U1 Ética Bases Históricas
U1 Ética Bases Históricas
U1 Ética Bases Históricas
Extraído y resumido de Ética, de Cenci, Laera y Lythgoe (Buenos Aires, Temas, 2007).
La ética occidental se apoya principalmente en dos pilares. Uno de vertiente griega cuyo objetivo es
responder a la pregunta acerca de qué es una “buena vida”, y el eje de la atención ronda en torno a la
naturaleza de la felicidad. Esta tradición incidió no sólo en los pensadores griegos (el más destacado,
Aristóteles), sino también en el pensamiento cristiano (Tomás de Aquino). El otro pilar estuvo influido
por la tradición judeo-cristiana y gira en torno al problema del deber y de hacer lo correcto. Esta tradi-
ción empieza a tomar fuerza a partir del siglo XVIII, y entre los filósofos más importantes está Kant.
El concepto central sobre el que se apoya la moral griega clásica es el de areté (virtud o excelencia).
Cuando Homero (VIII A.C.) hablaba de virtudes se refería a aptitudes que le permitían al hombre desa-
rrollar su rol social. Para Homero hay un estrecho vínculo entre la virtud y el honor. El honor era un va-
lor asignado socialmente. Un hombre sin honor era la peor tragedia. La virtud heroica lograba su perfec-
ción con la muerte física del héroe y la perpetuación de su fama. En otras palabras, el ideal de hombre
que tenía en mente Homero era el guerrero. Éste difiere del ciudadano ateniense que era el ideal aristoté-
lico o del humilde piadoso que surge del cristianismo, o del ideal utilitarista moderno que concibe a las
virtudes como aquellas cualidades morales que permiten el éxito y la realización personal.
A partir del 600 A.C. se consolidó el comercio entre los griegos y los pueblos de otras partes del
Mediterráneo. Una de las consecuencias directas de los vínculos entre las polis (fundamentalmente Ate-
nas) y otras regiones fue permitir que los ciudadanos tomaran conciencia de la existencia de otros siste-
mas sociales y estilos de vida. Esta ampliación del horizonte cultural llevó a cuestionamientos de las
costumbres y tradiciones, y en sostener que el fin de la vida humana consistía pura y simplemente en la
satisfacción de los placeres (hedonismo). Esto iba de la mano con posiciones relativistas respecto de la
religión y los estándares éticos tradicionales, generando dudas hacia el sistema en el que el individuo
estaba inserto. El relativismo fue asociado con los sofistas, un conjunto variado y no organizado de maes-
tros y pensadores del siglo V A.C. que viajaban a lo largo de Grecia dando clases y asesoramiento en
retórica y política.
Dentro de este contexto aparece Sócrates (479-399 A.C.). Él intentó reivindicar los valores tradicio-
nales frente al hedonismo, relativismo y escepticismo en auge, y reconocer la primacía de los bienes in-
ternos por sobre los externos.
En su crítica al hedonismo, Sócrates entiende que los hombres no están dominados por los placeres
o la satisfacción de sus deseos. Es la razón la que interviene entre el apetito y la acción, y por ello dis-
crimina cuáles placeres se pueden satisfacer y cuáles no. La razón se encuentra por encima del deseo,
sopesando placeres y dolores presentes y futuros para llevar a cabo cualquier acción. La razón permite
contemplar las consecuencias de una acción que, quizá inmediatamente, puede satisfacer un deseo, pero
también puede provocar un daño futuro (por ejemplo, podemos disfrutar de una comilona hoy, pero la
razón avisa que seguramente pagaremos mañana las consecuencias).
Para Sócrates el ser humano se presenta como una entidad que no es completamente buena ni mala,
pero que desea perfeccionarse. Existe una dicotomía entre bienes externos como la riqueza, la fama y
poder, y los bienes de la excelencia, como la justicia, la virtud y temperancia. Los primeros son medios
para lograr otros bienes, y no tienen valor si se carece de los bienes excelentes que les den sentido.
Sócrates centra su interés en el cuidado de las almas, porque son el origen de todos los bienes y ma-
les del ser humano en su totalidad. Todos los bienes y virtudes carecen de valor si el alma no los usa
prudentemente. Pero la excelencia o virtud del alma son inseparables de la verdad y el entendimiento. En
su opinión, es imposible que todo aquel que conozca en qué consiste el bien, se deje llevar por las pasio-
nes o deseos en lugar de ejercitarlo. Quien hace mal, lo hace por ignorancia. A esta posición respecto de
la virtud se le llama intelectualismo.
Un corolario que surge de sostener que la virtud supone cierto tipo de conocimiento es que debería
resultar sencillo erradicar el mal y lograr la virtud en el mundo, pues sólo bastaría enseñarla. Sin embar-
go, Sócrates descree que se pueda enseñar la virtud del mismo modo que cualquier otro arte. Si eso fuera
posible, habría muchas escuelas con maestros y discípulos de la virtud.
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Al igual que Sócrates, su discípulo Platón (427-347 A.C.) defendía una ética eudemonista basada en
las virtudes. El término eudaimon se compone de dos partes: “eu” (bueno) y “daimon” (divinidad o espí-
ritu), lo cual significa vivir de un modo que es favorecido por dios. El término con que se traduce nor-
malmente es “felicidad”, pero en un sentido clásico, no actual. Platón la concebía como un estado de
perfección metafísica que escapa a la comprensión ordinaria. El ideal platónico de felicidad es, por una
parte, austero porque insta a que el alma permanezca distanciada de los placeres del cuerpo, y por la otra,
abnegada, pues da valor a la vida comunal por sobre la individual.
