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Los Principios de Beneficencia y Autonomía - Bis

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LOS PRINCIPIOS DE BENEFICENCIA Y AUTONOMÍA


1. ¿Qué son los principios?

Luego de haber reflexionado y analizado lo relacionado con la profesión, en la presente


unidad conoceremos los principios de la ética en orden a aplicarlos en el ámbito
profesional y humano.

En cuanto a este primer apartado ¿Qué son los principios?

Como usted puede ver, hay una idea clara: la ética profesional debe buscar los criterios
que nos permitan discernir entre las actuaciones aceptables y las que no lo son. Esos
criterios prácticos, que orientan nuestras acciones, proceden de unos criterios
superiores o principios que nos permiten orientarnos acerca de lo que es éticamente
bueno o no.

Definición de principios éticos: “aquellos imperativos de tipo general que nos orientan
acerca de qué hay de bueno y realizable en unas acciones y de malo y evitable en
otras”. Los principios éticos o morales no prescriben (ordenan, obligan a realizar)
actuaciones concretas de forma directa e inmediata, sino que indican los temas y
metas que hay que considerar a la hora de formular normas o reglas morales.

De este modo, Augusto Hortal hace una doble distinción:

- Principios éticos: son generales o universales y expresan los grandes temas y


valores a tomar en cuenta en el vivir y en el actuar.
- Normas: aplican los principios a situaciones concretas de la vida o de la
profesión, dicen cómo se debe aplicarse el principio.

Ejemplo de principio ético:

“Todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos”. Este es un


principio universal pues expresa el valor de la dignidad que posee todo ser
humano y orienta la acció n de toda persona o Estado.

Ejemplo de norma:

Art. 9. Las personas extranjeras que se encuentren en el territorio


ecuatoriano tendrá n los mismos derechos y deberes que las ecuatorianas,
de acuerdo con la Constitució n (Constitució n de la Repú blica del Ecuador,
2008).

Hay una conclusión importante de la definición de principio ético y es que “los


principios de la ética profesional formulan los grandes capítulos y los principales
criterios por los que se guía fundamentalmente la práctica profesional que quiere ser
ética”.
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De lo que hemos dicho hasta ahora hay que reconocer que la parte fundamental de la
ética profesional son: los VALORES, pues son aquellos que le dan fundamento y
contenido a los principios éticos y los que le dan la legitimidad a las normas y reglas,
tanto a las de índole moral como también a las jurídicas.

Hablar de valores es hablar de lo que caracteriza a la persona humana, de lo que la


hace valiosa y la perfecciona, es decir, de lo más propio y esencial de la persona. Para
hablar de valores hay que hablar, por tanto, de antropología, de la concepción de
persona humana. Dependiendo de la altura con que se conciba al ser humano, así de
elevado será el concepto de dignidad y de los valores.

En términos filosóficos, Fernando Rielo expresa diciendo que la persona está dotada de
cuerpo, alma y espíritu, pero no como tres ámbitos separados sino unidos, pues el
espíritu de la persona es un espíritu sicosomatizado e inhabitado por la divina
presencia constitutiva del Sujeto Absoluto. La persona es una unidad de todas sus
dimensiones y está unida y abierta al Sujeto Absoluto, de ahí que no solo sea
inmanencia (sujeto de sí misma), sino que tienda a la transcendencia (a ser más que sí
misma) y a la perfectibilidad (el estar en sí misma y su salir fuera de sí misma no es de
cualquier modo, es de un modo marcado por el amor).

Desde esta grandeza que posee el ser humano debemos concebir los valores que
perfeccionan al hombre.

Por otro lado, los principios de ética profesional que Augusto Hortal desarrolla son:
1. El principio de beneficencia.
2. El principio de autonomía.
3. El principio de justicia.
4. El principio de no maleficencia.

Todos estos principios tienen su origen en una de las éticas aplicadas o especiales
como es la bioética.
Empecemos a estudiar el primer principio, el de beneficencia.

2. El principio de beneficencia

En cuanto a la etimología de la palabra ‘beneficencia’, es un término latino que


procede de las palabras ‘bene’: bueno y ‘facere’: hacer. Nos quedaremos con las
acepciones que nos aportan el Diccionario de la RAE: “virtud de hacer el bien” (‘active
goodness’) y el Diccionario María Moliner: “beneficiar, favorecer, hacer el bien o ser
bueno para alguien o algo”. Despojémonos del sentido más común con que solemos
usar la palabra beneficencia, y es el que se asocia a las instituciones de caridad o a
actividades de ayuda social.

