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Garland Curtis - Seleccion Terror 006 - Mujeres Vampiro

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CURTIS GARLAND

MUJERES VAMPIRO
ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
1 – La muerta que vivió seis veces, Silver Kane.

2 – Anoche salí de la tumba, Curtis Garland.

3 – El embrujo de Satán, Burton Hare.

4 – El buque del horror, Silver Kane.

5 – Propiedad del diablo, Clark Carrados.


Colección SELECCIÓN TERROR n.º 6

BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta


novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente
de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con
personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple
coincidencia.

Barcelona – 1973
PRIMERA PARTE
LA HERENCIA
CAPITULO PRIMERO
La luz lívida rasgó el cielo negro.

Fue como un reventón de claridad cárdena, fantasmal. La acompañó un bramido


terrorífico. Temblaron los cristales de las ventanillas. La lluvia arreció, chorreando
sobre los vidrios como torrentes de lágrimas.

El paisaje, apenas vislumbrado cuando el rayo centelleó en las alturas, no resultaba


excesivamente acogedor. Era sombrío, hosco y nada hospitalario. No se vieron luces
de pueblos o de viviendas aisladas en la campiña británica. Nada que significara
existencia de vida, a ninguno de los lados de la vía férrea que el convoy continuaba
recorriendo con perezosa lentitud.

Los viajeros se miraron con sobresalto, en el compartimiento de primera clase.

—Es una noche de perros —dijo el más anciano de todos,

—Infernal la llamaría yo — corroboró hoscamente otro viajero, apartando sus ojos de


la ventanilla, e intentando cegar ésta con las cortinillas. Pese a ello, entró de nuevo en
el compartimiento otro destello crudo, de un lívido tono azul. El trueno retumbó en
la lejanía, ahogando el trepidar del ferrocarril sobre los raíles.

La única mujer presente en el compartimiento, suspiró sin pronunciar palabra. Miró


de reojo hacia sus compañeros de viaje, e inclinó la cabeza, persignándose vivamente.
Uno de los hombres, el más joven de todos, observó el detalle. Y captó el dorado
destello del pequeño crucifijo sobre los senos arrogantes de la joven, en su terso
descote.

—¿Está asustada, señorita? —se interesó él, cortés.

—¿Asustada? —ella le miró, sorprendido el gesto. Movió despacio la cabeza, de un


lado a otro—. No, en absoluto, señor. No soy miedosa.

—La felicito, señorita — resopló el hombre viejo—. Yo estoy aterrorizado.

—Es sólo una tormenta — replicó ella—. ¿Qué tiene de terrible?

—Una tormenta en Yorkshire, en plena noche... y esta época del año... — suspiró el
hombre gordo, sentado junto a la ventanilla. Pareció estremecerse y apretó los labios,
apoyando su grasiento cabello en el tapizado verde oscuro, aterciopelado, del
confortable vagón de primera clase. Añadió en voz más baja—: Eso es algo más que
una tormenta en cualquier otro lugar del país, señorita...
—¿De veras? — ella enarcó unas cejas color cobre vivo, centelleando sus verdes ojos
profundos—. ¿En qué estriba la diferencia, señores?

—En el lugar, en este mes, en muchas cosas...—susurró el hombre.

—Perdone — terció el joven—. ¿Tiene algo de especial el lugar... y el mes de


noviembre?

—Sí — afirmó roncamente el viajero, pestañeando con rapidez —. Mucho.

—Me gustaría saber el qué — sonrió la joven—. Sólo recuerdo que es el mes en que
se conmemora la fecha de los Fieles Difuntos...

—¿Es usted católica?

—Sí —suspiró la muchacha—. He sido educada en Francia. Es un país donde esa


religión está más extendida que en el nuestro, al menos desde la reforma. ¿Tiene eso
algo que ver con su miedo supersticioso, caballeros?

—No, no era eso. Es que no nos referíamos a la fecha de difuntos, sino al mes de
noviembre y a lo que significó en Yorkshire hace años... —murmuró el hombre
obeso, resoplando.

—No entiendo esa cuestión —rechazó ella, perpleja—. Es la primera vez que piso
esta región, aunque llevo ya más de un año en Londres, a mi regreso de Francia...

—Ya lo entenderá, señorita— habló el otro—. Cuando conozca mejor esta parte del
país, si es que se queda en ella.

—Creo que me quedaré por un tiempo —convino la joven—. Existen poderosas


razones para ello. Razones familiares, quiero decir.

—¿Va tal vez a Leeds? — preguntó el viajero más joven.

—No —negó la joven, sonriendo—. Me bajaré de este tren en un sitio mucho menos
importante: en Hardsfield.

—¡Hardsfield! —se sorprendió el joven, irguiéndose en el asiento—. ¿Es posible?

—Sí. ¿Por qué esa extrañeza?

—Porque yo... yo también voy a Hardsfield, señorita...


—Vaya, es una curiosa coincidencia —ella le contempló, interesada—. ¿Conoce el
lugar?

—Sí, lo conozco, Pero no demasiado. Mi viaje también tiene sus motivos especiales.

—¿Es un lugar agradable?

—No — negó el joven —. Me temo que no.

—¿Por qué? — se extrañó ella—. ¿Es pequeño?

—Pequeño, sí, Pero eso no es lo peor.

—¿No? ¿Hay alguna otra razón, para...?

—La hay, señorita — dijo, cansadamente, el hombre de más edad —. Es lo que


hablamos antes. Y Hardsfield es el corazón de todo ello...

—El corazón... de qué?—insistió la viajera.

—El corazón del miedo — suspiró el viajero gordo—. El corazón de ese miedo,
extraño e injustificado para usted, que ha apreciado en nosotros, cuando restalló
aquel trueno...

Como acompañando esas palabras, hubo afuera otro desgarrador estallido de luz
lívida, y casi simultáneamente reventó el cielo en un bramido tremendo, que pareció
sacudir a todo el convoy, Incluso las luces de gas del alumbrado interior, en aquel
confortable vagón de primera clase, oscilaron tras el formidable estallido de la
borrasca que batía furiosa sobre el condado de Yorkshire, al norte del país.

El hombre de rostro adiposo gritó roncamente, casi con terror, dejando de hablar.
Afuera, en el silencio brusco que se hizo tras el relámpago y el trueno, se percibió el
largo y agrio chirrido de los frenos, al detenerse el convoy. Después, solamente llegó
a ellos el jadeo de la vecina locomotora, y el golpeteo sordo de la lluvia torrencial.

—¿Qué ocurre? — jadeó la voz del hombre viejo, caído sobre la frente un mechón de
blancos cabellos.

—Nos hemos parado —replicó calmosamente el joven—. Eso es todo.

—¿Parado? ¿Por qué? —se inquietó el viajero gordo—. Será alguna avería, a causa
del temporal, porque no sé de ninguna estación en esta región...
El joven consultó rápidamente un folleto de los ferrocarriles británicos, y negó con
firmeza:

—No. Están equivocados. Hay una estación, donde creo que nos hemos detenido...

—Juraría que está en un error — rechazó el otro —. ¿Qué estación en esa?

—Waxham.

—Oh, ya recuerdo — asintió el viajero de cabellos blancos —. Waxham... Un simple


apeadero sin importancia, No acostumbra a detenerse aquí el tren,

—Sólo si algún viajero sube o baja del convoy —rectificó el gordo—, Ya recuerdo, sí.
Espero que sigamos pronto viaje.

La joven de cabellos rojos miraba por la ventanilla, intentando esforzarse por


atravesar la cortina de lluvia en los vidrios. Le resultó imposible ver otra cosa que el
bailoteo de una difusa luz, allá en la noche, entre la lluvia; posiblemente un farol
oscilando a impulsos del viento, en el apeadero ferroviario.

El apeadero ferroviario de Waxham,

La viajera pelirroja estudió el folleto impreso, de su compañero de viaje, con una


ojeada furtiva. Llegó a leer algo:

«WAXHAM:

»...Población aproximada: tres mil doscientos habitantes. Apeadero sin parada


obligatoria. Solamente si hay pasaje o correo pendiente. Industrias de cera,
principalmente. Al parecer, ese es el origen de su nombre. (Wax: en inglés, «cera».
Naturalmente, en la época en que transcurre este relato, era una industria bastante
próspera y floreciente, pese al gas)...»

Había algunos datos más, no muchos. Alzó los ojos.

Se encontró con las pupilas risueñas, casi sonrientes, del joven viajero con la guía
abierta en sus manos. El la cerró. El convoy seguía detenido en la noche. La
locomotora emitió un silbido estridente y cansino. Afuera, la lluvia, la oscuridad y el
vapor formaban un denso e incierto panorama, tras los vidrios goteantes de agua.

—¿Preocupada? —indagó él, esbozando una sonrisa con sus labios, que no era sino
reflejo del brillo amable de sus ojos.

—No —negó ella—. ¿ Por qué había de estarlo?


—No sé. La vi mirar mi guía de ferrocarriles. Después de lo que se ha hablado aquí
sobre el Yorkshire...

—Me tienen sin cuidado las habladurías —cortó ella, incisiva—. Voy a Hardsfield.

—Es una postura decidida. Y lógica. Veo que no conoce su destino, ¿verdad?

—Verdad. De otro modo, no le hubiera preguntado cómo es...

—Tiene razón —confesó humildemente el joven. Se echó atrás un mechón rebelde de


pelo oscuro, y sacudió la cabeza. Los ojos pardos, inteligentes y vivos, centellearon en
la penumbra amarillenta del compartimiento—. ¿Tiene familia en Hardsfield?

—No. Ninguna —negó ella, rotunda.

—Vaya... —la sorpresa asomó al gesto de él—. No será un viaje de placer...

—¿Por qué supone que no lo es?

—No sé... Sería la última región de Inglaterra adonde alguien fuese con ideas
turísticas, la verdad.

—¿Tan mala es?

—Imagine: una serie de páramos, de poblaciones aisladas, de pantanos, de colinas


deshabitadas... y de leyendas fantasmales.

—¿Fantasmales? —casi brilló el sarcasmo en los claros ojos de la bonita pelirroja.

—Eso es — afirmó el joven viajero, mientras su mechón barría la frente, con díscola
insistencia—. Una región donde el simple movimiento de una puerta que se abre, de
un hombre que aparece... puede significar, según la superstición de las gentes..., la
llegada del diablo. O del peor de sus siervos...

La joven pelirroja dio un respingo. Todos habían escuchado las palabras del joven
viajero. Y su reacción, al chirriar la puerta del compartimiento de aquel vagón, fue la
misma en todos los casos.

Ojos sobresaltados se fijaron en la madera barnizada de la puerta, al ser accionada


desde el corredor del vagón. El hombre alto, totalmente vestido de negro, pálido y
envuelto en los blancos vahos del vapor apestando a carbonilla, se quedó mirando
gravemente a todos.
—Buenas noches, caballeros —dijo. Y al identificar a la dama del cabello rojo, añadió
con cortés inclinación: — Perdón, señora. Muy buenas noches a todos.,.

—Señorita—, rectificó ella fríamente. Y su mirada se cruzó con la del joven viajero.

—Perdonen... ¿Les molesto, acaso? —y contempló a los cuatro ocupantes del


compartimiento de seis personas, sin que su mano enguantada dejase de apretar el
asa de su maletín, tan negro como su sombrero alto de peluche, su macferlán y su
pantalón estrecho, ajustado.

—Oh, no, ¿por qué habría de hacerlo? —resopló el hombre gordo, tras un brusco
movimiento de cabeza—. Siéntese, por favor. ¿Tan lleno está el tren que busca sitio
aquí?

—Por el contrario —sonrió el desconocido con un suspiro, depositando su maletín en


la red superior—. Está vacío...

—¿Vacío? —indagó el viajero de cabellos blancos, moviéndose con desasosiego.

—Eso es: vacío — corroboró el hombre, acomodándose tranquilamente al lado de la


dama de rojos cabellos, a quien dirigió una suave sonrisa—. La verdad: no me gusta
viajar solo.

—A nadie le gusta viajar solo —confirmó el joven, pensativo, dejando la guía de


ferrocarriles a su lado, sobre el tapizado verde intenso. Miró al nuevo viajero del tren
nocturno, mientras éste, con otro silbido plañidero, empezaba a arrancar, entre
vapores y jadeos, dejando atrás el desolado apeadero de Waxham. Estudió al nuevo
compañero, y añadió, con aire distraído—: ¿No ha subido nadie más en su población,
caballero?

—No, nadie —negó el hombre.

Y cruzó sus brazos, sin que se despojara de los guantes que envolvían sus manos
largas y apáticas. Muy fija la mirada azul pálida en el joven viajero que acababa de
interpelarle.

A su lado, crujió el tejido malva de la joven viajera de los cabellos rojos y la mirada
esmeralda, El nuevo viajero se volvió, cortés. Ambas miradas chocaron un instante.
Luego, ella fue la primera en desviarla, molesta por la fijeza extraña del desconocido.

—Waxham es una población peculiar —señaló el viajero, como si hablase


directamente con la joven, aunque sus palabras parecieron flotar en el angosto
ambiente del compartimiento alumbrado por la luz de gas del techo, dirigidas a
todos los demás—. Sólo vive de olor a cera. Todo el mundo trabaja en ceras, desde
velas hasta frutos imitados, pasando por imágenes, lámparas y figuras artísticas. Yo
siempre he dicho que un sitio así, necesariamente ha de oler a funeral. O a muerto,..

El hombre gordo indagó, con aguda agresividad:

—¿Usted trabaja en ceras acaso, señor?

—¿Por qué? — fue la réplica del desconocido, volviéndose, sonriente. Era pálido de
cara. Pálido y anguloso, como una imagen modelada en la misma cera que formaba
parte de la industria de Waxham—. ¿Acaso huelo... a muerto?

—No lo dije por eso, caballero —cortó el viajero obeso—. Pero si subió usted en
Waxham...

—No vivo en Waxham —negó el otro, apacible. Suspiró, y empezó a quitarse sus
guantes oscuros, de piel, que dejaron ver ahora unas manos largas, marfileñas, de
dedos sensitivos, agudos, de uñas cuidadas y pulcras—. Pero he vivido ahí unos
días. Los suficientes para aborrecer la cera, el olor a cirios... y quizás también el olor a
muertos.

—Deje a los muertos en paz, caballero — se estremeció el viajero de cabellos blancos


—. No me gusta mencionar esos temas. Y menos aquí...

—Bueno, pero ¿qué sucede aquí? — se interesó al fin la joven pelirroja, casi
irritándose con todos los demás—. Es la primera vez que vengo a Yorkshire. Y no me
gusta su conversación, señores. Si están ocultando algo, vale más que lo digan. No
soy supersticiosa. Ni siquiera sé lo que es sentir miedo a nada ni a nadie.

—¿De veras, señorita? —era el desconocido de ropas enlutadas el que hablaba. Sus
labios delgados y sin color dibujaron una fría mueca de ironía—. ¿Ni siquiera teme...
a los que yacen en tierra sagrada pero que nunca murieron?

Ella pestañeó. Negó, rotunda.

—No —dijo—. Ni siquiera a esos, si es que existen.

—Existen, señorita —afirmó sombríamente el caballero de Waxham—. Se lo aseguro.

—Está usted hablando de simples fantasías —sonrió con entereza el joven viajero,
clavando sus ojos pardos, oscuros y profundos, en el hombre que subiera en el
apeadero fantasmal, perdido en la noche neblinosa y fría del Yorkshire—. Ha
mencionado a... a los no muertos, si no me equivoco.
—Eso es, caballero —afirmó el otro, volviendo a él la cabeza con rapidez—. Los no-
muertos. ¿Sabe usted quiénes son ellos?

—Lo sé —afirmó fríamente el joven—. Los... vampiros.

Hubo un silencio espectral en el compartimiento del tren. El hombre gordo se


encogió con aire amedrentado. El caballero de pelo blanco sacudió la cabeza, como si
le molestara que la conversación se desviara hacia tales temas. La muchacha pelirroja
contuvo el aliento con profundo interés, clavando su mirada ingenua en los dos
hombres que hablaban casi agresivamente entre sí.

El trence movía con rapidez en la noche, a través de los yermos pantanosos del
condado. La lluvia tamborileaba en las ventanillas del vagón. Parecía convertirse en
gruesas lágrimas, deslizándose por el cristal.

—Vampiros... —repitió despacio el recién llegado. Entrelazó sus manos pálidas, casi
de cera, sobre su regazo enlutado—. Sí... Esa puede ser una de las respuestas,
caballero...

—Lo es —afirmó el joven—. Usted se refería a ellos cuando habló.

—Cierto—sonrió fríamente el desconocido—. Los vampiros... Los vampiros de


Dorian Manor...

—¿Dorian Manor? —la joven pelirroja se irguió, sobresaltada—. ¿Por qué


mencionaron ese lugar, precisamente?

—Porque Dorian Manor, señorita, es el lugar maldito de Hardsfield —habló el joven


serenamente—. Se dice que allí moran los no-muertos. Los vampiros, ¿comprende?

—Sí, comprendo... —susurró ella, pálida.

—¿Qué le pasa? —se interesó su compañero de viaje—. ¿Por qué se impresiona así?
Sólo son leyendas, fantasías de la gente...

—Tal vez lo sean, pero... pero yo soy la nueva propietaria de Dorian Manor...
CAPITULO II
—Las cuatro y diez... —suspiró el joven.

Ella no estaba dormida, Era la única, en apariencia, aparte él mismo, que no había
sido vencida por el sueño. Miró entre sus largas pestañas sedosas al hombre que
examinaba su reloj de bolsillo,

—¿Falta mucho? —indagó.

—No —negó él—. No mucho. Una media hora, si el tren sigue su marcha normal.

—Media hora... —se estremeció ella—. Llegaremos antes de las cinco, ¿no?

—Supongo que sí —la miró—. ¿Qué le preocupa ahora?

—La hora... En esta época del año no amanecerá, cuando menos, hasta las siete...

—Las ocho —suspiró el joven —. A las ocho empieza a verse el nuevo día. Eso, si la
niebla, la lluvia y el nublado dejan que se vea algo.

—Será noche cerrada en Hardsfield, ¿verdad?

—Noche cerrada, sí —rió, entre dientes, el joven—. ¿Teme a los vampiros?

—No, no me refería a eso —rechazó la joven, con aparente disgusto—. Ya le dije que
no me asustan. Ni ellos, ni ninguna otra cosa que sea fruto de la superstición
popular. Después de todo, creo que incluso el vampirismo es cosa de otros países, de
otras mentalidades. Al menos es lo que leí en Francia, en alguna publicación...

—Tiene usted razón. Hace solamente dos años que un compatriota nuestro publicó
su obra sobre ese tema. Era 1897, y Abraham Stoker, un buen escritor irlandés que
está haciendo furor en Europa, editó Drácula (Datos verídicos. Todo lo alusivo al
tema y a su tratamiento por Abraham Stoker, creador de «Drácula» y de su mito, está
aquí reflejado fielmente por el autor). Habla sobre el vampirismo, y mucha gente lo
ha calificado de pura fantasía. Pero otros afirman que Stoker ha visitado
centroeuropa y, muy especialmente, los Cárpatos. Y allí ha obtenido el tema para su
obra. El mito de los vampiros está muy extendido en esas regiones. Lo curioso es que
bastantes emigrantes de Transilvania, Moldavia y lugares así, residen actualmente en
Inglaterra. No de ahora, sino de hace muchos años ya, y con ellos, según tradición
popular, pudo llegar el vampirismo a Inglaterra, como afirma el propio Stoker en su
obra. Basta que un ser mordido por los no-muertos, viaje como difunto a otro lugar,
para que ello suceda. Ese puede ser el caso de los seres sepultados en el cementerio
familiar de Dorian Manor. Yo no afirmo nada, pero la creencia del populacho
sostiene cosas así.

—Los Dorian somos ingleses, no centroeuropeos —rectificó secamente la joven—. No


sé de ningún antepasado mío que estuviese en Transilvania, señor...

—Blake. Peter Blake — sonrió el joven, inclinando su morena cabeza con cortesía—.
Bien, señorita Dorian, responderé a sus palabras con cierto sentido de la lógica: los
Dorian puede que nunca estuviesen en el continente, pero esa hacienda no siempre
se llamó Dorian Manor, como ahora figura.

—¿No? —dudó la joven—. ¿Cómo, entonces, señor Blake?

—Para los más viejos de Hardsfield, creo que la propiedad sigue siendo conocida
como Todten House.

—¿Todten House?

—Eso dije: Todten. Es el nombre de una vieja familia que tuvo esa propiedad antes
que los muy británicos Dorian de su familia, señorita. Y, ciertamente, Todten no sólo
es un apellido germánico, posiblemente eslavo, sino que... tiene un raro significado.

—¿Qué significado, señor Blake? —se interesó vivamente ella.

—Todten... Según Burger en Leonora, y esa frase la cita también el irlandés Stoker en
su Drácula, significa... Muertos.

—¡ Muertos!

—Eso es. Dice un poema: Denn Die Todten Reiten Schnell. En nuestra lengua, señorita
Dorian, significa literalmente...

—...«Pues los muertos viajan velozmente...»

Ambos, sobresaltados, giraron la cabeza. No era el joven Blake quien había hablado,
sino el misterioso viajero de negras ropas y pálida piel. Los azules ojos inexpresivos,
helados como los de un cadáver, estaban ahora fijos en ellos. Una sombra de sonrisa
glacial, flotaba en los labios exangües del desconocido.

—Exacto — afirmó secamente Blake —. Eso significa la frase. ¿Sabe usted eslavo?
—No mucho — sonrió el otro, evasivo —. Pero he leído a Stoker.

—Ya. Y ha leído Drácula, naturalmente.

—Naturalmente —convino el caballero de Waxham, con frialdad—. Hablaban de


vampiros, ¿no? La señorita parecía temer algo de ellos...

—No dije eso. Ni siquiera temo nada de los vampiros, puesto que no creo en ellos.
Temo solamente llegar demasiado pronto a Hardsfield. La estación dista casi dos
millas del pueblo, según me han dicho. Es mucha distancia para recorrer en plena
noche, y con este tiempo.

—Dos millas hasta el pueblo —asintió el desconocido —. Y otras dos, casi; a Dorian
Manor.

—Está muy bien enterado, ¿verdad? —observó con cierta acritud, el joven Peter
Blake.

—Lo suficiente, sí —sonrió el caballero de negro. Suspiró, entrelazando sus manos de


largos dedos huesudos y pálidos. Estos crujieron de un modo casi lúgubre—. Me
preocupa ese lugar, la verdad.

—¿Por qué? ¿Por los Dorian... o por los Todten? —indagó con viveza Blake.

—Por los Todten, naturalmente —el caballero inclinó la cabeza—. Ellos vinieron de
centroeuropa en el pasado. Ellos fueron asesinados en Todten House...

—¿Asesinados?—se estremeció, con un sobresalto, la joven pelirroja.

—Sí, señorita — el viajero la miro fijamente—. Eso dije: asesinados por la


superstición, por la gente de su época, por la muchedumbre, por la plebe, siempre
temible en sus excesos de ignorancia y estupidez... Pero también asesinados por la
mala fe de algunas personas. De los Dorian, por ejemplo...

