Hodgson Burnett Frances - Preciosa Polly Pemberton
Hodgson Burnett Frances - Preciosa Polly Pemberton
Hodgson Burnett Frances - Preciosa Polly Pemberton
ePub r1.0
Titivillus 30.07.2019
Título original: Pretty Polly Pemberton
Frances Hodgson Burnett, 1877
Traducción: Rosa Sahuquillo Moreno & Susanna González
Introducción: Blanca Briones González
Ilustraciones: Peterson’s Magazine & Journal des Demoiselles
Cubierta
Contraportada
Introducción
Sobre la autora
Notas
INTRODUCCIÓN
L
a impronta de la autora inglesa Frances Hodgson Burnett en la
literatura de finales del siglo XIX y principios del XX es
incuestionable. No en vano, escribió cincuenta y cinco obras entre
las que se encuentran cinco éxitos de ventas, y trece de sus historias fueron
llevadas a los escenarios en Inglaterra o en Estados Unidos. En lo personal
fue una mujer poco convencional que tuvo que hacer frente a numerosas
adversidades, la tragedia e incluso el escándalo.
Al igual que muchos de sus personajes, Frances Eliza Hodgson procedía
de un entorno privilegiado que posteriormente experimentó un gran
empobrecimiento. Nació el 24 de noviembre de 1849 en Cheetham Hill,
Manchester, siendo la hija mediana de una familia de cinco vástagos. Su
madre descendía de un linaje con cierta antigüedad en la zona y mantenía
las tradiciones basadas en las buenas maneras y el «nobleza obliga»; su
padre, Edwin Hodgson, dirigía una empresa dedicada a la venta al por
mayor de piezas de arte decorativas a los acaudalados «señores del
algodón» de Manchester. Sin embargo, la buena fortuna se vio truncada
cuando el padre falleció a causa de una apoplejía en 1854 y su viuda tuvo
que encargarse del negocio. La Guerra de Secesión de Estados Unidos
(1861-65) supuso un golpe aún mayor, dado que puso fin al envío de
algodón de las plantaciones del sur a los molinos de Manchester. Esta
situación diezmó los medios de subsistencia de la familia y la madre de
Frances decidió emigrar, pues un hermano suyo se había afincado en
Knoxville, Tennessee, y se había ofrecido a dar trabajo a sus hijos. Era una
perspectiva más halagüeña que la que podía ofrecer Manchester en aquellos
momentos, por lo que los Hodgson emprendieron rumbo a América en
1865, cuando Frances aún no había cumplido dieciséis años. Por desgracia,
su tío no pudo ayudar mucho económicamente y durante un tiempo vivieron
en una cabaña de madera, al igual que otras familias pioneras.
En el episodio de su autobiografía titulado «Días de Dríade», Burnett
reflejó el cambio de la Inglaterra industrial a la América rural como un viaje
a un mundo verde, hogar del alma; de la esterilidad a la abundancia de
naturaleza, de la opresión del potencial y del sentimiento a la libertad de las
emociones y la imaginación. Al margen de esta romántica visión de la
realidad, la escasez de medios que sufría su familia llevó a Frances a buscar
la manera de sumar ingresos a los salarios de sus hermanos. En un primer
momento creó una pequeña escuela que, al estar demasiado alejada de los
posibles alumnos, no cumplió sus expectativas; fue entonces cuando
decidió probar con la escritura como otro medio de obtener remuneración.
Pese a que su educación formal había finalizado a los trece años, siempre
había sido una niña imaginativa y solía entretener a sus hermanos con sus
historias.
La propia Burnett destacó su inseguridad inicial y rebajó con cautela
cualquier noción de ambición por la fama literaria. Esta reticencia
probablemente era fomentada por las bromas de sus hermanos mayores con
respecto a sus aspiraciones como escritora. Con todo, la joven era lo
bastante decidida y dueña de sí como para organizar, en un entorno rural
aislado, el difícil proceso de obtener los materiales necesarios y el dinero
para enviar su primer relato a una revista sin que se enteraran «los chicos»,
cuyas burlas esperaba. La falta de papel o de materiales adecuados la
llevaron a escribir sus relatos en el reverso de antiguas listas de la compra y
a vender uvas para pagar el franqueo. Gracias al escrutinio al que la joven
había sometido a revistas como Peterson’s Magazine y Godey’s Lady’s Book
, supo que aceptaban aportaciones no solicitadas, por lo que se apresuró a
intentar vender sus propias historias. Su primer relato, Miss Carruther’s
Engagement, fue publicado en la revista Godey’s Lady’s Book en 1868. A
partir de entonces publicó de manera regular en revistas como
Scribner’s Monthly, Peterson’s Magazine y Harper’s Bazaar.
En sus inicios ganaba diez dólares a la semana como escritora, lo
bastante para mantener a sus hermanos tras la muerte de su madre, cuando
Frances tenía solo veintiún años. Sus relatos eran considerados cautivadores
y chispeantes. El talento de la escritora en ciernes se basaba en la
combinación de detalles realistas, incluidos diálogos de tono auténtico, con
una trama romántica. No en vano, su imaginación había sido estimulada no
por las habituales lecturas «instructivas» recomendadas para señoritas, sino
por historias de aventuras y romance que encontró de niña en fragmentos de
baladas y relatos bíblicos transmitidos por aquellos que estaban a su
cuidado, y más adelante en fuentes tan variadas como las historias de
romanos, Shakespeare, los poetas románticos, novelistas como sir Walter
Scott, James Fenimore Cooper, Thomas Mayne-Reid y William Harrison
Ainsworth, así como las historias publicadas en revistas populares
guardadas en el escritorio de su madre. Las memorias de Burnett revelan su
preferencia por la aventura y el romance; recreaba estas historias con ayuda
de su muñeca, que desempeñaba el papel de audaz heroína en las funciones
teatrales de la pequeña. La predilección de Frances por representar ficciones
derivó en un talento precoz para escribir relatos y poesía, y también en un
don interpretativo; dominaba el arte de la narración de historias, cautivando
a los que la escuchaban.
Su amigo y vecino, Swan Burnett, pidió varias veces su mano a lo largo
de siete años. Se trataba de un joven estudioso, hijo de un cirujano, que se
estaba preparando para seguir los pasos de su padre en la medicina. Aunque
Frances afirmó que no le quería, terminó por aceptarle y se casaron en
1873. El joven médico había comenzado a especializarse en el tratamiento
de ojos y oídos, y deseaba profundizar en este campo formándose en
Europa. Se trasladaron a París y, al año siguiente, nació su primer hijo,
Lionel. La producción literaria de Burnett resultó ser una gran fuente de
ingresos para mantener a la joven familia, que pudo disfrutar de un costoso
estilo de vida internacional hasta que, en 1876, nació el segundo vástago del
matrimonio, Vivian. Poco después la familia se trasladó a
Washington D. C.; en los años que siguieron, su hogar llegó a convertirse en
uno de los núcleos de la vida literaria y política de la ciudad.
En esta época escribió la historia que nos ocupa, Preciosa Polly
Pemberton, que fue publicada en la revista Peterson’s Magazine en 1877.
La acción gira en torno a una heroína fascinante que tiene el mundo a sus
pies. Polly Pemberton es una muchacha deliciosamente fresca, femenina,
adorable. Su belleza, gracia e ingenio están calculados para conquistar el
corazón del lector, que se convierte en testigo de uno de los mejores y más
originales romances concebidos por Burnett. A diferencia de los títulos más
conocidos de la autora, se trata de una novela dirigida al público adulto,
tanto masculino como femenino. En ella encontramos unos personajes que
destacan por su naturalidad y coherencia a lo largo de la narración. En
palabras de un crítico contemporáneo: «La señora Burnett descubre
refinados secretos en naturalezas ásperas e intimidatorias, la dulzura que a
menudo se oculta bajo la amargura, el alma de la bondad en las cosas
malvadas. Si comprendemos sus personajes, y creo que los comprendemos
claramente, no es porque ella nos los describa, sino porque ellos mismos se
revelan a través de sus acciones. Los personajes de la señora Burnett son
tan auténticos como los de Thackeray».
En efecto, Preciosa Polly Pemberton es una novela vivaz y jovial en la
que las sombras son diminutas en comparación con la poderosa luz del sol.
Esta circunstancia, unida a su innegable valor literario, hace que resulte
difícil encontrar una lectura más agradable y cautivadora.
Una refrescante novedad de esta obra es que todos los ingredientes que
la componen tienen su razón de ser de cara al desenlace; no hay capítulos
innecesarios, ni relleno de ninguna clase, circunstancia que, por sí sola,
evidencia la calidad indiscutible de la novela. La historia de amor es
descrita de la manera más inteligente, alegre y entretenida, y no necesita
giros inesperados ni acontecimientos dramáticos para mantener el interés
del lector, que se encuentra más atrapado con cada nuevo capítulo.
En esta delicia literaria, extraordinariamente inteligente, queda patente
la preferencia de la autora por los finales felices, si bien ella misma era la
primera en observar que esta tendencia contravenía el criterio literario
imperante en aquella época. Su optimismo filosófico y romántico
contrastaba con las interpretaciones literarias del realismo, e hizo peligrar
seriamente su consolidación como una novelista seria, siendo finalmente
considerada un «vestigio del victorianismo». Dicho optimismo no se
limitaba al uso de la fórmula narrativa del tono romántico que solía
caracterizar sus obras, sino que era también una cuestión de filosofía
personal. Así lo reflejó en una ocasión en que escribió a su hijo menor: «En
la vida de cada ser humano debería haber una gran cantidad de espléndidos
momentos felices… La idea de que este mundo es únicamente un valle de
lágrimas resulta espantosa y debería ser erradicada».
Tristemente, este esperanzador deseo no se vio trasladado a la vida de la
escritora. Durante los primeros meses en la ciudad de Washington, Burnett
sufrió problemas de salud y depresión que habrían de acompañarla durante
el resto de su vida. La presión económica era una pesada carga que recaía
únicamente sobre sus hombros, pues su marido aún tardaría en convertirse
en una eminencia médica; sin los ingresos que generaba la imaginación de
Frances, la familia no habría podido disfrutar del nivel de vida al que
estaban acostumbrados.
En 1879 Burnett visitó Boston en calidad de invitada del Papyrus Club
que presidía el novelista y poeta John Boyle O’Reilly, y amplió su círculo
de contactos literarios; entre otros, conoció a Louisa May Alcott, autora de
Mujercitas (1868) y a Mary Mapes Dodge, editora de St. Nicholas
Magazine, publicación juvenil a la que Frances contribuiría con varios
relatos. A partir de entonces empezó a escribir ficción para niños, casi
siempre ambientada en la campiña inglesa. Paralelamente, la publicación de
novelas como That Lass o’ Lowrie’s (1877), Louisiana (1880) y Through
One Administration (1883) le granjeó el reconocimiento de los críticos
estadounidenses, que compararon su obra con la de George Eliot y la
situaron a la cabeza de los autores jóvenes de ficción de Estados Unidos. Su
fama como escritora creció, y en 1886 publicó la obra que iba a cambiar su
vida y la percepción que el público tenía de ella: El pequeño lord. La
aceptación masiva fue tal que se desató una fiebre por peinar a los niños
con tirabuzones y vestirlos con trajes de terciopelo y encaje.
A medida que aumentaba su notoriedad, Burnett pasaba cada vez más
tiempo alejada de su marido y de sus hijos. Durante los últimos años de la
década de 1880 y a lo largo de la década de 1890 dedicó parte de su tiempo
a producir adaptaciones teatrales de sus propias obras, con un éxito
considerable. Pero este período de luces artísticas también albergó sombras
en el plano personal pues, en 1890, Frances sufrió la mayor tragedia de su
vida cuando su hijo mayor contrajo tuberculosis. Lo llevó a Europa en
busca de una cura y consiguió ocultarle la realidad de su dolencia, pero
siguió empeorando hasta que murió a la edad de dieciséis años. La prensa
criticó su labor como madre y ella se negó a conceder entrevistas;
destrozada por la pérdida, se refugió en el espiritualismo y, desde entonces,
escribiría cartas al niño fallecido.
Burnett y su marido, que llevaban vidas separadas en distintos
continentes, decidieron divorciarse en 1898, algo prácticamente inaudito
para la época; dos años después, Frances se casó con Stephen Townsend, un
joven médico inglés con ínfulas de actor que había conocido tiempo atrás.
Diez años más joven que ella, todo indica que Frances se mostraba reticente
a casarse con él, e incluso se ha especulado con la posibilidad de que
Townsend, ansioso por obtener derechos sobre el patrimonio de la exitosa
autora, la hubiera amenazado con revelar detalles de escabrosa naturaleza,
acaso alguna prueba de un affaire anterior. Fue criticada una vez más en la
prensa por el «escándalo» del divorcio y por volver a casarse con alguien
mucho más joven. El matrimonio fue un desastre desde el principio, y
Burnett llegó a describirlo en una carta como «una pesadilla salvaje»; se
separaron dos años más tarde, y Frances regresó a Estados Unidos en 1907.
Adquirió una propiedad en Plandome, Long Island, donde cultivó un
magnífico jardín, y pasó los últimos años de su vida en su país de adopción,
del que era ciudadana desde 1905. Tras los dolorosos reveses que había
sufrido, se entregó a su pasión por la horticultura y a una incesante
búsqueda espiritual que abarcó las «nuevas filosofías» del espiritualismo, la
teosofía y la «curación de la mente». También disfrutó de la compañía de su
familia, en especial de sus dos nietas. Falleció el 24 de noviembre de 1924,
a consecuencia de una prolongada enfermedad del corazón. Actualmente es
recordada por sus novelas dirigidas al público infantil, principalmente El
pequeño lord (1886), La princesita (1905) y El jardín secreto (1911).
La vida y la obra de Frances Hodgson Burnett se caracterizaron por un
tira y afloja entre la artista y la escritora popular, la independiente mujer de
negocios y la sacrificada esposa y madre. Fue una de las escritoras mejor
pagadas de su época y sentó un importante precedente en materia de
derechos de autor, según el cual los autores tenían que ser compensados por
las adaptaciones teatrales de sus obras. A pesar de una salud cada vez más
precaria, no dejó de escribir en ningún momento. Su última obra consistió
en un ensayo sobre jardinería que se publicó de manera póstuma en 1925.
Quizás hablaba de su propia experiencia con la pérdida y la renovación al
escribir:
P
or Júpiter, Framleigh, no has pronunciado ni una palabra en
media hora! —aventuró el jovencito Popham.
El capitán Gaston Framleigh, de la Guardia, no se inmutó.
Había permanecido sentado durante algún tiempo frente a la ventana —en
una posición más notoria por su comodidad que por su elegancia, con los
brazos cruzados sobre el respaldo de la silla—, y no se alteró cuando
condescendió a responder a su joven y aliado admirador.
—¿Media hora? —inquirió con un tono de voz entre sereno y cansino
que revelaba un toque de afectación en su frialdad, aunque apenas lo
suficientemente remarcado para resultar grosero, o siquiera desagradable—.
¿No he dicho nada?
—Pues no, no lo has hecho —respondió Popham, alentado por la
amable oposición de su amigo—. Estoy seguro de que ha sido media hora.
¿Qué ocurre?
—¿Ocurrir? —indicó el capitán todavía medio abstraído—. ¡Nada! A
decir verdad, ¡creo que he estado observando a una joven!
El pequeño Popham se levantó de un salto, pues se hallaba sentado
sobre la mesa, y avanzó hacia la ventana, apresuradamente, sosteniendo un
cigarro entre sus dedos.
—¡Una joven! —exclamó—. ¿Dónde? ¿Qué clase de joven?
—En cuanto a su clase —respondió Framleigh—, no conozco la
especie. Un tipo de chica que no había visto nunca antes. Pero, si esperas,
podrás juzgar por ti mismo. Pronto saldrá al jardín de nuevo. Ha estado
entrando y saliendo de la casa durante los últimos veinte minutos.
—¿Saliendo de la casa? —replicó Popham, ansioso—. ¿Te refieres a la
casa de enfrente?
—Eso es.
—¡Por Júpiter! —exclamó empleando su habitual y ligera interjección
—. Veamos, viejo amigo, ¿llevaba un vestido blanco con lazos de color
geranio y…?
—Sí —respondió Framleigh—. Y es bastante alta para una jovencita
como ella; y lleva el cabello recortado, sobre su frente blanca y redonda, a
la moda de sir Peter Lely[2] (lo llaman flequillo, creo), y en un principio te
da la impresión de ser toda ojos, unos grandes ojos oscuros con…
—¡Con largas y rizadas pestañas negras! —interrumpió Popham, con
entusiasmo—. ¡Por Júpiter! ¡Ya me lo imaginaba! Es la preciosa Polly P.
Parecía tan visiblemente emocionado que Framleigh levantó la vista con
un toque de interés, aunque en raras ocasiones se mostraba como un hombre
entusiasta.
—¡La preciosa Polly P.! —repitió—. Resulta una expresión bastante
familiar, ¿no? ¿Y quién es la preciosa Polly P.?
Popham, un jovencito sensible y de buen carácter, se sonrojó.
—Bien —admitió algo confusamente—, podría decirse que suena un
poco extraño para las personas que no la conocen; pero puedo asegurarte,
Framleigh, que aunque es el nombre que todos nuestros conocidos parecen
darle de común acuerdo, también es cierto que no hay ninguno de ellos que
quiera parecer irrespetuoso o… o siquiera descarado —recurriendo, en su
desesperación, a la jerga—. No es el tipo de joven con la que un camarada
se mostraría desconsiderado, a pesar de ser una muchacha tan alegre e
inocente. Por mi parte, ya sabes, siempre persigo buenos acuerdos, y sin
embargo renunciaría a un buen trato, sin pensarlo, por la preciosa Polly P; y
solo soy uno de muchos.
Framleigh esbozó media sonrisa, y luego volvió a mirar por la ventana,
en dirección a la casa de enfrente.
—¡Qué osadía! —comentó plácidamente—. Y muy loable, también.
Pero no me has dicho qué significa la letra «P.» de «Preciosa Polly P.»;
suena agradable y aliterada, pero resulta indefinida. ¿Podría significar
«Preciosa Polly Popham»?
—Ojalá fuera eso, ¡por Júpiter! —cordialmente, y más sonrojado aún—,
pero no es el caso. ¡Significa Pemberton!
—¿Pemberton? —repitió Framleigh, con una entonación que casi tenía
aroma a desagrado—. ¿No querrás decir que es la hija de ese tipo irlandés?
—Es su sobrina —fue la respuesta— y, en su caso, eso equivale a decir
lo mismo. Ha vivido con el viejo Pemberton desde que tenía cuatro años, y
le tiene tanto cariño como el que se siente por una madre; él a su vez la
quiere como si fuera una hija; es inevitable, todos la quieren mucho.
—¡Ah! —dijo Framleigh—. Ya veo. Como tú dices, es esa clase de
jovencita.
—¡Ahí está de nuevo! —exclamó Popham, de pronto.
Y allí estaba ella, ciertamente; disponían de una vista completa de la
joven, lazos de color geranio incluidos. Parecía tener debilidad por aquellos
lazos de color geranio, pero no se trataba de un gusto a la ligera, pues se
hallaban muy bien dispuestos; a saber, salpicando la parte delantera de su
vestido blanco de mañanas, uno bien ajustado a un lado de su cabellera, y
otro en cada fina y delicada zapatilla negra de piel de cabritilla. Si bien se
trataba de una debilidad de la joven, no resultaba en modo alguno poco
artística. Y, mientras descendía por el sendero del jardín con una pequeña
maceta entre sus manos —una macetita de barro con una pequeña planta de
hojas brillantes y frescas—, la preciosa Polly P. resultaba muy agradable de
contemplar… realmente agradable. Y Gaston Framleigh fue consciente de
ello.
La casa de enfrente era tan solo un pequeño recinto y el jardín resultaba
el más diminuto de los jardines, pues solo disponía de unos pocos metros de
tierra rodeada de barandas de hierro. En realidad, habría presentado una
apariencia que resultaría cualquier cosa menos atractiva si la preciosa Polly
P. no lo hubiera colmado en buena medida de resplandecientes flores. Sus
diminutos parterres estaban repletos de flores de colores brillantes —
lobelias azules, resedas, geranios escarlatas, un rosal floreciente y
numerosas capuchinas—, además de helechos y mucha vegetación
agradable y humilde. Había dispuestas estrechas jardineras de flores en el
alféizar de cada ventana, un eucalipto trepaba en torno a la portezuela y, en
conjunto, era un lugar muy diferente del que podía haber sido en otras
circunstancias.
Y por el sendero de grava, en medio de todo aquel esplendor floral,
apareció Polly, portando la planta con la que iba a trabajar, y una apariencia
muy similar a la de una flor. En pocos minutos estuvo muy ocupada y
desarrolló su tarea casi como si de un pintor se tratara, blandiendo su
pequeña paleta, cavando un nido para su planta, y acariciándola —una vez
estuvo trasplantada— tan tiernamente como si fuera un bebé de días. Se
mostraba tan ferviente que, al poco tiempo, Framleigh se sobresaltó al oírla
empezar a silbar suavemente para sí misma y, advirtiendo que el sonido
irritaba a su amigo, Popham se sonrojó y esbozó una sonrisa casi
exculpatoria.
—Es un hábito suyo —dijo—. Apenas es consciente de ello. A menudo
hace cosas que otras muchachas encontrarían extrañas; pero ella no es como
las demás chicas.
Framleigh no respondió. Permaneció en silencio y se limitó a observar a
la joven. Aquella mañana no se encontraba de un humor demasiado
comunicativo; se sentía triste y deprimido, y no poco irritable, cosa que le
ocurría de vez en cuando. Tenía buenas razones, pensó, para dar rienda
suelta ocasionalmente a aquellos arrebatos de tristeza; no se trataba de un
hábito tan desagradable como sus oponentes imaginaban; pero, aunque
tuviera motivos para sentirse de aquel modo, no era propenso a entrar en
detalles al respecto. Ciertamente, nunca los había compartido con el
inocente y pequeño Popham —«corderito Popham», como uno de sus
compañeros le había apodado en un momento brillante—. Le agradaba
aquel muchacho sencillo y cariñoso, y encontraba su admiración
reconfortante; pero aún no había llegado el momento en que, sin haberse
caído todavía la venda de sus ojos, fuese capaz de descifrar problemas tan
inocentes y casi insignificantes con la misma sencillez que el «corderito
Popham».
De este modo su compañero, que apenas reconocía vagamente los
elementos externos de su estado de ánimo, creyó que este se debía al
disgusto provocado por aquel suave y poco femenino silbido de la preciosa
Polly, y se sintió obligado a decir unas palabras en su defensa.
—No es una chica masculina, Framleigh —dijo—. Seguro que te
gustará. La compañía la idolatra.
—¿La compañía? —repitió Framleigh—. ¿Qué compañía?
—La compañía del viejo Buxton —respondió—. Ya sabes, el grupo
teatral del Prince, donde ella actúa.
Framleigh se había inclinado hacia adelante para observar cómo Polly
daba palmaditas en la tierra con delicadeza, mientras se encorvaba sobre su
lecho de flores; pero retrocedió al oír aquello, consciente de experimentar
una conmoción mucho más fuerte y desagradable de la que le había
provocado el silbido.
—¡Una actriz! —exclamó en tono enfadado.
—Sí, y además trabaja duro para mantenerse a sí misma y ayudar al
viejo Pemberton —dijo Teddy gravemente.
—Peor para ella —indicó Gaston con impaciencia—. Y el viejo
Pemberton es un granuja por permitirlo.
Fue justo en ese momento cuando Polly levantó la vista. Alzó los ojos
despreocupadamente hacia su ventana y, al hacerlo, les vio a ambos. El
joven Popham se ruborizó gloriosamente, como de costumbre, y la joven le
reconoció al instante. Sin embargo, ella no se sonrojó lo más mínimo; tan
solo le dedicó un pequeño asentimiento de cabeza y una deliciosa sonrisa
que mostraba sus bonitos dientes blancos; y, seguidamente, llegó incluso a
extender sus manos para que las inspeccionara, mostrando las manchas de
tierra que le habían dejado las tareas de jardinería.
—Vayamos… vayamos a su encuentro —profirió el pequeño Popham
—. Te presentaré, y…
Framleigh abrió los ojos.
—¿A su encuentro? —repitió—. ¡Por Dios bendito! Si esa es tu forma
de proceder, parece que no te andas con formalidades en lo referido a tu
pequeña Polly P.
—A ella no le importan las formalidades. Ya sabes, te dije que no era
como las otras jóvenes. No suele ser ceremoniosa —explicó su defensor.
—Eso parece —indicó Framleigh secamente; y luego, con su mirada
atrapada en los lazos de color geranio, cedió repentinamente—. Si resulta
admisible —añadió—, vayamos, por supuesto. Es una criatura hermosa.
Al hablar, pensaba únicamente en el atractivo de su aspecto, y siguió
pensando únicamente en él mientras seguía a su amigo por las escaleras.
Tan solo tenía interés en hablar con la joven porque se trataba de una
«criatura preciosa» y él se encontraba con el ánimo sombrío. En honor a la
verdad, estaba cometiendo el gran error de catalogarla al mismo nivel que a
una docena de actrices bonitas que había conocido. Y es que había tratado a
muchas en su época, particularmente en su incipiente juventud, y sus
recuerdos de aquellas Celestines, Maries y Leyettes empolvadas y
recubiertas de perlas, no siempre recibían el calificativo de agradables.
Aquella hermosa Polly P. podía ser una joven lo suficientemente avispada;
y ciertamente parecía serlo tanto como para estudiarla a través de una
ventana… pero apenas le importaba conocerla más allá de eso.
Sin embargo, se encontró siguiendo a Popham por las escaleras y hacia
el otro lado de la calle; y, cuando quiso darse cuenta, allí estaba, en el
angosto sendero de grava, entre los rebordes desbordantes de lobelias de un
azul muy profundo. Polly le miró directamente a los ojos. Era un hábito
suyo mirar directamente a los ojos de un hombre cuando hablaba con él, y
de ese modo miraba muy directamente a Framleigh. A decir verdad, la
joven le estaba evaluando algo severamente. En cuanto al propio Framleigh,
era consciente de parecer lo bastante tonto e insensato. No tenía nada que
decir, y en muy pocos minutos comenzó a aborrecer interiormente a
Popham por haberle metido en ese embrollo.
—Sus flores parecen prosperar maravillosamente —aventuró, como
comentario original.
—Mis flores siempre lo hacen —respondió ella—. Supongo que es
porque les tengo mucho cariño.
—Puede estar segura de eso —contestó, haciendo un lánguido esfuerzo
por componer el galante discurso que hubiese complacido a Marie o
Celestine—. Su florecimiento será una consecuencia natural de su cariño,
por supuesto.
Si la joven hubiera sonreído, o se hubiese sonrojado, habría acontecido
justo lo que él esperaba. Pero no lo hizo; abrió sus inmensos y
profundamente oscuros ojos grises, se encogió un poco de hombros y se rio
de él —«de» él, no «con» él—, aunque su risa no era en absoluto un
síntoma de mal carácter. Y, aunque no hizo ningún otro comentario
adicional, ese instante le mostró a Framleigh su error, y le convenció de que
su propia actitud había dado ventaja a aquella aguda y poco refinada joven.
Ella caminaba por el estrecho sendero junto a ellos, deteniéndose a cada
paso para atar una planta, o quitar una hoja muerta, mientras dirigía todos
sus pequeños esfuerzos a complacer a Popham. Su modo de entretenerlo
tenía un toque original, y escuchar su charla habría resultado divertido para
un hombre de un humor sociable. Sus chismes sobre los teatros y sus
criaturas, su sencillo disfrute de las bromas teatrales y su tendencia
inconsciente a la jerga ingenua, derivaban en una combinación bastante
atrevida —aunque a veces un poco desconcertante— para la gente que no
estaba acostumbrada a su estilo.
—Estamos ensayando una obra nueva, señor Popham —dijo—. Trata
sobre un grupo de estudiantes franceses y alemanes. Soy una grisette[3], mi
madre es una vieja horrible, y aparece un malvado marqués que me droga y
trata de huir conmigo; pero Franz le detiene. Franz es mi enamorado, ya
sabe, con grandes bigotes rubios, cabello largo y una gran pipa. Yo soy
Desirèe, y Josie Benson es Angélique; de hecho, somos muchos, y
celebramos una fiesta en la habitación de Franz y Victor; y bailamos y
brindamos, y yo canto «Vive l'Militaire» porque hay un pequeño teniente
presente y quiero darle celos a Franz[4]. Montmorenci está cosiendo mis
vestidos en este momento. Entren en la casa y podrán verlos.
Mientras se preguntaba quién sería Montmorenci, Framleigh obedeció
al «Por aquí, por favor» de la señorita Polly y la siguió hasta el salón, una
estancia pequeña, luminosa y cuadrada con ornamentos bonitos aunque
frugales. «Montmorenci» estaba cosiendo junto a la ventana, y resultó ser la
aya, modista y comandante en jefe de Polly, y su elaborado acento milanés
era un complemento bastante grotesco para su noble nombre. A decir
verdad, los rumores apuntaban quedamente a que «Montmorenci» no era
más que el resultado del buen gusto de un director que, en los días teatrales
de Madame, había preferido ese nombre al menos llamativo de O’Whiffiker
.
—¿Y es muy amigo del señor Popham? —comentó la dama—. Por mi
parte, me alegra decir que sí lo soy; Popham es un buen muchacho y un
verdadero amigo de Polly desde que era una niñita que actuaba en las Fairy
Caves[5] de las pantomimas.
Framleigh se inclinó con aire grave mientras tomaba asiento.
«Cuando uno se encuentra entre este tipo de personas», se dijo con mal
humor, «debe resignarse con la mayor calma posible; pero desearía haberme
quedado donde estaba, ¡maldita sea!».
Aun así, a pesar de su irritación —sentimiento provocado, añadiría yo,
más por su propio convencimiento de haber metido la pata que por
cualquier otra motivación, aunque jamás lo hubiera admitido—, y a pesar
de sí mismo, contempló a Polly. No se podía negar que la joven era diez
veces más hermosa de lo que él había supuesto a primera vista. Era, a su
vez, más alta de lo que imaginaba, o quizá parecía más alta en aquella
pequeña estancia; su figura era aún más perfecta; la manera en que su
cabecita descansaba sobre sus hombros, verdaderamente impecable; la
frente, redondeada y blanca, ensombrecida por aquella pintoresca franja de
peculiar cabellera que muy pocas mujeres podían adoptar sin parecer
disolutas, se hallaba libre de imperfecciones; y sus ojos… ¡Oh!, sus ojos,
tan dulces, tan extraordinariamente irisados, tan veleidosos. Esos grandes
ojos eran atributos escénicos en sí mismos y, sin un solo atractivo más, ya
habría merecido la pena su contemplación cada semana.
