Newman Dolor Del Alma de Cristo
Newman Dolor Del Alma de Cristo
Newman Dolor Del Alma de Cristo
Cada uno de los episodios de la vida de Nuestro Señor y Salvador es de tan insondable
profundidad que nos proporciona inagotable materia de contemplación. Todo lo que concierne
y se refiere a Dios es infinito, y lo que percibimos primeramente es sólo lo superficial de
aquello que tiene su principio y final en la eternidad. Sería presuntuoso para cualquiera, salvo
para Santos y Doctores, pretender comentar las palabras y los hechos del Salvador, a no ser en
forma de meditación. Sin embargo la meditación y la oración mental son de tal manera un
deber para aquellos que desean alimentar su fe verdadera en Dios que se nos permite, amados
hermanos míos en Jesucristo, guiados por los Santos que nos han precedido, discurrir y
explayarnos en estos temas que de no ser así, deberíamos más adorar que escudriñar. Ciertas
épocas del año, especialmente la de Pasión, nos inducen a considerar cuidadosa y
minuciosamente aquellos pasajes del Evangelio considerados como los más sagrados. Preferiría
que se me tildase de poco firme u oficioso en mis comentarios del Evangelio antes que de
ajeno a este tiempo de la Pasión. Ahora pues, prosigo –aunque cualquier otro predicador
individualmente pueda abstenerse de hacerlo–, y encauzo vuestros pensamientos hacia un
tema acerca del cual pocos de nosotros meditamos y que es muy adecuado para esta época;
me refiero a los sufrimientos que padeció Nuestro Señor en su inmaculada e inocente alma.
Bien sabéis, hermanos míos en Jesucristo, que Nuestro Señor y Salvador, aunque era Dios, era
también verdadero hombre; y por lo tanto poseía no solamente un cuerpo, sino también un
alma como la nuestra, aunque, claro es, exenta de toda mácula. Jesucristo no tomó el cuerpo
sin alma. ¡Dios no lo permitiera!, porque entonces no hubiera sido verdadero hombre. Porque,
¿cómo hubiera podido santificar nuestra naturaleza, si tomaba otra que no fuera la nuestra? El
hombre sin alma es como las bestias de los campos; pero Nuestro Señor vino al mundo para
salvar a la especie humana que es capaz de adorarlo y obedecerlo, poseído de inmortalidad,
aunque ésta hubiera perdido su bendición prometida. El hombre fue creado a imagen y
semejanza de Dios y esa imagen está en su alma; luego, cuando su Hacedor, por una
condescendencia inefable, se revistió de nuestra naturaleza, también tomó un alma que
estuviera de acuerdo con el cuerpo, un alma que fuera el medio de su unión con el cuerpo;
tomó en primer lugar el alma y luego el cuerpo humano, ambos a la vez, pero en este orden: el
alma y el cuerpo. Dios mismo creó el alma que había de tomar para sí, mientras que su cuerpo
lo tomó de la carne de la Bendita Virgen María, su madre. De este modo es como Dios se
convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y alma; y por eso se revistió de un cuerpo de carne y
con nervios, y no sólo tomó un cuerpo de carne y nervios que admitiese las heridas y la muerte
y fuese capaz de sufrimientos, sino también un alma susceptible de estos sufrimientos, y aun
más, susceptible de las penas y amarguras propias del alma humana, por lo que, así como su
cuerpo sufrió la Pasión expiatoria, así también la sufrió su alma.
Mientras estos solemnes días van transcurriendo, nos detendremos especialmente, hermanos
míos en Jesucristo, en los sufrimientos corporales de la prisión de Jesús, su peregrinación ante
los jueces, sus golpes y heridas, los latigazos, la corona de espinas, los clavos, la Cruz. Todo esto
está resumido en el Crucifijo erigido ante nuestra vista: todo esto está representado en su
sacrosanta carne, que pende de la Cruz y al verlo se nos facilita la meditación. Pero con los
sufrimientos de su alma ocurre de modo muy distinto. Esos sufrimientos no podemos
representarlos ni investigarlos debidamente: se hallan muy por encima de todo sentimiento y
pensamiento; y, sin embargo, se anticiparon al sufrimiento de su cuerpo. La agonía, sufrimiento
del alma, no del cuerpo, fue el primer paso de su tremendo sacrificio: “Mi alma siente angustia
de muerte”, nos dijo Jesús. Es más, todo lo que padecía en su cuerpo también lo padecía en su
alma; y de este modo es como el cuerpo no era más que el conducto por el cual se vertían
todos sus sufrimientos al verdadero centro de su pasión, que era su alma. Debemos de insistir
en este hecho: os afirmo que no era (principalmente) el cuerpo el que sufría, sino el alma en el
cuerpo; era el alma y no el cuerpo el centro de los sufrimientos del Verbo Eterno.
