Garland Curtis - Seleccion Terror 006 - Mujeres Vampiro
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MUJERES VAMPIRO
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EN ESTA COLECCIÓN
1 – La muerta que vivió seis veces, Silver Kane.
Barcelona – 1973
PRIMERA PARTE
LA HERENCIA
CAPITULO PRIMERO
La luz lívida rasgó el cielo negro.
—Una tormenta en Yorkshire, en plena noche... y esta época del año... — suspiró el
hombre gordo, sentado junto a la ventanilla. Pareció estremecerse y apretó los labios,
apoyando su grasiento cabello en el tapizado verde oscuro, aterciopelado, del
confortable vagón de primera clase. Añadió en voz más baja—: Eso es algo más que
una tormenta en cualquier otro lugar del país, señorita...
—¿De veras? — ella enarcó unas cejas color cobre vivo, centelleando sus verdes ojos
profundos—. ¿En qué estriba la diferencia, señores?
—Me gustaría saber el qué — sonrió la joven—. Sólo recuerdo que es el mes en que
se conmemora la fecha de los Fieles Difuntos...
—No, no era eso. Es que no nos referíamos a la fecha de difuntos, sino al mes de
noviembre y a lo que significó en Yorkshire hace años... —murmuró el hombre
obeso, resoplando.
—No entiendo esa cuestión —rechazó ella, perpleja—. Es la primera vez que piso
esta región, aunque llevo ya más de un año en Londres, a mi regreso de Francia...
—Ya lo entenderá, señorita— habló el otro—. Cuando conozca mejor esta parte del
país, si es que se queda en ella.
—No —negó la joven, sonriendo—. Me bajaré de este tren en un sitio mucho menos
importante: en Hardsfield.
—Sí, lo conozco, Pero no demasiado. Mi viaje también tiene sus motivos especiales.
—El corazón del miedo — suspiró el viajero gordo—. El corazón de ese miedo,
extraño e injustificado para usted, que ha apreciado en nosotros, cuando restalló
aquel trueno...
Como acompañando esas palabras, hubo afuera otro desgarrador estallido de luz
lívida, y casi simultáneamente reventó el cielo en un bramido tremendo, que pareció
sacudir a todo el convoy, Incluso las luces de gas del alumbrado interior, en aquel
confortable vagón de primera clase, oscilaron tras el formidable estallido de la
borrasca que batía furiosa sobre el condado de Yorkshire, al norte del país.
El hombre de rostro adiposo gritó roncamente, casi con terror, dejando de hablar.
Afuera, en el silencio brusco que se hizo tras el relámpago y el trueno, se percibió el
largo y agrio chirrido de los frenos, al detenerse el convoy. Después, solamente llegó
a ellos el jadeo de la vecina locomotora, y el golpeteo sordo de la lluvia torrencial.
—¿Qué ocurre? — jadeó la voz del hombre viejo, caído sobre la frente un mechón de
blancos cabellos.
—¿Parado? ¿Por qué? —se inquietó el viajero gordo—. Será alguna avería, a causa
del temporal, porque no sé de ninguna estación en esta región...
El joven consultó rápidamente un folleto de los ferrocarriles británicos, y negó con
firmeza:
—No. Están equivocados. Hay una estación, donde creo que nos hemos detenido...
—Waxham.
—Sólo si algún viajero sube o baja del convoy —rectificó el gordo—, Ya recuerdo, sí.
Espero que sigamos pronto viaje.
«WAXHAM:
Se encontró con las pupilas risueñas, casi sonrientes, del joven viajero con la guía
abierta en sus manos. El la cerró. El convoy seguía detenido en la noche. La
locomotora emitió un silbido estridente y cansino. Afuera, la lluvia, la oscuridad y el
vapor formaban un denso e incierto panorama, tras los vidrios goteantes de agua.
—¿Preocupada? —indagó él, esbozando una sonrisa con sus labios, que no era sino
reflejo del brillo amable de sus ojos.
—Me tienen sin cuidado las habladurías —cortó ella, incisiva—. Voy a Hardsfield.
—Es una postura decidida. Y lógica. Veo que no conoce su destino, ¿verdad?
—No sé... Sería la última región de Inglaterra adonde alguien fuese con ideas
turísticas, la verdad.
—Eso es — afirmó el joven viajero, mientras su mechón barría la frente, con díscola
insistencia—. Una región donde el simple movimiento de una puerta que se abre, de
un hombre que aparece... puede significar, según la superstición de las gentes..., la
llegada del diablo. O del peor de sus siervos...
La joven pelirroja dio un respingo. Todos habían escuchado las palabras del joven
viajero. Y su reacción, al chirriar la puerta del compartimiento de aquel vagón, fue la
misma en todos los casos.
—Señorita—, rectificó ella fríamente. Y su mirada se cruzó con la del joven viajero.
—Oh, no, ¿por qué habría de hacerlo? —resopló el hombre gordo, tras un brusco
movimiento de cabeza—. Siéntese, por favor. ¿Tan lleno está el tren que busca sitio
aquí?
Y cruzó sus brazos, sin que se despojara de los guantes que envolvían sus manos
largas y apáticas. Muy fija la mirada azul pálida en el joven viajero que acababa de
interpelarle.
A su lado, crujió el tejido malva de la joven viajera de los cabellos rojos y la mirada
esmeralda, El nuevo viajero se volvió, cortés. Ambas miradas chocaron un instante.
Luego, ella fue la primera en desviarla, molesta por la fijeza extraña del desconocido.
—¿Por qué? — fue la réplica del desconocido, volviéndose, sonriente. Era pálido de
cara. Pálido y anguloso, como una imagen modelada en la misma cera que formaba
parte de la industria de Waxham—. ¿Acaso huelo... a muerto?
—No lo dije por eso, caballero —cortó el viajero obeso—. Pero si subió usted en
Waxham...
—No vivo en Waxham —negó el otro, apacible. Suspiró, y empezó a quitarse sus
guantes oscuros, de piel, que dejaron ver ahora unas manos largas, marfileñas, de
dedos sensitivos, agudos, de uñas cuidadas y pulcras—. Pero he vivido ahí unos
días. Los suficientes para aborrecer la cera, el olor a cirios... y quizás también el olor a
muertos.
—Bueno, pero ¿qué sucede aquí? — se interesó al fin la joven pelirroja, casi
irritándose con todos los demás—. Es la primera vez que vengo a Yorkshire. Y no me
gusta su conversación, señores. Si están ocultando algo, vale más que lo digan. No
soy supersticiosa. Ni siquiera sé lo que es sentir miedo a nada ni a nadie.
—¿De veras, señorita? —era el desconocido de ropas enlutadas el que hablaba. Sus
labios delgados y sin color dibujaron una fría mueca de ironía—. ¿Ni siquiera teme...
a los que yacen en tierra sagrada pero que nunca murieron?
—Está usted hablando de simples fantasías —sonrió con entereza el joven viajero,
clavando sus ojos pardos, oscuros y profundos, en el hombre que subiera en el
apeadero fantasmal, perdido en la noche neblinosa y fría del Yorkshire—. Ha
mencionado a... a los no muertos, si no me equivoco.
—Eso es, caballero —afirmó el otro, volviendo a él la cabeza con rapidez—. Los no-
muertos. ¿Sabe usted quiénes son ellos?
El trence movía con rapidez en la noche, a través de los yermos pantanosos del
condado. La lluvia tamborileaba en las ventanillas del vagón. Parecía convertirse en
gruesas lágrimas, deslizándose por el cristal.
—Vampiros... —repitió despacio el recién llegado. Entrelazó sus manos pálidas, casi
de cera, sobre su regazo enlutado—. Sí... Esa puede ser una de las respuestas,
caballero...
—¿Qué le pasa? —se interesó su compañero de viaje—. ¿Por qué se impresiona así?
Sólo son leyendas, fantasías de la gente...
—Tal vez lo sean, pero... pero yo soy la nueva propietaria de Dorian Manor...
CAPITULO II
—Las cuatro y diez... —suspiró el joven.
Ella no estaba dormida, Era la única, en apariencia, aparte él mismo, que no había
sido vencida por el sueño. Miró entre sus largas pestañas sedosas al hombre que
examinaba su reloj de bolsillo,
—No —negó él—. No mucho. Una media hora, si el tren sigue su marcha normal.
—Media hora... —se estremeció ella—. Llegaremos antes de las cinco, ¿no?
—La hora... En esta época del año no amanecerá, cuando menos, hasta las siete...
—Las ocho —suspiró el joven —. A las ocho empieza a verse el nuevo día. Eso, si la
niebla, la lluvia y el nublado dejan que se vea algo.
—No, no me refería a eso —rechazó la joven, con aparente disgusto—. Ya le dije que
no me asustan. Ni ellos, ni ninguna otra cosa que sea fruto de la superstición
popular. Después de todo, creo que incluso el vampirismo es cosa de otros países, de
otras mentalidades. Al menos es lo que leí en Francia, en alguna publicación...
—Tiene usted razón. Hace solamente dos años que un compatriota nuestro publicó
su obra sobre ese tema. Era 1897, y Abraham Stoker, un buen escritor irlandés que
está haciendo furor en Europa, editó Drácula (Datos verídicos. Todo lo alusivo al
tema y a su tratamiento por Abraham Stoker, creador de «Drácula» y de su mito, está
aquí reflejado fielmente por el autor). Habla sobre el vampirismo, y mucha gente lo
ha calificado de pura fantasía. Pero otros afirman que Stoker ha visitado
centroeuropa y, muy especialmente, los Cárpatos. Y allí ha obtenido el tema para su
obra. El mito de los vampiros está muy extendido en esas regiones. Lo curioso es que
bastantes emigrantes de Transilvania, Moldavia y lugares así, residen actualmente en
Inglaterra. No de ahora, sino de hace muchos años ya, y con ellos, según tradición
popular, pudo llegar el vampirismo a Inglaterra, como afirma el propio Stoker en su
obra. Basta que un ser mordido por los no-muertos, viaje como difunto a otro lugar,
para que ello suceda. Ese puede ser el caso de los seres sepultados en el cementerio
familiar de Dorian Manor. Yo no afirmo nada, pero la creencia del populacho
sostiene cosas así.
—Blake. Peter Blake — sonrió el joven, inclinando su morena cabeza con cortesía—.
Bien, señorita Dorian, responderé a sus palabras con cierto sentido de la lógica: los
Dorian puede que nunca estuviesen en el continente, pero esa hacienda no siempre
se llamó Dorian Manor, como ahora figura.
—Para los más viejos de Hardsfield, creo que la propiedad sigue siendo conocida
como Todten House.
—¿Todten House?
—Eso dije: Todten. Es el nombre de una vieja familia que tuvo esa propiedad antes
que los muy británicos Dorian de su familia, señorita. Y, ciertamente, Todten no sólo
es un apellido germánico, posiblemente eslavo, sino que... tiene un raro significado.
—Todten... Según Burger en Leonora, y esa frase la cita también el irlandés Stoker en
su Drácula, significa... Muertos.
—¡ Muertos!
—Eso es. Dice un poema: Denn Die Todten Reiten Schnell. En nuestra lengua, señorita
Dorian, significa literalmente...
Ambos, sobresaltados, giraron la cabeza. No era el joven Blake quien había hablado,
sino el misterioso viajero de negras ropas y pálida piel. Los azules ojos inexpresivos,
helados como los de un cadáver, estaban ahora fijos en ellos. Una sombra de sonrisa
glacial, flotaba en los labios exangües del desconocido.
—Exacto — afirmó secamente Blake —. Eso significa la frase. ¿Sabe usted eslavo?
—No mucho — sonrió el otro, evasivo —. Pero he leído a Stoker.
—No dije eso. Ni siquiera temo nada de los vampiros, puesto que no creo en ellos.
Temo solamente llegar demasiado pronto a Hardsfield. La estación dista casi dos
millas del pueblo, según me han dicho. Es mucha distancia para recorrer en plena
noche, y con este tiempo.
—Dos millas hasta el pueblo —asintió el desconocido —. Y otras dos, casi; a Dorian
Manor.
—Está muy bien enterado, ¿verdad? —observó con cierta acritud, el joven Peter
Blake.
—¿Por qué? ¿Por los Dorian... o por los Todten? —indagó con viveza Blake.
—Por los Todten, naturalmente —el caballero inclinó la cabeza—. Ellos vinieron de
centroeuropa en el pasado. Ellos fueron asesinados en Todten House...
La voz del interventor sonó, monocorde, somnolienta, por los pasillos vacíos, del
convoy, en la madrugada fría y húmeda:
—No — negó Peter—. Pero estuve algunas veces aquí, temporalmente. Tengo un
pariente residiendo en estos últimos años. Y, además... mi futura esposa.
—Eso es — asintió Peter Blake—. Tania Stower, mi prometida. Los Stower son una
conocida familia de Hardsfield.
—¿Acaso usted la conoce? —se sorprendió Peter, dirigiéndole una rápida ojeada.
—Blake, Peter Blake —replicó fríamente el joven. Bajó sus propias maletas; dos y
bastante voluminosas—. Para no ser de Waxham ni de Hardsfield... parece usted
bastante buen conocedor de las cosas de este lugar.
—Nunca negué tal cosa —una sonrisa evasiva curvó sus labios pálidos en el céreo
rostro anguloso—. Estoy interesado en muchas cosas de este condado. Por ello me
encuentro aquí. Espero que no haya sido un viaje en vano, señores...
—¿Negocios? —el desconocido rió entre dientes, como si la sugerencia tuviese cierta
gracia. Luego, asintió despacio: — Sí, en cierto modo... negocios. No sé si negocios
del alma... o de algo que está más allá del alma, señorita Dorian...
—Ya lo vi — sonrió el hombre de ropas oscuras—. Pero la prometida del señor Blake
no pudo verlo. Imagine que ella espera en la estación ahora, ahí afuera, entre niebla y
vapor de locomotora...
