Lisa Marie Rice - The Italian
Lisa Marie Rice - The Italian
Lisa Marie Rice - The Italian
* *
Parecía como si las ocho nunca llegarían y luego llegaron demasiado pronto.
El timbre sonó cuando se estaba aplicando el rímel. Se apresuró a apagar las
luces y recoger su bolso de noche, y luego abrió la puerta.
Inmediatamente dio un paso atrás, aferrándose al borde de la puerta, los ojos
abiertos como platos.
Había cinco hombres armados, ninguno familiar. Un pelotón había sido
enviado a recogerla.
—Signora. —Uno de los oficiales se adelantó y taconeó ligeramente antes de
comprobar su bolso. No se había molestado en poner su móvil. Se lo quitarían
como hicieron la noche anterior.
El oficial tenía casi su altura e incluso podría haber sido de su edad, pero sus
ojos eran viejos y fríos. Le tomó la llave, cerró la puerta para ella y le entregó la
llave. Su rostro era rígido, desaprobador. Él había cerrado la puerta no por
caballerosidad sino por seguridad.
Se movían vigorosamente por las escaleras, Jamie en el centro de un círculo
de hombres armados, los dos últimos bajaban las escaleras hacia atrás con la
armas amartilladas. En la parte inferior de la escalera, el oficial guía extendió el
brazo.
Una mujer pelirroja con un vestido verde salió de las sombras y, acompañada
por dos agentes, se metió en un coche de policía, que se fue con los neumáticos
chirriando.
Inmediatamente después, Jamie fue empujada a otro coche camuflado que
salió disparado en la dirección opuesta.
Todo sucedió muy rápidamente. Un minuto ella estaba en el vestíbulo fresco
de su edificio y un segundo más tarde, la metieron sin ceremonia a través del
calor intenso en el coche con aire acondicionado en el que huyeron a toda
velocidad. La noche dorada se volvió tenue a través de las ventanas ahumadas.
Estaba metida entre dos grandes hombres armados en el asiento trasero. Tenían
sus armas en ristre y estaban apartados de ella con la atención en la carretera.
Nadie habló.
El chófer conducía a una velocidad vertiginosa, retrocediendo varias veces
tan rápido que ella se inclinó hacia los oficiales a sus costados cuando el coche
giraba bruscamente en las esquinas con los neumáticos chirriando. Los ojos de
Jamie se abrieron como platos cuando vio el edificio en donde el conductor
finalmente detuvo abruptamente el coche.
El Palazzo Ravizza. Un magnífico palacio barroco todavía habitado por la
familia original, los príncipes de Calderone. Era el más privado de los clubes
privados, con sólo unas pocas mesas disponibles sólo con reserva, y sólo si el
príncipe lo aprobaba. El chef había sido atraído con una oferta más lucrativa
desde el Tour d'Argent en París y una comida podría costar el salario de un mes.
Una vez más, ella fue metida a toda prisa en el edificio rodeada por un muro
viviente de hombres de anchos hombros. Pero justo afuera de las enormes
puertas de madera antiguas, con clavos de hierro y antorchas encendidas a cada
lado, los agentes se detuvieron para luego retroceder.
Estaba sola.
Parecía que más entrar en un edificio, estuviese adentrándose en un mundo
nuevo. Agarrando su pequeño bolso de noche, Jamie respiró hondo y cruzó el
umbral.
Estaba en un patio interior con elevadas paredes de azulejos azules con
diseños arabescos, la única iluminación eran enormes y parpadeantes antorchas
fijadas en soportes de hierro forjado en las paredes. Bajo los arcos del segundo
piso tocaba un cuarteto de cuerda, los músicos iban vestidos de etiqueta; las
notas de plata brillaban en el aire como si fueran antorchas hechas música.
Un hombre en traje de etiqueta salió de las sombras, alto, de pelo plateado.
—Señorita McIntyre. Bienvenida al Palazzo Ravizza. —Su voz era baja y
agradable. Él se llevó su mano a los labios, la soltó, dio un paso atrás y la miró
sonriendo. Ella había visto su hermoso rostro en innumerables artículos en
revistas de viajes de lujo. Lo que las fotografías no habían mostrado era el
encanto absoluto del hombre.
Jamie miró el marco espectacular a su alrededor.
—Es un placer estar aquí, príncipe.
El hombre inclinó la cabeza, los ojos arrugados.
—Francesco, por favor, querida. Es un honor tenerla aquí.
Ella parpadeó.
—¿Cómo es eso, príncipe? Er ¿Francesco?
Él inclinó la cabeza de nuevo.
—Usted es la invitada de honor del juez Leone y por lo tanto mía. Debemos
mucho a Stefano. Él está ayudando a que mi amada Sicilia se deshaga de un
azote. El juez tiene una invitación permanente, pero muy rara vez acepta. Estuve
encantado de saber que él estaría cenando con nosotros esta noche con un
invitado. —Su sonrisa se ensanchó—. Y ahora que veo a su invitado, entiendo
totalmente por qué ha salido del aislamiento.
Ese era un regalo que tenían los hombres italianos: hacer cumplidos sin sonar
aduladores.
—Gracias.
La sonrisa desapareció.
—No —dijo con seriedad—. Soy yo quien se lo debe agradecer. Stefano está
trabajando demasiado duro. Cualquier cosa que le dé una o dos horas de paz es
bienvenida. Pero basta de esto. Venga, la está esperando. ¿Me permite que la
acompañe? —Extendió un brazo.
Jamie lo tomó, sintiéndose realmente como si estuviera en una novela de la
regencia. Una regencia ubicada en Palermo.
Caminaron hasta la espectacular escalera de piedra que conducía al segundo
piso, lo suficientemente alto como para ser el cuarto piso de un edificio
moderno. La música del cuarteto de cuerda se hizo más fuerte mientras subían.
Los músicos habían estado tocando Mozart pero mientras Jamie ascendia,
empezaron a tocar el Canon de Pachelbel, uno de sus favoritos. A menudo lo
ponía en bucle cuando estaba en las primeras etapas de la creación de un nuevo
diseño. La calmaba entonces y la tranquilizó ahora.
Porque, bueno… sus nervios estaban en llamas.
Eso era nuevo.
Jamie no se ponía nerviosa en las citas. Si no le gustaba el hombre no tenía
citas y rara vez se preocupaba por lo que estaba por venir. Esto era totalmente
diferente. Nunca había respondido a un hombre de la manera en que lo hizo a
Stefano Leone, todo en ella iba disparado. Con cada escalón que subían a
dondequiera que el príncipe la estuviera llevando, y donde Stefano esperaba, su
corazón latía cada vez más fuerte. Notaba la piel tan viva y sensible que pensó
que podía percibir las notas cayendo como plumas sobre su piel. Su cabeza se
sentía tan ligera que podría flotar, y sin embargo, algunas partes de ella como sus
pechos o su sexo se sentían pesados, impregnados de sangre, hinchados.
Había optado por ir sin sujetador y el top de punto que entrecruzaba sus
pechos no tapaba mucho. No había contado con que sus pezones se pusieran
duros bajo la fina tela. Gracias a Dios los pliegues del top los escondían.
Jamie estaba acostumbrada a que el ritmo de su corazón fuera tranquilo y
regular. Ahora latía tres veces más rápido de lo normal, como si estuviera
corriendo. No había suficiente aire y estaba sin aliento, su respiración era casi
jadeante. Se sentía como si estuviera caminando hacia su muerte, pero por
supuesto que no lo hacía. Estaba caminando hacia un hombre que despertaba sus
sentidos como ningún otro hombre en la tierra. Sin embargo, parecía como un
desastre. O si no un desastre, como algo trascendental e incontrolable, algo que
cambiaba totalmente la vida.
Cada sentido estaba en alerta roja. Las notas brillantes de la música
mantenían el contrapunto con sus latidos. Podía oler las antorchas y la abundante
cera de las enormes velas colocadas a lo largo de la balaustrada y en las esquinas
que se mezclaban con el floreciente galán de noche[1] entrelazado a lo largo de
las columnas dóricas en la planta baja para formar un perfume embriagador. Una
brisa cálida y ligera acariciaba su piel hipersensible, levantándole el vello a lo
largo de la nuca y los antebrazos.
Los comensales en el patio y bajo la arcada de columnas en la planta baja
estaban conversando, el repiqueteo de la cubertería de plata sobre la porcelana
fina formaba una música de percusión propia.
En la parte superior de las escaleras, Francesco la condujo hacia la izquierda,
lejos de los músicos, lejos de los comensales en el piso de abajo, caminando bajo
la luz de las antorchas hacia el otro lado.
Todo era muy mágico, como un sueño de otros tiempos.
Se detuvieron frente a unas enormes puertas de madera oscura. Unos
soportes de hierro forjado fijaban las puertas al marco de piedra. Ahí terminó la
magia, porque las puertas estaban flanqueadas por policías de uniforme con
armas enfundadas a los lados y feas ametralladoras cortas, pero terriblemente
eficientes, colgadas alrededor del pecho. Uno de los oficiales era el hombre
hostil de mirada dura, que la había registrado la noche anterior. Buzzanca.
Francesco se detuvo en la puerta y murmuró unas palabras a los soldados.
Ellos se pusieron firmes, a continuación, el soldado de mirada dura respondió al
príncipe con algunas palabras ásperas. Jamie no pudo seguir el intercambio
exacto, pero se dio cuenta de que tenía algo que ver con ella.
Francesco estaba pidiendo algo y Buzzanca se estaba negando. Con un
suspiro, el príncipe se volvió hacia ella.
—Lo siento, querida, pero los oficiales van a tener que registrarla. Traté de
conseguir que se hiciera una excepción, pero se toman sus deberes muy en serio.
Y tanto como lamento las molestias para usted, los delincuentes que van detrás
de Stefano son inteligentes y crueles, y sus hombres toman su seguridad muy en
serio.
Si un príncipe no era capaz de conseguir que se hiciera una excepción, ella
desde luego no iba a hacerlo. Jamie simplemente dio un paso adelante, le entregó
su bolso a Buzzanca y extendió los brazos como si estuviera en el aeropuerto.
Era ridículo. El vestido era ceñido. Su bolso de noche era sólo lo
suficientemente grande como para contener algunos euros, las llaves de la casa,
un pintalabios. Sin embargo, él revisó cuidadosamente su bolso, yendo tan lejos
como para palpar entre las dos capas de seda. También la registró
cuidadosamente, un cacheo tan formal e impersonal como el de un policía.
Bueno, por supuesto él era policía.
Jamie estaba acostumbrada a que los hombres reaccionaran ante ella. Por
suerte, floreció tarde por lo que no esperaba automáticamente el deseo de un
hombre. Durante gran parte de su juventud y la mayor parte de su adolescencia,
había sido pequeña y delgada, con el pelo rojo indomable agitándose
frenéticamente alrededor de su cabeza, los ojos y la boca demasiado grandes
para su cara y sin pechos en absoluto. Plana como la economía. Y entonces se
desarrolló rellenándose, su rostro adquirió proporciones normales y los hombres
comenzaron a percatarse.
Al principio la tomaron por sorpresa, sin saber cómo responder. Más tarde,
descubrió que muchos hombres eran idiotas o llorones o manipuladores, y a
veces eran las tres cosas. Independientemente del tipo, casi siempre
reaccionaban ante ella.
A lo que no estaba acostumbrada era a un hombre que la trataba como si no
fuera una mujer. Como si fuera apenas humana. Como si tuviera una venganza
personal contra ella.
Esa era exactamente la actitud del Maresciallo Buzzanca. Sus manos eran tan
correctas como podían serlo unas manos que te cacheaban, pero su rostro era
sombrío y sus hostiles ojos oscuros taladraban con frialdad los de ella.
En un momento había verificado lo que incluso un imbécil podía decir: que
estaba desarmada. De hecho, en todo caso, el hombre detrás de esa puerta de
madera ornamentada era más un peligro para su bienestar de lo que posiblemente
podría ser ella para él.
El maresciallo dio un paso atrás, saludó al príncipe y murmuró:
—Va bene.