Consideremos, entonces, que no existe pena en realidad, aunque haya un sufrimiento
aparente, cuando se carece de sensibilidad interna o espiritual, verdadero centro o núcleo del
sentir. Un árbol, por ejemplo, tiene vida, órganos, crece y decae, puede ser dañado e
inutilizado; se seca y muere, pero no sufre, porque no tiene espíritu, ni principio sensitivo. Mas
donde existe este don del principio inmaterial, es posible el dolor, siendo éste mayor en
proporción a la calidad de dicho don. Si careciéramos de espíritu, sentiríamos lo que siente un
árbol; si careciéramos de alma racional, no sentiríamos el dolor más de lo que lo siente el
bruto, pero siendo hombres sentimos el dolor como solamente lo sienten aquellos que poseen
alma racional.
Por esto, afirmo que los seres vivientes sienten de acuerdo al espíritu que los anima; el bruto
siente mucho menos que el hombre, al no poder reflexionar acerca de lo que siente y al
carecer de conciencia directa de sus sufrimientos. Por ende, el dolor es una prueba tan penosa
que no podemos apartar el pensamiento de él, mientras nos acosa. Flota ante nosotros, se
apropia de nuestro espíritu, se adueña de nuestros pensamientos para fijarlos en sí. Si
logramos distraer la mente, parece que el dolor se amortigua; por eso los amigos tratan de
entretenernos cuando el dolor nos atormenta, porque el entretenimiento es distracción. Este
método suele dar buen resultado cuando nos aqueja un dolor leve, llegando hasta la
insensibilidad del dolor mismo aunque sigamos sufriendo. Sucede generalmente que durante
ejercicios violentos, o en el trabajo, los hombres se golpean o hieren de consideración,
atestiguando la profundidad de sus heridas el sufrimiento que deben de haber sentido en el
momento de producírselas, aun cuando nada recuerden de ello. También en el fragor de la
lucha los combatientes se infligen heridas que no se advierten por el dolor que les producen,
sino por la pérdida de sangre que experimentan.
Ahora bien, apliquemos todo esto a los sufrimientos de Nuestro Señor. ¿Recordáis cuando se
le ofreció vino mezclado con mirra, en el instante de su crucifixión? No quiso beberlo. ¿Por
qué? Porque tal bebida habría adormecido su mente y Cristo estaba decidido a sufrir el dolor
en toda su amargura. Sacad en conclusión de todo esto, amados hermanos míos, el carácter de
aquellos sufrimientos. Jesús gustosamente hubiera escapado de ellos si hubiese sido la
voluntad de su Padre: “Si es posible –dijo– aparta de mí este cáliz”, pero dado que no era
posible, Él declara con calma y decisión al Apóstol que quería salvarle de esos sufrimientos: “El
cáliz que mi Padre me ha dado ¿no he de beberlo?” Si tenía que sufrir, Él mismo se entregaría
al sufrimiento. Cristo no vino a sufrir lo menos posible, ni a desviarse del sufrimiento, sino que
se enfrentó a él, lo acometió, para que hasta la más pequeña porción de dolor cumpliera su
cometido causándole la debida impresión. Y así como los hombres son superiores a los
animales y el dolor les afecta más que a éstos, ya que poseen inteligencia que les capacita para
el dolor, lo que es imposible en el caso del bruto, así de la misma manera Nuestro Señor
padeció el dolor corporal con tal observación y conciencia, y por ende con tanta intensidad,
unidad y percepción del mismo que ninguno de nosotros puede ni comprenderlo ni abarcarlo.
Y esto era así porque su alma estaba tan absolutamente en su poder, tan libre de distracciones,
tan entregada al dolor y a la pena, tan absolutamente subordinada, tan sujeta al sufrimiento,
que bien se puede decir que sufrió la totalidad de su pasión en cada instante de la misma.