Peter miró a la ventanilla donde el gris de esa bruma y el vaho del tren, se mezclaban
en una sinfonía neblinosa, entre chorreones de lluvia monocorde. No vio nada, salvo
unas luces de gas y un cartelón chirriando a impulsos del aire borrascoso, con un
nombre en letras góticas:
HARDSFIELD
—No — negó—. No puede estar ahí. Nadie me espera a estas horas, señor. Es
madrugada. Amanecerá en menos de tres horas. Demasiado intempestivo el
momento de la llegada... en especial para una damita de veinte años.
—Por Dios, no hable así —rió el joven—. Este caballero parece chapado a la antigua.
Tania tampoco se hubiera molestado por tan poca cosa, señorita Dorian.
—Buen viaje, caballeros —deseó Peter Blake con tono cortés, volviéndose a ellos.
—Oh, gracias — resopló el hombre gordo —. Si va alguna vez a Lancaster, recuerde a
los McDuff & McDuff Incorporated. Vendemos los mejores vestidos de señora que
hay en todo el Norte de Inglaterra...
Salieron los tres viajeros al pasillo, respondiendo con fría cortesía a las indicaciones
de quienes seguían viaje hacia el norte del país. El soplo de aire gélido del exterior,
estremeció a la joven de rojos cabellos. Miró a sus dos acompañantes. Igualmente
altos. Pero tan diferentes en edad y en aspecto... Peter Blake tendría veintiséis o
veintisiete años. Era alto y atlético, elegante y vital. El viajero de luto, tendría unos
cincuenta años escasos. Era también elegante, pero frío y hermético, extraño, casi
inquietante. Parecía tan lejos de ellos como aquellos no-muertos citados tan
inoportunamente.
—Vamos, caballeros — dijo con firmeza la voz serena de la joven pelirroja—. Aquí
vamos a terminar ateridos. Imagino que habrá algún carruaje para conducirnos al
pueblo y...
Se detuvo. Contempló, desolada, el cartel clavado en un muro del andén, bajo los
oscilantes faroles de luz. Su texto, en aquellos momentos, no resultaba agradable:
—Olviden lo que dije — suspiró ella—. ¿Son ya las cinco, señor Blake?
—No. Todavía no. ¿Por qué lo pregunta? — se acercó Peter a ella.
—Por eso —señaló el cartel impreso, algo borroso por la intemperie y sus efectos—.
Faltan cuatro horas largas para tener servicio de transporte al pueblo, Y dos millas,
con esta lluvia y esta niebla, no aconsejan precisamente desplazarse hasta allá...
—Nadie me espera, hoy —suspiró el joven Blake. Se volvió al enlutado—. ¿Ya usted?
—Vivo solo. No tengo familia ni amigos. No creo que me espere nadie, señores...
—Entonces... ¿qué podemos hacer? — suspiró ella—. En la duda, creo que el parador
es la única solución. Trescientas yardas es bastante camino, sobre todo si llueve. Pero
es menos que dos millas...
—Excelente —suspiró la joven—. No tengo prisa por llegar a mi nueva casa, Prefiero
hacerlo de día. Ustedes, caballeros, no sé lo que preferirán, pero...
—¿Piensa ir a pie hasta Hardsfield, bajo esta lluvia, y con semejante niebla? —se
sorprendió Blake—. Conociendo el terreno es peligroso. Conque imagine sin
conocerlo...
—¿Ni siquiera va a tomar un refrigerio con nosotros? —le invitó Peter Blake,
sorprendido, sacudiendo de su capote la humedad de la pertinaz lluvia recibida
durante las trescientas yardas de camino, desde la estación, al edificio de madera de
la posada, en cuyo porche bailoteaba la muestra de hierro de un murciélago pintado
de rojo, dando nombre a la posada.
—No, señor Blake —sonrió fríamente el viajero. Sus azules ojos se clavaron en él con
expresión distante—. Gracias por su cortesía, pero debo ir deprisa. Mi trabajo no
permite demoras, puede creerme.
—Hay trabajos, amigo mío, que no están sujetos a horario alguno —dijo con
sarcasmos el hombre de ropas negras—. Especialmente, cuando deben hacerse fuera
de las horas del día...
—Bien, allá usted —le miró con extrañeza—. Pero con este tiempo, resulta muy
arriesgado lanzarse a cabalgar por esos caminos...
Se alejó, entre los jirones grisáceos de turbia niebla y los ramalazos de fina lluvia
helada, hacia donde el posadero aguardaba, Blake y la joven se miraron, pensativos.
Luego, movidos por una misma sensación de inclemencia, frío y desasosiego,
entraron en el establecimiento, donde ardían luces de petróleo y aceite, cargando de
un denso olor a sebo la atmósfera, pero dando, al mismo tiempo, cierto aire
confortable al recinto, de puertas y ventanas provistas de vidrios emplomados. Un
hogar ardía alegremente. Crepitaban las llamas en los gruesos leños, y la luz
danzante de aquellas, parecía reflejarse en bailoteo? sensuales sobre los macizos
pechos de una sirviente inclinada sobre la chimenea, removiendo la madera con un
atizador.
—Eso, me tiene sin cuidado — le desafió con la mirada la joven y lasciva criada,
poniéndose en jarras y estudiando con desagrado y agresividad la figura elegante,
esbelta y bien formada de la viajera—. El señor Blake conoce estos sitios y puede
responderle, señora.
No replicó, rectificando la insultante actitud de la sirviente. Peter carraspeó,
explicando presuroso a su compañera de viaje:
—Es posible que volvamos a dar vueltas sobre el mismo tema; la superstición. Los
no-muertos y todo eso, señorita Dorian... —bajó la voz al añadir—: La gente aquí es
supersticiosa, por culpa de Dorian Manor, ya se lo dije.
La joven escuchó las palabras del posadero, cuando éste acababa de ajustar la puerta.
Sonaron apagadas, medrosas casi:
—Oh, por su manía... Prisas, prisas, prisas... Y el caballo... Tuve que darle a «Ghost»...
Era el único capaz de guiarle en semejante noche, por el camino correcto...
—No lo sé. Pero es un buen caballo. Se ha ido con él. Y al galope. Diablo, el hombre
parecía un diablo cabalgando hacia su propio infierno...
—Su propio infierno... —la voz de Peter Blake sonó pausada—. ¿Qué infierno,
Eyssen? Quiero decir: ¿adónde dijo que iba?
Estaba allí. En el mapa. Claramente delimitado por aquella línea punteada. Enfrente,
un redondel ovalado, con línea rayada y un nombre: Dorian Manor.
Debían distar entre sí doscientas yardas o poco más. No mucho más, desde luego.
Marsha Dorian, heredera de Dorian Manor, se estremeció,
Naturalmente, sabía que no importaba demasiado que le gustara o no. Así eran las
cosas, así debía aceptarlas. El mapa no era sino un frío trozo de papel del condado de
Yorkshire. Ella no podía alterarlo. Nadie podía hacerlo. Había heredado una
propiedad, y en su vecindad había un cementerio. Era algo que formaba parte de un
hecho concreto e inevitable.
—Todo esto —le alargó el plano local, empujándolo—. Es una fea vecindad, señor
Blake,..
—Oh, es cierto —Blake hizo un gesto risueño—, ¿De veras va a creer en todo eso,
señorita Dorian?
Blake la contempló con expresión tensa. Comprendió lo que ella quería decir. Su voz
sonó apagada:
—Sí. Los vampiros se extinguen con el amanecer... ¿Pero por qué ese hombre, Cornel
Blackman... quiere llegar al cementerio antes de que los vampiros se conviertan en
cenizas?
MOORS CEMENTERY.
Apenas si era legible. La noche, la lluvia, la niebla, los caracteres góticos, gastados
por la intemperie, sobre la piedra carcomida del arco de entrada, sobre los hierros
enmohecidos, no permitían ver demasiado bien aquellas letras grabadas en la arcada
funeraria.
Un viejo cementerio, aquel. Acaso empezó siendo sólo un recinto funerario familiar.
Luego, los años le convirtieron en lo que era ahora; un cementerio local, pequeño y
anticuado. Ya no se enterraba allí. Hardsfield había abierto otro camposanto más
cercano al pueblo. Más lejos de Dorian Manor, la casa maldita...
Detuvo el caballo en el centro del recinto funerario. Frente al más amplio y macizo de
todos los panteones existentes. La lluvia arreció. Un soplo de viento huracanado
azotó su faz, sus ropas, y pegó éstas a su cuerpo, bañadas en agua fría. Por el rostro,
corrió el aguacero. Otro ramalazo de viento se llevó su sombrero de negro peluche
azulado, de alta copa, y la lluvia empapó unos cabellos entre rubios y canosos,
rizados y crespos. Nada de eso parecía importar demasiado al viajero, que saltó del
caballo y, llevando éste por las riendas, se acercó al panteón de suntuosa piedra,
rematado por algo que no era una cruz...
Era un murciélago.
Cornel Blackman se detuvo ante la verja de acceso a la cripta del panteón. Hierros
mohosos y una cadena recia, con candado, cerraban aquella puerta. Detrás, dos
escalones llenos de hojarasca, fango y hierbajos. Más allá, una puerta vidriera, de
forma ojival, último reducto hacia el interior...
Su mirada azul parecía fuego celeste, tal era su brillo febril. Le temblaron las manos
al aferrar los hierros de la verja, la cadena, el candado...
Lo agitó todo rabiosamente, forcejeó con ello, como queriendo abrirlo, desgarrarlo, a
toda costa. «Ghost» emitió un agudo relincho de terror, se encabritó, y echóse atrás,
coceando con ira al aire. Soltó Blackman sus riendas. El negro animal, al viento su
tétrica crin, se lanzó a través de lluvia y niebla, perdiéndose en la noche con un
galope sórdido y lejano, igual que si estuviera poseído de las furias mismas de Satán.
Cornel Blackman, el caballero del tren, quedóse solo ante el panteón de Lorella,
Valentine y Dahlia Todten. Como si las tres mujeres muertas un siglo antes
significasen algo muy importante en su vida.
Llevó la mano a su levita, bajo el macferlán. Extrajo algo macizo y contundente; una
pistola negra, de largo cañón. La aplicó al candado. Disparó una sola vez, Retumbó el
estampido del arma. Saltó en pedazos el viejo hierro
Como un eco, retumbó un trueno lejano, mezclado con un destello azul y remoto.
Jadeante, Blackman miró atrás, a) cementerio solitario, de cruces chorreantes de
agua, de matorrales sombríos, de lápidas agrietadas y cubiertas de musgo y de
olvido,..
Empujó la verja de hierro, que cedió. La cadena rota cayó, con trozos del pesado
candado hendido de un balazo a quemarropa. Blackman bajó los escalones hacia la
puerta vidriera emplomada. La probó. Forcejeó con ella, que se resistía.
Se rehízo. Avanzó. Empujó la puerta vidriera. Entró en la cripta del panteón de las
tres mujeres Todten. La lluvia quedó atrás. Se encontró en un recinto de bajo techo,
de fuerte olor a humedad y a encierro, de ambiente tétrico y desolador.
Clavó los ojos ante sí, en lo que le reveló otro lejano relámpago.
Las tumbas...
Eran tres. Tres tumbas superpuestas, en tres niveles diferentes. Tres bloques de
piedra, cada uno con un nombre en letras doradas, oscurecidas por el tiempo y la
humedad:
LORELLA
VALENTINE
DAHLIA
Debajo, una fecha de noviembre, en 1799. Sin un epitafio, Sin una cruz. Sin una sola
inscripción cristiana. En vez de ello, una extraña frase en un más extraño lenguaje:
VROLOK-POKOL-ORDOG
Miró cada uno de los bloques de piedra que ocultaban a cada una de las mujeres allí
sepultadas. En derredor, no había más seres sepultados. Ni más símbolos funerarios.
De nuevo como afuera: ni cruces, ni imágenes, ni motivos religiosos. Nada, salvo las
lápidas y sepulturas de las tres mujeres de común apellido. Las Todten.
De todos modos, eso no hacía sino confirmar sus suposiciones y corroborar los datos
históricos. Faltaba algo más. Faltaba mucho más, para que el caballero Blackman se
sintiera medianamente satisfecho, aun dentro del panteón de las Todten.
Las limpió. Prendió sus mechas con un fósforo. Ardieron débilmente. Un resplandor
amarillento y fantasmal se extendió por la cripta. El se acercó a la doble llama,
examinó los papeles escritos.
—...Y escrito está... El nosferatu nunca muere... El vrolok siempre vive en la noche, si
la sangre de los vivos devuelve la vida a su cuerpo en reposo... Y aquellos a quienes
muerda el vrolok, pasan a ser también no-muertos y obedecen cuanto él dice, y viven
también en la noche... Y solamente aquel que sepa dominar y controlar a los
hombres-vampiro, o las mujeres-vampiro, que tanto importa el sexo de los muertos-
sin-descanso, será capaz de llegar a convertirse en amo de la vida y de la muerte...
Así, las hermanas Todten, de la familia Todten de Transilvania, todos cuyos
miembros tuvieron fama de vrolok o vlkoslak, que de ambas maneras se llama a los
vampiros o seres-lobos, como en otras regiones eslavas más al Este se las denomina
vurdalaks, todas ellas fueron en su día ajusticiadas por la ley británica en Yorkshire,
en las postrimerías del siglo XVIII, cuando el gran justicia Geoffrey Stower, probó
ante la Corte que todas tres eran mujeres endemoniadas, poseídas por el poder de los
vampiros a quienes ellas dominaban a su vez diabólicamente, gracias a sus artes
nefastas... Y probó el investigador religioso de entonces, el muy honorable señor
Ralph Dorian, que todas tres debían ser sepultadas sin signos de cristiandad en sus
tumbas, por mucha que fuese su fortuna personal, aisladas y condenadas de toda
cristiana clemencia, porque su reposo eterno, tras la debida tortura y ejecución,
eterno debía de ser. En caso contrario, ellas tres, sedientas de odio, de venganza y de
sangre, poseedoras del poder satánico del mal, capaces serían de conceder a otros
hombres el poder de su maldad, para pasar a ser sus leales servidoras como mujeres
no- muertas o vampiros, Y ese poder, sólo mediante la sangre de otros seres vivos,
goteando fresca en sus bocas yertas, aun después de la muerte, dicen los escritos de
los sabios que podría retornar a ellas, si alguien profanase sus tumbas malditas por
los siglos de los siglos...»
