Los Medina - Care Santos
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Los Medina - Care Santos
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Care Santos
Los Medina
Mentira - 5
ePub r1.0
Titivillus 14-04-2023
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Título original: Los Medina
Care Santos, 2022
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Nacimos para morirnos.
Nos vemos en el infierno.
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C
¿ uántos tipos de drogas conoces? ¿Cuántas palabras distintas para
nombrarlas? Escribe todas las que se te ocurran (el tabaco y el alcohol no
cuentan).
¿Cuántas has sido capaz de escribir? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Quince?
Hay muchas soluciones posibles: hachís, cocaína, éxtasis,
metanfetaminas, ácido, ketamina, Ketolar, imalgene, special-k, heroína,
disolvente, nitritos, gammahidroxibutirato, gamma-OH, tranquilizantes,
somníferos, barbitúricos… También son válidas las respuestas: hierba, costo,
resina, chocolate, perico, farlopa, clorhidrato de cocaína, basuco, boliches,
crack, roca, pirulas, pastis, cristal, ice, speed, LSD, Kai Xin Guo, molly,
metilona, MDMA, roll, Adán, la droga del abrazo, frijol, XTC, tripi, spice,
mefedrona, khat, salvia divinorum, ayahuasca, caballo, jaco, opper, cola,
pegamento, gasolina, éxtasis líquido… y podríamos seguir.
Segunda pregunta: ¿Has probado alguna? ¿Tienes planes de hacerlo?
¿Has contestado cannabis? ¿Conoces a alguien que tenga un par de
plantitas en el balcón? ¿Eres de los que piensan que el cannabis debería
legalizarse?
No eres un bicho raro. Más bien todo lo contrario. Formas parte del 28,6
% de la población española de entre 14 y 18 años que ha probado el
cannabis alguna vez. La edad a la que más gente se inicia son los 14,9 años.
No todos los fumadores de cannabis acaban metiéndose cosas más fuertes,
pero está demostrado científicamente que si eres consumidor habitual de
cannabis o de hachís tienes mayor predisposición y facilidad para terminar
consumiendo cosas mucho más fuertes.
Lo cual es una excelente noticia para los camellos y los grandes
traficantes. Cuanto más jóvenes sean los clientes, más años durará su
negocio. Más dinero podrán ganar. Todos los traficantes van locos detrás de
los compradores jóvenes. Por eso venden en universidades, en institutos y
hasta en colegios de primaria. Cuando antes se enganchen, mejor para ellos.
Sin embargo, hay que ir con cuidado. El cerebro no termina de formarse
por completo hasta los 25 años. No se puede decir que sea un órgano muy
rápido, precisamente. Además, es delicado. Hay sustancias que pueden
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dañarlo en esta etapa de crecimiento. Por ejemplo, las drogas. No es lo
mismo ser adicto al cannabis a los 26 que a los 15. A los 15 años, el daño
cerebral es cuatro veces mayor.
Posibles daños cerebrales que puede ocasionar el consumo de cannabis:
brotes psicóticos, ansiedad, incapacidad para concentrarse, menor
percepción del riesgo (lo cual deriva en una mayor propensión a sufrir
accidentes) e ictus. También puede provocar trastornos respiratorios y
cardíacos graves. Cuando más se consuma y más pura sea la sustancia,
mayor es el riesgo. Según datos de la Guardia Civil, el cannabis que se vende
en el mercado negro cada vez es más puro y más fuerte.
¿Hablamos de las drogas sintéticas?
Tres de cada cien estudiantes de secundaria han probado alguna vez el
éxtasis. Lo toman más los chicos que las chicas y la edad de la primera vez
ronda los 15. Se vende barata a las puertas de las discotecas y la gente la
toma para pasárselo mejor. Provoca euforia, hipersensibilidad,
desinhibición, náuseas, taquicardia, hipertensión, confusión mental, amnesia
temporal, alucinaciones, sequedad de boca, sudoración, temblores, ansiedad
y fuertes dolores de cabeza. Sumado a una actividad física intensa, como
bailar, puede causar hipertermia. Es decir, un aumento de la temperatura
corporal por encima de los 39 grados que puede hacer que te mees encima,
que se te agarroten las piernas y hasta que se te pare el corazón. No parece
un buen plan para el fin de semana.
Y llegamos a la meta. Es decir, a la muerte segura. Es decir, a las
estrellas del espectáculo.
Hay poca gente de menos de 18 años que haya probado la cocaína o la
heroína, pero algunos lo han hecho. Un 0,5 %. A los 14,7 años de media la
primera vez. Es como quedar para jugar a los videojuegos con la Muerte.
La cocaína produce euforia y falsa agudeza mental, pero también
aumenta el ritmo cardíaco y la presión arterial; provoca vómitos,
convulsiones, dolor de cabeza, diarrea, ansiedad, irritabilidad y
desorientación. También daños irreversibles en el cerebro, que pueden
degenerar en brotes de psicosis paranoica (con alucinaciones auditivas y
visuales). Otros síntomas frecuentes: sangrados por la nariz, pérdida del
sentido del olfato, ronquera, problemas al tragar y una irritación constante
del tabique nasal. Si decides comértela (también se puede) tal vez termines
con los intestinos gangrenados. Si te la inyectas, puedes morirte de una
reacción alérgica salvaje. Se calcula que cada gramo de cocaína le quita a
quien la consume unas cinco horas de vida. En total, sus adictos viven un
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promedio de un 44 % menos que el resto de la gente. A lo mejor no sabían
nada de esto los 12 600 chicos y 7300 chicas menores de 18 años que en los
últimos doce meses comenzaron a tomar cocaína.
¿Pensáis que no puede haber algo peor?
Os presento a la heroína. Con cada pinchazo se van 23 horas de vida.
Casi un día completo. La vida media de un adicto a esta droga es de 37 años,
según las estadísticas. Por eso no existen heroinómanos viejos. Y si
existieran, tendrían reventados el hígado, los riñones, las membranas del
cerebro, las válvulas del corazón, los pulmones y las venas. Las posibilidades
de morir de algo muy chungo se multiplican por mil. Un paro cardíaco en
pleno síndrome de abstinencia (que dura una semana de dolores
insoportables), una sobredosis si vuelves a caer o una infección en el hígado,
los riñones o hasta el cerebro.
No os lo recomendaría para unas vacaciones.
El negocio de las drogas genera cada año en el mundo 650 000 millones
de dólares. Con ese dinero podrían fundarse 162 clubes de fútbol de la
categoría del Manchester City o el Bayern de Múnich. Se podrían construir
más de cuatro estaciones espaciales. Podría erradicarse tres veces el hambre
del planeta o evitarse el calentamiento global. En lugar de eso, solo sirve
para hacer muy ricos y muy poderosos a muy pocos y para matar a un
montón de desgraciados.
Formar parte del grupo de los muy ricos y muy poderosos es
prácticamente imposible.
Yo que vosotros me concentraría en no ser parte del montón de
desgraciados.
En no dejar que un polvillo blanco, unas hojas verdes o una piedra enana
de color marrón decidan vuestro destino.
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I
ÁNGEL
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Cambios
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—Bueno… —La peluquera ladea la cabeza, le guiña un ojo—, eso es
discutible.
—¿Cómo que es discutible? —pregunta Ángel, que comienza a sentir una
comezón en el estómago. La rabia.
—Porque es tu madre. Ella te trajo al mundo.
—¿Y qué? Quien va por ahí con esta mata de pelo horrible soy yo. —Y
menea la cabeza, para que los pelos se agiten y demuestren lo que dice.
—Pero si tienes un pelo precioso —le dice la mujer del pelo rosa, y se lo
revuelve, de la misma manera en que lo hacía diez años atrás—. Si quieres,
puedo afeitarte —dice—. Buena falta te hace.
—Ya. Mi madre te ha pedido que me afeites.
—Sí. —Baja la mirada, como si le supiera mal.
Ángel quiere dejarse la barba. Por dos motivos: le da pereza afeitarse y le
hace parecer mayor. Ángel quiere ser mayor. Tiene hambre de acción, de
peligro, de importancia. Quiere ganar dinero, hacerse respetar.
—¿Y si yo quiero dejarme barba? —pregunta—. ¿Mi opinión no cuenta?
—Bueno… —Ella parece incómoda—. Técnicamente, tú aún eres menor
de edad. Y quien paga es tu madre.
—Puedo pagar yo. Tengo dinero —dice él—. Si pago yo, ¿me haces lo
que yo quiera?
—¿Me dejas que se lo pregunte a mi jefa?
—Claro.
La mujer del pelo rosa se va hacia la trastienda, caminando a saltitos.
Ángel se queda solo con su reflejo, que le mira como le miraría un loco. La
verdad es que con esos pelos no parece muy cuerdo. Se aburre. Toma unas
tijeras que hay en el peinador, hace como que corta, se mira al espejo con las
tijeras en la mano. Son grandes. Brillan.
Vuelve la chica del pelo rosa acompañada de una señora rubia un poco
llenita que tiene aspecto de jefa.
—Hola, Angelito. Caray, no te hubiera reconocido —le dice—, estás
enorme. Oye, ya sé que no estás de acuerdo con lo que tu madre nos ha
pedido, pero tienes que entender que Juana es una clienta de las de toda la
vida y que yo no puedo hacerte caso sin consultarle primero. Si quieres la
llamamos y le preguntamos si…
—No te molestes —dice Ángel—. Va a decir que no.
—Entonces —la jefa tuerce los labios con disgusto—, no va a poder ser.
Háblalo con ella, si quieres. Vuelves y yo te corto el pelo como quieras.
Aunque déjame decirte que raparte al cero es un poco drástico, ¿no crees? Te
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vas a ver una expresión muy dura, como de malo de película. Vas a parecer
un delincuente. Yo no te lo recomiendo.
—No te he pedido tu opinión —suelta Ángel, que está harto ya de esta
charla—. En resumen: que no me vais a cortar el pelo.
—Pues claro que te vamos a cortar el pelo, cariño —dice la mujer del pelo
rosa, en su tono de profesora de preescolar—. Tu madre nos ha dicho que te
lo dejemos cortito de delante y rapado de detrás, y que te pongamos un poco
de gomina para que…
—¿Cortito de delante cómo? ¿Así? —Ángel, que aún tiene las tijeras en la
mano, se corta un mechón enorme y lo tira al suelo—. ¿O así? —Sujeta otro
mechón del otro lado y lo corta también.
La jefa y la mujer del pelo rosa se quedan tan atónitas que al principio no
reaccionan. Para cuando consiguen quitarle las tijeras de las manos, Ángel ya
se ha cortado siete u ocho mechones, algunos muy grandes, y se ha dejado el
pelo lleno de trasquilones.
Se levanta, se quita la toalla que le habían puesto por encima de los
hombros y sale de la peluquería muy enfadado y con el pelo hecho un asco.
¿No quería impresionar al abuelo? Pues casi seguro que lo va a hacer.
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Visita
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Echan a andar hacia las puertas de las salas de visita. Ángel se detiene
frente al número diez pintado en grandes caracteres blancos. El guardia la
abre con una de las llaves del manojo sujeto a su pantalón. Le indica que
puede pasar.
Sentado en una silla junto a una gran mesa, con un cuadernillo sobre las
piernas cruzadas, un bolígrafo en la mano y haciendo sudokus, está don
Nicolás Medina. Lleva vaqueros y una camiseta gris, el pelo peinado hacia
atrás, zapatillas deportivas negras. Al verle deja el boli, cierra el cuadernillo y
sonríe. Las arrugas de su rostro se acentúan. Conserva la delgadez y la
elegancia de siempre, a pesar de que está ya en la setentena —su edad exacta
no la sabe nadie—, y consigue parecer más joven gracias a su modo informal
de vestir. Siempre ha sido delgado, pero últimamente ha perdido algún que
otro kilo. «¡Pues claro que adelgazo! No dejan que mi mujer me traiga la
comida», le gusta decir, medio en broma y medio en serio.
Don Nicolás se levanta al ver a su nieto, le abraza y le da un beso en la
mejilla. Es un poco raro ver a dos hombres tan grandes besarse de esa forma,
pero así lo han hecho siempre, en la familia Medina, las costumbres son
sagradas. Sobre todo cuando don Nicolás las ha convertido en una norma.
—Estás hecho un grandullón —dice el viejo—, ¡pero si me sacas una
cabeza!
Don Nicolás da palmaditas cariñosas en la mejilla de su nieto.
—Te quedan bien estas barbas de profeta, pareces aún mayor. —Y a
continuación, tocándole el pelo—: ¿Los trasquilones son una nueva moda o te
has peleado con la peluquera?
Ángel sonríe. Le gusta la forma que tiene el abuelo de decir las cosas.
—Siéntate, ven —le indica don Nicolás.
El abuelo siempre ha sentido debilidad por Ángel. Es valiente, tiene
iniciativa, es ambicioso. Varias veces ha dicho que es su nieto favorito, que
tiene mucho futuro, que se parece a él y que algún día tendrá la oportunidad
de demostrarlo. Don Nicolás dice todo esto porque es la verdad y porque así
los demás se enfadan y espabilan. Es de los que piensa que la envidia es
buena. Hace que todo el mundo quiera desempeñar mejor su trabajo. Y eso es
lo que él necesita: gente que haga bien su trabajo. Sangre de su sangre, porque
no se fía de nadie, solo de los suyos (y no de todos). Ángel es de los buenos.
Ángel llegará lejos. Don Nicolás está seguro y dispuesto a apostar por él.
—¿Cómo está tu padre? —pregunta el abuelo.
El padre de Ángel es Isidoro Medina. Mecánico. Trabaja en el taller del
tío Manuel. Cuando algún motor se resiste, o cuando hay que tunear algo en
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serio, o desguazar un vehículo urgentemente, se lo encargan a él, porque es el
mejor. Los suyos le llaman «el Fino».
—Bien. Supongo —dice Ángel—. Últimamente no está mucho en casa. Y
yo tampoco, la verdad.
Don Nicolás cabecea, como si supiera.
—Bueno, ¿y a ti cómo te va el instituto?
—Más o menos —responde Ángel, para no decir que es un desastre y le
va fatal. Solo aprueba Educación Física.
—Tienes que esforzarte, Angelito. No vas a llegar a nada si eres un
zoquete.
—Pero tú no tienes estudios —se defiende él—. No terminaste ni la
primaria. Y mira dónde estás.
—Yo soy yo y tú eres tú, hijo. Además, los tiempos han cambiado mucho
desde que yo tenía tu edad. ¿Adónde vas a ir sin estudios? ¿Y el inglés? Para
hacer negocios hoy día tienes que saber inglés. —Hace una pausa, le mira con
aspecto de ir a echarle un sermón y añade—: Aprovecha el tiempo. Aunque
ahora no te lo parezca, pasa volando.
Ángel pone cara de «Sí, sí, me lo has dicho mil veces». En realidad,
también es cara de «No me fastidies con tus idas de olla». Para Ángel el
tiempo no pasa volando. Todo lo contrario. Tiene la sensación de que cada
vez va más despacio.
—Yo no valgo para estudiar, abuelo —insiste—. Quiero trabajar para ti.
—¡Ya trabajas para mí!
Ángel pone cara de «No fastidies».
—Quiero trabajos serios, no lo que he hecho hasta ahora. Quiero una
pistola.
El abuelo suelta una carcajada.
—¿Quieres una qué?
—Una pistola. Y quiero vender. Soy bueno. Puedes confiar en mí, ya lo
sabes. Lo dijiste tú. Soy mejor que los idiotas de mis primos.
Don Nicolás levanta las dos manos, como para pararle los pies, y dice:
—Huy, huy, huy. Te veo muy envalentonado. Cálmate, Angelito. —Y se
ríe.
A Ángel le molesta la risa del abuelo. ¿Ha dicho algo gracioso? Muchos
de sus primos van armados. En su familia, nadie te toma en serio si no llevas
una Beretta 92 en el bolsillo de la chaqueta. Él quiere demostrar a todos de lo
que es capaz. Quiere ser como sus primos. No: que todos sepan que es mejor
que ellos.
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—Ahora no es el momento, hijo. Bastante lío tengo para que vengas tú
con tus tonterías —le dice el abuelo, en tono paternal, y añade—: Despacio,
Angelito, despacio…
Y Ángel suelta un bufido. Se está cansando de esperar.
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Ocho
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Humos
Hay varias cosas que Ángel Medina no soporta. Que le hablen como si fuera
un niño. Que le digan que se calme. Que le llamen Angelito. Que se rían en su
cara. La palabra «despacio». No salirse con la suya.
—Pero no son tonterías. Yo me siento preparado, abuelo —protesta.
—Pero no lo estás.
—Pero ¿por qué? Soy más listo que mis primos mayores, tú lo dijiste.
—Eh, eh. No te pases con tus primos. No me gusta que me repitan lo que
dije.
—Perdona. —Ángel baja la cabeza.
—Yo decidiré cuándo estás preparado. Ya te he dicho que ahora tengo
mucho lío. Me serás más útil donde estás.
—¡Tengo dieciséis años! El primo Ricardo me contó que a mi edad ya
había…
—Eran otros tiempos.
—¿No confías en mí?
—Ay, chaval, no seas imbécil. Me estás hartando.
—Al primo Ricardo le diste una pistola a los dieciséis.
—Sí, y luego me arrepentí. Me sigo arrepintiendo. —Don Nicolás tensa
los músculos de la cara. Es su manera de demostrar que se está cabreando—.
Ricardo es gilipollas. Y un bocazas. ¿Estamos?
—Vale, de acuerdo —contesta Ángel—. Pero yo soy listo. Yo soy como
tú. Y tengo huevos. ¡Estoy desaprovechado!
El abuelo suelta una risilla irónica. Es más suave, pero a Ángel le duele
más.
—Qué cosas dices, hijo. Desaprovechado…
Ángel sigue en sus trece:
—¿Por qué no me dejas hacer otras cosas?
El abuelo le palmea la mejilla, plas, plas, con ritmo. Sonriendo. Otra vez
esa mirada condescendiente, como la que se dirige a un niño en pleno
berrinche. O a alguien a quien no tomas muy en serio.
—Porque yo lo digo, Angelito. Porque yo lo digo.
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Eso es. Y ya está. Esa es la regla de oro de su familia. Se hace lo que don
Nicolás quiere. Todos lo saben, y lo acatan. Si tuvieran que elegir la segunda
regla en importancia, tal vez sería: «Nadie trabaja en serio antes de cumplir
los dieciocho años». Puede que antes fuera diferente, pero así es ahora.
Porque lo dice don Nicolás. Amén.
Ángel se rasca el cogote. Es su gesto de estar nervioso. Ahora lo está, y
mucho. Lleva días pensando en cómo enfocar esta conversación. Cómo
conseguir lo que quiere. Sabía que sería difícil. Pero no esperaba esta negativa
tan tajante. Decide que ha llegado el momento de saltar a la siguiente pantalla.
Decide jugar fuerte. De algo tiene que servirle haber visto tantas timbas de
póquer.
—Está bien, abuelo. Pues entonces tendré que espabilarme por mi cuenta.
Tal vez ya lo haya hecho. Puede que así te convenzas de que soy el mejor.
Don Nicolás le mira, inmutable como una esfinge, pero interesado. Ángel,
en cambio, se ha puesto en pie y da vueltas por la habitación.
—Estoy harto de pasar sobres y de vigilar esquinas. No quiero ser más el
búho de nadie. Ni el chico de los recados. ¡Solo quiero mi oportunidad, joder!
Don Nicolás se levanta como a cámara lenta. Va hacia su nieto, le agarra
por la camiseta.
—No hay duda de que tienes huevos. Y también demasiados humos. Te
voy a dar un consejo: nunca te enfrentes al jefe. Perderás todas tus
oportunidades. Hoy te salvas porque eres mi nieto favorito y porque tengo
otras cosas en las que pensar.
El capo, que sigue tan tranquilo como al principio, golpea dos veces la
puerta con la mano plana. Cuando el guardia abre le dice, con una voz
sorprendentemente tranquila:
—Hemos terminado.
—Les queda aún un buen rato, si quieren —le recuerda el vigilante.
—No será necesario, gracias.
Don Nicolás se va sin despedirse, con su paso tranquilo de siempre, las
manos en los bolsillos, una sonrisa para cada uno que se cruza en su camino,
como si en realidad no hubiera pasado nada, como si no tuviera nada por lo
que preocuparse, o como si todo en la vida le fuera bien.
¿Cómo le van las cosas realmente? ¿Alguien puede saberlo? Desde luego,
no aquí dentro.
Ángel se queda ahí, en mitad de la sala, a punto de explotar de rabia,
pensando que ha metido la pata. Que ahora ya no hay solución.
—Tienes que salir, chico —le dice el vigilante.
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Ángel echa a andar con zancadas largas y rápidas. En su camino atropella
al guardia, que se queja:
—Eh, tú, ten cuidado.
Se detiene frente a la primera reja automática. No deja de pensar en las
palabras que le ha dicho su abuelo. En la cara del abuelo al decirlas. Viejo
creído. Podría aplastarlo, si quisiera. Tiene más fuerza que él. Enseguida una
voz que sale de alguna caverna de su conciencia se pregunta: «Pero ¿en qué
piensas, desgraciado?».
La puerta se desplaza muy despacio. El mundo entero sigue con su ritmo,
que Ángel no entiende. Camina de un lado a otro, como un león en una jaula.
De pronto pierde la paciencia y le atiza un puñetazo a la pared. El dolor le
calma un poco. Tiene sangre en los nudillos.
Se da cuenta la guardia de la garita de seguridad cuando le devuelve el
móvil y la documentación, pero no pregunta. Está acostumbrada a ver de
todo. Ninguno de los dos se despide del otro.
Ángel ha aparcado la moto en la explanada, ocupando la plaza de un
coche. Es una Rieju RS3 de 49 centímetros cúbicos, negra y dorada. Su bien
más preciado. Desde lejos parece normal, pero es un torpedo. Puede ponerse a
noventa kilómetros por hora cuesta arriba. Se la trucó su padre en el taller.
Se sube a la moto, se pone el casco y los guantes, se cierra la cremallera
de la chaqueta de piel, da gas a fondo y sale como un cohete. En treinta
segundos está en la carretera, zigzagueando, adelantando coches como un
loco.
Una partícula de luz corriendo hacia el infinito.
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Abuelo
Todo el mundo sabe quién es don Nicolás Medina. Muchos le tienen miedo.
En el barrio, en la ciudad, todo el mundo le conoce. Se cuentan muchas
historias de él y nadie sabe cuáles son verdaderas y cuáles no.
Lo que todos dicen de los Medina: que don Nicolás Medina se instaló en
El Prat del Llobregat en los años ochenta, con su mujer y sus hijos. Su mujer
se llama Rosaura y, que se sepa, nunca ha trabajado. Cuando llegó tenían tres
hijos varones (Horacio, Isidoro, Luis), pero en el barrio les nacieron varios
más (Pedro, Manuela, Antonio, Rosaura y Francisco). Don Nicolás regentaba
un local de máquinas tragaperras, era un hombre discreto, que se movía de
aquí para allá en una furgoneta negra de cristales tintados conducida por uno
de sus trabajadores. Algunos de sus familiares se fueron trasladando también
al barrio, poco a poco. Estaba claro que los negocios le iban bien. Él no se
metía con nadie. Era un hombre afable, educado, que hablaba en voz baja y
que no se dejaba ver casi nunca. Tenía cada vez más gente trabajando para él,
cada vez más miembros de la familia. Hermanos, hijos, sobrinos… Los
Medina se extendieron como una mancha de aceite.
En El Prat todos los conocen por su apellido y por sus rasgos. Todos los
Medina se parecen un poco: morenos, altos, fuertes, bien formados. Guapos,
los que han tenido más suerte. Tienen negocios por todas partes. Un taller de
coches, varias lavanderías, un locutorio, un salón recreativo, una agencia
inmobiliaria… Algunos de ellos son policías y hasta hay un par de abogados.
