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Que Él Crezca y Yo Mengue

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Que Él crezca y yo mengue

Serie «Dios y Hombre»

Tema: Un llamado a mirar a Cristo para que Cristo crezca en nosotros.


Texto bíblico: Juan 3:22-36

Introducción
En los versículos anteriores Jesús había hablado con Nicodemo sobre el nuevo
nacimiento y Juan explicó acerca del propósito redentor por medio de la muerte
de su Hijo y del llamado a creer en él para obtener vida eterna. Estos
acontecimientos tuvieron lugar durante la fiesta de la pascua. Después de esto
(los acontecimientos relatados en 2:13-3:21 mientras Jesús se encontraba en
Jerusalén durante la fiesta de la pascua) el Señor va hacia Judea y allí estuvo
bautizando. Algunos discípulos de Juan discutían, al parecer, con algunos
líderes religiosos sobre la purificación. Quizá estos rituales de purificación a los
que alude Juan aquí sea el mismo bautismo de Juan el bautista quien también
bautizaba en Enon, probablemente un amplio valle ubicado al oeste del jordán.
Si esto es cierto, parece que algunos judíos discutían sobre porqué Jesús
bautizaba al mismo tiempo que Juan el bautista lo hacía. De ser así esto
explicaría por qué los seguidores de Juan el bautista le preguntan acerca de este
asunto. Al parecer los discípulos de Juan se indignaron no solo que Jesús
bautizara, sino que tuviera más seguidores que el mismo bautista. Pero esta
indignación no provenía de alguna preocupación sincera, por cuanto el mismo
Juan ya había testificado de la identidad de Jesús. Su rechazo al ministerio de
Jesús provenía de los celos y envidia de sus corazones. Y es muy probable que
ni siquiera estuvieran velando por los intereses del mismo Juan, sino por sus
propios intereses, ya que, si la figura de Juan era opacada por la de Jesús, ellos
también serían opacados.
En una ocasión los discípulos de Jesús mostraron la misma actitud egoísta.
«Juan le respondió diciendo: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre
echaba fuera demonios, pero él no nos sigue; y se lo prohibimos, porque no nos
seguía.» (Mr. 9:38)
Aquí los discípulos de Jesús vieron aun hombre echar fuera demonios en el
nombre de Jesús y se lo prohibieron porque no andaba con ellos. Sin embargo,
más adelante vemos que Jesús los corrige y les dice que si este hombre estaba
haciendo la obra de Dios, entonces, no era un enemigo, sino un aliado.
Al igual que los discípulos de Juan y los de Jesús nosotros también hemos tenido
esta clase de celo o actitud envidiosa. Ej.
• Cuando vemos que una iglesia tiene más miembros que la nuestra
• Cuando vemos que el ministerio de otra persona tiene más éxito o
relevancia que el nuestro
• Cuando sentimos que otros están siendo tomados más en cuenta que
nosotros en la iglesia
Cuando somos consumidos por este tipo de celos a menudo reaccionamos
menospreciando la labor de otros, asumiendo que no viene de Dios o que
nosotros la pudiésemos hacer mejor. El problema es que la raíz de tal percepción
no es un celo santo por la obra de Dios, sino deseo egoísta de vanagloria.
La pregunta entonces, es ¿Buscamos la gloria de Cristo en lo que hacemos o la
nuestra?
• ¿Cantamos para ser escuchados y admirados o para que el nombre de
Cristo sea honrado?
• ¿Servimos para ser vistos o para ser instrumentos de Dios en el avance
de Su obra?
• ¿Predicamos para ser elogiados o para que la palabra de Cristo corra y
sea glorificada?
• ¿Defendemos la verdad por amor a la verdad o para parecer mejores que
otros?
La respuesta de Juan el bautista lejos de corresponder con el corazón de sus
discípulos es aleccionadora. Lejos de desacreditar a Jesús y alentar la envidia
de los discípulos Juan describe nuevamente su propia identidad frente a la
identidad de Jesús como el Mesías. Compara su ministerio con el de Jesús y
afirma la superioridad de Cristo sobre él.
La identidad y ministerio de Juan
La respuesta de Juan a sus discípulos demuestra una completa comprensión de
la naturaleza de su ministerio y de su verdadero enfoque como siervo de Dios.
En al menos cuatro frases específicas que están descritas en los vss. 27-30
podemos conocer la perspectiva que Juan tenía de sí mismo y de su llamado,
• Todo lo que he recibido me ha sido dado por Dios. «Respondió Juan y
dijo: No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo.» (vs.
27). Su ministerio y autoridad como profeta de Dios eran dones dados
por Dios mismo. Por lo tanto, no había lugar para jactarse ni mucho
