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Garland Curtis - Seleccion Terror 083 - La Cripta

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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS

EN ESTA COLECCIÓN

78 – Pueblo de endemoniados, Curtis Garland.

79 – El pozo de los horrores, Clark Carrados.

80 – Los Exorcistas, Curtis Garland.

81 – El castillo de los jorobados, Ada Coretti.

82 – La leyenda negra, Burton Hare.


CURTIS GARLAND

LA CRIPTA
Colección SELECCIÓN TERROR n.º 83

Publicación semanal

Aparece los MARTES

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO

ISBN 84-02-02506-4

Depósito legal: B. 31.146 - 1974

Impreso en España - Printed in Spain.

1ª edición: setiembre, 1974

© Curtis Garland - 1974

texto
© Desilo - 1974

cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta


novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente
de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con
personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple
coincidencia.

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva 2 – Barcelona – 1974


«Hay momentos en que, aun para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste
Humanidad, puede cobrar la apariencia del infierno, pero la imaginación del hombre no es
capaz de explorar con impunidad rodas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores
sepulcrales no puede considerarse totalmente imaginaria, pero como los Demonios en cuya
compañía Afrasiab realizó su viaje por el Oxus, deben dormir, o nos devorarán. Debemos
permitirles el sueño, o pereceremos.»

Edgar Allan Poe.

El entierro prematuro.
PROLOGO

Había sido un invierno particularmente seco. Quizá demasiado, para tan húmedas
regiones.

Cierto que abundaron las neblinas y los ciclos nublados, pero raramente llegó a
llover, al menos durante los dos últimos meses. Y eso, en una región como aquélla,
no era normal, ni mucho menos.

Por ello, no sorprendió a nadie en demasía que, bruscamente, cambiara de modo


radical la decoración. Y, confirmando los últimos boletines meteorológicos,
transmitidos por radio y televisión, las lluvias hicieran su aparición en toda la zona
norte de Inglaterra.

Todos sabían entonces cómo acostumbraba a llover en aquellos sitios. Cuando


menos, todos los naturales de la región. No así los forasteros que, habitualmente, se
sorprendían de las inclemencias locales. Pero cuando eso sucedía, ya era tarde para
rectificar, y se Veían obligados a arrostrar las consecuencias de su inexperiencia
climatológica.

Cuando el torrente de agua comenzó a desprenderse de un cielo negro, espeso y


torvo, y el centelleo de las descargas eléctricas desgarró las nubes, lanzando como
una feroz catapulta el bramido de sus estallidos contra la tierra, fue como si el mismo
infierno se desencadenase sobre la región de Durham y Newcastle.

El diluvio se hizo torrencial, y la magnitud de la tormenta cobró caracteres casi


apocalípticos, en especial para quienes no estuvieran demasiado habituados a residir
en aquella parte del país.

Lógicamente, muchas personas fueron sorprendidas fuera de casas, en el


cumplimiento de sus labores profesionales, en desplazamientos o viajes, movidos por
diversas circunstancias, favorables o no, e incluso por simple placer de excursionista.

Todos ellos sufrieron las molestas consecuencias de un temporal semejante. Pero eso,
sucede muchas veces, y en cualquier lugar del mundo.

Lo que no siempre sucede, es que un grupo de personas que jamás se vieron entre sí,
coincidan en un mismo refugio, intentando huir de la furia del temporal. Y lo que,
por fortuna, sucede menos aún, es que esas personas, agrupadas por una simple y
trivial jugarreta del Destino, se encuentren con un refugio particularmente incómodo
y extraño, como había de suceder aquel fin de semana, en plena furia de los
elementos desatados, en las proximidades de Durham, junto a la carretera de
Newcastle.

Un refugio tan inquietante como todo lo que les rodeaba. O quizá más.

Y, sin duda alguna, mucho más inquietante de lo que jamás pensaron ellos encontrar.
Pero era un edificio, poseía un techo, y además fue el primero que vieron todos ellos.

Quizá por eso, incluso lo acogieron en general con alivio, pese a su carácter nada
confortante ni alentador. Quizá por la misma virulencia con que el agua azotaba la
región, y por la peligrosidad de seguir deambulando bajo las descargas eléctricas,
todos ellos, sin excepción, aceptaron el refugio que se les ofrecía.

A fin de cuentas, vivían en una época donde cierta clase de terrores habían sido ya
burlonamente rechazados, y en la que las gentes temen más a los peligros materiales,
de su propio tiempo, como el cáncer, el infarto, la contaminación o el choque en
carretera, por no hablar de la guerra o del terrorismo, que a los temores inconcretos e
intangibles de un hipotético «más allá.

Así que, a fin de cuentas, huyendo de los rigores de la tormenta que sacudía la región
norte de Inglaterra… ¿quién iba a hacer ascos a un edificio cuya puerta abierta les
ofrecía refugio contra todo ello?

¿Quién vacilaría en cruzar aquella puerta de hierro, oscilante e invitadora, para


sentirse confortablemente acogido, bajo un techo, entre unos muros» aguardando a
que pasara la furia de la tormenta?

Ciertamente, nadie rechazó la invitación casual.

Ni siquiera cuando, ames de cruzar el umbral del singular edificio, levantado entre
los rígidos árboles, supieron que se trataba de aquella clase de edificio. Era un
panteón funerario.
PRIMERA PARTE
EL ANFITRION
CAPÍTULO PRIMERO

Estaban asustadas.

Las dos se sentían terriblemente asustadas, para ser exactos.

Se miraron entre sí, con un mutuo estremecimiento. Aunque eran de idéntico sexo,
encontraron cierto cálido alivio en apretujarse la una a la otra, en un abrazo trémulo
y excitado. Incluso llegaron a sentirse más fuertes y capaces.

En aquel momento, poco les hubiera importado encontrarse abrazadas cada una de
ellas al galán de sus sueños. El miedo era demasiado grande para que pudiesen
pensar en tales banalidades. Sus ilusiones de jovencitas, habíanse eclipsado
bruscamente, para dar paso a un auténtico terror que dominaba todos sus impulsos.

Un terror justificado. Un terror que sólo ellas entendían.

—Es preciso. Gail… —musitó una de ellas en un hilo de voz—. Tenemos que
hacerlo…

—No, no… —gimió la muchacha, con angustia—. Si se enterase… Signos diera


alcance…, ¿qué sucedería Maggie?

—No lo sé. Pero cualquier cosa es mejor que esto

—murmuró Maggie con un temblor ostensible en sus labios carnosos, que pareció
trasladarse a todo su cuerpo, joven y opulento, con el que parecía preocupada en
proteger ardientemente el cuerpo más esbelto y menudo de la atemorizada Gail.

—Estoy… estoy muy asustada. Maggie.

—Claro. También yo —confesó la morena y rotunda Maggie, con un jadeo. Miró en


torno, muy abiertos sus oscuros ojos centelleantes—. Pero hemos de vencer el miedo.
No lograremos nada, si nos dejamos dominar por él. Ahora, menos que nunca, Gail.
Es preciso salir de aquí como sea. Y ahora mismo.

—¿Crees que será posible? ¿Iremos muy lejos? —dudó Gail, estremecida, apretando
temblorosamente las carnosidades de la que estaba representando en estos
momentos el papel de protectora o hermana mayor.

—No sé nada. Pero, cuando menos, vamos a intentarlo. Eso es mejor que nada,
compréndelo. Hay que arriesgarse. Jugárselo todo a una sola carta, Gail.
—¿Has pensado en lo que puede sucedemos? —dudó Gail.

—Por supuesto —rió burlonamente Maggie, tratando de dominar sus temores—. Lo


he pensado muy bien, y estoy firmemente decidida. Creo que vale más correr toda
ciase de riesgos, a continuar aquí, en la forma en que estamos. Gail.

—Si tú lo dices…

—Pero ¿qué te pasa? —se soliviantó bruscamente Maggie, pegando su rostro al de su


compañera, con gesto enérgico, como tratando de inculcarle la misma combatividad
y decisión que ella sentía dentro de sí en aquellos momentos—. ¿Es que ahora vas a
volverte atrás? ¿Vas a renunciar a la lucha por la libertad, acaso por nuestra propia
vida? —No, no es eso… —Gail se estremeció, mirando en torno, a la oscuridad de la
tarde sombría, cargada de densos nubarrones, presagiando acaso lluvia y tormenta.
Luego, oprimió un brazo de Maggie, con dedos temblorosos, inseguros—. Es que me
pregunto si será posible alcanzar lo que buscamos, si podremos… huir para siempre
de aquí, Maggie.

—Para siempre, si. Estoy segura.

—No es fácil burlar a la señora Pilgrim…

—Nadie es fácil de burlar, cuando no quiere ser burlado. Pero siempre se ha


intentado.

En una prisión o en un lugar como éste, Gail. No siempre se ha conseguido, es bien


cierto. Pero date cuenta de que esta vez, todo nos favorece. Es el fin de semana, la
señora Pilgrim se ha ausentado y no volverá hasta mañana por la noche, sábado. En
ese momento, podemos estar muy lejos del colegio, en especial si la suerte nos ayuda
un poco. Y entonces, ni la señora Pilgrim ni nadie lograrán damos alcance, puedes
estar bien segura.

Lentamente, su propia confianza parecía ir contagiando a su joven y frágil amiga. El


firme abrazo de la más recia y vital de ambas muchachas, se hizo aún más apretado,
como el esfuerzo del atleta que vence la última resistencia de un enemigo
virtualmente entregado ya.

Gail miró de nuevo en derredor, clavó sus ojos en el cielo, donde una especie de
zigzagueante luz lívida restallaba lejana entre los nubarrones, y terminó inclinando
la cabeza rubia sobre el sólido, macizo y robusto pecho de su amiga, confesando
entre dientes:

—Sí. Maggie. Lo haremos. Cualquiera cosa será mejor que seguir aquí, en poder de la
señora Pilgrim, en este reformatorio terrible… ¡Nos evadiremos esta misma noche!
Los ojos oscuros de la exuberante muchacha, centellearon. La boca carnosa de
Maggie dibujó una sonrisa complacida. Besó a su amiga y murmuró:

—Perfecto, Gail. Es lo que quería yo que comprendieras… Estoy segura de que


escaparemos lejos, muy lejos de aquí… Donde el Gobierno, la ley, la señora Pilgrim y
sus odiosos esbirros… nunca nos alcancen. Nunca, Gail querida…

Y, realmente, oyendo hablar a Maggie, parecía que el audaz intento de las dos
adolescentes internadas en el Reformatorio Juvenil Femenino de Durham, era la cosa
más fácil del mundo.

A pesar de la siniestra aureola que rodeaba al establecimiento, y a pesar del odio que
la sola mención de la señora Pilgrim producía, no sólo entre sus obligadas pupilas,
sino en la vecindad toda de Durham, donde era bien conocida su crueldad y la
rigidez de sus métodos de reforma moral y social, aplicados a las desdichadas
jóvenes que caían en sus manos, entregadas por el juez correspondiente.

Como un presagio de que no todo iba a ser apacible en aquella evasión, en la


distancia tamborileó el trueno. Y empezaron a caer los primeros y gruesos goterones
de lluvia… Pero eso, evidentemente, no alteró en nada el ánimo de las dos
muchachas.

***

—¿Está seguro de que es lo mejor para su esposa?

—Estoy convencido de ello, doctor Hawkins.

—Yo no lo afirmaría tan rotundamente, señor Forrest. La salud de su esposa no es


demasiado firme.

—Lo sé.

—Un viaje puede perturbarla más aún.

—No lo creo. Siempre le gustó viajar. Pamela nació en un buque, en pleno océano.
Creo que eso influyó en sus gustos.

—No discuto lo que le guste o deje de gustar a la señora Forrest, sino la conveniencia
actual de un viaje. Sería preferible esperar unos días y…
—Doctor Hawkins, no trato de desmerecer su eficiencia profesional, pero permítame
recordarle que esta es una pequeña población, usted es un médico que no se ha
especializado precisamente en enfermedades mentales, sino que se limita a ejercer la
medicina general en esta localidad, y lo que yo necesito para mi esposa es un
neurólogo o, tal vez, un psiquiatra, a la mayor brevedad posible.

—Entiendo muy bien sus palabras, señor Forrest —el tono del médico fue ahora seco,
incisivo casi. Se irguió, con altivez—. Soy un simple médico de pueblo, y usted busca
a alguien más importante. Un especialista de ciudad, por ejemplo.

—No he pretendido decir eso, doctor…

—Pero lo iba dicho. Bien, señor Forrest. No tengo nada que objetar a sus deseos, pero
le advertí ya sobre la inconveniencia de someter a viajes molestos a su esposa, en las
actuales circunstancias. Si usted insiste en lo contrario, es su responsabilidad. Pero
piense que la noche se muestra tormentosa, no me sorprendería que cayera agua a
raudales, y las carreteras de la región se ponen entonces casi intransitables.

—No se preocupe. Para cuando eso suceda, ya estaré lo bastante lejos de aquí —
resopló el esposo de la enferma, acompañándole a la puerta con expresión huraña.

El medien se limitó a inclinar la cabeza, abandonando la estancia con disgusto, tras


una última ojeada de preocupación hacia el lecho ocupado por la paciente, el limpio
y confortable hotel provinciano.

Tras marcharse el doctor Hawkins de la habitación, Forrest regresó pensativo hasta el


lecho de su esposa. Contempló el rostro de ella, pálido e inmóvil, con los párpados
cerrados, la respiración lenta y profunda…

—Vamos, Pamela —dijo glacialmente—. Hay que continuar viaje. Tú lo sabes.

Ella proseguía inmóvil, profundamente sumida en aquella especie de sopor del que
el doctor Hawkins tampoco había logrado extraerla. Sin embargo, su marido no
parecía preocupado por ello. Ni tampoco dispuesto a respetar el reposo de la
hermosa dama rubia, pálida y exánime.

Se inclinó hacia su esposa. Apoyó lentamente las yemas de los dedos en las sienes de
Pamela. Empezó a dar unas fricciones pausadas, intensas, que hacían vibrar
extrañamente los dedos del hombre. Su mirada oscura, fría e intensa, se clavaba, casi
dolorosamente, en los bajados párpados de ella.

Pamela se agitó, incómoda, en el lecho. Una rara inquietud agitó su respiración


también. Y las manos se agarrotaron sobre el embozo, como si en sueños empezase a
sufrir una alteración ostensible, acaso una pesadilla provocada por la misteriosa
manipulación de su marido.

—Escucha, Pamela —habló lentamente Forrest, con rara entonación de voz—.


Escucha mi voz y entiende cuanto te diga… Escucha esto, Pamela. Dime si me
escuchas. ¿Me oyes? Responde. ¡Responde, es una orden!

Pamela se movió inquieta, febril. Una leve transpiración hacia brillar la cérea piel de
su rostro. Tembló violentamente. Sus labios también temblaban. Luego, se
despegaron dificultosamente. Una voz apagada, trémula, sonó en el silencio de la
alcoba de hotel:

—Te… te escucho… Te escucho…

Forrest entornó los ojos. Había algo maligno en aquella forma de mirar a la mujer
que llevaba su apellido y una alianza de oro gemela a la suya propia.

—Bien… Escucha, Pamela. Y no te equivoques. No cometas errores. No olvides nada.


Es importante. Muy importante… para mí.

Las palabras eran vertidas implacablemente en los oídos y entendimiento de la


infortunada mujer, que parecía sufrir violentamente, sometida a aquella presión de
su esposo, en el trance en que se hallaba.

Pero Forrest, inexorable, continuó duramente:

—Pamela, necesito tu dinero. Necesito ser libre. Es otra mujer la que deseo y con
quien voy a unirme. Tú me estorbas, ¿lo entiendes? Me estorbas, y deseo verte
muerta. Muerta, ¿has entendido? Repítelo tú misma si entendiste. ¡Repítelo!

—Sí… Muer…ta…

Era una dócil repetición, casi patética, con una voz débil y sin voluntad, brotando de
aquel cuerpo virtualmente inconsciente, incapaz de reacción propia de ninguna
especie. Era un hermoso y triste muñeco, accionado por una sutil, malévola voluntad
infinitamente superior a la suya, y que mantenía a su víctima dominada, poseída por
su singular poder mental al servicio, sin duda, de una idea perversa y oscura.

—Bien, veo que lo entiendes perfectamente, querida —hubo una mueca sardónica en
los labios de Forrest, que dejó asomar los blancos, cuidados dientes de éste, en gélida
sonrisa de insidia—. Ahora, escucha esto: debes morir para serme útil. Morir por ti
misma, claro está. Matarte yo, sería un grave error, porque un homicidio me
presentaría como primera sospechosa, ya que heredo toda tu fortuna… y ésta es
demasiado grande para no justificar un crimen. La gente sabe que no te amo
demasiado. Saben algunos, o creen saber, que Sybil sí goza de mis preferencias… y
ella me otorga las suyas, aunque con la condición de ser libre y unirme a ella en
matrimonio. Lo haré. Pero con tu dinero, preciosa. Para eso necesito deshacerme de ti
inteligentemente. Ahora, un médico sabe que te encuentras enferma. Sabe que has de
viajar con tu esposo en malas condiciones. Moralmente, me acusarán de
responsabilidad en tu muerte, por obligarte a viajar. Pero sólo eso. El suicidio será sin
lugar a dudas. ¿Lo entiendes, cariño? El suicidio, he dicho. Suicidio… Sí, cariño. Vas
a matarte tú. Y de modo claro, ante testigos incluso. Te matarás delante de testigos
que lo confirmen luego. Bien, Pamela. No lo olvides. Yo te diré, en la próxima sesión,
cuándo y cómo debes matarte. Responde si entendiste bien. ¡Responde!

—Entendí… bien. Debo… matarme… Me… me mataré… delante de testigos…


cuando tú lo digas…

Forrest sonrió más ampliamente, con expresión maligna. Se incorporó, pasando sus
dedos por las sienes y frente de la dama dormida.

—Está bien. Olvídalo todo ahora. Olvídalo cuando despiertes… para recordarlo
solamente cuando yo te lo diga, Pamela. Descansa. Descansa tranquila… Nos iremos
pronto de aquí, no lo dudes. Al lugar ideal para matarte… Ahora, olvida. Olvida…
Reposa.

Se puso en pie. Miró fríamente a la durmiente. Los ojos centelleaban, entre codiciosos
y astutos. Avanzó hasta la maleta abierta que reposaba sobre un mueble, y comenzó
a cerrarla con lentitud, reflexiva su expresión, como calculando de antemano los
resultados de su bien proyectado crimen. Un crimen que, a no dudar, podía resultar
perfecto cuando se llevase a cabo.

Y Austin Forrest planeaba llevarlo a cabo muy en breve. En aquel viaje, y justo
cuando tuviera los suficientes testigos para que la muerte aparentemente voluntaria
de Pamela, no dejase lugar a dudas.

