado en él. Ordena a su madre que vuelva al trabajo de las mujeres, al telar, a la
rueca, a las siervas: "la palabra irá aquí a los hombres, a todos y a mí sobre todo, que tengo
el poder aquí en la casa". Los oyentes de Homero, y nosotros también hoy, después de
tantos siglos, nos damos cuenta de que aquí el "segundo Homero" se burla ligeramente de
Telémaco, a quien tanto ama: los versos que le atribuye son los mismos que, diez años
antes, Héctor había dicho a Andrómaca, tras una de las conversaciones más sublimes de la
Ilíada:
Pero ve a tu habitación, atiende a tu trabajo, el
telar, la rueca, y ordena a las siervas
que atiendan a su trabajo: la guerra será contra los hombres,
todos y yo sobre todo, entre los que viven en Troya.
Pocas palabras han cambiado: "a mí sobre todo, que tengo el poder aquí en casa",
dice Telémaco. En realidad no tiene ningún poder; y las palabras que Héctor había
pronunciado en la más trágica de las situaciones, después de hablar de amor y muerte y
honor y de la fatalidad que se cierne sobre Troya y la familia, resuenan ahora en boca de un
muchacho, que acaba de dictar un juvenil tratado de estética.
Telémaco no entiende a su madre: esas lágrimas irreparables, derramadas al
escuchar las canciones que recuerdan los regresos; y tal vez incluso malinterpreta el llanto
de Odiseo, en Scheria, al escuchar las canciones sobre la guerra de Troya. Cuando
Telémaco dice que su madre duda entre quedarse en casa o volver a casarse, no comprende
que Penélope no duda en absoluto, sino que defiende desesperadamente, con todas sus
artimañas, engaños y postergaciones, la fidelidad a su marido. Ahora, tras su encuentro con
Atenea, Telémaco abandona el mundo de su madre. La diosa intenta alejarlo, mintiéndole,
dándole noticias falsas y tratando de despertar sus celos, como al principio del libro XV.
Diosa viril, lucha contra las imágenes maternales que aún ocupan su corazón.
Así, Telémaco, cuya alma está llena de la figura de su padre, crece distanciándose
de la figura materna. Algo esencial le falta: mientras Ulises venera del mismo modo la
sombra de Anticlea y Laertes aún vivo, que le enseñó a cultivar perales, manzanos e
higueras en la granja de Ítaca. Más afortunado, vasto y complejo que su hijo, posee en sí
mismo tanto la imagen masculina como la femenina. Si Telémaco no comprende a su
madre, Penélope tampoco comprende a Telémaco. Lo ama, lo teme muerto, lo llora: pero
cree, contra toda verdad, que su hijo desea que se case y abandone el hogar. Su alma está
llena de una sola persona: Ulises, su marido, su cómplice; y no tiene espacio para ninguna
otra figura.
Mientras tanto, Telémaco se ocupaba de la estética. Debemos imaginar que, en su
juventud melancólica y sin amigos, mientras escuchaba los poemas de Femo, reflexionaba
sobre la poesía, su temática, sus efectos y sus oyentes. Desarrolló una teoría, que el
"segundo Homero" comparte sonriente. La conocemos en parte: es la misma teoría que en
la Ilíada. Los poetas no son responsables de los acontecimientos que cantan:
... responsable es Zeus, que asigna a cada uno,
a los hombres que comen pan, el destino que quiere.
El poeta de la Ilíada no tenía la culpa de las desgracias que habían sufrido griegos y
troyanos, Héctor, Andrómaca y Aquiles. El aedo puede representar cualquier tema. Cuando
canta, se establece en los oyentes una distancia con el tema, de modo que incluso las
desgracias les producen alegría. Penélope (como Ulises) es una mala conocedora de la
poesía: no sabe distinguir entre los hechos y los versos, entre sus penas privadas y el poema
de Fineo.
Otra parte de la teoría estética de Telémaco nos era desconocida. El poeta de la
Ilíada nunca había afirmado que, en el relato épico, la novedad del tema fuera importante:
lo que importaba era sólo la inspiración de las Musas, que todo lo saben. Ahora, Telémaco
afirma:
No se le puede reprochar que cante el mal destino de los danaos:
los hombres alaban más aquella canción
que suena más nueva al que la escucha.
A los oyentes, de los que no hablaba la Ilíada, les gustan especialmente los temas
nuevos, como el regreso de los griegos de Troya. Aunque el poeta de la Odisea se burla de
la naturaleza sacarina de Telémaco, comparte su teoría. También él cuenta temas nuevos,
retrata a un personaje, Ulises, que no recuerda a los héroes épicos, relata tradiciones sobre
la guerra de Troya distintas de las de la Ilíada o quizá de otros poemas que hemos perdido.
Como dice Ulises a Alcinoo, no quiere repetir cosas que ya ha dicho, o que otros han dicho.
En una cosa coincide plenamente el "segundo Homero" con el "primer Homero":
aunque cuenta nuevas historias, las Musas siguen inspirándole su memoria absoluta; siente
por ellas una profunda devoción y veneración. Su libro está dedicado a la Musa, que le
narra los sucesos de Ulises: Femo (como Demódoco) canta lo que los dioses han
"sembrado" en su alma; y el poema, que Penélope acaba de escuchar, está inspirado por los
dioses. Todo se lo debemos a las Musas, escribamos lo que escribamos, en cualquier
momento u ocasión.

Hay momentos súbitos, en la existencia de cada uno de nosotros, en que parecemos


transfigurados ante nosotros mismos, y todas las cosas parecen brillantes y sonoras.
Baudelaire habla de un "momento celestial": el momento que conoce Levin, en Anna
Karenina, cuando va a pedirle a Kitty que sea su esposa; la vida le parece más intensa y
ardiente, su sangre corre más deprisa por sus venas, su corazón late más deprisa, su mente
se ilumina con revelaciones, la felicidad salpica las cosas con su color claro. Telémaco
experimenta esto la mañana siguiente a la visita enmascarada de Atenea. Se levanta de la
cama, lleva la espada al hombro, se calza las sandalias, ordena a los heraldos que
convoquen a los ítacos a un consejo y se pone en marcha velozmente con una lanza de
bronce en la mano, seguido por dos perros igualmente veloces. Todos los ítacos le miran
con admiración. Homero ennoblece sus gestos y palabras con un aura épica: los compara a
los de Menelao en Esparta en la Odisea, y a los de Agamenón, cuando, en la Ilíada, ordena
a los heraldos "llamar a los aqueos de larga cabellera al consejo". Ni Baudelaire ni Tolstoi
se atreven a hablar de dioses. Pero aquí, en esta mañana en Ítaca, es Atenea quien derrama
sobre Telémaco "una gracia divina": esa pintura resplandeciente, ese vapor nítido y
luminoso con el que, en la Odisea, transforma continuamente la figura de Ulises y lo que le
rodea.
La felicidad de Telémaco no dura mucho. En la asamblea, se apodera del cetro de
los oradores y habla en público, por primera vez en su vida. Más que el pesar de su difunto
padre, nos impacta en su voz la ofensa y la violación que, a sus ojos, han sufrido las cosas:
sus cosas. Todo en Ítaca ha sido violado y degradado. Los Proci han ofendido a Temi, que
es a la vez la ley de la naturaleza, de la convivencia y del respeto mutuo. Los bienes de la
gran casa se han consumido: bueyes, ovejas y cabras sacrificados, vino estólidamente
bebido, sustancias desperdiciadas. En la mente juvenil de Telémaco, las cosas de la familia
deben permanecer inalteradas e intactas al paso del tiempo, como en la despensa de
Euriclea; y esta pérdida despierta en él una angustia irresistible.
Poco después, el profeta Aliterse le tranquiliza: nada está perdido: ha llegado el
vigésimo año: Ulises está a punto de regresar; "ahora todo está cumplido". Pero Telémaco
se siente impotente, débil, sin fuerzas. Si antes los paralelismos épicos habían ennoblecido
su figura, ahora revelan su derrota: igual que Aquiles, en la asamblea de la Ilíada, había
arrojado su cetro al suelo con furia, ahora arroja su cetro al suelo, pero "rompiendo a
llorar", como un niño. No tiene más remedio que ir a la orilla del mar e invocar al dios
desconocido que le había protegido el día anterior. Incluso ahora, Atenea se muestra atenta
y cariñosa; e inmediatamente se sienta a su lado, en su segunda metamorfosis, la de Mentor.
Así comienza el primer viaje de Telémaco, preparado por la hábil mano pedagógica
de Atenea. En la estructura de la Odisea, no tiene ninguna función narrativa real: porque
después de haber estado en Pilos y Esparta, Telémaco no trae a casa ninguna información
precisa. En el lenguaje de la epopeya, Atenea dice a Odiseo que le acompañó al Peloponeso
para que adquiriera "noble fama". Diríamos más exactamente, en el lenguaje de Goethe,
que el de Telémaco es un "viaje de aprendizaje". Se emancipa de su madre, se encuentra
varias veces con el recuerdo y la imagen de su padre, viaja por mar y tierra, aprende las
costumbres de los grandes reinos, conoce el mundo de los héroes épicos, de los que sólo
sabía por las canciones de Femo.
Como Hermes acompaña a Príamo, Atenea acompaña a Telémaco. Se transforma
dos veces más con la rapidez de un ilusionista, imponiendo al tiempo su ritmo
prodigiosamente rápido. Instruye a Telémaco, le ordena que prepare el vino y la harina para
el viaje: corre por toda la ciudad vistiendo la figura del joven: pide un barco a Noemón,
incita a los marineros a estar al atardecer en la nave; la lleva al mar, la equipa con
herramientas y la amarra al borde del puerto, como si fuera un simple marinero. Vierte el
sueño sobre los párpados de los Proci, que vuelven a dormir a sus casas. Finalmente,
retomando la apariencia de Mentor, sube a la nave por la popa, junto a Telémaco. Entonces,
en secreto, suscita un viento propicio: "un céfiro fresco y chillón": los marineros izan las
velas, el viento las hincha, la ola grita con fuerza alrededor de la quilla; y todos izan a
Atenea, que permanece allí, enmascarada, en medio de ellos.
El viaje sobre el mar, ahora blanquecino, ahora gris, ahora espumoso, ahora oscuro
como el vino, es igualmente rápido. Durante toda la noche, Telémaco permanece sentado
junto a Mentor: comprende que su compañero es un dios enmascarado, aunque desconoce
su nombre. Homero nos lo aclara con unas pequeñas pistas: como siempre, con el hábil arte
de la omisión, no dice nada sobre los sentimientos de Telémaco hacia el dios desconocido.
Sabemos que son de curiosidad, asombro, respeto, maravilla, veneración.
Sólo al día siguiente, Telémaco conocerá el nombre del dios enmascarado. Por la
mañana, el barco llega a Pilos: el lugar más imbuido de religiosidad de la Odisea, donde
Néstor y los Pilii inmolan toros negros a Poseidón. Cuando el sol se pone, Telémaco
permanece durmiendo en el palacio real. Atenea huye, transformándose en buitre, ave a ella
consagrada: la última, por ahora, de sus metamorfosis. Por fin Telémaco reconoce al dios
que le ha hablado, rescatado, viajado a su lado en la nave, inspirado sus discursos,
conduciéndole hacia la figura de su padre.
V
ELENA Y PROTEO

Según una antigua tradición, Zeus se enamoró de su hija Némesis y la persiguió por
el mar, el océano, la tierra y los confines del mundo. Ambos adoptaron formas siempre
nuevas, de peces y animales terrestres, en uno de esos juegos intermitentes de metamorfosis
bestial tan queridos en la mitología arcaica. Por pudor y miedo a la culpa, Némesis no quiso
el amor de su padre. Hasta que la metamorfosis se detuvo. Zeus se convirtió en cisne, la
muchacha en oca salvaje, y ambos unieron sus fuerzas en el océano o en el aire. Némesis
engendró un huevo: un pastor lo encontró en el bosque y se lo llevó a Leda, reina de
Esparta, que lo guardó dentro de una urna: al cabo de nueve meses, de aquel huevo
blanquísimo, tan cuidadosamente custodiado, nació Helena, "la figura única", "la figura de
todas las figuras", como dice el Fausto de Goethe.
En la Ilíada, Homero conoce esta tradición: es casi seguro que la recuerda, pero
sólo para rechazarla: "no Némesis...". Ni siquiera recuerda el nombre de Leda, aunque sabe
que es la madre de Helena. De hecho, en los poemas homéricos Helena no tiene madre.
Sólo tiene un padre: su padre supremo, Zeus; y es la única mujer que lleva el nombre de
"hija de Zeus", como Artemisa, Atenea y Afrodita. Quizá Homero conozca también la otra
tradición, más conocida por la tragedia de Eurípides, según la cual había dos Elimas: la
verdadera, que se escondía en Egipto, y un fantasma, idéntico a ella como un doble, que
llegó a Troya con Paris. Pero también rechaza esto. Todo lo que es animal, metamórfico,
ilusorio, sombrío y fantasmal no pertenece a Helena. Como habría dicho Goethe, en la
Ilíada ella es una forma, estable, idéntica a sí misma, que no puede cambiar.
En la Ilíada, Helena habita la morada que Paris hizo construir sobre la roca de
Troya. De pie en el mégaron, entre sus esclavas, teje un tapiz púrpura. No borda la tierra, el
cielo y el mar, el sol y la luna llena, junto con los signos del cielo: ni las nupcias, los
banquetes, las flores, las labores del campo, las viñas cargadas de uvas, las danzas y las
carreras de la juventud; ni la gloria de los dioses y los héroes del pasado. En el tapiz,
Helena teje las luchas y penas que griegos y troyanos sufren o acaban de sufrir por su
culpa: un asunto del que ella es el centro. Sabe muy bien que es el centro. No deriva de ello
ninguna vanidad ni celos -nada es más terrible que habitarlo-, sino la trágica conciencia de
ocupar el lugar inmóvil que los dioses le han otorgado. Así, en el centro, es a la vez el
objeto pasivo del deseo de todos, y la gran artista que representa desde fuera su propia
historia, tal como Homero la está contando. Es la protagonista, la víctima, la creadora.
Incluso cuando Scee llega a las puertas, y los viejos compañeros de Príamo, "semejantes a
las cigarras que, en el bosque, subidas al árbol, emiten la voz de los lirios", ensalzan su
belleza, Helena es el ojo que observa, y el objeto observado y deseado por todos.
Los héroes griegos saben que un poeta cantará su historia: pero sólo Helena revela
abiertamente esta conciencia:
A nosotros Zeus nos asignó un destino maligno, para que también en el futuro
fuéramos motivo
de canción para los pueblos venideros.
Su destino nunca la abandona: los dolores, que padeció y padece en vida, se
renuevan, idénticos, en el canto de los poetas. Así es doble: la criatura que en este momento
comparte el lecho de Paris, lucha con Afrodita y es subyugada por ella, llega a las puertas
de Esceos con su brillante túnica, teje el tapiz, odiada por griegos y troyanos por igual. En
el mismo instante, prisionera de su fama, es ya una figura poética, que Homero está
retratando en la Ilíada y que muchos otros poetas han retratado. No importa que esta
segunda vida sea casi más grave que la primera. ¿Qué puede haber más atroz que ser
recordada como portadora de la muerte? Sin embargo, a cualquier precio, Helena quiere ser
recordada.
De la historia de Némesis y Zeus, algo se filtra en la Ilíada: Helena es la fuerza de
la necesidad, transformada en belleza. Tal y como la vemos en la Ilíada, Helena es la
encarnación más grandiosa de la figura destinada que Homero haya contado jamás: ni
siquiera Ulises, que es su equivalente en la Odisea, posee su riqueza. Los dioses, y su
aliada, la Moîra, la han elegido: Afrodita le ha otorgado una belleza capaz de sobrecoger las
mentes de los hombres. Todos los episodios de su existencia -el abandono por Menelao, la
huida con Paris, la estancia tras las murallas, el tejido del tapiz, las pasiones, los ardores y
las furias, las masacres, los incendios, los naufragios que provocó su ruinosa belleza- se
prepararon en el Olimpo.
Como Ulises, Helena acepta el destino: obedece los guiños de los dioses, sigue los
caminos que le muestran, la lleven donde la lleven. Según Paris, su frágil compañero,
"ciertamente uno no puede rechazar los preciosos dones de los dioses... ni puede elegir a su
antojo". Pero sólo los ingenuos creen que una vida destinada es un privilegio. Cuando
Elena piensa en su existencia, ¿qué queda en su memoria sino una larga sucesión de
desgracias? La ciudad, sus padres, su primer marido y su hija abandonados: los muertos
bajo los muros de Troya: un imbécil en el lecho de la heroína; la vergüenza que la persigue
en el futuro... Así, desde los primeros libros de la Ilíada, Helena maldice su destino: aquella
a la que el cielo ha concedido todas las gracias, se odia a sí misma: lamenta el pasado;
anhela morir, y desearía que un torbellino se hubiera apoderado de ella el día de su
nacimiento, arrastrándola a las olas del mar.
Tan subterráneas como son las verdades profundas, aunque formuladas con
precisión, una pregunta asalta continuamente la mente de Homero y sus personajes. ¿Es
Helena, la mujer destinada, inocente o culpable? Como todos los que creen en los dioses y
en el destino, Homero responde a esta pregunta de dos maneras. Cuando Helena aparece a
las puertas de Esceo, cerca de los hombres y mujeres que morirán por su culpa, Príamo le
dice en voz alta:
Ven aquí, hija mía, siéntate a mi lado, para que eches un vistazo a
tu antiguo cónyuge y a tus parientes y amigos; de mí
no tienes la culpa, la culpa la tienen los dioses, que han despertado
en mí la desdichada guerra de los aqueos.
Helena es, pues, inocente: Príamo habla por Homero.
Homero también conoce la verdad contraria: los hombres son siempre responsables
de lo que el destino y los dioses les imponen. Si Agamenón, Aquiles y Patroclo están
cegados por Ate, esta ceguera es también culpa suya: no somos inocentes de los pecados
que los dioses nos han impuesto. Como cualquier criatura destinada, Helena posee esta
doble conciencia. No invoca disculpas ni justificaciones por lo que ha cometido, aunque
sabe que no ha sido dueña de su propia existencia. Habla de sí misma como "una cara de
perra": una figura atada a la Estigia, que "hace que uno se paralice" y "se estremezca" de
terror, casi con las mismas palabras con las que Aquiles la acusa; culpable de todas las
muertes que han ensangrentado Troya y Grecia. La doble percepción de ser a la vez
inocente y culpable del propio destino forma lo que llamamos conciencia trágica. Ningún
héroe homérico posee esta conciencia con toda su intensidad. Vivirla en plenitud conduce a
la soledad más extrema: Helena está sola; vive con Paris, ese hombre delicioso,
desenfadado, que se entrega, sin drama, a la gracia de los dioses.
Cuando Menelao y Paris se enfrentan en duelo, Afrodita arrebata a Paris de las
manos de Menelao: luego se dirige a las murallas, agarra a Helena por el velo y la obliga a
volver a casa. Allí la espera su segundo marido tendido en el lecho, "resplandeciente de
belleza y elegancia": lleno de deseo, como la primera vez que se había unido a ella.
Afrodita ha tomado la forma de una vieja hilandera de Esparta: pero la transformación es
imperfecta; o bien Helena, que es una criatura privilegiada, vislumbra lo divino a través de
las formas humanas, y reconoce el "hermoso cuello", los ojos luminosos y los "pechos que
respiran deseo" de Afrodita. La diosa le ordena que regrese a casa. Helena le advierte de
que la relación con ella puede ser más grave que la que mantiene con Némesis: el amor es
más terrible que la necesidad, o la forma que ésta adopta en el mundo. Afrodita no se llama
diosa, sino daímon como destino: así es como Homero subraya la fuerza misteriosa e
irresistible que se apodera de nuestras mentes.
Nada más reconocerla, Helena siente que el corazón le salta en el pecho. Como una
furia arremete contra la diosa, que ofende su dignidad de heroína. La insulta, con la
violencia con la que se puede insultar a una solterona: proclama que nunca más subirá al
lecho de Paris, y la invita a compartirlo, Afrodita, abandonando para siempre el Olimpo y
siguiéndolo como una esclava. Ningún personaje de la Ilíada se rebela tan violentamente
contra los dioses como esta criatura predilecta. Pero los dioses de Homero ejercen un
dominio demasiado completo sobre sus favorecidos -sus víctimas-, hecho de favores y
amenazas, de halagos y acoso físico, para que los hombres persistan en la rebelión. Cuando
Afrodita se enfurece, amenazando con convertir el violento amor que le había brindado en
violento odio, Helena agacha la cabeza: se cubre con su velo blanco como la nieve, oculta
sus facciones angustiadas por la vergüenza, la ira y el miedo, y se dirige en silencio hacia
su hogar. También ella, como Paris, cede al deseo: es la diosa. Después, ya no intenta
rebelarse contra su destino. Sigue compartiendo el lecho de Paris: teje el tapiz, espera las
canciones de los poetas; aunque la vergüenza, las maldiciones y la infelicidad oscurecen
cada vez más su vida.

Cuando Helena regresa a Esparta tras diecisiete años de ausencia, es un personaje


diferente. No sabemos qué le ha ocurrido: el "segundo Homero" la contrapone a la heroína
trágica de la Ilíada. Ahora ya no vivimos en el drama: la Odisea es el lugar de la
metamorfosis y lo fantástico. Helena se ha hecho inmortal: mientras que en la Ilíada era
una criatura humana como nosotros, ahora sabemos que habitará el Campo del Elíseo,
donde "no hay tormenta de nieve, ni crudo invierno, ni lluvia, sino que el Océano envía
hálitos de céfiro que respiran sonoramente y reaniman a los hombres". A cambio de la
inmortalidad, ha perdido muchos de sus dones. Ya no es el centro del universo: no teje el
tapiz donde todos viven y mueren por ella; no es la criatura destinada que los dioses
colocan en el centro de la tierra.
Mirando hacia atrás, Helena ve tras de sí desgracias mayores que las que había
causado en la Ilíada. Troya, que había sido su hogar durante diez años, fue destruida e
incendiada por su culpa: Paris y Deífobo muertos por su causa: el hijo de Héctor arrojado
desde las murallas: las mujeres troyanas, que se habían horrorizado de ella, arrastradas a la
servidumbre: miles de griegos muertos en el camino de vuelta; Ulises encerrado en
Ogigia... De vuelta a casa, en su palacio de oro y electro, Helena hace las paces con su
propia naturaleza: no se maldice a sí misma ni se rebela contra la voluntad de los dioses. Ha
perdido el sentimiento de culpa que la torturaba en la Ilíada: la culpa es de Afrodita, que la
cegó. Haga lo que haga y diga lo que diga, la soberana de la Odisea conserva una especie
de inocencia milagrosa: un extraño candor, desconocido para las criaturas humanas. Por
una palabra que dice a Telémaco, se diría que, como única criatura de la Odisea, no tiene
destino: ahora que se ha hecho inmortal, puede hacer libremente lo que quiera. Sentada en
su trono, envuelta en su peplos, con su cesta de plata a los pies, está tranquila y serena,
como si nada pudiera perturbarla. Si habla del pasado, parece como si todas las desgracias
de su vida no fueran más que episodios ficticios con los que distraer a sus invitados.
Cuando pensamos en ella, nos olvidamos de las reinas épicas, Hécuba, Andrómaca
o Penélope: recordamos a las grandes diosas hechiceras que pueblan los viajes de Ulises.
Quizá por eso Ulises siente tanta simpatía por ella: Helena le corresponde; ambos
pertenecen al mundo de la magia. Mientras conversa con Menelao, Pisístrato y Telémaco,
Helena nos muestra su repertorio como bruja. Sabe reconocer a las personas a través de los
tiempos y las máscaras: como Circe, posee la ciencia de las drogas: como las sirenas, hace
olvidar: como las muchachas del Himno a Apolo, imita la voz de todas las mujeres;
mientras que en la Ilíada no poseía ninguna ciencia profética, ahora interpreta el vuelo de
los pájaros. Es ambigua, iridiscente, metamórfica. Así, el canto dedicado a ella termina con
la representación del reino marino de Proteo, dios arcaico de la metamorfosis.
El "segundo Homero" cuenta que Helena y Menelao vagaron durante siete años por
el fabuloso Oriente micénico: Chipre, Egipto, Fenicia, Sidonia, Libia, Etiopía. Se
desconocen las razones de este larguísimo viaje. ¿Habrá surcado Menelao los mares sólo en
busca de aventuras y riquezas? Tal vez Homero quería que llegara al lugar utópico, la tierra
de la fertilidad inagotable: Libia, donde los rebaños paren tres veces en el transcurso de un
año. O tal vez Zeus quería que volviera a casa cuando Orestes ya había matado a Egisto: no
él, sino su sobrino debía vengar a Agamenón. Un lector moderno imagina que aquel gran
señor, tan tierno y delicado, que tanto amaba a Patroclo, viajó por spleen. No quería volver
a casa: intentaba aplazar el momento de volver a ver el palacio de Esparta, vacío desde
hacía tanto tiempo, frente a la imagen de Helena, viva, quieta y estable, a su lado.
Esparta, donde todo se ve a través de los ojos inexpertos del joven Telémaco, no es
un lugar religioso, como Pilos, donde todos se agolpan y sacrifican a los dioses. El palacio
brilla con bronce, oro y electro, plata y marfil. Este exceso de luz recuerda tanto el palacio
de Zeus en el Olimpo y el palacio del Sol, como el de Alcinoo entre los feacios, donde
encontramos, como aquí, objetos fabricados por Hefesto. Hay banquetes de boda: el aedo
canta y toca la cítara, los acróbatas giran, las siervas dan agua a las manos, los
dispensadores traen comida. Hemos entrado en una especie de mito terrenal, que será
abandonado por la luz absoluta del Campo del Elíseo.
El melancólico señor de Esparta reina sin alegría sobre sus riquezas. Vive de
recuerdos. Llorando, piensa en todos los que han muerto o sufrido por él: la obsesión del
pasado se cierne sobre su alma, y no tiene fuerzas para soportarlo, a menos que Helena
vierta una droga hipnótica en su vino. No le basta con recordar. Con qué delicada ternura
quisiera congelar el tiempo y repetir el pasado, invitando a Ulises a vivir a su lado hasta su
muerte, en una ciudad de Argólida, junto a su hijo y su pueblo. Como Agamenón y Aquiles
en el Hades, Menelao es el último recuerdo del tiempo heroico, que en la Odisea ha llegado
a su fin: un pueblo de espectros medio muertos y medio vivos. Aquí en Esparta, en el
palacio de oro y electro, Menelao es el súcubo de Helena. A estas alturas ya le debe todo:
no sólo el amor y el dolor de su vida, sino también la futura inmortalidad en el Campo del
Elíseo.
Telémaco y Pisístrato admiran el gran palacio ("así será, por dentro, la sala de Zeus
Olimpo"): se lavan las manos, comen y comienzan a hablar con Menelao, que cuenta sus
viajes y desventuras. Entonces entra Helena. Cuando la conocimos en la Ilíada, Homero
sólo recordaba sus brillantes ropajes blancos, similares a los de las diosas. En la Odisea,
hay una escena de objetos lujosos: alfombras de suave lana, un cesto con ruedas de plata y
bordes ribeteados de oro, una rueca de oro, con lana violeta, y un escabel. Casi todos estos
objetos le fueron regalados en Egipto, y Helena se ve envuelta en un aura de riqueza
oriental. Con su don de la semejanza, aunque hayan pasado muchos años, Helena reconoce
inmediatamente a Telémaco: aquel joven regio se parece al hijo de Odiseo, al que vio
cuando sólo tenía unos meses.
Menelao recuerda a Ulises. Todos lloran. Telémaco llora por su padre, al que busca
en vano; Pisístrato llora por su hermano Antíloco, que murió en Troya y al que no conoció;
Menelao llora por el sueño imposible de pasar el final de su vida junto a Ulises, recordando
el pasado; e incluso Helena, que no debería llorar, porque está por encima de toda culpa y
destino, llora porque, quizá, conoce el dolor tan bien como sus víctimas. Pisístrato dice que
debemos llorar a nuestros muertos: es nuestro privilegio, nuestro don de honor, nuestra
tarea, nuestro deber. Por un momento, la civilización griega y occidental parece culminar
aquí, en el culto a los muertos y el luto. Pero ni Pisístrato, ni Menelao, ni Helena, ni el
"segundo Homero" pueden admitir que la idea de la vida culmine en la idea de la muerte.
Después de la cena no es apropiado llorar, dice Pisístrato: alguien nace feliz, añade
Menelao; Helena, que está cerca de Zeus más que nadie, nos recuerda que la vida humana
es una alternancia de bien y mal. Nuestro papel como hombres es inclinar la cabeza ante la
voluntad de Zeus: aceptar, soportar, hasta el final, lo que nos suceda, sea feliz o triste, sin
rebelarnos ni protestar; como Ulises, que dentro de unos días reaparecerá en la escena de la
Odisea.
Hija de Zeus, Helena posee dos artes, con las que enseña el don de la resistencia. La
primera forma parte de su repertorio como bruja. Si alguien es torturado por el recuerdo,
Helena le da una medicina; y entonces todas sus desgracias se borran: no derramaría
lágrimas aunque su padre y su madre murieran, o su hermano y su hijo fueran asesinados
ante sus ojos. Así que ahora Helena echa una medicina en el vino de Menelao, Telémaco y
Pisístrato: hace olvidar, como la poesía, dice Hesíodo, hace olvidar todas las penas. El otro
remedio es el cuento: ella se ofrece como cuento, protagonista y creadora de cuentos. Como
aprendemos de Ulises, el cuento posee el don de la fascinación: da alegría, y puede traer el
sueño, enviado por Hermes, a los ojos del oyente.

La historia de Helena es misteriosa. La guerra entre los griegos y Troya está


llegando a su fin. Ulises se esconde: recurriendo a sus artes de actor y transformista, se
disfraza de criado con los harapos de un griego desconocido; y penetra en Troya. Quiere
llevar noticias al campamento griego: bien para preparar el robo del Paladio, bien el
proyecto del caballo de madera. Helena, que acaba de reconocer a Telémaco en la realidad,
reconoce a Ulises en la historia bajo la máscara que lo oculta y desfigura: lo lava, lo unge
con aceite y lo cubre. Luego jura no traicionarlo. Entonces Ulises le revela plenamente el
plan de los griegos. ¿Cómo es posible que este hombre sutil, acostumbrado a poner a
prueba a las personas y las cosas, a engañar y a no ser engañado nunca, confíe su secreto a
la supremamente traicionera Helena? Sólo podemos suponer una complicidad entre Helena
y Ulises: ambos pertenecen, en la Odisea, al mundo del engaño y la magia, que mantienen
estrechos vínculos entre sí. No creo que Helena mienta. No necesita mentir, porque es
inocente. Sólo afirma su propia predilección por los griegos, nacida así, de repente, al final
de la guerra, aunque Menelao la contradiga de inmediato.
Menelao cuenta la segunda historia. La última noche de Troya está a punto de caer:
el caballo de madera, repleto de guerreros griegos, ya está en la acrópolis. Helena llega,
acompañada de su último marido, Deífobo. Da tres vueltas alrededor del "hueco de la
emboscada" y llama a los guerreros griegos por su nombre, imitando con su voz las voces
de sus esposas. Al igual que las muchachas de Delfos en el Himno a Apolo, Helena posee el
don hechicero de imitar voces, recién oídas o tal vez imaginadas. Las imita tan
perfectamente, porque contiene en sí misma a todas las mujeres, todas las figuras amadas,
cercanas o lejanas; y los deseos, que lanzan a los hombres hacia ellas. Nunca la fascinación
erótica nos ha parecido tan terrible, como ahora, cuando Helena modula su voz: en la Ilíada
no poseía tal irradiación amorosa. Encerrados en el caballo, los guerreros griegos no
prestan atención a la verosimilitud: ¿cómo podrían estar sus esposas allí, en Troya, junto al
caballo, o desde qué inmensa distancia las están llamando? No hacen caso: sólo escuchan la
voz tentadora, sin reflexionar, y se lanzan a la muerte, como Ulises, en el mar en calma,
escucha sin reflexionar el canto de las Sirenas. Pero Ulises frustra la emboscada: ve a través
de la magia de Helena: engaña al engañador; y por la fuerza cierra la boca a Antíloco y a
los demás que querían responderle.
Así, Helena pretende perder a su marido, al que dice amar, a Odiseo, al que tanto
estima, a Diomedes, a Anticlo y sus esperanzas. La trágica heroína de la Ilíada nunca se
habría comportado de forma tan tramposa, sin verdad ni lealtad, dispuesta a traicionar tanto
a los nuevos amigos como a los viejos. Pero Menelao la excusa. No fue Helena la culpable,
dice, sino un dios desconocido, "que quiso dar gloria a los troyanos". Todo lo que hace -
amar, abandonar, traicionar, volver a Esparta, conversar amistosamente con amigos
jóvenes, contar historias- está inspirado por los dioses: ahora un dios desconocido, ahora
Atenea; todo en ella es una emanación divina. El ambiguo encanto erótico de Helena
cautiva por completo a Menelao. Sin la menor rebelión, sin discusión ni objeción, acepta
cualquier cosa de ella, incluso la peor de las traiciones. Ni siquiera puede perdonarla. El
perdón implica juicio: juicio y olvido; mientras que él sólo es aceptación infinita y pasiva.
Con las drogas y los cuentos, Helena habría querido llevar primero el olvido y luego
la alegría a las almas de Telémaco, Menelao y Pisístrato. Tal vez Menelao sienta "alegría"
por los cuentos, al recordar el poder divino de su esposa y el destino encarnado en ella.
Pero Telémaco sufre aún más intensamente al recordar a Ulises. Ni la droga ni el cuento
tocan su alma. Espera el olvido del sueño, que es un equivalente de la poesía, y puede
aliviar lo que el cuento no ha logrado aliviar. El verdadero sueño, el "dulce sueño", es su
única salvación. El "segundo Homero" nos anuncia así un doble fracaso. El cuento no ha
calmado el alma de Telémaco, del mismo modo que la canción de Demódoco no calmará a
Odiseo. El mundo de Helena, lleno de engaños, mentiras y magia, ese mundo que tan
profundamente atrae a Ulises, no cautiva el alma de su hijo.

En la cosmogonía homérica, dos dioses del agua, Océano y Tetis, están al principio
de las cosas. Toda la Odisea huele a mar: los barcos salen de puerto, hay tormentas,
huracanes, bonanzas, vientos favorables, vientos traicioneros, barcos que llegan a puerto,
barcos milagrosos, hombres abandonados en las aguas, hombres que mueren en el mar, las
costas desoladas del Océano, los colores y las espumas, los amaneceres y las puestas de sol,
Poseidón, que se cierne sobre los hombres. Pero ningún dios, ni siquiera Poseidón, conoce
el mar como Proteo, a quien Menelao y Helena conocen en su viaje de regreso a Egipto:
nadie habita como él las profundidades marinas, a las que los hombres son incapaces de
llegar. Aunque es el súbdito de Posidón, parece más arcaico de lo que es. Cuando el sol toca
la mitad del cielo, emerge de los abismos del mar, "envuelto en un negro estremecimiento",
y se acuesta a dormir en las cavernas de la orilla: para él, nuestro mundo es el lugar del
sueño, y su existencia activa tiene lugar en los abismos. Alrededor de Proteo, las focas
duermen densamente: mientras que los peces son hijos de la superficie, ellas son hijas de
las profundidades marinas y traen a la orilla el aroma de los abismos, el olor de la oscuridad
inalcanzable y de los monstruos marinos. Proteo es un repastor: atiende a sus rebaños;
examina a las focas, las cuenta y luego se tumba a dormir entre ellas.
Quien habla del mar, habla de metamorfosis. Homero ignora las transformaciones
de Némesis, una de las madres de Helena, y de Tetis, la madre de Aquiles. Pero, en la
Odisea, la metamorfosis triunfa por doquier: Hermes y Odiseo son ambos señores, en los
mundos celestial y terrenal, de la transformación, y Circe es una de sus adeptas. En el
cuarto libro de la Odisea, donde Proteo aparece en las cuevas entre sus rebaños de focas, es
donde la metamorfosis revela sus riquezas. Tiene un poder oracular. Aquel que se mueve y
muta sin cesar, que atraviesa las formas, que nunca se deja fijar, posee el poder de conocer
el pasado y el futuro, como Nereo y Proteo. El espíritu de la verdad reside en las aguas que
cambian sin fin. La poesía, que está ligada a las aguas, posee también el poder de la
adivinación.
Unos años antes, en sus viajes por el mundo más allá de la realidad, Odiseo había
escuchado el oráculo de Tiresias. El retorno de dos versos, siempre consciente en la Odisea,
une las figuras de Tiresias y Proteo: ambos conocen los "caminos" del mar. No podríamos
imaginar dos profetas más diferentes. En torno a Proteo está la vitalidad, la complejidad, la
ironía de las aguas del mar: su transformación perenne y esquiva, el juego de la espuma, el
olor del abismo, el conocimiento de la vida pasada y futura. Tiresias habita en el Hades: es
un espectro que debe beber sangre para profetizar; y sólo conoce el futuro, los destinos
trágicos, las culpas, la cólera de los dioses. Pero los dos profetas tienen una deficiencia en
común: ambos poseen un poder oracular incompleto. Proteo ignora el presente inmediato:
la astucia que le prepara su hija Eidothea; y si habla del futuro, siempre insinúa dos
posibilidades que pueden ocurrir: "o tú, Egisto, lo apresarás vivo, o lo habrá matado,
precediéndote a ti, Orestes, y podrás estar en el funeral". El destino se ofrece siempre doble
a la mirada del vidente: se hace único, estable, definitivo, sólo cuando se cumple.
Como el buen pastor, Proteo se acuesta a dormir entre sus focas de olor penetrante.
Menelao y sus compañeros le sorprenden mientras su atención está abrumada por el sueño:
se acercan con las formas que él conoce: desuellan tres focas, visten sus pieles, llevan su
olor, se convierten en naturaleza -lo que no es difícil, pensaban los griegos, porque las focas
se parecen a los hombres-. Pero sorprender al dios sigue siendo arduo. Mientras que el
firme espectro de Tiresias revela, sin pedirlo, el futuro de Odiseo, el dios del mar no quiere
confiar las verdades que posee. Así que se transforma, se hace león, serpiente y pantera y
jabalí y agua y árbol lleno de hojas: está a punto de convertirse en fuego. Su revelación es
"un arte del engaño". Si Menelao quiere conquistar la verdad, debe superar el espíritu de la
huida y la ilusión, el don de la transformación de Proteo y los antiguos dioses marinos.
Debe fijar el movimiento: descubrir en el engaño la verdad; detener la metamorfosis,
sacando a la luz la profecía que oculta.
No sabemos exactamente qué sucede: Proteo detiene su movimiento, antes de
convertirse en fuego. Quizá ha agotado su repertorio de formas, o quizá el agarre de las
manos de Menelao y sus compañeros es tan fuerte que el viejo dios del abismo está
exhausto. Proteo se declara vencido, y se convierte en verdadero, como dice uno de los
nombres de Nereo. Le cuenta a Menelao todo lo que le pide: qué sacrificios a Zeus y a los
dioses debe hacer, para poder abandonar la isla de Faro, donde los vientos lo han retenido
durante veinte días. A continuación, relata el pasado y el regreso de los griegos de Troya.
Cómo Áyax naufragó y murió junto a los acantilados, condenado por su orgullo y la ira de
Poseidón. Cómo Agamenón fue asesinado por Egisto. Cómo Odiseo fue retenido por
Calipso en el corazón del mar. Finalmente, profetiza a Menelao una vida inmortal junto a
Helena en el Campo del Elíseo.
Este es el largo y maravilloso relato -lleno de olores a mar y colores, de terribles
asesinatos y revelaciones celestiales- que Menelao le cuenta a Telémaco la mañana
siguiente a su conversación con Helena, mientras están sentados uno junto al otro en el atrio
del palacio. Menelao parece relajado: Homero lo describe con los mismos versos que, en el
segundo libro, retratan a Telémaco lleno de alegría y luz; contar una historia de aventuras y
cuentos de hadas le complace enormemente, como a todos los héroes homéricos. Además,
siente simpatía por el joven inexperto, al que le gustaría tener con él durante mucho tiempo.
Telémaco parece mucho menos tímido que la noche anterior. Siente "alegría", de hecho una
"terrible alegría", al oír las historias sobre Proteo, mientras que no había sentido ninguna al
oír las historias sobre Helena. La noticia de que su padre aún vive debe haberle dado
esperanzas, aunque no dice nada: como siempre, Homero pasa por alto en silencio lo que
para un escritor moderno habría sido un efecto capital. Sólo al abandonar Esparta dice
Telémaco que espera encontrar a Odiseo en Ítaca. Pero es probable que él también
sucumbiera al placer del relato: Menelao narraba y él escuchaba con la misma fascinación
que sentimos hoy.

SEGUNDA PARTE

I
LA ISLA DE CALYPSO

Con la isla de Ogigia, donde Calipso ha segregado a Ulises, Homero ha descubierto


uno de los arquetipos del imaginario occidental: la isla, ese lugar cerrado, fuera del espacio
y del tiempo, donde el hombre está encerrado o encerrada. No es fácil comprender de
dónde surge Ogigia. Por un lado, se encuentra en los confines de Occidente, en las
soledades desoladas del mar, donde no hay dioses, ni hombres, ni otro mundo. Pero, por
otra parte, esta isla remota ocupa el "ombligo" del mar: representa el centro antiquísimo del
mundo; y se encuentra en una relación misteriosa con otro centro venerable y muy
profundo, la Estigia. Ningún lugar está más aislado: Ogigia es casi inalcanzable. Hermes
llega allí con dificultad, después de atravesar "tanta agua salada, infinita"; y Ulises debe
abandonarla solo, "sin escolta de dioses y hombres", precisamente porque ningún pasaje
conduce hasta allí. Si una escolta le conduce de la tierra de los feacios a Ítaca, ninguna
escolta puede llevarle de la isla a la tierra de los feacios. Todo indica que sólo puede salir de
Ogigia por la gracia de los dioses. El centro del espacio se encuentra, pues, fuera de todo
espacio.
Ulises llega solo a Ogigia, tras una tormenta: después de que sus compañeros
hubieran ofendido y matado en parte a las trescientas cincuenta vacas del Sol, que
encarnaban y simbolizaban el tiempo. Al llegar a la isla, quizá como castigo por el crimen
de sus compañeros, Ulises es apartado del tiempo: él, que es el hombre del tiempo. Durante
siete años vive en el centro inalcanzable del mar: escondido por Calipso, "la mujer que
esconde". Ulises está emparentado con Estigia, que produce ambrosía, la sustancia que hace
inmortal; y Ulises debe rechazar las propuestas de Calipso, que quiere hacerlo inmortal. En
el fondo se alza una figura amenazadora y "maligna": Atlas, el padre de Calipso, un titán
rebelde derrotado por Zeus. Lleva sobre sus hombros los pilares que "separan la tierra del
cielo"; y conoce (como Proteo) el mar, sus profundidades y quizá todas las cosas.
Este fondo antiguo, venerable y misterioso, que el "segundo Homero" revela con
una palabra y una analogía, no debe hacernos olvidar la superficie de Ogigia. Cuando
Hermes vuela hasta allí, ve el más bello hortus conclusus que la imaginación antigua haya
imaginado jamás. Alrededor de la gruta de Calipso, desde la que el olor a cedro quemado y
thuia se puede oler a lo largo de la isla, hay un bosque de alisos, álamos y cipreses: una vid
cargada de racimos, cuatro manantiales de agua clara, prados húmedos, florecidos de
violetas y apio; mientras las aves marinas cazan peces en el mar. Como el jardín de
Alcinoo, el centro del mar es un lugar de armonía, belleza, perfección y soledad, donde no
llegan los lejanos sonidos de la historia. En la isla, la vida se entrelaza con la muerte. Todo
es malakós: suave, fluido, femenino, fértil, como los prados de la isla cercana a la tierra de
los cíclopes; y al mismo tiempo alude a los prados floridos de la muerte, en el Hades y en la
isla de las Sirenas.
Aunque desempeña el papel de deidad menor, Calipso es una diosa mucho más
poderosa y vasta de lo que parece. Es la reina del centro: una divinidad muy antigua; tal vez
conserve en su voz el recuerdo de la voz de las deidades titánicas, un sonido arcaico y
aterrador, oculto tras la amable palabra humana que ha aprendido a modular. Posee la
ciencia del centro, que se aprende fuera del tiempo. Conoce la Estigia y el arte profético:
mientras que en la Odisea los hombres ya no se hacen inmortales, ella posee el don de
trasladar a sus seres queridos entre los celestiales. Vive sola: más sola que Circe, que tiene a
su alrededor la facilidad, el lujo y el movimiento de una gran morada. Calipso, dice Ulises
casi con temor a Alcinoo, "ningún dios ni mortal la visita jamás". Si vive tan terriblemente
sola es porque está en el ombligo del mar: sólo si está sola puede ocupar el centro y desde
allí gobernar, oculta y en secreto (como su nombre indica), el corazón del mar y quizá de
las cosas.
Al igual que el aspecto de su isla, la apariencia de Calipso es encantadora. La vemos
unos días antes de que Ulises la abandone. Canta en el telar, ante el fuego que huele a cedro
y thuia: acoge a Hermes y le ofrece ambrosía: protesta contra la decisión de Zeus, que
quiere alejar a Ulises: acaricia a Ulises con la mano, le jura sobre la tierra, el cielo y la
Estigia: intenta en vano retenerlo; le hace el amor por última vez y se nos aparece, por
última vez, con un manto brillante y delgado, una faja dorada, un velo en la cabeza. Haga lo
que haga, pertenece al reino del malakós, como sus prados: suaves, fluidos, encantadores.
"Engaña" y "encanta", como Circe: pero no necesita de su varita ni de su arte mágico; los
engaños y encantamientos de Calipso son palabras dulces, halagadoras y eróticas,
semejantes a las que, en Hesíodo, utiliza la poesía para hacernos olvidar. Qué delicada es su
conversación: qué tierna e irónica es la forma en que oculta su amor por Ulises; y qué
discreto, en todo momento, es su arte de comportarse.
Sin embargo, aún hablando con Alcinoo, Ulises dice que Calipso es una "diosa
terrible". A pesar de llevar siete años en el mismo lecho, le tiene miedo. No podemos
explicar estas palabras ni el terror de Ulises. Quizá Calipso sea terrible por su antigüedad: o
por la voz en la que se esconden los secretos de las edades arcaicas. O por la soledad, que
llena su alma. O por la ciencia del centro, la más misteriosa de todas las ciencias.

Los siete años que Odiseo pasa en Ogigia constituyen una de las mayores omisiones
de la Odisea. No sabemos casi nada de ellos: Ulises apenas los menciona a los feacios.
Homero sólo comienza a narrar cuando esos años han llegado a su fin y Hermes desciende
del cielo trayendo las órdenes de Zeus. Nos deja muy pocas pistas: pocas palabras, pocas
alusiones; pues sólo se puede hablar del centro en secreto, como Calipso esconde a Odiseo
y las cosas. Así que cualquier lector sólo puede integrar estos elementos dispersos,
relacionándolos entre sí, haciendo saltar chispas entre dos palabras y dos datos, confiando
en la imaginación objetiva. Homero no quiere nada más de nosotros: sabe que ha dejado
espacios en blanco y secretos en su relato, y espera que los completemos. No hay otra
forma de entenderlo. Por supuesto, debemos saber que con toda probabilidad nos
equivocaremos de camino, que no captaremos las verdaderas pistas, o que pasaremos a su
lado sin verlas, y al final de nuestras interpretaciones el secreto se cerrará sobre Ogigia,
como las olas del mar que cubren de agua a los muertos.
Cuando Zeus golpea y rompe la nave de Ulises con un rayo, éste se hunde hasta la
quilla, y durante nueve días es arrastrado por las olas. En la oscura noche del décimo día, es
arrojado a las costas de Ogigia, donde Calipso lo acoge, lo alimenta y le ofrece su lecho.
Las uniones amorosas entre dioses y hombres pertenecen ya a una época mítica: antaño
Aurora había elegido a Orión, Deméter a Jasion, Afrodita a Anquises; ahora, en la época
moderna de la Odisea, las diosas ya no hacen inmortales a sus amados. La unión entre
Calipso y Odiseo es la última: la única en la Odisea. Ambos corren un riesgo: Calipso de
ser excluida por los dioses, Ulises de ser fulminado por el rayo de Zeus o los dardos de
Artemisa. Pero Calipso desea a Ulises. Quiere borrar la soledad, que la posee, en una
perfecta soledad amorosa, encerrada en la pequeña isla, lejos de todas las rutas, de todos los
hombres y de todos los dioses, donde sólo llegan las aves marinas. Durante algún tiempo,
Ulises corresponde a este amor, aunque de su amor queda una vil reliquia: un adverbio.
A Calipso no le basta la existencia segregada en el hortus conclusus: el idilio
repetido cada día, que tantos amantes de la literatura aprenderán de ella. Ella quiere hacer
inmortal a Ulises: que nunca muera, que nunca conozca el paso del tiempo y la vejez, que
comparta el esplendor permanente de la juventud tardía. Ulises debe perder la memoria,
olvidar Ítaca, su hogar, su esposa, su naturaleza de héroe épico, los cantos de los poetas que
lo celebran y lo celebrarán. No sabemos qué ocurre entre ambos. Ulises alude a una "mala
acción en mi perjuicio": Calipso admite sonriente haberla hecho; tal vez la gran engañadora
intentó engañarle, insinuando entre sus alimentos la ambrosía de la Estigia, que le habría
hecho inmortal.
Llegado a Ogigia después de matar el tiempo, Ulises ha llegado al "ombligo del
mar". El centro no es su lugar: no se ajusta a su naturaleza de hombre que gira en todas
direcciones y viaja a todas partes. O, mejor dicho, sólo conoce un centro: el lecho de Ítaca.
Hemos de imaginar que, en Ogigia, Ulises, que cambia a menudo de figura, olvidó durante
algún tiempo su naturaleza de polýtropos y poikilométes: en aquella suspensión idílica y
funeraria, todas las formas, destellos, colores, seducciones, engaños, metamorfosis, las
curiosidades de su mente fueron descuidadas o dejadas de lado. Pero Ulises también es
Nadie, como cree haberle dicho irónicamente a Polifemo. Quizá en Ogigia exploró esta
parte de sí mismo: ser nada, después de haber sido todo figuras. Debemos suponer que sacó
a la luz lo que estaba oculto en su oscuridad, experimentando la angustiosa dicha de ser
nadie y no tener nombre. Las huellas de esta experiencia permanecen, durante algún
tiempo, en su existencia y en su voz. Llega entre los Feacios tras abandonar Ogigia; y él,
que se había perdido en la vanidad épica de proclamar su nombre a Polifemo, aprende
durante algún tiempo a esconder y ocultar su nombre. Ya no tiene nombre, lo que antes le
habría parecido imposible. Incluso aprende lo dolorosa y vana que es la gloria épica, que
tanto amó y sigue amando tan profundamente.
Vemos llorar a Ulises tres veces, desde puntos de vista siempre nuevos, como si éste
fuera el acto simbólico con el que se abre la Odisea. La primera vez lo vemos de lejos,
desde el Olimpo, a través de los ojos de Atenea; la segunda vez, unos años antes, lo
volvemos a ver desde más lejos, a través de los ojos de Proteo; y la tercera vez, por fin, lo
vemos de cerca, a través de los ojos del narrador, mientras llora sentado en las rocas y en la
playa, contemplando la extensión del mar. Llora desesperadamente, con una pasión sin
remedio ni límite, superando toda contención. Esas lágrimas no son sólo nuestras lágrimas:
una efusión del corazón. Cuando llora, Ulises pierde su fuerza vital: la sustancia líquida que
para los griegos atraviesa nuestro cuerpo y forma el esperma: como en Ítaca, lejos de él,
Penélope consume su sustancia vital lamentándose de su marido. Ulises pasa así el tiempo,
llorando: suspendido entre la vida y la muerte, sus energías debilitadas, su fuerza minada,
su mente amenazada.
Aunque llora indefenso, Ulises sigue resistiéndose al deseo de Calipso. Como repite
a Alcinoo, no desea convertirse en inmortal, viviendo eternamente en esa isla lejana. No se
parece a Gilgameš, el héroe que protesta contra las limitaciones humanas y la muerte. Al
penetrar en el mundo más allá del nuestro, donde habitan las reinas-diosas, reivindica su
condición de hombre: las desgracias, las penas, los vagabundeos, la muerte, las necesidades
del vientre, la resistencia. Con una parte de sí mismo, anhela la gloria épica: que su nombre
perdure, ganándose la celebración de los poetas. No quiere ser olvidado, disfrutando de la
oscura inmortalidad de Ogigia. Y, sobre todo, no quiere olvidar. Sentado en la orilla, sueña
con Ítaca: con su esposa, que representa el hogar; y le encantaría ver al menos una brizna de
humo surgiendo de su tierra. Como no puede ver ese humo, "le gustaría morir", dice
Atenea. Qué fuerza de nostalgia hay en él, encerrado en Ogigia: la nostalgia llena su
corazón y su mente de esa infinitud, que de otro modo ignora.

