Ulyses y La Odisea - Pietro Citati
Ulyses y La Odisea - Pietro Citati
Ulyses y La Odisea - Pietro Citati
LA MENTE COLOREADA
ULISES Y LA ODISEA
A Piero Crommelinck
en memoria
PRÓLOGO
I
APOLO, LA LUZ, LA NOCHE
Incluso antes de nacer, Apolo era temido por Grecia. Aquejada de los dolores del
parto, Leto vagaba por las tierras e islas del Egeo: era la más adorable de las diosas y poseía
todas las cualidades que su hijo ignoraría violentamente. Pidió que la alojaran. Pero las
tierras e islas conocían a Apolo antes de que naciera, y temblaban ante la idea de que pisara
su suelo. Se negaron, y así el dios conoció el dolor y la dificultad de venir al mundo, como
los seres humanos. Finalmente, Leto se dirigió a Delos, la más pequeña y oscura de las islas
del Egeo. Le ofreció un templo. Delos también tembló. Temía que el joven dios la
despreciara, la pateara con sus pies y la hundiera en las aguas del mar: entonces las olas la
sumergirían, los pulpos harían sus guaridas sobre ella, las focas habitarían su superficie
desierta. Leto juró: "Aquí existirá siempre el altar oloroso de Febo y su santuario, y él te
honrará más que a ninguna otra tierra". Sólo entonces Delos aceptó recibir a la madre y a su
hijo.
La fama que rodeaba al dios que iba a nacer no era suave: Apolo era un dios
atásthalos, temerario, impío, cegado. Lo que nos asombra es que el mismo adjetivo se
aplique, en la Ilíada y la Odisea, a Aquiles ensañándose con el cadáver de Héctor, a los
procios deshonrando el palacio de Ítaca, a los compañeros de Odiseo devorando los rebaños
del Sol. Apolo era "impío". He aquí una de las paradojas del espíritu griego. Apolo no
conocía ninguna de las virtudes que él llamaba apolíneas: serenidad, respeto de la ley,
armonía, moderación. El dios que habría proscrito la inmoderación pecó. Como bien sabían
los griegos, esa medida que tanto amaban nacía del exceso; y la pureza nacía de la
impureza y la culpa. Fue necesario un dios violento, desenfrenado, pecador, asesino, para
difundir en la tierra el equilibrio en la moral, el respeto a los límites, la quietud del espíritu,
el gesto que pacifica y concilia, la armonía soberana de la cítara: como si, por una
metamorfosis incomprensible, lo que era violento en el mundo divino se volviera sereno y
armonioso en el nuestro.
Finalmente, el dios salió a la luz. Dos tradiciones diferentes cuentan su nacimiento.
En la del Himno a Apolo, Leto fue asaltada durante nueve días y nueve noches por los
dolores del parto. Algunas diosas la asistieron: Dión, Rea, Temis, Anfítrite; faltaron Hera,
envidiosa de Apolo, e Ilitia, sin la cual el parto no habría podido tener lugar. Finalmente
Ilithyia, convocada por las diosas, acudió a Delos. Entonces Leto sintió el impulso de dar a
luz. Agarró una palmera entre sus brazos: la misma palmera, símbolo de fertilidad, que
Odiseo vio en su viaje a Delos siglos más tarde, y que se convertiría en uno de los
emblemas de Apolo. Leto señaló la pradera con las rodillas: bajo ella la tierra sonrió, y
Apolo saltó a la luz. Las diosas lanzaron el grito ritual, llenas de veneración por el nuevo
dios. Como Hermes, en un lugar pequeño y oscuro había nacido Apolo, que se convertiría
en uno de los dioses más grandes de Grecia.
En torno al dios niño estalló la epifanía triunfal. Siete cisnes, "las aves de las
Musas", ya habían rodeado la isla cantando siete veces para Leto: aquel canto era el batir de
las alas transformado en voz. En ese momento, la pequeña isla se cubrió de oro, la luz
solidificada que tanto gustaba a Píndaro. Los cimientos de la isla se volvieron dorados, el
pequeño lago redondo contemplaba inmóviles olas doradas, la palmera arrojaba hojas y
dátiles dorados, las aguas transparentes del río Inopus brillaban doradas. Todo Delos
"floreció de oro, como la cumbre de una montaña a los brotes del bosque". Nunca, quizás,
en la literatura griega, la luz había experimentado tal violencia, tal esplendor excesivo,
transgrediendo casi dolorosamente cada diapasón luminoso y sonoro: como iba a suceder
en el nacimiento del dios que buscaba y desafiaba el exceso.
La otra tradición nos llega por relatos posteriores. Asteria era hermana de Leto, y
Zeus quiso seducirla: ella lo eludió, convirtiéndose en codorniz. Cuando Zeus la alcanzó en
forma de águila, ella se convirtió en roca: una isla errante, a veces en la superficie, a veces
sumergida e invisible entre las olas. Como una planta de asfódelo, vagaba de este a oeste,
de oeste a este, según el juego de los vientos y las corrientes: corría por el estrecho de
Euripo, nadaba hasta el cabo Sunio, hasta Quíos y hasta Samos. A veces, en el camino de
Trezene a Corinto, los marineros lo divisaban, pero no volvían a verlo cuando regresaban
de Corinto.
En aquella isla errante y sumergida, en el largo e incierto crepúsculo del amanecer,
cuando un débil "resplandor atraviesa la noche", nació Apolo. No sabemos casi nada de este
oscuro nacimiento. Sólo sabemos que, al nacer él, la isla imparable se detuvo: el
movimiento decayó, y cuatro columnas rectas de adamantina surgieron de las raíces de la
tierra, deteniendo la isla para siempre y haciéndola inmune a los terremotos. La isla
invisible se convirtió en Delos, la "visible", la "luminosa". Apolo, el dios de la estabilidad,
de los cimientos y los templos, no podía nacer y recibir culto en el corazón de la fluidez
marina.
Nacido en el crepúsculo de la noche, Apolo llevaba dentro la profundidad de las
tinieblas, como si aquella estancia infantil en la isla hubiera llenado su esplendor de todas
las sombras. En los primeros versos de la Ilíada, el poema a él dedicado, Apolo desciende
del Olimpo "asemejándose a la noche": lleva el arco sobre los hombros y el carcaj cerrado:
las flechas tintinean sobre sus hombros; abre el carcaj, empuña el arco, y los dardos sisean
ominosamente por el aire, golpeando los cuerpos de animales y griegos y propagando la
peste. "Sin cesar, ardían densamente las piras de los muertos". Nada podría ser más terrible
que esta tenebrosa aparición del dios de la luz, excepto, tal vez, el gesto con el que,
envuelto en la niebla, golpea la espalda y los hombros de Patroclo con la mano abierta. Así,
al menos por un momento, la luz se revela idéntica a su rival, la noche.
Las diosas, que asistían a Leto, lavaron al dios recién nacido con manos puras: lo
envolvieron con un paño blanco y rodearon su cuerpo con una cinta dorada, otro signo de
luz. Su alimentación no era la de un niño mortal. Su madre no lo amamantó: Temi lo
alimentó con la comida de los dioses, néctar y ambrosía, que lo transformaron en un dios
adulto. El vagabundeo de la madre, el difícil parto, los dolores quedaron olvidados: la
infancia se consumió en un instante. Con un gesto violento, Apolo se liberó de las ataduras
infantiles que lo encadenaban, los pañales y las cintas, aunque como recuerdo de su
juventud siempre llevaba el pelo intacto y ningún vello violaba sus mejillas. Entonces
Apolo avanzó, a grandes zancadas, "sobre la tierra de anchas calles", como una estrella a
plena luz del día: destellos brotaban de sus zapatos, chispas centelleaban de su cuerpo, y el
resplandor llegaba hasta el cielo. Tenía un paso tan rápido y móvil como el pensamiento:
una majestuosidad y sublimidad que nadie más que Zeus compartía, y que imponía
reverencia. Era su alegría triunfante.
En ese momento, Apolo hizo la proclamación que marcó sus atribuciones como
dios:
Que la cítara y el arco curvo sean mis privilegios;
además, revelaré a los hombres la inmutable voluntad de Zeus.
Esta cítara y este arco no fueron hechos por un artesano, con el caparazón de una
tortuga o los cuernos de un animal: la artesanía era extraña en el mundo de Apolo. Recibió
el arco y la lira como regalos, como sus privilegios, para que nadie pudiera competir con él.
La cítara y el arco eran el mismo instrumento. Ambos emitían sonidos y emanaban luz:
ambos eran soberanamente precisos y exactos, y daban, de diferentes maneras, la muerte.
Inmediatamente Apolo recorrió su reino -el arco, la cítara, los oráculos- y dejó allí
su huella. Con su arco radiante, ascendió al Olimpo. Los dioses se pusieron en pie
temblando, como habían temblado las islas del Egeo antes de que naciera Apolo, llenos de
la misma reverencia y temor que despertaba en ellos la aparición de Zeus: el nombre de
Apolo, Phoîbos, les recordaba a todos Phóbos, miedo. Sólo Leto mantuvo la calma: desató
la cuerda del arco, cerró el carcaj, tomó el arco de los hombros de Apolo y lo colgó de un
clavo de oro, fijado en la columna junto a la que Zeus estaba sentado. Luego invitó a su hijo
a sentarse no en un simple asiento, como los dioses y las diosas, sino, en señal de honor, en
un trono. Zeus saludó a su hijo y le ofreció una copa de oro llena de néctar. La escena con
la que se abre el Himno a Apolo es única en la mitología griega: sólo Apolo podía despertar
este temblor y terror entre los dioses a los que pertenecía.
Cuando encontramos a Apolo en el Olimpo, conocemos su cara opuesta: la armonía.
Con su plectro de oro tocaba la cítara, moviéndose ágilmente con grandes zancadas: la luz
vibraba a su alrededor, y destellos brotaban de sus zapatos y su túnica. Mientras tocaba, las
Musas le acompañaban cantando, recordándole la filosofía y la moral de Apolo: por un
lado, están los dioses con sus privilegios eternos; por otro, están los hombres: limitados,
irreflexivos, irracionales, indecisos, incapaces de cualquier previsión. Si los dioses son
inmortalmente jóvenes, los hombres no conocen remedio contra la vejez y la muerte: las
soportan, con la obstinada tenacidad que es la mayor fuerza de Ulises. A su alrededor
bailaban, cogidas de la mano, las Gracias, las Horas, Harmonía, Hebe, Afrodita, Ares y
Hermes. Artemisa cantaba. El canto de las Musas recordaba la belleza y la alegría: la
norma, el derecho, la justicia, la paz, el ciclo de las estaciones, el destino, el tiempo
propicio, la primavera: la coyuntura, la conexión y el acuerdo entre todas las cosas; la
juventud ardiente y el amor. Como veremos, el canto también evocaba cosas más oscuras:
pero en el Olimpo, en este momento de suspensión, Apolo y las Musas sólo suscitaban
quietud y armonía.
La búsqueda del lugar oracular fue larga y ardua. Apolo se dirigía hacia el centro del
mundo, Pito, que conocemos como Delfos, con paso rápido y majestuoso. Ahora parecía
sobrevolar la tierra desde lo alto: ahora vagaba, cauteloso, dubitativo, como si no conociera
su destino. Buscaba un lugar tranquilo, ajeno al ruido de la vida, no poseído por otro dios,
tan pobre y oscuro como Delos, para construir su templo. Salió del Olimpo, pasó por Lecto,
pisó Ceneo, se detuvo brevemente en la llanura de Lelanto, cruzó el Euripo: llegó a Tebas y
luego a Onchesto; a Cefiso, a Ocalea, a Aliarto, a Telfusa, cuyo espeso bosque de árboles le
gustó. El paisaje estaba cubierto de bosques, pero los lugares, personificados, hablaban con
voz humana. Uno de ellos, Telfusa, se rebeló contra el deseo de Apolo y lo engañó. El dios
de los oráculos, el dios que conocía y revelaba la verdad, no descubrió la mentira: tras su
terrible fuerza, escondía siempre una extraña y dolorosa debilidad: fragilidad de poder,
majestad y luz.
Finalmente, Apolo llegó a Crisa, una colina a los pies del Parnaso cubierto de nieve.
Bajo un acantilado, había un valle profundo y escarpado, lleno de laureles, y un manantial.
Aquí decidió erigir un templo oracular para los griegos, que le traerían ecatomancia de
todas partes:
... y a todos ellos mi infalible consejo
expresaré, dando respuestas en el rico templo.
En Chrysa había un monstruo femenino, una dracaena, cuyo nombre no se
menciona en el Himno: un "monstruo voraz, grande y salvaje", hijo de la Tierra, que
guardaba su santuario oracular, devorando hombres y animales. Según Eurípides, era del
color del vino. "Tenía el lomo abigarrado y estaba cubierto, como una coraza, por el
sombrío y frondoso laurel". Más tarde, recibió el nombre de Pitón.
Con una flecha, Apolo golpeó a la dracaena, que cayó al suelo, jadeando y
retorciéndose, y profiriendo un grito sobrenatural, hasta que murió con un soplo
sanguinolento. Debido a los rayos del sol y a la contaminación de la tierra, su cuerpo se
pudrió, dando nombre al lugar, Pythus, y al dios, Apolo Pythicus. Otras versiones cuentan
que el monstruo huyó sangrando a Tesalia, al valle de Tempe, perseguido por Apolo. El
lugar, que en nada se parecía a la escabrosidad montañosa del Parnaso, era el locus
amoenus de la imaginación clásica. En el centro del valle fluía el río Peneo, que avanzaba
lentamente como el aceite: había bosques de todo tipo, refugios sombríos para los viajeros
en verano, hiedra trepando espesa alrededor de los árboles, laurel, smilax, fuentes y arroyos
de agua dulce, pájaros bañándose en las aguas. En estos lugares tranquilos y apacibles,
Pitón murió: Apolo se unió a él en ese último momento de vida.
Cuando mató a Pitón, Apolo había obedecido una orden de Zeus, que quería
construir el oráculo de Delfos desde el que proclamar la verdad inmaculada a través de la
voz de su hijo. Sin embargo, había cometido una falta. Según los griegos, los dioses pueden
ser tan culpables como los hombres: matan, violan, cometen impiedades, violan el orden, y
deben ser castigados, como nosotros. No todos los dioses cometen culpas: ni Atenea, ni
especialmente Hermes, que vive envuelto, haga lo que haga, en su inocencia infantil y
demoníaca, y no se arrepiente ni se purifica. El gran culpable es Apolo, que tras la matanza
de la dracaena cometerá otros crímenes: él mismo, el soberanamente puro. Tras la matanza
del monstruo, tuvo miedo: en un lugar que, por su nombre, se llamaba Phóbos, 'terror', fue
asaltado por la angustia de sentirse impuro y por la locura. Como el mal es contaminación,
contaminó, esparciendo pestilencia a su paso, como al principio de la Ilíada.
Convertido en el último de los desdichados, los malditos y los vagabundos, Apolo
huyó o fue desterrado por Zeus, como sus profetas asesinos, que en la Odisea tienen el don
de la clarividencia. Se refugió en el valle de Tempe, entre los bosques, los arroyos y los
cantos de los pájaros que le hacían vislumbrar la dicha; o fue siervo de Ademeto; o se expió
con los hiperbóreos, un pueblo muy puro del Norte, "en el confín del mundo, en los
manantiales de la noche"; o en otro mundo, donde vivió nueve largos años, durante los
cuales el universo se renovó nueve veces. Fuera cual fuese el lugar al que llegaba, Apolo se
purificaba: se ponía la corona de suplicante, realizaba los ritos y libaciones que los hombres
realizan cuando tienen que apaciguar a la Justicia y la Venganza, olía profundamente el
aroma del laurel -que se convirtió en su planta, signo de expiación, purificación y
adivinación. Luego regresó a Delfos coronado de laurel, con una rama de laurel en la mano.
Había expiado. A partir de ese momento, sentado en el santuario de Delfos, purificaba a los
desdichados, que como él habían conocido la culpa, en su doble condición de señor de los
oráculos y médico. Imagínense qué ecos habrían despertado estas intuiciones en el espíritu
de Dostoievski y Proust. Como los griegos, pensaban que sólo quien ha hecho el mal, lo ha
conocido hasta el final y lo ha expiado, puede liberar a otros seres humanos del mal donde
habitan.
El autor del Himno a Apolo parece haber ignorado tanto que la dracaena era una
sacerdotisa de la tierra como la purificación de Apolo. Como es probable, no ignoró en
absoluto estas tradiciones: las omitió, porque sólo deseaba glorificar a Apolo como
fundador del templo de Delfos. En los siglos anteriores a Homero, existía en Delfos el culto
a una deidad ctónica: "la Tierra despertaba las visiones nocturnas de los Sueños que
contaban el pasado, el presente, todo lo que estaba por venir, a muchos mortales en su
oscuro sueño. El sueño oscuro contenía la verdad. El culpable, o aquellos que deseaban
conocer su destino, dormían tumbados en la tierra: allí los misteriosos poderes de la noche
le visitaban, le traían sueños, le iluminaban, le liberaban de la culpa, le revelaban cosas aún
no nacidas.
La tradición posterior contrapuso, con rasgos dramáticos, el reino de la Tierra y el
de Apolo: allí había noche y aquí luz, allí sueños y aquí la sacerdotisa, la Pitia, repitiendo
extasiada la voz del dios. En realidad, Apolo reveló en ese momento un don que nadie le
habría atribuido: el dios violento, excesivo y excluyente se convirtió en el dios de la
asimilación, la conciliación y el acuerdo. Él y la sacerdotisa heredaron el nombre de la
putrefacta Pitón: los dientes y huesos del monstruo se recogieron lastimosamente en la
parte más secreta del templo de Apolo; el sombrío laurel que crecía sobre la espalda de
Pitón se convirtió en la planta simbólica del nuevo dios. Apolo jugaba con las serpientes,
hijas predilectas de la Tierra: acogía entre sus favorecidos a profetas-serpientes que
habitaban cavernas ocultas bajo el suelo; y revelaba el futuro a través de los sueños,
obedeciendo a la sombría mántica que, según Eurípides, pertenecía exclusivamente a la
Tierra.
La luz de Apolo aceptó la noche, se tragó la noche, se tiñó duraderamente de noche.
Apolo compartió el oráculo con el poder enemigo que había derrotado: lo acogió en sí
mismo, encauzó sus inmensas fuerzas, las asimiló, como si el suyo fuera ante todo un poder
de transformación. Expandió su poder y su reino: fue más allá de sí mismo, sin renunciar a
su propia voz y forma. Pensando en Apolo, Heráclito diría: "la armonía que de un extremo
vuelve al otro extremo como en el arco y la lira". Así Apolo, en su templo de Delfos, ante
las multitudes de peregrinos, anunciaba la armonía entre los extremos y una verdad que iba
más allá y por encima de todo extremo.
El primer templo de Apolo en Delfos estaba hecho de laurel del valle de Tempe,
donde Pitón había muerto y el dios había expiado. Los cimientos eran de piedra: sobre ellos
se tejieron ramas y hojas de laurel, formando muros arbóreos, que crecían, se secaban al
cabo de muchos años y se renovaban. Las abejas construyeron un segundo templo, con cera
y alas muy ligeras: se las consideraba insectos proféticos, y había un rito adivinatorio en
Delfos, que estudiaba su vuelo y zumbido. El tercer templo era de bronce: en el frontón
cantaban seis hechiceras de oro, proféticas como las Musas y engañosas como las Sirenas.
El cuarto templo, construido según el Himno antes de la matanza de la dracaena, era de
piedra. Apolo amaba la gran arquitectura: los poderosos cimientos, las columnas dóricas,
los umbrales, los templos secretos, los robustos tejados, los altares de cuernos, las
esculturas de los frontones, donde se enfrentaban los centauros y los lapitas.
... Puso los cimientos,
anchos, profundos, compactos. Sobre ellos
levantó luego unos cimientos de piedra Trofonio y Agamedes
, hijos de Erginus, amados de los dioses inmortales;
luego construyó los muros del templo innumerables linajes de hombres
con piedras firmemente implantadas, para que pudiera ser eternamente celebrado en el
canto.
En ese templo, de laurel o de cera de abejas, de bronce o de piedra, Apolo anunció
sus oráculos durante muchos siglos. Entonces fue violentamente interrumpido. Decía la
verdad -la que no se oculta ni se olvida-, pues su voz era la de Zeus. Pero también era
Loxias: lo oblicuo, lo oscuro, lo ambiguo, lo equívoco. La verdad de los griegos arcaicos no
era la nuestra: como el canto de las Musas, que cantaban "cosas verdaderas" pero también
"mentiras semejantes a las verdaderas", podía coincidir con lo contrario. Heráclito lo
explicaba así: "el señor cuyo oráculo está en Delfos ni dice ni oculta: quiere decir". El
oráculo de Apolo no era ni claro ni oscuro. Ni decía la verdad ni la ocultaba. Ni hablaba ni
callaba. Significaba: daba señales, como el rayo de Zeus surcando los cielos; señales que
poseían un valor absoluto porque estaban fuera y por encima de la razón y el
entendimiento. Muchos siglos después, Plutarco comentaba: "El dios ciertamente no
pretende ocultar la verdad, sino que vela su manifestación, como un rayo que en poesía
toma muchos reflejos y se orla por todos lados".
También Penélope, al final de la Odisea, utilizaba un lenguaje compuesto
exclusivamente de signos. En cuanto a nosotros, adoradores de Apolo, adivinos, mitólogos,
literatos, debemos poseer el don de Penélope. Debemos interpretar estos signos divinos y
humanos, estos destellos celestes, estas palabras deslumbrantes y balbuceantes, estos
objetos secretos, estos reflejos, estos velos, que descienden del cielo a la tierra o se ocultan
en los libros. ¡Qué arduo es reunir los signos, colocarlos unos cerca de otros, iluminarlos,
alternar el arte del análisis y el de la analogía! No podemos extrañarnos de que, por un
momento, ni siquiera Ulises pudiera comprenderlos.
Los hombres modernos, que viven quince siglos después de la (aparente) muerte de
Apolo, se parecen a Hermes y Ulises: son "coloridos", "abigarrados", múltiples, hechos de
mil fragmentos y mil caras, y se vuelven hacia todos los lados, como el pulpo al que se
parece Ulises. Muchos siglos después de Homero, Platón y Plutarco sostenían en cambio
que el cosmos de Apolo era "simple", claro, puro, uno: tan simple como simple parece la
luz; opuesto a cualquier forma de multiplicidad y policromía. Homero no habría
compartido, o quizá ni siquiera comprendido, las palabras de Platón y Plutarco. El Apolo
retratado en la Ilíada y el Himno era un encuentro de contradicciones: entre el exceso y la
medida, entre la luz y la noche, entre el arco y la cítara, entre el terror y la armonía, entre la
fuerza y la debilidad, entre el mundo ctónico y el olímpico, entre la culpa y la purificación,
entre la violencia y la conciliación, entre la verdad y la ambigüedad. Quizá ningún dios
griego ocultó tal riqueza de pensamientos, imágenes, visiones, sentimientos y rituales. Sin
embargo, después de tantos siglos, tenemos la impresión de que Platón y Plutarco captaron
un aspecto fundamental del Apolo homérico. Haga lo que haga o piense lo que piense, en la
Ilíada o en el Himno, se nos aparece de frente o casi de frente, o juntos de perfil y de
frente, como en el frontón de Olimpia. Nos parece compacto, unificado, obediente a una
sola forma, más que ningún otro dios.
Como dicen sus apodos, Apolo "actuaba desde lejos", "destellaba desde lejos". Con
su cuerda de arco, se mantenía alejado de los hombres: en una montaña, o en la lejanía de la
mente profética. El adorador no podía identificarse con él, y si quería recrear en sí mismo la
condición apolínea, tenía que crear una distancia vertiginosa en su propia mente. Pero, al
mismo tiempo, Apolo sabía anular la distancia: no necesitaba intermediarios: veía como si
el objeto lejano estuviera allí, a sus pies. Encarnaba como ningún otro dios (quizá más que
Zeus) lo que hay de sagrado, de numinoso en la condición divina: pero hacía sentir esa
trascendencia aquí, entre nosotros, mezclado entre las filas de los guerreros que combatían
en la llanura de Troya. Cuando mató a Patroclo, no lo golpeó con su arco, desde lejos: lo
destruyó con la simple palma de su mano extendida hacia abajo: un toque. Oculto por la
niebla, se colocó detrás de Patroclo: le golpeó la espalda y los hombros, le torció los ojos, le
arrancó el yelmo de la cabeza, hizo añicos su lanza, derribó su escudo al suelo, fundió su
armadura; Patroclo quedó ciego, atónito, y no tuvo más remedio que morir. Nunca
habíamos sentido, como en esta escena, lo tremenda que puede ser la violencia de los
dioses y lo brutalmente física que puede ser su proximidad.
Apolo no deseaba cambiar la naturaleza del hombre: no quería divinizarlo, como
intentó Deméter en su día; ni redimirlo, como intentaría el cristianismo a la muerte de
Apolo. Sólo le importaba una cosa: que los hombres reconocieran su propia naturaleza y la
aceptaran plenamente, sin reservas ni limitaciones. Eran miserables y efímeros: parecían
hojas: ahora se mostraban llenos de fuerza, ahora caían sin vida: no podían entender ni ver;
eran "la sombra de un sueño", como diría Píndaro interpretando el espíritu homérico, por
tanto, dos veces irreales, dos veces insustanciales. Cometían actos vanos, sin objetivo,
temerarios, en las garras de la hýbris; y siempre serían así porque ésa era su condición y su
destino. En la Ilíada y en el Himno, Apolo nunca sonreía: sólo sonreía una vez, hablando de
la miseria humana.
Así, Apolo impuso límites a los hombres. No debían cruzar, ni intentarlo, los límites
entre su condición y la divina: entre dioses y hombres no había un paso gradual, sino un
abismo, que él quería hacer aún más infranqueable. Había un destino, broncíneo como la
bóveda celeste: los hombres debían soportarlo con paciencia y resignación; era el único
heroísmo que podían practicar. Si Hermes amaba a los seres humanos (con su propia
ironía), si Zeus a veces les mostraba afecto, si Atenea era cómplice de sus héroes, Apolo (al
menos en la Ilíada y en el Himno) los despreciaba por encima de todo. Quería que se
mantuvieran alejados, encerrados para siempre en su miseria. Los griegos aprendieron a
mirarse con los ojos de Apolo, y a tener el mismo desprecio grandioso por sí mismos. No
hay ejercicio más nutritivo, lúcido y educativo: sólo quien conoce el arte de los límites
aprende a superarlos.
La consecuencia de este desprecio divino fue extraordinaria. Precisamente porque
Apolo quería que el hombre viviera dentro de sus límites, y sólo dentro de ellos, le
concedió todos los dones y enseñanzas posibles, que los demás dioses no podían darle. El
hombre vivía en un mundo limitado, encerrado por altos muros, dominado por la angustia
de la muerte: pero este pequeño mundo debía ser perfecto, y reflejar en cada piedra, en cada
verso, en cada gesto la luz descendida de los dioses. Apolo enseñó a los griegos el arte de
los oráculos, la medicina, la música, la poesía, las leyes y las constituciones, la arquitectura,
los cimientos de las ciudades, los templos y los altares: cómo honrar a los muertos, cómo
educar a los jóvenes, cómo abrir caminos y distribuir el espacio... Todo lo que tiene forma
en nuestra mente pertenece a su reino. Así, nuestra miseria, la sombra de nuestro sueño,
nuestra frondosa condición se convirtieron durante unos siglos en una construcción
armoniosa.
II
LA LIRA DE ERMES
Huyendo de la compañía de los dioses, Maia vivió oculta en una caverna sombría en
las montañas y bosques de Arcadia. Allí nació Hermes: concebido en las profundidades de
la tierra, no bajo el cielo, en la isla de Delos aún o errante, como Apolo, su hermano mayor.
El dios despreciaba la cueva de su madre: sólo era, decía, "una caverna humeante". Pero, de
repente, allí abajo todo cambió, como en un cuento de Las mil y una noches. Las pobres y
húmedas rocas desaparecieron. Alguien había construido un vasto palacio subterráneo o un
rico templo bajo tierra: por todas partes había trípodes y lebeti: un centenar de sirvientes
poblaban la morada; tres celdas encerraban el néctar y la ambrosía, el oro y la plata, las
túnicas púrpura y blanca de Maia. Todo era, pues, doble, ambiguo e ilusorio: él mismo y su
contrario; la caverna coincidía con el palacio, lo pequeño con lo grande, lo pobre con lo
rico, lo ctónico con lo olímpico, lo humeante con lo límpido... como todo es doble y
contradictorio en el reino de Hermes.
El dios fue concebido de noche: Zeus abandonó el Olimpo mientras Hera dormía y
los dioses y los hombres estaban sumidos en el sueño; y se unió sigilosamente a Maia. No
sabemos cuándo Zeus se unió a la madre de Apolo: ciertamente, Apolo se nos aparece por
primera vez al aire libre, a la luz del sol o en el crepúsculo del amanecer. Hermes, en
cambio, amaba las cosas ocultas, que ni los dioses ni los hombres pueden ver: adoraba lo
secreto. Su tiempo era la noche. Tan pronto como las largas sombras caían sobre la tierra,
las calles estaban vacías y desiertas, el sueño poseía a los dioses y a los hombres, y ni
siquiera los perros levantaban la voz, - Hermes pasaba silenciosa e invisiblemente como la
niebla y la brisa otoñal. Llevaba consigo los sueños, a través de los cuales nos
comunicamos con los dioses: dormitaba y abría, con un acto mágico, los ojos de los
hombres: robaba los rebaños de Apolo, irrumpía en las casas de los ricos, saqueándolas sin
ruido; acompañaba a las almas de los muertos, que revoloteaban a su alrededor chillando.
Fue una noche interminable. Pero no era la profunda oscuridad que, al principio de la
Ilíada, habita el corazón de Apolo. Hermes prefería una oscuridad insidiosa, omnipresente
y silenciosa.
Hermes nació al amanecer, cuando el cielo empezaba a teñirse de rosa. Había, pues,
una luz hermética. Era la llama que brilló cuando inventó el fuego, frotando una rama de
laurel con otra de granada, y fundó el sacrificio a los dioses. Era, sobre todo, su mirada: una
llama en movimiento, rápida y viva, un destello que brillaba agudamente desde sus pupilas.
Veía desde lejos, con ojo penetrante. Pero no conocía el esplendor violento y cegador de
Apolo. En cuanto emanaba luz, Hermes tenía que ocultarla: ocultaba sus pensamientos,
bajaba los párpados, lanzaba miradas oblicuas y esquivas. Así irradiaba en el día el mismo
brillo insidioso y astuto, esquivo e irónico que acecha en el corazón de las noches
herméticas.
Vino al mundo sin dolor: no conoció el parto laborioso de Apolo; el dolor siempre le
fue ajeno, como si ignorase palabras como "sufrimiento", "aflicción", "angustia". Apolo
tuvo que sufrir, Heracles tuvo que sufrir, y también Ulises: él no, rodeado de un velo de
irresponsabilidad y alegría. Nada más nacer, abandonó la cuna. Como Apolo, Hermes era
precoz: tenía la fuerza de un gigante y conocía todas las cosas y artes, sin que nadie le
hubiera enseñado. No tenía necesidad de aprender. A diferencia de Apolo, que se convirtió
en adulto de inmediato, conservaba a su alrededor la fragancia, la gracia y la intuición de la
infancia. Era experimentado como un hombre sabio e irónico que había llegado al final de
su vida: poseía la inteligencia, la sutileza y la perspicacia esparcidas por el universo; sin
embargo, nunca abandonó su candor infantil, el olor de los pañales y la leche. Su astucia
consistía en hacerse pasar por pequeño: él, que pronto iba a reinar sobre un país inmenso, se
presentaba ante los dioses y los hombres como un simple demonio, un leve espíritu del aire.
Según Platón, Apolo era un dios sencillo, claro y único: en la Ilíada, Fénix y Apolo
acusaban a Aquiles de ser rígido, inflexible y de no doblegarse nunca; los monjes cristianos
afirmaban ser monótropos, porque poseían un solo rostro y una sola fe. A lo largo de su
vida, y en el ejemplo que dio a sus numerosos seguidores, Hermes enseñó el arte opuesto.
Como dice el Himno en los primeros versos, era un polýtropos: su ciencia era la politropýa;
un don, recibido al nacer, que sýlo ýl podýa enseýar. Su mente tenía muchas formas,
pliegues y aspectos: giraba, siempre sinuosa por todos lados, sin conservar la posición
frontal de Apolo y Aquiles: era flexible; se transformaba incesantemente, como la de un
actor de genio. Si la realidad era múltiple y aleatoria, él se volvía aún más múltiple y
aleatorio. En el camino nunca seguía una trayectoria recta, sino que iba de un lado a otro,
de izquierda a derecha, perseguía todas las direcciones, se retorcía y giraba. Compartía los
vericuetos del camino, porque su espíritu era una curva ininterrumpida, que conducía quién
sabe adónde.
Si hacemos caso al autor del himno, Hermes poseía otro don. Tenía una mente
"multicolor", abigarrada: era un dios poikilométes; expresión que no puede traducirse con
exactitud. Poikílos, en Homero, es la piel manchada de un animal, como la pantera o el
cervatillo: un carro de guerra o un transporte, o una silla, o armas, o una coraza, o un
escudo, o un peplos bordado, o una tapicería -objetos artesanales que emiten un juego de
reflejos oscilantes e iridiscentes. Poikílos es la "tira" que Afrodita ofrecía a Hera: una
especie de hechizo de amor, en el que se reunían las formas y las ilusiones de Eros: amor,
deseo, palabras que cautivan y seducen. Pero también es un nudo intrincado como el que
Circe enseñó a Ulises; e incluso la mente soberana, ambigua e inextricable de Zeus.
Hermes tenía, pues, una mente colorida y abigarrada: chispeante e iridiscente: llena
de encantos y seducciones; misteriosa, intrincada, inextricable. Después de Homero y los
Himnos, el valor de poikílos se amplió y extendió, como en los siglos que siguieron, abierta
y secretamente, al reinado de Hermes. Podía denotar un himno variado y complejo: un
oráculo oscuro: una pintura de muchos colores: un discurso sutil: una esperanza cambiante:
el cielo lleno de estrellas: un laberinto: la esfinge: un sofista lleno de astucias y engaños; y,
para los cristianos, la gracia de Dios. Todo el universo parece reunirse en torno a una sola
palabra, que expresa y a la vez vela la naturaleza de Hermes.
Una deidad tan multiforme y colorista ejercía un poder de fascinación muy fuerte, al
que nadie podía resistirse. Era el señor de thélgein: otra palabra igualmente rica, que
connota el poder del encantamiento en todos sus aspectos. Originalmente, si las
interpretaciones etimológicas son correctas, probablemente significaba el poder de hechizar
con la mirada; y ciertamente, ¿quién podía resistirse a la intensa, irónica y tortuosa mirada
de Hermes? Después, el significado se amplió. Estaba el poder de la poesía, que Penélope
rechaza: el de los cuentos de Ulises, que los feacios escuchan en profundo silencio: el de
los cantos de las sirenas, que conducen a la muerte: el de las palabras de Calipso, que
intenta seducir a Ulises para que olvide Ítaca: el hechizo erótico, que Afrodita, a menudo
aliada con Hermes, extiende sobre todos los hombres: la magia de Circe, que transforma a
los compañeros de Ulises en cerdos: la de Hermes, que, a su antojo, despierta y duerme a
los seres humanos: el poder con el que los dioses confunden los corazones y las mentes de
los héroes; y las esperanzas que engañan a Perséfone raptada por Hades.
Tanto los dioses como los hombres pueden haber conocido el arte del thélgein: entre
los hombres especialmente Odiseo, que lo derivó de su arquetipo, Hermes. El resultado de
este arte era siempre similar: quien era encantado, perdía el control de sí mismo: poseído,
hechizado, forzado al silencio: olvidaba su vida pasada; era reducido a una cosa, o incluso
llevado a la muerte. No puede decirse que el de Thélgein fuera un arte exclusivamente
hermético. Tal vez descendía de Zeus, el gran engañador, aunque la palabra nunca se
pronuncia a su respecto. Sin embargo, tenemos la impresión de que allí donde alguien
encanta y es encantado, el ojo de Hermes, el mago, está siempre presente, moviendo
silenciosamente su varita.
Todo era un juego para Hermes. No se tomaba nada en serio: ni a los dioses, ni a los
hombres, ni a sí mismo; ni siquiera sus inventos, como la lira, a la que Apolo, en cambio,
dedicaba apasionada seriedad. Era frívolo y desenfadado; y por eso todo le sucedía
felizmente, como si una fortuna eterna le protegiera. Los dioses olímpicos jugaban
alegremente: no eran como los hombres que obedecen ciegamente a las pasiones; pero los
adoradores de Hermes siempre han pensado que su juego tenía algo soberanamente irónico
e inquietante, que no se encontraba en ninguna otra figura divina. Apolo era austero, nunca
reía (al menos en la Ilíada): amaba los esplendores y terrores de la tragedia: Hermes
siempre reía, incluso en las situaciones más difíciles; y esta risa infantil-senil añadía
elegancia a sus gestos.
Era desvergonzado e insolente. Su madre le acusaba de estar "revestido de
impudicia": no respetaba ni a los dioses ni a los hombres ni a las instituciones divinas y
humanas; no conocía la forma de Aidós, que sería demasiado fácil traducir como
"vergüenza", y era uno de los aspectos esenciales de la vida espiritual griega. Le encantaba
transgredir las leyes y violar el orden: si no se hubiera detenido, un profundo instinto le
habría impulsado a derrocar y trastornar el universo. Le apasionaba todo lo turbio y
equívoco: todas las cosas impúdicas y descaradas que ofenden la conciencia moral y civil; e
incluso los gestos chuscos. Había algo servil en él: o al menos podía interpretar
magníficamente el papel de sirviente, como su pupilo Ulises. Pero, en cuanto Hermes
cometía una fechoría, se producía una transformación. Las estafas, mentiras y obscenidades
adquirían elegancia, como para demostrar que cualquier cualidad humana, en cuanto un
dios la expresa, revela gracia.
De todos los juegos, probablemente prefería el de inventar. Se parecía a Atenea y a
Hefesto: o al más hábil de los artesanos de la tierra, Ulises. Tenía las cualidades del
verdadero artesano: una inteligencia sutil e ingeniosa, el don de analizar los aspectos de la
realidad, el sentido prensil de la materia, la sabiduría de las manos, la capacidad de explotar
lo imprevisible, lo momentáneo, lo aleatorio, el instante que pasa y no vuelve. Como decían
los griegos, tenía el don del kairós. Su mente siempre estaba ordenando nuevas técnicas,
nuevos expedientes, nuevos artificios. En pocas horas, el dios niño inventó la lira de siete
cuerdas, un tipo extraordinario de sandalia, el fuego, el sacrificio a los dioses, la jeringuilla.
Cuando Hermes cruzó el umbral de su cueva-palacio, se dio cuenta de lo baja que
era su condición. Aunque era hijo de Zeus, no poseía nada. No había nacido bajo la
protección de las diosas: no tenía como privilegio ningún reino divino-humano: carecía de
prestigio; no recibía ofrendas ni plegarias. Era un paria, mientras que Apolo, aunque nacido
en la más miserable de las islas, había sido dotado con tres reinos. Así que Hermes tuvo que
conquistar su propio mundo: no por la fuerza, que no le pertenecía, sino por la astucia, el
engaño, la sagacidad y esa forma superior de engaño que era, para los griegos, la artesanía.
No tenía alternativa. Su rival era su hermano mayor, Apolo. Si no se hubiera convertido en
dios, se habría disfrazado de príncipe de los bandidos, se habría colado en el santuario de
Delfos y habría saqueado sus tesoros: trípodes, lebeti, oro, hierro, prendas preciosas.
En el umbral de la cueva, Hermes divisó una tortuga: según la tradición mítica,
simbolizaba la matriz femenina. Por su naturaleza fálica, el primer invento de Hermes
pertenecería también al mundo del sexo. La tortuga caminaba balanceándose sobre sus
patas: parecía una matrona moviéndose pomposamente: Hermes se burló de ella, y con
feroz ironía, cuando estaba a punto de matarla, le impuso una lección de sabiduría, citando
un verso de Hesíodo. Lo levantó con las manos: lo llevó al interior de la casa: le arrancó
cruelmente la carne, le agujereó el caparazón, le clavó tallos de caña; luego le tendió
alrededor una piel de buey, le sujetó dos brazos, los unió con un travesaño y, por último, le
tendió siete cuerdas de oveja en miniatura, en armonía unas con otras. Todo lo hizo en un
santiamén, con una rapidez vertiginosa, acompañada del brillo de su mirada. Fue el primero
de sus inventos: el capitel, que más tarde regalaría a Apolo.