Francesco inclinó la cabeza con seriedad y le dio las gracias. Jamie sabía
perfectamente que no se podía hacer ninguna excepción por ella, pero le
resultaba imposible dar las gracias al oficial. Ella se limitó a inclinar su propia
cabeza y se volvió hacia el príncipe.
—Cara. —Él tomó su mano entre las suyas—. Es mi más anhelado deseo
que pase una velada encantadora. Que disfrute de la comida y el vino que mi
cocina proporcionará para usted. Y que convenza a Stefano para volver a
menudo. Por usted, tal vez lo hará y eso me haría muy feliz.
El sonido de la enorme cerradura de hierro desbloqueándose coincidió con el
toque de sus labios en sus dedos, como si el gesto cortés fuera el hechizo que
abrió la puerta mágica.
El panel de la derecha estaba ligeramente abierto. Francesco lo empujó con
una mano, la otra en la espalda de Jamie.
—Avanti, cara —murmuró y Jamie entró en la habitación, a la vez cautelosa
y emocionada más allá de lo soportable. La pesada puerta se cerró tras ella,
bloqueando todo el ruido del mundo exterior a excepción de los sonidos débiles
de la música.
La habitación era pura magia. Estaba iluminada por lo que parecían cientos
de velas. En lo alto había un techo abovedado con frescos, aunque no podía ver
mucho más allá de nubes y algunos querubines. Una enorme araña de Murano
colgaba de un grueso cordón de seda amarilla desde el centro del techo, sus
gotas de cristal tallado reflejaban la luz de las velas.
Al otro lado de la habitación había unos ventanales con cortinas de gasa
ondeando en la brisa nocturna. Fuera había una terraza de losas de piedra, y más
allá de eso un jardín iluminado con antorchas y velas en jarrones de cristal.
Un hombre se levantó de la mesa puesta delante de la ventana y su corazón,
que todavía estaba latiendo a velocidad triple, comenzó a martillear. Apenas
podía respirar mientras observaba a Stefano cruzar las baldosas de mármol hacia
ella.
Era incluso más alto que en su memoria. Incluso más guapo, más
carismático… más todo. Un hombre aparentemente diseñado para complacer a
las mujeres, pero por debajo del aspecto y los modales era acero puro.
Su rostro era sombrío mientras iba hacia ella. En el último segundo, él sonrió
y su corazón simplemente le dio un vuelco en el pecho. Sin decir una palabra, se
inclinó y la besó.
Ella abrió la boca para él y, demasiado tarde, se dio cuenta de que estaba
destinado a ser un beso social. Aunque, empezara como empezara, cambió en un
instante. Ambos inhalaron bruscamente, como si algo les hubiera picado o hecho
daño.
El beso no dolía; era más como una descarga eléctrica. Algo que crujía y
quemaba.
Los ojos de Stefano se estrecharon cuando levantó la cabeza. El beso no
había sido lo suficientemente largo como para mojar los labios pero él ya tenía el
aspecto de hombre excitado: labios hinchados, pómulos de color rojo oscuro,
fosas nasales dilatadas. Una vena palpitando en su sien.
—Dio mio —murmuró—. Eso fue…
Jamie no tenía una réplica ingeniosa. Ni siquiera tenía ninguna justificación.
Ella era muy tranquila con los chicos. Todos sus amigos admiraban su sangre
fría. Siempre se sintió en control, incluso un poco al margen de lo que estaba
sucediendo, dentro y fuera de la cama.
Ahora se sentía como si alguien la hubiera despellejado viva, básicamente la
despojara de su piel, y lo que ella sentía era evidente para cualquiera.
Ciertamente para este hombre. Estaba segura de que su corazón latiendo con
fuerza era visible. Seguro que también podía ver la sangre que se había
precipitado hacia sus pechos y al sexo.
Ahora era cuando ella daba un paso atrás y hacía una broma. O pedía una
copa de vino o hacía un comentario sobre la habitación.
En cambio, se congeló en el lugar, en el tiempo. Mirando hacia un hombre
que la excitaba tan fuertemente que apenas podía sentir los dedos de los pies y
las manos.
—Ayuda —susurró Stefano, apoyando la frente contra la de ella, con los ojos
cerrados—. Tengo buenos modales, lo prometo. Mi madre insistió. Vamos a
hacer eso otra vez. Me pongo de pie cuando entras en la habitación, te encuentro
a mitad de camino, beso tu mano. Te confieso una vez más lo feliz que estoy de
que aceptaras mi invitación. Te pregunto cómo fue tu día.
—Y yo diré que estoy encantada de estar aquí y digo que mi día fue bien, y
pregunto por el tuyo. —Jamie consiguió sonreír, feliz de que su garganta se
hubiera aflojado lo suficiente como para hablar.
Él abrió los ojos y ella volvió a perder su capacidad de hablar. Su mirada era
feroz, directa, ojos del color de una espada a la luz de la luna. Gris oscuro, casi
negro, penetrantes. Su mirada cayó a su boca y fue tan sensual como un beso.
—Y yo diré que mi día fue bien. Pero eso es todo por cortesía —susurró, la
mirada se encontró de nuevo con la suya—. Cuando en verdad no podía
concentrarme en el trabajo. En todo lo que pude pensar durante todo el día era en
besarte.
—Yo también —susurró ella con el cerebro demasiado agitado para mentir.
Jamie sabía perfectamente cómo manejar a los hombres y la regla número
uno era: nunca les dejes saber cuándo te afectan, nunca dejes que te vean como
algo más que fría y distante. Esa regla salió volando más allá de las cortinas de
gasa que ondeaban en el aire, directamente a través de los magníficos ventanales,
pasando por el jardín de abajo y hacia el cielo estrellado.
Era imposible ocultarle nada a este hombre. Ella parecía tener esta conexión
primordial con él que le quitaba todas las defensas.
Cualquier otro hombre habría sonreído ante su confesión. Los hombres y las
mujeres tienen un juego constante en marcha, con los puntos adjudicados a cada
lado. Lo que acababa de decir le hacía ganar puntos a él. No parecía como si
hubiera ganado puntos. Ante sus palabras, la piel de Stefano se tensó sobre sus
pómulos, sus ojos se estrecharon y los músculos de la mandíbula se tensaron.
Esta vez el beso fue más caliente, más profundo, más oscuro.
Ella cayó en el beso como caes a un abismo. Los brazos de Stefano se
apretaron a su alrededor, levantándola para besarla, las bocas abiertas,
inclinándose para saborearse más profundamente. Cada golpe de su lengua
contra la de ella envió un rayo al rojo vivo a través de su cuerpo. Jamie se aferró
a sus hombros no en un abrazo sino en un intento desesperado por mantenerse en
pie, aunque no podía caer. Ahora no. No con esos fuertes brazos sosteniéndola
firmemente contra él con tanta fuerza que podía sentir los botones de la camisa y
la textura áspera de sus pantalones de lino contra sus espinillas.
Su enorme pene erecto contra su vientre.
Stefano movió los brazos arrastrando su trasero incluso con más fuerza hacia
su cuerpo y ella se removió con impotencia frotándose contra él. Su polla se
hinchó, un latido fuerte que podía sentir en su contra, casi en su interior,
mientras su vagina se contraía intensamente en respuesta.
Stefano levantó la cabeza de nuevo. Parecía como si estuviera dolorido. La
mandíbula estaba tan tensa que los músculos de un lado de su cara estaban
tirantes. Su boca ahora estaba mojada por la de ella. Él respiraba con dificultad y
Jamie pudo sentir ese ancho expandiéndose y contrayéndose. Todo lo que ella le
hizo estaba ahí en su cara y en su cuerpo para que lo interpretara.
Del mismo modo él podía leer muy claramente lo que le hizo a ella.
Stefano lo había expresado mejor.
Ayuda.
Capítulo 4
La mujer era una hechicera. Tenía alguna poción mágica. No la deslizó en su
bebida sino que la transfirió por la boca. O tal vez su piel tenía propiedades
mágicas y tocarla le lanzó bajo un hechizo. Le había hecho algo, no había
ninguna duda sobre eso.
Había hablado completamente en serio cuando dijo que había pensado en
esto todo el día. Lo que ella no podía entender era lo raro que era para él. Muy
raro. Inaudito. Era conocido por su poder de concentración. Cada acción en los
últimos tres años se había dirigido a la captura y caída de Salvatore Serra, y
honestamente podría decir que todos los días desde que aceptó el cargo se había
dedicado a la tarea. Conocía la vida de Serra mejor que la suya propia. Conocía
el alma negra del hombre de adentro hacia afuera.
Estar distraído por una mujer durante un día entero, bueno, eso era
imposible. Pero allí estaba.
Dos días atrás le habían entregado un dossier de informes del interrogatorio
de un secuaz del clan Serra, capturado durante una redada en un club de lujo de
Manhattan empapado de drogas. La transcripción del interrogatorio fue enviada
por el departamento de policía de Nueva York al Ministerio de Justicia en Roma
cuando los policías de Nueva York entendieron que le habían atrapado en su red.
Serra estaba decayendo si esta era la calidad de los secuaces que estaba
reclutando. La vieja escuela de mafiosos se hubiera dejado abrir en canal antes
de hablar. Este joven punk comenzó a llorar después de una noche en la isla de
Ryker, pidiendo contar todo lo que sabía.
El expediente era fascinante. Stefano se había dado cuenta desde el principio.
La página uno le dio más información de la que había tenido en seis meses. Pero
hoy cuando había abierto de nuevo el expediente, simplemente no pudo
concentrarse. Las palabras se volvían borrosas en la página, disueltas en las
curvas de una pelirroja delgada, sus hermosas manos pálidas estirándose desde
las páginas para agarrarlo y él fue hacia abajo. Abajo, abajo, directamente a
tenerla en sus pensamientos.
Así que en lugar de rastrear las cuentas bancarias de Dante Loiacono desde
Palermo a través de Luxemburgo y luego a Aruba, en lugar de seguir sus vuelos,
que curiosamente aterrizaron dos veces en Pakistán, una vez en Peshawar y una
vez en Islamabad, en lugar de leer las transcripciones de las llamadas telefónicas
de Manhattan a Catania, pensaba de Jamie.
Él sentía a Jamie. Sintió sus manos suaves sobre él, saboreó su boca en su
mente, pasó la mano por la suave piel de su espalda.
Había conseguido una erección para su disgusto, sin ningún lugar al que ir
con ella, excepto hacia el baño para masturbarse. Algo que no había hecho en
años. Antes de Palermo, no hubiera sido necesario. La única cosa por la que él y
su ex esposa no habían discutido era por el sexo. El dinero, la ambición, tener
hijos… todo eso había sido un amargo mano a mano. Pero la habitación era el
único lugar en el que habían estado de acuerdo.
Después de su separación, habían habido un sin fin de mujeres que
estuvieron disponibles. A pesar de que había sido fiel a Caterina, había tenido
ofertas durante el matrimonio y cuando estaba libre, las mujeres le solicitaron a
un nivel casi industrial. Había tenido un montón de sexo, aunque ninguno
realmente satisfactorio. Aún así, era un hombre, y tanto…tanto sexo era siempre
mejor que nada, ¿no?
Pero desde su llegada a Palermo, su polla simplemente se había apagado en
la búsqueda de Serra. Como si alguien hubiera apagado un interruptor. Él había
entrado en un mundo sin sexo de hombres, de cazadores centrados
exclusivamente en sus presas. Allí no sólo no había habido tiempo para el sexo,
no había habido la oportunidad o incluso el deseo.
Jamie había accionado ese interruptor y ahora estaba en llamas. Cada
terminación nerviosa, cada pensamiento se concentraba en conseguir a esta
mujer en su cama. Y una vez que lo hiciera, no tenía ni idea de cuánto tiempo le
llevaría dejarla salir.
No era sólo una sequía de tres años la que se rompió. Era esta única mujer
que era una llave que le abrió.
Él había permanecido en pie en el sobrio baño de su oficina, infinitamente
agradecido por el hecho de que sabía que no había videocámaras porque sus
hombres barrían su oficina y baño dos veces al día, sacó su polla hinchada de sus
pantalones y se apoyó con una sola mano contra los frescos azulejos blancos
mientras las imágenes pasaban por su cabeza.
