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Amor Ciego - Jana Westwood

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Katherine es la segunda hija del barón Frederick Wharton y ha crecido

escuchando alabanzas sobre su extraordinaria belleza, pero ni una mención a


su inteligencia, cultura o buen carácter, por lo que ha llegado a la conclusión
de que la belleza es su único don y debe sacar partido de ella.
Tras una exposición de su padre sobre la herencia y sus posibilidades,
Katherine reunirá a sus hermanas en su dormitorio para compartir con ellas su
plan. Las preferencias de Katherine son muy claras, el candidato debe
disponer de más de cinco mil libras al año y ha de ser muy guapo. Alexander
Greenwood cumple ambas condiciones con creces, pero no estará en su lista.

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Jana Westwood

Amor ciego
Las Wharton - 1

ePub r1.0
Titivillus 27-12-2023

Página 3
Título: Amor ciego
Jana Westwood, 2022

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Prólogo

1784, Whitefield. Inglaterra.

Es bien sabido que un título requiere quien lo sostenga y el duque Greenwood


necesitaba un varón que lo sucediera llegado el momento, dentro de mucho
mucho mucho tiempo. La duquesa era una mujer fuerte y decidida que
siempre conseguía lo que se proponía y once meses después de la boda dio a
luz a un hijo fuerte y sano que llenó de orgullo a su padre y de ternura a su
madre.
—Alexander, futuro duque Greenwood.
Sophie, su esposa, miraba al actual duque embelesada. Lo amaba
profundamente y ya podía descansar sabiendo que le había dado lo que más
deseaba en el mundo, después de ella, por supuesto.
Alexander Greenwood fue un niño muy querido y durante años fue hijo
único. No porque sus padres así lo eligieran ya que fue la fortuna o el destino
o quién dispusiera esas cosas el que decidió por ellos. Aun así, se sentían
satisfechos y felices y siguieron intentándolo incansablemente con gran
dedicación, aunque con ningún éxito.
Al cumplir el niño los diez años sucedieron dos cosas importantes en la
vida de Alexander: El duque compró un caballo y se quedó…
—¿Ciego?
—Irremediablemente. La madre se dejó caer en el sillón al perder las
fuerzas. Su hijo, el futuro duque Greenwood estaba ciego. Los padres miraron
al niño con expresión horrorizada y un intenso sentimiento de impotencia en
el pecho.
Ciego.
Aquella palabra los aterró de un modo visceral. Llevaban flirteando con
ella todo el año y por fin se hacía definitiva su sentencia. El duque cerró los
puños para contener la furia y una angustia que se hacía hueco en su pecho a
una cruel velocidad.
Ciego.

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—¿No hay nada que pueda hacerse? —⁠preguntó el duque con autoridad.
—He consultado con varios colegas y todos comparten mi diagnóstico.
—Alexander. —Se acercó a su hijo.
—Sí, padre.
—Has escuchado al doctor. ¿Entiendes la situación?
—Sí, padre.
—Bien. La vida se ha vuelto un poco más difícil para ti, pero eso no
significa que no puedas conseguir lo que te propongas. Simplemente, tendrás
que esforzarte más. —⁠Puso una mano en su cabeza a modo de caricia⁠—.
Puedes llorar si lo necesitas, pero solo hoy. A partir de mañana dejarás las
lágrimas para tu madre y enfrentarás el futuro con fortaleza y espíritu de
sacrificio. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Sí… padre. —Los ojos del niño se inundaron.
Benjamin Greenwood atrajo a su hijo y lo abrazó para consolarlo.

La duquesa tenía más influencia de la que su esposo había calculado y


envolvió a su hijo en un enorme y tupido manto protector. Eso hizo que el
muchacho no desplegase del todo bien sus alas y estas tuviesen poco músculo
a la hora de volar. Por suerte, Alexander tenía dos amigos que no eran los que
su madre habría elegido de haber podido hacerlo. Pero todos los «buenos
candidatos» desaparecieron en cuanto el futuro duque se quedó ciego, así que
Sophie Greenwood tuvo que aceptar a Edward Wilmot y William Bertram,
aunque con reservas. Edward era el mayor de los tres, tenía dos años más que
Alexander y William, que eran de la misma edad. Edward era el hijo bastardo
del conde de Kenford, un hombre despiadado y cruel al que la duquesa había
tenido el disgusto de conocer hacía años y del que tenía una pésima opinión.
El muchacho era arisco, antipático incluso, y nunca se le veían los ojos, pues
tenía siempre la mirada clavada en el suelo justo delante de sus pies. A la
madre de Alexander no le gustaba la gente que desviaba la mirada, sentía que
tenían algo que ocultar y eso le generaba mucha desconfianza. William
Bertram era el polo opuesto: amable, galante y muy risueño. Siempre tenía
una palabra agradable que decir y su humor parecía siempre excelente. Sería
una buena influencia para su hijo si su padre tuviese un título o la decencia de
no ser tan rico sin tenerlo. Aun así, debía reconocer que parecían sentir
verdadero afecto por Alexander y que la vida de su hijo habría sido aún más
triste de no ser por ellos.

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Al cumplir los doce años sucedieron dos cosas importantes en la vida de
Alexander: nacieron las gemelas y se cubrió los ojos con un…
—¿A qué viene ese antifaz, muchacho? —⁠preguntó su padre, atónito.
—A la gente le incomodan mis ojos —⁠dijo tanteando la mesa para ubicar
todos los elementos⁠—. No quiero que las gemelas se asusten de mí.
—¿Quién te ha dicho esa tontería? —⁠preguntó su madre ofendida.
—Lo he oído por ahí.
—¿Por ahí?
El duque miró a su esposa y le hizo un gesto para que se calmase.
—No ha sido idea tuya —afirmó rotunda⁠—. ¿De quién?
—De Edward —respondió llevándose el tenedor a la boca.
—Me lo imaginaba —dijo su madre⁠—. ¿Él te ha dicho esa estupidez de
que incomodas a los demás?
—Lo que he dicho es que mis ojos incomodan a los demás, no yo, madre.
Y Edward me dio la idea después de que me golpease con una rama y me
hiciese sangre en el ojo.
La duquesa sintió aquella punzada en el estómago que la atacaba cada vez
que era consciente de las pequeñas, y no tan pequeñas, batallas que su hijo
sufría a diario.
—En cuanto a lo otro —siguió el niño⁠—, ahora tengo el oído más
desarrollado y oigo cosas que antes me pasaban desapercibidas. Sé que les
molesta porque los he oído comentarlo.
—Está bien —aceptó su madre removiendo la comida de su plato⁠—. Pero
las gemelas te adoran, sonríen en cuanto entras en la habitación y escuchan tu
voz.
—¿Creéis que podría montar? —⁠preguntó Alexander tras unos segundos
en silencio.
—¡Dios Santo! —Su madre dejó caer el tenedor en la mesa⁠—. ¿Cómo vas
a montar si no puedes guiar al caballo? Podrías sufrir un accidente grave. De
ningún modo, eso sí que no. ¿También es idea de Edward?
—Anoche soñé que montaba y me he despertado con muchas ganas… Ya
sabes lo mucho que me gustaba montar con papá, pero si tú no quieres no lo
haré, mamá —⁠dijo tranquilo.
Su padre lo observaba con admiración desde la cabecera de la mesa.
Había seguido a rajatabla su consejo y después de recibir la peor noticia de su
vida y llorar hasta quedarse sin fuerzas no volvió a derramar una lágrima ni
emitió la más mínima queja por su mala suerte. Aceptaba su destino y

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enfrentaba las pruebas que le deparaba la vida. Tan solo su personalidad,
abierta y alegre, había sufrido un cambio irreversible convirtiéndolo en aquel
muchacho apocado y tímido que pedía sin exigir y dejaba que su madre
manejase su vida sin apenas resistencia.
—Quizá más adelante —dejó caer y evitó la mirada de su esposa con la
maestría del que lleva años practicando.

Al cumplir los veintiún años sucedieron dos cosas importantes en la vida de


Alexander. Una tenía que ver con Edward y un barco que zarpaba en breve. Y
la otra con Katherine Wharton y una decisión precipitada.
—¿A Jamaica? —Alexander lanzó la bola de papel y acertó en la papelera
apuntándose otro tanto.
Estaban los tres en la biblioteca, aburridos y ociosos, a punto de iniciar el
viaje a Londres, donde William y Alexander pasarían los próximos meses
disfrutando de fiestas y bailes agotadores. Edward ya nunca iba a Londres en
verano, a su padre no le gustaba la temporada social y solía criticar esos
«eventos para majaderos y pisasalones que no tienen nada mejor que hacer
que pasarse el día hablando, comiendo y bailando como petimetres».
—Ha decidido que para hacerme un hombre de provecho necesito
instrucción militar —⁠siguió Edward⁠—, y que nadie mejor para
proporcionármela que su amigo, el conde de Balcarres, que ahora, además, es
el gobernador de Jamaica.
—Pero… —William se levantó del suelo y lanzó una última bola de
papel⁠—. ¿Cuánto tiempo?
—No me lo ha dicho.
—Pero ¿qué piensas? —Alexander también se había levantado, perdido el
interés por el juego contra el que no tenía rival⁠—. ¿Un año? ¿Dos?
—No creo que sean menos de tres. Allí tenemos negocios y cuando acabe
mi instrucción quiere que me ocupe de ellos.
—¡Tres años! —William se llevó las manos a la cabeza⁠—. Eso es mucho
tiempo.
—¿Has intentado hablar con él? —⁠preguntó Alexander⁠—. Aquí también
puedes recibir instrucción militar, si de verdad es eso lo que busca tu padre,
claro.
Edward soltó el aire de golpe de sus pulmones.
—No me deis la tabarra vosotros, ya bastante he tenido con él. Cree que
tengo la cabeza llena de pájaros porque me gusta la música… —⁠Bajó el

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volumen hasta hacerse casi inaudible⁠—. Y porque me he negado a casarme
con la señorita Addley. Cuando volváis de Londres ya no estaré aquí.
—¿Qué? —preguntó Alexander incrédulo⁠—. ¿La señorita Addley?
¿Cuándo lo decidiste? Nos dijiste que lo estabas pensando.
—Lo pensé.
—¿Cuánto rato? —intervino William⁠—. ¿Dos minutos? Ella estaba muy
predispuesta y tú has dejado que tu padre se hiciera ilusiones.
—Yo no he hecho semejante cosa. Lo cierto es que he sido menos
detallista y atento con ella de lo que lo soy con Samuel, nuestro mayordomo,
y mi padre jamás me ha escuchado alabarla o manifestar algo que le hiciese
pensar que sentía interés por ella.
—No tienes remedio —afirmó Alexander.
—No voy a casarme con nadie que apruebe mi padre.
—Pues si esa es tu premisa para encontrar esposa te auguro un
matrimonio muy feliz —⁠se burló William.
—Mucho más feliz que si es él quien la escoge.
—¿Y lo ha aceptado así, sin más? —⁠Alexander sospechaba que había algo
más.
—Dice que va a cambiar el testamento.
—¡Edward! —exclamó William—. ¡Te ha desheredado! Es eso, ¿verdad?
—Algo así.
—Mira que te gusta hacerte el interesante —⁠dijo Alexander riendo⁠—.
Suéltalo de una vez.
—Está bien, os lo contaré. No me reconocerá como su hijo legítimo si no
me caso antes con alguien que él apruebe. Y ya sabéis lo que pasará si no me
reconoce…
—No podrás heredar sus posesiones y regresarán a la corona —⁠dijo
Alexander.
William se echó a reír a carcajadas.
—Hay que reconocer que el conde no puede negar ser tu padre, tiene un
carácter tan horrible como el tuyo.
—Casi me siento orgulloso de él —⁠afirmó Edward.
—Tendrás que casarte —sentenció William.
—También puedo aceptar la ayuda del conde de Balcarres y hacer carrera
militar.
—¿Tú militar? ¡Ja! —se burló Alexander⁠—. No estás hecho para
obedecer.

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—Pero sí para mandar —sonrió travieso⁠—. De todas maneras, no os
preocupéis por mí, gracias a que me marcho me ahorraré tener que escucharte
hablar de tu señorita Katherine a todas horas durante los próximos meses.
—Serás imbécil. No me paso el día hablando de ella.
—Huy que no. —Edward le lanzó la bola de papel que había estado
apretujando durante un buen rato y le dio en plena cara⁠—. Lo peor de los
pesados es que se piensan que sus rollos son interesantes.
—Katherine Wharton es realmente hermosa —⁠dijo William aguantándose
la risa⁠—. Quizá a tu padre le guste.
—Serás… —Alexander trató de llegar hasta él, pero su amigo se libró sin
dificultad y huyó al otro lado de la biblioteca.
—Son cinco hermanas, aunque aún tienen que crecer un poco —⁠insistió
William⁠—. Katherine solo tiene dieciséis años, es demasiado joven incluso
para ti.
—¿Y por qué no su tía? —dijo Alexander entrando en el juego⁠—.
También es muy hermosa, según me han dicho.
—Lo es —afirmó William—, doy fe de ello. Y todas tienen una
educación exquisita.
—No soporto a las niñas refinadas —⁠dijo Edward poniendo cara de
disgusto⁠—. Conversaciones insulsas, vahídos constantes, risas forzadas… No,
gracias. Prefiero la ruina económica.
—Emma no es nada de eso, te lo aseguro —⁠afirmó Alexander.
—¿Esa es la mayor? —Edward negó con la cabeza⁠—. A esa no me
acercaría ni con un palo.
—Algún día tendréis que empezar a comportaros como caballeros
—⁠advirtió Alexander⁠—. Los dos.
—Yo soy un bastardo —dijo Edward dejándose caer en el sillón y
pasando una pierna por encima del reposabrazos miró a William⁠—. ¿Cuál es
tu excusa?
El interpelado se sentó frente a él en un escabel y se puso a jugar con una
de las bolas de papel lanzándola al aire y capturándola con la mano.
—Si me das con ella te arrepentirás —⁠amenazó Edward.
—¿Cómo es posible que Alexander siempre acierte a la papelera, pero no
esquive ni una bola? —⁠preguntó sin dejar de tirarla hacia arriba una y otra
vez.
—Sabe dónde está la papelera, estudia la trayectoria —⁠explicó Edward⁠—,
pero no es capaz de adivinar la nuestra.
—La papelera no hace trampa —⁠dijo Alexander con burla.

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—¿Cómo? —William frunció el ceño⁠—. ¿Nos estás acusando de
tramposos?
—La vida es tramposa —dijo Edward encogiéndose de hombros⁠—. Y la
sociedad, también. Mira si no. Yo no puedo ser conde si mi padre no me
reconoce como hijo legítimo, aunque eso no me haría menos bastardo. A
Alexander su padre le ha cedido el título de conde como cortesía, ya que
tendrá que esperar a que él se muera para heredar el de duque. Y, por otro
lado, tú no tienes ni tendrás título alguno, pero la fortuna de tu familia supera
con creces la de muchos de esos que os miran con superioridad.
—¿No se puede ceder un título de cortesía a un amigo? —⁠preguntó
William dirigiéndose a Alexander⁠—. Tu padre también es vizconde, podría
darme ese título a mí. El vizconde William Bertram suena muy bien.
Alexander no respondió y su expresión meditativa hizo que se encendiera
la alarma en el medidor de las malas decisiones de sus dos amigos.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Edward.
—Voy a hacerlo.
—¿Hacer qué? —Su amigo lo miraba sin perder de su vista periférica los
movimientos de William y su pelotita, que, de un momento a otro, lanzaría
contra uno de ellos.
—Voy a decirle a Katherine lo que siento.

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Capítulo 1

1809. Harmouth, Inglaterra.

El barón Frederick Wharton leía una carta de su buen amigo Thomas


Crawford, en la que le narraba las preocupaciones que le provocaba su hijo
James, capitán del ejército de su majestad. Mientras, sus cinco hijas, su
hermanastra y su esposa debatían intensamente sobre si era mejor ir a Londres
el sábado o esperar hasta el martes siguiente para asegurarse de que no eran
las primeras en llegar a la ciudad. Este año la temporada social empezaría el
jueves en el baile de los Everitt.
Lo más sorprendente de aquella escena era que lejos de lo que pudiera
parecer, el barón se encontraba de lo más cómodo entre ellas. Pocas veces
participaba en sus interminables charlas, pero le gustaba oírlas hablar casi
tanto como le agradaba verlas revoloteando por la casa a todas horas.
—¿Estás segura, mamá? ¿De verdad se irán? Mira que son marcas muy
profundas…
—Katherine, hija, se han arrugado las sábanas debajo de tu cara. Claro
que se irán.
—Mira que si se quedan para siempre —⁠se burló Elinor.
—No seas mala, Elinor. —Emma la miró severa y después se volvió hacia
su otra hermana⁠—. Katherine deja de preocuparte por tonterías.
—No te quedarían marcas si hicieses ejercicios con la cara como hago yo
cada mañana. —⁠Caroline movió los músculos faciales poniendo caras
extrañas.

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—Jamás haré semejante cosa —⁠negó Katherine horrorizada.
—Tú misma. —La otra se encogió de hombros y siguió desayunando.
—Yo sí voy a hacerlos —dijo Harriet⁠—. ¿Es así, Caroline?
Las dos se pusieron a hacer muecas y su padre contempló la escena con
una ceja levantada. Quizá debería haber sido un poco más severo con ellas
cuando eran niñas, se dijo volviendo a poner su atención en la carta de su
amigo.
Que el barón Frederick Wharton era un hombre peculiar, todo el mundo lo
sabía. Se casó con Meredith MacNiall, una simple institutriz de origen
escocés a la que conoció en casa de Thomas, ese del que ahora leía una
misiva. Fue amor a primera vista y no estuvo exento de dificultades, pero el
barón no cejó en su empeño hasta solventarlas todas y cada una de ellas.
Incluso las que puso la propia Meredith, segura como estaba de que la idea de
casarse con un barón era una absoluta majadería.
Después de sortear tan grave escollo, lord Wharton no creía que hubiese
dificultad que no pudiese afrontar. Pero empezó a ponerse un poco nervioso
después de que su esposa diera a luz a su tercera hija. Y sus nervios
aumentaron tras los nacimientos de las dos últimas. Cuando estaba al borde de
caer en el abismo de los convencionalismos y sucumbir a la tiranía de la
opinión general de sus congéneres, su esposa, muy sabiamente, le había hecho
entender que la vida no pide permiso para abrirse paso y que, si Dios había
puesto en sus manos a aquellas cinco niñas, algo esperaba de él. Lady
Wharton era la mujer más poderosa del mundo para el barón ya que podía
arrancarle el corazón del pecho cuando lo desease, pues era completamente
suyo. Así que decidió hacer caso a sus palabras y vivir su vida sin reproches
ni lamentaciones que a nada conducen.
Algunos descreídos habían mencionado en la intimidad de sus hogares
que no creían auténtica esa perfecta armonía entre los esposos, llegando a
decir que no sería de extrañar que, más pronto que tarde, el barón siguiese los
pasos de su padre para solventar tan desafortunada situación, buscando en
otro vientre al hijo deseado.
Además de haberse casado con una mujer sin posibles, Frederick Wharton
había estado en boca de todo Londres por acoger en su casa a la hija ilegítima
de su padre, a la que el anterior barón no había querido ni ver. La madre de
Frederick ya había muerto cuando se produjo la ilícita relación y, el ahora
barón, nunca consideró a la pobre niña culpable de los delitos de sus padres.
Por eso, cuando supo que había quedado huérfana, también de madre, habló
con su esposa y juntos decidieron acogerla bajo su protección.

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Elizabeth, que así se llamaba la niña, tenía diez años entonces y solo era
cuatro años mayor que Emma, la primera de sus hijas. Enseguida se encariñó
con sus sobrinas, que la trataron como a una más. Era una niña dulce y
cariñosa que se ganó el afecto de todos, y la baronesa se hizo la firme
promesa de conseguir que se sintiese como parte de la familia. A pesar de que
el resto del mundo la mirase con condescendencia y velado desprecio a su
origen, nunca le faltaría de nada. Dentro de sus posibilidades, claro.
El barón no era rico. Tenía propiedades, por supuesto, pero no le rentaban
demasiado. El hecho de que fuese un hombre compasivo y generoso había
jugado en su contra haciendo que mermase, sustancialmente, el contenido de
sus arcas. Los granjeros que trabajaban en sus tierras lo querían de verdad,
pero todo el mundo sabe que por muy valioso que sea el afecto no paga las
facturas.
Cinco hijas, una hermanastra y una esposa sin dote pueden ser una pesada
carga para un solo hombre. Sin embargo, Frederick Wharton se sentía
afortunado y esperaba que, llegado el momento, la vida fuese tan generosa
con ellas como ellas lo habían sido con él. Al fin y al cabo, lo único que
quería para esas niñas era lo mismo que él encontró en Meredith MacNiall:
Un amor profundo y sincero aderezado con una justa dosis de buen humor.
El barón dobló la carta siguiendo los pliegues originales y la dejó sobre la
mesa del desayuno. Observó a sus hijas, a su hermanastra y a su esposa y
decidió que ya era hora de hablar de su testamento. Thomas tenía razón, ya no
eran unos niños y, como él, debía encauzar las cosas para dirimir
convenientemente el futuro de todas ellas.
—Esta noche os quiero a todas en la cena —⁠dijo poniéndose de pie⁠—. No
lleguéis tarde.
—¿Qué qui…?
El barón levantó la mano para hacer callar a Elinor y le hizo un gesto a su
esposa para que lo acompañase.
—Vamos, querida, tengo que hablar contigo.
En cuanto salieron por la puerta el parloteo de las seis jóvenes inundó de
nuevo el comedor.

—De verdad, papá, ¿cómo se te ocurre hablarnos de esto el día de tu


cumpleaños?
El barón miró a Harriet, dejando el tenedor en el plato. A sus dieciséis
años conservaba la inocencia infantil de una soñadora. Su cuarta hija lo

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desarmaba con sus vivarachos ojos y esa sonrisa capaz de iluminar una
estancia ella sola. Era la única que había heredado el pelo rojo y rizado de los
MacNiall, pero no era de su madre de quién había sacado esa imaginación
desbordante capaz de ver dragones en las nubes o caballos alados en un prado
desierto.
—¿Qué tiene de malo hablar de eso? —⁠intervino Elinor desde el otro lado
de la mesa⁠—. Todos tenemos que morir.
La pequeña de las Wharton era la más rebelde e inconformista de todas,
algo que llevaba a su madre por la calle de la amargura. Acababa de cumplir
quince años y no había variado un ápice su tozudez, por lo que la baronesa
empezaba a temer que su enfermedad no tuviese cura.
—Es el cumpleaños de papá —⁠insistió Harriet⁠—. Nadie debería hablar de
la muerte el día de su cumpleaños, los dioses podrían escucharlo y…
—¿Qué dioses ni qué dioses? —⁠se burló Elinor⁠—. Deberías dejar de leer
esas historias que lees en La Gaceta de Layton y preocuparte por cosas más
importantes.
—Estás enfadada porque mamá no te dejó quedarte con los pantalones de
Colin. —⁠Se rio Harriet⁠—. ¡Estabas tan graciosa con ellos!
—Niñas. —Su madre las miró a ambas con una expresión elocuente que
las hizo callar de inmediato⁠—. Dejad hablar a vuestro padre.
El barón movió la cabeza al recordar la guisa de su hija cuando se
presentó vestida con las ropas de su mejor amigo. ¿Por qué no podía tener
amigas como las demás? Siempre con ese muchacho…
Colin era un buen chico y si permitió que Elinor llegase vestida con
aquellas ropas masculinas fue porque la que ella llevaba quedó empapada
cuando se empeñó en llegar hasta Carrick con el cielo amenazando tormenta.
—Ya hablaremos tú y yo de tu aventura con más calma —⁠anunció
mirándola con fijeza a lo que su hija pequeña asintió dispuesta a no volver a
abrir la boca⁠—. Ahora volvamos al tema que nos ocupa. Que os hable de mi
testamento no significa que piense morir en breve, pero hay cosas que debéis
saber y creo que ya sois todas lo bastante mayores para entenderlas.
—Discúlpame, Frederick —lo interrumpió su esposa poniéndose de
pie⁠—. Si te parece bien, pasemos al salón, ya hemos terminado de cenar y allí
estaremos más cómodos.
El barón leyó en su mirada y comprendió que prefería que hablasen sin
que el servicio escuchase lo que tenía que decir. O, más bien, lo que dirían sus
hijas que estaba seguro iban a interrumpirlo todo el tiempo.

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Asintió e hizo un gesto para que siguieran a su madre antes de volverse
hacia el mayordomo.
—George, que nadie nos moleste.
—Descuide, señor.
—Frederick, si lo deseas, puedo retirarme. —⁠Elizabeth se quedó rezagada
del resto.
—Por supuesto que no. —Su cuñada la cogió del brazo y entró al salón
con ella.
El barón cerró la puerta tras él y las mujeres tomaron asiento en los sofás
y sillones que había en la estancia, según sus preferencias. Una vez estuvieron
todas sentadas, Frederick contempló la estampa con verdadera satisfacción.
Había allí un ramillete de féminas de lo más variopinto y hermoso. Emma,
Caroline y la pequeña Elinor habían heredado su cabello oscuro y los ojos
color avellana de su madre, pero ese era todo el parecido entre ellas. En lo
demás cada una había cogido de su herencia aquello que le fue de utilidad o
de gusto.
Lo cierto era que Emma, a sus veinticuatro años, era la que más se parecía
a Meredith en el carácter y, quizá por eso, sentía una innegable debilidad por
ella. Al barón le gustaba charlar con ella de cualquier tema. Le divertía su fina
ironía y su poco recato a la hora de opinar sobre cualquier asunto, aunque
temía que esa era la causa de la deriva que llevaba el pensamiento de Elinor.
La pequeña siempre había sentido una gran admiración por Emma, la
idolatraba, y escuchaba todo lo que ella decía con auténtica devoción. Eso la
había llevado a preguntarse cosas por las que la mayoría de las mujeres jamás
se interesan a una edad tan temprana. Pero lo que en Emma resultaba un
debate interesante y racional con Elinor se convertía en una apasionada
discusión que solía acabar con el enfado de una de las partes.
—Papá, ¿no quieres sentarte también?
Sus ojos se posaron en Katherine y una cálida sensación inundó su pecho.
Era lo que le pasaba a todo el mundo cuando la miraba, su belleza era tan
extraordinaria que era imposible no quedar subyugado. Su cabello dorado
brillaba con los rayos de sol que entraban por la ventana y sus facciones se
dibujaban en perfecta y armoniosa simetría. Hasta sus pequeñas orejas eran
hermosas. La segunda de sus hijas contaba veintiún años y era tan perfecta
que no había nadie en Londres o sus alrededores que no hubiese oído hablar
de ella como si de una obra de arte se tratase.
Sonrió para distender un poco el ambiente y procedió a explicarles el
motivo de aquella reunión.

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—Ya os he introducido el tema del que debo hablaros, pero antes de llegar
a ello os pondré en antecedentes. Las cosas no han sido como esperaba
cuando vuestra madre y yo nos casamos. No tuvimos un hijo varón que
pudiese hacerse cargo de las propiedades y confieso, además, que yo no he
sido el mejor y más comedido administrador de los bienes que me legó mi
padre. Si vuestro abuelo estuviese aquí os diría que he sido demasiado blando,
demasiado comprensivo con las circunstancias de mis arrendados y que he
pasado por alto más de un incumplimiento en los pagos, con el consiguiente
perjuicio para nuestros intereses. Y no podría discutírselo, aunque sí
responderle, ya que él tampoco consiguió aumentar el patrimonio familiar con
su dura actitud.
Elizabeth bajó la mirada con recato y Frederick apretó los labios,
consciente de que con sus palabras había hecho que se sintiese incómoda.
Sabía que, a pesar de que siempre la habían tratado como a una más, ella
seguía sintiéndose una mantenida. No hacía mucho que había tenido que
ponerse serio con ella por insinuar que quería trabajar para ganar algo de
dinero. Tener una hermanastra veinte años más joven no había sido fácil para
él. Cuando la acogió bajo su protección tuvo sentimientos encontrados. Por
una parte, se sentía responsable de ella sin haber tenido nada que ver en su
existencia. Y, por otra, Elizabeth era el recordatorio viviente de todo lo que su
padre había hecho mal en su vida. Pero lo cierto era que ella se había ganado
un lugar en la familia y en el corazón de todos, incluido el suyo. Era dulce,
comprensiva y amable. Adoraba a sus sobrinas y respetaba enormemente a su
cuñada. Le sonrió con afecto cuando levantó la mirada y sus ojos se
encontraron de nuevo.
—No voy a entrar en engorrosos detalles —⁠continuó⁠—, la cuestión es que
me hallo en la disyuntiva de tener que pensar en la mejor forma de legar mis
bienes. Y vuestra madre y yo hemos llegado a la conclusión de que debíamos
discutirlo con vosotras antes de tomar una decisión.
—¿Por qué ahora, papá? —preguntó Caroline sin poder resistirse.
—Porque Emma y Katherine están en edad de casarse —⁠respondió su
madre⁠—. Debéis saber en qué situación os encontráis antes de tomar
decisiones que os afectarán todas.
—La primera posibilidad y la más obvia sería dejárselo todo a Emma
—⁠siguió el barón⁠—. Es la primogénita y de este modo se evitaría que la
baronía desapareciese como tal.
Todos los ojos se posaron en la mayor de las hermanas y ella se aseguró
de mantener un gesto de estudiada calma.

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—Yo no tuve dote —recordó su madre⁠—, por lo que no puedo dejaros
nada.
Su esposo la miró con severidad.
—Eso no tiene ninguna importancia, querida, y no era necesario
mencionarlo.
La baronesa sonrió.
—Deben saber que no todas las mujeres tienen tanta suerte como ellas por
haber nacido en un lugar privilegiado. —⁠Se volvió a mirar a sus hijas⁠—.
Debéis tomaros esto muy en serio, de lo que vuestro padre decida dependerá
no solo vuestra vida futura, también la de vuestros hijos. Si yo tuviera una
dote que daros la decisión sería mucho más sencilla de tomar.
—Hablas como si pensaras que no haremos un buen matrimonio.
—⁠Caroline se levantó y fue a sentarse en un cojín a los pies de su madre⁠—.
¿Es así, mamá? ¿No crees que vayamos a tener un buen marido?
—Por supuesto que sí lo creo, mi niña —⁠respondió su madre acariciando
su cabeza⁠—. Claro que haréis buenos matrimonios, pero no queremos que el
dinero pese demasiado en vuestra elección. Por eso vuestro padre quiere hacer
las cosas de la mejor manera.
—¿Sería posible continuar sin interrupciones? —⁠preguntó el barón
levantando una ceja.
Caroline y la baronesa se disculparon con un gesto.
—Bien. Si Emma se queda con toda la herencia estará en sus manos la
tarea de asignaros una renta anual a cada una para que podáis vivir
dignamente, en caso de que no contraigáis matrimonio o si el joven de vuestra
elección no posee una justa posición. —⁠Miró a Caroline, que con solo veinte
años recién cumplidos, no debería preocuparse de ese tema aún, menos
teniendo dos hermanas por delante en edad⁠—. Tranquila, hija, no creo que
exista un joven en toda Inglaterra capaz de resistirse a tus encantos, no me
cabe duda de que te casarás cuando llegue el momento de hacerlo. —⁠Su hija
sonrió satisfecha⁠—. Como os he dicho al principio, no tengo intención de
morirme, pero estoy vivo, así que el riesgo existe. Hice un primer testamento
cuando nació Emma, si sufro un percance que me quite la vida, la que os he
narrado será vuestra situación inmediata: Emma tendrá que ocuparse de
vosotras y de las propiedades, lo que, dado el estado de nuestras arcas, le
provocará muchos dolores de cabeza.
—¿Cuál es la otra opción? —⁠preguntó Katherine.
—Parcelar los bienes equitativamente —⁠respondió su padre⁠—. Cada una
gestionará la parte del patrimonio que le corresponda y obtendrá el beneficio

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que dicha gestión le aporte, según su buen juicio. Estoy seguro de que veis lo
peligroso que es eso, ya que podría suponer la ruina para alguna de vosotras,
y no miro a nadie —⁠dijo clavando sus ojos en Harriet.
—¡Papá! —exclamó haciéndose la ofendida.
—Siempre estás diciendo que no te quedarás en Harmouth —⁠dijo
Elinor⁠—. Que quieres vivir aventuras y descubrir tesoros en países lejanos,
¿cómo cuidarás de la propiedad si estás a mil millas?
Todas se rieron.
—No sé de qué os reís. —La fantasiosa arrugó la nariz como solía hacer
siempre que se sentía atacada⁠—. ¿Tengo que ser como vosotras que solo
pensáis en casaros?
—¿De qué estás hablando? —Elinor le dio un pequeño empujón y señaló
a Katherine y Caroline⁠—. Las únicas que quieren casarse son ellas dos.
—Emma también tendrá que casarse algún día —⁠dijo Harriet⁠—, no va a
ser una solterona como Eli…
Se tapó la boca rápidamente y miró a su tía con los ojos muy abiertos.
Después corrió a arrodillarse frente a ella cogiéndole las manos con pesar.
—No quería… O, Elizabeth, perdóname, soy una estúpida y una…
—Tranquila, Harriet, no me molesta la idea de ser una solterona.
—No serás una solterona —sentenció Emma⁠—. No sé por qué habrías de
serlo si no lo deseas.
—Pues ya veis lo que nos está diciendo papá. —⁠Elinor se puso de pie⁠—.
Todas sabemos a dónde nos lleva esto. Al final la única que no necesitará
casarse será Emma, las demás tendremos que hacerlo, tanto si queremos como
si no. Y para elegir marido tendremos que basarnos en su renta y esperar a
que el mejor candidato tenga a bien pedir nuestra mano. Para lo cual
tendremos que desplegar toda clase de artimañas, ardides y subterfugios
fingiendo que somos inocentes florecillas y que estamos dispuestas a acatar
sus órdenes.
—Hija, no empieces —pidió su madre recostándose en la butaca con
expresión cansada. Qué difícil iba a resultar llegar a una conclusión⁠—. Al
final va a ser cierto lo que decía vuestro abuelo y va más rápida vuestra
lengua que vuestra inteligencia.
Las chicas se entristecieron al pensar en su abuelo materno. Robert
MacNiall era un hombre rudo, grande y pelirrojo, con muy buen humor y
poca paciencia, que solía decir siempre lo que pensaba. Lo adoraban y no les
molestaba en absoluto que dijera aquellas cosas de ellas porque sabían lo

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mucho que las quería a todas. Apenas hacía seis meses de su muerte y aún
dolía mucho pensar en él.
—Perdona, papá, no te interrumpiremos más —⁠dijo Elinor con pesar
volviendo a su asiento. Su padre levantó una ceja sin darle crédito.
—Bien, a grandes rasgos ya conocéis la situación y sois lo bastante
maduras como para entender que no se trata de un tema menor. Tenemos un
deber para con nuestros antepasados que lucharon para conseguir lo que hoy
tenemos y disfrutamos. Pero yo también tengo un deber para con vosotras y
no voy a obligaros a casaros por conveniencia. No, Elinor. —⁠Miró a su hija
pequeña que sintió cómo el calor aumentaba en sus mejillas⁠—. Yo me casé
por amor y no me he arrepentido ni un solo día de mi vida. Aunque, debo ser
sincero, para mí no entrañaba una gran dificultad, pues soy hombre.
—Déjaselo todo a Emma, papá —⁠dijo Caroline convencida⁠—. Es la más
lista de nosotras y sabrá qué hacer.
—Y no quiere casarse —dijo Elinor, a lo que Harriet respondió con un
pescozón⁠—. ¿Qué? Acaba de decirlo. Además, odia los bailes y así es difícil
que consiga…
Emma tiró suavemente del cerrado escote de su vestido de manera
inconsciente.
—Yo estoy con Caroline —intervino Katherine ignorando a sus hermanas
pequeñas⁠—. Emma sería una excelente baronesa.
—Una mujer no puede heredar el título —⁠aclaró la mayor⁠—. Y yo
preferiría no tener tanta responsabilidad, padre.
—¿Tú qué opinas, Elizabeth? —⁠preguntó Meredith a su cuñada.
—No es algo sobre lo que yo deba…
—Adelante. —La animó su hermanastro⁠—, di lo que piensas.
—Estoy segura de que Emma es perfectamente capaz de gestionar la
propiedad y sé que se pondría a trabajar en ello inmediatamente si tú se lo
pidieras. Pero creo que sería un poco… injusto ya que le exigiría una
dedicación completa y no podría tener otras… ocupaciones. Al menos
mientras esa responsabilidad fuese solo suya. En el caso de estar casada…
entonces todo sería distinto. —⁠Movió la cabeza inquieta⁠—. Yo no debería
opinar, ya lo he dicho antes.
Todos estaban mirándola y gracias a ello no se percataron del sobresalto
en los ojos de Emma cuando habló de sus «otras ocupaciones». Respiró
hondo para mantener la calma y rogó mentalmente que su tía cerrase la boca.
—Yo opino igual que Elizabeth —⁠intervino la baronesa⁠—. Y lamento
decir esto, Elinor, pero lo cierto es que sí, la mejor solución sería que todas

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encontraseis un marido que pudiera proporcionaros una vida digna, a vosotras
y a vuestros hijos.
—Mamá, viniendo de ti resulta aún más decepcionante —⁠dijo Elinor,
dejándose caer contra el respaldo del sofá con actitud derrotada.
—¿Viniendo de mí?
—Tú te casaste por amor. Papá contravino todas las convenciones sociales
y se enfrentó al abuelo al elegirte.
—¿Ahora eres una romántica? —⁠Sonrió su madre⁠—. Esto es nuevo.
—No es romanticismo, mamá, es aire fresco en una habitación cerrada. Es
esperanza para nosotras.
—¿Cuándo dices nosotras te refieres a las que estamos en esta habitación
o a todas las mujeres de Inglaterra?
—Me refiero a todas las mujeres del mundo, mamá. —⁠Enderezó su
espalda y miró a su madre con ojos desafiantes⁠—. Algún día…
—Sí, hija, algún día —la interrumpió su padre⁠—, pero no hoy.
Centrémonos en el tema que estamos tratando, por favor. No tengo la menor
intención de obligaros a casaros por conveniencia…
—«Pero esa sería la mejor solución…». —⁠Imitó Elinor a su madre y esta
la miró de nuevo con severidad.
—No tiene por qué ser algo malo —⁠dijo la baronesa⁠—, hay muchos
jóvenes encantadores y…
—… con una buena renta.
—Elinor, para de una vez —la regañó Emma y la pequeña apretó los
labios en señal de obediencia. A ella era a la única a la que le hacía caso sin
protestar.
—Gracias, hija —dijo su madre aliviada⁠—. Si todas contrajeseis
matrimonio después podríais decidir cuál de vosotras está más capacitada
para gestionar la propiedad. Vuestro padre también piensa que esta es la
mejor idea, pero no quiere que os llevéis la impresión de que debéis casaros
por obligación.
—Que es exactamente lo que nos estáis diciendo —⁠mascullo Elinor para
sí.
—Jamás permitiré que ninguna de mis hijas se vea obligada a casarse con
un hombre al que no ame. Sabéis de sobra lo que opino al respecto. —⁠El
barón se acercó a su esposa y la tomó de la mano sin dejar de mirar a sus
hijas⁠—. Quiero que cada mañana cuando despertéis lo hagáis con una sonrisa
y con la paz que da saberse amado. Es lo único que deseo para vosotras y, si
os importa que yo sea feliz, es en lo que pensaréis cuando elijáis esposo.

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—Emma tú deberías ser la primera en casarte —⁠dijo Caroline mirando a
su hermana con cariño⁠—. Pero no quieres, así que le toca a Katherine.
La mencionada miró a su madre con expresión ilusionada.
—¿Sí, mamá? ¿Crees que este podría ser el año…?
—Tendrás que hacerte vestidos nuevos —⁠dijo su madre asintiendo.
—La señora Brighton es una artista, mamá, sus vestidos son los más
hermosos que yo…
—Eso ya lo hablaréis entre vosotras —⁠la cortó su padre sabiendo que se
había terminado la conversación⁠—. Empieza la temporada de verano en
Londres y estaréis muy ocupadas. Hablaremos de todo esto a la vuelta y
escucharé vuestras reflexiones, que espero que sean atinadas, Elinor.
Su hija apretó los labios y entrecerró los ojos, pero no dijo una palabra.
—¡Oh, mamá! Si pudiera tener un solo vestido de la señora Brighton…
—⁠Katherine se arrodilló sobre el cojín que seguía a los pies de su madre y la
cogió de las manos agitada⁠—. Viste cómo iba vestida la señorita Squill en el
baile de las flores del año pasado. ¡El éxito que tuvo!
—¡Tú lo habrías lucido mucho más! —⁠exclamó Caroline⁠—. Celia Squill
no te llega a la suela del zapato, por mucho que se empeñe.
Elinor puso los ojos en blanco y se dejó caer de nuevo contra el respaldo
del sofá. Harriet comenzó a bailar por la estancia cual ninfa del bosque
mientras tarareaba la música de un vals. El barón movió la cabeza y se dirigió
a la puerta consciente de que había llegado el momento de huir de allí, antes
de que empezaran a preguntar su opinión sobre telas, colores y accesorios
inútiles.
—Papá, espera, te acompaño. —⁠Emma lo siguió fuera del salón.
En el hall se detuvieron para hablar más tranquilos.
—No quiero que te preocupes demasiado —⁠dijo el barón⁠—. No permitiré
que os falte de nada, eso tenlo por seguro. No estamos en la ruina, tan solo
quiero tomar la mejor decisión para todas vosotras.
—No tienes de qué preocuparte, papá. Tengo una fe ciega en mis
hermanas —⁠sonrió⁠—. Sé que todas harán un buen matrimonio.
El barón sintió una punzada en el pecho y sus ojos se desviaron hacia el
hombro oculto de su hija ignorando su propia voluntad. Emma fingió no
percatarse y mantuvo su expresión relajada.
—¿Vas a salir? —preguntó.
—Sí, Thomas Bain ha tenido algunos problemas con sus vacas y quería
mi opinión al respecto.

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—Papá… —Su hija se colocó las manos en la cintura y lo miró con
expresión burlona⁠—. Lo que quiere Bain es que le retrases el cobro otra vez.
—Eso me temo —sonrió el barón con expresión culpable⁠—. Es un buen
hombre, Emma, solo que tiene demasiados hijos.
—Debería ponerle freno a eso. Seguro que su mujer también se lo
agradecería. La pobre Martha está en los huesos y no da abasto con tantos
niños.
—Te prometo que hablaré con él muy seriamente. —⁠Se inclinó para poner
un beso en su frente y se despidió ufano.
Emma lo vio salir de la casa, pensativa. Su padre era demasiado bueno.
Estaba claro que las cosas les irían mucho mejor económicamente si fuese un
poquito menos comprensivo y algo más desconfiado. Sonrió.
—Pero entonces no lo querríamos tanto. —⁠Suspiró y volvió con las
demás.

Esa noche Katherine las reunió a todas en el dormitorio que compartía con
Caroline. La única que tenía una habitación para ella sola era Emma, aunque
la suya era mucho más pequeña que la de sus hermanas. Sentadas en la cama
esperaban expectantes oír lo que tenía que decirles, aunque sabían muy bien
cuál era el tema en cuestión.
—¿Qué llevas en la cara? —preguntó Elinor con cara de asco.
—Es una mascarilla de pepino, limón y clara de huevo —⁠explicó
Katherine tratando de no modificar su expresión para no crear arrugas en la
mezcla⁠—. Lady Wyatt la utiliza a menudo y tiene una piel brillante y sedosa.
—¿Y tenías que ponértela precisamente hoy? ¡Qué asco!
—Ni que fuera la primera vez que la ves con potingues en la cara —⁠dijo
Harriet moviendo la cabeza.
—¿A qué hemos venido, Katherine? —⁠preguntó Emma para centrar el
tema.
—Tenéis que ayudarme a hacer una lista de candidatos.
—¿Candidatos para qué? —preguntó Harriet.
—¿Para qué va a ser? —Elinor miraba a su hermana como si no diese
crédito⁠—. Para casarse, tonta.
—¿A ti te parece bien, Emma? —⁠Caroline la miró sin tapujos⁠—. Ahora
estamos las cinco solas y prometimos que siempre seríamos sinceras entre
nosotras. Si tienes algo que decir al respecto, ahora es el momento.
La mayor de las Wharton sonrió abiertamente, al tiempo que asentía.

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—De verdad que no tengo intención de casarme.
—Ni yo —dijo Elinor rápidamente.
—Tú eres una niña aún —le espetó Katherine⁠—. Ya opinarás cuando te
llegue el momento.
—Entonces, ¿qué hago aquí si no puedo opinar?
Su hermana levantó una ceja, pero rápidamente recordó que no debía
modificar su expresión.
—Yo sí quiero casarme —dijo sincera⁠—. Caroline y yo llevamos todo el
año hablando de ello cada noche. Y con lo que nos ha dicho padre…
—Pues qué aburrimiento —exclamó Elinor sin poder contenerse⁠—. De
verdad que podríais aprovechar mejor el tiempo leyendo un poco. Y no me
refiero a esas novelitas por fascículos que publica La Gaceta de Layton y que
tiene a todo el mundo entusiasmado.
—¿Qué tienen de malo las historias de amor? —⁠Caroline arrugó las cejas
y entornó los ojos⁠—. A mí me encantan. Estoy deseando que salga la
continuación de «El castillo de Loss». Mary está en un verdadero aprieto
desde que William la descubrió y no sé lo que…
—No estamos aquí para hablar de eso, Caroline. ¿Y a ti qué te hace tanta
gracia, Emma? —⁠Katherine miró a su hermana con curiosidad⁠—. Ya sé que
tú nunca lees esas cosas, pero Caroline tiene razón, es una historia muy
emocionante, deberías darle una oportunidad. Pero dejemos este tema para la
hora de la comida y ayudadme a redactar la lista.
—Pues será una lista muy larga —⁠dijo Harriet⁠—. La fila de jóvenes
interesados en casarse contigo es interminable. A mí me gusta mucho el
capitán Fibbons, está tan apuesto con su uniforme. Ha viajado mucho así que
debe haber vivido muchas aventuras…
Elinor puso los ojos en blanco.
—Es verdad que el capitán es muy guapo, pero no tiene dinero —⁠explicó
Katherine⁠—. Debemos tener en cuenta las rentas anuales de los candidatos,
después de lo que nos ha dicho padre.
—Ha insistido en que no quiere que hagamos un matrimonio de
conveniencia —⁠recordó Caroline.
—Pero eso no significa que no tengamos en cuenta la cuestión pecuniaria
a la hora de redactar mi lista —⁠aclaró Katherine⁠—. Estoy decidida a dejar que
elija mi corazón.
—Después de preguntarle a tus arcas —⁠se burló Elinor.
—Creo que el mínimo es una renta de cinco mil libras al año como la de
papá —⁠dijo ignorando a su hermana, algo que todas habían aprendido a hacer

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muy bien por las muchas ocasiones que les brindaba.
—Nuestro padre tiene un corazón demasiado grande. Por eso no tuvo en
cuenta el patrimonio de mamá —⁠dijo Caroline con orgullo⁠—. De no ser así,
jamás se habría casado con una institutriz.
—¡Esa sí que es una historia de amor digna de contarse! —⁠exclamó
Harriet⁠—. ¿Os lo imagináis? Mamá, la hija pequeña de Malcolm MacNiall,
un simple comerciante escocés, casada con el barón de Harmouth. Me gusta
tanto cuando mamá nos cuenta cómo se conocieron… Las dificultades a las
que se enfrentaron, luchando contra todos para salvaguardar su amor.
Las otras cuatro la miraban con expresión aburrida. Por supuesto la
historia era mucho menos épica de lo que a ella le habría gustado, así que
Harriet dejaba que su fantasiosa imaginación llenase los huecos que la
realidad había dejado vacíos.
—Papá es un hombre —recordó Elinor⁠—, se podía permitir no pensar en
el dinero. Las mujeres debemos tenerlo en cuenta si queremos sobrevivir. Y el
único modo en el que nos permiten conseguirlo es a través de un matrimonio
ventajoso. Si pudiésemos trabajar todo sería muy distinto para nosotras.
—¿Trabajar? —Harriet la miró con cara de susto⁠—. ¿Te refieres a eso que
hacen los criados?
—Me refiero a todo lo que hacen los hombres.
Su hermana abrió los ojos como platos.
—¿Conducir un carruaje también? —⁠Ahora su expresión era de lo más
divertida.
—Por supuesto.
—Me encantaría conducir uno. ¿Y qué opinas de capitanear un barco?
Casi puedo imaginarme al timón de una embarcación de guerra frente a la
flota francesa. Se iba a enterar Napoleón de…
—Por favor, chicas —pidió Katherine a punto de perder la paciencia⁠—.
¿Queréis centraros en el tema, por favor?
—Tú puedes aspirar a más de diez mil libras —⁠dijo Caroline recuperando
la cuestión⁠—. El vizconde Lovelace tendrá esa renta cuando sea conde.
Además, es guapísimo y está loco por ti.
—Todos están locos por ella —⁠dijo Harriet entusiasmada.
Podía ver a los candidatos montados en sus caballos blancos y dispuestos
a las mayores proezas para conseguir el favor de la prin…
—¿No hay ningún joven por el que sientas predilección? —⁠preguntó
Emma explotando la burbuja de la fantasiosa Harriet⁠—. Después de asistir al
baile de los Hickton no dejabas de hablar de su hijo, Lewis.

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—Es un joven muy interesante, es verdad —⁠respondió pensativa⁠—, y
aspira a una renta de unos cinco mil.
—Deberíamos decir un candidato cada una —⁠dijo Caroline⁠—. Teniendo
en cuenta los dos parámetros que has dicho: renta y atractivo físico.
—¿No os parece importante que sea culto? —⁠preguntó Emma mirándolas
a todas⁠—. ¿Amable? ¿Divertido? La belleza es efímera. En cuanto a la renta,
es necesaria, sí, pero no creo que pienses tener cinco hijas como papá. Yo
creo que incluso tres mil no estaría nada mal. En ese rango está Charles
Brinkworth. Es culto, educado y un gran jinete, por cierto. Ha viajado mucho
así que tendrá muchas historias que contar. Creo que la personalidad y la
bondad en un esposo son cosas más importantes que la belleza. Nadie quiere
vivir con un haragán o un hombre siempre malhumorado por muy guapo y
rico que sea. El amor debe estar ligado a la admiración y no a…
La expresión con la que sus hermanas la miraban la hizo enmudecer y sus
mejillas se tiñeron de rojo.
—Estamos buscando un marido para mí, no para ti —⁠dijo Katherine
conteniendo la risa⁠—. Si quieres ocupar mi lugar…
—No, por Dios. —Rechazó rápidamente⁠—. A mí dejadme en paz.
—Entonces, centrémonos en mis preferencias. El vizconde Lovelace es
muy guapo y rico, sin duda.
—¿De verdad? —Emma arrugó el ceño, pensativa⁠—. Yo no lo creo.
—Tú no tienes vista para estas cosas —⁠se rio Caroline⁠—. Te parece
guapo el capitán Crawford.
—Porque es muy guapo —insistió su hermana mayor.
Caroline negó con la cabeza dándola por imposible.
—Joseph Lovelace va a la cabecera de la lista. —⁠Katherine apuntó el
primer nombre.
—Pues si eso es lo único que te importa deberías incluir a Finley
Knowing —⁠dijo Emma con ironía⁠—. No tiene título, pero su padre es muy
rico y os he oído decir muchas veces que os parece guapo.
Katherine y Caroline se miraron y asintieron para corroborarlo y su
hermana mayor puso los ojos en blanco.
—Pero ¿es más guapo que Matthew Bresling? —⁠preguntó Katherine⁠—.
Más rico, seguro, pero Matthew tiene unos ojos preciosos que harían juego
con los míos, ¿no os parece? Nuestros hijos serían rubios de ojos claros.
—Papá tiene el cabello oscuro y mamá es pelirroja y tú has salido rubia
como la abuela —⁠dijo Elinor⁠—. Eso nunca se sabe.

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—Yo también soy pelirroja —⁠añadió Harriet levantando la barbilla con
orgullo⁠—. Una auténtica MacNiall.
—¿Podríais no dispersaros con temas que no interesan? —⁠pidió
Katherine⁠—. ¿Por qué es tan difícil mantener vuestra atención?
—¿Porque no nos importa un pimiento tu lista? —⁠Elinor sacó la lengua a
su hermana y después bufó dejándose caer contra el cabecero de la cama⁠—. Y
no puedo dejar de mirar esa cosa que llevas en la cara. ¿Cuándo te la quitas?
—¡Oh, qué pesada! —Se bajó de la cama y cogió una toalla de su tocador
para limpiarse.
—A mí sí me importa —dijo Caroline⁠—. De hecho, pienso hacer una lista
igual cuando me toque.
—Vamos, Katherine ha pedido nuestra ayuda. —⁠Emma miró a sus
hermanas pequeñas con expresión serena⁠—. Pongamos de nuestra parte. Es
un tema serio.
—Está bien —dijo Elinor sentándose de nuevo erguida⁠—. Finley
Knowing es mejor que Bresling. Salvó al gatito de Leslie Primm cuando se
quedó atascado en un canalón. Se comportó como un caballero.
Katherine volvió a la cama con ellas y apuntó a Knowing en segundo
lugar y a Matthew Bresling en el tercero.
—¿Henry Peyton? —preguntó mirando a Caroline⁠—. Sé que a ti te gusta
mucho y no querría…
Su hermana se ruborizó.
—Ninguno de ellos se fijará en mí hasta que tú estés casada, así que elige
a quien te plazca.
—No digas tonterías. Tampoco es que sea tan guapo y su renta no es tan
alta…
Caroline sonrió aliviada.
—Lewis Hickton es bien parecido —⁠dijo Emma trayéndolo de nuevo ya
que no se le ocurría nadie más⁠—. Cinco mil libras está muy bien.
—¿Habéis visto el carruaje que se han comprado sus padres? —⁠preguntó
Harriet⁠—. Es casi tan lujoso como el de su majestad.
Katherine sonrió satisfecha y apuntó a Hickton en cuarto lugar.
—Dentro de ese rango solo te quedan Thomas Waterman y Hubert
Glazier —⁠dijo Caroline después de dar un repaso a la zona de influencia de
Katherine.
—Waterman no es tan rico como los demás, pero desde luego es muy
guapo —⁠pensó Katherine en voz alta⁠—. Creo que a él lo pondré en quinto
lugar. Glazier no me gusta nada, le huele el aliento.

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—Ayer oí a mamá hablando con nuestro padre del hijo de los duques
Greenwood —⁠apuntó Harriet⁠—. Decían que él y su amigo William Bertram
han regresado de su viaje a Oriente. Los duques son muy ricos, ¿no? Y me
parece recordar que él era muy guapo, aunque yo era pequeña cuando se
marchó y apenas me acuerdo de él.
—¿Alexander Greenwood ha regresado? —⁠preguntó Emma⁠—. Lo último
que supimos de él era que estaba en China, viviendo en un monasterio.
—¿Estáis hablando del ciego? —⁠Caroline las miraba confusa.
—Katherine no ha dicho nada en contra de los ciegos —⁠aclaró Harriet⁠—.
Solo ha mencionado que tiene que ser guapo y con mucho dinero.
—¡Dios! —exclamó Caroline llevándose las manos a la cara⁠—. Debe ser
horrible quedarse ciego de repente. Si es de nacimiento, aún, al menos no
sabes lo que te pierdes.
—Lo suyo no fue de repente —⁠intervino Katherine muy seria⁠—. Estuvo
un año perdiendo visión antes de quedarse completamente ciego.
—¿Yo lo conozco? —preguntó Elinor pensativa⁠—. No recuerdo…
—Era un joven amable, pero extremadamente tímido —⁠explicó Emma
con ternura.
—Yo tendría tu edad cuando se marchó —⁠dijo Caroline señalando a
Elinor⁠—. Estaba enamorado de Katherine. ¿No era un poco… tontito?
—No seas cruel —la regañó Emma—. No era tonto en absoluto, ya he
dicho que era muy tímido.
—¿Alexander Greenwood se te declaró, Katherine? —⁠Caroline no podía
evitar reírse al preguntarlo y cuando su hermana desvió la mirada comenzó a
dar palmadas⁠—. ¡Lo hizo!
—¡Oh! —exclamó Harriet poniendo en marcha su máquina de crear
historias⁠—. Algún día serías la duquesa Greenwood…
—Para que sea duque primero tendrá que morirse su padre —⁠dijo Elinor
con malicia⁠—, y que yo sepa el duque goza de buena salud.
—Lo recuerdo muy bien —siguió Caroline⁠—. Era más guapo que Finley,
aunque no tanto como Lovelace. ¿Y rico? Supongo que es mucho más rico,
claro, no hay más que oír lo que se dice de la propiedad que tienen sus padres
en Whitefield. Hasta el rey Jorge ha alabado esa casa. ¡Y tan cerca de
Londres!
—¿No te horrorizaba que fuese ciego? —⁠Elinor torció su sonrisa.
—Dejad de decir tonterías. La última vez que vi al conde Greenwood yo
tenía la edad de Harriet. Solo era una niña.
—Pero se te declaró —musitó la fantasiosa⁠—. ¿Qué edad tenía él?

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—No se declaró, solo me hizo una pregunta.
—¿Qué pregunta? —Ahora fue Emma la interesada.
—No la recuerdo bien…
—Vamos, Katherine, sabemos que no lo has olvidado. —⁠La azuzó
Caroline⁠—. ¿Por qué nunca nos lo habías contado? ¿Pasó algo inapropiado?
¿Un beso, quizá?
Su hermana la miró incómoda, lo sucedido aquel día no era algo de lo que
se sintiese orgullosa, pero estaba muy lejos de lo que ella pensaba.
—Me preguntó si creía posible que un día lo aceptase como… algo más
que un amigo.
Emma recordó ese día. Nunca consiguió que Katherine contase lo que
hablaron, pero él se marchó midiendo diez centímetros menos.
—¿Qué le respondiste? —La miró muy seria.
—No tiene importancia, fue una estupidez.
—Katherine.
—¿Te besó? ¿Es eso? —Se sumó Caroline⁠—. Puedes decírnoslo, no se lo
contaremos a…
—¿Por qué os importa tanto? —⁠la cortó molesta⁠—. Está bien. Le dije que
mi belleza era mi único don y que sería un desperdicio otorgársela a alguien
que bien podría casarse con un adefesio sin enterarse.
—¿Le dijiste que se casara con un adefesio? —⁠Elinor tenía los ojos como
platos.
—¿Es que no has escuchado lo que he dicho?
—Madre mía, Katherine —Elinor se llevó las manos a la cabeza⁠—, eres
más cruel de lo que pensaba y no es que te tenga por una persona muy
sensible.
Todas la miraban consternadas.
—¿Qué? ¿Os gustaría verme casada con un ciego? ¿Es eso? O mejor con
un jorobado, ¿qué os parece? ¡La bella y la bestia! ¿Es eso?
—Por supuesto que no tenías que casarte con él si no querías —⁠negó
Caroline⁠—, pero podrías haber sido un poco más compasiva. Es ciego, pero
tiene un corazón que late. Y al parecer latía por ti.
—¿Qué debería haberle dicho? —⁠Sus ojos echaban chispas⁠—. Creí que lo
mejor era cortarlo de raíz, que no se hiciese ilusiones. No podía dar crédito a
que pretendiese…
—¿No crees que un ciego tenga derecho a ser amado, a querer una
esposa? —⁠preguntó Emma desconcertada.

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—No he dicho eso, lo que digo es que no soy esa persona. No puedo
siquiera entender que alguien quiera seguir viviendo en sus circunstancias. Si
yo me quedara ciega querría morirme.
—Por si no lo sabes, casarte con él no habría hecho que te quedases ciega,
idiota.
—¡Cállate, Elinor! —le espetó enfadada⁠—. No soy ninguna estúpida, ya
sé que no me quedaría ciega por casarme con él, pero tendría que vivir todos
los días con alguien que no va a volver a ver el sol, los árboles, las flores ni la
lluvia. Alguien que no vería jamás mi rostro, que no podría mirarme a los ojos
y hacerme sentir que soy la única mujer en el mundo para él. Alguien a quien
tendría que llevar de la mano para que no tropezase. Alexander siempre
tropezaba. Era apocado y se amedrentaba tan fácilmente… ¿Cómo podría
vivir con alguien así? Yo quiero a un hombre que me haga sentir segura, que
me proteja y… ¡Oh, dejadme en paz! No tengo por qué justificarme.
—Tranquilízate. —Emma puso una mano en su hombro⁠—. Lo único que
no está bien es que fueses tan cruel con él. Debió de dolerle mucho y no creo
que fuese necesario.
—¿Piensas que no lo sé? —Sus ojos se llenaron de lágrimas⁠—. No soy
tan insensible como pensáis. Era mejor para él pensar que yo era una persona
horrible. Era demasiado bueno y ya os he dicho que no quería que siguiera
haciéndose ilusiones con algo que jamás iba a suceder.
Durante unos segundos se hizo el silencio en la habitación, nadie sabía
qué decir para zanjar aquel tema y volver al ánimo festivo con el que habían
empezado.
—¿Entonces lo descartamos? —⁠dijo Caroline con una sonrisa perversa⁠—.
Katherine Wharton, duquesa Greenwood… Piénsatelo bien…
Su hermana le lanzó una mirada asesina.
—Me voy a dormir —dijo Elinor bajando de la cama⁠—. Espero no tener
pesadillas con todo este rollo.
Katherine miró su lista, que se mostró borrosa por la humedad de sus ojos.
—¿Cinco son suficientes candidatos? Creía que conseguiríamos por lo
menos diez.
—Si añades a William Bertram serán seis —⁠dijo Caroline cambiando de
cama mientras las otras se dirigían a la puerta⁠—. Él no es ciego.
—Seis son más que suficientes —⁠opinó Emma antes de salir⁠—. Solo
necesitas a uno. Que durmáis bien. Buenas noches.
—Buenas noches —respondieron las dos al unísono.
Katherine se tumbó en su cama mirando al techo.

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—Soy una persona horrible.
—Te esfuerzas demasiado para que lo parezca, pero nadie que te conozca
puede pensar eso.
Las lágrimas se desbordaron y Katherine se colocó mirando hacia la
ventana para darle la espalda.
—Lo que has dicho del conde habrá molestado a Emma —⁠musitó
Caroline⁠—. Creo que se sentía identificada con él, aunque lo suyo no tenga
nada que ver con la ceguera.
Katherine apretó los ojos y contuvo un sollozo para que su hermana no lo
escuchara.
—A ella también le dieron la espalda por sus cicatrices —⁠siguió Caroline
sin percatarse del daño que le hacía⁠—. Aunque lo de él es peor. Cada vez que
me acuerdo de lo que pasó el año pasado me pongo enferma. Ya sé que mamá
quería intentarlo una última vez, pero la expuso a un escarnio público. Ni uno
solo de esos caballeros aceptó la invitación para visitarla. Ni uno solo.
—Los débiles tememos la imperfección —⁠musitó Katherine con voz
ronca⁠—. Nos sentimos inseguros frente a ella. Yo no me casaría con un ciego,
ellos no se casarán con una mujer marcada con cicatrices. En el fondo no
somos más que cobardes.
Caroline se había quedado dormida y Katherine volvió a colocarse
bocarriba mirando al techo. Las imágenes del accidente que sufrió Emma
pasaron ante ella con la misma nitidez de siempre. Sus gritos resonando con
fiereza en su cerebro.
Se limpió las lágrimas y juntó las manos sobre su estómago. Haría un
bonito cadáver si se muriese esa noche. Pero no se moriría. En lugar de eso,
conseguiría que uno de esos nombres de su lista pidiese su mano. Se casaría,
tendría hijos perfectos que poder mostrar a todo el mundo como su hermoso
legado y, cuando su belleza se hubiese marchitado dentro de no mucho
tiempo, todos descubrirían que tras esa bella máscara no había más que una
cáscara vacía. Todos menos Alexander Greenwood, porque él ya lo sabía
desde hacía cinco años.

Emma se contemplaba desnuda frente al espejo. Era algo que hacía a menudo
y sin recato. Contar con una habitación para ella sola tenía muchas ventajas,
una de ellas era que podía observarse con absoluta sinceridad sin temor a
parecer una desvergonzada y sin tener que ver la tristeza en los ojos de
cualquiera de sus hermanas. Durante años había derramado muchas lágrimas

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al mirarse. Se acarició el hombro arrugado y bajó por sus cicatrices hasta el
lugar en el que la ropa había impedido el avance del agua con azúcar
hirviendo. Justo antes de la aureola. Era algo que nadie quería ver y que debía
mantener oculto si no quería soportar las miradas de repugnancia, lástima o
rechazo que provocaban sus heridas. Hacía mucho tiempo que había dejado
de ponerse vestidos escotados y que las mangas bajaban casi hasta el codo. Se
había acostumbrado a esconderse detrás de tules, encajes y lazos
estratégicamente colocados. Pero cuando estaba sola en su cuarto, antes de
meterse en la cama, se desnudaba y acariciaba aquellos cordones pálidos con
las yemas de sus dedos. Los deslizaba con suavidad y ternura, consciente de
que solo ella sería capaz de hacerlo. Se miró a los ojos retándose a mentirse, a
decirse que con eso era suficiente. Que no pensaban en ello aunque no lo
viesen. Que esas personas que miraban con expresión meditabunda sus
cuellos cerrados en pleno verano no imaginaban lo que ella les ocultaba.
Sonrió sin amargura y acarició la suave piel de su seno que se salvó de
milagro. Recordaba el dolor insoportable. Sus intentos por arrancarse aquello
que la quemaba por dentro y cómo se llevó la piel empeorándolo todo. Si
hubiese habido algún adulto en la cocina, si la señora Meal no hubiese salido
un momento… Pobre señora Meal, su madre la despidió por dejar el cazo en
el fuego y sin vigilancia. Fue una decisión injusta, fruto de su necesidad de
calmar el sentimiento de culpa.
Cogió el camisón y se cubrió con él terminando con aquel ritual que
sanaba su espíritu. Se cepilló el pelo y después fue hasta el baúl para sacar las
hojas de papel que guardaba en él. Se dirigió con ellas a la pequeña mesa
situada frente a la ventana donde se sentaba a escribir todas las noches. Era el
único momento que tenía para ella sola, el único en el que podía dedicarse a
su auténtica pasión sin temor a ser interrumpida o descubierta. Utilizaba el
murete frente a la ventana para colocar las hojas ordenadas. A un lado las
limpias y al otro las que iba terminando. En la mesita solo cabía una
cómodamente.
Aquel era su secreto, aunque solo a medias ya que Elizabeth sabía que
escribía. De hecho, la ayudaba a hacer que los capítulos de su novela llegaran
a La Gaceta de Layton sin que ella interviniese. Aprovechaba su visita
semanal a la señora Russell, una buena amiga que se había trasladado a vivir a
Whitefield después de su boda. Antes de llegar, Elizabeth hacía que el
cochero se detuviese en Layton para comprar pasteles y aprovechaba esa
excusa para dejar sus escritos en la gaceta.

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Cogió la última hoja que había escrito y la leyó con una expresión
divertida en el rostro. Aquel capítulo le estaba quedando de lo más gracioso y
tuvo que taparse la boca varias veces para ahogar su risa. No quería que nadie
la oyera y se preguntase qué estaba haciendo.
—Las lectoras estarán encantadas con Mary —⁠musitó⁠—. Ni se imaginan
lo que les espera esta semana.