Inmediatamente después de inventar la lira, Hermes "urdió en su mente un engaño
poco común, como los que preparan los ladrones en el curso de la noche": entró en el reino
de la estafa, de la mistificación, del engaño ingenioso, que nunca abandonó, ni siquiera
cuando fue acogido en el Olimpo y se convirtió en un dios respetable. Siempre le gustó esta
primera estafa, porque tenía que moverse, desplazarse, dejar un lugar por otro; y nada le
complacía más que el arte de viajar, con alas de mente y cuerpo. En ese momento, se
convirtió en el señor de los caminos. Abandonó Arcadia. En pocas horas, al ponerse el sol,
llegó a las montañas de Pieria, muy al norte, más allá del Olimpo. Entre las montañas, había
un prado lleno de asfódelos, de vagos colores infernales. Allí Apolo guardaba sus rebaños,
como el Sol guardaba los suyos en la isla de Trinachia.
Mientras el mundo estaba cubierto de sombras, Hermes robó cincuenta vacas del
rebaño de Apolo. Las condujo por los suelos arenosos, las montañas, las llanuras, las
colinas, los prados, llenos de tréboles y ciperos. Luego las encerró en un establo junto al
Alfeo: de vuelta a Arcadia. Nunca el viaje había sido tan singular. Hermes no había
caminado en línea recta, empujando a las vacas delante de él, como hacen los pastores:
todo, en sus manos, dado la vuelta. Había mezclado las huellas: ahora forzaba a las vacas
delante de él, invirtiendo mágicamente las marcas de las pezuñas, las delanteras detrás, las
traseras delante: ahora las obligaba a caminar hacia atrás, con la cabeza vuelta hacia él.
Todo al revés y al derecho tenía un propósito mágico. Mientras tanto se había fabricado un
par de sandalias enormes, tejidas con ramas de mimbre de tamarisco y mirto, con las que
daba pasos enormes. Cuando más tarde Apolo vio las huellas, dijo que no parecían ni de
hombre ni de mujer, ni de lobo, ni de oso, ni de león, ni de centauro, sino de una criatura
que nunca había visto. Mientras las vacas rumiaban el trébol, Hermes no perdió el tiempo:
inventó el fuego y el sacrificio a los dioses. La noche casi había pasado. Se acercaba el
alba. La luna ocupaba su puesto de vigía. Hermes terminó de ocultar sus huellas: arrojó sus
sandalias al Alfeo, apagó las brasas, cubrió las cenizas con arena, mientras la luz de la luna
seguía brillando en los cielos.
Inmediatamente después Hermes llegó a la cueva de su madre. No se encontró con
nadie: ni dioses ni hombres: los perros no ladraban en la noche; se movía con el más ligero
de los pasos, sin hacer ruido. Aunque sin reino, era un dios: asumió el cuerpo inmaterial de
los dioses, y atravesó la cerradura de la habitación, como la niebla, una brisa de verano o un
hada celta. Luego regresó a la celda. Llevaba las vendas sobre los hombros, se aferraba a la
manta y jugaba con la tortuga-lira que había construido por la mañana. En cierto modo, era
el dios más viejo del universo: y, sin embargo, hacía el papel de niño, como poco antes
había hecho el de artesano y ladrón. Nunca perdió ese aroma a leche, a orina, a baños
calientes, a tierna infancia indefensa.
Aquella noche, una gran parte del universo encontró por fin a su protector. Todos
los que practican las artes del engaño: los ladrones que, de noche, penetran en las casas
habitadas, asaltándolas sin hacer ruido: los salteadores de caminos, que roban los rebaños
de bueyes y carneros: los mercaderes: los aventureros, los canallas, los mentirosos y
mistificadores: los viajeros, los magos: los que aman en secreto, yacen a escondidas junto a
las mujeres y las poseen violentamente: los artesanos: todos los que cultivan el azar; todos
los que esperan la ayuda de la fortuna - desde ese momento volvieron sus pensamientos
hacia el dios de Arcadia. Hermes no se negó a complacerlos. Los socorrió, los protegió: los
colmó de regalos; despertó en ellos alegría y gratitud, sólo que, un instante después, los
engañó de la manera más insidiosa.
Al día siguiente, Apolo descubrió el robo y cruzó el umbral de la cueva-palacio de
Maia. Dos mundos opuestos se encontraron. La radiante luz del sol brillaba junto a una
llama burlona, que resplandecía en la oscuridad: una noble deidad olímpica se acercaba a
un espíritu del aire travieso y malicioso: el dios de los oráculos se encontraba con el amigo
de las ilusiones y las mentiras; el dios del oro sagrado veía quién lo robaba en las horas
nocturnas. Hermes interpretó una vez más su papel de niño. Se hundió entre los fragantes
pañales de la cuna: trató de ocultarse; y enroscó la cabeza, las manos y los pies, como un
niño recién lavado que invoca el sueño.
A grandes zancadas Apolo examinó el palacio: aquellas celdas llenas de néctar,
ambrosía, túnicas blancas y púrpuras y tesoros. Acusó a Hermes de robarle las vacas,
amenazándole con arrojarle al Tártaro. Con su espectacular inocencia infantil, el otro lo
negó. No sabía nada de las vacas: no las había robado: había nacido ayer; y nunca podría
haber caminado por los duros senderos de la tierra con sus delicados pies.
No me preocupan estas cosas; otras me interesan más:
me interesa dormir, y la leche de mi madre;
tener pañales alrededor de los hombros, y un baño caliente.
Propuso jurar solemnemente sobre la cabeza de Zeus, proclamando su inocencia: un
juramento perjuro, al que ninguno de los dioses se habría atrevido; y que sólo él, el gran
mentiroso, podría haber imaginado. Apolo sonrió. Su furia había desaparecido ante aquel
juguetón giro de mentiras. Levantó a Hermes de la cuna: lo cogió en brazos; y justo en ese
momento el niño emitió un pedo: "impúdico cómplice del vientre, impúdico mensajero".
Luego estornudó. Eran dos presagios. Apolo dejó caer al suelo al terrible niño.
Poco después, tuvo lugar un nuevo encuentro entre los dos dioses frente al establo
donde estaban escondidas las cincuenta vacas. Apolo intentó atar a Hermes con mimbres,
apretándolo "con lazos inextricables". No se había dado cuenta de que Hermes era el dios
que no se podía atar: no se le podía constreñir, contener, encerrar; escapaba a todos los
límites que otros le preparaban. Su mente era escurridiza; y por ello era un peligro para los
dioses del Olimpo y para el universo. De pronto ocurrió un portento. Los mimbres que
Apolo envolvía a Hermes echaron raíces mágicamente en la tierra, como vástagos: se
enroscaron entre sí, envolviendo a las vacas. Era un juego de manos: similar al que, en otro
himno, realiza Dioniso, liberándose con un gesto de las ataduras con las que los piratas le
habían maniatado.
Hermes era el señor del arte de atar: ataba y no podía ser atado; fascinaba y no
podía ser fascinado. Todo lo que hacía despertaba asombro: superaba cualquier cálculo de
la razón; tan incomprensible como los sueños. Apolo, que parecía tan seguro de sí mismo,
estaba confuso: su mente estaba subyugada y paralizada; nunca había visto un dios o un
hombre tan misterioso. Al mismo tiempo, aquel coboldo descarado le divertía: por un
momento descendió de su reino de oráculos, excesos y luces al espacio de Hermes. Se
sintió cómplice de su hermano menor. Dos reinos divinos opuestos se acercaban y se
entendían para siempre.
Mientras tanto, Apolo había conducido a Hermes a la cima del Olimpo, donde "la
balanza de la justicia" estaba preparada. Amanecía. Los dioses hablaban entre ellos,
seguramente para comentar lo que estaba a punto de suceder. Apolo y Hermes se detuvieron
ante las rodillas de Zeus, que interrogó irónicamente al primogénito: ¿qué era aquella
"llamativa presa", aquel "recién nacido con aspecto de heraldo"? Apolo relató el robo de las
vacas con todo detalle: las huellas confusas, los pasos que se habían vuelto invisibles, el
bebé en la cuna que "arrugaba los ojos, preparando sus engaños"; ese aire de presagio y
engaño.
Cuando Hermes empezó a hablar, enseguida dijo una mentira: no podía mentir: era
exacto, preciso, como Nereo, el antiguo dios oracular del Océano. Sin embargo, mientras
mentía, decía la verdad, informando de detalles precisos: no había traído las vacas a casa (y
de hecho las había dejado en el establo de Alfeo); no había cruzado el umbral de la cueva
(de hecho había pasado, sin ser visto, por el ojo de la cerradura). Sonaba como Ulises,
cuando dijo a Eumeo y Penélope "mentiras parecidas a la verdad". Mientras tanto, guiñaba
un ojo, como si cuestionara lo que decía y quisiera establecer una relación de complicidad
con Zeus y Apolo. No sé si los dioses comprendieron el nuevo arte que Hermes había
inventado en aquel momento. Sus palabras eran a la vez falsas y verdaderas: pues ocultaban
la mentira bajo la aparente verdad; eran insinuantes, seductoras, sofísticas, llenas de reserva
mental e ironía. El nuevo arte de Hermes era el lógos, el discurso: esa cosa ancipada, decía
Platón, donde lo divino y lo humano, lo verdadero y lo falso, lo pulido como las cosas
perfectas y lo áspero y rugoso como las cabras se mezclan de la manera más singular.
En cuanto Hermes terminó de hablar, Zeus se echó a reír. Hermes no sólo reía de
buena gana, sino que hacía reír de sí mismo: en su falsa y verdadera infancia, en sus
artimañas y en su inteligencia había algo irresistiblemente cómico. Incluso sus adoradores
siempre se burlaban de él, aunque lo veneraban apasionadamente. Al oírle hablar, Zeus vio
en Hermes una forma de sí mismo: la mêtis, la ingeniosa inteligencia, el arte del engaño,
que le permitían dominar el universo. Así, aquella mañana, Hermes entró en el mundo
olímpico, que acogió su espíritu sombrío con risas. Ya no era un dios ex lege, un peligroso
enemigo del orden. Ahora formaba parte de la gran armonía universal, una armonía que tal
vez nunca existió y en la que Hermes no creía, pero fingía creer.
La primera mañana de su vida, Hermes cogió la lira, que acababa de fabricar: sus
manos ligeras y hábiles probaban las cuerdas con el plectro, mientras su voz improvisaba
versos. Era la primera vez en la historia de la poesía que Hermes cantaba las canciones que
su ingenio le sugería. La poesía "hermética" nació y murió en estos versos, y en los del día
siguiente, que brotaron bajo el impulso feliz y repentino de la imaginación. La lira emitía
un sonido terrible que "infundía miedo". No podemos engañarnos: la poesía de Hermes era
terrible: como lo es siempre la poesía: tanto la de Hermes como la de las Musas; porque en
el fondo de la armonía de sonidos y versos, hay fascinación, violencia erótica y muerte.
Nadie oyó al poeta infantil: ni Maia ni sus sirvientas, ni Apolo y las Musas que
bailaban, cantaban y tocaban la flauta (y la otra lira) en las cumbres del Olimpo; y el autor
del Himno se las arregla para proporcionarnos poca información. Los cantos de Hermes
parecen modestos: incluso toscos y elementales. Como los jóvenes que, durante los
banquetes, intercambian chistes y ocurrencias, celebraba los furtivos placeres amorosos de
Zeus y Maia, de quien había nacido, y el gran palacio donde vivía, lleno de túnicas, trípodes
y lebetes. Así, dicen con razón los críticos, inventó una poesía licenciosa, obedeciendo a su
naturaleza fálica. No es difícil imaginar qué exquisitos artificios tejió Hermes, aquella
mañana, en torno a estos temas. Aquellos cantos, que nadie podía oír, debían de estar
bordados como telas: tan ligeros como las danzas de las bailarinas feacianas; tan complejos
como los nudos de Circe.
Al día siguiente, Hermes empuñó la cítara por segunda vez. Se sentó cerca de las
orillas del Alfeo: Apolo estaba a su izquierda; y como su hermano le escuchaba, decidió
abordar temas más nobles. Alzó la voz, tocó suavemente las cuerdas de la lira, celebrando a
la Tierra, a Mnemosyne, madre de las Musas, y a cada uno de los dioses: el nacimiento, las
hazañas y la moîra, la "parte" que cada uno de ellos tenía en el orden del universo. Esta
vez, Hermes tenía probablemente un modelo: la más famosa de las Teogonías que las
Musas habían inspirado en Hesíodo. Ya no jugaba: había salido de su mundo de robos y
amores secretos; cantaba la verdad como las Musas. A su lado, Apolo sonreía: el sonido
penetraba en su alma y "un dulce deseo se apoderó de él". Ya no desconfiaba ni sospechaba
de Hermes. Estaba entusiasmado y hechizado por la "nueva poesía": atado a la voz del
encantador, como Ulises fue hechizado por las Sirenas y corrió el riesgo de perderse.
¿Qué le atraía tan profundamente? Desde luego, no el contenido de los poemas de
Hermes: Apolo conocía mejor que él el nacimiento, las hazañas, las "partes" de Zeus,
Mnemosyne, Hera, Atenea, Poseidón y las suyas propias. Los nuevos poemas de Hermes
despertaron en su alma ecos que hasta entonces no había conocido escuchando a las Musas.
Cuando su hermano terminó de cantar, Apolo trató de definir los efectos suscitados por el
nuevo poema: Hermes completó sus explicaciones, adaptándose, por una vez, a
interpretarse a sí mismo. Algo que Apolo conocía muy bien: la "alegría del día y de la
noche", los mismos sentimientos que experimentan los oyentes del aedo Demódoco en la
Odisea cuando canta las historias de Troya y de Ares y Afrodita.
Hermes entregó la lira a Apolo. Pero recibió regalos a cambio: "partes" del mundo:
un látigo, un caduceo de oro: una especie de protección sobre pastores y rebaños; y una
adivinación menor, la ejercida a través de las abejas, que no revelaba la voluntad de Zeus.
Hermes permaneció contento: así lo hicieron los antiguos adoradores. Nos parece que
entonces tenía la peor "parte", porque había renunciado por un pequeño oráculo a ese don
inconmensurable que es la poesía; y nos maravillamos de que los griegos rara vez le
dedicaran un templo o un altar: sólo una estatua en un templo dedicado a otra divinidad.
Pero olvidamos cómo procedía el dios. No ocupaba un reino: se introducía en él:
participaba en muchos reinos, a veces inventaba uno, pero no poseía ninguno. Siempre
estaba aquí y allá: aquí y en otra parte; como dice Walter Otto, era un dios sin morada fija.
Así, poco a poco, colándose por todas partes, Hermes se convirtió en el dios de las
relaciones, acercando todos los aspectos del universo. Tejió amistades, acercó distancias,
tejió afinidades: siempre dispuesto a establecer analogías entre cosas distantes; y se
convirtió en la clave de todo. Acompañó a las almas de los muertos al Hades: acompañó a
las almas de los que regresaban del Hades: vigiló las fronteras, las encrucijadas, las puertas
de la ciudad y del hogar; escoltó a los hombres a través de los peligros de la noche.
Inventaba sacrificios a los dioses: era el dios de los viajes, del comercio, de la lengua, de la
memoria, de la astronomía, de la investigación, de la interpretación, de la traducción, de la
etimología, de la crítica literaria... Por el bien de las relaciones, aceptó incluso convertirse
en el dios de los sirvientes.
Como para coronar estas tareas, en la Odisea Zeus lo nombró su mensajero. El
mundo entero se convirtió, gracias a sus veloces alas, en una red de relaciones: todas las
cosas resonaban entre sí; y él se apresuraba a interpretar cada una de ellas y la cambiante
red que las envolvía. Con el paso de los siglos, su función se hizo cada vez más central.
¿Quién podía recordar ya la humeante cueva de Arcadia? Para entonces, Hermes tenía un
templo solemne y rico, donde una multitud de adoradores -los ladrones y mercaderes, los
mentirosos, los chipriotas, los críticos, los filósofos estoicos y neoplatónicos, los Padres de
la Iglesia, los humanistas y los alquimistas- se reunían para rendir culto al sabio supremo, el
señor de las cosas secretas, el precursor de Cristo.
Hacia los hombres, Hermes mantuvo siempre una relación singular. Nunca imitó a
Apolo: nunca despertó terror en nosotros; se mantuvo cerca de nuestro mundo, semejante al
suyo, aunque nadie puede asegurar que nos tuviera respeto. No nos despreciaba: tal vez no
despreciaba nada ni a nadie. Como dice el Himno en sus últimos versos, nos engañó muy a
menudo. Ninguno de sus fieles se atrevió nunca a cuestionarle. Otras veces, hacía lo
contrario. Fue el compañero de los hombres en los peligros de la oscuridad, el ayudante y el
guía, el hijo y el padre, el salvador, a quien todos los desdichados, los débiles y los
inseguros necesitan. Descendía de las alturas del Olimpo: parecía (era su máscara favorita)
un joven y agraciado príncipe, con las primeras pelusas en los labios: tomaba la mano,
consolaba, calmaba con una gentileza tan suave, que ningún lector moderno esperaría de un
espíritu tan burlón.
A veces cruzó la línea que separa a los hombres de los dioses: "sería censurable", le
dijo a Príamo, que un dios ayudara tan afectuosamente a los hombres y que los hombres
acogieran tan abiertamente a un dios como huésped. Entonces intuyó el riesgo y dio marcha
atrás, obedeciendo la moral del Olimpo. Incluso Prometeo, que tenía algo en común con él,
admitió que "amaba demasiado a los hombres". Tal vez fuera una ley de Grecia. Sólo los
dioses irónicos y ambiguos, que nos engañan y nos roban, tienen la fuerza y el poder de
cruzar la frontera que nos separa de ellos y acariciarnos con mano (casi) amorosa.
III
LAS MUSAS
En El ocaso de los oráculos, Plutarco escribe una bella frase. De lo que ha sido, ya
no queda nada, nada sobrevive. Todo nace y se pierde al mismo tiempo: nuestras acciones,
palabras, sentimientos - todo como un río rápido, el tiempo lo lleva lejos.... La memoria,
para nosotros, es el oído de las cosas ahora sordas, la vista de las cosas ahora ciegas". Pocas
veces un hombre ha expresado con tanta intensidad el angustioso sentimiento de la muerte
del tiempo: detrás de nosotros no hay nada, todo es sordo y mudo, como en el Hades que
Ulises visita tan a su pesar. Nada más arbitrario que atribuir el pensamiento del más sutil
escritor platónico al "primer" o al "segundo Homero". Y sin embargo, a veces, tenemos la
impresión de que el edificio que Homero, Hesíodo y los poetas arcaicos erigieron a la
Memoria, proviene de un secreto sentimiento de angustia: detener el tiempo, impedirle, a
toda costa, que se lleve las cosas y desaparezca en el aire.
Las Musas son hijas de Mnemosyne, la Memoria. No tienen nuestra memoria: llena
de lagunas, intermitencias, fracturas, laceraciones; o deslumbrada por la luz repentina -una
taza de té en la que mojamos una magdalena, las piedras mal escuadradas de un patio
parisino, una cuchara golpeando contra un plato- que nos permite reconstruir el pasado. Las
Musas poseen un inmenso tesoro de conocimientos: conocen la vida y la muerte de los
héroes, todas las piedras de la roca de Troya, todos los hombres que fueron a Troya, todos
los granos de arena del Helesponto, todos los pensamientos que cruzaron las mentes de
Aquiles y Ulises; e incluso los pensamientos de los dioses. Lo saben todo con esa precisión
meticulosa que sólo tienen los videntes. Han estado presentes en los acontecimientos que
han tenido lugar: estaban allí, visibles u ocultos, tanto si Telémaco navegaba hacia Pilos,
como si Odiseo mataba a los procios, o Zeus se unía a Hera: un gran ojo abierto de par en
par al mundo. Y lo que es más, cuentan cosas pasadas y futuras (pues el futuro es también
un pasado), transportándolas en la línea ideal del presente. Cuando Homero canta, tras
invocar a las Musas, todo está aquí. Todo lo demás está abolido y olvidado.
Saben lo que ocurrirá con la misma exactitud que les revela lo que ocurre aquí y
ahora, o lo que ocurrió un siglo antes. Tienen memoria del futuro. Lo verdadero es
simplemente lo que "no está oculto", lo que no está velado por el olvido y el sueño. Así, las
Musas, según Hesíodo, dicen "lo que es, lo que será, lo que ha sido". Todo el mundo señala
que Homero no atribuye el mismo don a las Musas: por tanto, no es un profeta, sino sólo un
poeta. Pero, ¿es esto cierto? En la Odisea, una parte capital de la historia es asumida por los
profetas. El profeta de las aguas, Proteo, cuenta el regreso de Menelao y su vida inmortal en
los Campos Elíseos, ve a Ulises en Ítaca, la matanza de Egisto por Orestes: el profeta del
Hades, Tiresias, anticipa el regreso de Ulises, su último viaje, su vejez; y Teoclímeno, el
último de una famosa dinastía de profetas apolíneos, ve a los Proci comiendo carne
empapada en sangre, las paredes y los dinteles salpicados de sangre, anticipando su muerte.
Todo, pues, parece fundado por poetas-profetas, como decía Hölderlin.
Aunque conocen todas las cosas del mundo, las Musas no lo cuentan todo a los
poetas: sólo narran las hazañas de los héroes, no lo que hacen los albañiles o los carpinteros
-aunque, al menos en la Odisea, también sabemos cómo se construyen las balsas, qué forma
tiene la cesta de plata que la sierva Filón llena de hilos, qué árboles se plantan en Ítaca o
qué quesos cuaja un pastor monstruoso. El canto que las Musas inspiran a los poetas da
gloria: da alabanza; es en sí mismo gloria imperecedera. Los héroes esperan ansiosos esta
gloria: sólo viven para ella. Son dobles: Aquiles es mitad el héroe que lucha bajo los muros
de Troya, y mitad la figura que cantarán los poetas: esta figura no es una imagen ilusoria;
coincide con la otra, y ambas son reales. Ninguna civilización ha creído tanto en la gloria -
esa cosa vana- como la griega.
La muralla, construida por los griegos a orillas del mar, será destruida (tras el final
de la Ilíada) por Posidón y Apolo, que desatarán la furia de los ríos, mientras Zeus enviará
lluvia desde el cielo. No quedará nada, como dijo Plutarco. Sólo quedará el canto de los
poetas, testimonio de la vida y de la muerte, Aquiles y Ulises, el muro de los griegos. ¿Será
que los griegos no sabían que la poesía también muere? ¿Que también se borra? La
memoria humana deforma los versos con el paso de los años: los rapsodas no tienen
herederos: la escritura en los muros se suprime; luego los papiros se desgastarán, se
triturarán, se destruirán. Al menos en nuestro caso, por una extraordinaria excepción, los
griegos acertaron. La Ilíada y la Odisea permanecieron: dieron forma a generaciones; hoy
sabemos entre nuestros amigos quién desciende de Apolo, quién de Hermes, quién de
Aquiles, quién de Odiseo. Al menos esta vez, la gloria era inmortal.
Las Musas están en lo alto, en el Olimpo. Los poetas, más abajo, confundidos entre
nosotros, escuchan su voz, blanca como el lirio y, por tanto, por una transposición de los
sentidos, clara, plateada, penetrante: opuesta a la voz de bronce de Aquiles. Como dice
Hesíodo, las Musas inspiran a los poetas: soplan en ellos su pneuma. En Homero no existe
la misma expresión: aunque también en él los dioses "soplan" pasiones y pensamientos en
los hombres. Homero prefiere otra expresión: la Musa planta, hace crecer, genera poesía en
el poeta, igual que un agricultor planta un árbol o una vid en la tierra; la inspiración divina
es vista como una maduración natural, pero también desciende de lo alto. Si no hay este
soplo o brote, el poeta no sabe nada: sólo posee un conocimiento indirecto, un ruido, una
algarabía, una noticia o una opinión sin fundamento, de la que no puede nacer la poesía.
¡Qué gran paradoja! Precisamente la poesía homérica, que se basa en la tradición, que
hereda, transforma y entrelaza poemas más antiguos, que utiliza fórmulas centenarias,
desacredita la tradición como un ruido vano. "Todo lo he aprendido de mí mismo", dice
Femio a Ulises: "el dios implantó en mi alma toda clase de canciones".
Cuando escucha la voz directa de la Musa, que crece en su corazón como una
planta, Homero posee un conocimiento supremamente objetivo: su canto no es aleatorio ni
subjetivo, sino absoluto. Lo sabe todo: incluso las hazañas de los dioses, sus discursos, sus
pensamientos, sus encuentros amorosos secretos, que sus personajes ignoran por completo.
Como las Musas, habita en todas partes: como los dioses, es omnipresente. Como los
grandes escritores de todos los tiempos, debe aceptar el mensaje divino: obedecer a la voz
que desciende de lo alto; Demódoco, el cantor ciego de los Feacios, es "el que acoge". En
apariencia, Homero no ve nada: su conocimiento es auditivo: escucha a la Musa que le
inspira o crece en él; sin embargo, si la obedece, ve lo que oye. Todas las voces que
resuenan en él se convierten en Aquiles furioso, Ulises descendiendo al Hades, Penélope
tejiendo la red, Hermes portando la flor blanca y negra.
El poeta debe escuchar, largamente, como si su vida fuera el oído de Hermes. La
Musa le revela en primer lugar el contenido de su relato: la trama de la Ilíada y la Odisea.
Pero también le sugiere formas y arquitectura. Si el "segundo Homero" comienza la Odisea
en un punto relativamente gratuito de la acción, cuando Ulises espera exhausto en la isla de
Ogigia, no lo hace ni por elección ni por casualidad. Tiene ante sí muchos comienzos
posibles: pero la Musa, sólo ella, con su voz blanca y plateada, le ordena que comience
precisamente en ese lugar.
No es fácil obedecer a las Musas: precisamente porque el conocimiento de las
Musas es infinito, ocupando el presente, el pasado y el futuro. Hay, en la Ilíada, una
confesión significativa. Cuando Homero comienza su lista de líderes griegos y troyanos, las
Musas podrían recordarle todos los nombres de la multitud que avanza en la batalla: tan
numerosos como los granos de arena del Helesponto. Por supuesto, sería una tarea extrema,
que Homero, con sus solas fuerzas, no podría llevar a cabo, aunque tuviera diez lenguas,
diez bocas, una voz incansable y un corazón fuerte como el bronce. Sin embargo, lo
imposible se haría posible, si las Musas le inspiraban, pues ellas están presentes en todas las
cosas y en todos los nombres. Entonces, superando su propia debilidad, Homero se
convertiría en el cantor de la totalidad: lo que Balzac y Proust exigían a veces a sus libros.
Homero renuncia a esta enumeración inagotable: se niega a escuchar la voz
interminable de las Musas. Sólo quiere saber de las Musas los nombres de los jefes de los
dos ejércitos. Es aquí, en los albores de Occidente, donde la poesía revela su limitación
voluntaria. Podría convertirse en la voz del Todo, pero sólo es la voz del límite: nada más
que unos días de la guerra de Troya o una parte del regreso de Odiseo a Ítaca. El Todo
permanece inalcanzable: o bien puede ser evocado y una parte de él aludida con una
insinuación dentro de una estructura cerrada; así conoceremos, en la Odisea, la muerte de
Aquiles, que nadie nos cuenta de viva voz, o la expedición secreta de Ulises a Troya. La
forma abruma al Todo: sólo acepta ser contado desde el corazón de una arquitectura que lo
niega. ¿Ha traicionado, pues, Homero a las Musas? O, como es más probable, ¿querían las
Musas ser traicionadas, porque la divinidad esencial de la poesía no es el Todo sino la parte,
el orden, la forma?
Las Musas no sólo dominan el reino de la Memoria, esos "vastos barrios", "los
campos y las cavernas, las indecibles cavernas de la memoria", como dice Agustín. Su
ámbito es mucho más amplio: abarca la vida y la muerte. Si aceptamos una etimología
discutida, son "las ninfas de las montañas"; y, al principio de la Teogonía, aún las vemos
danzando, con sus tiernos pies, alrededor de un manantial de agua oscura como el mar.
Tienen una relación con el agua: la inmensa liquidez del universo. No con el agua estéril de
las lluvias, sino con el agua primordial del Océano, que desciende a la Estigia y resurge en
todos los manantiales, en todos los ríos y pozos, como en el manantial de Kessotis en
Delfos. Donde hay un manantial, hay una Musa. El agua del Océano es supremamente
fertilizante: tiene un poder vital; es una fuerza oracular purificadora y curativa. Por eso
decía Píndaro que el agua es "la mejor de las cosas".
Así comprendemos por qué la poesía, especialmente en Hesíodo y Píndaro, es una
sustancia líquida. Todos los poetas, hasta los tiempos modernos, lo han sabido: escribir
poesía es la experiencia de la liquidez; y Píndaro bebía agua -agua de un manantial, agua
del océano- antes de componer versos. La poesía, en Hesíodo y en Píndaro, es un "néctar
destilado": un fluir continuo; las Musas vierten "dulce rocío" sobre la lengua del repoeta, de
su boca brotan "dulces palabras", de la boca de los que son amados por las Musas "fluye
dulce voz". En esta agua que nunca se detiene, no hay nada efímero: al contrario, es
precisamente el fluir incesante de la sustancia oceánica lo que hace eternos a los versos y a
quienes los componen.
Por una rápida transición analógica, el agua del océano se convierte en miel: una
sustancia fluida, una metáfora destinada a la gran fortuna. Así, todo es dulce, suave, amable
en la poesía, pues sabe a miel. Las palabras se persiguen y se superponen: glykerós,
meilíkhios, malakós; y recordemos que los mismos términos definen los discursos de
Ulises, las palabras encantadoras de Calipso, los prados de Ogigia. Cuente lo que cuente -
las historias de la Teogonía y de Homero son a menudo terribles-, la forma de la poesía
tiene este don: la suavitas. No debemos creer que esta miel es algo inocente e idílico: la
poesía, aunque no hable de guerras, catástrofes y desastres, siempre es inquietante. La miel
de la poesía tiene una fuerza oracular, como las abejas que la segregan: tiene una cualidad
erótica; pero también puede seducir, engañar, incluso envenenar, aunque el veneno de las
abejas sea inocente. Nos acercamos al insidioso reino de la fascinación, tan apreciado por
Hermes.
Ahora el poema gira sobre sí mismo. Si antes se había identificado con la fertilidad
del agua y había sido líquido como la miel, - ahora nos muestra la cara opuesta. La poesía
es la muerte. Esta inversión no nos sorprende, ya que el dios de la poesía es tan tremendo y
excesivo como Apolo, y nos amenaza con su arco. En el vigésimo primer libro de la
Odisea, hay un pasaje famoso:
El astuto
Odiseo, ...
cuando hubo alzado y observado el
gran
arco en todas sus partes,
como un hombre diestro en la cítara y el canto,
que estira sin esfuerzo la cuerda alrededor de la nueva cuerda del arco,
atando la tripa de oveja retorcida en ambos extremos,
así, sin esfuerzo, Odiseo tensó el gran arco.
Tomó y probó la cuerda con la mano derecha:
cantaba plenamente, con voz de golondrina.
Todos los términos de la comparación se corresponden. Si Apolo dispara desde lejos
las flechas de su arco, las Musas y los poetas "disparan desde lejos" los dardos de su lira.
Han recibido el mismo don: las Musas y el poeta poseen la distancia contemplativa del
dios. Como dice Homero, no conocen el esfuerzo: el poeta antiguo canta con la misma
inmediatez y naturalidad (aunque la Ilíada y la Odisea oculten el más exquisito artificio)
con que Ulises, en el mégaron del palacio casi reconquistado, tiende el arco heredado de
Apolo. La cuerda del arco vibra, más aún, canta como la cítara. Finalmente, el arquero y el
poeta dan en el blanco: dan en el blanco; porque la gran poesía siempre ha conocido la
precisión, la exactitud, la inteligencia matemática, con la que Ulises derriba, uno tras otro, a
los pretendientes. Ni siquiera un toque es impreciso: ni siquiera una palabra es matizada; o
si es matizada, no es menos precisa que la palabra más técnica.
¿En qué sentido la poesía da la muerte? En cada verso de Homero, Píndaro y
Esquilo, tras la luz y la alegría, ¿se percibe el zumbido de las flechas con las que, en el
umbral de la Ilíada, Apolo da la muerte a los griegos? Es probable. Pero hay una
correspondencia más precisa. Las Sirenas son los dobles de las Musas: su poesía es la de las
Musas llevada al extremo e impregnada de fascinación. Esta poesía posee un encanto tan
agudo que nos olvidamos de volver y nos perdemos, hasta que nuestros huesos se pudren,
nuestra piel se arruga en el "prado florido". Cuando escuchamos y leemos el poema,
debemos recordar que la belleza extrema mantiene a la muerte oculta tras el velo vaporoso
que la protege.
Como diosas de la vida y de la muerte, las Musas son diosas del destino. El poeta
nunca puede olvidarlo: la Odisea acepta y respeta el destino en todas sus más mínimas
manifestaciones, hace sentir su presencia en el trasfondo de los acontecimientos, y si elige a
Ulises como héroe, es precisamente porque es el héroe del destino. La poesía es el destino
manifestándose, a través de la voz del poeta. Dos expresiones se persiguen a través del
libro. El poeta debe narrar katà moîran y katà kósmon: Odiseo reitera a Demódoco, el aedo
de los feacios, que narra "según la justa medida", "según las justas proporciones", "como lo
exige la situación", "según la justa distribución de las partes". En resumen, el poeta siempre
debe hacernos sentir el orden del mundo, la complicada relación de las "partes"
individuales y las atribuciones individuales, que componen el universo. No hay infracción
posible. Cuando se pone en verso, el destino no debe ser violado. Si se violara, las
consecuencias serían terribles: de su silencio y oscuridad, las Erinyes, las salvajes hijas de
la noche, despertarían para arrasar tanto la realidad como el poema que la representa. Por
eso el poeta sabe que sobre su relato descansa una temible responsabilidad: sobre cada uno
de los versos, fórmulas, palabras, sílabas y, sobre todo, sobre la relación entre ellos. Cada
signo es decisivo.
Las Musas no están solas. Cuando cantan "con su hermosa voz", en el Olimpo,
acompañando a la cítara de Apolo, las Gracias, las Horas y la Armonía danzan con ellas,
cogidas de la mano. Especialmente Temis, la madre de las Horas, y las Horas se encargan
de que el ciclo natural de las estaciones, las leyes y normas de la vida divina y humana
estén presentes en el fondo del canto: lo que es estable y se repite sin fin. Ni el "primer" ni
el "segundo Homero" pueden pecar contra este orden. Todo esto explica lo que a nosotros
los modernos, empezando por Winckelmann y sobre todo Goethe y Schiller, no nos parece
sino la gracia "ingenua" de Homero. El amor por el detalle exacto, la clara división de cada
acción en sus elementos, la claridad de la representación, el esplendor de la superficie, la
mirada que no olvida nada, todo ello está aquí para recordarnos que el destino, esa cosa a la
vez límpida y misteriosa, se mueve armoniosa y fluidamente ante nuestros ojos, detrás de
las palabras visibles.
Especialmente en la Odisea, este orden es complejo: un tejido, una urdimbre, una
trama, una tela, una alfombra de miles de hilos. No es seguro que, en Homero, las imágenes
del tejer (y del coser, del tejer, del hilar) se refieran a la actividad del poeta: tal vez sólo se
refieran a planos mentales, discursos y acciones. En la realidad de la composición, sin
embargo, la Odisea es un tejido admirable. Su patrona es Harmonía, que danza en el
Olimpo acompañando el canto de las Musas: la palabra significaba el arte de la conjunción,
la conexión y el acuerdo; el sentido musical es posterior. Si leemos la Odisea, nos damos
cuenta de que nunca, o casi nunca, hay una estructura simple y lineal con un solo tema. Se
propone un motivo: poco después aparece otro motivo, que ocupa la superficie: hasta que
mucho después, cientos de versos más tarde, reaparece el primer motivo; y entonces
reaparece el segundo, obedeciendo a una variación temática muy sutil. A Homero no le
importa que este estilo arquitectónico provoque improbabilidades narrativas: a los grandes
narradores siempre les gusta la improbabilidad; sólo importa que tengan varios motivos a
mano y los entretejan hábilmente.
Así nació lo que solemos llamar un libro con "estructura sinfónica". Aunque
desarrolla algunas situaciones a partir de la Ilíada, la Odisea es el primer libro occidental en
el que dos o tres grandes temas -Telémaco, Ulises y los Proci- tienen una existencia
autónoma durante algún tiempo, y luego se funden, en la cabaña de cuentos de Eumeus. En
los albores de la novela europea, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, Anna
Karenina y la Recherche se construyen según el mismo principio sinfónico. La Musa del
"segundo Homero" ignoraba que estaba enseñando, a los aedi que cantaban las hazañas de
Ulises en las cortes y plazas de Grecia, el mismo arte que, veinticinco siglos más tarde,
aprenderían con dificultad, y con un agudo sentido de su propia originalidad literaria, los
novelistas del siglo XIX.
No sé qué habrían dicho las Musas -ellas que conocían los misterios del agua
primordial y de la vida, de la muerte y del destino, es decir, todo lo que necesitamos saber-
si hubieran escuchado los discursos de muchos modernos. No eran tontos: si entre ellos
estaban no sólo Erich Auerbach y Bruno Snell, sino también Goethe y Schiller, en la época
en que construyeron su extraño clasicismo. Estos escritores y ensayistas sostenían que el
arte de la Odisea poseía un solo plano: no tenía fondos, ni contrastes, ni profundidad; todo
estaba ahí, en la superficie: Nausicaa jugando a la pelota junto al río, Euriclea descubriendo
la cicatriz de Odiseo, Penélope apoyada en la puerta, Odiseo masacrando a los Proci. Y
luego afirmaban que los personajes de la Ilíada y la Odisea no tenían vida interior: no
tenían psicología: sólo existían en cuanto que actuaban; "Homero ignora totalmente la
introspección".
¡Cómo se habrían reído las Musas, con su voz de lirio y plata! Estos hombres
modernos, estos críticos, estos analistas, estos antropólogos, que tenían la bondad de tratar
a los antiguos como a animales raros, no entendían casi nada. Nada era más falso que sus
suposiciones, apoyadas en léxicos y diccionarios. El arte de la Odisea estaba lleno de
segundas, terceras, cuartas y quintas historias: no era más que un entramado de acertijos y
trampas. Y la psicología de la Odisea no era menos profunda, rica y complicada que la de
Henry James o Proust: sólo los sentimientos permanecían implícitos, ocultos; una espesura
de secretos detrás de cada palabra.
Por lo general, el "segundo Homero" (que desarrollaba muchas situaciones del
"primer Homero") utilizaba dos sistemas. El primero era la omisión: omisión de respuestas,
de relaciones psicológicas, de intenciones secretas, de pensamientos centrales: la riqueza de
la vida psicológica que tiene lugar en un año en Eea entre Circe y Ulises se expresa (y se
omite) en un solo verso; las relaciones entre Penélope y Ulises, al final del poema, son una
sola obra de omisión. La segunda herramienta es la ausencia total de comentarios:
comentarios a los que Balzac, por ejemplo, recurre cuando quiere explicar el
comportamiento de uno de sus personajes o una situación social, o su relación con sus
propias figuras. Homero nunca comentaba: porque sabía que no le correspondía a él, sino al
lector, comentar. También aquí las Musas griegas eran muy modernas, como si la literatura
del siglo XX no tuviera secretos para ellas. El proceso o El castillo, de Kafka, donde no hay
un solo comentario que revele el pensamiento del autor, recurren a la omisión sistemática,
como la Odisea.
En el umbral de la Odisea, me gustaría escribir dos frases. La primera es de un viejo
erudito: "Homero no sólo consideró lo que tenía que decir, sino también lo que no tenía que
decir". La segunda es de un erudito moderno muy inteligente: "El peligro no es leer
demasiado en Homero, sino leer demasiado poco en él". Con todas nuestras fuerzas,
debemos intentar no leer demasiado poco en Homero. Porque la Odisea -que se erige ahí,
en los albores de la literatura, como un libro infantil ideal, una especie de Pinocho, y todos
los niños pueden entenderlo, con sus Feacios, sus Cíclopes, Escila y Caribdis- es uno de los
libros más misteriosos jamás escritos. Y no porque hayan pasado veintisiete siglos y se nos
escapen algunos detalles objetivos: sobre todo las costumbres religiosas. La Odisea es
misteriosa porque el "segundo Homero" oscureció en parte lo que quería decir. Creo que
también lo fue para los lectores de su época, que, por ejemplo, probablemente no
entendieron la relación entre Ulises y Penélope.
¿Cómo entender entonces la Odisea? Debemos entenderla porque entenderla
significa entender Occidente, Grecia, a nosotros mismos, el arte moderno, nuestro futuro.