Ello supondría para Austin Forrest, el esposo de poderes hipnóticos, no sólo la


impunidad en su crimen, sino una fortuna aproximada de medio millón de libras
esterlinas, que su rica esposa, de soltera Pamela Wesley, de los Wesley de Glasgow,
dejaría como herencia absoluta, a nombre de su esposo, y en ausencia de cualquier
hijo que pudiera compartir la saneada fortuna.

Medio millón de libras, era un buen precio para un crimen.

Un crimen que no tardaría en producirse. La araña había tendido ya sus pegajosas


redes. La mosca, indefensa, pronto sería fácil presa del cruel arácnido humano…
CAPÍTULO II

La mujer solitaria descendió del tren.

La pequeña estación provinciana aparecía desierta. Estaba comenzando a llover, la


noche era oscura, y soplaba un frío aire, húmedo y cortante, que arrastró por el
andén solitario unas hojas de diario, rasgadas y sucias.

Ella contempló fríamente el lugar, sosteniendo en su enguantada mano el maletín


negro, tan negro como aquellos guantes y como aquel traje ceñido que lucía bajo una
especie de abrigo-capa de enlutado tejido también.

El complemento del sombrerito negro, ajustado a sus oscuros cabellos, daba a la


dama el aspecto de llevar realmente luto por alguien. Su silueta alta, esbelta, se
recortó sobre el fondo de las luces de la estación y del faro delantero de la
locomotora, antes de que está arrancase, avanzando trepidante sobre las vías, al
reanudar la marcha.

La dama de negro echó a andar lentamente, agriado el vuelo de la negra capa corta.
Las piernas, enfundadas en medias de tono ahumado, hacían taconear los zapatos
charolados, sobre el largo andén desierto.

Las puertas de iluminados vidrios empañados, quedaron también atrás, junto con la
estación. Un apartadero inmediato diluía la claridad lechosa de un alto foco de la
estación, proyectando la sombra de los fardos en espera de ser cargados en algún
mercancías.

El nombre del pueblo era visible en el cartel de la estación:

SHELLEYGATE.

Shelleygate no era un lugar muy conocido, realmente. Hubiera sido difícil localizarlo
incluso en un mapa bien detallado de Inglaterra o de aquella región de Sunderland.

Sin embargo, tenía estación de ferrocarril, aunque poco importante y con escaso
tránsito de trenes y de viajeros. La mayoría de los ferrocarriles pasaban por allí sin
detenerse. Sólo los de cercanías hacían un breve alto en el lugar.
La dama enlutada fue el único viajero esa noche. Y tampoco parecía dirigirse a la
población misma de Shelleygate, situada a menos de media milla de la estación.

Por el contrario, su ruta tenía por destino la carretera secundaria que, paralela a la
estación, se alejaba de ésta, en diagonal a la del pueblo propiamente dicho, en medio
de una doble fila de altos y oscuros árboles frondosos.

—¿Coche, señora?

La dama de luto se detuvo en seco. No hubo brusquedad ni virulencia en su acción.


Era como si esperase algo así. Se limitó a alzar la cabeza y mirar hacia las sombras,
junto a una de las hileras de árboles.

Alzó los ojos. Descubrió el viejo automóvil negro, destartalado y amplio. El hombre
que se sentaba al volante, era delgado y pálido. Parecía realmente Cansado de todo.

—No voy a Shelleygate —dijo ella con voz fría.

—Yo tampoco —respondió el conductor.

—¿De veras? ¿Adónde va, entonces?

—A cualquier sitio que usted diga, señora. Pero no a Shelleygate. Lo tengo


prohibido.

—¿Prohibido? ¿Por qué? —la dama enlutada se aproximó calmosamente al coche de


alquiler grande y oscuro.

—Porque hay una exclusiva local, o algo parecido —masculló el chófer con disgusto.
Agitó una mano, expresivamente—. Nada particular, claro. Me da igual esa ruta que
otra cualquiera, pero… no quiero líos con los exclusivistas locales. Acostumbran a
estar protegidos por los caciques de cada lugar.

—Está bien. De todos modos, no voy a Shelleygate. De modo que su coche me sirve.

—Me alegro. ¿Adónde?

—A cualquier lugar… en la ruta hacia South Shields.

—¿South Shields? Hum, señora… Es la ruta menos agradable que existe en toda la
región.. Sólo que…

—¿Qué?
—Sólo que… está llena de cosas siniestras.

Se abrió la portezuela, negra y grande, con un chirrido áspero. Los tacones negros de
la mujer pisaron la alfombra del compartimento posterior. Crujieron los pliegues de
su negra ropa al sentarse.

—¿A qué llama usted «cosas siniestras»?

—A las viejas mansiones abandonadas, las abadías en ruinas, los descampados, los
yermos, los marjales… y los cementerios.

—¿Cementerios?

—Oh, sí. Proliferan por doquier. Siempre se ven tumbas, panteones, cruces,
Cipreses…

—En todas partes hay cementerios.

—Desde luego. Pero no como allí.

—¿Cuál es la diferencia entre unos cementerios y otros?

—Posiblemente el hecho de que sean cementerios… privados. Panteones


particulares, fosas de lujo, que antes fueron jardines o patios de fincas señoriales…
No sé. Me da cierta impresión desagradable saber que convivieron durante siglos
enteros muertos y vivos, separados sólo por una verja o una delgada tapia.

—Todos los cementerios son iguales —fue el comentario frío y desinteresado de la


dama—. No encierran más que una cosa: muerte.

—¿Muerte? —el chófer se encogió de hombros, poniendo en marcha el motor—.


Bueno, a veces, no toaos los sepultados están realmente muertos, señora.

—¿No? —las cejas se enarcaron sobre unos ojos oscuros y enigmáticos, fijos en el
rostro del rollizo chófer provinciano, reflejado en el retrovisor—. ¿Puede explicarme
eso?

—Desde luego, señora. Es fácil… Estamos precisamente en tierras a las que dieron
nombre los miembros de la familia más rica y poderosa de la región, durante
generaciones enteras. Me refiero a… a los Shelley.

—Shelleygate… —recordó ella, con lentitud. Apretó los labios delgados, fríos,
incoloros casi. Bajó los párpados. Sus pestañas eran largas, sedosas, oscuras—. Sí, es
cierto. ¿Tan poderosos eran?
—Auténticos señores de vidas y haciendas —confirmó el automovilista—. Pero,
además, sufrían una enfermedad propia de otros tiempos. Y heredada de sus
antepasados.

—¿Qué enfermedad?

—Catalepsia —dijo el chófer brevemente, mientras ya rodaba el negro coche de


alquiler.

—Catalepsia… Entiendo —bajó la cabeza la dama—. Parecían muertos…, pero no lo


estaban.

—No, no lo estaban. Eso se repitió varias veces. Y obligó a los Shelley a tomar
medidas.

—¿Medidas? ¿Qué medidas?

El coche rodaba rápidamente por la angosta carretera asfaltada, sinuosa. La lluvia


empezaba a ser más intensa, charolando en negro brillante el suelo.

—Una cripta —dijo el conductor—. Una cripta muy especial, señora…

En la distancia, tronó fuertemente, rebotando el sordo ruido sobre la capota del


vehículo. Un centelleo súbito y deslumbrante, siguió a ese ruido, y casi
inmediatamente restalló un trueno ensordecedor, ahora sobre sus cabezas.

El temporal estaba ya virtualmente encima. El coche rodaba rápido hacia South


Shields. Solamente se escuchó, dentro del coche negro, el comentario repetido del
conductor, ante el silencio de su viajera:

—Sí, señora… Una cripta muy especial, para decir la verdad…

Pero ante la decepción del conductor, la dama continuó en silencio. Solamente rugía
fuera del coche, la tormenta sobre Sunderland…

Y, de súbito, la mujer chilló:

—¡Pare! ¡Pare el coche! ¡Mire, mire ahí!…

***
El automóvil frenó en seco.

Chirriaron los frenos. Las llantas se deslizaron sobre el asfalto mojado, como los
patines de un campeón sobre el hielo. Corrió un largo trecho, deteniéndose
providencialmente, con el chorro de luz de sus blancos y grandes faros, clavado en la
forma inerte, tendida en plena ruta.

—¡Maldita sea…! —farfulló el chófer del coche grande y oscuro—. ¿Qué mil diablos
dejaron ahí tendido?

—Si no me equivoco… un hombre —fue la respuesta glacial de su extraña viajera.

El chófer enarcó las cejas. Se inclinó sobre el volante, apoyando sus manos en él, para
tratar de ver a través del parabrisas, empañado por la lluvia, la humedad y la
diferencia de temperatura. Clavó sus ojos en el suelo de la carretera.

—Un hombre… —jadeó—. ¿Muerto?

—Eso no puedo decírselo —replicó su viajera—. ¿Por qué no sale a averiguarlo?

—Infiernos, todas las cosas ocurren en noches así —se quejó el hombre, soltando en
voz baja una serie de interjecciones. El reflejo de los faros, sobre los trazos blancos de
unos troncos de árbol pintados de ese color para ser distinguidos en la noche, dio a
su nariz de beodo un tono de berenjena.

Abrió la portezuela del vehículo, asomando al exterior, bajo la gruesa y pesada


lluvia. En las proximidades, restalló el trueno, mientras centelleaba la chispa en las
alturas. El temporal estaba tan próximo, que retumbaba feroz sobre el propio coche.

—Y bien, ¿qué ocurre? —se impacientó la dama, en tanto la lluvia repiqueteaba sobre
el techo del vehículo y sobre el cuerpo del chófer—. Ese hombre… ¿qué le pasa
realmente?

—No está muerto, señora —manifestó el automovilista—. Pero sí herido…

—Herido… —ella abrió la puerta de atrás, resueltamente—. Veamos. Hay que


llevarlo a alguna parte.

—¿A South Shields?

—Adonde sea —afirmó ella, resuelta—. Vamos, si está vivo, sea cual sea su estado,
hay que trasladarlo en este coche. Dejarlo ahí, supondría la muerte para ese
infortunado. ¿Se le aprecian heridas?
—Alguna tiene. Veo sangre en su rostro, en sus manos, en sus ropas… —el chófer se
irguió decidido—. Deje que lo haga yo, señora. Parece alto y fuerte. Costará trabajo
moverlo. Pero si está malherido por algún accidente, corremos el riesgo de acelerar
su muerte.

—Cualquier cosa será mejor que dejarlo morir en la carretera, o arrollado por otro
vehículo que venga detrás —replicó ella—. Vamos, deprisa. Acabemos esto de una
vez.

—Sí, sí, señora, como usted diga…

El fornido chófer se inclinó sobre el cuerpo yacente en la ruta. La dama enlutada, sin
preocuparse del aguacero que empapaba rápidamente sus cabellos y su capa oscura,
se aproximó a su conductor, decidida. Miró al caído.

Como dijera el chófer, era un hombre alto y de recia figura. Joven, sin duda. Un
abrigo gris, ligero, deportivo, ofrecía manchas de barro y sangre en diversos puntos.
El cabello empapado, era oscuro y rebelde, tan negro con la lluvia, como el ala de un
cuervo. El rostro, enjuto y pálido, parecía el de un difunto.

—Tiene rasguños en la sien y la mejilla —señaló ella fríamente—. Espere que le


ayude a alzarlo.

—No, no, señora, no se moleste. Yo lo haré…

El chófer se interrumpió. Le costaba trabajo mover al caído. Sin embargo, la súbita


ayuda de la dama, allanó dificultades. No era nada débil su viajera, sino todo lo
contrario. Entre ambos, en perfectas condiciones, trasladaron al herido al interior del
coche, a su compartimento posterior. Lo tendieron cuan largo era sobre el asiento. El
agua corrió abundante sobre el tapizado.

—Yo subiré con usted en el asiento delantero —dijo ella—. Sigamos. Ese hombre creo
que necesita un médico.

—Sí, si, enseguida, señora… —farfulló el taxista, volviendo a su asiento entre sordas
imprecaciones emitidas entre dientes—. Por Dios que resulta raro todo esto…

—¿Raro? Siempre puede haber un accidentado en una carretera.

—Es posible, pero esta ruta es poco frecuentada a estas horas, y más desde que hay
obras de desvío a la altura de Shelley Manor… —se quejó el chófer.

—¿Shelley Manor? —repitió ella, con voz grave—. Le miró largamente, mientras se
acomodaba junto a ella—. Shelleygate… y ahora la residencia de los Shelley…
—Estamos pasando cerca de sus tierras, señora —el chófer, de súbito, se persignó—.
Y ese hombre accidentado… No sé, no lo entiendo…

—¿Qué es lo que no entiende?

—Que estuviera precisamente aquí, en esta curva…

—¿Le pasa algo especial a la curva?

—Es el inicio de las propiedades de los Shelley, a ese lado —señaló a su derecha, con
aire aprensivo—. Y no conozco a ese hombre. Es un desconocido, un forastero…

—También yo lo soy. ¿Eso significa algo raro?

—No, pero… ¿qué pudo pasarle, para yacer ahí, con manchas de sangre, perdido el
conocimiento?

El coche empezaba a arrancar, dificultosamente. La dama enlutada se inclinó


levemente sobre el respaldo del asiento delantero, mirando escrutadora el rostro
lívido e inmóvil del joven desconocido. Luego, pensativa, miró ante sí, hacía la ruta
batida por la lluvia, por la que el coche comenzaba a rodar nuevamente, con lentitud
inicial, para aumentar gradualmente la velocidad a medida que avanzaba por la cinta
de negro asfalto brillante.

Luego, de súbito, ya a plena marcha el vehículo, batiendo el agua en el parabrisas, la


cara apareció tras el vidrio, como algo sobrenatural, colgado de la nada.

Los ojos desorbitados bailotearon ante la mirada despavorida del chófer. La mujer
enlutada no hizo sino musitar algo entre dientes, y por un alucinante momento,
aquel rostro fantasmal, surgido en la noche, flotó pegado al vidrio, malignamente.

El coche se desvió de su ruta, sus neumáticos aullaron sobre el asfalto, en un largo


patinazo lateral, y el vehículo se fue de frente contra un tronco de árbol, estrellándose
en él brutalmente.

El estrépito de vidrios, de hierros retorcidos, se mezcló con el chillido de terror del


conductor, con un ronco gemido de su viajera enlutada… y con una rara, aguda,
hiriente risa llegada de la noche, de la oscuridad, de la lluvia y la tormenta, como
algo traído en alas de ésta, directamente del infierno.

El rostro espectral había desaparecido del parabrisas. Este era solamente un caos de
vidrios pulverizados, contra un tronco de árbol en la cuneta…
CAPÍTULO III

Las dos muchachas se detuvieron, espantadas, en medio de la arboleda.

—Dios mío, Maggie… Tengo miedo… Mucho miedo…

—Animo, Gail. Hay que seguir adelante.

—No sé… No sé si podré hacerlo…

—Vaya si lo harás. Ocurra lo que ocurra, lo harás. Nunca se vuelve atrás, Gail. Eso
significa el castigo, las represalias, la angustia, el dolor, el miedo… ¡-Hay que escapar
de una vez por todas!

—Escapar… Pero Maggie, ¿hacia dónde? —desalentada. Gail dejóse caer junto a uno
de los numerosos árboles de aquel bosque frondoso, sombrío, hostil. Los arbustos
habían rasgado despiadadamente su blusa, su falda, sus medias… Mostraba un
aspecto lamentable, con el uniforme severo del Reformatorio de Durham, convertido
en jirones sobre los muslos, los pechos y la espalda, dejando ver su pálida y tersa piel
de muchacha virginal—. No… no puedo más. Maggie, querida…

—¡Vamos, arriba! —gritó su amiga, exasperada—. ¿Estás loca acaso? Levántate de


ahí, y sigamos el camino, pase lo que pase. Esto es sólo una tormenta, un bosque, un
terreno abrupto… ¡y nada más! Volver, es algo peor. Infinitamente peor: es… el
látigo de la señora Pilgrim, es la celda de castigo, son las represalias… ¡el encierro!

La poderosa muchacha morena, levantó casi en vilo a su rubia amiga. También en


ella los ramajes hostiles habían hecho su obra despiadada. Por los rasgones de su
camisa, asomaban las prominencias de unos senos opulentos, como lo hacían por su
desgarrada falda la exuberancia de sus caderas y muslos. Pero ella resistía bien el
azote en los elementos adversos. Su moral no se resquebrajaba fácilmente.

—No, no… —sollozó Gail, agotada casi—. Es mejor esperar, reposar en cualquier
escondrijo del bosque…

—¿Y esperar a que salga el nuevo día? —Maggie soltó una risotada casi viril—. No,
querida. Amanecerá, el cansancio habrá hecho mella en nosotras, nos habremos
dormido profundamente, nos sorprenderán los hombres de la señora Pilgrim, los
policías de Durham… y su versión será la válida. Iremos derechas a la cárcel.
Luego… vuelta al reformatorio. Y a sufrir el castigo. Continuaremos huyendo, pase
lo que pase.
—Admiro tu valor, Maggie, pero me siento vencida, incapaz…

—Nadie es incapaz de nada que realmente desee hacer. Nadie está vencido hasta que
se ve morir. ¡Somos jóvenes, fuertes, dispuestas a ser libres! —la exigió Maggie—.
¡Adelante, Gail, siempre adelante, mientras quede algo de vida en nuestros cuerpos!

Lo había logrado al fin. Gail se decidió, irguiéndose. Dominó sus tambaleos. Se aferró
a su leal amiga. Y, resuelta, siguió adelante. Con paso firme, pero lento. Sin embargo,
la lluvia arreció.

Quizá para vencerla, para sobreponerse a toda adversidad. Poco más tarde también
corría Gail como un alma perseguida por el diablo. Y Maggie a su lado, tirando de
ella, como guía vigorosa, camino de ninguna parte…

***

—¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué nos detenemos?— —Lo lamento, señor. Ha
habido un desprendimiento de tierras. La vía está interrumpida en una ancha zona…

—¿Cómo? —se escandalizó Austin Forrest, incorporándose sobresaltado en el asiento


de primera clase—. Eso quiere decir que… que habrá demora en el viaje.

—¿Demora? —el interventor sacudió la cabeza enfáticamente, con aire triste y


apesadumbrado—. Algo peor que eso, señor, según me temo.

—¿Qué quiere decir?

—Tardaremos en pedir ayuda a la estación más próxima. Y también tardarán en


venir a buscamos si, como me temo, el temporal ofrece también problemas en el
sentido opuesto de la vía, a causa de ciertos desperfectos sufridos en la misma con
motivo de otro reciente temporal. Esta es mala zona cuando el tiempo se pone así,
señor. Es posible que llegue el nuevo día… y continuemos paralizados aquí, a la
espera de un tren de socorro.