El sentido como vamos a usar la palabra ‘beneficencia’ es el de ‘hacer el bien’ a los


demás a través de la propia profesión. Y aquí hay un doble sentido que seguidamente
explicaremos: “hacer bien” nuestra profesión y “hacer el bien” a los demás a través de
nuestra profesión.
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2.1. La formulación del principio de beneficencia es:

“Hacer bien una actividad y hacer el bien a otros mediante una actividad
bien hecha”.

En esta clara explicación del primer principio que debe cumplir toda profesión,
destaquemos dos cosas importantes concatenadas entre sí:

1. Hacer bien la actividad profesional. El primer principio que debe regir


toda ética profesional es hacer bien la actividad profesional.
2. Realizar el bien (fin) de esa profesió n. Toda actividad profesional busca
alcanzar y realizar el bien (el fin) al que dicha actividad está
constitutivamente encaminada. Para ejercer bien la profesió n primero hay
que saber cuá l es el fin propio, legítimo de dicha profesió n.

A. Hortal afirma que el fin de cada actividad es el bien al que está ordenada dicha
actividad: el fin/bien del cocinar es hacer comida; el fin/bien de telefonear es
comunicarse con alguien lejano; el fin/bien de un aparato es que funcione
adecuadamente.
Si hablamos de las profesiones de cada uno de ustedes, ¿cuál sería el bien al que está
ordenada o dirigida su actividad profesional? Pensemos:
El bien que persigue y realiza la actividad del abogado es…
El bien que persigue y realiza la actividad del educador es…
El bien que persigue y realiza la actividad del psicólogo es…
El bien que persigue y realiza la actividad del comunicador es…
El bien que persigue y realiza la actividad del economista es
El bien que persigue y realiza la actividad del administrador es…
El bien que persigue y realiza la actividad del contador es…
El bien que persigue y realiza la actividad del director de orquesta es…
El bien que persigue y realiza la actividad del ingeniero informático es…

Como ejemplo, podríamos contestar que el bien que persigue la actividad del
educador es formar personas; el bien que persigue la actividad del sicólogo es tratar y
curar las enfermedades síquicas de las personas; el bien que persigue la actividad del
administrador es dirigir productivamente una empresa, etc.

Esta es la primera obligación moral de un profesional: realizar bien la actividad propia


de su profesión.

Este es también el criterio para juzgar si una cosa está bien hecha: en la medida en que
cumpla ese bien o fin propio. Y también es el criterio para juzgar a quien lo hace: un
buen educador es quien forma bien a las personas; un buen sicólogo es quien restaura
bien la salud síquica de los pacientes; un buen administrador es quien dirige eficaz y
eficientemente una empresa.

En definitiva, nos dice Augusto Hortal que debemos entender el principio de


beneficencia sobre todo como actuar en beneficio de los destinatarios de los servicios
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profesionales realizando bien lo que busca cada práctica profesional, es decir, el bien
constitutivo de cada práctica, no cualquier bien o fin.

2.2. Para ser un buen profesional hay que ser una buena persona

Ya hemos visto que cada actividad profesional persigue y realiza un bien, que es el fin o
razón de ser de esa actividad. Pero este bien hace referencia solo a una dimensión de
la vida del hombre: la profesional.

Podría darse el caso de que nos preocupemos de ser buenos en el ámbito profesional y
que no lo seamos tanto en el resto de ámbitos. Caeríamos en la paradoja de aquellos
profesionales que son buenos en su trabajo, pero son malos esposos o, malos padres,
malos ciudadanos. Y a la inversa, que alguien sea un buen esposo, padre, ciudadano,
pero que sea un mal profesional. ¿Es compatible obrar bien en algunas situaciones y
obrar mal en otras? ¿Se puede ser a la vez un buen profesional y descuidar a la familia?
¿O cuidar de la familia pero ser un mal profesional?

La respuesta nos la da el filósofo griego Aristóteles (s. IV a. de C).

