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Lisa Marie Rice - The Italian

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THE ITALIAN

Lisa Marie Rice


ARGUMENTO
Él es un hombre peligroso con enemigos peligrosos.
En Palermo, Sicilia, una ciudad de una belleza de infarto e intensa
peligrosidad un hombre defiende la justicia.
Stefano Leone está cazando a uno de los mafiosos más peligrosos del
mundo. Vive rodeado de hombres armados, en peligro constante. Y entonces una
hermosa mujer americana contacta con él y le roba el corazón. ¿Ella es lo que
parece o ha sido enviada por su enemigo para encontrar su única debilidad?
Jamie McIntyre va a Palermo buscando inspiración para su negocio de
diseño y pierde el corazón por el hombre más duro y sexy que ha conocido. Cae
bajo su hechizo y en su cama, hasta que el enemigo de Stefano ataca y ella es
obligada a hacer una elección imposible
Capítulo 1
—Magnífico —susurró Jamie McIntyre con asombro. El león, todo elegancia
leonada y misterio, la miró con feroces ojos ambarinos, la melena de color
amarillo brillante era un halo de peligro enmarcando las fauces abiertas y la
mirada depredadora. Jamie dio la vuelta lentamente, el corazón palpitante. La
bestia era enorme, fácilmente medía un metro y medio de largo desde los
incisivos desnudos hasta el penacho de pelo de la cola. Una amenaza en un
paquete de músculos y tan peligroso e imponente ahora como lo había sido
cuando fue creado ochocientos años antes.
Había visto al león guardando la tumba del legendario emperador Federico II
cientos de veces en los libros de arte. Pero las reproducciones no la habían
preparado para el poder y la gloria de la obra maestra de mosaico mirando hacia
ella desde el techo abovedado de la Capilla Palatina, en el corazón del Palacio
Real en Palermo, Italia. Ella había viajado seis mil kilómetros para dibujarlo.
Hoy pocos turistas visitaban la capilla, y había estado sola la mayor parte de
la tarde. Sus dedos volaban frenéticamente sobre el bloc de dibujo texturado para
terminar antes de que la luz se fuera de la gran y antigua sala de cámara, llena de
los ecos de la majestad y la violencia a lo largo de los siglos.
Para cuando el sol al rojo vivo ya no doraba la pared este de la sala, ella
había puesto su león en un papel, cada precioso centímetro de él.
El calor era sofocante. Había sido así desde que había llegado hace una
semana. Curiosamente, para una persona de Nueva Inglaterra, a ella no le
importaba el calor en lo más mínimo. Nada tenía aire acondicionado en esta
ciudad, pero no importaba. El calor era como una manta sensual. Había estado
quitándose ropa día tras día desde su llegada, hasta ahora en que sólo llevaba un
vestido de algodón que permitía que la poca brisa de la ciudad enfriara sus
piernas y las apenas existentes bragas. El vestido de verano era lo
suficientemente suelto como para hacerla sentir desnuda cuando deambulaba por
las estrechas y fragantes calles de la ciudad.
Palermo había sido una vez una ciudad árabe y los hombres conservaban una
hiper-conciencia de las mujeres. Por la noche, una vez que el calor feroz del día
había comenzado a disiparse, daba largos y agradables paseos alrededor de la
ciudad vieja. Le gustaba caminar entre los hombres de ojos oscuros que la
observaban en silencio a su paso, y saber que, aunque nadie se daba cuenta, ella
estaba casi desnuda.
Satisfecha con el trabajo de la tarde, Jamie guardó sus bártulos y caminó por
el corredor de arcos altos hacia la salida. Bajó la ancha escalera ceremonial,
cuyos escalones poco profundos habían sido diseñados para que los caballos
pudieran subir a las cámaras superiores, hacia los claustros sombríos.
El guarda, acostumbrado a verla todas las noches durante la semana pasada,
sonrió e inclinó la cabeza tan respetuosamente que se sintió como una reina. Ella
le saludó con un suave “buonasera” y salió a la plaza rodeada de palmeras frente
al palacio.
Se giró una última vez para ver un espectáculo que nunca dejaba de
emocionarla. El sol moribundo pintaba la inmensa fachada del palacio de un oro
luminoso, que brillaba contra las hojas de palmera. Era la hora de que las aves
volvieran al nido. Miles de golondrinas revoloteaban y chillaban en el cielo rojo
dorado.
Jamie fue a casa lentamente, deteniéndose en algunas tiendas para comprar
algunos caponata, el plato de berenjena picante y dulce que había llegado a
amar, una hogaza de pan local crujiente y una botella de vino blanco Corvo di
Salaparuta. Se tomaría tranquilamente la cena en el balcón de su apartamento del
tercer piso, observando a los vecinos abajo en la calle peleándose,
maquillándose, coqueteando y chismorreando, todo al volumen más alto posible.
Era infinitamente mejor que los insípidos programas ofrecidos por las cadenas
locales de televisión.
Al llegar a su apartamento en la Via Costanza, Jamie giró la antigua llave de
latón y abrió la pesada puerta tallada. La entrada era oscura y olía a madera
vieja, esmalte de limón y a las bolsitas de lavanda que su patrona octogenaria
había colocado en todos los cajones. Yendo de habitación en habitación, abrió las
persianas y las grandes puertas francesas que daban a la terraza que rodeaba el
apartamento. Las puertas y ventanas se quedarían abiertas hasta mañana para
capturar el aire ligeramente más fresco de la noche.
Ella decía que era su momento favorito del día, pero todos eran sus
momentos favoritos del día.
El amanecer que llegaba lentamente, dorando las copas de los campanarios
de las iglesias y cúpulas antes de llenar el cielo. El mediodía del verano, cuando
el calor era un ser vivo y todo el mundo se retiraba detrás de las paredes de color
pardo, dejando a la ciudad para Jamie y unos perros callejeros. Ese momento al
final de la tarde, cuando la ciudad de repente se despertaba de su siesta, como si
de un encantamiento se tratara, y volvía estridentemente a la vida en el espacio
de unos pocos minutos.
Jamie suspiró. Estos pensamientos no la estaban llevando a ninguna parte.
Estaba evitando lo que tenía que hacer.
Era la única nota sombría en sus, por lo demás perfectas, vacaciones de
trabajo sicilianas. Ella miró con odio el paquete cuidadosamente envuelto sobre
la antigua madia, bajo un retrato de la severa abuela de su casera, bigote y todo.
Odiaba ese pequeño paquete, la fuente de muchas horas inútiles
desperdiciadas tratando de entregarlo a un hombre que se estaba mostrando
imposible y frustrantemente difícil de alcanzar. Si hubiera sido por cualquier otra
persona que no fuera el abuelo, habría renunciado hace días.
Jamie se sirvió una copa del Corvo, sosteniendo el cristal tallado hasta la
ventana. La luz mortecina hacía resplandecer el vino hasta convertirlo en oro
líquido. Sabía a un concentrado de sol y alegría. Bebió medio vaso luego respiró
hondo.
Había desafiado a un león en su guarida. Ahora era el momento de desafiar a
otro.
Stefano Leone.
Justo antes de partir hacia Sicilia, su abuelo le había dado un pequeño
paquete para que se lo entregara a uno de los antiguos alumnos de su curso de
verano en derecho internacional en la Universidad de Harvard. El abuelo trataba
de mantenerse en contacto con sus mejores alumnos. Stefano Leone al parecer,
había sido uno de los mejores.
Jamie se había reunido con un buen número de estudiantes del abuelo en los
últimos años. Invariablemente ratones de biblioteca en la escuela, que de
inmediato se transformaron en aburridos tipos trajeados después de la
graduación. Encontrar a un ex graduado de la Escuela de Derecho de Harvard se
clasificaba muy cerca del herpes zóster. Pero el abuelo se lo había pedido y ella
habría caminado descalza sobre brasas ardientes por él, por lo que había estado
dándole a esto su mejor empeño.
Resultó que Stefano Leone era el hombre más misterioso en Palermo.
El abuelo no tenía la dirección del hombre. Sólo sabía que Stefano Leone
había sido trasladado de Milán, su ciudad natal, a Palermo dos años antes.
Stefano Leone era un abogado. Un juez, había dicho el abuelo. Su número no
figuraba en la guía telefónica de Palermo. Así que ella había llamado al Palazzo
di Guistizia, el Palacio de Justicia, sólo para que le dieran infinitas evasivas.
Con un sentimiento de aprensión, cogió el elegante teléfono inalámbrico de
color gris-bronce que era tan discrepante con la inestable mesa Luis XVI sobre
la que estaba.
Había marcado el número ocho veces y se lo sabía de memoria. Jamie ni
siquiera estaba completamente segura de que estuviera buscando a Stefano
Leone en el lugar correcto, pero no tenía ni idea de dónde más buscar.
—¿Pronto? —Una voz gutural respondió el teléfono en el otro extremo.
Jamie suspiró. Era una voz diferente. Cada día había hablado con alguien
diferente. Aunque cada vez se trataba de un hombre con marcado acento
siciliano, muy alejado del italiano que había aprendido en Middlebury de su
elegante profesor toscano. Apenas reconoció las palabras.
—Hola —dijo en su lento, cuidadoso italiano—. Me gustaría hablar con
Stefano Leone, por favor.
—Attenda. —Espere. Esta era la rutina habitual. Había pasado de voz a voz.
Dos veces la habían interrogado bruscamente, con sospecha. Y había explicado,
tan claramente como pudo, que su nombre era Jamie, no James, y que sí, Jamie
era el nombre de una mujer. Ella había escrito McIntyre meticulosamente una
doce…
¡Claro!
Jamie podría haberse abofeteado a sí misma. Si Stefano Leone realmente
trabajaba allí, y nadie lo había negado, solo le negaban su acceso a él, entonces
él no reconocería el nombre McIntyre. El abuelo era el padre de su madre.
—Pronto.
La habían pasado a otra persona. En vez de repetir su estribillo habitual, dijo:
—Me gustaría hablar con Stefano Leone en nombre del Profesor Harlan
Norris de la Universidad de Harvard.
No hubo respuesta. El teléfono hizo clic y luego hizo clic de nuevo. Hubo un
débil zumbido en la línea, lo suficiente para notar que no había sido
desconectada. Otro clic y luego otra nueva voz se puso al teléfono.
Una voz poderosa, completamente diferente a las demás.
—¿Quién es?
Ella se sentó. La voz habló en inglés, un bajo profundo con un tono ronco.
Por alguna razón inexplicable, Jamie se estremeció.
—¿Quién es? —Repitió la voz.
Bueno, ya que hablaba inglés, iba a ver si por fin podía soltar la historia
entera.
—Hola, mi nombre es Jamie McIntyre y estoy tratando de comunicarme con
el señor Stefano Leone. Soy la nieta de Profesor Harlan Norris. Fue profesor de
Stefano Leone en Harvard hace unos quince años. Estoy en Palermo en unas
vacaciones de estudio y mi abuelo me dio un regalo para que se lo entregara al
señor Leone. Todo lo que quiero hacer es darle este regalo. Si usted pudiera
ponerme en contacto con…
—Yo soy Stefano Leone —dijo la voz profunda.
—Oh. —Jamie parpadeó. El hombre no sonaba como cualquiera de los otros
estudiantes del abuelo. No sonaba como un ratón de biblioteca y no sonaba como
un tipo trajeado. Sonaba como Dios—. Muy bien, señor Leone. Si usted fuera
tan amable de decirme donde podría dejar este paquete para usted, yo…
—¿Dónde se aloja en Palermo? —Interrumpió, como si ella no hubiera
hablado.
—Esto… —Ella dudó un momento y luego suspiró. El abuelo nunca habría
pedido que buscase a un violador o a un asesino en serie—. Via Costanza 24.
Está…
—Sé dónde está. ¿Qué piso?
Esta vez su vacilación fue más larga.
—Tercero.
—¿Qué nombre pone en el timbre?
Esto se estaba volviendo ridículo.
—Mire, señor Leone, lo único que quiero es que…
—¿Qué nombre pone en el timbre? —La voz era baja, casi suave, pero el
acero brillaba bajo la entonación.
Se dio por vencida.
—Landi.
—En media hora, tres hombres irán a por usted. Son agentes de policía. Sus
nombres son Buzzanca, Bonifacio y Della Torre. Le mostrarán la identificación.
Usted verificará que son quienes dicen ser y entonces les seguirá.
¿Seguir?
—Ahora escúcheme, señor Leone —Jamie comenzó con vehemencia—: No
entiendo por qué…
Un fuerte zumbido sonó en su oído. Había colgado.
¡Le había colgado!
Maldita sea. Jamie se quedó mirando el receptor consternada. En algún lugar
entre la Universidad de Harvard y la vida, ¿es posible que alguien se hubiera
vuelto loco?
Media hora, había dicho. Era una locura, pero había algo en esa voz que le
dijo que si decía media hora, lo decía en serio.
Con una última mirada anhelante a la caponata, Jamie cortó
apresuradamente una rebanada de pan, la cubrió con queso de cabra y se la tragó
con el resto del vino.
En la universidad, había tenido que compartir el baño y había dominado el
arte de una ducha rápida. Aunque refrescaría por la noche, todavía hacía calor y
no podía soportar la idea de llevar demasiada ropa. Se puso una blusa de seda sin
mangas y pantalones ligeros de algodón.
Veintinueve minutos después de la llamada telefónica, su timbre sonó. Se
asomó por la mirilla.
Tres hombres estaban afuera de su puerta. Iban vestidos con uniformes
militares y estaban fuertemente armados.
Jamie dudó un momento.
Abuelo, espero que sepas lo que estás haciendo. Con esa invocación
silenciosa, abrió la puerta.
Los hombres tenían un aspecto duro con ropa de camuflaje y boinas de
comando. El de aspecto más duro del lote se adelantó.
—Signorina Maccatiro?
No del todo, pensó. Pero lo suficientemente cerca.
—Sí —respondió ella.
Como si siguieran una orden, los tres hombres hurgaron en sus bolsillos y
sacaron tres escudos policiales, cada uno con la estrella de cinco puntas de la
República Italiana en la parte superior. Buzzanca, Bonifacio y Della Torre, como
había dicho Stefano Leone. Dos eran brigadieri y el que había hablado era un
maresciallo. Su nombre era Buzzanca.
—Por favor, síganos —dijo.
Jamie no tenía la menor idea de cuál era la jerarquía en la policía italiana,
pero el maresciallo parecía el líder por lo que se dirigió a él.
—¿Puede usted decirme dónde vamos?
—No.
Jamie se detuvo un momento, ponderando su próximo movimiento. Los
policías estaban en silencio, como si estuvieran esperando a ver lo que iba a
hacer.
—Está bien. —Con un suspiro de rendición, Jamie recogió el paquete que el
abuelo le había dado y su bolso. Se enfrentó a los tres hombres—. Estoy lista.
Terminemos con esto. Aunque usted puede decirle al señor Leone que no me
gusta este tipo de tratamiento.
Para su asombro, en lugar de dirigirse a las escaleras, el Maresciallo
Buzzanca le cogió el bolso de la mano, lo abrió y empezó a rebuscar en él.
—¡Hey! —Exclamó, indignada—. ¿Cómo se atreve… —Se detuvo. Él ya
había terminado su búsqueda. Había sido breve, exhaustiva e impersonal. Le
entregó su bolso y Jamie se lo arrebató. El hombre se había quedado su teléfono
móvil y se lo guardó en un bolsillo, mirando fríamente cuando ella jadeó con
indignación. Entonces el maresciallo tomó el paquete de sus manos, lo sacudió y
empezó a sacar el envoltorio.
Jamie se quedó boquiabierta. Ella misma había diseñado el papel de regalo
para el abuelo. Libros plateados volando a través de un fondo azul oscuro.
Inspiró profundamente y apenas se contuvo de golpear las manos del hombre. Él
tenía un arma de cañón corto de aspecto sólido colgando de una sobaquera y una
gran pistola negra en una funda en su cadera, de lo contrario lo habría hecho.
—Escúcheme, usted, usted…
Dentro había un libro. El maresciallo lo examinó, hojeó las páginas envolvió
el paquete de nuevo, incluso haciendo coincidir la cinta adhesiva. Él se lo
devolvió y aunque ella quería regañar al hombre por echar a perder el envoltorio,
éste tenía casi un aspecto inmaculado, así que se calló.
Sin decir una palabra, el maresciallo dio la vuelta y comenzó a caminar. Los
otros dos policías la miraron expectantes. Con un suspiro, ella siguió al líder y
ellos cerraron la marcha.
Jamie pasó un mal rato cuando vio que ellos esperaban que entrara en un
coche. Grande, con cristales tintados que ocultaban a los pasajeros de la vista.
Por supuesto, tenía Polizia di Stato estarcido en blanco en el lateral. Sin
embargo, visiones de cada película de gánsteres que había visto alguna vez
llenaron su cabeza. En cada una de esas películas, entrar en un coche con
hombres armados de aspecto peligroso había sido una mala idea.
Se detuvo en la puerta del lado del pasajero, con una mano en el techo del
coche. El corazón le latía con fuerza.
—¿A dónde me lleva? —Preguntó en voz baja.
—Dal giudice —fue la respuesta. Al juez.
Jamie entró.
El viaje fue relativamente corto, pero la ruta que tomaron fue tan compleja,
que rápidamente perdió su sentido de la orientación. Cuando el auto finalmente
se detuvo, no tenía ni idea de dónde estaba. El maresciallo salió, dio la vuelta al
coche y cortésmente sostuvo la puerta abierta para ella. Ellos habían pasado a
través de puertas de seguridad y habían conducido en torno a un edificio alto,
con fachada de mármol, aparcando en una zona asfaltada en la parte de atrás. Un
guardia armado vigilaba fuera.
El guardia abrió la puerta para ella mientras Jamie se acercaba al edificio.
El día aún era cálido, pero había algo en la desolación del edificio, los
hombres armados en silencio y la tranquilidad absoluta que la hizo temblar. Ella
había sido propulsada hacia adelante por su sentido del deber hacia su abuelo,
pero era muy consciente del hecho de que si estos hombres querían obligarla a
hacer algo, sería incapaz de detenerlos.
Jamie dio un paso vacilante sobre el umbral. El interior estaba oscuro y sin
aire. Su piel se erizó con aprensión. Otro guardia armado le hizo señas para que
se dirigiera hacia un detector de metales. Lo atravesó y fue enérgica e
impersonalmente cacheada.
El guardia señaló las puertas abiertas de un ascensor y otros dos guardias
armados la siguieron. Subieron seis plantas y salieron a un pasillo largo y
silencioso. Estaba iluminado sólo por unas pocas bombillas de baja intensidad y
olía a cuero, a papel y a hombres. Mientras caminaban por el pasillo, las botas de
los guardias resonaban intensamente. Se detuvieron y uno de los guardias apuntó
a una puerta cerrada. Ella se puso delante y levantó el brazo. El guardia asintió y
Jamie llamó.
—¡Avanti! —dijo inmediatamente una voz. Era la misma que había oído por
teléfono.
Así que por fin había encontrado a Stefano Leone.
Jamie abrió la puerta y entró en la silenciosa habitación con aire
acondicionado.
Apenas se dio cuenta de que uno de los hombres cerraba discretamente la
puerta. Apenas se dio cuenta de la decoración sencilla o los estantes cargados de
libros elevándose hasta el techo alto, los estantes superiores se perdían en la
oscuridad.
Toda su atención estaba fija en el hombre detrás del gran escritorio de
madera. Estaba sentado, estudiando algunos documentos sobre la mesa.
Al principio lo único que podía ver eran sus manos, visibles en el cono de luz
arrojado por la lámpara en su escritorio. Manos extraordinarias. Grandes, anchas
y poderosas, eran las manos de un luchador, no de un juez.
Una de esas manos fuertes se extendió y encendió otra luz y Jamie dio un
paso atrás con los ojos abiertos como platos.
El hombre levantó la cabeza.
—¿Señorita McIntyre?
Ella asintió con la cabeza, la garganta apretada.
—Creo que usted tiene algo para mí.
La voz profunda tuvo un efecto hipnótico sobre ella. Jamie asintió de nuevo.
No podía hablar.
—Entonces tiene que venir más cerca.
Stefano Leone se levantó de su silla de respaldo alto mientras ella se
acercaba a la mesa. Era muy alto. Jamie siguió su avance, los ojos abiertos como
platos. Su mirada estaba fija en los rasgos limpios, adustos de Stefano Leone.
Ojos oscuros, conocedores, una fuerte nariz aguileña, pómulos marcados, boca
grande y sensual. Era el rostro de un hombre nacido para mandar. El rostro de un
emperador.
Magnífico, pensó con temor.
Capítulo 2
Si la mujer es el cebo enviado a atraerme a mi muerte, mi enemigo ha
elegido bien, pensó Stefano Leone.
Salvatore Serra era uno de los hombres más peligrosos de la Tierra. Cruel,
astuto, con un profundo conocimiento de la debilidad humana. Y esta mujer era
una tentación andante.
Su encanto era tangible desde diez metros a través de una habitación a
oscuras. Cuando la puerta se había abierto para dejarla entrar, ella había estado a
contraluz de la luz del pasillo por un momento. Sólo el tiempo suficiente para
que Stefano viera su forma a través de los pantalones casi transparentes,
revelando piernas largas y esbeltas, una cintura pequeña y caderas suavemente
redondeadas. La mujer había vuelto la cara y había vislumbrado un perfil
delicado, como el del camafeo favorito de su madre.
Podía olerla desde aquí. No era algo tan evidente como un perfume, sino una
combinación inquietante de jabón con olor a flores, champú y mujer.
Mantenido bajo vigilancia constante, Stefano no había tenido una mujer en
más de tres años. Apenas había visto a una mujer. Encendió la lámpara de pie al
lado de su escritorio y la vio caminar hacia él.
Se mantuvo muy quieto. La mujer era peligrosa. Letalmente bella.
Había pensado que su cabello era oscuro, pero no. Era de un color rojo
oscuro, y ella tenía el colorido de una pelirroja. Piel pálida marfileña, dos alas de
color castaño por cejas, ojos turquesa. Los ojos de un gato.
Él mantenía alto el aire acondicionado en su estudio. La temperatura aquí era
mucho más fría que el aire en el pasillo, y podía ver sus pezones tensándose por
el frío. Sus pechos eran altos, firmes y redondos, los pezones pequeños puntos
duros.
Después de todo, no fue nada difícil imaginar apartar la fina camiseta que
cubría su torso para ver la delicada piel cremosa y cómo se vería contra su mano
mucho más oscura. Ella tenía la piel tan clara que sus pezones serían de color
rosa pálido y sabrían como las bayas en la crema…
¡Cristo! Tres años sin una mujer y ahora su cuerpo se acordaba de todas y
cada una esas largas noches, solitarias. Esta mujer en particular era la tentación
encarnada. Era la esencia misma de una mujer seductora, cada centímetro de su
cuerpo estaba hecho para las manos de un hombre, la boca de un hombre.
Podría haber sido elegida por esa misma razón.
Podría haber sido enviada para matarlo.
No en este momento, por supuesto. Sus enemigos eran cualquier cosa menos
estúpidos.
Sus hombres la habrían cacheado. Ella no tendría un arma en su bolso y el
paquete que llevaba sería inofensivo. No era rival para su fuerza.
No, la mujer podría representar un peligro más indirecto. Distracción,
hacerle caer en la trampa.
Sin embargo, podría valer la pena, pensó. La luz iluminaba sólo el lado
derecho de su cara, pero lo que podía ver era impecable, impresionante en su
perfección.
—¿Señorita McIntyre? —Podía oír la aspereza de su voz. La dureza de un
hombre que había vivido bajo una sentencia de muerte durante tres años.
—S…sí —balbuceó.
La mujer estaba asustada y trataba de ocultarlo. Su respiración era rápida y
superficial y él tuvo que esforzarse para no dejar caer los ojos hacia esos
magníficos pechos que se balanceaban ligeramente debido a su respiración
alterada. Sin embargo, Stefano tenía una excelente visión periférica. Ella se
estaba mordiendo inconscientemente el exuberante labio inferior, eliminando el
intenso color rojo del pintalabios para revelar un color aún más intenso debajo.
Stefano de repente tuvo una imagen de su propia lengua lamiendo el
pintalabios para quitarlo, saboreando esa deliciosa boca roja y luego degustando
los pezones tan claramente visibles.
Su cuerpo reaccionó al instante hasta el último detalle sensorial de la imagen.
La sangre corrió hacia su ingle.
Se sorprendió a sí mismo. Ya no tenía doce años, con una erección
instantánea ante la proximidad de una mujer, el olor de una mujer, la idea de una
mujer. Era un hombre adulto que podría mantener sus genitales bajo control. Sí,
había tenido un largo período de obligada sequía. Pero aun así…
Utilizar el sexo para conseguir a un hombre era un viejo truco, el más
antiguo en el libro. Todavía funcionaba demasiado bien. Una atractiva mujer
policía en Catania había averiguado el nombre del embajador de Salvatore Serra
en la N'drangheta, la mafia calabresa. Ni siquiera había tenido que ir a la cama
con el hombre, simplemente prometerlo.
El sexo mata. Recuerda eso, se dijo a sí mismo mientras su polla bajaba.
La mujer había estado tratando de ponerse en contacto con él durante días,
pero la protección de sus hombres la había mantenido a raya. Sólo fue cuando se
mencionó el nombre de Harlan Norris que él aceptó el riesgo de verla.
Sí, ella tenía miedo. Tal vez tenía miedo del severo anillo militar protector
que le rodeaba. Fuertes medidas de seguridad y hombres armados eran suficiente
para volver temerosa a cualquier persona.
Por otra parte, su miedo podría ser el temor de un agente de llevar a cabo una
misión peligrosa: para atraerlo a la muerte. Ella bien podría ser un emisario de
Salvatore Serra.
Tenía que mantener su cuerpo bajo control, no importa lo tentadora que
fuera. Sus hombres lo protegían con sus vidas. No podía defraudarles.
—Siéntese, señorita McIntyre. —Stefano pensó con humor sombrío en las
diferentes versiones extravagantes de su nombre que sus hombres habían
aportado. No había demasiados McIntyre en Sicilia.
Cuando ella vaciló, puso una nota del acero en su orden.
—Siéntese. Por favor.
Ella no apartó los ojos de él. Buscó a tientas hasta que su mano encontró una
silla y se sentó. Y se quedó mirándole. Los hermosos ojos abiertos como platos,
las manos agarrando un bolso y un paquete con tanta fuerza que sus nudillos se
estaban volviendo blancos.
—¿Va a darme ese paquete?
Ella se sobresaltó y miró hacia abajo como si estuviera sorprendida por el
paquete en sus manos.
—Oh, por supuesto —murmuró. Su voz era suave y musical, un poco sin
aliento. Levantó la mirada y trató de sonreír—. Lo siento. —Le entregó el
paquete y la mano de Stefano tocó la suya mientras lo cogía.
Stefano apretó los dientes. Su piel se sentía casi tan suave como parecía. Más
suave. Lo más suave que había tocado en… lo que se sentía como siempre. Su
vida era una jaula de hierro, con hombres de hierro rodeándola. Absolutamente
nada suave en la jaula, sólo bordes afilados que cortaban.
Se sentó levantando el paquete. No era una bomba. Buzzanca era un
arteficiere, un experto en bombas. Ya había desactivado dos bombas destinadas a
Stefano. Buzzanca nunca dejaría que nada se le pasara.
Si realmente era de Harlan Norris, su viejo amigo, sólo podía ser una cosa.
Lo desenvolvió lentamente. Hacía tiempo que se había educado a sí mismo
para no volver a mostrar emoción y sabía que su rostro no traicionaba nada
mientras abría el papel de regalo inusualmente hermoso para revelar un libro.
Le costó toda su fuerza de voluntad no mostrar su alegría mientras bajaba la
vista hacia el libro en sus manos. Una primera edición de la Trilogía de la
Fundación de Asimov.
Que Stefano supiera, Harlan era la única persona en la tierra a la que él había
confesado su adicción desde niño a los clásicos de ciencia ficción, y a Asimov,
en particular.
Tenía doscientas páginas de registros bancarios que revisar, de un banco en
las Islas Caimán, donde se sospechaba que Serra lavaba dinero del narcotráfico.
También tenía otros varios cientos de páginas tediosas de testimonios para leer
de un ex mafioso convertido en informante.
Habían pasado tres años desde que había leído algo no relacionado con la
captura y condena de Salvatore Serra, pero Stefano sabía que esta noche iba a
darse el gusto con los excitantes cuentos del destino agitado de la humanidad
más allá de las estrellas.
Sabía, sin sombra de duda, que el libro era de Harlan.
Pero ¿lo era ella?
—Este es un regalo muy amable de su abuelo —dijo, mirando a la mujer de
cerca—. Supongo que recordaba que me gusta la ciencia ficción. Antes de irse,
me gustaría mucho que le enviara de vuelta un regalo. ¿Todavía colecciona
boquillas de cigarrillos?
La frente lisa de la mujer se frunció. Ella se inclinó hacia delante, la blusa de
seda sin mangas se abrió, mostrándole una atractiva vista de clavículas delicadas
y suave piel blanca hasta el principio de sus henchidos pechos. Fue un esfuerzo
no inclinarse hacia adelante para tener una mejor vista.
—Lo siento, señor Leone, juez Leone —dijo con esa voz suave—. Tal vez su
memoria no es exacta. Mi abuelo colecciona pipas. —Ella arrugó la nariz y le
dedicó una pequeña sonrisa. —Cuanto más viejas y malolientes, mejor.
De hecho, Harlan había coleccionado pipas. Cuanto más viejas y
malolientes, mejor.
Ella volvió la cabeza hacia la luz, y él lo vio.
Stefano fue transportado quince años atrás a un estudio oscuro y cómodo en
Cambridge. Stefano había pasado más de una noche agradable en la cómoda
casa antigua de estilo Cape Cod de Harlan durante el tiempo que había pasado en
Harvard.
Una noche, después que el ama de llaves de Harlan hubiera preparado una de
las pocas comidas comestibles que Stefano tuvo en América, habían ido al
estudio de Harlan. Mientras se tomaban un excelente coñac y fumaban cigarros
ilegales cubanos, habían pasado una hora afable resolviendo los problemas del
mundo.
Sus ojos habían sido atrapados por la fotografía con marco de plata de una
diablilla riendo. La chica era una pellirroja delgada con unos prominentes
aparatos dentales.
—Mi nieta —había dicho Harlan con orgullo.
—Ah, una chica guapa —dijo Stefano educadamente.
Harlan le había mirado con diversión.
—En este momento no lo es, Stefano. No hay ninguna razón para mentir.
Pero acepta mi palabra; va a llegar a ser una belleza. ¿Ves ese lunar? —Había
señalado hacia el lado izquierdo de la cara de la chica.
—Sí —había respondido Stefano con cautela.
—Está en la posición en que los franceses llaman “belleza”. Confía en mí.
Algún día será muy atractiva.
Stefano había hecho algunos vagos ruidos conciliatorios y luego siguieron
hablando de la nueva Ley del Tratado Marítimo.
Jamie McIntyre tenía un pequeño lunar en la mejilla izquierda. En la
posición que los franceses llamaban “belleza”.
Era la nieta de Harlan Norris.
Stefano se echó hacia atrás y, por primera vez en tres años, sus músculos se
relajaron por completo. ¿Cuándo fue la última vez que había estado en compañía
de una mujer hermosa? Estos últimos años duros le habían costado más que la
compañía de las mujeres; le habían costado su esencia.
¿En qué demonios se había convertido? Antes de su llegada a Palermo, se
había considerado a sí mismo un hombre altamente civilizado, cosmopolita,
culto y sofisticado. Antes de ser asignado a la investigación sobre Salvatore
Serra, habría sabido exactamente cómo tratar con una mujer y asustarla no era
parte de su repertorio encantador.
En el transcurso de los últimos tres años había sido transformado, se había
convertido a sí mismo, en un ser primitivo. Un cazador descendiendo al nivel de
su presa. Él estaba cazando a uno de los hombres más feroces vivos. Poco a poco
todos los símbolos de la civilización habían caído, uno por uno, hasta que fue
despojado de todo, excepto de su fuerza, su determinación de eliminar a Serra y
su lealtad hacia los hombres que proporcionaban una pared de carne viva a su
alrededor. Ya no estaba equipado para lidiar con una mujer hermosa.
Una mujer hermosa, además, que era la nieta de un hombre que le había
mostrado amabilidad y cortesía, y de quien había recibido una base de primer
nivel en derecho internacional. Este hombre le había enviado un regalo
maravilloso y, a cambio, Stefano había sometido a su amada nieta al tratamiento
por lo general dado a los delincuentes.
Bueno, tal vez no era demasiado tarde para hacer las paces.
Echó un vistazo a su reloj e hizo una mueca. Era demasiado tarde para hacer
las paces esta noche. Tenía una cita con un soplón, que podría estar dispuesto a
dar información sobre otra persona que podría estar dispuesta a regalar el
escondite de Serra. Era la última de una larga serie de reuniones frustrantes con
las entrañas de la humanidad, pero tenía que ir al encuentro. Incluso si un millar
de maleantes le decepcionaran, el mil y uno podría entregar a su némesis.
—Le debo una disculpa, señorita McIntyre. No me puedo imaginar lo que
debe estar pensando. Me disculpo profusamente por su tratamiento por parte de
mis hombres.
Ella frunció de nuevo el ceño.
—No fui tratada con descortesía por sus oficiales, juez Leone.
—Debes llamarme Stefano.
—Stefano —dijo en voz baja
Ella sonrió y su corazón latió un poco más rápido. Más tarde, después de que
se hubiera ido y sus hormonas no estuvieran luchando con su cerebro, tendría
tiempo para reflexionar sobre el hecho asombroso de que la sonrisa de una mujer
podía hacer que su ritmo cardíaco se incrementase.
La sonrisa transformó su cara, de una escultura perfecta a una mujer vivita y
coleando. Esos ojos impresionantes se suavizaron. Los suaves planos de su
rostro cambiaron y vio con una visión repentina que se trataba de su expresión
habitual. Sonriente y cálida.
Jamie miró a su alrededor, asimilando la decoración simple y práctica, los
libros de derecho y los montones de documentos. Volvió la mirada hacia él y ella
se fue directamente al centro de su vida.
—Tienes que ir detrás de algunos hombres muy peligrosos para ser tan
cuidadosamente protegido.
Negarlo sería absurdo. Stefano no dijo nada. No podía decir nada. Se limitó a
asentir con la cabeza una vez.
—Sé que varios jueces muy valientes han muerto aquí en Palermo. Me
alegra que tus hombres te protejan tan bien.
Tus hombres. Pensar en sus hombres puso serio a Stefano.
—¿Qué estás haciendo aquí, señorita McIntyre?
—Jamie, por favor. Aunque eres muy bueno diciendo “McIntyre”. Mi
nombre ha sido bastante destrozado desde mi llegada.
—Jamie. ¿Entonces por qué estás aquí?
—Como te dije por teléfono, estoy aquí en unas vacaciones de estudio. Soy
diseñadora y estoy esperando conseguir algo de inspiración en Palermo. Me
especialicé en arte e historia del arte y siempre he estado interesada en la
arquitectura de esta ciudad. ¡Tanta mezcla inusual de estilos: morisco, románico
y barroco! Pensé que podría conseguir hacer un buen trabajo, y lo he hecho. Es
una ciudad hermosa.
—Mm. —Stefano fue evasivo. Sólo había visto Palermo a través de ventanas
tintadas a prueba de balas—. ¿Qué clase de diseñadora eres?
—Ecléctica. —Señaló el libro—. Por ejemplo, diseñé ese papel de envolver.
Él lo levantó, giró el papel brillante en sus manos.
—Es hermoso.
—Gracias. —Ella se quedó en silencio, y también Stefano. Su piel brillaba
en la penumbra como perlas bajo el agua. Él no podría haber apartado su mirada
de la de ella aunque una bomba hubiera explotado en la habitación contigua.
Sonó un discreto golpe y Stefano salió de su trance.
—Ahora debes irte. —Stefano no tuvo que poner disgusto en su voz. La idea
de esta mujer joven y atractiva dejándolo le llenó de pesar—. Pero consideraría
un honor si quieres cenar conmigo mañana por la noche. —Él le sonrió,
maravillado de que aún recordara cómo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que
había sonreído por última vez?
—Me gustaría —dijo.
Él rodeó su escritorio, permaneciendo de pie junto a la silla hasta que ella se
puso de pie, y luego la acompañó hasta la puerta con una mano en su espalda.
Su madre le había educado para ser un caballero. Se levantaba, mantenía las
puertas abiertas, rodeaba codos… como el mejor de ellos. Pero la mano en su
espalda no tenía nada que ver con la educación. Él quería, necesitaba, tocarla. El
trayecto desde su escritorio a la puerta era demasiado corto.
Se detuvieron en la puerta. La luz no llegaba aquí y vagamente podía ver el
brillo de los ojos de ella. La habitación estaba tan silenciosa que podía escuchar
su respiración. Su propia respiración.
Moviéndose lentamente, Stefano levantó la mano de Jamie hasta su boca. Se
suponía que no debías tocar con tus labios la mano de una mujer, pero la
tentación era demasiado grande. Acarició sin prisa esa piel suave con los labios.
Pasó el pulgar por el dorso de la mano y luego a regañadientes la soltó y abrió la
puerta.
Buzzanca estaba allí, con la mano en alto para golpear de nuevo.
—Buzzanca —dijo en italiano, sin apartar los ojos de los de ella—, asegúrate
de que la signorina McIntyre llega a casa sin incidentes. —Se enderezó y
cambió su mirada. —Quiero que la acompañes hasta su puerta. Es una orden.
Buzzanca saludó.
—Sí señor.
Y Stefano sabía que lo iba a hacer.
Él le sonrió.
—Nos vemos mañana por la noche —dijo en voz baja.
Su pecho se elevó suavemente al inspirar.
—Sí.
Stefano les vio caminando por el pasillo. El hombre en quien confiaba más
en el mundo y la mujer más atractiva que había conocido nunca.
De repente, tuvo una visión.
Cualquier persona que lo conociera se habría burlado de la idea de Stefano
Leone teniendo visiones. Él era pragmático y era abogado. Los abogados no
tenían visiones. Pero ya fuera ésta nacida de un regalo repentino como una
profecía insospechada o de su propio deseo ardiente, de repente vio algo más.
La vio caminando por otro pasillo, esta vez desnuda. Riendo y mirando en
broma sobre su hombro. Su cuerpo desnudo era un encantamiento en sí mismo.
Delgada, elegante y femenina.
Él se encontró con ella, con esta mujer fascinante, y le dio la vuelta en sus
brazos. Jamie levantó una cara sonriente hacia la suya y Stefano se movió
rápido. Sus labios tomaron los de la mujer con avidez y ella no se reía más, pero
se movió contra él, pecho a pecho. Avanzó, llevándola con él, hasta que su
espalda estuvo contra la pared. Sus manos se movieron sobre ella, buscando con
avidez todos aquellos lugares donde mostraba su deseo por él. Stefano descubrió
de inmediato que estaba mojada, preparada. Como lo había estado tantas veces
antes.
La sangre corrió desde su cabeza hasta su polla y él gimió. Ella suspiró
suavemente en su boca y Stefano se perdió. Le separó y le levantó las piernas.
Podía sentir los latidos de su corazón detrás de su pecho desnudo, golpeteando
mientras él la abría con los dedos y empujaba su polla en su interior.
Ella estaba caliente, húmeda, apretada… y él temblaba. Se echó hacia atrás,
casi fuera, entonces empujó de nuevo… Jamie se acercó más, con las piernas
apretándose a su alrededor, y él comenzó a golpear en su interior, una y otra
vez…
Stefano se debilitó, se detuvo, todavía incrustado en ella, sus labios en su
cuello pálido suave. Sus brazos le rodeaban y su polla estaba dura como una
roca, enterrada profundamente en su interior, pero sintió que se deslizaba.
Apartó una mano de su piel suave y se tocó el lado. Estaba húmedo.
Llegó más arriba, hasta la empuñadura de la espada enterrada entre sus
costillas, incrustada en su corazón, y sabía que su sangre vital se escapaba, sabía
que se estaba muriendo…
—Buenas noches.
Stefano volvió en sí con una sacudida.
Jamie McIntyre estaba en el ascensor con Buzzanca. La puerta se estaba
cerrando.
Stefano apoyó una mano contra la jamba de la puerta. ¿Qué le había pasado?
Respiraba pesadamente y sudaba. Gracias a Dios la luz tenue escondía su
erección.
—Buenas noches —dijo de nuevo, su voz suave con la distancia.
Empujó desesperadamente aire a sus pulmones ardientes.
—Buona notte. —Su voz era ronca—. Buenas noches.
Capítulo 3
Jamie había recibido antes flores de algún hombre. Pero nunca a las ocho de
la mañana y nunca entregadas por un oficial de la policía armado con una
ametralladora y una pistola.
Había dormido mal por primera vez desde su llegada a Palermo. Sueños
inquietos de brillantes ojos oscuros mirándola en las sombras, de dagas, espadas
y leones. Se despertó con la boca seca, el corazón palpitando al ritmo de los
golpes en la puerta.
Poniéndose rápidamente una bata de seda que revoloteaba alrededor de sus
pies descalzos, se apresuró hacia la puerta pesada delantera. El aire ya estaba
lleno de calor.
Miró por la mirilla y abrió. Un soldado de aspecto duro con uniforme de
combate estaba incongruentemente ahogado por un enorme ramo de flores. El
aroma de rosas, iris, lirios y claveles se elevaba por encima el olor a cuero y a
metal de arma. Unos duros ojos oscuros asomaban a través de la explosión de
flores coloridas.
Sonriendo, Jamie aceptó el enorme ramo de los brazos del soldado.
Los tacones de las botas hicieron clic. Una mirada dura, un saludo seco y él
se había ido.
Había una nota adjunta en un delicado papel color crema, corta y al grano: El
Maresciallo Buzzanca te pasará a buscar esta tarde a las ocho en punto.
Stefano había firmado con sus iniciales SL en negrita. Era más parecido a
una orden real que a una invitación a cenar.
Respiró hondo y luego fue por su piso amueblado en busca de jarrones. Uno
nunca sería suficiente para ese enorme ramo. Acabó llenando cinco jarrones y
algunos botes. Todo el piso brillaba con flores.
Jamie bajó serpenteando por las escaleras bajo el calor creciente con la
fragancia embriagadora de las flores en sus fosas nasales.
Una mareante sensación de expectación la acompañó durante todo el día.
Había planeado un día completo de trabajo en el Jardín Botánico, haciendo
bocetos de las inmensas palmeras antiguas y los troncos de roble mediterráneo
cubiertos de buganvillas. El gran parque, abandonado durante muchos años,
tenía el aire mágico de un jardín encantado. Incluso en el apogeo del sol del
mediodía, era fresco y fragante. El mar plateado resplandeciendo en medio de las
buganvillas llenas de colorido, el perfecto cielo color cobalto en lo alto, el bajo
zumbido de tráfico a lo largo del Foro Itálico, todo la inspiraba.
Dibujó durante todo el día, luego lo dejó cuando se dio cuenta que estaba
dibujando la mano de Stefano Leone en un cono de luz, sujetando una espada.
¿De dónde diablos había salido eso? Había querido dibujar una palmera gigante,
podía ver el patrón marrón dorado que diseñaría para una serie de lujosos
azulejos de baño, pero se había dejado llevar, pensando en él, y cuando se centró
en el papel blanco allí estaba: su poderosa mano grande dibujada detalladamente
en su cuaderno de dibujo, blandiendo una espada que brillaba a la luz.
Recordaba muy bien esa mano. Doblada en su escritorio mientras la
observaba entrar, sosteniendo su mano en la suya cuando él había traído sus
dedos hasta sus labios, el cálido peso de la misma en la parte baja de su espalda
mientras la había acompañado al salir…
Su piel se había erizado e incluso ahora, sólo el recuerdo de esa mano en la
espalda fue suficiente para acelerar su corazón. Hoy no iba a hacer mucho más
trabajo, así que se sentó en un banco de hierro forjado bajo la sombra de una
palmera gigante y dejó que sus pensamientos fueran a la deriva…
Cuando el sol brilló directamente en sus ojos, se despertó. Se había quedado
dormida en un banco del parque. Y soñó. De nuevo. Con un guerrero con
ardientes ojos cuya espada brillaba en la luz.
¿Por qué no había prestado atención cuando el abuelo hablaba de Stefano
Leone? El abuelo había seguido sin parar sobre el gran conocimiento que tenía
Stefano de la ley y lo buen estudiante que había sido, y todo lo que ella había
visto en su cabeza era un empollón con traje. El abuelo había olvidado
mencionar que Stefano Leone era desgarradoramente guapo, con una cara hecha
para ser tallada en una moneda de bronce antigua. No había dicho que Stefano
tenía el aire de mando de un emperador, un aura de solidez tan poderosa que era
casi como un campo de fuerza.
¿Qué le había dicho su abuelo?
Stefano era muy rico, el abuelo lo había dicho. Su familia fabricaba motores
para coches deportivos ridículamente caros y la compañía había estado en la
familia durante generaciones. Se había casado con una mujer de una de las
grandes familias aristocráticas de Italia, nada menos que una condesa, le había
dicho el abuelo con un guiño, pero ella lo había dejado antes de que él aceptara
el cargo en Palermo para hacer caer a algunos peces gordos de la Mafia.
Stefano había sido enviado a Palermo cuando un juez de instrucción había
sido condenado por aceptar un soborno de un millón de euros y el siguiente
había volado a cachitos por una bomba.
Stefano había sido considerado incorruptible.
No era mucha información, pero era suficiente como para darse cuenta de
que Stefano era un hombre notable. Un hombre al que admirar. Un hombre que
podría haber vivido una vida de ocio pero en lugar de eso eligió arriesgar su vida
para hacer lo que era correcto.
¡Un hombre que había sacudido sus sentidos!
Había leído una vez un artículo sobre la ciencia del amor a primera vista. Los
ojos se encuentran, las manos se tocan y el cuerpo se inunda con endorfinas
naturales. Las palmas sudorosas, el pulso rápido y la respiración acelerada eran
la bioquímica trabajando.
Había leído la mitad del artículo y luego pasó la página, pensando, qué
tontería.
No, no era para nada una tontería.
Con un suspiro, se levantó y salió del parque. Las multitudes ruidosas y las
bocinas en el exterior de las puertas la hicieron parpadear. Se había pasado el día
soñando con Stefano como algún guerrero de la antigüedad, pero él pertenecía
aquí, al mundo moderno. Ametralladoras y teléfonos móviles en lugar de
ejércitos y cañones. Esas duras y fuertes manos blandían teclados de ordenador
en lugar de espadas.
De vuelta al apartamento, trató de llamar al abuelo. Eran las cuatro de la
tarde, las diez de la mañana allá en casa. ¿Qué estaba haciendo él ahora?
Ella sonrió. Probablemente estaba podando sus rosas premiadas. O tal vez ya
estaba sentado frente a su escritorio, trabajando en esa interminable biografía de
algún diplomático francés mortalmente aburrido del siglo XVII.
Escuchó el timbre del teléfono en el otro extremo. Estaba en el jardín. Rara
vez se iba de casa por las mañanas. Colgó, esperó media hora y lo intentó de
nuevo. Quería hablar con él. El abuelo era avispado y probablemente se daría
cuenta de su interés por Stefano; aun así, ella sabía que podía sonsacarle una
gran cantidad de información.
Aunque no hoy, al parecer. Él simplemente no contestaba. Colgó el teléfono.
Sonó de inmediato, el fuerte ruido en la sala silenciosa.
—¿Sí?
—¿Qué te vas a poner esta noche? —La voz profunda de Stefano Leone
envió escalofríos muy intensos por su espalda, le costó un momento captar lo
que había dicho.
—¿Poner? —Su mente estaba en blanco. ¿Qué iba a ponerse?—. Ah… —La
sorpresa de oír su voz cuando ella había estado medio esperando oír la de su
abuelo tenía su corazón latiendo rapidísimo.
—¿Y bien?
El tono no era impaciente pero ella se lo podía imaginar al otro extremo de la
línea con los ojos oscuros entrecerrados, esperando su respuesta.
—Verde —se las arregló para decir—. Un vestido verde.
—¿Corto o largo?
Desconcertada, ella respondió
—Corto. Hasta la rodilla.
—Te veré esta noche —dijo, y colgó.
—Bueno — ella exhaló, mientras miraba el teléfono en la mano. Esperó a
que su corazón redujera la velocidad y luego fue en busca de su vestido verde.