Hay dos caminos. La primera es la que siguen desde hace tiempo los mejores estudiosos
actuales. Como cualquier gran libro, la Odisea es un sistema de relaciones, donde las
escenas se iluminan unas a otras, los temas y las imágenes se devuelven o se oponen o se
reflejan; y no hay nada como comparar estas escenas entre sí. Cada una ilumina a la otra. El
segundo camino es más arduo y puede dar lugar a malentendidos. Pero debemos tomarla si
no queremos entender demasiado poco. Todos poseemos lo que se llama una "imaginación
objetiva". Tenemos que leer un texto, y luego releerlo, y luego releerlo una y otra vez, hasta
que hayamos penetrado completamente en él, convirtiéndonos en el "segundo Homero"
aunque nuestro cuerpo permanezca aquí, rondando entre el año dos mil y el dos mil uno.
Entonces somos Penélope, Ulises, Polifemo: ninguna de sus sensaciones y sentimientos se
nos escapa. Como decía Musil, hay también una exactitud del alma.
Por encima de todo lo que en la poesía homérica es expresión u omisión, se extiende
una cualidad misteriosa, el morphé del que habla dos veces la Odisea. No sabemos
exactamente lo que significa. ¿Forma? Pero, ¿qué significa "forma"? Según un erudito, una
especie de vapor o dorado se extiende sobre las palabras de Homero. Este vapor o dorado
es la belleza o, para Píndaro, la gracia. La hipótesis me parece audaz. Pero sería bonito
pensar que las Musas de Homero ya conocían ese matiz supremo, ese velo y vapor que todo
lo abarca, esa miel de las abejas de Delfos, que amasa todas las palabras y que Proust
llamaba le fondu, la pátina de los maestros, la esencia del arte clásico. Si se busca lo que
hace la belleza absoluta de ciertas cosas -escribía Proust en 1904 a Anna de Noailles-, se ve
que no es la profundidad, ni tal o cual virtud lo que parece eminente. No, se trata de una
especie de fondu, de unidad transparente donde todas las cosas, perdiendo su apariencia de
cosas, han llegado a disponerse unas junto a otras en una especie de orden, penetradas por
la misma luz, vistas unas en otras, sin que una sola palabra quede fuera, y que ha
permanecido refractaria a esta asimilación. Supongo que es lo que se llama la pátina [le
Vernis] de los Maestros".
Aunque cantan alegremente en el Olimpo junto con las Gracias y las Horas, las
Musas no engañan ni a los poetas ni a sus oyentes. La poesía nace, sobre todo, del dolor.
Nos lo recuerdan en la Ilíada y la Odisea Helena y Alcinoo. A nosotros, nos dice Helena:
Zeus asignó el destino maligno, para que también en el futuro fuéramos
materia de canto para los pueblos venideros.
Alcinoo consuela así a Odiseo por el destino de los griegos y el suyo propio:
Fueron los dioses quienes lo quisieron: hilaron la ruina para
los hombres, para que la posteridad tuviera también la canción.
Al leer a Homero, no podemos olvidar ni por un momento que detrás de los poemas
épicos, incluso en los momentos de relajación, hay tragedia: la muerte de los guerreros en
las llanuras, la masacre de los troyanos tras la derrota, la matanza de esposas e hijos, los
destinos no menos atroces de los héroes griegos, en cuyo nombre habla Helena. La poesía
necesita la muerte y el desastre: no nace sin ellos. Así que podríamos imaginar que los
héroes rechazan la poesía: ¿para qué repetir de nuevo sus penas? En cambio, los héroes
buscan la poesía. Quieren ser recordados por las generaciones futuras, no abandonar nunca
la mente de los hombres, convertirse en una alegría tanto para ellos mismos como para los
demás hombres, que escuchan su destino. Nada les consuela más.
¿Cómo se produce esta inversión? ¿Cómo se transforma el dolor en alegría? Todo
en la poesía, tanto en Homero como en Hesíodo, es una experiencia paradójica. Del mismo
modo que los dioses juegan con los destinos humanos, los poetas, similares al menos en
esto a los dioses, juegan con los destinos de los héroes: preferentemente con las desgracias.
A Nietzsche todo esto le parecía "temerario" y "truculento": pero el placer estético siempre
tiene algo de truculento; "sufrimos y perecemos para que a los poetas no les falte material".
Homero explica el proceso poético de la forma más lúcida, a través de las visiones paralelas
de Telémaco y Eumeo. En la voz del poeta se produce un desprendimiento: las desgracias
que ha vivido y conocido ya no le afligen; se transforman en alegría. La palabra griega es
térpein. Aquiles, en la Ilíada, se alegra cantando a solas las glorias de los héroes:
Telémaco, en la Odisea, escuchando la voz de Femo y los relatos de Menelao: los Procios
se alegran bailando y cantando: los Feacios y Odiseo con los cantos de Demódoco: Eumeo
con la historia de Odiseo: se alegra el oyente de las Sirenas: también Apolo, mientras los
griegos cantan cacahuetes; y Zeus, animado por las Musas, y las muchachas de Delos, que
escuchan al ciego de Quíos: es él, Homero. Como en ninguna otra tradición occidental, la
poesía es alegría: alegría contenida en el nombre de dos Musas, Terpsícore y Euterpe, y en
el de Terpandro, el inventor de la cítara de siete cuerdas.
Térpein es una palabra inmensa, que nunca se deja de explorar. Indica un placer
total, surgido de la riqueza del ser: no sólo lo conocen los que escuchan poesía, sino los que
comen y aman, los que bailan, lloran y gimen: los que juegan con el disco y la jabalina, los
que disfrutan de los rayos del sol y los vientos, los que ven algo, escrutan las armas de
Hefesto, contemplan el paisaje de la isla de Calipso. Si queremos descubrir un mundo
dominado enteramente por la alegría, debemos recordar el comienzo del noveno libro de la
Odisea, cuando Odiseo está a punto de revelar su nombre a los feacios. No es un momento
de contemplación espiritual y estética ni de soledad: en las palabras que preceden al relato
de Ulises, triunfa la vida colectiva de una comunidad arcaica. Las mesas se llenan de pan y
carne, el copero vierte el vino en las copas, los invitados se sientan unos junto a otros en
orden (el mismo orden que domina el canto); y todos escuchan al poeta.
En este momento no se revela la vida normal: la existencia cotidiana, que se repite
sin intensidad ni vibración en las novelas de Flaubert. Hemos llegado al clímax, al télos de
la existencia, o a una de sus culminaciones. Quien se regocija, lleva su sentimiento hasta el
final, satisface su deseo hasta el final, sea cual sea, lleva su experiencia a profundidades
extremas. Si el que está fascinado por las Sirenas pierde la conciencia de sí mismo y se
pierde, el que se alegra lleva su sentido de sí mismo a una plenitud casi insoportable. Esta
plenitud de vida no es fácil de soportar. Comprendemos cómo, para Telémaco, escuchar el
relato de Menelao en Esparta se convierte en una alegría terrible. Las Musas nunca han
practicado el arte del límite, ni siquiera cuando nos colman de alegría: aman el exceso y la
tragedia incluso en la alegría.
Para Hesíodo, como para Homero, la poesía es una paradoja: casi un juego verbal.
Las Musas son hijas de Mnemosyne, diosa de la memoria. En cuanto se dirigen a nosotros,
nos recuerdan, como la aedi de Homero, toda la historia de los dioses, del cosmos y de la
humanidad; y al mismo tiempo suprimen toda memoria, nos hacen olvidar nuestros males,
nuestras preocupaciones, nuestras angustias. Pensemos en la tradición occidental, que
siempre nos ha asegurado -dudosa seguridad- que la poesía envuelve nuestras pasiones en
quietud y calma. Pero la arcaica experiencia griega es por lo demás trágica y profunda.
Debemos olvidar totalmente, descendiendo a las aguas de la Lete. Debemos ser cautivados,
escuchando la voz de Hermes, que nos encanta, mientras el dios cierra nuestros párpados
con su varita. Entonces conocemos el sueño: que, recordaba Pausanias, es tan querido por
las Musas. No es un sueño normal, como el de todas las noches: es un torpor profundo, una
posesión, un olvido absoluto, un coma, una nube oscura, una experiencia que nos lleva a los
límites de la muerte, mientras las vibraciones líquidas del canto se propagan en el aire.
La primera oda pitónica de Píndaro dice:
Lira de oro, posesión,
común de Apolo y las
Musas
de trenza violeta ...
... En la punta del
rayo extingues
el fuego
eterno
: sobre el cetro de
Zeus el
águila se
adormece
: ambas
alas deja caer
el rey de las aves: una
nube negra has extendido
sobre su cabeza ganchuda, dulce serrame
de sus párpados; dormida
la blanda espalda levanta, poseída por el flujo de
tus vibraciones. Y apartando
la punta amarga de los astiles, el
poderoso Ares en un profundo sopor
calma su corazón, y hasta el
alma de los inmortales
tus flechas
le encantan
, gracias al arte de Apolo
y a las Musas del amplio drapeado...
Homero sólo insinúa en un pasaje el olvido y el sueño que despiertan las Musas en
los corazones de quienes las escuchan. Sabe que la poesía trae calma y alegría al mundo:
tanto entre los devotos feacios como entre los impíos procios, tanto a Telémaco como a
Ulises. Pero es un espíritu menos sistemático que Hesíodo. Hesíodo identifica Memoria y
Olvido, Recuerdo y Olvido: a todos nos salva la poesía. Homero no tiene la misma fe en el
poder catártico de la Musa. A veces, alivia los dolores; a veces es impotente, no puede
vencer las pasiones humanas, suscita los dolores en lugar de calmarlos. Cuando la cítara de
Femo recuerda los retornos de los héroes y la de Demódoco las desventuras de la guerra de
Troya, Penélope y Odiseo las escuchan. El sosiego no desciende sobre sus almas: el
recuerdo y la angustia los posee; lloran sin remedio, envueltos en un chal u ocultos bajo un
manto púrpura.
LA 'ODISEA
PRIMERA PARTE
La Ilíada, ese poema que alguien llamó hace tiempo Ilustración, está lleno de ese
sentimiento de lo numinoso, sin el cual no sobrevive ninguna religión. Pienso en uno de los
pasajes más famosos de la literatura universal. Mientras, en el primer libro de la Ilíada,
Aquiles quiere matar a Agamenón, Atenea desciende del cielo. Se coloca detrás de Aquiles
y le agarra por el pelo: Aquiles se vuelve y ve a la diosa mirándole fijamente con sus
terribles y centelleantes ojos azules. Ambos se hablan. Ninguno de los espectadores ve
nada: la escena transcurre en un tiempo aparte, suspendido, vacío, en el que los griegos no
ven ni oyen nada. En ese tiempo suspendido, lo divino, es decir, lo trascendente, se cuela y
llena de sí la vida terrenal. No hay más que esos brillantes ojos azules, y nosotros (salvo
Aquiles) no nos damos por enterados.
Lo divino es la fuerza. Zeus la posee, en la Ilíada, y la exhibe de una manera
desorbitada, barroca y casi grotesca, de la que Homero se burla. Era una época en la que
aún se podía jugar con los dioses, pues la risa era quizá la forma más profunda de devoción
y veneración. Estamos en el Olimpo. Zeus amenaza a los dioses: si los ve ayudando a los
griegos o a los troyanos, los golpeará con toda su furia, o los arrojará...
en las brumas del Tártaro,
muy lejos, donde el abismo es más profundo, donde
están las puertas de acero y el umbral de bronce,
tan lejos del Hades como el cielo está lejos de la tierra;
y entonces sabrás cómo soy el más fuerte de todos los dioses.
Y amenaza con un espectacular tira y afloja. Si todos los dioses cuelgan una cuerda
de oro de la bóveda celeste y tiran de ella, no podrán derribarlo a la tierra: mientras que, si
él tira de la cuerda, los elevará con el mar y la tierra, atando la cuerda "a un pico del
Olimpo", y así todas las cosas quedarán colgando, en el aire. Hera ya había conocido la
fuerza de Zeus: una vez había estado suspendida, con dos yunques a sus pies y una cadena
de oro en las muñecas; y ningún dios pudo acercarse a ella y liberarla de la coacción.
Cuando Zeus aparece en la tierra, Homero le construye un carro: revela una
estupenda orfebrería bárbara, que no recuerda nada o casi nada a la griega, sino a las
divinidades asirias o de la antigua Irán que vemos en Susa, Persépolis o el Museo Británico.
Aquí está enjaezando caballos voladores y herrados de bronce a su carro, su cabeza
adornada con una crin de oro: él también cubre su inmenso cuerpo de oro, coge un látigo
dorado y pone en marcha esa radiación de luz solidificada hacia el monte Ida, donde se
cubre a sí mismo y a sus caballos con un velo de niebla. Ante tales despliegues, nos parece
que Zeus acaba de conquistarlo, o está a punto de hacerlo. Como rey del universo, Zeus
nace aquí, en la Ilíada. Precisamente por eso hace alarde de su poder; y su ostentación le
proporciona un violento sentimiento de orgullo y alegría, que vibran con luz propia.
Si adora y se burla de Zeus, Homero sabe hasta qué punto la fuerza divina es
destructiva. Aún no ha sido domada y en parte apaciguada, como sucederá en la Odisea. En
ciertos momentos se convierte en furia, en ira salvaje. Sentados junto a Zeus, los dioses
están de pie sobre el suelo dorado. Zeus acusa a Hera de odiar a Troya:
Desdichada mujer, ¿por qué te
hacen tanto daño Príamo y los hijos de Príamo
, para que vayas sin cesar empeñada en
arruinar la bien construida ciudad de Ilión?
Si, habiendo penetrado dentro de las puertas y dentro de las largas murallas,
devorases crudamente a Príamo y a los hijos de Príamo
y a todos los demás troyanos, entonces calmarías tu ira.
En cuanto a Zeus, con la misma furia reitera que un día destruirá a su antojo una
ciudad donde vivan hombres queridos por Hera: 'mi ira no retengas, pero déjame hacerlo'.
Sin la menor incertidumbre, Hera abandona sus ciudades más queridas: 'Argos, Esparta y
Micenas con sus anchas calles: destrúyelas también, cuando te sean odiosas de corazón'. Es
un paso siniestro. La furia que, abajo, destruye como una máquina los miembros flexibles y
arbóreos de los guerreros adolescentes, es sólo la pálida sombra de la furia que reina en el
cielo. También en el cielo hay hýbris, aunque por definición los dioses no pueden cometer
el pecado de hýbris.
Zeus tiene otra cara. En una época posiblemente remota, de la que Homero no nos
informa, se casó con la diosa Metis, portadora del poder fecundo y oracular de las aguas
oceánicas. La engaña, persuadiéndola de que se convierta en unas gotas de agua: se la traga,
como Kronos se había tragado a sus hijos; y se apropia de su poder, según su arte de
asimilar fuerzas diferentes o enemigas. Así, llevando a la diosa Metis en su cuerpo y en su
mente, Zeus se convierte en toda Metis. Posee el poder oracular de las antiguas deidades
marinas, el conocimiento del bien y del mal, el don de la metamorfosis y una ingeniosa
astucia práctica con la que derrota a sus rivales. Se ha convertido en el Engañador
Supremo. Cuando Ulises ensalza las artimañas del caballo de Troya y la cueva de Polifemo,
no es más que un pálido eco de las artimañas que se traman en el cielo. A veces tenemos la
impresión de que en la Ilíada este proceso de apropiación no es del todo completo. Algo, en
Zeus, no es aún del todo Mêtis: se deja engañar dos veces por Hera, como si la novia, a la
que somete por la fuerza, comprendiera los secretos del engaño mejor que su señor.
Inmediatamente después, Zeus se nos aparece bajo la solemne apariencia del dios de
la justicia.
Como bajo un ciclón toda la tierra se vuelve pesada y oscura
en un día de otoño, cuando con más violencia Zeus
derrama la lluvia, cuando indignado se enfada con los hombres,
que con arrogancia en la plaza pública dictan sentencias injustas,
persiguiendo la justicia, sin importarle la mirada de los dioses...
La estructura de la Ilíada le da la razón. Zeus ha decidido derribar Troya porque
Paris, y a través de él los troyanos, han ofendido el derecho de hospitalidad haciendo huir a
Helena de Esparta; y también comprende el dolor de Aquiles, ofendido por Agamenón.
Pero la suya es una justicia singular. Coincide con una soberana indiferencia por su puesta
en práctica: tanto si Zeus engaña a Agamenón con un falso sueño, como si Aquiles obtiene
justicia, pero a condición de ver a Patroclo asesinado por los dioses. Es universal, no
particular: se ocupa de los grandes hechos, no de las penas de los individuos; el engaño, la
doble palabra, la palabra no dicha, son los medios que cultiva con más gusto. Incluso las
Musas, a las que Zeus ama tiernamente, conocen una duplicidad semejante, cuando
confiesan cultivar tanto la verdad como "mentiras semejantes a la verdad".
El don supremo de Zeus es su mirada, que ve y piensa. Cuando asciende al monte
Ida, se sienta en la cima, exultante de gloria, y "contempla la ciudad de los troyanos, las
naves de los aqueos". Todo está sometido a él: esa mirada desde lo alto, que revela el
inconmensurable poder de su ojo, le llena de alegría. En la tierra, troyanos y griegos se
masacran mutuamente: los jóvenes mueren, las mujeres se quedan sin marido, los niños sin
padre; pero cada acontecimiento es, para él, sólo un espectáculo, el acontecimiento de un
teatro cósmico, preparado para su placer. Entonces se cansa y vuelve sus "ojos brillantes" a
otra parte:
mirando a lo lejos, a la tierra de los tracios criadores de caballos, de los
combativos misios, de los apuestos hipemolgos
bebedores de leche, y de los abios, hombres justos.
El espectáculo se ha ampliado indefinidamente: tal vez pueda tocar las orillas del
Océano, y sigue observando. Parece que Zeus, como Homero, sólo vive para contemplarlo:
con una vista tanto más sutil y minuciosa que la nuestra, y tanto más amplia, que tal vez
incluso perciba con la luz de su pupila las refracciones de los sonidos. Sin embargo, Zeus
no lo ve todo. Si duerme, no ve; si Hera desvía amorosamente su atención, no percibe lo
que hacen los dioses, los griegos y los troyanos en la llanura de Troya. Incluso el ojo de
Zeus tiene un límite: ese límite que, según los griegos, está oculto en todas las cosas.
Con una facilidad y ligereza sobrenaturales, Zeus juega. Todos los dioses juegan
con él: incluso Apolo, que nos parece tan grave, es un niño que juega, como Heráclito, con
las fichas de un tablero de ajedrez. Allí está, a la orilla del mar: ha construido un castillo o
una pequeña muralla para divertirse (esos castillos y murallas que los niños siguen
construyendo a la orilla del mar dos mil ochocientos años después) y, con la misma
diversión, la derriba de nuevo, con sus manos y sus pies; y no importa que el castillo sea en
realidad la muralla protectora que con tanto esfuerzo construyeron los griegos. A pesar de
su poder, los dioses se ríen de sí mismos. El adulterio entre Ares y Afrodita, que entre los
pesados y aburridos mortales se convertiría en una masacre durante generaciones -esposas
matando a maridos, hijos e hijas matando a madres-, es un espectáculo de artes varias,
acompañado por las risas de los espectadores.
Los dioses se divierten sobre todo a espaldas de los hombres, que tienen la ridícula
creencia, desde hace tres mil años y más, de que ellos hacen la historia. Vivimos en la
Ilíada: vivimos la batalla: compartimos los muertos y los heridos; pero por otra parte todo
es en vano -la alegría de los troyanos, los temores de los griegos, las penas de Aquiles-
porque en ese preciso momento Zeus, señor o cómplice del destino, juega con los
acontecimientos. La guerra termina: Troya es destruida, los troyanos masacrados, los
griegos (no todos) regresan a casa. Sólo quedan los restos de la muralla de los griegos, que
algún Heródoto o Tucídides de la época micénica hubiera querido ver de cerca, medir,
recoger, para describir a la posteridad. Ni siquiera esto es posible. Apolo y Poseidón,
envidiosos de las obras humanas, deciden arrasar la muralla. Así que Apolo desata la furia
de los ríos, canaliza las aguas en un punto, empuja las aguas por encima de la muralla,
mientras Zeus envía una lluvia furiosa y Poseidón arroja todos los pilares de vigas y piedra
a las olas. No queda nada. Junto con la muralla, se borran la guerra de Troya, los miles de
muertes innecesarias, tal vez incluso las canciones de los poetas sobre los héroes y los
muertos. Todo vuelve como antes, regenerado por la historia de los hombres. Poseidón
todo aplanado frente al ondulado Helesponto,
y extendió de nuevo la arena sobre la espaciosa playa,
borró que tenía la muralla; y condujo a los ríos de nuevo
a sus cauces, donde primero tendieron la hermosa corriente.
Según Agustín, el Dios cristiano es altissimus et proximus, secretissimus et
praesentissimus. Está por encima de todas las cosas, elevado sobre todas las cosas, oculto
en su propio abismo: sin embargo, ninguno está más cerca y más próximo a nosotros, tan
"íntimo a nuestro ser más íntimo", tan fraternal, manifiesto y familiar. Incluso Alá es un
dios lejano, oculto, incognoscible, perdido en la lejanía de los cielos, defendido por setenta
mil cortinas de luz y oscuridad: y, sin embargo, está más cerca de nosotros que la vena de
nuestro cuello, nuestro aliento, nuestra imagen reflejada en el espejo o la amada junto a la
que dormimos. Con alguna diferencia de tono, podríamos decir lo mismo de Zeus y de los
dioses griegos. ¿Quién es más excelso que Zeus? De los acontecimientos y personajes de la
comedia humana, posee la misma distancia que los poetas de lo que narran. Está mucho
más distante que nuestro dios, que envía a Cristo para salvarnos: ni siquiera le conmueve la
idea de salvarnos, pues debemos vivir en nuestra miseria.
Como el Dios cristiano, Zeus y los dioses griegos son próximos y praesentoriales.
Nos necesitan. No podríamos imaginarlos llevando una vida solitaria, en el Olimpo,
escuchando la música y los cantos de Apolo y las Musas: gran parte de su alegría proviene
del hecho de que existimos, aunque seamos tan efímeros como las hojas. Sin nosotros se
aburrirían. A veces nos aman. Atenea aleja una flecha del cuerpo de Menelao, "como
cuando una madre aleja una mosca de su bebé, que duerme con dulce tristeza". Sobre todo,
Zeus sufre por nosotros. Tiene piedad y compasión: de Héctor y Sarpedón, de Príamo y
Patroclo, y de Aquiles, que llora a Patroclo, e incluso de los caballos de Aquiles, que lloran
a su auriga, y de Troos, que llora a su hijo Ganímedes, que Zeus le ha secuestrado.
Así, nosotros, conmovidos, le invocamos. Convencida por Aquiles, Tetis ruega a
Zeus que restaure el honor de su hijo. Zeus consiente, asintiendo con las cejas. Agamenón
es castigado: el honor devuelto a Aquiles. Todo, pues, ha sido respondido, como Aquiles
deseaba: pero el precio de la plegaria respondida es el cuerpo masacrado y vilipendiado de
Patroclo, la persona que Aquiles más amaba en el mundo. Tal vez sería mejor que los dioses
no escucharan.
Si, inmediatamente después de la Ilíada, leemos la Odisea, este grandioso
espectáculo teológico-mitológico ha desaparecido o se ha hecho añicos. Casi no queda
rastro del tremendo numinoso que Zeus, Apolo y Atenea nos desvelaron: Zeus no hace
alarde de su fuerza ni cabalga en el bárbaro carro de oro: no posee el universo con su
mirada radiante; no ríe, no bromea, no se burla (casi nunca) de nosotros ni de sí mismo.
¿Qué queda de los trabajos de Zeus? En lugar de imponer su fuerza a los demás olímpicos,
intenta, con cada uno de ellos, acuerdos, pactos, compromisos, que permitan la armonía
entre los dioses; e incluso la cruel Atenea se muestra llena de respeto hacia Poseidón. Zeus
sigue siendo el dios de Mêtis: pero sus engaños ya no son tan espectaculares, y a veces
parece confiar este don a dos pupilos, Atenea y Odiseo.
Muchos estudiosos dicen (o decían) que, con el paso a la Odisea, los griegos dieron
un paso definitivo, porque Zeus se convirtió en el dios de la justicia, como no lo era en la
Ilíada. No estoy seguro de que la justicia forme parte de las características esenciales de la
divinidad. ¿Se ha vuelto Zeus verdaderamente justo, como clama Laertes al final de la
Odisea? Sigue el mismo plan que en la Ilíada: allí como aquí defiende los derechos de los
huéspedes y la hospitalidad de aquellos -París, los troyanos, los procios- que los habían
violado. Así pues, Zeus también es justo. Pero al principio del poema, Atenea cuestiona su
justicia. Al final, Zeus es probablemente culpable de un pecado imperdonable: el sacrificio
de los Feacios, los hombres más "justos" de la tierra, a la venganza de Poseidón. Este
sacrificio ensombrece todo su comportamiento en la Odisea.
Antaño, los griegos, los dioses y los héroes vivían juntos. Descendían de la misma
raza: llevaban una existencia común; compartían "mesas y consejos". Entonces los hombres
veían a los dioses en "su semblanza", "en su esplendor": sin temer esos miembros
inmensos, esas miradas terribles, esas voces sobrehumanas, esa luz excesiva. En la
tradición homérica, no tenemos ninguna prueba real de esta condición dichosa: como si
todos los signos de la vida común hubieran desaparecido de la memoria de los poetas. Sólo
sabemos que, incluso en la época de la Ilíada y la Odisea, había pueblos arcaicos, los
etíopes y los feacios, que convivían con los dioses, festejaban con ellos y los veían tal como
son -pero, incluso entonces, nadie nos dice lo que significaba vislumbrar a los dioses en su
semblanza absoluta, sin temerlos y sin huir de ellos.
Entonces llegó la separación fatal: la visión de los dioses se volvió problemática y
dramática para los hombres. Cuando Deméter cruzó el umbral de la casa de Celeo en
Eleusis, su figura se elevó, tocó las bóvedas con la cabeza y llenó el vestíbulo con una luz
sobrehumana. Finalmente se reveló abiertamente a las mujeres de la casa: "Soy la augusta
Deméter, la que más que ninguna otra ofrece alegría y consuelo a los inmortales y a los
hombres". La figura se aquietó: la belleza irradiaba a su alrededor: un aroma brotaba de su
peplos; y sus miembros resplandecían de luz, llenando todo de esplendor. En torno a ella,
las mujeres se llenaron de respeto y veneración: luego sus rodillas se aflojaron, sus voces se
aflojaron, su memoria las abandonó, su vista se volvió confusa... Con el tiempo, de esta
revelación divina sólo quedó el terror. Lo sagrado se convirtió en prohibido. Si alguien
tenía la osadía y la locura de mirar a los ojos de los dioses, estaba perdido sin remedio.
Cuando Sémele rogó a Zeus que bajara a su habitación, preservando su propia figura
celestial, el dios apareció con carro, truenos y relámpagos. Entonces lanzó un rayo. Ante la
epifanía divina, Semele murió incinerada, atormentada por el miedo.
La Ilíada representa un momento intermedio en el desarrollo de esta revelación
divina. Aquiles vislumbra por un instante los ojos azules de Atenea: por la gracia de Atenea,
Diomedes es capaz de distinguir entre los dioses: Helena reconoce el "hermoso cuello" de
Afrodita, y los "pechos anhelantes y ojos brillantes"; Áyax de Oileo vislumbra las huellas
de Poseidón.... Así que los hombres todavía pueden reconocer a los dioses: en un momento
de jactancia, Áyax afirma que "los dioses son fácilmente reconocibles", pero no añade que
vislumbrarlos a plena luz del día es aterrador: las rodillas se aflojan, el habla se traba, la
memoria se vuelve confusa... Así, por lo general, los dioses aceptan en la Ilíada velar su
resplandor, su voz inigualable, sus miembros gigantescos. Se disfrazan y se transforman:
bien porque les gusta ocultarse, bien porque sienten compasión de nosotros; y se nos
aparecen con un cuerpo humano ilusorio.
Con la Odisea, los dioses retroceden, se retiran, abandonan el mundo. Ya nadie los
ve en su figura: la luz radiante y el perfume de Deméter se han perdido para siempre.
Cuando se nos aparecen, visten un cuerpo humano con gracia y naturalidad: Atenea es un
joven príncipe de pies suaves, o una mujer experta en tejidos, Hermes un grácil joven de
cabellos primorosos. Así ocultos, nos vigilan y espían, pues todo caminante y forastero
puede ser uno de ellos. Pero no aparecen ante todos. La mayoría de los hombres ni siquiera
los ven en sus cuerpos ilusorios; y tienen que adaptarse a la ausencia y al vacío que han
formado en el mundo. Sólo unos pocos los ven: los hombres tocados por la gracia y el
destino.
Ulises es uno de ellos. Ve a los dioses transformados: tanto a Atenea como a
Hermes. Sabe que, antes que él (o junto a él), hubo un tiempo en que los héroes miraban a
los dioses a los ojos: sabe también que fue una revelación insoportable, porque se
apoderaron de los hombres, y los tiranizaron o los cegaron o los mataron sin piedad. Ulises
no lamenta este periodo sublime. Como es su naturaleza, se adapta sin protestar a la
distancia de los dioses: aguanta; esto como todas las cosas. Si nunca ve a Atenea ni a
Hermes "en sus disfraces", encuentra una especie de consuelo en el paso de los dioses
enmascarados, que le detienen, le miran, le hablan en el lenguaje de los hombres, le
aconsejan, le protegen, le acarician con sus manos. Nada es más dulce que el encuentro con
Atenea, dos veces enmascarada, a orillas de Ítaca.
II
ACHILLES
El verdadero héroe está solo. Mientras Odiseo vive en comunidad, tiene mujer, hijo,
criados, casa, jardín, Aquiles no pertenece a ningún grupo. Su soledad la llena un amigo,
Patroclo. Le gustaría prescindir de los mirmidones, de los griegos, del cortejo de guerreros
y caballos; y conquistar la fortaleza de Troya con la ayuda de su amigo, violando la ciudad
como una mujer.
Ojalá, Zeus padre y Atenea y Apolo, ninguno de los
troyanos escapara a la muerte, cuántos hay,
ninguno ni siquiera entre los danaos, y escapáramos nosotros en cambio,
para abrir por nosotros mismos
el velo sagrado de Troya.
Sus compañeros no comprenden su mênis, porque es diferente de todas las pasiones
humanas; e incluso Patroclo lo acusa de ser "sin remedio" como el mar. Pensábamos que el
forastero era una figura moderna: una creación romántica tardía; y en cambio el primer
forastero de la literatura universal está aquí mismo, en el primer verso de la Ilíada, con su
furia incomprensible.
Si Ulises no tiene amigos, Aquiles tiene un doble, hacia el que alimenta una pasión
absoluta. Los demás sentimientos de la Ilíada y la Odisea no pueden compararse: ni
siquiera el amor conyugal entre Héctor y Andrómaca, y la estrechísima complicidad que
une, allende los mares, el Océano y los monstruos, a Odiseo y Penélope. Peleo considera a
Patroclo el consejero mayor de su hijo: pero Patroclo es amable, gentil, tiene una delicadeza
femenina, y Aquiles siente hacia él un sentimiento que no se avergüenza de calificar de
paternal y maternal. Es el padre de Patroclo: la madre de Patroclo. Nada es más desgarrador
que las ceremonias funerarias en las que los huesos de Aquiles y Patroclo, sumergidos en
ungüento y vino, son enterrados en la misma urna, para preservar para ellos una apariencia
de humedad y vida más allá de la muerte.
Cuando Fénix, el viejo pedagogo de Aquiles, se encuentra con su pupilo en la orilla
del mar, le acusa suavemente. Si rechaza las súplicas de los griegos y no vuelve a la batalla,
es culpable de Ate: está cegado por los dioses y por sí mismo; completamente atrapado en
la culpa. Pero Aquiles no admite que es responsable de su propia ceguera. No escucha a
Fénix: no acepta la culpa. No presta atención a las heridas, al dolor, a las muertes de los
griegos que le rodean, en el campo de batalla: sólo piensa en la venganza, que ocupa su
mente y le tortura hasta lo más profundo de su corazón. Su mirada no es libre. El mundo
entero está nublado por la sombra de su mênis. Después, Patroclo, su doble, que se ha
puesto las armas, es asesinado por Apolo con la palma de su mano levantada: también él ha
sido cegado, en esta sucesión de cegueras, divinas y humanas, que hace a veces tan siniestra
la Ilíada. Finalmente, Aquiles despierta. Se da cuenta de que Zeus ha escuchado su
plegaria, que ha provocado la muerte de su ser más querido: se maldice por no haber
comprendido una profecía; condena su propia ira. Es el único héroe de la Ilíada que se
reconoce culpable hasta el final.
El dolor de Aquiles por la muerte de Patroclo es el arquetipo de todo dolor en la
literatura occidental. Para él y para nosotros, es un sufrimiento único e irrepetible: no tiene
límites y no puede olvidarse; ocupa todos los momentos del presente, todos los momentos
del futuro, no deja nada intacto. Ulises también sufre, sobre todo cuando está prisionero en
Ogigia: pero el dolor de Ulises encuentra un límite en la resistencia, que Aquiles no conoce.
Aquí, en cambio, todo está devastado. Aquiles es abatido -él que, como dice su madre, es el
brote tierno de una planta en la ladera de una viña- en su razón de vivir. Tras la muerte de
Patroclo, no tiene otra razón para existir: ni siquiera la de repetir los gestos cotidianos de la
vida, como sugiere su madre. Y entonces este dolor se multiplica: Aquiles lo ritualiza, lo
lleva al extremo, lo repite: se embadurna la cabeza de polvo y ceniza, se tumba en medio de
las cenizas, con las manos se arranca los cabellos, como si llorara a su yo muerto;
transforma el sufrimiento en furia. No se lava, no come, no duerme, no acepta las leyes de
la vida: sigue llorando a su amigo y gimiendo mientras vaga por la orilla del mar. Ni
siquiera soñar con Patroclo le aplaca, pues intenta abrazarlo y sus brazos se cierran vacíos
sobre su pecho. Homero participa en su pasión con una patética serie de encabalgamientos,
que agrandan y agotan la pasión.
Los grupos se disolvieron y
todos regresaron
a las veloces naves. Pensaron entonces en la cena
y en el dulce sueño: en cambio Aquiles lloró
recordando a su amigo, y no se dejó llevar por el sueño,
que tiene poder sobre todas las cosas....
El dolor nunca abandona a Aquiles: conservando toda su fuerza, se invierte en furia
y venganza. Traspasa todos los límites: se vuelve sobrehumano y subhumano; mientras su
ego se exalta, proclamando su descendencia de Zeus. A pesar de sus pretensiones, ya no
persigue la gloria épica que había inspirado todas sus acciones. Toda aura épica a su
alrededor ha desaparecido. Sólo hay matanza; e ira, ceguera, a la que creía haber
renunciado. Viola y mata a los suplicantes. Busca el horror, la matanza, la devastación,
lanzando su "grito de bronce". La guerra, a la que la costumbre heroica confería una
nobleza ritual, se degrada. El héroe único, el extranjero, superior a todos los demás héroes,
queda atrapado en la mecánica de la guerra: cabezas que se quiebran, sesos que se parten,
moribundos que caen de rodillas gimiendo, entrañas que se arrastran por el suelo. Incluso
los caballos inmortales, pisoteando cadáveres, se convierten en bueyes trillando cebada y
desgranando granos bajo sus pies.
Aquí culmina la epifanía guerrera de Aquiles. Su cabeza emana "una nube dorada":
el esplendor de sus armas se eleva a los cielos: el fuego se agolpa en torno a su cabeza y su
casco; él mismo no es más que fuego, puro fuego -similar al que emana de una ciudad
sitiada, clamando socorro. Esta llama de luz es una emanación divina; y al mismo tiempo el
esplendor maligno de la estrella Sirio. Si Aquiles es fuego, no puede sino lanzarse contra el
agua del río Escamandro, que le asalta a su vez y le mataría, si no fuera rescatado por el
vasto fuego levantado por Hefesto contra las orillas, los peces y las aguas. La batalla se
convierte en una guerra entre los elementos, mientras Héctor vislumbra por última vez el
paisaje de su apacible vida: la higuera salvaje golpeada por los vientos, las dos fuentes de
agua junto al Escamandro, las pilas de piedra donde las mujeres troyanas lavaban sus ropas.
No hay más que muerte: Héctor muerto, abandonado a los perros, arrastrado cada mañana,
siempre a la misma hora, detrás del carro, con un gesto que no puede ser más cegador.
La muerte es sobre todo la de Aquiles. Tras la masacre de Patroclo, Aquiles sólo
desea morir: ya no piensa en la gloria; vive y ya está muriendo. Tetis le profetiza la muerte,
los caballos le profetizan la muerte: palabras semejantes a las que en labios de Patroclo
habían anticipado la muerte de Héctor, ahora, en labios de Héctor, anticipan la de Aquiles.
No hay nada más. Entre los héroes de los poemas épicos, sólo Aquiles y Ulises conocen su
destino por voces oraculares, y la vejez feliz de Ulises es el contrapunto a la muerte juvenil
de Aquiles. Sólo él debe morir de viejo. Ha aspirado a lo absoluto y la muerte le revela el
único absoluto que puede conocer. Ha conocido los pensamientos y los mênis de los
inmortales: un don que el hombre debe pagar hasta el final.
III
ULISSE
IV
EL PRIMER VIAJE DE TELÉMACO
La primera vez que vemos a Atenea en la Odisea es cuando vuela: se ata las
sandalias de oro a los pies, coge la pesada y afilada pértiga de bronce y, de un salto,
desciende del Olimpo hasta el umbral de la casa de Odiseo. Como todos los oyentes de la
Odisea saben, Atenea nació de la cabeza de Zeus: "Soy verdaderamente del padre", dice en
Esquilo; y también aquí, en la Odisea, elige resueltamente el lado de lo masculino frente a
su mundo, que debería ser, y en parte es, femenino. La paradoja es que es precisamente ella,
una virgen, quien encarna los llamados valores masculinos -inteligencia, claridad y lucidez
mental, la alegría de comprender, audacia e ironía inquebrantables- como ningún dios u
hombre los ha encarnado jamás. Sus detractores podrían decir que carece de "sombra" o de
"alma" o de "misterio"; y Atenea sonreiría con la más encantadora e irónica de sus sonrisas.
Desde la Ilíada, encontramos a Atenea muy cambiada. Ya no tiene ese carácter
agresivo y destructivo, que la hacía enfurecerse en las batallas y obligar a los héroes a
asaltar, "como dioses", a sus dioses enemigos. Pero sigue siendo una guerrera, con su
bastón de bronce: su ojo azul está siempre centelleante y deslumbrante, como cuando atacó
a Aquiles. Es activa, decidida, omnipresente. En la Odisea, es casi la única deidad que
actúa: Poseidón y Hermes aparecen con poca frecuencia; Zeus pronuncia discursos morales
en el Olimpo y lanza sus rayos y truenos, sin la convicción de la Ilíada. Atenea es ligera y
veloz: concibe y piensa con una rapidez vertiginosa; abandona repentinamente el Olimpo y
se encuentra inmediatamente entre nosotros, ocupándose de Telémaco y de los Proci.
Mientras Atenea se ata a los pies unas sandalias de oro que la llevan "tanto sobre el
mar como sobre la tierra infinita", los versos de la Odisea son los mismos que aparecen en
el último libro de la Ilíada, dedicado a Hermes que desciende del Olimpo a la llanura de
Troya: vuelven a aparecer en el quinto libro, cuando de nuevo Hermes se eleva como una
gaviota sobre el mar, para llegar a la isla de Calipso. La señal de Homero es clara. Atenea
es como Hermes. No sólo posee la misma velocidad: domina las mismas artes, las mismas
artimañas, los mismos engaños, aunque su mente no sea tan intrincada. Con él comparte
otro don: el de la metamorfosis. Pasa poco tiempo, y aquí se convierte en Mente, Telémaco,
Mentor, pájaro, como si transformarse sin cesar fuera el colmo de sus placeres, placeres en
los que los hombres no pueden participar. Aunque no tiene el don de Proteo, Tetis o Metis,
que son fuego arremolinado, león, pantera, agua y árbol, para Atenea las formas del mundo
son reemplazables: mientras que, en el resto del poema, se han vuelto rígidas. El regreso de
estos versos de la Ilíada a la Odisea nos revela que algo ha sucedido, lejos de nosotros, en
el reino invisible del Olimpo. Hermes, que es la deidad más cercana a Odiseo, el arquetipo
y gobernante de su mundo, se oculta en los relatos que escuchamos; y confía su protegido,
semejante a ambos, a Atenea.
