Ser Discípulos en Aparecida
Ser Discípulos en Aparecida
Ser Discípulos en Aparecida
No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas
normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de
las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de
principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados.
Nuestra mayor amenaza “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando
en mezquindad”.A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que “no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con
una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DA 12)
El Señor nos dice: “no tengan miedo” (Mt 28, 5). Como a las mujeres en la mañana de la
Resurrección, nos repite: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24, 5). Nos alientan
los signos de la victoria de Cristo resucitado, mientras suplicamos la gracia de la conversión y
mantenemos viva la esperanza que no defrauda. Lo que nos define no son las circunstancias
dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos emprender, sino ante
todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Esta prioridad
fundamental es la que ha presidido todos nuestros trabajos, ofreciéndolos a Dios, a nuestra Iglesia, a
nuestro pueblo, a cada uno de los latinoamericanos, mientras elevamos al Espíritu Santo nuestra
súplica confiada para que redescubramos la belleza y la alegría de ser cristianos. Aquí está el reto
fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y
misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de
gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo. No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos
otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo
sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las
dificultades y resistencias. Este es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las
personas y naciones. (DA 14)
Iluminados por Cristo, el sufrimiento, la injusticia y la cruz nos interpelan a vivir como Iglesia
samaritana (cf. Lc 10, 25-37), recordando que “la evangelización ha ido unida siempre a la promoción
humana y a la auténtica liberación cristiana”. Damos gracias a Dios y nos alegramos por la fe, la
solidaridad y la alegría, características de nuestros pueblos trasmitidas a lo largo del tiempo por las
abuelas y los abuelos, las madres y los padres, los catequistas, los rezadores y tantas personas
anónimas cuya caridad ha mantenido viva la esperanza en medio de las injusticias y adversidades .
(DA 27)
Por esto, nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el
Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia
no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que
nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las
pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de
desventuras. (DA 29)
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El énfasis en la experiencia personal y lo vivencial nos lleva a considerar el testimonio como un
componente clave en la vivencia de la fe. Los hechos son valorados en cuanto que son significativos
para la persona. En el lenguaje testimonial podemos encontrar un punto de contacto con las personas
que componen la sociedad y de ellas entre sí. (DA 55)
En el seno de una familia, la persona descubre los motivos y el camino para pertenecer a la familia
de Dios. De ella recibimos la vida, la primera experiencia del amor y de la fe. El gran tesoro de la
educación de los hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la fe, la
conserva, la celebra, la transmite y testimonia. Los padres deben tomar nueva conciencia de su
gozosa e irrenunciable responsabilidad en la formación integral de sus hijos. (DA 118)
Hemos de reforzar en nuestra Iglesia cuatro ejes:
a) La experiencia religiosa. En nuestra Iglesia debemos ofrecer a todos nuestros fieles un
“encuentro personal con Jesucristo”, una experiencia religiosa profunda e intensa, un anuncio
kerigmático y el testimonio personal de los evangelizadores, que lleve a una conversión personal y a
un cambio de vida integral.
b) La vivencia comunitaria. Nuestros fieles buscan comunidades cristianas, en donde sean
acogidos fraternalmente y se sientan valorados, visibles y eclesialmente incluidos. Es necesario que
nuestros fieles se sientan realmente miembros de una comunidad eclesial y corresponsable en su
desarrollo. Eso permitirá un mayor compromiso y entrega en y por la Iglesia.
c) La formación bíblico-doctrinal. Junto con una fuerte experiencia religiosa y una destacada
convivencia comunitaria, nuestros fieles necesitan profundizar el conocimiento de la Palabra de Dios y
los contenidos de la fe, ya que es la única manera de madurar su experiencia religiosa. En este camino,
acentuadamente vivencial y comunitario, la formación doctrinal no se experimenta como un
conocimiento teórico y frío, sino como una herramienta fundamental y necesaria en el crecimiento
espiritual, personal y comunitario.
d) El compromiso misionero de toda la comunidad. Ella sale al encuentro de los alejados, se
interesa por su situación, a fin de reencantarlos con la Iglesia e invitarlos a volver a ella. (DA 226)
Conclusión del documento
No hemos de dar nada por presupuesto y descontado. Todos los bautizados estamos llamados a
“recomenzar desde Cristo”, a reconocer y seguir su Presencia con la misma realidad y novedad, el
mismo poder de afecto, persuasión y esperanza, que tuvo su encuentro con los primeros discípulos a
las orillas del Jordán, hace 2000 años, y con los “Juan Diego” del Nuevo Mundo . Sólo gracias a ese
encuentro y seguimiento, que se convierte en familiaridad y comunión, por desborde de gratitud y
alegría, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y salimos a comunicar a todos la vida
verdadera, la felicidad y esperanza que nos ha sido dado experimentar y gozar. (DA 549)
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nueva para toda la humanidad. En Él, el Padre se hace presente, porque quien conoce al Hijo conoce
al Padre (cf. Jn 14, 7).
Los discípulos de Jesús reconocemos que Él es el primer y más grande evangelizador enviado
por Dios (cf. Lc 4, 44) y, al mismo tiempo, el Evangelio de Dios (cf. Rm 1, 3). Creemos y anunciamos “la
buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios” (Mc 1, 1). Como hijos obedientes a la voz del Padre,
queremos escuchar a Jesús (cf. Lc 9, 35) porque Él es el único Maestro (cf. Mt 23, 8). Como discípulos
suyos, sabemos que sus palabras son Espíritu y Vida (cf. Jn 6, 63. 68). Con la alegría de la fe, somos
misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en Él, la buena nueva de la dignidad humana,
de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación.
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LA VOCACIÓN A LA SANTIDAD (DA 129-153) 2
Llamados al seguimiento de Jesucristo
Dios Padre sale de sí, por así decirlo, para llamarnos a participar de su vida y de su gloria.
Mediante Israel, pueblo que hace suyo, Dios nos revela su proyecto de vida. Cada vez que Israel
buscó y necesitó a su Dios, sobre todo en las desgracias nacionales, tuvo una singular experiencia
de comunión con Él, quien lo hacía partícipe de su verdad, su vida y su santidad. Por ello, no
demoró en testimoniar que su Dios -a diferencia de los ídolos- es el “Dios vivo” (Dt 5, 26) que lo
libera de los opresores (cf. Ex 3, 7-10), que perdona incansablemente (cf. Ex 34, 6; Eclo 2, 11) y que
restituye la salvación perdida cuando el pueblo, envuelto “en las redes de la muerte” (Sal 116, 3), se
dirige a Él suplicante (cf. Is 38, 16). De este Dios –que es su Padre– Jesús afirmará que “no es un
Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).
En estos últimos tiempos, nos ha hablado por medio de Jesús su Hijo (Hb 1, 1ss), con quien
llega la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4). Dios, que es Santo y nos ama, nos llama por medio de
Jesús a ser santos (cf. Ef 1, 4-5).
El llamamiento que hace Jesús, el Maestro, conlleva una gran novedad. En la antigüedad, los
maestros invitaban a sus discípulos a vincularse con algo trascendente, y los maestros de la Ley les
proponían la adhesión a la Ley de Moisés. Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nos
vinculemos estrechamente a Él, porque es la fuente de la vida (cf. Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene
palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). En la convivencia cotidiana con Jesús y en la confrontación
con los seguidores de otros maestros, los discípulos pronto descubren dos cosas del todo originales
en la relación con Jesús. Por una parte, no fueron ellos los que escogieron a su maestro fue Cristo
quien los eligió. De otra parte, ellos no fueron convocados para algo(purificarse, aprender la Ley…),
sino para Alguien,elegidos para vincularse íntimamente a su Persona (cf. Mc 1, 17; 2, 14). Jesús los
eligió para “que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la
finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión. El discípulo
experimenta que la vinculación íntima con Jesús en el grupo de los suyos es participación de la Vida
salida de las entrañas del Padre, es formarse para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas
motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas
todas las cosas.
Con la parábola de la Vid y los Sarmientos (cf. Jn 15, 1-8), Jesús revela el tipo de vinculación
que Él ofrece y que espera de los suyos. No quiere una vinculación como “siervos” (cf. Jn 8, 33-36),
porque “el siervo no conoce lo que hace su señor” (Jn 15, 15). El siervo no tiene entrada a la casa de
su amo, menos a su vida. Jesús quiere que su discípulo se vincule a Él como “amigo” y como
“hermano”. El “amigo” ingresa a su Vida, haciéndola propia. El amigo escucha a Jesús, conoce al
Padre y hace fluir su Vida (Jesucristo) en la propia existencia (cf. Jn 15, 14), marcando la relación
con todos (cf. Jn 15, 12). El “hermano” de Jesús (cf. Jn 20, 17) participa de la vida del Resucitado,
Hijo del Padre celestial, por lo que Jesús y su discípulo comparten la misma vida que viene del
Padre, aunque Jesús por naturaleza (cf. Jn 5, 26; 10, 30) y el discípulo por participación (cf. Jn 10,
10). La consecuencia inmediata de este tipo de vinculación es la condición de hermanos que
adquieren los miembros de su comunidad.