Dicho filósofo afirma que hay una subordinación entre todos los bienes y fines que el
hombre realiza y persigue, de tal modo, que unos bienes se realizan porque nos llevan
a otros superiores. Por ejemplo, cocinamos para alimentarnos y gozar de una buena
salud que nos permita crecer, trabajar y vivir felices; hacemos una llamada de teléfono
o por skype para interesarnos por la otra persona y cumplir nuestra labor de madre,
padre, esposo o hijo; gerenciamos una empresa de lácteos para ofrecer alimentos
básicos a la población y también para generar un beneficio, sostener unos puestos de
trabajo y estimular la producción lechera de unas comunidades campesinas; y así
sucesivamente.

Esta concatenación de los bienes y fines que vamos persiguiendo y realizando nos lleva
a la pregunta por el fin o bien último por el que todo se hace y que se constituye en el
fin supremo, pues se quiere por sí mismo y no como medio para alcanzar un fin
superior. A este fin último Aristóteles lo llamaba ‘eudaimonía’, que quiere decir vivir
bien y actuar bien. El significado profundo de esa vida buena o de lo que es el bien es
lo que tenemos que descubrir. Más adelante lo desarrollaremos.

En definitiva el bien particular (el que se consigue en una determinada actividad


profesional) solo será un bien en la medida en que se integre o forme parte del bien
supremo, de ese fin último que es tener una vida buena, obrar el bien. Como dice
Augusto Hortal, “nada es verdaderamente bueno, éticamente bueno, si solo es bueno
es un aspecto restringido, si se absolutiza y aísla del bien supremo, si no se inscribe en
un proyecto de vida buena”. Y ya sabemos que una vida buena es una vida plenamente
realizada.

Dicho de otra manera, el criterio último para juzgar una actuación y el bien (fin) que
realiza es en la medida en que contribuye a vivir esa vida buena o vida en plenitud no
solo cada uno para sí mismo, sino por, con y para los otros.
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Aquí, estimado estudiante, tenemos una clave importantísima para discernir si nuestra
actuación profesional es buena: si nuestra manera de realizar nuestra profesión nos
ayuda a alcanzar ese bien o fin supremo, que es una vida buena y plena. Por ejemplo:
para una persona creyente, sea católica o de otra religión cristiana, una vida buena es
el amor a Dios y al prójimo, con todos los valores y virtudes que ello implica, sobre
todo la misericordia, el perdón, la humildad, la generosidad. Una buena actuación
profesional será aquella en la que la persona, a través de su profesión, practica estas
virtudes en su entorno laboral. Así pues, ya tenemos la respuesta a la pregunta inicial:
¿Se puede ser a la vez un buen profesional y descuidar a la familia? Rotundamente NO.

Ya hemos dicho que para que un bien particular sea realmente un bien debe insertarse
o contribuir al fin último que es una vida buena. No dedicar tiempo a la familia,
priorizar las cosas del trabajo, aislarse, no nos conducen a una vida buena ni a nosotros
ni a los demás. Por tanto, esas actuaciones, dedicar excesivas horas al trabajo, vivir
solo pensando en el trabajo, no son buenas. Pueden ser buenas en el aspecto
estrictamente laboral, en cuanto que realizan el fin de la actividad profesional, es
decir, esa persona logra ser muy eficaz en su trabajo porque se entrega ilimitadamente
a él y tendrá muy satisfecho su jefe, pero no son actuaciones éticamente buenas
porque no ayudan a esa persona a ser un buen padre y un buen esposo.

Como dice Augusto Hortal: “No es buen médico el que solo es médico; no es buen
profesional el que de tal manera apuesta unilateralmente por su propia profesión que
subordina todos los otros aspectos (económicos, familiares, espirituales, sociales,
etc…) a la propia profesión.”

¿O se puede cuidar de la familia pero ser un mal profesional? De igual modo hay que
decir un NO rotundo. Por la misma razón: el que es irresponsable, ineficiente y hace
mal el trabajo ni realiza bien lo que debe hacer ni realiza el bien o fin de esa profesión,
lo cual no está de acuerdo con una vida buena y plena.

En definitiva, nos dice Augusto Hortal que una acción será moralmente buena no solo
tomando en cuenta un ámbito de la vida, sino la totalidad de una vida que merezca ser
vivida y alabada como profundamente humana. Aquí surge, claro está, la cuestión de
definir qué es una vida “profundamente humana”.

2.3. ¿Qué es una vida buena y plena?

