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038-115020-La reina de cristal III_CS5.

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ana alonso y
javier pelegrín

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© Ana Alonso y Javier Pelegrín, 2014
Agencia Literaria Sandra Bruna

© de esta edición: Edebé, 2014


Paseo de San Juan Bosco 62 (08017 Barcelona)
www.edebe.com
Atención al cliente: 902 44 44 41
contacta@edebe.net

Directora de Publicaciones Generales: Reina Duarte


Diseño de la colección: BOOK&LOOK

Primera edición: septiembre 2014

ISBN 978-84-683-1276-7
Depósito Legal: B. 11.147-2014
Impreso en España
Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación


de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excep-
ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
91 702 19 70 / 93 272 04 45).

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capítulo 1

«Majestad». Esa es la forma en la que todos se dirigen a mí


desde que Ode me trajo a Asura para ocupar el trono de los
decios. Ni siquiera él me llama por mi nombre. Hace tantas
semanas que no lo oigo que a veces tengo que repetírmelo
mentalmente para no olvidarme de quién soy.
Kira, me llamo Kira... y soy la reina de un pueblo que me
odia.
Supongo que tienen sus razones. Yo desperté el poder dor-
mido de sus fuentes sagradas, y las fuentes despertaron a los mal-
ditos, que vivían como sonámbulos entre el resto de los decios,
despreciados por todos e incapaces de comprender los dones
que los hacían diferentes. Pero eso ha cambiado; yo lo he cam-
biado. Ahora, los malditos han recuperado el control de sus do-
nes, y los están utilizando para vengarse de sus compatriotas. Sus
continuos ataques a ciudades y aldeas han sembrado el caos por
todo el país.
Nada de esto habría sucedido si Edan no me hubiese traído
a Decia. Él nunca imaginó que el despertar de las fuentes pu-
diese acarrear consecuencias tan graves para el reino. Solo

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LA REINA DE CRISTAL - III

pensaba en la riqueza que las aguas traerían, en los desiertos


convertidos en vergeles, en una nueva época de prosperidad
para todos. Se equivocó... Pero ya no tiene remedio.
Ahora, hasta Edan me odia. Él y sus hombres se han refu-
giado en las montañas del norte, y corren rumores de que pla-
nean un asalto a la capital. Su hermana Moira le apoya. Ambos
creen que yo debería abdicar y renunciar al trono. Soy una ex-
tranjera, nadie me quiere aquí. Me consideran una usurpadora.
Sin embargo, no lo soy. Soy la viuda del rey Kadar. No me
plegué a sus deseos cuando él vivía, pero no pienso fallarle aho-
ra. Él dejó muy claro en su testamento que, en caso de que algo
le ocurriera, yo debía convertirme en su sucesora. Nadie aquí
parece comprender sus razones; a veces ni yo misma las com-
prendo. Otras veces llego a entrever lo que Kadar quería para
Decia. Él creía en mí; creía en mi poder para curar las heridas
que dividen a los decios. Pensaba que, si alguien podía conse-
guirlo, era yo. Y aunque solo sea por esa fe que puso en mí, yo
quiero intentarlo. Voy a intentarlo contra viento y marea.
Soy consciente de que no puedo lograrlo sola. Para cam-
biar el rumbo de este país necesito aliados, aliados decios. Los
estoy buscando... No quiero precipitarme. Sé que los cortesa-
nos que me rodean son hipócritas. Me ponen buena cara, me
sonríen y me hacen reverencias. Sin embargo, interiormente
muchos desearían verme muerta. Aun así, necesito elegir a al-
gunos de ellos para que me ayuden y conseguir la paz. Y para
eso, lo primero que tengo que hacer es ganármelos.
Al principio pensé en utilizar mi don para impresionarlos,
quizá también para lograr que me temiesen. Luego, reflexio-
nando, me di cuenta de que ese no era el mejor camino para
ganarme su confianza. No necesito recordarles lo diferente que
soy de ellos, lo extraños que son mis dones. Eso ya lo saben...
Lo que deben comprender es que, a pesar de ser una hidria que
llegó a este país como rehén, ahora formo parte de él. Tienen