Recordad que Nuestro Señor era en este aspecto diferente a nosotros, pues aunque hombre
perfecto, sin embargo existía en Él un poder superior a su alma, que la gobernaba, pues Cristo
era Dios. El alma de los hombres mortales está sujeta a sus deseos, sentidos, impulsos,
pasiones y perturbaciones; el alma de Cristo estaba sujeta únicamente a su Eterna y Divina
Persona. Nada le aconteció a su alma por azar o repentinamente; Nuestro Señor nunca fue
sorprendido, nada le afectó sin haberlo Él deseado antes, nunca padeció pesares, ni temores,
ni deseos, ni regocijos de espíritu, sin que Él no hubiese deseado estar apesadumbrado, o
temeroso o deseoso o regocijado. Cuando nosotros sufrimos, lo hacemos a causa de hechos
externos y emociones incontrolables de nuestro espíritu. Caemos involuntariamente bajo el
yugo del dolor, sufrimos más o menos agudamente ciertas circunstancias accidentales, y vemos
nuestra paciencia puesta a prueba por el dolor de acuerdo al estado de nuestro espíritu, por lo
que tratamos, en lo posible de aliviarlo y evitarlo. Nos es imposible anticipar cuánto dolor
tendremos que padecer y tampoco cuánto tiempo podremos soportarlo. Tampoco podemos
decir, después, por qué hemos sentido lo que hemos sentido y por qué no lo hemos soportado
mejor. De modo muy distinto sucedió con Nuestro Señor. Su Persona Divina no estaba
subordinada, ni podía ser expuesta a la influencia de afectos y sentimientos humanos, excepto
cuando Él lo permitía. Lo repito, cuando Cristo quería temer, temía, cuando quería acongojarse,
se acongojaba. No estaba su Corazón abierto a las emociones, sino que voluntariamente daba
cabida a los impulsos con los cuales Él se enternecía. Por consiguiente, cuando se decidió a
soportar los dolores de su Pasión, lo hizo, como afirma el Sabio formalmente, con todo su
poder, no a medias; no apartó su mente del dolor, como solemos nosotros hacer (¿cómo
podría hacerlo Jesús, que vino a sufrir y que sufría por propia voluntad?), no dijo que sí y luego
se desdijo, sino que lo que Cristo dijo, Cristo lo cumplió. Y así nos dice en el Evangelio: “He aquí
que vengo a hacer tu voluntad, ¡oh Dios mío! Tú quieres el sacrificio y la ofrenda...”. Cristo
tomó cuerpo mortal para poder sufrir, se hizo hombre para poder sufrir como hombre. Y
cuando hubo llegado su hora –aquella hora de Satanás y de tinieblas, en la cual el pecado iba a
derramar toda su malicia sobre Él–, sucedió que se ofreció completamente en holocausto, y así
como todo su Cuerpo pendía de la Cruz, así también entregó a sus verdugos toda su Alma,
dándose cuenta plenamente, con total conocimiento y mente despierta, colaborando
activamente y con total intensidad, no como quien concede un permiso virtual o se somete de
manera pusilánime. Todo esto fue lo que Cristo entregó a los que lo atormentaban. Su Pasión
no fue un mero estado pasivo, sino verdadera acción. Cristo vivió enérgica e intensamente,
mientras languidecía, se desmayaba y moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues al
inclinar su cabeza, lo hizo tanto en señal de acatar una orden como en señal de resignación.
Por eso dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Cristo dio la orden: entregó su
Alma, pero no la perdió.
Así vemos, amados hermanos míos, que si Nuestro Señor hubiese sufrido solamente en su
cuerpo, y aunque su sufrimiento no hubiese sido tan intenso como el que otros padecieron, sin
embargo con relación al dolor sería infinitamente mayor; pues el dolor se mide por el poder
que se tiene para soportarlo y realizarlo. Dios era el que sufría, y sufría en su naturaleza
humana. Los sufrimientos pertenecían a Dios y Cristo apuró el cáliz hasta el final. No los probó
o sorbió, como el hombre toma los medicamentos amargos que le ofrecen. Esto que os acabo
de decir me sirve para refutar una objeción que voy a indicaros y que tal vez ya bullía en la
mente de muchos: algunos se olvidan del papel que el Alma de Nuestro Señor tuvo en la
redención de nuestros pecados.
Nuestro Señor nos dice al comienzo de su agonía: “Mi Alma siente angustias de muerte”.