Jesús los hace familiares suyos, porque comparte la misma vida que viene del Padre y les
pide, como a discípulos, una unión íntima con Él, obediencia a la Palabra del Padre, para producir
en abundancia frutos de amor. Así lo atestigua san Juan en el prólogo a su Evangelio: “A todos
aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios”, y son hijos de Dios que
“no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios”
(Jn 1, 12-13).
Como discípulos y misioneros, estamos llamados a intensificar nuestra respuesta de fe y a
anunciar que Cristo ha redimido todos los pecados y males de la humanidad, “en el aspecto más
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paradójico de su misterio, la hora de la cruz. El grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mc 15, 34) no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que
ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos”.
La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37),
que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una
sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc
5, 29-32), que acoge a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los leprosos (cf. Mc
1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora (cf. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la
Samaritana (cf. Jn 4, 1-26).
Configurados con el Maestro (136-141)
La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de amor buscan suscitar una
respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda
su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cf. Jn 10, 3). Es un “sí” que compromete
radicalmente la libertad del discípulo a entregarse a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6).
Es una respuesta de amor a quien lo amó primero “hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). En este amor de
Jesús madura la respuesta del discípulo: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).
El Espíritu Santo, que el Padre nos regala,nos identifica con Jesús-Camino, abriéndonos a su
misterio de salvación para que seamos hijos suyos y hermanos unos de otros; nos identifica con
Jesús-Verdad, enseñándonos a renunciar a nuestras mentiras y propias ambiciones, y nos identifica
con Jesús-Vida, permitiéndonos abrazar su plan de amor y entregarnos para que otros “tengan vida
en Él”.
Para configurarse verdaderamente con el Maestro, es necesario asumir la centralidad del
Mandamiento del amor, que Él quiso llamar suyo y nuevo: “Ámense los unos a los otros, como yo
los he amado” (Jn 15, 12). Este amor, con la medida de Jesús, de total don de sí, además de ser el
distintivo de cada cristiano, no puede dejar de ser la característica de su Iglesia, comunidad
discípula de Cristo, cuyo testimonio de caridad fraterna será el primero y principal anuncio,
“reconocerán todos que son discípulos míos” (Jn 13, 35).
En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino,
el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable
ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión
encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como
nos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que nosotros
debemos hacer en las actuales circunstancias.
Identificarse con Jesucristo es también compartir su destino: “Donde yo esté estará también
el que me sirve” (Jn 12, 26). El cristiano corre la misma suerte del Señor, incluso hasta la cruz: “Si
alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”
(Mc 8, 34). Nos alienta el testimonio de tantos misioneros y mártires de ayer y de hoy en nuestros
pueblos que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de su vida.
Imagen espléndida de configuración al proyecto trinitario, que se cumple en Cristo, es la
Virgen María. Desde su Concepción Inmaculada hasta su Asunción, nos recuerda que la belleza del
ser humano está toda en el vínculo de amor con la Trinidad, y que la plenitud de nuestra libertad
está en la respuesta positiva que le damos.
En América Latina y El Caribe,innumerables cristianos buscan configurarse con el Señor al
encontrarlo en la escucha orante de la Palabra, recibir su perdón en el Sacramento de la
Reconciliación, y su vida en la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, en la
entrega solidaria a los hermanos más necesitados y en la vida de muchas comunidades que
reconocen con gozo al Señor en medio de ellos.
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Enviados a anunciar el Evangelio del Reino de vida
Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con palabras y acciones, con su muerte y
resurrección, inaugura en medio de nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud
allí donde no habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha
desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y con su muerte en cruz, Jesús permanece fiel a su Padre
y a su voluntad (cf. Lc 22, 42). Durante su ministerio, los discípulos no fueron capaces de
comprender que el sentido de su vida sellaba el sentido de su muerte. Mucho menos podían
comprender que, según el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida fecunda para
todos (cf. Jn 12, 23-24). El misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia y amor al Padre y de
entrega por todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que
ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Por su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su
vida ofrecida en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1Cor 1,
30). Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo, que tiene
por fundamento su amor gratuito de Padre que salva.
Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio
del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero,
pues Jesús lo hace partícipe de su misión, al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y
hermano. De esta manera, como Él es testigo del misterio del Padre, así los discípulos son testigos
de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva. Cumplir este encargo no es una tarea
opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la
vocación misma.
Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en razón de la gratitud y alegría que
produce, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se
limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del
encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a
comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch 1, 8).
Benedicto XVI nos recuerda que: “el discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de
Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y
misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de
Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el
discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro” . Esta es la
tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción
humana integral y la auténtica liberación cristiana.
Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy diversas: hombres y mujeres, pobres y
ricos, judíos y extranjeros, justos y pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy sigue
invitando a encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo, el discípulo misionero ha de ser un
hombre o una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente a los
pobres y pecadores.
Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva
al corazón del mundo. Por eso, la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el
individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas
económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la
realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual.
Animados por el Espíritu Santo
Jesús, al comienzo de su vida pública, después de su bautismo, fue conducido por el Espíritu
Santo al desierto para prepararse a su misión (cf. Mc 1, 12-13) y, con la oración y el ayuno,
discernió la voluntad del Padre y venció las tentaciones de seguir otros caminos. Ese mismo
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Espíritu acompañó a Jesús durante toda su vida (cf. Hch 10, 38). Una vez resucitado, comunicó su
Espíritu vivificador a los suyos (cf. Hch 2, 33).
A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de inmediato fecundas irrupciones del Espíritu,
vitalidad divina que se expresa en diversos dones y carismas (cf. 1Cor 12, 1-11) y variados oficios
que edifican la Iglesia y sirven a la evangelización (cf. 1Cor 12, 28-29). Por estos dones del Espíritu,
la comunidad extiende el ministerio salvífico del Señor hasta que Él de nuevo se manifieste al
final de los tiempos (cf. 1Cor 1, 6-7). El Espíritu en la Iglesia forja misioneros decididos y valientes
como Pedro (cf. Hch 4, 13) y Pablo (cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evangelizados y
elige a quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13, 2).
La Iglesia, en cuanto marcada y sellada “con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11), continúa la obra
del Mesías, abriendo para el creyente las puertas de la salvación (cf. 1 Cor 6, 11). Pablo lo afirma de
este modo: “Ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio nuestro y escrita no con
tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3, 3). El mismo y único Espíritu guía y fortalece a la
Iglesia en el anuncio de la Palabra, en la celebración de la fe y en el servicio de la caridad, hasta que
el Cuerpo de Cristo alcance la estatura de su Cabeza (cf. Ef 4, 15-16). De este modo, por la eficaz
presencia de su Espíritu, Dios asegura hasta la parusía su propuesta de vida para hombres y
mujeres de todos los tiempos y lugares, impulsando la transformación de la historia y sus
dinamismos. Por tanto, el Señor sigue derramando hoy su Vida por la labor de la Iglesia que, con “la
fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo” (1Pe 1, 12), continúa la misión que Jesucristo
recibió de su Padre (cf. Jn 20, 21).
Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el Espíritu quien recuerda a la Iglesia las
palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Ya, desde el principio, los discípulos habían sido formados por
Jesús en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); es, en la Iglesia, el Maestro interior que conduce al
conocimiento de la verdad total, formando discípulos y misioneros. Esta es la razón por la cual los
seguidores de Jesús deben dejarse guiar constantemente por el Espíritu (cf. Gal 5, 25), y hacer
propia la pasión por el Padre y el Reino: anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los
enfermos, consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia del
Señor (cf. Lc 4, 18-19).
Esta realidad se hace presente en nuestra vida por obra del Espíritu Santo que, también, a
través de los sacramentos, nos ilumina y vivifica. En virtud del Bautismo y la Confirmación, somos
llamados a ser discípulos misioneros de Jesucristo y entramos a la comunión trinitaria en la
Iglesia, la cual tiene su cumbre en la Eucaristía, que es principio y proyecto de misión del
cristiano. “Así, pues, la Santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el
centro y fin de toda la vida sacramental”.
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UNA ESPIRITUALIDAD TRINITARIA DEL ENCUENTRO CON JESUCRISTO (DA240-257) 3
Una auténtica propuesta de encuentro con Jesucristo debe establecerse sobre el sólido
fundamento de la Trinidad-Amor. La experiencia de un Dios uno y trino, que es unidad y comunión
inseparable, nos permite superar el egoísmo para encontrarnos plenamente en el servicio al otro. La
experiencia bautismal es el punto de inicio de toda espiritualidad cristiana que se funda en la Trinidad.