* *
Parecía como si las ocho nunca llegarían y luego llegaron demasiado pronto.
El timbre sonó cuando se estaba aplicando el rímel. Se apresuró a apagar las
luces y recoger su bolso de noche, y luego abrió la puerta.
Inmediatamente dio un paso atrás, aferrándose al borde de la puerta, los ojos
abiertos como platos.
Había cinco hombres armados, ninguno familiar. Un pelotón había sido
enviado a recogerla.
—Signora. —Uno de los oficiales se adelantó y taconeó ligeramente antes de
comprobar su bolso. No se había molestado en poner su móvil. Se lo quitarían
como hicieron la noche anterior.
El oficial tenía casi su altura e incluso podría haber sido de su edad, pero sus
ojos eran viejos y fríos. Le tomó la llave, cerró la puerta para ella y le entregó la
llave. Su rostro era rígido, desaprobador. Él había cerrado la puerta no por
caballerosidad sino por seguridad.
Se movían vigorosamente por las escaleras, Jamie en el centro de un círculo
de hombres armados, los dos últimos bajaban las escaleras hacia atrás con la
armas amartilladas. En la parte inferior de la escalera, el oficial guía extendió el
brazo.
Una mujer pelirroja con un vestido verde salió de las sombras y, acompañada
por dos agentes, se metió en un coche de policía, que se fue con los neumáticos
chirriando.
Inmediatamente después, Jamie fue empujada a otro coche camuflado que
salió disparado en la dirección opuesta.
Todo sucedió muy rápidamente. Un minuto ella estaba en el vestíbulo fresco
de su edificio y un segundo más tarde, la metieron sin ceremonia a través del
calor intenso en el coche con aire acondicionado en el que huyeron a toda
velocidad. La noche dorada se volvió tenue a través de las ventanas ahumadas.
Estaba metida entre dos grandes hombres armados en el asiento trasero. Tenían
sus armas en ristre y estaban apartados de ella con la atención en la carretera.
Nadie habló.
El chófer conducía a una velocidad vertiginosa, retrocediendo varias veces
tan rápido que ella se inclinó hacia los oficiales a sus costados cuando el coche
giraba bruscamente en las esquinas con los neumáticos chirriando. Los ojos de
Jamie se abrieron como platos cuando vio el edificio en donde el conductor
finalmente detuvo abruptamente el coche.
El Palazzo Ravizza. Un magnífico palacio barroco todavía habitado por la
familia original, los príncipes de Calderone. Era el más privado de los clubes
privados, con sólo unas pocas mesas disponibles sólo con reserva, y sólo si el
príncipe lo aprobaba. El chef había sido atraído con una oferta más lucrativa
desde el Tour d'Argent en París y una comida podría costar el salario de un mes.
Una vez más, ella fue metida a toda prisa en el edificio rodeada por un muro
viviente de hombres de anchos hombros. Pero justo afuera de las enormes
puertas de madera antiguas, con clavos de hierro y antorchas encendidas a cada
lado, los agentes se detuvieron para luego retroceder.
Estaba sola.
Parecía que más entrar en un edificio, estuviese adentrándose en un mundo
nuevo. Agarrando su pequeño bolso de noche, Jamie respiró hondo y cruzó el
umbral.
Estaba en un patio interior con elevadas paredes de azulejos azules con
diseños arabescos, la única iluminación eran enormes y parpadeantes antorchas
fijadas en soportes de hierro forjado en las paredes. Bajo los arcos del segundo
piso tocaba un cuarteto de cuerda, los músicos iban vestidos de etiqueta; las
notas de plata brillaban en el aire como si fueran antorchas hechas música.
Un hombre en traje de etiqueta salió de las sombras, alto, de pelo plateado.
—Señorita McIntyre. Bienvenida al Palazzo Ravizza. —Su voz era baja y
agradable. Él se llevó su mano a los labios, la soltó, dio un paso atrás y la miró
sonriendo. Ella había visto su hermoso rostro en innumerables artículos en
revistas de viajes de lujo. Lo que las fotografías no habían mostrado era el
encanto absoluto del hombre.
Jamie miró el marco espectacular a su alrededor.
—Es un placer estar aquí, príncipe.
El hombre inclinó la cabeza, los ojos arrugados.
—Francesco, por favor, querida. Es un honor tenerla aquí.
Ella parpadeó.
—¿Cómo es eso, príncipe? Er ¿Francesco?
Él inclinó la cabeza de nuevo.
—Usted es la invitada de honor del juez Leone y por lo tanto mía. Debemos
mucho a Stefano. Él está ayudando a que mi amada Sicilia se deshaga de un
azote. El juez tiene una invitación permanente, pero muy rara vez acepta. Estuve
encantado de saber que él estaría cenando con nosotros esta noche con un
invitado. —Su sonrisa se ensanchó—. Y ahora que veo a su invitado, entiendo
totalmente por qué ha salido del aislamiento.
Ese era un regalo que tenían los hombres italianos: hacer cumplidos sin sonar
aduladores.
—Gracias.
La sonrisa desapareció.
—No —dijo con seriedad—. Soy yo quien se lo debe agradecer. Stefano está
trabajando demasiado duro. Cualquier cosa que le dé una o dos horas de paz es
bienvenida. Pero basta de esto. Venga, la está esperando. ¿Me permite que la
acompañe? —Extendió un brazo.
Jamie lo tomó, sintiéndose realmente como si estuviera en una novela de la
regencia. Una regencia ubicada en Palermo.
Caminaron hasta la espectacular escalera de piedra que conducía al segundo
piso, lo suficientemente alto como para ser el cuarto piso de un edificio
moderno. La música del cuarteto de cuerda se hizo más fuerte mientras subían.
Los músicos habían estado tocando Mozart pero mientras Jamie ascendia,
empezaron a tocar el Canon de Pachelbel, uno de sus favoritos. A menudo lo
ponía en bucle cuando estaba en las primeras etapas de la creación de un nuevo
diseño. La calmaba entonces y la tranquilizó ahora.
Porque, bueno… sus nervios estaban en llamas.
Eso era nuevo.
Jamie no se ponía nerviosa en las citas. Si no le gustaba el hombre no tenía
citas y rara vez se preocupaba por lo que estaba por venir. Esto era totalmente
diferente. Nunca había respondido a un hombre de la manera en que lo hizo a
Stefano Leone, todo en ella iba disparado. Con cada escalón que subían a
dondequiera que el príncipe la estuviera llevando, y donde Stefano esperaba, su
corazón latía cada vez más fuerte. Notaba la piel tan viva y sensible que pensó
que podía percibir las notas cayendo como plumas sobre su piel. Su cabeza se
sentía tan ligera que podría flotar, y sin embargo, algunas partes de ella como sus
pechos o su sexo se sentían pesados, impregnados de sangre, hinchados.
Había optado por ir sin sujetador y el top de punto que entrecruzaba sus
pechos no tapaba mucho. No había contado con que sus pezones se pusieran
duros bajo la fina tela. Gracias a Dios los pliegues del top los escondían.
Jamie estaba acostumbrada a que el ritmo de su corazón fuera tranquilo y
regular. Ahora latía tres veces más rápido de lo normal, como si estuviera
corriendo. No había suficiente aire y estaba sin aliento, su respiración era casi
jadeante. Se sentía como si estuviera caminando hacia su muerte, pero por
supuesto que no lo hacía. Estaba caminando hacia un hombre que despertaba sus
sentidos como ningún otro hombre en la tierra. Sin embargo, parecía como un
desastre. O si no un desastre, como algo trascendental e incontrolable, algo que
cambiaba totalmente la vida.
Cada sentido estaba en alerta roja. Las notas brillantes de la música
mantenían el contrapunto con sus latidos. Podía oler las antorchas y la abundante
cera de las enormes velas colocadas a lo largo de la balaustrada y en las esquinas
que se mezclaban con el floreciente galán de noche[1] entrelazado a lo largo de
las columnas dóricas en la planta baja para formar un perfume embriagador. Una
brisa cálida y ligera acariciaba su piel hipersensible, levantándole el vello a lo
largo de la nuca y los antebrazos.
Los comensales en el patio y bajo la arcada de columnas en la planta baja
estaban conversando, el repiqueteo de la cubertería de plata sobre la porcelana
fina formaba una música de percusión propia.
En la parte superior de las escaleras, Francesco la condujo hacia la izquierda,
lejos de los músicos, lejos de los comensales en el piso de abajo, caminando bajo
la luz de las antorchas hacia el otro lado.
Todo era muy mágico, como un sueño de otros tiempos.
Se detuvieron frente a unas enormes puertas de madera oscura. Unos
soportes de hierro forjado fijaban las puertas al marco de piedra. Ahí terminó la
magia, porque las puertas estaban flanqueadas por policías de uniforme con
armas enfundadas a los lados y feas ametralladoras cortas, pero terriblemente
eficientes, colgadas alrededor del pecho. Uno de los oficiales era el hombre
hostil de mirada dura, que la había registrado la noche anterior. Buzzanca.
Francesco se detuvo en la puerta y murmuró unas palabras a los soldados.
Ellos se pusieron firmes, a continuación, el soldado de mirada dura respondió al
príncipe con algunas palabras ásperas. Jamie no pudo seguir el intercambio
exacto, pero se dio cuenta de que tenía algo que ver con ella.
Francesco estaba pidiendo algo y Buzzanca se estaba negando. Con un
suspiro, el príncipe se volvió hacia ella.
—Lo siento, querida, pero los oficiales van a tener que registrarla. Traté de
conseguir que se hiciera una excepción, pero se toman sus deberes muy en serio.
Y tanto como lamento las molestias para usted, los delincuentes que van detrás
de Stefano son inteligentes y crueles, y sus hombres toman su seguridad muy en
serio.
Si un príncipe no era capaz de conseguir que se hiciera una excepción, ella
desde luego no iba a hacerlo. Jamie simplemente dio un paso adelante, le entregó
su bolso a Buzzanca y extendió los brazos como si estuviera en el aeropuerto.
Era ridículo. El vestido era ceñido. Su bolso de noche era sólo lo
suficientemente grande como para contener algunos euros, las llaves de la casa,
un pintalabios. Sin embargo, él revisó cuidadosamente su bolso, yendo tan lejos
como para palpar entre las dos capas de seda. También la registró
cuidadosamente, un cacheo tan formal e impersonal como el de un policía.
Bueno, por supuesto él era policía.
Jamie estaba acostumbrada a que los hombres reaccionaran ante ella. Por
suerte, floreció tarde por lo que no esperaba automáticamente el deseo de un
hombre. Durante gran parte de su juventud y la mayor parte de su adolescencia,
había sido pequeña y delgada, con el pelo rojo indomable agitándose
frenéticamente alrededor de su cabeza, los ojos y la boca demasiado grandes
para su cara y sin pechos en absoluto. Plana como la economía. Y entonces se
desarrolló rellenándose, su rostro adquirió proporciones normales y los hombres
comenzaron a percatarse.
Al principio la tomaron por sorpresa, sin saber cómo responder. Más tarde,
descubrió que muchos hombres eran idiotas o llorones o manipuladores, y a
veces eran las tres cosas. Independientemente del tipo, casi siempre
reaccionaban ante ella.
A lo que no estaba acostumbrada era a un hombre que la trataba como si no
fuera una mujer. Como si fuera apenas humana. Como si tuviera una venganza
personal contra ella.
Esa era exactamente la actitud del Maresciallo Buzzanca. Sus manos eran tan
correctas como podían serlo unas manos que te cacheaban, pero su rostro era
sombrío y sus hostiles ojos oscuros taladraban con frialdad los de ella.
En un momento había verificado lo que incluso un imbécil podía decir: que
estaba desarmada. De hecho, en todo caso, el hombre detrás de esa puerta de
madera ornamentada era más un peligro para su bienestar de lo que posiblemente
podría ser ella para él.
El maresciallo dio un paso atrás, saludó al príncipe y murmuró:
—Va bene.
Francesco inclinó la cabeza con seriedad y le dio las gracias. Jamie sabía
perfectamente que no se podía hacer ninguna excepción por ella, pero le
resultaba imposible dar las gracias al oficial. Ella se limitó a inclinar su propia
cabeza y se volvió hacia el príncipe.
—Cara. —Él tomó su mano entre las suyas—. Es mi más anhelado deseo
que pase una velada encantadora. Que disfrute de la comida y el vino que mi
cocina proporcionará para usted. Y que convenza a Stefano para volver a
menudo. Por usted, tal vez lo hará y eso me haría muy feliz.
El sonido de la enorme cerradura de hierro desbloqueándose coincidió con el
toque de sus labios en sus dedos, como si el gesto cortés fuera el hechizo que
abrió la puerta mágica.
El panel de la derecha estaba ligeramente abierto. Francesco lo empujó con
una mano, la otra en la espalda de Jamie.
—Avanti, cara —murmuró y Jamie entró en la habitación, a la vez cautelosa
y emocionada más allá de lo soportable. La pesada puerta se cerró tras ella,
bloqueando todo el ruido del mundo exterior a excepción de los sonidos débiles
de la música.
La habitación era pura magia. Estaba iluminada por lo que parecían cientos
de velas. En lo alto había un techo abovedado con frescos, aunque no podía ver
mucho más allá de nubes y algunos querubines. Una enorme araña de Murano
colgaba de un grueso cordón de seda amarilla desde el centro del techo, sus
gotas de cristal tallado reflejaban la luz de las velas.
Al otro lado de la habitación había unos ventanales con cortinas de gasa
ondeando en la brisa nocturna. Fuera había una terraza de losas de piedra, y más
allá de eso un jardín iluminado con antorchas y velas en jarrones de cristal.
Un hombre se levantó de la mesa puesta delante de la ventana y su corazón,
que todavía estaba latiendo a velocidad triple, comenzó a martillear. Apenas
podía respirar mientras observaba a Stefano cruzar las baldosas de mármol hacia
ella.
Era incluso más alto que en su memoria. Incluso más guapo, más
carismático… más todo. Un hombre aparentemente diseñado para complacer a
las mujeres, pero por debajo del aspecto y los modales era acero puro.
Su rostro era sombrío mientras iba hacia ella. En el último segundo, él sonrió
y su corazón simplemente le dio un vuelco en el pecho. Sin decir una palabra, se
inclinó y la besó.
Ella abrió la boca para él y, demasiado tarde, se dio cuenta de que estaba
destinado a ser un beso social. Aunque, empezara como empezara, cambió en un
instante. Ambos inhalaron bruscamente, como si algo les hubiera picado o hecho
daño.
El beso no dolía; era más como una descarga eléctrica. Algo que crujía y
quemaba.
Los ojos de Stefano se estrecharon cuando levantó la cabeza. El beso no
había sido lo suficientemente largo como para mojar los labios pero él ya tenía el
aspecto de hombre excitado: labios hinchados, pómulos de color rojo oscuro,
fosas nasales dilatadas. Una vena palpitando en su sien.
—Dio mio —murmuró—. Eso fue…
Jamie no tenía una réplica ingeniosa. Ni siquiera tenía ninguna justificación.
Ella era muy tranquila con los chicos. Todos sus amigos admiraban su sangre
fría. Siempre se sintió en control, incluso un poco al margen de lo que estaba
sucediendo, dentro y fuera de la cama.
Ahora se sentía como si alguien la hubiera despellejado viva, básicamente la
despojara de su piel, y lo que ella sentía era evidente para cualquiera.
Ciertamente para este hombre. Estaba segura de que su corazón latiendo con
fuerza era visible. Seguro que también podía ver la sangre que se había
precipitado hacia sus pechos y al sexo.
Ahora era cuando ella daba un paso atrás y hacía una broma. O pedía una
copa de vino o hacía un comentario sobre la habitación.
En cambio, se congeló en el lugar, en el tiempo. Mirando hacia un hombre
que la excitaba tan fuertemente que apenas podía sentir los dedos de los pies y
las manos.
—Ayuda —susurró Stefano, apoyando la frente contra la de ella, con los ojos
cerrados—. Tengo buenos modales, lo prometo. Mi madre insistió. Vamos a
hacer eso otra vez. Me pongo de pie cuando entras en la habitación, te encuentro
a mitad de camino, beso tu mano. Te confieso una vez más lo feliz que estoy de
que aceptaras mi invitación. Te pregunto cómo fue tu día.
—Y yo diré que estoy encantada de estar aquí y digo que mi día fue bien, y
pregunto por el tuyo. —Jamie consiguió sonreír, feliz de que su garganta se
hubiera aflojado lo suficiente como para hablar.
Él abrió los ojos y ella volvió a perder su capacidad de hablar. Su mirada era
feroz, directa, ojos del color de una espada a la luz de la luna. Gris oscuro, casi
negro, penetrantes. Su mirada cayó a su boca y fue tan sensual como un beso.
—Y yo diré que mi día fue bien. Pero eso es todo por cortesía —susurró, la
mirada se encontró de nuevo con la suya—. Cuando en verdad no podía
concentrarme en el trabajo. En todo lo que pude pensar durante todo el día era en
besarte.
—Yo también —susurró ella con el cerebro demasiado agitado para mentir.
Jamie sabía perfectamente cómo manejar a los hombres y la regla número
uno era: nunca les dejes saber cuándo te afectan, nunca dejes que te vean como
algo más que fría y distante. Esa regla salió volando más allá de las cortinas de
gasa que ondeaban en el aire, directamente a través de los magníficos ventanales,
pasando por el jardín de abajo y hacia el cielo estrellado.
Era imposible ocultarle nada a este hombre. Ella parecía tener esta conexión
primordial con él que le quitaba todas las defensas.
Cualquier otro hombre habría sonreído ante su confesión. Los hombres y las
mujeres tienen un juego constante en marcha, con los puntos adjudicados a cada
lado. Lo que acababa de decir le hacía ganar puntos a él. No parecía como si
hubiera ganado puntos. Ante sus palabras, la piel de Stefano se tensó sobre sus
pómulos, sus ojos se estrecharon y los músculos de la mandíbula se tensaron.
Esta vez el beso fue más caliente, más profundo, más oscuro.
Ella cayó en el beso como caes a un abismo. Los brazos de Stefano se
apretaron a su alrededor, levantándola para besarla, las bocas abiertas,
inclinándose para saborearse más profundamente. Cada golpe de su lengua
contra la de ella envió un rayo al rojo vivo a través de su cuerpo. Jamie se aferró
a sus hombros no en un abrazo sino en un intento desesperado por mantenerse en
pie, aunque no podía caer. Ahora no. No con esos fuertes brazos sosteniéndola
firmemente contra él con tanta fuerza que podía sentir los botones de la camisa y
la textura áspera de sus pantalones de lino contra sus espinillas.
Su enorme pene erecto contra su vientre.
Stefano movió los brazos arrastrando su trasero incluso con más fuerza hacia
su cuerpo y ella se removió con impotencia frotándose contra él. Su polla se
hinchó, un latido fuerte que podía sentir en su contra, casi en su interior,
mientras su vagina se contraía intensamente en respuesta.
Stefano levantó la cabeza de nuevo. Parecía como si estuviera dolorido. La
mandíbula estaba tan tensa que los músculos de un lado de su cara estaban
tirantes. Su boca ahora estaba mojada por la de ella. Él respiraba con dificultad y
Jamie pudo sentir ese ancho expandiéndose y contrayéndose. Todo lo que ella le
hizo estaba ahí en su cara y en su cuerpo para que lo interpretara.
Del mismo modo él podía leer muy claramente lo que le hizo a ella.
Stefano lo había expresado mejor.
Ayuda.
Capítulo 4
La mujer era una hechicera. Tenía alguna poción mágica. No la deslizó en su
bebida sino que la transfirió por la boca. O tal vez su piel tenía propiedades
mágicas y tocarla le lanzó bajo un hechizo. Le había hecho algo, no había
ninguna duda sobre eso.
Había hablado completamente en serio cuando dijo que había pensado en
esto todo el día. Lo que ella no podía entender era lo raro que era para él. Muy
raro. Inaudito. Era conocido por su poder de concentración. Cada acción en los
últimos tres años se había dirigido a la captura y caída de Salvatore Serra, y
honestamente podría decir que todos los días desde que aceptó el cargo se había
dedicado a la tarea. Conocía la vida de Serra mejor que la suya propia. Conocía
el alma negra del hombre de adentro hacia afuera.
Estar distraído por una mujer durante un día entero, bueno, eso era
imposible. Pero allí estaba.
Dos días atrás le habían entregado un dossier de informes del interrogatorio
de un secuaz del clan Serra, capturado durante una redada en un club de lujo de
Manhattan empapado de drogas. La transcripción del interrogatorio fue enviada
por el departamento de policía de Nueva York al Ministerio de Justicia en Roma
cuando los policías de Nueva York entendieron que le habían atrapado en su red.
Serra estaba decayendo si esta era la calidad de los secuaces que estaba
reclutando. La vieja escuela de mafiosos se hubiera dejado abrir en canal antes
de hablar. Este joven punk comenzó a llorar después de una noche en la isla de
Ryker, pidiendo contar todo lo que sabía.
El expediente era fascinante. Stefano se había dado cuenta desde el principio.
La página uno le dio más información de la que había tenido en seis meses. Pero
hoy cuando había abierto de nuevo el expediente, simplemente no pudo
concentrarse. Las palabras se volvían borrosas en la página, disueltas en las
curvas de una pelirroja delgada, sus hermosas manos pálidas estirándose desde
las páginas para agarrarlo y él fue hacia abajo. Abajo, abajo, directamente a
tenerla en sus pensamientos.
Así que en lugar de rastrear las cuentas bancarias de Dante Loiacono desde
Palermo a través de Luxemburgo y luego a Aruba, en lugar de seguir sus vuelos,
que curiosamente aterrizaron dos veces en Pakistán, una vez en Peshawar y una
vez en Islamabad, en lugar de leer las transcripciones de las llamadas telefónicas
de Manhattan a Catania, pensaba de Jamie.
Él sentía a Jamie. Sintió sus manos suaves sobre él, saboreó su boca en su
mente, pasó la mano por la suave piel de su espalda.
Había conseguido una erección para su disgusto, sin ningún lugar al que ir
con ella, excepto hacia el baño para masturbarse. Algo que no había hecho en
años. Antes de Palermo, no hubiera sido necesario. La única cosa por la que él y
su ex esposa no habían discutido era por el sexo. El dinero, la ambición, tener
hijos… todo eso había sido un amargo mano a mano. Pero la habitación era el
único lugar en el que habían estado de acuerdo.
Después de su separación, habían habido un sin fin de mujeres que
estuvieron disponibles. A pesar de que había sido fiel a Caterina, había tenido
ofertas durante el matrimonio y cuando estaba libre, las mujeres le solicitaron a
un nivel casi industrial. Había tenido un montón de sexo, aunque ninguno
realmente satisfactorio. Aún así, era un hombre, y tanto…tanto sexo era siempre
mejor que nada, ¿no?
Pero desde su llegada a Palermo, su polla simplemente se había apagado en
la búsqueda de Serra. Como si alguien hubiera apagado un interruptor. Él había
entrado en un mundo sin sexo de hombres, de cazadores centrados
exclusivamente en sus presas. Allí no sólo no había habido tiempo para el sexo,
no había habido la oportunidad o incluso el deseo.
Jamie había accionado ese interruptor y ahora estaba en llamas. Cada
terminación nerviosa, cada pensamiento se concentraba en conseguir a esta
mujer en su cama. Y una vez que lo hiciera, no tenía ni idea de cuánto tiempo le
llevaría dejarla salir.
No era sólo una sequía de tres años la que se rompió. Era esta única mujer
que era una llave que le abrió.
Él había permanecido en pie en el sobrio baño de su oficina, infinitamente
agradecido por el hecho de que sabía que no había videocámaras porque sus
hombres barrían su oficina y baño dos veces al día, sacó su polla hinchada de sus
pantalones y se apoyó con una sola mano contra los frescos azulejos blancos
mientras las imágenes pasaban por su cabeza.
Una que tenía arraigada era la de Jamie recortada contra la puerta del
despacho anoche, la fuerte luz del pasillo mostraba sus contornos exactos. Era
como si alguien hubiera llegado dentro de su cabeza y sacara la forma de la
mujer perfecta. Ese largo torso delgado que se estrechaba drásticamente hasta
una pequeña cintura que de nuevo se ensanchaba deliciosamente. Esas largas
piernas, perfectamente visibles bajo los pantalones livianos… Podía ver, podía
sentir las piernas alrededor de su cintura mientras se movía en su interior, y la
imagen era tan excitante que incluso su puño, un pobre sustituto del sexo de ella,
podía hacer que se corriera en menos de un par de minutos.
Se había corrido tan fuertemente que sus rodillas casi habían cedido.
Pero por mucho que se había imaginado lo que sería tocarla y besarla, tan
seductor que tuvo un orgasmo con ello, la realidad era un millón de veces mejor.
Sus bocas encajaban entre sí como si hubieran sido hechas la una para la
otra. A pesar de que era mucho más pequeña que él, cuando la abrazó con fuerza,
ella se puso automáticamente de puntillas y su sexo se frotó contra su polla. Él
inesperadamente comenzó a deslizarse rápidamente hacia el clímax, totalmente
fuera de control.
Ella se dejó caer de nuevo sobre sus pies y se alejó de su beso. Stefano se
avergonzó inmediatamente. El sexo había irrumpido de nuevo en su vida y había
estado tan ocupado celebrándolo que se había olvidado de la mujer que era
responsable de ello. Ella no se veía como si estuviera celebrando. Parecía
perdida, pálida, ligeramente conmocionada.
Bueno, por supuesto. Jamie obviamente, sintió el tirón tan fuerte como él.
Pero donde Stefano se regocijaba, ella estaba asustada. Era una extranjera en una
tierra extraña. Palermo se sentía como un país extranjero para él, un italiano.
Sólo podía imaginar cómo se sentía para esta mujer americana.
Habían pasado tal vez media hora uno la compañía del otro y ya la estaba
besando, preparado para entrar en ella. Tenía todas las características de una
dama. Esto sería un terreno desconocido para Jamie.
Stefano no había estado bromeando cuando dijo que su madre le enseñó
modales. Se estremeció al pensar lo que diría a un hombre que tratara a una
mujer como él lo había hecho con Jamie. Una mujer que había tenido que
aguantar ser cacheada por venir a verlo y traerle un regalo.
Stefano dio un paso atrás. Fue muy difícil hacerlo, y esa fue la segunda
mayor sorpresa de la noche. Tenía toneladas de fuerza de voluntad. Su esposa,
que había estado viendo a su psicólogo freudiano dos veces por semana durante
años, dijo que él era todo superego y ningún ello[2].
En este momento él no era nada excepto ello. Puro deseo desnudo. Todo lo
que quería era hundirse en el suelo con esta mujer, rasgarle la ropa y entrar en
ella.
No.
Él era mejor que eso.
Habría retrocedido, pero le fue imposible dejar de tocarla. Se comprometió a
tomarla de la mano, llevarla a su boca. Caminar con ella hacia la mesa.
—Le dije… —Su voz era ronca. Como si no hubiera hablado en años. Se
aclaró la garganta— le dije a Francesco que pusiera la mesa delante de la
ventana. Espero que la brisa no te moleste. Es una vista tan hermosa que no me
pude resistir. Y pedí que toda la comida se entregara a la vez. No quería
camareros en tropel dentro y fuera toda la noche. Espero que esto te parezca
bien.
Observó su rostro con cuidado.
Bien. El color había vuelto a su cara y ella sonrió, su primera sonrisa desde
que entró en la habitación. Se sintió mejor cuando él mostró cierta moderación.
Cristo, estaba muy avergonzado de sí mismo. Había aprendido cómo hacer
sonreír a una mujer a los catorce años. Y allí estaba él, a los treinta y seis años,
habiendo olvidado el arte de hacerlo. El que hubiera vivido exclusivamente en
un mundo de hombres duros durante los últimos tres años no era excusa.
Ella le apretó la mano con suavidad y la soltó. Stefano echó de menos
inmediatamente la conexión caliente.
—Es maravilloso —dijo en voz baja. Con los ojos cerrados, ella respiró
hondo—. Los olores del jardín se mezclan con los olores de la comida. Es una
mezcla embriagadora.
Sorprendido, él tomó aire profundamente. Ella tenía razón. El perfume
embriagador del galán de noche, la cera de las velas, la comida gloriosa y el olor
fuerte de la botella abierta del vino de la hacienda Ravizza respirando en la
mesa… y algo que era Jamie.
Olores. No se había dado cuenta de los olores en años. Había estado rodeado
de los olores de papel y libros de derecho, aceite para armas, cuero y sudor. No
podía recordar la última vez que había notado olores agradables.
Era como si alguien le hubiera cortado la nariz cuando aterrizó en Palermo.
Y su polla.
Ahora estaban ambos completamente conectados una vez más.
Estaba excitado casi dolorosamente. Tuvo que trabajar para no cojear. Al
menos estaba tan excitado que su pene estaba sobre su estómago y no saltando
frente a él, una tienda de campaña en sus pantalones. Eran de lino, y además de
disculparse por sus modales habría tenido que pedir disculpas por ser tan
descontrolado como un adolescente delante de la chica más guapa de la escuela.
¡Mantén los ojos fijos en su cara, cretino!
—Ven —dijo y puso su mano en la espalda. Casi suspiró con deleite. El
vestido era una cosa de seda, sin duda su madre habría reconocido el tejido
exacto, y Stefano podía sentir fácilmente el calor de su piel a través de él, los
músculos delicados por debajo de su mano.
Ella lo miró con una sonrisa y él se alegró de que su mirada no se desviara
debajo de su cinturón. Se inclinó y le dio un beso suave en los labios,
enderezándose virilmente y no sumergiéndose de nuevo.
Pero, oh mierda, era una tentación.
En un momento la tuvo sentada a su lado, ambos frente al jardín, y había
dejado caer una enorme y gruesa servilleta de lino sobre su entrepierna. A partir
de ahora sólo podría servir comida que pudiera alcanzar sin ponerse de pie. Por
suerte eso incluía el vino.
Lo sirvió, entonces ella se unió a él en un brindis, sus copas tintinearon con
ese sonido ligero del cristal más fino. Otro sonido que no había oído en años.
Comía principalmente en el mensa de la policía, el comedor. La comida era
sorprendentemente buena, pero los cubiertos era de acero barato, los platos de
cerámica fea del supermercado y los vasos gruesos e irrompibles.
Sólo un sentido más volviendo a la vida con esta mujer mágica.
Stefano bebió, observándola. Ella tomó un sorbo, dejó el vaso con una
sonrisa, y él también sonrió.
—Guau. Eso fue como sol líquido.
Él volvió la botella para que pudiera ver la etiqueta impresa a mano.
—La colección privada de Francesco. Ellos venden su vino, por supuesto,
pero guardan alrededor de mil botellas al año para la familia y el restaurante.
Ella inclinó la cabeza, estudiando su rostro.
—Le importas. Lo dijo. Podrías comer aquí cada día si quisieras.
—Sí. —Stefano sostuvo la copa por el tallo. El vino relucía con un color rojo
rubí a luz de las velas, casi brillante—. Su hacienda estaba siendo atacada por un
clan secundario de la mafia local. Él estaba siendo exprimido para la protección.
Luego su sobrino fue secuestrado.
Su boca se torció al recordar las largas noches, la policía estudiando
detenidamente las fotografías aéreas infrarrojas de la campiña desolada. Había
pasado cuatro noches y cuatro días repasando los hechos en el catasto, el registro
de la propiedad, descubriendo una gran propiedad aislada perteneciente a una
empresa fantasma que llevó a Serra. Se lo había dicho a los carabineri, un
helicóptero nocturno había capturado la imagen de infrarrojos de un mamífero
del tamaño de un chico en un cobertizo, y habían irrumpido para encontrar al
muchacho de catorce años encadenado a una pared.
Ella estaba buscando su rostro.
—Rescataste al sobrino —dijo.
Stefano se rió.
—Los carabinieri, la policía local, rescató al sobrino. Quien había perdido
seis kilos y todavía necesita terapia después de un año y medio, pero gracias a
Dios está vivo.
—Francesco siente que tú eres el responsable de rescatarlo. Siente un enorme
sentido de obligación para contigo. Fue claro para mí.
Stefano asintió. Era cierto, aunque la gratitud estaba fuera de lugar. Apenas
pasaba una semana sin que Francesco lo llamara y le rogara que fuera a comer al
Palazzo Ravizza.
—Me alegro de que rescataras al sobrino —dijo simplemente y bebió de
nuevo. A ella le gustó el vino, él podía decirlo. Le complacía—. Y espero que
atrapes a ese monstruo de Serra.
Él había estado tomando otro sorbo y se fue por el camino equivocado.
Tosió.
—¿Cómo?
Esos ojos turquesas brillantes se inclinaron en su dirección.
—Stefano, puedo no ser detective, pero sé cómo buscar en Google con lo
mejor de ellos. Y puedo leer suficiente italiano para seguir artículos en La
Repubblica y La Stampa. Vas tras el mayor mafioso del país. Tienes una gran
reputación. Por la valentía, principalmente.
—Eso son tonterías —murmuró y chocó de nuevo su copa con la de ella—.
Vayamos a cosas más agradables, querida. Háblame de ti, y lo que te trae