«Me pregunto si languidecerá con ellos a los caballeros que se
encuentran en los palcos», pensó Framleigh. No obstante, no habría tenido
un pensamiento tan cobarde si se hubiera encontrado en un estado de ánimo
respetable.
Pero poco le hubiera molestado a Polly que sus opiniones hubieran sido
halagadoras o no, justas o injustas. La joven y Popham se estaban
divirtiendo mucho, hablando con algarabía sobre aquella nueva obra de
teatro de Buxton. Parecía agradarle mucho la idea de participar en ella. No
era una estrella entre sus compañeros artistas, nunca lo había sido y nunca
lo sería, aunque su bello rostro y su encantador buen carácter la convertían
en una de las favoritas; no obstante, si bien no era una estrella, ciertamente
disfrutaba mucho más de su interpretación en la obra que si hubiera sido el
objeto adorado de la admiración más febril del público. Todos sus papeles
eran sencillos, calculados para lucir su pintoresca e inocente belleza y su
ingenua vivacidad; e incluso los viejos actores que sabían, y habían sabido
desde el principio, que la señorita Pauline —así reza en los programas de
las obras de teatro— nunca sería una Siddons[6], quedaban gratamente
impresionados, y se mostraban muy embelesados con su brillante manera de
acometer sus breves interpretaciones y entonar sus candorosas canciones.
¡Y qué predilección sentía la Montmorenci por ella! Cómo se compenetraba
con sus estados de ánimo, se reía con sus bromas y se deleitaba con sus
triunfos; pues, aunque los triunfos teatrales eran modestos, Polly conseguía
éxitos de otro tipo que no debían ser despreciados. ¿No estaba el viejo
Buxton dispuesto a desposarla y nombrarla gerente del Prince en cualquier
momento? ¿Acaso ese viejo pecador aristocrático, lord Cairngorm, no le
arrojaba ramos de flores noche tras noche, y en una ocasión incluso le había
enviado un brazalete de diamantes que la señorita Polly, dicho sea a su
favor, había devuelto a su remitente por mediación de un mensajero, con
una nota que debería haberle apaciguado, si es que la devolución no lo
hacía? ¿No se congregaban media docena de «grandiosos arrogantes» en la
sala verde, al concluir la función nocturna, con la esperanza de cruzar unas
palabras con ella? Y, ¿acaso no se había enamorado de ella, como un solo
cuerpo, el regimiento al completo estacionado en Banmulloch? Todo esto le
reveló la Montmorenci a su visitante, en un triunfante aparte, mientras Polly
conversaba con Popham.
—Y son pocas las jovencitas de su edad que conservarían la cabeza
sobre los hombros a pesar de las adulaciones de los caballeros; algunas de
ellas hacen el ridículo. Pero Polly, doy fe… Polly sabe cómo ser
encantadora, zalamera y alegre como un pajarillo, y aun así mantenerlos a
distancia.
Y así pasaron los minutos. Polly colmando de éxtasis el alma de su
joven admirador gracias a su buen carácter; la Montmorenci parloteando
con el mejor de los talantes; Framleigh afectando escuchar pero juzgando a
Polly al mismo tiempo, viéndose enredado mentalmente en su joven
semblante y sus radiantes ojos. Se alegró cuando Popham, después de una
ardiente pugna, se decidió a levantarse de su acomodo para despedirse. Le
complacía que la visita llegara a su término.
No obstante, si bien Framleigh no lamentaba abandonar aquel dudoso
ambiente, al menos procedió a despedirse con digna cortesía. Hizo una
ligera reverencia, con sus seis pies de altura[7], dirigida hacia la plácida
Montmorenci y el sombrero grisette que estaba cosiendo; se inclinó ante
Polly y respondió con una educada evasiva a su débil esperanza de volver a
verle; y se paró, sombrero en mano, en el sendero ante la puerta, mientras
Popham se demoraba en el umbral.
—Si tan solo me permitiera enviarle algunas raíces y esas cosas, ya
sabe, señorita Pemberton —escuchó decir a Popham—. Iré hoy a Pruner’s y
escogeré lo mejor que tenga… me sentiré muy complacido. Me gustaría ver
crecer en su jardín —añadió casi patéticamente— algo que yo le haya
regalado, y saber que lo ha cuidado.
Pero, aunque alcanzó a escuchar aquello, Framleigh no había podido oír
lo que Polly le había dicho a su amigo, en el vestíbulo, cuando se hallaba de
espaldas.
—Estoy segura, Teddy, de que su amigo es un arrogante terrible, ¿no es
cierto? —había observado la joven, con su habitual mezcla de jerigonza e
ingenuidad—. Más arrogante que un Cairngorm o un Delaplayne, sin lugar
a dudas. No se moleste en traerle de nuevo. No me gusta.
CAPÍTULO II
LA VELADA DE LA SEÑORA POMPHREY
P
ero cuando dijo aquello, Polly no sabía nada acerca de la
«velada» de la señora Pomphrey. Y, en todo caso, ¿cómo podría
saber ella algo al respecto? Nunca antes la habían invitado a
asistir a una de las «veladas» de la señora Pomphrey y, por tanto, no le era
posible anticipar semejante deleite. No obstante, ocurrió. La señora
Pomphrey era joven, la señora Pomphrey era hermosa, y la locura favorita
de la señora Pomphrey era su propensión a organizar obras de teatro
amateur. Por lo general, dicha propensión se manifestaba con más fuerza en
la vorágine navideña, y fue en la vorágine navideña cuando Polly se vio
arrastrada, de una u otra forma, a su servicio. Una joven dama, que había
prometido representar el papel de cierta atractiva marquesita en una breve
comedia, se había mostrado incapacitada y, para alivio de sus compañeros
aficionados, justo es confesarlo, había renunciado a su papel. La señora
Pomphrey se encontraba desesperada. ¡Solo restaba una semana, y no tenía
a nadie, absolutamente nadie, a quien confiarle el papel! ¿Alguien conocía a
alguien? ¿Nadie conocía a nadie? En su desesperación casi se arranca el
cabello tan encantadoramente acicalado. Y, entonces, uno de los aficionados
más jóvenes que había visto Desirèe, y que, por supuesto, se había
enamorado desesperadamente de esa joven sirenita inofensiva, se aventuró
a hablar en su favor.
—Ah… creo… ah… creo que conozco a alguien que podría hacerlo —
dijo, haciendo un esfuerzo manifiesto para no parecer ansioso—. Hay…
ah… una joven en la compañía del viejo Buxton… en el Prince, ya sabe,
que representa bien ese tipo de papeles. Se apellida Pemberton. Tal vez
pueda contratarla para el personaje.
—¡La preciosa Polly P! —exclamó un lánguido y anciano dandi—. ¡Por
Júpiter, sí! Permítanos contar con ella sin falta. La preciosa Polly P podrá
ejecutarlo sin cometer error alguno.
La señora Pomphrey sacó su libreta y un lápiz con aire resolutivo.
—¿Cuál es su dirección? —preguntó—. ¿Dónde puedo encontrarla? La
apuntaré ahora, y la visitaré por la tarde.
Se dirigió a visitar a la joven y, al encontrarla en casa, tras una seductora
argumentación le pidió que aceptara el papel.
Y de este modo, en aquella «velada» llena de acontecimientos, Polly se
encontró actuando en el pequeño y sofisticado escenario, apareciendo ante
las cortinas de seda rosadas para recibir los adicionales aplausos de un
público entusiasta que se había enamorado a primera vista de su bello e
inocente rostro y de su encantadora figura.
Pero no es en esta parte de la «velada» de la señora Pomphrey en la que
debemos centrarnos, sino en lo ocurrido tras la representación, cuando la
gente, tanto el público como los actores, se estaba mezclando en terreno
neutral, coqueteando, adulando, bailando, bromeando y escandalizándose.
En ese momento, es preciso decir que la tarea de Polly había concluido. En
el escenario, los partícipes de los deleites de la «velada» de la señora
Pomphrey la habían admirado; pero, una vez fuera del escenario, ¿qué
podían hacer con ella? La joven no era como ellos, pertenecía a una clase
diferente de seres; seres humanos, bien es cierto, pero, en todo caso, seres
humanos con los que no tenían nada en común. Era una joven muy bella,
todos podían apreciarlo. Pero, ¿acaso las jóvenes bellas que ocupaban ese
escalón en la vida no eran a menudo jóvenes de un carácter cuestionable?
No tenían intención de mostrarse hostiles —al menos no todos—, pero, ¿no
resultaba ciertamente embarazoso para ellos? Tal vez aquel pobre y
pequeño cuervo no debería haberse quedado entre las palomas; pero, deben
comprenderlo, la joven no sabía lo suficiente sobre el tema.
Aquella era su primera experiencia entre el ala femenina de la alta
sociedad, y había pensado que muy probablemente disfrutaría de la velada
posterior, y de la gente refinada, y de la cena refinada, tanto como había
disfrutado de la cena de Angélique y del pequeño baile que habían
organizado tras ella.
Pero, ¡ay!, pronto salió de su error. Allí se acomodó, ataviada con su
pintoresco brocado azul y plateado de grandeza escénica, con el cabello
empolvado y las hebillas de pasta en sus zapatos azul y plata de tacón alto,
pues iban a usar sus disfraces toda la noche —quizás la razón fuera que la
señora Pomphrey estaba muy favorecida con el suyo—. En media hora
Polly había comprendido, pues era tan avispada como hermosa, que no
tenía nada que ver con aquella gente de alcurnia, y que ellos tenían aún
menos que ver con ella. Incluso los caballeros la habían abandonado por un
tiempo; en contra de su voluntad, justo es decirlo, pero no pudieron evitarlo.
Sus hermanas, madres y jóvenes amistades femeninas les habían alejado a
rastras y les vigilaban atentamente con ojo agudo y perspicaz.
«Baila con la joven señorita McIntosh, Charles, querido», dijo una
madre al primogénito en quien tenía depositadas sus esperanzas, tras verle
echar un ojo anhelante a aquella peligrosa Polly.
«Ve y rescata a Clara Thorbury de ese horrible Lethered», engatusó a
Edward su astuta hermana.
Y a Beverly —el gallardo joven que durante la representación había
comentado que Polly era «deslumbrante»—, la hermosa señorita Penstock
le dijo, sin artificio alguno: «Qué cosa más espantosa, ya sabe, que una
criatura tan adorable tenga que vivir una vida tan horrible y deprimente, y
perder toda su frescura a causa del maquillaje y todas esas cosas. Me
pregunto si luciría descolorida si se despojara del colorete ahora. He oído
decir a Francis que se apagan y se toman pálidas incluso cuando son muy
jóvenes».
¡Colorete! Aún no había llegado el momento en que Polly necesitara
hacer uso del colorete. Los frescos y juveniles matices rojizos y luminosos
habrían desafiado a cualquier anémona del Japón existente[8]; y la señorita
Penstock también lo sabía, pero a la vez sentía un pequeño consuelo al
sugerir que podría tratarse de colorete.
Polly permanecía sentada luciendo sus mejores galas, tratando de
divertirse y, al mismo tiempo, deseando encontrarse en casa… anhelando
haber anticipado un pretexto para marcharse temprano, en lugar de
entregarse a los pulcros y diplomáticos discursos de su anfitriona y
abandonarse a ellos hasta el punto de no pedir su modesto carruaje hasta las
doce y media. La joven abrió y cerró sin descanso su abanico de satén azul
y flores plateadas, y miró a su alrededor como único recurso para matar el
tiempo.
«La gente arrogante fuera del escenario se asemeja a la gente arrogante
encima de él», reflexionó. «Esa anciana de terciopelo y puntilla me
recuerda a la duquesa de “May-fair”, y estoy segura de que la joven alta y
hermosa con quien está hablando podría ser Pauline Deschappelles[9]. ¡Sí, y
allí está Madame! Y allí Romeo y Julieta, y esa mujer tan desagradable a la
vista, ataviada con terciopelo negro, podría ser Hamlet disfrazado. Y ahí…
Vaya, ahí está aquel amigo de Teddy Popham, ¡y viene hacia aquí!».
No había visto a Framleigh desde aquella mañana de verano, cuando
Popham le había llevado a su pequeño jardín; y no se lamentaba por ello.
Teddy había captado su indirecta, y no había vuelto a visitarla acompañado
de Framleigh; y la verdad es que ella había olvidado por completo su
existencia hasta que él «apareció», expresión que la joven había utilizado
para referirse a ello. ¿Y él? Pues bien, en su caso no la había olvidado por
completo, pues Teddy Popham no se lo había permitido. Había escuchado a
Teddy referirse a sus éxitos en el teatro, sus encantos y su brillantez; si bien
es cierto que no había pensado en ella por su propia iniciativa. Ni siquiera
había acudido al Prince para ver Desirèe. No obstante, en la actualidad se
encontraba de mejor humor que cuando la había conocido. Y se encontraba
de mejor humor porque tenía mejor presencia de ánimo. Comenzaba a
vislumbrar alguna posibilidad de mantenerse a salvo de los problemas que
le habían apesadumbrado y desanimado en aquel entonces; y, en
consecuencia, estaba más abierto a las emociones, a sentirse
agradablemente impresionado por aquella hermosa visión de Polly, ataviada
como una marquesa en brocado azul y plateado, con deslumbrantes hebillas
en sus delicados zapatos, con su cabello empolvado, con aquel color de
clavel en sus mejillas, y con ese fino resplandor en sus inmensos y
veleidosos ojos. Se sintió tan gratamente impresionado que decidió
detenerse a conversar con ella. ¿De qué color eran aquellos inmensos ojos?
Pensó que tenían una especie de cálida tonalidad castaño-amarillenta
cuando Polly levantó la vista mientras se dirigía a ella.
—La señorita Pemberton, si no me equivoco —dijo.
—Sí —respondió Polly en voz baja—. Señorita Pemberton.
«Ojalá lo hubiera olvidado», se dijo a sí misma.
Pero no hubo forma de evitarlo. Se había decidido a hablar con ella un
rato, y no podía impedirlo sin resultar grosera o descortés, cosa que no era
compatible con la dulce naturaleza de Polly Pemberton, que hubiera
actuado de igual modo incluso ante su peor enemigo, si es que tuviera
alguno. Así que permitió que se sentara a su lado, que iniciara una
conversación tranquila, que preguntara por sus flores, que fingiera estar
interesado en la salud de Montmorenci y, de hecho, que se mostrara
extremadamente agradable. Tras escuchar un rato, ella también comenzó a
divertirse. Cabe señalar que el capitán Framleigh podía resultar entretenido
si se lo proponía. Su estilo era algo sosegado y lánguido, pero excelente y
refinado. Su tono suave y un tanto confidencial también resultaba
agradable, y su tendencia a satirizar a la refinada gente que les rodeaba la
hizo reír. Aquellos grandes y un tanto indolentes ojos azules suyos eran una
característica cautivadora y, una vez que su atención se sintió atraída por
ellos, Polly pensó que eran tan bonitos como él estaba pensando que eran
sus propios orbes de camaleón.
—¿Se divertía cuando me acerqué? —preguntó, dejando que sus
perezosos ojos azules se posaran sobre el rostro de la joven.
—No —respondió Polly sin miedo—. No lo hacía. No conozco a nadie
aquí y nadie me conoce y, lo que es peor, nadie quiere conocerme y no me
agrada permanecer sentada mientras todos los demás bailan.
—Entonces, ¿le gusta bailar?
—Sí. Y estoy acostumbrada.
Una idea acudió a su mente de pronto. No lo había considerado antes; a
decir verdad, no le gustaba bailar, pero se le acababa de ocurrir que, junto a
la preciosa Polly P., le gustaría probar con aquel delicioso vals que los
músicos comenzaban a tocar. ¿Por qué no? Y aquella noche estaba de
humor para reafirmarse ante la sociedad por unos instantes. No se detuvo
para formular su petición de una forma muy ceremoniosa.
—¿Quiere bailar conmigo? —dijo, brevemente.
Polly sonrió.
—Será mejor que quedarse sentada —su franqueza sacaba lo mejor de
ella—. Y el vals que están tocando ahora es precioso. Sí, bailaré.
La gente los miraba fijamente cuando él la sacó a bailar y le puso un
brazo firme y ligero alrededor de su adorable y delicada cintura. ¿Podía
tratarse de Gaston Framleigh, cuyo orgullo y engreimiento le convertían en
cualquier cosa menos en uno de sus preferidos? Las mujeres se mostraron
serias, y los hombres un tanto envidiosos, pero, después de todo, se trataba
de Framleigh, miembro de la Guardia; y bailaba alrededor de la sala con
aquellos largos y sencillos pasos, y aquel aire fresco e inexpresable,
mientras Polly flotaba con él tan ligera como una pluma. La joven no se
apercibió de los rostros serios; disfrutaba de la música y del buen ritmo y
los pasos de su pareja; no obstante, habría bailado el vals con Teddy
Popham con la misma disposición. El capitán Framleigh no la había
«impresionado» aún, aunque empezaba a ceder ante él, y decidió que,
«arrogante» como era, resultaba más agradable de lo que había creído en un
primer momento. Se relacionaba con demasiados hombres para resultar
vulnerable.
—¿Conoce a todos los presentes? —inquirió ella, mientras daban
vueltas.
—No conozco a nadie —respondió él—. Me atrevería a decir que he
visto a la mayoría de estas personas antes, sé la mayoría de sus nombres y
reconozco casi todas sus caras; pero en cuanto a conocerlas… Espere, creo
que veo a una joven allí… pero, ¡no!, ni siquiera conozco a Diana
Dalrymple, a pesar de mantener una digna relación amistosa desde hace
diez años.
—¿Quién es Diana Dalrymple? —preguntó Polly, pensando en lo bien
que quedaría el nombre en un programa de teatro, y envidiando en buena
medida a la joven que había nacido con él.
—Pasaremos junto a ella en un momento. Una rubia alta que baila el
vals en nuestra dirección con un hombre de uniforme. Lleva un brocado
rosa y perlas.
Cuando la joven pasó por su lado, Polly echó un rápido vistazo sobre
ella; la recorrió como suelen hacer las mujeres, con un ojo veloz y avispado.
Se trataba de una verdadera belleza, una criatura admirable, fría y pálida,
con un delicado rostro finamente esculpido, los párpados caídos y el
gracioso y ruidoso bisbiseo de su rico y exquisito brocado siguiéndola a su
paso, aunque nunca pareciera interponerse en su camino ni molestarla en lo
más mínimo.
—Le va bien su nombre —dijo Polly.
—Eso he pensado a menudo —contestó Framleigh.
—¡Debía ser muy joven cuando usted la conoció! —insinuó ella.
—Diez años —respondió el capitán, siguiendo con los ojos la cola de
brocado rosa y los hombros blancos como el mármol—. Es mi prima.
Se cruzaron dos o tres veces antes de terminar el vals; pero la señorita
Dalrymple no alzó los contornos caídos de sus hermosos ojos. Cuando
Gaston lo decidiera, se decía la joven, era libre de dejar a su pareja y
acercarse a saludarla con una reverencia; pero, hasta entonces…
¿Qué podía hacer? Ciertamente, no se podía esperar de ella que
reconociera la existencia de una misteriosa joven que había sido invitada
para su entretenimiento. No podía mirar a Gaston sin mirar a Polly; y a
Polly no tenía intención de mirarla o, mejor dicho, de constatar que estaba
bailando con su primo, el hombre más apuesto e intachable de la sala. De
modo que no miró a ninguno de los dos.
Polly también sabía todo esto. ¿Acaso no lo había vislumbrado de
inmediato, con aquellos perspicaces ojos suyos? Y, sin embargo, aunque
ustedes no lo crean, no se detuvo por ello ni le dio demasiada importancia.
Tal vez estaba acostumbrada.
Pero, finalmente, puso fin a su baile.
—Desearía sentarme, si me hace el favor —le dijo a su pareja; y de este
modo el joven la acompañó de vuelta a su asiento, dejándola tomando
acomodo, con una leve reverencia.
Sin embargo, tuvo pocas oportunidades de volver a sentarse hasta que
llegó su carruaje. Al romperse el hielo, las parejas de baile acudieron en
rápida sucesión; en realidad se agolparon alrededor de su silla y la sitiaron,
a pesar del decoro que sugerían las miradas de las virtuosas madres y las
modestas hijas. Su pequeño programa fue pasando de uno a otro y, nombre
tras nombre, se fue completando hasta que estuvo lleno, esto es, hasta ese
último baile que concluiría a las doce y media.
—Soy como la Cenicienta —le dijo a Gaston Framleigh de esa típica
manera suya, fría e imperturbable—. Cuando el reloj marque las doce, el
hechizo se romperá, el azul y plateado se convertirá en sobrio gris y dejaré
atrás los zapatitos de cristal. Qué lástima que no haya príncipe que los
recoja y envíe un mensajero en mi busca. Si sabe de alguien que quiera
hacer averiguaciones envíelo al Prince. Representaré Madelon[10] allí
mañana por la noche; y el joven en cuestión no tendrá problema alguno en
encontrarme.
A pesar de todo, disfrutó cuanto pudo, si bien las matronas justas y
rectas reunían a sus inocentes polluelos a su alrededor, y la miraban con
recelo. Bailó hasta cansarse, acaparó todas las miradas y, cuando mostró
humildemente sus respetos a la audiencia, su salida fue esplendorosa. Y
Gaston Framleigh, que se inclinaba sobre la silla de Diana Dalrymple y le
hablaba en ese tono suave y un tanto confidencial, siguió a Polly con la
mirada hasta que salió de la estancia y se dirigió al vestíbulo del brazo de su
acompañante. Se sintió perezosamente atraído, y no habría lamentado
seguirla en persona… más por variedad que por cualquier otra cosa, quizás.
No había mucha variedad en los modales de Diana y, en ocasiones, de vez
en cuando —¿debemos confesar la herejía?—, el joven se sentía un poco
aburrido ante la monotonía que aquello sugería.
—¿Estás pensando en esa muchacha, Gaston? —dijo la joven, sin
dignarse a aparecer perturbada en su plácida arrogancia—. Ciertamente no
me estás escuchando. Pero no te afanes por hacer ningún esfuerzo, te lo
ruego. Puedo esperar hasta que te sientas plenamente libre.
CAPÍTULO III
POCO A POCO
C
iertamente, no se sorprenderán mucho al escuchar que, después de
aquello, Gaston Framleigh y la preciosa Polly se encontraron con
bastante frecuencia. De no ser así, ¿por qué motivo les habría
presentado para seguidamente reunirlos en el casto espectáculo de la señora
Pomphrey? Por supuesto, los listillos bien saben que un escritor de historias
de amor no reúne a dos personas sin un ambicioso plan en perspectiva.
Cuando Aurelia deja caer su abanico en la recepción de la señora Cingmar,
y Augustus lo recoge y se lo entrega, y sus ojos se encuentran, ustedes
saben de inmediato que quiero conducir a Aurelia y Augustus a través de
dos volúmenes de agonía para unirlos en un tercero. De modo que, si tienen
ustedes el hábito de dedicar su tiempo a leer historias románticas, habrán
sabido al instante que, al anunciar el capitán Gaston Framleigh —en el
primer capítulo— que estaba observando a una joven en un jardín, la joven
en cuestión no habría aparecido en ese jardín sin el propósito de que
sufriera y suspirara, se riera y se alegrara para su propio bien y el del
capitán Gaston, antes de que yo bajara el telón de mi pequeño escenario y
apagara las luces de mis candilejas.
Gaston Framleigh se encontró con la preciosa Polly en media docena de
lugares. A saber, unas veces en la calle, saliendo a hacer sus modestas
compras; otras veces, yendo al ensayo y regresando a casa; en otras
ocasiones, yendo al teatro por la noche, bajo la tutela de la Montmorenci,
esa alma buena que la ayudaba a acarrear su pequeño vestuario; y, no pocas
veces, la vio en su propia casa. El joven apenas podría explicar qué sucedió
para que comenzara a visitar tan asiduamente aquel pequeño salón
cuadrado. Recordaba la causa de sus primeras visitas, cierto es, pero eso era
todo. Se había encontrado aburrido y cansado en su propia habitación en
una o dos ocasiones, y la proximidad de la casa de enfrente le había traído a
Polly a su mente inquieta. Y, después de las primeras veces, se convirtió en
una especie de hábito. Popham se mostraba sorprendido de encontrar allí a
Framleigh tan a menudo, y, a decir verdad, podría haberse alarmado si el
comportamiento de Polly hacia él no hubiera sido exactamente el mismo de
siempre. La joven, ciertamente, no le dedicaba a Framleigh ningún favor
especial. En el comienzo de su amistad, no le tenía tanto cariño como al
propio Popham; lo trataba del mismo modo que a Delaplayne, Despard,
Burroughs y una docena más. Y, tal vez, fue esta misma indiferencia de su
parte lo que llevó a Framleigh a algunas ligeras indiscreciones. Si ella
hubiese valorado más sus atenciones, su meticulosidad podría haber dado la
voz de alarma, pero, tal como estaban las cosas, se sentía perfectamente
seguro.
—No es exactamente uno de mis favoritos —le dijo Polly a Popham—.
Y no entiendo exactamente por qué viene, pero viene, eso es todo.
—Es un tipo raro —comentó Teddy, reflexionando—. Pero es muy
inteligente y todo ese tipo de cosas, ya sabe, señorita Polly.
Polly, que se hallaba cosiendo afanosamente una pequeña y elegante
pieza de vestuario para lucir sobre el escenario, comenzó a entonar
suavemente el final de una canción infantil.
E
se mismo día, en una sala mucho más imponente, y en un
vecindario mucho más respetable y deseable, Framleigh recibió
su propio toque de atención.
Diana Dalrymple le sirvió una taza de té, y él esperó a su lado, junto a la
mesita de mármol, para recibirla de sus manos. Era un hábito, en la mansión
Dalrymple, disfrutar de aquel íntimo e informal té de la tarde. A Diana le
agradaba, y era Diana quien ejercía el control. En primer lugar, a Diana le
gustaba presidir la pequeña mesa sobre la que se colocaba el exquisito y
casto servicio. Se trataba de una posición elegante. La joven poseía unas
manos y unos brazos perfectos, y era consciente de parecer una diosa
dispensadora de néctar. En segundo lugar, las personas que se acercaban
para hacer una visita amistosa —los caballeros visitantes, por ejemplo—,
parecían enardecerse y volverse cordiales bajo la influencia de aquella
humeante ambrosía que les era servida por aquella majestuosa Hebe[13].
Gaston participaba de aquel ligero refrigerio al menos dos veces a la
semana, por sentido del deber. Sin embargo, el joven no habría sabido
explicar por qué sentía que era un deber, aunque tal vez algunos sagaces
observadores de la personalidad habrían sabido identificar sus motivos.
Se daba por descontado en la familia —y, a decir verdad, también en el
mundo exterior— que el capitán Framleigh, en un momento u otro, daría un
paso al frente revelándose como pretendiente de la mano de la bella
Dalrymple. Este era uno de los artículos que conformaban la fe de los
Dalrymple, y así había sido durante años; en realidad, desde que el dueño
de Gaston Court había anunciado, con su habitual delicadeza, que la
perspectiva de tal alianza no le sería en modo alguno desagradable. El señor
Eustace Gaston, dueño de Gaston Court, admiraba a Diana. Tenía debilidad
por las mujeres elegantes, y Diana era del estilo generalmente designado
por los entendidos como una mujer elegante. Por tanto, había emitido sin
demora un amable mensaje en el que daba a entender que su futuro
heredero esperaba poder casarse con ella, preferiblemente cuanto antes; y la
consecuencia era una especie de incómodo enredo para Gaston, un enredo
que no era en modo alguno un compromiso y, sin embargo, era un enredo
igualmente, incluso ahora, cuando el joven ya no era el futuro heredero. No
podía enemistarse con Diana simplemente porque se había enemistado con
su tío; y, ciertamente, Diana no tenía intención alguna de enemistarse con
él. A decir verdad, la jovencita tenía mejor criterio. Las mujeres tienen una
gran influencia sobre los hombres, ya se sabe, una poderosa influencia
positiva. La esposa de un caballero será a menudo el vehículo para curar
una pequeña herida familiar que, de otro modo, nunca hubiera sanado y
habría perdurado hasta sus últimas consecuencias, legando generosas
fortunas a ramas de parentesco familiar totalmente indignas e
insignificantes. No es que la bella Dalrymple y su madre, igualmente bella,
fueran excesivamente clarividentes, o se sintieran dispuestas a mostrarse
conmovedoramente desinteresadas. Nada de eso. Pero, ¿deberían abandonar
a este joven porque fuera desafortunado? ¿Deberían olvidar los sagrados
lazos de la relación, porque hubieran sido precipitados y algo desacertados?
¡Nunca! ¡Jamás! Con mayor motivo, ciertamente, debían esforzarse por
conducirle de nuevo por el camino del deber. Como consecuencia de todo
este tierno sentimiento, Gaston se encontraba con su bella prima —de un
modo u otro— más a menudo de lo que pretendía; constataba que la madre
de Diana le esperaba, y se sentía inclinada a reprocharle su descuido si no
les visitaba a diario, más o menos, y tomaba su agradable té de la tarde con
ellas; en honor a la verdad, le resultaba difícil conseguir permiso para
ausentarse, pero apenas entendía que estaba siendo influenciado, y casi
deseaba, a veces, con la vulgar ingratitud de su sexo, que le dejaran en paz.
Imagínenlo de pie sobre la alfombra de la chimenea, sosteniendo una de
las tazas de color hueso, y tratando de no mostrarse de otro modo que no
fuera cortésmente indiferente a las jocosidades algo pesadas de aquel afable
joven adorador de Diana, el honorable John Redmayne, conocido más
comúnmente entre sus menos fervientes admiradores como «ese pequeño
idiota, Jack Redmayne». Framleigh contemplaba a Jack desde debajo de sus
cejas, y resultaba positivo para él que su pesado bigote ocultara su
despectiva mueca burlona. Nunca había sentido simpatía por Jack, pero ese
día se encontraba especialmente irritado con él. Le molestaba ver a Diana
sonreír educadamente ante su ingenio y lagrimeos, aunque, justo es
admitirlo, resultaba más lacrimoso que ingenioso; y, cuando oyó reír dulce
y alentadoramente a la Dalrymple materna, pudo sentir en su interior
verdaderos deseos de retorcerle el cuello a aquella excelente mujer. Quizás
Jack Redmayne fue consciente de su estado, pues se volvió hacia él y,
figuradamente hablando, le despedazó.
