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Problemas de Definición de La Actividad Docente

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Problemas de definición de la Actividad Docente

(publicado en la revista del colegio de doctores)

Hay oficios que se hallan a merced de un insólito destino: el de no saber muy


bien nunca qué se está verdaderamente haciendo cuando uno los desempeña. La
enseñanza, con el tiempo, ha ingresado en este grupo selecto, asunto que, si nos
paramos un momento a pensar, no constituye motivo de reciente inquietud, pues tal
vez ocurriera ya algo semejante incluso en el mismo inicio de la profesión docente,
cuando un grupo de hombres prestigiosos, que se hacían llamar sofistas y que
cobraban por su garantizada habilidad didáctica, tienen la incómoda suerte de topar
con un ateniense preguntón que les pone en tela de juicio la posibilidad de enseñar lo
único que merece la pena ser enseñado, esto es, lo mejor. En su origen, el oficio de
profesor nace ya conflictivo y socráticamente sospechoso.
Ocurre que en muchas otras ocupaciones aquél que las realiza cuenta con el
beneplácito de encontrarse siempre situado, orientado por unas pautas que ofrecen
líneas claras de acción, y que son independientes de las concretas circunstancias que
pueden facilitar o entorpecer la tarea que se lleva a cabo, y de la capacidad personal
para realizar lo que el trabajo exige. Un butanero, un ingeniero, un cirujano, un
sexador de pollos y un contable pueden determinar su cometido sin lugar a muchas
dudas, cuantas menos mejor, confiando en que sus objetivos laborales no serán
objeto de discusión y que lo discutible han de ser los medios que se han de poner
para alcanzarlos. El fin de la enseñanza y su sentido, por el contrario, resultan temas
cuestionables incluso antes de que el trabajador del ramo haya puesto por primera
vez un pie en el aula con la batuta en la mano. Y no podría ser de otro modo: el que
llega a esa situación seguramente se ha pasado gran parte de su vida analizando
desde la otra orilla lo que llegaría un buen o infausto día a ser su profesión.
Pero lo peor del caso reside justamente en que no se trata sólo de que en este
asunto intervengan Sócrates y algunos más, sino que parece que todo ser humano,
por el mero hecho de serlo, tiene potestad para sentenciar sobre el caso, razón por la
cual quizás en la Declaración Universal de Derechos del Hombre se debería incluir el
derecho inalienable a dictaminar sobre pedagogía. La conveniencia de tal inclusión a
todas luces se vería aprobada por aclamación popular.
¿Por qué no se pide la opinión de los padres y madres de familia cuando se
trata de reformar el impuesto sobre la renta? ¿No son ellos y sus hijos los más
implicados en tal materia? ¿Por qué no se establece un Consejo Constructivo
integrado por todos los que de una manera u otra resultan afectados por las obras
públicas (transportistas, comerciantes, paseantes, bedeles del ministerio, ingenieros,
PROBLEMAS DE DEFINICIÓN DE LA ACTIVIDAD DOCENTE

empresarios, ecologistas, etc), con capacidades no sólo consultivas, sino ejecutivas,