Cuando Atenea desciende ante el palacio de Odiseo, el pórtico y el gran salón se
llenan de gente: los ciento ocho nobles (o parte de ellos) de Ítaca y las islas vecinas, que
ocupan el palacio y cortejan a Penélope, mientras el rey está lejos o tal vez muerto. La clase
de los nobles pretende imponerse al antiguo poder: un viejo orden se desintegra, uno nuevo
se anuncia. Ahí están, los pretendientes. Están en el pórtico sentados sobre pieles de buey y
juegan a un juego de mesa con peones: los heraldos y escuderos revuelven vino o agua en
las cráteras, extienden las mesas, las limpian con esponjas; los mayordomos ofrecen platos
de carne y los criados traen pan. Atenea los juzga con dureza: "¿Qué clase de banquete y
qué clase de gente son éstos? Como bravucones, salvajemente, me parece que festejan
dentro de la sala". El juicio de los lectores y estudiosos modernos suele ser menos severo.
Los ciento ocho Proci parecen jóvenes frívolos y elegantes, que disfrutan de una vida de
puro placer: comida, baile, canto. No carecen de gracia ni de alegría: ríen alegremente; a
veces, nos recuerdan a los jóvenes Feacios. Y entonces sus faltas no parecen tan graves:
comen la carne de los muchos cerdos que Eumeo cría hábilmente. Si una vez intentan
tender una emboscada a Telémaco, ¿qué decir de la masacre de Odiseo al final de la
Odisea? Ciento ocho cuerpos yacen sin vida en la gran sala que han llenado con su perversa
alegría.
Como es natural, Atenea tiene razón frente a los modernos defensores de los Proci:
posee el ojo preciso de los dioses. Aunque el "segundo Homero" se muestra a menudo
encantado por la frívola gracia que les rodea, su juicio es implacable: los Proci encarnan el
Mal Absoluto, tal y como podría haberlo imaginado un griego del siglo VII. El juicio que
Homero instituye contra ellos es implacable y meticuloso: no hay culpa que no esté
encarnada en sus cuerpos sobrealimentados. En primer lugar, como veremos sobre todo al
final, están cegados por Ate, que posee, engaña y degrada completamente su ser. Por eso
son impíos: en las cenas o ritos públicos, no hacen libaciones ni sacrificios a los dioses; ni
siquiera a Apolo, que preparará su muerte. No respetan a los huéspedes y mendigos,
protegidos por Zeus: como Paris había ofendido a Menelao. No veneran el destino ni las
señales y predicciones enviadas por el destino, que Ulises y la familia real de Ítaca respetan
religiosamente. Se burlan de las profecías ("Los pájaros convierten a muchos bajo los rayos
del sol", dice Eurímaco): sólo creen en lo que ven, en el instante, y no imaginan que el
destino y los dioses están a punto de vengarse de ellos.
Estas son las acusaciones del tribunal divino, que condena en secreto a los Proci.
Luego están, suponiendo que sea posible distinguirlas en el mundo homérico, las faltas
morales. Como los cíclopes y los compañeros de Odiseo, los Proci pecan de hýbris. Son y
siempre van más allá: más allá del límite, más allá de lo que es correcto, más allá del
destino, que los hombres nunca deben violar; arrogantes, prepotentes, violentos. Finalmente
-y no es la última acusación- los Proci violan el oîkos: ese mundo cerrado de posesiones,
bienes y sentimientos, que para los griegos, para Ulises y para los dioses no era posible
ofender. Invaden la casa con su presencia, y por eso ni uno solo de ellos -incluso los que
han sido amables con Penélope y Telémaco- es inocente. Todos deben ser sacrificados a los
dioses de la casa.
Cuando Atenea se acerca a la puerta del palacio real, vemos a Telémaco por primera
vez. Lo veremos una y otra vez, en la historia de la literatura occidental: siempre renacerá
cuando un escritor tenga que retratar a un adolescente tierno, inseguro, inexperto, que no
tiene padre o que tiene que buscar en sí mismo la imagen de su padre. Quizá por última vez,
a finales del siglo XVIII, Telémaco se convierte en Wilhelm Meister, a quien Goethe ama
con el mismo afecto con que el "segundo Homero" ama al hijo de Ulises. Como él,
Wilhelm busca y necesita experiencia: como él, realiza un viaje, en realidad largos viajes de
aprendizaje.
Mezclado entre los Proci, Telémaco piensa en su padre, al que no ha conocido: de
hecho, como dice Homero, lo ve. Siempre piensa y ve a Ulises, aunque no pronuncia su
nombre, sino que dice "un hombre" o "él" o "mi padre" o "ese hombre". No tiene fuerzas
para decir "Ulises"; y esta omisión, como casi siempre en Homero, revela la intensidad de
su deseo. Telémaco ignora si su padre está vivo o se ha ido para siempre: si lo retiene
alguien en el "vasto mar", como dice Atenea, o si, por el contrario, está muerto de la forma
más terrible: sin tumba, "sin ser visto, sin ser reconocido", sin memoria, sin la posibilidad
de que un poeta cuente sus vicisitudes y construya su gloria. Como dicen tanto Atenea y
Néstor como Helena y Menelao, Telémaco se parece mucho a él, en cabeza, ojos y pies,
manos y habla. Pero carece de la profunda conciencia de ser hijo de su padre: no se siente
hijo de Odiseo. "Mi madre dice que soy su hijo, pero yo no lo sé". Esta es la verdadera
carencia, la que le hace infeliz, mucho más que la usurpación del Proci y la pérdida de sus
riquezas.
Durante unos días, Atenea, disfrazada primero de Mente y luego de Mentor, ocupa
el lugar de Ulises. A veces, los dioses son tan cariñosos y protectores con nosotros: nos dan
lo que nunca tuvimos o perdimos; y nadie puede ser mejor padre que Atenea, esta diosa
viril, que posee cualidades masculinas combinadas con una gracia y una dulzura que los
hombres ignoran. Ella acompaña los pasos de Telémaco con ojo vigilante, le asiste con sus
consejos, le educa en cada ocasión. Si lo educa como a un padre, lo hace para descubrirlo
ante sí mismo, para revelarle que en el fondo de su alma se esconde la imagen de Ulises; y
él, poco a poco, con la ayuda divina y por sí mismo, debe convertirse en su propio padre.
Así, Atenea le impone arduas pruebas: si Ulises era el anti-Hegisto y Penélope la anti-
Clitemnestra, él debe transformarse en Orestes y matar al Proci: un modelo ante el que
Telémaco se siente, con razón, desigual. Para repetir este modelo, debe aceptar incluso la
verdad más terrible: que Ulises ha muerto. Como todos sus herederos literarios, se deja
educar de buen grado. En el curso de sus viajes, no se convierte completamente en su
padre: tendrá que esperar a verlo, disfrazado bajo los harapos de un mendigo; entonces será
a la vez el nuevo Ulises y el nuevo Orestes.
Tan pronto como Atenea desaparece, transformándose en un pájaro divino, Femo, el
aedo, comienza a cantar el "luctuoso regreso" de los griegos de Troya: ciertamente no el de
Odiseo, del que nada sabe, sino los de Agamenón o Menelao o Néstor o Áyax, sobre los
que ya se había tejido una tradición. Desde la habitación de arriba, Penélope oye la canción
de Femo, desciende al gran salón y se detiene junto a una columna, con el rostro envuelto
en un chal. Llora: la canción le recuerda un regreso que puede haberse perdido para
siempre. No posee ese desapego de la mente respecto a la materia que recomiendan las
Musas, y que sabe extraer una "alegría" (térpein, le recuerda Telémaco) incluso de las penas
y las desgracias. Así que le ruega a Femio que busque otro motivo en su vasto repertorio de
conjuros poéticos.
El hijo reprende a su madre, con una autoridad, una arrogancia y una ligera
sabihondez juvenil que nunca había poseído: tal vez la larga conversación con Atenea las
haya despertado en él. Ordena a su madre que vuelva al trabajo de las mujeres, al telar, a la
rueca, a las siervas: "la palabra irá aquí a los hombres, a todos y a mí sobre todo, que tengo
el poder aquí en la casa". Los oyentes de Homero, y nosotros también hoy, después de
tantos siglos, nos damos cuenta de que aquí el "segundo Homero" se burla ligeramente de
Telémaco, a quien tanto ama: los versos que le atribuye son los mismos que, diez años
antes, Héctor había dicho a Andrómaca, tras una de las conversaciones más sublimes de la
Ilíada:
Pero ve a tu habitación, atiende a tu trabajo, el
telar, la rueca, y ordena a las siervas
que atiendan a su trabajo: la guerra será contra los hombres,
todos y yo sobre todo, entre los que viven en Troya.
Pocas palabras han cambiado: "a mí sobre todo, que tengo el poder aquí en casa",
dice Telémaco. En realidad no tiene ningún poder; y las palabras que Héctor había
pronunciado en la más trágica de las situaciones, después de hablar de amor y muerte y
honor y de la fatalidad que se cierne sobre Troya y la familia, resuenan ahora en boca de un
muchacho, que acaba de dictar un juvenil tratado de estética.
Telémaco no entiende a su madre: esas lágrimas irreparables, derramadas al
escuchar las canciones que recuerdan los regresos; y tal vez incluso malinterpreta el llanto
de Odiseo, en Scheria, al escuchar las canciones sobre la guerra de Troya. Cuando
Telémaco dice que su madre duda entre quedarse en casa o volver a casarse, no comprende
que Penélope no duda en absoluto, sino que defiende desesperadamente, con todas sus
artimañas, engaños y postergaciones, la fidelidad a su marido. Ahora, tras su encuentro con
Atenea, Telémaco abandona el mundo de su madre. La diosa intenta alejarlo, mintiéndole,
dándole noticias falsas y tratando de despertar sus celos, como al principio del libro XV.
Diosa viril, lucha contra las imágenes maternales que aún ocupan su corazón.
Así, Telémaco, cuya alma está llena de la figura de su padre, crece distanciándose
de la figura materna. Algo esencial le falta: mientras Ulises venera del mismo modo la
sombra de Anticlea y Laertes aún vivo, que le enseñó a cultivar perales, manzanos e
higueras en la granja de Ítaca. Más afortunado, vasto y complejo que su hijo, posee en sí
mismo tanto la imagen masculina como la femenina. Si Telémaco no comprende a su
madre, Penélope tampoco comprende a Telémaco. Lo ama, lo teme muerto, lo llora: pero
cree, contra toda verdad, que su hijo desea que se case y abandone el hogar. Su alma está
llena de una sola persona: Ulises, su marido, su cómplice; y no tiene espacio para ninguna
otra figura.
Mientras tanto, Telémaco se ocupaba de la estética. Debemos imaginar que, en su
juventud melancólica y sin amigos, mientras escuchaba los poemas de Femo, reflexionaba
sobre la poesía, su temática, sus efectos y sus oyentes. Desarrolló una teoría, que el
"segundo Homero" comparte sonriente. La conocemos en parte: es la misma teoría que en
la Ilíada. Los poetas no son responsables de los acontecimientos que cantan:
... responsable es Zeus, que asigna a cada uno,
a los hombres que comen pan, el destino que quiere.
El poeta de la Ilíada no tenía la culpa de las desgracias que habían sufrido griegos y
troyanos, Héctor, Andrómaca y Aquiles. El aedo puede representar cualquier tema. Cuando
canta, se establece en los oyentes una distancia con el tema, de modo que incluso las
desgracias les producen alegría. Penélope (como Ulises) es una mala conocedora de la
poesía: no sabe distinguir entre los hechos y los versos, entre sus penas privadas y el poema
de Fineo.
Otra parte de la teoría estética de Telémaco nos era desconocida. El poeta de la
Ilíada nunca había afirmado que, en el relato épico, la novedad del tema fuera importante:
lo que importaba era sólo la inspiración de las Musas, que todo lo saben. Ahora, Telémaco
afirma:
No se le puede reprochar que cante el mal destino de los danaos:
los hombres alaban más aquella canción
que suena más nueva al que la escucha.
A los oyentes, de los que no hablaba la Ilíada, les gustan especialmente los temas
nuevos, como el regreso de los griegos de Troya. Aunque el poeta de la Odisea se burla de
la naturaleza sacarina de Telémaco, comparte su teoría. También él cuenta temas nuevos,
retrata a un personaje, Ulises, que no recuerda a los héroes épicos, relata tradiciones sobre
la guerra de Troya distintas de las de la Ilíada o quizá de otros poemas que hemos perdido.
Como dice Ulises a Alcinoo, no quiere repetir cosas que ya ha dicho, o que otros han dicho.
En una cosa coincide plenamente el "segundo Homero" con el "primer Homero":
aunque cuenta nuevas historias, las Musas siguen inspirándole su memoria absoluta; siente
por ellas una profunda devoción y veneración. Su libro está dedicado a la Musa, que le
narra los sucesos de Ulises: Femo (como Demódoco) canta lo que los dioses han
"sembrado" en su alma; y el poema, que Penélope acaba de escuchar, está inspirado por los
dioses. Todo se lo debemos a las Musas, escribamos lo que escribamos, en cualquier
momento u ocasión.
Según una antigua tradición, Zeus se enamoró de su hija Némesis y la persiguió por
el mar, el océano, la tierra y los confines del mundo. Ambos adoptaron formas siempre
nuevas, de peces y animales terrestres, en uno de esos juegos intermitentes de metamorfosis
bestial tan queridos en la mitología arcaica. Por pudor y miedo a la culpa, Némesis no quiso
el amor de su padre. Hasta que la metamorfosis se detuvo. Zeus se convirtió en cisne, la
muchacha en oca salvaje, y ambos unieron sus fuerzas en el océano o en el aire. Némesis
engendró un huevo: un pastor lo encontró en el bosque y se lo llevó a Leda, reina de
Esparta, que lo guardó dentro de una urna: al cabo de nueve meses, de aquel huevo
blanquísimo, tan cuidadosamente custodiado, nació Helena, "la figura única", "la figura de
todas las figuras", como dice el Fausto de Goethe.
En la Ilíada, Homero conoce esta tradición: es casi seguro que la recuerda, pero
sólo para rechazarla: "no Némesis...". Ni siquiera recuerda el nombre de Leda, aunque sabe
que es la madre de Helena. De hecho, en los poemas homéricos Helena no tiene madre.
Sólo tiene un padre: su padre supremo, Zeus; y es la única mujer que lleva el nombre de
"hija de Zeus", como Artemisa, Atenea y Afrodita. Quizá Homero conozca también la otra
tradición, más conocida por la tragedia de Eurípides, según la cual había dos Elimas: la
verdadera, que se escondía en Egipto, y un fantasma, idéntico a ella como un doble, que
llegó a Troya con Paris. Pero también rechaza esto. Todo lo que es animal, metamórfico,
ilusorio, sombrío y fantasmal no pertenece a Helena. Como habría dicho Goethe, en la
Ilíada ella es una forma, estable, idéntica a sí misma, que no puede cambiar.
En la Ilíada, Helena habita la morada que Paris hizo construir sobre la roca de
Troya. De pie en el mégaron, entre sus esclavas, teje un tapiz púrpura. No borda la tierra, el
cielo y el mar, el sol y la luna llena, junto con los signos del cielo: ni las nupcias, los
banquetes, las flores, las labores del campo, las viñas cargadas de uvas, las danzas y las
carreras de la juventud; ni la gloria de los dioses y los héroes del pasado. En el tapiz,
Helena teje las luchas y penas que griegos y troyanos sufren o acaban de sufrir por su
culpa: un asunto del que ella es el centro. Sabe muy bien que es el centro. No deriva de ello
ninguna vanidad ni celos -nada es más terrible que habitarlo-, sino la trágica conciencia de
ocupar el lugar inmóvil que los dioses le han otorgado. Así, en el centro, es a la vez el
objeto pasivo del deseo de todos, y la gran artista que representa desde fuera su propia
historia, tal como Homero la está contando. Es la protagonista, la víctima, la creadora.
Incluso cuando Scee llega a las puertas, y los viejos compañeros de Príamo, "semejantes a
las cigarras que, en el bosque, subidas al árbol, emiten la voz de los lirios", ensalzan su
belleza, Helena es el ojo que observa, y el objeto observado y deseado por todos.
Los héroes griegos saben que un poeta cantará su historia: pero sólo Helena revela
abiertamente esta conciencia:
A nosotros Zeus nos asignó un destino maligno, para que también en el futuro
fuéramos motivo
de canción para los pueblos venideros.
Su destino nunca la abandona: los dolores, que padeció y padece en vida, se
renuevan, idénticos, en el canto de los poetas. Así es doble: la criatura que en este momento
comparte el lecho de Paris, lucha con Afrodita y es subyugada por ella, llega a las puertas
de Esceos con su brillante túnica, teje el tapiz, odiada por griegos y troyanos por igual. En
el mismo instante, prisionera de su fama, es ya una figura poética, que Homero está
retratando en la Ilíada y que muchos otros poetas han retratado. No importa que esta
segunda vida sea casi más grave que la primera. ¿Qué puede haber más atroz que ser
recordada como portadora de la muerte? Sin embargo, a cualquier precio, Helena quiere ser
recordada.
De la historia de Némesis y Zeus, algo se filtra en la Ilíada: Helena es la fuerza de
la necesidad, transformada en belleza. Tal y como la vemos en la Ilíada, Helena es la
encarnación más grandiosa de la figura destinada que Homero haya contado jamás: ni
siquiera Ulises, que es su equivalente en la Odisea, posee su riqueza. Los dioses, y su
aliada, la Moîra, la han elegido: Afrodita le ha otorgado una belleza capaz de sobrecoger las
mentes de los hombres. Todos los episodios de su existencia -el abandono por Menelao, la
huida con Paris, la estancia tras las murallas, el tejido del tapiz, las pasiones, los ardores y
las furias, las masacres, los incendios, los naufragios que provocó su ruinosa belleza- se
prepararon en el Olimpo.
Como Ulises, Helena acepta el destino: obedece los guiños de los dioses, sigue los
caminos que le muestran, la lleven donde la lleven. Según Paris, su frágil compañero,
"ciertamente uno no puede rechazar los preciosos dones de los dioses... ni puede elegir a su
antojo". Pero sólo los ingenuos creen que una vida destinada es un privilegio. Cuando
Elena piensa en su existencia, ¿qué queda en su memoria sino una larga sucesión de
desgracias? La ciudad, sus padres, su primer marido y su hija abandonados: los muertos
bajo los muros de Troya: un imbécil en el lecho de la heroína; la vergüenza que la persigue
en el futuro... Así, desde los primeros libros de la Ilíada, Helena maldice su destino: aquella
a la que el cielo ha concedido todas las gracias, se odia a sí misma: lamenta el pasado;
anhela morir, y desearía que un torbellino se hubiera apoderado de ella el día de su
nacimiento, arrastrándola a las olas del mar.
Tan subterráneas como son las verdades profundas, aunque formuladas con
precisión, una pregunta asalta continuamente la mente de Homero y sus personajes. ¿Es
Helena, la mujer destinada, inocente o culpable? Como todos los que creen en los dioses y
en el destino, Homero responde a esta pregunta de dos maneras. Cuando Helena aparece a
las puertas de Esceo, cerca de los hombres y mujeres que morirán por su culpa, Príamo le
dice en voz alta:
Ven aquí, hija mía, siéntate a mi lado, para que eches un vistazo a
tu antiguo cónyuge y a tus parientes y amigos; de mí
no tienes la culpa, la culpa la tienen los dioses, que han despertado
en mí la desdichada guerra de los aqueos.
Helena es, pues, inocente: Príamo habla por Homero.
Homero también conoce la verdad contraria: los hombres son siempre responsables
de lo que el destino y los dioses les imponen. Si Agamenón, Aquiles y Patroclo están
cegados por Ate, esta ceguera es también culpa suya: no somos inocentes de los pecados
que los dioses nos han impuesto. Como cualquier criatura destinada, Helena posee esta
doble conciencia. No invoca disculpas ni justificaciones por lo que ha cometido, aunque
sabe que no ha sido dueña de su propia existencia. Habla de sí misma como "una cara de
perra": una figura atada a la Estigia, que "hace que uno se paralice" y "se estremezca" de
terror, casi con las mismas palabras con las que Aquiles la acusa; culpable de todas las
muertes que han ensangrentado Troya y Grecia. La doble percepción de ser a la vez
inocente y culpable del propio destino forma lo que llamamos conciencia trágica. Ningún
héroe homérico posee esta conciencia con toda su intensidad. Vivirla en plenitud conduce a
la soledad más extrema: Helena está sola; vive con Paris, ese hombre delicioso,
desenfadado, que se entrega, sin drama, a la gracia de los dioses.
Cuando Menelao y Paris se enfrentan en duelo, Afrodita arrebata a Paris de las
manos de Menelao: luego se dirige a las murallas, agarra a Helena por el velo y la obliga a
volver a casa. Allí la espera su segundo marido tendido en el lecho, "resplandeciente de
belleza y elegancia": lleno de deseo, como la primera vez que se había unido a ella.
Afrodita ha tomado la forma de una vieja hilandera de Esparta: pero la transformación es
imperfecta; o bien Helena, que es una criatura privilegiada, vislumbra lo divino a través de
las formas humanas, y reconoce el "hermoso cuello", los ojos luminosos y los "pechos que
respiran deseo" de Afrodita. La diosa le ordena que regrese a casa. Helena le advierte de
que la relación con ella puede ser más grave que la que mantiene con Némesis: el amor es
más terrible que la necesidad, o la forma que ésta adopta en el mundo. Afrodita no se llama
diosa, sino daímon como destino: así es como Homero subraya la fuerza misteriosa e
irresistible que se apodera de nuestras mentes.
Nada más reconocerla, Helena siente que el corazón le salta en el pecho. Como una
furia arremete contra la diosa, que ofende su dignidad de heroína. La insulta, con la
violencia con la que se puede insultar a una solterona: proclama que nunca más subirá al
lecho de Paris, y la invita a compartirlo, Afrodita, abandonando para siempre el Olimpo y
siguiéndolo como una esclava. Ningún personaje de la Ilíada se rebela tan violentamente
contra los dioses como esta criatura predilecta. Pero los dioses de Homero ejercen un
dominio demasiado completo sobre sus favorecidos -sus víctimas-, hecho de favores y
amenazas, de halagos y acoso físico, para que los hombres persistan en la rebelión. Cuando
Afrodita se enfurece, amenazando con convertir el violento amor que le había brindado en
violento odio, Helena agacha la cabeza: se cubre con su velo blanco como la nieve, oculta
sus facciones angustiadas por la vergüenza, la ira y el miedo, y se dirige en silencio hacia
su hogar. También ella, como Paris, cede al deseo: es la diosa. Después, ya no intenta
rebelarse contra su destino. Sigue compartiendo el lecho de Paris: teje el tapiz, espera las
canciones de los poetas; aunque la vergüenza, las maldiciones y la infelicidad oscurecen
cada vez más su vida.
En la cosmogonía homérica, dos dioses del agua, Océano y Tetis, están al principio
de las cosas. Toda la Odisea huele a mar: los barcos salen de puerto, hay tormentas,
huracanes, bonanzas, vientos favorables, vientos traicioneros, barcos que llegan a puerto,
barcos milagrosos, hombres abandonados en las aguas, hombres que mueren en el mar, las
costas desoladas del Océano, los colores y las espumas, los amaneceres y las puestas de sol,
Poseidón, que se cierne sobre los hombres. Pero ningún dios, ni siquiera Poseidón, conoce
el mar como Proteo, a quien Menelao y Helena conocen en su viaje de regreso a Egipto:
nadie habita como él las profundidades marinas, a las que los hombres son incapaces de
llegar. Aunque es el súbdito de Posidón, parece más arcaico de lo que es. Cuando el sol toca
la mitad del cielo, emerge de los abismos del mar, "envuelto en un negro estremecimiento",
y se acuesta a dormir en las cavernas de la orilla: para él, nuestro mundo es el lugar del
sueño, y su existencia activa tiene lugar en los abismos. Alrededor de Proteo, las focas
duermen densamente: mientras que los peces son hijos de la superficie, ellas son hijas de
las profundidades marinas y traen a la orilla el aroma de los abismos, el olor de la oscuridad
inalcanzable y de los monstruos marinos. Proteo es un repastor: atiende a sus rebaños;
examina a las focas, las cuenta y luego se tumba a dormir entre ellas.
Quien habla del mar, habla de metamorfosis. Homero ignora las transformaciones
de Némesis, una de las madres de Helena, y de Tetis, la madre de Aquiles. Pero, en la
Odisea, la metamorfosis triunfa por doquier: Hermes y Odiseo son ambos señores, en los
mundos celestial y terrenal, de la transformación, y Circe es una de sus adeptas. En el
cuarto libro de la Odisea, donde Proteo aparece en las cuevas entre sus rebaños de focas, es
donde la metamorfosis revela sus riquezas. Tiene un poder oracular. Aquel que se mueve y
muta sin cesar, que atraviesa las formas, que nunca se deja fijar, posee el poder de conocer
el pasado y el futuro, como Nereo y Proteo. El espíritu de la verdad reside en las aguas que
cambian sin fin. La poesía, que está ligada a las aguas, posee también el poder de la
adivinación.
Unos años antes, en sus viajes por el mundo más allá de la realidad, Odiseo había
escuchado el oráculo de Tiresias. El retorno de dos versos, siempre consciente en la Odisea,
une las figuras de Tiresias y Proteo: ambos conocen los "caminos" del mar. No podríamos
imaginar dos profetas más diferentes. En torno a Proteo está la vitalidad, la complejidad, la
ironía de las aguas del mar: su transformación perenne y esquiva, el juego de la espuma, el
olor del abismo, el conocimiento de la vida pasada y futura. Tiresias habita en el Hades: es
un espectro que debe beber sangre para profetizar; y sólo conoce el futuro, los destinos
trágicos, las culpas, la cólera de los dioses. Pero los dos profetas tienen una deficiencia en
común: ambos poseen un poder oracular incompleto. Proteo ignora el presente inmediato:
la astucia que le prepara su hija Eidothea; y si habla del futuro, siempre insinúa dos
posibilidades que pueden ocurrir: "o tú, Egisto, lo apresarás vivo, o lo habrá matado,
precediéndote a ti, Orestes, y podrás estar en el funeral". El destino se ofrece siempre doble
a la mirada del vidente: se hace único, estable, definitivo, sólo cuando se cumple.
Como el buen pastor, Proteo se acuesta a dormir entre sus focas de olor penetrante.
Menelao y sus compañeros le sorprenden mientras su atención está abrumada por el sueño:
se acercan con las formas que él conoce: desuellan tres focas, visten sus pieles, llevan su
olor, se convierten en naturaleza -lo que no es difícil, pensaban los griegos, porque las focas
se parecen a los hombres-. Pero sorprender al dios sigue siendo arduo. Mientras que el
firme espectro de Tiresias revela, sin pedirlo, el futuro de Odiseo, el dios del mar no quiere
confiar las verdades que posee. Así que se transforma, se hace león, serpiente y pantera y
jabalí y agua y árbol lleno de hojas: está a punto de convertirse en fuego. Su revelación es
"un arte del engaño". Si Menelao quiere conquistar la verdad, debe superar el espíritu de la
huida y la ilusión, el don de la transformación de Proteo y los antiguos dioses marinos.
Debe fijar el movimiento: descubrir en el engaño la verdad; detener la metamorfosis,
sacando a la luz la profecía que oculta.
No sabemos exactamente qué sucede: Proteo detiene su movimiento, antes de
convertirse en fuego. Quizá ha agotado su repertorio de formas, o quizá el agarre de las
manos de Menelao y sus compañeros es tan fuerte que el viejo dios del abismo está
exhausto. Proteo se declara vencido, y se convierte en verdadero, como dice uno de los
nombres de Nereo. Le cuenta a Menelao todo lo que le pide: qué sacrificios a Zeus y a los
dioses debe hacer, para poder abandonar la isla de Faro, donde los vientos lo han retenido
durante veinte días. A continuación, relata el pasado y el regreso de los griegos de Troya.
Cómo Áyax naufragó y murió junto a los acantilados, condenado por su orgullo y la ira de
Poseidón. Cómo Agamenón fue asesinado por Egisto. Cómo Odiseo fue retenido por
Calipso en el corazón del mar. Finalmente, profetiza a Menelao una vida inmortal junto a
Helena en el Campo del Elíseo.
Este es el largo y maravilloso relato -lleno de olores a mar y colores, de terribles
asesinatos y revelaciones celestiales- que Menelao le cuenta a Telémaco la mañana
siguiente a su conversación con Helena, mientras están sentados uno junto al otro en el atrio
del palacio. Menelao parece relajado: Homero lo describe con los mismos versos que, en el
segundo libro, retratan a Telémaco lleno de alegría y luz; contar una historia de aventuras y
cuentos de hadas le complace enormemente, como a todos los héroes homéricos. Además,
siente simpatía por el joven inexperto, al que le gustaría tener con él durante mucho tiempo.
Telémaco parece mucho menos tímido que la noche anterior. Siente "alegría", de hecho una
"terrible alegría", al oír las historias sobre Proteo, mientras que no había sentido ninguna al
oír las historias sobre Helena. La noticia de que su padre aún vive debe haberle dado
esperanzas, aunque no dice nada: como siempre, Homero pasa por alto en silencio lo que
para un escritor moderno habría sido un efecto capital. Sólo al abandonar Esparta dice
Telémaco que espera encontrar a Odiseo en Ítaca. Pero es probable que él también
sucumbiera al placer del relato: Menelao narraba y él escuchaba con la misma fascinación
que sentimos hoy.
SEGUNDA PARTE
I
LA ISLA DE CALYPSO
Los siete años que Odiseo pasa en Ogigia constituyen una de las mayores omisiones
de la Odisea. No sabemos casi nada de ellos: Ulises apenas los menciona a los feacios.
Homero sólo comienza a narrar cuando esos años han llegado a su fin y Hermes desciende
del cielo trayendo las órdenes de Zeus. Nos deja muy pocas pistas: pocas palabras, pocas
alusiones; pues sólo se puede hablar del centro en secreto, como Calipso esconde a Odiseo
y las cosas. Así que cualquier lector sólo puede integrar estos elementos dispersos,
relacionándolos entre sí, haciendo saltar chispas entre dos palabras y dos datos, confiando
en la imaginación objetiva. Homero no quiere nada más de nosotros: sabe que ha dejado
espacios en blanco y secretos en su relato, y espera que los completemos. No hay otra
forma de entenderlo. Por supuesto, debemos saber que con toda probabilidad nos
equivocaremos de camino, que no captaremos las verdaderas pistas, o que pasaremos a su
lado sin verlas, y al final de nuestras interpretaciones el secreto se cerrará sobre Ogigia,
como las olas del mar que cubren de agua a los muertos.
Cuando Zeus golpea y rompe la nave de Ulises con un rayo, éste se hunde hasta la
quilla, y durante nueve días es arrastrado por las olas. En la oscura noche del décimo día, es
arrojado a las costas de Ogigia, donde Calipso lo acoge, lo alimenta y le ofrece su lecho.
Las uniones amorosas entre dioses y hombres pertenecen ya a una época mítica: antaño
Aurora había elegido a Orión, Deméter a Jasion, Afrodita a Anquises; ahora, en la época
moderna de la Odisea, las diosas ya no hacen inmortales a sus amados. La unión entre
Calipso y Odiseo es la última: la única en la Odisea. Ambos corren un riesgo: Calipso de
ser excluida por los dioses, Ulises de ser fulminado por el rayo de Zeus o los dardos de
Artemisa. Pero Calipso desea a Ulises. Quiere borrar la soledad, que la posee, en una
perfecta soledad amorosa, encerrada en la pequeña isla, lejos de todas las rutas, de todos los
hombres y de todos los dioses, donde sólo llegan las aves marinas. Durante algún tiempo,
Ulises corresponde a este amor, aunque de su amor queda una vil reliquia: un adverbio.
A Calipso no le basta la existencia segregada en el hortus conclusus: el idilio
repetido cada día, que tantos amantes de la literatura aprenderán de ella. Ella quiere hacer
inmortal a Ulises: que nunca muera, que nunca conozca el paso del tiempo y la vejez, que
comparta el esplendor permanente de la juventud tardía. Ulises debe perder la memoria,
olvidar Ítaca, su hogar, su esposa, su naturaleza de héroe épico, los cantos de los poetas que
lo celebran y lo celebrarán. No sabemos qué ocurre entre ambos. Ulises alude a una "mala
acción en mi perjuicio": Calipso admite sonriente haberla hecho; tal vez la gran engañadora
intentó engañarle, insinuando entre sus alimentos la ambrosía de la Estigia, que le habría
hecho inmortal.
Llegado a Ogigia después de matar el tiempo, Ulises ha llegado al "ombligo del
mar". El centro no es su lugar: no se ajusta a su naturaleza de hombre que gira en todas
direcciones y viaja a todas partes. O, mejor dicho, sólo conoce un centro: el lecho de Ítaca.
Hemos de imaginar que, en Ogigia, Ulises, que cambia a menudo de figura, olvidó durante
algún tiempo su naturaleza de polýtropos y poikilométes: en aquella suspensión idílica y
funeraria, todas las formas, destellos, colores, seducciones, engaños, metamorfosis, las
curiosidades de su mente fueron descuidadas o dejadas de lado. Pero Ulises también es
Nadie, como cree haberle dicho irónicamente a Polifemo. Quizá en Ogigia exploró esta
parte de sí mismo: ser nada, después de haber sido todo figuras. Debemos suponer que sacó
a la luz lo que estaba oculto en su oscuridad, experimentando la angustiosa dicha de ser
nadie y no tener nombre. Las huellas de esta experiencia permanecen, durante algún
tiempo, en su existencia y en su voz. Llega entre los Feacios tras abandonar Ogigia; y él,
que se había perdido en la vanidad épica de proclamar su nombre a Polifemo, aprende
durante algún tiempo a esconder y ocultar su nombre. Ya no tiene nombre, lo que antes le
habría parecido imposible. Incluso aprende lo dolorosa y vana que es la gloria épica, que
tanto amó y sigue amando tan profundamente.
Vemos llorar a Ulises tres veces, desde puntos de vista siempre nuevos, como si éste
fuera el acto simbólico con el que se abre la Odisea. La primera vez lo vemos de lejos,
desde el Olimpo, a través de los ojos de Atenea; la segunda vez, unos años antes, lo
volvemos a ver desde más lejos, a través de los ojos de Proteo; y la tercera vez, por fin, lo
vemos de cerca, a través de los ojos del narrador, mientras llora sentado en las rocas y en la
playa, contemplando la extensión del mar. Llora desesperadamente, con una pasión sin
remedio ni límite, superando toda contención. Esas lágrimas no son sólo nuestras lágrimas:
una efusión del corazón. Cuando llora, Ulises pierde su fuerza vital: la sustancia líquida que
para los griegos atraviesa nuestro cuerpo y forma el esperma: como en Ítaca, lejos de él,
Penélope consume su sustancia vital lamentándose de su marido. Ulises pasa así el tiempo,
llorando: suspendido entre la vida y la muerte, sus energías debilitadas, su fuerza minada,
su mente amenazada.
Aunque llora indefenso, Ulises sigue resistiéndose al deseo de Calipso. Como repite
a Alcinoo, no desea convertirse en inmortal, viviendo eternamente en esa isla lejana. No se
parece a Gilgameš, el héroe que protesta contra las limitaciones humanas y la muerte. Al
penetrar en el mundo más allá del nuestro, donde habitan las reinas-diosas, reivindica su
condición de hombre: las desgracias, las penas, los vagabundeos, la muerte, las necesidades
del vientre, la resistencia. Con una parte de sí mismo, anhela la gloria épica: que su nombre
perdure, ganándose la celebración de los poetas. No quiere ser olvidado, disfrutando de la
oscura inmortalidad de Ogigia. Y, sobre todo, no quiere olvidar. Sentado en la orilla, sueña
con Ítaca: con su esposa, que representa el hogar; y le encantaría ver al menos una brizna de
humo surgiendo de su tierra. Como no puede ver ese humo, "le gustaría morir", dice
Atenea. Qué fuerza de nostalgia hay en él, encerrado en Ogigia: la nostalgia llena su
corazón y su mente de esa infinitud, que de otro modo ignora.
Cuando desciende a Ogigia, Hermes se nos aparece por primera vez como
mensajero de Zeus, que le ha ordenado que obligue a Calipso a dejar libre a Ulises. Hermes
se ata a los pies unas sandalias de oro que le llevan tanto por mar como por tierra: las
mismas sandalias que, en el primer libro, lleva Atenea cuando desciende a Ítaca. Coge la
vara con la que encanta a los hombres, haciéndoles dormir o despertándoles de su sueño.
Luego se lanza desde el cielo sobre la extensión del mar, como una gaviota que caza peces
y sumerge sus alas en el agua salada, y vuela hacia Ogigia.
La isla está lejos. Hermes hace el viaje de mala gana, obedeciendo las órdenes de
Zeus: en aquel desierto salado no hay ciudades donde los hombres hagan sacrificios a los
dioses. Conoce muy bien Ogigia, que ya ha visitado antes: es primo de Calipso; pero
cuando baja a la isla, es como si la viera por primera vez. Contempla el hortus conclusus: el
bosque de alisos, álamos y cipreses, la vid cargada de racimos de uvas, las cuatro fuentes
límpidas, los prados florecidos de violetas y apio, las aves marinas que anidan en el bosque.
... Habiendo llegado allí, hasta un dios
lo habría contemplado con asombro, y se habría alegrado en el alma.
El mensajero Arghiphon se detuvo admirado.
Luego entra en la gran cueva, donde Calipso canta mientras teje frente al telar.
Aunque es tan amable, Hermes parece extrañamente brusco con una diosa afectuosa
y discreta como Calipso. Sabe que Ulises pertenece a su mundo: quizá sea su bisnieto: lleva
sus apodos; posee las mismas formas y colores de mente; y le salvó con hierba môly en la
isla de Circe. Que no pronuncie su nombre no es sorprendente: en la Odisea, el nombre de
Odiseo siempre se oculta o se pospone, y Calipso también oculta el nombre del hombre que
ama. Más singular es el hecho de que Hermes revele que no está en absoluto informado de
las vicisitudes de su heredero: confunde la tempestad suscitada por Atenea cuando los
griegos regresaban a casa con la que azota la nave de Odiseo tras la matanza de las vacas
del Sol en Trinachia. En realidad, Hermes miente, en una obra en la que a Calipso también
le gusta mentir. No sabemos si lo hace (o ambos lo hacen) por tacto y discreción: o si, tras
el silencio y la mentira, Hermes oculta su participación en el destino de Odiseo.
El destino de Ulises comienza a moverse de nuevo. Hermes regresa al cielo. Calipso
busca a Ulises, sentado con lágrimas en los ojos en la orilla del mar, y le dice que, después
de tantos años, le dejará marchar.
Infeliz, no te quedes aquí llorando más tiempo, no arruines tu vida: con gusto te
dejaré ir ahora.
Calipso miente, pretendiendo que sólo ella es la fuente de la gracia. Ulises le hace
jurar sobre el agua de la Estigia: el mayor juramento para los dioses: ella sonríe, le llama
"bribón" y le acaricia con la mano, un gesto de ternura, el mismo gesto de Atenea cuando
Ulises regresa a Ítaca. Los dos comen juntos en la cueva: Calipso ambrosía y néctar, Ulises
comida mortal. Tras la comida, Calipso intenta una última seducción y vuelve a proponerle
que se haga inmortal. Como siempre, Ulises se niega.
Tras la puesta de sol, ambos hacen el amor por última vez. A la mañana siguiente,
Calipso se pone el manto y el velo: tal vez un suntuoso vestido de despedida de las diosas,
si Circe lleva el mismo manto y velo antes de que Ulises parta hacia el Hades. Entonces se
hace el silencio en la isla: tras la noche de amor, los dos no se dirigen la palabra, mientras,
durante cuatro días, Calipso ayuda a Ulises a construir una balsa. La lógica del mundo real
y de la novela realista exige que este silencio no sea verosimilitud: Calipso habrá dicho
algo, entregando el hacha o los taladros o las sábanas para las velas o señalando los árboles
secos y curtidos. Homero suprime las últimas palabras de Calipso: las despedidas de amor,
en la Odisea, siempre tienen lugar en silencio.
Durante cuatro días, Odiseo construye la balsa, una de las cuatro obras maestras de
artesanía de la Odisea. Corta los mástiles, los recorta, los nivela, los une con tobillos y
cornamusas: prepara el fondo, construye los costados: planta el mástil, la antena y el timón;
y finalmente iza las velas. Corta, recorta, sobre todo une: el mismo arte de unir y concordar
entre las incrustaciones, al que obedece el "segundo Homero" al relatar la Odisea. Calipso
pone vino, agua y comida a bordo, y le envía un viento suave. Ulises iza las velas: el viaje
de regreso se inicia bajo estos auspicios. Estamos en otoño, probablemente en octubre: la
Odisea está protegida y amenazada por el otoño, sus vientos, sus tormentas y las noches
ahora frías. Sin dormir, Ulises mira al cielo las Pléyades, Boote, Osa y Orión: como le ha
aconsejado Calipso, mantiene a Orión a la izquierda. Cree que llegará a Ítaca. Calipso le ha
ocultado que descenderá entre los Feacios, lugar de mediación entre el centro del mundo y
la tierra donde vivía.