Es Dios Padre quien nos atrae por medio de la entrega eucarística de su Hijo (cf. Jn 6, 44), don de
amor con el que salió al encuentro de sus hijos, para que, renovados por la fuerza del Espíritu, lo
podamos llamar Padre: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de
una mujer, nacido bajo el dominio de la ley, para liberarnos del dominio de la ley y hacer que
recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios. Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó el
Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, y el Espíritu clama: ¡Abbá! ¡Padre!” (Gal 4, 4-5). Se trata de
una nueva creación, donde el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, renueva la vida de las
criaturas.
En la historia de amor trinitario, Jesús de Nazaret, hombre como nosotros y Dios con nosotros,
muerto y resucitado, nos es dado como Camino, Verdad y Vida. En el encuentro de fe con el inaudito
realismo de su Encarnación, hemos podido oír, ver con nuestros ojos, contemplar y palpar con
nuestras manos la Palabra de vida (cf. 1Jn 1, 1), experimentamos que “el propio Dios va tras la oveja
perdida, la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va
tras la oveja descarriada, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro de su hijo
pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino de la explicación de su propio ser y
actuar”. Esta prueba definitiva de amor tiene el carácter de un anonadamiento radical (kénosis),
porque Cristo “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”
(Flp 2, 8).
El encuentro con Jesucristo
El acontecimiento de Cristo es, por lo tanto, el inicio de ese sujeto nuevo que surge en la historia y
al que llamamos discípulo: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino
por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva”. Esto es justamente lo que, con presentaciones diferentes, nos han
conservado todos los evangelios como el inicio del cristianismo: un encuentro de fe con la persona de
Jesús (cf. Jn. 1, 35-39) (DA 243).
La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo
y seguirlo. Ésa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús,
quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo
cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. El evangelista
Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros
discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: “¿qué buscan?” (Jn 1,
38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: “vengan y lo verán” (Jn 1, 39). Esta
narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano.(DA 244)
En el hoy de nuestro continente latinoamericano, se levanta la misma pregunta llena de
expectativa: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38), ¿dónde te encontramos de manera adecuada para
“abrir un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad?”¿Cuáles son los lugares, las
personas, los dones que nos hablan de ti, nos ponen en comunión contigo y nos permiten ser
discípulos y misioneros tuyos? (DA 245)
Lugares de encuentro con Jesucristo
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El encuentro con Cristo, gracias a la acción invisible del Espíritu Santo, se realiza en la fe recibida y
vivida en la Iglesia. Con las palabras del papa Benedicto XVI, repetimos con certeza: “¡La Iglesia es
nuestra casa! ¡Esta es nuestra casa! ¡En la Iglesia Católica tenemos todo lo que es bueno, todo lo que
es motivo de seguridad y de consuelo! ¡Quien acepta a Cristo: Camino, Verdad y Vida, en su totalidad,
tiene garantizada la paz y la felicidad, en esta y en la otra vida!”.
Encontramos a Jesús en la Sagrada Escritura, leída en la Iglesia. La Sagrada Escritura, “Palabra de
Dios escrita por inspiración del Espíritu Santo”, es, con la Tradición,fuente de vida para la Iglesia y alma
de su acción evangelizadora. Desconocer la Escritura es desconocer a Jesucristo y renunciar a
anunciarlo. De aquí la invitación de Benedicto XVI: “Al iniciar la nueva etapa que la Iglesia misionera de
América Latina y El Caribe se dispone a emprender, a partir de esta V Conferencia General en
Aparecida, es condición indispensable el conocimiento profundo y vivencial de la Palabra de Dios. Por
esto, hay que educar al pueblo en la lectura y la meditación de la Palabra: que ella se convierta en su
alimento para que, por propia experiencia, vea que las palabras de Jesús son espíritu y vida (cf. Jn
6,63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y espíritu no conocen a
fondo? Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la
Palabra de Dios”.
Se hace, pues, necesario proponer a los fieles la Palabra de Dios como don del Padre para el
encuentro con Jesucristo vivo, camino de “auténtica conversión y de renovada comunión y
solidaridad”. Esta propuesta será mediación de encuentro con el Señor si se presenta la Palabra
revelada, contenida en la Escritura, como fuente de evangelización. Los discípulos de Jesús anhelan
nutrirse con el Pan de la Palabra: quieren acceder a la interpretación adecuada de los textos bíblicos, a
emplearlos como mediación de diálogo con Jesucristo, y a que sean alma de la propia evangelización y
del anuncio de Jesús a todos. Por esto, la importancia de una “pastoral bíblica”, entendida como
animación bíblica de la pastoral, que sea escuela de interpretación o conocimiento de la Palabra, de
comunión con Jesús u oración con la Palabra, y de evangelización inculturada o de proclamación de la
Palabra. Esto exige, por parte de obispos, presbíteros, diáconos y ministros laicos de la Palabra, un
acercamiento a la Sagrada Escritura que no sea sólo intelectual e instrumental, sino con un corazón
“hambriento de oír la Palabra del Señor” (Am 8, 11).
…la lectura orante favorece el encuentro personal con Jesucristo al modo de tantos personajes del
evangelio: Nicodemo y su ansia de vida eterna (cf. Jn 3, 1-21), la Samaritana y su anhelo de culto
verdadero (cf. Jn 4, 1-42), el ciego de nacimiento y su deseo de luz interior (cf. Jn 9), Zaqueo y sus
ganas de ser diferente (cf. Lc 19, 1-10)... Todos ellos, gracias a este encuentro, fueron iluminados y
recreados porque se abrieron a la experiencia de la misericordia del Padre que se ofrece por su Palabra
de verdad y vida. No abrieron su corazón a algo del Mesías, sino al mismo Mesías, camino de
crecimiento en “la madurez conforme a su plenitud” (Ef 4, 13), proceso de discipulado, de comunión
con los hermanos y de compromiso con la sociedad.
Encontramos a Jesucristo, de modo admirable, en la Sagrada Liturgia. Al vivirla, celebrando el
misterio pascual, los discípulos de Cristo penetran más en los misterios del Reino y expresan de modo
sacramental su vocación de discípulos y misioneros. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del
Vaticano II nos muestra el lugar y la función de la liturgia en el seguimiento de Cristo, en la acción
misionera de los cristianos, en la vida nueva en Cristo, y en la vida de nuestros pueblos en Él.
La Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo. Con este
Sacramento, Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo.
Hay un estrecho vínculo entre las tres dimensiones de la vocación cristiana: creer, celebrar y vivir el
misterio de Jesucristo, de tal modo que la existencia cristiana adquiera verdaderamente una forma
eucarística. En cada Eucaristía, los cristianos celebran y asumen el misterio pascual, participando en él.
Por tanto, los fieles deben vivir su fe en la centralidad del misterio pascual de Cristo a través de la
Eucaristía, de modo que toda su vida sea cada vez más vida eucarística. La Eucaristía, fuente inagotable
de la vocación cristiana es, al mismo tiempo, fuente inextinguible del impulso misionero. Allí, el
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Espíritu Santo fortalece la identidad del discípulo y despierta en él la decidida voluntad de anunciar
con audacia a los demás lo que ha escuchado y vivido...
El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el pecador experimenta de manera singular
el encuentro con Jesucristo, quien se compadece de nosotros y nos da el don de su perdón
misericordioso, nos hace sentir que el amor es más fuerte que el pecado cometido, nos libera de
cuanto nos impide permanecer en su amor, y nos devuelve la alegría y el entusiasmo de anunciarlo a
los demás con corazón abierto y generoso.
La oración personal y comunitaria es el lugar donde el discípulo, alimentado por la Palabra y la
Eucaristía,cultiva una relación de profunda amistad con Jesucristo y procura asumir la voluntad del
Padre. La oración diaria es un signo del primado de la gracia en el itinerario del discípulo misionero.
Por eso, “es necesario aprender a orar, volviendo siempre de nuevo a aprender este arte de los labios
del Maestro”.
Jesús está presente en medio de una comunidad viva en la fe y en el amor fraterno . Allí Él cumple
su promesa: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,
20). Está en todos los discípulos que procuran hacer suya la existencia de Jesús, y vivir su propia vida
escondida en la vida de Cristo (cf. Col 3, 3). Ellos experimentan la fuerza de su resurrección hasta
identificarse profundamente con Él: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
Está en los Pastores, que representan a Cristo mismo (cf. Mt 10, 40; Lc 10, 16). “Los Obispos han
sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como Pastores de la Iglesia, de modo que quien los
escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envío” (Lumen
Gentium, 20). Está en los que dan testimonio de lucha por la justicia, por la paz y por el bien común,
algunas veces llegando a entregar la propia vida, en todos los acontecimientos de la vida de nuestros
pueblos, que nos invitan a buscar un mundo más justo y más fraterno, en toda realidad humana, cuyos
límites a veces nos duelen y agobian.