En La República, Platón explica el estrecho vínculo entre la polis y el individuo. La verdadera moral
debe presidir tanto la vida del individuo como la de la comunidad. La moral es un conocimiento que nos
orienta a alcanzar la felicidad, pero sólo podemos ser felices dentro de una comunidad bien organizada.
Por lo tanto, lo bueno y lo justo son lo mismo para el individuo y la polis.
Platón sostiene que la justicia es el mayor de todos los bienes o fines. Esta conclusión surge de la
distinción entre bienes internos, que se obtienen en el ejercicio de la acción, y externos, que surgen como
consecuencia de lo que se hizo. No es lo mismo no engañar a un cliente para no perderlo, que no enga-
ñarlo porque está mal. En opinión de Platón, el mayor bien o fin debe ser aquel que es deseable por sí
mismo y también por sus resultados, y este no puede ser otro que la justicia.
Platón dice que el ser humano posee tres almas: la racional, que aporta el componente inteligente y
gracias a la cual el hombre conduce; la irascible, asociada con nuestra decisión y corazón para llevar a
cabo las acciones; y las pasiones o parte concupiscible, vinculada a deseos e instintos. La virtud de la
parte racional es la prudencia; la valentía o fortaleza guían la parte irascible; la moderación o templanza
regulan las pasiones, deseos y apetitos. Así, la justicia se presenta como la virtud que no está asociada
con un alma en particular: es la armonía o perfección con que cada uno cumple la función que le corres-
ponde según la virtud que le es específica.
Sin embargo, Platón considera que existe una instancia más fundamental que la justicia y es la idea
del Bien. Todas las virtudes obtienen sentido de esta idea. La idea del Bien es presentada como el fun-
damento de todo su sistema. El filósofo lo compara con el sol ya que es causa del ser y conocer todo, y
aquello hacia lo cual tiende todo.
Es Aristóteles (384-322 A.C.) el primer filósofo en elaborar tratados sistemáticos sobre ética. Aris-
tóteles coincide con Platón en sus éticas de la virtud, en la necesidad de integrar el pensamiento moral
con nuestros apetitos y emociones, y en la importancia de educar el carácter desde la infancia y en el
nexo entre la ética y la política. Pero el modo de abordar su proyecto ético es diferente al de su mentor.
Aunque es consciente de que no todos son influidos de la misma manera por la educación, considera que
la educación de los jóvenes en los hábitos morales influye mucho más que los argumentos racionales en
los escépticos (postura de Sócrates y Platón).
Aristóteles reconoce la importancia de la razón en la ética al igual que los filósofos anteriores, pero,
a la vez, la aplica a distintos tipos de saberes. El primero de ellos es la ciencia. Su objeto de estudio es
aquello que no puede ser de otro modo, es decir, que es necesario. Este saber es demostrativo y es pasi-
ble a ser enseñado y aprendido (por ejemplo, lógica y matemática). Frente a este tipo de saber encontra-
mos aquellos que se refieren a lo que puede ser de otra manera, a lo que podemos controlar a voluntad.
Aquí están los saberes técnicos. Su objetivo no es dar cuenta de lo que sucede en la realidad, sino esta-
blecer normas o pautas acerca de cómo lograr un fin determinado. En este sentido el saber técnico es
normativo: si quieres hacer esto, tienes que cumplir con estas pautas (construcción de una casa o receta
de cocina). Por último están los saberes prácticos que nos orientan sobre cómo actuar bien o conducirnos
en nuestra vida. Pero a diferencia de los técnicos, la acción está movida por el placer y el dolor, que pue-
den influir en nuestro juicio. En la práctica cada situación es única y se debe decidir sobre ella. Además,
el fin de la técnica es diferente de ella (el fin de la receta de cocina es el producto más que la receta en
sí). En cambio, en el caso de la práctica, la buena acción no adquiere sentido por un fin diferente a ella,
sino que es buena por sí misma. La ética, para Aristóteles, es un saber práctico.
La Ética de Aristóteles comienza asociando a la vida humana con una práctica, con sus bienes o fi-
nes propios. Esto lo hace a partir de la pregunta de si en nuestras vidas existe algún bien supremo al cual
tendamos y, si lo hubiere, en qué consiste. Sólo pensando la vida como una práctica es posible considerar
que existen fines o bienes a los que se tiende y virtudes en su ejercicio.
Aristóteles señala que toda actividad humana, cualquiera fuera su naturaleza, tiende a un bien o fin.
Pero más allá de la cantidad de actividades que desarrollamos, sólo existe un fin mayor y último de la
vida y los demás son fines subordinados, dependientes de este último. Para justificar su posición comien-
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za por distinguir dos tipos de fines o bienes: aquellos que deseamos porque nos permiten alcanzar otros
bienes, y aquellos que deseamos por ellos mismos, y a causa de los cuales los demás bienes son desea-
bles. La existencia del primer tipo de fines es aceptado de manera general, no sucede lo mismo con el
segundo. Sin embargo, si no existiera este último fin habría una cadena infinita de fines intermedios,
porque la ausencia de un fin último le quita consistencia y contenido a los fines intermedios.
