Eclessia Eucharistia
Eclessia Eucharistia
Eclessia Eucharistia
La Encíclica de Su Santidad Juan Pablo II que profundiza en la Eucaristía como centro de la vida
cristiana.
CARTA ENCÍCLICA
ECCLESIA DE EUCHARISTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe,
sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se
realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: « He aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del
pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad
única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su
peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de
confiada esperanza.
Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y cima de
toda la vida cristiana ».1 « La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la
Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio
del Espíritu Santo ».2 Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en
el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.
2. Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de
Jerusalén, donde, según la tradición, fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el
lugar de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y
lo dio a los discípulos diciendo: « Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz
del vino y les dijo: « Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la
alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los
pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió
repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced esto en conmemoración mía » (Lc 22,
19), las palabras pronunciadas por Él hace dos mil años.
Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que
salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al
final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo.
En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium
eucharisticum.
3. Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía, que es el sacramento por
excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde
las primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: « Acudían
asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2,
42). La « fracción del pan » evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo
aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos
del alma se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última
Cena y después de ella. La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los
acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús
que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los
Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos
de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal
y « su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22, 44). La sangre, que
poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico,
comenzó a ser derramada; su efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en
instrumento de nuestra redención: « Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró en
el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia
sangre, consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12).
4. La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su «hora»:
«¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27).
Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono:
«¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación »
(Mt 26, 40-41). Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a las piadosas mujeres. La
agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la agonía de la Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la
hora de la redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la tumba de Jesús, en Jerusalén,
se retorna de modo casi tangible a su « hora », la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel lugar y a
aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad
cristiana que participa en ella.
«Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los
muertos». A las palabras de la profesión de fe hacen eco las palabras de la contemplación y la
proclamación: «Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependit. Venite adoremus». Ésta es la
invitación que la Iglesia hace a todos en la tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto
durante el tiempo pascual para proclamar: «Surrexit Dominus de sepulcro qui pro nobis pependit in
ligno. Aleluya».
5. «Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe!». Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los
presentes aclaman: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!».
Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión,
revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en
Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su
formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar
es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y «concentrado» para siempre
en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del
misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduum y el
transcurrir de todos los siglos.
Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la
Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una «capacidad» verdaderamente enorme, en
la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar
siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al
ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del
Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice:
«Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será
derramada por vosotros». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a
disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en
generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.
6. Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este «asombro» eucarístico, en continuidad con la
herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con
su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo
con María, es el «programa» que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a
remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización.
Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes
presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del
Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo
tiempo, «misterio de luz».3 Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo
la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron»
(Lc 24, 31).
7. Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado siempre para el Jueves Santo, día
de la Eucaristía y del Sacerdocio, un signo de particular atención, dirigiendo una carta a todos los
sacerdotes del mundo. Este año, para mí el vigésimo quinto de Pontificado, deseo involucrar más
plenamente a toda la Iglesia en esta reflexión eucarística, para dar gracias a Dios también por el don de
la Eucaristía y del Sacerdocio: « Don y misterio ».4 Puesto que, proclamando el año del Rosario, he
deseado poner este mi vigésimo quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no
puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el « rostro eucarístico » de Cristo,
señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De este
«pan vivo» se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre
una renovada experiencia?
El Concilio Vaticano II, aunque no publicó un documento específico sobre el Misterio eucarístico, ha
ilustrado también sus diversos aspectos a lo largo del conjunto de sus documentos, y especialmente en
la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la Constitución sobre la Sagrada
liturgia Sacrosanctum Concilium.
Yo mismo, en los primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra de Pedro, con la Carta
apostólica Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980),8 he tratado algunos aspectos del Misterio
eucarístico y su incidencia en la vida de quienes son sus ministros. Hoy reanudo el hilo de aquellas
consideraciones con el corazón aún más lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a la palabra
del Salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre» (Sal 116, 12-13).
10. Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un crecimiento en el seno de la
comunidad cristiana. No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas
para una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo Sacrificio del altar.
