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El Suicida

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EL SUICIDA – JUAN BAÑUELOS.

Como un río grande —de noche— que no se ve sino se escucha

el torrente del destino colmado de puentes invisibles

pasa debajo de mis pies

Todo ha cesado de morir

De punta a punta la tela del sueño se ha rasgado y el movimiento mismo

circunda el agua inmóvil

Se levanta el paisaje a través del vapor que empaña la fiebre vegetal

y al choque de la rama con su imagen responde la hoja movida por el

miedo

La neblina descendió agazapándose en la orilla de los lagos y más allá

de los troncos se trenzó con las lianas parásitas veteadas de orquídeas

Los bosques de Montebello son de niebla y de tormenta

Sus lagos nómadas de distintos colores lanzan irisaciones que

desvanecen la mirada arrastrándola al fondo de las aguas

Aquí la sombra ha fatigado al moho y a la piedra volcánica

El ladrido de la hoja podrida se mezcla entre los pasos del día y los

indígenas se aprestan para la caza del quetzal la fugitiva estalagmita de

coberturas verdes y crísum rojo intenso

El temporal de la madrugada fue un imperio de truenos y relámpagos


Desfalleció el viento. En la juiciosa boca de la flor crecieron los astros

de frescura y el grito del alcaraván prolongó el solsticio de la noche

Amanece. La humedad es como el sueño: inmóvil. Sólo asciende un

pueblo de raíces por las gargantas de las aves que con su canto mueven

la alfombra olorosa de la juncia

El humo de las chozas se eleva imitando grecas mayas mientras se filtra

el suero cíclico de la memoria

Dos hombres cubiertos con capas de hule para la lluvia se internan en

el bosque seguidos por la niebla

Delante de ellos el sol empieza a escaldar los colores de árboles y

pájaros

Una saeta cruza. Es el vencejo con su cola escotada

Los hombres avanzan entre alardes del queisque escandaloso /

ante el reclamo del trogón violáceo o el grito del hojarasquero / el

pochocuate cruza los caminos todo caballeroso y en las flores el rocío

refleja las joyas de colibríes suspendidos en el aire

Cerca del lago de Tziscao en donde empieza el camino al Cerro del

Plumaje la brasa ardiendo de un tunkil que vuela

les hace detener el paso: mezclados llegan el canto largo del

guardabarranco y el sombrío silbido del tinamú canelo


Un estremecimiento de hojas les recorre la espalda

Al volver la vista hacia el lago los hombres vieron dos cisnes

sobre el agua. El macho de plumas eclipsadas nadaba

en torno de la hembra inánime dando gritos de bayas amargas:

de tiempo en tiempo se elevaba en el aire como queriendo animarla

para seguirlo, pero la hembra flotaba bajo el enjambre del silencio

seguramente muerta por un rayo durante la tempestad

Combustión de la altura y constancia nupcial más que volar fosilizaba el

vuelo

Después de inútiles esfuerzos, atravesado por las treinta y dos puntas

la rosa de los vientos / en una quietud sin peso y la creación entera

suspendida entre sus alas / el cisne pareció comprender que su

compañera se apartaba de él para siempre:

la ausencia transcurría en ese alargamiento sinuoso de

su cuello y sus párpados borraron el espacio del alba

De pronto se elevó muy alto en el cielo, giró dos o tres veces y bajo la

curva de su vuelo incubó la curvatura de la tierra / más ligero que una

brizna de paja

Como la gloria de la muerte que se consume a sí misma /


en el límite espectral de su impulso dejó caer las alas: y fue a

destrozarse contra un acantilado

Las hormigas precarias cerraron filas junto al lago

El cuello solar del tucán negro brilló entre los pinos derramando el follaje

de otra edad y los dos hombres perdieron ese día todo deseo de cazar

quetzales.

Yoselyn Cruz Salas

T.S.U. Agricultura Sustentable y Protegida

2°B

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