Que Es La Biblia-1
Que Es La Biblia-1
Que Es La Biblia-1
La Biblia o Sagrada Escritura es la colección de libros que, escritos bajo la inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales libros divinos e inspirados han sido entregados a
la Iglesia1.
Por tanto, si queremos entender qué son los libros sagrados, lo primero que hay que hacer
notar es que esos libros, a diferencia de todos los demás que existen en el mundo, tienen dos
características propias y exclusivas: la primera es que son de origen divino, debido a una acción
peculiar que es la inspiración divina de la Sagrada Escritura; la segunda es que la Biblia ha sido
entregada por Dios a su Iglesia como un sagrado depósito y don divino, que ha de guardar,
interpretar y exponer a los hombres para que éstos, conociendo y amando a Dios en esta vida, puedan
recibir la bienaventuranza eterna.
Debemos tener ante la vista que la lectura de la Sagrada Escritura, además de darnos un
conocimiento de lo que es Dios en sí mismo, debe producir en nosotros un aumento del amor de Dios
y del prójimo; es más, se puede afirmar que si no se consigue este aumento de la caridad no se ha
entendido del todo la Sagrada Escritura: «Todo el que conozca que el fin de la Ley es la caridad que
procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida2, prefiriendo todo el
conocimiento de la divina Escritura a otras cosas, dedíquese con confianza a exponer los libros
divinos. El que juzga haber entendido las divinas Escrituras o alguna parte de ellas y con esta
inteligencia no edifica el doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió»3.
Después explicaremos más detenidamente esas dos características; queremos ahora, como un
paso previo, exponer unas cuantas nociones acerca de la Revelación divina.
LA REVELACIÓN DIVINA
Literalmente la palabra «revelación» significa quitar el velo que oculta algo. En el lenguaje
religioso quiere decir la manifestación que Dios hace a los hombres de su propio ser y de aquellas
otras verdades necesarias o convenientes para la salvación. Dios se da a conocer al hombre de dos
maneras: una es a través de sus criaturas, al modo como un artista a través de su obra; éste es nuestro
conocimiento natural acerca de Dios, descrito con gran fuerza poética en el Antiguo Testamento en
el libro de la Sabiduría: «Vanos son por naturaleza todos los hombres que no conocen a Dios y que
no son capaces de conocer, por los bienes que disfrutan, a Aquél que es, y por la consideración de las
obras no conocen al artífice; sino que al fuego, al viento, a la brisa, o a la bóveda estrellada, al agua
impetuosa, o a los astros del cielo los tomaron por dioses rectores del mundo. Pues si seducidos por
su belleza los tienen por dioses, deberían conocer cuánto más es el Señor de todos ellos, pues es el
autor mismo de la belleza quien hizo todas estas cosas. Y si se admiraron del poder y de la fuerza,
deduzcan de ahí cuánto más poderoso es el que los hizo; pues de la grandeza y hermosura de las
criaturas, se llega, pensando, a conocer al Hacedor de todas ellas»4. Esto es lo que el Apóstol San
Pablo recordaba a los Romanos, cuando escribía que las perfecciones invisibles de Dios, en concreto,
su eterno poder y su divinidad, se hacen visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas5.
1
Cfr Dei Filius, cap. 2.
2
Cfr 1 Tim 1, 5.
3
De doctrina christiana, 1, 36, 40; 1, 40, 44.
4
Sap 13, 1-5.
5
Cfr Rom 1, 20.
Pero Dios no se ha contentado con que el hombre tenga ese conocimiento natural, sino que Él
mismo se ha dado a conocer de una manera directa: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios
en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado en
el Hijo, a quien constituyó heredero de todo y por quien hizo también el mundo»6. Esta acción de
Dios es la Revelación sobrenatural o divina.