específicamente a Palermo.
—Un león —dijo ella, sonriendo—. Parecido a ti, sólo que en mosaico.
Él levantó las cejas.
Jamie soltó una carcajada.
—El que está en el Palazzo Normanni. De pie sobre la tumba de Federico. —
Ella se rió de nuevo ante su expresión—. ¿Seguramente lo has visto? ¿En la
Capilla Palatina?
Él vio las calles de Palermo a través de ventanas oscurecidas cuando fue
llevado de su apartamento hacia el Palazzo di Giustizia. El conductor paró una
vez por lo que él pudo ver la fachada de la catedral. Eso fue todo.
—No sé mucho sobre arte —dijo. En realidad, para ser sincero, no sabía
nada sobre arte—. ¿Dijiste que estabas reuniendo… ideas?
Él apenas recordaba lo que había dicho en su oficina. Su cabeza estaba tan
arruinada por la lujuria que era un milagro que recordara una sola palabra.
Ella asintió. Sonrió.
—Un magnate del software, que tiene más dinero que sentido común, me ha
encargado diseñar el interior de una mansión en Boston que se parece a una villa
en el Mediterráneo. Así que el arquitecto tiene la tarea de crear calentadores
subterráneos para el césped y los jardines, si puedes creer eso, y el magnate del
software quiere que diseñe el interior. A partir de los cinco minutos que estuve
con el hombre, deduje que quería un estilo de emperador romano como en
Gladiator, lo que iba a encontrar embarazoso cinco minutos después de que la
primera persona que lo viera se riera de él. Así que con el fin de evitarle a él la
vergüenza y a mí una carrera fallida, he decidido ir a un estilo de príncipe
siciliano.
«El magnate del software se encuentra en medio de una oferta pública inicial
y dice que no puede mirar nada hasta octubre, así que aquí estoy. Ya tengo
bocetos para las zonas comunes y los cuartos de baño y ahora estoy diseñando
una terraza de mosaico, con una réplica del león en medio y palmeras en todo el
perímetro. Le va a encantar. Tendrá calentadores subterráneos también. No se
permitirá que caiga nada de nieve en la terraza. —Ella sacudió la cabeza, echó
ese cuello blanco y largo atrás y tomó un sorbo.
Stefano estaba en trance. Tanto por la idea de tratar de hacer frente a un loco
que quería vivir en un Boston sin nieve como por esta hermosa mujer que
diseñaba cosas bellas.
Ella se volvió para sonreírle y sus sentidos simplemente florecieron y
explotaron. Las cortinas golpearon y se hincharon con una elevación súbita de la
brisa de la tarde, por lo que las velas parpadearon. Algún aroma embriagador
que incluía “mujer” fue directamente a su cerebro. Su piel cosquilleó como si
estuviera demasiado apretada para él y estuviera a punto de estallar como un
higo maduro. Con un suspiro, se dio cuenta de que su pene también.
Se sentía pesado entre las piernas, como un yunque, solo que era un yunque
que se movía. Cada vez que la miraba, la sangre latía, su polla trataba de llegar a
ella, como una varita mágica al agua después de un largo tiempo en un desierto
oscuro.
Era imposible no mirarla.
Tenía una cara hecha para la luz de las velas. Piel suave, rasgos finos, huecos
y sombras tentadores.
Parecía como si no hubiera visto un rostro de mujer atractiva en años. Y tal
vez no lo había hecho, ahora que lo pensaba. Realmente la única mujer a la que
vio con regularidad era Rosa la eficiente señora de la limpieza, una cocinera
maravillosa y con un monstruoso bigote que cualquiera de sus hombres
envidiaría.
Nada parecida a esta mujer. Había algo en Jaime no sabía qué. Sí, era
hermosa. Pero su vida en Milán había estado llena de mujeres hermosas y esa
vida era sólo unos años atrás, no décadas. Las mujeres milanesas se cuidaban. La
mayoría de las mujeres de las clases sociales entre las que él se movía no tenían
un pelo sin depilar o una arruga en sus rostros, sin importar la edad.
Esta mujer tenía una belleza natural sin tocar por la mejora quirúrgica pero
mejorada por la inteligencia y el humor.
—¿Qué? —Preguntó Jamie enarcando una ceja.
Se sacudió de su trance.
—¿Qué?
—Estabas mirando.
Lo había estado haciendo, sí. Él suspiró.
—Tienes razón, estaba mirando. Probablemente ahora soy una compañía no
apta para una señora. Mis hombres son maravillosos, me protegen con sus vidas
pero no pueden sustituir a la compañía femenina. Estoy delegando mucho.
Cuando era adolescente, mi primo me prestó un libro para leer. Fue mi primer
libro en inglés. Se llamaba El señor de las moscas, y me causó una gran
impresión. Creo que fue la primera vez que pensé en la ley, en lo mucho que la
necesitamos para protegernos de nosotros mismos y de nuestras naturalezas
brutales. A veces me pregunto si yo mismo estoy descendiendo en la barbarie.
Jamie había dejado de sonreír e inclinó la cabeza para mirarlo.
—No tienes que preocuparte por eso. No vas a necesitar seguir protegiéndote
con un caparazón durante mucho más tiempo. —Su mano se acercó, cubrió la de
él—. Aunque debo decir que no tienes las manos de un juez. Tienes las manos de
un luchador.
Ante su contacto, Stefano casi se estremeció por la intensidad. ¿Cómo podía
estar su mano fría y sin embargo quemar al mismo tiempo?
—Soy un luchador. Es cómo hacer frente a la tensión. Siempre me han
gustado las artes marciales y saco el estrés de mi cuerpo en el gimnasio. Un par
de mis hombres son virtuosos en las artes marciales y entrenamos juntos. Con un
hombre en particular, un tipo muy duro.
—¿El Maresciallo Buzzanca?
Stefano se sobresaltó.
—Sí. Es mi principal oponente. Estamos muy igualados. Yo he tenido un
montón de entrenamiento formal, lo que él no, pero creció en las calles de
Vucceria, la parte más difícil de Palermo. Tiene instintos asesinos que
generalmente triunfan sobre la capacitación formal. ¿Cómo diablos lo sabes?
Ella giró la mano hasta que estuvieron palma con palma, y su polla subió tan
fuerte que sus caderas se movieron. ¡Oh Dios! Él no iba a sobrevivir a esta noche
si sostener su mano casi hizo que se corriera en sus pantalones.
Jamie se encogió de hombros.
—Lo adiviné. Tiene una mirada muy dura. Además no le gusto.
Stefano suspiró, incapaz de apartar sus ojos de los de ella.
—No, no le gustas. Le preocupas. Piensa que eres peligrosa.
La mano de Jamie temblaba un poco. Su rostro estaba relajado y tranquilo,
pero esa mano temblorosa le mostró que estaba tan afectada por su toque como
él.
—Peligrosa. —Soltó una breve carcajada mientras miraba sus manos unidas.
La de él oscura, grande y fuerte. La suya delgada y pálida, las manos de un
artista—. Bueno, no lo soy. No entiendo cómo alguien puede pensar eso.
—Ah, pero lo eres —respondió Stefano en voz baja—. Eres muy peligrosa
para mí, para mi bienestar, mi misión. Yo puedo hacer lo que hago solamente por
mantener un enfoque muy estrecho. Los hombres contra los que estoy luchando
están enfocados en su ferocidad y yo también lo debo estar. Y sin embargo,
hoy…hoy en lo único en lo que podía pensar era en ti. Me quedé mirando los
papeles que tenía delante de mí y todo lo que podía ver era tu cara. —Su voz era
áspera—. Todo lo que podía imaginar era hacer… esto.
Capítulo 5
Jamie se perdió ante el toque de sus labios. Un viento caliente la levantó en
brazos y la dejó sin aliento, junto con todo su autocontrol y sentido común. Todo
lo que podía sentir era su boca sobre la de ella y nada más allá del calor y la
electricidad zumbando a través de su organismo.
Fue un beso más profundo que antes, la lengua explorando su boca, una
mano grande cubriendo la parte posterior de la cabeza sosteniéndola hacia él con
fuerza, la otra alrededor de su espalda.
Tardó unos segundos en darse cuenta de lo incómoda que era la posición, y
en el instante en que se movió para estar más cerca de él, Stefano la cogió de un
brazo y la atrajo a su regazo. Automáticamente sus piernas se abrieron. Su falda
se subió, no era ningún obstáculo, y en un momento estaba a horcajadas.
Él era increíblemente fuerte, más poderoso que cualquier otro hombre que
jamás hubiera tocado. Su respiración ni siquiera cambió cuando la levantó tan
fácilmente como recoges a un niño pequeño.
Sentada en su regazo así, estaban tan cerca como si estuvieran en la cama
juntos. A medida que sus bocas se fundieron, se inclinó hacia delante, con un
brazo enganchado alrededor de su cuello, y el otro en su bíceps. El beso la mareó
y se aferró a él. Podía sentir sus músculos poderosos a través del algodón de la
camisa y el tejido de su vestido. Ambos podrían haber estado desnudos. Su
cuerpo emanaba calor, especialmente sobre su sexo, donde su calor se unió al de
ella.
Él estaba totalmente excitado. La falda de Jamie se había arrugado alrededor
de sus caderas y ella podía sentir su pene casi tan claramente como si su piel
desnuda estuviera tocando la suya. La ropa parecía una barrera lamentable, algo
molesto, como el zumbido de un mosquito. Su gran mano había bajado por la
espalda y por encima de su trasero, tirando de ella aún más cerca, la posición tan
ajustada que su sexo se abrió bajo las bragas de seda fina, situándose en contra
de él con tanta fuerza que podía sentir los pulsos de sangre que corrían por su
pene con cada golpe de su lengua.
Podía sentir, clara e íntimamente, lo que le hacía. Levantándose un poco, lo
besó más profundamente, con la cara sobre la suya, él con la cabeza inclinada
hacia atrás.
¡Cuán deliciosa sabía su boca! Jamie inclinó la cabeza para un ángulo más
profundo, las lenguas enredándose. Los golpes de su lengua contra la de ella
estaban conectados directamente con su sexo. Una oleada de sangre hacia la
ingle coincidió con cada golpe. Sus manos sostenían su cabeza y su trasero
contra él y parecía como si estuvieran haciendo un pequeño baile, su boca hacía
que su vagina se tensara contra su polla, la cual crecía cada vez que ella se
apretaba contra él.
Ahora lo entendía, solamente por contraste, lo fría que era siempre con otros
hombres. Su cabeza generalmente mantenía una charla interna, un debate
constante como en una película de Woody Allen, no siempre benigna.
Sobre todo sus objeciones eran estéticas.
Su colonia era demasiado fuerte, sus besos torpes, la cremallera de la
chaqueta se le clavó en el pecho… lo que sea. Por lo general había suficientes
rarezas para que ella permaneciera siempre fuera de sí misma, se mantuviera
separada de la Jamie carnal que estaba siendo besada.
Esto era completamente diferente. Ella no estaba fuera de sí misma,
observación, estaba totalmente dentro de sí misma. Y no estaba siendo besada
tanto como besando.
Impresionante.
Todo en este sentido era tan… tan nuevo. Y tan correcto… Sin torpeza,
ningún sentimiento separado. Se sentía completa y una con este hombre. Cada
movimiento que hacía ella encajaba con él a la perfección, como si hubieran
practicado una y mil veces en lugar de ser su segundo beso. Jamie apenas tuvo
tiempo de levantar la boca para un nuevo ángulo antes de que él hubiera
cambiado de posición para saborear más profundamente.
Sus cuerpos se elevaron juntos en los movimientos naturales diseñados para
presionarse tan estrechamente como fuera humanamente posible.
Sus respiraciones se volvieron irregulares juntas. Podía sentir su corazón
latiendo al mismo ritmo frenético del de ella.
La gran mano de Stefano estaba apretada en un puño en su pelo. Se apartó,
suavemente, lo suficiente para liberar su boca. Inhaló profundamente, como si no
hubiera respirado por minutos.
—Dios, Jamie —gruñó—. Tenemos que dejarlo. Si no nos detenemos en este
momento, no creo…
No. Por supuesto que no. No había frases con la palabra stop en ellas. La
suave y contenida Jamie McIntyre, que nunca tuvo ningún problema con el auto-
control, bueno, esa mujer estaba en llamas. No había tenido ni idea de que este
nivel de excitación fuera siquiera posible. No era posible detenerse.
Ella no le dejó terminar, sólo cerró su boca con la suya.
Era como si se hubiera le hubiera dado a un interruptor. Su gran cuerpo
corcoveó, una vez, dos veces. Él gruñó contra su boca y esa gran mano de su
trasero aterrizó sobre su rodilla, moviéndose rápidamente hacia su muslo. Sus
manos no parecían las de un abogado y tampoco se sentían como las de un
abogado. La piel era áspera como la lengua de un gato y le puso la piel de gallina
en todas las partes que tocaba. Pasó la mano sobre su muslo, moviéndose hacia
su ingle. La ahuecó, los dedos presionaron sobre su sexo. Separados de su carne
por sólo una fina capa de seda.
Su dedo la delineó, presionó brevemente contra la parte superior de su
apertura, un toque suave, como pidiendo permiso. Incluso a través del ligero
tejido se sentía como la electricidad, y ella gimió.
Su mano desapareció y antes de que tuviera tiempo de lamentar la pérdida,
ella oyó un breve sonido de rasgado y se encontró directamente en contra del
lino de los pantalones de él, presionada fuertemente contra su pene.
Las caderas de Stefano se movían y ella se deslizó en su contra, de la base a
la punta y de vuelta. Oh Dios, Jamie estaba a un segundo del orgasmo.
—Ahora —jadeó él luego fusionó su boca a la de ella otra vez.
Stefano la levantó, su mano se movió entre ellos, un ruido metálico, un
cambio de sus caderas y ella sintió el vello áspero de la ingle y los muslos.
Él se posicionó y con un solo golpe fuerte estaba en su interior.
Stefano apoyó su frente contra la de ella.
—Tengo que decir esto… rápido —jadeó—. Porque todavía podría retirarme.
Creo. Tal vez. Nada de sexo durante tres años. Tengo análisis de sangre
regulares.
Era un signo de su locura el que ella ni siquiera hubiera pensado en eso.
Inhaló y exhaló, tratando de ser coherente, un poco sobrecogida ante la idea de
que en realidad pudiera retirarse.
—Yo también —jadeó—. Nada de sexo en mucho tiempo. Donadora de
sangre.
Ellos se congelaron. Como si el acto fuera casi imposible de soportar para
ambos. Stefano la levantó hasta que sólo la punta estuvo en su apertura.
—Así que… ¿estamos bien?
—Sí —Jamie tomó aire.
Y se estrelló de nuevo en ella, inclinando las caderas para poder llegar a lo
más profundo.
Era enorme. Con cualquier otro hombre, esa dura entrada repentina le habría
hecho daño, pero Jamie estaba tan excitada que su cuerpo simplemente se abrió
más de lo que nunca había hecho antes, le dio la bienvenida sin ninguna
reticencia en absoluto.
Habían dejado de respirar, y ahora respiraban profundamente desde la boca
del otro.
—Dio —dijo Stefano y cerró los ojos como si le doliera.
—Sí —susurró Jamie en su boca.
—Si me muevo, me correré. —Su voz era pastosa, un poco vacilante.
—Lo sé. —Ella se sentía exactamente de la misma manera. Como si fuera un
cartucho de dinamita preparado y cualquier movimiento pudiera hacerla estallar.
—¿Qué hacemos?
Jamie no tenía ni idea, pero su cuerpo lo hizo. Lo empujó aún más
profundamente en su interior luego se levantó de nuevo. La fricción era eléctrica,
abrasadora. En el momento en que ella se dejó caer sobre él ya era demasiado
tarde. Algún tipo de carga se había construido y explotado. Su vagina se tensó
una vez, dos veces, entonces estaba en pleno orgasmo, estallando a su alrededor
con pequeños temblores.
Él soltó un gruñido que salió de su pecho, apretó el brazo alrededor de su
espalda y se impulsó en su interior, duro, y empezó a correrse con violentos
impulsos que ella pudo sentir contra las paredes de su sexo.
Se estaba moviendo en su interior mientras se corría, pequeños empujes que
la mantenían mucho más allá de su orgasmo habitual. Por el contrario se dio
cuenta ahora de que sus orgasmos eran corteses asuntos rápidos. La vagina
apretándose un par de veces, una ligera liberación de la tensión. Agradable, pero
no abrumador.
Esto era algo completamente diferente. Todo su cuerpo se había vuelto loco y
Jamie había caído en ella misma como por un oscuro túnel caliente de placer
electrizante. Fue llevada directamente fuera de sí misma, recogida y lanzada por
todas partes, como en un tornado.
Podía sentir los latidos de su corazón en los dedos de manos y pies y entre
sus piernas. Se sentía despojada de un par de capas de piel.
Los movimientos de Stefano se estaban volviendo irregulares, desiguales,
como si su cuerpo ya no le obedeciera. Él estaba bombeando con fuerza contra
los tejidos inflamados tan sensibilizados que ella podía sentir como se hinchaba
aún más, sentir ese último impulso.
Dejó caer la sobre su hombro mientras él seguía moviéndose en su interior,
porque ella no podía besarle más. La estimulación habría sido demasiado,
bordeando el dolor real.
Fue una tormenta de sensaciones y, como todas las tempestades, finalmente
terminó. Sus caderas dejaron de moverse y la cabeza de Stefano cayó hasta su
hombro. Estaba jadeando y la sostenía con fuerza contra él, un poco más
suavemente pero aún en su interior.
Todos sus sentidos se habían disparado interiormente en un brillante
remolino rápido de sensibilidad alrededor de su vaina. Ahora poco a poco volvió
a sí misma, consciente de todo. De la humedad alrededor de su ingle, lo apretado
de su agarre, el revoloteo de las cortinas y velas con los repentinos estallidos de
brisa de la tarde. Los fuertes olores de la comida y el vino, las notas débiles de la
música que venía del cuarteto de cuerda que había tocado durante su coito.
La respiración de Stefano se ralentizó, el sudor que les había pegado se secó,
ese abrazo apretado se aflojó.
De repente, toda la tensión salió de sus músculos en un zumbido.
—Dio —murmuró en su hombro, y luego levantó la cabeza para mirarla a los
ojos. Él era cauteloso, su ceño estaba ligeramente fruncido, completamente serio.
Un mechón de pelo oscuro había caído sobre su frente y Jamie extendió la mano
para ponerlo en su sitio.
Cuando ella sonrió, las líneas serias de su rostro se rompieron y volvieron a
juntarse en una sonrisa.
—No estás enfadada conmigo. Bien. —Él asintió con la cabeza bruscamente,
como si acabara de recibir una excelente noticia—. Porque eso fue… —Agitó
una mano grande entre ellos y ella miró hacia abajo. Era una escena perfecta de
libertinaje, digna de Tiziano. La falda subida hasta la cintura, las piernas
desnudas. La mesa podría haber sido una naturaleza muerta del siglo XVII, con
las bandejas de plata relucientes, el cristal transparente de la jarra de agua, un
plato de fruta a un lado con orondas uvas púrpuras e higos tan maduros que
estaban un poco abiertos para revelar la oscura carne rosada del interior. Igual
que el sexo de una mujer.
Naturaleza muerta con Sexo, pensó con diversión.
—Perfecto. —Ella miró la cara de sorpresa de Stefano—. Esto fue perfecto.
Estabas diciendo “eso fue…”y te detuviste. Así que terminé la frase por ti. No
cambiaría nada. ¿Y tú?
Los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Dios no. Aunque, por supuesto, he sido conocido por tener modales.
Realmente dejo que una mujer cene antes de saltar sobre ella como un loco
hambriento de sexo.
Teniendo en cuenta que él le había dado el mejor orgasmo de su vida, ella
estuvo definitivamente dispuesta a perdonarlo.
Jamie pasó el dorso de sus dedos por su mejilla. Parecía infinitamente más
áspero. ¿Podría la saturación repentina de testosterona haber provocado un
crecimiento inusual de la barba en media hora? Ese pensamiento también le
divertía.
Todo esto le divertía. Y la excitaba. Y la complacía.
—Estás sonriendo de nuevo —Stefano anunció con satisfacción—. Y ya te
has corrido.
—Lo hice. —Ella asintió con la cabeza—. No dejes que se te suba a la
cabeza.
—No, no. Esto es tan raro para mí que no me atrevo a que se me suba a la
cabeza. No quiero hacer nada para disgustarte, porque confieso que albergo la
esperanza de que podamos hacer eso otra vez. Pronto.
Ella rió. Era una extraña conversación para tener mientras estaban unidos tan
íntimamente, sus jugos enfriándose en sus muslos.
Stefano se inclinó para besar su cuello. Un beso casto, en realidad, teniendo
en cuenta todo lo que había hecho. Se le puso la piel de gallina y ella se
estremeció. De manera completamente involuntaria, se apretó alrededor de su
pene.
—Sì, —susurró él, con voz profunda baja y áspera.
Sí.
Jamie no sabía que estaba haciendo una pregunta, pero su cuerpo sí. Y le
había respondido, como si ella no fuera el cerebro en su cabeza sino más bien la
sangre que corría por sus venas, la piel que cubría su cuerpo, los tejidos blandos
de su sexo. Su cabeza no tenía nada en absoluto que decir del asunto.
Esta vez fue más suave. Stefano se acercó a la piel de detrás de su oreja,
acariciando suavemente, lamiendo, dando mordiscos suaves. Era como si su
boca, exactamente en ese lugar y haciendo exactamente esas cosas, fuera la llave
de su cerradura. Podía sentirse abriéndose a él en todos los sentidos. No sólo su
sexo, que se hizo más suave, más húmedo, más acogedor. Sino también sus
manos, sus piernas, su cabeza.
Su corazón.
Inclinó la cabeza para darle mejor acceso y él tarareó, un bajo sonido animal
de placer. Mirando hacia abajo, Jamie sólo podía ver alguna que otra parte de su
cara: las gruesas pestañas negras, el borde de un pómulo, la boca firme, su piel
muy oscura contra la de ella.
Él murmuraba palabras en tono bajo y grave, palabras que no estaban en su
vocabulario italiano pero eran universales. El matiz era inconfundible. Los
hombres habían estado usando exactamente ese tono con las mujeres durante
miles de años.
En esta sala que no tenía nada moderno en ella, ni siquiera las luces
eléctricas, Jamie podría haber sido una princesa del siglo XVI con su príncipe.
Su príncipe guerrero que acababa de llegar a casa después de las guerras.
Los criados habían presentado una fiesta para ellos, pero el príncipe primero
quería saborear a su princesa.
Esos brazos fuertes que se habían aflojado después de su clímax, se
apretaron de nuevo y él se disparó en su interior, las caderas se balanceaban con
suaves golpes breves. Medido, controlado, no como el acoplamiento frenético de
antes pero igual de emocionante. Más emocionante en realidad, porque sabía a
dónde se dirigía esto.
Directamente a un orgasmo espectacular, tan cierto como que al día le sigue
la noche. No siempre se corría durante las relaciones sexuales. Había aprendido
pronto el sutil arte femenino de fingir, porque la expresión de macho lloroso[3]
en el rostro de un hombre cuando ella no se corría era demasiado deprimente
para afrontarla.
Ahora no había ninguna necesidad de fingir. Desde el momento en que
Stefano comenzó a moverse en su interior otra vez ella podía sentir el clímax
construyéndose, como ver las nubes de tormenta que se movían en el horizonte.
No tenía que hacer nada, no tenía que querer meterse en ello; venia
directamente hacia ella como un tren expreso. Cada movimiento que él hacía
avivaba el fuego cada vez más.
Ellos se sostenían entre sí con mucha fuerza. El aliento de Stefano enviaba
duras bocanadas de aire contra su cuello, la gran mano en su trasero la mantenía
inmóvil para él mientras bombeaba en su interior, cada movimiento era un fuego
y un placer cegador.
Él se movió, la colocó de forma ligeramente diferente, y ¡oh Dios! Ese
grueso pene largo encontró algún lugar oculto en su interior y se frotó en su
contra, un lugar tan agradable que la envió en una inmediata vorágine al
orgasmo, su vagina palpitaba con tanta fuerza que podía sentir el tirón de la
misma en sus muslos y estómago. Dio un grito cuando él empujó con fuerza una
última vez y se quedó allí mientras se corría.
No podía respirar, no podía moverse, no podía pensar, lo único que podía
hacer era aferrarse a él desesperadamente entrelazando sus piernas alrededor del
respaldo de la silla y tirando, por lo que podía sentir cada centímetro de Stefano.
Por fin se quedaron quietos, los pechos jadeantes, mojados, saciados.
La besó suavemente detrás de la oreja, la frente perlada de sudor.
—Me equivoqué —gruñó.
Jamie apenas tuvo fuerzas para levantar las cejas. Le costó unas cuantas
respiraciones incluso para lograr decir una palabra.
—¿Cómo?
—Fuiste enviada a matarme. No voy a sobrevivir a esto.
Ella soltó una risa sorprendida y le dio un manotazo en el hombro.
—¡No fui enviada! —La idea era tan descabellada…, se rió de nuevo, no
podía parar. Incluso agotado y exhausto por el sexo, él exudaba poder y fuerza.
Stefano también se rió y el movimiento fue suficiente para hacer que se
saliera de ella. La levantó fácilmente, enderezándola pero manteniéndola a su
lado. Ella en realidad tuvo que forzar las rodillas para mantenerse en pie.
—Abre las piernas —susurró él— y levántate la falda.
Stefano cogió una de las servilletas de lino, vertió un poco de agua de la jarra
de cristal en ella y la lavó suavemente entre las piernas, mirándola a los ojos
todo el tiempo.
Se había corrido en su interior dos veces y estaba empapada. En cualquier
otro momento y con cualquier otro hombre, Jamie se habría encogido de
vergüenza y dirigido al baño inmediatamente. Pero había algo tan emocionante,
tan increíblemente íntimo en tener a este hombre limpiándola, el lino áspero
ligeramente abrasivo contra sus tejidos super sensibilizados…, que ella
simplemente se quedó allí y lo observó.
Su mano se movió suavemente desplazándose un poco, y ella abrió más sus
piernas.
—Esto me gusta enormemente. —La voz de Stefano era baja, tierna—.
Sentir mi semilla en ti. —Una larga pasada tierna y sus piernas comenzaron a
temblar. Él levantó más la falda y se inclinó para besarla, justo sobre su
montículo.
Todavía había perlas de su semen sobre sus muslos. Tocó una, recogiendo
con el dedo la ligera humedad. Presionó el dedo en sus labios, los ojos de
Stefano ardieron cuando ella lamió. El ligero sabor salado era excitante.
Un escalofrío le recorrió. Su pene, que permanecía semi-erecto en su muslo,
se hinchó.
—Siéntate —ordenó—, o nunca vamos a comer y Francesco nunca me
perdonará.
Jamie dejó caer su falda y se derrumbó más que se sentó en la silla,
sorprendida de poder considerar siquiera la tercera ronda. Él se subió los
pantalones, se cerró la cremallera y, en algunos momentos, parecían una pareja
normal en la mesa de la cena, incluso tranquilos. Nadie adivinaría que acababan
de hacer el amor. Dos veces.
Su sexo estaba todavía hinchado y húmedo, y ella deseó estar en la cama en
vez de en la mesa. Era desconcertante sentirse tan sexual, incluso lasciva. Tenía
que distraerse. Señaló una fuente cerca de su mano. Parecían bollos pero con
salsa de tomate en la parte superior.
—¿Qué es eso?
—¿Hmm? —Stefano extendió la mano y pasó el dedo índice por su mejilla
—. Muy suave —murmuró. Luego parpadeó como si volviera en sí. —¿Qué
dijiste?
—Esto. Toma, pruébalo. —Cortó el pan redondo y un perfume de delicioso
guisado llenó el aire. Ella se rió y colocó una mitad en el plato de él. Dio un
mordisco del suyo y puso los ojos como platos.
—Guau. ¿Cómo se llama esto?
Él ya había terminado su mitad.
—No tengo ni idea, pero es delicioso. Toma. Prueba esto. —Un trozo de
delicado pescado blanco estaba en los dientes de su tenedor junto con una oliva
negra. Olía divino, a limón y a mar. Ella comió de su tenedor mientras él
observaba.
Jamie apenas se contuvo de gemir.
—¿Cómo se llama esto?
—Pescado —dijo, esperando para poner otro trozo en su boca—. Ahora abre
—ordenó. La voz era el de un general ordenando a las tropas pero la sonrisa era
la de un amante.
Jamie estaba atrapada entre apoyarse en él y echarse hacia atrás. Echarse
hacia atrás, saltar de su asiento, salir corriendo por la puerta, bajar las escaleras
con antorchas, meterse en un taxi y volver a su apartamento, donde podría
empezar a ser ella misma de nuevo. En este momento se sintió atrapada en algún
poder oscuro que era incapaz de resistir.
—Abre. —Ella abrió, masticó, tragó. Se miraron el uno al otro, la sala de
repente estaba tranquila. La música se había detenido. Podrían haber estado
solos en el mundo. La mirada de Stefano le rodeó la cara, se quedó en su boca.
Él abrió la suya y exhaló una bocanada de aire—. No —susurró.
—No —respondió Jamie, su propia voz sin aliento. Hacer el amor una vez
más sería… imprudente. Estaba a medio camino de enamorarse de este hombre.
Tenía que retirarse, sólo un poco. Tenía que demostrar que podía charlar con él
como una persona normal. Eso que tenían era, sí, una fuerte atracción sexual
pero controlable. Eso no era locura.
Stefano se estremeció una vez y luego se volvió hacia la mesa.
—Francesco le paga una fortuna a su chef, así que será mejor hacerle justicia
a esto. —Él le puso toneladas de comida en el plato y todo parecía y olía divino.
Jamie se impulsó fuera de aquel lugar oscuro del que casi había desaparecido
y abrió sus sentidos hacia el exterior. Esta era una noche mágica, el ambiente
casi de otro mundo. Ese tipo de noche que nunca podría volver. ¡Disfrútala! se
dijo.
Los italianos comían en etapas, pero evidentemente alguien había pensado en
una comida sin camareros. Tenían un plato fragante tras otro en bandejas, y a un
lado, dos enormes fuentes de mayólica[4], una llena de cannoli y rodajas de
cassata y otra llena de rodajas de fruta deliciosa.
—¡Venga! —Stefano parecía enormemente satisfecho de sí mismo,
sonriendo ante sus dos platos colmados. Cogió un trozo de lo que parecía pan
frito con pasta de tomate y se lo metió en la boca. Sus ojos se abrieron como
platos.
Jamie hizo lo mismo y sus ojos también se abrieron como platos.
—¿Qué es esto? —Preguntó después de tragar—. Es delicioso.
—No tengo la menor idea. Sólo sé que es bueno. —Stefano pinchó algo
crujiente y amarillo—. Esto también es delicioso. Toma. —Extendió su tenedor
y ella comió el bocado.
Cerró los ojos mientras saboreaba y luego suspiró. Cuando los abrió de
nuevo él la observaba con atención con los ojos entrecerrados.
—¿Qué? ¿Tengo salsa en mi barbilla?
—No. —negó con la cabeza, sin dejar de mirarla—. Es sólo…
—¿Solo qué?
De repente se había puesto serio. Le tomó la mano, dándole la vuelta,
presionando un beso en la palma.
—Háblame —susurró.
Jamie inclinó la cabeza.
—¿Que hable?
—Háblame. No he tenido una conversación en tanto tiempo…
Ella parpadeó. Había anhelo en su voz y de pronto lo vio. Lo vio a él. No al
extranjero sexy, no al imponente juez. Vio al ser humano. Al hombre que había
sacrificado tanto por el deber.
—Habla —dijo de nuevo—. Dime cosas.
Y ella lo hizo.
Le habló de sus esperanzas para su estudio de diseño en ciernes, acerca de
los clientes locos que había tenido, lo mucho que amaba a su abuelo, lo que le
gustaba leer. Tenían diferentes gustos en libros, gustos similares en películas. A
ambos les gustaba el senderismo y detestaban el esquí. Ella sentía que los seres
humanos eran básicamente buenos y Stefano no. Él pensaba que la tecnología
podría salvar sus culos en el último momento y Jamie no.
Hablaron y comieron mientras las velas se consumían y de repente hubo un
golpe en la puerta. Stefano dejó de sonreír, sus anchos hombros cayeron.
Jamie le tocó ligeramente la mano. Él giró la suya, sostuvo la de ella y la
llevó a la boca. Se puso de pie.
—Es medianoche —dijo—. Mis hombres salen de servicio y ahora me
convierto de nuevo en una calabaza.
Jamie contuvo las lágrimas. Las lágrimas no tenían lugar aquí. Ella curvó sus
labios, esperando que él lo tomara por una sonrisa.
—Era su carruaje el que se volvió en calabaza, tonto. Y de todos modos, ese
zapato de cristal nunca te entraría.
—No, no lo haría. —Él la puso en pie y simplemente la miró. Hubo otro
golpe en la puerta. Esta vez más perentorio, menos discreto.
En el espacio de un minuto había pasado de ser el encantador compañero de
cena al juez. Serio, distante. Alejándose de ella con cada latido del corazón,
aunque estaba quieto.
—Disfruté esto.
—Sí —susurró ella—. Yo también.
—Tendrás que permanecer aquí hasta que mi coche deje el local. Mis
hombres vendrán por ti.
—Vale.
Stefano todavía no se movía. Un tercer golpe. Esta vez pesado, alguien
estaba usando el puño contra la puerta en vez de los nudillos.
—No creo que te pueda llamar mañana, Jamie. Pero sin duda llamaré el
sábado. Tal vez… —Se detuvo, se mordió los labios—. Debo irme.
Ella asintió con la cabeza, la garganta demasiado apretada para hablar.
—No te puedo besar. Simplemente no puedo. No voy a ser capaz de
detenerme.
Jamie asintió de nuevo.
Él se dio la vuelta y se dirigió a la pesada puerta, abriéndola mientras uno de
los agentes de policía tenía un puño en alto.
—Andiamo —le oyó decir. Vámonos. La puerta se cerró tras él y ella se
sentó de nuevo, mirando por la ventana, esperando a que sus hombres vinieran
por ella.
* *