Todavía podéis haceros, hermanos míos, esta pregunta: ¿es que acaso no poseía Cristo algún
consuelo peculiar, desconocido para los demás, que disminuyera e impidiera la angustia de su
Alma y que le hiciera sentir, por consiguiente, menos que a cualquier mortal? Por ejemplo,
diréis, Cristo poseía una seguridad y certeza de su inocencia cual ninguna otra víctima podía
tener. Incluso sus perseguidores, el apóstol mendaz que lo traicionó, el juez que lo sentenció y
los soldados que llevaron a cabo su ejecución atestiguaron su inocencia. “He pecado,
entregando la sangre de un inocente”, dijo Judas. “Yo soy inocente de la sangre de este Justo”,
afirmó Pilato. “En verdad que este hombre era un justo”, exclamó el Centurión. Si incluso todos
esos, que eran pecadores, fueron testigos de su inocencia, ¡cuánto más lo habrá sentido su
alma! Incluso nosotros, pecadores, somos perfectamente conscientes de que nuestra
capacidad de soportar la oposición de nuestros enemigos y las calumnias gira en torno, sobre
todo, a la conciencia que tengamos de nuestra inocencia o culpa: ¡cuánto más, me diréis, habrá
compensado, en el caso de Nuestro Señor, esa certeza de santidad intrínseca, el sufrimiento y
la humillación! También podéis objetar que Cristo sabía que sus sufrimientos durarían poco y
que su resultado sería glorioso, mientras que en cambio la incertidumbre por el futuro es uno
de los tormentos que más angustia produce en el hombre; angustia que Cristo no sufría, pues
Él no tenía incertezas, no sentía desaliento o desesperación, ya que nunca, me diréis, fue
abandonado. Para confirmar todo esto podéis relatarme palabras de San Pablo, que
expresamente nos dice: “Gracias a la gloria que le aguardaba, Nuestro Señor despreció la
vergüenza”. Ciertamente que en todo lo que Cristo hace se manifiesta una maravillosa calma y
dominio de sí mismo. Ejemplo de ello, sus consejos a los Apóstoles: “Velad y orad, para que no
entréis en tentación; el espíritu, en verdad, está pronto, más la carne es débil”, o sus palabras a
Judas: “Amigo, ¿a qué has venido?” y “Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del Hombre?”, o a
Pedro: “Todos los que tomen la espada, a espada perecerán”, o al hombre que le abofeteó: “Si
he hablado mal, muestra en qué está el mal, y si bien, ¿por qué me hieres?”, o a su Madre:
“Mujer, he ahí a tu Hijo”.
Todo esto es verdad, y mucho más se podría aducir sobre esto para ilustrar lo que acabo de
comentar. Hermanos míos amadísimos, con estos ejemplos únicamente habéis confirmado con
estos ejemplos, –y utilizo un lenguaje humano para decirlo–, que Cristo fue siempre el mismo.
Su espíritu fue su centro y ni por un instante perdió su equilibrio celestial y perfecto. Lo que
Cristo sufrió, lo sufrió porque se situó a sí mismo, deliberada y tranquilamente, bajo el
sufrimiento. Así como le dijo al leproso: “Lo quiero: queda limpio”, y al paralítico: “Que tus
pecados te sean perdonados”, y al Centurión: “Yo iré y le curaré”, y a Lázaro: “Levántate y
anda”, así dijo: “Ahora comenzaré a sufrir” y comenzó su sufrimiento. Esto es la prueba de
cómo gobernaba por completo su espíritu. En el momento preciso Cristo abrió las compuertas
y el torrente se precipitó sobre Él con toda su fuerza. Esto es lo que nos dice San Marcos, de
quien se afirma que escribió su Evangelio oyéndolo de los propios labios de San Pedro, uno de
los tres testigos presentes en ese momento: “En esto llegaron al huerto llamado Getsemaní, y
dijo a sus discípulos: ´Sentaos aquí mientras Yo rezo´. Y llevándose a Pedro, a Santiago y a Juan
comenzó a atemorizarse y angustiarse”. Ved en esto cómo actuaba deliberadamente; Él se
aparta a un lugar próximo y allí lanza la palabra de mando, retira de su alma el apoyo de la
Divinidad y entonces la desesperación, el terror y la melancolía hacen presa de Él. Cristo
penetra en una agonía mental de acción tan definida, como lo serían para el cuerpo humano el
fuego o el potro.