Con una sabia pedagogía Dios escogió al pueblo de Israel para manifestarse gradualmente,
por medio de los Profetas, en el Antiguo Testamento. Esta Revelación tiene su plenitud en Jesucristo,
el Hijo de Dios hecho hombre, que nos ha comunicado toda la verdad. «Dios quiso que lo que había
revelado para salvación de todos los pueblos se conservara integro y fuera transmitido a todas las
edades. Por eso, Cristo Nuestro Señor, plenitud de la Revelación, mandó a los Apóstoles predicar a
todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta,
comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los Profetas que Él mismo
cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles con su
predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las
obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además los mismos Apóstoles y
otros varones apostólicos pusieron por escrito el mensaje de la salvación, inspirados por el Espíritu
Santo»7.
Así en la Iglesia, junto a la Sagrada Escritura, existe la Sagrada Tradición. Ambas constituyen
el depósito de la Revelación de Dios referente a la fe y costumbres, entregado por Cristo a los
Apóstoles y por éstos a sus sucesores hasta llegar a nosotros.
De esta forma la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el medio por el que
nos llega la Revelación salvadora de Dios: «La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y
compenetradas, manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, se ordenan hacia el mismo
fin»8.
Gracias a la Tradición, la Iglesia conoce el canon de los libros sagrados y los entiende cada
vez con más profundidad. Por esta razón, la Sagrada Escritura no puede ser entendida sin la Sagrada
Tradición.
Esta Sagrada Tradición se contiene principalmente en las enseñanzas del Magisterio universal
de la Iglesia, en los escritos de los Santos Padres, y en las palabras y usos de la Sagrada Liturgia.
Tanto la Tradición como la Escritura han sido confiadas a la Iglesia y, dentro de ella, sólo al
Magisterio corresponde interpretarlas auténticamente y predicarlas con autoridad. Y así, ambas se
han de recibir e interpretar con el mismo espíritu de devoción9.
6
Heb 1, 1-2.
7
Dei Verbum, n. 7.
8
Dei Verbum, n. 9.
9
Cfr De libris sacris.
menoscabo de la libertad del escritor sagrado, que mueve la voluntad de éste para escribir fielmente
lo que ha concebido en su inteligencia; por último consiste también en una ayuda eficaz para que el
hagiógrafo encuentre el lenguaje y los modos apropiados para expresar aptamente y con infalible
verdad todo lo que ha concebido y querido escribir10.
De este modo Dios es el autor principal de la Sagrada Escritura, y los escritores sagrados
(hagiógrafos) también son verdaderos autores, aunque subordinados, a modo de instrumento
inteligente y libre, en manos de Dios11.
Según esto, el libro inspirado es el fruto de una acción de Dios y del hagiógrafo, de modo que
todos los conceptos y todas las palabras del texto sagrado se deben simultáneamente a Dios y a su
instrumento, el hagiógrafo. Nada hay en la Biblia, pues, que no esté inspirado por Dios.
EL MENSAJE DE LA BIBLIA
La Biblia no nos habla de Dios a la manera de los otros libros, sino que en ella Dios nos
habla de sí mismo, lo cual es distinto. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son Palabra de
Dios, palabra viva y vivificante. Existe ciertamente en la Biblia —además de la narración de hechos
históricos— todo un sublime cuerpo de enseñanzas; de ellas se desprende una profunda filosofía y
todo un conjunto de principios éticos. Pero la presentación de todo ese tesoro de verdades se efectúa
de modo concreto, vivo; porque está ligado a acontecimientos reales, intervenciones de Dios en la
historia: p. ej., los primeros capítulos del Génesis, al narrarnos los orígenes del mundo y del hombre,
contienen unas profundas enseñanzas no sólo de orden sobrenatural, sino también natural, como que
Dios creó de la nada todos los seres; cuando leemos que Dios creó los cielos y la tierra, vemos
inmediatamente que el Señor es creador y trascendente al mundo, que el hombre es criatura suya.
La Biblia contiene lo más importante de la historia humana en orden a nuestra salvación; a
través de esa historia, y como motor interno que la impulsa, hay otra realidad, histórica también,
menos perceptible: los impulsos, fuerzas y sentimientos que Dios ha ido poniendo en los
protagonistas de esa historia o en los autores sagrados que pusieron por escrito tales acontecimientos.