—¡El nuevo día! —el asombro y la inquietud asomaron a los ojos de Forrest—,
Pero…, pero si son solamente las diez de la noche… Al menos tardará el nuevo día
otras diez horas en llegar…

—Con suerte, señor, estaremos en algún lugar habitado para el mediodía de mañana,
pero no antes.
—Eso es inconcebible. Presentaré una queja legal contra el ferrocarril, apelaré a los
Tribunales, si es preciso…

—Podrá hacer lo que guste cuando esté en una población, pero no antes de mañana,
señor. A mediodía —resopló el interventor, filosóficamente—. Créame: es mejor que
se arme de paciencia y espere.

—¡Esperar! ¡Mi esposa está enferma! ¿Se da cuenta?

El interventor miró a la dama envuelta en una manta de viaje de oscuro dibujo


escocés, en el rincón del compartimento. Hizo un gesto elocuente.

—Eso es doblemente penoso, señor. Pero es culpa suya que ella viaje en una noche
así, estando enferma. Haremos lo imposible todos; sólo que me temo que eso no sea
suficiente… Si quiere que atendamos a su señora mientras tanto…

—No, gracias —cortó acremente Forrest—. Es todo. Gracias, interventor. Retírese,


por favor.

En silencio, con una cortés inclinación de cabeza, se retiró el empleado ferroviario.

El tren continuaba paralizado en las vías, en aquella zona oscura e inhóspita de


Sunderland. Y, por lo que parecía, la situación iba a prolongarse durante bastantes
horas más, a menos que se produjese un milagro.

Un milagro en el que no creía en absoluto Austin Forrest, solitario viajero de aquel


compartimento de lujo, junto a su esposa Pamela.

—Precisamente ahora… —masculló con ira Forrest—. Solos aquí… Sin nadie cerca,
sin testigos… No, ésta no es la situación adecuada. No puedes morir, preciosa… Será
en otra ocasión. Más adelante. Pero el tiempo apremia. Ahora necesitamos salir de
aquí…

Se asomó a la ventanilla del vagón. La lluvia corría por el vidrio oscuro, como un
velo lloroso entre él y la negra noche. No era capaz de ver nada en el exterior. Sólo el
reflejo del foco delantero de la máquina, contra algún promontorio de la ruta, allá
adelante. Sombras fantasmales e inconcretas bailoteaban, más allá de la ventanilla,
incapaces de definirse.

—Maldita sea… —farfulló—. No se ve ninguna luz, ningún sitio habitado…

Se volvió a Pamela. Miró a su dormida esposa, indeciso. Se dijo que, después de


todo, con dinero habría medio de ir a alguna parte, aun en estas circunstancias.
Sunderland no era un desierto, aunque de noche y con temporal lo pareciese. Habría
vehículos, alguien en las proximidades, capaz de— trasladarles a alguna parte.
Cualquier cosa sería mejor que permanecer una noche y, quizá, un día entero, dentro
de aquel maldito tren.

Su poder mental sobre Pamela, tenía sus límites. Si dejaba pasar demasiado tiempo,
ella podría recuperarse, luchar contra sus órdenes… Era vital seguir teniéndola
sometida a su voluntad. Había medido bien su tiempo, las horas que era capaz de
sostener la situación actual de su esposa. Alargar ese trance, podía ser funesto. Acaso
Pamela se recuperaría, rechazando toda influencia ajena. O moriría, vencida por la
duración del estado en que se hallaba. Y su suerte no estaría nada clara.
Investigarían. Eso era lo último que Austin quería que sucediera. Cualquier
investigación, llegaría al descubrimiento de que él, y sólo él era beneficiario de la
muerte de su esposa.

—No, no —musitó—. Demasiado peligroso. Hay que salir de aquí, ir a alguna parte
antes de que llegue el nuevo día… Pamela se recuperaría en menos de diez o doce
horas, es evidente. Y perdería mi gran oportunidad. Yo no soy un genio de la
hipnosis, después de todo…

Resuelto, se incorporó en su asiento. Observó que en el exterior brillaba una tenue


luz no lejos del ferrocarril. Salió del compartimento, corrió a la plataforma, abrió la
portezuela, asomando al exterior.

Aquella luz se definió finalmente en la noche. Un sendero vecinal corría no lejos de la


vía, tras una hilera de árboles. La claridad oscilante venía de allí. Era un vulgar
carromato, el vehículo de un campesino, tirado por unos mulos cuyos lomos
brillaban como charol en la noche, empapados de lluvia.

Austin Forrest tuvo una súbita idea. Miró tras de sí, al compartimento donde Pamela
dormía su sueño artificioso, cada vez más peligroso si no se la sacaba de él
definitivamente, cosa que complicaría el plan de su marido.

Luego, decidido, salló al exterior. Hundió sus pies en el fango, corrió bajo la lluvia y
salvó la barrera de árboles, llegando junto al vehículo tirado por los mulos sometidos
al fuerte aguacero.

Un vigoroso campesino montaba en el pescante, y miró con curiosidad a Forrest,


dejando de hablar con uno de los empicados del ferrocarril.

—¿Se le ofrece algo, señor? —preguntó el hombre.

—Sí —asintió Austin con tono seco—. ¿Quiere ganarse veinte libras en sólo un par de
horas, amigo?
—¿Veinte libras? —los ojos brillaron, animados, en la ruda cara del campesino—,
Claro, señor. ¿Qué debo hacer para ello?

—Se lo diré enseguida…

***

—¿Y qué hacemos ahora, señora?

La pregunta del chófer era lastimosa. Ella le miró largamente, restañándose la sangre
que, débilmente, brotaba de su leve corte en la frente.

—No sé —dijo—. Supongo que buscar refugio en alguna parte.

—¿Refugio? ¿Aquí? —se horrorizó el hombre.

—Imagino que cualquier techo será bueno —declaró ella—. Llueve con fuerza. Me
temo que esto durará toda la noche. El coche está inutilizado, hay un herido con
nosotros… ¿Se le ocurre algo mejor?

—No, claro. Pero…

—Pero… ¿qué?

—No hay pueblo alguno cercano. Andar un par de millas bajo esa lluvia, no es nada
agradable. Ni siquiera seguro. Además, ese hombre necesita ayuda inmediata… —
Por supuesto. Si no hay pueblos… ¿existen caseríos, fincas de campo, establos o
graneros donde refugiarse? De momento, y hasta el nuevo día, eso sería suficiente. —
Existen edificios, techos sólidos, pero… —el hombre tragó saliva, amedrentado,
mirando en torno.

—Acabemos —habló la mujer enlutada, mirándole fijamente—. ¿Qué ocurre con


ellos?

—Son… son las tierras de los Shelley.

—Bien, ¿y qué?

—¿Pregunta usted eso, señora? ¿Recuerda lo que me hizo desviarme y chocar?

—Me pareció ver algo ante el parabrisas. Un… un rostro humano, quizá…
—Un rostro… ¿humano? —dudó el chófer, muy pálido, limpiándose de un manotazo
el agua que empapaba su rostro y sus cabellos—. Yo no diría eso, señora…

—¿Qué diría entonces?

—Que esa cara… surgió de la nada. No había nadie cerca del coche cuando
chocamos, ¿lo recuerda?

—Quizá se asustó, y escapó al vemos chocar.

—No, no. No hubo nunca nadie aquí. Esa cara que flotó en la noche… era la de un
espectro.

—¿Un espectro? —Enarcó sus cejas delgadas la enigmática mujer de luto, con sus
profundos ojos fijos en el chófer—. ¿Qué clase de espectro?

—Algún atormentado miembro de… de los Shelley.

—¿Por qué los Shelley, precisamente?

—Porque ahí… justamente ahí… —el brazo del taxista se dirigió recto hacia las
arboledas sombrías, al lado opuesto de la carretera—… Ahí está la hacienda maldita
de los Shelley, con sus leyendas de horror y de muerte…

—Vaya —suspiró la dama de luto, mirando en esa dirección—. Ya es algo… ¿Los


Shelley? Supongo que no todas sus propiedades serán simples ruinas sin techo…

—No… no —se persignó el chófer—. Está la vieja casa solariega… Y la capilla


abandonada. Y…

—Es suficiente. La casa o la capilla será nuestro refugio. ¡En marcha, pronto!

—Pero, señora, espere que le cuente lo que…

—¡Nada de nada! —cortó ella, tajante. Se dirigió hacia el coche incrustado en el


tronco de árbol—. Vamos, ayúdeme. Llevaremos a ese hombre con nosotros…

—Y… ¿Y qué haremos? —gimió, asustado, el conductor.

—Refugiarnos. Esperar que pase el temporal —sonrió ella fríamente—. Es mejor que
permanecer aquí toda la noche. No se hable más. Adelante, amigo… Por cierto. ¿Cuál
es su nombre?

—Curley, Curley Clyde, señora…


—Bien, Curley. Ayúdeme a llevar a este hombre. El también necesita refugio urgente.
Mi nombre es Baker. Señora Baker… Rachel Baker, para ser exactos…

—Bien, señora Baker. La ayudaré gustoso. Pero sería mejor no ir a esa casa solariega
de los Shelley, porque esos lugares están…

—¿Malditos? —rió extrañamente la dama—. Bien, desafiemos al diablo, en todo caso.


Es una noche adecuada para ello, a fin de cuentas. Pero para mí, el peor diablo es esta
tormenta, el frío, la intemperie. Sea como sea esa casa, no podrá ser peor que esto,
Curley.

—No… no esté usted segura de eso, señora —gimió el hombre.

—¡Curley!

—Está…, está bien —se apresuró a manifestar, iniciando la carga del herido—. Ya
voy, ya voy, señora Baker…

Momentos más tarde, cruzada la carretera bajo el aguacero, los relámpagos y los
sordos truenos, cada vez más potentes y ensordecedores, los dos ocupantes del
automóvil, con el tercer personaje entre sus brazos, se veían en pleno boscaje,
próximos a la oscura silueta de un viejo edificio sin luces, revelado por el centelleo
deslumbrante y lívido de los relámpagos.

—Esa… esa es la casa solariega de los Shelley… —musitó con supersticioso terror el
hombre llamado Curley Clyde.

La señora Baker no respondió. Siguieron aproximándose al sórdido edificio, bajo una


cortina de lluvia. Su paso, con la carga del herido, resultaba harto lento y dificultoso.

Estaban sólo a unas cuantas yardas del edificio, cuando una voz ahogada surgió de
labios del hombre inconsciente hasta entonces…

—Por favor… Déjenme… Trataré… tratare de ir por mi propio pie… hasta el lugar al
que ustedes me conducen…

De súbito, en la noche, restalló de nuevo la luz de un rayo, y le acompañó el fragor


horrible del trueno sobre sus cabezas.

Mezclado con ello, desde alguna parte en la oscuridad, llegó, repetido, el eco de la
diabólica risa escuchada antes, cuando el coche se estrelló, tras la visión alucinante
del rostro colgado en la oscuridad…
La señora Baker dejó caer suavemente al herido. Curley, por el contrario, chilló con
terror, soltando al que portaban, y se precipitó hacia la oscuridad, en fuga
desesperada.
CAPÍTULO IV

Maggie y Gail se detuvieron, con brusco sobresalto.

Un escalofrío sacudió la rotundidad física de la morena y más fuerte de ambas


muchachas. Quedóse mirando hacia las sombras inclementes de la noche, con
expresión de terror.

—Dios mío… —musitó, dilatados, sus oscuros ojos.

—Maggie… —jadeó Gail—. Maggie, ¿qué es lo que sucede? ¿Qué significa… esa
especie de carcajada que sonó cerca de nosotras?

—¿Carcajada? —Maggie hizo un vivo esfuerzo, girando su cabeza hacia la


compañera más débil y asustadiza. Luego, movió la misma en sentido negativo—.
¿Estás loca? No oí nada de eso. Sólo el viento, aullando entre la arboleda…

—Pero… tú misma pareciste asustada…

—¿Yo? Me asusta la idea de caminar mucho tiempo con este clima, bajo semejante
aguacero, y con rayos cayendo tan cerca, eso es todo. No hay nada que pueda
atemorizarme, después de abandonar aquella casa siniestra, Gail querida. Ni creo
que puedas asustarte tú tampoco por cosa alguna, tras lo que hemos vivido entre
aquellos muros.

—Bueno, yo… —Gail miró en torno, inquieta, temblorosa, con su carne estremecida,
bañada por el torrencial alud de agua que descendía sobre ellas, adhiriendo sus
desgarradas ropas al cuerpo—. Yo no sé ya qué pensar, Maggie… Casi daría la mitad
de mi vida por un lugar seco, cálido y confortable, bajo techo, fuese cual fuese, en
estos momentos…

—Pero no el hogar de la señora Pilgrim, ¿verdad?

—Cielos, no… Eso nunca —tembló la muchacha con pavor—. Sería capaz… de
torturarnos lentamente, hasta morir…

—Lo haría, bien segura estoy. Vamos, Gail!, adelante… —tomó de una mano a su
amiga, para darle ánimos a proseguir la fuga.

Súbitamente, centelleó sobre sus cabezas la descarga eléctrica, con tan virulencia y
proximidad, que Gail exhaló un chillido estridente, Maggie tuvo que abrazarla contra
sí, para alentarla y, a la vez, sentir aliento ella misma, y el bramido del trueno agitó a
ambas, sacudiéndolas como en un tremendo espasmo que, a su vez, agitó todo el
bosque en repentina convulsión.

A la claridad fugaz de aquel estallido flamígero descendido del cielo torvo y


sombrío, pudieron descubrir, muy cerca, la forma de algo: un edificio no menos
sombrío que la noche misma. Pero, cuando menos… era un edificio.

Y hacia él, desesperadamente, se encaminó ahora Maggie, roto en pedazos su valor


postrero, arrastrando consigo a Gail.

***

Era una vieja casa de dos plantas, sólida y amplia.

Sus muros mostraban las huellas del tiempo y el abandono. Era anterior a la época
victoriana, y toda ella tenía algo de gótico en la solemnidad de sus formas, pese a no
ser ninguna edificación excepcional.

En las ventanas, altas y desnudas, se descubría polvo y roturas que salpicaban el


oscuro fondo de los vidrios. Algunos postigos o contraventanas, se movían a
impulsos del viento o de las ráfagas de lluvia, golpeando lúgubremente sobre las
paredes o las vidrieras.

El porche de entrada mostraba huellas de total abandono, tanto en sus columnas


como en la resquebrajada techumbre, y hierbas silvestres crecían por doquier,
apoderándose implacablemente de la vicia casa.

La puerta de entrada aparecía medio abierta, con la hoja de recia madera golpeando
débilmente, a impulsos del temporal, el mareo de la abertura, sin encajar nunca
totalmente, quizá porque la cerradura colgaba, rota, fracturada, impidiendo su
pestillo coleado que pudiera ajustarse en ningún momento.

Quizá era el recuerdo de una fuga precipitada, o de un robo posterior al abandono.


O. cuando menos, de un allanamiento de morada, aprovechándose de su soledad
actual.

Rachel Baker contempló todo eso curiosamente, mientras ayudaba a caminar al


hombre vacilante, de elevada estatura, que se movía a su lado apoyado levemente en
ella. Los fulgores de los frecuentes relámpagos cercanos, iluminaban de modo
dantesco c inquietante toda la escena.
Ambos parecían fascinados igualmente en la contemplación del lugar, aunque el
hombre herido mostraba menos interés en ello, acaso preocupado por su propio
estado.

—¿Qué le parece si aprovechamos esa casa de fantasmas para refugiarnos? —indagó


ella, con rara serenidad en la voz, dadas las actuales circunstancias.

El hombre tuvo un leve encogimiento de hombros.

—Por mí, no hay inconveniente —manifestó con voz seca, algo débil—. Este lugar
puede ser tan bueno como otro cualquiera. Cuando menos, quizá conserve parte del
techo intacto. El suficiente para protegerse.

—Estamos de acuerdo, caballero —dijo ella fríamente—. Adelante, pues, ocurra lo


que ocurra…

—No creo que pueda suceder nada especial —parecía que se esforzaba él por darle a
su voz cierto tono de humorismo—. Creo que existen las casas embrujadas, pero no
los brujos.

Ella le miró de soslayo. La oscuridad, a excepción de los destellos de las chispas


eléctricas, era casi absoluta. Pese a ello, tenía tan cerca al hombre herido, ayudándole
a caminar despacio, que descubrió el brillo oscuro de unos ojos sombríos y
profundos, fijos en ella.

—Esperemos que sea así, al monos por esta vez —fue el único comentario de la dama
enlutada, al tiempo que empujaba la puerta con una mano firme.

Chirrió largamente la madera, deslizándose sobre un suelo polvoriento y oscuro. El


hombre herido hizo un esfuerzo, soltándose de ella y poniendo también la presión de
una de sus manos sobre la puerta, hasta que la hizo crujir con mayor fuerza, abriendo
mayor abertura. Entraron en el misterioso edificio con resolución. Luego, apenas lo
habían hecho, una fuerte corriente de aire les agitó, estremeciéndoles. Y la puerta
volvió a encajarse tras de ellos, sumiéndoles en tinieblas.

—Cielos… —susurró la dama, pareciendo inquieta por vez primera.

—¿Le ocurre algo? —indagó él.

—No, nada… —habló la señora Baker—. Sólo que… me sobresalté.

El regresó atrás, sintiéndose sus fuertes pisadas sobre el suelo de la casa. Abrió la
puerta de nuevo, tratando de encajarla de modo que quedase abierta, y dejara entrar
la claridad espasmódica de los relámpagos.
—Al menos, nos permitirá reconocer el terreno que pisamos —musitó el herido, con
voz que iba cobrando mayor energía por momentos.

No comentó ella nada, limitándose a mirar en derredor, tratando de habituar sus ojos
a aquella oscuridad profunda, que sólo se alteraba con los destellos de claridad lívida
del exterior.

Como imaginara, se hallaban en un amplio vestíbulo. Una escalera partía hacia lo


alto, amplia y señorial. Una lámpara de cristal colgaba del techo, sucia y medio rota,
con sus brazos colgando lamentablemente, un enorme espejo color caramelo, ofrecía
grietas por doquier, como si alguien se hubiera divertido en golpearlo
repetidamente. Miró a sus pies. Las raídas alfombras, fueron alguna vez de un rojo
espeso y acogedor. Ofrecían desgarrones y boquetes como mordeduras de ratas.
Ciertos leves ruidos, allá al fondo, le confirmaron la idea de que había roedores
abundantes en el abandonado edificio.

El hombre estaba probando la luz, de espaldas a ella. Manipuló varias veces la


misma estérilmente. No se encendió luz alguna en la casa. Cuando menos, no en
aquel vestíbulo.

—Era de suponer —comentó ella.