También lo encontramos de un modo especial en los pobres, afligidos y enfermos (cf. Mt 25, 37-
40), que reclaman nuestro compromiso y nos dan testimonio de fe, paciencia en el sufrimiento y
constante lucha para seguir viviendo. ¡Cuántas veces los pobres y los que sufren realmente nos
evangelizan! En el reconocimiento de esta presencia y cercanía, y en la defensa de los derechos de los
excluidos se juega la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo. El encuentro con Jesucristo en los pobres es
una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en
ellosy del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela,
surge nuestra opción por ellos. La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres
y solidarios con su destino.
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EL PROCESO DE FORMACIÓN DE LOS DISCÍPULOS MISIONEROS 4
El itinerario formativo del seguidor de Jesús hunde sus raíces en la naturaleza dinámica de la
persona y en la invitación personal de Jesucristo, que llama a los suyos por su nombre, y éstos lo
siguen porque conocen su voz. El Señor despertaba las aspiraciones profundas de sus discípulos y los
atraía a sí, llenos de asombro. El seguimiento es fruto de una fascinación que responde al deseo de
realización humana, al deseo de vida plena. El discípulo es alguien apasionado por Cristo, a quien
reconoce como el maestro que lo conduce y acompaña. (DA 277)
Aspectos del proceso
En el proceso de formación de discípulos misioneros, destacamos cinco aspectos fundamentales,
que aparecen de diversa manera en cada etapa del camino, pero que se compenetran íntimamente y
se alimentan entre sí:
a) El Encuentro con Jesucristo. Quienes serán sus discípulos ya lo buscan (cf. Jn 1, 38), pero es el
Señor quien los llama: “Sígueme” (Mc 1, 14; Mt 9, 9). Se ha de descubrir el sentido más hondo de la
búsqueda, y se ha de propiciar el encuentro con Cristo que da origen a la iniciación cristiana. Este
encuentro debe renovarse constantemente por el testimonio personal, el anuncio del kerygma y la
acción misionera de la comunidad. El kerygma no sólo es una etapa, sino el hilo conductor de un
proceso que culmina en la madurez del discípulo de Jesucristo. Sin el kerygma, los demás aspectos de
este proceso están condenados a la esterilidad, sin corazones verdaderamente convertidos al Señor.
Sólo desde el kerygma se da la posibilidad de una iniciación cristiana verdadera. Por eso, la Iglesia ha
de tenerlo presente en todas sus acciones.
b) La Conversión: Es la respuesta inicial de quien ha escuchado al Señor con admiración, cree en
Él por la acción del Espíritu, se decide a ser su amigo e ir tras de Él, cambiando su forma de pensar y
de vivir, aceptando la cruz de Cristo, consciente de que morir al pecado es alcanzar la vida. En el
Bautismo y en el sacramento de la Reconciliación, se actualiza para nosotros la redención de Cristo.
c) El Discipulado: La persona madura constantemente en el conocimiento, amor y seguimiento
de Jesús maestro, profundiza en el misterio de su persona, de su ejemplo y de su doctrina. Para este
paso, es de fundamental importancia la catequesis permanente y la vida sacramental, que fortalecen
la conversión inicial y permiten que los discípulos misioneros puedan perseverar en la vida cristiana y
en la misión en medio del mundo que los desafía.
d) La Comunión: No puede haber vida cristiana sino en comunidad: en las familias, las
parroquias, las comunidades de vida consagrada, las comunidades de base, otras pequeñas
comunidades y movimientos. Como los primeros cristianos, que se reunían en comunidad, el discípulo
participa en la vida de la Iglesia y en el encuentro con los hermanos, viviendo el amor de Cristo en la
vida fraterna solidaria. También es acompañado y estimulado por la comunidad y sus pastores para
madurar en la vida del Espíritu.
e) La Misión: El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de
compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y
resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una
palabra, a construir el Reino de Dios. La misión es inseparable del discipulado, por lo cual no debe
entenderse como una etapa posterior a la formación, aunque se la realice de diversas maneras de
acuerdo a la propia vocación y al momento de la maduración humana y cristiana en que se encuentre
la persona. (DA 278)
Una formación integral, kerygmática y permanente (DA 279-340)
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Misión principal de la formación es ayudar a los miembros de la Iglesia a encontrarse siempre con
Cristo, y, así reconocer, acoger, interiorizar y desarrollar la experiencia y los valores que constituyen
la propia identidad y misión cristiana en el mundo. Por eso, la formación obedece a un proceso
integral, es decir, que comprende variadas dimensiones, todas armonizadas entre sí en unidad vital .
En la base de estas dimensiones, está la fuerza del anuncio kerygmático. El poder del Espíritu y de la
Palabra contagia a las personas y las lleva a escuchar a Jesucristo, a creer en Él como su Salvador, a
reconocerlo como quien da pleno significado a su vida y a seguir sus pasos. El anuncio se fundamenta
en el hecho de la presencia de Cristo Resucitado hoy en la Iglesia, y es el factor imprescindible del
proceso de formación de discípulos y misioneros. Al mismo tiempo, la formación es permanente y
dinámica, de acuerdo con el desarrollo de las personas y al servicio que están llamadas a prestar, en
medio de las exigencias de la historia.
Una formación atenta a dimensiones diversas
La formación abarca diversas dimensiones que deberán ser integradas armónicamente a lo largo de
todo el proceso formativo. Se trata de la dimensión humana comunitaria, espiritual, intelectual y
pastoral-misionera.
La Dimensión Humana y Comunitaria. Tiende a acompañar procesos de formación que lleven a
asumir la propia historia y a sanarla, en orden a volverse capaces de vivir como cristianos en un
mundo plural, con equilibrio, fortaleza, serenidad y libertad interior. Se trata de desarrollar
personalidades que maduren en el contacto con la realidad y abiertas al Misterio.
La Dimensión Espiritual. Es la dimensión formativa que funda el ser cristiano en la experiencia de
Dios, manifestado en Jesús, y que lo conduce por el Espíritu a través de los senderos de una
maduración profunda. Por medio de los diversos carismas, se arraiga la persona en el camino de vida y
de servicio propuesto por Cristo, con un estilo personal. Permite adherirse de corazón por la fe, como
la Virgen María, a los caminos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de su Maestro y Señor.
La Dimensión Intelectual. El encuentro con Cristo, Palabra hecha Carne, potencia el dinamismo de
la razón que busca el significado de la realidad y se abre al Misterio. Se expresa en una reflexión seria,
puesta constantemente al día a través del estudio que abre la inteligencia, con la luz de la fe, a la
verdad. También capacita para el discernimiento, el juicio crítico y el diálogo sobre la realidad y la
cultura. Asegura de una manera especial el conocimiento bíblico teológico y de las ciencias humanas
para adquirir la necesaria competencia en vista de los servicios eclesiales que se requieran y para la
adecuada presencia en la vida secular.
La Dimensión Pastoral y Misionera. Un auténtico camino cristiano llena de alegría y esperanza el
corazón y mueve al creyente a anunciar a Cristo de manera constante en su vida y en su ambiente.
Proyecta hacia la misión de formar discípulos misioneros al servicio del mundo. Habilita para proponer
proyectos y estilos de vida cristiana atrayentes, con intervenciones orgánicas y de colaboración
fraterna con todos los miembros de la comunidad. Contribuye a integrar evangelización y pedagogía,
comunicando vida y ofreciendo itinerarios pastorales acordes con la madurez cristiana, la edad y otras
condiciones propias de las personas o de los grupos. Incentiva la responsabilidad de los laicos en el
mundo para construir el Reino de Dios. Despierta una inquietud constante por los alejados y por los
que ignoran al Señor en sus vidas.
Una formación respetuosa de los procesos
Llegar a la estatura de la vida nueva en Cristo, identificándose profundamente con Él y su misión,
es un camino largo, que requiere itinerarios diversificados, respetuosos de los procesos personales y
de los ritmos comunitarios, continuos y graduales…
Una formación que contempla el acompañamiento de los discípulos
…Destacamos que la formación de los laicos y laicas debe contribuir, ante todo, a una actuación
como discípulos misioneros en el mundo, en la perspectiva del diálogo y de la transformación de la
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sociedad. Es urgente una formación específica para que puedan tener una incidencia significativa en
los diferentes campos, sobre todo “en el mundo vasto de la política, de la realidad social y de la
economía, como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los
medios y de otras realidades abiertas a la evangelización”.