Hay, pues, en el interior de esa historia humana como otra historia que hace Dios a través de nosotros
los hombres, en favor nuestro y con nuestra colaboración o a pesar de nosotros. Fundamentalmente
la Biblia es Historia de la Salvación, o mejor dicho, la historia de la salvación divina de los hombres.
Y en medio de ella se alza la clave para entender esa historia: la Muerte y Resurrección de Jesús. En
efecto, la Cruz es la gran explicación de esa historia: para salvar al mundo, Dios se hace hombre y se
deja enclavar en la Cruz como un malhechor; pero al tercer día resucita de entre los muertos. Así
salva Dios a la humanidad de la esclavitud del pecado, de la muerte y del demonio. Esa Encarnación-
Muerte-Resurrección, o dicho de otro modo, ese misterioso Dios-Hombre, Jesucristo, es,
efectivamente, el centro de la Biblia: desde las primeras páginas del Génesis, hasta las últimas del
Apocalipsis, todo tiende primero, y depende después de Cristo muerto y resucitado. Y una vez que la
Cruz ha sido alzada en las afueras de Jerusalén y en el centro de la historia, ésta y el mundo no
pueden tener sentido alguno al margen de esa Cruz. En ese momento la Historia de la Salvación
alcanza su punto culminante. El más grande Amor de Dios, Todopoderoso, humillándose hasta la
muerte, alcanza la victoria sobre ésta, sobre el mal, sobre las potencias demoníacas. Ahí está el
misterio de la Cruz: para vivir, se muere; para vencer, se pierde. Antes de Jesús, desde la caída
original de nuestros primeros padres, todo es promesa, preparación, espera. Después, todo es
10
Providentissimus Deus.
11
Cfr Ibid. y Dei Verbum, n. 11.
cumplimiento, realidad, aunque también en esperanza y en fe, hasta que llegue la consumación de los
siglos.
La historia bíblica tiene también un comienzo, pero, a diferencia de la historia profana que
sólo narra episodios ya acaecidos, la bíblica tiene un final, un futuro, ya en cierto modo escrito. Ese
comienzo es la creación del hombre y su inmediata elevación a un estado de justicia y santidad, de
felicidad, dramáticamente perdido. El final es la visión del Cielo, bajo la imagen de la Jerusalén
celestial, la futura Ciudad Santa de Dios. Esta historia bíblica se desarrolla a través del tiempo y del
espacio. Podemos reconocer en ella unas edades en las que se divide a grandes rasgos:
1.ª Después del paraíso perdido corrieron lentamente los tiempos. Dios, una vez cometido el
pecado original por nuestros primeros padres, promete el futuro Salvador, que nacería de la estirpe
de la Mujer12. Transcurrieron luego los siglos en los que Dios no abandonó del todo a la humanidad.
Así, manifestó su misericordia con los antiguos patriarcas, como Henoc, y sobre todo Noé, con quien
entró en especiales relaciones de alianza. En el discurso a los atenienses en el Areópago, San Pablo
llama a esta edad los «tiempos de la ignorancia»13, y en su carta a los Romanos, «tiempos de la
paciencia de Dios»14; en el discurso a los ciudadanos de Licaonia habla San Pablo de que en esa edad
Dios permitió que las gentes siguiesen sus propios caminos15. Durante este periodo Dios «tiene
paciencia», tolera que la humanidad experimente en sí misma las funestas consecuencias del pecado
y de la ignorancia sobre el verdadero Dios.
2.ª Llegado un determinado momento, el Señor interviene de modo más decisivo en la
historia humana: es la vocación de Abrahán seguida de la promesa: «en ti (en tu descendencia) serán
benditas todas las tribus de la tierra»16. Éste es el «tiempo de la promesa» según el discurso de San
Esteban17. Desde entonces la humanidad anda dividida: de un lado, el pueblo que nace de Abrahán;
de otro, el gran resto de la humanidad, los gentiles. La vida humana, fuera del pueblo elegido, se
regía por los principios esculpidos por Dios en la conciencia18; esos hombres podían salvarse
mediante el cumplimiento de la ley natural, ya que el Señor no niega la gracia a quien hace lo que
está de su parte. Pero los hombres, en gran proporción, ahogaron la voz de su conciencia y vivieron
en el pecado19.