—Framleigh está aburrido hoy —dijo—. ¿Qué le pasa, Framleigh? Por
mi alma, no es usted el mismo desde aquel episodio del baile de opereta…
con la preciosa Polly P., ya sabe, y todas esas cosas.
Mientras hablaba, se rio con su habitual alegría inspiradora… una
alegría que, dicho sea de paso, consiguió inspirar en Framleigh un deseo
casi incontrolable de lanzarse sobre él, tomarle por su pequeño y pulcro
cuello, y expulsarle violentamente por la ventana de la habitación. La
Dalrymple materna agudizó sus oídos.
—¿A qué se refiere? —inquirió—. ¿Qué pasa con el episodio del baile
de opereta y la preciosa Polly? Seguramente no está hablando de Gaston,
señor Redmayne. ¡Oh, qué par de muchachos traviesos!
Y sacudió su viejo dedo índice jovialmente.
—Y, sin embargo, ¡por mi honor que me refiero a él! —declaró el muy
admirado Jack—. Por mi honor, señora Dalrymple, le aseguro que todos
nuestros conocidos chismorrean sobre el tema; la forma en que se ha
enamorado de la jovencita del Prince, y cómo va a visitarla a diario a ella, a
su vieja aya irlandesa y a su anciano tío de mala reputación. Un mal caso de
imprudencia, ya sabe, como nunca se ha visto. Venga, Framleigh, sea
honesto y acepte la dulce acusación. ¡No mencionaremos nombres salvo el
de la preciosa Polly P, ya sabe!
La mirada de Gaston estuvo a punto de convertirse en furor. ¡Cuánto le
agradaría estrangularlo! No obstante, el joven pudo controlar su furia hasta
obligarse a fijar la mirada, posada con deleite sobre el borde de la taza
ahuesada.
—Su ansiedad de información le ha llevado a desviarse por el mal
camino —dijo con una mueca de desprecio. Pero, al instante siguiente, se
encontró con los ojos de Diana y se acobardó, aunque se sintió furioso
consigo mismo por haberse acobardado tanto. ¿Por qué debía acobardarse?
¿Por qué no podía mantener una especie de serena relación de amistad con
una joven de una clase social inferior? Por supuesto, reconocía que la
posición de Polly era inferior a la de él. Sabía que tal cosa era cierta, y
nunca perdía la conciencia de ese hecho cuando estaba lejos de la joven,
aunque, a veces, en raras ocasiones, lo olvidaba en su presencia. ¿Era culpa
de la pobre joven el haber nacido en una vida sórdida y de dudosa
reputación? Ya ven, la calificaba como sórdida y de dudosa reputación, cosa
que Teddy Popham nunca había hecho.
Diana, con una blanquecina mano de dedos largos sobre la tetera, hizo
una pausa en la preparación de la tercera taza de té de Redmayne para
hablar con tono apacible.
—¿Es la joven que actuó con tanto encanto en el espectáculo de la
señora Pomphrey, Gaston? Creo que oí a varios jóvenes llamarla Polly. Y
recuerdo que bailaste con ella. ¿La conoce, señor Redmayne, y por eso la
llama «Polly» también?
Redmayne afectó confusión.
—Lo siento, señorita Dalrymple, por mi honor… Ya sabe que a un
hombre no le gusta…
Pero Redmayne fue interrumpido por Framleigh con una expresión tan
repentinamente adquirida, y sin embargo notable, en aquellos ojos azules
usualmente indolentes que Polly admiraba, que al instante retrocedió un
paso, mientras el caballero colocaba su taza de color ahuesado en su platito
de color ahuesado.
—¿La conoce y por eso la llama Polly? —exigió Framleigh, con un
buen toque de sarcasmo—. Por favor, ilústrenos, Redmayne.
Y luego, por extraño que parezca, fue Diana quien se sintió avergonzada
ante él, aunque este ni siquiera le había dirigido una mirada; y la señora
Dalrymple, siendo consciente de la escena con ese ojo agudo y maternal
suyo, se apresuró a rescatarla. Algún trasfondo de talento satírico en la
familia tenía el hábito de hacerse sentir por aquellas dos mujeres, y
entonces era siempre el momento de comer un poco de su humilde «pastel
diplomático».
—Gaston —dijo ella—. ¡Estoy asombrada! ¡Señor Redmayne, me
sorprende! ¡Malditas insinuaciones! Les ruego… les ruego que cambien de
tema. Realmente no deseamos escuchar nada más al respecto. No nos lo
creemos, ¿saben? Y es una tontería muy horrible. ¡Señor Redmayne, vaya a
buscar su taza, se lo ordeno! Diana, mi amor, más té para tu primo.
Y aunque Jack Redmayne se mostró perplejo, y le hubiera gustado
mejorar la situación con algunas de sus originales y brillantes
rectificaciones, descubrió que el tema estaba finiquitado a pesar de sus
esfuerzos.
Pero Framleigh había recibido un toque de atención, al igual que Polly
había recibido el suyo. Cuando volvía a casa en medio de la niebla,
abotonado hasta el cuello en su gran abrigo, la agilidad de su paso se avivó,
no tanto por el deseo de mantenerse caliente sino por su irritación interior.
¿Qué quiso decir ese tipo? ¿Era posible que hubiera visitado a la joven tan a
menudo que la gente empezara a notarlo? ¿Era posible que pensaran que él,
Gaston Framleigh, podía tener algún motivo serio a la vista, en relación con
una muchacha de semejante clase? Se sonrojó al pensar en ello. Había oído
hablar de hombres que hacían cosas muy disparatadas. Había sabido de
hombres de tan infame mal gusto, que incluso se habían olvidado de su
posición; pero, ¡por Dios!, nunca soñó con ser víctima de tal asunto. Había
sido el primero en condenar y burlarse de aquellos hombres. En adelante
debía evitar el gran disfrute del salón cuadrado; debía mantenerse fuera del
camino de la joven.
Y entonces, de pronto, surgieron ante él varias visiones de Polly, tal
como la había visto en diversas ocasiones, cuando había sido consciente de
encontrarla muy digna de admiración. Se hallaba Polly cantando una de sus
canciones de teatro con el acompañamiento del viejo piano y, de un modo u
otro, logrando entonarla notablemente bien; se hallaba Polly cosiendo un
pequeño sombrero teatral de Normandía, e involucrándose tanto en su
sencilla tarea, que lucía una tonalidad resplandeciente y se veía realmente
exquisita; se hallaba Polly de pie sobre la alfombra de la chimenea, con sus
manos entrelazadas a la espalda como las de un niño, mientras ensayaba su
papel con Montmorenci o Teddy Popham sosteniendo el libro. Polly era una
bella criatura, ya me entienden, y no podía hacer tarea alguna sin resultar
notablemente hermosa; era suficiente para hacer suspirar a cualquier
hombre el pensar en desperdiciar la oportunidad de verla y admirarla.
Gaston Framleigh suspiró… suspiró, se inquietó y se puso furioso. La sola
idea de estar enamorado de la joven resultaba del todo absurda, pero no le
agradaba apartarla de su mente por completo.
Iba pensando en ello, inquieto y furioso, cuando se despertó de su
malhumorada ensoñación por un repentino resplandor de luz. ¿Cómo era
posible, me gustaría saber, que hubiera tomado ese giro equivocado en la
niebla, y hubiera aparecido justo ante el umbral del Prince y su resplandor
de luces de gas? Sacó su reloj y lo observó. Ya era la hora del comienzo de
la función. ¿Debía entrar y ver qué estaba pasando? ¿Quién era la persona
que se apuraba hacia la entrada lateral? Evidentemente alguien de la
compañía que llegaba tarde y se apresuraba. Una mujer mayor la
acompañaba, y apenas podía mantener su impaciente ritmo. Pensó que
conocía a la alta, majestuosa y joven figura. Llegaron en un instante, y la
bengala de gas cayó sobre el rostro de la muchacha; ella levantó la mirada
hacia él… levantó la mirada sobresaltada, por extraño que parezca; un
sobresalto desconcertado y un tanto enojado, y entonces le saludó
asintiendo bruscamente.
—Buenas tardes —dijo ella, y pasó junto a él sin añadir palabra o
mirada alguna, como si estuviera contenta de no decir nada más.
Era Polly, que no actuaba hasta el afterpiece[14] y llegaba un poco tarde.
Pero no era porque llegara un poco tarde por lo que había acortado tanto el
saludo a su amigo, y Framleigh, por instinto, supo reconocer que,
ciertamente, no era aquel el motivo.
«¿Alguien se ha entrometido también con ella?», se preguntó. «Eso
parece».
Y se mordió el labio bigotudo con fiereza.
«Entraré y la veré actuar», se dijo. «Aún no la he visto sobre el
escenario. Me gustaría saber qué le ha molestado».
Y, en cinco minutos, se halló sentado en el teatro, mirando con el ceño
fruncido —sobre las más de quinientas cabezas— hacia la cortina verde.
CAPÍTULO V
A PESAR DE TODO
N
aturalmente, aquello era lo peor que podía haber hecho, como
todos bien sabemos. Si pretendía mantenerse apartado del
peligro, debería haberse alejado de aquella llamarada de luces de
gas del Prince; debería haberse dirigido a casa, y haber puesto su mente al
servicio del estudio de las tácticas militares; debería haber hecho muchas
cosas que dejó sin hacer, y debería haber dejado sin hacer la única cosa que
hizo. Pero sucumbió a aquel impulso repentino y entró en el teatro, y se
acomodó mirando al escenario y a los actores hasta que todo terminó, Polly
hubo cantado su última canción y hecho su última reverencia, y la cortina
hubo caído.
Cuando la función terminó, y se encontró de nuevo al aire libre entre la
muchedumbre de gente y carruajes, se sintió conmovido por un nuevo
sentimiento.
Si antes se hallaba excitado, en ese momento se sintió más excitado aún.
«Qué actuación más brillante y original», se dijo a sí mismo. «Y qué
encantadora parecía la joven. Esas breves y sencillas canciones suyas
provocaban un gran estremecimiento en los corazones. No me sorprende
que sea una de las actrices favoritas. No tenía idea de que la joven poseyera
tantas aptitudes para desarrollar tan ingenuo talento».
A la mañana siguiente, Polly, acomodada en su sillón ante el fuego, oyó
pisadas sobre la grava del estrecho sendero y, volviéndose a mirar, vio algo
en su visitante que la hizo fruncir sus bonitas cejas negras.
«Ha venido a preguntarme qué es lo que me ha molestado», pensó. «Ah,
muy bien. Que venga. Cuanto antes termine esto, mejor para los dos».
La joven podría haberlo forzado a formular su pregunta de inmediato,
pues lo encontró extremadamente frío al llegar; ella apenas le ofreció las
puntas de los dedos cuando entró y, seguidamente, se acomodó de nuevo,
sosteniendo aún entre sus manos el librito que había estado leyendo, aunque
lo había entrecerrado.
—Anoche me conté entre su audiencia —dijo Gaston abruptamente y
con premura.
—No le vi —respondió ella—. Nunca me fijo en mi público.
—Pero me vio al entrar.
Su indignación por la indiferencia de la joven era palpable en su rostro.
—Sí —repuso ella, lacónicamente—. Por supuesto.
Entonces, como es natural, su frialdad hizo su efecto y le provocó, como
ella sabía que sucedería. Se sintió irritado por encima de su serena
paciencia.
—¿Podría aventurarme a sugerir que me pareció que no se alegraba de
verme justo en ese momento en particular?
Ella vaciló solo un instante sin dejar de fruncir ligeramente sus cejas
negras y, mirando los bordes de su libro como para calmar sus
pensamientos y concentrarse firmemente en el asunto, dio finalmente una
respuesta que, justo es reconocerlo, no dejó de sobresaltar al joven.
—Si usted sugiere tal cosa —dijo ella—, no seré yo quien le diga lo
contrario. En honor a la verdad, diría que tiene razón. No me alegré de
verle. Y… y, honestamente, no puedo decir que me alegre de verle ahora…
¡Ya está dicho!
La joven alzó la mirada hacia su rostro de repente, y su mirada parecía
indicar que se alegraba de que todo hubiera terminado.
Él se levantó de inmediato y se situó frente a ella con el sombrero en la
mano. Se mostraba muy altivo y bastante sorprendido.
—Lamento mucho… —comenzó.
De repente se detuvo. Fue Polly quien le interrumpió. La joven había
cerrado el libro y lo había arrojado sobre la mesa, levantándose con más
brusquedad si cabe de lo que lo había hecho él; entonces se situó de pie
frente a Framleigh, luciendo tan adorable en su impaciencia como le
resultaba naturalmente posible a una jovencita.
—No lo lamente —dijo—. Es bueno para usted que se lo diga. No tiene
derecho a venir aquí, y debería saber que no le hace ningún bien. ¿Por qué
viene? No es igual que con Teddy Popham. No, no es como con Teddy, que
no puede salir perjudicado por ello.
—¿Perjudicado? —repitió tras ella, bastante sorprendido—. No la
entiendo en absoluto.
—Se lo haré entender, entonces —añadió la joven, con un toque de
frialdad desafiante en su actitud—. No siendo más que la preciosa Polly P.,
no necesito ser ceremoniosa. ¿Sabe lo que la gente ha comenzado a decir ya
de usted? Han empezado a decir que se está enamorando de mí.
El joven acusó un leve sobresalto y, al verlo, los labios de Polly se
curvaron. Incluso llegó a darle un toque de cortesía escénica.
—Apenas hay necesidad de una alarma como esa —dijo—. No creo en
las habladurías.
—Usted no comprende… —protestó él.
—Sí lo hago —dijo Polly—. Supongo que es lo normal. Le suena
horrible, y me atrevería a decir que, si yo hubiera nacido con lo que la gente
del teatro llama «arrogancia», me parecería igual de horrible. Tal como
están las cosas, sabe que me importa muy poco. He oído tales disparates
con demasiada frecuencia como para darles importancia alguna cuando los
escucho ahora. Pero, en su caso es diferente. He oído hablar, por casualidad
—hipócrita joven—, sobre ese tío tuyo. ¿Cómo cree que afectaría a sus
posibilidades que el señor Gaston supiese que pasa las mañanas conmigo en
lugar de con la señorita Diana Dalrymple? —añadió, apresurándose en este
ingenioso argumento final.
El joven se mostró absolutamente pálido de irritación y sorpresa ante
este curioso nuevo giro que estaban tomando sus asuntos. Hacía tan solo
unas horas que había decidido evitar a la joven y, en ese instante, después
de que le hubiese resultado imposible mantener su resolución intacta, ahí
estaba ella manifestándole desagradables verdades despreocupadamente, y
casi mostrándole la puerta. Si alguna vez había sido lo suficientemente
frívolo y vanidoso como para pensar que no le era totalmente indiferente, al
menos en ese instante se habría desengañado.
—¿Qué debo entender de todo esto? —dijo con frialdad—. ¿Debo
entender que preferiría que mi desafortunada visita de esta mañana fuera la
última?
—Creo que sería lo mejor —respondió Polly con calma.
Framleigh hizo una reverencia ciertamente parsimoniosa.
—Al menos, admiro su franqueza —dijo—, y le doy las gracias por ella.
Era costumbre del hombre, cuando sentía su orgullo tan profundamente
herido, aparentar sentir apenas el aguijón.
—Permítame desearle buenos días —añadió.
Polly arqueó un poco sus cejas negras, pero extendió la mano.
—Démonos la mano, como muestra de que no hay rencor entre nosotros
—dijo—. Así lo hacemos en el teatro. Buenos días.
Y así fue como el capitán Framleigh descubrió que las cosas se habían
vuelto en su contra, y se marchó luciendo extremadamente altivo, pero
sintiéndose muy amargado y no poco humillado.
Cuando se fue, Polly apoyó el codo en la repisa de la chimenea, y
contempló su reflejo en el pequeño espejo: sus finas cejas negras, sus
inmensos ojos grises, y todos y cada uno de los encantos que la hacían ser
como era, una de las mujeres más hermosas de su tiempo. Curvó su lindo y
delgado labio superior, frunció el ceño y luego estalló en una breve, extraña
y vehemente interpelación dirigida a sí misma.
—¡Era demasiado orgulloso para enamorarse de ti, Polly, querida! —
dijo—, aun cuando seas una belleza. Los hombres como él no lo hacen o, al
menos, no lo hacen honestamente. Cíñete a las plumas de tu grajilla, Polly
P., y no te permitas soñar, ni siquiera lo intentes, con las plumas del pavo
real[15]. No era en ti en quien pensaba ni por un minuto, sino en sí mismo.
No importa si te incomoda que hablen de ti o no. ¡No eres una dama
elegante, querida mía!
Decir que las mujeres son indulgentes —tal y como reza la costumbre—
no es una aseveración del todo correcta. Por regla general no perdonan las
ofensas, ya sean reales o imaginarias, con la disposición que se les acredita.
Pueden querer perdonar, pueden tratar de perdonar y, ciertamente, muchas
de ellas consiguen hacer ambas cosas; pero no les resulta fácil, a pesar de
todos sus esfuerzos. En lo que concierne a las mujeres, un resentimiento
equivocado, una herida infligida y, aunque pueda darse una aparente y
rápida curación de la superficie, la carne aún late a menudo bajo la piel de
aspecto terso, e incluso hay momentos en los que late hasta el fin. Y como
aquel era el caso más común, así fue en lo que respecta a Polly. Había
recibido un aguijonazo, y pasaría algún tiempo antes de que pudiera
olvidarlo. El instinto le había dicho, desde un principio, que este amigo de
Teddy no la estimaba del mismo modo que Teddy. Podía ser que la
admirase, como hacían una veintena de hombres, pero no la admiraba
generosamente; la admiraba contra su propia voluntad, y su mortificación se
rebelaba contra su involuntaria admiración. Teddy Popham habría estado
orgulloso de hacerla su esposa y presentarla como tal a sus más
aristocráticas amistades. Gaston Framleigh se habría encogido
instintivamente ante un mero pensamiento como ese. Ella lo sabía muy bien
y, aunque su mente había rechazado la idea del amor con indignación y
buen ánimo, el hecho la consumía dolorosamente. Tal vez entre todas sus
virtudes, bondad y altruismo, la incapacidad femenina para olvidar se erigía
como el mayor defecto de Polly. No era ni resentida ni rencorosa, pero
perdonar no le resultaba tan fácil como a la mayoría de las mujeres. ¿Qué
derecho tenía él a presentarse y obligarla a conocerle, si no podía admirarla
de una manera tan objetiva como admiraría a esa fría y pálida mujer que
había visto en casa de la señora Pomphrey, Diana Dalrymple? Ella no lo
había buscado, ni le había pedido que viniera, y él lo había hecho a pesar
suyo. Seguidamente, y dado que tenía por costumbre valorar a otras
personas comparándolas con Teddy Popham, la joven midió aquel último
encuentro según el estándar de Teddy Popham.
Si ella le hubiera hablado así a Teddy, si al principio de su relación le
hubiera dicho que la gente decía de él que estaba enamorado de ella, y que
debía renunciar a su amor porque le causaba perjuicio y su reputación e
intereses mundanos se resentirían, ¿habría admitido, con un vacilante
silencio, que él ya había pensado tal cosa antes de que lo hubiera pensado
ella misma? ¿No habría mostrado más sentimiento que un elevado fastidio
al ser tratado tan arrogantemente por una joven que él sentía de inferior
clase social? ¿Habría pensado Teddy en alguien más que en sí mismo y en
su propia y soberbia indignación? ¡Oh, cuán lista era esta preciosa Polly!
¡Cómo recordó todo aquello durante semanas y meses, y cuán inteligente
volvía a mostrarse cada vez que el recuerdo acudía a su mente!
—Tu amigo ya no volverá —le dijo a Teddy. Y cuando Teddy,
sorprendido, le preguntó la razón, ella respondió fríamente que era porque
le había dicho que prefería que se mantuviera alejado.
Pero, aunque Polly no le olvidó, fue Framleigh quien alimentó un
verdadero resentimiento durante más tiempo. Aquello suponía una
experiencia nueva para él, tan inesperada que le pareció tanto más
desagradable por ello. Durante unos días se sintió furioso, y luego se enfrió
en una especie de cólera impasible contra la joven. Pero, como recordarán,
su residencia disponía de vistas a la pequeña casa, y desde las ventanas de
su cuarto tenía una completa panorámica de todo cuanto sucedía enfrente.
Por la noche, cuando Montmorenci encendía el gas, en los pocos minutos
que transcurrían entre su iluminación y el cierre de la contraventana, podía
ver claramente el interior del pequeño salón; y debo revelar que, de un
modo u otro, había adoptado el hábito de esperar a que se encendiera la luz,
y se aprovechaba de la situación colocándose sombríamente tras sus propias
cortinas mirando hacia el otro lado. Enojado como estaba, resultaba curiosa
la enorme atracción que sentía por la mera visión de Polly. Después de
aquel cambio en el estado de las cosas, se sentía realmente triste. En verdad,
tenía razones para estarlo. Las nubes que alguna vez había imaginado más
claras, empezaron a espesarse de nuevo a su alrededor, y llegó el momento
en que se vio obligado a soportar las consecuencias de viejas imprudencias.
En la disputa con su tío, su despótico orgullo había supuesto su ruina. No
había sido consciente, hasta que fue demasiado tarde, de que el
distanciamiento sería duradero, y que el capitán Framleigh de la Guardia,
que debía vivir de su paga, era un individuo diferente al Framleigh de
Gaston Court, el futuro heredero de la fortuna de su pariente. Se había
acostumbrado a tantos lujos y extravagancias refinadas durante su vida, que
el orgullo no le permitió renunciar a ellas en un primer momento; había
cometido locuras pasadas que ahora debía pagar y, por tanto, en ese
momento hubo de soportar las consecuencias de sus actos —viéndose
obligado a renunciar a toda esperanza de que sus perspectivas cambiaran—,
que no eran otras que soportar la carga acumulada de la deuda y la
humillación de su propia recriminación y desesperanza.
¡Qué tonto había sido! Cómo maldecía el débil orgullo que le había
guiado, cuando pudo haberse detenido y ahorrarse algo de carga, al menos.
Ahora se veía obligado a renunciar a sus privilegios. ¿Por qué no había sido
lo suficientemente sabio como para vislumbrar lo que inevitablemente
acontecería, y enfrentarse de inmediato a lo peor? El mundo comprendió
muy bien por qué había renunciado a sus elegantes habitaciones, a su
carruaje, con su pequeño cochero de uniforme, e incluso a su ayuda de
cámara; y, dejando su lujoso alojamiento, había establecido su residencia en
los modestos apartamentos situados frente a la vivienda de los suburbios del
«viejo Jack Pemberton» y su encantadora sobrina. Podría haberse ahorrado
innumerables sufrimientos de la miseria posterior si se hubiera enfrentado a
sus problemas desde un principio reconociéndose vencido. Era una persona
relevante que ya no pertenecía a la alta sociedad, aunque debe decirse que
mostraba una fría indiferencia hacia la opinión pública, y su aire de altivez
provocaba en las personas de su entorno la misma admiración de antaño.
Nunca había sido un hombre de muchos amigos, pero su reserva y su fría
actitud le habían impedido granjearse verdaderos enemigos. Incluso los más
oficiosamente malintencionados nunca se le habían acercado lo suficiente
como para hacer algo más que desagradarle. Y, de este modo, aunque creía
que su caída había sido grande, en el fondo no lo era tanto. Por mucho que
sus circunstancias aparentes se hubieran modificado, no era probable que se
encontrara con menosprecios o condescendencia, tal como habían soportado
hombres mucho más populares tras sufrir varios reveses. No obstante, sufría
ciertos aguijones, y a veces resultaban lo suficientemente afilados.
Cuando se sentaba a realizar sus tareas durante ese invierno. Polly podía
atisbar a menudo, desde la ventana de su salón, a una diversidad de
hombres andrajosos que llegaban a la puerta de la casa de enfrente y, con el
tiempo, empezó a notar su presencia de un modo más particular.
Ciertamente, no siempre eran hombres desaliñados; pero siempre había
cierto aire a su alrededor que Polly nunca dejaba de reconocer; y cuando no
eran unos desharrapados, resultaban muy llamativos y demasiado
ostentosos, y muy propensos a joyas pesadas de aspecto sospechoso. Esta
astuta joven sabía algo de esta clase de gente por experiencia propia, y
comprendía lo que significaban esas conversaciones —en ocasiones
prolongadas, a menudo impacientes— ante la puerta, que unas veces
terminaban con la admisión de la persona que llamaba y su subida a la
habitación del capitán, y otras con su despido en un tono de disgusto
evidente.
—Son acreedores insistentes —afirmó sabiamente—. Está bastante
claro. Teddy dijo que pensaba que estaba endeudado. Bien puede mostrarse
arisco y malhumorado. Me pregunto si son muy descorteses. Algunos de
ellos parece que lo fueran. El hombre con cara de caballo del abrigo grande,
por ejemplo.
¡Descorteses! Debería haberlos escuchado algunas veces. En ocasiones
casi enloquecían a Framleigh con su brutal impaciencia y su tosca
familiaridad. El hombre que Polly había elegido tan hábilmente, el de cara
de caballo del abrigo grande, lo perseguía como una pesadilla.
—Menudo grupito forman ustedes los esnobs, ¡vaya que sí! —decía este
individuo—. Le quitan el pan de la boca a un pobre hombre y consiguen
matar de hambre a sus hijos. Menudo grupito, con sus carruajes y caballos,
desplazándose de un lado a otro constantemente, y nadie ha visto nunca el
color de su dinero. Me gustaría saber quién va a pagarme por esa vistosa
ropa suya. Soy un hombre honesto que se gana la vida con el sudor de su
frente, y no voy a permitir que nadie me engañe.
Después de escenas como aquella, cuando Teddy Popham visitaba a su
amigo, cosa que hacía a menudo, lo encontraba sentado ante un plato de
comida sin degustar con aspecto pálido y demacrado.
—Me volveré loco alguno de estos días, mi buen amigo —profería
amargamente—. Esos demonios me volverán loco. No puedo soportarlo
mucho más tiempo. Han venido un par de ellos esta mañana, y se las han
arreglado muy bien para estropearme el desayuno. No puedo comer ni un
bocado, y ni siquiera pude probar la cena de ayer.
El propio Teddy habría ofrecido voluntariamente sus posesiones, pero
hasta ese momento no eran tan cuantiosas.
—Si mi tía abuela Bellingham muriera, y yo heredara sus propiedades,
tal y como espero hacerlo, podríamos solucionarlo, Framleigh —decía—. Y
ese sería el día más feliz de mi vida; pero acabo de recibir noticias de
Gloucestershire y la anciana está más fuerte que nunca. No me sorprendería
que viviera hasta los cien años.
—Eres muy amable, Popham —se lamentaba su amigo—. Pero, aunque
pasarías a ser un acreedor más agradable, el resultado sería casi el mismo.
Te debería el dinero a ti en lugar de a media docena de vulgares
sinvergüenzas que piensan que es una suerte poder acosar e intimidar a un
caballero.
La desgracia supone siempre un cambio de algún tipo en el hombre que
se enfrenta a ella, y aquella desgracia supuso un curioso cambio en Gaston
Framleigh. Durante los primeros meses se había enfrentado a la misma con
gran orgullo, ¡pero su imparable caída había terminado por desgastarle y era
plenamente consciente de que sus fuerzas le fallaban de un modo que no
había previsto! En su interior comenzaba a agitarse una cierta sensación de
desagradable desolación.
Se descubrió envidiando un poco a Teddy Popham por su sencilla
popularidad. Se descubrió incluso deseando, con lánguida irritación, no
sentirse tan completamente solo en el mundo, y ansiando poder conservar
algunos lazos familiares o parientes a los que recurrir. No obstante, de sus
propios parientes sabía muy poco. Sus visitas a la casa de su madre y sus
hermanas siempre habían sido breves y restringidas. Como decía Teddy
Popham, el orgullo familiar era legendario y, ciertamente, no encontraría en
ellas calor de hogar. El orgullo de la familia las había aislado del mundo, y
las había insensibilizado. Se mostraban discretamente orgullosas de la
buena fortuna de Gaston, su belleza física y su aire de «gran caballero»,
pero un sentimiento más allá de ese era impropio de ellas y, sin lugar a
dudas, él mismo jamás había sido efusivo.
Pero aquel invierno cambió su opinión sobre el asunto de la efusividad,
y fue Polly quien motivó dicho cambio. Allí mismo, al otro lado de la calle,
se encontraba el viejo Jack Pemberton, aquel bribón de dudosa reputación
discípulo de Bohemia, entrando y saliendo, descarado, pomposo y de buen
carácter, y resultaba evidente que, a pesar de sus defectos, Polly lo amaba;
amaba verdaderamente al astuto viejo. Ella lo recibía en la puerta, cuando
entraba, como si su llegada fuera un acontecimiento digno de regocijo; le
besaba cuando se iba, y coqueteaba a su alrededor cepillándolo,
acicalándolo, y realizando variadas tareas, necesarias e innecesarias, a la
manera de todas las mujeres afectuosas; la joven le tomaba del brazo y le
acompañaba a la iglesia los domingos por la tarde con un toque de orgullo
en su porte; le colocaba ramilletes de flores en el ojal desde el ventanal del
jardín y se reía de sus rudimentarias bromas como si fueran sumamente
ingeniosas. No había límite en su bondadoso y amable afecto por el viejo
charlatán, y aparecía constantemente ante los ojos de Framleigh
punzándole, ablandándole e irritándole alternativamente. Si una de sus
hermanas —Cicely por ejemplo, que era más joven y se conmovía más
fácilmente que Hildegarde—, hubiera compartido su exilio aquel invierno,
cuánto más luminoso lo hubiera tomado; esto es, si todas las mujeres fuesen
parecidas y todas gozaran de aquellas adorables maneras.
Sabía poco o nada de las mujeres en su vida doméstica, pero no podía
imaginar a Diana Dalrymple mostrándose encantadora con trivialidades
tales como pequeños ramilletes en los ojales y ventanales que dan al jardín.