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Capítulo 2

El día amaneció nublado y los planes de Caroline con Edwina se vieron


alterados. De ningún modo podían ir hasta Layton para revisar las novedades
del señor Canning. Así que Edwina se quedaría a pasar la mañana en
Harmouth y regresaría a casa después de comer. El hecho de que la familia
estuviese preparando su partida a Londres para la mañana siguiente no tenía
por qué ser un impedimento.
—Perdona que te lo diga tan crudamente, pero Katherine tiene toda la
razón. —⁠Edwina se paseaba por el salón luciendo su precioso vestido recién
estrenado. Una copia bastante descarada del que Caroline iba a llevar en su
primer día en Londres⁠—. ¿Cómo va a querer casarse con un ciego, por muy
duque que sea, habiendo otros candidatos? Sería distinto si no hubiese nadie
más que estuviese a su altura, pero tu hermana tiene donde escoger. ¿Por qué
iba a conformarse con un hombre que no puede ofrecerle todo lo que ella
merece? ¡Es la mujer más bella de Inglaterra! —⁠Caroline sonrió burlona ante
tal exageración, pero Edwina no la dejó meter baza y siguió hablando⁠—.
Sabes que quiero mucho a Emma, muchísimo, pero aceptémoslo, la vida no es
justa ni compasiva. Todo el mundo quiere lo mejor para sí y trata de evitar las
complicaciones y las dificultades. ¿O no? Además, yo creo que tu hermana lo
tiene asumido, tampoco es tan terrible tener que cubrir tu escote, digo yo.
—⁠Arrugó el ceño después de mirar la piel de su pecho bordeada por la
puntilla de su vestido. Pobrecita… No quiero ni imaginar lo que debe ser…
—¿No crees que somos muy superficiales por valorar tanto la apariencia?
Después de todo la belleza se pierde con los años…

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Edwina se rio divertida.
—Hablas como una anciana. O como una fea, que es peor. La belleza es el
capital de una dama y lo sabes. Si aspiras a casarte con alguien que merezca
la pena debes cuidarla y protegerla como tu mayor tesoro.
—Soy consciente de lo importante que es para una mujer su apariencia. Es
nuestra carta de presentación, y una de nuestras funciones en la vida es
promover cierta armonía en el hogar para nuestro esposo. Pero en un
hombre… Quizá Emma tenga razón y deberíamos fijarnos en rasgos más
importantes que el hecho de que sea guapo o ciego —⁠dijo equiparando ambos
conceptos como si fuesen afines.
—Por supuesto, en el caso del hombre no es primordial que sea agradable
a la vista —⁠sonrió⁠—. Está claro que su posición y árbol genealógico son lo
realmente importante, pero tenemos derecho a disfrutar de una apariencia
agradable. Se supone que envejeceremos juntos y tendremos que ver cómo se
le cae el pelo y cómo engorda su barriga hasta no poder verse los pies. Por
eso, al menos los primeros años, deberíamos poder alegrarnos la vista. Y en
cuanto a la ceguera, dime una cosa, ¿para qué cuidaría una mujer su
apariencia si su esposo no pudiese verla? Sería muy contraproducente
también para él, su esposa no tardaría en olvidarse de sí misma y acabaría
ciego y con un adefesio a su lado.
Edwina era muy divertida y, a pesar de que sus bromas sonasen a veces un
poco crueles, Caroline la perdonaba porque sabía que tenía un gran corazón.
Por suerte, únicamente era tan sincera con ella. Tenía una capacidad
asombrosa para camuflarse entre los demás diciendo a cada uno lo que quería
escuchar.
—Tú también harás un buen matrimonio, estoy segura —⁠siguió Edwina
cogiéndola de las manos y mirándola con devoción⁠—. Eres casi tan guapa
como tu hermana y mucho más agradable que ella. Cuando Katherine haya
elegido a su esposo, añadiremos algunos nombres y esa lista será toda tuya.
Caroline se rio divertida.
—¿Qué? Son excelentes candidatos. Y estoy segura de que Joseph
Lovelace te preferiría a ti si le diesen a elegir.
—Yo jamás me fijaría en un hombre que le gustase a una de mis
hermanas. Ni a ti, por supuesto.
Edwina sonrió con picardía.
—Vamos, no seas tonta. Ellos son los que eligen, no nosotras. Lo máximo
que podemos hacer es mostrarnos ante ellos para que sepan de nuestra
existencia, pero al final, no nos engañemos, son ellos los que dan el paso en la

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dirección que les place. Sería una estupidez enfadarnos entre nosotras porque
no nos hayan elegido. Solo puede ser una, ¿no es cierto? Si Lovelace te
prefiere a ti, ¿qué puedes hacer tú para evitarlo?
—Eso no va a ocurrir —afirmó sin más argumentos que su nula
experiencia en el tema⁠—. Deberíamos subir, aún tengo muchas cosas que
meter en mi baúl. ¿Vosotros cuando llegaréis a Londres?
Juntas caminaron hacia la puerta.
—El jueves estaremos allí, tranquila, mi madre no se pierde nunca el
primer baile de la temporada.

La casa de los Wharton en Londres estaba situada en una calle no muy


concurrida. Al barón le gustaba disfrutar de cierta tranquilidad, a pesar del
bullicio que suponía vivir en la ciudad. A sus hijas, especialmente a Katherine
y Caroline, les habría encantado vivir más cerca de Berkeley Square o Hyde
Park, pero adoraban aquella casa.
En Londres Emma no tenía una habitación para ella sola, la compartía con
Elizabeth. Ese fue el motivo por el que su tía descubrió su secreto varios años
atrás, era demasiado perspicaz como para dejarse engañar con la excusa de
que escribía un diario y, finalmente, tuvo que contárselo todo. Las demás
dormían por parejas igual que en Harmouth.
El primer día en la ciudad estuvo plenamente dedicado a instalarse.
Demasiados baúles y cachivaches que debían encontrar su sitio. El segundo
fue exclusivo para preparar el baile de esa noche en casa de los Everitt.
Después de todo era el primero de la temporada y de las impresiones que
sacasen de ellas ese día se determinaría el resto de la temporada.

Katherine entró en la sala de baile con Caroline a un lado y su madre al otro,


pero enseguida la baronesa se vio abordada por la anfitriona que le tenía
mucho aprecio.
—Como siempre sus hijas causan sensación, baronesa. Deje que se
diviertan y hagámonos compañía.
Eileen Everitt la tomó del brazo y se la llevó hacia un lugar con asientos
confortables para las damas con canas. Aunque la baronesa era veinte años
más joven, a lady Everitt le gustaba pensar que eran de la misma edad.
—¿Me concederá un baile, señorita Katherine?

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Lewis Hickton permaneció ligeramente inclinado frente a ella hasta que
Katherine asintió y colocó una mano sobre el dorso de la suya para seguirlo
hasta la zona de baile. Caroline buscaba a Edwina, pero su amiga ya la había
localizado y la sorprendió llegando por atrás.
—Estás preciosa —dijo admirando lo bien que le quedaba el color violeta
a su piel⁠—. Me estaba aburriendo, ¿por qué habéis tardado tanto?
—Mamá estaba hablando con Emma y nos ha retrasado.
—Supongo que intentaría convencerla para venir.
—Es probable —afirmó Caroline sin dejar de mirar a todo el mundo⁠—.
¿Algo interesante en mi ausencia?
—Ha llegado Alexander Greenwood. Ya sabes, el hijo del duque. Lo han
anunciado a bombo y platillo y él ha pasado de largo de todo el mundo que
quería saludarlo. Sigue llevando ese antifaz, pero ahora es más pequeño y
bonito. Era de color azul y le quedaba bien, la verdad.
—¿Dónde está?
—William Bertram y él han salido a la terraza y allí siguen. Supongo que
se sentirá incómodo aquí dentro.
—¿Incómodo por qué? —preguntó Caroline fijando su vista en la ventana
para ver si conseguía ver algo fuera, pero estaba oscuro y solo alcanzaba a ver
el arbusto colocado justo enfrente, al que le llegaba la iluminación de las
lámparas.
—Chica, si no te parece suficiente incomodidad estar ciego, piensa que
hace cinco años que se marchó. Sabe que todo el mundo va a estar pendiente
de él.
—Pero eso no implica que no le guste la música y hay unos pastelitos
deliciosos en el bufé.
Joseph Lovelace se acercó a Caroline en ese momento y le pidió un baile
por lo que tuvieron que dejar la conversación para más tarde.

Katherine ya había bailado con tres de sus candidatos cuando vio a Alexander
Greenwood. Al principio no lo reconoció. Tenía ante ella a un hombre
imponente. Alto, fuerte y sin el menor ápice de la timidez y la inseguridad
que lo caracterizaban en el pasado.
—Katherine Wharton. —La anunció su amigo William antes de inclinarse
a saludarla⁠—. Buenas noches, señorita Wharton, está usted encantadora.
—Muy amable, señor Bertram, pero ya sabe que la única señorita
Wharton es mi hermana Emma. Milord. —⁠Hizo una ligera reverencia frente a

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Alexander⁠—. Cuánto tiempo, señor Greenwood.
—Señorita Katherine. —La saludó cortésmente⁠—. Espero que usted y su
familia hayan estado bien.
—Muy bien, gracias. Oí que habían regresado de su viaje a Oriente.
—Así es.
Katherine no podía quitar la mirada de su antifaz de seda azul con el
dibujo de un dragón, era realmente precioso.
—Me lo regaló un amigo en China —⁠dijo él muy perspicaz.
Katherine se ruborizó y no fue capaz de articular palabra al respecto.
—William, ¿crees que sería posible tomar una copa de vino? ¿Quiere una,
señorita Katherine?
—Oh, no, gracias, estoy bien.
—Enseguida vuelvo —anunció su amigo y se alejó.
Se hizo un tenso silencio y Katherine se conminó a decir algo cuanto
antes. Pero no podía ser cualquier cosa, debía decir algo inteligente, algo que
no permitiera que pensase…
—No es necesario que se quede a acompañarme —⁠dijo él en tono
amable⁠—. Estoy seguro de que tiene una larga cola de caballeros deseando
bailar con usted.
—Este es un buen sitio —dijo ella mirando a su alrededor⁠—. Hay una
panorámica del salón de lo más conveniente.
—¿Le parece?
—¡Oh, sí! —afirmó Katherine—. Justo al fondo a la derecha tenemos a la
señorita Squill y a su amiga Charmaine. Las recordará de cuando llevaban
lazos en las coletas. Ahora son dos jovencitas de lo más atractivas, aunque un
poco escandalosas, todo lo dicen gritando. —⁠Alexander sonrió y eso la animó
a continuar⁠—. Al otro lado, justo a la izquierda, está el señor Jessop
discutiendo con el señor Vaunt, probablemente de caballos, es de lo que
siempre discuten.
—Veo que las cosas no han cambiado mucho.
—En efecto —corroboró Katherine⁠—. También está la señorita Glennon,
que en dos semanas cumplirá ochenta y tres años.
—Me alegra que siga con su costumbre de no perderse el primer baile de
la temporada.
—Solo ha fallado una vez, en 1775 estuvo muy enferma y no consiguió
salir de la cama por más empeño que puso. Seguro que ella misma ya se lo ha
contado más de una vez, señor Greenwood.

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—Preferiría que me llamara Alexander, como antes —⁠pidió él sin variar
el tono⁠—. Cada vez que dice mi apellido imagino a mi padre asintiendo.
Katherine sonrió.
—De acuerdo. Señor Alexander.
—Ya puestos, deje el señor para cuando cumpla los treinta. Alexander a
secas está bien.
—Aquí tienes tu copa —dijo William ofreciéndosela.
—Señorita Katherine. —El coronel Fibbons llamó su atención⁠—. ¿Me
concedería el placer de bailar conmigo?
Katherine le sonrió amable y, después de despedirse de los dos amigos,
aceptó la mano del coronel y se alejaron juntos. William la siguió con la
mirada y no pudo evitar pensar que era un ángel caído del cielo. Su belleza
resultaba casi abrumadora y su manera de moverse era de una gracilidad
asombrosa. Daba la impresión de flotar en el aire.
—Deja de mirarla —dijo su amigo⁠—. ¿No has encontrado nada mejor que
este zumo de uvas machacadas? Este vino no tiene cuerpo.
—Acabamos de regresar de Francia, ningún vino inglés te sabrá bien
después de eso.
Los dos amigos quedaron en silencio al escuchar la desagradable voz de
pito de una joven que se había detenido a cierta distancia a su espalda.
—Mírala que ufana, se cree la reina del baile.
Hizo una pausa que Alexander atribuyó a que otra apersona, mucho más
razonable, le estaba respondiendo en un tono adecuadamente bajo.
—¿Por qué? ¿Es que acaso ella tiene algo que yo no tenga? Sí, es hija de
un barón, pero mi padre tiene mucho más dinero y no voy por ahí
pregonándolo.
Disiento, dijo para sí el futuro duque.
—Digas lo que digas, es odiosa. Pavoneándose siempre para que todos la
vean. Haciéndose la inocente mientras extiende sus garras para atrapar a
alguno de esos incautos. Algún día se caerá de ese pedestal en el que está
subida y te juro que ese día voy a estar ahí para reírme a carcajadas.
—¿Es la señorita Lavinia Wainwright a la que tenemos el gusto de
escuchar? —⁠preguntó Alexander bajando el tono.
—La misma. Su voz no ha cambiado nada en estos años.
—Diría que se ha hecho más estridente aún si cabe y estaba seguro de que
eso era imposible. —⁠Subió el tono al tiempo que caminaba hacia atrás unos
cuantos pasos⁠—. ¿Te has dado cuenta de una cosa, William? Por alguna
extraña razón hay personas que piensan que si uno es ciego no puede oírlos.

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La señorita Wainwright los miró y sus ojos se cruzaron con los de
William que hacía serios esfuerzos para no echarse a reír. Levantó la barbilla
orgullosa y se alejó de ellos ofendida.
—¿Qué es lo que tanto os divierte? —⁠preguntó Edward Wilmot mirando
hacia el lugar por donde se alejaba las dos jóvenes.
—Mejor no preguntes —aconsejó Alexander.
—No importa las veces que lo vea, no dejará de sorprenderme —⁠dijo
William mirando a Edward⁠—. Ha caminado hacia atrás sin chocar con nadie.
Este hombre es un prodigio.

—No entiendo qué hago aquí —⁠dijo Wilmot situado junto a su amigo y
mirando hacia la pista en la que un abundante número de personas más o
menos inteligentes se movía de un lado otro dando saltitos y cogiéndose de
las manos.
—Me han dicho que te has vuelto un auténtico ermitaño desde que
volviste de Jamaica —⁠dijo Alexander sonriendo.
—¿Y cómo voy a salir de Haddon Castle ahora que mi padre ha delegado
en mí todas sus obligaciones? Vengo a Londres cuando no tengo más
remedio.
Al otro lado de la sala dos jovencitas los observaban con mucha atención.
—¿Quién es ese caballero que habla con el señor Greenwood? —⁠preguntó
Caroline a Edwina.
—¿No lo conoces? Es el hijo bastardo del conde de Kenford y su único
heredero.
—¿Por qué mira a mi hermana con desprecio? —⁠Caroline frunció el ceño
desconcertada. Ningún hombre había mirado a Katherine jamás de ese modo.
—Todo el mundo dice que tiene un carácter terrible. Vamos, yo también
tengo curiosidad por saber lo que le está diciendo al conde Greenwood.
Tiró de su amiga para llevarla hacia el otro lado bordeando la sala y se
acercaron por detrás de los hombres con paso sigiloso y gran disimulo.
—… y está muy segura de sí misma porque piensa que todos en esta sala
están a sus pies. Tienes mucha suerte de no poder verla, amigo mío —⁠dijo
Wilmot mirando a Alexander⁠—. Aunque ya debes de ser inmune a sus
hechizos.
—¿Y tú? ¿Tienes tu corazón a buen recaudo? —⁠preguntó William burlón.
—¿Yo? ¡Válgame Dios! Me conoces desde hace tiempo suficiente como
para saber que no tengo corazón. De todos modos —⁠dijo volviendo a mirar a

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Katherine con atención⁠—. Esa jovencita no tiene el menor interés para mí, me
repugna la perfección casi tanto como la debilidad y la estupidez. Y me temo
que de las tres va sobrada.
Alexander torció una sonrisa. Edward Wilmot se había convertido en un
auténtico gruñón de mal carácter como su padre. Aunque estaba seguro de
que en lo más profundo de su corazón seguía siendo el mismo de siempre, por
eso lo dejó hablar sin detenerlo, consciente de que no estaba cómodo allí y
que solo había viajado a Londres porque William y él regresaban de su viaje.
—Las hermanas Wharton están consideradas como uno de los ramilletes
más floridos de Inglaterra —⁠decía William en ese momento y Alexander
volvió a la conversación.
—Odio las flores —masculló Wilmot⁠—. Lucen hermosas los primeros
días, pero después huelen a podrido.
—Escucharte hablar es como meter las manos en una zarza —⁠dijo
Alexander riendo⁠—. Te has vuelto un auténtico cascarrabias.
—Míralas como bailan —siguió el otro ignorando su apreciación
personal⁠—, si te fijas bien puedes ver el hilo con el que tejen sus telas de
araña alrededor de esos pobres incautos que les sonríen como bobos. Luego se
casan con ellas y las alegres y solícitas damiselas se pasan el día leyendo esas
pseudo novelitas románticas, que yo llamaría con un nombre mucho más
apestoso.
—¿Tampoco te gusta que lean novelas? —⁠preguntó Alexander a punto de
soltar una carcajada.
—Eso no son novelas, son palabras encadenadas, con mayor o menor
gracia, pero sin ninguna sustancia. Salidas de mentes huecas adornadas con
ricitos. Hablan de los soldados como si la guerra fuese un paseo por el campo.
Describen los uniformes, pero no mencionan cómo quedan después de una
batalla. No hay sangre ni dolor, nada que se parezca remotamente a la
realidad. Y no hablemos ya de las ñoñas situaciones de pareja, tan
inverosímiles como estúpidas. En esas novelas las jóvenes son siempre como
esa señorita Wharton, pero las que las leen llevan bata y cofia, mientras se
imaginan a lomos de un bravo caballo con un gallardo caballero a la espalda.
¿Saben ellas lo incómodo que es galopar de esa guisa? Por supuesto que no.
Y, claro, luego miran a sus maridos, con sus prominentes barrigas y sus ralos
tocados, y suspiran desencantadas. ¡Qué pocos hombres pueden mantener ese
ideal de belleza perenne para asemejarse a los falsos héroes de esos libros!
—Está claro que sabes de lo que hablas —⁠se burló Alexander⁠—. No te
imaginaba aficionado a esas novelas.

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—Siempre construyo mis opiniones basándome en la empírica, no soy de
los que hablan por hablar.
—Entonces, ¿has conocido a muchas damas como las que mencionas?
—⁠preguntó William sin aguantarse la risa⁠—. Para tus experimentos, claro.
—Más de las que desearía —afirmó rotundo el interpelado.
—Menuda ristra de despropósitos —⁠musitó Edwina.
Caroline no podía hablar, sentía tanta rabia e impotencia que tenía los
labios y los puños apretados para evitar decir o hacer una estupidez. Al fin y
al cabo, no debería estar escuchando conversaciones ajenas y tampoco podía
responderle. ¿Pero Alexander? Él sí podía hacerlo callar. ¿Cómo permitía que
ese energúmeno atacase a Katherine? ¿Y esa crítica a las lectoras de novelas
románticas? ¿Qué se había creído? Menudo desgraciado.
—Será mejor que nos vayamos lejos de aquí —⁠dijo Edwina empujándola
con suavidad⁠—. Acabará por mencionarte a ti o a otra de tus hermanas y no
podrás contener tu boca. Vamos, vamos.
Caroline se dejó arrastrar gruñendo entre dientes y se detuvieron junto a
Katherine, que había terminado de bailar con Finley Knowing y se había
sentado en un rincón apartado para que la dejasen descansar.
—¿Qué haces aquí escondida? —⁠preguntó su hermana sentándose a su
lado.
—Me duelen los pies. Knowing me ha pisado tantas veces que he perdido
la cuenta. ¿Y a ti qué te pasa? Tienes la cara roja y los ojos encendidos. ¿Ha
ocurrido algo?
—Nada.
Katherine miró a Edwina que desvió la mirada y ya no le quedaron dudas.
Se giró para encarar a su hermana poniéndose seria.
—¿Has escuchado algo sobre Emma? —⁠Caroline negó⁠—. Solo te pones
así cuando ocurre eso. —⁠Volvió a negar⁠—. ¿Qué pasa? Decidlo de una vez.
—Es ese Wilmot —dijo Edwina y su amiga le lanzó una mirada
asesina⁠—. ¿Le conoces?
Katherine frunció el ceño pensativa. Recordaba haberlo visto hacía años,
el día en el que Alexander le dijo…
—Edward Wilmot, hijo bastardo del conde de Kenford. Aquel que está
hablando con el conde Greenwood —⁠indicó Edwina señalando con la
barbilla⁠—. Estaba despotricando y dijo algunas cosas no muy bonitas que nos
han molestado mucho.
—¿Sobre qué? —Katherine miró a su hermana que apretaba los labios
visiblemente molesta con su amiga⁠—. ¿Sobre ti?

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Al ver que no decía nada volvió a mirar a Edwina.
—¿Sobre mí? ¿Es eso? ¿Qué ha dicho sobre mí? Me da igual, no hace
falta que me lo digáis. —⁠Se cruzó de brazos fingiendo mirar a los bailarines,
pero no aguantó mucho⁠—. ¿Qué ha dicho sobre mí?
Edwina se sentó a su lado dejándola en medio. Caroline la miró con fijeza,
pero su amiga la ignoró por completo y relató toda la conversación que habían
escuchado.
—¿Y Alexander no le afeó su conducta?
—Al contrario, ¡se reía todo el rato! —⁠exclamó Edwina exagerando un
poco.
—No me importa —dijo la ofendida con orgullo⁠—. Que diga lo que
quiera. Ese hombre es un impresentable y un amargado. Solo lo vi una vez y
de eso hace muchos años. Para mí es como si no existiera, no pienso darle el
gusto de ofenderme.
Durante unos minutos las tres se quedaron en silencio en un ambiente
tenso. Katherine tenía la vista clavada en Alexander y se preguntaba cómo
había cambiado tanto. No quedaba nada del joven tímido y apocado, pero
tampoco de su tierno y bondadoso corazón. Se puso de pie de golpe.
—¿Adónde vas? —preguntó Caroline con expresión preocupada.
Katherine se giró para mirarla con una sonrisa perversa.
—Esto es un baile, ¿no? Pues bailemos.
Caroline vio como caminaba directamente hacia Alexander Greenwood,
librándose con delicadeza de todos los caballeros que trataban de
interceptarla. Una vez llegó a su destino mantuvo unas breves palabras con el
futuro duque y a continuación lo llevó de la mano hasta la zona de baile.
—¿Por qué has tenido que decirle nada? —⁠preguntó molesta con los ojos
lanzando chispas⁠—. Cómo se nota que no tienes hermanas.
—¿Qué crees que pretende hacer? —⁠Al contrario que Caroline, Edwina
parecía estar pasándoselo de lo lindo con el asunto.
—No lo sé —musitó Caroline—, pero no saldrá nada bueno de todo esto.
Katherine puede ser muy cruel cuando se enfada.

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Capítulo 3

—Menos mal que ha tomado en cuenta mis insinuaciones —⁠dijo Katherine


poniendo su mejor sonrisa⁠—. Nunca había tenido que empujar a un caballero
a bailar conmigo.
Alexander sonrió levemente.
—Creía que se me había ocurrido a mí —⁠dijo caballeroso⁠—. Si no se lo
he pedido antes no ha sido por falta de ganas, sino porque temía tropezarme y
provocar una situación muy poco edificante para mí… Como en el pasado.
Ojalá, sonó en la cabeza de Katherine y una sonrisa divertida mostró que
le encantaría verlo humillado. Las expresiones de su rostro no concordaban en
absoluto con la dulzura y suavidad de su voz y agradeció que él no pudiese
verla. Pero debía controlarse si no quería llamar la atención de los curiosos
que sí observaban. Estaba claro que ver a la joven más hermosa del baile en
los brazos del ciego conde Greenwood no había pasado desapercibido para
nadie.
—¿No le parece una velada encantadora para iniciar la temporada social
de este año? —⁠preguntó fingiendo estar relajada.
Por más que ella se esforzase en actuar como si bailar con él fuese un
mero entretenimiento Alexander percibía la incomodidad que emanaba de su
cuerpo. Su espalda tensa, las contracciones de sus músculos, ese ligero y casi
imperceptible temblor en sus palabras y, sobre todo, su respiración que para
los extraordinariamente desarrollados sentidos del conde, sonaba como un
caballo desbocado.

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—Encantadora —confirmó él—. Aunque reconozco que no puedo sacarle
todo el partido ya que, como sabe, no puedo disfrutar de tanta belleza. Me
consta por las alabanzas que llevo escuchando desde que llegué, que está
usted radiante hoy, señorita Katherine.
Katherine lo miró molesta. El tono empleado y su cínica expresión
acabaron con sus intenciones de darle el beneficio de la duda. Estaba claro
que Alexander Greenwood se había convertido en un gañán como su amigo y
si no lo había detenido en sus afirmaciones era porque las compartía.
—¿Es muy amigo del señor… Wilmot?
Alexander frunció el ceño desconcertado.
—¿Está usted interesada en Edward Wilmot? Esto sí que no me lo
esperaba.
—¿A qué se refiere con «esto»? ¿Qué era lo que se esperaba?
—¿Por qué me ha preguntado por Edward? —⁠Ignoró sus últimas
preguntas.
—Tengo entendido que es un hombre peculiar y los he visto hablando. No
parece el tipo de persona con la que usted tendría alguna clase de relación.
Alexander empezaba a hacerse una composición de lugar. De algún modo
Katherine había escuchado la arenga de Edward. Contuvo una sonrisa
divertida.
—Somos amigos desde niños. William y él fueron los únicos que no se
marcharon de mi lado cuando me quedé ciego. ¿No lo recuerda?
—Entonces sí son amigos.
—Yo diría que sí —sonrió burlón⁠—. Diría que William y él son mis
únicos amigos en toda Inglaterra.
—Vaya. Pues deseo que tenga mejores amigos fuera de aquí.
—Parece que no tiene una buena opinión de ellos. —⁠Mantuvo un
semblante lo más serio posible.
—Al parecer es el señor Wilmot el que tiene algo contra mí. Y contra las
mujeres en general, la belleza, las cofias y las novelas.
Ahora sí que ya no pudo contenerse y rompió a reír a carcajadas
provocando cuchicheos entre los que observaban.
—Debería ser más comedido con sus expresiones, señor Greenwood
—⁠dijo Katherine incómoda y molesta a partes iguales.
—Creí que habíamos quedado en que me llamaría Alexander. —⁠Trató de
ponerse serio⁠—. Katherine, siento que haya escuchado a mi amigo decir esas
cosas, pero no debe tenérselo en cuenta, se ha vuelto un cascarrabias

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vocacional, algo perfectamente comprensible si se ha tenido el dudoso gusto
de conocer a su padre.
—Perdone mi confusión, señor Greenwood —⁠insistió para molestarlo⁠—,
nunca me habían dicho que soy repugnante así que no sabía cómo debía
tomármelo. Pero si usted dice que no debo tenérselo en cuenta, guardaré su
opinión en el mismo lugar en el que guardo las flores cuando se pudren.
La expresión en el rostro del conde mostró claramente lo sorprendido que
estaba ante aquella reacción.
—No dijo que usted fuese repugnante —⁠aclaró⁠—. En realidad dijo que le
repugna la perfección y se refirió a usted en esos términos, lo que para alguien
tan imperfecto como yo, sonó más como un halago que como un insulto.
—Veo que ha aprendido mucho en sus viajes, señor. Sabe guiar las
palabras hacia un destino muy concreto tratando de llevarme adonde usted
quiere, pero los dos sabemos que el señor Wilmot pretendía ofenderme y
usted le ha reído la gracia que no tiene. El Alexander Greenwood que yo
conocí hace años jamás habría escuchado impasible semejantes ofensas, ya
que corazón bondadoso no se lo hubiese permitido.
El brazo de Alexander se tensó y su mano apretó con mayor firmeza al
oírla. Fue solo un segundo, pero suficiente para que Katherine se percatase.
—Es cierto que he cambiado y me enorgullezco de ello —⁠dijo muy
serio⁠—. Si esperaba encontrar al muchacho apocado e inseguro que se atrevió
a insinuarle sus sentimientos a una jovencita que se consideraba a años luz de
su alcance, me alegra comunicarle que desapareció en las escaleras del Wuru
Peak cuando subíamos hacia el monasterio de Shaolin. Aprovecho que hemos
llegado a este punto para agradecerle sinceramente que me abriera los ojos.
En sentido figurado, claro.
—Yo no…
—No se moleste en responder, no pretendo revisar el pasado. —⁠Sonrió,
aunque Katherine no reconoció esa sonrisa⁠—. ¿Cómo está su hermana
Emma? Me habría gustado charlar con ella esta noche, pero me han dicho que
no ha venido.
—No —respondió confusa por tan brusco cambio de tema.
—Qué lástima, me habría gustado mucho saludarla. Recuerdo que era una
joven muy agradable y divertida.
Katherine frunció el ceño, jamás había escuchado a nadie, fuera de su
familia, decir que Emma era divertida, aunque ella sabía bien que sí. Le
resultó tan agradable escucharlo oír hablar de su hermana de aquel modo que
se sintió mal por haber tenido una actitud tan crítica hacia él. La pieza terminó

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y lo acompañó hasta el lugar en el que William esperaba, agradeciendo
mentalmente que Edward Wilmot se hubiese ausentado como un vil cobarde.
—Ha sido un placer bailar con usted, señorita Katherine —⁠se despidió
Alexander volviendo a llamarla de manera formal.
—Lo mismo digo, Alexander. —⁠Hizo una ligera inclinación y se alejó de
ellos.
El espíritu de la contradicción, se dijo él en silencio.

La tarde del día siguiente, Caroline contaba lo sucedido en el baile, a las que
no habían asistido, mientras Katherine se mantenía en un silencio expectante.
—¿Quién es ese Edward Wilmot? —⁠preguntó Harriet⁠—. ¿Por qué nos
detesta?
—El señor Wilmot es un personaje peculiar —⁠explicó su madre⁠—. Es el
hijo bastardo del conde de Kenford.
—¿Es un conde?
—No, hija, él no es conde. Un bastardo no puede heredar el título si su
padre no lo reconoce como su hijo y al parecer el conde no piensa hacerlo
hasta que se case con quien él estipule.
—¿Y para qué quiere el título? —⁠Elinor se encogió de hombros⁠—.
Mientras consiga el dinero…
—Kitty, deja el té aquí, yo lo serviré —⁠indicó la baronesa a la criada⁠—.
Me temo, Elinor, que todas las posesiones del conde están unidas al título. En
caso de no haber sucesor revertirían a la corona.
—¿Y por qué nos odia? —insistió Harriet⁠—. Yo no lo conozco de nada y,
parece que las demás tampoco.
—Yo lo vi una vez —dijo Katherine⁠—. Y Emma, también. ¿Verdad,
Emma?
Su hermana asintió sin decir nada.
—Emma debe haberlo visto más de una vez —⁠afirmó la baronesa⁠—. La
hermana del conde de Kenford es la señora Longbottom y vuestra hermana la
estuvo atendiendo durante su convalecencia hace dos años, ¿os acordáis?
Cuando se rompió la pierna.
Emma se volvió hacia ellas desde la ventana.
—Coincidí con el conde, sí, vino a visitar a su hermana varias veces, pero
entonces su hijo estaba en Jamaica. A él solo lo vi una vez, en la misma
ocasión que Katherine, y me pareció un joven arrogante y estúpido. Está claro
que no me equivocaba.

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—No creo que os odie, sois muy exageradas —⁠dijo la baronesa⁠—. Sí, es
un joven arrogante y antipático como dice Emma, y disfruta juzgando a los
demás sin conocerlos, pero teniendo ese padre…
—¿Tan odioso es? —preguntó Katherine mirando a su hermana mayor.
—Conmigo se portó amablemente —⁠respondió ella⁠—. Pero sí, era
bastante antipático con todo el mundo, en especial con su hermana. Y con las
criadas, también.
Katherine frunció el ceño molesta porque eso pudiese sonar como una
excusa para el comportamiento de Edward.
—Pues su hijo no solo nos criticó a nosotras —⁠siguió Caroline metiendo
el dedo en la llaga⁠—. Lo hizo extensivo a todas las mujeres y finalmente
empezó a despotricar de las «novelitas románticas escritas por
descerebradas».
Emma sujetó sus manos y trató de mostrar un semblante indiferente.
—¿Y qué sabe él de esas novelas? ¿Es que acaso las lee? —⁠preguntó.
—Pues parece ser que sí —respondió Caroline⁠—. Dice que solo juzga lo
que conoce y que las ha leído para poder opinar sobre ellas.
—Un hombre inteligente —dijo Elinor ganándose la mirada asesina de la
que hablaba.
—¿Y, cómo es? —preguntó Harriet⁠—. Me refiero a su aspecto. Me lo
imagino gordo y sin pelo, con un bigote largo y retorcido en las puntas que…
—Pues deja de imaginar —la cortó Caroline⁠—. Es un hombre joven y
apuesto. Pelo muy oscuro, ojos verdes y nariz afilada. Demasiado grande, eso
sí, sus brazos parecían capaces de partir a cualquiera en dos.
—Si su padre lo envió a Jamaica, algo debió de hacer —⁠afirmó su
madre⁠—. Regresó hace un año y no se le había visto por Londres hasta ahora.
—Pero contadnos más del baile —⁠pidió Elizabeth⁠—. ¿Con quién
bailasteis cada una?
—El primer baile de Caroline fue con el vizconde Lovelace —⁠dijo
Katherine sonriendo⁠—. Me parece que voy a tener que tacharlo de mi lista.
—¿Tu lista? ¿De qué lista hablas? —⁠preguntó su madre frunciendo el
ceño.
—Es una broma, mamá —dijo la interpelada rápidamente para arreglar su
desliz.
No es que hubiese nada malo en que hubiese redactado una lista, pero no
quería que su madre pensara que se sentía forzada por lo que les habían
contado sobre el testamento. Aunque así era.

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—Tú estabas ocupada bailando con Lewis Hickton, por eso bailó
conmigo. Apenas me dirigió la palabra y cuando lo hizo fue para decir lo
hermosa que estabas —⁠aclaró Caroline⁠—. Después bailaste con…
Elizabeth se levantó con disimulo y fue a acompañar a Emma, que
contemplaba el ajetreo de la ciudad a través de la ventana. Le gustaba el
movimiento que se veía en Londres, acostumbrada a la calma de Harmouth
resultaba un cambio agradable. Claro que eso duraba solo unos días, pronto
empezaría a echar de menos los paseos por el bosque y el canto de los pájaros
como única compañía cuando salía de casa.
—Hay mucho movimiento a esta hora, ¿verdad? —⁠dijo en voz alta.
Emma sonrió con una expresión poco alegre.
—No debes hacer caso de lo que opine un desconocido —⁠murmuró su tía.
—Si me importara, ¿cómo podría aceptar las críticas de mis lectores?
—⁠respondió en el mismo tono⁠—. Lo que diga ese impertinente me trae sin
cuidado. Quien me preocupa soy yo. Anoche leí lo que había escrito el día
anterior y lo hice pedazos. Estaba tan enfadada conmigo misma que no sé
cómo no me puse a gritar en mitad de la noche despertando a todo el mundo.
—Te falta seguridad y confianza.
—Dime algo que no sepa.
Elizabeth le sonrió con ternura y puso la mano en su antebrazo para darle
ánimos.
—¿Qué estáis cuchicheando? —⁠preguntó Caroline⁠—. Venid aquí y
compartirlo con nosotras.
—Estábamos comentando lo mucho que se ha adelgazado la señora
Woodhouse desde que su marido falleció —⁠mintió Elizabeth.
Las dos volvieron a sentarse con las demás.
—Debe ser terrible quedarse viuda tan de repente —⁠comentó la
baronesa⁠—. Menos mal que tiene a Henry para ocuparse de todo.
—Colin también ayuda —dijo Elinor rápidamente⁠—. Es demasiado joven
para llevar los negocios, pero ayuda a su hermano en todo lo que puede.
—Ya lo sé —afirmó su madre—. Todos queremos a Colin, Elinor, no
hace falta que salgas en su defensa. Henry es ahora es el cabeza de familia y
eso es mucha responsabilidad para un muchacho tan joven. Por suerte, su
padre lo educó bien. Aun así, debería salir a divertirse también. Me hubiera
gustado verlo en el baile.
—¿Henry en un baile? —Elinor se rio⁠—. No sabría qué hacer allí.
—Pues Katherine bailó un vals con Alexander Greenwood —⁠dijo su
hermana con muchos aspavientos⁠—. Lo llevó de la mano hasta la pista de

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baile. Y me atrevería a afirmar que fue ella la que lo invitó.
—No lo invité, simplemente le di pie para que él me lo propusiera.
—¡Katherine! —La regañó su madre⁠—. Espero que no te pusieras en
evidencia…
—Lo hizo para sacarle los colores por no defendernos —⁠aclaró
Caroline⁠—. Él escuchó todo lo que dijo ese Wilmot y no solo no hizo la más
mínima recriminación sino que se rio.
—Yo también me habría reído —⁠afirmó Elinor con maldad estudiada.
—No fue gracioso en absoluto —⁠dijo Katherine molesta⁠—. Y quería que
él supiera que estuvo mal.
—¿Y lo supo? —preguntó Emma en tono bulón.
—Por supuesto. Por cierto, me preguntó por ti. Dijo que sentía que no
hubieses asistido al baile y te dedicó palabras muy amables.
Emma no pudo evitar ruborizarse, pero nadie aprovechó la oportunidad
para burlarse. La mayoría de las veces era Elinor la que hacía esas cosas y
Emma era su hermana favorita.
—¿Conseguiste que se disculpara? —⁠preguntó Caroline con curiosidad.
—A su manera orgullosa y estirada, lo hizo. Desde luego ya no es el joven
que conocimos. Ahora es un arrogante presuntuoso muy seguro de sí mismo.
—¡Anda, mira! —exclamó Elinor—. Sois almas gemelas.
Elinor vio a Colin desde la ventana y salió corriendo de la casa para
alcanzarlo. Tuvo que esquivar a varios transeúntes que la miraron con
severidad.
—Colin, espera —lo llamó para que se detuviera. Tenía las piernas tan
delgadas y largas que si no corría no era capaz de caminar a su paso⁠—.
¿Adónde vas con tanta prisa?
—No deberías correr detrás de un muchacho, no es propio de una
jovencita.
—No seas imbécil y dime a dónde vas.
—A casa del señor Leaver, mi hermano me ha enviado a buscar unos
papeles. ¿Y tú qué hacías?
—Aún no me puedo creer que tu hermano haya accedido a venir a
Londres.
—Mamá dijo que no vendría si él no nos acompañaba, así que tuvo que
ceder para darle gusto. La temporada social es el único acontecimiento que la
alegra un poco desde la muerte de nuestro padre. Puede ver a viejas amigas y
distraerse.

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—Londres es una ciudad increíble —⁠afirmó ella con entusiasmo⁠—. Pero
en ningún lugar como aquí pueden verse las desigualdades sociales. Lástima
que no me dejan visitar según qué barrios porque me encantaría poder hablar
con algunos de los que viven «al otro lado».
Su amigo la miró con preocupación y después puso los ojos en blanco.
—Elinor Wharton, eres incorregible. —⁠Se detuvo antes de cruzar la
calle⁠—. Ya hemos llegado, esa es la casa del señor Leaver. Si quieres puedes
esperarme y te acompañaré de vuelta a casa. Si es así no te muevas de aquí.
Sé que no está bien que una señorita esté sola en la calle, pero prometo no
tardar.
Ella asintió y lo vio alejarse corriendo hacia el edificio. Colin era su mejor
y único amigo. Había intentado tener amigas, pero siempre le salía mal. Se
aburría mortalmente con sus charlas y nunca querían hacer nada que pudiese
manchar sus vestidos. A ella nunca le importó ensuciarse, ni siquiera ahora le
importaba si con ello podía hacer algo divertido como subir a un árbol, saltar
una charca de ranas o batir su puntería con la de cualquiera que se atreviese a
retarla. Y Colin siempre se había atrevido. Además, él no la trataba como si
fuese una débil damisela, sabía lo fuerte y osada que era y la respetaba por
ello. Lo tenía decidido, cuando llegase el momento se casaría con Colin
Woodhouse y ni él podría impedírselo.
—Ya estoy aquí —dijo el desgarbado muchacho parando en seco frente a
ella⁠—. ¿A que no he tardado nada?
Elinor negó y se puso en marcha rápidamente, no quería que se percatase
del ligero rubor de sus mejillas. Se moriría de vergüenza si él supiese lo que
estaba pensando. Jamás debía saber lo que había decidido ni siquiera cuando
ya estuviesen casados. Si quería que aquello funcionase Colin debía creer que
había sido idea suya.
—¿Qué estabas haciendo cuando me has visto desde la ventana?
—⁠preguntó ajeno a sus temores.
—Aburrirme muchísimo. Ayer fue el baile en casa de los Everitt así que
ya imaginarás de qué hablaba hoy todo el mundo.
Colin se rio a carcajadas al imaginarla en aquella femenina reunión.
—Por suerte ha habido una parte divertida cuando se han puesto a hablar
de Edward Wilmot.
—Me suena ese nombre. ¿Quién es?
—El hijo bastardo del conde de Kenford y se atrevió a criticar a mi
hermana Katherine por superficial y cabeza hueca, además de a las mujeres en
general y a las que leen novelas románticas en especial.

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—Y tú has pasado un buen rato escuchando de otra persona lo que piensas
tú.
—Lo cierto es que sí. Quiero mucho a mi hermana y te aseguro que, si en
lugar de Caroline hubiese sido yo la que hubiese estado allí, le habría dado un
puntapié en la espinilla a ese cretino. Pero en estas circunstancias ha aliviado
mi sufrimiento por tener que aguantar el relato pormenorizado de una noche
de baile. Que digo yo que no sé por qué mi madre tiene que obligarnos a
participar a todas en esas charlas. Es como cuando se ponen a hablar de
vestidos. Eso sí, si yo quiero discutir sobre el motivo por el que no podemos
usar calzones para montar a caballo todo el mundo se lleva las manos a la
cabeza.
Colin movió la cabeza divertido.
—No te casarás nunca, Elinor —⁠se rio⁠—. Ningún caballero se atreverá a
acercarse a ti siquiera. Tendré que sobornar a alguien llegado el momento.
Ella le dio un pequeño empujón y una pareja que pasaba a su lado le afeó
el gesto regañándola. Ella hizo una inclinación a modo de disculpa y después
siguió su camino sin el menor remordimiento.

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Capítulo 4

A la semana siguiente, Emma le propuso a Katherine salir a dar un paseo, por


la tarde, las dos juntas. Llevaba varios días dándole vueltas al tema de la lista
y sabía que hablar delante de las demás haría que su hermana se pusiera a la
defensiva.
—¿Vamos hacia Hyde Park? —sugirió Katherine acomodando la
sombrilla en su hombro, mientras su hermana se ajustaba el sombrero.
A Emma le encantaba llevar esos sombreros tan masculinos a los que les
colocaba una pluma de pavo real con muy buen tino. Y lo cierto es que le
quedaban muy bien y le daban un aspecto sobrio y elegante.
—¿Te parece bien si vamos por los jardines de Kensington? —⁠preguntó
otra vez antes de seguir avanzando.
Emma asintió y aceleró el paso. Caminar con Emma tenía más que ver
con hacer ejercicio que con disfrutar del paisaje. Iba tan rápido que a
Katherine le costaba seguirle el ritmo. Esperaba que al llegar a Hyde Park
aminorase o no podría decir una palabra sin asfixiarse. Pero no hizo falta que
dijese nada porque, en cuanto estuvieron en los jardines, Emma se detuvo y la
miró con aquella expresión tan suya que anunciaba un sermón.
—Katherine, ¿estás segura de lo que haces?
Su hermana sonrió aliviada, por un momento pensaba que le iba a contar
algo grave. Inició un lento paseo que le permitiese hablar con normalidad,
tampoco era necesario estar allí paradas como dos setas en medio del camino.
—Sabes que no hago nada de lo que no esté segura.

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—Entonces, ¿a qué vino ese baile con Alexander Greenwood? Está claro
que no te interesa y ya lo confundiste una vez con tus atenciones.
Katherine se detuvo para mirarla con fijeza.
—¿Crees que fue culpa mía? ¿Que hice algo para darle pie a pensar…?
—Yo estaba allí, Katherine, estaba bastante claro lo que sentía por ti. Si
no te diste cuenta es que la ciega eras tú.
—¡Tenía dieciséis años! Ni se me pasó por la cabeza.
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué? Solo quería que se disculpara.
—¿Por qué? ¿Qué te importa a ti lo que haga o deje de hacer el conde?
—Baja la voz, Emma —dijo mirando a su alrededor⁠—. Nadie tiene que
enterarse de tus locos pensamientos.
—¿Locos? —Se giró apretando los labios y trató de calmarse.
—¿Por qué te importa tanto? ¿Es que acaso…?
Emma se giró para mirarla de nuevo y esta vez su expresión era de
advertencia.
—Ni se te ocurra decirlo siquiera. Ya tuvimos esta conversación hace
años.
Su hermana apartó la mirada avergonzada y suspiró dejando escapar el
aire de golpe.
—Me pareció imperdonable que no nos defendiera.
—Querrás decir que no te defendiera a ti. Las dos sabemos que ese
Wilmot se ensañó contigo. Pero Katherine, no debes escuchar a personas
necias que no tienen nada que ver con nosotras.
—Lo sé, pero no pude evitar sentirme dolida. Fue muy desagradable. Me
comparó con una araña tendiendo sus redes… ¿Eso es lo que hago? ¿Cómo se
supone que debo elegir al hombre con el que pasaré el resto de mi vida? ¿Es
que acaso debo esperar a que me elija a mí y aceptar al primero que llegue?
Trato de hacer lo mejor para todos, pero no pretendo engañar a nadie. Ellos
saben lo que estoy haciendo. Conocen el juego y están de acuerdo en
participar.
—Claro que lo saben, es lo que hacen todos. Por eso te digo que no debes
actuar por impulso o reaccionando a lo que hacen otros. Tienes derecho a
elegir al que será tu esposo y si no hay ninguno que te guste lo suficiente, no
hay prisa, no tienes por qué precipitarte.
—Sí la hay, Emma —dijo bajando el tono como si temiera que pudieran
oírlas, aunque la persona más cercana estaba demasiado lejos para ello⁠—.
Papá es joven y está sano, pero los accidentes ocurren. No quiero ni pensar

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que a él le ocurriese algo, pero el problema de la herencia no haría más que
agravar nuestro dolor. Siempre he querido casarme, no voy a hacer ningún
sacrificio.
—Pero la precipitación no es buena en ningún asunto, las cosas deben
hacerse con calma y meditando bien todas nuestras… —⁠Enmudeció de golpe
al ver que alguien se les acercaba⁠—. Es él.
Katherine frunció el ceño sin comprender y se giró para ver a Alexander
que llegaba acompañado de su perro.
—Buenas tardes, señor Greenwood —⁠dijo Emma para que supiese que
estaban allí⁠—. Soy…
—Sé quién es, señorita Wharton —⁠extendió la mano para que ella pusiera
la suya y poder besársela⁠—. Me alegra mucho encontrarla aquí, tenía muchas
ganas de saludarla. A usted también, por supuesto, señorita Katherine.
La mencionada abrió los ojos como platos.
—¿Cómo ha…?
—Bergamota —la interrumpió él—. Su perfume.
—¡Oh!
—Dado que me falta un sentido los demás tuvieron a bien desarrollarse en
mayor medida y tengo un olfato muy fino. Y el oído también. Se lo advierto
para que tomen precauciones… a partir de ahora.
Las dos hermanas se miraron avergonzadas, temiendo que las hubiese
escuchado.
—¿Ha salido a pasear usted solo? —⁠preguntó Emma mirando alrededor.
—Nunca salgo solo. —Señaló al perro que permanecía pegado a su
pierna⁠—. Él es mi compañero cuando paseo.
—Parece un spitz, aunque es un poco raro. —⁠Emma se agachó para
acariciarlo y el perro se dejó hacer sin protestar.
—Es un spitz japonés —⁠explicó él⁠—. Gracias a él puedo moverme por
cualquier sitio complicado sin tener un percance.
—¿Gracias al perro? —preguntó Katherine sorprendida.
Alexander asintió con una sonrisa orgullosa.
—No es un perro cualquiera. Lo entrené para que fuese mis ojos. Yo
cuido de él y él cuida de mí. Lo llevo siempre que voy a un sitio desconocido
o camino por el exterior. No se separa de mí, como pueden comprobar y evita
que tropiece o me choque contra un árbol o cualquier otro objeto contundente.
—⁠Amplió su sonrisa⁠—. Aunque no pueda verlo, me gusta sentir el calor del
sol en la cara.
—¿Cómo se llama? —preguntó Emma.

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—Cien Ojos.
—Curiosa elección.
—Me pareció muy adecuado.
—Estoy de acuerdo —afirmó la mayor de las Wharton.
—Aún recuerdo las charlas que manteníamos en aquellos años, señorita
Wharton. ¿Me permite llamarla por su nombre? Apelo a nuestra vieja
amistad. Si ha asentido recuerde que no puedo verla.
—¡Oh! —exclamó avergonzada—. Discúlpeme no me he dado cuenta. Sí,
por supuesto, puede llamarme Emma.
—Usted llámeme Alexander, ya le dije a su hermana en el baile que
prefiero que dejen lo de señor Greenwood para mi padre.
—Así lo haremos —aceptó ella.
—¿Quién se lo regalo? —preguntó Katherine interesada⁠—. El perro.
—Bayan, un buen amigo que puso mucho empeño en que me valiese por
mí mismo.
—¿Japonés? —preguntó Emma.
—Sí, pero yo lo conocí en China. Es una larga historia.
—No tenemos prisa, si quiere puede pasear con nosotras y contárnosla
—⁠dijo Emma con enorme curiosidad.
—No creo que a su hermana le interese.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó Katherine molesta.
—Supongo que si han salido las dos solas es porque querían hablar de sus
cosas.
Las dos hermanas se miraron sorprendidas de su perspicacia.
—Pues se equivoca —mintió Katherine⁠—, las demás estaban ocupadas y
mi hermana tenía muchas ganas de salir, así que me he ofrecido a
acompañarla. Puede contarnos su viaje completo, si lo desea, a Emma le
encantan las historias.
—Está bien, daré un paseo con ustedes y les hablaré de Bayan, pero para
escuchar el relato del viaje completo deberán regalarme más momentos como
este. —⁠Iniciaron el camino y ellas se colocaron a ambos lados del conde.
—Mucha gente nos habló de un Samurái japonés que se había hecho
monje en el Monasterio de Shaolin. Decían que era ciego y podía vencer a
más de diez hombres que lo atacasen a la vez con la única ayuda de un palo.
El jō. Cada vez que alguien nos hablaba de él descubríamos una nueva proeza
o habilidad y, como comprenderán dada mi situación, el hecho de que fuese
ciego exacerbaba mis ganas de conocerlo de un modo insoportable.

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—Lo entiendo perfectamente —⁠afirmó Emma⁠—. Yo misma estoy muerta
de curiosidad.
—Habíamos pasado cinco meses en Joseon, de donde tuvimos que irnos
con bastante prisa. Nos fuimos a Japón y vivimos allí un año entero y, aunque
el viaje me estaba ayudando a superar alguna de mis debilidades, seguía
siendo un completo inútil que no sabía valerse por sí mismo. Necesitaba a
William a mi lado y me sentía perdido cuando estaba solo. Por eso, cuando
escuché hablar de ese monje me obsesioné con él y con la posibilidad de que
me enseñase lo que él había aprendido por su cuenta.
—Buenos días —los saludaron al pasar.
—Buenos días —respondieron los tres con una inclinación de cabeza y
Alexander, además, hizo el gesto de quitarse el sombrero.
—Eran lord y lady Blunt —⁠musitó Katherine.
—Gracias —respondió él a su cortesía.
—Continúe, por favor —pidió Emma muy interesada. En cuanto llegase a
casa pensaba buscar en el globo terráqueo dónde estaba exactamente ese
monasterio.
—Bien. William y yo viajamos hasta Shaolin y nos instalamos en el
monasterio. El monje del que me hablaron, Bayan, era ciego, sí, y también era
enormemente difícil de convencer. Por más que le pedía que me entrenase, no
daba su brazo a torcer. Tardé tres meses, viéndolo a diario, en conseguir una
prueba. Siempre recordaré aquel primer día. Recibí tantos golpes que no pude
levantarme de la cama en una semana.
—¡Dios Santo! —exclamó Emma horrorizada⁠—. Pero ¿qué clase de
monje era ese?
Alexander se rio, sobre todo por el tono de su voz.
—No creía que tuviese ni el aguante ni la perseverancia para aprender lo
que él podía enseñarme. Tuve que demostrárselo. Al cabo de una semana, en
cuanto pude aguantarme de pie, regresé. Y así fue como empezó mi
entrenamiento con el jō y otras técnicas de defensa y ataque. Bayan me
mostró mi verdadera esencia, me enseñó cosas de mí que no había ni
vislumbrado siquiera. Y me ayudó a librarme del miedo en el que había
vivido hasta entonces.
—¿Miedo a qué? —preguntó Katherine con el corazón encogido.
Alexander giró la cabeza hacia ella.
—A la oscuridad.
—Señoritas Wharton.

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Estaban tan embebidas en la conversación que no se percataron de que
Joseph Lovelace se acercaba a ellos. Katherine dio un respingo y su codo
golpeó a Alexander sin querer.
—Conde Greenwood —lo saludó también⁠—. ¿Dando un paseo? Qué
perro tan mono.
—Vizconde —saludó Alexander inclinando la cabeza en su dirección.
—Señorita Wharton —Lovelace se dirigió a Emma⁠—, la echamos de
menos en el baile de los Everitt y en el concierto de hace dos noches en casa
de los Squill. Espero que no falte a nuestra invitación campestre. Mi madre se
sentiría muy decepcionada si no acudiese la familia Wharton al completo.
—Es muy amable, vizconde —dijo Emma sin responder directamente, ya
que no tenía la menor intención de asistir a ninguno de los eventos que se
realizasen ese año en Londres.
—Señorita Katherine, guárdeme un sitio privilegiado en su carné de baile
para toda la temporada, por favor, no quisiera quedarme sin, al menos, una
pieza en cada uno de los eventos a los que asista. Esta va a ser una temporada
sonada, tengo el pálpito de que se anunciará un esperado compromiso —⁠dijo
con una expresión cómplice que ninguna de las hermanas secundó.
—Si me disculpan, debo regresar a casa —⁠dijo Alexander tirando
suavemente de la correa de Cien Ojos⁠—. Les dejo hablando de sus asuntos.
Encantado de haberlas encontrado, señoritas Wharton. Vizconde.
Emma lo vio alejarse con tristeza, le habría gustado seguir hablando de
ese viaje en lugar de quedarse con aquel…
—¿Les importa si las acompaño un rato? —⁠preguntó Lovelace con una
sonrisa satisfecha.
—Por supuesto que no, vizconde —⁠aceptó Katherine respondiendo a su
sonrisa.
—Déjenme presumir de llevar del brazo a las dos damas más hermosas de
Londres. —⁠Le ofreció un brazo a cada una y ellas aceptaron educadamente.

Alexander regresó a la casa de sus padres, situada en Berkeley Square, en la


que tenía un estudio independiente para él solo, lo que le daba suficiente
intimidad, pero permitía que su madre lo supiese bien atendido. Entró en por
la puerta principal y la duquesa le salió al encuentro en el mismo vestíbulo.
Alexander se preguntó cómo hacía su madre para saber en qué momento iba a
aparecer.

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—¿Ha ido todo bien, hijo? No sé por qué te empeñas en salir a pasear
solo. Podrías haber esperado a William, seguro que no tarda en llegar. Hace
un día hermoso, aunque demasiado calor para mi gusto, la verdad. El martes
tendremos que dejar los ventanales abiertos toda la tarde para que se refresque
la casa antes de la velada. Ya hemos enviado las invitaciones, estoy segura de
que todo el mundo querrá escuchar al señor Bracewel declamar sus poemas
sobre Oriente. ¿No te parece una manera perfecta de celebrar tu regreso?
—Sí, mamá —afirmó él forzando una sonrisa⁠—. Son unos poemas
magníficos y demuestran su gran conocimiento sobre el tema.
—Claro que él viajó hace años, pero imagino que China no habrá
cambiado mucho en este tiempo. Después de todo esas culturas viven
ancladas a su pasado.
—Será muy agradable, madre, te agradezco que hayas pensado en mí,
aunque no hacía falta.
—¿Cómo no va a hacer falta? Han sido muchos años fuera de casa. Será
una velada perfecta, de eso me encargo yo. ¿Quieres que te lea la lista de
invitados?
—Me la leíste anoche —le recordó impaciente⁠—. Si no te importa, mamá,
ya hablaremos luego, ahora quiero descansar un rato.
—Claro, hijo, claro. Ve y descansa.

En cuanto cerró la puerta del estudio, Cien Ojos se dirigió a su rincón


preferido junto a la butaca en la que Alexander solía sentarse cada noche. El
perro se tumbó cómodamente sobre la alfombra, mientras su amo se dejaba
caer en el sillón, recostaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos. ¿Por qué
se sentía de nuevo como un estúpido adolescente? ¿Qué clase de poder tenía
esa mujer que lo convertía en un niño asustado cuando estaba cerca de ella?
El baile fue una prueba casi tan dura como las que le imponía Bayan, pero
al menos su maestro lo dejaba defenderse con el jō cuando practicaban
jōjutsu. Con Katherine, en cambio, se sentía completamente indefenso, casi
desnudo.
¿Y qué había querido decir Lovelace? ¿Es que Katherine iba a casarse?
¿Era el vizconde su elegido? No había oído nada al respecto y, de hecho, en
casa de los Everitt ella había bailado con un buen número de caballeros sin
repetir con ninguno.
Dio un golpe en el brazo del sillón y Cien Ojos levantó las orejas
escuchando atento.

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—Tranquilo, solo tengo una rabieta de niño estúpido.
Cuando decidió que había llegado el momento de regresar a casa imaginó
que las cosas serían muy distintas a como las había dejado, pero ver a
Katherine casada no estuvo nunca en su imaginación. No porque no lo viera
posible, sino porque no lo creía soportable.
¿Por qué no se enamoró de Emma? Era perfecta para él: culta, inteligente
y hermosa. Le gustaba mucho, muchísimo. Sentía un afecto sincero hacia ella,
pero su corazón no podía verla de ese modo. Su cuerpo no reaccionaba a su
presencia como lo hacía ante Katherine. La más presumida, superficial y
vanidosa de las hermanas Wharton, incapaz de perdonarle su ceguera.
Dio un golpe en el suelo con el pie derecho y después se levantó
moviéndose por la habitación como gato enjaulado. ¿Por qué entonces se fijó
en ella? Si era tan superficial y vacía, ¿cómo es que se enamoró de ella?
«Debes creer en tu instinto», le había dicho Bayan. «El corazón sabe lo que el
hombre desconoce».
La recordó entonces, con dieciséis años. No era con él como se mostraba
ante los demás. De hecho, lo sorprendía tanto su transformación cuando
estaba con otras personas que solía preguntarse cuál de las dos era la
verdadera Katherine. Quizá fuese porque él no podía verla. Entonces era
divertida, alegre y entusiasta. Hablaba sin parar, fascinada de todo lo que
veía. Se emocionaba con el sonido del agua del río cuando se acercaban a su
lecho o con el modo en el que el sol jugueteaba con las sombras. Pero
ahora… Había cambiado. Se había vuelto… práctica.
¿A qué instinto debía hacer caso? ¿Al que le decía que tras esa fachada
superficial y egocéntrica se escondía un corazón tierno y sensible? ¿O al que
la mostraba, como dijo Edward, como una araña tejiendo su tela para atrapar a
su presa?

—¿Otra vez encerrado? —William golpeó la puerta con firmeza⁠—. ¡Abre de


una vez! ¿O es que me vas a tener aquí fuera esperando hasta que me canse?
Ya sé que has vuelto de tu paseo por Hyde Park, me lo ha dicho tu…
Alexander abrió la puerta y lo miró con expresión burlona antes de darse
la vuelta sin decir nada. William entró y cerró tras él.
—¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada.
—Oh —se rio jocosamente—, ya lo creo que sí. ¿La has visto?
—Nos hemos encontrado, sí.

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—Supongo que Kitty era de fiar, después de todo. —⁠William se dejó caer
en la butaca y colocándose de lado puso las piernas encima del
reposabrazos⁠—. Me alegro, me lo pasé bien con ella.
—Espero que ella piense lo mismo —⁠dijo Alexander sirviendo dos copas
de brandy y entregándole una a continuación⁠—. Tener a una doncella de
nuestra parte no ha sido fácil.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó su amigo con mirada irónica⁠—. He
sido yo el que se la ha camelado, tú no has tenido que hacer nada.
—Cierto. —El conde levantó su copa como brindis y se sentó frente a él
en el sofá⁠—. Entonces presumo que lo que dijo de la lista, también es cierto.
William se encogió de hombros, pero no dijo nada.
—Es increíble que haya puesto a Lovelace el primero —⁠dijo Alexander
incrédulo.
—¿Por qué te sorprende? Es el que tiene una renta mayor.
El otro apretó los labios malhumorado. Conocía muy bien a Joseph
Lovelace y desde luego no era un buen candidato para Katherine.
—Al único que vale la pena de esa lista lo ha puesto el último. —⁠William
sonrió perverso y su amigo le lanzó una mirada asesina⁠—. Tranquilo, no
tengo la menor intención de casarme con tu Katherine. Por tu cara deduzco
que la señorita Wharton no se ha alegrado mucho de encontrarse contigo en el
paseo.
—La señorita Wharton sí —dijo con ironía. La única que podía ostentar
ese nombre era Emma y William lo sabía⁠—. En cuanto a la otra señorita, no,
no ha parecido alegrarse en absoluto, aunque mostraba algo de interés a mis
palabras… Hasta que ha llegado Lovelace, claro.
William frunció el ceño y lo miró atentamente.
—¿Os habéis encontrado con Joseph? Vaya contratiempo. ¿Es que no hay
otro sitio por el que pasear en Londres? ¿O es que Lovelace tiene también
«asuntos» con alguna criada de los Wharton que le avisa de dónde va a estar
su presa?
—Podría ser perfectamente, dada la naturaleza del crápula de nuestro
amigo. Los dos sabemos que no le hace ascos a nada.
—Desde luego, aunque me da a mí que la doncella en cuestión no estará
tan contenta con el trato como Kitty.
William se dio cuenta de que Alexander no estaba para bromas y se
esforzó en ponerse serio.
—¿Qué te ocurre? ¿A qué viene esa cara de fracaso? Acabamos de
empezar, aún no has tenido tiempo de cumplir con tus planes.

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—Todo se veía muy distinto desde aquel hospital de París. Creí que…
—⁠No terminó la frase y se dejó caer contra el respaldo del sofá.
—Vamos, Alexander, no me fastidies. ¿En serio tienes remordimientos?
No estás haciendo daño a nadie, al contrario. Tus padres se morirán de la
alegría cuando descubran que puedes ver. Solo estás retrasando un poco la
noticia. Y si Katherine Wharton es la persona que tú crees, también se
alegrará de saberlo.
—¿De verdad? ¿Todos me perdonarán y seremos felices para siempre?
William entornó los ojos y lo miró fijamente.
—¿Recuerdas lo que decía siempre Bayan? Si tienes miedo…
—… hazlo con miedo —asintió Alexander.
—Debe ser difícil para ti, de todos modos.
—¿El qué? —Se llevó el vaso a los labios y bebió un largo sorbo.
—Fingir que eres ciego.
—Tengo mucha práctica —dijo con cinismo.
—Ya, pero no debes bajar la guardia, al menor descuido pueden
descubrirte y todo se irá a la mierda.
—¿Y tú? ¿Estás preparado?
—¿Preparado para qué? —preguntó William dejando su copa en la mesita
que tenía más cerca.
—Para la caza mayor. —Alexander fingió un escalofrío⁠—. Va a ser
terrible, te lo aseguro. Cuando se inicia la temporada social todas las madres
de Inglaterra se preparan para lograr el mejor matrimonio para sus hijas. Y
son implacables, van a tratar de averiguar tus más recónditos secretos.
Porque, perdóname que te lo diga, ahora mismo eres uno de los mejores
partidos para sus hijas. Debes estar entre el diez y el veinte en la escala de
posibles candidatos.
—¿Tan atrás? Mi renta es de cinco mil al año, creo que merecería subir un
poco en el escalafón.
—Vaya, te veo interesado —se burló.
—Tengo dos deseos en la vida, uno es casarme con una de esas damas y
el otro que me empalen en medio de una plaza. Llámame raro.
—Ten cuidado con lo que deseas —⁠dijo Alexander con sonrisa maliciosa
y se terminó el brandy.

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Capítulo 5

Todos fingían escuchar a Kelvin Bracewel, aunque la mayoría trataba de


distraerse con ocupaciones más interesantes. Como por ejemplo la señorita
Lavinia Wainwright que en ese momento observaba con disimulo pero suma
atención a Katherine Wharton, su persona menos favorita de toda Inglaterra.
Ser considerada la segunda mujer más bella de cualquier lugar era algo de lo
más molesto. Siempre la comparaban a una con la número uno y nunca podía
sentirse satisfecha, se pusiera lo que se pusiese, ya que al llegar a cualquier
parte todos se preguntarían si ese vestido no le quedaría mejor a su némesis.
Así que, mientras la mayoría de sus amigas disfrutaban de la temporada
social, ella la vivía siendo juzgada bajo el rasero de Katherine Wharton y
amargada por ello. Y lo que era peor, aunque la odiaba profundamente no era
estúpida y tenía que reconocer que solo la hija del barón de Harmouth podía
llevar aquel vestido verde hoja y estar deslumbrantemente hermosa. Apretó
los dientes con tal fuerza que notó el sabor de la sangre en su lengua. Todo
habría sido tan sencillo si la estúpida de Emma no hubiese impedido lo que el
destino tenía preparado para su hermana. Imaginar a la segunda de las
Wharton con el rostro desfigurado, era una de sus más preciadas fantasías.
Cuando acabó la lectura de poemas, la baronesa, Katherine y Caroline se
acercaron a saludar a la duquesa y la elogiaron por su buen gusto al organizar
la velada.
—Me alegra mucho que les haya gustado, tenía que hacer algo especial
para celebrar el regreso de mi querido hijo.