Un campanilleo recorrió el vagón.

La voz del interventor sonó, monocorde, somnolienta, por los pasillos vacíos, del
convoy, en la madrugada fría y húmeda:

—Hardsfield, parada inmediata.., Diez minutos de parada... Hardsfield, estación


inmediata... Faltan sólo cinco minutos... Hardsfield, señores viajeros...

Se perdió, con el campanilleo, corredor adelante.


Tres viajeros se pusieron en pie, decididamente. Somnolientos, los otros dos
ocupantes de aquel compartimiento, miraron a sus compañeros. No se movieron de
su confortable postura, envueltos en los pliegues de mantas de viaje con estampado
típicamente escocés. No se movieron, salvo para bostezar y exhalar un suspiro de
alivio mal disimulado. Descender en Hardsfield, evidentemente, no hubiera sido
cosa muy de su gusto...

—Hemos llegado —dijo apaciblemente Peter Blake—. Fin de viaje,..

—Exacto — asintió el caballero enlutado, ajustándose calmoso los negros guantes de


piel. Miró a los dos compañeros de viaje que iban a descender con él en la parada
siguiente—. Estamos a punto de rendir viaje... ¿Es usted de Hardsfield, señor?

—No — negó Peter—. Pero estuve algunas veces aquí, temporalmente. Tengo un
pariente residiendo en estos últimos años. Y, además... mi futura esposa.

—¿Su esposa? — se sorprendió la joven pelirroja, mirándole intrigada.

—Eso es — asintió Peter Blake—. Tania Stower, mi prometida. Los Stower son una
conocida familia de Hardsfield.

—Muy conocida, sí —asintió a su vez el caballero, con un tono peculiar de voz.

—¿Acaso usted la conoce? —se sorprendió Peter, dirigiéndole una rápida ojeada.

—Oí hablar de los Stower, sí —aceptó su interlocutor, encogiéndose de hombros y


retirando su negro maletín de la red superior—. ¿Tiene algo de extraño? Son ricos e
importantes en esta región. Sus fábricas de hilaturas resultan muy conocidas, señor...

—Blake, Peter Blake —replicó fríamente el joven. Bajó sus propias maletas; dos y
bastante voluminosas—. Para no ser de Waxham ni de Hardsfield... parece usted
bastante buen conocedor de las cosas de este lugar.

—Nunca negué tal cosa —una sonrisa evasiva curvó sus labios pálidos en el céreo
rostro anguloso—. Estoy interesado en muchas cosas de este condado. Por ello me
encuentro aquí. Espero que no haya sido un viaje en vano, señores...

—¿Viaje de negocios, acaso? —sugirió la joven, mirándole pensativa.

—¿Negocios? —el desconocido rió entre dientes, como si la sugerencia tuviese cierta
gracia. Luego, asintió despacio: — Sí, en cierto modo... negocios. No sé si negocios
del alma... o de algo que está más allá del alma, señorita Dorian...

Él tren frenó bruscamente.


Lo hizo con un chirrido y un lastimero gruñir de bielas y ruedas sobre el metal de las
vías. Al final, paró en seco. La joven Dorian fue lanzada por el impulso contra el
asiento contrario... y antes de golpearse, los brazos de Peter Blake la recogieron muy
a tiempo. La sujetaron con firmeza. Ambos jóvenes se quedaron abrazados, con sus
rostros muy cerca, casi a una pulgada de distancia. Se miraron, mientras afuera
resoplaba la locomotora penosamente.

—Cuidado, jóvenes amigos — rió entre dientes el viajero enlutado—. Recuerde,


señor Blake, que su viaje a Hardsfield es... por su prometida, la señorita Stower... A
ella, evidentemente, no le gustaría ver llegar a su prometido en esa forma...

La muchacha pelirroja enrojeció vivamente, apartándose de Blake. El sonrió, amable,


y su mirada de soslayo al hombre de ropas negras tuvo mucho de agresiva.

—Fue solamente un incidente, caballero — dijo, glacial.

—Ya lo vi — sonrió el hombre de ropas oscuras—. Pero la prometida del señor Blake
no pudo verlo. Imagine que ella espera en la estación ahora, ahí afuera, entre niebla y
vapor de locomotora...

Peter miró a la ventanilla donde el gris de esa bruma y el vaho del tren, se mezclaban
en una sinfonía neblinosa, entre chorreones de lluvia monocorde. No vio nada, salvo
unas luces de gas y un cartelón chirriando a impulsos del aire borrascoso, con un
nombre en letras góticas:

HARDSFIELD

—No — negó—. No puede estar ahí. Nadie me espera a estas horas, señor. Es
madrugada. Amanecerá en menos de tres horas. Demasiado intempestivo el
momento de la llegada... en especial para una damita de veinte años.

—De todos modos, lo siento —dijo la joven pelirroja—. No fue mi intención...

—Por Dios, no hable así —rió el joven—. Este caballero parece chapado a la antigua.
Tania tampoco se hubiera molestado por tan poca cosa, señorita Dorian.

El viajero enlutado no dijo nada. Abría ya la puerta del compartimiento. Un soplo de


aire helado y húmedo llegó del corredor del vagón, como si se hubiera alzado la tapa
de un mausoleo funerario. Los dos viajeros se estremecieron, arropados en sus
mantas escocesas.

—Buen viaje, caballeros —deseó Peter Blake con tono cortés, volviéndose a ellos.
—Oh, gracias — resopló el hombre gordo —. Si va alguna vez a Lancaster, recuerde a
los McDuff & McDuff Incorporated. Vendemos los mejores vestidos de señora que
hay en todo el Norte de Inglaterra...

—No lo olvidaré —prometió Blake, sonriente.

—A mí tendrían que buscarme más lejos —rió el viajero de cabello blanco—.


Sunderland, señores. Un buen negocio de libros y grabados antiguos... El de
Dogherty e Hijos... Especializados en incunables, esas maravillosas obras impresas en
el siglo XV...

Salieron los tres viajeros al pasillo, respondiendo con fría cortesía a las indicaciones
de quienes seguían viaje hacia el norte del país. El soplo de aire gélido del exterior,
estremeció a la joven de rojos cabellos. Miró a sus dos acompañantes. Igualmente
altos. Pero tan diferentes en edad y en aspecto... Peter Blake tendría veintiséis o
veintisiete años. Era alto y atlético, elegante y vital. El viajero de luto, tendría unos
cincuenta años escasos. Era también elegante, pero frío y hermético, extraño, casi
inquietante. Parecía tan lejos de ellos como aquellos no-muertos citados tan
inoportunamente.

La estación de Hardsfield era pequeña e inhóspita. La niebla, la lluvia, la humedad,


el frío y la oscura madrugada invernal, contribuían a ello sin duda. Aparte el
chirriante cartelón con el nombre gótico, pendido de hierros enmohecidos por la
intemperie viscosa, los faroles de gas o de petróleo eran luces oscilantes en la
madrugada gélida e inclemente. Más allá, sólo oscuridad y lluvia. La mayor luz, en el
andén, la proyectaban las ventanillas amarillentas del vagón de primera clase. Los
demás, parecían tan vacíos y lúgubres como auténticos furgones funerarios. Nadie
viajaba en el tren fantasmal de la noche de noviembre, a través del inhóspito
Yorkshire.

—Vamos, caballeros — dijo con firmeza la voz serena de la joven pelirroja—. Aquí
vamos a terminar ateridos. Imagino que habrá algún carruaje para conducirnos al
pueblo y...

Se detuvo. Contempló, desolada, el cartel clavado en un muro del andén, bajo los
oscilantes faroles de luz. Su texto, en aquellos momentos, no resultaba agradable:

Distancia a HARDSFIELD, dos millas.


Servicio de carruajes, de nueve de la mañana
a cuatro de la tarde A trescientas yardas, el parador
EL MURCIELAGO ROJO

—Olviden lo que dije — suspiró ella—. ¿Son ya las cinco, señor Blake?
—No. Todavía no. ¿Por qué lo pregunta? — se acercó Peter a ella.

—Por eso —señaló el cartel impreso, algo borroso por la intemperie y sus efectos—.
Faltan cuatro horas largas para tener servicio de transporte al pueblo, Y dos millas,
con esta lluvia y esta niebla, no aconsejan precisamente desplazarse hasta allá...

—Nadie me espera, hoy —suspiró el joven Blake. Se volvió al enlutado—. ¿Ya usted?

—Vivo solo. No tengo familia ni amigos. No creo que me espere nadie, señores...

—Entonces... ¿qué podemos hacer? — suspiró ella—. En la duda, creo que el parador
es la única solución. Trescientas yardas es bastante camino, sobre todo si llueve. Pero
es menos que dos millas...

—Estamos de acuerdo —aceptó Blake—. Conozco el parador. Lukas Eyssen es un


buen posadero. Tiene habitaciones confortables, excelente comida, y toda clase de
atenciones para el viajero. Además, es amigo de John Watkins, el cochero de
Hardsfield. De modo que por la mañana, a mediodía o cuando deseemos, puede
trasladamos al pueblo sin problemas.

—Excelente —suspiró la joven—. No tengo prisa por llegar a mi nueva casa, Prefiero
hacerlo de día. Ustedes, caballeros, no sé lo que preferirán, pero...

—En cuanto a mí, me quedaré hasta después de almorzar en el parador de Eyssen —


convino Peter Blake—. No he podido dormir durante el viaje, y el descanso en la
posada me será muy conveniente, antes de iniciar todas las gestiones y trámites para
mi inmediato matrimonio con Tania Stower...

—Lo siento, señores —suspiró el desconocido—. Yo no estoy de acuerdo con ustedes


en absoluto.

—¿Piensa ir a pie hasta Hardsfield, bajo esta lluvia, y con semejante niebla? —se
sorprendió Blake—. Conociendo el terreno es peligroso. Conque imagine sin
conocerlo...

—Espero que Lyssen, el posadero, tenga caballos —habló secamente el hombre de


ropas negras—. Será cuanto necesite para viajar con seguridad...

—¿Caballos? —Lukas Eyssen se rascó sus canosos cabellos, contemplando inquieto a


su interlocutor—. Claro, caballero. Poseo algunos, de alquiler. Pero, naturalmente,
tratándose de un desconocido, no sólo cobro el alquiler, sino una suma de garantía,
por cualquier circunstancia...

—Está bien, abreviemos — cortó el hombre de negro—. ¿Cuánto, señor Eyssen?


—Cinco guineas por el servicio. Y quince guineas en concepto de garantía...

—Veinte guineas — cortó secamente el viajero. Hundió la mano en el bolsillo. Extrajo


monedas de oro y plata. Contó la suma pedida, sin una sola vacilación, y le añadió
una guinea, hablando con ironía—: Esto como propina, señor Eyssen. Mañana
volveré con el caballo, esté seguro de eso.

—Y usted esté seguro de que recuperará sus quince guineas, señor...

—Blackman —habló fríamente el hombre—. Cornell Blackman, de Londres. Anótelo,


si gusta.

—No hará falta. Si no va a quedarse en la posada...

—No tengo tiempo. Mi viaje a este horrible lugar no es precisamente de placer...


Deme ese caballo, se lo ruego.

—¿Ni siquiera va a tomar un refrigerio con nosotros? —le invitó Peter Blake,
sorprendido, sacudiendo de su capote la humedad de la pertinaz lluvia recibida
durante las trescientas yardas de camino, desde la estación, al edificio de madera de
la posada, en cuyo porche bailoteaba la muestra de hierro de un murciélago pintado
de rojo, dando nombre a la posada.

—No, señor Blake —sonrió fríamente el viajero. Sus azules ojos se clavaron en él con
expresión distante—. Gracias por su cortesía, pero debo ir deprisa. Mi trabajo no
permite demoras, puede creerme.

—¿Trabajo? ¿A estas horas de la madrugada? — dudó Blake, pestañeando.

—Hay trabajos, amigo mío, que no están sujetos a horario alguno —dijo con
sarcasmos el hombre de ropas negras—. Especialmente, cuando deben hacerse fuera
de las horas del día...

—Bien, allá usted —le miró con extrañeza—. Pero con este tiempo, resulta muy
arriesgado lanzarse a cabalgar por esos caminos...

—Gracias por la advertencia —rió huecamente el caballero Blackman—. Pero no


necesito consejos de nadie, créame. Siempre sé lo que hago, cuándo lo hago... y por
qué lo hago. Les deseo una feliz estancia en esta posada... y en Hardsfield también.
Por cierto, ¿se ha fijado en algo curioso, señor Blake?

—¿Qué cosa, señor Blackman?


—Esta posada... Se llama El Murciélago Rojo. Los murciélagos y los vampiros...
siempre han venido a ser casi una misma cosa, ¿no cree? —y soltó una seca y breve
carcajada, cuando ya e! posadero Eyssen, desde el inmediato cobertizo destinado a
establo, agitaba un farol de petróleo, para llamar su atención, y un caballo piafaba
detrás suyo, en la sombra del recinto.

Se alejó, entre los jirones grisáceos de turbia niebla y los ramalazos de fina lluvia
helada, hacia donde el posadero aguardaba, Blake y la joven se miraron, pensativos.
Luego, movidos por una misma sensación de inclemencia, frío y desasosiego,
entraron en el establecimiento, donde ardían luces de petróleo y aceite, cargando de
un denso olor a sebo la atmósfera, pero dando, al mismo tiempo, cierto aire
confortable al recinto, de puertas y ventanas provistas de vidrios emplomados. Un
hogar ardía alegremente. Crepitaban las llamas en los gruesos leños, y la luz
danzante de aquellas, parecía reflejarse en bailoteo? sensuales sobre los macizos
pechos de una sirviente inclinada sobre la chimenea, removiendo la madera con un
atizador.

La muchacha giró la cabeza, estudiando a uno y otra. No le gustó la presencia de la


joven pelirroja, a quien estudió con hostilidad típicamente femenina, pero no le
sucedió igual respecto a Peter Blake, ante cuya presencia se irguió, calmosa,
procurando que la amplitud de su exagerado descote, sobre unas formas
increíblemente exuberantes, se mantuviera el mayor tiempo posible. Sus ojos
chispearon, y humedeció los labios muy despacio.

—Hola —saludó—. No sé si decirles que madrugan mucho... o trasnochan


demasiado, señores...

—Ambas cosas —rió Blake irónico—. El tren tuvo la culpa. Su horario no es


confortable para nadie.

—A mí me da lo mismo —se encogió ella de hombros, y estiró su blusa hacía abajo,


no se sabía si porque real mente hiciera falta, o para seguir mostrando las opulencias
que la madre naturaleza había sido tan generosa en concederle. Le hizo un guiño a
Blake—. Apenas si hace una hora que terminamos de servir a los últimos borrachos,..
La gente procura acostarse tarde en sábado. Y las demás noches, pronto, porque debe
madrugar, Si no, creo que nadie dormiría aquí de noche, señor.,.

—¿Cuándo iban a dormir, entonces? —replicó con aspereza la joven viajera.

—Eso, me tiene sin cuidado — le desafió con la mirada la joven y lasciva criada,
poniéndose en jarras y estudiando con desagrado y agresividad la figura elegante,
esbelta y bien formada de la viajera—. El señor Blake conoce estos sitios y puede
responderle, señora.
No replicó, rectificando la insultante actitud de la sirviente. Peter carraspeó,
explicando presuroso a su compañera de viaje:

—Es posible que volvamos a dar vueltas sobre el mismo tema; la superstición. Los
no-muertos y todo eso, señorita Dorian... —bajó la voz al añadir—: La gente aquí es
supersticiosa, por culpa de Dorian Manor, ya se lo dije.

Afuera, un redoble de cascos de caballo en terreno blando, interrumpió la respuesta


que la joven pelirroja tenía preparada sin duda. Giró ella la cabeza. También Blake.
La criada por su parte, caminó con cimbreos sensuales hacia el mostrador.

La puerta vidriera se abrió. Eyssen, el cantinero, entró resoplando en la posada, y


cerró tras de sí la entrada, ajustándola con cerrojo y añadiendo luego postigos de
madera sobre las vidrieras. Finalmente, besó un crucifijo de hierro que colgaba de
una cadena, junto a la puerta. La viajera de los cabellos rojos observó que al lado de
la cruz pendían varios ajos en ristra...

Ajos, cruces... Como en los puntos de Transilvania donde se creía en vampiros...

La joven escuchó las palabras del posadero, cuando éste acababa de ajustar la puerta.
Sonaron apagadas, medrosas casi:

—Ese hombre... Sin duda ha de estar loco.

—¿Loco? —Blake giró la cabeza —. ¿Por qué dijo eso, Eyssen?

—Oh, por su manía... Prisas, prisas, prisas... Y el caballo... Tuve que darle a «Ghost»...
Era el único capaz de guiarle en semejante noche, por el camino correcto...

—¿«Ghost»?—rió entre dientes, Blake—. Ese nombre parece encajar en el ambiente,


¿no? (Ghost: en inglés, duende o fantasma).

—No lo sé. Pero es un buen caballo. Se ha ido con él. Y al galope. Diablo, el hombre
parecía un diablo cabalgando hacia su propio infierno...

—Su propio infierno... —la voz de Peter Blake sonó pausada—. ¿Qué infierno,
Eyssen? Quiero decir: ¿adónde dijo que iba?

—A... a Moors Cementery.

—Moors Cementery... ¿ El cementerio de los Pantanos?

—Eso es —Eyssen sacudió la cabeza, indeciso—. Justo frente a Dorian Manor, ya


sabe usted...
—Sí. Ya sé —y los pardos ojos profundos de Peter Blake se encontraron bruscamente
con la mirada abierta, sorprendida, de la joven pelirroja apellidada Dorian.
CAPITULO III
Moors Cementery.

Estaba allí. En el mapa. Claramente delimitado por aquella línea punteada. Enfrente,
un redondel ovalado, con línea rayada y un nombre: Dorian Manor.

Debían distar entre sí doscientas yardas o poco más. No mucho más, desde luego.
Marsha Dorian, heredera de Dorian Manor, se estremeció,

—Doscientas yardas o algo más... entre mi propiedad heredada... y un cementerio —


musitó entre dientes—. Cielos, no es agradable... No me gusta eso...

Naturalmente, sabía que no importaba demasiado que le gustara o no. Así eran las
cosas, así debía aceptarlas. El mapa no era sino un frío trozo de papel del condado de
Yorkshire. Ella no podía alterarlo. Nadie podía hacerlo. Había heredado una
propiedad, y en su vecindad había un cementerio. Era algo que formaba parte de un
hecho concreto e inevitable.

—Un cementerio... —dijo en voz alta—. No. No es agradable..,

—¿Qué es lo que no le parece agradable? —sonó apacible la voz de Peter Blake,


cuando éste llegó hasta ella y sirvió en la mesa dos tazas de té con leche y unas
pastas. El líquido caliente humeaba de modo agradable sobre la mesa, de mantel a
cuadros rojos y blancos.

—Todo esto —le alargó el plano local, empujándolo—. Es una fea vecindad, señor
Blake,..

—¿El cementerio? —sonrió él, encogiéndose de hombros—. Es pequeño y cuidado.


Panteones familiares, estatuas, cruces de mármol, muchos árboles y setos... No tiene
nada de tétrico, pese a todo.

—Cualquier cementerio es desagradable. Especialmente, cuando se habla de


vampiros...

—Oh, es cierto —Blake hizo un gesto risueño—, ¿De veras va a creer en todo eso,
señorita Dorian?

—Alguien más parece interesado en los asuntos fúnebres: nuestro compañero de


Viaje Cornel Blackman...
—Sí, eso es cierto. Y demasiado interesado, además. Tal vez sea el motivo de su viaje
a Hardsfield...

—¿Un viaje... por un cementerio?

—El habló de Waxham, de las industrias de cera, de cirios, de muertos... El mismo


tiene un aire lúgubre, señor Blake...

—Es cierto. Alquila un caballo sin reparar en el precio... y se va a Moors Cementery.


Con muchas prisas... Como si quisiera llegar pronto, Antes de que ocurra algo,
señorita Dorian...

—Por ejemplo, antes de... de que amanezca — susurró ella.

Blake la contempló con expresión tensa. Comprendió lo que ella quería decir. Su voz
sonó apagada:

—Amanecer... Luz del día... Los... los no-muertos, señorita Dorian...

—Sí. Los vampiros se extinguen con el amanecer... ¿Pero por qué ese hombre, Cornel
Blackman... quiere llegar al cementerio antes de que los vampiros se conviertan en
cenizas?

—No lo sé... y me gustaría saberlo — confesó Blake, empezando a tomar su té con


leche pausadamente, la vista fija en el crucifijo de hierro y la ristra de ajos—. Sí, me
gustaría mucho saberlo... aunque me temo que la respuesta distará mucho de ser
agradable...

MOORS CEMENTERY.

Apenas si era legible. La noche, la lluvia, la niebla, los caracteres góticos, gastados
por la intemperie, sobre la piedra carcomida del arco de entrada, sobre los hierros
enmohecidos, no permitían ver demasiado bien aquellas letras grabadas en la arcada
funeraria.

Encima, la cruz de hierro gastado, y unas cifras en el mismo metal: 1798.

Un viejo cementerio, aquel. Acaso empezó siendo sólo un recinto funerario familiar.
Luego, los años le convirtieron en lo que era ahora; un cementerio local, pequeño y
anticuado. Ya no se enterraba allí. Hardsfield había abierto otro camposanto más
cercano al pueblo. Más lejos de Dorian Manor, la casa maldita...

No había tormenta, pero centelleaban lejanos chispazos de luz lívida, en la distancia.


Uno de ellos, al girar el viajero de luto su cabeza chorreante de lluvia, le reveló los
muros oscuros y sólidos de la cercana residencia, rodeada de una alta verja, de
descuidados setos, de paredes lamidas por la viscosa caricia de la hiedra frondosa,
hasta los tejados de pizarra gris, sucios y descuidados...

—Dorian Manor...—Soltó entre dientes una extraña, prolongada y áspera carcajada.


Luego, espoleó al caballo, negro como la noche, lustrosa su piel por la lluvia y el
sudor. Entró al trote en el cementerio. Los cascos del animal hollaron la tierra blanda,
los matojos, las hierbas silvestres. E incluso algunas viejas lápidas de gastada
inscripción, que las herraduras quebraron con rudo impacto.

Detuvo el caballo en el centro del recinto funerario. Frente al más amplio y macizo de
todos los panteones existentes. La lluvia arreció. Un soplo de viento huracanado
azotó su faz, sus ropas, y pegó éstas a su cuerpo, bañadas en agua fría. Por el rostro,
corrió el aguacero. Otro ramalazo de viento se llevó su sombrero de negro peluche
azulado, de alta copa, y la lluvia empapó unos cabellos entre rubios y canosos,
rizados y crespos. Nada de eso parecía importar demasiado al viajero, que saltó del
caballo y, llevando éste por las riendas, se acercó al panteón de suntuosa piedra,
rematado por algo que no era una cruz...

Tampoco había ángeles ni motivos litúrgicos en aquel recinto funerario, rico y


costoso. En vez de ello, raras formas geométricas, esferas de madera. Y, en su centro,
un feo símbolo de forma angulosa, alada, que no era un ángel; tampoco un ave
espiritual, ni mucho menos.