Durante sus breves visitas a la humilde pero distinguida casa materna,
siempre se había sentido más interesado por Cicely que por su hermana
mayor. Hildegarde era una verdadera Framleigh. Cicely era un poco menos
decidida y majestuosa, menos fría y más infantil, y de vez en cuando había
pensado que se estaba volviendo algo tímida por el ambiente yermo que la
rodeaba. Polly fue quien le hizo pensar en Cicely, y fue la visión de los
sencillos mimos de Polly lo que le sugirió una nueva idea. Hacía mucho
tiempo que conocía el deseo de Cicely de visitar Londres, y nunca se había
parado a pensar, en aquellos días de prosperidad, que estaba en sus manos
satisfacer su deseo. Pero ahora, ¿y si se decidiera a pedirle que le visitara al
menos por unas semanas? Sus habitaciones estaban bien amuebladas y su
casera era una persona tranquila y de confianza. Supondría muy poca
diferencia en sus gastos, tan nimia que no valía la pena negarse a poner en
práctica la idea; y, aunque no estaba seguro de su éxito, al menos podría
probar el plan. Si Cicely no lo encontrara agradable podía enviarla de vuelta
a Yorkshire cuando se hubiera aburrido de la experiencia, y la joven habría
visitado Londres y disfrutado de una ausencia temporal de «Acres
humildes», tal y como a las personas irónicas les gustaba llamar a la
empobrecida finca de Yorkshire.
CAPÍTULO VI
CICELY
D
e modo que finalmente se decidió y escribió a Cicely y a su madre
confiando en su petición, y al cabo de pocos días recibió una
breve y dulce nota manuscrita por la propia Cicely.
«Querido Gaston, no imaginas lo sorprendida y agradecida que estoy»,
decía. «Deseaba tanto visitar Londres que estaré encantada de aceptar tu
invitación. Muchas gracias. Mamá ha sido tan amable de permitirme viajar,
de modo que, si es de tu agrado, llegaré el sábado». Y, seguidamente, tras
algunas expresiones de gratitud más tímidas y un tanto contenidas, y un
excelso mensaje de afecto fraternal de Hilda, ella se despidió como su
«agradecida Cicely».
Después de leer la carta miró en torno a su salón, y luego llamó a su
casera.
—Espero la visita de mi hermana —anunció, cuando apareció la buena
mujer—, y me gustaría que hiciera los preparativos adecuados para que se
sienta cómoda. Si falta alguna cosa que pudiera precisar una señorita, le
agradecería que me lo hiciera saber.
No tenía más que vagas ideas sobre las necesidades femeninas y,
aunque de los restos de su antigua grandeza había conservado suficientes
reliquias como para dar a sus aposentos un cierto aire de elegancia, no
estaba en absoluto seguro de que se adaptaran a un gusto femenino.
—Ciertamente, son más luminosos y cautivadores que los salones de
«Acres humildes» —dijo con una sonrisa triste, mientras echaba un
segundo vistazo de inspección—. Y Cicely conoce todo sobre mi cambiante
fortuna.
Estaba casi ansioso por la llegada de la jovencita, pero era consciente de
que, por ambos lados, se produciría un ligero embarazo en el momento del
encuentro. Invitarla había sido un acto de lo más inusual en él y, al mismo
tiempo, lo sabía bien, totalmente inesperado por todas las partes. Por algún
descuido, Cicely no le había dicho a qué hora llegaría y, como era natural,
se equivocó al predecirla y no la encontró.
La joven llegó el sábado al anochecer, y Framleigh, tras haber acudido a
la estación, regresó a casa y la encontró allí esperándole.
Estaba de pie frente al fuego cuando él entró en la habitación y, al oír
que la puerta se abría, se volvió para hacerle frente con cierto toque de
inquietud que fue patente al saludarle.
—Lo siento mucho, Gaston —dijo la joven, tendiéndole una tímida
mano—. Has ido a buscarme a Easton Square, ¿no es cierto? Fui muy
descuidada al olvidarme de decirte la hora a la que llegaría el tren.
Tomó su mano e, inclinándose, la besó en la mejilla; y, aunque tal vez
había más cortesía que afecto real en la caricia, el gesto aún desprendía
cierto toque de calidez que no era propenso a exhibir.
—No hablemos de ello —dijo—. Me alegro de verte, Cicely. Ha sido
muy amable por tu parte venir a visitarme.
El joven acercó una silla para ella, pero él permaneció de pie,
sintiéndose un poco perdido. No sabía exactamente qué decir en su nueva
posición, y la propia Cicely se sentó a mirar el fuego, con un ligero rubor y
un cierto aire de vergüenza.
—Ha sido muy amable por tu parte venir a visitarme —repitió—. No
tengo mucho que ofrecerte y, para ser honesto, tal vez ha sido egoísta
pedírtelo ahora, cuando dispongo de tan poco, pero… pero realmente sentí
la necesidad de un poco de compañía, y recordé que habías dicho hace
mucho tiempo que deseabas visitar Londres.
Cicely lo miró, con su carita de niña, entre conmovida y sorprendida.
¿Era posible que él, Gaston, a quien todos habían admirado tanto, se sintiera
tan solo como para desear verla?
Hablaba de tener poco que ofrecer, pero la estancia en la que se hallaba
acomodada y las que le había mostrado la señora Batty no aparentaban ser
tan pobres. Tal vez fuese solo el contraste con la antigua y lujosa vida
anhelada lo que le hacía afligirse tanto.
—Ah, Gaston —dijo ella, echando un vistazo en torno a la preciosa
estancia—, nunca has vivido en la Granja, ya me entiendes. Si lo hubieras
hecho, pensarías que una habitación tan bonita como esta es un pequeño
paraíso. Solo recuerda aquel salón vacío, lúgubre e inmenso; la voz resuena
verdaderamente hueca en él. Esto me gusta mucho más, y estoy segura de
que disfrutaré muchísimo aquí contigo.
Parecía tan complacido que la joven se sintió muy tranquila. Había
llegado sintiendo no poca admiración por él, y preguntándose cómo la
recibiría, y cómo podría ella entretenerle. Temía aburrirlo con su
insignificancia, pero en ese momento su ánimo comenzó a mejorar. Si se
encontraba tan abatido y hastiado, quizás podría distraerle, después de todo,
y él no la encontraría tan estúpida. Y, por su parte, él descubrió que la mera
presencia de la joven le hacía sentir bien. Era una muchacha bonita, alta y
de esbelta figura; y poseía todas las peculiaridades de los Framleigh, una
delicada regularidad de rasgos, aire elegante y noble porte, este último
suavizado en gran medida, no obstante, por su extrema inocencia infantil y
cierto toque de timidez. El joven no pudo evitar percatarse del embarazo
que sentía su hermana, y observar también que había aumentado, en lugar
de disminuir, desde la última vez que la había visto. Se ponía de manifiesto
incluso en sus movimientos, y se evidenciaba, no solo en una cierta
vacilación a la hora de expresar sus opiniones, sino en la mirada misma de
sus aduladores ojos.
«Sus ojos castaños son casi “como de cervatillo”», se dijo su hermano,
aunque en modo alguno era el tipo de hombre que se daba el gusto de hacer
comparaciones altisonantes. Resultó bastante sorprendente la calidez que
sintió hacia la joven, y lo desinhibido que se mostró, a pesar de sí mismo.
Poco a poco se descubrió haciéndole confidencias, hablando con ella sobre
el estado de sus asuntos y el resultado de su cambio de fortuna. Hubiera
querido ocultarle todo cuanto pudiera, pero el deleite inocente y el interés
casi agradecido que ella mostraba por sus más sencillos discursos, lo
llevaron a seguir adelante.
De igual modo, la hora del té, con Cicely a la cabeza de la mesa, fue una
comida muy diferente a lo que estaba acostumbrado. Al verlo tan gentil, la
muchacha se animó y encontró valor. Su cháchara ingenua y poco mundana
le divertía, de un modo u otro, y cambió el curso de sus pensamientos
generalmente apáticos. Era una salsa sencilla y sin pretensiones, pero su
sabor tenía su particular frescura picante. Y luego, cuando terminó el té, se
animó a explorar un poco, a moverse aquí y allá por la estancia, admirando
sus posesiones, observando sus cuadros y volteando sus libros, tan
evidentemente exultante por su libertad, y tan sencillamente complacida,
que verdaderamente suponía una nueva sensación.
Cuando se acercó a él para darle las buenas noches, antes de ir a su
habitación, la tomó de la mano suavemente por un instante.
—¿Y crees que puedes distraerte aquí unas semanas, Cicely? —
inquirió, sintiéndose casi ansioso por escuchar su respuesta.
—Creo que lo lamentaré mucho cuando llegue el momento de regresar
—dijo ella—. ¡Oh, no sabes cuán deprimente es todo allí, Gaston! —añadió
con gran desesperación—. Si te agradara mi presencia aquí, y mamá no se
opusiera, estoy segura de que me gustaría quedarme… para siempre.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Es eso cierto, Cicely?
—De verdad —contestó ella.
—Gracias —dijo—. Es muy amable de tu parte.
Y le soltó la mano con una definitiva sensación de alivio. Le habría
dolido, incluso más de lo que él imaginaba, si ella hubiera mostrado una
intención menos afectuosa o con un matiz menos sincero de lo que
claramente había expresado.
De modo que allí estaba ella domiciliada con él, y se acomodó al lugar
tan fácilmente y parecía disfrutarlo tanto, que no pasó mucho tiempo antes
de que el joven comenzara a preguntarse cómo había podido existir sin su
amorosa compañía. La mayoría de las mujeres debían ser muy parecidas en
sus casas, pensaba, pues Cicely gozaba del mismo encanto que había
observado en la propia Polly. Ella retocó su habitación, y le dio cierto porte;
como es obvio, saludaba sus llegadas con deleite y lamentaba sus ausencias.
Y Framleigh encontraba botones en sus guantes, obras de arte femeninas en
la mesa de la toilette y novedades elegantes y económicas en su salón. En
conjunto, era un hombre más feliz de lo que había sido durante meses.
Así pues, juzguen la sorpresa de Teddy Popham una noche cuando, al
no haber tenido oportunidad de ver a su amigo durante una semana y, en
consecuencia, no conocer su cambio de situación, hizo una entrada poco
ceremoniosa en su salón de soltero y se encontró cara a cara con una
criatura joven, alta y hermosa, que se levantó y se situó frente a él,
sonrojándose, pero conservando todavía ese aire Framleigh de estado de
gracia y ceremonia.
—Yo… eh, ¡le ruego que me disculpe! —tartamudeó el joven,
ruborizándose muy esplendorosamente—. A decir verdad no estaba al tanto
de que Framleigh… —y su pausa expresó plenamente la magnitud y
profundidad de su honesta confusión.
—Soy la hermana del capitán Framleigh —dijo Cicely, con mucho tacto
—. Usted debe ser su amigo, el señor Popham. He oído a Gaston hablar de
usted a menudo, señor Popham. Siéntese, por favor. Me alegro de
conocerle.
Teddy se sintió bastante abrumado por la belleza y dignidad de la joven.
Como admirador del porte de los Framleigh en su amigo, lo encontró
indescriptiblemente encantador en esta bella criatura, que parecía tan
inconsciente de poseerlo.
—Estoy esperando a Gaston —dijo—. Tomamos el té a esta hora
cuando no cenamos tarde. Se alegrará mucho de encontrarle aquí, estoy
segura.
Teddy le dio las gracias casi encarecidamente y, con tan evidente
aprecio hacia sus esfuerzos por acomodarle que, en muy pocos minutos,
Cicely comenzó a interpretar su papel de anfitriona con una habilidad
extraordinaria. La joven percibió la gran amistad que le unía a Gaston y el
enorme afecto que Teddy le profesaba, de modo que, como es natural, lo
más correcto era intentar entretenerle. Y Teddy estaba dispuesto a
entretenerse. Para el joven habría sido casi suficiente entretenimiento el
poder mirarla y admirarla, mientras ella se acomodaba frente a él con sus
hermosas manos ociosas ligeramente dobladas sobre sus rodillas, su esbelto
cuerpo inclinado levemente hacia delante, y su rostro vuelto hacia él.
Cuando Framleigh apareció, ambos se estaban divirtiendo mucho. La risa
contenida y dulce de Cicely le saludó desde lo alto de la escalera y, cuando
entró en el salón, ella estaba aún más hermosa que de costumbre.
—Me alegra que por fin hayas llegado, Gaston —dijo ella—. El señor
Popham estará ya muy aburrido de mí; ¡lleva aquí media hora!
Y entonces Teddy se vio engatusado para quedarse a tomar el té con
ellos. Animado por la presencia de Cicely a la cabecera de la mesa, se
divirtió tanto que se volvió incluso bastante ingenioso. Fue casi como pasar
una velada en la sala cuadrada de enfrente, a pesar de la gran diferencia
existente entre los dos tipos de jovencitas. Y, pensando en ello, no pudo
evitar preguntarse qué pensarían la una de la otra: cuánto le gustaría a Polly
aquella encantadora, sencilla y majestuosa criatura, y cómo se comportaría
Cicely si tuviera la oportunidad de conocer a Polly.
—¡Es la más hermosa de las niñitas! —le dijo a Polly al día siguiente, al
describir su experiencia—. La más hermosa de las niñitas. ¡Espera! Quizá
deba corregirme y no decir tal cosa, pues es de todo menos pequeña. Lo
cierto es que me parece casi tan alta como tú, Polly, pero es el tipo de joven
por la que uno se siente inclinado a aplicar diminutivos a pesar del aire
majestuoso que tiene, muy similar al de Framleigh. Deberías ver cómo
sostiene su cabecita, ¡por Júpiter! Se posa sobre su encantador cuello como
un lirio sobre su tallo. E incluso cuando te mira con sus ojos inocentes, de
esa manera tan dulce e infantil, se siente uno un poco sobrecogido por la
regia y espontánea curvatura de su esbelto cuello. Deberías verla, Polly.
—Sin duda valdrá la pena observarla —respondió Polly—. Aunque creo
que me agradaría en mayor medida si se pareciera menos a Framleigh.
—Bueno, ya sabes —respondió Teddy—, a mí me gusta Framleigh y a
ti no.
Resultó bastante extraño que aquella misma tarde, después de esta
conversación, Framleigh entrara en su salón y encontrara a Cicely, de pie
tras las cortinas, mirando atentamente la ventana de la casa de enfrente.
—¡Oh, Gaston! —exclamó nada más verle—. Ven y mira a esa hermosa
joven. La he estado observando toda la tarde. Tienen un fuego tan luminoso
en la sala que puedo verla claramente. Nunca vi una criatura tan hermosa en
toda en mi vida. ¿No parece un cuadro?
Framleigh se acercó a la ventana y miró hacia el otro lado. Ciertamente,
era como un cuadro. La luz de la chimenea llenaba de calidez y resplandor
la pequeña estancia; bailaba sobre los numerosos adornos que eran
creaciones de la propia Polly; sobre los rústicos soportes de flores y los
estantes, sobre la resplandeciente chimenea y la gruesa alfombra carmesí de
lana, y sobre la propia Polly, que se hallaba de pie sobre la alfombra,
poniéndose un brillante ramillete de verbenas escarlatas en el pelo, y
mirándose en el espejo situado sobre la repisa de la chimenea.
—¡Solo mira lo hermosa que es! —exclamó Cicely—. Había una
anciana en la habitación con ella hace unos minutos, y la joven la hacía reír.
Me pregunto quién será. ¿Lo sabes, Gaston? Me pareció ver al señor
Popham haciéndole una visita esta mañana.
—Quizás fuera él —respondió Framleigh, más bien fracasando en su
esfuerzo por hablar con indiferencia—. Él la conoce muy bien. Es… es
actriz, y se apellida Pemberton.
El semblante de Cicely se demudó.
—¿Una actriz? —gritó—. ¡Oh, querido, qué terrible! Parece una
dama… y yo la admiraba tanto —añadió en tono muy decepcionado.
—Puedes continuar admirándola con total tranquilidad —indicó
Framleigh con cierta aspereza—. Es una dama.
Cicely alzó la mirada hacia él tras advertir una leve emoción. Su
expresión era de irritación. ¿Era posible que conociera a la joven, e incluso
que la admirara? ¿Qué pensarían de ello mamá y Hildegarde? ¿Qué dirían?
¿Era posible que una actriz pudiera ser una dama? Cicely conocía las
opiniones de su madre y hermana al respecto; pero desde que vivía con
Gaston le era permitida una gama más amplia de pensamiento y, en una o
dos ocasiones, incluso se había atrevido a revolotear hacia un nuevo
universo de opiniones; si bien es cierto que no había osado aletear
demasiado lejos.
—¿La… la conoces? —se aventuró.
—Sí —respondió él—. La conozco.
—¡Oh! —tímidamente—. ¿Es agradable, Gaston?
—¿Agradable? —repitió—. Apenas sé lo que significa tal cosa. No es
una palabra de hombres. Pero creo que puede ser lo que las mujeres llaman
«agradable».
—¿E inteligente?
—La gente opina que sí.
—¿Y tú lo crees?
—Sí. También puedo confesar que sí.
—Gaston —vacilante, tras un momento de pausa—, ¿la conoces bien?
Ya no vas a visitarla.
—Lo hacía… hasta que tuvo la amabilidad de decirme que me quedara
en casa —confesó con no poca amargura.
—¿Te dijo que te quedaras en casa? —repitió Cicely, horrorizada—. ¡Te
dijo que te quedaras en casa! ¿Cómo se atreve? ¡Oh, no puede ser una
dama!
—Es cuestión de opiniones. Fui yo quien me volví un torpe idiota, mi
querida Cicely, y me sirvió de lección —dijo en un exabrupto.
Allí estaba su confesión. Hizo una revelación que nunca antes se había
hecho ni a sí mismo. Y había llegado a ella gradualmente. La había
alcanzado tras meses de rebelión secreta, y tras múltiples batallas para
mantener la arrogancia y frialdad que le caracterizaban. Se había mantenido
tan distante como había podido de cualquier tipo de negociación con su
conciencia, pero finalmente se había producido y, poco a poco, se había
reconvertido a pesar del resentimiento y el orgullo. ¡Bah! Déjenle rendirse y
vencerse a sí mismo, por muy difícil que fuese. Era del todo inútil
preguntarse entonces si su corazón se había conmovido o no. Por supuesto
que se había conmovido, y él sabía que así era. Él también había sido
derrotado. Él también había caído en la insensible red de aquella joven
sirena indiferente. Se había enamorado de la preciosa Polly P., del mismo
modo en que Teddy Popham lo había hecho hacía mucho tiempo…
¡también él!
CAPÍTULO VII
AL OTRO LADO DE LA CALLE
N
o era probable que el primer vistazo de Cicely al otro lado de la
calle fuera el último y, de igual manera, resultaba poco probable
esperar que Polly, teniendo noticias de la recién llegada, no se
mostrara algo curiosa. Cuando regaba las macetas de su ventana miraba
hacia la casa alta, que en ese momento proyectaba su sombra sobre la
pequeña casita, y sus ojos siempre se posaban, por unos instantes, en la
ventana del bonito salón, viéndose recompensada casi a diario por la visión
de la joven princesa, inconscientemente majestuosa, por la que había
empezado a sentir un interés muy especial. Y, por su parte, Cicely miraba
hacia el saloncito de Polly incluso más a menudo que la propia Polly hacia
su ventana. Sin duda merecía la pena observar a aquella joven, a la que
incluso Gaston había encontrado bonita e inteligente y, cuanto más la
observaba, más intensa y gratamente le atraía la novedad. ¡Aquel pequeño
saloncito era tan bonito y original! Aquella anciana rara y bonachona, que
no era exactamente una dama, y aquel anciano tan curiosamente vestido,
que claramente no era lo que se dice un caballero, ¡cuán extraños eran y, sin
embargo, cuánto parecían gustarle a aquella adorable criatura y cuánto se
esforzaba por divertirles! Ciertamente, no había un solo punto de semejanza
entre la señorita Pemberton de Gaston —ella se refería a Polly como «la
señorita Pemberton de Gaston»— y las espantosas, pintarrajeadas y
disolutas jóvenes que siempre había escuchado tildar de actrices. A Polly le
hubiera sido del todo imposible parecer promiscua, o mostrarse
«escandalosamente» vestida. Era propensa a los tejidos y colores suaves y
encantadores, y su única debilidad estridente era un cierto toque de
coquetería, o un lazo de color geranio, que incluso los más exigentes no
hubieran podido dejar de admirar. Quizás se había cansado de colores
chillones en el escenario, y le agradaba un cambio en su vida privada.
Cierto es que, tras unos días de observación desde cada ventana, las dos
comenzaron a conocerse bastante bien. Cicely había descubierto que Polly
era aún más bonita de lo que le había parecido en un principio, y Polly pudo
denotar que el aire regio de Cicely era del todo inocente y embrujador, y
que el rostro al otro lado de la calle resultaba poco mundano e ingenuo
como corresponde a una jovencita.
«Si hubiera alguna manera», se atrevía a decirse Cicely, «no estaría mal
conocerla; realmente creo que me gustaría hacerlo».
«Es imposible pensar siquiera en hacer amistad con ella», suspiraba
Polly, inclinada sobre sus clavellinas y sus geranios. «Si no fuera así, la
saludaría desde aquí y le enviaría unas flores por mediación de Teddy».
Teddy era, en cierto modo, una especie de intermediario, y escuchaba
los comentarios de cada una sobre la otra; pues, de entre las cosas más
improbables, quedaba descartada la idea de no visitar a su amigo más
fielmente que nunca y, si por regla general se mostraba complaciente, con
Cicely lo hacía por partida doble.
—Qué hermosa es su señorita Pemberton —le dijo Cicely, en uno de sus
momentos de carácter confidencial—. Incluso Gaston la admira y piensa
que es inteligente; y usted sabe que Gaston no es fácil de complacer.
—No, no es el caso de Gaston —admitió Teddy; y luego preguntó, con
gran habilidad, si la señorita Framleigh creía que su hermano admiraba a
Polly con mucha intensidad.
Pero Cicely dudó en responder a la pregunta que Teddy había formulado
tan diplomáticamente.
—Él piensa que es muy bonita… más que bonita —contestó—.
¿Conoce a la señorita Dalrymple, señor Popham?
Teddy tenía ese honor.
—Gaston cree que la señorita Pemberton es más hermosa que ella, y la
señorita Dalrymple es una gran belleza, señor Popham. Le pregunté qué
estilo admiraba más y me dijo que el de la señorita Pemberton; y estuve de
acuerdo con él.
Cicely no era en absoluto admiradora de la bella Dalrymple. Diana la
había visitado, en pleno apogeo, pocos días después de su llegada, y el
resultado había sido el ligero estruendo de algún fino y sutil acorde en una
naturaleza más sensible y refinada; pues aunque Cicely la había recibido
con toda la bonita y elegante ceremonia de una joven princesa haciendo los
honores de la casa paterna, la atmósfera ciertamente indescriptible que
rodeaba a su visita la había mantenido un tanto distante.
—No me gusta —le había dicho Cicely a Gaston después—. Estoy
segura de que nunca podrá gustarme.
Y, aunque resultaba evidente que se había dejado llevar al hacer un
comentario tan sincero, no se retractó de su opinión, incluso cuando fue
consciente de lo extremadamente franca que había sido. Aquella joven no le
gustaba.
Apenas transcurría una visita de Teddy a la casa más pequeña sin que
hablara de Cicely con Polly. De hecho, podría decirse que no terminaba
ninguna visita sin que Cicely hubiera sido objeto de, al menos, alguna
conversación. Y, aparte de su propio interés en el asunto, Polly era propensa
a alentar la admiración de Teddy por más de una razón. Si él transfiriera su
afecto por ella hacia aquella linda y refinada muchacha, ¡cuánto más
placentero sería para todas las partes interesadas!
Era un joven entusiasta tan generoso y afectuoso cuando su corazón se
conmovía, que Polly se lamentaba a menudo por él. Le parecía una
verdadera lástima que toda su fe y su ternura se desperdiciaran en una joven
de corazón duro como ella.
«Pero ya sabe, Teddy», solía decirle hacía mucho tiempo antes de que él
resolviera que sus punzadas no servían de nada, «ya sabe que no
funcionaría, realmente no funcionaría. Nunca tendré esa clase de
sentimientos hacia usted, y sabe que tengo un temperamento horrible,
Teddy; terminaría por incomodarle abiertamente. Siempre incomodo a la
gente cuando son mejores que yo y hacen que lo perciba», había añadido
con desaprobación. «Ese es uno de mis peores defectos».
Pero ahora Polly pensaba que, si el joven tan solo hiciera la cosa más
natural del mundo, y se enamorara de esta exquisita Cicely… bueno,
imaginen lo feliz que podría ser. Se adaptaban mucho mejor el uno al otro,
y Polly —en lo referente a sentimientos— no creía en el efecto devastador
de un primer amor fracasado, siempre y cuando el fracaso fuera inevitable,
y no demasiado cruel. Nunca había sido cruel con Teddy, lo sabía. Por
tanto, ella lo animó a hablar de la joven, y trató de sacar el tema y ampliar
con entusiasmo los encantos de los que había hecho recuento desde la
ventana de su salón.
—Es una lástima pensar que no puedo tratar de entablar una amistad
con ella —dijo—. Me gustaría oírla hablar.
—¿Por qué no puedes hacer amistad con ella? —preguntó Teddy, con
expresión dudosa.
—¡Oh! —respondió Polly, con premura—. No puedo. Ya lo sabes.
Y la joven se ruborizó, inquieta.
—No veo por qué —insistió Teddy, obtusamente—. Yo creo que sí,
Polly.
—¡Bah! —exclamó Polly—. Cuando echas a un hombre de tu casa…
—¿Echaste a Framleigh de tu casa? —interrumpió Teddy.
—Le dije que se quedara en la suya —indicó de forma bastante áspera
—. Y él estaba muy dispuesto a admitir que le había hecho un buen favor.
Y entonces se detuvo y se mordió el labio, sintiéndose bastante furiosa
por haber hablado tanto.
—De todos modos —concluyó—, ¿acaso no sabes, no te ha enseñado la
experiencia, que las mujeres recelan de mí y que cometería una estupidez si
fuese la primera en dirigirme a Cicely Framleigh? Pensaba que eras más
inteligente, Teddy.
Sin embargo, no necesitó dar un paso hacia Cicely Framleigh. A la
menor oportunidad se resolvió el asunto para ambas con la ayuda de Teddy
Popham.
Quizás el aire londinense no le sentaba bien a Cicely, o quizás el
invierno inusualmente frío fue demasiado para ella; en cualquier caso, a
mediados de enero cayó víctima de un severo resfriado. Polly comenzó a
verla aparecer en la ventana, primero con un pequeño pañuelo azul atado
alrededor de su garganta, y después con un gran chal azul enrollado a su
alrededor; y Teddy Popham, haciendo frecuentes visitas de inspección, se
mostraba muy afligido por el aspecto de su adorada. Era solo un pequeño
episodio febril, poco romántico pero muy molesto, y en ocasiones la
princesa lucía pálida y otras sonrojada; y Teddy se sentía profundamente
preocupado, a pesar de que la joven soportaba sus dolencias con la
paciencia más dulce posible, incluso cuando la prosaica gripe reinaba
suprema, y su pequeña y encantadora nariz adoptaba un tono rosado muy
intenso.
—Se asusta usted tan fácilmente como Gaston, señor Popham —decía
ella envuelta entre sus mantones, sentada en su sillón favorito y sonriéndole
dulcemente—. No vale la pena hablar de ello, se lo aseguro.
Y, ciertamente, a pesar de que en un principio no había indicios para
alarmarse, Teddy creyó que tenía serios motivos para hacerlo durante una
de sus visitas.
Había llegado antes que Gaston, y había encontrado a Cicely aún más
pálida de lo normal. El resfriado estaba en su punto álgido, y la joven sufría
de debilidad y dolor de cabeza.
—Resulta muy extraño —dijo, durante la conversación—… resulta muy
extraño que una nimiedad como un resfriado me haga sentir tan mareada.
Me siento como si me fuera imposible mantenerme en pie. Me pregunto si
podría hacerlo.
—No creo que sea prudente intentarlo —dijo Teddy, observando con
inquietud su pálido y hermoso rostro y sus ojos cansados.
Pero ella se había puesto en pie con una pequeña carcajada, e intentaba
mantener el equilibrio. Pronto fue evidente para su inquieto visitante que le
resultaba difícil hacerlo, pues de repente se tomó más pálida y, casi antes de
que la sonrisa muriera en sus labios, vio cómo se cerraban sus ojos, y si él
no se hubiera adelantado hacia ella, habría caído sobre la chimenea. No
obstante, la joven cayó en sus brazos, con la cabeza sobre su hombro, y sus
ligeras y pálidas manos colgando sueltas y sin fuerza.
Nunca se había sentido tan alarmado en su vida como en aquel
momento, ante la visión del pálido y dulce rostro de la jovencita y su
indefensa figura. Jamás había visto a nadie desmayarse con anterioridad, y
resultó bastante duro para él que aquella fuera su primera experiencia. Si se
tratara de un hombre, lo habría soportado mejor; pero aquello era
demasiado para que él preservara la calma. Ideas descabelladas sobre agua
de colonia, plumas quemadas y frascos de sales[16] discurrían raudos por su
agitada mente.
—¿Qué se supone que debe hacer un hombre? —gimió—. Está tan
blanca como… como un lirio, ¡por Júpiter!
Tocó la campana con furia con la mano desocupada incluso antes de
intentar recostarla; y, al minuto siguiente, aparecieron la señora Batty y su
séquito en un estado mental muy caótico. Pero, desafortunadamente, sus
ideas sobre el tema de los desvanecimientos eran erráticas, y en su mayoría
tendieron al muy exaltado repiqueteo de vasos de agua helada, hasta que el
tierno corazón de Teddy se estremeció en su interior e intervino.
—¡Por el amor de Dios, no la ahoguen! —gritó, frenéticamente—. No
es lo suficientemente fuerte como para soportarlo. Esperen un minuto —
acudió a su mente un pensamiento brillante—. Conozco a alguien que sabrá
qué hacer.
Y, apoderándose de su sombrero, se arrojó escaleras abajo hacia el otro
lado de la calle en busca de Polly.
Regresó con la joven en menos de dos minutos y, acostumbrada como
estaba a casos semejantes, Polly se sintió bastante preparada para el
combate.
CAPÍTULO VIII
POLLY Y CICELY
O
h! —dijo Polly cuando llegó junto al sillón—. No tienes por qué
asustarte, Teddy; pronto se recuperará.
Teddy estaba en lo cierto al suponer que Polly se haría cargo
de la situación. Angélique, del Prince, sufría ataques de desmayo y
aturdimiento, y nadie la atendía tan bien como su compañera favorita. El
tratamiento de Polly conllevaba menos agua fría y un talante más tranquilo
que el de la señora Batty, observó Teddy con admiración y, en muy poco
tiempo, la dueña de la casa y sus excitadas doncellas fueron despedidas con
muestras de agradecimiento.