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—Debe estar usted muy feliz —⁠corroboró Meredith con una amable
sonrisa⁠—. No puedo ni imaginar lo que sería estar alejada de alguna de mis
hijas durante tanto tiempo. Tener hijos varones es distinto, lo sé, pero aun así.
—Menos mal que tengo a mis niñas —⁠asintió Sophie Greenwood mirando
a sus hijas que sonrieron satisfechas.
—Señora duquesa, ¿podría venir un momento? —⁠Solicitó el mayordomo.
—¿Me disculpan?
—Por supuesto. —La baronesa inclinó la cabeza a modo de despedida.
—El señor Bracewel vivió muchos años en China —⁠explicó Marianne, la
mayor de las gemelas⁠—. Muchos más que Alexander.
—Sus poemas demuestran un gran conocimiento de esa cultura —⁠afirmó
Katherine.
—Oh, señorita Katherine, ¿me permite decirle lo guapa que está con ese
vestido? —⁠dijo Enid, la otra gemela, con admiración⁠—. Nadie podría llevarlo
como usted.
Katherine se ruborizó ligeramente lo que hizo resaltar aún más el azul de
sus ojos.
—Nos habría gustado ver a Harriet y Elinor —⁠añadió Marianne⁠—. Mamá
nos dijo que había invitado a toda la familia.
—Son demasiado jóvenes para estas cosas —⁠dijo la baronesa sin
mencionar lo poco que les gustaba la poesía.
—Harriet es tan divertida —⁠dijo Marianne sin poder contenerse.
—Le diré que las han echado de menos. Seguro que se alegrarán de
saberlo.
—¿Y la señorita Wharton se encuentra bien de salud? —⁠Lavinia
Wainwright llevaba un buen rato esperando una posible entrada en la
conversación y le pareció que ese era el momento perfecto⁠—. Se comentó
mucho su ausencia y la de la señorita Elizabeth en el primer baile de la
temporada y tampoco asistieron a los siguientes eventos, como hoy mismo.
No querría descubrir que se hallan postradas en cama con alguna dolencia.
—Emma y Elizabeth están perfectamente —⁠dijo su madre con una
sonrisa⁠—, gracias por preguntar, señorita Wainwright, usted siempre tan
solícita.
—Oh, señora baronesa, es que yo adoro a su hija. No lo puedo evitar. Es
tan culta y tiene unas maneras tan elegantes. ¿Quién podría llevar esos
vestidos tan… recatados y lucirlos con tal gracia? Aunque es cierto que estos
días está haciendo un calor insoportable y para ella debe ser una tortura el
clima. ¿Es quizá es ese el motivo de su ausencia? Ninguna mujer debería

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permitir que la tiranía de la belleza la incomode hasta el punto de tener que
encerrarse en casa. —⁠Contuvo una sonrisa al ver la palidez en los rostros de
las tres Wharton.
—¿Hay alguien enfermo? —preguntó Finley Knowing acercándose al
grupo⁠—. Espero que no, ahora que ha empezado la temporada sería casi una
impertinencia.
—Hablábamos de la hija mayor de la baronesa —⁠explicó Lavinia.
—¡Oh! —Knowing hizo una mueca que disgustó a Katherine
enormemente⁠—. Bueno, creo que nos encontramos ante la mejor embajadora
de las Wharton, ¿verdad? Señorita Katherine, me alegra mucho verla aquí esta
noche.
Ella inclinó ligeramente la cabeza con una expresión excesivamente seria
para el gusto de su interlocutor.
—Pero señor Knowing, no sea tan partidista —⁠rio Lavinia⁠—. Emma es la
que debería ser considerada embajadora de sus hermanas, después de todo es
la hija mayor del barón y le corresponde a ella ser la primera en todo.
—Disiento, señorita Wainwright —⁠insistió Knowing encarándola⁠—. La
señorita Katherine es, sin duda, el elemento más destacable de la familia
Wharton y debería ser siempre ella la vanguardia de las demás.
Katherine no daba crédito a lo que estaba viendo. ¿De verdad aquellos dos
especímenes desagradables y estúpidos estaban manteniendo aquella
conversación delante de su madre y de su hermana Caroline? Como si de la
imaginativa Harriet se tratase, vio a Finley Knowing siendo arrastrado por un
alud de piedras hasta desaparecer en la falda de la montaña. En cuanto
estuviese en casa tacharía su nombre de la lista sin contemplaciones.
—Por no mencionar a la señorita Elizabeth —⁠siguió Lavinia que estaba
disfrutando como nunca. No había contado con tener un colaborador tan
eficiente como el señor Knowing⁠—. Hace por lo menos tres años que no
asiste a ningún evento social. Alguien me dijo un día que se había marchado a
vivir a Escocia ¡y me lo creí!
—Parece usted desolada ante dichas ausencias, señorita Wainwright.
Katherine sintió un estremecimiento al escuchar la voz de Alexander a su
espalda.
—Cualquiera podría llegar a pensar que vive usted anhelando ser parte de
la familia de esas dos amables y valiosas damas.
—Señor conde… —Lavinia no encontraba las palabras.
—Por lo que yo sé de la señorita Wharton es una mujer extremadamente
culta y sensible, incapaz de sentir la malsana curiosidad por los asuntos ajenos

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de la que adolecen otras damas de carácter menos edificante, ¿no le parece?
—Yo…
—En cuanto a la señorita Elizabeth —⁠sonrió perverso sin dejarla
hablar⁠—. Sería una pena que nos privase de su presencia marchándose a vivir
a cualquier otra parte. Aunque reconozco que después de estar unos días en
Londres y comprobar la deriva de algunos de sus habitantes, he llegado a
preguntarme si no habré regresado demasiado pronto de mi viaje. —⁠Se
inclinó convenientemente frente a la baronesa⁠—. Señora Wharton, espero que
haya disfrutado con la lectura del señor Bracewel.
—¡Muchísimo! —exclamó agradecida, aunque con lo que había
disfrutado más era con su actuación.
Caroline vio que Edwina le hacía señas y pidió permiso a su madre para ir
con ella. Quería alejarse de allí, pero antes miró a Lavinia Wainwright con tal
intensidad que la otra tuvo dificultades para sostenerle la mirada.
—Señorita Katherine. —Finley Knowing dio un paso al frente y se inclinó
frente a ella⁠—. ¿Le apetecería dar un paseo por el salón cogida de mi brazo?
Sé que sería la envidia de todos los presentes si me concediese dicho honor.
—Señor Knowing, la envidia es una emoción que detesto. —⁠Miró a
Lavinia con elocuencia⁠—. Pero puede ofrecer su brazo a la señorita
Wainwright, estoy segura de que causarán la misma emoción y ambos
disfrutarán de ella convenientemente.
Finley empalideció al ver que le daba la espalda sin la más mínima
cortesía. Con voz tensa le hizo el mismo ofrecimiento a la dama mencionada,
que aceptó su brazo sin dudarlo deseosa de alejarse de allí cuanto antes.

—¿De verdad ha dicho eso? —⁠Edwina no daba crédito⁠—. Lavinia


Wainwright es una auténtica arpía. Algún día alguien le dará su merecido,
aunque lo que me has contado del señor Greenwood no ha estado nada mal.
—No —se rio Caroline—. Tendrías que haber visto su cara. Se ha puesto
verde de la rabia. Me cae bien el duque.
—Aún no lo es. De momento tiene que conformarse con el título de conde
que le ha cedido su padre por cortesía.
—Ya. —La mediana de las Wharton lo miró desde la distancia⁠—. Es muy
guapo, qué pena que sea ciego. Habrían hecho una pareja impresionante.
Edwina siguió su mirada y lo vio al lado de Katherine.
—Sí, es una pena.

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Caroline había desviado su mirada hacia el joven que en ese momento
hablaba con el poeta.
—Nathan Helps —murmuró—. Está… distinto.
Edwina se fijó en él antes de asentir.
—Sí. Ha cambiado mucho.
—Está más guapo y fíjate en sus hombros.
—¡Caroline! —se rio su amiga—. ¿Te gusta?
La otra se rio también y asintió ligeramente.
—Te está mirando —dijo Edwina tirando de su vestido⁠—. Va a venir
hacia aquí. Ya se está despidiendo del poeta.
—Corre di algo interesante, hablemos —⁠pidió Caroline girándose para
mirarla de frente⁠—. ¿De verdad? ¿Tú crees? Yo no lo veo nada claro.
—Señorita Caroline. Señorita Edwina. —⁠El joven las saludó con una
inclinación.
—Señor Helps, ¿cómo está usted? —⁠preguntó Caroline nerviosa.
—Bien. ¿Les han gustado los poemas del señor Bracewel? Yo no soy un
gran entendido en poesía, pero aun así he disfrutado.
—¡Oh, sí! Nos han encantado, ¿verdad, Edwina?
—Desde luego. —Su amiga miró hacia el lugar en el que estaba su
madre⁠—. Tengo que ausentarme un momento, he visto que mamá me hace
señas para que vaya. Seguro que quiere presentarme a alguien. Vuelvo
enseguida, Caroline. Señor Helps, ¿sería tan amable de hacer compañía a mi
amiga? No me gustaría que se quedara sola.
—Será un placer —aceptó sonriendo.

Katherine y Alexander se habían quedado solos y ella aprovechó para


agradecerle su intervención.
—No tiene que agradecerme nada, sabe que aprecio a su hermana y no he
dicho más que lo que pienso —⁠sonrió⁠—. Además, ha sido muy divertido
imaginarme la cara de la señorita Wainwright. ¿Podría describírmela para ver
si he acertado?
—Estaba verde de rabia —sonrió Katherine.
—Perfecto.
—No lo imaginaba tan perverso, señor conde.
—Así que me ha imaginado… Eso me halaga.
—Tener una hermana que sueña con caballos alados y dragones que
escupen fuego está haciendo mella en mí, me temo. —⁠Vio que fruncía el ceño

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desconcertado⁠—. Recordará a la niña revoltosa y alegre que salía cantando
del servicio de los domingos y a la que mi madre siempre tenía que regañar
por su excesivo entusiasmo.
Alexander sonrió divertido.
—Desde luego que la recuerdo. Harriet.
—Eso es. —¿Por qué le agradaba tanto que se acordase?
—Elinor, en cambio, era una niña seria y comedida. Hacían una pareja
perfecta.
—Ahora es un poco menos comedida, me temo. Podrá comprobarlo en
cuanto coincida con ella en cualquier parte. Mi hermana es una defensora
acérrima de los desafortunados. Y una revolucionaria también. Lleva a mi
madre por la calle de la amargura, se lo aseguro.
—Tiene usted unas hermanas muy distintas entre sí.
—Las suyas son encantadoras y muy hermosas.
Alexander asintió orgulloso. Quería mucho a las gemelas y, por la
diferencia de edad, se sentía tremendamente protector con ellas.
—Lo cierto es que me gustaría que fuesen alabadas por algo más que por
su belleza o su buen carácter —⁠dijo con intención⁠—. No quisiera que lo único
destacable en ellas fuese algo tan efímero como insustancial.
Katherine empalideció y la sonrisa que había mantenido durante toda la
conversación despareció de sus labios.
—Si tuviese que pensar en alguien con quien me halagaría que las
comparasen sería su hermana Emma. De hecho estoy seguro de que sería una
excelente influencia para ellas. Se interesa por engrandecer su espíritu y su
mente, lo que es muy raro de ver en estos días. Me temo que la mayoría de
jóvenes se centran en aspectos superficiales a la hora de dirigir sus afectos.
Ya sea en cuanto a sus amistades como a otras relaciones.
—¿No cree que la belleza y el buen carácter también son importantes? A
nadie le molesta que una flor sea hermosa o que un paisaje le resulte sublime.
Y tampoco agrada convivir con alguien antipático o poco amable. Como su
amigo, por ejemplo.
—Por supuesto, pero la flor no ha hecho nada para resultarnos hermosa. Y
la orografía del paisaje se ha formado después de siglos de transformaciones.
En cuanto al carácter, prefiero a una persona arisca pero sincera y honesta,
como Edward, antes que a una amable superficial y estúpida como tantos
otros. En mi opinión quien se preocupa en exceso de agradar a los demás
presta poca atención a las cosas verdaderamente importantes de la vida.
—Y usted sabe cuáles son esas cosas, ¿verdad, señor conde?

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—Y estoy seguro de que usted también, señorita Katherine. Hay personas
que pueden resultar muy atractivas, pero esconden un corazón perverso y
oscuro que solo muestran cuando es demasiado tarde. —⁠Estaba pensando en
Joseph Lovelace, pero no podía ser más explícito⁠—. Debemos estar
prevenidos para no dejarnos embaucar.
Katherine había desviado la mirada y trataba de que no emergiese a su
rostro el desolado sentimiento que la embargaba. ¿Tan horrible creía que era?
¿Un corazón perverso y oscuro? Buscó a Lovelace con la mirada y el
vizconde corrió en su auxilio.
—Señorita Katherine —dijo cuando llegó ante ellos⁠—. ¿Le apetecería
comer algo? Ahora mismo iba a buscar algo para mí. Si me acompañara me
haría el hombre más feliz de la velada.
—Me apetece muchísimo. Si nos disculpa, señor Greenwood.
—Señorita Katherine. —Se inclinó con semblante serio.
Alexander respiró hondo sin variar su expresión. Estaba claro que había
errado el tiro y la pólvora le había estallado en la cara. Pretendía alejarla de
Lovelace y la había empujado a sus brazos.

El resto de la noche fue tranquila y sin más contratiempos. Katherine


conversó con tres de sus candidatos, en especial con Joseph Lovelace que
parecía reacio a dejarla en manos de sus contrincantes. Ella se esforzó mucho
en no volver a acercarse a Alexander y él mantuvo las distancias, consciente
de que había metido la pata.
Caroline por su parte disfrutó de la compañía de Nathan Helps con la
consabida colaboración de Edwina que encontró el modo de dejarlos solos en
varias ocasiones durante la noche.
Las dos hermanas se reunieron con sus padres a la hora convenida para
marcharse y juntos se despidieron de los duques en el hall de la mansión.
—Permítame que la felicite por esta velada tan agradable, duquesa —⁠dijo
la baronesa con afecto.
—Querida Meredith, espero que me considere una amiga y deje de
dirigirse a mí con tanta solemnidad. Sophie será suficiente a partir de ahora
—⁠sonrió⁠—. Las espero a todas en el baile de la semana que viene. Esto de
hoy ha sido solo un aperitivo, pienso tirar la casa por la ventana. No todos los
días regresa un hijo después de cinco años de ausencia.
—Será un placer, Sophie —dijo la baronesa.

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—Y cuando digo a todas me refiero también a su hija Emma y a su
cuñada. Dígales que estoy deseando saludarlas y que serán muy bien
recibidas.
—Es usted muy amable. Intentaré convencerlas.
—Así lo espero.

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Capítulo 6

Las cenas en casa de los Wharton no eran nunca aburridas. Tantas mujeres
juntas y con tantas inquietudes daba lugar a conversaciones intensas y
atropelladas muchas veces, dependiendo de cuántas cosas tuviese cada una
que contar. Por eso la baronesa tuvo que golpear su copa con el cuchillo para
llamar la atención de sus hijas.
—Escuchad —dijo colocando el cubierto de nuevo en su lugar⁠—. La
duquesa nos ha invitado al baile que se celebrará la próxima semana en
Berkeley Square, y ha insistido mucho en que debemos ir todas.
—¿Nosotras también? —preguntó Harriet con los ojos como platos.
—No, Harriet, vosotras no habéis sido presentadas en sociedad y no
podéis asistir a bailes aún. Me refiero a Emma y a Elizabeth.
La mayor de sus hijas frunció el ceño contrariada.
—No deseo hacer un feo a la duquesa, pero…
—No importa lo que desees, Emma. Siempre dejo que hagas lo que
quieres, pero no puedes negarte a una invitación tan directa. Así que ve
haciéndote a la idea de que irás a ese baile. Y tú, Elizabeth, también. Tenéis
preciosos vestidos que os mandé hacer y que son perfectos para la ocasión, así
que no hay excusa posible.
Las dos se miraron compungidas, conscientes de que no había escapatoria
si no estaban dispuestas a romperse un hueso o ser víctimas de una grave
enfermedad.
—Tengo un problema —dijo Katherine con semblante serio.
Todas la miraron expectantes y vieron que señalaba su nariz.

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—¿Qué ocurre? —Caroline la miró de cerca⁠—. No tienes nada.
—Mira bien —insistió.
—En serio, Katherine, no veo nada.
—¿No ves la rayita? Está en mitad de mi nariz.
—Katherine, hija… —Su madre negó con la cabeza.
—Que sí, mamá, que me ha aparecido una raya en la nariz y antes no
estaba ahí.
—Yo sí la veo —dijo Elinor seria⁠—. Hace días que la tienes, no te había
dicho nada para no preocuparte. Debería verte el doctor Freytag, podría ser
algo grave.
La baronesa miró a su hija pequeña con severidad.
—No hagas caso a Elinor, se está burlando de ti —⁠dijo Emma⁠—. A tu
nariz no le pasa nada malo.
—Yo no me confiaría —insistió la pequeña⁠—. Ya sabes cómo son, si
creyeran que tienes algo malo no te lo dirían para que no sufrieras, pero yo no
soy así, no voy a permitir que se te caiga la nariz por no habértelo dicho.
Katherine miró a su hermana con mirada asesina.
—Te voy a dar una zurra que no vas a poder sentarte en una semana
—⁠amenazó.
—¡Katherine! —Su padre trató de ocultar que se estaba divirtiendo.
—Cada día es más insoportable, papá.
—Pues tú cada día eres más tonta. —⁠Se la devolvió Elinor⁠—. Hace una
semana creías que se te iba a caer todo el pelo porque te salió un sarpullido
detrás de la oreja.
—Picaba muchísimo.
—Y hace dos meses te pasaste un día entero en cama porque estabas
convencida de que se te hinchaba la cara cuando estabas levantada.
Katherine miró a todos los presentes esperando que alguien saliera en su
defensa.
—Está bien, no volveré a contaros lo que me pase. Luego no os quejéis si
sufro una desgracia.
—Katherine, no seas melodramática —⁠pidió su madre.
—Deberías observarte menos —⁠aconsejó Elizabeth⁠—. A todas nos pasan
cosas, Katherine, pero procuramos no darles importancia y desaparecen.
—Si hay algo de lo que debas preocuparte —⁠siguió Emma⁠—, lo sabrás
pasados unos días. Aunque realmente, una rayita en la nariz tampoco es
que…

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Katherine abrió los ojos como platos y su hermana mayor optó por cerrar
la boca.
—Deberíamos seguir hablando de China —⁠propuso la baronesa.
Su marido siguió su consejo.
—Esos dos muchachos han establecido contactos de un valor inestimable
para los negocios. Ahora poseen una ruta comercial directa y sus
transacciones son mucho más ventajosas para ellos. El duque hablaba de ello
con enorme satisfacción. Alexander ha cerrado la boca de todos aquellos que
decían que no sería un buen duque, demostrando lo equivocados que estaban.
Y William Bertram no se ha quedado atrás.
—Pero para algunos lo más importante es que sigue estando ciego —⁠dijo
Elinor mirando a su hermana.
—Qué triste es eso para su madre. —⁠Se lamentó la baronesa⁠—. Por
mucho éxito que tenga en los negocios estoy segura de que ella preferiría no
tener dinero y que su hijo estuviese perfectamente.
—Pues a mí me parece que se defiende muy bien —⁠apuntó Caroline⁠—. Se
movía con total soltura. Acuérdate de cómo nos rescató de la odiosa Lavinia
Wainwright. Esa mujer es una arpía.
—Caroline, esa lengua —la regañó su padre.
—Tú no escuchaste las cosas que dijo, papá —⁠murmuró su hija moviendo
la comida de su plato⁠—. Me dieron ganas de arrancarle los ojos.
—¿Qué pasó? —preguntó Emma y después se llevó un pedacito de carne
a la boca⁠—. No nos lo habéis contado.
—No es nada importante —dijo Katherine antes de que nadie
contestara⁠—. Solo decía tonterías, ya sabes cómo es.
—La envidia la envenena —afirmó Caroline.
Emma miró a sus hermanas y luego a su madre. Sonrió relajada.
—¿Creéis que me importa lo que diga de mí? No tenéis por qué ocultarlo.
Me resulta incluso divertido.
—Fue muy desagradable —afirmó su madre⁠—. Si no llega a ser por
Alexander no sé si habría podido seguir callada, la verdad. Le agradezco
mucho que me evitara ponerme en evidencia.
—¿Así que el conde salió en defensa de Emma? —⁠Harriet puso en
marcha el engranaje de una de sus fantasiosas creaciones⁠—. ¿Y qué dijo
exactamente? No os calléis nada.
Caroline hizo una descripción más que exhaustiva de la escena y Harriet
no perdió detalle.

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—¡Madre mía! —exclamó entusiasmada⁠—. ¿Por qué somos tan
desgraciadas? ¡Siempre nos lo perdemos todo!
—¿De verdad dijo todo eso? —⁠El barón estaba asombrado⁠—. Ese
muchacho ha cambiado mucho.
—Desde luego —corroboró Katherine molesta⁠—. Antes era un joven
sensible y educado. En cambio ahora…
—¿Sensible y educado? —Elinor frunció el ceño⁠—. Creía que pensabas
que era apocado y tímido.
—A mí me pareció que estabas encantada de que defendiese a Emma y a
Elizabeth. —⁠Caroline la miró sorprendida.
—Y así fue. Solo he constatado un hecho, es evidente que ha cambiado.
—Pero lo has dicho como una crítica y a mí me encanta que haya
cambiado si es capaz de poner a esa arpía en su sitio.
—¿De verdad queréis que vayamos a ese baile? —⁠preguntó Elizabeth
mirando a su cuñada con una velada súplica⁠—. Es muy probable que la
señorita Wainwright encuentre provocadora nuestra presencia.
—Esa señorita se guardará muy mucho de volver a atacaros. No creo que
quiera enfrentarse al futuro duque Greenwood, pues él le dejó muy claro que
nos considera sus amigos.
Emma miró a su madre en un último intento de conseguir su favor, pero
después de la expresión en el rostro de la baronesa no le quedó otra que
aceptar que no había nada que hacer.

Esa noche Caroline dormía como un angelito mientras su hermana tenía los
ojos como platos y la mirada clavada en el techo. Había tenido una pesadilla
de la que se había despertado sudando y tremendamente agitada. Todo su
cuerpo parecía presa de una extraña fiebre y sentía una tensión extraña entre
las piernas. La imagen de Alexander Greenwood era lo único que recordaba
del sueño. Aunque en él podía verla y la miraba con mucha intensidad.
Se puso de lado y colocó el brazo entre sus piernas apretando con fuerza.
Quería que aquella ansia se calmase, pero no sabía cómo. ¿Qué le estaba
pasando? ¿Debería contárselo a su madre? ¿Y si era algo grave? Se movió
ligeramente provocando una agradable fricción contra su brazo. ¿Qué había
sido eso? Volvió a hacerlo y luego otra vez más. Su respiración se hizo aún
más agitada y su corazón se había acelerado de manera ostensible. Sentía una
mezcla de temor y curiosidad muy difícil de obviar. Llevó su mano hasta
aquel lugar sensible y se tocó.

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—Dios Santo… —murmuró apartando la mano rápidamente⁠—. ¿Qué es
esto que siento?
Caroline se movió inquieta y Katherine sacó la mano de debajo de la
sábana y colocó los brazos a los lados de la cama conteniendo la respiración.
Aquello no estaba bien, no sabía lo que era, pero no estaba bien. Esperó hasta
que la respiración de su hermana volvió a ser inaudible, y soltó el aire que
había retenido en sus pulmones. Querría saber si aquello les había pasado a
sus hermanas alguna vez y a punto estuvo de despertar a Caroline para
preguntárselo. Pero ¿y si le decía que no? ¿Qué pensarían todos de ella?
Llamarían al doctor Freytag y a saber qué cosas le haría. Negó repetidamente
para sí misma, no podía decírselo a nadie. Pensarían que se había vuelto loca.
Sacó la almohada de debajo de su cabeza y se tapó la cara con ella
obligándose a cerrar los ojos. ¿Por qué no dejaba de ver la cara de Alexander?
Se obligó a pensar en otra cosa y lo único que le funcionó fue imaginarse
cosiendo un dobladillo. Puntada a puntada fue realizando la labor
mentalmente. Después de un rato sus nervios se calmaron y volvió a tener el
control de sus pensamientos. No había pasado nada, nadie tenía por qué
enterarse nunca y, sobre todo, jamás volvería a tocarse ahí. Lo de sus sueños
iba a ser más difícil de controlar.

Al día siguiente Elinor huyó de su casa en cuanto le fue posible, cansada de


escuchar hablar de temas tan insustanciales como el color del vestido que
Katherine llevaría al próximo evento.
—El señorito Colin ha tenido que hacer un recado para su hermano, pero
me ha pedido que le diga que lo espere, que regresará lo más rápido que
pueda.
—Habíamos quedado hace diez minutos —⁠aclaró ella⁠—. Siempre llego
tarde porque odio que me haga esperar. ¿Es que Henry no tiene a nadie más
para hacerle los recados?
—La señora está en el saloncito bordando, si quiere puedo acompañarla…
¿Pasar el rato con la madre de Colin? Le entraron ganas de bostezar solo
de pensarlo.
—Tranquilo, Brune, usted vaya a sus cosas, yo estaré por aquí.
—Como lo desee, señorita.
Esperó hasta que el hombre desapareció y se dirigió al despacho de
Henry. Sabía que si se lo decía a Brune intentaría impedir que lo molestase.

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—Hola, Henry. —Entró sin llamar y se fue directa hasta una de las
butacas en la que se sentó sin invitación.
—Hola, Elinor. Pero siéntate, por favor. —⁠El hermano de Colin ni
siquiera levantó la mirada del escrito que redactaba.
—Tengo que esperar a Colin —⁠dijo ella. A lo que Henry respondió con su
silencio⁠—. Lo has enviado a alguna parte, como siempre. Parece que piensas
que Colin es uno de tus criados. Porque, digo yo, podrías enviar a cualquiera
de esos a los que les pagas un sueldo por trabajar para ti, ¿no? —⁠Esperó
respuesta, pero recibió el mismo silencio. Tan solo se escuchaba el roce de la
pluma sobre el papel⁠—. Pues nada, me quedaré aquí esperando a que regrese.
Viendo que sus provocaciones no surtían efecto, se levantó para acercarse
a su mesa. Apoyó los codos y se sujetó la cara entre las manos mirando el
documento que escribía.
—Parece algo serio —murmuró sin ver bien lo que ponía⁠—. Debe ser
importante a juzgar por la cara que pones.
Henry dejó la pluma en su sitio y levantó la mirada.
—Hola. —Elinor sonrió satisfecha⁠—. ¿Sabías que había quedado
conmigo?
—No, ¿en serio? —No era muy dado a la ironía, pero con esa niña
resultaba inevitable si no quería agarrarla de una oreja y sacarla de su casa⁠—.
Sabes que hay cosas que solo le confío a Colin. Algún día tendrá que
ayudarme con los negocios. Le estoy enseñando.
—¿Enviándolo de aquí para allá? —⁠Volvió a sentarse en la butaca y bufó
molesta⁠—. Lo tratas como si no fuera tu hermano. Deberías enseñarle cosas
importantes, no obligarlo a llevar tus cartas.
—Eso hace que se familiarice con nuestros clientes y socios y a ellos les
da la oportunidad de… —⁠Se calló de golpe y frunció el ceño
desconcertado⁠—. ¿De verdad le estoy dando explicaciones a una mocosa de
cómo llevo mis negocios?
—No soy ninguna mocosa —respondió airada⁠—. Y me considero
bastante inteligente, por si te interesa. Casi tanto como Emma. Cualquiera de
las dos podría hacer lo que tú haces si nos dejaran.
Oh, no, su tema favorito, se dijo Henry llevándose una mano a la frente.
—Elinor, márchate. Me duele la cabeza y tengo mucho que hacer.
—Pues vaya novedad. ¿Cuándo Henry Woodhouse no tiene «mucho que
hacer»?
—Colin no tardará, puedes entretenerte con mi madre, seguro que se
alegrará de verte.

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—No soportaría oír hablar más sobre los duques, su velada o cualquier
otro cotilleo. Me aburro mortalmente con mis hermanas, no he venido para
cambiar de torturadora. Háblame de tus negocios, al menos aprenderé algo
útil.
Henry sonrió divertido. Conocía a Elinor de siempre, su hermano y ella
eran inseparables desde niños y tenía bastante asumido que un día sería su
cuñada. Le agradaba la idea y creía que sería una excelente influencia para
Colin. Pero a veces lo agotaba con su vitalidad y su empeño en decir siempre
lo que pensaba sin tener en cuenta las consecuencias. Era demasiado visceral
en su defensa de lo que creía y algún día eso le traería serios problemas a ella
o a otros. En esos momentos a él que no podía trabajar por su culpa.
—Elinor…
Ella se irguió en el asiento poniendo toda su atención y Henry no pudo
evitar una sonrisa condescendiente.
—Qué pena que Colin no se parezca a ti.
—Tu hermano quiere ser pintor, algún día tendrás que ceder con eso.
—No creo que eso pase.
—Deberías enseñarme a mí. Soy lista, te lo demostraré. Podría ayudarte si
me dejaras. Se me dan bien los números, leo rápido… Podría explicarte lo que
ponen esos informes y no tendrías que leerlos.
—Lástima que no seas mi hermano.
—¿Lo dices por el parentesco o porque soy mujer? Las dos cosas,
¿verdad? Tan previsible como todos.
—No eres de mi familia y eres mujer, Elinor, eso no es ser previsible es
tener ojos en la cara, lo vería cualquiera.
—¿A qué viene esa expresión? Se pueden tener ojos en la cara y no ver un
pimiento. Si no que se lo digan al conde Greenwood.
—Eso no ha tenido gracia.
—¿Y quién ha dicho que fuese un chiste?
—Ya estoy de vuelta. —Colin entró en el despacho.
—¡Aleluya! —exclamó su hermano aliviado.
—Elinor, ¿qué haces aquí? Te he dicho un millón de veces que no…
—… moleste a tu hermano, lo sé, pero él tiene la culpa por enviarte a
hacer recados cuando habías quedado conmigo.
—Anda, llévatela de aquí —pidió Henry con su paciencia al límite⁠—. Y a
ver si la ayudas a recuperar un poco de cordura.
—Para eso debería haberla tenido alguna vez —⁠dijo el otro riéndose de
ella.

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Elinor lo siguió para pegarle y juntos salieron el despacho. Henry se
quedó mirando la puerta cerrada durante unos segundos. Quizá debería poner
un cerrojo. Eso evitaría que lo molestaran. Movió la cabeza al tiempo que se
mordía el labio pensativo. ¿El resto de seres humanos? Puede. ¿Elinor
Wharton? Desde luego que no. Ninguna puerta podría interponerse entre ella
y lo que fuese que quisiera. Y estaba claro que quería castigarlo por utilizar a
Colin de chico de los recados. Sonrió satisfecho, esa lealtad que se tenían el
uno al otro era buena, muy buena. Sin duda, su hermano era afortunado.

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Capítulo 7

—Me da pena Katherine —dijo Emma a Elizabeth⁠—. Que valore tan poco
una agradable y culta conversación, la condenará al aburrimiento perpetuo
cuando se case.
En cuanto entraron en el salón de baile de los duques encontraron un lugar
estratégico, cerca de una ventana, en el que esconderse de las insidiosas
miradas de los invitados. Saludaron a los anfitriones y agradecieron
debidamente el interés de la duquesa por su presencia. También charlaron lo
inevitable con algunos conocidos y respondieron a veladas y no tan veladas
preguntas antes de escabullirse, pero finalmente lograron su objetivo de pasar
desapercibidas.
—Cuando llevemos aquí un tiempo prudencial buscaremos un salón
abierto en el que podamos sentarnos a esperar la hora de marcharnos.
—Emma… —sonrió su tía—. Podemos permanecer aquí la mayor parte
de la noche. He visto un bufete con unos pasteles de lo más apetecibles.
¿Quieres que vaya a buscar un par de raciones?
—¿Quieres que además de solteronas y despreciadas seamos también
gordas?
—Tienes razón. No me permitas hacer semejante cosa.
La hermanastra del barón observó a los invitados que se movían por el
salón de baile.
—La verdad es que deberías acudir más a menudo a esta clase de eventos
sociales, Emma. —⁠Bajó el tono para que solo ella pudiera escucharla⁠—. Es
un lugar perfecto para conseguir argumentos para tus novelas.

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—¡Elizabeth! —Miró a su alrededor asustada y suspiró aliviada⁠—. Podría
escucharte alguien.
—Me he asegurado, tonta —sonrió⁠—. Tú abre bien los ojos y los oídos y
asegúrate de no perderte nada.
Emma movió la cabeza con expresión divertida. Elizabeth tenía razón, allí
era donde se cocía la salsa de todo Londres. Y ahí es de donde había
conseguido gran parte de su materia, aunque no todo. Sus escritos reflejaban
la vida cotidiana de sus congéneres, aunque se tomaba algunas licencias, por
supuesto.
—Oh, Dios Santo. —Se tensó Elizabeth⁠—. Ahí está esa Lavinia
Wainwright. ¿No crees que podríamos escondernos ya en ese salón que has
dicho?
Emma negó con la cabeza.
—Me temo que si nos movemos ahora captaremos su atención. Mira lo
interesada que está a todo lo que sucede en la sala.
Ciertamente, la señorita Wainwright observaba a todo el mundo como un
halcón antes de lanzarse a por su presa. En especial a Katherine, de la que
siempre tenía una palabra amable que decir.
—Mírala cómo se ríe, la muy falsa —⁠le comentaba a su amiga, la señorita
Lucille Kohl⁠—. Con todos los jóvenes de la fiesta revoloteando a su
alrededor, la muy egoísta.
—El señor Lovelace no está entre ellos.
—Por qué llega tarde, como siempre, pero en cuanto aparezca se pondrá
el primero de la cola —⁠masculló⁠—. Es insufrible, no la soporto.
—Señor Waterman, no podré tomarlo en serio si sigue hablando de ese
modo —⁠decía Katherine entre risas⁠—. Si sigue comparándome con un hada
cada vez que me ve bailar prometo sentarme con las honorables viudas y no
volver a aceptar una sola petición más esta noche.
—Señorita Katherine, no diga eso.
—Por Dios, no nos amenace con algo tan terrible.
—¿Qué haríamos si nos abandona? No puede ser tan cruel —⁠dijo
Hickton.
—Puedo y lo seré.
Todos atacaron a Thomas Waterman ordenándole callar o pidiéndole que
se marchara. Katherine se compadeció de él y aceptó bailar una pieza para
demostrarle que lo había perdonado.
—Es la reina del baile —afirmó William junto a Alexander⁠—. Todos la
adoran.

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Su amigo no dijo nada y mantuvo la expresión relajada. ¿Quién era el
ciego allí? Se preguntó. ¿Por qué solo se fijaban en su inmaculado aspecto y
en la perfección de su rostro y su figura? Había en ella una sombra que la
seguía a todas partes. Se percibía en su voz el reflejo de una tristeza ignorada.
Esa risa falsa y las frases estudiadas lo enervaban. ¿Dónde estaba la Katherine
que él conocía? ¿La risa cantarina y brillante como cascabeles? ¿La magia
que desprendía?
—Necesito tomar el aire —dijo Alexander y William lo siguió hasta la
ventana más cercana.
Ninguno de los dos se percató de que escondidas tras un enorme jarrón de
porcelana china se hallaban las desterradas señoritas Wharton. No lo supieron
hasta que la estridente voz de Lavinia Wainwright lo anunció.
—Señoritas Wharton, qué alegría verlas —⁠saludó a voz en grito.
—Señorita Wainwright. Señorita Kohl —⁠respondió Emma, mientras
Elizabeth inclinaba la cabeza.
—Permítame decirle que su vestido de esta noche es precioso. Ese ribete
dorado en el cuello subido le favorece muchísimo a su tono de piel. —⁠Lavinia
se había puesto su peor sonrisa⁠—. Pero no deberían esconderse en este rincón
tan apartado, se morirán de calor. Y, además, no dan la oportunidad a su
hermana de librarse de alguno de los caballeros que están aquí esta noche y la
tienen totalmente atosigada, pobrecita. Aquí nadie puede verlas y no pueden
invitarlas a bailar. ¿Verdad, Lucille que es muy poco caritativo?
—Desde luego —dijo la otra sin saber muy bien lo que opinaba al
respecto.
—No se preocupe por Katherine —⁠dijo Emma muy tranquila⁠—, sabrá
arreglárselas sola. Está acostumbrada a recibir toda la atención.
Lavinia giró la cabeza lo suficiente para ver al vizconde Lovelace
reclamando su baile. Volvió a mirar a Emma.
—Cierto. No me cabe duda de que su hermana es una experta en atender a
caballeros. Todos quieren su parte de tan preciado botín. —⁠Rio con
afectación.
Emma empalideció y juntó sus manos para tenerlas controladas.
—No queremos entretenerlas en este lugar tan poco expuesto —⁠dijo con
voz serena⁠—. Vayan y luzcan sus preciosos vestidos.
—No se preocupe, señorita Wharton, la noche es muy larga, ya habrá
tiempo. Cuando esos caballeros se cansen o su hermana decida cuál es el que
le interesa más, los demás buscarán otra compañía. Pero ¿y ustedes dos? ¿Es
que no piensan bailar en toda la noche? ¿Se van a pasar aquí escondidas toda

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la velada como hacen siempre? Eso no está bien, señoritas. Cualquiera podría
pensar que se avergüenzan de algo. Pero eso no es cierto, ¿verdad, señorita
Elizabeth?
El pecho de Elizabeth subía y bajaba agitado. Odiaba a personas como esa
Lavinia Wainwright. Podía soportar que se metiese con ella, no es que no le
doliesen sus comentarios, pero no le afectaban igual que los que dirigía a sus
sobrinas. Había aprendido a mantenerse en un segundo plano en todo
momento y mucho más cuando no estaban en familia.
—Creo que hay muy pocas cosas en las que usted y yo podamos estar de
acuerdo, señorita Wainwright. Al contrario que usted, tengo cosas más
interesantes en las que pensar y a las que dedicar mi tiempo como para
perderlo inmiscuyéndome en lo que hacen los demás.
Emma miró a su tía con una mezcla de sorpresa y admiración, pero
cuando se volvió hacia Lavinia supo que Elizabeth había cometido un terrible
error. Acababa de conseguir que el odio de esa arpía emergiese sin control.
—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —⁠gritó⁠—. Usted, que no es
más que una bastarda.
Todos los que la oyeron se volvieron a mirarlas y algunos incluso dejaron
de bailar. Emma había empalidecido y Elizabeth apretó los labios, consciente
de que ella la había provocado.
—¡Discúlpese inmediatamente! —⁠exigió Lavinia con el rostro
contraído⁠—. Si no lo hace haré que la duquesa la eche de esta casa.
Elizabeth respiraba agitada buscando un poco de cordura en su interior
que la ayudase a salir de esa situación.
—Le ofrezco mis disculpas, señorita Wainwright —⁠dijo con voz queda.
—Dígalo más alto para que todos la oigan —⁠exigió con rabia.
Elizabeth se puso de pie y elevó la voz repitiendo sus disculpas. Lavinia
levantó la barbilla y la miró con desprecio.
—No vuelva a dirigirme la palabra jamás. Desde hoy usted no existe para
mí. Ojalá no tenga que verla en ningún otro evento social, es una vergüenza
que la hija de una…
—Señorita Elizabeth, ¿me concedería este baile?
Lavinia miró a William Bertram sin dar crédito. Elizabeth estaba
paralizada y dejó que él la tomara de la mano y la guiara sin ofrecer
resistencia.
—No me lo puedo creer —musitó Lavinia. Después miró a Emma sin
disimular su enfado⁠—. Su tía…

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—Señorita Wharton, ¿tendría la deferencia de bailar conmigo? —⁠Ahora
fue Alexander el que la interrumpió.
Emma sonrió asintiendo y lo tomó de la mano para guiarlo ella hasta la
pista.
—¿Todos nos miran? —preguntó Alexander en su papel de ciego.
—Por supuesto —respondió Emma.
—Perfecto.
—Somos una atracción de feria: la desfigurada y el ciego —⁠se burló⁠—.
Todos pensarán que su madre es muy extravagante a la hora de crear
espectáculos.
Alexander no pudo evitar reírse. Nunca había conocido a una mujer capaz
de bromear con algo tan terrible.
—Es usted una mujer extraordinaria, Emma.
—Gracias, Alexander, pienso lo mismo sobre usted. Pero aprovechando
que tenemos unos pocos minutos para hablar mientras nos ponemos en
evidencia, hábleme de su viaje, ya sabe que me fascina enormemente.
—Será un placer, es uno de mis temas favoritos.

Katherine bailaba con Lewis Hickton y, aunque no había podido escuchar lo


sucedido, era consciente de que Lavinia Wainwright había hecho de las suyas.
¡Cómo detestaba a esa mujer! Miró a su tía con fijeza, parecía muy tensa, al
borde de las lágrimas, diría. Sintió deseos de dejar a Hickton y correr a
preguntarle qué le había pasado, pero William Bertram estaba siendo un buen
compañero de baile y acababa de hacerla sonreír. Dejó escapar un suspiro
aliviada y entonces una chispa prendió en su cerebro. ¿Y si…? William
Bertram era un buen partido, muy bueno en realidad. Lo había puesto en su
lista, pero no había pensado en él de ese modo ni una sola vez.
Definitivamente lo quitaría de su lista esa misma noche. Sonrió contenta y
entonces vio a Emma que llevaba a Alexander hasta la pista de baile. Un vals,
qué maravilla. ¿Era la primera vez? Buscó en sus recuerdos. Solo la había
visto bailar un vals en casa, con Caroline y con su padre. Miró a Alexander y
no pudo disimular su admiración. A pesar del antifaz su aspecto era
imponente. ¿O quizá era precisamente por eso que parecía alguien
extraordinario? No, eran su porte y su prestancia, unidas a la seguridad con la
que se comportaba la que lo hacía destacar por encima de los demás
caballeros.

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—Hacen buena pareja —dijo Lewis viendo su interés⁠—. Me alegro por su
hermana, después de todo el señor Greenwood será duque algún día.
Katherine lo miró interrogadoramente y Hickton sonrió como un bobo al
tener su atención.
—¿No cree que son perfectos el uno para el otro? Hacen una pareja
excelente. Si se les ve de espaldas nadie diría que haya nada extraño en ellos.
—⁠Amplió su sonrisa⁠—. Además… Su hermana no tendría que llevar esos
vestidos estando con él. Al conde no le importará… En fin, usted ya me
entiende.
Katherine sintió que el calor que subía desde sus pies llegaba hasta su
rostro como una llamarada. Lewis no era de los que se percataban de los
detalles, de haberlo sido no habría vuelto a abrir la boca.
—Su hermana es una mujer muy bella y debe ser terrible tener que vivir
con… eso. Todo el mundo la aprecia y siente mucha lástima por ella, imagino
que usted más que nadie.
—¿Yo más que nadie?
—Es usted tan hermosa. ¡Tan perfecta! —⁠Sonrió extasiado⁠—. Señorita
Katherine si yo pudiera expresarle mis sentimientos. Si usted me dejara…
A Katherine le temblaron las piernas y tuvo que hacer acopio de todas las
enseñanzas que le habían inculcado sobre decoro y educación para no darle
un puntapié a ese desgraciado. ¿Dejarle? Si pudiera no volvería a estar nunca
en la misma habitación que él.
—Alégrese, quizá su hermana esté de suerte esta noche —⁠dijo Lewis
mirando a la pareja atraído por la risa de Emma⁠—. Parece que se siente muy a
gusto con el conde. Quizá haya sido el destino. ¿Cree usted en el destino,
señorita Katherine? Yo sí, firmemente. No entiendo cómo no se le ocurrió a
nadie antes que esas dos almas heridas podrían combinarse
satisfactoriamente. ¡Ahora casi parece una bendición que el conde sea ciego!
—⁠Se rio de su ocurrencia.
Una roca se desprendió de lo alto de la montaña y cayó sobre Lewis
Hickton aplastándolo contra el suelo.
—¿Qué ha pasado? —Katherine las miraba con expresión preocupada.
—Nada importante —dijo Elizabeth sonriendo.
Sabía que le había gritado que era una bastarda y se moría de rabia y de
deseos de enfrentarse a Lavinia Wainwright, si no lo hacía era por sus padres
que esperaba no se hubiesen enterado de lo sucedido, ya que ninguno de ellos
estaba presente en el momento de la discusión.
—Alguien tendrá que pararle los pies a esa arpía —⁠dijo Caroline.

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—No es buena idea azuzar nuestra animadversión hacia ella —⁠aconsejó
Emma⁠—. Se alimenta de eso. No sabéis lo mucho que se ha crecido después
del ataque de Elizabeth. Hacedme caso, manteneos alejadas de ella.
—Os he visto bailar a las dos —⁠dijo Caroline sonriendo⁠—. Casi me
pongo a dar palmas.
—Menos mal que no lo has hecho, habría sido vergonzoso —⁠sonrió
Elizabeth.
—¿Qué te decía el señor Bertram? —⁠preguntó Katherine⁠—. Parecías
divertirte con él.
—Es un hombre muy peculiar —⁠reconoció su tía⁠—. Y muy ocurrente. Es
cierto que me ha hecho reír.
—Vaya, vaya —murmuró Caroline—, así que te has divertido. Muy bien
por el señor Bertram.
—Un excelente caballero, y muy guapo, por cierto —⁠añadió Katherine.
—No empecéis con eso —atajó Elizabeth⁠—. Solo pretendía ser amable
conmigo por lo sucedido.
—Ya, amable… —Se rio Caroline.
—Sois horribles.
—Cuidado, se acercan —advirtió Emma.
Caroline miró a tu tía con los ojos muy abiertos segura de que venían a
invitarlas de nuevo.
—Señorita Katherine —la voz de Alexander la hizo volverse⁠—, ¿me
concede este baile?
Se dirigieron hacia la pista de baile atrayendo las miradas de los invitados,
que comenzaron a murmurar con disimulo.
—Permítame agradecerle su intervención en lo sucedido con ya sabe
usted quien.
—No tiene que agradecerme nada, ha sido un placer. Hablar con Emma
siempre lo es, no importa que para ello hayamos tenido que bailar —⁠sonrió.
—Extienda mi agradecimiento al señor Bertram. Los dos han sido unos
auténticos caballeros y no lo olvidaré nunca —⁠insistió ella.
—Me temo que su visión no es muy clara en cuanto a reconocer a un
caballero, señorita Katherine.
—¿Qué quiere decir? —Se mostró confusa.
—Recibe tanta atención que no se percata de cómo son verdaderamente
aquellos que se la ofrecen.
—Esos caballeros son los hijos de algunos de los hombres más influyentes
de Londres, señor conde.

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—Querrá decir de los hombres más ricos, porque no creo que Lewis
Hickton tenga influencia más allá de exigir a sus sirvientes que lo llamen
milord cuando no está su padre.
Katherine miró hacia otro lado, no pensaba defender a Hickton de ninguna
manera, no después de lo ocurrido. Era un completo imbécil. Respiró hondo
por la nariz y pensó calmar su malestar cambiando de tema, pero antes de que
pudiera decir nada, Alexander se le adelantó.
—Lo que ha hecho esa «señorita», permítame llamarla así y no por el
nombre que merecería, muestra a dónde nos lleva una sociedad que anima a
las jovencitas a valorar más la apariencia física que los rasgos humanos a la
hora de elegir con quién relacionarse. Por eso es tan gratificante para mí
poder pasar, aunque sea unos minutos, con alguien tan profundo y sincero
como su hermana Emma.
—Estoy totalmente de acuerdo —⁠dijo muy seria⁠—. En todo. Emma es una
persona maravillosa, inteligente y dulce. Y, sin embargo, usted ha sido el
único en pedirle un baile. Así que me temo que nuestra sociedad no solo
anima a las jovencitas, como usted ha dicho, sino que también educa a los
caballeros para valorar el físico de una mujer por encima de su valía como
persona.
—La estupidez abunda, Katherine.
—¿Y cómo se puede luchar contra lo que piensa la mayoría?
—Librándose del miedo.
—¿Usted no tiene miedo, Alexander? ¿De verdad? ¿Por eso se marchó
lejos de su casa y de su entorno?
—¿Cree que me marché por miedo?
—¿Por qué lo hizo?
—No creo que eso sea asunto suyo.
—Cierto, aunque quizá tuve algo que ver.
—Vaya, parece que cree conocerme mejor que yo mismo. Vamos, no se
detenga, ilumíneme con su profundo conocimiento sobre mi naturaleza.
—Se marchó después de ser rechazado por una de esas jovencitas
superficiales de las que habla. ¿Por qué no lo dijo entonces? ¿Por qué no me
hizo ver lo vacía que estaba? Estoy segura de que cree que lo merecía. De
hecho, hablemos con sinceridad, sé que toda esa arenga era sobre mí.
Tranquilo, puedo soportarlo, mi hermana Elinor me tiene muy acostumbrada.
—No pretendía ofenderla.
—No lo ha hecho. Tan solo me apena ver que se ha vuelto usted un
cínico. —⁠Tenía los ojos llenos de lágrimas y agradeció que él no pudiese

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darse el gusto de verla⁠—. Acepto su opinión sobre mí, Alexander, incluso
creo que la merezco, pero no sea tan injusto como obviar que los valores
femeninos no nos han sido impuestos por los de su género.
—Desprecio profundamente a los hombres que no se acercan a su
hermana por… algo tan estúpido. Igual que a las mujeres que creen que soy
medio hombre por ser ciego.
Katherine perdió el paso y tropezó con uno de sus pies al tratar de
soltarse. Alexander la sujetó con firmeza y no permitió que lo dejase en la
pista hasta que terminó la pieza. Katherine lo acompañó hasta el sitio en el
que esperaba William y haciendo una ligera inclinación salió del salón con
disimulo.
Se alejó todo lo que pudo de la música y atravesó un pasillo lateral que
avanzaba a la derecha del que llevaba a las cocinas. El corazón le latía
desbocado y su respiración parecía la de alguien que había corrido un largo
trecho, por eso no se fijó demasiado hacia donde iba, tan solo quería alejarse
de todos y estar un rato a solas.
Y así llegó a una estancia muy difícil de catalogar porque estaba repleta
de objetos extraños que nunca había visto. También la decoración era poco
homogénea y los muebles estaban colocados simétricamente como si alguien
hubiese trazado líneas en el suelo para dejar la mayor cantidad de espacio
despejado. Cuando vio a Cien Ojos comprendió que estaba en las
habitaciones de Alexander y tuvo el impulso de marcharse rápidamente de
allí, pero el perro se acercó a ella y se metió entre sus piernas saludándola.
—Hola, bonito —dijo agachándose para acariciarlo⁠—. ¿Qué haces aquí
solo? ¿Se han olvidado de ti?
Miró a su alrededor y luego de nuevo al perro.
—¿Qué es todo esto? ¿Tú lo sabes?
Se puso de pie y caminó hasta una mesa pegada a la pared de la ventana
sobre la que había una caja de madera con tapa de cristal y forrada de seda
azul. Sobre esa tela había varios antifaces de pequeño tamaño, para tapar solo
los ojos. Tenían motivos orientales y eran realmente preciosos. Se preguntó
por qué Alexander llevaba siempre el mismo si tenía tantos para elegir. Su
mirada se desvió hacia la pared que tenía a la derecha en la que había colgado
el retrato de una mujer de espaldas. El pintor había centrado la atención en el
peinado. De él sobresalía un palito de madera del que colgaban unas flores.
La pintura no estaba enmarcada sino que colgaba de una fina cuerda y se
preguntó cómo algo tan sencillo podía subyugarla de tal modo. Cien Ojos
volvió a pasearse entre sus piernas haciéndola sonreír.

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—No quieres que me olvide de ti, ¿verdad? —⁠murmuró agachándose para
acariciarlo de nuevo⁠—. Eres un perro muy listo.
Se giró instintivamente percibiendo algo a su espalda y vio a Alexander
parado junto a la puerta.
—Tu amo es un hombre cruel, mira que dejarte aquí encerrado y solo.
Pero no te preocupes, algún día recibirá su merecido.
Alexander se echó a reír a y ella se puso de pie fingiendo sobresalto.
—¡Oh, qué susto me ha dado! —⁠exclamó haciendo aspavientos⁠—.
¿Cuánto tiempo lleva ahí parado espiándome?
—Es usted muy graciosa, señorita Katherine —⁠se rio aún un poco más⁠—.
Yo no lo llamaría espiar dado que este es mi estudio y no puedo verla, por si
lo había olvidado. Espiar se parece más a lo que estaba haciendo usted.
—Yo no lo había visto. —Le hizo un gesto a Cien Ojos pidiéndole que
guardase silencio.
—¿Ha disfrutado de la visita a mis aposentos? —⁠Se acercó a ella⁠—.
¿Algo ha llamado su interés?
—Pues lo cierto es que sí. Tiene cosas muy bonitas y algunas también un
poco extrañas. Me gusta mucho la pintura de la japonesa.
—Es de Utamaro y la modelo es Naniwaya Okita, su predilecta.
—¿Cómo se llama eso que lleva en la cabeza?
—¿Se refiere al palito?
—Sí, perdón —dijo al darse cuenta de que volvía a olvidar que era ciego.
—Es un Kanzashi. Las japonesas creen que las protegen contra la mala
suerte.
—Creía que eran para sujetar el peinado —⁠dijo imprimiendo una sonrisa a
su voz.
—En realidad solo sirven de adorno.
Katherine se acercó al escritorio.
—Este libro con letras en relieve…
—Me lo regaló Edward Wilmot hace años —⁠explicó junto a ella⁠—. Es un
invento de Valentin Haüy para que los ciegos podamos leer. Es un sistema un
poco lento, pero William se cansó de leer para mí y a Edward se le ocurrió
que esto me daría independencia. Por desgracia hay muy pocos libros en este
sistema.
Katherine no dijo que a ella le gustaba mucho leer en voz alta.
—¿Y todos esos antifaces? —⁠Se acercó a la mesita donde estaba la caja
de madera⁠—. Son de seda, ¿verdad?

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—Así es. Para serle sincero suelo llevar siempre este —⁠dijo acariciando la
tela del que la miraba⁠—. Es especial para mí.
—Tienen unos dibujos preciosos, pero están pintados en la tela, ¿cómo
hace para…?
—¿Quiere saber cómo elijo el que quiero? —⁠La ayudó⁠—. Si se fija bien
verá que han cosido algunas puntadas al borde, distintas para cada antifaz.
Katherine se inclinó para acercarse y ver lo que le decía.
—Han utilizado un hilo de seda extraordinariamente fino.
—Tengo el sentido del tacto muy desarrollado…
Rozó su mano con dos dedos suavemente y Katherine se estremeció.
—Siento haberla molestado antes —⁠dijo con voz profunda⁠—. No
pretendía ofenderla.
Katherine miraba fijamente aquellos dedos rozando su mano con el
corazón latiendo desbocado. ¿Por qué no la apartaba?
—Tiene derecho a ser cruel conmigo —⁠musitó ella⁠—. Yo lo fui con
usted.
—Sí, lo fue. Y sé por qué lo hizo. Siempre lo he sabido.
Su voz la envolvió como un abrazo y miró sus labios ansiosa, sabiéndose
a salvo de su mirada. Quería sentirlo, lo deseaba tanto…
—Vio en mí a un joven asustado y débil incapaz de enfrentarse a su
destino. —⁠Agarró su mano y tiró de ella hasta tenerla entre sus brazos⁠—. Ya
no soy ese joven, ahora soy un hombre y no tiene nada de lo que protegerme.
No lo había planeado, aunque se le había pasado por la cabeza unas mil
veces desde que volvió a tenerla cerca. La besó con suavidad. Fue solo el roce
de sus labios. Quería notar su sabor, el tacto de su piel… Katherine no sabía
lo que era un beso, no uno como ese, y quedó completamente obnubilada. Le
temblaban las piernas y no estaba muy segura de tener los pies en el suelo.
Entonces él se separó y ella se agarró a su chaqueta para no perder el
equilibro. Fueron solo unas milésimas de segundo que provocaron un
cataclismo en sus cuerpos, un ansia feroz y desconocida que los sacudió a
ambos con la misma fuerza. Él la agarró por la nuca y la atrajo de nuevo hacia
su boca. Sus labios se abrieron paso y deslizó su lengua entre ellos. Katherine
gimió sin poder discernir si le daba más miedo que siguiera o que parara.
Él sintió cómo se amoldaba a su cuerpo, como desaparecía toda tensión y
se volvía tibia y dócil entre sus brazos. Lo estaba besando, no era una caricia
robada, ella le estaba devolviendo el gesto con total entrega. Tuvo que hacer
acopio de toda su fuerza y resistencia para poner distancia entre ellos. La
apartó suavemente y agradeció no poder verla tras ese maldito antifaz porque

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si su rostro le mostraba lo que le habían dicho sus labios, no podría esperar ni
un minuto más para confesarle la verdad.
Katherine se sentía desfallecer y no podía admitir que era porque la había
apartado y no al contrario. ¿Qué pensaba él de ella para actuar de ese modo?
—¿Por qué ha hecho esto? —preguntó desconcertada⁠—. ¿Tan mala
opinión tiene de mí?
—¿De qué está hablando?
—¿Acaso yo le he dado a entender que podía…? ¿Que yo…? ¿Cree que
voy por ahí dejando que…? ¡Oh, Dios! ¿Por qué no soy capaz de terminar una
frase?
—Usted no me ha dado a entender nada, señorita Katherine. Ha sido un
impulso irrefrenable.
—Supongo que debe tener muchos impulsos de este tipo —⁠dijo elevando
la barbilla con excesivo ímpetu.
—No la insultaré diciéndole que ha sido la primera vez.
—No es usted para nada como yo lo recordaba, señor Greenwood. Desde
luego aquel amable joven jamás se habría atrevido a comportarse como un
gañán a merced de sus impulsos.
—No, ¿verdad? —sonrió irónico—. Ese pobre imbécil no habría osado
robarle un beso a la perfecta y maravillosa Katherine Wharton. La mujer más
bella de Inglaterra.
—¿Ahora también se burla de mí? —⁠Apretó los puños contra la falda del
vestido⁠—. Me lo tengo bien merecido por no darle una bofetada.
—¿Una bofetada? —Torció su sonrisa⁠—. Señorita Katherine, deje de
torturarse por responder a mi beso.
—¡Yo no he hecho semejante cosa!
—¡Oh, ya lo creo que sí! No me ha resultado fácil apartarla de mis labios.
—¡¿Cómo se atreve?! Es usted…
—Ahórrese el teatro, no hay nadie más aquí y los dos sabemos muy bien
lo que ha pasado. Pero no debe torturarse por ello, su cuerpo tiene deseos que
usted desconocía.
—Mi cuerpo no tiene nada que ver en esto.
Alexander dio un paso hacia ella y Katherine se apartó rápidamente yendo
a chocar con el respaldo del sofá.
—Esos deseos son los que han mantenido viva a nuestra especie,
Katherine, que no se le permita a la mujer hablar de ello no significa que no
sepa que están ahí. —⁠Señaló hacia su pecho lo que provocó que ella pusiera

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su mano en un instintivo gesto de protección⁠—. Estoy seguro de que lo ha
sentido más de una vez, no solo cuando la he besado.
Su sonrojo respondió por ella y provocó una tierna sonrisa en los labios
del conde.
—No sé qué clase de mujeres ha conocido en su viaje por oriente, señor
Greenwood —⁠dijo irguiendo la espalda con actitud desafiante⁠—, pero desde
luego yo no tengo esa clase de instinto del que usted habla. Su beso solo me
ha provocado estupefacción y rechazo. Y su osadía escapa por completo a mi
entendimiento. Ya le dije hace cinco años que no tengo intención de casarme
con usted…
—No creo habérselo pedido.
Katherine empalideció sintiéndose profundamente ofendida.
—Es usted…
—¿Sincero? —Apoyó el trasero en la mesa cruzándose de brazos.
—Deje que me vaya —pidió con voz irritada.
—Nadie la retiene, Katherine.
Se sentía como si la hubiese abofeteado y no sabía bien por qué. Caminó
golpeando con el tacón a cada paso, quería que supiese que estaba furiosa,
pero a él no parecía afectarle en absoluto. Cuando llegó a la puerta se detuvo.
—Espero que se mantenga alejado de mí, señor Greenwood. Yo por mi
parte, haré lo que esté en mi mano para que así sea. Y jamás, ¿me oye? Jamás,
vuelva a besarme o…
—¿O qué? —La retó acercándose con paso rápido, lo que provocó que
ella pegara la espalda a la puerta con expresión de temor⁠—. No se asuste, no
voy a atacarla, no soy un miserable. Nunca haría nada que usted no quisiera.
—Yo no quería que me besara —⁠musitó temblorosa⁠—. Si no lo he
abofeteado es por sus… circunstancias. Porque me da lástima.
Él sintió que se le retorcían las tripas y un dolor sordo se alojó en su
pecho. ¿Por qué se empeñaba tanto en hacerle daño?
—Si quiere seguir mintiéndose, adelante —⁠dijo con frialdad⁠—. Me consta
que es algo que sabe hacer muy bien.
Ella no se movió. Sentía unas tremendas ganas de abofetearlo. De gritarle
que se equivocaba con ella.
—Creía que quería marcharse. —⁠Alexander sonrió con malicia y ella salió
de la habitación murmurando entre dientes.

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Capítulo 8

A Katherine nunca la habían besado, por supuesto. Lo que intentó Lewis


Hickton cuando tenían doce años, no contaba como beso, más bien como
empujón recíproco: primero él intentando el contacto y luego ella librándose
de él.
Lo ocurrido en el estudio de Alexander no tenía nada que ver con eso.
Aquel fue un gesto de una intimidad extraordinaria. Se llevó la mano a la
boca y rozó suavemente su labio inferior. ¿Ella le había respondido? Estaba
casi segura de que sí, aunque todo estaba cubierto de una bruma que solo
dejaba ver imágenes borrosas. Se colocó de lado en la cama y encogió las
piernas. No dormía bien. Desde entonces los sueños inquietos se sucedían
cada noche, pero ahora era su boca, cálida y húmeda, la que la asediaba.
Estaba asustada y preocupada por ello. No reconocía su cuerpo ni las
sensaciones que experimentaba de manera súbita, no solo mientras dormía,
también cuando alguien mencionaba al conde o algo se lo recordaba.
Caroline se había dado cuenta de que algo le pasaba y llevaba días
interrogándola cada noche cuando estaban solas en el dormitorio. Tuvo que
gritarle que la dejara en paz para que parase. Entonces se enfrentó a sus
morros enfadados y a su desdén, aunque lo prefería.
Volvió a ponerse bocarriba y giró la cabeza para mirar hacia la otra cama.
Hubo un tiempo en el que ella también dormía a pierna suelta. Un tiempo en
el que tenía un sueño dulce y pacífico y sus únicas preocupaciones eran que
no se le estropeasen los rizos.

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Seguro que los Lovelace lo habían invitado, por supuesto. Dos días en el
campo, se dijo agobiada, será muy difícil esquivarlo. Hasta ahora no se le
había dado mal: ella se excusó en el baile del miércoles y él no acudió a la
cena de los Waterman. Pero la invitación de dos días a la casa solariega de los
condes de Lovelace era inexcusable. Todo el mundo quería asistir a ese
evento, era el más divertido de la temporada y muchos morirían por estar en
su lugar. Además, era un sitio perfecto para que Joseph se decidiera a dar el
paso… ¿Estaba preparada para responder? Cerró los ojos y se imaginó
besándolo. Sus labios se rozaban suavemente. Fricción. Presión. Y entonces
su lengua… Abrió los ojos y se sentó de golpe con una mueca de disgusto.
¡Dios! ¡Iba a tener que besarlo si era su elegido! O a alguno de aquellos
nombres de su lista. Hizo un repaso por los que quedaban y ninguno le resultó
más agradable que el vizconde. ¿La lengua de Bresling en su boca?…
¿Waterman? ¡Lovelace! ¡Oh, no! ¿De verdad era necesario? ¿Todos los
esposos besan así a sus esposas? Negó con la cabeza mientras dejaba reposar
las manos sobre sus piernas. Seguro que no. Lo que había hecho Alexander
era del todo innecesario. Una excentricidad.
Se tumbó de nuevo, decidida a librarse de esos pensamientos. Joseph
Lovelace era un hombre sumamente atractivo y considerablemente rico. Sería
una excelente elección y, por supuesto, ella le diría que sí cuando se lo
propusiera.

—«Se trasladaron a su nueva casa, aquella que tanto miedo le provocaba a


Mary. Un miedo que ahora, a plena luz del sol y de la mano de su esposo, la
hizo sonreír. Había sido una tonta ingenua y fantasiosa y él había demostrado
ser un hombre sobradamente paciente. La felicidad les aguardaba tras
aquellos muros, la sentía entre sus dedos, en el roce de su mano. Él sonrió y
una cálida sensación la envolvió. Por fin tenía un verdadero hogar».
—¡Oh, Emma! —Elizabeth se levantó corriendo para abrazarla sin dejar
de llorar.
Su sobrina la consoló sonriendo satisfecha.
—Vamos, vamos, deja de llorar y háblame. ¿Qué te ha parecido? ¿No
crees que ha sido todo muy precipitado por parte de Mary? ¿No debería
haberse mantenido firme un poco más?
—¿Más? ¡Nooooo! —dijo con la cara bañada en lágrimas⁠—. ¿Es que no
lo ves? ¿No has visto cómo me he emocionado en cada párrafo de este último
capítulo? Es una maravilla, Emma. Tiene misterio, es sosegada en algunos

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momentos y agitada en otros. Mary es tan apasionada… ¿Y Edmund? ¡Dios
Santo, si ese hombre existiese! Si llegas a alargarlo más, te mato.
Emma se rio a carcajadas al ver su apasionamiento, normalmente era la
más comedida de todas.
—Parece que te ha gustado.
—¡Me ha encantado! Tenemos que publicarla, no puedes guardarla en un
cajón como las otras. Esta es…
—Nadie la leería, Elizabeth, y es mucho dinero. Tendría que gastarme mis
ahorros y sería por una mera cuestión de vanidad, hay que ser realista —⁠dijo
escondiendo el manuscrito en la bolsa de costura.
Al final las puntadas que tanto odiaba le habían servido para encuadernar
las hojas.
—Claro que sí, estás muy equivocada. El señor Reynard me preguntó si
no habías pensado escribir una novela y cuando le dije que estabas a punto de
terminar una me miró con esa cara tan seria que tiene y me dijo: «señorita E.
tiene usted que traerme ese manuscrito» —⁠dijo impostando la voz y el gesto
para imitarlo.
Emma sonrió divertida.
—Eso lo dijo para ser amable.
—Que no. Mira que eres descreída. Lo dijo en serio. Tus historias gustan
muchísimo a sus lectores. La Gaceta de Layton ha tenido que duplicar su
tirada de tanta gente que quiere leerla. Es gracias a ti y el señor Reynard lo
sabe.
Emma puso esa cara que su tía conocía bien y eso la hizo sonreír, por fin
estaba sopesando la idea seriamente. Durante unos segundos permanecieron
en silencio hasta que Emma negó firmemente con la cabeza para deshacerse
de aquella idea.
—No puedo hacerles eso.
—¿De qué estás hablando?
—Mamá y papá se horrorizarían si lo descubrieran. ¡Su hija, escritora de
novelas románticas! Sería una vergüenza para ellos.
—En primer lugar, nadie tiene por qué saberlo. Haríamos las cosas como
hasta ahora. Y, en segundo lugar, ¿por qué habrían de avergonzarse? Tu
novela es maravillosa y no tiene nada indecente.
—¿Nada indecente, Elizabeth?
—Bueno… Quizá la escena de la chimenea… Pero lo haces con mucha
delicadeza y no son más que un par de… caricias. —⁠Se sonrojó al recordar
aquellas escenas que se habían quedado grabadas en su mente para siempre.