Una formación en la espiritualidad de la acción misionera
Es necesario formar a los discípulos en una espiritualidad de la acción misionera, que se basa en la
docilidad al impulso del Espíritu, a su potencia de vida que moviliza y transfigura todas las dimensiones
de la existencia. No es una experiencia que se limita a los espacios privados de la devoción, sino que
busca penetrarlo todo con su fuego y su vida. El discípulo y misionero, movido por el impulso y el
ardor que proviene del Espíritu, aprende a expresarlo en el trabajo, en el diálogo, en el servicio, en la
misión cotidiana.
... Así, la vida en el Espíritu no nos cierra en una intimidad cómoda, sino que nos convierte en
personas generosas y creativas, felices en el anuncio y el servicio misionero. Nos vuelve
comprometidos con los reclamos de la realidad y capaces de encontrarle un profundo significado a
todo lo que nos toca hacer por la Iglesia y por el mundo.
INICIACIÓN A LA VIDA CRISTIANA Y CATEQUESIS PERMANENTE
… O educamos en la fe, poniendo realmente en contacto con Jesucristo e invitando a su
seguimiento, o no cumpliremos nuestra misión evangelizadora. Se impone la tarea irrenunciable de
ofrecer una modalidad operativa de iniciación cristiana que, además de marcar el qué, dé también
elementos para el quién, el cómo y el dónde se realiza. Así, asumiremos el desafío de una nueva
evangelización, a la que hemos sido reiteradamente convocados.
Propuestas para la iniciación cristiana
Sentimos la urgencia de desarrollar en nuestras comunidades un proceso de iniciación en la vida
cristiana que comience por el kerygma y, guiado por la Palabra de Dios, que conduzca un encuentro
personal, cada vez mayor, con Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, experimentado como
plenitud de la humanidad, y que lleve a la conversión, al seguimiento en una comunidad eclesial y a
una maduración de fe en la práctica de los sacramentos, el servicio y la misión.
Recordamos que el itinerario formativo del cristiano, en la tradición más antigua de la Iglesia,
“tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo
con Cristo, anunciado por auténticos testigos”. Se trata de una experiencia que introduce en una
profunda y feliz celebración de los sacramentos, con toda la riqueza de sus signos. De este modo, la
vida se va transformando progresivamente por los santos misterios que se celebran, capacitando al
creyente para transformar el mundo. Esto es lo que se llama “catequesis mistagógica”.
Ser discípulo es un don destinado a crecer. La iniciación cristiana da la posibilidad de un
aprendizaje gradual en el conocimiento, amor y seguimiento de Jesucristo. Así, forja la identidad
cristiana con las convicciones fundamentales y acompaña la búsqueda del sentido de la vida. Es
necesario asumir la dinámica catequética de la iniciación cristiana...(DA 291)
Como rasgos del discípulo, al que apunta la iniciación cristiana destacamos: que tenga como centro
la persona de Jesucristo, nuestro Salvador y plenitud de nuestra humanidad, fuente de toda
madurez humana y cristiana; que tenga espíritu de oración, sea amante de la Palabra, practique la
confesión frecuente y participe de la Eucaristía; que se inserte cordialmenteen la comunidad eclesial y
social, sea solidario en el amor y fervoroso misionero. (DA 292)
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2. A la luz de los textos que has leído ¿qué significa ser discípulos?
3. ¿Qué retoso desafíos implica ser discípulos de Jesucristo hoy?
4. ¿Qué relación le ves con nuestra espiritualidad SAFA?
1. Ser discípulo y seguir a Jesús de Nazaret (Mc 6,1-6; 3,14; Lc 10,2-12; Jn 1,38-39)
No podemos olvidar que Jesús era judío, ligado a las tradiciones de su pueblo y preocupado con
la situación de vida de los pobres de su tiempo. Como hijo de carpintero, hizo la experiencia del trabajo
y convivió con los trabajadores de la Palestina del siglo I. El evangelio de Mateo nos habla de la
compasión de Jesús frente al sufrimiento del pueblo: “Viendo a la muchedumbre, Jesús tuvo compasión 1
porque estaban vejadas y abatidas, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36). Jesús, el Mesías Siervo
Sufriente, se solidariza con las muchedumbres abandonadas, como ovejas sin pastor, y asume sus
dolores, criticando la situación de abandono en que viven, en nítida referencia al profeta Ezequiel 34. El
evangelista Juan presentará a Jesús como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11). Ser
discípulo es estar con Él (Mc 3,14a), crear solidaridad y comunidad, abrirse a la misión al servicio del
Reino y asumir, si fuese preciso, el mismo destino del Maestro (Mc 3,14b). Ser discípulo/a es asumir,
como Jesús de Nazaret lo hizo, el anuncio del Evangelio del Reino a los pobres y excluidos de su
tiempo (cf. Lc 4,16-21). Es rescatar la vida de los que están perdiendo la vida por causa de la injusticia.
Es anunciar que la salvación se hace presente en el cambio de situación real de vida operada en la
acción evangelizadora y liberadora de Jesús (cf. Mt 11,2-6).
Hoy, somos invitados a actualizar esta acción evangelizadora y liberadora (EN 30) de Jesús apoyando las
luchas de los sin tierra, de los sin techo, de los desempleados/as, abandonados por el mercado, por el
Estado y, muchas veces, por la propia Iglesia, y solidarizándonos con los rostros sufrientes del pueblo
de la calle, de los migrantes, de los enfermos, de los dependientes de químicos, de los presos ( DA 407-
426), pues como
…discípulos y misioneros, estamos llamados a contemplar, en los rostros sufrientes de
nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos (DA 393; cf. DP,
31-39; SD 179).
La opción por los pobres está implícita en la fe cristiana y es parte integrante del discipulado
como seguimiento de Jesucristo: “Nuestra fe proclama que Jesucristo es el rostro humano de Dios y el
rostro divino del ser humano”. Por eso,
…la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel
Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza ( DI 3).
Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho
nuestro hermano (cf. Hb 2,11-12)(DA 392)
1
Es importante resaltar que el verbo utilizado en griego es “splangnizomai”, que significa tener dolores de entrañas, dolores de parto,
recordándonos el texto de Éx 3,7-10, donde Yahweh ve la aflicción del pueblo y escucha su clamor.
14
Hoy, el seguimiento de Jesús, por la fuerza del Espíritu del Resucitado, nos lleva a fundar
comunidades consecuentes con su práctica. Comunidades samaritanas que ayuden a aliviar los dolores
del pueblo crucificado y sufriente, dejándose guiar por el Espíritu Santo (cf. Gál 5,25), aceptando como
propia la pasión por el Padre y por el Reino y anunciando la Buena Nueva a los pobres, curando a los
enfermos, consolando a los tristes, liberando a los presos y anunciando el Año de la Gracia del Señor
(cf. Lc 4,18-19)(DA 152).
15
Hoy, asumir la cruz de Jesús significa enfrentar el sistema que, en el continente latinoamericano
y caribeño, está generando una situación de inequidad social:
“En efecto, es una contradicción dolorosa que el Continente del mayor número
de católicos sea también el de mayor inequidad social”
Lamentablemente, la cara más extendida y exitosa de la globalización es su
dimensión económica, que se sobrepone y condiciona las otras dimensiones de la vida
humana. En la globalización, la dinámica del mercado absolutiza con facilidad la
eficacia y la productividad como valores reguladores de todas las relaciones humanas.
Este peculiar carácter hace de la globalización un proceso promotor de inequidades e
injusticias múltiples.(DA 527).
Seguir a Jesús significa acoger su proyecto, el proyecto del Reino de Dios, y entrar en el camino
conflictivo que puede llevar, como a Jesús y muchos de nuestros mártires, a enfrentar el martirio.
Solamente asumiendo de manera consciente la realidad como Jesús lo hizo es que podremos
hablar de seguimiento.
Asumir la cruz de Jesús significa asimismo ser solidarios con los pobres, cuando no podemos
cambiar inmediatamente las estructuras injustas. El hecho de estar con ellos en su sufrimiento, completa
en nosotros lo que faltó a la pasión de Jesús (cf. Col 1,24), el Crucificado que es el Resucitado y que se
une a todos los crucificados del mundo. Los pobres crucificados se vuelven, de este modo, la cruz real.
Asumir su dolor es asumir la cruz de Cristo. Así como Jesús vino para dar la vida, somos invitados a
descender de la cruz a los crucificados. Éste fue el actuar de Jesús de Nazaret que resultó en su
persecución y muerte, pues el tener compasión y el asumir los dolores de los pobres y excluidos provoca
conflictos. Ir a las causas de la exclusión, ayer y hoy, no es una actitud sin consecuencias. Es aquí que la
fe cristiana manifiesta su profetismo y su dinamismo transformador. El martirio puede ser el resultado
último del discipulado como seguimiento de Jesús de Nazaret.
Asumir la cruz de Jesús significa igualmente enfrentar el sufrimiento delante de una dolencia
que no se puede evitar.