Era un murciélago.

Un murciélago de piedra en una vieja tumba... El viajero avanzó, pisando firme en


los charcos, ocultando el rostro a los ramalazos de lluvia, tirando a duras penas del
negro caballo «Ghost», que relinchaba, con ojos desorbitados, agitada su crin por el
viento, como asustado del lugar en que se hallaba.

Cornel Blackman se detuvo ante la verja de acceso a la cripta del panteón. Hierros
mohosos y una cadena recia, con candado, cerraban aquella puerta. Detrás, dos
escalones llenos de hojarasca, fango y hierbajos. Más allá, una puerta vidriera, de
forma ojival, último reducto hacia el interior...

El caballero llegado a Hardsfield en el tren de madrugada, no parecía impresionado


por nada de ello. Por el contrario, sus ojos azules brillaban como si fuesen de acero
herido por la luz de los relámpagos. Y sus manos enguantadas se crispaban,
trémulas, bajo la lluvia.

—Es aquí... — jadeó—. ¡Lo encontré! ¡Es aquí!...


Se quedó fijo. Clavada su mirada en la inscripción que, sobre piedra, era legible junto
a la puerta vidriera, como de una iglesia, en colores policromados, a base de vidrios
emplomados, más allá de la verja, la cadena y el candado:

LORELLA, VALENTINE Y DAHLIA TODTEN

muertas en noviembre de 1799

—Mil setecientos noventa y nueve...—Jadeó entre dientes, protegiéndose de la lluvia


como le era posible—. Cien años ya... Cien años ahora... y ellas yacen ahí... ¡Justo
ahí!...

Su mirada azul parecía fuego celeste, tal era su brillo febril. Le temblaron las manos
al aferrar los hierros de la verja, la cadena, el candado...

Lo agitó todo rabiosamente, forcejeó con ello, como queriendo abrirlo, desgarrarlo, a
toda costa. «Ghost» emitió un agudo relincho de terror, se encabritó, y echóse atrás,
coceando con ira al aire. Soltó Blackman sus riendas. El negro animal, al viento su
tétrica crin, se lanzó a través de lluvia y niebla, perdiéndose en la noche con un
galope sórdido y lejano, igual que si estuviera poseído de las furias mismas de Satán.

Cornel Blackman, el caballero del tren, quedóse solo ante el panteón de Lorella,
Valentine y Dahlia Todten. Como si las tres mujeres muertas un siglo antes
significasen algo muy importante en su vida.

Llevó la mano a su levita, bajo el macferlán. Extrajo algo macizo y contundente; una
pistola negra, de largo cañón. La aplicó al candado. Disparó una sola vez, Retumbó el
estampido del arma. Saltó en pedazos el viejo hierro

Como un eco, retumbó un trueno lejano, mezclado con un destello azul y remoto.
Jadeante, Blackman miró atrás, a) cementerio solitario, de cruces chorreantes de
agua, de matorrales sombríos, de lápidas agrietadas y cubiertas de musgo y de
olvido,..

Empujó la verja de hierro, que cedió. La cadena rota cayó, con trozos del pesado
candado hendido de un balazo a quemarropa. Blackman bajó los escalones hacia la
puerta vidriera emplomada. La probó. Forcejeó con ella, que se resistía.

Otro disparo en la cerradura, apresuró el acceso a la cripta. Saltó la cerradura,


destrozada. Empujó la puerta de un empellón. Fue tal su furia al hacerlo, que su codo
hizo estallar un vidrio rojo, y éste saltó en pedazos, dejando un boquete abierto al
fétido y oscuro interior.
De éste, mezclado con la lluvia, el aire y la noche, saltó afuera un vaho maloliente,
sórdido, lleno de pestilencias. Hubo un sonido extraño, y un animal alado brincó
afuera, para chillar estridente bajo la lluvia, en busca de otro refugio mejor, que nadie
alterase.

Blackman respiró hondo, echándose a un lado. Aquel aleteo había rozado


viscosamente su pálida faz, y los dilatados ojos azules se clavaron en la lluvia y en las
sombras lívidas del cementerio de los pantanos.

—Un murciélago... —jadeó—. Sólo era un murciélago de la tumba...

Se rehízo. Avanzó. Empujó la puerta vidriera. Entró en la cripta del panteón de las
tres mujeres Todten. La lluvia quedó atrás. Se encontró en un recinto de bajo techo,
de fuerte olor a humedad y a encierro, de ambiente tétrico y desolador.

Clavó los ojos ante sí, en lo que le reveló otro lejano relámpago.

Las tumbas...

Eran tres. Tres tumbas superpuestas, en tres niveles diferentes. Tres bloques de
piedra, cada uno con un nombre en letras doradas, oscurecidas por el tiempo y la
humedad:

LORELLA
VALENTINE
DAHLIA

Debajo, una fecha de noviembre, en 1799. Sin un epitafio, Sin una cruz. Sin una sola
inscripción cristiana. En vez de ello, una extraña frase en un más extraño lenguaje:

VROLOK-POKOL-ORDOG

—Vrolok, Pokol, Ordog... —recitó lentamente el recién llegado—. Sí... Justamente. Es


lo que yo esperaba. En eslovaco, es lo que yo buscaba. Tres palabras-clave...

Se acercó, trémulo. Tocó las inscripciones doradas.

Miró cada uno de los bloques de piedra que ocultaban a cada una de las mujeres allí
sepultadas. En derredor, no había más seres sepultados. Ni más símbolos funerarios.
De nuevo como afuera: ni cruces, ni imágenes, ni motivos religiosos. Nada, salvo las
lápidas y sepulturas de las tres mujeres de común apellido. Las Todten.
De todos modos, eso no hacía sino confirmar sus suposiciones y corroborar los datos
históricos. Faltaba algo más. Faltaba mucho más, para que el caballero Blackman se
sintiera medianamente satisfecho, aun dentro del panteón de las Todten.

Rebuscó en sus ropas, febrilmente. Extrajo unos documentos. Los hojeó, en la


sombra. Buscó alrededor. Crucifijos e imágenes, no encontró. Pero sí un candelabro
solitario, con dos velas cubiertas de polvo y moho.

Las limpió. Prendió sus mechas con un fósforo. Ardieron débilmente. Un resplandor
amarillento y fantasmal se extendió por la cripta. El se acercó a la doble llama,
examinó los papeles escritos.

Leyó fragmentos, en voz alta:

—...Y escrito está... El nosferatu nunca muere... El vrolok siempre vive en la noche, si
la sangre de los vivos devuelve la vida a su cuerpo en reposo... Y aquellos a quienes
muerda el vrolok, pasan a ser también no-muertos y obedecen cuanto él dice, y viven
también en la noche... Y solamente aquel que sepa dominar y controlar a los
hombres-vampiro, o las mujeres-vampiro, que tanto importa el sexo de los muertos-
sin-descanso, será capaz de llegar a convertirse en amo de la vida y de la muerte...
Así, las hermanas Todten, de la familia Todten de Transilvania, todos cuyos
miembros tuvieron fama de vrolok o vlkoslak, que de ambas maneras se llama a los
vampiros o seres-lobos, como en otras regiones eslavas más al Este se las denomina
vurdalaks, todas ellas fueron en su día ajusticiadas por la ley británica en Yorkshire,
en las postrimerías del siglo XVIII, cuando el gran justicia Geoffrey Stower, probó
ante la Corte que todas tres eran mujeres endemoniadas, poseídas por el poder de los
vampiros a quienes ellas dominaban a su vez diabólicamente, gracias a sus artes
nefastas... Y probó el investigador religioso de entonces, el muy honorable señor
Ralph Dorian, que todas tres debían ser sepultadas sin signos de cristiandad en sus
tumbas, por mucha que fuese su fortuna personal, aisladas y condenadas de toda
cristiana clemencia, porque su reposo eterno, tras la debida tortura y ejecución,
eterno debía de ser. En caso contrario, ellas tres, sedientas de odio, de venganza y de
sangre, poseedoras del poder satánico del mal, capaces serían de conceder a otros
hombres el poder de su maldad, para pasar a ser sus leales servidoras como mujeres
no- muertas o vampiros, Y ese poder, sólo mediante la sangre de otros seres vivos,
goteando fresca en sus bocas yertas, aun después de la muerte, dicen los escritos de
los sabios que podría retornar a ellas, si alguien profanase sus tumbas malditas por
los siglos de los siglos...»

Temblaban las manos de Blackman, al clavarse \os ojos en aquel texto. Temblaban
también las llamas de las dos viejas velas polvorientas, pero por la acción del viento
húmedo que penetraba en la cripta funeraria, desde el tétrico exterior en sombras.
—Sí... —jadeó roncamente Blackman, fijos sus ojos en las tumbas herméticas—. ¡Sí,
hermosas y olvidadas hermanas Todten! ¡Resucitar a las tres...! ¡Volveros a la vida
para extender el mal por doquier a mi servicio...!

¡Para eso estoy aquí! ¡Para eso he llegado esta noche, hermosas doncellas sedientas
de sangre...!

Y dio un paso hacia las tumbas, Temblaban sus dedos, arrugando el documento
escrito en letra menuda y cuidada...

Y, de repente, las velas se apagaron con un sibilante ruido de aire huracanado. Un


frío sutil entró en la cripta.

Una mano helada se posó en la nuca del caballero Cornel Blackman.

Este exhaló un alarido de horror. Y cayó de rodillas sobre las losas polvorientas del
panteón familiar de las malditas doncellas Todten, volviendo unos ojos
Inmensamente azules, inmensamente abiertos, inmensamente horrorizados...

El agudo relincho resonó en el amanecer grisáceo y tristón, entro los árboles que,
como fantasmones oscuros, se alzaban en la neblina espesa.

Lukas Eyssen cambió una mirada inquieta con su criada, Ada Blair. Ella cubrió sus
formas con un chal, alejándose de su amo, para mirar por la ventana emplomada.

—Es «Ghost» — jadeó—, ¡Viene sin jinete...!

—Debí imaginarlo — refunfuñó malhumorado el posadero, sentándose con gesto de


ira—. Ese hombre... No debí dejarle ir al cementerio...

—Si no vuelve, serán quince guineas de beneficio —rió la criada—. Y el caballo de


regreso Lukas...

—Vete al diablo, Ada — se irritó Eyssen—. Eso no importará mucho, si al caballero le


sucedió algo irremediable. La policía me importunará a preguntas, me molestarán
durante semanas enteras...

—Por quince guineas, vale la pena sufrir molestias, ¿no, cariño?—rió la sirvienta,
inclinándose sobre su patrón para continuar con sus arrumacos.

—Aparta ahora, Ada —la quitó de un empellón, y corrió a vestirse del todo, para
bajar a la planta inferior—. Ese caballo relincha como un diablo. Los otros viajeros no
tardarán en escucharle...
—¿Quién? ¿El señor Blake y esa damita pelirroja que parece la nueva reina de
Inglaterra? —dijo, desdeñosa, la sirvienta, abotonando su blusa sobre el busto
exuberante—. ¡Bah! yo no me preocuparía por ellos. Ya vieron lo que sucedía, ¿no?

—Conforme, conforme — refunfuñó Eyssen —. Pero no siempre las cosas fueron


limpias en mi posada, y tú lo sabes, mala pécora. Los viajeros desaparecidos otras
veces, cuando traían buena bolsa, mi propia esposa, muerta en los pantanos cuando
tú la llevaste allá... No, no me gustaría que nadie metiera las narices en todo eso. Es
nuestro negocio, ¿recuerdas, preciosa? ¿Quieres que todo vaya a rodar... y nosotros
colguemos de una horca cualquier día?

—Calla, estúpido — se enfureció ella ahora, subiéndose con desparpajo las medias de
grueso algodón sobre los muslos—. Si hablas tan alto, tus huéspedes se enterarán sin
necesidad de que intervenga el constable del condado, e iremos los dos al patíbulo...
¿Qué nos puede importar que un viajero haya pedido un caballo para visitar un
cementerio en la noche, y el animal vuelva sin jinete? Es más: eso no quiere decir
nada. Acaso el caballero esté sano y salvo, y haya perdido simplemente la montura.
El tal Blackman parecía tipo muy capaz de cuidar de sí mismo sin demasiados
problemas, querido.

—Ojalá sea así — masculló Eyssen de mal humor—. De todos modos, vamos ya.
Tenemos que poner en claro lo que ha ocurrido con ese hombre... Escucha: «Ghost»
sigue relinchando... y parece muy asustado, Ada.

Luego, el propietario de la posada y su extraña y seductora criada, se apresuraron a


descender a la planta baja, con su mejor y más normal apariencia. Nadie hubiera
dicho, al verles descender presurosos las escaleras de crujiente madera, que vinieran
de una misma alcoba.

Nadie... salvo Marsha Dorian, que les había visto salir de ella.
CAPITULO IV
—¿Está segura, señorita Dorian?

—Sí, lo estoy. Un posadero y una criada que salen del mismo dormitorio, no significa
gran cosa. Pero disimularon luego. Claro que él es viudo, a fin de cuentas...

—Sí, es viudo —asintió gravemente Blake—. Sólo que... su esposa murió en raras
circunstancias.

—¿Raras?

—Exacto. Se perdió en el marjal. Hubo habladurías sobre un posible homicidio.

—Cielos. ¿Por parte de alguien del lugar?

—Por parte del propio marido. Sólo que él tenía una sólida coartada. Era Ada Blair,
la fiel sirvienta, quien acompañaba a la señora la noche del accidente mortal. Si ahora
me cuenta usted eso... es lógico que me resulte sospechoso, ¿no cree?

—Sí, pero... usted no es la policía. Ni siquiera es la ley.

—En cierto modo, se equivoca—sonrió gravemente Peter Blake.

—¿En qué me equivoco? —dudó ella, pestañeando.

—En la última parte de su aserto, señorita Dorian. No soy la policía. Para eso está
aquí el constable Douglas Dobbs. Pero yo... sí soy la ley, al menos en cierto modo.

—¿Qué quiere decir?

—Soy abogado —suspiró Blake—. Sobrino de sir Percival Blake, de los Blake de
Londres. Actualmente, mi tío sir Percival vive aquí, en Hardsfield, retirado de la
abogacía. Por eso conocí a Tania Stower en esta población. Es hija de Gerald Stower,
y prima de Dennis Stower. Una familia importante en el lugar.
—Abogado... Bueno, no pretendí acusar de nada a nadie. Sólo que... vi a ambos salir
por la misma puerta, cuando relinchó ese negro caballo,..

—Oh, sí, el caballo... —Peter Blake respiró con fuerza, contemplando, entre la bruma
al animal sudoroso, que el posadero Lukas Eyssen estaba intentando encerrar de
nuevo en el establo, con las primeras y turbias luces del nuevo día, en tanto el animal
piafaba, inquieto, como si viniese de un lugar fantasmal, donde hubiera visto algo
fuera de lo terreno—. El caballo «Ghost» sin jinete… ¿Qué fue del señor Blackman?

—El honorable Cornel Blackman, que tomó el tren en un apeadero sin importancia,
quejándose de olores a cera y a muertos... —susurró Marsha Dorian, junto al joven
abogado—. ¿Qué cree usted que ocurrió?

—No lo sé. Y me gustaría saberlo, créame. Es inquietante que ese hombre enlutado...
haya desaparecido en la niebla, tras ir con un caballo alquilado... rumbo a Moors
Cementery.

—Un cementerio que, por cierto, está cerca de mi propiedad heredada — le recordó
ella, secamente.

—Exacto —se detuvo Blake, ya al final de la escalera de la posada, y cruzó su mirada


perpleja con la de su joven compañera de viaje. En el hogar, los leños estaban
apagados, cenicientos. Hacía un leve frío en la sala de vidrios de colores,
emplomados. La luz del día, a través de esas vidrieras, era borrosa y gélida como la
propia mañana de noviembre —. Señorita Dorian, no debe sentir miedo alguno por
sucesos como éste.

—¿Miedo? — ella enarcó sus cejas color cobre —. ¿Le he dicho que lo sintiera?

—No, pero...

—Señor Blake, le aseguro que me siento tan tranquila como esta noche, durante el
viaje en ferrocarril. Admito que el lugar no es muy alentador, ni las cosas que están
sucediendo me gustan demasiado. Tampoco me gustaba el señor Blackman, y
vinimos con él desde el tren, a través de trescientas yardas de niebla, hasta esta
posada. Cuando menos, es de día. Y dicen que durante el día los vampiros reposan
en sus ataúdes, ¿O no es así, señor Blake?

—Pues... la tradición dice que sí —sonrió Peter Blake, casi divertido—. Pero no
entiendo mucho de vampiros, la verdad. No es un tema que nos enseñan a los
abogados cuando vamos a ejercer, señorita Dorian. Me he limitado a leer el libro de
ese irlandés, y a consultar unos viejos volúmenes de leyendas de brujería, magia y
superstición en centroeuropa. Muy poco para presumir de experto.
Salieron de El Murciélago Rojo. Sobre ellos, el distintivo de hierro, esmaltado en un
feo y turbio tono escarlata, con una silueta de murciélago colgando de chirriantes
eslabones como vieja muestra del mesón, pareció aletear ruidosa y agriamente en la
niebla matinal, tan espesa como un puré de legumbres.

—Que el diablo se lleve a este maldito lugar —rezongaba Eyssen el posadero,


regresando del establo y sacudiendo sus manos—. «Ghost» anda como loco. No sé lo
que le sucedería al viajero, pero estando los caminos tan intransitables y la noche tan
oscura y lluviosa, no me sorprendería que encontrásemos su cadáver en el fondo de
cualquier barranco... cuando la niebla levante su velo. Lo cual puede suceder dentro
de unas horas... o de unas semanas.

—Si fuera eso último, el cadáver apestaría ya —observó secamente Blake,


acercándose al establo y mirando al inquieto animal, que no dejaba de cocear, pese a
estar alado a una argolla del recinto—. Usted habló del diablo, Eyssen. Parece que su
caballo lo hubiera visto en persona...

—Ese chiflado que vino con ustedes... —se quejó el cantinero—. ¿Por qué tuvo que ir
al cementerio de los pantanos con semejante noche? Pudo haber hecho el viaje de día,
¿no?

—Pero no lo hizo —observó fríamente Marsha Dorian—. Yo también debo ir hacia


allá, no tardando mucho. Mi casa es Dorian Manor. ¿Cree que puede ocurrirme algo
en semejante viaje?

—¿Por qué habría de ocurrirle? —rechazó Eyssen, vivamente—. Su casa está cuidada
por alguien. Y de día hay modos de llegar allí, bastante más seguros que cabalgando
en la oscuridad. Dentro de poco vendrá por aquí John Watkins con su carruaje. Podrá
ir en él, señorita. Y nadie conoce esta región mejor que el viejo Watkins.

—Un momento. ¿Dijo usted que mi propiedad... está cuidada por alguien? —indagó
Marsha, sorprendida.

—Eso dije, sí —la miró, intrigado, el posadero Eyssen—. ¿No lo sabía, tal vez?

—No, no lo sabía. ¿Quién cuida de ella?

—Un hombre digno de toda confianza: Mark Saxon.

—No sé quién es Mark Saxon.

—Pero todos, aquí, lo sabemos. Un viejo y leal servidor del difunto Hasper Dorian,
señorita.
—Hasper Dorian. Mi tío... El único pariente que tuve. El que me dejó esa herencia...—
los verdes ojos de Marsha flotaron sin rumbo fijo en el vacío cargado de espesa
bruma. Más allá, el campo de Yorkshire posiblemente fuese verde y frondoso, pero
eso nadie podía saberlo. Sólo intuirlo, perdido en la niebla pastosa. La luz del día
crecía en intensidad, pero seguía siendo plomiza y triste,

—Dorian Manor es una buena herencia — declaró Lukas Eyssen—. Muy buena. Una
amplia propiedad, una sólida y confortable finca. Si tiene dinero suficiente para
restaurarla, será como un palacio.

—Eso es lo malo. No tengo suficiente para todo eso —suspiró Marsha Dorian—. Me
ha dejado una suma discreta, y podré hacer algunos arreglos, no muchos, según su
albacea testamentario. Espero, cuando menos, que sea habitable. Si no, podré
venderla. Pero sólo un tiempo después de habitarla. Justamente tres meses más
tarde.

—¿Por qué tres meses? —se interesó ahora Peter Blake, volviéndose hacia ella.

—Es el tiempo de prueba que marca su legado —explicó Marsha—. Tío Hasper
quería conservar a toda costa esa propiedad. Es lo que dice en su testamento. Pero al
mismo tiempo... parece tener miedo a algo. Y dice que si, por alguna razón
importante, yo no soporto vivir allí... podré disponer de la finca para su venta.

—Miedo... ¿a qué? —se intrigó Blake, pensativo.

—No lo sé. El no menciona ese término. Es... es sólo algo que me dijo el albacea de
Londres al darme las llaves de Dorian Manor. Durante el viaje, señor Blake, he
empezado a comprender cuál puede ser ese posible temor de mi difunto tío Hasper...

—¿De veras, señorita Dorian? ¿Cuál supone usted que pueda ser? — era Eyssen
quien hablaba, inquieto.

Ella miró alternativamente a uno y otro. Añadió luego, sacudiendo la cabeza:

—No puedo estar segura, pero después de desaparecer el señor Blackman, me siento
más convencida que nunca de que la razón del miedo de mi difunto tío... estaba en el
Cementerio de los Pantanos. Sea lo que fuere lo que él temía... puede que esté allí,
señores.

Y dio media vuelta, regresando decidida a la posada.

Blake y Eyssen so miraron en silencio. Disimuladamente, aunque escuchándolo todo,


la criada, Ada Blair, recogía ramajes en tierra, para encender el hogar. Como siempre,
aun a través de jirones de niebla, Peter Blake pudo descubrir el volumen de sus
senos, agresivamente exhibidos en su ancho escote.

—La señorita no es nada tonta, ¿eh? —comentó el posadero, que siguiera con la
mirada la marcha de Marsha Dorian.

—No, en absoluto —confirmó Blake secamente—. Eyssen, voy a asearme. No


dormiré más. Avíseme en cuanto llegue Watkins con su coche. Iré a Dorian Manor, a
acompañar a la señorita Dorian. De paso, examinaré el cementerio, por si puedo
encontrar por allí al señor Blackman...

John Watkins era un hombre rollizo, de nariz colorada y aliento que apestaba a
ginebra barata. El rojo de su apéndice nasal, no era ajeno al matiz de su aliento,
evidentemente.

Su carruaje de caballos, era el adecuado para recorrer aquel infernal sendero lleno de
curvas, entre arboledas y barrancos, camino de los pantanos de Dorian Manor y su
vecindad. En una encrucijada de la fangosa senda, dejaron a su izquierda el camino
del pueblo de Hardsfield, y siguieron hacia la residencia de Marsha.

La niebla se iba levantando lentamente, y la visibilidad era algo más amplia, aunque
no demasiado. El carruaje, pequeño y ligero, tirado por cuatro mulas, recorría el
trayecto sin problemas. El aire olía a humedad, a hongos, a hierba mojada y a
arbustos frondosos, pese a la época del año. Pero nada, en derredor, pese a lo triste
del paisaje, ofrecía señales de cosa alguna fuera de lo natural y terreno.