Una que tenía arraigada era la de Jamie recortada contra la puerta del
despacho anoche, la fuerte luz del pasillo mostraba sus contornos exactos. Era
como si alguien hubiera llegado dentro de su cabeza y sacara la forma de la
mujer perfecta. Ese largo torso delgado que se estrechaba drásticamente hasta
una pequeña cintura que de nuevo se ensanchaba deliciosamente. Esas largas
piernas, perfectamente visibles bajo los pantalones livianos… Podía ver, podía
sentir las piernas alrededor de su cintura mientras se movía en su interior, y la
imagen era tan excitante que incluso su puño, un pobre sustituto del sexo de ella,
podía hacer que se corriera en menos de un par de minutos.
Se había corrido tan fuertemente que sus rodillas casi habían cedido.
Pero por mucho que se había imaginado lo que sería tocarla y besarla, tan
seductor que tuvo un orgasmo con ello, la realidad era un millón de veces mejor.
Sus bocas encajaban entre sí como si hubieran sido hechas la una para la
otra. A pesar de que era mucho más pequeña que él, cuando la abrazó con fuerza,
ella se puso automáticamente de puntillas y su sexo se frotó contra su polla. Él
inesperadamente comenzó a deslizarse rápidamente hacia el clímax, totalmente
fuera de control.
Ella se dejó caer de nuevo sobre sus pies y se alejó de su beso. Stefano se
avergonzó inmediatamente. El sexo había irrumpido de nuevo en su vida y había
estado tan ocupado celebrándolo que se había olvidado de la mujer que era
responsable de ello. Ella no se veía como si estuviera celebrando. Parecía
perdida, pálida, ligeramente conmocionada.
Bueno, por supuesto. Jamie obviamente, sintió el tirón tan fuerte como él.
Pero donde Stefano se regocijaba, ella estaba asustada. Era una extranjera en una
tierra extraña. Palermo se sentía como un país extranjero para él, un italiano.
Sólo podía imaginar cómo se sentía para esta mujer americana.
Habían pasado tal vez media hora uno la compañía del otro y ya la estaba
besando, preparado para entrar en ella. Tenía todas las características de una
dama. Esto sería un terreno desconocido para Jamie.
Stefano no había estado bromeando cuando dijo que su madre le enseñó
modales. Se estremeció al pensar lo que diría a un hombre que tratara a una
mujer como él lo había hecho con Jamie. Una mujer que había tenido que
aguantar ser cacheada por venir a verlo y traerle un regalo.
Stefano dio un paso atrás. Fue muy difícil hacerlo, y esa fue la segunda
mayor sorpresa de la noche. Tenía toneladas de fuerza de voluntad. Su esposa,
que había estado viendo a su psicólogo freudiano dos veces por semana durante
años, dijo que él era todo superego y ningún ello[2].
En este momento él no era nada excepto ello. Puro deseo desnudo. Todo lo
que quería era hundirse en el suelo con esta mujer, rasgarle la ropa y entrar en
ella.
No.
Él era mejor que eso.
Habría retrocedido, pero le fue imposible dejar de tocarla. Se comprometió a
tomarla de la mano, llevarla a su boca. Caminar con ella hacia la mesa.
—Le dije… —Su voz era ronca. Como si no hubiera hablado en años. Se
aclaró la garganta— le dije a Francesco que pusiera la mesa delante de la
ventana. Espero que la brisa no te moleste. Es una vista tan hermosa que no me
pude resistir. Y pedí que toda la comida se entregara a la vez. No quería
camareros en tropel dentro y fuera toda la noche. Espero que esto te parezca
bien.
Observó su rostro con cuidado.
Bien. El color había vuelto a su cara y ella sonrió, su primera sonrisa desde
que entró en la habitación. Se sintió mejor cuando él mostró cierta moderación.
Cristo, estaba muy avergonzado de sí mismo. Había aprendido cómo hacer
sonreír a una mujer a los catorce años. Y allí estaba él, a los treinta y seis años,
habiendo olvidado el arte de hacerlo. El que hubiera vivido exclusivamente en
un mundo de hombres duros durante los últimos tres años no era excusa.
Ella le apretó la mano con suavidad y la soltó. Stefano echó de menos
inmediatamente la conexión caliente.
—Es maravilloso —dijo en voz baja. Con los ojos cerrados, ella respiró
hondo—. Los olores del jardín se mezclan con los olores de la comida. Es una
mezcla embriagadora.
Sorprendido, él tomó aire profundamente. Ella tenía razón. El perfume
embriagador del galán de noche, la cera de las velas, la comida gloriosa y el olor
fuerte de la botella abierta del vino de la hacienda Ravizza respirando en la
mesa… y algo que era Jamie.
Olores. No se había dado cuenta de los olores en años. Había estado rodeado
de los olores de papel y libros de derecho, aceite para armas, cuero y sudor. No
podía recordar la última vez que había notado olores agradables.
Era como si alguien le hubiera cortado la nariz cuando aterrizó en Palermo.
Y su polla.
Ahora estaban ambos completamente conectados una vez más.
Estaba excitado casi dolorosamente. Tuvo que trabajar para no cojear. Al
menos estaba tan excitado que su pene estaba sobre su estómago y no saltando
frente a él, una tienda de campaña en sus pantalones. Eran de lino, y además de
disculparse por sus modales habría tenido que pedir disculpas por ser tan
descontrolado como un adolescente delante de la chica más guapa de la escuela.
¡Mantén los ojos fijos en su cara, cretino!
—Ven —dijo y puso su mano en la espalda. Casi suspiró con deleite. El
vestido era una cosa de seda, sin duda su madre habría reconocido el tejido
exacto, y Stefano podía sentir fácilmente el calor de su piel a través de él, los
músculos delicados por debajo de su mano.
Ella lo miró con una sonrisa y él se alegró de que su mirada no se desviara
debajo de su cinturón. Se inclinó y le dio un beso suave en los labios,
enderezándose virilmente y no sumergiéndose de nuevo.
Pero, oh mierda, era una tentación.
En un momento la tuvo sentada a su lado, ambos frente al jardín, y había
dejado caer una enorme y gruesa servilleta de lino sobre su entrepierna. A partir
de ahora sólo podría servir comida que pudiera alcanzar sin ponerse de pie. Por
suerte eso incluía el vino.
Lo sirvió, entonces ella se unió a él en un brindis, sus copas tintinearon con
ese sonido ligero del cristal más fino. Otro sonido que no había oído en años.
Comía principalmente en el mensa de la policía, el comedor. La comida era
sorprendentemente buena, pero los cubiertos era de acero barato, los platos de
cerámica fea del supermercado y los vasos gruesos e irrompibles.
Sólo un sentido más volviendo a la vida con esta mujer mágica.
Stefano bebió, observándola. Ella tomó un sorbo, dejó el vaso con una
sonrisa, y él también sonrió.
—Guau. Eso fue como sol líquido.
Él volvió la botella para que pudiera ver la etiqueta impresa a mano.
—La colección privada de Francesco. Ellos venden su vino, por supuesto,
pero guardan alrededor de mil botellas al año para la familia y el restaurante.
Ella inclinó la cabeza, estudiando su rostro.
—Le importas. Lo dijo. Podrías comer aquí cada día si quisieras.
—Sí. —Stefano sostuvo la copa por el tallo. El vino relucía con un color rojo
rubí a luz de las velas, casi brillante—. Su hacienda estaba siendo atacada por un
clan secundario de la mafia local. Él estaba siendo exprimido para la protección.
Luego su sobrino fue secuestrado.
Su boca se torció al recordar las largas noches, la policía estudiando
detenidamente las fotografías aéreas infrarrojas de la campiña desolada. Había
pasado cuatro noches y cuatro días repasando los hechos en el catasto, el registro
de la propiedad, descubriendo una gran propiedad aislada perteneciente a una
empresa fantasma que llevó a Serra. Se lo había dicho a los carabineri, un
helicóptero nocturno había capturado la imagen de infrarrojos de un mamífero
del tamaño de un chico en un cobertizo, y habían irrumpido para encontrar al
muchacho de catorce años encadenado a una pared.
Ella estaba buscando su rostro.
—Rescataste al sobrino —dijo.
Stefano se rió.
—Los carabinieri, la policía local, rescató al sobrino. Quien había perdido
seis kilos y todavía necesita terapia después de un año y medio, pero gracias a
Dios está vivo.
—Francesco siente que tú eres el responsable de rescatarlo. Siente un enorme
sentido de obligación para contigo. Fue claro para mí.
Stefano asintió. Era cierto, aunque la gratitud estaba fuera de lugar. Apenas
pasaba una semana sin que Francesco lo llamara y le rogara que fuera a comer al
Palazzo Ravizza.
—Me alegro de que rescataras al sobrino —dijo simplemente y bebió de
nuevo. A ella le gustó el vino, él podía decirlo. Le complacía—. Y espero que
atrapes a ese monstruo de Serra.
Él había estado tomando otro sorbo y se fue por el camino equivocado.
Tosió.
—¿Cómo?
Esos ojos turquesas brillantes se inclinaron en su dirección.
—Stefano, puedo no ser detective, pero sé cómo buscar en Google con lo
mejor de ellos. Y puedo leer suficiente italiano para seguir artículos en La
Repubblica y La Stampa. Vas tras el mayor mafioso del país. Tienes una gran
reputación. Por la valentía, principalmente.
—Eso son tonterías —murmuró y chocó de nuevo su copa con la de ella—.
Vayamos a cosas más agradables, querida. Háblame de ti, y lo que te trae
específicamente a Palermo.
—Un león —dijo ella, sonriendo—. Parecido a ti, sólo que en mosaico.
Él levantó las cejas.
Jamie soltó una carcajada.
—El que está en el Palazzo Normanni. De pie sobre la tumba de Federico. —
Ella se rió de nuevo ante su expresión—. ¿Seguramente lo has visto? ¿En la
Capilla Palatina?
Él vio las calles de Palermo a través de ventanas oscurecidas cuando fue
llevado de su apartamento hacia el Palazzo di Giustizia. El conductor paró una
vez por lo que él pudo ver la fachada de la catedral. Eso fue todo.
—No sé mucho sobre arte —dijo. En realidad, para ser sincero, no sabía
nada sobre arte—. ¿Dijiste que estabas reuniendo… ideas?
Él apenas recordaba lo que había dicho en su oficina. Su cabeza estaba tan
arruinada por la lujuria que era un milagro que recordara una sola palabra.
Ella asintió. Sonrió.
—Un magnate del software, que tiene más dinero que sentido común, me ha
encargado diseñar el interior de una mansión en Boston que se parece a una villa
en el Mediterráneo. Así que el arquitecto tiene la tarea de crear calentadores
subterráneos para el césped y los jardines, si puedes creer eso, y el magnate del
software quiere que diseñe el interior. A partir de los cinco minutos que estuve
con el hombre, deduje que quería un estilo de emperador romano como en
Gladiator, lo que iba a encontrar embarazoso cinco minutos después de que la
primera persona que lo viera se riera de él. Así que con el fin de evitarle a él la
vergüenza y a mí una carrera fallida, he decidido ir a un estilo de príncipe
siciliano.
«El magnate del software se encuentra en medio de una oferta pública inicial
y dice que no puede mirar nada hasta octubre, así que aquí estoy. Ya tengo
bocetos para las zonas comunes y los cuartos de baño y ahora estoy diseñando
una terraza de mosaico, con una réplica del león en medio y palmeras en todo el
perímetro. Le va a encantar. Tendrá calentadores subterráneos también. No se
permitirá que caiga nada de nieve en la terraza. —Ella sacudió la cabeza, echó
ese cuello blanco y largo atrás y tomó un sorbo.
Stefano estaba en trance. Tanto por la idea de tratar de hacer frente a un loco
que quería vivir en un Boston sin nieve como por esta hermosa mujer que
diseñaba cosas bellas.
Ella se volvió para sonreírle y sus sentidos simplemente florecieron y
explotaron. Las cortinas golpearon y se hincharon con una elevación súbita de la
brisa de la tarde, por lo que las velas parpadearon. Algún aroma embriagador
que incluía “mujer” fue directamente a su cerebro. Su piel cosquilleó como si
estuviera demasiado apretada para él y estuviera a punto de estallar como un
higo maduro. Con un suspiro, se dio cuenta de que su pene también.