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que verme como a una reina decia, porque eso es lo que soy.
Hydra es solo pasado para mí. En mi aldea, de niña, nunca fui
feliz. Después, en Argasi, me sentí siempre como una prisione-
ra. No tengo nada en Hydra que me haga soñar con volver. Mi
familia me cree muerta. Renunciaron a mí hace mucho... y yo
a ellos.
En Hydra solo me querían para usarme como un arma.
Aquí, en cambio, es mucho lo que puedo hacer para mejorar la
vida de la gente. Todavía no he despertado el poder de todas
las fuentes sagradas. Cuando las ocho fuentes vuelvan a manar,
Decia recuperará el esplendor de hace siglos.
Y para eso, antes debo resolver el conflicto con los maldi-
tos. No va a resultar fácil.
Sin embargo, hoy, después de muchas semanas de búsque-
da, creo que he encontrado la solución que necesito.
Tal y como esperaba, la he hallado en la biblioteca de pala-
cio. Cada día me refugio en ella durante la mayor parte de la
mañana para estudiar viejos manuscritos del archivo de la co-
rona. El archivero real, Sir Waldo de Laramor, me escolta cada
día mientras yo rebusco en cofres, estanterías y armarios, a la
caza de algún códice o pergamino que pueda ayudarme a com-
prender mejor la historia de Decia.
Son muchos los documentos que he leído ya. En uno de
ellos descubrí, por ejemplo, que las antiguas reinas decias
siempre vestían ropas de color verde mar, como símbolo del
respeto de los decios a las aguas sagradas. Decidí entonces
adoptar esa costumbre y encargué varios vestidos de ese color,
ante el asombro y la incredulidad de mis damas, que no lo con-
sideraban apropiado para mi cargo.
Cuando les expliqué el motivo de mi elección, se quedaron
aún más sorprendidas.
—La difunta reina siempre vestía de blanco y dorado —me
aseguró Freyda, la más anciana—. Nunca la vi llevar ningún

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LA REINA DE CRISTAL - III

otro color. Si esa costumbre existía, debió de ser hace mucho,


en los tiempos antiguos.
—Tal vez se perdió cuando las fuentes se secaron. Por eso,
ahora que han vuelto a manar, siento que mi deber es recupe-
rar esa antigua tradición —expliqué—. Que mis ropas mues-
tren el respeto que siento hacia las aguas sagradas... Eso es lo
único que pretendo.
El incidente de los vestidos verde mar me hizo compren-
der un hecho muy curioso; y es que la mayoría de los decios,
incluyendo a los que viven en la corte, saben muy poco acerca
de su pasado. Con razón han cometido tantos errores en los
últimos años. Si se hubiesen molestado en leer estos documen-
tos, quizá se habrían dado cuenta antes del peligro que repre-
sentaba para ellos ignorar a las fuentes sagradas y reprimir a
los malditos.
Sin embargo, ese es un error que yo no pienso cometer.
Una de las ventajas de ser la reina es precisamente el acceso
a todos los documentos del archivo que mi posición me brinda.
Desde mi primera entrevista con Waldo, me mostré decidida a
sacar el mejor partido de ese privilegio. Vi entonces un destello
burlón en sus ojos, y me di cuenta de lo que significaba: Waldo
creía que aquella obsesión con los viejos legajos del archivo no
iba a ser más que un capricho pasajero. Desde el primer mo-
mento se puso a mi servicio y acató mis órdenes sin cuestio-
narlas, pero a medida que los días pasaban y mis exigencias
iban aumentando, su desagrado se fue haciendo cada vez más
evidente. Sin llegar a protestar, Waldo empezó a desatender al-
gunas de mis peticiones, y cuando yo insistía, me contestaba
con excusas vagas y absurdas.
Podría haberle castigado por su insubordinación y su
falta de respeto, pero decidí no hacerlo. Si hay alguien a
quien necesito a mi lado en esta corte, es a Waldo. Él es el
único que me puede ayudar a interpretar el verdadero signi-