El viaje dura diecisiete días. En el decimoctavo, aparecen las sombrías montañas de
Scheria, como un escudo sobre el sombrío mar. En ese momento, Poseidón vislumbra a
Ulises desde lo alto: empuja las nubes, agita el mar, agita los vientos: Euro, Noto, Céfiro,
Bóreas se lanzan contra él; una gran ola lo aleja de la balsa y lo mantiene sumergido, hasta
que resurge, escupe el agua y se sienta de nuevo sobre la madera. Los vientos lo arrastran a
un lado y a otro. Como dice Posidón, el destino parece indeciso, dividido entre la muerte y
la salvación de Odiseo. En realidad, el destino no quiere que muera. Los dioses le ayudan:
Ino-Leucotea, transformada en procelaria, le tiende un velo mágico; Atenea calma a los
demás vientos y despierta a Bóreas, para que conduzca a Ulises a tierra. Tres días después,
el viento cesa. La tierra está cerca, con sus costas salientes, rocas y puntas rocosas. Una
cimarra empuja a Ulises a la orilla rocosa: moriría, si Atenea no le inspirase; se agarra a la
roca y se aferra a ella hasta que la ola le alcanza. Al igual que un pulpo permanece con
guijarros adheridos a sus ventosas, cuando éstas lo arrancan de la roca, las manos-pulpo de
Odiseo permanecen atoradas por la roca. En cuanto llega a la desembocadura de un río,
invoca al dios, que le escucha; y las aguas dejan de fluir, se calman y le llevan sano y salvo
a la orilla.
III
ULISES ENTRE LOS FEACIOS
Tras un momento de incertidumbre, Ulises se dirige a Nausicaa desde lejos. Por fin
conocemos su elocuencia, que Antenor había alabado en la Ilíada, hablando con Helena a
las puertas de Esceos. Ulises habla con palabras "de miel", insinuantes, fluidas, sagaces:
tienen un lado suave y sedoso, que procede de su naturaleza polimorfa y variada. En sus
labios gotea el "dulce rocío" que, según Hesíodo, las Musas vierten sobre las lenguas de los
reyes elocuentes. Es el soberano de la poikilía, aprendida de Hermes: de la variación y el
entrelazamiento; con la que teje ingeniosamente los tonos -súplica, exaltación, veneración
religiosa, recuerdo de los dioses, recuerdo de las propias penas, invocación, súplica de
clemencia... Incluso incluye los pensamientos amorosos de Nausicaa, invocando sobre ella
la concordia matrimonial, que conoce desde hace unos años con Penélope:
Que los dioses te concedan todo lo que deseas en tu corazón,
un esposo y un hogar, y por compañero la feliz
concordia; porque no hay bien mayor y más precioso,
que cuando con pensamientos concordantes
un hombre y una mujer
sostienen el hogar....
Ulises busca ayuda para introducirse en la tierra desconocida, donde no sabe si
habitan salvajes u hombres hospitalarios: como siempre, la miel de su retórica apunta a algo
útil. Al mismo tiempo, mientras compone su discurso, Ulises siente sobrecogimiento y
temor ante Nausicaa-Artemisa: una profunda veneración religiosa hacia lo divino
encarnado en una figura juvenil; ya estamos cerca del Fedro de Platón, donde la Belleza
supercelestial se revela en el rostro de una adolescente, y el temor nos conmueve:
Pues, con mis propios ojos, nunca vi un mortal así,
ni hombre ni mujer: el asombro se apodera de mí al mirarte.
Una vez
vi en Delos, cerca del altar de Apolo,
un joven retoño de palmera levantarse así.
..
Y así como al ver eso me asombré en mi alma
durante mucho tiempo, porque de la tierra
nunca antes había crecido tal
tallo,
así, oh mujer,
te
admiro y te
asombro, y temo tremendamente
tocar tus rodillas.
El joven brote de palmera, que se parece a Nausicaa, es la palmera que Leto abrazó
en el nacimiento de Apolo, cuando "bajo ella sonreía la tierra". Se ha mantenido
inmortalmente joven: ahora encarna la memoria de los dioses, la gracia juvenil, la belleza
vegetal, la virginidad de Nausicaa y su próxima fertilidad, que la muchacha desea.
La respuesta de Nausicaa es un eco de la sabiduría que recorre toda la Odisea. Zeus
da la felicidad que prefiere a los hombres: felicidades diferentes, según la suerte de cada
uno: quien tiene riqueza quien tiene miseria; quien tiene alegría quien tiene desgracia, como
el forastero arrojado a la orilla de Scheria. En cuanto a los hombres, deben aceptar:
soportar; y socorrer a los desafortunados, porque "huéspedes y pobres todos vienen de
Zeus". En los poemas homéricos, muchos personajes comparten estas frases, que Nausicaa
repite ahora con gracia: Aquiles hablando con Príamo, Helena con Telémaco y Menelao,
Alcinoo y, sobre todo, Ulises. Con la discreción de su padre, Nausicaa no responde a las
palabras que más debieron conmoverla, cuando Ulises habló de ella como de un joven
capullo de palmera, sagrado para Artemisa y Apolo, y de su deseo de amor conyugal.
Ulises se lava en el río, rascando la sal de su cuerpo: luego se unge con aceite y se
pone el manto y la túnica que le ofrecen las siervas. Atenea lo transforma: lo hace más
grande y más fuerte, hace que "rizos como flores de jacinto" desciendan de su cabeza,
infundiéndole una nueva gracia. Como un artesano que vierte oro alrededor de una copa de
plata, Atenea moldea su cuerpo: en la Odisea, Ulises es la obra de arte, la obra maestra que
crece y cambia, ahora embellecida, ahora envejecida, en manos de la diosa que protege e
inspira a todo artesano. La misma imagen vuelve, idéntica, cuando Atenea transforma a
Ulises a los ojos de Penélope, antes del reconocimiento final. Las dos situaciones se
reflejan mutuamente; y un ligero aire conyugal, una vaga atmósfera de preparación para la
boda se extiende sobre este episodio, como si Homero quisiera interpretar los deseos de
Nausicaa.
Convertido por Atenea en una obra de arte "llena de belleza y gracia", Odiseo se
sienta a la orilla del mar. Nausicaa lo admira y lo encuentra divino. Entonces, sus
pensamientos de la noche vuelven a ella y, con su sabio candor, revela a las siervas que le
gustaría casarse con el forastero. Todos almuerzan. Nausicaa habla. Sin freno, voluble, casi
descarada, se entrega a su cháchara de niña, como, veinticinco siglos después, una chica de
una novela de Austen. Habla de lo que los feacios hablarían de ella si regresara a casa con
Odiseo: "¿Quién es el extraño tan grande y hermoso que sigue a Nausicaa? - dirían los
faecios. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso pertenece a pueblos lejanos y se ha perdido? ¿O
es un dios que quiere casarse con ella? ¿O tal vez ha ido a buscar marido fuera?". Dobla sus
túnicas lavadas, engancha las mulas al carro y conduce a Ulises a casa. Las siervas y Ulises
la siguen a pie. El sol se pone. Nausicaa llega a casa: se dirige a su habitación, donde la
vieja criada ha encendido el fuego, sin contar a sus padres su aventura en el río.
La historia de amor de Nausicaa empieza y acaba así. La muchacha vuelve a ver a
Ulises al atardecer del día siguiente, entre dos cantos de Demódoco, juegos, regalos y un
baño: se detiene junto a una columna, mira a Ulises a los ojos y no le dice casi nada de lo
que siente. Se despide de él por última vez: no le revela ni su amor ni su renuncia: se
contenta con vivir en su recuerdo; pero reclama una especie de derecho: "Tú me debes tu
vida a mí primero". Todo no era más que un juego de Atenea para rescatar a Ulises: una
ligera maquinación divina; uno de esos juegos que los dioses practican casi
despreocupadamente, sin pensar que provocarán dolor en los hombres. Nausicaa es una
víctima, inmediatamente olvidada. ¿Se rinde también Ulises? No podemos decir nada de
sus sentimientos, porque el "segundo Homero" los oculta. En su primer discurso, la
veneración religiosa no carecía de connotaciones eróticas: el asombro era también amoroso;
pero Nausicaa está lejos de su camino, que debe conducirle al lecho conyugal de Ítaca. La
muchacha era, para él, una imagen fugaz de lo divino, que de vez en cuando encontramos,
radiante, en esta tierra.
Cuando Ulises llega al bosque de Atenea, se detiene, se sienta y dirige una plegaria
a la diosa: la primera en mucho tiempo. Durante diez años cree haber sido abandonado: no
ha vuelto a verla, ni siquiera disfrazado; nada debe haber sido más grave para él que este
abandono. No sabe que, desde hace algunos días, Atenea sigue todos sus movimientos:
presente en un viento, en una idea, en un olivo, en el sueño de una muchacha, en un deseo
de amor, en una bola roja lanzada en un botro. Los hombres, incluso los más astutos, rara
vez reconocen las señales de los dioses. Aunque Odiseo reza, Atenea no se le aparece: por
respeto, dice Homero, a Poseidón, que estaba enfadado con los que habían cegado a
Polifemo. No quiere intervenir en su espacio. Pero el respeto de Atenea por Poseidón no es
profundo: con su mente sutil, se prepara para derrotarlo, transportando a Odiseo a Ítaca, en
la nave de un pueblo que le es devoto.
Al caer la tarde, Odiseo abandona el bosque de Atenea y llega a la ciudad, cerca del
puerto. Atenea lo envuelve en niebla: en la Ilíada y la Odisea, los dioses se ocultan a sí
mismos y a sus favorecidos de la mirada de los hombres en la niebla. No quiere que
ninguno de los feacios ofenda a Odiseo y le obligue a revelar su nombre. La revelación del
nombre debe producirse lentamente, tras pausas, silencios, aplazamientos y misterios.
Entonces Atenea realiza otra de sus metamorfosis, convirtiéndose en "una muchacha que
lleva un cántaro". Ulises le pide noticias. La diosa le responde: le cuenta quiénes son los
feacios, la enemistad de muchos de ellos hacia los extranjeros, las veloces naves, el linaje
de Alcinoo y Arete, la esposa de Alcinoo, el honor y el poder de Arete. Es probable que
Ulises no reconozca a Atenea en la "muchacha del cántaro", ni vea la niebla que le
envuelve. Sólo se dará cuenta de que ha sido guiado por la diosa unos días más tarde, en
Ítaca, cuando vuelva a verla.
Oculto por la niebla, Ulises sigue vislumbrándolo todo: admira los puertos, las
plazas, las murallas, el luminoso palacio de Alcino, los autómatas vivientes de Hefesto, el
jardín con los frutos de cada estación y las dos fuentes. Las reglas de la cortesía épica le
obligan a esperar en el vestíbulo, hasta que alguien le vea: en lugar de eso, entra de repente
en el palacio, como le había aconsejado la joven Atenea. En el vestíbulo, los líderes feacios
se ciernen sobre Hermes antes de dormir. Envuelto en la niebla, Ulises cruza la sala: cuando
se acerca a Alcino y Arete, rodea con sus brazos las rodillas de la reina. La niebla se
disuelve. Los feacios enmudecen al ver la aparición: nadie ha visto entrar al forastero, ni le
ha anunciado, ni le ha oído. En el silencio absoluto, caen las palabras de Ulises: desea
suerte a Areté y a sus hijos y pide "una escolta para volver a casa, cuanto antes, porque
lleva tiempo sufriendo, lejos de los suyos". Luego, como un suplicante, se sienta en el
hogar, entre las cenizas, cerca del fuego. El silencio se apodera de la sala. El rey no habla
por asombro: así callarán él y los demás feacios por asombro, cuando Odiseo haya
terminado la primera parte de sus relatos.
El muy móvil Ulises conoce el último parpadeo del corazón. Olvida su doble llanto
y redescubre el amor a la gloria y al engaño, símbolo de su vida. Tras muchos retrasos e
incertidumbres y suspensiones, revela triunfalmente su nombre a los feacios:
Soy Odiseo, hijo de Laertes, conocido de los hombres
por todas las artimañas, mi fama llega hasta el cielo.
Habito en Ítaca claro en el sol
TERCERA PARTE
I
ULISES Y EL CUENTO
II
LOS QUESOS DE POLIFEMO
III
LA ISLA DE CIRCE
Ulises recibe un odre de Eolo, donde son forzados los vientos, excepto Céfiro. Tras
retenerlo durante nueve días, insomne, llega a Ítaca, ve los fuegos y a sus guardianes en la
isla: de pronto se duerme exhausto; y sus compañeros deshacen el odre de los vientos, que
se enfurecen y los arrastran lejos de su patria, de vuelta a la isla de Eolo. En el texto de la
Odisea no hay rastro de intervención divina: los dioses no aparecen. Todo lo que ocurre
podría explicarse en lenguaje psicológico y racional: Ulises no informa a sus compañeros
sobre el contenido del odre y supone demasiado por sus propias fuerzas; sus compañeros,
celosos y envidiosos, suponen que el odre contiene oro y plata, regalados a Ulises. Pero
cuando regresa a la isla flotante de bronce de Eolo, Ulises tiene los ojos desencajados:
"Vete de la isla de inmediato, ignominia de los vivos", le dice el guardián de los vientos;
"no es mi costumbre albergar y escoltar a un hombre que odia a los dioses benditos. Vete,
pues viene aquí odiando a los dioses". Tras el súbito sueño de Ulises y la apertura del odre,
no sólo hay cansancio y miseria humana: se oculta la maldición de los dioses y del destino.
Pronto se entera de lo atroz que es esta maldición. Al cabo de seis días, las naves
llegan cerca de la tierra de los Lestrigones, en el lejano oriente, donde reina una luz
ininterrumpida. Cuando llegan al puerto, excavado y rodeado de rocas por todas partes,
once naves atracan: Odiseo se mantiene fuera del puerto, en la costa. Tres hombres
exploran el país: uno de ellos es devorado por el rey Lestrigón, caníbal como Polifemo; los
Lestrigones vienen corriendo, lanzando rocas, que destruyen las once naves y matan a los
marineros. Sólo se salva la nave de Ulises. También aquí Ulises comete un error: no
aconseja prudencia a sus compañeros; o bien todo lo que sucede es efecto del azar. Pero tras
el error de los hombres o tras el azar, volvemos a intuir la intervención divina. Ulises está
"en el odio de los dioses benditos".
El único barco de Ulises surca los mares del Lejano Oriente, antaño surcados por
los argonautas: en silencio, bajo una vaga e indeterminada, y por ello más terrible, amenaza
divina. Ulises no sabe, y nosotros tampoco, quién le persigue, si Zeus, o Poseidón, o todos
los dioses. Sabe que está maldito, y que no es inocente: pues sobre él pende Ate, la ceguera,
y nunca se es inocente de la ceguera divina. La nave llega a la isla de Aeia, donde se alzan
las casas de Aurora, las plazas para sus bailes y los lugares por donde, cada mañana, sale el
Sol: Circe, la señora de Aeia, vive junto a su padre, el Sol, en el punto opuesto a la noche y
a las nieblas eternas que cubren el lejano oeste. Tras Ogigia y Eolia, nos encontramos con la
tercera isla de la Odisea. Mientras que Ogigia es un idílico hortus conclusus, el mínimo
ombligo del mar, Eolia es más grande. Odiseo sube a una colina para explorarla. Ve un
bosque y densos matorrales, donde mata un ciervo de gran cornamenta, una llanura baja; y
en el valle, entre los matorrales y el bosque, en un lugar defendido, grandes casas suntuosas
construidas con piedras cuadradas. De allí sale un humo: como Calipso, Circe canta; la casa
y el valle resuenan con su voz, mientras teje una urdimbre "sutil, llena de gracia y de luz".
Esta diosa que teje y canta con gracia es hija del Sol y de Perse: dos divinidades
preolímpicas. Imaginamos que la luz del Sol se entreteje en su figura, resuena en su voz,
llena su hogar, como ilumina el paisaje boscoso y marino que Ulises vislumbra desde la
ladera. Pero el Sol, en la mitología griega, es una figura ambigua: aunque da luz y ve las
cosas con claridad desde arriba, una relación secreta le vincula con todo lo que en el
universo es oscuro, infernal, hechicero. Además, con toda probabilidad, al contar la historia
de Circe, el "segundo Homero" recuerda otra figura: Ištar, la gran diosa babilónica, el
demonio erótico, la reina de las prostitutas, poseída por una furia vengadora hacia los
hombres que ama y transforma en animales. Todas las diosas-hechiceras de la literatura
occidental descienden de Ištar y Circe: Medea y Circe en Apolonio Rodio, Circe en Ovidio,
Erittone en Lucano, Armida en Tasso; con su don de filtros, el arte de domar el fuego,
detener el agua de los ríos, encantar la luna y las estrellas, esparcir venenos, convocar a los
dioses de las tinieblas, hacer revolotear las almas de los muertos, transformar a los hombres
en bestias, encauzan la naturaleza animada hacia la noche y el caos.
Así, desde la primera palabra, el "segundo Homero" nos dice que Circe es una
"diosa terrible" y que su hermano, Aietes, señor del peligrosísimo Oriente, es "mortal"
como otro Titán, Atlas, padre de Calipso. El mundo de las sombras se abre ante la mente de
Circe. Como Ištar, es una bruja: conoce las drogas que convierten a los hombres en
animales, las que cambian la naturaleza de los animales; y las artes que nos revela son
probablemente una pequeña parte de su repertorio mágico. Sin moverse de la isla de Eea,
conoce el Hades: la sabiduría, los secretos, las costas, los bosques, los ríos, los sacrificios
infernales; guía al Hades a quienes deben realizar el más peligroso de los viajes. Unirse a
ella es peligroso, pues una parte de la furia erótica de Ištar ha pasado a sus miembros. Al
igual que Calipso, pertenece a una época muy antigua: pues tras las amables palabras
humanas que escuchamos, oculta tal vez la arcaica y aterradora voz de los titánicos dioses.
Con mano ligera, el "segundo Homero" difumina el parentesco de Circe con Ištar.
Los rasgos monstruosos de su figura se atenúan, especialmente la furia erótica. Si Ištar
convierte a los hombres amados en animales, Circe se contenta con hacerlos "viles e
impotentes": pero esto -dice Anquises en el Himno a Afrodita- es una cualidad arriesgada
de todas las diosas. Aunque es una hechicera ctónica, Hermes, el dios olímpico de la magia,
la visita, le habla, le anuncia el futuro; y, tras su encuentro con Ulises, la magia negra se
convierte en magia blanca. Siempre móvil, la diosa se sitúa en el punto de encuentro entre
la luz y la noche, entre lo olímpico y lo ctónico, donde la luz puede convertirse en noche y
la noche en luz. Quizá el verdadero modelo de Circe sean las diosas pregriegas: como ellas,
es la Dama de los Animales y de la Metamorfosis. Le encanta transformar naturalezas y
figuras: encanta a los leones y a los lobos de montaña, los lleva a su casa y les hace mover
la cola como perros: transforma a los compañeros de Ulises en cerdos; y cuando se
encuentra con él, se transforma a sí misma, como si ella también estuviera sujeta al cambio
que impone a todas las cosas. Nada impide que, tras la partida de Ulises, vuelva a seducir a
los viajeros perdidos en los lejanos mares orientales.
La diosa más cercana a Circe es Calipso. Con escrupulosa atención, "según
Homero" enumera sus semejanzas: cantan canciones líricas mientras tejen la urdimbre:
visten la misma túnica; son "terribles", "engañosas", y tienen esa extraña voz. Pero este
juego de similitudes pone de relieve la diferencia que las separa. Circe no vive en el centro
inalcanzable: no concede la vida inmortal. Y, sobre todo, Calipso pertenece al reino del
malakós, como los prados de su jardín: dulce, suave, húmeda, voluptuosa, afectuosa;
mientras que Circe ni es suave ni posee la palabra de la miel. Quizá Ulises ame su
elegancia: fría, distante, cristalina, sin pathos; nunca sentimental.
Una oreja levantada en alto y mostrada a los iniciados: este gesto, que tuvo lugar en
Eleusis, es uno de los símbolos de la civilización griega y cristiana. Las frases de todos los
tiempos se agolpan en torno a este gesto: "De los muertos viene el alimento, el crecimiento
y la semilla": "La muerte para los mortales no es un mal, sino un bien": "Lo que siembras
no cobra vida si antes no muere"; "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que
cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto". Todo celebra, en las
frases de cada tiempo y cultura, el ciclo de muerte-resurrección, bajo cuyo signo nació
Occidente. Debemos volvernos secos, como granos muertos; y sólo si nos hemos vuelto
muertos, o como muertos, crecerá de la tierra y de nosotros mismos la nueva semilla que
nos proporciona los gérmenes que necesitamos. Sin esta aceptación y transformación de la
muerte, Occidente no habría aprendido el arte de la metamorfosis dolorosa y gozosa.
Eleusis y los poetas nos aseguran que allí, en la noche, hay un nuevo comienzo, una vida
dichosa, una esperanza; y una luz, una "gran luz", "una luz maravillosa", que ilumina la
noche.
No sabemos si Homero conocía estas imágenes, o parte de ellas. En la Ilíada y la
Odisea no hay rastro de ellas, -aunque Homero conoce muchas cosas de las que ni siquiera
habla para negarlas, o abolir su representación. Tenía dos imágenes opuestas del
inframundo. La primera nos es revelada en unos versos por Proteo: allá lejos, en el Campo
del Elíseo, tiene lugar la misma vida que Hesíodo describe en las Islas de los
Bienaventurados; algún héroe vive una existencia feliz e inmortal, en una isla sin invierno,
nieve ni lluvia, fecundada por las aguas y los soplos sonoros del Océano. Excepto Helena,
Menelao y Radamantes, no sabemos quién vive allí. La otra imagen procede del undécimo
libro de la Odisea. No hay vida, ni nuevo comienzo, ni dicha, ni luz, como en las
tradiciones que culminan en Píndaro y Sófocles. El Hades, que Ulises pronto recorrerá, es
el lugar de muerte más espantoso que Occidente haya representado jamás. Sólo esterilidad,
espectralidad, oscuridad, petrificación: ni el menor rastro de memoria, ni de esperanza; ni el
menor signo de que, también aquí, estamos implicados en el proceso de muerte y
resurrección. Imaginar un paisaje sólo de muerte es casi imposible: la imaginación humana
se ve obligada a insinuar en él un atisbo de luz; pero Homero lo ha conseguido con una
consistencia aterradora.
Las almas que flotan, después de la estaca, son secas, secas. No poseen ni humor ni
líquido: esa agua tan abundante en el Océano o en nuestra tierra, como manantial o lluvia
primordial. Las almas son como imágenes reflejadas en un espejo: idénticas a las personas
que fueron en vida, pero debilitadas, vacuas, huidizas; huyen en cuanto queremos
abrazarlas. O son como fantasmas, espectros, sombras, también insustanciales. O como los
sueños, o como el humo. Todas las analogías posibles vuelven y se entrecruzan, para
recordarnos la espectralidad sin remordimientos que llena el Hades y, en Píndaro, también
la existencia. Las almas ya no tienen energía, ni conciencia vital, ni inteligencia, ni pasión,
ni sangre, ni memoria: puras cáscaras vacías llenas de la sustancia vacía de la niebla. Sólo
tienen voz: un resto de la voz humana: un chirrido siniestro, siseante, como el de los
murciélagos; y revolotean en la noche.
He dicho demasiado al escribir que las almas no tienen conciencia. Cuando
revolotean en el Hades, poseen una conciencia dormida: una apariencia de vida. Acuden a
Minos, para pedirle juicios: hablan entre ellas, aunque en su propio lenguaje de sombras.
Para que recobren la conciencia y la memoria, alguien, un hombre vivo como Ulises, debe
venir entre ellos, derramando ofrendas de líquidos, leche, miel, vino, agua y sangre, pues
las almas secas necesitan líquidos y sobre todo sangre para volver medio vivas, al menos
durante unas horas. Qué oscura añoranza de la vida les inquieta: qué ansia de volver a ser
como nosotros, participando de las palabras y los conocimientos del mundo terrenal. En la
Odisea, ningún ser humano desea volver a ver a los muertos con la misma pasión que
impulsa a los muertos a desear vivir con nosotros. Su reinado no es suficiente en sí mismo:
es una carencia, un vacío, que quiere ser llenado. Las almas huelen la sangre desde lejos: no
ven, no oyen, no recuerdan, no comprenden; sólo están ebrias de sangre, y se agolpan junto
al botro cavado por Ulises.
La madre de Odiseo, Anticlea, llega cerca del botro. Entonces Tiresias, 'el más
grande entre los profetas de Zeus altísimo' dijo Píndaro, sosteniendo su cetro de oro. Había
conocido y revelado a los hombres las cosas que los dioses 'quieren mantener en secreto': la
desnudez de Atenea durante la hora del mediodía, cuando la visión divina es especialmente
peligrosa; y el acoplamiento de dos serpientes, poderes ctónicos que enseñaban el don
profético. Así había superado la condición humana, acercándose a los dioses; y Atenea (o
Hera) le cegó, para castigarle. Como en el caso del aedi, esta ceguera se convirtió en un
privilegio. Atenea (o Hera) le concedió el don de la clarividencia: con un toque, purificó sus
oídos: a partir de ese momento Tiresias comprendió el lenguaje de los pájaros -símbolo
hasta las Mil y Una Noches de todos los lenguajes secretos- e interpretó su vuelo.
Ahora Tiresias vive aquí, en el Hades, espectro entre espectros. No tiene ninguno de
los dones de Proteo, el vidente al que está vinculado por un verso de la Odisea: divinidad,
inmortalidad, el brillo de las aguas del mar, vida, huida, ironía, metamorfosis. Perséfone
sólo le concede a él, entre los muertos, una "mente firme", inteligencia y memoria,
conciencia y habla. En cuanto ve a Ulises, lo reconoce: sabe que ha venido entre las almas
para conocer la profecía de su vida. Pero, en el Hades, no hay nada completo: cada figura,
incluso la de Tiresias, pierde su fuerza y su plenitud. Aunque Zeus y Apolo le inspiran, no
puede dar profecías: su vocación profética permanece oculta. Si quiere anunciar el destino
de Ulises, debe inclinarse sobre el botro y beber la "sangre oscura", la sangre de la vida,
que permite que se exprese el don de la profecía.
Cuando bebe la sangre, Tiresias resume su figura de profeta inspirado. En el Hades,
no necesita comprender el lenguaje secreto de los pájaros ni interpretar su vuelo: escucha la
voz del dios, que ocupa lo más profundo de su mente. La profecía no se detiene en detalles:
las sirenas, Escila y Caribdis, de las que Circe hablaría más tarde. A grandes rasgos, con un
estilo oscuro y fulgurante, siempre insinuando dobles hipótesis, Tiresias esboza el destino
de Ulises: la relación con los dioses, la cólera de Poseidón, la cólera del Sol, las faltas, el
peligro de los Proci; el último viaje hasta la reconciliación con Poseidón, la vejez feliz, la
muerte "fuera" o "lejos" del mar.
Al final de la profecía de Tiresias, Ulises no dice una palabra de comentario o
protesta: sólo aceptación, resignación, como es su estilo. "Los dioses le han deparado este
destino". Pero la profecía no le es desconocida. Cuando, muchos años antes, había
abandonado Ítaca, Aliterse le había profetizado que volvería a ver su patria al cabo de
veinte años, "desconocido de todos", "sufrido muchas desgracias, perdido a todos sus
compañeros". Debemos, pues, reconstruir mentalmente el viaje de Ulises, e imaginar que
siempre supo, en Troya, o en la cueva de Polifemo, o en la de Circe, que volvería a ver
Ítaca y a Penélope al cabo de veinte años, regresando solo y sin nadie. Había luchado
cuanto pudo contra el destino, sabiendo que todas sus acciones y artimañas serían vanas; y
ahora Tiresias confirma su profecía.
Antes del encuentro con Tiresias, la madre de Ulises había llegado chillando a la
tumba. El hijo ignoraba que su madre había muerto: ahora se entera por primera vez; a
pesar de su dolor y de su deseo de hablar con ella, la mantiene alejada con su espada para
obedecer la orden de Circe. La madre no le reconoce: aún no ha recuperado la conciencia ni
la memoria; permanece muda junto al botro lleno de sangre. Cuando Tiresias hace la
profecía, Ulises baja la espada: su madre llega, bebe la sangre, le reconoce y llora:
Hijo, ¿cómo entraste
vivo en la sombría oscuridad
?
Ver este páramo para los vivos es difícil:
hay grandes ríos en medio y terribles remolinos,
............................................................... ¿Vienes
ahora de Troya, después de haber vagado
tanto tiempo con barco y compañeros? ¿No has estado en
Ítaca,
no has visto a tu esposa en casa?
Luego cuenta a Odiseo las noticias de Ítaca: Penélope le espera, en casa, con la
mente firme: Telémaco es un muchacho joven: su padre, Laertes, vive en el campo,
durmiendo en las cenizas junto al fuego, como un esclavo.
Tres veces intenta Ulises abrazar al espectro de su madre, y tres veces ella vuela "de
sus manos como una sombra o un sueño". El gesto de Ulises recuerda al de Aquiles al final
de la Ilíada, cuando abraza, en sueños, el alma de Patroclo, que escapa de sus brazos y
desciende chillando a la tierra. El doble gesto de Aquiles y Odiseo se repite en el tiempo,
porque encierra una herida muy dolorosa, que la imaginación de Occidente debe hacer
sangrar. Tres veces Eneas intenta rodear con sus brazos el cuello de Anquises y tres veces la
imagen escapa de sus manos como un viento o un sueño: tres veces Dante rodea con sus
manos los hombros de Casella y tres veces las manos vuelven vacías a su pecho.
Cuando Fausto y Helena se encuentran en el acto III de Fausto II, Goethe imagina
el "doble y gran reino" del Pasado y el Presente, donde una mujer viva y una muerta se
aman, viven juntas y tienen un hijo. Sólo Goethe realiza este sueño imposible durante unas
horas, en el escenario de un teatro imaginario. Aquí, en el Hades homérico, la muerta,
Anticlea, sigue siendo una sombra: las manos de los vivos vuelven, vacías, a su pecho;
pasado y presente no se unen. Toda relación con el reino de los muertos es vana: los
muertos están irremediablemente muertos: ninguna sangre derramada y febrilmente bebida
nos los devuelve: ni siquiera si derramáramos la nuestra; y el triple abrazo inútil revela
definitivamente el carácter espectral del Hades. Todo allí es sombra, fantasma, imagen,
sueño, humo, mientras que la vida, que en breve espera a Ulises en el Océano, brilla con
luminosa fecundidad.
Poco después llegan las almas de Agamenón, Aquiles, Áyax, Antíloco y Patroclo:
los héroes de la guerra de Troya. Nada los diferencia de los demás: son fantasmas como
todos los habitantes del Hades: no tienen ni conocimiento ni memoria ni habla; y por ello
deben inclinarse miserablemente hasta el suelo y beber la sangre de botros, aunque Homero
oculta este gesto. Agamenón, que había llenado la Ilíada de esplendor y orgullo, es la más
débil y miserable de las sombras: gime, llora, quisiera abrazar a Ulises, pero sus miembros
no tienen fuerza. Cuántas veces hemos oído la historia de su masacre: vuelve, en la Odisea,
como motivo siniestro, formando el trasfondo de la historia de Ulises y Penélope y su amor
conyugal. Nos lo recuerdan Zeus, Atenea, Néstor y, por último, de forma más amplia y
minuciosa, Proteo. De vuelta a su patria, Agamenón fue asesinado "como un buey al
establo".
El de Agamenón es el quinto relato: el más atroz, porque está visto a través de los
ojos de los muertos. Agamenón ve por fogonazos y destellos, momento tras momento, la
escena de la masacre: sus compañeros son asesinados, como cerdos de "colmillos blancos":
el suelo del gran salón humea de sangre: él y sus compañeros yacen moribundos alrededor
de las mesas cargadas de comida y vino: Casandra grita desesperada: Clitemnestra la mata
sobre su cuerpo: mientras muere, Clitemnestra se niega a cerrarle los ojos y la boca, como
exige el ritual; y, finalmente, el último gesto: Agamenón levanta las manos y las deja caer al
suelo para implorar la venganza de Hades y Perséfone sobre los asesinos. En el relato de
Néstor, Clitemnestra era una noble reina víctima del destino, que la había atado "hasta
domarla": aquí es la encarnación del Mal Absoluto, la "vergüenza" de todas las mujeres
presentes y futuras.
Aquiles y Ulises se encuentran. Ni siquiera en el Hades, cuando toda discordia
debería estar olvidada, Aquiles ama a Ulises: con una especie de impaciencia y fastidio,
habla de sus temerarias hazañas, que le han llevado a las sombras. Ulises siente hacia él el
antiguo temor, y le dirige las mismas palabras que le había consagrado en la Ilíada:
"Aquiles, hijo de Peleo, entre los aqueos el más valiente". Entre ambos, el viejo contraste se
renueva bajo nuevas formas. Ulises pertenece a la vida: conocerá una vejez feliz; no
comprende la muerte, y aquí, en el Hades, contempla sus horrores desde lejos, en escorzo,
sin atreverse a mirarla a los ojos. No comprende que la muerte barre todo poder, todo
consuelo, todo orgullo humano. Cree que la gloria -que tanto aprecia- puede perdurar entre
el chirrido de las sombras: que también aquí los aedi proclaman los nombres de los héroes;
y que allí pueden ser bienaventurados.
Nadie
más bendito que tú, oh Aquiles, ni en el pasado ni en el futuro:
pues antes, cuando vivías, te honrábamos como a los dioses
nosotros los argivos, y ahora tienes un gran poder entre los muertos que
aquí moran: que no te aflija la muerte, Aquiles.
Aquiles se burla de Ulises:
No me adornes, ilustre Odiseo, muerte.
Prefiero
servir a otro hombre como jornalero, a
un hombre sin hacienda que no tiene mucho,
que gobernar entre todos los muertos muertos muertos.
La muerte, para él, es lo que acabamos de contemplar: horror, desolación,
fantasmas, siseos, ni rastro de gloria. Como siempre, sólo Aquiles, entre los héroes griegos,
posee la fuerza intelectual para llegar a los extremos, superando los límites, negando el
destino, burlándose y condenando a la muerte, desgarrando la bella imagen con la que la
civilización heroica la había rodeado. Si Ifigenia había dicho: "mirar a la luz es lo más
dulce para los hombres; lo que hay bajo la tierra no es nada", Aquiles exalta, en la Ilíada, el
don tan frágil e insustituible de la vida:
... no se puede secuestrar ni comprar la vida de un hombre,
para que vuelva cuando haya cruzado el círculo de los dientes.
La muerte no es nada: mucho mejor vivir, en la tierra, como siervo de un siervo.
Entonces Aquiles pregunta por su hijo, Neoctolemo. Y cómo se exalta, cómo se ilumina
cuando Odiseo le dice que está vivo, que es un valiente guerrero, que no teme a nadie, que,
casi sin ayuda de nadie, ha conquistado Troya. Sólo a la luz de la vida tiene sentido la
gloria.
Con Áyax, que va y viene en silencio, termina el repaso a los héroes de Troya. Si
excluimos a Menelao, que conserva lastimosamente su memoria, los héroes griegos están
casi todos aquí, sombras secas, espectros miserables: el "segundo Homero" pone una lápida
insoportable sobre su mundo. Los héroes épicos han muerto: toda la civilización heroica ha
desaparecido. Ninguno de ellos ha llegado, como creía Hesíodo, a las Islas de los
Bienaventurados, donde el Océano concede el viento fresco de la vida. Entre los vivos
queda Ulises, a punto de abandonar el Hades: pero pertenece a otro tiempo, el que vivimos.
¡Cuántas tradiciones reunían los antiguos en torno a las sirenas! Eran mujeres con
cuerpo de pájaro y garras: almas de los muertos: vampiras: demonios de ultratumba, que
animaban a las almas del Hades: sentadas sobre los ocho círculos giratorios del cielo: hijas
de Melpómene o de Terpsícore o de Esterope o de Portaone o de la Tierra o de Aceloo o de
Forco: dos, tres, cuatro, ocho: se llamaban Aglaofeme, Telsiepia, Pisinoe, Ligia, Partenope,
Leocosia, Telsiope, Telsione, Molpe, Aglaophone: eran compañeras de Perséfone o
Afrodita: rivales de Orfeo: parecidas a un pájaro indio; tocaban la lira o la flauta o la gaita o
la siringe o el aulo... Estas tradiciones, algunas de ellas muy antiguas, no dejan la menor
huella en la Odisea. Al "segundo Homero" no le importa si las sirenas son pájaros o
demonios de la muerte. Sólo le interesa lo que cantan: lo mismo que fascinaba al emperador
Tiberio y a Maurice Blanchot.
Las Sirenas cantan en Ilíada: el lenguaje, con el que se dirigen a Ulises, es una tarsia
de fórmulas, que el "segundo Homero" extrae del "primer Homero": "famoso Odiseo, gran
gloria de los aqueos", "saber más cosas", "sobre la tierra fértil". Poseen la voz clara y
límpida de las Musas y las liras, el mismo "sonido de miel". Sobre todo, comparten el
conocimiento absoluto de las Musas de lo que ha sucedido y sucede, y su omnipresencia en
los acontecimientos. El repertorio es idéntico: no sólo los males, en Troya, de griegos y
troyanos, sino la inmensa materia del pasado y del presente, en todos los tiempos y en todos
los espacios, ahora y ayer, cerca y lejos; "lo que sucede en la tierra fértil". Las Sirenas
también conocen las aventuras de Ulises: tal vez las cantan cuando pasa en la nave; son
omniscientes - porque sólo ellas, y no Polifemo y Circe, reconocen a Ulises en cuanto llega.
Así se entiende la tendencia, que se desarrolló después de la época de la Odisea, a
identificar Musas y Sirenas: o a suponer que las Sirenas eran hijas de las Musas,
Melpómene y Tersícore.
Si la sabiduría absoluta de las Musas desciende de Zeus y Mnemosyne, el "según
Homero" no nos dice de qué fuente obtienen las Sirenas su no menos absoluto
conocimiento. No es probable que lo reciban de la misma fuente, y que Zeus, Mnemosyne y
las Musas hablen con su clara voz "melosa". El "segundo Homero" representa, en sus
figuras, el peligro oculto en la poesía. Si las Musas dan el olvido y la muerte se oculta en la
cítara, las Sirenas llevan este olvido y muerte al extremo. En mucha mayor medida que las
Musas, poseen un don, el del thélgein -fascinación, engaño, magia, seducción erótica,
sueño, mezclados en un solo río vocal, al que no se puede resistir. Como sabemos, es el
mismo don de Hermes que da el sueño, de Odiseo que cuenta, de Calipso que seduce, de
Circe que mezcla pociones mágicas, de los dioses que paralizan las mentes de los griegos,
de Afrodita que reúne en una faja bordada los encantos del amor. Circe repite dos veces que
las sirenas producen "fascinación".
Todo el poder del olvido que recorre la Odisea, desde el Loto hasta Circe y Calipso,
se reúne en la voz de las Sirenas. Los hombres que las escuchan olvidan a sus esposas e
hijos, y nunca regresan a casa: perdidos, perseguidos por el olvido. Nos recuerdan a las
cigarras del Fedro: antes eran hombres, pero cuando las Musas les revelaron el canto,
experimentaron un placer tan intenso que "descuidaron la comida y la bebida, y sin darse
cuenta murieron". Las Sirenas no matan a sus oyentes con violencia: a no ser que los
consuman y los consuman hasta la putrefacción, como insinuó Apolonio Rodio. Llegados a
la isla de la "pradera florida", los navegantes escuchan, escuchan: se convierten en un solo
oído, que nunca dejará de escuchar: se olvidan de sí mismos y de todo en el mundo,
excepto de esta escucha "incesante", "incesante": sufren una parálisis completa de mente y
cuerpo; no comen, no beben, se pasan la vida en el éxtasis del sonido. Luego mueren: se
convierten en un "montón de huesos podridos, con la piel arrugada", experimentando cuán
grande es el poder hechizante de la poesía.
Así, las Sirenas, dobles de las Musas, consiguen el efecto contrario al suscitado por
éstas. Quitan la memoria, en vez de agrandarla y multiplicarla: dan la muerte, en vez de dar
a los héroes "fama inmortal". Pero esto -dice Circe- sólo le ocurre a quien es "ignorante",
"sin conocimiento", como Ulises, que acude a Circe antes de encontrarse con Hermes.
Quien posee conocimiento, como Ulises instruido por Circe, no sólo puede evitar cualquier
peligro, sino también obtener alegría y sabiduría del canto de las Sirenas: la misma alegría
(térpein) y sabiduría que nos conceden las Musas y los poetas; ese placer total, de alma y
cuerpo, esa culminación extática de la vida, que exalta Ulises al principio de sus cuentos.