—Un poco de vino caliente con especias le vendrá bien para el
resfriado, señora Batty —dijo Polly—. Y creo que no necesitaremos más
ayuda, gracias. Se está recuperando muy bien, y pienso que podría
preocuparle mucho ver aquí a tanta gente. Podría hacerle pensar que nos
hemos alarmado por ella más de lo que lo hemos hecho.
De modo que, cuando Cicely abrió los ojos, el primer elemento sobre el
que descansaron fue la preciosa Polly P., de pie junto al sofá en el que la
habían acostado, con una vinagreta[17] en la mano.
—¡Oh, querida! —dijo ella, débilmente—. Espero no haber sido un gran
problema. Me pregunto qué me ha podido suceder.
Y, seguidamente, mientras miraba aún a Polly, un ligero rubor encendió
sus mejillas.
—Fue muy amable al venir —añadió la joven, y sonrió de un modo tan
dulce y agradecido que Teddy se sintió absolutamente embelesado.
—Me alegra mucho haber venido —respondió Polly—. El señor
Popham vio que los demás estaban demasiado excitados para atenderla de
un modo sensato y corrió a buscarme. Estoy acostumbrada a ver a la gente
desmayarse.
Estaba realmente contenta de haber podido ser útil; pero, ahora que todo
había terminado, sintió que su ardor se enfriaba un poco, y no se habría
lamentado de encontrar una excusa para escabullirse. No deseaba quedarse
para encontrarse con su enemigo. Sabía que él podría llegar en cualquier
momento, y el pensamiento la inquietaba y perturbaba. Y, además, recordó
lo que le había dicho a Teddy sobre las mujeres como Cicely Framleigh, en
referencia a lo propensas que eran a mirarla con frialdad, y se sintió
también coartada por aquel pensamiento; de modo que, aunque su actitud
no era fría ni descortés, en modo alguno resultaba efusiva.
Cicely, sin embargo, era demasiado amable para permitirse cualquier
reserva. Y, ¿acaso no era aquella la «señorita Pemberton de Gaston»?
Volvió el rostro hacia Teddy, de una manera un tanto tímida, y también le
dedicó una sonrisa.
—Estoy en deuda con usted, señor Popham —dijo—. Y casi me alegro
de haberme desmayado. La he observado tantas veces a través de mi
ventana, señorita Pemberton —ahora miraba a Polly—, y deseaba tanto
conocerla…
Como es natural, no resultaba sencillo escapar tras un discurso como
ese, y más especialmente cuando la joven extendió una mano amable y
agradecida que resultaba bastante tentadora.
—Gaston también se lo agradecerá —dijo la impresionable y joven
princesa—. Fue Gaston quien me dijo su nombre por primera vez.
En ese mismo instante, el rubor de Polly comenzó a agolparse en sus
mejillas, y se enderezó un poco, permaneciendo más erguida. Escuchó a
Framleigh en las escaleras y, antes de que Cicely tuviera tiempo de decir
algo más aparte de «ya viene», el caballero ya estaba en la estancia mirando
al pequeño grupo: Cicely en su sofá, Polly con su vinagreta, y Teddy cerca,
de pie, con una mezcla de ansiedad y sorpresa.
—No te alarmes —dijo Cicely—. Señorita Pemberton, dígale que no
pasa nada. Solo me desmayé, Gaston, y la señorita Pemberton tuvo la
amabilidad de venir al rescate.
Él se adelantó, inclinándose ante Polly, quien le habló con su aire más
tranquilo.
—Ya está mejor —dijo—, de modo que, por supuesto, no hay motivo
para alarmarse. El desmayo fue solo consecuencia de una pequeña
debilidad. Ha descuidado su resfriado.
Fue una gran sorpresa para Polly encontrarle tan preocupado. Era casi
afectuoso en sus modales, mientras se inclinaba sobre la enferma. Tomó la
ligera y febril mano de su hermana, y la sostuvo mientras hacía sus propias
indagaciones; y, en una ocasión, acarició su brillante cabello con bastante
ternura.
El respeto que sentía por Cicely indujo a Polly a recibir el
agradecimiento de su hermano tan amablemente como pudo forzarse a
recibirlo. No obstante, se marchó en cuanto le fue posible tras su llegada.
Les informó de que el tío Jack estaría esperando su té, y no lo disfrutaría si
ella no estaba allí para servirlo; y, además, ya casi era la hora de que saliera
hacia el teatro.
—Cuando su resfriado mejore —dirigiéndose a Cicely—, pídale al
capitán Framleigh que la lleve al Prince para verme actuar.
Miró a Framleigh mientras hablaba, sin una pizca de reto desafiante en
los ojos. Seguidamente regresó a casa con Teddy.
—Y bien… —dijo el joven triunfante, cuando llegaron al salón de Polly
—. ¿Ves como es una criatura encantadora y llena de gracia?
—Sí —respondió Polly.
—Y estoy seguro de que al menos no puedes reprocharle a Framleigh
que tenga una actitud fría hacia su hermana —añadió Teddy.
Polly arqueó sus labios obstinadamente, mientras miraba hacia el fuego.
—Teddy —respondió ella—, Framleigh es el tipo de hombre que sería
amable con cualquier mujer que se rindiera a sus pies y le adorara, tal y
como hace esa linda hermanita de su alcurnia; pero no todas las mujeres
podrían hacer tal cosa, ya lo sabes. Yo no podría, por ejemplo, si estuviera
en su lugar. Tal vez no forma parte de mi naturaleza —dijo, curvando su
cuello majestuosamente— porque no nací siendo una dama.
A la mañana siguiente envió a Montmorenci a hacer averiguaciones
sobre la salud de Cicely, pero pasaron dos o tres días antes de que ella
misma acudiera a la casa, y su visita resultó de lo más breve.
—¿Alguna vez has pensado que tu señorita Pemberton fuera una
jovencita orgullosa? —preguntó Cicely a su hermano aquella noche.
—En un principio no pensé que pudiera serlo —respondió él con
sequedad y también con bastante amargura—, pero últimamente lo he
pensado.
—Creo —replicó Cicely, reflexivamente— que es muy orgullosa y…
bueno, un poco inaccesible.
Recordando sus primeras impresiones de Polly, la gran desaprobación
que sintió hacia su indiferencia, su buen humor y sus ocasionales pinceladas
de jerga teatral, Framleigh sonrió con una sonrisa que resultaba
abiertamente feroz. Feroz en su desprecio por sí mismo. Le resultaba muy
doloroso sentirse tan extremadamente torpe. ¡Qué idiota tan consecuente
debía pensar Polly que era!
—Parece que no consigo ganarme su confianza en absoluto —continuó
Cicely, moviendo la cabeza y hablando en una especie de soliloquio.
—Eso es porque yo no le agrado —dijo él presuroso.
—¿No le agradas? —dijo Cicely—. ¿Cómo puede ella…? ¿Cómo
puedes no gustarle a alguien? —añadió con tierno entusiasmo.
Framleigh tomó la gentil mano que la joven había colocado sobre su
hombro y la acarició.
—No todos me ven a través de tus ojos, Cicely —respondió—. Eres una
criaturita amable y cariñosa, querida.
Su relación con la muchacha había sido provechosa y positiva para
ambos. Él había ganado calidez en sus modales y sentimientos. Ella había
ganado coraje. El joven descubrió que hablarle con ternura y acariciarla le
resultaba más fácil de lo que nunca hubiera imaginado. La soledad
autoimpuesta durante toda su vida anterior había sido su perdición. Se había
vuelto frío y egoísta, y aquel cambio era exactamente el que su naturaleza
había requerido. En el pasado, cuando veía a Cicely en su propia casa
durante sus breves visitas, jamás pensó que le tomaría tanto cariño.
CAPÍTULO IX
EN EL QUE SE LLEGA A UN MOMENTO
CUMBRE
A
pesar de ser consciente de que su relación con Polly no
progresaba con celeridad, Cicely no se dejaba llevar por un
sentimiento de frialdad.
«Me esforzaré más aún por hacerme su amiga», se decía. «Si Gaston la
ha molestado, esa es la razón más importante de todas para intentar
complacerla; debo hacerlo por el bien de mi hermano».
Tan pronto como se recuperó, se vistió con suma modestia e hizo una
visita a la joven dueña de la casa de enfrente; pasó media hora en su
pequeño salón, donde se ganó el corazón de Montmorenci por su gracia y
sencilla elegancia, y la inocente y respetuosa amabilidad de sus maneras.
También se ganó a Polly pues, a decir verdad, se habría ganado igualmente
a cualquier otra persona. Al no poseer un corazón de piedra, a Polly le
resultó difícil resistirse a ella, incluso cuando la jovencita se aventuró a
esperar que se vieran a menudo y se convirtieran en amigas en lugar de
meras conocidas.
—Cuando llegué aquí —dijo Cicely—, en un principio pensé que solo
debía quedarme una semana más o menos; pero Gaston parece necesitarme
más que nunca, y me hace tan feliz, y es tan amable, que me da pena
dejarle, incluso para volver a casa.
Aquella última parte la añadió por una cuestión de deber hacia su madre
y Hilda.
—¿No tiene hermanos, señorita Pemberton? —añadió.
—No —respondió Polly—. No tengo a nadie más que a Teddy Popham.
Teddy me adoptó, ya me entiende. Es un buen sustituto.
—Yo diría que sí —dijo Cicely—. Parece muy amable con todos, y
Gaston le tiene mucho cariño.
Cicely siempre tenía en la mente la opinión de su «Gaston». La joven
habría dudado incluso del mismísimo arcángel Gabriel si Gaston no lo
hubiera aprobado. Pero, a pesar de esta adorable debilidad, Polly no pudo
evitar que le agradara y cedió en contra de sus propios prejuicios
personales.
Después de aquella visita, parecía tan natural que las dos jóvenes se
hicieran verdaderas amigas, que resultó incluso del todo inevitable. No
obstante, Polly organizaba sus visitas de manera diplomática. Nunca se
olvidaba de la hora a la que Framleigh regresaba y, si se tropezaba con él,
era siempre cuando ya se marchaba a casa; aquello ocurría en escasas
ocasiones, cuando el joven llegaba un poco más temprano de lo habitual.
Resultaba inútil que Cicely suplicara. El té del tío Jack y el teatro siempre
estaban prontos a servir de excusa.
—¿Crees que correría el riesgo de verme obligada a quedarme o huir?
—le dijo a Teddy—. No, te lo aseguro, preferiría tener la certeza de que
seguimos igual que antes. No debemos ser amigos ni enemigos.
Pero las cosas iban a discurrir por otros derroteros.
A pesar de lo distante que le juzgaban sus amistades, y lo impasible que
parecía, el carácter de Framleigh apenas podía considerarse frío. Sufría por
sus fuegos interiores, y Polly tenía el poder de avivarlos. Resultaba
asombroso cuánto le molestaba su obstinada indiferencia. Se sentía
verdaderamente furioso en ocasiones, cuando se paraba a pensar en la
astucia que demostraba la joven para evitar su presencia.
—¿Cree que intentaría entrometerme? —le dijo a Cicely—. No tiene
por qué temer nada.
Y deseaba demostrarle que podía mantenerse tan alejado como ella
quisiera.
Pero Polly le daba tan pocas oportunidades que casi llegó a
desesperarse. En secreto, se sintió arrastrado hacia la locura y, cuando por
fin la fortuna le dio la oportunidad que ella le negaba, no pudo controlarse,
como era su intención.
Cicely había dispuesto unas jardineras para las ventanas siguiendo el
modelo de Polly y, durante el arreglo de las mismas, las jovencitas se
habían intercambiado numerosas visitas poco ceremoniosas. Cicely había
corrido a ver a Polly para recibir instrucciones, y Polly, a su vez, había
cruzado la calle con semillas, esquejes y bulbos. De modo que, una tarde, al
llegar inesperadamente, Framleigh entró en la estancia y se encontró a Polly
de pie junto a las jardineras con una pequeña paleta en la mano.
—Me alegra mucho… —comenzó ella volviéndose pero, al ver quién
era, se detuvo y se paralizó de inmediato—. ¡Oh, es usted! —añadió,
dejando caer a un lado la mano que sostenía la paleta—. Discúlpeme. Pensé
que era la señorita Framleigh. Estaba fuera cuando llegué, y como le he
traído unos esquejes bastante delicados, me tomé la libertad de quedarme
para colocarlos en las jardineras. Necesitaban atención de inmediato.
Él se acercó.
—Es usted muy amable… —comenzó él.
—En absoluto —interrumpió Polly, fríamente—. Me gustan mucho las
plantas, ya lo sabe. Afortunadamente, ya he terminado —dijo, sin tener en
cuenta cómo sonaría la expresión—. Así que me marcho. Imagino que le
dirá a su hermana…
Un arrogante rubor destelló en el rostro del joven. No pudo evitar
interrumpirla.
—Lamento haberme vuelto tan odioso como para que usted considere
afortunado…
—Le pido perdón —le detuvo sin parecer perturbada en lo más mínimo
—. Usar la palabra «afortunadamente» fue una estupidez —añadió la joven.
—Soy yo el que debería pedir perdón por inmiscuirme en sus asuntos
—replicó él, con agitada furia.
—«Inmiscuirme» es una palabra tan absurda como «afortunadamente»
—dijo Polly—. ¿Le dirá a la señorita Framleigh que…?
—Le diré lo desafortunado que he sido —replicó él, sin la menor pizca
de amargura—. Cicely respetará mucho al hermano que la priva de sus
amistades.
Polly se encogió de hombros y se volvió para retocar una planta, pero
no hizo comentario alguno; y su indiferencia provocó aún más a Framleigh.
Nunca en su vida le habían tratado con tanta arrogancia. Parecía que aquella
joven tenía la habilidad de apuñalarle en la parte más débil de su singular
armadura y volverla inútil.
—Me obliga a defenderme —estalló.
—¿De qué? —preguntó Polly, concisamente.
—De mi propia humillación —respondió—. Porque hasta Cicely se da
cuenta de cómo me evita. ¿Me tiene miedo, señorita Pemberton? —añadió
con salvaje ironía.
—En absoluto —respondió Polly.
—Entonces, ¿por qué ejerce tanta diplomacia para apartarse de mi
camino? Le ruego que me dé la oportunidad de demostrarle que no hay
peligro alguno en encontrarse conmigo de vez en cuando.
En ese punto su voz y sus modales cambiaron repentinamente, ambos a
un tiempo. Una sombra cayó sobre su rostro, y mostró a Polly cuán
preocupado estaba.
—Le tengo mucho cariño a Cicely —dijo—. Y Cicely me quiere
mucho. De hecho, creo que puedo decir que Cicely es la única criatura en el
mundo que me quiere honestamente, y es a la vez afectuosa e ignorante,
como usted sabe. Creo que incluso me respeta, señorita Pemberton —
añadió, con otro toque de sarcasmo—, y no puedo permitirme perder su
respeto. No me agrada en absoluto la idea de parecer despreciable a sus
ojos, que es lo que debo parecer bajo las circunstancias actuales.
—¿Quiere decir —demandó Polly, bruscamente— que yo le hago
parecer despreciable a los ojos de Cicely?
—¿Cómo podría ser de otra manera? —preguntó Gaston.
Ella vaciló un instante, y luego superó sus dudas.
—Nada podría hacerle parecer despreciable a los ojos de Cicely —dijo.
—Gracias —indicó él, con más ironía que antes—. Es usted muy
amable.
Polly miró por la ventana hacia la calle.
—Aquí está la señorita Framleigh —dijo.
En dos minutos llegó Cicely, brillante y resplandeciente, de su paseo, y
se regocijó mucho al ver a Polly en conversación con Gaston. Y debía
tratarse de una conversación amistosa, según pensó la joven.
—Qué amable de tu parte venir —dijo—. Y qué bien que te quedaras. Y
consentirás quedarte conmigo el resto de la tarde, ¿verdad? Montmorenci
puede ocuparse del señor Pemberton por una vez.
Resultaría difícil explicar qué motivo impulsó a Polly a consentir.
Quizás fue un toque de obstinación, o de desafío. Tal vez sintió el deseo de
demostrar su fortaleza e indiferencia. Si realmente creía que le tenía miedo,
era preferible que él comprendiera que no era cierto. ¡Miedo! Se repitió la
palabra a sí misma con gran desprecio. ¿De qué debía tener miedo? La
joven se quedó, no obstante, y se mostró muy divertida. Teddy Popham, que
llegó al anochecer, pensó que nunca la había visto entretenerse tanto. Y, sin
embargo, constató que la joven había cambiado en los últimos tiempos. Ya
no se mostraba tan sencilla y animada; hacía comentarios más perspicaces,
de carácter agudo y más bien satírico, y era menos franca.
—Te estás equivocando, Polly —le dijo él, con ingenua confianza, más
tarde—. Cada día que pasa estás más cambiada.
—La gente generalmente cambia a medida que se hace mayor —fue la
respuesta insatisfactoria de Polly.
—¿Mayor? —respondió Teddy, y luego de pronto se detuvo y le miró a
la cara—. Bueno, imagino que te has hecho mayor, pero no de la forma a la
que te refieres, Polly.
—¿No es así? —replicó Polly—. Encantada de saberlo, te lo aseguro.
Y su aire y su tono resultaron tan apáticos y fríos, que el tema decayó
por sí solo.
Sin embargo, cambió su táctica con respecto a Framleigh por razones
que ella conocía mejor que nadie. Ya no le evitaba, y ya no rechazaba las
invitaciones de Cicely. A menudo pasaba las tardes en su salón, y la
admiración de Cicely por ella se hacía cada día más fuerte. El mismo
Framleigh solo podía ser espectador, mostrándose tan distante como
siempre. El joven también descubrió que ella había cambiado. Se estaba
volviendo aún más hermosa, y su belleza se estaba tornando más acentuada.
Su poderío latente estaba comenzando a desarrollarse y a afirmarse. Su
figura delgada y esbelta era en realidad más imponente que las curvas más
generosas de Dalrymple. Polly erguía su cabeza y brillaba como nunca lo
había hecho Diana. Había menos sosiego en Polly, y más fervor orgulloso.
—Querida —le dijo Diana a Cicely, durante una de sus numerosas
visitas amistosas—, ¿es posible que sepas a lo que se dedica esa joven?
—Lo sé —respondió la princesita con un bello toque de dignidad—. Es
mi amiga y le tengo mucho aprecio.
Hay que confesar que Diana se hallaba en una situación difícil. No
podía descuidar a Cicely, claro está —aunque, a decir verdad, vaya antojo
tan notable aquel de Cicely de visitar a su hermano—… no podía descuidar
a Cicely, nadie lo entendería y, sin embargo, al hacer sus amables visitas a
la casa, constantemente se encontraba con que debía enfrentarse a aquella
joven actriz a la que no aprobaba. Y también debía ser cortés con ella, que
era sin duda lo peor de todo. Si hubiera podido ignorarla, se habría sentido
más cómoda; pero Polly, con sus ojos altos, firmes, hermosos y brillantes, y
sus labios rojos y despectivos, no resultaba tan fácil de ignorar. Polly no
podía moverse, ni mirarla, ni hablar, sin desafiarla de una manera sutil,
sugiriéndole que conocía sus puntos débiles y podía pronunciarse sobre
ellos si lo hubiera decidido de ese modo. Y, por otro lado, ¿no estaba
también Gaston, que trataba a esa joven con el más alto respeto, a pesar de
que ella le había menospreciado y se comportaba en ocasiones con él de un
modo casi grosero? Las cosas habían llegado a un extraño punto.
Pero, si bien no podía desairar abiertamente a su enemiga, no por ello se
quedaba sin recursos. La trataba con una delicada condescendencia y,
ocasionalmente, se sentía movida a incitarla; y, aunque pocas veces se
atrevió a hacerlo, y en ninguna de esas ocasiones la señorita Polly se
acobardó ante ella, la estrategia no estuvo exenta de resultados: logró herir a
su víctima y conseguir que su temperamento fuera cualquier cosa menos
amable; y, cuando no era amable, por extraño que parezca, siempre pagaba
las consecuencias la misma persona, y esa no era otra que el propio Gaston.
En aquellos tiempos, el Prince se veía honrado a menudo con la
presencia del capitán Gaston Framleigh. Era el único lujo que el joven se
permitía, y ni siquiera Cicely sabía con qué frecuencia lo hacía, cosa que
Polly sí conocía. Tras las primeras dos o tres veces en que advirtió aquel
rostro tan conocido en cierta fila, siempre fue consciente de su presencia.
Por muy enojada que se sintiera por su propia impotencia, no podía evitar
saber que se encontraba allí, con aspecto hostigado, molesto y desanimado,
y siempre siguiéndola con sus orgullosos ojos y su mirada de reproche.
Porque llegó un momento en que sus ojos le recriminaban, aunque Polly
afirmaba desconocer qué derecho tenían a reprocharle nada. Era absurdo, se
decía a sí misma, ¡un completo absurdo! No obstante, aquella situación la
hacía sentir muy incómoda y, en una o dos ocasiones, se había librado por
muy poco de perder la serenidad por su causa. Su actitud hacia Framleigh,
en privado, era reservada, arrogante y severa. De vez en cuando, la amable
y dulce princesita se mostraba conmovida y herida, y escuchaba, con
verdadero dolor, sus comentarios fríos o satíricos. Cuando las hermosas y
negras cejas se arrugaban en ese ligero pero siniestro ceño fruncido, Cicely
se encogía, muy a su pesar.
—A veces me asustas —decía ella—. Eres tan brusca, y dices cosas tan
hirientes… Y, de algún modo, siempre parece ser Gaston el motivo de tu
enojo. Y, aun así, estoy segura de que no pretendes ser cruel con él.
—Pues quizá sí —contestó Polly de pronto, en una ocasión—. Al menos
no estoy segura de no pretenderlo. Me complace responder incisivamente a
las personas que no me agradan. Y aprovecho para confesar que no me
agrada tu hermano… No me agrada. No me resulta fácil perdonar.
Las negras cejas de Polly se fruncieron entonces fervientemente.
—El capitán Framleigh me hizo enojar en una ocasión y no le he
perdonado —añadió.
—¡Oh, Polly! —exclamó la bella Cicely, apenada—. ¿Y nunca le
perdonarás?
—No lo sé —respondió Polly—. Lo cierto es que nunca pienso en ello
pero, en todo caso, aún no le he perdonado.
Es probable que Polly se mostrara más dura con el joven porque, de vez
en cuando, se descubría compadeciéndose de él en secreto, aunque a
regañadientes. Como es natural, su situación era difícil, pues todas sus
brillantes perspectivas se estaban desvaneciendo; en conjunto, resultaba una
situación muy complicada y, teniendo en cuenta todos sus asuntos —las
deudas, entre ellos, por ejemplo—, no era de extrañar que se mostrara
pálido y hastiado; la joven había descubierto, por mediación de Cicely, que
aquellas deudas habían comenzado a apremiarle aún más pesada y
dolorosamente que antes. Le había dicho a Cicely que incluso había
considerado la idea de vender su cargo y tratar de entrar en el mundo de los
negocios, «aunque odiaba tanto los negocios», había añadido Cicely con
lágrimas en los ojos.
—Es terrible —había dicho—. Y hay días en que ni come ni duerme; y
una vez, cuando uno de estos hombres horribles vino y le habló tan
bruscamente, me dijo que debía enviarme a casa, pues yo no debía
presenciar tales cosas, y no soportaba preocuparme; pero le dije que yo no
soportaría dejarle solo y, de hecho, tampoco creo que deba hacerlo. ¿Lo
harías tú, querida?
—No —respondió Polly, decididamente—. Yo no lo haría —y entonces
se ruborizó violentamente, como si hubiera cometido un desliz y se sintiera
molesta por haberlo hecho—; si yo fuera su hermana —añadió,
confusamente.
—Si… —titubeó Cicely tras una pausa—… si se casara con Diana
Dalrymple, el tío Gaston haría las paces con él y las cosas volverían a ser
como antes. Al menos ha dicho algo parecido.
—Entonces debería casarse con ella, por supuesto —dijo Polly, con un
aire tan satírico que Cicely la miró, con gentil asombro—. Parece que sería
algo bueno para ambos. ¿Por qué no lo hace? Solo tiene que pedírselo,
ciertamente; o, quizás, podría prescindir incluso de tanta ceremonia.
—Estás burlándote de Gaston otra vez, Polly —dijo Cicely, casi
inspirada a alzarse en armas—. Y eres injusta, como siempre. Esa no es su
manera de ser. Gaston es un caballero.
—Y la señorita Dalrymple es una dama —repuso Polly— y, por ese
motivo, debe esperar consideración.
Framleigh había pensado seriamente en enviar a Cicely de vuelta a
Yorkshire. En lugar de mejorar, las cosas empeoraban día a día. Cada vez
tenía menos esperanzas, y sus acreedores se mostraban más impacientes.
Comenzó a ser consciente de lo desesperado de su posición, y concluyó que
debía actuar decididamente. ¿Y qué debía hacer? Solo podía deshacerse de
su cargo y del pequeño remanente de sus bienes mundanos, y descender
algunos niveles en la escala social. De ese modo podría pagar sus deudas
más importantes, regresar a «Acres humildes» por un tiempo, y luego
lanzarse al mundo de nuevo. Sus ideas sobre el futuro que le esperaba
resultaban tan irreales e indefinidas, que él mismo se mofaba de ellas.
Como caballero ocioso, no había aprendido su lección de vida en una
escuela práctica. Pero hablar con Cicely no sirvió de mucho. La jovencita
quería quedarse y ayudarle a pelear sus batallas. Quería permanecer a su
lado hasta que todo terminara y ya no necesitara su presencia, y entonces
regresaría a Yorkshire y a «Acres humildes» sin una palabra de protesta. Así
se daría también cuenta de que podía ser práctica y resultar de utilidad.
Había cientos de cosas que podía hacer, le aseguraba la joven; y entonces
ella tomaba su mano y, mientras le imploraba, la sostenía cariñosamente, a
veces besándola con dulzura y apoyando su mejilla contra ella, con los ojos
llenos de lágrimas de compasión por él.
—Incluso Polly piensa que no debería dejarte —dijo, por fin, un día.
—¿Incluso Polly? ¿Condescendió Polly a pensar en el asunto? —
Framleigh se sonrojó y, sin embargo, sintió una especie de placer
inquietante ante la idea—. ¿Has estado hablando con ella sobre eso? —
preguntó.
—La quiero mucho y es muy inteligente —respondió Cicely,
disculpándose a medias—. Hablamos de todo entre nosotras. No te molesta,
¿verdad, querido?
El joven respondió que no, que no le molestaba; y, reconociendo la
influencia que la señorita Pemberton ejercía sobre la naturaleza afectuosa y
fácilmente influenciable de su hermana, se le ocurrió un plan. En verdad
creía que lo mejor para ella sería volver a Yorkshire antes de la
desagradable liquidación de sus asuntos —que ya veía cernirse sobre él—, a
pesar de lo mucho que le disgustaba la perspectiva. Era muy exigente con
Cicely, y no le gustaba la idea de permitir que la joven entrara en contacto
con el lado más rudo de la vida. Pero no sería fácil convencerla, lo sabía.
De modo que pensó en la señorita Pemberton, quien había sido lo
suficientemente buena como para insinuar que era su deber quedarse.
«Si ella le dice que su deber es irse, Cicely la creerá, a pesar de sus
deseos», se dijo.
En consecuencia, la noche siguiente se presentó en el pequeño salón,
ante el gran asombro de Polly, justo cuando la joven esperaba al tío Jack.
Montmorenci había salido a comprar pastelitos para el té, y la señorita
Polly, encontrándose sola, se levantó para saludar a su inesperada visita con
un aire de gran agitación y gravedad. A la joven le habría gustado saber
cuál era el motivo que le había llevado allí, pero, como es natural, no podía
hacer la pregunta directamente, y se vio obligada a esperar a que el joven se
explicara, cosa que hizo casi de inmediato. Fue muy breve y nada efusivo al
respecto, y no utilizó más palabras que las absolutamente necesarias para su
argumentación; y, sin embargo, pese a todo, no se mostró tan contenido
como se habría mostrado en circunstancias diferentes.
Afirmó que no intentaría disfrazar —porque de hecho sería absurdo
hacerlo— lo que la señorita Pemberton ya sabía. Se había visto envuelto en
serias dificultades, y había descubierto que debía modificar su modo de
vida. Y, entre las muchas cosas a las que debía renunciar, debía renunciar
incluso a Cicely. Él mismo se marcharía a Yorkshire cuando todo hubiera
terminado, pero deseaba que Cicely se fuera primero; de hecho, lo más
pronto posible. Deseaba evitarle la molestia de tener que enfrentarse a la
ruina total de aquellos restos de su perdida fortuna. Y por esa razón visitaba
a la señorita Pemberton. No había podido persuadir a Cicely de que lo
mejor para ella era dejarle solo y, por algunos comentarios que la joven
había dejado caer, descubrió que ella pensaba que su amiga estaba de
acuerdo con su opinión.
—Estuve de acuerdo con ella —interrumpió Polly, de pronto—. Me
alegré de que fuera lo suficientemente fuerte como para no encogerse ante
nimiedades. Pensé que tenía razón en quedarse, y se lo hice saber.
Irguió su delgada figura y se mostró decidida, pero mantuvo sus ojos tan
alejados de Framleigh como pudo. Le pareció más agradable mirar el fuego.
No obstante, Framleigh también parecía resuelto.
—Fue muy generoso por su parte mostrar tanto arrojo —dijo—. Pero no
deseo que ella haga el sacrificio, y…
—Si usted no lo desea —interrumpió Polly, de nuevo—, creo que sería
preferible que ella se fuera.
—Creo —dijo Framleigh— que me está malinterpretando. No obstante,
si tiene la amabilidad de decirle que siente que es mejor que se vaya, me
sentiré muy agradecido. Vine a pedirle que lo hiciera.
Muy a su pesar y a regañadientes, Polly se obligó a levantar los ojos del
fuego, y le dedicó una rápida mirada inquisitiva. Si hubiera podido
mantener su severa frialdad, lo habría hecho, pero, tan pronto lo miró, se
dio cuenta de que su estado de ánimo había cambiado. Estaba más pálido y
cansado de lo que nunca le había visto, e incluso más delgado. Fue
consciente de inmediato de que debía haber sufrido más de lo que
cualquiera hubiera imaginado. Algo en aquella petición hizo que ella
también se conmoviera. ¿Adónde se habían ido su frialdad y altanería?
