La Cuarta Persecución
La Cuarta Persecución
La Cuarta Persecución
Marco Aurelio subió al trono en el año 161 d.C., era un hombre de naturaleza rígida y severa, y
aunque elogiable en el estudio de la filosofía y en su actividad de gobierno, fue duro y fiero contra los
cristianos, y desencadenó la cuarta persecución.
Las crueldades ejecutadas en esta persecución fueron de tal calibre que muchos de los espectadores se
estremecían de horror al verlas, y quedaban atónitos ante el valor de los mártires. Algunos de los mártires
eran obligados a pasar, con sus pies ya heridos, sobre espinas, clavos, aguzadas conchas, etc., puestos de
punta; otros eran azotados hasta que quedaban a la vista sus tendones y venas, y, después de haber sufrido
los más atroces tormentos que pudieran inventarse, eran destruidos por las muertes más terribles.
Germánico, un hombre joven, pero un verdadero cristiano, siendo entregado a las fieras a causa de su
fe, se condujo con un valor tan asombroso que varios paganos se convirtieron al cristianismo.
Policarpo, el venerable obispo de Esmirna, se ocultó al oír que le estaban buscando, pero fue
descubierto por un niño. Tras dar una comida a los guardas que le habían prendido, les pidió una hora de
oración, lo que le permitieron, y oró con tal fervor que los guardas que le habían arrestado se sentían
arrepentidos de haberlo hecho. Sin embargo, lo llevaron ante el procónsul, y fue condenado y quemado en
la plaza del mercado. El procónsul le reprendió, diciendo: «Jura, y te daré la libertad: Blasfema contra
Cristo.» Policarpo le respondió: «Durante ochenta y seis años le he servido, y nunca me ha hecho mal
alguno: ¿Cómo voy yo a blasfemar contra mi Rey, que me ha salvado?» Fue atado en la estaca, y no fue
clavado como era costumbre, porque les aseguró que se iba a quedar inmóvil; al encenderse la hoguera, las
llamas rodearon su cuerpo, como un arco, sin tocarlo; entonces dieron orden al verdugo que lo traspasara
con una espada, con lo que manó tal cantidad de sangre que apagó el fuego. Sin embargo se dio orden, por
instigación de los enemigos del Evangelio, especialmente judíos, de que su cuerpo fuera consumido en la
hoguera, y la petición de sus amigos, que querían darle cristiana sepultura, fue rechazada. Sin embargo,
recogieron sus huesos y tantos de sus miembros como pudieron, y los hicieron enterrar decentemente.
Metrodoro, un ministro que predicaba atrevidamente, y Pionio, que hizo varias excelentes apologías
de la fe cristiana, fueron también quemados. Carpo y Papilo, dos dignos cristianos, y Agatónica, una
piadosa mujer, sufrió el martirio en Pergamópolis, en Asia.
Felicitate, una ilustre dama romana, de una familia de buena posición, y muy virtuosa, era una
cristiana devota. Tenía siete hijos, a los que había educado con la más ejemplar piedad. Enero, el mayor, fue
flagelado y prensado hasta morir; Félix y Felipe, que le seguían en edad, fueron descerebrados con garrotes;
Silvano, el cuarto, fue asesinado siendo echado a un precipicio; y los tres hijos menores, Alejandro, Vital y
Marcial, fueron decapitados. La madre fue después decapitada con la misma espada que los otros tres.
Justino, el célebre filósofo, murió mártir en esta persecución. Era natural de Nápolis, en Sarnaria, y
había nacido el 103 d.C. Fue un gran amante de la verdad y erudito universal; investigó las filosofías estoica
y peripatética, y probó la pitagórica, pero, disgustándole la conducta de uno de sus profesores, investigó la
platónica, en la que encontró gran deleite. Alrededor del año 133, a los treinta años, se convirtió al
cristianismo, y entonces, por vez primera, percibió la verdadera naturaleza de la verdad.
Escribió una elegante epístola a los gentiles, y empleó sus talentos para convencer a los judíos de la
verdad de la doctrina de los cristianos. Dedicó gran tiempo a viajar, hasta que estableció su residencia en
Roma, en el monte Viminal.
Abrió una escuela pública, enseñó a muchos que posteriormente fueron personajes prominentes, y
escribió un tratado para refutar las herejías de todo tipo. Cuando los paganos comenzaron a tratar a los
cristianos con gran severidad, Justino escribió su primera apología en favor de ellos. Este escrito exhibe una
gran erudición y genio, e hizo que el emperador publicara un edicto en favor de los cristianos.