Él comprobó el pasillo y luego entró en la habitación, cerrando la puerta a su


espalda. No había luz artificial, sólo velas por todas partes, algunas de ellas
todavía vacilantes, proporcionando una luz tenue. El olor de la cera caliente se
elevaba sobre el olor de la comida.
Había otro olor también.
Cogió una servilleta del suelo y se la llevó a la nariz. Ah, sí. El olor del sexo.
Todo en la habitación estaba bien, elegante más allá de cualquier cosa en su
experiencia. El mantel de lino grueso, los platos, los vasos de cristal, los
cubiertos. La habitación en sí era un puro ejemplo de las cosas que nunca tendría
en su vida. En casa, su esposa y él comían en la cocina, apenas más grande que
esta mesa. No había frescos arriba, sólo manchas de humedad de una fuga que
no podía permitirse el lujo de arreglar porque requeriría romper las paredes y
poner una tubería nueva.
Las cortinas revoloteando enmarcaban una vista digna de un príncipe: un
jardín adornado iluminado por antorchas. Su ventana de la cocina daba a un
patio grasiento y a la pared del edificio de al lado.
Este era otro mundo; el mundo por el que, para protegerlo, estaba
arriesgando su vida, a pesar de que nunca tendría acceso a él.
O… tal vez sí.
Sacó un teléfono móvil. Un Nokia muy básico. Como todo el mundo, él
quería un iPhone, pero no podía permitírselo, a pesar de que tenía un teléfono
mejor que este. Pero este era distinto. Sólo podía hacer una llamada, luego tenía
que destruirlo.
Marcó un número y fue respondido al primer toque.
—Sí. —La voz de costumbre, baja y profunda con un fuerte acento siciliano.
No tenía ni idea de si este era el Gran Hombre mismo o un lugarteniente.
—Tuvieron sexo. En la cena.
—¿Estás seguro?
Olió la servilleta de nuevo.
—Oh sí.
—Bien. —La conexión se cortó.
Bueno. No quería hablar. Lo más importante acerca de la información era el
paquete que iba a encontrar dentro de su buzón. Un sobre lleno de billetes de 100
€. La última vez habían sido 10.000 €. Esta vez sería más, porque era
información acerca de una debilidad.
El juez Stefano Leone tenía una debilidad, y sería usada, y cuando lo fuera,
el paquete sería mucho, mucho más grande.
Capítulo 6
Al día siguiente, Stefano golpeó el tatami con tanta fuerza que se quedó sin
respiración por un segundo. Sólo el segundo que necesitó Buzzanca para clavar
su mano en el tatami. Buzzanca se arrodilló sobre su muñeca, girándola. Stefano
podía sentir sus huesos doblándose.
—Dejaste la guardia baja. —Buzzanca apretó más fuerte—. Deja de pensar
con la maldita polla, imbécil.
—Cristo, Buzzanca —gruñó Stefano—. ¡Basta ya!
Buzzanca saltó como si estuviera sobre muelles luego hizo círculos de
puntillas.
—Dos de tres.
Stefano había ganado la primera ronda por pura casualidad. Normalmente
Buzzanca y él y apartaban sus golpes, pero hoy no. Esto se suponía que era
ejercicio, maldita sea. Una manera para mantenerse en forma y desahogarse. No
era la guerra, aunque Buzzanca estaba haciendo precisamente eso. Estaba
cabreado y lo demostraba.
Dieron vueltas uno alrededor del otro, los ojos oscuros de Buzzanca
encendidos con una mirada intensa.
—Gilipollas —gruñó.
Stefano suspiró.
—Vamos, Buzzanca. Escúpelo.
Buzzanca dio una patada y Stefano se apartó en el último segundo posible,
sintiendo el viento del poderoso movimiento ondulante de su kimono. Si el tiro
hubiera aterrizado, Stefano habría sido noqueado.
—Ella es problemas. —La cabeza de Buzzanca bajó como la de un toro. No
era una buena forma y se notaba la rabia animal—. Ella es problemas con un
coño.
Stefano sintió que aumentaba su propia ira, rápida, repentina y sorprendente.
Él no mostraba rabia. Estaba tranquilo y firme y si Buzzanca de nuevo
llamaba coño a Jamie le arrancaría la maldita cabeza.
Ahora se rodearon el uno al otro, la cabeza gacha, los ojos fijos.
—No te metas en mis asuntos. —Stefano casi no reconoció su propia voz,
gutural y feroz.
—Ella es mi asunto, idiota estúpido —escupió Buzzanca—. Estás poniendo
en peligro tu propia vida y las nuestras por un polvo. Es bonita, pero no vale…
Stefano cargó, silencioso y mortal. Olvídate de las formas. ¡A la mierda las
formas! Era pura fuerza bruta y en un segundo Buzzanca estaba en el tatami con
el brazo de Stefano sobre el cuello, presionando. Duro. Apretó más fuerte y
Buzzanca comenzó a ponerse azul.
Buzzanca ni siquiera trató de resistirse, sólo se quedó mirando a Stefano,
cuyo jadeo era ruidoso en la habitación.
Los otros hombres que siempre disfrutaron de su combate se habían quedado
en silencio. De pronto hubo algo en la habitación que nunca había estado allí
antes. Stefano puso su nariz contra la de Buzzanca y dijo en voz baja, para que
nadie más pudiera oír.
—Escúchame, hijo de puta. Te vas a casa con tu esposa cada maldita noche.
Tienes hijos, tienes sobrinas y sobrinos. Vas a la playa los fines de semana.
Tienes una maldita vida. He vivido en una jaula durante tres años. Apenas he
visto el sol en esos tres años. Así que no me jodas hablándome de problemas.
Buzzanca se negó a suplicar. Un golpe de su palma en el tatami y Stefano
aflojaría sin pensar, pero Buzzanca era demasiado orgulloso para ceder.
—Me gusta esa mujer. Más que gustarme. Me hace sentir vivo. Me recuerda
por qué hago lo que hago. ¡Así que déjala en paz y vete a la mierda!
El hombre asintió con la cabeza bajo el brazo de Stefano y Stefano saltó,
avergonzado de sí mismo. Casi. Buzzanca se puso en pie, vacilante. Se quedaron
mirando el uno al otro, dos amigos, ahora adversarios…
Buzzanca tendió la mano y Stefano la agarró.
Ahora amigos de nuevo.
Stefano asintió bruscamente.
—Está bien, volvamos a la oficina. Tenemos un viaje que planificar.

* *

—Prepara una maleta.