Si vamos a Augusto Hortal nos dice los distintos modos como se ha entendido la vida
buena o eudaimonía, al que se encaminan todos los bienes y fines que el hombre
persigue con sus distintos actos. Para unos consiste en la búsqueda del placer, para
otros consiste en la riqueza, para otros la vida política y sus honores, y para otros es la
vida intelectual o contemplativa. Hortal nos dice que la vida buena es una “vida en
plenitud”, pero no llega a definir qué significa: “En qué consista en general y en
concreto este bien supremo es una cuestión permanentemente abierta”. Justamente,
este es el debate central de la ética, definir qué es la vida buena.
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Ciertamente, tener claro esto es esencial. De cómo entendamos una vida buena y
plena dependerán los actos, decisiones y bienes que persigamos.

Ya hemos comentado más arriba el modelo antropológico del que partimos, que lo
sintetizamos en las bellas palabras de Fernando Rielo: “el hombre es sagrado para el
otro hombre”. Esto quiere decir que el hombre tiene la dignidad más elevada que
pueda tener la persona: la de ser hijo de Dios, creado por Él a su imagen y semejanza.
Desde la metafísica, Rielo explica esta dignidad de la persona humana describiendo la
capacidad que tiene todo hombre en su espíritu para elegir el bien, la verdad y la
hermosura, por medio de las estructuras espirituales que posee: creencia, expectativa
y amor, que en los bautizados quedan elevadas a fe, esperanza y caridad. Y el bien,
verdad y belleza en grado máximo es el Modelo Absoluto (el Dios trinitario cristiano o
el Dios unipersonal judío o musulmán), que es el que nos constituye como personas en
el momento en que crea nuestro espíritu, en el instante de la concepción, y lo inhabita.
Si lo máximo que podemos decir de Dios es que es amor, en el caso del hombre, por
ende, es también el amor lo que lo define y da sentido a todos sus actos y valores. Ese
amor absoluto, indicado por el mismo Cristo (“ámense como Yo les he amado”) es
entonces la medida y el contenido del bien, de la verdad y de la belleza.

Por tanto, la vida buena y el obrar bien no es algo difuso sino muy concreto: es el amor
divino que se ha encarnado en este mundo en la persona de Cristo. ¿Cuál es el
parámetro de una vida realmente plena, digna y profundamente humana?: la vida de
Cristo, y el humanismo que Él nos enseña.

Hablando del humanismo y de la ética que Cristo nos enseña, el pensador español José
María López Sevillano nos aporta una visión de gran lucidez:

“Estar en el humanismo de Cristo no es tener conciencia de estar bajo la ley,


bajo el dominio de la norma, angustiados con una ética cuya linde no
podemos traspasar. El humanismo de Cristo comienza donde termina la ley.
Los mandamientos, la ley del Talió n, el có digo de Hammurabi, el no hacer a
los demá s lo que no queremos que nos hagan a nosotros mismos, todo ello
es historia que define al mundo precristiano. El nuevo mandamiento de
Cristo, amar como É l ha amado, no tiene la medida de un humanismo
individualista, mezquino, sino que es el amor sin medida del humanismo de
Cristo, un humanismo que, rozando nuestro cuerpo, lo va resucitando;
tocando nuestra sicología, la va transformando; penetrando nuestro
espíritu, lo va sanando”.

2.4. Bienes intrínsecos y bienes extrínsecos

Hortal nos dice que hay que distinguir actividades (cualquier cosa que hacemos
persiguiendo cualquier fin) de prácticas (actividades cooperativas que persiguen bienes
intrínsecos, aquellos que solo pueden conseguirse mediantes esas prácticas). Las
profesiones son prácticas o pretenden contribuir con algún tipo de práctica. Dinero,
poder, prestigio, status se pueden conseguir de muchas maneras, mediantes distintas
actividades. Construir casas, enseñar, aplicar la justicia, curar, que son bienes
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intrínsecos, solo se puede hacer mediante la práctica responsable de esas profesiones.


Estas prácticas, por su relevancia, necesitan institucionalizarse y regularizarse, lo que
hace que generen, inevitablemente, una serie de bienes extrínsecos (dinero, poder,
prestigio, status), que en un principio no son malos. El problema es cuando los bienes
extrínsecos corrompen a los intrínsecos, es decir, los sustituyen, los subordinan, los
desplazan.

Este es el riesgo del corporativismo profesional: utilizar o manipular la profesión para


conseguir bienes extrínsecos. Es lo que llama Augusto Hortal “hacer trampas”. Se
ponen por encima los intereses económicos y de prestigio antes que los bienes propios
de la profesión, es decir, los bienes intrínsecos se ponen al servicio de los extrínsecos.