Esta determinación del fin último en Aristóteles contrasta con el de Platón. A diferencia de éste, que
había concluido que la justicia es el mayor bien porque es deseable por sí misma y también por sus resul-
tados, Aristóteles sostiene que el fin de la vida sólo puede ser deseable por sí mismo; lo que conduce su
análisis hacia la felicidad. La tarea que realizará en torno a este concepto será prescriptiva y no descripti-
va, esto significa que su intención no es realizar una descripción de qué es para cada uno la felicidad,
sino que busca proponer una definición de felicidad válida para todos los hombres, independientemente
de sus gustos y preferencias individuales. En contraste con Platón, Aristóteles reconoce el valor que tiene
la opinión de la gente. Parte de su labor será aclarar la opinión vulgar, por lo que su primer paso consiste
en indagar la opinión general acerca de qué es la felicidad. Al no encontrar un consenso de esta defini-
ción, el filósofo se limita a evaluar las tres más importantes.
La primera es la que identifica la felicidad con el placer. Aristóteles se alinea en este punto con Pla-
tón y rechaza la asociación, básicamente porque vulgariza la vida humana y la acerca a la de las bestias.
La segunda definición asocia la felicidad a los honores. Aristóteles arguye que la felicidad es un bien
buscado por sí mismo, los honores, en cambio, se desean para persuadirse de que uno tiene algún mérito.
Su obtención no depende de uno, sino del acuerdo de terceros que lo otorgan. La felicidad no puede ser
fácilmente arrebatable según las circunstancias, pero nada es tan efímero como el reconocimiento de los
demás. Finalmente está la posición que identifica a la felicidad con las riquezas. Aristóteles la rechaza
porque son un medio para conseguir otros bienes, aunque no descarta que puedan ser condición de felici-
dad.
Ante la ausencia de una opinión satisfactoria, Aristóteles cambia su modo de abordar la problemáti-
ca y decide estudiar al propio ser humano. Su planteo es que en la medida en que la felicidad es el fin o
bien supremo del ser humano, deberíamos determinar para qué existe el ser humano, y así determinaría-
mos dónde reside su felicidad.
La cuestión se dirige a establecer qué función es específica del ser humano y, por lo tanto, lo distin-
gue de otros seres vivos. Al igual que Platón, Aristóteles sostiene que el hombre tiene múltiples almas,
cada una de ellas con una función específica. La primera de ellas tiene como función la nutrición y el
crecimiento. Pero no es la que caracteriza al hombre, pues la comparte con las plantas y los animales.
Tampoco lo es la vida sensible, pues también los animales sienten y se mueven. Queda pues como fun-
ción específica del hombre las actividades ligadas a la razón: “Y si la función propia del hombre es una
actividad del alma según la razón, y por otra parte decimos que esta función es específicamente propia
del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, y
así en todas las cosas, añadiéndose a la obra la excelencia de la virtud, decimos que la función del hom-
bre es una cierta vida, y ésta una actividad del alma y acciones razonables, y la del hombre bueno estas
mismas cosas bien y primorosamente, y cada una se realiza según la virtud adecuada…” (Ética a Nicó-
maco). Aquí aparece el concepto de virtud asociado al concepto de bueno. La virtud consiste en el desa-
rrollo pleno de una capacidad, es decir, la excelencia en un área determinada.
Para Aristóteles existen dos clases de virtudes basadas en las dos partes del alma: racional e irracio-
nal. Dentro del alma vinculada con la razón están las virtudes dianoéticas; dentro del alma vinculada con
lo no racional están las virtudes éticas. Las primeras (dianoéticas) se dividen en virtudes basadas en la
razón teórica (inteligencia y sabiduría) y en la razón práctica (prudencia, arte o técnica, discreción, pers-
picacia, buen consejo). Las segundas (éticas) se dividen en virtudes vinculadas al autodominio (fortaleza,
templanza y pudor) y las ligadas con las relaciones humanas (justicia, generosidad, amabilidad, veraci-
dad, buen humor, afabilidad). Mientras las virtudes dianoéticas se manifiestan e incrementan a partir de
la enseñanza, las éticas surgen gracias a la costumbre.
La virtud ética para Aristóteles se define como un hábito adquirido bueno. Los hábitos nos capaci-
tan a comportarnos de cierta manera respecto de nuestras pasiones. Los hábitos evitan que explotemos de
ira en determinadas situaciones y nos llevan a que sí lo hagamos en otras tantas. El concepto de hábito,
además, busca centrarse en un estilo de vida que tienda al perfeccionamiento antes que a los actos pun-
tuales. Así, si la virtud es considerada un hábito, entonces supone un constante ejercicio.
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Si reunimos estos elementos tenemos a la virtud como una capacidad para dominar nuestras pasio-
nes según un canon de comportamiento que surge de la razón pero que se ejercita y perfecciona con la
acción.
Hay algunos hábitos que son moralmente indiferentes, como puede ser elegir cierto camino para ir a
la facultad. Otros son moralmente significativos en sentido negativo (vicios). Las virtudes, en cambio,
nos hacen buenos al ejecutarlas. Pero, ¿qué es lo que hace que una virtud sea buena?
Para Aristóteles, toda actividad tiene una gradación cuantitativa continua. Por ejemplo, en el caso de
la vista encontramos una escala que va de la iluminación absoluta a la completa oscuridad. Ahora bien, el
acto virtuoso se ubicaría en el punto medio entre dos extremos viciosos, uno por exceso y otro por defec-
to. Así, la valentía es el punto medio entre la temeridad y la cobardía.
Cuando hablamos del punto medio estamos haciendo referencia a que existe un margen de variación
dependiente de la situación y de nosotros que nos lleva a acercarnos, en este caso, más a la temeridad o
más a la cobardía. Esto significa que no hay una regla universal o procedimiento mecánico que determine
con precisión cómo actuar en cada situación. Sin embargo, esto no significa que estemos frente a un si-
tuacionismo, es decir, en una posición donde es uno el que determina qué es lo bueno y qué es lo malo de
acuerdo a cada caso. Para Aristóteles, lo que hace que el justo medio sea bueno está ligado con la valora-
ción que la sociedad le da a este punto por sobre los extremos. La medida de la mesura entre dos extre-
mos desechables nos remite a un orden social aceptado y tomado como norma. Las virtudes surgen, así,
de haber introyectado las normas y saber aplicarlas en el momento correcto.