El sábado por la mañana Jamie abrió un ojo y miró la hora. Las ocho y media
de la mañana
—¿Perdona? Y buenos días.
—Buenos días, dormilona. —Esa voz profunda sonaba divertida y
completamente despierta—. Prepara una maleta para dos días. Mis hombres irán
por ti en una hora.
Va…le.
—¿Para qué me tengo que preparar?
—Sol, nadar y… —Él no tenía necesidad de añadir el tercer elemento.
Estaba allí en su divertida voz. Sexo. Una oleada de electricidad la atravesó.
—¿Puedo saber a dónde vamos?
La diversión huyó de su voz.
—No, cara, lo siento. No puedo decírtelo. Ojalá pudiera. Pero puedo decir
que no te sentirás decepcionada.
No, no estaría decepcionada. No lo estaría aunque fuera trasladada a un iglú
en el Ártico. Stefano estaría allí. Eso era suficiente.
Preparó su maleta y, en el último minuto, metió su cuaderno de dibujo y
lápices. Dondequiera que iban, era Italia e iba a ser hermoso y si tenía un
momento libre, quería plasmarlo.
Lástima que fuera un mal momento para tratar de atrapar a su abuelo. Era la
una de la madrugada en casa y no quería correr el riesgo de despertarlo.
Asumiendo que aún estaba en casa.
Frunció el ceño. Ayer, durante todo el día, había intentado ponerse en
contacto con él y el contestador había sido apagado. No contestar el teléfono y
no decirle que estaría lejos era inusual. Pero si estaba enfermo, seguramente
alguien habría llamado.
El golpe en la puerta la sobresaltó. Los hombres de Stefano. Estaban aquí.
Cuando abrió la puerta, se prestó al protocolo de seguridad con un suspiro, a
pesar de que llevaba una camiseta de seda, pantalones capri de algodón ligero y
sandalias. Seguía siendo cacheada, como si pudiera haber ocultado de alguna
manera un bazuca en su persona.
Bolso y maleta inspeccionados. El inspector Buzzanca dudó por un momento
en su cuaderno de bocetos e incluso revolvió a través de él, pero ni siquiera el
hombre podía ver nada sospechoso en representaciones de palmeras, cornisas y
la línea costera.
Realmente revisó cada lápiz, presumiblemente para ver si era un lápiz real
o… su mente se quedó en blanco por un segundo en cuanto a qué otra cosa
podría ser. ¿Tal vez algo para rociar veneno? Pero entonces, ¿cómo podría ella
misma evitar bañarse de veneno?
Debía ser agotador ser un espía.
Buzzanca lo metió todo perfectamente en la maleta con ojos oscuros fríos y
remotos, y la acompañó por las escaleras hacia un coche de la policía que
esperaba, el del medio de tres.
El pequeño convoy salió, corriendo en dirección norte. Ella vio cuando
salían del centro histórico de la ciudad y entraron en el páramo de hormigón de
los suburbios.
El país de la mafia. La mafia aquí estaba muy metida en hormigón. Lo había
leído a menudo en su lectura de preparación para el viaje. Los edificios se veían
como la mafia. Pesados, opresivos y feos, como las monstruosidades de
hormigón que había vomitado el comunismo ruso. El poder detrás de los dos era
el mismo: brutal y sin concesiones.
Este tipo de edificios en un país que adoraba la belleza eran sólo la cara
exterior del brutal agarre que tenía la mafia. Era contra lo que estaba luchando
Stefano. No sólo era un hombre increíblemente sexy y poderosamente atractivo.
Él era un luchador por la justicia, arriesgando su vida para eliminar las fuerzas
de la oscuridad.
Jamie vio a sus hombres, incluso al inspector Buzzanca, bajo una luz
diferente. Observó la espalda rígida de Buzzanca en el asiento delantero del
pasajero con su pelo mal cortado, todo deber y nada de tonterías; se dio cuenta
de que lo único que quería era mantener vivo a Stefano. Ella no era una amenaza
para Stefano, de ninguna manera, pero Buzzanca y sus hombres probablemente
pensaban que lo era, o al menos que lo estaba distrayendo.
Así que se sentó en silencio y esperó a ver a donde la llevaba el coche.
La llevó al aeropuerto. O más bien, a un aeropuerto. No al que había volado
a su llegada a Sicilia.
Este parecía un aeropuerto militar, los aviones pintados de un verde opaco,
con EI, Esercito Italiano, Ejército Italiano, estarcido en los laterales. El coche
pasó directamente a la pista y se detuvo frente a un gran helicóptero. Tan pronto
como el coche aparcó, los rotores comenzaron a girar lentamente. La puerta del
coche se abrió y un oficial señaló hacia un pequeño grupo de escaleras que
conducían a la cabina.
Jamie vaciló. Nunca antes había estado en un helicóptero. Miró a su
alrededor, a todos los hombres que habían sido convocados para transportarla a
este lugar específico en este momento específico, y se dio cuenta de que era
demasiado tarde para pensar en resistir. Esto parecía una fuerza imparable que la
barría hacia adelante.
Subió las escaleras y entró en la cabina, inclinándose ligeramente. La cabina
tenía seis asientos. Ella se sentó en uno y los otros cinco se llenaron de oficiales
de policía. El último hombre en subir llevaba su maleta con ruedas y la guardó
cuidadosamente debajo de un asiento.
El inspector Buzzanca le entregó un auricular e indicó que debería
abrocharse el cinturón de seguridad. Ya hacía demasiado ruido en la cabina para
poder oír a nadie. Cualquier comunicación era por señales con las manos. El
chasquido del cinturón fue como una señal y, con una sacudida fuerte que dejó
su estómago atrás, el helicóptero se levantó con la nariz hacia abajo, y se ladeó
abruptamente.
Los hombres hablaban entre sí, los labios se movían. Jamie comprendió que
estaban en un sistema de comunicaciones interno al que no estaba conectada. Su
auricular estaba simplemente allí para reducir el ruido. Estaba aislada.
Bueno. Entonces disfrutaría el viaje a donde fuera que iban.
El campo militar estaba en el océano. Al principio de su ruta siguieron la
costa, el brillante mar azul a la izquierda, bajas colinas verdes de naranjos y
limoneros a la derecha. Volaron sobre una ciudad de ladrillo rojizo y piedra que
se alzaba sobre un alto promontorio cuyos bordes caían directamente hacia el
mar. Una catedral románica que brillaba con una luz dorada bajo el sol de última
hora de la mañana se levantaba como un barco de piedra en un alto acantilado.
Ella había visto una reproducción de la catedral, pero era mucho más hermosa en
vivo y en directo. Cefalú.
El helicóptero de pronto viró a la derecha, hacia tierra adentro, y voló sobre
el interior quemado por el sol, sobre los campos de color pardo salpicados de
casas aisladas que más parecían fortalezas rodeadas de adelfas y chumberas.
Después de unos cuarenta minutos, llegaron a la costa de nuevo y
comenzaron a subir una colina tan hermosa que parecía ajardinada, siguiendo un
camino sinuoso flanqueado por adelfas rosas.
El paisaje aquí era exuberante y verde, salpicado de villas dotadas de
encantadores jardines rodeados por paredes cubiertas de buganvillas. Volaron
más allá de un templo griego y ella observó la sombra del helicóptero sobre un
anfiteatro griego, el semicírculo de piedra una coma graciosa ubicada entre
olivos y naranjales. Delgados y elegantes cipreses se erguían como soldados
verdes por todas partes, flanqueados por enormes palmeras, algunas eran las más
grandes que había visto nunca. Las palmeras eran de crecimiento lento y ella
sabía que muchas de las que estaba mirando debían tener cientos de años.
Jamie dio un respingo cuando Buzzanca le tocó el brazo. Señaló hacia abajo
con su dedo pulgar. Estaban aterrizando.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que habían subido a la cima de alguna
cumbre y se estaban ladeando abruptamente, perdiendo altura. El helicóptero
giró, y por un segundo vio una alta montaña en la distancia, oscilando en el
calor, los zarcillos de vapor se elevaban desde su cima.
Ella contuvo el aliento.
¡Etna! Ese era el Monte Etna, un volcán activo y el tema de la obra de poetas
y pintores de todas las épocas. Era el telón de fondo de Taormina, un famoso
centro turístico que se había estado muriendo por ver. Y, por supuesto, una de las
maravillas fluía lentamente por debajo. Estrechas calles empedradas flanqueadas
por edificios de color ocre, rojizo y rosa pálido se abrían al azar en plazas de
forma irregular delimitadas por cafés con coloridas sombrillas. Era una ciudad
de flores, flores por todas partes, en grandes macetas de terracota tan grandes
como bañeras, ascendiendo por las paredes, trenzadas alrededor de balcones de
hierro forjado.
El helicóptero se había ralentizado lo suficiente para que ella pudiera coger
detalles que bebió su hambriento ojo de artista. Proyectaban una sombra que se
movía sobre la ciudad y los turistas se detenían y levantaban la vista hacia ellos
protegiéndose los ojos del sol, las mujeres agarraban sus vestidos de verano
hacia abajo contra el viento de los rotores. Los turistas eran de todas las formas,
tamaños y nacionalidades, vestidos de chillones colores veraniegos, todos unidos
en una expresión de felicidad común. Taormina era legendaria por los placeres
que había ofrecido a los turistas desde hace siglos.
¿Cómo diablos había arreglado esto Stefano? ¡Un viaje a Taormina! Era
como un sueño. No podían caminar por las calles de la ciudad por mucho que el
pensamiento le encantara. ¿Podrían? Ella quería estar aquí pero aún más quería a
Stefano a salvo.
El helicóptero aterrizó en un gran espacio abierto por encima de Taormina,
probablemente el único helipuerto del mundo con baldosas de terracota. Era solo
lo suficientemente ancho como para darles cabida, pero el piloto sabía lo que
estaba haciendo. Los dejó perfectamente en el centro exacto y apagó el motor.
Ella se quitó los auriculares, saboreando el repentino silencio, y miró a su
alrededor.
Los cinco carabinieri también se habían quitado sus auriculares y entraron
en acción. Enseguida fue colocado otro grupo de escaleras junto al helicóptero.
Los hombres habían estado charlando entre sí pero ahora se desplegaron
silenciosos y con el rostro sombrío para proporcionarle un perímetro de
seguridad.
Jamie fue canalizada a través de un pasaje abovedado, más allá de un
profundo y fresco patio a una galería sostenida por columnas gruesas. Detrás de
ella, tres de los cinco hombres regresaron de nuevo al helicóptero. Los otros dos
le dieron la espalda y se detuvieron, centinelas sólidos, de espaldas a la
construcción.
—¿Signora? —Dijo una voz masculina profunda y Jamie se giró,
sorprendida. Un robusto hombre bajo de mediana edad y muy guapo se acercó a
ella. Cogió su mano, se inclinó sobre ella y se irguió, sonriendo—. Es un honor y
un placer contar con usted, signora. Por no mencionar el honor y el placer de
tener al juez Leone como nuestro invitado.
Su voz le sonaba familiar…
—¿Por casualidad está usted relacionado con el príncipe Calderone?
El hombre se echó a reír.
—Hermosa y astuta. Una combinación desgarradora. Sí, signora, estoy
relacionado. Soy su primo y el propietario de La Rondinaia. Paolo Torraca, a su
servicio.
Jamie ahogó un grito de asombro. La Rondinaia. El Nido de la Golondrina.
Era un hotel de tropecientas estrellas acerca del que había leído pero nunca
pensó en reservar. Miró a su alrededor. El entorno era ciertamente hermoso, pero
el lugar estaba desierto. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la
penumbra, pudo ver que el fondo de la galería era de láminas de vidrio pulido, el
vestíbulo detrás de él era espléndido más allá de las palabras y estaba
completamente vacío. Ni siquiera había nadie detrás de la recepción de piedra
caliza tallada.
—Señor Torraca…
—Paolo, por favor. —Le colocó la mano en su brazo, haciendo un gesto con
la cabeza. Un botones surgió de la nada y recogió su bolsa. Caminaron a través
del arco del fondo en el mismo vestíbulo, fresco y perfumado a causa de los
muchos limoneros en enormes jarrones esmaltados que había por todas partes. El
enorme vestíbulo estaba dividido en áreas familiares, pero se veía más como una
casa súper lujosa que un espacio público. Una obra de arte del siglo XVIII
llenaba el espacio; una antigua biblioteca pintada llena de libros viejos cubría
una pared larga. Una chimenea de mármol elaboradamente tallada y lo
suficientemente grande como para asar bueyes, cubría otra.
Paolo dejó que se llenara la mirada. Cuando se volvió hacia él, sonriendo, el
hombre le devolvió la sonrisa.
—Bueno, Stefano y usted tienen todo el lugar a su disposición. Por
casualidad estamos cerrados por reparaciones. Hemos abierto la suite real para
ustedes. Tiene su propia piscina. Mantenemos la cocina abierta para ustedes.
Pero no habrá nadie más excepto la seguridad. —Sus ojos oscuros se
encontraron con los suyos, el humor y la buena voluntad desaparecieron,
dejando la dura mirada de un hombre que había conocido tiempos difíciles—.
Van a estar perfectamente a salvo aquí. Se lo garantizo.
Jamie entendía lo que estaba diciendo. Y entendió que se habían hecho
grandes esfuerzos por Stefano y, por extensión, por ella misma.
—Gracias —dijo.
Él inclinó la cabeza, una vez más, el hotelero cortés.
—Es un placer, signora. Ahora —colocó una tarjeta magnética en su mano
mientras la acompañaba a un conjunto de ascensores—, tome el ascensor hasta
el tercer piso, luego gire a la derecha y tome el ascensor al final del pasillo.
Necesitará esa tarjeta para acceder al ascensor. La llevará directamente a su
habitación, donde encontrará su bolsa. —Se inclinó para besarle la mano de
nuevo. —Créame cuando le digo que es un privilegio para La Rondinaia darles
la bienvenida a usted y al juez Leone, y esperamos poder hacerlo de nuevo
pronto. Voy a comprobar personalmente que su suite permanezca siempre
disponible.
Se alejó, y fue casi mágico estar sola en tal lugar. Como explorar un castillo
encantado.
El ascensor privado estaba forrado de latón pulido. No había botones, pero
una pasada de la tarjeta y el ascensor se elevó tres plantas por sí mismo, como un
carro mágico.
La estaba llevando hacia Stefano.
El viaje en helicóptero, los magníficos paisajes y la llegada a este suntuoso
hotel la habían distraído. Pero ahora se sentía con toda su fuerza, iba a ver a
Stefano de nuevo.
Su corazón comenzó a latir con fuerza, algo totalmente fuera de su control.
Ella no era una persona inquieta por naturaleza y ciertamente nunca había estado
ansiosa por un hombre, pero ahora se encontraba en un frenesí perfecto de
ansiedad. Bueno, no ansiedad, más como… excitación. Anticipación. Incluso un
poco de miedo.
Después de todo no le conocía. Era un hombre al que su querido abuelo
admiraba, era un hombre que otros hombres admiraban, eso era cierto. Y lo que
había visto de él… ¡guau! Pero sin duda eso eran las hormonas hablando
Seguramente era porque su cuerpo simplemente se iluminaba cuando él estaba
cerca…
Su ansioso diálogo interno se detuvo debido a que las puertas del ascensor se
abrieron y… allí estaba él. Caminando hacia ella desde una inmensa sala de estar
que parecía un Versalles moderno. Estaba vestido informalmente con tejanos y
una camiseta y se veía mejor de lo que cualquier hombre tenía derecho a verse.
No era sólo guapo, había un montón de hombres guapos por todas partes. Se veía
regio, un rey en pantalones vaqueros, de alguna manera un hombre serio, incluso
cuando estaba vestido como un adolescente y con una amplia sonrisa en su
rostro. Su mirada se cruzó con la de ella mientras caminaba hacia ella y Jamie
simplemente se abrió.
Abrió los brazos, abrió su cuerpo, abrió su corazón.
Cuando la besó, fue un alivio. Parecía como si hubiera estado en un desierto,
reseca por algo y ese algo era: Stefano, besándola.
Era tan alto que tuvo que ponerse de puntillas. Stefano puso su brazo
alrededor de su trasero y simplemente la levantó hacia arriba y hacia él. Ella
entrelazó sus brazos con fuerza alrededor de su cuello, las bocas al mismo nivel,
comiendo en sus labios, tratando de llegar lo más cerca posible de él. La abrazó
con tanta fuerza que podía sentir su erección a través de los pantalones vaqueros
mientras ella movía las caderas sin descanso contra las suyas.
Stefano levantó la cabeza con un jadeo, dejándola que se deslizara por su
cuerpo. Incluso si ella no hubiera sentido la columna lisa y dura contra su
estómago habría sabido que estaba excitado por su hinchada y húmeda boca y el
rojo intenso bajo la piel aceitunada de sus pómulos.
—Cara, voy a tener que llamar a mis guardaespaldas para defenderme contra
ti. Eres letal.
Aunque se veía excitado y desaliñado, ella debía verse peor. Podía sentir que
el rubor bajaba hasta sus pechos. Su piel era mucho más clara que la de él, sin
duda se notaría. Sentía sus pezones tan duros que estaba segura de que eran
visibles a través de su sujetador y camiseta de seda.
Una ventaja que tenía era la que todas las mujeres tenían sobre todos los
hombres. Su sexo estaba tan excitado como el de Stefano, pero su cuerpo lo
mantenía en secreto. Ella ya estaba mojada, un pequeño sol de calor entre sus
muslos, pero él no podía saberlo.
Ella le dio un codazo, encontrando solamente músculos duros como piedras.
—Corta eso. Yo no soy peligrosa para nadie más que para mí misma.
Dio un paso hacia atrás, aunque sólo fuera para distanciarse de su toque. No
había estado bromeando. Esta atracción, esta fascinación que Stefano mantenía
sobre ella parecía peligrosa. Como si el control sobre sí misma hubiera sido
cedido a este hombre. Tan bueno como parecía, también era inmensamente
inquietante, como caer por un precipicio, incapaz de ver el fondo. Los brazos
agitándose frenéticamente mientras caía hacia abajo, abajo, abajo…
Él se inclinó y le dio un fuerte beso, luego sonrió.
Oh Dios. Se quitaba unos diez años de encima cuando sonreía de esa manera
y por primera vez, se preguntó cuántos años tenía. Jamie había asumido que era
mucho mayor que ella, bien entrado en la cuarentena. Y sin embargo, ahora se
veía joven y juguetón. No mucho mayor que ella.
Un inteligente y guapo hombre vital, en su mejor momento y viviendo como
un prisionero, cautivo de una amante de hierro: el deber.
—Ven —dijo, y le tomó la mano—. Te voy a enseñar todo. Voy a guardar lo
mejor para el final.
Ella lo miró y vio claramente lo mucho que él quería este momento ligero.
Quería estas mini vacaciones lejos de esa amante fría. Jamie se dejó llevar al
salón y miró a su alrededor, su corazón de artista se elevó.
—Es muy hermosa —jadeó, y lo era. Si alguien se hubiera metido dentro de
su cabeza y sacado una visión de la villa perfecta en el Mediterráneo, sería esta
misma. Baldosas de terracota pálida, revestimientos tallados de piedra de toba,
más limoneros enormes en jarrones esmaltados, sofás cubiertos de seda pálida,
una mesa de café hecha de una puerta del siglo XVI, un carro de madera pintada
totalmente desmontado adornaba una de las paredes, brillantes paisajes
adornaban otra… era espléndida. Elegante y confortable, una mezcla
impresionante de antigüedades y diseño moderno.
Un sofá de cuero blanco particularmente impresionante y sillones con lados
oblicuos le sonaban. Sus ojos se abrieron como platos.
—¡Eso es un Philippe Starck! —Ella tocó el sofá, pasó los dedos por los
costados. Había sido tentada por una copia barata para su apartamento, pero no
había sido nada como esto.
—¿Sí? —Stefano negó con la cabeza—. Guay. —Y Jamie comprendió que
no tenía ni idea de quién era Philippe Starck. Ella rió.
Stefano se hizo eco de la risa, tirando de ella hacia el dormitorio.
—Ven a ver la cama. Es asombrosa.
Lo era. Era enorme, una cama baldaquino de cuatro postes tallados y dorados
que llegaban casi hasta el techo y de los cuales colgaban paneles de lino
ribeteados con encaje hecho a mano. Una cama de cuento de hadas para una
habitación de cuento de hadas.
—Hay más. —Abrió una puerta de madera tallada y pudo ver unos
cegadores azulejos blancos con acabado en terracota: el cuarto de baño. Stefano
entró y salió sosteniendo dos enormes batas de toalla blanca.
—Desnúdate —ordenó.
Las cejas de Jamie se levantaron.
—¿Perdona?
Él sonrió de nuevo, la sonrisa de un chico joven.
—Tengo planes para ti desnuda, pero ahora quiero que te quites la ropa y te
pongas esto. —Él le tendió una de las batas y se alejó, desnudándose
rápidamente y poniéndose la bata. Ella apenas captó un vistazo tentador del
trasero desnudo duro y entonces estuvo cubierto de tela de toalla blanca.
Bueno… desnudarse fue fácil. Camiseta de seda, sujetador, pantalones capri,
bragas. La bata era enorme, casi rozaba el suelo, donde a él le llegaba a mitad de
la pantorrilla. Ella tuvo que darle la vuelta a las mangas hasta tres veces.
Apenas había atado el cinturón antes de que él la tomara de la mano y saliera
a la terraza con ella a cuestas.
¡Qué día de sorpresas!
La terraza revelaba una visión que hubiera sido rechazada como efectos
generados por ordenador en una película. Demasiado increíblemente hermosa. A
la izquierda, lejos, muy lejos, dos medias lunas de prístina playa blanca
serpenteando perezosamente a lo largo de la bahía de un mar azul brillante.
Pinos, cipreses, adelfas, chumberas y buganvillas cubrían la ladera escarpada
hasta las playas.
Debajo, los tejados de Taormina resplandecían en la luz del sol brillante, un
pueblo de juguete con gente en miniatura abarrotando las calles.
La terraza estaba hecha de enormes baldosas de terracota de color rosa tenue.
La galería fuera de la suite estaba casi totalmente cubierta por una estructura de
hierro forjado de borde a borde con cortinas de lino amarillo que revoloteaban
desde el marco, creando un muro dorado de privacidad. A la izquierda, una
pequeña puerta se abría a una enorme terraza comunitaria con piscina de tamaño
olímpico. Estaba bordeada por gruesos setos de laurel con un perfume picante,
desconectándoles del resto del mundo, abiertos sólo al cielo.
—No hay otros clientes —dijo Stefano, mirando a su alrededor—. Es todo
nuestro. —Él sonrió. —Nuestro propio pequeño patio de juegos.
Ella también miró a su alrededor. Por lo general veía las cosas a través de sus
sentidos entrenados, filtrando de forma automática la forma, el color, el
equilibrio y la armonía. Este lugar era estéticamente impresionante, pero por un
momento lo vio a través de los ojos de Buzzanca. Él no se daría cuenta de cómo
el color de las cortinas de lino de la sala de estar se correspondía con el suelo de
baldosas pálidas o cómo los colores brillantes de los jarrones esmaltados
compensaban el profundo verde brillante de las hojas de los limoneros.
No, él se daría cuenta de que no había manera para que cualquiera pudiera
atacar a Stefano. Si se quedaban dentro de la glorieta cuando comieran, serían
invisibles para los forasteros, y nadie podía ver más allá de los gruesos setos
perfumados de la piscina. Estaban a salvo de francotiradores y no tenía duda de
que los policías estaban apostados alrededor de los accesos al hotel.
Estaban en un capullo de lujo y seguridad.
—¿Tienes miedo del agua? —Preguntó Stefano, dirigiéndola hacia la piscina
reluciente.
Ella fue sacada de su reflexión de cómo el destacamento de seguridad de
Stefano se las había arreglado para proporcionarle el más seguro de los
descansos.
—¿Qué? No.
—¿Sabes nadar?
Jamie mantuvo su sonrisa para sí misma. Oh sí, sabía nadar. Se limitó a
asentir.
—Bien —dijo Stefano. Se quitó la bata, rápidamente la despojó de la suya, la
rodeó con los brazos y los dos cayeron a la piscina.
Él se aseguró de caer primero y que la cabeza de Jamie quedara fuera del
agua. No quería ahogarla y no quería hacerle daño de ninguna manera, pero
quería… jugar. Solo un poco.
Cristo, ¿cuánto tiempo había pasado desde que había jugado con una mujer
hermosa? ¿Desde que su vida no había sido nada más que peligro y deber?
Había pasado un largo, largo tiempo. Estuvo Francesca un año después de su
divorcio. Habían ido a bucear a Cerdeña. La había llevado un par de veces a La
Scala. Se habían divertido y ella había sido muy inventiva en la cama, pero todo
había llegado con un precio enorme. Francesca resultó ser descaradamente vana
y ponía mala cara si no la llenaba constantemente con elogios. Si ella tenía un
nuevo par de zapatos o había cambiado su maquillaje, esperaba que él se diera
cuenta.
Eso no era quien era. A Stefano le importaba un bledo cómo estaba vestido
nadie. Apenas se daba cuenta de lo que él llevaba puesto en un día determinado.
Francesca había sido agotadora, espinosa y difícil. La relación se había
desvanecido en un par de meses.
Jamie era aún más bella que Francesca así naturalmente, sin mejora
cosmética, pero no parecía tener un hueso superficial en su cuerpo. Nunca era
tímida, no esperaba que la halagara… en realidad, no parecía esperar nada de él.
Sólo disfrutaba de su compañía y hombre, él disfrutaba de la de ella.
Jamie escupió en el agua, sonriendo, y él le devolvió la sonrisa, y luego
inclinó la cabeza y se rió hacia el sol. Dios, se sentía como una ardilla saliendo a
respirar después de años en túneles subterráneos oscuros.
Hora del recreo.
—Mira.
Ella observó con la cabeza inclinada mientras él presionaba un botón enorme
en el lateral de la piscina. El dueño del hotel se lo había dicho cuando le mostró
el lugar. Al instante, pequeñas fuentes brotaron en la parte más profunda
culminando con un surtidor de bronce de metro y medio con agua cayendo en
cascada. En la parte poco profunda de la piscina entraron en acción chorros
subacuáticos. Parecía como si se tratara de alguna piscina con una cascada
escondida profundamente en la selva.
—Te echo una carrera hasta el otro lado —dijo ella, y él asintió con la
cabeza, observándola moverse suavemente a través del agua. Se puso en marcha
lentamente. Él era un poderoso nadador y no quería vencerla por demasiado.
El agua estaba fría, un agradable contraste con el calor del día. Él se impulsó
a través del agua, disfrutando de la fuerza de músculos que no usaba durante las
sesiones de judo. El judo era físico pero también mental. Aquí Stefano no estaba
usando la cabeza para nada, sólo su cuerpo, impulsándose a través del agua
burbujeante hasta que tocó el borde de terracota roja de la parte menos profunda.
Sacudió la cabeza dispersando las gotas de agua y miró a su alrededor buscando
a Jamie…
Abrió los ojos como platos mientras la veía en el punto medio, regresando a
la parte más profunda. Ella ya había alcanzado la parte menos profunda y
regresaba.
Ella dejó de nadar y se volvió. Un brazo delgado saludó.
—¡Vamos! ¡Te echo una carrera! ¡Diez vueltas!
Un desafío. Dios, amaba los desafíos.
—¿Y el ganador se lleva…? —dijo.
Jamie dio una sonrisa misteriosa que lo volvía loco. Su voz era baja y