Dado este hecho, hermanos míos, no es justo decir que Cristo estaba sostenido durante su
prueba por la certeza de su inocencia y la anticipación del triunfo, pues, casualmente, la
prueba que padecía consistía precisamente en la retirada total de esa seguridad y anticipación.
El único acto que admitió una sola angustia sobre su Alma, admitía todas las angustias
simultáneamente. No se trata de impulsos y puntos de vista antagónicos, provenientes del
exterior, sino de la acción de una resolución interior. Así como los hombres con un dominio
total sobre sí mismos pueden trasladar su pensamiento de uno a otro asunto, mucho más Jesús
negándose a sí mismo cualquier consuelo y saciándose, en cambio, con el sufrimiento. En ese
momento su Alma no pensó en el futuro, sino solamente en la carga del presente, por la cual
había venido al mundo a padecer.
Y ahora hermanos míos, ¿qué era eso que Cristo tenía que soportar cuando abrió de este
modo su Alma al torrente de la pena ya predestinada? ¡Ay! Jesús tenía que soportar lo que
nosotros conocemos bien, lo que nos es familiar, pero que para Él era un dolor inefable. Tenía
que soportar aquello que para nosotros es tan fácil, tan natural, tan bien acogido, que no
pensamos mínimamente que pueda ser algo inaguantable, pero que para Él tenía el aroma y el
sabor de un veneno mortal. Cristo tenía que soportar, amados hermanos míos, el peso de
nuestros pecados, los pecados de la humanidad entera. El pecado es cosa fácil para nosotros;
pensamos muy poco en él y no comprendemos cómo pudo preocupar tanto al Creador; no
podemos creer, ni siquiera forzando nuestra imaginación, que merece justo castigo y aun
cuando en el mundo reciba su merecido, lo justificamos o lo alejamos de nuestra mente. Mas
considerad lo que es el pecado en sí: es la rebelión contra Dios; es la acción de un traidor cuyo
fin es el destronamiento y la muerte de su Soberano; es, si se me permite expresarme con
rudeza, lo que el mundo traería consigo si el Conservador Divino dejara de serlo. El pecado es
el mortal enemigo del Altísimo. Esta es la razón por la que Él y el pecado no pueden nunca
convivir; y así como el Altísimo lo arroja de su presencia a las tinieblas, de la misma manera si
Dios fuera menos Dios, sería el pecado quien tendría el poder de reducir a Dios aún más. Y aquí
observad, amados hermanos míos, que al hacerse carne, el Amor Todopoderoso entró en este
sistema de la creación sometiéndose a sus leyes y entonces este antagonista del bien y de la
verdad, inmediatamente tomó ventaja de la ocasión y se arrojó sobre la carne que Cristo había
tomado, afirmándose en ésta y causando su muerte. La envidia de los Fariseos, la traición de
Judas y la locura de las gentes fueron los instrumentos o medios de expresión de la enemistad
que sintió el pecado hacia la Eterna Pureza en cuanto Dios, en su infinita misericordia hacia los
hombres, se puso a Sí Mismo dentro de su alcance. El pecado no podía tocar a su Divina
Majestad; pero podía acometerlo del modo como Él permitiera ser acometido, esto es, por
medio de su Humanidad. Al final, en la muerte de Dios Encarnado aprendemos, hermanos
míos en Jesucristo, lo que es el pecado en sí mismo y lo que era mientras caía, en aquella hora
y con toda su fuerza, sobre su Humana Naturaleza, para que Cristo se sintiera tan lleno de
horror y consternación ante la sola imaginación anticipada.