La ética socrática intentaba establecer la razón como criterio decisorio acerca de la moralidad de las
acciones. La moral aristotélica, en cambio, busca una solución de compromiso entre la razón y el ele-
mento irracional y fáctico de las costumbres.
Cada una de las virtudes éticas (fortaleza, templanza, justicia, generosidad, etc.) nos permite actuar
correctamente en un ámbito acotado. Poseer alguna de estas virtudes no significa que seamos virtuosos
en todas las áreas. La pregunta es si existe alguna virtud que permita articular a todas ellas, logrando el
ideal de una buena persona. Aristóteles considera que existe una virtud de esta naturaleza, pero no es una
virtud ética sino dianoética: la prudencia. La prudencia tiene por objeto deliberar bien sobre lo humano,
sopesando entre los distintos bienes parciales y estableciendo una armonía entre ellos. La prudencia juz-
ga acerca de cuál es el verdadero bien. Una vez que ella establece los fines que debemos perseguir en
cada acción, la deliberación determinará cuáles son los mejores medios para conseguirlos.
Si bien la única virtud dianoética que incide en el ejercicio de la ética es la prudencia, las demás vir-
tudes dianoéticas son necesarias para nuestra felicidad.
A diferencia de lo que sucede con las artes, no se puede evaluar a un acto virtuoso restringiéndose a
la realización de su producto. En las acciones de acuerdo con la virtud, no basta con hacer algo de cierto
modo, sino que también requiere el cumplimiento de otras tres condiciones: que se las haga con conoci-
miento, que se las elija por ellas mismas, y que se las haga con una actitud inconmovible. Este último
punto alude a la fortaleza de voluntad del virtuoso que le permite realizar lo que la razón ha decidido más
allá de las presiones de las otras partes del alma. La fortaleza de voluntad no consiste en carecer de emo-
ciones o placeres, sino en la capacidad de subordinar los placeres y emociones a los deseos de la volun-
tad racional. El individuo justo será aquel que integre sus almas armónicamente, de manera que la razón
con la ayuda de la emoción dominen al deseo.
El utilitarismo
No es casual que la Inglaterra del siglo XVIII haya revisado la antigua tradición hedonista para en-
contrar en ella una perspectiva moral que pueda dar cuenta de la situación específica que comenzaba a
consolidarse en el país. Una hilandera, por ejemplo, podría hacer un telar en un día, ¿cuántos más una
máquina? Sin dudas los beneficios, en principio sólo para los dueños del sistema productivo, están en la
capacidad notablemente mayor que provoca la implementación de la energía del vapor en la industria
textil. Ahora bien, esta productividad, esta utilidad cuantitativamente mayor, ¿qué impacto tiene social-
mente, qué consideraciones morales pueden estar presentes allí? El efecto inmediato fue la destrucción
de numerosos puestos de trabajo artesanal y la reconversión laboral era muy limitada, junto a condiciones
de vida en hacinamiento y a un deterioro de las formas sociales de convivencia. La revolución industrial
y su impronta social necesitaban un sistema moral acorde a esta situación, en donde las nuevas condicio-
nes de producción, la transformación del trabajo y los efectos sociales que esto implicaba, teniendo en la
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economía un eje central de consideraciones, debían poder ser justificados y eventualmente rectificados
desde alguna moral. El utilitarismo tiene este sello y, si bien no es exclusivo del mundo inglés de esa
época, sin duda que allí encontró las condiciones para poder expresarse filosóficamente.
El hedonismo, aletargado por siglos de impronta cristiana, tendrá un retorno a través del utilitaris-
mo, tendiendo en la economía su punto de apoyo. La terminología utilitarista tiene en la economía un
lugar de preferencia; palabras como interés o utilidad provienen para esta doctrina moral de las conside-
raciones económicas. Cómo articular las nociones de bien, de felicidad con las de interés y utilidad va a
ser un tópico central del pensamiento de Jeremy Bentham (1748-1832) y luego de John Stuar Mill (1806-
1873).
Si tuviéramos que establecer una postura ética con la cual confrontar al utilitarismo sería el altruis-
mo. Para el utilitarismo el interés propio es el centro del cual parte la acción humana, la premisa antropo-
lógica de su ética, ya que define al hombre como un ser egoísta, preocupado por sus placeres y por evitar
el dolor. En cambio para el altruismo, será la empatía, la compasión la clave humana que pone en movi-
miento a la ética. Podríamos decir que el interés propio se corresponde en principio con el sistema de
libre mercado, y también es la base de toda acción. Ésta es la idea del egoísmo ético. Desde este punto de
vista, el individuo se transforma en el centro de todo interés, redundando en que nada tiene sentido sino
conlleva un beneficio propio.
Para el utilitarismo la vida en comunidad es el resultado de la necesidad individual de resolver pro-
blemas particulares, no la proyección de una instancia propia -humanidad, benevolencia, empatía- que
vincule a los seres humanos. El otro será, para el utilitarismo, una mediación para resolver los propios
intereses, aquél necesario para satisfacer una necesidad propia, es decir, quien provoque en nosotros al-
guna cuota de felicidad.