Se sentía pesado entre las piernas, como un yunque, solo que era un yunque
que se movía. Cada vez que la miraba, la sangre latía, su polla trataba de llegar a
ella, como una varita mágica al agua después de un largo tiempo en un desierto
oscuro.
Era imposible no mirarla.
Tenía una cara hecha para la luz de las velas. Piel suave, rasgos finos, huecos
y sombras tentadores.
Parecía como si no hubiera visto un rostro de mujer atractiva en años. Y tal
vez no lo había hecho, ahora que lo pensaba. Realmente la única mujer a la que
vio con regularidad era Rosa la eficiente señora de la limpieza, una cocinera
maravillosa y con un monstruoso bigote que cualquiera de sus hombres
envidiaría.
Nada parecida a esta mujer. Había algo en Jaime no sabía qué. Sí, era
hermosa. Pero su vida en Milán había estado llena de mujeres hermosas y esa
vida era sólo unos años atrás, no décadas. Las mujeres milanesas se cuidaban. La
mayoría de las mujeres de las clases sociales entre las que él se movía no tenían
un pelo sin depilar o una arruga en sus rostros, sin importar la edad.
Esta mujer tenía una belleza natural sin tocar por la mejora quirúrgica pero
mejorada por la inteligencia y el humor.
—¿Qué? —Preguntó Jamie enarcando una ceja.
Se sacudió de su trance.
—¿Qué?
—Estabas mirando.
Lo había estado haciendo, sí. Él suspiró.
—Tienes razón, estaba mirando. Probablemente ahora soy una compañía no
apta para una señora. Mis hombres son maravillosos, me protegen con sus vidas
pero no pueden sustituir a la compañía femenina. Estoy delegando mucho.
Cuando era adolescente, mi primo me prestó un libro para leer. Fue mi primer
libro en inglés. Se llamaba El señor de las moscas, y me causó una gran
impresión. Creo que fue la primera vez que pensé en la ley, en lo mucho que la
necesitamos para protegernos de nosotros mismos y de nuestras naturalezas
brutales. A veces me pregunto si yo mismo estoy descendiendo en la barbarie.
Jamie había dejado de sonreír e inclinó la cabeza para mirarlo.
—No tienes que preocuparte por eso. No vas a necesitar seguir protegiéndote
con un caparazón durante mucho más tiempo. —Su mano se acercó, cubrió la de
él—. Aunque debo decir que no tienes las manos de un juez. Tienes las manos de
un luchador.
Ante su contacto, Stefano casi se estremeció por la intensidad. ¿Cómo podía
estar su mano fría y sin embargo quemar al mismo tiempo?
—Soy un luchador. Es cómo hacer frente a la tensión. Siempre me han
gustado las artes marciales y saco el estrés de mi cuerpo en el gimnasio. Un par
de mis hombres son virtuosos en las artes marciales y entrenamos juntos. Con un
hombre en particular, un tipo muy duro.
—¿El Maresciallo Buzzanca?
Stefano se sobresaltó.
—Sí. Es mi principal oponente. Estamos muy igualados. Yo he tenido un
montón de entrenamiento formal, lo que él no, pero creció en las calles de
Vucceria, la parte más difícil de Palermo. Tiene instintos asesinos que
generalmente triunfan sobre la capacitación formal. ¿Cómo diablos lo sabes?
Ella giró la mano hasta que estuvieron palma con palma, y su polla subió tan
fuerte que sus caderas se movieron. ¡Oh Dios! Él no iba a sobrevivir a esta noche
si sostener su mano casi hizo que se corriera en sus pantalones.
Jamie se encogió de hombros.
—Lo adiviné. Tiene una mirada muy dura. Además no le gusto.
Stefano suspiró, incapaz de apartar sus ojos de los de ella.
—No, no le gustas. Le preocupas. Piensa que eres peligrosa.
La mano de Jamie temblaba un poco. Su rostro estaba relajado y tranquilo,
pero esa mano temblorosa le mostró que estaba tan afectada por su toque como
él.
—Peligrosa. —Soltó una breve carcajada mientras miraba sus manos unidas.
La de él oscura, grande y fuerte. La suya delgada y pálida, las manos de un
artista—. Bueno, no lo soy. No entiendo cómo alguien puede pensar eso.
—Ah, pero lo eres —respondió Stefano en voz baja—. Eres muy peligrosa
para mí, para mi bienestar, mi misión. Yo puedo hacer lo que hago solamente por
mantener un enfoque muy estrecho. Los hombres contra los que estoy luchando
están enfocados en su ferocidad y yo también lo debo estar. Y sin embargo,
hoy…hoy en lo único en lo que podía pensar era en ti. Me quedé mirando los
papeles que tenía delante de mí y todo lo que podía ver era tu cara. —Su voz era
áspera—. Todo lo que podía imaginar era hacer… esto.
Capítulo 5
Jamie se perdió ante el toque de sus labios. Un viento caliente la levantó en
brazos y la dejó sin aliento, junto con todo su autocontrol y sentido común. Todo
lo que podía sentir era su boca sobre la de ella y nada más allá del calor y la
electricidad zumbando a través de su organismo.
Fue un beso más profundo que antes, la lengua explorando su boca, una
mano grande cubriendo la parte posterior de la cabeza sosteniéndola hacia él con
fuerza, la otra alrededor de su espalda.
Tardó unos segundos en darse cuenta de lo incómoda que era la posición, y
en el instante en que se movió para estar más cerca de él, Stefano la cogió de un
brazo y la atrajo a su regazo. Automáticamente sus piernas se abrieron. Su falda
se subió, no era ningún obstáculo, y en un momento estaba a horcajadas.
Él era increíblemente fuerte, más poderoso que cualquier otro hombre que
jamás hubiera tocado. Su respiración ni siquiera cambió cuando la levantó tan
fácilmente como recoges a un niño pequeño.
Sentada en su regazo así, estaban tan cerca como si estuvieran en la cama
juntos. A medida que sus bocas se fundieron, se inclinó hacia delante, con un
brazo enganchado alrededor de su cuello, y el otro en su bíceps. El beso la mareó
y se aferró a él. Podía sentir sus músculos poderosos a través del algodón de la
camisa y el tejido de su vestido. Ambos podrían haber estado desnudos. Su
cuerpo emanaba calor, especialmente sobre su sexo, donde su calor se unió al de
ella.
Él estaba totalmente excitado. La falda de Jamie se había arrugado alrededor
de sus caderas y ella podía sentir su pene casi tan claramente como si su piel
desnuda estuviera tocando la suya. La ropa parecía una barrera lamentable, algo
molesto, como el zumbido de un mosquito. Su gran mano había bajado por la
espalda y por encima de su trasero, tirando de ella aún más cerca, la posición tan
ajustada que su sexo se abrió bajo las bragas de seda fina, situándose en contra
de él con tanta fuerza que podía sentir los pulsos de sangre que corrían por su
pene con cada golpe de su lengua.
Podía sentir, clara e íntimamente, lo que le hacía. Levantándose un poco, lo
besó más profundamente, con la cara sobre la suya, él con la cabeza inclinada
hacia atrás.
¡Cuán deliciosa sabía su boca! Jamie inclinó la cabeza para un ángulo más
profundo, las lenguas enredándose. Los golpes de su lengua contra la de ella
estaban conectados directamente con su sexo. Una oleada de sangre hacia la
ingle coincidió con cada golpe. Sus manos sostenían su cabeza y su trasero
contra él y parecía como si estuvieran haciendo un pequeño baile, su boca hacía
que su vagina se tensara contra su polla, la cual crecía cada vez que ella se
apretaba contra él.
Ahora lo entendía, solamente por contraste, lo fría que era siempre con otros
hombres. Su cabeza generalmente mantenía una charla interna, un debate
constante como en una película de Woody Allen, no siempre benigna.
Sobre todo sus objeciones eran estéticas.
Su colonia era demasiado fuerte, sus besos torpes, la cremallera de la
chaqueta se le clavó en el pecho… lo que sea. Por lo general había suficientes
rarezas para que ella permaneciera siempre fuera de sí misma, se mantuviera
separada de la Jamie carnal que estaba siendo besada.
Esto era completamente diferente. Ella no estaba fuera de sí misma,
observación, estaba totalmente dentro de sí misma. Y no estaba siendo besada
tanto como besando.
Impresionante.
Todo en este sentido era tan… tan nuevo. Y tan correcto… Sin torpeza,
ningún sentimiento separado. Se sentía completa y una con este hombre. Cada
movimiento que hacía ella encajaba con él a la perfección, como si hubieran
practicado una y mil veces en lugar de ser su segundo beso. Jamie apenas tuvo
tiempo de levantar la boca para un nuevo ángulo antes de que él hubiera
cambiado de posición para saborear más profundamente.
Sus cuerpos se elevaron juntos en los movimientos naturales diseñados para
presionarse tan estrechamente como fuera humanamente posible.
Sus respiraciones se volvieron irregulares juntas. Podía sentir su corazón
latiendo al mismo ritmo frenético del de ella.
La gran mano de Stefano estaba apretada en un puño en su pelo. Se apartó,
suavemente, lo suficiente para liberar su boca. Inhaló profundamente, como si no
hubiera respirado por minutos.
—Dios, Jamie —gruñó—. Tenemos que dejarlo. Si no nos detenemos en este
momento, no creo…
No. Por supuesto que no. No había frases con la palabra stop en ellas. La
suave y contenida Jamie McIntyre, que nunca tuvo ningún problema con el auto-
control, bueno, esa mujer estaba en llamas. No había tenido ni idea de que este
nivel de excitación fuera siquiera posible. No era posible detenerse.
Ella no le dejó terminar, sólo cerró su boca con la suya.
Era como si se hubiera le hubiera dado a un interruptor. Su gran cuerpo
corcoveó, una vez, dos veces. Él gruñó contra su boca y esa gran mano de su
trasero aterrizó sobre su rodilla, moviéndose rápidamente hacia su muslo. Sus
manos no parecían las de un abogado y tampoco se sentían como las de un
abogado. La piel era áspera como la lengua de un gato y le puso la piel de gallina
en todas las partes que tocaba. Pasó la mano sobre su muslo, moviéndose hacia
su ingle. La ahuecó, los dedos presionaron sobre su sexo. Separados de su carne
por sólo una fina capa de seda.
Su dedo la delineó, presionó brevemente contra la parte superior de su
apertura, un toque suave, como pidiendo permiso. Incluso a través del ligero
tejido se sentía como la electricidad, y ella gimió.
Su mano desapareció y antes de que tuviera tiempo de lamentar la pérdida,
ella oyó un breve sonido de rasgado y se encontró directamente en contra del
lino de los pantalones de él, presionada fuertemente contra su pene.
Las caderas de Stefano se movían y ella se deslizó en su contra, de la base a
la punta y de vuelta. Oh Dios, Jamie estaba a un segundo del orgasmo.
—Ahora —jadeó él luego fusionó su boca a la de ella otra vez.
Stefano la levantó, su mano se movió entre ellos, un ruido metálico, un
cambio de sus caderas y ella sintió el vello áspero de la ingle y los muslos.
Él se posicionó y con un solo golpe fuerte estaba en su interior.
Stefano apoyó su frente contra la de ella.
—Tengo que decir esto… rápido —jadeó—. Porque todavía podría retirarme.
Creo. Tal vez. Nada de sexo durante tres años. Tengo análisis de sangre
regulares.
Era un signo de su locura el que ella ni siquiera hubiera pensado en eso.
Inhaló y exhaló, tratando de ser coherente, un poco sobrecogida ante la idea de
que en realidad pudiera retirarse.
—Yo también —jadeó—. Nada de sexo en mucho tiempo. Donadora de
sangre.
Ellos se congelaron. Como si el acto fuera casi imposible de soportar para
ambos. Stefano la levantó hasta que sólo la punta estuvo en su apertura.
—Así que… ¿estamos bien?
—Sí —Jamie tomó aire.