Poco después entró en frecuentes discusiones con Crescente, una persona de vida viciosa, pero que
era un célebre filósofo; los argumentos de Justino fueron tan poderosos, pero tan odiosos para el filosofo,
que consiguió, su destrucción.
La segunda apología de Justino, dio al cínico Crescente una oportunidad para predisponer al
emperador en contra de su autor, y por esto Justino fue arrestado, junto con seis compañeros suyos. Al
ordenársele que sacrificara a los ídolos paganos, rehusaron, y fueron condenados a ser azotados, y a
continuación decapitados; esta sentencia se cumplió con toda la severidad imaginable. Varios fueron
decapitados por rehusar sacrificar a la imagen de Júpiter, en particular Concordo, diácono de la ciudad de
Spolito.
Al levantarse en armas contra Roma, algunas de las agitadas naciones del norte, el emperador se puso
en marcha para enfrentarse a estas naciones. Sin embargo, se vio atrapado en una emboscada, y temió
perder todo su ejército. Encerrado entre montañas, rodeado de enemigos y muriéndose de sed, en vano
invocó a las deidades paganas, y entonces ordenó a los hombres que pertenecían a la milicia, o a la legión
del trueno, que oraran a su Dios pidiendo socorro. De inmediato tuvo lugar una milagrosa liberación; cayó
una cantidad prodigiosa de lluvia, que fue recogida por los hombres, haciendo presas, y dio un alivio
repentino y asombroso. Parece que la tormenta, que se abatió intensamente sobre los rostros de los
enemigos, los intimidó de tal manera, que una parte desertó hacia el ejército romano; el resto fueron
derrotados, y las provincias rebeldes fueron totalmente recuperadas.
Este asunto hizo que la persecución se debilitará por algún tiempo, al menos en aquellas zonas bajo la
inspección del emperador, pero nos encontramos que pronto se desencadenó en Francia la persecución,
particularmente en Lyon, donde las torturas que fueron impuestas a muchos de los cristianos casi rebasan la
capacidad de descripción.
Los principales de estos mártires fueron un joven llamado Vetio Agato; Blandina, una dama cristiana
de débil constitución; Sancto, que era diácono en Vienna; a éste le aplicaron platos de bronce al rojo vivo
sobre las partes más sensibles de su cuerpo; Biblias, una débil mujer que había sido apóstata anteriormente.
Attalo, de Pérgamo, y Potino, el venerable obispo de Lyon, que tenía noventa años. El día en que Blandina
y otros tres campeones de la fe fueron llevados al anfiteatro, a ella la colgaron de un madero fijado sobre el
suelo, y la expusieron a las fieras como alimento, mientras tanto ella, con sus fervorosas oraciones, alentaba
a los otros. Pero ninguna de las fieras la tocó, por lo que fue vuelta a llevar a la mazmorra. Cuando fue
sacada por tercera y última vez, salió acompañada por Pontico, un joven de quince años, y la constancia de
la fe de ellos enfureció de tal manera a la multitud que no fueron respetados ni el sexo de ella ni la juventud
de él, y los hicieron objeto de todo tipo de castigos y torturas. Fortalecido por Blandina, el muchacho
perseveró hasta la muerte; y ella, después de soportar los tormentos mencionados, fue finalmente muerta
con espada.
En estas ocasiones, cuando los cristianos recibían el martirio, iban coronados con guirnaldas de flores;
por ellas, en el cielo, recibían eternas coronas de gloria. Se ha dicho que las vidas de los cristianos
primitivos consistían de «persecución por encima del suelo y oración por debajo del suelo.» Sus vidas están
expresadas por el Coliseo y las catacumbas. Debajo de Roma están los subterráneos que llamamos las
catacumbas, que eran a la vez templos y tumbas. La primitiva Iglesia en Roma podría ser llamada con razón
la Iglesia de las Catacumbas. Hay unas sesenta catacumbas cerca de Roma, en las que se han seguido unas
seiscientas millas de galerías, y esto no fueron todos. Estas galerías tienen una altura de alrededor de ocho
pies (2,4 metros) y una anchura de entre tres a cinco pies (de casi 1 metro hasta 1,5), y contienen a cada
lado varias hileras de recesos largos, bajos, horizontales, uno encima de otros como a modo de literas en un
barco. En estos nichos eran puestos los cadáveres, y eran cerrados bien con una simple lápida de mármol, o
con varias grandes losas de tierra cocida ligadas con mortero. En estas lápidas o losas hay grabados o
pintados epitafios y símbolos. Tanto los paganos como los cristianos sepultaban a sus muertos en estas
catacumbas. Cuando se abrieron los sepulcros cristianos, los esqueletos contaron su temible historia. Se
encuentran cabezas separadas del cuerpo; costillas y clavículas rotas, huesos frecuentemente calcinados por
el fuego. Pero a pesar de la terrible historia de persecución que podemos leer ahí, las inscripciones respiran
paz, gozo y triunfo. Aquí tenemos unas cuantas: «Aquí yace Marcia, puesta a reposar en un sueño de paz.»