En muchos lugares, además, la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una
importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los
fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de
Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos
positivos de fe y amor eucarístico.
Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un
abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos
eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este
admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico.
Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un
encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial,
que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la
eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo
generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la
Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don
demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones.
Confío en que esta Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y
prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su
misterio.
CAPÍTULO I
MISTERIO DE LA FE
11. «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de
su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en
que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte
del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que
se perpetúa por los siglos.9 Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el
pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: «Anunciamos tu
muerte, Señor».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos,
aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en
su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues «todo
lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina
así todos los tiempos...».10
12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del
Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «Éste es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi
sangre», sino que añadió «entregado por vosotros... derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). No
afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó
su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la
cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. «La misa es, a la vez e inseparablemente, el
memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión
en el Cuerpo y la Sangre del Señor».13
13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y
no sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como
alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf.
Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún,
de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre:
«sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo
“obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e
inmortal en la resurrección».18
Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la
Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a
todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y
cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella».19
14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la
aclamación del pueblo después de la consagración: « Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el
sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también
el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace
en la Eucaristía «pan de vida» (Jn 6, 35.48), «pan vivo» (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los
neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: «Si hoy Cristo está en ti,
Él resucita para ti cada día».20 San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los
santos Misterios «es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la
vida por nosotros y para beneficio nuestro».21
15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su
resurrección, implica una presencia muy especial que –citando las palabras de Pablo VI– «se llama
“real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es
sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro».22 Se
recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: «Por la consagración del pan y del vino
se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro,
y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y
convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica».23 Verdaderamente la
Eucaristía es «mysterium fidei», misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en
la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. «No veas –
exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha
dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran
otra cosa».24
«Adoro te devote, latens Deitas», seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de
amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos,
esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla.
Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio
crítico del pensamiento con la «fe vivida» de la Iglesia, percibida especialmente en el «carisma de la
verdad» del Magisterio y en la «comprensión interna de los misterios», a la que llegan sobre todo los
santos.25 La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: «Toda explicación teológica que intente
buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que
en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después
de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están
realmente delante de nosotros».26
16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y
la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los
fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su
cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón
de los pecados» (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha
enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). Jesús mismo nos
asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La
Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por
primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a
recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del
Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un
alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6, 55).
17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san
Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come
con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En
efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente».27 La Iglesia pide este don
divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina
Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu
sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del alma, remisión de los
pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos».28 Y, en el Misal
Romano, el celebrante implora que: «Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su
Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu».29 Así, con el don de su cuerpo
y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso
como «sello» en el sacramento de la Confirmación.
18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye opor- tunamente
manifestando la proyección escato- lógica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26):
«... hasta que vuelvas». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por
Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura».30
En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo».31 Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá
para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al
hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección
corporal al final del mundo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le
resucitaré el último día» (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del
Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la
Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía
definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte».32
19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia
celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se
recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro
Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un
aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del
Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: «La
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). La Eucaristía es
verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén
celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.
20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso
a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada
uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un «cielo nuevo» y una
«tierra nueva» (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de
responsabilidad respecto a la tierra presente.33 Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo
milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de
su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un
mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia
de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los
pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir,
además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado », donde los más débiles, los más
pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que
brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la
Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada
por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución
de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del «lavatorio de los pies», en el
cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte,
califica como «indigno» de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace
en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11, 17.22.27.34).34
Anunciar la muerte del Señor «hasta que venga» (1 Co 11, 26), comporta para los que participan en la
Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo
«eucarística». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de
transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración
eucarística y de toda la vida cristiana: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
CAPÍTULO II
LA EUCARISTÍA EDIFICA LA IGLESIA
21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de
crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo
presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios»,35 como queriendo
responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la
cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención.
El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que
forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17)».36
Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan
que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20;
Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles «fueron la semilla
del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada».37 Al ofrecerles como alimento su
cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas
horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la
aspersión con la sangre,38 los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva
comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.
Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella
todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel
momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el
Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis,
hacedlo en recuerdo mío» (1 Co 11, 24-25; cf. Lc 22, 19).
22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida
continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena
mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a
Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros:
«Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma
vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el
discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4).
23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San
Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe
a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-
17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el
cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos
cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de
muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad
desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos
recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo».42 La argumentación es terminante: nuestra
unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la
unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en
el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).
La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su
constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la
Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo
sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que
participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos».43 La Iglesia es reforzada por el
divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.
24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada
plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la
experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles
que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del
cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».44
A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada
en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de
Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.
Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25),
palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo
por el «arte de la oración»,48 ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en
conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el
Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia
y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!
Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el
Magisterio.49 De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió:
«Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los
sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros».50 La Eucaristía es un tesoro
inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibílidad
de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de
contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio
ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el
que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.
CAPÍTULO III
APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA Y DE LA IGLESIA
26. Como he recordado antes, si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce
que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar
al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano,
la confesamos «una, santa, católica y apostólica». También la Eucaristía es una y católica. Es también
santa, más aún, es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención
principalmente a su apostolicidad.
27. El Catecismo de la Iglesia Católica, al explicar cómo la Iglesia es apostólica, o sea, basada en los
Apóstoles, se refiere a un triple sentido de la expresión. Por una parte, «fue y permanece edificada
sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20), testigos escogidos y enviados en misión por el
propio Cristo».51 También los Apóstoles están en el fundamento de la Eucaristía, no porque el
Sacramento no se remonte a Cristo mismo, sino porque ha sido confiado a los Apóstoles por Jesús y
transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los
siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor.
El segundo sentido de la apostolicidad de la Iglesia indicado por el Catecismo es que «guarda y
transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas
palabras oídas a los apóstoles».52 También en este segundo sentido la Eucaristía es apostólica, porque
se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. En la historia bimilenaria del Pueblo de la nueva
Alianza, el Magisterio eclesiástico ha precisado en muchas ocasiones la doctrina eucarística, incluso en
lo que atañe a la exacta terminología, precisamente para salvaguardar la fe apostólica en este Misterio
excelso. Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así.
28. En fin, la Iglesia es apostólica en el sentido de que «sigue siendo enseñada, santificada y dirigida
por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral:
el colegio de los Obispos, a los que asisten los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo
Pastor de la Iglesia».53 La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el
sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de
ordenaciones episcopales válidas.54 Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y
pleno.
La Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto, como enseña el Concilio
Vaticano II, los fieles «participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real»,55
pero es el sacerdote ordenado quien «realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo
ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo».56 Por eso se prescribe en el Misal Romano que es
únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a
ella con fe y en silencio.57
29. La expresión, usada repetidamente por el Concilio Vaticano II, según la cual el sacerdote ordenado
«realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico»,58 estaba ya bien arraigada en la
enseñanza pontificia.59 Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, in persona Christi «quiere
decir más que “en nombre”, o también, “en vez” de Cristo. In “persona”: es decir, en la identificación
específica, sacramental con el “sumo y eterno Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal de su
propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie».60 El ministerio de los
sacerdotes, en virtud dal sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo,
manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la
asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al
sacrificio de la Cruz y a la Última Cena.
La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente
asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está
capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don que recibe a través de la sucesión
episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante
el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía. Pues « el Misterio eucarístico
no puede ser celebrado en ninguna comunidad si no es por un sacerdote ordenado, como ha enseñado
expresamente el Concilio Lateranense IV.61
30. Tanto esta doctrina de la Iglesia católica sobre el ministerio sacerdotal en relación con la
Eucaristía, como la referente al Sacrificio eucarístico, han sido objeto en las últimas décadas de un
provechoso diálogo en el ámbito de la actividad ecuménica. Hemos de dar gracias a la Santísima
Trinidad porque, a este respecto, se han obtenido significativos progresos y acercamientos, que nos
hacen esperar en un futuro en que se comparta plenamente la fe. Aún sigue siendo del todo válida la
observación del Concilio sobre las Comunidades eclesiales surgidas en Occidente desde el siglo XVI
en adelante y separadas de la Iglesia católica: «Las Comunidades eclesiales separadas, aunque les falte
la unidad plena con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por defecto
del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico,
sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la
comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa».62
Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados,
deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una
ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un
testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia la plena unidad visible. De manera
parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de
la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas Comunidades
eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico. Estas celebraciones y encuentros, en sí
mismos loables en circunstancias oportunas, preparan a la deseada comunión total, incluso eucarística,
pero no pueden eemplazarla.
El hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo a los Obispos y a los
presbíteros no significa menoscabo alguno para el resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión
del único cuerpo de Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos.
31. Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal.
Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía «es la principal y
central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la
institución de la Eucaristía y a la vez que ella».63
Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales
y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el
gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el
vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta –añade el Concilio– «brota, sobre todo, del
sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero».64 Se entiende,
pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del
mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, «la
cual, aunque no puedan estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la
Iglesia».65 De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva,
encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía
espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así
verdaderamente eucarística.
Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su
puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las
vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero
también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la
promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un
ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a
menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el
corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio.
32. Toda esto demuestra lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la situación de una comunidad
cristiana que, aún pudiendo ser, por número y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de
un sacerdote que la guíe. En efecto, la parroquia es una comunidad de bautizados que expresan y
confirman su identidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere
la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi. Cuando
la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que
continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus
hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la
gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales,
mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote.
El hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista sacramental ha de
impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor fervor que el Señor «envíe obreros a su
mies» (Mt 9, 38); y debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral vocacional, sin
ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten una reducción de las cualidades morales y
formativas requeridas para los candidatos al sacerdocio.
33. Cuando, por escasez de sacerdotes, se confía a fieles no ordenados una participación en el cuidado
pastoral de una parroquia, éstos han de tener presente que, como enseña el Concilio Vaticano II, « no
se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la
sagrada Eucaristía ».66 Por tanto, considerarán como cometido suyo el mantener viva en la comunidad
una verdadera « hambre » de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración
de la Misa, incluso aprovechando la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el
derecho de la Iglesia para celebrarla.
CAPÍTULO IV
EUCARISTÍA
Y COMUNIÓN ECLESIAL
34. En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la «eclesiología de
comunión» la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II.67 La Iglesia,
mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios
trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre
todo la Eucaristía, de la cual «vive y se desarrolla sin cesar»,68 y en la cual, al mismo tiempo, se
expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los
nombres específicos de este sublime Sacramento.
La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a
perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del
Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en
la Eucaristía, «con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan
perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí
llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta».69 Precisamente por eso, es
conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la
práctica de la «comunión espiritual», felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y
recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «Cuando [...] no
comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...],
que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor».70
35. La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que
la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa este
vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo,
nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina
de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico. La íntima relación entre los elementos
invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de
salvación.71 Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera
participación en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en
la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.
36. La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por
medio de la cual se nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las
virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera
comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la
gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el «cuerpo» y con el
«corazón»; 72 es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, «la fe que actúa por la
caridad» (Ga 5, 6).
La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera
participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol
llama la atención sobre este deber con la advertencia: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y
beba de la copa» (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los
fieles: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada
Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse
comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor
castigo».73
Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «Quien tiene conciencia de
estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a
comulgar».74 Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con
la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que,
para recibir dignamente la Eucaristía, «debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es
consciente de pecado mortal».75
37. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía,
al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de
ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san
Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!»
(2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el
itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena
participación en el Sacrificio eucarístico.
El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una
valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y
establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden
comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de
manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la
admisión a la comunión eucarística a los que «obstinadamente persistan en un manifiesto pecado
grave».76
38. La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos
vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: «Están plenamente incorporados a la
sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su
constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura
visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la
profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión».77
La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano
Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia
particular.80 Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de
la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía
escribía: «se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado».81
Asimismo, puesto que «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento
perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles»,82 la
comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la
gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: «Toda celebración de la Eucaristía se realiza en
unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero
y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con
Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas
separadas de Roma».83
40. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto
manifestando el gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban
celebrando, la Cena del Señor.
41. Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de
la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la
vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la
santificación del domingo Dies Domini,86 recordando, además, que participar en la Misa es una
obligación para los fieles, a menos que no tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores
el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.87
Más recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la
Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical,
subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– «es el lugar privilegiado donde la
comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación
eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de
manera eficaz su papel de sacramento de unidad».88
42. La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que
encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial
aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la
Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado
normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa
eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la
comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión
efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia.
43. Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay un argumento que, por
su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico. Todos
nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas, muchos fieles en
todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad entre todos los
cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en ello un
don especial de Dios.89 Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo
tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales.
La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo
Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.90
En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a Dios, Padre de misericordia,
para que conceda a sus hijos la plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo
un cuerpo y un sólo espíritu.91 Presentando esta súplica al Padre de la luz, de quien proviene «toda
dádiva buena y todo don perfecto» (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión con
Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio
redentor.
44. Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la
comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los
vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar
la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una
concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un
obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda
hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El
camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la prohibición
contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a incertidumbres,92 en obediencia a la norma moral
proclamada por el Concilio Vaticano II.93
De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum sint, tras haber afirmado
la imposibilidad de compartir la Eucaristía: «Sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos
la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos
nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón”».94
45. Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con
respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a
Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto,
en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los
fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no
se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.
En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de tener con los
Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y
piden espontáneamente recibir la eucaristía del ministro católico.95 Este modo de actuar ha sido
ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas
adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con la Iglesia
católica.96
46. En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta normativa, que permite
atender a la salvación de las almas con el discernimiento oportuno: «Es motivo de alegría recordar que
los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la
Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión
plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan
la fe que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos.
Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden
solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos».97
Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún tratándose de casos
particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos
sacramentos y, entre ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos,
hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente administrados. Y
también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido
sacramento del Orden.98
La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia99 es manifestación y, al
mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de
otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa
misma de la promoción de la unidad.
CAPÍTULO V
DECORO DE LA CELEBRACIÓN
EUCARÍSTICA
47. Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado
por la sencillez y, al mismo tiempo, la «gravedad», con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena,
instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de
Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de
Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26,
8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un «derroche» intolerable,
considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar
nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos
–«pobres tendréis siempre con vosotros» (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el
acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como
anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente
unido al misterio de su persona.
En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de
preparar cuidadosamente la «sala grande», necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15; Lc
22, 12), y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el
esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26), el
relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne
las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión
concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los
evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva.
Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de
una «sensibilidad» litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para
remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.
48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando
sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía.
No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha
sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un
contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y
gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para
expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a
la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una
vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del
«convite» inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta
«cordialidad» con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el «banquete» sigue siendo
siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El
banquete eucarístico es verdaderamente un banquete «sagrado», en el que la sencillez de los signos
contiene el abismo de la santidad de Dios: «O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur!» El pan
que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas
del mundo, es «panis angelorum», pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la
humildad del centurión del Evangelio: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo» (Mt 8, 8; Lc
7, 6).
49. En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el
Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud
interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y
subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado
progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las
diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando
un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el
misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran
inspiración.
Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las
«domus» de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las
solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las
iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el
cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las
sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las
exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y
basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes,
autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una
enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas
obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística?
Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido
una fuerte incidencia en la «cultura», especialmente en el ámbito estético.
50. En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos
de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho mutuamente la «competencia». ¿Cómo no
dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras
arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural
eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio,
impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su
propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá de la mera habilidad
técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios.
51. A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido en tierras de antigua
cristianización está ocurriendo también en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este
fenómeno ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la exigencia de
una sana y, al mismo tiempo, obligada «inculturación». En mis numerosos viajes pastorales he tenido
oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración
eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas.
Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no
solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas.