Y se estrelló de nuevo en ella, inclinando las caderas para poder llegar a lo
más profundo.
Era enorme. Con cualquier otro hombre, esa dura entrada repentina le habría
hecho daño, pero Jamie estaba tan excitada que su cuerpo simplemente se abrió
más de lo que nunca había hecho antes, le dio la bienvenida sin ninguna
reticencia en absoluto.
Habían dejado de respirar, y ahora respiraban profundamente desde la boca
del otro.
—Dio —dijo Stefano y cerró los ojos como si le doliera.
—Sí —susurró Jamie en su boca.
—Si me muevo, me correré. —Su voz era pastosa, un poco vacilante.
—Lo sé. —Ella se sentía exactamente de la misma manera. Como si fuera un
cartucho de dinamita preparado y cualquier movimiento pudiera hacerla estallar.
—¿Qué hacemos?
Jamie no tenía ni idea, pero su cuerpo lo hizo. Lo empujó aún más
profundamente en su interior luego se levantó de nuevo. La fricción era eléctrica,
abrasadora. En el momento en que ella se dejó caer sobre él ya era demasiado
tarde. Algún tipo de carga se había construido y explotado. Su vagina se tensó
una vez, dos veces, entonces estaba en pleno orgasmo, estallando a su alrededor
con pequeños temblores.
Él soltó un gruñido que salió de su pecho, apretó el brazo alrededor de su
espalda y se impulsó en su interior, duro, y empezó a correrse con violentos
impulsos que ella pudo sentir contra las paredes de su sexo.
Se estaba moviendo en su interior mientras se corría, pequeños empujes que
la mantenían mucho más allá de su orgasmo habitual. Por el contrario se dio
cuenta ahora de que sus orgasmos eran corteses asuntos rápidos. La vagina
apretándose un par de veces, una ligera liberación de la tensión. Agradable, pero
no abrumador.
Esto era algo completamente diferente. Todo su cuerpo se había vuelto loco y
Jamie había caído en ella misma como por un oscuro túnel caliente de placer
electrizante. Fue llevada directamente fuera de sí misma, recogida y lanzada por
todas partes, como en un tornado.
Podía sentir los latidos de su corazón en los dedos de manos y pies y entre
sus piernas. Se sentía despojada de un par de capas de piel.
Los movimientos de Stefano se estaban volviendo irregulares, desiguales,
como si su cuerpo ya no le obedeciera. Él estaba bombeando con fuerza contra
los tejidos inflamados tan sensibilizados que ella podía sentir como se hinchaba
aún más, sentir ese último impulso.
Dejó caer la sobre su hombro mientras él seguía moviéndose en su interior,
porque ella no podía besarle más. La estimulación habría sido demasiado,
bordeando el dolor real.
Fue una tormenta de sensaciones y, como todas las tempestades, finalmente
terminó. Sus caderas dejaron de moverse y la cabeza de Stefano cayó hasta su
hombro. Estaba jadeando y la sostenía con fuerza contra él, un poco más
suavemente pero aún en su interior.
Todos sus sentidos se habían disparado interiormente en un brillante
remolino rápido de sensibilidad alrededor de su vaina. Ahora poco a poco volvió
a sí misma, consciente de todo. De la humedad alrededor de su ingle, lo apretado
de su agarre, el revoloteo de las cortinas y velas con los repentinos estallidos de
brisa de la tarde. Los fuertes olores de la comida y el vino, las notas débiles de la
música que venía del cuarteto de cuerda que había tocado durante su coito.
La respiración de Stefano se ralentizó, el sudor que les había pegado se secó,
ese abrazo apretado se aflojó.
De repente, toda la tensión salió de sus músculos en un zumbido.
—Dio —murmuró en su hombro, y luego levantó la cabeza para mirarla a los
ojos. Él era cauteloso, su ceño estaba ligeramente fruncido, completamente serio.
Un mechón de pelo oscuro había caído sobre su frente y Jamie extendió la mano
para ponerlo en su sitio.
Cuando ella sonrió, las líneas serias de su rostro se rompieron y volvieron a
juntarse en una sonrisa.
—No estás enfadada conmigo. Bien. —Él asintió con la cabeza bruscamente,
como si acabara de recibir una excelente noticia—. Porque eso fue… —Agitó
una mano grande entre ellos y ella miró hacia abajo. Era una escena perfecta de
libertinaje, digna de Tiziano. La falda subida hasta la cintura, las piernas
desnudas. La mesa podría haber sido una naturaleza muerta del siglo XVII, con
las bandejas de plata relucientes, el cristal transparente de la jarra de agua, un
plato de fruta a un lado con orondas uvas púrpuras e higos tan maduros que
estaban un poco abiertos para revelar la oscura carne rosada del interior. Igual
que el sexo de una mujer.
Naturaleza muerta con Sexo, pensó con diversión.
—Perfecto. —Ella miró la cara de sorpresa de Stefano—. Esto fue perfecto.
Estabas diciendo “eso fue…”y te detuviste. Así que terminé la frase por ti. No
cambiaría nada. ¿Y tú?
Los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Dios no. Aunque, por supuesto, he sido conocido por tener modales.
Realmente dejo que una mujer cene antes de saltar sobre ella como un loco
hambriento de sexo.
Teniendo en cuenta que él le había dado el mejor orgasmo de su vida, ella
estuvo definitivamente dispuesta a perdonarlo.
Jamie pasó el dorso de sus dedos por su mejilla. Parecía infinitamente más
áspero. ¿Podría la saturación repentina de testosterona haber provocado un
crecimiento inusual de la barba en media hora? Ese pensamiento también le
divertía.
Todo esto le divertía. Y la excitaba. Y la complacía.
—Estás sonriendo de nuevo —Stefano anunció con satisfacción—. Y ya te
has corrido.
—Lo hice. —Ella asintió con la cabeza—. No dejes que se te suba a la
cabeza.
—No, no. Esto es tan raro para mí que no me atrevo a que se me suba a la
cabeza. No quiero hacer nada para disgustarte, porque confieso que albergo la
esperanza de que podamos hacer eso otra vez. Pronto.
Ella rió. Era una extraña conversación para tener mientras estaban unidos tan
íntimamente, sus jugos enfriándose en sus muslos.
Stefano se inclinó para besar su cuello. Un beso casto, en realidad, teniendo
en cuenta todo lo que había hecho. Se le puso la piel de gallina y ella se
estremeció. De manera completamente involuntaria, se apretó alrededor de su
pene.
—Sì, —susurró él, con voz profunda baja y áspera.
Sí.
Jamie no sabía que estaba haciendo una pregunta, pero su cuerpo sí. Y le
había respondido, como si ella no fuera el cerebro en su cabeza sino más bien la
sangre que corría por sus venas, la piel que cubría su cuerpo, los tejidos blandos
de su sexo. Su cabeza no tenía nada en absoluto que decir del asunto.
Esta vez fue más suave. Stefano se acercó a la piel de detrás de su oreja,
acariciando suavemente, lamiendo, dando mordiscos suaves. Era como si su
boca, exactamente en ese lugar y haciendo exactamente esas cosas, fuera la llave
de su cerradura. Podía sentirse abriéndose a él en todos los sentidos. No sólo su
sexo, que se hizo más suave, más húmedo, más acogedor. Sino también sus
manos, sus piernas, su cabeza.
Su corazón.
Inclinó la cabeza para darle mejor acceso y él tarareó, un bajo sonido animal
de placer. Mirando hacia abajo, Jamie sólo podía ver alguna que otra parte de su
cara: las gruesas pestañas negras, el borde de un pómulo, la boca firme, su piel
muy oscura contra la de ella.
Él murmuraba palabras en tono bajo y grave, palabras que no estaban en su
vocabulario italiano pero eran universales. El matiz era inconfundible. Los
hombres habían estado usando exactamente ese tono con las mujeres durante
miles de años.
En esta sala que no tenía nada moderno en ella, ni siquiera las luces
eléctricas, Jamie podría haber sido una princesa del siglo XVI con su príncipe.
Su príncipe guerrero que acababa de llegar a casa después de las guerras.
Los criados habían presentado una fiesta para ellos, pero el príncipe primero
quería saborear a su princesa.
Esos brazos fuertes que se habían aflojado después de su clímax, se
apretaron de nuevo y él se disparó en su interior, las caderas se balanceaban con
suaves golpes breves. Medido, controlado, no como el acoplamiento frenético de
antes pero igual de emocionante. Más emocionante en realidad, porque sabía a
dónde se dirigía esto.
Directamente a un orgasmo espectacular, tan cierto como que al día le sigue
la noche. No siempre se corría durante las relaciones sexuales. Había aprendido
pronto el sutil arte femenino de fingir, porque la expresión de macho lloroso[3]
en el rostro de un hombre cuando ella no se corría era demasiado deprimente
para afrontarla.
Ahora no había ninguna necesidad de fingir. Desde el momento en que
Stefano comenzó a moverse en su interior otra vez ella podía sentir el clímax
construyéndose, como ver las nubes de tormenta que se movían en el horizonte.
No tenía que hacer nada, no tenía que querer meterse en ello; venia
directamente hacia ella como un tren expreso. Cada movimiento que él hacía
avivaba el fuego cada vez más.
Ellos se sostenían entre sí con mucha fuerza. El aliento de Stefano enviaba
duras bocanadas de aire contra su cuello, la gran mano en su trasero la mantenía
inmóvil para él mientras bombeaba en su interior, cada movimiento era un fuego
y un placer cegador.
Él se movió, la colocó de forma ligeramente diferente, y ¡oh Dios! Ese
grueso pene largo encontró algún lugar oculto en su interior y se frotó en su
contra, un lugar tan agradable que la envió en una inmediata vorágine al
orgasmo, su vagina palpitaba con tanta fuerza que podía sentir el tirón de la
misma en sus muslos y estómago. Dio un grito cuando él empujó con fuerza una
última vez y se quedó allí mientras se corría.
No podía respirar, no podía moverse, no podía pensar, lo único que podía
hacer era aferrarse a él desesperadamente entrelazando sus piernas alrededor del
respaldo de la silla y tirando, por lo que podía sentir cada centímetro de Stefano.
Por fin se quedaron quietos, los pechos jadeantes, mojados, saciados.
La besó suavemente detrás de la oreja, la frente perlada de sudor.
—Me equivoqué —gruñó.
Jamie apenas tuvo fuerzas para levantar las cejas. Le costó unas cuantas
respiraciones incluso para lograr decir una palabra.
—¿Cómo?
—Fuiste enviada a matarme. No voy a sobrevivir a esto.
Ella soltó una risa sorprendida y le dio un manotazo en el hombro.
—¡No fui enviada! —La idea era tan descabellada…, se rió de nuevo, no
podía parar. Incluso agotado y exhausto por el sexo, él exudaba poder y fuerza.
Stefano también se rió y el movimiento fue suficiente para hacer que se
saliera de ella. La levantó fácilmente, enderezándola pero manteniéndola a su
lado. Ella en realidad tuvo que forzar las rodillas para mantenerse en pie.
—Abre las piernas —susurró él— y levántate la falda.
Stefano cogió una de las servilletas de lino, vertió un poco de agua de la jarra
de cristal en ella y la lavó suavemente entre las piernas, mirándola a los ojos
todo el tiempo.
Se había corrido en su interior dos veces y estaba empapada. En cualquier
otro momento y con cualquier otro hombre, Jamie se habría encogido de
vergüenza y dirigido al baño inmediatamente. Pero había algo tan emocionante,
tan increíblemente íntimo en tener a este hombre limpiándola, el lino áspero
ligeramente abrasivo contra sus tejidos super sensibilizados…, que ella
simplemente se quedó allí y lo observó.
Su mano se movió suavemente desplazándose un poco, y ella abrió más sus
piernas.
—Esto me gusta enormemente. —La voz de Stefano era baja, tierna—.
Sentir mi semilla en ti. —Una larga pasada tierna y sus piernas comenzaron a
temblar. Él levantó más la falda y se inclinó para besarla, justo sobre su
montículo.