Cuando desciende a Ogigia, Hermes se nos aparece por primera vez como
mensajero de Zeus, que le ha ordenado que obligue a Calipso a dejar libre a Ulises. Hermes
se ata a los pies unas sandalias de oro que le llevan tanto por mar como por tierra: las
mismas sandalias que, en el primer libro, lleva Atenea cuando desciende a Ítaca. Coge la
vara con la que encanta a los hombres, haciéndoles dormir o despertándoles de su sueño.
Luego se lanza desde el cielo sobre la extensión del mar, como una gaviota que caza peces
y sumerge sus alas en el agua salada, y vuela hacia Ogigia.

La isla está lejos. Hermes hace el viaje de mala gana, obedeciendo las órdenes de
Zeus: en aquel desierto salado no hay ciudades donde los hombres hagan sacrificios a los
dioses. Conoce muy bien Ogigia, que ya ha visitado antes: es primo de Calipso; pero
cuando baja a la isla, es como si la viera por primera vez. Contempla el hortus conclusus: el
bosque de alisos, álamos y cipreses, la vid cargada de racimos de uvas, las cuatro fuentes
límpidas, los prados florecidos de violetas y apio, las aves marinas que anidan en el bosque.
... Habiendo llegado allí, hasta un dios
lo habría contemplado con asombro, y se habría alegrado en el alma.
El mensajero Arghiphon se detuvo admirado.
Luego entra en la gran cueva, donde Calipso canta mientras teje frente al telar.
Aunque es tan amable, Hermes parece extrañamente brusco con una diosa afectuosa
y discreta como Calipso. Sabe que Ulises pertenece a su mundo: quizá sea su bisnieto: lleva
sus apodos; posee las mismas formas y colores de mente; y le salvó con hierba môly en la
isla de Circe. Que no pronuncie su nombre no es sorprendente: en la Odisea, el nombre de
Odiseo siempre se oculta o se pospone, y Calipso también oculta el nombre del hombre que
ama. Más singular es el hecho de que Hermes revele que no está en absoluto informado de
las vicisitudes de su heredero: confunde la tempestad suscitada por Atenea cuando los
griegos regresaban a casa con la que azota la nave de Odiseo tras la matanza de las vacas
del Sol en Trinachia. En realidad, Hermes miente, en una obra en la que a Calipso también
le gusta mentir. No sabemos si lo hace (o ambos lo hacen) por tacto y discreción: o si, tras
el silencio y la mentira, Hermes oculta su participación en el destino de Odiseo.
El destino de Ulises comienza a moverse de nuevo. Hermes regresa al cielo. Calipso
busca a Ulises, sentado con lágrimas en los ojos en la orilla del mar, y le dice que, después
de tantos años, le dejará marchar.
Infeliz, no te quedes aquí llorando más tiempo, no arruines tu vida: con gusto te
dejaré ir ahora.
Calipso miente, pretendiendo que sólo ella es la fuente de la gracia. Ulises le hace
jurar sobre el agua de la Estigia: el mayor juramento para los dioses: ella sonríe, le llama
"bribón" y le acaricia con la mano, un gesto de ternura, el mismo gesto de Atenea cuando
Ulises regresa a Ítaca. Los dos comen juntos en la cueva: Calipso ambrosía y néctar, Ulises
comida mortal. Tras la comida, Calipso intenta una última seducción y vuelve a proponerle
que se haga inmortal. Como siempre, Ulises se niega.
Tras la puesta de sol, ambos hacen el amor por última vez. A la mañana siguiente,
Calipso se pone el manto y el velo: tal vez un suntuoso vestido de despedida de las diosas,
si Circe lleva el mismo manto y velo antes de que Ulises parta hacia el Hades. Entonces se
hace el silencio en la isla: tras la noche de amor, los dos no se dirigen la palabra, mientras,
durante cuatro días, Calipso ayuda a Ulises a construir una balsa. La lógica del mundo real
y de la novela realista exige que este silencio no sea verosimilitud: Calipso habrá dicho
algo, entregando el hacha o los taladros o las sábanas para las velas o señalando los árboles
secos y curtidos. Homero suprime las últimas palabras de Calipso: las despedidas de amor,
en la Odisea, siempre tienen lugar en silencio.
Durante cuatro días, Odiseo construye la balsa, una de las cuatro obras maestras de
artesanía de la Odisea. Corta los mástiles, los recorta, los nivela, los une con tobillos y
cornamusas: prepara el fondo, construye los costados: planta el mástil, la antena y el timón;
y finalmente iza las velas. Corta, recorta, sobre todo une: el mismo arte de unir y concordar
entre las incrustaciones, al que obedece el "segundo Homero" al relatar la Odisea. Calipso
pone vino, agua y comida a bordo, y le envía un viento suave. Ulises iza las velas: el viaje
de regreso se inicia bajo estos auspicios. Estamos en otoño, probablemente en octubre: la
Odisea está protegida y amenazada por el otoño, sus vientos, sus tormentas y las noches
ahora frías. Sin dormir, Ulises mira al cielo las Pléyades, Boote, Osa y Orión: como le ha
aconsejado Calipso, mantiene a Orión a la izquierda. Cree que llegará a Ítaca. Calipso le ha
ocultado que descenderá entre los Feacios, lugar de mediación entre el centro del mundo y
la tierra donde vivía.
El viaje dura diecisiete días. En el decimoctavo, aparecen las sombrías montañas de
Scheria, como un escudo sobre el sombrío mar. En ese momento, Poseidón vislumbra a
Ulises desde lo alto: empuja las nubes, agita el mar, agita los vientos: Euro, Noto, Céfiro,
Bóreas se lanzan contra él; una gran ola lo aleja de la balsa y lo mantiene sumergido, hasta
que resurge, escupe el agua y se sienta de nuevo sobre la madera. Los vientos lo arrastran a
un lado y a otro. Como dice Posidón, el destino parece indeciso, dividido entre la muerte y
la salvación de Odiseo. En realidad, el destino no quiere que muera. Los dioses le ayudan:
Ino-Leucotea, transformada en procelaria, le tiende un velo mágico; Atenea calma a los
demás vientos y despierta a Bóreas, para que conduzca a Ulises a tierra. Tres días después,
el viento cesa. La tierra está cerca, con sus costas salientes, rocas y puntas rocosas. Una
cimarra empuja a Ulises a la orilla rocosa: moriría, si Atenea no le inspirase; se agarra a la
roca y se aferra a ella hasta que la ola le alcanza. Al igual que un pulpo permanece con
guijarros adheridos a sus ventosas, cuando éstas lo arrancan de la roca, las manos-pulpo de
Odiseo permanecen atoradas por la roca. En cuanto llega a la desembocadura de un río,
invoca al dios, que le escucha; y las aguas dejan de fluir, se calman y le llevan sano y salvo
a la orilla.

Cuando Ulises vislumbra la tierra cercana, el "segundo Homero" le compara con un


padre que ha sufrido una larga enfermedad: ahora los dioses le hacen sanar ante los ojos de
sus hijos, que han esperado su recuperación. Los diez años de viaje, los siete años de
prisión en Ogigia fueron, pues, para Ulises, una larga enfermedad: ésta es la versión
psicológica del relato teológico de la Odisea; los dioses perseguidores se han convertido en
un "demonio malo", que le ha hecho languidecer. En este momento, la orilla está cerca, la
enfermedad está curada: Odiseo mira a la tierra y la tierra le mira a él, como los hijos miran
la preciosa vida de su padre. El padre vuelve con su familia. Ulises vuelve a esa vasta
familia que incluye, para él, a todos los hombres, a los vecinos feacios, a los lejanos
habitantes de Ítaca. Esta rara y afectuosa metáfora da la bienvenida a Nadie, a punto de salir
de sus sombras.
Ulises desciende al suelo: lo besa, y sube por la ladera, donde crece un bosque lleno
de sombra y espeso de arbustos. Se desliza entre dos arbustos, nacidos de la misma cepa:
uno de acebuche, el otro de olivo, estrechamente entrelazados. Vuelve al mundo de Atenea,
diosa del olivo, a la que hacía años que no veía. Bajo los dos arbustos no penetran ni los
vientos húmedos ni la luz del sol ni la lluvia. Ulises se tumba bajo un montón de hojas, en
el lugar del encierro y la oscuridad, semejante al reino de la muerte. Allí se esconde, como
quien esconde una brasa - "la semilla del fuego"- bajo las cenizas, al borde de un campo, y
la guarda para encender un nuevo fuego. Atenea le cierra los párpados y le envía a dormir,
de donde le despertarán a la mañana siguiente los juegos y gritos de Nausicaa y sus siervas.
Las tres imágenes insinúan el mismo motivo: la oscuridad del arbusto, la semilla de fuego
oculta, el sueño profundo enviado por Atenea nos recuerdan que, en ese momento, Ulises
muere, se regenera y renace. Una nueva vida llena de encanto femenino y de color y luz le
espera junto al río de Scheria.
II
EL MUNDO DUAL

Una generación antes de Alcinoo, en tiempos de Nausitoo, los feacios vivían en


Hiperéa: la "tierra más allá del horizonte". Allí vivían como sus vecinos, los Cíclopes, en la
Edad de Oro. No tenían que trabajar los campos, ni plantar ni arar: el trigo y la cebada
brotaban sin semilla ni arado, y las vides producían vino madurado por la lluvia de Zeus.
Como en la Edad de Oro de Hesíodo, tal vez ignoraban la vejez y murieron "vencidos por
el sueño". Los cíclopes, sus vecinos, que encarnaban la cara bárbara e impía de la Edad de
Oro, los saquearon. Entonces Nausitoo condujo a los faecios, no sabemos por qué
peregrinaciones, a Scheria. Allí construyó una ciudad, la rodeó con una muralla, dividió los
campos, hizo templos a los dioses. Cuando Odiseo es arrojado a la playa de Scheria,
Alcinoo reina sobre los feacios. Ya están fuera de la edad de oro: trabajan los campos,
cultivan la vid, conocen la vejez: viven en una edad intermedia, ya no en la edad de oro,
aún no en la época a la que pertenece Ulises, que es nuestra época.
En la época de Odiseo, los hombres sólo pueden vislumbrar y conocer a los dioses
si aparecen transformados, como Atenea a su protegido. Ha desaparecido casi todo rastro de
la época original en la que, como dice Hesíodo, "comunes eran las mesas, comunes eran los
consejos para dioses inmortales y para hombres mortales": sólo tenemos un recuerdo de ella
entre los etíopes y los feacios. Como dice Alcinous:
Desde tiempos inmemoriales, los dioses se nos aparecen bajo su aspecto,
cuando hacemos la famosa matanza, y
festejan cerca de nosotros, sentados con nosotros.
Y si uno se los encuentra por la calle, incluso solos,
no se esconden, porque estamos cerca de ellos,
como los Cíclopes y las tribus salvajes de Gigantes.
Los feacios tienen un dios arcaico, Poseidón, que los protege: calma el mar en sus
rutas marítimas, siempre en calma, y les proporciona naves mágicas; a cambio, exige no
sólo sacrificios, sino una lealtad inquebrantable.
Los feacios pertenecen a un mundo dual: su espacio, su tiempo, su vida de
marineros revelan aspectos opuestos. Scheria no está tan alejada de nosotros como la isla de
Ogigia, ni dividida por tan interminables y desoladas extensiones de agua salada. Sin
embargo, los faecios viven "lejos de los hombres que comen pan", apartados, al borde del
mundo. Como dice Nausicaa, "ningún otro mortal viene entre nosotros". La frase no es
exacta. Algún extraño llega allí, por casualidad, 'perdido de su nave', incluso antes que
Odiseo. Pero los dioses quieren que Scheria esté escondida, y nadie la encuentra. Cuando
Odiseo la ve desde lejos, la niebla y la sombra cubren sus montañas; y las naves mágicas de
los feacios están 'envueltas en niebla y nubes'. Quien quiera salir de Scheria, conoce una
experiencia prohibida, que no se puede presenciar: igual que no se puede presenciar la
culminación de una ceremonia de misterio. La tierra de los feacios está encerrada en su
propio espacio: los límites son infranqueables, a menos que uno los cruce de noche, sumido
en el sueño, como hará Odiseo.
Los edificios de los feacios también pertenecen a un doble orden. Cuando Odiseo ve
el palacio de Alcinoo, recibe una impresión similar a la de Telémaco contemplando el
palacio de Menelao. Hay el mismo "brillo como de sol o de luna": las paredes son de
bronce, las puertas de oro cierran las casas, las jambas de plata se alzan sobre umbrales de
bronce (similares a los de los dioses), el arquitrabe es de plata, el picaporte de oro. Estamos
alejados de los cambios del tiempo: todo está hecho de materia preciosa, por tanto eterna,
como en el mundo de Utopía. Cerca, Ulises ve perros de oro y plata, "inmortales y sin
vejez" como los dioses, y jóvenes de oro que sostienen antorchas encendidas: no estatuas
inmóviles y mudas, sino autómatas vivos, que Hefesto ha fabricado combinando magia y
artesanía. Si Ulises hubiera estado en la casa de bronce de Hefesto, habría visto autómatas
semejantes a los de Alcino: trípodes con ruedas de oro, que iban y venían solos del consejo
de los dioses, y siervas de oro que tenían "mente, voz y vigor". Pero la ciudad de los
Feacios vive en el tiempo. Parece una ciudad-colonia griega de la época arcaica: con altas
murallas, calles, ágora, templos de Poseidón, edificios públicos, puerto, astilleros y un
bosque dedicado a Atenea.
Mientras Alcinoo y Areté discuten o escuchan los relatos de Ulises, habitan en el
tiempo. La puerta que conduce a él no se cruza. Pero hay un lugar, una especie de talismán
donde los feacios conocen una vida fuera del tiempo: el jardín de Alcinoo, que tal vez
recuerde la abandonada edad de oro. Un experto jardinero como Odiseo (que posee, en
Ítaca, un jardín sujeto a las estaciones) lo contempla admirado. Hay racimos de uvas
inmaduras, uvas que maduran, uvas que se recogen, uvas que se prensan, otras que se
secan: Ulises es testigo de la simultaneidad de acontecimientos que para nosotros se
suceden a lo largo de unos meses: el tiempo no se suprime, sino que se juntan y asimilan
tiempos diferentes. También hay frutas -peras, manzanas, granadas, higos, aceitunas- que
maduran en la planta sin pudrirse ni acabarse nunca, ni en invierno ni en verano: duran todo
un año; y conocen, por tanto, una pequeña eternidad. Alcinoo y los feacios también la
conocen, cuando entran en el jardín, contemplan los árboles y la viña, sacan agua de sus
fuentes y agradecen a los dioses la riqueza de tiempo que les conceden.
Como anuncia alegremente Nausicaa, los feacios son orgullosos marineros: sólo
aman el mar, y llevan en sus nombres el aroma de su actividad como navegantes. En esta
actividad, como en todo lo demás en la vida, pertenecen a un reino dual. Por un lado, son
marineros como los demás: remiendan las herramientas, las velas y los remos: conocen los
caminos del agua: tensan los remos a las escamas, fijan la vela en el mástil, despliegan las
velas, se sientan en los bancos, desatan el estay, reman con fuerza, giran el mar con el remo
y finalmente empujan el barco hacia la orilla. Por otra parte, parece que esta actividad viva,
apasionada e impetuosa es completamente innecesaria, porque los barcos de los feacios son
mágicos y no requieren ningún esfuerzo humano. Atenea nos dice que son rápidas como el
rayo, como "el ala o el pensamiento". Alcinous repite que leen los pensamientos de los
hombres, conocen ciudades y tierras, entienden los destinos marcados y los alcanzan
rápidamente, sin necesidad de timones ni pilotos. Cuando viajan por el mar, envueltos en
niebla y nubes, son invisibles. No temen sufrir daños y no se "arruinan", como si no
estuvieran hechos de madera, sino de algún material irrompible.
Atenea, enemiga oculta y victoriosa de Poseidón, dice a Odiseo que las naves de los
feacios son un regalo de Poseidón. Extraño regalo: tan alejado de las costumbres del dios
del mar, que no tiene inclinación ni poder mágico, a no ser que lo reserve exclusivamente
para sus faecios. Alrededor de estas naves, que han provocado tantas fantasías, todo parece
misterioso. Uno sólo puede seguir fantaseando. Y suponer que las naves de los Feacios -
estos autómatas vivos y pensantes- nacieron de la colaboración entre Poseidón y Hefesto,
que el "segundo Homero" nos oculta. No sería descabellado. Hefesto construyó los
autómatas que custodiaban el palacio de Alcinoo, los perros de oro y plata y los jóvenes con
antorchas encendidas; y pertenece a los temas del repertorio poético de Demódoco, el aedo
de los feacios.

La Odisea contiene en sí misma muchos tiempos diferentes: el tiempo de los


monstruos, el tiempo de la Edad de Oro, el tiempo de los feacios, el tiempo heroico, el
tiempo de Ulises. El "segundo Homero" ha descubierto la simultaneidad narrativa: estos
tiempos son contemporáneos entre sí y mantienen relaciones continuas, unidas por la
lanzadera incesante que es Ulises. Así, por ejemplo, los feacios viven antes de la edad
heroica y de la guerra de Troya: no les gusta la guerra ni las artes marciales, el arco, el
boxeo, la lucha, que para los griegos de Homero formaban parte del ideal heroico. Todo lo
que sea violencia, contraste, batalla, tensión les ofende. La edad heroica pertenece a su
futuro. Tampoco les gustan los mercaderes, que en los relatos de Ulises surcan
incesantemente el Mediterráneo, entre Fenicia, Creta y Grecia. Pero su poeta, Demódoco,
tiene en su repertorio los grandes episodios de la guerra de Troya -la disputa entre Aquiles y
Odiseo, el caballo de madera, la destrucción de la ciudad- y los feacios le escuchan con
gusto.
Creo que nunca un poeta ha retratado con tanta alegría, como lo hizo el "segundo
Homero" en estos libros, la existencia pura, sin fatiga y sin dolor, la dicha idílica sin
historia. Tal vez los feacios ni siquiera conozcan la soledad y las penas de amor de Calipso.
Cultivan las artes y los oficios: las mujeres son expertas en telas y lana, tejen e hilan,
"sentadas, como las hojas de un álamo alto". Viven en el reino de Atenea y cerca del de
Hefesto. Todas, o casi todas, poseen gracia: en el cuerpo y en la palabra. Al igual que los
héroes de Troya cultivaban las virtudes guerreras, ellos cultivan los placeres, el lujo, las
carreras, la música, el baile, los baños calientes, el canto... que son su virtud. Juegan con
todo: incluso con los dioses y sus asuntos, por los que sienten un afecto irónico.
Entendemos a los Feacios sobre todo cuando bailan y juegan a la pelota, el más aéreo de los
juegos. Si bailan al son de la cítara, el rápido movimiento de sus pies hace luz, destellos,
centellas, como Apolo cuando baila en el Olimpo. Nausicaa y las doncellas juegan a la
pelota en la orilla del río: Alio y Laodamante se lanzan una pelota púrpura; uno, inclinado
hacia atrás, la lanza hacia las nubes, el otro la atrapa ágilmente, dando un salto desde el
suelo, antes de tocar el suelo con los pies. La pelota de colores, la danza centelleante, el
salto: éste es el mundo de los Feacios, colorido, ligero, ingrávido, un sueño a orillas del
mar, soñado por los dioses y los hombres al final de la Edad de Oro, antes de entrar en la
historia.
Con respecto a los feacios, su dios, Poseidón, abuelo de Alcino, se comporta como
un Yahvé celoso y excluyente. Quiere que vivan sólo para él, dedicándose a su culto y al
mar, como un pueblo elegido. Si acompañan a los invitados en naves invisibles, Poseidón
se enfada con ellos: les exige que dejen de ser "inofensivos guías de todos". También aquí
se oculta algo oscuro: ¿por qué Poseidón dio a los feacios naves, si no han de ser ni
mercaderes ni guías? ¿Deben cruzar el mar, envuelto sin fin en brumas y nieblas, sólo con
la idea de cruzarlo? En la Odisea, tenemos el primer indicio de una lucha religiosa. Como
dice Nausicaa y repite Atenea, en Scheria hay un grupo de personas "arrogantes" o
"altivas", a las que no les gustan los extranjeros, no acogen con amistad a los que vienen de
otro país y no los transportan de buen grado. Tal vez lleven en las venas la sangre de sus
antepasados "impíos" y "altivos", aunque sus rostros no sean en absoluto monstruosos.
Nausitoo, hijo de Poseidón, y sobre todo Alcinous, el actual rey de los feacios, han
abandonado su arcaica lealtad a Poseidón, adoptando la nueva religión de Zeus Olímpico.
Nada más llegar a la sala del trono, Odiseo oye la voz de un anciano, que les invita a libar
"a Zeus contento del rayo, que acompaña a los suplicantes adorados". Con qué fervor, con
qué amabilidad, con qué esmero, Alcinoo adopta la nueva religión de la hospitalidad: la
forma suprema de la civilización homérica. Acoge a Ulises, el forastero, le invita a comer,
conversa con él, se hace su amigo, le ofrece a su hija en matrimonio, sufre sus penas,
escucha sus historias, le colma de regalos, como si le conociera de toda la vida: nace entre
las familias una relación indisoluble, un entrelazamiento de afectos e intereses que nunca
podrá disolverse. Así, revela que "teme a los dioses" y venera al olímpico Zeus. Sin
hospitalidad, en la Odisea, no hay temor a los dioses. Escoltar, llevar al huésped a su patria,
con naves que atraviesan un espacio infinito en una noche, es el símbolo de esta religión.
Alcinoo no puede, a toda costa, renunciar a ella. A pesar de que su padre le ha anunciado la
amenaza de Poseidón, sigue amando a su huésped con tranquilo heroísmo, acompañándolo,
"con gusto, rápidamente, aunque viva lejos: para que en el camino no sufra desgracias y
dolor, antes de que ponga el pie en su tierra".
En los libros dedicados a los feacios, hay un nombre casi no mencionado: el de
Hermes. El "segundo Homero" sólo lo recuerda dos veces: cuando los jefes y consejeros
feacios, al anochecer, los últimos de todos, liban a él, señor del sueño; y cuando Demódoco,
cantando los amores de Ares y Afrodita, recuerda su respuesta a Apolo. Aunque Poseidón es
la deidad nativa y el padre de los reyes, el verdadero dios de Scheria es Hermes. El aroma
de Poseidón es lejano. Todo en estos libros es hermético: el viaje, los colores, los placeres,
el juego, la ligereza, la magia, la comedia sutil, los caminos en la noche, el secreto. Sin
saberlo, Ulises ha llegado a su patria.

III
ULISES ENTRE LOS FEACIOS

Durante el viaje de Odiseo a Scheria, Atenea había empezado a seguir los


acontecimientos de la Odisea como un director escrupuloso el drama o la comedia que
dirige. Ella había calmado los vientos, sugerido a Odiseo que agarrara las rocas con las
manos y buscara la desembocadura del río: le había ofrecido el olivo doble y, por último,
había derramado sueño sobre sus ojos. Al día siguiente, interviene cuando la noche está a
punto de terminar. Transformada en amiga de Nausicaa, penetra en sus sueños, sacando a la
luz los desconocidos deseos amorosos de la muchacha. De pie junto a su cama, le habla de
matrimonio y le sugiere que lave su traje de novia a la mañana siguiente, en el río. La
muchacha se despierta al amanecer: recuerda el sueño; oculta sus pensamientos amorosos a
su padre y le pide que lave la ropa de los cinco hermanos. Alcinoo comprende los
pensamientos de Nausicaa: con su discreción y tacto habituales, finge no entenderlos y
permite que su hija vaya al río.
Cuando llegan al río, la princesa y las niñas desatan las mulas y las llevan a pastar.
Cogen sus túnicas, las meten en el botri, las lavan, las tienden en hileras a la orilla del mar:
se bañan, se ungen con aceite, comen, esperando a que se sequen las túnicas. Luego juegan
a la pelota, bailan, y Nausicaa dirige a las doncellas con una canción antifonal. La escena
no parece más que un idilio pastoral: un límpido primer plano homérico, sin misterios ni
sombras; la dicha de la existencia pura, tal como la disfrutaban los feacios. Pero, en este
momento, Nausicaa jugando, bailando y cantando es una encarnación de Artemisa: una
Artemisa sin nada de salvaje, que supervisa el paso de la virginidad al matrimonio -el paso
que la muchacha en este momento desea- y dirige los cantos femeninos de las ninfas. Las
siervas de Nausicaa se convierten en las ninfas de Taigeto y Erimanto. Los planos se
deslizan insensiblemente. La realidad cotidiana se impregna de lo sagrado, sin alterarse
aparentemente. Basta mirarla con ojos ligeramente distintos, como pronto hará Ulises, y
entre Nausicaa y las siervas aparecerá la palma milagrosa de Delos.
Aunque oculta, Atenea está presente en cada mínimo acontecimiento, y lo guía.
Cuando Nausicaa lanza la pelota a una sierva, falla su puntería y la pelota cae en un botro.
Las siervas lanzan un largo grito. Entonces Ulises, que duerme cerca, bajo los dos olivos de
Atenea, se despierta:
Un llanto tierno, como de doncellas, me envolvió;
de ninfas, que habitan las escarpadas cumbres de las montañas, las
fuentes de los ríos y los pastos herbosos.
¿O estoy entre hombres que tienen un lenguaje?
Emerge de entre los arbustos, cubriéndose con una rama de olivo, y sale "como un
puma", sucio y feo por la salinidad. Las siervas de Nausicaa huyen aterrorizadas por las
orillas del río. Sólo queda Nausicaa: Atenea le infunde valor; y Ulises no sabe si arrojarse a
las rodillas de la muchacha o suplicarle desde lejos.

Tras un momento de incertidumbre, Ulises se dirige a Nausicaa desde lejos. Por fin
conocemos su elocuencia, que Antenor había alabado en la Ilíada, hablando con Helena a
las puertas de Esceos. Ulises habla con palabras "de miel", insinuantes, fluidas, sagaces:
tienen un lado suave y sedoso, que procede de su naturaleza polimorfa y variada. En sus
labios gotea el "dulce rocío" que, según Hesíodo, las Musas vierten sobre las lenguas de los
reyes elocuentes. Es el soberano de la poikilía, aprendida de Hermes: de la variación y el
entrelazamiento; con la que teje ingeniosamente los tonos -súplica, exaltación, veneración
religiosa, recuerdo de los dioses, recuerdo de las propias penas, invocación, súplica de
clemencia... Incluso incluye los pensamientos amorosos de Nausicaa, invocando sobre ella
la concordia matrimonial, que conoce desde hace unos años con Penélope:
Que los dioses te concedan todo lo que deseas en tu corazón,
un esposo y un hogar, y por compañero la feliz
concordia; porque no hay bien mayor y más precioso,
que cuando con pensamientos concordantes
un hombre y una mujer
sostienen el hogar....
Ulises busca ayuda para introducirse en la tierra desconocida, donde no sabe si
habitan salvajes u hombres hospitalarios: como siempre, la miel de su retórica apunta a algo
útil. Al mismo tiempo, mientras compone su discurso, Ulises siente sobrecogimiento y
temor ante Nausicaa-Artemisa: una profunda veneración religiosa hacia lo divino
encarnado en una figura juvenil; ya estamos cerca del Fedro de Platón, donde la Belleza
supercelestial se revela en el rostro de una adolescente, y el temor nos conmueve:
Pues, con mis propios ojos, nunca vi un mortal así,
ni hombre ni mujer: el asombro se apodera de mí al mirarte.
Una vez
vi en Delos, cerca del altar de Apolo,
un joven retoño de palmera levantarse así.
..
Y así como al ver eso me asombré en mi alma
durante mucho tiempo, porque de la tierra
nunca antes había crecido tal
tallo,
así, oh mujer,
te
admiro y te
asombro, y temo tremendamente
tocar tus rodillas.
El joven brote de palmera, que se parece a Nausicaa, es la palmera que Leto abrazó
en el nacimiento de Apolo, cuando "bajo ella sonreía la tierra". Se ha mantenido
inmortalmente joven: ahora encarna la memoria de los dioses, la gracia juvenil, la belleza
vegetal, la virginidad de Nausicaa y su próxima fertilidad, que la muchacha desea.
La respuesta de Nausicaa es un eco de la sabiduría que recorre toda la Odisea. Zeus
da la felicidad que prefiere a los hombres: felicidades diferentes, según la suerte de cada
uno: quien tiene riqueza quien tiene miseria; quien tiene alegría quien tiene desgracia, como
el forastero arrojado a la orilla de Scheria. En cuanto a los hombres, deben aceptar:
soportar; y socorrer a los desafortunados, porque "huéspedes y pobres todos vienen de
Zeus". En los poemas homéricos, muchos personajes comparten estas frases, que Nausicaa
repite ahora con gracia: Aquiles hablando con Príamo, Helena con Telémaco y Menelao,
Alcinoo y, sobre todo, Ulises. Con la discreción de su padre, Nausicaa no responde a las
palabras que más debieron conmoverla, cuando Ulises habló de ella como de un joven
capullo de palmera, sagrado para Artemisa y Apolo, y de su deseo de amor conyugal.
Ulises se lava en el río, rascando la sal de su cuerpo: luego se unge con aceite y se
pone el manto y la túnica que le ofrecen las siervas. Atenea lo transforma: lo hace más
grande y más fuerte, hace que "rizos como flores de jacinto" desciendan de su cabeza,
infundiéndole una nueva gracia. Como un artesano que vierte oro alrededor de una copa de
plata, Atenea moldea su cuerpo: en la Odisea, Ulises es la obra de arte, la obra maestra que
crece y cambia, ahora embellecida, ahora envejecida, en manos de la diosa que protege e
inspira a todo artesano. La misma imagen vuelve, idéntica, cuando Atenea transforma a
Ulises a los ojos de Penélope, antes del reconocimiento final. Las dos situaciones se
reflejan mutuamente; y un ligero aire conyugal, una vaga atmósfera de preparación para la
boda se extiende sobre este episodio, como si Homero quisiera interpretar los deseos de
Nausicaa.
Convertido por Atenea en una obra de arte "llena de belleza y gracia", Odiseo se
sienta a la orilla del mar. Nausicaa lo admira y lo encuentra divino. Entonces, sus
pensamientos de la noche vuelven a ella y, con su sabio candor, revela a las siervas que le
gustaría casarse con el forastero. Todos almuerzan. Nausicaa habla. Sin freno, voluble, casi
descarada, se entrega a su cháchara de niña, como, veinticinco siglos después, una chica de
una novela de Austen. Habla de lo que los feacios hablarían de ella si regresara a casa con
Odiseo: "¿Quién es el extraño tan grande y hermoso que sigue a Nausicaa? - dirían los
faecios. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso pertenece a pueblos lejanos y se ha perdido? ¿O
es un dios que quiere casarse con ella? ¿O tal vez ha ido a buscar marido fuera?". Dobla sus
túnicas lavadas, engancha las mulas al carro y conduce a Ulises a casa. Las siervas y Ulises
la siguen a pie. El sol se pone. Nausicaa llega a casa: se dirige a su habitación, donde la
vieja criada ha encendido el fuego, sin contar a sus padres su aventura en el río.
La historia de amor de Nausicaa empieza y acaba así. La muchacha vuelve a ver a
Ulises al atardecer del día siguiente, entre dos cantos de Demódoco, juegos, regalos y un
baño: se detiene junto a una columna, mira a Ulises a los ojos y no le dice casi nada de lo
que siente. Se despide de él por última vez: no le revela ni su amor ni su renuncia: se
contenta con vivir en su recuerdo; pero reclama una especie de derecho: "Tú me debes tu
vida a mí primero". Todo no era más que un juego de Atenea para rescatar a Ulises: una
ligera maquinación divina; uno de esos juegos que los dioses practican casi
despreocupadamente, sin pensar que provocarán dolor en los hombres. Nausicaa es una
víctima, inmediatamente olvidada. ¿Se rinde también Ulises? No podemos decir nada de
sus sentimientos, porque el "segundo Homero" los oculta. En su primer discurso, la
veneración religiosa no carecía de connotaciones eróticas: el asombro era también amoroso;
pero Nausicaa está lejos de su camino, que debe conducirle al lecho conyugal de Ítaca. La
muchacha era, para él, una imagen fugaz de lo divino, que de vez en cuando encontramos,
radiante, en esta tierra.
Cuando Ulises llega al bosque de Atenea, se detiene, se sienta y dirige una plegaria
a la diosa: la primera en mucho tiempo. Durante diez años cree haber sido abandonado: no
ha vuelto a verla, ni siquiera disfrazado; nada debe haber sido más grave para él que este
abandono. No sabe que, desde hace algunos días, Atenea sigue todos sus movimientos:
presente en un viento, en una idea, en un olivo, en el sueño de una muchacha, en un deseo
de amor, en una bola roja lanzada en un botro. Los hombres, incluso los más astutos, rara
vez reconocen las señales de los dioses. Aunque Odiseo reza, Atenea no se le aparece: por
respeto, dice Homero, a Poseidón, que estaba enfadado con los que habían cegado a
Polifemo. No quiere intervenir en su espacio. Pero el respeto de Atenea por Poseidón no es
profundo: con su mente sutil, se prepara para derrotarlo, transportando a Odiseo a Ítaca, en
la nave de un pueblo que le es devoto.

Al caer la tarde, Odiseo abandona el bosque de Atenea y llega a la ciudad, cerca del
puerto. Atenea lo envuelve en niebla: en la Ilíada y la Odisea, los dioses se ocultan a sí
mismos y a sus favorecidos de la mirada de los hombres en la niebla. No quiere que
ninguno de los feacios ofenda a Odiseo y le obligue a revelar su nombre. La revelación del
nombre debe producirse lentamente, tras pausas, silencios, aplazamientos y misterios.
Entonces Atenea realiza otra de sus metamorfosis, convirtiéndose en "una muchacha que
lleva un cántaro". Ulises le pide noticias. La diosa le responde: le cuenta quiénes son los
feacios, la enemistad de muchos de ellos hacia los extranjeros, las veloces naves, el linaje
de Alcinoo y Arete, la esposa de Alcinoo, el honor y el poder de Arete. Es probable que
Ulises no reconozca a Atenea en la "muchacha del cántaro", ni vea la niebla que le
envuelve. Sólo se dará cuenta de que ha sido guiado por la diosa unos días más tarde, en
Ítaca, cuando vuelva a verla.
Oculto por la niebla, Ulises sigue vislumbrándolo todo: admira los puertos, las
plazas, las murallas, el luminoso palacio de Alcino, los autómatas vivientes de Hefesto, el
jardín con los frutos de cada estación y las dos fuentes. Las reglas de la cortesía épica le
obligan a esperar en el vestíbulo, hasta que alguien le vea: en lugar de eso, entra de repente
en el palacio, como le había aconsejado la joven Atenea. En el vestíbulo, los líderes feacios
se ciernen sobre Hermes antes de dormir. Envuelto en la niebla, Ulises cruza la sala: cuando
se acerca a Alcino y Arete, rodea con sus brazos las rodillas de la reina. La niebla se
disuelve. Los feacios enmudecen al ver la aparición: nadie ha visto entrar al forastero, ni le
ha anunciado, ni le ha oído. En el silencio absoluto, caen las palabras de Ulises: desea
suerte a Areté y a sus hijos y pide "una escolta para volver a casa, cuanto antes, porque
lleva tiempo sufriendo, lejos de los suyos". Luego, como un suplicante, se sienta en el
hogar, entre las cenizas, cerca del fuego. El silencio se apodera de la sala. El rey no habla
por asombro: así callarán él y los demás feacios por asombro, cuando Odiseo haya
terminado la primera parte de sus relatos.

Cuando Alcínoo se recupera, toma a Ulises de la mano y lo sienta en un trono. Una


sierva trae agua: el dispensador, comida; el rey hace que todos sirvan vino para libar a
Zeus, "que se acompaña de los suplicantes adorados". Luego toma la palabra. Concede al
extranjero una escolta, para que pueda regresar a su tierra:
... entonces allí
sufrirá lo que está destinado y las severas hilanderas hilaron
lino para él al nacer, cuando su madre lo engendró.
Al principio pensó que el forastero era un dios. Ahora le parece imposible: pues los
dioses se aparecen a los feacios sin ocultarse, y no se sientan en las cenizas del hogar, como
suplicantes. Pero el extraño no es un hombre como los demás: ha aparecido de manera
prodigiosa, saliendo de la niebla; y esta admiración ante lo divino inesperada seguirá
envolviendo a Ulises a los ojos de Alcinoo, incluso cuando sepa quién es. En este momento,
según la costumbre épica, Ulises debería revelar su nombre. Lo oculta: el primero de sus
muchos silencios en la tierra de los feacios. Todo lo que dice es que es un hombre, no un
dios, y lo repite con el mismo amargo orgullo con el que defendió su propia naturaleza en
Ogigia.
Los feacios regresan a casa. En la sala, Arete, Alcinoo y Odiseo se quedan, mientras
las criadas recogen la vajilla. Arete lleva un rato observando al forastero: se ha dado cuenta
de que lleva un manto y una túnica que Nausicaa había lavado en el río; quiere saber quién
se los ha dado, pero por delicadeza espera a que se vayan los demás feacios:
Invitado Te preguntaré esto, en primer lugar:
¿quién eres, de qué linaje? ¿Quién te dio estas vestiduras?
¿No dijiste que venías vagando desde el mar?
Ulises habla de Ogigia, de Calipso, la "diosa tremenda", de la tormenta que lo arrojó
a las costas de Ogigia, de sus siete años de cautiverio, de sus lágrimas, del viaje en la balsa,
de la tormenta de Poseidón, de dormir entre las hojas, de la bondad de Nausicaa. Pero, de
nuevo, oculta su nombre. Con una parte de su alma, se esconde y ama esconderse. En la
soledad y la prisión de Ogigia, se había convertido en Nadie: tal vez durante algún tiempo
se había complacido en serlo: un prisionero sin pasado, sin nombre ni gloria, un vacío, una
nada, un aliento... Cuando vuelve al mundo después de siete años, aplaza la revelación de
su nombre, por miedo, por incertidumbre, por amor al misterio. Es el extranjero
enmascarado, envuelto en sombras y falsedades: el rey que regresa sin ser reconocido a su
patria.
El "segundo Homero" ama el secreto, el aplazamiento, la dilación, la repetición del
tema: como si él también fuera un misterio que se oculta irónicamente a nuestros ojos. Así,
Atenea se disfraza a los ojos de Telémaco y se manifiesta al cabo de tres libros, huyendo
como un buitre: Hermes baja volando a Ogigia, cuatro libros después de que Atenea le
proponga su partida: Telémaco retrasa decirle a Menelao su nombre; y cuando Odiseo
desembarca en Ítaca, multiplica sus máscaras, posponiendo indefinidamente la revelación
de su verdadero o falso nombre. Aquí, en los libros sexto, séptimo y octavo, el misterio se
complica de verso en verso: nadie entre los faecios conoce el nombre del extraño que sale
de la niebla, cena, bebe, compite con los discos, escucha los cantos de Demódoco y llora.
La curiosidad de los feacios crece: el enigma crece; y la tensión crece, al principio
lentamente y luego de forma casi intolerable, hasta el anuncio de Odiseo al principio del
noveno libro. Esta dilación es también un juego sutil e irónico que el "segundo Homero"
teje con sus lectores. Nos recuerda a los juegos novelísticos similares de Dickens,
Dostoievski y James, cuando veinticinco siglos más tarde construirían un enigma con
pequeños toques, llevando la tensión narrativa al extremo. Entonces el enigma se resolverá:
la tensión caerá; pero el libro permanecerá envuelto en una sombra inquietante.
Alcinoo es discreto: no pregunta el nombre de Ulises, y hace una propuesta que
siempre ha asombrado a los lectores:
Si tan sólo, oh padre Zeus, y Atenea y Apolo,
siendo como sois, pensando las cosas que yo pienso,
tuvierais a mi hija y os dijera mi yerno
parando aquí: te daría casa y bienes
si te quedaras....
A muchos les ha parecido descabellada la propuesta: ofrecer a Nausicaa como
esposa a un hombre desconocido. Pero el "segundo Homero" ama lo improbable: porque
saca a la luz sentimientos secretos que la verosimilitud oculta. La propuesta de Alcinoo
revela cuán profundo es el hechizo que han despertado en su alma la prodigiosa salida de
Ulises de las sombras, la presencia, las palabras y las historias.
Cuando Ulises responde, ni siquiera esta vez, la tercera, revela el nombre, ni
responde a la oferta de matrimonio. El secreto dura un día más. Arete ordena a las criadas
que preparen el lecho para Ulises bajo la logia: las criadas tienden mantas de púrpura,
paños de lana y mantas de animales. El otoño está avanzado: hace frío. Invitan a Ulises a
tumbarse en la cama de la ruidosa galería abierta. Alcínoo y Arete se acuestan en silencio
en el gran palacio.

Homero sabe que la poesía y la narración florecen en cualquier lugar y ocasión.


Aquiles, el gran poeta de la Ilíada, canta la gloria de los héroes a la orilla del mar, en una
pausa de la guerra de Troya: Femo canta el regreso de los griegos al infierno de Ítaca;
Calipso y Circe entonan himnos líricos mientras tejen en el telar "finas urdimbres, llenas de
gracia y de luz". El ámbito de la narración es aún más amplio: Ulises narra durante un mes
en la isla de Eolo, cuenta sus historias mentirosas a Atenea en la orilla de Ítaca, a Eumeio
en su cabaña; mientras Eumeio le responde con su propia historia, Ulises vuelve a contar
mentiras a Antinoo, Penélope y Laertes, y quién sabe cuándo acabará, más allá de los
confines del libro... Pero, si hay un lugar donde se encarna el espíritu del canto y de la
narración, ése es Scheria, que resuena desde hace dos días con canciones y cuentos, como si
la vida no fuera más que palabras reales e imaginarias. Scheria es una tierra intermedia,
entre el Siglo de Oro y nuestro tiempo; y la poesía busca un punto de transición y
mediación, entre el mito absoluto y la realidad, para encantarnos por completo. No importa
que cante las penas de los hombres y los feacios no conozcan penas: pues no nace de la
experiencia personal del aedo, sino de la experiencia de las Musas, tan completa como el
universo del espacio y del tiempo.
Demódoco es el aedo de los feacios: estimado y honrado por el rey, los nobles y el
pueblo; mientras que Femo, en Ítaca, vive en la necesidad y la miseria. Según la tradición
homérica, Demódoco es ciego y clarividente. El heraldo le lleva de la mano, coloca un
trono en el centro de los invitados, cuelga una cítara de un clavo y coloca cerca de él una
cesta y una copa de vino. Cuando todos han comido y bebido, Demódoco canta "las glorias
de los hombres", empezando por la disputa entre Aquiles y Odiseo. No sabemos si esto
ocurrió al principio o al final de la guerra de Troya, o si la canción de Demódoco abarca (o
pretende abarcar) toda la historia de la guerra. Probablemente, la disputa entre Aquiles y
Odiseo versaba sobre la superioridad de la fuerza o del engaño. Dentro de un momento, el
tercer poema de Demódoco nos revelará que el engaño -el engaño del caballo y de Odiseo-
es un don superior a la fuerza, precisamente en la guerra, el lugar donde aparentemente la
fuerza reina suprema.
Mientras Demódoco canta la gloria épica de Odiseo, a éste se le saltan las lágrimas:
se avergüenza de sus lágrimas y esconde la cabeza bajo un manto. Cuando el canto se
detiene, se seca las lágrimas, se quita el manto y liba a los dioses. En cuanto Demódoco se
reanuda, vuelve a sollozar y de nuevo se cubre la cabeza. Ningún héroe épico, quizá ni
siquiera Aquiles, llora tan dolorosamente como este gran mentiroso. Si estuviera presente,
Telémaco le diría a su padre que no es buen oyente de poesía. Cuando la poesía narra las
desgracias de su vida, no produce en Ulises (y Penélope) ni la alegría, que teoriza Homero,
ni el olvido, del que habla Hesíodo, ni el sueño profundo, representado por Píndaro. Sus
penas siguen siendo penas: nada más que penas humanas; ningún poema puede redimirlas.
¿Por qué llora Ulises? Demódoco exalta su gloria. El "segundo Homero" deja este
llanto sin explicación; y nosotros debemos buscar explicaciones, conectar detalles, buscar
analogías y, a veces, imaginar. Ulises no es un personaje continuo: no es siempre el mismo;
conoce las intermitencias del corazón, y cambia de episodio en episodio, en el mismo día,
como aquí entre los feacios. Cuando estaba en la cueva de Polifemo, creía en su gloria
como destructor de ciudades, e incluso ante las Sirenas, la fama le daba alegría. Le
encantaba ser doble: el Ulises cantado por los poetas y las Sirenas y el Ulises humano, que
surcaba los mares en barco. En Ogigia, convertido en Nadie, Troya y su triunfo debieron
parecerle irremediablemente perdidos o imaginarios. Ahora, mientras Demódoco relata la
guerra de Troya, varios sentimientos se entrecruzan probablemente en su alma. La gloria,
en la que había creído apasionadamente, le parece una secuela de penas: "la cumbre de la
desgracia"; su figura de héroe épico, que Demódoco recuerda, le parece muy alejada de su
condición actual: un extranjero, un mendigo, un hombre sin nombre y sin patria.
Los feacios no se dan cuenta de que Odiseo llora. Sólo Alcinoo, que está sentado a
su lado, le oye gemir y, con su delicada atención, interrumpe el canto, sugiriendo que los
feacios se dedican a las competiciones deportivas. La cítara se cuelga de un clavo. Todos
salen al exterior. Hay una competición de carreras: lucha, saltos, disco y boxeo. Ulises se
ofende. Cuando le ofrecen competir y se niega, uno de los feacios, Euríalo, dice que no es
un atleta, sino un mercader ávido de ganancias. Entonces el desconocido coge un gran
disco, lo hace girar y lo lanza: el disco vuela rápidamente más allá de la marca.
Enmascarada de nuevo, Atenea le señala el lugar: "ningún Feacio alcanzará o pasará esta
señal". Ulises recupera la confianza en su figura de héroe-atleta, y por primera vez habla de
sí mismo. El forastero le revela que fue un héroe, que luchó en Troya, donde sólo Filoctetes
le derrotó en la prueba del arco.
Concluyen las competiciones atléticas. El heraldo recoge la cítara y se la entrega a
Demodocus. La nueva canción no resuena entre los muros del mégaron, sino al aire libre,
donde habían tenido lugar las competiciones, ante la misma multitud que había presenciado
las pruebas atléticas. Mientras suena el aedo, tal vez las bailarinas feacianas mimetizan el
poema, con el rápido destello de sus pies.
El segundo canto es una comedia divina: se acabaron las hazañas y aventuras
bélicas, las muertes y desolaciones, los combates y las heridas. Ares y Afrodita se aman en
el lecho de Hefesto, marido de Afrodita: Hefesto construye una trampa de cadenas
irrompibles, esconde los lazos alrededor del lecho como finas telas de araña, finge partir
hacia Lemnos; y cuando Ares y Afrodita se duermen, los atrapa con los hilos. Finalmente,
los dos amantes son desatados. Afrodita huye a Pafo, las Gracias la lavan y la ungen con
aceite inmortal, y la envuelven en vestiduras deslumbrantes. Todo es erotismo, frivolidad,
ligereza: el asunto se disuelve en la insustancialidad; no queda rastro de aquel coito divino,
como si nadie se hubiera amado nunca en el lecho de Hefesto.
Los dioses se ríen y se burlan de sí mismos. Cuando ven a Afrodita y a Ares
atrapados en la red de Hefesto, se levanta entre ellos una "risa insaciable": la misma risa
que se había levantado en el Olimpo, cuando Hefesto contaba sus desgracias y se afanaba
en la sala. Uno dice: "Las malas acciones no se pagan. El lento se apodera del rápido".
Apolo pregunta a Hermes:
Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes!
aplastado en firmes cadenas
¿dormirías en el lecho con la dorada Afrodita?
Hermes responde:
Ojalá, oh señor Apolo sufrido, me
mantuvieran encadenado el triple de tiempo, infinito,
y vosotros dioses y todas las diosas estuvierais a mi lado,
con la dorada Afrodita dormiría.
La vida de los dioses es feliz y ligera: no conoce ni la moral ni la tristeza ni la
tragedia. Sólo los hombres conocen la tragedia. El coito distraído entre Ares y Afrodita se
convierte, en la sociedad humana, en el adulterio de Helena y Paris, que despierta el fuego
de la pasión, provoca la guerra de Troya, encarna el destino, causa miles de muertes, deja
cadáveres insepultos en las orillas del Helesponto y arrastra a mujeres y niños a la
esclavitud.
En la farsa de Demódoco, Zeus no aparece, como si el poeta de la Odisea quisiera
respetar la seriedad que le atribuye. Sólo el grave y arcaico Posidón no ríe: se preocupa por
el escándalo, la moral y el orden de los dioses; y Demódoco ríe a espaldas del austero
anciano, del que descienden los feacios. Le honran, le sacrifican, temen su venganza, serán
sacrificados, al final, por él y para él. Pero su mundo ha cambiado. Las verdaderas
divinidades de los Feacios son otras. La primera es Hefesto, el dios hechicero y artífice,
cojo y de pies torcidos, que construye la telaraña invisible y los autómatas vivientes frente
al palacio de Alcinoo. El otro dios es Hermes, que protege el juego, el engaño, el artificio,
el amor, el sueño, el encantamiento, la unión: los temas de esta farsa.
El canto de Ares y Afrodita recuerda a la Ilíada: la risa divina en el Olimpo, la
escena amorosa entre Hera y Zeus en el monte Ida, la abigarrada faja de Afrodita donde se
recogen los encantos del amor, el deseo de Zeus, el engaño de Hera, la niebla dorada, el
sueño, las brillantes gotas de rocío. Como en la Ilíada, en este lugar de la Odisea, los dioses
siguen siendo fatuos y ligeros. Estamos entre los feacios, un pueblo antiguo, que vive como
vivieron antaño las figuras divinas, amando los cantos, las comidas, el amor, los baños, las
danzas. Precisamente porque los feacios están tan cerca de los dioses y se encuentran con
ellos todos los días, se ríen de ellos con gracia. El género cómico es su literatura sagrada, o
forma parte de ella. Hoy, en la época de Odiseo y en la nuestra, los dioses se han vuelto
serios y ya no juegan: ni siquiera Hermes; y ya no podemos reírnos de ellos y cantar las
historias licenciosas de Ares y Afrodita. Los dioses son complejos y terribles, y se mueven
al ritmo del destino. Incluso los feacios, que nunca habían conocido la tragedia, aprenderán
a conocerla a su costa; y se volverán hacia Zeus y Poseidón sin más risa, con sacrificio, con
miedo, temblor y veneración.