En este caso, creemos que la pasión de Jesús completa en nuestra carne aquello que no podemos
superar por nuestras propias fuerzas. En este sentido, así como Jesús hizo su entrega al Padre, aquel que
sufre se entrega al Dios de la vida, que en su bondad y misericordia de Madre también lo aceptará.
Benedito Ferraro. Profesor de teología de la PUC, Campinas.
Asesor de la Pastoral Obrera de Campinas).
Leer la “La experiencia de vida” (Libro los Vínculos que nos unen… pág. 36 a 46)
16
“Cuando Gabriel cumplió los seis años, el párroco apellidado Rey, que veía el comportamiento
agradable e inteligente del muchacho, así como su excelente carácter, quiso que fuera monaguillo suyo. A
petición de sus padres, aceptó el encargo de enseñarle los primeros conocimientos del saber. El joven
Gabriel llegaría a ser, en opinión de su piadoso maestro, la gloria de su familia y buscaría la salvación de
muchas almas. De ahí que tratase especialmente de inspirar a su alumno la fe y la piedad que deben ser
siempre la base de la instrucción y de la educación de la juventud. Le enseñó a ayudar a Misa y a adornar
los altares. El alumno cumplía esos cometidos con un interés y habilidad impropios de un niño de su edad.
Aquel digno sacerdote llevaba a su alumno a la iglesia para darle las lecciones de religión delante
del altar, y le decía: "Hijo mío, ¿ves el sagrario? Dios está ahí. No podemos verle pero El sí nos ve. Por
eso tienes que ser bueno. Vamos, dame la lección". De este modo, al mismo tiempo que le instruía, ponía
en su alma los cimientos de una fe que brilló siempre con gran resplandor y que orientó toda su vida.
Una educación tan profundamente religiosa y los buenos ejemplos que recibía en su cristiana
familia dieron pronto sus frutos. El joven Gabriel, indiferente a las diversiones propias de su edad,
mostraba interés solamente por los ejercicios de piedad y las ceremonias litúrgicas. La iglesia y la casa de
sus padres eran sus lugares preferidos.”(Hno. Federico Bouvet, Vida)
La formación de Gabriel
“Si la familia fue el lugar donde se modeló la personalidad de Gabriel, la comunidad cristiana
fue el medio donde se desarrolló la fe recibida en el bautismo y donde surgió su vocación.
Su primer maestro fue el párroco P. José Rey. Junto con el catecismo, enseñaba a los niños a
leer, a escribir y algunas nociones de latín para responder en la misa cuando eran monaguillos. Gabriel
en un borrador de su autobiografía, relata así sus primeros recuerdos: “A los cuatro años, sus buenos
padres, gente honrada y temerosa de Dios, confiaron a Gabriel al P. Bouvier (P. Rey), entonces
párroco de Belleydoux,para darle las primeras nociones de lectura y doctrina cristiana. El digno
párroco quiso encargarse de ello, y no descuidó nada para formar a su joven alumno en los principios
de la fe que hacen buenos cristianos y hombres honrados. A menudo le hacía repetir su lección en la
iglesia, después de la misa, cuando todos se habían retirado. Tenía cuidado de decir al niño que todo
bien viene de Dios y que había que acudir a él para aprender bien las lecciones; y para inculcar mejor
estos principios en su joven corazón, le mostraba el tabernáculo diciéndole: “Mira, mi pequeño amigo,
el Señor está ahí. El niño respondía: “¡Ah!, Sr. cura párroco, no lo veo, cuánto desearía verlo!”. Al
empezar sus lecciones de doctrina cristiana, el maestro hacía comprender al alumno el misterio de la
divina Eucaristía y le hacía comprender que Dios es un espíritu invisible a nuestros ojos, pero que no
tardamos en conocerlo al examinar atentamente las bellezas de la naturaleza que también ha puesto en
el hombre”.
A estas primeras “lecciones”, que quedaron grabadas en la memoria de Gabriel para toda la
vida, se remonta su amor por la Eucaristía. El texto mencionado nos informa también sobre lo esencial
del contenido y del método para enseñar el catecismo a principios del siglo XIX. La catequesis se hacía
en forma de preguntas y respuesta aprendidas de memoria, pero había también algunas explicaciones,
oraciones y cantos. El catecismo empleado por el P. Rey pudo ser el de la diócesis de Lyon, que poco
después se impondría en todas las diócesis de Francia, es el llamado “catecismo imperial”.
La formación catequética de Gabriel acabó con la ceremonia de la primera comunión. En su
autobiografía recuerda así ese día memorable: “Tuve la dicha de hacer mi primera comunión a la edad de
once años en la iglesia de mi parroquia, el día de la fiesta de la Santísima Trinidad. Me había preparado a
este acontecimiento con un retiro. Nunca se ha borrado de mi corazón el día de mi primera comunión, que
me dejó dulces y religiosos recuerdos”. La primera comunión, el “día más hermoso de la vida”, como se
decía, constituía la culminación del proceso de formación religiosa, pero tenía también un importante
significado familiar y social. Era lo que se llama un rito de paso de la infancia a la juventud.
Gabriel recibió la primera comunión cuando aún no tenía 12 años. El ritual de Lyon prescribía 14
años para los varones, pero sin duda el P. Mercier, párroco por entonces, reconoció que tenía la preparación
y las disposiciones requeridas. Otro detalle muy importante es que Gabriel continúa asistiendo al catecismo,
aunque ya no estaba obligado, y muy pronto el sacerdote lo hizo auxiliar suyo y monitor para repetir la
lección a los más pequeños.
Poco después de la primera comunión los padres de Gabriel, de acuerdo con el párroco, tomaron la
decisión de destinarlo al sacerdocio, y por tanto de que comenzara a prepararse mediante los estudios. Así
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lo cuenta él mismo: “Mis padres a quienes amaba muy tiernamente y de quienes era también muy amado,
me hicieron salir del pueblo después de mi primera comunión; me pusieron en el internado de Saint
Germain y luego en el internado eclesiástico de Châtillon, donde permanecí algunos años. Mis buenos
padres que amaban la religión y a sus ministros, por los cuales tuvieron siempre un gran respeto, querían
destinarme al sacerdocio. Tenía yo mismo un gran deseo de abrazar el estado eclesiástico. Las
pequeñascapillas que fabricaba, donde reunía a los niños del pueblo para predicarles y hacer algunas
sencillas ceremonias a modo infantil, eran como presagio de que un día sería destinado al servicio de Dios
en el estado religioso”.
Así pues, las dos etapas de esta formación fueron la permanencia en la pensión de Plagne y después
en la escuela presbiteral de Châtillon-de-Michaille. Son los cuatro años de formación y de estudios
sistemáticos que tuvo Gabriel, y al mismo tiempo son los años en los que llega a la decisión de abandonar el
proyecto inicial de su párroco y de sus padres para decidirse por una forma particular de vida religiosa.
Durante el año escolar 1812-1813 Gabriel se hospedó en Plagne, en casa de la familia Egraz. El
maestro era Francisco Egraz, de 42 años, casado con Catalina Fontaine, sin hijos. En los años 1812-1814,
ejercía también la función de alcalde de Saint-Germain-de-Joux. A esta época corresponden dos anécdotas
narradas por el Hno. Federico. La primera se refiere a la nostalgia de Gabriel al ver desde lejos la torre de la
iglesia de Belleydoux. La segunda al severo castigo recibido por Gabriel en las manos, por negarse a
bajarse los pantalones. Fue la consecuencia de una ausencia colectiva del internado cuando el maestro
anunció que tenía que estar fuera del pueblo durante tres días. Los alumnos se fueron cada uno a su casa
con la intención del volver antes que el maestro. Pero éste regresó antes de lo previsto y sorprendió a los
escolares en falta.
Después del año pasado en Plagne, Gabriel fue enviado como pensionista a la escuela presbiteral de
Châtillon-de-Michaille, que debía formarlo para entrar en el seminario. En ella permaneció tres años, de
1813 a 1816.
El P. Francisco Colliex, héroe de las misiones clandestinas durante la Revolución, fue nombrado
párroco de Châtillon en 1809. Con el apoyo del alcalde, en 1812 solicita la aprobación de una escuela para
formar a los futuros sacerdotes. Los párrocos de la zona, que lo conocían y apreciaban, le enviaban los
candidatos. Fue el caso de Gabriel.
Este tipo de escuelas era mal visto por las autoridades académicas porque hacían la competencia a
los colegios públicos, pero los Obispos las protegían para preparar a los futuros seminaristas. En ellas los
muchachos recibían una formación intelectual, pero, sobre todo, una formación a la piedad, la mortificación
y la oración; y no faltaba el trabajo manual. Gabriel no parece defraudar a sus Superiores, quienes le
confían a menudo la vigilancia de los otros alumnos. Este cargo, y la fidelidad con que lo cumple, no dejan
de crearle problemas con algún compañero. Sin embargo, a mitad de tercer año interrumpía el curso y
regresaba a Belleydoux, con pesar de sus padres, convencido de que su vocación no era el sacerdocio sino
la vida religiosa.