No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo conscientes
siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está llamada confrontarse. El «tesoro» es
demasiado grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos
o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas
competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere una
verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación
apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, «esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia
expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia,
no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal».101
52. De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen
principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y
un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino
también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de
lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido
sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de
malestar. Una cierta reacción al «formalismo» ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones,
a considerar como no obligatorias las «formas» adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y
su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes.
Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran
fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica
eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada
de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo
que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración
eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11,
17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y
valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada
celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la
comunidad que se adecúa a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la
Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los
Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso con
rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar
el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse
tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.
CAPÍTULO VI
EN LA ESCUELA DE MARÍA,
MUJER «EUCARÍSTICA»
53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no
podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis
Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he
incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía.102 Efectivamente, María
puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.
A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves
Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, «concordes
en la oración» (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de
Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los
fieles de la primera generación cristiana, asiduos «en la fracción del pan» (Hch 2, 42).
Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se
puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su
vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este
santísimo Misterio.
54. Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro
entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser
apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento
de su mandato: «¡Haced esto en conmemoración mía!», se convierte al mismo tiempo en aceptación de
la invitación de María a obedecerle sin titubeos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Con la solicitud
materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: «no dudéis, fiaros de la Palabra de
mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del
vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua,
para hacerse así “pan de vida”».
55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida,
por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La
Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la
Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo
y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que
recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el
amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien
concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la
fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de
María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.
«Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe
eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte
de algún modo en «tabernáculo» –el primer «tabernáculo» de la historia– donde el Hijo de Dios,
todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su
luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de
Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el
que ha de inspirarse cada comunión eucarística?
56. María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión
sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén «para presentarle al
Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería «señal de contradicción» y
también que una «espada» traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama
del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «stabat Mater» de la Virgen al pie de la Cruz.
Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría
decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la
pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración
eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros
Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22,
19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo
cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de
nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había
experimentado en primera persona al pie de la Cruz.
57. «Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22, 19). En el «memorial» del Calvario está presente todo lo que
Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también
con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a
cada uno de nosotros: «!He aquí a tu hijo¡». Igualmente dice también a todos nosotros: «¡He aquí a tu
madre!» (cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este
don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre.
Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre
y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en
todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo
mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración
eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.
58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de
María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La
Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María
exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su
seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es
precisamente la verdadera «actitud eucarística».
Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación,
según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la
encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía.
Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino,
se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y
se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se
anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su "diseño" programático.
Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio
eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de
María, toda ella un magnificat!
CONCLUSIÓN
59. «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de
mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el
Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de
gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que
celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos
se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han
«concentrado» y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa
«contemporaneidad». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino
Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el
corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).
Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para
confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. «Ave, verum corpus natum de
Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine!». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el
corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.
Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir
más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –«visus, tactus, gustus in te fallitur», se dice
en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los
Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el
Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros:
«Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
60. En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en
la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio
ineunte, no se trata de «inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido
por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer,
amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste».103 La realización de este programa de un nuevo vigor de
la vida cristiana pasa por la Eucaristía.
Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en
práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar
a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su
resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al
Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?
La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de un renovado
compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo,
nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús
«ut unum sint» (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad
humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como
dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: «Levántate y come, porque el
camino es demasiado largo para ti» (1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra
disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con quienes
nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las
exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.
Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna
de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos
invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad
cristiana celosa en custodiar este «tesoro». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a
las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio
eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque «en este
Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación».104
62. Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes intérpretes de la
verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la
experiencia vivida, nos «contagia» y, por así decir, nos «enciende». Pongámonos, sobre todo, a la
escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como
misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella
vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un
resquicio del «cielo nuevo» y de la «tierra nueva» que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda
venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación:
«Veni, Domine Iesu!» (Ap 22, 20).
En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con
nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si
ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del
Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin
límites.
Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo,
cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a
la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:
Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo, del año 2003, vigésimo quinto de mi Pontificado y
Año del Rosario.
NOTAS:
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