Aunque los que han pasado por la universidad son pocos. Por norma general,
los Medina no son buenos estudiantes. Para la mayoría de sus vecinos, don
Nicolás tiene el enorme mérito de haberse convertido en un empresario de
éxito casi sin haber pasado por la escuela. Aunque tal vez si hubiera sido
mejor con las cuentas no habría terminado en la cárcel. ¿Por qué está en la
cárcel? Por algo relacionado con Hacienda, con la Seguridad Social, con la
contabilidad de las empresas… Es normal que un hombre que dirige tantos
negocios se equivoque. Incluso que quiera pagar menos impuestos. Todo el
mundo querría pagar menos impuestos, ¿no? Pero no todos lo intentan de la
misma manera.
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Lo que todos saben de los Medina y nadie se atreve a decir: antes de que
don Nicolás llegara al barrio había una familia de gallegos que vendían
porquerías a quien quisiera comprarlas. Marihuana y LSD, sobre todo, casi
nunca cosas más fuertes. Eran dos hermanos, sus mujeres, algunos hijos.
Gente normal que llevaba una vida normal, a quienes todos conocían.
Desaparecieron de la noche a la mañana, poco después de que don Nicolás se
instalara.
Más tarde se enfrentó a un clan de rumanos que pretendían disputarle el
negocio de la marihuana. Su cabecilla, un tal Constantin Eminescu, está desde
hace años en paradero desconocido. Nadie sabe y nadie pregunta. Pero así es,
y todos lo asumen: don Nicolás mantiene a raya a la competencia. El territorio
es tan sagrado para él como el negocio. Y por encima de todo está la familia.
Nadie sabe con seguridad de dónde vino don Nicolás. Algunos dicen que
nació en un pueblo de Málaga. Otros, que es barcelonés de pura cepa. Se
instaló en El Prat porque sabía que aquí podía ampliar su negocio. Compró
dos o tres pisos, abrió algunos locales. Todo con calma, como a él le gusta
hacer las cosas, despacio y sin llamar la atención. Además de los bares, el
locutorio o el taller de coches, abrió dos casas de prostitución. Comenzó a
vender marihuana. De pronto, sin que nadie supiera por qué, era el único que
lo hacía. Eliminada la competencia, don Nicolás se concentró en el negocio.
Dio responsabilidades a sus hermanos, a alguno de sus sobrinos mayores.
Estableció una red de colaboradores fieles. Su mujer llevaba las cuentas,
recibía el dinero, pagaba los sueldos. El negocio fue creciendo. Cocaína,
éxtasis, heroína, cualquier porquería a la que la gente pudiera engancharse. Y
cuanto más grande se hacían los asuntos de don Nicolás, más crecían su poder
y su fama. Aunque siempre fue un hombre muy discreto, casi invisible. Los
que de verdad le conocen, nunca se atreverán a decir lo que saben de él.
Lo que todos negarán saber de los Medina: cómo desapareció la familia
gallega sin dejar rastro. Los pocos que preguntaron por ellos se asustaron con
la respuesta. Se marcharon, regresaron a su tierra, igual se han ido a otro país,
quién sabe, mejor no preguntes, no vaya a ser que te arrepientas. Del rumano,
en cambio, corrían rumores truculentos, tal vez difundidos a propósito, para
meter miedo. Por aquel entonces don Nicolás tenía varias obras en marcha. Se
había metido en el negocio inmobiliario, estaba construyendo un par de
edificios en el barrio. No hay mejor lugar para esconder un cadáver que un
edificio en construcción, si tienes los medios para hacerlo. Y estaba claro que
don Nicolás los tenía, y mucha gente para llevarlos a cabo.
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Y ahora está esto último. Lo que le preocupa, aunque no lo diga. Lo que
muy pocos saben, además de Horacio e Isidoro, que no solo son sus hijos,
también son sus dos manos, izquierda y derecha, sus hombres de confianza,
sus lugartenientes. Cada uno a su manera: Horacio se hace ver, Isidoro es
discreto. Pero forman un equipo con una sola cabeza y tres corazones, todos
al servicio de la familia.
Hace algunas noches, Horacio e Isidoro llevaron a cabo lo que en el argot
de los narcos se conoce como «un vuelco». Interceptaron un gran cargamento
de cocaína que llegaba al puerto de Barcelona directo desde México, y lo
robaron. Cuatrocientos kilos de gran pureza. Material de primera calidad, que
les reportaría enormes beneficios. Pero no lo hicieron por eso. Lo hicieron
para advertir a los Rosas, una organización de narcotraficantes mexicanos, de
que este es su territorio. Aquí nadie más hace negocios, solo los Medina. Si
intentan entrar, los estarán esperando. Si meten cuatrocientos kilos, se
quedarán sin ellos antes de que el barco llegue a tierra. Los Rosas se han
propuesto conquistar Europa. Son los reyes del negocio en América y quieren
serlo aquí también. Poco a poco se han ido implantando ya en distintas
capitales europeas, y en algunos puertos. Aquí no van a poder. Don Nicolás
piensa impedirlo cueste lo que cueste. Aún está en forma, y tiene muy buenos
hombres, una familia fiel que le respeta y le acompaña. Los Rosas no saben a
quiénes se enfrentan.
En realidad, sí lo saben. Han estudiado bien a don Nicolás y a su familia.
Saben que, según dicen, ha ordenado matar a más de cien personas. Que a
algunos incluso los mató él mismo, hace años. Que nunca le pillaron por eso.
Que tiene fama de generoso, de tranquilo. Es su mayor fortaleza. ¿Cómo va a
ser un asesino un hombre tan agradable, tan sereno, que siempre le sonríe a
todo el mundo, que antes de estar en prisión se pasaba el día de paseo y
haciendo sudokus?
No hay nada más terrible que un hombre capaz de ordenar un asesinato
atroz sin dejar de sonreír.
Los Rosas lo saben.
Sus vecinos lo saben. Por eso todos temen a don Nicolás, lo confiesen o
no.
Todos, menos Ángel.
¿Tal vez porque se parece demasiado a su abuelo?
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Tetris
T
— engo otro trabajito para ti, Angelito. ¿Nos ayudarás como la otra vez? —
le preguntó tío Horacio poco después de que el abuelo le regalara la consola.
—Claro, tío.
—Esta vez será de noche. No puedes quedarte dormido.
—Vale.
—Te he traído algo. —Horacio se sacó del bolsillo una bolsita de plástico
llena de pastillas, cogió una y se la puso a su sobrino en la palma de la mano.
Era azul—. Tómate esto, así no te dará sueño.
Horacio llevaba también una botella de agua, para ayudarle a tragar.
Ángel se tomó la pastilla azul sin rechistar.
—Muy bien, Angelito. Estás hecho un tío grande. —Le palmeó el hombro
—. Ven, te diré lo que tienes que hacer.
Estaban cerca de la plaza Venus, en una zona que era territorio de su
familia. Nadie se atrevía a poner los pies allí, decían que ni la policía.
Caminaron hasta un solar en construcción delimitado por una valla en la que
se abría una puerta rudimentaria, sujeta con un candado. Horacio abrió el
candado.
—Pasa —le dijo.
Entraron. Estaba todo muy oscuro. Horacio le señaló un rincón donde
había un taburete demasiado alto.
—Este es tu puesto de vigilancia. Tu primo Ricardo llegará pronto. Con
alguien más. Ellos saben que estás aquí, ¿lo has entendido? Harán su trabajo.
Tú no te metas. Y no te asustes. Tú eres un valiente, que yo lo sé.
—Sí —dijo Ángel, hinchando el pecho.
—Luego vendrá un camión grande, y hará lo que tenga que hacer. Tú
tienes que mirar hacia fuera, no hacia dentro. ¿Lo entiendes? Vigilar por si
viene alguien que no sea de la familia. Y la policía, claro. Pero eso ya lo
sabes.
—Sí.
—Vale, toma esto. —Le entregó una Game Boy de las primeras, blanca,
con dos botones rojos en diagonal a la derecha—. Para que no te aburras. Pero
no te despistes.
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—Vale.
—Estupendo. Pues yo me voy. Lo harás muy bien, campeón. Recuerda:
tienes que mirar hacia fuera, ¿vale?
—Vale.
Y se largó. Ángel se quedó escuchando los pasos de su tío en la calle
desierta, la puerta de un coche, un motor alejándose. Pulsó el botón de
encendido de la Game Boy y comenzó a sonar un tararí-tarará tan estridente
que le asustó. Estuvo a punto de caérsele mientras daba con la rueda para
bajarle el volumen y cuando por fin lo consiguió, se le habían pasado las
ganas de jugar. Malditos trastos de la época de las cavernas.
Se quedó quieto, esperando. Delante de él había una zanja bastante grande
y dentro de la zanja, un hoyo de paredes grises, recubiertas de cemento o de
hormigón. Ángel no tenía ni idea de qué era, ni le interesaba. Su labor era
vigilar, y se la tomaba muy en serio. En un lateral de la valla, un rótulo decía:
«Nueva promoción de pisos. De 60, 80, 100 metros cuadrados y dúplex con
terraza. Precios imbatibles».
Su primo Ricardo no tardó en llegar. Le conoció porque siempre vestía
con chándal y porque era grande y feo. Con él venían otros dos. Un primo del
que no recordaba el nombre (Juan, Efraín, Miguel, qué difícil era esto de la
familia, a veces) y un chaval con rasgos orientales a quien tenía visto del
barrio. No recordaba su nombre. Ángel tenía visto a todo el mundo, porque
para eso era un búho y de los buenos.
Pero ahí no terminaba todo. Traían algo. Un bulto grande. Un animal,
pensó Ángel. Enseguida vio que no: llevaba unas zapatillas deportivas
cantonas y pantalones vaqueros. Le costó darse cuenta aunque sus ojos ya se
habían acostumbrado a la oscuridad. Lo cargaban entre los tres. ¿Estaba
muerto? Podía ser. Ángel sintió que el corazón le latía muy fuerte. Tal vez del
susto, de la emoción de ver un muerto o de alguna otra cosa. Estaba tan
emocionado que le costaba hasta respirar.
Ricardo le saludó sin levantar la voz:
—Qué hay, colega.
Cargaron con el cuerpo hasta el borde de la zanja y lo arrojaron dentro.
Sonó un golpe seco y blando, plof. Ángel miraba a todas partes. Dentro,
fuera, arriba, abajo, visión panorámica 360 grados. Sus ojos no podían estar
quietos. Seguía sin detectar peligro.
—Nos vamos —dijo el chico chino cuyo nombre no recordaba.
—De acuerdo, Gao. Gracias por todo.
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Eso era. Gao. Tenía un hermano pequeño, que también tenía un nombre
raro. Estaban siempre metidos en todas las movidas. Y eran amigos del otro,
el de los ositos de regaliz, ¿cómo se llamaba? Ben, eso era. Gao, Kun y
Ben[1]. Era un fiera recordando. Y cada vez que se acordaba de algo el
corazón le latía un poco más fuerte, en el cerebro, pum-pum, pum-pum, qué
sensación tan rara.
Cuando se quedó solo, Ricardo encendió un cigarrillo y se acercó a Ángel.
—Y ahora, a esperar —le dijo, y se sentó en el taburete—. ¿Eso es una
Game Boy? Qué pasada. ¿De dónde la has sacado?
—Me la ha prestado tu padre.
—Pásamela. —Ricardo la encendió enseguida. Controlaba—. ¿Solo tienes
el Tetris?
—No sé.
—Bueno, algo es algo. —Ricardo comenzó a jugar, concentrado.
Ángel le miró hasta que comenzó a aburrirse. Luego se fue a dar una
vuelta. Sin dejar de vigilar, claro. No podía quedarse quieto. Necesitaba
caminar. Quería ver al muerto, porque nunca había visto ninguno. Se asomó
al contenedor de hormigón. Se quedó mirando durante un buen rato, muy
quieto, respirando fuerte. No podía verle la cara, por eso no podía saber si le
sonaba de algo o no. Aunque seguramente también le conocía. Pensó que le
gustaban sus zapatillas de deporte y que estaría bien tener unas iguales. Eran
altas, con una estrella de color naranja fosforito en cada lado. Y de marca.
Estuvo un rato allí, en el borde del hoyo gris, escuchando su corazón, pum-
pum, pum-pum, y pensando que hacía mucho calor. Hasta que ocurrió algo.
Una de las zapatillas deportivas se movió. No mucho, solo un poco. Un
movimiento pequeño, pero suficiente para saber que aquel chico no estaba
muerto. ¿Se lo había imaginado? Se quedó mirando fijamente. Mirada de
búho. El pie volvió a moverse. Fue a decírselo a su primo.
—El muerto se mueve —le dijo.
—No jodas… —dijo Ricardo, apagando la Game Boy y tirando el
cigarrillo. Reparó en su primo—. A ver, tú, mírame. —Le hizo caso. No veía
muy bien—. ¿Estás colocado?
—No —dijo Ángel, con la seguridad del ignorante.
—Pues tienes las pupilas dilatadas, chaval. ¿Te encuentras bien?
—Sí —dijo, porque en realidad no se daba cuenta de que nada de lo que
sentía estaba bien.
—Vale —cerró el tema Ricardo—, ven.
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Se acercaron al borde de la zanja. Ricardo miró dentro con los ojos
achinados.
—Ese está medio tonto —susurró—. Con un poco de suerte no tendremos
que hacer nada.
—¿Me puedo quedar sus zapatillas? —preguntó Ángel.
Se le ocurrió así, de pronto. Ricardo le miró, como si dudara, o como si le
sorprendiera mucho la propuesta.
—¿Por qué no? Pero yo no bajo ahí.
—¡Voy yo! —Y Ángel saltó dentro, sin ni pensarlo.
—¿Y ahora cómo se supone que vas a salir de ahí dentro? —le gritó
Ricardo.
Ángel empezó por la zapatilla derecha. Luego, la izquierda.
—Mira si lleva algo en los bolsillos —le pidió Ricardo.
Tuvo que empujar el cuerpo con todas sus fuerzas. Aunque aquella noche
parecía Superman, y tampoco le costó tanto. Cuando el desconocido quedó
tumbado boca arriba, dejó de ser un desconocido. Ángel le conocía muy bien.
Era el hijo del señor Malek, el de la verdulería donde compraba su madre.
¿Cómo se llamaba? Era amigo de Gao, y también del de los ositos, estaba
seguro de que sabía su nombre, pero ahora no se acordaba, qué rabia.
Uno por uno, le revisó los bolsillos. En uno llevaba dos euros. En el otro,
nada. Ángel se guardó los dos euros y dijo:
—Está pelado.
Se oyó un motor a lo lejos.
—Venga, sube. Ya están aquí —dijo Ricardo.
Ángel ató entre sí los cordones de las zapatillas y se las puso como si
fueran un collar, en la nuca, colgando a ambos lados de su pecho. Le quedaba
aún algo por hacer. Mirar la cara del chaval. Así recordaría su nombre.
Seguro que sí.
—Vamos, sube ya —le urgió su primo.
—Ayúdame —dijo Ángel, como si fuera fácil.
—Me cago en todo, chaval —protestó Ricardo, viendo que iba a tener que
tumbarse en el suelo porque el hoyo era hondo de verdad.
En ese momento, el chaval emitió un ruido. Algo parecido a un maullido,
un gemido, una súplica. «Mmmmmm». Bajito, casi inaudible. Ángel le miró,
vio que movía levemente los labios, pero hizo como que no se daba cuenta.
Cuando llegó arriba, y en medio de las protestas de Ricardo, Ángel vio
una enorme hormigonera que se acercaba al agujero marcha atrás y con la
tolva dando vueltas. Cada vez más despacio, hasta que se detuvo al borde del
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abismo. Se apagaron las luces, la tolva dejó de girar, un desconocido saltó de
la cabina, colocó la canaleta sobre el hueco y accionó algo. Comenzó a salir
un gran chorro de magma oscuro, espeso, rugoso. Hormigón. Directo al
fondo. El nivel empezó a subir. Era como llenar una piscina. Poco a poco el
hijo de Malek fue desapareciendo bajo el magma. La oreja que tocaba al
suelo, una mano, un pie, la pierna derecha entera, media cara, un hombro, la
otra oreja (desapareciendo como una isla cuando sube el nivel del mar), la
cadera y, por último, los hombros, las tres rayas blancas de un chándal de
marca.
Y como si esa fuera la señal esperada, Ángel recordó de pronto.
—¡Souhaib! —dijo—. ¡Se llama Souhaib!
—Calla, tú —susurró Ricardo—. Tú no sabes nada. No has visto nada.
Ahí no hay nadie. ¿Lo has entendido?
Lo entendió. Para siempre.
Antes de irse, el pequeño Ángel echó un último vistazo al hueco. El
corazón, pum-pum, continuaba latiéndole en la cabeza.
—¿Qué es este sitio? —preguntó.
—¿Esto? ¿No lo ves? El hueco de un ascensor.
En el fondo se veía la superficie lisa, brillante y perfectamente plana del
hormigón fresco. En menos de veinticuatro horas se habría secado. Y en
cuarenta y ocho estaría dura como una piedra.
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Darth Vader
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hecho, pero es imposible. Se pone la camiseta limpia y se echa colonia. Se
mira. Durante más de un minuto, fijamente. Si se observa sin pestañear, se da
miedo a sí mismo. Es como si le mirara un extraño, un doble, un zombi.
Necesita calmarse, se dice. Respira hondo. Está bien. «Estoy bien», se repite.
Por fin, sale del baño y entra en la cocina. Tiene hambre.
No hay nada comestible a la vista. Abre la nevera. Un tomate seco, dos
yogures caducados, un trozo de queso de color verde y treinta y dos cervezas
de medio litro. Las cuenta. Una por una. Suena la alarma que avisa que la
nevera lleva mucho rato abierta. Pip, pip, pip.
—La pueeeeeerta —grita su madre desde el sofá.
Abre un armario. Hay un paquete de pan de molde, una lata de atún, un
bote de kétchup… Coge dos rebanadas del paquete de pan. Prefiere no mirar
la fecha de caducidad. Echa un buen chorro de kétchup sobre una de ellas. La
tapa con la otra. Le da un bocado enorme. Siente que la comida le tranquiliza
un poco. El corazón ya no le late en la cabeza, sino en la garganta. Como si el
corazón se le paseara por todo el cuerpo.
—¿Te vas?, ¿adónde? —pregunta su madre, al verle.
Ha bebido demasiado, como siempre. Frente a ella, dos botellas de
cerveza vacías y otra a medio beber. Tiene los ojos entornados. Ángel no
contesta. No le gustan las conversaciones con su madre. A su padre tampoco
deben de gustarle. Por eso cada día llega más tarde a casa. A veces, ni
siquiera viene a dormir.
—¿Verás con nosotros el último capítulo? —le pregunta Jess a su
hermano.
—Claro, enana.
—Vale. —Y sigue comiendo su bocadillo—. Los dragones molan.
Nico asiente con la boca llena. Siempre está de acuerdo con su prima.
Ángel se mira los pies. ¿Debería cambiarse de zapatillas deportivas?
¿Cuáles le quedarían mejor?
—Te he preguntado adónde vas —insiste su madre.
Ángel vuelve a su cuarto. Saca otras zapatillas del armario. Se las pone.
Son altas, con una estrella de color naranja fosforito en cada lado. Son unas
zapatillas con historia, pero es una historia que no puede contarle a nadie. Las
sacó hace varios años del hueco de un ascensor en construcción, cuando él
aún necesitaba seis números menos. Son como una especie de trofeo de
guerra. Está seguro de que esta noche las necesita. Le traerán suerte.
Está anudándose los cordones con doble nudo cuando su madre aparece
por la puerta.
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—¿No piensas contestarme?
—Estás borracha —le dice él, sin mirarla.
—Y tú, drogado.
—Yo no estoy drogado.
—No quieres reconocerlo, pero eres un drogadicto. Necesitas ayuda.
Ángel se levanta, la observa. Ella tiene que volver la cabeza hacia arriba
para mirar a su hijo.
—Mírate —dice Ángel—. Das pena. No me extraña que papá se largue
para no verte.
Ella le da un bofetón. Sin pensarlo, zas, con todas sus fuerzas. Es como si
hubiera caído del cielo.
También sin pensarlo, Ángel responde con otro. Su mano describe una
parábola y se estrella contra la mejilla de su madre. El suyo es más fuerte.
Tiene más fuerza.
Su madre se tambalea. Se lleva la mano a la mejilla.
—Desgraciado —le dice—. Acabas de caer muy bajo.
—¡Yo no soy un drogadicto! —dice él, berreando.
—Necesitas ayuda. —A Juana se le llenan los ojos de lágrimas.
—Aparta —contesta Ángel, que vuelve a sentir que su corazón sube,
sube, sube, como si quisiera escaparse de su cuerpo.
Nico los mira fijamente, tal vez un poco asustado, pero sin decir nada. Ha
dejado de masticar. Jess, en cambio, no aparta los ojos de la pantalla y sigue
con su bocadillo, como si no ocurriera nada.
Por suerte, Ángel ha revisado hace un momento que lo llevaba todo.
Móvil, llaves, dinero, su navaja automática. Ahora solo piensa en salir. El
mundo parece haberse nublado de pronto.
—¿Para qué es la navaja? —pregunta de pronto su hermana Jess.
—Por si me ataca el lobo feroz —responde él.
—Tonto, el lobo feroz no existe.
Ángel le da un empujón a su madre, que trastabilla, pero no cae. Le parece
que suelta un gemido, algo parecido a un sollozo. Él va hacia la puerta. Se
pone la chaqueta, recoge el casco.
—Adiós, chicos, disfrutad —les dice a Jess y Nico.
—Adiós —contesta Nico.
—Chaíto —responde Jess.
Mientras espera el ascensor, Ángel oye la voz de su madre:
—Todo tiene consecuencias. Si vuelves a pegarme, te denunciaré.
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Ángel cierra la puerta. Mientras baja en el ascensor ve un mensaje del
Gordo en la pantalla de su móvil: «OK». Se pone el casco antes de llegar
abajo. Nunca había tenido tantas ganas de irse adonde sea.
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Consecuencias
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Destiny
Nada más verle aparecer, Noa sabe que a Ángel le pasa algo. «Esto no va a
ser fácil», piensa, y bebe un trago generoso del vaso que tiene en la mano.
Intenta sonreír. Mejor empezar la conversación con una sonrisa.
Noa es la reina de la barra de la discoteca Destiny, una belleza de
dieciocho años, cuerpo escultural, melena pelirroja hasta la cintura y ojos de
color verde oscuro. No quiere ligarse con nadie, no le gustan las etiquetas y lo
ha probado todo. Ha tenido relaciones con chicos y chicas, viejos y jóvenes,
incluso con un casado, y de sus cuatro novios conocidos, dos eran traficantes,
uno robaba joyerías y el último era un medio intelectual experto en estafas por
internet. Cuando sus amigas le preguntan por qué solo sale con macarras, Noa
contesta:
—Me gustan los malos. Los buenos son muy aburridos.
Lo suyo con Ángel ha sido una cosa extraña que ni ella misma sabe
explicarse. O sí. Ángel tiene rollos raros. De vez en cuando vende en la puerta
de las discotecas cercanas (incluida la suya). Le regala rayas de coca, anfetas
y canutos. Es un crío, pero está más salido que los de veinte. Nunca parece
contento con nada. Y es un creído. Uno de esos que se cree que existiendo le
hace un favor al mundo. Un idiota, vamos. Guapo, sexi y con ese punto
complicado que tanto le gusta en los tíos. Un capricho que ya se le hace largo.