Todavía había perlas de su semen sobre sus muslos. Tocó una, recogiendo
con el dedo la ligera humedad. Presionó el dedo en sus labios, los ojos de
Stefano ardieron cuando ella lamió. El ligero sabor salado era excitante.
Un escalofrío le recorrió. Su pene, que permanecía semi-erecto en su muslo,
se hinchó.
—Siéntate —ordenó—, o nunca vamos a comer y Francesco nunca me
perdonará.
Jamie dejó caer su falda y se derrumbó más que se sentó en la silla,
sorprendida de poder considerar siquiera la tercera ronda. Él se subió los
pantalones, se cerró la cremallera y, en algunos momentos, parecían una pareja
normal en la mesa de la cena, incluso tranquilos. Nadie adivinaría que acababan
de hacer el amor. Dos veces.
Su sexo estaba todavía hinchado y húmedo, y ella deseó estar en la cama en
vez de en la mesa. Era desconcertante sentirse tan sexual, incluso lasciva. Tenía
que distraerse. Señaló una fuente cerca de su mano. Parecían bollos pero con
salsa de tomate en la parte superior.
—¿Qué es eso?
—¿Hmm? —Stefano extendió la mano y pasó el dedo índice por su mejilla
—. Muy suave —murmuró. Luego parpadeó como si volviera en sí. —¿Qué
dijiste?
—Esto. Toma, pruébalo. —Cortó el pan redondo y un perfume de delicioso
guisado llenó el aire. Ella se rió y colocó una mitad en el plato de él. Dio un
mordisco del suyo y puso los ojos como platos.
—Guau. ¿Cómo se llama esto?
Él ya había terminado su mitad.
—No tengo ni idea, pero es delicioso. Toma. Prueba esto. —Un trozo de
delicado pescado blanco estaba en los dientes de su tenedor junto con una oliva
negra. Olía divino, a limón y a mar. Ella comió de su tenedor mientras él
observaba.
Jamie apenas se contuvo de gemir.
—¿Cómo se llama esto?
—Pescado —dijo, esperando para poner otro trozo en su boca—. Ahora abre
—ordenó. La voz era el de un general ordenando a las tropas pero la sonrisa era
la de un amante.
Jamie estaba atrapada entre apoyarse en él y echarse hacia atrás. Echarse
hacia atrás, saltar de su asiento, salir corriendo por la puerta, bajar las escaleras
con antorchas, meterse en un taxi y volver a su apartamento, donde podría
empezar a ser ella misma de nuevo. En este momento se sintió atrapada en algún
poder oscuro que era incapaz de resistir.
—Abre. —Ella abrió, masticó, tragó. Se miraron el uno al otro, la sala de
repente estaba tranquila. La música se había detenido. Podrían haber estado
solos en el mundo. La mirada de Stefano le rodeó la cara, se quedó en su boca.
Él abrió la suya y exhaló una bocanada de aire—. No —susurró.
—No —respondió Jamie, su propia voz sin aliento. Hacer el amor una vez
más sería… imprudente. Estaba a medio camino de enamorarse de este hombre.
Tenía que retirarse, sólo un poco. Tenía que demostrar que podía charlar con él
como una persona normal. Eso que tenían era, sí, una fuerte atracción sexual
pero controlable. Eso no era locura.
Stefano se estremeció una vez y luego se volvió hacia la mesa.
—Francesco le paga una fortuna a su chef, así que será mejor hacerle justicia
a esto. —Él le puso toneladas de comida en el plato y todo parecía y olía divino.
Jamie se impulsó fuera de aquel lugar oscuro del que casi había desaparecido
y abrió sus sentidos hacia el exterior. Esta era una noche mágica, el ambiente
casi de otro mundo. Ese tipo de noche que nunca podría volver. ¡Disfrútala! se
dijo.
Los italianos comían en etapas, pero evidentemente alguien había pensado en
una comida sin camareros. Tenían un plato fragante tras otro en bandejas, y a un
lado, dos enormes fuentes de mayólica[4], una llena de cannoli y rodajas de
cassata y otra llena de rodajas de fruta deliciosa.
—¡Venga! —Stefano parecía enormemente satisfecho de sí mismo,
sonriendo ante sus dos platos colmados. Cogió un trozo de lo que parecía pan
frito con pasta de tomate y se lo metió en la boca. Sus ojos se abrieron como
platos.
Jamie hizo lo mismo y sus ojos también se abrieron como platos.
—¿Qué es esto? —Preguntó después de tragar—. Es delicioso.
—No tengo la menor idea. Sólo sé que es bueno. —Stefano pinchó algo
crujiente y amarillo—. Esto también es delicioso. Toma. —Extendió su tenedor
y ella comió el bocado.
Cerró los ojos mientras saboreaba y luego suspiró. Cuando los abrió de
nuevo él la observaba con atención con los ojos entrecerrados.
—¿Qué? ¿Tengo salsa en mi barbilla?
—No. —negó con la cabeza, sin dejar de mirarla—. Es sólo…
—¿Solo qué?
De repente se había puesto serio. Le tomó la mano, dándole la vuelta,
presionando un beso en la palma.
—Háblame —susurró.
Jamie inclinó la cabeza.
—¿Que hable?
—Háblame. No he tenido una conversación en tanto tiempo…
Ella parpadeó. Había anhelo en su voz y de pronto lo vio. Lo vio a él. No al
extranjero sexy, no al imponente juez. Vio al ser humano. Al hombre que había
sacrificado tanto por el deber.
—Habla —dijo de nuevo—. Dime cosas.
Y ella lo hizo.
Le habló de sus esperanzas para su estudio de diseño en ciernes, acerca de
los clientes locos que había tenido, lo mucho que amaba a su abuelo, lo que le
gustaba leer. Tenían diferentes gustos en libros, gustos similares en películas. A
ambos les gustaba el senderismo y detestaban el esquí. Ella sentía que los seres
humanos eran básicamente buenos y Stefano no. Él pensaba que la tecnología
podría salvar sus culos en el último momento y Jamie no.
Hablaron y comieron mientras las velas se consumían y de repente hubo un
golpe en la puerta. Stefano dejó de sonreír, sus anchos hombros cayeron.
Jamie le tocó ligeramente la mano. Él giró la suya, sostuvo la de ella y la
llevó a la boca. Se puso de pie.
—Es medianoche —dijo—. Mis hombres salen de servicio y ahora me
convierto de nuevo en una calabaza.
Jamie contuvo las lágrimas. Las lágrimas no tenían lugar aquí. Ella curvó sus
labios, esperando que él lo tomara por una sonrisa.
—Era su carruaje el que se volvió en calabaza, tonto. Y de todos modos, ese
zapato de cristal nunca te entraría.
—No, no lo haría. —Él la puso en pie y simplemente la miró. Hubo otro
golpe en la puerta. Esta vez más perentorio, menos discreto.
En el espacio de un minuto había pasado de ser el encantador compañero de
cena al juez. Serio, distante. Alejándose de ella con cada latido del corazón,
aunque estaba quieto.
—Disfruté esto.
—Sí —susurró ella—. Yo también.
—Tendrás que permanecer aquí hasta que mi coche deje el local. Mis
hombres vendrán por ti.
—Vale.
Stefano todavía no se movía. Un tercer golpe. Esta vez pesado, alguien
estaba usando el puño contra la puerta en vez de los nudillos.
—No creo que te pueda llamar mañana, Jamie. Pero sin duda llamaré el
sábado. Tal vez… —Se detuvo, se mordió los labios—. Debo irme.
Ella asintió con la cabeza, la garganta demasiado apretada para hablar.
—No te puedo besar. Simplemente no puedo. No voy a ser capaz de
detenerme.
Jamie asintió de nuevo.
Él se dio la vuelta y se dirigió a la pesada puerta, abriéndola mientras uno de
los agentes de policía tenía un puño en alto.
—Andiamo —le oyó decir. Vámonos. La puerta se cerró tras él y ella se
sentó de nuevo, mirando por la ventana, esperando a que sus hombres vinieran
por ella.
* *
* *
* *
* *
El viaje de vuelta fue un borrón, casi literalmente, ya que ella tenía que
seguir parpadeando para contener las lágrimas. Los policías que la acompañaban
eran completamente desconocidos por lo que voló de vuelta en una burbuja de
aislamiento. Lo cual estaba bien. No quería hablar con nadie. No había
absolutamente nada que decir.
Un joven oficial la acompañó hasta la puerta, dejó la bolsa a sus pies, levantó
la mano en un ligero saludo y se retiró rápidamente por las escaleras. Él casi se
sacudió las manos, probablemente contento de deshacerse de la Americana, esta
enorme carga.
Era media tarde, la hora que a ella le gustaba. Cuando la luz se volvía dorada
y los pájaros se reunían en los cielos para los últimos descensos gráciles en el
aire antes de establecerse para la noche y los palermitanos se arreglaban para su
paseo nocturno por la ciudad.
Sin embargo, todo parecía muy remoto y lejano. Incluso el concepto de
placer era algo obsceno.
Dejó caer la bolsa en la entrada y se quedó en la cocina. No había mucho
para comer en la casa, pero no importaba porque no tenía apetito. Sin embargo,
todavía quedaba media botella de Salaparuta y eso le apeteció. Sentarse en la
terraza bebiendo una o dos copas de vino… así podría hacerse a la idea.
Cuando estuviera asentada y se hubiera calmado un poco, llamaría al abuelo
regañándole por no estar en contacto, escuchar su voz profunda ahora
temblorosa. Ella no le diría nada acerca de su relación amorosa con Stefano,
pero el abuelo era inteligente. Y sabría lo que hay que decir. Siempre lo hacía.
Se sirvió un poco de vino en uno de los vasos de cristal de su patrona y se
trasladó a la sala de estar. Estaba oscuro porque había corrido las cortinas antes
de partir hacia Taormina. La luz dorada dibujaba los bordes de las cortinas de
terciopelo oscuro. Sería hermoso en la terraza. Tal vez beber el vino dorado bajo
la luz dorada de la tarde la ayudaría.
Con un suspiro, extendió la mano para tirar de las cortinas.
—Entonces, ¿qué se siente, follando al juez? —Preguntó una fría voz
masculina desde las sombras.
Jamie gritó y dejó caer el vaso. Se hizo añicos en el suelo de mármol,
bañando sus piernas con vino y fragmentos de cristal.
Estaba sentado en su sillón favorito, el que estaba cerca de la mesita circular
con la lámpara de escritorio. Él la encendió y allí estaba. No era alto pero era
inmensamente fornido, incluso achaparrado. Piernas cortas, pecho profundo y
ancho. Una cabeza fuerte, cuello grueso y cabeza ovalada cubierta de greñas
hirsutas grises, como en su rostro.
Cara cruel y dura, sin expresión. Fríos ojos oscuros.
Uno de los hombres más aterradores que había visto nunca.
Contrastando con el físico de gánster, estaba vestido elegantemente con un
traje a medida. Ninguna prenda de confección encajaría en sus proporciones. Un
reloj de oro fino y un gran anillo de oro en una mano que sostenía una pistola.
Dirigida directamente a su corazón.
—Qué… —Su voz se atascó. Jadeó por el terror, los pulmones como un
fuelle. El corazón le martilleaba contra las costillas de forma irregular, como un
metrónomo roto—. ¿Qué quiere? ¿Quién es? —Las palabras salieron en un
susurro cuando por fin encontró su voz.
El hombre se limitó a mirarla atentamente con ojos oscuros. Hace dos
veranos ella había ido en un viaje de estudios a Valencia, sede de la gran
arquitectura moderna. Tenía un espléndido acuario, con una característica
inusual, un túnel de plexiglás por donde se podía caminar a través de una gran
cuenca en la que los tiburones vagaban sin descanso, incesantemente. Llegaban
justo contra el vidrio, abriendo sus bocas terribles. Un tiburón la siguió por el
túnel, mirándola con crueles ojos negros muertos.
Este hombre tenía exactamente los mismos ojos.
Él no contestó. Simplemente gruñó algo en un teléfono móvil en la mano que
no sostenía la pistola.
Un segundo más tarde sonó su propio móvil. Ella lo miró. ¡El número del
abuelo!
Ella lo ignoró, mirando al hombre de la pistola.