Temblaban las manos de Blackman, al clavarse \os ojos en aquel texto. Temblaban
también las llamas de las dos viejas velas polvorientas, pero por la acción del viento
húmedo que penetraba en la cripta funeraria, desde el tétrico exterior en sombras.
—Sí... —jadeó roncamente Blackman, fijos sus ojos en las tumbas herméticas—. ¡Sí,
hermosas y olvidadas hermanas Todten! ¡Resucitar a las tres...! ¡Volveros a la vida
para extender el mal por doquier a mi servicio...!
¡Para eso estoy aquí! ¡Para eso he llegado esta noche, hermosas doncellas sedientas
de sangre...!
Y dio un paso hacia las tumbas, Temblaban sus dedos, arrugando el documento
escrito en letra menuda y cuidada...
Este exhaló un alarido de horror. Y cayó de rodillas sobre las losas polvorientas del
panteón familiar de las malditas doncellas Todten, volviendo unos ojos
Inmensamente azules, inmensamente abiertos, inmensamente horrorizados...
El agudo relincho resonó en el amanecer grisáceo y tristón, entro los árboles que,
como fantasmones oscuros, se alzaban en la neblina espesa.
Lukas Eyssen cambió una mirada inquieta con su criada, Ada Blair. Ella cubrió sus
formas con un chal, alejándose de su amo, para mirar por la ventana emplomada.
—Por quince guineas, vale la pena sufrir molestias, ¿no, cariño?—rió la sirvienta,
inclinándose sobre su patrón para continuar con sus arrumacos.
—Aparta ahora, Ada —la quitó de un empellón, y corrió a vestirse del todo, para
bajar a la planta inferior—. Ese caballo relincha como un diablo. Los otros viajeros no
tardarán en escucharle...
—¿Quién? ¿El señor Blake y esa damita pelirroja que parece la nueva reina de
Inglaterra? —dijo, desdeñosa, la sirvienta, abotonando su blusa sobre el busto
exuberante—. ¡Bah! yo no me preocuparía por ellos. Ya vieron lo que sucedía, ¿no?
—Calla, estúpido — se enfureció ella ahora, subiéndose con desparpajo las medias de
grueso algodón sobre los muslos—. Si hablas tan alto, tus huéspedes se enterarán sin
necesidad de que intervenga el constable del condado, e iremos los dos al patíbulo...
¿Qué nos puede importar que un viajero haya pedido un caballo para visitar un
cementerio en la noche, y el animal vuelva sin jinete? Es más: eso no quiere decir
nada. Acaso el caballero esté sano y salvo, y haya perdido simplemente la montura.
El tal Blackman parecía tipo muy capaz de cuidar de sí mismo sin demasiados
problemas, querido.
—Ojalá sea así — masculló Eyssen de mal humor—. De todos modos, vamos ya.
Tenemos que poner en claro lo que ha ocurrido con ese hombre... Escucha: «Ghost»
sigue relinchando... y parece muy asustado, Ada.
Nadie... salvo Marsha Dorian, que les había visto salir de ella.
CAPITULO IV
—¿Está segura, señorita Dorian?
—Sí, lo estoy. Un posadero y una criada que salen del mismo dormitorio, no significa
gran cosa. Pero disimularon luego. Claro que él es viudo, a fin de cuentas...
—Sí, es viudo —asintió gravemente Blake—. Sólo que... su esposa murió en raras
circunstancias.
—¿Raras?
—Por parte del propio marido. Sólo que él tenía una sólida coartada. Era Ada Blair,
la fiel sirvienta, quien acompañaba a la señora la noche del accidente mortal. Si ahora
me cuenta usted eso... es lógico que me resulte sospechoso, ¿no cree?
—En la última parte de su aserto, señorita Dorian. No soy la policía. Para eso está
aquí el constable Douglas Dobbs. Pero yo... sí soy la ley, al menos en cierto modo.
—Soy abogado —suspiró Blake—. Sobrino de sir Percival Blake, de los Blake de
Londres. Actualmente, mi tío sir Percival vive aquí, en Hardsfield, retirado de la
abogacía. Por eso conocí a Tania Stower en esta población. Es hija de Gerald Stower,
y prima de Dennis Stower. Una familia importante en el lugar.
—Abogado... Bueno, no pretendí acusar de nada a nadie. Sólo que... vi a ambos salir
por la misma puerta, cuando relinchó ese negro caballo,..
—Oh, sí, el caballo... —Peter Blake respiró con fuerza, contemplando, entre la bruma
al animal sudoroso, que el posadero Lukas Eyssen estaba intentando encerrar de
nuevo en el establo, con las primeras y turbias luces del nuevo día, en tanto el animal
piafaba, inquieto, como si viniese de un lugar fantasmal, donde hubiera visto algo
fuera de lo terreno—. El caballo «Ghost» sin jinete… ¿Qué fue del señor Blackman?
—El honorable Cornel Blackman, que tomó el tren en un apeadero sin importancia,
quejándose de olores a cera y a muertos... —susurró Marsha Dorian, junto al joven
abogado—. ¿Qué cree usted que ocurrió?
—No lo sé. Y me gustaría saberlo, créame. Es inquietante que ese hombre enlutado...
haya desaparecido en la niebla, tras ir con un caballo alquilado... rumbo a Moors
Cementery.
—Un cementerio que, por cierto, está cerca de mi propiedad heredada — le recordó
ella, secamente.
—¿Miedo? — ella enarcó sus cejas color cobre —. ¿Le he dicho que lo sintiera?
—No, pero...
—Señor Blake, le aseguro que me siento tan tranquila como esta noche, durante el
viaje en ferrocarril. Admito que el lugar no es muy alentador, ni las cosas que están
sucediendo me gustan demasiado. Tampoco me gustaba el señor Blackman, y
vinimos con él desde el tren, a través de trescientas yardas de niebla, hasta esta
posada. Cuando menos, es de día. Y dicen que durante el día los vampiros reposan
en sus ataúdes, ¿O no es así, señor Blake?
—Pues... la tradición dice que sí —sonrió Peter Blake, casi divertido—. Pero no
entiendo mucho de vampiros, la verdad. No es un tema que nos enseñan a los
abogados cuando vamos a ejercer, señorita Dorian. Me he limitado a leer el libro de
ese irlandés, y a consultar unos viejos volúmenes de leyendas de brujería, magia y
superstición en centroeuropa. Muy poco para presumir de experto.
Salieron de El Murciélago Rojo. Sobre ellos, el distintivo de hierro, esmaltado en un
feo y turbio tono escarlata, con una silueta de murciélago colgando de chirriantes
eslabones como vieja muestra del mesón, pareció aletear ruidosa y agriamente en la
niebla matinal, tan espesa como un puré de legumbres.
—Ese chiflado que vino con ustedes... —se quejó el cantinero—. ¿Por qué tuvo que ir
al cementerio de los pantanos con semejante noche? Pudo haber hecho el viaje de día,
¿no?
—¿Por qué habría de ocurrirle? —rechazó Eyssen, vivamente—. Su casa está cuidada
por alguien. Y de día hay modos de llegar allí, bastante más seguros que cabalgando
en la oscuridad. Dentro de poco vendrá por aquí John Watkins con su carruaje. Podrá
ir en él, señorita. Y nadie conoce esta región mejor que el viejo Watkins.
—Un momento. ¿Dijo usted que mi propiedad... está cuidada por alguien? —indagó
Marsha, sorprendida.
—Eso dije, sí —la miró, intrigado, el posadero Eyssen—. ¿No lo sabía, tal vez?
—Pero todos, aquí, lo sabemos. Un viejo y leal servidor del difunto Hasper Dorian,
señorita.
—Hasper Dorian. Mi tío... El único pariente que tuve. El que me dejó esa herencia...—
los verdes ojos de Marsha flotaron sin rumbo fijo en el vacío cargado de espesa
bruma. Más allá, el campo de Yorkshire posiblemente fuese verde y frondoso, pero
eso nadie podía saberlo. Sólo intuirlo, perdido en la niebla pastosa. La luz del día
crecía en intensidad, pero seguía siendo plomiza y triste,
—Dorian Manor es una buena herencia — declaró Lukas Eyssen—. Muy buena. Una
amplia propiedad, una sólida y confortable finca. Si tiene dinero suficiente para
restaurarla, será como un palacio.
—Eso es lo malo. No tengo suficiente para todo eso —suspiró Marsha Dorian—. Me
ha dejado una suma discreta, y podré hacer algunos arreglos, no muchos, según su
albacea testamentario. Espero, cuando menos, que sea habitable. Si no, podré
venderla. Pero sólo un tiempo después de habitarla. Justamente tres meses más
tarde.
—¿Por qué tres meses? —se interesó ahora Peter Blake, volviéndose hacia ella.
—Es el tiempo de prueba que marca su legado —explicó Marsha—. Tío Hasper
quería conservar a toda costa esa propiedad. Es lo que dice en su testamento. Pero al
mismo tiempo... parece tener miedo a algo. Y dice que si, por alguna razón
importante, yo no soporto vivir allí... podré disponer de la finca para su venta.
—No lo sé. El no menciona ese término. Es... es sólo algo que me dijo el albacea de
Londres al darme las llaves de Dorian Manor. Durante el viaje, señor Blake, he
empezado a comprender cuál puede ser ese posible temor de mi difunto tío Hasper...
—¿De veras, señorita Dorian? ¿Cuál supone usted que pueda ser? — era Eyssen
quien hablaba, inquieto.
—No puedo estar segura, pero después de desaparecer el señor Blackman, me siento
más convencida que nunca de que la razón del miedo de mi difunto tío... estaba en el
Cementerio de los Pantanos. Sea lo que fuere lo que él temía... puede que esté allí,
señores.
—La señorita no es nada tonta, ¿eh? —comentó el posadero, que siguiera con la
mirada la marcha de Marsha Dorian.
John Watkins era un hombre rollizo, de nariz colorada y aliento que apestaba a
ginebra barata. El rojo de su apéndice nasal, no era ajeno al matiz de su aliento,
evidentemente.
Su carruaje de caballos, era el adecuado para recorrer aquel infernal sendero lleno de
curvas, entre arboledas y barrancos, camino de los pantanos de Dorian Manor y su
vecindad. En una encrucijada de la fangosa senda, dejaron a su izquierda el camino
del pueblo de Hardsfield, y siguieron hacia la residencia de Marsha.
La niebla se iba levantando lentamente, y la visibilidad era algo más amplia, aunque
no demasiado. El carruaje, pequeño y ligero, tirado por cuatro mulas, recorría el
trayecto sin problemas. El aire olía a humedad, a hongos, a hierba mojada y a
arbustos frondosos, pese a la época del año. Pero nada, en derredor, pese a lo triste
del paisaje, ofrecía señales de cosa alguna fuera de lo natural y terreno.
—El día, aunque sea de espesa bruma, ayuda a ver las cosas en su exacta dimensión
—observó Marsha con un suspiro, junto a su compañero de viaje, Peter Blake. Ante
ellos, el cochero Watkins manejaba riendas y látigo con una consumada experiencia
en el asunto, que alejaba todo temor o aprensión de sus viajeros—. Las leyendas de
vampiros suenan a fantasía en estos momentos, ¿no cree?
—Supongo que no será eso lo que diría un abogado ante un tribunal londinense —rió
ella.
—Oh, claro que no —también rió Blake, de buena gana—. Le aseguro que hasta mi
tío, sir Percival, se haría cruces si me oyera en estos momentos. Para él, todo tiene su
explicación lógica y perfectamente natural.
—¿Y... para usted no? —dudó ella—. Me sorprende que un joven abogado hable así..
—Tal vez debiera callarme cosas así, pero mi prometida, Tania, es descendiente de
un hombre que causó la muerte de unas brujas en Hardsfield, hace de ello cien años.
—Entonces las llamaron brujas. No sé cuál sería su nombre exacto, conforme a la ley
de aquellos tiempos, pero dicen que practicaban ritos satánicos, y habían entregado
su alma a las fuerzas del Mal. Eran tres hermosas muchachas, a quienes hizo torturar
y ejecutar como a tales endemoniadas, un gran justicia llamado Geoffrey Stower, de
quien mi futura esposa desciende...
—Bueno, todo eso resulta lamentable en nuestros días, pero... no veo que ello
signifique gran cosa para explicar cuestiones sobrenaturales, Blake.
En ese momento, relincharon los animales de tiro del carruaje, el viejo y enrojecido
Watkins chilló, asustado, y el carruaje se desvió de costado, yéndose hacia otro
profundo barranco que se abría a su derecha, entre la niebla, al tiempo que una
negra, alta y espectral figura, surgía entre la bruma, ante ellos, como un ser de más
allá de la tumba...
CAPITULO V
—¡Cuidado! — aulló Watkins—. ¡Nos despeñamos...!
El joven abogado saltó de su asiento, como disparado por un poderoso resorte. Cayó
en el pescante, y de él se precipitó sobre las riendas de los enloquecidos animales,
tirando brutalmente de ellas, encabritando al enfurecido tiro de mulas, entre
relinchos exasperados de éstas.