Así, la fascinación pierde su riesgo: el olvido se convierte en quietud y aumenta, no
disminuye, la memoria; la muerte oculta en la poesía le da tensión, precisión, riqueza.
Cuando Ulises abandona la isla de Circe, es por la mañana. Los compañeros baten
el agua con sus remos: un viento favorable hincha las velas; y, al cabo de unas horas, la
nave llega cerca del "prado florido" de la isla de las Sirenas. Este prado, como el prado
cubierto de asfódelos del Hades o el prado húmedo de la isla de Calipso, es también un
signo de muerte. Se acerca el mediodía. El viento cesa de repente: hay una calma total, sin
el menor soplo, en la que se revela el demonio meridiano. Los elementos se hunden en un
letargo funerario: el sol revela su poder devastador; el tiempo se detiene. Las sirenas han
hechizado a los vientos. El mar en calma anticipa la quietud final que seguirá a los cantos:
el sopor preludia la muerte de los marineros inconscientes. Como todos los dioses,
especialmente los dioses de la muerte, las Sirenas se revelan sobre todo al mediodía, la hora
más alta, cuando todo movimiento se detiene. En el silencio sobrenatural, su voz límpida se
oye con mayor claridad.
Otro barco se había detenido frente a la isla de las Sirenas: el de los Argonautas, en
la generación mítica anterior a Odiseo. Cuando los marineros estaban a punto de detenerse,
Orfeo cogió su cítara y entonó una canción animada, con un ritmo muy rápido, de modo
que los oídos de los argonautas "retumbaron con aquel ruido": la cítara venció a la voz de
las Sirenas, la poesía de Orfeo venció a su canto. Pero no hay ningún Orfeo en el barco que
llega ahora del norte, ni Ulises, que no posee el don de la poesía, puede hacer el papel de
Orfeo. Así que los compañeros escuchan las instrucciones de Circe. Despliegan las velas y
las colocan en el barco: Ulises corta y rompe en pedazos un disco de cera, que se derrite
bajo los rayos del sol; y presiona la cera en los oídos de los compañeros, uno tras otro, para
que no puedan oír la voz. El canto de las dos Sirenas es conocimiento esotérico: mezcla el
don de las Musas y el encantamiento; y los compañeros de Ulises no pueden (quizá no
deben) oírlo.
Sin Circe, Ulises estaría perdido, como lo estaría en las tinieblas del Hades. Circe le
salva de las trampas de las dos diosas-hechiceras que tienen poderes similares a los suyos:
quiere que satisfaga su deseo de conocimiento y le enseña a transformar el peligro del
olvido y la muerte en la sabiduría de la poesía. Ella le sugiere un truco: similar al que
Ulises había ideado en la cueva de Polifemo. En los mares del Más Allá, Ulises renuncia a
su propia mêtis, confiando en las sugerencias divinas: el único truco que consigue es
precisamente éste, inspirado por Circe. Así, ordena a sus compañeros que le aten de pies y
manos al mástil de la nave: atado con "un nudo duro", para que no pueda liberarse. Si luego
suplica a sus compañeros, ordenándoles que lo desaten, deben atarlo con cuerdas aún más
apretadas. Las cuerdas que le atan son la prueba a la que debe enfrentarse: así lo sugiere el
texto, con un juego de etimología popular. Atado al árbol, mantiene los ojos y los oídos
libres, expuestos a las seducciones y revelaciones de las sirenas.
Este gesto de Ulises no goza de buena reputación. Maurice Blanchot le acusa de ser
un griego vil y mediocre de la decadencia y de disfrutar del espectáculo de las sirenas, "sin
arriesgarse y sin aceptar las consecuencias". Es difícil estar de acuerdo con él. Ulises no es
un héroe romántico. No busca la tragedia a cualquier precio, pues sabe que el último rostro
de la tragedia es la mirada petrificante de la Gorgona. Afrontar, con los ojos abiertos, la
condición trágica es, o al menos lo es para él, un acto de hýbris. Es devoto de los dioses:
obedece al destino y a los consejos de Circe; especialmente cuando le exigen realizar un
acto que brota de su naturaleza más profunda.
A lo largo de su vida, Ulises repite siempre el mismo gesto. Cuando inventa el
caballo de Troya, no intenta luchar a cara descubierta contra el enemigo, como hubiera
deseado Aquiles: recurre al engaño: encerrado en el caballo, expuesto a la traición de
Helena y a las insidias de los troyanos, se acerca a la muerte, la evita gracias a la astucia, al
azar, a la ayuda de los dioses; y conquista Troya. Cuando escucha el canto de las Sirenas,
no finge escuchar impotente el encanto mortal de la poesía: roza la muerte, la evita gracias
a los consejos de Circe; y encuentra la plenitud absoluta de la experiencia, disfruta de la
poesía, obtiene el conocimiento. Cuando llega a Ítaca, atrapa al Proci a sus espaldas:
inesperado, disfrazado, no revela su nombre: corre el peligro de ser asesinado; y al final
mata al Proci con la astucia y la ayuda de Atenea. Este es su arte de vivir: sin afrontar el
extremo, asume el riesgo y lo supera en el último momento. No puede actuar de otro modo:
debe permanecer oculto en el caballo de madera, atado al mástil de un barco, disfrazado de
mendigo. Si fuera Aquiles, no escucharía el canto de las sirenas, ni las mataría con su
espada, o él también moriría, intoxicado, al pie de la isla. Pero Aquiles es un héroe trágico,
mientras que Ulises evita, con todas sus fuerzas, serlo.
Ahora Ulises corre un grave peligro como no ha conocido ni en la cueva de
Polifemo, ni en el Hades. Si es la encarnación de la memoria, está a punto de olvidar; si
quiere saber, experimenta cuán terrible es la facultad de conocer todo "lo que sucede en la
feroz tierra"; si encanta, aprende hasta qué punto el hechizo de las sirenas supera las
facultades humanas; si quiere ser un héroe épico, comprende cuán ambigua es la dicha de
serlo; si ama la vida, comprende cómo el deseo de muerte acecha también en su corazón.
Esta vez, está a punto de perderse a sí mismo. Sometido a la voz de las Sirenas - "incesante,
incesante", como le dirá a Penélope casi aterrorizado-, desea oírlas; y ordena a sus
compañeros que desaten las cuerdas, haciendo una señal con los ojos. Pero los compañeros
-que por una vez encarnan su dureza, su corazón "de hierro"- le atan aún más fuerte.
El barco huye inmediatamente, a fuerza de remos. Por unos instantes, Ulises
escucha a las Sirenas, vive inmerso en el reino del encanto y la magia, del eros y el olvido,
del engaño y la muerte. El "segundo Homero" no nos dice exactamente cuál es la voz de las
Sirenas, aunque sugiere que fusiona la poesía épica con la fascinación. Su canto sigue
siendo inefable: uno de los misterios de la Odisea; sólo tenemos un eco de él en algunos
versos del Ilíada, pero éstos no restituyen el timbre (es decir, la esencia) de la voz de las
Sirenas. Tampoco sabemos con precisión qué embriaguez y éxtasis experimentó Ulises.
Aferrado al mástil de la nave y a sí mismo, las instrucciones de Circe le salvan. Así
conserva la libertad de la vista y el oído: la distancia de la mente, el recuerdo y el deseo de
regresar. Vuelve a casa, atesorando al menos una gota de la "alegría" oculta en el canto de
las sirenas.
El episodio de las Vacas del Sol tiene un gran significado teológico: se refiere al
comportamiento del destino, a la culpabilidad o inocencia de los hombres, al castigo de los
dioses. Nunca antes Ulises se había enfrentado a lo sagrado; y, por esta razón, el episodio
ocupa un lugar tan importante en el prólogo de la Odisea.
El destino ofrece a los compañeros de Ulises una doble elección: pueden respetar o
matar a las vacas del Sol, regresar a Ítaca o perderse en una tormenta marina. Así pues, el
destino es polifacético y respeta la libertad de decisión del hombre: la pone en sus manos.
En realidad, juega con los compañeros de Ulises, porque la primera posibilidad es ilusoria,
mientras que sólo la otra se realizará en Trináquia. El destino ya ha decidido. Sus
cómplices, los dioses, azuzan el hambre y las tormentas y el sueño repentino para que se
realice esa única posibilidad. Cuando los dioses quieren darnos la desgracia", dicen Los
Siete contra Tebas, "nadie puede escapar de ella". Así se cumple el destino: los hombres
son inducidos a pecar. Como pueden elegir, son culpables de lo que han hecho. Si hubiera
un Juez superior al destino, sólo podría absolverlo. El destino ha sido formalmente justo.
Nadie puede atreverse a acusarlo. Nadie puede acusar a los dioses.
Cuando abandonan la isla de las Sirenas, Ulises y sus compañeros divisan la roca de
Escila: un pico muy alto, liso y puntiagudo, envuelto en una nube oscura. En medio de la
roca hay una caverna oscura, donde habita un monstruo de doce pies informes, seis cuellos
muy largos, seis cabezas, cada una con tres filas de dientes: "una ruina inmortal, terrible,
atroz, salvaje, imbatible". Escila, espiando a su alrededor, estira la cabeza y pesca en las
aguas en busca de delfines, lobos marinos o alguno de los monstruos que cría el mar. En
cuanto llega cerca de la roca, Ulises vuelve a pecar de soberbia épica: se pone la armadura,
agarra dos largas pértigas y avanza hacia la proa del barco, para luchar contra Escila. Pero
en el mundo del más allá, las "famosas armas" de la guerra de Troya no sirven de nada.
Mientras escruta la roca en vano, las largas cabezas y dientes de Escila emergen de la
caverna, agarran a seis marineros, los elevan por los aires y los devoran ante los ojos de
Odiseo.
Poco después, la nave llega cerca de la isla de Trinachia, uno de los lugares donde el
dios Sol custodia sus rebaños y manadas. Desde lejos, sobre el mar desierto, Odiseo oye el
mugido de las vacas, conducidas a los establos, y el balido de las ovejas, que son apiñadas
fuera. Las vacas y las ovejas son inmortales: nunca paren y nunca mueren. Como
guardianas, el Sol les ha destinado dos hijas, Faetusa y Lampetia, la Resplandeciente y la
Radiante, dos hipóstasis de sus rayos. Las vacas son trescientas cincuenta como las ovejas:
su número permanece siempre invariable, porque representan los días del calendario lunar.
Esos animales, que nunca dan a luz y nunca mueren, encarnan el tiempo, que en su
movimiento cíclico vuelve sobre sí mismo y permanece igual a sí mismo. No nace, no
muere, inmortal como los dioses: el Sol lo domina y lo envuelve cada día en el calor de sus
rayos.
Antes de desembarcar en la isla, Odiseo recuerda el consejo de Tiresias, que Circe
había repetido con las mismas palabras, y propone a sus compañeros continuar el viaje.
Prestad atención a mis palabras, camaradas...
porque os lo dicen las profecías de Tiresias
y de Circe de Eea, que me advirtió muchas veces
que evitara la isla de Helios, que alegra a los mortales.
Ella dijo que es aquí, para nosotros, la desgracia más atroz:
así que dirija más allá de la isla la negra nave.
I EL REGRESO A ITACA
Al anochecer, tras el relato nocturno, Odiseo abandona Scheria para regresar a Ítaca.
No puede permanecer más tiempo en este espacio intermedio, sin dolor ni lucha, medio
mítico, donde los dioses se muestran en su esplendor. Su mundo es ante todo el real: deja
atrás la magia y el encantamiento, el espacio sin espacio, el tiempo sin tiempo; y vuelve
entre nosotros, donde dominan las penas y las batallas y los dioses aparecen disfrazados. En
este pasaje, pierde una parte de sí mismo, porque un héroe hermético como Ulises no sólo
pertenece a la realidad cotidiana. Pero Scheria, hasta el final de sus días, seguirá siendo un
modelo para él. Podemos imaginar que la Ítaca de su vejez tardía, donde viven a su
alrededor gentes ricas y felices, es Scheria realizada en nuestra tierra.
El barco zarpa al atardecer: un barco doble, como todos los de los Feacios. Por un
lado, los marineros reman vigorosamente, "revolviendo el mar con sus remos": por otro, la
nave es muy rápida, "como un ala o un pensamiento", lee en la mente de los hombres la
lejana meta de Ítaca, y corre sin necesidad de timoneles ni pilotos. Antes de partir, Alcínoo
entrega a Ulises tesoros: los regalos hospitalarios que le habían ofrecido los feacios,
símbolos de su gloria como héroe-narrador; mantos, túnicas, talentos de oro, una espada de
bronce, plata y marfil, copas de oro, un cofre, trípodes, lebeti. El viaje tiene lugar de noche,
mientras Ulises duerme un "sueño profundo, continuo y dulce, muy parecido a la muerte".
Sólo puede tener lugar en esta doble oscuridad: porque sólo de noche y durmiendo se puede
abandonar la tierra de los feacios, cruzando la frontera invisible que divide el mundo
intermedio y la realidad cotidiana, a la que pertenece Ítaca.
Como Penélope, Ulises conoce el don de estos sueños que regeneran el cuerpo y la
mente: quizá porque ambos poseen una aguda inteligencia que los mantiene demasiado
lúcidos y despiertos. A menudo Ulises no duerme para no olvidar: acabamos de verle en las
Feacianas mantener despiertos a sus oyentes hasta la mañana; y ahora duerme un sueño tan
profundo como la muerte. En estas horas olvida todo el dolor que sufrió en Troya: diez años
de viaje, llenos de ansiedad y cansancio y desesperación, en los que se creyó abandonado
por los dioses. No tiene sueños: ninguna imagen, ninguna voz le dice qué está pasando, qué
va a pasar, qué acciones debe emprender para no ser arrollado. Experimenta que el "Sueño"
es hermano de la "Muerte", dos dioses "dulces" y "terribles". Había experimentado la
misma regeneración unos días antes, a orillas de Scheria, cuando durmió bajo el olivo
doble, como la "semilla de fuego" oculta bajo las cenizas. Incluso ahora, en el barco que le
trae a casa, desciende al lugar donde habitan las grandes imágenes. Muere y renace.
La veloz nave de los Feacios llega a Ítaca antes del amanecer, cuando la estrella de
Venus se eleva en el cielo. En la isla hay un puerto construido por Forcus, un antiguo dios
del mar, tallado en dos escarpadas orillas que detienen las olas; y dentro del puerto los
barcos están protegidos, no amarrados. En la punta está la Cueva de las Ninfas, con cráteres
y ánforas de piedra, donde las abejas amontonan su miel, y telares de roca, donde las ninfas
tejen telas con el brillo del mar, y aguas perennes. Los feacios parten: quizá deban llegar a
Scheria antes del amanecer. Levantan a Ulises de la nave, con su paño y su manta, y lo
dejan sobre la arena de la orilla: luego depositan los regalos lejos del camino, al pie de un
olivo de hojas finas. Se repite la escena de Scheria: allí Ulises había dormido bajo un olivo
doble entrelazado, aquí la planta de Atenea le da la bienvenida junto al puerto. Atenea ha
vuelto para acompañar y proteger a Ulises.
Ulises despierta por fin: mira a su alrededor y no reconoce su patria, que Atenea ha
envuelto en niebla. La intención de la diosa es doble. Por un lado, intenta hacer
irreconocible a Ulises, para que nadie en Ítaca le reconozca: ni siquiera su mujer y sus
amigos. Por otro lado, no quiere que encuentre inmediatamente su patria. Todo debe
parecerle distinto, extraño: como dice Homero, "otra visión", opuesta a la conocida y
esperada. En realidad, Atenea no lo envuelve en niebla, como había hecho con los feacios,
ni cambia su percepción visual. Con un acto mágico, transforma completamente la realidad.
Donde estaba el puerto de Forcus, la costa escarpada, los barcos, el olivo, la cueva de las
Ninfas, hace aparecer "caminos ininterrumpidos", "acantilados impenetrables", "árboles
frondosos": Ulises no puede identificarlos porque le son completamente extraños. Del
mismo modo que bajo la apariencia del mendigo nadie le reconoce, tampoco reconoce la
isla que había descrito a los faecios con palabras apasionadas.
Este juego de Atenea esconde una de esas enseñanzas simbólicas que la diosa ofrece
ocasionalmente a sus protegidos. Ulises sólo puede volver a Ítaca después de haberla
considerado extranjera, como las demás tierras que ha encontrado en sus viajes: cuando lo
que le es más familiar y querido se convierte en extraño, de "otro punto de vista". Si quiere
recuperar de la memoria los objetos deseados, primero debe perderlos: por completo, sin
remedio; ver acantilados impermeables donde antes había un puerto tranquilo, árboles
frondosos donde estaba el olivo solitario de Atenea. Cuando este proceso se complete en su
interior y lo haya dado todo por perdido, entonces volverá a encontrar Ítaca, y nunca más
podrá perderla, aunque el destino le obligue a realizar un último viaje para apaciguar a los
dioses. Este juego de Atenea con Odiseo le llena de dolor: su experiencia es desgarradora.
Algunos estudiosos acusan a Atenea de ser cruel. Pero precisamente para eso inventamos a
los dioses: para hacernos sufrir; y para que el sufrimiento, como decía Esquilo, se
transforme en nuevos conocimientos.
Poco después de que Odiseo despertara, Atenea se le apareció de repente. La diosa
le había acompañado durante el largo viaje: escondida en el tronco de un olivo, en un buen
desembarco, en la calma de los vientos, en un consejo, en un ciervo abatido, en el sueño, en
una joven con una jarra, en una bola roja, en un heraldo. Pero Ulises no la reconoció: ni
siquiera unos días antes, cuando, transformada en muchacha, le había contado la historia de
los feacios; se había sentido abandonado por ella desde su partida de Troya, como le
contará dolorosamente dentro de un momento:
Después que destruimos la escarpada fortaleza de Príamo,
y en naves partimos, y un dios dispersó a los aqueos,
ya no te vi, oh hija de Zeus, ni advertí que
embarcabas en mi nave, para sacarme de algún dolor.
Qué revelación tan angustiosa: los dioses no sólo se transforman hasta volverse
irreconocibles, sino que ya no aparecen, ni siquiera transformados, no nos dan consejos ni
nos libran de las penas. Nos dejan completamente solos.
Atenea y Ulises hablan entre sí, sentados bajo el olivo, preparando la caída de los
procios. La diosa toca a Ulises con su vara mágica y lo transforma, haciéndolo "distinto" a
sí mismo. Su piel se vuelve viciosa: su cabeza pierde los cabellos rubios y oscuros: los
hermosos ojos brillantes se apagan: Atenea le echa encima un harapo, una túnica andrajosa
y sucia y la piel gastada de una cierva; le da un bastón y una vieja alforja con una cuerda al
hombro. El rey regresa a su patria, transformado en mendigo: vuelve para subir al trono y
nadie le reconoce.
La transformación no es profunda. Bajo los harapos, Ulises conserva "muslos
grandes y sólidos, hombros anchos, pecho y brazos fuertes": la vara de Atenea no toca la
estructura de su cuerpo. Poco a poco, a medida que pasan los días y se acerca el final,
Ulises vuelve a ser él mismo. Son los criados quienes lo descubren. Euriclea observa que el
mendigo harapiento se parece a Ulises "en el aspecto, la voz, los pies" y Filecio descubre
que "en la figura se parece a un rey soberano". Dentro de poco, Atenea volverá a coronar su
obra de arte: restaurará la belleza de Ulises, hará que de su cabeza desciendan rizos como
flores de jacinto, extenderá la gracia sobre sus hombros. Es hora de que Penélope le
reconozca.
Cuando Odiseo estaba en Scheria, Alcinoo le contó una antigua profecía que le
había revelado su padre, Nausitoo. El dios de los feacios, Poseidón, estaba enfadado con
ellos porque acompañaban a los extranjeros con sus naves a Esqueria. Un día, los
castigaría: rompiendo una nave de los feacios, que regresaba de un viaje de escolta, y
envolviendo la ciudad con una gran montaña. La amenaza no está clara: no sabemos si
Poseidón habría separado Scheria del mar, para impedir cualquier viaje, o, como es más
probable, incluso la habría cubierto y destruido bajo la roca. Tanto Nausitoo como Alcinoo
no dan importancia a la amenaza, como si Poseidón no la hubiera proferido. Algunos de los
feacios podrían argumentar que sus reyes son impíos, porque no escuchan la voz del dios.
Pero el "segundo Homero" ama a estos reyes que cultivan la religión de la hospitalidad
protegida por Zeus; y admira el valor tranquilo con el que siguen enviando barcos y
extranjeros a todas las partes de la tierra.
Los jefes de los feacios le escuchan, eligen toros y se reúnen en torno al altar,
suplicando al dios. Aquí la escena se detiene a mitad de verso, como a mitad de verso había
comenzado. En ese momento Odiseo despierta en Ítaca; la Odisea no vuelve a hablar de los
feacios, su sacrificio, su esperanza y su destino.
Algunos eruditos creen que la profecía anunciada por Nausitoo se cumplirá: todas
las profecías divinas se cumplen; y el sacrificio de Alcinoo, las temerosas esperanzas de los
feacios serán frustradas por Poseidón y Zeus. No es cierto. No todas las profecías se
cumplen: los dioses pueden cambiar el destino; acaban de cambiarlo, porque Poseidón, en
lugar de romper la nave, la ha convertido en una piedra. En la Ilíada, Zeus cambia
parcialmente el destino, para complacer las plegarias de Tetis: en la Odisea, Egisto ofende
al destino contra la voluntad de los dioses. La salvación de Scheria podría ser una segunda
violación del destino realizada con el consentimiento de los dioses. Homero interrumpe la
escena: se niega a contar lo que ocurre en Scheria, porque quiere que todo quede en
suspenso e incierto. Los lectores de la Odisea nunca tendrán que saber si una roca
envolverá o destruirá a Scheria: o si, en cambio, por una gracia descendida del cielo en el
último momento, se salvará la tierra de los feacios. Estupenda suspensión: admirable velo
tras el que el "segundo Homero" oculta su incertidumbre (o su secreta sabiduría) sobre los
dioses y su justicia.
Mientras Posidón, de acuerdo con Zeus, petrifica la nave, Zeus realiza una acción
contra la justicia, pues sacrifica a los feacios que defienden la hospitalidad que le es querida
y preciosa. Si conduce a Ulises a casa para que disfrute de una "vejez resplandeciente",
inmola para su felicidad a los marineros que le son devotos. En cuanto al segundo deseo de
Poseidón, debemos suponer una doble posibilidad. Si la ciudad de los feacios es aplastada
por la roca, Zeus no puede quitarse de encima la acusación de ser culpable de una crueldad
suprema: un pueblo justo sacrificado a la venganza de Poseidón. Sin embargo, si las
plegarias de los feacios conmueven al cielo, Zeus recupera su gloria como dios de la
justicia. El "segundo Homero" suspende la escena. Como los antiguos lectores de la
Odisea, nunca sabremos si nuestro mundo está gobernado por un dios de la venganza o de
la justicia. El destino de todos se decide en un texto del siglo VII ante un mar-tierra griego.
Pase lo que pase, Alcinoo ha decidido que las veloces naves de los feacios ya no
surcarán los mares, conectando lo cercano y lo lejano. Ya no podremos llegar a Scheria: ya
no conoceremos el mundo intermedio, donde aún brilla la luz de la edad de oro, donde los
dioses aparecen en su verdadera forma y nosotros nos burlamos de ellos; donde habitan el
placer, el juego, la danza, el color. No nos llegará ningún mensaje de los Feacios, aliviando
la vida cotidiana, enseñando la gracia y la ligereza. La realidad seguirá siendo lo que es:
Ítaca, el mundo del aquí y ahora, nada más que el aquí y ahora. Todas las puertas a los otros
mundos, aunque se crucen en el sueño de la noche, quedarán bloqueadas sin remedio. El
"segundo Homero" no nos dice qué será de Scheria, oscurecida, sin mar ni naves. ¿Reinará
también allí el dolor humano? ¿Tampoco allí mostrarán ya su rostro los dioses?
¿Desaparecerán también allí las múltiples dimensiones del tiempo, entrelazadas en el jardín
de Alcinoo?
II
LA CABAÑA DE LOS CUENTOS
Odiseo llega a Ítaca a finales de otoño, cuando se acercan los vientos y el frío del
invierno. La tormenta desatada por Posidón en el mar es la primera tormenta de invierno en
el Egeo. Si se hubiera quedado en Ogigia, Ulises habría tenido que aplazar su regreso hasta
el año siguiente. Cuando llega a Scheria, la escarcha, la niebla, el aire fresco del río le
obligan a dormir escondido bajo las hojas del olivo doble. La primera noche que pasa en
Ítaca es oscura, sin luna: llueve y sopla un céfiro húmedo. Estas noches", repite Eumeo,
"son muy largas"; y por eso se prestan al largo ejercicio de contar historias, como las de
Scheria. En el palacio de Ulises, las doncellas agitan los braseros: a última hora de la tarde,
amontonan leña en el fuego, para calentar la fría sala de los Señores.
Así, entre los vapores y la humedad del otoño, descendemos a la realidad más
humilde que nos ofrece la Odisea. Es el reino de Eumeus, el porquero. Fabrica sus
sandalias con sus propias manos: parte leña, mata un cerdo con una astilla de roble, lo
sacrifica, lo desgarra y arroja los trozos crudos al fuego, después de espolvorearlos con
harina de cebada; los demás porqueros ensartan la carne, la asan y la arrojan sobre las
tablas de cortar, mientras los perros ladran y mueven el rabo. El aire nocturno se llena de
olor a grasa. La cabaña de Eumeo está llena de ramas, sobre las que se extiende la piel de
una cabra salvaje: a veces, prefiere dormir al raso, junto a los cerdos. Homero lo ama y lo
apostrofa, como en la Ilíada apostrofa a Patroclo, el más querido de los guerreros. El
porquero tiene un pasado legendario y principesco, pero no se arrepiente: prefiere vivir
aquí, como siervo, en Ítaca, a la sombra de Ulises, con su modesta riqueza y su trabajo
honrado. Como Polifemo, cultiva el orden y el número de la civilización pastoril: el recinto
redondo construido con cantos rodados: las hileras de postes: los doce establos uno al lado
del otro, donde seiscientas cerdas yacen en el suelo, mientras trescientos sesenta cerdos
duermen al raso. También aquí, como en la Isla del Sol, reinan los números perfectos.
Eumeo no tiene mujer ni hijos: vive solo, con sus cerdos, y no necesita nada. Sólo
echa de menos una cosa: a su amo, que abandonó Ítaca hace veinte años. Ulises ocupa por
completo el pensamiento y el corazón de Eumeo: casi siempre habla de él, lo desea más que
a su padre y a su madre, porque él es su padre y su madre: lo ama y quiere ser
correspondido; lo imagina lejos, miserable, hambriento, tal vez muerto, con el cuerpo
cubierto de arena. Exalta las riquezas de su amo: rebaños, ovejas, cabras esparcidas por
Ítaca y por el continente, como si no hubiera gobernante más rico en el mundo, ningún
Menelao con su resplandeciente palacio de oro, plata y electro. Para él, el señor se
identifica con lo que posee: odia a los procios porque devoran cerdos y beben vino,
consumiendo sus riquezas. Como Telémaco, habla de Ulises sin decir su nombre: si su hijo
calla sobre él porque aún no ha llegado a ser su hijo, Eumeo lo oculta por contención,
respeto y discreción; le llama "señor", "querido señor", porque le parece una expresión más
cariñosa.
Hacia el atardecer, Odiseo llega al recinto de Eumeo: calvo, con la piel marchita, los
ojos apagados, una túnica andrajosa y sucia, el bastón y la alforja de un mendigo. Va
enmascarado, como Hermes. En estas pocas horas desde que dejó a Atenea, se convierte en
otra persona: ya no es el héroe que conversó con la diosa. Ahora es un mendigo, un
sirviente y un actor. Hermes da gracia a todas las actividades humanas, a todas las acciones
más humildes: protege a los sirvientes; y enseña a Ulises a "amontonar fuego con cuidado,
partir madera seca, hacer piezas, cocinar y mezclar vino". Cuando llega al recinto, los
cuatro perros de Eumeo le ladran, corren hacia él e intentan despedazarlo: su primera
humillación como extranjero. El rey oculto regresa a su reino, a punto de ser devorado por
sus propios perros.
Desde este extremo de humillación, Ulises inicia el ascenso que, en cuestión de
días, le devuelve al trono de Ítaca. Como está escondido, no puede reanudar las relaciones
afectivas y sociales de veinte años antes, volviendo a ser el hombre que había sido, con su
mujer, su padre, su hijo, sus criados, sus súbditos. Tal vez ni siquiera quiera hacerlo.
Aunque ama profundamente ese pasado enterrado, ahora todo debe ser diferente. Ahora es
un vagabundo, y quiere ser amado como es ahora, con sus harapos sucios, su piel viciosa,
su calva, su alforja de mendigo. Con gran rapidez se gana este afecto: Eumeo y Penélope
quedan fascinados por él; aman, en él, al vagabundo con muchos nombres.
A medida que avanza la noche y percibimos el paso del tiempo, Odiseo narra. Ya no
se trata de una larga historia real, como en la corte de Alcinoo, sino de muchos "cuentos
mentirosos", contados a Eumeo y después a Antinoo y Penélope. Poseído por la voz del
desconocido, Eumeo le ama con todo su corazón. A su vez, le responde con la historia de su
propia vida: una historia "verdadera", pero que se parece mucho a las mentiras de su señor.
Tenemos la impresión de que Ulises y Eumeo beben del mismo repertorio narrativo: el que
existía, probablemente, antes de la Odisea y que durante décadas y siglos había alegrado las
cortes de Oriente y Grecia. Tantos elementos comunes: Creta, los fenicios, Egipto,
Tesprotia, matanzas a traición, aventuras, viajes, secuestros, incursiones, piratas, huidas y,
sobre todo, tesoros.
En estas agradables horas nocturnas, el objetivo de la Odisea parece olvidado.
Odiseo no piensa en la venganza, sino en contar y escuchar. Mientras el cerdo arde en el
fuego y los espetones giran sobre las llamas, toda Grecia está reunida aquí, en torno a él y a
Eumeo, disfrutando en silencio de historias de piratería y aventuras. Cómo se divierte, el
rey mendigo, ideando invenciones y personajes imaginarios cada vez más sensacionales. A
nadie le gusta tanto mentir como a él, como si en su voz se hiciera realidad el deseo de las
Musas de "contar muchas mentiras parecidas a la verdad". Le encanta contar historias sobre
sí mismo, y profetizar el regreso del rey, mientras ya está aquí hablando junto al fuego.
Poco a poco las historias se transforman y se asemejan cada vez más a la verdad (el odio de
Zeus y del Sol, la matanza de los bueyes en Trinadia, la muerte de sus compañeros, el
naufragio en Esqueria, los honores de los feacios): mientras tanto, el cuerpo disfrazado de
Atenea vuelve lentamente al de Ulises.
Cuando se burla de Aquiles y de sí mismo, Ulises toca el punto supremo de la
diversión. Diez años antes, Aquiles, su rival simbólico, le había dicho: "tan odioso como las
puertas del Hades es para mí ese hombre que oculta una cosa en su corazón y dice otra"; sin
nombrarlo, Aquiles había hablado de él con desprecio. Ahora, disfrazado de mendigo,
Ulises jura que Ulises está a punto de regresar; y repite las palabras de Aquiles: "tan odioso
como las puertas del Hades es para mí aquel que cediendo a la necesidad dice mentiras".
Sin duda dice la verdad: Ulises está a punto de regresar, de hecho ha regresado, está aquí;
pero esta verdad queda irónicamente sumergida por un torbellino de mentiras.
La cabaña de Eumeo es el segundo lugar donde nace la narrativa occidental: la
segunda Feacia. Allí estaban los perros y los jóvenes de oro y plata de Hefesto, las paredes
de bronce y "un resplandor como el sol y la luna": aquí están el corral de los cerdos, los
establos de las cerdas, los perros auténticos y la carne de cerdo ardiendo en el fuego. Es la
sede del cuento fantástico, que inspiró las historias más famosas de Las mil y una noches,
Potocki, Hoffmann y Poe. Es el hogar del relato de aventuras, del que descienden las
novelas helenísticas y las de Alexandre Dumas y Stevenson, con sus viajes, peripecias,
piratas y tesoros. Ambos relatos se cuentan en una noche "inconmensurable", que no se
encuentra dentro de los límites de lo fijado por los dioses; y evocan el mismo eco. Como
los Feacios, Eumeo está poseído y encantado por esa voz incesante. Pocos días después le
dice a Penélope:
Cuenta tales historias: te encandilaría el corazón.
Lo tuve tres días y lo retuve tres días
en la cabaña -vino a verme en cuanto escapó del barco-,
pero no terminó de narrar sus desventuras.
Como un hombre mira fijamente a un aedo que canta,
instruido por los dioses, cuentos agradables a los mortales,
y cuando canta siempre anhelan oírle,
así me fascinó a mí, sentado en mi casa.
Son las mismas palabras que Penélope dirá en breve a su hijo. Qué intensidad de
afecto, qué dulzura de corazón: el criado ama al hijo de su amo como si fuera su madre. El
hombre que ha regresado "de una tierra lejana en el décimo año", Ulises, está allí mismo,
mientras Eumeo llora y abraza a Telémaco. Se queda en silencio. Ignoramos qué
sentimientos recorren su corazón, tras sus ojos cornudos.
Cuando Eumeo sale del establo, Atenea aparece en su metamorfosis favorita, como
una experta tejedora. Telémaco no la ve, "porque los dioses no son visibles para todos". La
ven los perros, que tienen el don de percibir lo divino más que los hombres: se asustan,
aúllan y huyen. Ulises también la ve: la diosa le hace señas con las cejas; Ulises sale del
establo y se coloca frente a ella. La diosa le ordena que se revele a su hijo, le toca con la
vara de oro, le eleva la estatura y el vigor, le estira la piel de las mejillas, le vuelve a
ennegrecer la barba, le rejuvenece y le coloca un manto y una túnica sobre el cuerpo.
Cuando Ulises, transformado, regresa al establo, Telémaco le mira asustado. Aparta
la mirada, temiendo que su padre sea un dios, y le promete sacrificios y regalos de oro.
Perdónanos. Qué terror a los dioses se revela en el corazón de Telémaco: el mismo terror
que habían sentido las mujeres de Eleusis ante Deméter, Aquiles ante Atenea, Helena ante
Afrodita. Ulises responde:
No soy un dios en absoluto: ¿por qué me igualas a los dioses?
Pero yo soy tu padre, por quien sufres
tanto dolor, sufriendo los insultos de los hombres.
Le besa y llora. Telémaco no le cree: "No eres Ulises, tú, padre mío, sino que un
demonio me hechiza para que llore aún más, gimiendo... Te pareces a los dioses, que tienen
el cielo inmenso". Ulises insiste:
Nunca más vendrá aquí otro Odiseo,
sino yo, que sufriendo infortunios y mucho vagar
regresé en mi vigésimo año a la tierra de los padres.
Entonces los dos rompen a llorar: sollozan de forma más espesa y aguda que los
pájaros, a los que los campesinos arrancan sus crías aún implantadas. La comparación se
invierte: Ulises y Telémaco se reúnen, mientras que los pájaros pierden a sus crías. A lo
largo de veinte años, Ulises y Telémaco habían reprimido tantas lágrimas en su corazón, se
habían distanciado tanto el uno del otro, que ahora, en el momento de reencontrarse, todas
las lágrimas afloran, espesas y agudas, y les dan una dolorosa sensación de pérdida, como si
se hubieran perdido para siempre.
Por ahora, no hay otros reconocimientos: Atenea conduce a Odiseo hacia Telémaco;
no hacia su esposa, a la que encontrará al final, tras otro largo aplazamiento. Telémaco
reconoce a su padre: no necesita ponerle a prueba ni pedirle señales, en un libro donde
todos - Ulises, Penélope, Laertes - ponen a prueba a los demás y piden señales. Telémaco
vio a su padre cuando era niño: después de veinte años no lo recuerda; sin embargo, lo
abraza llorando, porque es joven e ingenuo, y el viaje a Pilos y Esparta ha llenado su mente
de imágenes paternas.
Entre padre e hijo se establece una estrecha afinidad y complicidad. Ulises educa a
Telémaco: le enseña en pocas horas tres aspectos esenciales de su arte de vivir: la
resistencia, las palabras amables y melosas, y el secreto, el corazón de la sabiduría
hermética. Nadie, ni siquiera Laertes, Penélope y Eumeo, debe saber que el rey oculto ha
salido de las sombras. Bajo la guía de Odiseo, Telémaco crece rápidamente. Sólo él, en la
Odisea, se transforma así ante nuestros ojos, mientras que Ulises no se transforma, sino que
pasa de una a otra de las muchas posibilidades de su mundo interior. Nada más llegar a
palacio, Telémaco se nos presenta como un hombre distinto: experimentado, seguro de sí
mismo, consciente, tranquilo; capaz de observar a los hombres y las cosas con precisión,
como quien ha disuelto las incertidumbres de la juventud en la exactitud de la madurez. Se
convierte en lo que siempre había soñado: en lo que nunca pensó que podría llegar a ser: el
hijo de su padre. Dentro de unos días recibirá su propia consagración simbólica. En el gran
mégaron, cuando las doce hachas alineadas se dispongan en el suelo, sólo él, ante Ulises,
tensará poderosamente el arco de Apolo.
Esta criatura del sueño y de los sueños es también hija de la razón: calculadora y
razonadora impertérrita. Una frase la acompaña: tanto para Antínoo como para Atenea, la
mente de la reina "medita otra cosa". Que medite otra cosa que lo que dice significa lo que
Aquiles piensa de su marido: 'una cosa esconde en su corazón y otra dice'. Así, el espíritu
de Penélope es siempre doble: mientras habla, una fuerza secreta, actuando en su interior,
razona, trama, maquina, calcula, engaña, igual que Ulises. La Odisea dedica tres pasajes
casi idénticos al sudario -una "tela fina y muy ancha"- que Penélope teje y desteje para
Laertes: una obra maestra de artesanía y engaño como el caballo de Troya construido por
Ulises, y que también se recuerda tres veces.
El marido y la mujer son a la vez semejantes y desemejantes: se contradicen y se
complementan. Penélope sueña y Ulises no sueña: mientras Penélope se nos presenta como
un alma trágica, Ulises sólo es tocado por la tragedia cuando se convierte imaginariamente
en el esclavo troyano: mientras Penélope es servil a los dioses, Ulises coincide con su
propio destino: mientras Penélope vive en el inconsciente, ignorando sus propios impulsos
secretos, Ulises transforma el inconsciente en consciente; ambos calculan, desconfían,
engañan, mienten, prueban. De este intrincado juego de semejanzas, desemejanzas y
reflejos, surge la profunda "concordia" entre marido y mujer, que Ulises había ensalzado al
hablar con Nausicaa:
... no hay bien más sólido y precioso
que cuando con pensamientos concordantes
un hombre y una mujer
sostienen la casa.
Encerrada en la prisión de Ítaca mientras Ulises está encerrado en la de Ogigia,
Penélope añora a su marido con todas las fuerzas del espíritu y del eros. Echa de menos a
Ulises: lo recuerda constantemente, sin él se siente atrofiada; sufre por él y lo llora, hasta
que Atenea derrama sueño sobre sus párpados. También Penélope es una heroína de la
memoria, que nunca debe ser olvidada: para ella no hay aceptación ni resignación ante la
insalvable ausencia. Pero su razón rechaza los halagos de la memoria: los relatos de
vagabundos y viajeros, e incluso sus propias esperanzas, tan profundas como inconfesadas.
Quiere pruebas, que pueda tocar como su gran lecho conyugal.
Lo que sorprende en Penélope es el momento de su vida interior. Se la ve desde
dentro, como a ningún otro personaje de la Odisea: auscultada por un oído y un ojo
invisibles, que siguen sus oscilaciones, ondulaciones, incertidumbres, dudas. Por eso no es
de extrañar que muchos lectores inteligentes hayan recordado la auscultación con que un
oído y un ojo no menos invisibles siguen desde dentro a los personajes de Henry James.
La misma noche del regreso de Ulises a palacio, tiene lugar una escena misteriosa,
en la que Atenea impone sus deseos a Penélope. La diosa tiene un plan: único entre los
personajes de esta parte de la Odisea, donde Ulises también se mueve caso por caso, según
la inspiración del momento. Quiere que la reina "encante", "seduzca" a los procios: que los
engañe proponiéndoles un próximo matrimonio, y que les arrebate astutamente los regalos
de boda. Esto la hará "parecer honrada", más que antes, ante su marido y su hijo. Los
comentaristas han acusado a la diosa (y a Penélope, que la obedece) de inmoralidad y de
estafar a los Proci: pero la moralidad de Atenea, Ulises y Penélope, que pertenecen al
mundo de la mêtis, no es la de una virtuosa dama burguesa del siglo XIX, Madame Proust o
Madame Weil o George Eliot. Como Atenea, Ulises y su esposa engañan: quieren acumular
riquezas en la despensa familiar, como compensación parcial por lo que los Proci han
dilapidado.