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—Ya me costó mucho aceptar publicar esa novela por entregas y es
mucho más aceptable socialmente que esta. Si se descubriera, los Wharton
seríamos el hazmerreír de toda Inglaterra. No entiendo cómo se te ocurre
proponerme que la publique. Mi protagonista es rebelde y descarada…
—Mary es igualita a Elinor y Elinor se parece a ti.
—¿Qué? ¿Yo descarada? —Se echó a reír.
—Mary es tan valiente como tú, pero le has dado una personalidad
atrevida y descarada como la de Elinor porque en el fondo es como a ti te
gustaría ser.
—Soy la persona más cobarde que conoces, no sabes lo que dices.
—Eso que haces no es justo.
Su sobrina tenía el ceño tan fruncido y la boca tan apretada que su
expresión era casi graciosa.
—Ven, siéntate —le pidió Elizabeth dando golpecitos en el asiento.
Emma lo hizo a regañadientes⁠—. Esas cicatrices no te van a servir siempre de
excusa. Algún día tendrás que tomar las riendas de tu vida y enfrentar tus
miedos. Como Mary.
—Mary lo tenía mucho más fácil —⁠dijo mirándose las manos⁠—. Me tenía
a mí.
—Tú también te tienes a ti. Y a mí. —⁠Le cogió una de aquellas manos y
se la sacudió suavemente⁠—. Emma, abre esa puerta, por favor. Deja que los
demás vean tu talento. ¡Arriésgate! Has renunciado a todo lo demás, no te
quites también esto.
En el fondo lo deseaba enormemente. Ver su libro impreso, saber que
había alguien que quería leer sus historias. No pudo evitar una reveladora
sonrisa y Elizabeth se agarró a ella dispuesta a no dejarla escapar.
—¿Te imaginas ver la historia de Mary en una librería?
—La veo más en una biblioteca circulante, pero me emociona igual.
—Cuando escucho a alguien hablar de La Gaceta de Layton y mencionar
tu historia me muero de gusto —⁠confesó Elizabeth⁠—. Es una sensación
maravillosa y excitante saber las respuestas a sus preguntas.
—Vaya, vaya, Elizabeth Wharton, es usted una señorita muy perversa.
—Y por lo de que tus padres se enteren, no creo que tengas de qué
preocuparte. Nadie sabe quién es E. W. y el señor Reynard no tendrá
inconveniente en seguir dándote el anonimato que necesitas.
—¿Un libro firmado con dos letras? No sería el primero, pero podríamos
inventar un nombre.
—Podrías ser Emily Walters —⁠apuntó Elizabeth⁠—. O Eleanor Watts.

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—Mejor Edward Wilmot —dijo en tono calmado.
—¿Qué? No puedes ponerte ese nombre, ¿estás loca?
Emma se echó a reír al ver la cara de susto de su tía.
—No pienso publicar ningún libro, pero si lo hiciese te aseguro que ese
sería el nombre con el que lo firmaría.
—Todo el mundo lo conoce, pensarían… —⁠Se echó a reír también⁠—.
¡Pensarían que lo había escrito él! Madre mía, Emma, eres muy mala.
—Solo por eso merecería la pena arriesgarse a ser descubierta —⁠dijo
sincera.
—¿Tanto le detestas?
—No soporto a los abusones, hombres que parecen salidos de una cueva
del pleistoceno. ¿Es que no ven el mundo en el que viven? Tratan a las
mujeres como si fuesen estúpidas o algo peor. Como el señor Easdale, ¿te
acuerdas?
—Dios Santo, sí. Pero Easdale bebía muchísimo y pegaba a su mujer. No
creo que Edward Wilmot…
—Espera a que se case —dijo con desprecio⁠—. Me encantaría darle un
escarmiento.
—Ni siquiera lo he visto una vez.
—No te hace falta verlo, yo puedo decirte la clase de persona que es.
Recuerda: «Por sus obras los conoceréis».
—Pero eso no se puede hacer, ¿verdad? No puedes firmar tu novela con el
nombre de alguien real.
—Todos los nombres son reales, Elizabeth.
—Sería una locura —negó con la cabeza⁠—. Quítatelo de la cabeza. Madre
mía, con el genio que tiene ese hombre.
Emma suspiró y se sentó poniendo cara de disgusto.
—Qué pena que haya tantos motivos en contra de publicarla, solo por
molestar a ese hombre me gustaría poder hacerlo. Aunque lo cierto es que
habría escrito otra novela si lo hubiera sabido. Una que lo avergonzase de
verdad. Habría creado una protagonista insufrible…
Su tía movió la cabeza con una sonrisa divertida.
—Pero dejemos de hablar de esto —⁠dijo Emma dando el tema por
zanjado⁠—. Tenemos unos dobladillos que revisar.
—¿De verdad tenemos que ir a casa de los Lovelace? —⁠preguntó
Elizabeth preocupada⁠—. Yo ya tuve bastante con el baile de los duques, no
quiero ir, Emma.

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—Pensé ponerme enferma —confesó⁠—, pero mamá me advirtió que
incluso así nos obligaría a ir, así que es mejor que no intentemos nada.
—Fue tan horrible.
Emma sonrió.
—Qué va, no fue para tanto. Y ver la cara de esa arpía cuando William
Bertram te sacó a bailar, mereció la pena.
Elizabeth frunció el ceño pensativa.
—Eso fue muy divertido.
—¿Te refieres a su cara o al baile?
—Las dos cosas.
Con Emma era con la única persona con la que podía ser ella misma sin
subterfugios.
—¿Hay algo que me quieras decir? —⁠preguntó con mirada pícara⁠—. ¿El
señor Bertram ha conseguido atravesar el frondoso bosque con el que
proteges tu dulce corazón?
—No seas tonta. —Le dio un golpecito en el brazo⁠—. William Bertram
no se fijaría nunca en alguien como yo.
—No es eso lo que preguntaba. ¿Tú querrías que se fijase?
Elizabeth lo pensó un momento antes de responder.
—Fue muy divertido —dijo reflexiva⁠—. Y es realmente atractivo…
Emma sonrió con tristeza.
—Pero…
—No, no querría. Y mejor porque eso no va a pasar.
—¿Cómo sería? —Emma la miraba con fijeza⁠—. Si tuvieras que describir
al hombre perfecto, ¿cómo sería?
Elizabeth ya había pensado en ello muchas veces, así que no tardó en
responder.
—Educado, muy culto, austero, inflexible en cuanto a sus valores. Un
hombre íntegro.
Emma la miraba desconcertada.
—Se te ha olvidado incluir que sea severo y te castigue con una vara.
—¡Emma! ¡Qué cosas dices! —⁠se rio.
—¿No quieres que sea divertido? Es muy importante que te hagan reír,
¿no crees? Yo querría que me hiciese reír todo el tiempo.
—La vida es demasiado seria y querría que el hombre en el que debería
confiar por encima de todo fuese consciente de ello. No me gustan los
botarates, ni los que se lo toman todo a broma.
—¿Y William Bertram te parece de esos?

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—No lo sé, la verdad es que parece un hombre de fiar, no hay más que ver
cómo se ha comportado siempre con el conde Greenwood.
Emma la vio mudar de expresión y algo en sus ojos hizo que el juego
dejase de ser divertido.
—Tienes razón —se apresuró a decir⁠—. Yo sentí lo mismo al bailar con
Alexander, está claro que no es así como se siente una cuando está cerca del
hombre elegido.
—Seguro que no —musitó Elizabeth.
La puerta se abrió y apareció Harriet con cara de aburrimiento.
—¿Qué hacéis aquí las dos? No estás bordando ni leyendo. ¿De qué
hablabais? —⁠Atravesó la sala y se dejó caer en el sofá junto a su tía⁠—. Me
aburro mortalmente. ¿Qué se puede hacer en Londres? Si estuviésemos en
casa… —⁠Se incorporó de golpe⁠—. ¿Por qué no vamos a Kensington? Quizá
podamos ver al rey.
—Su majestad no está en Kensington sino en Windsor —⁠dijo Emma.
—Pues vayamos a Windsor. —Al ver la expresión de su hermana se dejó
caer de nuevo contra el respaldo⁠—. Qué vida más aburrida me ha tocado
vivir. Pensar que hay personas viajando por el mundo y haciendo cosas
interesantes. Si al menos estuviésemos en la Edad Media podríamos asistir a
gestas y dar nuestro pañuelo a algún valiente caballero que…
—¿Por qué no aprendes a hacer algo? —⁠La interrumpió Elizabeth⁠—.
Seguro que podemos encontrar algo que te gustaría, como…
—No digas que aprenda a bordar, por favor —⁠dijo adelantándose⁠—. Odio
cualquier tarea que requiera estar sentada. Lo que quiero es salir de esta casa
y ver mundo, pero mamá no me deja ni montar a caballo.
—Porque no se fía de ti —dijo Emma⁠—. Teme que te pongas a galopar en
pos de alguna dama en peligro imaginaria.
Harriet sonrió con malicia y las otras dos comprendieron que la baronesa
hacía bien en ser precavida.
—Algún día viviré grandes aventuras y se escribirán novelas sobre mí, ya
lo veréis.
Emma y Elizabeth se miraron cómplices.
—Claro que sí —dijo Emma poniéndose de pie⁠—, pero ahora será mejor
que preparemos nuestras cosas para mañana.
Cogió a su hermana pequeña por los hombros y caminó con ella hacia la
puerta mientras Elizabeth las seguía.
—¿Crees que en casa de los Lovelace podré hacer algo interesante?
—Estoy segura. Vas a vivir grandes aventuras —⁠dijo su hermana riendo.

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—Le pediré al señor Greenwood que me cuente su viaje. ¿De verdad
aprendió a luchar con un palo estando ciego? ¿Y cómo veía a su oponente?
¿También era ciego? Madre mía, tengo que conseguir que me lo cuente.
—Pobre hombre —musitó Elizabeth cerrando la puerta al salir.

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Capítulo 9

Alexander miraba a su amigo expectante y con cara de estar a punto de


echarse a reír.
—Mira que eres idiota —dijo William, que estaba tumbado en la alfombra
junto a Cien Ojos y acariciaba al perro con indolencia.
—¿Nada? ¿No te gusta ni un poco? —⁠insistió Alexander⁠—. Es bella y
tiene un carácter dulce, como a ti te gustan.
—No creo que nadie sepa el carácter de Elizabeth Wharton. Esa mujer es
más hermética que el reino de Joseon.
—¿Seguro que no tiene nada que ver con su origen? —⁠preguntó para
provocarlo.
—Claro que sí, para mí lo más importante es de dónde viene. Por eso me
habría casado sin dudarlo con una joven cuyo destino era servir el resto de su
vida a la esposa del rey Sunjo.
Alexander perdió la sonrisa al pensar en Seo-jeon y lo fácil que habría
sido morir a manos de su padre si no se hubiesen marchado a tiempo de
Joseon.
—Tienes que olvidarla, William, en serio. No puedes seguir dándole alas
a una idea imposible que a punto estuvo de costarnos la vida.
William sonrió tranquilizador.
—No temas, no pienso volver para que me corten la cabeza en plena
plaza. Pero la solución a mi «problema» no es Elizabeth Wharton.
—Alguien debería decírselo a Katherine. A juzgar por cómo os miraba
mientras bailabais ya debe estar preparándole el ajuar a su tía.

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Su amigo lo miró con atención, con esa fijeza que empleaba cuando
quería atravesar la coraza en la que vivía metido permanentemente.
—¿Qué pasa con eso?
—¿A qué te refieres?
—A tu plan. —William se puso de pie y fue hasta la mesita en la que
había varias copas y un par de botellas⁠—. ¿Quieres?
Alexander negó con la cabeza y se entretuvo en cambiar los objetos de
sitio. No quería deshacerse aún de todo aquello, a pesar de que le recordaban
una época que quería dejar atrás. William vertió brandy en una de las copas y
después de tapar la botella se acercó a su amigo.
—No parece que estés haciendo muchos avances. De hecho, tengo la
impresión de que os estáis evitando. Pasó algo el día del baile que no me has
contado.
—La besé.
—La besaste. ¿La besaste? —⁠Abrió los ojos como platos⁠—. ¿Un beso,
beso?
—¿Hay besos que no son besos? —⁠Frunció el ceño confuso.
—Ya me entiendes. Quiero decir si la besaste… de verdad.
—Todo lo «de verdad» que se puede besar a una mujer, sí.
—Y se ofendió, claro. —Levantó una mano para que supiera que no había
terminado y bebió un sorbo de su copa antes de seguir⁠—. Es Katherine
Wharton, casta y pura hasta el tuétano. Madre mía, Alexander, ese ha sido un
error de los gordos. No va a dejar que te acerques a ella a menos de
doscientos metros.
—De momento nos evitamos, sí. No salió muy bien el experimento. —⁠Se
alejó de su amigo y ocupó su lugar en la alfombra junto a Cien Ojos.
—¿Experimento? ¿Lo tenías planeado? No me dijiste…
—Claro que no lo tenía planeado, ¿te crees que soy estúpido? Fue un
impulso.
—¿Un impulso?
—¡Sí! Como el que casi te cuesta el cuello.
—Aquello fue distinto, ella quería. ¿Y por qué estamos hablando de Seo-
jeon otra vez?, ¿no habíamos dicho que debía dejar de pensar en ella?
Menuda ayuda tengo contigo.
—Lo siento, tienes razón. En todo. Fui un estúpido, pero es que estaba
ahí. —⁠Señaló el lugar⁠—. Y se oía tan vulnerable, tan… ella. No pude
resistirme.

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—Te dio una bofetada y… —Alexander negaba con la cabeza y William
abrió los ojos como platos⁠—. ¿No?
—Me devolvió el beso.
—Entonces… ¿a qué viene que os estéis evitando? Ah, ya veo, después os
fuisteis de la lengua. —⁠Hizo un gesto con la mano para indicar el juego de
palabras y se rio de su propio chiste.
—Eres un simple.
—Ha tenido gracia. —Se sentó en el sillón y bebió de su copa⁠—. Podrías
explicarme lo que pasó con detalle, así no tendría que estar dando palos de
ciego.
Volvió a hacer el mismo gesto con la mano y Alexander puso los ojos en
blanco.
—¿No puedes tomarte nada en serio? ¿Te parece el momento de hacer
jueguecitos de palabras?
—Está bien, me pongo serio. No es que seas un santo, pero tampoco eres
de los que van besando a jovencitas inocentes, por muy guapas que sean. Más
bien eres de los que se dejan besar. ¿Es eso? ¿Ella…?
—Yo la besé, ya te lo he dicho.
—Vale, lo entiendo, el caballo está desbocado. Supongo que la asustaste y
por eso mantiene las distancias.
—Fue por lo de después. Nos dijimos cosas muy desagradables. Los dos.
—A ti no parece haberte afectado mucho. Aunque, también es cierto, que
no es la primera vez que te machaca verbalmente, ¿verdad?
Alexander lo miró con ironía.
—Una cosa es lo que dice y otra lo que piensa.
—No entiendo por qué estás tan seguro. Sí, no me mires así. ¿Qué
motivos tienes para pensar que Katherine Wharton, la mujer a la que todo el
mundo ha hecho creer que es la más guapa de Inglaterra, no es exactamente lo
que parece?
—Porque la conozco mejor que nadie.
—Claro, cómo no. El amor te dio una visión extraordinaria que suplió
durante años la carencia de la otra.
—Pues sí, así es, aunque te lo tomes a burla.
—No me burlo, solo me rio de ti.
—Tú no estabas allí, en aquellos paseos, cuando se despojaba de toda
impostura y se mostraba como verdaderamente es.
—Estaba unos pasos más atrás o unos cuantos por delante y nunca vi nada
de lo que describes cuando hablas de ella.

Página 103
—Por eso yo me enamoré de ella y tú no —⁠sonrió.
—¿Y si te equivocas?
—No me equivoco.
—Ya, pero piénsalo por un momento. ¿Y si no es la mujer que tú crees
que es? ¿Y si realmente es superficial, vanidosa y egoísta?
—Pues me sentiré como un estúpido por haber alimentado tantos años
esta fantasía.
—Gracias a ella eres la persona que eres hoy.
—Vaya, eso no me lo esperaba. Tú defendiendo a Katherine.
—No la estoy defendiendo. Lo que digo es que nunca debes renegar de
ese sentimiento, aunque descubras que ella no lo merecía. Gracias a él
hicimos ese maldito viaje y conociste a Bayan. Sin él no habrías dejado que te
tocaran los ojos. —⁠Entornó los suyos⁠—. Nunca me has dicho por qué tomaste
esa decisión precisamente en el momento en el que eras más autosuficiente.
Lo que Bayan hizo contigo fue extraordinario y tu independencia llegó a ser
prácticamente total. ¡No tenías rival con el jō! Excepto Bayan, claro.
—Ganarte a ti no es ninguna proeza —⁠se burló.
—En serio, Alexander, verte caminar por aquella cuerda me dejó sin
aliento, pero tu destreza con el arco… Amigo, eso sí que me dejaba sin
palabras.
—Pero solo podía usar el arco si había viento.
—Un viento que solo percibías tú porque para mí no corría ni una ligera
brisa.
—Mis sentidos están más desarrollados, pero si no había nada de
movimiento no podía dar en el blanco. De hecho, ya viste que cuando usé el
arco después de recuperar la visión solo acertaba si cerraba los ojos y me
dejaba guiar por mis otros sentidos.
—¿Entonces por qué decidiste intentarlo? La operación entrañaba un
riesgo.
—Muchas cosas tendrían que haber salido mal para que eso pasara.
—Aun así, era un riesgo y tu vida era más plena que nunca. Con Cien
Ojos como compañero y las habilidades de Bayan…
—Los dos sabemos el motivo.
—Katherine.
Asintió lentamente.
—¿Y no le estás dando la razón? Si te acepta porque ya no eres ciego
estarás alimentando su creencia de que las personas valen por lo que
aparentan, no por lo que en verdad son.

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—A veces creo que no escuchas nada de lo que digo.
—Claro que te escucho. Sé que pretendes que se enamore de ti estando
ciego y después decirle la verdad. Pero ese momento deshará todo el trabajo.
¿No te das cuenta? Se sentirá aliviada y pensará: pues ya no tengo que pensar
de manera distinta a como solía hacerlo. No es ciego y no tengo que
autoconvencerme de que eso no me importa.
—¿Y cuál es tu propuesta? ¿Que vaya y le diga que ya puedo ver para que
me ame?
—¿Qué diferencia hay? En serio, Alexander, no veo ninguna. Es
exactamente lo que harás al final. Le darás lo que quiere.
Su amigo entornó los ojos mirándolo con atención.
—¿Crees que no debería haberme operado?
—Está claro quién es el que no escucha. Te dije que no lo hicieras, que no
valía la pena el riesgo, pero tú querías ver para ella. —⁠Negó con la cabeza⁠—.
Todavía me dan ganas de matarte cuando me acuerdo de lo mal que lo pasé.
—Por suerte, todo salió bien.
—Imbécil.
—Pues este imbécil te hizo comer tierra en Shaolin, y tenía una mano
atada a la espalda —⁠se burló.
—Tú pasaste muchas más horas con Bayan. A mí apenas me hacía caso.
Si no hubieses sido ciego te habría machacado. Anda, mira, ahora no eres
ciego.
—¿Me estás provocando? —Alexander se puso de pie amenazador.
—No seas estúpido. —Se levantó también⁠—. Hay muchas cosas aquí que
no te gustaría que se rompiesen.
—Tienes razón —aceptó cruzándose de brazos⁠—. Encontraré un lugar
mejor y haré que te comas tus palabras. Además de un buen puñado de tierra.
William levantó una ceja y sonrió.
—Allí estaré.

—Sabe usted que estoy ciego, ¿verdad? —⁠preguntó Alexander tras el opaco
antifaz que miraba al mayordomo de los Lovelace haciendo que el criado se
sintiera de lo más incómodo.
—Señor, no puedo dejar pasar al perro. La condesa les tiene fobia y no
tolera que entren en la casa. Puedo pedirle a un lacayo que lo acompañe a
donde usted guste.

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—¿Le pondrá también una correa? ¿O le pedirá que me coja de la mano?
—⁠pregunto con cinismo y malhumor.
Detrás de él escuchaba los cuchicheos de los invitados que esperaban para
entrar y que no se atrevían a sortearlo porque, ciego o no, seguía siendo el
hijo del duque Greenwood.
—Si seguimos aquí quietos mucho rato es posible que los invitados de la
condesa se sientan algo molestos.
—Milord, entiéndame, debo obedecer las órdenes de…
—¿Por qué no va alguien a buscar a lady Lovelace para que ella decida
qué es lo mejor en este caso?
—Ya he enviado a un lacayo, milord, pero al parecer aún no ha terminado
de arreglarse.
Alexander sospechaba que la dama en cuestión no quería enfrentarse a
una situación desagradable y prefería dejar al mayordomo a cargo del asunto.
El pobre hombre estaba sudando profusamente y con un poco más de
insistencia por su parte estaba convencido de que cedería. No era su intención
torturarlo, pero William aún no había llegado y no quería dejar a Cien Ojos
con ninguno de aquellos sirvientes.
Los Wharton acababan de llegar y al percatarse de la situación el barón se
preguntó por qué siempre tenían que ser los Lovelace los que dieran la nota
discordante. Fijó la mirada en el mayordomo y se puso la máscara pétrea que
solía lucir cuando algo amenazaba con agotar su paciencia.
—Esto es muy desagradable —⁠musitó la baronesa cerca del oído de
Emma.
Su hija respiró hondo varias veces para ver si con el aire le entraba
también un poco del valor que necesitaba para intervenir, pero Katherine se le
adelantó y sin pedir permiso se acercó hasta Alexander y lo cogió del brazo.
—Señor conde, que amable ha sido al esperarme, discúlpeme por llegar
tan tarde. —⁠Se dirigió al mayordomo⁠—. No se preocupe, Bryson, yo me hago
cargo de Cien Ojos. Haremos que alguien venga a recogerlo. Mientras tanto
pasearemos por el exterior. ¿Le parece bien?
Sin esperar respuesta del criado se llevó a Alexander para alejarlo de los
cuchicheos y de la sorprendida mirada del resto de invitados. Emma y
Elizabeth se miraron conteniendo una sonrisa orgullosa, mientras que la
baronesa miraba a su marido tratando de averiguar si estaban contentos o
enfadados con Katherine.
—¿Qué ha sido eso? —musitó Elinor en el oído de Harriet.
La fantasiosa se rio sin disimulo.

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—Hacen muy buena pareja.

Salieron al jardín y Katherine lo guio en silencio. Él parecía molesto con la


situación y no se lo reprochaba, había sido bochornoso e imperdonable y
esperaba que la condesa se disculpase en cuanto se enterase.
—Hace un día precioso, ¿no cree?
—No hace falta que me acompañe —⁠dijo él con tono áspero⁠—. De
momento aún no se han llevado a Cien Ojos.
—La brisa es suave, pero suficiente para que el sol no resulte molesto.
—¿Dónde se habrá metido William? —⁠masculló él.
—Estoy segura de que ha vivido usted escenas mucho más incómodas que
esta —⁠dijo Katherine enfrentando la situación⁠—. Y le aseguro que a Cien
Ojos le importa un bledo lo que haya dicho ese criado.
Alexander frunció el ceño algo confuso por el comentario. ¿Estaba
intentando bromear con él?
—No se preocupe, el señor Bertram y yo sustituiremos a Cien Ojos
cuando estemos en la casa —⁠dijo bajando el tono como si no quisiera que el
perro lo oyese⁠—. No quiero que se enfade conmigo.
Alexander no pudo evitar la sonrisa cuando volvió a cogerlo del brazo
para continuar caminando.
—Cuénteme el momento más incómodo que haya vivido —⁠pidió
Katherine.
—Si usted me cuenta el suyo.
Ella lo miró sorprendida, pero enseguida volvió la vista hacia el camino.
—No será necesario —dijo en el mismo tono distendido⁠—. Fue hace más
de cinco años y usted estaba presente.
Ahora fue él el que se detuvo y agradeció llevar el antifaz porque, de no
ser así, habría clavado sus ojos en ella y se habría delatado.
—Yo he cumplido mi parte, ahora le toca a usted —⁠dijo ella retomando el
paseo⁠—. Y no vale que repita lo que yo he dicho. Sé que aquello también fue
incómodo para usted, pero me he adelantado y ahora ese momento es solo
mío.
—Está bien, tengo más momentos incómodos, me temo. Como cuando
traté de besarle la mano a una amable joven que evitó que cayese en una zanja
y casi me la cortan.
—¿Eso dónde ocurrió?

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—En la península de Joseon. Era la hija de un ministro y al parecer mi
gesto era de muy mal gusto para ellos —⁠aclaró⁠—. Fue el primer lugar al que
viajamos y no sabíamos nada de su cultura. Son muy herméticos, en los cinco
meses que vivimos allí no encontramos a un solo occidental. Todavía no
entiendo que nos dejaran quedarnos tanto tiempo.
—Yo no había oído hablar de Joseon antes —⁠confesó sincera.
—Muy poca gente ha oído hablar de ellos. Ya le digo que son muy
herméticos, no quieren contaminarse con cultura extranjera. Pero nosotros
incluso llegamos a visitar el palacio Changgyeonggung, donde nos recibió el
rey Sunjo. —⁠Sonrió⁠—. Bayan solía bromear diciendo que habíamos tenido un
sueño muy real.
—¿Quién es era en realidad Bayan? Quiero decir, ¿todos los monjes saben
luchar? ¿Son una especie de ejército? ¿Y por qué un japonés vive en un
monasterio chino?
Alexander se rio a carcajadas antes de responder.
—Son muchas preguntas, pero se responden con la misma historia. Bayan
era un Samurái. Soldados mongoles ejecutaron a toda su familia frente a él y
después quemaron sus ojos con un hierro candente para dejarlo ciego y que
esa fuese la última imagen que viese.
—Dios mío. —Katherine lo miraba horrorizada⁠—. ¿Por qué tanta
crueldad?
—Las guerras son crueles, me temo, en Japón y en todas partes.
—No imagino a Napoleón haciendo algo así. Ni a Arthur Wellesley,
desde luego.
—Yo tampoco —reconoció—. Pero los seres humanos somos capaces de
hacer los sacrificios más grandes y el daño más atroz.
—Hábleme de Bayan, ¿cómo es?
Alexander sonrió.
—Un maldito pedazo de dura roca —⁠dijo sincero⁠—. Al principio no fue
muy amable conmigo, la verdad. Pero después de un tiempo me gané su
confianza y su afecto y entonces fue aún peor. William dice que accedió a
entrenarme porque solo le di dos opciones: matarme o rendirse.
—¿Cómo hacía para entrenarlo estando ciegos los dos?
Alexander sonrió. Nadie que lo conociera podría pensar que estar ciego
fuese un problema para el duro monje.
—Bayan es capaz de luchar contra diez hombres a la vez y derrotarlos.
Diez hombres con su visión intacta. Conoce innumerables técnicas de
combate y es capaz de orientarse en lugares en los que nunca ha estado.

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Percibe las emociones de los demás como si emitiesen sonidos que solo él
escucha y es capaz de entrar en el corazón de un hombre y hacer que le cuente
cosas que no le contaría a nadie. A mí me enseñó a usar el jō y el arco. Me dio
a Cien Ojos y me ayudó a entrenarlo para que fuera mi guía. También me
enseñó a comunicarme con mi caballo antes de montarlo…
—No es posible que monte a caballo —⁠negó incrédula⁠—. Ya me resulta
muy difícil de creer que pueda disparar con el arco, pero eso es demasiado.
Alexander sonrió divertido.
—¿Y qué es exactamente el jō? —⁠siguió preguntando sin ocultar su
perplejidad.
—Es un bastón del tamaño de una espada con el que se practica el jōdō.
William y yo podemos hacerle una demostración algún día, si quiere.
—¿Sí? —Se mordió el labio con timidez⁠—. Me gustaría. Y a Harriet. Mi
hermana se volvería loca si supiera todo esto.
—Puede contárselo —dijo con voz divertida.
—No sé si es buena idea. Mi hermana sueña con vivir grandes aventuras y
se ve a sí misma como una heroína de novela. Una de sus fantasías es
aprender tiro con arco, si descubre que usted es un experto no dejará de
molestarlo para que la enseñe. ¿Cree que usted fue insistente con Bayan? No
sabrá lo que es la insistencia hasta que vea a Harriet en acción.
—Estaré encantado de enseñarla.
Katherine abrió los ojos como platos.
—No sabe lo que dice.
—Recuerdo a Harriet, era una niña encantadora y muy divertida. Siempre
estaba persiguiendo unicornios y contando historias fantásticas sobre sus
hermanas. De usted siempre hablaba como si fuese la princesa de un cuento,
estaba convencida de que algún día llegaría un príncipe montado en un
caballo blanco para rescatarla de un grave peligro. Aunque nunca conseguí
que me dijera qué peligro la acechaba.
—Sigue igual de incorregible. Incluso más fantasiosa que antes. A mi
madre la vuelve loca con sus historias.
—Por fin te encuentro. —William llegó hasta ellos⁠—. Señorita Katherine.
Ella le devolvió el saludo.
—¿Dónde te habías metido? —⁠le espetó su amigo⁠—. La gente queda a
una hora por algo.
—Mi padre quería que lo acompañase a ver a un comerciante de pieles
canadiense. Creía que la reunión era dentro de cuatro días, pero era hoy, me
confundí.

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Alexander negó con la cabeza, solo William podía equivocarse de ese
modo.
—No querían dejarme entrar en la casa con Cien Ojos y Katherine ha
tenido que rescatarme —⁠explicó burlón⁠—. Tendrás que buscarle un sitio para
que no entre en la casa, la condesa tiene fobia a los perros.
—Siento las molestias, señorita Katherine.
—Ha sido un malentendido sin importancia —⁠dijo dispuesta a
marcharse⁠—. Les dejo ya, mi familia me estará esperando. Ha sido una charla
muy interesante, señor Greenwood. Señor Bertram.
—Katherine. —La detuvo Alexander⁠—. Dígale a Harriet que la espero en
la explanada de los sauces dentro de una hora. La enseñaré a usar el arco para
que pueda practicar una vez esté en casa.
—¿Lo dice en serio?
—Por supuesto.
—Va a hacerla muy feliz, Alexander.
Los dos caballeros la saludaron con cortesía y ella se alejó en dirección a
la casa.
—¿Tiro con arco? —Bertram lo miraba incrédulo⁠—. ¿Harriet no es la
pequeña?
—No, la pequeña es Elinor, Harriet es como las gemelas.
—¿Enseñar a la hermana a usar el arco como método de conquista? —⁠se
burló⁠—. Me parece un poco excéntrico por tu parte.
—¿Por qué has tardado tanto en llegar?
—Os he visto hace rato, pero me he escondido.
Alexander frunció el ceño sorprendido y después sonrió abiertamente.
—Vamos, tengo que pedirle a Lovelace uno de sus arcos y una diana.
Después pensaremos qué hacer con Cien Ojos. Maldita fobia.

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Capítulo 10

Joseph Lovelace era un buen conocedor de la psicología femenina, o al menos


eso creía él, y se dedicaba a dar lecciones a todo aquel que quisiera
escucharle. En su selecto grupo de «pupilos» estaba Matthew Bresling, que se
consideraba a sí mismo como su alumno más aventajado.
—Las Wharton no parecen esa clase de mujeres.
—Tú hazme caso, la señorita Katherine estará comiendo de mi mano
después de que le muestre mi arma secreta. —⁠Soltó una carcajada por su
ocurrencia y el otro se rio para contentarlo⁠—. Y si no quieres quedarte con las
ganas deberías hacer lo propio con la señorita Squill o se te adelantará Charlie
Higgs.
Bresling arrugó el ceño sin responder. Era cierto que Celia Squill parecía
predispuesta a un acercamiento más serio, pero la propiedad de los Lovelace
estaba llena de invitados. ¿Cómo se le ocurría a Joseph incitarlo a hacer algo
tan arriesgado en su propia casa? Viniendo del vizconde no debería
sorprenderle, conocía de sobra su manera de actuar en esos temas.
—¿De verdad estuviste en el dormitorio de la señorita Preece? —⁠preguntó
interesado⁠—. ¿Cómo es posible que su padre no te haya obligado a casarte
con ella?
Ocultos por uno de los muros de la casa, oídos ajenos escuchaban la
conversación con una mezcla de repugnancia e ira que en el caso de William
era difícil de disimular. Miró a su amigo y su expresión impertérrita le
advirtió del peligro. Sabía que cuanto más impasible se mostrase ante una
situación de conflicto más peligrosa podía ser su reacción.

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—Estamos en su casa —le recordó.
Alexander salió de su escondite sin responderle.
—¿Vizconde? —Se detuvo frente a los dos hombres con William a su
espalda.
Bresling mostró preocupación, pero Lovelace sonrió como si le divirtiese
la idea de haber sido pillado infraganti.
—Milord —saludó—. Espero que las estancias que les han otorgado
hayan sido de su agrado y el de su familia, me consta que mi madre ha
seleccionado nuestras mejores habitaciones para invitados.
—Le agradezco la preocupación por nuestro bienestar. En realidad lo
buscaba para otra cosa, quería pedirle que me prestara un arco y una de sus
dianas. Sé que organiza un torneo aquí una vez al año, así que supongo que
debe tener de sobra.
—Tengo varios sí y por supuesto que le prestaré uno o los que necesite.
Haré que instalen una diana en la explanada de los sauces inmediatamente.
¿Cuántos tiradores serán?
—Solo la señorita Harriet Wharton y yo.
Lovelace frunció el ceño.
—¿La señorita Harriet sabe disparar con el arco?
—No, por eso pretendo enseñarla.
El vizconde miró a William interrogador, pero el amigo del conde no tenía
intención de facilitarle el asunto y se mantuvo en silencio. Volvió a poner los
ojos en aquel hermético antifaz.
—¿Usted va a enseñarla?
—Así es. ¿Tiene algún inconveniente?
—No, desde luego, pero… ¿Cómo decirlo? Es un deporte que entraña un
cierto peligro y no querría que nadie saliese herido.
Alexander sonrió.
—Qué considerado es usted, señor Lovelace, pero no se preocupe, tendré
mucho cuidado de que la señorita Harriet no me dispare en un ojo.
Lovelace y Bresling se rieron incómodos. Alexander, en cambio,
permanecía muy serio.
—He quedado con la señorita Harriet en unos minutos y no querría que
tuviera que esperarme.
—Por supuesto. —El vizconde se giró hacia su amigo⁠—. Matthew, avisa
a Bryson por mí, yo haré compañía al conde mientras tanto.
—Ahora mismo. —Se dirigió a la casa con paso ligero.

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—Hacía mucho que no venía usted. —⁠Lovelace sonreía taimado
consciente de que su invitado estaba molesto por lo que había oído⁠—.
¿Cuánto ha durado su viaje? ¿Cuatro años?
—Cinco.
—Debe haber sido muy interesante.
—Mucho.
—Me temo que debe haber escuchado la conversación que manteníamos
Matthew y yo. Me disculpo si lo he incomodado, pero ya sabe cómo son estas
cosas. Los hombres hablan y a veces exageran… De todos modos le aconsejo
que la próxima vez que se vea en una situación que le permita enterarse de
conversaciones ajenas, haga saber a los implicados que hay alguien
escuchando.
—Y yo le aconsejo, vizconde, que tenga más cuidado cuando airee sus…
logros amatorios. Quién sabe lo que podría ocurrir si en lugar de escucharlo
yo hubiese sido alguien más sensible a ese tema. Una precaución sería no
mencionar el nombre de la víctima.
—Señor conde, espero que no esté tratando de insultarme. Sería muy
desagradable que lo hiciese en mi propia casa. No hay víctimas aquí, todos los
que participaron en los hechos lo hicieron voluntaria y satisfactoriamente.
—¿Está seguro? No creo que se haya tomado la molestia de preguntar a la
otra parte. Me consta que no es su estilo.
William vio que Lovelace empalidecía y comprendió que Alexander había
cruzado la línea. Sería muy incómodo tener que marcharse el primer día,
sobre todo por las preguntas que eso generaría.
—Sería decepcionante para Harriet llegar y que no estuvieras —⁠dijo
mirando a su amigo⁠—. El vizconde tiene que atender a sus invitados. No
olvides que es nuestro anfitrión.
El mensaje implícito atravesó el muro en llamas que Alexander había
levantado a su alrededor y respiró hondo tratando de recuperar la compostura.
—Me disculpo por entretenerlo. Gracias por el arco y la diana. —⁠Hizo
una inclinación de cabeza y los dos amigos se fueron de allí.
—Desgraciado —masculló el vizconde apretando los puños.

Katherine se encontró con la sorpresa de que sus hermanas y Elizabeth ya


habían deshecho su equipaje y colocado sus cosas en el lugar que le habían
asignado. Dormirían todas juntas en la misma habitación, por supuesto. La
mansión de los Lovelace era muy grande y contaba con más de treinta

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habitaciones extras, pero eran muchos los invitados y no podían aspirar a
mayor espacio.
—Tengo una noticia para ti, Harriet —⁠dijo Katherine.
Su hermana apartó la vista de la ventana.
—El señor Greenwood ha aprendido muchas cosas en su viaje por
Oriente…
—Seguro que ha visto cosas increíbles. Dicen que los mongoles puedes
disparar sus flechas a caballo y acertar a mucha distancia. Te lo ha contado,
¿verdad? ¡Oh! ¿Por qué todas las cosas buenas tienen que pasarte siempre a
ti? ¡Soy tan desgraciada! —⁠Se llevó el dorso de la mano a la frente y fue hasta
el sofá para dejarse caer con enorme afectación⁠—. Soy pelirroja y tengo el
pelo demasiado rizado. Mis ojos son vulgares y mi nariz demasiado
respingona. Y por si todo eso no fuera desgracia suficiente, tampoco tengo
amigos interesantes. Bueno, en realidad no tengo amigos de ninguna clase.
Caroline tiene a Edwina, Elinor tiene a Colin y tú tienes al duque, a Bertram,
a Lovelace, a… bueno a todos esos. Pero yo, ¿a quién tengo yo?
—Yo tampoco tengo amigos —dijo Emma dando por terminado el arreglo
del lazo de su vestido. Cortó el hilo con los dientes sin dejar de mirar a su
dramática hermana.
—Tú tienes a Elizabeth.
—¡Eh! Elizabeth es de todas, no solo de Emma —⁠protestó Caroline.
—La vida es muy injusta. —Harriet se tumbó en el sofá mirando al techo
y colocó las manos juntas sobre el pecho como un muerto.
—¿Entonces no quieres saber lo que me ha dicho? —⁠Katherine fingió
desinterés⁠—. Hemos estado hablando de ti.
Harriet se sentó de golpe y la miró intrigada.
—¿De mí? ¿Por qué? ¿Qué le has dicho? ¡Ay, por favor! Dime que no le
has contado que pasé un día intentando saber lo que se sentía siendo ciega.
—¿Un día? ¡Ja! Solo aguantaste tres horas —⁠puntualizó Elinor.
—Y una se la pasó sentada junto a la ventana —⁠dijo Caroline⁠—. Decías
que tenías que familiarizarte con los sonidos del exterior para cuando salieras
de casa, pero no te moviste del salón para que mamá no te viese con un
pañuelo tapándote los ojos.
—Katherine, dime que no se lo has contado.
—Tranquila, solo hemos hablado de lo mucho que te gustaría aprender a
disparar con un arco.
—Ah, eso. —Se dejó caer contra el respaldo⁠—. Supongo que le habrá
parecido una tontería.

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—Pues no, la verdad. Me ha dicho que él te enseñará si tú quieres.
Todas miraron a Katherine como si estuviese de broma.
—¿El conde Greenwood? —Elizabeth la miraba sorprendida⁠—. ¿Él se ha
ofrecido a enseñar a Harriet tiro con arco?
Katherine se sintió extrañamente orgullosa al asentir.
—Al parecer es un excelente arquero.
—¿Estás hablando en serio? —⁠preguntó Caroline⁠—. ¿No se estaría riendo
de ti?
—El conde no es esa clase de persona —⁠negó Emma⁠—. Jamás se burlaría
así de nosotras.
—Debéis saber que el maestro que lo enseñó también era ciego —⁠añadió
Katherine⁠—. De todas formas Harriet podrá comprobarlo si acepta su
ofrecimiento. Cuando nos hemos despedido me ha dicho que te esperaría en
una hora en la explanada de los sauces.
—¿En una hora?
—Descuenta los quince minutos que han pasado desde que me lo dijo.
—¿Es que os vais a pasar el día aquí metidas? —⁠La baronesa entró en la
habitación dando palmadas⁠—. Vamos, señoritas, todas fuera, no es momento
de enclaustrarse. ¡Socializad, socializad!
Una tras otra se revisó frente al espejo antes de salir del dormitorio.
—Elizabeth y yo acompañaremos a Harriet a la explanada —⁠dijo
Emma⁠—. No pienso perdérmelo.
Las tres se dirigieron hacia las escaleras.
—Yo voy a buscar a Edwina —⁠dijo Caroline siguiéndolas.
Katherine se giró hacia Elinor.
—¿Quieres…? —No terminó la frase y se quedó mirando la espalda de su
hermana pequeña que se alejaba también.
Se encogió de hombros y bajó las escaleras sin prisa.
—Señorita Katherine.
La voz del vizconde la hizo volverse.
—Señor Lovelace.
—¿Sus hermanas la han abandonado? —⁠sonrió seductor⁠—. No puedo
creerme mi suerte. ¿Le apetecería dar un paseo conmigo?
Ella asintió y salieron juntos de la casa. Las risas de un grupito de jóvenes
llamaron la atención de Katherine y Lovelace siguió su mirada con
curiosidad.
—Me temo que La Gaceta de Layton ha llegado hasta aquí —⁠dijo
sonriendo condescendiente⁠—. No han dejado de hablar de ella desde que

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llegaron esta mañana. ¿Usted tiene costumbre de leer esos capítulos que tanto
emocionan a las jovencitas, señorita Katherine?
Ella asintió levemente.
—A mi hermana Caroline le gusta mucho la novela por fascículos y me
lee el capítulo cada semana. La verdad es que me he aficionado a ella, sí.
—Ha hecho bien en aclarármelo. Ahora tendré mucho cuidado con no
criticarla.
Katherine sonrió.
—Esta tarde se organizará una partida de chicane y cuento con su
participación —⁠dijo el vizconde con tono firme⁠—. No acepto un no por
respuesta.
—Entonces no me queda más que asentir.
—¿Le gusta el juego, señorita Katherine? Le confieso que soy bastante
competitivo y suelo ganar siempre en todo aquello en lo que acepto competir.
—⁠La miró con intensidad⁠—. En todo.
Katherine se sonrojó y bajó la mirada.
—¿Adónde se dirigía cuando he tenido el placer de encontrarla?
—Pues había pensado ir a ver cómo mi hermana Harriet disfrutaba de una
de sus fantasías.
—A la explanada de los sauces, entonces. Allí he hecho instalar la diana
para su disfrute.
Katherine asintió.
—¿No le parece extravagante por parte del conde Greenwood?
¿Exponerse de ese modo haciendo evidente su… idiosincrasia?
—Creo que está muy seguro de salir airoso de la empresa que se ha
propuesto. —⁠¿Por qué se sentía molesta?⁠—. Y Harriet está encantada con
ello.
—Desde que ha vuelto se comporta de un modo extraño —⁠siguió
Lovelace⁠—. Reconozco que nunca hemos sido grandes amigos, pero ahora
parece más distante y frío. ¿A qué cree que pueda deberse?
—¿Por qué habría de saberlo?
Lovelace sonrió y sus ojos brillaron con una chispa traviesa.
—Tengo la sensación de que son mis atenciones hacia cierta dama lo que
provoca esa animadversión hacia mí. ¿Usted qué opina?
Katherine no pudo evitar el rubor de sus mejillas, que el vizconde
interpretó como que su halago había surtido efecto.
—Sepa que no hay nada en este mundo, y menos la opinión del conde,
que pueda evitar que muestre mi interés por aquello que es de mi agrado.

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—No debería ser tan directo, señor Lovelace.
—Creo que no hay de nada de malo en expresar en voz alta lo evidente.
La estoy cortejando, señorita Katherine. De hecho podría decirse que estos
días en el campo se han organizado especialmente pensando en usted.
—¿Está tratando de impresionarme?
—¿Lo habría conseguido de ser así?
Ella lo miró pesarosa.
—¿Serviría de algo si le dijese que no?
—Vaya. —La miró boquiabierto—. Reconozco que no era esa la
respuesta que esperaba. Pero no me desanimo. Lo cierto es que me gusta
ganar, sobre todo, cuando la victoria no ha sido fácil.
—Entonces trataré de ponérselo lo más difícil posible.
—No me cabe la menor duda.
Siguieron caminando lado a lado en dirección a la explanada de los sauces
y estaban a medio camino cuando William Bertram llegó hasta ellos
corriendo.
—Señorita Katherine, vizconde…
—Señor Bertram. —Lovelace lo miró con frialdad⁠—. Qué raro que no
esté con el conde, siendo su escudero.
Katherine frunció el ceño, pero a William no pareció importarle lo más
mínimo.
—Su madre lo estaba buscando —⁠dijo mirándolo con una sonrisa
torcida⁠—. Al parecer alguien ha creído que era buena idea jugar al chicane en
la zona del pantano.
Lovelace abrió los ojos como platos.
—Maldito Bryson, no se entera de nada. Le dije específicamente que no
lo organizaran allí. Ese hombre… —⁠Se dirigió a Katherine⁠—. ¿Me disculpa,
señorita Katherine? Debo solucionarlo para que podamos disfrutar del juego
como tenía pensado.
—Por supuesto. Vaya, vaya —⁠asintió repetidamente.
Cuando se hubo alejado lo bastante William y ella continuaron el camino.
Katherine se fijó en que él intentaba contener la risa.
—¿Le hace gracia la mala comunicación que tiene con sus sirvientes?
—No es eso. Es que me lo he inventado todo. —⁠Rompió a reír a
carcajadas.
—¡Señor Bertram! —exclamó sorprendida.
Se detuvo como si creyera que podía hacer algo.

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—Cuando se dé cuenta… Es usted un niño —⁠afirmó al ver que no dejaba
de reír.
—Quería hablar con usted y no me apetecía hacerlo en compañía del
vizconde —⁠dijo tratando de comportarse.
—No ha estado bien por su parte. Debería disculparse con él.
—Lo haré, se lo prometo.
Katherine asintió conforme.
—Quería agradecerle su intervención de esta mañana. Alexander debe
haber pasado un mal momento, aunque no lo reconozca. Gracias por
ayudarlo.
—No se preocupe, no ha sido nada. Creí que estaría usted con él en la
explanada.
William percibió su preocupación.
—No se preocupe, Alexander es un tirador excelente y muy buen
profesor. Su hermana aprenderá más en una hora con él de lo que aprendería
con cualquier otro.
—¿De verdad puede hacer todas esas cosas que dice?
—No creo que le haya dicho todas las cosas de las que es capaz.
Alexander es demasiado humilde para eso. En eso no ha cambiado.
Ella comprendió la alusión y asintió mordiéndose el labio.
—Bayan lo sacudió con su bastón para quitarle todo el miedo con el que
cargaba —⁠siguió William en tono distendido⁠—. Y no lo digo
metafóricamente.
—Debe ser todo un personaje ese Bayan.
William asintió pensativo.
—Es una manera de llamarlo, sí.
—¿Y a usted? ¿Bayan también lo entrenó?
Él negó con la cabeza y su expresión mostraba a las claras lo mucho que
eso lo molestaba.
—Aceptó a Alexander porque lo consideraba especial, pero yo tuve que
espabilarme por mi cuenta. Aprendí a ser lo bastante sigiloso como para que
no me detectaran y me aproveché de ello.
Siguieron caminando en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.
Katherine se reía mentalmente por haber incluido a William Bertram en su
lista. ¿En qué estaba pensando? No era un hombre para ella, no podía verlo de
ese modo. En cambio sí era perfecto para Elizabeth. Sabía que su tía valoraba
la fidelidad. Había alabado muchas veces a su hermano por su honorabilidad
y por ser alguien digno de confianza. Miró a William de soslayo y contuvo

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una sonrisa calculadora. Era perfecto para ella. Absolutamente perfecto. Con
una pluma imaginaria tachó su nombre de su lista con un solo trazo. Su
corazón aleteó emocionado al imaginar a Elizabeth cogida de su brazo
saliendo de la iglesia.
—¿Por qué no comparte conmigo sus pensamientos?
Katherine dio un respingo al escuchar su voz.
—Parece ser algo muy agradable, a juzgar por su cara —⁠dijo divertido.
—Señor Bertram, una señorita no comparte sus pensamientos sin elegirlos
primero.
Llegaron a la explanada justo en el momento en el que Alexander estaba a
punto de disparar. El conde sostenía el arco con firmeza apuntando hacia una
diana colocada a unos metros frente a él. Cuando la flecha salió disparada
hacia su destino todos los presentes contuvieron la respiración y al impactar
en el centro de la diana Harriet se puso a gritar y a dar palmas al tiempo que
saltaba emocionada.
—¡Madre mía! ¡Madre mía! —repetía una y otra vez⁠—. ¡Nunca falla!
Alexander sonrió divertido por su entusiasmo y le hizo un gesto para que
volviese a coger el arco y seguir con la lección.
—William, trae a la señorita Katherine aquí —⁠dijo la duquesa haciéndoles
gestos.
La madre de Alexander, sus hijas y las Wharton formaban un grupo
situado lo bastante cerca como para no perder detalle, pero no tanto como
para molestar al maestro y a su alumna.
—¿Cómo está usted, lady Greenwood? —⁠saludó Katherine haciendo la
debida reverencia.
—Pues lo cierto es que me siento estupendamente —⁠sonrió⁠—. Supongo
que ver a mi hijo recibiendo la atención de tan encantadoras señoritas me
llena de regocijo.
Katherine dirigió su mirada al conde y vio como hacía indicaciones a
Harriet para su siguiente tiro, después de que el anterior se hubiese quedado
corto.
—Es muy paciente con Harriet —⁠dijo Emma con simpatía⁠—. Ella está
muy ilusionada.
—Está mal que yo lo diga que soy su madre, pero Alexander es un amor.
—⁠El afecto en su voz no dejaba lugar a dudas⁠—. Por algo sus hermanas lo
adoran, siempre ha sido cariñoso y divertido con ellas. Harriet tiene la misma
edad que mis hijas, ¿verdad?
Katherine asintió.

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—Dieciséis años.
—Es increíble cómo pasa el tiempo. —⁠Se lamentó la duquesa⁠—. Hace
nada eran mis pequeñas diablillas y ahora mírenlas ahí alentando a esa
intrépida muchacha.
Harriet lanzó una nueva flecha que tampoco llegó a su destino.
—Me temo que le va a llevar más tiempo del que esperaba —⁠dijo
Elizabeth sonriendo⁠—. Aunque seguro que ella ya se imaginaba siendo una
soberbia arquera.
—Si ella no se rinde, Alexander tampoco lo hará —⁠afirmó William
convencido⁠—. Cuando se propone algo no ceja en su empeño.
—Eso es cierto —dijo la duquesa asintiendo⁠—. Después de quedarse
ciego yo me ofrecía a acompañarlo a todas partes de la casa y él aceptaba mi
compañía sin protestar. Siempre tenía moretones en los brazos y las piernas,
alguna vez incluso le vi uno en la frente y cuando le preguntaba se encogía de
hombros y me decía que no sabía cómo se los había hecho. Hasta que una
noche en la que no podía dormir me levanté de la cama y al ir a la cocina para
prepararme una infusión escuché ruidos en uno de los salones. Así descubrí
que se levantaba todas las noches para deambular por la casa y aprender
dónde estaba cada mueble. Les puedo asegurar que en poco tiempo se movía
por todas partes mejor que yo.
Katherine lo miraba ensimismada, mientras recordaba los paseos que
daban en verano cuando las dos familias se trasladaban hasta Londres. Él
solía hacerse el encontradizo y a ella le gustaba que lo hiciese. Nunca se
enfadaba cuando lo llevaba por un sitio nuevo y tropezaba una y otra vez. No
lo hacía a propósito, cambiaba de dirección sin pensar y a él le costaba un
tiempo memorizar cada piedra y cada árbol del camino. En esos casos
Alexander le pedía a Emma o a ella que lo agarrasen del brazo y la que estaba
más cerca, lo hacía sin dudar.
—Levanta la barbilla —decía el conde⁠—. La mano muy cerca de la cara
cuando tenses la cuerda. Así, ¿ves mi postura?
—Sí, te estoy mirando —aclaró Harriet consciente de que él no podía
verla.
—Bien —aceptó él—. Fija la punta de la flecha en su destino y luego deja
de mirarla. Tus ojos deben estar centrados en la diana. Ahora ciérralos y
escucha. Siente la brisa que te rodea. Imagina que eres una hoja y que sigues
su dirección. Respira hondo. Abre los ojos. Tensa la cuerda todo lo que
puedas. ¡Dispara!

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La flecha salió volando y fue a clavarse en la parte baja de la diana.
Harriet tenía la boca y los ojos tan abiertos que provocó la risa de sus
hermanas.
—¡Le he dado! ¡Le he dado!
Alexander sonrió satisfecho y contra toda norma de conducta agarró a
Harriet por los brazos y los apretó con suavidad.
—Teniendo en cuenta tu carencia total de fuerza, es toda una proeza. Te
diré algunos ejercicios para que fortalezcas estos palillos y de ese modo
tendrás más capacidad de alcance. Pero para ser tu primera vez, no está nada
mal.
Katherine se acercó a ellos al ver que ya recogían. Estaba muy
sorprendida por la familiaridad con la que se trataban. Era como verse a sí
misma años atrás.
—Tienes que enseñarme todo lo que sabes hacer —⁠decía Harriet⁠—. No
voy a ser una señorita como mis hermanas, quiero vivir aventuras y me irá
muy bien poder defenderme sola.
—Así que aventuras, ¿eh? ¿Y qué clase de aventuras tienes en mente?
—Pues cualquiera. Quiero navegar por los siete mares y viajar hasta los
confines de la tierra. —⁠Harriet se mordió el labio entusiasmada por la
atención que recibía y a la que no estaba acostumbrada.
—Entonces sí vas a tener que entrenarte bien. Si quieres puedo enseñarte
el arte del jō. —⁠Escuchó las palmas entusiasmadas de la joven y sonrió
divertido⁠—. Aunque para perfeccionar el tiro con arco vas a tener que
practicar mucho.
—Pienso hacerlo. Tengo un arco, ¿sabes? Ahora mamá tendrá que
dejarme usarlo.
—¿Qué opina, señorita Katherine? ¿Soy un buen profesor?
La mencionada abrió la boca sorprendida antes de ser capaz de pronunciar
una palabra.
—¿Cómo lo ha sabido?
El conde sonrió divertido.
—Te ha delatado tu perfume —⁠explicó Harriet⁠—. Tiene un olfato
excelente. Y también habrá escuchado tus pasos al acercarte.
—¿Por encima de la hierba?
—Así es —confirmó él—. Pero no ha respondido a mi pregunta.
Katherine sonrió antes de responder.
—El mejor profesor de tiro con arco que Harriet ha tenido.
Su hermana se echó a reír y el duque arrugó el ceño.

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—Es usted muy mala, señorita Katherine.
—¿Usted cree? Quería hacerle un halago, pero no se me ocurría ninguno.
Unos metros más allá la duquesa observaba la escena con atención y
semblante serio. William y ella se habían quedado rezagados mientras las
demás se acercaban al grupo protagonista.
—Esa es la joven, ¿verdad? —⁠musitó.
—Así es.
—Siempre sospeché que era ella. —⁠Asintió mientras su expresión se
volvía más reflexiva⁠—. Mantenme informada de todo lo que pase. No quiero
sorpresas desagradables.
—Descuide, duquesa. —William miró a su amigo con preocupación,
como se enterase iba a partirlo en dos.

Después de una mañana intensa y una comida relajada se propuso un juego en


grupo al que se unieron Emma, Katherine, Caroline, Celia Squill, Matthew
Bresling, Charlie Higgs, William, Alexander y el vizconde Lovelace.
—Estamos descompensados —advirtió Lovelace⁠—. Somos cinco
caballeros y cuatro damas. Uno de nosotros debería retirarse por cortesía.
Alexander sonrió divertido consciente de que esa indirecta era para él.
—También podría añadirse otra dama —⁠dijo Katherine y cogió a su tía
del brazo⁠—. Elizabeth jugará.
—No, Katherine. —Trató de liberarse de su agarre⁠—. No sé cómo se
juega y solo os estropearía la diversión.
—Es muy sencillo —dijo William acudiendo en su ayuda⁠—. El juego
consiste en golpear la bola con el mazo. —⁠Le entregó el utensilio con una
sonrisa⁠—. Gana el que dé primero al tronco del árbol al que se le ha puesto la
banda azul.
Elizabeth miró a su alrededor tratando de ubicar el árbol mencionado y
William señaló un lugar a lo lejos.
—¿Hasta allí? —preguntó ella a lo que él asintió.
—El señor Bertram irá contigo y te instruirá —⁠dijo Katherine
satisfecha⁠—. ¿Verdad, William?
—Será un placer —dijo galante.
Lovelace aprovechó la coyuntura para sacar partido. Se acercó a
Katherine y le ofreció su mazo y su sonrisa más seductora.
—Como anfitrión tengo la potestad de elegirla a usted como mi
compañera de juego y voy a hacer uso de dicha prerrogativa.

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Katherine aceptó sin el entusiasmo esperado.
Charlie Higgs tomó la delantera a su rival y se emparejó con Celia Squill,
por lo que Matthew Bresling se apresuró a elegir a Caroline para no verse
obligado a quedarse con Emma.
—Parece que le ha tocado a usted guiarme, señorita Wharton —⁠dijo
Alexander cuando ella se colocó a su lado.
—Después de lo que le he visto hacer con el arco, no se me ocurre un
compañero mejor —⁠dijo sonriendo satisfecha⁠—. Usted dígame cómo debo
proceder y yo le haré caso en todo.
Alexander sonrió divertido.
—Que empiece el anfitrión —⁠dijo William y Lovelace saludó con una
escueta reverencia antes de golpear la bola con su mazo.
—¡Oh, no! —exclamó Lavinia Wainwright al ver que llegaban tarde.
Sin poder hablar a causa de las serias dificultades para respirar por la
carrera que ella y su amiga, la señorita Lucille Kohl, se habían dado, hizo un
gesto con la mano a los allí presentes para que detuvieran el juego.
—Han llegado tarde, me temo —⁠dijo Lovelace con una perversa
sonrisa⁠—. Somos diez, el grupo está completo. Y, además, he lanzado la
primera bola. Lo siento.
—Pero esto es injusto —se quejó la recién llegada⁠—. Hemos corrido
mucho y una señorita no debería tener que correr en ninguna circunstancia.
—Lo lamento, pero en esta ocasión han corrido para nada —⁠sentenció el
vizconde.
Lavinia Wainwright sintió aquellas palabras como un puñal clavado a
traición. ¿Es que acaso no era consciente de lo que sentía por él? ¿Por qué
solo tenía ojos para Katherine Wharton?
—Yo no… —Elizabeth trató de escabullirse, pero esta vez fue William el
que no se lo permitió.
—Pueden organizar un grupo para jugar cuando terminemos esta partida.
La tarde es larga.
Katherine trató de mostrarse impasible, aunque por dentro estaba dando
saltos y palmas por su intervención. Estaba claro que William tenía interés en
Elizabeth, su instinto había acertado. Las dos señoritas ajenas al juego se
apartaron un poco, pero no demasiado. Lavinia tenía intención de seguirlos
durante todo el recorrido. Si había algo serio entre el vizconde y esa
insoportable presuntuosa quería verlo con sus propios ojos.
Elinor y Harriet pasaron junto a ellas y siguieron su camino sin prestarles
demasiada atención.

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—¿Por qué no ha venido Colin? —⁠preguntó Harriet.
—Su hermano no podía dejar de trabajar y su madre no va a ningún sitio
si Henry no la acompaña.
—Pobre Colin.
—Sí, pobre Colin y pobre de mí que tengo que estar aquí perdiendo el
tiempo.
—¿Por qué eres tan gruñona, Elinor? —⁠se lamentó su hermana⁠—.
Siempre ves el lado malo de las cosas. ¿No sería todo mucho más agradable si
tratarás de ver lo bueno?
—Probablemente, pero esa es la felicidad de los tontos.
—¿Me estás llamando tonta? —⁠Harriet se paró y se puso las manos en la
cintura para mirarla con severidad⁠—. Soy mayor que tú.
—¿Y qué? No te he llamado tonta a ti. Tú no eres tonta, solo estás como
una cabra.
—¡Elinor!
—¿A qué ha venido lo del arco? ¿Para qué te va a servir eso? Aprende
algo útil.
—¿Cómo puedes decirme eso? Creí que tú, más que nadie, me apoyarías.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Te pasas la vida diciendo que las mujeres no podemos hacer esto, ni
aquello, ni lo de más allá y que es culpa de los hombres que lo quieren todo
para ellos. Y ahora ¿te pones de su parte? ¿Sabes lo que creo? Pues creo que
eres una bocazas, que no haces más que hablar y hablar, pero que a la hora de
la verdad nunca hará nada.
Elinor se había quedado pálida y miraba a su hermana como si no la
reconociese.
—Mira, ¿sabes qué te digo? Estoy harta de ti. Sé una amargada y una
quejica toda tu vida, pero a mí déjame en paz.
Elinor la vio marchar sin poder moverse. Por alguna razón aquellas
palabras de su hermana la sacudieron por dentro. ¡Tenía razón! En todo. Era
una amargada y una quejica que siempre le estaba diciendo a todo el mundo
sus defectos como si ella no los tuviera. Harriet se había atrevido a hacer algo
que pocas mujeres hacían y estaba segura de que no se iba a parar ahí. ¿Qué
hacía ella, en cambio? Aparte de hablar sin parar. ¡Nada! ¡Absolutamente
nada!
—Ya se han enfadado —musitó Emma. Dejó el mazo en el suelo
dispuesta a ir hasta Elinor, pero su hermana pequeña echó a correr hacia la
casa y la dejó ir.

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—¿Quién se ha enfadado? —preguntó Alexander.
—Elinor y Harriet. Son como el perro y el gato.
—A mis hermanas les vendría bien discutir un poco.
Emma buscó instintivamente a las gemelas con la mirada y al localizarlas
sonrió satisfecha.
—Pues me parece que Harriet ya ha encontrado a quién contarle sus
lunáticas historias. Esta mañana se quejaba de no tener amigas.
—A Marianne y a Enid les iría muy bien un contrapunto a su estrecha
relación. Mis hermanas están demasiado unidas, tanto que mi madre piensa
que deberá encontrarles un marido a las dos a la vez so pena de arruinar la
boda de la que se case primero.
—Ser gemelas debe ser complicado… ¿Ya nos toca? —⁠Lovelace le hizo
un gesto afirmativo y se alejó con su pareja de juego.
—¿Lo está pasando bien, señorita Katherine? Ya sabe que todo lo que
suceda aquí durante estos dos días depende, única y exclusivamente, de que a
usted le guste.
Se estremeció temerosa. No iría a pedírselo allí, en mitad del campo y
durante un estúpido juego…
—No debería halagarme tanto.
—Es mi mayor deseo —dijo él con voz profunda y aterciopelada⁠—. Me
encantaría poder satisfacer sus caprichos. Todos y cada uno de ellos.
Katherine lo miró con severidad.
—Es usted tan adulador como dicen. Me decepciona, señor.
—¿Cómo no deshacerse en elogios de algo tan hermoso y delicado?
—¿Algo? ¿Le parezco a usted una cosa?
El vizconde frunció el ceño desconcertado. Las cosas no estaban saliendo
como esperaba.
—Si no la conociera diría que está tratando de hacerme sentir incómodo.
¡Dios me libre! Nadie osaría hacer tal cosa.
—Ardo en deseos de que llegue el baile de despedida. —⁠Volvió al
ataque⁠—. ¿Sabe por qué?
¿Porque regresaremos a casa al día siguiente?
—¿Por la música?
—Señorita Katherine, es usted malvada, ¿lo sabía? Está tratando de
torturarme. —⁠Se acercó tanto que ella sintió su aliento chocando con su
nariz⁠—. Porque podré tenerla unos minutos entre mis brazos.
—¡Señor Lovelace! —Se apartó y lo miró perpleja⁠—. Es usted muy
atrevido.

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Él miró hacia atrás y comprobó, como se temía, que la voz de Katherine
era lo bastante potente como para que la escuchara la última pareja del juego,
que iba a golpear la bola en ese momento.
Elizabeth detuvo el mazo y fijó la vista en su sobrina tratando de
averiguar si debía correr hacia ella o no. Cuando Katherine siguió con su
paseo respiró aliviada. Por un momento se había temido que ese Lovelace
fuese tan mala elección como ella pensaba.
—Su sobrina debería mantenerse alejada del vizconde —⁠dijo William sin
pensar.
Elizabeth se sobresaltó al escucharlo, ¿acaso podía leerle el pensamiento?
Golpeó tan mal la bola que la lanzó hacia la izquierda en lugar de hacia
delante. Miró a su pareja consternada.
—Creo que va a usted a perder sin remisión, señor Bertram. No debería
haberme aceptado como compañera de juego, sin duda le habría ido mejor
con la señorita Wainwright.
—¿Tan mal me quiere? —negó con la cabeza⁠—. En realidad estos juegos
solo sirven para hacer un poco de ejercicio. Por lo tanto, cuanto más falle,
más efectivo será. Así que, si hay justicia, nos darán un premio por ser los
más eficientes en su desarrollo.
—Es usted muy considerado. —⁠Sonrió agradecida y con una chispa de
travesura⁠—. ¿Lo ha aprendido de su viaje a oriente? Porque no recuerdo que
antes fuese tan amable y paciente.
—Vaya, no se puede decir que no sea usted sincera.
—No olvido que una vez me llamó bruja estirada.
William abrió mucho los ojos y de repente se echó a reír a carcajadas.
—Pensé que no lo recordaría.
—Pues se equivoca, me acuerdo muy bien. —⁠Se rio también⁠—. No se
preocupe, no se lo tengo en cuenta.
—En mi defensa diré que daba un poco de miedo el modo en que protegía
a sus sobrinas.
—Es cierto. Me había otorgado a mí misma esa tarea y la ejercía con
mano férrea —⁠dijo mostrándole el puño amenazadoramente.
—Vuelve a dar miedo, señorita Elizabeth.
—Soy incapaz de matar una mosca, no tema.
—Ahora lo sé. Está claro que en realidad es un hada protectora.
La hermanastra del barón sintió una reconfortante sensación. Algo cálido
y dulce que crecía en su corazón y apartó la mirada sintiéndose vulnerable.
Por eso no vio la expresión que su gesto provocó en William ni cómo se

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arrugaba su frente por la preocupación. Llegaron hasta la bola y ahora fue él
quien la golpeó en dirección al resto del grupo, en un claro intento de reunirse
con los demás.
—Buen tiro —gritó Emma y dirigiéndose a Alexander bajó el tono con
expresión divertida⁠—. ¿No cree que deberíamos tener un poco de
consideración con él? No nos alcanzarán nunca si no los esperamos.
—Si William la oye se ofenderá —⁠respondió sonriendo⁠—, así que vamos
a esperarles y vuelva a decirlo en voz bien alta.
Emma negó con la cabeza, sin duda eran dos niños.
—William está acostumbrado a perder —⁠añadió él consciente de lo que
ella estaba pensando⁠—. Y le aseguro que resulta mucho más humillante si
quien te gana es ciego.
—No diga tonterías, está claro que el señor Bertram se dejaría cortar un
brazo por salvarlo de cualquier peligro.
—No diría tanto, quizá una uña… Es broma, William es un hermano para
mí. Tuve mucha suerte de tenerlo a él y a Edward a mi lado.
Un silencio tenso los envolvió.
—Ya veo que su hermana le ha hablado de Edward —⁠afirmó rotundo y no
necesitó respuesta para percibir su rechazo⁠—. No voy a excusarlo, porque no
puedo, pero si lo conociera vería que no…
—No necesito oír nada sobre ese caballero. Ofendió a mi hermana y en
general a todas las mujeres, pero no siento ninguna animadversión hacia él
—⁠mintió⁠—. Me es totalmente indiferente.
Alexander frunció el ceño. Emma Wharton no sabía mentir.
Katherine observaba a Emma y a Alexander y se preguntaba cómo era tan
fácil para su hermana relacionarse con él. Resultaba increíble verlo lanzar la
bola con tanta naturalidad tras sus indicaciones. Siempre creyó que harían
buena pareja. Una punzada en el costado hizo que se llevara la mano hacia ese
lugar con expresión contraída.
—¿Le ocurre algo? —preguntó Lovelace solícito⁠—. Si quiere que lo
dejemos, el juego acaba ahora mismo.
—No, no me ocurre nada —dijo un poco molesta⁠—. Me ha dado un
pinchazo, pero ya está. Nos toca.
Cogió el mazo de las manos de su acompañante y golpeó la bola con muy
pocas ganas, lo que provocó que apenas avanzase. El vizconde trató de no
demostrar lo mucho que su actitud lo contrariaba.
—Es usted demasiado delicada con la bola, señorita Katherine. No tema
golpearla con mayor energía, no resultará menos encantadora por ello.