3.ª Una nueva intervención divina inicia, como una tercera edad, el «tiempo de la Ley». Dios
elige esta vez a Moisés, revelándole su propia intimidad en el episodio de la zarza ardiente20 y
estableciendo un pacto, la Alianza del Sinaí21, en la que Dios da a los hebreos la Ley, que habrían de
cumplir para mostrar su fidelidad a la Alianza. Dios constituye así a los clanes hebreos en su pueblo,
el pueblo de Dios. Desde entonces (siglo XIII a.C.) hasta Jesucristo, la historia bíblica no es otra que
la historia de la Alianza antigua, la historia del Antiguo Testamento.
La Alianza junto con la Ley dada por medio de Moisés, punto de arranque del pueblo elegido,
serán el centro de resurgimiento hacia el cual Israel deberá tornar una y otra vez después de sus
crisis, para permanecer fiel a su vocación de Pueblo de Dios. En momentos graves, o especialmente
solemnes, se renovará la antigua Alianza. Discurrirán épocas diversas: la de la conquista de Canaán
12
Cfr Gen 3, 15: pasaje llamado «protoevangelio», es decir, «primer evangelio» o buena noticia de la salvación.
13
Act 17, 29-30.
14
Rom 3, 26.
15
Act 14, 16.
16
Gen 12, 3.
17
Cfr Act 7, 17.
18
Cfr Rom 2, 12-15.
19
Cfr Rom 1, 18-32.
20
Cfr Ex 3, 14-17.
21
Cfr Ex 19-24; Dt 29.
bajo el caudillaje de Josué (fines del siglo XIII a.C.); el periodo de las tribus dispersas (siglo XII y
primera mitad del XI), agrupadas parcial y ocasionalmente bajo los Jueces; los largos siglos de la
monarquía hebrea (siglos XI-VI a.C.), en los que los Profetas ejercitarán un trascendental ministerio
religioso y volverán a exhortar al pueblo y a sus dirigentes para que retornen al espíritu auténtico de
la Alianza y de la Ley; la gran crisis nacional y religiosa del exilio de Babilonia (siglo VI a.C.),
terrible prueba de la que el alma israelita se rehace gracias a los Profetas y a algunos dirigentes de
profunda religiosidad, como Nehemías y Esdras; y, finalmente, el largo periodo posterior al exilio
(siglos V al I a.C.), no exento de peligros y momentos graves, como la helenización forzada a la que
quisieron someter los monarcas seleucidas de Siria a los judíos, y contra la que éstos se sublevaron
bajo el caudillaje de los Macabeos (siglo II a.C.).
Durante estos largos siglos se fue forjando a la vez la Religión y la Historia de Israel. A
impulsos del Espíritu divino los Jueces, los Reyes y los caudillos defendieron la independencia
nacional, condición necesaria para conservar la pureza monoteísta de la religión revelada del AT. A
impulsos del mismo Espíritu, los Profetas fueron enseñando las verdades de la Revelación: unos
acentuaron la responsabilidad moral y social del Pueblo de Dios (p. ej.. Amós); otros el infinito y
entrañable amor de Dios por su pueblo (p. ej., Oseas); o la inefable trascendencia de la majestad
divina (p. ej., Isaías); o bien la necesidad de la confianza sin límites en Dios (p. ej., Jeremías); o la
responsabilidad individual frente al anonimato de la colectividad (p. ej., Ezequiel); etc. Mientras
tanto, un río conductor de la esperanza se fue haciendo cada vez más caudaloso, formando el cauce
de la predicación profética: el mesianismo del AT, que tendrá su cumplimiento en la Persona y en la
obra de Jesús el Cristo, el Mesías. Al mismo tiempo, y sobre todo en los últimos siglos de la historia
del AT, y también a impulsos del mismo Espíritu divino se ha ido desarrollando la sabiduría hebrea:
espíritus selectos, escogidos por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de
los Profetas, y cultivados en la reflexión profunda sobre la vida, irán labrando, bajo la inspiración del
Espíritu Santo, la llamada literatura sapiencial del Antiguo Testamento, que completará la
Revelación, preparando a los hombres para la venida del Mesías Salvador en la «plenitud de los
tiempos»22.