vibrante y le llegó perfectamente a través del agua.
—Obtiene su fantasía sexual favorita.
Su polla se hinchó ante sus palabras. Oh mierda.
Y entonces la descarada se sumergió debajo del agua y subió diez metros
más adelante, moviéndose con rapidez y elegancia, los brazos y las piernas como
metrónomos.
Stefano sacudió la cabeza, recordando su cara mientras ella decia que sabía
nadar.
Oh, sí, sabía nadar.
Admiró sus movimientos durante unos segundos más. Ella era como una
sirena, solamente con piernas. Mientras se movía, sus brazos gráciles y su
espalda emergieron y se sumergieron, las nalgas desnudas y las piernas eran
visibles a través de la espuma agitada.
Normalmente sería un caballero y le dejaría ganar la carrera, pero el premio
era su fantasía sexual favorita y su cabeza recalentada estaba llena de ellas, no
sólo una, sino de diez. Y con un premio así, él no iba a perder.
Se disparó hacia adelante con un empuje poderoso fuera del borde de la
piscina y nadó tan fuerte como pudo. Realmente tuvo que dar caña para ir al
paso con ella, pero hacia la quinta vuelta se adelantó y mantuvo la ventaja hasta
la décima y última. Jamie era una gran nadadora, pero también lo era él, y ella
simplemente no tenía la masa muscular que Stefano.
Cuando tocó el borde de la parte profunda de la piscina por décima vez, se
volvió para mirarla viniendo hacia él. Ella estaba en medio y le alcanzó un
minuto después. En lugar de tocar el borde, le tocó el pecho, enganchando las
manos sobre sus hombros y tirando de ella hacia arriba fuera del agua para darle
un beso.
—Ganaste —dijo, el agua del caño de latón caía sobre ellos, y se echó a reír
de nuevo.
Le subió la tensión arterial y también la polla. El agua estaba fría, pero
cuando ella lo tocó, él estaba caliente por todas partes. Se inclinó para besarla
bajo el caño, permaneciendo tanto tiempo en su boca que casi los ahogó.
—Ven. —Stefano se alejó nadando de espaldas, Jamie tumbada sobre él
como si fuera una tabla de surf. Lo cual era apropiado, ya que recordó que los
estadounidenses llamaban “palote” a la erección. Oh, sí, se sentía como madera,
como acero, este peso pesado en su vientre, con el vientre de ella justo encima.
Se sentía permanente también, como si nunca hubiera de deshincharse.
Ciertamente no con una Jamie McIntyre desnuda en sus brazos.
Usando la fuerza de sus piernas, les llevó de vuelta a la parte menos
profunda, a los chorros subacuáticos, porque lo que él quería hacer sería difícil si
no pudiera plantar los pies.
Chocaron suavemente contra el borde opuesto de la piscina, justo al lado de
un chorro, y la besó. Porque tal vez habían pasado diez minutos sin besar a
Jamie y eso era un período demasiado largo. Levantó sus labios de los de ella,
apartándole el pelo de la cara y sonriéndole.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Así que, campeón. —Jamie giró sus caderas contra las suyas e incluso
bajo el agua él estaba seguro de que ella podía sentir la sangre pulsando a través
de su pene, haciéndolo aún más grande—. ¿Cuál es tu fantasía sexual?
—¿Solo una? Tengo un montón. —Se inclinó para besarla de nuevo—.
Nadas muy bien, pero ahora que sé que puedo vencerte, puedes estar segura de
que te retaré una y otra vez. —Y una y otra y otra vez. En este momento, no
podía siquiera empezar a imaginar cumplir todas sus fantasías sexuales con esta
mujer. Llevaría siglos. —Pero vamos a empezar con una. Date la vuelta.
Sus cejas caoba se levantaron pero hizo lo que le pedía. Él se estaba
sosteniendo en el borde de la piscina, así que ella se dio la vuelta en la jaula de
sus brazos y, por un momento, quedó fascinado por la vista. La mujer era una
diosa desde todos los ángulos, pero en este momento, lo que estaba viendo por
encima de su hombro podría resucitar a un muerto. Piel marfileña sobre
músculos lisos, pechos perfectos, piernas largas.
Podía sentir su respiración más fuerte ahora, el aire de repente espeso y
caliente. Con una mano en su cintura, Stefano les llevó un paso a la derecha,
exactamente donde estaba el chorro. Los brazos cruzados alrededor de ella, una
mano en la caja torácica, la otra bajando por su vientre plano, abajo, abajo,
abajo, sobre su montículo.
Algunos movimientos ínfimos y con su dedo índice y medio, la abrió
directamente sobre el chorro de agua, empujando su pelvis hacia adelante con
sus caderas. Y fue como si él le hubiera dado a un interruptor, encendiéndola.
Ella se puso rígida y gimió en una bocanada de aire.
—¡Oh! —Susurró mientras él la sostenía para que su clítoris estuviera justo
sobre el surtidor de agua burbujeante.
Ella tarareó; no había otra palabra para describirlo. Stefano observaba,
fascinado, mientras tomaba su placer.
Sus dedos separados la mantuvieron abierta mientras la otra mano subía
hasta su pecho, acariciando esa piel sedosa. Su largo cuello se ladeó y él se
inclinó para besarla detrás de la oreja, luego fue mordisqueándola hasta el
hombro. Ella se sacudió cuando la mordió ligeramente exactamente donde el
cuello se unía al hombro.
¡Oh Dios, todos los sentidos estaban tan vivos! El chapoteo del agua de las
fuentes en el otro extremo de la piscina mezclado con sus respiraciones,
aumentaba más y más mientras ella se acercaba clímax. La excitación de él
creció con eso e igualó la suya. Podía oler su piel y los setos de laurel y el débil
aroma a rosas que debía haber alrededor de la esquina. No podía verlas pero
podía olerlas.
Jamie sabía y se sentía totalmente deliciosa. Le lamió la piel de detrás de la
oreja de nuevo y sintió su respuesta incontrolable contra las palmas de sus
manos: un temblor ondulante que la atravesó.
Y la vista, eso era lo mejor. Su piel estaba moteada en el agua clara y
brillante por el sol. Él empujó sus caderas hacia delante para poder ver sólo un
indicio de la tierna carne rosada abierta por los dedos y las líneas del chorro de
agua acariciándola justo allí. Los reflejos punteados sobre su pálida piel hacían
que pareciera como si estuviera usando joyas por todo el cuerpo.
Stefano le besó la oreja, saboreando el lóbulo, mordisqueando mientras la
empujaba aún más hacia el chorro, y eso la disparó. Deslizó su dedo medio en su
interior y pudo sentir el momento exacto de su clímax mientras ella gemía, se
sacudía y apretaba, la carne de repente más caliente y sedosa.
No había manera de resistir. Ni siquiera pensó en ello, él que no había sido
más que un cerebro andante durante los últimos años. Entró en ella porque era
impensable no hacerlo; entró justo cuando su clímax estaba apagándose. En el
agua fría fue como meter su polla directamente en un horno húmedo. Dios.
Cuando se deslizó en su interior, pudo sentir los estremecimientos y
espasmos acelerándose de nuevo y allí estaba él, totalmente dentro de ella, y ni
siquiera tuvo que moverse porque Jamie se movía a su alrededor, apretando con
pequeños tirones excitados.
Las piernas de Jamie se habían debilitado, pero eso estaba bien, él la sostenía
por la cintura con una mano y agarraba el borde de la piscina con la otra,
sosteniéndolos a ambos porque sólo la sensación de su coño apretándole le
disparó.
Eso es… Señor Aguante; el hombre que tenía que asegurarse de que no hacía
enfadar a sus compañeras, empezó a correrse tan pronto como entró en esta
mujer, tan excitado que no podía durar un segundo más. Igual que un puto
adolescente.
La abrazó contra él y simplemente se dejó ir, liberándose con ella con pulsos
fuertes que parecían sacudidas de electricidad mientras se corría y corría y
corría, temblando y gimiendo. Si no hubieran estado en la parte menos profunda
de la piscina les hubiera ahogado a ambos, agarrándose con fuerza, contra ella y
hundiéndose hasta abajo como una piedra culminando.
Él se apoyó en su espalda cuando el último de los pulsos se detuvo, con el
corazón acelerado, jadeando junto a su oído. Su cabeza había caído de nuevo
hacia su hombro y cuando finalmente fue capaz de abrir los ojos pudo ver una
vista en escorzo de su rostro, como en la perspectiva de esas obras maestras del
Renacimiento que su profesor de historia del arte había tratado de meterle en la
cabeza. Suave y pálida frente, pestañas ridículamente largas contra un alto
pómulo estrechándose hacia una barbilla puntiaguda. Apenas podía ver la
pequeña mella en ella.
Jamie estaba tan quieta que podía estar muerta si no hubiera sentido su
corazón latiendo contra su mano.
Ella se movió, abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera aturdida.
Sonó un carillón débil en la distancia.
—Oh Dios —gimió Jamie—. Creo que he muerto. Creo que he muerto y he
subido al cielo y que estoy oyendo campanas.
Él sabía exactamente cómo se sentía.
Apenas capaz de mover más que su cabeza, le acarició el cuello. Más abajo,
se deslizó fuera de ella, su polla sintió el agua fría como una forma de castigo,
con ganas de empujar de nuevo en su cuerpo. Con toda la razón también.
Él sonrió contra su cuello.
—No son campanas —susurró—. Es el almuerzo.
Capítulo 7
La tarde siguiente, Jamie se sentó en el sillón más cómodo en la tierra y
dibujó al hombre más sexy del mundo.
Estaba desnuda bajo la bata. Stefano y ella no se habían vestido desde que
habían llegado el día anterior. Pasaron su tiempo tomando comidas increíbles en
el cenador cubierto de lino, nadando desnudos en la piscina o haciendo el amor,
y ninguna de esas actividades requería ropa distinta de las batas de felpa
decadentemente elegantes con el escudo de armas de la familia Torraca cosido a
mano sobre el corazón.
Su tiempo estaba llegando a su fin. Stefano no había mencionado, en modo
alguno, que el tiempo pasaba. Era evidente que quería fingir que ahora estaban
en algo interminable. Pero era domingo por la tarde y ella sabía que tendrían que
irse.
Por mucho que quisiera, no podían quedarse aquí para siempre.
Habían tomado otra comida increíble en el almuerzo. Habían hecho el amor
después y dormido uno en los brazos del otro. Jamie se había despertado después
de una hora y salió del abrazo de Stefano. Él había caído en un sueño tan
profundo que parecía un coma.
No era extraño. No podía contar el número de veces que habían hecho el
amor. Era como si estuviera recuperando el tiempo perdido. Y en cierto modo,
ella también.
Inquieta, pero sin querer salir de la habitación, sacó su cuaderno de dibujo y
se calmó de inmediato. Bosquejar tranquilizaba siempre sus nervios, la ponía en
una especie de zona de ondas alfa donde las preocupaciones del mundo
desaparecían.
Se sentó en un sillón frente a Stefano e hizo bocetos de partes de él. Un
poderoso muslo peludo. Una fuerte mano bronceada tendida en la colcha blanca
de piqué. Por último, como si éstos hubieran sido ejercicios para los dedos, se
puso manos a la obra y dibujó la figura entera.
Su primera impresión había sido correcta. Desnudo, con el pelo revuelto,
tumbado sobre su costado y perdido en el sueño, todavía se veía como un
emperador. El sueño no podía borrar las líneas de poder y autoridad de su rostro
pero podía borrar las de preocupación. Parecía más joven que la primera vez que
lo había visto.
Las vacaciones se acabarían en sólo unas pocas horas. Si esto se podía llamar
vacaciones. Era más como dos días arañando la cara de una roca.
Habían comido juntos, nadado juntos, duchado juntos, dormido juntos,
hicieron el amor juntos. Stefano ni una sola vez había mencionado el futuro, o
incluso un futuro en el que estarían juntos. Era como si el tiempo futuro hubiera
sido excluido de su vocabulario.
Todo lo que sabía Jamie, era que una vez que el helicóptero llegara, primero
uno para él, y luego otro más tarde para ella, nunca lo volvería a ver. Todo lo que
sabía es que estas eran sus últimas horas juntos y él las estaba pasando
durmiendo.
Eso estaba bien.
Stefano obviamente necesitaba el sueño extra; había caído como una piedra
después de la comida. Si tuviera que elegir entre crear más recuerdos con él o
salvaguardar su reposo, su reposo iba primero, sin lugar a dudas.
Ese fue su primer indicio de que se había enamorado de él. Intensamente.
Su descanso, su bienestar, su seguridad eran de suma importancia para ella.
Incluso si nunca volvieran a verse, encontraría alguna manera de vigilarle, saber
que estaba vivo y seguro. ¿Tal vez a través de su abuelo? Ella le pediría al abuelo
que contactara con esa hermandad secreta formada por una red de alcance global
de abogados, jueces y agentes del orden público y la mantuviera al tanto de las
actividades de Stefano.
Era casi, aunque no del todo, como si se estuviera despidiendo de él en su
corazón mientras sus manos lo esbozaban afanosamente. Era una de sus obras
más buenas, pero el tema era notable y el retrato estaba lleno de sus sentimientos
hacia él.
Al principio había pensado que no era más que sexo. El mejor que había
tenido, concedido, pero sólo sexo. Pero no era eso. Era un amante talentoso, sin
duda, y sabía lo que estaba haciendo, no había duda sobre eso tampoco. Pero
eran sus sentimientos por él lo que empujó el sexo que tenían hasta la
estratosfera. La admiración se mezcló con la nostalgia agridulce, porque por
supuesto él no era suyo, y no podía serlo. Stefano estaba encerrado en una lucha
en la que Jamie no tenía parte y él se dedicaba por completo a ello.
Su mano estaba volando sobre la página, un esfuerzo completo del
hemisferio derecho. Desatado ante su amplio conocimiento del equilibrio, la
perspectiva, el claroscuro y la proporción. Era como si su mano fuera una
entidad separada, haciendo todo lo posible para darle a Stefano, para cuando él
se hubiera ido.
Porque allí estaba, en la página. La esencia misma de él. El ceño leve pero
permanente entre las cejas negras, esa firme boca severa, las mejillas ya oscuras
con barba. Se había afeitado esta mañana, pero ya tenía una sombra de las cinco,
aunque fueran solo las tres de la tarde
De repente, su mano se detuvo cuando un choque de electricidad la atravesó.
El recuerdo de los diminutos pelos negros de su fuerte barba contra el interior de
sus muslos y contra los tejidos blandos de su sexo, mientras él la había amado
con la boca a última hora de la noche de ayer. Era más que un recuerdo… por un
segundo lo pudo sentir, sentir su lengua profundamente en su interior, besándola
allí, su barba rozando su carne. Ella había arqueado la espalda y gritado con la
fuerza de su orgasmo.
Eso nunca le había ocurrido antes. Cuando se corría, siempre era algo
tranquilo y educado, un par de espasmos de su vagina, un ligero rubor, muy
agradable, pero nada más. Con Stefano era como si hubiera entrado en un nuevo
país, el país de los clímax, y éste fuera grande, amplio y de nunca acabar.
Oh, Dios, el flashback envió rayos de calor hacia su sexo y se movió
incómoda ante la repentina punzada de excitación, profunda y casi dolorosa.
El lápiz se sacudió tanto en su mano que tuvo que dejarlo aparte. De todos
modos, el retrato estaba completo. Mantuvo el dibujo en su regazo mientras
miraba el original.
Tan poderoso, tan vulnerable en el sueño.
Había disfrutado dibujando su pene. Excepto en los momentos en el agua,
era la primera vez que había podido estudiarlo sin que estuviera erecto. Cada vez
que ella lo miraba desnuda, inevitablemente se hinchaba y subía.
En lo que a penes se refería, era un campeón. Grueso y lleno incluso en
reposo, descansaba sobre el muslo, enclavado en un lecho denso de vello
corporal oscuro. Lo había dibujado bien, lo vio. Fiel y verdaderamente.
Tal vez en los meses y años venideros, sacaría este bosquejo y recordaría. Tal
vez eso llenaría sus días y noches, porque en este momento no podía ni imaginar
que otro hombre le hiciera el amor. Porque ¿que otro hombre podría dar la talla?
Los hombres que conocía eran criaturas superficiales, obsesionados con ellos
mismos, sus carreras y el bienestar material. Era imposible pensar en encontrar a
otro hombre de fortuna que también fuera mundano, sofisticado y, bueno…
caliente.
Y amable. Stefano había mostrado mil cortesías innecesarias, mucho más allá
de los que un hombre bien educado mostraría. El último bocado de un plato era
de ella, él insistía en ello. Siempre se aseguraba de que Jamie nunca tuviera calor
o frío o hambre o sed, y al final de un combate-maratón de hacer el amor,
siempre le preguntaba si la había agotado.
Lo había hecho, por supuesto, pero ella prefería morderse la lengua que
admitirlo, porque sabía muy bien que estaba almacenando recuerdos que podrían
tener que durarle un largo, largo tiempo.
Tal vez el resto de su vida.
Así que ella lo observó casi con avidez, remitiendo cada línea a la memoria,
estudiando la forma de sus manos, el arco de su pie, la gruesa capa de músculos
a lo largo de su costado…
Sus ojos se abrieron. De repente, sin previo aviso.
Sus miradas se encontraron. La conexión entre ellos era tan fuerte que se
sorprendió de que el aire no brillara.
Se quedó sin respiración. Se congeló.
La mirada de Stefano era oscura, persuasiva. Jamie no podía apartar la
mirada. En su visión periférica, pudo ver su pene hinchándose, llenándose de
sangre, empezando a levantarse lejos de su muslo. Sólo por mirarla.
Él extendió su mano, sin sonreír, sin apartar la mirada de ella.
—Ven a mí, cara.
Las cadenas invisibles que la habían congelado en su lugar se hicieron añicos
y se levantó inmediatamente acercándose a él, puso la mano en la suya. Stefano
tiró de ella hacia abajo, la metió debajo de él, su gran peso instalado encima. Sin
decir una palabra, mirándola fijamente, le abrió las piernas con la suya y entró en
su cuerpo totalmente, de un solo golpe.
Ella estaba lista. Dibujarle y mirarle habían sido los juegos previos. Un
profundo, potente juego previo, porque se dio cuenta que estaba lo
suficientemente húmeda para tomarle inmediatamente.
No podía moverse, no podía respirar, no podía pensar. Lo único que podía
hacer era sentirle en su interior, caliente y duro, controlando completamente su
cuerpo.
Sus caras estaban muy cerca, las narices casi tocándose. Stefano había
enredado una enorme mano en su pelo casi cubriendo su cabeza y la otra
firmemente agarrada a su cadera. Su rostro era sombrío, casi tenía el ceño
fruncido, como si lo que estaban haciendo fuera demasiado serio para una
sonrisa.
Ella tomó una bocanada de aire, lo dejó escapar, y Stefano le tapó la boca
con la suya, el beso era profundo y posesivo. Al mismo tiempo comenzó a
moverse en su interior, empujando con fuerza. Lentamente al principio, luego
más y más rápido hasta que el sonido de carne golpeando carne llenó la
habitación. La enorme cama con dosel crujía, el cabecero se estrellaba contra la
pared con fuertes explosiones rítmicas.
La mano cerrada en un puño de Stefano tiró de su pelo con tanta fuerza que
casi dolía, pero no del todo. Él la poseía tan a fondo como un hombre podía
poseer a una mujer, la boca comiendo la de ella, las manos agarrándola con
fuerza, las caderas golpeando. Fue duro, y Jamie lo fue a su vez, quería tirar de
él hacia ella, no dejarle ir.
—Más fuerte —dijo entre dientes cuando Stefano levantó la boca para
respirar. Sus brazos se aferraban a él tan fuertemente como podía, sus piernas se
abrieron más, las levantó a lo largo de sus caderas y bloqueó los tobillos
alrededor de la parte baja de su espalda. Con sus pesados golpes hacia abajo ella
empujaba con sus talones, levantándose hasta que podía sentir el martilleo en lo
más profundo de su sexo. Lo importante era poseerlo, tenerlo a él poseyéndola,
abrazarlo con tanta fuerza que casi podía arrastrarse debajo de su piel.
Era sexo pero era algo más, algo más oscuro, con un tinte de locura. Ella
quería aferrarse a él, hasta este mismo momento, estirarlo hasta el infinito,
abrazarlo para que Stefano nunca pudiera salir, pero era demasiado intenso,
como una carga eléctrica construyéndose y construyéndose… Y con un fuerte
grito ella se corrió, su sexo, sus manos y sus piernas tiraron de él, apretándose
con fuerza a su alrededor mientras se arqueaba, los pelos ásperos de su pecho y
piernas le raspaban la piel, la sensación completamente sexual.
Jamie sintió su clímax en la boca cuando él gimió mientras la besaba. Lo
sintió con su cuerpo mientras Stefano se tensaba y apretaba contra ella, incluso
con más fuerza. Lo sintió en su vagina cuando se hinchó aún más y se corrió en
su interior con enormes chorros calientes de semen. Sus golpes se volvieron más
cortos y más rápidos, casi violentos, cuando se corrió, aunque estaba tan mojada
de sus jugos y los suyos, que no podía hacerle daño. Él siguió corriéndose y
corriéndose, las caderas ya no bombeaban pero se movían en círculos, la pelvis
machacando contra el de ella. Era como ser azotada por una tormenta, en el
centro de un tornado. Lo único que podía hacer era aguantar, esperar.
Stefano se desplomó pesadamente sobre ella, dejando caer la cabeza hacia su
hombro, las manos liberando su agarre. La habitación de repente quedó en
silencio a excepción de su jadeo.
Se sentía… traspasada. Tomada. Incluso después del clímax sin fin, él
todavía estaba semi-duro en su interior. Stefano era un peso muerto, aplastando
sus pulmones por lo que tuvo que concentrarse para respirar. El sudor pegaba sus
cuerpos y toda su ingle estaba empapada.
La respiración de él se ralentizó, se estabilizó. Los músculos de su espalda se
tensaron cuando plantó sus manos cerca de su cabeza y comenzó a levantarse
para salirse de ella.
El tiempo se dividió en dos. Dos escenarios posibles, dos futuros posibles,
dos posibles Stefanos y Jamies.
En un universo, el levantó la cabeza y le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
—Guau —susurró.
Él sonrió.
—Guau otra vez. —Él besó la punta de su nariz—. Sugiero ir a nadar y luego
más de lo mismo.
Ella parpadeó.
—¿Tienes ganas de más? Creo que he usado mi cuota de sexo para los
próximos tres años.
Sus ojos se estrecharon, la comisura de la boca se elevó en una media
sonrisa.
—Todavía te quedan toneladas. Lo estabas ahorrando para mí.
Ella sacudió la cabeza, el pelo rozó el grueso lino de la funda de almohada.
—Eso debe ser. —Ella resopló—. Pesas mucho —señaló educadamente.
Un empujón y se levantó saliéndose de ella.
—Touché. —Sentado en el borde de la cama, le levantó la mano hasta su
boca—. Hablando de apetitos, estoy pensando en linguini con almejas y un
pescado cocinado en sal para la cena. Un pez grande. Un pez enorme.
Jamie era un charco de protoplasma con apenas fuerzas para reír.
—¿Tienes hambre ahora? —Se quejó ella, pero los dos se rieron cuando le
gruñó el estómago.
Se ducharon juntos, nadaron juntos, tomaron una magnífica comida juntos,
hicieron el amor toda la noche y a la mañana siguiente se separaron felizmente,
sabiendo que estarían juntos por el resto de sus vidas.
Ese era el mundo alternativo, ese otro, aquel en el que las cosas funcionaban
y la gente vivía feliz para siempre.
En este mundo, Stefano se levantó saliéndose de ella, con el rostro duro
como una piedra, se apartó y se puso la bata.
—El helicóptero viene a por mí en media hora. El tuyo está programado para
media hora después de eso. Voy primero a darme una ducha rápida.
Él no se volvió a mirarla así no podría ver su rostro afligido.
Ella se deslizó hasta que estuvo sentada contra el cabecero, el satén liso frío
contra su espalda. Tiró de la sábana y la colcha hacia arriba, cubriendo sus senos
porque no se sentía desnuda, sino desnuda. Abierta e indefensa y…fría. Aunque
hacía calor en la habitación, estaba helada por dentro y por fuera, temblando.
Casi cada centímetro de su cuerpo presentaba los signos del amor de Stefano.
Leves marcas rojas en su piel, donde la había abrazado con tanta fuerza, la carne
pálida de su pecho mostrando la abrasión del vellode su pecho después de que se
hubiera movido con tanta fuerza en su contra. Sus brazos y piernas estaban
doloridos de aferrarse a él, y entre sus piernas… bueno, entre sus piernas estaba
empapada, y los tejidos de su sexo estaban hinchados y doloridos de hacer el
amor rápida y furiosamente.
O… sólo fue sexo.
Por primera vez con Stefano, no estaba segura de lo que había sucedido.
Sexo o hacer el amor.
No habían dicho ni una palabra desde que Stefano llegó a su clímax y él no
había encontrado sus ojos. En cualquier otro hombre, ella simplemente lo dejaría
en que era un idiota y habría recogido sus cosas en silencio y se habría ido. Por
lo general no se sentía mal por los idiotas durante más de veinticuatro horas, y
con cualquier otro hombre, mañana a esta hora de la noche estaría tomando una
comida maravillosa en su terraza, volvería a ver a sus vecinos en la calle de
abajo, su compañero de cama olvidado.
Aunque no iba a olvidar a Stefano. No lo olvidaría nunca. Y lo conocía lo
suficiente como para saber que no estaba siendo un idiota, que estaba siendo
realista. Obviamente, él había sido capaz de mover montañas para darles esta
pequeña tregua de dos días del mundo, pero como era evidente, no podía volver
a ocurrir.
Su vida era deber y ella lo estaba distrayendo, posiblemente le ponía en
peligro. Los dos estaban en una relación imposible que era más profunda de lo
que debería ser, o incluso podría ser.
Así que cuando salió de la ducha, ella no dijo ni una palabra, sólo lo observó
vestirse, guardando todos sus movimientos en la memoria.
Con cada elemento que se puso, los años regresaron a su rostro, envejecía
ante sus propios ojos. En el momento en que estuvo completamente vestido
parecía diez años mayor, el mismo hombre duro que había conocido… ¿cuándo
fue? ¿Hace sólo cuatro días?
Parecían cuatro años.
Él la miró, con los ojos caídos y cautelosos. Abrió la boca, pero las palabras
no salieron. Ella no podía decirle nada tampoco, porque había cuchillos
invisibles en su pecho que la abrían en canal desde el interior.
Y de todos modos, no había palabras posibles.
Su móvil vibró un poco y él respondió, manteniendo sus ojos en ella.
—Sì, va bene. Ora—. Sí, está bien. Ahora. Apagó el teléfono y abrió la boca
para hablar.
La mano de Jamie se disparó, con la palma hacia afuera. Un gesto instintivo.
No.
No había nada que pudiera decir que ella quisiera oír.
Él asintió con la cabeza, con el rostro serio, y se volvió de espaldas a ella. Un
rectángulo blanco, su tarjeta, cayó al escritorio junto a la puerta mientras salía de
la habitación. Un momento después, oyó la puerta de la suite del hotel cerrarse
en silencio detrás de él.
Ella tenía que ducharse, vestirse, empacar.
Pero primero tenía que exhalar el dolor que estaba aplastando su corazón.