«Lorenzo a su más dulce hijo, llevado por los ángeles.» «Victorioso en paz y en Cristo.» «Al ser llamado, se
fue en paz.» Recordemos, al leer estas inscripciones la historia que los esqueletos cuentan de persecución,
tortura y fuego. Pero la plena fuerza de estos epitafios se aprecia cuando los contrastamos con las
dedicatorias paganos, como: «Vive para esta hora presente, porque de nada más estamos seguros.»
«Levanto mi mano contra los dioses que me arrebataron a los veinte años, aunque nada malo había hecho.»
«Una vez no era. Ahora no soy. Nada sé de ello, y no es mi preocupación.» «Peregrino, no me maldigas
cuando pases por aquí, porque estoy en tinieblas y no puedo responder.»
Los más frecuentes símbolos cristianos en las paredes de las catacumbas son el buen pastor con el
cordero en sus hombros, una nave con todo y las velas, arpas, anclas, coronas, vides, y por encima de todo,
el pez.
La quinta persecución, comenzando con Severo, el 192 d.C.
Severo, recuperado de una grave enfermedad por los cuidados de un cristiano, llegó a ser un gran
favorecedor de los cristianos en general; pero al prevalecer los prejuicios y la furia de la multitud ignorante, se
pusieron en acción unas leyes obsoletas contra los cristianos. El avance del cristianismo alarmaba a los paganos,
y reavivaron la calumnia de achacar a los cristianos las desgracias accidentales que sobrevenían. Esta
persecución se desencadenó en el 192 d.C.
Pero aunque la persecución era grave, sin embargo el Evangelio resplandecía espléndidamente; y firme
como una roca, y resistía con éxito a los ataques de sus enemigos. Tertuliano, que vivió en esta época, nos
informa de que si los cristianos se hubieran ido en masa de los territorios romanos, el imperio habría quedado
despoblado en gran manera.
Víctor, obispo de Roma, sufrió el martirio en el primer año del siglo tercero, el 201 d.C. Leónidas, padre
del célebre Orígenes, fue decapitado por ser cristiano. Muchos de los oyentes de Orígenes también sufrieron el
martirio; en particular dos hermanos, llamados Plutarco y Sereno; otro Sereno, Herón y Heráclides, fueron
decapitados. A Rhais le derramaron brea hirviendo sobre la cabeza, y luego lo quemaron, como también a su
madre Marcela. Potainiena, hermana de Rhais, fue ejecutada de la misma forma que Rhais; pero Basflides,
oficial del ejército, a quien se le ordenó que asistiera a la ejecución, se convirtió.
Al pedírsele a Basílides, que era oficial, que hiciera un cierto juramento, rehusó, diciendo que no podría
jurar por los ídolos romanos, por cuanto era cristiano. Llenos de asombro, los del pueblo no podían al principio
creer lo que oían; pero tan pronto él confirmó lo que había dicho, fue arrastrado ante el juez, echado en la cárcel,
y poco después decapitado. Ireneo, obispo de Lyon, había nacido en Grecia, y recibió una educación esmerada y
cristiana. Se supone generalmente que el relato de las persecuciones en Lyon fue escrito por él mismo. Sucedió
al mártir Potino como obispo de Lyon, y gobernó su congregación con gran discreción; era un celoso oponente
de las herejías en general, y alrededor del 187 d.C. escribió un célebre tratado contra las herejías. Víctor, obispo
de Roma, queriendo imponer allí la observancia de la Pascua en preferencia a otros lugares, ocasionó algunos
desórdenes entre los cristianos. De manera particular, Ireneo le escribió una epístola sinódica, en nombre de las
iglesias galicanas. Este celo en favor del cristianismo lo señaló como objeto de resentimiento ante el emperador,
y fue decapitado el 202 d.C.