Con la mente consciente, Penélope no quiere seguir el plan de Atenea: desea
descender al gran salón, aconsejando a Telémaco que no se relacione con los Proci. Pero es
difícil repeler de sí misma el poder de lo divino: a pesar de la resistencia de Penélope, la
diosa se apodera de ella, la inspira, la hace actuar como un fantasma. Hay, brevemente, una
especie de hipo: Penélope no puede comprender lo que Atenea le impone; y se "ríe". Con
toda probabilidad (el pasaje es muy discutido), se ríe avergonzada, turbada, disgustada: se
ríe sin motivo o por demasiados motivos, como cuando se agitan en nuestra alma distintos
instintos y no sabemos cómo comportarnos. A pesar de su torpeza, Penélope hace lo que
Atenea quiere: no se resiste a que la diosa entre en su interior y la posea.
Eurínome, la dispensadora, quiere que Penélope se case: le aconseja que lave su
cuerpo y limpie con ungüento su rostro manchado de lágrimas. La reina se niega:
Los dioses que tienen el Olimpo para mí
extinguieron la belleza
, cuando aquel hombre partió en naves huecas.
Entonces interviene Atenea, derramando el "dulce sueño" sobre Penélope: los
miembros de la reina se aflojan, su alma se hunde en la quietud, mientras la diosa unge su
rostro con el maquillaje de Afrodita, haciendo su figura más alta y robusta y su rostro
blanco como el marfil. Revivida del sueño, Penélope despierta. Sale de la habitación,
acompañada por dos siervas, y cuando llega al vestíbulo del piso inferior, se detiene junto a
una columna, con un chal cubriéndole las mejillas. Se encuentra en el umbral entre el
mundo femenino y el masculino: preserva la discreción, aunque, sin saberlo, sólo busca
seducir. La nueva Afrodita difunde el encanto de la diosa a su alrededor: todos los Proci
están encantados con Eros: les gustaría hacer el amor con ella, y se les "derriten las
rodillas". En un solo instante, conocen los efectos acumulativos de Eros, el sueño y la
muerte.
El discurso de Penélope es una obra maestra de la elocuencia. Encerrada en su alma,
Atenea le sugiere temas, y ella los desarrolla con un arte de variación retórica que recuerda
la sabiduría de su marido. Nos revela un hecho que ignorábamos. Antes de partir hacia
Troya, Odiseo la tomaba de la muñeca, en señal de despedida y amor, aconsejándole que
volviera a casarse si él no regresaba de Troya al cabo de veinte años:
De mi padre y de mi madre acuérdate, en casa,
como ahora, o más aún, mientras yo esté lejos,
y cuando veas crecer la barba del muchacho,
cásate con quien quieras, dejando esta tu casa.
Con toda probabilidad, el relato es falso: Ulises nunca pronunció estas palabras,
como confirman los pensamientos de Ulises-beggar que presencia la escena. Penélope
quiere hacer saber a los Proci que en estos días "todo se ha cumplido": ya Telémaco tiene
barba varonil y ella está dispuesta a volver a casarse (aunque el nuevo matrimonio le resulte
odioso) y a dejar tras de sí una "casa nupcial tan hermosa, tan llena de bienes, que creo que
siempre recordaré, incluso en sueños". A pesar de su dolor, no olvida que es la esposa de
Ulises: pide espléndidos regalos de boda, joyas, tesoros.
La reina no tiene intención de casarse con uno de los Proci, y quiere engañarlos.
Con alguna parte desconocida de su alma, espera el regreso de Odiseo: a pesar de sus
dudas, ha escuchado a muchos vaticini, y ahora intenta una vez más entretenerlos, lo que
siempre ha sido la principal de sus artes. Con la ayuda de la gracia, la astucia, la mentira y
el deseo erótico despertado en los Proci, intenta recibir regalos de ellos, que irá
acumulando, como la más escrupulosa anfitriona, en la sala del tesoro. En un segundo
plano, silenciosa y desapercibida, pero continuamente activa en el alma de Penélope, se
encuentra Atenea. La diosa tiene su propio plan. Las palabras de la reina, la propuesta de
matrimonio, la carrera con las hachas forman parte de un plan, que llevará a los Proci a la
ruina. Penélope y Ulises son los instrumentos de esta maquinación: la primera pasiva, el
segundo más dispuesto a explotar las invitaciones del azar.
Al discurso de Penélope no sólo asisten el Proci y Telémaco: en un rincón, sin que
su mujer lo vea, está el falso mendigo. Ulises comprende todo y "se alegra". Se alegra por
muchas razones. Después de tantos años, comprende que Penélope no ha cambiado: como
él, es doble; "su mente medita" siempre "otra". Encanta a los Proci como él ha encantado a
los Feacios: posee el mismo arte de la elocuencia, las "palabras de miel", que aconsejó a
Telémaco poco antes: miente soberbiamente, inventando aquella patética partida hacia
Troya, que nunca se produjo: le es fiel; y consigue, con sus artes, arrancar a los Proci
regalos de boda para un matrimonio que nunca se celebrará. Mientras tanto, los Proci
bailan, escuchan canciones, se divierten, creen en la próxima boda y no entienden nada.
Antínoo ofrece a Penélope un hermoso peplos y doce broches de oro, Eurímaco un collar de
ámbar y oro, Eurilamante un par de pendientes de perlas; y Pisandro un collar. Luego
Penélope vuelve a su habitación.
El palacio de Odiseo es una colmena zumbante. Mientras los Proci bailan y charlan
en el gran salón, Penélope y sus siervas viven en una habitación más pequeña en la planta
baja, que no es el dormitorio privado de la reina. Desde esa habitación, las mujeres oyen y
ven todo, o casi todo, lo que sucede: el taburete que Antínoo arroja a Odiseo, el estornudo
de Telémaco; todos los acontecimientos resuenan y se hacen eco allí. Así, Penélope
vislumbra al forastero por primera vez y se siente intrigada por la figura desconocida
incluso antes de verle y hablar con él. Pide a Eumeo que le conduzca a la habitación: el
porquero despierta su curiosidad hablando de las historias del desconocido sobre su
encuentro con Ulises. Cuando Eumeo baja a la habitación e invita al mendigo, éste pospone
el encuentro hasta la noche: para entonces los Proci habrán abandonado el palacio.
Por la noche tiene lugar el encuentro. Penélope entra en la habitación, donde las
criadas le preparan una silla con incrustaciones de marfil y plata. El mendigo se sienta en
una silla más sencilla. Penélope ignora que el mendigo es Ulises: ni siquiera lo reconoce
por su voz, que debería haberle recordado el timbre de veinte años antes, una de las muchas
y bellas improvisaciones de Homero. Como es su costumbre, Penélope quiere "poner a
prueba" al desconocido:
Forastero, primero yo mismo te preguntaré esto:
¿quién eres, de qué linaje? ¿Dónde tienes ciudad y padres?
Esta es la pregunta que repiten todos los personajes de la Odisea, incluso Polifemo.
Como había hecho con Eumeo, Ulises sigue una doble táctica. Por un lado, halaga a
Penélope, la hechiza y la corteja con sus melosas palabras, como si quisiera conquistar a su
esposa disfrazado de mendigo y hacerse amar, a pesar de sus harapos y su piel imperfecta.
Por otra parte, pone a prueba a su esposa y se revela a ella casi en último lugar, después de
darse a conocer a Telémaco, Euriclea y los criados. Tiene una obsesión casi maníaca por la
prueba: todos los sentimientos, intuiciones y afectos deben ceder, en su alma, ante la
necesidad de un examen despiadado, casi científico. Pero, ¿por qué se revela tan tarde
precisamente a Penélope? ¿Por qué no se confía a ella, encontrando una valiosa aliada en la
lucha por el trono? Muchos estudiosos proponen reconocimientos imposibles: a muchos
lectores les parece inverosímil que no muestre su verdadero rostro a la persona en la que
más confianza tiene.
En este momento, Odiseo obedece los consejos de Agamenón y Atenea, que en el
Hades y en las costas de Ítaca le habían aconsejado "no fiarse" de las mujeres y "poner a
prueba" a su esposa. Pero ahora ya tiene esa prueba. En su discurso a los Proci ha
reconocido en la reina a su Penélope, doble, astuta, amorosa: su espejo. Su esposa sigue
siendo la misma: Ulises confía plenamente en ella; y parecería natural que, en la larga
noche llena de palabras, se despojase de la túnica de mendigo y declarase su nombre. En
lugar de ello, continúa ocultándose. Aquí descubrimos la suprema astucia literaria del
"segundo Homero". Gran psicólogo, nunca cae víctima de lo que un escritor moderno
llamaría la lógica de la psicología. En primer lugar, tiene en mente una construcción
arquitectónica llena de aplazamientos, suspensiones, retrasos: el encuentro con Penélope
debe estar en la cúspide de esta construcción, y sólo se produce cuando los Proci son
asesinados. Así, una vez más, la forma somete la psicología a sí misma.
A pesar de la pregunta de Penélope, Ulises no revela su nombre, ni siquiera un
nombre falso:
... no me preguntes por linaje y patria,
no sea que llene mi alma, según recuerdo,
de más sufrimiento: tengo muchas penas...
Incluso entre los feacios, Ulises había ocultado su nombre a la reina. Cuando
Penélope insiste, cuenta una de sus "historias mentirosas": nacido en Creta, hermano de
Idomeneo, conoció a Ulises mientras navegaba hacia Troya. Penélope llora
desesperadamente a su marido, que está "sentado a su lado": sus lágrimas se orquestan en
una comparación grandiosa, donde el mismo verbo se repite cinco veces. Como casi
siempre en Homero (y en Shakespeare), los acontecimientos del alma ocupan un espacio
físico, traducido en acontecimientos de la naturaleza:
lloraba mientras escuchaba, su piel se derretía.
Como se derrite la nieve en las altas montañas,
que Euro derritió y Céfiro había amontonado,
y al derretirse se hinchan los ríos
, así se derritieron sus hermosas mejillas mientras lloraba.
Todo lo que estaba oculto, comprimido y encerrado en el corazón de Penélope -las
penas, los remordimientos, la nostalgia, la resistencia, la represión, las esperanzas- se licúa
e inunda sus mejillas como un torrente. Sentado a su lado, Ulises no se revela. Aunque
conoce el don de las lágrimas, se comprueba a sí mismo, como si sus ojos fueran de cuerno
o de hierro, en los párpados inmóviles.
Con el amor por el ensayo, que comparte con su marido, Penélope insiste y pregunta
al mendigo qué ropa llevaba Odiseo en el viaje a Troya. Incluso ahora, en el punto álgido
de su emoción, pierde la timidez y el autocontrol. De repente, ya no estamos en el mundo
de los "cuentos de mentirosos": ya no hay Creta ni el hermano de Idomeneo; Ulises
disfrazado dibuja un retrato del verdadero Ulises, tal y como apareció veinte años antes.
Finge no recordar bien; y luego realiza un ejercicio de memoria muy preciso, que sólo él, el
hombre de la memoria, podría lograr. He aquí: el rey vestía un manto doble de lana, de
color púrpura: en él llevaba un broche de oro con un perro que sostenía entre sus patas un
cervatillo abigarrado (también él es abigarrado); y vestía una túnica delicada y luminosa.
Así que ya conocemos al verdadero Ulises. Tal vez un escritor moderno haría el
reconocimiento en este punto: pero ni siquiera esta vez, en la complicada Odisea, tiene
lugar. Hay un nuevo aplazamiento. Penélope llora ante los signos auténticos. El mendigo
añade detalles que se acercan cada vez más al relato de la Odisea: el rey está vivo, perdió a
sus compañeros en el mar viniendo de Trinadia, la tempestad lo arrojó entre los feacios que
lo colmaron de regalos; y ahora está en Dodona, donde escucha la voluntad de Zeus.
Finalmente, la profecía:
todo esto se hará realidad como digo.
Odiseo vendrá en este mismo giro del tiempo,
cuando una luna termine y la otra comience.
A medida que Ulises teje estos cuentos, Penélope se transforma. Desde el principio,
se siente intrigada por el mendigo. Ahora, sus sentimientos son más intensos: confía en él,
le dice que su propia naturaleza es de mêtis y engaño, le confía un sueño secreto; le llama
"huésped querido", de hecho el huésped más bienvenido "entre los huéspedes de tierras
lejanas". Algunos dicen que la reina se enamora repentinamente del mendigo, bajo cuyas
harapientas ropas se esconde su marido. Esto parece excesivo: pero la afinidad que
Penélope siente por él -un hombre al que conoce desde hace sólo unas horas- es casi
semejante a la estrecha concordia que sentía y sigue sintiendo por su marido. Así que
intenta imitar la hospitalidad que Ulises le habría ofrecido: le propone que las criadas lo
laven y que le preparen una cama, con "lustrosos divanes y mantas", en el gran salón,
mientras que Néstor, Menelao y Alcinoo sólo habían hospedado a Telémaco y Ulises en el
pórtico del palacio.
Ulises se niega: las "mantas y cobijas brillantes" no son para él; se acostará en el
vestíbulo, sobre una piel de buey sin curtir, cubierta con pieles de oveja. No quiere dormir
en la casa: seguirá siendo mendigo y forastero hasta el final, cuando regrese al palacio
como rey y duerma en el lecho conyugal junto a Penélope. Sólo acepta que le lave los pies
una "vieja doncella, diligente, que tanto ha sufrido en su alma" como él: desea, pues, una
doncella de juventud, una de las humildes fieles, la querida Argos, que le había amado. Tal
vez tiene en mente a Euriclea, la dispensaria, la nodriza de Telémaco, y no cree que ella
pueda reconocerle vislumbrando o palpando la vasta cicatriz de su pierna. ¿Acaso Ulises,
que no olvida nada, lo ha olvidado? De momento no piensa, no calcula. Al menos
inconscientemente, quiere ser reconocido, disfrutando de nuevo de la dulzura del hogar, de
los lavados familiares, del afecto de la vieja sirvienta.
Cuando Penélope llama a Euriclea, las imágenes de Ulises y el mendigo se
confunden en su mente. Por un momento, parece haber identificado al forastero con el
terrateniente: pero sólo se trata de un astuto juego verbal de "según Homero", permitido por
la construcción sintáctica de la lengua griega. Las imágenes vuelven a confundirse, el
mendigo se convierte en un doble de Ulises; ambos tienen los pies y las manos enfermos.
Cuando Euriclea habla, la confusión aumenta: llama a Ulises tú y creemos que se refiere al
forastero que está allí: entonces el tú de Ulises se convierte en él, mientras que el mendigo
se convierte en tú. Finalmente, el viejo mendigo observa algo que nadie, ni siquiera
Penélope, había observado. Ulises y el desconocido se parecen: en el aspecto, en la voz, en
los pies. Atenea ha transformado lentamente a su cómplice.
Euriclea coge la jofaina y vierte primero agua fría y luego caliente. Entonces Ulises
recuerda la cicatriz de su pierna, teme ser reconocido y se vuelve hacia la oscuridad para
esconderse. El reconocimiento es inmediato: al tocarse la cicatriz con la mano, Euriclea se
vuelve hacia su amo. La tensión es grande. En lugar de narrar de forma rápida y dramática,
el "segundo Homero" introduce una larga digresión, que recupera una parte del pasado: el
nombre de Odiseo, Odiseo de niño, la comida en casa de su abuelo, la caza en el Parnaso,
los perros, el jabalí que hiere a Odiseo por encima de la rodilla, el tratamiento de la herida,
el regreso a casa. En el fondo de esta digresión está el modelo de la Ilíada. Cuando la
tensión llega al extremo, tanto el "primer" como el "segundo Homero" insertan un episodio
lejano: la distancia produce quietud, un plan se dispone detrás del otro, la tensión se
ralentiza y se apaga, mientras que la espera se aplaza una vez más.
En cuanto Euriclea reconoce la herida, deja caer la pierna de Odiseo y vierte agua
sobre el suelo. Toca la barbilla de su amo y está a punto de revelar a Penélope que su
marido ha regresado. Pero Penélope está distraída: Atenea ha desviado sus ojos y su mente;
tal vez esté pensando en el sueño de los gansos, que pronto confiará al forastero. Ulises
agarra a Euriclea por el cuello y amenaza con matarla si divulga el secreto. El viejo
dispensario revela cuán grande es la paciente fortaleza de los Ulises y sus criados:
Ya sabes, qué firme e inquebrantable es mi voluntad:
como una roca sólida me mantendré, como el hierro.
El peligro ha desaparecido. De nuevo Euriclea lava y unge los pies de su amo con
aceite: Ulises vuelve al fuego para calentarse, cubriendo su cicatriz con trapos. El secreto
estaba a punto de ser revelado, y una vez más el "segundo Homero" aleja la conclusión.
Cuando Nausicaa sueña con Atenea, la suya no es una experiencia onírica, como la
definirían los psicoanalistas modernos: ningún pensamiento latente, ninguna sombra
inconsciente se expresa y sale a la luz. Atenea abandona el Olimpo, desciende a Scheria,
vuela como una ráfaga de viento hasta el lecho de Nausicaa, toma la forma de una amiga, le
da un consejo: el matrimonio está cerca; a la mañana siguiente ve al río a lavar tu ropa de
novia. El lenguaje de la visión de Nausicaa es transparente: todo significa sólo sí mismo; la
boda es la boda, la ropa la ropa, el carro el carro, los lavabos los lavabos. No hay misterio,
ni para Nausicaa que escucha la revelación divina, ni para nosotros que leemos la Odisea.
El sueño de los gansos, que Penélope tuvo la última noche o una de las últimas
noches, es muy diferente. La reina había soñado que veinte de sus ocas, saliendo del
estanque del jardín, picoteaban tranquilamente el grano. Ver a los animales la llenaba de
alegría. De repente, un águila de gran tamaño y pico ganchudo, que descendía de una
montaña, se abalanzaba sobre los gansos, les partía el cuello y los mataba: mientras yacían
muertos en un montón, el águila se elevaba hacia el cielo. En el sueño, Penélope, rodeada
de sus siervas, lloraba y gemía miserablemente, porque habían matado a sus animales.
Entonces el águila regresó, se posó en el tejado y habló con voz humana, diciendo que el
sueño era una visión verídica: los veinte gansos muertos eran los Proci, el águila Ulises,
que daría una muerte horrible a los pretendientes. Así que el sueño -ésta es su primera
singularidad- se interpreta a sí mismo. Poco después, Penélope despierta, pero la realidad
no se corresponde con la visión nocturna: los gansos siguen allí, junto al estanque, y
continúan picoteando el grano.
Con su aguda inteligencia, Penélope intenta comprender el sueño que la poseyó y,
en general, la naturaleza de los sueños, sobre los que elabora una teoría sin parangón en el
mundo homérico. Son, en primer lugar, "terribles", porque tienen una fuerza sin remedio.
Luego son "inexplicables": su trasfondo sigue siendo misterioso, para ella y para todos los
que leemos. Al menos en nuestro caso, el "segundo Homero" no comparte la teoría de
Penélope, esta criatura de la noche, dividida entre la confianza y la desconfianza de la
sombra. El sueño de los gansos no es en absoluto "inexplicable", porque está dilucidado
con absoluta precisión, punto por punto, figura por figura, hasta el punto de disipar
cualquier residuo de misterio. Si quiere explicar el sueño, el intérprete debe seguir un doble
camino: primero distinguirlo y subdividirlo en sus elementos, luego traducir las figuras
aparentes en simbólicas. Esto es lo que hace Ulises, en su papel de águila y mendigo: el
águila de pico ganchudo es él mismo, los gansos que picotean el grano son los Proci. El
"segundo Homero" se cree un buen intérprete de sueños. Actúa como un psicoanalista
moderno, que divide los elementos y traduce las figuras superficiales en profundas.
No quisiera identificar la figura del colorido mistificador, a punto de volver a
ocupar su trono, con la de su austero alumno de Viena. Entre el psicoanálisis del rey de
Ítaca y el de Freud, hay dos diferencias. Los sueños freudianos surgen del vasto almacén
del pasado, lleno de sentidos y apariencias indescifrables: mediante el análisis y las
subsiguientes distinciones y dislocaciones, Freud quiere comprender el alma del paciente,
sacar a la luz lo reprimido y, si es posible, curarlo. El sueño estudiado por Ulises no sólo
contiene el pasado: sobre todo, oculta el futuro: es una profecía, un vaticinio, que quiere
revelar a Penélope; sólo así podrá curarla. Freud nunca tuvo estas ambiciones proféticas. La
segunda diferencia es que, mientras que todos los sueños modernos se someten a la misma
técnica analítica, los sueños homéricos se dividen en dos grupos. Como argumenta
Penélope (esta vez Homero sin duda está de acuerdo), los sueños que salen de las puertas
transparentes de cuerno se cumplen: los otros, que salen de las puertas opacas de marfil, no
se cumplen y traen la desgracia. Así pues, no todos pueden interpretarse con exactitud.
El sueño de los gansos concierne, en parte, al pasado y al presente: Homero lo
interpreta; y revela una verdad que ha sorprendido a muchos lectores. Aunque lo ignora por
completo, Penélope siente cierta ternura por los Proci-oche (o algunos de ellos), que
quieren casarse con ella. Y siente una aversión aún más inconsciente por su terrible marido-
águila, el inexorable vengador que, como ella espera, está a punto de llegar a Ítaca y matar
a los Proci. La otra parte del sueño se refiere al futuro. Aquí toda la luz recae sobre Ulises,
presente dos veces: como un águila con voz humana que profetiza dentro del sueño; y,
fuera del sueño, como un mendigo, que aprueba la interpretación dada por el águila. Ulises
-al que ahora vemos todavía como un mendigo, harapiento, con la piel manchada- se ha
convertido ya simbólicamente en una gran águila, un poderoso gobernante, que está a punto
de matar al Proci y ascender al trono.
La otra intérprete del sueño, Penélope, no está segura. No sabe si el sueño salió por
la puerta de cuerno o por la de marfil: no sabe si se cumplirá o quedará como una vana
sombra en el país de las Sombras. Si se cumpliera -así lo dice al menos su alma consciente-,
ella y Telémaco serían felices: terminaría el aprisionamiento del palacio, acabaría el asedio
de los procios y el águila, el esposo al que ama tan intensamente, volvería a posar sus alas
en el trono. Pero en el fondo, Penélope está convencida de que el sueño es falso. Cuando se
despierta y mira por la ventana, ve que las ocas siguen picoteando el grano. Así que el
sueño, que salió de las puertas de marfil, no se hizo realidad: nadie matará jamás a los
Proci, que perturban su vida consciente. Todo fue una visión confusa, oscura, vana,
inexplicable. Ulises no le responde. Si respondiera, o si "según Homero" respondiera por
ella, le diría que es una mala intérprete de sueños. No ha entendido su lenguaje simbólico.
Los que morirán, masacrados por el águila, serán los Proci: no los gansos, que sólo son
figuras oníricas y pueden seguir existiendo, en la realidad cotidiana, picoteando grano.
IV
BAJO EL SIGNO DE APOLO
Mientras que Apolo ocupa la Ilíada con una presencia incesante, en la Odisea rara
vez nos encontramos con él. Mata al timonel de Menelao; mata a Rexenor, hermano de
Alcinoo; profetiza en Delfos el destino de troyanos y griegos; mata a Eurito porque osa
desafiarle con su arco; bromea con Hermes, tras los amores de Ares y Afrodita; y uno de
sus sacerdotes ofrece a Ulises el vino con el que embriagará a Polifemo. La Odisea no es un
poema apolíneo: vive bajo la sombra de Hermes y Atenea. Sin embargo, hacia el final, se
produce un repentino vuelco. Desde que el ojo alucinado de Theoclimenus, el profeta de
Apolo, ve el sangriento futuro, el dios se convierte en señor de la Odisea. No aparece: se
mantiene distante: no habla y no se manifiesta ni a Ulises ni a Telémaco; pero, en segundo
plano, determina la acción, protege la empresa de Ulises, bendice la matanza de los Proci.
Impone sus propias inclinaciones: la venganza sangrienta, la masacre atroz, de la que sólo
pueden surgir el orden y la armonía de la música.
Siguiendo el consejo de Atenea, la competición de arcos tiene lugar a la mañana
siguiente del encuentro nocturno entre Penélope y Odiseo. Atenea rinde homenaje al dios
oculto, pues el día de la competición y la masacre es la fiesta de Apolo. No sabemos
exactamente de qué fiesta se trata: probablemente la fiesta mensual de Apolo Nouménios,
que tiene lugar en luna nueva. Tal vez sea ya el solsticio de invierno. Mientras Telémaco,
Antínoo y los Proci hablan en palacio, los heraldos de Ítaca dirigen la matanza sagrada y
los ciudadanos se reúnen en el bosque del dios.
Apolo es el dios que lleva el arco y el carcaj lleno de flechas sobre los hombros: de
repente hace vibrar el dardo; y golpea desde lejos las mulas, los perros y los cuerpos de los
griegos en la llanura de Troya. En la Ilíada, Ulises nunca empuña el arco: no conoce el
arma de Apolo, ni siquiera en las competiciones deportivas. El "segundo Homero"
contradice abiertamente a la Ilíada, convirtiendo a Ulises en un gran arquero. Cuando habla
a los feacios, afirma -no hay razón para dudarlo- que en Troya sólo Filoctetes le derrotó en
el arte de la flecha; y en la isla frente a la tierra de los cíclopes, persigue alegremente cabras
con su arco. No la espada, sino el arco es su verdadera arma. Si el arco dispara desde lejos,
Ulises tiene una mente distante: si el arco es traicionero, Ulises también lo es; si en manos
del buen arquero, el arma posee una exactitud y precisión soberanas, nadie, tras las
tortuosas apariencias, es más exacto y preciso que Ulises.
En Troya y en la isla de las cabras, Odiseo aún no nos ha mostrado su verdadero
arco, que permanecía en Ítaca, en la sala del tesoro. Cuando era joven, antes de la guerra de
Troya, Ifito hijo de Eurito se lo había ofrecido como regalo hospitalario. Según Apolonio
Rodio, el arma poseía una ilustre genealogía: Eurito la había recibido de Apolo, su
protector. Era una época mítica, en la que los hombres vivían junto a los dioses y los
desafiaban a un concurso: Tamiri contendió con las Musas, que lo cegaron, Eurito desafió a
Apolo con el arco, y murió. El "segundo Homero" no recuerda estas noticias, que casi con
seguridad conoce: suprime o elide los lazos más estrechos entre los dioses y los héroes;
entre Aquiles y Zeus, entre Ulises y Hermes, entre Ulises y Apolo, como si quisiera
distanciar el mundo divino del humano. Los días de Tamiri y Eurito han pasado. Pero creo
que cualquier lector arcaico de la Odisea sabía, o suponía, que los Proci fueron asesinados
con el arco de Apolo, el día de la fiesta de Apolo.
Telémaco coloca ordenadamente las doce hachas, alineadas, en el suelo del
mégaron: Penélope promete que quien doble el arco de Ulises, atravesando con su flecha
los doce mangos de las hachas, se la llevará con él en matrimonio, lejos de la casa nupcial.
Los pretendientes y el forastero se reúnen, ansiosos. Telémaco intenta tensar el arco: las tres
primeras veces fracasa, pero a la cuarta está a punto de tensarlo, cuando su padre lo detiene
con un gesto de la cabeza. En ese momento, bajo el signo de Apolo, que le protege, el joven
se convierte en un experto guerrero como su padre: se completa el largo proceso de
identificación con su padre, iniciado cuando Atenea había descendido a Ítaca. Mientras
tanto, los Proci intentan en vano doblar el arco: ni Leode, el sirviente de Apolo, ni los otros
Proci menores, ni Eurímaco consiguen tensarlo, por mucho que lo calienten en las llamas
del fuego y lo unten con grasa.
Los sirvientes de Odiseo cierran las puertas de la sala y del atrio, atándolas con las
cuerdas de un barco: la sala, que tantos festines, banquetes y bailes ha visto, está a punto de
convertirse en un horrible matadero, en una red llena de peces. Los Proci beben vino por
última vez. El mendigo pide a Eurímaco y Antínoo que lo prueben también: mientras
Antínoo y Eurímaco amenazan con matarlo, Penélope obliga al forastero a empuñar el arma
de Ulises. Telémaco conduce a su madre a sus aposentos: Penélope llora en su lecho y
recuerda a su marido, hasta que Atenea derrama sueño sobre sus párpados; dormirá
profundamente, encadenada por el sueño, durante todo el tiempo de la masacre de los
Procios. Mientras tanto, en la habitación cerrada, Ulises sostiene el arco, lo levanta, le da la
vuelta y lo observa por todas partes, para ver si las carcomas han roído el cuerno: como en
toda su vida, no hace más que probar, ensayar y experimentar: caballos de madera, balsas,
criados, su mujer, su padre. Prueba la cuerda con la mano derecha, como la cuerda de una
cítara; y la cuerda canta plenamente, "con voz de golondrina": una extraña señal de
primavera en este mundo de horror y sangre. Coge una flecha, la coloca en el mango, estira
la cuerda, apunta recto y dispara el dardo a través de los agujeros de las doce hachas.
De repente se quita los harapos, aboliendo con un gesto su pasado de mendigo y
actor, y salta al umbral empuñando su arco. Con las mismas palabras que Penélope, invoca
a Apolo: el dios que supervisa la masacre y la armonía futura. Antinoo levanta una copa de
oro de dos asas hacia su boca: Odiseo le apunta a la garganta: la flecha alcanza a Antinoo
en el cuello y lo atraviesa; al inclinarse hacia atrás, la copa cae de su mano, un chorro de
sangre brota de sus fosas nasales y cae al suelo muerto, pateando la mesa llena de pan y
carne. Los Proci gritan, saltan de sus sillas, buscan en vano armas, pero creen que el
mendigo ha matado a Antinoo por error. No entienden nada: ni su culpa, ni quién es el
mendigo, ni la muerte que les sobreviene.
Poco antes, Antínoo había acusado al mendigo de estar borracho, comparándolo con
el centauro Euritión, cegado por el vino y los dioses: una fuerza externa, tanto física como
divina, lo había poseído, degradando su mente y su corazón; nada en él había permanecido
intacto. Nunca la Ilíada había descrito con tanta intensidad la fuerza demoníaca de Ate en el
corazón de Agamenón, Patroclo y Aquiles. Antinoo estaba completamente equivocado.
Ulises no estaba cegado en absoluto. Los que habían sufrido una degradación total eran los
Proci.
Mientras mira fijamente al Proci, Ulises se revela con una violencia, ferocidad y
determinación que parecen brotar de su nombre, que también significa el que odia:
Perros, ¿no creíais que volvería
de la tierra de Troya, que saqueasteis mi casa,
os acostasteis por la fuerza con mis siervas,
cortejasteis a mi esposa en vida,
sin temer a los dioses que tienen el ancho cielo,
o que entonces habría un ultraje de los hombres;
ahora estáis todos atados por los cordones de la muerte.
Cuando Eurímaco propone un compromiso a Ulises, la situación de Troya se
reproduce en Ítaca. Allí Aquiles había rechazado cualquier compensación para olvidar la
ofensa de Agamenón. Tampoco en Ítaca hay posibilidad de conciliación: ninguna
reparación puede borrar la ofensa, que había herido los bienes y la familia de Ulises. Los
Proci deben conocer "la muerte escarpada".
Muchos años antes, en la tierra de los cíclopes, Odiseo había glorificado sus
hazañas en la cueva de Polifemo, gritando su nombre en voz alta... y se había perdido.
Ahora, después de ser Nadie, lo comprendió. No fue él quien mató a los Proci: los dioses
los mataron, usando su propia mano; y no debe exultar, ni jactarse, ni gritar su propio
nombre, sino respetar con corazón agradecido el destino que ha venido en su ayuda.
Ni por un momento podemos olvidar que la Odisea fue escrita en nombre y del lado
del destino; y para las víctimas del destino sólo hay un breve momento de compasión,
cuando en la corte de los Feacios Odiseo llora por el destino del esclavo troyano y por su
propio destino. La mirada del pastor desaparece de la escena. Ese ojo lejano, ajeno a todo
destino, a la victoria y a la derrota, que mira la luna y las tormentas, nunca se cuela entre las
muchas miradas que tejen la Odisea. Así, a veces, el poema de Ulises parece
intolerablemente cruel, como cualquier libro escrito al dictado del destino.
V
LOS SIGNOS SECRETOS
Durante la matanza, Penélope duerme: todo el día, suave y profundamente, sin saber
nada de lo que ocurre debajo de ella, sin oír ni uno solo de esos gritos y gemidos
desesperados. Ni Atenea ni Odiseo quieren despertarla antes de que las siervas hayan sido
ahorcadas y la matanza purificada con azufre. Penélope tiene que pasar por la sangre y el
horror. No había dormido tan bien, envuelta y encadenada en el sueño, desde que Ulises
partió hacia Troya. Derramando sueño sobre sus párpados, Atenea la devolvió a la
condición de su juventud, cuando no había guerra, ni ausencia, ni dolor, ni Proci. De
repente, se borraron veinte años de su vida.
Euriclea sube las escaleras, entra en la habitación de Penélope, se detiene junto a su
cabeza y la despierta. Ulises ha vuelto", dice, "y ha matado al Proci: era el mendigo, a
quien el Proci ultrajó en el vestíbulo". Cuando Penélope protesta, insiste y pide más
detalles, Euriclea añade que ella no presenció la masacre: se quedó, aterrorizada, en las
habitaciones de las mujeres: sólo pudo oír los gemidos de los moribundos; al final,
Telémaco la llamó, y vio a Ulises cubierto de sangre, entre los cadáveres amontonados. Al
principio Penélope se alegra: salta del lecho, abraza a Euriclea, llora de alegría. Pero luego
le invade la incertidumbre. ¿Cómo pudo Ulises, solo, matar a todos los procios?
Cuando Euriclea le dice que reconoció a Ulises por la herida de su muslo, Penélope
replica que la nodriza no entendía los "designios de los dioses". Los procios eran impíos: no
respetaban las leyes humanas, incluido el respeto a los huéspedes; por eso algunos de los
inmortales los mataron. Penélope oculta parte de su pensamiento: no dice que, en su
opinión, ese dios oculto era el mendigo, con el que había conversado casi toda la noche, y
que de pronto se le había hecho tan querido. Se parecía a Ulises. ¿Qué podría ser más fácil
para una deidad que transformarse, asumir los rasgos de su marido, la cicatriz de su muslo y
los harapos del mendigo? Penélope sabe que está cerca de los dioses: Atenea le envía sus
pensamientos, sus sentimientos, su sueño; y como todas las personas cercanas a los dioses,
teme ser engañada por ellos. Desconfía de los dioses a los que venera: teme ser cegada por
Atenea o por algún dios desconocido, como Helena fue cegada por Afrodita.
Junto con Euriclea, Penélope desciende a la sala. No sabe si interrogar a su marido
desde lejos y ponerle a prueba, como a un extraño; o, por el contrario, acercarse a él,
cogerle por la cabeza y besarle la cabeza y las manos. Entonces, atraviesa la puerta y se
sienta frente a Ulises, al resplandor del fuego. Permanece sentado largo rato en silencio, sin
abrir la boca, sin hacer preguntas. Ahora reconoce su rostro, ahora no lo reconoce, tan
cubierto de harapos: al final, la emoción, el asombro, la desconfianza, la incertidumbre, la
esperanza, la alegría, el terror de la alegría, la distancia de veinte años -todos sentimientos
que Penélope oculta en sí misma como el "segundo Homero" nos los oculta a nosotros- le
impiden mirarle a la cara. Ulises también calla y mira fijamente a la tierra con sus ojos:
espera ser reconocido por Penélope; es incapaz de mirarla y hablarle, ayudándola a superar
la tensión que la petrifica. Qué efecto produce este silencio: estos ojos que huyen. Penélope
y Ulises se habían acercado tanto, cuando Ulises estaba protegido por la máscara del
mendigo: Penélope estaba a punto de reconocer en él al doble de su marido: se hablaban
con tanta confianza, soltura y naturalidad; y ahora que la máscara ha caído y los dos están
sentados frente a frente, a cara descubierta, justo ahora, cuando es el momento de volver a
abrazarse, están a punto de perderse el uno al otro.
Telémaco no comprende a su madre y la acusa:
Ninguna otra mujer se quedaría así, con un corazón obstinado,
lejos de su marido, que sufrió muchas penas y
volvió a los veinte años a la tierra de sus padres:
pero tu corazón es siempre más duro que una piedra.
Durante veinte años Penélope ha sufrido terribles dolores: el aguante y la paciencia
han generado en ella un corazón "más duro que una piedra"; al igual que los dolores, la
paciencia y el aguante han endurecido los ojos de Ulises. Móvil como cualquier joven,
Telémaco no comprende la dolorosa petrificación que ha hecho obstinado el corazón de su
madre. Penélope responde a Telémaco, no a Ulises; y Ulises responde a su hijo, no a su
esposa. Ambos se hablan a través de su hijo: una relación oblicua, que encontramos en otras
partes de la Odisea, donde casi ningún elemento se antepone al que le corresponde. Todo es
sesgado, complicado, indirecto. Aquí el tema es muy intenso: el amor que no se reconoce,
que calla y no se mira a los ojos, se comunica a través de la voz del hijo; Ulises y Penélope
empiezan a encontrarse a través de Telémaco.
Penélope dice la palabra decisiva:
... Si realmente
es Odiseo y ha regresado a casa, seguramente los dos
nos reconoceremos aún mejor: porque también nosotros
tenemos señales, que sólo nosotros conocemos, ocultas a los extraños.
Euriclea había proclamado que la herida del muslo de Ulises era una "señal muy
clara": para Penélope, sólo es una señal común, conocida por todos los siervos, y no evoca
recuerdos en su memoria y en su corazón. Cualquier dios puede falsificarla. Penélope ni
siquiera confía en sus propios ojos: ¿quién le asegura que el mendigo no es un doble divino
de su marido? El mundo es una espesura complicada, misteriosa, inextricable; y los ojos no
ofrecen certeza ni luz para orientarse. Así, en los albores de la civilización griega, Penélope
rechaza uno de sus valores supremos: la experiencia visual, la autopsia, que tanto amaba
Heródoto.
Penélope sólo cree en una forma de conocimiento: el de los signos secretos,
"ocultos a los extraños", basado en su memoria y en la de Ulises, y en el hábito de la vida
conyugal. Si los ojos engañan o pueden engañar, si los rumores recogidos por los poetas
son vanas habladurías, los signos secretos están "sólidamente fijados en la tierra": estables,
ni cambian ni son mutables. Así dan fundamento y conexión a la vida, tan incierta y
ondulante; y sólo podemos confiar en ellos. Con una pizca de exageración, podríamos decir
que los símbolos de la vida de Penélope, aunque pertenecen al mundo humano, son
similares a los cuentos de las Musas, que también son estables y ajenos al cambio. Así,
Penélope, aunque no comprenda el lenguaje simbólico de los sueños, posee un don mucho
más importante como reina y guardiana de los signos secretos.
Cuando Penélope habla de los signos, Ulises sonríe: su única sonrisa en la Odisea.
Se diría que comprende perfectamente el lenguaje de su esposa y que lo aprueba:
imaginamos que, en un momento, hablará de uno de estos signos. En realidad, ocurre un
hecho singular. Tan inteligente, tan sutil, tan atento a todas las evidencias, Ulises no
comprende que su mujer le pida que le muestre o le revele un elemento de su lenguaje
secreto. Cuando estaba disfrazado de mendigo, comprendía todos los matices del corazón
de su esposa; y ahora cree que Penélope sólo habla de ropa. Le basta con lavarse -así piensa
y dice- y quitarse los harapos, poniéndose sus ropas soberanas, para que su esposa le
reconozca. Se enfrentará a la más amarga de las decepciones. Ulises conoce
admirablemente la realidad cotidiana: examina y escruta a las personas: el mundo visible no
tiene misterios para él; e interpreta los sueños. Pero, como intérprete y guardiana de los
signos (diríamos de los símbolos), Penélope es mucho más sutil que su marido. Tal vez el
don de captar los signos secretos, en los que se concentra la intimidad afectiva de una
relación, sea un arte particularmente femenino. Son el verdadero tesoro de Penélope: más
importantes que todos los que guarda en su despensa. Pronto, sin decir una palabra,
Penélope enseñará este arte a Ulises.
El diálogo indirecto entre marido y mujer se interrumpe. Odiseo se dirige a
Telémaco: le recuerda que los parientes de los Proci podrían buscar venganza; y propone a
Fimio que cante con la cítara, dirigiendo el baile juguetón de los criados y criadas, de modo
que todos los que pasen por la calle, escuchando el canto y la música, crean estar oyendo la
celebración del matrimonio de Penélope con uno de los Proci. La gran morada resuena con
sonidos y voces: el primer banquete nupcial de Ulises y Penélope, tantos años antes,
encuentra una repetición, a la vez seria y paródica, real y fingida, en la fiesta improvisada.