—El día, aunque sea de espesa bruma, ayuda a ver las cosas en su exacta dimensión
—observó Marsha con un suspiro, junto a su compañero de viaje, Peter Blake. Ante
ellos, el cochero Watkins manejaba riendas y látigo con una consumada experiencia
en el asunto, que alejaba todo temor o aprensión de sus viajeros—. Las leyendas de
vampiros suenan a fantasía en estos momentos, ¿no cree?

—Por supuesto — suspiró Blake —. Pero Cornel Blackman ha desaparecido...

—Oh, eso es ridículo. Aparecerá en cualquier momento. Caería del caballo, o


descabalgó y el animal, asustado en la noche, escapó, regresando a su punto de
origen. Eso es razonable y sensato, ¿no le parece, Blake?

—En ocasiones, viviendo en Hardsfield, me he preguntado dónde termina lo


razonable y sensato, y dónde comienza lo insólito, señorita Dorian —murmuró
Blake, ceñudo, mirando a un lado y otro del sendero, quizás en busca de un indicio,
de un rastro, por leve que fuese, de la presencia del caballero Blackman.

—¿Qué pretende? ¿Asustarme?


—Cielos, no. Nada más lejos de mi imaginación, créame. Si todo lo que sucede aquí
pudiera yo entenderlo como algo perfectamente plausible y natural, no aventuraría
ideas raras. Ya le dije que es una extraña región.

La gente tiene temores supersticiosos. Acaso alguien se aproveche de ellos, pero...


vale más que no seamos escépticos en nada, y aceptemos como posible todo lo que
pueda llegar a ocurrir, comprensible o no.

—Supongo que no será eso lo que diría un abogado ante un tribunal londinense —rió
ella.

—Oh, claro que no —también rió Blake, de buena gana—. Le aseguro que hasta mi
tío, sir Percival, se haría cruces si me oyera en estos momentos. Para él, todo tiene su
explicación lógica y perfectamente natural.

—¿Y... para usted no? —dudó ella—. Me sorprende que un joven abogado hable así..

—Es que yo, señorita Dorian, soy el prometido de Tania Stower.

—¿Y bien...? — enarcó sus finas cejas Marsha, sin entender.

—Tal vez debiera callarme cosas así, pero mi prometida, Tania, es descendiente de
un hombre que causó la muerte de unas brujas en Hardsfield, hace de ello cien años.

—¿Brujas? ¿Qué brujas?

—Entonces las llamaron brujas. No sé cuál sería su nombre exacto, conforme a la ley
de aquellos tiempos, pero dicen que practicaban ritos satánicos, y habían entregado
su alma a las fuerzas del Mal. Eran tres hermosas muchachas, a quienes hizo torturar
y ejecutar como a tales endemoniadas, un gran justicia llamado Geoffrey Stower, de
quien mi futura esposa desciende...

—Bueno, todo eso resulta lamentable en nuestros días, pero... no veo que ello
signifique gran cosa para explicar cuestiones sobrenaturales, Blake.

—¿No?—Peter sacudió la cabeza, cruzándose de brazos, pensativo. El carruaje giró


una curva, dejando atrás una densa arboleda y un barranco profundo, velado por la
espesa niebla—. ¿Qué diría entonces si yo le dijera que mi prometida me ha enviado
un telegrama, rogándome que acuda a Hardsfield y me case con ella cuanto antes...
porque tiene miedo y porque está segura de que este mismo mes van a resucitar las
tres hermanas Todten, ejecutadas por brujería, convertidas en vampiros que se
vengarán horriblemente con ella, como miembro de la familia Stower en quién saciar
su odio ancestral?
—Le diría, sencillamente... que su prometida sufre alucinaciones, y que usted es
demasiado crédulo, Blake, con fantasías impropias de nuestro tiempo —cortó,
secamente, Marsha.

En ese momento, relincharon los animales de tiro del carruaje, el viejo y enrojecido
Watkins chilló, asustado, y el carruaje se desvió de costado, yéndose hacia otro
profundo barranco que se abría a su derecha, entre la niebla, al tiempo que una
negra, alta y espectral figura, surgía entre la bruma, ante ellos, como un ser de más
allá de la tumba...

CAPITULO V
—¡Cuidado! — aulló Watkins—. ¡Nos despeñamos...!

Y era verdad. Un momento después, de no remediarlo un milagro, se irían abajo, por


el hondo barranco apenas adivinado en la niebla, pero escarpado y terrible, entre
matorrales y arbustos que cubría su empinada ladera.

El milagro surgió. Y ese milagro fue Peter Blake.

El joven abogado saltó de su asiento, como disparado por un poderoso resorte. Cayó
en el pescante, y de él se precipitó sobre las riendas de los enloquecidos animales,
tirando brutalmente de ellas, encabritando al enfurecido tiro de mulas, entre
relinchos exasperados de éstas.

Las ruedas del carruaje chirriaron en el suelo resbaladizo y abrupto. El tronco de un


alto árbol rechazó con un rebote al carruaje, astillando su negra madera y hundiendo
su toldo charolado. Pero las ruedas no llegaron a saltar al vacío, y el vehículo, con un
áspero trompicón, se fue hacia el otro lado, pegando en el muro interior del angosto
sendero sinuoso por el que subían hacia los páramos.

El choque violento contra el muro de piedra y hierbajos, arrancó una alta rueda,
quebrando el eje. El carruaje volcó de lado; gritó Marsha Dorian al caer... y se
encontró entre los brazos de Blake, como le sucediera en el frenazo brusco del tren
cuando llegaron a Hardsfield. Esta vez evitó algo más que una caída sobre un
asiento. De no correr él a sujetarla, se hubiese visto lanzada fuera del carruaje, contra
el muro.

—Menos mal...—oyó ella jadear al joven abogado—. Nos hemos librado de lo peor...
aun a costa de seguir a pie hasta Dorian Manor...
Pero la mirada de la joven estaba fija para entonces en aquella alta figura erguida en
medio del sendero, en la persona que recortaba su negro perfil sobre el gris vaporoso
de la bruma, como un espectro surgiendo de la nada, para aterrorizar a los caballos...

Blake siguió la mirada de ella, descubriendo al hombre. Le reconoció


inmediatamente, y se incorporó, sin soltar a la joven Marsha, con una imprecación
brusca:

—¡Blackman! ¡Usted!...

Una risa suave brotó de los labios del caballero enlutado. Se acercó a ellos
calmosamente, mientras el cochero Watkins .maldecía en voz baja, contemplando el
eje roto y la rueda suelta.

—Vaya, mis jóvenes amigos;..—saludó con fría cortesía Blackman—. ¿Ustedes por
aquí? Lamento haberles provocado todo esto, al asustarse los caballos cuando me
vieron salir al sendero. Aunque observo que, una vez más, les encuentro muy juntos
a los dos, y en ausencia de su prometida nuevamente, señor Blake...

Peter Blake se apresuró a soltar a la joven compañera de viaje, y miró


desabridamente a Blackman, el cual se mostraba a la luz del día, tan pálido y extraño
como durante la noche. No parecía haberle sucedido nada de particular, pese a sus
temores.

—Creímos que corría algún peligro—dijo, secamente, Blake.

—¿Peligro? ¿Yo?—dudó con voz escéptica y fría, el caballero.

—Su caballo regresó solo a la posada, esta mañana...

—Oh, eso... — se encogió de hombros—, Es un animal huraño. Algo le inquietó, y me


dejó solo.

—¿En... el cementerio? —La pregunta era de Marsha.

—Sí, señorita — se volvió, cortés, hacia ella —. En el cementerio. Le aseguro que no


tiene nada de espantoso. Es pequeño y antiguo, está al parecer en desuso, y no he
visto vampiros por parte alguna, si eso es lo que teme.

—¿Por qué su interés, entonces, en ese cementerio? —indagó Blake, incisivo.

—Oh, sería largo de contar. Y es un tema que sólo me puede afectar a mí, mis jóvenes
amigos... —sonrió, evasivo, y miró en torno, ceñudo—. Estoy tratando de volver a la
posada para albergarme en ella. ¿Creen que llegaré sin despeñarme antes por este
horrible camino y esta molesta niebla?

—Si no apresura el paso excesivamente, y se guía siempre por la hilera de árboles


que bordea la senda, no tiene nada que temer —dijo Blake, todavía preocupado ante
la presencia misteriosa del hombre de ropas negras—. Nosotros íbamos hacia Dorian
Manor, pero tras lo sucedido en el carruaje, no sé si será mejor desviarnos en
dirección al pueblo, que está más cerca, y quedarnos allí hasta que Watkins arregle el
carruaje o encontremos alguien que nos lleve.

—Sí, será lo más prudente —convino Blackman—. Yo elijo mejor la posada. Me


molesta la gente, y no creo que Hardsfield me ofrezca nada cautivador en su
ambiente, Por cierto, señor Blake, ¿se ha convertido usted en protector de la joven
señorita Dorian?

—Ella está sola y desconoce el lugar —objetó Blake secamente—. Es lógico que
alguien se ocupe de ella por el momento. Ahora, en Hardsfield, conocerá a mi
prometida, y quizás ambas se hagan buenas amigas.

—Quizás —había cierto sarcasmo en el tono del caballero Blackman—. Aunque si su


prometida es joven y bonita, como imagino, es posible también que ambas damas se
miren mutuamente con recelo, muy propio del sexo femenino,.,

—Le aseguro que nunca he sido celosa de nadie, ni hay motivo en esta ocasión —
habló fríamente Marsha—. En cuanto a la señorita Stower... confío en que le ocurra lo
mismo respecto a mí.

—Esperémoslo,., a pesar de su naciente amistad, mis jóvenes amigos — rió, irónico,


Cornel Blackman—. Vaya, vaya... Es curioso... La señorita Dorian, la señorita
Stower...

—¿Curioso? —frunció el ceño Blake—. ¿En qué sentido?

—Oh, en nada —Blackman hizo un gesto evasivo—. En nada, no me hagan caso...


Bien, si vamos a dirigirnos hacia abajo, puedo acompañarles hasta la encrucijada...

Sin pronunciar palabra, Peter asintió, iniciando la marcha. Avisó a Watkins, antes de
alejarse los tres:

—Estaremos en Hardsfield, amigo. Si logra reparar el carruaje, venga a buscarme a


casa de mi tío, sir Percival. O a la residencia de los Stower. Procure que sea antes del
mediodía. La señorita Dorian está deseando conocer su propiedad.
—Sí, señor —resopló el cochero, mientras continuaba su retahíla de maldiciones, con
tono malhumorado, rascándose los escasos cabellos grises, arrodillado junto al
carruaje.

Las tres figuras se hundieron en la densa niebla, dejando solo al cochero en el camino
que discurría, sinuoso, entre barrancos y peñascos.

—Parece que ha tenido usted bastante suerte, Marsha. La niebla se levanta. A


mediodía, incluso es posible que la visibilidad sea excelente...

Y la arrogante, rubia y risueña Tania Stower, la novia de Peter Blake, señaló a su


joven y nueva amiga la calle principal de Hardsfield, repentinamente libre de
vapores brumosos y turbios. Incluso era posible ver más allá de los edificios, típicos
de la antigua Inglaterra, con sus fachadas artesanadas y sus vidrieras emplomadas,
bajo los tejadillos empinados.

Marsha Dorian se sintió complacida ante aquello. Era agradable ver la luz del día,
aunque fuese en un frío y nublado día de noviembre. Hardsfield le pareció
encantador. Se volvió a Tania Stower.

—Cuando menos, quizás tenga la fortuna de conocer mi propiedad a plena luz.., —


comentó, con cierta ironía.

—¿Dorian Manor? —Tania Stower asintió—. Sí, creo que sí. Si dentro de una hora no
ha llegado Watkins, utilizaremos mi propio carruaje, y la conduciré allí.

—No debe molestarse tanto por mí, Tania. Le aseguro que...

—Por favor, Marsha, no será molestia alguna —ambas mujeres, jóvenes y atractivas
ambas, más elegante y sobria la prometida de Blake, más desenvuelta y mundana la
pelirroja Marsha, se miraron con mutua simpatía—. Aquí, en Hardsfield, tenemos
muchos defectos, como en todas las poblaciones pequeñas. Pero nos encanta ayudar
a los amigos. Y yo espero que ambas seamos buenas amigas a partir de hoy...

—Estoy segura de ello —asintió Marsha, con agradecimiento y simpatía—. Blake me


ha hablado mucho de usted, tanto durante el viaje, como esta mañana, al salir de la
posada, y estaba segura de que sería usted tan elegante y atractiva como ha resultado
ser, Tania.

—Me elogia demasiado, querida —sonrió Tania, oprimiendo el brazo de Marsha—.


Sólo le puedo decir, para ser justa, que es usted la muchacha más bonita que vi jamás
en Hardsfield.
Ambas mujeres siguieron hablando, ante el ventanal asomado a la calle mayor de
Hardsfield. Desde el otro extremo de la sala, sir Percival Blake, Gerald Stower, padre
de Tania, y Peter Blake, el recién llegado, contemplaron a las jóvenes, complacidos.

—Parece que ambas se entienden bastante bien —suspiró Peter.

—Mi querido sobrino, debo felicitarte —habló sir Percival, irguiendo su arrogante
figura aristocrática, y revelando cierta ironía en su rostro, enmarcado por las pulcras
patillas blancas—. Siempre que conoces a alguna dama, resulta joven, atractiva y
distinguida. ¿Cómo diablos lo haces? Yo nunca tuve esa suerte, muchacho.

—Por favor, tío — protestó Peter —. Es solamente una compañera de viaje. ¿Qué
pensará de mí el padre de Tania, si cree que ando buscando por ahí toda clase de
agradables amistades femeninas?

—Al margen de que seas el prometido de mi hija, querido Peter, diría que tienes muy
buen gusto —le guiñó el ojo, riendo, el fuerte y rubio caballero que era Gerald
Stower, dejando su taza de té sobre una repisa de mármol. Pero, naturalmente, sé
que eso no altera en nada tus relaciones con Tania, y estoy convencido de tu seriedad
en tal sentido. Por otro lado, debo confesarte, Peter, que esa joven me parece una
dama honesta y encantadora, por encima de todo. Antes de saber que era la heredera
de la casa de los Dorian, la que fue de los Todten, no tuve duda alguna de que te
acompañaba toda una dama, y no un vulgar romance viajero.

—Me complace que pensara así, señor Stower —suspiró Blake —. Estas situaciones, a
veces, resultan un poco violentas, si no se piensa de buena fe. En ese sentido, la
verdad es que no tuve la menor duda respecto a usted y a Tania. Sabía que
aceptarían en su círculo social a la nueva propietaria de Dorian Manor. Parece
realmente una muchacha muy necesitada de amistades, aunque venga del continente
y esté habituada a vivir sola, sin intimidarse por nada.

—Dejemos a la bella y distinguida señorita Dorian, Peter —habló el arrogante sir


Percival con expresión meditativa —. Me hablaste antes de un tal señor Blackman,
interesado en cementerios y cosas así...

—Cornel Blackman, sí. Tomó el tren en Waxham, pero dijo que tampoco era de allí.
Busca algo, no sé el qué. Alquiló un caballo a Eyssen, para ir a Moors Cementery, en
plena noche.

—Un hombre valiente —dijo, ceñudo, Gerald Stower—. No hay muchos capaces de
tanto. Yo no, desde luego...
—Esta mañana le encontramos en el camino. Al parecer, encontró lo que buscaba,
pero no ha dicho nada al respecto. Es un tipo extraño y desconcertante. Me inquieta,
tío.

—De modo que fue al cementerio de los pantanos... —enarcó sir Percival sus blancas
cejas hirsutas, de viejo militar colonial—. Por cierto, ¿sabes dónde está ese
cementerio, Peter?

—Sí. A poca distancia de Dorian Manor.

—Exacto. ¿Y... sabes quiénes están sepultadas en él?

—Las Todten —afirmó secamente Peter. Su rostro se ensombreció—, ¿Adónde


quieres ir a parar, tío Percival?

—A esto, querido sobrino: El gran justicia Geoffrey Stower hizo ejecutar a esas tres
brujas o endemoniadas, hace cien años. Y el investigador religioso Ralph Dorian, dejó
probada su condición diabólica... ¿Te das cuenta de la coincidencia, querido sobrino?
¿Y usted, amigo Stower?

Los dos hombres se miraron, perplejos, alarmados. Peter Blake puso un gesto de
enorme curiosidad.

—No, tío...—musitó—. No había pensado en ello, pero así sucedió realmente... Los
Stower y los Dorian... responsables de un mismo hecho. ¿Es algo en torno a eso lo
que buscaba Cornel Blackman en el cementerio?

—Y, si así fuese... ¿qué podría importarle a él, y por qué razón haría tal cosa? —dudó
con tono grave Gerald Stower, tratando de dar a sus palabras un aire indiferente que
no tuvieron en absoluto.

—No lo sé —refunfuñó sir Percival—. Pero pronto podremos averiguarlo... visitando


el cementerio de los pantanos. Cuando Peter acompañe allí a la señorita Dorian,
podemos ir nosotros también, amigo Gerald..,

—No —se apresuró a rechazar el padre de Tania—. Yo, no. Me disgusta pisar esos
sitios...

—Bien. Entonces, querido sobrino, iremos tú y yo solos... —fue la decisión de sir


Percival Blake.

Realmente, habían tenido suerte.


La niebla estaba completamente disipada, al menos en el pueblo, antes del mediodía.
Y aunque Watkins no dio señales de vida con su carruaje, Gerald Stower puso a
disposición de ellos el suyo propio, para que partieran hacia Dorian Manor. Tania,
inesperadamente, hizo un ofrecimiento espontáneo:

—Voy con ustedes —dijo. Y sonrió dulcemente a Marsha—. ¿Te parece bien,
querida?

—Desde luego —asintió Marsha—. Será magnífico ir todos juntos...

Y todos juntos enfilaron, en el fiacre de los Stower, el camino de los pantanos. Peter
conducía, y a su lado iba sir Percival, su tío. Detrás, bajo el negro toldo del carruaje,
ambas mujeres en animada charla, que fue decayendo a medida que subían el
sendero junto al barranco, para alcanzar la región pantanosa.

Al llegar a ésta, la niebla había vuelto a dar señales de vida, aunque solamente en
forma de una ligera y fría bruma que humedecía las ropas y la epidermis de los
viajeros. Los caballos, a medida que se aproximaban a los moors, empezaron a dar
señales de inquietud.

—Allí es —dijo sir Percival, de repente, señalando a su izquierda—. El cementerio


queda a ese lado. Y al opuesto, encontraremos Dorian Manor. ¿No les importa ir
primero al camposanto, o las mujeres sienten aprensión de ese lugar?

—Por mi parte, nada temo — suspiró Marsha —. Nunca he sido supersticiosa, sir
Percival.

—Tampoco yo —sonrió Tania Stower apaciblemente—. Creo que los muertos no


salen de sus tumbas para hacer daño a nadie...

Sir Percival se encogió de hombros, como si no quisiera emitir una opinión al


respecto, y su sobrino desvió el carruaje hacia las verjas herrumbrosas del recinto
mortuorio. Los caballos emitieron un relincho de temor, y parecieron resistirse a
seguir esa ruta, Pero la mano firme de Peter dominó las riendas a la perfección,
obligando a los animales de tiro a continuar.

Se detuvieron ante la puerta del viejo cementerio olvidado, cuyas sepulturas


aparecían dispersas, entre matojos, hierbas silvestres, abandono y ruinas. El jaramago
y las ortigas, crecían acá y allá, junto a florecillas amarillentas y tristes.

—Hemos llegado — dijo sir Percival—. Y la puerta está abierta...

—¿Eso significa algo? —arrugó Peter el ceño, estudiando el acceso al camposanto.


—Significa que alguien ha movido esa verja últimamente, Pasé por aquí hace cosa de
un mes, y estaba encajada por el óxido y el abandono. Nadie pensó nunca en entrar
ahí... a no ser que lo hiciera a veces ese pobre chiflado de Morton Bell. Pero él lo
acostumbra a hacer, saltando las tapias como un simio...

—¿Morton Bell?—indagó Marsha—. ¿Quién es?

—Un atrasado mental que asegura ser el sepulturero de este viejo cementerio.
Naturalmente, son chifladuras suyas. No se entierra aquí a nadie desde hace más de
quince años... Ahora hay otro cementerio abajo, en las inmediaciones de Hardsfield.

—Un loco... en un cementerio olvidado —se estremeció Marsha—. Todo eso no suena
muy agradable, contando con que está en mi vecindad...

—No, no es agradable. Pero no debe temer nada. Bell es un pobre diablo inofensivo.
No haría daño ni a una lagartija, créame.

Bajaron del carruaje. Instintivamente, Marsha sintió un escalofrío, pero lo atribuyó a


la neblina húmeda. Ella no sentía miedo de los muertos. ¿Por qué había de ser
diferente, ahora?

Tania Stower, instintivamente, se juntó a ella. Ambas mujeres se tomaron de las


manos, mirándose inquietas. Los dos hombres, tío y sobrino, resueltamente, echaron
a andar hacia el interior del cementerio.

—Si prefieren esperarnos afuera... —comentó sir Percival.

—No, no —se apresuró a rechazar Tania—. Iremos juntos a todas partes, sir Percival.

Los cuatro se aventuraron entre las viejas lápidas agrietadas y las cruces a medio
desplomar. Todo en derredor sugería abandono, descuido, desolación. Peter estudió
todo con curiosidad, tras una mirada de soslayo, preocupada, hacia las dos
impresionantes muchachas.

—Es ahí —dijo sir Percival de repente.

—Ahí... ¿el qué? —indagó Peter.

—El panteón familiar. La cripta de los Todten, la familia maldita. Los primeros
enterrados en este cementerio, hace cien años ya... Entonces se entabló el proceso por
brujería.

—¿Ellas... ellas están ahí dentro? —indagó Tania, inquieta.


—¿Las tres hermanas? Sí, ahí están... —el tío de Peter llegó a la puerta del panteón. Y
lanzó una imprecación—. ¡Miren esto! ¡Peter, ven aquí! ¿Qué te parece lo que ves?

Blake estudió la puerta enrejada, la vidriera rota,.. Examinó el metal desgarrado,


ennegrecido. Olfateó el cerrojo y la cerradura. Se incorporó, algo pálido.

—Pólvora —dijo—. Han disparado a quemarropa para abrir el mausoleo. Eso no


indica nada sobrenatural, tío Percival.

—No, desde luego que no —rechazó excitado el noble caballero—. Pero... ¿por qué
hicieron esto? ¿Quién pudo hacerlo, Peter?

—Huele fuertemente a pólvora aún. Es reciente. Si lo hicieron esta madrugada... fue


cosa de Cornel Blackman.

—Es lo que pienso. De modo que él vino aquí en busca de la tumba de las hermanas
Todten. ¿Sabes la leyenda que circula sobre ellas?

—Algo he oído. —Blake se encogió de hombros, escéptico—. Eran endemoniadas. No


morirían nunca, realmente. Un día surgirían de su tumba.., convertidas en no-
muertas. En vampiros, para ser exactos, tío. Todo eso son paparruchas de la gente.