El choque violento contra el muro de piedra y hierbajos, arrancó una alta rueda,
quebrando el eje. El carruaje volcó de lado; gritó Marsha Dorian al caer... y se
encontró entre los brazos de Blake, como le sucediera en el frenazo brusco del tren
cuando llegaron a Hardsfield. Esta vez evitó algo más que una caída sobre un
asiento. De no correr él a sujetarla, se hubiese visto lanzada fuera del carruaje, contra
el muro.
—Menos mal...—oyó ella jadear al joven abogado—. Nos hemos librado de lo peor...
aun a costa de seguir a pie hasta Dorian Manor...
Pero la mirada de la joven estaba fija para entonces en aquella alta figura erguida en
medio del sendero, en la persona que recortaba su negro perfil sobre el gris vaporoso
de la bruma, como un espectro surgiendo de la nada, para aterrorizar a los caballos...
—¡Blackman! ¡Usted!...
Una risa suave brotó de los labios del caballero enlutado. Se acercó a ellos
calmosamente, mientras el cochero Watkins .maldecía en voz baja, contemplando el
eje roto y la rueda suelta.
—Vaya, mis jóvenes amigos;..—saludó con fría cortesía Blackman—. ¿Ustedes por
aquí? Lamento haberles provocado todo esto, al asustarse los caballos cuando me
vieron salir al sendero. Aunque observo que, una vez más, les encuentro muy juntos
a los dos, y en ausencia de su prometida nuevamente, señor Blake...
—Oh, sería largo de contar. Y es un tema que sólo me puede afectar a mí, mis jóvenes
amigos... —sonrió, evasivo, y miró en torno, ceñudo—. Estoy tratando de volver a la
posada para albergarme en ella. ¿Creen que llegaré sin despeñarme antes por este
horrible camino y esta molesta niebla?
—Ella está sola y desconoce el lugar —objetó Blake secamente—. Es lógico que
alguien se ocupe de ella por el momento. Ahora, en Hardsfield, conocerá a mi
prometida, y quizás ambas se hagan buenas amigas.
—Le aseguro que nunca he sido celosa de nadie, ni hay motivo en esta ocasión —
habló fríamente Marsha—. En cuanto a la señorita Stower... confío en que le ocurra lo
mismo respecto a mí.
Sin pronunciar palabra, Peter asintió, iniciando la marcha. Avisó a Watkins, antes de
alejarse los tres:
Las tres figuras se hundieron en la densa niebla, dejando solo al cochero en el camino
que discurría, sinuoso, entre barrancos y peñascos.
Marsha Dorian se sintió complacida ante aquello. Era agradable ver la luz del día,
aunque fuese en un frío y nublado día de noviembre. Hardsfield le pareció
encantador. Se volvió a Tania Stower.
—¿Dorian Manor? —Tania Stower asintió—. Sí, creo que sí. Si dentro de una hora no
ha llegado Watkins, utilizaremos mi propio carruaje, y la conduciré allí.
—Por favor, Marsha, no será molestia alguna —ambas mujeres, jóvenes y atractivas
ambas, más elegante y sobria la prometida de Blake, más desenvuelta y mundana la
pelirroja Marsha, se miraron con mutua simpatía—. Aquí, en Hardsfield, tenemos
muchos defectos, como en todas las poblaciones pequeñas. Pero nos encanta ayudar
a los amigos. Y yo espero que ambas seamos buenas amigas a partir de hoy...
—Mi querido sobrino, debo felicitarte —habló sir Percival, irguiendo su arrogante
figura aristocrática, y revelando cierta ironía en su rostro, enmarcado por las pulcras
patillas blancas—. Siempre que conoces a alguna dama, resulta joven, atractiva y
distinguida. ¿Cómo diablos lo haces? Yo nunca tuve esa suerte, muchacho.
—Por favor, tío — protestó Peter —. Es solamente una compañera de viaje. ¿Qué
pensará de mí el padre de Tania, si cree que ando buscando por ahí toda clase de
agradables amistades femeninas?
—Al margen de que seas el prometido de mi hija, querido Peter, diría que tienes muy
buen gusto —le guiñó el ojo, riendo, el fuerte y rubio caballero que era Gerald
Stower, dejando su taza de té sobre una repisa de mármol. Pero, naturalmente, sé
que eso no altera en nada tus relaciones con Tania, y estoy convencido de tu seriedad
en tal sentido. Por otro lado, debo confesarte, Peter, que esa joven me parece una
dama honesta y encantadora, por encima de todo. Antes de saber que era la heredera
de la casa de los Dorian, la que fue de los Todten, no tuve duda alguna de que te
acompañaba toda una dama, y no un vulgar romance viajero.
—Me complace que pensara así, señor Stower —suspiró Blake —. Estas situaciones, a
veces, resultan un poco violentas, si no se piensa de buena fe. En ese sentido, la
verdad es que no tuve la menor duda respecto a usted y a Tania. Sabía que
aceptarían en su círculo social a la nueva propietaria de Dorian Manor. Parece
realmente una muchacha muy necesitada de amistades, aunque venga del continente
y esté habituada a vivir sola, sin intimidarse por nada.
—Cornel Blackman, sí. Tomó el tren en Waxham, pero dijo que tampoco era de allí.
Busca algo, no sé el qué. Alquiló un caballo a Eyssen, para ir a Moors Cementery, en
plena noche.
—Un hombre valiente —dijo, ceñudo, Gerald Stower—. No hay muchos capaces de
tanto. Yo no, desde luego...
—Esta mañana le encontramos en el camino. Al parecer, encontró lo que buscaba,
pero no ha dicho nada al respecto. Es un tipo extraño y desconcertante. Me inquieta,
tío.
—De modo que fue al cementerio de los pantanos... —enarcó sir Percival sus blancas
cejas hirsutas, de viejo militar colonial—. Por cierto, ¿sabes dónde está ese
cementerio, Peter?
—A esto, querido sobrino: El gran justicia Geoffrey Stower hizo ejecutar a esas tres
brujas o endemoniadas, hace cien años. Y el investigador religioso Ralph Dorian, dejó
probada su condición diabólica... ¿Te das cuenta de la coincidencia, querido sobrino?
¿Y usted, amigo Stower?
Los dos hombres se miraron, perplejos, alarmados. Peter Blake puso un gesto de
enorme curiosidad.
—No, tío...—musitó—. No había pensado en ello, pero así sucedió realmente... Los
Stower y los Dorian... responsables de un mismo hecho. ¿Es algo en torno a eso lo
que buscaba Cornel Blackman en el cementerio?
—Y, si así fuese... ¿qué podría importarle a él, y por qué razón haría tal cosa? —dudó
con tono grave Gerald Stower, tratando de dar a sus palabras un aire indiferente que
no tuvieron en absoluto.
—No —se apresuró a rechazar el padre de Tania—. Yo, no. Me disgusta pisar esos
sitios...
—Voy con ustedes —dijo. Y sonrió dulcemente a Marsha—. ¿Te parece bien,
querida?
Y todos juntos enfilaron, en el fiacre de los Stower, el camino de los pantanos. Peter
conducía, y a su lado iba sir Percival, su tío. Detrás, bajo el negro toldo del carruaje,
ambas mujeres en animada charla, que fue decayendo a medida que subían el
sendero junto al barranco, para alcanzar la región pantanosa.
Al llegar a ésta, la niebla había vuelto a dar señales de vida, aunque solamente en
forma de una ligera y fría bruma que humedecía las ropas y la epidermis de los
viajeros. Los caballos, a medida que se aproximaban a los moors, empezaron a dar
señales de inquietud.
—Por mi parte, nada temo — suspiró Marsha —. Nunca he sido supersticiosa, sir
Percival.
—Un atrasado mental que asegura ser el sepulturero de este viejo cementerio.
Naturalmente, son chifladuras suyas. No se entierra aquí a nadie desde hace más de
quince años... Ahora hay otro cementerio abajo, en las inmediaciones de Hardsfield.
—Un loco... en un cementerio olvidado —se estremeció Marsha—. Todo eso no suena
muy agradable, contando con que está en mi vecindad...
—No, no es agradable. Pero no debe temer nada. Bell es un pobre diablo inofensivo.
No haría daño ni a una lagartija, créame.
—No, no —se apresuró a rechazar Tania—. Iremos juntos a todas partes, sir Percival.
Los cuatro se aventuraron entre las viejas lápidas agrietadas y las cruces a medio
desplomar. Todo en derredor sugería abandono, descuido, desolación. Peter estudió
todo con curiosidad, tras una mirada de soslayo, preocupada, hacia las dos
impresionantes muchachas.
—El panteón familiar. La cripta de los Todten, la familia maldita. Los primeros
enterrados en este cementerio, hace cien años ya... Entonces se entabló el proceso por
brujería.
—No, desde luego que no —rechazó excitado el noble caballero—. Pero... ¿por qué
hicieron esto? ¿Quién pudo hacerlo, Peter?
—Es lo que pienso. De modo que él vino aquí en busca de la tumba de las hermanas
Todten. ¿Sabes la leyenda que circula sobre ellas?
—Está bien. Vamos allá. —Peter se volvió a ellas—. Mejor será que entremos solos mi
tío y yo, Tania. Este lugar no es agradable para mujeres...
—No, Blake. Iremos con ustedes dos. Tania y yo preferimos eso a quedarnos solas...
aquí fuera.
Y entraron, uno tras otro, inclinándose al pasar bajo el arco ojival de la puerta abierta
al interior de la cripta de los Todten.
Y el momento en que sintió su mayor angustia, cuando aquella mano helada se posó
en su cuello, como surgida del frío mismo de la muerte...
Pero la explicación de todo había sido bastante más simple. No era ningún ser de
ultratumba el que ponía sus dedos viscosos en la nuca de Blackman... sino un
individuo de grandes ojos saltones, rostro velludo, expresión imbécil y boca torcida,
que babeaba por una de sus comisuras, mientras le contemplaba, aturdido, en la
repentina oscuridad del recinto, que un fósforo, en la mano firme del caballero,
ahuyentó bien pronto. Encendió las viejas velas con su zurda, mientras alzaba en la
diestra la pistola, encañonando al desconocido.
—No tema nada, señor... Soy Bell. Morton Bell... el sepulturero...—dijo torpemente el
individuo.
—¿Sepulturero? ¿De quién? —replicó el caballero, irritado—. Aquí hace años que no
se sepulta ya a nadie, estúpido. ¿Voy a creerme esas patrañas? Seguro que te dedicas
a robar tumbas, o cosa parecida...
—¡No, juro que no, señor! —se horrorizó el hombre con aire de idiota, persignándose
—. Yo cuido de los que reposan aquí... Yo sepultaré siempre a los que salgan de sus
tumbas en la noche, para alimentarse de la sangre de los vivos...
—Oh, entiendo —le miró con disgusto—. Eres sólo eso... Un atrasado mental que
cree en los vampiros...
—Los vampiros existen, señor —jadeó Bell, encogido, Señaló las tres tumbas—. Ahí
están ellas tres. Las Todten. Nadie debe tocar sus sepulcros. Nadie debe exponerlas al
aire de la noche, ni derramar sangre caliente sobre ellas... o revivirán, como todo el
mundo sabe... Es la maldición de los nosferatu...
—El aire de la noche... y la sangre caliente... —rió Blackman entre dientes. Sus ojos
brillaron siniestramente. Miró a la puerta abierta, por la que la niebla entraba,
formando jirones fríos, enroscándose en las piernas zambas del desdichado idiota. Su
boca se crispó en malévola sonrisa. Señaló al exterior, preguntando—: Y eso... ¿qué
es, amigo?
—Y ahora... — silabeó entre dientes—. A terminar lo que vine a hacer aquí... Has sido
muy oportuno para mí, pobre imbécil...
Guardó su arma de fuego. En su lugar, extrajo de entre sus negras ropas algo que
centelleó agudamente, al reflejar la luz de las velas inciertas. Una larga y afilada hoja
de acero. Sus dedos enguantados oprimieron con fuerza la empuñadura.
Luego, todavía con sus guantes tintos en la sangre de Morton Bell, el idiota, se movió
como en un rito, hacia las tres sepulturas de dorado letrero.
Febril, rápido, activo, Cornel Blackman buscó en torno, hasta dar con una palanca de
hierro, que incrustó en las rendijas de metal, forzándolas. Los féretros de plomo
cedieron con el chasquido agrio de sus mohosos, putrefactos, goznes...
Y dentro de cada uno de los féretros, envuelto en la seda ajada de su forro, entre los
pliegues amarillentos de las mortajas funerarias de un siglo de vejez, aparecieron
cada una de las hermosas doncellas sacrificadas por la justicia inglesa de finales del
Siglo XVIII bajo la terrible acusación de herejía y pactos satánicos.
Hermosas doncellas que ahora, a los ojos alucinados del profanador de su eterno
reposo, aparecieron como realmente tenían que ser sus restos mortales sepultados en
aquella cripta: momificados, grisáceos, formando parte del polvo mortal de los
humanos, con piel y cabellos sobre sus esqueletos. Con escarabajos y gusanos
emergiendo, repugnantes, nauseabundos, de sus labios yertos y arrugados, de las
negras cuencas vacías de sus ojos inexistentes...
Cornel Blackman, jadeante, desesperado casi, fue a por el cuerpo de Morton Bell, el
idiota asesinado. Lo alzó en sus brazos. Fue hasta los féretros abiertos. Lo dejó
pender sobre cada una de las doncellas Todten allí yacentes...
Gotas espesas, calientes, de un rojo vivo y brillante, golpearon en sordo impacto los
labios sin color, la piel rugosa y grisácea de las caras momificadas, o se deslizaron
hacia el boquete lúgubre de sus cuencas convertidas en nidos de alimañas
repugnantes.