En este sentido, en la relación del egoísmo y el interés propio, el utilitarismo es una ética conse-
cuencialista, esto es, que se sistematiza en torno de las consecuencias de las acciones humanas y en torno
a la valoración de los fines. La característica que lo distingue de otras éticas finalistas (como la de Aristó-
teles) es que esta finalidad es definida como utilidad. Recordemos que “utilidad” viene del latín utilitas
que quiere decir, además de “utilidad”, “interés” o “provecho”. Entonces, las acciones humanas no se
valoran en sí mismas, sino en vistas a un fin determinado que viene dado por el interés o el provecho
para un individuo o comunidad.
Usualmente el utilitarismo clásico está asociado a los nombres de J. Bentham y J. S. Mill. El prime-
ro como su fundador y el segundo como su continuador. Ambos pensadores estaban en contra de la mo-
narquía y del privilegio aristocrático, eran opuestos al imperialismo e impulsaban el sufragio de las muje-
res. Los dos desarrollaron la doctrina a través de la búsqueda de un principio que se pudiera determinar
con objetividad, asegurando su aplicación a cualquier acción moralmente justificable. Lo que buscaban
era un criterio de decisión para dirimir si un acto era justo o injusto, y ese criterio debía ser objetivo. Así,
el utilitarismo ha considerado a la ética como una ciencia positiva de la conducta humana. La pretensión
de Bentham era que fuese una ciencia tan exacta como la matemática. La idea era tratar de no apelar a los
conceptos de autoridad, de institución, de divinidad, de sentimiento y de emoción, conceptos que o bien
llevan a una ética subjetivista o bien llevan a una ética de la trascendencia.
El planteo inicial del utilitarismo puede presentarse del siguiente modo: “la máxima felicidad para el
mayor número de personas posible”, recordando que en esta consideración lo que está en juego es el
bien. Esta premisa debe implicar una definición de felicidad, que el utilitarismo rastreará en el hedonis-
mo. De allí es que los utilitaristas, en su filiación a esa corriente griega, concebían la felicidad en relación
al placer. De este modo el principio utilitarista puede ser formulado así: “el máximo placer para el mayor
número de personas posible”. Esto, según Bentham y Mill, es el criterio por el cual uno debe decidir si
una acción es correcta o equivocada.
El utilitarismo es una filosofía moral que descansa en dos principales cuestiones:
a) Que la buena vida de un hombre es una vida de placer.
b) En tanto los hombres son agentes morales, ellos deberían actuar de acuerdo al máximo placer pa-
ra la mayor cantidad posible de personas.
No obstante, muchas veces el mayor placer para la mayoría puede producir una cantidad desmedida
de dolor para una minoría, cuyo número podría ser considerable. Con lo cual el placer de la mayoría debe
estar balanceado con el dolor de la minoría. Esto es que el placer de unos muchos no debe exceder al
dolor de unos pocos (o no tan pocos). De allí que una cuestión central para Bentham sea la posibilidad de
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un cálculo de utilidad que pueda cuantificar los efectos de una acción y por ende determinar su
moralidad.
Aquí cabría una consideración en relación al hedonismo: para éste la felicidad está en la búsqueda
del placer, para el utilitarismo está en la satisfacción de necesidades, que no es lo mismo. A la ecuación
hedonista clásica placer=felicidad=bien, el utilitarismo intercala la noción de útil, en donde “útil” es
aquello satisface una necesidad (luego, situación placentera y, entonces, buena). En ese entramado el
utilitarismo considera al otro, en la medida en que una de mis necesidades, algo que debo resolver para
mi felicidad, es el hecho de ser amado.
El utilitarismo concibe que debo ser bueno con otros, y esa bondad supone hacer cosas útiles para
ellos, en función del retorno que puede tener para mí esa acción útil. El interés de mi bondad para con la
comunidad radica en que voy a ser amado por los demás a partir de mi acto bueno. Se trata de un egoís-
mo sublimado: nuestra acción pensada en función de la felicidad ajena, no es más que una forma intere-
sada a la espera de ser reconocidos por los demás y así cubrir nuestro déficit afectivo, nuestra necesidad
de ser amados. Nuestra inquietud por satisfacer las necesidades ajenas no es por el bien del otro, sino una
forma mediada para obtener algún beneficio propio: el amor ajeno fruto de haber hecho por él algo que
necesita. El otro no es el origen de la acción moral, como lo es para el altruismo que concibe el bien del
otro y desde el otro, ni el fin, sino un medio necesario en el mecanismo de satisfacción de mis necesida-
des.
El pensamiento utilitario, en particular con Mill, sostiene lazos con la política, la psicología, la an-
tropología. En un fragmento de On Liberty (1859) manifiesta la necesaria articulación del utilitarismo
con las posiciones liberales y su inherente individualismo: “Que la especie humana no es infalible; que
sus verdades no son más que medias verdades, en la mayor parte de los casos; que la unidad de opinión
no es deseable a menos que resulte de la más libre y más completa comparación de opiniones contrarias,
y que la diversidad de opiniones no es un mal sino un bien, por lo menos mientras la humanidad no sea
capaz de reconocer los diversos aspectos de la verdad, tales son los principios que se pueden aplicar a los
modos de acción de los hombres, así como a sus opiniones. Puesto que es útil mientras dure la imperfec-
ción del género humano, que existan opiniones diferentes, del mismo modo será conveniente que haya
diferentes maneras de vivir; que se abra campo al desarrollo de la diversidad de carácter, siempre que no
suponga daño a los demás; y que cada uno pueda, cuando lo juzgue conveniente, hacer la prueba de los
diferentes géneros de vida. En resumen es deseable que, en los asuntos que no conciernen primariamente
a los demás, sea afirmada la individualidad. Donde la regla de conducta no es el carácter personal, sino
las tradiciones o las costumbres de otros, allí faltará completamente uno de los principales ingredientes
del bienestar humano y el ingrediente más importante, sin duda, del progreso individual y social”.