3. El principio de autonomía

El principio de autonomía tiene su origen en los inicios de la modernidad (fines del


siglo XVIII, con la Revolución Francesa de 1789), cuando se terminan los regímenes
políticos absolutistas y totalitarios y se proclama la primera generación de derechos
humanos: los civiles y los políticos (libertad de conciencia y pensamiento, libertad de
prensa, el sufragio universal, la separación de poderes), y el liberalismo económico. La
idea latente en todo ese pensamiento moderno es que “nada es verdaderamente
humano si es impuesto a los hombres por los otros hombres” y “la fe, la religión y la
moral son verdaderas y valiosas si son libremente elegidas o aceptadas”.

Kant es el filósofo que aplica estas ideas al ámbito de la moral. Afirma que la libertad y
la razón son propias de todos los seres humanos y fundamento de su dignidad, por lo
cual, la voluntad libre y racional del hombre es la única fuente de la ley moral. El
hombre es moralmente autónomo, no obedece a ninguna instancia externa, sino a su
propia voluntad racional que le convierte en legislador de sí mismo y en colegislador
junto con los otros hombres.

Por este principio de la autonomía moral, los seres humanos son morales en la medida
en que libremente se determinen a sí mismos mediante la razón. De este modo, si dos
personas se unen para pensar en lo que deben hacer y se atienen a lo que les dicta la
razón, y no sus inclinaciones, deseos, intereses, posición social, coincidirán plenamente
en una ley moral, que, por tanto, no se la imponen el uno al otro, sino que cada cual la
descubre y la acepta con su razón. Cuando las personas no coinciden es porque alguna
de ella se está guiando por esas preferencias, que no son racionales sino empíricas, es
decir, fruto de sus deseos o necesidades concretas e inmediatas.

Hortal nos dice que hoy el principio de autonomía se aplica para legitimar el
pluralismo, es decir, el conjunto de voluntades que discrepan entre sí pues cada una
defiende su propia arbitrariedad y forma de pensar. Por tanto, la autonomía en la vida
real eleva a canon (norma) la voluntad de cada uno, aunque no sea racional, haciendo
que ese acuerdo racional ideal, del que hablaba Kant, se convierta en que cada uno
puede hacer lo que quiera y aplicar los criterios que quiera en su ámbito de decisión.
De este modo, la autonomía racional deriva en una autonomía empírica que es la no
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interferencia en el ámbito de decisión de uno, siempre que no perjudique ni interfiera


en la correspondiente capacidad de los demás.

Resumiendo, el principio de autonomía se entiende como una no interferencia de


unos en las vidas, acciones y decisiones de los otros, salvo las interferencias que sean
expresamente deseadas o aceptadas por ellos. Este principio se basa, por tanto, en un
concepto negativo de libertad: ser libre (o estar libre) de las interferencias de los
demás o de lo que quieren los demás. La libertad de cada uno se ve en contraposición
o como amenaza de la libertad de todos los demás.

Por esta razón, dice Hortal, el principio de autonomía debe articularse, no tanto con el
principio de beneficencia, sino con el de no maleficencia, es decir, no hacer daño a los
otros. La aplicación práctica del principio de autonomía en el ámbito profesional es
claro: implica reconocer que el cliente o usuario de los servicios profesionales es
persona, sujeto de derechos, y sus opiniones, convicciones y derechos deben ser
respetados, informándole y pidiendo su consentimiento para cualquier acción.

De este modo, el principio de autonomía completa al de beneficencia porque “la vida


profesional no es solo hacer cosas buenas y cosas bien hechas, y así hacer el bien, sino
en hacerlo desde la interior implicación (convicción propia, autonomía) con el bien en
sí, con el fin en sí que es la propia persona y la persona de los demás.”

A continuación le invito a analizar el siguiente cuadro:

PRINCIPIO DE AUTONOMÍA

“Capacidad de realizar actos con conocimiento de causa, sin coacció n”

García Agustín & Edmundo Estévez (2002) Introducción a la bioética: Fundamentación


y principios. El sentido del deber es la base de la moral. Laurent-Michel Vacher,
Disponible en línea: http://www.bioetica.org.ec/articulo_bioetica.pdf [consultado:
26/01/2012]
Los autores indican lo siguiente:
 “Se lo ha definido como la autodeterminació n, vale decir la capacidad de actuar
con conocimiento de causa y sin coacció n externa”.
 Segú n Tristan Engelhardt emita la siguiente fó rmula: “no hagas a otros lo que
ellos no se harían a sí mismos y haz por ellos lo que te has puesto de acuerdo,
mutuamente en hacer”.