—Es posible. Ellas llegaron de Transilvania. Todten, en eslavo, significa... muertos.


Todo eso es muy extraño, querido Peter. Y ahora, ese misterioso señor Blackman...
¿Entramos?

—¿Qué esperas encontrar ahí adentro, tío?

—No lo sé. Posiblemente nada. Pero eso me dejaría tranquilo...

—Está bien. Vamos allá. —Peter se volvió a ellas—. Mejor será que entremos solos mi
tío y yo, Tania. Este lugar no es agradable para mujeres...

Ambas se miraron. Se comprendieron sin hablar. Marsha negó en voz alta:

—No, Blake. Iremos con ustedes dos. Tania y yo preferimos eso a quedarnos solas...
aquí fuera.

—Muy bien —suspiró Peter, algo sarcástica la expresión—. Vamos ya...

Y entraron, uno tras otro, inclinándose al pasar bajo el arco ojival de la puerta abierta
al interior de la cripta de los Todten.

Adentro, se enfrentaron pronto con el horror.


Un largo alarido de pánico de ambas mujeres, puso su terrorífico contrapunto a la
dantesca escena...

Cornel Blackman sonrió fría, enigmáticamente.

Evocó, pausadamente, los sucesos de la noche anterior, dentro de la cripta mortuoria


de los Todten, allá en Moors Cementery.

Y el momento en que sintió su mayor angustia, cuando aquella mano helada se posó
en su cuello, como surgida del frío mismo de la muerte...

Pero la explicación de todo había sido bastante más simple. No era ningún ser de
ultratumba el que ponía sus dedos viscosos en la nuca de Blackman... sino un
individuo de grandes ojos saltones, rostro velludo, expresión imbécil y boca torcida,
que babeaba por una de sus comisuras, mientras le contemplaba, aturdido, en la
repentina oscuridad del recinto, que un fósforo, en la mano firme del caballero,
ahuyentó bien pronto. Encendió las viejas velas con su zurda, mientras alzaba en la
diestra la pistola, encañonando al desconocido.

—¿Quién eres tú? —masculló Blackman, furioso.

—No tema nada, señor... Soy Bell. Morton Bell... el sepulturero...—dijo torpemente el
individuo.

—¿Sepulturero? ¿De quién? —replicó el caballero, irritado—. Aquí hace años que no
se sepulta ya a nadie, estúpido. ¿Voy a creerme esas patrañas? Seguro que te dedicas
a robar tumbas, o cosa parecida...

—¡No, juro que no, señor! —se horrorizó el hombre con aire de idiota, persignándose
—. Yo cuido de los que reposan aquí... Yo sepultaré siempre a los que salgan de sus
tumbas en la noche, para alimentarse de la sangre de los vivos...

—Oh, entiendo —le miró con disgusto—. Eres sólo eso... Un atrasado mental que
cree en los vampiros...

—Los vampiros existen, señor —jadeó Bell, encogido, Señaló las tres tumbas—. Ahí
están ellas tres. Las Todten. Nadie debe tocar sus sepulcros. Nadie debe exponerlas al
aire de la noche, ni derramar sangre caliente sobre ellas... o revivirán, como todo el
mundo sabe... Es la maldición de los nosferatu...

—El aire de la noche... y la sangre caliente... —rió Blackman entre dientes. Sus ojos
brillaron siniestramente. Miró a la puerta abierta, por la que la niebla entraba,
formando jirones fríos, enroscándose en las piernas zambas del desdichado idiota. Su
boca se crispó en malévola sonrisa. Señaló al exterior, preguntando—: Y eso... ¿qué
es, amigo?

Bell se volvió, sorprendido. Blackman no perdió el tiempo. Dejó caer el cañón de su


pistola sobre la cabeza del infeliz. Pegó secamente tras su oreja. Le derribó en el suelo
polvoriento de la cripta, como un fardo.

—Y ahora... — silabeó entre dientes—. A terminar lo que vine a hacer aquí... Has sido
muy oportuno para mí, pobre imbécil...

Guardó su arma de fuego. En su lugar, extrajo de entre sus negras ropas algo que
centelleó agudamente, al reflejar la luz de las velas inciertas. Una larga y afilada hoja
de acero. Sus dedos enguantados oprimieron con fuerza la empuñadura.

Luego se acercó al caído. Levantó el arma en vertical.

Cuando cayó, penetrando ásperamente en el cuello del desdichado, produjo un


horrible chirrido al desgarrar la piel. Un rojo manantial escapó tumultuoso,
manchando las manos del misterioso y terrible caballero Blackman...

Luego, todavía con sus guantes tintos en la sangre de Morton Bell, el idiota, se movió
como en un rito, hacia las tres sepulturas de dorado letrero.

Sus manos enrojecidas manipularon hábilmente un largo destornillador, con el que


hizo dar vueltas a los dorados tornillos de las lápidas de mármol. Luego, con
lúgubres crujidos, las piedras fueron separadas del muro.

Tres féretros asomaron, entre telarañas y gusanos, entre alimañas y diminutos


reptiles, en tres fétidos huecos empotrados en el muro, féretros de madera noble,
lustrosos, bien barnizada, que el tiempo ajara y minara despiadadamente, revelando
adentro la envoltura metálica de plomo de unos segundos féretros herméticos a la
podredumbre externa, a la humedad y a la acción corrosiva del tiempo y del olvido...

Febril, rápido, activo, Cornel Blackman buscó en torno, hasta dar con una palanca de
hierro, que incrustó en las rendijas de metal, forzándolas. Los féretros de plomo
cedieron con el chasquido agrio de sus mohosos, putrefactos, goznes...

Y dentro de cada uno de los féretros, envuelto en la seda ajada de su forro, entre los
pliegues amarillentos de las mortajas funerarias de un siglo de vejez, aparecieron
cada una de las hermosas doncellas sacrificadas por la justicia inglesa de finales del
Siglo XVIII bajo la terrible acusación de herejía y pactos satánicos.

Hermosas doncellas que ahora, a los ojos alucinados del profanador de su eterno
reposo, aparecieron como realmente tenían que ser sus restos mortales sepultados en
aquella cripta: momificados, grisáceos, formando parte del polvo mortal de los
humanos, con piel y cabellos sobre sus esqueletos. Con escarabajos y gusanos
emergiendo, repugnantes, nauseabundos, de sus labios yertos y arrugados, de las
negras cuencas vacías de sus ojos inexistentes...

Cornel Blackman, jadeante, desesperado casi, fue a por el cuerpo de Morton Bell, el
idiota asesinado. Lo alzó en sus brazos. Fue hasta los féretros abiertos. Lo dejó
pender sobre cada una de las doncellas Todten allí yacentes...

Gotas espesas, calientes, de un rojo vivo y brillante, golpearon en sordo impacto los
labios sin color, la piel rugosa y grisácea de las caras momificadas, o se deslizaron
hacia el boquete lúgubre de sus cuencas convertidas en nidos de alimañas
repugnantes.

Durante unos segundos lentos, largos y tremendos, no hubo otro ruido allí dentro
que un jadeo humano que casi rozaba lo puramente animal, y el gotear lento,
inexorable, de la sangre humana aún cálida, escapando de las arterias agonizantes,
sobre cuerpos que llevaban cien años de descanso...

De repente hubo un destello frío en los dientes de las momias polvorientas. Como si
creciesen colmillos ávidos y fulgurantes, al contacto, solo, de la sangre... Y dentro de
las cuencas vaciadas por la podredumbre, se formó algo espeso, purulento. Algo que
tomó forma insensible.

Como si unos ojos fuesen moldeándose bajo algún satánico influjo, en la cripta sin
cruces ni símbolos cristianos.

Cornel Blackman contempló, fascinado, la horrenda metamorfosis, Otra vez, en las


velas vetustas, agrietadas, la llama débil de sus mechas osciló, como a impulsos de
un gélido soplo llegado de la misma muerte...

Y Lorella, Valentine y Dahlia Todten, mostraron en sus cuencas antes negras y


hondas, el centelleo rojo y siniestro de unos ojos nuevos y terribles...
SEGUNDA PARTE
LAS DONCELLAS
CAPITULO PRIMERO
Era un espectáculo aterrador.

Peter Blake contempló, alucinado, el cuerpo exangüe del desconocido, sus ojos
desorbitados y vidriosos, fijos en la cúpula del panteón. Miró las oscuras manchas en
el pavimento, en los muros, en el pequeño altar sin cruces ni imágenes...

Y, sobre todo, contempló las tres lápidas de mármol desatornilladas, los féretros de
madera putrefacta, las cajas de cinc forradas de seda desvaída, de un gastado tono
púrpura... Y sangre. Más sangre por doquier, con salpicaduras oscuras. Algunas
alimañas se alejaron, presurosas, ante la claridad del día y la mirada de los intrusos.

—Dios mío... — jadeó Peter —. ¿Qué ha sucedido aquí? No, no miréis vosotras, por
favor...

Era tarde para decir eso. Tania sufría una dura crisis de histeria, y era Marsha, más
firme y entera, quien trataba de contener los nervios de su joven amiga, llevándola
afuera, haciéndola mirar al día, neblinoso, pero lleno de luz tibia en el camposanto
olvidado. Sir Percival, con el rostro blanco como el papel, cambió una mirada con su
sobrino.

—Deja que ellas se arreglen —susurró—. Esa jovencita, Marsha Dorian, es


admirablemente valerosa. Cuida bien de Tania, no temas, Peter. Pero esto... esto es lo
que cuenta. Ese hombre era... era Morton Bell, el idiota. Está muerto. Degollado.
—Y... desangrado — susurró Peter roncamente.

—Sí —su tío buscó algo en torno —. Hay sangre en todas partes. Pero no suficiente.
Un hombre no se desangra así. Era fuerte, bebía alcohol... Debía tener más sangre.

—Sí, pero ¿dónde está, tío Percival?

—¿Sólo la sangre? — fue hasta los vacíos ataúdes y los golpeó secamente—. ¿Dónde
están ellas ahora, Peter? Reposaron aquí durante un siglo entero...

—Blackman... ¡Ese maldito Blackman! —jadeó Peter, girando el rostro hacia la puerta
ojival de la cripta—. Parecía el mismo diablo. Entró en el tren como un espectro... y
también surgió así esta mañana, en el sendero. Los caballos se encabritaron, pudimos
morir...

—De cualquier modo, él iba solo hacia la posada, ¿no es cierto? Por tanto, no llevaba
consigo a las mujeres muertas. Tienen que estar por aquí, en algún lugar, dentro de
este mismo recinto... Pero nos llevaría posiblemente semanas enteras revisar todas las
viejas tumbas, nichos y criptas olvidadas, hasta encontrar el posible escondrijo de
sus... cadáveres.

—Suponiendo que sean realmente cadáveres, tío Percival — musitó Peter, pensativo.
Sacudió la cabeza, perplejo— Cielos, tienen que serlo, pero hay momentos en que la
razón vacila... Dicen viejas leyendas de vampirismo, que los no-muertos pueden
volver a la vida, durante las noches si la sangre de un ser viviente pasa a sus cuerpos
corrompidos. No creo en ello, pero...

—...Pero el pobre Bell está desangrado, faltan las tres doncellas Todten... y un
hombre misterioso estuvo anoche en este cementerio, sin dar las razones de su
extraña visita, ¿no es cierto, Peter?

—Sí, tío. Es cierto. Tengo... tengo miedo. Recuerda lo que hablamos hoy. Un... un
Stower y un Dorian... fueron responsables del fin de las doncellas... Hace de eso un
siglo, pero ¿hay una venganza, más allá de la tumba?

—No lo sé, muchacho,—El noble caballero Blake inclinó su canosa cabeza, abstraído
—. No lo sé, pero me preocupa la cuestión. Me preocupa mucho…

—Hay algo que hacer en primer lugar, tío Percival —habló resuelto Peter.

—¿Sí? ¿Qué se te ha ocurrido?

—Ir a la posada de Eyssen. Y ver a Blackman...


—¿Crees que puede servir de algo?

—Estoy seguro de ello. Después, según lo que él diga, veremos al constable Dobbs.
Telefonearemos a Leeds, o llamaremos a Scotland Yard, en Londres. Pero esto tiene
que ponerse en claro, aun a riesgo de que nos llamen ignorantes y supersticiosos...

—Muy bien. Si crees que, realmente, ese caballero querrá confesar... inténtalo.

—Confesará. Tendrá que hacerlo, después de lo que sabemos de él... —se quedó
mirando hacia las dos jóvenes amigas, abrazadas en la entrada a la cripta, y vaciló—.
En cuanto a ellas… no sé qué hacer, tío Percival.

—No te preocupas —habló el noble anciano—. Me quedaré con ellas. Iremos a


Dorian Manor. No habrá nada que temer allí. ¿No hay un viejo cuidando la
propiedad, ese tal Mark Saxon?

—Sí, creo que sí. ¿Será prudente que os quedéis vosotros en esa finca?

—No vamos a estar danzando de un sitio para otro, Peter. Telefonea desde la posada
a Gerald. Si él no quiere venir, lo hará Denis, el primo de Tania. El nos acompañará.
No es tipo que tema a nadie, tú lo sabes. Cuando hayas terminado con ese tal
Blackman y hables con Dobbs en la gendarmería de Hardsfield, ven a la residencia
Dorian a explicárnoslo todo. Aún queda mucho tiempo de luz diurna para sentir
inquietud alguna por nada de esto. Recuerda, Peter: los vampiros sólo pueden ser
peligrosos durante la noche...

—No lo olvido, tío — dijo enérgicamente Peter—. Ni esperes que lo olvide. Antes del
atardecer, estaré de vuelta en Dorian Manor, con una respuesta concreta, sea cual
sea..

—¿Dijo... antes del atardecer, sir Percival?

—Sí, hija. No debéis temer nada —sonrió el viejo caballero, palmeando con energía la
escopeta de caza situada junto a él. Por los ventanales de Dorian Manor penetraban
ahora jirones de luz solar, dorada y triste, entre ramalazos de niebla y densas
sombras nubladas. El ambiente parecía más radiante y amable, incluso en las vastas
salas de la hacienda.

Mark Saxon caminó dificultosamente sobre su pierna rígida. La cojera del viejo
cuidador de la propiedad parecía acentuarse con los años. Sir Percival sabía que
sufrió un accidente de caballo años atrás. Pero ahora, la artritis o el reúma no eran
ajenos a su trabajoso modo de andar. Pese a ello, milagrosamente, Dorian Manor
aparecía cuidada, limpia, incluso agradable y acogedora, a despecho de sus
dimensiones.
—Es milagroso — ponderó Marsha Dorian, mirando en torno las arañas de cristal,
los dorados de escaleras y adornos, los candelabros de plata, todo refulgente y limpio
—. ¿Cómo puede hacer usted solo todo esto, Saxon?

—Cielos, me sería imposible cuidar ni de la mitad de la hacienda, señorita Dorian —


suspiró el viejo sirviente, sacudiendo la cabeza—. El legado de su familia cubre los
gastos de atención de la finca. Los jardines no pueden ser debidamente atendidos, de
ahí su descuido actual. El presupuesto resultaría entonces demasiado elevado. Pero
periódicamente, tres mujeres o cuatro vienen de Hardsfield y ponen esto en
condiciones. Hasta su siguiente visita, yo procuro cuidar su apariencia general. No es
perfecta, pero es lo mejor que puede hacerse...

—¿Lo mejor? Esperaba enfrentarme a un horrible caserón polvoriento y tétrico —dijo


Marsha, animosamente—. Descubrir una vivienda limpia y cuidada, es mucho más
de lo que una pediría en estas condiciones, Saxon. Le felicito por ello.

—De todos modos, es demasiado grande —dijo Saxon, sacudiendo la cabeza. Señaló
las dimensiones de la propiedad, en torno de ellos—. Dos plantas, veinte
habitaciones, sótanos, buhardillas, jardines... Cuando los Dorian eran una familia
numerosa esto podía ser aceptable. Ahora, para un viejo sirviente y para una joven
heredera... no creo que resulte lo más adecuado.

—A mí me gusta. —Marsha miró los grandes ventanales, asomados al jardín, triste y


descuidado, donde predominaban los ocres y los tonos parduzcos. El sol se nubló en
ese momento, y la casa perdió gran parte de su alegría inicial. La joven heredera se
estremeció—. Si no fuera por ese cementerio, por lo sucedido hoy...

Saxon no dijo nada. Sir Percival le había informado poco antes de lo ocurrido. El
viejo sirviente paseó, renqueante, hasta un armario 'de caoba y vidrio polícromo, no
lejos del hogar, encendido y crepitante. Abrió unas puertas del mueble, sacando
copas y botellas.

—¿Oporto, brandy o sherry? — indagó, cortés.

—Un oporto para todos estará bien —dijo sir Percival. Sonrió, mirando a Tania—. Tú
nunca bebes, querida. Pero creo que hoy lo necesitas.

—Estoy segura de que hoy no me importaría embriagarme, sir Percival —confesó la


prometida de Peter Blake, con desaliento. Y se dejó caer en un sofá tapizado de rojo
oscuro.

Marsha se sentó a su lado. Ambas amigas cruzaron una mirada inquieta. El oporto,
sin embargo, animó sus mejillas con un leve carmín, y pareció devolver algo de calor
a sus ateridos cuerpos.
—Me pregunto...—susurró de repente Marsha Dorian.

—¿Qué, mi querida joven? —indagó, rápido, sir Percival, volviéndose hacia ella.

—Me pregunto... qué habrá conseguido su sobrino en la posada de Eyssen —fue la


respuesta—. Y, ciertamente, me temo que no sea lo que él espera...

Sir Percival entornó los ojos, que chispearon con jovial energía, pese a su edad.
Afirmó despacio, apurando su copa de oporto antes de pedir otra al silencioso Saxon.

—Sí, hija —musitó—. Creo que ambos pensamos igual... Sería demasiado fácil que
todo resultara como Peter cree...

Peter Blake pestañeó. Se quedó mirando a Ada Blair.

—Imposible —rechazó—. El dijo que estaría aquí hoy...

—No hay duda de que le engañó, señor Blake — rió insultante la moza del mesón,
poniéndose en jarras ante su mesa—. No está aquí.

—Le dejadnos camino de esta posada, por la mañana..,

—Oh, sí. El vino. Pidió el almuerzo. Comió y bebió a gusto, pagó... y se fue.

—¿Se fue? ¿No dijo adónde?

—No, ni lo dijo, ni yo se lo pregunté. No había razón para ello. Parece un caballero.


Algo raro, pero... un caballero —se inclinó hacia Blake, agresiva. Al hacerlo, su blusa
se abombó, y el escote se hizo tan amplio, que Peter tuvo una generosa panorámica
de sus encantos físicos, harto opulentos. Le guiñó un ojo, maliciosa—. Dio una buena
propina, ¿entiende? Y se largó. ¿Qué podía hacer yo por evitarlo?

—No, nada, supongo. —Blake miró en torno, pensativo. Recordó algo. Evitando
mirar las profundidades torácicas de la agresiva moza, añadió—: ¿Y su maletín? Lo
había dejado antes aquí...

—Lo recogió. Y no dijo si volvería. Es más, no parecía dispuesto a volver. Escuche,


señor Blake, ¿a qué viene tanta pregunta? ¿Ese hombre ha hecho algo malo?

—No lo sé, aún. — Peter clavó sus ojos, casualmente, en la cruz de hierro colgada del
muro, junto a la ristra de ajos—. Pero hazme caso, Ada. Esta noche cierra bien tu
alcoba. Y no te olvides de la cruz y de los ajos, si todo eso sirve de algo.
—Oh, señor Blake... —ella rió, recogiendo su servicio y rozándole intencionadamente
al pasar—. ¿Es que van a visitarme los vampiros?

—Es un peligro que habrá que tener en cuenta desde ahora —convino Blake, ceñudo.

—Si es usted el vampiro que me visita... podrá empujar la puerta sin temor a los ajos,
a la cruz... ni tampoco a la cerradura echada. Le estaré esperando,

Y tras otro guiño malicioso, se alejó contoneando su figura provocativa, de


exuberantes formas. Peter Blake la contempló en silencio. Sacudió la cabeza como si
algo de todo aquello no acabara de gustarle. De repente se encontró con la mirada de
Lukas

Eyssen. El posadero estaba plantado en la entrada de su establecimiento. Llevaba


puesta encima una gruesa pelliza con cuello de pieles.

—¿Qué diablos ocurre aquí? —refunfuñó, de mala gana—. ¿Busca algo en mi casa,
Blake?

—A un hombre llamado Cornel Blackman. Ada me dijo que no está ya aquí.

—No mintió. No está. Por otro lado, más parece que busque usted a Ada que a otra
persona, Blake. ¿Qué se ha creído? ¿Que por ser un caballerete de buena familia
puede cortejar mozas de servicio, a espaldas de su prometida y de su reciente
compromiso matrimonial? Yo podría ir a Hardsfield y armar un buen escándalo, si
usted insiste en...

—Ya basta, Eyssen —cortó Blake con aspereza, poniéndose en pie—. Sus mozas me
tienen sin cuidado. Pero usted y su... sirviente, harán bien en cerrar las puertas a cal y
canto cuando llegue la noche, no sea que alguien con diferentes intenciones a las
mías, llegue aquí en busca de albergue. No se fíe de persona alguna, hombre o mujer.

Eyssen soltó una seca carcajada y avanzó amenazador hacia él.

—Esos cuentos de fantasmas no me causan efecto, Blake —masculló—. Lo que no


quiera es verle más por aquí, cortejando a mi criada. Si vuelve a hacerlo, le daré una
paliza que le quitará las ganas de que se sienta un donjuán de muladar, Blake.

—¿Está loco? Las criadas no son mi punto débil, Eyssen, pero es obvio que sí son el
suyo. Es raro esto, en un hombre que perdió a su esposa hace algún tiempo... y
precisamente al ir en compañía de esa misma sirvienta leal... Eyssen, hubo viajeros
que desaparecieron en estas regiones. Blackman pudo ser uno más en la lista, pero no
le aconsejo que le haga daño a ese hombre. No es como nosotros.
—Blake, ¿de qué está hablando? —jadeó el posadero, lívido—. ¿De qué me acusa,
cerdo?

—De nada aún. Pero me parece obvio que usted y su criada tienen unas raras
relaciones. Sus celos de ella resultan significativos. Y la autoridad de la chica de este
establecimiento, desde que su esposa desapareció en el marjal, también resulta
sospechosa... Escuche, Eyssen, no tengo prueba alguna para denunciarle por delito
alguno, pero cuídese mucho de ocultar a Blackman o de intentar algo contra él. Esta
noche estuvo en el cementerio y asesinó al tonto de Morton Bell... ¡Le asesinó y lo
desangró sobre los cadáveres de las tres doncellas Todten! Si ese hombre es un ser
humano como usted o como yo... conoce, cuanto menos, prácticas satánicas que
nosotros ignoramos. Y en algún lugar, ahora, mantiene ocultos tres cadáveres que, tal
vez, resuciten al llegar la noche, al conjuro de la sangre vertida sobre ellos...