* *

Stefano no miró hacia abajo mientras el helicóptero se elevaba y se ladeó. El


paisaje más hermoso en el mundo por debajo de él y no podía soportar mirarlo
porque estaba dejando a su amor atrás.
Amor.
Una extraña palabra, incluso una palabra ridícula para un abogado de treinta
y seis años, un juez. Una palabra que ni siquiera tenía mucho sentido, salvo que
lo tenía. Se había enamorado de Jamie. Y al igual que su compatriota Romeo, era
un amor imposible. Por lo menos era imposible ahora.
Se estaba acercando a Serra, podía sentirlo. Sus soplones le dijeron que se
comentaba en la calle que Serra estaba desesperado, lo que significaba que
estaría corriendo riesgos para deshacerse de Stefano. En Sicilia, eliminar a un
juez a veces funcionaba. El próximo juez sería más prudente, querría revisar lo
que Stefano había descubierto documento por documento, desde el primer
momento.
Si Serra lograba matarlo, eso le haría ganar al menos tres o cuatro años, una
eternidad. Podían ocurrir muchas cosas en tres o cuatro años, y así Serra estaría
dispuesto a hacer lo que fuera para eliminar a Stefano.
Sin embargo, era muy posible que Stefano destruyera a Serra. Era muy
posible que el año que viene, por estas fechas, estuviera de vuelta en Milán
reanudando sus funciones normales y Serra en una celda en espera de juicio.
Pero no había garantías. Y tampoco había ninguna duda de que Stefano se
estaba convirtiendo en un blanco cada vez mayor. ¿Cómo llevar a una mujer a
eso?
¿Olvidar que nunca había sido tan feliz con una mujer como lo fue con
Jamie? No fue sólo el sexo, aunque eso era espectacular. Era tan fácil de
tratar…, una compañía encantadora. Interesante, talentosa y directa. Y tan
hermosa que hacía que le doliera el corazón. Cada segundo con ella había sido
una auténtica delicia.
¿Cómo iba a renunciar a eso?
¿Cómo no podría?
Estar con él significaba pintar un blanco enorme en ese hermoso trasero.
Si él le pedía que se quedara en Palermo, se habría convertido en un objetivo
en movimiento también. Tendría que permanecer bajo protección policial en
todo momento. Tendría que justificar el gasto al Ministerio del Interior. Su vida
se convertiría en un infierno viviente y no tenía idea de cuándo podrían incluso
contemplan llevar una normal.
Era demasiado pedir a cualquier mujer, y mucho menos a una tan vital y
talentosa. Su carrera se pondría en espera y eso sería un crimen. Había hojeado
el cuaderno de bocetos que ella había llevado, e incluso un ignorante como él
podía reconocer el gran talento artístico de sus dibujos.
—¿Estás bien? —La voz de Buzzanca en el sistema de comunicaciones.
Había otros cuatro oficiales en el helicóptero y todos estaban conectados juntos.
No se volvió la cabeza de nadie, pero Stefano sabía que estaban todos
escuchando.
¿Estás bien? ¡Qué pregunta más estúpida!
No, no estaba bien. Estaba sufriendo. Estaba dejando atrás una mujer que
pensaba que podría ser la mujer de su vida. Él nunca podría ver a Jamie de
nuevo. La verdad era que no debía volver a verla.
Había tenido sólo una muestra y ahora tenía que volver a su jaula de frío
acero. Solo.
—Fantastico —respondió, y apagó el intercomunicador.

* *

El viaje de vuelta fue un borrón, casi literalmente, ya que ella tenía que
seguir parpadeando para contener las lágrimas. Los policías que la acompañaban
eran completamente desconocidos por lo que voló de vuelta en una burbuja de
aislamiento. Lo cual estaba bien. No quería hablar con nadie. No había
absolutamente nada que decir.
Un joven oficial la acompañó hasta la puerta, dejó la bolsa a sus pies, levantó
la mano en un ligero saludo y se retiró rápidamente por las escaleras. Él casi se
sacudió las manos, probablemente contento de deshacerse de la Americana, esta
enorme carga.
Era media tarde, la hora que a ella le gustaba. Cuando la luz se volvía dorada
y los pájaros se reunían en los cielos para los últimos descensos gráciles en el
aire antes de establecerse para la noche y los palermitanos se arreglaban para su
paseo nocturno por la ciudad.
Sin embargo, todo parecía muy remoto y lejano. Incluso el concepto de
placer era algo obsceno.
Dejó caer la bolsa en la entrada y se quedó en la cocina. No había mucho
para comer en la casa, pero no importaba porque no tenía apetito. Sin embargo,
todavía quedaba media botella de Salaparuta y eso le apeteció. Sentarse en la
terraza bebiendo una o dos copas de vino… así podría hacerse a la idea.
Cuando estuviera asentada y se hubiera calmado un poco, llamaría al abuelo
regañándole por no estar en contacto, escuchar su voz profunda ahora
temblorosa. Ella no le diría nada acerca de su relación amorosa con Stefano,
pero el abuelo era inteligente. Y sabría lo que hay que decir. Siempre lo hacía.
Se sirvió un poco de vino en uno de los vasos de cristal de su patrona y se
trasladó a la sala de estar. Estaba oscuro porque había corrido las cortinas antes
de partir hacia Taormina. La luz dorada dibujaba los bordes de las cortinas de
terciopelo oscuro. Sería hermoso en la terraza. Tal vez beber el vino dorado bajo
la luz dorada de la tarde la ayudaría.
Con un suspiro, extendió la mano para tirar de las cortinas.
—Entonces, ¿qué se siente, follando al juez? —Preguntó una fría voz
masculina desde las sombras.
Jamie gritó y dejó caer el vaso. Se hizo añicos en el suelo de mármol,
bañando sus piernas con vino y fragmentos de cristal.
Estaba sentado en su sillón favorito, el que estaba cerca de la mesita circular
con la lámpara de escritorio. Él la encendió y allí estaba. No era alto pero era
inmensamente fornido, incluso achaparrado. Piernas cortas, pecho profundo y
ancho. Una cabeza fuerte, cuello grueso y cabeza ovalada cubierta de greñas
hirsutas grises, como en su rostro.
Cara cruel y dura, sin expresión. Fríos ojos oscuros.
Uno de los hombres más aterradores que había visto nunca.
Contrastando con el físico de gánster, estaba vestido elegantemente con un
traje a medida. Ninguna prenda de confección encajaría en sus proporciones. Un
reloj de oro fino y un gran anillo de oro en una mano que sostenía una pistola.
Dirigida directamente a su corazón.
—Qué… —Su voz se atascó. Jadeó por el terror, los pulmones como un
fuelle. El corazón le martilleaba contra las costillas de forma irregular, como un
metrónomo roto—. ¿Qué quiere? ¿Quién es? —Las palabras salieron en un
susurro cuando por fin encontró su voz.
El hombre se limitó a mirarla atentamente con ojos oscuros. Hace dos
veranos ella había ido en un viaje de estudios a Valencia, sede de la gran
arquitectura moderna. Tenía un espléndido acuario, con una característica
inusual, un túnel de plexiglás por donde se podía caminar a través de una gran
cuenca en la que los tiburones vagaban sin descanso, incesantemente. Llegaban
justo contra el vidrio, abriendo sus bocas terribles. Un tiburón la siguió por el
túnel, mirándola con crueles ojos negros muertos.
Este hombre tenía exactamente los mismos ojos.
Él no contestó. Simplemente gruñó algo en un teléfono móvil en la mano que
no sostenía la pistola.
Un segundo más tarde sonó su propio móvil. Ella lo miró. ¡El número del
abuelo!
Ella lo ignoró, mirando al hombre de la pistola.
—Responde —gruñó.
Vaciló y hubo un sonido de chasquido metálico, alto en la habitación en
silencio. Incluso Jaime lo reconoció como el sonido del seguro de la pistola. Sus
manos temblaban tanto que ella dejó caer su teléfono inteligente en el suelo en el
charco de vino. Le llevó dos intentos recogerlo sin cortarse con el cristal roto.
—¿H…hola? ¿Abuelo? Ah, ahora no es…
—No es tu abuelo, perra. —La voz del teléfono era baja y cruel,
completamente americana con un fuerte acento de Boston—. Revisa tu pantalla.
Esto era una pesadilla. Tenía que serlo. Sin embargo, apartó el teléfono de la
oreja y se quedó mirando la pantalla, sin entender lo que estaba viendo. Era… un
rostro humano, pero groseramente distorsionado. La pantalla era pequeña y su
mente sorprendida trató de darle sentido a lo que había en ella.
De repente, la imagen se unió en su cabeza y se quedó sin aliento. Una visión
grotesca de un ojo cerrado por la hinchazón, oscuro y bañado en sangre. Costras
de sangre a lo largo del lado de una cara que estaba torcida de alguna forma. Una
vez más, le costó un segundo darse cuenta de que le faltaba una oreja. Había sido
cortada, la sangre fluía por todo el lado de la cara hasta el hombro. Los labios
hinchados, le faltaba un diente. Alrededor de la cara un halo de pelo blanco. Un
halo familiar…
El tiempo se ralentizó, mientras su estómago dio un vuelco en su garganta.
Convulsionó hacia adelante y vomitó en la papelera junto a la mesa vaciando
su estómago por completo, aunque había poco en él. Se aferró al borde de la
mesa con una mano fría y húmeda, con las rodillas listas para ceder y los ojos
pegados a la pequeña pantalla. Quienquiera que fuera el hombre de la voz cruel,
estaba enviando una galería de fotos de horrores.
Foto tras foto de su abuelo maltratado, terminando con la última: el abuelo
caído contra una cuerda que le ataba a una silla, la cabeza colgando a un lado.
Oh Dios, ¿estaba…estaba muerto?
Su boca estaba estropajosa y seca. Le costó que salieran las palabras cuando
se volvió hacia el hombre en su sillón.
—¿Está vivo?
El hombre habló brevemente en su móvil y por el altavoz en su propio
teléfono, oyó un susurro tembloroso.
—¿Jamie?
Ella dio un grito, aferrándose al teléfono como si pudiera llegar a través de él
y tocarlo, abrazarlo.
—¡Abuelo! Oh Dios, abuelo…
La conexión se cortó.
—Es suficiente —dijo Ojos de Tiburón—. Tu abuelo está vivo. Por ahora. Y
sólo le dejaremos vivir si haces lo que te diga.
Jamie apenas lo oyó. La furia llenó su cabeza como el silbido de un viento
caliente. Una tormenta eléctrica que barrió todo de su mente excepto la rabia y el
odio. Olvidó a Ojos de Tiburón y su complexión poderosa. Ella incluso se olvidó
de la pistola que tenía como si fuera una extensión de su mano.
Con un grito salvaje se lanzó hacia él, y fue bloqueada, congelada por un
dolor agudo en la parte posterior de la cabeza.
Sus pies escarbaban buscando apalancarse. Las lágrimas brotaron de sus
ojos, el dolor fue casi insoportable cuando su cabeza fue empujada hacia atrás
tan bruscamente que ella pensó que su cuello se rompería. La terrible tensión en
la cabeza fue liberada y cayó de rodillas, una mano aterrizó sobre un trozo de
cristal que cortó profundamente su palma.
Ella fue tirada hacia atrás y puesta en pie de manera tan brutal que los
músculos de su brazo protestaron.
Por primera vez se dio cuenta de que había alguien más en la habitación,
alguien que había tirado de su pelo cuando ella había tratado de atacar al hombre
en el sillón. Fue retenida contra un cuerpo masculino que olía a sudor y perfume
barato. La bilis se levantó en su garganta y tuvo que tragar para no vomitar de
nuevo.
Ojos de Tiburón se levantó y caminó lentamente hacia ella. El hombre a su
espalda la sostuvo en un aplastante agarre, estaba inmovilizada. Jamie trató de
patear hacia atrás y recibió un golpe en la cabeza que hizo que pitaran sus oídos.
—Deja de hacer eso —dijo en voz baja Ojos de Tiburón, y algo en su voz, en
su mirada, la hizo dejar de luchar inmediatamente. Este hombre era peligroso de
una manera que nunca antes había encontrado. Era un conocimiento instintivo,
desde antes de la civilización, cuando los seres humanos vivían en estado
salvaje.
Este hombre era muy, muy peligroso.
Ella se quedó inmóvil. El hombre a su espalda aflojó ligeramente el agarre.
Estos hombres eran animales y podían olftear cuando la presa había renunciado a
la idea de la resistencia. No había nada que pudiera hacer contra ellos. Nada.
Ojos de Tiburón puso su cara junto a la suya. Ella trató de retroceder, pero
estaba fuertemente agarrada contra el otro hombre.
—Escucha con atención, porque voy a decir esto una vez. Asiente si
entiendes.
Su cabeza se sacudió.
Su inglés era perfecto, a pesar de que tenía un grueso acento siciliano.
—Mañana por la mañana, llama al Juez Stefano Leone, a las nueve
exactamente. Asiente si me entiendes.
Su cabeza se sacudió de nuevo.
—No me importa cómo lo hagas, pero convéncelo de que venga a ti
inmediatamente. Haz que conduzca hasta aquí lo más rápido que pueda.
—No sé si puedo hacer eso —se quedó sin aliento—. Él podría estar en la
corte, podría estar fuera de la ciudad. Y no sé si me obedecería.
Los músculos de la mandíbula del hombre ondularon pero no tenía manera
de interpretar lo que eso significaba. Si él la creía o pensaba que estaba
mintiendo.
—Él estará en su despacho a las nueve. Y va a venir porque está enamorado
de ti. Ahora repite lo que tienes que hacer.
—Llamar al juez. —Ella apenas podía pronunciar las palabras—. A las
nueve. Pero…
—Si no lo haces… —Ojos de Tiburón se metió más en su rostro, la mirada
aburrida en la de ella. Esos ojos eran completamente oscuros, no había diferencia
alguna entre la pupila y el iris. Totalmente apagados y completamente
aterradores—. Si no lo haces, confía en mí cuando digo que tu abuelo tardará
varios días en morir. Nos aseguraremos de que se mantiene vivo para sufrir. No
va a ser rápido y no será fácil y cada segundo de dolor estará sobre tu cabeza. Y
nos aseguraremos de que él entiende que es su nieta la que ha causado todo ese
dolor. Su cuerpo eventualmente será arrojado en algún lugar para que pueda ser
encontrado, pero es probable que se necesite ADN para identificar los restos.
Debido a que no tendrá manos o dientes o una cabeza. Asiente si me entiendes.
Ese gemido de dolor se levantó en su cabeza otra vez, por lo que fue casi
imposible controlar su cuerpo. Ella se estremeció y tembló.
Ojos de Tiburón levantó su mirada por encima de su cabeza y ella recibió un
golpe en la espalda, justo encima de los riñones. El dolor era más intenso que
cualquiera que jamás hubiera sentido, al rojo vivo y penetrante.
—Asiente si me entiendes —dijo Ojos de Tiburón, sin cambio alguno en su
tono.
Su cabeza se sacudió de nuevo.
—Repite lo que tienes que hacer.
Apenas podía hablar por el dolor.
—Llamar a… Stefano… mañana. —Ella respiró con dificultad al tomar aire.
—¿A qué hora?
—Las nueve —jadeó y el apretado agarre cedió de repente. Se tambaleó,
disparó una mano hacia la mesa para mantener el equilibrio. El dolor irradiaba
de su espalda.
—Bien.
Apenas podía permanecer en pie. Ojos de Tiburón deslizó la pistola en una
sobaquera de la que ella no se había dado cuenta y puso la chaqueta sobre ella.
—Hemos dejado un micrófono aquí y vamos a dejar a un hombre fuera del
edificio. Si intentas llamar al juez o advertirle personalmente lo sabremos. Y
sabremos si recibe la llamada o no. Si no recibe la llamada a las nueve de
mañana por la mañana, ya sabes que tenemos a tu abuelo en nuestras manos.
Asiente si me entiendes.
Ella asintió.
Su mirada saltó al otro hombre una vez más. Hubo un fuerte dolor en la
cabeza y la oscuridad descendió.
Capítulo 8
Stefano firmó la orden final para desenterrar las cuentas de Serra en las islas
Caimán y arrojó el bolígrafo. Eran las tres de la mañana. Se puso de pie, estiró
los brazos hacia arriba y luego hacia abajo para tocar los dedos de los pies.
Había trabajado pasada la medianoche muchas veces, empujándose a sí mismo
más allá del agotamiento. Pillar a Salvatore Serra valía la pena, muchas veces.
Se había pasado la mayor parte de los últimos tres años en un estado de fatiga
permanente.
Sin embargo, ahora no.
Ahora no se estaba empujando a sí mismo. Aunque había trabajado cada
segundo desde que aterrizó de vuelta a Palermo, sin ni siquiera parar cerca de su
apartamento, se sentía descansado, incluso con energía. Parte de ello fue que
podía sentir que iba derecho a Serra.
El bisabuelo de Stefano había sido un famoso cazador, dilapidó la fortuna de
la familia para ir de safaris a África y a lugares tan lejanos como la India. El
ático de la casa de su madre estaba lleno de cabezas disecadas apolilladas.
Stefano odiaba cazar animales pero tenía la caza en su sangre. Prefería la presa
más importante de todas.
El hombre.
Y él estaba cerca. No sólo estaba montando una acusación hermética, estaba
cortando el dinero de Serra, lo que significaba que estaba teniendo problemas
para encontrar lugares para esconderse.
El olor de la presa en su nariz explicaba parte de la fuerte ola de energía que
estaba sintiendo, pero Jamie era responsable de una gran parte de ello también.
Ella le había infundido nueva vida. Nueva esperanza. En algún momento en el
futuro iba a recuperar su vida e iba a mover cielo y tierra para asegurarse de que
Jamie era parte de ella.
Se había marchado de mala manera, incapaz de decir lo que él hubiera
querido. No había habido ninguna posibilidad de hacer planes de futuro. El fin
de semana que habían compartido había sido tiempo robado pero él no lo iba a
conseguir de nuevo, no hasta que Serra estuviera en una celda.
No había nada que pudiera decir, por lo que no había dicho nada.
Lo que había querido decir, “me encantó este tiempo contigo, quiero pasar
tanto tiempo contigo como sea posible, creo que tenemos algo especial”, era
imposible.
Hasta el día de su muerte, vería su cara pálida y afligida. Mordiéndose los
labios, porque ella también se dio cuenta de que no había nada que decir. Jamie
era muy inteligente. Inteligente, fascinante, hermosa…
Cerró los ojos, deseando. Luego los abrió de nuevo. Desear no iba a cambiar
nada. Acabar con Serra cambiaría su vida. Así que iba a hacerlo.
Volvió a sentarse en su escritorio con los dedos sobre el teclado y frunció el
ceño.
Una solicitud de Skype.
Cuando vio quién era el contacto, sonrió. JamieinBoston.
Jamie no estaba en Boston, sino en Palermo.
Bueno, nadie podía reprocharle una sesión de Skype de vez en cuando.
Aceptó el contacto y la video llamada entró inmediatamente. Hizo clic para
aceptar.
Y su corazón dio un vuelco cuando vio la cara ensangrentada de Jamie,
devastada por las lágrimas, en la pantalla.