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¿Por qué tenía que estar hablando todo el rato de su aspecto? ¿Es que no
había nada más en ella que fuese destacable para él? Volvió a mirar hacia
Emma que se reía con alguna ocurrencia de Alexander. Él siempre tenía algo
interesante que decir.
Cuando llegó el turno de su tía vio que William tomaba el mazo y
golpeaba con fuerza haciendo que la bola llegase hasta donde estaban Emma
y Alexander y sintió celos. Estar a solas con Joseph Lovelace estaba siendo
bastante aburrido e incómodo. La señorita Squill y el señor Higgs se les
habían unido hacía unos minutos, pero el vizconde encontró el modo de
librarse de ellos desviando la bola hacia la derecha con una estratagema de lo
más evidente.
—Hablemos de algo —dijo de pronto⁠—. ¿Le gusta viajar, señor
Lovelace?
—No mucho. Como en Londres no se está en ninguna parte.
—¿Y qué opina de lo sucedido entre Cochrane y Gambier? ¿Quién cree
que tiene razón?
El vizconde la miró muy serio.
—La guerra con Napoleón no es un tema para una señorita como usted.
No debería conocer esos nombres siquiera, a no ser que sea admiración
femenina hacia dos grandes hombres de nuestra armada.
—¿Y de qué temas cree que debería hablar? —⁠preguntó verdaderamente
molesta.
—Pues de aquellos que afectan a una joven hermosa y delicada como
usted. El clima, el arte, los cotilleos…
—Sepa, vizconde, que detesto los cotilleos —⁠dijo golpeando de nuevo
con escaso ímpetu por lo que la bola apenas se alejó unos pocos centímetros
de sus pies.
Lovelace observó que miraba insistentemente hacia donde estaban su
hermana y su tía y entendió al fin lo que pretendía. La situación se le estaba
escapando de las manos y si seguía insistiendo acabaría por fracasar. Era
mejor claudicar ahora para vencer llegado el momento. Cuando le llegó el
turno dejó que los demás se acercaran lo bastante como para continuar juntos
hasta la meta.
—Parece que no se te da tan mal, Elizabeth —⁠dijo Katherine sin disimular
su alegría por verlas.
—El señor Bertram ha tenido mucha paciencia conmigo —⁠dijo su tía un
poco acalorada por el esfuerzo.
—Seguro que a él no le ha importado en absoluto, ¿verdad?

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—Por supuesto que no.
—Elizabeth es una persona muy divertida —⁠siguió Katherine⁠—. En casa
todas nos peleamos por estar con ella.
Emma miraba a su hermana con atención.
—Todas las jovencitas deberían tener una tía soltera que cuidase de ellas
—⁠dijo Lovelace⁠—. Así cuando se casen y tengan hijos podrán ayudarlas con
la crianza. Mi tía me cuidaba cuando era niño. Soy lo más parecido a un hijo
que nunca tendrá.
Katherine le lanzó una mirada asesina.
—Elizabeth no será siempre soltera. —⁠Miró ahora a William con una
sonrisa⁠—. Seguro que hay muchos caballeros que caerían rendidos a sus pies.
¿Qué opina usted, señor Bertram?
Elizabeth miró a su sobrina anonadada y Emma con severidad, pero
Katherine estaba tan ofuscada con el vizconde que no vio o no quiso ver sus
expresiones.
—Pobrecita, ¿verdad Lucille? —⁠Se oyó la voz de Lavinia a corta
distancia⁠—. Hay personas que una no sabe si son ingenuas o tontas. Eso pasa
por estar en un lugar que no te corresponde.
—He visto que has dado un par de buenos golpes, Alexander —⁠dijo
William tratando de desviar la atención⁠—. Está claro que la señorita Wharton
es una buena compañera de juego.
—Sus indicaciones son de una precisión asombrosa —⁠corroboró
Alexander consciente de la tensión⁠—. Más teniendo en cuenta que la
estridente y desagradable voz de «esa» señorita que todos conocemos no me
dejaba oír el sonido del viento.
Desde ese momento la satisfacción de Elizabeth fue despareciendo a
marchas forzadas según se acercaban al árbol que marcaba el final del juego.
William se distanció sutilmente de ella y su charla, aunque cortés, dejó de ser
tan cercana como había sido hasta entonces. Al tener una imagen clara de lo
que había sucedido su rostro perdió por completo el color y su ánimo decayó.
No se había dado cuenta de que eran las artimañas de Katherine las que
habían propiciado que ella se imaginase cosas que no existían. Pero lo que no
podía entender ni perdonar era que la hubiese humillado poniéndola en
evidencia delante de todos y provocando que él huyese despavorido. Qué
estúpida y ridícula se sentía. Miró a Emma y se preguntó si ella había tenido
algo que ver, pero al ver su cara de disgusto compendió que estaba tan
desolada como ella. Sabía que a Katherine la movía la compasión y eso en
lugar de aliviarla le provocó aún más daño. Que sus sobrinas la

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compadeciesen era lo último que necesitaba porque entonces solo le quedaba
aceptar una realidad que llevaba años tratando de ignorar. Era la hermanastra
ilegítima de Frederick Wharton. Despreciada por su propio padre que no
había querido verla siquiera antes de morir. ¿Qué hombre decente iba a poner
sus ojos en ella?
—No me siento bien —musitó al borde del desmayo.
—¡Elizabeth! —Emma la cogió de la cintura rápidamente y consiguió
sostenerla.
—¿Qué le ocurre? —Alexander se acercó preocupado.
—El sol… Necesito entrar en la casa…
—No se preocupen, yo la acompaño —⁠dijo Emma iniciando el regreso⁠—.
Terminen la partida, por favor.
—Yo también voy —dijo Katherine y la cogió desde el otro lado.
Lovelace masculló algo entre dientes que nadie entendió y dejó caer el
mazo al suelo.
—Se acabó el juego, señores. —⁠Se alejó del grupo con evidente
malhumor.
—Nosotros podemos seguir, si a usted le apetece —⁠le dijo Higgs a Celia
Squill a lo que ella asintió.
—¿Te apetece una copa? —preguntó William a su amigo.
Los dos soltaron los mazos en el suelo y se alejaron sin despedirse.

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Capítulo 11

Emma y Elizabeth pidieron cenar en su habitación y cuando los demás se


marcharon la mayor de las Wharton encaró a su tía con determinación.
—¿Qué ha pasado?
—Ya os lo he dicho, ha sido el calor.
—Elizabeth… —Se sentó junto a ella en el sofá. Seguía pálida⁠—. Nunca
nos hemos mentido.
Su tía apartó la mirada. No quería llorar, eso solo haría que se sintiese más
estúpida.
—¿El señor Bertram ha dicho algo que…?
—¡No! —La interrumpió—. Él ha sido encantador conmigo en todo
momento.
—¿Entonces?
—Seguro que te has dado cuenta de lo que pretendía Katherine. Todos se
han dado cuenta.
—¿Te refieres a sus intentos por acercaros?
—¿Acercarnos? Solo le ha faltado empujarlo contra mí.
—No tenía mala intención.
—Ya lo sé, pero eso no hace que sea menos humillante. Cuando él se ha
dado cuenta ha interpuesto al conde entre nosotros como una barrera. Qué
vergüenza, Dios mío. —⁠Las lágrimas vencieron su resistencia al fin.
Emma la cogió de las manos y le dejó unos segundos para recuperarse.
—Y ¿sabes qué es lo peor? Que me he ilusionado como una tonta
—⁠confesó Elizabeth⁠—. Nunca me había sentido así antes. Es tan amable y

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caballeroso. Y tan divertido…
—¡Oh, Elizabeth!
—Sí, compadécete de mí, me lo merezco. No debería haber venido. —⁠Se
limpió las lágrimas y luego la nariz⁠—. Sabía que no debía exponerme, aunque
ni se me pasó por la cabeza que algo así pudiese ocurrirme. Me tenía por una
persona razonable y mínimamente inteligente.
—Deja de maltratarte —pidió Emma⁠—. No puedes vivir encerrada, esa
no es la solución.
—Sí puedo y es lo que voy a hacer a partir de ahora. No dejaré que
volváis a convencerme. Tu madre tendrá que entenderlo.
—A mí tampoco me gusta exponerme, pero solo era un juego.
—¡William Bertram, Emma! No estamos hablando de un mozo de
cuadras. ¿Cómo he podido siquiera soñar que alguien como él pudiese…?
—No hables así.
—¿Así cómo?
—Como si tuvieses algo malo.
Su tía la miró como si no la conociera.
—¿Lo dices en serio? ¿Crees que alguien en vuestro mundo puede ignorar
de dónde provengo? ¿Qué olvidarán que mi madre se entregó al barón de
Harmouth sin estar casada? ¿Qué dio a luz una hija a la que su padre jamás
reconoció?
—Esa mancha no es tuya —dijo Emma enfadada⁠—. Son ellos los que
deberían pagar, no tú. ¡Es tan injusto!
—Es injusto, sí, pero no podemos hacer nada para cambiarlo. Soy una
bastarda.
—¡Elizabeth!
—¡Lo soy! —gritó con rabia—. Déjame decirlo una vez en la vida, al
menos. Deja que demuestre mi desesperación. Solo hoy, después no volveré a
incomodarte demostrando que tengo sentimientos.
—¿Cómo puedes decirme esto? Sabes lo mucho que te quiero. Me
importa todo lo que te pase y tus sentimientos no me incomodan.
Emma tenía los ojos llenos de lágrimas y Elizabeth se conmovió
consciente de que Emma no lloraba nunca.
La abrazó con fuerza sin poder contener sus propias lágrimas. Emma era
la única que la entendía de verdad. Apoyo la cabeza en su hombro y permitió
que las palabras salieran, consciente de que nunca volvería a darse tamaña
libertad.

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—Mi madre cometió un pecado imperdonable, lo sé, y tengo asumido mi
papel en esta vida. También sé que Frederick fue muy compasivo al darme la
posibilidad de tener una familia. Os quiero con toda mi alma y estoy muy
agradecida por todo, de verdad, pero hay veces que desearía ser una mujer
humilde, la esposa de un panadero, de un simple obrero… Veo cómo me
tratan esas señoritas con las que estoy obligada a relacionarme y me duele el
alma no poder decirles lo injustas que son conmigo. También me doy cuenta
de que algunos caballeros me miran con lascivia y malos pensamientos. Soy
consciente de lo que ven en mí y me repugna.
—¿William te ha mirado así? —⁠preguntó Emma con la voz rota.
—No —musitó Elizabeth con una triste sonrisa⁠—. Él me ha mirado con
ternura y franqueza. Me miraba a los ojos sin que hubiese en ellos
subterfugios o engaños y por eso me ha desarmado. Me ha enseñado lo que
nunca tendré.
—Lo que nunca tendremos —susurró Emma.
—Tú no tienes que rendirte, Emma.
—Y tú tampoco.
—En el fondo me alegro de no tener que casarme.
Elizabeth la miró interrogadora.
—Piénsalo. Si tuviese un marido, ¿crees que me dejaría escribir? ¡No!
—⁠Se puso de pie y comenzó a deambular por la estancia⁠—. Y tendría que
obedecerle.
—Probablemente tengas razón.
—El matrimonio es un yugo, Elizabeth, uno muy bonito y con piedras
preciosas, pero un yugo. —⁠Negó con firmeza⁠—. ¿Sabes lo que te digo? Que
esto. —⁠Señaló su hombro⁠—. Esto es una bendición. Sí, ahora lo veo claro.
Me permitirá hacer lo que quiera con mi vida sin que ningún hombre pueda
interferir en mis deseos. Soy la hija mayor y algún día seré yo la que tome mis
propias decisiones. ¿Quién sabe a dónde nos llevará la vida?
Volvió a sentarse llena de entusiasmo y vitalidad.
—Y yo estaré a tu lado —afirmó Elizabeth que ya se había limpiado las
lágrimas y la miraba con el mismo entusiasmo.
—Por supuesto. Y viajaremos y haremos lo que queramos. —⁠Rio a
carcajadas⁠—. Somos muy afortunadas, ¿no crees?
Elizabeth asintió repetidamente. Y fue sincera.

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—Ya me explicaréis lo que ha pasado esta tarde —⁠dijo la baronesa sin mirar a
ninguna de sus hijas y manteniendo la sonrisa en los labios.
Caroline miró a Katherine que no dijo nada.
—Tengo hambre —se quejó Elinor—. ¿Por qué no vamos al comedor ya?
—No seas maleducada —la regañó su madre⁠—. No está todo el mundo.
—Los maleducados son ellos por llegar tarde. Si lo sé me quedo con
Elizabeth y Emma, ellas ya deben estar disfrutando de la cena. He visto como
subían sus bandejas.
—Baronesa… —Lady Lovelace se detuvo frente a ella⁠—. ¿Me
acompaña? Quiero presentarle a una amiga. La señora Sparton, que ha llegado
hoy.
Caroline vio alejarse a su madre y pensó en lo hermosa que era. Resultaba
increíble que hubiese tenido cinco hijas.
—Ahí está Edwina —indicó Elinor⁠—. Ve y dile que es de mala educación
llegar tarde, a ver si la próxima vez podemos cenar a la hora convenida.
Dos minutos después Katherine se había quedado sola. Harriet y Elinor se
marcharon con las gemelas Greenwood en cuanto entraron al salón.
—¿Cómo está la señorita Elizabeth? —⁠preguntó Alexander a su espalda.
Su corazón subió de pulsaciones inexplicablemente. Relajó la espalda
antes de girarse a mirarlo.
—Mucho mejor, gracias. Emma y ella cenarán en la habitación.
—Me alegra oírlo. Lo de que está mejor, lo otro me decepciona
enormemente, tenía la esperanza de poder charlar con Emma sobre algunos
temas que hemos dejado a medias esta tarde. ¿Saben ya lo que ha provocado
ese malestar en su tía?
—Creemos que ha sido el calor.
—Vaya —dijo muy serio—. Habría jurado que la temperatura de esta
tarde era magnífica.
Katherine percibía cierta tensión en él.
—¿El señor Bertram no lo acompaña?
—Sí, está hablando con el señor Squill. Vendrá cuando haya que entrar al
comedor. Espero.
Ella lo buscó inconscientemente y lo vio al otro lado del salón.
—Me quedaré con usted hasta ese momento —⁠se ofreció.
—Es usted muy amable.
Durante unos segundos permanecieron en un silencio incómodo, hasta que
Katherine se decidió a intentarlo de nuevo.
—Ha sido un juego divertido el de esta tarde.

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—¿Usted cree?
—Pensaba que se estaba divirtiendo con mi hermana —⁠dijo
sorprendida⁠—. Los he visto reírse a menudo y charlar de… lo que sea que
hayan charlado.
—Es cierto que esa parte ha sido altamente satisfactoria, pero el final lo
ha estropeado todo.
—¿Lo dice por la indisposición de mi tía?
—Evidentemente.
—Percibo cierto reproche en su voz, milord.
—¿Reproche? ¿Qué habría de reprocharle? No lo dirá por el hecho
evidente de que ha colocado a la señorita Elizabeth en una posición de lo más
incómoda ante personas exentas de compasión.
Katherine empalideció.
—¿Eso he hecho?
—Me alivia un poco ver que no ha sido a conciencia, ya que tiene que
preguntarlo.
—¿Tan mala opinión tiene de mí?
—No es una cuestión de opinión, señorita Katherine. Estaba allí, aunque
no puedo añadir que lo he visto con mis propios ojos —⁠dijo con cinismo.
—Tan solo pretendía que… —Se detuvo a tiempo⁠—. No tengo por qué
darle explicaciones.
—Desde luego que no. A quién debería dárselas es a su tía. Aunque estoy
seguro de que no las espera.
—¿Cómo se atreve? —murmuró entre dientes sintiendo que se le encogía
el estómago.
—Su actitud ha sido pública y notoria, así que hablo de algo que han
presenciado los allí presentes. Su tía se ha visto expuesta por alguien en quien
confía y a quien aprecia profundamente: usted. Debería reflexionar sobre ello
en lugar de enfadarse conmigo por afearle el gesto. Quizá le iría bien
apartarse de personas que con sus constantes halagos y alabanzas no hacen
más que deteriorar su buen carácter. Y me refiero a Joseph Lovelace, por si
necesita mayor detalle.
—¿Qué derecho tiene a…?
—Ninguno —la cortó—. Tan solo pretendo darle un consejo de amigo.
—Nadie se lo ha pedido.
—Cierto.
—Señorita Katherine —la voz del vizconde hizo que Alexander se
tensara⁠—. No debería limitarse a atender al conde, hay muchos invitados

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deseosos de contar con su atención. No se moleste, milord.
—La señorita Katherine es libre de ir donde le plazca —⁠dijo arisco.
—Gracias por aclararlo, señor Greenwood —⁠respondió ella con ironía.
—¿Necesita algo, Alexander? Puedo avisar a un criado para que sustituya
a la señorita Katherine. No será tan agradable a la vista, pero eso a usted no le
importará, ¿no es cierto? —⁠rio con afectación.
—No será necesario, ya he estado varias veces en este salón y puedo
orientarme perfectamente.
—Insisto…
—Y yo insisto en que no.
—No me malinterprete, señor conde. Es mi deber preocuparme por todos
mis invitados, no solo por usted. Podría tropezar con alguno de ellos y
provocar una situación incómoda.
—¡Señor Lovelace! —exclamó Katherine avergonzada.
—Hagamos un trato —dijo Alexander con una sonrisa maliciosa⁠—. Si es
usted capaz de tocar una sola vez el nudo de mi pañuelo, acataré sus deseos.
Pero si por el contrario, soy yo el que consigue impedírselo, no volverá a
dirigirme la palabra durante el tiempo que permanezca aquí.
Katherine abrió la boca sorprendida y Joseph Lovelace lo miró con tal
odio que la asustó. Sin decir una palabra Lovelace hizo intención de tocarlo y
Alexander lo apartó de un manotazo.
—Debería aceptar el trato primero, vizconde —⁠dijo con una sonrisa
burlona.
—Acepto —masculló sonriendo con inquina.
—Adelante, entonces.
Lovelace volvió a intentarlo y recibió un nuevo manotazo.
—No hemos puesto normas —dijo—. ¿Solo con una mano o puedo
utilizar las dos?
Varios invitados se habían acercado y formaron un círculo alrededor de
ellos.
—Puede usar las dos manos —⁠dijo y al tiempo evitó un nuevo intento.
El vizconde miró a sus invitados queriendo excusarse.
—No querría ser demasiado expeditivo y que luego me acusen de…
—Puede ser todo lo expeditivo que quiera, le aseguro que yo no voy a
tener contemplaciones con usted.
Katherine miró a Alexander asombrada por la dureza que empleaba con el
que era su anfitrión. Lovelace se sintió humillado delante de ella. Apretó la
mandíbula y se concentró en sus movimientos. No iba a dejar que aquel

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estúpido engreído lo dejase en ridículo delante de sus invitados. Él se lo había
buscado.
Lovelace se empeñó a fondo. Una y otra vez trató de conseguir la hazaña
y cada una de esas veces Alexander Greenwood se libraba de su contacto.
Según pasaban los segundos el vizconde se iba poniendo más tenso mientras
que el conde no parecía inmutarse y seguía con el rostro sereno y
concentrado.
—¿Quiere que cambiemos, vizconde? —⁠preguntó con el rostro sereno
mientras que su contrincante estaba rojo y sudoroso⁠—. Ahora seré yo quien
deba tocar el nudo de su pañuelo y usted deberá impedírmelo.
Alexander hizo lo que decía y se escuchó la sorpresa de los espectadores.
—Me ha cogido desprevenido —⁠dijo Lovelace forzando una sonrisa.
—¿Ya está prevenido? —El conde volvió a tocarlo.
Joseph perdió la compostura y comenzó a dar manotazos erráticos que no
hicieron más que dejarlo en evidencia frente a todos los presentes, mientras
Alexander tocaba el nudo una y otra vez sin que pareciera costarle el más
mínimo esfuerzo.
—Hemos olvidado poner un límite de tiempo —⁠dijo Alexander⁠—.
Podemos dar el juego por terminado, ¿no le parece? Acabo de escuchar a su
madre avisar de que pasemos al comedor.
Katherine se agarró de su brazo para acompañarlo y Lovelace observó sus
espaldas con los puños apretados, mientras el odio corría por sus venas como
un veneno.

Sentada en la mesa junto a Lovelace, Katherine percibía la tensión que


desprendía en cada uno de sus movimientos. Desde que había comenzado la
cena se limitaba a responder con monosílabos a todo aquel que se dirigía a él.
En cambio Alexander parecía relajado y charlaba alegremente con sus
compañeros de mesa. El conde parecía muy satisfecho con lo ocurrido, pero
no había estado bien. Había humillado a su anfitrión delante de sus invitados.
¿Por qué se comportaba así?
—¿De verdad «ve» a las personas? ¿Cómo es eso posible? —⁠peguntó lady
Wharton interesada.
—Utilizando las manos —respondió él⁠—. Debo tocar el rostro con las
yemas de mis dedos para que mi cerebro dibuje las facciones y pueda darme
una imagen que recordar.
—Qué interesante —comentó lord Squill.

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—Es sorprendente ver lo bien que se maneja en la mesa —⁠comentó
Lavinia Wainwright⁠—. Desde que hemos empezado me he estado fijando en
usted y no se ha equivocado ni una sola vez de cubierto.
A los labios de Alexander emergió una sonrisa que Katherine conocía ya
bien. Estaba cargada de ironía y si Lavinia no tenía cuidado acabaría
dejándola en evidencia.
—Qué honor ser sometido a su meticuloso examen, señorita Wainwright,
espero no haberla aburrido con mi insulsa actitud. Procuraré equivocarme de
vez en cuando para entretenerla.
—Qué gracioso es usted, señor conde. —⁠Lavinia se rio a carcajadas
creyendo que era una broma.
—¿Le molesta que se hable de su ceguera, milord? —⁠preguntó Joseph
Lovelace provocando un respingo en la espalda de Katherine.
—Me molesta sufrirla —respondió con la misma sonrisa irónica que le
había dedicado a Lavinia⁠—. Pueden preguntar todo lo que gusten, entiendo
que soy el único en esta mesa con una característica tan peculiar.
—Lo cierto es que yo también he observado lo bien que se maneja,
incluso me ha dejado en ridículo hace un momento, cosa que no puedo
agradecerle. —⁠Una mueca que pretendía ser una sonrisa puso en evidencia lo
mucho que le molestaba ese hecho⁠—. Tengo entendido que aprendió esos
trucos viviendo en un monasterio. ¿Es así?
—Yo no lo llamaría «truco», desde luego. Si el maestro que me enseñó le
oyera llamarlo así querría demostrarle lo equivocado que está de una manera
muy dolorosa.
—¿Y cómo llamaría usted?
—Lo que he hecho en el salón es una técnica de defensa. Yo la he
empleado en un juego sin mayor trascendencia evitando que usted tocara el
pañuelo que llevo en el cuello, pero serviría igual si usted quisiera cortarme
esa parte de mi anatomía con un cuchillo.
—¡Dios Santo! —exclamó lady Squill horrorizada ante semejante idea.
—Discúlpenme las señoras por traer una imagen tan desagradable a la
cena —⁠pidió Alexander con una inclinación de cabeza.
—¿Lo ha hecho? —intervino Harriet contraviniendo todas las normas del
protocolo⁠—. ¿Ha luchado contra alguien que llevara un cuchillo?
—Así es —afirmó Alexander—. Y con objetos más grandes como una
espada, un sable o un hacha.
—¿Y usted? —siguió Harriet ignorando los gestos de su madre para que
se callara⁠—. ¿Qué llevaba usted?

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—Un jō.
—Es un bastón —respondió su hermana Enid⁠—. Lo hemos visto
utilizarlo. Es como una danza. Hace movimientos lentos y de repente ¡zas!,
golpea. Es muy impresionante.
—Ha prometido enseñarnos —añadió Marianne.
—¿Yo también podría aprender? —⁠pidió Harriet.
Alexander sonrió divertido.
—Por supuesto, me encantará tener tan entusiastas alumnas, pero debo
advertir que cuando se aprende a usar el jō es imposible evitar algún que otro
bastonazo.
—No me importa. —Harriet sonreía emocionada⁠—. No me importa en
absoluto.
—Tendrá que dejarme uno de esos bastones —⁠dijo la baronesa mirando a
su hija con severidad⁠—, creo que le podré dar una utilidad más doméstica.
—Estas niñas son de lo que no hay —⁠rio la duquesa mirando a sus hijas y
a Harriet.
—Los juegos son para los niños —⁠dijo Lovelace con la misma expresión
contenida⁠—. No creo que nadie con un bastón, por muy entrenado que esté,
pueda vencer a un soldado con su espada. Eso no son más que actuaciones de
feria. De ser eso cierto los escoceses nos habrían ganado con sus palos y
rastrillos en 1746.
La baronesa lo miró ofendida.
—No creo que ese sea un tema para sacar en una cena —⁠intervino el
conde Lovelace rápidamente al ver las caras de algunos de sus invitados de
origen escocés⁠—. Si tenemos que despellejar a alguien que sea a Napoleón,
por favor.
—Desde luego —afirmó lord Waterman⁠—. ¿Creen que podrían acusar a
Gambier de traición?
—Los franceses escaparon gracias a él —⁠dijo Frederick⁠—. No quiso
apoyar a Cochrane a pesar de que tenía a la flota francesa a su merced. Eso
debería tener consecuencias.
—Gambier ha pedido un consejo de guerra —⁠dijo el conde Lovelace⁠—.
Quiere un examen público, así que debe estar muy seguro de lo que hizo.
—Cochrane es un bocazas —dijo Joseph Lovelace.
—No consiento que se hable así de un capitán de la armada, señor —⁠dijo
lord Squill, cuyo padre había sido almirante.
—Disculpe a mi hijo…

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—¿Has visto la cara de Lovelace? —⁠Caroline susurraba hacia el hombro
de Edwina, que estaba sentada a su lado.
—Odia al conde, está claro. Lo ha dejado en ridículo delante de
Katherine.
Caroline se aseguró de que nadie las observaba.
—¿Crees que mi hermana tiene algo que ver en todo eso?
—¿Has visto cómo lo mira?
—¿A quién?
—A Greenwood.
Caroline entornó los ojos para estudiar a su hermana con atención.
Después de unos segundos mirando al plato levantó la vista y la posó sobre
Alexander. Caroline aspiró aire demasiado fuerte y emitió un sonido muy
gracioso que provocó que Lavinia Wainwright le prestara una atención no
deseada.
—¿Qué significa eso? —musitó en tono tan bajo que Edwina tuvo que
adivinar lo que decía.
—Está bastante claro.
—¿El qué? ¡No! Katherine jamás… Tú no conoces a mi hermana, eso es
imposible.
—Pues estoy segura de que el vizconde piensa lo mismo que yo.
—Estás loca.
—Lo has visto con tus propios ojos.
Observó a Alexander. Era realmente guapo, tenía una fuerte mandíbula
que daba a su rostro una evidente masculinidad, por no hablar de que sus
facciones eran casi tan perfectas como las de su propia hermana. Pero el
antifaz negro ocultaba unos ojos sin vida. Volvió a mirar a Katherine y
frunció el ceño pensativa.
—No puede ser… —musitó para sí.
—Veo que su hermana y su tía no han bajado a cenar —⁠dijo Lavinia
Wainwright dirigiéndose a Katherine. El tema de la guerra la aburría
enormemente.
—Emma tenía un fuerte dolor de cabeza y Elizabeth no ha querido dejarla
sola —⁠mintió.
—¡Oh! Qué mujer tan considerada, ¿verdad, señor Bertram?
William desvió la mirada lo justo para dedicarle una sonrisa
condescendiente y después continuó comiendo.
—Yo creo que el juego las ha debido dejar exhaustas a las dos, no creo
que ninguna estuviese acostumbrada a tanta atención masculina, ¿verdad?

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—⁠Se rio a carcajadas.
—Señorita Wainwright. —Alexander dejó el cubierto con cuidado sobre
el plato y se quitó la servilleta del regazo para colocarla sobre el mantel⁠—. La
insto a demostrarnos a todos que es capaz de encontrar un tema de
conversación que no tenga relación con las señoritas Wharton.
Lavinia se puso roja y sus manos se crisparon sobre el mantel. Otra vez
ese desgraciado.
—Tómelo como un ejercicio de superación —⁠siguió Alexander⁠—. Estoy
seguro de que con gran esfuerzo y mayor voluntad por su parte podrá pasar al
menos el tiempo que dura esta cena sin mencionar a esa familia ni a ninguno
de sus miembros. ¿Acepta el reto? Estoy dispuesto a darle conversación si
necesita ayuda.
—No sabía que me prestase usted tanta atención —⁠dijo agachando la
cabeza humillada.
—¿Preparados para degustar un magnífico postre? —⁠Lady Lovelace salió
en su ayuda disipando la tensión del momento.

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Capítulo 12

Después de la cena los invitados de más edad optaron por jugar a las cartas
formando grupos de cuatro. Otros propusieron la idea de escenificar el
fragmento de una obra antes de la cena del día siguiente y los que se
apuntaron eligieron por votación mayoritaria Romeo y Julieta, de William
Shakespeare. Tras mucho insistirle a Katherine para que fuese Julieta, sin el
menor éxito, se eligió a la señorita Squill para el papel protagonista femenino
y a Matthew Bresling para representar a Romeo, algo que a Alexander y a
William les pareció una declaración de intenciones demasiado evidente.
—¿De verdad se creen que nadie los ve? —⁠murmuró el conde sosteniendo
su copa en la mano.
—Está claro que están enamorados. Y ya sabes que el amor es ciego.
—Voy a tomar el aire —dijo Alexander con expresión meditativa.
—Te acompaño.
—No hace falta.
William sabía cuándo un «no hace falta» era en realidad un «ni se te
ocurra, quiero estar solo». Así que se quedó donde estaba observándolo hasta
que llegó a su destino sin contratiempos.
Alexander respiró aliviado el aire fresco de la noche, el salón de los
Lovelace estaba demasiado cargado y su ánimo hacía aguas por todas partes.
Echaba de menos la soledad del monasterio. Sonrió al pensar en lo que diría
Bayan si supiese cómo era su vida después de haber recuperado la visión.
¡Cuánta razón tenía!

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—No cambiará nada. —El maestro estaba sentado en el suelo, con las
piernas dobladas y sujetando el jō que se apoyaba sobre las rodillas⁠—. Crees
que todo será distinto cuando se despeje la niebla, pero en realidad lo que
hay al otro lado ya estaba allí, aunque tú no pudieses verlo.
—Podré verla y para ella seré distinto.
—¿Distinto en qué? ¿Será distinto tu corazón? ¿Cambiarán tus
pensamientos? Te equivocas, no eres tú el que ha de cambiar sino ella. Ella
también está ciega. Tu ceguera es física, no puedes ver el mundo que nos
rodea, pero tienes los ojos abiertos a la verdad y a todo aquello que importa.
Esa joven solo puede ver lo que le muestran sus ojos, pero está ciega para
aquello que solo puede percibir el alma. Si te presentas ante ella y te elige
porque ya no estás ciego le negarás la posibilidad de despertar de ese letargo
en el que vive. Seguirá siendo una bella flor esperando a marchitarse.
Incapaz de vivir en plenitud.
—¿Y cómo hago para que me vea de verdad? Le dije lo que sentía y me
rechazó.
—¿Y acaso es su dificultad lo que decide que luchemos una batalla? ¿No
es lo que podemos perder lo que nos obliga a empuñar la espada? Una vez
conocí a un soldado que no tenía piernas ni brazos y al que le habían
arrancado la lengua. Su esposa le construyó un artilugio de madera y lo
colocaba atado a él de manera que podía estar erguido y contemplar el
mundo que lo rodeaba. Lo sacaba a su pequeño jardín y se pasaba las horas
allí con él hablando por los dos. El hombre no parecía sufrir, incluso lo vi
reír muchas veces. Pasado un tiempo la mujer hizo que añadieran ruedas al
carrito y empezó a pasearlo por la aldea. A mí me pareció algo espantoso,
pero ella se veía alegre y feliz a pesar de la desgracia de su esposo. Yo solo
tenía veinte años y estaba lleno de vanidad y soberbia. Me imaginaba siendo
ese medio hombre y me horrorizaba. Un día ya no pude más y la hice
detenerse poniéndome ante ella. Le pregunté por qué era tan cruel con él, por
qué lo humillaba de ese modo exhibiéndolo para que todos viesen su
lamentable estado. Ella me sonrió y me preguntó: «¿Qué crees que debería
hacer con él? ¿Esconderlo en un agujero oscuro para que no moleste a tu
vista? Si tus ojos te ofenden es porque no están mirando donde deben. Mi
esposo sigue ahí dentro, aunque no pueda hablar, andar o tocarme con sus
manos. Es la misma persona, piensa igual y su corazón sigue sintiendo el
mismo amor que antes. ¿Sabes por qué lo sé? Porque yo sí puedo verlo. Si le
quitan sus manos, yo seré sus manos. Si le quitan sus piernas, yo seré sus
piernas. Y si le quitan la lengua, yo hablaré por él». Esa mujer me miró de un

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modo que me traspasó, sentí que metía la mano en mi pecho y me agarraba el
corazón con ella. Entonces me dijo que hay dos clases de ciegos los que no
ven porque no tienen ojos y los que sí los tienen. Yo era de los segundos,
estaba más ciego entonces que ahora. Esa es tu Katherine. Está ciega y no
hay cirujano capaz de operarla.
—¿No crees que deba intentarlo?
—No he dicho eso. —Había una sonrisa en su voz⁠—. Has hecho un largo
viaje para llegar hasta tu destino y ningún hombre puede huir de su destino
por más que se empeñe. Lo que sí puede hacer es desviarse un poco del
camino que le marcan.
—Ni siquiera sé si la operación funcionará.
—Si sabes quién eres, eso no tiene importancia.
—¿Me estás diciendo que si recupero la vista debo ocultárselo? ¿Es eso?
—Si quieres que te vea de verdad, sí. De lo contrario nunca lo sabrás.

Suspiró agotado y se llevó la mano a la cabeza tratando de calmar la


tensión. Tan solo quería un poco de paz y que su corazón dejase de doler.

Katherine lo observaba a través del ventanal abierto. No se decidía a salir,


aunque lo deseaba fervientemente. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué clase de
maldición la estaba poniendo en la tesitura de tener que resistirse a sus
impulsos y deseos? ¿Por qué sentía aquella desazón cuando estaba lejos y esa
ansia cuando lo tenía a su lado?
Giró la cabeza hacia la voz de Joseph Lovelace y lo observó también. Era
tan perfecto, sus ojos azules brillaban cual piedras preciosas. Era esbelto y
tenía el porte de un rey. Se sabía atractivo y deseado, no había más que mirar
a algunas de las jóvenes allí presentes, solo tenían ojos para él. ¿Por qué no se
le aceleraba el corazón cuando él se le acercaba? ¿Por qué le resultaba tan
desagradable pensar en que la tomara en sus brazos?
¡Alexander Greenwood está ciego! Gritó en su cabeza. ¡Ciego! Vive en
una completa oscuridad, sumido en su propia cárcel. No soy más que una voz
en sus oídos, no puede verme. ¡Qué logro para un pobre ciego poder
quedarse con la mujer más bella de Inglaterra! Se rio de sí misma y algunos
de los invitados la miraron desconcertados. Pero Katherine seguía en su
mente divagando y torturándose. ¿Por eso me eligió? ¿Para reírse en la cara
de todos aquellos que lo habían menospreciado? Él no me ama, sé que me
desprecia por ser superficial y vanidosa. Sin embargo, quiere tenerme como

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un trofeo, para reírse de los que son como Lovelace, perfectos y seguros de sí
mismos. De los que son como yo. Su orgullo herido es el que lo empuja hacia
mí. Le rompí el corazón y busca venganza. Quizá solo quiere que me ponga
en evidencia para poder rechazarme y devolverme así el daño que le hice. O,
peor aún, estaría dispuesto a llegar hasta el final con tal de tenerme bajo su
yugo y después… ¡No! ¡Él no es así! Es bueno y tiene un corazón puro. Ha
estado cinco años fuera, no sabes quién es ahora en realidad. No se parece
en nada al joven dulce y tímido que conociste. Aquel con el que te sentías
libre y segura. Al que rechazaste sin compasión…
Se apresuró a salir del salón y una vez lejos de las miradas curiosas echó a
correr escaleras arriba hasta su habitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma al verla entrar de aquel modo. Dejó el
libro abierto sobre el asiento y se puso de pie⁠—. ¿A qué vienen esas lágrimas?
—No quiero hablar —dijo Katherine esquivándola para ir directamente al
dormitorio.
Emma se volvió hacia Elizabeth con el ceño fruncido.
—Es mejor dejarla ahora —dijo su tía⁠—, está demasiado afectada para
hablar. Cuando se tranquilice averiguaremos qué ha pasado.
La mayor de las Wharton volvió a sentarse sin desfruncir el ceño. ¿Qué
malos espíritus hay en esta casa?, se preguntó a sí misma.

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Capítulo 13

Un gritito angustiado despertó a las hermanas Wharton que aún dormían.


—¿Qué pasa? —Elinor se tapó la cabeza con la almohada.
—Seguro que ha visto un bicho —⁠murmuró Caroline.
—Katherine, por favor —pidió Emma tratando de abrir los ojos.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Katherine se movía de un lado a otro desesperada.
—No puedo salir de aquí. Tendréis que inventaros algo. Debo hablar con
mamá, hay que volver a casa inmediatamente.
Elizabeth se levantó de la cama al fin y la miró con ojos empañados.
—¿Qué ocurre? —preguntó estirándose.
—Mira. —Katherine señalaba su frente con el dedo.
Elizabeth se acercó hasta ver el terrible hecho que había provocado el
cataclismo emocional en su sobrina.
—¿Un grano?
—¡Un grano! —gimió Katherine—. ¡Un horrible y asqueroso grano!
¿Qué voy a hacer? Tengo que salir de esta casa sin que nadie me vea.
Elizabeth cerró los ojos un momento y después se volvió a la cama.
—¿Qué haces? —La detuvo agarrándola por el brazo⁠—. ¿Es que no vas a
ayudarme a curarlo?
—Katherine es un grano, no una herida. Ya te lo taparemos.
—¡¿Cómo?! ¿Cómo vamos a taparlo? ¡Es enorme! ¡Y tiene esa puntita
blanca! ¡Oh, Dios mío! —⁠Sollozó.

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Emma se sentó en la cama y le lanzó una de sus miradas asesinas. Si había
algo que la mayor de las Wharton no soportaba era que la despertasen con
brusquedad. Su odio era palpable cuando eso ocurría.
—¿Dónde está ese regalo del diablo? —⁠masculló entre dientes⁠—. Ojalá lo
tengas en la nariz, así podré arrancártela y acabar con tu sufrimiento.
—¡Emma! —Siguió sollozando su hermana⁠—. No te burles, por favor.
¿Cómo voy a presentarme así ante el vizconde? Si me propone matrimonio
teniendo esto en la frente nunca se hablará de otra cosa.
Caroline se sentó en la cama de golpe.
—¿Hoy? ¿Te lo va a proponer hoy? —⁠Apartó las sábanas y corrió hasta
ella⁠—. ¿Cómo no me lo has contado? ¿Qué te dijo? ¿Te cogió de la mano?
¿Cuándo fue?
—No me ha dicho nada aún, pero lo va a hacer. Ha estado haciendo
insinuaciones todo el tiempo desde que llegamos.
Caroline se fijó en el grano y puso cara de asco.
—Tiene… eso ¡Aggg!
—¿Lo ves? —Se giró hacia Emma—. Es asqueroso.
—Es un grano, son asquerosos por definición. No te lo toques o lo
empeorarás.
—Quítamelo —ordenó Katherine acercándose a ella⁠—. Quítamelo ya.
—Eso no haría más que agravar el problema. Hay que cubrirlo.
Katherine corrió al espejo y trató de taparlo con el pelo.
—¿En serio? —Caroline soltó una carcajada al ver un rizo
estratégicamente colocado para ocultarlo. El problema es que tapaba también
el ojo.
—A todo el mundo le salen granos —⁠dijo Elizabeth.
—A todo el mundo menos a Katherine —⁠dijo Harriet que seguía en la
cama y se negaba a abrir los ojos.
Elinor se acercó a ver el trauma y sonrió perversa.
—Eso no hay manera de taparlo —⁠dijo malvada.
Su hermana la miró con ojos llorosos y la pequeña de las Wharton se
sintió como una lagartija.
—No seas tonta, no se nota apenas.
Katherine se fue hasta la cama y se tiró bocabajo escondiendo la cara.
—¿Qué voy a hacer? —Sollozó—. Todo el mundo va a verlo y…
—Todo el mundo no —dijo Elinor de nuevo con aquella expresión
maléfica⁠—. Para el conde serás tan hermosa como siempre.

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Los sollozos de Katherine se detuvieron y se levantó para ir tras su
hermana.
—Te voy a dejar calva —amenazó corriendo con las manos extendidas
hacia ella.
—Si te caes y te rompes los dientes, eso sí que no tendrá solución
—⁠gritaba Elinor corriendo alrededor del sofá.
—Basta las dos —ordenó Emma con voz autoritaria⁠—. Como no paréis
ahora mismo voy a buscar a mamá.
Katherine obedeció y se acercó a ella suplicante.
—Sí, ve y dile que tenemos que irnos.
—No vamos a marcharnos porque te haya salido un grano, Katherine, deja
de decir tonterías. Ojalá fuese tan fácil —⁠dijo esto último en tono muy bajo.
—Entonces diréis que estoy enferma. Tengo mucha fiebre.
—Lady Lovelace llamará al médico y se sabrá la verdad en cuanto te vea
—⁠dijo Caroline.
—¡Ayudadme! —exclamó enfadada—. Dejad de tomároslo a broma y
ayudadme a encontrar una solución.
Elizabeth se acercó a ella con una cajita de polvos.
—Lo cubriremos y apenas se notará.
—¿Esos polvos taparán el bultito?
—No, pero lo disimularán —insistió su tía⁠—. Todas hemos tenido
granitos alguna vez, Katherine, nadie se va a burlar de ti por ello.
—No es como si tuvieras que vivir con eso toda la vida. —⁠La avergonzó
Elinor⁠—. Robert Sanderson tiene la cara picada de viruela y a Margaret
Durrell le quedó una cicatriz en la barbilla de cuando se cayó y se golpeó con
una piedra. Hay cosas mucho peores que un granito, Katherine.
Elinor desvió la mirada hacia su hermana mayor. Emma aireaba la ropa de
cama sin percatarse de que la observaban y Katherine sintió una garra
estrujándole las tripas. Bajó la cabeza avergonzada y le hizo un gesto a su tía
para detenerla cuando se disponía a cubrirle el grano con los polvos.
—No me pondré nada —dijo—. Elinor tiene razón, soy estúpida.
—No eres estúpida —negó Elizabeth⁠—. Lo pincharemos, lo
desinfectaremos y cuando esté seco lo cubriremos, no por ti, por los demás.
No tenemos por qué obligarlos a verlo.

—¿A qué viene tanto alboroto?

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La baronesa salía de las habitaciones acompañada de Elizabeth y de sus
hijas. Los criados bajaban los equipajes de algunos invitados y la gente
cuchicheaba en diferentes corrillos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Caroline a Edwina cuando su amiga se
acercó⁠—. ¿Quién se va tan pronto?
—Los Bresling y los Squill. Al parecer los han pillado infraganti. A
Matthew y Celia. Juntos.
—¿Qué significa que los han pillado? —⁠preguntó Katherine.
—¡Oh! —exclamó Edwina con los ojos clavados en su frente.
Katherine apretó los labios, pero mantuvo la compostura.
—Pueees… dicen que un invitado los encontró de madrugada en uno de
los salones… ¿No deberías cubrirlo con polvos?
—Tiene que secarse antes —contestó malhumorada⁠—. ¿Tanto revuelo
porque no pudiesen dormir?
—Al parecer estaban sin… No llevaban… ropa.
La baronesa lanzó una exclamación bastante elocuente, Katherine se
ruborizó intensamente y las demás esperaron la continuación de la jugosa
historia.
—¿Y por qué estaban desnudos? —⁠preguntó Elinor visiblemente confusa.
—¡Niña! —exclamó su madre—. No preguntes cosas de las que no
quieres saber la respuesta.
—Pero sí quiero, mamá. ¿Para qué se desnudan dos personas adultas?
—Tendrían calor —dijo Harriet.
—Te aseguro que sí lo tendrían —⁠masculló su madre sin saber cómo
abordar una situación tan incómoda.
—¿Los condes los han echado o se van por decisión propia? —⁠preguntó
Emma.
—No lo sé. Mi madre dice que ella los echaría, aunque supongo que ellos
también querrían marcharse —⁠dijo Edwina⁠—. No se va a hablar de otra cosa
en mucho tiempo.
—Desde luego —musitó Caroline.
—Mira qué bien, Katherine, así no se hablará de tu grano —⁠dijo Elinor
conteniendo la risa.
Emma la miró con severidad y la pequeña le hizo un gesto de disculpa.
—¿Y qué pasará con Romeo y Julieta? —⁠preguntó Edwina.
Todos los ojos se posaron en Katherine.

Página 149
Lavinia Wainwright atravesó el salón de tarde de los Lovelace y salió a la
terraza para ver partir a los apestados. Su sonrisa de satisfacción era
demasiado evidente para mostrarse ante los demás invitados por lo que
prefirió buscar un lugar en el que pudiese disfrutar sin ser vista. Llevaba
apenas dos minutos allí cuando escuchó voces en el salón. Se acercó a uno de
los ventanales para averiguar de quién se trataba poniendo buen cuidado en
que no la vieran.
—¿Qué crees que hacían desnudos? —⁠preguntó Elinor⁠—. ¿Y por qué
dicen los criados que ella estaba inclinada sobre la mesa?
—No tengo ni idea —respondió Harriet⁠—. Yo creo que esos se lo estaban
inventando todo. Lo que decían no tenía ningún sentido.
—¿Y te has dado cuenta de lo injustos que han sido? —⁠Elinor parecía
muy enfadada.
—¿A qué te refieres?
—Se mostraban orgullosos cuando hablaban de él. Como si Bresling
hubiese logrado una hazaña, mientras que a ella la despreciaban y
vilipendiaban. ¿Qué diferencia hay entre que se desnude un hombre o lo haga
una mujer?
—Pues que ella es una mujer.
—¿Eso tiene algún sentido para ti?
Harriet se mordió el labio pensativa antes de responder.
—Imagino que cuando un hombre y una mujer están desnudos en la
misma habitación pasa algo indecente. No sé lo que es, pero imagino que se
parece a lo que hacen los animales. Hemos visto a perros hacerlo y eso
explicaría lo de que ella estuviese inclinada sobre una mesa.
Elinor abrió los ojos como platos y se tapó la boca para ahogar un grito
horrorizado.
—¿Crees que ellos…? ¡Oh, Dios mío! ¡Eso es horrible!
—Por eso es peor para ella. Podría quedarse embarazada. Es lo que le
pasa a la perra dos meses después de eso, que tiene cachorritos.
—Pero ¿tú cómo sabes…? —Elinor no daba crédito y miraba a su
hermana como si la viese por primera vez.
—Me fijo en todo lo que pasa a mi alrededor.
—¿Y te parece justo?
—Todo el mundo sabe que una mujer debe proteger «eso».
—¿Y qué es «eso»?
—Pues «eso». —Se encogió de hombros⁠—. Su honra.

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—¿Y no es el hombre quien se la quita? ¿No se debería culpar al causante
de que la pierda? Sea lo que sea…
—¿Tú qué crees que es? —preguntó Harriet pensativa⁠—. Tengo que
fijarme mejor. La próxima vez que vea a dos perros haciéndolo me acercaré a
mirar.
—Por si acaso no debemos estar nunca a solas con un caballero.
—Tú estás a solas muchas veces con Colin.
—Colin es Colin, él no cuenta.
Harriet la miró frunciendo el ceño interrogadora.
—Además, algún día me casaré con él —⁠aclaró Elinor.
—¿Y él lo sabe?
—No hemos hablado de ello, pero estará de acuerdo. Está claro que soy su
persona favorita en el mundo.
—¡Oh, Dios mío! ¡No me había dado cuenta! —⁠exclamó Harriet de
pronto⁠—. ¡La lista!
Elinor se mostró confusa durante un segundo, pero enseguida comprendió.
—¡Matthew Bresling estaba en la lista de Katherine!
—Y la escuché decirle a Emma que ya solo le quedaban tres candidatos.
—A ver —Elinor extendió la mano y separó los dedos para contar⁠—. El
primero era Joseph Lovelace.
—Que era el más guapo y el más rico, así que cumplía con todos los
requisitos. Sigue en su lugar.
—A continuación, Finley Knowing…
—Ese lo tachó después de la velada en casa de los duques. La de los
poemas —⁠aclaró Harriet.
—Vale, uno menos. El tercero era Bresling —⁠siguió Elinor⁠—, y está claro
que se acaba de caerse de la lista. Quedan cuatro.
—Luego estaba Lewis Hickton, que también lo tachó.
—¿A ese también? ¿Por qué? —⁠Elinor iba doblando los dedos de los que
ya no contaban.
—Dijo algo de Emma y Alexander que no le gustó a Katherine.
—Nuestra hermana no tiene muy claras sus prioridades. No debería haber
elegido teniendo en cuenta unas cualidades tan poco importantes.
—¿No te parece importante que tu marido tenga posición, dinero y
atractivo? —⁠Harriet sonrió⁠—. Colin tiene todo eso.
—Pero no es por eso por lo que me casaré con él. Valoro mucho más otras
cosas.

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—Que aguante tu malhumor, por ejemplo. Eso solo ya merecería que le
hiciesen un monumento.
—Muy graciosa. —Elinor le sacó la lengua y después volvió a poner
atención a su mano que tenía tres dedos doblados y solo uno levantado⁠—.
¿Thomas Waterman sigue en la lista?
Harriet asintió.
—Me temo que él y Lovelace son los únicos que quedan. A Bertram lo
quitó en cuanto se le ocurrió la idea de emparejarlo con Elizabeth.
Elinor dejó caer la mano y soltó un sonoro suspiro.
—Pues está claro que va a elegir a Lovelace. Está convencida de que se lo
va a proponer hoy y estoy segura de que le va a decir que sí.
—A mí no me gusta Lovelace —⁠confesó Harriet⁠—. Ojalá hubiese
incluido al conde Greenwood. Es mucho más interesante que cualquiera de
los candidatos de esa lista.
—Ya viste lo que dijo, preferiría estar muerta antes que casarse con él.
—No dijo eso —negó Harriet con desagrado⁠—. Además, antes era muy
distinto. Todos dicen que ha cambiado mucho.
—Pero sigue estando ciego.
—Pues ciego y todo ha dejado en ridículo al vizconde. Nuestra hermana
no sabe lo que quiere. ¿Has visto cómo lo mira?
—Da igual lo que nosotras pensemos —⁠dijo Elinor⁠—, Katherine jamás
aceptará a alguien a quien no considere perfecto y para ella el conde
Greenwood es un hombre incompleto. Está claro que se casará con Lovelace,
así que tendrás que ir haciéndote a la idea, hermanita.
—No me gusta. —Harriet caminó hacia la puerta dando por terminada
aquella frustrante charla⁠—. No me gusta nada.
Elinor se encogió de hombros y la siguió.
Lavinia Wainwright no daba crédito a su buena suerte. Juntó las manos
delante de los labios conteniendo su entusiasmada risa. Katherine Wharton no
iba a casarse con Joseph Lovelace si ella podía impedirlo.

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Capítulo 14

—Yo puedo hacer de Romeo si la señorita Katherine Wharton acepta ser mi


Julieta —⁠se ofreció el vizconde.
Todos aprobaron la moción inmediatamente.
—No me sé la escena —se disculpó⁠—. Estoy segura de que habrá otra…
—Por supuesto —dijo Lavinia rápidamente⁠—, yo misma me la sé de
memoria. Pobrecita, no podemos ponerla en este aprieto, precisamente hoy,
con esa molestia tan desagradable y traidora de su frente. Todas las aquí
presentes sabemos lo mucho que se sufre cuando aparecen.
—El texto es muy fácil y estoy seguro de que con unos minutos de estudio
será más que suficiente —⁠insistió Lovelace con una sonrisa seductora⁠—. No
puede negarse, se lo pide su Romeo.
Las damas suspiraron y los caballeros lanzaron exclamaciones divertidas.
—La verdad es que apenas se le nota —⁠dijo Lavinia acercándose a ella,
pero sin bajar la voz⁠—. Esos polvos que se ha puesto son milagrosos. Si no se
le infecta…
Katherine tuvo el impulso de llevar la mano a su frente, pero lo contuvo
con férrea actitud.
—Está bien —dijo irguiéndose—. Seré Julieta.
Joseph miró a Lavinia con expresión agradecida, definitivamente su
intervención había sido prodigiosa para lograr su propósito. La señorita
Wainwright apretó los labios conteniendo su furia y se apartó con ademanes
orgullosos.
—Iré a la biblioteca para estudiarme el texto.

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—Recuerde: Acto primero, escena quinta —⁠dijo Lovelace con mirada
intensa⁠—. La escena del beso.
Katherine aguantó la respiración. Debería haberme resistido más. Con un
saludo se alejó de ellos con los ojos del vizconde clavados en ella.
—Nosotros podemos ensayar nuestra parte —⁠dijeron los demás.
—Yo vendré cuando esté lista la señorita Katherine. Ahora tengo asuntos
que atender —⁠se excusó el anfitrión y se marchó en busca de sus amigos.
—Tienes que ayudarme. —Lavinia llevó a Lucille Kohl a un lugar
apartado⁠—. Tengo una poderosa arma contra esa estúpida y voy a utilizarla,
pero para ello te necesito.
—Lavinia, debes tener cuidado, está claro que el vizconde está interesado
de verdad en Katherine. Acabarás por convertirlo en tu enemigo.
Su amiga la atravesó con una mirada helada y apretó los labios en señal de
enfado.
—Pensaba que estabas de mi lado.
—Y lo estoy, por eso precisamente te lo digo. Es muy injusto, pero todos
la adoran. Ya has visto que nadie ha mencionado ese horrible grano, excepto
tú.
—Tengo algo que hará que se caiga de ese pedestal en el que la han
puesto. Y te aseguro que voy a utilizarlo sin remordimientos.
Lucille frunció el ceño, ahora se moría de curiosidad por saber de qué se
trataba.
—Cuenta conmigo. ¿De qué se trata?
Lavinia sonrió taimada.
—Esta noche, en el baile…
Mientras tanto, en el camino que llevaba a la explanada de los sauces…
—¿Qué le ocurre a Elizabeth? —⁠preguntó Caroline a Emma, a la que
había arrastrado cogiéndola del brazo.
—Ya sabes que no le gusta mucho estar lejos de casa.
—No trates de desviar mi atención. Quiero mucho a Elizabeth y no
soporto verla tan triste y decaída. Está así desde el juego, sé que pasó algo.
Emma suspiró dejando escapar el aire de golpe y desvió la mirada unos
segundos.
—Sí, pasó algo. He intentado animarla, pero no parece que lo haya
conseguido.
—¿Quién fue? ¿Esa odiosa de Lavinia Wainwright? —⁠Apretó los puños
enfadada⁠—. Algún día voy a…
—No fue ella. —La detuvo a tiempo⁠—. Fue Katherine.

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Caroline se detuvo en mitad del camino y la miró con los ojos muy
abiertos.
—¿Qué?
—No pretendía hacerle daño, pero no pensó en las consecuencias que
traerían sus palabras.
—No entiendo nada.
Emma le hizo un gesto para que continuaran caminando.
—Se le ocurrió la idea de que William Bertram podía ser un perfecto
pretendiente para Elizabeth. Malinterpretó la caballerosidad y simpatía con
que la trataba y forzó una situación incómoda que Lavinia Wainwright
aprovechó. Bertram se distanció inmediatamente dejando claro que esas no
eran sus intenciones y Elizabeth se sintió… Bueno, ya sabes cómo se sintió.
—¿A Elizabeth le gusta el señor Bertram?
Emma no respondió, pero su expresión fue más que elocuente. Caroline se
tapó la boca ahogando una exclamación de sorpresa.
—Sabía que esa arpía tenía que ser la culpable de algún modo. ¡Cómo la
odio!
—Esa mujer está corroída por la envidia que le tiene a nuestra hermana y
hará todo lo posible por hacerle daño, ya sea directamente o a través de
aquellos a los que ama. —⁠La miró con severidad⁠—. Pero si la odias acabarás
siendo como ella y estoy segura de que no querrías eso. Además, así no
ayudas a Elizabeth ni a Katherine ni a nadie.
—Pobrecita. —Caroline se llevó las manos a las mejillas tratando de
contener las lágrimas⁠—. Pobrecita.
—¿La estás compadeciendo?
—¿Quién? ¿Yo? ¡No! —mintió.
—Mañana regresamos a casa —⁠dijo Emma haciendo ver que la creía⁠—.
Así podremos olvidar lo que ha pasado aquí y volver a la normalidad.
—Emma…
Su hermana la miró esperando lo que venía después.
—Habla, no me tengas en ascuas.
—¿Tú…? ¿Te has enamorado alguna vez?
—Déjame pensar… —Se llevó un dedo a la barbilla y entornó los ojos⁠—.
Creo que cuando tenía cinco años me gustaba Ethan Hrabel. Recuerdo que le
pregunté a mamá qué tenía que hacer para casarme con él.
—¡Emma! —Su hermana la miraba desilusionada.
—¿Qué? Es la verdad —se rio traviesa⁠—. No, Caroline, no me he
enamorado nunca y visto lo visto me alegro. ¿Y tú?

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Caroline enrojeció y Emma abrió la boca sorprendida.
—¿Quién?
—No estoy enamorada. Apenas lo he visto un par de veces y solo hemos
cruzado unas pocas palabras.
—¿Quién es? —insistió.
—Nathan Helps.
Emma levantó las cejas al pensar en el joven.
—Interesante.
—¿Verdad? —Se cogió de su brazo.
—A mí me parece guapísimo, pero lo que más me gusta es que es
divertido y entusiasta.
—Entusiasta, ¿eh? —se burló Emma⁠—. Me fijaré en el baile.
—No seas muy descarada.
—Lo prometo.
—Y no le digas nada a nadie.
—Seguro que Edwina ya lo sabe, y las dos sabemos lo mucho que le gusta
un cotilleo a tu amiga.
—No va a decir nada. Si lo hace, la mato.
Caminaron unos metros en silencio.
—¿Vas a asistir a la obra de teatro para ver a nuestra hermana lucirse
como Julieta? —⁠preguntó Caroline.
—No, si puedo evitarlo —confesó sincera.

—Fiesta en casa de Capuleto —⁠anunció la señorita Sparton, que había sido


elegida narradora⁠—. Romeo ve a Julieta por primera vez.
—¿Quién es la dama que enriquece la mano de aquel galán con tal tesoro?
—⁠preguntó Lovelace, señalando a Katherine.
—No la conozco, señor —respondió Waterman, que hacía de criado.
—El brillo de su rostro afrenta al del sol. No merece la tierra tan soberano
prodigio. Parece entre las otras como paloma entre grajos. Cuando el baile acabe, me
acercaré a ella y estrecharé su mano con la mía. No fue verdadero mi antiguo amor,
que nunca belleza como esta vieron mis ojos.

—Menudo rollazo —musitó William hacia el hombro de su amigo.


En ese momento era Higgs el que hablaba y, después del bochorno de ver
a la señorita Squill, objeto de sus atenciones, salir escopeteada de la casa,
pensó que merecía un poco de atención.

—Por la voz parece un Montesco. ¡Traedme mi espada! ¿Cómo se atreve ese


malvado a venir con máscara a perturbar nuestra fiesta? Juro por los huesos de mi

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linaje que sin cargo de conciencia le voy a quitar la vida.

—Imagino en quién estará pensando —⁠murmuró William conteniendo la


risa.
—Solo es un fragmento, puedes aguantar unos minutos callado —⁠dijo el
otro⁠—. ¿No has leído la obra?
—¿Te has vuelto loco? —Miró a su alrededor, todo el mundo parecía
interesado en lo que sucedía en el escenario menos él⁠—. ¿Al final lo mata?
Porque si tengo que estar aguantando tanta «afrenta al sol» y tanta «belleza
inigualable» al menos que me den un poco de sangre al final.
—En esta escena no muere nadie, pero cállate.
—Tú me obligas a quedarme, así que te aguantas. Yo estaría mucho mejor
tomándome un brandy en la terraza y disfrutando del paisaje.
—Shsssss.
William se giró para disculparse ante lady Wharton que lo reprendió con
la mirada, aunque hubiera jurado que escondía una sonrisa bajo aquella
expresión severa.

—Tío, esto es una afrenta para nuestro linaje —⁠seguía Higgs⁠—. ¡No lo sufriré!

—Tranquilo, ya lo sufrimos nosotros —⁠mascullo Bertram.


—Lárgate —ordenó Alexander perdiendo la paciencia.
—¿Tú te quedas?
Su amigo asintió sin responder y William frunció el ceño. ¿A qué venía
tanto interés? Estaba claro que esperaba algo. De repente ya no quería irse.
—Mejor me quedo —dijo al ver que le tocaba el turno a Katherine.

—El peregrino ha errado la senda aunque parece devoto. El palmero solo ha de


besar manos de santo.
—¿Y no tiene labios el santo lo mismo que el peregrino? —⁠preguntó Romeo.
—Los labios del peregrino son para rezar —⁠respondió Julieta.
—¡Oh, qué santa! Truequen, pues de oficio mis manos y mis labios. Rece el labio y
concededme lo que pido.

William frunció el ceño y miró a su amigo. ¿Iban a besarse?

—Pues oídme serena mientras mis labios rezan, y los vuestros me purifican.

Lovelace se inclinó y fingió un beso.


—No se han besado, tranquilo —⁠se apresuró a aclarar William.

—En mis labios queda la marca de vuestro pecado —⁠dijo Julieta.

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—¿Del pecado de mis labios? Ellos se arrepentirán con otro beso.

Esta vez Lovelace la atrapó entre sus brazos para escenificar un beso más
apasionado e inclinó la cabeza de manera que ocultaba el rostro de Katherine
a los espectadores. Un suspiro entre las damas denotó el grado de autenticidad
conseguido.
—Sigue siendo falso —musitó sin apartar la vista del escenario, no se
fiaba del vizconde y sus tretas.

—Besáis muy santamente —dijo Julieta.

—Estoy de acuerdo —afirmó William⁠—. Besos al aire como esos pueden


darse sin temor alguno.
Alexander torció una sonrisa.

—¿Con qué es Capuleto? ¡Hado enemigo!

—¿Aún no acaba? —preguntó William⁠—. Está claro que estos dos no


tienen futuro juntos.
El conde se rindió ante su insistencia y agarrándolo del brazo salieron de
allí sin esperar al final.
—¿Qué querías escuchar? —preguntó William cuando ya no podían
oírlos.
—Su voz.
—¿Qué pasa con su voz?
—No ama a Lovelace.
—¿Y para eso necesitabas aguantar ese tostón? ¡Podría habértelo dicho
yo! Solo hay que ver cómo lo mira, idiota.
Alexander sonrió satisfecho.

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Capítulo 15

Caroline miraba a Katherine con auténtica admiración. Brillaba esplendorosa


entre todas las jóvenes presentes y ni siquiera el diminuto granito de su frente
podía ya oscurecer ese brillo. El remedio de las gemelas Greenwood había
obrado verdadera magia. Edwina llegó hasta ella y la cogió de la cintura
riendo.
—Estás preciosa, Caroline, me encanta este vestido.
—A mí también me gusta mucho el tuyo, me recuerda algo.
—Puedes regañarme si quieres. Sí, es idéntico al tuyo, pero solo me lo he
puesto porque me aseguraste que no lo habías traído.
—¡Eres imposible, Edwina! ¿Por qué siempre te gusta más lo que yo
tengo?
—Porque te adoro, ya lo sabes —⁠dijo con una sonrisa tan dulce que era
imposible enfadarse con ella⁠—. ¿Ya tienes el carnet de baile lleno?
Caroline se lo mostró.
—Aún me quedan huecos. ¿Y a ti?
—También.
—Me gustaría que me lo pidiera ya sabes quién.
Edwina sonrió con complicidad.
—Nathan Helps —musitó buscándolo por la sala⁠—. No lo he visto.
—Yo tampoco, pero espero que aparezca.
Su amiga siguió mirando a los asistentes y se fijó en el vizconde.
—Se ha puesto sus mejores galas —⁠dijo señalándolo con la barbilla⁠—.
¿Crees que se lo pedirá esta noche? ¡Oh, Caroline! ¿Cuándo nos tocará a

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nosotras?
—No lo sé, pero me muero de ganas.
—¡Y yo!

Harriet y Elinor observaban el salón desde las escaleras gracias a que las
puertas estaban abiertas.
—Aún faltan dos años para que pueda asistir a uno de esos. —⁠Se lamentó
Harriet.
—No sé qué interés puedes tener en ello.
—¿No te gusta bailar?
—¿Esa pregunta esconde alguna clase de trampa? —⁠Elinor la miraba con
el ceño fruncido⁠—. Ya sabes que no me gusta. Todo el mundo sabe que no
me gusta. No tengo la más mínima actitud para el baile. Si a alguien fuese lo
bastante valiente como para querer pasar por ese trago acabaría con los pies
hechos fosfatina.
—A mí me encanta. —Metió la cabeza por el hueco que dejaban los
balaustres⁠—. En mi primer baile pienso llevar un vestido de color verde.
—Es tu color favorito y hace juego con tu pelo.
Harriet asintió.
—Y quiero que tenga mucho vuelo. Y tul. Y brillos.
Elinor negó con la cabeza.
—Eres muy rara, hermanita. Tan pronto quieres aprender a disparar
flechas como te imaginas siendo una auténtica princesa.
Harriet sonrió ilusionada.
—Puedo ser las dos cosas: una arquera y una princesa.
—Y una pirata y una bailarina.
Harriet se rio divertida.
—Mira a Katherine, ella sí es una auténtica princesa.
Hasta Elinor tuvo que reconocer que su hermana era preciosa, aunque no
se lo diría jamás. Se puso de pie y comenzó a subir los peldaños.
—Me voy a la cama. ¿Vienes?
—Me quedo un poco más —dijo Harriet sin perder detalle.
Cuando Elinor entró en la habitación Emma y Elizabeth levantaron la
vista de sus libros casi a la vez.
—¿Ya te has cansado de espiar? —⁠preguntó su hermana mayor.
—He ido por Harriet, a mí no me interesa en absoluto. —⁠Se sentó en un
sillón y pasó las piernas por encima del reposabrazos.