Al final de la comida en común, Odiseo se dirige a Demódoco y le pide que le


cuente la historia del caballo de Troya:
Demódoco, te alabo por encima de todos los mortales:
o la Musa, hija de Zeus, o Apolo te instruyeron.
Canta perfectamente el destino de los
aqueos, cuanto
hicieron y sufrieron los aqueos:
como quien estuvo presente u oyó de otro.
Pero vamos, cambia de tema y canta el diseño del caballo
de madera, que construyó Epeyo con la ayuda de Atenea:
la trampa que el claro Odiseo llevó luego a la acrópolis,
después de llenarla con los hombres que aniquiló Ilíada.
Ulises experimenta una nueva intermitencia del corazón. Las lágrimas, que había
derramado escuchando el primer canto de Demódoco, se olvidan: su pena, cualesquiera que
fuesen sus motivos, parece haber desaparecido. Ahora se muestra seguro de sí mismo, como
un héroe épico; sin dejarse ensombrecer por el sentimiento de la vanidad de las cosas.
Quiere que Demodocus le confirme su título heroico supremo: el caballo de madera. Así
recuperará su propia gloria y se identificará con ella, tras los oscuros años de Ogigia. Ya no
es Nadie. Le encanta revelar su nombre y lo dice por primera vez delante de todos, aunque
habla en tercera persona: "el claro Odiseo".
Demódoco relata los momentos de la hazaña: la partida de los griegos en las naves,
los guerreros escondidos en el caballo de madera, la "emboscada hueca" llevada a cabo en
la acrópolis de Troya, las discusiones de los troyanos, la destrucción y devastación de la
ciudad, Ulises y Menelao luchando en las casas de Deífobo... Pero Ulises llora de nuevo: ya
no oculto bajo su manto púrpura: ahora las lágrimas brotan abiertamente de sus ojos, mojan
sus mejillas; ni le importa ocultarlas. Se derrite, llora: como Penélope, a los pocos días,
escuchando el relato de su marido. Si el "segundo Homero" no había explicado la razón del
primer llanto de Ulises, ahora revela la de las nuevas lágrimas. Como el 'primer Homero',
construye una inmensa comparación, la mayor de la Odisea:
Cómo llora la mujer, que se echa sobre
su querido esposo,
que cayó ante su propia ciudad y huestes
para alejar el día despiadado de su patria y de sus hijos:
ella, que
lo ha visto
morir y luchar, se derrama sobre él
, solloza estridentemente, y sus enemigos por detrás,
golpeándole la espalda y los hombros con sus bastones,
la llevan esclava, al trabajo y a la miseria;
sus mejillas se consumen de dolor desgarrador;
así Odiseo derramaba lágrimas desgarradoras bajo sus azotes.
Ulises siempre ha poseído un extraordinario don de metamorfosis: su mente es
sensible y plástica; se convierte en piedra, en arco, en ola, en cabra, en perro, en muerto, en
criado. Sabe ser el otro, como nadie. Pero nunca como aquí, en esta comparación
ramificada, se pasa completamente al otro bando: ahora mira la guerra a través de los ojos
de los vencidos, y se identifica con su propia víctima, la mujer troyana cuyo marido ha
matado y que será llevada, esclava, a Grecia. Ve a la mujer y se pierde en ella, como si
fuera hoy, y su dolor fuera hoy. Comprende que el llanto de los vencidos es el mismo que el
de los vencedores: el recuerdo de su gloria sólo suscita lágrimas; sus sufrimientos de diez
años, la separación de Ítaca, que para él son la desgracia suprema, no tienen más relevancia
que la desgracia de los demás. Todo es dolor, y el dolor está terriblemente presente. Sin que
él lo sepa, sus lágrimas son las mismas lágrimas de Aquiles y Príamo, en el último canto de
la Ilíada, cuando se dan cuenta de que todos los padres somos iguales y nosotros somos
nuestros enemigos.
Nunca había sentido una identificación tan profunda con el dolor ajeno: desde
luego, no en Troya; y nunca volverá a sentirla, porque de vuelta en Ítaca, en su hogar, se
vengará sin piedad de los procios, matando incluso a aquellos que eran intachables o tenían
poca culpa. Este momento, en el que se perdió en el alma de un esclavo, es un momento
aislado en su vida. No sabemos si lloró así en Ogigia, donde experimentó la angustia de
perderse a sí mismo. Tal vez sólo pudo descubrir estos sentimientos en Scheria, donde la
guerra no existe o se convierte en un cuento. En Scheria domina la poesía, que nace del
dolor, despierta la piedad, la compasión, la identificación, mientras que en la vida estamos
obligados a ser nosotros mismos, nuestro nombre, nuestra historia, nuestro destino.
Una vez más, nadie se da cuenta del llanto de Ulises, aunque las lágrimas ruedan
por sus párpados, a cara descubierta. Como antes, sólo Alcínoo le oye "gemir
profundamente". Con su afectuosa atención, oculta lo que ha oído; y se dirige a Demódoco
para que "detenga de inmediato la sonora cítara". Luego le hace al desconocido la pregunta
definitiva.
No hay hombre sin nombre... .
...................................................
...... Dime la tierra, la gente y tu ciudad, para
que te lleven las naves que se dirigen allí en pensamiento.
................................................................
Di por qué lloras, y en tu alma gimes
, cuando odias el destino de los danaos argivos y de Ilión. Fueron
los dioses quienes lo quisieron: hilaron la ruina para
los hombres, para que la posteridad tuviera también la canción.

El muy móvil Ulises conoce el último parpadeo del corazón. Olvida su doble llanto
y redescubre el amor a la gloria y al engaño, símbolo de su vida. Tras muchos retrasos e
incertidumbres y suspensiones, revela triunfalmente su nombre a los feacios:
Soy Odiseo, hijo de Laertes, conocido de los hombres
por todas las artimañas, mi fama llega hasta el cielo.
Habito en Ítaca claro en el sol
TERCERA PARTE

I
ULISES Y EL CUENTO

Cuando Demódoco narra la disputa entre Aquiles y Odiseo, la guerra de Troya y la


destrucción de la ciudad, la memoria del mundo se esconde en sus versos: todo lo que ha
sucedido, sucede y tal vez sucederá en el cielo y en la tierra está presente en sus palabras.
Este momento es la culminación de la vida: la plenitud, la alegría absoluta. Al principio del
noveno libro, antes de revelar su nombre, Ulises celebra el momento en que escuchamos el
poema:
Poderoso Alcinoo, distinguido entre todos los pueblos,
ciertamente es bueno oír a un cantor como
éste, semejante en voz a los dioses.
Pues creo que no hay goce más fino,
que cuando la alegría invade a todo el pueblo, los
invitados escuchan en la sala al cantor
sentados en orden, las mesas a su lado están llenas
de pan y carne, del cráter
el copero
saca vino
, lo trae y lo vierte en las copas:
esto me parece en el alma una cosa hermosa.
A pesar de esta celebración de la poesía, Ulises no es poeta: nunca le vemos
empuñar la cítara; Aquiles es el poeta, cantando a la orilla del mar la gloria de los héroes.
De hecho, Ulises no comprende el don de la poesía. Cuando en el octavo libro elogia los
cantos de Demódoco, confunde, de un modo que habría asombrado a un homérido, la
revelación memorial que las Musas confían al aedo con su presencia en los acontecimientos
y la tradición que ha recibido. Olvida que lo que importa es sólo la revelación de las Musas:
mientras que la experiencia directa del poeta, el hecho de haber visto cosas, no tiene
relevancia, y la tradición, el testimonio indirecto, las palabras "oídas por otro", son un
sonido vano, como dice el segundo libro de la Ilíada. Así, cuando narra sus viajes del
noveno al duodécimo de la Odisea, nunca conoce la inspiración de las Musas, ni tiene
certeza absoluta de lo sucedido. Ignora lo que hacen los dioses: ignora si están ausentes o
actúan; y, si actúan, quién de ellos juega con los acontecimientos. Su relato está lleno de
lagunas, de suposiciones, de enigmas.
El mundo sobre el que Odiseo reina como gobernante todopoderoso es el de la
narración: tan ilimitado e intrincado como el patrón que sus viajes trazan en el mapa del
mar. En la Odisea, donde todos engañan, fingen y cuentan, nadie posee sus cualidades de
narrador. Nadie conoce, como él, el arte de apropiarse de las más diversas experiencias:
nadie tiene una memoria tan incesante, y una mente tan equívoca como el destino, tan
insoluble como los nudos de Circe, tan colorista como Hermes, tan multiforme como
Proteo, tan mentirosa como la de los charlatanes callejeros. Tanto Agamenón como las
sirenas le llaman "el que sabe muchas historias". Así, Ulises se convirtió en el símbolo del
arte de contar historias. Todos los novelistas acudían a su escuela, buscando poseer sus
dones.
En unos pocos versos memorables, la Ilíada había definido las leyes de la poesía: la
Odisea acaba con ellas, inventando por primera vez en la literatura occidental las leyes del
arte de contar historias, que la Ilíada había dejado sin definir. Estamos bajo el signo de
Ulises. Si la poesía se inspira en las Musas, la narración surge de la experiencia directa del
narrador, que a su vez puede recoger en su voz los testimonios de otros. Así, en la corte de
los Feacios, nace la narración autobiográfica: Ulises es el progenitor de una cadena de
testigos de sí mismo. A veces, el "segundo Homero" le atribuye omnisciencia: Ulises
también sabe lo que nunca ha visto ni oído, como las palabras que dicen sus compañeros
durante el sueño, mientras la nave, impulsada por el viento Céfiro, vislumbra ya los fuegos
de Ítaca. Por eso los eruditos modernos acusan a Homero de incoherencia: si Ulises no ha
oído las palabras de sus compañeros, no tiene derecho a contarlas. Pero incluso
Dostoievski, James y Conrad narran a través de la voz de un cronista que dice "yo" y luego,
de repente, con un gesto de impaciencia, dicta lo que sólo ellos han visto, oído e imaginado.
Hesíodo afirmaba que las Musas saben "decir muchas mentiras semejantes a la
verdad", pero también saben, cuando lo desean, "cantar cosas verdaderas": semejante a
Zeus, el gran engañador, que revela la verdad a través de la voz de sus profetas. En la
Odisea, la teoría del cuento es, en este sentido, idéntica a la teoría de la poesía proclamada
por Hesíodo. Hay cuentos falsos, como las historias que, una vez llegado a Ítaca, Odiseo
cuenta a Eumeo, a los Proci y a Penélope, para engañar a amigos y enemigos y divertirse.
Pero también están las reales. Los viajes, narrados del noveno al duodécimo libro,
sucedieron exactamente como Odiseo los cuenta. Que sea un gran mentiroso no excluye
que, como las Musas, pueda narrar "cosas verdaderas". El "segundo Homero" es muy
cuidadoso y escrupuloso con su público: obliga a Alcinoo a responder por su invitado:
Odiseo, ¿no nos pareces, mirándote,
un tramposo y un mentiroso, como
la tierra negra
cría a
tantos, hombres dispersos en gran número,
constructores de historias falsas, que no se ven?
Mientras se enfrenta a los feacios, en la noche interminable, Odiseo cuenta la
verdad. Homero interviene en persona, con varios pequeños guiños, para confirmar su
relato. Al final, después de que Ulises y Penélope se hayan reconocido y abrazado,
compone una especie de resumen en el que recuerda todas las historias que ha contado. Este
resumen es un sello, que asegura incluso a los lectores más dubitativos que las palabras de
Ulises, desde el libro noveno al duodécimo, narran "cosas verdaderas".
Aunque no está protegido por la revelación de las Musas, el relato obedece a leyes
similares a las de la poesía. Odiseo el narrador es "como un aedo", dice Alcinoo, que posee
una gran habilidad literaria, y en Ítaca lo repite Eumeo. En sus cuentos hay "conocimiento",
"mente", "forma"; y, sobre todo, obediencia al orden establecido por el destino. Si el
"segundo Homero" detesta repetir lo conocido, evitando narrar lo que ya ha narrado la
Ilíada, Ulises posee la misma conciencia de artesano. No repite lo que ya ha dicho una vez;
y cuando describe su partida de Troya, se preocupa de contar una historia completamente
distinta de la de Néstor y Menelao, como si viviera en la mente de Homero. Piensa como
Telémaco:
los hombres alaban más esa canción
que suena más nueva para el oyente.
Todo debe ser nuevo en la Odisea: el poema del aedo y las historias que contiene.
Cuando habla con Eumeus, los Proci y Penélope, Ulises dice inmensas mentiras: se
entrega al placer de lo ficticio, como un narrador helenístico tardío, Potocki o Hoffmann o
Dumas. Pero incluso cuando miente, debe sonar como un aedo. Como dicen Hesíodo y
Homero, las mentiras deben ser "como la verdad". Ulises comprende por primera vez lo
que los novelistas han aprendido de él: la mentira exige, de quien la elabora, una
escrupulosa artesanía: orden, coherencia, verosimilitud, analogía, construcción. De lo
contrario, el escritor se convierte en un mitómano sin conciencia literaria: mentir es un arte
más arduo que el oficio de narrar cosas que le han sucedido, decía Giorgio Manganelli.
Sólo en un punto difiere el cuento del poema. El cuento concentra: elíptico, denso,
misterioso; omite aún más que el poema, mientras que a éste le gusta a menudo extenderse.
Y además se presta a muchos juegos: en el curso de la narración se hace referencia a una
historia: dentro de esta primera historia se inserta otra: la voz de Proteo se oculta dentro de
la de Menelao, la voz de Circe se oculta dentro de la de Ulises; según el principio de las
cajas chinas, que tanto gustaba a los autores de Las mil y una noches. Tras muchos pasajes,
la Odisea conduce al Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, y a las Etapas en el
camino de la vida, de Kierkegaard, compuestas por dos entusiastas admiradores suyos.
El cuento da alegría, como aprende Telémaco en Esparta escuchando las historias de
Proteo: o como dice Eumeo, en Ítaca, en la fría noche de otoño. Hace olvidar el dolor:
según Helena, ofrece la paz suprema, el dichoso olvido del sueño, similar al de una droga.
El gran relato de Odiseo a los Feacios y el menor a Eumeo, por su parte, provocan el
encantamiento, la fascinación (thélgein), que quita el sueño: según la enseñanza de Hermes,
que "despierta los ojos de los hombres dormidos". Como Shahrāzād, Ulises narra de noche:
una noche "inconmensurable", que no se sitúa dentro de los límites de lo fijado por los
dioses; una culminación, que va más allá de toda regla, de toda norma, de todo tiempo. Los
feacios son los oyentes perfectos: no sienten dolor, ni lloran: permanecen fascinados por el
encantamiento verbal de Ulises, inmóviles, en silencio, como habían permanecido
silenciosos ante su aparición en el gran salón; y desearían pasar la noche, quizá todas las
noches, escuchando las aventuras del forastero.
Hermes posee otra facultad: devolver el sueño a los ojos cansados. No se lo reveló a
Ulises aquella noche: su relato no suscita la calma absoluta que las Musas, en Píndaro,
hacen descender sobre el águila de Zeus. Ulises no da quietud. Ni Homero ni ningún otro
escritor antiguo nos informa de si sufre porque su dios tutelar le ha arrebatado esta facultad.
Pero todo hace pensar que acepta de buen grado la decisión de Hermes. ¿Cómo podría él,
tan curioso, móvil e inquieto, hacer caer sobre nosotros el suave hechizo del sueño, el suave
hechizo del olvido?
Entre los Feacios y en Ítaca, en Grecia, en Europa o dondequiera que un hombre
empiece a contar, la parte de Odiseo es otra. Cuando todo parece conocido y apacible,
insinúa que allá abajo, tras la línea del horizonte, yacen otros monstruos, otras magias, otros
reinos de los muertos: que es posible conocer nuevos fraudes, nuevas mentiras, nuevos
ardides y nuevas penas; y así despierta y excita a las almas cándidas. ¿No se trata de eso
escribir novelas y cuentos? ¿Introducir la inquietud entre los lectores y las cosas, abrir los
ojos, despertar la curiosidad, suscitar la fascinación, extender sobre la tierra, que tan
gustosamente inclina la cabeza bajo el tacto de la quietud, el don del insomnio?
Cuando comienza su relato, Ulises olvida las lágrimas, incertidumbres y dudas que
le habían asaltado durante los cantos de Demódoco. Emerge de la oscuridad en la que se
había hundido. Redescubre su propio nombre oculto: "Soy Odiseo, hijo de Laertes". Vuelve
a tener una patria. Con una rapidez y presteza extraordinarias, que sólo él posee, vuelve a
ser lo que era: el hombre que gira por todos lados, con una mente variada. Con un salto,
reafirma su confianza en sí mismo; y en el símbolo de esta confianza: la gloria, que "sube al
cielo". Celebra su propia figura con una especie de exceso triunfal, con toques de trompeta,
descendiendo sobre los feacios como una revelación. Lo que conmueve, en su autoelogio,
es lo que acabamos de aprender: a lo largo de muchos años, en Ogigia, Ulises había perdido
toda confianza en sí mismo y en su gloria, borrando al Ulises que había conquistado Troya
con el caballo de madera.
Este autoelogio es único en la literatura épica. Ulises habla de su propia gloria en
primera persona: "mi fama sube hasta el cielo"; mientras que normalmente los aedi
ensalzan las hazañas de un héroe en tercera persona. Sólo Ulises tiene una conciencia tan
aguda de su propia fama, aunque dudaba intensamente de ella (o precisamente porque
dudaba de ella). Mientras Helena y Héctor hablan de su propia gloria como un
acontecimiento futuro ("nunca morirá mi fama"), la de Ulises ya está aquí, presente. Acaba
de oír las historias de Demódoco, y sin duda muchos otros aedi cantan historias similares o
diferentes mientras habla a los feacios. Como una doble figura, héroe y personaje, vive en
estos cantos: relatando sus propios viajes, se convierte en su propia Musa, continúa el
poema de Demódoco; y sus narraciones nocturnas serán retomadas por otros poetas, que las
difundirán por doquier. Cuando se dirige a Alcinoo, le dice que, al hablar, aumentará su
propio dolor. Pero no sucede lo que teme: el relato le tranquiliza; a medida que se
desarrolla, pasando de Polifemo a Eolo, a Circe, a Hades, a las Sirenas y a las vacas del Sol,
nosotros y los Feacios sentimos cómo la mente de Odiseo se aleja de sus penas y crece su
confianza en sí mismo. Esas lágrimas abiertas ya no mojarán sus mejillas: nunca más
volverá a ser el esclavo troyano; ahora que se ha encontrado a sí mismo, su corazón se ha
endurecido para siempre.
Al glorificarse a sí mismo, Ulises hace una simplificación. Identifica su yo y su vida
con una sola de sus cualidades: el arte del engaño, la dote que más golpea la imaginación de
los oyentes-lectores. Es el Ulises típico y popular: el que inventa el caballo de Troya y
ciega a Polifemo. Pero su mundo es más amplio: abarca la multiplicidad de formas, los
colores de la mente, la fascinación, la elocuencia, la narración, la proximidad a la magia;
todos dones que Hermes le comunicó. Ningún héroe tiene una mente tan compleja; y, por
eso, Circe, la única que le comprende en sus viajes, le llama con el apelativo más
simpático: "Seguramente eres Ulises, el polýtropos, el hombre de las muchas formas". Sólo
él -desde luego no Aquiles ni Néstor ni Menelao- puede ir por ese camino: al reino
fantástico y mágico que se abre tras el cabo Malea, más allá de los confines de nuestro
mundo sujeto al espacio y al tiempo.
Ni siquiera él comprende ese reino sin orden ni medida: la edad de oro bárbara, los
monstruos, la muerte, el encanto fúnebre de la poesía: y por eso fracasa en todo, o en casi
todo. Cuando llega a Polifemo, se comporta como un griego civilizado y un héroe épico:
recuerda la gloria de Agamenón y la suya propia: busca hospitalidad; y, en lugar de
esconderse, revela por fin su nombre. Cuando se acerca a la roca de Escila, él, tan astuto,
manifiesta una locura heroica entre patética y grotesca, una ingenuidad casi
incomprensible, en ese espacio donde las armas y el heroísmo no sirven de nada. Circe le
había aconsejado que no luchara contra una criatura "mortal" como Escila: Ulises olvida
este consejo; y cuando Escila aparece ladrando, se enfunda sus "famosas armas". Como
dice a sus compañeros, confía en "el valor, el consejo y la mente". Todo es en vano: las seis
cabezas de cuello largo de Escila salen de la caverna, agarran a seis compañeros y los
devoran lanzándose por los aires.
Si el guerrero épico fracasa, Ulises puede confiar en mêtis: su insidiosa inteligencia,
en la que tanta fe tiene. Así lo hace en la caverna de Polifemo: con la ayuda de los dioses
vence; pero esta victoria es el origen de todas sus desgracias. En sus otros viajes, la
inteligencia no acude en su ayuda ni una sola vez. ¿Qué puede hacer, con su pobre ingenio
y sus cálculos humanos, en el Hades, o en la isla de las Sirenas, o en la isla de Trinachia,
donde se encuentra con lo inconmensurable? En el mundo del más allá, sólo la paciencia, el
don de la resistencia y los dioses en los que, a pesar de todo, cree -Atenea oculta, Zeus
oculto, Hermes manifiesto y la amistad de Circe- le ayudan.
No sabemos si Ulises se dio cuenta de que, en sus viajes, su inteligencia había sido
derrotada. Quizá lo comprendió en Ogigia. Pero pronto lo olvida en Scheria, al principio de
los relatos, ensalzando sus propios engaños y artimañas. Hizo bien en olvidarlo. Al llegar al
país intermedio de los Feacios, y luego a la realidad cotidiana, en Ítaca, su insidiosa
inteligencia vuelve a encontrar un lugar donde practicar. Ya no tiene ante sí monstruos,
muerte, destino, sino sólo seres humanos semejantes a él, menos inteligentes que él.

II
LOS QUESOS DE POLIFEMO

El regreso de los griegos de Troya, tras la devastación de la ciudad, se relata tres


veces en la Odisea, como todas las escenas que más profundamente ocupan la imaginación
del "segundo Homero". La narran Néstor, Proteo y Ulises con detalles idénticos y
diferentes: las incrustaciones se entrelazan y concatenan para formar un telón de fondo
misterioso, oscuro y siniestro que se cierne sobre el libro. No sabemos cuál de los griegos
comete el mayor pecado, aunque casi todos han pecado: ni por qué los griegos,
especialmente Agamenón y Menelao, se enfrentan entre sí en Troya y Tenedo; tampoco
sabemos con precisión cuáles son los motivos de la ira de los dioses. Todo lo esencial queda
oculto. El sentido de la tremenda ira divina es muy fuerte: tan fuerte es el sentido de la
culpa humana, y de un dolor que, después de diez años, aún perdura en la memoria. Bajo el
peso de esta ira, de esta culpa y de este dolor, las naves griegas, perseguidas por los vientos
y los rayos de Zeus, huyen desesperadamente, siguiendo rutas disímiles hacia su patria.
Algunos llegan: otros naufragan: otros son asesinados por los dioses: otros son masacrados
nada más llegar a casa; y otros son conducidos, como Menelao y Ulises, a tierras lejanas.
Odiseo también comete una falta: quizá la de no haber castigado (como quería
Atenea) a Áyax de Oileo, que había violado a Casandra, sacerdotisa de Atenea; y la otra,
más misteriosa, la de volver a Troya junto a Agamenón. Algunos dioses, como Hera y
Poseidón, rescatan a sus héroes favoritos en la tormenta. Atenea no ayuda a Ulises, e
incluso lo persigue. Cuando Ulises regresa a Ítaca, ya no se le aparece ni en los barcos ni en
tierra, ni siquiera en una de sus metamorfosis. En los diez años de su regreso, Ulises siente
profundamente este abandono, aunque no protesta ni se queja, o Homero disimula estas
quejas. Sin la aparición divina, su horizonte mental se ensombrece y oscurece. En la cueva
de Polifemo y en la isla de Circe, Ulises encuentra pequeños signos divinos, quizá de
Atenea, quizá de Zeus: pero son signos mudos, y no puede interpretarlos.
La tormenta azota las naves de Odiseo tras la batalla con los Cicones, en la que
mueren setenta y dos griegos. Zeus desata un huracán contra las naves: Bóreas se desata:
las nubes cubren la tierra y el mar: la noche cae del cielo; el viento rasga las velas y los
marineros reman hacia tierra. Allí permanecen dos días y dos noches, esperando a que
amaine la tormenta. Al tercer día zarpan de nuevo. Esta vez no es la cólera de los dioses,
sino las corrientes marinas y los vientos, es decir, las fuerzas naturales, las que desvían las
naves bordeando el cabo Malea, en el extremo del Peloponeso, lejos de la isla de Citera.
Ulises abandona nuestro espacio y se adentra en el mundo del más allá, donde están los
cíclopes, Eolo, Circe, Hades, las sirenas, Trinadia, Ogigia, y no hay mapa que valga. La
primera etapa es simbólica: los lotófagos intentan hacer olvidar el espacio, el tiempo, la
realidad y el retorno. Ulises, que encarna el espíritu de la memoria, tiene a sus compañeros
olvidados atados a la nave, igual que se hará atar él mismo al mástil cuando las Sirenas
intenten inspirarle un olvido mucho mayor.
Después de un tiempo indefinido, las doce naves de Ulises llegan a la primera isla
de la gran isla que es la Odisea: como si el espacio fantástico después del cabo Malea
estuviera compuesto casi exclusivamente de islas, lugares donde se concentra la
imaginación humana. No estamos aún en la Edad de Oro, donde viven los cíclopes, sino en
su umbral: un salto nos permitirá entrar en ella. Ulises describe el desembarco con
apasionada precisión, como su alumno Stevenson el desembarco en "La isla del tesoro": en
los dos textos hay el mismo aroma a mar abierto, a aventura marina, a bruma y a naturaleza
salvaje. Un dios desconocido guía la nave de Ulises: hay niebla profunda en la noche, y la
luna, atrapada en las nubes, no da luz. Largas olas llegan a la orilla de una ensenada: en una
cueva brota un manantial de agua cristalina. Los marineros desembarcan, quitan las velas
de los barcos y las llevan a la orilla: se duermen y esperan dormidos el amanecer.
Cuando aparece la luz, Ulises y sus compañeros recorren la isla, descubriendo la
idílica dicha de la naturaleza. No encuentran ni un solo signo de vida humana. La isla es
boscosa, inculta y estéril, sin campos de trigo, rebaños, agricultores ni cazadores. Los
prados ásperos y suaves, parecidos a los de Ogigia, no dan una sola vid. Innumerables
cabras salvajes corren por los bosques y los campos. Con sus arcos y largas astas, Odiseo y
sus compañeros las abaten: "el dios" les concede abundante caza. Comen y beben hasta la
puesta de sol, y duermen en la orilla. Todo lo que hacen está bien: no hay guerra ni saqueo,
sino pausa en el curso de la existencia, aventura marina, contemplación, caza, comer,
dormir. Al igual que Stevenson, Ulises ama la isla prístina y virgen: esos campos suaves,
esos bosques y cabras salvajes. Pero nunca llevaría sus doce naves tan lejos como Samoa:
él es Robinson, no Stevenson; y cuando habla a los feacios, con su pericia de agricultor, les
explica cómo araría la tierra gorda, recogería cosechas abundantes, plantaría vides
perennes, convertiría la ensenada en un puerto, llevaría la civilización allí donde sólo
existía la naturaleza.
En la tierra vecina, moran los cíclopes. Cuando pone el pie allí, Ulises da, sin
saberlo, un salto atrás en el tiempo. No conoce la tierra de los cíclopes: no la visita ni se la
representa: sólo conoce a Polifemo, que vive lejos de ellos; y las noticias que Ulises relata a
los feacios las ha recogido en su viaje, probablemente en casa de Circe. Estamos en la Edad
de Oro, aunque Homero nunca pronuncia este nombre. Hesíodo la describe en Trabajos y
días. Entonces la tierra daba frutos sin ser trabajada: los animales no se criaban: los
hombres vivían en medio de bienes infinitos, en paz y alegría, sin penas, dolores ni
miserias. Los dioses amaban a los hombres, iban a festejar con ellos, no les permitían sufrir
ni envejecer, sino que los hacían dormirse en un dulce sueño, que nosotros llamamos
muerte.
En la Odisea hay una doble edad de oro: la primera conocida por los feacios, en la
época en que vivían en Hiperéa. Incluso entre los cíclopes, que viven en la segunda edad de
oro, encontramos rastros del relato de Hesíodo. Conocen a los dioses en su verdadera
figura: no trabajan los campos ni cultivan la vid; el trigo y la cebada brotan de la tierra sin
semilla ni arado, y los racimos de uva crecen y maduran con la sola ayuda de la lluvia.
Ignoran la cultura agrícola, las leyes, las asambleas políticas, las comunidades, los barcos,
la tecnología, la cocción de los alimentos, la caza. Cada familia forma una comunidad
cerrada en sí misma. Pero la apariencia hesiódica se distorsiona: los rasgos arcaicos e
idílicos de la Edad de Oro adquieren un matiz sombrío en el relato "según Homero". Los
cíclopes desprecian a los dioses, porque pretenden ser más fuertes que ellos: pecan de
hýbris, son "violentos", "salvajes", "arrogantes"; llevan su desprecio por la civilización
hasta el punto de comer (al menos Polifemo) carne humana.
En torno a Polifemo, el único cíclope cuyo nombre conocemos, la Odisea reúne una
dinastía de monstruos. Es hijo de Posidón, el padre de los monstruos; y, por parte de madre,
desciende de Forco, de quien, según Hesíodo, derivan a su vez otros prodigios, las Graeas,
las Gorgonas, Gerión, Equidna, Cerbero, Quimera, Esfinge -bestias de tres cabezas o
formas serpentiformes. Todo lo bárbaro, salvaje y cruel que la imaginación griega había
imaginado toma forma en este "inmenso monstruo" de un solo ojo. Vive solo, sin esposa,
sin relaciones con los demás cíclopes, sin obedecer su ética familiar, como "un hombre sin
leyes". No conoce la unión sexual, ni el uso del fuego para cocinar los alimentos; y cuando
se come crudos a los compañeros de Ulises, estrellándolos contra el suelo, derramando sus
sesos, desgarrándolos miembro a miembro, sin dejar entrañas ni huesos, o cuando duerme
borracho y eructa, con vino y carne humana derramándose por su atragantamiento, - el
"segundo Homero" lleva el horror al extremo. Pero la barbarie de Polifemo no se antepone
a la vida civilizada: la conoce y la desprecia, como desprecia a Ulises, ese hombre pequeño,
vil, "nada", verdadero representante del mundo civilizado. Conoce los ritos de la
hospitalidad griega y se burla de ellos de la manera más siniestra. Es probable que sepa que,
en el otro mundo, hubo la guerra de Troya: que los griegos vencieron y destruyeron Troya;
pero de su gloria, de la que Ulises está tan orgulloso, nada le importa. Es un bárbaro: sabe
que lo es, y se enorgullece de su propia barbarie.
La barbarie de Polifemo no tiene nada que ver con la imaginada por Vico: el cíclope
no es "una bestia toda asombro y ferocidad". El "segundo Homero" estudia los usos y
costumbres que rigen la existencia en la cueva de Polifemo, del mismo modo que Claude
Lévi-Strauss estudia las costumbres y la mitología de los indios americanos: en ambos
casos, lo que domina es el orden, la precisión, la subdivisión, la antítesis. Si nos detenemos
un momento delante o dentro de la cueva, algunos detalles, elegidos con exquisito cuidado,
desprenden el aroma de la época pastoril. En el exterior, está el recinto alto, compuesto de
cantos rodados incrustados en la tierra, troncos de pino y roble. En la caverna
contemplamos, asombrados como Odiseo y sus compañeros, los grupos de corderos y
cabritos divididos según la edad, los mayores, los de mediana edad y los lactantes: las
espalderas cargadas de queso; las ollas, cubos y tinas rebosantes de suero. Cuando entra en
la cueva, Polifemo deja a los machos, los carneros y las cabras fuera, dentro del cercado:
empuja a las hembras al interior de la cueva y cierra la entrada con una piedra. Luego cruza
el umbral, ordeña a las ovejas y a las cabras, empuja a las crías debajo de sus madres: cuaja
la mitad de la leche y la recoge en cestos tejidos, y pone la otra mitad en ollas, para que le
sirva de cena. Todo sucede correctamente, según un orden, como repite Homero tres veces:
una ciencia de las particiones, una geometría elegantísima. La civilización bárbara pastoril
tiene una gracia, que la de los héroes o la de los Proci han olvidado a menudo. Por
supuesto, no tiene curiosidad, ni espíritu de exploración o experimentación, como no lo
tenían los incas y los bororo. Todo se repite: esas geometrías y esos usos nunca cambiarán,
porque la forma perfecta debe permanecer inmóvil en el tiempo. Polifemo desprecia la
historia y el progreso.
Polifemo convive con los animales, la leche y el queso sin frecuentar ni a los
hombres ni a los cíclopes. Con los corderos, cabritos, ovejas, cabras, carneros, carneros -
que él distingue entre ellos como nosotros distinguimos entre amigos- forma una estrecha
sociedad, la única que respeta. Siente afecto y casi ternura por ellos: a veces les comunica
sus pensamientos; y quizá ellos le comprenden. La historia de Polifemo es el epicedio de
una civilización bestial-humana, hoy desaparecida, o que sólo se conserva fuera de nuestro
espacio, más allá del cabo Malea. El "segundo Homero" comprende cuánto ha perdido el
mundo con el triunfo de la civilización de Ulises: estos hombres aran, guerrean, navegan,
trafican, engañan, beben vino, pero están lejos de los dioses y de los animales.

A la mañana siguiente de la cacería en la isla de las cabras, Odiseo podría volver a


subir a las naves y partir de nuevo, si realmente le dominaba la idea de regresar a Ítaca. Más
tarde, con la sabiduría adquirida al final de sus viajes, así lo haría. Pero ahora, en la isla de
las cabras, Ulises es aún joven: dominado por su insaciable curiosidad, no sabe cuánta
desgracia le traerá su afán de experiencia. Con su propia duplicidad de novelista, el
"segundo Homero", por un lado, admira las curiositas del hombre de las mil formas y los
muchos viajes; y, por otro, relata sus limitaciones y riesgos. Ulises se embarca en una de las
doce naves: desata los codos; sus compañeros baten los remos en fila y llegan cerca de
tierra, donde se divisa la caverna cubierta de laurel de Polifemo. Ulises elige a doce
compañeros y entra en la cueva vacía: Polifemo está lejos, pastando. Los compañeros
quieren robar corderos, cabritos y queso, y huir enseguida, hacia la nave que les espera.
Cuando se lo cuenta a los feacios, Odiseo se reprocha no haber escuchado sus
consejos: pero en ese momento no tiene dudas. Igual que había pensado cultivar la isla de
las cabras, quiere cultivar el mundo de Polifemo, estableciendo con él un vínculo de
hospitalidad: la relación que fundó la civilización griega, con su devoción a Zeus dios de
los huéspedes y los extranjeros. Cree llevar a la bárbara Edad de Oro la civilización, la
cultura, la comunidad, la ciencia griega de la amistad: un intercambio interminable de
regalos. No comprende que existen otras leyes y costumbres entre los cíclopes. En cuanto
ve aquel "inmenso monstruo", ensalza la destrucción de Troya, la gran fama de Agamenón,
como pronto recordará su propio nombre de "destructor de fortalezas": sin darse cuenta de
que, en la edad de oro, entre corderos, quesos y carneros, estas palabras, y su gloria y la de
Agamenón, suenan vagamente ridículas. A pesar de su inteligencia, no comprende a
Polifemo: lo juzga "necio"; mientras que no lo es en absoluto, pues posee una exquisita
ciencia de las formas.
En la caverna transcurren dos días terribles: Polifemo ordeña a las bestias, cierra la
entrada, interroga a Ulises, devora a seis compañeros, sale y vuelve a la cueva, bebe el
exquisito vino que le ofrecen. Luego, en una siniestra parodia de los ritos griegos de
hospitalidad, pregunta su nombre a su anfitrión. Entonces Ulises le dice que se llama Nadie:
la farsa más famosa y misteriosa de la historia de la literatura. Por supuesto, en primer lugar
se trata de un bon mot, aconsejado por su mêtis, su insidiosa inteligencia, que se
mencionará explícitamente en un momento. Esta inteligencia, amante de las sutilezas
verbales, juega con los dos valores, en griego, de la palabra "ninguno", y sus diferentes
pronunciaciones: así con la superficie fónica, casi imperceptible para el oído de un
extranjero. Como Hermes, Ulises es un señor del lenguaje: orgulloso de la perfección de su
propia astucia, todavía se ríe de ella en su corazón, tantos años después. Pero este bon mot,
hecho especialmente para complacer a los niños, es un juego menos sencillo de lo que
parece. Tal vez Ulises comprenda ya lo que comprenderá en Ogigia y entre los feacios: hay
una fuerza en él que le lleva a ocultarse y borrarse; una fuerza que la Odisea comparte y
saca a la luz, aplazando continuamente la revelación de su nombre. Precisamente porque
tiene tantas figuras y metamorfosis y gira siempre en todas direcciones, Ulises lleva en el
fondo de su alma el rostro de Nadie.
Polifemo se duerme borracho. Ese mismo día, antes del regreso de los cíclopes,
Odiseo había descubierto en la cueva un tronco de olivo, tan grande como un mástil de
barco: le había cortado dos brazos, ordenando a sus compañeros que lo desbastaran; luego
había afilado la punta, endureciéndola en el fuego y escondiéndola bajo el estiércol. Ahora,
mientras Polifemo duerme eructando, Odiseo calienta el mástil en las brasas, hasta que
resplandece: lo saca del fuego y, junto con sus compañeros, lo convierte en el único ojo del
cíclope, quemando las cejas, los párpados y el globo ocular, que chisporrotea alrededor del
mástil de olivo. La crueldad de Ulises es una invención técnica, como la del caballo de
Troya o la telaraña de Penélope, que se acentúa con dos comparaciones: el taladro que
perfora la madera de un barco y el herrero que hunde un hacha o un hacha en agua fría. La
técnica moderna de Ulises derrota a la edad de oro, que conoce una técnica (al menos en
apariencia) más elemental.
Los dioses protegen la empresa de Ulises. El destino cae sobre los cuatro
compañeros que había elegido para ayudarle: un "dios" induce a Polifemo a encerrar a
todas las fieras en la cueva, y da valor a Odiseo y sus compañeros; mientras que el olivo,
árbol de Atenea, asegura la protección silenciosa de la diosa. El cegamiento de Polifemo no
es una impiedad, como algunos creen. Atenea y Zeus, protector de las huestes, acuden en
ayuda de Ulises, que mata a Polifemo: él no puede saber con precisión qué dios le ayuda,
porque no ve en el cielo como un aedo; pero ciertamente un dios está actuando, allí a su
lado. Así, al menos hasta ese momento, Ulises no es responsable de ninguna culpa hacia los
dioses.
Polifemo lanza un grito de miedo, haciendo resonar las rocas: se desata el palo
ensangrentado del ojo y llama en voz alta a los cíclopes, que viven alrededor en otras
cuevas. Cuando Polifemo dice: "Nadie me mata", los cíclopes concluyen que está loco y,
como la enfermedad mental viene de Zeus, le aconsejan que rece y lo abandonan a su
suerte. Estamos en la punta del juego verbal ideado por Ulises: adorado por niños y lectores
infantiles. El lector moderno de novelas piensa que el pasaje es sumamente inverosímil,
porque Polifemo podría gritar al cíclope que Nadie es un hombre, que un "hombre de nada"
acaba de cegarle: pero el "segundo Homero" (como los niños y los grandes escritores)
adora la inverosimilitud y sólo se preocupa por el éxito del doble juego de palabras, y se ríe
alegremente de él.
Con la ayuda de su propia mêtis, Odiseo urdió otra treta similar en Troya. Allí, los
troyanos habían abierto las puertas de la ciudad y los guerreros griegos habían entrado
ocultos en el caballo de madera: aquí, Polifemo retira la piedra de la entrada a la caverna y
Ulises y sus ocho compañeros salen de la cueva ocultos bajo el vientre de unos carneros. La
astucia mental de Ulises sólo tiene una forma, que se adapta a los distintos casos: puede
entrar en el lugar asediado, o salir de él, sólo que escondido; nadie actúa en secreto,
encerrado en un caballo de madera o colgado del vellón de un animal.
Cuando Ulises sale el último colgado del carnero más robusto, Polifemo dirige
apasionadas palabras a la bestia, revelando la estrecha relación que, en la Edad de Oro,
reinaba entre hombres y animales:
Querido carnero, ¿por qué vienes tan
al final a la cueva
? Primero
no venías detrás de las ovejas,
sino que primero corrías a pastar las tiernas flores de la hierba,
a grandes saltos; primero llegabas al curso de los ríos;
primero ansiabas volver a los establos,
al atardecer; y ahora eres el último. ¿Lloras
por
el ojo de tu amo? Un cobarde lo ha cegado,
con sus viles compañeros, después de haber vencido mi mente con el vino:
...................................................................
Oh, si tú también pudieras pensar y hablar,
para decirme dónde huye de mi furia.
Es uno de los pocos lugares sublimes de la Odisea, y el "segundo Homero" subraya
su patetismo con una serie de encabalgamientos. ¿Siente realmente el carnero afecto por
Polifemo y sufre por él y por su ojo quemado? ¿Y le gustaría ayudarle? Tal vez el carnero
ame a su amo: pero no piensa, no habla, no puede responder a ninguna pregunta. En este
trágico momento, Polifemo se da cuenta de que su comunión con los animales es
imperfecta, que sus queridos rebaños nunca podrán responderle, ni ayudarle, ni socorrerle
con una pista. Está solo, desesperadamente solo, mientras que Nadie está rodeado de sus
compañeros. Esta soledad es la condición de Polifemo; y quizás de todo el Siglo de Oro
homérico.
La nave de Ulises se aleja rápidamente de la orilla, con el grueso batir de sus remos,
llevándose consigo los rebaños de Polifemo. Ulises grita a los cíclopes, recordándoles que,
incluso en su mundo, donde los dioses son ignorados y despreciados, existe la palabra de
Zeus, protector de los huéspedes, que le ha castigado con sus manos. La ley de la
civilización se afirma en la Edad de Oro, que la niega. Polifemo se enfurece: arroja al mar
la cima de una montaña, que cae sobre la nave, levantando olas que la empujan hacia la
orilla. Por segunda vez, los compañeros aconsejan a Ulises: le invitan a callar, a encerrarse
en el silencio que pertenece a Nadie. Por segunda vez, Ulises no se deja persuadir: él,
prudente y astuto, rompe el velo que había tejido su inteligencia y niega su propio engaño.
Esta negación total de sí mismo, de su nombre y de su gloria, le conmociona: no puede
seguir siendo Nadie, y declara soberbiamente su propio nombre: soy "Odiseo, destructor de
fortalezas, el hijo de Laertes que vive en Ítaca". Es culpable de vanidad épica. Cuando los
guerreros de la Ilíada alardeaban de sus nombres después de cada hazaña, obedecían a la
ley del epos: pero ahora Odiseo ya no está en Troya, ha pasado el cabo Malea, habita el
espacio de los monstruos, los prodigios y los muertos, donde uno debe esconderse en los
pliegues y recovecos de la realidad, ocultar su nombre y su figura, convertirse en Nadie. En
este momento de triunfo verbal, la insidiosa inteligencia de Ulises le abandona: olvida la
enseñanza de Hermes y este olvido será la causa de todas sus desgracias.
Cuando Odiseo declara su nombre, Polifemo reza a su padre, Poseidón,
"extendiendo las manos hacia el cielo estrellado". El gesto da fuerza a su plegaria:
Escucha, Poseidón, que caminas por la tierra, de turquesa cabellera,
si soy tu verdadero padre, mi padre dices que eres,
no permitas que Odiseo, destructor de fortalezas,
el hijo de Laertes que vive en Ítaca,
vuelva a casa.
Pero si su destino es ver a sus seres queridos y volver a
la casa bien construida y a la tierra de sus padres,
tarde llega allí y enfermo, habiendo perdido a todos sus compañeros,
en una nave extranjera, y en casa encuentra la tristeza.
Los dos últimos versos son repetidos en el Hades por Tiresias, el heraldo del
destino: la maldición de Polifemo ha sido aceptada, hecho por hecho, palabra por palabra, y
escrita en el libro del destino. Todo se cumplirá.
La nave de Odiseo regresa a la isla de las cabras, donde le esperan las otras once
naves. Los griegos se reparten los animales de Polifemo: le entregan el carnero peludo que
había sacado a Ulises de la cueva. Lo inmola ante Zeus, quemando sus muslos en la orilla.
Pero Zeus no acepta el sacrificio: acepta la plegaria de Polifemo, dirigida a él por Poseidón,
y lo convierte en su destino. Como Odiseo le dice a Euriclea, que está a punto de gritar de
alegría ante el Proci asesinado:
¡Vieja, alégrate en tu alma, y alégrate sin gritar!
Es impío alegrarse por hombres muertos.
Ulises también fue impío: al exaltar su propio triunfo, ofendió a los dioses.