Él se volvió a mirarla.

—Sí, era de suponer —admitió—. Pero valía la pena probar, ¿no cree?

Ella meneó afirmativamente la cabeza. Estaba contemplando al desconocido.

Era alto, muy alto. Atlético, vigoroso. Parecía seguro de sí, ahora que se había
rehecho de su inicial estado en plena carretera. Las heridas, con sangre seca, entre sus
cabellos, en manos y rostro, seguían siendo un misterio. Y él no había hecho la menor
alusión todavía al mismo, para esclarecerlo.

Lo cierto es que ninguno había hablado aún de sí mismo. Lo importante era salvar
las inclemencias del tiempo. Y, a juzgar por las apariencias, algo habían logrado en
ese sentido, al poderse refugiar en la casa. Quizá después habría tiempo para todo.

El rostro del desconocido era pálido, anguloso y firme. Los ojos oscuros, revelaban
determinación y frialdad. Parecía inteligente y observador. Había algo inexplicable
en él, que inspiraba confianza. Pero también cierta inquietud o desasosiego, como si
no todo en él estuviera demasiado claro.
La miró él. No era fácil saber lo que pensaba. Pero Rachel Baker, cuando menos, no
podía reprochar nada en ese sentido. También ella era una mujer inexpresiva, glacial
y enigmática de expresión, pese a su indudable belleza, clásica y serena.

Los dos cruzaron sus miradas en silencio, a la claridad de los relámpagos. Luego, el
joven se reunió con ella, dando unos breves pasos.

—¿Nos adentramos en la casa? —se interesó él.

—Creo que podemos intentarlo, cuando menos —suspiró ella—. Si hay alguna sala
con un viejo y destartalado sofá… me quedaré en ella.

—Yo me conformo con una silla —jadeo el hombre—. Algún sitio donde reposar un
poco… y tratar de limpiar algo mis heridas.

—Sus heridas… ¿Qué le sucedió exactamente? ¿Ha sido víctima de un atropello,


señor…?

—Taylor. Zachary Taylor —explicó él brevemente. Luego, negó despacio—. No, no


ha sido ningún atropello, señorita…

—Mi nombre es Baker; Rachel Baker. Y soy señora —rectificó ella con cierta frialdad,
mientras iniciaba la marcha hacia el interior de la casa.

—Señora Baker, nadie me atropelló —dijo calmoso Zachary Taylor—. Sólo intentaron
asesinarme…

Avanzó, decidido, pasando junto a ella, sin más comentarios.

Rachel Baker le miró sorprendida, antes de seguirle decidida, hacia la amplia puerta
que, más allá del arranque de la escalera, conducía al interior de la planta baja.
Raídas, desbarradas y descoloridas cortinas, colgaban a ambos lados, completamente
inútiles va.

Repentinamente, él redujo la marcha de sus largos pasos. Y ella escuchó, con un


escalofrío, el comentario que partió de sus labios, a medio tono:

—No diga nada, no aparente advertir nada, señora, pero… hay unos ojos
mirándonos desde ahí dentro. Unos ojos humanos… uno de los cuales brilla
extrañamente…

Ella dominó su desasosiego, para intentar mirar disimuladamente al oscuro interior


de la casa misteriosa.
***

—Lo siento, señores. No seguiré adelante por todo el oro del mundo.

—Pero… ¿se ha vuelto loco? —Masculló con ira Austin Forrest—. ¿Qué podemos
hacer aquí, con semejante temporal, en estos momentos?

—No sé, señor. Eso es cuenta suya. Pero si quiere hacerme ir más adelante, perderá
su tiempo, créame.

—Cuando menos, podrá retroceder, ir a alguna otra parte que sea más de su gusto —
farfulló Forrest, encogido bajo el toldo del pescante de aquel carruaje tirado por los
dos mulos, obstinadamente parados en medio del sendero, bajo el torrente de agua.

—¿Retroceder? Claro que lo haré, señor. Pero no creo que sea de su gusto. Volveré
adonde está el tren, y me quedaré allí mismo, no lo dude, esperando que llegue el
día.

—¿Se ha vuelto realmente demente? —se exasperó Forrest—. Eso no tiene sentido…

—Lo que no tiene sentido es pensar que seguiré adelante. Ahí tiene a mis animales.
Ellos son muy listos. Saben que ésta es tierra del diablo, y que no se debe avanzar
más. Regreso, señor. Y por Dios que, con semejante noche, no vuelvo a aventurarme
en ninguna dirección donde no haya gente como usted y como yo.

—Eso es, precisamente, lo que busco: gente, lugares habitados. Le pagué para que me
llevara a algún sitio así, recuérdelo.

—Lo recuerdo todo muy bien, señor. Pero no hablamos de que anduvieran los
Shelley por medio.

—¿Los Shelley? ¿Quiénes son ésos?

—Los que moran esas tierras ante nosotros —se persignó el cochero—. Sus
cadáveres, mejor dicho. Porque todos o casi todos están muertos. Y sus almas
pertenecen al diablo. No, no me aventuraré por ese terreno, señor. Por nada del
mundo —Entonces, ¿por qué me trajo hacia él?

—Eso es lo que me asusta, señor. Yo no quería venir por aquí. El temporal es tan
fuerte que equivoque el sendero. Y eso no me había sucedido nunca. Quiere decir
que hay algo malo en este viaje, y no quiero continuarlo. Si desea regresar al tren,
regresemos. Es todo lo que pienso hacer.

—Maldito estúpido —se enfureció Austin Forrest— Pudo haber dicho todo eso antes
de llegar aquí. Mi esposa está enferma, ya lo ve. No quiero someterla a más
dificultades, dado su estado. Lo que ella necesita es estar en un sitio bajo techo, a
resguardo del temporal, y bien atendida… Un lugar donde haya gente, calor, luz…

—Gente, calor, luz… —el cochero meneó la cabeza—. Puede intentar encontrar algo
de eso en casa de los Shelley, pero no le aseguro que lo consiga.

—¿La casa de los Shelley? Creí oírle decir que sólo hay difuntos allí…

—En el cementerio de la familia —habló el cochero, con aire inquieto, señalando ante
ellos, a la oscuridad—. Pero algo más allá, a la izquierda, señor, se alza el viejo
edificio abandonado. Shelley Manor…

—¿Abandonado? —se irritó Forrest—. Difícilmente habrá quien nos atienda,


entonces.

—Oh, seguro que sí. Encontrarán, cuando menos, al viejo Van Eyck.

—¿Van Eyck? ¿Quién es?

—El hombre fiel de los Shelley, un viejo criado que prometió cuidar de las
propiedades cuando el último de los Shelley, Brian, desapareció, tras la muerte de
sus hermanos. Dicen que Brian Shelley enloqueció en alguna parte, y otros aseguran
que ha muerto en otro lugar, y su alma quiere reunirse con sus hermanos, en la cripta
familiar, pero eso son habladurías aunque a veces haya quien asegure haber oído sus
gemidos de dolor, deambulando por las propiedades de la familia, como un ánima
en pena… En fin, señor, no me gusta esa tierra ni su gente, estén vivos, muertos,
dementes o sanos. Pero supongo que el viejo Van Eyck atenderá, cuando menos, a su
pobre esposa. E incluso quizá les pro cure alojamiento relativamente confortable, al
menos hasta amanecer. O hasta que amaine esa maldita tormenta.

No añadió más. Ni se lo exigió Austin Forrest. Este, resueltamente, bajó del pescante,
tomó a Pamela en brazos, y comenzó a caminar hacia donde le señalaba el brazo del
cochero.

—Es allá, a cosa de cien yardas, señor —dijo—. Perdone que no me aventure ni una
yarda más. Mis mulos están tan asustados como yo. Los Shelley no son santo de
nuestra devoción.
—Maldito lugareño supersticioso… —refunfuñó Forrest con ira, cargando con su
mujer, camino de la oscura forma de la vieja casona—. Debería arrancarle el pellejo a
tiras y recuperar mi dinero…

Giró la cabeza cuando percibió el rodar del carruaje y el golpeteo de las patas de los
animales en el terreno encharcado. El vehículo se alejaba definitivamente, iluminado
por un destello cárdeno, violento, que también reveló las inquietantes formas de la
casa antigua de los Shelley.

Los Forrest llegaron unos momentos más tarde, empapados ambos de agua, al
oscuro porche de la casa. Dentro de ella, sonó en ese momento un femenino grito de
terror.
CAPÍTULO V

—No se asuste, por favor. No teman nada de mí…

—¿Quién… quién es usted?

—Mi nombre es Van Eyck. Roy Van Eyck.

—Eso dice bien poco.

—Les dirá algo más el saber que yo soy el sirviente de los Shelley. Su último y más
leal sirviente, señores…

Rachel Baker no repitió su instintivo grito de terror ante la súbita presencia


inesperada del hombre del ojo de vidrio.

Porque en realidad, eso era lo que había sucedido. El raro reflejo de un solitario ojo
en la sombra, no era sino el resultado de que la luz de los relámpagos, en la oscura
noche, se reflejase en aquel globo artificial de vidrio que el viejo sirviente tenía en vez
de su ojo izquierdo, vaciado por algún accidente o dolencia.

Ahora, a la claridad de la luz eléctrica, repentinamente encendida en la sala tapizada


y con los muros cubiertos de estanterías con viejos volúmenes polvorientos, el
personaje siniestro no era sino la figura canosa y encorvada de un hombre de edad
avanzada, de ropas oscuras y tristes, y de macilenta expresión cansada. Su mano
rugosa sostenía con firmeza el respaldo de una silla medio desvencijada, de rojo
tapizado carcomido mientras se inclinaba ante ellos en un frío saludo.

Zachary Taylor estudió largamente al hombre. Luego, miró de soslayo a Rachel


Baker, aproximándose a ella lentamente.

—En el vestíbulo no hay luz eléctrica —dijo, sin dejar de estudiar al sirviente.

—Oh, en gran parte de la casa ocurre igual —se lamentó él—. Esto está cada vez
peor. No se puede atender bien lo que se abandona, señor.

—¿Usted vive aquí?

—Sí, señor.

—¿Solo?
—Completamente solo, señor.

—¿Por qué? Parece abandonado por completo.

—Los Shelley lo abandonaron. Pero el señor Peter me rogó un día que, si algo
sucedía, no dejase nunca la vieja casa. Se lo prometí. Y una promesa… es siempre
una promesa.

—Hay veces en que no tiene objeto ser fiel a lo que se promete —señaló Taylor, seco
—. Si no hay nadie que habite aquí, no tiene sentido permanecer en la casa. —Es lo
que usted supone, señor. Pero yo debo continuar aquí. Esperando a que vuelva el
señor Brian…

—¿Brian?

—Él último de los Shelley. Dicen que enloqueció. Otros aseguran que ha muerto. Yo
confío en que vuelva alguna vez. Tengo que esperar su regreso.

—No creo que le guste su casa, si vuelve alguna vez —señaló Rachel Baker con
sequedad—. Esto ya no sirve, Van Eyck. Su tarea es inútil, amigo mío.

—La casa existe. Es lo que cuenta, señorita —sonrió el viejo criado, entornando su ojo
normal, lo que hizo más raro y maligno aquel otro inmóvil, fijo, vidrioso, carente por
completo de expresión—. La casa y… la cripta.

—¿La cripta? —Zachary le estudió, con renovado Interés.

—La cripta de los Shelley, señor —suspiró Van Eyck—. Está detrás de la casa. Esa sí
se conserva intacta, como el primer día. Es la más hermosa cripta del mundo. Paso
más tiempo en ella que en la casa.

—¿Cómo dice? —se estremeció él.

—No lo interprete mal, señor. Es una cripta diferente a todas, ya se lo dije. Se puede
vivir en ella. Se hizo con esa intención. La cuido, la conservo como el primer día… La
casa es diferente. No tengo ya fuerzas para limpiarla toda. Las ratas y el polvo me
vencen. Estoy viejo, algo enfermo, muy cansado… Por fortuna, aún tengo fuerzas
para cuidar de la cripta. Allí no hay polvo, ni ratas, ni abandono…

Zachary y la dama enlutada cambiaron una mirada repentina, aprensiva. Luego,


súbitamente, la voz sonó a sus espaldas con energía:

—¿Qué ocurre ahí? ¿Hay alguien en la casa? ¿Quién gritó antes?


Se volvieron con sobresalto. Van Eyck, sin emoción alguna, miró hacia la entrada.

Los Forrest estaban allí. Austin llevaba en sus brazos a su esposa inconsciente.
Chorreaba agua hasta el suelo.

—Bien venidos, señor —dijo apaciblemente Van Eyck, como si aquello fuera lo más
natural del mundo. Se inclinó, cortés—. Es como en los viejos tiempos… Muchos
invitados hay esta noche. No hay ningún Shelley para darles la bienvenida, pero yo
puedo hacerlo. Acomódense, por favor, en los muebles que lo permitan. Creo que
puedo servirles bebida. E incluso algo de alimentos que no han podido tocar las
ratas, malditas sean… Mientras haya luz en la casa, incluso podrán considerarse
como huéspedes en un lugar acogedor…

Como si sus palabras fuesen premonitorias, la luz osciló, a impulsos de una descarga
eléctrica exterior. El trueno rebotó sordamente en la noche, mientras la lámpara
eléctrica del salón recobraba su estabilidad y brillo iniciales.

—No sé quiénes son ustedes, pero me alivia encontrar personas vivas y normales —
resopló Austin Forrest, con tono de complacencia, dejando a su inconsciente esposa
en un sillón que crujió peligrosamente, pero soportó el peso—, Ella es mi mujer, y
está bastante enferma. Abandonamos un tren detenido por un desprendimiento de
tierras… y creo que fue peor el remedio que la enfermedad. La noche es realmente
horrible. —En una noche así, murieron los señores —murmuró inesperadamente Roy
Van Eyck con lucubre tono—. Pobre señor Peter, pobre señora Belinda… por fortuna,
en la cripta no se escuchan los truenos, ni entra la luz del relámpago o el ruido de la
lluvia…

Hablaba de los difuntos como si pudieran sentir las inclemencias del tiempo. Forrest
y Taylor cruzaron sus miradas, significativamente. Pero nadie comentó nada.

—Habló antes de bebida, de alimentos… —recordó de pronto Rachel Baker,


conservando la serenidad sorprendente de su voz y de su gesto—. Van Eyck, ¿de
veras puede ser nuestro anfitrión, aunque sólo sea por unas horas?

—Esté segura de ello, señorita —se inclinó, casi ceremonioso, como en una fiesta
social de sus enigmáticos patrones, los Shelley, en un pasado más brillante—. Seré su
mejor y más solícito anfitrión, puesto que la noche les ha traído hoy aquí, con su
inclemencia No se muevan,. por favor. Volveré enseguida…

Se ausentó, por una puerta del fondo. Arrastraba suave, pero desagradablemente,
sus pies calzados con zapatillas de fieltro provistas de suela de coma. Sus pasos se
perdieron en la distancia, en la lóbrega casona.
Zachary Taylor miró interesado a la señora Forrest. Parecía atraerle su rara palidez,
la tersura de su suave rostro, bajo el nimbo de rubios cabellos, ahora empapados por
la lluvia. Miró al hogar, sin leños ni lumbre, perdido entre el polvo de las estanterías
de viejos volúmenes.

—¿Qué le sucede exactamente a su esposa, señor? —se interesó.

—Es una rara dolencia tropical —se expresó Austin con vaguedad—. Hemos vivido
algunos años en África, y allí la contrajo. Está empeorando, y a veces le sucede esto.
Cuando vuelve en sí, sufre graves depresiones, crisis largas y difíciles… Me
preocupa mucho. Especialmente, esta noche. Sin médicos, sin un lugar adecuado
para ella…

—Lo comprendo muy bien —suspiró Taylor, asintiendo—. Es de esperar que pronto
pase lo peor de ese temporal… ¿Cree que recuperará el conocimiento en breve?

—Es posible. Dentro de una hora o dos… Su sopor es siempre prolongado, como una
total inconsciencia. Esperemos que todo vaya bien, señor.

Se presentaron mutuamente, con cortesía propia de una reunión social. Pero Zachary
Taylor hablaba con una especial sequedad ahora. Rachel Baker se dijo que parecía
poco propicio a sentir simpatía por el señor Forrest. O, cuando menos, era la
impresión que sacaba de su actitud instintiva para el recién llegado.

Momentos más tarde, tras otra brusca oscilación de la única lámpara encendida en el
salón-biblioteca, reapareció Van Eyck con una bandeja de plata, bruñida y pulcra,
que hacía fuerte contraste con la mugre y el abandono de la sala y del resto de la
casa.

Sobre ella, venía una botella de cristal tallado, conteniendo un líquido de suave color
rubí, cuatro copas del mismo cristal y talla, y una fuente con tapa igualmente de
plata, en la que sin duda había alimentos.

—Es cuanto pude reunir para ustedes —habló con apacible tono el raro sirviente—.
Pueden servirse vino y emparedados a su gusto, señores. Más tarde, quizá pueda
ofrecerles algo más.

—De momento es mucho más de lo que podíamos pedir —sonrió Taylor,


aproximándose a la bandeja.

Momentos después, las copas eran vaciadas. El vino resultó excelente, y los
emparedados, aunque con pan algo seco, resultaron apetitosos y confortantes para el
estómago.
Todos se habían acomodado en los asientos más adecuados, con aire expectante. La
señora Forrest se agitó débilmente, demostrando que comenzaba a volver en sí,
vigilada muy de cerca por su esposo. El sirviente retiró los servicios utilizados,
siempre silencioso y eficaz.

Rachel Baker se entretenía en revisar los volúmenes alineados en las estanterías. Tras
unos minutos de dedicarse a ello, se volvió de pronto a Taylor, con uno de los
polvorientos libros en la mano.

—Es raro —señaló.

—¿Raro? —Zachary acudió hacia ella—. ¿A qué se refiere?

—Estos libros… Todos los que 'he examinado, corresponden a un mismo tema… —
dejó el ejemplar en un estante, tomó otro de una estantería diferente, y mostró el
lomo a Taylor, tras quitarle el polvo con un soplo—. ¿Lo ve? Todos son iguales.
Resulta alucinante, ¿no cree?

Taylor leyó el título del libro: El mundo de los muertos. Enarcó las cejas y miró a la
dama de luto, pensativamente.

—¿En qué son iguales?

—En títulos y contenido. He hojeado varios: Más allá de la Muerte, Historias de


ultratumba, El difunto. Cementerio, Aquellos que murieron… y ahora. El Mundo de
los Muertos. Seguro que si buscamos más, seguirá la coincidencia.