para nombrar o destituir al Jefe de Proyectos de una Delegación territorial, por
ejemplo? La respuesta asoma con claridad meridiana: porque en lo referente a la
renta o al trazado de carreteras no puede terciar el primero que pase por allí, cosa que
no ocurre en lo que atañe a la enseñanza del cálculo diferencial o del aoristo griego,
asuntos éstos sobre los que evidentemente cualquiera podría ofrecer un juicio bien
fundado.
Si creemos poder descubrir alguna idea común y palmaria entre los integrantes
del gremio docente, que pudiera servir de mínimo punto de encuentro para iniciar
una discusión cuerda, ya que parece que estamos abocados sin remedio al eterno
debate, pronto notaremos como se esfuman tan ingenuas esperanzas.
Las directrices precisas sobre los objetivos de la enseñanza pública, que
muchos echan en falta porque desearían que se determinasen con más exactitud y que
no se limitasen a expresar meras intenciones ideológicas o propósitos pedagógicos
tan vagos como la atención que merecen, parecen siempre excesivas a otros, los
cuales opinan que sólo un programa de estudios ‘abierto’ puede favorecer las
actuales condiciones que imponen la supuesta libertad didáctica de que gozamos los
profesores y la gran diversidad reinante de planteamientos pedagógicos —a veces no
sólo académicos, sino también políticos, geográficos, escolares, sindicales, estéticos,
circunstanciales…—, que algunos han llevado hasta el puro capricho, en perjuicio de
los alumnos, seres éstos que no tienen la culpa de que su profesor o su comunidad
hayan alcanzado una tan perfecta conciencia de su autosatisfecha autonomía.
Las dificultades para separar lo accesorio de lo prioritario, lo intelectualmente
valioso de lo pasajero, lo formativo de lo entretenido, lo discutible de lo meramente
subjetivo, resultan a este punto tan insuperables, que no cunde ya más que el hastío.
Y aún así la postura de la indeterminación y del continuo debate va ganando la
partida, porque cualquier decisión firme sobre los programas de estudios, aunque sea
fruto de un consenso entre profesores y de un buen estudio conforme a criterios de
rigor intelectual, se interpreta como imposición coercitiva, sin que sea posible ni
siquiera argumentar que sólo tiene sentido transmitir lo que se juzga razón común,
que la libertad de un profesor debe ser protegida con el fin de preservar la aguda e
inteligente enseñanza de una materia, y no con el fin de justificar las manías o los
gustos personales del que la imparte, y que existe la educación pública en cuanto una
comunidad entiende que comparte ciertos conocimientos y ciertas habilidades que
conviene proporcionar a los ciudadanos, y no porque se considerase tiempo atrás la
posibilidad de ofrecer un campo de acción a la realización personal de los docentes,
ya sea sentimental, política, religiosa, moral, o del jaez que se quiera, y para ello se

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DR. ANTONIO SÁNCHEZ

contara con la colaboración, hasta los dieciséis años obligatoria, de un conjunto de


comparsas que estarían puestos allí para llenar el escenario donde alcanzaría su
plenitud socio-económica una vocación.
La discusión se complica si además de atender a los planes de estudios
consideramos también la cuestión referente a qué entendemos por enseñanza. El
ficticio dilema que enfrentó educación a instrucción —mera discusión bizantina,
porque no se precisan muchas luces para comprender que nunca se da una sin la otra
— ha servido durante años para definir los partidos en liza, atribuyéndose a los
simpatizantes de la educación la postura progresista y a los defensores de la
instrucción el lado amargo y tradicionalista, sin reparar mientes en lo disparatado de
tal caricatura. A este tenor, con la participación de innumerables y tormentosos foros
de amplificación del caos, se ha ido propagando una marabunta de ideas a medio
pensar que pretenden batir y esquilmar todos los campos posibles de la experiencia
docente.
Al fin y al cabo, tocando todos los palos, en la absurda y nociva creencia de
que todos han de ser satisfechos en el aula, hemos llegado a imaginar el modelo de
profesor universal, un a modo de hercúleo semidiós docente, capaz de cualquier cosa
imaginable y en cualquier momento, de atender a la educación cívica del alumno, a
sus conflictos personales y familiares, a su inserción social, a su desarrollo como
estudiante tanto en lo que concierne a su instrucción como en lo referente a su
madurez, a sus rasgos distintivos, a su formación profesional, a su equilibrio sexual,
a su higiene, a su salud corporal y deportiva, a su aceptación de las consignas
morales vigentes, a todo, a su ser entero, como si hubiésemos alcanzado, como por
arte de magia, la puerta que da acceso a la quintaesencia de lo humano y tuviésemos
además la conciencia de que podemos instalarnos en ella como en nuestra propia
casa.
La humildad del profesor para transmitir sólo lo que él dominaba con suficiente
destreza y para adoctrinar lo menos posible es una virtud irremediablemente perdida,
ya que todo el mundo espera lo contrario, esto es, que te metas continuamente en
camisa de once varas. Y todo esto la mayoría de las veces frente al empacho y al
desprecio de nuestros alumnos, que para conservar la cordura, con buen juicio, se
niegan a escuchar lo que se les cuenta impulsados por un sano instinto de
supervivencia.
Además, al dar prioridad en la educación pública a los valores generalistas de
la ética política, más adecuados para constituir una O.N.G. que para vertebrar una
institución de enseñanza, relegando aquéllos más propios de la escuela al pozo del
olvido, nos hemos puesto inmediatamente fuera de juego, sin caer en la cuenta de