El dispensador lava a Ulises, lo unge con aceite y lo cubre con un manto y una
túnica, como corresponde a su dignidad real. El "segundo Homero" repite los versos de la
canción de Nausicaa: Atenea trabaja a su protegido como una obra de arte; Ulises crece y se
hace más robusto, luce rizos color jacinto y una nueva gracia se extiende por su rostro y su
cuerpo. Penélope es así la nueva Nausicaa: igual que la muchacha había visto en el
desconocido al novio con el que había soñado, Ulises despierta en su esposa los deseos que
había despertado en su corazón cuando tenía la edad de Nausicaa. Mientras tanto, Penélope
calla, sentada en un rincón: calla durante sesenta versos; mientras el baile resuena en la sala
y Ulises es ungido con aceite, debemos escuchar el silencio de Penélope mientras espera la
señal.
Cuando Ulises se sienta ante Penélope, Telémaco ya no está allí, dividiéndolos y
reuniéndolos. El marido y la mujer están solos: la prueba final, de la que surgirá el
reconocimiento o la pérdida, debe tener lugar sin el hijo. Penélope sigue callada: no
reconoce (no quiere reconocer) a su marido, aunque haya vuelto como en su juventud. Por
primera vez, Ulises se dirige directamente a su mujer: ya no es posible una relación oblicua.
Le dice: "mujer incomprensible": no entiende por qué, ahora, ella no le reconoce. No
comprende que Penélope desee el signo. Entonces acusa a su corazón "de hierro": con una
especie de complicidad y admiración, porque sabe que él también tiene un corazón
"obstinado" y "de hierro"; y ordena a Euriclea que le prepare el lecho, donde dormirá solo.
Con perfecta correspondencia, Penélope se dirige a Ulises con la misma palabra que
él le había dirigido a ella, "hombre incomprensible". No comprende cómo Ulises no
entendió lo que ella quería de él: una señal secreta. En el mendigo transformado por la
gracia divina, encuentra a su marido, que había partido de Ítaca veinte años antes con las
naves "de los largos remos", y por primera vez le llama por su nombre. Pero la prueba de
sus ojos no es suficiente: los ojos pueden engañar, el extraño puede ser un dios. Quiere una
señal: su señal. Y como Ulises no trae ninguna prueba, decide procurársela con astucia. Se
dirige a Euriclea, que asiste en silencio a la escena, y le dice que saque su lecho conyugal al
exterior, donde no ha dormido en veinte años:
Ahora, Euriclea, extiéndele el lecho
sólido
fuera del tálamo bien construido que él mismo hizo;
saca el lecho sólido y echa sobre él la ropa de cama,
pieles y mantas brillantes.
Cuando Penélope dirige estas tranquilas palabras a Euriclea, Ulises se estremece.
Ese lecho compacto, "sólidamente fijado en el suelo", con sus raíces profundamente
sumergidas en la tierra, inmóvil, inconmovible, ajeno a cualquier mutación y cambio, es el
centro de su vida y del poema que le dedicó el "segundo Homero". El lecho engloba todos
los aspectos de la existencia de Ulises: la relación religiosa con Atenea, porque la labró en
el olivo: la identidad, la terca inmovilidad del carácter: recuerda su matrimonio con
Penélope, la fecundidad de su esposa, la casa que creció a su alrededor, su poder como rey;
funda la naturaleza y la cultura, las raíces aún vivas y el trabajo de sus manos artesanas. El
lecho es la "gran señal" secreta, que sólo él, Penélope y una sierva conocen. Tal vez haya
escapado incluso a los dioses enmascarados, que espían sus asuntos.
Ulises había conocido otro centro: Ogigia, el ombligo del mar, el centro del mundo
mítico. El lecho de olivas es el ombligo de la realidad: de una vez por todas había preferido
el mundo real, donde se sufre y se muere, al mundo mítico donde no se sufre ni se muere.
Durante veinte años había anhelado el lecho de aceitunas, por él había sufrido, durante siete
años había estado encerrado como en una prisión, y ahora, llegado a casa, después de haber
matado al Proci, debe darse cuenta de que el centro ya no está allí, que alguien lo ha
cortado de su base y se lo ha llevado a otra parte, destruyendo los cimientos de su vida.
Cuando Euriclea había tocado la cicatriz de Ulises, el "segundo Homero", llegado al
clímax, había interrumpido la tensión de un posible reconocimiento con una larga digresión
sobre la herida. Ahora, cuando marido y mujer están por fin a punto de abrazarse, Ulises
describe con minucioso placer cómo, más de veinte años antes, había construido el lecho.
También aquí se ralentiza la tensión narrativa. Ulises describe, ante todo para sí mismo, el
objeto fundamental de su vida, que teme perdido para siempre. A medida que lo describe, la
furia disminuye. Con qué placer cuenta su obra maestra de artesanía: cómo construyó el
dormitorio alrededor de un frondoso olivo: lo cubrió con un tejado, le colgó una puerta,
cortó las ramas del olivo, desbastó el tronco, lo cepilló, lo enderezó con alambre, perforó la
madera con un taladro, cepilló la cama, la bañó en oro, plata y marfil, le tendió correas de
buey... Con esta cama hecha con amor comienza la corona de objetos privilegiados en torno
a los cuales se despliega la cultura occidental: el cuenco de Robinson, el perfume de
Baudelaire, las mermeladas de Tolstoi, la magdalena de Proust, la silla de Van Gogh;
objetos estables, "sólidamente fijados en la tierra", a los que hemos entregado nuestro
corazón.
En cuanto Ulises revela la "gran señal", las rodillas y el corazón de Penélope se
derriten, como ocurre en el amor, el sueño y la muerte. El lecho construido en el olivo es la
señal segura, en la que puede confiar. Llora, echa los brazos al cuello de Odiseo, le besa y
dice:
Odiseo, no te enfades conmigo ... ...
: dolores nos dieron los dioses,
que nos negaron vivir juntos y juntos
gozar de la juventud y rozar el umbral de la vejez. No te enfades,
ahora, no te ofendas
si no te dije, en cuanto te vi, mi afecto.
Mientras ambos se abrazan y lloran, el "segundo Homero" inserta uno de sus dobles
parangones:
Como la tierra parece grata a los que nadan,
y cuya sólida nave rompió Poseidón,
en el mar, atrapada por el viento y el duro maroso:
y unos pocos escaparon del agua desgreñada nadando
hasta la orilla, y la salinidad se incrustó copiosamente en sus cuerpos,
y tocaron tierra con alegría, habiendo escapado al peligro,
así le era querido su esposo, mirándolo.
Ella ya no separaba sus blancos brazos de su cuello.
La comparación se centra en la historia de Ulises: la Odisea es la historia de un
naufragio siempre repetido, que sólo ahora termina en Ítaca, junto al lecho de olivos. Pero
se refiere a Penélope: así, los veinte años de separación habían sido también para ella una
tormenta incesante, un largo naufragio. Las historias de Ulises y Penélope son idénticas:
ambos han estado en el mar, han perdido su barco, han "escapado del peligro", y ahora aquí
están, juntos, de nuevo en el centro del mundo.
Atenea retiene la aurora y prolonga la noche. Así, el encuentro final entre los dos
náufragos tiene lugar fuera del tiempo, que hasta ahora ha subyugado el curso de la Odisea.
A la luz de las antorchas, Eurinome y Euriclea preparan el lecho de olivo: Euriclea se va a
dormir; Eurinome conduce a Ulises y Penélope a la habitación. Los dos hacen el amor.
Luego tienen otra alegría: el cuento. Ulises ya había narrado la profecía de Tiresias: ahora
Penélope cuenta lo que había sufrido en casa, entre los pretendientes; y Ulises la historia
que había contado a los feacios. Fuera del tiempo, ambos miran hacia atrás en el tiempo; y
lo que había sido sufrimiento y dolor se convierte, para ambos, en la alegría de la narración.
Luego se duermen. Atenea, que había detenido el tiempo, lo hace fluir de nuevo y devuelve
la luz.
Con esta repentina luz de Aurora, abandonamos a Penélope para siempre. Sólo uno
de los Proci, Anfimedón, en el Hades volverá a hablar de ella: contando por tercera vez la
historia del sudario de Laertes. Agamenón le responde:
Tan valerosa alma tenía Penélope, la noble
hija de Icario; tan bien recordaba a Odiseo, su
legítimo esposo. La
fama de su valor nunca se desvanecerá
para ella: los inmortales para la sabia Penélope compondrán
una agradable canción entre los hombres de la tierra.
Por tanto, serán las propias Musas, y no los aedi, quienes canten la gloria de
Penélope: igual que fueron las nueve Musas, durante los funerales de Aquiles, quienes
cantaron su luto fúnebre durante diecisiete días, ininterrumpidamente. Ulises también tiene
una gloria, que vuela al cielo: no son las Musas quienes la cantan, sino los poetas,
inspirados por las Musas como Demódoco. ¿Cómo debemos interpretar estos versos? ¿Es la
gloria de Penélope superior a la de Odiseo porque la cantan directamente las Musas? ¿Es
Penélope el verdadero héroe (o héroe secreto) de la Odisea, la mujer que posee la ciencia
de los "grandes signos", que su marido no comprende? Quizás pensamientos como éstos
rondaban la mente de aquel señor de las conexiones, que fue el "segundo Homero".
Los poemas homéricos no tienen una conclusión real. El final está fuera del texto:
en un punto, o en varios puntos, al que aluden los acontecimientos, las palabras, los
sentimientos, las sensaciones de los dos libros. El final de la Ilíada no es el "entierro de
Héctor, domador de caballos", como dice el último verso, sino la muerte de Aquiles, que se
anticipa cada vez más lúgubremente con las palabras de Héctor, de Tetis, de los caballos de
Aquiles; y luego la destrucción de Troya de la que hablan Agamenón y Héctor, con las
mismas palabras (una maravillosa coincidencia). El final de la Odisea también se encuentra
fuera del texto: en la profecía que Tiresias hace a Odiseo en el undécimo libro, y que
Odiseo repite a Penélope en el vigésimo tercero. Según una ley del pensamiento épico, la
conclusión puede anticiparse, pero no representarse. En los albores de Occidente, cuando
nada se había escrito, el "primer Homero" y el "segundo Homero" anticiparon una forma de
literatura moderna: la novela sin final. Ni siquiera las dos grandes novelas de los siglos XIX
y XX tienen una conclusión. Guerra y Paz parece glorificar el principio de la vida familiar,
limitada y concentrada en el presente: sin embargo, su héroe final es Nikolen'ka, el hijo del
príncipe Andrei, que sueña con marchar hacia el futuro al frente de un inmenso ejército -las
líneas encaladas llenan el aire como hilos de araña- y encontrar a su padre. La Recherche
también parece tener su punto culminante en la matinée de los Príncipes de Guermantes,
donde Marcel tiene la revelación conmemorativa: pero hay acontecimientos posteriores,
que no podemos fechar; y el libro, que se supone que representa el pasado, se desplaza
rápidamente hacia el futuro, más allá de la muerte de la persona que lo escribió.
Algunos días o algún tiempo después del final de la Odisea, Ulises se hace de
nuevo a la mar y desciende a una tierra, no sabemos cuál: Tesprotia, Epiro, Arcadia, dirán
más tarde las tradiciones. Como le dice a Penélope, Ulises no está contento con este último
viaje: "una prueba sin medida, larga y difícil". Pero debe obedecer la profecía de Tiresias:
recorrer muchas ciudades, llevando un remo al hombro, hasta llegar entre hombres que
ignoran el mar y la sal, no conocen las naves, ni los remos -esas alas de las naves-. En
cuanto un caminante, al encontrarse con él, le diga que lleva un remo al hombro,
cambiando el símbolo de la civilización marina por el de la civilización agrícola, Odiseo
tendrá que detenerse, poner el remo en tierra y hacer sacrificios a Poseidón: un carnero, un
toro y un jabalí; y tal vez fundar un culto al dios. De este modo, apaciguará a Poseidón, que
sigue enfadado, y extenderá su culto a la tierra (aunque Poseidón era originalmente un dios
terrenal). Todo esto sucede bajo el signo de la conciliación: primero con los ítacos, ahora
con Poseidón, y entre la tierra y el mar, que intercambian insignias. Como siempre, la
conciliación, tras los contrastes más extremos y las tensiones más trágicas, parece la última
palabra de la civilización griega. Esta vez, es más real que en la Ilíada: porque en la Ilíada,
el grito común de Aquiles y Príamo no suprime las masacres futuras; mientras que, en la
Odisea, la conciliación prepara un tiempo feliz, al menos para Ítaca.
Una vez completado el sacrificio a Poseidón, Odiseo regresa a Ítaca, donde inmola
"hecatombes sagradas" a todos los dioses. No vuelve a moverse de la isla y restablece allí el
orden y la paz, como anuncia el último canto de la Odisea. La crisis de la realeza, que había
perturbado la Ilíada, llega a su fin: Ulises-rey no se parece a Agamenón, que en el mando
alternaba el exceso, la arrogancia y la debilidad, y no conocía el rarísimo don que es la
serenidad del poder. Ulises es el rey "único", como teorizó en la Ilíada: el rey justo "que
teme a los dioses". Si el gobernante obedece a esta imagen, la tierra produce trigo y cebada,
los árboles están llenos de frutos, los rebaños paren, el mar da peces, los pueblos prosperan.
Cuando el rey es jardinero, como Laertes enseñó a Ulises, la tierra se convierte en un
jardín.
Estos pensamientos eran habituales en la antigüedad griega y en el mundo iranio.
Cuando reina la Justicia", decía Hesíodo, "la ciudad florece, el pueblo brilla, hay paz y
prosperidad, los robles de las montañas están llenos de bellotas y miel, y los rebaños
cargados de vellón". La mirada del soberano iranio se extiende a las nubes que nos dan la
lluvia, a los valles que se cubren de cosechas y flores, a los animales que viven en paz y
seguridad, como en la edad de oro perdida de Yima. Durante el reinado de Cosroe I",
escribió Firdusi, "se decía que las lágrimas de las nubes eran agua de rosas, y que ya no
había sufrimiento ni necesidad de médico. El agua caía sobre las flores en el momento
propicio, el cultivador nunca sufría por la falta de lluvia: los valles y las llanuras estaban
cubiertos de flores, casas y palacios; el mundo estaba lleno de verduras y ganado, los
arroyos parecían ríos y las flores de los huertos las Pléyades'.
La Ítaca de Odiseo a la vuelta de su viaje no es una nueva edad de oro, como la que
Hesíodo imagina al comienzo del nuevo ciclo; tampoco es una de las muchas islas utópicas
que la imaginación ha dispuesto en el extraño islote del universo. Conocemos la edad de
oro de la Odisea: los cíclopes, la cueva y el queso de Polifemo. También Scheria está
aislada o destruida: ningún barco devolverá jamás a Ulises al mundo intermedio, con su
tiempo múltiple, el placer, el juego, la danza, los colores, la levedad, los dioses caminando,
visibles, entre los feacios. Las puertas de los otros espacios están cerradas. El país de la
vejez de Ulises es Ítaca, una isla real, con sus montañas y sus bosques, que ocupa un
espacio preciso en el mapa, cerca de Dulichio, Same y Zakynthos. Allí reinan el tiempo, el
límite, la medida, la enfermedad y la muerte. Si los dioses aparecen allí, lo hacen
enmascarados. Cuando los habitantes abandonan la tierra, el Hades les da la bienvenida,
con sus sombras incruentas y sin voz: no es el inalcanzable Campo del Elíseo. A pesar de
las inquietudes, las paradas, los viajes a las tierras de la imaginación y la magia, la Odisea
nos enseña a aceptar la realidad tal como es: Ítaca. Ningún otro libro de Occidente posee
esta fuerza grandiosa. No sabemos si el "segundo Homero" acepta la realidad con alegría o
con un secreto pesar por los mundos posibles que hemos perdido: la mítica isla de Calipso,
la Edad de Oro, la tierra intermedia de los feacios. Hasta el final, la Odisea sigue siendo
impenetrable.
En Ítaca, la vida es próspera y feliz: hay perales, higueras, vides, olivos, parterres,
que morirán y serán sustituidos por otros perales, higueras, vides y olivos, según el ciclo de
la naturaleza. La naturaleza impone su ritmo al hombre: igual que ayer Laertes tuvo su
estación, hoy Ulises tiene la suya, y mañana Telémaco ocupará su lugar. Si queremos
conocer el futuro, nos lo revelan esos trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras,
cincuenta hileras de viñas; y las manos del niño, siempre igual siempre distinto, que
aprenderá de su padre a nombrar y amar los árboles. Este retorno cíclico nos consuela de la
muerte, aunque no exista el Campo del Elíseo. Así, la Odisea nos ofrece, como un cuento
de hadas, su final feliz: Hermes no puede permitir que el poema, que hizo crecer como una
planta en el corazón del "segundo Homero", termine con las sombras de la muerte y la
tragedia.
En la futura Ítaca, Ulises contará muchos cuentos. Cuando se canse de ejercer su
don de rejero, multiplicando el trigo y la cebada, los rebaños y los peces, cuántos cuentos
contará a Penélope, a Telémaco, a Eumeo y a los huéspedes que atraquen en el puerto de
Ítaca. Todas sus historias estarán llenas de horrores, de masacres, de viajes, de magia: no
dejarán conciliar el sueño: tendrán un final feliz; y, tal vez, serán "historias mentirosas",
porque no es seguro que Ulises abandone la vieja manía. Ya ha domado la fuerza huidiza
que le ha arrastrado durante tantos años: es feliz, y su felicidad se extiende y multiplica por
los pueblos que acogen su justicia. Pero el "segundo Homero" no puede representar esta
felicidad terrenal, que sabemos cierta y real: la insinúa con muy pocos adjetivos; seguirá
siendo siempre una profecía pronunciada y oída en el Hades, un signo invisible del futuro.
Casi siempre, los héroes griegos mueren jóvenes: como Aquiles, que no puede
consumirse, pero se quiebra en su plenitud. Ulises muere viejo, tal vez muy viejo: "agotado
por la brillante vejez". ¿Cómo muere? Queda el último misterio, el definitivo, con el que el
"segundo Homero" sella una historia llena de secretos revelados y ocultos. ¿Se apodera la
muerte de Ulises "desde el mar"? ¿O viene "del mar"? Si lo atrapa "lejos del mar", el
significado es sencillo: el rey ya no navega, permanece en Ítaca y muere en su palacio. Si,
por el contrario, la muerte llega "fuera del mar", el texto es casi incomprensible, según el
lenguaje profético de Tiresias. No hay que imaginar nada violento ni dramático: ninguna
herida de lanza, ninguna picadura de un animal marino, como creían los últimos lectores de
Homero. La muerte de Odiseo es "dulce", como la mano de Afrodita. Tal vez una ola lenta,
inmensa y suave de ese mar, por el que tanto viajó Ulises y al que tanto amó y odió, alcanza
la orilla, el puerto de Forcus, el olivo de hojas finas, la cueva de las Náyades, y se lleva,
para siempre, al hombre lleno de color y dolor. Tal vez sea un regalo de Poseidón, el dios
reconciliado.
NOTA
P.C.
Parte uno
Himno a Apolo 30-90; Andrew M. Miller, De Delos a Delfos , Brill, Leiden, 1986.
Hesíodo, Teogonía 405-408.
Himno al Apolo 67, El . XXII 418, Od . XX 370 ss., Od . el 7; Marcel Detienne,
Apollon le couteau à la main , Gallimard, París, 1998; comentario sobre el Himno a Apolo ,
en Homeric Hymns , editado por Giuseppe Zanetto, Biblioteca Universal Rizzoli, Milán,
1996.
Himno a Apolo 90-119; Od . VI 162-167.
Calimaco, Himno a Delos 249-254, 260-263; Himno al Apolo 139.
Callimachus, Hymn to Delos 35-54, 191-193; Hesíodo, Teogonía 409; Igino, Myths
53 and 140, editado por Giulio Guidorizzi, Adelphi, Milán, 2000; Apollodoro, Los mitos
griegos , editado por Paolo Scarpi, Valla-Mondadori, Milán, 1996, I 21; Marcel Detienne y
Jean-Pierre Vernant, Les ruses de l'intelligence. La métis des Grecs , Flammarion, París,
1974, pp. 248 y ss.
Apolonio Rodio II 669-675; Píndaro, prosodio 1.
el . 43-52.
el . XVI 786-807.
el . IX 497; el . XXIV 41; el . XVI 33-35; Jenny Strauss Clay, La ira , pág. 181.
el . IX 182-189; Carlo Diano, Forma y acontecimiento , Marsilio, Venecia, 1993;
sobre el lenguaje oral de Aquiles, Richard P. Martin, The Language , cit., pp. 146 y ss.
Como observa Giuseppe Zanetto, quizás Patroclo se esté preparando para hacerse cargo del
canto de Aquiles ( Il. IX 191).
el . XVI 97-100; el . XVI 29-35.
el . XVI 7; el . XVIII 318-319; el . XXIII 222.
el . IX 496-526; el . XIX 270. Sobre Áte : Chantraine I, p. 3 ( aáo ); Léxico I, págs.
10-12 ( aáo ), I, págs. 6-8 ( áate ).
el . XVIII 79-82; el . XVIII 9-11; II XVIII 107-110.
el . XVIII 56-57.
el . XXIV 128-130.
el . XXIII 99-101.
el . XXIV 1-5.
el . XXI 184-185.
el . XX 495-503.
el . XVIII 205-206; el . XVIII 207-214; el . XXII 25-32; sobre las imágenes del
fuego de Aquiles, Maria Grazia Ciani en Iliade , UTET, Turín, 1998, pp. 37-38.
el . XXIII 145-156.
el . XVI 852-854; el . XXII 358-360.
el . XXIV 477-479; el . XXIV 506.
el . XXIV 480-484; sobre la purificación y la expiación en el pasaje: Ilíada VI, pp.
322-23.
el . XXIV 509-512.
el . XXIV 525-551.
Od . XVIII 130-142; Himno a Deméter 147-149.
Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 64 (en Obras , cit.); Od . XIX 394-398.
Od . 1, Od. X 330; Od . III 163, Od . VII 168, Od . XIII 293, Od . XXII 115, 202,
281.
Od . VIII 223-228.
el . IX 225-306, 677-692.
Léxico II, pág. 1015 ( teatros ).
Esquilo, Euménides 738.
Walter F. Otto, Los dioses , cit., pág. 68.
Od . 196-98; el . XXIV 340-342; Od . V 44-46.
Od . 106-112, 224-229.
Od . XXI 295-302.
Sobredosis. II 181-182.
Sobredosis. II 266, 324, 331, Od . XXIII 31 ( hiperenoréontes ); Od . II 310, Od .
XV 315 ( hiperfialoi ); Od . I 368, Od . IV 321 ( hiperbion hýbrin ) .
1 de . I 115, 196-199, 241-244; Od . I 161, 163, 166, 175, 177, 218-219, 233, 239,
243.
Odisea I, nota a I 207-209; Od . III 123-124; Od . I 215-216; WJ Woodhouse, La
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Od . III 240-242.
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Od . II 1-13; el . II 50-53, Od . II 442-444, Od . IV 308-310.
Od . II 40-81; el . 1 245-246.
Od . II 260-269.
Od . XIII 422-423.
Telémaco y el Dios Desconocido: Od . I 323, 420; Od . II 262, 297, 372; Od . III 27.
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el . III 151-160.
el . VI 357-358.
el . III 65-66.
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Od . IV 501-569.
Od . IV 259-264.
Od . IV 141-145; Od . IV 220-230; Od . IV 278-281; Od . XV 172-178, El . III 236-
244; Himno a Apolo 161-164.
Od . IV 81-89, 126-132, 227-232, Od . III 301-312.
el . XVII 4-6.
Od . IV 45-46, Od . VI 84-85. Linda Lee Clader, Helen , cit., págs. 57 y ss.
Od . IV 97-104; Od . IV 174-180; W. S. Anderson, Calypso and Helysium , en
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Od . IV 120-136.
Od . IV 140-150.
Od . IV 183-198, 207-213, 236-237.
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Od . IV 274-275.
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cit., págs. 160-61.
Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, Les ruses , cit., págs. 56, 112, 250.
Od . IV 597.
Od . XV 156-159.
Segunda parte
Od . VI 14-133.
Od . VII 154, Od . XI 333.
Od . VII 135-154; Odisea II, nota sobre VII 50-51; Siegfried Besslich, Schweigen ,
cit., pág. 143; Wilhelm Mattes, Odysseus bei den Phäaken , Konrad Triltsch Verlag,
Würzburg, 1958, p. 141; Od . VII 154, Od . XI 333.
Od . VII 196-198.
Od . VII 237-239.
Bernard Fenik, Estudios , cit., págs. 7 y ss.; Uwe Hölscher, Die Odyssee , cit., págs.
70 ss.
Od . VII 311-315.
Od . VIII 63-82; Odisea II, nota sobre VIII 75, 79-81; Gregory Nagy, Le meilleur ,
cit., págs. 40 y sigs.; Georg Danek, Epos , cit., págs. 150-56.
Od . VIII 83-103.
Od . IX 203-260; Od . XII 184-194; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 5 y ss.;
Wilhelm Mattes, Odysseus , cit., págs. 119 y ss.
Od . VIII 256-265; Massimo Vetta, Poesía y coloquio en la antigua Grecia ,
Laterza, Roma-Bari, 1995, p. LII; Norman Austin, Archery , cit., pág. 160; Odisea II, nota
sobre VIII 256-384.
Od . VIII 266-366.
el . I 599-600.
Od . VIII 335-342; Charles Segal, Cantantes , cit., págs. 205 y sigs.; Walter Burkert,
Das Lied von Ares und Aphrodite , en «Rheinisches Museum» CIII 1969, pp. 130-44; Theo
Reucher, Der unbekannte Odysseus , Francke Verlag, Berna-Stuttgart, 1989, p. 100.
Od . VIII 344-358.
el . XIV 159-351.
Od . VIII 487-494.
Od . VIII 499-522; Wilhelm Mattes, Odysseus , cit., pág. 99
Od . VIII 522 ( teketo ), Od . XIX 204-209.
Od . IX 2-11.
Od . VIII 491; el . II 484-492.
el . IX 673, Od . XII 184 ( poliainos ); Odisea III, Nota XII 184.
Franco Ferrucci, El asedio y el regreso , Mondadori, Milán, 1991, p. 81.
Od . X 31-45.
Hesíodo, Teogonía 27-28; Simon Goldhill, The Poet's Voice , Cambridge University
Press, Cambridge, 1991, págs. 54-56.
Od . XI 363-366; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 149 y ss. (cf. Od . I 6-9, 68-
69, Od . II 19-20, Od . XX 19-20, Od . XXIII 248-284).
Od . XXIII 310-337.
Od . XI 363-369, Od . XVII 518.
Od . X 16, de . XII 35, Od . decimocuarto 509.
Od . XII 450-453.
Od . 1 351-352.
Hesíodo, Teogonía 27, Od . XIX 203.
Od . IV 597-598, Od . XV 399-400.
Od . XI 334, Od . XIII 2, Od . XIV 387, Od . XVII 514, 521.
el . XXIV 343-344, Od . V 47-48.
Od . XI 373, Lexikon I, págs. 207-208 ( athesfatos ).
Eric R. Dodds, Los griegos y lo irracional , La Nuova Italia, Florencia, 1978, p. 80.
G. Aurelio Privitera, L'aristia , cit., pp. 40-41.
Od . IX 447-457.
Od . IX 475-505; Odisea III, nota a IX 475-479; Hubert Schrade, Götter und
Menschen Homers , Kohlhammer, Stuttgart, 1952, p. 252.
Od . IX 528-535.
Od . X 1-75.
Od . XXII 411-412.
Od . X 80-132.
Od . X 68 ( áasan ), Odisea III, nota en X 68-69.
Od . XII 3-4. Según Paula Philippson ( Die vorhomerische und die homerische
Gestalt des Odysseus , en «Museum Helveticum» IV 1947, pp. 276 ss.), Gregory Nagy ( Le
meilleur , cit., pp. 247-48) y Douglas Frame ( The Myth of Return in Early Greek Epic ,
Yale University Press, New Haven, 1978, pp. 48-49), la isla de Eea está situada tanto en el
extremo este como en el extremo oeste. Od . X 141, 146-150, 194-197, 210-211, 221-223,
252-255, 275.
Od . X 135-139; Károly Kerényi, Hijas del Sol , Bollati Boringhieri, Turín, 1991.
L'épopée de Gilgamesh , trad. fr. de Jean Bottéro, Gallimard, París, 1992, pp. 127-
30.
Apolonio de Rodas, III 477-478, 528-533, IV 662-682, 727-729; Ovidio,
Metamorfosis XIV 403-415.
Od . X 136, Od . XI 8, Od . duodécimo 150.
Od . X 301, Himno a Afrodita 188-190.
Od . X240, 493.
Od . 141.157.
Od . X 277-306, El . XXIV 347-348. El pasaje es controvertido: Alfred Heubeck (
Odisea III, nota a X 374-379) resume la antigua opinión, según la cual los cuentos de
Ulises se escribieron originalmente en tercera persona; Georg Danek ( Epos , cit., p. 202)
supone que Hermes dijo su nombre, y que Ulises, en la historia a los feacios, no relata este
pasaje.
Od . X 281-288.
Odisea III, nota a X 302-306; Hugo Rahner, Griechische Mythen in christlicher
Deutung , Rhein-Verlag, Zürich, 1957, pp. 164-96.
Od . IX 508-512, Od . X 330-332.
las lágrimas: ay . X 201, 209, 247-248, 398-399, 409-415, 418, 454, 496-499, 567.
Od . IX 32; Od . VIII 446-448; RB Onians, The Origins , cit., p. 447.
Léxico II, págs. 197-98 ( daimonios ).
Od . XI 226.
Od . X 501-502; Od . XII 21-22.
Apolodoro, Los mitos griegos , cit., II 123-124, Epitome I 24.
Heracles en el Hades: Od . XI 601-612, 626; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., II
123-126.
Od . XI 11-13, Od . XII 1-2; Jean Rudhardt, Le thème de l'eau primordiale , cit.,
passim.
Od . XII 62-65.
Od . XI 14-19.
sobre álamos: Walter Burkert, The Greeks , cit., p. 425. Sobre los sauces: Od . x510;
Plinio, Naturalis Historia XVI 46, 110; Eliano, Historia animalium IV 23; Hugo Rahner,
Griechische Mythen , cit., págs. 245-54.
Hipócrates, De victus ratione 4, 92; Inscriptiones Graecae II 2 3661, II/III (2) 3661
(Peek n. 879); 1 Cor , 15, 36 ; Juan , 12, 24 .
Od . IV 561-569.
las almas: El . XXIII 65-68, 99-102, Od . X 493-495, 521, 536, Od . XI 29, 43, 206-
208, 213, 219-222, 393-394, 475-476, 602; Walter Burkert, Los griegos , cit., págs. 297-
305, 399-419; RB Onians, The Origins , cit., págs. 84 y ss.; Jean-Pierre Vernant, Entre
mythe et politique , Seuil, París, 1996, pp. 388 y ss.
la voz: ay . XI 43, 633; Od . XXIV 5-9.
Erwin Rohde, Psyché , Payot, París, 1952, p. 46; Od . XI 569-571.
Karl Reinhardt, Tradición , cit., págs. 92-112.
Od . XI 43, 633.
II XX 60, 64-65.
Odisea III, nota a XI 568-627.
Od . XII 210-220.
Od . X 516-537, Od . XI 24-50.
Píndaro, Nemee I 60-62; Apolodoro, Los mitos griegos , cit., III 69-72; Calimaco, El
lavamiento de Palas 73-130.
Od . X 539-540, Od . IV 389-390.
Od . X 493-495, Od . XI 90-99; RB Onians, The Origins , cit., p. 84.
Od . XI 100-137.
Od . II 172-176.
Od . XI 141-224.
el . XXIII 97-101; Virgilio, Eneida VI 700-702 (ver II 792-794); Dante, Purgatorio
II 76-81.
Od . XI 387-464; Odisea III, nota a XI 422-426; el . IX 588; Himno al Apolo 340.
Od . XI 467-540; Il. XIX 216.
Eurípides, Ifigenia en Aulis 1250-1251; Roberto Calasso, La boda , cit., p. 130.
el . IX 408-409.
Cedric H. Whitman, Homero , cit., pág. 309.
Eurípides, fr. 63 Nauc.
Jean-Pierre Vernant, Mito y sociedad en la antigua Grecia , Einaudi, Turín, 1981,
pp. 131 y ss.
Od . XI 630-635; Píndaro, Decima Pitica 48; Jean-Pierre Vernant, L'individu, la
mort, l'amour , Gallimard, París, 1989, pp. 121 y ss.
sobre los nombres de las sirenas: Apolodoro, Los mitos griegos , cit., p. 665.
Suetonio, Vida de Tiberio 70; Piero Boitani, Tras las huellas de Ulises , il Mulino,
Bolonia, 1998, p. 14
Od . XII 39-54, 158-194, 184, 188, 191, Il . IX 673, El . X 544, El . XIX 219, El .
III 89; Pietro Pucci, La canción , cit., págs. 1-9; ligurá , lígeia : Od . XII 44, 183, Od . VIII
67, Od . XXII 332, Od . XXIV 62, Himnos XIX 19, 24; melígerys , meílichos , meilíchios :
Od . XII 187, Hesíodo, Teogonía 84, 92, Himno a Apolo 519.
Od . XII 40, 44 ( thélgein ).
Platón, Fedro 259b-c.
Apolonio Rodio IV 901-902.
Od . XXIII 326; Roger Caillois, Les démons du midi , en «Revue de l'Histoire des
réligions» 1938, p. 65, nota 116.
Od . XII 41, Od . x282.
Od . XII 52, 188. Sobre los efectos del canto: Charles Segal, Singers , cit., pp. 100 y
ss.; Lillian Eileen Daherty, Sirens, Muses and Female Narrators in the Odyssey , en The
Distaff Side , editado por Beth Cohen, Oxford University Press, Nueva York, 1995, pág. 84.
la calma del viento: Od . XII 168-169 ( koímese ); Pietro Pucci, Ulysse Polutropos ,
cit., pág. 290; Hesíodo, Catálogo de Mujeres , fr. 28 (en Obras , cit.); Roger Caillois, Les
démons , cit., pág. 166, nota 115.
Apolonio Rodio IV 905-916.
Od . XII 179 ( peîrar y peiráo ); Chantraine II, págs. 870-71 (pero cf. Liddell-Scott
sv peîrar ).
Od . XXIII 326.
Od . X 104-115, Od . XII 127-141.
Esquilo, Los siete contra Tebas 719.
Od . XII 73-100, 201-233.
Od . XII 128-133; Gregory Crane, Calypso , cit., pág. 144; Norman Austin, Archery
, cit., pág. 130; Aristóteles en Eruditos de la Odisea XII 128-129.
Od . XII 271-276.
Od . XII 295.
Odisea III, nota XII 330-331.
Od . XII 338, 372 ( koimésate ).
Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, La cuisine , cit., pp. 240 ss.
Bernard Fenik, Estudios , cit., págs. 210 y ss. Sobre el cegamiento: Od. XII 372 (
aten ). Para atasthalía y atásthalos : Od . I 7 (los compañeros), 34 (Egisto), al menos Od .
XVII 588, Od . XX 370 (los pretendientes).
cuarta parte
Od . XIII 79-80.
Uwe Hölscher, Die Odyssee , cit., pág. 275; Charles Segal, Cantantes , cit., págs. 47
y ss.
Hesíodo, Teogonía 759-766.
Od . V 476-493, Od . XIII 102-103, 122, 346, 372.
Sobredosis. XIII 194-196, Od. IX 21-29; Lexikon I 544 ( aloeidés ); Sobredosis. VII
15, 143; Jean-Pierre Vernant, Ulysse en personne , en Françoise Frontisi-Ducroux y Jean-
Pierre Vernant, Dans l'œil , cit., p. 17, nota 3.
Bernard Fenik, Estudios , cit., p. 36.
Od . VII 19-20, Od . XIII 316-319. No creo que Ulises reconociera a la diosa en
Scheria, como nos quiere hacer creer, atribuyéndose un conocimiento retrospectivo.
Od . XIII 222-225; Od . XIII 288-289, Od . XVI 157-158; fórmula también
atribuida a la nodriza de Eumaeus en Od . XV 417-418.
Od . XIII 293-300; Herbert Eisenberger, Studien zur Odyssee , Franz Steiner Verlag,
Wiesbaden, 1973, p. 218; Paula Philippson, Die vorhomerische , cit., pág. 10
Me permití, por una vez, cambiar la hermosa traducción de G. Aurelio Privitera.
Odisea I, pág. LXXX.
Sobredosis. XIII 313.
Roberto Calasso, La boda , cit., pp. 363 y ss.
Od . III 220-222.
Od . XXII 407-416; Karl Reinhardt, Tradición , cit., págs. 68 y ss.; Hubert Schrade,
Götter , cit., págs. 255 y ss.
el . IV 517-531.
el . XVII 354-425.
el . XIV 393-401.
el . VIII 306-308; el . IV 480-488, El . XVII 47-60.
el . XII 278-286, El . VIII 555-559.
el . XIII 492-493, El . IV 275-279, 452-455.
Od . XXII 431-432, Od . XXIII 16-19.
Od . XXIII 62-67, 73-82.
Od . XXIII 218-224; Norman Austin, Archery , cit., págs. 236 y ss., Ann Amory,
The Reunion , cit., págs. 218 y ss.; Siegfried Besslich, Schweigen , cit., págs. 95 y ss.
Od . XXIII 85-107; Siegfried Besslich, Schweigen , cit., págs. 91 y ss.
Od . XXIII 96-103; Od . XXIII 100 ( tetleóti thymö ), Od . XXIII 97, 230 ( apénea
); Od . XIX 211-212.
Odisea VI, nota a XXIII 97-103; Bernard Fenik, Estudios , cit., págs. 50 ss.
Od . XXIII 107-110; Adolf Köhnken, Die Narbe des Odysseus , en «Antike und
Abendland» XXII 1976, pp. 109 y ss.
Od . XIX 250, Od . XXIII 206; Léxico II, págs. 565-66 ( empedos ).
Od . XXIII 111-116.
Herbert Eisenberger, Studien , cit., pág. 305.
Odisea V, nota a XXIII 141-152.
Od . XXIII 156-162, Od . VI 230-235; Siegfried Besslich, Schweigen , cit., págs. 94
y ss.
Odisea VI, nota a XXIII 165.
Od . XXIII 166, 174 ( daimoníe , daimóni ), Lexikon II, pp. 197-98.
Od . XXIII 174; Odisea VI, nota a XXIII 174-176.
Od . XXIII 177-180.
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Fidelity in Homer's Odyssey , en The Distaff Side , cit., págs. 117 y ss.
Od . XXIII 188.
Od . XXIII 187-204.
Od . XXIII 209-214.
Od . XXIII 233-239; Odisea VI, nota a XXIII 233-239.
Od . XXIII 241-348; Od . XXIII 300-301 ( etarpéten – terpésthen ); Georg Danek,
Epos , cit., págs. 458 y ss.
Od . XXIV 194-198.
Od . IX 20, Od . VII 73-75.
Od . I 188-193, Od . XI 187-196, Od . XVI 138-145.
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Odisea VI, nota a XXIV 315-317.
Odisea VI, nota a XXIV 304-306; Georg Danek, Epos , cit., págs. 493 y ss.
Od . XXIV 315-317, El . XVIII 22-25.
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Od . XIX 109-114.
Od . XXIV 345-346, Od . XXIII 205-206.
Od . XXIV 351-352.
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316, 8-10 : El . IV 163-165, El . VI 447-449.
Od . XI 121-137, Od . XXIII 249-284; Uwe Hölscher, Die Odyssee , cit., pág. 62;
Herbert Eisenberger, Studien , cit., pág. 172; William F. Hansen, El último viaje de Odiseo ,
en «Quaderni Urbinati di Cultura Classica» XXIV 1977, pp. 27-48; John Peradotto,
Profecía Grado Cero , en Oralidad, cultura, literatura, discurso , editado por Bruno Gentili
y Giuseppe Paioni, Edizioni dell'Ateneo, Roma, 1985, pp. 429-59.
el . II 205; Od . XIX 109, 364 ( theoudés ), Lexikon II, p. 1015.
Hesíodo, Trabajos y Días 225-237.
Jean-Pierre Vernant, Mito y pensamiento , cit., p. 82.
Od . XI 136-137.
Od . XI 134 ( ex alós ); Odisea III, nota a XI 134-137; Georg Danek, Epos , cit.,
págs. 225-28.
Od . XI 135, El . V 337 ( ablecros ); Apolodoro, Los mitos griegos , cit., Epitome
VII 36; Hyginus, Myths , cit., p. 90, notas 638-39.
Índice
Frontispicio
Colofón
LA MENTE COLOREADA
Prólogo
La Odisea
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Nota
Lista de siglas
Lista de citas y referencias bibliográficas