No es con el pasado con quien el hombre debe rendir cuentas, sino con el futuro, bajo la óptica del
progreso es buena una vida que se mide en términos de ese progreso y que encuentra el bien en el des-
pliegue de su carácter. Encontramos en esta cita de Mill las dos variantes del término ethos, la concebida
por Aristóteles ligada al carácter, y la referida, en el lenguaje más literario, a la tradición, a las costum-
bres. Y Mill en este punto está más cerca de Aristóteles: es el carácter el que se moldea con el ethos, pero
entendiendo por él no como el camino de la virtud, sino como la exposición libre de la individualidad,
que encuentra su límite sólo en el daño a los demás. Engarzado con las problemáticas de la construcción
del Estado moderno, el utilitarismo se convierte en un aporte sustantivo, que a lo largo del siglo XX
prosperó de la mano de la necesidad de justificar el desarrollo del liberalismo económico y de su forma
dominante de expresión: la economía de tono capitalista.
La ética de Kant
Al comienzo de La crítica de la razón pura, Immanuel Kant (1724-1804) se plantea tres preguntas
fundamentales en relación a la tarea específica de la filosofía: 1) ¿Qué puedo saber?, 2) ¿Qué debo ha-
cer?, 3) ¿Qué me es permitido esperar? Según Kant, estas tres preguntas son respondidas por la epistemo-
logía, la moral y la religión, en ese orden. La primera corresponde a un orden teórico; la segunda y la
tercera a un orden práctico. Para el autor, “práctico” es todo lo posible mediante la libertad, es decir el
uso y ejercicio de la moral.
A diferencia de los principios teóricos, que son juicios descriptivos de la realidad, los principios
prácticos son juicios, leyes o reglas que describen la conducta a la que se debe someter un ser racional.
Describen o prescriben el deber ser. Los postulados de la razón práctica son proposiciones que no pue-
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den ser demostradas desde la razón teórica, pero que han de ser admitidas si se quiere entender el “fac-
tum moral”. Los postulados de la razón práctica responden a las dos últimas preguntas, son la existencia
de la libertad, la inmortalidad del alma, la existencia de Dios.
La ética no puede ocuparse de la pregunta “¿Qué puedo saber?” o “¿Qué me es permitido esperar?”.
De la primera no puede ocuparse porque la razón teórica está prisionera por los límites de la experiencia
como marco de referencia. La segunda pregunta no puede ser respondida por la ética porque “lo que se
puede esperar” está más allá de la vida de este mundo, y la ética es esencialmente mundana. Por otro
lado, la razón teórica no puede demostrar la existencia de la libertad pues sólo es capaz de alcanzar el
mundo de los fenómenos, mundo en el que todo está sometido a la ley de causalidad, y por lo tanto en el
que todo ocurre por necesidad natural. Sin embargo, desde la perspectiva de la razón práctica, y si que-
remos entender la experiencia moral, cabe la defensa de la existencia de la libertad: si en sus acciones las
personas están determinadas por causas naturales, es decir si carecen de libertad, no podemos atribuirles
responsabilidad, ni es posible la conducta moral; de este modo, la libertad es la condición de posibilidad
de la moralidad, a la vez que la moralidad es la que nos muestra o da noticia de la libertad. Y, según
Kant, el deber se define como la necesidad de una acción por respeto a la ley.
Hay dos elementos específicos que actúan como polos para las acciones humanas: a) el deber y b) la
libertad.
a) Con respecto al deber, dice Kant: “El deber expresa un tipo de necesidad y de relación con fun-
damentos que no aparece en ninguna otra parte de la naturaleza. El entendimiento sólo puede recoger lo
que es, fue o será. Es imposible que algo deba ser en la naturaleza de modo distinto de como es en reali-
dad”. Kant divide el ámbito de la decisión de la esfera de la necesidad natural. Este deber expresa una
acción posible cuyo fundamento no es otra cosa que el simple concepto, mientras por el contrario el prin-
cipio de una acción de la naturaleza es el fenómeno. Ahora bien, el deber ser de la decisión quiere indicar
que nuestras acciones no están provocadas por nuestros deseos o nuestras inclinaciones sino por princi-
pios generales impuestos por la razón. El desafío de la ética kantiana es intentar hallar un equilibrio entre
la tendencia a la conservación, la tendencia al placer y los principios generales. Para Kant el bien no se
define por su realidad o su perfección (como en los griegos), sino sólo como objeto de la voluntad huma-
na y de las reglas que la dirigen. La ética kantiana es una ética del móvil: lo que se busca es la conformi-
dad de la acción con un conjunto de reglas.
b) Kant define a la libertad como una idea trascendental, cuyo sentido práctico es la “independencia
de la voluntad respecto de la imposición de los impulsos de la sensibilidad”. La voluntad humana no se
encuentra determinada de modo necesario por la sensibilidad, gracias al auxilio de la razón. La razón es
la condición permanente de todos los actos voluntarios en que se manifiesta el hombre. Según Kant, la
razón puede guiar la libertad práctica pero no puede hacer que su acto, en tanto fenoménico, en tanto
incide en el mundo natural, realice el fin que perseguía, pues los principios morales de la razón pueden
dar lugar a actos libres, pero no a leyes de la naturaleza.