—Fea coincidencia, diría yo —Taylor frunció el ceño, empezando a revisar otra


estantería con atención. Levó en voz alta—: Tumbas olvidadas, El féretro, Leyendas
de muerte… Cielos, qué horrible biblioteca. Aquí, todo parece realmente muerto,
señora Baker. Incluso ese hombre…

—¿Van Eyck? —ella enarcó las cejas—. Está bien vivo. Incluso nos ha servido vino y
emparedados, que es mucho, dada la situación.

—No digo que sea un espectro. Pero hay algo en él que recuerda todo esto: olvido,
abandonó, acaso un raro tufo de cementerio, un hedor de muerte…

—Quizá porque habla de la cripta y de los Shelley como de algo familiar, lleno de
vida y de normalidad —Rachel sacudió la cabeza, pensativa—. Curley, el chófer del
coche, me dijo que padecían de catalepsia los Shelley.

—Catalepsia… Es un mal de otros tiempos. Como algo escrito por Poe, diría yo.
—Pero existió ese mal. Los entierros prematuros producían sucesos escalofriantes.
Dicen que los Shelley vivían obsesionados por esa idea, por el miedo a la falsa
muerte aparente.

—Evidentemente, la muerte les obsesionaba en muchos aspectos —señaló Taylor a


los volúmenes—. No es raro que sus miembros muriesen… o se volvieran locos.

—Yo me pregunto cómo puede estar esta casa tan abandonada, tan vieja, tan
miserable… habiendo un hombre que la habite y cuide de ella —señaló de repente
Austin Forrest en voz alta.

—¿Por qué dice eso? —Rachel se volvió hacia Forrest, que permanecía inclinado
sobre su esposa, en tanto ésta entreabría lentamente los ojos, con aparente fatiga y
dificultad.

—Oh, por nada. Pero una casa habitada no se estropea tanto, no tiene tal aspecto
de… de abandono y olvido. El polvo, las ratas, la carcoma, la polilla… Demasiado,
para haber un hombre deambulando por aquí de vez en cuando.

—Quizá Van Eyck se pase tiempo sin pisar la casa —señaló Taylor—. Habló de… de
la cripta. Parece que ha sido contagiado del amor a las cosas muertas que sentían sus
amos. Sólo así se explica que un ser vivo elija como lugar habitual de residencia el
interior de un recinto funerario.

—Si creyera en los cuentos de terror, señor Taylor, ¿sabe qué diría yo?

—¿Qué, señor Forrest?

—Que ese hombre, Van Eyck… no existe. No vive. Que es sólo un muerto que anda.
Un ser salido de la tumba.

Como si esas palabras hubieran sido escuchadas por alguien, se captó de repente un
alarido de terror, agudo y vibrante, en alguna parte de la casa. Simultáneamente, se
apagaron las luces del salón, dejándoles sumidos en la total oscuridad.

Restalló sobre la casa un formidable estallido; un fulgor lívido, de color cárdeno,


penetró al parecer por los propios muros y el edificio, tras un temblor violento,
comenzó a desplomarse.
SEGUNDA PARTE
LOS SHELLEY
CAPÍTULO PRIMERO

El paroxismo del terror para Maggie y Gail, fue cuando, apenas alcanzado el porche
de la vieja casona, restalló en el cielo, sobre sus cabezas, la descarga eléctrica, y la
chispa fue a caer con brutal virulencia sobre el propio edificio.

Su doble chillido de angustia y horror, se mezcló con el bramido del impacto


eléctrico, con el destello de las luces eléctricas al estallar… y poco después se
ahogaba todo sonido en el caos producido por el rayo, mientras la casa comenzaba a
arder, con parte de sus muros ennegrecidos violentamente.

Las dos muchachas, lanzadas hacia atrás con fuerza por la onda explosiva del rayo,
salvaron afortunadamente sus vidas, al no ser heridas por la chispa. Las llamaradas
iluminaron repentinamente el lugar, con una claridad dantesca que, sin duda alguna,
contribuiría a la superstición popular, en torno a las tierras de los Shelley.

Maggie se incorporó, tambaleante, con sus oscuros ojos dilatados, sacando a su


amiga Gail de la amplia charca donde habían caído. Las dos adolescentes parecían
ahora enteramente sin ropas, ya que éstas, hechas jirones, se adherían, empapadas,
como una segunda piel sobre su cuerpo. Resultaba así aún más nítido el contraste
entre las curvas plenas de la morena Maggie y la esbeltez de la rubia muchacha
amiga suya.

Abrazadas ambas, ateridas, dominadas por el pavor, contemplaron alucinadas el


incendio que destruía la casa derruida por el rayo.

Y, para horror suyo, figuras vivientes comenzaron a abandonar el edificio en peligro,


como si la dantesca noche se animara de repente, en un aquelarre de figuras
imposibles.

—No, no puede ser… —musitó Massie retrocediendo—. Hay gente… Esa casa estaba
habitada, Gail.

—¡Huyamos entonces, Maggie! —Sollozó Gail—. Si nos ven, querrán capturamos,


entregamos de nuevo a la señora Pilgrim.

Dieron media vuelta, intentando alejarse a la carrera, al resplandor del incendio.

—¡Eh, vosotras! —tronó una potente voz, a espaldas de ellas—. ¡Deteneos!

Eso dio alas a sus pies. Las muchachas aceleraron su carrera. Pero empapadas cómo
iban, no podían moverse con demasiada agilidad. Un hombre, corriendo presuroso
tras ellas, las dio rápido alcance. Dos fuertes manos aferraron a las jóvenes,
haciéndolas volver el aterrado rostro hacia él.

—Esperad —jadeó Zachary Taylor—. Sois dos muchachas, dos adolescentes… ¿Qué
diablos hacéis por aquí, con las ropas en ese estado? ¿De dónde salís vosotras?

Miraron de cerca al hombre. Era joven y vigoroso. Inspiraba confianza. Pero estaban
demasiado asustadas para sincerarse. En vez de ello, mientras Gail sollozaba, Maggie
trató de justificarse:

—Mi… mi hermana y yo… estamos de viaje… El vehículo en que viajábamos con


nuestros padres… sufrió un accidente. Ellos fueron en busca de ayuda. Nos
asustamos con el temporal y nos alejamos de donde nos dejaron ellos… viniendo a
parar aquí… No conocemos esta región, señor…

—Está bien, muchachas. De todos modos, no podéis andar corriendo por ahí, con
semejante noche. Ved lo ocurrido a esa casa. Un rayo la ha destruido en parte. Es
peligroso deambular a la intemperie. Venid, buscaremos un refugio, todos reunidos.
También a nosotros nos ha sorprendido el temporal en pleno viaje. No tenéis nada
que temer, muchachas. Vamos ya, calmad esos nervios.

Las llevaba consigo, sin que ni Maggie ni Gail ofrecieran resistencia. Taylor resultaba
persuasivo y les inspiraba cierta confianza que, hasta ese momento, nadie había
obtenido de ellas.

Se reunieron con los Forrest y con Rachel Baker, que estudió intrigada a ambas
muchachas, cambiando luego una mirada interrogante con Zachary Taylor. Este no
comentó nada.

Agrupados junto a un muro que no era pasto de las llamas, todos esperaban algo,
por el campo, bajo el aguacero, corría «hacia ellos Van Eyck, el viejo criado,
arrastrando sus piernas con dificultad sobre los charcos. Parecía venir de una
depresión que el terreno formaba tras el edificio, y en la que sobresalía, a la luz del
incendio, una estructura sólida, posiblemente un edificio, de no muy amplias
dimensiones.

—Cielos, ha sido terrible… —jadeó el criado, muy pálido, al reunirse con ellos.
Contempló el incendio, con gesto patético—. La casa de los señores Shelley… pasto
del fuego. Bien, tal vez el señor lo haya querido así. Pero vengan, no pueden
quedarse a la intemperie ahora. La lluvia es muy fuerte, el viento es frío… y pueden
caer nuevas chispas eléctricas. Vengan conmigo, tienen que refugiarse bajo techado.

—¿Existe ese otro techo, Van Eyck? —dudó Taylor ceñudo.


—¿Si existe? Por supuesto, señor. Ahí mismo, en esa hondonada… en el cementerio
de los Shelley.

—¡El cementerio! —se erizaron los cabellos mojados de Maggie—. Dios mío, no…

—El cementerio… —repitió Taylor, más sereno. Miró al viejo criado—. ¿Es que se
refiere usted a…?

—Sí, señor. A la cripta de los Shelley.

***

La cripta.

Era mejor que nada. Pero no dejaba de ser incómodo. De producir desasosiego,
incluso en personas nada supersticiosas e impresionables, como parecían ser Rachel
Baker, Zachary Taylor y el propio Austin Forrest.

En cambio, Maggie, Gail, y la medio consciente señora Forrest, agrupadas a otro


lado, parecían angustiadas de hallarse en aquel recinto. A pesar de que, como dijera
el viejo sirviente, ni los truenos, ni la lluvia ni el viento eran audibles allí dentro, tras
los sólidos muros del recinto fúnebre.

Era una cripta singular, ciertamente. Taylor la estudió con curiosidad, recorriendo
pausado la forma circular del recinto. Los muros, extremadamente gruesos, les
separaban del exterior. La puerta de entrada quedaba a un nivel alto, sobre sus
cabezas. Una escalera descendía, con una verja partiéndola en dos, hasta el fondo de
la cripta propiamente dicha, dentro del señorial panteón de los Shelley.

En un lado, se alzaba una especie de altar con una losa de mármol blanco y una
inscripción en latín. El resto del muro circular, lo cubrían diversas tumbas, con
nombres de los Shelley y diversas fechas, desde 1850 hasta el presente. La fecha sobre
la inscripción en latín, era la de 1845, sin duda el año de su construcción.

La cripta tenía más de cien años. En ella, una docena larga de miembros de la familia
Shelley, habían recibido sepultura. Pero todo eso, con ser impresionante, no se salía
de lo habitual.

Los detalles extraños de la cripta estaban en otros aspectos. Por ejemplo, existía un
tercer nivel, un sobre-sótano, con luz eléctrica, lo mismo que la cripta toda,
procedente de lámparas con forma de candelabros. Allí había asientos, una mesa,
armarios empotrados, libros, e incluso… una cama individual.

—Van Eyck. ¿Usted… usted habita siempre aquí? —preguntó Taylor, curioso—. ¿Es
ése su alojamiento quizá?

—Sí, señor —asintió el criado con sencillez.

—Bueno, al menos no sale de una tumba para atender a los visitantes —resopló
Forrest, huraño—. Lo cierto es que lo pensé, al hablar de ello y caer justamente
entonces el rayo.

Van Eyck se volvió a él con una sonrisa que dejó ver sus dientes, amarillos y
desiguales. El único ojo vivo, brilló con algo muy parecido a la burla.

—Me halaga, señor —dijo—. Yo no soy quién para reposar junto a los Shelley. Sólo
cuido su última morada, como a ellos les gustaría que lo hiciese.

—Eh, ¿se han fijado en esto? —señaló de repente Austin Forrest, parándose ante una
de las lápidas murales—. Es la tumba de Belinda Shelley… Dice aquí: "…muerta la
noche del 27 de octubre de 1963…" ¿Se dan cuenta de la coincidencia?

—Veintisiete de octubre… —Taylor se miró su reloj calendario con curiosidad—. Es


precisamente hoy, Forrest…

Hubo un raro silencio. Se miraron todos entre sí, Gail se abrazó a Maggie con más
fuerza. La señora Forrest tuvo un atisbo de lucidez, y elevó la cabeza, abriendo un
poco sus claros ojos de aturdida mirada. Pero no dijo nada.

—Sí… Hoy hace diez años ya —asintió lentamente Van Eyck—, Diez años ya… Es
curioso que ustedes hayan tenido que reunirse aquí en semejante fecha… y que el
rayo haya destruido la vieja casa solariega.

—¿Curioso? ¿Por qué? —indagó fríamente Rachel Baker.

Se volvió hacia ella Van Eyck, con su único ojo pestañeando. La miró, pensativo,
como si la serenidad inmutable de la dama fuera de las pocas cosas que lograran
impresionarle en este mímelo.

—Porque Peter y Belinda Shelley, cuando murieron hace diez años, emplazaron para
tal día como hoy a sus herederos. Hasta esta fecha, precisamente, nadie en el mundo,
absolutamente nadie, ni siquiera su hermano Brian, podría recibir un solo chelín de
su herencia. La fortuna de los Shelley, depositada en un Banco de Londres,
solamente podrá ser heredada y cobrada a partir de hoy, por el último superviviente
de los Shelley que exista. Fue la última voluntad de los dos fallecidos.

—¿Por qué esa voluntad? —se interesó Taylor vivamente.

—Es largo de contar, señor —suspiró Van Eyck, dando un lento paseo circular por la
cripta—. Pero es porque ellos temían morir asesinados.

***

—Asesinados…

—Eso pensaban ellos cuando la muerte se acercaba. Y dejaron escrito el testamento.


Fuimos sus testigos el doctor Barrow y yo. El notario McCullen escribió la voluntad
de los dos hermanos.

—¿Cómo pudieron morir el mismo día ambos? —La pregunta era de Forrest.

—Nadie lo sabe. Enfermaron misteriosamente. Se agravaron de repente. Y murieron.

—¿Qué clase de enfermedad?

—Un mal desconocido, hereditario. Un Shelley lo adquirió en la India. Y toda la


familia lo iba adquiriendo. Los médicos no llegaron a definirlo, pero era como una
meningitis rápida y mortífera… Llegaba una parálisis progresiva, hasta morir.

—Les harían la autopsia, en tal caso —señaló Taylor, ceñudo.

—¿Autopsia? Oh, no, señor. Los Shelley eran amos y señores de su voluntad. Nadie
se opuso nunca a sus deseos. Formaba parte del deseo de la familia, expresado
siempre en sus testamentos o últimas voluntades que jamás, fuese cual fuese su
muerte, se les practicase la autopsia.

—¿Por qué motivo exigían tal cosa? —se asombró Forrest.

—Catalepsia —terció Rachel Baker—. Temían estar vivos, no haber muerto… y


morir, sin embargo, bajo el bisturí del forense… en una forma brutal. ¿Era eso?

—Señorita, usted ha adivinado la verdad —suspiró el sirviente—. Así era. También


la catalepsia era hereditaria. Y por ello, Clemence Shelley, creador de esta cripta, la
hizo edificar en 1845, dotándola de cuanto precisarían ellos, una vez muertos, para
poder sobrevivir, si su muerte era sólo aparente.

—¿Sobrevivir? ¿En una tumba? —dudó Forrest, mirando en torno con sorpresa.

—En una tumba, sí, señor —afirmó Van Eyck—. Vea esto, si no…

Se aproximó al altar donde reposaban los candelabros con lámparas eléctricas, bajo la
gran lápida en latín. Movió uno de los clavos o remaches dorados que adornaban
uno de los ángulos de la misma. Lo hizo girar.

Increíblemente, en ese momento, sucedió algo que hizo chillar de espanto a las dos
muchachas y hasta a la señora Forrest.

Las tumbas de los Shelley… se abrieron todas a la vez.

***

—¡Maggie, tengo miedo! —chilló Gail, mortalmente pálida—. ¡Los muertos salen de
las tumbas!

Y se abrazó, frenética, a su amiga. Por vez primera. Maggie fue incapaz de ayudarla o
confortarla. Ella misma, víctima del pánico, cubría su rostro, con sollozos de
angustia, intentando evitar la contemplación de aquel horror imprevisible.

En los muros, las lápidas habían cedido, abriéndose silenciosamente, dejando ver el
oscuro interior de cada nicho, cuyas dimensiones eran superiores a las de una
ventana normal.

Zachary Taylor miró, fascinado, hacia las aberturas producidas donde antes había
nombres y lechas de miembros de la familia, con epitafios o alusiones funerarias.

No vio ni un solo ataúd, nuevo o viejo, dentro de aquellos huecos en los muros
circulares de la extraña cripta.

En el recinto fúnebre, no había nadie. Ni un cadáver. Ni un féretro. Nada.

—Van Eyck, debió cuidar sus acciones —masculló Forrest, irritado, acariciando a su
esposa, que sollozaba—. Ella está enferma. La ha impresionado.
—Lo siento, señor —habló humildemente el extraño criado—. Como verá, nada hay
que temer. Ni siquiera se ven los féretros o sus ocupantes.

—¿Dónde están? —quiso saber Rachel Baker—. Imagino que no habrán levantado
esta cripta para los vivos, sino para los muertos.

—Exacto, señora. Pero es una cripta especial, ya se lo dije. Piense que Ies
obsesionaba, por encima de todo, la catalepsia. Si despertaban después de morir,
querían poder salir de sus tumbas, no morir dentro de los ataúdes, arañando la
madera, destrozándose a sí mismos, en una segunda agonía definitiva y más
espantosa que la peor imaginable…

—¿Qué podían hacer ellos para evitarlo?

—Si algún difunto volvía a la vida, víctima de la catalepsia, le bastaría accionar un


resorte similar a éste, señora. El ataúd se abriría, por un engranaje especial, y el falso
difunto podría salir luego de su nicho, bien a esta nave central, bien a la galería
circular.

—¿Galería circular? ¿Cuál? —se interesó Taylor.

—Vengan conmigo —pidió ahora Van Eyck tranquilamente—. ¿Quién de ustedes se


siente con ánimos de conocer a fondo esta hermosa cripta?

—Yo —dijo Taylor, escueto.

—Y yo —afirmó Rachel Baker.

—Bien. Síganme entonces —miró a los Forrest, a las muchachas, con una media
sonrisa sardónica—. ¿Nadie más?

—No me moveré de aquí —rechazó Forrest—. Y no creo que las mujeres deseen otra
cosa, con la excepción de la muy valerosa señora Baker.

Rachel le miró sin comentar nada. Luego, Van Eyck arrastró sus pies hacia el altar de
las luces. Presionó otro resorte. El altar se deslizó hacia el suelo, quedándose
solamente la plataforma de mármol con las luces. Debajo de ella, se abría ahora una
puerta con escalera descendente. Había luz eléctrica en el interior, encendida
automáticamente apenas se deslizó la puerta de entrada.

Zachary y la señora Baker caminaron hacia allá. En vez de una fétida vaharada a
cerrado, a subterráneo fúnebre, les llegó olor a fresco, a aire respirable y limpio.

Intrigados, siguieron resueltamente al criado.


***

Era sorprendente.

Tras los recios muros, la explicación más clara a su reciedumbre y profundidad. No


todo era muro. El hueco entre la pared exterior y la interior, lo ocupaba una ancha
galería circular, de dos plantas. En la superior, se alineaban armazones metálicos,
herméticos. Dentro de cada uno, se adivinaba la presencia de un féretro.

—Son inviolables. Y no dejan escapar hedor alguno. Pero desde dentro, pueden
accionarse, si el sepultado recobra la vida. Es su gran ventaja para un cataléptico.