Nada más verle llegar, Noa le pide a su compañera que la cubra un rato.
Sale de la barra, va hacia él. Sin decirle ni hola, Ángel le estampa un beso en
los labios. Tan furioso que casi parece un ataque. Noa siente las dos manos de
él aterrizar en sus nalgas. Y su lengua de pronto en su boca.
Le aparta de un empujón.
—Vamos fuera —le dice.
Ángel se pone a la defensiva. Siente que algo pasa. Sabe que algo pasa.
Noa no es así, tan desagradable. No con él. Está distinta. Si tuviera una
alarma, como la nevera, comenzaría a sonar en este momento. Pip, pip, pip.
—¿Qué te has hecho en el pelo? —pregunta Noa—. Estás horrible.
—¿Qué pasa? —pregunta él.
Noa no responde. Le agarra de la mano y tira de él hacia fuera, entre las
colas de personas que esperan para entrar en el Destiny. La discoteca está en
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un muelle, en la zona de ocio que todos conocen como Maremágnum. Frente
a ellos, el mar refleja una luna creciente y en huida. Caminan hacia la zona
del puerto deportivo para alejarse del ruido y de la multitud. Paran ante una
hilera de motos aparcadas.
—No quiero que vuelvas a tocarme —le suelta Noa, a bocajarro.
—¿Cómo?
—Que no quiero que me busques. Ya no quiero nada contigo.
—¿Me estás dejando?
—Bueno, en realidad, no. Tú y yo no salimos.
No puede terminar la frase. Ángel la mira fijamente. Se acerca tanto a ella
que sus frentes se tocan.
—¿Me estás dejando así, hija de puta?
—Pues sí, te estoy dejando —salta ella, a gritos—. ¿Pasa algo?
Ángel le da un empujón. Tan fuerte que Noa cae al suelo, entre dos motos.
Por menos de un centímetro se salva de llevarse un buen golpe con un
retrovisor. Ángel se le acerca gritando:
—¿Estás con otro tío? Dime, contesta.
—Vete a la mierda —dice ella—. No pienso contarte nada.
Ángel le pega. La primera, en la cabeza. Un golpe, dos, tres…, con la
mano abierta. Cuanto más pega, más ganas de pegar tiene. Noa se protege con
los brazos, aún demasiado sorprendida para pedir ayuda. Ángel está fuera de
sí. No piensa. Solo obedece a sus impulsos. Al fuego que le quema por
dentro.
Justo en ese momento, aparece como de la nada otra persona. Un tío
chaparro, musculoso, con la cabeza rapada. Agarra a Ángel de la chaqueta y
le aparta violentamente de Noa. Está muy oscuro y Ángel no le distingue muy
bien. Intenta levantarse. Antes de conseguirlo, se lleva un puñetazo en el
estómago y otro en la mandíbula. Ni siquiera tiene tiempo de reaccionar. Noa
se ha puesto de pie y le mira con cara de odio.
—Márchate de aquí, cabrón —le dice el rapado.
Ahora le distingue: es el guardia de seguridad del Destiny. Lleva una
camiseta tan ajustada que parece a punto de estallar. «Seguro que se acuesta
con Noa», piensa Ángel, mientras el otro dice:
—Si vuelves, te juro que te mato.
En décimas de segundo, el cerebro de Ángel hace un cálculo. ¿Qué
posibilidades de éxito tiene si se enfrenta al musculitos? Pocas. Casi ninguna.
Ninguna. ¿Y si saca la automática? Igual entonces… Pero lo descarta. Estos
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tíos son muy brutos. Mejor vuelve más tarde. Tiene que prepararse. Así que
solo le queda una salida, y esa es la que elige.
El musculitos está ayudando a Noa, que ha empezado a llorar. La sujeta
por la cintura, le aparta el pelo de la cara, le acaricia la mejilla.
—¿Estás bien? —le pregunta—. ¿Quieres que te lleve al médico?
A Ángel tanta amabilidad casi le da ganas de vomitar. Se larga de allí. Va
en busca de su moto. Oye a Noa decir:
—No. Estoy bien. Voy a seguir trabajando.
Ángel se da la vuelta. Se enfrenta al guarda, pero a distancia.
—Volveré por ti —le lanza.
—Sí, tío, sí —responde el otro, en tono de burla—. Cuando crezcas,
¿vale?
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Sol
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—¿De qué vas? ¿Tienes algún problema? —suelta.
—Tío, lárgate, por favor. Me vas a meter en un lío.
De un salto, Ángel se cuela tras el mostrador. Coge las dos primeras
botellas que ve, una azul de vodka y una amarilla, de ron. No están ni medio
llenas, pero servirán. El chico tras la barra trata de recuperarlas, pero solo se
lleva un botellazo en plena cara, que le rompe un diente y le hace sangrar.
Con mano temblorosa, el chico busca su móvil, marca un número con el
dedo manchado de sangre.
—Estoy llamando a la policía —dice, temblando.
Pero Ángel ya está de nuevo al otro lado del mostrador. Ha abierto la
botella de vodka y bebe directamente del gollete. Su nuez sube y baja al
compás de los tragos, que suenan como si fueran estertores, glup, glup, glup.
—¿En serio? —dice—. Qué miedo.
Y se larga. Con pasos desgarbados de saltamontes, con las dos botellas en
la mano.
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Kevin
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Ángel echa un vistazo hacia la escalera. Oscura, empinada, estrecha. Pasa
de entrar ahí. Está cansado y tiene ganas de vomitar.
—¿Qué haces, tío? Entra ya. Me estoy cabreando.
Ángel también se cabrea. Comienza a gritar:
—Oye, no quiero subir tres putos pisos. Baja tú.
—¿Qué pasa? ¿Otra vez vas pedo? Te dije que no bebieras. No da buena
impresión. Tienes que aprender a comportarte, chaval. Así no prosperarás en
la vida.
Ángel no tolera que nadie le dé lecciones. Y menos, hoy.
—¡Te he dicho que bajes! —grita, con el teléfono al oído.
—Que no, tío —dice Kevin—, que estoy ocupado.
Lo dice así, «Estoy ocupado», como si fuera un maldito hombre de
negocios.
—Pues no bajes, pero échame el material por la ventana —grita Ángel.
—Cálmate, gilipollas. Deja de gritar.
—¡No estoy gritando!
En ese momento, se abre la ventana del tercero y aparece la cabeza del
Gordo, quien, medio susurrando y medio levantando la voz, le dice:
—¿Estás loco o qué? Ponte debajo de la ventana.
Ángel hace caso, aunque no puede mirar arriba sin perder el equilibrio. Le
cae un paquete desde el cielo. Plof. Del tamaño de un cubo de Rubik, muy
bien envuelto, bastante pesado.
—Lárgate —dice Kevin, desde arriba.
Ángel mira el paquete entornando los ojos.
—¿Solo esto? —dice, de nuevo a un volumen demasiado alto—. Me
prometiste más.
—No me cabrees, Angelito. Vete ya. ¿Tú te has mirado? Te estoy
haciendo un favor. Ahora mismo llamo a los clientes y les digo que llegarás
en media hora. Espero que no te estrelles con la moto.
Ángel va hacia la plaza de la chimenea. La gente se le queda mirando.
Una vecina sale a la ventana de su piso para ver qué es ese escándalo y solo
ve a un jovencito borracho que no puede caminar en línea recta y que parece
muy cabreado.
—¡No me vuelvas a decir que soy demasiado joven! —berrea Ángel, sin
dejar de moverse—. ¡Tú no eres mi madre, gilip…! ¡No me digas lo que
tengo que hacer! Soy mayorcito. Estás ganando una pasta gansa gracias a mí,
¿no? ¡Tendrías que besarme los pies!
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Y como Kevin no contesta y el fuego en el estómago de Ángel sigue
ardiendo con fuerza, él insiste:
—¿Me oyes? ¿Me oyes, pedazo de mierda? ¿No piensas contestar? ¿Vas a
quedarte callado como un imbécil? ¿No tienes huevos o qué?
Va hasta la plaza de la chimenea, busca un recodo libre de miradas y de
luces de las farolas. Abre el paquete por un extremo, saca con el dedo un poco
de cocaína, se lo lleva a la nariz. Inhala lo más fuerte que puede. Repite la
operación por el otro orificio. Inhala. Le dan ganas de estornudar, pero
consigue que se le pasen. La regla número uno del consumidor de cocaína
dice: «No hay que estornudar cuando estás esnifando».
Siente el subidón. O puede que no. Puede que solo sea el cabreo. En
realidad, no sabe lo que siente. Está borracho. Lo que de verdad le gustaría es
no pensar. Oye una voz dentro de su cabeza, tan nítida como la primera vez:
«¿Tú eres idiota o algo así? ¿No sabes que nosotros vendemos, pero no
consumimos?».
Se guarda la droga en el bolsillo y sigue su camino a través de la noche.
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Tontolaba
El abuelo Nicolás solo le pegó una vez. Dos o tres años atrás. Fue la noche
que se enteró de que había probado el éxtasis. Se le escapó a Ricardo, que
nunca fue muy listo:
—Faltan algunas pastillas porque Angelito quería probarlas —dijo su
primo.
Lo soltó a pesar de que tenían un pacto, a pesar de que Ángel le había
pedido que le guardara el secreto. No estaba enganchado, solo tenía
curiosidad.
—¿Angelito? ¿Qué Angelito?
—¿Quién va a ser? Este. Tu nieto.
El abuelo fue hacia él.
—¿Qué significa que querías probarlas, idiota? ¿Tú tienes algo en la
cabeza?
—Bueno, no es del todo culpa suya… —trató de defenderle Ricardo, al
ver que había metido la pata.
Pero el abuelo ya estaba embalado. Aquello no podía consentirlo. El
primer tortazo pilló a Ángel desprevenido. Le dejó zumbando un oído.
—¿Tú eres idiota o algo así? —prosiguió don Nicolás, mientras seguía
pegándole—. ¿No sabes que nosotros vendemos, pero no consumimos? Si
vendieras ametralladoras, ¿te agujerearías la tripa para probarlas? Atiende,
tarado. Ningún drogadicto sobrevive a su adicción. Por eso nosotros somos
ricos y ellos están muertos, ¿te enteras? Por eso nosotros nos dedicamos a
venderles mierda despacio, para que tarden más en palmarla. Porque cuanto
más tarden más ricos seremos, ¿te queda claro, tontolaba?
Ángel asentía sin palabras, asustado de verdad.
—Pues más vale que te acuerdes, chaval, porque no te lo voy a repetir. Si
te vuelves a meter algo, lo que sea, ya no eres de la familia.
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Llamada
Aquí va a pasar algo gordo. Ángel cree que lo sabe, pero en realidad no sabe
nada. Además, esta noche no piensa. Tiene el cerebro embotado por el
alcohol, por la droga y por la rabia. Cree que controla.
Esto es lo que debería hacer: dirigirse a sus puntos de venta habituales en
las discotecas del Maremágnum donde le están esperando, dejar la moto en un
lugar discreto, asegurarse de que nadie le sigue y darles la droga y alguna
explicación convincente a los tres tipos que llevan un buen rato perdiendo la
paciencia. Luego, lo mejor sería volver a casa, meterse en la cama, dormir la
mona y por la mañana, más tranquilo, pensar en lo que ha pasado.
Esto es lo que Ángel hace: cruza la ciudad como un meteorito, pensando
en lo que le va a decir a Noa. En lo que le va a hacer al tipo ese que la
defiende, por muy cuadrado que esté. Él fue a clases de taekwondo, llegó a
ser cinturón azul, sabe dar golpes, le puede romper la boca de una patada. O
machacarle la cabeza con la botella de ron, que lleva metida en la cinturilla de
los pantalones, como si fuera el revólver del vengador de una película del
Oeste. Esta noche no tiene miedo a nada. No piensa en las consecuencias.
Para Ángel no existen las consecuencias.
Aparca la RS3 en el mismo sitio de antes. La música del Destiny suena en
la distancia y se confunde con los latidos de su corazón. Una especie de
vaticinio. Todo va a salir bien, se dice a sí mismo, cuando echa a andar hacia
el local.
Está a punto de entrar cuando le suena el móvil. Es el Bola de Grasa.
—¿Ya has llegado? ¿Dónde estás, tío?
—¿Te preocupas por mí, o qué? —Sonríe Ángel.
—Me preocupo por el negocio.
—No te emparanoies, ya estoy aquí.
—¿Cuánto tardas?
—No sé… —Calcula—. Media hora.
—¿Media hora? —grita el Gordo al otro lado—. Pero ¿de qué vas? ¿No
estás ahí? ¿Qué estás haciendo, gilipollas? Estos tíos están muy cabreados.
—Vale, vale, vale, tranquilo. Diles que ya voy.
—No sé a qué juegas, chaval, pero no pienso aguantarte nad…
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Ángel cuelga el teléfono. Sigue caminando. En la puerta del Destiny no
está su amigo el chaparro rapado. Paga la entrada y le dejan pasar como si
nada. Va directo a la barra. Se queda mirando fijamente a Noa. Su mirada de
zombi, la del espejo, la que da miedo. Cualquier chica saldría corriendo del
susto, pero ella está acostumbrada a las fanfarronadas de sus novios
delincuentes.
—¿Quieres algo? —le pregunta.
—Quiero hablar contigo —responde Ángel.
—Si no vas a consumir, aparta. Estorbas a otros clientes.
Ángel siente de nuevo el fuego que le sube por las tripas. Más que antes.
Con una de sus manazas agarra a Noa por el gaznate. A ella se le caen las dos
botellas que tenía en las manos, y con las que estaba mezclando algo en un
vaso.
La gente comienza a gritar a su alrededor. La compañera de Noa sale
corriendo a buscar ayuda. Noa forcejea, con las dos manos intenta librarse de
la garra de él. Tantea el mostrador, bajo la barra, encuentra un pica hielos, lo
agarra con fuerza y lo clava en la mano de Ángel. Él la suelta, rabiando de
dolor. Aún no ha llegado nadie. Se acerca a ella y gritando por encima de la
música le dice:
—Te voy a matar. Te juro que esta noche te mato.
Y se larga.
Cuando un rato después Noa consigue calmarse un poco, le cuenta lo
ocurrido a su jefe. Los de seguridad están comprobando si hay imágenes de lo
que ha pasado. La compañera, que sigue llorando de la impresión, dice:
—Ese tío es el demonio. Da mucho miedo.
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Demonio
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Negocio
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—¿A otro? ¿A quién?
—A gente que vende más barato que tú y que son profesionales, no
adolescentes borrachos.
—Tenemos un trato. No me pienso ir hasta que me des mi dinero.
—No tenemos nada. Y te vas ahora mismo.
El peludo empuja a Ángel. Primero medio por las buenas, para que se
vaya. Cuando ve que él se resiste, con más fuerza. Le mete la droga en el
bolsillo, le arrastra fuera, cierra la puerta y antes de largarse le suelta:
—Y ve a la peluquería, chaval.
En los otros dos locales le pasa lo mismo. Como si se hubieran puesto de
acuerdo. La misma situación, casi las mismas palabras. En realidad, se han
puesto de acuerdo. En ninguna parte consigue que le digan a quién le han
comprado. O que le traten con un mínimo de respeto.
Está bajando en el ascensor cuando le suena el móvil.
En la pantalla lee: «Gordo».
—¿Ya está? —le pregunta el Bola de Grasa, en cuanto él contesta.
—Nos han dejado tirados. Cabrones.
—¿Cómo?
—Dicen que se la han comprado a otros.
—¿Qué? —grita Kevin—. ¿Y tú qué les has dicho?
—Que se vayan a la mierda.
—Pero ¿tú eres gilipollas? —Más gritos—. ¿No sabes cómo va esto?
Tenías que haberles hecho una rebaja del cincuenta por ciento. Y pedirles
perdón de rodillas. Cualquier cosa menos largarte. Yo no te pago para que me
revientes el negocio…
Ángel explota. Se pregunta cómo ha aguantado tanto.
—Es verdad, cabrón —le interrumpe—. Tú me pagas para que venda tu
mierda adulterada en los garitos donde tú no te atreves a entrar. Y para que le
robe a mi familia. Da gracias que no le cuento a mi abuelo todo lo que sé de
ti, hijo de puta. Vete a cagar.
Cuelga sin darle al Gordo la oportunidad de responder.
El Gordo le saca de quicio. Siempre dándole órdenes, siempre con esas
ínfulas de hombre de negocios. Además, cree que le conoce solo porque es
del barrio y porque alguna vez han estado en los mismos líos. Pues lo lleva
claro. No le llega ni a la suela de los zapatos. Se merece un buen escarmiento.
Ángel llama a su tío Horacio y se lo cuenta todo: los negocios del Gordo,
los clientes, el piso. No se deja detalle.
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Igual Kevin se asustará al saber cómo es en realidad Ángel Medina.
Además, esta noche no se conoce ni él.
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Verdad
Esta es la verdad, que saben solo Ángel y Kevin: Kevin vende para don
Nicolás. No solo cocaína, sobre todo éxtasis, chinas de chocolate y
marihuana. Nada de negocios grandes, lo suyo es el menudeo. Discotecas,
venta callejera, bares de contactos y cosas así. El tipo de trapicheos que
suelen dejarse para los pringados. O para quienes no son de fiar. Son ventas
de riesgo, que muchas veces acaban mal, pero no pasa nada. Para los Medina,
que detengan a Kevin o que le maten en un callejón no supone una gran
pérdida. La gente como Kevin es sacrificable, prescindible, fácil de sustituir.
Personas de usar y tirar.
Kevin sabe todo esto. No es tonto. Sabe que don Nicolás se aprovecha de
él. Sabe que si le pasa algo le van a dejar tirado. Por eso ha decidido montarse
un negocio por su cuenta en el piso de la calle del Profeta. Aprovecharse de
quien se aprovecha de él. Su negocio está en la coca. Si recibe cuatrocientos
gramos, los convierte en casi un kilo. La mezcla con porquerías (polvos de
talco, harina, detergente en polvo…) y el sobresueldo se lo queda todo para
él. A Ángel le da unas migajas, a cambio de que le haga el trabajo. Kevin
tiene visión para los negocios pero es demasiado perezoso para salir a faenar
cada día. Además, es peligroso meterse en según qué sitios. Por eso manda a
Ángel. Porque no se entera de nada y porque es un zumbado que no le teme a
nadie.
Ángel y Kevin se conocieron por ahí, en el barrio. Tal vez en una timba.
O tal vez no. Fue hace mucho, bastante antes de que mataran al desgraciado
de Ben. Ángel era un crío, pero ya le hacía trabajitos al gran capo. Vigilaba,
entregaba paquetes, recogía sobres. Don Nicolás decidía la estrategia. Horacio
organizaba a las tropas. En este negocio hacen falta muchos soldados rasos. Y
el chavalín estaba dispuesto, era listo y se moría de ganas de destacar. Los
ambiciosos siempre son útiles. Horacio le decía: «Quédate aquí hasta que te
avise», y Ángel no se movía ni que se acabara el mundo. Fuera de día o de
noche (y había muchos trabajos nocturnos). Para que aguantaran, Horacio les
daba a sus soldados unas cuantas pastillitas azules. Anfetaminas. «Para que no
os durmáis», les decía, «para que tengáis los sentidos alerta». Los primeros, a
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los vigilantes. A los búhos. Daba lo mismo si tenían ocho, doce o veinte años.
Lo primero era que todo saliera bien. El maldito negocio.
Esta también es la verdad: Ángel es un drogadicto. Consumidor habitual
de pastillas y alcohol. Ocasional de cocaína y varias cosas más. Como todos
los drogadictos, cree que controla, pero no. Cree que puede dejarlo cuando
quiera, pero no.
Una de sus mayores preocupaciones es que su abuelo no lo sepa, que su
familia no sospeche nada. Nunca se le ha ocurrido pensar que su familia tiene
la culpa. Que fue su tío Horacio quien activó en él la cuenta atrás, aquella
noche en que le dio una Game Boy anticuada y una pastilla azul.
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Luna
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Se da la vuelta y ve a alguien salir del cine abandonado con algo en las
manos. ¿Una bolsa? No le ve bien, pero no le reconoce. No tiene tiempo de
decirle nada. Tampoco de sacar la navaja. El desconocido se coloca detrás de
él y le oprime la garganta con un solo brazo. Tiene la fuerza de un animal, de
alguien bien entrenado. Ángel patalea.
«¿Qué haces?», intenta preguntar, pero la voz no le sale.
El otro le hurga en los bolsillos. Le quita el móvil y la navaja. Por un
momento Ángel piensa que eso es todo. Un ladrón de móviles, un chorizo de
tres al cuarto. Mañana le darán cinco euros por cada trofeo conseguido. Le
ordena:
—Camina.
Echan a andar hacia alguna parte. Por la oscuridad, pegados a los muros
del gran complejo de ocio. Ángel no consigue orientarse. Si no estuviera
borracho ni drogado, tampoco lo lograría. Avanzan durante unos pocos
minutos, que se le hacen eternos. Otra vez el mundo le exaspera con su
lentitud. Otra vez el corazón estallando en su cabeza, pum-pum, pum-pum.
De pronto no se ve nada. El hombre le ha puesto algo en la cabeza. La
bolsa de plástico. Le parece que oye una ola chocando contra un pantalán.
¿Están junto al agua? Siente una fuerte opresión en la garganta. Trata de
zafarse, pero no puede. ¿Es algo metálico? No, es una cuerda. O puede que
solo sean las manos. No consigue saberlo.
Ángel dedica sus últimos instantes de vida a tratar de comprender qué está
ocurriendo. Se queda sin tiempo antes de dar con una respuesta.
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Sombra
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El hombre se va caminando, despacio, disfrutando de las vistas de la
ciudad. La chaqueta la deja sobre la RS3 de Ángel, un sitio lógico, donde no
levantará sospechas hasta horas más tarde. Eso suponiendo que no se la lleve
alguien antes. Todo muy conveniente a sus intereses, en todo caso.
Espera un rato más, hasta la hora de cierre de las discotecas. Esperar
forma parte de su trabajo, y no siempre resulta tan agradable. Pero esta ciudad
le gusta, ha estado aquí varias veces, y se alegra de haber vuelto. No sabe
cuánto va a quedarse, él casi nunca sabe nada, obedece órdenes, espera
instrucciones, vive al día. Pero esta vez los que pagan le dijeron que debía
esperar, que tenían otros trabajitos para él, que pronto volverían a contactarle.
Por eso alquiló un lugar discreto y pagó un mes por adelantado. Es una
habitación en un piso ocupado del Raval. Diminuta y sin ventana, ideal para
sus intereses: que nadie le vea, que nadie sepa de su existencia, que nadie
sepa ni cómo se llama. Ni siquiera los chicos que le alquilaron la habitación lo
saben. Les dijo que se llamaba Frank, y eso fue todo. Si le hubieran pedido la
documentación, habría podido enseñarles cualquiera de los ocho pasaportes
que tiene. Ocho nombres, ocho nacionalidades, ocho edades diferentes. Ya ni
él mismo sabe quién es. En parte, en eso consiste su trabajo. En ser un
hombre inexistente. Una sombra.
Una multitud sale de los locales a la hora de cerrar y se dirige a la pasarela
que separa el Maremágnum de La Rambla. Se sube la capucha de la sudadera
antes de unirse a ellos. Avanzan todos apelmazados, como una manifestación
de noctámbulos. Si en los días siguientes alguien busca a algún sospechoso en
las imágenes de las cámaras, solo verán una manada de sudorosos, agotados y
borrachuzos.
De camino a casa, decide quedarse con la navaja. Es automática, tiene
buena hoja y está bastante nueva. Le será útil. El móvil lo arroja desde la
pasarela, en una zona mal iluminada donde nadan un montón de congrios. Se
hunde a gran velocidad y queda anclado en el fango del fondo, a apenas un
metro y medio de la superficie, donde pronto será colonizado por distintas
especies de anélidos y de moluscos. En menos de un mes será irreconocible.