Los tres años de Châtillon marcaron al joven Gabriel por varias razones. La recia personalidad del
P. Colliex, el ambiente de trabajo de la escuela seminario, la regularidad en las ocupaciones y actividades,
el sentido de obediencia, el respeto por la vocación sacerdotal y las lecturas que hacía, constituyeron la base
de una espiritualidad que nunca abandonó. Fue en ese período de estudios cuando hizo el propósito de rezar
todos los días la oración "Veni, Sancte" para pedir al Espíritu Santo que le iluminara y dirigiera a lo largo
de la jornada; la antífona "Salve, Regina", pidiendo ayuda a la Madre de la misericordia, y la invocación
"Angele Dei" para conseguir la protección del ángel de la guarda. Su biógrafo afirma que se mantuvo fiel a
estas prácticas durante toda la vida, hasta tal punto de haberle oído decir que creía no haberlas omitido ni
un solo día.
La formación cristiana de Gabriel se apoyó después en el dispositivo que la Iglesia de Francia tenía
en el período de la Restauración para recristianizar la población: las misiones populares, como fuerza de
choque para provocar la conversión, y las cofradías para prolongar su efecto benéfico en la vida diaria de
las parroquias.” (El Instituto de los Hermanos de la Sagrada Familia vive en el tiempo)
“Finalmente hay que mencionar la intervención personal de Mons. Devie en la formación del
joven Fundador, como éste reconoce en la súplica dirigida al Papa pidiendo la aprobación del Instituto
en 1841: “Mi propia formación para la vida religiosa se la debo al celo y a la profunda piedad de este
dignísimo y venerable Obispo”. Según el testimonio del P. Cognat, biógrafo de Mons. Devie, éste recibía
al Hno. Gabriel a diario en el palacio episcopal y le aconsejaba en algunos puntos tan esenciales como la
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práctica de la oración y de la dirección de los Hermanos”. (El Instituto de los Hermanos de la Sagrada
Familia vive en el tiempo)
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Hoy nos preguntamos: ¿cuándo y cómo se despierta ese celo ardiente que él mismo llama “virtud que
lleva a procurar la Gloria de Dios y la salvación de las almas con un gran afecto del corazón”?
¿En qué hoguera se “inflamó de santo ardor” el corazón de Gabriel?... “Animado por la caridad,
iluminado por la ciencia, afirmado por la constancia; ferviente, circunspecto, invencible; sin tibieza, indiscreción
ni timidez”... Bien, pero ¿cómo se enciende la chispa inicial de ese fuego, que él mismo coloca en el corazón del
dinamismo apostólico de sus discípulos? ¿Podemos descubrir hoy esa chispa inicial? ¿La zarza ardiente desde la
cual Alguien le revela su Presencia y le dice: “SOY YO”? La voz que lo llama en sueños por su nombre:
¡GABRIEL!
¿Cómo y cuándo el Dios de sus padres se manifiesta a él tan vivamente que su vida queda orientada en
forma definitiva hacia una Meta? ¿Cómo se hizo él ese “sabio piloto que tiene siempre la brújula delante de sus
ojos, para ver si su nave va directamente al lugar donde quiere llegar y que rectifica su ruta en el momento que
constata que se apartó de ella?”
Su biógrafo, el Hno. Federico y cuantos nos hablan de sus virtudes son unánimes en señalar, en primer
lugar, su “espíritu de fe”. Hoy somos conscientes de que toda Fe auténtica tiene como punto de partida una
experiencia personal de Dios. Esa experiencia sería la “brújula” de que Gabriel nos habla, el fuego que inflama de
santo ardor...
San Francisco de Asís hace más de siete siglos y Charles de Foucauld no hace mucho, fueron
sorprendidos por el rostro de Cristo pobre. En contextos históricos y geográficos distintos, pero es el mismo rostro
de Cristo que transfigura la vida de ambos.
San Pablo cae del caballo envuelto en la luz de Cristo Resucitado y se convierte en el enviado por Jesús a
los gentiles. La Madre Teresa, en nuestros días, descubre a Cristo moribundo en las calles de Calcuta... y todos
sabemos cómo esa realidad humana tan doliente, la impulsa a recorrer un camino nuevo y fecundo.
Y así, tantas experiencias de Dios que han cambiado el sentido de muchas vidas humanas a través de la
Historia de la Salvación.
¿Cuándo se da en Gabriel esa experiencia? ¿Cómo? ¿En qué contexto? ¿En qué forma orienta su vida, la
dinamiza, la hace tender hacia una nueva meta? ¿Podemos descubrir esa experiencia? ¿Es accesible para nosotros?
Si lo lográramos, ¿qué imagen de Dios sacude a Gabriel? ¿Cuáles son sus rasgos fundamentales? ¿En qué nivel de
su persona Gabriel descubre a Dios? ¿Qué elementos predominan en ese encuentro? ¿Qué siente, cómo vive
Gabriel el encuentro con Dios? ¿Hay momentos claves de ese encuentro en su vida? ¿Qué significan para él y para
su Comunidad? ¿Tiene algo que ver la experiencia de Gabriel con la de Cristo? ¿En qué medida la existencia de
Gabriel asume las mismas características que la experiencia que tiene Cristo de su Padre?
¿Tiene algo que ver esa experiencia de Gabriel con la nuestra? Si esa experiencia es el origen de su
carisma, ¿en qué medida tendremos nosotros, sus seguidores, acceso a la misma, para que encienda el mismo
fuego que a Gabriel? Preguntas fascinantes. Pero... ¡cuidado! Debemos descalzarnos...
Avanzar tímidamente. La arena del desierto quema la planta de los pies. Pisamos tierra sagrada. Vamos al
encuentro con la Zarza Ardiente. Con respeto. Atentos. Sin pretender la respuesta a todas nuestras preguntas. Nos
basta con tener el comienzo de una respuesta, por ahora. La voz que logremos escuchar será percibida solamente
en el silencio y la contemplación.
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“Desde su más tierna juventud (la Fe) fue viva en él, y en lugar de debilitarse y disminuir, fue creciendo
con los años.
“Ninguna duda se suscitó en él contra esta virtud (la Fe).¡Oh! La Fe del piadoso Fundador no se mostró
solamente en sus palabras y escritos. Todo su comportamiento fue una imagen viviente de Fe”.
Si alguna duda se suscita en Gabriel, no se refiere a Dios, sino a sí mismo, a la solidez de su respuesta.
“Después de cerca de sesenta años, experimentamos la debilidad humana, consecuencia de los tristes
efectos del pecado de Adán, y conocemos el mundo, del cual, ¡ay!, hemos sentido las heridas. Eso nos hubiera
desalentado de nuestra vocación y de nuestros santos trabajos, y hubiese sido para nosotros muy funesto sin la
gracia de Jesucristo, por los méritos de quien esperamos el perdón de nuestras ofensas y la felicidad de morir en
paz”. “Si a veces se me ocurre que no he hecho más que telas de araña, sin embargo, he tenido siempre como
objetivo la gloria de Dios y la salvación de las almas”. “... ¿Hemos avanzado o retrocedido en nuestra
navegación? Sois vosotros sobre todo, queridos Hermanos, los más antiguos en la comunidad, a quienes toca
juzgar de ello?
Pero más allá de las dudas sobre la eficacia de la acción emprendida, surge siempre luminosa la Presencia
del Señor:
“...En cuanto a nosotros, solamente tenemos que alabar y agradecer al Señor de sus beneficios y de su
asistencia”.
Él también ha experimentado, como Pablo, la presencia reconfortante de Jesús:
“...No nos desanimaremos en las pruebas, porque Dios cuida siempre del buen religioso en la adversidad
y le dice como otrora a san Pablo: Mi gracia te basta”.
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Resulta muy significativo el hecho de que, muy poco antes de su muerte, el sucesor inmediato del
Fundador, recuerde este aspecto tan particular en la vida de Gabriel. Pero más significativo aún es que al día
siguiente de esta conferencia, el Hno. Amadeo aborde, de un modo muy particular, el tema de la finalidad del
Instituto. La primera parte de su exposición se titula: “EL CULTO DIVINO”.
“Todas las Congregaciones religiosas tienen esto de común: que sus miembros son llamados a trabajar
por la Gloria de Dios y en la santificación personal, pero lo hacen mediante obras diferentes. En tal Orden, es
entregándose a la oración; en tal otra, a los ejercicios de penitencia; en otras, a la predicación, o a diversos
ejercicios de caridad. Entre nosotros, es por estos ejercicios: el culto divino y sobre todo el del Santísimo
Sacramento, por nuestras funciones en las Iglesias, funciones de cantores y sacristanes; la educación de la niñez,
por la enseñanza del catecismo y de las ciencias humanas impartidas según el espíritu cristiano.