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ficado de todos esos documentos sobre leyes y costumbres


antiguas.
Por ese motivo, he soportado hasta hoy sus malos modos
con toda la paciencia del mundo. Paciencia que él ha interpre-
tado como debilidad, estoy segura.
Esta mañana, sin embargo, su actitud ha cambiado. Y
creo que se debe a la importancia del hallazgo que hemos he-
cho. Él también estaba excitado con el descubrimiento, aun-
que al principio intentase mostrarse indiferente. Al fin y al
cabo, Waldo es el bibliotecario de la corte, el responsable últi-
mo de los archivos reales de Decia. Los viejos textos le apasio-
nan... y, en esta ocasión, eso ha podido más que su desprecio
hacia mí.
El documento estaba metido en un viejo códice sobre
plantas medicinales, cosido junto con las otras páginas del ma-
nual. No obstante, bastaba una ojeada superficial para notar,
por el color más amarillento del pergamino y el tono descolo-
rido de la tinta, que se trataba de un documento más antiguo.
Alguien lo había escondido a propósito entre las páginas del
manual de botánica... ¿Por qué?
Si querían que el documento no se descubriese nunca, po-
drían haberlo destruido. Y no obstante, decidieron guardarlo.
¿Cuál podía ser la razón?
Tal vez el que lo ocultó pensaba que era un documento
importante, pero también peligroso.
Bajo la atenta mirada de Waldo, que permanecía en pie un
poco por detrás de mi escritorio, comencé a leer el contenido
del antiguo pergamino.
No tardé mucho en darme cuenta de que se trataba de un
antiguo decreto real. Tenía el sello de un tal Biord, un antepa-
sado de Kadar y de Edan que reinó en Decia hace tres siglos.
Estaba escrito en un lenguaje arcaico, más parecido a la
lengua de Hydra que al actual dialecto de los decios. La escri-

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tura era lo bastante clara como para permitirme comprender


sin ayuda la mayor parte de las frases.
Un escalofrío recorrió mi espalda cuando, en el primer pá-
rrafo, descubrí que se refería a los malditos.
Rápidamente recorrí con los ojos las restantes líneas del
documento. Al darme cuenta de su importancia, regresé al
principio y comencé a leerlo más despacio.
El texto decía así:

A todos los habitantes de Decia.


Han llegado a nuestros oídos penosas historias en relación
con las persecuciones que en algunas aldeas están sufriendo los
elegidos de las fuentes. Se me ha informado de que hordas de
campesinos descontentos persiguen a estas pobres gentes porque
las consideran malditas. Es esta una acusación injusta y cruel
que atenta contra los principios fundamentales de nuestro pueblo.
Cuando la dama Ilenya, madre de las fuentes, otorgó el tro-
no a mis antepasados, lo hizo a cambio de una promesa: que sus
gentes vivirían entre nosotros sin sufrir daño alguno. Hace siglos
que la sangre de aquellos hombres se mezcló con la nuestra, y sus
descendientes son ahora tan decios como cualquiera de nosotros.
Prometimos aceptarlos cuando aceptamos el regalo de las aguas
sagradas, y no debemos olvidar dicha promesa.
Ahora que las fuentes han enfermado, todos nos pregunta-
mos de quién es la culpa. Puesto que no lo sabemos, no debemos
tomar decisiones precipitadas y castigar como si fueran culpa-
bles a aquellos que tal vez tengan el destino de las fuentes en sus
manos. Es una injusticia y una insensatez. Y la Corona perse-
guirá con todo el rigor de su poder a quienes incumplan este de-
creto.
Yo, Biord de Decia, proclamo desde este día que los crímenes
contra los elegidos de las aguas serán castigados como críme-
nes de Estado, y ordeno que todos los bienes confiscados a estas

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gentes por las autoridades locales sin el conocimiento del rey les
sean devueltos de inmediato. Establezco asimismo que un tribu-
nal especial presidido por el rey y sus consejeros se encargue de
juzgar los delitos de estas gentes, después de oír a los acusadores
locales y a los abogados de la defensa, con el fin de garantizarles
un juicio justo y conforme a las leyes de nuestro pueblo. Si algún
tribunal menor ignora esta orden y se atreve a decidir en las
denuncias contra los elegidos, que todo el peso de la justicia real
caiga sobre los infractores.
Yo, Biord de Decia, con mi rúbrica y mi sello garantizo la
entrada en vigor de este decreto.