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—Tienes que dejar de sentarte así, ya no eres una niña. Mamá te dará un
pescozón si te ve.
—Por eso no me verá —sonrió—. ¿No estáis contentas? ¡Mañana
regresamos a casa! Lo estoy deseando, estos dos días se me han hecho
eternos.
Las otras dos se miraron y asintieron.
—A nosotras también —dijeron a la vez.
—Al final vais a parecer siamesas.
—¿Tú sabes lo que son las siamesas? —⁠preguntó Emma sorprendida.
—Pues claro, no soy estúpida. —⁠Se levantó del sillón⁠—. Me voy a la
cama, así mañana llegará antes. Buenas noches.
—Buenas noches —deseó su tía.
—Buenas noches. —Emma miró la puerta del dormitorio hasta que se
hubo cerrado⁠—. ¿Crees que nos habrá oído?
—Estoy segura de que no. Es demasiado curiosa como para no preguntar.
¿Entonces lo has pensado bien? ¿De verdad me das permiso para hablar con
el señor Reynard en tu nombre? —⁠Emma asintió y Elizabeth se llevó las
manos a la boca para enmudecer un gritito.
—En cuanto la haya revisado bien, podrás llevarle la novela para que la
valore.
Elizabeth dejó el libro sobre el asiento y se acercó a ella para cogerla de
las manos.
—Gracias por dejarme participar.
—¿Estás llorando? No seas boba, si alguien tiene que agradecer aquí soy
yo por tenerte siempre a mi lado.
Elizabeth se enjugó los ojos y la miró sonriendo nerviosa.
—Soy muy tonta, lo sé —afirmó—. Pero Emma, tienes que cambiar de
idea en cuanto a… ya sabes qué.
—Ya hablamos sobre eso. Me gusta ese nombre y no hay nada de malo en
utilizarlo.
—Te vas a meter en un lío sin ninguna necesidad.
—Será muy divertido —dijo librándose de su falsa indiferencia⁠—. Me
voy a reír muchísimo si tengo el disgusto de verle la cara. No descarto
mencionarle yo misma la novela.
Elizabeth la miró completamente anonadada.
—Te has vuelto completamente loca.

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Alexander permanecía impasible en un rincón del salón escuchando la música
y las conversaciones que se sucedían a su alrededor. De vez en cuando oía a
alguien alabar la extraordinaria belleza de la señorita Katherine Wharton y
entonces su corazón se encogía al pensar que era otro el que bailaba con ella.
Sabía que no había ninguna joven más solicitada que ella y que todos los
caballeros presentes querían un poco de su atención esa noche. Pero lo que lo
irritaba especialmente era escuchar el nombre de Joseph Lovelace en la
misma frase en la que se la mencionaba a ella. En varios momentos de la
noche se imaginó a sí mismo despojándose de aquel maldito antifaz y
confesando a voz en grito que podía ver.
La estridente y desagradable voz de la señorita Wainwright lo sacó de sus
pensamientos e iniciaba el movimiento para alejarse lo más posible de ella
cuando algo que dijo lo hizo detenerse y poner todos sus sentidos en la
conversación que mantenía con la señorita Kohl.
—… las Wharton no sabían que yo estaba allí y no es que pretendiera
escuchar lo que decían, pero no podía salir de mi escondite sin revelarlo, así
que opté por quedarme en la terraza y esperar a que se marcharan.
—¿Eran las dos pequeñas?
—Así es, Harriet y Elinor. Lo cierto es que no presté mucha atención
hasta que oí algo que me heló la sangre. No me lo habría creído de no haberlo
escuchado de boca de sus propias hermanas, pero al parecer la señorita
Katherine hizo una lista de caballeros a los que pensaba lanzar el anzuelo para
que le pidieran matrimonio.
—Todas tenemos predilecciones…
—Por supuesto que sí, pero no hacemos una lista dejando claro que no
nos importa que sea uno u otro. Una dama tiene sus sentimientos, ¿no crees?
Además, lo único que valora esa señorita en un hombre es su belleza y
posición. No le interesa ni su honorabilidad ni su valía como persona.
—Qué superficial.
—Exacto, eso pensé yo al oírlo. Pero no se queda ahí la cosa, al parecer su
primera opción es y ha sido siempre Joseph Lovelace, ya que es el más rico y
también el más guapo.
—El más guapo, sí, pero no el más rico. El conde Greenwood lo supera
con creces en eso.
—No me hables, si supieras lo que piensa de él. —⁠Lavinia se aseguró de
que Alexander no se hubiese movido y sonrió a su amiga en un gesto
cómplice⁠—. Sus hermanas dijeron que cuando una de ellas mencionó a dicho

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caballero para que lo incluyera en tan despreciable lista, ella juró que
preferiría la muerte antes que casarse con él.
—¡Qué crueldad!
—Eso mismo pensé yo, pero al parecer para la señorita de la que
hablamos su carencia física lo convierte en medio hombre y bien es sabido
que ella solo admira la perfección.
—Con razón ha pensado en Lovelace.
—Y está convencida de que hoy mismo le pedirá matrimonio —⁠añadió
Lavinia con sincera inquina⁠—. No me puedo creer que el vizconde haya caído
tan fácilmente en su tela de araña.
—¿Estás segura de que es así? Las dos sabemos las cosas que dicen de
Lovelace. No me extrañaría que solo quisiera divertirse con ella para hacerla
caer del pedestal en el que ella misma se ha colocado.
El corazón de Alexander latía tan deprisa que casi podía oírlo. Recordó lo
que Edward pensaba sobre Katherine y de pronto el aire le resultó
irrespirable. Se dirigió hacia la terraza y una vez fuera silbó para llamar a
Cien Ojos. Necesitaba alejarse de la casa, estar solo y calmarse o cometería
una estupidez. Antes de que llegara el perro se quitó el antifaz y parpadeó
varias veces para aclarar su visión. Cada vez le resultaba más insoportable
permanecer en aquella oscuridad.
—Vamos —le dijo al perro cuando estuvo a su lado y echó a correr.

—Espero que haya disfrutado de su estancia en nuestra casa, señorita


Katherine —⁠dijo Lovelace mientras se deslizaban por la pista.
—Ha sido muy agradable.
—Y aún no ha terminado —sonrió enigmático⁠—. Falta lo mejor.
Katherine apartó la mirada en lo que pareció un gesto de tímido rubor,
cuando en realidad era de profundo temor. No quería que se lo pidiese, no
quería tener que tomar esa decisión ya, allí, con todos los invitados presentes.
Con… él presente. Buscó a Alexander instintivamente con la mirada y no
consiguió localizarlo. A quién sí vio fue a Lavinia Wainwright que los
observaba desde el borde de la zona de baile. Por primera vez la compadeció.
Estaba claro que amaba al vizconde, sus ojos no podían disimularlo cada vez
que se posaban en él. Debía ser desolador presenciar las atenciones que él
prodigaba a otra generosamente, soportar que la alabase estando ella delante.
Esos momentos que había pasado desapercibidos también para ella
emergieron de pronto de sus recuerdos y pudo recrearlos uno tras otro.

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Durante las comidas, en los paseos, en los corrillos… Lavinia siempre tenía
alguna palabra amable para él a la que Lovelace respondía con su indiferencia
o con algún gesto sutil y despreciativo. Posó sus ojos en él y de nuevo y
comprobó que ya no lo veía tan guapo ni tan perfecto. Sus ojos tenían
diferentes gamas de azules y resultaban hipnóticos, pero eran fríos y
calculadores. Cualquier dama se sentiría agradecida de que un hombre tan
atractivo pusiera esos ojos en ella. Cualquiera menos ella. No sentía nada por
él. Así de simple. No deseaba sus halagos, ni saber que la consideraba la
mujer más bella que hubiese conocido. No deseaba que la rodeara con sus
brazos y tampoco que la besara. Le aburría mortalmente su conversación
insulsa y siempre centrada en cosas superficiales. No le hacían gracia sus
bromas, que le parecían muchas veces de mal gusto. No quería sentir su mano
acariciándole la espalda…
—¡Señor Lovelace! —exclamó sin pensar.
Su compañero de baile miró a su alrededor con una sonrisa de disimulo.
—Señorita Katherine, por favor —⁠musitó⁠—, modere su tono o
llamaremos la atención de todo el mundo.
—Modere usted su mano, caballero —⁠dijo muy seria demostrándole que
no estaba para bromas.
—Me he dejado llevar por mis emociones, pero prometo que antes de que
acabe la noche solventaré este pequeño desliz con un gesto que la dejará sin
habla.
Si con ese comentario pretendía ilusionarla se debió de sentir muy
decepcionado, pues ella seguía teniendo la misma expresión de enfado en su
rostro.
—Le ruego me disculpe —dijo condescendiente⁠—. Por un momento he
olvidado que tengo en mis brazos a una inocente y pura joven que no sabe
nada de los sentimientos y emociones que provoca con su sola presencia.
Katherine lo vio inclinarse y tuvo que hacer acopio de toda su resistencia
para no apartarlo de un empujón.
—Si supiera cómo la deseo, cómo sueño cada noche con besar esos dulces
labios, se compadecería de mí.
Ella lo miró horrorizada. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? ¿Es que acaso
ella le había dado pie a ello? ¿Besarla? Ya podía ir quitándoselo de la cabeza.
—Milord, me temo que debo aclarar algo para evitar que la situación
llegue a ser desagradable. —⁠Se puso seria⁠—. Si está pensando hacerme una
proposición…

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—Mi querida Katherine, no deberíamos hablar de esto aquí —⁠susurró con
una sonrisa divertida⁠—. No tiene que impacientarse, el momento llegará esta
noche, pero deje que sea yo el que…
—No quiero que llegue ese momento, señor Lovelace —⁠dijo con
firmeza⁠—. Deseo evitarle un mal trago y por eso le pido que no dé un paso
más en esa dirección. Estoy segura de que hay aquí muchas jovencitas que
darían lo que fuera por ser la elegida. Pero yo no soy una de ellas. Lo
lamento.
Joseph Lovelace empalideció de forma súbita. ¿Lo estaba rechazando?
Pero ¡qué se había creído!
—No sabe lo que dice, está usted nerviosa…
—Sé perfectamente lo que digo. Y, ahora, si me disculpa, voy a dejar de
bailar. Necesito tomar el aire.
Lo dejó en mitad de la pista y huyó hacia las puertas que daban al jardín.
Era el último lugar en el que había visto a Alexander y ya no tenía dudas de lo
que quería hacer. No esperaría a que él diera el paso. No quería casarse con
nadie que no fuese Alexander y había sido una estúpida por no reconocerlo
desde el principio.
Lovelace la observó pálido como un cadáver. Nunca nadie lo había
humillado de un modo tan despreciable. ¿Cómo se atrevía? Apretó los puños
y caminó hacia el bufet situado en un rincón. Tomó una de las copas de
espumoso de una de las bandejas y la apuró de un trago con muy poca
elegancia. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había testigos y
cogió otra copa que corrió la misma suerte que la anterior.
—Aquí no nos oirá nadie.
Lovelace reconoció la voz de Lavinia Wainwright y sonrió taimado. A esa
podría tenerla sin apenas esfuerzo, besaba el suelo por el que él pisaba. Como
a todas las demás. ¿Por qué se había tenido que encaprichar de la única que
estaba loca? Tan loca como para atreverse a rechazarlo.
—¿Y estás segura de lo que dices? —⁠preguntó la señorita Kohl.
—¿Cómo no estarlo? Se lo escuché a sus hermanas pequeñas. Ha tramado
todo esto para cazar al futuro duque Greenwood. Ya sabes que con él su
belleza no tiene ningún efecto, así que debía pensar en otro modo de
«cazarlo». Hizo una lista con seis nombres, uno de ellos el de Joseph
Lovelace. Los ordenó teniendo en cuenta su dinero y atractivo físico y todo
para conseguir su propósito.
Las voces venían del salón contiguo, debían haberse escondido allí para
despotricar sobre alguien, ese era su deporte favorito. El vizconde se acercó

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sigiloso manteniéndose oculto.
—Pero usar al vizconde para eso, ¿no te parece demasiado mezquino?
Lovelace apretó la mano alrededor de la copa.
—Despreciable. Pero piénsalo, querida, todos creen que es una adorable e
inocente florecilla, incluso él.
—Solo porque es hermosa.
—Pero en realidad es una joven despiadada capaz de hacer cualquier cosa
por conseguir lo que se ha propuesto. Todo el mundo sabe que el conde será
mucho más rico que Joseph Lovelace, además de que heredará el título de
duque de su padre. Ella es hija de un simple barón, su padre no tiene
suficiente dinero para aportar una sustanciosa dote para sus hijas.
—Pero el conde es ciego.
—¿Y qué importancia puede tener eso? Ella será duquesa algún día y, por
lo que dijeron sus hermanas, con eso le basta. No hago más que repetir lo que
les escuché decir y reconozco que quedé tan sorprendida como tú ahora
mismo. No me lo podía creer.
Lovelace dejó la copa en la mesa y miró hacia el jardín. En otra situación
no habría creído una palabra de esas dos harpías. Sabía perfectamente el odio
que sentía Lavinia por Katherine. Pero mientras la escuchaba le vinieron a la
mente momentos de aquellos dos días. Situaciones de las que él había sido
testigo y que vistas a la luz de esas palabras y de lo que acababa de ocurrir
mientras bailaban cobraban todo el sentido. Estaba claro por qué no quería su
propuesta: porque esperaba conseguir una mejor. Y para conseguirlo lo había
estado utilizando a él.
—Maldita zorra —musitó entre dientes para sí⁠—. Te voy a enseñar lo que
les pasa a las mujerzuelas como tú.
Se dirigió a las puertas del jardín y salió con determinación.

Alexander contemplaba el paisaje mientras Cien Ojos correteaba a su


alrededor. Los rayos de la luna llena caían sobre los árboles y dibujaban un
rastro brillante entre las sombras. La paz que se respiraba reconfortó su
espíritu, pero no era suficiente para calmar su corazón herido. ¿Katherine iba
a aceptar a Lovelace esa noche? Sabía lo que pretendía Lavinia Wainwright,
esa mujer destilaba odio por todos sus poros, pero aun así sabía que parte de
lo que había dicho era cierto. Iba a ocurrir esa noche. Quizá en ese mismo
instante, mientras él trataba de controlar su pena. Solo tenía que volver a la
casa para que todos supieran la verdad. Hacerle ver que ya no era un hombre

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incompleto y apostar a que eso fuese suficiente. ¿Lo aceptaría entonces?
¿Aceptaría su título y su dinero? ¿Sería lo bastante perfecto para la perfecta
Katherine Wharton?
Cien Ojos se acercó a él y se restregó contra sus piernas como solía hacer
cuando estaba desanimado. Ese perro tenía un don especial, lo conocía mejor
que nadie. Se agachó para acariciarlo y le dijo algunas palabras cariñosas
esforzándose en sonreír, pero el perro gimió advirtiéndole que no podía
engañarlo.
—Tienes razón, pero no te preocupes por mí, ya sabes que siempre me
levanto por muy hundido que esté.
Se puso de pie y volvió a fijar la mirada en la luna. Sabía que Bayan tenía
razón, si no conseguía que lo amase siendo ciego nunca estaría seguro de su
amor. Viviría el resto de su vida mirándola de soslayo, analizando cada gesto,
cada palabra… Preguntándose si de verdad lo amaba. Si se arrepentía de
haberlo aceptado. Sabiendo que si le sucedía algo, si sufría un accidente que
lo volviese a convertir en un ser imperfecto… Recordó a la mujer del relato
de su maestro y se estremeció. Esa mujer amaba a su esposo con toda su alma.
Lo amaba por lo que en verdad era, no por lo que parecía ser. ¿Y si tuviesen
un hijo y se quedase ciego como le pasó a él? Negó con la cabeza e introdujo
los dedos en su pelo tirando de él con fuerza. Esa idea le parecía espantosa, él
mismo se moriría de dolor si algo así ocurriese, pero no rechazaría a ese niño.
Al igual que sus padres hicieron con él, lo querría más si cabe. ¿Y Katherine?
Cerró los ojos un instante y la sintió en sus brazos. Sintió sus labios
entreabriéndose para él y lanzó un gemido áspero y doloroso. Si dejase hablar
a su corazón estaba seguro de lo que diría. Si tuviese más tiempo…
¿Y qué iba a hacer? ¿Dejaría que se casara con Lovelace? ¿Ese maldito
desgraciado que la haría infeliz el resto de su vida? Y eso si se casaba con
ella, cosa que no tenía claro que hiciese. No sería la primera vez que el
vizconde dejaba a una joven después de robarle su honra. Apretó los puños y
respiró hondo por la nariz. No. Podía aceptar que lo rechazase, que no pudiese
soportar la idea de ser suya, pero no consentiría que ese desgraciado le
pusiera las manos encima. No sin explicarle a ella la clase de hombre que era.
—Vamos, Cien Ojos, tenemos que volver —⁠dijo y con desgana se colocó
el antifaz.

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Capítulo 16

Estaba segura de que estaría en la explanada de los sauces. No sabía por qué,
pero estaba segura. En su cabeza bullían las palabras, quería decirle tantas
cosas… Pero ¿y si no quería escucharla? ¿Y si la rechazaba? No podría
culparlo por ello, se había portado de un modo tan cruel e ingrato que no
merecía más que su desprecio.
—No debería salir sola estando tan oscuro. Es peligroso. —⁠La voz de
Lovelace la hizo detenerse sobresaltada.
—¡Me ha asustado! —dijo llevándose la mano al pecho.
—¿Adónde iba tan decidida? ¿Es que ha quedado acaso con su amante en
secreto?
—¿De qué está hablando? ¿Cómo se atreve…?
Lovelace la cogió de los hombros y la empujó contra el tronco de un árbol
haciendo que se golpease la espalda con demasiada fuerza. Ella lanzó una
exclamación de dolor y lo miró asustada.
—¿Se ha vuelto loco? ¿Cómo…?
La acalló con su boca mientras una de sus manos la sujetaba del cuello.
Katherine apretaba los dientes para impedir que le metiese la lengua y sus
manos lo empujaban con fuerza.
Lovelace se separó un momento para mirarla a los ojos mientras le
hablaba.
—¿Te pensabas que era como esos otros estúpidos que has apuntado en tu
lista? Sí, sé lo de esa lista, lo sabe todo el mundo gracias a tus hermanas
pequeñas. Deberías haberlas vigilado mejor.

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Katherine lo miraba aterrorizada y su expresión fue suficiente confesión
para que Lovelace se creyera con derecho a tomar venganza.
—Me había llegado a plantear casarme contigo. Creía que tu belleza sería
un buen estandarte para mi apellido, aunque tu padre sea un mísero barón.
Ahora ya sé que no vales ni para ser mi amante, pero al menos pienso
disfrutarte una vez. Te demostraré que del vizconde Lovelace no se ríe nadie.
Katherine iba a gritar, pero él le tapó la boca con la mano.
—Sabes que estás perdida, ¿verdad? Si gritas vendrán en tu ayuda y
entonces te convertirás en una mujer manchada a los ojos de todos, porque no
voy a casarme contigo pase lo que pase. Diré que me trajiste aquí con engaños
y te aseguro que me creerán. Si te callas y me dejas hacer lo que quiero
podrás engañar a algún incauto haciéndole creer que sigues siendo virgen.
Katherine no lo pensó y le propinó un puñetazo con toda la fuerza que
pudo. Su gesto lo pilló por sorpresa y dio un paso atrás mientras gemía de
dolor.
—Maldita zorra desgraciada. —⁠Le dio una bofetada que la tiró al suelo.
Katherine sintió que el terror le congelaba la sangre, pero al mismo
tiempo una furia desconocida se iba apoderando de su ánimo. Cuando él se
tiró sobre ella y comenzó a manosearla se revolvió con desesperación, no iba
a permitirle conseguir lo que pretendía. En ese momento no le importaba lo
que sucediera después, lo único que sabía es que le arrancaría los ojos si no la
soltaba. Lovelace salió despedido hacia atrás y se escuchó un crujido al dar
con sus huesos en el tronco de un árbol.
—Maldito hijo de perra. —Alexander lo cogió de las solapas y lo levantó
del suelo como si no pesara nada⁠—. Te voy a hacer pedazos.
Katherine se sintió aliviada durante un instante, pero enseguida volvió el
miedo al ver el modo en el que lo golpeaba. Lovelace no era capaz de
defenderse y no dejaba de suplicar por su vida.
—Basta, Alexander —gritó ella—. Lo vas a matar.
El conde bajó los brazos respirando con dificultad y Lovelace cayó de
rodillas frente a él como un muñeco de trapo.
—Lárgate de antes de que cambie de opinión —⁠dijo Alexander en tono
helado.
—¿Qué ocurre aquí? —El señor Waterman y su esposa habían acudido al
escuchar los gritos y se encontraron con una estampa imperdible.
Lovelace se levantó con dificultad y volvió hacia la casa sujetándose el
costado y caminando a trompicones. Waterman miró a Alexander y luego a
Katherine que tenía un hombro del vestido desgarrado y el peinado deshecho.

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Su esposa se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de
sorpresa.
—Dios mío —murmuró—. Señorita Wharton…
Katherine no entendía por qué la miraba como si ella hubiese hecho algo
malo.
—Vayan a avisar al barón, por favor —⁠pidió Alexander con tono frío.
Waterman asintió y cogió a su esposa del brazo para llevársela de allí. El
conde se arregló la ropa y se pasó las manos por el pelo para tratar de dar una
imagen lo más normal posible.
—Si le ha roto el vestido trate de disimularlo para que su padre no se
asuste demasiado.
Katherine hizo lo que le decía y luego se limpió las lágrimas y se esforzó
en colocarse el peinado sin mucho éxito.
—Katherine. —El barón llegó hasta su hija y la cogió por los hombros
mirándola a la cara⁠—. ¿Qué ha ocurrido? Me ha dicho el señor Waterman que
has tenido un incidente desagradable.
—Barón —lo llamó Alexander—. Permítame pedirle la mano de su hija.
Tanto Katherine como su padre lo miraron con los ojos muy abiertos y sin
palabras.

Katherine estaba de pie frente a la ventana contemplando la calle, que a esa


hora estaba muy concurrida. Hacía dos días que habían regresado de casa de
los Lovelace y el ambiente en el hogar de los Wharton era propio de un
funeral. Nadie hablaba del tema, pero era más que evidente que no dejaban de
pensar en ello. Emma miró a su hermana con tristeza, debía estar pasándolo
muy mal y no tenía a nadie que la consolara. Pero para poder hacerlo ella
debía salir de su mutismo en el que se había sumido y no había manera de
arrancarle más que monosílabos. El mayordomo entró en el salón portando
una caja alargada y un sobre con un lazo.
—Señorita Katherine. —Se acercó a ella⁠—. Han traído esto para usted.
Ella miró la caja y después de coger el sobre le pidió que la dejara sobre la
mesa sin abrirla.
—¿De quién es? —preguntó su madre acercándose⁠—. Gracias, George.
El mayordomo salió del salón antes de que Katherine respondiera.
—De Alexander. Dice que vendrá esta tarde para hablar con papá.
La baronesa la miró con ternura.
—Hija, tenemos que hablar de esto. No podemos posponerlo más.

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Katherine miró a su madre y después a Emma que asintió. Dejó escapar
un suspiro y abrió la caja. Contenía una rosa roja y uno de los antifaces de
Alexander. Frunció el ceño sin comprender el mensaje y después volvió a
cerrar la caja.
—¿De qué quieres hablar, mamá?
—De lo que ocurrió aquella noche. No has querido contarnos nada y
estamos todos con el alma en vilo por ti.
—No ocurrió nada. Alexander lo impidió.
—Hija… ¿Tú sabes…? ¿Estás segura de que no…?
—El vizconde me atacó, me golpeó y me tiró al suelo. Después me…
tocó.
—¿Te tocó? —La baronesa se retorció las manos⁠—. ¿Cómo? ¿Dónde?
—Por todas partes —respondió con voz temblorosa⁠—. No podía librarme
de él, era demasiado fuerte. Entonces llegó Alexander, lo apartó de mí y…
—¡Dios Bendito! ¡Menos mal!
—Le dio una paliza, mamá. Lovelace no pudo ni defenderse. Si los
Waterman no hubiesen llegado, creo que lo habría matado a golpes.
—Bien merecido lo tenía, el muy desgraciado. Parece mentira que un
hombre de su talla… ¡Qué vergüenza!
—Lady Waterman me miró como si estuviera cubierta de excrementos.
Su madre apretó los labios visiblemente molesta y Emma tuvo que
morderse la lengua.
—Y el conde le pidió tu mano a tu padre.
Katherine asintió a su madre.
—Está claro que ese hombre es un santo —⁠dijo la baronesa y esa
afirmación provocó una sacudida en el pecho de su hija⁠—. Ningún otro habría
actuado con semejante generosidad para proteger tu buen nombre.
—¿Por qué es mi buen nombre el que está en peligro, mamá? ¿No debería
ser el vizconde el que temiese el desprecio de nuestros vecinos?
—¡Ay, hija! Qué poco sabes de la vida. Si una mujer es encontrada en la
situación en la que tú te viste, no importa que jure y perjure que no se ha
consumado el acto, nadie la creerá y quedará manchada de por vida. Ningún
hombre se acercaría a ti con buenas pretensiones.
—¡Pero eso es injusto! ¡Él me atacó! Yo salí sola para buscar a…
La baronesa y Emma la miraban interrogadoras, pero Katherine no estaba
preparada para confesar sus motivaciones.
—No deberían permitirle la entrada en ningún hogar decente —⁠masculló.

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—Su padre es un hombre muy rico y está muy bien relacionado. Si lo
afrentáramos aún sería peor para ti. Diría que tú le provocaste, que lo invitaste
a reunirse contigo y no tendrías ningún modo de desmentirlo. Como mucho
podríamos conseguir que se casara contigo. ¿Es eso lo que quieres, hija?
—Antes prefiero no casarme jamás.
—La otra opción es que papá se bata en duelo con él —⁠apuntó Emma
tratando de distender el ambiente.
Katherine la miró con una expresión que demostraba que no era el
momento de bromear.
—Ni tu padre ni yo vamos a obligarte a casarte en contra de tu voluntad
—⁠siguió la baronesa⁠—. Piénsalo bien, hija, es tu futuro el que está en juego.
Toda tu vida. El futuro duque Greenwood te está dando una salida honrosa
y…
La puerta del salón se abrió y el barón interrumpió la conversación.
—Katherine, ven a mi despacho, tenemos que hablar.
Lo siguió obediente y una vez los dos solos esperaba que la reprendiera
por haberse puesto en peligro de un modo tan inconsciente.
—Siéntate, hija.
El cariño en su voz no minimizaba la seriedad de su rostro. Y el hecho de
que permaneciera de pie denotaba una clara intención de mantener una
postura de autoridad frente a ella.
—Tranquilo, papá, voy a casarme con él.
El barón frunció el ceño sorprendido, esperaba tener que convencerla,
algo que le resultaba de lo más desagradable.
—¿Estás segura?
Katherine asintió.
—Entiendo la situación en la que me encuentro y soy consciente de que
Alexander va a hacer un enorme sacrificio casándose conmigo después de…
lo ocurrido. —⁠Al ver la expresión aterrada de su padre sonrió con tristeza⁠—.
No temas, papá, no consiguió lo que pretendía. El conde se lo impidió.
Frederick Wharton cerró los ojos un instante y después de recomponerse
se sentó al lado de su hija y la miró con enorme afecto.
—Estaba dispuesto a batirme en duelo con ese desgraciado, hija, y así se
lo hice saber al conde, pero él me hizo ver que eso no solucionaría nada. Tú
seguirías en la misma desafortunada posición y yo probablemente moriría.
—⁠Hizo una mueca avergonzada⁠—. Nunca se me dieron bien las armas.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó aterrada⁠—. Si te pasara algo por mi
culpa…

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—Alexander también insistió en que obligar al vizconde a casarse contigo
te haría muy desgraciada.
—Muchísimo.
—¿Él no te desagrada tanto, entonces?
—Me compadezco de su mala suerte —⁠musitó bajando la mirada⁠—. Cree
que por ser ciego no merece alguien mejor que yo.
—¿Y tú? ¿No mereces tú alguien mejor que él?
—No creo que haya nadie mejor.
Su padre no esperaba esa respuesta, pero escucharla alivió su maltrecho
corazón.

Elizabeth la vio cuando salía del despacho de su padre y se esperó hasta que
estuvo a su lado para cogerla de los hombros y caminar con ella.
—¿Te apetece una limonada? Le he dicho a Kitty que lleve una jarra al
saloncito —⁠sonrió⁠—. No tienes que contarme nada si no quieres, solo tú, yo y
la limonada.
Katherine se dejó llevar hasta allí sin resistencia.
—También te puedo contar algo yo, seguro que se me ocurre algún tema.
Te puedo hablar del bordado en el que estoy trabajando, es un tema
apasionante. O del último libro que he leído.
Su sobrina sonrió y se sentó en el sofá frente a la mesita en la que la
doncella había dejado la jarra y los vasos.
—Me irá bien hablar con otro ser humano —⁠confesó sincera⁠—. Ya he
pensado demasiado durante estos dos días.
—Me alegra oír eso. —Sirvió la bebida y se sentó junto a ella.
—Estoy enamorada de Alexander Greenwood. —⁠Escucharlo en voz alta
fue una liberación⁠—. Creo que siempre lo he estado, pero me negaba a
reconocerlo. Me gustaba incluso cuando era un joven torpe y tímido que
tropezaba cada vez que me sabía cerca. Por alguna razón creía que no podía
elegirlo a él, que eso me convertiría en una macabra broma del destino.
—¿Por qué piensas algo tan horrible?
—Por Emma.
Su tía la miró sorprendida.
—¿Qué tiene que ver Emma en todo esto?
Katherine se miró las manos mientras reflexionaba en voz alta.
—Yo estaba enfadada con ella porque mamá le había puesto el lazo rosa a
su vestido en lugar de al mío. A ella le daba igual, pero mamá dijo que era el

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más bonito y que ella era la mayor, así que se lo puso. Me irritaba que tratara
de consolarme, que fuese tan amable. Estaba muy enfadada y necesitaba
desahogarme. —⁠Levantó la mirada y se mordió el labio.
—¿De qué estás hablando, Katherine?
—Del día del accidente. Ella me persiguió hasta la cocina, yo le decía que
me dejase en paz mientras le gritaba que era la preferida de mamá. Ya sabes
cómo es Emma, diciéndole eso jamás iba a dejarme. Me puse a hacer el tonto
al lado de los fogones y ella me gritó que me apartara que iba a tirar el cazo.
—Fue un accidente.
—Sí, lo fue. Yo solo jugaba y no pretendía que aquello pasara, pero
sucedió. Ella me empujó para apartarme, no sé cómo se dio cuenta de lo que
pasaba, yo no lo vi. Cuando el caramelo líquido cayó sobre ella se puso a
gritar desesperada. Me quedé paralizada, ella gritaba y se retorcía intentando
quitárselo. Se quemó los dedos y se arrancó la piel… —⁠Cubrió su rostro con
las manos tratando de ocultar lo que veía en su cabeza⁠—. Nunca olvidaré sus
gritos, Elizabeth. Nunca.
Su tía la abrazó con fuerza.
—Esos accidentes pasan. Nadie te ha culpado nunca.
—Pero yo sí. Yo me culpo todos los días. Si no hubiese sido una
envidiosa, si le hubiese hecho caso y me hubiese estado quieta, nada de
aquello habría ocurrido. —⁠Miró a su tía a los ojos con auténtico horror⁠—. Yo
era más bajita, le llegaba por los hombros, de no ser por ella…
Elizabeth sabía lo que pensaba. Todos lo habían pensado en algún
momento.
—Me habría desfigurado. En lugar de ser hermosa, de recibir halagos por
mi belleza, sería un monstruo grotesco del que todos se apartarían.
—Por eso tu hermana nunca se ha lamentado por lo ocurrido, sabe que eso
habría sido mucho peor.
—¿Peor para quién? —preguntó con frialdad⁠—. Para ella no, desde luego.
Tiene que aceptar vivir ocultando sus cicatrices. Aguantar que yo me case
antes que ella, que nadie la haya cortejado, a pesar de lo mucho que lo ha
intentado mamá.
—Nunca se sabe, quizá algún día…
Katherine sonrió con tristeza.
—Solo hay un hombre capaz de eso y se va a casar conmigo.
Elizabeth se mostró confusa y después de unos segundos una luz se hizo
en su cerebro.
—¿Rechazaste al conde porque creíste que él se casaría con Emma?

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Su sobrina apartó la mirada un instante, pero encontró el valor y la
enfrentó de nuevo.
—Creía muchas cosas. Sí, una de ellas era que Alexander sería un
excelente esposo para mi hermana. Ya entonces se respetaban y admiraban
mutuamente. Él siempre la hacía reír y a ninguno de los dos parecía
importarles las imperfecciones del otro. Creí que si era lo bastante cruel con
él desviaría su atención hacia alguien mejor que yo. ¡Pero se marchó! —⁠Se
puso de pie y comenzó a caminar delante de su tía mientras se retorcía las
manos⁠—. Cuando lo supe no me lo podía creer. ¿Cómo iba a saber yo que
haría algo así?
—No se pueden manipular los sentimientos, Katherine, eso es muy
estúpido.
—Por supuesto, es que yo soy muy estúpida, Elizabeth.
—No digas eso.
—¡Es la verdad! Cuando supe que había regresado y que seguía soltero
pensé que quizá en esta ocasión, cuando se reencontrasen…
—¿Otra vez? —Elizabeth no daba crédito⁠—. De verdad que si no te
estuviese oyendo yo misma no daría crédito. ¿Desde cuándo te has vuelto una
casamentera?
Katherine sabía por qué lo decía, pero no tenía ánimo para abrir un nuevo
frente, así que apartó la mirada y siguió paseando.
—Emma no siente esa clase de interés por el conde Greenwood —⁠aclaró
su tía, por si era necesario.
—Lo sé, me lo ha dicho ella misma.
—Sé sincera. Pensar eso de Emma te lo ponía más fácil, ¿verdad?
Alexander está ciego y tú podías obviarlo.
Katherine se sentó de nuevo y apoyó las manos en su regazo sin dejar de
mirarse los dedos.
—Mi belleza debía tener una finalidad. Crecí diciéndome eso, Elizabeth,
porque ese fue el único modo que encontré para poder vivir con lo que hice y
el daño que causé.
—Eso es tan injusto…
—Durante toda mi vida no he oído más que alabanzas por ser hermosa
—⁠dijo apesadumbrada⁠—. ¡Nunca! Nunca, nadie ha alabado ninguna otra
cualidad en mí. Parece que no hay nadie en este mundo que piense que puedo
servir para algo más que para decorar un salón. Debe ser que no hay
inteligencia, simpatía o bondad en mí.
—Eso no es cierto.

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—Desde niña me exhibieron como a un jarrón. Sí, no te rías, es la verdad.
¿Cuántas veces oiríamos de niñas mencionar lo bonito que tengo el pelo o que
mis ojos brillan como estrellas? Elinor me detesta por ello y no la culpo.
—No te detesta, mira que eres dramática. Ya sabes cómo es.
—Sí, lo sé: inteligente. Y guapa, es muy guapa, pero lo que todos valoran
en ella no es su cara. —⁠Negó con la cabeza⁠—. Mi belleza era mi único don y
debía servir para algo.
—¿Y casarte con Alexander no es «algo»? Será el duque Greenwood
algún día y heredará todas las propiedades de su padre.
—Pero nunca me verá.
Elizabeth frunció el ceño sin comprender. ¿Y qué importancia tenía eso?
Katherine tenía los ojos llenos de lágrimas y negó con la cabeza.
—¿Qué sentido tendría entonces? ¿Por qué Emma había tenido que sufrir
tanto?
—Katherine, por favor, ¿crees que el accidente fue obra de alguna clase
de hechizo? O peor aún, ¿obra de Dios?
Elizabeth la miraba consciente por primera vez de la desajustada imagen
de la realidad en la que su sobrina había vivido tantos años. Nadie se dio
cuenta de las invisibles secuelas que ella padecía, preocupados como estaban
de las visibles de Emma. Katherine estaba temblando y trataba de sujetar ese
temblor con sus manos apretadas.
—Escúchame. —Elizabeth la cogió de las manos y la miró a los ojos⁠—.
Lo que sucedió fue un accidente, cosas de niños. Los niños hacen travesuras y
a veces, por desgracia, suceden cosas que nadie desearía. No fue culpa tuya,
fue una persona adulta e irresponsable la que dejó cociendo sin vigilancia un
cazo de agua con azúcar. Tú no querías que nada malo le sucediera a Emma,
por muy enfadada que estuvieses. Y no la empujaste hacia el fuego, fue ella la
que tomó la decisión de apartarte, como habría hecho yo, tú o cualquiera que
hubiese estado presente. Fue un acto no premeditado fruto de las
circunstancias. No tienes que vivir tu vida como si tu belleza justificase las
cicatrices de Emma, porque eso no va a aliviarla en absoluto. Tu hermana
tendrá que vivir con las consecuencias de lo que pasó y estoy segura de que
sabes que no va a permitir que eso le impida hacer nada que de verdad quiera
hacer. Lo sabes, ¿verdad?
Katherine negó con la cabeza con el rostro anegado en lágrimas.
—No voy a creerme nunca que no quiere casarse.
—Por supuesto que querría encontrar a alguien con quien compartir sus
sueños, sus preocupaciones y sus alegrías, pero si crees que aceptaría a

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cualquiera de esos que la han menospreciado por no tener un hombro bonito,
es que no la conoces en absoluto. El hombre capaz de conquistar el corazón
de tu hermana será un león, no un corderillo. Y un león no tiene miedo de
unas cuantas cicatrices.
Katherine sentía una presión en el pecho. Confesar todo aquello en voz
alta le había hecho mucho más daño del que esperaba.
—¿Crees que los sentimientos de Alexander hacia ti han cambiado?
—Todo en él ha cambiado —musitó con voz ronca.
—Y aun así está dispuesto a casarse contigo para salvar tu honra —⁠sonrió
Elizabeth.
Su sobrina la miró con fijeza.
—¿Y si lo que quiere es vengarse de mí?
—¿Qué?
—¿De verdad nadie lo ha pensado? Yo lo rechacé, lo desprecié de un
modo muy cruel. ¿Por qué no habría de vengarse? Si me caso con él me
tendrá a su merced, podrá hacer conmigo lo que quiera.
—Su vida no ha sido fácil y aun así a mí me parece un hombre de fiar.
Katherine se mordió el labio y asintió. Después de todo, tampoco es que
tuviese una fila de pretendientes en la puerta dispuestos a limpiar su buen
nombre.

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Capítulo 17

—Siéntese. —El barón le señaló el sofá y esperó hasta que Alexander tomó
asiento para hacer lo mismo⁠—. Ante todo permítame agradecerle…
—No es necesario que me agradezca nada, señor Wharton, solo lamento
no haber llegado antes de que ese malnacido la… molestara. —⁠La furia que
sentía enervó sus músculos y lo obligó a contenerse⁠—. Cada vez que me
acuerdo me hierve la sangre.
—No sabe cómo le entiendo. —⁠Frederick dejó escapar el aire de sus
pulmones y trató de sonreír⁠—. Pero está usted aquí para otra cosa.
—Así es.
—Antes de que diga nada de lo que luego pudiera arrepentirse, quiero que
sepa que no tiene por qué…
—Amo a Katherine.
El barón se quedó con la palabra en la boca, pero enseguida averiguó que
había más. El conde se libró del antifaz y lo miró con unos ojos claros y
limpios de expresión sincera.
—Y no estoy ciego.

—¿No tardan mucho? —preguntó Harriet, más nerviosa que su hermana.


—Llevan más de una hora hablando —⁠corroboró su madre⁠—. No sabía
que tuviesen tanto que decirse.
—Papá se lo estará poniendo difícil —⁠dijo Elinor sin ganas de bromear.
Lo que le había pasado a Katherine la había dejado sin humor⁠—. Querrá estar

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seguro de que va a ser un buen marido. ¿Cómo se sabe eso, mamá? ¿Qué
preguntas crees que debe hacerle para saberlo?
—Bueno, en primer lugar se habla de la economía, claro, pero en el caso
del conde está más que asegurado el bienestar de Katherine. A continuación
hablarán de los hijos y de dónde van a vivir…
—Pues una hora hablando de eso debe ser de lo más divertido —⁠dijo
Elinor quitándose una de las horquillas que le molestaban al apoyar la cabeza
en el reposabrazos del sofá.
—Siéntate bien, niña, el conde puede aparecer en cualquier momento.
Katherine no podía quitar la vista de la puerta. ¿Y si había cambiado de
opinión? ¿Y si su padre se había negado a concederle su mano después de lo
que habían hablado? ¿Y si Alexander había dicho algo que le molestase?
¿Algo cómo qué? Se había ofrecido él…
—Si vuestro padre da el visto bueno dejaremos a Katherine con el conde
para que pueda… declararse como es debido —⁠advirtió la baronesa⁠—.
Harriet, nada de quedarte rezagada, cuando yo me levante salís todas detrás
de mí. ¿Me has oído bien?
—Sí, mamá —dijo disgustada con la idea, se había hecho ilusiones de
presenciar el momento.
—Muy bien. Katherine, estás tan tensa que pareces a punto de saltar para
colgarte de la lámpara. Anda, hija, relájate un poco que vas a asustar a
Alexander.
La puerta del salón se abrió y todas se pusieron de pie para recibir a los
dos caballeros.
—Alexander y Katherine tienen que hablar —⁠dijo el barón desde la
puerta.
—Vamos, niñas, vamos. —Acució su esposa llevándolas hacia la salida
con gran maestría.
Antes de cerrar la baronesa miró a su hija para infundirle valor, pero
Katherine tenía los ojos fijos en el conde y su madre rogó mentalmente
deseando que las cosas salieran bien para ella.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Alexander cuando se hubieron sentado


uno frente al otro.
—Bien, gracias. ¿Y usted?
—Bien también.
—Me alegro.

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—¿Le apetece un té? Puedo…
—Llegados a este punto creo que deberíamos tutearnos —⁠la interrumpió.
Ella asintió brevemente sin recordar que él no podía verla.
—He hablado con tu padre y está de acuerdo en que nos casemos cuanto
antes. Así que solo me queda preguntarte si aceptas ser mi esposa.
¿Así? ¿No había una declaración, un anillo…?
—Acepto.
¿Así? ¿No había una risa nerviosa, un suspiro…?
—Bien. Entonces fijemos la fecha cuanto antes. Mi intención, y tu padre
está de acuerdo conmigo, es que sea una boda rápida para acallar las
habladurías. Los Waterman no son especialmente dados a esparcir rumores,
pero en estos casos es mejor no arriesgarse.
Alexander hablaba sereno y distendido, como si estuviesen tratando del
menú de la cena, pero eso no la tranquilizaba en absoluto, al contrario,
Katherine se sentía cada vez más abrumada por sus propios sentimientos y le
costaba mantener una postura relajada mientras hablaban de casarse.
¡Casarse! ¡Ellos dos! Sintió un estremecimiento al pensar en la intimidad que
deberían compartir…
—No tienes nada que temer de mí —⁠siguió él con la misma calma⁠—. Soy
un hombre culto y de buena conversación, y pretendo ser un buen compañero.
—¿Compañero? —Si hubiese podido verla le habría divertido su
expresión de sorpresa.
—No quiero que estés asustada ni preocupada por tus deberes conyugales.
Soy consciente de que este es un matrimonio de conveniencia en el que no
tienen cabida los sentimientos. No pretendo exigirte nada en ese sentido.
¿Por qué sonríe? ¿Qué es lo que te hace gracia, porque yo no se la veo?
—Alexander… —¿Cómo se lo pregunto?
—¿Sí? —La animó solícito.
—¿Por qué… te casas conmigo?
—Soy muy rico y algún día seré duque. Necesito una esposa.
¿Ya está? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—Pero habrá otras candidatas mejores que yo. Tan solo soy la hija de un
barón y…
—¿Has cambiado de opinión?
—¡No! —Se apresuró a decir—. Pero quiero entender por qué querrías
casarte conmigo si no…
Alexander frunció el ceño expectante. Su corazón se aceleró ante un
inusitado pensamiento.

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—Habla sin miedo —dijo con voz profunda⁠—. Si vamos a convertirnos
en esposos debemos tenernos confianza.
—Has dicho que no vamos a consumar el matrimonio…
—Así es —aclaró él conteniendo una expresión de regocijo⁠—. Soy un
caballero y cumpliré mi promesa.
—Pero… es mi obligación darte al menos un hijo.
—Tus obligaciones se limitarán a comportarte como mi esposa cuando
estemos en público y frente a los criados. Nada más. Sé de sobra que puedo
confiar en ti y espero haberte demostrado que soy un hombre leal y honesto
que sabrá tratarte con el respeto que mereces.
—¿Mi padre está de acuerdo con… esto?
—En cuanto le he expuesto la situación ha comprendido que es la mejor
solución para los dos. Tú evitarás el escándalo y yo consigo una hermosa
esposa por la que me envidiará todo Londres.
Un viento helado atravesó la habitación y fue directo a instalarse en el
corazón de Katherine. Acababa de convertirla en un jarrón con flores.
—Así sea —dijo seca.
—Bien, pues solo queda un pequeño detalle —⁠dijo él, y sacándose una
cajita del bolsillo se la ofreció sin más florituras⁠—. Ha pertenecido a mi
familia desde el primer duque Greenwood, allá por el mil seiscientos cuarenta
y tres, más o menos.
Katherine abrió la caja y observó la borrosa forma de un anillo. Parpadeó
varias veces tratando de librarse del agua que no la dejaba ver y se mordió el
labio tratando de contener sus emociones. Una esmeralda rodeada de
diamantes engarzados en oro. ¿Qué novia no lloraría al recibir un objeto tan
valioso?
—Es precioso —musitó.
—Estoy seguro de que lucirá perfecta en tu dedo.
La novia se puso ella misma el anillo sintiendo un gran peso en su
corazón.

Tras los primeros momentos de desánimo por todo lo sucedido, Katherine


decidió reponerse y cambiar una actitud que no le aportaría nada bueno. Es
posible que la alegría en la que vivía su familia todo el día ayudara a cambiar
su ánimo. Había mucho que hacer y lo más importante era saber dónde iban a
vivir. Como no había tiempo de preparar la casa que los duques querían
regalarles decidieron que se instalarían en la mansión de Whitefield mientras

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duraba la temporada social en Londres. De ese modo ya no estarían
disponibles para asistir a los eventos que se organizasen, pero tendrían la
intimidad que supone desean unos recién casados.
Contra todo pronóstico, la duquesa fue muy amable con Katherine en todo
momento. Ella había esperado cierto resquemor después de lo sucedido con
Lovelace, pero su futura suegra, por el contrario, la acogió con sumo cariño y
la trató como si verdaderamente fuese la mejor elección para su hijo. Contó
con ella para organizar los preparativos de la boda en Londres y le repitió una
y otra vez que podía hacer los cambios que precisara durante el tiempo que
viviesen en Whitefield.
Las gemelas también estaban entusiasmadas y se tomaron la libertad de
visitarla a diario, tesitura que les permitía, además, profundizar en su amistad
con Harriet a la que habían cogido un sincero aprecio.
Todo el mundo parecía contento y entusiasmado con la boda, así que ¿por
qué iba ella a estropearlo?
—¿Todos esos baúles son tuyos? —⁠Elinor miraba a su alrededor con
incredulidad⁠—. Pero ¿qué llevas en ellos?
—Mis cosas.
—¿Tus cosas? ¿El conde lo sabe? Porque va a necesitar tres coches para
trasladar todo esto a Whitefield y después otros tres para llevarlos a vuestra
nueva casa.
—He dejado sobre tu cama el vestido gris de montar que tanto te gusta
—⁠dijo su hermana con una sonrisa cómplice.
Elinor abrió los ojos sorprendida y después se lanzó a abrazarla haciendo
que las dos se tambaleasen peligrosamente.
—Sabía que te alegrarías —afirmó Katherine riendo.
—¡Adoro ese vestido! Incluso le pedí a mamá que me hicieran uno
idéntico, pero dijo que no se repetía un patrón en esta familia.
—Está nuevo, lo he usado solo un par de veces. Aunque tendrás que
esperar un poco aún para poder ponértelo —⁠sonrió traviesa⁠—. Hay cosas que
aún tienen que crecer un poco más.
—¡Katherine! —exclamó ruborizándose.
—¿A qué se debe tanto alboroto? —⁠preguntó Emma mirándolas desde la
puerta abierta⁠—. ¡Madre mía! ¿Todo esto es tuyo? Mamá tenía razón cuando
decía que tienes demasiada ropa.
—Hay un montón de vestidos que no me he puesto ni una vez, pero
supongo que ahora tendré muchas oportunidades de usarlos. Me irá bien tener
donde elegir.

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—El conde ya estará pensando en hacerte un ropero completo —⁠dijo
Caroline pasando al lado de Emma para ir a sentarse en su propia cama⁠—.
Toda esta ropa será para tus criadas.
—Mi ropa está perfecta —dijo Katherine orgullosa⁠—, no tengo de qué
avergonzarme.
—Vas a ser condesa, supongo que debe haber alguna diferencia.
—Pues Lavinia Wainwright no debe conocerla —⁠comentó Elinor⁠—,
siempre lleva los mejores vestidos y su familia carece de título.
—Su padre tiene mucho dinero y le encanta que todos lo sepan —⁠dijo
Caroline.
—No hablemos de cosas desagradables —⁠dijo Emma sonriendo⁠—.
¡Mañana es la primera boda de las Wharton!
—Estoy muy nerviosa —confesó la novia⁠—. Temo ponerme a temblar o
desmayarme. ¿Y si no respondo correctamente?
—No es muy difícil, solo tienes que decir que sí —⁠se burló Elinor.
—Ya sabéis lo que quiero decir.
Emma la cogió de los hombros y la llevó hacia la puerta.
—Todo va a salir muy bien. Esto es lo que tú quieres, ¿verdad?
Katherine asintió.
—Pues ya está, no hay nada de lo que preocuparse.
—¿Adónde me llevas? —preguntó cuando salieron de la habitación.
—Mamá ha dicho que quiere hablar contigo a solas…
Katherine se detuvo en seco y se soltó de su hermana.
—¿De qué quiere hablar?
—Me temo que de lo que estás pensando.
La novia sintió que le ardían las mejillas.
—¿Ahora?
—Supongo que querrá hablarlo antes de que te marches. Ya no puede
retrasarlo mucho más —⁠sonrió Emma, aunque sus mejillas también ardían.
—¿Qué crees que va a decirme?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Eres la primera en casarse, no tengo
experiencia en el tema. Alguna ventaja debía tener —⁠dijo esto último en voz
apenas audible.
—Pero será horrible que mamá me hable de «eso» —⁠negó con la
cabeza⁠—. Dile que no me has visto.
—No seas tonta, vendrá a buscarte ella misma.
—Pero… Es que… —Se llevó las manos a las mejillas para calmar el
sofoco⁠—. Ven conmigo.

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—¿Qué? ¡No! —se rio su hermana—. Para una vez que puedo sacar
partido de ser la solterona de las cinco.
—Emma, por favor.
—Que no, te digo —la empujó caminando detrás de ella⁠—. Vamos, está
en el saloncito esperándote.
—Pero…
—No hay pero que valga.
Bajaron las escaleras y una vez en el vestíbulo Emma cambió de dirección
para ir a las cocinas.
—Ni lo pienses —advirtió al volverse y ver que su hermana se detenía⁠—.
Cuanto antes pases el trago, antes podrás olvidarlo.
Katherine suspiró resignada, irguió los hombros y se dispuso a pasar el
mal trago. La baronesa estaba sentada en el sofá colocado junto al ventanal
que daba al jardín trasero de la casa. Le gustaba sentarse allí, lejos del ruido
de la calle principal.
—¡Por fin! —exclamó al ver a su hija⁠—. Sí que has tardado.
—Estaba organizando los baúles, mamá. Tengo mucho que hacer —⁠dijo
sin sentarse⁠—. Deberíamos hablar en otro momento.
—Esto no puede esperar más. —⁠Dio unos golpecitos en el asiento y
esperó a que ella se acomodara⁠—. Ya sé que te mueres de la vergüenza, pero
tengo la obligación de advertirte para que no pases un momento demasiado…
incómodo.
—Mamá…
—¿Prefieres llegar a la noche de bodas sin saber lo que te espera? Ya te
digo yo que no…
—Pero… —Estuvo a punto de decirle que no tenía de qué preocuparse,
que no iba a tener noche de bodas, pero se calló a tiempo.
Estaba segura de que esa conversación sería mucho más desagradable de
lo que lo era la presente.
—Cuando yo me iba a casar, tu abuela me habló como voy a hablarte yo,
y te aseguro que después se lo agradecí muchísimo. ¡Menudo susto me habría
llevado al ver a tu padre de no saber lo que me iba a encontrar!
—¡Mamá! —Las mejillas de Katherine no podían estar más rojas, era
físicamente imposible.
—Está bien, no mencionaremos a tu padre. —⁠Se alisó la falda mientras
organizaba sus pensamientos⁠—. Vamos a ver, tú sabes lo que tienen los
hombres ahí abajo, ¿verdad?

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—Sí, mamá, he visto al hijo de la señora Gibbs haciendo pis muchas
veces.
—Ay, hija, existe una gran diferencia entre lo que verás en tu noche de
bodas y esa cosita con la que orina el pequeño Tom. Entre otras cosas, el
tamaño.
—Lo supongo —desvió la mirada y se sujetó las manos para no tirarse de
los pelos.
—Bien. ¿Y sobre el proceso?
—¿Se parece en algo a lo que hacen los perros?
—¡Ay, niña, claro que no! ¿Cómo va un hombre a copular con su esposa
mientras ella se pone a cuatro patas? ¿Estás loca? ¡Madre mía! Menos mal
que he decidido tener esta conversación. Tú tendrás que tumbarte en la cama,
bocarriba, solo eso.
—Creo que sabré hacerlo —musitó esforzándose en no visualizar la
escena.
—Entonces él se pondrá sobre ti y…
Katherine envió su atención muy lejos de allí al tiempo que cerraba los
oídos recitando mentalmente las estrofas de un poema que se sabía de
memoria. Aun así, no pudo evitar que se colase algún «orificio», «empujar» y
«dolor» entre las palabras del poeta. Así que cambió el poema por una vieja
cancioncilla que no cantaba desde que era una niña y de la que apenas
recordaba la letra. ¿Era una alondra o un faisán? No estaba segura, así que
probó ambas versiones y poco a poco la letra fluyó sin problemas.
—¿Quieres hacerme una pregunta? ¡Hija! —⁠La sacudió cogiéndola del
brazo. Estaba claro que se había quedado en shock, pobrecita⁠—. Te digo que
si quieres preguntarme algo.
—¿Eh? ¿Preguntar? No, no, mamá, me lo has explicado muy bien. Menos
mal que has decidido tener esta conversación, no habría sabido qué hacer de
no ser por ti. —⁠Se levantó y caminó hacia la puerta⁠—. Voy a seguir
preparando mi equipaje.
La baronesa vio a su hija salir del salón y frunció el ceño confusa. ¿De
verdad no tenía ninguna pregunta que hacerle? Se encogió de hombros.
Estaba claro que las jóvenes de hoy en día eran mucho más avispadas de lo
que lo era ella en su época. La primera vez que su madre le habló de aquello
no entendió absolutamente nada. Ni siquiera sabía que había un lugar en su
anatomía por el que se podía introducir algo. Mucho menos que ese «algo»
fuese «aquello». Y cuando lo entendió le entró el pánico. Un pánico que no

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había visto en su hija en absoluto. Katherine parecía de lo más tranquila.
Movió la cabeza asombrada y soltó un sonoro suspiro.
—En fin, yo he hecho lo que tenía que hacer. —⁠Se levantó y salió del
saloncito sintiéndose orgullosa de sí misma.
Esa noche Katherine no pudo dormir imaginando a Alexander encima de
ella, con cara de sufrimiento tratando de meter «aquello» por «aquello otro»
con gran esfuerzo y mucho dolor por su parte. Además, ahora sabía dos cosas
que no le interesaba saber lo más mínimo. Que mientras el hombre disfruta
siempre del acto, la mujer está a expensas de la pericia de su esposo y solo
«de vez en cuando» le resultaría placentero. Y la otra, menos agradable aún,
que un hombre siente ese placer con cualquier mujer, independientemente de
si la ama o no.
¡Maldita canción estúpida que no había servido de nada!

Katherine estaba parada frente al espejo y se miraba ensimismada. El día


anterior los Wharton se habían instalado en casa de los duques, pues la boda
sería en la ermita que había en la propiedad. Elizabeth y Emma la habían
ayudado a vestirse y cuando estuvo lista corrieron a ponerse sus vestidos por
lo que en ese momento estaba sola en aquella enorme y lujosa habitación que
le resultaba extraña.
No era así como había imaginado el día de su boda. En sus fantasías
siempre se veía a sí misma como una joven enamorada e ilusionada y al
elegido como un príncipe galante y fuerte que la protegería de todo peligro.
Una ilusión digna de la propia Harriet, sin duda. Sonrió al pensar en su
hermana. Qué desilusionada estaría si supiese la verdad de aquel matrimonio.
Allí no había amor ni príncipes ni princesas. Tan solo dos personas que se
convienen.
La puerta se abrió y se volvió convencida de que sería alguna de sus
hermanas.
—Alexander —dijo sobresaltada—, no deberías estar aquí…
Él sonrió burlón y se acercó a ella.
—Tranquila, no traeré mala suerte a esta unión, sigo tan ciego como ayer.
Quería darte esto. —⁠Abrió la caja que sostenía en las manos.
Katherine lanzó una exclamación sorprendida ante un objeto tan hermoso.
Se trataba de uno de esos palitos japoneses, kanzashi lo había llamado él
cuando hablaron del cuadro de su estudio.

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—Es un regalo que me hizo lady Wilford cuando nos despedimos antes de
partir hacia China. Vivimos en su casa dos meses y congeniamos mucho.
—¿Lady Wilford? —Katherine se imaginó a una joven, elegante y
sofisticada, acostumbrada a viajar y…
—Es la viuda de Henry Wilford. Su marido era diplomático. Amaba tanto
aquel país que cuando su esposo murió optó por quedarse donde había vivido
sus años más felices. Me regaló este kanzashi para que mi esposa lo llevase en
nuestra boda y así ahuyentar los malos espíritus que pudiesen amenazar
nuestra felicidad. —⁠Sonrió con dulzura⁠—. No tienes que ponértelo si no
quieres.
Katherine lo sacó de la caja y se fue hasta el espejo para colocárselo bien
sujeto al peinado.
—No estoy segura de si es así cómo se pone —⁠musitó sonriéndole al
espejo.
—Ojalá pudiera verte ahora mismo… —⁠deseó él.
La novia sintió un estremecimiento cuando él la cogió de la mano y su
corazón se aceleró mientras jugueteaba con sus dedos.
—Katherine, yo…
—¿Aún no…? —Caroline se detuvo asustada⁠—. ¡Pero el novio no
puede…!
—Tranquila, ya me marcho —Alexander se dio la vuelta y chocó con una
mesita antes de recuperar el camino correcto.
Katherine se sorprendió, nunca lo había visto chocar con nada y mucho
menos en un lugar que le era familiar.
—¿Es que queréis tener mala suerte? —⁠Caroline se acercó a su hermana
mirándola con severidad.
La novia se volvió de nuevo hacia el espejo y se aseguró de que el
kanzashi estaba bien sujeto. Sonrió. Estaba protegida.
Desde luego aquella no fue la boda que los Wharton habían imaginado
cientos de veces. El vestido de Katherine era precioso y las flores engalanaron
el gran salón de la mansión de los Greenwood, pero hubo muy pocos
invitados y los contrayentes se casaron en una pequeña capilla y no en una
catedral. La rapidez con la que se ultimaron los detalles para que nada pudiera
retrasar el enlace evitó que los rumores se extendieran, pero también impidió
que se convirtiese en la boda del año.
—Todo irá bien —dijo el barón cogiendo la mano de su esposa⁠—. Ya lo
verás.

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La baronesa no podía dejar de llorar y agradeció las palabras de su esposo,
aunque en esos momentos no pudiese creérselas.
El momento de despedirse de sus hermanas fue tan duro como Katherine
esperaba. Nunca había estado lejos de ellas y saber que se iba a una casa en la
que tendría la única compañía de un esposo que se había casado con ella por
interés, no le resultaba nada halagüeño. No tendría a nadie a quien pedirle
consejo, ni a quién contarle sus tribulaciones, ni tampoco alguien que la
ayudase a evadirse contándole alguna de sus lunáticas fantasías. Cuando se
abrazó a Elinor se dio cuenta de que incluso echaría de menos que su hermana
pequeña se burlase de ella por preocuparse por una arruga en el vestido o una
marca de las sábanas en su mejilla.
Los pocos invitados comentaron en público lo guapos que estaban los
novios y la magnífica pareja que hacían, pero luego, en los salones privados y
al amparo de miradas no deseadas, hablarían de lo estrambótico que resultaba
que una mujer tan bella acabara casada con el único caballero distinguido que
no podía disfrutar de tamaña perfección. ¡Pues vaya para lo que le ha servido
ser considerada la mujer más hermosa de Inglaterra! Decían unos. ¡Para
conseguir al más rico de todos los candidatos posibles! ¿Te parece poco?
Respondían otros. Pero en lo que todos estaban de acuerdo era que aquel
matrimonio escondía un secreto que valdría la pena desvelar.

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Capítulo 18

Katherine lo miraba sin disimulo, en el carruaje no había nadie más, aparte de


ella y Cien Ojos, y el perro no iba a juzgarla por su escrutinio. Alexander se
había comportado como un auténtico caballero en todo momento. Solícito con
su madre y sus hermanas, respetuoso con su padre, educado con los invitados
y atento con ella. Su voz durante la ceremonia había sonado segura y firme,
sin fisuras. Al contrario que la de ella. Había titubeado, carraspeado y
respondido con voz temblorosa. En algunos momentos estaba tan nerviosa
que no supo responder a los buenos deseos que le trasmitían los allí presentes
y había dado las gracias a la señora Woodhouse cuando mencionó lo mucho
que echaba de menos a su esposo. Se sacudió aquellos pensamientos que la
avergonzaban y se concentró en el rostro de su ya esposo. Qué sensación tan
agradable poder mirarlo cuanto deseaba sin temor a ser descubierta. Imaginó
cómo sería aquel viaje si fuesen un matrimonio de verdad, si se amasen. ¿Se
le permitía a una esposa sentarse en el regazo de su marido? Su madre no le
había hablado de esos detalles. ¿Por qué no iba a poder hacerlo? Serían el uno
del otro. Le rodearía el cuello con sus brazos y lo besaría en la mejilla. Sonrió
sintiendo que su corazón se aceleraba y su respiración también. Entonces él se
giraría y la besaría en los labios.
—¿Te ocurre algo?
La voz de Alexander le provocó un respingo y sus mejillas se tiñeron de
rojo rápidamente.
—Nnno, ¿por qué?
—Tu respiración se ha vuelto agitada.

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¡Maldita sea! ¿Voy a tener que vigilar hasta cómo respiro?
—¿Estás muy cansada? —siguió él, aparentemente indiferente⁠—. Ha sido
un día muy largo.
—Un poco.
—¿Querrás cenar algo cuando lleguemos? Seguro que la señora Rodwell
habrá hecho que nos preparen algo. —⁠Acarició al perro que dormitaba a su
lado.
—La señora Rodwell es el ama de llaves, ¿verdad? Tu madre me habló de
ella.
Alexander asintió.
—Aunque más que una ama de llaves parece una ama de cría —⁠sonrió⁠—.
Ya lo verás, te sorprenderá lo campechana que puede llegar a ser. No te
asustes si cuando te coja confianza se le escapa alguna muestra de cariño. No
puede evitarlo. Recuerdo que cuando era niño mi madre la regañaba a
menudo por tomarse tantas confianzas conmigo, pero no servía de nada, a los
pocos días se olvidaba de ello y volvía a comportarse igual.
Ella sonrió. Durante unos minutos permanecieron en silencio.
—La señora Rodwell conoce nuestra situación, no te preocupes —⁠dijo
Alexander.
Apoyó la cabeza en el respaldo y Katherine comprendió que él sí estaba
cansado. Tenía unas profundas ojeras y estaba algo pálido.
—¿A qué te refieres? —preguntó confusa.
—A los motivos reales de nuestro matrimonio. Tuve que explicárselo para
que comprendiera la necesidad de que tuviésemos habitaciones separadas. Es
muy perspicaz y se habría dado cuenta enseguida de que no dormimos juntos.
—Ah, sí.
Un ligero frunce en su frente, que pasó desapercibido para Katherine,
mostró su sorpresa al percibir un deje de decepción en su voz. Irguió la
cabeza activando sus sentidos.
—Propuso que tuviéramos habitaciones comunicadas, pero yo quería que
te instalaras en la del torreón y esa no tiene. —⁠Sonrió⁠—. No es un torreón de
verdad, pero su forma semicircular hizo que la bautizara así de niño. Ha sido
mi habitación todos estos años y por eso quería que fuese la tuya. Es la que
tiene mejores vistas y pensé que merecía la pena que las disfrutases tú, ya que
yo no puedo.
—Y… tú ¿dónde estarás? —preguntó con timidez.
—En ese mismo pasillo. Muy cerca.
Katherine se mordió el labio inquieta.

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—¿Y ya han sacado tus cosas?
—Sí, tranquila —sonrió sin humor⁠—, no queda nada mío allí dentro.
—No lo decía por eso. Yo… No me parece bien que tengas que renunciar
a… —⁠¿Por qué no le salían las palabras?
Alexander se sentía confuso. Percibía un cambio en ella que no sabía
cómo catalogar. Temía dejarse llevar por sus propios deseos y se sacudió
aquellos pensamientos de un manotazo antes de cometer un error
imperdonable que lo estropease todo. Katherine era ahora su mujer. Su mujer.
Sintió una garra estrujándole las entrañas. Creyó que se sentiría aliviado
cuando ese hecho se diese, pero había algo agridulce en aquella certeza. Era
su mujer, pero no podía tocarla. No podía librarse de su antifaz y confesarle la
verdad para que pudiesen amarse y ser felices al fin. Ella no lo amaba. Se
había casado con él para proteger a su familia del escándalo. Saber que no
estaba ciego aliviaría su angustia, pero no le daría a él más que un montón de
dudas con las que tendría que vivir el resto de su vida.
Ninguno volvió a hablar y cuando bajaron del carruaje Katherine estaba
hecha un manojo de nervios. Alexander la cogió de la mano y fue él quien la
guio hasta la entrada con Cien Ojos a su lado.
—¡Señorito Alexander! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué alegría!
Una regordeta mujer con un vestido color malva corría hacia ellos con los
brazos extendidos y al llegar a su alcance se abrazó al conde sin ningún
miramiento lo que provocó una risa divertida en él y una expresión de
sorpresa en su esposa.
—Hola, Regina.
—¡Enhorabuena, mi niño! —La mujer apoyaba la mejilla en el pecho
masculino con lágrimas en los ojos. Se separó de él y miró a Katherine de
arriba abajo⁠—. Señora Greenwood, es usted mucho más hermosa de lo que
me habían dicho. Parece un ángel bajado del cielo.
Katherine sintió los aprisionadores brazos de la mujer rodeándola sin
pudor y no supo cómo reaccionar.
—¿Has visto muchos ángeles, Regina? —⁠preguntó Alexander con tono
divertido.
—No me hace falta verlos para saber que se parecen a ella. Vamos,
entremos en casa, debéis estar agotados. —⁠Caminaron juntos hacia la casa⁠—.
Ya lo he dispuesto todo como tú dijiste. La señora estará en la habitación del
torreón y tú en la del balconcito. Es mucho más pequeña, pero seguro que te
apañas. En menudos sitios habrás estado durante ese viaje que has hecho.