III
LA ISLA DE CIRCE

Ulises recibe un odre de Eolo, donde son forzados los vientos, excepto Céfiro. Tras
retenerlo durante nueve días, insomne, llega a Ítaca, ve los fuegos y a sus guardianes en la
isla: de pronto se duerme exhausto; y sus compañeros deshacen el odre de los vientos, que
se enfurecen y los arrastran lejos de su patria, de vuelta a la isla de Eolo. En el texto de la
Odisea no hay rastro de intervención divina: los dioses no aparecen. Todo lo que ocurre
podría explicarse en lenguaje psicológico y racional: Ulises no informa a sus compañeros
sobre el contenido del odre y supone demasiado por sus propias fuerzas; sus compañeros,
celosos y envidiosos, suponen que el odre contiene oro y plata, regalados a Ulises. Pero
cuando regresa a la isla flotante de bronce de Eolo, Ulises tiene los ojos desencajados:
"Vete de la isla de inmediato, ignominia de los vivos", le dice el guardián de los vientos;
"no es mi costumbre albergar y escoltar a un hombre que odia a los dioses benditos. Vete,
pues viene aquí odiando a los dioses". Tras el súbito sueño de Ulises y la apertura del odre,
no sólo hay cansancio y miseria humana: se oculta la maldición de los dioses y del destino.
Pronto se entera de lo atroz que es esta maldición. Al cabo de seis días, las naves
llegan cerca de la tierra de los Lestrigones, en el lejano oriente, donde reina una luz
ininterrumpida. Cuando llegan al puerto, excavado y rodeado de rocas por todas partes,
once naves atracan: Odiseo se mantiene fuera del puerto, en la costa. Tres hombres
exploran el país: uno de ellos es devorado por el rey Lestrigón, caníbal como Polifemo; los
Lestrigones vienen corriendo, lanzando rocas, que destruyen las once naves y matan a los
marineros. Sólo se salva la nave de Ulises. También aquí Ulises comete un error: no
aconseja prudencia a sus compañeros; o bien todo lo que sucede es efecto del azar. Pero tras
el error de los hombres o tras el azar, volvemos a intuir la intervención divina. Ulises está
"en el odio de los dioses benditos".
El único barco de Ulises surca los mares del Lejano Oriente, antaño surcados por
los argonautas: en silencio, bajo una vaga e indeterminada, y por ello más terrible, amenaza
divina. Ulises no sabe, y nosotros tampoco, quién le persigue, si Zeus, o Poseidón, o todos
los dioses. Sabe que está maldito, y que no es inocente: pues sobre él pende Ate, la ceguera,
y nunca se es inocente de la ceguera divina. La nave llega a la isla de Aeia, donde se alzan
las casas de Aurora, las plazas para sus bailes y los lugares por donde, cada mañana, sale el
Sol: Circe, la señora de Aeia, vive junto a su padre, el Sol, en el punto opuesto a la noche y
a las nieblas eternas que cubren el lejano oeste. Tras Ogigia y Eolia, nos encontramos con la
tercera isla de la Odisea. Mientras que Ogigia es un idílico hortus conclusus, el mínimo
ombligo del mar, Eolia es más grande. Odiseo sube a una colina para explorarla. Ve un
bosque y densos matorrales, donde mata un ciervo de gran cornamenta, una llanura baja; y
en el valle, entre los matorrales y el bosque, en un lugar defendido, grandes casas suntuosas
construidas con piedras cuadradas. De allí sale un humo: como Calipso, Circe canta; la casa
y el valle resuenan con su voz, mientras teje una urdimbre "sutil, llena de gracia y de luz".
Esta diosa que teje y canta con gracia es hija del Sol y de Perse: dos divinidades
preolímpicas. Imaginamos que la luz del Sol se entreteje en su figura, resuena en su voz,
llena su hogar, como ilumina el paisaje boscoso y marino que Ulises vislumbra desde la
ladera. Pero el Sol, en la mitología griega, es una figura ambigua: aunque da luz y ve las
cosas con claridad desde arriba, una relación secreta le vincula con todo lo que en el
universo es oscuro, infernal, hechicero. Además, con toda probabilidad, al contar la historia
de Circe, el "segundo Homero" recuerda otra figura: Ištar, la gran diosa babilónica, el
demonio erótico, la reina de las prostitutas, poseída por una furia vengadora hacia los
hombres que ama y transforma en animales. Todas las diosas-hechiceras de la literatura
occidental descienden de Ištar y Circe: Medea y Circe en Apolonio Rodio, Circe en Ovidio,
Erittone en Lucano, Armida en Tasso; con su don de filtros, el arte de domar el fuego,
detener el agua de los ríos, encantar la luna y las estrellas, esparcir venenos, convocar a los
dioses de las tinieblas, hacer revolotear las almas de los muertos, transformar a los hombres
en bestias, encauzan la naturaleza animada hacia la noche y el caos.
Así, desde la primera palabra, el "segundo Homero" nos dice que Circe es una
"diosa terrible" y que su hermano, Aietes, señor del peligrosísimo Oriente, es "mortal"
como otro Titán, Atlas, padre de Calipso. El mundo de las sombras se abre ante la mente de
Circe. Como Ištar, es una bruja: conoce las drogas que convierten a los hombres en
animales, las que cambian la naturaleza de los animales; y las artes que nos revela son
probablemente una pequeña parte de su repertorio mágico. Sin moverse de la isla de Eea,
conoce el Hades: la sabiduría, los secretos, las costas, los bosques, los ríos, los sacrificios
infernales; guía al Hades a quienes deben realizar el más peligroso de los viajes. Unirse a
ella es peligroso, pues una parte de la furia erótica de Ištar ha pasado a sus miembros. Al
igual que Calipso, pertenece a una época muy antigua: pues tras las amables palabras
humanas que escuchamos, oculta tal vez la arcaica y aterradora voz de los titánicos dioses.
Con mano ligera, el "segundo Homero" difumina el parentesco de Circe con Ištar.
Los rasgos monstruosos de su figura se atenúan, especialmente la furia erótica. Si Ištar
convierte a los hombres amados en animales, Circe se contenta con hacerlos "viles e
impotentes": pero esto -dice Anquises en el Himno a Afrodita- es una cualidad arriesgada
de todas las diosas. Aunque es una hechicera ctónica, Hermes, el dios olímpico de la magia,
la visita, le habla, le anuncia el futuro; y, tras su encuentro con Ulises, la magia negra se
convierte en magia blanca. Siempre móvil, la diosa se sitúa en el punto de encuentro entre
la luz y la noche, entre lo olímpico y lo ctónico, donde la luz puede convertirse en noche y
la noche en luz. Quizá el verdadero modelo de Circe sean las diosas pregriegas: como ellas,
es la Dama de los Animales y de la Metamorfosis. Le encanta transformar naturalezas y
figuras: encanta a los leones y a los lobos de montaña, los lleva a su casa y les hace mover
la cola como perros: transforma a los compañeros de Ulises en cerdos; y cuando se
encuentra con él, se transforma a sí misma, como si ella también estuviera sujeta al cambio
que impone a todas las cosas. Nada impide que, tras la partida de Ulises, vuelva a seducir a
los viajeros perdidos en los lejanos mares orientales.
La diosa más cercana a Circe es Calipso. Con escrupulosa atención, "según
Homero" enumera sus semejanzas: cantan canciones líricas mientras tejen la urdimbre:
visten la misma túnica; son "terribles", "engañosas", y tienen esa extraña voz. Pero este
juego de similitudes pone de relieve la diferencia que las separa. Circe no vive en el centro
inalcanzable: no concede la vida inmortal. Y, sobre todo, Calipso pertenece al reino del
malakós, como los prados de su jardín: dulce, suave, húmeda, voluptuosa, afectuosa;
mientras que Circe ni es suave ni posee la palabra de la miel. Quizá Ulises ame su
elegancia: fría, distante, cristalina, sin pathos; nunca sentimental.

Después de que Odiseo haya explorado la isla, veintidós compañeros encabezados


por Euriloco parten en busca del origen del humo. Encuentran la casa de Circe con lobos y
leones encantados: escuchan el canto de la diosa y gritan. Entonces Circe abre las puertas,
les hace sentarse y les ofrece una mezcla de queso, cebada, miel y vino, a la que mezcla una
droga. Esta droga les hace olvidar Ítaca y el regreso: como el Loto, las Sirenas, Calipso (y
Helena), Circe encarna el poder del olvido, el veneno del olvido que recorre la Odisea, y
contra el que lucha Ulises con su memoria vigilante. La mente de sus compañeros no cede:
permanece "firme", igual que la de Tiresias permanece "firme" en el Hades. ¿Cómo puede
una mente permanecer fiel a sí misma si ha perdido su propia sustancia: la memoria? Quizá
el "segundo Homero" imaginó distintas formas de degradación: una pérdida absoluta de las
facultades intelectuales, que afecta a las almas en el Hades, y una pérdida parcial, en la que
sólo sucumbe la memoria. En cuanto los compañeros de Ulises han bebido la mezcla, Circe
los toca con una varita mágica y los griegos adoptan la voz, la forma y las cerdas de los
cerdos. La diosa los encierra en una pocilga y les arroja bellotas de encina, roble y cornejo.
Como Ulises, los dioses de la Odisea son intermitentes y caprichosos. Habían
abandonado a Ulises a su regreso de Troya; le habían rescatado en la cueva de Polifemo,
maldito en los mares de Oriente; y ahora, en la isla de Circe, vuelven a protegerle. El
"segundo Homero" nos da tres señales: un "dios" le guía cuando desembarca en la isla de
Eea; "uno de los dioses" empuja al gran ciervo en su camino para darle de comer; Hermes
le rescata en los caminos de Eea. Como Ulises no es un aedo inspirado por las Musas, no ve
en el cielo ni cuenta lo que allí sucede, ignora las decisiones celestes que le afectan. Pero
como Hermes nunca baja a la tierra sin ser enviado por Zeus, podemos suponer que los
dioses, no sabemos por qué razón, quieren proteger a Ulises. Mientras tanto, en la tierra,
renuncia a los recursos de su mêtis, que había exaltado en la cueva de Polifemo. Ya no
maquina nada, no intenta ningún engaño o ardid: se vuelve pasivo, aceptando exactamente
el destino que los dioses le proponen.
De camino a casa de Circe, se encuentra con Hermes. El dios está disfrazado, como
todos los dioses olímpicos de la Odisea: "parece un joven de cabellos rubios, cuya juventud
es agraciada"; la misma forma en la que se le había aparecido a Príamo cuando cruzaba de
noche la llanura troyana. Príamo no lo reconoció, mientras que Ulises lo identifica
inmediatamente: "he aquí que Hermes con la vara de oro sale a su encuentro". Vislumbra a
su propio antepasado legendario: su arquetipo, que, como él, tiene muchas formas,
metamorfosis, diferentes colores y encantos, y está tan cerca de él en la mente como ningún
otro dios. No sabemos si se encontró con él en otras ocasiones, que Homero no relata. Que
lo identifique inmediatamente, sin incertidumbre, hace sospechar. A los feacios les habla
del encuentro sin emoción, con la precisión objetiva del narrador. Aunque amable, Hermes
aparece también ligeramente distante, sin el afecto que había dedicado a Príamo, como si
no pudiera superar una misteriosa frialdad hacia el mayor de sus discípulos.

¿Dónde vas todavía, infeliz, sólo para estos picos,


inconsciente de la contrada?...
..................................................................
Pero arriba, te desataré y te salvaré del peligro.
Toma, ve a las casas de Circe con esta
medicina
benéfica
, que puede alejar de tu cabeza el día mortal.
Hermes arranca de la tierra la "medicina benéfica" y se la ofrece a Ulises: es la
hierba môly, con su raíz negra y su flor blanca como la leche; la planta más famosa de la
farmacopea mágica de Occidente, que ha dado lugar a muchas interpretaciones, paganas,
cristianas y alquímicas. Esta hierba no pertenece al mundo de los hombres: sólo los dioses
la conocen y pueden arrancarla de la tierra: el nombre pertenece a la lengua divina y no se
transcribe, como suele ocurrir en los textos épicos, a la humana. La "segunda Homero" se
niega a violar el secreto que la envuelve, dejando un velo a su alrededor. Sólo podemos
imaginar que contiene en sí misma, divididos a partes iguales, el elemento oscuro de la
tierra y Circe (la raíz negra) y el elemento luminoso, que distingue al sol y a los dioses
olímpicos (la flor blanca). Así, la hierba môly es la droga absoluta, que posee tanto la virtud
ctónica como la celeste, que pertenece a dos reinos y los relaciona en su propia sustancia.
El que ahora se la ofrece a Odiseo, Hermes, el mago olímpico, conoce las fuerzas oscuras y
puede vencerlas, oponiendo engaño a engaño, conjuro a conjuro, hierba a hierba, como hará
con Circe.
Con la flor doble en la mano o en el cuerpo, Ulises llega a casa de Circe. La diosa le
abre la puerta, le sienta en un trono y le ofrece la mezcla con la droga. Ulises la bebe y no
queda hechizado: la hierba môly actúa sólo con la presencia, el negro de la raíz y el blanco
de la flor, sin transformarse en bebida, como el haoma iranio. Ulises empuña su espada y
asalta a Circe, que, llorando, se agarra a sus rodillas. La llegada de Ulises suele estar
profetizada: un adivino se la había anunciado a Polifemo; ahora Circe recuerda la profecía
de Hermes:
Ciertamente eres Odiseo, el multiforme, que
el dorado Arghiphon me dijo que llegaría,
viniendo de Troya en la negra y veloz nave.
Sólo Circe, en la Odisea, conoce la palabra polýtropos, con la que el "segundo
Homero" llama a su héroe en el primer verso, como si definiera su secreto mejor que
ninguna otra. Es ante todo el que se vuelve hacia todos los lados, adopta todas las formas y
revela siempre nuevos rostros; este atributo absorbe y engloba en sí mismo al otro, "el
hombre de la mente multicolor".
En ese momento, Circe muta. La bruja mala se convierte en la bruja buena: la diosa
de raíces negras se vuelve tan brillante como la flor blanca; entra en el reino de Hermes, y
en adelante supervisa el destino de Ulises, de acuerdo con los dioses. Circe y Ulises hacen
el amor: entonces las cuatro ninfas de Circe, nacidas de manantiales, bosques y ríos,
ofrecen vino a Ulises, lo lavan y lo ungen con aceite: lo visten con un manto y una túnica; y
le traen comida. Los compañeros se transforman: Circe abre la pocilga, unge los cuerpos
con un antídoto, las cerdas se caen, los cerdos vuelven a ser hombres. Cuando reconocen a
Ulises, lloran. Este libro está lleno de lágrimas: lágrimas de Ulises, lágrimas de sus
compañeros: de recuerdo, de miedo, de emoción, de afecto, de reconocimiento y de terror.
La maldición divina sigue envolviendo a los griegos, y los vuelve blandos y blandos.
Sin razón aparente, Ulises se queda un año en Circe: el hombre que nunca olvida
está a punto de olvidar su regreso. Lo que ocurre en ese año, lo ignoramos. El "segundo
Homero" oculta en un verso una de sus grandes omisiones. Sólo nos da dos noticias. La
primera es que Circe, como Calipso, quiere tener a Ulises "como esposo". La segunda es
que le enseña "el nudo enredado", con el que Ulises cierra muchos años después la tapa del
cofre que le regaló la reina de los feacios. El nudo alude al arte de magia de Circe, porque
los griegos interpretaban el hechizo como una trampa; y a la naturaleza de Ulises: este nudo
inextricable.
Durante el año de descanso, Ulises vive en el reino de la noche, la magia y la
muerte, al que, como heredero de Hermes, pertenece. Con sus miembros humanos, no
puede penetrar en él: una divinidad debe enseñarle el camino, la entrada y los rituales. La
divinidad es Circe: la relación que forja con la diosa hechicera, la afinidad que descubre
con su espíritu, son tan profundas que, por única vez en su vida, corre el riesgo de perder la
memoria. No sabemos lo que ha aprendido: ciertamente, sin la mediación de Circe, no
puede entrar en el Hades ni escuchar, sin perderse, el canto de las Sirenas. Circe conoce su
destino: le indica el camino que los dioses quieren que siga; y le aconseja paso a paso,
completando las revelaciones de Tiresias.
Entonces se produce la separación. Al cabo de un año, cuando vuelven las
estaciones, los compañeros instan a Ulises a regresar a Ítaca. Le llaman daimónie:
incomprensible, poseído por un dios oscuro: no entienden el motivo de su estancia;
daimónie es la misma palabra que pronuncian Ulises y Penélope cuando se reencuentran y
no se entienden. Ulises suplica a Circe que le deje marchar: mientras Calipso intenta
retenerle, Circe no lo hace, y le instruye en el viaje al Hades. Antes de su partida, le saluda
con el mismo vestido que Calipso, el vestido de la despedida: un manto brillante, una faja
dorada y un velo. En un día y una noche, Odiseo y sus hombres viajan de ida y vuelta al
Hades. Cuando están de vuelta en Eea, Circe les visita y les da nuevas y escrupulosas
instrucciones sobre el viaje a la isla de las Sirenas, Escila, Caribdis y Trinadia. Como
siempre, es amable y meticulosa. Si sufre por la separación, oculta el dolor. Los dos no se
aman por última vez, como había ocurrido en Ogigia. Ni siquiera se dicen adiós en la playa.
Tal vez Ulises, al contarlo, oculta el abrazo de despedida. Pero nada más que esta extrema
discreción conviene a la naturaleza de Circe: a quien no le gusta la suavidad.
IV
VIAJE A ADE

El viaje de Ulises al Hades es preparado por los dioses, en secreto, en las


profundidades de la Odisea, mientras Ulises y los lectores ignoran lo que ocurre. La
decisión corresponde a Zeus: Perséfone da su consentimiento, mientras envía la procesión
de antiguas heroínas hasta el botro lleno de sangre; Circe aconseja y guía, aunque desde
lejos. Los dioses desean revelar su destino a Ulises, mostrarle el reino de la muerte y, a
través de él, al "segundo Homero" y a todos nosotros.
Cuando parte hacia el Hades, Ulises llora y quiere morir, porque es el primer
hombre que realiza el viaje al reino de los muertos. A su regreso, Circe lo corona con un
saludo triunfal:
Los temerarios, que en vida descienden a la casa de Hades,
mueren dos veces, mientras que otros sólo mueren una.
Con toda probabilidad, Circe miente. Ella sabe muy bien que, antes que Odiseo,
otros dos héroes habían descendido al Hades, Pirteo y Teseo. Pirteo quería casarse con
Perséfone: Teseo le acompañó; ambos llegaron a las profundidades del Hades, festejando
como invitados con los dioses de las tinieblas. Pero fueron engañados: Hades les hizo
sentarse en el Trono del Olvido (una palabra que a Odiseo le habría encantado), donde los
dos héroes permanecieron "unidos y sujetos por serpentinas espirales". Pirro quedó
prisionero de Hades y del Olvido para siempre, mientras que Heracles despertó a Teseo del
olvido y lo condujo a Atenas.
Otro hýroe descendiý al Hades antes que Odiseo, Heracles: pero en la Odisea es a la
vez una figura del inframundo y una figura divina del Olimpo. Atenea y Hermes le
acompaýaron: tuvo que liberar a Teseo y apresar a Cerbero; presa de su hýbris, penetrý
violentamente en el Hades, alzada su espada contra el fantasma de la Gorgona, violando los
secretos de las tinieblas. Despertó a Teseo y venció a Cerbero. Incluso ahora, en la Odisea,
Heracles está poseído por una violencia incontenible. Como Apolo al principio de la Ilíada,
es "nocturno": empuña su arco, su flecha en la cuerda; lleva un bálder dorado en el pecho,
decorado con escenas de bestias y masacres, y está rodeado por un chirrido de sombras
aterrorizadas.
El viaje de Ulises es muy rápido. En pocas horas, la nave abandona los lejanos
mares orientales: entra en el Océano; circunnavega la parte septentrional del globo, y al
anochecer llega al Hades. Casi todo el viaje transcurre bajo el signo protector del Océano:
el gran río, semejante a la serpiente ourobóros, que envuelve la tierra con su incesante
fluidez alimentada por sus propias aguas. Posee la virtud de la vida y la fecundidad eterna:
cada atardecer el sol se sumerge en él, cada mañana resurge; el Campo Elíseo, el lugar de
las Hespérides, las tierras de los etíopes, donde el Océano envía vientos y alientos fértiles y
hace crecer la vegetación perenne. Por vías subterráneas, las aguas alimentan los
manantiales y los ríos de la tierra y la nutren; y nos purifican si nos sumergimos en la
sustancia primordial. La ambrosía, alimento de los dioses, también procede del Océano: las
palomas la llevan en su pico a Zeus, ofreciendo a los dioses la vida inmortal.
Ulises viaja por el Océano: tal vez vislumbra desde lejos el Campo del Elíseo,
encarnación de una existencia dichosa, de la que se encuentra tan alejado. A través de las
aguas de la eterna fertilidad, llega a su opuesto, el Hades, el lugar de la esterilidad y la
muerte absoluta. Al atardecer, la nave toca la tierra de los cimerios, envuelta en nieblas y
nubes ininterrumpidas, que el sol nunca atraviesa. Ulises ha tocado el reino de las "tinieblas
fúnebres", y permanece allí una noche. Cuando llega cerca del Hades, ninguna hoguera o
luz le ilumina: domina el penetrante olor de los fantasmas; y no ve nada -ni a Tiresias, ni a
su madre, ni a Aquiles, ni a Minos y Orión, que están más lejos. Sólo el amor de Homero
por lo improbable le permite contemplar a los espectros y hablarnos de ellos.
Primero Ulises llega al bosque de Perséfone. Ve álamos, un árbol ctónico. Y sauces,
una planta estéril que no da fruto cuando madura: estéril como el reino de los muertos; una
planta que, en la medicina clásica, provoca el fin del deseo erótico y el aborto. Cerca del
bosque de Perséfone fluyen los ríos de Hades: Aqueronte, Piriflegetonte, Cóctico, Estigia:
el "río del dolor", el "río brillante como el fuego", "el río del lamento", el "río del odio y la
emoción", que desembocan estruendosamente el uno en el otro. Durante la visita nocturna
de Ulises, debemos imaginar en el fondo, aunque el texto nunca alude a ello, este inmenso
rugido de las aguas.

Una oreja levantada en alto y mostrada a los iniciados: este gesto, que tuvo lugar en
Eleusis, es uno de los símbolos de la civilización griega y cristiana. Las frases de todos los
tiempos se agolpan en torno a este gesto: "De los muertos viene el alimento, el crecimiento
y la semilla": "La muerte para los mortales no es un mal, sino un bien": "Lo que siembras
no cobra vida si antes no muere"; "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que
cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto". Todo celebra, en las
frases de cada tiempo y cultura, el ciclo de muerte-resurrección, bajo cuyo signo nació
Occidente. Debemos volvernos secos, como granos muertos; y sólo si nos hemos vuelto
muertos, o como muertos, crecerá de la tierra y de nosotros mismos la nueva semilla que
nos proporciona los gérmenes que necesitamos. Sin esta aceptación y transformación de la
muerte, Occidente no habría aprendido el arte de la metamorfosis dolorosa y gozosa.
Eleusis y los poetas nos aseguran que allí, en la noche, hay un nuevo comienzo, una vida
dichosa, una esperanza; y una luz, una "gran luz", "una luz maravillosa", que ilumina la
noche.
No sabemos si Homero conocía estas imágenes, o parte de ellas. En la Ilíada y la
Odisea no hay rastro de ellas, -aunque Homero conoce muchas cosas de las que ni siquiera
habla para negarlas, o abolir su representación. Tenía dos imágenes opuestas del
inframundo. La primera nos es revelada en unos versos por Proteo: allá lejos, en el Campo
del Elíseo, tiene lugar la misma vida que Hesíodo describe en las Islas de los
Bienaventurados; algún héroe vive una existencia feliz e inmortal, en una isla sin invierno,
nieve ni lluvia, fecundada por las aguas y los soplos sonoros del Océano. Excepto Helena,
Menelao y Radamantes, no sabemos quién vive allí. La otra imagen procede del undécimo
libro de la Odisea. No hay vida, ni nuevo comienzo, ni dicha, ni luz, como en las
tradiciones que culminan en Píndaro y Sófocles. El Hades, que Ulises pronto recorrerá, es
el lugar de muerte más espantoso que Occidente haya representado jamás. Sólo esterilidad,
espectralidad, oscuridad, petrificación: ni el menor rastro de memoria, ni de esperanza; ni el
menor signo de que, también aquí, estamos implicados en el proceso de muerte y
resurrección. Imaginar un paisaje sólo de muerte es casi imposible: la imaginación humana
se ve obligada a insinuar en él un atisbo de luz; pero Homero lo ha conseguido con una
consistencia aterradora.
Las almas que flotan, después de la estaca, son secas, secas. No poseen ni humor ni
líquido: esa agua tan abundante en el Océano o en nuestra tierra, como manantial o lluvia
primordial. Las almas son como imágenes reflejadas en un espejo: idénticas a las personas
que fueron en vida, pero debilitadas, vacuas, huidizas; huyen en cuanto queremos
abrazarlas. O son como fantasmas, espectros, sombras, también insustanciales. O como los
sueños, o como el humo. Todas las analogías posibles vuelven y se entrecruzan, para
recordarnos la espectralidad sin remordimientos que llena el Hades y, en Píndaro, también
la existencia. Las almas ya no tienen energía, ni conciencia vital, ni inteligencia, ni pasión,
ni sangre, ni memoria: puras cáscaras vacías llenas de la sustancia vacía de la niebla. Sólo
tienen voz: un resto de la voz humana: un chirrido siniestro, siseante, como el de los
murciélagos; y revolotean en la noche.
He dicho demasiado al escribir que las almas no tienen conciencia. Cuando
revolotean en el Hades, poseen una conciencia dormida: una apariencia de vida. Acuden a
Minos, para pedirle juicios: hablan entre ellas, aunque en su propio lenguaje de sombras.
Para que recobren la conciencia y la memoria, alguien, un hombre vivo como Ulises, debe
venir entre ellos, derramando ofrendas de líquidos, leche, miel, vino, agua y sangre, pues
las almas secas necesitan líquidos y sobre todo sangre para volver medio vivas, al menos
durante unas horas. Qué oscura añoranza de la vida les inquieta: qué ansia de volver a ser
como nosotros, participando de las palabras y los conocimientos del mundo terrenal. En la
Odisea, ningún ser humano desea volver a ver a los muertos con la misma pasión que
impulsa a los muertos a desear vivir con nosotros. Su reinado no es suficiente en sí mismo:
es una carencia, un vacío, que quiere ser llenado. Las almas huelen la sangre desde lejos: no
ven, no oyen, no recuerdan, no comprenden; sólo están ebrias de sangre, y se agolpan junto
al botro cavado por Ulises.

Mientras Gilgameš desciende a las tinieblas, le guía el instinto metafísico, que le


impulsa a conocer las razones de la vida y la muerte, el misterio del inframundo y a
conquistar la existencia inmortal. Si el "segundo Homero" conocía a Gilgameš, es probable
que quisiera contrastar a su héroe con el héroe de Oriente. Ulises ignora todos los instintos
metafísicos: se niega a ser inmortal; acepta todas las formas y límites de la existencia
humana. Cuando desciende al Hades, deja atrás los ejemplos de Teseo y Heracles: no viola
límites ni leyes, no cree en el código de los héroes, ni se ensaña con la espada y el arco.
Está solo, sin ayuda: ni Atenea ni Hermes le acompañan, como habían acompañado a
Heracles; Circe ha permanecido distante. Con todo su corazón, Ulises teme y rechaza al
Hades: si había llorado y pensado en suicidarse cuando Circe le anunció su viaje, una
"pálida angustia" se apodera de él cuando está a punto de entrar en el inframundo.
Así, durante la noche, Ulises permanece al borde del reino de los muertos; lejos del
corazón del Hades, donde se encuentran Perséfone, Hades y la Gorgona; nunca ve "la
mohosa y espantosa morada, de la que hasta los dioses se horrorizan". Mientras está junto
al botro, las almas de los muertos, atraídas por la sangre, se acercan a él, beben la sangre y
conversan durante algún tiempo. Mientras tanto, Ulises espía hacia el centro, clava sus ojos
en el Erebo, contemplando desde lejos a Minos, Orión, Tántalo, Sísifo. Si Homero no le
permitiera ver en la oscuridad, no vería nada, porque ni siquiera una antorcha ilumina el
Erebo y la pradera de asfódelos. Está en el borde: no tiene una experiencia completa del
Hades; sin embargo, su aventura solitaria es una empresa grandiosa, que lleva tan lejos
como un hombre puede tocar. Tan pronto como regresa a la tierra, Circe lo exalta, como a
alguien que ha logrado una hazaña sin precedentes.
Cuando llega a la orilla del Hades, Odiseo cava una pequeña fosa y vierte una
ofrenda para los muertos -leche y miel, vino, agua- espolvoreada con harina de cebada.
Desolló un carnero negro y una oveja negra sobre la fosa, inclinando sus cabezas hacia
Erebo, y dejó gotear la sangre, mientras volvía la mirada hacia las corrientes de los ríos,
según el ritual de los sacrificios a las divinidades ctónicas. "La sangre fluye como una nube
brumosa". Ordena a sus compañeros que quemen los cuerpos de las bestias sacrificadas y
que recen a Hades y Perséfone, los dos dioses del abismo. De repente, llegan almas de
Erebo y se agolpan alrededor del foso para beber la sangre. Ulises saca su espada de la
vaina: les impide acercarse: su espada no puede ahuyentarlas, pues son fantasmas; sin
embargo, en ese momento, las almas reasumen metafóricamente sus cuerpos. Desde Erebo,
esperamos la llegada de almas de todo tipo, pues todas están encerradas allí, felices e
infelices, hombres y mujeres: quemados e incinerados en la hoguera después de la muerte.
Sólo llegan sombras que han conocido una vida y una muerte dolorosas: "ancianos con gran
dolor", "novias tiernas con amarga agonía en el alma", "muertos despedazados por armas de
bronce, hombres muertos en batalla, sus armas forradas de sangre"; sobre todo los
desdichados quieren beber sangre y anhelan la vida. Cuando llegan cerca de la fosa, no
reconocen a nadie, ni siquiera a sus hijos, y siguen chillando con ese alarido de
murciélagos, que Ulises no puede soportar.

La madre de Odiseo, Anticlea, llega cerca del botro. Entonces Tiresias, 'el más
grande entre los profetas de Zeus altísimo' dijo Píndaro, sosteniendo su cetro de oro. Había
conocido y revelado a los hombres las cosas que los dioses 'quieren mantener en secreto': la
desnudez de Atenea durante la hora del mediodía, cuando la visión divina es especialmente
peligrosa; y el acoplamiento de dos serpientes, poderes ctónicos que enseñaban el don
profético. Así había superado la condición humana, acercándose a los dioses; y Atenea (o
Hera) le cegó, para castigarle. Como en el caso del aedi, esta ceguera se convirtió en un
privilegio. Atenea (o Hera) le concedió el don de la clarividencia: con un toque, purificó sus
oídos: a partir de ese momento Tiresias comprendió el lenguaje de los pájaros -símbolo
hasta las Mil y Una Noches de todos los lenguajes secretos- e interpretó su vuelo.
Ahora Tiresias vive aquí, en el Hades, espectro entre espectros. No tiene ninguno de
los dones de Proteo, el vidente al que está vinculado por un verso de la Odisea: divinidad,
inmortalidad, el brillo de las aguas del mar, vida, huida, ironía, metamorfosis. Perséfone
sólo le concede a él, entre los muertos, una "mente firme", inteligencia y memoria,
conciencia y habla. En cuanto ve a Ulises, lo reconoce: sabe que ha venido entre las almas
para conocer la profecía de su vida. Pero, en el Hades, no hay nada completo: cada figura,
incluso la de Tiresias, pierde su fuerza y su plenitud. Aunque Zeus y Apolo le inspiran, no
puede dar profecías: su vocación profética permanece oculta. Si quiere anunciar el destino
de Ulises, debe inclinarse sobre el botro y beber la "sangre oscura", la sangre de la vida,
que permite que se exprese el don de la profecía.
Cuando bebe la sangre, Tiresias resume su figura de profeta inspirado. En el Hades,
no necesita comprender el lenguaje secreto de los pájaros ni interpretar su vuelo: escucha la
voz del dios, que ocupa lo más profundo de su mente. La profecía no se detiene en detalles:
las sirenas, Escila y Caribdis, de las que Circe hablaría más tarde. A grandes rasgos, con un
estilo oscuro y fulgurante, siempre insinuando dobles hipótesis, Tiresias esboza el destino
de Ulises: la relación con los dioses, la cólera de Poseidón, la cólera del Sol, las faltas, el
peligro de los Proci; el último viaje hasta la reconciliación con Poseidón, la vejez feliz, la
muerte "fuera" o "lejos" del mar.
Al final de la profecía de Tiresias, Ulises no dice una palabra de comentario o
protesta: sólo aceptación, resignación, como es su estilo. "Los dioses le han deparado este
destino". Pero la profecía no le es desconocida. Cuando, muchos años antes, había
abandonado Ítaca, Aliterse le había profetizado que volvería a ver su patria al cabo de
veinte años, "desconocido de todos", "sufrido muchas desgracias, perdido a todos sus
compañeros". Debemos, pues, reconstruir mentalmente el viaje de Ulises, e imaginar que
siempre supo, en Troya, o en la cueva de Polifemo, o en la de Circe, que volvería a ver
Ítaca y a Penélope al cabo de veinte años, regresando solo y sin nadie. Había luchado
cuanto pudo contra el destino, sabiendo que todas sus acciones y artimañas serían vanas; y
ahora Tiresias confirma su profecía.

Antes del encuentro con Tiresias, la madre de Ulises había llegado chillando a la
tumba. El hijo ignoraba que su madre había muerto: ahora se entera por primera vez; a
pesar de su dolor y de su deseo de hablar con ella, la mantiene alejada con su espada para
obedecer la orden de Circe. La madre no le reconoce: aún no ha recuperado la conciencia ni
la memoria; permanece muda junto al botro lleno de sangre. Cuando Tiresias hace la
profecía, Ulises baja la espada: su madre llega, bebe la sangre, le reconoce y llora:
Hijo, ¿cómo entraste
vivo en la sombría oscuridad
?
Ver este páramo para los vivos es difícil:
hay grandes ríos en medio y terribles remolinos,
............................................................... ¿Vienes
ahora de Troya, después de haber vagado
tanto tiempo con barco y compañeros? ¿No has estado en
Ítaca,
no has visto a tu esposa en casa?
Luego cuenta a Odiseo las noticias de Ítaca: Penélope le espera, en casa, con la
mente firme: Telémaco es un muchacho joven: su padre, Laertes, vive en el campo,
durmiendo en las cenizas junto al fuego, como un esclavo.
Tres veces intenta Ulises abrazar al espectro de su madre, y tres veces ella vuela "de
sus manos como una sombra o un sueño". El gesto de Ulises recuerda al de Aquiles al final
de la Ilíada, cuando abraza, en sueños, el alma de Patroclo, que escapa de sus brazos y
desciende chillando a la tierra. El doble gesto de Aquiles y Odiseo se repite en el tiempo,
porque encierra una herida muy dolorosa, que la imaginación de Occidente debe hacer
sangrar. Tres veces Eneas intenta rodear con sus brazos el cuello de Anquises y tres veces la
imagen escapa de sus manos como un viento o un sueño: tres veces Dante rodea con sus
manos los hombros de Casella y tres veces las manos vuelven vacías a su pecho.
Cuando Fausto y Helena se encuentran en el acto III de Fausto II, Goethe imagina
el "doble y gran reino" del Pasado y el Presente, donde una mujer viva y una muerta se
aman, viven juntas y tienen un hijo. Sólo Goethe realiza este sueño imposible durante unas
horas, en el escenario de un teatro imaginario. Aquí, en el Hades homérico, la muerta,
Anticlea, sigue siendo una sombra: las manos de los vivos vuelven, vacías, a su pecho;
pasado y presente no se unen. Toda relación con el reino de los muertos es vana: los
muertos están irremediablemente muertos: ninguna sangre derramada y febrilmente bebida
nos los devuelve: ni siquiera si derramáramos la nuestra; y el triple abrazo inútil revela
definitivamente el carácter espectral del Hades. Todo allí es sombra, fantasma, imagen,
sueño, humo, mientras que la vida, que en breve espera a Ulises en el Océano, brilla con
luminosa fecundidad.
Poco después llegan las almas de Agamenón, Aquiles, Áyax, Antíloco y Patroclo:
los héroes de la guerra de Troya. Nada los diferencia de los demás: son fantasmas como
todos los habitantes del Hades: no tienen ni conocimiento ni memoria ni habla; y por ello
deben inclinarse miserablemente hasta el suelo y beber la sangre de botros, aunque Homero
oculta este gesto. Agamenón, que había llenado la Ilíada de esplendor y orgullo, es la más
débil y miserable de las sombras: gime, llora, quisiera abrazar a Ulises, pero sus miembros
no tienen fuerza. Cuántas veces hemos oído la historia de su masacre: vuelve, en la Odisea,
como motivo siniestro, formando el trasfondo de la historia de Ulises y Penélope y su amor
conyugal. Nos lo recuerdan Zeus, Atenea, Néstor y, por último, de forma más amplia y
minuciosa, Proteo. De vuelta a su patria, Agamenón fue asesinado "como un buey al
establo".
El de Agamenón es el quinto relato: el más atroz, porque está visto a través de los
ojos de los muertos. Agamenón ve por fogonazos y destellos, momento tras momento, la
escena de la masacre: sus compañeros son asesinados, como cerdos de "colmillos blancos":
el suelo del gran salón humea de sangre: él y sus compañeros yacen moribundos alrededor
de las mesas cargadas de comida y vino: Casandra grita desesperada: Clitemnestra la mata
sobre su cuerpo: mientras muere, Clitemnestra se niega a cerrarle los ojos y la boca, como
exige el ritual; y, finalmente, el último gesto: Agamenón levanta las manos y las deja caer al
suelo para implorar la venganza de Hades y Perséfone sobre los asesinos. En el relato de
Néstor, Clitemnestra era una noble reina víctima del destino, que la había atado "hasta
domarla": aquí es la encarnación del Mal Absoluto, la "vergüenza" de todas las mujeres
presentes y futuras.
Aquiles y Ulises se encuentran. Ni siquiera en el Hades, cuando toda discordia
debería estar olvidada, Aquiles ama a Ulises: con una especie de impaciencia y fastidio,
habla de sus temerarias hazañas, que le han llevado a las sombras. Ulises siente hacia él el
antiguo temor, y le dirige las mismas palabras que le había consagrado en la Ilíada:
"Aquiles, hijo de Peleo, entre los aqueos el más valiente". Entre ambos, el viejo contraste se
renueva bajo nuevas formas. Ulises pertenece a la vida: conocerá una vejez feliz; no
comprende la muerte, y aquí, en el Hades, contempla sus horrores desde lejos, en escorzo,
sin atreverse a mirarla a los ojos. No comprende que la muerte barre todo poder, todo
consuelo, todo orgullo humano. Cree que la gloria -que tanto aprecia- puede perdurar entre
el chirrido de las sombras: que también aquí los aedi proclaman los nombres de los héroes;
y que allí pueden ser bienaventurados.
Nadie
más bendito que tú, oh Aquiles, ni en el pasado ni en el futuro:
pues antes, cuando vivías, te honrábamos como a los dioses
nosotros los argivos, y ahora tienes un gran poder entre los muertos que
aquí moran: que no te aflija la muerte, Aquiles.
Aquiles se burla de Ulises:
No me adornes, ilustre Odiseo, muerte.
Prefiero
servir a otro hombre como jornalero, a
un hombre sin hacienda que no tiene mucho,
que gobernar entre todos los muertos muertos muertos.
La muerte, para él, es lo que acabamos de contemplar: horror, desolación,
fantasmas, siseos, ni rastro de gloria. Como siempre, sólo Aquiles, entre los héroes griegos,
posee la fuerza intelectual para llegar a los extremos, superando los límites, negando el
destino, burlándose y condenando a la muerte, desgarrando la bella imagen con la que la
civilización heroica la había rodeado. Si Ifigenia había dicho: "mirar a la luz es lo más
dulce para los hombres; lo que hay bajo la tierra no es nada", Aquiles exalta, en la Ilíada, el
don tan frágil e insustituible de la vida:
... no se puede secuestrar ni comprar la vida de un hombre,
para que vuelva cuando haya cruzado el círculo de los dientes.
La muerte no es nada: mucho mejor vivir, en la tierra, como siervo de un siervo.
Entonces Aquiles pregunta por su hijo, Neoctolemo. Y cómo se exalta, cómo se ilumina
cuando Odiseo le dice que está vivo, que es un valiente guerrero, que no teme a nadie, que,
casi sin ayuda de nadie, ha conquistado Troya. Sólo a la luz de la vida tiene sentido la
gloria.
Con Áyax, que va y viene en silencio, termina el repaso a los héroes de Troya. Si
excluimos a Menelao, que conserva lastimosamente su memoria, los héroes griegos están
casi todos aquí, sombras secas, espectros miserables: el "segundo Homero" pone una lápida
insoportable sobre su mundo. Los héroes épicos han muerto: toda la civilización heroica ha
desaparecido. Ninguno de ellos ha llegado, como creía Hesíodo, a las Islas de los
Bienaventurados, donde el Océano concede el viento fresco de la vida. Entre los vivos
queda Ulises, a punto de abandonar el Hades: pero pertenece a otro tiempo, el que vivimos.

Ignoramos qué ruta ha prescrito Zeus a Ulises: si él también, como Teseo y


Heracles, debe descender al corazón de las tinieblas. No parece probable. Allí abajo, junto a
Hades, "el invisible", "el que hace invisible", habita Perséfone: "la doncella", dice
Eurípides, "a la que nadie puede nombrar". Perséfone es hija de Deméter: pero el "segundo
Homero", que sin duda conocía este linaje, nunca recuerda a su madre, para eliminar de la
reina de Hades cualquier recuerdo del ciclo de la vegetación, los frutos, la fertilidad y los
humores. Al igual que su reino, Perséfone es casta, virgen, sin sangre, estéril como el sauce
que no da frutos. En el abismo, encarna lo sagrado absoluto tal y como lo imaginaban los
griegos: lo sagrado que vuelve su rostro prohibido hacia nosotros, que nos aterroriza, nos
aleja y nos mancilla. Así, la veneración se convierte en terror y petrificación.
La cara extrema de lo sagrado es la Gorgona, que está junto al trono de Perséfone.
No es un demonio subterráneo, ni un fantasma como el que encontró Heracles, sino la
"muerte que petrifica", como dice Píndaro, asesinada por Perseo. Perséfone ha elegido
sabiamente a su aliada: la Gorgona lleva la muerte en los ojos: su mirada mata,
convirtiendo a cualquier ser humano en piedra, en un bloque mudo y ciego, sumido en las
tinieblas. Como al principio, Ulises se ve rodeado por las huestes anónimas de los muertos
y su "extraño grito". Teme que Perséfone le envíe a la Gorgona: teme la mirada que
petrifica, los miembros que de repente o poco a poco se convierten en piedra. No tiene
defensa. No tiene ni el casco, que le hace invisible, ni el espejo de Atenea, que ayudó a
Perseo. Si la Gorgona lo mirara fijamente, quedaría para siempre prisionero del Hades,
como las sombras que revolotean a su alrededor.
Entonces Odiseo regresa a la nave, ordena a sus compañeros que embarquen y
desaten las jarcias. En la oscuridad, la nave navega a lo largo del Océano, rodeando la
tierra: alcanza el Mar del Este y, antes de que aparezca la Aurora, llega a la isla de Circe.
V LAS
SIRENAS, LAS VACAS DEL SOL

¡Cuántas tradiciones reunían los antiguos en torno a las sirenas! Eran mujeres con
cuerpo de pájaro y garras: almas de los muertos: vampiras: demonios de ultratumba, que
animaban a las almas del Hades: sentadas sobre los ocho círculos giratorios del cielo: hijas
de Melpómene o de Terpsícore o de Esterope o de Portaone o de la Tierra o de Aceloo o de
Forco: dos, tres, cuatro, ocho: se llamaban Aglaofeme, Telsiepia, Pisinoe, Ligia, Partenope,
Leocosia, Telsiope, Telsione, Molpe, Aglaophone: eran compañeras de Perséfone o
Afrodita: rivales de Orfeo: parecidas a un pájaro indio; tocaban la lira o la flauta o la gaita o
la siringe o el aulo... Estas tradiciones, algunas de ellas muy antiguas, no dejan la menor
huella en la Odisea. Al "segundo Homero" no le importa si las sirenas son pájaros o
demonios de la muerte. Sólo le interesa lo que cantan: lo mismo que fascinaba al emperador
Tiberio y a Maurice Blanchot.
Las Sirenas cantan en Ilíada: el lenguaje, con el que se dirigen a Ulises, es una tarsia
de fórmulas, que el "segundo Homero" extrae del "primer Homero": "famoso Odiseo, gran
gloria de los aqueos", "saber más cosas", "sobre la tierra fértil". Poseen la voz clara y
límpida de las Musas y las liras, el mismo "sonido de miel". Sobre todo, comparten el
conocimiento absoluto de las Musas de lo que ha sucedido y sucede, y su omnipresencia en
los acontecimientos. El repertorio es idéntico: no sólo los males, en Troya, de griegos y
troyanos, sino la inmensa materia del pasado y del presente, en todos los tiempos y en todos
los espacios, ahora y ayer, cerca y lejos; "lo que sucede en la tierra fértil". Las Sirenas
también conocen las aventuras de Ulises: tal vez las cantan cuando pasa en la nave; son
omniscientes - porque sólo ellas, y no Polifemo y Circe, reconocen a Ulises en cuanto llega.
Así se entiende la tendencia, que se desarrolló después de la época de la Odisea, a
identificar Musas y Sirenas: o a suponer que las Sirenas eran hijas de las Musas,
Melpómene y Tersícore.
Si la sabiduría absoluta de las Musas desciende de Zeus y Mnemosyne, el "según
Homero" no nos dice de qué fuente obtienen las Sirenas su no menos absoluto
conocimiento. No es probable que lo reciban de la misma fuente, y que Zeus, Mnemosyne y
las Musas hablen con su clara voz "melosa". El "segundo Homero" representa, en sus
figuras, el peligro oculto en la poesía. Si las Musas dan el olvido y la muerte se oculta en la
cítara, las Sirenas llevan este olvido y muerte al extremo. En mucha mayor medida que las
Musas, poseen un don, el del thélgein -fascinación, engaño, magia, seducción erótica,
sueño, mezclados en un solo río vocal, al que no se puede resistir. Como sabemos, es el
mismo don de Hermes que da el sueño, de Odiseo que cuenta, de Calipso que seduce, de
Circe que mezcla pociones mágicas, de los dioses que paralizan las mentes de los griegos,
de Afrodita que reúne en una faja bordada los encantos del amor. Circe repite dos veces que
las sirenas producen "fascinación".
Todo el poder del olvido que recorre la Odisea, desde el Loto hasta Circe y Calipso,
se reúne en la voz de las Sirenas. Los hombres que las escuchan olvidan a sus esposas e
hijos, y nunca regresan a casa: perdidos, perseguidos por el olvido. Nos recuerdan a las
cigarras del Fedro: antes eran hombres, pero cuando las Musas les revelaron el canto,
experimentaron un placer tan intenso que "descuidaron la comida y la bebida, y sin darse
cuenta murieron". Las Sirenas no matan a sus oyentes con violencia: a no ser que los
consuman y los consuman hasta la putrefacción, como insinuó Apolonio Rodio. Llegados a
la isla de la "pradera florida", los navegantes escuchan, escuchan: se convierten en un solo
oído, que nunca dejará de escuchar: se olvidan de sí mismos y de todo en el mundo,
excepto de esta escucha "incesante", "incesante": sufren una parálisis completa de mente y
cuerpo; no comen, no beben, se pasan la vida en el éxtasis del sonido. Luego mueren: se
convierten en un "montón de huesos podridos, con la piel arrugada", experimentando cuán
grande es el poder hechizante de la poesía.
Así, las Sirenas, dobles de las Musas, consiguen el efecto contrario al suscitado por
éstas. Quitan la memoria, en vez de agrandarla y multiplicarla: dan la muerte, en vez de dar
a los héroes "fama inmortal". Pero esto -dice Circe- sólo le ocurre a quien es "ignorante",
"sin conocimiento", como Ulises, que acude a Circe antes de encontrarse con Hermes.
Quien posee conocimiento, como Ulises instruido por Circe, no sólo puede evitar cualquier
peligro, sino también obtener alegría y sabiduría del canto de las Sirenas: la misma alegría
(térpein) y sabiduría que nos conceden las Musas y los poetas; ese placer total, de alma y
cuerpo, esa culminación extática de la vida, que exalta Ulises al principio de sus cuentos.
Así, la fascinación pierde su riesgo: el olvido se convierte en quietud y aumenta, no
disminuye, la memoria; la muerte oculta en la poesía le da tensión, precisión, riqueza.