menos para adjudicarse gloria personal.
«Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si
lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1Co.
4:7).
No hay gracia alguna que nos distinga delante de los hombres o cosa
buena que podamos hacer en la obra de Dios que sea inherente a nosotros
y no nos haya sido otorgada por gracia meramente por parte de Dios.
Todo cuanto somos y hacemos en el Señor es por su gracia. Por eso es
que aun en nuestros mejores actos de obediencia solo somos siervos
inútiles por cuanto hacemos solo que Él ya nos ha mandado (Lc. 17:9-
10) y porque es Él quien ha puesto en nosotros el querer como el hacer
(Flp. 2:13).
• Yo no soy el mesías, sino el enviado delante del Mesías. «Vosotros
mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy
enviado delante de él» (vs. 28). Juan entendía que su misión era la de
preparar el camino del Señor. No había en él otro enfoque más elevado
que este: Preparar el corazón de los hombres para la venida de Cristo y
anunciarles «...He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo» (Jn. 1:29).
Juan no se autodenominaba como el Mesías (aunque muchos lo veían
como tal) ni esperaba que lo identificaran como tal. Su misión era apuntar
al Mesías no ostentar una función a la cual el Señor no le había llamado.
Muchos hoy ostentan ciertas posiciones dentro del ministerio y otros
tantos, aspiran que los eleven a altas posiciones. No obstante, no hay cosa
mejor para un ministro fiel que ser llamado siervo de Dios y nada más.
Comprender nuestro rol en la obra de Dios evitará que usurpemos roles
que no nos corresponden y, además, que sirvamos con gozo en lo que sea
que Dios nos haya puesto sabiendo que de esa manera estamos
contribuyendo para sus santos propósitos.
«Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre
vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino
que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios
repartió a cada uno.» (Ro. 12:3)
• Yo soy el amigo del esposo. «El que tiene la esposa, es el esposo; mas
el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de
la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido.» (vs. 29). Aquí
Juan usa la analogía de una boda para ilustrar su relación con Cristo. En
la Antigüedad, cuando un hombre y una mujer se casaban los amigos del
novio lo acompañaban con gran gozo a la casa de la novia donde
celebrarían la fiesta de bodas. Así como el amigo del novio, lejos de sentir
envidia de su amigo, sino gozo abundante, así Juan, cual amigo fiel, se
goza abundantemente de que el novio haya llegado en búsqueda de su
novia.
El apóstol Pablo nos muestra una perspectiva similar en Filipenses:
«¿Qué, pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por
verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún.» (Flp.
1:18). Pablo se gozaba porque sus prisiones habían redundado en la
expansión del evangelio. Sin embargo, así como muchos predicaban el
evangelio con sinceridad, otros lo hacían por ganancia deshonesta. No
obstante, Pablo aun se gozaba al ver la grandeza que a unos y a otros él
usaba para el avance del reino.
Una cosa es tener celo por la verdad y defender el evangelio contra
aquellos que predican falsedades. Uno de los deberes del pastorado (así
como del resto de la iglesia) es precisamente velar por la sana doctrina.
Sin embargo, también es posible que nos encontremos muchas veces
desestimado y cuestionando la labor de muchos que sirven en la obra del
evangelio, aunque según nuestro criterio, no cumplen con las condiciones
para hacerlo. Ej.
o Iglesias que predican el evangelio, pero carecen de una doctrina
bíblica sólida.
o Predicadores itinerantes del evangelio que de pronto no tienen ni
el conocimiento ni el carácter. Hace tiempo le pregunté a un grupo
de jóvenes que hacían evangelismo “qué es el evangelio”. A pesar
de que no han recibido un equipamiento doctrinal amplio y preciso
y ciertamente había entre ellos algunos con un carácter
cuestionable, para mi sorpresa demostraron un entendimiento
correcto del evangelio. Eso fue suficiente para que fueran de casa
en casa a predicar. Es cierto que algunos no tienen el carácter y
muchos otros, no lo hacen con sinceridad. Pero no nos compete
juzgar las intenciones del corazón (1Co. 4:5), sino las acciones. Y
si algunos, para bien o para mal, predican a Cristo y su evangelio
y de una u otra forma sirven al Señor, debemos gozarnos por
cuanto eso demuestra que Dios es soberano y usa aun lo vil para
sus buenos propósitos.