—¿Alguno de los Shelley utilizó el procedimiento? —indagó Taylor.

—No, ninguno —negó rotundamente el criado—. Creo que se equivocaron al


obsesionarse con su catalepsia. Los que fueron aquí sepultados, jamás salieron de ahí.

La planta inferior, alineaba tras unas vidrieras amplias, botellas de vino, de licores,
alimentos en conserva, medicamentos, tabletas de vitaminas o de hidratos…

—Todo cuanto necesitaría un ser humano al salir del ataúd —dijo apaciblemente Van
Eyck—. Ahí esperarían, con ciertas comodidades, a la visita inmediata a la cripta.
Estaba señalando que, invariablemente, una vez cada semana, después de un funeral,
alguien pasara a comprobar si todo estaba aquí en orden. Cada cierto tiempo, los
alimentos y bebidas eran sustituidos por otros.

Taylor sintió una sensación poco agradable en su estómago. Faltaba una botella de
vino. Su hueco era ostensible. Y también una fuente conteniendo algo.

—Lo que comimos y bebimos… ¿Procedía de aquí? —preguntó al sirviente.

—Sí, señor —sonrió Van Eyck—. No debe sentir asco. Es para los muertos. Pero
nadie lo toca jamás. Son alimentos sanos, buenas bebidas…

—Lo sé. Es sólo… una sensación de incomodidad.

—Yo nunca la siento —rió entre dientes el viejo—. Y duermo aquí, como aquí, leo
aquí… rodeado de mis señores. Este es un hermoso y tranquilo lugar, puede creerme.
—Tranquilo… y silencioso, supongo —miró la hilera de féretros emplomados, con
inscripciones de cada persona allí sepultada—. Van Eyck, ¿por qué ha hecho usted de
la muerte un motivo de vida? ¿Lo aprendió de sus amos?

—Si, señor. No se debe temer la muerte. Es un modo de descansar. Ellos nunca hacen
daño, aunque a veces…

—¿Qué?

—No, nada —Van Eyck agitó la cabeza—. No me haga caso. Soy un viejo chiflado. Y
vivo en un ambiente que se les antojará raro. Imagino cosas, eso es todo. Pero lo que
no imaginé, es lo de esta noche…

—¿Esta noche?

—La llegada de mis invitados… Sabía que sería anfitrión de gente que venía a verme,
a visitar a los Shelley en su última morada.

—¿Por qué lo sabía?

—Era un presentimiento. Además, recuerde: hoy se cumple el plazo.

—¿Y qué? Sólo existe Brian Shelley, ¿no es cierto? Y dicen que está loco o muerto. Ni
un loco ni un difunto cobra herencia alguna, que yo sepa.

—Yo no he visto aún al señor Brian. Ignoro si murió o enloqueció. Tengo aún la
esperanza de verle esta noche por aquí. En cuanto a los Shelley… nunca se sabe si,
realmente, quedó él solo.

—¿Qué quiere decir con eso? —era ahora Rachel Baker la que se interesaba por la
cuestión.

—Oh, nada especial, señora, pero… hay quien dice que existe alguien más. Un
miembro desconocido de la familia Shelley. Una persona que sería pariente de Peter,
de Belinda y de Brian… y que viviría lejos, muy lejos de Inglaterra.

—¿Dónde, exactamente? —Zachary enarcó las cojas.

—En Asia, señor. Un hijo del señor Malcolm Shelley, que emigró del país para
siempre, y no quiso saber nada de su familia, ni reposa siquiera en este sepulcro.
Pero con la ley en la mano, su hijo es heredero legal. Único heredero, si, como se dice,
Brian Shelley está muerto o demente.

—¿Es un hombre también?


—No, no dije eso. Hablé en sentido general. Nadie sabe si es hombre o mujer… ni la
edad exacta que tiene… si es que vive. ¿Entienden ahora? Esta noche, pueden
presentarse aquí personas muy especiales. Brian Shelley, el hijo desconocido de
Malcolm Shelley… y por supuesto, el señor Brand.

—¿Brand? ¿Quién es él? —precintó Rachel.

—Terence Brand, que fue administrador de los Shelley, y actualmente es el albacea


testamentario de los mismos… Él no puede faltar, como testigo del hecho preciso
para entrar en posesión de la herencia.

—¿Qué hecho?

—El heredero o herederos, tendrán que estar forzosamente aquí esta noche, hasta el
amanecer como mínimo, y desde las dos de la madrugada como máximo, o perderá
todo derecho a heredar la fortuna de los Shelley.

Zachary Taylor miró su reloj curiosamente.

—Son ya las dos menos veinte minutos, Van Eyck —informó—. Mucho me temo que
nadie venga ya. Porque supongo que ni los Forrest ni esas muchachas empapadas de
lluvia pueden formar parte de los Shelley.

—No, no señor —convino Van Eyck, sacudiendo la cabeza—. Estoy seguro de que
cuando vea ante mí a un Shelley, por desconocido que sea, sabré que es su sangre la
que corre por sus venas.

—Eso, en cuanto al ignorado heredero de Asia. ¿Y Brian Shelley?

—Hace diez años que no le veo. Pero sabré enseguida quién es, en cuanto asome por
aquí, si es que realmente vive y no está loco.

En ese instante, una escalofriante carcajada sacudió el interior de la cripta, con tonos
demoníacos. Luego, se apagaron las luces. Las mujeres chillaron de terror.

Una voz espeluznante, histérica, aguda y delirante, sonó en alguna parte, erizando
los cabellos a Zachary y a la señora Baker, que instintivamente se buscaron,
oprimiéndose mutuamente las manos, con fuerza y energía.

—¡Aquí estoy, fantasmas malditos! —aulló la voz—. ¡Ha llegado Brian Shelley a la
cripta de sus parientes! …
CAPÍTULO II

Volvió la luz.

En cierto modo, era un alivio. Taylor y la señora Baker corrieron a reunirse con los
demás, seguidos más trabajosamente por Roy Van Eyck, que no parecía
impresionado por nada de cuanto sucedía en derredor suyo, en aquel clima
alucinante.

Maggie y Gail ya no tenían ni fuerzas para sollozar. Con ojos muy abiertos, clavaban
sus miradas en la figura dantesca que emergía en medio de la cripta, como una
aparición de auténtico aquelarre.

Si era realmente Brian Shelley, último miembro conocido de la familia, no podía ser
un hombre cuerdo ni normal.

Alto, enfático, con los cabellos revueltos, los ojos dilatados, muy brillantes, la boca
crispada, las manos engarfiadas, agitándose sin cesar, se envolvía en una capa gris
oscura, casi negra, y calzaba botas de montar, enfangadas hasta media caña, bajo su
pantalón de jinete. Había en él algo aristocrático, pero también algo decadente. Y
mucho de demente, de paranoico.

Reía de nuevo a carcajadas, y Rachel Baker recordó las risas alucinantes de la


carretera, el rostro fantasmal surgido en la noche lluviosa, cuando chocaron con el
coche. Todo eso significaba algo, sin duda. Había visto antes a Brian Shelley, sin
saberlo. El loco deambuló durante toda la noche en torno a las propiedades de la
familia, era obvio.

Miró de repente a Zachary, con un chispazo de clarividencia.

—Taylor, usted habló de que la agredieron, intentaron asesinarle. ¿No pudo ser ese
loco? Estaba por allí cerca, ahora lo sé.

—Puede que fuese él —Zachary meneó la cabeza—. No pude identificarle. Me


atacaron por la espalda. Y que yo sepa, no había razón para nacerlo. Esa sería una
buena explicación para el asunto, no cabe duda, señora Baker.

—¿De dónde ha salido este fantoche? — preguntó Austin Forrest, disgustado—. Se


apagaron las luces, y al encenderse, estaba ahí, donde antes no había nadie.

—Oh, no se sorprendan —murmuró Van Eyck, reuniéndose con ellos—. Brian


Shelley es el único, junto conmigo, que conoce a fondo todos los trucos de esta cripta.
Sabía por dónde entrar, desde el exterior, sin ser descubierto hasta hallarse entre
nosotros. Vean qué sencillo…

Y mientras Brian seguía riendo con estridencia, dando paseos y agitando el vuelo de
su amplia capa, el viejo sirviente se inclinó, mostrando el suelo.

Una determinada presión suya, alzó una trampa circular, en el pavimento de la


cripta.

Se descubrió un oscuro pasaje subterráneo.

—De modo que hizo por ahí su entrada teatral… —refunfuñó Forrest, ceñudo.

—Eso es —suspiró Van Eyck, incorporándose—. Comunica con la campiña y con la


casa dañada hoy por el rayo. Habitualmente, no se utiliza ese paso.

—Pero al amigo Shelley le gusta el melodrama —comentó fríamente Rachel Baker.

El aludido se detuvo, mirándola con hostilidad. Pero no comentó nada, y siguió sus
paseos absurdos. Las muchachas. Maggie y Gail, le miraron con una mezcla de temor
y de incertidumbre.

—Van a ser pronto las dos señaló Taylor—. Sólo falta en la reunión el señor Brand, el
albacea testamentario. Y, naturalmente… el desconocido miembro final de los
Shelley.

—¡Mentira! —aulló violentamente, revolviéndose hacia él, Brian Shelley. Se


aproximó, con ojos centelleantes, encarado siempre a Taylor—. ¡No existe ningún
miembro más de la familia Shelley! ¡Todo eso son paparruchas! ¡El hijo de Malcolm
murió en China! ¡Y era una mujer, no un hombre! ¡Estoy seguro de ello! ¡Sólo yo,
Brian Shelley, heredaré esta noche a mis hermanos muertos hace diez años! ¿Se ha
enterado, estúpido? ¡Solamente yo!

Se golpeaba el pecho furiosamente. Tenía desencajada la boca, lívida la faz. Las


muestras de desequilibrio, eran evidentes. Zachary Taylor le contempló con fijeza,
sin inmutarse. Iba a responder algo, cuando todos volvieron a estremecerse en el
interior de la cripta.

Esta vez, una extraña voz, profunda y fría, inhumana, como surgiendo de los propios
muros de la cripta, se elevó en el silencio, sacudiendo a todos, con su timbre
chirriante, siniestro.

—¡Los muertos no quieren ver turbado su reposo! ¡Muerte a los Shelley que aún
viven y profanan nuestro recinto sagrado!… ¡Muerte!
—Muerte… Muerte… —repitió un extraño, profundo, espeluznante jadeo, que
emergía de todos los puntos a la vez.

Como si los muertos a una se estuvieran alzando. Como si los féretros que les
rodeaban, más allá de los vacíos nichos, vomitaran su fétida carga de putrefacción
humana hacia ellos.

Hubo gritos de terror en labios femeninos. Brian Shelley, muy pálido, miró en torno,
con ojos desorbitados.

Y de nuevo las luces se extinguieron por completo, sumiéndoles en total oscuridad.

Esta vez, el grito agudo que escapó de boca de alguien, revelaba algo más que terror
frenético. Era como e— alarido de muerte de alguien que se ve arrastrado al fondo de
una sepultura, para ser enterrado vivo.

Zachary Taylor, inmóvil en la oscuridad, tuvo la rara impresión de que algo horrible
sucedía en la sombra, no lejos de él, dentro de la siniestra cripta de los Shelley.

***

También una vez más, las luces volvieron.

Todo había sucedido brevemente Apenas unos quince o veinte segundos de


oscuridad, que a todos les habían parecido una auténtica eternidad.

Y ahora…

Ahora, todo debía haber continuado igual. Pero no era así.

Zachary lanzó una imprecación. A su lado, Rachel Baker exhaló un leve grito de
angustiada sorpresa.

Y todos, despavoridos, contemplaron la terrible escena.

Ciertamente. Brian Shelley estaba totalmente ileso, pese a la amenaza de la voz de


ultratumba. Pero la muerte había caído sobre el grupo de personas reunidas en el
interior de la cripta.
La víctima era la rubia y delgada muchacha Gail. Yacía sin vida, a los pies de la
aterrorizada, incrédula Maggie. Sobre un amplio charco de sangre. Con la boca
convulsa, crispada acaso en el último alarido de horror y agonía que pudo exhalar en
la oscuridad.

De lado a lado de su cuello, el tajo había sido brutal, cercenando casi por completo la
garganta. Aún se agitaba débilmente, en espasmos estremecedores, con sus ojos
desorbitados.

Maggie, con un nuevo grito de pánico y horror, se desvaneció. Los brazos de Zachary
llegaron a tiempo de evitar que el cuerpo turgente de la adolescente, chocara contra
las baldosas de la cripta.

—Dios mío… —dijo roncamente Taylor, mientras retenía a la muchacha contra sí—.
Un asesinato. Es un asesinato. Y no creo que los muertos tengan culpa en ello.

***

—Un asesinato… Pero ¿por qué, Taylor?

Austin Forrest estaba demudado. Hacía su pregunta en medio de una fuerte tensión.
En un rincón, Rachel Baker se esforzaba por atender a la infortunada Pamela Forrest,
presa de una fuerte crisis nerviosa.

Zachary terminó por cubrir con su propio abrigo el cuerpo estremecido,


semidesnudo, de la opulenta Maggie, mientras ésta no dejaba de sollozar, y volvió la
cabeza hacia Forrest.

—No lo sé —contestó secamente—. Sé de esto tanto como pueda saber usted.


Amenazaron a Brian Shelley, se oscurecieron las luces y la víctima fue esa pobre
muchacha. No logro entenderlo. Ni siquiera pudo haber error. Estaba lejos de ese
chiflado.

Repentinamente abatido y silencioso. Brian Shelley permanecía quieto en un extremo


de la cripta, con la mirada perdida en los nichos abiertos. Van Eyck le estudiaba en
silencio. Un paño púrpura, procedente de las prendas de ceremonias religiosas o
funerales en la cripta, tapaba sólo en parte el cadáver de la muchacha. Se veían sus
pies y la sangre en reguero.
—No lo entiendo, no lo entiendo… —repitió Forrest nuevamente—. Todo esto es
absurdo. Trágicamente absurdo.

—Pero ha costado una vida humana: la de una muchacha que aún no era siquiera
una mujer. Pobre niña… —miró a Maggie—. Me pregunto si sería cierta su historia.

—Sus ropas parecen el uniforme de algún colegio o academia, diría yo —fue el


comentario de Forrest.

—Fuese como fuese, la asesinaron aquí dentro. El apagón duró poco tiempo. Todo
parece indicar que uno de nosotros pudo ser el culpable, Forrest.

—Cielos, ¿uno de nosotros? —se escandalizó el otro—. ¿Está seguro de lo que dice,
Taylor? Es muy grave insinuar algo así.

—Dije que eso no es obra de difuntos, ciertamente —masculló Taylor con aspereza—.
Y lo repito. La voz sonó para asustar quizá a Brian. O a todos nosotros. Luego, por
alguna razón oscura que ignoramos, la muchacha fue la agredida por el monstruo de
la oscuridad. Le bastó un solo tajo, si conocía bien su emplazamiento. Aun así denotó
una rara habilidad para moverse en la oscuridad.

—Como lo haría un ciego —susurró Forrest. Receloso, miró a Van Eyck—. Él tiene un
ojo de cristal.

Sí, todos los sabemos. Es tuerto, pero no ciego —replicó secamente Taylor. Observó
que Maggie descansaba más tranquila, y se incorporó, encaminándose hasta Shelley
y el viejo criado. Ambos le miraron: Brian con desconfianza y aprensión Van Eyck
con fatalismo.

—¿Cómo se explica esto? —preguntó al criado.

—De ninguna manera, señor —suspiró Van Eyck—. No tiene sentido.

—Esa voz, la que amenazó a Shelley… ¿de dónde pudo proceder?

—Lo ignoro. Todo eso no es obra mía, aunque resulte sospechoso, señor. Yo no
mataría a nadie, y menos a una criatura como ésa.

—Le creo, Van Eyck. Pero dije ahora mismo a Forrest que uno de nosotros lo hizo.

—¿Qué pretende? ¿Acusarme a mí? —farfulló repentinamente agresivo Brian


Shelley.
—Yo no acuso a nadie. No estaba usted solo aquí. Pudimos ser cualquiera de
nosotros. Lo que quisiera saber es dónde se habrá ocultado el arma homicida. Tiene
que ser un largo cuchillo, tinto en sangre, además.

—He mirado ya en los nichos, señor —explicó Van Eyck—. No encontré nada.

—Alguien quiere destruir a todos los Shelley —sentenció Brian con ojos demenciales
—. Es eso. Se equivocaron, pero es eso. Es la venganza de los muertos, no hay duda.

—Los muertos no empuñan cuchillos para degollar a nadie —replicó Zachary Taylor
—. Veamos… ¿Existen otras salidas secretas que yo no conozca, Van Eyck?

—No, señor. Si supone que alguien entró, mató a la chica y desapareció, supongo que
lo haría por cualquier conducto de los que ya conoce usted. Pero tendría que ser un
buen conocedor de la cripta. Y no puede haber ninguno, estando aquí el señor
Shelley y yo.

—Falta otra persona —le recordó Zachary—. La persona de Asia, el hijo de


Malcolm…

—¡Falso! —Aulló enfáticamente Brian—. ¡No existe! ¡No hay nadie más!

—Cállese usted —se irritó Taylor—. Si esa persona existe, sería lógico suponer que
tenía interés en deshacerse de usted… o usted de ella. Pero seguimos sin ver claro
por qué fue la muchacha la elegida.

—Tal vez sea mujer la hija de Malcom —sugirió Van Eyck, pensativo—. Tal vez fuese
esa niña, y nosotros no lo supiéramos.

Taylor frunció el ceño. Iba a replicar negativamente, cuando se frotó el mentón,


comentando despacio:

—Bueno, no dejaría de ser una posibilidad más.

Regresó junto a Maggie. Se inclinó hacia ella. La adolescente le miró con ojos de
terror. Sus senos asomaban sobre el abrigo. Cariñosamente, Zachary la cubrió como
lo haría un hermano mayor.

Maggie, muchacha —habló suavemente—. Estamos tratando de averiguar por qué


mataron a tu amiguita. No logramos entenderlo bien. ¿Lo entiendes tú acaso?

Ella movió negativamente la cabeza, con énfasis. De pronto, pareció advertir algo.

Taylor sonreía extrañamente, mientras ella revelaba temor.


—Lo imaginaba —suspiró—. No era hermana tuya, ¿verdad?

Negó despacio Maggie. Taylor pasó una mano por los oscuros cabellos de la
muchacha.

—No temas. Nadie va a hacerte daño. Te protegeré, palabra. Pero necesito que te
sinceres. Si no erais hermanas, la historia de vuestros padres es falsa también. Dime,
¿qué sucedió con exactitud? ¿De dónde venís?

—Del…, del reformatorio —sollozó Maggie.