Entonces en aquella triste hora, se arrodilló el Salvador del mundo, desprendiéndose de las
prerrogativas de su Divinidad, despidió a los Ángeles, que por millares estaban preparados a su
llamada, y abrió sus brazos, desnudó su pecho, puro como era, al asalto de su enemigo –un
enemigo cuyo aliento era pestilente y cuyo abrazo era una agonía–. Se arrodilló, inmóvil y
mudo mientras la vil y horrible fiera vestía su espíritu con el ropaje odioso y atroz del crimen
humano que, prendiéndose en su corazón, llenó su conciencia y encontró la entrada hacia
todos sus sentidos y la partícula más ínfima de su mente, extendiendo sobre Él una lepra moral
hasta que Cristo se sintió casi convertido en lo que Él nunca podría ser y en lo que su enemigo
gustosamente lo hubiera transformado. ¡Oh, qué horror cuando al mirarse no se reconoció y se
sintió cual impuro y aborrecible pecador, a través de la vívida percepción de aquella masa de
corrupción que se derramaba sobre su cabeza y se esparcía hacia abajo hasta la orla de sus
vestiduras! ¡Oh, qué confusión cuando encontró sus ojos, manos, pies, labios y corazón como si
fueran miembros del Maligno y no de Dios! ¿Eran éstas sus manos antes inocentes, pero ahora
teñidas de sangre de diez mil acciones crueles? ¿Son éstos sus labios que ya no se abren para
alabar, orar, bendecir, sino que están manchados con juramentos, blasfemias y doctrinas
demoníacas? ¿Y sus ojos, profanados por todas las visiones diabólicas y fascinaciones idólatras
por las cuales los hombres han abandonado a su adorable Creador? ¡Y sus oídos! Vibra en ellos
el sonido de las orgías y las disputas. Su corazón está yerto por la avaricia, la crueldad y la falta
de fe; y su misma memoria se halla colmada con todos los pecados que han sido cometidos
desde la caída del hombre, en todos los ámbitos de la tierra, plena del orgullo de los antiguos
gigantes, y la lujuria de las cinco ciudades, y la obcecación de Egipto, y la ambición de Babel, y
la ingratitud y ludibrio de Israel. ¿Quién no conoce la miseria que trae un pensamiento que nos
ronda continuamente a pesar de que tratamos de rehuirlo y persiste en molestarnos si no nos
puede seducir? ¿O de una odiosa y enferma imaginación, no nuestra, pero que es introducida
en nuestras mentes por fuerzas extrañas? ¿O de los conocimientos satánicos alcanzados con o
sin culpa del hombre y por cuyo desprendimiento y olvido para siempre daría el hombre un
alto precio? Adversarios como éstos se reunieron a tu alrededor, Bendito Señor, en número de
millones; vienen en tropeles más numerosos que las plagas de langostas o del gorgojo, que los
azotes del granizo, o de las moscas o de las ranas, enviadas contra el Faraón. Allí están
presentes todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los
que se han perdido y de los que se han salvado, de tu pueblo y de los gentiles, de pecadores y
de Santos. Tus más queridos, tus santos y tus elegidos, pasan sobre Ti. Tus tres Apóstoles,
Pedro, Santiago y Juan también se hallan contigo pero no para consolarte, sino como
acusadores, como los amigos de Job, "arrojando tierra hacia el cielo", acumulando maldiciones
sobre tu cabeza.
Todos se encuentran ahí. Sólo falta una persona y no estaba porque Ella, que no tuvo parte en
el pecado, era la única que podía consolarte; por eso no estaba cerca de los pecadores. María
estaría cerca de Ti en la Cruz y lejos de Ti en el huerto. Ha sido tu compañera y tu confidente
durante tu vida; intercambió contigo los puros pensamientos y las santas meditaciones de
treinta años, pero su oído virginal no puede percibir, ni su corazón inmaculado concebir, lo que
ahora se te presenta cual visión delante de tu vista. Sólo Dios pudo soportar tal prueba.
Algunas veces has mostrado a tus Santos la imagen de un pecado, como aparecen a la luz de tu
faz, o de pecados veniales, y no de mortales; y ellos nos han dicho que su vista les acarreó
todos los horrores menos la muerte y los hubiera matado si no hubieran sido
instantáneamente retirados. La Madre de Dios, aun con toda su Santidad, ni aun en razón de
ella, no podría haber soportado ni una parte de aquella innumerable progenie de Satanás que
ahora te cerca. Es la eterna historia del mundo y sólo Dios puede soportar su peso. Las
esperanzas marchitas, los juramentos quebrantados, la lascivia satisfecha, los consejos
despreciados, las oportunidades perdidas, la inocencia traicionada, la juventud encallecida, los
pecadores reincidentes, los justos derrotados, los ancianos malogrados, el sofisma del error, la
terquedad de la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía de la mala costumbre, el cáncer del
remordimiento, el tormento agotador de la preocupación, la angustia de la vergüenza, los
alfilerazos de la desilusión, la enfermedad de la desesperación, los espectáculos crueles y
lastimosos, las escenas repugnantes, detestables y enloquecedoras: aún más, los rostros
macilentos, los labios convulsos, las mejillas arrebatadas, el ceño fruncido de los esclavos
voluntarios del demonio, todos y todas estas maldades se hallan ahora delante de Cristo, pesan
sobre Él y en Él. Se encuentran en Cristo, en vez de aquella paz inefable que habitaba en su
Alma desde el momento de su concepción. Se hallan ahora sobre Cristo, como si le
pertenecieran. Jesús clama a su Padre cual si fuera el criminal, y no la víctima. Su agonía toma
la forma de culpa y de arrepentimiento. Cristo hace penitencia, Cristo se confiesa, Cristo se
ejercita en la contrición, con una realidad y virtud infinitamente mayores que la de todos los
Santos y penitentes juntos, pues Él es la única víctima, la única redención, el verdadero
penitente; todo, menos el verdadero pecador.