Cuando Ulises abandona la isla de Circe, es por la mañana. Los compañeros baten
el agua con sus remos: un viento favorable hincha las velas; y, al cabo de unas horas, la
nave llega cerca del "prado florido" de la isla de las Sirenas. Este prado, como el prado
cubierto de asfódelos del Hades o el prado húmedo de la isla de Calipso, es también un
signo de muerte. Se acerca el mediodía. El viento cesa de repente: hay una calma total, sin
el menor soplo, en la que se revela el demonio meridiano. Los elementos se hunden en un
letargo funerario: el sol revela su poder devastador; el tiempo se detiene. Las sirenas han
hechizado a los vientos. El mar en calma anticipa la quietud final que seguirá a los cantos:
el sopor preludia la muerte de los marineros inconscientes. Como todos los dioses,
especialmente los dioses de la muerte, las Sirenas se revelan sobre todo al mediodía, la hora
más alta, cuando todo movimiento se detiene. En el silencio sobrenatural, su voz límpida se
oye con mayor claridad.
Otro barco se había detenido frente a la isla de las Sirenas: el de los Argonautas, en
la generación mítica anterior a Odiseo. Cuando los marineros estaban a punto de detenerse,
Orfeo cogió su cítara y entonó una canción animada, con un ritmo muy rápido, de modo
que los oídos de los argonautas "retumbaron con aquel ruido": la cítara venció a la voz de
las Sirenas, la poesía de Orfeo venció a su canto. Pero no hay ningún Orfeo en el barco que
llega ahora del norte, ni Ulises, que no posee el don de la poesía, puede hacer el papel de
Orfeo. Así que los compañeros escuchan las instrucciones de Circe. Despliegan las velas y
las colocan en el barco: Ulises corta y rompe en pedazos un disco de cera, que se derrite
bajo los rayos del sol; y presiona la cera en los oídos de los compañeros, uno tras otro, para
que no puedan oír la voz. El canto de las dos Sirenas es conocimiento esotérico: mezcla el
don de las Musas y el encantamiento; y los compañeros de Ulises no pueden (quizá no
deben) oírlo.
Sin Circe, Ulises estaría perdido, como lo estaría en las tinieblas del Hades. Circe le
salva de las trampas de las dos diosas-hechiceras que tienen poderes similares a los suyos:
quiere que satisfaga su deseo de conocimiento y le enseña a transformar el peligro del
olvido y la muerte en la sabiduría de la poesía. Ella le sugiere un truco: similar al que
Ulises había ideado en la cueva de Polifemo. En los mares del Más Allá, Ulises renuncia a
su propia mêtis, confiando en las sugerencias divinas: el único truco que consigue es
precisamente éste, inspirado por Circe. Así, ordena a sus compañeros que le aten de pies y
manos al mástil de la nave: atado con "un nudo duro", para que no pueda liberarse. Si luego
suplica a sus compañeros, ordenándoles que lo desaten, deben atarlo con cuerdas aún más
apretadas. Las cuerdas que le atan son la prueba a la que debe enfrentarse: así lo sugiere el
texto, con un juego de etimología popular. Atado al árbol, mantiene los ojos y los oídos
libres, expuestos a las seducciones y revelaciones de las sirenas.
Este gesto de Ulises no goza de buena reputación. Maurice Blanchot le acusa de ser
un griego vil y mediocre de la decadencia y de disfrutar del espectáculo de las sirenas, "sin
arriesgarse y sin aceptar las consecuencias". Es difícil estar de acuerdo con él. Ulises no es
un héroe romántico. No busca la tragedia a cualquier precio, pues sabe que el último rostro
de la tragedia es la mirada petrificante de la Gorgona. Afrontar, con los ojos abiertos, la
condición trágica es, o al menos lo es para él, un acto de hýbris. Es devoto de los dioses:
obedece al destino y a los consejos de Circe; especialmente cuando le exigen realizar un
acto que brota de su naturaleza más profunda.
A lo largo de su vida, Ulises repite siempre el mismo gesto. Cuando inventa el
caballo de Troya, no intenta luchar a cara descubierta contra el enemigo, como hubiera
deseado Aquiles: recurre al engaño: encerrado en el caballo, expuesto a la traición de
Helena y a las insidias de los troyanos, se acerca a la muerte, la evita gracias a la astucia, al
azar, a la ayuda de los dioses; y conquista Troya. Cuando escucha el canto de las Sirenas,
no finge escuchar impotente el encanto mortal de la poesía: roza la muerte, la evita gracias
a los consejos de Circe; y encuentra la plenitud absoluta de la experiencia, disfruta de la
poesía, obtiene el conocimiento. Cuando llega a Ítaca, atrapa al Proci a sus espaldas:
inesperado, disfrazado, no revela su nombre: corre el peligro de ser asesinado; y al final
mata al Proci con la astucia y la ayuda de Atenea. Este es su arte de vivir: sin afrontar el
extremo, asume el riesgo y lo supera en el último momento. No puede actuar de otro modo:
debe permanecer oculto en el caballo de madera, atado al mástil de un barco, disfrazado de
mendigo. Si fuera Aquiles, no escucharía el canto de las sirenas, ni las mataría con su
espada, o él también moriría, intoxicado, al pie de la isla. Pero Aquiles es un héroe trágico,
mientras que Ulises evita, con todas sus fuerzas, serlo.
Ahora Ulises corre un grave peligro como no ha conocido ni en la cueva de
Polifemo, ni en el Hades. Si es la encarnación de la memoria, está a punto de olvidar; si
quiere saber, experimenta cuán terrible es la facultad de conocer todo "lo que sucede en la
feroz tierra"; si encanta, aprende hasta qué punto el hechizo de las sirenas supera las
facultades humanas; si quiere ser un héroe épico, comprende cuán ambigua es la dicha de
serlo; si ama la vida, comprende cómo el deseo de muerte acecha también en su corazón.
Esta vez, está a punto de perderse a sí mismo. Sometido a la voz de las Sirenas - "incesante,
incesante", como le dirá a Penélope casi aterrorizado-, desea oírlas; y ordena a sus
compañeros que desaten las cuerdas, haciendo una señal con los ojos. Pero los compañeros
-que por una vez encarnan su dureza, su corazón "de hierro"- le atan aún más fuerte.
El barco huye inmediatamente, a fuerza de remos. Por unos instantes, Ulises
escucha a las Sirenas, vive inmerso en el reino del encanto y la magia, del eros y el olvido,
del engaño y la muerte. El "segundo Homero" no nos dice exactamente cuál es la voz de las
Sirenas, aunque sugiere que fusiona la poesía épica con la fascinación. Su canto sigue
siendo inefable: uno de los misterios de la Odisea; sólo tenemos un eco de él en algunos
versos del Ilíada, pero éstos no restituyen el timbre (es decir, la esencia) de la voz de las
Sirenas. Tampoco sabemos con precisión qué embriaguez y éxtasis experimentó Ulises.
Aferrado al mástil de la nave y a sí mismo, las instrucciones de Circe le salvan. Así
conserva la libertad de la vista y el oído: la distancia de la mente, el recuerdo y el deseo de
regresar. Vuelve a casa, atesorando al menos una gota de la "alegría" oculta en el canto de
las sirenas.

Cuando Tiresias profetiza el futuro a Odiseo, le dice que, en Trináquia, él y sus


compañeros encontrarán pastando a los rebaños del Sol. Si los dejan ilesos, volverán a
Ítaca: pero si él y sus compañeros los matan,
... entonces te auguro la ruina,
de barcos y camaradas: y tú, aunque escapes de ella,
vuelves tarde y mal, habiendo perdido a todos los camaradas,
en un barco extranjero.

El episodio de las Vacas del Sol tiene un gran significado teológico: se refiere al
comportamiento del destino, a la culpabilidad o inocencia de los hombres, al castigo de los
dioses. Nunca antes Ulises se había enfrentado a lo sagrado; y, por esta razón, el episodio
ocupa un lugar tan importante en el prólogo de la Odisea.
El destino ofrece a los compañeros de Ulises una doble elección: pueden respetar o
matar a las vacas del Sol, regresar a Ítaca o perderse en una tormenta marina. Así pues, el
destino es polifacético y respeta la libertad de decisión del hombre: la pone en sus manos.
En realidad, juega con los compañeros de Ulises, porque la primera posibilidad es ilusoria,
mientras que sólo la otra se realizará en Trináquia. El destino ya ha decidido. Sus
cómplices, los dioses, azuzan el hambre y las tormentas y el sueño repentino para que se
realice esa única posibilidad. Cuando los dioses quieren darnos la desgracia", dicen Los
Siete contra Tebas, "nadie puede escapar de ella". Así se cumple el destino: los hombres
son inducidos a pecar. Como pueden elegir, son culpables de lo que han hecho. Si hubiera
un Juez superior al destino, sólo podría absolverlo. El destino ha sido formalmente justo.
Nadie puede atreverse a acusarlo. Nadie puede acusar a los dioses.
Cuando abandonan la isla de las Sirenas, Ulises y sus compañeros divisan la roca de
Escila: un pico muy alto, liso y puntiagudo, envuelto en una nube oscura. En medio de la
roca hay una caverna oscura, donde habita un monstruo de doce pies informes, seis cuellos
muy largos, seis cabezas, cada una con tres filas de dientes: "una ruina inmortal, terrible,
atroz, salvaje, imbatible". Escila, espiando a su alrededor, estira la cabeza y pesca en las
aguas en busca de delfines, lobos marinos o alguno de los monstruos que cría el mar. En
cuanto llega cerca de la roca, Ulises vuelve a pecar de soberbia épica: se pone la armadura,
agarra dos largas pértigas y avanza hacia la proa del barco, para luchar contra Escila. Pero
en el mundo del más allá, las "famosas armas" de la guerra de Troya no sirven de nada.
Mientras escruta la roca en vano, las largas cabezas y dientes de Escila emergen de la
caverna, agarran a seis marineros, los elevan por los aires y los devoran ante los ojos de
Odiseo.
Poco después, la nave llega cerca de la isla de Trinachia, uno de los lugares donde el
dios Sol custodia sus rebaños y manadas. Desde lejos, sobre el mar desierto, Odiseo oye el
mugido de las vacas, conducidas a los establos, y el balido de las ovejas, que son apiñadas
fuera. Las vacas y las ovejas son inmortales: nunca paren y nunca mueren. Como
guardianas, el Sol les ha destinado dos hijas, Faetusa y Lampetia, la Resplandeciente y la
Radiante, dos hipóstasis de sus rayos. Las vacas son trescientas cincuenta como las ovejas:
su número permanece siempre invariable, porque representan los días del calendario lunar.
Esos animales, que nunca dan a luz y nunca mueren, encarnan el tiempo, que en su
movimiento cíclico vuelve sobre sí mismo y permanece igual a sí mismo. No nace, no
muere, inmortal como los dioses: el Sol lo domina y lo envuelve cada día en el calor de sus
rayos.
Antes de desembarcar en la isla, Odiseo recuerda el consejo de Tiresias, que Circe
había repetido con las mismas palabras, y propone a sus compañeros continuar el viaje.
Prestad atención a mis palabras, camaradas...
porque os lo dicen las profecías de Tiresias
y de Circe de Eea, que me advirtió muchas veces
que evitara la isla de Helios, que alegra a los mortales.
Ella dijo que es aquí, para nosotros, la desgracia más atroz:
así que dirija más allá de la isla la negra nave.

Euriloco responde que él y sus compañeros desean desembarcar, preparar la cena y


dormir un profundo sueño. Los compañeros lo aprueban. Ulises siente la presencia de un
dios desconocido, que "medita desgracias", como le había advertido tras ser ahuyentado por
Eolo: siente que la fuerza oscura está a punto de cegar a sus compañeros e inducirles a
cometer una temible impiedad. Así que exige un juramento: nadie matará una vaca o una
oveja del Sol.
Antes del amanecer, Zeus levanta un viento impetuoso y luego un violento huracán
que cubre tierra y mar con nubes sombrías. El barco es conducido a tierra. El viento sopla
durante un mes, impidiendo a los griegos hacerse de nuevo a la mar: los dioses intervienen
por segunda vez, encerrándolos en la Isla del Sol. Al cabo del mes, los compañeros ya no
tienen comida ni vino: vagan por la isla cazando peces y pájaros -alimentos repugnantes
para los héroes épicos- y deben elegir entre adorar a los dioses o morir de hambre. Ulises se
adentra en el interior de la isla: se lava las manos, como exige el ritual, y ruega a los dioses
que le muestren una vía de escape; pero éstos le envían como irónico socorro "un dulce
sueño", ahora no dulce sino mortal. Si los dioses no hubieran intervenido por tercera vez,
Ulises podría haber evitado que sus compañeros mataran a las vacas del Sol: los dioses se
burlan de su devoción, obligándole a entrar en la prisión del destino.
Mientras Odiseo duerme, Euríalo y sus compañeros matan a las vacas del Sol que
pastan cerca de la nave. Eligen las mejores, "las de cuernos curvados y frente ancha",
alterando todas las condiciones del sacrificio griego. No las llevan en procesión hasta el
altar, sacrificándolas ritualmente, sino que las matan como bestias salvajes. Como no tienen
grano ni cebada para ofrecer en sacrificio, arrancan hojas de roble, que simbolizan la vida
salvaje para los griegos. No tienen vino para libar y rociar su carne; y beben y vierten agua.
Así se vengan los dioses, los ritos ofendidos y los animales injustamente sacrificados. Los
dioses desencadenan prodigios. Aunque sacrificadas, las vacas inmortales no pueden morir:
por eso permanecen vivas de la manera más aterradora; las pieles se arrastran, la carne
ensartada en los espetones brama, la voz, reducida a un eco de sí misma, llena de sonido la
isla. El tiempo ha sido herido. El único superviviente, Ulises, será transportado por una
especie de contrapeso a Ogigia, la isla donde no existe el tiempo; y donde se le ofrece la
inmortalidad que rechaza.
Así se cumplió el destino: el único posible, como había dejado claro Tiresias. Los
cómplices del destino, los dioses, querían que los compañeros de Ulises pecaran. En
lenguaje cristiano, podríamos decir que les tentaron, agitando la idea de quedarse en
Trinachia, desencadenando la tormenta que duró un mes, derramando sueño mortal sobre
los ojos de Ulises. Tanto él como sus compañeros se sintieron abrumados por el
"cegamiento" celestial. Pero los compañeros de Odiseo no son inocentes, como podría creer
un teólogo moderno que no comprendiera la complejidad del pensamiento religioso griego.
Han sido amonestados tres veces: aun así, sacrificaron las vacas del Sol y violaron los ritos
del sacrificio. La Odisea lo reitera en los primeros versos: están "perdidos por su
impiedad"; y como ellos, están perdidos Egisto, que mató a Agamenón contra la voluntad
del destino, y los Proci, que ofendieron todas las leyes religiosas y humanas de Ítaca.
El Sol es el gran testigo: "lo ve y lo oye todo", y los rayos son los órganos de su
visión. Esta vez está singularmente ciego, pues se entera de la masacre por su hija
Lampetia. Entonces amenaza a Zeus: si no castiga a los compañeros de Ulises, dejará la
tierra resplandeciente entre los muertos, y revelará sus antiguas afinidades con las fuerzas
subterráneas. Zeus promete venganza. Al cabo de siete días, la tormenta amaina. Ulises y
sus hombres embarcan. La isla de Trinachia retrocede. El mar queda desierto. Zeus envía
una nube: el mar se oscurece, llega gritando Céfiro, que derriba el mástil de la nave: el
mástil mata al piloto; el rayo cae sobre la nave, que gira y se llena de vapores de azufre.
Los compañeros caen al mar y se ahogan. Sólo Ulises se salva, aferrado a la quilla y al
mástil: evita el peligro de Caribdis y rema con las manos. Al cabo de nueve días, los dioses
lo arrojan a la isla de Ogigia.
Así Ulises queda encerrado en la nueva prisión, de la que saldrá siete años más
tarde. No sabemos si ha comprendido la intervención de los dioses: ora favorables ora
adversarios, ora tentadores ora siniestros, ora justos. Los dioses son tan caprichosos e
intermitentes como los niños. No podemos decir de ellos que sean justos, como tal vez
pretende Zeus y el grito final de Laertes: "padre Zeus, aún existís dioses en el alto Olimpo".
Sí, claro, los dioses existen en el Olimpo: no podemos prescindir de ellos; pero no tienen ni
el deseo ni la constancia de ser siempre justos, con todos y en todas las ocasiones. Cuando
Ulises está a punto de volver a casa, parecen seguir una ley. No durará mucho: una noche y
una mañana; y el más justo de los pueblos será sacrificado a la venganza de Posidón.
CUARTA PARTE

I EL REGRESO A ITACA

Al anochecer, tras el relato nocturno, Odiseo abandona Scheria para regresar a Ítaca.
No puede permanecer más tiempo en este espacio intermedio, sin dolor ni lucha, medio
mítico, donde los dioses se muestran en su esplendor. Su mundo es ante todo el real: deja
atrás la magia y el encantamiento, el espacio sin espacio, el tiempo sin tiempo; y vuelve
entre nosotros, donde dominan las penas y las batallas y los dioses aparecen disfrazados. En
este pasaje, pierde una parte de sí mismo, porque un héroe hermético como Ulises no sólo
pertenece a la realidad cotidiana. Pero Scheria, hasta el final de sus días, seguirá siendo un
modelo para él. Podemos imaginar que la Ítaca de su vejez tardía, donde viven a su
alrededor gentes ricas y felices, es Scheria realizada en nuestra tierra.
El barco zarpa al atardecer: un barco doble, como todos los de los Feacios. Por un
lado, los marineros reman vigorosamente, "revolviendo el mar con sus remos": por otro, la
nave es muy rápida, "como un ala o un pensamiento", lee en la mente de los hombres la
lejana meta de Ítaca, y corre sin necesidad de timoneles ni pilotos. Antes de partir, Alcínoo
entrega a Ulises tesoros: los regalos hospitalarios que le habían ofrecido los feacios,
símbolos de su gloria como héroe-narrador; mantos, túnicas, talentos de oro, una espada de
bronce, plata y marfil, copas de oro, un cofre, trípodes, lebeti. El viaje tiene lugar de noche,
mientras Ulises duerme un "sueño profundo, continuo y dulce, muy parecido a la muerte".
Sólo puede tener lugar en esta doble oscuridad: porque sólo de noche y durmiendo se puede
abandonar la tierra de los feacios, cruzando la frontera invisible que divide el mundo
intermedio y la realidad cotidiana, a la que pertenece Ítaca.
Como Penélope, Ulises conoce el don de estos sueños que regeneran el cuerpo y la
mente: quizá porque ambos poseen una aguda inteligencia que los mantiene demasiado
lúcidos y despiertos. A menudo Ulises no duerme para no olvidar: acabamos de verle en las
Feacianas mantener despiertos a sus oyentes hasta la mañana; y ahora duerme un sueño tan
profundo como la muerte. En estas horas olvida todo el dolor que sufrió en Troya: diez años
de viaje, llenos de ansiedad y cansancio y desesperación, en los que se creyó abandonado
por los dioses. No tiene sueños: ninguna imagen, ninguna voz le dice qué está pasando, qué
va a pasar, qué acciones debe emprender para no ser arrollado. Experimenta que el "Sueño"
es hermano de la "Muerte", dos dioses "dulces" y "terribles". Había experimentado la
misma regeneración unos días antes, a orillas de Scheria, cuando durmió bajo el olivo
doble, como la "semilla de fuego" oculta bajo las cenizas. Incluso ahora, en el barco que le
trae a casa, desciende al lugar donde habitan las grandes imágenes. Muere y renace.
La veloz nave de los Feacios llega a Ítaca antes del amanecer, cuando la estrella de
Venus se eleva en el cielo. En la isla hay un puerto construido por Forcus, un antiguo dios
del mar, tallado en dos escarpadas orillas que detienen las olas; y dentro del puerto los
barcos están protegidos, no amarrados. En la punta está la Cueva de las Ninfas, con cráteres
y ánforas de piedra, donde las abejas amontonan su miel, y telares de roca, donde las ninfas
tejen telas con el brillo del mar, y aguas perennes. Los feacios parten: quizá deban llegar a
Scheria antes del amanecer. Levantan a Ulises de la nave, con su paño y su manta, y lo
dejan sobre la arena de la orilla: luego depositan los regalos lejos del camino, al pie de un
olivo de hojas finas. Se repite la escena de Scheria: allí Ulises había dormido bajo un olivo
doble entrelazado, aquí la planta de Atenea le da la bienvenida junto al puerto. Atenea ha
vuelto para acompañar y proteger a Ulises.
Ulises despierta por fin: mira a su alrededor y no reconoce su patria, que Atenea ha
envuelto en niebla. La intención de la diosa es doble. Por un lado, intenta hacer
irreconocible a Ulises, para que nadie en Ítaca le reconozca: ni siquiera su mujer y sus
amigos. Por otro lado, no quiere que encuentre inmediatamente su patria. Todo debe
parecerle distinto, extraño: como dice Homero, "otra visión", opuesta a la conocida y
esperada. En realidad, Atenea no lo envuelve en niebla, como había hecho con los feacios,
ni cambia su percepción visual. Con un acto mágico, transforma completamente la realidad.
Donde estaba el puerto de Forcus, la costa escarpada, los barcos, el olivo, la cueva de las
Ninfas, hace aparecer "caminos ininterrumpidos", "acantilados impenetrables", "árboles
frondosos": Ulises no puede identificarlos porque le son completamente extraños. Del
mismo modo que bajo la apariencia del mendigo nadie le reconoce, tampoco reconoce la
isla que había descrito a los faecios con palabras apasionadas.
Este juego de Atenea esconde una de esas enseñanzas simbólicas que la diosa ofrece
ocasionalmente a sus protegidos. Ulises sólo puede volver a Ítaca después de haberla
considerado extranjera, como las demás tierras que ha encontrado en sus viajes: cuando lo
que le es más familiar y querido se convierte en extraño, de "otro punto de vista". Si quiere
recuperar de la memoria los objetos deseados, primero debe perderlos: por completo, sin
remedio; ver acantilados impermeables donde antes había un puerto tranquilo, árboles
frondosos donde estaba el olivo solitario de Atenea. Cuando este proceso se complete en su
interior y lo haya dado todo por perdido, entonces volverá a encontrar Ítaca, y nunca más
podrá perderla, aunque el destino le obligue a realizar un último viaje para apaciguar a los
dioses. Este juego de Atenea con Odiseo le llena de dolor: su experiencia es desgarradora.
Algunos estudiosos acusan a Atenea de ser cruel. Pero precisamente para eso inventamos a
los dioses: para hacernos sufrir; y para que el sufrimiento, como decía Esquilo, se
transforme en nuevos conocimientos.
Poco después de que Odiseo despertara, Atenea se le apareció de repente. La diosa
le había acompañado durante el largo viaje: escondida en el tronco de un olivo, en un buen
desembarco, en la calma de los vientos, en un consejo, en un ciervo abatido, en el sueño, en
una joven con una jarra, en una bola roja, en un heraldo. Pero Ulises no la reconoció: ni
siquiera unos días antes, cuando, transformada en muchacha, le había contado la historia de
los feacios; se había sentido abandonado por ella desde su partida de Troya, como le
contará dolorosamente dentro de un momento:
Después que destruimos la escarpada fortaleza de Príamo,
y en naves partimos, y un dios dispersó a los aqueos,
ya no te vi, oh hija de Zeus, ni advertí que
embarcabas en mi nave, para sacarme de algún dolor.

Qué revelación tan angustiosa: los dioses no sólo se transforman hasta volverse
irreconocibles, sino que ya no aparecen, ni siquiera transformados, no nos dan consejos ni
nos libran de las penas. Nos dejan completamente solos.

Ahora Atenea se revela de nuevo, como si Ítaca fuera el lugar predilecto de la


revelación. No se aparece a Odiseo en su "semblante" y "esplendor", como los dioses entre
los feacios. Según las leyes de la Odisea, Atenea aparece transformada, obedeciendo al
placer de cambiar de rostro, uno tras otro, bruscamente, sin cesar. Al principio, su aspecto
recuerda un poco al de Hermes: un joven y delicado príncipe "pastor de rebaños", con un
doble manto bien trabajado, sandalias en sus pies blandos y una pica en la mano. Unos
minutos más tarde -el tiempo justo para que Ulises cuente una historia mentirosa- se
convierte en una "mujer alta y hermosa", hábil en la artesanía; y a partir de ahora, en la
Odisea, prefiere esta figura, que recuerda su protección de la actividad femenina.
Cuando Atenea se le aparece por primera vez, Odiseo va a su encuentro y le
pregunta a qué país ha llegado. El falso príncipe le responde que está en Ítaca. Pero Ulises
no la cree: sus ojos siguen mostrando un paisaje desconocido, con senderos
ininterrumpidos, acantilados impenetrables y árboles frondosos. Así que cuenta una
historia: la primera de sus cuentos mentirosos. En sus viajes, tras su encuentro con
Polifemo, había renunciado a mentir: se había dado cuenta de que en el mundo de Circe, las
sirenas y los muertos, las historias imaginarias no le servían de nada, es más, podían
arruinarle. Ahora, ha vuelto a la realidad, que despierta en él una necesidad inagotable de
mentir, como si fuera Hermes y tuviera que encantar a Apolo. No le importa en absoluto
que esta historia le honre poco: habla de sí mismo como de un asesino que, en una
emboscada, mató al hijo de Idomeneo en Creta. Cuando lo cuenta, sólo obedece al placer
artístico de componer una narración inventada e insertar en ella algún detalle real. Este
juego alegra su mente; y de vuelta en Ítaca, se entrega a él cada vez más profundamente,
con variaciones cada vez más ingeniosas.

En ese momento, Atenea se transforma por segunda vez, convirtiéndose en la


"mujer alta y hermosa", experta en artesanía. Sonríe con su encantadora, complicada e
insidiosa sonrisa, acaricia a Ulises con la mano y le cuenta lo que un dios, en la Ilíada y la
Odisea, nunca ha confiado a un ser humano:
Obstinado, de mente variada, nunca saciado de engaños,
ni siquiera en tu propia tierra deberías
dejar las trampas
y los cuentos mentirosos, que tanto te gustan.
Pero no digamos más, pues ambos conocemos
las artimañas. Tú superas a todos los mortales
en consejo y palabra, yo entre todos los dioses tengo
fama de inteligencia y astucia: ni siquiera tú reconociste a
Palas Atenea, la hija de Zeus...

Ambas pertenecen al reino de la mêtis: son ingeniosas, astutas, mentirosas,


cambiantes. Por ser diosa, Atenea lleva estas cualidades a un nivel superior: mientras ella se
transforma a voluntad y "se hace como todos", convirtiéndose en Mente, Mentor, Telémaco,
un pájaro, un olivo, una pelota, un joven príncipe, una artesana, Ulises permanece
encerrado en la prisión de su propio cuerpo. Expresa el don de la metamorfosis con los
cuentos mentirosos, en los que él también, como Atenea, se hace "semejante a todos".
La relación entre Atenea y Odiseo en la Odisea es mucho más profunda que la que
les unía en la Ilíada, donde Odiseo era sólo uno de los muchos héroes que gozaban de su
protección: Aquiles y Diomedes estaban más cerca de ella. Ahora, esta relación se convierte
en exclusiva: en la economía del relato, sustituye a la amistad heroica entre Aquiles y
Patroclo, porque en la Odisea, los días de la amistad heroica han terminado. Tal vez no sea
tan apasionada como la que existe entre Afrodita y Helena, en la que la diosa posee a su
protegida y la violenta, o entre Atenea y Aquiles, cuando la diosa se aparece con ojos
centelleantes al héroe y lo agarra por los cabellos. Pero, en la Odisea, Atenea sólo ama a
Ulises con total entrega, y lo declara con alegría. Ulises también la ama. Salvo Penélope,
ninguna figura femenina se acerca tanto a su mente y a su corazón: ni Circe ni Calipso. Con
una distorsión evidente, el "segundo Homero" anticipa esta relación en la Ilíada: "en la
tierra de Troya, donde los aqueos sufrimos penas, nunca vi a los dioses amar tan
abiertamente, tan abiertamente como Palas Atenea estaba a su lado", dice Néstor a
Telémaco.
Queda una distancia entre Atenea y Ulises: la distancia que debe mantener siempre
separados a dioses y hombres, según los griegos. Nunca encontramos la identidad y la
fusión con la luz y la oscuridad divinas que descubrimos en los textos místicos cristianos e
islámicos: tampoco hay una palabra que designe el amor a dios, o la cualidad de quien ama
a dios. Esta distancia es apenas visible: parece una leve grieta en el aire, que percibimos en
el respeto de Ulises, o en la desconfianza que le asalta a veces -porque nadie, piensa él,
puede ser tan peligroso como un dios que nos ama. Ni uno ni otro necesitan intermediarios:
como hacían los griegos en tiempos de Plutarco, cuando una corte de demonios mantenía
cerca el cielo y la tierra.
¿Cómo debemos llamar a esta relación entre la diosa y el héroe? ¿Podemos utilizar
la palabra amor? Cuando se revela a Odiseo, Atenea le sonríe y le acaricia cariñosamente
con la mano. En los poemas homéricos encontramos a menudo este gesto afectuoso: Tetis
acaricia a Aquiles, Héctor a Andrómaca, Menelao a Telémaco, Calipso a Odiseo. El leve
toque de Atenea contiene todas estas caricias: la madre acaricia al hijo, el marido a la
esposa, el hombre maduro al joven amigo, el amante al amante; y la diosa es la madre, el
marido, la esposa, el hombre maduro, el amante. Entre ella y Ulises corre una afinidad
espiritual que no puede ser más íntima, una limpísima complicidad intelectual, una amistad
varonil sin sombra ni misterio, una leve inclinación erótica; y, cuando Ulises supera la
laceración del abandono, la confianza más completa. Este es el amor entre Atenea y Ulises:
falta lo que Stendhal llamaba amour-passion; casi todos los demás sentimientos, que
componen el aura amorosa, están presentes, aquí junto al mar, bajo el olivo de hojas finas.
Dios no se hace hombre, el hombre no se hace dios: sin embargo, pocos cristianos, salvo
los místicos, han estado tan cerca del Cristo encarnado como Ulises de Atenea.
Con otro gesto, Atenea disuelve la niebla y transforma de nuevo el país ilusorio en
el país real. Poco a poco, aparecen el puerto de Forco, el olivo, el boscoso monte Nerito, la
cueva de las Ninfas, donde muchos años antes, Ulises hizo la matanza. Ítaca, que parecía
perdida, se reencuentra. La pena de Ulises no dura mucho. Se inclina con ansia y besa la
tierra, como unos días antes había besado la tierra de Scheria: luego, con el alma llena de
alegría y la nostalgia por fin colmada, reza a las Ninfas, diosas del lugar:
Ninfas Náyades, hijas de Zeus, creí
que no volvería a veros. Aceptad ahora
mis plegarias: os ofreceré, como entonces, también regalos,
si la depredadora hija de Zeus accede gentilmente a
que yo viva y críe a mi querido hijo.

Atenea y Ulises hablan entre sí, sentados bajo el olivo, preparando la caída de los
procios. La diosa toca a Ulises con su vara mágica y lo transforma, haciéndolo "distinto" a
sí mismo. Su piel se vuelve viciosa: su cabeza pierde los cabellos rubios y oscuros: los
hermosos ojos brillantes se apagan: Atenea le echa encima un harapo, una túnica andrajosa
y sucia y la piel gastada de una cierva; le da un bastón y una vieja alforja con una cuerda al
hombro. El rey regresa a su patria, transformado en mendigo: vuelve para subir al trono y
nadie le reconoce.
La transformación no es profunda. Bajo los harapos, Ulises conserva "muslos
grandes y sólidos, hombros anchos, pecho y brazos fuertes": la vara de Atenea no toca la
estructura de su cuerpo. Poco a poco, a medida que pasan los días y se acerca el final,
Ulises vuelve a ser él mismo. Son los criados quienes lo descubren. Euriclea observa que el
mendigo harapiento se parece a Ulises "en el aspecto, la voz, los pies" y Filecio descubre
que "en la figura se parece a un rey soberano". Dentro de poco, Atenea volverá a coronar su
obra de arte: restaurará la belleza de Ulises, hará que de su cabeza desciendan rizos como
flores de jacinto, extenderá la gracia sobre sus hombros. Es hora de que Penélope le
reconozca.

Cuando Odiseo estaba en Scheria, Alcinoo le contó una antigua profecía que le
había revelado su padre, Nausitoo. El dios de los feacios, Poseidón, estaba enfadado con
ellos porque acompañaban a los extranjeros con sus naves a Esqueria. Un día, los
castigaría: rompiendo una nave de los feacios, que regresaba de un viaje de escolta, y
envolviendo la ciudad con una gran montaña. La amenaza no está clara: no sabemos si
Poseidón habría separado Scheria del mar, para impedir cualquier viaje, o, como es más
probable, incluso la habría cubierto y destruido bajo la roca. Tanto Nausitoo como Alcinoo
no dan importancia a la amenaza, como si Poseidón no la hubiera proferido. Algunos de los
feacios podrían argumentar que sus reyes son impíos, porque no escuchan la voz del dios.
Pero el "segundo Homero" ama a estos reyes que cultivan la religión de la hospitalidad
protegida por Zeus; y admira el valor tranquilo con el que siguen enviando barcos y
extranjeros a todas las partes de la tierra.

Después de muchos años, la profecía está a punto de cumplirse. Mientras Odiseo


duerme en la playa de Ítaca, Poseidón lo divisa desde lo alto: ve las riquezas que le han
dado los feacios, riquezas mayores que su botín de Troya; y se enfurece. Entonces se dirige
a Zeus:
... ahora la hermosa nave de los Feacios, que regresa de su
viaje de escolta por el mar sombrío, quiero
romperla, para que se detengan y dejen de acompañar a
los hombres, y quiero envolver su ciudad en una gran montaña.

Zeus aprueba los deseos de su hermano. Corrige el primer deseo: en lugar de


romper el barco, Poseidón debe convertirlo en una piedra, "similar al veloz barco",
arraigada cerca de la orilla. La corrección de Zeus agrava la venganza de Poseidón: los
marineros morirán igualmente; y la piedra en forma de barco servirá de ejemplo a los
feacios, recordándoles su respeto y temor al dios. En cuanto al segundo deseo, Zeus lo
aprueba: el hermano envolverá o aplastará a Scheria con una gran roca.
Así sucede. Cuando el barco se acerca a la orilla, Poseidón lo aprieta con una mano,
lo convierte en un guijarro y lo arraiga al fondo del mar. Luego se aleja rápidamente. Los
feacios son testigos del prodigio. Lleno de angustia, Alcinoo recuerda la profecía de
Nausitoo. Se ha cumplido en la primera parte, la nave petrificada: ahora se cumplirá en la
segunda, la ciudad envuelta o aplastada por una montaña. Entonces renuncia para siempre
al sueño hospitalario de acompañar a los extranjeros y prepara un sacrificio solemne:
A Poseidón sacrificamos
doce toros escogidos, si es que alguna vez se apiadó de nosotros
y no envolvió la ciudad en una gran montaña.

Los jefes de los feacios le escuchan, eligen toros y se reúnen en torno al altar,
suplicando al dios. Aquí la escena se detiene a mitad de verso, como a mitad de verso había
comenzado. En ese momento Odiseo despierta en Ítaca; la Odisea no vuelve a hablar de los
feacios, su sacrificio, su esperanza y su destino.
Algunos eruditos creen que la profecía anunciada por Nausitoo se cumplirá: todas
las profecías divinas se cumplen; y el sacrificio de Alcinoo, las temerosas esperanzas de los
feacios serán frustradas por Poseidón y Zeus. No es cierto. No todas las profecías se
cumplen: los dioses pueden cambiar el destino; acaban de cambiarlo, porque Poseidón, en
lugar de romper la nave, la ha convertido en una piedra. En la Ilíada, Zeus cambia
parcialmente el destino, para complacer las plegarias de Tetis: en la Odisea, Egisto ofende
al destino contra la voluntad de los dioses. La salvación de Scheria podría ser una segunda
violación del destino realizada con el consentimiento de los dioses. Homero interrumpe la
escena: se niega a contar lo que ocurre en Scheria, porque quiere que todo quede en
suspenso e incierto. Los lectores de la Odisea nunca tendrán que saber si una roca
envolverá o destruirá a Scheria: o si, en cambio, por una gracia descendida del cielo en el
último momento, se salvará la tierra de los feacios. Estupenda suspensión: admirable velo
tras el que el "segundo Homero" oculta su incertidumbre (o su secreta sabiduría) sobre los
dioses y su justicia.
Mientras Posidón, de acuerdo con Zeus, petrifica la nave, Zeus realiza una acción
contra la justicia, pues sacrifica a los feacios que defienden la hospitalidad que le es querida
y preciosa. Si conduce a Ulises a casa para que disfrute de una "vejez resplandeciente",
inmola para su felicidad a los marineros que le son devotos. En cuanto al segundo deseo de
Poseidón, debemos suponer una doble posibilidad. Si la ciudad de los feacios es aplastada
por la roca, Zeus no puede quitarse de encima la acusación de ser culpable de una crueldad
suprema: un pueblo justo sacrificado a la venganza de Poseidón. Sin embargo, si las
plegarias de los feacios conmueven al cielo, Zeus recupera su gloria como dios de la
justicia. El "segundo Homero" suspende la escena. Como los antiguos lectores de la
Odisea, nunca sabremos si nuestro mundo está gobernado por un dios de la venganza o de
la justicia. El destino de todos se decide en un texto del siglo VII ante un mar-tierra griego.
Pase lo que pase, Alcinoo ha decidido que las veloces naves de los feacios ya no
surcarán los mares, conectando lo cercano y lo lejano. Ya no podremos llegar a Scheria: ya
no conoceremos el mundo intermedio, donde aún brilla la luz de la edad de oro, donde los
dioses aparecen en su verdadera forma y nosotros nos burlamos de ellos; donde habitan el
placer, el juego, la danza, el color. No nos llegará ningún mensaje de los Feacios, aliviando
la vida cotidiana, enseñando la gracia y la ligereza. La realidad seguirá siendo lo que es:
Ítaca, el mundo del aquí y ahora, nada más que el aquí y ahora. Todas las puertas a los otros
mundos, aunque se crucen en el sueño de la noche, quedarán bloqueadas sin remedio. El
"segundo Homero" no nos dice qué será de Scheria, oscurecida, sin mar ni naves. ¿Reinará
también allí el dolor humano? ¿Tampoco allí mostrarán ya su rostro los dioses?
¿Desaparecerán también allí las múltiples dimensiones del tiempo, entrelazadas en el jardín
de Alcinoo?
II
LA CABAÑA DE LOS CUENTOS

Odiseo llega a Ítaca a finales de otoño, cuando se acercan los vientos y el frío del
invierno. La tormenta desatada por Posidón en el mar es la primera tormenta de invierno en
el Egeo. Si se hubiera quedado en Ogigia, Ulises habría tenido que aplazar su regreso hasta
el año siguiente. Cuando llega a Scheria, la escarcha, la niebla, el aire fresco del río le
obligan a dormir escondido bajo las hojas del olivo doble. La primera noche que pasa en
Ítaca es oscura, sin luna: llueve y sopla un céfiro húmedo. Estas noches", repite Eumeo,
"son muy largas"; y por eso se prestan al largo ejercicio de contar historias, como las de
Scheria. En el palacio de Ulises, las doncellas agitan los braseros: a última hora de la tarde,
amontonan leña en el fuego, para calentar la fría sala de los Señores.
Así, entre los vapores y la humedad del otoño, descendemos a la realidad más
humilde que nos ofrece la Odisea. Es el reino de Eumeus, el porquero. Fabrica sus
sandalias con sus propias manos: parte leña, mata un cerdo con una astilla de roble, lo
sacrifica, lo desgarra y arroja los trozos crudos al fuego, después de espolvorearlos con
harina de cebada; los demás porqueros ensartan la carne, la asan y la arrojan sobre las
tablas de cortar, mientras los perros ladran y mueven el rabo. El aire nocturno se llena de
olor a grasa. La cabaña de Eumeo está llena de ramas, sobre las que se extiende la piel de
una cabra salvaje: a veces, prefiere dormir al raso, junto a los cerdos. Homero lo ama y lo
apostrofa, como en la Ilíada apostrofa a Patroclo, el más querido de los guerreros. El
porquero tiene un pasado legendario y principesco, pero no se arrepiente: prefiere vivir
aquí, como siervo, en Ítaca, a la sombra de Ulises, con su modesta riqueza y su trabajo
honrado. Como Polifemo, cultiva el orden y el número de la civilización pastoril: el recinto
redondo construido con cantos rodados: las hileras de postes: los doce establos uno al lado
del otro, donde seiscientas cerdas yacen en el suelo, mientras trescientos sesenta cerdos
duermen al raso. También aquí, como en la Isla del Sol, reinan los números perfectos.
Eumeo no tiene mujer ni hijos: vive solo, con sus cerdos, y no necesita nada. Sólo
echa de menos una cosa: a su amo, que abandonó Ítaca hace veinte años. Ulises ocupa por
completo el pensamiento y el corazón de Eumeo: casi siempre habla de él, lo desea más que
a su padre y a su madre, porque él es su padre y su madre: lo ama y quiere ser
correspondido; lo imagina lejos, miserable, hambriento, tal vez muerto, con el cuerpo
cubierto de arena. Exalta las riquezas de su amo: rebaños, ovejas, cabras esparcidas por
Ítaca y por el continente, como si no hubiera gobernante más rico en el mundo, ningún
Menelao con su resplandeciente palacio de oro, plata y electro. Para él, el señor se
identifica con lo que posee: odia a los procios porque devoran cerdos y beben vino,
consumiendo sus riquezas. Como Telémaco, habla de Ulises sin decir su nombre: si su hijo
calla sobre él porque aún no ha llegado a ser su hijo, Eumeo lo oculta por contención,
respeto y discreción; le llama "señor", "querido señor", porque le parece una expresión más
cariñosa.
Hacia el atardecer, Odiseo llega al recinto de Eumeo: calvo, con la piel marchita, los
ojos apagados, una túnica andrajosa y sucia, el bastón y la alforja de un mendigo. Va
enmascarado, como Hermes. En estas pocas horas desde que dejó a Atenea, se convierte en
otra persona: ya no es el héroe que conversó con la diosa. Ahora es un mendigo, un
sirviente y un actor. Hermes da gracia a todas las actividades humanas, a todas las acciones
más humildes: protege a los sirvientes; y enseña a Ulises a "amontonar fuego con cuidado,
partir madera seca, hacer piezas, cocinar y mezclar vino". Cuando llega al recinto, los
cuatro perros de Eumeo le ladran, corren hacia él e intentan despedazarlo: su primera
humillación como extranjero. El rey oculto regresa a su reino, a punto de ser devorado por
sus propios perros.
Desde este extremo de humillación, Ulises inicia el ascenso que, en cuestión de
días, le devuelve al trono de Ítaca. Como está escondido, no puede reanudar las relaciones
afectivas y sociales de veinte años antes, volviendo a ser el hombre que había sido, con su
mujer, su padre, su hijo, sus criados, sus súbditos. Tal vez ni siquiera quiera hacerlo.
Aunque ama profundamente ese pasado enterrado, ahora todo debe ser diferente. Ahora es
un vagabundo, y quiere ser amado como es ahora, con sus harapos sucios, su piel viciosa,
su calva, su alforja de mendigo. Con gran rapidez se gana este afecto: Eumeo y Penélope
quedan fascinados por él; aman, en él, al vagabundo con muchos nombres.
A medida que avanza la noche y percibimos el paso del tiempo, Odiseo narra. Ya no
se trata de una larga historia real, como en la corte de Alcinoo, sino de muchos "cuentos
mentirosos", contados a Eumeo y después a Antinoo y Penélope. Poseído por la voz del
desconocido, Eumeo le ama con todo su corazón. A su vez, le responde con la historia de su
propia vida: una historia "verdadera", pero que se parece mucho a las mentiras de su señor.
Tenemos la impresión de que Ulises y Eumeo beben del mismo repertorio narrativo: el que
existía, probablemente, antes de la Odisea y que durante décadas y siglos había alegrado las
cortes de Oriente y Grecia. Tantos elementos comunes: Creta, los fenicios, Egipto,
Tesprotia, matanzas a traición, aventuras, viajes, secuestros, incursiones, piratas, huidas y,
sobre todo, tesoros.
En estas agradables horas nocturnas, el objetivo de la Odisea parece olvidado.
Odiseo no piensa en la venganza, sino en contar y escuchar. Mientras el cerdo arde en el
fuego y los espetones giran sobre las llamas, toda Grecia está reunida aquí, en torno a él y a
Eumeo, disfrutando en silencio de historias de piratería y aventuras. Cómo se divierte, el
rey mendigo, ideando invenciones y personajes imaginarios cada vez más sensacionales. A
nadie le gusta tanto mentir como a él, como si en su voz se hiciera realidad el deseo de las
Musas de "contar muchas mentiras parecidas a la verdad". Le encanta contar historias sobre
sí mismo, y profetizar el regreso del rey, mientras ya está aquí hablando junto al fuego.
Poco a poco las historias se transforman y se asemejan cada vez más a la verdad (el odio de
Zeus y del Sol, la matanza de los bueyes en Trinadia, la muerte de sus compañeros, el
naufragio en Esqueria, los honores de los feacios): mientras tanto, el cuerpo disfrazado de
Atenea vuelve lentamente al de Ulises.
Cuando se burla de Aquiles y de sí mismo, Ulises toca el punto supremo de la
diversión. Diez años antes, Aquiles, su rival simbólico, le había dicho: "tan odioso como las
puertas del Hades es para mí ese hombre que oculta una cosa en su corazón y dice otra"; sin
nombrarlo, Aquiles había hablado de él con desprecio. Ahora, disfrazado de mendigo,
Ulises jura que Ulises está a punto de regresar; y repite las palabras de Aquiles: "tan odioso
como las puertas del Hades es para mí aquel que cediendo a la necesidad dice mentiras".
Sin duda dice la verdad: Ulises está a punto de regresar, de hecho ha regresado, está aquí;
pero esta verdad queda irónicamente sumergida por un torbellino de mentiras.
La cabaña de Eumeo es el segundo lugar donde nace la narrativa occidental: la
segunda Feacia. Allí estaban los perros y los jóvenes de oro y plata de Hefesto, las paredes
de bronce y "un resplandor como el sol y la luna": aquí están el corral de los cerdos, los
establos de las cerdas, los perros auténticos y la carne de cerdo ardiendo en el fuego. Es la
sede del cuento fantástico, que inspiró las historias más famosas de Las mil y una noches,
Potocki, Hoffmann y Poe. Es el hogar del relato de aventuras, del que descienden las
novelas helenísticas y las de Alexandre Dumas y Stevenson, con sus viajes, peripecias,
piratas y tesoros. Ambos relatos se cuentan en una noche "inconmensurable", que no se
encuentra dentro de los límites de lo fijado por los dioses; y evocan el mismo eco. Como
los Feacios, Eumeo está poseído y encantado por esa voz incesante. Pocos días después le
dice a Penélope:
Cuenta tales historias: te encandilaría el corazón.
Lo tuve tres días y lo retuve tres días
en la cabaña -vino a verme en cuanto escapó del barco-,
pero no terminó de narrar sus desventuras.
Como un hombre mira fijamente a un aedo que canta,
instruido por los dioses, cuentos agradables a los mortales,
y cuando canta siempre anhelan oírle,
así me fascinó a mí, sentado en mi casa.

La Odisea es una enciclopedia de la narrativa: el "segundo Homero" ensaya todas


sus formas y posibilidades, como si quisiera concentrar en el libro la historia de la narrativa
occidental. Piensa que la narración lineal pertenece a la literatura pasada (o futura): tiene
tres centros narrativos (Odiseo, Telémaco, los Proci); y hace que los acontecimientos de
estos centros sean simultáneos. Mientras Telémaco viaja por el Peloponeso y se detiene en
Esparta, Odiseo construye la balsa, sale de Ogigia, llega a Scheria, se detiene allí unos días
y regresa a Ítaca. Mientras Odiseo duerme en la cabaña de Eumeo, Telémaco descansa en el
atrio del palacio de Menelao, desembarca en Ítaca y llega a la cabaña del porquero. Las dos
acciones son simultáneas, aunque se narren una tras otra. Así lo harán todos los narradores
occidentales, salvo algunos vanguardistas, que quisieron plasmar la simultaneidad.
Sólo hay una diferencia. Cuando Tolstoi cuenta la historia de Anna Karenina y
Vronsky, y la de Levin y Kitty, busca que los dos centros narrativos posean la misma
profundidad temporal: tanto tiempo contiene la primera historia como la segunda. En
cambio, a Homero, tanto en la Ilíada como en la Odisea, sólo le interesa la simultaneidad
de los acontecimientos: no importa que los dos centros narrativos posean la misma
prominencia temporal. Este es el caso de la Odisea. Para salir de Ogigia, cruzar el mar
primero tranquilo y luego furioso, nadar hasta Scheria, conocer a Nausicaa, ser recibido por
los feacios, contar su historia, volver a Ítaca, conocer a Atenea, llegar a la cabaña de
Eumeo, Ulises necesita alrededor de un mes. ¿Qué hace Telémaco en este mes? Según el
texto de la Odisea, no hace nada: espera a que su padre regrese a casa; porque "según
Homero" no desea llenar de tiempo vivido la segunda serie de acontecimientos.
Durante la noche, Atenea se acerca a Telémaco, que yace insomne en el atrio del
palacio de Esparta: le dice que se vaya a casa, le cuenta mentiras sobre el matrimonio de su
madre y le da consejos. Por la mañana, Telémaco pide a Menelao que le deje marchar.
Como obsequio hospitalario, Menelao y Helena le regalan una copa de dos asas, una crátera
de oro y plata y un hermoso peplos: luego comen juntos su última cena. En el cielo, a la
derecha (dirección auspiciosa), vuela un águila que sostiene en sus garras un ganso blanco.
Como una harúspice consumada, Helena interpreta el sueño: Ulises regresará pronto a casa
(o ya ha regresado), y se vengará de los Proci.
Los caballos parten rápidamente hacia Pilos: Telémaco no regresa a la ciudad de
Néstor, sino que se apresura hacia el barco que le espera en la orilla del mar. Mientras
ofrece sacrificios a Atenea, se le acerca un vidente, Teoclímeno, perseguido por un crimen:
pide que lo suban a bordo; y Telémaco le da la bienvenida a bordo de la nave. Los
marineros izan el mástil, izan las velas blancas: el viento impetuoso enviado por Atenea los
conduce hacia Ilia; se alejan de las islas donde los Proci han preparado una emboscada y,
por la mañana, desembarcan en Ítaca. En el cielo, de nuevo a la derecha, un halcón, el ave
de Apolo, sujeta una paloma con sus garras y esparce sus plumas. Theoclimenus anuncia
otra profecía propicia: el linaje de Ulises seguirá reinando en Ítaca. El barco se dirige al
puerto. Telémaco llega rápidamente a la cabaña donde Eumeo y Ulises preparan su primera
comida. Así, en la clara mañana de otoño, se reúnen las dos grandes líneas narrativas de la
Odisea. A partir de ahora, el "segundo Homero" nos contará una historia única.
La cabaña de Eumeus se asemeja a una de esas posadas tan comunes en la novela
europea de los siglos XVIII y XIX: un lugar de encuentro y entrecruzamiento de tramas, un
espacio para la narración hablada. Los perros mueven la cola sin ladrar: se oye un ruido de
pies; Telémaco llega a la puerta del establo. Eumeo se levanta estupefacto, y de sus manos
caen las tinajas de vino. Llorando, va al encuentro de Telémaco, le besa la cabeza, los ojos
y las manos, lo abraza, como un padre recibe a su hijo que regresa, el décimo año, de una
tierra lejana. Le dice:
Has vuelto, Telémaco, mi dulce luz. No pensaba
volver a verte, después de que partieras hacia Pylos con el barco.