4.ª Por fin la «plenitud de los tiempos»: la Encarnación del Verbo de Dios, Jesucristo. Por su
vida sobre la tierra, por su sacrificio en la Cruz seguido de su Resurrección gloriosa, Cristo alcanza
la victoria sobre los poderes y fuerzas que esclavizan a la humanidad. Jesús trae como una nueva y
definitiva creación, aunque muy distinta de la primera. Él es el nuevo Adán —según la imagen de
San Pablo— primogénito de toda la creación renovada: Él es la Cabeza del nuevo Pueblo de Dios, la
Iglesia, no asentado sobre la «carne y la sangre», sino sobre el espíritu y la caridad, sobre la Nueva
Alianza en la propia Sangre de Jesús. Por su Resurrección y Ascensión al Cielo, la Humanidad de
Jesús, unida a su Divinidad en la misma y única Persona del Verbo (unión hipostática), recibe del
Padre el señorío sobre toda la creación, visible e invisible, terrestre y celestial: han comenzado los
últimos tiempos de la historia.
23
Cfr Dei Verbum, n. 11.
INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA
«El sentido auténtico de las Sagradas Escrituras sólo podemos conocerlo por la Iglesia,
porque sólo la Iglesia no puede errar en su interpretación»24. Ya de la definición de la Sagrada
Escritura, enseñada por el Concilio Vaticano I, se desprende esta condición esencial de la
interpretación de la Biblia, a saber, que únicamente la Iglesia, mediante su Magisterio, es el
intérprete auténtico de la Sagrada Escritura. Y esto en el doble sentido positivo y negativo: hay que
aceptar como sentido bíblico el que haya sido propuesto por el Magisterio de la Iglesia (bien
directamente o bien de una manera indirecta); se ha de rechazar toda interpretación que no concuerde
con ese sentido propuesto por el Magisterio. Por ello la Sagrada Escritura no puede ser plenamente
entendida por quien no tenga la fe cristiana. Ocurre ante la Biblia como ante la figura de Jesucristo:
quien no tenga la fe, solamente podrá ver en Jesús a un hombre evidentemente extraordinario y
singular; pero con ello queda muy lejos de la verdad, y por tanto, no entenderá a Jesucristo quien no
crea que es el Hijo de Dios Encarnado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el único
Salvador y Redentor de la humanidad.
Paralelamente, la Biblia, en su sentido profundo, no puede ser entendida por quien no crea en
su divina Inspiración y en que tiene a Dios por autor principal. Este hecho es norma imprescindible
para una recta interpretación de la Biblia, no pudiendo ser sustituida por ninguna técnica humana:
literaria, histórica, filosófica, etc.
San Agustín, después de aclarar varias dificultades sobre la interpretación de la Escritura,
respondía a un amigo suyo: «Hágase cristiano el que las ha propuesto, no sea que si espera resolver
todas las cuestiones acerca de los libros santos, acabe esta vida antes de pasar de la muerte a la vida.
Hay innumerables problemas que no pueden resolverse antes de creer, bajo el riesgo de terminar la
vida sin fe. Una vez aceptada la fe, pueden estudiarse con ahínco para ejercitar la piadosa delectación
de la mente fiel»25.
En cuanto que es también un libro humano de notable antigüedad, son útiles a veces ciertas
aclaraciones de carácter histórico, literario, etc., como ocurre con cualquier documento antiguo.