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Mausoleo
A las siete menos cuarto de la mañana una pareja que ha salido a correr ve
algo grande y oscuro que flota en el agua. ¿Un delfín muerto? ¿Una cría de
ballena? Entonces se fijan en las zapatillas con estrellas de color naranja
fosforescente y se dan cuenta de que es una persona. Un chaval. Lleva una
camiseta de Darth Vader. I Am Your Father. A continuación, ella se tapa la
boca con las manos. Él llama a la policía.
Al mediodía las noticias de todas las cadenas dirán que el muerto era
Ángel Medina Angulo, 16 años, uno de los más jóvenes integrantes del clan
de los Medina, los famosos narcotraficantes de El Prat del Llobregat. Que la
autopsia reveló que había consumido alcohol y cocaína, y que en los bolsillos
de sus pantalones se encontró una gran cantidad de droga. Que horas antes fue
visto vendiendo en las discotecas de la zona. Por todo eso, la policía no
descarta ninguna hipótesis, desde el accidente fortuito hasta el ajuste de
cuentas entre bandas. La investigación está abierta y aún no hay detenidos.
Don Nicolás consigue un permiso especial para ir al velatorio de su nieto,
al que acudirán centenares de personas. La muerte del chico le habrá dejado
hecho polvo, además de perplejo y muy cabreado. Ahora sabe que hay una
guerra entre él y los mexicanos y que va en serio.
Ya hace tiempo que el capo compró una parcela enorme en el cementerio
de Montjuic y ordenó construir un mausoleo faraónico. Mármol, cristal y
acero, todo muy blanco y muy brillante. Excesivo. Una demostración más de
su poder. Una fanfarronada. Ahora contrata a un escultor para que haga una
estatua a tamaño real de Ángel. Una vez terminada será la viva imagen del
pobre chico y dejará sin aliento a todos los que le conocían y a los curiosos
que se acerquen al lugar para verla, que no serán pocos. La muerte y la
desgracia convertidas en atracción para turistas.
El velatorio discurre en paz. Todos parecen unidos por arte de magia por
el drama y el dolor. Todos arropan a Juana, que es la viva imagen del
desconsuelo. Isidoro se hace el fuerte frente a las docenas de familiares,
cercanos y remotos, que acuden a presentarles sus respetos. Unos lo hacen por
cariño. Otros, por miedo. Jess no ha derramado ni una lágrima (ella nunca
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llora), pero está seria como una esfinge. Su primo Nico no se separa de ella ni
un segundo. Tiene los ojos rojos de llorar.
Algunos reparan en un detalle que no parece tener importancia: en la sala
de al lado, velado por casi nadie, hay un cadáver solitario, al que algunos
conocen bien y de cuya muerte saben mucho más de lo que contarán jamás: es
Kevin. A la vida (y a la muerte) le gusta el juego de las coincidencias
macabras[2].
Ya en el cementerio ocurre algo que nadie esperaba. Juana, la mujer de
Isidoro, la madre de Ángel, se acerca a su suegro el capo, le señala con el
dedo y le dice, rabiosa:
—Todo esto es culpa suya.
Luego señala a Horacio y le suelta:
—Y tuya también.
Por último, se vuelve hacia Isidoro, su marido, y espeta:
—Y tú lo permitiste.
Los mira por última vez, tambaleándose un poco frente a la tumba recién
cerrada de su hijo, y se marcha.
Nadie intenta detenerla. Nadie dice nada. Todos han quedado mudos del
susto, o de la sorpresa. O tal vez piensen que Juana tiene razón. Jessica, que
está junto a su padre, tampoco hace nada por evitar que su madre se vaya.
Alguien dice:
—Está borracha.
Horacio añade:
—Como siempre.
Juana desaparece de la escena. Será para siempre.
Una hora más tarde, la policía de tráfico informa de un accidente en la
Ronda Litoral en el que ha muerto el conductor de un turismo. Los servicios
de emergencia tardan más de tres horas en retirar los vehículos de la vía y se
producen retenciones de hasta veinte kilómetros. Varios de los Medina que
salen del entierro de Ángel quedan atrapados durante horas en esas largas
colas, sin saber aún nada del accidente.
Bastante después, los Mossos informan de las circunstancias del
accidente: la conductora del vehículo invadió el sentido contrario y chocó
frontalmente contra un camión. Murió en el acto. Era una mujer de 43 años,
vecina de El Prat del Llobregat, llamada Juana Angulo. Las razones por las
que perdió el control del vehículo se desconocen, pero los resultados de la
autopsia revelarán que no había consumido alcohol ni drogas.
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II
JESS
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Abuelo
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El médico dijo que llevaba muerto varias horas. Algunos se alegraron con
la noticia. Otros le lloraron con tristeza auténtica. Don Nicolás podía ser el
mayor narcotraficante de la ciudad, pero en la cárcel era un tipo agradable, un
viejo respetado y un buen compañero. Algo así como un abuelito a quien
pedirle consejo sobre las complicaciones de la vida. Le gustaba que los demás
le contaran sus desgracias y siempre procuraba ayudar a todos con su
experiencia.
En el certificado de defunción, donde ponía «causa de la muerte» el
médico escribió: «Infarto agudo de miocardio». Y añadió: «Causas
naturales». Nada más que decir.
El entierro se celebró dos días después y fue multitudinario. La gente no
cabía en la iglesia. Don Nicolás era muy creyente, además de un católico
practicante, y le gustaba presumir de ello. Decían que llevaba un cristo
crucificado tatuado en la espalda. Y que había donado centenares de miles de
euros a la parroquia. Quizá por eso el cura que ofició el funeral lo hizo con
lágrimas en los ojos y dijo de él que «a su manera, era una buena persona».
En la iglesia las distintas ramas de la familia se sentaron según su
importancia. Al fondo, muchos de ellos de pie, los parientes más lejanos y los
amigos. Tías, tíos abuelos, concuñados, primos segundos, clientes,
colaboradores, socios, conocidos y saludados. Sentados, pero en las últimas
filas, los nietos, los bisnietos, las decenas de descendientes más o menos
directos que don Nicolás dejó en el mundo. Un verdadero ejército, porque si
algo le preocupó en la vida fue su descendencia, su legado. En las bancadas
intermedias, los hermanos del difunto (sobreviven tres) y sus mujeres.
Después, los hijos, seis varones y dos hembras, tía Rosaura y tía Manuela.
Aunque vista por detrás muchos creen que tía Manuela es otro hombre,
porque lleva el pelo muy corto, y se lían.
En primera fila se sentó la abuela, que también se llama Rosaura, la
matriarca del clan, convertida ahora en desconsolada viuda. Era una mujer
muy gruesa, que solo calzaba zapatillas y que caminaba con la ayuda de un
andador. Se la veía desconsolada, claro, y lo demostró lanzando berridos de
vez en cuando y repitiendo frases que parecían sacadas de un catálogo de
lamentos para entierros como «No somos nadie» o «Dios le tenga en su
Gloria».
A su lado estaban las dos manos de don Nicolás, la derecha y la izquierda,
sus dos hijos mayores, los dos con traje y corbata. Con esta muerte habían
cobrado de pronto mayor relevancia en la familia. Es decir, en los negocios. A
Horacio le acompañaba su mujer, una rubia cargada de joyas y aficionada a
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las operaciones de cirugía estética, la tía Amanda. Nada de lo que se veía era
suyo: ni los pómulos, ni el cuello, ni el escote, ni los pechos, ni, por supuesto,
el rubio platino ni los rizos como muelles de su larga melena. Llevaba
minifalda, medias de rejilla y zapatos de tacón, que era su idea de ir arreglada
y femenina. Ni más ni menos que lo que le gustaba a Horacio de ella desde
que la conoció en un burdel, veinte años atrás.
Isidoro se sentía raro con americana. No digamos la corbata. Le oprimía el
cuello, le daba calor, estaba deseando quitársela. Él se pasaba el día con mono
de mecánico, no estaba hecho para aparentar, como Horacio. A su lado
debería estar Juana, si hubiera vivido para asistir al entierro de su suegro y
que no se parecía en nada a Amanda. En su lugar estaba Jessica, su hija
pequeña, muy seria, muy atenta a todo lo que ocurría, a todo lo que se
hablaba, a lo que hacían todos sus parientes. No había llorado ni una sola vez,
ni pensaba a hacerlo. De vez en cuando mira a su primo Nico, el hijo de su tía
Rosaura, que se sentaba varias filas por detrás de ella, y que le devolvía una
mirada cómplice. Como diciendo: «Estoy aquí. Como siempre».
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Chicas
Jess aún es una niña, pero ya no lo es tanto. Se da cuenta de casi todo. Y para
ella hay cosas que no cuadran.
No cuadra, por ejemplo, que nadie hable de la muerte de su hermano salvo
para hablar de venganza. Que parezca que nadie se acuerda de él, nadie
recuerda cómo era o las cosas que hacía, como si solo fuera importante
porque lo mataron. Es decir, por los demás, por los de siempre. Y aunque los
de siempre consigan vengarse, su único hermano no va a resucitar.
No cuadra que nadie se acuerde de lo que dijo su madre en el entierro de
Ángel, que nadie haya dicho nada de eso, o haya pedido perdón, o haya
reconocido que Juana tuvo ovarios para enfrentarse a todos ellos, para
decirles la verdad aunque fuera por una vez. Que cuando hablan de su madre
siempre salgan las mismas palabras, «borracha», «desquiciada», y que no
hayan querido enterrarla en el mausoleo familiar, «porque en realidad no era
de la familia», como si haber pasado un montón de años casada con Isidoro
Medina no le diera derecho a un hoyo en una tumba.
No cuadra que ahora todos los hijos del gran capo, entre ellos su padre,
estén hablando de cómo reorganizar el negocio, y que se reúnan y discutan y
beban y hablen de cambiarlo todo, pero nunca inviten a esas reuniones a sus
tías Manuela y Rosaura, como si ellas no fueran también hijas de su abuelo.
No cuadra que a su primo, que es un flojo, sus tíos le hayan pedido que
haga trabajitos —vigilar, llevar paquetes pequeños, cosas así, lo de siempre—
y en cambio a ella, que es lista y rápida, y que sabe boxear, nadie le pida
nunca nada.
No cuadra que la única vez que le dijo a su padre que había muchas cosas
que no cuadraban, y comenzó a enumerarlas, Isidoro la interrumpiera para
decirle:
—Eres una chica, Jessica. No te metas.
Preguntó qué era lo que las chicas hacían en la familia y su padre
contestó:
—Otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—No seas pesada, Jess. Pregúntales a tus tías y déjame en paz.
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Le pareció buena idea. Fue exactamente lo que hizo.
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Primos
De los días que siguieron a la muerte del abuelo, Jess solo recuerda a una
persona: su primo. Los adultos le llamaban Nicolasito y él se enfadaba. Para
ella era Nico. Era su primo, el hijo de su tía Rosaura, pero era mucho más que
eso. Su amigo, su hermano, su gemelo. Les gustaba llamarse así: gemelos,
mellizos, idénticos, inseparables. En verdad, lo eran. Y todo por una
casualidad: nacieron el mismo día y en el mismo sitio (el hospital de
Bellvitge). Con algunas diferencias, que sus madres contaban en todas las
reuniones familiares.
Jessica llegó antes, a las once y media de la mañana. Nicolasito, a las
cuatro menos cuarto. El parto de ella fue fácil y rápido, apenas tres horas. El
de él, interminable y difícil (la pobre Rosaura necesitó más de veinte horas de
trabajos de parto). Jess pesó más de cuatro kilos y fue una niña saludable y
fuerte desde el primer instante. Nicolasito no llegaba a los tres y durante años
fue un niño delicado, con tendencia a enfermar.
Cuando crecieron, las diferencias continuaron. Nicolasito creció y creció y
se hizo un chaval robusto y grande, que en nada se parecía a aquel niño
endeble y diminuto que fue al nacer. A Jess, en cambio, le vino la regla
pronto, su cuerpo cambió muy rápidamente y dejó de crecer antes de lo
previsto. Se quedó en metro sesenta. Es decir, bajita para los estándares de la
familia. Diminuta al lado de su primo el larguirucho. Nicolasito siempre fue
un niño obediente, casero, de los que no dan disgustos a sus padres. Jessica
fue lo que se llama «una niña revoltosa» que no tardó en convertirse en «una
preadolescente problemática». Nico no bebía; Jess se emborrachaba cada fin
de semana. Él era tímido, callado; ella, una deslenguada, siempre a punto de
meterse en algún lío. Él, estudiante de notables y sobresalientes. Ella, un
desastre fuera de escala. Él era un genio de los videojuegos y ella la típica
torpe que se mata a sí misma. A él le elegían siempre como delegado. A ella
no la querían ni en los grupos de Educación Física. Ella tenía fama de
violenta, maleducada e insoportable. A él todos le consideraban un chaval
responsable, callado, atento. Un cielo de niño.
—¿Seguro que eres de la familia? —le preguntaba Jess, medio en broma
pero en realidad muy en serio.
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—Es que me parezco a mi padre —se defendía él.
Por todo esto, eran algo así como complementarios. Si Jess necesitaba
impresionar a alguien, o mandarle un mensaje en inglés a un colega, o cuando
tenía un problema con el móvil, recurría a Nico. Él, en cambio, la buscaba
cuando algo se le iba de las manos. Por ejemplo, cuando se cayó de una moto
que conducía sin carné, cuando pilló su primera borrachera sin proponérselo o
cuando un primo mayor se cabreó porque no quiso fumarse un porro. Los dos
poseían conocimientos que el otro creía completamente fuera de su alcance.
El padre de ella y la madre de él eran hermanos, pero era como si vinieran de
planetas diferentes.
Nico era hijo único. Jess era la pequeña antes de que su hermano muriera.
El destino los hizo iguales en eso.
—A partir de ahora, mi hermano serás tú —le dijo Jess, muy solemne, el
mismo día en que enterraron a Ángel.
A Nico le pareció muy bien.
—Y como yo soy mayor que tú y tú eres un flojito, cuidaré de ti.
—Vale —dijo Nico.
—Y a cambio tú me avisas si ves que me embalo demasiado.
—Vale —repitió.
Y así quedó sellado su pacto para siempre.
Luego, ocurrieron cosas. Siempre ocurren cosas. Vivir es aprender a no
dejarnos vencer por las cosas que ocurren.
O, como le gustaba decir a Jess cuando le daba por comparar la vida con
los videojuegos: «Aquí todo consiste en defenderse o morir».
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Destino
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Trece
No deberían haber celebrado nada. Nadie allí tenía ganas de celebrar nada.
Primero Ángel. Luego Juana. Más tarde el abuelo. De pronto su familia
parecía maldita. Deberían haberse quedado en casa, a esperar hasta que la
maldición pasara. Pero tía Rosaura se empeñó. Tía Manuela estuvo de
acuerdo. Organizaron una fiesta sorpresa. «Les vendrá bien a los niños»,
dijeron. «Nos vendrá bien a todos», añadieron.
Alquilaron un local de Cornellà llamado Party-Park. Uno de esos sitios
con piscinas de bolas, camas elásticas, colchonetas y toboganes de colores.
Jess arrugó la nariz.
—Eso es para niños pequeños —dijo.
—Qué dices, tonta —dijo tía Manuela—, pero si también lo alquilan para
adultos.
Nico estuvo encantado. Sudó como nunca. Subió y bajó mil veces, se lo
pasó en grande. Se bebió cerca de cuatro litros de agua. Y cuando llegó la
hora de merendar, arrasó con los bocadillos y con las chucherías y con las
latas de refresco. Fue una de las tardes más felices de su vida. Por lo menos
hasta que ocurrió lo que ocurrió.
Jess mientras tanto se pasó la tarde junto a un par de sacos que colgaban
de una de las estructuras superiores, practicando golpes de boxeo. Desde allí
veía a todos los invitados a la fiesta, la zona donde sus tías hablaban
animadamente y hasta la puerta de entrada, sobre la que alguien había colgado
un cartel que decía: «Cerrado por fiesta privada».
Cuando llevaban más de dos horas pegando saltos y todos desprendían un
olor a sudor que daba náuseas, tía Rosaura anunció:
—¡El pastel! ¡Venid a soplar las velas!
Sobre la mesa esperaba un enorme pastel de chocolate, decorado con
gominolas de colores y perlas de caramelo, con los nombres de los dos
cumpleañeros escritos con letras de crema. Dispuestas de forma simétrica, dos
pares de velas encendidas: dos números 13 de color rojo, como dos llamadas
a la mala suerte.
Isidoro, el padre de Jess, acababa de llegar. Tarde, como de costumbre.
Todos los invitados (primos cercanos y lejanos, amigos de sus dos clases de
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dos institutos distintos) habían formado un círculo alrededor de la mesa.
Jess, enfurruñada, llegó la última, cuando la cera de las velas ya
comenzaba a caer en grandes goterones rojos sobre el chocolate. Mientras
todos les cantaban el «Cumpleaños feliz», ella pensaba que el trece trae mala
suerte. Dos treces traen mala suerte doble.
—Pide un deseo —dijo alguien.
Nico tenía los ojos cerrados, se esforzaba por pensar su deseo. «¿Qué
puede desear un niño perfecto?», eso fue lo que se preguntó Jess en el último
segundo.
Fue el último segundo de la vida tal como la conocía hasta ese momento.
Un tipo acababa de entrar. Era más robusto que alto, llevaba un
pasamontañas en la cabeza. Como Jess no estaba muy concentrada en la
fiesta, fue de las primeras en verlo. Fue directo hacia el grupo. Algunos al
verle pensaron que era un actor, un bromista, alguien que venía a divertirlos.
Cuando vieron que sacaba una pistola con silenciador, comenzaron los gritos.
Cuando sonaron los primeros disparos, comenzó el pánico. Algunos huyeron.
Otros, como Nico, se escondieron debajo de las mesas. Jess se quedó allí,
impávida, mirando. El hombre del pasamontañas apuntó directamente a la
cabeza de su padre y disparó. Cuatro veces. A bocajarro. A Jess le temblaban
las piernas, pero no se movió. Esperaba que el asesino la mirara, que se
enfrentara a sus ojos fijos, que fuera valiente. Pero no lo hizo. Tan solo se
guardó la pistola y se marchó, tan rápido como había llegado. La puerta
campanilleó al cerrarse.
Jess miró la mesa, toda salpicada de sangre. Las letras de crema sobre el
pastel eran ahora parcialmente rojas. Apoyó un dedo en uno de los goterones
y lo deslizó sobre la superficie blanca de la mesa, como si pintara. Dibujó un
corazón, a saber por qué. Fue lo primero que se le ocurrió. Un corazón rojo de
sangre.
Su tía no tardó en salir de debajo de la mesa. También temblaba. Llevaba
a Nico de la mano. Solo dijo:
—Vámonos de aquí, Jessica. Cierra los ojos, cariño, no mires.
Le tapó los ojos con la mano, pero ya era tarde. Lo había visto todo. A su
padre muerto. Al caer, Isidoro había destrozado el pastel. Donde antes podía
«Jess» y «Nico» ahora se leía: «Je» y «o».
Jessica siempre ha pensado que el 13 tuvo que ver. Es un número maldito,
lo sabe todo el mundo. Los aviones no lo utilizan, en la Fórmula 1 no existe,
casi ningún futbolista quiere jugar con él a la espalda, en muchas calles se
pasa directamente del portal 11 al 15. Para los judíos representa la muerte.
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Los invitados a la Última Cena fueron trece y se cree que Jesucristo fue
crucificado un viernes 13. El anticristo aparece en el capítulo 13 del
Apocalipsis. Los vikingos creían que el 13 es el número de Loki, un dios
traidor que provoca destrucción y desgracias. En el tarot el 13 es la carta de la
muerte, la del final de un ciclo y el inicio de otro. La carta del cambio.
Para Jessica lo fue. Nada volvió a ser como antes.
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Cambios
Pocos días después de «La matanza del Party-Park» (así la llamaron los
medios de comunicación) la tía Manuela le dijo:
—Tú y yo nos vamos, Jessica.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—A un lugar precioso donde nadie te buscará. Y a mí tampoco.
—¿Y el instituto? —preguntó ella.
—¿Desde cuándo te importa el instituto?
—¿Y qué pasa con mis amigos?
—Tampoco tienes tantos. Ya harás amigos nuevos.
Tía Manuela la conocía mejor de lo que ella pensaba.
—Nos vendrá bien perdernos de vista —añadió.
Perderse de vista. Perder de vista el barrio. A sus compañeros de clase. A
los profes que la miraban como si llevara el asesinato de sus padres escrito en
la frente. A los psicólogos, los asistentes sociales, los orientadores, toda esa
gente que opinaba sobre su vida y sus problemas desde sus vidas cómodas y
maravillosas, desde su superioridad insoportable. Sonaba bien largarse de allí.
Además, tal vez así no les salpicaría más la maldición de la familia.
—¿Estamos huyendo? —preguntó.
—Nos estamos protegiendo —dijo la tía, que no pensaba darle detalles de
ningún tipo.
—¿Y qué pasa con Nico?
En realidad, el único que a Jess le importaba era Nico. El único del que le
dolía separarse. El único al que echaría de menos.
—¿Qué quieres que pase? Nico es tu primo. Eso nunca cambiará —dijo la
tía, antes de añadir—: Aunque durante una buena temporada tendréis que
manteneros a cierta distancia.
—¿Qué significa mantenernos a cie…?
—Ni llamadas, ni mensajes, ni videollamadas, ni redes sociales, nada de
nada.
—¿Mensajes tampoco?
—Durante un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
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—Un año, dos… No sé. Ya veremos.
—¿Dos años? —Jess abrió ojos de alarma. ¡No podía dejar de hablar con
Nico durante dos años! Cuando volvieran a hacerlo tendrían… ¿quince? ¡Era
horrible! Lo dijo—: ¡Es mucho!
—Todo esto es por tu seguridad, Jessica, para que no te pase lo mismo
que les pasó a tu padre y a tu hermano.
—Pues para estar así, prefería que me pasara lo mismo que a ellos —soltó
Jess, en un murmullo rabioso.
Tía Manuela la miró con ojos de hielo.
—Eso que has dicho es una gilipollez, Jessica. No tienes ni idea de lo que
está pasando aquí, así que no te pongas dramática.
Tía Manuela no era de las que decían las cosas de un modo suave o dulce.
Simplemente, decía lo que tenía que decir.
—Todos a veces debemos hacer cosas que no nos apetecen —añadió—.
Pues se hacen, y punto. ¿Entiendes?
Jess asintió. Le hubiera gustado preguntarle si tampoco ella tenía ganas de
marcharse, por qué lo hacía, quién había dado la orden. También habría
querido saber quién quería matarla, qué más daba si lo conseguía, a quién le
importaba. Pero solo preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A un lugar bonito. Ya lo verás.
La tía Manuela tenía poco más de treinta años, el pelo rapado casi al cero,
un demonio tatuado en la nuca y una furgoneta blanca con los cristales
tintados. Nunca llevaba faldas, ni pendientes, ni maquillaje. No tenía marido,
ni novio, ni hijos, ni casi amigos. Era una persona de pocas palabras, por no
decir díscola o desagradable. En la familia no se avenía con nadie, salvo con
Rosaura, su hermana. Cuando Francisco o Isidoro o cualquier otro bromeaba
sobre si tenía pareja o la iba a tener algún día, ella contestaba:
—Si necesito compañía, adoptaré un tigre.
Tenía fama de rara. Y puede que lo fuera.
Salieron a las tres de la mañana con una maleta como todo equipaje.