—El reformatorio… Entiendo. ¿Fugadas?

—La señora Pilgrim lo regenta. Es cruel, feroz. Nos tortura y golpea. Tiene unos
esbirros iguales o peor que ella. No es un reformatorio, es un infierno. Resolvimos
escapar.

—¿Las dos juntas?

—Sí, las dos. Éramos muy amigas Gail y yo.

—Comprendo. ¿Sin familia ninguna de vosotras?

—Sin familia, señor.

—¿Por qué os internaron en ese establecimiento?

—Bueno, Gail era… era ladrona. Pero creo que era más bien una enfermedad.

Necesitaba médicos, no palizas ni torturas.

—Cleptómana, ¿no? —miró a Maggie, pensativo—. ¿Y, tú? ¿Cuál es tu presunto


delito?

Maggie dudó. Al fin se lo dijo, algo avergonzada:

—Me… me llamaban… ninfómana… —sollozó.

—Ya. Eso también necesita clínicas, no reformatorios, muchacha. No temas. No voy a


entregarte a la señora Pilgrim.,

—¿De… de veras? —gimió la muchacha, mirándole con una ternura repentina.


—Sí —rápido, desvió la mirada Taylor—. Maggie, acabemos de hablar tú y yo.
Gail… ¿podía ser familia de alguien importante? ¿De un Shelley, por ejemplo?
¿Venía del extranjero?

—¿Ella? Oh no, señor… Vivía en un suburbio de Londres.

—Gracias, Maggie. Es bastante. Supongo que tu… tu no serás tampoco una Shelley,
pongamos por caso.

—Cielos. No. He nacido en Liverpool. He vivido en Birmingham, en Leeds…

—Es suficiente eso. Ahora, descansa. Si te sucede algo, si algo temes, avísame. Estoy
para ayudarte, muchacha.

—Gracias, señor Taylor —seguía mirándole con ternura. Se incorporó, sin importarle
que el abrigo se deslizara sobre su torso. Buscó la mano de Zachary para oprimirla—.
No se aleje. Me da seguridad verle aquí.

Taylor se apartó rápido. No podía olvidar el motivo de que la muchacha estuviese


internada. Era peligroso sentirse amable con ella.

Se encontró con Rachel Baker bruscamente. Ella venía pensativa, cruzando el centro
circular de la cripta.

—Pobre señora Forrest… —comentó.

—¿Qué le sucede? —Indagó Taylor—. ¿Está peor?

No sé si está peor de lo habitual, pero la veo muy enferma. Lo raro es que no me


parece un mal nervioso. Le faltan muchos de sus síntomas. Sin embargo, está
destrozada. Dice que desea morir, que sufre mucho, que no puede pensar, ni
recordar, que su cabeza le duele, que siente extraños deseos.

—¿Cómo por ejemplo…?

—Él suicidio.

—Bonita galería de psicópatas tenemos aquí —comentó Taylor, ceñudo—. Un


demente, una adolescente enferma, la señora Forrest… Pero si no sufre depresión
nerviosa, ¿a qué viene todo eso? ¿Algún tumor acaso?

—He examinado un informe médico que lleva consigo entre sus cosas. Los
resultados son todos negativos. En teoría, no tiene nada, según los médicos. Pero es
obvio que se equivocan por completo.
—Sí, no hay duda —miró de soslayo a la infortunada mujer—. Lo que me pregunto
es por qué su marido la hace viajar con semejante estado de ánimo, en fechas así en
trenes nocturnos… y luego abandona el ferrocarril, para aventurarse en plena noche.

—No me gusta ese hombre.

—¿Forrest? No, tampoco a mí. Pero por eso no podemos acusarle de asesinato,
señora Baker.

—Por favor, no me llame más «señora Baker» —suspiró ella, cansada— Si hemos de
convivir aquí esta noche, como amigos y compañeros de infortunio, prefiero que me
llame Rachel simplemente. Además, soy viuda. Debo ir olvidando que soy una
señora.

Hace ya cuatro años de ello. Y muchos dicen que puedo volver a casarme.

—Yo la imaginé soltera —sonrió Taylor—. Es muy joven. Y muy hermosa.

—Gracias —fue ella algo seca al recibir el elogio—. Pero llámeme Rachel solamente.

Sin intentar cortejarme.

—No lo intento, palabra. Le dije la verdad.

Austin Forrest les interrumpió en ese momento, con voz brusca:

—Creo que será cuestión de ir en busca de la policía de un momento a otro —avisó.

—¿La policía? —Taylor le miró fijamente—. Habrá que esperar.

—¿Esperar? ¿A qué?

—Al nuevo día. A que ceda el temporal. Dos de nosotros irán entonces en su busca.

—¿Por qué dos, precisamente?

—Para vigilarse mutuamente. No podemos ausentamos de aquí, en tanto la policía


no nos autorice. Recuerde que cualquiera de nosotros puede ser un asesino.

—¡Es una idea ridícula!

—Posiblemente. Pero no lo dude que la policía la compartirá, apenas conozca los


hechos.

—¿Y vamos a estarnos aquí toda esta maldita noche, con ese cadáver ahí?
—Uno más, no cambia grandemente las cosas. Recuerde que estamos rodeados de
ellos, aunque no sean visibles. Este es el reino de los difuntos, señor Forrest.

—Mi esposa no soportará este golpe, estoy seguro.

—Su esposa debería estar en un lugar seguro, no viajando por ahí.

—No es asunto suyo, Taylor —se engalló Forrest—. No se meta en lo que me


concierne.

Entonces, no se queje de nada. Lo lamento por su esposa, eso sí. En su estado, no


comprendo por qué la hace desplazarse en viajes molestos, con tiempo adverso.

—Le repito que no le importa.

—Entonces, cállese. Seguiremos aquí hasta que las autoridades resuelvan algo.
Estamos mezclados en un asesinato, nos guste o no, y eso es lo que nos obliga a
comportamos de ese modo, sea o no de nuestro agrado, Forrest.

—Parece haberse erigido usted en el jefe del grupo. ¿Le gusta dar órdenes?

—No, pero alguien debe hacerlo, para que exista una cierta disciplina y orden.
Personalmente, impediré que cualquiera pretenda abandonar este recinto, aunque
sea por la fuerza. Ya están todos advertidos.

—No me gusta usted —masculló Brian Shelley, mezclándose en la disputa.

—Cállese, Shelley. Nadie le preguntó su opinión.

—¡Yo soy quien debe mandar aquí! —chilló él—. ¡Esta cripta es mía!

—Espero que la disfrute largo tiempo, para usted solo… cuando no estemos nosotros
aquí —replicó Taylor, con acritud—. Ahora, cierre el pico, o le obligaré a que lo haga.

Sorprendentemente, Shelley enmudeció, bajo la orden de Zachary Taylor. El silencio


que se hizo en la cripta duró solamente unos segundos.

De súbito, sonaron unos golpes en su entrada. Todas las cabezas se volvieron hacia
allá con sobresalto.

***
—Es él…

Hablaba Roy Van Eyck, caminando a rastras hacia la puerta. Rachel preguntó, tensa:

—¿El? ¿Quién?

—El señor Brand. Terence Brand, el administrador de los Shelley. El albacea


testamentario. Llega con un poco de retraso. Pero es él, estoy seguro.

Nadie comentó nada. El criado llegó a la entrada superior del panteón. Abrió la
puerta sólida, de hierro claveteado.

—Buenas noches —entró un hombre alto, vestido de oscuro, con maletín. De su


sombrero chorreaba el agua al suelo—. ¿Cómo va todo, viejo amigo?

—Señor Brand… Pase, pase. Le están esperando.

—¿Cómo? —Terence Brand clavó su mirada en el recinto—. ¿Toda esa gente?

—Ya se lo explicaré, señor. No tiene nada que ver con el testamento… creo yo.

—¿Crees tú? —de repente, los ojos claros de Brand se clavaron con sorpresa en la
forma cubierta por el paño. La sangre hizo que se le dilatasen las pupilas—. Cielos,
¿qué es eso?

—Una… una muerte, señor. Un asesinato, según parece…

—¿Estás loco? ¿Un asesinato? ¿Quién?

—Una muchacha, casi una niña. No tendría más de diecisiete años. La degollaron.

—Dios mío… —bajó el rostro, impresionado. Su alta figura se tambaleó—. Pero


¿cómo pudo suceder eso? ¿Quién lo hizo, Roy?

—Nadie lo sabe. Se fue la luz. Al encenderse de nuevo, la chica estaba muerta. Una
voz había amenazado a los Shelley poco antes. Pero Brian no sufrió daños. La chica,
sí…

—La chica… —Brand caminaba con firmeza hacia ellos, escudriñando sus rostros
uno por uno, hasta terminar su mirada azul pálida en la forma de la muchacha
muerta. Se estremeció visiblemente al añadir—: ¿Saben quién era ella?

—Se llamaba Gail. No tenía familia —informó Taylor—. Escapó de un reformatorio,


eso es cuanto sabemos.
—Ya —el albacea testamentario de los Shelley arrulló el ceño, reflexivo—. Había
pensado por un momento…

—¿Qué? —indagó Van Eyck, curioso.

—No, nada —sacudió la cabeza Terence Brand—. Una tontería tal vez… Oh, veo que
Brian está presente… De modo que era cierto: vivía, aunque bien escondido, lejos de
esta región. Nadie le había visto después.

—No sólo vivo, sino que no estoy loco, Brand, como dicen algunos —alardeó con
expresión malévola—. De modo que percibiré mi dinero, viejo zorro.

—Me complacerá que sea así. Pero los médicos resolverán sobre eso, Brian.

—¿Médicos? ¡Estoy mentalmente sano! —aulló.

—No lo dudo. Pero hay que comprobarlo con certificados. La herencia es cuantiosa.
Todo debe estudiarse previamente, querido Brian. No es por mi voluntad, sino por la
de tus propios y queridos hermanos.

—Mis queridos hermanos… ¡Eran todos un buen hatajo de cerdos!

—Cuidado —silabeó Brand, irónico—. Recuerda dónde estás. Pueden oírte…

—Los muertos no oyen. Ni hablan.

—No estés muy seguro de eso. Hay quien cree que los Shelley son capaces de todo…
aun después de muertos.

—Yo no lo creo.

—Allá tú —la mirada de Brand volvió a la figura de la muchacha muerta—. Pero del
modo que sea, no reporta suerte estar cerca de ellos, de eso estoy seguro.

—Brand, antes iba a decir usted algo, y optó por callar —era Zachary Taylor quien de
repente había elevado la voz—. ¿Se refería a la muchacha muerta?

—Oh, va le dije que no tenía importancia.

—Quizá pensó usted por un momento que la niña asesinada podía ser la hija de
Malcolm Shelley, ¿no es cierto, señor Brand?

Terence Brand estudió a Taylor en silencio. En vez de responder, objetó con otra
pregunta algo seca:
—Y usted… ¿quién es, señor?

—No me conoce de nada. Mi nombre es Zachary Taylor, y estoy aquí casualmente,


como todos los presentes, con excepción de usted, Van Eyck… y, naturalmente, Brian
Shelley.

—¿Todos estaban aquí cuando mataron a la muchacha?

—Sí, todos. He deducido que pudo ser un intruso que conociera bien la cripta, para
entrar y salir de ella en segundos, moviéndose en la sombra… o pudo ser alguno de
nosotros.

—Brillante deducción. ¿No se inclina por ninguna determinada?

—No, por ninguna.

—Para matar a alguien, tiene que existir motivo. ¿Lo hay en esto?

—Aparentemente, no. Pero hay quien mata sin motivo.

—¿Quién? —Un loco.

La mirada de Brand, instintivamente, fue hacia Brian Shelley. Este, asustado, sacudió
la cabeza con énfasis, dilatando los ojos.

—¡No, infiernos! ¡No me mires a mí, Brand! ¡Es mentira! ¡Estoy cuerdo y bien cuerdo!
¡Yo no mataría a nadie! ¡No soy capaz de hacer daño a nadie!

—Creo que miente —silabeó fríamente Rachel Baker de repente—. Miente usted.

Shelley.

—¿Qué… qué dice, señora? —balbuceó Brian.

—usted atacó a alguien. Usted quiso matar a un hombre esta noche. Y usted nos
asustó al chófer Curly y a mí, situándose delante de nuestro coche y huyendo luego.

—¡Miente, miente! —chilló Brian, palideciendo.

—Le atacó a él —señaló a Zachary con energía—. Le atacó, Shelley. ¿Y quiere que le
diga por qué? Porque usted creía que ese hombre desconocido podía ser el hijo de
Malcolm Shelley, el heredero que le quitaría todo derecho a la fortuna familiar.
Vaya, sabe usted muchas cosas —sonrió Zachary, volviéndose a ella con expresión
irónica y sorprendida a la vez—. Rachel, ya que tanto ha descubierto… ¿qué opina?
¿Soy o no soy el hijo de Malcolm Shelley?

—No, no lo es. El asesino de Gail iba bien encaminado… en parte. Porque no se trata
de un hijo, sino de una hija. Soy yo, Taylor. Mi nombre de soltera era Rachel…
Shelley.
TERCERA PARTE
EL ASESINO
CAPÍTULO PRIMERO

—Muy escondido lo tuvo, Rachel…

—No debía de hablar mientras no se hallara presente el albacea testamentario. Me


temía algo siniestro en esta noche. Inicialmente, dudé en venir. Luego, el azar mismo
encarriló las cosas, y tuve que hacerlo. Pero temía a los Shelley, a su influjo. No me
gusta ser una Shelley, la verdad.

—Pero lo es —suspiró Terence Brand—, Supongo que podrá probarlo.

—Claro —asintió ella con frialdad—. Tengo todos los documentos en mi poder, señor
Brand. Pero antes quiero decirle algo.

—Bien. Dígalo.

—Renuncio a mi fortuna.

—¿Cómo ha dicho? —dilató los ojos el albacea, antiguo administrador de la familia.

—Que renuncio.

—¡Perfecto! Así, todo será para mí. Gracias, querida prima Rachel —rió
sardónicamente Brian.

—Cierra el pico —se irritó Brand—. Tu legalidad para esa herencia estará en el alero
hasta que los médicos confirmen tu buen juicio. Por otro lado, ella no puede
renunciar en tu beneficio, a menos que lo disponga así personalmente. De su parte.
Rachel misma debe decidir lo que se hace.

—Quisiera que fuese a obras de caridad —suspiró ella.

—Altruista… —comentó Brand, perplejo—. Rachel, ¿sabe la fortuna que supone…?

—No sé. Y no me importa lo más mínimo. No me lo diga. Estoy firmemente


decidida.

—No actúa como una Shelley, la verdad —confesó Terence Brand.

—Es que no soy una Shelley, aunque lleve su apellido —replicó Rachel.

—¿Cómo?
—Mi padre era Malcolm Shelley, pero sólo por haberme reconocido como hija suya,
tras morir mi padre. Mi madre se casó con Malcolm, y al no tener hijos de ese
matrimonio, él insistió en darme su apellido para heredar a los Shelley algún día.
Aceptó mamá… pero yo nunca estuve conforme con mi apellido. Aunque lo
importante es que no llevo sangre de tan extraña familia.

—Eso servirá para impugnar el testamento en lo referente a ella, ¿verdad, querido


Brand? —indagó agudamente Brian.

—Vete al infierno —se irritó el albacea—. Ella misma renuncia a la fortuna, va oíste.
De modo que no te metas donde no te llaman. Aunque no lleve sangre de los Shelley,
tiene perfecto derecho legal a quedarse con lo suyo, si gusta. Que sería el total,
siempre que tú no cobrases tu parte.

Brian enrojeció vivamente de Ira, y no supo qué decir. Rachel, altivamente, volvió a
su rincón. Taylor la siguió.

—Admirable, amiga mía —confesó—. La felicito. Es una hermosa decisión la suya.


Personalmente, los Shelley no me caen muy bien. Usted, sí. No podía ser realmente
una Shelley, a fin de cuentas.

—Gracias por sus palabras —Rachel le miró fijamente, con cierta frialdad. Luego, le
preguntó en voz confidencial, súbitamente—: Ya hemos hablado de mí. Ahora…
halemos de usted. Realmente. Zachary Taylor, usted no es un Shelley como creían
algunos, pero ¿quién es en realidad y por qué está aquí?

Zachary se mantuvo silencioso, lija su mirada en ella. Sonrió. Al fin, meneó la cabeza
lentamente.

—Usted es muy lista, ¿eh, Rachel? —comentó.

—Hable, se lo niego. Es algo que me preocupa desde el principio. ¿Por qué le atacó
Brian? ¿Qué hacía usted cerca de esta propiedad?

—Vigilar.

—¿Vigilar? ¿A quién y por qué?

—Vigilar, a la espera de esta noche —sonrió Zachary—, No sabía exactamente lo que


iba a suceder, pero mi agencia poseía una denuncia de hace diez años., y esta noche
era el momento de confirmarla.

—¿Una denuncia? ¿Su agencia? No entiendo. —pestañeó Rachel.


—Es fácil. Se trata de una agencia… de detectives.

—¡Detectives! ¿Usted es un…?

—Investigador privado. Dicho así, suena mejor —Zachary afirmó—. Sí, lo soy. Mi
trabajo consistía en averiguar lo sucedido hace diez años en este mismo lunar, en la
finca de los Shelley.

—¿Lo sucedido? Hace diez años, murieron Peter y Belinda Shelley…

—Sí. Murieron ambos. Pero antes de morir, no sé cómo, Belinda Shelley hizo llegar
una denuncia hasta nuestra oficina en Londres… informando de que ella y Peter iban
a ser asesinados por alguien. Alguien qué sabría esperar diez años, si era preciso, a
recoger el botín de ese doble crimen.

—Cielos… ¿Un asesinato?

—Dos. Y el asesino a la espera…

—¿Un Shelley? Sólo está Brian y yo.

—¡Sólo ustedes, sí! Pero ella, en su informe no mencionaba a ninguno de los dos, sino
a… a su esposo. Al hombre con quien Belinda Shelley se había casado en secreto… y
que heredaría el total de su fortuna, si a ella le sucedía algo, de modo irremediable.

—¡Su esposo! ¿Se casó Belinda?

—Se casó… con su propio asesino. Cuando supo eso, era demasiado tarde para
evitarlo. Apenas enviada su denuncia, agonizó, y entró en coma, para morir.

Cuando Rachel iba a comentar algo, nuevamente se hizo la oscuridad en la cripta. Y


varios gritos de terror resonaron en las tinieblas.

***

—Escúchame ahora, Pamela. ¡Mátate! ¡Cuando vuelva la luz, suicídate ante todos! Es
una orden. Es una orden…

Austin Forrest aprovechaba su momento para actuar. Aquel instante, rodeado de


testigos, en un lugar dantesco como la cripta de los Shelley, sería espectacular el
suicidio de su esposa. Le había estado inculcando en voz baja la idea tras someterla a
trance hipnótico disimuladamente, mientras fingía que la ayudaba a conciliar el
sueño.