Son las mismas palabras que Penélope dirá en breve a su hijo. Qué intensidad de
afecto, qué dulzura de corazón: el criado ama al hijo de su amo como si fuera su madre. El
hombre que ha regresado "de una tierra lejana en el décimo año", Ulises, está allí mismo,
mientras Eumeo llora y abraza a Telémaco. Se queda en silencio. Ignoramos qué
sentimientos recorren su corazón, tras sus ojos cornudos.
Cuando Eumeo sale del establo, Atenea aparece en su metamorfosis favorita, como
una experta tejedora. Telémaco no la ve, "porque los dioses no son visibles para todos". La
ven los perros, que tienen el don de percibir lo divino más que los hombres: se asustan,
aúllan y huyen. Ulises también la ve: la diosa le hace señas con las cejas; Ulises sale del
establo y se coloca frente a ella. La diosa le ordena que se revele a su hijo, le toca con la
vara de oro, le eleva la estatura y el vigor, le estira la piel de las mejillas, le vuelve a
ennegrecer la barba, le rejuvenece y le coloca un manto y una túnica sobre el cuerpo.
Cuando Ulises, transformado, regresa al establo, Telémaco le mira asustado. Aparta
la mirada, temiendo que su padre sea un dios, y le promete sacrificios y regalos de oro.
Perdónanos. Qué terror a los dioses se revela en el corazón de Telémaco: el mismo terror
que habían sentido las mujeres de Eleusis ante Deméter, Aquiles ante Atenea, Helena ante
Afrodita. Ulises responde:
No soy un dios en absoluto: ¿por qué me igualas a los dioses?
Pero yo soy tu padre, por quien sufres
tanto dolor, sufriendo los insultos de los hombres.

Le besa y llora. Telémaco no le cree: "No eres Ulises, tú, padre mío, sino que un
demonio me hechiza para que llore aún más, gimiendo... Te pareces a los dioses, que tienen
el cielo inmenso". Ulises insiste:
Nunca más vendrá aquí otro Odiseo,
sino yo, que sufriendo infortunios y mucho vagar
regresé en mi vigésimo año a la tierra de los padres.

Entonces los dos rompen a llorar: sollozan de forma más espesa y aguda que los
pájaros, a los que los campesinos arrancan sus crías aún implantadas. La comparación se
invierte: Ulises y Telémaco se reúnen, mientras que los pájaros pierden a sus crías. A lo
largo de veinte años, Ulises y Telémaco habían reprimido tantas lágrimas en su corazón, se
habían distanciado tanto el uno del otro, que ahora, en el momento de reencontrarse, todas
las lágrimas afloran, espesas y agudas, y les dan una dolorosa sensación de pérdida, como si
se hubieran perdido para siempre.
Por ahora, no hay otros reconocimientos: Atenea conduce a Odiseo hacia Telémaco;
no hacia su esposa, a la que encontrará al final, tras otro largo aplazamiento. Telémaco
reconoce a su padre: no necesita ponerle a prueba ni pedirle señales, en un libro donde
todos - Ulises, Penélope, Laertes - ponen a prueba a los demás y piden señales. Telémaco
vio a su padre cuando era niño: después de veinte años no lo recuerda; sin embargo, lo
abraza llorando, porque es joven e ingenuo, y el viaje a Pilos y Esparta ha llenado su mente
de imágenes paternas.
Entre padre e hijo se establece una estrecha afinidad y complicidad. Ulises educa a
Telémaco: le enseña en pocas horas tres aspectos esenciales de su arte de vivir: la
resistencia, las palabras amables y melosas, y el secreto, el corazón de la sabiduría
hermética. Nadie, ni siquiera Laertes, Penélope y Eumeo, debe saber que el rey oculto ha
salido de las sombras. Bajo la guía de Odiseo, Telémaco crece rápidamente. Sólo él, en la
Odisea, se transforma así ante nuestros ojos, mientras que Ulises no se transforma, sino que
pasa de una a otra de las muchas posibilidades de su mundo interior. Nada más llegar a
palacio, Telémaco se nos presenta como un hombre distinto: experimentado, seguro de sí
mismo, consciente, tranquilo; capaz de observar a los hombres y las cosas con precisión,
como quien ha disuelto las incertidumbres de la juventud en la exactitud de la madurez. Se
convierte en lo que siempre había soñado: en lo que nunca pensó que podría llegar a ser: el
hijo de su padre. Dentro de unos días recibirá su propia consagración simbólica. En el gran
mégaron, cuando las doce hachas alineadas se dispongan en el suelo, sólo él, ante Ulises,
tensará poderosamente el arco de Apolo.

Al amanecer, Telémaco se calza las sandalias, coge su bastón y baja corriendo a la


ciudad. Ve a su nodriza, Euriclea, corriendo hacia él; las criadas se agolpan a su alrededor;
y luego llega Penélope, que lo abraza y lo besa, llorando, y lo saluda con las palabras que,
en la cabaña, le había dirigido Eumeo. Telémaco relata el viaje al Peloponeso: Néstor,
Helena, Menelao, las palabras de Proteo. Hacia el atardecer, Eumeo y Ulises recorren
también el mismo camino, admirando el manantial, un bosque de álamos, el altar de las
Ninfas; son insultados por un criado de los Procios, Melanthius. Cuando llegan ante el
palacio, Ulises admira su construcción, el patio, las puertas con sus firmes postigos. Sale
humo del hogar, se oyen ruidos. Dentro de la casa, los procios celebran un banquete, y Feo
entona una canción con su cítara.
Delante de las puertas del palacio hay amontonado un montón de estiércol, sobre el
que yace Argos, el viejo perro de Ulises. De joven, cuando su amo vivía en palacio, era
veloz y brillante, como su nombre indica, y perseguía cabras salvajes, gamos y liebres en el
bosque. Luego el amo se marchó a Troya: permaneció fuera veinte años: el perro envejeció;
las mujeres de la casa no se ocuparon de él y lo dejaron morir, lleno de garrapatas, sobre el
estiércol. Cuando ve a su amo, Argos lo reconoce a pesar de sus ropas de mendigo: mueve
la cola, dobla las orejas, pero la vejez le impide acercarse. Odiseo lo ve, aparta la mirada y
se enjuga disimuladamente una lágrima. Al entrar en palacio, tras veinte años de distancia,
Argos muere. No sabemos si Ulises se da cuenta de ello.
En la Odisea aparecen las últimas y más tenues luces de la edad de oro, cuando los
dioses, los hombres y los animales vivían juntos y se entendían. Argos vive ahora en un
mundo humanizado: como Eumeo, es fiel a Odiseo: tiene la devoción del siervo perfecto; y
su anhelo por su amo es tan intenso como el de Odiseo por su patria. Pero posee dones que
los hombres modernos han perdido. Los perros de Eumeo sentían físicamente la presencia
de lo divino, que se le escapaba a Telémaco. Argos tiene sin duda la misma percepción; y
una certeza de la sensación, una intuición del otro, en la que se basaba la ciencia arcaica de
las relaciones entre dioses, hombres, animales y cosas. Sólo él, en toda la Odisea, reconoce
a Ulises en cuanto lo ve, sin necesidad de las pruebas y señales que tan desesperadamente
necesitan los hombres. Ningún Laertes, ninguna Penélope vive tan cerca del cuerpo y del
corazón de Ulises.
Cuando Odiseo ve a Argos tendido en el fango, se ve a sí mismo: como su perro,
está degradado, su piel viciada, su capa sucia, su alforja como la de un mendigo; y tal vez
no vuelva al trono de su patria. Mientras lo llora, se compadece de sí misma. Aunque no ha
comprendido a Polifemo, comparte con él la comprensión de los animales. El
reconocimiento es doble: él también reconoce a Argos transformada por los años. Eumeo es
ajeno: no comprende; excluido del diálogo secreto que, después de veinte años, se reabre y
se cierra entre el amo y su perro. Tal vez el "segundo Homero" atribuya un significado
simbólico a la muerte de Argos. En la Odisea, desaparecen los caballos parlantes de Aquiles
que prevén el destino: desaparecen los dioses, que aparecen disfrazados: desaparece la
tierra de los Feacios, ese lugar intermedio; desaparece con la muerte de Argos la
correspondencia muda entre hombres y animales, sobre la que la civilización arcaica había
establecido sus cimientos. Sin más dioses visibles, sin más mitos, sin más animales
fraternales, entramos en el reino exclusivo del hombre.
Tras la muerte de Argos, Ulises cruza el umbral del palacio: ahora no lo cruza en
absoluto, porque se sienta a la puerta, mirando hacia dentro, y allí come y se mueve. Así
comienza la más grandiosa de sus metamorfosis: la de mendigo. La alforja, rota y sucia,
que nunca le abandona, es el símbolo de su desaliento. Antes de subir al trono y brillar a la
luz de su soberanía restaurada, Ulises desciende al abismo. Sólo Heracles desciende como
él, anhelando el sufrimiento y la abyección. O los emperadores de la leyenda irania,
pidiendo pan, disfrazados de mendigos, mezclados con los pobres que mendigan los restos
de la cocina del emperador romano, y cosidos a la piel de un buey y arrojados a una oscura
prisión. Tal vez toda soberanía deba ser humillada, vilipendiada, oscurecida, antes de que
pueda volver a brillar sobre el mundo.
En la Odisea, el abismo es el reino del útero: el útero "codicioso", "fúnebre", del
que Odiseo habló a Alcinoo y del que vuelve a Ítaca para hablar varias veces, casi
obsesivamente, con Eumeo y los Proci. En el vientre hay una furia oculta, enloquecedora,
como en la mênis de Aquiles, en el amor, en el éxtasis dionisíaco, en el fuego, en la furia
guerrera. Nunca podremos olvidarla: nos obliga a vagar, a guerrear, a enfrentarnos a todo
dolor. Cuando tenemos que tender la mano para conseguir un trozo de carne o de pan, todos
los signos de la existencia se derrumban. Ya no hay moral ni pudor ni contención: ya no
existe esa vergüenza que, según Hesíodo, volverá al Olimpo en la Edad de Hierro. Bajo el
dominio del vientre, Ulises conoce la última degradación: él, el rey con aspecto de águila,
tiene que luchar a puñetazos con un gordo mendigo de Ítaca, Iro. Ulises le golpea en el
hombro y bajo la oreja: le rompe los huesos, lo tira al suelo, lo arroja al patio y recibe,
como premio de los Proci, unas tripas llenas de grasa y sangre. Los Proci se mueren de risa.
La verdadera degradación es ésta: la risa petulante y cómplice de los Proci a sus espaldas.
Ulises se convierte en el héroe de una farsa escabrosa, aplaudida por los usurpadores.
La farsa revela pronto su aspecto siniestro. Cubierto con los harapos de un mendigo,
Ulises recibe los insultos de Antínoo, el primero de los procios, que le arroja un taburete a
la espalda; poco después, Eurímaco le arroja otro taburete, que hiere la mano del copero;
por último, Ctesipo le lanza una pata de buey, que choca contra la pared. Ulises no se
mueve: permanece quieto como una roca; aguanta como puede aguantar una piedra.
Mientras tanto, provoca a los procios, enciende su furia: Atenea desciende a sus mentes y
los excita, para que la venganza final sea más espantosa. En Ítaca se renueva la historia que
ya conocimos en la Ilíada. En el campo de Troya, Agamenón había ofendido a Aquiles,
arrebatándole algo suyo: una ofensa inestimable, inolvidable, el lóbe, que no podía
aplacarse con arrepentimientos y regalos. Odiseo en Ítaca también sufre la lóbe: no menos
grande que la de Aquiles, y que debe ser redimida con la venganza definitiva.
El de Ulises es un prodigioso experimento teatral: no es un mendigo, sino un actor
que interpreta el papel de un mendigo, como si toda su vida, mientras era rey o luchaba en
Troya, no hubiera hecho más que observar los hábitos de los mendigos e imitarlos ante el
público de los señores. Ningún otro héroe habría aceptado jamás subir al escenario y
dejarse embaucar, más aún delante de sus enemigos. Pero Ulises, en cambio, ama su propio
disfraz: le gusta comer con los porqueros, fanfarronear, contar cuentos chinos, llevar la
capa de Eumeo, hacer de barrigón. Siempre había mirado las cosas desde arriba, desde los
palacios donde moran los señores, y ahora le gusta mirarlas desde abajo, sumergido en el
fango.
El nuevo punto de vista le revela verdades que antes no sospechaba: quizá no toda
la verdad, pero sí una parte indispensable de ella. Conoce, porque lo ha experimentado e
imaginado, la vicisitud de las fortunas humanas: cómo todo cambia y se derrumba; y el rey
más altivo se convierte de pronto, por la fuerza del azar, en el último de los vagabundos. Le
gusta representar el papel de criado: posee también un corazón de criado; es el primero de
los criados de la comedia, del Fígaro, que durante dos mil años, después de él, recorrerá
ágilmente, nunca desesperado, nunca domesticado, el intrincado y farsesco escenario del
mundo. A pesar de esta actuación, no olvida que es Ulises: una gran águila con las alas
desplegadas. A veces lacera la ficción, y con dolorosa nobleza habla de lo miserable y
efímero que es el hombre, y de los dioses, y de cómo debemos "callar" los dones que nos
hacen.
III LOS
SUEÑOS DE PENÉLOPE

Penélope siempre duerme. Cuando Telémaco le reprocha que no entiende el poema,


vuelve a su habitación y llora a su marido hasta que Atenea arroja "un dulce sueño" sobre
sus párpados: cuando teme por la suerte de Telémaco, que está siendo minado por los Proci,
un profundo sueño se apodera de ella y sus miembros se derriten: cuando Odiseo llora,
Atenea la duerme; cuando no quiere bajar entre los Proci, duerme recostada en su silla; e
incluso mientras Odiseo mata a los Proci en el mégaron, sube a su habitación y Atenea
lanza el encantamiento de Hermes sobre sus párpados. Durante el sueño, grandes sueños la
visitan, anunciándole la salvación de Telémaco o el regreso de Ulises, o presentándoselo
cerca de ella, sobre el lecho, a su lado. Así vive Penélope: envuelta en la sombra, la
suavidad, la quietud y la incertidumbre del inconsciente, como ningún otro personaje de la
Odisea. Para Ulises, el sueño es una experiencia más terrible: "semejante a la muerte", dice
Homero; lo que nunca se dice para Penélope. Al cerrarse sus párpados, sufre el asalto de los
dioses o experimenta crisis profundas, pasajes de un tiempo y espacio a otro tiempo y
espacio. Nunca sueña: ni los sueños verdaderos ni los engañosos le visitan; sólo es un
intérprete de sueños.
Penélope conoce la mordedura del insomnio: punzadas y ansiedades agudas,
tormentos intolerables, remordimientos, incertidumbres, dolores que la condición de vigilia
no puede soportar. Y precisamente por eso exalta el sueño, el "límite", la moîra, que los
dioses han impuesto a los mortales. Lo que Atenea le envía es casi siempre dulce: como a
lo largo de la Odisea, donde puede ser "dulce" incluso cuando nos lleva a la ruina. Hay que
imaginarlo como una sustancia líquida, que se vierte sobre los ojos y el cuerpo de Penélope
y así "derrite sus miembros" (como los derriten el amor y la muerte), y al mismo tiempo los
envuelve y ata sólidamente como la más estrecha de las ataduras. El sueño tiene este doble
don de "desatar" y "atar": así lo dijeron Shakespeare y Goethe. Quien, como Penélope, se
somete a él, olvida los dolores y la dolorosa realidad: resuelve las crisis que la vigilia no
puede resolver; obtiene la quietud -aunque esta quietud anticipe la quietud definitiva de la
muerte:
Un leve sopor me ha envuelto, yo tan infeliz.
Oh, si la pura Artemisa me
diera
una muerte tan
leve....
Mientras Ulises ve a Atenea, aunque transformada, Penélope nunca la ve, ni como el
joven hijo de un príncipe ni como una experta artesana. La divinidad penetra en ella:
desciende a su sueño, y entonces un fantasma entra en su habitación, procedente del País de
los Sueños, se detiene en su cabeza y le habla. O Atenea le envía consejos e inspiración
desde el espacio divino. Todas las decisiones importantes de Penélope le llegan de Atenea y
de los dioses: ya sea preparar el sudario para Laertes, o descender entre los procios, o
prepararse para la contienda con el arco. Penélope se inspira a lo largo de toda la Odisea.

Esta criatura del sueño y de los sueños es también hija de la razón: calculadora y
razonadora impertérrita. Una frase la acompaña: tanto para Antínoo como para Atenea, la
mente de la reina "medita otra cosa". Que medite otra cosa que lo que dice significa lo que
Aquiles piensa de su marido: 'una cosa esconde en su corazón y otra dice'. Así, el espíritu
de Penélope es siempre doble: mientras habla, una fuerza secreta, actuando en su interior,
razona, trama, maquina, calcula, engaña, igual que Ulises. La Odisea dedica tres pasajes
casi idénticos al sudario -una "tela fina y muy ancha"- que Penélope teje y desteje para
Laertes: una obra maestra de artesanía y engaño como el caballo de Troya construido por
Ulises, y que también se recuerda tres veces.
El marido y la mujer son a la vez semejantes y desemejantes: se contradicen y se
complementan. Penélope sueña y Ulises no sueña: mientras Penélope se nos presenta como
un alma trágica, Ulises sólo es tocado por la tragedia cuando se convierte imaginariamente
en el esclavo troyano: mientras Penélope es servil a los dioses, Ulises coincide con su
propio destino: mientras Penélope vive en el inconsciente, ignorando sus propios impulsos
secretos, Ulises transforma el inconsciente en consciente; ambos calculan, desconfían,
engañan, mienten, prueban. De este intrincado juego de semejanzas, desemejanzas y
reflejos, surge la profunda "concordia" entre marido y mujer, que Ulises había ensalzado al
hablar con Nausicaa:
... no hay bien más sólido y precioso
que cuando con pensamientos concordantes
un hombre y una mujer
sostienen la casa.
Encerrada en la prisión de Ítaca mientras Ulises está encerrado en la de Ogigia,
Penélope añora a su marido con todas las fuerzas del espíritu y del eros. Echa de menos a
Ulises: lo recuerda constantemente, sin él se siente atrofiada; sufre por él y lo llora, hasta
que Atenea derrama sueño sobre sus párpados. También Penélope es una heroína de la
memoria, que nunca debe ser olvidada: para ella no hay aceptación ni resignación ante la
insalvable ausencia. Pero su razón rechaza los halagos de la memoria: los relatos de
vagabundos y viajeros, e incluso sus propias esperanzas, tan profundas como inconfesadas.
Quiere pruebas, que pueda tocar como su gran lecho conyugal.
Lo que sorprende en Penélope es el momento de su vida interior. Se la ve desde
dentro, como a ningún otro personaje de la Odisea: auscultada por un oído y un ojo
invisibles, que siguen sus oscilaciones, ondulaciones, incertidumbres, dudas. Por eso no es
de extrañar que muchos lectores inteligentes hayan recordado la auscultación con que un
oído y un ojo no menos invisibles siguen desde dentro a los personajes de Henry James.

La misma noche del regreso de Ulises a palacio, tiene lugar una escena misteriosa,
en la que Atenea impone sus deseos a Penélope. La diosa tiene un plan: único entre los
personajes de esta parte de la Odisea, donde Ulises también se mueve caso por caso, según
la inspiración del momento. Quiere que la reina "encante", "seduzca" a los procios: que los
engañe proponiéndoles un próximo matrimonio, y que les arrebate astutamente los regalos
de boda. Esto la hará "parecer honrada", más que antes, ante su marido y su hijo. Los
comentaristas han acusado a la diosa (y a Penélope, que la obedece) de inmoralidad y de
estafar a los Proci: pero la moralidad de Atenea, Ulises y Penélope, que pertenecen al
mundo de la mêtis, no es la de una virtuosa dama burguesa del siglo XIX, Madame Proust o
Madame Weil o George Eliot. Como Atenea, Ulises y su esposa engañan: quieren acumular
riquezas en la despensa familiar, como compensación parcial por lo que los Proci han
dilapidado.
Con la mente consciente, Penélope no quiere seguir el plan de Atenea: desea
descender al gran salón, aconsejando a Telémaco que no se relacione con los Proci. Pero es
difícil repeler de sí misma el poder de lo divino: a pesar de la resistencia de Penélope, la
diosa se apodera de ella, la inspira, la hace actuar como un fantasma. Hay, brevemente, una
especie de hipo: Penélope no puede comprender lo que Atenea le impone; y se "ríe". Con
toda probabilidad (el pasaje es muy discutido), se ríe avergonzada, turbada, disgustada: se
ríe sin motivo o por demasiados motivos, como cuando se agitan en nuestra alma distintos
instintos y no sabemos cómo comportarnos. A pesar de su torpeza, Penélope hace lo que
Atenea quiere: no se resiste a que la diosa entre en su interior y la posea.
Eurínome, la dispensadora, quiere que Penélope se case: le aconseja que lave su
cuerpo y limpie con ungüento su rostro manchado de lágrimas. La reina se niega:
Los dioses que tienen el Olimpo para mí
extinguieron la belleza
, cuando aquel hombre partió en naves huecas.
Entonces interviene Atenea, derramando el "dulce sueño" sobre Penélope: los
miembros de la reina se aflojan, su alma se hunde en la quietud, mientras la diosa unge su
rostro con el maquillaje de Afrodita, haciendo su figura más alta y robusta y su rostro
blanco como el marfil. Revivida del sueño, Penélope despierta. Sale de la habitación,
acompañada por dos siervas, y cuando llega al vestíbulo del piso inferior, se detiene junto a
una columna, con un chal cubriéndole las mejillas. Se encuentra en el umbral entre el
mundo femenino y el masculino: preserva la discreción, aunque, sin saberlo, sólo busca
seducir. La nueva Afrodita difunde el encanto de la diosa a su alrededor: todos los Proci
están encantados con Eros: les gustaría hacer el amor con ella, y se les "derriten las
rodillas". En un solo instante, conocen los efectos acumulativos de Eros, el sueño y la
muerte.
El discurso de Penélope es una obra maestra de la elocuencia. Encerrada en su alma,
Atenea le sugiere temas, y ella los desarrolla con un arte de variación retórica que recuerda
la sabiduría de su marido. Nos revela un hecho que ignorábamos. Antes de partir hacia
Troya, Odiseo la tomaba de la muñeca, en señal de despedida y amor, aconsejándole que
volviera a casarse si él no regresaba de Troya al cabo de veinte años:
De mi padre y de mi madre acuérdate, en casa,
como ahora, o más aún, mientras yo esté lejos,
y cuando veas crecer la barba del muchacho,
cásate con quien quieras, dejando esta tu casa.
Con toda probabilidad, el relato es falso: Ulises nunca pronunció estas palabras,
como confirman los pensamientos de Ulises-beggar que presencia la escena. Penélope
quiere hacer saber a los Proci que en estos días "todo se ha cumplido": ya Telémaco tiene
barba varonil y ella está dispuesta a volver a casarse (aunque el nuevo matrimonio le resulte
odioso) y a dejar tras de sí una "casa nupcial tan hermosa, tan llena de bienes, que creo que
siempre recordaré, incluso en sueños". A pesar de su dolor, no olvida que es la esposa de
Ulises: pide espléndidos regalos de boda, joyas, tesoros.
La reina no tiene intención de casarse con uno de los Proci, y quiere engañarlos.
Con alguna parte desconocida de su alma, espera el regreso de Odiseo: a pesar de sus
dudas, ha escuchado a muchos vaticini, y ahora intenta una vez más entretenerlos, lo que
siempre ha sido la principal de sus artes. Con la ayuda de la gracia, la astucia, la mentira y
el deseo erótico despertado en los Proci, intenta recibir regalos de ellos, que irá
acumulando, como la más escrupulosa anfitriona, en la sala del tesoro. En un segundo
plano, silenciosa y desapercibida, pero continuamente activa en el alma de Penélope, se
encuentra Atenea. La diosa tiene su propio plan. Las palabras de la reina, la propuesta de
matrimonio, la carrera con las hachas forman parte de un plan, que llevará a los Proci a la
ruina. Penélope y Ulises son los instrumentos de esta maquinación: la primera pasiva, el
segundo más dispuesto a explotar las invitaciones del azar.
Al discurso de Penélope no sólo asisten el Proci y Telémaco: en un rincón, sin que
su mujer lo vea, está el falso mendigo. Ulises comprende todo y "se alegra". Se alegra por
muchas razones. Después de tantos años, comprende que Penélope no ha cambiado: como
él, es doble; "su mente medita" siempre "otra". Encanta a los Proci como él ha encantado a
los Feacios: posee el mismo arte de la elocuencia, las "palabras de miel", que aconsejó a
Telémaco poco antes: miente soberbiamente, inventando aquella patética partida hacia
Troya, que nunca se produjo: le es fiel; y consigue, con sus artes, arrancar a los Proci
regalos de boda para un matrimonio que nunca se celebrará. Mientras tanto, los Proci
bailan, escuchan canciones, se divierten, creen en la próxima boda y no entienden nada.
Antínoo ofrece a Penélope un hermoso peplos y doce broches de oro, Eurímaco un collar de
ámbar y oro, Eurilamante un par de pendientes de perlas; y Pisandro un collar. Luego
Penélope vuelve a su habitación.

El palacio de Odiseo es una colmena zumbante. Mientras los Proci bailan y charlan
en el gran salón, Penélope y sus siervas viven en una habitación más pequeña en la planta
baja, que no es el dormitorio privado de la reina. Desde esa habitación, las mujeres oyen y
ven todo, o casi todo, lo que sucede: el taburete que Antínoo arroja a Odiseo, el estornudo
de Telémaco; todos los acontecimientos resuenan y se hacen eco allí. Así, Penélope
vislumbra al forastero por primera vez y se siente intrigada por la figura desconocida
incluso antes de verle y hablar con él. Pide a Eumeo que le conduzca a la habitación: el
porquero despierta su curiosidad hablando de las historias del desconocido sobre su
encuentro con Ulises. Cuando Eumeo baja a la habitación e invita al mendigo, éste pospone
el encuentro hasta la noche: para entonces los Proci habrán abandonado el palacio.
Por la noche tiene lugar el encuentro. Penélope entra en la habitación, donde las
criadas le preparan una silla con incrustaciones de marfil y plata. El mendigo se sienta en
una silla más sencilla. Penélope ignora que el mendigo es Ulises: ni siquiera lo reconoce
por su voz, que debería haberle recordado el timbre de veinte años antes, una de las muchas
y bellas improvisaciones de Homero. Como es su costumbre, Penélope quiere "poner a
prueba" al desconocido:
Forastero, primero yo mismo te preguntaré esto:
¿quién eres, de qué linaje? ¿Dónde tienes ciudad y padres?
Esta es la pregunta que repiten todos los personajes de la Odisea, incluso Polifemo.
Como había hecho con Eumeo, Ulises sigue una doble táctica. Por un lado, halaga a
Penélope, la hechiza y la corteja con sus melosas palabras, como si quisiera conquistar a su
esposa disfrazado de mendigo y hacerse amar, a pesar de sus harapos y su piel imperfecta.
Por otra parte, pone a prueba a su esposa y se revela a ella casi en último lugar, después de
darse a conocer a Telémaco, Euriclea y los criados. Tiene una obsesión casi maníaca por la
prueba: todos los sentimientos, intuiciones y afectos deben ceder, en su alma, ante la
necesidad de un examen despiadado, casi científico. Pero, ¿por qué se revela tan tarde
precisamente a Penélope? ¿Por qué no se confía a ella, encontrando una valiosa aliada en la
lucha por el trono? Muchos estudiosos proponen reconocimientos imposibles: a muchos
lectores les parece inverosímil que no muestre su verdadero rostro a la persona en la que
más confianza tiene.
En este momento, Odiseo obedece los consejos de Agamenón y Atenea, que en el
Hades y en las costas de Ítaca le habían aconsejado "no fiarse" de las mujeres y "poner a
prueba" a su esposa. Pero ahora ya tiene esa prueba. En su discurso a los Proci ha
reconocido en la reina a su Penélope, doble, astuta, amorosa: su espejo. Su esposa sigue
siendo la misma: Ulises confía plenamente en ella; y parecería natural que, en la larga
noche llena de palabras, se despojase de la túnica de mendigo y declarase su nombre. En
lugar de ello, continúa ocultándose. Aquí descubrimos la suprema astucia literaria del
"segundo Homero". Gran psicólogo, nunca cae víctima de lo que un escritor moderno
llamaría la lógica de la psicología. En primer lugar, tiene en mente una construcción
arquitectónica llena de aplazamientos, suspensiones, retrasos: el encuentro con Penélope
debe estar en la cúspide de esta construcción, y sólo se produce cuando los Proci son
asesinados. Así, una vez más, la forma somete la psicología a sí misma.
A pesar de la pregunta de Penélope, Ulises no revela su nombre, ni siquiera un
nombre falso:
... no me preguntes por linaje y patria,
no sea que llene mi alma, según recuerdo,
de más sufrimiento: tengo muchas penas...
Incluso entre los feacios, Ulises había ocultado su nombre a la reina. Cuando
Penélope insiste, cuenta una de sus "historias mentirosas": nacido en Creta, hermano de
Idomeneo, conoció a Ulises mientras navegaba hacia Troya. Penélope llora
desesperadamente a su marido, que está "sentado a su lado": sus lágrimas se orquestan en
una comparación grandiosa, donde el mismo verbo se repite cinco veces. Como casi
siempre en Homero (y en Shakespeare), los acontecimientos del alma ocupan un espacio
físico, traducido en acontecimientos de la naturaleza:
lloraba mientras escuchaba, su piel se derretía.
Como se derrite la nieve en las altas montañas,
que Euro derritió y Céfiro había amontonado,
y al derretirse se hinchan los ríos
, así se derritieron sus hermosas mejillas mientras lloraba.
Todo lo que estaba oculto, comprimido y encerrado en el corazón de Penélope -las
penas, los remordimientos, la nostalgia, la resistencia, la represión, las esperanzas- se licúa
e inunda sus mejillas como un torrente. Sentado a su lado, Ulises no se revela. Aunque
conoce el don de las lágrimas, se comprueba a sí mismo, como si sus ojos fueran de cuerno
o de hierro, en los párpados inmóviles.
Con el amor por el ensayo, que comparte con su marido, Penélope insiste y pregunta
al mendigo qué ropa llevaba Odiseo en el viaje a Troya. Incluso ahora, en el punto álgido
de su emoción, pierde la timidez y el autocontrol. De repente, ya no estamos en el mundo
de los "cuentos de mentirosos": ya no hay Creta ni el hermano de Idomeneo; Ulises
disfrazado dibuja un retrato del verdadero Ulises, tal y como apareció veinte años antes.
Finge no recordar bien; y luego realiza un ejercicio de memoria muy preciso, que sólo él, el
hombre de la memoria, podría lograr. He aquí: el rey vestía un manto doble de lana, de
color púrpura: en él llevaba un broche de oro con un perro que sostenía entre sus patas un
cervatillo abigarrado (también él es abigarrado); y vestía una túnica delicada y luminosa.
Así que ya conocemos al verdadero Ulises. Tal vez un escritor moderno haría el
reconocimiento en este punto: pero ni siquiera esta vez, en la complicada Odisea, tiene
lugar. Hay un nuevo aplazamiento. Penélope llora ante los signos auténticos. El mendigo
añade detalles que se acercan cada vez más al relato de la Odisea: el rey está vivo, perdió a
sus compañeros en el mar viniendo de Trinadia, la tempestad lo arrojó entre los feacios que
lo colmaron de regalos; y ahora está en Dodona, donde escucha la voluntad de Zeus.
Finalmente, la profecía:
todo esto se hará realidad como digo.
Odiseo vendrá en este mismo giro del tiempo,
cuando una luna termine y la otra comience.
A medida que Ulises teje estos cuentos, Penélope se transforma. Desde el principio,
se siente intrigada por el mendigo. Ahora, sus sentimientos son más intensos: confía en él,
le dice que su propia naturaleza es de mêtis y engaño, le confía un sueño secreto; le llama
"huésped querido", de hecho el huésped más bienvenido "entre los huéspedes de tierras
lejanas". Algunos dicen que la reina se enamora repentinamente del mendigo, bajo cuyas
harapientas ropas se esconde su marido. Esto parece excesivo: pero la afinidad que
Penélope siente por él -un hombre al que conoce desde hace sólo unas horas- es casi
semejante a la estrecha concordia que sentía y sigue sintiendo por su marido. Así que
intenta imitar la hospitalidad que Ulises le habría ofrecido: le propone que las criadas lo
laven y que le preparen una cama, con "lustrosos divanes y mantas", en el gran salón,
mientras que Néstor, Menelao y Alcinoo sólo habían hospedado a Telémaco y Ulises en el
pórtico del palacio.
Ulises se niega: las "mantas y cobijas brillantes" no son para él; se acostará en el
vestíbulo, sobre una piel de buey sin curtir, cubierta con pieles de oveja. No quiere dormir
en la casa: seguirá siendo mendigo y forastero hasta el final, cuando regrese al palacio
como rey y duerma en el lecho conyugal junto a Penélope. Sólo acepta que le lave los pies
una "vieja doncella, diligente, que tanto ha sufrido en su alma" como él: desea, pues, una
doncella de juventud, una de las humildes fieles, la querida Argos, que le había amado. Tal
vez tiene en mente a Euriclea, la dispensaria, la nodriza de Telémaco, y no cree que ella
pueda reconocerle vislumbrando o palpando la vasta cicatriz de su pierna. ¿Acaso Ulises,
que no olvida nada, lo ha olvidado? De momento no piensa, no calcula. Al menos
inconscientemente, quiere ser reconocido, disfrutando de nuevo de la dulzura del hogar, de
los lavados familiares, del afecto de la vieja sirvienta.
Cuando Penélope llama a Euriclea, las imágenes de Ulises y el mendigo se
confunden en su mente. Por un momento, parece haber identificado al forastero con el
terrateniente: pero sólo se trata de un astuto juego verbal de "según Homero", permitido por
la construcción sintáctica de la lengua griega. Las imágenes vuelven a confundirse, el
mendigo se convierte en un doble de Ulises; ambos tienen los pies y las manos enfermos.
Cuando Euriclea habla, la confusión aumenta: llama a Ulises tú y creemos que se refiere al
forastero que está allí: entonces el tú de Ulises se convierte en él, mientras que el mendigo
se convierte en tú. Finalmente, el viejo mendigo observa algo que nadie, ni siquiera
Penélope, había observado. Ulises y el desconocido se parecen: en el aspecto, en la voz, en
los pies. Atenea ha transformado lentamente a su cómplice.
Euriclea coge la jofaina y vierte primero agua fría y luego caliente. Entonces Ulises
recuerda la cicatriz de su pierna, teme ser reconocido y se vuelve hacia la oscuridad para
esconderse. El reconocimiento es inmediato: al tocarse la cicatriz con la mano, Euriclea se
vuelve hacia su amo. La tensión es grande. En lugar de narrar de forma rápida y dramática,
el "segundo Homero" introduce una larga digresión, que recupera una parte del pasado: el
nombre de Odiseo, Odiseo de niño, la comida en casa de su abuelo, la caza en el Parnaso,
los perros, el jabalí que hiere a Odiseo por encima de la rodilla, el tratamiento de la herida,
el regreso a casa. En el fondo de esta digresión está el modelo de la Ilíada. Cuando la
tensión llega al extremo, tanto el "primer" como el "segundo Homero" insertan un episodio
lejano: la distancia produce quietud, un plan se dispone detrás del otro, la tensión se
ralentiza y se apaga, mientras que la espera se aplaza una vez más.
En cuanto Euriclea reconoce la herida, deja caer la pierna de Odiseo y vierte agua
sobre el suelo. Toca la barbilla de su amo y está a punto de revelar a Penélope que su
marido ha regresado. Pero Penélope está distraída: Atenea ha desviado sus ojos y su mente;
tal vez esté pensando en el sueño de los gansos, que pronto confiará al forastero. Ulises
agarra a Euriclea por el cuello y amenaza con matarla si divulga el secreto. El viejo
dispensario revela cuán grande es la paciente fortaleza de los Ulises y sus criados:
Ya sabes, qué firme e inquebrantable es mi voluntad:
como una roca sólida me mantendré, como el hierro.
El peligro ha desaparecido. De nuevo Euriclea lava y unge los pies de su amo con
aceite: Ulises vuelve al fuego para calentarse, cubriendo su cicatriz con trapos. El secreto
estaba a punto de ser revelado, y una vez más el "segundo Homero" aleja la conclusión.

Cuando Nausicaa sueña con Atenea, la suya no es una experiencia onírica, como la
definirían los psicoanalistas modernos: ningún pensamiento latente, ninguna sombra
inconsciente se expresa y sale a la luz. Atenea abandona el Olimpo, desciende a Scheria,
vuela como una ráfaga de viento hasta el lecho de Nausicaa, toma la forma de una amiga, le
da un consejo: el matrimonio está cerca; a la mañana siguiente ve al río a lavar tu ropa de
novia. El lenguaje de la visión de Nausicaa es transparente: todo significa sólo sí mismo; la
boda es la boda, la ropa la ropa, el carro el carro, los lavabos los lavabos. No hay misterio,
ni para Nausicaa que escucha la revelación divina, ni para nosotros que leemos la Odisea.
El sueño de los gansos, que Penélope tuvo la última noche o una de las últimas
noches, es muy diferente. La reina había soñado que veinte de sus ocas, saliendo del
estanque del jardín, picoteaban tranquilamente el grano. Ver a los animales la llenaba de
alegría. De repente, un águila de gran tamaño y pico ganchudo, que descendía de una
montaña, se abalanzaba sobre los gansos, les partía el cuello y los mataba: mientras yacían
muertos en un montón, el águila se elevaba hacia el cielo. En el sueño, Penélope, rodeada
de sus siervas, lloraba y gemía miserablemente, porque habían matado a sus animales.
Entonces el águila regresó, se posó en el tejado y habló con voz humana, diciendo que el
sueño era una visión verídica: los veinte gansos muertos eran los Proci, el águila Ulises,
que daría una muerte horrible a los pretendientes. Así que el sueño -ésta es su primera
singularidad- se interpreta a sí mismo. Poco después, Penélope despierta, pero la realidad
no se corresponde con la visión nocturna: los gansos siguen allí, junto al estanque, y
continúan picoteando el grano.
Con su aguda inteligencia, Penélope intenta comprender el sueño que la poseyó y,
en general, la naturaleza de los sueños, sobre los que elabora una teoría sin parangón en el
mundo homérico. Son, en primer lugar, "terribles", porque tienen una fuerza sin remedio.
Luego son "inexplicables": su trasfondo sigue siendo misterioso, para ella y para todos los
que leemos. Al menos en nuestro caso, el "segundo Homero" no comparte la teoría de
Penélope, esta criatura de la noche, dividida entre la confianza y la desconfianza de la
sombra. El sueño de los gansos no es en absoluto "inexplicable", porque está dilucidado
con absoluta precisión, punto por punto, figura por figura, hasta el punto de disipar
cualquier residuo de misterio. Si quiere explicar el sueño, el intérprete debe seguir un doble
camino: primero distinguirlo y subdividirlo en sus elementos, luego traducir las figuras
aparentes en simbólicas. Esto es lo que hace Ulises, en su papel de águila y mendigo: el
águila de pico ganchudo es él mismo, los gansos que picotean el grano son los Proci. El
"segundo Homero" se cree un buen intérprete de sueños. Actúa como un psicoanalista
moderno, que divide los elementos y traduce las figuras superficiales en profundas.
No quisiera identificar la figura del colorido mistificador, a punto de volver a
ocupar su trono, con la de su austero alumno de Viena. Entre el psicoanálisis del rey de
Ítaca y el de Freud, hay dos diferencias. Los sueños freudianos surgen del vasto almacén
del pasado, lleno de sentidos y apariencias indescifrables: mediante el análisis y las
subsiguientes distinciones y dislocaciones, Freud quiere comprender el alma del paciente,
sacar a la luz lo reprimido y, si es posible, curarlo. El sueño estudiado por Ulises no sólo
contiene el pasado: sobre todo, oculta el futuro: es una profecía, un vaticinio, que quiere
revelar a Penélope; sólo así podrá curarla. Freud nunca tuvo estas ambiciones proféticas. La
segunda diferencia es que, mientras que todos los sueños modernos se someten a la misma
técnica analítica, los sueños homéricos se dividen en dos grupos. Como argumenta
Penélope (esta vez Homero sin duda está de acuerdo), los sueños que salen de las puertas
transparentes de cuerno se cumplen: los otros, que salen de las puertas opacas de marfil, no
se cumplen y traen la desgracia. Así pues, no todos pueden interpretarse con exactitud.
El sueño de los gansos concierne, en parte, al pasado y al presente: Homero lo
interpreta; y revela una verdad que ha sorprendido a muchos lectores. Aunque lo ignora por
completo, Penélope siente cierta ternura por los Proci-oche (o algunos de ellos), que
quieren casarse con ella. Y siente una aversión aún más inconsciente por su terrible marido-
águila, el inexorable vengador que, como ella espera, está a punto de llegar a Ítaca y matar
a los Proci. La otra parte del sueño se refiere al futuro. Aquí toda la luz recae sobre Ulises,
presente dos veces: como un águila con voz humana que profetiza dentro del sueño; y,
fuera del sueño, como un mendigo, que aprueba la interpretación dada por el águila. Ulises
-al que ahora vemos todavía como un mendigo, harapiento, con la piel manchada- se ha
convertido ya simbólicamente en una gran águila, un poderoso gobernante, que está a punto
de matar al Proci y ascender al trono.
La otra intérprete del sueño, Penélope, no está segura. No sabe si el sueño salió por
la puerta de cuerno o por la de marfil: no sabe si se cumplirá o quedará como una vana
sombra en el país de las Sombras. Si se cumpliera -así lo dice al menos su alma consciente-,
ella y Telémaco serían felices: terminaría el aprisionamiento del palacio, acabaría el asedio
de los procios y el águila, el esposo al que ama tan intensamente, volvería a posar sus alas
en el trono. Pero en el fondo, Penélope está convencida de que el sueño es falso. Cuando se
despierta y mira por la ventana, ve que las ocas siguen picoteando el grano. Así que el
sueño, que salió de las puertas de marfil, no se hizo realidad: nadie matará jamás a los
Proci, que perturban su vida consciente. Todo fue una visión confusa, oscura, vana,
inexplicable. Ulises no le responde. Si respondiera, o si "según Homero" respondiera por
ella, le diría que es una mala intérprete de sueños. No ha entendido su lenguaje simbólico.
Los que morirán, masacrados por el águila, serán los Proci: no los gansos, que sólo son
figuras oníricas y pueden seguir existiendo, en la realidad cotidiana, picoteando grano.

Atenea inspira de nuevo a Penélope, sugiriéndole que se prepare a la mañana


siguiente para el concurso de arco, hachas y flechas, y que se case con el ganador. Penélope
se lo cuenta al mendigo, sin decirle que Atenea la inspiró. El plan de la diosa es
transparente: Ulises está en Ítaca, participará en la carrera, tensará su arco, matará al Proci.
Pero los dioses no revelan el secreto de su consejo: Penélope no sabe nada de este plan; y
para ella, el consejo de Atenea sólo significa el abandono de su hogar y un matrimonio que
aborrece. No puede rebelarse: cumple el consejo de la diosa con su propia y lúcida
decisión. Pero, en toda la Odisea, nunca la hemos visto tan desesperada: perpleja, vacilante,
desgarrada; casi loca, poseída por el espíritu de la autodestrucción, deseosa de ser
arrastrada como las hijas de Pandeo, esperando uno de los dardos mortales de Artemisa...
Nunca nos ha parecido tan grande como ahora, bajo esta trágica luz.
Ulises aprueba el plan de Atenea. Piensa que él también, confundido entre los Proci,
participará en el concurso de tiro con arco, que conoce desde hace muchos años. Le repite a
Penélope que su marido está en camino y que llegará antes de que los Proci tomen las
armas. La esposa no responde a esta renovada profecía: con el arrebato más afectuoso, le
dice al mendigo que le encanta escucharle: sus palabras le dan alegría y consuelo como las
de los poetas; le escucharía siempre, sin dormir jamás, como los feacios escuchaban los
cuentos de Odiseo. Pero la noche ha avanzado, y no hay que violar los límites que los
dioses han impuesto a los asuntos humanos. Ahora, para ella, es el momento de subir a su
habitación y tumbarse en su lecho empapado de lágrimas. Sube las escaleras, junto con las
siervas, y llora a su marido hasta que, una vez más, Atenea derrama el "dulce sueño" sobre
sus párpados.
Mientras tanto, Ulises se acuesta en el vestíbulo, tendido sobre una piel de buey y
cubierto con pieles de oveja: tarda en dormirse, perturbado por el espectáculo de las siervas
uniéndose a los Proci, hasta que la enmascarada Atenea le habla, le asegura su protección y
le tranquiliza. Ulises está a punto de dormirse: el sueño se apodera de él, "el sueño que
afloja los miembros", disolviendo las ansiedades del alma. En ese momento, en el piso de
arriba, Penélope se despierta y se sienta en la cama. Suplica a Artemisa: la invoca, le ruega
que la arrastre, que la hiera con uno de sus dardos mortales. Mientras dormía, tuvo un
sueño "insoportable", porque renovaba otros, igualmente dolorosos, que la habían visitado
durante sus veinte años de ausencia: soñó con Ulises, que yacía a su lado y le hacía el amor:
tan joven como cuando había partido hacia Troya; y su corazón se alegró, le pareció que su
marido y su amor estaban vivos y eran reales. La visión de los gansos fue una revelación
simbólica: ésta es la revelación de un anhelo: alcanzar a alguien que se acerca. Ahora que
está despierta, Penélope llora: llora desesperadamente; el sueño de su marido es "malo",
porque es irreal, imposible, como los que entran por la puerta de marfil.
Abajo, en el vestíbulo, Ulises oye el grito de Penélope y se despierta. Permanece
sumido en el sueño, envuelto aún en el sueño que Atenea ha derramado sobre sus párpados:
sabe que Penélope duerme arriba, en su habitación, y sin embargo le parece que ella le ha
reconocido y que ahora está allí, junto a él, sobre la piel de buey, junto a su cabeza. Los
deseos de los dos esposos se corresponden: en el sueño, duermen uno junto al otro. Todo
parece consumado: veinte años de ausencia y de lechos divididos se olvidan; sin embargo,
aún quedan por esperar algunas horas, la masacre de los Proci, las pruebas mutuas. Las dos
líneas del relato se alternan. Mientras Penélope duerme, Ulises está despierto: mientras
Ulises duerme, Penélope despierta, y entonces Ulises despierta también, hasta que las dos
líneas narrativas se funden en una. Los dos esposos están despiertos. Dos historias paralelas
se disuelven en una, según ese principio de simultaneidad narrativa, que el "segundo
Homero" ama profundamente.
Ulises se levanta y se dirige a Zeus, invocando un presagio y un prodigio.
Inmediatamente, Zeus le envía un prodigio: un trueno procedente del cielo estrellado y
despejado; una señal que, en la Odisea, sólo él recibe, como prueba de la protección divina.
Luego, el presagio: una anciana, moliendo trigo en la muela mientras sus compañeros
descansan, maldice a los Proci. La gran casa se despierta. Los criados encienden un fuego
en el hogar: Telémaco se levanta, se viste, se cuelga la espada al hombro, se ata las
sandalias, coge su bastón, sale de la casa con los perros: las criadas barren rápidamente la
casa, riegan el suelo, echan paños de púrpura en sus tronos, esponjan las mesas, limpian las
cráteras y las copas, traen agua del manantial y regresan; los obreros cortan leña, Eumeio
trae tres cerdos, Filecio conduce una vaca y cabras... Ulises ve y oye reanudarse la vida,
como cada mañana. Ha llegado la hora: el tiempo casi ha terminado.

IV
BAJO EL SIGNO DE APOLO

Cuando Telémaco recibe al profeta Theoclimenus en la costa del Peloponeso, el


"segundo Homero" relata largamente su genealogía, de un modo inusual en la Odisea. De
ningún otro héroe revela tanta información; y lo hace de forma oscura, casi incomprensible,
suprimiendo detalles y arrojando a la sombra pasajes esenciales. No se trata de un accidente
ni de un absurdo, como se ha afirmado en alguna ocasión. Theoclimenus posee una
genealogía tan grandiosa porque es el mayor profeta de la Odisea, aunque ninguna otra
tradición lo recuerde. Mientras Proteo y Tiresias escuchan en su interior la inspiración de
los dioses, o interpretan los vuelos de los pájaros, Theoclimenus no necesita señales. Él ve.
Es el único vidente de la Odisea. Su locura profética alcanza su clímax: su don mántico le
hace contemplar en el exterior lo que sucede en el interior, su delirio le hace vislumbrar
aquí, hoy, lo que sucederá en el futuro. A diferencia de los demás profetas, ha cometido un
crimen, matar a un hombre de la tribu: los hermanos y parientes del asesinado le persiguen;
ahora vaga bajo el peso de ese crimen. "Mi suerte es vagar entre los hombres". Tal vez sea
precisamente este crimen y la culpa de la que (como Apolo) está imbuido lo que intensifica
su facultad de ver lo que nadie puede ver con sus propios ojos.
Theoclimenus es bisnieto de Melampo, profeta de la tradición ctónica y apolínea.
Melampo vivía en el campo. Delante de su casa había un roble, donde las serpientes habían
hecho su guarida: sus sirvientes las mataron; y él las quemó, pero crió a sus crías. Cuando
crecieron, las serpientes subieron a sus hombros mientras dormía, y con sus lenguas
lamieron y limpiaron sus oídos. Melampo se dio cuenta de que le habían dado la misma
revelación que Tiresias había recibido de Atenea: entendió el lenguaje de los pájaros y,
conociendo este lenguaje supremo, empezó a predecir el futuro. Entonces su vida dio un
vuelco. A orillas del Alfeo, conoció a Apolo, que le enseñó su arte profético. De este modo,
sus descendientes -Anfiarao, Polifidio y Teoclimo- poseen en primer lugar un don apolíneo.
Todo el final de la Odisea transcurre bajo el signo de Apolo.
Cuando llegan al palacio, los Proci colocan sus mantos sobre sillas, matan carneros,
cabras, cerdos, una vaca y se reparten sus vísceras: Melanthius sirve el vino, Philezius
reparte el pan: Ctesippus lanza una pata de buey a Odiseo; Telemachus habla con decisión.
Inmediatamente después de sus palabras, Atenea posee a los Procios: entra en ellos, abruma
sus mentes y les inspira una "risa insaciable", que se convierte en lágrimas del alma y de los
ojos. Incluso los cuerpos se distorsionan: las mandíbulas de los Proci adoptan una forma
distinta a la habitual, la carne de la comida se "empapa" de sangre. Nunca en la épica griega
un dios había poseído tan completamente a los seres humanos, transformando las
apariencias reales. El pasaje sigue siendo misterioso, porque el "segundo Homero" pinta
con una poderosa oscuridad. ¿Quién se da cuenta de lo ocurrido? Sin duda Atenea; sin duda
Teoclimo -el profeta que nunca dice su propio nombre-, pero también Penélope, Ulises y
Telémaco, que presencian la escena? No lo sabemos. ¿Y los Proci? Si se dan cuenta, por un
instante, de que han sido transformados, lo olvidan inmediatamente después, en cuanto
recobran el sentido. Su locura es intermitente.
La gran escena bíblico-shakesperiana acaba de comenzar. Ahora ya no es el
"segundo Homero" quien narra: es Theoclimenus quien habla. No profetiza, ve: un
Apocalipsis siniestro, con detalles magníficamente acumulados y desordenados. El sol
desaparece del cielo: la bruma lo envuelve todo: el pórtico y el patio están llenos de
espectros, que se dirigen al Hades: la pared y los dinteles del palacio están cubiertos de
sangre; mientras los Proci permanecen fijos en la imagen de antes, con las mejillas
empapadas de sangre, la boca ululante y envuelta en tinieblas.
La escena tiene un efecto imaginativo tan intenso principalmente porque el "según
Homero" nunca nos dice si se trata de una visión interior, que sólo Theoclimenus vislumbra
en su mente de adivino loco, o de una visión exterior, que llena el patio y el pórtico del
palacio. Si es así, tampoco sabemos quién la ve, aparte de Theoclimenus: ¿Ven Ulises y
Telémaco el Apocalipsis de sus enemigos? La visión no sólo anticipa la muerte de los
pretendientes, sino que revela que el crimen de los Proci ha violado el orden del cosmos. Si
en un momento el arco de Ulises no los masacrara en la sala, el sol abandonaría el mundo,
la noche envolvería las cosas, las paredes y los dinteles gotearían sangre, los espectros
descenderían hacia Erebo.