Durante unos segundos lentos, largos y tremendos, no hubo otro ruido allí dentro
que un jadeo humano que casi rozaba lo puramente animal, y el gotear lento,
inexorable, de la sangre humana aún cálida, escapando de las arterias agonizantes,
sobre cuerpos que llevaban cien años de descanso...
De repente hubo un destello frío en los dientes de las momias polvorientas. Como si
creciesen colmillos ávidos y fulgurantes, al contacto, solo, de la sangre... Y dentro de
las cuencas vaciadas por la podredumbre, se formó algo espeso, purulento. Algo que
tomó forma insensible.
Como si unos ojos fuesen moldeándose bajo algún satánico influjo, en la cripta sin
cruces ni símbolos cristianos.
Peter Blake contempló, alucinado, el cuerpo exangüe del desconocido, sus ojos
desorbitados y vidriosos, fijos en la cúpula del panteón. Miró las oscuras manchas en
el pavimento, en los muros, en el pequeño altar sin cruces ni imágenes...
Y, sobre todo, contempló las tres lápidas de mármol desatornilladas, los féretros de
madera putrefacta, las cajas de cinc forradas de seda desvaída, de un gastado tono
púrpura... Y sangre. Más sangre por doquier, con salpicaduras oscuras. Algunas
alimañas se alejaron, presurosas, ante la claridad del día y la mirada de los intrusos.
—Dios mío... — jadeó Peter —. ¿Qué ha sucedido aquí? No, no miréis vosotras, por
favor...
Era tarde para decir eso. Tania sufría una dura crisis de histeria, y era Marsha, más
firme y entera, quien trataba de contener los nervios de su joven amiga, llevándola
afuera, haciéndola mirar al día, neblinoso, pero lleno de luz tibia en el camposanto
olvidado. Sir Percival, con el rostro blanco como el papel, cambió una mirada con su
sobrino.
—Sí —su tío buscó algo en torno —. Hay sangre en todas partes. Pero no suficiente.
Un hombre no se desangra así. Era fuerte, bebía alcohol... Debía tener más sangre.
—¿Sólo la sangre? — fue hasta los vacíos ataúdes y los golpeó secamente—. ¿Dónde
están ellas ahora, Peter? Reposaron aquí durante un siglo entero...
—Blackman... ¡Ese maldito Blackman! —jadeó Peter, girando el rostro hacia la puerta
ojival de la cripta—. Parecía el mismo diablo. Entró en el tren como un espectro... y
también surgió así esta mañana, en el sendero. Los caballos se encabritaron, pudimos
morir...
—De cualquier modo, él iba solo hacia la posada, ¿no es cierto? Por tanto, no llevaba
consigo a las mujeres muertas. Tienen que estar por aquí, en algún lugar, dentro de
este mismo recinto... Pero nos llevaría posiblemente semanas enteras revisar todas las
viejas tumbas, nichos y criptas olvidadas, hasta encontrar el posible escondrijo de
sus... cadáveres.
—Suponiendo que sean realmente cadáveres, tío Percival — musitó Peter, pensativo.
Sacudió la cabeza, perplejo— Cielos, tienen que serlo, pero hay momentos en que la
razón vacila... Dicen viejas leyendas de vampirismo, que los no-muertos pueden
volver a la vida, durante las noches si la sangre de un ser viviente pasa a sus cuerpos
corrompidos. No creo en ello, pero...
—...Pero el pobre Bell está desangrado, faltan las tres doncellas Todten... y un
hombre misterioso estuvo anoche en este cementerio, sin dar las razones de su
extraña visita, ¿no es cierto, Peter?
—Sí, tío. Es cierto. Tengo... tengo miedo. Recuerda lo que hablamos hoy. Un... un
Stower y un Dorian... fueron responsables del fin de las doncellas... Hace de eso un
siglo, pero ¿hay una venganza, más allá de la tumba?
—No lo sé, muchacho,—El noble caballero Blake inclinó su canosa cabeza, abstraído
—. No lo sé, pero me preocupa la cuestión. Me preocupa mucho…
—Hay algo que hacer en primer lugar, tío Percival —habló resuelto Peter.
—Estoy seguro de ello. Después, según lo que él diga, veremos al constable Dobbs.
Telefonearemos a Leeds, o llamaremos a Scotland Yard, en Londres. Pero esto tiene
que ponerse en claro, aun a riesgo de que nos llamen ignorantes y supersticiosos...
—Muy bien. Si crees que, realmente, ese caballero querrá confesar... inténtalo.
—Confesará. Tendrá que hacerlo, después de lo que sabemos de él... —se quedó
mirando hacia las dos jóvenes amigas, abrazadas en la entrada a la cripta, y vaciló—.
En cuanto a ellas… no sé qué hacer, tío Percival.
—Sí, creo que sí. ¿Será prudente que os quedéis vosotros en esa finca?
—No vamos a estar danzando de un sitio para otro, Peter. Telefonea desde la posada
a Gerald. Si él no quiere venir, lo hará Denis, el primo de Tania. El nos acompañará.
No es tipo que tema a nadie, tú lo sabes. Cuando hayas terminado con ese tal
Blackman y hables con Dobbs en la gendarmería de Hardsfield, ven a la residencia
Dorian a explicárnoslo todo. Aún queda mucho tiempo de luz diurna para sentir
inquietud alguna por nada de esto. Recuerda, Peter: los vampiros sólo pueden ser
peligrosos durante la noche...
—No lo olvido, tío — dijo enérgicamente Peter—. Ni esperes que lo olvide. Antes del
atardecer, estaré de vuelta en Dorian Manor, con una respuesta concreta, sea cual
sea..
—Sí, hija. No debéis temer nada —sonrió el viejo caballero, palmeando con energía la
escopeta de caza situada junto a él. Por los ventanales de Dorian Manor penetraban
ahora jirones de luz solar, dorada y triste, entre ramalazos de niebla y densas
sombras nubladas. El ambiente parecía más radiante y amable, incluso en las vastas
salas de la hacienda.
Mark Saxon caminó dificultosamente sobre su pierna rígida. La cojera del viejo
cuidador de la propiedad parecía acentuarse con los años. Sir Percival sabía que
sufrió un accidente de caballo años atrás. Pero ahora, la artritis o el reúma no eran
ajenos a su trabajoso modo de andar. Pese a ello, milagrosamente, Dorian Manor
aparecía cuidada, limpia, incluso agradable y acogedora, a despecho de sus
dimensiones.
—Es milagroso — ponderó Marsha Dorian, mirando en torno las arañas de cristal,
los dorados de escaleras y adornos, los candelabros de plata, todo refulgente y limpio
—. ¿Cómo puede hacer usted solo todo esto, Saxon?
—De todos modos, es demasiado grande —dijo Saxon, sacudiendo la cabeza. Señaló
las dimensiones de la propiedad, en torno de ellos—. Dos plantas, veinte
habitaciones, sótanos, buhardillas, jardines... Cuando los Dorian eran una familia
numerosa esto podía ser aceptable. Ahora, para un viejo sirviente y para una joven
heredera... no creo que resulte lo más adecuado.
Saxon no dijo nada. Sir Percival le había informado poco antes de lo ocurrido. El
viejo sirviente paseó, renqueante, hasta un armario 'de caoba y vidrio polícromo, no
lejos del hogar, encendido y crepitante. Abrió unas puertas del mueble, sacando
copas y botellas.
—Un oporto para todos estará bien —dijo sir Percival. Sonrió, mirando a Tania—. Tú
nunca bebes, querida. Pero creo que hoy lo necesitas.
Marsha se sentó a su lado. Ambas amigas cruzaron una mirada inquieta. El oporto,
sin embargo, animó sus mejillas con un leve carmín, y pareció devolver algo de calor
a sus ateridos cuerpos.
—Me pregunto...—susurró de repente Marsha Dorian.
—¿Qué, mi querida joven? —indagó, rápido, sir Percival, volviéndose hacia ella.
Sir Percival entornó los ojos, que chispearon con jovial energía, pese a su edad.
Afirmó despacio, apurando su copa de oporto antes de pedir otra al silencioso Saxon.
—Sí, hija —musitó—. Creo que ambos pensamos igual... Sería demasiado fácil que
todo resultara como Peter cree...
—No hay duda de que le engañó, señor Blake — rió insultante la moza del mesón,
poniéndose en jarras ante su mesa—. No está aquí.
—Oh, sí. El vino. Pidió el almuerzo. Comió y bebió a gusto, pagó... y se fue.
—No, nada, supongo. —Blake miró en torno, pensativo. Recordó algo. Evitando
mirar las profundidades torácicas de la agresiva moza, añadió—: ¿Y su maletín? Lo
había dejado antes aquí...
—No lo sé, aún. — Peter clavó sus ojos, casualmente, en la cruz de hierro colgada del
muro, junto a la ristra de ajos—. Pero hazme caso, Ada. Esta noche cierra bien tu
alcoba. Y no te olvides de la cruz y de los ajos, si todo eso sirve de algo.
—Oh, señor Blake... —ella rió, recogiendo su servicio y rozándole intencionadamente
al pasar—. ¿Es que van a visitarme los vampiros?
—Es un peligro que habrá que tener en cuenta desde ahora —convino Blake, ceñudo.
—Si es usted el vampiro que me visita... podrá empujar la puerta sin temor a los ajos,
a la cruz... ni tampoco a la cerradura echada. Le estaré esperando,
—¿Qué diablos ocurre aquí? —refunfuñó, de mala gana—. ¿Busca algo en mi casa,
Blake?
—No mintió. No está. Por otro lado, más parece que busque usted a Ada que a otra
persona, Blake. ¿Qué se ha creído? ¿Que por ser un caballerete de buena familia
puede cortejar mozas de servicio, a espaldas de su prometida y de su reciente
compromiso matrimonial? Yo podría ir a Hardsfield y armar un buen escándalo, si
usted insiste en...
—Ya basta, Eyssen —cortó Blake con aspereza, poniéndose en pie—. Sus mozas me
tienen sin cuidado. Pero usted y su... sirviente, harán bien en cerrar las puertas a cal y
canto cuando llegue la noche, no sea que alguien con diferentes intenciones a las
mías, llegue aquí en busca de albergue. No se fíe de persona alguna, hombre o mujer.
—¿Está loco? Las criadas no son mi punto débil, Eyssen, pero es obvio que sí son el
suyo. Es raro esto, en un hombre que perdió a su esposa hace algún tiempo... y
precisamente al ir en compañía de esa misma sirvienta leal... Eyssen, hubo viajeros
que desaparecieron en estas regiones. Blackman pudo ser uno más en la lista, pero no
le aconsejo que le haga daño a ese hombre. No es como nosotros.
—Blake, ¿de qué está hablando? —jadeó el posadero, lívido—. ¿De qué me acusa,
cerdo?
—De nada aún. Pero me parece obvio que usted y su criada tienen unas raras
relaciones. Sus celos de ella resultan significativos. Y la autoridad de la chica de este
establecimiento, desde que su esposa desapareció en el marjal, también resulta
sospechosa... Escuche, Eyssen, no tengo prueba alguna para denunciarle por delito
alguno, pero cuídese mucho de ocultar a Blackman o de intentar algo contra él. Esta
noche estuvo en el cementerio y asesinó al tonto de Morton Bell... ¡Le asesinó y lo
desangró sobre los cadáveres de las tres doncellas Todten! Si ese hombre es un ser
humano como usted o como yo... conoce, cuanto menos, prácticas satánicas que
nosotros ignoramos. Y en algún lugar, ahora, mantiene ocultos tres cadáveres que, tal
vez, resuciten al llegar la noche, al conjuro de la sangre vertida sobre ellos...
—Está diciendo tonterías —silabeó con ira el posadero—. ¡No es cierto nada de eso!
¡Quiere usted asustarme para que me delante y confiese que yo...!
—¡Maldito, que yo maté a mi esposa, y Ada Blair lo cumplió así, siguiendo mis
órdenes! —aulló con furia desatada el posadero, aferrando un atizador de hierro de
la chimenea, y precipitándose violentamente sobre Peter Blake.
Este, con celeridad, se irguió para repeler la agresión brutal del enloquecido
posadero. No pudo hacer gran cosa.
—¡Quieto, imbécil!
Era la fría voz de la sirvienta lo que detuvo su impulso asesino. Eyssen vaciló, en alto
el atizador que, de caer sobre el cráneo de Blake, significaría su muerte segura. Alzó
el mesonero los ojos. Encontróse con la mirada centelleante y furiosa de Ada. Ella
avanzó hacia su cómplice y amante con paso firme, temblando todo su cuerpo
turgente.
—Estás loco, ¿no lo ves? —silabeó ella con ira—. No sólo confiesas como un necio,
sino que intentas cometer un asesinato del que te inculparían inmediatamente,
puesto que todos saben ahora que Blake vino aquí en busca de ese hombre vestido de
negro: su prometida, s' tío, la heredera de los Dorian... ¡todos! No tienes cerebro,
estúpido. Estás denunciándote a ti mismo y, lo que es peor, denunciándome también
a mí. Menos mal que solamente Blake te ha oído... y deberemos ocuparnos de Blake
inmediatamente...
—Claro que no. Hay otros medios —contempló al caído, con expresión glacial—. Si
he oído bien, ese hombre, ese forastero llamado Blackman, es una especie de ladrón
de cadáveres, acaso un loco, un maníaco peligroso... o un brujo, nunca se sabe. Sea
como sea, debemos hacer aparentar que Blackman liquidó a Peter Blake. Y para ello,
no basta con asesinarle aquí torpemente, sino que es preciso arreglar las cosas de
modo que todo señale a Blackman...
—¿Qué... qué piensas hacer? —masculló roncamente Eyssen, sin entender, fijos en
ella sus ojos vidriosos.
Ada Blair soltó una carcajada. Se inclinó sobre Blake, y luego fue a cerrar la posada,
previsoramente.