Manuela despertó a Jessica y le dijo que podía seguir durmiendo en el asiento
de atrás de la furgoneta. Condujo toda la noche y cerca de las nueve pararon
en una gasolinera a desayunar. Por la ventanilla, Jess vio un rótulo que decía:
«Elche». Buscó su teléfono para mirar el Google Maps, pero no lo encontró.
—Te compraré otro teléfono, no te preocupes —le dijo Manuela.
—¿Dónde está el mío?
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—Olvídate del teléfono —le dijo su tía—. Es mejor que nadie sepa dónde
estamos.
Desayunaron huevos fritos con beicon, tostadas y café con leche sin
apenas dirigirse la palabra. Jess solo podía pensar en todo lo que había
perdido en solo unos días: a su hermano, a sus padres, a su primo, su vida,
hasta su teléfono.
Cuando regresaron al vehículo, Jess se puso delante.
—¿Te gusta más el mar o la nieve? —le preguntó Manuela.
—La nieve.
—Entonces iremos por Granada. —Y estuvo en silencio durante casi
seiscientos kilómetros, concentrada en la carretera, con un rostro tan
inexpresivo como el de una tortuga.
Jess intentó memorizar los lugares por los que iban pasando: «Guadix»,
«Albolote», «Huétor Tájar», «Benalmádena». Pero no le sonaban de nada y
era como si de pronto recorrieran un país extranjero. La nieve la vieron de
muy lejos, en la cima de unas montañas enormes. Y solo la hizo sentirse
todavía más lejos.
A las cinco y media de la tarde llegaron a su destino. «La Línea de la
Concepción». Manuela dejó el coche en un aparcamiento junto al puerto y
entró en un hotel de dos estrellas que parecía un puticlub. Pagó por
adelantado una habitación doble y le dio a Jess veinte euros.
—Ve a comer algo, pero no te alejes mucho. No me esperes despierta.
Jess buscó un sitio donde cenar, pero no encontró nada. Era todo tan feo y
destartalado que se le pasaron las ganas. Volvió al hotel y se tumbó en la
cama a pensar en lo raro que era todo y cuánto le gustaría contárselo a Nico.
Se durmió mirando las grúas del puerto por la ventana de cristales sucios.
La tía Manuela apareció a las siete de la mañana, se dio una ducha, se
puso ropa limpia y se sentó al borde de la cama.
—Arriba, marmota —le dijo—. ¿Tienes hambre?
Jess asintió. Estaba famélica. Llevaba sin probar bocado desde el
desayuno del día anterior.
—Te voy a llevar a un sitio precioso.
Recogieron sus cosas, dejaron el hotel, subieron a la furgoneta.
—¿Nos vamos? —preguntó Jess.
Manuela sacó algo de la guantera. Una caja blanca de formas estilizadas,
perfectas. Un móvil caro y sin estrenar.
—Tu nuevo teléfono —le dijo—. Pero hay condiciones. Puedes usarlo
para navegar o para jugar. Te he creado una cuenta de correo electrónico, que
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puedes usar. Ahora te llamas Laura Fernández Pérez. A cualquiera que te
pregunte, le dices que te llamas Laura Fernández y que tienes quince años.
—¿Quince? Pero tengo trece.
—Colará. Tienes tetas. Pareces mayor.
—Laura Fernández Pérez —repitió Jess, pensando que era un nombre de
lo más normal, y que tal vez por eso era un buen nombre.
—En los contactos solo estoy yo. Aparezco como «Galaxy». Llámame
solo cuando sea muy importante. No puedes mandar mensajes. A nadie,
¿entendido? Y antes de que lo preguntes, eso incluye a Nico. ¿Queda todo
claro?
—Sí.
—Bien.
Manuela condujo hasta un mirador cercano. Abajo, el mar, brillante de
sol. Arriba, el cielo sin una nube. En lo alto de la loma había un local donde
se servían comidas todo el año. Jess tomó dos cruasanes de chocolate con
zumo de naranja. Manuela miró la carta y le dijo al camarero:
—Para mí, una docena de ostras y una botella de vino blanco del mejor
que tenga.
—¿Celebra usted algo? —le preguntó el encargado, con una sonrisa.
—Sí. Celebro que estamos aquí —dijo Manuela y añadió—: Había
olvidado lo mucho que Andalucía se parece al paraíso.
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WhatsApp
H
« ola, Flojo. ¿Qué tal estás? Hablo bajito porque estoy en la cama y porque
llevaba mucho rato sin decir nada. Y oye, ya sé que nos dijeron que no
podíamos hablar pero yo no aguanto más. Te grabo un mensaje de voz porque
los mensajes son más seguros que las llamadas, ¿no? Bueno, creo que sí. Es
que me va a dar algo si no hablo contigo. Esto es una mierda, primo. Una
mierda y un aburrimiento. Tía Manuela se pasa el día fuera y yo no tengo
nada más que hacer que mirar por la ventana y jugar con el móvil. Hoy me he
pasado dos horas con el Clash Royale. Al principio estaba bien porque me ha
salido la carta del ejército de esqueletos y han empezado a cargárselo todo a
lo bestia y ha molado un montón. Pero luego me he emparanoiado y veía
torres por todas partes. En serio. Había dejado de jugar y seguía viendo las
torres. Estas cosas son muy chungas, de verdad. Te vuelven tonto el cerebro.
Bueno, oye, que me estoy enrollando mucho y en realidad solo quería decirte
que me gustaría mucho que estuvieras aquí y que te echo de menos. Huy, eso
ha sonado cursi, ya lo sé. Pero en fin. A veces la verdad es cursi, supongo.
Venga, mándame un mensaje largo. Pero largo de verdad, ¿vale?, no lo que tú
piensas que es largo, que ya nos conocemos. Venga, hale, adiós».
«Voy a intentar que me salga un mensaje largo, vale. Pero ya sabes que
esto de hablar no es lo mío. La de la labia eres tú. Pero lo intento, venga. Me
he hecho una lista de ideas que te quiero contar, para no quedarme en blanco.
Porque me pasa que se me ocurren un montón de cosas pero cuando le doy a
grabar ya no sé qué te iba a decir. Bueno, da igual. Voy al grano. No es una
lista muy larga, ¿vale? Solo hay tres cosas. La primera es que últimamente
pienso mucho en mi padre. Me gustaría buscarle. Es un poco raro no saber de
él. O puede que sea él quien no quiere saber de mí, no sé. Pienso que se lo
podría preguntar. Eso suponiendo que lo encuentre, porque no sé dónde está,
solo sé aquello que tú me contaste una vez. Cuando se entere mi madre me va
a matar. Ah, y estaría bien conocer tu opinión, pero si no estás de acuerdo no
hace falta que me la digas, ¿vale? La segunda cosa es que han cerrado el
Party-Park. Creo que te gustará saberlo, como a mí. Parece que a la gente le
daba mal rollo después de lo que pasó y que ya no iba nadie. Ya está chapado
y en la puerta hay un cartel que dice Se vende. Y la tercera es una pregunta.
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¿Tú sabes qué movidas raras se traen tía Manuela y mi madre? Porque se
pasan el rato hablando por teléfono. Yo creo que son líos de dinero, pero no
sé. El otro día mi madre quedó con tía Isidora, que es una señora gorda y vieja
que era hermana del abuelo y que yo no había visto nunca. ¿Tú sabes quién
es? Bueno, si lo sabes me lo dices y así no me rayo, ¿vale? Espero que el
mensaje te parezca largo porque más no voy a saber».
«Bueno, no está mal, vale, creo que lo has hecho bastante bien, me has
mandado un mensaje realmente largo. Oye, eso de tu padre está muy bien. No
veo por qué no lo tienes que buscar si tú quieres. No hace falta que le digas
nada a tu madre. Ella le odia, ¿no? Vale, muy bien. Pero es tu padre. Siempre
va a ser tu padre. Tienes derecho a verle, a hablar con él y a saber qué pasó. Si
a ella no le gusta, es su problema. ¿Tía Isidora? Ni idea. No lo había oído en
mi vida. ¿No será una de esas parientes con las que el abuelo estaba peleado?
Ahora que se ha muerto están resucitando todos los zombis. Pero tú no le des
vueltas, que contigo no va. Tú eres el empollón de la familia, ¿te acuerdas?
No vales ni para llevar chinas. Y ya sabes que te lo digo con todo el cariño del
mundo, pero que es la verdad. Y lo de tía Manuela y tía Rosaura…, pues
ahora que lo dices, creo que tienes razón. Tía Manuela se trae algún negocio
entre manos, eso seguro. Se pasa el día fuera, a veces queda con gente rara y
tiene cuatro móviles. Para mí que lo de las clases en el club de surf es una
tapadera de otras cosas. Pero bueno, ya me callo, para que puedas decir algo y
no te duermas escuchando este mensaje, que te conozco. Te toca, Flojo».
«Oye, Jess, que mañana tengo un examen de Matemáticas y aún no he
podido terminar de estudiar. Seguimos en otro momento, ¿te importa?».
«¡Huy sí! No vaya a ser que saques un 9,98 en lugar de un 10. Vete a
estudiar, empollón, repelente. Pero antes borra toda la conversación. No te
olvides, ¿eh? Tienes que darle a “eliminar”, no a “archivar”. Dos veces.
Concéntrate, ¿vale?, es importante. Y que sepas que yo no me acuerdo ni de
las tablas de multiplicar».
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Ocho
Todo era muy raro. En septiembre Laura Fernández Pérez empezó primero
de la ESO en un instituto. Tía Manuela (que ahora se llamaba María Pérez)
comenzó a trabajar en un chiringuito de playa y le contó a todo el mundo que
era su hija, pero no fue a ninguna reunión de padres.
—Es mejor no dejarse ver —dijo.
Todos los meses llegaba dinero de El Prat. Tía Manuela decía que lo
mandaba tío Horacio. Iban a buscarlo a la oficina de correos más próxima.
Nunca iban al banco. No tenían tarjetas de crédito. Pero llegaron documentos
de identidad con sus nombres nuevos. Cambiaban de teléfono cada medio
año.
A los seis meses tía Manuela también cambió de trabajo. Se trasladaron a
otro pueblo y a otro piso. Jessica-Laura comenzó en un instituto nuevo
cuando faltaban dos meses para acabar el curso. Fue solo el primer cambio de
muchos.
En poco más de dos años cambiaron de piso, de pueblo, de trabajo, de
instituto, de paisaje y de móvil siete veces más. A los dos años cambió
también de nombre.
—Ahora te llamas Silvia Muñoz Pérez —le dijo Manuela.
En algunos sitios estuvieron solo dos meses. En otros, mucho más. Lo
fundamental era no acostumbrarse a nada, porque si te acostumbrabas era
peor. Era mejor encariñarse de cosas pequeñas, como un anillo o un sujetador
bonito, que de otras más grandes, que nunca podías llevar contigo. Era
importante encontrar algo a lo que agarrarse que no fuera a desaparecer.
Como un tatuaje. Jessica comenzó a pensar en hacerse uno, pero Manuela se
lo prohibió.
—Nada de marcas permanentes.
—Pero tú llevas uno —le dijo Laura-Silvia-Jess.
—Por eso sé de lo que hablo.
Después de lo del bar, Jess no volvió a saber en qué trabajaba su tía. En
invierno se pasaba semanas enteras en casa, tumbada en el sofá jugando al
Candy Crush. En verano salía a nadar todas las mañanas y a veces se iba a la
playa del Chanquete, que no quedaba lejos, a practicar surf, una de sus
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grandes aficiones. Resultó que era una surfista experimentada y a veces la
contrataban para dar clases en alguno de los clubes que comenzaban a
proliferar por la zona. Siempre poco tiempo, por si acaso. A veces Laura-
Silvia-Jess iba con ella. Seguían diciéndole a todo el mundo que eran madre e
hija.
De pronto tía Manuela desaparecía durante tres o cuatro días, o durante un
fin de semana, y le dejaba una nota en la nevera que decía: «Sé buena, volveré
el domingo». O cosas más prácticas como: «Cómete las lentejas que se van a
estropear». No es que su tía fuera muy estricta, pero cuando no estaba podía
relajarse. No iba al instituto, dormía hasta tarde o se viciaba al Clash Royale.
También salía de vez en cuando. Era agradable caminar por la orilla del mar,
ver el ambiente de los paseos marítimos o mezclarse con la gente en los bares
de la calle principal.
En uno de esos lugares conoció a un chaval alto y espigado, con la cabeza
un poco de melón y unos ojos como dos pedazos de mar, que le preguntó
cómo se llamaba. Tuvo que pensarlo un momento.
—Silvia —dijo.
Le preguntó de dónde era, porque no la había visto nunca por allí.
—De lejos —dijo ella.
—Pero ¿vives aquí?
—Puede.
—Qué misteriosa. Seguro que tampoco te llamas Silvia. Y que te
escondes de algo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque la gente como tú siempre anda por aquí escondiéndose de algo.
—¿La gente como yo?
—Guapa y misteriosa.
Al cabeza de melón le llamaban el Pelos, porque antes de raparse llevaba
unas melenas oscuras que no había quien gobernara. Le enseñaron fotos. Se
rieron. Eran una pandilla de cinco. El Pelos hizo las presentaciones:
—Este es el Moscas, el Tacos, el Mudo, el Musta. Ella es la Misteriosa.
A Jess le gustó el sobrenombre. La definía bastante bien.
Congeniaron desde el primer momento. Todos estaban un poco colgados,
todos odiaban el instituto y tenían problemas para aprobar algo. Todos
estaban enganchados a algún videojuego y llevaban vidas un poco raras,
diferentes. Y, como ella, todos parecían saber un montón de cosas que no le
decían a nadie.
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Salieron tres o cuatro veces por los bares del puerto. Bebieron sangría en
la orilla del mar. Se bañaron desnudos en una noche sin luna, gritando como
locos porque en la oscuridad sus cuerpos desprendían estelas fosforescentes.
El Pelos la buscaba. Siempre caminaba a su lado cuando iban por ahí. Una
vez le agarró la mano y luego no se la quería soltar. Y la noche de las estelas
fosforescentes, le dio un beso en los labios.
—No me quiero colgar de ti —le dijo.
Y la Misteriosa respondió:
—Pues no lo hagas, idiota.
Una noche, el Pelos le preguntó si le interesaba ganar una pasta con un
chanchullito.
—¿Qué chanchullito?
—Primero tienes que aceptar.
—¿Cuánta pasta?
—Mil euros.
—¿Mil euros por una sola noche?
—Sí.
—¿Cuál es el truco?
—El truco es que si te pillan estás sola. Todos diremos que no te
conocemos.
—De acuerdo.
—Y si delatas a alguien, estás muerta. No se cortarán porque seas menor
de edad o porque seas una chica. A los soplones los matan despacio.
—Vale.
Aceptó el trabajo. No porque se estuviera colgando del Pelos, sino porque
quería ganar dinero. Era una Medina, ¿no? A los Medina les gusta el dinero.
Había que estar en la playa a la una de la madrugada. Su tía Manuela no
estaba, así que no tuvo problema para salir de casa sin dar explicaciones. Eran
cuatro y ella era la única chica. Los otros tres eran el Musta, el Tacos y el
Pelos. Estuvieron un rato esperando a que llegara alguien o a que ocurriera
algo. No había luna y la noche era oscura como un mal presagio. El horizonte
casi se confundía con el firmamento. Las estrellas titilaban sobre un mar que
los acompañaba susurrando. Todo estaba en calma. De pronto una mancha
diminuta apareció en el horizonte. Apenas una molécula que se acercaba a la
orilla. Cuando ya estaba lo bastante cerca para ver que se trataba de una
barca, oyeron un vehículo que se detenía en el camino de la playa. No llevaba
las luces encendidas, lo mismo que la embarcación.
Uno de sus compañeros dijo:
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—Preparados.
La barca embarrancó en la arena. Alguien saltó a la orilla, para agarrarla,
para dirigir la maniobra. El conductor del coche bajó y abrió el maletero.
La cuadrilla entró en acción. Había 32 fardos en la barca. Bultos envueltos
en bolsas de plástico, cuadrados, pesados. Había que descargarlos de uno en
uno, correr con ellos por la playa, salir al camino, depositarlos en el maletero
del coche y volver por más. Ocho viajes, ocho bultos cada uno. Jess fue la
primera en terminar. La primera en recibir su dinero, en metálico, sin
pronunciar ni una sola palabra. Luego el conductor del coche cerró el
maletero sin hacer ruido y se alejó de allí sin encender las luces. Cuando se
volvieron a mirar a la orilla, la embarcación también había desaparecido.
—Joder con la Misteriosa —dijo el Musta.
Se fueron al pueblo a celebrarlo. Mucha cerveza y mucha risa.
—¿De dónde sales tú? —le preguntó el Pelos.
—Del infierno —dijo Jess.
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Llamada
Tía Rosaura la llamó un poco antes de las diez de la mañana. Nunca llamaba
a su móvil y le extrañó que lo hiciera.
—¿Por qué no estás en clase?
—Es festivo local —mintió Jess, rápida de reflejos.
En realidad, estaba jugando al billar con el Pelos y el Moscas.
—No encuentro a Manuela.
—Estará en el agua. Cuando hace surf no se lleva el móvil.
—Búscala y dile que me llame. Es muy importante.
Jess notó el tono de emergencia en la voz de su tía.
—¿Ocurre algo?
—Han detenido a tu tío Horacio. Y no solo a él.
¿El destino trágico de los Medina? ¿O la maldición?
—¿Detenido?
—Le han tendido una trampa —le explicó su tía Rosaura—. En su casa,
durante una timba. Había muchas cámaras de televisión. Díselo a Manuela
antes de que se entere por las noticias, por favor. Va a salir en todas partes.
Manuela llegó a la hora de cenar. Jessica ya había visto la noticia en la
tele: varias veces, en varios canales distintos. «Horacio Medina, uno de los
mayores narcotraficantes del sur de Europa, ha sido detenido en su casa
durante una partida de póquer. En el registro se encontraron treinta kilos de
cocaína, quince de anfetaminas, veinte armas automáticas y seiscientos mil
euros en metálico. Junto a él han sido detenidos varios miembros de la
familia, todos involucrados en distintos negocios ilegales. Se les acusa de
tráfico de estupefacientes, pertenencia a organización criminal, tenencia de
armas, blanqueo de capitales y trata de personas. Se espera que pasen hoy
mismo a disposición judicial».
—¿Esto nos afecta mucho? —preguntó Jess.
Manuela se pasó la noche hablando por teléfono. Por mucho que estuviera
en la cárcel, Horacio seguía siendo el jefe y fuera quedaban algunos de sus
hombres de confianza: su hermano Antonio y sus sobrinos Lucas y Bernardo.
Tres hombres fuertes en la familia pero tan diferentes entre sí que parecía
difícil imaginar que pudieran hacer algo juntos.
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—De momento, tendremos que esperar —dijo Manuela—. Y apretarnos el
cinturón, por si acaso.
—¿Van a dejar de mandarnos dinero? —preguntó Jess.
Pero Manuela no contestó. Se fue a la cama y se puso a jugar al Candy
Crush. Estaba a punto de llegar al nivel cuatro mil.
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Hachís
Jess había aprendido que para que le fuera bien en la vida tenía que hacer
pocas preguntas.
Se lo pensó mucho antes de preguntarle al Pelos.
—Eso que descargamos es hachís, ¿verdad?
Él asintió sin palabras.
—¿De dónde viene?
—De Marruecos.
—¿Quién es el tío del coche?
—Un intermediario. No sé su nombre.
Y eso fue todo. No volvió a preguntar. En su mundo, lo mejor era no
saber. No saber te evita problemas.
En realidad, se los evita a quienes manejan el dinero, a quienes contratan
al tipo del coche sin luces. En su mundo, todo está pensado para el beneficio
de los de arriba. Ellos no importaban. Ellos eran solo los peones de la partida.
Numerosos, idénticos entre sí, útiles, pero intercambiables. Piezas pensadas
para el sacrificio.
Jess lo sabía.
Esa era su suerte, su fuerza, su arma secreta.
Podía hacerse la tonta, pero se daba cuenta de que muchas cosas no
cuadraban. Ella no era como su hermano.
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Negocio
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Solo fue una vez. Pero ya lo había dicho. Cuando vas drogado no puedes
mentir. Por eso Jessica no quería probar nada. Por eso y por más cosas.
Y eso que el Pelos le ofreció varias veces. Porros y pastillas. Ella siempre
decía lo mismo:
—Para mí todas esas mierdas solo son un negocio. Deberías hacer lo
mismo o acabarás mal.
A veces, cuando iba hasta arriba de algo, el Pelos se metía en líos.
Pequeños atracos, reyertas callejeras… Le detenían, le interrogaban, le
soltaban y hasta la próxima. Todos los polis de la zona conocían al Pelos.
Sabían que era un bravucón y un colgado. Que pillarle solo era cuestión de
tiempo. Se lo decían cada vez que le veían por comisaría.
—Tú vas a acabar en la cárcel.
Y el Pelos, retador, con su voz rota y su actitud de gallo de pelea, les
decía:
—A que no.
La vida nos engaña haciéndonos creer que las cosas van a quedarse como
están. Que lo bueno durará. Las risas. El amor. La buena suerte. La mentira.
En realidad, todo nace para terminar. Solo es cuestión de tiempo.
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Sol
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—«Gente que me quiera». Puedo ser yo o el señor de la frutería de la
esquina.
—Tú me entiendes, Pelos. Lo que yo quería demostrar es que todos somos
iguales, aquí o en Japón. Todos queremos lo mismo. Lo que cambia es lo
difícil que lo tenemos para conseguirlo.
—Lo que tú digas, niña. Cuando te pones filosófica estás muy guapa. Pero
a veces no sé si quieres estar conmigo o no.
Jess se dejó besar sin responder a la última frase. Pensó que a veces el
Pelos no se enteraba de nada.
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Golpe
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cariñoso. La besaba delante de los demás. Le decía cosas raras, que nunca le
había dicho, como:
—Quiero estar siempre contigo.
O como:
—Tú y yo juntos conseguiremos todo lo que nos propongamos, niña.
Jess se lo creía. Era raro, pero le tomaba en serio. El corazón nos hace
creer que son reales cosas que no existen. Es como una alucinación. Como
una sobredosis de heroína.
El golpe salió mal. La poli pilló al Pelos mientras esperaba dentro del
coche. El coche lo habían robado un rato antes en Fuengirola, y la matrícula
los delató. Le detuvieron por robo y por conducir sin carné. Cuando Jess y el
Tacos salieron con la pasta, no había modo de huir. Por suerte, la bolsa la
llevaba el Tacos, y Jess fue rápida y consiguió esconderse saltando dentro de
un contenedor. Fue asqueroso, pero salvó el pellejo.
Cuando días después sus colegas le reprocharon que los dejara tirados,
ella dijo:
—Hice lo mismo que habríais hecho vosotros si me hubieran pillado a mí.
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Luna
Fue Musta quien le dijo a Jess que los habían traicionado. Que la poli no
había sido más lista que de costumbre, sino que había habido un chivatazo.
—¿De quién? —preguntó ella.
—De la Piercings.
—¿Quién?
—La llamamos la Piercings. En realidad, se llama Maricarmen. Es la
novia del Pelos. No soporta que él esté por ti.
Tampoco ella soportaba a la Piercings, y eso que no la conocía. No
soportaba que existiera.
—¿Tienes su contacto?
—Sí, pero no creo que deba…
—Dámelo. —Se llevó la mano al bolsillo donde guardaba la navaja, pero
no fue necesario enseñarla.
El Pelos y el Tacos seguían detenidos. Esta vez podían tener para varios
días. Jess pensó que debía aprovechar. Llamó a la Piercings.
—Hola, Maricarmen. Me dicen la Misteriosa, ¿sabes quién soy?