Tomemos un ejemplo de Kant que tiene como fin ilustrar el principio regulador de la razón como
facultad propia del hombre, independientemente de cualquier aspecto sensible. Supongamos un acto vo-
luntario: una mentira maliciosa con la que una persona ha provocado cierta confusión en la sociedad.
Primero se investiga los motivos de los que ha surgido y después se decide cómo puede imputarse tal
mentira, juntamente con sus consecuencias, a dicha persona. En lo que concierne al primer punto, se
examina el carácter empírico de esa persona hasta sus fuentes, las cuales se buscan en la mala educación,
en las malas compañías, en parte también en la perversidad de un carácter insensible a la vergüenza y en
parte se atribuyen a la ligereza y a la imprudencia, sin desatender las causas circunstanciales. En toda
esta investigación se procede como en cualquier examen de la serie de causas que determinan un efecto
natural dado. Aunque se piense que el acto está determinado de esta suerte, no por ello se deja de repro-
bar a su autor, y no precisamente acerca de su carácter desafortunado ni de las circunstancias que han
influido en él. Tampoco se le reprueba por el tipo de vida que haya llevado antes, ya que se presupone
que se puede dejar a un lado cómo haya sido este tipo de vida, que se puede considerar como no sucedida
la serie de condiciones pasadas y que se puede tomar el acto en cuestión como enteramente incondicio-
nado en relación con su estado anterior, exactamente como si su autor empezara, con espontaneidad total,
una serie de consecuencias.
La idea es que el acto es imputado al carácter inteligible y racional del autor, pues la razón en sí
misma es libre por lo que es a ella, al carácter racional del individuo, a donde apunta la falta. En casos
como estos la razón no es afectada por la sensibilidad, ni hay en ella un estado anterior que determine el
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siguiente como sucede con las condiciones sensibles cuando se convierten en fenómenos necesarios des-
de el punto de vista de las leyes naturales. Por el contrario, la razón presente es la misma en todas las
acciones del hombre y en todas las circunstancias de tiempo. Pero ella misma no se halla en el tiempo,
pues ella es determinante pero no determinable. Esto le permite a Kant conectar la libertad práctica con
la libertad trascendental, la primera nos indica la independencia de los instintos animales y la sensibili-
dad, la segunda la posibilidad de iniciar una nueva serie causal a partir de un punto incondicionado. Si
decimos que el autor de la mentira hubiera podido, independientemente del modo de vida que hasta el
momento haya llevado, abstenerse de mentir, ello significa que la mentira se halla bajo el poder de la
razón y que la causalidad de ésta no está sometida a ninguna condición del fenómeno y del tiempo.
En el fondo de la dualidad que representan la libertad y el deber, se abre lo que Kant denomina
mundo moral, en contraposición con el mundo fenoménico o natural. Se trata de un mundo meramente
inteligible que, prescindiendo de todas las condiciones, es conforme a leyes éticas; en él operan el poder
gracias a la libertad y el deber gracias a las leyes morales. El mundo moral es la idea rectora del mundo
natural, habitar en ese mundo es lo que nos hace específicamente humanos. Gracias al mundo moral po-
demos transformar el contenido de nuestra sensibilidad conforme a un modelo ideal, impuesto racional-
mente como imperativo. Dado que cualquier acto se encuentra determinado por leyes de la naturaleza, el
mundo moral presupone las condiciones para el éxito del acto, pero el resultado de la acción es el resul-
tado de la libertad práctica, de la voluntad.
La libertad práctica y el deber no están solamente restringidos al ámbito subjetivo de nuestra con-
ciencia individual, sino que tienen como referente la libertad de los otros y una vida en comunidad. El
mundo moral es el mundo en comunidad, es la realidad social que permite nuestra supervivencia como
seres humanos y no simplemente como entes sensibles.
En su Fundamentación metafísica de las costumbres Kant explica que la voluntad juega un papel
clave, pues ella determina que algo sea un bien o un mal. De esta manera, los dones naturales, ya sean del
espíritu o del temperamento, pueden ser en extremos nocivos si la voluntad que ha de hacer uso no es
buena. Incluso la felicidad yace sometida a la condición de una voluntad buena. Esto contrasta con la
idea aristotélica que tiene a la felicidad como el fin último de la naturaleza humana.
Para Kant la voluntad no es buena por lo que realice conforme a un fin, sino por querer, es buena en
sí misma, por eso el verdadero cometido de la razón ha de ser producir una voluntad buena. Esta volun-
tad es un bien sumo y no un medio para satisfacer nuestras inclinaciones: es la condición para todo lo
restante (incluso la felicidad), sin ningún propósito ulterior.
Con el fin de explicar lo que significa ser una voluntad buena, Kant recurre al concepto de deber. El
deber abarca a la buena voluntad, y puede ser contrario a nuestras inclinaciones. Y es que Kant no ve un
problema cuando el deber coincide con las inclinaciones, sino cuando no coincide. Por ejemplo, si mi
inclinación es ceder el asiento a un anciano, ahí el deber no juega un papel coercitivo o decisivo para mi
acción, pero si mi inclinación es no cederlo, entonces el deber constituye un elemento esencial para que
mi voluntad esté por encima de tal inclinación y se constituya como buena. Pero si cedo el asiento por
cualquier otra razón que no sea el deber, pongamos para caer en gracia con una señorita que viaja conmi-
go, entonces obro de acuerdo a mi propio provecho y mi voluntad no es buena en sí misma.