¿Cómo era posible que se hubiera dignado a visitarla, después de que ella le
hubiera tratado con un desprecio tan hiriente? Ciertamente, no había venido
para salvarse a sí mismo de ningún problema o sufrimiento, lo sabía bien.
¿Y no debía haber algún punto de redención en la naturaleza de una persona
que, siendo tan orgullosa, era capaz de sacrificar su orgullo por el bien de
otra? En ese momento, y después de todas sus burlas hacia él, la joven se
sintió inclinada a creer que se preocupaba real y desinteresadamente por
Cicely. Ansiaba proteger a su hermana, o no habría hecho aquello. Y, sin
embargo, incluso mientras lo pensaba, renunció a regañadientes a la tensión
en su tono cuando se dirigió a él. No le resultaba fácil, como ya he dicho
antes… no le resultaba fácil perdonar.
—Lo siento —dijo—. Lamento mucho que no haya otra alternativa.
Y luego, recordando lo que Cicely había dicho sobre la opción de
casarse con Diana Dalrymple, la sangre caliente se le subió a las mejillas.
Él también recordó aquella alternativa, y se estremeció al hacerlo. Se
preguntó si ella estaría al corriente. Parecía muy probable, considerando el
comentario de Cicely respecto a que hablaban de «todo».
—No hay alternativa que yo elija aceptar… —dijo.
—Creo —comentó Polly secamente— que yo aceptaría cualquiera.
Entonces supo que ella estaba al tanto y, al minuto siguiente, Polly se
dio cuenta de que se había comprometido a sí misma en su ansiedad por
simular que ignoraba el asunto y hacer un discurso ligeramente incisivo.
No obstante, Framleigh mantuvo la compostura, a pesar de saber que
ella conocía su situación tan bien como él mismo. Volvió al tema tan
recatadamente como pudo. ¿Le hablaría a Cicely? ¿Podía confiar en que lo
haría?
—Si tanto lo desea —respondió ella—, imagino que debo hacerlo, pero
no estoy segura de que sirva para algo.
Le dio las gracias sintiéndose dolido, a pesar de su alivio, por la
convicción interior de que ella le consideraba poco considerado. No
pretendía ser descortés, y ya era bastante duro enfrentarse a la perspectiva
de soportar solo toda su ruin humillación; pero el orgullo, así como el
afecto, impedían que permitiese a Cicely que la compartiera con él. No
resultó fácil darle las buenas noches y marcharse sin tratar de explicarse y
mostrarle lo que realmente quería decir; pero la experiencia le había
enseñado que cualquier esfuerzo por hacerlo solo le colocaría en una
posición aún más equivocada. Y se fue en silencio.
Es posible, no obstante, que la señorita Polly también hubiera sentido su
aguijonazo; aunque, incluso yo, su cronista, no pueda explicar en qué
momento lo recibió, ni de qué manera. Pero, si ella no hubiera recibido
algún rasguño de uno u otro tipo, ¿por qué habría fruncido sus negrísimas
cejas mostrando semejante descontento y disgusto cuando su visitante se
hubo marchado, dejándola a solas con sus pensamientos? La joven removió
las brasas frunciendo el ceño, y se acomodó en una silla aún con el ceño
fruncido; y, mientras permaneció sentada observando el lecho de carbón,
aún perduró su gesto, haciéndola lucir muy severa y hermosa.
—Se lo tiene bien merecido —dijo con gravedad—; pero… pero la
situación es muy desfavorable, por supuesto; y muy dura para Cicely.
Y, al minuto siguiente, por extraño que parezca, algo voluminoso y
brillante se deslizó por su mejilla y cayó sobre su mano; una brillante gota
que no era menos significativa que una gran y hermosa lágrima. Soy de la
opinión, además, de que a esta lágrima le habrían seguido otras si se le
hubiera permitido el esparcimiento; pero no se le permitió. En el mismo
momento en que cayó aquella primera gota brillante, se escuchó el sonido
de la llave del tío Jack en la cerradura; y, cuando se abrió la puerta
principal, resultó evidente que el tío Jack se hallaba en un estado
extraordinario de prisa y excitación, pues ni siquiera se tomó tiempo para
deshacerse de su sombrero, sino que entró en la habitación, sin aliento, e
incluso más bullicioso y descarado de lo habitual; y, sin dejar tiempo a la
joven para pronunciar una palabra, la estrechó entre sus robustos brazos,
abrazándola con fervor.
—¡Ve y dile al viejo Buxton que se vaya al diablo, Polly, mi niña! —
rugió alegremente y con el ánimo de lo más exaltado—. Dile que se vaya al
diablo, y que se quede allí. ¡Hemos terminado con él, te lo digo yo! Ya se
acabó lo de bailar, tocar el violín y brincar, querida, porque tu fortuna está
asegurada, y la preciosa Polly P. es una eminencia tan importante como
cualquiera de ellos.
CAPÍTULO X
EN EL QUE NOS SORPRENDEMOS
H
ubo cierto toque singular en la forma de proceder de Polly
durante las dos semanas siguientes. Cicely pensó que le ocurría
algo, pero su actitud no resultaba fácil de comprender. En
ocasiones se quedaba en silencio y abstraída y, seguidamente, parecía casi
influenciada por alguna emoción fuerte, aunque secreta y contenida. No era
ella misma, eso estaba claro, y se mostraba muy nerviosa. Y, sin embargo,
no podía tratarse de nada desagradable que la perturbara; Cicely estaba
segura de que no podía tratarse de eso, pues nunca había encontrado a su
amiga tan amable, y ciertamente jamás se había mostrado tan afectuosa
como en aquellos momentos.
—A veces, al mirarte, Polly —le dijo—, cuando te quedas callada un
momento, parece que te olvidas de ti misma, y sonríes como si pensaras en
algo que te hace feliz. ¿Qué te ocurre?
—¿Sí? —repuso Polly—. No sabría decirte, créeme. Es muy probable
que se trate tan solo de mi estado de ánimo. Es mi temperamento
cambiante, ya lo sabes. Demos gracias porque no resulte desagradable.
—Es cualquier cosa menos desagradable —replicó Cicely, admirándola
—. Resulta muy agradable. Me hace sentir como si te hubiera ocurrido algo
delicioso.
—Quizá vaya a ocurrirme algo delicioso —dijo Polly—. Esperemos que
así sea. Creo que podría soportarlo.
De una manera u otra, siempre parecían alejarse del tema antes de que
las conjeturas de Cicely fueran más allá de una sospecha de la más
imprecisa definición; pero no fue sino hasta mucho después que la joven
comenzó a sospechar que algo más que la casualidad alteraba siempre su
tema de conversación. No obstante, en esos días Cicely tenía sus propios
problemas en los que pensar y, lo que es más importante aún, los problemas
de Gaston. Sentía una gran desesperación por su hermano, una
desesperación tan inmensa, que incluso comenzó a revolotear por su mente
el atrevido plan de apelar en secreto a su obstinado pariente.
—Si sus deudas fueran sencillamente saldadas, ya me entiendes —le
dijo a Polly—, no habría necesidad de que vendiera su cargo, y podría vivir
de su paga, pobre hombre, hasta que algo ocurriera.
Cicely tenía la inocente creencia de que algo iba a «ocurrir», en última
instancia, que elevaría a su ídolo a su antiguo pedestal dorado. La fortuna
no podía ser tan cruel como para ignorar sus, a todas luces, justas
pretensiones. Podría pasar de largo en lo referido a otros hombres, pero en
cuanto a Gaston… Gaston era muy diferente.
—Y así yo podría quedarme con él —continuó—. Tendré algo de
dinero, aunque muy poco, cuando sea mayor de edad, y podría vender las
joyas de la abuela, si él me lo permitiera. La abuela me dejó sus joyas y,
aunque los ajustes son pintorescos y anticuados, las piedras son muy
buenas. Tan solo con que se pudieran pagar las deudas, estoy segura de que
podríamos ser felices aunque no fuéramos ricos. ¿No crees, Polly?
Polly le respondió que así lo creía, y luego de pronto se sumió en uno de
aquellos misteriosos arrebatos de olvido, en los que sus grandes y oscuros
ojos mostraban un aspecto más solemne y preocupado.
De modo que Cicely continuó pensando en su impracticable pero
entusiasta plan, y se preguntaba qué diría el tío Gaston si por fin se atreviera
a dirigirse a él, y qué diría su hermano si su apelación tuviera éxito, y se
preguntaba si estaría muy disgustado por el sacrificio de su orgullo; y luego
se sentía segura de que lo haría, y, de este modo, vaciló, anheló y meditó
hasta que sintió como si ya no fuera capaz de abandonar el asunto, más
impotente que nunca para enfrentarse a los sacrificios de la persona amada.
Y, después de todo esto, juzguen su sorpresa, juzguen su inenarrable
agradecimiento por el repentino giro de la rueda de la fortuna que
finalmente aconteció, justo antes de que fuera demasiado tarde, en el último
momento, por así decirlo.
Una lúgubre tarde, en la que se sentía excepcionalmente desanimada y
decidida a rendirse y regresar a Yorkshire obediente y sin demora, se
sorprendió al escuchar a Gaston subir apresuradamente la escalera, pues no
tenía la costumbre de llegar hasta una hora más tarde.
—Vaya, Gaston —exclamó, cuando él hizo su entrada—. ¡Son apenas
las cinco!
El joven se acercó al fuego con aspecto excitado e incluso pálido, la
expresión de su rostro perturbada y, sin embargo, por extraño que parezca,
casi aliviada.
—Apenas sé cómo decírtelo —dijo—. Es tan extraño.
—¿Qué es extraño? —interrumpió ella, sin poder evitarlo—. ¿Ha
ocurrido algo?
—¡Sí! —respondió su hermano—. Ha sucedido algo. Es como el
momento culminante en una obra de teatro, o el punto álgido en una novela.
El señor Gaston ha pagado mis deudas… ¡las ha pagado hasta el último
penique!
Se sintió tan aliviada y, al mismo tiempo, resultó tan sorprendente, que
apenas podía asimilarlo en su conjunto. Voló hacia él y lo agarró del brazo,
asombrada y en salvaje deleite, con lágrimas de alegría brotando de sus
ojos.
—¡Oh, Gaston! —exclamó—. ¡Qué dichosa… qué dichosa soy!
¡Apenas puedo creerlo! ¿Cómo sucedió? ¿Cuándo lo has sabido? ¿Te va a
perdonar? ¿Puedo quedarme contigo ahora? ¡Parece un sueño!
—Para mí es un sueño —dijo Framleigh—. Lo he sabido hace solo una
hora, y no puedo comprender todavía su significado. Ni siquiera ha
permitido que se mencione su nombre, y no me ha escrito ni una palabra
dándome una explicación al respecto; pero las cuentas están pagadas, y,
claro está, ha sido él quien las ha saldado. No obstante, no creo que sea una
señal de que he recuperado su favor. Creo que es un capricho suyo, e
imagino que desea que el asunto termine aquí; por lo que, pese a sentirme
aliviado, me encuentro en una posición bastante incómoda. Sería como si él
ignorase cualquier agradecimiento que pudiera ofrecerle.
Y su rostro se demudó y se ensombreció mientras hablaba.
—Le estoy muy agradecido —añadió finalmente en tono alterado—,
pero todo esto oculta una trampa, Cicely; hay una trampa.
—Pero —dijo Cicely—, imagino que querrá restablecer las relaciones
contigo de nuevo.
—Estoy seguro de que no es el caso —respondió Framleigh—. Y, si lo
hiciera… En fin, eso también supondría una trampa —añadió con voz
cansada.
—¡Una trampa! —se hizo eco la joven.
—¡Sí! —respondió—, pero no tendría como base la amistad, sino la
antigua y lujosa dependencia. Eso sería más difícil de afrontar ahora.
No obstante, al ver su mirada tierna y desconcertada, se interrumpió
repentinamente, aliviándola con una sonrisa.
—Pero ya no habrá necesidad de que nos separemos —añadió— si no
estás cansada de tu vida tranquila. Doy gracias a la fortuna por eso. Habría
sido muy duro separarme de ti, Cicely.
—¿De verdad lo habría sido? —dijo ella con tímido deleite—. Estoy tan
contenta, Gaston.
Y la joven se aferró a la mano que sostenía entre las suyas, con un
profundo fervor que le conmovió.
Esa misma noche, Framleigh escribió una carta de agradecimiento a su
tío, y aquella fue una tarea delicada. Resulta sencillo de entender que el
joven se hallaba en una posición incómoda, como deudor de un bienhechor
que no se había dignado a escribirle una palabra, y que, diez a uno, no tenía
ningún otro motivo para su generosidad que una especie de orgullo
descortés. El anciano Gaston no era un individuo amable, como ya se ha
insinuado, y era costumbre suya otorgar favores de una manera que los
hacía difíciles de tolerar.
Y, una vez escrita y enviada la carta, el resultado fue exactamente el que
Framleigh había anticipado. En pocos días fue devuelta, sin abrir, desde
Gaston Court, y sin una palabra explicativa al respecto. Framleigh recogió
el sobre cerrado con la misiva, y se lo mostró a Cicely con una expresión
más bien pétrea en su rostro.
—Sabía que sería así —dijo—, pero haberlo previsto no lo hace más
agradable. Esto significa que no me aceptará, y que simplemente me ha
aliviado de mis dificultades para salvar el orgullo de la familia. Es justo lo
que esperaba.
Arrojó la carta y el sobre al fuego, y los vio arder y extinguirse,
pensando que aquellas rizadas y ennegrecidas cenizas no eran muy
diferentes de las que una vez fueron sus deslumbrantes expectativas.
CAPÍTULO XI
UNA SORPRESA PARA CICELY
C
laro está, Polly se enteró de todo y, naturalmente, Polly se
compadeció de su amiga y se alegró por ella a partes iguales; y
Cicely se regocijó al observar que parecía tan aliviada como ella
misma.
—Es un consuelo escuchar la noticia de que no te marchas —fue su
comentario—. Te hubiese echado de menos cada hora del día. ¿Crees que
existe el peligro de que tu madre te pida que regreses, Cicely?
—Oh, no —repuso Cicely con premura—. No existe peligro de tal cosa,
estoy segura. Verás, tanto mamá como Hilda son… son diferentes. No
podrían vivir en Londres del modo sencillo en que yo lo hago y, en
consecuencia, por supuesto, no experimentan el más mínimo interés por
venir; y mientras yo esté a salvo con Gaston, no me quejo. Yo… bueno, casi
creo que se sienten aliviadas.
—¡Oh! —exclamó Polly, y entonces comenzó a preguntarse, con cierta
perspicacia, si este augusto par se sentiría tan tranquilo si supiera que esta
joven rubia, descendiente de su linaje, se estaba relacionando con
compañías tan peligrosas como jovencitas actrices de teatro y sus amistosas
ayas. Parecía que los prodigios no iban a cesar jamás.
La primera sorpresa no se había extinguido aún en la mente de Cicely
cuando se presentó otra; y una sorpresa, además, de una naturaleza tan
fascinante que resultó una completa y desconcertante conmoción.
Justo seis semanas después de la fecha en que los problemas de
Framleigh se habían solucionado, Polly se adentró en la estancia en que se
hallaba Cicely con una noticia maravillosa que contar. Entró cuando el
ocaso estaba dando paso a la caída de la noche y, tan pronto terminó de
ofrecer los saludos de rigor, comunicó su anuncio tan repentinamente como
si lo hubiese disparado con un cañón.
—Cicely —dijo—, me ha ocurrido algo delicioso.
Cicely observó sorprendida su radiante aspecto.
—Debe ser algo muy bueno, no cabe duda —repuso—. Tus mejillas
lucen tan sonrojadas como claveles. ¿Qué es?
—Es algo muy bueno, sin duda —afirmó Polly—. Me han legado cinco
mil libras al año.
Cicely saltó de su asiento con una exclamación.
—Cinco mil libras…
—Al año —dijo Polly, asintiendo con su hermosa cabeza—. Anual, ya
sabes. Así que creo que presentaré mi renuncia al viejo Buxton. ¿No harías
tú lo mismo?
—Oh, Polly —se lamentó Cicely, bastante asombrada y, a la par,
enormemente perpleja ante el frío proceder de su amiga—. ¡Esto parece un
capítulo sacado de una novela! ¿Estás segura de que es cierto? ¿Cómo te
has enterado? ¡Oh, qué feliz debes sentirte!
—La noticia llegó de Escocia, de Ayrshire, donde mi tía abuela, la
señora Alison Rossitur, vivía y murió. Mi madre también era una Alison
Rossitur pero, después de fugarse con mi padre, sus amistades no quisieron
volver a verla, y se hallaba bastante distanciada de ellas. En lo que
concierne a este dinero… el hecho es que la señora Alison Rossitur era una
anciana extravagante y bastante pendenciera, e imagino que me legó su
dinero porque tenía disputas con todos los demás.
Pronunció estas palabras con total tranquilidad, casi de un modo
indiferente, pensó Cicely. Bien parecía que hallarse en posesión de una
considerable fortuna no era más que otra de sus experiencias habituales. Se
sintió bastante desconcertada cuando la vio tomar asiento, tal y como hizo
después, y comenzar a estudiar perspectivas y hacer planes con todo el
aplomo despreocupado del mundo. Claro está, tendrían que producirse
algunos cambios en su modo de vida, y era un tema que había que tratar.
¿Dónde se ubicaría la nueva casa, y cómo iba a amueblarse? Estas eran las
cuestiones que debían decidirse por el momento, y quería que Cicely la
ayudase a hacerlo.
—Hablaba sobre este asunto como si hubiese estado esperando algo así
durante años, y hubiese reflexionado sobre ello lo bastante a menudo como
para no otorgarle demasiada importancia —le dijo Cicely a Gaston en una
conversación posterior sobre este tema—. Estoy segura de que yo me habría
sentido bastante alterada.
Resultó algo incomprensible, pensó ella, que la noticia pareciese alterar
tanto a Gaston; pues estaba bastante segura de que le alteró. Cuando, en un
primer momento, le desveló la buena fortuna de Polly, empalideció
sobremanera, y todo su entusiasmo no despertó en él nada que se asemejase
a la dicha. No podía ser que no se alegrase; claro que se alegraba; y, aun así,
pareció como si una sombra cayese sobre él de repente.
—Ya no volverá a actuar —dijo Cicely—. Y no puedo evitar sentir algo
de lástima por sus amigos en el Prince. La echarán mucho de menos.
—Y nosotros también la echaremos de menos —añadió Framleigh, casi
de manera involuntaria.
—¿Nosotros? —inquirió Cicely—. No se va a alejar de nosotros por
completo, Gaston.
—Creo que, a la larga, descubriremos que sí lo hará —respondió—.
Otras personas ocuparán su tiempo, y tendrá muchas responsabilidades
nuevas.
Esta observación hizo que, en la siguiente ocasión en que Cicely vio a
Polly, estallara en un lamento patético.
—Gaston cree que te perderemos, ahora que eres rica —dijo—. Oh,
Polly, por favor, no permitas que, a la larga, se haga realidad. Él dijo «a la
larga».
—La opinión que el capitán Framleigh tiene sobre mí es más elevada
que nunca, según veo —observó Polly con sarcasmo—. Le estoy muy
agradecida. Sabes que eso no ocurrirá, Cicely. Siento más afecto por ti que
por cualquier otra persona en el mundo… incluso más que por el tío Jack, y
eso es decir mucho.
Y, cuando se encontró con Framleigh, puso fin a este asunto de un modo
bastante injusto.
—Le doy las gracias por intentar persuadir a Cicely de que una
insignificante fortuna mermaría mi cariño hacia ella —dijo—. Fue usted
muy amable al pretender que desconfiase de mí. Si bien jamás hemos sido
amigos, capitán Framleigh, creía que no éramos enemigos incondicionales.
Si usted mismo desconfía de mí…
—¡Que no confío en usted! —intervino él, luciendo tan pálido que Polly
se sintió incómoda y algo irritada ante su propia injusticia—. ¡Yo, su
enemigo! No, usted sabe, tan bien como yo, que eso no es cierto.
—Se lo agradezco una vez más —dijo Polly, con arrogante malicia.
Su problema con este hombre era que advertía su orgullosa humildad.
Podía irritarle, o herirle, y él jamás la contradecía. Soportaba su carga en
silencio, y con una paciencia que la había perturbado en más de una
ocasión. Había cambiado de un modo extraño desde aquella ocasión en que
había despertado su orgullo y resentimiento. La mala fortuna y la
humillación le habían transformado. La influencia de Cicely le había
sometido, por así decirlo, y algo todavía más sutilmente poderoso había
hecho el resto. Se mostraba más arrogante que nunca, pero su arrogancia
era de un orden distinto.
—Supongo que me lo merezco —le dijo Gaston a su hostigadora, con
cierta dignidad—. Pero no es fácil de soportar.
Y, advirtiendo el dolor en su rostro, Polly fue culpable de ablandarse, a
regañadientes, una vez más.
A decir verdad, esta joven dama tuvo que sentir una asombrosa
extrañeza ante su nueva situación. Hubo de percibir una especie de
irrealidad en su inesperado cambio de fortuna, en verse convertida de
pronto en una persona de importancia. A pesar de su apariencia sosegada,
debió sentir una leve agitación durante las posteriores semanas de
preparativos, y debió resultarle un tanto sorprendente hallarse, sencilla
como era, la preciosa Polly P., del Prince, gestionando asuntos con
abogados, recibiendo visitas de arrendatarios y tapiceros, dando órdenes,
concertando acuerdos, supervisando disposiciones y pagando facturas por el
mobiliario y acondicionamiento de la nueva casa en Blank Square, que
requerían el abono de unos importes cuya suma total, unos pocos meses
antes, habría representado una pequeña fortuna a sus ojos inexpertos.
—Quiero que todo sea hermoso —le dijo a Cicely con un contradictorio
suspiro—. El dinero me proporcionará cosas bonitas, ya que no puede
proporcionarme ninguna otra cosa que desee.
—¿Ninguna otra cosa que desees? —repitió Cicely—. Creía que el
dinero lo compraba todo.
—No puede comprar la felicidad —murmuró Polly, como si no fuese
plenamente consciente de que estaba hablando en voz alta.
—Creía —dijo Cicely— que tú no sentías la necesidad de comprar la
felicidad.
—¡La felicidad! —exclamó la señorita Polly, despertando
repentinamente de su ensoñación—. ¿Acaso existe algo así en el mundo?
Pero su nuevo hogar era muy bonito. Todo lo que contenía era hermoso
y de buen gusto, pensó Cicely; y, en cuanto a Teddy Popham… cuando
Teddy realizó su primera visita a Blank Square, y halló a Polly en su propio
salón, artístico y de apariencia lujosa, en compañía de Montmorenci,
luciendo un vestido nuevo de la seda negra más delicada y tupida, y un
púdico tocado de encaje, se sintió tan hechizado que apenas podía contener
sus emociones y, en consecuencia, sabiéndose una persona privilegiada, les
dio rienda suelta.
—Es precisamente el estilo que más te favorece, Polly —afirmó de
manera entusiasta—. ¿No te he dicho siempre que la alta sociedad era tu
hábitat natural? Te sienta bien, ya sabes. Siempre pareces demasiado
espigada en las habitaciones pequeñas, y también… también… bueno,
imponente, y toda esa clase de cosas, en los entornos ordinarios.
La joven dama no había disfrutado de su nueva situación y boato por
muchos días cuando ya estaba de vuelta en el salón de Cicely y, tras
disfrutar de una tarde con su amiga, finalizó su visita con una nueva
provocación dirigida al capitán Gaston.
—Espero que, cuando quiera que Cicely acuda a visitarme, y sucederá a
menudo, usted le acompañe —dijo justo antes de marcharse—. Siempre
estaré encantada de verle.
Y entonces, sonrojándose calurosamente, y luciendo un tanto incómoda
mientras sus miradas se cruzaban, le ofreció su mano, por primera vez,
desde la noche en la que ella le había dicho, de la manera más arrogante,
que mejor habría hecho quedándose en casa.
CAPÍTULO XII
OBLIGADO A CONFESAR
R
esultaba verdaderamente sorprendente observar cómo se adaptaba
Polly a las circunstancias, y cuan imposible resultaba alterar su
severa compostura. Tal y como Teddy había apostillado de
manera admirable, la «alta sociedad» parecía su hábitat natural, y le sentaba
bien. ¡Y menudo éxito tuvo en Blank Square, sin lugar a dudas! ¡Qué
señora más admirable era para la espléndida casa, y qué talento manifestaba
para dictaminar que todo estuviese bien dispuesto! Podía incluso hacerse
cargo del tío Jack, quien, en su euforia, se mostraba decidido a ser un
mediocre más insolente y relevante de lo usual, y de Montmorenci, quien
era propensa a sentirse abrumada. ¡Y cómo la echaron de menos en el
Prince! Algunos incluso derramaron lágrimas sobre ella cuando se
despedía. Se dice que el viejo Buxton en persona había llorado, pero cuánto
de verdad hay en esta leyenda, sería difícil de imaginar. Su primera fiesta en
Blank Square se la ofreció a sus antiguas amistades y compañeros actores, y
ni uno solo de ellos fue excluido: desde el viejo Buxton hasta el botones,
que la adoraba, y resopló de manera ostensible cuando Blathers —ese
célebre autor de tragedias— ofreció un discurso durante la cena, e hizo un
brindis a nombre de la «Preciosa Polly P.».
—A mi modo de ver —dijo Blathers con sentimiento—, aunque los
anchos océanos se meciesen entre nosotros, aun cuando ella se convirtiese
en la orgullosa esposa de un coronel ducal, y una tiara descansase sobre su
frente, la preciosa Polly P. sería la preciosa Polly P. en nuestros fieles
corazones hasta el final.
Y, tras este conmovedor sentimentalismo, tomó asiento triunfante y se
secó los ojos con un pañuelo blanco de un tamaño desconcertante,
negándose a esconder su emoción.
Cicely estuvo presente en esta fiesta y, por consiguiente, como es
natural, también lo estuvo Teddy Popham, quien, haré notar, se hizo
inmensamente popular, tal y como siempre hacía; Framleigh también
asistió. Polly, como anfitriona, resultaba bastante encantadora. Jamás en su
vida había lucido más espléndida o más imponente que aquella noche,
vestida con aquella sencilla muselina blanca, y su elegante —aunque
modesto en adornos— encaje de suave redecilla. Rivalizaba con sus propios
claveles —los claveles que lucía en su pelo y en su cinturilla— en color, su
mirada resplandecía, y todo vestigio de ese aire severo se desvaneció. Bailó
con sus admiradores, uno tras otro; halló pareja para todas las jóvenes
damas y mesas de whist[18] para todas las ancianas; y se mostró, a pesar de
todo, tan prudente y cautivadora en su papel de anfitriona, que resultaba
fácil comprender por qué siempre había sido considerada una favorita. Y,
entre otros, bailó con Framleigh. Durante uno de los valses, él la vio en pie,
un poco apartada del resto, retorciendo un clavel rojo entre sus dedos, con
el aspecto de alguien que se ha olvidado de ella misma y de sus invitados
durante un instante; así pues, sucumbió a un impulso repentino, se acercó a
ella y la despertó de su ensoñación abordándola con las mismas palabras
que había usado durante aquella memorable velada en casa de la señora
Pomphrey.
—¿Quiere bailar este vals conmigo? —dijo.
Ella se sobresaltó un poco al tiempo que alzaba su mirada.
—¿Un vals? —inquirió un tanto distraída—. ¡Oh, le ruego que me
disculpe! Lo olvidé. ¡Sí, bailaré este vals!
Él la guio entre los bailarines, y dispuso su brazo en torno a su cintura.
—Ha pasado mucho tiempo desde nuestro primer vals —dijo, mientras
se movían en círculos.
—No tanto, en realidad —repuso ella—. Pero parece como si hubiesen
ocurrido muchas cosas desde entonces. Fue en casa de la señora Pomphrey,
donde acudí a actuar. Aquella también fue la primera vez en que tuve el
placer de coincidir con la señorita Dalrymple. Por cierto, la señorita
Dalrymple me ha hecho una visita esta mañana.
Ponía mucho empeño en intentar convencerse de que él iba a casarse
con la señorita Dalrymple. «Se asegurará de que, con el tiempo, así sea»,
insistía siempre ella mentalmente. No era la clase de hombre que renuncia a
una fortuna o una posición por escrúpulos. Y, aun así, a pesar de su interna
determinación, él todavía no había realizado el más mínimo gesto con vistas
a casarse con la señorita Dalrymple; a decir verdad, se mostraba incluso tan
indiscreto como para evitarla un poco, y recibir así el menor número posible
de tazas de té de sus pálidas manos. Por tanto, en esta ocasión, él no solo no
prosiguió con el tema de la señorita Dalrymple, sino que comenzó otro
nuevo.
—Hasta ahora no se me había presentado la oportunidad de darle la
enhorabuena —dijo—. Debe permitirme hacerlo ahora.
—Espere hasta que haya probado a ser rica durante un año, y felicíteme
entonces si no me siento hastiada de ello —repuso ella—. Quizás sea como
el sombrerero sobre el que leí una vez, que hizo una fortuna y entonces
enfermó, tal era su anhelo por trabajar de nuevo; finalmente se vio obligado
a confeccionar sombreros para salvar la vida. Quizás descubra que no
puedo vivir sin el Prince y las candilejas; pero —y se encogió de hombros
ligeramente—, conmigo será diferente. Seguiré actuando, pero sobre un
nuevo escenario. Interpretando el papel de una dama que da sus primeros
pasos… un papel para el que no nací. Me pregunto si no me encontraré a
menudo con que ni siquiera conozco mis líneas.
Entonces miró hacia el otro lado de la sala y, con un gesto de la cabeza,
señaló a Cicely; la joven conversaba y escuchaba amablemente al trágico
Blathers, quien llevaba impresa la más vivida admiración y reverencia sobre
cada uno de los rasgos distintivos de su expresivo semblante.
—Mire a Cicely —dijo—. Ha nacido para representar ese papel… ella
jamás olvidaría sus líneas. Cinco mil al año es lo que se podría esperar que
la Fortuna le concediese a Cicely. ¿Por qué me los ha otorgado a mí? ¿Por
qué…? —y entonces se detuvo de manera abrupta, y un aire de gravedad
severo y delicado cayó sobre ella, de repente, como una máscara—. Le
ruego que me disculpe —dijo—. ¡Qué tonterías estoy diciendo! ¿No es el
ritmo de ese vals un poco lento?