—Sigue inconsciente —dijo—. Tengo arriba una pócima que le hará permanecer así
por un tiempo. Luego, apenas caiga la noche... Peter Blake será conducido adonde su
muerte no pueda sernos imputada en modo alguno...
—Créame, señorita Stower. A la vista de ciertas cosas, uno casi prefiere que le den de
baja o le envíen lo más lejos posible de Yorkshire —resopló con disgusto el constable,
enjugándose el sudor de su rubicunda faz—. Este lugar me resulta tan poco
agradable como si fuese el mismo infierno. Escuche, señorita Stower. He estado en la
posada de Eyssen, y me han confirmado que vieron a Peter Blake, pero hablando con
ese caballero forastero, vestido de negro, a quien ustedes llaman Cornel Blackman.
Juntos, se alejaron por el sendero de los marjales, hablando animadamente. Y es todo
cuanto saben. Tanto Eyssen como su criada, Ada Blair, coincidieron en todos los
detalles.
—No sabemos nada de él. Nadie, salvo ustedes y los de la posada vieron al caballero.
Nadie le ha visto tampoco ausentarse. Es de suponer que aparecerá de un momento a
otro, sin que para ello sea preciso remover a toda la policía del país.
—No estoy yo tan seguro —masculló Gerald Stower yendo hacia el policía local,
enérgico—. Usted ha visitado ya la tumba de las Todten. Ha visto que
desaparecieron sus cuerpos, que alguien asesinó al pobre tonto de Bell... ¿Qué
versión oficial de los hechos va a darnos ahora nuestra brillante policía local,
constable Dobbs?
—He emitido ya mi informe oficial, y unos agenten de Leeds vendrán esta misma
semana para ocuparse del asunto —carraspeó el aturdido Dobbs, con gesto de apuro
en su rostro mofletudo y saludable—. Personalmente, creo que el desdichado de
Morton Bell sorprendió a un ladrón de tumbas, de los que abundan
desgraciadamente en nuestro país, y fue muerto por éste, antes de llevarse el asesino
los cadáveres con sus joyas y objetos valiosos encima... A estas horas los cuerpos
yacerán en cualquier barranco, y el profanador habrá huido lejos, con todo lo que
hallara de valor. Es, lamentablemente, una fea plaga de nuestro tiempo, ustedes lo
saben.
—Es una teoría plausible — admitió calmosamente sir Percival—. Pero sin probar
aún, Y mi sobrino no ha vuelto a casa, como prometiera.
—¿Molesta? —suspiró Marsha—, Por Dios, sir Percival. Serán ustedes la más grata
de las compañías, estoy segura... Saxon, ¿habrá viandas para todos?
—No toma, señorita. Cuando usted anunció su llegada, preparé bien la despensa —
sonrió el sirviente cojo—. Hay viandas, buen vino, licores, y velas y combustible
suficiente para mantener calor y luz durante la cena de esta noche...
Salió, con un saludo brusco, pisando fuertemente. La puerta se cerró tras él. Todos
los presentes se miraron entre sí. Saxon encendía velas y lámparas de petróleo.
Evidentemente, no había gas en aquella mansión aislada en los pantanos.
Peter Blake despertó de su sopor. Se agitó en el duro lecho donde yacía. Tardó unos
instantes en comprender que reposaba sobre losas de piedra fría y polvorienta.
Alrededor suyo, el aire olía a moho, a humedad, a abandono v a muerte. También
fuertemente a cera. Evocó ciertas palabras dichas una noche, en un tren, a través de la
tormenta:
A muerto...
La claridad de las velas le reveló las formas exuberantes del torso de Ada Blair,
inclinada sobre él. Pero la escena carecía de todo posible color erótico. Ella tenía ojos
fríos, impasibles. No estaba buscando un romance, sino algo más oscuro y siniestro.
Notó que un esparadrapo se adhería a sus labios, impidiéndole gritar. Ella sonrió
duramente.
—Hubiera sido un bonito idilio —dijo, con frialdad—. El señorito Blake y la criada
del mesón... No pudo ser, Peter Blake. Dentro de poco vas a ser solamente un digno
ocupante de este lugar. ¡Un muerto, simplemente!
—Es inútil cuanto hagas, Blake —avisó—. Nadie va a venir a ayudarte. Nadie, ni
siquiera la policía, tendría de noche aquí. El constable Dobbs ya vino a buscarte. A ti
y a ese Blackman. También estuvo aquí. Encontró el cadáver del idiota de Bell. Creen
que el culpable es un ladrón de tumbas. Y lo seguirán creyendo. Cuando te
encuentren a ti, buscarán a Blackman. Quizá le quemen vivo, sin esperar a más. La
gente sigue siendo supersticiosa aquí. Pero tú no vas a revelar a nadie la verdad
sobre la mujer de Eyssen y lo que yo hice, en complicidad con ese bastardo estúpido
que me mantiene y al que cualquier día mataré de un modo hábil, para quedarme
con su dinero también... Bueno, Blake, es noche cerrada ya. Llegó tu hora, querido...
Nunca las había visto antes de ahora. Sin embargo, estuvo seguro de que eran.., ellas.
¡Ellas!
Sus ojos recorrieron las tres placas doradas: Lorella, Valentine, Dahlia... Las
Todten, Tres hermosas doncellas, muertas cien años atrás. Tres mujeres jóvenes,
bellísimas, arrogantes...
Así eran las tres. Bellísimas, arrogantes. Altas, rubias dos de ellas; pelo oscuro,
castaño intenso una de las tres. Ojos claros, fríos, inexpresivos, fulgurantes y crueles.
Bocas carnosas, labios sensuales.,, ¡que se entreabrían ahora, revelando golosos
dientes blancos, centelleantes, de lo que destacaban los incisivos agudos, largos,
afilados como los de un murciélago voraz...
Pero estaban sucediendo allí. Ante ella. Tres mujeres envueltas en flotantes ropas
amarillentas, apolilladas, que revelaban impúdicas su desnudez física en una especie
de tenue contraluz espectral. Tres hermosas doncellas de incisivos crueles, asomando
entre unos labios entreabiertos, acaso sedientos...
Sedientos de sangre.
—¡Fuera, malditas! —chilló—. ¡Fuera, fuera de mi vista! ¡No existís, no sois de este
mundo, no podéis hacerme daño...! ¡No os temo! No puedo temeros...!
Pero las temía. Claro que las temía. Echóse atrás, convulsa, lívida. Derribó con su
codo un candelabro. Se apagaron las velas, quemando en parte un viejo tapete de
seda bordada... Los ojos de Ada Blair estaban desorbitados, fijos en aquel horror
viviente que se movía hacia ellas. Las miradas de las doncellas infernales no se
desviaban de su rostro, de su cuello, de su torso desafiante, en el que la palpitación
de las venas era visible...
Ellas sonreían hieráticas, inexpresivas. Eran tres bellas máscaras moviéndose hacia
Ada en la cripta fantasmal. La rodeaban... Pies femeninos desnudos, piernas bien
torneadas, de una palidez cérea, rozaron al caído Peter Blake, y unos ojos ávidos le
miraron de soslayo, acaso ensañándose en su impotencia para resistir el siguiente
ataque, del que sería él la víctima segura...
Las tres doncellas rodearon a Ada Blair en un rincón de la cripta. Ella intentó luchar.
Sus brazos musculosos se alzaron contra las tres mujeres llegadas de ultratumba. No
pudo nada contra ellas... dientes afilados se hincaron en su cuello, en su torso... La
sangre brotó...
Peter Blake contempló, angustiado, impotente, aquella espantosa escena. Cerró sus
ojos, al sentir el gorgoteo horrible, siniestro, la respiración entrecortada y radiante de
las tres no-muertas...
Mientras tanto, sus manos sangraban ya, intentando desesperadamente mover los
brazos ligados sobre aquel cuchillo caído junto a él de manos de Ada Blair. Luchando
por soltarse antes de que el festín de sangre continuara con él, inexorablemente...
Blake, con su esparadrapo aún sobre los labios, no podía gritar. Fascinado,
contemplaba aquellos rostros, aquella mirada fija y glacial. Comprendió por qué
Ada, pese a su vigor, no pudo nada contra las hembras de ultratumba. Había algo
hipnótico en aquellos ojos, ahora rojos, sanguinolentos en sus órbitas...
Su lucha rabiosa con el filo de acero continuó en tierra. La sangre goteaba de sus
cortes y arañazos. Ellas, ávidas, miraron esas gotas oscuras y apetecibles... Desnudos
pies de mujer se deslizaron hacía él en fantasmagórico avance...
Blake hizo un último esfuerzo. Cortó profundamente su muñeca, pero también las
cuerdas. Tiró de éstas, mojadas en su sangre. Las sintió estallar. Se incorporó,
crispado. Ellas le rodeaban. Se arrancó el esparadrapo, y la sangre cruzó a manchas
su cara, provocando mayor avidez en las enemigas dantescas.
—Ya mí, que soy Valentine Todten... — añadió, en un murmullo la bella del pelo
castaño.
—Ya mí, Dahlia Todten, la menor... — le sonrió dulcemente la tercera mujer vampiro,
estirando sus manos acariciadoras hacia su cuello—. Ven, querido... Olvida lo demás.
Sé feliz a nuestro lado... por una eternidad. Nosotros... nunca podemos morir... Es
hermoso vivir siempre, gozar siempre, ser siempre amado... por las más hermosas
doncellas...
Sí. Había algo hipnótico en ellas. Le atraían, le fascinaban. No quería, pero aquellos
labios sensuales se entreabrían para besarle. Los ojos se entornaban, amorosos,
apasionados incluso... Los cuerpos de ellas eran contraluces audaces en la cripta...
Peter Blake cedió.
Los labios de una de ellas, la alta y rubia Lorella, descendieron hacia su cuello...
Y rápidamente, estiró sus manos, tomó el candelabro abatido por Ada, tomó el
cuchillo afilado... y con ambas cosas, cruzándolas, formó una cruz delante de ellas.
Peter Blake, sosteniendo la improvisada cruz ante sí, retrocedió, pisó los escalones
del panteón, saliendo a la noche de niebla y frío. Dentro de la cripta, las hermanas
Todten gritaban roncamente, como harpías fantasmales, en odioso coro de lamentos
obscenos. Y allá se quedaron, en tanto el joven Blake, despeinado, sangrante,
sudoroso, convulso buscando una salida del cementerio tras la locura presenciada,
tras el aquelarre infernal del que fuera alucinado testigo...
CAPITULO III
—Dios mío...—Sir Percival cambió una mirada de horror mudo, con Tania y con
Marsha Dorian—. Parece... parece imposible, Peter...
—Pero es la verdad. Yo la vi, tío Percival. Yo viví ese espanto... Aún no lo he podido
creer. Pero sé que no lo soñé. —Mostró sus muñecas sangrantes—. Mira... Señales del
cuchillo de Ada Blair. El cuchillo que me hubiera asesinado, si las mujeres vampiro
no hubiesen llegado.
—¡Una estaca en un cadáver! —estalló Gerald Stower—. ¡Oh! Es ridículo todo esto...
—¿Ridículo? —Se volvió Peter hacia él, exaltado—. No diría eso, señor Stower... si
hubiera presenciado lo que yo presencié en ese cementerio, hace apenas una hora...
—Está bien, Peter, hijo — musitó el padre de Tania—. Perdona. No quise, ofenderte,
pero resulta tan difícil de aceptar algo así...
—Ahora, sí —afirmó Blake, rotundo—. Aún estará allí el cadáver de Ada Blair... y
aún es tiempo de que este horror no siga adelante. Me temo que no será fácil
encontrar a las Todten. Ese hombre, Blackman, quienquiera que sea, las ha vuelto a la
vida, con la sangre de Bell. Y él sabrá dónde las oculta. Posiblemente en un lugar
donde también se oculte él mismo...
—Me gustaría saberlo. Pero sea quien sea, ha dejado; en libertad a unos monstruos a
quienes difícilmente se puede ahora destruir... —y avanzó hasta un estante, de donde
tomó una pesada cruz de bronce con pie de mármol, como única arma eficaz para el
peligro que iba a combatir.
Tras una duda, sir Percival y Dennis Stower partieron tras él. Gerald se acercó a su
hija Tania y a la anfitriona, Marsha Dorian.
—Tarde... Demasiado tarde, tío. —Blake señaló la cripta vacía—. No hay nadie ya...
—Nadie... ¿Ni siquiera... el cadáver?
—Ni siquiera eso. Se llevaron a Ada Blair, no hay duda. ¿Y sabes por qué?
—Pues lo seguirá siendo. Si no hemos hallado a las tres doncellas Todten... ¿cómo
hallaremos a Ada Blair o su cadáver? —Sir Percival miró en torno, a las tumbas y
lápidas salpicadas de matojos y hierbajos—. Cualquier rincón de este cementerio,
cualquier fosa o nicho olvidado... puede ser su escondrijo. La noche es su mejor
aliado, además. Harían falta legiones de hombres con lámparas, buscando su
paradero. Y dudo que encontrásemos voluntarios para semejante tarea. Sobre todo, si
saben ya lo de Bell, a través de Dobbs...
—Dejad eso —suspiró Peter Blake, regresando lentamente del panteón de los Todten
—. Me temo que todo sea inútil. Perdimos nuestra oportunidad... y todo fue culpa
mía. Tal vez mañana, con el nuevo día... todo sea más fácil. Buscaremos de sitio en
sitio, de hueco en hueco... y es posible que tengamos suerte. En marcha, tío Percival...
—Sí, vamos... —resopló el hombre de blancos cabellos—. Pienso como tú, muchacho.
Aquí no hay sino polvo, moho y muerte.
Regresaron despacio a Dorian Manor. En realidad, ninguno de ellos creía tener nada
mejor por hacer.