3.4. Relaciones entre beneficencia y autonomía

Solo vamos a detenernos en un aspecto. Se trata del paternalismo como punto de


fricción o conflicto entre los principios de beneficencia y el de autonomía. ¿Por qué?

El paternalismo es una desviación o manipulación de la beneficencia. Se da el


paternalismo cuando el profesional que sabe hacer bien una actividad para hacer el
bien a las personas adopta una actitud de superioridad y desigualdad frente al cliente
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o usuario de sus servicios, entablando una relación asimétrica. En una relación así el
punto de vista del cliente-usuario no cuenta, quedando este reducido a mero
destinatario.

Esta interacción asimétrica profesional-cliente puede ir desde una simple desigualdad,


hasta una relación de abuso, poder y dominación por parte del profesional respecto
del cliente.

Este paternalismo tiene su origen en la relación paterno-filial. Cuando el hijo es menor


de edad y no sabe lo que necesita ni lo que le conviene, “el padre decide por él y
puede legítimamente imponerle ciertas cosas y contra su criterio, por su bien”.
Ejemplo muy básico: buena conducta, hábitos de higiene, alimenticios, estudiar, etc...
El problema se da cuando el padre no permite que el hijo vaya tomando las decisiones
que ya está en condición de asumir y adopta una postura sobreprotectora con él, con
la que no le hace ningún favor al hijo. Del mismo modo, cuando el profesional impone
determinadas actuaciones al cliente-usuario, sin contar con su criterio ni con su
consentimiento, le está tratando como a un menor de edad, incurriendo en un
paternalismo que va en contra de la autonomía.

Claro está que hay un paternalismo justificado cuando por la edad u otros
impedimentos no hay autonomía en el cliente-usuario, y hay un paternalismo
injustificado cuando sí hay autonomía o cuando, aunque no la haya, el profesional no
es quién para determinarlo ni para suplantar a quien ostenta la tutela de la persona no
autónoma.

La clave para resolver el posible conflicto entre beneficencia y autonomía, y en


concreto para resolver el paternalismo, es que nadie está legitimado para imponer a
otros sus propias convicciones, ni para no respetar las ajenas.

Pero también podemos caer en una autonomía insensata e irracional pensando en que
cualquier convicción, por el hecho de que alguien la defienda, es igualmente válida y
razonable. Reivindicar la autonomía personal no es oponerse a todo lo que suene a
imposición ajena, sino sobre todo es educar el propio juicio moral acerca de los bienes
que hacen que la vida sea plena y digna de ser vivida.

En este punto Augusto Hortal nos invita a ser realistas y a reconocer que no todas las
personas, aunque seamos adultas, partimos en igualdad de condiciones: unos son más
autónomos que otros, unas veces somos más autónomos que otras. Hay muchas
personas adultas que viven en un servilismo, que se dejan manipular, y otros que
seducen y manipulan al resto. En nombre de la autonomía se pueden cometer o
permitir muchas actuaciones indignas. Hay veces que invocamos la libertad para
dejarnos dominar por caprichos y vicios propios o ajenos.

En definitiva, para que se dé la necesaria complementariedad entre beneficencia y


autonomía en la actuación profesional hay que tener en cuenta que:
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 No se trata solo de hacer el bien sino de contar con aquel que lo hace
y con aquel al que se pretende favorecer, con sus criterios y
convicciones acerca del bien. El bien impuesto a la persona adulta no
es bien moral, pues nadie puede sustituir a la persona en su tarea de
realizar su propia vida. El criterio ético lo debemos asumir y hacer
nuestro libremente.
 La autonomía se fundamenta en la necesidad de respetar a la
persona, sus derechos, criterios y decisiones, en virtud de la dignidad
que aquella posee. Pero la dignidad, a su vez, se basa en el bien en sí
mismo que es la persona. La autonomía está definida y orientada a la
promoció n y desarrollo de una vida plena y auténtica. Una actuació n
que en nombre de la autonomía atente contra la dignidad propia o
ajena, será una falsa autonomía, será una actuació n inhumana y
despersonalizante con la que no podemos transigir.

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