* *

Jamie abrió los ojos. Al principio, no se daba cuenta de lo que estaba viendo:
el mundo ladeado, gotas de líquido, fragmentos de cristal brillando a la luz de la
lámpara.
El olor acre de alcohol aumentó en la noche, horriblemente mezclado con el
olor a vómito. Le dolía la parte posterior de la cabeza. Le dolía la mano, la
mejilla.
Nada de esto tenía sentido.
Entonces recordó y todo tuvo sentido. Una horrible sensación de pesadilla.
Sus manos fueron a su cuero cabelludo. La parte de atrás de la cabeza le
dolía, notó un bulto doloroso bajo sus dedos, que salieron cubiertos de rojo.
Estaba sangrando. También le sangraba la mejilla. Se rozó cautelosamente la
cara con los dedos, sintiendo algo que sobresalía. Lo sacó, una afilada astilla de
cristal veteada con más rojo.
Necesitó dos intentos para incorporarse. Su mundo estaba girando
horriblemente y tuvo que tragarse la bilis. Le dolía la cabeza y tenía problemas
para concentrarse. ¿Tenía una conmoción?
Podía ser.
Era la menor de sus preocupaciones. Se sentó en el suelo esperando que se le
aclarara la cabeza, luego se levantó con la ayuda de una silla.
Los hombres se habían ido. La casa tenía su paz y tranquilidad habituales.
Ella conocía la casa, sabía que iba a tener una sensación diferente si aquellos
hombres siguieran allí. Habían emanado maldad con tanta fuerza como un hedor.
Se habían ido, pero su dilema no.
Oh Dios. Le dolía la cabeza, le dolía la mejilla, pero eso no era nada en
comparación con lo mucho que le dolía el corazón. Y no era nada en
comparación con lo que esos hombres le habían hecho a su abuelo.
Una punzada de terror pasó por ella al pensarlo.
El abuelo, en manos de monstruos. Torturado. Herido. El querido abuelo, que
probablemente sería herido un poco más.
Se dirigió tambaleándose hacia la ventana, descorrió las cortinas. Un hombre
de pie en la calle levantó la cabeza y miró fijamente, sin molestarse en ocultar el
hecho de que la mantenía bajo vigilancia.
Ellos la habían puesto en una caja con su abuelo como rehén.
Oh Dios.
Harlan Edward Norris. Conocido profesor de derecho, ex juez, retirado. Alto,
apuesto y noble; uno de los aristócratas de la naturaleza. Había heredado la
custodia de ella cuando sus padres habían muerto en un accidente de coche
mientras regresaban de un concierto. Ella tenia doce años. Él sesenta y cinco,
contemplando la jubilación.
A partir de ese día, el día en el que se había llevado a su casa a una joven en
duelo, había sido padre y madre. Niñera y confidente. Había sido una roca
durante la adolescencia, cuando ella había tenido una breve fase rebelde. La
había visitado durante la universidad, le prestó el dinero para iniciar su negocio.
La había rodeado con amor y cuidado y no fue hasta que tenía veinticinco
años cuando se le había pasado por la cabeza que tal vez había sido difícil para él
convertirse, de la noche a la mañana, en el único cuidador de una joven. Tal vez
él había tenido otros planes para la jubilación. Por lo que sabía, tal vez había
habido una mujer en su vida. Pero él nunca se quejó, ni una sola vez la hacía
sentir nada menos que amada sin reservas.
El abuelo ahora era viejo. Frágil. Tenía artritis y se movía con rigidez. Tenía
asma. Estaba tan indefenso como un niño en manos de estas criaturas
monstruosas, incapaz de resistirse a ellos de ninguna manera.
Ya había sido herido de gravedad y eran hombres que estaban claramente
dispuestos a hacerle aún más daño. Ella daría cualquier cosa para salvarlo.
Había conocido a Stefano Leone ¿durante qué? ¿Solo cuatro días? ¿Qué era
eso, en comparación con una vida de amor del abuelo? Nada.
Tenía que salvar a su abuelo, todo lo demás era impensable. Si tenía que tirar
a Stefano a los lobos, que así fuera. Incluso si la idea hizo que la cabeza le diera
vueltas y una enorme roca de granito se hundiera sobre su pecho.
Excepto… excepto…
¿Qué diría el abuelo?
Él nunca cedería ante el chantaje. Era un hombre que creía en la ley con cada
fibra de su ser. Toda su vida se había dedicado a derribar a hombres que tenían
intenciones malévolas, igual que hacía Stefano. Había recibido amenazas de
muerte. Él nunca lo había mencionado, pero un par de veces habían tenido
guardaespaldas que les escoltaron a todas partes durante meses. El abuelo nunca
había retrocedido.
Stefano y él representaban la ley y el orden, sí. Pero también se mantenían
firmes para siempre. Eran baluartes contra el mal en el mundo, y si alguna vez
hubo un hombre que era malvado, era el que había entrado en su casa para
amenazarla. El mafioso. Serra. Tenía que ser él.
Estaba dando este paso porque Stefano estaba cerca de capturarle. Secuestrar
a un anciano al otro lado del mundo, usarlo como rehén para forzar a Stefano a
salir a terreno abierto, esas eran las acciones de un hombre desesperado.
¿Salvar al abuelo? ¿O sacrificar a Stefano?
Su cara estaba fría y le picaba el corte en la mejilla. Hasta que se limpió la
cara con la mano no se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas salían de
ella como el sudor en el calor.
Era una elección imposible, y sin embargo, tenía que tomarla. Estuvo en la
ventana durante largo rato, la cabeza inclinada, las lágrimas manchadas de
sangre goteando al suelo. Hubo una constricción en su pecho, como si alguien
estuviera apretando su corazón, manteniéndolo en un agarre irrompible,
exprimiéndole la vida.
Una elección imposible y sin embargo no había ninguna opción en absoluto.
Ella sabía lo que tenía que hacer.
Era una buena cosa que conociera tan bien la casa, ya que apenas podía ver a
través de las lágrimas, un velo de color gris dibujado sobre su mundo.
Quienquiera que fuera este hombre, estaba escuchando, así que tenía que
ocultar lo que estaba haciendo.
Su iPod ya estaba en su estación de conexión. Eligió un lugar al azar en su
lista de reproducción y pulsó play. Il Divo. Perfecto. Las hermosas voces de los
hombres flotaron en la habitación. Subió el volumen. Dondequiera que hubieran
escondido el micrófono, la música debía cubrir el sonido de un teclado.
Su PowerBook brillaba, rápido, preparado…
Tal vez el instrumento de la muerte de su abuelo. Si no estaba ya muerto.
Se secó los ojos, pulsó el botón de silencio y conectó Skype, pidiendo un
nuevo contacto.
Uomodiferro.
Su contacto de Skype y número de móvil estaban en la tarjeta que había
dejado para ella en el hotel. Cuando había visto su alias, ella había sonreído.
Hombre de hierro. En la cama, compartiendo recuerdos de la infancia, le había
confesado un amor por los cómics de Iron Man casi tan grandes como su amor
por Asimov.
Eran las tres de la mañana, pero Stefano aún estaba en el trabajo. Él
claramente había reconocido su nombre de Skype inmediatamente. Bueno,
JamieinBoston era fácil. Su rostro apareció al instante, su expresión de
bienvenida, entonces el ceño fruncido.
¡Jamie! ¿Qué pasa? Podía leer sus labios. Ella pulsó la función de
mensajería instantánea.
JamieinBoston: Pulsa el botón de silencio.
Uomodiferro: ¿Qué?
JamieinBoston: Pulsa el botón de silencio. Nadie debe saber que nos
estamos comunicando. Tienes un traidor en tu oficina
Sus ojos se abrieron como platos y luego se entrecerraron.
Uomodiferro: Estás herida. Estás sangrando.
JamieinBoston: Sí. No es nada. Olvídate de eso. Escucha. Cuando llegué
a casa había un hombre esperándome. Dos hombres. Nunca vi al segundo
hombre. Estaba detrás de mí. El otro hombre era… aterrador. Pelo gris
corto, ojos negros, construido como un toro.
Uomodiferro: Espera…
Stefano se estiró hacia un lado, fuera del campo de la cámara, y luego
levantó instantáneas, algunas en blanco y negro, algunas en color. Las levantó
hacia ella una por una. Los fotografías habían sido tomadas con una lente
telescópica, obviamente, fotos de vigilancia. Un hombre entrando en un coche,
mirando hacia el cielo; en un puerto subiendo a un barco. Un hombre caminando
por la calle, mirando hacia atrás, con un maletín.
Eran borrosas pero no había ninguna duda de quién era.
Uomidiferro. ¿Este hombre? ¿En tu casa?
JamieinBoston: Sí.
Su rostro se tensó, se oscureció. Ella estaba casi asustada ante su expresión.
Uomodiferro: ¿Es él el que te hirió?
JamieinBoston: Sí.
Uomodiferro: ¿Qué quería?
JamieinBoston: Tiene a mi abuelo como rehén. Yo había estado tratando
de ponerme en contacto con el abuelo durante días. Está en sus manos. Le
están haciendo daño
Sus dedos dejaron de trabajar en el teclado, temblaban demasiado. Así que
simplemente levantó su teléfono móvil hacia la cámara, desplazándose
lentamente a través de las cuatro fotos de un hombre mayor siendo torturado.
Se cubrió los ojos con una mano, tratando de controlarse. La decisión había
sido tomada. Ahora tenía que ser fuerte.
JamieinBoston: Ya ves lo que han hecho con él. El hombre prometió
cosas peores. Prometió…
Sus manos temblaban tanto que tuvo que parar de nuevo, tomar un respiro.
Ella levantó la cabeza para mirarlo en la pantalla. Él le devolvió la mirada, con el
rostro serio, las fosas nasales ensanchadas.
JamieinBoston: Prometió torturarlo hasta la muerte durante días, a
menos que yo…
Se detuvo una vez más con los dedos curvados, incapaz de mirar el monitor,
a Stefano.
Uomodiferro: A menos que ¿qué?
El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía respirar. Mantuvo la
mirada en sus manos, escribió.
JamieinBoston: A menos que te traicione. Se supone que debo llamarte a
las 9 de la mañana y hacer que vengas, hacer que vengas corriendo. Será
una emboscada por supuesto. Y, o te llamo o mi abuelo muere
horriblemente. Pero no puedo hacerlo.
Ella levantó la cabeza, brevemente acarició su rostro en el monitor.
JamieinBoston: No puedo traicionarte.
Uomodiferro: Ah, pero puedes hacerlo. Debes hacerlo.
Jamie parpadeó, sin estar segura de si estaba leyendo correctamente. Se secó
los ojos y se inclinó hacia delante.
JamieinBoston: ¿Qué?
Uomodiferro: Mañana por la mañana, exactamente a las 9:00 me
llamarás histérica, insistiendo en que vaya inmediatamente. ¿Puedes hacer
eso?
Él iba a emboscar a los emboscados.
JamieinBoston: Sí, por supuesto. Será peligroso.
Uomodiferro: Sí. Y envíame las fotos de tu abuelo. Tengo una idea.
JamieinBoston: Stefano, él está en los Estados Unidos. No se le puede
ayudar. Nadie puede.
Uomodiferro: ¿Confías en mí?
JamieinBoston: Sí.
Uomodiferro: Entonces envíame las fotos de inmediato y llámame
mañana a las 9 en punto.
Estaban mirándose el uno al otro, Jamie estudió esa cara fuerte.
JamieinBoston: Lo haré. Pero tienes que saber algo más. Creo que hay
alguien en tu equipo que te ha vendido. Ese hombre horrible, dijo que iba a
saber si te he llamado o no. Tiene a alguien en el interior.
Uomodiferro: Yo me encargo de eso. Debo irme ahora. Tengo menos de 6
horas hasta tu llamada y hay mucho que hacer.
JamieinBoston: Ten cuidado.
Uomodiferro: lo haré. Te amo.
Él apagó antes de que ella pudiera escribir la verdad. Yo también te amo.

* *

Dormir estaba fuera de la cuestión. Simplemente más allá de ella. Su cuerpo


no podía ni siquiera contemplar la idea de dormir. Se acurrucó en el sofá.
Acurrucarse en su sillón favorito era también imposible. Ese hombre se había
sentado en él. El mal se había sentado en ese sillón.
Así que se sentó en la esquina del sofá y aguantó. En ocasiones pensó en
Stefano pero sobre todo pensó en su abuelo. Ella lo había condenado a muerte, a
una larga, lenta y dolorosa muerte. No había manera de endulzar esto, no había
manera de escapar de ese pensamiento.
Moriría de un modo cruel por su culpa. El hombre que le había mostrado
nada más que amor y apoyo toda su vida.
Una de las muchas, muchas cosas horribles acerca de la situación era que ella
sabía que él iba a aprobar lo que había hecho. Le conocía completamente. Sabía
que tenía un fuerte sentido del honor, estaba convencido de que una sociedad
civilizada necesitaba leyes y tenía un profundo sentido práctico.
Había vivido su vida. Había vivido una vida larga y honorable. Una vida de
la que cualquier hombre estaría orgulloso. Se acercaba al final de la misma y no
querría sacrificar por él la vida de otro hombre bueno, un hombre que tenía por
delante años de servicio a la sociedad.
No, él aprobaría lo que había hecho.
El pensamiento no lo hacía más fácil.
A veces, ella y su abuelo estaban en la misma longitud de onda, terminaban
las frases del otro. Si alguna vez había habido una conexión psíquica entre los
dos, ahora era el momento de usarla.
Ella le envió fuertes olas de amor, tan fuerte como pudo. Sabiendo que no
podía hacer nada más.
La noche se quedó en silencio. Algunas noches podía escuchar a los vecinos
hablando, un programa de televisión en alguna parte, un coche que pasaba, un
perro ladrando. Esta noche no. Esta noche estaba en silencio, completamente
tranquila. El único sonido era un helicóptero sobrevolando alguna vez. Nada
más.
Cada minuto era pesado como una piedra, pesado como su corazón. Pero
finalmente, brilló la pálida luz a través de la ventana de la cocina orientada al
este y las pesadas cortinas en la sala de estar se perfilaron una vez más en
amarillo.
El amanecer llegó a las seis. Otras tres horas.
A las ocho se agitó, tiesa por haber permanecido inmóvil durante tanto
tiempo. Apartó las cortinas de la sala de estar, porque eso era lo que estarían
esperando. El hombre todavía estaba en la calle, apoyado en un frente de la
tienda, mirando hacia su ventana. Se miraron el uno al otro durante casi un
minuto antes de que ella se diera la vuelta.
Iban a matar a Stefano en su camino hacia ella. Intentarían matarle. Después
de todo, estaba protegido. Y sin embargo, él tenía un traidor entre los hombres
que lo protegían. Stefano era fuerte, por dentro y por fuera. Ella había sentido su
fuerza íntimamente. Pero ningún hombre podía resistir una bala. Era posible, por
supuesto, que él estuviera llevando chalecos antibalas. Esperaba sinceramente
que lo hiciera.
Pero leía novelas de suspense y ella conocía todo el terrible armamento que
podría ser utilizado para extinguir la vida de un hombre. Una bala de
francotirador en la cabeza, una bomba que explotaba bajo su coche. Demonios,
algunos delincuentes tenían lanzagranadas.
El tiempo había sido una losa durante toda la noche, pero de repente se
convirtió en un río, un río embravecido cayendo hasta el mar. Una fuerza
imparable. Eran las nueve.
Era hora.
Durante su larga vigilia, había tratado de darle vueltas a lo que diría, pero
nada parecía normal. Pero se encontró, mientras marcaba el número de Stefano
con un dedo tembloroso, que todas las palabras que diría, el estrés y el miedo
eran reales. Ellos estarían escuchando. Tenía que hacerlo bien.
—Jamie. —Esa voz profunda. Ese profunda, amada voz—. ¿Qué pasa?
Y luego las palabras salieron a borbotones y Jamie puso todo detrás de ellas,
ya que si los enemigos de Stefano estaban escuchando y pensaban que estaba
fingiendo, habría condenado tanto a su abuelo como a su amante.
—¡Stefano! —Las palabras salieron de ella duras, rápidas, reales, crudas,
empapadas en lágrimas—. Stefano, ¡te necesito! ¡Te extraño demasiado! No
pude dormir, pensando en ti. Tomé pastillas para dormir pero no ayudó. Te
deseo. ¡Te necesito aquí, ahora mismo! Debes venir. Te necesito. ¡No me puedes
dejar así! —Su voz se elevó, se volvió histérica—. Tengo un frasco entero de
esas malditas pastillas, Stefano. ¿Crees que estoy bromeando? ¡Si no te veo en
este momento, no tengo ninguna razón para vivir y me las voy a tomar todas!
¡Hasta la última!
Ella dio un sollozo que no fue falso.
Su profunda voz era tranquila.
—Jaimie, cariño. No hagas algo de lo que te arrepentirás. Escucha, voy a ir,
¿de acuerdo? Sólo tienes que esperarme. Estaré allí en veinte minutos. No hagas
nada, sólo espérame y hablaremos.
La tensión se hacía casi insoportable. Jamie tenía que cortar esto.
—Ven tan rápido como sea posible —exclamó, y cortó la comunicación.
Ya está.
Tal vez acababa de enviar a Stefano a su muerte.
Inquieta, se levantó y se fue hacia las grandes ventanas de la sala y abrió las
cortinas de nuevo, haciendo una mueca por la brillante luz del sol de Sicilia. Le
costó unos momentos que sus ojos se ajustaran y cuando pudo ver bien, lo único
que había era una calle vacía. El chico de Ojos de Tiburón se había ido.
Ya no era necesario vigilar a l'americana. Ella había hecho lo que tenía que
hacer.
Atraer a un hombre a su muerte.
El río del tiempo se redujo una vez más.
Se puso de pie en la ventana, imaginando a Stefano corriendo por las
escaleras seguido por sus hombres, uno de los cuales era un traidor. Las puertas
de los coches cerrándose de golpe, los neumáticos chirriando mientras salían…
Se imaginó a su abuelo en alguna parte. Herido. Sufriendo. Tal vez
desangrándose…
No había absolutamente nada que pudiera hacer nada con eso. Así que se
puso de pie y esperó. Y esperó.
La calle por lo general cobraba vida en torno a las siete, hombres y mujeres
saliendo para el trabajo, niños yendo a la escuela, el tráfico que empezaba. Hoy,
todo estaba en silencio.
No había ningún razonamiento posible mientras esperaba. Sólo las
emociones eran posibles. Terror, rabia, desesperación. Las más tenues posibles
corrientes de esperanza.
Otro helicóptero sobrevoló luego desapareció, dejando un silencio aún más
profundo que antes.
Y entonces…
¡BOOM!
Una explosión, lo suficientemente cerca como para sacudir las ventanas.
Inmediatamente después, disparos. Fuego intenso. Un tiroteo. Y entonces…
silencio.
Nada excepto una columna de humo que se elevaba a tres manzanas de
distancia.
Jamie no pensaba, no podía pensar. Tenía que estar allí, para ver lo que había
pasado, más de lo que tenía que respirar. En un instante estuvo fuera de la puerta,
escaleras abajo, salió a la calle.
La parte animal de ella sabía a dónde ir. Allí estaba la columna de humo y
había un olor, un olor horrible de violencia y muerte. Se volvió instintivamente
hacia la derecha y empezó a correr, correr por su vida.

* *

—Puto imbécil —dijo Buzzanca, señalando el cadáver de Salvatore Serra.


Había otros dos cadáveres. Tres hombres armados contra veinte policías.
—Puto imbécil —Stefano estuvo de acuerdo. Estuvo muy, muy tentado a
retroceder y patear a Serra, pero tenía que explicar cosas a la policía científica
que estaba viniendo—. Estaba desesperado.
Stefano había estado cerca de encontrar la madriguera de Serra y había
acumulado pruebas suficientes para encerrarlo durante diez vidas. Italia no tenía
la pena de muerte, pero la prisión de La Maddalena para mafiosos era peor de lo
que había sido Alcatraz.
Al otro lado de la plaza, un oficial de policía le puso la mano en la parte
superior de la cabeza al Ispettore Lomele y lo instaló en la parte posterior del
coche de la policía. Stefano dio un codazo a Buzzanca.
—Ahí va otro puto imbécil.
Buzzanca gruñó. Stefano sabía que aún estaba furioso por Lomele, uno de
sus hombres, que había aceptado 10.000 euros por informar a Serra. Lo habían
capturado llamando a Serra justo después que Stefano recibiera la llamada de
Jamie. Era otro que pasaría años en la cárcel. No toda la vida, pero cuando
saliera, sería un anciano.
Una repentina ráfaga de viento trajo el olor acre de la pólvora y goma
quemada. Había habido rumores de la mafia conectando con terroristas, y eso era
posible, porque este hubiera sido un perfecto coche bomba. Por suerte para ellos,
Serra tenía dinero y le gustaban los aparatos, por lo que el coche bomba no había
tenido un disparador de presión. Si lo hubiera hecho, Stefano estaría muerto,
junto con varios de sus hombres.
No, Serra había conectado un detonador electrónico que él mismo podía
activar. Había estado estacionado en una calle lateral esperando a que pasara el
coche de Stefano. El hombre había estado allí desde el amanecer y tenían
fotografías hechas por helicópteros de él saliendo una vez para orinar. Hubiera
sido un caso irrefutable de intento de asesinato, junto con cargos de crimen
organizado y otros cinco cargos de asesinato.
Pero tenían una contramedida maravillosa, un regalo de los estadounidenses.
Una señal garantizada para detonar explosivos a distancia. Habían ido con las
sirenas a todo volumen y luego se detuvieron a cincuenta metros de distancia de
donde Serra se había instalado, y detonaron la bomba.
Había hecho un bonito y satisfactorio boom que había roto algunas ventanas.
Después de un minuto, cuando el naranja se había convertido en negro aceitoso,
Serra y sus hombres habían salido de sus coches y con cautela se acercaron a la
columna de humo, en busca de piezas de automóviles y partes de personas.
Y cuando Buzzanca les había gritado a través de un megáfono para que
depusieran sus armas y se rindieran, los putos imbéciles habían abierto fuego.
Su móvil sonó en la mano. Un número de Estados Unidos. Un número
familiar.
—¿Sí?
—Lo tengo, Stefano.
Se dejó caer aliviado. Gracias a Dios. Había llamado a su buen amigo y
primo segundo, Al Bertolucci, ciudadano estadounidense y agente del FBI. Las
fotos que Jamie había enviado de su abuelo fueron geoetiquetadas. Al podía
precisar hasta un metro, dónde habían sido tomadas.
—El pobre viejo había sido mantenido cautivo en el sótano de un edificio
abandonado en el extremo norte. Nuestros chicos del equipo de rescate de
rehenes son buenos. Él está camino del Hospital General de Massachusetts.
—¿Cómo está?
—Espera. —Stefano le oyó hablar con alguien, entonces Al se puso de nuevo
en línea—. Está golpeado, pero los médicos dicen que vivirá. Llegamos justo a
tiempo. Pillamos a los dos tipos torturándole. Han sido eliminados.
—Bien. Mantenme informado.
—Lo haré.
Stefano cortó la llamada y respiró hondo, meciéndose sobre los talones,
mirando hacia el cielo. Su primer aliento de libertad en tres años y olía a humo,
caucho y combustible. Olía maravillosamente.
Era libre.
Su comunicación de vuelta a Milán ya estaba en su escritorio, había estado
allí durante meses. Él no tenía la intención de volver hasta que Serra fuera a
juicio, pero ahora Serra se había ocupado de eso por él siendo eliminado por la
policía.
Stefano era libre. Para moverse, para estar con Jamie…
—Ah, juez. —Buzzanca le dio un codazo. Stefano dejó de contemplar el
cielo y bajó la cabeza para mirar a su fiel amigo—. Mujer a las doce en punto.
Y allí estaba ella. Pálida como el hielo, la hermosa cara veteada de lágrimas,
corriendo por la calle en línea recta hacia él. La mujer que le había salvado la
vida.
Su mujer.
¡Esto era una locura! ¡Por lo que ella sabía estaba corriendo directamente al
peligro! Debía haber oído una explosión, un tiroteo, ¡no debería estar aquí!
Debería estar en casa, esperándole. Ella debería…
Y entonces no pudo pensar en nada, porque allí estaba Jamie, en sus brazos,
llorando, y él la estaba abrazando, besándola como si se fuera a morir si no lo
hacía.
Ella se apartó, tocándolo todo, tocando su cara.
—¡Estas vivo!
Stefano se llevó sus manos a la boca, las besó.
—Sí querida. Gracias a ti. Te debo mi vida.
Jamie sacudió la cabeza bruscamente.
—Estás vivo —repitió en un susurro.
Ella necesitaba saber que alguien más estaba vivo también.
Stefano se inclinó para besarla.
—Tu abuelo está bien. El FBI entró anoche y lo rescató. Está en el hospital
en este momento.
—¡Oh! —El rostro ya pálido de Jamie perdió completamente el color, hasta
sus labios. Sus rodillas se doblaron. Stefano la cogió, la abrazó. Sostuvo a su
mujer, su valiente, valiente Jamie.
Se quedaron así, Stefano abrazándola con fuerza mientras la unidad de la
escena del crimen llegaba y los hombres y las mujeres comenzaban a bajar de la
furgoneta. Ni siquiera se movieron cuando se estableció el cordón policial, más
helicópteros sobrevolaron la zona y los periodistas comenzaron a gritar desde
más allá del cordón.
Ellos se quedaron y se abrazaron.
Por último, Jamie se agitó y se apartó. Un poco de color había vuelto a su
rostro. Levantó la mano y trazó su pómulo, su boca con los dedos.
—Tengo que ir con él —susurró—. Tengo que estar con él.
—Sí. —Stefano le sonrió—. Pero vuelve de nuevo a mí.
Ella sonrió, una sonrisa deslumbrante, sólo para él.
—Sí. —Ella se puso de puntillas y lo besó suavemente—. Oh sí. Volveré a ti.

Fin
NOTAS
[1] Galán de noche/Dama de noche (Cestrum nocturnum), arbusto de
fragantes flores nocturnas.
[2] Teoría del psicoanálisis freudiano ello, ego y superego.
[3] En el original pone hound-dog. Los Basset hound son perros utilizados
para cazar y tienen un aspecto triste. Cuando olfatean a una presa y la persiguen
emiten un ladrido que es una especie de quejido lloroso, de ahí la comparación.
[4] Mayólica es una cerámica decorada con esmalte de plomo.

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