Al alejarse del cementerio ninguno de ellos advirtió la presencia tétrica de una figura
enlutada, tras unas viejas, torcidas cruces de hierro, entre hierbajos y florecillas
silvestres de las que crecen en los olvidados cementerios donde ya no se sepultaba a
nadie...
Unos ojos acerados y fríos siguieron con astuta expresión a los que se alejaban, de
regreso a Dorian Manor. Las manos de Cornel Blackman, sin guantes, eran huesudas,
largas y pálidas, Se aferraron a un matorral. Sin volverse, su voz ordenó con
hipnótica autoridad.
Una satánica sonrisa curvó los labios pálidos de Blackman. De la niebla, de la noche,
fantasmagóricamente, emergieron hasta cuatro figuras lentas, pausadas, malignas...
Cuatro hermosos y fríos rostros de mujer, helados y yertos, como máscaras flotantes
sobre las figuras erguidas, fantasmales.
Las tres doncellas Todten... y Ada Blair, convertida en vampiro. Sus colmillos
centellearon a la claridad de un reflejo de la distante farola de aceite de sir Percival
Blake, entre húmedos labios rojos sedientos de algo que, sólo los humanos podían
darles... Ojos enrojecidos y siniestros brillaron en la penumbra. Empezaron a avanzar
despacio, hacia el claro. Rozaron a Blackman, clavaron su mirada maligna en su
cuello cubierto por el alto macferlán... El caballero, rápido, giró con ojos
fosforescentes y les ordenó, enérgico, fulgurante su magnética mirada dominante:
—Lo que mi amo y mis hermanas de sangre digan... eso haré yo — fue el murmullo
del nuevo vampiro-mujer, la marmórea, espectral Ada Blair, tan lejos ahora de la
saludable hembra de la posada, aunque sus formas pareciesen igualmente
seductoras, pese al céreo color de su piel de no-muerta.
Las cuatro mujeres se deslizaron, sigilosas, como fantasmas, a través del olvidado
cementerio. La voz de Blackman las escoltó, siempre sutil, fría, autoritaria:
Giraron la cabeza, impresionados. Luego, se miraron entre sí, con alivio, al hablar
pausadamente Mark Saxon:
—No se asusten. Es el viejo reloj del comedor. Lo he puesto en marcha esta noche...
Llevaba años sin funcionar, y veo que no lo hace mal del todo.
—¿Qué hora es? —indagó Blake, girando la cabeza hacia el amplio, oscuro comedor.
—Las once... —repitió nervioso Gerald Stower—. Faltan al menos nueve horas para
el nuevo día, amigos.
—Lo sé —afirmó Peter, sombrío—. Son muchas horas. ¿Piensan quedarse aquí hasta
el nuevo día?
—No sé si habrá medios suficientes... pero les estaré muy agradecida que se queden
—afirmó la muchacha pelirroja con energía—. Saxon, ¿hay ropas para los
dormitorios de todos estos señores?
—Por supuesto. Todo estará a punto en seguida —afirmó el servidor, alejándose con
su incierta cojera, a través de los amplios salones del edificio—. Después de servir un
refrigerio, podrán retirarse a descansar, si así lo desean... Deje el asunto en mis
manos, señorita Dorian...
Marsha miró a todos los presentes. Tania oprimía las manos de Peter con fuerza, pero
se aproximó, mirándola confiada.
—El refrigerio, poco importa —musitó Tania—. Lo que quisiera es poder descansar
bien, querida... aunque lo dudo mucho.
—Sí —suspiró Peter Blake—. Todos lo dudamos aquí, cariño... Pero montaré guardia
ante tu dormitorio, si así lo deseas, para que tu sueño sea tranquilo, esta noche,
—No hace falta —sonrió Marsha—. Puede quedarse en mi propia alcoba. Nos
haremos mutua compañía las dos, Blake.
Y las dos jóvenes amigas, oprimiendo mutuamente sus manos estremecidas por la
incertidumbre y el temor, se miraron entre sí, hondamente preocupadas.
Afuera, la noche era oscura, húmeda y fría. La niebla, un sudario gris, envolviendo la
mansión. Y en alguna parte, unas mujeres diabólicas esperaban ampliar con nuevas
víctimas su satánica corte de endemoniadas por el signo del mal, en la yugular...
Esta vez, fueron solamente dos campanadas. El silencio más absoluto reinaba en
Dorian Manor.
Los ojos claros de Tania, brillaron en la oscuridad. La boca roja se apretó en un rictus
doloroso. No parecía estar despierta. Era una sonámbula. Como si soñara despierta.
Pero empezó a incorporarse. Se irguió en el lecho, sin importarle su semidesnudez.
Tiró a un lado las ropas.
Por fin, dio media vuelta. Desconocía la estancia, pero se movió con seguridad,
avanzó hacia el muro cubierto de paneles de recia madera, con escudos, cuadros al
óleo y estanterías de viejos volúmenes. Marsha seguía dormida, ajena a todo aquello.
Su busto palpitaba sobre el embozo. Sus manos reposaban fuera de las ropas del
lecho...
Tania Stower llegó ante el muro, Se detuvo, como perpleja. Pero siempre con rigidez,
como en trance hipnótico. De repente, suavemente y sin ruido, cedió un panel de
madera, del muro. Giró sobre sí mismo, sigilosamente. Apareció un pasadizo oscuro.
Y en él, un hombre enlutado, de ardiente mirada, de trémulas manos pálidas.
Unos pases hipnóticos con aquellos brazos largos y enlutados, una mirada candente
de los azules ojos, y Tania obedeció, siguiendo dócilmente al misterioso Cornel
Blackman por el pasadizo secreto. El panel de madera se cerró nuevamente tras ella.
Marsha se quedó sola en el lecho, sumida en su sopor...
Dorian Manor siguió en el más absoluto silencio, en absoluta paz durante la noche de
niebla de aquel mes de noviembre...
Las cuatro campanadas la habían despertado. Estiró el brazo, aplastó sus senos
contra la sábana... Suspiró, volviendo a cerrar los ojos con somnolencia. Se hundió en
su sueño...
Saltó de la cama, envuelta en su vaporoso deshabillé verde manzana. Bajo sus senos,
el corazón palpitaba fuertemente. También las sienes, repentinamente febriles.
—Oh, Tania... —Se volvió, angustiada, para respirar al fin con alivio—. Me asusté
tanto...
—Sí, es posible —observó Marsha la claridad lechosa, al otro lado de las vidrieras—.
Por un momento pensé...
—¿Qué pensaste, Marsha? —sonrió Tania, envolviéndose mejor en la bata acolchada,
rojo oscura, de alto cuello, que ella subió sobre su garganta, como protegiéndose del
frío de la madrugada.
—Oh, nada. No me hagas caso —sacudió la pelirroja cabeza, Marsha Dorian —. Tuve
una pesadilla. Soñé que las mujeres-vampiro llegaban hasta aquí y rodeaban este
lecho, nos mordían a ambas... Fue espantoso. Pero era sólo un sueño, Tania. ¿Te
acuestas?
—Felices sueños, Marsha —le deseó dulcemente, la voz susurrante de Tania Stower.
Y avanzó, despacio, hacia el ventanal, ante el que se irguió su alta figura, recortada
por la brumosa claridad de la noche pálida. Se quedó de espaldas a Marsha, flotantes
sus ropas de seda suave, prestadas por su amiga, para esa noche que había de
transcurrir en mutua compañía.
La pelirroja heredera de la finca de los Dorian, se quedó tendida, boca arriba, como
dormida. Pero sus ojos estaban sólo entornados, su boca entreabierta, su mente
trabajando en tensa actividad, su cuerpo rígido y alerta.
Algo sucedía. Lo presentía. No sabía lo que era, pero era como si sintiera que alguna
cosa funcionaba mal. Hubiera querido saber qué o cuál. No, no le era posible. No
entendía nada de nada. Sólo que Tania... se mostraba rara. Inquieta, casi inquietante...
La miró, recortada contra el ventanal. Había dicho que se levantó poco antes del
lecho. Eso no era cierto.
La atmósfera del dormitorio era apacible, cálida, acogedora. Las ropas estaban
heladas donde antes se acomodó Tania, Eso significaba tiempo. Tiempo sin tenderse
allí,..
¿Por qué? Cerró los ojos. Respiró profundamente. Le entró el sueño. Ya no vio a
Tania Stower, volviendo lentamente su rubia cabeza hacia ella, mirándola aviesa,
desde la penumbra, con una rara y rojiza fijeza en sus ojos de inyectadas órbitas...
Estaba ya en la frontera misma del sueño, a punto de hundirse en él. No supo la
razón, pero sus nervios se dispararon. Dio un brinco en las sábanas, excitada. Tania
se detuvo en seco, cerca ya del lecho. Sus labios se entornaron, apretándose con
fuerza. Las pestañas y párpados bajaron sobre los ojos.
Los dedos de Marsha temblaron sobre el embozo. Miró a su amiga. ¿Por qué estaba
ya tan cerca, tan rígida? ¿Por qué la miraba a través de las pestañas, con tan brillantes
pupilas?
Sintió una rara aprensión. Se irguió. Clavó los ojos en el artesonado. Dio un salto
repentino, fuera del lecho, ante la sorpresa pasiva de su amiga.
—Señora... —dijo, alzando la cruz. Ni él ni Marsha observaron, allá atrás, que Tania
Stower reculaba, horrorizada, ocultando el rostro ante el crucifijo—. ¿Ocurre algo
malo?
—No, nada —sonrió Marsha, empezando a sentir que sus aprensiones eran ridículas
—. Baje ese crucifijo, Saxon. Sólo que no puedo dormir... Creo que bajaré al salón a
tomar algo. Un poco de café, o cosa parecida.
—Le acompañaré, señora —renqueó su fiel servidor, que miró aprensivo, al interior
del dormitorio—. ¿Y la señorita Tania Stower?
—Está bien. Tania, ¿vienes conmigo abajo? Creo que siento la necesidad de tomar
café o cualquier otra cosa, estar en pie un rato... Quizás hasta que amanezca...
—Sé que te lo parecerá. Ven conmigo, si gustas, Mañana, de día, habrá tiempo de
dormir. No sé pero no me gusta la noche. No esta noche... Es... es como un
presentimiento. No te burles de mí, pero...
—No me burlo —suspiró la joven prometida de Peter Blake—. Ve abajo, Marsha.
Quizás vaya más tarde, si no concilio el sueño. Si no bajo, puedes volver cuando
gustes. Estaré dormida ya, sin duda alguna...
—Vas a quedarte sola, Tania, a menos que prefieras que Saxon se quede contigo...
—No, no necesito a nadie —rechazó Tania Stower—. Ve con tu leal Saxon. Hasta
luego, amiga mía...
—Hasta luego, Tania —y echó a andar, con una bata sobre su figura, seguida en
silencio por su incondicional servidor—. No abras la puerta a nadie que no se
identifique antes...
Cerró Tania, sonriente. Marsha descendió a la planta baja, en compañía del viejo
Saxon. La luz que éste portaba, hacía bailotear, fantasmales, sus sombras en los altos
muros.
Y pausada, silenciosa, rígida, cubriendo su cuello con las solapas alzadas de su bata
acolchada, color grana, para que no fuesen vistas las dos oscuras y profundas
incisiones sobre su yugular, Tania Stower avanzó hacia la alcoba de su prometido,
Peter Blake…
CAPITULO IV
—Tania... ¿Qué es lo que sucede?
—Peter, no sé... Tengo miedo... —se acurrucó ella contra Blake, estremecida. Sus
brazos le rodearon, amorosos—. Estoy asustada, por primera vez en mi vida...
—Quisiera estar segura de eso —musitó Tania, con voz trémula—. Primero pensé
que era ella, mi amiga Marsha...
—Oh, no me hagas caso, Peter. Luego comprendí que Marsha sólo está tan temerosa
como yo misma, que me huye como yo a ella, como todos empezamos a huirnos
unos a otros... —agazapada contra el pecho de Blake, respiró hondo, hincando sus
uñas en la camisa del joven, arañándole casi, con un brillo salvaje y cruel en sus ojos,
que él no podía descubrir ni sospechar siquiera—. Perdona que te despertase... pero
no podía soportarlo más...
—Oh, no digas tonterías, cariño. Hiciste muy bien en venir a mí —contempló a su tío,
sir Percival que, tras un día agotador, repleto de emociones e inquietudes, reposaba
profundamente—. Ven, vamos a alguna parte donde podamos hablar tranquilos los
dos. Luego, te llevaré a tu alcoba, para que descanses sin temores... ¿Será eso
suficiente?
—Claro, Peter —musitó ella, mimosa—. Es que... resulta tremendo sentir miedo de
algo que una ni siquiera puede ver...
—No sufras, querida. Si, realmente, esas mujeres endemoniadas entrasen aquí.., las
verías tan claramente como ahora me ves a mí, No son simples fantasmas, sino
cuerpos en movimiento, cadáveres dotados de una vida demoníaca y espantosa, que
les impide descansar en la paz del eterno reposo... Parecen vivir, tienen fuerza y
poder, pero no son humanos. Sólo monstruos que no tienen descanso ni paz, que no
pueden morir nunca totalmente, a menos que..,
—Claro. No sabemos nada de su paradero. En otro caso, yo mismo les daría, una a
una, el reposo eterno a sus almas.
—¿Serías capaz de ello, Peter? ¿Atravesar... uno a uno... sus corazones? ¿Cuatro
corazones que ya nunca más palpitarían?
—Peter y si yo... si yo fuese alguna vez mordida por esos monstruos... ¿también tú...?
—También, mi vida —la abrazó contra sí, emocionado—. Porque sería como
liberarte, ¿comprendes? Ya no serías tú misma, sino un vampiro más, otro no-muerto,
por los siglos de los siglos.
—Resulta difícil comprender... que liberar a una persona querida... pueda consistir en
destruirla brutalmente con una estaca hincada de modo feroz en su cuerpo... —
tembló Tania.