—Sí, la hija de puta que se acuesta con mi novio.
—Yo creo que está harto de ti, pero no se atreve a decírtelo.
—¿En serio? Pues yo creo que se acuesta contigo porque eres una guarra.
—Muy bien, vamos a arreglarlo tú y yo. Te espero esta noche a las dos en
la playa de Levante. Sin armas, solo las manos y los puños. Si ganas tú, el
Pelos es tuyo. Si gano yo, para mí.
La otra se quedó en silencio unos segundos. Como si lo pensara.
—Vale. Solo puños y manos.
—Sí.
—¿A las dos?
—A las dos.
La playa de Levante: escondida, solitaria. Oscura como el carbón, porque
aquella noche había luna nueva. Perfecta.
Las dos llegaron puntuales. Se iluminaron la una a la otra con las linternas
de los móviles.
—Ya veo por qué te llaman la Piercings —dijo Jess.
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—Te imaginaba más guapa —dijo la otra.
Jess intentó sacar partido a su gancho de izquierda. Pero la Piercings era
más alta, más corpulenta, y sabía pegar. Le sacó ventaja enseguida. La tiró al
suelo, pero Jess logró levantarse y lanzarle dos o tres derechazos que la
hicieron trastabillar. Por un momento Jess pensó que podían cambiar las
tornas. Que el destino tal vez aquella noche estaría de su parte, para variar.
Entonces sintió un golpe muy fuerte en la cabeza, que lo nubló todo. Se llevó
la mano al bolsillo trasero del pantalón, sacó la faca y la abrió sin darle
tiempo a la otra a reaccionar. La clavó en el muslo derecho de la Piercings.
Entró limpiamente, hasta las cachas. La otra soltó un grito de dolor y cayó de
rodillas.
—Hija de puta tramposa —susurró, mientras intentaba arrancarse la
navaja.
Jess recuperó la faca, la limpió en la camiseta de su rival, que se retorcía
de dolor mientras trataba de parar la hemorragia, y la apuntó directamente al
cuello de la otra.
—Dame tu teléfono —dijo.
La Piercings le entregó el teléfono, mascullando insultos.
Jess volvió a casa caminando deprisa. El corazón le iba a mil, como
cuando terminaban de descargar una lancha y todo había salido bien. Quiso
leer los mensajes del teléfono de la Piercings, saber qué cosas le decía el
Pelos, pero estaba protegido por contraseña. Lo echó en una papelera.
Su tía no estaba en casa, así que se duchó, vio dos capítulos de Breaking
Bad mientras se comía un arroz frío que había en la nevera y jugó media
docena de partidas al Clash Royale. Se acostó casi cuando amanecía, sin que
su tía hubiera dado señales de vida, y durmió hasta las siete de la tarde.
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Idea
B
« uenas noches, Flojo. Ya sé que no son horas, pero no puedo dormir y me
estoy rayando mucho por una cosa que mejor no te digo. Y quería contarte
una idea que se me acaba de ocurrir. Estaba intentando pensar en cosas
bonitas para quedarme dormida y de repente, flop, he tenido una idea. Mira,
Flojo, cuando vuelva a casa te voy a invitar a Disneyland París. Iremos tú y
yo y nadie más. Una semana, por lo menos, para subir muchas veces en todas
partes. Y pobre de ti que me digas que tienes que estudiar o algo así. Me da
igual que tengas exámenes trimestrales o finales, tú vienes conmigo y se
acabó. Compraré dos fast pass para no tener que hacer colas y entraremos los
primeros en todas partes. Diremos que tenemos dieciocho para quedarnos en
el hotel ese que está justo en el centro del parque. Yo tengo un carné que lo
dice, no hay problema. Y comeremos todas las porquerías que encontremos,
perritos calientes, helados, pizzas. Vamos a volver con diez kilos más cada
uno. Y van a ser los mejores días de nuestra vida, piénsalo, esto sí son
pensamientos molones para conciliar el sueño y de verdad que hoy me hacen
falta. Venga, vale, ya me callo, acuérdate de borrar el mensaje, buenas
noches, a dormir».
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Maldición
H
— an encontrado muerto al tío Horacio. Ahorcado en su celda. La versión
oficial es que se ha suicidado. Ni siquiera va a haber investigación.
Tía Manuela se lo dijo a la hora de desayunar. Aquella madrugada la
había llamado tía Rosaura para darle la noticia. Llevaba despierta desde las
tres, dándole vueltas al asunto, pensando en lo que iba a pasar ahora,
alegrándose de estar lejos de esas movidas.
—Si estuviéramos allí, tú también estarías ahora muerta —le dijo.
Jess se sirvió la leche, se preparó una tostada, puso la tele. Vieron la
noticia en un par de informativos nacionales. Luego tía Manuela apagó la tele.
—Todo eso es mierda —dijo—. Tío Horacio era un cabrón, pero no un
cobarde. Nunca haría algo así.
—¿Entonces? —preguntó ella.
—Se lo han cargado.
Jess no preguntó si habían sido los mexicanos. Tenía claro que habían
sido ellos. Si sabes la respuesta, no hace falta que gastes palabras en una
pregunta inútil.
Manuela se pasó el día al teléfono. En una de las conversaciones le dijo a
su hermana Rosaura:
—Esto no puede seguir así. Tenemos que hacer algo.
Por la noche, cuando por fin empezaba a calmarse un poco, había cenado
algo y se iba a la cama, lo repitió. Como si tratara de convencerse a sí misma:
—Tenemos que hacer algo.
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Consecuencias
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—Al Playa de Oro.
—¿En qué curso estás?
—Primero.
—Eres un poco mayor para estar en primero, ¿no?
—Es que voy a mi ritmo.
—¿Vas a clase habitualmente?
—Más o menos.
—¿Qué significa más o menos?
—Que a veces no voy, como todo el mundo, ¿no?
—¿Haces alguna actividad extraescolar?
—¿Si hago qué?
—Bueno, al grano. ¿De qué conoces a Maricarmen Ulloa?
—De nada. No sé quién es.
—La llaman la Piercings.
—Ni idea.
—Una pista: es la chavala a quien apuñalaste anoche.
—¿Yo? Pero ¿qué dices?
—¿Tienes un puñal, o una navaja, Silvia?
—No.
—Tenemos un testigo que dice que te vendió una navaja de bolsillo hace
un tiempo.
—A mí no.
—Entonces, ¿no conoces a Maricarmen? ¿No te cae mal? ¿No tienes nada
pendiente con ella?
—¿A ti te cae mal la gente que no conoces?
—¿No vas a decirnos por qué la agrediste? Han tenido que atenderla en el
hospital. Tiene una herida muy fea. Podría quedar coja.
—Yo no he agredido a nadie.
—¿Conoces a Santiago Vázquez?
—No.
—Le llaman el Pelos.
—No sé quién es.
—Sus amigos dicen que sois novios. Que estáis enrollados.
—Es mentira.
—¿Conoces a sus amigos?
—¿Cómo voy a conocer a los amigos de uno que no sé quién es? Vaya
preguntas tontas haces.
—¿Has colaborado con ellos en algún tipo de trabajo?
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—Yo no trabajo.
—¿Estás segura?
—Pues claro.
—Bueno, Silvia, basta ya. Dinos la verdad. Sabemos muchas cosas de ti.
Si nos mientes, será peor.
—No sé qué queréis que os diga.
—Está bien, volvamos a empezar.
—¿Puedo llamar a mi madre?
Le habían quitado el móvil. Y todo lo que llevaba en los bolsillos. Por
suerte, había dejado la navaja en casa, muy bien escondida en el cajón de su
ropa interior, debajo de las bragas.
Los policías llamaron a su madre. Tía Manuela no tardó en llegar ni
quince minutos. Llevaba una falda vaquera y una camisa blanca que Jess no
había visto nunca. Debía de ser su disfraz de madre desconcertada. Traía su
documentación (la de Silvia) y los agentes la fotocopiaron y tomaron nota de
todo.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Manuela—. ¿Qué haces aquí, cariño?
«Cariño», cara de preocupación, tono de alarma: deberían darle un óscar.
Los policías le dijeron que era sospechosa de un delito de lesiones graves
a otra menor de edad.
—Pobre chica —dijo Manuela, refiriéndose a la Piercings—. ¿Y eso
cuándo ha sido?
—La madrugada pasada. Al parecer, se citaron a las dos para pelearse.
—Eso es imposible, agente. —Voz dulce pero firme, de persona
encantadora, movimiento enérgico de cabeza—. A esa hora mi hija estaba en
casa.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque estaba conmigo. Estuvimos viendo series hasta muy tarde. —
Los policías parecieron desconcertados, Manuela prosiguió—: ¿Por qué dicen
que quedó con esa pobre chica para pegarse?
—Es lo que dijo la víctima en su denuncia.
—¿Y no tienen pruebas? ¿Llamadas, mensajes, algo que incrimine a
Silvia?
Los policías callaron. En realidad, no tenían nada. Solo la sospecha de que
todo era verdad, porque la Piercings era un mal bicho, pero no lo bastante
lista para inventar toda aquella historia. Les había dicho que su agresora la
llamó con número oculto Pero en el móvil de Jess no había ninguna llamada,
como si no lo utilizara para nada, o como si se hubiera preocupado de borrar
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toda su actividad concienzudamente. Por último, tenían una corazonada: una
chica como esa tenía que estar metida en algo ilegal, era lo lógico. Daba igual
si eran atracos, descargas de hachís o venta al menudeo. En el fondo, lo de la
puñalada era una excusa que les venía como anillo al dedo.
Manuela, muy en su papel, aprovechó el desconcierto para atacar:
—Además, me parece a mí que esta detención es ilegal. Primero, porque
no tienen ninguna prueba contra Silvia, solo la declaración de una pobre chica
que debía de estar muerta de miedo. Y segundo, porque no veo a su abogado
por ninguna parte, ni me han llamado antes de comenzar a tomarle
declaración, a pesar de que mi hija es menor de edad. Podría denunciarles por
no respetar los derechos de una menor de edad. Aunque —cambió al tono
dulce y comprensivo— puedo comprender que en esta zona estén hartos de
ver situaciones gravísimas y me conformo con que se disculpen con ella y la
dejen volver a casa, que tiene que ir a clase.
Cuando salieron de la comisaría estaba amaneciendo.
—Eres una crack —le dijo Jess a tía Manuela, brincando de la emoción de
verse libre.
—Y tú, una estúpida. Estoy de ti hasta el moño.
Había dejado de interpretar a la madre preocupada y volvía a ser la tía
Manuela de siempre. En versión muy cabreada.
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Futuro
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barrio del Raval de Barcelona por el control de varios narcopisos». El texto de
la noticia no daba muchos detalles, pero sí los suficientes, por lo menos para
ella. El muerto era su tío Antonio, de 35 años, uno de los hermanos menores
de su padre y, en ese momento, el único líder que le quedaba a la familia.
Según fuentes policiales, era un delincuente habitual, fichado en varias
ocasiones, al que se le atribuían una veintena de asesinatos que nunca habían
podido demostrarse. La noticia incluía una foto de Antonio, que parecía
sacada de una ficha policial, porque estaba mucho más feo de lo que era en
realidad y con cara de estar muy cabreado. En la noticia se hablaba también,
aunque menos, de su presunto asesino. Decía que era un miembro de la
misma familia Medina, supuestamente un sobrino de la víctima, aunque los
detalles de la investigación se mantenían en secreto por orden del juez que
instruía el caso. Se había dado a la fuga después del tiroteo y por el momento
estaba en paradero desconocido, aunque se había interpuesto contra él una
orden de busca y captura. Al terminar de leer la noticia, Jess pensó:
«Maravilloso, ahora mis familiares se matan entre ellos».
Así que Jess, que efectivamente era lista y que se pasaba el día
analizándolo todo y buscando las cuadraturas a la vida, imaginó enseguida
que tenía delante al asesino de Antonio. Pero no lo dijo, claro. Su principio de
no hablar.
—¿Hacía cuánto que no nos veíamos? —preguntó Bernardo.
—Supongo que desde el entierro de mi padre —dijo ella.
—Claro. Tú eras una cría.
—Ya.
—¿Cuántos tienes ahora?
—Quince.
—Vaya, pareces mayor.
—Es porque me han pasado muchas cosas.
—Ahora tenemos mucho más en común que antes.
—¿Tú crees? ¿Lo dices por lo de nuestros padres?
—Sí. Y porque los dos estamos metidos en la mierda.
—Bueno, yo creo que tú más que yo.
—Eso es verdad —reconoció él—. Oye, ¿y qué te hizo la tía esa a la que
pinchaste?
—¿Yo? Yo no he pinchado a nadie.
—Venga ya, prima, a mí me lo puedes contar.
—Vale, si tú me cuentas lo de tío Antonio.
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Si no hubiera llevado lentillas, a Bernardo se le hubieran visto las pupilas
dilatadas. Del susto.
—Okey, prima. No sigamos por ahí. Oye, ¿tú sabías que a tu padre y al
mío los mató el mismo hijo de puta?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque mi padre me avisó, una semana antes de que lo mataran. Me
dijo que iban por él, que estuviéramos atentos.
—Pues no lo estuvisteis mucho.
—No pudimos hacer nada. Esa gente siempre gana. Mi padre lo sabía.
—¿Qué gente? ¿Los mexicanos?
—No, esos solo piden el favor y sueltan la pasta. Lo de nuestros padres lo
hizo un matón a sueldo. Un profesional. Un holandés que se llama Marcus
Ziani. Por lo menos, alguna vez ha utilizado ese nombre, aunque seguro que
tiene más. Vive en un pueblo cerca de Ámsterdam, pero va todo el tiempo de
aquí para allá.
—Marcus Ziani… —repitió Jess—. ¿Y qué vais a hacer? ¿Matarle
también?
—No. Estamos pensando en contratarle.
—¿Contratarle? ¿Para qué?
—¿Para qué va a ser? Para que nos ayude con los mexicanos, claro. Es el
mejor, prima, un auténtico fuera de serie. Olvídate un poco del pasado y
piensa en el futuro. Tenemos que ser prácticos o se nos irá todo a la mierda.
Jess intentó pensar en el futuro, visualizarlo por un momento.
—¿Tú cómo nos ves dentro de veinte años? —le preguntó a su primo.
—¡Veinte años! Tendré cuarenta y cinco. Si no la he palmado, claro. Que
es lo más seguro… —Bernardo negó con la cabeza—. No, prima, deja, yo
prefiero vivir al día.
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Tetris
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Humos
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No le cuesta ningún trabajo. En su vida de nómada ha aprendido a no
encariñarse con nada.
Salen a las tres y media. Nada más subirse a la furgoneta, Bernardo dice:
—Esto parece una lavadora.
Pone la radio. Una emisora de música. Sube el volumen al máximo.
Arranca el vehículo.
Bernardo está ahora mucho menos hablador que la noche anterior. Mira a
todos lados. Las veces que se cruzan con un coche de la Guardia Civil Jess se
da cuenta de que le tiemblan las manos.
Llevan algo más de una hora de viaje cuando Jess pregunta:
—¿Adónde vamos?
—A Madrid —contesta él.
—¿Perdona?
—Allí tengo un colega. Me quedaré unos días en su casa.
—¿Y qué pasa conmigo?
—¿Y a mí qué me cuentas? Búscate la vida.
—¿No me puedo quedar donde tu colega?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque está casado. Y su mujer es muy celosa.
«Menuda explicación más absurda», piensa Jess. Pero, le guste o no, tiene
que acatarla. Esto se está poniendo feo.
Paran solo una vez. A ponerle gasolina a la furgoneta y a mear. Jess no se
separa de su mochila ni un segundo. No se fía de su primo.
Bernardo va concentrado en sus pensamientos, taciturno, enfadado. Solo
abre la boca una vez, para decirle:
—Oye, perdona por lo de mi colega. Su mujer es una víbora. Como me
presente en su casa contigo, seguro que me echa.
—¿Y qué hace tu colega con una tía así?
—Ya ves. El amor le ha vuelto gilipollas.
También Jess siente que le está ocurriendo algo parecido. Durante el
camino lo único que lamenta es no haberse despedido del Pelos. Le mandaría
un mensaje, pero es demasiado orgullosa. Además, seguro que aún está
detenido. Igual esta vez no escapa tan fácilmente. Lo de tía Manuela, en
cambio, es otra cosa. Cuanto más se aleja, mejor se siente. Jess también
estaba harta de ella. Y de dar explicaciones.
Están cerca de Madrid cuando Bernardo le da otra noticia. Este es el viaje
de las sorpresas.
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—En realidad, mi colega vive en Fuenlabrada. Te dejo allí, ¿vale?
—¿En Fuenlabrada? ¿Y eso dónde está?
—Búscalo en el Google Maps.
Fuenlabrada, a 28 kilómetros de Madrid, tiene estación de tren.
—Vale —se le ocurre de pronto—, pero me quedo la furgo.
—¿Qué dices? Pero si no tienes carné.
—¿Y qué?
Bernardo piensa que es lo justo. Después de todo, él para qué la va a usar.
Mejor no dejar ninguna pista.
—Vale. ¿Sabes conducirla?
—Claro.
Su primo se queda en un lugar llamado avenida de América. Aparca
delante de un hotel y sin dejar de mirar a todos lados le pregunta:
—Oye, si necesito a alguien para un trabajito, ¿puedo contar contigo?
—Depende del trabajito. Ya veremos si me interesa.
—Qué humos, prima, como si tuvieras mucho donde escoger.
—Aún no, pero lo tendré.
—Eres una creída de mierda, pero tienes ovarios. Cuento contigo.
Cuídate.
—Tú también. Dale recuerdos a la víbora.
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Sombra
Jess regula el asiento a su tamaño (el primo Bernardo es mucho más alto que
ella), conecta el navegador del móvil y se pone en camino. Está tan eufórica
que olvida que se muere de hambre y que está muy cansada. Su experiencia al
volante es limitada, pero le pilla el truco enseguida. Además, a estas horas es
más fácil conducir, porque no hay tanto tráfico.
Lleva recorridos doscientos kilómetros cuando siente que los ojos se le
cierran de sueño. Piensa en su madre. Piensa en su hermano. Los fantasmas
familiares, siempre presentes cuando las cosas van mal. Decide parar en el
primer lugar que encuentre. Poco después, un rótulo advierte: «Bar Alhama».
Deja la furgoneta en una explanada bastante solitaria, entra en el bar, se
refresca la cara en el baño, se compra un bocadillo de jamón y una lata de
refresco y se lo toma todo viendo por la ventana las luces de los coches pasar
a toda velocidad por la autopista.
Después de cenar, le entra más sueño. Decide dormir un poco antes de
continuar. Se echa en el asiento de atrás y cierra los ojos.
La despierta el dolor. En el brazo, en la pierna, en la cintura. Tiene una
sombra asquerosa encima. Un extraño que apesta, que hurga en la cinturilla
de sus pantalones, que intenta bajarlos por la fuerza, mientras le agarra los
brazos y desparrama todo su peso sobre sus piernas. Jess apenas se puede
mover. Comienza a gritar, pero una manaza asquerosa le tapa la boca. Es un
hombre grande, feo, que no parece muy viejo. Susurra cosas que no entiende,
tal vez en otro idioma. Apesta a mil cosas horribles. Alcohol, marihuana,
sudor, gasolina.
El hombre intenta arrancarle los vaqueros. Pierde la paciencia. Jess trata
de gritar, pero la manaza le oprime la nariz y la boca. No puede respirar. Por
un momento piensa que va a asfixiarla. Sigue resistiéndose. Intenta patalear.
Él le ha subido la sudadera y le estruja las tetas. Le hace más daño. Es dolor
sobre dolor. Jess decide ser práctica. Dejar de oponer resistencia. Si se resiste,
le va a hacer más daño. Si se resiste, será peor.
De pronto Jess piensa: «Soy virgen, esto es patético. Debería haberlo
hecho con el Pelos. Debería habérselo propuesto».
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Cierra los ojos. Se dice a sí misma: «Será solo un momento». Aprieta los
puños. Intenta pensar en algo agradable. Una vez se lo dijo la psicóloga del
instituto. Que cuando le pasara algo horrible, pensara en cosas bonitas. Una
barca, un lago, una hamaca de terciopelo negro, la luna sobre el mar, los
besos del Pelos, el viaje que hará a Disneyland París con su primo Nico…
El dolor es casi insoportable, pero dura poco. El asqueroso jadea como un
toro moribundo. Se deja caer sobre ella. Ha terminado. Solo baja la guardia
un segundo, el tiempo de apartarse de Jess para subirse los pantalones. Pero
Jess es rápida. Tiene suerte de dar con la navaja a la primera. El asqueroso
está abrochándose aún, y no la ve venir. Jess hunde los siete centímetros de
acero inoxidable justo en el centro de la bragueta, hasta el fondo. El agresor
se dobla sobre sí mismo, lanza un puñetazo al aire y salta fuera de la
furgoneta. Jess pretendía clavar la navaja por segunda vez, varias veces más,
pero no tiene tiempo: él huye. Agarrándose la bragueta con las manos,
lanzando gemidos de dolor. Nunca ha tenido pene, pero Jess piensa que no
debe de ser agradable que te lo corten en dos.
Cierra la puerta trasera del vehículo, se asegura de que los pestillos estén
bajados. Se recompone la ropa, intenta tranquilizarse. Le duelen muchas
cosas, pero decide no pensar en ellas. Decide no pensar en esto nunca más.
Olvidarlo ahora mismo, como se olvida todo lo que no tiene importancia. Es
entonces cuando se da cuenta de que no tiene la mochila. Tampoco el móvil.
La tenía aquí. Se durmió con ella en los brazos, está segura. La sombra
asquerosa se la ha robado. Tal vez esa fue la primera intención, y lo demás
vino después. Menuda sorpresa se va a llevar cuando descubra los seis mil
euros del fondo. Será la amputación de pene mejor pagada de la historia.
Mira hacia fuera, hacia la noche, hacia las luces de la autopista. ¿Qué va a
hacer contra lo que no se puede hacer nada? Solo le queda una salida:
aprender la lección. Hacerse más fuerte. Defenderse o morir.
Se pone al volante. No se siente cansada. Tendrá que seguir sin
navegador. Y sin teléfono, sin dinero ni ropa de recambio. Es muy raro, pero
no está enfadada.
Hoy podría haber muerto, pero está viva. El destino le brinda la
oportunidad de empezar de nuevo.
Antes de arrancar ya sabe que no va a aprovecharla.
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III
NICO
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Hachís
Como era tradición en la familia, Nico comenzó haciendo trabajitos para los
jefes. Los trabajos siempre eran los mismos. Si el chaval era muy despierto, lo
ponían de búho. Si era un poco más tontorrón, o más despistado, de recadero.
A veces empezaban de recaderos, seguían de búhos y a los dieciséis estaban
vendiendo chinas. Todo dependía del talante de cada cual y de los escrúpulos
del jefe. Horacio no tenía escrúpulos. Él consideraba que toda la familia
estaba a su servicio.
Nico tenía ocho años cuando el tío Horacio le dijo:
—Toma este paquetito. Métetelo en un bolsillo del abrigo y lo llevas a la
plaza Venus. Donde tu primo Ricardo, ¿te acuerdas? Les dices a los gorilas
que encontrarás allí que te envía el tío Horacio. Se lo das a Ricardo y te vas.
Si ves a algún policía, lo echas a una papelera y te vas corriendo. ¿Lo has
comprendido? Si no lo haces, me meterás en un lío y te meterás tú también.
Podríamos acabar todos en la cárcel, ¿lo entiendes?
—Sí, tío.
—Perfecto. Pues a ver qué tal se te da.