—Responde —gruñó.
Vaciló y hubo un sonido de chasquido metálico, alto en la habitación en
silencio. Incluso Jaime lo reconoció como el sonido del seguro de la pistola. Sus
manos temblaban tanto que ella dejó caer su teléfono inteligente en el suelo en el
charco de vino. Le llevó dos intentos recogerlo sin cortarse con el cristal roto.
—¿H…hola? ¿Abuelo? Ah, ahora no es…
—No es tu abuelo, perra. —La voz del teléfono era baja y cruel,
completamente americana con un fuerte acento de Boston—. Revisa tu pantalla.
Esto era una pesadilla. Tenía que serlo. Sin embargo, apartó el teléfono de la
oreja y se quedó mirando la pantalla, sin entender lo que estaba viendo. Era… un
rostro humano, pero groseramente distorsionado. La pantalla era pequeña y su
mente sorprendida trató de darle sentido a lo que había en ella.
De repente, la imagen se unió en su cabeza y se quedó sin aliento. Una visión
grotesca de un ojo cerrado por la hinchazón, oscuro y bañado en sangre. Costras
de sangre a lo largo del lado de una cara que estaba torcida de alguna forma. Una
vez más, le costó un segundo darse cuenta de que le faltaba una oreja. Había sido
cortada, la sangre fluía por todo el lado de la cara hasta el hombro. Los labios
hinchados, le faltaba un diente. Alrededor de la cara un halo de pelo blanco. Un
halo familiar…
El tiempo se ralentizó, mientras su estómago dio un vuelco en su garganta.
Convulsionó hacia adelante y vomitó en la papelera junto a la mesa vaciando
su estómago por completo, aunque había poco en él. Se aferró al borde de la
mesa con una mano fría y húmeda, con las rodillas listas para ceder y los ojos
pegados a la pequeña pantalla. Quienquiera que fuera el hombre de la voz cruel,
estaba enviando una galería de fotos de horrores.
Foto tras foto de su abuelo maltratado, terminando con la última: el abuelo
caído contra una cuerda que le ataba a una silla, la cabeza colgando a un lado.
Oh Dios, ¿estaba…estaba muerto?
Su boca estaba estropajosa y seca. Le costó que salieran las palabras cuando
se volvió hacia el hombre en su sillón.
—¿Está vivo?
El hombre habló brevemente en su móvil y por el altavoz en su propio
teléfono, oyó un susurro tembloroso.
—¿Jamie?
Ella dio un grito, aferrándose al teléfono como si pudiera llegar a través de él
y tocarlo, abrazarlo.
—¡Abuelo! Oh Dios, abuelo…
La conexión se cortó.
—Es suficiente —dijo Ojos de Tiburón—. Tu abuelo está vivo. Por ahora. Y
sólo le dejaremos vivir si haces lo que te diga.
Jamie apenas lo oyó. La furia llenó su cabeza como el silbido de un viento
caliente. Una tormenta eléctrica que barrió todo de su mente excepto la rabia y el
odio. Olvidó a Ojos de Tiburón y su complexión poderosa. Ella incluso se olvidó
de la pistola que tenía como si fuera una extensión de su mano.
Con un grito salvaje se lanzó hacia él, y fue bloqueada, congelada por un
dolor agudo en la parte posterior de la cabeza.
Sus pies escarbaban buscando apalancarse. Las lágrimas brotaron de sus
ojos, el dolor fue casi insoportable cuando su cabeza fue empujada hacia atrás
tan bruscamente que ella pensó que su cuello se rompería. La terrible tensión en
la cabeza fue liberada y cayó de rodillas, una mano aterrizó sobre un trozo de
cristal que cortó profundamente su palma.
Ella fue tirada hacia atrás y puesta en pie de manera tan brutal que los
músculos de su brazo protestaron.
Por primera vez se dio cuenta de que había alguien más en la habitación,
alguien que había tirado de su pelo cuando ella había tratado de atacar al hombre
en el sillón. Fue retenida contra un cuerpo masculino que olía a sudor y perfume
barato. La bilis se levantó en su garganta y tuvo que tragar para no vomitar de
nuevo.
Ojos de Tiburón se levantó y caminó lentamente hacia ella. El hombre a su
espalda la sostuvo en un aplastante agarre, estaba inmovilizada. Jamie trató de
patear hacia atrás y recibió un golpe en la cabeza que hizo que pitaran sus oídos.
—Deja de hacer eso —dijo en voz baja Ojos de Tiburón, y algo en su voz, en
su mirada, la hizo dejar de luchar inmediatamente. Este hombre era peligroso de
una manera que nunca antes había encontrado. Era un conocimiento instintivo,
desde antes de la civilización, cuando los seres humanos vivían en estado
salvaje.
Este hombre era muy, muy peligroso.
Ella se quedó inmóvil. El hombre a su espalda aflojó ligeramente el agarre.
Estos hombres eran animales y podían olftear cuando la presa había renunciado a
la idea de la resistencia. No había nada que pudiera hacer contra ellos. Nada.
Ojos de Tiburón puso su cara junto a la suya. Ella trató de retroceder, pero
estaba fuertemente agarrada contra el otro hombre.
—Escucha con atención, porque voy a decir esto una vez. Asiente si
entiendes.
Su cabeza se sacudió.
Su inglés era perfecto, a pesar de que tenía un grueso acento siciliano.
—Mañana por la mañana, llama al Juez Stefano Leone, a las nueve
exactamente. Asiente si me entiendes.
Su cabeza se sacudió de nuevo.
—No me importa cómo lo hagas, pero convéncelo de que venga a ti
inmediatamente. Haz que conduzca hasta aquí lo más rápido que pueda.
—No sé si puedo hacer eso —se quedó sin aliento—. Él podría estar en la
corte, podría estar fuera de la ciudad. Y no sé si me obedecería.
Los músculos de la mandíbula del hombre ondularon pero no tenía manera
de interpretar lo que eso significaba. Si él la creía o pensaba que estaba
mintiendo.
—Él estará en su despacho a las nueve. Y va a venir porque está enamorado
de ti. Ahora repite lo que tienes que hacer.
—Llamar al juez. —Ella apenas podía pronunciar las palabras—. A las
nueve. Pero…
—Si no lo haces… —Ojos de Tiburón se metió más en su rostro, la mirada
aburrida en la de ella. Esos ojos eran completamente oscuros, no había diferencia
alguna entre la pupila y el iris. Totalmente apagados y completamente
aterradores—. Si no lo haces, confía en mí cuando digo que tu abuelo tardará
varios días en morir. Nos aseguraremos de que se mantiene vivo para sufrir. No
va a ser rápido y no será fácil y cada segundo de dolor estará sobre tu cabeza. Y
nos aseguraremos de que él entiende que es su nieta la que ha causado todo ese
dolor. Su cuerpo eventualmente será arrojado en algún lugar para que pueda ser
encontrado, pero es probable que se necesite ADN para identificar los restos.
Debido a que no tendrá manos o dientes o una cabeza. Asiente si me entiendes.
Ese gemido de dolor se levantó en su cabeza otra vez, por lo que fue casi
imposible controlar su cuerpo. Ella se estremeció y tembló.
Ojos de Tiburón levantó su mirada por encima de su cabeza y ella recibió un
golpe en la espalda, justo encima de los riñones. El dolor era más intenso que
cualquiera que jamás hubiera sentido, al rojo vivo y penetrante.
—Asiente si me entiendes —dijo Ojos de Tiburón, sin cambio alguno en su
tono.
Su cabeza se sacudió de nuevo.
—Repite lo que tienes que hacer.
Apenas podía hablar por el dolor.
—Llamar a… Stefano… mañana. —Ella respiró con dificultad al tomar aire.
—¿A qué hora?
—Las nueve —jadeó y el apretado agarre cedió de repente. Se tambaleó,
disparó una mano hacia la mesa para mantener el equilibrio. El dolor irradiaba
de su espalda.
—Bien.
Apenas podía permanecer en pie. Ojos de Tiburón deslizó la pistola en una
sobaquera de la que ella no se había dado cuenta y puso la chaqueta sobre ella.
—Hemos dejado un micrófono aquí y vamos a dejar a un hombre fuera del
edificio. Si intentas llamar al juez o advertirle personalmente lo sabremos. Y
sabremos si recibe la llamada o no. Si no recibe la llamada a las nueve de
mañana por la mañana, ya sabes que tenemos a tu abuelo en nuestras manos.
Asiente si me entiendes.
Ella asintió.
Su mirada saltó al otro hombre una vez más. Hubo un fuerte dolor en la
cabeza y la oscuridad descendió.
Capítulo 8
Stefano firmó la orden final para desenterrar las cuentas de Serra en las islas
Caimán y arrojó el bolígrafo. Eran las tres de la mañana. Se puso de pie, estiró
los brazos hacia arriba y luego hacia abajo para tocar los dedos de los pies.
Había trabajado pasada la medianoche muchas veces, empujándose a sí mismo
más allá del agotamiento. Pillar a Salvatore Serra valía la pena, muchas veces.
Se había pasado la mayor parte de los últimos tres años en un estado de fatiga
permanente.
Sin embargo, ahora no.
Ahora no se estaba empujando a sí mismo. Aunque había trabajado cada
segundo desde que aterrizó de vuelta a Palermo, sin ni siquiera parar cerca de su
apartamento, se sentía descansado, incluso con energía. Parte de ello fue que
podía sentir que iba derecho a Serra.
El bisabuelo de Stefano había sido un famoso cazador, dilapidó la fortuna de
la familia para ir de safaris a África y a lugares tan lejanos como la India. El
ático de la casa de su madre estaba lleno de cabezas disecadas apolilladas.
Stefano odiaba cazar animales pero tenía la caza en su sangre. Prefería la presa
más importante de todas.
El hombre.
Y él estaba cerca. No sólo estaba montando una acusación hermética, estaba
cortando el dinero de Serra, lo que significaba que estaba teniendo problemas
para encontrar lugares para esconderse.
El olor de la presa en su nariz explicaba parte de la fuerte ola de energía que
estaba sintiendo, pero Jamie era responsable de una gran parte de ello también.
Ella le había infundido nueva vida. Nueva esperanza. En algún momento en el
futuro iba a recuperar su vida e iba a mover cielo y tierra para asegurarse de que
Jamie era parte de ella.
Se había marchado de mala manera, incapaz de decir lo que él hubiera
querido. No había habido ninguna posibilidad de hacer planes de futuro. El fin
de semana que habían compartido había sido tiempo robado pero él no lo iba a
conseguir de nuevo, no hasta que Serra estuviera en una celda.
No había nada que pudiera decir, por lo que no había dicho nada.
Lo que había querido decir, “me encantó este tiempo contigo, quiero pasar
tanto tiempo contigo como sea posible, creo que tenemos algo especial”, era
imposible.
Hasta el día de su muerte, vería su cara pálida y afligida. Mordiéndose los
labios, porque ella también se dio cuenta de que no había nada que decir. Jamie
era muy inteligente. Inteligente, fascinante, hermosa…
Cerró los ojos, deseando. Luego los abrió de nuevo. Desear no iba a cambiar
nada. Acabar con Serra cambiaría su vida. Así que iba a hacerlo.
Volvió a sentarse en su escritorio con los dedos sobre el teclado y frunció el
ceño.
Una solicitud de Skype.
Cuando vio quién era el contacto, sonrió. JamieinBoston.
Jamie no estaba en Boston, sino en Palermo.
Bueno, nadie podía reprocharle una sesión de Skype de vez en cuando.
Aceptó el contacto y la video llamada entró inmediatamente. Hizo clic para
aceptar.
Y su corazón dio un vuelco cuando vio la cara ensangrentada de Jamie,
devastada por las lágrimas, en la pantalla.
* *
Jamie abrió los ojos. Al principio, no se daba cuenta de lo que estaba viendo:
el mundo ladeado, gotas de líquido, fragmentos de cristal brillando a la luz de la
lámpara.
El olor acre de alcohol aumentó en la noche, horriblemente mezclado con el
olor a vómito. Le dolía la parte posterior de la cabeza. Le dolía la mano, la
mejilla.