A este propósito podemos recordar la comparación que hacía San Agustín: los israelitas al
salir de Egipto llevaron consigo objetos valiosos de oro, plata, piedras preciosas, vestidos, etc., que
los egipcios utilizaban para su adorno personal o para el culto idolátrico. Pero precisamente de esos
objetos preciosos se valieron los hebreos para fabricar los ornamentos para rendir culto al verdadero
Dios. El santo Obispo de Hipona recoge esta idea aplicándola al uso de las ciencias humanas
(filosofía, historia, literatura, etc.), para la inteligencia de las Escrituras, con tal de aplicarlas
verdaderamente al servicio de las Escrituras, es decir, con humildad y reverencia y la invocación de
la gracia divina: «El que se dedica al estudio de las Sagradas Escrituras (...), no deje de pensar en
aquella máxima apostólica: la ciencia hincha, la caridad edifica (1 Cor 8, 1); porque sentirá que, a
pesar de haber salido rico de Egipto, si no celebra la Pascua, no podrá salvarse»26.
24
Catecismo Mayor, n. 887.
25
Epístola 102, 6, 38.
26
De doctrina christiana, 2, 9, 14.
error. Por tanto, en la Sagrada Escritura no puede haber error alguno, porque siendo toda inspirada, el
autor de todas sus partes es el mismo Dios.
En las cosas de la naturaleza, que son propias de las ciencias físicas, etc., Dios no ha querido
enseñar de modo sobrenatural a los hombres la íntima constitución del mundo visible y, por tanto,
tampoco los autores sagrados han afirmado nada propiamente sobre esta materia. Lo que realmente sí
enseñan son las verdades necesarias para nuestra salvación: la creación del mundo y del hombre por
Dios, su providencia y gobierno del mundo, la libertad y omnipotencia que tiene Dios para hacer
milagros. Se suelen dar dos razones de conveniencia, que nos ayudan a entender por qué el Señor no
ha revelado la intima constitución del mundo visible: primera, el conocimiento de esas cosas no
afecta directamente a la doctrina de la salvación; y segunda, precisamente esas cuestiones las ha
dejado Dios a la libre investigación de la ciencia humana. Por ello, los hagiógrafos aluden a los
fenómenos de la naturaleza usando las expresiones y los conceptos normales de su época y área
cultural. Por haber escrito en épocas ya antiguas respecto al desarrollo de las ciencias, suelen los
autores sagrados acomodarse a las cosas tal como son captadas inmediatamente por los sentidos y en
su interpretación vulgar de todas las épocas: el sol sale, la luna se pone, etc. Es petulancia superficial
la de quienes, sobre todo en el siglo pasado, exigían a los autores sagrados que hubiesen hablado
según las teorías científicas más modernas, a veces rechazadas después por la misma ciencia. Gracias
a Dios, los hagiógrafos han hablado con un lenguaje sencillo, de modo que todos los hombres
pudieran entenderlos, aplicando un mínimo de sentido común.
En cambio, en materias históricas, la cuestión es bien distinta. Si la explicación de fenómenos
de la naturaleza es asunto en que no tiene por qué entrar la Revelación divina, la historia humana, en
cambio, tiene en muchos aspectos una conexión estrecha con la verdad revelada. La causa es que la
Revelación bíblica no se ocupa sólo de verdades abstractas, sino también de la intervención
misericordiosa de Dios en ciertos acontecimientos de la historia humana. Los fundamentos de la
Revelación cristiana y los grandes dogmas están enraizados muy concretamente en la historia. Por
ejemplo, que el mundo fue creado por Dios está en la base de toda la Revelación acerca del concepto
de Dios, del mundo y del hombre. Que Jesucristo nació de Santa María Virgen por obra del Espíritu
Santo, sin concurso de varón, es una verdad realmente acaecida en la historia y que está en el centro
de la fe cristiana. Que Jesús murió y resucitó en tiempos de Poncio Pilato es el acontecimiento
histórico esencial de la Historia de la Salvación y no es cambiable ni renunciable, ni puede tomarse
en un sentido que niegue su exacta historicidad.