Mientras que Apolo ocupa la Ilíada con una presencia incesante, en la Odisea rara
vez nos encontramos con él. Mata al timonel de Menelao; mata a Rexenor, hermano de
Alcinoo; profetiza en Delfos el destino de troyanos y griegos; mata a Eurito porque osa
desafiarle con su arco; bromea con Hermes, tras los amores de Ares y Afrodita; y uno de
sus sacerdotes ofrece a Ulises el vino con el que embriagará a Polifemo. La Odisea no es un
poema apolíneo: vive bajo la sombra de Hermes y Atenea. Sin embargo, hacia el final, se
produce un repentino vuelco. Desde que el ojo alucinado de Theoclimenus, el profeta de
Apolo, ve el sangriento futuro, el dios se convierte en señor de la Odisea. No aparece: se
mantiene distante: no habla y no se manifiesta ni a Ulises ni a Telémaco; pero, en segundo
plano, determina la acción, protege la empresa de Ulises, bendice la matanza de los Proci.
Impone sus propias inclinaciones: la venganza sangrienta, la masacre atroz, de la que sólo
pueden surgir el orden y la armonía de la música.
Siguiendo el consejo de Atenea, la competición de arcos tiene lugar a la mañana
siguiente del encuentro nocturno entre Penélope y Odiseo. Atenea rinde homenaje al dios
oculto, pues el día de la competición y la masacre es la fiesta de Apolo. No sabemos
exactamente de qué fiesta se trata: probablemente la fiesta mensual de Apolo Nouménios,
que tiene lugar en luna nueva. Tal vez sea ya el solsticio de invierno. Mientras Telémaco,
Antínoo y los Proci hablan en palacio, los heraldos de Ítaca dirigen la matanza sagrada y
los ciudadanos se reúnen en el bosque del dios.
Apolo es el dios que lleva el arco y el carcaj lleno de flechas sobre los hombros: de
repente hace vibrar el dardo; y golpea desde lejos las mulas, los perros y los cuerpos de los
griegos en la llanura de Troya. En la Ilíada, Ulises nunca empuña el arco: no conoce el
arma de Apolo, ni siquiera en las competiciones deportivas. El "segundo Homero"
contradice abiertamente a la Ilíada, convirtiendo a Ulises en un gran arquero. Cuando habla
a los feacios, afirma -no hay razón para dudarlo- que en Troya sólo Filoctetes le derrotó en
el arte de la flecha; y en la isla frente a la tierra de los cíclopes, persigue alegremente cabras
con su arco. No la espada, sino el arco es su verdadera arma. Si el arco dispara desde lejos,
Ulises tiene una mente distante: si el arco es traicionero, Ulises también lo es; si en manos
del buen arquero, el arma posee una exactitud y precisión soberanas, nadie, tras las
tortuosas apariencias, es más exacto y preciso que Ulises.
En Troya y en la isla de las cabras, Odiseo aún no nos ha mostrado su verdadero
arco, que permanecía en Ítaca, en la sala del tesoro. Cuando era joven, antes de la guerra de
Troya, Ifito hijo de Eurito se lo había ofrecido como regalo hospitalario. Según Apolonio
Rodio, el arma poseía una ilustre genealogía: Eurito la había recibido de Apolo, su
protector. Era una época mítica, en la que los hombres vivían junto a los dioses y los
desafiaban a un concurso: Tamiri contendió con las Musas, que lo cegaron, Eurito desafió a
Apolo con el arco, y murió. El "segundo Homero" no recuerda estas noticias, que casi con
seguridad conoce: suprime o elide los lazos más estrechos entre los dioses y los héroes;
entre Aquiles y Zeus, entre Ulises y Hermes, entre Ulises y Apolo, como si quisiera
distanciar el mundo divino del humano. Los días de Tamiri y Eurito han pasado. Pero creo
que cualquier lector arcaico de la Odisea sabía, o suponía, que los Proci fueron asesinados
con el arco de Apolo, el día de la fiesta de Apolo.
Telémaco coloca ordenadamente las doce hachas, alineadas, en el suelo del
mégaron: Penélope promete que quien doble el arco de Ulises, atravesando con su flecha
los doce mangos de las hachas, se la llevará con él en matrimonio, lejos de la casa nupcial.
Los pretendientes y el forastero se reúnen, ansiosos. Telémaco intenta tensar el arco: las tres
primeras veces fracasa, pero a la cuarta está a punto de tensarlo, cuando su padre lo detiene
con un gesto de la cabeza. En ese momento, bajo el signo de Apolo, que le protege, el joven
se convierte en un experto guerrero como su padre: se completa el largo proceso de
identificación con su padre, iniciado cuando Atenea había descendido a Ítaca. Mientras
tanto, los Proci intentan en vano doblar el arco: ni Leode, el sirviente de Apolo, ni los otros
Proci menores, ni Eurímaco consiguen tensarlo, por mucho que lo calienten en las llamas
del fuego y lo unten con grasa.
Los sirvientes de Odiseo cierran las puertas de la sala y del atrio, atándolas con las
cuerdas de un barco: la sala, que tantos festines, banquetes y bailes ha visto, está a punto de
convertirse en un horrible matadero, en una red llena de peces. Los Proci beben vino por
última vez. El mendigo pide a Eurímaco y Antínoo que lo prueben también: mientras
Antínoo y Eurímaco amenazan con matarlo, Penélope obliga al forastero a empuñar el arma
de Ulises. Telémaco conduce a su madre a sus aposentos: Penélope llora en su lecho y
recuerda a su marido, hasta que Atenea derrama sueño sobre sus párpados; dormirá
profundamente, encadenada por el sueño, durante todo el tiempo de la masacre de los
Procios. Mientras tanto, en la habitación cerrada, Ulises sostiene el arco, lo levanta, le da la
vuelta y lo observa por todas partes, para ver si las carcomas han roído el cuerno: como en
toda su vida, no hace más que probar, ensayar y experimentar: caballos de madera, balsas,
criados, su mujer, su padre. Prueba la cuerda con la mano derecha, como la cuerda de una
cítara; y la cuerda canta plenamente, "con voz de golondrina": una extraña señal de
primavera en este mundo de horror y sangre. Coge una flecha, la coloca en el mango, estira
la cuerda, apunta recto y dispara el dardo a través de los agujeros de las doce hachas.
De repente se quita los harapos, aboliendo con un gesto su pasado de mendigo y
actor, y salta al umbral empuñando su arco. Con las mismas palabras que Penélope, invoca
a Apolo: el dios que supervisa la masacre y la armonía futura. Antinoo levanta una copa de
oro de dos asas hacia su boca: Odiseo le apunta a la garganta: la flecha alcanza a Antinoo
en el cuello y lo atraviesa; al inclinarse hacia atrás, la copa cae de su mano, un chorro de
sangre brota de sus fosas nasales y cae al suelo muerto, pateando la mesa llena de pan y
carne. Los Proci gritan, saltan de sus sillas, buscan en vano armas, pero creen que el
mendigo ha matado a Antinoo por error. No entienden nada: ni su culpa, ni quién es el
mendigo, ni la muerte que les sobreviene.
Poco antes, Antínoo había acusado al mendigo de estar borracho, comparándolo con
el centauro Euritión, cegado por el vino y los dioses: una fuerza externa, tanto física como
divina, lo había poseído, degradando su mente y su corazón; nada en él había permanecido
intacto. Nunca la Ilíada había descrito con tanta intensidad la fuerza demoníaca de Ate en el
corazón de Agamenón, Patroclo y Aquiles. Antinoo estaba completamente equivocado.
Ulises no estaba cegado en absoluto. Los que habían sufrido una degradación total eran los
Proci.
Mientras mira fijamente al Proci, Ulises se revela con una violencia, ferocidad y
determinación que parecen brotar de su nombre, que también significa el que odia:
Perros, ¿no creíais que volvería
de la tierra de Troya, que saqueasteis mi casa,
os acostasteis por la fuerza con mis siervas,
cortejasteis a mi esposa en vida,
sin temer a los dioses que tienen el ancho cielo,
o que entonces habría un ultraje de los hombres;
ahora estáis todos atados por los cordones de la muerte.
Cuando Eurímaco propone un compromiso a Ulises, la situación de Troya se
reproduce en Ítaca. Allí Aquiles había rechazado cualquier compensación para olvidar la
ofensa de Agamenón. Tampoco en Ítaca hay posibilidad de conciliación: ninguna
reparación puede borrar la ofensa, que había herido los bienes y la familia de Ulises. Los
Proci deben conocer "la muerte escarpada".

Comienza la matanza más feroz de la epopeya antigua. Como sugieren dos


comparaciones, Ulises es un león: el Proci, que había matado tantos bueyes y cerdos de la
casa, ganado para el sacrificio, contra toda ley. La intrincada mente de Ulises ama los
"cordones": en sus manos, esos "cordones de muerte" se tejen hasta formar una red con mil
agujeros, que ocupa la sala de cenar, cantar y beber. Al final, cuando mira a su alrededor,
... los vio a todos [los
Proci] tendidos en sangre
y polvo, tantos como los peces que los pescadores
han pescado en la orilla ahuecada, del mar carrizal,
con la red de mil agujeros, de pie sobre la arena amontonados
, todos anhelando las olas del mar,
y el sol resplandeciente les quita la vida;
así estaban entonces los Proci, amontonados unos sobre otros.
Los Proci están muertos, los peces agonizan: la última y brevísima vida de los
peces, consumida por la violencia del sol, hace más cruel la muerte de los Proci, que
mueren por segunda vez.
La red deja a unos pocos procios sin tocar por el sol abrasador de Ulises. Salva a
Phemius, el poeta, que ha cantado en la esclavitud y la abyección; y ahora, en el fondo de la
abyección, glorifica la poesía - todos "los caminos de las canciones", que los dioses le
inspiran, sin que ningún hombre se los haya enseñado. Salva a Medón, el heraldo. Sacrifica
salvajemente a un asistente de Apolo, aunque no compartía la impiedad del Proci. Mientras
tanto, Telémaco, Eumeo y Filecio extienden una cuerda de barco alrededor de una columna
de la rotonda y cuelgan allí a doce siervos infieles, que patalean "un poco con los pies, pero
no mucho tiempo". Esto también es una red: una red parecida a la que, escondida en un
arbusto por los pajareros, los tordos y las palomas vuelven al nido. Entonces Telémaco y los
dos criados conducen a Melanthius, cómplice del Proci, al patio: le cortan la nariz y las
orejas, le arrancan los genitales, que arrojan a los perros, y le cortan las manos y los pies.
La ferocidad de Ulises y sus hombres despoja a la muerte de cualquier dignidad épica o
aura sagrada. El "segundo" de Homero nos recuerda la otra masacre, también feroz y sin
decoro: la de Agamenón y sus compañeros, asesinados a traición, como bueyes en el
establo o cerdos en el establo, mientras el suelo "humea de sangre".
Aunque Odiseo era cruel, la Odisea no le acusa de impío. Zeus y Atenea protegen
sus asechanzas: transformada en golondrina, Atenea se sienta en la viga de la sala,
levantando la égida; Apolo no venga la muerte de su asistente. Al final de la masacre,
envuelto en los últimos harapos de un mendigo, Odiseo purifica el escenario de la masacre,
dando azufre a la sala, la casa y el patio: no a sí mismo, porque no ha cometido crímenes de
los que deba purificarse. La Odisea nos dice de nuevo que vivimos en el reino de Apolo,
donde el arco y la cítara son el mismo instrumento. El arco, que hiere, golpea el cuello y el
pezón, destroza y mata, trae al mundo la misma armonía musical que la cítara cuando la
empuñan Apolo, Demódoco y Femo. Ahora conocemos el primer aspecto del arco: la
matanza. En cuanto Ulises inaugure su largo y feliz reinado, conoceremos el segundo: el
orden y la felicidad de la creación. "El nombre del arco es biós y bíos es vida: ópera es
muerte", dijo Heráclito.
Cuando Euriclea entra en la sala ensangrentada, encuentra a Ulises cubierto de
sangre, entre los Proci amontonados, como peces, unos encima de otros. Quiere gritar de
alegría. Pero Ulises la contiene:
¡Vieja, alégrate en tu alma, y alégrate sin gritar!
Es impío alegrarse por los hombres muertos. Fueron
vencidos por el destino divino y las malas acciones:
pues no respetaron a ninguno de los hombres de la tierra,
ni viles ni egregios, que vinieron entre ellos;
y así, por sus impiedades, sufrieron un
destino
indigno.

Muchos años antes, en la tierra de los cíclopes, Odiseo había glorificado sus
hazañas en la cueva de Polifemo, gritando su nombre en voz alta... y se había perdido.
Ahora, después de ser Nadie, lo comprendió. No fue él quien mató a los Proci: los dioses
los mataron, usando su propia mano; y no debe exultar, ni jactarse, ni gritar su propio
nombre, sino respetar con corazón agradecido el destino que ha venido en su ayuda.

La guerra, en la Ilíada, no es más que necesidad: necesidad de hierro, de bronce. En


el campo de batalla, a los pies de Troya, se desatan el terror, el pánico, la lucha, el odio, el
llanto, el lamento, el duelo, el júbilo, el trueno, el grito, el combate: entidades divinas o
semidivinas, que representan los instintos extremos del hombre. Los hombres empuñan
lanzas, espadas, piedras y luchan: ya no hay nada humano en ellos; sólo la alternancia
mecánica de gestos de muerte, el furioso automatismo de los destinos. Piroo golpea a Diore
en el maléolo derecho con una piedra afilada: los tendones y el hueso se hacen añicos:
Diore cae tendido en el polvo y extiende las manos hacia sus camaradas: Piroo corre hacia
él con su lanza, le atraviesa el ombligo; las entrañas se derraman por el suelo, la oscuridad
cae sobre sus ojos. Cuando Piroo se retira, Toante le golpea con su lanza por encima del
pecho: el bronce le atraviesa el pulmón; Toante se acerca a él, saca su lanza del pecho,
desenvaina su espada, se la clava en el vientre y le arranca la cintura.
¿Qué decir ante este horror inexorable? ¿Protestar defendiendo los derechos de toda
vida? Al componer su libro, el "primer Homero" no sólo acepta esta necesidad, sino que se
sumerge en ella como en un cuerpo y la comparte hasta la fibra más íntima. Vive el horror
sin protestar, porque cualquier protesta debilitaría la representación trágica. Acerca el ojo
de forma antinatural: hasta el ombligo, las vísceras, el pulmón, el vientre se presentan ante
sus ojos. Los griegos se disponen en falange alrededor del cuerpo asesinado de Patroclo. En
la llanura no hay ni una nube: por todas partes llega claro el rayo del sol; pero los griegos
que defienden a Patroclo están envueltos en una niebla oscura. Las brillantes armas
desenvainadas generan una especie de fuego, que se funde con la niebla: un estruendo de
hierro se eleva hasta el cielo de bronce. No otra cosa es la guerra: oscuridad, fuego,
estruendo de hierro, inexorabilidad del cielo y del destino.
La guerra no tiene límites, ni restricciones, ni rivales. Cuando griegos y troyanos se
enfrentan, su grito supera el rugido del mar, que se eleva en lo alto de la orilla bajo el
aliento de Bóreas; supera el rugido del fuego que arde entre los desfiladeros de una
montaña; y el aullido del viento entre los frondosos robles. La guerra vence a los
fenómenos naturales: pero en la naturaleza -en el mar, en el fuego, en el viento, incluso en
el rocío- existe la misma fuerza destructora, la misma necesidad que hace estragos en la
llanura de Troya. Esta fuerza ofende las apariencias más delicadas: la amapola inclina su
cabeza hacia un lado, agobiada por el rocío primaveral; el álamo, con sus gruesas ramas en
lo alto, cae al suelo en el polvo y se seca cerca de la orilla del río; el olivo, brotando con
flores blancas, es arrancado de raíz por el súbito torbellino. Los jóvenes guerreros, que caen
ante el mar, son también amapolas y álamos desarraigados por el viento; y sus vidas
anteriores, padres, esposa e hijos, son borradas. Así pues, no hay diferencia entre la
naturaleza y el hombre: ambos son frágiles y pueden ser heridos y abolidos por la guerra y
la violencia de las cosas. Sólo queda llorarlos: el "primer Homero", con el corazón lleno de
necesidad, los llora; el destino de las víctimas destila una suave ternura, que suaviza la
necesidad universal.
A veces, la naturaleza permanece intacta: ni la espada ni la lanza del guerrero, ni el
viento ni el fuego la violan. Una vez que los vientos se han calmado, la nieve invernal cae
sin cesar, hasta cubrir las cumbres, las llanuras, los hombres, las costas e incluso, por un
momento, las olas del mar. Las estrellas aparecen en todo su esplendor en torno a la
brillante luna, mientras el aire carece de viento y se alzan los acantilados y las cumbres de
las colinas y los valles, y un inmenso espacio se abre bajo la bóveda del cielo. A menudo
Homero introduce un doble, que es una parte de sí mismo, opuesta a la parte aprisionada en
la batalla: la del pastor. El pastor es un completo extraño a la guerra: no la ve, no la conoce;
ni víctima ni protagonista. Contempla la quietud de la noche lunar, o se alegra cuando las
ovejas regresan de los pastos, o se estremece cuando una nube negra y lejana se acerca
desde el mar, trayendo consigo una tormenta; o, aún desde lejos, escucha los torrentes que
descienden de las montañas y arrojan las aguas caudalosas a un precipicio. En la Ilíada,
esta voz o mirada lejana nunca está ausente, permanece en el fondo de las demás voces: las
voces de la necesidad, del horror, de la piedad, del destino, de la muerte; y se funde con
ellas y las hace más ricas y complejas: "diez lenguas, diez bocas, ... un corazón fuerte como
el bronce".
Así, la Ilíada abre la literatura occidental bajo el signo de la justicia absoluta.
Vencedores y vencidos están igualmente cerca de nuestros corazones: todos son figuras de
la necesidad, lloradas con ternura y vistas por el ojo del pastor. La Odisea, que distingue
entre buenos y malos, amigos y enemigos, no posee esta maravillosa imparcialidad. El
llanto que en la Ilíada descendía sobre los álamos o los olivos o las amapolas, víctimas de
la naturaleza, y sobre los jóvenes guerreros, víctimas de la guerra, cualquiera que fuera el
bando al que pertenecieran, ahora ya no desciende, ni siquiera una gota, sobre los Procios y
los compañeros de Odiseo, o quizá ni siquiera sobre los justísimos Feacios.

Ni por un momento podemos olvidar que la Odisea fue escrita en nombre y del lado
del destino; y para las víctimas del destino sólo hay un breve momento de compasión,
cuando en la corte de los Feacios Odiseo llora por el destino del esclavo troyano y por su
propio destino. La mirada del pastor desaparece de la escena. Ese ojo lejano, ajeno a todo
destino, a la victoria y a la derrota, que mira la luna y las tormentas, nunca se cuela entre las
muchas miradas que tejen la Odisea. Así, a veces, el poema de Ulises parece
intolerablemente cruel, como cualquier libro escrito al dictado del destino.
V
LOS SIGNOS SECRETOS

Durante la matanza, Penélope duerme: todo el día, suave y profundamente, sin saber
nada de lo que ocurre debajo de ella, sin oír ni uno solo de esos gritos y gemidos
desesperados. Ni Atenea ni Odiseo quieren despertarla antes de que las siervas hayan sido
ahorcadas y la matanza purificada con azufre. Penélope tiene que pasar por la sangre y el
horror. No había dormido tan bien, envuelta y encadenada en el sueño, desde que Ulises
partió hacia Troya. Derramando sueño sobre sus párpados, Atenea la devolvió a la
condición de su juventud, cuando no había guerra, ni ausencia, ni dolor, ni Proci. De
repente, se borraron veinte años de su vida.
Euriclea sube las escaleras, entra en la habitación de Penélope, se detiene junto a su
cabeza y la despierta. Ulises ha vuelto", dice, "y ha matado al Proci: era el mendigo, a
quien el Proci ultrajó en el vestíbulo". Cuando Penélope protesta, insiste y pide más
detalles, Euriclea añade que ella no presenció la masacre: se quedó, aterrorizada, en las
habitaciones de las mujeres: sólo pudo oír los gemidos de los moribundos; al final,
Telémaco la llamó, y vio a Ulises cubierto de sangre, entre los cadáveres amontonados. Al
principio Penélope se alegra: salta del lecho, abraza a Euriclea, llora de alegría. Pero luego
le invade la incertidumbre. ¿Cómo pudo Ulises, solo, matar a todos los procios?
Cuando Euriclea le dice que reconoció a Ulises por la herida de su muslo, Penélope
replica que la nodriza no entendía los "designios de los dioses". Los procios eran impíos: no
respetaban las leyes humanas, incluido el respeto a los huéspedes; por eso algunos de los
inmortales los mataron. Penélope oculta parte de su pensamiento: no dice que, en su
opinión, ese dios oculto era el mendigo, con el que había conversado casi toda la noche, y
que de pronto se le había hecho tan querido. Se parecía a Ulises. ¿Qué podría ser más fácil
para una deidad que transformarse, asumir los rasgos de su marido, la cicatriz de su muslo y
los harapos del mendigo? Penélope sabe que está cerca de los dioses: Atenea le envía sus
pensamientos, sus sentimientos, su sueño; y como todas las personas cercanas a los dioses,
teme ser engañada por ellos. Desconfía de los dioses a los que venera: teme ser cegada por
Atenea o por algún dios desconocido, como Helena fue cegada por Afrodita.
Junto con Euriclea, Penélope desciende a la sala. No sabe si interrogar a su marido
desde lejos y ponerle a prueba, como a un extraño; o, por el contrario, acercarse a él,
cogerle por la cabeza y besarle la cabeza y las manos. Entonces, atraviesa la puerta y se
sienta frente a Ulises, al resplandor del fuego. Permanece sentado largo rato en silencio, sin
abrir la boca, sin hacer preguntas. Ahora reconoce su rostro, ahora no lo reconoce, tan
cubierto de harapos: al final, la emoción, el asombro, la desconfianza, la incertidumbre, la
esperanza, la alegría, el terror de la alegría, la distancia de veinte años -todos sentimientos
que Penélope oculta en sí misma como el "segundo Homero" nos los oculta a nosotros- le
impiden mirarle a la cara. Ulises también calla y mira fijamente a la tierra con sus ojos:
espera ser reconocido por Penélope; es incapaz de mirarla y hablarle, ayudándola a superar
la tensión que la petrifica. Qué efecto produce este silencio: estos ojos que huyen. Penélope
y Ulises se habían acercado tanto, cuando Ulises estaba protegido por la máscara del
mendigo: Penélope estaba a punto de reconocer en él al doble de su marido: se hablaban
con tanta confianza, soltura y naturalidad; y ahora que la máscara ha caído y los dos están
sentados frente a frente, a cara descubierta, justo ahora, cuando es el momento de volver a
abrazarse, están a punto de perderse el uno al otro.
Telémaco no comprende a su madre y la acusa:
Ninguna otra mujer se quedaría así, con un corazón obstinado,
lejos de su marido, que sufrió muchas penas y
volvió a los veinte años a la tierra de sus padres:
pero tu corazón es siempre más duro que una piedra.
Durante veinte años Penélope ha sufrido terribles dolores: el aguante y la paciencia
han generado en ella un corazón "más duro que una piedra"; al igual que los dolores, la
paciencia y el aguante han endurecido los ojos de Ulises. Móvil como cualquier joven,
Telémaco no comprende la dolorosa petrificación que ha hecho obstinado el corazón de su
madre. Penélope responde a Telémaco, no a Ulises; y Ulises responde a su hijo, no a su
esposa. Ambos se hablan a través de su hijo: una relación oblicua, que encontramos en otras
partes de la Odisea, donde casi ningún elemento se antepone al que le corresponde. Todo es
sesgado, complicado, indirecto. Aquí el tema es muy intenso: el amor que no se reconoce,
que calla y no se mira a los ojos, se comunica a través de la voz del hijo; Ulises y Penélope
empiezan a encontrarse a través de Telémaco.
Penélope dice la palabra decisiva:
... Si realmente
es Odiseo y ha regresado a casa, seguramente los dos
nos reconoceremos aún mejor: porque también nosotros
tenemos señales, que sólo nosotros conocemos, ocultas a los extraños.
Euriclea había proclamado que la herida del muslo de Ulises era una "señal muy
clara": para Penélope, sólo es una señal común, conocida por todos los siervos, y no evoca
recuerdos en su memoria y en su corazón. Cualquier dios puede falsificarla. Penélope ni
siquiera confía en sus propios ojos: ¿quién le asegura que el mendigo no es un doble divino
de su marido? El mundo es una espesura complicada, misteriosa, inextricable; y los ojos no
ofrecen certeza ni luz para orientarse. Así, en los albores de la civilización griega, Penélope
rechaza uno de sus valores supremos: la experiencia visual, la autopsia, que tanto amaba
Heródoto.
Penélope sólo cree en una forma de conocimiento: el de los signos secretos,
"ocultos a los extraños", basado en su memoria y en la de Ulises, y en el hábito de la vida
conyugal. Si los ojos engañan o pueden engañar, si los rumores recogidos por los poetas
son vanas habladurías, los signos secretos están "sólidamente fijados en la tierra": estables,
ni cambian ni son mutables. Así dan fundamento y conexión a la vida, tan incierta y
ondulante; y sólo podemos confiar en ellos. Con una pizca de exageración, podríamos decir
que los símbolos de la vida de Penélope, aunque pertenecen al mundo humano, son
similares a los cuentos de las Musas, que también son estables y ajenos al cambio. Así,
Penélope, aunque no comprenda el lenguaje simbólico de los sueños, posee un don mucho
más importante como reina y guardiana de los signos secretos.

Cuando Penélope habla de los signos, Ulises sonríe: su única sonrisa en la Odisea.
Se diría que comprende perfectamente el lenguaje de su esposa y que lo aprueba:
imaginamos que, en un momento, hablará de uno de estos signos. En realidad, ocurre un
hecho singular. Tan inteligente, tan sutil, tan atento a todas las evidencias, Ulises no
comprende que su mujer le pida que le muestre o le revele un elemento de su lenguaje
secreto. Cuando estaba disfrazado de mendigo, comprendía todos los matices del corazón
de su esposa; y ahora cree que Penélope sólo habla de ropa. Le basta con lavarse -así piensa
y dice- y quitarse los harapos, poniéndose sus ropas soberanas, para que su esposa le
reconozca. Se enfrentará a la más amarga de las decepciones. Ulises conoce
admirablemente la realidad cotidiana: examina y escruta a las personas: el mundo visible no
tiene misterios para él; e interpreta los sueños. Pero, como intérprete y guardiana de los
signos (diríamos de los símbolos), Penélope es mucho más sutil que su marido. Tal vez el
don de captar los signos secretos, en los que se concentra la intimidad afectiva de una
relación, sea un arte particularmente femenino. Son el verdadero tesoro de Penélope: más
importantes que todos los que guarda en su despensa. Pronto, sin decir una palabra,
Penélope enseñará este arte a Ulises.
El diálogo indirecto entre marido y mujer se interrumpe. Odiseo se dirige a
Telémaco: le recuerda que los parientes de los Proci podrían buscar venganza; y propone a
Fimio que cante con la cítara, dirigiendo el baile juguetón de los criados y criadas, de modo
que todos los que pasen por la calle, escuchando el canto y la música, crean estar oyendo la
celebración del matrimonio de Penélope con uno de los Proci. La gran morada resuena con
sonidos y voces: el primer banquete nupcial de Ulises y Penélope, tantos años antes,
encuentra una repetición, a la vez seria y paródica, real y fingida, en la fiesta improvisada.

El dispensador lava a Ulises, lo unge con aceite y lo cubre con un manto y una
túnica, como corresponde a su dignidad real. El "segundo Homero" repite los versos de la
canción de Nausicaa: Atenea trabaja a su protegido como una obra de arte; Ulises crece y se
hace más robusto, luce rizos color jacinto y una nueva gracia se extiende por su rostro y su
cuerpo. Penélope es así la nueva Nausicaa: igual que la muchacha había visto en el
desconocido al novio con el que había soñado, Ulises despierta en su esposa los deseos que
había despertado en su corazón cuando tenía la edad de Nausicaa. Mientras tanto, Penélope
calla, sentada en un rincón: calla durante sesenta versos; mientras el baile resuena en la sala
y Ulises es ungido con aceite, debemos escuchar el silencio de Penélope mientras espera la
señal.
Cuando Ulises se sienta ante Penélope, Telémaco ya no está allí, dividiéndolos y
reuniéndolos. El marido y la mujer están solos: la prueba final, de la que surgirá el
reconocimiento o la pérdida, debe tener lugar sin el hijo. Penélope sigue callada: no
reconoce (no quiere reconocer) a su marido, aunque haya vuelto como en su juventud. Por
primera vez, Ulises se dirige directamente a su mujer: ya no es posible una relación oblicua.
Le dice: "mujer incomprensible": no entiende por qué, ahora, ella no le reconoce. No
comprende que Penélope desee el signo. Entonces acusa a su corazón "de hierro": con una
especie de complicidad y admiración, porque sabe que él también tiene un corazón
"obstinado" y "de hierro"; y ordena a Euriclea que le prepare el lecho, donde dormirá solo.
Con perfecta correspondencia, Penélope se dirige a Ulises con la misma palabra que
él le había dirigido a ella, "hombre incomprensible". No comprende cómo Ulises no
entendió lo que ella quería de él: una señal secreta. En el mendigo transformado por la
gracia divina, encuentra a su marido, que había partido de Ítaca veinte años antes con las
naves "de los largos remos", y por primera vez le llama por su nombre. Pero la prueba de
sus ojos no es suficiente: los ojos pueden engañar, el extraño puede ser un dios. Quiere una
señal: su señal. Y como Ulises no trae ninguna prueba, decide procurársela con astucia. Se
dirige a Euriclea, que asiste en silencio a la escena, y le dice que saque su lecho conyugal al
exterior, donde no ha dormido en veinte años:
Ahora, Euriclea, extiéndele el lecho
sólido
fuera del tálamo bien construido que él mismo hizo;
saca el lecho sólido y echa sobre él la ropa de cama,
pieles y mantas brillantes.
Cuando Penélope dirige estas tranquilas palabras a Euriclea, Ulises se estremece.
Ese lecho compacto, "sólidamente fijado en el suelo", con sus raíces profundamente
sumergidas en la tierra, inmóvil, inconmovible, ajeno a cualquier mutación y cambio, es el
centro de su vida y del poema que le dedicó el "segundo Homero". El lecho engloba todos
los aspectos de la existencia de Ulises: la relación religiosa con Atenea, porque la labró en
el olivo: la identidad, la terca inmovilidad del carácter: recuerda su matrimonio con
Penélope, la fecundidad de su esposa, la casa que creció a su alrededor, su poder como rey;
funda la naturaleza y la cultura, las raíces aún vivas y el trabajo de sus manos artesanas. El
lecho es la "gran señal" secreta, que sólo él, Penélope y una sierva conocen. Tal vez haya
escapado incluso a los dioses enmascarados, que espían sus asuntos.
Ulises había conocido otro centro: Ogigia, el ombligo del mar, el centro del mundo
mítico. El lecho de olivas es el ombligo de la realidad: de una vez por todas había preferido
el mundo real, donde se sufre y se muere, al mundo mítico donde no se sufre ni se muere.
Durante veinte años había anhelado el lecho de aceitunas, por él había sufrido, durante siete
años había estado encerrado como en una prisión, y ahora, llegado a casa, después de haber
matado al Proci, debe darse cuenta de que el centro ya no está allí, que alguien lo ha
cortado de su base y se lo ha llevado a otra parte, destruyendo los cimientos de su vida.
Cuando Euriclea había tocado la cicatriz de Ulises, el "segundo Homero", llegado al
clímax, había interrumpido la tensión de un posible reconocimiento con una larga digresión
sobre la herida. Ahora, cuando marido y mujer están por fin a punto de abrazarse, Ulises
describe con minucioso placer cómo, más de veinte años antes, había construido el lecho.
También aquí se ralentiza la tensión narrativa. Ulises describe, ante todo para sí mismo, el
objeto fundamental de su vida, que teme perdido para siempre. A medida que lo describe, la
furia disminuye. Con qué placer cuenta su obra maestra de artesanía: cómo construyó el
dormitorio alrededor de un frondoso olivo: lo cubrió con un tejado, le colgó una puerta,
cortó las ramas del olivo, desbastó el tronco, lo cepilló, lo enderezó con alambre, perforó la
madera con un taladro, cepilló la cama, la bañó en oro, plata y marfil, le tendió correas de
buey... Con esta cama hecha con amor comienza la corona de objetos privilegiados en torno
a los cuales se despliega la cultura occidental: el cuenco de Robinson, el perfume de
Baudelaire, las mermeladas de Tolstoi, la magdalena de Proust, la silla de Van Gogh;
objetos estables, "sólidamente fijados en la tierra", a los que hemos entregado nuestro
corazón.
En cuanto Ulises revela la "gran señal", las rodillas y el corazón de Penélope se
derriten, como ocurre en el amor, el sueño y la muerte. El lecho construido en el olivo es la
señal segura, en la que puede confiar. Llora, echa los brazos al cuello de Odiseo, le besa y
dice:
Odiseo, no te enfades conmigo ... ...
: dolores nos dieron los dioses,
que nos negaron vivir juntos y juntos
gozar de la juventud y rozar el umbral de la vejez. No te enfades,
ahora, no te ofendas
si no te dije, en cuanto te vi, mi afecto.
Mientras ambos se abrazan y lloran, el "segundo Homero" inserta uno de sus dobles
parangones:
Como la tierra parece grata a los que nadan,
y cuya sólida nave rompió Poseidón,
en el mar, atrapada por el viento y el duro maroso:
y unos pocos escaparon del agua desgreñada nadando
hasta la orilla, y la salinidad se incrustó copiosamente en sus cuerpos,
y tocaron tierra con alegría, habiendo escapado al peligro,
así le era querido su esposo, mirándolo.
Ella ya no separaba sus blancos brazos de su cuello.
La comparación se centra en la historia de Ulises: la Odisea es la historia de un
naufragio siempre repetido, que sólo ahora termina en Ítaca, junto al lecho de olivos. Pero
se refiere a Penélope: así, los veinte años de separación habían sido también para ella una
tormenta incesante, un largo naufragio. Las historias de Ulises y Penélope son idénticas:
ambos han estado en el mar, han perdido su barco, han "escapado del peligro", y ahora aquí
están, juntos, de nuevo en el centro del mundo.
Atenea retiene la aurora y prolonga la noche. Así, el encuentro final entre los dos
náufragos tiene lugar fuera del tiempo, que hasta ahora ha subyugado el curso de la Odisea.
A la luz de las antorchas, Eurinome y Euriclea preparan el lecho de olivo: Euriclea se va a
dormir; Eurinome conduce a Ulises y Penélope a la habitación. Los dos hacen el amor.
Luego tienen otra alegría: el cuento. Ulises ya había narrado la profecía de Tiresias: ahora
Penélope cuenta lo que había sufrido en casa, entre los pretendientes; y Ulises la historia
que había contado a los feacios. Fuera del tiempo, ambos miran hacia atrás en el tiempo; y
lo que había sido sufrimiento y dolor se convierte, para ambos, en la alegría de la narración.
Luego se duermen. Atenea, que había detenido el tiempo, lo hace fluir de nuevo y devuelve
la luz.

Con esta repentina luz de Aurora, abandonamos a Penélope para siempre. Sólo uno
de los Proci, Anfimedón, en el Hades volverá a hablar de ella: contando por tercera vez la
historia del sudario de Laertes. Agamenón le responde:
Tan valerosa alma tenía Penélope, la noble
hija de Icario; tan bien recordaba a Odiseo, su
legítimo esposo. La
fama de su valor nunca se desvanecerá
para ella: los inmortales para la sabia Penélope compondrán
una agradable canción entre los hombres de la tierra.
Por tanto, serán las propias Musas, y no los aedi, quienes canten la gloria de
Penélope: igual que fueron las nueve Musas, durante los funerales de Aquiles, quienes
cantaron su luto fúnebre durante diecisiete días, ininterrumpidamente. Ulises también tiene
una gloria, que vuela al cielo: no son las Musas quienes la cantan, sino los poetas,
inspirados por las Musas como Demódoco. ¿Cómo debemos interpretar estos versos? ¿Es la
gloria de Penélope superior a la de Odiseo porque la cantan directamente las Musas? ¿Es
Penélope el verdadero héroe (o héroe secreto) de la Odisea, la mujer que posee la ciencia
de los "grandes signos", que su marido no comprende? Quizás pensamientos como éstos
rondaban la mente de aquel señor de las conexiones, que fue el "segundo Homero".

Al amanecer, Odiseo abre la puerta del palacio, abandona la ciudad y se dirige,


junto con Eumeo y Fileto, a la colina donde vive Laertes, su padre. Hay luz, pero Atenea
los oculta en la noche. Odiseo ya había oído hablar dos veces de Laertes: de su madre y de
Eumeo. Sabía que había abandonado la ciudad, que vivía y trabajaba en un campo propio,
que en invierno dormía entre las cenizas junto al fuego con los esclavos, que en verano y
otoño lo hacía sobre las hojas secas esparcidas entre las viñas, lamentando el destino de su
hijo y los peligros que había corrido su nieto. Se había convertido en una hoja seca: un
puñado de cenizas del hogar. Si él fuera Aquiles, Ulises cedería al impulso de su corazón, al
deseo de revelarse a su padre y abrazarle de nuevo. Pero cede una vez más a la manía de
examinar y escudriñar, oculto tras una máscara. "Pone a prueba" a su padre, para ver si le
reconoce, con su propia crueldad psicológica.
Cuando Ulises llega a la colina, vislumbra el jardín de Laertes, donde siente el pulso
cotidiano del tiempo y el cambio de las estaciones: no el mágico entrelazamiento de
tiempos y estaciones que domina el mítico jardín de Alcínoo. El padre azada al pie de una
parra: vestido con un traje mugriento, lleno de remiendos, y polainas de cuero en las
piernas. Se aflige por su hijo, al que cree muerto: por su sobrino en peligro, el reino
perdido, la degradación de Ítaca; y aumenta su propia pena, degradándose, vistiéndose con
ropas abyectas, durmiendo sobre cenizas y hojas secas, como si buscara un equivalente
objetivo del dolor. Sigue amando su campo, donde trabaja la viña, las higueras, los olivos,
los perales, los parterres con gran esmero y destreza. Si el rey, en él, ha muerto, el jardinero
que muchos años antes había educado a su hijo para conocer, amar y cuidar las plantas,
sigue vivo. Tal vez esas plantas se hayan convertido, para él, en una especie de sustituto
imaginario de su hijo: las poda, las azada y las cuida como si quisiera cuidar de su hijo
muerto.
Ulises ve a su padre desde lejos, desdichado y agotado por la vejez: se detiene bajo
un peral y llora, como nunca había llorado por los dolores de Penélope. Llora, pero no lo
comprende. Ulises no comprende la exasperación de la tragedia: no tolera que un hombre
se encierre por completo en su propio dolor, llevando el pesar hasta la degradación. Ha
aprendido a soportar con un "corazón obstinado". Tampoco habría tolerado a Aquiles
cuando, al enterarse de la noticia de la muerte de Patroclo, se revolcó en polvo y cenizas, e
hizo estragos en el cadáver de Héctor. Ulises quiere medida en pasiones y dolor. No
recuerda que también él, en Ogigia, se había vuelto semejante a Laertes: una especie de
árbol, derramando lágrimas sin fin.
El alma de Ulises está dividida. Por un lado, le gustaría correr hacia su padre,
besarle y abrazarle, revelarse y contárselo todo. Pero no puede resistirse a su propia
naturaleza y decide, como había pensado antes, "ponerle a prueba". Es una prueba cruel,
que aumenta el dolor de Laertes y le hace sufrir hasta su fibra más íntima. Mientras, con la
cabeza inclinada, su padre azada la viña, Ulises le habla. Al principio lo describe sin
piedad: Laertes tiene la figura de un rey: debería descansar y dormir suavemente después
del baño; en cambio, no se cuida, parece un esclavo, viste ropas escuálidas, torturado por
"una triste vejez".
Entonces comienza la última de sus mentirosas historias, a la que no puede
renunciar ni siquiera ahora, delante de su degradado padre. Afirma ser un extranjero, recién
llegado a Ítaca. Unos años antes -cuenta- había acogido en su patria a un hombre que decía
ser hijo de Laertes: lo había hospedado, ofreciéndole los regalos de rigor, que Ulises
enumera ahora con su minucioso amor por los objetos preciosos, aunque imaginarios. No
podemos entender por qué es tan cruel con su padre. Tal vez intenta sacarle de la apatía en
que se ha sumido. Tal vez quiere herirle, llevando su dolor -que no le había abandonado ni
un instante, durante veinte años- hasta el extremo; para luego resolver y dar la vuelta al
dolor en feliz revelación. Con Laertes, se comporta un poco como su esposa lo había hecho
con él, la noche anterior: Penélope también había llevado la tensión psicológica al extremo
- y de repente lo acogió en sus brazos amorosos.
El padre escucha a medias. No dice que Laertes es él, ni qué destino le ha llevado de
la condición de gobernante a la apariencia de siervo. Ni siquiera se atreve a recordar el
nombre de su hijo. Sólo una cosa le importa. El hombre era su hijo. ¿Cuándo le había
conocido el forastero? Ahora el hijo está lejos, tal vez muerto, devorado por los peces o las
fieras: nadie ha compuesto ni llorado ni gritado por él el lamento fúnebre - y que no se
hayan observado los ritos aumenta intolerablemente el dolor. ¿Y de dónde viene el
forastero? ¿Quién es? ¿Dónde está su barco? Ulises no se conmueve por el llanto de
Laertes. Dice el nombre de la patria, Alibante: su nombre es Eperito, el de su padre
Afidante -todos nombres falsos, pero ingeniosamente alusivos. Luego inflige la herida
final: su hijo había dejado la patria de Eperito cinco años antes, y en ese momento los
pájaros, para él, volaban justos. Parecía feliz. Pero, ¿qué importan los vuelos de los pájaros
y todas las posibles vaticinios a un corazón desesperado como el de Laertes? Si Ulises
había partido de la patria de Eperito cinco años antes, esto sólo significa que, a estas
alturas, toda esperanza de retorno está perdida. Ulises está muerto: debe estar muerto. La
prueba a la que Ulises somete a su padre no puede ser más sangrienta.
Una nube negra de angustia" envuelve a Laertes: se inclina hacia el suelo, recoge un
poco de polvo de hollín y se lo echa sobre la cabeza, gimiendo y llorando. Las
manifestaciones de su angustia son las mismas que las de Aquiles cuando se entera de la
muerte de Patroclo: los versos son casi idénticos; la angustia de Laertes se convierte en la
pena suprema de la epopeya homérica, en el arquetipo de todas las penas posibles, porque
nadie sufrió jamás como Aquiles cuando mataron a Patroclo. Hemos llegado al diapasón,
como lo había alcanzado Penélope cuando su marido le contó la historia del lecho de olivas.
Tampoco Ulises resiste: por primera vez en su vida interrumpe un ensayo; pierde el control
de sí mismo, besa a su padre, la abraza y se da a conocer:
Padre, lo que pides soy yo:
he cumplido veinte años en la tierra de los padres.
Pero cesen sus gemidos y sus llantos.
Tan ciego como Penélope, Laertes pide a Eperitus-Ulysses una "señal muy clara".
Al principio, el hijo le ofrece su propia señal pública -la herida de su pierna-, que todos,
incluso los criados, conocen. Pero, en una noche, ha crecido, educado en el silencio por
Penélope: sabe que las señales públicas no sirven de nada; su esposa las ha rechazado, y
desde luego no serán suficientes para Laertes. La noche anterior, Penélope le había
enseñado el arte de los signos secretos: los profundos símbolos individuales que nos unen y
sobre los que podemos construir nuestras vidas. Así le cuenta a su padre su infancia.
Cuando era niño, le acompañaba al huerto y le preguntaba los nombres de los árboles. Su
padre le decía los nombres: la pera, la manzana, la higuera, la uva; y así, a través de los
nombres, le introducía en la naturaleza y en la vida. Entonces, un día, le hizo un regalo:
trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras, cincuenta hileras de uvas. Con su
prodigiosa memoria, Ulises recordó los nombres y los números, porque el regalo de las
plantas había sido el corazón de su infancia.
Aquel paseo por el huerto, aquella enumeración de nombres, aquel regalo de árboles
fundaron el afecto y la amistad entre padre e hijo. El padre había educado a su hijo, no a
través de códigos morales, costumbres sociales, máximas filosóficas, canciones poéticas:
sino a través de la naturaleza, enseñándole los nombres de las plantas y cómo cuidarlas y
educarlas. El rejardinero había enseñado a su hijo el arte de la naturaleza y del poder,
porque el arte de reinar es precisamente, decía Ulises, el de hacer que la tierra produzca
trigo y cebada, frutos a la vid, higueras y manzanos. No hay otros secretos, ni pedagógicos
ni políticos. Así que también Ulises se había convertido en un rejardinero, aprendiendo a
amar las plantas y a cultivarlas. Hablando con Laertes, recordando aquella lejana escena de
la infancia, Ulises redescubre el pasado y su relación con la naturaleza a través de su padre.
Laertes se despoja de las vestiduras de soledad y desolación, y vuelve a ser el hombre y el
padre que había sido veinte años antes.
Cuando Laertes escucha el relato de Ulises,
... se le derriten las rodillas y el corazón
al reconocer las señales que Ulises le revela, seguro.
Las rodillas y el corazón de Penélope se habían derretido en dos versos idénticos
cuando su marido le contó la historia del lecho de olivos. El lecho era el signo secreto de
Ulises y Penélope: el don de las plantas es el de Ulises y Laertes, el cimiento simbólico,
"sólidamente fijado en la tierra", que los mantiene unidos. Toda la última parte de la Odisea
es una densa red de signos, que acerca a los personajes y convence a los lectores, que
durante tanto tiempo han escuchado las aventuras de un mendigo que se convierte en rey,
de un marido que encuentra a su mujer, de una mujer que encuentra a su marido, de dos
padres que encuentran a sus hijos.
En cuanto recupera el sentido, Laertes exalta a los dioses:
Padre Zeus, ustedes los dioses aún existen en el alto Olimpo,
si es que los Proci pagaron por su impía arrogancia.
Al menos aquí, en Ítaca, si no en otros lugares, se ha cumplido la justicia de Zeus.
Padre e hijo regresan a casa: una sierva lava y unge a Laertes; Atenea lo rejuvenece, lo
revigoriza y lo hace más alto, como tantas veces había rejuvenecido y revigorizado a
Ulises. Reasumiendo su regia figura, Laertes rememora sus hazañas juveniles, con la
adorable vanidad de Néstor en la Ilíada. Odiseo, Laertes, Telémaco, Eumeo y Fileto, y los
sirvientes de Laertes se sientan unos junto a otros, en orden, en sillas y tronos, y se
disponen a comer y beber. La Odisea de "según Homero" termina probablemente con estos
versos.