Nada de esto tenía sentido.
Entonces recordó y todo tuvo sentido. Una horrible sensación de pesadilla.
Sus manos fueron a su cuero cabelludo. La parte de atrás de la cabeza le
dolía, notó un bulto doloroso bajo sus dedos, que salieron cubiertos de rojo.
Estaba sangrando. También le sangraba la mejilla. Se rozó cautelosamente la
cara con los dedos, sintiendo algo que sobresalía. Lo sacó, una afilada astilla de
cristal veteada con más rojo.
Necesitó dos intentos para incorporarse. Su mundo estaba girando
horriblemente y tuvo que tragarse la bilis. Le dolía la cabeza y tenía problemas
para concentrarse. ¿Tenía una conmoción?
Podía ser.
Era la menor de sus preocupaciones. Se sentó en el suelo esperando que se le
aclarara la cabeza, luego se levantó con la ayuda de una silla.
Los hombres se habían ido. La casa tenía su paz y tranquilidad habituales.
Ella conocía la casa, sabía que iba a tener una sensación diferente si aquellos
hombres siguieran allí. Habían emanado maldad con tanta fuerza como un hedor.
Se habían ido, pero su dilema no.
Oh Dios. Le dolía la cabeza, le dolía la mejilla, pero eso no era nada en
comparación con lo mucho que le dolía el corazón. Y no era nada en
comparación con lo que esos hombres le habían hecho a su abuelo.
Una punzada de terror pasó por ella al pensarlo.
El abuelo, en manos de monstruos. Torturado. Herido. El querido abuelo, que
probablemente sería herido un poco más.
Se dirigió tambaleándose hacia la ventana, descorrió las cortinas. Un hombre
de pie en la calle levantó la cabeza y miró fijamente, sin molestarse en ocultar el
hecho de que la mantenía bajo vigilancia.
Ellos la habían puesto en una caja con su abuelo como rehén.
Oh Dios.
Harlan Edward Norris. Conocido profesor de derecho, ex juez, retirado. Alto,
apuesto y noble; uno de los aristócratas de la naturaleza. Había heredado la
custodia de ella cuando sus padres habían muerto en un accidente de coche
mientras regresaban de un concierto. Ella tenia doce años. Él sesenta y cinco,
contemplando la jubilación.
A partir de ese día, el día en el que se había llevado a su casa a una joven en
duelo, había sido padre y madre. Niñera y confidente. Había sido una roca
durante la adolescencia, cuando ella había tenido una breve fase rebelde. La
había visitado durante la universidad, le prestó el dinero para iniciar su negocio.
La había rodeado con amor y cuidado y no fue hasta que tenía veinticinco
años cuando se le había pasado por la cabeza que tal vez había sido difícil para él
convertirse, de la noche a la mañana, en el único cuidador de una joven. Tal vez
él había tenido otros planes para la jubilación. Por lo que sabía, tal vez había
habido una mujer en su vida. Pero él nunca se quejó, ni una sola vez la hacía
sentir nada menos que amada sin reservas.
El abuelo ahora era viejo. Frágil. Tenía artritis y se movía con rigidez. Tenía
asma. Estaba tan indefenso como un niño en manos de estas criaturas
monstruosas, incapaz de resistirse a ellos de ninguna manera.
Ya había sido herido de gravedad y eran hombres que estaban claramente
dispuestos a hacerle aún más daño. Ella daría cualquier cosa para salvarlo.
Había conocido a Stefano Leone ¿durante qué? ¿Solo cuatro días? ¿Qué era
eso, en comparación con una vida de amor del abuelo? Nada.
Tenía que salvar a su abuelo, todo lo demás era impensable. Si tenía que tirar
a Stefano a los lobos, que así fuera. Incluso si la idea hizo que la cabeza le diera
vueltas y una enorme roca de granito se hundiera sobre su pecho.
Excepto… excepto…
¿Qué diría el abuelo?
Él nunca cedería ante el chantaje. Era un hombre que creía en la ley con cada
fibra de su ser. Toda su vida se había dedicado a derribar a hombres que tenían
intenciones malévolas, igual que hacía Stefano. Había recibido amenazas de
muerte. Él nunca lo había mencionado, pero un par de veces habían tenido
guardaespaldas que les escoltaron a todas partes durante meses. El abuelo nunca
había retrocedido.
Stefano y él representaban la ley y el orden, sí. Pero también se mantenían
firmes para siempre. Eran baluartes contra el mal en el mundo, y si alguna vez
hubo un hombre que era malvado, era el que había entrado en su casa para
amenazarla. El mafioso. Serra. Tenía que ser él.
Estaba dando este paso porque Stefano estaba cerca de capturarle. Secuestrar
a un anciano al otro lado del mundo, usarlo como rehén para forzar a Stefano a
salir a terreno abierto, esas eran las acciones de un hombre desesperado.
¿Salvar al abuelo? ¿O sacrificar a Stefano?
Su cara estaba fría y le picaba el corte en la mejilla. Hasta que se limpió la
cara con la mano no se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas salían de
ella como el sudor en el calor.
Era una elección imposible, y sin embargo, tenía que tomarla. Estuvo en la
ventana durante largo rato, la cabeza inclinada, las lágrimas manchadas de
sangre goteando al suelo. Hubo una constricción en su pecho, como si alguien
estuviera apretando su corazón, manteniéndolo en un agarre irrompible,
exprimiéndole la vida.
Una elección imposible y sin embargo no había ninguna opción en absoluto.
Ella sabía lo que tenía que hacer.
Era una buena cosa que conociera tan bien la casa, ya que apenas podía ver a
través de las lágrimas, un velo de color gris dibujado sobre su mundo.
Quienquiera que fuera este hombre, estaba escuchando, así que tenía que
ocultar lo que estaba haciendo.
Su iPod ya estaba en su estación de conexión. Eligió un lugar al azar en su
lista de reproducción y pulsó play. Il Divo. Perfecto. Las hermosas voces de los
hombres flotaron en la habitación. Subió el volumen. Dondequiera que hubieran
escondido el micrófono, la música debía cubrir el sonido de un teclado.
Su PowerBook brillaba, rápido, preparado…
Tal vez el instrumento de la muerte de su abuelo. Si no estaba ya muerto.
Se secó los ojos, pulsó el botón de silencio y conectó Skype, pidiendo un
nuevo contacto.
Uomodiferro.
Su contacto de Skype y número de móvil estaban en la tarjeta que había
dejado para ella en el hotel. Cuando había visto su alias, ella había sonreído.
Hombre de hierro. En la cama, compartiendo recuerdos de la infancia, le había
confesado un amor por los cómics de Iron Man casi tan grandes como su amor
por Asimov.
Eran las tres de la mañana, pero Stefano aún estaba en el trabajo. Él
claramente había reconocido su nombre de Skype inmediatamente. Bueno,
JamieinBoston era fácil. Su rostro apareció al instante, su expresión de
bienvenida, entonces el ceño fruncido.
¡Jamie! ¿Qué pasa? Podía leer sus labios. Ella pulsó la función de
mensajería instantánea.
JamieinBoston: Pulsa el botón de silencio.
Uomodiferro: ¿Qué?
JamieinBoston: Pulsa el botón de silencio. Nadie debe saber que nos
estamos comunicando. Tienes un traidor en tu oficina
Sus ojos se abrieron como platos y luego se entrecerraron.
Uomodiferro: Estás herida. Estás sangrando.
JamieinBoston: Sí. No es nada. Olvídate de eso. Escucha. Cuando llegué
a casa había un hombre esperándome. Dos hombres. Nunca vi al segundo
hombre. Estaba detrás de mí. El otro hombre era… aterrador. Pelo gris
corto, ojos negros, construido como un toro.
Uomodiferro: Espera…
Stefano se estiró hacia un lado, fuera del campo de la cámara, y luego
levantó instantáneas, algunas en blanco y negro, algunas en color. Las levantó
hacia ella una por una. Los fotografías habían sido tomadas con una lente
telescópica, obviamente, fotos de vigilancia. Un hombre entrando en un coche,
mirando hacia el cielo; en un puerto subiendo a un barco. Un hombre caminando
por la calle, mirando hacia atrás, con un maletín.
Eran borrosas pero no había ninguna duda de quién era.
Uomidiferro. ¿Este hombre? ¿En tu casa?
JamieinBoston: Sí.
Su rostro se tensó, se oscureció. Ella estaba casi asustada ante su expresión.
Uomodiferro: ¿Es él el que te hirió?
JamieinBoston: Sí.
Uomodiferro: ¿Qué quería?
JamieinBoston: Tiene a mi abuelo como rehén. Yo había estado tratando
de ponerme en contacto con el abuelo durante días. Está en sus manos. Le
están haciendo daño
Sus dedos dejaron de trabajar en el teclado, temblaban demasiado. Así que
simplemente levantó su teléfono móvil hacia la cámara, desplazándose
lentamente a través de las cuatro fotos de un hombre mayor siendo torturado.
Se cubrió los ojos con una mano, tratando de controlarse. La decisión había
sido tomada. Ahora tenía que ser fuerte.
JamieinBoston: Ya ves lo que han hecho con él. El hombre prometió
cosas peores. Prometió…
Sus manos temblaban tanto que tuvo que parar de nuevo, tomar un respiro.
Ella levantó la cabeza para mirarlo en la pantalla. Él le devolvió la mirada, con el
rostro serio, las fosas nasales ensanchadas.
JamieinBoston: Prometió torturarlo hasta la muerte durante días, a
menos que yo…
Se detuvo una vez más con los dedos curvados, incapaz de mirar el monitor,
a Stefano.
Uomodiferro: A menos que ¿qué?
El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía respirar. Mantuvo la
mirada en sus manos, escribió.
JamieinBoston: A menos que te traicione. Se supone que debo llamarte a
las 9 de la mañana y hacer que vengas, hacer que vengas corriendo. Será
una emboscada por supuesto. Y, o te llamo o mi abuelo muere
horriblemente. Pero no puedo hacerlo.
Ella levantó la cabeza, brevemente acarició su rostro en el monitor.
JamieinBoston: No puedo traicionarte.
Uomodiferro: Ah, pero puedes hacerlo. Debes hacerlo.
Jamie parpadeó, sin estar segura de si estaba leyendo correctamente. Se secó
los ojos y se inclinó hacia delante.
JamieinBoston: ¿Qué?
Uomodiferro: Mañana por la mañana, exactamente a las 9:00 me
llamarás histérica, insistiendo en que vaya inmediatamente. ¿Puedes hacer
eso?
Él iba a emboscar a los emboscados.
JamieinBoston: Sí, por supuesto. Será peligroso.
Uomodiferro: Sí. Y envíame las fotos de tu abuelo. Tengo una idea.
JamieinBoston: Stefano, él está en los Estados Unidos. No se le puede
ayudar. Nadie puede.
Uomodiferro: ¿Confías en mí?
JamieinBoston: Sí.
Uomodiferro: Entonces envíame las fotos de inmediato y llámame
mañana a las 9 en punto.
Estaban mirándose el uno al otro, Jamie estudió esa cara fuerte.
JamieinBoston: Lo haré. Pero tienes que saber algo más. Creo que hay
alguien en tu equipo que te ha vendido. Ese hombre horrible, dijo que iba a
saber si te he llamado o no. Tiene a alguien en el interior.
Uomodiferro: Yo me encargo de eso. Debo irme ahora. Tengo menos de 6
horas hasta tu llamada y hay mucho que hacer.
JamieinBoston: Ten cuidado.
Uomodiferro: lo haré. Te amo.
Él apagó antes de que ella pudiera escribir la verdad. Yo también te amo.
* *
* *
Fin
NOTAS
[1] Galán de noche/Dama de noche (Cestrum nocturnum), arbusto de
fragantes flores nocturnas.
[2] Teoría del psicoanálisis freudiano ello, ego y superego.
[3] En el original pone hound-dog. Los Basset hound son perros utilizados
para cazar y tienen un aspecto triste. Cuando olfatean a una presa y la persiguen
emiten un ladrido que es una especie de quejido lloroso, de ahí la comparación.
[4] Mayólica es una cerámica decorada con esmalte de plomo.