En cuanto terminé de leer por segunda vez el viejo perga-


mino, me volví a mirar a Waldo.
—¿Conocíais la existencia de este documento? —le pre-
gunté.
El bibliotecario echó una ojeada a las líneas de tinta desco-
lorida por encima de mi hombro.
—No, no lo conocía —admitió después de un breve si-
lencio.
—Necesito que me deis vuestra opinión. Por favor, leedlo
tranquilamente. Como experto, ¿pensáis que este documento
es auténtico?
Waldo ocupó mi lugar en el escritorio y se concentró en la
lectura del pergamino. Tardó menos de un minuto en pronun-
ciar su veredicto.
—Sí, es auténtico —dijo, mirándome con sus inteligentes
ojos verdes.
Asombrada por la rapidez de su respuesta, le sostuve unos
instantes la mirada. Nunca antes había reparado en la contra-
dicción que encierran sus rasgos. Con su cabeza rasurada y su
forma de encorvarse levemente al andar, Waldo me había pa-
recido siempre un hombre viejo. Sin embargo, en aquella mi-

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rada latía todo el vigor mental y físico de un hombre en la ple-


nitud de sus fuerzas.
—No esperaba que me contestaseis eso —le dije—. No es-
peraba que estuvieseis dispuesto a admitir la validez de un do-
cumento que probablemente va contra vuestras opiniones
acerca de los malditos.
—En efecto, así es. Va contra mis opiniones y contra mis
deseos.
—Entonces, ¿por qué habéis contestado tan deprisa? ¿Por
qué no habéis...?
—¿Mentido? —preguntó Waldo, terminando la pregunta
por mí—. No acostumbro a mezclar la mentira en mi trabajo.
Un archivero es un guardián de las verdades escritas... Preser-
var esas verdades, por incómodas que sean, es una de las obli-
gaciones de mi cargo.
—Me alegro de que así sea —le aseguré con toda sinceri-
dad—. Porque este documento va a cambiarlo todo, no sé si os
dais cuenta. Si nadie lo ha derogado nunca, significa que sigue
en vigor... y podré usarlo para detener las revueltas.
—Vos sois la reina —me contestó Waldo arqueando burlo-
namente las cejas—. No necesitáis ningún viejo decreto para
hacer vuestra voluntad, podéis emitir los vuestros propios.
—Que serían recibidos con hostilidad por la mayor parte
de la población. No, creedme, Waldo, esto es mucho mejor. Un
antiguo decreto de la monarquía decia. Nadie se atreverá a
cuestionarlo.
—Eso será si aceptan su autenticidad.
—La aceptarán. Vos les convenceréis para que lo hagan.
Waldo entrecerró levemente sus fríos ojos claros.
—¿Y por qué iba a hacer yo eso?
—Porque desde este instante os nombro consejero privado
de la reina, y os ordeno que seáis vos quien hagáis pública la
aparición de este pergamino. No mencionéis mi presencia en

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la biblioteca para nada. A partir de este instante, todo queda en


vuestras manos. ¿Me ayudaréis?
Waldo se encogió de hombros con un esbozo de sonrisa.
—¿Por qué no? —dijo—. Solo soy un humilde archivero. Y
según tengo entendido, el puesto de consejero privado de la
reina va acompañado de una abultada asignación económica.
¿Es así?
—Supongo —dije—. Entonces, ¿eso significa que aceptáis
el cargo?
—Sí, lo acepto. Pero que conste que solo lo hago movido
por mi infinito amor a la verdad.

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