En este momento, quisiera llamar vuestra atención sobre el primer aspecto...el culto divino”.
Toda la conferencia es una reivindicación, frente a los Hermanos más antiguos, de la importancia por él dada en
sus exhortaciones y en sus actitudes, al culto divino. Y esto, a lo largo de toda su vida:
“¿Por qué he hecho sentir la importancia de estas cosas?
Son la parte más noble de las obras de nuestra vocación, al relacionarse más directamente al honor, a
la gloria de Dios”.
Para corroborar lo que dice, analiza luego el Breve de Aprobación del Instituto, y recuerda que el
Fundador dedicó 25 páginas del N. Guía a las funciones cultuales de los Hermanos. Termina citando el art. 69 de
las reglas vigentes y haciéndose él y al equipo de gobierno este cuestionamiento.
“Nosotros, queridos Hermanos, que tenemos la dirección de las cosas en la comunidad, ¿hemos estado
atentos siempre a esta parte de los deberes de los que están bajo nuestra conducción?”.
Y agrega algo que debió sentir muy intensamente en aquel momento en que salía de una enfermedad:
“Sintiéndome un poco mejor de salud en estos días, he querido que el primer uso de mis fuerzas fuera
consagrado al recuerdo de estos deberes. A continuación encarga al Hno. Carlos -que será su sucesor-de leer una
conferencia sobre las ceremonias, el canto y las oraciones en los oficios de la iglesia.
Quiero subrayar algunos aspectos en lo que estamos exponiendo:
a) Nuestro segundo Superior General, poco antes de su muerte, y después de una enfermedad prolongada,
siente la urgencia de usar todas sus fuerzas, apenas recobradas, para recordar a la Congregación un aspecto
fundamental (¿pero más vulnerable?) del carisma fundacional. ¿Reflexión más profunda durante la enfermedad?
¿Crisis del aspecto cultual entre los Hermanos? ¿Riesgo de perder la riqueza de este aspecto de nuestro carisma,
por las formas concretas que asumió? ¿O por la prioridad que fue dándose paulatinamente a la enseñanza?
b) Encarga al Hno. Carlos, en quien adivina quizás a su sucesor, de leer una conferencia sobre el culto
divino, a continuación de sus palabras. Faltan años para el temporal de 1903, que ya se presiente.
El Hno. Carlos deberá emplear su tiempo en recoger los restos de un barco deshecho por el naufragio. En
el Uruguay, única fundación fuera de Francia, los Hermanos deben dedicarse casi exclusivamente a la enseñanza y
a la Catequesis. Han sido llamados por la Iglesia local sobre todo en vista de esas necesidades. La realidad
uruguaya de fin del siglo XIX y comienzos del XX, pide a la Iglesia que cubra el campo de la educación. EL
aspecto cultual queda relegado. Y la fundación uruguaya inspirará otras fundaciones.
c) En esta perspectiva, la conferencia del 10 de setiembre de 1894 parece perderse en el torbellino de los
acontecimientos, hasta nuestros días. Es una voz profética que no pudo ser escuchada en ese momento. Nos
recuerda el objetivo primero en la vida de Gabriel, su intuición básica, su experiencia inédita de Dios.
d) Muchas veces, lo que es prioritario en el orden intencional pasa a segundo plano en el orden operativo.
Quizás ni el mismo Hno. Gabriel pudo encarnar como lo pensaba la totalidad de los aspectos de su carisma. Las
exigencias de la Institución atenta muchas veces contra la pureza del carisma y él también hubo de hacer
concesiones a las exigencias de tu tiempo. Son los condicionamientos, las limitaciones propias de todo proyecto,
que como el de Gabriel, es inmenso como el horizonte de su historia y de su mundo.
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“La visita a Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar debe provocar siempre una dulce y
tierna emoción en el hombre creyente, y, sobre todo en el Religioso, porque su Fe le enseña que en este augusto
Sacramento, Jesucristo está realmente presente en cuerpo y alma con su divinidad, más allá del velo misterioso
que lo oculta a nuestros ojos”.
“...Cuántas consolaciones, luces y gracias encontramos en la visita a nuestro adorable Maestro”.
Es el lenguaje de una experiencia de muchos años de intimidad.
No es un legislador que dicta normas jurídicas. Es un maestro artesano del trato íntimo y frecuente con
Dios que inicia a sus aprendices en el arte de orar. Conoce los riesgos del aprendizaje.
Las posibles desviaciones. A los Hermanos que trabajan en el servicio directo del altar, les previene
contra la rutina. Todos somos conscientes del riesgo de endurecimiento del corazón que apareja el manoseo de lo
sagrado...Les pide a esos Hermanos que, a pesar de sus funciones muy vinculadas al culto, no dejen de consagrar
un tiempo a la intimidad con el Señor. Previene también contra el riesgo de la superficialidad de un trato con Jesús
hecho en base a fórmulas:
“...lo esencial es que el corazón ore y esté unido a Jesucristo. El lenguaje del corazón es más
agradable al divino Salvador que un gran número de oraciones vocales, hechas a menudo precipitadamente y sin
atención”.
¡El lenguaje del corazón! ¡Qué alegría sentimos al penetrar en el corazón de nuestro Padre, allí donde
nacimos nosotros en su diálogo cotidiano con el Señor! En esa ternura nacimos para una vida de intimidad con el
Señor...Y con nuestros Hermanos...Allí nació su “Dios mío, haz que nuestro Instituto”..., como lo confiesa sin
identificarse:
“Ella (la oración por el Instituto) fue inspirada durante la misa, en el momento de la elevación, a uno de
los primeros Superiores de la Sociedad, al comienzo de su formación”.
¿Cuáles fueron los sentimientos más frecuentes de Gabriel en esa intimidad tan estrecha con Jesús? Nos
lo revela en el artículo 555: “Siente la humildad de la cananea delante de Jesús; pesar por el pequeño número de
adoradores; generosidad para ofrecerse enteramente para gloria del Señor; consuelo en sus penas; fuerza para los
combates; claridad en sus dudas; luz para sus empresas”.
¿Cómo terminaban estos coloquios con Jesús? En una actitud de entera disponibilidad: “¿Qué me pides?
¿Qué haré por ti?”.
Disponibilidad que es comunión espiritual, acto de amor desde el fondo del corazón.
“Lenguaje del corazón”.“Fondo del corazón”...Gabriel tiene su corazón unido al de Cristo. Y esa
comunión se hace plena en la comunión eucarística. Jesús viene a él, se une a él, permanece en él y él en Jesús;
obra en él, de modo que ya no es él que vive sino el mismo Jesús que vive y respira en él. Es un prodigio, fruto de
los tesoros de sabiduría y bondad de Dios, en los días de sus grandes misericordias.
Alianza y unión estrecha con Jesús. Felicidad de tenerle como padre, amigo, esposo, herencia. Recibir
como regalo los méritos de su muerte y de su sangre. Ofrecer esos méritos al Padre, para remisión de los pecados y
precio del Reino. Adquirir nuevo derecho a ese Reino y recibir una nueva prenda de la promesa que nos ha sido
hecha. La ayuda más grande que Dios nos ha concedido para gozar del Reino.
¡Por favor! No se puede perder esta maravillosa oportunidad de comunión con Jesús. Hay que dedicarle
tiempo: al menos un cuarto de hora de coloquio personal, de acción de gracias, de gustar la misericordia de Dios.
Este es Gabriel. Estas son las raíces profundas de su dinamismo, de su celo incansable, de sus infinitos
proyectos por el Reino: la intimidad con Jesús, la contemplación amorosa, el goce intenso de la misericordia del
Señor...
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(Adaptación del salmo 139)
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Hacia la meta que no es otra sino Tu.
Soy tuyo, solo tu amor da respuesta a mi pregunta.
Me amabas ya cuando me tejiste en el seno de mi madre.
Te doy gracias porque me has llamado a ser feliz.
Señor, me conoces hasta el fondo de mi alma,
Nada se te esconde de cuanto soy en lo más profundo.
Yo me pregunto si el sentido de mi vida puede darse
Si le faltas Tú.
Señor, aunque mi árbol se quede sin hojas,
Aunque la poda lo deje desnudo y solo,
aunque el frío lo apriete hasta hacerle llora,
Señor, en mi árbol mi hoja serás siempre tú.
Dios mío, sondéame para conocer mi corazón,
Ponme a prueba para conocer mis sentimientos,
Mira si mi camino se desvía o se hace camino muerto.
Guíame por el Camino nuevo que has abierto entre los hombres.
Quiero hacer de él un proyecto para mi vida,
Y paso a paso, desde lo hondo de mi ser, vivir para ti.
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