• Él debe crecer y yo menguar. «Es necesario que él crezca, pero que yo


mengüe.» (vs. 30). La NTV lo traduce así: Él debe tener cada vez más
importancia y yo, menos. Lejos de promover su propia grandeza Juan
apela a que es necesario que Jesús crezca en importancia y no él. Juan
entendía bien su identidad como aquel que preparaba el camino del
Mesías. Su propósito era apuntar al Mesías y guiar a otros a creer en él.
No buscaba fama o exaltación, sino el cumplir con su llamado. ¡Qué gozo
más grande ver que su misión estaba cumplida y que aquel a quien tanto
esperaba al fin había llegado!
¿Es Cristo el que está creciendo en cada aspecto de tu vida? O ¿es tu ego
y pasiones las que gobiernan? ¿Es Cristo tu vivir (Flp. 1:21)? ¿Es el
anhelo más profundo conocer a Cristo y ser hallado en él (Flp. 3:8-9)?
Miren a Cristo y vallan a Él
Después de aclararle a sus discípulos que no era él a quien debían seguir Juan
les declara a quien debían mirar y obedecer. Aquí Juan nuevamente confirma la
identidad de Jesús como el Mesías y, por tanto, la necesidad de acudir a él para
vida eterna. Hay al menos cinco razones para que miremos a Cristo y le
obedezcamos:
• Cristo viene de arriba y habla lo que ha visto y oído. «El que de arriba
viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales
habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto
testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, éste
atestigua que Dios es veraz.» (vs. 31-33). Aquí Juan está nuevamente
testificando de la divinidad de Jesús y su procedencia celestial. Él se
compara con Jesús y da a entender que por cuanto Jesús viene del cielo,
es superior a todos, mientras que él proviene de la tierra y las cosas que
habla son terrenales. Si los discípulos de Juan debían creer sus palabras
por cuanto venían de Dios, cuanto más debían creer el testimonio de
Cristo el cual habla no ha visto y oído del cielo. Por tanto, sus palabras
son verdad porque vienen del cielo y el que cree en él testifica de la
verdad de Dios.
• Él ha recibido el Espíritu sin medida. «Porque el que Dios envió, las
palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida.» (vs.
34). Aunque muchos otros fueron enviados por Dios (eso incluye al
mismo bautista) ninguno se compara con Jesús en el oficio de profeta por
cuanto Jesús no solo habla la palabra de Dios, él es la Palabra de Dios.
Puesto que el testimonio de Jesús viene directamente de Dios, el que
recibe sus enseñanzas y afirma su verdad, afirma así la verdad de Dios
por cuanto Dios le dio el Espíritu Santo a Jesús en una forma
infinitamente abundante. Básicamente creer en Jesús es confirmar la
verdad de Dios. Por el contrario, rehusarse creer en Cristo es cuestionar
la verdad de Dios (cp. 1Jn. 5:10)
• Él es el que ama el Padre. «El Padre ama al Hijo» (vs. 35a). El Hijo es
superior a todos por cuanto él Padre lo ama en una forma más profunda
y abundante que ha todo lo creado.
• Él tiene potestad sobre todas las cosas. «y todas las cosas ha entregado
en su mano.» (vs. 35b). Cristo tiene autoridad sobre todas las cosas en el
universo. Por tanto, solo él gobierna y solo él puede dar salvación (cp.
Mt. 28:18).
• En Él tenemos vida eterna y libertad de la ira de Dios. «El que cree
en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá
la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.» (vs. 36). Puesto que Jesús
tiene toda potestad y sus palabras son verdad, el que cree en él no solo
afirma la verdad de Dios, sino que también tiene vida eterna. Aquí se
describe el creer no como una acción definida en el tiempo, sino como
una acción continua. Solo los que permanecen en continua fe en Jesús
tienen vida eterna. Pero aquel que rehúsa creer en Jesús no experimentará
la vida eterna, sino la ira de Dios. La palabra rehúsa significa
“desobedece”. Aquel que rehúsa creer en Jesús está desobedeciendo a
Cristo. No creer en Jesús es una acción de desobediencia por cuanto solo
por medio de él el hombre tiene vida eterna y porque creer en Jesús
significa seguirle y obedecerle. No basta solo con afirmar que Jesús es el
mesías, sino que el creyente debe seguir en pos de Cristo y obedecer sus
mandamientos (cp. Jn. 8:31). El resultado de desobedecer al Hijo es la
permanente ira de Dios. Juan no dice que la ira de Dios vendrá sobre él,
sino que permanecerá sobre él. Puesto que el hombre nace bajo la ira de
Dios, creer en Cristo lo libera de esa ira. Pero desobedecer el mandato de
creer en él, expone al hombre a esa ira bajo la cual ha estado desde su
concepción.
Conclusión
Por estas y muchas razones más no hay necesidad más grande para el hombre
que poner su mirada en Cristo, que creer en él y seguirle, que hacer de él su
anhelo más profundo y su meta más ardiente. Y de igual manera, no hay misión
más sublime y honorable para todo siervo de Dios que presentar a Cristo como
el único en quien hay salvación y vida eterna. No hay meta más grande para
todo predicador del evangelio que presentar a Cristo y nada más, que guiar a
otros a conocerle y servirle con amor y devoción plena.

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