Extendiéndose las persecuciones a África, muchos fueron martirizados en aquel lugar del planeta;
mencionaremos a los más destacados entre ellos.
Perpetua, de unos veintidós años, casada. Los que sufrieron con ella fueron Felicitas, una mujer casada y
ya en muy avanzado estado de gestación cuando fue arrestada, y Revocato, discípulo de Cartago, y un esclavo.
Los nombres de los otros presos destinados a sufrir en esta ocasión eran Saturnino, Secundulo y Satur. En el día
señalado para su ejecución fueron llevados al anfiteatro. A Satur, Secúndulo y Revocato les mandaron que
corrieran entre los cuidados de las fieras. Estos, dispuestos en dos hileras, los flagelaron severamente mientras
corrían entre ellos. Felicitas y Perpetua fueron desnudadas para echarlas a un toro bravo, que se lanzó primero
contra Perpetua, dejándola inconsciente; luego se abalanzó contra Felicitas, y la embistió terriblemente; pero no
habían quedado muertas, por lo que el verdugo las despachó con una espada. Revocato y Satur fueron devorados
por las fieras; Saturnino fue decapitado, y Secúndulo murió en la cárcel. Estas ejecuciones tuvieron lugar el ocho
de marzo del año 205.
Esperato y otros doce fueron decapitados, lo mismo que Androcles en Francia. Asclepiades, obispo de
Antioquia, sufrió muchas torturas, pero no fue muerto.
Cecilia, una joven dama de una buena familia en Roma, fue casada con un caballero llamado Valeriano, y
convirtió a su marido y hermano, que fueron decapitados; el oficial, que los llevó a la ejecución, fue convertido
por ellos, y sufrió su misma suerte. La dama fue echada desnuda en un baño hirviente, y permaneciendo allí un
tiempo considerable, la decapitaron con una espada. Esto sucedió el 222 d.C.
Calixto, obispo de Roma, sufrió martirio el 224 d.C., pero no se registra la forma de su muerte; Urbano,
obispo de Roma, sufrió la misma suerte el 232 d.C
La sexta persecución, bajo Maximino, el 235 d.C.
El 235 d.C. comenzó, bajo Maximino, una nueva persecución. El gobernador de Capadocia, Seremiano,
hizo todo lo posible para exterminar a los cristianos de aquella provincia.
Las personas principales que murieron bajo este reinado fueron Pontiano, obispo de Roma; Anteros, un
griego, su sucesor, que ofendió al gobierno al recoger las actas de los mártires. Pamaquio y Quirito, senadores
romanos, junto con sus familias enteras, y muchos otros cristianos; Simplicio, también Senador, Calepodio, un
ministro cristiano, que fue echado al río Tiber; Martina, una noble y hermosa doncella; e Hipólito, un obispo
cristiano, que fue atado a un caballo salvaje, y arrastrado hasta morir.
Durante esta persecución, suscitada por Maximino, muchísimos cristianos fueron ejecutados sin juicio, y
enterrados indiscriminadamente a montones, a veces cincuenta o sesenta echados juntos en una fosa común, sin
la más mínima decencia.
Al morir el tirano Maximino en el 238 d.C., le sucedió Gordiano, y durante su reinado, así como el de su
sucesor, Felipe, la Iglesia estuvo libre de persecuciones durante más de diez años; pero en el 249 d.C. se desató
una violenta persecución en Alejandría, por instigación de un sacerdote pagano, sin conocimiento del emperador.
La séptima persecución, bajo Decio, el 249 d.C.
Ésta estuvo ocasionada en parte por el aborrecimiento que tenía contra su predecesor Felipe, que era
considerado cristiano, y tuvo lugar en parte por sus celos ante el asombroso avance del cristianismo; porque los
templos paganos comenzaban a ser abandonados, y las iglesias cristianas estaban llenas.
Estas razones estimularon a Decio a intentar la extirpación del nombre mismo de cristiano; y fue
desafortunado para el Evangelio, que varios errores se habían deslizado para este tiempo dentro de la Iglesia; los
cristianos estaban divididos entre sí; los intereses propios dividían a aquellos a los que el amor social debía haber
mantenido unidos; y el orgullo dio lugar a una variedad de facciones. Los paganos, en general, tenían la
ambición de poner en acción los decretos imperiales en esta ocasión, y consideraban el asesinato de los cristianos
como un mérito para sí mismos. En esta ocasión los mártires fueron innumerables; pero haremos relación de los
principales.