Una cuestión más complicada se produce cuando la acción es conforme al deber y además hay una
inclinación inmediata a ella. Conservar la propia vida es un deber, y además todo el mundo tiene una
inclinación inmediata a ello, por eso no tiene ningún valor interior. Para que haya valor interior tiene que
anularse la inclinación inmediata o natural, así si alguien sufre producto de las contrariedades del mundo,
o posee una congoja sin esperanza que le ha arrebatado el gusto de vivir deseando la muerte, y sin em-
bargo conserva la vida sin amarla, no por inclinación o miedo, sino por deber, entonces tiene su máxima
(“debo conservar la vida”) un contenido moral.
El valor moral de una acción reside en el principio de la voluntad. La conclusión es que el deber es
la necesidad de una acción por respeto a la ley. Como síntesis tenemos tres proposiciones: 1. El valor
moral consiste en hacer el bien por deber y no por inclinación; 2. El valor moral de una acción reside en
su máxima, no en su propósito y 3. El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley.
Ahora bien, se pregunta Kant, “¿qué ley podrá ser esa cuya representación, incluso sin tener en
cuenta el efecto que se espera de ella, tiene que determinar a la voluntad para que esta pueda, en absoluto
y sin restricción, llamarse buena?”. Esta ley que sirve a la voluntad como principio reza de la siguiente
manera: nunca debo proceder más que de modo que pueda querer también que mi máxima se convierta
en una ley universal.
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De este modo, todos los conceptos morales tienen su sede y origen en la razón, porque es ella en
tanto práctica la que impulsa la ley universal. Las máximas conforman las leyes prácticas o principios
objetivos que nos indican cómo nos tenemos que comportar. Las leyes prácticas son constrictivas para la
voluntad y tienen la forma de imperativos.
Kant distingue entre dos tipos de imperativos: el hipotético y el categórico. El hipotético tiene la
forma general de “no debes hacer esto porque si no…”. Es decir, es un imperativo que está orientado a
las posibles consecuencias de la acción. Por el contrario, el imperativo categórico tiene la forma general
“debes hacer x”, o la versión prohibitiva “no debes hacer x”, simplemente porque así lo manda el deber.
Para saber si es uno u otro el caso, es preciso referirse a lo que ha movido nuestra voluntad. Si no hemos
robado, nuestra conducta es conforme al deber (imperativo “no debes robar”), pero si no hemos robado
por miedo a la policía, el imperativo que hemos seguido es hipotético (“no debes robar si no quieres tener
problemas con la policía”). Mientras que en el imperativo categórico el deber es fin en sí mismo, en el
imperativo hipotético el deber está orientado a la consecuencia de la acción. El imperativo categórico nos
dice que, por ejemplo, no se debe robar porque la acción de robar es mala en sí misma, independiente-
mente de si nos pueda detener o no la policía. El mandato del imperativo categórico ordena algo como
bueno absolutamente, como de realización necesaria independientemente del provecho o perjuicio que
implique. Si manda algo de forma condicionada, si es, por ejemplo, un buen medio para la realización de
un propósito ulterior, entonces el imperativo es hipotético.
Kant consideró que nunca se puede estar absolutamente seguro de que nuestra conducta no haya es-
tado motivada por un interés o por algún temor, y por ello cuando nos parece seguir un imperativo cate-
górico siempre cabe la posibilidad de que el imperativo por el que nos regimos sea hipotético. Siempre
puede darse el caso de ser movidos por el interés propio o por el egoísmo o por las consecuencias de las
acciones en vez de por el deber.
Kant distingue cuatro fórmulas del imperativo categórico:
1. Fórmula de la ley universal: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo
que se torne ley universal.
2. Fórmula de la ley de la naturaleza: obra como si la máxima de tu acción debiera tomarse, por tu
voluntad, ley universal de la naturaleza.
3. Fórmula del fin en sí mismo: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como
en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio.
4. Fórmula de la autonomía: obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro
legislador en un reino universal de fines.
Kant señala que en el reino de los fines todo tiene o bien un precio o una dignidad. En el lugar de lo
que tiene un precio puede estar puesta otra cosa como equivalente, su esencia es su intercambiabilidad.
En cambio, lo que se halla por encima de toda equivalencia tiene dignidad: “la moralidad es la condición
únicamente bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser
un miembro legislador en el reino de los fines. Así pues, la moralidad, la humanidad en tanto que ésta es
capaz de sí misma, es lo único que tiene dignidad”. Así la dignidad constituye la base de la autonomía,
elegir su propio destino conforme al ser moral. Por eso la fórmula de la autonomía señala la autoafirma-
ción de la racionalidad humana: el hombre es el hombre en tanto elige racionalmente conforme al deber
moral.
La ética kantiana afirma que es posible decidir la corrección o incorrección de una máxima a partir
de un rasgo como lo es la posibilidad de ser universalizada. Kant nos transmite un modelo objetivo para
determinar la corrección moral de nuestras acciones. La marca de esta objetividad se encuentra en el
hecho de que al preguntarnos cómo tenemos que obrar ante tales o cuales circunstancias, todos llegare-
mos a la misma respuesta de conducirnos racionalmente, es decir, todas las respuestas racionales ante la
pregunta acerca de cómo nos debemos gobernar en situaciones que contradicen nuestras inclinaciones
naturales tienen que coincidir. Aquellas máximas de conducta que cumplen el requisito de ser universali-
zables describen una acción correcta, y aquellas máximas que no pueden ser universalizables describen
una conducta equivocada o incorrecta. La corrección es seguir una máxima ciegamente. Así, por el ejem-
plo, la máxima de conducta según la cual cuando hago una promesa la hago con intención de no cumplir-
la, es una máxima que describe una conducta mala, pues si la universalizamos dejaría de tener sentido
proponer y aceptar promesas.