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PROBLEMAS DE DEFINICIÓN DE LA ACTIVIDAD DOCENTE

que las instituciones educativas no son las más indicadas para inculcar ciertos
principios que debieran ser propuestos en la familia o en el entorno social de cada
uno, a través del buen ejemplo de los ciudadanos y del comportamiento honesto de
los gobernantes, perdiendo la posibilidad con ello de incidir sobre aquellos otros
aspectos que sólo tales instituciones y nadie más pueden transmitir, como el respeto
por el saber o la constancia y la paciencia en el estudio, recursos intelectuales de
indudable necesidad pero que no parecen interesar ya a nadie. En lugar de
cuestionarse la validez de estos propósitos muchos docentes han aceptado el reto con
gallardía torera, como si hubiesen encontrado por fin la gesta que para ellos estaba
reservada, y hace poco tiempo oí en un debate televisivo a un afamado profesor de
Filosofía pedir todo el apoyo y la comprensión social para esa labor magnífica que
nos deparaban los tiempos, sin plantearse en ningún momento si tenía el menor
sentido o, por lo menos, si estaba de algún modo al alcance de un simple mortal.
Si a todo esto añadimos la disparidad de criterios en lo que respecta a la
decisión sobre cuáles serán los métodos de enseñanza más convenientes tenemos ya
perfiladas en sus líneas maestras la complejidad de la actual situación. Tras la
estigmatización del maestro de nuestra niñez como casposo tirano machadiano, «un
anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano, etc, etc.…» —
¡pobre abuelo mío!—, y la conversión del pasado docente más inmediato en
‘enseñanza tradicional’ y —haciendo uso de una peculiar lógica— por consiguiente
despreciable, se abrieron las puertas al proceso de conversión de tantos que estaban
en el error, proceso que, con el nombre bajisonante de ‘reciclaje’, hemos podido
disfrutar incluso los que acabábamos entonces de llegar y estábamos más nuevos,
imposible.
Se ha podido escuchar muchas veces que uno de los principales problemas para
llevar a buen término la Reforma serían las posturas inamovibles de los viejos
profesores y maestros, cuya experiencia docente, fundamental en muchos casos para
no andar siempre a vueltas con lo trivial o con lo ya superado, hubiera sido de gran
ayuda si la hubiésemos prestado atención y si no hubiésemos aceptado calladamente
prejuicios terribles, como aquél que los pintaba con el aspecto de bestias pardas
producto del más oscuro franquismo.
Con éstas se impuso a los docentes el ansia de experimentación e innovación
pedagógica, porque se les convenció de que asumir tal talante suponía mostrar de
manera evidente que uno estaba por la labor del continuo perfeccionamiento,
dándose el caso entonces de destacarse la pedagogía como la única actividad en la
que no sólo se permitía sino que se premiaba el hecho de experimentar con humanos.
Pues en efecto, el perder un brazo por la creatividad de un médico se considera pura

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atrocidad profesional, pero el quedarse analfabeto funcional para toda la vida, o el


odiar el estudio para siempre y sin clemencia, con sensación de vómito cada vez que
uno oye hablar de él —caso hoy en día de una gran parte de los alumnos con los que
hemos alcanzado el enorme éxito social de escolarizarlos obligatoriamente hasta los
como mínimo dieciséis años—, no son detalles preocupantes en absoluto, que
todavía no hemos visto el caso de que alguien se vaya a quejar ante la administración
pública por padecer una bibliofobia, o una incapacidad mental crónica. El alumno,
que se comporta casi siempre como una malva, siempre se cree que es él el que tiene
la culpa.
Que en este oficio haya triunfado la improvisación, el inhumano procedimiento
de trato con el otro mediante ensayo y error, la suposición aceptada por los
profesores de que su formación era insuficiente para afrontar los nuevos tiempos y
precisaban por tanto una continua renovación, la substitución de la ética de la
responsabilidad por la mecánica de la motivación, tanto para docentes como para
alumnos, y la convicción de que éste es un río revuelto en el que, a falta de criterios,
todos los docentes parece que pueden valer para cualquier cosa, sin importar ni las
diferencias de méritos académicos ni las desiguales condiciones que imponen las
múltiples etapas y opciones escolares, todo esto, y muchas cosas más, nos permiten
asegurar que sin duda tenemos discusión para rato. Y en grupos de trabajo, que es lo
que ahora está de moda.

Antonio Sánchez, doctor en Filosofía


Madrid, 31 de mayo de 1998

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