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—Pasé una semana en un cuarto que no medía más de dos metros de
largo.
—¡Válgame Dios! Eso es casi lo que mides tú, no podrías ni tumbarte. No
entiendo por qué tuviste que irte, con lo bien que se está aquí. ¿Y quién es
este perrito que no se separa de ti?
—Te presento a Cien Ojos, cuida de mí desde que lo adopté.
El ama de llaves se agachó a acariciarlo y el perro se dejó hacer con
agrado.
—Es un perro muy bonito. Me gusta —⁠afirmó Regina e incorporándose
miró a Katherine⁠—. La señora no habla mucho.
—Dale tiempo —pidió Alexander con voz dulce⁠—. Está asustada.
—No estoy asustada —negó ella—. Gracias por la bienvenida, señora
Rodwell.
—¿Señora Rodwell? —La mujer la miró con el ceño fruncido⁠—. ¿Quién
es esa? Llámeme Regina, como todo el mundo.
Katherine no pudo evitar sonreír, jamás había conocido a nadie como ella.
Entraron en la casa y se detuvieron en el vestíbulo. Las majestuosas escaleras
atraían toda la atención y su alfombra roja y brillante la vestía impoluta hasta
el primer rellano. Después se dividía en dos brazos a izquierda y derecha para
subir a la primera planta. Todo el mundo sabía que la casa de los duques era
magnífica, pero Katherine estaba completamente subyugada y aún no había
visto nada.
—¿Queréis comer un refrigerio o preferís descansar?
Katherine se fijó de nuevo en el aspecto demacrado de Alexander y tomo
la iniciativa.
—Mejor descansar —dijo—, hemos comido suficiente por hoy y ha sido
bastante agotador.
—¿Busco a alguien que se ocupe de Cien Ojos?
—No, Regina, el perro se queda conmigo.
—Bien, pues avisaré de que ya pueden recogerlo todo en la cocina —⁠dijo
caminando en esa dirección⁠—. Buenas noches.
—Buenas noches —respondieron ellos.
Alexander extendió el brazo para ofrecerle su mano y juntos se dirigieron
hacia las escaleras.
—Es una casa realmente preciosa —⁠dijo maravillada⁠—. Había oído
hablar de ella, pero creí que exageraban en sus alabanzas.
—Me alegra que te guste.

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Una vez en la primera planta avanzaron por un pasillo con las paredes
tapizadas en damasco azul turquesa. Alexander se detuvo frente a una puerta
y soltó su mano para abrirla, echándose a un lado para dejarla pasar a ella
primero. Katherine entró en una habitación masculina decorada en tonos azul
oscuro con algo de burdeos, una cama de cuatro postes, alta y de madera
oscura, que se apoyaba en la pared de la derecha mirando hacia el ventanal
semicircular. Así que esa era la torreta. Sonrió. Estaba claro que solo un niño
habría bautizado con ese nombre aquel pequeño espacio.
Alexander esperaba alguna exclamación sorprendida, alabanzas
emocionadas…
—¿No te gusta?
—Mmmm… Es muy… masculina.
—No te gusta —dejó caer los brazos decepcionado.
—¡No! Sí, está… bien. —Caminó sobre la alfombra, también de color
azul oscuro y burdeos.
—La odias.
Katherine se rio.
—No la odio. ¿Cómo voy a odiar una habitación? Es solo que…
—⁠Comprendió que lo estaba desilusionando. Se acercó a él y puso en su voz
su mejor sonrisa⁠—. Me encanta.
—Mientes muy mal, Katherine.
—Cierto —aceptó encogiéndose de hombros⁠—. Emma siempre me lo
dice.
—Mañana podrás explorar las otras habitaciones y te instalarás en la que
más te guste.
—De ninguna manera. Mi esposo me ha cedido su habitación y aquí es
donde me quedaré.
Lo dijo sin darse cuenta y no se percató del efecto que ese recordatorio de
su estado provocaba en el rostro de Alexander.
—Quizá con una ropa de cama más alegre y un jarrón con flores en esa
mesita. —⁠Fue diciendo mientras recorría la habitación⁠—. Si no te importa,
me gustaría cambiar el cuadro de los lobos, no me parece una visión muy
plácida para cuando despierte.
—Puedes hacer todos los cambios que desees —⁠dijo él sonriendo⁠—. En
dos meses nos trasladaremos a nuestra propia casa, así que este no volverá a
ser mi cuarto nunca más.
Ahora fue ella la que sintió una extraña zozobra.
—¿Los demás criados saben…?

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—Tranquila, Regina se encarga de eso.
Katherine asintió como si él pudiese verla.
—Supongo que mi recuerdo de esta habitación no es muy auténtico
—⁠musitó acercándose a las ventanas.
—Eras un niño entonces. —Se colocó junto a él⁠—. Todo se ve más
grande cuando eres pequeño.
—Recuerdo que solía quedarme parado frente al ventanal abierto en pleno
invierno. Extrañamente, sentir el frío me aliviaba. Hacía que pudiese imaginar
con mayor nitidez lo que no veía.
Ella lo miró y sin pensar colocó una mano en su brazo.
—Debías estar muy asustado.
Alexander asintió sin cambiar de posición. Sentía que su mano le
quemaba la piel bajo la ropa.
—Nunca hemos hablado del momento exacto, aunque sé que no ocurrió
de repente…
—No. Durante un año tuve una pérdida de visión progresiva. En ese
tiempo hubo un par de episodios aterradores en los que me quedé ciego, pero
mi visión siempre regresaba, aunque cada vez más deteriorada. Hasta el día
que desperté en una completa oscuridad y ya no regresó más.
Ella apartó la mano y se quedó un instante pensativa.
—Eres el único que no me ha preguntado ni una sola vez qué pasó.
Alexander inclinó la cabeza sin comprender.
—Con el vizconde.
El cuerpo de su esposo se tensó y su mandíbula se marcó fuerte bajo la
piel. No esperaba un cambio de tema tan brusco.
—No me hace falta saberlo —⁠dijo con dureza.
—Pero no quiero que pienses que consiguió…
Él se dio la vuelta para dirigirse a la puerta.
—Solo me tocó. —Lo detuvo angustiada⁠—. Tú le impediste… Aún no te
había dado las gracias.
—Lo habría matado —masculló.
—También quería que supieras que yo no sabía que él…
—Basta, Katherine —dijo volviéndose hacia ella⁠—. No necesito que me
expliques nada.
—Pero quiero hacerlo. Yo salí sola, me siguió sin que yo lo supiera y me
abordó contra mi voluntad. —⁠Se acercó a él con mirada suplicante⁠—.
Necesito saber que me crees.
—¿Por qué? ¿Por qué lo necesitas?

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—Porque me importa lo que pienses de mí. Lo que…
No pudo contenerse, la atrajo hacia sí y la besó como había deseado hacer
desde esa mañana cuando le regaló el kanzashi y ella se mostró tan vulnerable
como ahora mismo. La besó sin que pudiera prepararse, con un beso tan
apasionado que la dejó sin aliento en pocos segundos. Sentía que iba a
devorarla con una exigencia absoluta y sin tregua. Se agarró a él sintiendo que
todo su cuerpo ardía presa de un ansia desconocida. Sus manos tiraban de las
solapas de su chaqueta para evitar que se apartara. Gimió contra sus labios sin
saber qué era lo que estaba sintiendo, abrumada y asustada por aquella dura
protuberancia que presionaba su vientre… Alexander se separó con gran
esfuerzo, parecía estar luchando contra un enemigo demasiado poderoso.
—Prometí… —Se llevó las dos manos a la cabeza⁠—. ¡Dios Santo! No
creí que sería tan difícil.
Katherine sentía que le faltaba el aire sin su boca y estuvo tentada de
lanzarse a sus brazos pidiéndole que siguiera. Eso la asustó. ¿Qué clase de
mujer haría algo así? «Una esposa siente placer algunas veces», recordó las
palabras de su madre. ¿Y lo que ella sentía cada vez que él la besaba o rozaba
su piel no era placer? Se mordió el labio asustada. ¿Qué le estaba pasando?
—Tengo que irme —dijo muy serio.
Se dio un golpecito en la pierna para llamar a Cien Ojos y el perro
abandonó su rincón y lo siguió fuera de la habitación. Katherine se quedó
inmóvil durante un buen rato. Su cabeza bullía con pensamientos crueles y
malsanos que la maltrataban sin compasión. La había rechazado, parecía
asqueado de sí mismo por haberla besado. Y ella en cambio… ¿Cómo podía
desearlo tanto? Se llevó la mano a los labios y cerró los ojos recreando sus
caricias. Corrió hasta la cama, se dejó caer boca abajo y, apretando la boca
contra las sábanas, gritó desesperada. Sentía fuego en las entrañas y llevó la
mano allí donde latía esa ansia apretando con fuerza para tratar de calmarla.
Encogió las piernas haciéndose un ovillo y se quitó el kanzashi para lanzarlo
lo más lejos que pudo. Estaba claro que no servía para nada.
En el momento en el que Katherine lanzaba el kanzashi lejos de sí,
Alexander hacía lo propio con su antifaz. Furioso consigo mismo y con un
feroz deseo latiendo entre sus piernas, salió a la pequeña terraza para respirar
un poco de aire y calmar el ardor de su sangre. ¿Cómo había caído tan
pronto? ¡Qué estúpido! ¿Cómo se le ocurría quedarse a solas con ella en su
habitación? ¡La primera noche y ya había estado a punto de romper su
promesa!

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Volvió dentro y se quitó la chaqueta, el pañuelo del cuello y se abrió la
camisa con ademanes nerviosos. Después paseó por la habitación inquieto.
¿Cómo iba a conseguir que ella se enamorase sin que eso lo hiciese
vulnerable a su presencia? ¡La deseaba, maldita sea! Tenía más fe en sí
mismo de la que merecía, estaba claro. Debía encontrar el modo de estar
juntos sin ponerla en peligro. ¿Cómo hacía eso? ¿Le pedía a Regina que
estuviese con ellos en todo momento? ¿Qué clase de pelele haría eso? Tenía
que poder controlarse. Había sido capaz de caminar por una cuerda elevada a
dos metros del suelo sosteniendo el jō como única ayuda. ¿No podía estar
frente a la mujer que amaba sin lanzarse sobre ella?
Se quedó quieto en medio de la habitación, con las manos en la cintura,
inmóvil y expectante, esperando que la naturaleza siguiese su curso. Después
de unos minutos bajó la vista hacia sus pantalones y comprobó que aquello
seguía dispuesto y sin intención de ponérselo más fácil.
—Menuda noche me espera —masculló irritado.
Cien Ojos se acercó a él y lo miró con aquellos ojos entregados. El conde
se agachó frente a él y le cogió la cara entre las manos acariciándolo con los
pulgares mientras sonreía.
—Te sientes extraño en esta casa, ¿verdad? —⁠Se puso de pie y apoyó las
manos en la cintura con cansancio⁠—. Yo también.

Después de una noche de insomnio y de pensar mucho en lo ocurrido,


Katherine bajó a desayunar decidida a empezar de nuevo.
—Buenos días —saludó al entrar al comedor.
Cien Ojos corrió a saludarla y Katherine lo acarició jugando con él.
—Buenos días —respondió Alexander observándola con una sonrisa⁠—.
¿Has descansado bien?
—Muy bien —mintió—. ¿Y tú?
—También.
—¿Me dirás lo que tengo que hacer? —⁠preguntó Katherine sentándose a
la mesa.
—Puedes hacer lo que te plazca. Eres la señora de la casa. Mientras no
esté mi madre, claro —⁠sonrió.
—Pero no quiero estar ociosa, habrá algo que pueda hacer.
—No sé. ¿Qué hacen las damas? Tu madre te habrá explicado…
—Está no es mi casa. De serlo, sabría qué hacer, pero aquí no puedo… Tu
madre ya lo tiene todo organizado a su manera. ¿No hay algo en lo que pueda

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ayudarte? Se me da bien organizar, quizá tengas papeles que archivar.
—¿Quieres trabajar conmigo? —⁠sonrió divertido.
—No sé. No tengo idea de lo que haces. Estoy segura de que Elinor sabría
mucho más que yo, siempre le han interesado esas cosas.
—Tu hermana pequeña es muy atrevida, lo sé.
—Si por atrevida te refieres a que tiene ideas propias sobre cualquier
tema, sí, es muy atrevida.
—He tenido el gusto de oír alguna de sus arengas —⁠dijo con una mueca
traviesa⁠—. Y reconozco que me costó mucho estar a su altura.
—¿Ah, sí? —preguntó dispuesta a sacar las uñas por ella⁠—. ¿Y sobre qué
discutíais?
Alexander parecía divertido.
—Pues la última vez hablamos sobre las geishas.
—¿Qué? —Lo miraba con ojos muy abiertos y expresión asustada⁠—.
¿Que has hablado con mi hermana de… esas mujeres?
—En realidad fue ella la que sacó el tema. Me preguntó si había conocido
a alguna.
—¿A alguna geisha? Pero ¿cómo sabe Elinor? ¡Dios Santo! Cuando
mamá se entere.
—¿Y por qué iba a enterarse? Solo podríamos contárselo tú o yo y te
aseguro que yo no voy a hacerlo.
—Pero…
—¿Qué te parece tan horrible?
—Son mujeres de… mala vida.
—No tienen por qué —negó con la cabeza⁠—. Algunas lo son, desde
luego, pero no todas. En realidad su función es la de entretener por medio del
arte de la música. También pueden «atender» o «agasajar». Esto es lo que ha
dado lugar a esa otra tarea menos edificante.
—¿Y tú…? Quiero decir… ¿Has tenido contacto con…? —⁠No podía
acabar esa frase. De ningún modo podía preguntarle lo que quería saber.
—Si lo que quieres saber es si he conocido a alguna, sí, a varias.
Katherine se puso completamente roja y agradeció que él no pudiese
verla.
—¿Y qué le contaste a mi hermana sobre eso? —⁠preguntó molesta.
—Tranquila, no le dije nada que ella no pudiese entender. Le hablé de
cómo las preparaban desde niñas para ser cálidas, cordiales, a saber escuchar
y la ceremonia del té. Lo que más le gustó fue descubrir que también hay
geishas hombre.

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—¿Hay hombres geisha? —⁠preguntó con voz incrédula.
—Por supuesto, aunque no tantos como antes, según nos contaron.
—Entonces ellos también… No es posible.
—Sí lo es —dijo él con demasiada suavidad.
—¡Dios Santo! —exclamó aterrada⁠—. ¡Tú, no habrás…!
Alexander se echó a reír a carcajadas.
—Tranquila, no tengo gustos tan… poco convenientes.
—Será mejor dejar este tema. —⁠Katherine carraspeó para tratar recuperar
su tono de voz normal.
—Tú has preguntado. Y debo decir que me sorprende lo distintas que sois
Elinor y tú.
—No sabes cuánto.
—En realidad todas las Wharton lo sois.
—Sí, mi madre siempre dice que si no nos hubiera parido ella no se
creería que somos hermanas.
Alexander se levantó dejando la servilleta sobre la mesa.
—Debo irme y lo siento —anunció sonriendo⁠—. Hacía tiempo que no me
divertía tanto en un desayuno. Concretamente desde que me atendió una de
esas geishas de las que hablábamos.
—Muy bonito, comparar a tu esposa con esas mujeres. —⁠Ella también se
levantó sin saber si debía acompañarlo o despedirlo de algún modo. ¿Un beso
tal vez?⁠—. ¿Comeremos juntos?
—He quedado con William —dijo al tiempo que se tocaba la pierna para
llamar a Cien Ojos⁠—, tenemos mucho trabajo que hacer. Volveré tarde.
Diviértete.
Katherine los vio dirigirse a la puerta con ánimo poco festivo.
—Que tengas un buen día entonces —⁠deseó sincera.
Él se detuvo un instante antes de salir.
—Tú también.

En vista de que iba a estar sola y que si no encontraba algo que hacer se iba a
morir de aburrimiento decidió aprender todo lo que pudiera sobre cómo
organizaba la casa la duquesa para así utilizar esos conocimientos cuando
tuviese que encargarse de la suya. Pasó la mañana interrogando a Regina, que
enseguida se ganó su corazón con su simpleza y su generoso trato. El ama de
llaves le explicó todo lo referente a preparar menús, organizar al servicio y
sus tareas y el orden en que debía responder al correo que recibía. Le mostró

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la casa, hasta el último rincón, y después Katherine comió en el comedor
acompañada por un lacayo, Alfred, que se encargaba de servirle la bebida y
retirarle el plato cuando terminaba, para después traerle el siguiente. Por la
tarde habló con la cocinera, la señora Gertrude, y sus dos hijas, Anne y Jane.
También visitó las cuadras y se adjudicó un caballo para salir a montar alguna
mañana. Antes de la cena estuvo leyendo en la biblioteca y cuando le quedó
claro que Alexander no iba a cenar con ella, volvió al comedor para
encontrarse de nuevo con el lacayo.
—¿De dónde eres, Alfred?
—De Birmingham, señora.
—Estás muy lejos de casa.
—Así es, señora.
—¿No tienes familia aquí?
—No, señora.
El joven era muy alto y delgado, tenía el pelo rubio y la cara llena de
pecas.
—¿Hay algo que ver por los alrededores, Alfred?
—Hay una ermita abandonada. Está rodeada de árboles en pleno bosque
de Lonwood. También están las ruinas de un castillo, pero eso es un poco más
lejos, a unas cinco millas hacia Braxton. Si decide ir allí deberá hacerlo a
caballo y no vaya sola, señora.
Katherine asintió.
—Quizá tengas que acompañarme tú, Alfred. —⁠Miró hacia la puerta⁠—.
Parece que el señor es un hombre muy ocupado.
El criado bajó la cabeza y se miró los zapatos. Mejor no decir nada que lo
pusiera en evidencia.
—¿Siempre es así? —preguntó ella mirándolo interrogadora.
—No entiendo la pregunta, señora.
—Me refiero al señor, ¿siempre trabaja tanto?
—Ha estado mucho tiempo fuera, señora, yo no trabajaba aquí entonces.
—Ya veo. —Se mordió el labio pensativa mientras observaba su plato⁠—.
Supongo que se habrá quedado a cenar en casa de William. Cien Ojos habría
disfrutado mucho jugando con estos huesos.
—No se preocupe, haré que se los lleven…
El lacayo enmudeció cuando Katherine clavó sus ojos en él.
—¿Cien Ojos está en casa? —⁠El muchacho no sabía hacia dónde mirar⁠—.
Te he hecho una pregunta.

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—Está en su despacho, señora. Llegó a media tarde con el señor Bertram
y no han salido de allí. Nos pidió que no… la molestáramos.
Katherine abrió y cerró la boca varias veces sin emitir palabra mientras su
rostro iba pasando de la incredulidad a la sorpresa para quedarse al fin en la
decepción. Se levantó apartando la silla y salió del comedor como una
exhalación. Necesitaba estar sola, no quería dar un espectáculo delante del
pobre muchacho, que solo era el mensajero.

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Capítulo 19

—¿No deberías estar cenando con tu flamante mujercita? —⁠William lo


miraba por encima de su vaso de whisky⁠—. La has dejado sola todo el día.
Alexander contemplaba la luna desde la ventana.
—Ya no soporto llevar ese antifaz —⁠confesó.
—¿Y cuánto vas a esperar para confesarle la verdad?
Su amigo se giró para mirarlo.
—Solo llevo un día casado y ya estoy harto de esta situación.
—En un día se pueden hacer muchas cosas —⁠respondió su amigo⁠—.
Claro que, si te lo pasas huyendo de ella, no vas a avanzar mucho.
—Ya te he contado lo que estuvo a punto de pasar anoche. Es una mujer
muy peligrosa.
—Uy, sí, me dan escalofríos cada vez que la tengo delante —⁠dijo
poniendo cara de terror.
—No seas imbécil, William. Solo puedo hablar contigo de esto y me
volveré loco si me lo saco de aquí. —⁠Se tocó la frente con un dedo
repetidamente⁠—. No pienso en otra cosa.
—Te lo dije.
—Sí, me lo dijiste, pero no es que tú tengas mucha experiencia en el tema.
Alguien toco a la puerta dos veces y a continuación la abrió sin esperar
respuesta.
—Buenas noches, caballeros —⁠dijo Katherine al entrar seguida por dos
lacayos⁠—. Les traemos la cena, a los tres, ya que es evidente que no van a

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salir de este cuarto. Déjenlo todo ahí, en esa mesita. ¿Podréis serviros solos o
queréis que se quede alguien para hacerlo?
—Podemos solos —dijo William, quien se levantó del sillón para dejar el
vaso en la mesita y acercarse a las bandejas que olían de maravilla.
—Se nos ha hecho tarde —se excusó Alexander de espaldas, consciente
de que no llevaba el antifaz puesto.
—Ya veo que estabais trabajando. —⁠La ironía en la voz de su esposa fue
tan evidente que a punto estuvo de girarse para mirarla⁠—. No os molesto más.
Buenas noches, señor Bertram.
Los criados abandonaron el despacho.
—Llámeme William, por favor, señora Greenwood.
—Entonces usted tendrá que llamarme Katherine —⁠dijo ella agachándose
para acariciar a Cien Ojos que se había pegado a sus piernas con la cabeza
gacha⁠—. Bonito, también te he traído tu cena.
Llevó al perro hasta el cuenco que habían dejado los lacayos para él y
cuando miró a su esposo vio que seguía dándole la espalda.
—Buenas noches, Alexander —⁠dijo esperando que se girase.
—Buenas noches, Katherine —⁠respondió él sin moverse.
Ella salió del estudio y cerró la puerta suavemente. Se quedó parada con
la mano en el pomo unos segundos pensativa. No llevaba el antifaz, por eso
no se había dado la vuelta. Se preguntó cómo serían sus ojos que no dejaba
que nadie los viese. Bueno, nadie no, William estaba con él. Después de unos
segundos en los que no encontró ninguna respuesta a sus múltiples preguntas,
se encogió de hombros y se alejó de allí. Estaba claro que la había estado
evitando todo el día, si había ido allí era para que supiese que no pensaba
reprocharle nada.
—Casi te pilla —se rio William mientras cogía un muslo de pollo y se lo
llevaba a la boca⁠—. Estaba muerto de hambre.
Alexander tenía las manos en la cabeza y tiraba de su pelo hacia atrás sin
apartar la mirada de la puerta. Soltó el aire en un bufido.
—Parecía molesta, ¿verdad?
—¿Cómo quieres que no esté molesta? Hace solo un día que se convirtió
en tu esposa y la has dejado sola. Tienes suerte de que sea Katherine, en lugar
de gritarte te ha traído la cena.
—Al parecer, estabas muy necesitado —⁠dijo con ironía viendo la
velocidad a la que comía su amigo.
—Me has tenido repasando números toda la tarde y solo me has ofrecido
un whisky. Tus modales dejan mucho que desear.

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Alexander se sentó frente a él en el otro sofá y miró la comida con
desgana. Se recostó contra el respaldo con cansancio.
—En cuanto acabe de comer, me voy para que puedas dormir algo. Si es
que puedes dormir sabiendo que la tienes en la habitación de al lado.
—No me ayudas nada con esa clase de comentarios.
William lo miró despojándose al fin de toda ironía.
—¿Quieres ayuda? Ahí va: No podrás conseguirlo. Así no. Ese empeño
tuyo de que te ame siendo ciego es una estupidez, porque no estás ciego.
Katherine no es tonta, se va a dar cuenta y será mucho peor si no se lo dices
tú. Se ha casado contigo, ¿qué más quieres?
—Lo ha hecho porque se ha visto obligada. Lovelace no iba a casarse y
cuando se supiera…
—Estoy al tanto del asunto, gracias por el recordatorio.
—Jamás se habría casado conmigo de haber tenido otra opción. Lo más
sencillo sería subir ahora mismo a su cuarto, decirle que no estoy ciego y
consumar nuestro matrimonio inmediatamente. Pero ¡la amo, William! Si se
enamora de mí porque ya puedo ver viviré el resto de nuestra vida temiendo
que algo me suceda, ¿de verdad no lo entiendes?
—¿Qué va a sucederte?
—¡No lo sé! ¿Crees que cuando era un niño se me ocurrió alguna vez que
iba a quedarme ciego?
—Eso vale para cualquiera. No puedes estar seguro de lo que harán los
demás en todos los casos.
—No estamos hablando de «los demás», hablamos de mi esposa. Se
supone que uno ha de estar seguro de que la mujer que lo ame lo amará en
toda circunstancia, ¿no?
—No todos somos como la esposa de aquel soldado, Alexander. De
hecho, no creo que haya nadie más como ella en el mundo. Y eso si no es que
Bayan se inventó el cuento.
—Perdí a la mayoría de mis amigos y crecí sintiendo la lástima de los
demás, no su sincero afecto. No quiero eso de ella.
—Edward y yo no te teníamos lástima —⁠dijo William con estudiada
calma.
—Lo sé.
—¿Entonces? Te crees que para los que no hemos pasado por eso es
diferente, pero no es así, Alexander. Todos estamos expuestos a las
reacciones de los demás, no hay nada seguro en esta vida. Katherine te amará

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como ella sea capaz de amar, si es que la dejas. Acéptala como es y disfruta
mientras puedas.
—No puedo vivir con miedo.
—Cuando te quedaste ciego caminabas como si delante tuyo hubiese
siempre un muro con el que ibas a chocar. ¿Te acuerdas de cuando te empujé?
Aquella zanja acabó con gran parte de tu miedo porque comprobaste que no
pasa nada por caerse de vez en cuando.
—¿De vez en cuando? —Soltó una carcajada⁠—. Cuando te conocí pasaba
más tiempo en el suelo que de pie. Eras un bruto.
—Pero no me apartaste de ti —⁠puntualizó William al que no le divertía
recordarlo⁠—. Ni a Edward, a pesar de que te dijese todos los días que eras un
quejica.
—En realidad fuisteis vosotros los que no os apartasteis. Os di muchos
motivos para hacerlo.
—Si te pones sensible me largo.
—Gracias, William. Habéis sido los me…
—Vete a la mierda. —Salió del despacho sin más.
Alexander sonrió burlón. Miró las bandejas llenas de comida y suspiró al
pensar en Katherine. La imaginó en su cama mirando hacia la puerta con
temor. Al pensar en la noche anterior sintió que su cuerpo se inflamaba de
nuevo. Ella había respondido a sus caricias, estaba seguro. ¿Lo deseaba?
¿Podía una mujer desear a un hombre al que no amaba? Cerró los ojos con el
corazón acelerado. Se quedaría allí hasta haberse calmado. Si subía aquellas
escaleras, no podría resistirse.

Katherine asumió que su vida matrimonial iba a consistir en una convivencia


agradable pero sin amor. Así que optó por hacer lo que había hecho siempre:
aceptar la realidad sin oponerse a ella. Los días se sucedían tranquilos y sin
conflictos. Desayunaban juntos y consiguieron establecer temas de los que
hablar que no incidiesen sobre su relación mutua. Ella era amable y solícita
con él, ofreciéndose a ayudarle siempre que le parecía necesario y aceptando
que Alexander rechazara su ayuda, sin sentirse ofendida. Aprendió las labores
de una esposa e hizo algunos pequeños y sutiles cambios en el menú y en las
tareas del servicio. Habló con los decoradores que estaban trabajando en la
casa que Alexander había comprado para ellos y realizó numerosos bocetos
de cómo quería que fuese el jardín. Al principio salía a montar un par de

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veces a la semana, pero pronto conoció los alrededores y había tantos lugares
que le gustaban que se acostumbró a salir a diario.
Alexander trabajaba mucho y un par de veces a la semana dormía en
Londres. A pesar de que su relación no era íntima, lo echaba de menos
cuando no estaba. Se había acostumbrado a las comidas juntos y a las veladas
después de la cena. Se sentaban en el salón y ella leía un libro en voz alta o
charlaban de cualquier tema. Aunque lo que más le gustaba era cuando él le
hablaba de su viaje. Tenía tantas anécdotas maravillosas que ella no se
cansaba de escucharlo.
A veces, como aquella tarde, él regresaba temprano y la buscaba en la
biblioteca donde sabía que la encontraría leyendo. En esa ocasión La Gaceta
de Layton, a la que era muy aficionada.
—¿Qué te hace tanta gracia? —⁠le preguntó al entrar.
—¿Dónde has dejado a Cien Ojos? —⁠preguntó ella al verlo llegar solo.
—Está jugando con los nietos de Gertru —⁠dijo sentándose en una butaca.
—¿Has leído alguna vez el folletín de EW?
—¿Quién es EW?
—Un escritor que no quiere desvelar su nombre, supongo. Escribe
novelas por capítulos que se publican cada semana. En casa siempre los
leíamos juntas Caroline y yo.
—Léemelo a mí —pidió él.
—Es una novela romántica —respondió ella con timidez⁠—, no creo que
sea de tu interés.
—¿Por qué no? El amor no tiene género. —⁠Se levantó de donde estaba y
fue a sentarse a su lado en el sofá⁠—. Adelante, léemelo.
Lo puso en antecedentes para que supiese el cariz y la deriva de la historia
hasta el momento y después comenzó a leer con voz pausada y tono
armónico. En un momento de la lectura la risa hizo que las palabras se
entrecortaran, las pausas se hicieron más largas y, finalmente, llegaron las
carcajadas. Alexander apenas había entendido la mitad de lo que su esposa
había leído, pero su risa era tan contagiosa que no pudo evitar acompañarla.
—¿De qué te ríes? —preguntó ella limpiándose las lágrimas⁠—. Si no se
me entendía nada.
—Tienes una risa contagiosa.
—Quieres decir que soy ridícula. Perdona, no he podido evitarlo, esta
historia es tan divertida…
—Está claro que la escritora tiene buen conocimiento de nuestra sociedad.
Me gustaría saber quién es y por qué nos conoce tan bien.

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—Porque es de los nuestros —⁠dijo ella recuperando la calma⁠—. Caroline
y yo solíamos jugar a adivinarlo. Hacíamos un repaso de aquellos a los que
creíamos capaces de escribir algo tan bueno y después valorábamos las
posibilidades.
—¿Y tuvisteis éxito?
—Me temo que no. Nadie encajaba en el perfil.
—Entonces quizá deberíais haber buscado entre aquellos en los que nunca
habríais pensado que eran capaces de hacerlo.
—No hay muchos EW —dijo Katherine.
—Veamos los que yo conozco —⁠dijo pensativo⁠—. Ernest Wallis…
—Demasiado viejo.
—Evelyn Wood.
Katherine frunció el ceño, no le sonaba.
—Es la esposa del juez Isaias Wood. —⁠Negó con la cabeza⁠—. No creo
que se atreviese a escribir algo así.
—Yo creo que es un hombre —⁠dijo su esposa.
—¿Por qué?
—Es demasiado valiente, sus personajes actúan de un modo poco
convencional, en especial los femeninos. Ninguna mujer escribiría algo tan
inverosímil.
—Excepto una que fuese como Elinor —⁠dijo él sin detenerse⁠—. ¿Edmund
Waters?
—No —negó Katherine con el ceño fruncido. Elinor era demasiado joven,
si no…⁠—. Tiene un vocabulario demasiado escueto.
Alexander detectó un tono distraído en su voz.
—Evan Welland es joven y no está casado con ningún juez —⁠bromeó.
—Demasiado joven —negó ella—. Además, es incapaz de fijarse en el
color de unas cortinas, te lo aseguro. Un escritor como este ha de ser muy
meticuloso y detallista.
EW. Aquellas siglas crecían frente a sus ojos de manera estrambótica.
Pero no podía ser, era una locura. ¿Elizabeth? ¡No! ¿Cómo iba ella a…? De
ningún modo.
Alexander abrió la boca con sorpresa y de pronto soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes?
—Es que me he dado cuenta de que conozco a alguien con esas iniciales a
quién se le helaría la sangre si se viese en esta lista.
No lo digas, por Dios, no lo digas.
—Edward Wilmot.

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Katherine suspiró aliviada y acto seguido se dio cuenta de a quién se
refería.
—¿Estás loco? Ese hombre detesta a las mujeres casi tanto como las
novelas románticas.
—No detesta a las mujeres, te lo aseguro. De hecho le gustan mucho.
Dices eso porque no te cae bien.
—¿Bien? Es un engreído, estúpido, molesto y presuntuoso de lo más
desagradable.
Alexander volvió a reír a carcajadas.
—¿Qué te hace tanta gracia? Yo no le veo ninguna. ¿Y por qué sois
amigos? No lo entiendo. No veo qué podéis tener en común.
—Ya te dije…
—Sí, sí, lo sé, él no te abandonó como todos los demás, pero eso no lo
convierte en una buena persona.
—Yo creo que sí.
—Desde luego que no. Una buena persona no haría lo que hace él.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó interesado.
—Criticar a todo el mundo.
—No critica a todo el mundo, solo a aquellos a los que desprecia por
algún motivo —⁠puntualizó burlón.
—Que es todo el mundo.
—Lo invitaré a cenar para que podáis conoceros de verdad y despojaros
así de esas opiniones sesgadas que nada tienen que ver con la realidad.
—¿Lo dices porque piensa que soy insustancial, estúpida y que tejo telas
de araña para «atrapar» a incautos en ella? No sé en qué lugar te deja eso a ti.
—¿En el de uno al que no querías «atrapar»?
Ella empalideció.
—Lo siento —se apresuró él consciente de lo mal que había sonado⁠—. No
pretendía decir que…
—Sé perfectamente lo que pretendías decir.
Alexander suavizó su tono.
—Sé lo de tu lista.
Katherine abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Es que Harriet y Elinor se lo
habían contado a todo el mundo?
—Y también sé que yo no estaba en ella, por supuesto.
—Fue una infantilidad.
—No tienes que preocuparte, sé que no cumplía con tus requisitos.
—Ya te he dicho que fue una estupidez.

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—¿Qué nombres había en esa lista? Me gustaría conocer tus… gustos.
¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Por qué se humillaba de ese modo?
¿O era a ella a la que pretendía humillar?
—Nadie que lo mereciera, desde luego —⁠musitó, avergonzada de nuevo
al pensar en el primer candidato.
—Supongo que todos podemos equivocarnos al juzgar a los demás, no
solo Edward.
—Touchè —aceptó con humildad.
Permanecieron unos segundos en silencio. Katherine tendría mucho que
meditar cuando estuviese sola sobre lo que estaba a punto de pedirle.
—Un día dijiste que se podía ver con las manos —⁠dijo cogiéndoselas con
determinación.
Alexander tuvo un ligero sobresalto al sentir el contacto.
—Quiero que me veas —pidió ella sin el menor ápice de duda en su voz.
Él posó sus dedos en el rostro femenino y comenzó a deslizarlos
suavemente sobre su piel. Katherine cerró los ojos y dejó que él la acariciara
en meticuloso detalle, dibujando cada uno de sus rasgos. Se detuvo
especialmente en sus labios y el corazón de ella se aceleró en tal medida que
podía verse un ligero movimiento en su escote.
—Eres muy hermosa —dijo él con voz ronca.
Y a continuación, en lugar de apartar las manos siguió deslizando sus
dedos por el cuello femenino.
—Tu piel es como la seda. —⁠Sonrió⁠—. Aunque caliente y viva.
A Katherine le costaba respirar y no se atrevía a moverse porque no quería
hacer nada que rompiese el embrujo del momento. Los dedos de su esposo se
detuvieron en la arteria que latía cerca de su clavícula derecha y bajaron por
el esternón hasta el borde de su vestido. Lo resiguió con el dedo provocando
que un contenido gemido escapase entre los labios de ella.
—Hice una promesa —musitó él inclinándose hacia ella y posando sus
labios en la curva de uno de sus senos.
Katherine echó la cabeza hacia atrás haciendo que la piel de sus pechos se
tensara aún más.
—Dios —suplicó él al borde del precipicio⁠—. ¿Cómo podré resistirme si
tú…?
Colocó una mano en su pecho y lo apretó hacia arriba con desesperación
provocando que escapara de la prisión de un corsé que se había atado
demasiado flojo. Katherine se agarró al reposabrazos y apoyó el codo en él
cuando sintió su boca ardiente en aquella parte tan sensible que nadie antes

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había tocado siquiera. Él se deleitó saboreándola con fruición y jugueteó con
su lengua alentado por sus jadeos. Katherine sentía su vientre contraído y no
entendía nada de lo que le pasaba a su cuerpo. Se dejó caer exhausta y él cayó
sobre ella provocándole un gemido de dolor por la incómoda postura. En
lugar de retirarse, Alexander la arrastró tumbándola sobre el asiento y volvió
a mordisquear aquella dureza que lo desafiaba. Sabía que debía parar, que
cuanto más avanzase más doloroso y difícil sería hacerlo, pero no podía
resistirse a la turgencia de esos pechos ni a la suavidad de su piel o contener
la respuesta de su sexo ante cada gemido que escuchaba de sus labios.
—¿Podrías…?
Su voz lo hizo detenerse en seco, seguro de que iba a pedirle que parase.
—¿Querrías… besarme?
No iba a detenerse, no después de oír eso. Subió hacia su boca y la devoró
hambriento y entregado como no la había besado nunca. Katherine enredó los
dedos en su pelo atrayéndolo más hacia sí, como si no fuera suficiente la
cercanía de sus labios, sus lenguas acariciándose desesperadas. Quería algo
más y no sabía lo que era, por eso se aferraba a él presionando contra su dura
erección.
Alguien tocó a la puerta y después la abrió un instante para cerrarla
rápidamente después de lanzar una exclamación de sorpresa. Katherine se
quedó helada y Alexander se apartó sin ganas cuando ella lo empujó.
—¡Dios mío, qué vergüenza! —⁠exclamó mientras trataba de colocar el
pecho en su sitio al tiempo que se ponía de pie⁠—. ¿Qué va a pensar Regina de
mí? Qué vergüenza…
—Deja de decir eso. Estamos casados.
—Pero… ella lo sabe, ¿no? Sabe que no nos… queremos.
Aquella afirmación fue como un jarro de agua fría sobre su cabeza. De
repente se sintió furioso. Se puso de pie y se arregló también la ropa.
—Esto es una cuestión fisiológica —⁠dijo con cierta brutalidad⁠—. La vida
tiene sus mecanismos para que las especies no se extingan.
—¿Quieres decir que…?
—Nuestros cuerpos reaccionan a su naturaleza, nada más. No tiene nada
que ver con quiénes seamos.
Katherine se sintió insultada de muchas formas distintas, pero no tuvo
argumentos para rebatir lo que había dicho, así que salió de la biblioteca sin
más. Alexander escuchó la puerta cerrarse de manera brusca y masculló una
maldición entre dientes.

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Elizabeth miraba al editor con expresión expectante mientras escuchaba sus
palabras elogiosas tras haber leído el manuscrito.
—Solo tengo una objeción —manifestó al término de su alegato
favorable⁠—. El nombre del autor. Supongo que sabe que existe otro Edward
Wilmot.
—Que yo sepa los nombres no tienen dueño —⁠dijo ella algo incómoda.
Por más que había intentado persuadir de usar ese nombre, no lo había
conseguido.
—Pero se trata del hijo del conde de Kenford.
—El autor es quien pone el dinero para esta publicación, si ha elegido esta
editorial es meramente por una cuestión de cortesía. EW no tendrá ningún
problema en contactar con Watkins & Co, si usted así lo desea.
El editor la miró unos segundos dubitativo y después el manuscrito que
tenía sobre la mesa. Era realmente bueno. El autor poseía una prosa irónica,
casi satírica en algunos puntos y conocía muy bien el mundo del que hablaba.
Los convencionalismos de la clase alta, sus tejemanejes y secretos… Estaba
convencido de que sería un éxito de ventas sin precedentes, igual que lo había
sido su publicación semanal en La Gaceta de Layton, que había aumentado su
tirada en casi un cincuenta por ciento. Dejó escapar el aire de sus pulmones
con un bufido y dio una palmada sobre el taco de papel que había sobre su
mesa.
—Está bien —aceptó—. Lo publicaremos. Hablamos de una primera
edición de cien ejemplares.
—Quinientos. —Rebatió Elizabeth.
—¿Quinientos? Eso será una considerable suma.
La hermanastra del barón sacó de su bolso el dinero que llevaba para tal
fin. El señor Reynard la miró sorprendido.
—Muy bien. Quinientos, entonces.
Elizabeth se despidió de él conteniendo su alegría y no fue hasta que
estuvo frente a Emma, que la esperaba en un callejón apartado, que se puso a
dar palmas emocionada.
—¿No ha puesto pegas? —preguntó Emma sin celebrarlo aún.
—Un poco a lo del nombre, pero enseguida ha accedido.
—¿Cien ejemplares?
—¡Claro! —mintió Elizabeth.
Ahora sí, Emma se puso a dar saltos de alegría.
—¿No es una locura? —preguntó cogiendo las manos de su tía.
—Una maravillosa locura, sí.

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La escritora se mordió el labio nerviosa.
—No me estoy equivocando, ¿verdad Elizabeth? Quizá debería
replanteármelo. Si la novela tiene éxito…
—Lo tendrá. Es lo que te mereces.
—No, qué va —negó Emma con la cabeza mientras caminaban hacia el
carruaje que las esperaba en la calzada⁠—. En realidad solo cien personas en
toda Inglaterra podrán comprar mi libro. ¿Qué son cien personas frente a
nueve millones? Una minucia, no tengo nada de que preocuparme, ¡qué tonta
soy! Tendré suerte si vendo diez ejemplares. ¿Qué digo diez? Tendré suerte si
lo compra alguien. ¿Quién va a invertir su dinero en la obra de una completa
desconocida?
Yo, pensó su tía, yo he invertido mi dinero en tu obra. Porque creo
ciegamente en ti.
—Bueno, no tan desconocido si tenemos en cuenta el nombre del autor.
—⁠Rio divertida⁠—. ¡Mi primera novela publicada, Elizabeth!
—Síiiiii —rio la otra tan entusiasmada o más que ella misma.
—Qué suerte tengo de tenerte. Si no pudiera compartir esto contigo no
sería ni la mitad de feliz que soy.
—Gracias por dejarme participar, no sabes lo mucho que significa esto
para mí.
Las dos se cogieron del brazo y corrieron hacia el coche sin dejar de reír.
El cochero las miró afable, las conocía bien y sabía que algo tramaban, pero si
algo tenía claro era que no le incumbía.
—¿Cuándo vas a contárselo a tus hermanas? —⁠preguntó Elizabeth cuando
se pusieron en marcha.
—¿Nunca?
—Emma…
—¿Qué? Ellas tienen sus propias preocupaciones.
—¿Qué preocupaciones tiene Caroline? Katherine es ahora una mujer
casada, pero las demás… ¿Y tu madre? Algún día se enterarán y sería mejor
que fuese por ti.
—Encontraré el momento, pero no ahora.
—Nunca llegará ese momento —⁠musitó su tía mirando hacia la calle⁠—.
Ya lo estoy viendo, se enterarán cuando se enteren los demás.
Emma la miró con los ojos muy abiertos.
—¡Nadie se va a enterar! ¿De qué estás hablando?
—Claro que se enterarán. La novela va a ser un éxito y todos querrán
conocer a la autora. Ve haciéndote a la idea.

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Su sobrina sonrió emocionada.
—Cómo se nota que me quieres —⁠dijo inclinándose hacia delante para
cogerle la mano⁠—. El afecto te nubla la razón, por eso dices tantas tonterías.
Elizabeth no dijo nada, pero su sobrina se equivocaba. No era su afecto el
que hablaba, estaba absolutamente convencida de su valía como escritora. Esa
novela le había parecido muy buena, y todo el que la conocía sabía que era
una ávida lectora. Por eso había invertido parte de sus ahorros en esos
cuatrocientos ejemplares extras. Emma no estaba preparada para saberlo, se
volvería loca de miedo si se lo contara, así que lo mantendría en secreto hasta
que fuese inevitable. Hasta que se vendiesen todos.
—¿Por qué sonríes? —preguntó la escritora sacándola de su estado
meditativo.
—Soy muy feliz.
—¡Y yo! —exclamó la otra riendo.

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Capítulo 20

Alexander se paseaba nervioso por su cuarto. Eran las dos de la madrugada y


seguía sin poder dormir. Desde lo sucedido en la biblioteca la convivencia se
había enturbiado. Hasta ese momento habían logrado un equilibrio bastante
aceptable y empezaban a encontrarse cómodos el uno con el otro, pero todo se
había estropeado después de su fogosa reacción. Salió a la pequeña terraza de
su habitación para que le diese el aire y tratar de calmar el calor que lo
sofocaba cada vez que pensaba en ella. Iba en mangas de camisa y la noche
era fresca. Cuando desvió la mirada hacia la que había sido su habitación
durante años la vio asomada a la ventana. Los rayos de la luna caían sobre su
cabello lanzando destellos plateados. ¿Cómo era posible tanta belleza en una
sola persona? Cuando vio que giraba la cabeza hacia él dio un paso atrás y se
ocultó de su vista. No llevaba el antifaz y temió que se percatara de su
escrutinio. Entró de nuevo en la habitación y si antes sentía calor ahora estaba
en llamas. Saber que estaba despierta, que se sentía tan inquieta como él
mismo alimentó sus fantasías de un modo insoportable. ¿Qué tendría de
malo? Eran marido y mujer. Nadie podría reprocharle nada. El barón. Casi
pudo sentir su presencia mirándolo con severa expresión y señalándolo con el
dedo mientras decía: ¡Lo prometiste! Frederick no le exigió que mantuviese
aquella puerta abierta para que su hija pudiera escapar, fue él mismo el que se
la ofreció. Le dijo que no la tocaría hasta estar seguro de que lo amaba tal y
como era. Su padre le había dicho que estaba loco si creía que iba a poder
resistirse y lo había conminado a sincerarse con su hija, convencido de que
«su Katherine» era mucho más sensata de lo que él parecía creer. Pero lo

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había entendido, había comprendido sus miedos y sus aspiraciones. Le había
abierto su corazón sin reservas y el barón había sabido valorar esa sinceridad.
«Si cuando lo descubra todo quiere marcharse no se lo impediré, anularé
el matrimonio como no consumado y podrá regresar a casa como una mujer
libre».
Esas habían sido sus palabras y sopló el aire de golpe al recordar la
mirada irónica de su suegro. Él era un hombre casado desde hacía años y
sabía bien la tortura que esa promesa le iba a suponer. Después de varios
segundos de lucha se puso el antifaz que había tirado sobre la cómoda y salió
de su cuarto con determinación.
Katherine estaba sentada en la cama de espaldas y se sobresaltó al
escuchar que alguien entraba en la habitación. Se puso de pie y miró a su
esposo con una expresión que habría derribado cualquier defensa si
Alexander hubiese podido verla.
—¿Te ocurre algo? —preguntó con evidente preocupación en la voz⁠—.
¿Te sientes bien? Pareces alterado.
—¿Parezco alterado? —dijo contenido⁠—. No te haces una idea de lo
alterado que estoy.
Había algo en su voz que hizo que detuviera su avance hacia él. Llevaba
la camisa abierta y podía ver su pecho que se elevaba agitado con cada
respiración.
—¿Tú me deseas, Katherine? —⁠preguntó a bocajarro.
—Yo… no sé… nunca…
Su esposo se acercó a ella y le cogió una mano para llevarla hasta su
pecho.
—¿Sientes cómo late mi corazón? —⁠preguntó él⁠—. Yo sí te deseo. Te
deseo tanto que no puedo dormir ni comer ni vivir porque solo pienso en
tomarte entre mis brazos y hacerte mía.
Katherine se estremeció con aquellas palabras y también por el contacto
de su piel caliente y suave bajo sus dedos.
—Soy tu esposa —dijo con timidez⁠—. Es mi deber…
—¿Deber? —Alexander apartó la mano de golpe y dio un paso atrás⁠—.
¿Esto es un deber para ti?
—Yo… no digo que no quiera.
Lo estaba volviendo loco con su tímida inseguridad y su deseo velado.
Necesitaba que confesara sus sentimientos si es que los tenía.
—¿Quieres? ¿Deseas que mis labios te besen? ¿Que mis manos te toquen?

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Ella asintió olvidando que tenía ante sí a un hombre ciego. Por alguna
extraña razón cada vez era menos consciente de ese detalle. Pensando que su
falta de repuesta era una negativa él lanzó un gruñido entre dientes y se dio la
vuelta para marcharse, haciendo acopio de toda su resistencia física.
Katherine lo vio dirigirse a la puerta y corrió tras él para abrazarse a su
espalda.
—No te vayas —pidió.
Alexander se giró y la envolvió con sus brazos levantándola del suelo con
tal ímpetu que Katherine se sintió volar.
—¿Estás segura de que quieres esto? —⁠Volvió a dejarla en el suelo con
delicadeza.
—Sí, muy segura.
—¿Por qué?
Su esposa frunció el ceño desconcertada sin saber cómo responder a esa
pregunta.
—Soy tu esposa —repitió.
—No me hables de obligación. Entre nosotros no hay ninguna, te lo dije
antes de casarnos. Piensa bien tu respuesta porque una vez que desate las
cadenas que me he impuesto, no creo que pueda detenerme. ¿Quieres que te
haga mía, Katherine?
—Sí —repitió temblorosa.
—¿Por qué?
—Porque lo deseo —musitó avergonzada⁠—. Deseo sentir lo que sentí el
otro día en la biblioteca. No puedo dejar… de pensar en ello.
Alexander sonrió con ternura y le acarició el rostro con el dorso de la
mano.
—Cierra los ojos —pidió.
—¿Por qué? Quiero verte.
—Cierra los ojos —repitió esta vez con un tono más autoritario.
Obedeció y Alexander se quitó el antifaz para ponérselo a ella.
—¿Qué…? —Se llevó las manos a la cara con intención de apartarlo, pero
él lo retuvo en su sitio.
—Déjatelo puesto. Quiero que me comprendas y esto te ayudará. Te
prometo que no te arrepentirás. Confía en mí.
Parpadeó varias veces para enfocar bien la vista y la miró con auténtico
placer. Llevaba un camisón y su cuerpo se adivinaba bajo la fina tela. ¡Dios,
era tan hermosa! Le dolían los huesos de tanto que la deseaba. La tomó en sus

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brazos levantándola del suelo para llevarla hasta la cama. Katherine temblaba
nerviosa y él sonrió con ternura. Era su primera vez y debía estar asustada.
—No temas nada —musitó en su oído⁠—. Voy a quitarte la ropa.
Se vio tentada a decirle que no lo hiciera, se moría de vergüenza al pensar
que iba a verla desnuda y agradeció llevar el antifaz para no ver su cara. Se
mordió el labio y dejó que sus manos actuaran sin resistirse. Escuchó un
gruñido animal.
—¿Te has hecho daño? —preguntó con expresión de alerta.
Alexander soltó el aire de golpe e hizo una mueca de advertencia hacia sí
mismo conminándose a ser paciente.
—Estoy bien —mintió mientras la miraba deteniéndose en cada porción
de piel de aquel perfecto cuerpo⁠—. Voy a tumbarte en la cama.
Ella empezaba a relajarse, a pesar de la extraña tensión que los envolvía.
Lo sintió respirar delante de su boca y su corazón se aceleró sabiendo lo que
venía a continuación. Y entonces su mundo se puso patas arriba. De nuevo la
devoraba aquella sensación extraña y maravillosa que hacía que se apretase
contra él y lo buscase sin saber en realidad qué era lo que quería. Lo único de
lo que estaba segura era que necesitaba aquellos labios contra los suyos,
aquella lengua martirizándola… Cuando él se apartó gimió suplicante, como
una niña que no quiere dejar de jugar. Alexander sonrió satisfecho.
—Necesito quitarme la ropa yo también —⁠dijo con voz profunda⁠—. No te
muevas.
Se apresuró a librarse de las prendas que aún llevaba y volvió a la cama
para colocarse a horcajadas sobre ella.
—Como no podrás verme con los ojos, deberás utilizar tus manos —⁠dijo
cogiéndoselas para llevarlas hasta su abdomen.
Katherine lo tocó con curiosidad. Estaba duro y marcado, era muy
diferente a la suavidad de su propio cuerpo. Alexander empujó sus manos
suavemente hacia abajo y ella obedeció consciente de hacia dónde la guiaba,
aunque sin saber exactamente lo que…
—¡Oh, Dios mío! —exclamó al notar la forma enhiesta y dura entre sus
manos⁠—. ¡Oh, Dios mío!
Él sonrió satisfecho y rodeó sus manos para que lo agarrara con firmeza.
—Pero… ¡Oh, Dios mío! —repitió asustada. ¿De verdad «eso» era
«aquello»? No era posible, no había manera de que pudiera…
—Tranquila —susurró él—, no tengas miedo, la naturaleza es sabia.
—Pero es… demasiado. —Ahora entendía las palabras de su madre al
decirle que la primera vez podía ser doloroso. ¿La primera? No había manera

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de que aquello entrase en su cuerpo sin que fuese doloroso.
Alexander echó la cabeza atrás al notar sus manos moviéndose sin saber
la tortura a la que lo estaba sometiendo.
—¡Basta! —exclamó asustado—. Si sigues así me vas a poner en ridículo.
—¿Te he hecho daño?
—Deja de preguntar eso. Lo único que me hace daño es la espera.
—¿Y por qué te resistes? —preguntó inocente.
Él sintió una punzada que lo atravesaba de parte a parte y se mordió el
labio emocionado. Porque te amo y quiero que tú también me ames. Con un
dedo comenzó a dibujar el contorno de sus senos y sintió cómo ella respondía.
Me desea, se dijo ufano, no me ama, pero me desea. Y esta noche haré que
disfrute tanto que ya no podrá vivir sin esto el resto de su vida.
Tenía la suficiente experiencia como para saber lo que ella sentía. Cuando
inició su viaje era tan inexperto como ella en ese momento, pero las cosas que
había vivido en oriente relacionadas con el sexo lo habían convertido en un
auténtico entendido en artes amatorias. Podría hacerla estallar de placer tan
solo con su lengua y después llevarla de nuevo al paroxismo utilizando sus
dedos. Y era eso exactamente lo que pensaba hacer antes de penetrarla.
Cuando llegasen a ese punto su cuerpo sería un templo de placer al que habría
rendido la máxima pleitesía, y estaría tan exhausta que el dolor de la primera
vez quedaría reducido a una mera anécdota.
—Bajo ningún concepto puedes quitarte el antifaz —⁠ordenó él⁠—.
Prométemelo.
—Te lo prometo —musitó ella en voz muy baja.
—Sentirás muchas cosas que no has sentido antes, no debes temer nada,
solo déjate llevar, disfruta del momento y deja que tu cuerpo reaccione a los
estímulos sin resistirte. ¿De acuerdo?
Katherine asintió repetidamente y se humedeció los labios que se le
habían quedado secos. Aquel gesto lo excitó enormemente y se inclinó sobre
ella para pasarle la lengua por la sedosa piel, húmeda ahora por su saliva.
Bajó la vista hacia sus senos y sus rosados pezones lo llamaron a gritos. Los
envolvió en sus manos y comenzó a apretarlos suavemente haciendo que su
dedo pulgar pasara sobre el pezón a intervalos regulares. Katherine jadeó
temblorosa exacerbando su deseo. Cuando el botón erecto lo provocó se
inclinó sobre él y lo envolvió con sus labios, apretándolo y tirando de él
varias veces antes de juguetear con su lengua. Su esposa se removió inquieta
en la cama mientras sus manos se agarraban a las sábanas. Alexander sonrió
satisfecho, parecía que el primer orgasmo iba a ser más rápido de lo que

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esperaba. La atacó de nuevo, esta vez sin piedad, utilizando sus dientes para
mordisquear aquella sensible protuberancia, sin hacerle daño, tan solo
provocando un deseo no satisfecho e insoportable entre sus piernas.
—¿Qué me pasa? —musitó ella—. ¿Qué es esto que siento?
Su marido quiso responderle sin palabras y para ello deslizó su mano
hasta aquella sedosa y brillante mata de pelo que ocultaba el ansiado paraíso.
Ella se tensó al notar su mano en un lugar tan secreto, allí donde ella misma
no se había atrevido a profundizar jamás.
—Relájate —dijo él tumbándose a su lado y hablándole al oído mientras
su mano seguía su avance imparable.
—¿Qué vas a…? ¡Ah!
—Tranquila —susurró mientras introducía uno de sus dedos⁠—. Mi dedo
es mucho más pequeño, ¿verdad?
—¡Oh! —exclamó sintiendo que se le nublaba la mente.
—¿No te gusta? —Siguió torturándola un poco más adentro hasta toparse
con la resistencia que esperaba.
—¡Sí! —gimió ella arqueándose hacia él sin resistirse.
—Probemos con otro más. —Sacó su dedo y regresó con dos.
Los gemidos de Katherine arreciaron y sus movimientos se volvieron más
intensos. Entonces él se inclinó y atrapó uno de aquellos botones que seguían
enhiestos y más sensibles que antes.
—¡Madre mía!
Las contracciones de aquella parte de su cuerpo que tan poco conocía eran
ya imparables. Apretó los muslos y atrapó los dedos que se movían
libremente en un vaivén constante. Justo en el punto más álgido de su
orgasmo, Alexander aprovechó para rasgar el velo y facilitar el trabajo
posterior.
—¡Au! —se quejó levemente—. ¿Qué…?
En lugar de responderle Alexander cubrió su boca y se deleitó
saboreándola sin prisa. Katherine respondió de manera instintiva y su lengua
comenzó a explorar también, en lugar de quedarse a la expectativa.
—Aprende rápido, señora Greenwood —⁠musitó él con voz ronca.
—¿Está mal? —preguntó ella con expresión inocente.
—Está muy, pero que muy bien —⁠sonrió él.
—Entonces… —Lo buscó con su mano y rodeó su miembro con
firmeza⁠—. ¿Puedo hacer esto?
Alexander gimió antes de contestar.

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—Puedes hacer mucho más que eso —⁠dijo contenido⁠—, pero no te lo
recomiendo o no podré seguir resistiéndome.
—No quiero que te resistas —⁠dijo con una ingenuidad aplastante⁠—.
Quiero que me poseas.
Él la miró muy serio y con el corazón latiendo acelerado.
—Por favor —suplicó, derribando sus barreras de un manotazo.
La libido de Alexander hizo un triple salto mortal para caer erguida
delante de su sorprendida cara. Ella estaba lista, quería que la tomara. Cambió
de posición y utilizó su muslo para colocarse entre los de ella. Se acomodó
contra su pelvis y esperó para calmarse un poco y no asustarla. Elevó su
cuerpo apoyándose en los brazos.
—Relájate —dijo con voz ronca—. Al principio voy a tener que presionar
bastante, no te asustes, trata de recordar lo que has sentido antes y volverás a
sentirlo. Puedes pedirme que pare… y trataré de hacerlo.
Empujó suave pero firme y consiguió un primer avance. El cuerpo de
Katherine lo aceptó y lo envolvió con calidez. Ella temblaba como una hoja y
Alexander sabía que el miedo no era bueno en esos momentos.
—Haz lo que he hecho yo —ordenó⁠—. Tócate.
—¿Qué?
Se sostuvo con una mano mientras la otra se encargaba de llevar la de
Katherine hasta uno de sus senos.
—Pellízcate. Sí, ahí.
Ella lo hizo y enseguida sintió una respuesta entre sus piernas.
—No temas, experimenta, deja que tu cuerpo te diga lo que quiere y
dáselo. —⁠Empujó un poco más y ella se pellizcó con más fuerza lanzando un
gemido de sorpresa⁠—. Vamos, sigue, Katherine, tienes otro pecho.
Ella se cogió los dos y él sintió que se volvía loco. Empujó con fuerza
hasta hundirse por completo en su interior. Ella abrió la boca sorprendida y
abrumada por aquella presencia que la invadía. Ya no había vuelta atrás,
Alexander se movió al ritmo de sus jadeos, quería poseerla, quedarse allí
entre sus piernas para siempre. Entrar en ella una y otra vez y no parar nunca.
La miró temeroso antes de hacer la pregunta.
—¿Estás bien? —Se detuvo un instante agónico.
—Sigue, por favor —pidió ella agarrándolo de las caderas⁠—. No te
detengas ahora, creo que… ¡Oh!
Él volvía a moverse, ahora con más ímpetu y ella se sintió desfallecer.
Levantó las caderas ansiosa y eso amenazó con derrotarlo por completo. Se
detuvo de nuevo y se inclinó sobre su boca.

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—Bésame —exigió.
Ella obedeció sin dudarlo y rodeó su cuello con los brazos para asegurarse
de que no se apartaba. Alexander empujó con fiereza sus caderas y tomó un
ritmo acelerado e imparable que lo llevaría a la cima en poco tiempo.
—No puedo más —musitó ella contra su boca⁠—. No puedo… más.
Las contracciones de ella acabaron con la nula resistencia que le quedaba
y, cuando se tensó y echó la cabeza hacia atrás levantando la cadera hacia él,
Alexander se dejó ir sin contención llenándola por completo.
Cayó a su lado exhausto y sudoroso consciente de que había resistido
mucho menos de lo que esperaba. Se le habían quedado muchas versiones en
el tintero. Katherine, por su parte, no podía ni moverse y respiraba con jadeos
entrecortados. Después de unos segundos, él se puso de lado y apoyándose en
el codo pasó un dedo por su esternón, siguió hacia abajo pasando entre sus
pechos y se detuvo en el ombligo.
—¿Ha sido como esperabas? —⁠preguntó.
—¿Cómo esperaba? Jamás imaginé… —⁠Se mordió el labio avergonzada
y soltó una risita traviesa⁠—. Si lo hubiera sabido…
—¿Qué? —La azuzó él—. ¿Qué habrías hecho si lo hubieses sabido?
—No habría dejado pasar la primera noche —⁠respondió atrevida⁠—.
¿Puedo quitarme ya el antifaz?
—¿Quién ha dicho que hayamos terminado?
—¿Qué? —Su tono de voz sonaba asustado⁠—. ¿Hay algo más?
—Hay mucho más —se rio él—. Esto solo ha sido un aperitivo. Ya te he
dicho que voy a hacer que llegues al clímax de muchas formas. Con mi boca,
con mis dedos, con…
—¡Basta! —pidió ella sonrojándose⁠—. Deja que me quite el antifaz, por
favor. Quiero… verte.
—Está bien —aceptó solícito—, pero te lo quitaré yo, tú cierra los ojos.
Cuando él lo tuvo puesto le dijo que ya podía abrir los ojos y ella se
incorporó para mirarlo. Su cuerpo era impresionante, nunca había visto a un
hombre desnudo y menos a uno como él. Sus músculos estaban muy
desarrollados y tenía unas marcas en el abdomen que atrajeron sus dedos. Ese
gesto provocó un resultado inesperado en su anatomía y pudo ver con sus
propios ojos cómo se producía una erección.
—¿Siempre es así? —preguntó curiosa.
—¿Así cómo? —preguntó él a su vez.
—Te tocan y… se pone así.

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—No, querida, no siempre es así. Me parece que tiene que ver con que
seas tú la que me toca.
Ella sonrió satisfecha y sin pensarlo la tomó en su mano.
—¡Oh, Dios! —gimió él—. No puedes hacer eso sin avisarme. Recuerda
que no te veo.
—¿Te he hecho daño? —dijo apartando la mano rápidamente.
—¿Otra vez con el daño? —Hizo que volviese a cogerlo y la guio para
que se deslizara arriba y abajo.
—¿Esto… te gusta?
—Ya lo creo que me gusta, pero si no quieres que me lance sobre ti
deberías parar.
Ella lo soltó y se tumbó a su lado apoyando la cabeza en su pecho.
—¿Crees que será niño? —preguntó dibujando con un dedo las líneas de
su abdomen.
—¿De qué estás hablando?
—De nuestro hijo. Al menos el primero me gustaría que fuese niño, mi
casa estaba llena de niñas y me gustaría probar la diferencia. ¿Y a ti? Tú
también tienes solo hermanas, aunque las gemelas nacieron mucho después
que tú.
Él se apartó para incorporarse, sorprendido.
—¿Crees que ya estás embarazada? ¡Me sobrevaloras, querida!
Katherine frunció el ceño y su esposo se conmovió ante tamaña
ingenuidad. Se puso de pie y se mostró ante ella sin pudor caminando hacia la
ventana. Ella tenía la vista clavada en su trasero y no pudo evitar pensar que
aquellos glúteos eran idénticos a los que podían verse en las estatuas griegas
de un museo.
Un hijo. Alexander sintió un escalofrío recorriendo su espalda y no tenía
nada que ver con el frescor que entraba por la ventana. Poco a poco su ánimo
decayó hasta cubrir su rostro de sombras y cuando se volvió tenía aquella
expresión seria que ella conocía tan bien. Se dirigió hasta el lugar en el que
había dejado caer su ropa y se vistió ante la mirada interrogante de Katherine.
—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada⁠—. Son las cuatro de la
madrugada, aún no es hora de…
—Será mejor que duerma en mi habitación —⁠dijo él interrumpiéndola.
—¿Por qué? Ya somos… ya hemos… —⁠Se bajó de la cama y fue hasta
él⁠—. Somos marido y mujer, debes dormir aquí.
Él apretó los labios tratando de contener las palabras que pugnaban por
salir de su boca.

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—¿Qué he hecho que te ha molestado tanto? ¿Es porque he hablado de
nuestro hijo? ¿Es que acaso no quieres tener hijos, Alexander?
—¿Y tú? —Lanzó la pregunta con tal fiereza que ella dio un paso atrás
instintivamente⁠—. ¿Tú quieres tener un hijo mío?
Katherine se sintió confusa.
—Eres mi esposo.
—¿Y qué más soy, Katherine?
—No te entiendo.
—¿Y si nuestro hijo es como yo? ¿Has pensado en eso?
—¿Cómo tú?
—¡Ciego! —dijo entre dientes—. Ciego, Katherine.
—Eso no es posible —dijo ignorando la ansiedad que crecía en su
estómago⁠—. Lo que te pasó a ti no tiene por qué… Esto es una tontería, tu
padre no es…
—¿Por qué te cuesta tanto decir la palabra? ¡Ciego! ¡Dilo!
—¿Qué te pasa, Alexander? ¿Por qué me haces esto ahora?
—No has respondido a mi pregunta. ¿Has pensado en la posibilidad de
que nuestro hijo se quede ciego al cumplir los doce años? ¿Qué harías
entonces? ¿Lo abandonarías?
—¿Cómo puedes decir algo tan espantoso? —⁠Se dio la vuelta⁠—. ¿Dónde
narices está mi camisón?
—¿Qué importa eso ahora? —preguntó él agarrándola del brazo⁠—. ¿Has
olvidado que no puedo verte?
—No, no lo he olvidado —dijo soltándose de su agarre con brusquedad⁠—,
pero no me siento cómoda hablando de esto desnuda.
Se puso el camisón y lo encaró de nuevo.
—¿Por qué estás intentando asustarme así? Sabes que eso que dices es
una estupidez.
—No es ninguna estupidez, lo que me pasó podría pasarle a alguno de
nuestros hijos o a uno de nuestros nietos.
Ella abrió la boca varias veces antes de poder hablar.
—¿Por qué estás tan seguro? ¿Es que acaso sabes algo que no me has
dicho? ¿Es eso? ¿Por qué? ¡Debiste decírmelo antes de la boda!
Alexander sintió aquel reproche como un puñetazo en pleno estómago y
su rostro empalideció. Se dio la vuelta para salir de la habitación, pero ella lo
detuvo.
—¿Crees que te vas a ir dejándome así?