A decir verdad, Framleigh tenía la sensación de que jamás se veía en tan
franca desventaja como cuando se hallaba ante la presencia de esta joven
dama. Disfrutaba pronunciando complicados discursos ante él —si es que
se dignaba a dirigirse a él en absoluto—, y realizando sarcásticas
afirmaciones sobre ella misma que la usual cortesía le obligaba a
contradecir sin ofrecerle la más remota posibilidad de hacerlo, pues le daba
la impresión de que a ella le resultaba por completo indiferente y esas
galantes afirmaciones resultarían tanto absurdas como entrometidas. Era de
lamentar que la gentileza de una joven criatura tan encantadora no estuviese
más exenta de reproches.
Pero, tal y como he dicho antes, lo soportaba pacientemente, aun
cuando se sentía en desventaja. Quizás fue Cicely quien le condujo tan a
menudo a la residencia de Blank Square aquel invierno, o, quizás, le
costaba resistirse a la tentación. No obstante, siempre acompañaba a Cicely
en sus visitas y, en consecuencia, se colocó en una situación un tanto
comprometida. ¿No es acaso una situación comprometida para un hombre
que ama a una deliciosa y joven criatura, hallarse a menudo en presencia de
dicha deliciosa y joven criatura? ¿Observarla en su propio hogar,
contemplar sus encantos, estremecerse ante el sonido de su voz, anhelar una
caricia en su mano y elogiar su belleza fresca y dulce, sin que le estuviese
permitido hacer ninguna de estas cosas? En esta situación se halló
Framleigh durante esos meses. Su amargo destino era el de resistir y
observar, mientras que la señorita Polly representaba su nuevo papel de un
modo fascinante y apropiado. Naturalmente, se hizo popular. Naturalmente,
la sociedad reconoció su poder de inmediato. La heredera de cinco mil
libras al año no podía ser ignorada. Además de todo esto, ¿no descubrió la
señora Grundy rápidamente que esta atractiva joven era en realidad
miembro de una excelsa familia, una Rossitur escocesa, de los Rossitur de
Ayrshire? Sin lugar a dudas, la historia de su vida hizo que fuera todavía
más interesante. Su madre, la señorita Alison Rossitur, había sido
desheredada como consecuencia de su triste e inconveniente casamiento; su
hija, en realidad, la había mantenido —como también a ese hospitalario y
encantador anciano, su tío— gracias a sus esfuerzos sobre el escenario, que
habían sido, ciertamente, de lo más encomiables. Era toda una hermosa
historia de amor. ¡Y todos debíamos conocerla!
—¡Charles, tienes que bailar con la señorita Pemberton, querido!
—Edgar, ¿de veras es posible que todavía no hayáis sido presentados?
—Mi querida señora de Browne, debe presentarme a la heroína de esta
conmovedora historia.
Esto era lo que se hablaba en sociedad. Y, en consecuencia, Polly estaba
muy solicitada. Recibía visitas; recibía invitaciones; su carné de baile,
cuando asistía a veladas nocturnas, estaba completo y apretado, y
desbordado.
La más joven e impresionante de las señoritas Fitz Robynsonne, la rubia
Beatrix, que se hallaba simplemente «fuera» y había creado una
expectación nada desdeñable antes de su regreso, se hundió de inmediato al
hacerlo por lo insignificante que resultaba en comparación. Las jóvenes
damas, que poseían la fama de ser ingeniosas, vieron palidecer sus estrellas
ante su inteligencia superior. Decía cosas más ocurrentes que cualquiera de
ellas y, con todo, podía resultar más severa. Su gusto resultaba impecable y,
¡ay!, para ellas, inimitable. Algunas habían albergado en secreto la
esperanza de que fuese un poco «escandalosa» y melodramática, pero no lo
era. Su vestimenta era en sí misma pura elegancia, al igual que las personas
que la rodeaban, aunque había sido lo suficientemente audaz como para
refrenar con más firmeza que nunca a Montmorenci y al tío Jack. Y, en
cuanto a aquellos que intentaban satirizar las peculiaridades de tan
sobresaliente pareja, ¡el infortunio caía sobre ellos! Los bellos ojos de la
señorita Polly relampagueaban en su dirección; su elegante aura les
intimidaba; su ingenio agudo y mordaz les hacía retroceder hacia la
indiferencia y les amedrentaba para que guardasen un silencio ignominioso.
Ella misma no temía a nada y, ante cualquier dificultad, se comportaba a la
altura de las circunstancias.
—Un hombre no puede evitar admirarla —afirmaba Teddy Popham con
entusiasmo—. Nos cautiva. Hay algo en ella que debe ser admirado. Miren
como mantiene a esos jóvenes patanes a un brazo de distancia, y les obliga
a respetarla. Hacía exactamente lo mismo cuando solo era la preciosa Polly
P., en el Prince. No se atrevían a avanzar más de lo que lo hacen ahora. No
existen muchas mujeres que puedan controlarlos de esa manera.
¡Cómo podía esperarse que Framleigh no hiciera otra cosa que
admirarla junto a los demás, viendo fortalecerse su disimulada pasión día
tras día, dejándole en ocasiones sin esperanza, desesperado y ciertamente
insatisfecho! Aun cuando ella le hubiese considerado de manera favorable
—y él estaba seguro de que no era el caso—, su propio orgullo le hubiese
prohibido realizar avance alguno hacia ella. En aquellos días las tomas
habían cambiado, y era la preciosa Polly P, a la que había subestimado en
una ocasión con glacial desdén, quien sostenía las riendas del poder en sus
propias manos. ¿Cómo podía atreverse a pedir el favor de esta criatura
magnífica y llena de vida, a la que una vez había mirado por encima del
hombro? ¡Un capitán de la Guardia sin un penique, que apenas subsistía con
su paga, sería un gran partido para ella, vaya que sí! También resultaba
bastante mortificante ser testigo de cómo esos jóvenes mocosos estaban
pendientes de ella, completando su carné de baile, portando su ramillete,
recogiendo su abanico, mientras él se sentía obligado a permanecer distante.
—Buenas noches, capitán Framleigh —decía ella, cuando él se acercaba
a pedirle un baile pues, hasta cierto punto, se vio obligado a alternar
nuevamente en sociedad después de que sus amistades conociesen a Cicely.
—Buenas noches.
Y ella extendía su hermosa mano con el aire más elegante imaginable.
—Según veo, Cicely se ha dejado arrastrar, como siempre, antes de
haber tenido la oportunidad de hablar con cualquiera de nosotros. ¿Un
baile? Por supuesto, si me queda alguno libre. ¿El tercer vals? Déjeme
ver… ese pertenece al señor Trelawney. Y el cuarto a sir John, según pone
aquí. Y el quinto. Ah, lo lamento mucho, pero no me queda ningún vals.
Pero aquí veo una cuadrilla, hacia el final; si ambos seguimos aquí para
entonces. Puedo concederle ese.
Y él, de buen grado, se contentaba, y parecía agradecido. Pero, en
realidad, desde su cambio de fortuna, Polly le trataba mejor de lo que era
costumbre en ella. Siempre le recibía con amabilidad en Blank Square y, de
vez en cuando, incluso condescendía en controlarse cuando se hallaba a
punto de pronunciar uno de sus discursos más severos. No obstante, la
desilusión y el constante desprecio hacia sí mismo le cambiaron de tal
modo que, a pesar de la mejora en las circunstancias, finalmente, hasta
Teddy Popham le descubrió.
—No eres feliz, viejo amigo —le dijo a Gaston cierto día—. No pareces
el mismo. Estás envejeciendo antes de tiempo y perdiendo tu atractivo.
Deberías casarte y sentar la cabeza.
—¿Con quién debería casarme? —exigió el capitán con frialdad.
—Vaya —respondió Teddy jovialmente, y con amistosa discreción—,
hay montones de muchachas bonitas, ya lo sabes. Está la señorita
Dalrymple, por ejemplo. ¿Por qué no la escoges a ella? El viejo
recapacitaría entonces…
—Popham —intervino su amigo—, ¿crees que la señorita Dalrymple
me aceptaría, si me ofreciese?
Teddy le miró fijamente. Había algo en su tono que no acertaba a
comprender.
—Bueno, parece que le interesas —respondió—. Y no hay nada como
intentarlo, ya sabes. Y ciertamente sería buena cosa que pudieses retomar
tus antiguas expectativas.
—¿Aun cuando no me importase lo más mínimo la señorita Dalrymple?
—observó Framleigh—. Pues ese es el caso.
—Bueno… no —dudó Teddy—. No me refería a eso, por supuesto.
Daba por hecho que aprenderías a sentir afecto por ella. Es… es
condenadamente hermosa, ¿entiendes? —profirió avergonzado.
—No sentiría absolutamente nada por ella ni aunque fuese diez veces
más hermosa —dijo Framleigh; y, entonces, de repente, espetó la verdad
muy a su pesar—. Para mí, solo existe una mujer en la tierra —afirmó con
amargura.
Teddy apenas podía creer lo que oía. ¿Qué? ¿Había llegado hasta ese
extremo?
—¡Una sola mujer en la tierra! —exclamó—. No lo entiendo. No había
pensado en eso.
Y entonces le asaltó un súbito pensamiento, comenzó a titubear y se
quedó mirando a su amigo, más extrañado que nunca.
—Solo… solo podría ser una mujer, si no es Diana Dalrymple —dijo
—. Y, aun así, soy incapaz de creer…
—Puedes continuar —repuso Framleigh, dejando escapar sus palabras
bastante irritado—. Tu suposición será correcta, pero creía que ya te habías
dado cuenta. Pensaba que había sido lo bastante idiota como para
traicionarme hace tiempo.
—No es… no, no puede ser —dijo Teddy—. Mira, Framleigh, no puede
ser Polly P.
—No es, y no puede ser —repitió Framleigh—. Pero es ella, te lo
confieso, y ninguna otra; y, por todos mis desvelos, puedes llamarme tonto.
CAPÍTULO XIII
UN CONSEJO
C
uando Teddy escuchó estas palabras, negó incrédulo con la
cabeza.
—Bueno —dijo—, debo confesar que no pinta demasiado
bien. De un modo u otro, ella siempre ha demostrado su desagrado hacia ti,
ya lo sabes.
—¡Desagrado hacia mí! —exclamó su amigo, riendo abiertamente—.
¿Desagrado hacia mí? Eso me parecía. Y «desagrado hacia mí» es la única
expresión afortunada que parece verbalizar la idea. Gracias, amigo mío —y
estiró su mostacho con un aire de lo más fiero.
Parecía tan intensamente desgraciado por todo el asunto, que Teddy se
sintió impelido a ofrecerle un intento de consuelo.
—Aun así, ya sabes —sugirió de manera muy poco convincente—, en
algunas mujeres no es tan mala señal. He escuchado cómo algunos tipos
decían que no era una mala señal en absoluto; y quizás no lo es; pero…
pero… —con renuencia—, resulta bastante extraño que… bueno, que no
parecía que te gustase tanto… al principio…
—Bastante —repuso Framleigh lacónicamente, y entonces su aire
salvaje regresó a él y se volvió hacia su amigo con brusquedad—. No
creerás que soy tan idiota como para pensar siquiera en pedirle que se case
conmigo ahora, ¿verdad? —exigió.
—¡Será muy penoso para ti si no lo haces! —dijo Teddy.
Framleigh le fulminó con la mirada. ¡Penoso para él! Solo pensar en
ello casi le volvía loco; mostrarse distante, siendo testigo de cómo algún
canalla se la arrebataba. Dado su actual estado de ánimo, cualquier hombre
que tuviese la oportunidad de rivalizar con él era un «canalla».
—Y —añadió Teddy—, dejando a un lado lo que pienses ahora en
cuanto a no pedirle que se case contigo, me temo que te resultará más difícil
de afrontar de lo que imaginas. Si luchas contra ello, con el tiempo acabará
contigo; lo hará, te lo aseguro. Verás, yo mismo he pasado por todo eso; así
que sé de lo que hablo. La cuestión es que solo una cosa puede salvarte.
—¿Y es? —dijo Framleigh.
—Oh, algo impensable. Marcharte a alguna parte… cualquier lugar lo
bastante lejano como para que el pensamiento repentino de regresar resulte
imposible… pedir tu traslado a India, o algo por el estilo.
—¿Y por qué algo así resulta impensable? —inquirió—. Es lo mejor,
después de todo, y, para ser sincero, he pensado a menudo en ello con
anterioridad. No soporto esta situación. Y lo que dices es cierto. Si intento
soportarlo, me pondré en ridículo antes de darme cuenta de lo que estoy
haciendo. ¿Por qué resulta impensable? Es factible. Será…
—Será muy doloroso para Cicely —interrumpió Teddy con gravedad.
Framleigh guardó silencio. Doce meses atrás, habría descuidado a
Cicely sin pensarlo, pero ahora no le resultaba tan sencillo. A buen seguro,
le resultaría muy duro regresar a la aridez de «Acres humildes» sin
justificación alguna. Así pues, pensando en Cicely, se volvió hacia Teddy;
su vehemencia se había visto reducida a una demacrada fatiga.
—No —dijo—. Sería inapropiado, ahora me doy cuenta. Me olvidé de
Cicely.
Y en ese punto, por el momento, el asunto llegó a su fin.
De entre todas aquellas personas de lo más excelentes y perceptivas que
habían comenzado a mostrar un educado interés por Polly, Diana Dalrymple
ocupaba la primera posición. Al parecer, la breve historia romántica había
conmovido su corazón. Se la narraba a sus amistades, y se la relataba a sus
admiradores masculinos, con verdadera elegancia, cuando tomaba asiento
ante la mesa con superficie de mármol, repartiendo néctar. La señorita
Dalrymple jamás podría mostrarse efusiva, tal y como hacen los simples
mortales, pero, sin lugar a dudas, y con un estilo ceremonioso, era muy
educada con Polly. La había visitado una mañana a una hora temprana,
acompañada de su madre, mencionando de pasada y con gentileza su
antigua amistad, y, tras aquella primera visita, había gestionado el resto con
su habitual y admirable discreción. A decir verdad, su delicadeza
serenamente satisfecha había motivado que Framleigh se entregase al
sarcasmo en más de una ocasión.
—¿Has descubierto en la señorita Pemberton a una amiga de lo más
encantadora? —le preguntó una tarde.
Ella prosiguió plácidamente con su labor de encaje, mientras le
respondía con el talante de la más majestuosa de las deidades que cree
haber sido malinterpretada.
—Si pretendes mostrarte sarcástico, Gaston —dijo—, debo rendirme,
por supuesto. Discúlpame por decir que encuentro a la señorita Pemberton
más agradable de lo que esperaba.
—Resulta sorprendente cuánta gente ha realizado el mismo
descubrimiento en los últimos tiempos —afirmó Framleigh.
—Cualquiera puede equivocarse —respondió la señorita Dalrymple con
delicado orgullo—. Si se ha cometido un error, lo justo es reconocerlo.
Y continuó con su labor tranquilamente.
—Mi querida Diana —dijo Framleigh—. Tú jamás cometerías una
equivocación.
Transcurrido un tiempo, sin embargo, comenzó a observar que Polly
incentivaba en buena medida la intimidad entre ambos, y él distaba de
sentirse cómodo. Jamás aceptaba invitarle a Blank Square sin asegurarse de
que allí se encontraría con Diana, y jamás se encontró con ella sin sentirse
desconcertado ante la actitud de Polly.
Polly se las ingeniaba, en su papel de anfitriona, para reunirlos, y los
dejaba solos. Se las arreglaba para situar a Framleigh junto a su prima
siempre que se presentaba la oportunidad y, en ocasiones, ella misma creaba
las oportunidades. Al principio, era incapaz de entenderlo; pero, cuando
comenzó a percatarse de la verdad, se sintió profundamente herido. Estaba
interpretando el rol de una amiga cortésmente indiferente con él. Tan solo
se tomaba el mínimo interés displicente en sus circunstancias para llevar a
cabo un extraño plan que las subsanase. Sabía que, si se casaba con Diana,
las fastuosidades y los lujos de Gaston Court serían suyos de nuevo; así
pues, pensaba que haría bien casándose con Diana y, por tanto, la apostaba
en su camino. Qué encantador era todo esto, de veras… ¡de lo más
encantador! A punto estuvo de quedarse en casa; pero, tras enfurecerse para
sus adentros durante una semana o más en soledad, descubrió que no podía,
y cedió.
Y, cuando realizó su siguiente visita, se alcanzó el clímax. Diana no solo
no estaba allí, sino que Polly se hallaba sola y de un extraño humor.
Durante una hora, se mostró fría y acogedora a partes iguales, dijo muchas
bobadas febriles y, en honor a la verdad, se mostró tan evidentemente
insegura de sí misma, que él tuvo la sensación de que algo iba a ocurrir. Y
algo ocurrió. Ella le condujo hacia una ingeniosa conversación, le habló
sobre Cicely, sobre «Acres humildes» y, al fin, le guio hacia Gaston Court
y, habiéndole traicionado para que hiciese alarde de cierta calidez al
describir sus venerables bellezas, se abatió sobre él de repente.
—Es una verdadera lástima que tenga que perderla —dijo.
Se hallaba sentada sobre una otomana[19], sujetando un bonito abanico
de plumas de flamenco entre ella y el fuego de la chimenea; y, cuando él se
giró para comprobar qué sugería ese inesperado timbre de sugestión en su
voz, advirtió que su sonrojo era más vivido de lo que las llamas debían
haber provocado.
—Usted dijo en una ocasión —le respondió— que, en mi situación,
aceptaría casi cualquier alternativa…
—Dije «cualquiera», no «casi cualquiera» —observó Polly con frialdad.
—Y usted sabe —insistió él— qué única alternativa me está permitido
aceptar. Sí, sé que lo sabe.
—Supongo que bien puedo admitir que lo sé —repuso Polly.
—Gracias —dijo él, sintiendo cómo le hervía la sangre.
Polly comenzó a ondear sus plumas de flamenco, con una expresión de
lo más ilegible en sus ojos. Incluso frunció un poco el ceño, ofreciendo un
aspecto ligeramente severo.
—¿Por qué resultaría tan penoso? —preguntó—. ¿Por qué casarse con
una mujer hermosa, a quien todo el mundo admira, se le antoja una
alternativa tan terrible? Yo no veo razón para ello, debo confesarlo.
Él se sentía tan acalorado e inseguro, y padecía un estado de ánimo tan
desesperado, que fue tan imprudente como para alzarse de su asiento y
acercarse a ella.
—¿Debo decirle por qué? —exigió—. ¿Debo decirle por qué?
Ella se vio en la obligación de dejar caer su abanico, lo recogió y,
entonces, le observó con un rostro tan frío y cortésmente interesado como
fue capaz de evocar. Intentar evitar su mirada hubiera sido una estupidez.
—Sí —dijo—. N… no. Sí… no.
Y entonces, de repente, ante el sonido de la manilla de la puerta
girándose, se puso en pie.
—Buenas noches, señor Trelawney —dijo con extrema elegancia.
Y, por añadidura a lo agradable de su situación, Framleigh se halló
fulminando con la mirada a ese joven magnífico e inocente, con quien se
encontraba casi frente a frente.
Por extraño que resultara en aquel momento, más tarde no lamentó que
el destino hubiese intervenido… que hubiese intervenido para salvarle de
traicionarse a sí mismo, tal y como estaba, sin lugar a dudas, a punto de
hacer.
El incidente había demostrado que Teddy se hallaba en lo cierto. En la
siguiente ocasión le resultaría imposible comedirse. ¿Y acaso no era
fundamental que supiera controlarse? ¿Cómo podía sentir ella tamaña
indiferencia, hasta el punto de darle un consejo como el que le había dado?
Desde su desencuentro, jamás se había mostrado amable con él; a menudo
se había mostrado arrogante y severa; pero aquello era cruel. Sí, la crueldad
propiamente dicha, pues no podía estar tan ciega como para no advertir la
verdad. El hecho era que el capitán Gaston sabía menos sobre la señorita
Polly de lo que cualquier conocido lejano sabía, o, cuando menos, sabía
exactamente lo mismo. Lo único que sabía era que había aprendido a
amarla, y que estaba seguro de que ella le juzgaba con menosprecio, y tanto
su amor como su orgullo sufrían tan intensamente a causa de esta certeza
que incluso su peor enemigo se hubiese apiadado de él. Qué hastiado estaba
de aquellas visitas informales en las tardes invernales, antes de que llegase
la primavera; y, aun así, era incapaz de renunciar a ellas por completo.
Cuando el invierno llegó a su fin, estaba más pálido y extenuado que el
petimetre más disoluto de la temporada. Cicely comenzó a preocuparse
vivamente por él, y Teddy Popham, cuando se le hablaba sobre el particular,
negaba seria y misteriosamente con la cabeza; incluso Polly, al fin,
condescendió en hacerle notar a su amiga que el capitán Framleigh parecía
enfermo, y que, a buen seguro, necesitaba un cambio de aires.
Finalmente, y solo merced a una jugarreta del destino, logró cambiar de
aires. Una mañana, durante el desayuno, recibió una carta de Gaston Court
que contenía noticias inesperadas e interesantes. El señor Gaston se hallaba
enfermo —un ataque de apoplejía— y quería verle de inmediato. Su
abogado redactó la misiva, y daba a entender que existía la posibilidad de
un término fatal para la enfermedad. No cabe duda de que el corazón de
Framleigh latió de un modo bastante espasmódico mientras leía esta
epístola. Podía significar muchísimo, debía significar algo, aunque en modo
alguno se mostró tan optimista como Cicely, quien creía que no podía
significar más que su héroe iba a recuperar de nuevo su favor por completo.
—Debes acudir de inmediato —exclamó esta joven y mercenaria
criatura—. Me apresuraré y prepararé tu maleta mientras terminas tu
desayuno. Puedo alojarme en Blank Square mientras estás fuera. Polly me
lo ha pedido a menudo, y siempre rehúso porque no podría soportar dejarte
solo.
Y ciertamente se alejó presurosa tras servirle una segunda taza de café
—dejando la suya intacta—, pues no podían permitirse ni un solo momento
de retraso innecesario. Pero, cuando salió del dormitorio, parecía más
serena y, sin lugar a dudas, arrepentida.
—Me temo que… que soy bastante malvada y egoísta —dijo
ingenuamente—. Lamento no haber sentido ninguna pena por el señor
Gaston. No pude evitar sentirme dichosa porque iba a hacerte justicia. Debe
sentirse muy desvalido, pobre anciano, muriéndose en completa soledad.
Qué cruel fui al mostrarme tan mercenaria y pensar solo en el dinero —y
pareció a punto de prorrumpir en lágrimas a causa de su propia e inocente
inmoralidad.
Uno puede imaginarse fácilmente el modo en que se confió a su amiga
una vez llegó a Blank Square, y cómo ambas tomaron asiento juntas ante el
fuego del salón, con su labor de hilo de lana, y discutieron el asunto,
aunque, tomando todo en consideración, la señorita Polly decía más bien
poco, y no obstante escuchaba muy bien.
—Cuando pagó las deudas, creí que se apaciguaría un poco —dijo
Cicely—, pues, naturalmente, fue él quien las pagó, aunque después actuó
de un modo de lo más extraño y se negó a reconocer que lo había hecho,
aun cuando Gaston le escribió para darle las gracias. Sabes que nadie más
podría haberlas pagado, Polly. No había nadie más, a decir verdad.
—Por supuesto, no había nadie más —observó la señorita Polly—.
Nadie más podría haber mostrado el interés suficiente por él.
—Nadie en el mundo —concordó Cicely, extendiendo su labor sobre su
rodilla y observándola con ojo crítico.
Y entonces prosiguió ahondando en detalles sobre los diversos
incidentes que demostraban que la persona que había pagado las deudas era
el señor Gaston y nadie más, y también disertando sobre las numerosas
perfecciones de su ser querido, y sus muchas generosidades hacia ella, que
no las merecía; y se mostraba tan encantadoramente agradecida, e
inocentemente sincera, que Polly la observaba con desconfianza, desde
debajo de sus largas y negras pestañas, y se preguntaba, con dureza, por qué
ella no era tan dulce y cariñosa.
CAPÍTULO XIV
ES UN CABALLERO
C
icely pasó toda aquella semana, y parte de la siguiente, en Blank
Square, recibiendo mientras tanto una única nota breve y
apresurada de su hermano. El señor Gaston se hallaba en serio
peligro, y el final podía llegar en cualquier momento. Se mostraba muy
irritable, escribió Framleigh, muy exigente, pero no demasiado alterado.
Había descubierto algo de lo más singular, que contaría a Cicely a su
regreso; y, por lo demás, no parecía en absoluto optimista como resultado
de su visita. Pero su nota era muy afectuosa, y de lo más satisfactoria para
su destinataria, quien, naturalmente, se la mostró a Polly.
El jueves siguiente, sin embargo, regresó el ausente y, al acudir a Blank
Square, fue recibido con entusiasmo por Cicely, que se hallaba sentada a
solas en el salón, esperando a Polly y a Montmorenci, que habían salido.
—¡Al fin! —exclamó cuando él entró—. Qué feliz soy, querido. Pero
luces más pálido que nunca, Gaston, y pareces bastante agotado. Toma
asiento y descansa, y cuéntamelo cuando te sientas menos cansado. ¡Ah!
Gaston… —titubeando de repente al reparar en su mirada ojerosa—. Traes
malas noticias.
Él realizó un pobre intento por sonreír.
—No son buenas noticias —dijo—. Sabes que no me mostraba
demasiado optimista al respecto. En lo que concierne a mis esperanzas,
Cicely, todo ha terminado. No debemos aferrarnos a lo imposible por más
tiempo.
Las lágrimas anegaron los ojos de Cicely, a pesar de sus esfuerzos.
—¿Ha… ha muerto? —aventuró.
—No —fue la respuesta—. Todavía no. Eso es lo peor. Hemos discutido
de nuevo, Cicely; o, más bien, creo que debería decir que he vuelto a
disgustar al señor Gaston una vez más, pues era él quien mostraba enfado,
no yo.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó ella con voz apagada y las lágrimas
cayendo por sus mejillas, mientras miraba el fuego y pensaba cuán gris
parecía el futuro, y cuán difícil le resultaría a su héroe soportarlo. ¡Ah, qué
cruel había sido el destino con él!
Él dudó por un instante antes de responderle. Era, por encima de todo,
una pregunta bastante delicada y difícil de responder.
—Fue a causa de aquel viejo asunto por el que nos peleamos —dijo, un
poco incómodo—. No podía aceptar la alternativa que me ofrecía.
—¿La alternativa? —inquirió Cicely—. ¡Gaston!
—La alternativa era Diana Dalrymple —respondió él, bastante
ruborizado.
—¿Quería que te casaras con ella?
Gaston asintió con la cabeza.
Ella extendió su amorosa mano, y aferró la suya presionándola con
ternura.
—Y tú pensaste que no podrías sentir hacia ella el cariño suficiente —
afirmó—. Y fuiste demasiado generoso como para no pedirle que fuera tu
esposa a menos que así fuese… ni siquiera en aras de obtener Gaston Court
y todo ese dinero. ¡Oh, Gaston, qué orgullosa estoy de ti! ¿Qué otro hombre
hubiera sido tan honesto y desinteresado?
Hablaba con un arrobamiento inocente y lleno de admiración. Y,
ciertamente, creía de un modo sincero que ningún otro hombre lo hubiese
sido; y que su imperfecto hermano no tenía igual sobre la tierra.
Quizás fue esta ingenuidad la que arrebató a Framleigh la confesión
que, tan inesperadamente, había realizado a Teddy Popham. Ella le adoraba
y siempre se mostraba muy agradecida por sus confidencias, y él, una vez
más, se sentía agotado bajo el peso de su dilema. ¿Por qué no debería
contarle su secreto?, se decía a sí mismo. Así pues, transcurrido un instante,
este fue revelado.
—Si me hubiese casado con Diana Dalrymple —dijo, preguntándose si
ella le entendería—… si me hubiese casado con Diana Dalrymple, hubiese
perdido algo más valioso que Gaston Court… habría perdido el derecho a
amar a la mujer que significa más para mí de lo que podrían hacerlo
montones de fortunas.
La joven le comprendió al instante aunque, desde aquella noche en que
él había mencionado a Polly por primera vez, se había sentido a menudo
desconcertada y perpleja.
—¡Y esa mujer es Polly! —exclamó con tono melodramático, pues
presentía que era un caso perdido—. Es por Polly por quien has sacrificado
todas tus esperanzas; ¡y Polly es la única persona que se muestra severa e
injusta contigo!
—Lo que da buena muestra de su indiferencia —respondió él, con un
intento de sonrisa aún más débil—. Sí, Cicely, es Polly, y he renunciado a
mi fortuna en aras de ese imposible.
Después se hizo el silencio, durante el cual Cicely lloró calladamente
por él, aferrando su mano, admirándole y preguntándose en secreto cómo
era posible que Polly se mostrase tan ciega y dura de corazón; tan ciega
como para no ver; tan dura de corazón como para ser capaz de resistirse a
tantas perfecciones y gloriosos atributos. Framleigh puso fin a este
paréntesis.
—Pero aún falta la parte más extraña de esta historia —dijo—. Casi
había olvidado contártela. El señor Gaston negó todo conocimiento de que
las deudas hubiesen sido saldadas. Manifestó, casi indignado, que él no
tenía nada que ver con ese asunto, y que había devuelto mi carta sin abrir,
pues había decidido no comprometerse a mantener correspondencia.
Cicely le observó completamente atónita.
—Pero, si no fue él, ¿quién podría haberlo hecho? —inquirió—. No hay
nadie más. Polly y yo conversamos precisamente sobre esto el otro día.
¿Estás seguro de que hablaba en serio?
—Bastante seguro —fue la respuesta—. Se mostró lo suficientemente
sincero como para irritarse sobremanera ante la idea de que sospechase que
él era culpable de semejante debilidad, pues, según parece, así la
consideraba. Quienquiera que haya sido, no fue el señor Gaston.
Los hermosos castillos en el aire que Cicely estaba construyendo
llegaron a su fin en ese momento. Se desplomaron sobre el suelo ante la
sencilla verdad; y enterraron todas sus elevadas esperanzas con ellos.
Cuando su hermano se marchó —antes de que Polly regresara—, ella
volvió a su asiento junto al fuego, y lloró lastimosamente por el
desvanecimiento de sus sueños. ¡Oh, cuán terrible era todo! Y «¡pobre
Gaston… pobre muchacho!». Las lágrimas anegaban sus hermosas mejillas
en tal cantidad que su bonito y pequeño pañuelo estaba totalmente
empapado.