—Sí, resulta difícil. Pero es el único medio. Realmente, esa persona amada ya fue
destruida antes por el contacto de los otros vampiros... y no queda otro remedio.
Pero dejemos todo eso, Tania, cariño... No es ese nuestro problema, por fortuna —se
detuvo en el largo corredor iluminado por la vacilante luz de unos hachones
resinosos, y la atrajo contra sí, besando sus cabellos, apoyando el rostro de ella en su
torso —. Tania, vas a ser mi esposa muy pronto... y todo lo demás cuenta poco,
ahora...
No podía ver los incisivos, agudos, terroríficos que, como dos agudas púas de marfil,
se dirigieron, voraces, ávidos de sangre, a su palpitante yugular...
El grito agudo, terrible, demoledor, sacudió los muros vetustos de Dorian Manor.
Fue un alarido inhumano, bestial, más allá de todo lo razonable. Un grito de horror,
de agonía, de desesperación, de ira feroz...
El horror infinito de aquellos ojos, de aquel rictus agónico y terrible, quedaron fijos
para siempre en la memoria de su verdugo despiadado, inexorable.
Peter Blake no dejó por eso de apretar y apretar, de seguir clavando la antorcha en el
cuerpo de la hermosa muchacha que una vez fuera su prometida, Tania Stower...
Tras derribarla brutalmente, mientras se besaban, Blake había estirado sus manos,
empuñando el hachón del muro y, con tremenda furia, lo clavó en el cuerpo de
Tania, igual que se clava un alfiler en una mariposa.
—Lo siento, Tania, amor mío... —habló roncamente Peter Blake. La contempló, sin
piedad—. Ya no eras tú. Eras una de ellas... Un vampiro, una criatura de otro
mundo... Tus colmillos inhumanos, tu mirada, tu gesto... Nada me sorprende. Tú
misma te delataste al hablar de cuatro mujeres... ¿Cómo podías saber que Ada Blair...
ya es otra de ellas...? De no ser por ese error... ahora sería yo tu víctima...
—¡Peter! ¡Peter, qué horror! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué hiciste a mi hija? —El alarido
angustiado de Gerald Stower, su lívida faz, asomando en el corredor, ante la figura
de su descendiente joven y hermosa, atravesada por la antorcha ardiente, resultaron
patéticos.
—¿Su hija, señor Stower? —dijo penosamente Blake—. Mire... Mire eso, por el amor
de Dios...
Y Gerald Stower miró. Y vio. Como miraban y veían ahora sir Percival, el joven
Dennis, la incrédula y aterrada Marsha, junto al estremecido Saxon...
En tierra, aquel cuerpo retorcido, convulso, sangrante, cobró de pronto una serena y
majestuosa paz. Los ojos desorbitados se encogieron, los párpados descendieron
suavemente, con un estertor profundo en el seno desgarrado. Los colmillos
parecieron volatilizarse... y una tierna, pálida y triste Tania Stower reposó, apacible,
en medio del corredor.
Demudada, Marsha se agachó sobre su joven amiga. Lágrimas de sus ojos, golpearon
suaves, como tenue lluvia cálida, las mejillas yertes de la muchacha.
—Saxon, es preciso dar con él... —jadeó, volviéndose al viejo criado cojitranco—.
¡Tengo que encontrar esa puerta secreta, sea como sea! Sólo siguiendo a Blackman...
encontraremos a las muertas en vida... y quizá salvemos al mundo de un horror sin
límites...
—Lo siento, señor —murmuró Mark Saxon, abatido—. Nunca supe que hubiera
pasadizos secretos en la casa... ni creo que los haya.
CAPITULO V
Seis campanadas.
Era aún muy pronto. Faltaban al menos dos horas para el nuevo día. Y nadie pensaba
ya en dormir allí, en Dorian Manor.
Dennis Stower cuidaba de su tío Gerald, el padre de Tania. Esta reposaba, virginal,
sobre una pesada mesa de roble, tapada por una sábana. Las luces oscilantes no
hacían sino realzar la palidez de todos los presentes.
—Sí. Dijo que acababa de incorporarse, por causa de los nervios y el insomnio. Pero
las ropas estaban frías. Debía llevar bastante tiempo levantada...
—¿Y nadie pasó por la puerta, Saxon?—insistió Blake, volviéndose al viejo servidor.
—De modo que tuvo que ser contaminada por los vampiros aquí... o fuera de aquí. Y
en ambos casos, sobrino, hubo comunicación con otro lugar. O ella salió... o bien
otros entraron.
Paseó por la estancia, reflexivo. Se volvió a Saxon, preocupado. Miró a éste, como
dando vueltas en su cabeza a alguna cosa poco clara. Marsha comentó despacio:
—Había algo raro en sus ojos al mirarme... —cerró los párpados, estremecida—.
¡Dios mío, estuve a punto de ser otra de ellas...!
—No le faltó mucho, criatura —asintió sir Percival, sombrío. Y, de repente, indagó
del viejo Saxon—: ¿Hay en alguna parte planos de este edificio?
—¿Planos? —el sirviente dudó. Se encogió de hombros—. No, no creo... Yo nunca los
vi.
—Ya pensé en eso, pero es complicado y poco práctico —cortó Blake. Luego, caminó
hasta Saxon. Bajó mucho la voz para preguntarle, entre dientes—: Amigo... ¿cree que
puede conducirme, discretamente y sin que nadie lo sospeche... a los sótanos de este
edificio?
—Los sótanos... —musitó Saxon con un brillo de astucia en sus ojos. Afirmó—: Sí,
seguro... Hace años que no se utilizan, pero hay un acceso por la vieja cocina del
cobertizo, ya en desuso también, y...
—Basta —cortó Blake, ronca su voz—. Sin explicaciones. Finja que me lleva a alguna
otra parte. Disimule al hablar en voz alta. Y vamos cuanto antes...
Se apartó de él. Siguió golpeando las paredes de madera, como en busca de algo. De
repente, Saxon se puso en pie con calma. Habló, indiferente:
—Señores, creo que a la vista de los acontecimientos de esta penosa noche, será mejor
hacer un buen desayuno para todos... Claro que no es agradable ir solo abajo, pero...
—No se muevan de aquí —pidió Blake, ya cerca de la puerta —. Volveré con Saxon y
con algo caliente y confortante para todos. Creo que lo estamos necesitando con
urgencia, en tanto esperamos el nuevo día. Sobre todo, por favor... no se dispersen.
Que nadie deambule solo por la casa, si no quiere convertirse en vampiro...
No hizo falta tampoco. El viejo Saxon le hizo un gesto. Peter Blake entendió. Acababa
de preparar las tres armas: el revólver cargado, el crucifijo y las cuatro estacas
astilladas, punzantes, obtenidas del montón de leña del cobertizo. Guardó todo ello
bajo su abrigo, cuidadosamente. Luego, clavó los ojos en la puerta encajada, de viejo
hierro mohoso.
Peter Blake tomó una palanca de metal de entre las herramientas allí acumuladas,
cubiertas de polvo y de óxido, La probó en la rendija de la puerta metálica. Saxon
musitó a su espalda:
—Lleva años sin abrirse. Pero no tiene cerradura. Debe ser el único medio de
abrirla...
Lo era. A Blake le bastaron cinco o seis intentos para lograr que chirriase el metal,
cediendo un poco. Peter tomó aliento Esperó un poco. Hizo un gesto afirmativo.
—Cuidado, señor — le avisó Saxon—. ¿Sabe lo que puede esperarle, ahí dentro?
—Claro que lo sé — suspiró —. Y Dios quiera que sea así...
—Tal vez. Si es así, Saxon, no dude. Máteme. No se fíe de mí, al volver. Examine mi
cuello, manténgase en guardia. Y, sobre todo... guarde a su señora. Marsha Dorian no
debe correr peligro.
—No lo correrá, señor, mientras yo viva —prometió el viejo criado. Sus ojos brillaron
—. Usted... usted siente afecto por la señorita Dorian, ¿verdad?
—Sólo para Blackman, que no es un vampiro —jadeó Blake—. Para los demás... esta
es la mejor arma de que dispongo...
Luego, tirando despacio de la hoja de metal, la hizo ceder lo justo para entrar por su
rendija. Tomó una lámpara de petróleo encendida, que mantenía junto a él.
Tinieblas.
Eso era todo, en los primeros trechos de su recorrido bajo el gran edificio. Peter Blake
creía saber ahora la verdad. Siempre estuvo cerca, muy cerca de ellos el refugio de
los vampiros. Justo debajo de la casa. En el subsuelo de Dorian Manor. En las
bodegas olvidadas...
Ahora, todo dependía de hallar el lugar exacto, en el dédalo subterráneo, que
comunicaba con una vieja red de pasadizos secretos, de alcoba a alcoba... Blackman
conocía todo eso, y lo utilizaba para su servicio y el de sus horrendas criaturas no-
muertas.
Y los encontró.
—Tenía que hacerlo —susurró Peter, parándose en seco—, Sabía que le encontraría,
Blackman.
—No —rió huecamente el caballero—. No puedo fracasar, No con usted. Sería mi fin.
La risa siniestra bailoteó en los ojos agudos del hombre de negro. Su voz sonó
agresiva y fría:
—Y fracasó, Blackman... o Todten, como quiera que le llame... —rió Blake, entre
dientes.
—¿Fracasé? —sonó burlona la risa suave del misterioso personaje, al erguirse—. ¿De
qué habla? Mire allí. Son ellas, ¡Mi obra! ¡Mis hermosas criaturas!...
Peter Blake se volvió, con un nuevo y más profundo escalofrío. Se encaró al viviente
horror que ya conocía.
Ellas...
—No, amigo, Usted, pese a todo, fracasó. Fue víctima de su propia obra... ¡Ya no es el
caballero Blackman o Todten, amo y señor de vampiros... sino OTRO VAMPIRO
MAS!
—Su cuello... Siempre llevó subido el cuello de su macferlán... pero no tanto como
ahora... ¡Quiso dominar a las hembras-vampiro, y ellas le dominaron a usted,
haciéndole suyo! Sólo que es el único varón no-muerto y aún las controla... Ha ganado
una horrible vida eterna, pero ha perdido la vida material, su condición humana, sus
apetencias de dominio y de poder... ¡Ahora Blackman, yo soy aquí el más fuerte,
puesto que soy, de todos ustedes, carroña miserable de la tumba, EL UNICO SER
HUMANO QUE VIVE REALMENTE!...
Y agitó su cruz, la enarboló con fuerza, acercándose a Blackman, que retrocedió
aullando, tapando sus ojos de aquel destello cegador y terrible que le hería como una
brasa mortífera.
—¡A mí, mis doncellas! —aulló—. ¡A mí! ¡Salvadme de esa maldita forma
llameante...!
Las mujeres-vampiro se movieron, rodeando a Blake. Este, resuelto, aferró ahora con
la misma mano que sujetaba la lámpara de petróleo, una de las estacas afiladas. Dejó
la luz en alto, en una hornacina adonde no podían llegar los brazos de las hembras
endemoniadas... y sin piedad alguna, hincó la astillada madera en el pecho de
Blackman, como un estilete...
Su chillido terrorífico conmovió los ámbitos del corredor. Manos frías y sedosas, de
mujeres de ultratumba, se cerraron, engarfiadas, sobre la piel sudorosa de Peter, Este
se revolvió con un rugido, buscó otra estaca afilada, sujetando la cruz ante ellas. Las
doncellas se echaron atrás, despavoridas, retorciéndose presa de un dolor
indescriptible...
Y ante su mirada alucinada, las estacas de las tres doncellas Todten, aparecieron
hincadas solamente en grisáceas, momificadas formas que se deshacían, como polvo
mortal, entre jirones de viejas y podridas telas... Putrefactos rostros, entre cabello
lacio y gris, mostraron al fin la paz del reposo que ya nunca sería alterado...
Y Peter Blake se sintió tranquilo. Profunda, tremendamente tranquilo en su
conciencia, por haber contribuido a que unos seres volvieran al polvo de donde les
hizo regresar una maldición siniestra...
FINAL
El Murciélago Rojo quedó atrás.
Cerrado, precintadas sus puertas por la ley, desde el arresto de Lukas Eyssen,
acusado de asesinato, Desolado, como una ruina más en un lugar triste y neblinoso,
que iba quedando también atrás para ellos.
—No, querida. Nunca recordaré esto con agrado. Sólo lamento que Tania quede
sepultada aquí... Tal vez hubiéramos sido felices, pero las cosas sucedieron de otro
modo... y el destino te puso en mi camino, quizás como una compensación
maravillosa. Marsha, por mi culpa debes renunciar tú a tu herencia. ¿Crees que eso es
justo, también?
—Dorian Manor y el viejo Saxon... —se estremeció ella—. Estoy segura de que él será
feliz allí, viviendo hasta el fin de sus días. Después, ya veremos lo que hacemos con
todo eso. Ahora, sólo quiero llegar a Londres cuanto antes... y olvidar todos esos
horrores, Peter.
—Sí. Olvidar... Es una hermosa palabra ahora, Marsha — oprimió su mano
dulcemente—, Olvidar todo lo que hemos vivido...
En la distancia, silbó una locomotora, y el cochero Watkins azuzó a los caballos del
carruaje, acelerando la carrera hacia la estación.
—El correo de Londres está llegando, señores —informó el viejo cochero—. Si no nos
apresuramos, lo perderían ustedes...
—No, por Dios — suplicó Peter—. No pierda ese tren por nada del mundo,
Watkins...
—Por nada del mundo —confirmó ella—. Junto a ti seré feliz... en cualquier lugar
que esté lo bastante lejos de Hardsfield, Peter querido...
—Nos sobrará tiempo, señor Blake —dijo—. Van a poder emprender su viaje de luna
de miel en ese tren, Palabra del viejo Watkins... FIN