Fabiano, obispo de Roma, fue la primera persona en posición eminente que sintió la severidad de esta
persecución. El difunto emperador había puesto su tesoro al cuidado de este buen hombre, debido a su
integridad. Pero Decio, al no hallar tanto como su avaricia le había hecho esperar, decidió vengarse del buen
obispo. Fue entonces arrestado, y decapitado el 20 de enero del 250 d.C.
Julián, nativo de Cilicia, como nos informa San Crisóstomo, fue arrestado por ser cristiano. Fue metido
en una bolsa de cuero, junto con varias serpientes y escorpiones, y echado así al mar.
Pedro, un joven muy atractivo tanto de físico como por sus cualidades intelectuales, fue decapitado por
rehusar sacrificar a Venus. En el juicio declaró: «Estoy atónito de que sacrifiquéis a una mujer tan infame, cuyas
abominaciones son registradas por vuestros mismos historiadores, y cuya vida consistió de unas acciones que
vuestras mismas leyes castigarían. No, al verdadero Dios ofreceré yo el sacrificio aceptable de alabanzas y
oraciones.» Al oír esto Optimo, procónsul de Asia, ordenó al preso que fuera estirado en la rueda de tormento,
rompiéndole todos los huesos, y luego fue enviado a ser decapitado.
Alejandro y Epimaco, de Alejandría, fueron arrestados por ser cristianos; al confesar que efectivamente
lo eran, fueron golpeados con estacas, desgarrados con garfios, y al final quemados con fuego; también se nos
informa, en un fragmento preservado por Eusebio, que cuatro mujeres mártires sufrieron aquel mismo día, y en
el mismo lugar, pero no de la misma manera, por cuanto fueron decapitadas.
Trifón y Respicio, dos hombres eminentes, fueron aprehendidos como cristianos, y encarcelados en
Niza. Sus pies fueron traspasados con clavos; fueron arrastrados por las calles, azotados, desgarrados con garfios
de hierro, quemados con antorchas, y finalmente decapitados, el 1 de febrero del 251 d.C.
Agata, una dama siciliana, no era tan notable por sus dotes personales y adquiridas como por su piedad;
tal era su hermosura que Quintiano, gobernador de Sicilia, se enamoró de ella, e hizo muchos intentos por vencer
su castidad, pero sin éxito. A fin de gratificar sus pasiones con la mayor facilidad, puso a la virtuosa dama en
manos de Afrodica, una mujer infame y libertina. Esta miserable trató, con sus artificios, de ganarla a la deseada
prostitución, pero vio fallidos todos sus esfuerzos, porque la castidad de Agata era inexpugnable, y ella sabía
muy bien que sólo la virtud podría procurar una verdadera dicha, Afrodica hizo saber a Quintiano la inutilidad de
sus esfuerzos, y éste, enfurecido al ver sus designios torcidos, cambió su concupiscencia en resentimiento. Al
confesar ella que era cristiana, decidió satisfacerse con la venganza, al no poderlo hacer con su pasión. Siguiendo
órdenes suyas, fue flagelada, quemada con hierros candentes, y desgarrada con aguzados garfios. Habiendo
soportado estas torturas con una admirable fortaleza, fue luego puesta desnuda sobre ascuas mezcladas con
vidrio, y luego devuelta a la cárcel, donde expiró el 5 de febrero del 251.
En el año 251 de nuestro Señor, el emperador Decio, después de haber erigido un templo pagano en
Éfeso, ordenó que todos los habitantes de la ciudad sacrificaran a los ídolos. Esta orden fue noblemente
rechazada por siete de sus propios soldados, esto es, Maximiano, Marciano, Joanes, Malco, Dionisio, Seraión y
Constantino. El emperador, queriendo ganar a estos soldados a que renunciaran a su fe mediante sus
exhortaciones y benevolencia, les dio un tiempo considerable de respiro hasta volver de una expedición. Durante
la ausencia del emperador, estos huyeron y se ocultaron en una cueva; al saber esto el emperador a su vuelta, la
boca de la cueva fue cegada, y todos murieron de hambre.
La mayoría de los errores que se introdujeron en la Iglesia en esta época surgieron por poner la razón
humana en competición con la revelación; pero al demostrar los teólogos más capaces la falacia de tales
argumentos, las opiniones que se habían suscitado se desvanecieron como las estrellas delante del sol.