—Está diciendo tonterías —silabeó con ira el posadero—. ¡No es cierto nada de eso!
¡Quiere usted asustarme para que me delante y confiese que yo...!

—Que usted... ¿qué, Eyssen? —replicó, calmoso, Peter Blake.

—¡Maldito, que yo maté a mi esposa, y Ada Blair lo cumplió así, siguiendo mis
órdenes! —aulló con furia desatada el posadero, aferrando un atizador de hierro de
la chimenea, y precipitándose violentamente sobre Peter Blake.

Este, con celeridad, se irguió para repeler la agresión brutal del enloquecido
posadero. No pudo hacer gran cosa.

Repentinamente, algo golpeó de forma violenta su cabeza. Osciló, giró la cabeza,


aturdido. Descubrió a Ada Blair, pálida y convulsa, al pie de la escalera de madera.
Acababa de arrojarle una jarra de metal de una estantería. La nuca le dolió
horriblemente, intentó ir hacia ella, enfrentarse a la vez a Eyssen...

Todo resultó inútil. El mesonero le pegó de lleno con el atizador en el pómulo y la


sien. Tras el mazazo feroz, Peter Blake exhaló un gemido ronco y se desplomó de
bruces a los pies de Lukas Eyssen.

Este alzó el atizador, para rematar al caído sin compasión.

—¡Quieto, imbécil!

Era la fría voz de la sirvienta lo que detuvo su impulso asesino. Eyssen vaciló, en alto
el atizador que, de caer sobre el cráneo de Blake, significaría su muerte segura. Alzó
el mesonero los ojos. Encontróse con la mirada centelleante y furiosa de Ada. Ella
avanzó hacia su cómplice y amante con paso firme, temblando todo su cuerpo
turgente.
—Estás loco, ¿no lo ves? —silabeó ella con ira—. No sólo confiesas como un necio,
sino que intentas cometer un asesinato del que te inculparían inmediatamente,
puesto que todos saben ahora que Blake vino aquí en busca de ese hombre vestido de
negro: su prometida, s' tío, la heredera de los Dorian... ¡todos! No tienes cerebro,
estúpido. Estás denunciándote a ti mismo y, lo que es peor, denunciándome también
a mí. Menos mal que solamente Blake te ha oído... y deberemos ocuparnos de Blake
inmediatamente...

—Dijiste... dijiste que no debía matarlo... —silabeó Eyssen, lívido.

—Claro que no. Hay otros medios —contempló al caído, con expresión glacial—. Si
he oído bien, ese hombre, ese forastero llamado Blackman, es una especie de ladrón
de cadáveres, acaso un loco, un maníaco peligroso... o un brujo, nunca se sabe. Sea
como sea, debemos hacer aparentar que Blackman liquidó a Peter Blake. Y para ello,
no basta con asesinarle aquí torpemente, sino que es preciso arreglar las cosas de
modo que todo señale a Blackman...

—¿Qué... qué piensas hacer? —masculló roncamente Eyssen, sin entender, fijos en
ella sus ojos vidriosos.

Ada Blair soltó una carcajada. Se inclinó sobre Blake, y luego fue a cerrar la posada,
previsoramente.

—Sigue inconsciente —dijo—. Tengo arriba una pócima que le hará permanecer así
por un tiempo. Luego, apenas caiga la noche... Peter Blake será conducido adonde su
muerte no pueda sernos imputada en modo alguno...

—¿A... adónde, Ada? —gimió el posadero, preocupado, soltando el atizador.

—Al cementerio de los pantanos, naturalmente. Adonde todo señale a Blackman... o


a las doncellas endemoniadas de la familia Todten, maldito idiota...
CAPITULO II
—Lo siento. —El constable sacudió la cabeza con énfasis. Miró, aprensivo, a la tibia
penumbra del atardecer neblinoso—. No aparece, señorita Stower.

—¿Cómo? —se escandalizó Tania—. ¿Que Peter no aparece? ¡Constable, avisaremos


a Scotland Yard, si es preciso! ¡Le darán la baja en el Cuerpo, por inepto!

—Créame, señorita Stower. A la vista de ciertas cosas, uno casi prefiere que le den de
baja o le envíen lo más lejos posible de Yorkshire —resopló con disgusto el constable,
enjugándose el sudor de su rubicunda faz—. Este lugar me resulta tan poco
agradable como si fuese el mismo infierno. Escuche, señorita Stower. He estado en la
posada de Eyssen, y me han confirmado que vieron a Peter Blake, pero hablando con
ese caballero forastero, vestido de negro, a quien ustedes llaman Cornel Blackman.
Juntos, se alejaron por el sendero de los marjales, hablando animadamente. Y es todo
cuanto saben. Tanto Eyssen como su criada, Ada Blair, coincidieron en todos los
detalles.

—Bien. ¿Y Cornel Blackman? —se impacientó sir Percival, con disgusto.

—No sabemos nada de él. Nadie, salvo ustedes y los de la posada vieron al caballero.
Nadie le ha visto tampoco ausentarse. Es de suponer que aparecerá de un momento a
otro, sin que para ello sea preciso remover a toda la policía del país.
—No estoy yo tan seguro —masculló Gerald Stower yendo hacia el policía local,
enérgico—. Usted ha visitado ya la tumba de las Todten. Ha visto que
desaparecieron sus cuerpos, que alguien asesinó al pobre tonto de Bell... ¿Qué
versión oficial de los hechos va a darnos ahora nuestra brillante policía local,
constable Dobbs?

—He emitido ya mi informe oficial, y unos agenten de Leeds vendrán esta misma
semana para ocuparse del asunto —carraspeó el aturdido Dobbs, con gesto de apuro
en su rostro mofletudo y saludable—. Personalmente, creo que el desdichado de
Morton Bell sorprendió a un ladrón de tumbas, de los que abundan
desgraciadamente en nuestro país, y fue muerto por éste, antes de llevarse el asesino
los cadáveres con sus joyas y objetos valiosos encima... A estas horas los cuerpos
yacerán en cualquier barranco, y el profanador habrá huido lejos, con todo lo que
hallara de valor. Es, lamentablemente, una fea plaga de nuestro tiempo, ustedes lo
saben.

—Siento recordarle ciertos detalles históricos sobre el entierro de las doncellas


Todten, constable Dobbs —habló acremente Dennis Stower, el joven, enjuto y rubio
primo de Tania—. Consta en los archivos municipales de Hardsfield, mi querido
amigo, que ellas fueron sepultadas, por orden del gran justicia Geoffrey Stower, mi
ilustre antepasado, «sin joyas, ropas costosas ni lujo alguno, envueltas sólo en blanco
sudario, como correspondía a su condición de mujeres endemoniadas, que
entregaran su alma a Satán, con prácticas aberrantes, durante su vergonzosa
existencia en el pecado y el mal». Le he recitado, exactamente, lo que escribiera
entonces el investigador religioso del proceso, el honorable Ralph Dorian, y que
podrá usted revisar en los archivos locales. De modo que llevarse esos cadáveres... no
parece reportar gran beneficio a nadie, constable.

—Tonterías — masculló el policía local—. Nunca he creído enteramente en las


crónicas históricas y todo eso. Algún pariente de los Todten burló acaso a la justicia y
puso objetos de valor en las mujeres ejecutada», Estoy seguro de ello.

—Es una teoría plausible — admitió calmosamente sir Percival—. Pero sin probar
aún, Y mi sobrino no ha vuelto a casa, como prometiera.

—Además.,, está oscureciendo. — La voz de Tania sonó lúgubre, al fondo de la


amplia sala de Dorian Manor—. Tengo miedo...

—Calma, querida — la alentó Marsha, confortante —. Nada va a sucedemos esta


noche, estoy segura...
—Pero con la noche... los vampiros vuelven a la vida, Marsha —gimió Tania Stower
—, Y esas mujeres malditas despertarán sedientas de sangre, de odio, de venganza
sobre las familias que causaron su daño...

—Está llevando demasiado lejos su imaginación, querida —habló serenamente sir


Percival Blake—. Serenémonos todos. Es tarde ya para volver a Hardsfield. Es
posible que Peter vuelva más tarde. Por el momento, seguiremos aquí todos, en
Dorian Manor, Ahora, la señorita Marsha Dorian es nuestra anfitriona... y espero que
nuestra compañía no le resulte demasiado molesta por toda una larga noche...

—¿Molesta? —suspiró Marsha—, Por Dios, sir Percival. Serán ustedes la más grata
de las compañías, estoy segura... Saxon, ¿habrá viandas para todos?

—No toma, señorita. Cuando usted anunció su llegada, preparé bien la despensa —
sonrió el sirviente cojo—. Hay viandas, buen vino, licores, y velas y combustible
suficiente para mantener calor y luz durante la cena de esta noche...

—Entonces, prepare todo, Saxon —ordenó serenamente Marsha, dominando sus


inquietudes. Miró fugazmente a los ventanales encristalados, que cada vez dejaban
entrar más difusa claridad. Pronto la oscuridad sería completa en el exterior. Añadió,
sobreponiéndose—: Sean todos bien venidos a mi nueva casa... y disfruten de mi
hospitalidad como si fuese la suya propia, amigos míos...

—Lo siento, señorita —resopló el constable Dobbs—. Yo no puedo aceptar tan


amable ofrecimiento. He de volver a Hardsfield y seguir investigando. Además, hay
otros asuntos que requieren mi atención, aparte la desaparición de los señores Blake
y Blackman... Buenas noches a todos. Si me necesitan para algo, que uno de ustedes
se acerque al pueblo. El teléfono sufre una avería, y hasta mañana no se reanudará la
normalidad en la línea.

Salió, con un saludo brusco, pisando fuertemente. La puerta se cerró tras él. Todos
los presentes se miraron entre sí. Saxon encendía velas y lámparas de petróleo.
Evidentemente, no había gas en aquella mansión aislada en los pantanos.

Eran tres hombres y dos mujeres, aparte el propio

Saxon. Suficientes para no sentir miedo, pensó Marsha Dorian.

Y, sin embargo, siguió sintiendo miedo.

Peter Blake despertó de su sopor. Se agitó en el duro lecho donde yacía. Tardó unos
instantes en comprender que reposaba sobre losas de piedra fría y polvorienta.
Alrededor suyo, el aire olía a moho, a humedad, a abandono v a muerte. También
fuertemente a cera. Evocó ciertas palabras dichas una noche, en un tren, a través de la
tormenta:

«—Detesto el olor a cera... es como olor a muerto...»

A muerto...

Instintivamente, supo dónde estaba. Se agitó. No mucho, porque las ligaduras no se


lo permitieron. Pero pudo ver en torno suyo un altar sin cruces, velas sucias y
quebradas, candelabros oxidados, losas desprendidas del muro, féretros vacíos...

La tumba. La tumba de las doncellas endemoniadas. Y no estaba solo allí.

La claridad de las velas le reveló las formas exuberantes del torso de Ada Blair,
inclinada sobre él. Pero la escena carecía de todo posible color erótico. Ella tenía ojos
fríos, impasibles. No estaba buscando un romance, sino algo más oscuro y siniestro.
Notó que un esparadrapo se adhería a sus labios, impidiéndole gritar. Ella sonrió
duramente.

—Hubiera sido un bonito idilio —dijo, con frialdad—. El señorito Blake y la criada
del mesón... No pudo ser, Peter Blake. Dentro de poco vas a ser solamente un digno
ocupante de este lugar. ¡Un muerto, simplemente!

Peter Blake no podía replicar a eso. Se movió en el suelo, estérilmente. Ella se


acomodó sobre un ataúd, ante él. Descocadamente, remangó sus faldas sobre los
muslos macizos. Rió huecamente, despectiva.

—Es inútil cuanto hagas, Blake —avisó—. Nadie va a venir a ayudarte. Nadie, ni
siquiera la policía, tendría de noche aquí. El constable Dobbs ya vino a buscarte. A ti
y a ese Blackman. También estuvo aquí. Encontró el cadáver del idiota de Bell. Creen
que el culpable es un ladrón de tumbas. Y lo seguirán creyendo. Cuando te
encuentren a ti, buscarán a Blackman. Quizá le quemen vivo, sin esperar a más. La
gente sigue siendo supersticiosa aquí. Pero tú no vas a revelar a nadie la verdad
sobre la mujer de Eyssen y lo que yo hice, en complicidad con ese bastardo estúpido
que me mantiene y al que cualquier día mataré de un modo hábil, para quedarme
con su dinero también... Bueno, Blake, es noche cerrada ya. Llegó tu hora, querido...

Se inclinó. Le besó sarcásticamente en los labios. Se rozó con él, como en un


encuentro amoroso. Luego, se echó atrás. Blake vio que sacaba de entre sus pechos
una afilada y estrecha hoja de acero puntiaguda, que señaló, centelleante, hacia su
garganta. La risa de ella sonó hiriente.

—Adiós, mi guapo señor Blake —suspiró—. Seré compasiva contigo...


Y adelantó la mano armada, en el silencio denso de la cripta, cargada de fuerte olor a
sebo quemado...

Peter desorbitó sus ojos al verlas.

Estaban allí. Detrás de Ada Blair. En el umbral de la cripta. Erguidas, rígidas,


fantasmales y horribles...

Nunca las había visto antes de ahora. Sin embargo, estuvo seguro de que eran.., ellas.

¡Ellas!

Sus ojos recorrieron las tres placas doradas: Lorella, Valentine, Dahlia... Las

Todten, Tres hermosas doncellas, muertas cien años atrás. Tres mujeres jóvenes,
bellísimas, arrogantes...

Así eran las tres. Bellísimas, arrogantes. Altas, rubias dos de ellas; pelo oscuro,
castaño intenso una de las tres. Ojos claros, fríos, inexpresivos, fulgurantes y crueles.
Bocas carnosas, labios sensuales.,, ¡que se entreabrían ahora, revelando golosos
dientes blancos, centelleantes, de lo que destacaban los incisivos agudos, largos,
afilados como los de un murciélago voraz...

Algo en sus ojos, en su muda convulsión, avisó a Ada. La exuberante criada de


Eyssen giró la cabeza, con sobresalto. Exhaló un ronco alarido de horror. Creyó
entender. Las miró cara a cara. De su mano repentinamente rígida, escapó el afilado
cuchillo, que golpeó a Blake y quedó junto a sus brazos ligados

—No, no...—oyó susurrar a la sirvienta asesina, con voz quebrada, convulsa—. No es


posible... ¡Cosas así no suceden nunca! ¡Nunca!

Pero estaban sucediendo allí. Ante ella. Tres mujeres envueltas en flotantes ropas
amarillentas, apolilladas, que revelaban impúdicas su desnudez física en una especie
de tenue contraluz espectral. Tres hermosas doncellas de incisivos crueles, asomando
entre unos labios entreabiertos, acaso sedientos...

Sedientos de sangre.

—¡Fuera, malditas! —chilló—. ¡Fuera, fuera de mi vista! ¡No existís, no sois de este
mundo, no podéis hacerme daño...! ¡No os temo! No puedo temeros...!

Pero las temía. Claro que las temía. Echóse atrás, convulsa, lívida. Derribó con su
codo un candelabro. Se apagaron las velas, quemando en parte un viejo tapete de
seda bordada... Los ojos de Ada Blair estaban desorbitados, fijos en aquel horror
viviente que se movía hacia ellas. Las miradas de las doncellas infernales no se
desviaban de su rostro, de su cuello, de su torso desafiante, en el que la palpitación
de las venas era visible...

—¡Marchaos, malditas! — gritó desesperada—. ¡Dejadme, monstruos! ¡Volved a


vuestras tumbas miserables!,.. ¡Estáis muertas, muertas!

Ellas sonreían hieráticas, inexpresivas. Eran tres bellas máscaras moviéndose hacia
Ada en la cripta fantasmal. La rodeaban... Pies femeninos desnudos, piernas bien
torneadas, de una palidez cérea, rozaron al caído Peter Blake, y unos ojos ávidos le
miraron de soslayo, acaso ensañándose en su impotencia para resistir el siguiente
ataque, del que sería él la víctima segura...

Las tres doncellas rodearon a Ada Blair en un rincón de la cripta. Ella intentó luchar.
Sus brazos musculosos se alzaron contra las tres mujeres llegadas de ultratumba. No
pudo nada contra ellas... dientes afilados se hincaron en su cuello, en su torso... La
sangre brotó...

Tres vampiros femeninos succionaron voraces la sangre de una mujer viva y


saludable...

Peter Blake contempló, angustiado, impotente, aquella espantosa escena. Cerró sus
ojos, al sentir el gorgoteo horrible, siniestro, la respiración entrecortada y radiante de
las tres no-muertas...

Mientras tanto, sus manos sangraban ya, intentando desesperadamente mover los
brazos ligados sobre aquel cuchillo caído junto a él de manos de Ada Blair. Luchando
por soltarse antes de que el festín de sangre continuara con él, inexorablemente...

Lorella, Valentine y Dahlia giraron sus rostros hacia él. Le contemplaron,


golosamente. De sus bocas goteaba algo rojo y terrible. Ada Blair, en el suelo, era sólo
un cadáver vaciado en sus venas. Con atroces señales de unos incisivos diabólicos en
su cuello y torso...

Blake, con su esparadrapo aún sobre los labios, no podía gritar. Fascinado,
contemplaba aquellos rostros, aquella mirada fija y glacial. Comprendió por qué
Ada, pese a su vigor, no pudo nada contra las hembras de ultratumba. Había algo
hipnótico en aquellos ojos, ahora rojos, sanguinolentos en sus órbitas...

Su lucha rabiosa con el filo de acero continuó en tierra. La sangre goteaba de sus
cortes y arañazos. Ellas, ávidas, miraron esas gotas oscuras y apetecibles... Desnudos
pies de mujer se deslizaron hacía él en fantasmagórico avance...
Blake hizo un último esfuerzo. Cortó profundamente su muñeca, pero también las
cuerdas. Tiró de éstas, mojadas en su sangre. Las sintió estallar. Se incorporó,
crispado. Ellas le rodeaban. Se arrancó el esparadrapo, y la sangre cruzó a manchas
su cara, provocando mayor avidez en las enemigas dantescas.

—No, no... —jadeó—. Atrás, hijas del infierno... ¡Atrás, vampiros!...

Ellas no retrocedían. Era cuestión de segundos que él siguiera la suerte funesta de


Ada Blair, Y lo malo es que la maldición estaba desencadenada ya, con todos sus
efectos nefastos. Ada Blair, él mismo... ¡serían vampiros en la noche siguiente,
emergiendo de sus tumbas para buscar la sangre de otros seres vivos!

—Ven... Ven, hermoso caballero... — susurró, melosa, la voz profunda de una de


ellas, la más alta y rubia, cerca ya de él—. Somos tus amigas. Te amaremos todas,..
Desde esta noche, serás como nosotras. Soy Lorella... Lorella Todten, y te
pertenezco... Pero antes debes pertenecerme tú a mí...

—Ya mí, que soy Valentine Todten... — añadió, en un murmullo la bella del pelo
castaño.

—Ya mí, Dahlia Todten, la menor... — le sonrió dulcemente la tercera mujer vampiro,
estirando sus manos acariciadoras hacia su cuello—. Ven, querido... Olvida lo demás.
Sé feliz a nuestro lado... por una eternidad. Nosotros... nunca podemos morir... Es
hermoso vivir siempre, gozar siempre, ser siempre amado... por las más hermosas
doncellas...

Sí. Había algo hipnótico en ellas. Le atraían, le fascinaban. No quería, pero aquellos
labios sensuales se entreabrían para besarle. Los ojos se entornaban, amorosos,
apasionados incluso... Los cuerpos de ellas eran contraluces audaces en la cripta...
Peter Blake cedió.

Empezó a ser acariciado, abrazado, besado por las hermosas...

Los labios de una de ellas, la alta y rubia Lorella, descendieron hacia su cuello...

—¡No! —rugió Blake, desesperado. Con horror, la apartó, se echó atrás


violentamente—. ¡No, no! ¡En nombre de Dios, apartaos de mí!

Y rápidamente, estiró sus manos, tomó el candelabro abatido por Ada, tomó el
cuchillo afilado... y con ambas cosas, cruzándolas, formó una cruz delante de ellas.

Los rostros se crisparon, tornándose lívidos, casi verdosos. La forma cruzada


centelleó, candente en las manos de Blake, aunque sin quemar a éste. A ellas sí
parecía abrasarlas con su fulgor, y las tres doncellas Todten retrocedieron, cubriendo
sus ojos con las manos, huyendo de aquella forma temible para ellas...

Peter Blake, sosteniendo la improvisada cruz ante sí, retrocedió, pisó los escalones
del panteón, saliendo a la noche de niebla y frío. Dentro de la cripta, las hermanas
Todten gritaban roncamente, como harpías fantasmales, en odioso coro de lamentos
obscenos. Y allá se quedaron, en tanto el joven Blake, despeinado, sangrante,
sudoroso, convulso buscando una salida del cementerio tras la locura presenciada,
tras el aquelarre infernal del que fuera alucinado testigo...

CAPITULO III
—Dios mío...—Sir Percival cambió una mirada de horror mudo, con Tania y con
Marsha Dorian—. Parece... parece imposible, Peter...

—Pero es la verdad. Yo la vi, tío Percival. Yo viví ese espanto... Aún no lo he podido
creer. Pero sé que no lo soñé. —Mostró sus muñecas sangrantes—. Mira... Señales del
cuchillo de Ada Blair. El cuchillo que me hubiera asesinado, si las mujeres vampiro
no hubiesen llegado.

—Ada Blair... —repitió Dennis Stower roncamente—, La criada del mesón do


Eyssen...

—Sí, y su amante. La asesina de la desaparecida señora Eyssen. Su cómplice debe ser


capturado. Lo será, sin duda. Pero todo eso es ya secundario. Ahora... ahora lo que
cuenta es hallar a las hermanas Todten en pleno día, saber dónde reposan... y
destruir la maldición. También hay que evitar que Ada Blair sea otro vampiro...

—¿Cómo, Peter? — se angustió Tania, aferrándole el brazo con desesperación.


—¿Como siempre se dice que se hizo en estos casos... —suspiró Peter—. Creo que ya
lo saben todos los presentes, ¿no?

—La estaca... —jadeó sir Percival—. La estaca en el corazón del poseído...

—¡Una estaca en un cadáver! —estalló Gerald Stower—. ¡Oh! Es ridículo todo esto...

—¿Ridículo? —Se volvió Peter hacia él, exaltado—. No diría eso, señor Stower... si
hubiera presenciado lo que yo presencié en ese cementerio, hace apenas una hora...

—Está bien, Peter, hijo — musitó el padre de Tania—. Perdona. No quise, ofenderte,
pero resulta tan difícil de aceptar algo así...

—Debes perdonar a papá. — Tania habló acercándose a su prometido—. Yo te


entiendo. Sé lo que sentirás. Todo suena a fantástico, a imposible... pero ha ocurrido,

—Si —afirmó Peter Blake—. Ha ocurrido. Yo debo volver al cementerio.

—¿Ahora? —se horrorizó Marsha Dorian.

—Ahora, sí —afirmó Blake, rotundo—. Aún estará allí el cadáver de Ada Blair... y
aún es tiempo de que este horror no siga adelante. Me temo que no será fácil
encontrar a las Todten. Ese hombre, Blackman, quienquiera que sea, las ha vuelto a la
vida, con la sangre de Bell. Y él sabrá dónde las oculta. Posiblemente en un lugar
donde también se oculte él mismo...