Cuando Nico llegó a la plaza Venus, caminando tan deprisa como le
daban las piernas, había una patrulla de policía ante el edificio. Se quedó
petrificado, sin saber qué hacer. Buscó con la mirada una papelera, pero no
encontró ninguna. De pronto vio salir a una policía del edificio. Miró hacia
donde estaba. Apretó con fuerza la mano que llevaba en el bolsillo, donde
estaba el paquete que le había dado su tío Horacio. Algo crujió, chas, y el
papel del paquete se rasgó. Había apretado demasiado. Todo el contenido
(unas sesenta chinas de hachís) se desparramó por su bolsillo. La policía
seguía mirando. Nico no sabía qué hacer. Entonces sintió un líquido caliente
que le caía por las piernas, hasta el suelo. Pensó que todo el mundo le miraría,
que todo el mundo se daría cuenta, que le detendrían y que terminaría en la
cárcel. Y que una vez allí, el tío Horacio le regañaría por no saber ser un buen
Medina. Se apartó del charquito de pipí que había formado, y echó a correr en
dirección a su casa. Su madre le oyó llorar desde el salón, y eso que tenía la
tele puesta. Cuando le abrió la puerta lo encontró en el descansillo,
descompuesto, hipando, sin atreverse a sacar la mano del bolsillo del abrigo.
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Tío Horacio decidió que de momento no le encargaría más trabajos a
Nicolasito.
Su madre le dijo:
—Mira que eres inútil, hijo. Con lo fácil que era el encargo.
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Maldición
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La opinión que Nico tenía de su tío era muy diferente. Que era una
persona sin escrúpulos. Un tipo peligroso. Alguien de quien era mejor
mantenerse alejado.
Nico pensaba que había cosas que era mejor que se fueran al garete. Pero
no le decía nada de todo esto a su madre. Nunca.
—No te olvides nunca jamás de cómo te llamas, hijo —decía Rosaura mil
veces al año—. Espero que hagas honor al nombre de tu abuelo. Te llamas
igual que él, espero que me hagas sentir orgullosa de ti.
¿Alguien tiene la culpa del nombre que le ponen al nacer?
Nico sentía que su nombre y su apellido eran como dos condenas. No le
gustaba que de vez en cuando alguien le preguntara: «¿No te sientes orgulloso
de llamarte Nicolás Medina? En este barrio, ese no es un nombre cualquiera».
—No me llamo Nicolás Medina. Soy Nico Jaszecki —decía él, porque era
la verdad.
Pero su madre se enfadaba.
—Yo no me gusta que utilices el diminutivo, y aún menos el apellido de
tu padre. Para mí tu padre está muerto y tú te llamas Nicolás Medina. Nicolás
Medina y punto. Deberías estar contento.
No. No estaba contento. A menudo le daba vergüenza. A veces sentía que
llevaba encima la maldición de pertenecer a una familia de la que no es
posible escapar.
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Jaszecki
Así que Nico Medina se llamaba en realidad Nico Jaszecki, pero de su padre
nadie hablaba. Era como si no existiera.
Un día se hartó de que su madre le dijera que debía sentirse orgulloso de
pertenecer a la familia y le soltó:
—En realidad, yo no soy un Medina. Soy un Jaszecki.
Oskar Jaszecki, su padre. Un polaco criado en Barcelona. Se casó con su
madre, pasó algo y se largó. Era una persona normal (o eso pensaba). No
había muerto (que él supiera), aunque no le veía desde los tres años. Ni
siquiera se acordaba de él. No había fotografías suyas por ninguna parte.
Como si no hubiera existido.
Su madre extendió un dedo hacia su nariz y con una rabia que no entendió
le dijo:
—Tú no eres un Jaszecki. No digas eso ni en broma, ¿vale? Tú eres de los
nuestros, un Medina de los pies a la cabeza. Para mí tu padre está muerto.
Sacó valor de alguna parte para decir:
—Pero no lo está, ¿verdad? Está vivo.
—Ni se te ocurra buscarle, ¿me oyes? Ni se te ocurra traicionarme tú
también.
A Rosaura la mala cara le duró varios días, en los que Nico se refugió en
la biblioteca y dijo que tenía mucho que estudiar.
No volvió a sacar el tema.
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Primos
Una vez la prima Jess le habló de Oskar Jaszecki. Fue un poco antes de que
ocurriera lo que ocurrió, antes de que ella se marchara, cuando aún podían
hablar cada tarde sentados en las escaleras del portal.
—Mi madre me dijo hace mucho que tu padre era electricista. Que le
instaló unas luces de la cocina o algo así.
—Ah, ¿sí? —preguntó él.
—¿No lo sabías?
—No. No sé nada de él.
—¿Tu madre no te cuenta?
—No. Se cabrea solo con oír su nombre.
—¿Y por qué?
—No tengo ni idea.
—¿Y tú no quieres saberlo?
Nico se encogió de hombros.
—Seguro que es muy desagradable.
—Pues claro. ¡Por eso mismo!
—Mejor no.
Jess meneó la cabeza.
—Qué flojito eres, primo. Si fuera mi padre, ya habría buscado por todas
partes.
—Bueno, cada persona es diferente.
Jess cabeceó.
—Eso es verdad.
—Pues ya está.
Se quedaron un minuto en silencio, meditando. Hasta que Jess dijo:
—Jaszecki, qué apellido más raro. Mola un montón.
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Visita
Llegaron a la cárcel a las cinco en punto. Nico bajó del coche con cara de
asqueado.
—Como no cambies la cara te pego una hostia —le dijo Rosaura, que no
sabía mucho de sutilezas y que estaba cabreada con su hijo.
Horacio Medina los esperaba en la sala seis. Era un hombre un poco
grueso, corpulento, con cara de perro pachón, que ni siquiera en la cárcel se
quitaba la ropa de marca. Para él, las apariencias lo eran todo. Saludó a
Nicolasito con un beso en la cara, como era costumbre en la familia. Nico
sintió que le había dejado un rastro de babas y le dio asco, pero no se atrevió a
limpiarse por no ofender.
Horacio no saludó a su hermana Rosaura. Se limitó a decir:
—¿Te importa esperar fuera? Esto es una conversación de hombre a
hombre.
Ella pareció descolocada.
—Ah… Eh… Sí, claro. Ya me voy.
Horacio le pidió al vigilante que abriera la puerta y Rosaura salió, pero
antes le dirigió a su hijo una mirada que en realidad significaba: «A ver qué
haces».
Cuando se quedaron solos, Horacio le señaló a su sobrino una silla y le
dijo que se sentara.
—Bueno, tú, ¿qué tal te va la vida? —preguntó.
—Bien.
—Me han dicho que eres muy buen estudiante.
—No sé.
—Desde luego, en eso no te pareces a tu abuelo. Ni a mí. —Horacio soltó
una risotada gruesa, desagradable.
—Debe de ser del lado de mi padre —dijo Nico.
—Huy, no. No creo que ese tarado hubiera aprendido nada en su vida.
—¿Por qué le llamas tarado?
El tío Horacio se puso serio de repente.
—Por nada, hijo. Mejor hablemos de ti.
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—¿Conociste a mi padre? —El corazón le latía con mucha fuerza, como
presintiendo el peligro de la situación.
—Por desgracia, sí —contestó Horacio, gélido.
—¿Y cómo es?
Horacio dio un puñetazo a la mesa.
—¡He dicho que hablemos de ti! —Horacio soltó un bufido, para
calmarse, y enseguida volvió a su tono normal para seguir con la
conversación—: Está muy bien que estudies, Nicolasito. Y que vayas a la
universidad. No todo el mundo sirve para todo, y lo tuyo son los libros, los
trabajos finos. En eso estamos de acuerdo, ¿verdad? —Los dos se acordaron
del trabajito de la plaza Venus, Nico asintió con la cabeza. Su tío continuó—:
Bien. Pues yo te voy a ayudar. Quiero que seas el mejor en lo tuyo. Voy a
pagarlo todo, ¿entiendes? Da lo mismo que sea una universidad pública o
privada, tú decides. Como si quieres irte a estudiar al extranjero. Lo
importante es que seas bueno. Tu madre aún no sabe nada. Quería hablarlo
contigo primero, que fuera una sorpresa. ¿Qué dices? ¿Estás contento?
¿El tío Horacio hablando de ir a la universidad, de pagarle todos los
estudios? Vaya, sí que era una sorpresa. De las grandes.
—Gracias —balbuceó, porque no le salían las palabras.
—Y dime… —El tío Horacio parecía más relajado, se echó hacia atrás,
cruzó las piernas—. ¿Has pensado ya lo que quieres estudiar?
—Diseño de videojuegos —dijo él.
—Ah, vaya. Diseño de…, qué curioso. ¿Eso se estudia?
—Claro.
—¿Y cuándo terminas qué haces? ¿Jugar al comecocos? —Otra risotada,
más burda y estridente que la anterior.
—Qué va. Tiene muchas salidas. Y el trabajo está asegu…
—Vale, vale —le interrumpió Horacio—, todo esto está muy bien, yo no
digo que no, y seguro que es muy divertido y que a la gente de tu edad le
encanta. Pero no es muy práctico, ¿comprendes? ¿De qué nos sirve alguien
que sepa jugar al comecocos? Los Medina tenemos que ser prácticos. Nos
están pasando muchas cosas. Tenemos que reaccionar. Y para eso
necesitamos gente como tú, con cabeza. Sangre de nuestra sangre, dispuesta a
defender a la familia.
Nico miró a su tío sin comprender qué estaba diciendo. De pronto no
sabía de qué iba aquella conversación.
—Vas a estudiar Derecho —soltó—. Y cuando termines quiero que
prepares las oposiciones a juez.
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Derecho. Oposiciones. Juez. Nico intentó procesar lo que estaba
escuchando. No se le ocurrió nada que decir.
—Eso para ti no es nada, Nicolasito —continuó su tío—. Tu madre dice
que eres de notables y sobresalientes. Y que estás estudiando japonés. ¿Es
verdad eso?
—Sí, porque muchas empresas de videojuegos están en…
—Pues ya está —le interrumpió Horacio—. Sigue con el japonés, si
quieres. Yo lo pago. Pero cuando llegue el momento, ya sabes.
—Pero ni siquiera sé qué se estudia en Derecho.
—Pues qué se va a estudiar. Leyes. Rollos de esos que saben los
abogados. Líos para embaucar a los jueces. Quiero que te aprendas todos los
trucos.
—Pero, tío, a mí lo que me gustan son los ordenadores. La informática.
Los videojuegos…
—Déjate ya de esa chorrada de los videojuegos. Ya no eres ningún crío,
¿comprendes? A veces hay que hacer lo que conviene, lo que es bueno para
los tuyos. Comportarse como un hombre. No se puede ser tan egoísta,
Nicolasito. Imagínatelo: juez Nicolás Medina, ¿qué te parece? Tu abuelo
estaría muy orgulloso de ti. O igual se troncharía de la risa. ¡Su señoría
Nicolás Medina! ¡Qué genial!
No. No era genial. Era una imposición. Además de una estupidez.
—Pues ya estamos, Nicolasito. Ya nos hemos entendido. No sabes lo
contento que estoy de que hayas aceptado.
«Yo no he aceptado», se dijo Nico. «No poder negarse no es lo mismo
que aceptar». El tío prosiguió:
—Vas a ser el más importante de todos los Medina. Quién sabe. Igual con
el tiempo ocuparás mi lugar. Aunque para eso tienes que espabilar un poco.
Tú se lo cuentas a tu madre, ¿sí? Ahora te tengo que dejar. —Lo dijo como si
estuviera en una oficina y esto fuera una reunión de trabajo—. Me esperan
unos colegas para jugar un partido de fútbol sala.
Pareció que le encantaba la idea. Como si los colegas de los que hablaba
no fueran asesinos, estafadores, traficantes de armas o violadores.
Cuando salió de la sala seis, después de otro beso pringoso del tío
Horacio, Nico se secó la mejilla con la mano.
Rosaura le preguntó:
—Bueno, ¿y qué? ¿De qué iba esa conversación de hombre a hombre?
—Nada, tonterías.
—¿Qué quería?
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—Saber cómo me va en el instituto —mintió.
—Ah. ¿Nada más?
—Nada más.
Nico sintió que la mentira era una especie de escudo, una protección. Una
defensa contra su tío, contra su madre, contra el destino del que alguna vez le
habló Jess. La mentira tal vez podría evitar que ocurriera lo que no quería que
ocurriera.
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Mentira
E
— stamos muy preocupados por Nico. Se está encerrando mucho en sí
mismo. Apenas habla, no se comunica con ninguno de sus compañeros, no
atiende en clase, tiene todo el rato la cabeza en otra parte. Cuando le
preguntamos, dice que está bien, pero en el centro pensamos que debería ir a
un psicólogo. Uno especializado en estrés postraumático, con quien pueda
hablar de lo que ocurrió y trabajar para superarlo. Otros niños que estaban en
la fiesta están acudiendo a especialistas, y la mejoría es evidente. No creemos
que Nico pueda superar esto él solo. Es demasiado grave.
Esto es lo que le dijo la tutora de segundo a Rosaura, quien la miraba con
cara de «Qué me vas a contar».
Había pasado un año desde la sangrienta celebración del Party-Park. Un
año desde que Jess tuvo que irse. Había sido el año más largo de su vida.
—Claro, lo pensaré —dijo Rosaura.
Nico no fue a ningún psicólogo, claro. En su familia esas cosas no se
estilaban. Pero tuvo que mantener varias entrevistas con el orientador
psicopedagógico del centro. Era lo que mandaba el protocolo escolar. Y más
cuando la familia no parecía dispuesta a atender las recomendaciones del
equipo docente.
—Estamos preocupados, Nico —le dijo el orientador—. Tu rendimiento
académico ha bajado mucho en el último trimestre. Nos extraña, porque hasta
ahora nunca habías sacado notas tan bajas y todos sabemos que eres un buen
estudiante. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarte? ¿Quieres que hablemos de
algo?
Le hubiera gustado poder hacerlo. Contarle lo que le había ocurrido.
Hablar y hablar y hablar hasta no tener nada más que decir. Era una idea tan
absurda que daba risa solo imaginarla. ¿Cómo reaccionaría el orientador, o su
tutora, o cualquier adulto si les contara toda la verdad, todo lo que sabía? Si
les dijera, por ejemplo: «Sí, estoy un poco confuso porque un tío con un
pasamontañas mató a mi tío Isidoro a un palmo de mis narices después de que
tres de mis tíos robaran un cargamento de cuatrocientos kilos de cocaína que
venía de México; pero, tranquilo, no hay que preocuparse, solo es un ajuste de
cuentas y estas cosas son normales entre bandas de narcos. En cuanto
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encuentre el modo de dejar de tener pesadillas por las noches volveré a ser el
empollón de siempre, es solo que soy un chico sensible y esta vez me está
costando un poco, pero seguro que se me pasará».
Así que sonrió levemente y dijo:
—No pasa nada, estoy mejor, gracias.
El orientador escribió en su informe: «Poco comunicativo».
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Mausoleo
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natural en la que no faltaba nada: ni las deportivas altas (las mismas que
llevaba cuando murió), ni la chupa de cuero ni las gafas de sol aerodinámicas
que Ángel nunca se quitaba.
En medio de las dos, la tumba de Isidoro. Letras muy doradas sobre una
lápida como la nieve. Y una inscripción: «Nunca olvidaremos lo que pasó».
Su mujer no estaba a su lado, porque Juana no merecía estar en el mausoleo
familiar. Juana se había atrevido a desafiar a la familia, a decir la verdad.
Horacio no quería estatua. Era su expreso deseo, se lo había comunicado a
Amanda, su mujer, una semana antes de morir, cuando se olía que pronto
irían a por él. Descansa bajo una lápida negra, que destaca entre las demás,
donde se ve su nombre junto a una foto en la que sale joven, delgado y con
pelo (casi no parece él).
Se decía que el mausoleo había costado una auténtica fortuna, que los
materiales eran de primera calidad, incluyendo los cristales a prueba de balas.
Pero los Medina no reparaban en gastos cuando se trataba de honrar a sus
muertos.
Nico asistió bastante indiferente a aquel ritual familiar de llantos,
maldiciones, canciones mal tocadas a la guitarra y croquetas de jamón. Los
entierros en la familia de los Medina eran algo a medio camino entre un
drama de Sófocles y un concurso de frituras. Nico no soportaba nada de todo
aquello. No entendía para qué era necesario tanto alboroto, ni para qué tenían
que pasar todo el día alrededor de la tumba, ni cómo podían comer, charlar o
cantar entre muertos. La gente que pasaba se quedaba mirándolos,
cuchicheaban, a veces volvían para observarlos con disimulo. Le daba
vergüenza. Se sentía raro, distinto, como si perteneciera a otra familia.
Y se preguntaba por qué le ocurría eso. Por qué no podía sentirse cómo
los demás. Por qué él no encajaba.
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Llamada
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—Ni idea.
—Espere un momento.
Comenzó a sonar el Para Elisa de Beethoven en versión piano infantil. Ya
había terminado y vuelto a empezar dos veces cuando la operadora regresó.
—Está en una obra. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—No —dijo Nico, y de inmediato se corrigió—: Sí. ¿Puede decirle que
me llame?
—Claro. Nombre y teléfono, por favor.
—Nico Jaszecki.
—¿Jaszecki? ¿Cómo se escribe?
—Con ese zeta y ce ka.
—¿Igual que Oskar Jaszecki?
—Eso es. Exactamente igual.
Tuvo que repetir tres veces el número de teléfono, porque estaba tan
nervioso que se equivocó al decirlo.
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Miedo
—¿ Diga?
—¿Eres Nicolás? —pregunta una voz menos grave de lo que esperaba.
—Soy Nico —corrige.
—¿Nico Jaszecki?
—¿Quién es?
—¿El hijo de Rosaura?
—Soy yo, sí.
—Hola. —Un silencio, una respiración agitada—. Creo que soy tu padre.
—Ah. —Un silencio nervioso—. Hola.
—¿Me dejaste un mensaje?
—Sí.
—¿Cómo me encontraste?
Qué raro, apenas tiene acento extranjero. ¿Y si no es él?
—Por internet.
—¿Qué quieres?
—¿Quedamos?
—¿Qué?
—¿No quieres conocerme?
—¿Tú quieres conocerme a mí?
—¿Tú qué crees? —Una pausa. Los dos se sienten raros. Normal, porque
la conversación es extrañísima. Nico añade—: ¿Te habría dejado un mensaje
si no quisiera conocerte?
—Supongo que no. Pero vivo en Mataró. Tú sigues en El Prat, imagino.
—Puedo ir en tren. Mataró tiene cercanías, ¿no?
—Sí.
—¿Mañana te viene bien?
—Mejor el sábado. Mañana tengo que cuidar de mis hijos. —Otro
momento de vacilación, tal vez de arrepentimiento—. De mis otros hijos.
—De acuerdo. ¿El sábado por la mañana?
—De acuerdo.
—Dime tu dirección.
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El sábado Nico toma el tren muy temprano. Le dice a Rosaura que va a la
biblioteca a hacer un trabajo del instituto a casa de un compañero. El viaje
desde Sants dura cuarenta y dos minutos. En el tren hay poca gente. Baja en
una estación junto al mar y camina por un paso subterráneo. La calle que
Oskar le dijo está cerca, la encuentra enseguida. Como aún es pronto entra en
una tienda de comestibles, se compra una bolsa de patatas y se la come
sentado en el portal, hasta que un vecino que sale con un carrito de la compra
le dice que ahí no puede estar o llamará a la policía. Entra, sube los tres pisos
a pie y llama al timbre. Faltan aún veinte minutos para la hora de la cita.
Abre un hombre más bajito que él, pero con el pelo igualmente castaño y
ondulado. Lleva unos pantalones de chándal y una camiseta. No saben cómo
saludarse. Un abrazo parece excesivo. Se estrechan la mano.
—¿Qué hora es? —Es lo primero que le pregunta.
—Perdona, he llegado un poco antes —se excusa Nico.
El hombre le pide que entre y camina por un pasillo largo hasta un salón
no muy grande pero muy desordenado. Hay un sofá, una tele, una mesa con
cuatro sillas. El sofá está lleno de cosas: cojines, un par de mantas, muñecos
de peluche, juguetes, libros infantiles… El hombre hace sitio y lo amontona
todo en un rincón, donde hay cubos de colores, piezas de rompecabezas, un
zapato diminuto, un par de calcetines…
Se sientan en el sofá. Se miran el uno al otro con curiosidad. Nico es más
alto, Oskar tiene el pelo entrecano y un poco de tripa. Los mismos ojos, las
mismas manos huesudas, el mismo mentón un poco prominente, las mismas
ondas en el pelo. Incluso ellos se dan cuenta de que se parecen.
—Se me hace raro que seas tan mayor —le dice Oskar.
—Y a mí se me hace raro que seas real.
Nico mira a su alrededor, hacia el desorden de juguetes.
—¿Qué edad tienen tus hijos?
—Nueve y seis. —Oskar se rasca el cogote. Nico sonríe: reconoce el
gesto.
—No me esperaba que tuvieras otra familia.
—No la tengo. Mi mujer y yo estamos separados.
—Ah, vaya. Lo siento.
—No pasa nada. ¿Quieres algo de beber?
—No, gracias.
—¿Te importa si yo me preparo un café?
—Claro que no.
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—Ven conmigo a la cocina.
La cocina está más ordenada y limpia de lo que Nico esperaba. Hay
dibujos infantiles y menús del comedor escolar sujetos con imanes en la
nevera. Oskar conecta la cafetera eléctrica, carga una cápsula, coloca un vaso
en la repisa, pulsa un botón, la máquina empieza a gruñir.
—Siéntate. Te haré un zumo de naranja.
Nico observa en silencio como este extraño que es su padre saca dos
naranjas de la nevera, las parte con un cuchillo y las convierte en un gran vaso
de zumo con la ayuda del exprimidor.
Se sientan frente a frente en la estrecha mesa blanca.
—¿Cómo está tu madre?
—Psá.
—Lo imagino.
—Todo el mundo está mal.
—Claro. No es para menos. Menuda rachita llevan esos.
—¿Lo has visto en las noticias?
—Y quién no.
Es una conversación sin palabras, hecha de sobreentendidos, de cosas que
no se dicen. Los dos saben que el otro sabe y con eso es suficiente. Muertes
en extrañas circunstancias. Operaciones policiales que terminan con media
familia en la cárcel. Suicidios (o no) entre rejas. Matanzas en una fiesta
infantil. Mejor no mencionarlo. Es desagradable.
—Lo que más me dolió fue lo de Angelito. Los demás, se lo merecen.
Perdona…
—No pasa nada.
Oskar le mira intentando saber qué se propone. Es su hijo, sí, pero
también es un alevín de los Medina. Hace años le dejaron bien clarito lo que
pasaría si volvía a meter sus narices en los asuntos de la familia. El miedo
sobrevive al paso del tiempo. Al fin se atreve a formular la pregunta que está
rumiando desde hace rato:
—¿Quién sabe que estás aquí?
—Nadie, ya te lo he dicho.
—¿Seguro?
—Tienes miedo. —La conclusión le hace sentirse liberado. De pronto lo
comprende todo—. Por eso te marchaste.
Oskar balbucea, no quiere hablar. No sabe aún qué pretende su hijo. A
qué ha venido en realidad.
—Ya no importa.
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—A mí sí.
Aparecen lágrimas en los ojos de Oskar. Se tapa la cara con las manos.
Solloza un par de veces. Luego busca un papel de cocina, se suena los mocos,
se recompone un poco y dice:
—Perdona.
Se sirve más café, abre y cierra los armarios despacio. Leche, sacarina.
Vuelve a sentarse frente a Nico. Habla masticando las frases:
—Yo no me marché. Tu madre y tu abuelo me… Tu abuelo quería que
todo el mundo le obedeciera. —Agita la cabeza, como si renunciara a las
palabras—. Yo no obedecí. Nunca fui parte de aquello.