27
Hom. sobre S. Mateo, 1, 8.
28
Cfr Hom. sobre el Gen., 2, 2.
29
Ad Nepotianum, 7, 1.
a todos los fieles (...) la lectura asidua de la Sagrada Escritura para que adquieran la ciencia suprema
de Jesucristo (Phil 3, 8), pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo (San Jerónimo). Acudan
con gusto al texto mismo: en la liturgia, tan llena de las palabras divinas; en la lectura espiritual (...).
Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el
diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando
leemos las divinas Escrituras (San Ambrosio)»30. Por su parte, San Pío X precisaba que «la lectura de
la Biblia no es necesaria a todos los cristianos, porque ya están enseñados por la Iglesia, pero es muy
útil y se recomienda a todos»31.
Para hacer una lectura provechosa hemos de partir necesariamente de la obediencia a la fe de
la única Iglesia de Jesucristo; fe, concretamente, en todo lo que la Iglesia profesa y enseña sobre el
Canon de los Libros Sagrados, sobre su inspiración divina, sobre su inerrancia y veracidad, sobre su
historicidad, sobre su autenticidad. Fe, en definitiva, en que Dios es el autor principal de los Libros
Sagrados y en que éstos contienen la verdad salvadora, sin error alguno.
También es necesaria piedad y santidad de vida para poder entender la Sagrada Escritura.
Para el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, el hombre debe disponerse por la
oración a recibir las luces que nos vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, medita o
estudia la Biblia debe buscar en la oración asidua, en el trato con Dios, la comprensión de esa palabra
santa. No está sólo en la mucha filología, arqueología, sociología, psicología o en cualquier otra
ciencia humana el penetrar los secretos de las divinas letras, sino en el afán por alcanzar la santidad
personal de vida, y por tanto en la luz de Dios.
Se necesita igualmente la virtud de la humildad, que nos haga niños delante de nuestro Padre
Dios. Sólo así se cumplirán en nosotros las palabras de Cristo: «Yo te alabo. Padre, Señor del Cielo y
de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños»32.
La humildad y piedad se manifestarán en no permitir ni admitir opiniones temerarias que
estén al margen de lo que el Magisterio de la Iglesia y la Tradición han enseñado constantemente; en
la firme convicción de que nunca se llegará a demostrar de modo exclusivamente racional verdades
de orden sobrenatural y, por tanto, de que, no se conquista, sino que se acepta gozosamente todo lo
que Dios ha revelado, tal y como el Magisterio de la Iglesia lo propone. Ante la grandeza de los
misterios divinos el cristiano debe sentir la humilde alegría de que su inteligencia no puede
abarcarlos. ¿Cómo puedo yo, que soy un ser finito y pequeño, comprender la infinitud y grandeza de
Dios? Por eso, el Santo Pontífice Pío X escribía citando un texto de San Anselmo: «El afán de
entender moverá nuestra razón, la humildad hará que se aquiete donde no pueda entender: ningún
cristiano, en efecto, debe disputar cómo no es realmente así lo que la Iglesia Católica cree con el
corazón y confiesa con la boca; sino, manteniendo siempre sin dudar la misma fe y amándola y
viviendo conforme a ella, buscar humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra
entender, dé gracias a Dios; si no puede, no saque sus cuernos para impugnar (cfr 1 Mach 7, 46), sino
baje su cabeza para venerar»33.
Finalmente, decídase el lector con estas disposiciones a la lectura de los Libros Santos, en los
cuales, si así lo hace, sabrá encontrar a Cristo, pues según decía San Agustín: «La Escritura divina es
como un campo en el que se va a levantar un edificio. No hay que ser perezosos, ni contentarse con
edificar sobre la superficie; hay que cavar hasta llegar a la roca viva: esta roca es Cristo (1 Cor 10,
4)»34.
30
Dei Verbum, n. 25.
31
Catecismo Mayor, n. 884.
32
Mt 11, 25.
33
Communium rerum.
34
In loann. Evang., 23, 1.