—¿Blackman es... un vampiro también? —se estremeció sir Percival.

—No. No puede serlo. Le vimos a pleno día, tío.

—¿Entonces... quién es ese hombre?

—Me gustaría saberlo. Pero sea quien sea, ha dejado; en libertad a unos monstruos a
quienes difícilmente se puede ahora destruir... —y avanzó hasta un estante, de donde
tomó una pesada cruz de bronce con pie de mármol, como única arma eficaz para el
peligro que iba a combatir.

Tras una duda, sir Percival y Dennis Stower partieron tras él. Gerald se acercó a su
hija Tania y a la anfitriona, Marsha Dorian.

—Será mejor esperarles aquí —musitó—. Ellos no tardarán, y si realmente hay


vampiros en Hardsfield, no peligrarán, con esa cruz en manos de Peter...

—Tarde... Demasiado tarde, tío. —Blake señaló la cripta vacía—. No hay nadie ya...
—Nadie... ¿Ni siquiera... el cadáver?

—Ni siquiera eso. Se llevaron a Ada Blair, no hay duda. ¿Y sabes por qué?

—Lo imagino. —Sir Percival inclinó la cabeza, pensativo—. Está... contaminada.


Mordida. Ahora es otro vampiro en potencia...

—Pues lo seguirá siendo. Si no hemos hallado a las tres doncellas Todten... ¿cómo
hallaremos a Ada Blair o su cadáver? —Sir Percival miró en torno, a las tumbas y
lápidas salpicadas de matojos y hierbajos—. Cualquier rincón de este cementerio,
cualquier fosa o nicho olvidado... puede ser su escondrijo. La noche es su mejor
aliado, además. Harían falta legiones de hombres con lámparas, buscando su
paradero. Y dudo que encontrásemos voluntarios para semejante tarea. Sobre todo, si
saben ya lo de Bell, a través de Dobbs...

—Dejad eso —suspiró Peter Blake, regresando lentamente del panteón de los Todten
—. Me temo que todo sea inútil. Perdimos nuestra oportunidad... y todo fue culpa
mía. Tal vez mañana, con el nuevo día... todo sea más fácil. Buscaremos de sitio en
sitio, de hueco en hueco... y es posible que tengamos suerte. En marcha, tío Percival...

—Sí, vamos... —resopló el hombre de blancos cabellos—. Pienso como tú, muchacho.
Aquí no hay sino polvo, moho y muerte.

—Muerte...—salieron a la niebla del cementerio. Se miraron, preocupados ambos. El


joven Blake añadió Empiezo a temer que el olor de la muerte llega ya muy lejos, en
Hardsfield...

Regresaron despacio a Dorian Manor. En realidad, ninguno de ellos creía tener nada
mejor por hacer.

Al alejarse del cementerio ninguno de ellos advirtió la presencia tétrica de una figura
enlutada, tras unas viejas, torcidas cruces de hierro, entre hierbajos y florecillas
silvestres de las que crecen en los olvidados cementerios donde ya no se sepultaba a
nadie...

Unos ojos acerados y fríos siguieron con astuta expresión a los que se alejaban, de
regreso a Dorian Manor. Las manos de Cornel Blackman, sin guantes, eran huesudas,
largas y pálidas, Se aferraron a un matorral. Sin volverse, su voz ordenó con
hipnótica autoridad.

—Seguidles... Ya sabéis el camino y el lugar, hermosas mías...

Una satánica sonrisa curvó los labios pálidos de Blackman. De la niebla, de la noche,
fantasmagóricamente, emergieron hasta cuatro figuras lentas, pausadas, malignas...
Cuatro hermosos y fríos rostros de mujer, helados y yertos, como máscaras flotantes
sobre las figuras erguidas, fantasmales.

Las tres doncellas Todten... y Ada Blair, convertida en vampiro. Sus colmillos
centellearon a la claridad de un reflejo de la distante farola de aceite de sir Percival
Blake, entre húmedos labios rojos sedientos de algo que, sólo los humanos podían
darles... Ojos enrojecidos y siniestros brillaron en la penumbra. Empezaron a avanzar
despacio, hacia el claro. Rozaron a Blackman, clavaron su mirada maligna en su
cuello cubierto por el alto macferlán... El caballero, rápido, giró con ojos
fosforescentes y les ordenó, enérgico, fulgurante su magnética mirada dominante:

—¡Vamos, pronto, adelante! ¡Recordar quién es vuestro amo y señor! Yo os di la


vida... y yo mando en vosotras...

—Sí, mi señor... —musitó Valentine Todten.

—Sí, te obedecemos — confirmó Dahlia Todten.

—Lo que mi amo y mis hermanas de sangre digan... eso haré yo — fue el murmullo
del nuevo vampiro-mujer, la marmórea, espectral Ada Blair, tan lejos ahora de la
saludable hembra de la posada, aunque sus formas pareciesen igualmente
seductoras, pese al céreo color de su piel de no-muerta.

Las cuatro mujeres se deslizaron, sigilosas, como fantasmas, a través del olvidado
cementerio. La voz de Blackman las escoltó, siempre sutil, fría, autoritaria:

—Recordad: calma, mucha calma... La noche es larga... Tenemos tiempo ante


nosotros... Id a vuestro refugio, ahora. Esperad allí el momento oportuno... ¡y atacad
entonces! ¡Vengaos en los que os condujeron a la condenación eterna y a la muerte!
Destruid al enemigo... ¡y que la gente vrolok, el pueblo nosferatu, invada el mundo
inexorablemente!...

Las sombras femeninas, espectrales y terribles, se perdieron en la noche. Tras de


ellas, Blackman era una tétrica sombra de muerte y malignidad, moviendo sus
peones en la noche de niebla y de terror.

La primera campanada sobresaltó a todos.

Giraron la cabeza, impresionados. Luego, se miraron entre sí, con alivio, al hablar
pausadamente Mark Saxon:

—No se asusten. Es el viejo reloj del comedor. Lo he puesto en marcha esta noche...
Llevaba años sin funcionar, y veo que no lo hace mal del todo.
—¿Qué hora es? —indagó Blake, girando la cabeza hacia el amplio, oscuro comedor.

—Las once de la noche —suspiró Saxon—. En punto, señores.

—Las once... —repitió nervioso Gerald Stower—. Faltan al menos nueve horas para
el nuevo día, amigos.

—Lo sé —afirmó Peter, sombrío—. Son muchas horas. ¿Piensan quedarse aquí hasta
el nuevo día?

—Es un sitio demasiado vecino al cementerio —suspiró Dennis, el primo de Tania—.


Pero es mejor que aventurarse en la noche, a través de los senderos envueltos en la
niebla... sabiendo que andan por ahí las mujeres-vampiro.

—Estamos todos de acuerdo —respondió sir Percival. Se acercó, risueño, a Marsha


Dorian—. ¿Cree que podrá alojarnos a todos por esta noche, señorita?

—No sé si habrá medios suficientes... pero les estaré muy agradecida que se queden
—afirmó la muchacha pelirroja con energía—. Saxon, ¿hay ropas para los
dormitorios de todos estos señores?

—Por supuesto. Todo estará a punto en seguida —afirmó el servidor, alejándose con
su incierta cojera, a través de los amplios salones del edificio—. Después de servir un
refrigerio, podrán retirarse a descansar, si así lo desean... Deje el asunto en mis
manos, señorita Dorian...

Marsha miró a todos los presentes. Tania oprimía las manos de Peter con fuerza, pero
se aproximó, mirándola confiada.

—Ese hombre, Saxon, es algo increíble —manifestó Marsha, con un suspiro—. No sé


lo que sería de todos nosotros, en esta casa, si no fuese por él... Parece capaz de
resolverlo todo en el menor tiempo posible...

—El refrigerio, poco importa —musitó Tania—. Lo que quisiera es poder descansar
bien, querida... aunque lo dudo mucho.

—Sí —suspiró Peter Blake—. Todos lo dudamos aquí, cariño... Pero montaré guardia
ante tu dormitorio, si así lo deseas, para que tu sueño sea tranquilo, esta noche,

—No hace falta —sonrió Marsha—. Puede quedarse en mi propia alcoba. Nos
haremos mutua compañía las dos, Blake.

—Gracias, Marsha —suspiró la novia de Peter—. Gracias... Acepto encantada.


—Los demás podrán dormir tranquilos —habló Marsha—. Saxon va a montar
guardia, armado con un revólver, una estaca y un crucifijo, a la entrada de mi
dormitorio, según me ha dicho. Espero que eso nos proteja a ambas, querida Tania...

Y las dos jóvenes amigas, oprimiendo mutuamente sus manos estremecidas por la
incertidumbre y el temor, se miraron entre sí, hondamente preocupadas.

Afuera, la noche era oscura, húmeda y fría. La niebla, un sudario gris, envolviendo la
mansión. Y en alguna parte, unas mujeres diabólicas esperaban ampliar con nuevas
víctimas su satánica corte de endemoniadas por el signo del mal, en la yugular...

El reloj del comedor sonó nuevamente.

Esta vez, fueron solamente dos campanadas. El silencio más absoluto reinaba en
Dorian Manor.

Los ojos de mujer se abrieron repentinamente. En la oscuridad, solamente la tenue


claridad que se filtraba por el ventanal, daba forma al suntuoso lecho con dosel, a las
cortinas y muebles de pesada estructura... y a las dos virginales figuras tendidas en
ese lecho.

El embozo había descendido, en los movimientos inconscientes de las durmientes.


Sedas y encajes asomaban sobre la sábana bordada. Entre el tejido, las formas
juveniles y arrogantes de Marsha Dorian. O la esbeltez aristocrática de su compañera
de lecho, Tania Stower. Los senos firmes de Marsha, palpitaban con la respiración
rítmica de su profundo sueño.

Los ojos claros de Tania, brillaron en la oscuridad. La boca roja se apretó en un rictus
doloroso. No parecía estar despierta. Era una sonámbula. Como si soñara despierta.
Pero empezó a incorporarse. Se irguió en el lecho, sin importarle su semidesnudez.
Tiró a un lado las ropas.

Se incorporó, pisando descalza la espesa alfombra roja, Erguida junto a la cama


señorial, pareció dudar, esperar algo, una señal inconsciente, rígida y extática.

Por fin, dio media vuelta. Desconocía la estancia, pero se movió con seguridad,
avanzó hacia el muro cubierto de paneles de recia madera, con escudos, cuadros al
óleo y estanterías de viejos volúmenes. Marsha seguía dormida, ajena a todo aquello.
Su busto palpitaba sobre el embozo. Sus manos reposaban fuera de las ropas del
lecho...

Tania Stower llegó ante el muro, Se detuvo, como perpleja. Pero siempre con rigidez,
como en trance hipnótico. De repente, suavemente y sin ruido, cedió un panel de
madera, del muro. Giró sobre sí mismo, sigilosamente. Apareció un pasadizo oscuro.
Y en él, un hombre enlutado, de ardiente mirada, de trémulas manos pálidas.

—Ven... —musitó—. Ven, mujer... La vida eterna te reclama.,. Yo te la ofrezco, Tania


Stower. Ven...

Unos pases hipnóticos con aquellos brazos largos y enlutados, una mirada candente
de los azules ojos, y Tania obedeció, siguiendo dócilmente al misterioso Cornel
Blackman por el pasadizo secreto. El panel de madera se cerró nuevamente tras ella.
Marsha se quedó sola en el lecho, sumida en su sopor...

Dorian Manor siguió en el más absoluto silencio, en absoluta paz durante la noche de
niebla de aquel mes de noviembre...

Hasta que el reloj, en el comedor distante, dio cuatro campanadas...

Marsha despertó, con un gemido. Dio una vuelta en el lecho.

Las cuatro campanadas la habían despertado. Estiró el brazo, aplastó sus senos
contra la sábana... Suspiró, volviendo a cerrar los ojos con somnolencia. Se hundió en
su sueño...

Bruscamente, pegó un respingo. Se irguió. Sentóse en el lecho. Miró, aturdida, a la


cama vacía. Junto a ella, se arrugaban las ropas, formando el hueco de un cuerpo de
mujer. Pero no había nadie.

—Tania... —susurró—. ¡Tania!

Saltó de la cama, envuelta en su vaporoso deshabillé verde manzana. Bajo sus senos,
el corazón palpitaba fuertemente. También las sienes, repentinamente febriles.

—Querida... ¿te ocurre algo?

—Oh, Tania... —Se volvió, angustiada, para respirar al fin con alivio—. Me asusté
tanto...

—No sucede nada —sonrió su amiga. Sencillamente, no podía dormir. Me levanté


hace un instante. Estaba paseando por la habitación, me, detuve ante el ventanal... La
noche parece apacible, a pesar de la niebla... Creo que mañana hará un buen día,
querida.

—Sí, es posible —observó Marsha la claridad lechosa, al otro lado de las vidrieras—.
Por un momento pensé...
—¿Qué pensaste, Marsha? —sonrió Tania, envolviéndose mejor en la bata acolchada,
rojo oscura, de alto cuello, que ella subió sobre su garganta, como protegiéndose del
frío de la madrugada.

—Oh, nada. No me hagas caso —sacudió la pelirroja cabeza, Marsha Dorian —. Tuve
una pesadilla. Soñé que las mujeres-vampiro llegaban hasta aquí y rodeaban este
lecho, nos mordían a ambas... Fue espantoso. Pero era sólo un sueño, Tania. ¿Te
acuestas?

—En seguida —paseó sobre las alfombras—. Ve tú al lecho. Me acostaré en seguida.


Deja que se me pase este estado de nervios...

—Claro, querida —dominó Marsha un suave bostezo. Se hundió de nuevo en el


blando y cálido lecho, pero al hacerlo tocó la fría zona donde durmiera hasta
entonces Tania Stower, y eso le hizo arrugar el ceño, pensativa. Sin comentar nada, se
reclinó en la almohada bordada y susurró—: Felices sueños, amiga mía...

—Felices sueños, Marsha —le deseó dulcemente, la voz susurrante de Tania Stower.

Y avanzó, despacio, hacia el ventanal, ante el que se irguió su alta figura, recortada
por la brumosa claridad de la noche pálida. Se quedó de espaldas a Marsha, flotantes
sus ropas de seda suave, prestadas por su amiga, para esa noche que había de
transcurrir en mutua compañía.

La pelirroja heredera de la finca de los Dorian, se quedó tendida, boca arriba, como
dormida. Pero sus ojos estaban sólo entornados, su boca entreabierta, su mente
trabajando en tensa actividad, su cuerpo rígido y alerta.

Algo sucedía. Lo presentía. No sabía lo que era, pero era como si sintiera que alguna
cosa funcionaba mal. Hubiera querido saber qué o cuál. No, no le era posible. No
entendía nada de nada. Sólo que Tania... se mostraba rara. Inquieta, casi inquietante...

La miró, recortada contra el ventanal. Había dicho que se levantó poco antes del
lecho. Eso no era cierto.

La atmósfera del dormitorio era apacible, cálida, acogedora. Las ropas estaban
heladas donde antes se acomodó Tania, Eso significaba tiempo. Tiempo sin tenderse
allí,..

¿Por qué? Cerró los ojos. Respiró profundamente. Le entró el sueño. Ya no vio a
Tania Stower, volviendo lentamente su rubia cabeza hacia ella, mirándola aviesa,
desde la penumbra, con una rara y rojiza fijeza en sus ojos de inyectadas órbitas...
Estaba ya en la frontera misma del sueño, a punto de hundirse en él. No supo la
razón, pero sus nervios se dispararon. Dio un brinco en las sábanas, excitada. Tania
se detuvo en seco, cerca ya del lecho. Sus labios se entornaron, apretándose con
fuerza. Las pestañas y párpados bajaron sobre los ojos.

Los dedos de Marsha temblaron sobre el embozo. Miró a su amiga. ¿Por qué estaba
ya tan cerca, tan rígida? ¿Por qué la miraba a través de las pestañas, con tan brillantes
pupilas?

Sintió una rara aprensión. Se irguió. Clavó los ojos en el artesonado. Dio un salto
repentino, fuera del lecho, ante la sorpresa pasiva de su amiga.

—¿Qué te ocurre? — indagó ésta, indecisa.

—No sé —suspiró Marsha Dorian. Se echó un mechón de cabellos rojos—. Es... es


una noche irritante...

—¿Irritante? ¿Por qué motivo, Marsha?

—No lo sé tampoco —paseó agitada. Fue a la mesilla, probó un sorbo de agua. De


repente, antes de que Tania pudiera impedirlo, fue a la puerta, la abrió. Cuando la
hoja de madera, pesada y chirriante, cedió a su maniobra, Saxon estaba allí. Con una
pistola amartillada en una mano, y una cruz de bronce en la otra.

—Señora... —dijo, alzando la cruz. Ni él ni Marsha observaron, allá atrás, que Tania
Stower reculaba, horrorizada, ocultando el rostro ante el crucifijo—. ¿Ocurre algo
malo?

—No, nada —sonrió Marsha, empezando a sentir que sus aprensiones eran ridículas
—. Baje ese crucifijo, Saxon. Sólo que no puedo dormir... Creo que bajaré al salón a
tomar algo. Un poco de café, o cosa parecida.

—Le acompañaré, señora —renqueó su fiel servidor, que miró aprensivo, al interior
del dormitorio—. ¿Y la señorita Tania Stower?

—Está bien. Tania, ¿vienes conmigo abajo? Creo que siento la necesidad de tomar
café o cualquier otra cosa, estar en pie un rato... Quizás hasta que amanezca...

—¿Hasta amanecer? —se estremeció Tania—, Pero Marsha, eso es ridículo...

—Sé que te lo parecerá. Ven conmigo, si gustas, Mañana, de día, habrá tiempo de
dormir. No sé pero no me gusta la noche. No esta noche... Es... es como un
presentimiento. No te burles de mí, pero...
—No me burlo —suspiró la joven prometida de Peter Blake—. Ve abajo, Marsha.
Quizás vaya más tarde, si no concilio el sueño. Si no bajo, puedes volver cuando
gustes. Estaré dormida ya, sin duda alguna...

—Vas a quedarte sola, Tania, a menos que prefieras que Saxon se quede contigo...

—No, no necesito a nadie —rechazó Tania Stower—. Ve con tu leal Saxon. Hasta
luego, amiga mía...

—Hasta luego, Tania —y echó a andar, con una bata sobre su figura, seguida en
silencio por su incondicional servidor—. No abras la puerta a nadie que no se
identifique antes...

Cerró Tania, sonriente. Marsha descendió a la planta baja, en compañía del viejo
Saxon. La luz que éste portaba, hacía bailotear, fantasmales, sus sombras en los altos
muros.

Apenas sus pasos se alejaron definitivamente, perdiéndose en la distancia, la puerta


de recia madera volvió a abrirse. Tania Stower asomó al largo, tétrico corredor, ahora
desierto. Una mueca maligna curvó sus labios. Asomaron dos colmillos, dos incisivos
agudos y largos, tremendamente inhumanos...

—Falló la víctima siguiente... —jadeó—. Hermanas de mi sangre, no tendremos aún a


la única descendiente de los Dorian... pero sí al hombre que puede atraerla hacia
nosotras...

Y pausada, silenciosa, rígida, cubriendo su cuello con las solapas alzadas de su bata
acolchada, color grana, para que no fuesen vistas las dos oscuras y profundas
incisiones sobre su yugular, Tania Stower avanzó hacia la alcoba de su prometido,
Peter Blake…
CAPITULO IV
—Tania... ¿Qué es lo que sucede?

—Peter, no sé... Tengo miedo... —se acurrucó ella contra Blake, estremecida. Sus
brazos le rodearon, amorosos—. Estoy asustada, por primera vez en mi vida...

—Tania, querida... ¿Qué es lo que te asustó?

—Quisiera estar segura de eso —musitó Tania, con voz trémula—. Primero pensé
que era ella, mi amiga Marsha...

—¿Marsha Dorian? —se alarmó Blake—. ¿Por qué ella ?

—Oh, no me hagas caso, Peter. Luego comprendí que Marsha sólo está tan temerosa
como yo misma, que me huye como yo a ella, como todos empezamos a huirnos
unos a otros... —agazapada contra el pecho de Blake, respiró hondo, hincando sus
uñas en la camisa del joven, arañándole casi, con un brillo salvaje y cruel en sus ojos,
que él no podía descubrir ni sospechar siquiera—. Perdona que te despertase... pero
no podía soportarlo más...

—Oh, no digas tonterías, cariño. Hiciste muy bien en venir a mí —contempló a su tío,
sir Percival que, tras un día agotador, repleto de emociones e inquietudes, reposaba
profundamente—. Ven, vamos a alguna parte donde podamos hablar tranquilos los
dos. Luego, te llevaré a tu alcoba, para que descanses sin temores... ¿Será eso
suficiente?

—Claro, Peter —musitó ella, mimosa—. Es que... resulta tremendo sentir miedo de
algo que una ni siquiera puede ver...

—No sufras, querida. Si, realmente, esas mujeres endemoniadas entrasen aquí.., las
verías tan claramente como ahora me ves a mí, No son simples fantasmas, sino
cuerpos en movimiento, cadáveres dotados de una vida demoníaca y espantosa, que
les impide descansar en la paz del eterno reposo... Parecen vivir, tienen fuerza y
poder, pero no son humanos. Sólo monstruos que no tienen descanso ni paz, que no
pueden morir nunca totalmente, a menos que..,

—¿Qué, Peter, mi vida? —jadeó ella.

—A menos que la estaca se hinque en sus corazones, terminando con la maldición de


ultramar que alguien activó con sangre humana..,

—Ni siquiera sabemos dónde están esas mujeres diabólicas, Peter..,

—Claro. No sabemos nada de su paradero. En otro caso, yo mismo les daría, una a
una, el reposo eterno a sus almas.

—¿Serías capaz de ello, Peter? ¿Atravesar... uno a uno... sus corazones? ¿Cuatro
corazones que ya nunca más palpitarían?

—Naturalmente, Tania. Esos corazones ya no palpitan realmente con una vida


humana. Son sólo vísceras de seres monstruosos a los que será un bien dar un final
definitivo...

—Peter y si yo... si yo fuese alguna vez mordida por esos monstruos... ¿también tú...?

—También, mi vida —la abrazó contra sí, emocionado—. Porque sería como
liberarte, ¿comprendes? Ya no serías tú misma, sino un vampiro más, otro no-muerto,
por los siglos de los siglos.

—Resulta difícil comprender... que liberar a una persona querida... pueda consistir en
destruirla brutalmente con una estaca hincada de modo feroz en su cuerpo... —
tembló Tania.

—Sí, resulta difícil. Pero es el único medio. Realmente, esa persona amada ya fue
destruida antes por el contacto de los otros vampiros... y no queda otro remedio.
Pero dejemos todo eso, Tania, cariño... No es ese nuestro problema, por fortuna —se
detuvo en el largo corredor iluminado por la vacilante luz de unos hachones
resinosos, y la atrajo contra sí, besando sus cabellos, apoyando el rostro de ella en su
torso —. Tania, vas a ser mi esposa muy pronto... y todo lo demás cuenta poco,
ahora...