—Y te largaste.
—Primero intenté convencer a Rosaura. Tú ya habías nacido. No quería
que crecieras en aquel ambiente. No quería que te convirtieras en uno de
ellos.
—Siempre pensé que habías hecho algo horrible.
—Lo hice. Le dije a tu abuelo que no pensaba trabajar para él. Quise
elegir mi destino y el de mi familia. Y cuando me lo prohibió, fui a hablar con
la policía.
—Le delataste.
—Sí. —Se quedan mirándose, en medio de un largo silencio.
Todo el mundo sabe que don Nicolás Medina no perdonaba a los
soplones. Para él, no había nada peor en el mundo. Daba igual que fuera su
sobrino, su yerno o un amigo, todos recibían su merecido.
—¿Y no te mató?
—Casi. —Oskar se levanta la camiseta. Tiene una gran cicatriz vertical
desde el esternón hasta el ombligo y dos más, redondas como orificios de
bala, en el lado derecho, juntas como si fueran la mordedura de un vampiro de
colmillos gigantes. Se baja otra vez la camiseta y añade—: Tuve suerte. Los
médicos me salvaron la vida.
Suena el móvil de Nico. Lo saca. En la pantalla lee: «Mamá». Lo deja
sobre la mesa hasta que agota las llamadas.
—¿A qué has venido? —pregunta Oskar—. ¿No me lo vas a decir?
—En realidad no lo sé —dice Nico, y después de pensarlo añade—: A mí
también me dan miedo.
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Reunión
Cuando Nico llega a casa se encuentra con una señora vieja, gorda y de pelo
blanco sentada en el sillón que era de su padre.
—Hola, Nicolás. Tú eres Nicolás, ¿verdad? Soy tu tía Isidora.
Se queda cortado. No había visto nunca a esta mujer. Aunque se parece un
poco al abuelo. O puede que no, porque la gente, cuanto más vieja es, menos
se parece a nadie.
—¿No me vas a dar un beso?
Nico se acerca y besa la mejilla suave y arrugada de la vieja. Su madre
sale de la cocina, con una bandeja llena de comida.
—Ah, hola Nico, veo que ya has conocido a la tía. ¿Quieres merendar con
nosotras?
Sobre la mesa hay seis móviles y un montón de papeles.
—No, gracias.
—Como quieras. ¿Tienes que volver a salir?
—No.
Parecen defraudadas de que no quiera merendar con ellas.
—Muy bien —dice Rosaura—, entonces vete a tu cuarto, tenemos una
reunión importante.
—¿Con quién?
—No preguntes, hijo, son cosas nuestras. Cosas de chicas. Te he llamado
para pedirte que te quedaras un rato más en la biblioteca, pero no me has
cogido el teléfono.
«Cosas de chicas». Suena raro, ridículo. Sería más apropiado decir «Cosas
de viejas». Nico se arrepiente de no haberse ido a la biblioteca. Le da pereza
volver a salir.
—Vale, me voy a jugar un rato.
—Eso mismo, hijo, y ponte los auriculares —dice Rosaura.
—Sí, claro.
Cualquier otro día lo habría hecho. Ponerse los auriculares, como siempre,
perderse en su mundo de guerreros asesinos y paisajes fantásticos. Pero hoy
siente curiosidad por saber qué está ocurriendo en el salón de su casa. Por qué
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su madre de pronto parece tan ocupada, por qué cada noche tiene una
videoconferencia con su tía Manuela, qué hace aquí la antigualla de Isidora.
Se pone los auriculares, para disimular. Por si su madre entra. Siempre lo
hace. Le gusta fisgar en sus asuntos. Pero ese día apaga el volumen.
Escucha a su madre y a la tía Isidora (que en realidad es tía abuela)
remover sus cafés. Hablan sin levantar la voz, le cuesta oír lo que dicen. Solo
palabras dispersas. «Contenedores», «negocios», «Bernardo», «enseguida»,
«consecuencias». Hasta que se impone una voz masculina, ligeramente
metalizada, que habla con acento latinoamericano. Parece mexicano. La
conversación dura bastante rato. El tipo al principio parece enfadado. Su
madre le habla con tono conciliador, casi como si le hablara a un niño. Se
acerca a la puerta para ver lo que dice.
—Bueno, don Ubaldo, pero nosotras no somos como Horacio o como don
Nicolás. Nosotras somos mujeres, y hacemos las cosas de otra manera. Somos
más prácticas. ¿Usted no cree que las mujeres somos más prácticas que los
hombres? Pensamos que enfrentarnos a gente tan profesional y poderosa
como ustedes no lleva a ningún lado, que es mucho mejor establecer alianzas,
hacernos amigos.
Las palabras de Rosaura parecen calmar a la voz metalizada. No escucha
lo que dice, pero no suena enfadado. Da la impresión de que llegan a un
acuerdo, sea el que sea.
Hasta que Isidora pronuncia la última frase, y esta sí le llega nítida y clara:
—Va a quedar contento con nosotras, don Ubaldo, ya lo verá.
Y la respuesta de él, cortante como el filo de una navaja:
—Más les vale.
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Ubaldo
U
« baldo Cajún. 69 años. Fundador del cártel del Este, propietario de cientos
de hectáreas de cultivo de marihuana en la frontera con Estados Unidos y de
docenas de laboratorios de producción de cocaína, supuesto autor de algunos
asesinatos brutales cometidos en México contra periodistas, políticos y
competidores, que nunca han sido demostrados. Fue juzgado una vez, y pasó
veinte años en la cárcel de Jalisco. Al salir, volvió a las andadas, con más
energía que antes. Su última obsesión es ampliar el negocio en Europa, y a
ello está destinando sus esfuerzos y algunos de los muchos hombres que
trabajan para él. También se sabe que para los ajustes de cuentas y otros
trabajos sucios contrata los servicios de una organización de sicarios radicada
en los Países Bajos y formada por asesinos profesionales de nacionalidad
holandesa y origen sirio. La DEA, la agencia antidroga estadounidense, ofrece
una recompensa de 20 millones de dólares a quien aporte ayuda clave para su
captura».
Nico lee el perfil, que ha encontrado muy fácilmente en internet, con un
escalofrío.
«Si este es el tipo a quien tía Isidora le ha dicho que quedará contento,
aquí va a pasar algo terrible».
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Matemáticas
— Hola, Flojo.
Nico está estudiado en la biblioteca, como tantas tardes. Muy concentrado
en el tema seis (ecuaciones de segundo grado). Los auriculares en las orejas,
como siempre. A Nico le gusta estudiar aislado del mundo. Le gusta aislarse
de su mundo.
Jess tiene que pasar una mano entre el libro y los ojos de Nico para que él
repare en su presencia. Solo entonces Nico levanta la cabeza, medio molesto
por la interrupción, y la mira. Tarda un segundo en reconocerla, en dar un
brinco, en cambiar la cara. De seriedad matemática a alegría pletórica. Arroja
los auriculares sobre el tema seis y la abraza con la fuerza de un oso recién
despertado de la hibernación.
—¿Cuándo has vuelto? —le pregunta.
—¡Qué alto estás! ¿Voy a tener que subirme a una escalera para abrazarte
o qué?
—¿Desde cuándo te maquillas?
La bibliotecaria se acerca a llamarles la atención. Por favor, tenéis que
bajar la voz, no podéis hacer tanto ruido, estáis molestando a los demás
usuarios.
—Qué vergüenza —dice Nico.
—Invítame a tomar algo.
Nico recoge los bártulos a toda prisa, los mete en su mochila, se la cuelga
al hombro, echa a andar hacia la salida.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace diez minutos.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Me lo ha dicho tu madre.
—¿Dónde te vas a quedar?
—Por ahí, no preguntes. Solo unos días.
—¿Por qué solo unos días?
—Tengo planes.
—¿Qué planes?
—No preguntes, Flojo. No te va a gustar la respuesta.
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El arco de metales que protege la salida empieza a pitar cuando Jess pasa
por debajo de él. Se acerca un guardia de seguridad. Jess le enseña la navaja
de bolsillo con las cachas rosas.
El guardia la mira con el ceño fruncido y le dice:
—Eres muy joven para llevar navaja. Deberías dejarla en casa.
Y Jess contesta:
—Lo que tú digas.
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Consecuencias
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Golpe
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Negocio
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Cambios
Rosaura le dice que tiene que hablar con él. Nico se pone nervioso cada vez
que escucha algo así.
—Siéntate, hijo, por favor.
Están solos en el salón del piso, la tele apagada, las persianas bajadas, seis
móviles sobre la mesa, dos fajos de billetes sobre el taquillón de la entrada.
—Tengo que contarte una cosa. Y pedirte algo.
Nunca había visto a su madre así. Parece más segura de sí misma. Es
como si hubiera crecido. Se teme lo peor.
—Tu abuelo, que en paz descanse, ya tiene un sucesor —espeta Rosaura.
La historia de nunca acabar, piensa Nico. Hay cosas que no tienen
solución. El destino del que le hablaba Jess.
—Nos hemos reorganizado. En tiempo récord, como puedes ver. Ah, y en
realidad el sucesor es una sucesora —añade su madre.
Vaya, esto sí que es una novedad. Nico levanta las cejas, interrogándola
con la mirada, instándola a continuar.
—La tía Isidora.
—¿Qué? ¿Estáis locas? ¿La vieja?
—Habla de ella con más respeto, ¿quieres? —le regaña Rosaura—. La tía
no es lo que parece. Su infancia fue terrible, y durante muchos años trabajó
con tu abuelo. Sabe muy bien de qué va todo esto. Es mucho más dura de lo
que crees. Lo va a hacer muy bien. Va a sorprender a todo el mundo, ya lo
verás.
Rosaura habla como si tía Isidora fuera la nueva presidenta del gobierno.
No sabe a quién se refiere cuando dice «todo el mundo», aunque lo imagina: a
los polis, a los mexicanos, a los fieles y a los cabreados. Y puede que incluso
a los hipócritas, como él. Solo que a él le importa un rábano lo que haga la tía
Isidora. Nunca le ha importado menos lo que pasa aquí.
—Bueno, pues ya está, ¿no? —susurra Nico—. Todo sigue igual. Los
Medina siguen en forma.
—No, hijo, de igual nada —salta Rosaura—. Va a haber grandes cambios.
Para empezar, la nueva cúpula está formada solo por mujeres. Yo, tu tía
Manuela, las hijas de tu tío Luis y las de tu tío Pedro, y estamos buscando
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más. Vamos a hacer las cosas de una manera muy diferente. Más femenina,
¿comprendes?
—Pues la verdad es que no mucho.
—Ay, hijo, pues que nosotras tenemos otra manera de hacer las cosas.
Somos más de negociar que de pelearnos. Vamos a intentar ir por las buenas,
siempre que podamos. Establecer alianzas. Llegar a acuerdos.
—Hablas como un político.
—Eso mismo, política. Me gusta la palabra —dice Rosaura—. Y todos los
políticos necesitan sus mediadores. Por eso te necesito.
—¿A mí?
—Quiero que hables con tu prima Jess.
—¿Y por qué no lo haces tú? O tía Manuela.
—A ti te hará más caso, hijo. Con tía Manuela no terminaron del todo
bien. Queremos contar con ella. Es de las mejores. Puede que la mejor.
—¿Contar con ella para qué?
—Tú díselo. Que venga a verme en cuanto pueda. Que confiamos mucho
en ella. Y que estamos dispuestos a pagar muy bien. Ah, y que nos corre
prisa. Mucha.
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Tontolaba
Lo hizo. Hizo lo que su madre le pedía. Por última vez. Habló con Jess. Fue
discreto. Intentó ser convincente. Le dijo todo lo que Rosaura le había pedido
que le dijera. Incluido lo de las prisas y lo del sueldo.
Jess le escuchó hasta el final, muy concentrada en mascar un chicle de
fresa.
—Vaya, no sabía que ahora eras el mensajero de tu madre.
—No soy el mensajero de mi madre —se enfadó él—. Me lo han pedido
como un favor personal.
—Sí, ya. Porque saben que a ti voy a hacerte caso, ¿no?
—Supongo que es por eso, sí.
—Pues les dices que se vayan a la mierda —dijo, como si estuviera
enfadada con él—. Y diles también que lo que están haciendo es una
canallada. Una traición a la familia y al abuelo. Que nunca voy a apoyarlas en
eso, por mucho que me cuenten esa milonga de que ahora las mujeres
mandarán en los negocios. Si su manera de mandar es bajarse las bragas
delante de los mexicanos, convertirse en sus distribuidores, que no cuenten
conmigo. Ni con ninguno de los míos.
—Baja la voz, por favor, Jess. Nos están oyendo.
—¡Pues que nos oigan! Yo no soy una traidora. Y pienso presentar
batalla. Primero lo de los sobres del gili de tío Horacio y ahora esto. ¿Tu
madre cree que soy imbécil o qué? Pues que se preparen, porque nosotros no
somos como ellas. Nosotros no nos casamos con los mexicanos. Vamos a
muerte, como iría el abuelo. Como hizo él tantas veces. Nosotros vamos a por
la cabeza de Ubaldo Cajún.
—No me vas a decir quiénes sois, ¿verdad?
—No, Flojo, claro que no —Jess puso casa de pena—, no puedo. No
puedo porque esto es una guerra, ¿no lo ves? Y en la guerra, cuantas menos
cosas cuentes, mucho mejor. Tú solo ten cuidado de apartarte a tiempo, no te
quedes en medio del fuego cruzado.
La miró como si no la hubiera visto antes. No quería imaginarse las cosas
que su prima sabía y no le contaba. Las cosas que había vivido y se guardaba
para ella. De lo que era capaz.
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—Bueno, siempre supe que acabarías pasándote al bando de los malos,
Jess.
—Ay, Flojo, no seas tontolaba. —Jess se le acerca, le acaricia la mejilla
con sus manos pequeñas y tibias, le mira con dulzura—. Nosotros nacimos en
el bando de los malos. ¿Recuerdas lo que te dije una vez? Defenderse o morir.
Pues eso.
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Gracia
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remedio que seguir la fiesta juntos y sin ellos. Pasamos toda la noche bailando
y bebiendo. Tu madre era muy guapa. Y bailaba muy bien. Y tenía una
personalidad especial. Me enamoré de ella al segundo baile. Supongo que ella
también de mí, aunque lo negará mientras le quede un aliento de vida. —Se
quedó callado, con la mirada perdida, como si rebobinar la cinta de su vida le
pusiera muy triste—. En ese momento, claro, yo no sabía quién era. No sabía
quién era su familia. No había tenido contacto con ese mundo jamás. No me
enteré bien de a qué se dedicaba su padre hasta que ya estábamos casados. A
partir de ese momento, solo pensé en largarme.
—¿Por qué te instalaste en el barrio si no querías estar allí?
Oskar miró a su hijo con tristeza infinita.
—¿Tú crees que tuve elección? —respondió Oskar—. ¿La tienes tú?
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Futuro
T
—¿ ú cómo te ves dentro de veinte años? —le preguntó Jess una vez,
cuando aún podían hablar de todo y no había secretos entre ellos. Cuando aún
pertenecían al mismo bando, fuera el que fuera.
—¿Veinte años? Tendré… ¡treinta y dos años! Uf, no lo imagino.
—¿No imaginas nada?
—No.
—Pues yo sí. Yo te imagino casado, con dos hijos y viviendo lejos del
barrio. Y feliz. Y tan repelente como ahora.
—Vaya. —Se quedó un momento en silencio, le gustaba el futuro que
Jess imaginaba para él—. ¿Y tú? ¿Cómo te imaginas tú dentro de veinte años?
—¿Yo? ¿De verdad quieres que te lo diga?
—Claro. Para eso te lo pregunto.
—Muerta. Creo que dentro de veinte años ya no estaré aquí.
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Merche
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aunque no se lo dijo), muy pronto iba a estallar una guerra que traería
consecuencias graves, aunque por ahora fuera imposible predecirlas.
—Queremos ofrecerte protección —dijo, al fin, bajando un poco la voz.
—¿Queréis?
—Mi superior, el sargento Roig, y todo mi departamento. Y yo, por
supuesto. —Hizo una pausa—. Creemos que estás en grave peligro y que
deberías irte del barrio. Al menos durante una temporada. ¿Tienes algún lugar
adonde ir? Porque si no, nosotros podemos proporcionarte alguna solución
provi…
—No pasa nada. Ya me espabilo —dijo Nico, que no podía estar más
sorprendido.
—¿Has oído hablar del programa de protección de testigos? —le preguntó
Merche. Nico negó con la cabeza—. Puedes acogerte a él. Es un plan
especialmente pensado para personas como tú, vulnerables, pertenecientes a
entornos problemáticos. El nombre mismo lo dice. Te protegeríamos por
distintos medios. Una identidad falsa, durante un tiempo. Vigilancia especial.
Estaríamos pendientes de ti, de que no te ocurriera nada. Hasta que te dejaran
en paz y pudieras llevar una vida normal. Tengo entendido que quieres
estudiar en la universidad, ¿verdad?
—Sí.
—Pues nos encargaríamos de que puedas hacerlo en paz. —Merche
sonrió. Su sonrisa inspiraba confianza.
—¿Y todo eso a cambio de qué? —Nico se rasca el cogote despacio.
—De que colabores con nosotros. De que nos cuentes lo que has oído, lo
que has visto. En un caso así, cualquier pequeño detalle puede ser de gran
ayuda. Incluso los que parezcan más insignificantes. Creo que estamos en el
mismo bando, Nicolás. ¿No te parece? Si tienes preguntas, o cualquier cosa
que decirme, aprovecha este momento.
Solo se le ocurrió decir:
—¿Podrías llamarme Nico, por favor?
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Padre
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Ocho
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decía la noticia— es que la navaja tenía el mango rosa, lo cual hacía pensar
que su asesina podía ser en realidad una mujer, aunque la policía no había
detenido a nadie. Los vecinos de la exclusiva zona de los Jardines del
Pedregal de San Ángel no habían visto a nadie sospechoso.
Unos veinte días después del asesinato, su prima Jess fue detenida en el
aeropuerto de Barajas, en Madrid, cuando intentaba meter en España ocho
kilos de cocaína en el doble fondo de una maleta. Durante su detención y el
juicio posterior, Jess no dejó de decir que la droga no era suya y que le habían
tendido una trampa. Se negó a colaborar con la policía. Le cayeron cuatro
años de cárcel.
Con ella viajaba un ciudadano holandés de origen sirio a quien la Interpol
buscaba desde hacía años, y que también fue detenido. Su nombre eras
Marcus Ziani, aunque solía usar ocho nombres más, todos falsos. Formaba
parte de la organización de sicarios más importante del mundo, radicada en
Ámsterdam, una de las capitales internacionales de la droga. La relación entre
Jess Medina y Marcus Ziani se desconocía por completo.
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EPÍLOGO:
DESTINO
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Aunque ha pasado bastante tiempo, a Nico siguen sin gustarle las
cárceles. Espera a que la puerta deje de quejarse y que el guardia le dé el
aviso de que puede pasar. Jess le espera en la sala destinada a las visitas
familiares, repiqueteando en la mesa con los dedos de las dos manos. Cuando
le ve, se levanta, va hacia él, le da un abrazo.
—Qué alegría verte, Flojo. Jo, qué cambiado estás.
Ella sí está cambiada. Lleva un tatuaje en el dorso de la mano derecha
(una rosa de los vientos) y otro en la nuca (una estrella de ocho puntas). En la
cárcel le han obligado a quitarse los piercings, pero llevaba dos en cada oreja,
uno en la nariz y otro en la lengua (los agujeros son visibles). Está un poco
más llenita, lleva el pelo muy corto y ni un gramo de maquillaje.
—Jo, qué cara de susto has puesto. ¿Tan fea estoy?
—Qué va —responde él, mientras se rasca el cogote con furia.
Se sientan.
—¿Cómo estás? —pregunta Nico.
—Mejor que nunca —miente Jess—. Contando lo que me queda para
salir. Ya solo son tres años, once meses y diecisiete días, ¡pasarán volando, ya
verás! Por cierto, has venido enseguida. Pensaba que no te gustaban las
cárceles.
—Eso era antes de que tú estuvieras en una. ¿Y tienes pensado qué vas a
hacer cuando salgas?
Ni lo piensa:
—Pues nada, lo de siempre.
—Ajá.
—Tendré veinte años. Podré hacer de todo.
—Como si no lo hubieras hecho desde que naciste.
—¿Y tú? ¿Cómo te ves dentro de cuatro años?
—No empieces.
—Por lo pronto, en la universidad.
—Eso, seguro.
—Y con novia.
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—Huy.
—¿Sabes algo del barrio?
—Nada.
—Mejor para ti.
Un silencio compartido, pero no incómodo. Lo rompe Jess para decir:
—Venga, dime eso que estás pensando.
—¿Y qué estoy pensando?
—Hazme todas las preguntas que quieras.
—¿Sobre qué?
—O suéltame un sermón de persona sensata, del tipo «Deja de meterte en
líos, Jess, tienes que dedicarte a algo decente, abandonar la vida delictiva, no
mezclarte con esos tíos con los que vas, ser una persona como todas y no una
especie de hija del demonio» y cosas así.
—¿Por qué tendría que hacer eso? ¿No habíamos quedado en que yo no
me metía en tu vida? Eres mayorcita.
Jess sonríe. Por un momento parece que se le va a escapar una lágrima,
pero no. Ella no sabe llorar.
—Además —añade Nico—, yo creo que el demonio en algún momento
fue bueno.
—Sí, ya. ¿Y eso qué significa, Flojo? No me dirás que apruebas lo que
hago.
—No. Pero no necesito aprobar lo que haces para quererte a rabiar.
—Entonces, ¿vendrás a verme a todas las cárceles en las que me metan?
—Sí, claro —responde él, y ya no sabe si están hablando en serio o en
broma—. Pero procura que por lo menos estén en Europa, porfa.
—Hecho.
—Pues ya está.
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Nota de la autora
y agradecimientos
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por qué ocurren las cosas. Lo único que sé es que quiero que sigan
ocurriendo. Y que con vuestra complicidad, así será.
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No mires nunca de dónde vienes, sino adónde vas.
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CARE SANTOS (Mataró, Barcelona, 1970). Autora de una extensa
producción literaria que comprende ocho novelas, siete libros de relatos y un
buen número de libros para jóvenes y niños, campo en la que es una de las
autoras más leídas de nuestro país. Ha obtenido el Premio de Novela Ateneo
Joven de Sevilla (1998), el Finalista del Premio Primavera de Novela (2007),
el Gran Angular o el Edebé de Narrativa para Jóvenes, entre otros. Entre sus
títulos destacan Habitaciones cerradas (Planeta, 2011), El aire que respiras
(Planeta, 2013), Los que rugen (Páginas de Espuma, 2009), Pídeme la Luna o
El anillo de Irina, entre otros. Su obra ha sido traducida a 18 idiomas,
incluyendo el francés, alemán, italiano, holandés, turco, polaco y coreano. Es
colaboradora habitual de diversos medios de comunicación, crítica literaria
del suplemento El Cultural de el diario El Mundo y codirectora de la
plataforma La tormenta en un vaso.
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Notas
Página 153
[1]
Estos personajes, en especial Ben, centran la trama de la novela del mismo
nombre, Ben, quien también es parte fundamental de la trama de Mentira <<
Página 154
[2] Las circunstancias de la muerte de Kevin se cuentan en la novela Verdad.
<<
Página 155
[3] La historia de Merche se cuenta en las novelas Mentira, Verdad y Miedo
<<
Página 156
[4]Más detalles sobre este golpe y sus consecuencias son parte de la trama de
la novela Miedo <<
Página 157