Ahora, cuando las luces volvieran. Pamela se mataría. El mismo acababa de poner el
arma mortal en sus manos, rápidamente, apenas notó la oscuridad. Era el instante
adecuado. Ahora, o nunca.

Sería ahora. Ya había perdido demasiado tiempo con su esposa, por culpa de aquella
rara, insólita situación.

Ahora, en cuanto volviera la luz…

—¡Mátate, Pamela! —insistió en un murmullo inaudible—. Es una orden.

—Es una orden… —repitió ella—. Me mataré… Me mataré…

—Despierta ahora. ¡Y actúa! —fue la última instrucción del hipnotizador.

Luego, de repente, la luz volvió, invadiendo la confusión en la cripta.

Zachary Taylor emitió un rugido de ira. Se precipitó hacia donde yacía el hombre.

Era tarde. El cuchillo que antes degollara a la infortunada Gail, aparecía hundido,
hasta la empuñadura… en la garganta del desdichado Brian Shelley.

Estaba muerto. Con los ojos desorbitados, la boca abierta, vomitando sangre, el cuello
atravesado brutalmente por una corta y afilada hoja de acero tinta en sangre.

—Dios mío… —gimió Rachel, palideciendo—. Otra vez…

Van Eyck contempló la escena con mudo horror. Y en su rincón, repentinamente.

Pamela Forrest se incorporó, gritando con angustia:

—¡Debo morir! ¡Debo morir!

Rápidamente, su mano alzó el frasco hacia la boca. Cápsulas color verde, de gelatina,
cayeron entre sus labios con celeridad.

***
Zachary reaccionó con una celeridad increíble. Sus reflejos fueron casi felinos.

Desentendiéndose del cuerpo sangrante de Brian Shelley, a quien nada podía hacer
ya por ayudar se precipitó sobre Pamela.

Como por azar adverso, su esposo Austin estaba por medio, y casi le impidió llegar.
Zachary le apartó con un empujón violento, derribándole, y saltó como un tigre sobre
la señora Forrest.

—¡Aparte eso, señora! —aulló—. ¡No trague las píldoras!…

De un manotazo, hizo volar el frasco y sus cápsulas, al tiempo que aferraba la


garganta de la mujer, apretando con furia rabiosa, como si fuese a estrangularla.
Luego, introdujo la otra mano en su boca, provocándole las náuseas.

Hasta cinco cápsulas gelatinosas, de un tono verde oscuro, saltaron de su boca,


impetuosamente. El espasmo la hizo soltar, medio diluida ya, la primera de ellos, a
punto de cruzar su faringe.

Luego, Zachary la lanzó atrás, contra la pared, mor— talmente pálida, jadeante, casi
asfixiada. Pero viva. Y sin más cápsulas, al parecer, en su estómago.

—¡Rachel! —llamó—. ¡Cuide usted de ella, pronto! No, Forrest, usted no. Apártese.

Deje que ella lo haga.

—¡Es mi esposa! —gritó Forrest, pálido, alterado, dominando difícilmente su ira.

—No me importa nada. Rachel cuidará de ella mientras tanto. Yo, recogeré las
cápsulas.

Se agachó, contando las que aparecían diseminadas, las que había vomitado ella…
Leyó el contenido en la etiqueta, y respiró con alivio.

No faltaba una sola cápsula. El nombre del producto, era el de un medicamento


altamente tóxico, si era ingerido en fuerte dosis. Y de muy rápido efecto sobre el
corazón.

—Dios sea loada —musitó—. Salvamos una vida, cuando menos, dentro de esta
orgía de muerte…

—¿Que significa todo esto, Taylor? —se intrigó, muy pálido. Terence Brand.
—Significa que he llegado a tiempo de evitar un extraño suicidio. Antes, cuando
estuve atendiendo con Rachel a la señora Forrest, curioseé en su monedero. Lo
siento, señor Forrest. Fue simple instinto profesional. Soy detective.

—No tenía derecho… Está pasándose en su actitud, Taylor.

—Quizá, señor Forrest. Pero da la casualidad de que su esposa no tenía esas píldoras
antes, en su bolso. Y ahora, de repente, aparece ese frasco y planea matarse Es algo
muy raro, de verdad…

—No pretenderá acusarme también de eso. Ya le dije que está muy enferma, tiene
manías raras…

—Taylor, la señora Forrest parece en trance —dijo de pronto Rachel, volviéndose—.


Tiene dilatadas las pupilas, habla entre dientes, repitiendo mentalmente: «Tengo que
matarme… Es una orden Es una orden… Tengo que matarme…»

—¡Hipnosis! —Jadeó Zachary, volviendo vivamente sus ojos hacia Austin Forrest—.
Es eso…

—¿Qué nueva tontería se le está ocurriendo? —rechazó ásperamente Forrest. Pero su


cara tenía una lividez de muerte.

—Señor Forrest, su esposa será conducida a un médico apenas salgamos de aquí.


Bajo mi entera responsabilidad. Y un especialista en hipnosis será llamado por mí. Si
se descubre señal alguna de hipnotismo practicado en ella para forzarla al suicidio…
su situación va a ser muy delicada, señor Forrest…

—¡Maldito estúpido, entrometido y loco! —aulló Austin de súbito, precipitándose


sobre él, exasperado, lívido.

Zachary le recibió a pie firme. Disparó su brazo secamente, con una tremenda
contundencia. El puño alcanzó el mentón de Forrest. Luego, otro impacto le hirió el
hígado con virulencia.

Forrest cayó redondo a sus pies, manchándose con la sangre del cuerpo de Brian

Shelley…
CAPÍTULO II

Siguió un momento de tensa calma.

Rachel seguía cuidando de Pamela Forrest. Terence Brand contemplaba la escena


absorto, como si la sucesión vertiginosa de dramáticos sucesos, en aquel encierro de
muerte y silencio, fuese capaz, de anular la capacidad de reacción de todo ser
humano.

Sólo Zachary Taylor, en medio del caos reinante, mantenía autoridad, firmeza y
decisión. Tras una larga pausa, comentó despacio el albacea testamentario de los
Shelley:

—Bien, señores… Creo que se juntan aquí demasiados horrores esta noche de
pesadilla… Falsos suicidios, hipnosis criminal, asesinatos… ¿Cree que también
Forrest mató a la chica, y ahora a Shelley?

—No, no lo creo —suspiró Zachary fríamente—. Son asuntos completamente


opuestos. No hay duda de que Forrest quiso buscarse una coartada, deshaciéndose
de su esposa ante testigos, y sin posibilidad de ser demostrado jamás el asesinato.
Pero esa ocasión aprovechada por él, provino de lo que aquí está sucediendo ahora.
Tememos que alguien, enterado de que era una mujer la heredera de los Shelley,
planeó matar a la que podía ser, cometiendo su primer error. Luego hubiera
insistido, de todos modos, al saber quién era ella. El hecho de que Rachel renuncie a
su fortuna, no la salva del peligro, porque el asesino necesita que ella muera sin
haber firmado su renuncia, y así quedarse con todo: lo de Brian, asesinado en último
lugar… y lo de Rachel Shelley.

—Temo no entenderle, Taylor —rechazó el albacea—. Muertos ellos, no quedaría


ningún Shelley con vida…

—Me temo que si —asintió lentamente Zachary—. Quedaría… el hombre que encañó
a Belinda Shelley, casándose con ella en secreto. Legalmente, el matrimonio sigue
siendo válido, y él, por tanto, heredero de esa fortuna.

—¿Qué dice? ¿Un esposo?

—Sí, señor Brand —Taylor se volvió hacia el sorprendido Van Eyck— Amigó mío,
usted que conoció bien a los Shelley… ¿quién podría haber engañado a Belinda,
hasta el punto de hacerla contraer matrimonio en secreto, con algún pretexto válido,
hace diez años?
Van Eyck pestañeó, perplejo. Luego, su mirada fue directamente a alguien.

—El, por supuesto. —dijo—. La señorita Belinda estaba loca por él… Estaba mirando
al administrador y albacea, Terence Brand.

***

—¿Se han vuelto todos locos? —Jadeó Terence, lívido de súbito—. ¿Yo, viejo Roy?

—Si. Usted, señor Brand…

Rápido, Zachary le arrancó de las manos su maletín. Lo abrió con energía, tirando
papeles por doquier. Como imaginaba, halló un doble fondo. Tiro de él.

Estaba ocupado por tres huecos, y sólo en dos había algo: dos estiletes del estilo del
utilizado para matar a Brian y a Gail. Faltaba el tercero. En el hueco vacío, había
manchas de sangre seca…

—Lo imaginaba. Usted sí podía llevar ocultos los cuchillos… y conocía a fondo la
cripta, sus entradas, salidas, las luces…

Esta vez, Brand reaccionó ya sin palabras. Su mano voló rápida a por uno de los
cuchillos, para atacar a Zachary y evadirse. Este, veloz, le arrojó el maletín al rostro, y
luego cayó sobre él, hundiéndole la cabeza en el estómago, y pegando de lleno en su
hígado.

Cuando Brand iba a recobrar el aliento, Taylor le martilleó el rostro y la garganta con
sus puños. Derribó al asesino. Antes de que éste se levantara, ya el detective privado
había alcanzado una de las dagas, apoyando su punta en la garganta del adversario.

—Un movimiento, Brand, y es hombre muerto —avisó—. La justicia llega después de


diez años. Mi agencia supo esperar todo este tiempo. Tienen la máxima, que yo
comparto, de que el asesino siempre acaba por delatarse a sí mismo, cuando nuevos
obstáculos se interponen entre él y la razón de sus crímenes…

Alrededor de él, todos miraban con cierto alivio, lo que parecía ser, definitivamente,
el desenlace de la trágica noche en la cripta de los Shelley…
EPILOGO

Había dejado de llover.

La madrugada, cercano ya el día, olía a hierba jugosa, a humedad, y a aire frío y


limpio.

Zachary Taylor lo respiró a pleno pulmón. Se apoyó en un árbol, evitando mirar


atrás, a la cripta familiar salpicada de sangre.

Ante él, Van Eyck vigilaba, con la ayuda de Rachel y de Maggie, a dos hombres
fuertemente ligados: Austin Forrest y Terence Brand.

—Bien… —murmuró Taylor—. Es el despertar. La pesadilla queda atrás…

Rachel le miró, pensativa. Asintió con una débil sonrisa.

—Los Shelley se extinguen —comentó—. ¿Qué será ahora de su dinero?

—No sé. ¿Insiste en dedicarlo a caridad?

—Sí. En obras benéficas limpiará algo de la sangre derramada. No sería feliz con esa
fortuna, Taylor.

—Creo que hace muy bien. Esto terminará. Van Eyck recibirá un premio a su lealtad
de años, a su extraña devoción a los Shelley, vivos o muertos, pero muy
especialmente muertos, y espero que esa cripta se clausure ya, para que nadie vuelva
a pasar en ella la noche.

—Cuando menos, nos protegimos de la lluvia —rió amargamente Van Eyck.

—Sí, eso no puede negarse —convino Zachary, torciendo el gesto—. Pero hubiera
preferido mojarme hasta los huesos, de saber lo que sucedería. Ha sido todo
demasiado terrible…

Maggie se acercó a él. Tenía ya secas sus ropas, pero los jirones revelaban demasiado
de su opulencia física, pese a su extrema juventud. Su mirada tenía una rara
expresión vidriosa, al mirar a Zachary.

—¿Va… va a devolverme al reformatorio? —preguntó, asustada.


—No, pequeña —negó Zachary Taylor—. Rachel te acompañará a un establecimiento
médico. Hablaremos con las autoridades sobre la señora Pilgrim. No volverás allí,
puedes estar segura. Necesitas curarte, ser una chica normal. Y lo serás.

—Gracias, señor Taylor… Ha sido usted tan bueno… Preferiría ir con usted…

—No, no es preciso. No quiero que veas en mí sino a un hermano o un padre. Así


debe ser. Maggie. Es la forma de empezar… a curarte, pequeña.

—Si… Sí, señor… Así lo haré —le miró turbada—. Gracias otra vez… Seré fuerte.

—Así sanaras antes. Animo, Maggie. No todo el mundo es como la señora Pilgrim,
por fortuna para todos. Encontrarás gente buena, cariñosa y comprensiva. Saldrás
bien de todo. Ahora… mucha suerte.

Se apartó de la adolescente. La mirada de ella, al fin, revelaba una forma de afecto


que antes no era capaz de sentir hacia un hombre. Realmente. Zachary había logrado
inculcarle algo nuevo.

—Creo que es usted una especie de santo con aureola y todo —sonrió Rachel,
acercándose a Taylor momentos más tarde.

—No llego a tanto, cielos. Sólo me siento un poco protector de los demás —rió
Zachary—. Pero no puedo olvidar que a usted es a quien debo algo.

—¿A mí?

—Sí. Me ayudó cuando estaba incapacitado, herido por ese loco de Brian Shelley. Y
me ayudó con SUS pesquisas, sus observaciones… Es usted muy inteligente. Y una
gran chica. Espero que vuelva a ser feliz.

—Sí, espero que otro hombre quiera terminar con mi viudedad —suspiró ella—. Eso
calmará a muchas amigas mías, que me están aconsejando siempre en tal sentido.

—No puede serle muy difícil. Una mujer como usted tendrá pretendientes sobrados,
estoy seguro.

—Pero a mí no todos me gustan. Soy difícil de contentar.

—Algún día aparecerá el que la contente por completo. Y no habrá más problemas.

—Ya lo hay.

—Ah, vaya… ¿Y él? ¿La corresponde?


—Pues… no lo sé —suspiró Rachel—. Tendré que preguntárselo algún día.

—Yo que usted se lo preguntaría lo antes posible.

—¿De veras? —Ella le miró, muy fija—. Zachary… ¿me ama usted?

***

—Cielos, fue tan repentino, Rachel…

—Me limité a seguir tu consejo. Me dijiste que lo hiciera lo antes posible.

—Pero… ¿cómo imaginar que era yo el elegido? Apenas nos conocíamos entonces…
—Una noche en aquella cripta, era como una eternidad. Creo que allí te conocí más
que pude conocer a nadie en este mundo, querido.

Zachary asintió, pensativo. Luego, tendió el periódico a su joven esposa.

—Lee eso —comentó—. Ya se hizo justicia…

—¿Terence Brand?

—Y Austin Forrest. Los dos. Brand pasará su vida entera en prisión. Forrest sólo
estará en ella quince o veinte años. Pero ya han anulado el matrimonio con la señora
Forrest… y ella ha encontrado a alguien con quien va a casarse, olvidando el
pasado…

—Todo termina bien, Zachary…

—Casi todo. Como en los cuentos de hadas, aunque en sus inicios fuera un cuento de
terror y de sangre.

Se incorporó. Pascaron juntos por el jardincillo de la vivienda de los Taylor. De


repente, Zachary se detuvo, mirando a su esposa.

—¿No te arrepentiste nunca de haber renunciado a aquella fortuna?

—Nunca, Zachary'. Y menos aún al ser tu esposa. El dinero de los Shelley hubiera
sido una estúpida barrera entre los dos, estoy segura.

—Sí, es posible. No me hubiera gustado una esposa millonaria.


—¿Lo ves? —le abrazó calurosamente, besando sus labios dulcemente—. Es
maravilloso así, Zachary querido. Maravilloso. No quiero otra cosa. No quiero nada
más…

***

Fue al año siguiente cuando recibieron la visita.

Sorprendido, Zachary leyó la tarjeta: «Señores de Howard».

Hizo pasar a sus visitantes. La sorpresa creció de grado. Rachel, a su lado, también se
sorprendió.

El joven Howard era alto, rubio y amable. Tenía aspecto de jugador de fútbol.

La señora Howard… había sido de soltera, simplemente… Maggie.

—Cielos, chiquilla… — Zachary se aproximó a ella, estrechando sus manos con calor
—. ¿Cómo ha sido esto?

—Todo fue bien, señor Taylor habló la muchacha, convertida ya en una mujercita
esplendida, aunque siempre algo rolliza.

—¿Sanaste totalmente?

—Totalmente. Dick conoce mi historia, no tema. Puede hablar con sinceridad. Nos
casamos hace siete meses. Ya puede confiar en mí. No me volveré loca por usted,
señor Taylor… aunque le guardo un recuerdo lleno de cariño. Y me alegra ver que…
los dos se casaron también. ¿Sabe una cosa? Aquella noche… tuve celos de ella.

—¿De mi? —rió de buen grado Rachel—. Eso es divertido, Maggie…

—Así era yo. Una enferma, simplemente —movió su morena cabeza con énfasis—.
No volví jamás a reformatorio alguno. Trataron mi caso como usted dijo. Y todo fue
bien. He sabido que la señora Pilgrim terminó en prisión, y se cerró el reformatorio.

—Eso sí que es terminar bien absolutamente todo —rió Zachary Taylor—. Recibid mi
felicitación, de verdad. Y gracias por la visita, Maggie…
Cuando se marchaban, la muchacha besó a Zachary. Fue un beso efusivo, pero
limpio.

Luego, se ausentaron. Rachel se colgó del brazo de Zachary, pensativa.

—¿Sabes una cosa, querido? —manifestó con voz grave Ahora soy yo quien empieza
a tener celos de ti… Esa muchacha ya no es lo que era. Pero si se enamoran todas de
ti, igual que ella o yo… estoy arreglada con mi esposo…

Ambos rieron de buena gana.

—Eres adorable —dijo él—. Realmente adorable… incluso estando celosa.

***

Esa fue la extraña historia de una cripta y de una noche de tormenta.

Una historia de sangre, pasiones, amor y odio. De ambición desmedida y sacrificio


honesto. De lealtades y de perversidad. De tensión y de angustia. De muerte y de
resurgir…

En la región, dicen que la cripta de los Shelley está ya cerrada y precintada. Brian fue
el último en ser enterrado allí. De ese modo se cerró el ciclo, porque Rachel jamás
aceptó ser una Shelley.

Y menos aún, aspirar a tener allí su tumba en el futuro.

La cripta era ya sólo un recuerdo. Una leyenda de fantasmas y de sangre, que había
provocado unos asesinatos atroces.

Pero en la cripta, también hubo personas que iniciaron una vida nueva y mejor.

Como decía Zachary Taylor, todo había empezado siniestramente, en un clima de


horror, para terminar apaciblemente, como en los cuentos de hadas.

Y eso, ya era algo. En realidad, quizá era mucho.

Mucho más de lo que todos esperaron vivir durante aquella terrible noche de
angustia y terror en el interior de una extraña cripta para enfermos de catalepsia…

FIN

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