—Claro, amor mío... — susurró ella.

Y besó la mejilla de Blake, su oreja, su cabello, descendió hacia su cuello, rozándole la


epidermis, amorosamente... Peter besaba aquel cabello intensamente, bajo la luz de
uno de los hachones colgados del muro.

No podía ver los incisivos, agudos, terroríficos que, como dos agudas púas de marfil,
se dirigieron, voraces, ávidos de sangre, a su palpitante yugular...

El grito agudo, terrible, demoledor, sacudió los muros vetustos de Dorian Manor.

Fue un alarido inhumano, bestial, más allá de todo lo razonable. Un grito de horror,
de agonía, de desesperación, de ira feroz...

Y una mujer, una hermosa mujer rubia, de ojos desorbitados, de expresión


despavorida, de tremendos colmillos visibles entre sus labios abiertos en un rictus
puramente animal, se sintió, una vez en el suelo, atravesada brutalmente, de lado a
lado, sobre su torso juvenil y virginal, por una aguda estaca que ardía en su parte
superior. Por una antorcha convertida, de repente, en devastadora arma mortífera,
que desgarraba su cuerpo y destrozaba sus vísceras ferozmente, en un rojo baño
dantesco...

El horror infinito de aquellos ojos, de aquel rictus agónico y terrible, quedaron fijos
para siempre en la memoria de su verdugo despiadado, inexorable.

Peter Blake no dejó por eso de apretar y apretar, de seguir clavando la antorcha en el
cuerpo de la hermosa muchacha que una vez fuera su prometida, Tania Stower...

Tras derribarla brutalmente, mientras se besaban, Blake había estirado sus manos,
empuñando el hachón del muro y, con tremenda furia, lo clavó en el cuerpo de
Tania, igual que se clava un alfiler en una mariposa.

Al grito aterrador de la muchacha, respondieron voces, portazos, carreras, gente que


acudía al lugar del espantoso suceso...

—¡Peter...! ¡Peter...! —aulló ella, debatiéndose en su sangre, en medio del corredor.

—Lo siento, Tania, amor mío... —habló roncamente Peter Blake. La contempló, sin
piedad—. Ya no eras tú. Eras una de ellas... Un vampiro, una criatura de otro
mundo... Tus colmillos inhumanos, tu mirada, tu gesto... Nada me sorprende. Tú
misma te delataste al hablar de cuatro mujeres... ¿Cómo podías saber que Ada Blair...
ya es otra de ellas...? De no ser por ese error... ahora sería yo tu víctima...

—¡Peter! ¡Peter, qué horror! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué hiciste a mi hija? —El alarido
angustiado de Gerald Stower, su lívida faz, asomando en el corredor, ante la figura
de su descendiente joven y hermosa, atravesada por la antorcha ardiente, resultaron
patéticos.

—¿Su hija, señor Stower? —dijo penosamente Blake—. Mire... Mire eso, por el amor
de Dios...

Y Gerald Stower miró. Y vio. Como miraban y veían ahora sir Percival, el joven
Dennis, la incrédula y aterrada Marsha, junto al estremecido Saxon...

En tierra, aquel cuerpo retorcido, convulso, sangrante, cobró de pronto una serena y
majestuosa paz. Los ojos desorbitados se encogieron, los párpados descendieron
suavemente, con un estertor profundo en el seno desgarrado. Los colmillos
parecieron volatilizarse... y una tierna, pálida y triste Tania Stower reposó, apacible,
en medio del corredor.

—¡Hija...! ¡Hija mía! —sollozó Gerald Stower, precipitándose sobre ella.

—Sí... Pobre y querida Tania, perdón... —suplicó Peter, cayendo de rodillas,


húmedos sus ojos. Apartó las solapas alzadas del cuello de su bata acolchada, y
aparecieron los orificios sangrantes en su yugular vacía—. Perdón por tener que
destruir lo que amaba... Pero ya no había nada en ti en ese cuerpo movido por
infernales designios...

Demudada, Marsha se agachó sobre su joven amiga. Lágrimas de sus ojos, golpearon
suaves, como tenue lluvia cálida, las mejillas yertes de la muchacha.

—Lo sospeché...—gimió Marsha—. Lo sospeché al despertar antes... y tuve miedo.


Pero no quería creerlo...

Blake se volvió. La miró. Rápido, bajó los encajes de su deshabillé, desnudando el


largo cuello de alabastro. Respiró hondo.

—Perdone — dijo—. Debemos comprobar que todos nosotros... somos realmente


seres humanos, no muertos en vida...

Y, de súbito, al sacudir la cabeza, le vio.


Allá, al fondo del corredor. En la sombra. Asomando, lívido y espectral, por la
rendija abierta en una moldura de la pared de artesonado...

—¡Blackman! —rugió, incorporándose de un salto—. ¡Cornel Blackman, Espíritu del


Mal!... Se precipitó hacia el fondo del corredor, exasperado. En el muro, el panel de
madera se ajustó, desapareciendo el rostro de aquel que había aparecido, a sus ojos,
más una visión fantasmal que un auténtico ser humano..,

Cuando sus manos golpearon, rabiosas, el muro de fuerte nogal, no encontraron


punto débil alguno, como si todo fuese tremendamente sólido. Pero él sabía que allí,
justo allí, había visto al enlutado caballero del ferrocarril nocturno. Al hombre que
despertó el horror en los pantanos.

—Saxon, es preciso dar con él... —jadeó, volviéndose al viejo criado cojitranco—.
¡Tengo que encontrar esa puerta secreta, sea como sea! Sólo siguiendo a Blackman...
encontraremos a las muertas en vida... y quizá salvemos al mundo de un horror sin
límites...

—Lo siento, señor —murmuró Mark Saxon, abatido—. Nunca supe que hubiera
pasadizos secretos en la casa... ni creo que los haya.
CAPITULO V
Seis campanadas.

Era aún muy pronto. Faltaban al menos dos horas para el nuevo día. Y nadie pensaba
ya en dormir allí, en Dorian Manor.

Dennis Stower cuidaba de su tío Gerald, el padre de Tania. Esta reposaba, virginal,
sobre una pesada mesa de roble, tapada por una sábana. Las luces oscilantes no
hacían sino realzar la palidez de todos los presentes.

—Nada... — Peter Blake se volvió, exasperado, tras palpar de nuevo el muro de


madera. Luego, se volvió hacia Marsha Dorian, sentada en el lecho, ensombrecida y
como en trance —. Usted dijo que ella andaba por la habitación cuando despertó,..

—Sí. Dijo que acababa de incorporarse, por causa de los nervios y el insomnio. Pero
las ropas estaban frías. Debía llevar bastante tiempo levantada...

—¿Y nadie pasó por la puerta, Saxon?—insistió Blake, volviéndose al viejo servidor.

—Nadie, señor. Lo juro. No cerré los ojos un solo instante.


—Lo creo. De modo que Tania salió de aquí por alguna parte... sin moverse de la
alcoba. No hay puertas de comunicación. Ni otra ventana que esa, que está encajada
por la humedad y el polvo. De modo que...

—De modo que tuvo que ser contaminada por los vampiros aquí... o fuera de aquí. Y
en ambos casos, sobrino, hubo comunicación con otro lugar. O ella salió... o bien
otros entraron.

—Exacto—asintió Peter Blake—. Y sólo hay un camino; un pasadizo secreto. Como el


que utilizó Blackman en el corredor. Está ahí, tras ese artesonado, pero sólo puede
utilizarse desde dentro.

Paseó por la estancia, reflexivo. Se volvió a Saxon, preocupado. Miró a éste, como
dando vueltas en su cabeza a alguna cosa poco clara. Marsha comentó despacio:

—Había algo raro en sus ojos al mirarme... —cerró los párpados, estremecida—.
¡Dios mío, estuve a punto de ser otra de ellas...!

—No le faltó mucho, criatura —asintió sir Percival, sombrío. Y, de repente, indagó
del viejo Saxon—: ¿Hay en alguna parte planos de este edificio?

—¿Planos? —el sirviente dudó. Se encogió de hombros—. No, no creo... Yo nunca los
vi.

—Ya pensé en eso, pero es complicado y poco práctico —cortó Blake. Luego, caminó
hasta Saxon. Bajó mucho la voz para preguntarle, entre dientes—: Amigo... ¿cree que
puede conducirme, discretamente y sin que nadie lo sospeche... a los sótanos de este
edificio?

—Los sótanos... —musitó Saxon con un brillo de astucia en sus ojos. Afirmó—: Sí,
seguro... Hace años que no se utilizan, pero hay un acceso por la vieja cocina del
cobertizo, ya en desuso también, y...

—Basta —cortó Blake, ronca su voz—. Sin explicaciones. Finja que me lleva a alguna
otra parte. Disimule al hablar en voz alta. Y vamos cuanto antes...

Se apartó de él. Siguió golpeando las paredes de madera, como en busca de algo. De
repente, Saxon se puso en pie con calma. Habló, indiferente:

—Señores, creo que a la vista de los acontecimientos de esta penosa noche, será mejor
hacer un buen desayuno para todos... Claro que no es agradable ir solo abajo, pero...

—No se preocupe —sonrió Blake, con naturalidad, volviéndose—. Yo le acompañaré,


Saxon.
—Será un alivio para mí, señor —resopló el servidor, iniciando su camino con una
pierna a rastras, hacia el corredor.

—No se muevan de aquí —pidió Blake, ya cerca de la puerta —. Volveré con Saxon y
con algo caliente y confortante para todos. Creo que lo estamos necesitando con
urgencia, en tanto esperamos el nuevo día. Sobre todo, por favor... no se dispersen.
Que nadie deambule solo por la casa, si no quiere convertirse en vampiro...

Cuando salieron, un profundo y tenso silencio reinó en la estancia. Marsha parecía


haber notado algo, porque sus ojos buscaron los astutos y pensativos de sir Percival.
Este le hizo un rápido gesto, recomendándole silencio.

No habló ninguno de los dos hombres.

No hizo falta tampoco. El viejo Saxon le hizo un gesto. Peter Blake entendió. Acababa
de preparar las tres armas: el revólver cargado, el crucifijo y las cuatro estacas
astilladas, punzantes, obtenidas del montón de leña del cobertizo. Guardó todo ello
bajo su abrigo, cuidadosamente. Luego, clavó los ojos en la puerta encajada, de viejo
hierro mohoso.

Se acercó, paso a paso. Estudió la plancha mohosa, sucia, perdida en la sombra.


Afuera, la noche era aún profunda. Sabía que su trabajo era infinitamente más fácil y
cómodo a pleno día, cuando los vampiros reposaran en sus féretros o en sus lugares
de descanso diurno. Pero no quería perder un solo minuto. No quería correr riesgos.
Ni hacérselos correr a los demás. Había demasiado en juego en aquellos momentos.

Saxon le contemplaba, expectante. Parecía saber perfectamente lo que planeaba. Y su


gesto era de duda y de temor. También sabía lo que arriesgaba, de eso no había
duda.

Peter Blake tomó una palanca de metal de entre las herramientas allí acumuladas,
cubiertas de polvo y de óxido, La probó en la rendija de la puerta metálica. Saxon
musitó a su espalda:

—Lleva años sin abrirse. Pero no tiene cerradura. Debe ser el único medio de
abrirla...

Lo era. A Blake le bastaron cinco o seis intentos para lograr que chirriase el metal,
cediendo un poco. Peter tomó aliento Esperó un poco. Hizo un gesto afirmativo.

—Ya está—dijo—. Esto marcha...

—Cuidado, señor — le avisó Saxon—. ¿Sabe lo que puede esperarle, ahí dentro?
—Claro que lo sé — suspiró —. Y Dios quiera que sea así...

—Tal vez vuelva usted... convertido en uno de ellos.

—Tal vez. Si es así, Saxon, no dude. Máteme. No se fíe de mí, al volver. Examine mi
cuello, manténgase en guardia. Y, sobre todo... guarde a su señora. Marsha Dorian no
debe correr peligro.

—No lo correrá, señor, mientras yo viva —prometió el viejo criado. Sus ojos brillaron
—. Usted... usted siente afecto por la señorita Dorian, ¿verdad?

—Sí —afirmó Blake secamente. Probó de nuevo, y la puerta chirrió, cediendo en


parte—. Lo siento, Saxon. Lo sentía... incluso antes de lo sucedido a Tania...

Y la siguiente intentona, resultó. La hoja de metal se entreabrió, con lastimero


gemido. Blake respiró hondo. Su mano se hundió bajo la levita, y apareció con el
crucifijo de bronce.

—¿No sería mejor... el revólver? —musitó Saxon, dubitativo.

—Sólo para Blackman, que no es un vampiro —jadeó Blake—. Para los demás... esta
es la mejor arma de que dispongo...

Luego, tirando despacio de la hoja de metal, la hizo ceder lo justo para entrar por su
rendija. Tomó una lámpara de petróleo encendida, que mantenía junto a él.

Y se aventuró en el interior, cerrando cautamente tras de sí, hasta ajustar de nuevo la


hoja de metal oxidado, como si nunca hubiera sido abierta.

Tinieblas.

Profundas y espesas tinieblas. Sólo eso. Y murciélagos que aletearon al sentir su


presencia. Peter Blake avanzó en silencio, pisando sigilosamente...

Un corredor de ladrillo, otro de piedra, escalones, viejas barricas polvorientas,


bidones y cajas astilladas... Soledad, ratas, humedad, viscosa pesadez, como en una
cripta sucia y descuidada...

Eso era todo, en los primeros trechos de su recorrido bajo el gran edificio. Peter Blake
creía saber ahora la verdad. Siempre estuvo cerca, muy cerca de ellos el refugio de
los vampiros. Justo debajo de la casa. En el subsuelo de Dorian Manor. En las
bodegas olvidadas...
Ahora, todo dependía de hallar el lugar exacto, en el dédalo subterráneo, que
comunicaba con una vieja red de pasadizos secretos, de alcoba a alcoba... Blackman
conocía todo eso, y lo utilizaba para su servicio y el de sus horrendas criaturas no-
muertas.

Peter había descendido a sus dominios, en desafiante invasión. Ahora, cualquiera


podía vencer en el sordo duelo. Pero todas las ventajas estaban del lado de Blackman
y las mujeres-vampiro...

A pesar de ello, siguió adelante. Se internó en el lóbrego laberinto, llevando la luz de


petróleo ante sí. Esperando encontrar a aquellos que se escondían en la oscuridad y
en el subsuelo. A los monstruos de la noche. Sabía que tenía que encontrarlos, tarde o
temprano,

Y los encontró.

Supo que estaba tras él. A poca distancia.

Un frío sutil recorrió su espina dorsal cuando la voz resonó ahogada:

—¿Por qué Blake? ¿Por qué ha venido hasta aquí?

—Tenía que hacerlo —susurró Peter, parándose en seco—, Sabía que le encontraría,
Blackman.

—Sí, también yo lo sabía —suspiró el caballero, en la oscuridad—. Siempre lo supe.


Usted era el enemigo de quien me debía guardar. Mi instinto me lo dijo, apenas le
conocí en el tren nocturno. Debí matarle antes. Si Tania Stower hubiera triunfado esta
noche.,.

—Tania Stower fracasó, cuando era vampiro... —Blake se volvió lentamente. Su


lámpara iluminó la fantasmal figura del hombre enlutado, alto y espectral—. ¿Va a
fracasar usted también ahora, Blackman?

—No —rió huecamente el caballero—. No puedo fracasar, No con usted. Sería mi fin.

—Es su fin, Blackman. ¿Qué vino a buscar en Hardsfield? ¿Quién es usted,


exactamente?

—Mi nombre no es Blackman —susurró el enlutado—. ¿Responderé a su pregunta si


le digo que me llamo realmente... Cornel Todten, y soy el único descendiente vivo de
la familia Todten?
—Sí —musitó Blake—. Eso responde a todas las preguntas...

La risa siniestra bailoteó en los ojos agudos del hombre de negro. Su voz sonó
agresiva y fría:

—Durante años he planeado esto. Estudié ocultas ciencias y conocimientos


prohibidos. Supe cómo dominar a los no-muertos y volverles a su eterna vida de
noche... Así di vida a mis antepasados femeninos, para convertirme en amo y señor
de los vampiros…

—Y fracasó, Blackman... o Todten, como quiera que le llame... —rió Blake, entre
dientes.

—¿Fracasé? —sonó burlona la risa suave del misterioso personaje, al erguirse—. ¿De
qué habla? Mire allí. Son ellas, ¡Mi obra! ¡Mis hermosas criaturas!...

Peter Blake se volvió, con un nuevo y más profundo escalofrío. Se encaró al viviente
horror que ya conocía.

Ellas...

Lorella, Valentine y Dahlia Todten... Las doncellas surgidas de la tumba. Las


mujeres-vampiro... Y tras ellas la exuberante Ada Blair, convertida en otra adicta
infernal... Salían de la sombra, se movían hacia él, pausadas, sin prisas, triunfadoras,
seguras de sí mismas.

Peter habló con firmeza, desafiando a Blackman con su mirada.

—No, amigo, Usted, pese a todo, fracasó. Fue víctima de su propia obra... ¡Ya no es el
caballero Blackman o Todten, amo y señor de vampiros... sino OTRO VAMPIRO
MAS!

El retrocedió, emitiendo un aullido. Peter alzó en su mano la cruz, sosteniendo en la


otra la farola. Las mujeres sedientas de sangre también se echaron atrás, convulsas.

—¿Cómo? —rugió Blackman—. ¿Cómo pudo saberlo...?

—Su cuello... Siempre llevó subido el cuello de su macferlán... pero no tanto como
ahora... ¡Quiso dominar a las hembras-vampiro, y ellas le dominaron a usted,
haciéndole suyo! Sólo que es el único varón no-muerto y aún las controla... Ha ganado
una horrible vida eterna, pero ha perdido la vida material, su condición humana, sus
apetencias de dominio y de poder... ¡Ahora Blackman, yo soy aquí el más fuerte,
puesto que soy, de todos ustedes, carroña miserable de la tumba, EL UNICO SER
HUMANO QUE VIVE REALMENTE!...
Y agitó su cruz, la enarboló con fuerza, acercándose a Blackman, que retrocedió
aullando, tapando sus ojos de aquel destello cegador y terrible que le hería como una
brasa mortífera.

—¡A mí, mis doncellas! —aulló—. ¡A mí! ¡Salvadme de esa maldita forma
llameante...!

Las mujeres-vampiro se movieron, rodeando a Blake. Este, resuelto, aferró ahora con
la misma mano que sujetaba la lámpara de petróleo, una de las estacas afiladas. Dejó
la luz en alto, en una hornacina adonde no podían llegar los brazos de las hembras
endemoniadas... y sin piedad alguna, hincó la astillada madera en el pecho de
Blackman, como un estilete...

Su chillido terrorífico conmovió los ámbitos del corredor. Manos frías y sedosas, de
mujeres de ultratumba, se cerraron, engarfiadas, sobre la piel sudorosa de Peter, Este
se revolvió con un rugido, buscó otra estaca afilada, sujetando la cruz ante ellas. Las
doncellas se echaron atrás, despavoridas, retorciéndose presa de un dolor
indescriptible...

Cayeron al suelo babeando, retorciéndose, soltando espumarajos de rabia, goteantes


de sangre sus ojos desorbitados... Gimieron entre dientes palabras abyectas:

—Piedad... Piedad, Blake... Seremos tus siervas... Te ofrecemos riqueza, poderes,


placer... ¡Todo a cambio de tu perdón!...

No hubo perdón. No podía haberlo.

A la luz de la lámpara humeante, con la cruz sostenida férreamente en su mano


zurda, como signo de un poder más allá de lo humano, frenando el infernal poder de
los seres malditos, utilizó una a una las estacas que, sangrantes, penetraron en
virginales senos de mujeres hermosas, muertas un siglo antes... Y también entre las
formas macizas de Ada Blair, la última de las hembras-vampiro de Hardsfield...

Luego, tintas en sangre sus manos crispadas, despavorido, casi enloquecido en su


fanática ira destructora, Peter Blake se echó a atrás, sus anchos hombros golpearon el
muro, y sus ojos dilatados contemplaron el horror provocado en el subsuelo de
Dorian Manor.

—Señor, Señor...—musitó—. Que cosas así nunca más sean posibles...

Y ante su mirada alucinada, las estacas de las tres doncellas Todten, aparecieron
hincadas solamente en grisáceas, momificadas formas que se deshacían, como polvo
mortal, entre jirones de viejas y podridas telas... Putrefactos rostros, entre cabello
lacio y gris, mostraron al fin la paz del reposo que ya nunca sería alterado...
Y Peter Blake se sintió tranquilo. Profunda, tremendamente tranquilo en su
conciencia, por haber contribuido a que unos seres volvieran al polvo de donde les
hizo regresar una maldición siniestra...

FINAL
El Murciélago Rojo quedó atrás.

Cerrado, precintadas sus puertas por la ley, desde el arresto de Lukas Eyssen,
acusado de asesinato, Desolado, como una ruina más en un lugar triste y neblinoso,
que iba quedando también atrás para ellos.

—¿Crees que recordarás alguna vez con nostalgia a Hardsfield, Peter?—preguntó


ella.

Peter Blake miró risueñamente a su compañera. Negó despacio, con la cabeza.


Suspiró, al responder:

—No, querida. Nunca recordaré esto con agrado. Sólo lamento que Tania quede
sepultada aquí... Tal vez hubiéramos sido felices, pero las cosas sucedieron de otro
modo... y el destino te puso en mi camino, quizás como una compensación
maravillosa. Marsha, por mi culpa debes renunciar tú a tu herencia. ¿Crees que eso es
justo, también?

—Dorian Manor y el viejo Saxon... —se estremeció ella—. Estoy segura de que él será
feliz allí, viviendo hasta el fin de sus días. Después, ya veremos lo que hacemos con
todo eso. Ahora, sólo quiero llegar a Londres cuanto antes... y olvidar todos esos
horrores, Peter.
—Sí. Olvidar... Es una hermosa palabra ahora, Marsha — oprimió su mano
dulcemente—, Olvidar todo lo que hemos vivido...

En la distancia, silbó una locomotora, y el cochero Watkins azuzó a los caballos del
carruaje, acelerando la carrera hacia la estación.

—El correo de Londres está llegando, señores —informó el viejo cochero—. Si no nos
apresuramos, lo perderían ustedes...

—No, por Dios — suplicó Peter—. No pierda ese tren por nada del mundo,
Watkins...

Los caballos piafaron alegremente, al emprender el galope. Peter Blake sonrió,


volviéndose a Marsha. Ambos jóvenes acercaron sus rostros, se unieron sus labios.

—Por nada del mundo —confirmó ella—. Junto a ti seré feliz... en cualquier lugar
que esté lo bastante lejos de Hardsfield, Peter querido...

La humeante locomotora del correo de Londres, asomó en la distancia,


aproximándose a la estación. Watkins, jovialmente, agitó su látigo.

—Nos sobrará tiempo, señor Blake —dijo—. Van a poder emprender su viaje de luna
de miel en ese tren, Palabra del viejo Watkins... FIN

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