Página 222
—¿Si te lo hubiese dicho te habrías casado conmigo? —⁠preguntó con
rabia⁠—. ¿No, verdad? Habrías preferido la ignominia y pasar sola el resto de
tu vida antes que casarte con un medio hombre que tenía la posibilidad de
engendrar hijos tan imperfectos como él.
—No hables así.
—¿Qué no hable así? ¿No es eso acaso lo que siempre has pensado de mí?
¿Que soy medio hombre? —⁠Se inclinó para hablar en tono más bajo⁠—.
Aunque hace un momento no parecías estar pasándolo mal.
—Yo nunca he pensado eso.
—¿Estás segura? ¿No dijiste que preferirías la muerte antes que casarte
conmigo?
Katherine abrió la boca y lanzó una exclamación incrédula.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo sé todo. Sé lo mucho que desprecias la imperfección y yo me llevo
la palma en eso, ¿verdad? No puedo verte, ¡qué despreciable derroche para tu
belleza!
—Alexander, estás siendo muy cruel.
—¿Cruel? —Sentía un dolor insoportable que no sabía cómo calmar⁠—.
¡La muerte, Katherine, la muerte antes que casarte conmigo!
Se fue hacia la pared y la golpeó con un puño por no golpearse a sí
mismo. Había incumplido todo lo que se había propuesto, no había tenido la
resistencia suficiente para esperar a que ella lo amara por ser quien era y
ahora ya no había vuelta atrás. Agachó la cabeza y se quedó allí, con las
manos en la pared y su ánimo reptando por el suelo.
—Dime la verdad —musitó con voz clamada y sin volverse⁠—. ¿Si
hubieses sabido que podíamos tener un hijo ciego, te habrías casado
conmigo? No me mientas, por favor.
Katherine sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Quería gritarle
que sí, que se habría casado fuesen cuales fuesen las circunstancias.
—No —sentenció—. Pero yo no…
—Basta. —Él se incorporó y se giró decidido⁠—. No tiene sentido
alargarlo más.
Se quitó el antifaz y la miró a los ojos. Katherine no había visto aquel azul
desde que era una niña y no recordaba que fuese tan claro. Alexander siempre
había cubierto sus ojos y ella creyó que debajo de aquel antifaz se escondía un
secreto horrible y espantoso. Un secreto horrible que la miraba fijamente.
—¿Tú… me ves?

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Él tenía una expresión dura y su rostro no desentonaba, pues parecía
esculpido en mármol.
—No le diremos a nadie que hemos consumado este maldito matrimonio.
Pediremos la nulidad argumentando que te obligué a casarte con engaños.
Mañana regresarás a Londres con tu familia y podrás continuar con tu vida
como si yo nunca hubiese interferido en ella. No te quiero en mi vida,
Katherine, no quiero a una mujer incapaz de amar a las personas por lo que
son y no por lo que parecen. No tendré un hijo al que su madre pueda
abandonar por no ser perfecto. Yo estaba ciego porque mis ojos no podían
ver, pero tú. —⁠La señaló con su dedo conteniendo lágrimas de rabia⁠—. Tú
estás ciega por voluntad propia.
Salió del dormitorio y Katherine se quedó inmóvil con la mirada clavada
en la puerta. En su cabeza se repetían tres palabras una y otra vez. No está
ciego. No está ciego. No está ciego.

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Capítulo 21

Katherine despertó ya entrada la mañana. Le dolían partes del cuerpo que no


reconocía y sonrió al recordar el motivo. Se desperezó con indolencia y le
sonrió a la luz que entraba por la ventana de la torreta. Realmente era una
habitación hermosa, la más hermosa que había tenido nunca. Apartó las
sábanas y se levantó. Al ponerse de pie, miró hacia la cama con la mente
repleta de escenas íntimas.
—¡Oh!
Se tapó la boca con las manos para ahogar el grito de sorpresa al ver
aquellas manchas rojas. Miró hacia la puerta mientras trataba de encontrar un
modo de afrontar la situación. Todos los criados sabrían que no habían
consumado el matrimonio hasta esa noche. Se puso roja como un tomate y su
cuerpo subió de temperatura rápidamente. ¿Quitaba las sábanas y las lavaba
ella misma? ¿Las quemaba? ¿Las escondía en el fondo de un baúl? Alexander
sabría qué hacer, le preguntaría a él.
Una cálida sensación recorrió su cuerpo al pensar en él de un modo tan
distinto. Era su marido, ahora sí. El hombre al que amaba era su esposo ¡y no
estaba ciego! Juntó las manos frente a los labios y se balanceó sobre sus pies.
¿Todavía estaría enfadado? Esperaba que una noche de sueño reparador le
sirviese para darse cuenta de que había sido un bruto y un desconsiderado con
ella. Se sentó en la cama y dejó escapar un largo suspiro. Debería haberla
dejado hablar, no estuvo bien que la hiciera callar cuando iba a confesarle que
lo amaba. ¿De verdad había dicho todas aquellas cosas de anular el

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matrimonio y de que no la quería a su lado? Se giró a mirar las sábanas y
sonrió. Ya no le parecía tan mal que los criados se enteraran.
—Será mejor que me vista y vaya a hablar con él —⁠dijo empezando a
arreglarse⁠—. Y esta vez no dejaré que me interrumpa.
Se quitó el camisón y se miró en el espejo con una enorme sonrisa. Se
tocó los senos con timidez y se mordió el labio ilusionada. ¿Así iba a ser
ahora su vida? Noches de pasión entre las sábanas. Acurrucada entre sus
brazos. Siendo completamente suya… Su estómago se encogió y una mirada
de temor cruzó sus ojos. Él no le había dicho que la amase ni una sola vez. ¿Y
si no la correspondía? Pero lo que había ocurrido entre ellos… ¿Cómo no iba
a amarla? La voz de su madre sonó en su cabeza: «… un hombre siente ese
placer con cualquier mujer, independientemente de si la ama o no». Estrujó la
tela de su camisón a la altura del pecho mientras su barbilla se elevaba
desafiante. Una vez la amó, conseguiría que volviese a amarla.
—El señor salió temprano —dijo la señora Rodwell cuando Katherine
preguntó.
Había ido a buscarlo a su habitación, temblorosa y emocionada a partes
iguales, y se encontró con una cama perfectamente hecha y ni rastro de
Alexander o de Cien Ojos.
—Ha esperado en ese sillón hasta que me he levantado. —⁠El ama de
llaves trataba de mostrar un rostro inexpresivo, pero no era mujer capaz de
disimular sus emociones⁠—. Ay, señora, parecía un alma en pena, ni alegrarme
me ha dejado del milagro de su vista. ¡Bendito sea Dios! Cuando se enteren
los duques…
—¿Adónde ha ido?
—A Londres, a contar la buena nueva a su familia. Según sus
indicaciones, las doncellas prepararán su equipaje después de que yo revise el
dormitorio, señora. Debo encargarme de cualquier problema con las sábanas,
usted ya me entiende. Puede desayunar mientras tanto y cuando esté todo listo
el cochero la llevará de vuelta a su casa.
—¿Revisar el dormitorio? —Katherine estaba en shock.
—Alexander no quiere que el servicio saque conclusiones erróneas.
Katherine frunció el ceño. ¿Erróneas? ¡Eran bien justificadas!
No quiere ni verme. Pues soy su esposa y no se librará de mí tan
fácilmente.
—Ahora voy a desayunar porque estoy hambrienta —⁠dijo iniciando el
camino hacia el comedor⁠—. Dígale a la señora Gertrude que no comeremos

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en casa, pero que prepare el menú que acordamos para la cena. Y que nadie
toque mis cosas, señora Rodwell, no pienso irme a ninguna parte.
El ama de llaves se dio la vuelta para dirigirse a la cocina y una vez lejos
de su vista sonrió mientras asentía levemente.

Alexander tocó a la puerta y esperó a que el mayordomo le abriese. Pensaba


que estaría más nervioso, pero la prueba que había sufrido la noche anterior y
su determinación a acabar con todas las mentiras hicieron que se sintiese
extrañamente relajado.
—Señor… Alexander. —El mayordomo, lo miraba a los ojos
sorprendido⁠—. Se ha… quitado…
El conde sonrió consciente de que su mirada hablaba por él.
—Sí, Derron, le veo bien.
—¡Dios mío, señor!
Por una vez en la vida y sin que sirviese de precedente el viejo
mayordomo perdió la compostura ante la divertida expresión de Alexander. El
mayordomo cerró la puerta y lo siguió hasta mitad del vestíbulo.
—¿Dónde están todos? —preguntó.
—El señor duque está en su despacho y la señora ha salido al jardín a leer,
hace un día tan apacible… Las señoritas están en la sala de música con su
nueva institutriz.
—¿Tienen nueva institutriz? ¿Qué ha pasado con la señorita Waters?
—Nos dejó la semana pasada.
—¡Dios mío! ¿Ha muerto?
—No, señor, la señorita Waters goza de muy buena salud. Que yo sepa,
claro. Lo que ocurre es que su hermana, la que vive en Escocia, se quedó
viuda y le pidió que fuese a vivir con ella para hacerse mutua compañía. Al
parecer su situación económica es lo bastante holgada para las dos.
—Menos mal, por un momento… Debería practicar un método mejor para
dar noticias, Derron, me ha dado un buen susto.
—Lo siento, señor.
—Debió de ser un gran inconveniente.
—La duquesa se llevó un buen disgusto, estaba muy preocupada, ya sabe
que las señoritas no pueden estar ociosas. Así que su madre tuvo que buscar a
otra institutriz con urgencia. Su nombre es Regina Ashwell y es… demasiado
joven, diría yo.

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—Supongo que con tan poco tiempo… Bueno, si seguimos hablando mi
madre se enfadará por no tener noticias que contarme. Tengo que coger una
cosa del estudio, mientras tanto ¿podría pedirle a mi padre y a las gemelas que
se reúnan con mi madre en el jardín? Y, por favor, Derron, deje que yo les dé
la buena nueva.
—Por supuesto, señor. ¿Quiere que me ocupe del perro? —⁠Sonrió⁠—.
Parece que ya no lo necesita.
—No, Derron. —Miró a Cien Ojos con enorme cariño⁠—. Sigue siendo mi
compañero.
El conde y su spitz japonés se alejaron del mayordomo. ¿Aquella mueca
en sus labios pretendía ser una sonrisa? Alexander no lo creía posible, pues
estaba absolutamente seguro de que Charles Derron carecía de los músculos
faciales necesarios para poder realizar dicha acción. Sonrió con malicia.

—¡Hija! —La baronesa se levantó del sofá y dejó la labor en la que trabajaba
para correr a abrazar a su hija⁠—. ¡Mi niña! ¿Cómo estás? Deja que te vea…
Pareces cansada. ¿No has dormido bien?
—Mamá… —Se abrazó de nuevo a ella⁠—. Qué ganas tenía de verte. De
veros a todos. ¿Dónde están mis hermanas? ¿Y papá?
—Tu padre está en su despacho, ya le conoces. Harriet ha salido a
practicar con el arco que le regaló el duque después de la boda, no hace otra
cosa. Elinor ha acompañado a Colin a uno de sus recados y Caroline durmió
en casa de Edwina, era el baile de los Hamblett y su madre insistió en que se
quedara a pasar la noche. Emma y Elizabeth son las únicas que están en casa,
como siempre, ahora llamo para que vayan a buscarlas. ¡Ay, qué ganas tenía
de verte, hija! Pero ¿cómo estás? —⁠La arrastró hasta el sofá y se sentaron
juntas⁠—. Estos primeros días son los peores, ¿verdad? Cuesta asimilar los
cambios. Y más tú, que ni siquiera estás aún en tu verdadera casa. ¿Cómo es
vivir en Whitefield? Debes estar todo el día con la boca abierta en aquella
casa. Vimos a los duques hace una semana, en casa de los Bright. La duquesa
fue encantadora, como siempre. Esa mujer es una…
—Mamá, coge aire —sonrió su hija.
La baronesa se echó a reír a carcajadas.
—Tienes toda la razón, no he dejado de hablar desde que has entrado, y
eres tú la que tendrías que estar contándome un montón de cosas. ¡Te he
echado tanto de menos! —⁠repitió⁠—. Creí que me sería más fácil.

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—Yo también te he añorado mucho. Pero antes de ver a mis hermanas y
charlar tranquilamente de todo lo que quieras, tengo que ver a papá.
Su madre se puso seria.
—¿Ocurre algo, hija? ¿Todo va bien?
—Luego os contaré, pero primero… —⁠Se puso de pie.
—Sí, hija, tienes razón, primero ve a hablar con tu padre. Aunque me
dejas en ascuas. Solo dime si estás bien, ¿eres feliz?
—Lo seré, mamá —respondió ambigua y sin darle pie a que iniciase una
nueva conversación se apresuró a salir del salón.
Caminó con paso rápido rogando por no encontrarse con ninguna de sus
hermanas. Necesitaba hablar con su padre antes de nada porque de aquella
conversación esperaba obtener los datos que le faltaban para poder tomar una
decisión. Tocó a la puerta con los nudillos y esperó hasta escuchar la voz del
barón dándole paso.
—¡Katherine! —exclamó con la misma sorpresa con la que la había
recibido su madre⁠—. No me habían dicho que venías.
—Hola, papá. —Le dio un beso y después hizo amago de sentarse en la
silla al otro lado de la mesa.
—No, espera, sentémonos en la salita, estaremos más cómodos —⁠dijo
guiándola hasta la zona de la chimenea, a la que aún le quedaban unos meses
para volver a encenderse.
—Papá… —Estaba muy nerviosa y sus temblorosas manos no pudieron
ocultarlo⁠—. Quiero que me cuentes la conversación que tuviste con mi…
esposo.
El barón se puso serio y asintió varias veces antes de hablar.
—¿Qué ha ocurrido?
Katherine no quería hablar de ello hasta tener todas las piezas del puzle
que le faltaban.
—¿Qué sabes? —El barón reformuló la pregunta.
—No está ciego.
Su padre no mostró ninguna sorpresa y Katherine cerró los ojos un
instante para contener las emociones que esa certeza le provocaron.
—¿Cómo pudiste, papa? ¿Cómo dejaste que me lo ocultara?
—Él me lo pidió, fue su única condición para casarse contigo.
—¿Condición? No sabía que hubiese impuesto condiciones.
—Fue más una petición que una imposición, a decir verdad.
—No entiendo nada. —Se removió inquieta⁠—. Será mejor que me
cuentes exactamente qué fue lo que hablasteis.

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—Está bien —aceptó su padre—. Alexander me dijo que te amaba, que
siempre te había amado y que incluso se declaró hace unos años.
Katherine se mordió el labio al tiempo que asentía para que continuase.
—Quería casarse contigo, pero no quería que tú supieses que podía ver.
—No confiaba en mí —murmuró.
—Quería que te enamorases de él tal y como era, con todos sus defectos e
imperfecciones. Para él, decirte que había recuperado la vista para que lo
amases, era aceptar que antes de eso no merecía ser amado.
—Ya veo. —Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Hija… —El barón se acercó a ella para consolarla, pero Katherine no se
lo permitió.
—Sigue, papá.
—Bien, no hay mucho más. Yo le dije que debía contártelo y él me
prometió que no consumaría el matrimonio sin decírtelo. Estaba decidido a
dejarte ir si no conseguía su propósito. —⁠Una expresión de temor cruzó ante
sus ojos⁠—. ¿Por eso estás aquí? ¿Vais a…?
—Es lo que él pretende, sí, anular el matrimonio y dejarme ir —⁠sollozó.
—Katherine… —Ahora sí la abrazó⁠—. Mi niña… Pero —⁠se apartó para
mirarla⁠—, tú… pareces muy disgustada con la idea. ¿Acaso…?
—Sí, papá, lo amo y no pienso dejar que siga adelante con su plan. El
matrimonio se ha consumado, soy su esposa y no voy a dejar que me aparte
de él.
—No cumplió su promesa…
—Me lo dijo… después, pero papá, yo quería… —⁠Se ruborizó
avergonzada de hablar de eso con su padre.
—Si lo amas, ¿por qué quiere romper el matrimonio?
—¡Porque no se lo dije!
—Hija…
—Lo sé, fui una estúpida. Estaba abrumada con la noticia de que no
estaba ciego y con lo que yo sentía en ese momento… Fue demasiado, papá,
no pude asimilarlo tan rápido. Creí que podría hablar con él por la mañana,
pero cuando me levanté se había marchado y le había dicho al ama de llaves
que prepararan mis cosas, que volvía a Londres. —⁠No podía limpiar las
lágrimas lo bastante rápido.
—Tranquilízate —pidió su padre dándole su pañuelo⁠—, encontraremos
una solución.
—Me dijo algo… —Se sonó la nariz⁠—. Me habló de nuestros hijos. Me
preguntó qué pasaría si uno de ellos… Si uno de ellos se quedaba ciego.

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—Ya veo. ¿Y qué le respondiste?
—Me preguntó —volvió a intentarlo⁠—, si me habría casado con él
sabiendo que podíamos tener un hijo ciego. ¡Le respondí que no!
Su padre asintió sin decir nada, podía imaginar lo que esa afirmación tan
rotunda había provocado en él.
—Quería decirle la verdad y esa era la verdad —⁠dijo secándose la cara⁠—.
Pero solo porque entonces yo no sabía que lo amaba. Bueno, sabía que sentía
algo por él que no quería sentir. Lo supe desde el principio, desde que se me
declaró cuando solo tenía dieciséis años. ¿Quién hace eso? ¡Yo era una niña!
Me asusté muchísimo. Además, creía… Bueno, da igual lo que creía, la
cuestión es que pensaba decirle que entonces no lo sabía, pero ahora sí. Que si
me lo hubiese preguntado esa noche, antes de confesarme que ya no estaba
ciego le habría dicho que sí. Pero no me dejó terminar la frase y se marchó de
mi cuarto. Y yo estaba tan abrumada por lo sucedido, abrumada por lo que
sentía… Tenía el corazón rebosante de amor y… ¡No está ciego! No te diré
que no me alegré por mí, sí, pero sobre todo fue por él. Me partía el alma
saber que vivía en una completa oscuridad. Cada vez que veía una puesta de
sol pensaba en que él no podía verla. Desde que me casé me he pasado los
días describiéndole cada cosa hermosa que veía porque no quería que se
perdiese nada.
—Respira hondo —aconsejó el barón⁠—. Vamos, otra vez, así, bien hecho.
Y ahora intenta decirme cuál es el problema.
—¿No has oído todo lo que te he contado?
—Claro que lo he oído. Me has dicho que lo amas y los dos sabemos que
él te ama a ti. Lo que te pregunto es, ¿dónde está el problema?
Katherine frunció el ceño algo confusa y su padre sonrió con serenidad.
—¿Por qué sonríes? Todo esto es muy triste.
El barón siguió sonriendo mientras ella trataba de limpiarse la cara con el
pañuelo empapado de lágrimas.
—Lo primero que tienes que hacer es calmarte y lo segundo debería ser
meditar sobre los motivos que te han traído hasta aquí. Llevas toda tu vida
viviendo en una completa oscuridad, Katherine. —⁠Su padre la miraba con
severidad y las lágrimas cesaron de golpe⁠—. Yo debería haber intervenido, lo
sé, pero nunca he sido un hombre muy dado a esta clase de conversaciones.
Creí que con los años y las experiencias de la vida te darías cuenta de lo
equivocada que estabas. Como así ha sido.
—Hablas como él.

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—Hay muchas, muchísimas cosas más importantes que la belleza,
Katherine. Cosas más valiosas y preciadas que la perfección que puede captar
el ojo humano.
Ella empalideció.
—¿Crees que no lo sé, papá?
—Lo sabes y, aun así, has dejado que todos te valorasen siempre
exclusivamente por tu apariencia. Tus conversaciones son siempre
comedidas, no muestras nunca en público lo que sabes. Te mantienes siempre
en un segundo plano en los temas delicados y permites que las afirmaciones
de los demás te definan. Lo sé porque conmigo no eres así, siempre has sido
lúcida y despierta, me has ayudado innumerables veces a aclarar mis ideas y a
solucionar problemas y me consta que lo has hecho también con toda la
familia. Has repetido una y otra vez hasta la saciedad que tu belleza era todo
tu patrimonio, lo único que podías ofrecer al mundo. Y de nada servía que los
demás lo negásemos. —⁠Movió la cabeza meditabundo⁠—. Aun así deberíamos
haber seguido repitiéndotelo y no darnos por vencidos.
Su hija lo miraba profundamente confundida.
—Yo… no creí que…
—¿Qué? ¿Pensabas que no nos dábamos cuenta? Desde niña te has
escondido en ese lugar confortable y solitario en el que no tenías nada que
demostrar y del que no permitías que nadie te sacase. Pero lo llevaste hasta tal
extremo que lo convertiste en una cárcel. Te volviste una esclava de esa
percepción enfermiza, hasta el punto de vivir por ella.
Su hija abrió la boca para responder varias veces, pero las palabras no
salían de su boca.
—¿Por qué no me dijiste todo esto antes?
—¿Qué por qué no te lo dije? —⁠La miró incrédulo⁠—. Cuando tenías
dieciséis años te traje aquí, a este mismo despacho y te di una charla de una
hora sobre los valores que eran de verdad importantes, mucho más
importantes que tener un rostro perfecto. Cuando acabé de hablar, convencido
de que entrarías en razón, me miraste como si te hubiese abandonado en
mitad de un páramo y pensase dejarte allí sola para siempre. Me dijiste que si
te quitaba eso no te quedaría nada, que tu vida se derrumbaría. ¿Sabes lo que
fue para mí escuchar eso? Me pasé días sin dormir hasta que pude contárselo
a tu madre. ¿Sabes qué me dijo? Sonrió y respondió: «eso son paparruchas.
Solo tiene que madurar. Un día se quitará la venda que lleva en los ojos y verá
quién es en realidad. Tú espera y verás». Así de simple.

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Meredith Wharton siempre había confiado en ella. Una cálida sensación
se fue extendiendo por todo su cuerpo y llegó hasta sus labios que se curvaron
en una dulce sonrisa. Su madre era la mujer más sabia del planeta y la quería
con locura.
—Gracias, papá —dijo poniéndose de pie⁠—. Ya sé lo que tengo que
hacer.

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Capítulo 22

Emma paseaba por el jardín mientras daba vueltas a una nueva idea en la que
pensaba ponerse a trabajar en cuanto los nervios por su próxima publicación
se calmasen. Katherine la vio gesticulando distraída y sonrió. Se moría de
curiosidad por saber en qué pensaba su hermana cuando daba esos rápidos
paseos hacia ninguna parte en los que parecía estar hablando con un ente
invisible de algo verdaderamente interesante. ¿Cómo había podido estar tan
ciega?
—Pareces una loca, ¿lo sabes?
La mayor de las Wharton se detuvo en seco y la miró desconcertada.
—¿Katherine?
—Sí, soy yo, sal de tu ensimismamiento, anda.
—¿Qué haces aquí? —Miró detrás de ella⁠—. ¿Tu esposo…?
—He venido sola. Tenía que hablar con papá de algo.
Su hermana se acercó despacio mirándola con más atención.
—Tienes los ojos hinchados, ¿has llorado?
—Sí, pero estoy bien. ¿Podemos hablar?
Emma la cogió de la cintura y caminaron juntas hacia la casa.
—¿En mi habitación?
—Allí estaremos más tranquilas, sí.
Subieron las escaleras y atravesaron el pasillo hasta el cuarto de Emma y
una vez dentro optaron por sentarse en la alfombra después de sopesar hacerlo
en la cama. Emma mencionó su elegante vestido y Katherine sonrió burlona y
se dejó caer con una pose muy divertida.

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—Me importa un bledo mi precioso vestido.
—¿Te has dado un golpe en la cabeza, hermanita? ¿O es que ese marido
tuyo te ha sorbido el seso?
—Tengo mucho que contarte, Emma. Desde que me casé mi vida ha
sido… —⁠Movió la cabeza buscando ordenar sus ideas para poder construir las
frases adecuadas⁠—. Un completo caos emocional.
—Me estás asustando.
—Lo amo.
Emma sonrió.
—Lo sé.
—Cómo no. —Movió la cabeza consciente de que su familia la conocía
mejor que ella misma.
—Te noto distinta —dijo Emma.
—Y yo a ti. Tienes una luz… No me había dado cuenta, pero ahora la
veo.
Su hermana mayor frunció el ceño.
—De verdad te ha sorbido el seso.
—¿Cuándo pensabas contármelo? —⁠Katherine la miraba interrogadora.
—¿Contarte el qué?
Su hermana levantó una ceja con mirada irónica.
—¿De verdad? ¿EW?
Emma se tapó la boca para ahogar una exclamación asustada y Katherine
se echó a reír a carcajadas.
—Deberías verte la cara ahora mismo.
—¿Cómo lo has sabido?
—Esa no es la pregunta que deberías hacerme. Lo que me parece increíble
es que no me diera cuenta antes. ¡Pero si llegué a pensar si podría ser
Elizabeth!
Emma frunció más el ceño.
—Una tontería, lo sé. Es evidente que eres tú, se te ve en cada renglón.
—¿Tú crees?
—Totalmente.
Emma suspiró, no estaba segura de que eso le gustase. Se encogió de
hombros.
—Algún día teníais que enteraros.
—De momento solo lo sé yo.
—Y Elizabeth —confesó la escritora.
Ahora fue su hermana la que abrió la boca sorprendida.

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—¿Se lo contaste a ella y a mí no? Esto no voy a olvidarlo, Emma
Wharton.
—En realidad, me descubrió ella y no tuve más remedio que decírselo
todo. Mi intención era que no lo supiese nunca nadie, pero está claro que eso
no va a poder ser. Sobre todo ahora que van a publicar mi primera novela.
Katherine abrió mucho los ojos.
—¿Quéeee?
Emma sonrió orgullosa.
—El señor Reynolds dice que es lo bastante buena como para publicarse.
—¡Emma!
—Sí, lo sé, me hace mucha ilusión.
—¿Cómo has podido escondernos algo tan importante? Las demás se van
a enfadar muchísimo si no se lo cuentas ya. Caroline, madre mía, cuando se
entere.
—Aún no estoy preparada, necesito algo más de tiempo. Me aterra que
esto se sepa fuera de casa y ya sabes cómo son nuestras hermanas.
—¿Que si lo sé? Harriet y Elinor hablaron de mi lista en casa de los
Lovelace. Alguien debió escucharlas y ya lo sabe todo el mundo.
—¿De verdad?
Katherine asintió.
—No se lo digas a nadie, no quiero que ellas lo sepan, pero lo que ocurrió
con Lovelace tuvo algo que ver con eso.
—Dios mío, si se enteran se sentirán fatal.
Katherine asintió con mirada cómplice. Emma le cogió la mano y se la
acarició con ternura.
—Háblame de ti, de estas semanas. Y, sobre todo, cuéntame por qué estás
aquí. ¿Tenéis problemas?
—Sí, pero voy a solucionarlos —⁠dijo Katherine asintiendo convencida⁠—.
Hasta anoche no habíamos consumado el matrimonio y después de eso
tuvimos una discusión en la que no dije lo que debería haber dicho. Que lo
amo.
—Katherine…
—Lo sé, lo sé, soy estúpida. Pero es que… estaba abrumada. No te
imaginas lo que es, Emma, de verdad que no te lo imaginas.
Su hermana se puso roja como un tomate y Katherine sonrió con ternura.
—Ojalá que puedas experimentarlo pronto, Emma. Me haría muy feliz.
—Anda, calla.
—Alexander no está ciego.

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Emma entornó los ojos, pero no dijo nada. Katherine se preguntó por qué
no se sorprendía.
—Ha estado fingiendo todo el tiempo, escondiéndose detrás de ese
antifaz.
—Quería que te enamorases de él siendo ciego.
Katherine asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez.
—Sí, y ahora lo entiendo. Quería que amase al joven vulnerable y tímido
que me declaró su amor entonces. Aquel al que le rompí el corazón porque
creía que así…
Emma sonrió con tristeza.
—Qué tonta fuiste. Solo tendrías que habérmelo dicho entonces y te
habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza.
—Déjame verte. Enséñame tu hombro, quiero verlo.
Emma empalideció y soltó sus manos como si fuese a huir de allí.
—Por favor, deja que te vea.
—No —negó al tiempo que movía la cabeza para apoyar su postura.
—Llevo años cargando con ese peso, Emma, no finjas que no lo sabes.
—Tú no tuviste la culpa.
—Eso decís todos, pero no es cierto. Fue mi culpa y nunca seré del todo
feliz si tú no lo eres también.
—Yo soy feliz, Katherine.
Ahora fue su hermana la que negó con la cabeza.
—Basta de mentir, Emma —pidió con una triste sonrisa⁠—. Cuando
volvíamos de un baile o de cualquier evento social y todos dormían, solía ir
hasta tu habitación. Me sentaba en el suelo con la oreja pegada a tu puerta y
no volvía a mi cama hasta que parabas de llorar.
—Katherine…
—Cada vez que mamá organizaba un baile para ti y esos jóvenes te
sacaban a bailar obligados por sus padres. Cada vez que asistíamos a algún
evento social y alguien mencionaba lo incómodo que debía resultarte llevar
esos cuellos cerrados en pleno verano. Cuando alguien exclamaba «¡qué
lástima!», al vernos pasar y tú fingías no oírlo. Todas esas veces escuchaba en
mi cabeza: Es por tu culpa. Por tu culpa. Y no es justo, Emma, no es justo
porque yo no quise que eso te pasara. Era una niña y estaba enfadada, pero
nunca quise que sufrieras.
—Pues claro que no —negó con voz ronca.
—Pero sucedió y fue mi culpa, no importa que sea injusto. —⁠Las lágrimas
se deslizaron por sus mejillas al igual que por las de su hermana⁠—. Y ha

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llegado el momento de que lo digas. Lo necesito Emma. Necesito que me
abras tu corazón y me digas lo que sientes de verdad. Ya basta de repetir que
no es mi culpa y que solo era una niña. Nada de eso importa. Podré superarlo,
pero antes tengo que escuchar lo que tengas que decirme. Estoy segura de que
si te hubieses enfadado conmigo, si me hubieses gritado y me hubieses
acusado antes de perdonarme lo habría superado. Pero no me diste la
oportunidad de resarcirte y por eso he cargado con este peso toda mi vida.
Porque tengo una deuda sin saldar.
Emma se cubrió la cara con las manos y sollozó abrumada. No se
esperaba aquello, no estaba preparada.
—Yo fui la que lo provocó. Estaba enfadada contigo y por eso, cuando me
gritaste que tuviera cuidado con los fogones, hice lo contrario y provoqué…
—¡Basta, Katherine! —pidió Emma⁠—. No me hagas esto. No quiero…
Su hermana la abrazó y durante unos segundos permanecieron así,
calladas y unidas dejando que sus emociones se calmaran.
—Está bien —aceptó Katherine separándose de ella⁠—. No quería hacerte
más daño.
La mayor de las Wharton tenía la mirada fija en sus manos y no levantaba
la vista.
—Tienes razón —confesó—. Te odié por aquello. Durante el tiempo que
duró mi convalecencia no dije una palabra porque todo lo que venía a mi boca
era rencor y rabia.
Las dos hermanas se miraron a los ojos sin protección.
—Te miraba y me dolía el alma —⁠siguió Emma⁠—. No entendía por qué
me había tenido que pasar algo tan horrible. Mi cuerpo… ¡Dios! La primera
vez que me vi frente al espejo vomité horrorizada.
Katherine asintió y se mordió el labio sin poder contener las lágrimas.
—Cuando me recuperé de las heridas me di cuenta de lo mucho que
estabas sufriendo y de lo culpable que te sentías, pero la rabia seguía dentro
de mí y yo sabía que estaba mal. Hablé con mamá, le dije cómo me sentía y
ella me ayudó a superarlo. Pero cuando íbamos a esas fiestas y veía lo
hermosa que eras y lo mucho que te alababan sentía que una parte de mi
corazón estaba seca y podrida porque aquella rabia volvía a mí y me sacudía
por dentro. Todos me ignoraban, evitaban o compadecían. Nadie quería
conocerme, no me daban la más mínima oportunidad. En cambio a ti, la
preciosa Katherine, la maravillosa y perfecta Katherine… Tú eras hermosa
gracias a mí, ¿por qué nadie valoraba mi gesto heroico? ¿Por qué solo veían
mi piel rugosa y los nudos blancos que deformaban mi cuerpo?

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Su hermana se rompió en pedazos y no pudo ya contener los sollozos. Se
cubrió el rostro con las manos y lloró mientras Emma seguía hablando.
—Y un día, no sé por qué ni cómo, me puse a escribir. —⁠Le quitó las
manos para mirarla a los ojos sonriendo⁠—. Fue un descubrimiento
maravilloso, Katherine. Me sentí… liberada. Dejaba en el papel todo lo que
me atormentaba y, poco a poco, empecé a construir historias, a dibujar
personajes que hablaban por mí. Que vivían por mí. Y toda la rabia y el dolor
se fueron diluyendo hasta desaparecer completamente.
—Completamente no.
—Sí, Katherine, completamente. Ya no odio mis cicatrices, puedo
mirarlas y tocarlas, incluso amarlas porque forman parte de mí. Ya te
perdoné, aunque no tuviste la culpa, fue un accidente estúpido y me alegro de
lo que hice. Me alegro todos los días. —⁠La atrajo hacia sí y la abrazó con
ternura⁠—. Mi querida hermana, no sufras más por mí, yo estoy bien y soy
feliz. Muy feliz.
—¿De verdad? —preguntó llorosa.
—De verdad. Soy muy afortunada, no necesito casarme para tener una
vida plena. —⁠La apartó para mirarla con una enorme sonrisa⁠—. Y jamás
tendré esa conversación con mamá.
Katherine frunció el ceño confusa durante una décima de segundo y
después rompió a reír.
—¡Oh, sí! Esa es una gran ventaja.
—Solo de pensarlo me dan escalofríos.
—Además de que no es nada aleccionadora —⁠apunto Katherine⁠—. Lo
que sucede en la noche de bodas…
—No quiero saberlo. —Se puso de pie rápidamente.
—Como escritora, deberías.
—No es necesario. —Caminó hacia la puerta.
—Yo creo que sí. —La siguió.
Emma la miró y vio su rostro aún mojado y los ojos rojos.
—Si te ven así te van a hacer un montón de preguntas. —⁠La arrastró hasta
el tocador y se dispuso a mejorar su aspecto.
—¿Puedo pedirte algo, Emma?
Su hermana mayor asintió al tiempo que le secaba el rostro con un paño
limpio y suaves toquecitos.
—Cuando llegue el momento, pregúntame a mí.
Emma frunció el ceño y la miró sin comprender.
—¿Qué momento?

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—Ese momento. Tu noche de bodas.
Emma soltó una carcajada y cogió la cajita de polvos.
—En serio. —Katherine la cogió de la muñeca y la miró fijamente⁠—.
Prométemelo.
—Te lo prometo —concedió sin dejar de reír⁠—, pero espera sentada o
morirás de pie.
—Madre mía, Emma, si me dejaras contártelo…
—¡Katherine!
—Aunque no sé si todos los hombres son iguales —⁠dijo pensativa.
Emma abrió y cerró la boca varias veces sin que le saliesen las palabras.
Su hermana estaba completamente desbocada. Dejó la cajita de polvos en su
sitio, la cogió de la mano y tiró de ella para salir de la habitación. Cuanto
antes estuviesen con otras personas, mejor.
—Al menos deja que te cuente cómo es un beso…
Emma comenzó a tararear una musiquilla.
—¡Katherine! —Elizabeth se encontró con ellas en el pasillo⁠—.
¿Cuándo…? Emma, ¿qué haces?
—Está cantando para no escucharme —⁠susurró Katherine divertida⁠—. No
me deja contarle mi noche de bodas.
—¿Qué? —Su tía abrió los ojos como platos⁠—. Pero…
—¿Me escucharás tú? Vamos, Elizabeth, no puedo hablar de ello con
nadie y ¡no me lo saco de la cabeza!
—Pero Katherine, cómo crees… Nosotras no…
—Habla con mamá, es la única que tiene experiencia en el tema —⁠adujo
Emma aliviada de ver a su tía más angustiada que ella misma.
—¿Cómo voy a hablar con mamá de eso? ¿Te has vuelto loca? Le daría
un síncope.
Las otras dos la miraron asustadas, pero ¿qué había hecho?
—¿Has visto ya a Harriet? —⁠preguntó Elizabeth intentando cambiar de
tema⁠—. No suelta el arco ese que le regaló tu marido.
—Por cierto, el conde ya no es ciego —⁠anunció Emma mientras bajaban
las escaleras para ir a reunirse con la baronesa.
—¿Cómo que ya no es ciego? —⁠Elizabeth miró a Katherine interrogadora
y ella asintió para confirmarlo⁠—. Pero ¡eso es maravilloso! ¿Cómo ha
sucedido?
—Volvió del viaje curado. Nos ha estado engañando todo este tiempo.
—Claro, quería que te enamorases de verdad.
Katherine se detuvo y miró a su tía con expresión turbada.

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—¿Qué pasa aquí? ¿Es que soy la única que no ve más allá de sus
narices?
Elizabeth se encogió de hombros y siguieron hasta la puerta del salón en
el que esperaba la baronesa. Antes de abrir se volvió hacia Katherine y la
miró con fijeza.
—Ni se te ocurra sacar el tema delante de tu madre —⁠advirtió.
—¿Qué tema? —dijo haciéndose la tonta.
—Ese tema.
—¡Ah! Te refieres a mi noche de bodas.
Emma la señaló amenazadora.
—Como mamá se ponga a darnos la charla te juro que…
—Tranquila, no diré nada delante de ella —⁠aceptó Katherine en voz muy
baja⁠—, pero luego cuando os llegue el turno y no sepáis qué hacer acordaos
de que yo quise aleccionaros y me mandasteis…
—¡Calla! —exclamaron las dos a la vez.
Katherine entró en el salón riendo a carcajadas mientras que Elizabeth y
Emma sentían cómo aumentaba el calor en sus mejillas.

—¿De verdad qué lo abrazó?


—Sí, mamá —confirmó Katherine recordando su llegada a Whitefield⁠—.
Es una mujer extraordinaria, pero muy peculiar. No parece un ama de llaves,
es como si fuese de la familia. Ha estado toda la vida con la duquesa, desde
que las dos eran muy jovencitas.
—Pero eso no importa —afirmó la baronesa⁠—, hay líneas que no deben
traspasarse. Y lo dice alguien que fue institutriz.
—Tu marido viene hacia aquí —⁠anunció Elinor.
Katherine se puso de pie y estiró su vestido con nerviosismo.
—Querréis hablar a solas —dijo Emma⁠—. Deberías esperarlo en el jardín
de atrás, avisaré a George para que lo acompañe hasta allí.
—No tienes tiempo —advirtió Elinor que seguía su avance sin
disimulo⁠—. Ya está llamando a la puerta.
—Bueno, no importa, nos iremos nosotras en cuanto llegue —⁠dijo su
madre poniéndose de pie para adelantar⁠—. No os hagáis las remolonas, ¿de
acuerdo Harriet?
—¿Por qué me lo dices a mí? La más lenta es Elinor, ya deberías saberlo.
—¿Y tú por qué has entrado en casa con esa cosa? —⁠preguntó su madre
refiriéndose al arco⁠—. Ya bastante tengo que aguantar con que lo utilices en

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el jardín, solo me faltaba verte con él dentro de casa.
—No puedo dejarlo a la intemperie, es de madera y no debe mojarse.
—¿Y qué hace un bandolero cuando llueve? —⁠preguntó Elizabeth para
relajar la tensión de la espera.
—Pues se refugia, supongo —⁠dijo Harriet.
—Se refiere a qué hace con el arco, tonta —⁠intervino Elinor sin dejar de
mirar por la ventana⁠—. Si es malo que se moje, ¿qué hacen cuando llega la
lluvia en medio de una tormenta?
—Tú sí que eres tonta —respondió arrugando la nariz y moviendo la
cabeza para hacerle burla⁠—. Si lo dejo fuera con el sol y la lluvia acabaría
resquebrajándose.
—Katherine… —Elinor la llamó para que se acercara a la ventana⁠—. Se
va.
La ya condesa se apresuró a verlo y dio un pequeño gritito al ver que
Alexander se subía a su caballo para marcharse.
—¡No! —exclamó y echó a correr—. ¡George! ¿Qué le ha dicho a mi
marido? ¿Por qué se va?
Salió a la calle sin escuchar la respuesta del mayordomo, pero Alexander
ya estaba demasiado lejos para llamarlo. Volvió dentro de la casa.
—Ha preguntado si usted estaba aquí y le he dicho que sí. Sin decir nada
se ha dado la vuelta y se ha marchado. Eso ha sido todo, señora.
Katherine miraba al mayordomo, pero no lo veía, su mente buscaba
respuestas aceleradas que la sacaran de aquella incertidumbre. Era demasiado
tarde para cabalgar hasta Whitefield. Seguro que se quedaba en su estudio a
pasar la noche. Volvió al salón con expresión decidida.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no ha entrado? —⁠preguntó su madre⁠—.
Hija…
—Creo que piensa quedarse esta noche en Londres.
Emma se acercó a ella.
—Ha venido para saber si estabas aquí y confirmar así que habías acatado
su decisión.
—Voy a enseñarle lo equivocado que está. —⁠Le plantó un sonoro beso en
la mejilla y salió corriendo.

Entró en el estudio, cerrando de un portazo, y echó la llave para asegurarse de


que nadie lo molestaba. Se fue directo hasta el mueble de las bebidas para
servirse un whisky. No quería emborracharse, necesitaba la mente clara, pero

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debía calmar el ansia y la angustia que lo abrumaban si no quería perder la
cordura que había conseguido con tanto esfuerzo. Hablar con su familia no lo
había ayudado en absoluto. A la alegría inicial por las buenas noticias sobre
su vista siguió la sorpresa de la anulación del matrimonio. ¿No hay nada que
se pueda hacer? ¿Tan terrible es? Las preguntas de su madre para las que no
podía dar una respuesta clara. ¿Cómo hacerles entender que el hecho de que
no lo quisiera cuando era ciego era un escollo insalvable para él? Nadie que
no hubiese pasado por eso podría entenderlo. Miró a su alrededor buscando a
Cien Ojos hasta que se acordó de que se había quedado con las gemelas.
Desató el nudo del pañuelo para liberar la tensión de su cuello. Después se
deshizo de la chaqueta y el chaleco y los lanzó contra la pared. El corazón le
latía desbocado y su respiración agitada no se calmaba por más esfuerzos que
hacía. Tuvo que sentarse en la butaca e inclinarse hacia delante para contener
las náuseas que agitaron su estómago.
La imagen de Katherine entregada por completo a sus caricias no dejaba
de repetirse una y otra vez en su cabeza. ¿Cómo podría renunciar a ella ahora
que ya era suya? Se mordió el labio hasta hacerse daño y lanzó un gruñido
desesperado e impaciente. Se puso de pie y deambuló por la habitación como
un león enjaulado. No era un hombre que se rindiese fácilmente, había
luchado contra enemigos poderosos en medio de su total oscuridad. Pero
entonces no estaba en juego su corazón. Con ella estaba indefenso.
—No se habría casado contigo, estúpido —⁠se dijo en voz alta. Necesitaba
oírlo alto y claro.
Ella respondió con seguridad y sin el menor ápice de duda en su voz. No
lo amaba, así de simple. Era un hombre dañado e incompleto y ella no podía
amar nada que no fuese perfecto. Le partió el alma ver su expresión de alivio
cuando le dijo que no estaba ciego. Habría preferido su enfado por la mentira
que aquella enorme alegría en su mirada. Por eso le hizo esa pregunta, quería
que se enfrentara a la verdad y que le diese la respuesta que necesitaba para
seguir adelante. Si hubiese dicho que sí, que se habría casado fuesen cuales
fuesen las circunstancias… Se apoyó en la pared y fue deslizando la espalda
hasta quedar sentado en el suelo, con una pierna doblada y la muñeca en
equilibrio sobre la rodilla. Exhausto. Desolado. Volvía a ser un niño asustado,
perdido en la oscuridad. Hacía años que no lloraba, de hecho no recordaba
cuándo fue la última vez que dejó escapar una lágrima. Recostó la cabeza en
la pared y cerró los ojos. Quería que el mundo desapareciese, perderse en la
oscuridad que tan bien conocía… Pero allí estaba ella, no había ningún lugar

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al que pudiese huir y lo sabía. Reviviría cada caricia, cada beso y cada
instante de la felicidad que había conocido en sus brazos el resto de su vida.
Una extraña paz anegó su espíritu. Había amado, intensa y profundamente
y estaba seguro de que eso era más de lo que tendría la mayoría de la gente en
toda su vida. ¿Y qué si no podía tenerla? Atesoraría esos recuerdos para
siempre en su corazón y viviría agradecido por ellos.
Permaneció allí sentado unos minutos y después se puso de pie y recogió
la ropa que había tirado al suelo, colocándola sobre la butaca. Al ver el rincón
de Cien Ojos sonrió, lo echaba de menos, era el mejor compañero y en esos
momentos le habría ido bien una de sus caricias perrunas.
—Bayan, Bayan —musitó—. Qué razón tenías en todo, bribón.
Cogió el vaso de whisky y lo levantó a modo de brindis.
—Porque volvamos a vernos.

—Tus rosas son las mejores que he visto, pero las mías tampoco están mal,
¿verdad? —⁠Edwina y Caroline paseaban por el jardín admirando las flores
que iba a presentar al concurso.
—A ti nunca te ha gustado la botánica tanto como a mí.
—Es cierto, pero te has ganado el concurso de la marquesa de Valentree
los últimos tres años y me han dado ganas de participar.
—Me parece muy bien —dijo Caroline con expresión burlona⁠—. Otra
cosa más para compartir.
Edwina sentía un interés inmediato por todo aquello que Caroline
emprendía, pero su entusiasmo duraba lo mismo que su tarta de cumpleaños,
apenas una tarde. No estaba muy segura cuanto de esfuerzo había puesto ella
en cultivar aquellas rosas, pero teniendo en cuenta que no la había visto con
ellas en ningún momento, no debió de ser mucho.
—¿Lo dices por este vestido? —⁠preguntó su amiga con expresión
divertida⁠—. Me queda bien, ¿verdad?
—Y los zapatos también te quedan bien. Vamos a parecer siamesas.
—Está bien, tiene razón, no puedo evitarlo, si veo algo bonito lo quiero
para mí. ¿Qué voy a hacer? Siempre he sido así, no es que acabes de
conocerme.
Caroline asintió, tenía toda la razón. Se encogió de hombros y siguieron
caminando.
—Y para compensarte por robarte el vestido…
—No me lo has robado, el mío sigue en mi armario.

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—Bueno, pues por estrenarlo antes que tú, voy a contarte algo que te va a
hacer muy feliz —⁠dijo Edwina caminando de espaldas para quedar frente a
frente mientras hablaba⁠—. Anoche, cuando bailé con Nathan Helps, se pasó
todo el tiempo preguntándome cosas sobre ti.
Caroline se ruborizó y desvió la mirada esforzándose en contener una
sonrisa emocionada.
—Quería saberlo todo. —Se colocó a su lado después de un traspiés y
continuó hablando con voz impostada⁠—. ¿Qué colores le gustan? ¿Cuál es su
flor preferida? ¿Qué libros le gusta leer a la señorita Caroline? ¿Cuál piensa
usted que podría ser la mejor hora para ir a visitarla? Así tooooodo el rato que
duró nuestro baile.
—¡Oh, Edwina…! —Ya no pudo disimular más y agarró a su amiga del
brazo para hablar en un tono bajo⁠—. ¿Tú crees que le gusto de verdad? ¡Es
tan elegante y guapo!
—Lo es, desde luego.
—Y su familia es muy respetable. Su hermana estuvo charlando conmigo
unos minutos y me pareció de lo más agradable. Ahora que lo pienso, diría
que estuvo alabando a su hermano más de lo debido. —⁠Sonrió⁠—. ¿Crees que
pretendía que yo me fijase en él?
—Por supuesto —afirmó su amiga con rotundidad⁠—. Está claro que desea
pretenderte y envió a su hermana como emisaria para averiguar si tenía el
camino despejado.
—El camino está totalmente despejado —⁠dijo Caroline entusiasmada⁠—.
Debería regresar a casa ya por si decide visitarme. ¿Qué hora le dijiste que era
la más propicia?
—Las cuatro de la tarde.
—Magnífica hora. —Cualquier hora le habría parecido igual de perfecta.
—Vas a ser la siguiente en casarte. —⁠Edwina sonrió convencida⁠—. Y a
poco que te esfuerces tu boda será más lucida que la de Katherine. Nunca me
imaginé que tu hermana tendría una boda tan austera y sosa. Para que veas
que las cosas nunca salen como una piensa.
—Las circunstancias…
—Ya.
Las dos amigas continuaron el paseo con ánimo festivo y la cabeza llena
de pájaros.

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Capítulo 23

La duquesa la recibió en el vestíbulo y su rostro mostraba su preocupación.


—Katherine, querida, ¿qué ha sucedido? Mi hijo no ha querido
decirnos… Tan solo insiste en que el matrimonio va a anularse.
—Duquesa —se acercó a ella y la cogió de las manos sin apartar la
mirada de sus ojos⁠—, eso no va a suceder. ¿Dónde está?
—En su estudio. Se ha encerrado con llave y no deja que nadie entre.
¡Con la alegría tan grande que hemos tenido al ver su recuperación! Me tiene
muy preocupada, no lo veía así desde hace mucho tiempo.
—Es culpa mía, pero voy a solucionarlo ahora mismo. Discúlpeme.
Caminó decidida dejando a la duquesa atrás. Una vez frente a la puerta
necesitó un momento para calmar su corazón que golpeaba con fuerza en su
pecho. Respiró hondo varias veces antes de tocar con los nudillos.
—Alexander, soy yo, tu esposa.
Dentro del estudio se escuchó un gruñido y después el silencio.
—No me moveré de aquí hasta que me abras.
Unos segundos después escuchó la llave y la puerta se abrió. Entró y cerró
tras ella antes de enfrentarlo. Su corazón se estremeció al ver su aspecto.
Desaliñado, con el pelo revuelto de haberlo mesado con fiereza y evidencias
de haber llorado.
—¿Por qué te has ido tan temprano? —⁠preguntó acercándose a él, que
instintivamente dio un paso atrás⁠—. Teníamos mucho de lo que hablar.
—Ya hablamos suficiente anoche —⁠respondió con voz afónica.

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—No es cierto —sonrió ella con tristeza⁠—. Yo ni siquiera he empezado a
hablar. Sentémonos ahí.
Alexander miró el sofá que le indicaba como si fuese un dragón a punto
de escupir fuego. No quería tenerla tan cerca, no soportaba ni siquiera saberla
en la misma habitación.
—Katherine… —La miró dolido—. No estoy en mi mejor momento. Me
temo que no puedo escuchar lo que has venido a decirme.
—Pues vas a tener que hacerlo, porque no pienso irme a ninguna parte.
—⁠Se sentó y esperó a que él hiciese lo mismo⁠—. Anoche me hiciste una
pregunta y no me dejaste responder.
—Eso no es cierto, recuerdo muy bien tu respuesta. —⁠Apartó la mirada
con los ojos brillantes.
—Me impediste seguir hablando y espero que eso no se convierta en una
costumbre —⁠dijo forzando una sonrisa⁠—. Te dije que no me habría casado
contigo si me hubieses dicho, en aquel momento, que nuestros hijos podrían
quedarse ciegos.
—Maldita sea, Katherine —masculló dolido y se puso de pie para alejarse
de ella.
—Pero entonces yo no sabía lo que sentía —⁠dijo yendo tras él⁠—. No lo
entendía. Estaba confusa y asustada… Por eso creo que en un primer
momento te habría rechazado. Por miedo y cobardía.
Lo agarró del brazo y tiró suavemente de él para hacer que se volviese a
mirarla. Se le rompió el corazón de verlo tan desvalido y vulnerable.
—Pero después de la boda la niebla que había en mi mente se fue
disipando poco a poco. Ya no tenía que protegerme de lo que sentía, ya estaba
hecho, eras mi esposo. Entonces empecé a mirarte sin temor, a dejar que lo
que de verdad sentía aflorase sin miedo. Y de pronto lo supe.
Alexander la miraba con fijeza, le temblaban el alma y el corazón y estaba
preparado para hacerse añicos si lo que intuía no era más que fruto de una
cruel locura.
—Supe que siempre te había amado.
—¡No! —gritó él llevándose las manos a la cabeza. Era su mente
jugándole una mala pasada.
—He cometido muchos errores, Alexander. He cargado con un peso en mi
corazón que nublaba mi mente.
Él la miraba sin dar crédito a lo que oía y sin comprender a qué se refería.
—Es muy largo de contar y no quiero hablar de eso ahora. Solo te diré
que me he sentido culpable por lo que le sucedió a Emma toda mi vida y he

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estado a punto de perder al hombre al que amo por un enfermizo deseo de
castigarse.
—¿Estás hablando del accidente de Emma?
Katherine asintió y ver su expresión desconcertada y confusa la hizo
sonreír. Así de estúpido era el sentimiento de culpa.
—La mente de una niña es muy frágil —⁠se excusó⁠—. Pero ya no soy una
niña. Gracias a ti. He dejado de ser una hermosa cáscara vacía, como diría tu
amigo. También soy un ser humano imperfecto. Mis cicatrices y mi ceguera
no se ven a simple vista, pero están ahí, lo han estado siempre, y no me
dejaban ver lo que realmente soy.
—Siempre has sido mucho más que una mujer hermosa, Katherine.
—Para ti, sí. Por eso me sentía tan bien a tu lado. Anhelaba verte
esperándome junto al camino. Me hacías reír y eras la única persona en el
mundo frente a la que podía ser un poco yo misma. Cuando te marchaste…
—⁠Negó con la cabeza y las lágrimas humedecieron sus ojos⁠—. Te eché tanto
de menos, Alexander.
—Dios Santo —murmuró sin dar crédito⁠—. ¿Hemos estado todos estos
años sufriendo para nada?
—Para nada, no. Yo no era la persona que soy y tú tampoco —⁠afirmó
rotunda⁠—. Ahora sé que los dos debíamos hacer un viaje para encontrarnos a
nosotros mismos, solo así podíamos tener una vida plena. Tú vivías asustado,
Alexander, inseguro de ti mismo. Marcharte te sirvió para librarte de tus
miedos y asumir que podías ser un hombre completo aun siendo ciego.
Levantó los brazos y le rodeó el cuello con ellos sin apartar la mirada de
sus ojos.
—¿Quieres preguntármelo otra vez para que pueda responderte como debí
hacerlo anoche?
Alexander negó con la cabeza apretándola contra su cuerpo. Ya no
necesitaba oírselo decir. Katherine sonrió enamorada.
—Te amo, esposo mío, y si alguno de nuestros hijos tiene que pasar por lo
que tú pasaste lo amaré con orgullo y estaré a su lado en cada paso que dé.
Mis ojos serán sus ojos y mi mano lo guiará con firmeza y sin miedo para que
aprenda a enfrentarse al mundo, como hizo su padre. Eso sí, no permitiré que
se aleje de mí como hiciste tú. Y ahora que ya está todo claro, ¿quieres, por
favor, besarme de una vez?
Alexander capturó su boca con tal ansia que la hizo reír de felicidad.
Cuando la llevó hasta el sofá ella lo miró con un brillo travieso en los ojos.

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—La puerta no está cerrada con llave —⁠musitó y el conde se apresuró a
solucionar el problema antes de regresar a su lado.
Cuando se tumbó encima de ella todo su mundo se reflejó en aquellos ojos
azules que tan bien sabían mirarla.
—Me lo he quedado —musitó delante de su boca sintiendo la urgencia de
besarlo.
—¿El qué? —preguntó él con curiosidad.
—El antifaz. —Sonrió traviesa—. Me gustó llevarlo y pienso ponérmelo
muchas veces.
—Así que te gustó, ¿eh? Pues tendré que esforzarme para superar eso.
Volvió a rodearle el cuello con un extraño y desconocido sentimiento de
pertenencia.
—¿Siempre será así? Quiero decir, ¿no es peligroso?
Alexander frunció el ceño.
—¿Peligroso? ¿A qué te refieres?
—Mi corazón. Parecía que me fuese a estallar. ¿Alguien ha muerto por
esto? Porque yo creo que podría morir.
El conde echó la cabeza hacia atrás para reír a carcajadas y el movimiento
de su risa la excitó sobremanera.
—Qué tontita eres, mi vida —⁠dijo acariciándole el rostro.
—Vayámonos a casa —pidió—. Quiero dormir contigo toda la noche y
despertarme por la mañana entre tus brazos.
—¿Dormir? Te aseguro que no vas a dormir mucho esta noche. A no
ser… —⁠Desvió la mirada hacia la puerta y luego volvió a mirarla a ella.
—Ni se te ocurra.
Él se levantó y sin dejar de mirarla empezó a quitarse la ropa.
—¡Alexander! —exclamó en tono muy bajo⁠—. Me muero de la vergüenza
solo de pensarlo.
Pero él no paró hasta estar completamente desnudo. Le hizo un gesto para
que se levantara y ella obedeció con las mejillas rojas como el carmín
consciente de lo que pretendía. La desnudó despacio, rozando con sus dedos
cada zona sensible sin detenerse. Katherine tenía la piel de gallina y se sentía
terriblemente excitada y asustada por lo que sentía.
—Ven —dijo él abriendo los brazos. Quería sentirla así, cálida y suave,
piel con piel, antes de que el fuego lo abrasara todo⁠—. Te amo, mi adorable y
ciega esposa. —⁠Cogió su cara entre las manos y buceó en sus ojos⁠—. Te
habías puesto una apretada venda en los ojos que no te dejaba ver y que a
punto ha estado de costarnos la felicidad.

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—Prometo resarcirte con creces por haber tenido que esperarme tanto.
—Con que me ames hasta el fin de los tiempos me basta. Se acabaron las
palabras —⁠dijo levantándola del suelo y dando una vuelta con ella entre los
brazos.
Desde ese momento dejó que sus manos y su boca hablasen por él. La
acarició de todas las formas posibles llevándola hasta el borde del abismo
pero sin dejarla caer en él. Ella suplicaba y él sonreía sin concederle su deseo.
Cuanto más deseaba penetrarla, más se resistía, quería retrasar el momento
del éxtasis de tanto que lo anhelaba. Después de una interminable hora de
gemidos y de llevarla al orgasmo sin permitirle abandonar, se rindió, pero
quería verla, contemplar su rostro mientras se desintegraba. Se sentó en el
sofá y la miró de pie, desnuda como una diosa. Tenía el pelo alborotado, las
mejillas acaloradas y los ojos brillantes. Todo su cuerpo refulgía a la luz de
las velas y las sombras dibujaban sus curvas turgentes y firmes. La cogió por
las nalgas y la hizo abrir las piernas para sentarse sobre él. Ella apoyó las
rodillas en el asiento y echó la cabeza hacia atrás abriendo la boca para coger
aire cuando él capturó uno de sus sensibles pezones.
—Te amo tanto… —susurró entre jadeos.
Él se apartó para mirarla a la cara y lentamente la colocó en posición.
Cuando estuvo donde la quería, apartó las manos de sus caderas y las dejó en
el asiento.
—Soy todo tuyo —dijo con una sonrisa excitada⁠—. Cabalgue, señora
condesa.
Ella respiró hondo y bajó de golpe provocando que el rostro de su esposo
se contrajese al tiempo que otro gemido escapaba de su garganta.
—Tócate —pidió él.
Ella sonrió y se llevó las manos a sus pechos acariciándolos, estrujándolos
y pellizcándolos.
—Eres increíble —musitó él a punto de perder el control.
Trató de levantarla para cambiar de posición pero ella se resistió y siguió
moviéndose rítmicamente lo que consiguió excitarlo aún más.
—Quieres dominarme, ¿eh? —masculló conteniendo la risa.
—Eres mío.
—Desde luego —jadeó—. Completamente tuyo.
Los movimientos de Katherine eran cada vez más feroces y se arqueaba
de manera peligrosa echando la cabeza hacia atrás. Él la agarró de nuevo de
las nalgas para controlar esos movimientos que amenazan con partirlo y la
inmovilizó.

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—Por suerte, aún soy más fuerte que tú —⁠dijo con mirada peligrosa y se
levantó sin retirarse llevándola hasta su escritorio.
Dio gracias por tenerlo despejado cuando la tumbó encima. Katherine
estaba perpleja y miró a su alrededor consciente de lo poco ortodoxa que era
su posición en ese momento. Cuando intentó incorporarse, su marido puso
una mano sobre su esternón y la apretó contra la mesa.
—¿Adónde cree que va, señora condesa? Aún no he terminado con usted.
—Estamos locos —susurró ella sonriendo.
—No sabe hasta qué punto.
Empujó con ferocidad recuperando el control. Y siguió embistiéndola una
y otra vez alentado por sus jadeos y gemidos de placer, que eran las riendas
con las que tiraba de él sin saberlo. Gruñó, un sonido gutural y primitivo que
dejaba constancia de su naturaleza animal, y explotó. Se arqueó
violentamente y se quedó tenso mientras su miembro descargaba dentro de
ella. Cuando abrió los ojos la vio exhausta y respirando agitada.
—¿Te he dejado satisfecha? —⁠preguntó asustado⁠—. Lo siento, no he
podido contenerme.
Ella sonrió y se sentó agarrándose a sus brazos.
—Creo que vas a tener que dejar que descanse unos días o acabarás
matándome —⁠dijo traviesa.
La tomó en sus brazos y la llevó hasta el sofá sentándola sobre sus piernas
y acunándola contra su pecho.
—Ni lo sueñes —susurró—. Tengo mucho tiempo que recuperar.

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Epílogo

Dos meses después. Londres.

Alexander caminaba distraído en sus pensamientos, cuando alguien chocó con


él de manera brusca e inesperada y Cien Ojos ladró para avisarle un poco
tarde.
—¡Mire por dónde va! —exclamó molesto.
—Disculp… ¡Alexander!
—Edward. ¿Pretendes derribarme en plena calle?
—No te he visto, disculpa.
—Suerte que tengo buenos reflejos —⁠desvió la mirada hacia su spitz
japonés y sonrió burlón⁠—. Te estás volviendo un perezoso, amigo.
—Tu mujer lo consiente demasiado —⁠dijo Edward con mirada maliciosa.
—¿Adónde vas con tanta prisa? Ni que te persiguiera un enemigo armado.
El conde miró de donde había salido y frunció el ceño desconcertado.
¿Una librería? En Haddon Castle había más libros de los que tenían allí. Al
ver la cara de susto del librero a través del escaparate tuvo claro que no había
sido una visita amigable.
—¿Qué le has hecho al pobre hombre? Parece aterrorizado.
—¿Qué le he hecho yo? ¡Yo soy la víctima, no él!
—¿Qué pasa? ¿Te ha amenazado con regalarte una novelita de esas que
tanto te gustan?
Edward lo miró sorprendido.
—¿Sabes algo?
—¿Si sé algo de qué?
—De eso. —Señaló con un dedo amenazador.
Alexander se fijó entonces en los libros que había en el escaparate y que
el librero se apresuraba a retirar. Edward se acercó al cristal.
—¡Todos! ¡Quítelos todos! —⁠gritó.
Alexander se apresuró a leer el nombre del autor antes de que no quedase
ningún ejemplar disponible. ¿Edward Wilmot? Se volvió lentamente hacia su

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amigo y sin decir nada rompió a reír a carcajadas.
—¿Te hace gracia?
El otro no podía parar de reír.
—¿En serio? ¿Tú te llamas amigo? Te recuerdo que te apoyé en los malos
momentos.
—Espera que me recupere —dijo entre risas⁠—. Es que esto es…
—Voy a matar a quien ha hecho esto. Te juro que cuando lo tenga a mi
alcance no le van a quedar dedos con los que sostener la pluma.
—A ver. —Lo cogió de los hombros y lo alejó del escaparate, temeroso
de que acabase rompiendo el cristal con sus propios puños⁠—. A mí puedes
contármelo, Edward, somos amigos, te apoyaré si esta es tu auténtica
vocación.
—Muy gracioso.
—En serio. —Se reía a carcajadas contradiciendo sus palabras⁠—. ¿Lo
sabe William? Imposible, si lo hubiese sabido… No habría podido…
—Venga, ríete a gusto, no te contengas. Eso debería haber hecho yo
cuando te chocabas con los muebles.
Alexander se limpió un par de lágrimas y respiró hondo para calmar su
ataque de risa.
—Perdona.
—Claro. No hay problema. Alguien suplanta mi identidad para escribir
una de esas noveluchas y a ti te hace gracia.
—Edward, tú también deberías reírte. La vida es demasiado corta para
tomársela tan en serio.
—Maldita sea —masculló el otro visiblemente enfadado⁠—. ¡Hasta el
título es una provocación!
—Cierto. —Contuvo la risa que volvía a atacarlo⁠—. «Escrito en tu
nombre», parece un mensaje bastante directo, sí. Está claro que quien quiera
que sea, te conoce.
—Me conoce y me odia.
—Buff. Eso deja paso a una larga lista. No es que seas muy bueno
haciendo amigos. ¿Has hablado con el editor?
—Aún no. Acabo de ver el libro por primera vez.
—Quizá si hablas con él se avenga a decirte quién lo ha escrito. O al
menos, a retirarlo si le das una suma en compensación.
—¿Pagarle? —Edward lo miró sin dar crédito a lo que escuchaba⁠—. ¿Que
yo le pague para que retire esta broma estúpida de las librerías? Hasta ahí
podíamos llegar. Lo retirará porque si no lo hace…

Página 253
—Edward… —Alexander miró a su alrededor, bastante habían llamado
ya la atención⁠—. Deberíamos hablar de esto en otro sitio más privado.
Cálmate un poco. El apartamento de William está cerca de aquí. Nos
tomaremos una copa y hablaremos de esto tranquilamente. ¿Te parece?
Su amigo lo pensó un momento mientras miraba al librero que parecía un
ratón a punto de meterse en su agujero. Respiró hondo y soltó el aire de un
bufido.
—Está bien. Vamos. Necesito pensar y aquí no puedo.
—Espera un momento —dijo Alexander y a pasos agigantados entró en la
librería con Cien Ojos tras él. Salieron al cabo de un momento con uno de los
ejemplares del libro.
—No lo habrás comprado.
—¿Por quién me tomas? Me lo ha regalado. ¿Sabes lo que dicen los
japoneses? Conoce bien a tu enemigo. —⁠Agitó el libro delante de su cara⁠—.
Aquí está el tuyo. Vamos, descubriremos quién es para que puedas darle su
merecido.

Página 254
Nota de la autora

Pues este es el final de la historia de Katherine Wharton y Alexander


Greenwood. Os comento que la hija del barón ya no se asusta cuando se
despierta con marcas de sábanas en su rostro. Ahora tiene mejores cosas de
las que ocuparse.
La historia de Las Wharton no acaba aquí, por supuesto, esto no ha hecho
más que empezar. A estas chicas les quedan muchas experiencias por vivir y
quieren compartirlas con vosotras. Espero que os apetezca seguir con el resto
de la serie y prometo no haceros esperar mucho.
Me gustaría veros por las redes, podéis encontrarme en Facebook e
Instagram, y también me encantará leer vuestra opinión en Amazon.
Un beso enorme.

Jana.

Página 255
JANA WESTWOOD (Tarragona, España, 1992). Empezó a escribir cuando
era una niña, aunque hasta ahora no se había atrevido a dar el salto de
publicar.
Es una apasionada de la novela romántica, a la que no considera un género
menor.
Actualmente, vive en un pueblecito de la costa catalana donde trabaja en su
siguiente novela.

Página 256
Índice de contenido

Cubierta

Amor ciego

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Página 257
Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Nota de la autora

Sobre la autora

Página 258
Página 259

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