Todo el mundo se mostraba cruel e injusto con él; incluso Polly, que era
tan amable con otras personas, y por quien él había sacrificado todo con
tanta nobleza. En cierto modo sentía que ella misma no tenía derecho
alguno a estimar tanto a Polly, aunque no sabía cómo podría evitarlo.
¿Acaso era posible que Polly permitiese que las cosas sucedieran de este
modo y que, al final, se mostrase tan despiadada como para casarse con
otro? ¡Oh, no debía ocurrir así! ¡No podía ocurrir así! ¿Podría decirle algo a
Polly que, sin traicionar realmente a Gaston, hiciese ver a su amiga la
verdad… adivinarla? ¡Pobre Gaston! Ah, sabía muy bien lo que ocurría. Si
Polly hubiese sido pobre, habría sido diferente; pero, ahora que este horrible
dinero se interponía entre ellos, se mostraba demasiado orgulloso para
hablar.
Y lloró de nuevo, e incluso se acomodó en un leve e inconsistente
frenesí de ira un tanto mortificada en contra de Polly; y cuando esta joven
dama regresó de su tour de compras, se sintió bastante sorprendida ante la
apariencia alicaída de Cicely, y el rubor provocado por las lágrimas en sus
suaves mejillas.
—Todo ha llegado a su fin —dijo en el mismo instante en que Polly
tomó asiento—. Él ha vuelto.
Polly se sobresaltó, pero se las arregló para recobrar la compostura.
—¿Él? —inquirió—. Oh, te refieres a tu hermano. ¿De veras? ¿Y el
señor Gaston? Ha muerto, supongo.
Cicely negó con la cabeza.
—No —respondió—. No había fallecido cuando Gaston se marchó de
allí, aunque los doctores dijeron que no podría recuperarse. Discutió
nuevamente con Gaston, y estaba tan enfadado que ni siquiera le permitió
quedarse.
—Debe tratarse de un anciano encantador —comentó Polly con
insolencia—. ¿Por qué se pelearon, Cicely?
La mirada de Cicely se posó sobre el fuego, y comenzó a jugar
nerviosamente con su pañuelo. No miró a Polly.
—Quería que él se… se casase… con Diana Dalrymple —respondió,
con un estremecimiento en su voz grave.
Polly se sobresaltó al instante y fue incapaz de reponerse, aunque
realizó un esfuerzo encomiable tan pronto se desvaneció ese
estremecimiento traicionero.
—Bueno —dijo—, era algo bastante sencillo, ¿no es cierto? ¿Por qué no
se comprometió a hacerlo?
Las lágrimas se hallaban tan cerca de la superficie que los ojos de
Cicely comenzaron a anegarse, y sus labios empezaron a temblar.
—Porque es… es demasiado… demasiado honorable —titubeó.
Polly la observó con inquietud.
—¿Por qué debería serlo? —inquirió—. Diana lo aceptaría al instante.
E, independientemente de lo que yo haya comentado sobre el asunto, claro
está, sé que lo haría —con sutil desdén.
Quizás fue este sutil desdén el que provocó que la emotividad de Cicely
sacara lo mejor de ella. Alzó su cabeza y miró a su amiga a los ojos,
curvando su esbelto cuello de una manera encantadora.
—Es un caballero —dijo—. Y… —su momentáneo coraje le falló en
este instante—. Y ama a otra persona —añadió tras sobrevenirle un patético
sollozo que alteró su tono por completo.
La tez de Polly se tomó totalmente blanquecina. Se hallaba en un estado
de ánimo tan excitable como el de Cicely, con sus sobresaltos, sonrojos y
palidez.
—Entonces —exigió con altanería—, ¿por qué no se casa con esa otra
persona?
Sería difícil explicar la causa por la cual se mostró tan altiva, a menos
que fuese por la estúpida razón de que siempre se mostraba altiva cuando
hablaba sobre el capitán Framleigh.
—No puede hacerlo porque es un caballero —profirió Cicely con un
ligero exabrupto en el que se confundían el afecto y la ira, y que contrastaba
con la frialdad de Polly—. No puede porque es pobre, y porque es honesto.
Ni siquiera se lo ha pedido, y jamás lo hará, pues ella es más afortunada que
él. Y… y existen circunstancias bajo las cuales un caballero no puede
hablar con honor, y por ello debe sufrir en silencio, tal y como mi pobre
bienamado hará —bajó su dulce rostro, y sollozó en alto.
Mas, por extraño que parezca, Polly no se conmovió en apariencia ante
estas palabras, que la habrían afectado inefablemente bajo determinadas
circunstancias. Parecía distante y tranquila, y sus enormes ojos gris oscuro
estaban iluminados por un extraño y persistente fuego.
—Ah —dijo—, ahora lo entiendo. Es demasiado orgulloso para hablar.
Se muestra más orgulloso que enamorado. Debe salvaguardar su orgullo
aunque pierda a su amor. Y esta mujer a la que pretende amar… vaya, no
guarda consideración alguna hacia ella. No siente por ella el suficiente
cariño como para advertir que quizás ella también sufre. A decir verdad,
todo el dolor debe recaer sobre él; todo el sacrificio… todo. No se da cuenta
de que quizás ella también sobrelleva la parte que le corresponde, y si lo
hace… ¿qué más da? El orgullo de Framleigh se halla a salvo, ¿y qué
importan los demás? «¡Un caballero!», «¡demasiado honesto!»,
«¡demasiado pobre!». Es demasiado orgulloso, hazme caso; demasiado
egoísta y demasiado impasible.
Y antes de que su desconcertada amiga tuviese tiempo de responderle
con una palabra de defensa —ciertamente apenas pudo hacer más que
respirar con dificultad y clavar sus ojos sobre aquel hermoso rostro
arrogante y acalorado—, esta extraordinaria y desdeñosa joven se dio la
vuelta y abandonó la estancia majestuosamente con el donaire y la
apariencia de una reina del drama en una obra de teatro.
CAPÍTULO XV
FUE LA PRECIOSA POLLY
M
ientras todo esto sucedía, el sujeto de debate se hallaba visitando
a Teddy Popham.
Teddy dio la bienvenida a su amigo con efusión. Dar la
bienvenida a sus amigos con efusión formaba parte de sus buenos hábitos;
mas, siendo Framleigh su Damón[20], recibió un saludo más acogedor que el
resto. Se presentó ante este caballero con los brazos abiertos, por así
decirlo; saltó de su butaca cuando su nombre fue anunciado; abandonó su
libro en cualquier parte de la estancia y avanzó para recibirle, entre una
nube de humo de cigarrillo.
—Me alegro mucho de verte, viejo amigo —dijo, estrechando
vigorosamente su mano—. Me alegro de veras. Entra, toma asiento y un
cigarrillo. Son de primera clase. Ahora cuéntame qué noticias tienes. Ya
sabes, si todo ha salido bien o no, y si el viejo ha hecho lo correcto. Pero
claro que lo ha hecho… por supuesto; no podía hacer otra cosa.
Framleigh se dejó caer sobre una silla, y cogió un cigarro.
—Gracias —terció—. Te estoy muy agradecido. Pero no me des todavía
la enhorabuena, muchacho. Controla tu euforia. Estas son las noticias.
Puedo dártelas en tres palabras: soy un indigente.
Y entonces, tan pronto se hubo aplacado el entusiasmo de Teddy, le
narró su historia, tal y como se la había contado a Cicely.
Era innegable que, mientras Teddy escuchaba, parecía incómodo. Se
revolvía inquieto, resoplaba, y escuchaba, escuchaba, y se revolvía inquieto,
y resoplaba, y, cuando todo terminó, estalló, luciendo extremadamente
culpable.
—Bueno —dijo—, es un mal asunto, sin lugar a dudas. Pero… pero si
pienso sobre esta cuestión fríamente, jamás creí que hubiera cambiado de
opinión tras pagar esas facturas de una manera tan extraña.
—Mi querido amigo —dijo Framleigh—, jamás las pagó.
Teddy casi saltó de su asiento, y entonces se sonrojó presa de los
nervios.
—¿Jamás las pagó? —repitió—. ¿No lo hizo? ¿Jamás las pagó?
Entonces… entonces, ¿quién lo hizo?
—Eso es lo que quiero saber —comentó Framleigh, observándole con
curiosidad—. Eso es lo que he venido a preguntar.
Entonces advirtió que la idea que había tomado forma en su mente
durante las últimas horas no carecía de fundamento; Teddy vacilaba de un
modo tan evidente, que su supuesta ignorancia se revelaba como el artificio
más mediocre del mundo.
—Pero, ¿por qué…? —comenzó.
—Porque —interrumpió Framleigh— tú puedes decírmelo. Lo sabes…
mejor que nadie. Vamos, admítelo, mi generoso amigo —entonces se
levantó y se acercó al sillón, con la mano extendida—. De nada sirve
intentar ocultarlo. Lo hiciste tú.
Pero esto empeoró la situación. Teddy se puso en pie de un salto,
agitado y mostrándose rotundamente disconforme.
—No, no —exclamó—. No fui yo, te doy mi palabra, Framleigh… no
fui yo. Jamás has estado tan equivocado en tu vida; aunque estaba dispuesto
a hacerlo, bien lo sabe Dios. Pero no tenía el dinero. Por nada del mundo
me atribuiría semejante mérito.
Framleigh le observó sorprendido.
—¿Entonces quién lo hizo? —estalló un tanto irritado—. Por el amor de
Dios, dímelo. Lo sabes, puedo verlo.
—No me atrevería a hacerlo —protestó Teddy—. Es un secreto; yo solo
lo descubrí por un simple accidente y no debería decir ni una sola palabra al
respecto. Si lo hiciera —añadió desesperado—, ella jamás me perdonaría.
Sabes, por propia experiencia, que tiene un genio del demonio cuando está
malhumorada.
—¿Ella? —inquirió Framleigh, tomándose pálido y retrocediendo con
paso ligero—. ¡Ella! ¿Quién es ella?
—¿Ella? —balbuceó frenético el atormentado Teddy—. ¿Dije ella? ¡Oh,
maldita sea! Entonces todo se ha descubierto. Pero es una lástima,
Framleigh; ¡lo es, te lo aseguro!
Framleigh estaba tan pálido como sonrojado estaba su amigo.
—Popham —dijo—, tienes que decírmelo, insisto.
Y Teddy se rindió.
—Supongo que debo hacerlo —repuso, sintiéndose acorralado y
desesperado—. Prácticamente ya te lo confesé cuando, como un idiota, dije
«ella». Ya no podía retirarlo, como bien sabes. Fue la preciosa Polly P.
Estas palabras bastaron. Framleigh estaba estupefacto. Había imaginado
que casi se había vuelto insensible a los golpes que la Fortuna había
asestado últimamente a su orgullo con tanta persistencia. Pero este era un
golpe que no había anticipado. Se hallaba tan enérgicamente perturbado que
la compasión de Teddy comenzó a rozar la alarma.
—Siéntate, Framleigh —dijo—. Tienes un aspecto de lo más extraño,
viejo amigo. No pensé que esto te afectaría tan gravemente.
Pero estaba más «gravemente afectado» de lo que Teddy creía. Cuando
tomó asiento, emitió algo parecido a un quejido.
—¡Así que todo esto se lo debo a ella! —dijo—. Aunque soy incapaz de
comprender el motivo; el impulso que le incitó a hacerlo. Pocas mujeres
habrían sido tan generosas como para hacer algo así y con tanta delicadeza,
bien lo sabe Dios; ¡pero es que existen pocas mujeres como ella! —y
entonces profirió de un modo casi salvaje—. ¿Qué significado tiene? —
exigió—. ¿Por qué lo hizo?
Teddy negó circunspecto con la cabeza.
—Las mujeres son difíciles de entender, y resulta más complicado estar
a la altura de Polly que a la del resto —dijo.
—Solo existe una razón por la que podría haberlo hecho —afirmó
Framleigh—. Por el bien de Cicely. Siente mucho aprecio por Cicely.
Pero Teddy no recibió este punto de vista sobre el caso tan efusivamente
como habría cabido esperar de él. Sacudió la ceniza del final de su cigarro
con aire reflexivo, y negó una vez más con la cabeza.
—Sí —admitió—. Es verdad que siente mucho aprecio por Cicely,
pero… bueno, como he dicho antes, Polly no es fácil de comprender.
Se mostraba reticente a explicar cómo había obtenido esta información;
pero Framleigh obtuvo parte de la verdad poco a poco.
—Verás —dijo Teddy—. Descubrí, por un casual, que ese dinero suyo
llegó a sus manos varias semanas antes de que supiéramos nada al respecto,
y no pude evitar preguntarme por qué lo había mantenido tan en secreto.
Estaba seguro de que debía tener un motivo, y entonces muchas cosas de las
que fui testigo en su momento acudieron a mi mente, y empecé a comparar
fechas; y, más tarde, un día en que acudí a visitarla, la hallé junto a su
abogado y, mientras me adentraba en la estancia, capté unas cuantas
palabras apresuradas. Tu nombre, y después algo sobre Burroughs, y
entonces Polly diciendo en su estilo más autoritario: «Debe creer que fue el
señor Gaston». Entonces supe que estaba en lo cierto y, como es natural, fui
incapaz de mantener la compostura cuando dijiste que habías descubierto
que él no tenía nada que ver con ese asunto.
Se instauró un silencio que duró varios minutos, durante el cual el rostro
de Framleigh se adentró en nuevas fronteras de lividez; pero, finalmente, se
alzó de su silla de un modo casi mecánico.
—Lo hizo por el bien de Cicely —dijo. Entonces se giró hacia Teddy
con inquietud—. ¿Me permites que le dé las gracias? —añadió—. Puedo
hacerlo sin traicionarte. Debes aceptar que hable con ella, Popham.
Exigirme un silencio absoluto resultaría cruel —se sonrojó intensamente—.
No podría soportarlo.
—Bueno —dijo Teddy, sintiéndose entre la espada y la pared, pero
dispuesto a sacrificarse él mismo, con su habitual generosidad, en lugar de
sacrificar a su amigo—, si no hay otra salida, supongo que debo rendirme;
pero intenta encubrirme en la medida de lo posible.
—Jamás escuchará tu nombre en relación con este asunto —fue la
respuesta—. ¡Gracias!
—¡Vaya! —exclamó Teddy—. ¿No irás a verla ahora mismo?
Framleigh había cogido su sombrero.
—Sí, ahora. No estoy de humor para esperar.
De este modo se marchó y, aunque en su miserable agitación, apenas fue
consciente de todo cuanto le rodeaba, halló su camino de regreso a Blank
Square, sobresaltando al lacayo con su rostro macilento; tras preguntar por
la señorita Pemberton, le acompañó escaleras arriba hacia el salón, donde
Polly estaba en pie junto a la repisa de la chimenea observando a Cicely,
quien se hallaba sentada sobre su otomana, junto al hogar.
Ambas se giraron cuando su nombre fue anunciado, y Cicely se levantó,
mirándolo inquisitivamente. En verdad había algo, tanto en su rostro como
en su actitud, que invitaba a hacerse preguntas. Polly le ofreció un saludo
más majestuoso, pero él no estaba para esas cosas. Pasó por alto la
majestuosidad y expuso de inmediato el motivo que le había llevado hasta
allí.
—He venido —dijo— a agradecerle su generosidad.
De nada servía adoptar un aire de orgullosa sorpresa. Polly comprendió
que había sido traicionada; mas, aunque primero se sonrojó, y después
palideció, al principio no reconoció que sabía a qué se refería.
—¿Mi generosidad? —inquirió—. No era consciente de que…
—¡Gaston! —profirió Cicely—. ¿Qué ha hecho?
—Me ha convertido en su deudor —respondió él—. Y, puesto que lo
hizo por tu bien, Cicely, también tú debes darle las gracias. Fue ella quien
pagó el dinero que creíamos que provenía del señor Gaston.
—¡Oh, Polly! —dijo Cicely—. ¡Oh, Polly, tesoro!
Salió volando hacia ella y se abrazó a su cuello, acariciándola con un
brazo esbelto y llorando de éxtasis y gratitud.
Así pues, Polly se rindió de buen grado. Las lágrimas brotaron también
de sus ojos, tal y como habrían brotado de los ojos de cualquier jovencita
afectuosa por cuyo destino llorase dulcemente la amiga a la que amaba. Y,
aun así, procuró mantener su personaje de mujer joven con el corazón
insensible.
—No sé dónde puede haberse enterado —le dijo a Framleigh—. Espero
que al menos me otorgue el reconocimiento —prosiguió con indulgencia—
de haber deseado que permaneciese en secreto.
—Lo averigüé por casualidad —respondió él—. No ha sido traicionada
por nadie en quien hubiese depositado su confianza. Hice el descubrimiento
hace tan solo unos minutos.
—Y jamás pensamos en ti —dijo Cicely—. Siempre ha dado la
sensación de que Gaston te desagradaba, ya lo sabes, cielo.
La mirada de Framleigh se cruzó con esos hermosos ojos gris oscuro, y
Polly se sonrojó hasta las cejas. Entonces, abrumada por un generoso
impulso, extendió su mano y permitió que él la tomase.
—Quizás no fui del todo justa —admitió, con la actitud de la más
encantadora de las reinas, dignándose a llegar a un acuerdo—. Pensaba que
tenía motivos para sentir aversión por él, y me cuesta perdonar; pero… pero
creo que no me desagradaba tanto como daba a entender.
Cicely no pudo soportarlo por más tiempo. Alzó su rostro del hombro
de su amiga, y miró a su hermano.
—Gaston —dijo, temblando de arriba abajo—, deberías contarle la
verdad. Te escuchará, estoy segura. Oh, tiene que haber visto… debe
saberlo. Yo lo sabría hace tiempo de haber estado en su lugar; y no soy ni de
lejos tan inteligente como ella. Polly, le escucharás, ¿verdad? ¡Oh, Polly! —
las palabras manaban de ella en un incontrolable arrebato de compasión y
amor por los dos—. Por ti renunció a Gaston Court… ¡es a ti a quien ama!
Y, en el preciso instante en que las palabras brotaron de sus labios,
abandonó apresuradamente la estancia como un cervatillo asustado.
Sin lugar a dudas, la situación resultaba embarazosa. Polly jamás se
había enfrentado a ninguna tan delicada, ni siquiera sobre el escenario en
sus antiguos días teatrales. Durante un silente instante ambos se
contemplaron, y entonces Framleigh habló, con voz trémula, pero con
orgullosa humildad.
—Debe perdonarla —dijo—. ¡Debe perdonarme a mí!
Pero se había alcanzado el clímax, e incluso la señorita Polly se sintió
transportada por la excitación predominante. Su desdeñosa mirada olvidó
mostrarse desdeñosa, su grácil figura olvidó su desdén, sus ojos
centellearon con un extraño destello de emoción.
—¡Entonces es cierto! —exigió ella—. ¿Renunció a Gaston Court y a
todas sus esperanzas por mí?
Él asintió con la cabeza, y, ¡oh, vaya! ¡De qué manera se sintió ella
herida, de repente, por la grave y, con todo, inútil dignidad de su gesto!
¿Acaso era este el apacible, indolente y gélido arrogante, cuyo aire de gran
señor tanto le había enfurecido tiempo atrás?
—Y, sin embargo —vaciló, intentando mantener la compostura y
hacerle frente con valor, y aun así sintiendo que se estremecía de arriba
abajo—… y, sin embargo, aunque fue capaz de renunciar a todo eso por mí,
es demasiado… demasiado orgulloso. Sí, demasiado orgulloso para… ¡para
ser honesto conmigo!
—¿Qué? —inquirió él—. No, sea justa conmigo. ¿Acaso tengo derecho
a hablar? ¿Tengo…?
—Todavía no ha hablado —dijo Polly, perdiendo los nervios.
—Sabía que me había granjeado su desaprobación —repuso—. Pensaba
que me había ganado su antipatía y su desconfianza. No tengo nada que
ofrecerle a excepción de mi amor, ¡aunque bien sabe Dios que es lo bastante
impetuoso como para haber estado a punto de volverme loco de
desesperación! ¡No soy digno de usted…!
—Por mí ha renunciado a todo lo que el mundo le ofreció —le
interrumpió ella—. Me he mostrado inflexible e injusta con usted; no quise
reconocer que le había perdonado; pero yo… pero yo…
Y del mismo modo repentino en que había hecho todo lo demás, se dio
la vuelta y, posando su rostro sobre la mano con la que se había aferrado a
la repisa de la chimenea, acabó sumida en un mar de impetuosas lágrimas.
Tal y como reconoció más tarde, no había pagado el dinero por el bien
de Cicely. Lo había hecho porque amaba a Gaston más de lo que se había
atrevido a confesarse a sí misma y, en lo más profundo de su corazón, temía
que se marchase y perderle para siempre. Le había amado incluso cuando se
había mostrado de lo más severa y despectiva. Ella —aunque transcurrió
mucho tiempo antes de que lo admitiese— ya le amaba un poco cuando
prohibió sus visitas a la pequeña casa; y el motivo que la llevó a actuar de
aquel modo fue que se descubrió comenzando a amarle. Todos sus discursos
satíricos y sus agravios desdeñosos no habían sido más que el resultado de
su enfado ante su propia debilidad. Y en verdad esto debía ser cierto pues,
inmediatamente después de aquella conversación, en la cual se había
traicionado a sí misma tan seriamente, Teddy Popham observó que se
mostraba más afable y sosegada de lo que se había mostrado jamás, ni
siquiera en los días de la preciosa Polly P. y el Prince.
Pero la parte más extraña del desenlace fue aquella relacionada con la
propiedad de Gaston Court. Quizás el señor Gaston se ablandó, o quizás
había sido poco cuidadoso y había desatendido la disposición de sus asuntos
hasta que ya fue demasiado tarde; pero, fuese por la razón que fuese, por
alguna argucia del destino, se demostró que el sacrificio de nuestro héroe
había sido infructuoso pues, menos de una semana después de su
compromiso, recibió una carta legal donde se anunciaba que, dado que el
señor Gaston, de Gaston Court, había muerto sin hacer testamento, la
propiedad, naturalmente, pasaría a manos del siguiente heredero varón, el
propio Gaston Framleigh.
Inmediatamente después del matrimonio de su primo, fue anunciado el
compromiso de Diana Dalrymple. Hizo una buena elección, y se ha
convertido en la más hermosa de las matronas. Mas no sentía afecto alguno
por sus primos los Framleigh, y se vio en la obligación de rechazar la
invitación a los esponsales de Cicely con el honorable Teddy, que tuvieron
lugar meses después de los del capitán.
—Son parientes lejanos —tenía por costumbre decir de manera
sosegada a sus amistades—, y no sabemos mucho los unos de los otros.
Gaston era muy rebelde… se endeudó, ya saben, y toda esa clase de cosas;
e incluso fue desheredado por el anciano señor Gaston, de Gaston Court,
aunque se las ingenió para recuperar la propiedad más tarde, pues su tío
murió sin hacer testamento. También conocía a mucha gente de mala
reputación, e hizo un matrimonio sorprendentemente por debajo de sus
posibilidades… con una joven retirada de los escenarios, ya saben, una
bailarina o algo así. A decir verdad, los hombres solían llamarla «Preciosa
Polly P.».
FRANCES HODGSON BURNETT (Mánchester, 1849 – Nueva York
1924) escritora estadounidense de origen británico.
La muerte de su padre precipitó a la familia a la ruina, que tuvo que emigrar
a los Estados Unidos en 1865. Allí, Frances se fue ganando la vida
escribiendo poemas y relatos cortos. A los veintitrés años contrajo
matrimonio con el doctor P. Burnett, de quien tuvo dos hijos. En 1877
apareció su primera novela, That lass o’ Lowrie’s, pero el éxito no le llegó
hasta la publicación de El pequeño Lord (1885), consolidándose
posteriormente con La princesita (1905) y El jardín secreto (1910), que
completan su trilogía para niños. En sus obras ha estado siempre presente el
recuerdo de las diferentes clases sociales y de los reveses de la fortuna.
Tras casarse con el doctor Swann M. Burnett, se divorció y se casó
nuevamente con el doctor Stephen Townsend, de quien también se divorció.
Después de ambos divorcios y de la muerte de su primogénito se asentó en
las Bermudas y Long Island, dedicada a la jardinería, la teosofía y el
espiritismo, hasta su muerte en 1924.
Notas
[1]Abogada y traductora especializada en traducción jurídica y literaria. Su
afición a la Historia la ha llevado a trabajar con distintos historiadores
realizando labores de documentación y traducción. En el ámbito de la
traducción literaria, sus colaboraciones más recientes incluyen Los pájaros
(Gallo Nero, 2018) y El Cid (Cascaborra Ediciones, 2018). <<
[2]Retratista inglés cuyo verdadero nombre era Pieter van der Fae. Se formó
artísticamente en los Países Bajos y en 1641 se estableció en Londres. Poco
después recibió el encargo de retratar a los principales personajes de la corte
inglesa. Carlos III de Inglaterra le nombró pintor de cámara en 1661 y le
armó caballero en 1680. <<
[3] Término de origen francés de finales del siglo XVII, utilizado para
referirse a una jovencita de clase obrera especialmente bonita y coqueta. <<
[4]Aunque la autora modifica levemente los nombres de los personajes, y
más adelante se refiere a ella como Desirèe, podría afirmarse casi con
seguridad que la obra de la que Polly habla es L’amour en commandite,
vodevil de un solo acto que fue representado por primera vez en el Théâtre
du Palais-Royal de París el 8 de noviembre de 1840. <<
[5] Término asociado al de arlequinada, pieza teatral de mimo con
acompañamiento musical que durante la época victoriana se convirtió en
epílogo habitual de la pantomima principal y que, una vez finalizada, daba
paso a la Fairy Cave, un mundo de cuento de hadas en el que todos los
personajes se reunían para conformar un grandioso cuadro final sobre el
escenario. <<
[6]Referencia a Sarah Siddons, cuyo verdadero nombre era Sarah Kemble
(1755-1831), actriz de teatro británica del siglo XVIII. Su importancia fue tal
que en 1952 se fundó la Sarah Siddons Society, que a día de hoy sigue
entregando anualmente un galardón a una prominente actriz. <<
[7]Esta longitud equivale a la nada desdeñable —sobre todo para la época—
altura de 1,83 metros. <<
[8] Planta perenne de tonalidad rosada y floración tardía. <<
[9]Referencia a un personaje de The Lady of Lyons; or, Love and Pride,
melodrama romántico de cinco actos escrito por Edward Bulwer-Lytton. Se
estrenó en Londres, en el Covent Garden, el 15 de febrero de 1838. <<
[10]Nuevamente la autora renombra una obra real usando el nombre de uno
de sus personajes. Así pues, presumiblemente en este caso, Madelon hace
referencia a The Surrender of Calais, una obra en tres actos del compositor
George Colman, el joven, que conjuga drama, tragedia, comedia y opereta,
y que fue representada por primera vez en el Theatre Royal, Haymarket, el
30 de julio de 1791. <<
[11] Esta canción infantil, muy popular en Inglaterra durante la época
victoriana, en realidad tienen su origen en Compagnons de la Marjolaine,
una antigua canción francesa del siglo XVI de autoría anónima. <<
[12] En francés en el original. Vivandière es un término francés utilizado
para designar a las mujeres unidas a los regimientos militares como
cantineras. Su función histórica de vender vino a las tropas y trabajar en
comedores llevó a la adopción del nombre cantinière, que vino a suplantar
el vivandière original a partir de 1793. El uso de ambos términos fue común
en Francia hasta mediados de siglo XIX, y vivandière siguió siendo el
término de elección en países de habla no francófona como Estados Unidos,
España, Italia y Gran Bretaña. <<
[13]
En la mitología griega, Hebe era la diosa de la juventud, hija de Zeus y
Hera. Según la Ilíada, Hebe era la ayudante de los dioses que llenaba sus
copas con néctar. <<
[14] Referencia al espectáculo, normalmente de un solo acto y en clave
humorística, que se ofrecía después de una obra de teatro durante los
siglos XVIII y XIX, poniendo fin a la función del día. Su objetivo era el de
aligerar las tragedias de cinco actos que se interpretaban en los teatros y, por
tanto, solían ser pantomimas, farsas, comedias cortas, etc… <<
[15]Alusión a una antigua fábula griega asociada comúnmente al mito de
Esopo, de la que existen numerosas versiones; en todas ellas se usa como
referencia un ave distinta, aunque siempre de la familia de los córvidos. En
la fábula, el córvido en cuestión se disfraza con las plumas de otras aves
más hermosas y elegantes para competir con ellas, pero siempre acaba
siendo descubierto y colocado nuevamente en el lugar que le corresponde;
en ciertas versiones, se le arranca su propio plumaje a modo de castigo. La
moraleja inherente a la historia es que si deseamos aparentar más de lo que
realmente somos, tan solo sufriremos humillaciones. <<
[16]Todos ellos son remedios para despertar de la inconsciencia a una
persona que se ha desvanecido. Quizás el que más extraño puede
resultarnos es el método de las plumas quemadas, pero lo cierto es que el
intenso olor resultante de quemar plumas de ave produce el mismo efecto
que los frascos de sales o el agua de colonia. <<
[17]Recipiente pequeño y decorativo con la parte de arriba perforada, usado
para contener preparaciones como sales aromáticas. <<
[18]Juego de naipes en el que, a pesar de su origen inglés, se usa la baraja
francesa. Se usan 52 cartas y se establecen dos parejas adversarias. <<
[19]Referencia a un tipo de diván que, por lo general, dispone de cabeza,
pero no de parte posterior; en ocasiones no dispone ni de lo uno ni de lo
otro. Este tipo de mueble lujoso fue importado a Europa desde Oriente en el
siglo XVIII. <<
[20]Alusión a la amistad de extraordinaria nobleza existente entre Damón y
Fintias, dos filósofos pitagóricos que vivieron en el siglo IV en Siracusa. El
tirano Dionisio I condenó a Fintias a muerte por conspirar contra él, y este
propuso que Damón ocupase su lugar mientras resolvía unos asuntos
personales antes de la ejecución. Damón, ante la llamada de su amigo, no
dudó en ofrecerse como garante, y Dionisio estableció un plazo dentro del
cual, si Fintias no había vuelto, Damón sería ejecutado en su lugar. Nadie
confiaba en que Fintias volviese dentro del plazo y creían que había
engañado a Damón para que muriese por él, pero sí regresó, y Dionisio, en
recompensa a una amistad tan fiel, perdonó la vida a ambos. <<