Cristo se levanta lentamente de la tierra y se vuelve para enfrentarse con el traidor y sus
secuaces que ya rápidamente se acercan en medio de sombras profundas. Cristo se vuelve, y,
¡miradle! Hay sangre en sus ropas y en sus huellas. ¿De dónde proceden estos frutos primeros
de la Pasión del cordero? Todavía ningún soldado ha azotado su cuerpo, ni sus manos ni pies
han sido taladrados por el verdugo. Hermanos míos, Cristo sangró antes de tiempo; Cristo
derramó su sangre, pues su Alma agónica rompió su envoltura humana y fluyó en sangre al
exterior. Su Pasión comenzó por su interior. Aquel atormentado corazón, centro de ternura y de
amor, comenzó a trabajar y golpear vehemente y más de lo que podía soportar según las leyes
naturales: “los cimientos del abismo profundo se quebraron”, el rojo fluido vital circuló tan
abundante y vigorosamente por todo su cuerpo que, desbordando sus venas y aflorando por
sus poros, se detuvo como copioso rocío sobre su sacrosanta piel, convirtiéndose luego en
gotas que rodaron henchidas y pesadas empapando la tierra.
“Mi Corazón siente angustias de muerte”, dijo el Salvador. Así se ha definido aquella terrible
peste que se cierne sobre todos y que llega con la muerte, queriéndose con esto afirmar que
no tiene principio, que no hay posibilidad de esquivarla, que la esperanza ya no existe cuando
llega y que lo que parece ser su curso no es más que agonía de muerte y verdadera disolución.
Así es: nuestro Sacrificio Reparador, en un sentido más alto, empezó con esta pasión de dolor,
no llegando a morir porque obedeciendo a su Deseo Omnipotente no se rompió su Divino
Corazón, ni el Alma se separó del Cuerpo, hasta que padeció en la Cruz.
No; Cristo no había aún vaciado aquel cáliz rebosante hasta los bordes ante el cual su
debilidad natural se quiso apartar. Su captura y acusación, la bofetada del soldado, la prisión, el
juicio, las mofas, la peregrinación de tribunal en tribunal, la corona de espinas, el lento camino
hacia el Calvario y la Crucifixión tenía aún que padecerlas. Tenía antes que transcurrir una
noche y un día completos, hora tras hora, tiempo terriblemente largo antes de que llegara su
fin y de que cumpliera su misión.
Luego, cuando el momento señalado hubo llegado y Cristo lo ordenó, así como su Pasión había
comenzado en su Alma, en su Alma terminó. Cristo no murió de agotamiento o de dolor
corporal. Cuando lo ordenó, su atormentado Corazón se quebró, y Jesús encomendó su Espíritu
al Padre.
“¡Oh, Corazón de Jesús, todo amor, te ofrezco estas humildes oraciones por mí y por todos
aquellos que se unen a mí en espíritu para adorarte! ¡Oh, Sagrado Corazón de Jesús, muy
amado! Deseo renovar y ofrecerte estos actos de adoración y oraciones por mí, miserable
pecador, y por todos aquellos que se me unen para adorarte, durante todos los instantes,
mientras me quede un soplo de vida hasta el final de mis días. Te pido, ¡oh, mi buen Jesús!, por
la Santa Iglesia, tu amada esposa y nuestra verdadera Madre, por todas las almas de los justos
y por todos los pobres pecadores, por los afligidos y por los moribundos, y en fin, por toda la
humanidad. No permitas que tu Sangre sea derramada en vano, que sirva para aliviar las penas
de las almas del purgatorio y, particularmente, las de aquellos que en su vida practicaron esta
santa devoción de adorarte en la Cruz”.