¿Quién escribió los últimos ciento cincuenta versos? El intrincado, colorido y


complicado "segundo Homero", amante de los detalles, los retrasos y las relaciones, y que
se nutre de conexiones y secretos, no podría haber compuesto esta pálida continuación.
Alguien podría avanzar una hipótesis: después de haber llevado el relato a su clímax, con el
doble llanto de Ulises y Laertes, el "segundo Homero" quiso terminar con una nota menor,
muy rápidamente, abreviando los tiempos y las conexiones. Esto parece difícil. Me parece
más probable que el poema quedara inacabado, o que se suprimiera la última parte, no
sabemos por qué razón, y el gremio homérida decidiera sustituirla. Entonces un aedo
mediocre compuso una especie de resumen de la conclusión, con acciones reducidas al
mínimo, discursos rápidos, batallas elementales, intervenciones muy rápidas de los dioses.
Creo que la acción refleja la de la última parte de la Odisea, si es que alguna vez
existió. Los familiares de los Proci descubren los cadáveres de sus hijos y parientes y los
entierran: se reúnen en la plaza, donde el padre de Antinoo, Euptis, propone castigar a
Odiseo; una parte de los itacenses le sigue, toma las armas y se dirige hacia el campamento
de Laertes. Ulises, Telémaco, Eumeo, Filecio y los sirvientes de Laertes también toman las
armas. La batalla es muy breve: Laertes golpea a Eupitas con una lanza y lo mata, Ulises y
Telémaco se lanzan sobre los primeros guerreros y están a punto de matarlos a todos. Zeus
y Atenea intervienen. Si Ulises había vuelto a Ítaca para restablecer el orden violado, ahora
Zeus impone el orden definitivo con un rayo. Ulises debe reinar sobre Ítaca para siempre: la
matanza de los procios debe ser olvidada; y los ítacos deben vivir en concordia, "en riqueza
y paz". Entre ambos bandos, Atenea, disfrazada de Mentor, hace un pacto jurado. El libro,
que había conocido tantos odios, maldiciones, aventuras y masacres, termina con una
conciliación entre los ítacos -una pálida imitación de la conciliación entre Aquiles y él
mismo, Aquiles y Príamo, hombres y dioses, que había concluido grandiosamente la Ilíada.
VI
EL ÚLTIMO VIAJE

Los poemas homéricos no tienen una conclusión real. El final está fuera del texto:
en un punto, o en varios puntos, al que aluden los acontecimientos, las palabras, los
sentimientos, las sensaciones de los dos libros. El final de la Ilíada no es el "entierro de
Héctor, domador de caballos", como dice el último verso, sino la muerte de Aquiles, que se
anticipa cada vez más lúgubremente con las palabras de Héctor, de Tetis, de los caballos de
Aquiles; y luego la destrucción de Troya de la que hablan Agamenón y Héctor, con las
mismas palabras (una maravillosa coincidencia). El final de la Odisea también se encuentra
fuera del texto: en la profecía que Tiresias hace a Odiseo en el undécimo libro, y que
Odiseo repite a Penélope en el vigésimo tercero. Según una ley del pensamiento épico, la
conclusión puede anticiparse, pero no representarse. En los albores de Occidente, cuando
nada se había escrito, el "primer Homero" y el "segundo Homero" anticiparon una forma de
literatura moderna: la novela sin final. Ni siquiera las dos grandes novelas de los siglos XIX
y XX tienen una conclusión. Guerra y Paz parece glorificar el principio de la vida familiar,
limitada y concentrada en el presente: sin embargo, su héroe final es Nikolen'ka, el hijo del
príncipe Andrei, que sueña con marchar hacia el futuro al frente de un inmenso ejército -las
líneas encaladas llenan el aire como hilos de araña- y encontrar a su padre. La Recherche
también parece tener su punto culminante en la matinée de los Príncipes de Guermantes,
donde Marcel tiene la revelación conmemorativa: pero hay acontecimientos posteriores,
que no podemos fechar; y el libro, que se supone que representa el pasado, se desplaza
rápidamente hacia el futuro, más allá de la muerte de la persona que lo escribió.
Algunos días o algún tiempo después del final de la Odisea, Ulises se hace de
nuevo a la mar y desciende a una tierra, no sabemos cuál: Tesprotia, Epiro, Arcadia, dirán
más tarde las tradiciones. Como le dice a Penélope, Ulises no está contento con este último
viaje: "una prueba sin medida, larga y difícil". Pero debe obedecer la profecía de Tiresias:
recorrer muchas ciudades, llevando un remo al hombro, hasta llegar entre hombres que
ignoran el mar y la sal, no conocen las naves, ni los remos -esas alas de las naves-. En
cuanto un caminante, al encontrarse con él, le diga que lleva un remo al hombro,
cambiando el símbolo de la civilización marina por el de la civilización agrícola, Odiseo
tendrá que detenerse, poner el remo en tierra y hacer sacrificios a Poseidón: un carnero, un
toro y un jabalí; y tal vez fundar un culto al dios. De este modo, apaciguará a Poseidón, que
sigue enfadado, y extenderá su culto a la tierra (aunque Poseidón era originalmente un dios
terrenal). Todo esto sucede bajo el signo de la conciliación: primero con los ítacos, ahora
con Poseidón, y entre la tierra y el mar, que intercambian insignias. Como siempre, la
conciliación, tras los contrastes más extremos y las tensiones más trágicas, parece la última
palabra de la civilización griega. Esta vez, es más real que en la Ilíada: porque en la Ilíada,
el grito común de Aquiles y Príamo no suprime las masacres futuras; mientras que, en la
Odisea, la conciliación prepara un tiempo feliz, al menos para Ítaca.
Una vez completado el sacrificio a Poseidón, Odiseo regresa a Ítaca, donde inmola
"hecatombes sagradas" a todos los dioses. No vuelve a moverse de la isla y restablece allí el
orden y la paz, como anuncia el último canto de la Odisea. La crisis de la realeza, que había
perturbado la Ilíada, llega a su fin: Ulises-rey no se parece a Agamenón, que en el mando
alternaba el exceso, la arrogancia y la debilidad, y no conocía el rarísimo don que es la
serenidad del poder. Ulises es el rey "único", como teorizó en la Ilíada: el rey justo "que
teme a los dioses". Si el gobernante obedece a esta imagen, la tierra produce trigo y cebada,
los árboles están llenos de frutos, los rebaños paren, el mar da peces, los pueblos prosperan.
Cuando el rey es jardinero, como Laertes enseñó a Ulises, la tierra se convierte en un
jardín.
Estos pensamientos eran habituales en la antigüedad griega y en el mundo iranio.
Cuando reina la Justicia", decía Hesíodo, "la ciudad florece, el pueblo brilla, hay paz y
prosperidad, los robles de las montañas están llenos de bellotas y miel, y los rebaños
cargados de vellón". La mirada del soberano iranio se extiende a las nubes que nos dan la
lluvia, a los valles que se cubren de cosechas y flores, a los animales que viven en paz y
seguridad, como en la edad de oro perdida de Yima. Durante el reinado de Cosroe I",
escribió Firdusi, "se decía que las lágrimas de las nubes eran agua de rosas, y que ya no
había sufrimiento ni necesidad de médico. El agua caía sobre las flores en el momento
propicio, el cultivador nunca sufría por la falta de lluvia: los valles y las llanuras estaban
cubiertos de flores, casas y palacios; el mundo estaba lleno de verduras y ganado, los
arroyos parecían ríos y las flores de los huertos las Pléyades'.

La Ítaca de Odiseo a la vuelta de su viaje no es una nueva edad de oro, como la que
Hesíodo imagina al comienzo del nuevo ciclo; tampoco es una de las muchas islas utópicas
que la imaginación ha dispuesto en el extraño islote del universo. Conocemos la edad de
oro de la Odisea: los cíclopes, la cueva y el queso de Polifemo. También Scheria está
aislada o destruida: ningún barco devolverá jamás a Ulises al mundo intermedio, con su
tiempo múltiple, el placer, el juego, la danza, los colores, la levedad, los dioses caminando,
visibles, entre los feacios. Las puertas de los otros espacios están cerradas. El país de la
vejez de Ulises es Ítaca, una isla real, con sus montañas y sus bosques, que ocupa un
espacio preciso en el mapa, cerca de Dulichio, Same y Zakynthos. Allí reinan el tiempo, el
límite, la medida, la enfermedad y la muerte. Si los dioses aparecen allí, lo hacen
enmascarados. Cuando los habitantes abandonan la tierra, el Hades les da la bienvenida,
con sus sombras incruentas y sin voz: no es el inalcanzable Campo del Elíseo. A pesar de
las inquietudes, las paradas, los viajes a las tierras de la imaginación y la magia, la Odisea
nos enseña a aceptar la realidad tal como es: Ítaca. Ningún otro libro de Occidente posee
esta fuerza grandiosa. No sabemos si el "segundo Homero" acepta la realidad con alegría o
con un secreto pesar por los mundos posibles que hemos perdido: la mítica isla de Calipso,
la Edad de Oro, la tierra intermedia de los feacios. Hasta el final, la Odisea sigue siendo
impenetrable.
En Ítaca, la vida es próspera y feliz: hay perales, higueras, vides, olivos, parterres,
que morirán y serán sustituidos por otros perales, higueras, vides y olivos, según el ciclo de
la naturaleza. La naturaleza impone su ritmo al hombre: igual que ayer Laertes tuvo su
estación, hoy Ulises tiene la suya, y mañana Telémaco ocupará su lugar. Si queremos
conocer el futuro, nos lo revelan esos trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras,
cincuenta hileras de viñas; y las manos del niño, siempre igual siempre distinto, que
aprenderá de su padre a nombrar y amar los árboles. Este retorno cíclico nos consuela de la
muerte, aunque no exista el Campo del Elíseo. Así, la Odisea nos ofrece, como un cuento
de hadas, su final feliz: Hermes no puede permitir que el poema, que hizo crecer como una
planta en el corazón del "segundo Homero", termine con las sombras de la muerte y la
tragedia.
En la futura Ítaca, Ulises contará muchos cuentos. Cuando se canse de ejercer su
don de rejero, multiplicando el trigo y la cebada, los rebaños y los peces, cuántos cuentos
contará a Penélope, a Telémaco, a Eumeo y a los huéspedes que atraquen en el puerto de
Ítaca. Todas sus historias estarán llenas de horrores, de masacres, de viajes, de magia: no
dejarán conciliar el sueño: tendrán un final feliz; y, tal vez, serán "historias mentirosas",
porque no es seguro que Ulises abandone la vieja manía. Ya ha domado la fuerza huidiza
que le ha arrastrado durante tantos años: es feliz, y su felicidad se extiende y multiplica por
los pueblos que acogen su justicia. Pero el "segundo Homero" no puede representar esta
felicidad terrenal, que sabemos cierta y real: la insinúa con muy pocos adjetivos; seguirá
siendo siempre una profecía pronunciada y oída en el Hades, un signo invisible del futuro.
Casi siempre, los héroes griegos mueren jóvenes: como Aquiles, que no puede
consumirse, pero se quiebra en su plenitud. Ulises muere viejo, tal vez muy viejo: "agotado
por la brillante vejez". ¿Cómo muere? Queda el último misterio, el definitivo, con el que el
"segundo Homero" sella una historia llena de secretos revelados y ocultos. ¿Se apodera la
muerte de Ulises "desde el mar"? ¿O viene "del mar"? Si lo atrapa "lejos del mar", el
significado es sencillo: el rey ya no navega, permanece en Ítaca y muere en su palacio. Si,
por el contrario, la muerte llega "fuera del mar", el texto es casi incomprensible, según el
lenguaje profético de Tiresias. No hay que imaginar nada violento ni dramático: ninguna
herida de lanza, ninguna picadura de un animal marino, como creían los últimos lectores de
Homero. La muerte de Odiseo es "dulce", como la mano de Afrodita. Tal vez una ola lenta,
inmensa y suave de ese mar, por el que tanto viajó Ulises y al que tanto amó y odió, alcanza
la orilla, el puerto de Forcus, el olivo de hojas finas, la cueva de las Náyades, y se lleva,
para siempre, al hombre lleno de color y dolor. Tal vez sea un regalo de Poseidón, el dios
reconciliado.
NOTA

No soy un filólogo clásico. No poseo ese conocimiento minucioso y envolvente del


griego homérico que tenían mis amigos Carlo Diano y Santo Mazzarino: les escuchabas y
parecía como si el diccionario de Henri George Liddell y Robert Scott se abriera, entero,
ante tus ojos y hablara por sus bocas. A esta mediocridad de conocimientos lingüísticos
debo algunas inexactitudes de mi libro. He leído mucha bibliografía homérica, sobre todo la
de los últimos sesenta años, en la que Homero está más cerca de nosotros que nunca. Estas
lecturas (y fuentes clásicas) sólo se mencionan en escasa medida en la lista de citas que
figura al final del libro. Los textos suelen citarse en las ediciones más accesibles al público
italiano. El libro contiene historias mitológicas, que algunos o muchos conocerán: pero mi
libro ha querido contarlas; y creo que uno debe obedecer los deseos de sus libros. Quiero
dar las gracias a Roberto Andreotti, Silvia Bruni, Thierry Grillet, Tristan Macé, Claudio
Tartaglini y Daniel Turkeltaub por haber fotocopiado, en bibliotecas americanas, francesas
e italianas, libros y ensayos que no pude encontrar. Doy las gracias a Ilaria Bonincontro y
Laura Rossi por mecanografiar el texto en el ordenador. Doy las gracias a los primeros
lectores del mecanografiado: mi mujer, Andrea Cane, Renata Colorni, Stefano
Cottatellucci, Marcel Detienne, Gian Arturo Ferrari, Sergio Ferrero, Dinda Gallo, Franco
Grassi, Giulia Ichino, Marzia Mortarino, G. Aurelio Privitera, Paolo Scarpi, Francesco
Sisti, Giuseppe Zanetto. He adoptado la traducción de la Odisea de G. Aurelio Privitera
(Valla-Mondadori, Milán, 1981-1986): la de la Ilíada de Giovanni Cerri (Rizzoli, Milán,
1996), la de los Himnos homéricos de Filippo Càssola (Valla-Mondadori, Milán, 1975).

P.C.

Roma, enero de 2001


LISTA DE ACRÓNIMOS

Las abreviaturas Il. y Od. se refieren a pasajes de la Ilíada y la Odisea.


Las abreviaturas y los números de página y notas a pie de página de la lista de citas
se refieren a los siguientes volúmenes:
Chantraine I, II: Pierre Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque.
Histoire des mots, Klincksieck, París, vols. I y II, 1968 y 1970.
Iliad I, II, III, IV, V, VI: The Iliad: A Commentary, editado por Geoffrey S. Kirk,
con comentarios de Geoffrey S. Kirk (libros I-VIII), John Bryan Hainsworth (libros IX-
XII), Richard Janko (libros XIII-XVI), Mark W. Edwards (libros XVII-XX), Nicholas
Richardson (libros XXI-XXIV), 6 vols., Cambridge University Press, Cambridge, 1985-
1993.
Lexikon I, II, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX: Lexikon des frühgriechischen Epos,
fundado por Bruno Snell, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, vols. I-II, fascículos 15-19,
1955-2000.
Odisea I, II, III, IV, V, VI: Homero, Odisea, introducción general de Alfred Heubeck
y Stephanie West, con comentarios de Stephanie West (libros I-IV), John Bryan Hainsworth
(libros V-VIII), Alfred Heubeck (libros IX-XII), Arie Hoekstra (libros XIII-XVI), Joseph
Russo (libros XVII-XX), Manuel Fernández-Galiano (libros XXI-XXII), Alfred Heubeck
(libros XXIII-XXIV), trad. it. de G. Aurelio Privitera, 6 vols, Valla-Mondadori, Milán,
1981-1986. Para los 5 primeros vols. se utilizó la edición revisada: para el vol. I la 7ª ed.,
2000. I, la 7ª ed., 2000; para el vol. II, la 9ª ed., 2002. II la 9ª ed., 2002; para el vol. III la 9ª edición, 2002
(con apéndice de Mario Cantilena); para el vol. IV la 7ª edi., 2002 (con apéndice de Mario Cantilena); para el
vol. V la 7ª edi., 2002.
Stanford I, II: The Odyssey of Homer, with commentary by W.B. Stanford, 2 vols.,
Macmillan, Londres, 1959.
LISTA DE CITAS Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Himnos homéricos , editado por Giuseppe Zanetto, cit., p. 38; André Motte,
Praderas , cit., pág. 240.
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magicien , Les Belles Lettres, París, 1982. Sobre el sacrificio de Hermes, Laurence Kahn,
Hermès passe , cit., pp. 48-69.
Himno a Hermes 142-153.
Himno a Hermes 266-268.
Himno a Hermes 157, 397-416; Od . VIII 274-282; Himno VII a Dionisio 6-41.
Sobre los vínculos entre los mêtis y Hermes, Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, Les
ruses , cit., pp. 49 y ss.
Od . 19 560; Léxico II, págs. 632-33 ( amechanos ).
Himno a Hermes 321-394; 330-331; 360-361.
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comentario de Ludwig Radermacher, Akademie der Wissenschaften en Wien, 1931, pp.
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vol. yo, págs. 115-27.
Sófocles, Los perros 132 ss.
Himno a Hermes 415-490.
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sobre el deseo: Himno a Hermes 423, 434, 447, 449, 455.
Himno a Hermes 480-486.
Pausanias, Guía de Grecia IX 30, 1; VIII 32, 1; V 14, 8; IX 30, 1.
Od . yo 337; Píndaro, Noveno Pythian 77, Cuarto Nemea 14 ff.
Himno a Hermes 521-568; Laurence Kahn, Hermès passé , cit., págs. 116-21;
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griegos , Einaudi, Turín, 1978, pp. 150-51; Laurence Kahn, Hermès passé , cit.; Maurizio
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Himno a Hermes 576-578; el . XXIV 333-694.
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Esquilo, Prometeo atado 123.
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la hipótesis es de Wackernagel, pero Chantraine II, p. 716, es dudoso; Hesíodo,
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Walter F. Otto, Theophania , Il melangolo, Génova, 1983, pp. 119 y ss.
entre la infinidad de ejemplos, véase al menos Od . VIII 489, 496; Léxico XVI, pág.
247 3a; Léxico II, pág. 1501.
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pág. 156.
el . VI 357-581, Od . VIII 579-580.
Friedrich Nietzsche, Human too human , Adelphi, Milán, 1967, p. 76.
Od . I 346-349, Od . XV 398-401, Il.IX 189, Od . I 347, Od . IV 598, Od . XVII 606,
Od . XVIII 305 ss., Od . VIII 368, 429, 542, Od . XV 399-400, Od . XVII 385, Od . XII
188, Himno a Apolo 170, Il . I 474, Hesíodo, Teogonía 37.
sobre térpein : Chantraine II, pp. 1107-108; Joachim Latacz, Zum Wortfeld
«Freude» in der Sprache Homers , Carl Winter Verlag, Heidelberg, 1966, pp. 174 y ss.
Od . IV 597.
Hesíodo, Teogonía 54-55 ( Mnemosýne-lesmosýne ).
Pausanias, Guía de Grecia II 31, 3.
Od . IV 295.
Od . yo 336; Od . VIII 84-86, 521-522.
el . 188-218.

el . VIII 10-26; el . XV 18-24.


el . VIII 41-52.
el . IV 31-36, 39-53.
Hesíodo, Teogonía 886-900; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., I 20.
el . XIV 159-351, El . XIX 95-99.
el . XVI 384-393; Hugh Lloyd-Jones, La justicia de Zeus , University of California
Press, Berkeley, 1971, págs. 7-18.
el . VIII 49-52; el . XIII 1-9.
Jenny Strauss Clay, La ira , pág. 12; Ilíada , editado por Guido Paduano y Maria
Serena Mirto, Einaudi, Turín, 1997, p. 1182.
el . XV 360-366.
el . XII 13-33.
el . IV 130-131, El . XV 9-12, El . XVII 198-200, El . XIX 340, El . XVII 441-445,
Himno a Afrodita 207-211.
en la Odisea Zeus se metíeta sólo tres veces , mientras que en la Ilíada diecisiete
veces .
Od . XXIV 351-352.
Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 1 (en Opere , editado por Graziano Arrighetti,
Einaudi-Gallimard, Turín, 1998).
enargés : Od. VI 201; Léxico II, pág. 574; enargés también se aplica al cuerpo
transformado, Od . III 420, Od . XVI 161.
Himno a Deméter 91-111, 181-190, 269-270, 275-293.
Apolodoro, Los mitos griegos , cit., III 26-27; Píndaro, Segunda Olímpica 26-27.
apariciones divinas: Las . I 197-200, El . V 127-128, El . III 396-398, El . XIII 71-
72, El . XXIV 223.
los dioses transformados: Od . XIII 222-225, 287-289, Od . X 277-279.
el . XXI 544-545, El . XVI 698-699, El . XX 30, El . XVII 328, El . II 155, Od . V
436, Od . XI 105-115, El . XVI 780, El . XVII 321-322.
el . XVI 433-461.

Od . I 35-43, Od . IV 522-523, Od . IV 534-535; Léxico XV, págs. 255-56 ( moros )


. Es uno de los pasajes más controvertidos de la literatura griega. Podría hacerse una
objeción: a Od . III 269, Néstor habla de la moîra que cautiva a Clitemnestra. Pero creo que
esta es una interpretación de Néstor, no de Homero.
Od . El 300, Od . III 198.
el . IV 339.
Sobredosis. II 351 ( kammoros ); Chantraine II, pág. 678 ( sv meíromai ).
Píndaro, octava ístmica 26-40; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., III 168-169;
Esquilo, Prometeo Entregado 755-770, 907-927, 947-951.
Apolodoro, Los mitos griegos , cit., III 169-171; Himno a Deméter 235-262;
Plutarco, De Iside et Osiride 357c.
Calvert Watkins, À propos de Mênis , en «Bulletin de la Société de Linguistique de
Paris» 1977, pp. 186-209; Patrick Considine, The Etymology of ménis , en Studies in honor
of TBL Webster , editado por JH Betts, JT Hooker y JR Green, Bristol Classical Press,
Bristol, vol. I, 1986, pág. 53-64.
maínomai : El . V 185; Léxico XV, págs. 5-7; lýssa : Il.IX 239; Léxico II, pág. 1725.
Homero no conoce la palabra manía .
el . XXIII 15.
el . 1 210-214; el . IX 632-636; el . IX 121-157, 262-299.
Od . XXIV 36-94.
sobre el valor de kléos : Gregory Nagy, Le meilleur des Achéens , Seuil, París, 1994,
p. 88.
el . IX 401-409; Sobredosis. XI 481-491; Roberto Calasso, La boda , cit., pp. 223 y
ss.; Bernd Effe Bochum, Der homerische Achilleus , en «Gymnasium» VC 1988, pp. 1-16;
Richard P. Martin, El lenguaje de los héroes , Cornell University Press, Ithaca, 1989, p.
214.
el . IX 312-313.

el . IX 497; el . XXIV 41; el . XVI 33-35; Jenny Strauss Clay, La ira , pág. 181.
el . IX 182-189; Carlo Diano, Forma y acontecimiento , Marsilio, Venecia, 1993;
sobre el lenguaje oral de Aquiles, Richard P. Martin, The Language , cit., pp. 146 y ss.
Como observa Giuseppe Zanetto, quizás Patroclo se esté preparando para hacerse cargo del
canto de Aquiles ( Il. IX 191).
el . XVI 97-100; el . XVI 29-35.
el . XVI 7; el . XVIII 318-319; el . XXIII 222.
el . IX 496-526; el . XIX 270. Sobre Áte : Chantraine I, p. 3 ( aáo ); Léxico I, págs.
10-12 ( aáo ), I, págs. 6-8 ( áate ).
el . XVIII 79-82; el . XVIII 9-11; II XVIII 107-110.
el . XVIII 56-57.
el . XXIV 128-130.
el . XXIII 99-101.
el . XXIV 1-5.
el . XXI 184-185.
el . XX 495-503.
el . XVIII 205-206; el . XVIII 207-214; el . XXII 25-32; sobre las imágenes del
fuego de Aquiles, Maria Grazia Ciani en Iliade , UTET, Turín, 1998, pp. 37-38.
el . XXIII 145-156.
el . XVI 852-854; el . XXII 358-360.
el . XXIV 477-479; el . XXIV 506.
el . XXIV 480-484; sobre la purificación y la expiación en el pasaje: Ilíada VI, pp.
322-23.
el . XXIV 509-512.
el . XXIV 525-551.
Od . XVIII 130-142; Himno a Deméter 147-149.
Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 64 (en Obras , cit.); Od . XIX 394-398.
Od . 1, Od. X 330; Od . III 163, Od . VII 168, Od . XIII 293, Od . XXII 115, 202,
281.

Od . XXIII 111; La sonrisa de Od . XXII 371 no es una verdadera sonrisa; Léxico


XV, pág. 85.
Od . IV 455-458; Od . IV 245-250; Od . XIII 397-403, 430-438; Od . VI 229-235,
Od . XXIII 156-162.
Od . VI 231, Od . XVI 175-176.
Od . I 160-161, 163, 166, 175, 177; Od . IV 724, 814, 832; Od . V 105, 129; Od .
decimocuarto 144; Od . yo 21; Norman Austin, Name Magic in the Odyssey , en «California
Studies in the Classical Antiquity» V 1972, pp. 1-19.
el . III 202; Od . IX 445; Richard P. Martin, The Language , cit., págs. 35 y ss.
Od . X 51-52.
Esquilo, Agamenón 177; Od . XIX 210-212; Od . XIX 494.
Od . XIX 210-212; Od . XIX 494.
Od . VII 215-221, Od . XV 343-345, Od . XVII 286-289, 473-474; Jean-Pierre
Vernant, À la table des hommes , en Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, La cuisine du
sacrificio en pays grec , Gallimard, París, 1979, pp. 94-96; Siegfried Besslich, Schweigen ,
cit., págs. 42 y sigs.; Odisea V, nota XVII 287.
Hesíodo, Teogonía 55-61, 98-103.
Cicerón, De finibus V 18,49.
Sófocles, Ayax 379.
Píndaro, Quarta Pitica 286, trad. él. de Bruno Gentili, comentario de Pietro
Giannini ( Le Pitiche , Valla-Mondadori, Milán, 1995, p. 507).
Od . IX 316; Léxico II, págs. 105-106, sv byssodomeúo ; Odisea V, Nota XVII 66.
Od . XXIII 356-358; John Halverson, Social Order in the Odyssey , en Homer,
Reading and Images , editado por C. Emily-Jones, Duckworth, Londres, 1992, págs. 177-
92.
Od . IX 21-28.
Od . II 337-347.
Od . XXI 5-54.

Od . VIII 223-228.
el . IX 225-306, 677-692.
Léxico II, pág. 1015 ( teatros ).
Esquilo, Euménides 738.
Walter F. Otto, Los dioses , cit., pág. 68.
Od . 196-98; el . XXIV 340-342; Od . V 44-46.
Od . 106-112, 224-229.
Od . XXI 295-302.
Sobredosis. II 181-182.
Sobredosis. II 266, 324, 331, Od . XXIII 31 ( hiperenoréontes ); Od . II 310, Od .
XV 315 ( hiperfialoi ); Od . I 368, Od . IV 321 ( hiperbion hýbrin ) .
1 de . I 115, 196-199, 241-244; Od . I 161, 163, 166, 175, 177, 218-219, 233, 239,
243.
Odisea I, nota a I 207-209; Od . III 123-124; Od . I 215-216; WJ Woodhouse, La
Composición de la Odisea de Homero , Clarendon Press, Oxford, 1930, p. 212.
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295-302.
Od . I 295-302, Od . III 306-310.
Od . III 240-242.
Od . 1 326-359.
el . VI 490-493.
Od . I 249-251, Od . XVI 73-77.
Od . XV 10-23.
Od . XIX 159-161, 530-534.
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Od . 1 347-348.
Od . 1 350-352.
Od . XII 450-453.
Od . II 1-13; el . II 50-53, Od . II 442-444, Od . IV 308-310.

Od . II 40-81; el . 1 245-246.
Od . II 260-269.
Od . XIII 422-423.
Telémaco y el Dios Desconocido: Od . I 323, 420; Od . II 262, 297, 372; Od . III 27.
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el . III 151-160.
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el . III 65-66.
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Od . IV 501-569.
Od . IV 259-264.
Od . IV 141-145; Od . IV 220-230; Od . IV 278-281; Od . XV 172-178, El . III 236-
244; Himno a Apolo 161-164.
Od . IV 81-89, 126-132, 227-232, Od . III 301-312.
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Od . IV 45-46, Od . VI 84-85. Linda Lee Clader, Helen , cit., págs. 57 y ss.
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Od . IV 120-136.
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Od . IV 274-275.
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Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, Les ruses , cit., págs. 56, 112, 250.
Od . IV 597.
Od . XV 156-159.
Segunda parte

Od . 1 50-54, 85; Od . V 50-55, 100-102, 32; Hesíodo, Teogonía 806 ( Ogýgion );


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Norman Austin, Archery , cit., págs. 137-38.
Od . 52-54.
Od . V 57-74; Od . V 72, Od . IX 132-133; André Motte, Praderas , cit., págs. 180
ss. ( malakos ).
Od . V 169-170; Od . XII 449 ( audéessa ); Franz Dirlmeier, Die schreckliche
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Od . VII 245-246.
Od . V 230-232, Od. X 543-545.
malakos : Od . I 56, Hesíodo, Teogonía 90; doloessa : Od . VII 245, Od . X 232,
258, 339, 380; Thélgein : Od . I 57, Od . X 213, 291, 318; aimúlios : Od . I 56, Hesíodo,
Teogonía 890.
Od . VII 246, 255; Od . XII 449.
Od . VII 244-263.
Od . VII 248-258.
Od . V 118-128; Jean Rudhardt, Eros y Afrodita , Bollati Boringhieri, Turín, 1999, p.
63; Jean-Pierre Vernant, Ulysse en personne , en Françoise Frontisi-Ducroux y Jean-Pierre
Vernant, Dans l'œil du miroir , Odile Jacob, París, 1997, p. 24
Od . V 153 ( oukéti ).
Od . V 179, 187, 199-200.
Norman Austin, Name Magic , cit.
Od . I 48-59, Od . IV 498, 555-556, Od . V 81-84, 151-158; Od . V 152, Od . XVIII
204 ( aión ); RB Onians, The Origins , cit., págs. 244 y sigs.; Charles Segal, Singers,
Heroes and Gods in the Odyssey , Cornell University Press, Ithaca, 1994, págs. 14 y ss., 45.
Od . V 215-224; Od . I 241-244; Od . yo 59; Jean-Pierre Vernant, The Negative of
Odysseus , en Reading the Odyssey , editado por Seth I. Schein, Princeton University Press,
Princeton, 1996, págs. 185-89.
Od . V 29-54.
Od . XII 389-390.
Od . V 73-75.
Od . V 105-111.
Od . V 160-161.
Od . V 181-182; Od . XIII 287-288.
Od . XII 142-143.
1 : Od . T 248.
Od . V 436 ( hypèr móron ).
Od . V 394-398.
Od . V 474-493; Norman Austin, Archery , cit., págs. 102 y sigs.; Günter Dietz, Das
Bett des Odysseus , en «Symbolon» VII 1971, pp. 18 y ss.
Odisea II, nota a V 4; Od . VI 4-10, Od . IX 108-111, Hesíodo, Obras y días 111-
120.
Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 1 contra 6-7 (en Obras , cit.).
Od . VI 201-206.
Od . VI 319.
Od . VI 8, 204-205, 278.
Od . V 279-281, VII 268-269, VIII 561-562.
Od . VII 318, Od. VIII 445, Od. XIII 79-80.
Od . VII 84-102, Od. VIII 321; el . XVIII 373-377, 417-420.
Od . VI 9-10, 262-269, Od. VII 43-45; Marie Delcourt, Hephaistos , cit., pág. 58.
Od . V 112-132; Stanford I, nota a VII 122; Léxico II, pág. 629 (nota a los epetésios
).
Od . VI 270-272; Od . VI 268-269, Od . VIII 34-37, 50-54, Od . XIII 22, 113-115.
Od . VII 34-36, Od . VIII 555-563.
Od . VI 35.

Od . VI 270, Od . VIII 246-249; sobre la (posible) ausencia de destino entre los


feacios, Siegfried Besslich, Schweigen , cit., pp. 42-47.
Od . VII 104-111.
Od . VIII 247-253, 261-265, Himno a Apolo 202-203; Od . VI 100, 115-116, Od .
VIII 370-380; Carlo Diano, La poética de los feacios , en Sabiduría y poética de los
antiguos , Neri Pozza, Venecia, 1968, pp. 211-12.
Od . VIII 564-569, Od . XIII 172-177.
Od . VI 274, Od . VII 32-33, Od . IX 106, Od . VI 57-60.
Od . VII 165, 190-196, Od . VI 120-121, Od . VIII 575-576, Od . IX 175-176, Od .
XIII 201-202, Od . VII 192-196, 318-326, Od . VIII 30-33.
Od . VII 194-196.
Od . V 382-385, 427, 437, 476-477, 491-492.
Od . VI 1-7.
Od . VI 85-109; Andrew Ford, Epic as Genre , en A New Companion to Homer ,
editado por Ian Morris y Barry Powell, Brill, Leiden, 1997, pp. 411-12.
Od . VI 122-125.
el . III 216-224.
Od . VI 143-148 ( meilíkhios 143, 146, 148); Hesíodo, Teogonía 80-93 ( glykerós
83, 97, meilíkhios 84, 92, malakós 90).
Od . VI 180-184.
Od . VI 160-169.
Walter Burkert, Los griegos , cit., págs. 393-94; André Motte, Praderas , cit., pág.
175; Himno a Apolo 117-118.
Od . VI 187-208; el . XXIV 518-551; Od . IV 235-237.
Od . VI 229-235; Od . XXIII 156-162.
Od . VI 236-320, Od . VI 1-9.
Od . VIII 457-468 .
Od . VI 291-292, 321-331.
Od . XIII 318-319, 341-343.
Od . XIII 322-323.

Od . VI 14-133.
Od . VII 154, Od . XI 333.
Od . VII 135-154; Odisea II, nota sobre VII 50-51; Siegfried Besslich, Schweigen ,
cit., pág. 143; Wilhelm Mattes, Odysseus bei den Phäaken , Konrad Triltsch Verlag,
Würzburg, 1958, p. 141; Od . VII 154, Od . XI 333.
Od . VII 196-198.
Od . VII 237-239.
Bernard Fenik, Estudios , cit., págs. 7 y ss.; Uwe Hölscher, Die Odyssee , cit., págs.
70 ss.
Od . VII 311-315.
Od . VIII 63-82; Odisea II, nota sobre VIII 75, 79-81; Gregory Nagy, Le meilleur ,
cit., págs. 40 y sigs.; Georg Danek, Epos , cit., págs. 150-56.
Od . VIII 83-103.
Od . IX 203-260; Od . XII 184-194; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 5 y ss.;
Wilhelm Mattes, Odysseus , cit., págs. 119 y ss.
Od . VIII 256-265; Massimo Vetta, Poesía y coloquio en la antigua Grecia ,
Laterza, Roma-Bari, 1995, p. LII; Norman Austin, Archery , cit., pág. 160; Odisea II, nota
sobre VIII 256-384.
Od . VIII 266-366.
el . I 599-600.
Od . VIII 335-342; Charles Segal, Cantantes , cit., págs. 205 y sigs.; Walter Burkert,
Das Lied von Ares und Aphrodite , en «Rheinisches Museum» CIII 1969, pp. 130-44; Theo
Reucher, Der unbekannte Odysseus , Francke Verlag, Berna-Stuttgart, 1989, p. 100.
Od . VIII 344-358.
el . XIV 159-351.
Od . VIII 487-494.
Od . VIII 499-522; Wilhelm Mattes, Odysseus , cit., pág. 99
Od . VIII 522 ( teketo ), Od . XIX 204-209.

Pietro Pucci, Ulysse Polutropos , Presses Universitaires du Septentrion, Lille, 1995,


pp. 305 y sigs.; Charles Segal, Cantantes , cit., págs. 120 y ss.; RB Rutherford, The
Philosophy of the Odyssey , en «Journal of Hellenic Studies» CVI 1986, pp. 155 y sigs.;
George B. Walsh, The Varieties of Enchantment , The University of North Carolina Press,
Chapel Hill, 1984, págs. 3 y ss.
Od . VIII 523-531.
Od . VIII 555-556, 577-580.
Od . IX 19-21.
Tercera parte

Od . IX 2-11.
Od . VIII 491; el . II 484-492.
el . IX 673, Od . XII 184 ( poliainos ); Odisea III, Nota XII 184.
Franco Ferrucci, El asedio y el regreso , Mondadori, Milán, 1991, p. 81.
Od . X 31-45.
Hesíodo, Teogonía 27-28; Simon Goldhill, The Poet's Voice , Cambridge University
Press, Cambridge, 1991, págs. 54-56.
Od . XI 363-366; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 149 y ss. (cf. Od . I 6-9, 68-
69, Od . II 19-20, Od . XX 19-20, Od . XXIII 248-284).
Od . XXIII 310-337.
Od . XI 363-369, Od . XVII 518.
Od . X 16, de . XII 35, Od . decimocuarto 509.
Od . XII 450-453.
Od . 1 351-352.
Hesíodo, Teogonía 27, Od . XIX 203.
Od . IV 597-598, Od . XV 399-400.
Od . XI 334, Od . XIII 2, Od . XIV 387, Od . XVII 514, 521.
el . XXIV 343-344, Od . V 47-48.
Od . XI 373, Lexikon I, págs. 207-208 ( athesfatos ).

Od . VII 154, Od . XI 333-334, Od . XIII 412.


Od . IX 19-36.
el . VI 357-358, 441-446, II . VIII 87-91; Charles Segal, Cantantes , cit., pág. 87;
Georg Danek, Epos , cit., pág. 160.
Od . XII 73-126, 201-259.
Od . III 130-200, 232-312, Od . IV 492-547, Od . IX 37-81; Georg Danek, Epos ,
cit., págs. 55 y ss., 164 y ss.
Od . III 162-164.
Od . XIII 314-319.
Od . IX 116-169.
Od . IX 131-135.
Hesíodo, Trabajos y Días 109-120.
Od . IX 106-115, 175-176, 275-276, 357-358; Od . VI 5-6; Od . VII 204-206; G.
Aurelio Privitera, Aristia de Odiseo en la tierra de los cíclopes , en Tradición e innovación
en la cultura griega , vol. I, cit., págs. 23 y ss.; Pierre Vidal-Naquet, Le chasseur noir , La
Découverte, París, 1991, p. 51; Robert Mondi, El cíclope homérico , en «Transactions and
Proceedings of the American Philological Association» CXIII 1983, pp. 17-38.
Hesíodo, Teogonía 270-336.
Norman Austin, Archery , cit., págs. 143 y ss.
Od . IX 245, 309, 342.
Od . IX 447-460; Franco Ferrucci, El asedio , cit., pp. 75 y ss.
Od . x228-230.
Od . IX 263-266.
Sobredosis. IX 442.
Od . IX 355-370, 403-414; Od . IX 405-406, 410, 414, 422 ( métis ); G. Aurelio
Privitera, L'aristia , cit., pp. 34-37.
Od . IX 318-333, 375-395.
Od . IX 334, 339, 381; Georg Danek, Epos , cit., pág. 183.

Eric R. Dodds, Los griegos y lo irracional , La Nuova Italia, Florencia, 1978, p. 80.
G. Aurelio Privitera, L'aristia , cit., pp. 40-41.
Od . IX 447-457.
Od . IX 475-505; Odisea III, nota a IX 475-479; Hubert Schrade, Götter und
Menschen Homers , Kohlhammer, Stuttgart, 1952, p. 252.
Od . IX 528-535.
Od . X 1-75.
Od . XXII 411-412.
Od . X 80-132.
Od . X 68 ( áasan ), Odisea III, nota en X 68-69.
Od . XII 3-4. Según Paula Philippson ( Die vorhomerische und die homerische
Gestalt des Odysseus , en «Museum Helveticum» IV 1947, pp. 276 ss.), Gregory Nagy ( Le
meilleur , cit., pp. 247-48) y Douglas Frame ( The Myth of Return in Early Greek Epic ,
Yale University Press, New Haven, 1978, pp. 48-49), la isla de Eea está situada tanto en el
extremo este como en el extremo oeste. Od . X 141, 146-150, 194-197, 210-211, 221-223,
252-255, 275.
Od . X 135-139; Károly Kerényi, Hijas del Sol , Bollati Boringhieri, Turín, 1991.
L'épopée de Gilgamesh , trad. fr. de Jean Bottéro, Gallimard, París, 1992, pp. 127-
30.
Apolonio de Rodas, III 477-478, 528-533, IV 662-682, 727-729; Ovidio,
Metamorfosis XIV 403-415.
Od . X 136, Od . XI 8, Od . duodécimo 150.
Od . X 301, Himno a Afrodita 188-190.
Od . X240, 493.
Od . 141.157.
Od . X 277-306, El . XXIV 347-348. El pasaje es controvertido: Alfred Heubeck (
Odisea III, nota a X 374-379) resume la antigua opinión, según la cual los cuentos de
Ulises se escribieron originalmente en tercera persona; Georg Danek ( Epos , cit., p. 202)
supone que Hermes dijo su nombre, y que Ulises, en la historia a los feacios, no relata este
pasaje.
Od . X 281-288.
Odisea III, nota a X 302-306; Hugo Rahner, Griechische Mythen in christlicher
Deutung , Rhein-Verlag, Zürich, 1957, pp. 164-96.
Od . IX 508-512, Od . X 330-332.
las lágrimas: ay . X 201, 209, 247-248, 398-399, 409-415, 418, 454, 496-499, 567.
Od . IX 32; Od . VIII 446-448; RB Onians, The Origins , cit., p. 447.
Léxico II, págs. 197-98 ( daimonios ).
Od . XI 226.
Od . X 501-502; Od . XII 21-22.
Apolodoro, Los mitos griegos , cit., II 123-124, Epitome I 24.
Heracles en el Hades: Od . XI 601-612, 626; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., II
123-126.
Od . XI 11-13, Od . XII 1-2; Jean Rudhardt, Le thème de l'eau primordiale , cit.,
passim.
Od . XII 62-65.
Od . XI 14-19.
sobre álamos: Walter Burkert, The Greeks , cit., p. 425. Sobre los sauces: Od . x510;
Plinio, Naturalis Historia XVI 46, 110; Eliano, Historia animalium IV 23; Hugo Rahner,
Griechische Mythen , cit., págs. 245-54.
Hipócrates, De victus ratione 4, 92; Inscriptiones Graecae II 2 3661, II/III (2) 3661
(Peek n. 879); 1 Cor , 15, 36 ; Juan , 12, 24 .
Od . IV 561-569.
las almas: El . XXIII 65-68, 99-102, Od . X 493-495, 521, 536, Od . XI 29, 43, 206-
208, 213, 219-222, 393-394, 475-476, 602; Walter Burkert, Los griegos , cit., págs. 297-
305, 399-419; RB Onians, The Origins , cit., págs. 84 y ss.; Jean-Pierre Vernant, Entre
mythe et politique , Seuil, París, 1996, pp. 388 y ss.
la voz: ay . XI 43, 633; Od . XXIV 5-9.
Erwin Rohde, Psyché , Payot, París, 1952, p. 46; Od . XI 569-571.
Karl Reinhardt, Tradición , cit., págs. 92-112.
Od . XI 43, 633.
II XX 60, 64-65.
Odisea III, nota a XI 568-627.
Od . XII 210-220.
Od . X 516-537, Od . XI 24-50.
Píndaro, Nemee I 60-62; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., III 69-72; Calimaco, El
lavamiento de Palas 73-130.
Od . X 539-540, Od . IV 389-390.
Od . X 493-495, Od . XI 90-99; RB Onians, The Origins , cit., p. 84.
Od . XI 100-137.
Od . II 172-176.
Od . XI 141-224.
el . XXIII 97-101; Virgilio, Eneida VI 700-702 (ver II 792-794); Dante, Purgatorio
II 76-81.
Od . XI 387-464; Odisea III, nota a XI 422-426; el . IX 588; Himno al Apolo 340.
Od . XI 467-540; Il. XIX 216.
Eurípides, Ifigenia en Aulis 1250-1251; Roberto Calasso, La boda , cit., p. 130.
el . IX 408-409.
Cedric H. Whitman, Homero , cit., pág. 309.
Eurípides, fr. 63 Nauc.
Jean-Pierre Vernant, Mito y sociedad en la antigua Grecia , Einaudi, Turín, 1981,
pp. 131 y ss.
Od . XI 630-635; Píndaro, Decima Pitica 48; Jean-Pierre Vernant, L'individu, la
mort, l'amour , Gallimard, París, 1989, pp. 121 y ss.

sobre los nombres de las sirenas: Apolodoro, Los mitos griegos , cit., p. 665.
Suetonio, Vida de Tiberio 70; Piero Boitani, Tras las huellas de Ulises , il Mulino,
Bolonia, 1998, p. 14
Od . XII 39-54, 158-194, 184, 188, 191, Il . IX 673, El . X 544, El . XIX 219, El .
III 89; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 1-9; ligurá , lígeia : Od . XII 44, 183, Od . VIII
67, Od . XXII 332, Od . XXIV 62, Himnos XIX 19, 24; melígerys , meílichos , meilíchios :
Od . XII 187, Hesíodo, Teogonía 84, 92, Himno a Apolo 519.
Od . XII 40, 44 ( thélgein ).
Platón, Fedro 259b-c.
Apolonio Rodio IV 901-902.
Od . XXIII 326; Roger Caillois, Les démons du midi , en «Revue de l'Histoire des
réligions» 1938, p. 65, nota 116.
Od . XII 41, Od . x282.
Od . XII 52, 188. Sobre los efectos del canto: Charles Segal, Singers , cit., pp. 100 y
ss.; Lillian Eileen Daherty, Sirens, Muses and Female Narrators in the Odyssey , en The
Distaff Side , editado por Beth Cohen, Oxford University Press, Nueva York, 1995, pág. 84.
la calma del viento: Od . XII 168-169 ( koímese ); Pietro Pucci, Ulysse Polutropos ,
cit., pág. 290; Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 28 (en Obras , cit.); Roger Caillois, Les
démons , cit., pág. 166, nota 115.
Apolonio Rodio IV 905-916.
Od . XII 179 ( peîrar y peiráo ); Chantraine II, págs. 870-71 (pero cf. Liddell-Scott
sv peîrar ).
Od . XXIII 326.
Od . X 104-115, Od . XII 127-141.
Esquilo, Los siete contra Tebas 719.
Od . XII 73-100, 201-233.
Od . XII 128-133; Gregory Crane, Calypso , cit., pág. 144; Norman Austin, Archery
, cit., pág. 130; Aristóteles en Eruditos de la Odisea XII 128-129.

Od . XII 271-276.
Od . XII 295.
Odisea III, nota XII 330-331.
Od . XII 338, 372 ( koimésate ).
Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, La cuisine , cit., pp. 240 ss.
Bernard Fenik, Estudios , cit., págs. 210 y ss. Sobre el cegamiento: Od. XII 372 (
aten ). Para atasthalía y atásthalos : Od . I 7 (los compañeros), 34 (Egisto), al menos Od .
XVII 588, Od . XX 370 (los pretendientes).
cuarta parte

Od . XIII 79-80.
Uwe Hölscher, Die Odyssee , cit., pág. 275; Charles Segal, Cantantes , cit., págs. 47
y ss.
Hesíodo, Teogonía 759-766.
Od . V 476-493, Od . XIII 102-103, 122, 346, 372.
Sobredosis. XIII 194-196, Od. IX 21-29; Lexikon I 544 ( aloeidés ); Sobredosis. VII
15, 143; Jean-Pierre Vernant, Ulysse en personne , en Françoise Frontisi-Ducroux y Jean-
Pierre Vernant, Dans l'œil , cit., p. 17, nota 3.
Bernard Fenik, Estudios , cit., p. 36.
Od . VII 19-20, Od . XIII 316-319. No creo que Ulises reconociera a la diosa en
Scheria, como nos quiere hacer creer, atribuyéndose un conocimiento retrospectivo.
Od . XIII 222-225; Od . XIII 288-289, Od . XVI 157-158; fórmula también
atribuida a la nodriza de Eumaeus en Od . XV 417-418.
Od . XIII 293-300; Herbert Eisenberger, Studien zur Odyssee , Franz Steiner Verlag,
Wiesbaden, 1973, p. 218; Paula Philippson, Die vorhomerische , cit., pág. 10
Me permití, por una vez, cambiar la hermosa traducción de G. Aurelio Privitera.
Odisea I, pág. LXXX.
Sobredosis. XIII 313.
Roberto Calasso, La boda , cit., pp. 363 y ss.
Od . III 220-222.

philótheos aparece sólo en Aristóteles: Liddell-Scott sv ; Aristóteles, Retórica


1391b.
el . I 361, El . XXIV 127, El . VI 485, Od . IV 610, Od . V 181.
Walter F. Otto, Los dioses , cit., págs. 63 y ss.
Od . W 463.
Od . XIII 402 ( aeikélios ) .
Od . XVIII 67-69.
Od . XIX 380-381; Od . XX 194.
Od . XIII 149-152.
Aristófanes de Bizancio y algunos eruditos modernos (Rainer Friedrich, Zeus and
the Phaeacians: Odyssey XIII, 158 , en «American Journal of Philology» CX 1989, pp.
395-99; Georg Danek, Epos , cit., p. 267) correcto el texto de los códigos, leyendo a Od.
XIII 158 mé en lugar de méga : Zeus le diría a Poseidón que no rodeara la ciudad de los
feacios con la montaña. Me parece un homenaje innecesario a la dudosa justicia de Zeus.
Sobredosis. VIII 564-569; Sobredosis. XIII 125-187; Odisea II, nota sobre VIII 569;
Rainer Friedrich, Zeus , cit., págs. 395-99.
Od . XIII 171-187.
Hartmut Erbse, Beiträge zum Verständnis der Odyssee , Walter de Gruyter, Berlín,
1972, págs. 146 y ss.
Od . V 291-332, 466-469, Od . XIV 457-458, Od . XV 392, Od . XVIII 307-310, Od
. XIX 63-64; Norman Austin, Archery , cit., págs. 242 y ss.
Od . XIV 145-147; Léxico II, pág. 900 ( etheos ).
Od . XV 317-324.
Hesíodo, Teogonía 27, Od . XIX 203.
Od . XIX 273-282.
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VII 36; Hyginus, Myths , cit., p. 90, notas 638-39.
Índice

Frontispicio
Colofón
LA MENTE COLOREADA
Prólogo
La Odisea
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Nota
Lista de siglas
Lista de citas y referencias bibliográficas

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