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Verano Del 91.osvaldo Aguirre

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el verano

del 91
v i da b a n di da
co l e cci ó n


osvaldo aguirre

vera editorial cartonera


el verano del 91
vida bandida
colección
el verano del 91


osvaldo aguirre

VERA editorial cartonera


No.
El hermoso verano
no ha terminado aún.

estela figueroa,
«Principios de febrero»

En los últimos días de la primavera de 1990


llamé por teléfono a Estela Figueroa y le propuse hacer una entrevis-
ta para publicar en Diario de Poesía. Había leído Máscaras sueltas, por
entonces su único libro publicado, y si bien no la conocía personal-
mente tenía referencias a través de Aldo Oliva, mi maestro en la
carrera de Letras en la ­Universidad Nacional de Rosario.
El diálogo continuó por correspondencia. Estela aceptó la en-
trevista después de que yo le adelantara algunas preguntas. «Como
ves, soy una mujer que dice fácilmente que sí», bromeó. En la misma
carta, escrita en hojas de un cuaderno escolar, citó a Rilke como si le
pusiera un epígrafe al intercambio epistolar: «Soy uno de aquellos
hombres a la antigua, que aún ven en las cartas un medio de comu-
nicación, uno de los más bellos y fructíferos».
Después supe que Estela ve más bien en las cartas una forma
de escritura. En algún momento quiso rehacer las de Milena Jésens-
ka a partir de las que escribió Franz Kafka, las únicas que se conser-
van de ese epistolario. No lo hizo, pero el mismo impulso está en los
textos donde asume la voz de otras mujeres de las que desconoce-
mos sus palabras, que solo ­aparecen en silencio cuando son evoca-
das, como Gerarda Irazusta o Beatriz Martín. La ­correspondencia es

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problemática como medio de comunicación, porque el interlocutor
está ausente y ni siquiera es seguro que responda. Del otro lado hay
silencio, «¿es que uno escribe las cartas para sí mismo?», me pregun-
tó Estela. En ese sentido aparece justamente la afinidad del género
con la poesía, entendida como «mi carta al mundo que nunca me
escribió», según una cita de Emily Dickinson.
La poesía como devolución a partir de una falta, una
conversación a destiempo. La cita de Emily Dickinson se lee en el
epígrafe de Profesión: sus labores, el libro inédito que Estela agregó en
la recopilación de El hada que no invitaron, pero está presente desde
mucho antes en sus reflexiones. De hecho la mencionó a propósito
de su segundo libro, A capella, cuando me contó sobre su presenta-
ción en Santa Fe. En «Si tuviera papel blanco…», su primer poema
publicado (como parte de la selección «Diez poetas del Litoral», en el
número de septiembre de 1974 de la revista Crisis y luego incorpora-
do a Máscaras sueltas) presenta además a Dickinson en el momento
de ponerse a escribir lo que uno imagina sería un poema pero tam-
bién, al mismo tiempo, una carta.
En diciembre de 1990 terminé Letras después de rendir como
alumno libre varias materias. Entonces ya era ayudante de Aldo
Oliva en la cátedra de Literatura Europea ii. Ese fin de año fue una
carrera contra reloj para recibirme. La entrevista quedó en suspenso
hasta el 8 de enero de 1991, cuando viajé a Santa Fe.
Llegué pasado el mediodía a la terminal de ómnibus y desde allí
tomé un colectivo hasta la casa de Estela en la calle Fray Pérez, cerca
de la cancha de Colón. Cuando se publicó la entrevista en el número
20 de Diario de Poesía (primavera de 1991) le causó gracia una frase
en la bajada —«reside todavía en el Litoral»— como si hubiera algún
tipo de empecinamiento de su parte, o como si estuviera destinada a
vivir en otro lugar que no fuera Santa Fe.
En reelaboraciones autobiográficas, Estela se ha referido al
ambiente familiar en su infancia y en particular al padre, fundador
del Partido Comunista en Santa Fe y trabajador de la construcción.
En la entrevista que le hice, recordó que el padre se había referido

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de un modo despectivo a la escritura de poesía. Pero su memoria
parece mantenerse en los límites de la casa, sin avanzar hacia
la ciudad que conoció en sus primeros años. Por eso me parece
importante lo que confiesa en una conversación con Peti Lazzarini,
publicada a propósito de una presentación del artista plástico en el
Foro Cultural Universitario de Santa Fe:

Me devolvés a una Santa Fe perdida y seductora: la de la infancia. La de


los grandes terrenos baldíos, donde todas las plantas crecían en estado
salvaje y donde se podía encontrar cualquier cosa: un par de zapatos
viejos, un broche para colgar la ropa, un gato recién nacido. Las de los
ranchos pintados a pleno: rosa o turquesa. La de las ancianas gordas y
perezosas —las de antaño, cuando en nuestro país no estaba prohibi-
do ser gordo y envejecer—, que se abanicaban con ramitas de paraíso
hamacándose en sillones de mimbre. La de aquellos largos viajes a la
escuela, único paseo de nosotros, los hijos de los pobres.

La ciudad, una representación en la que evoca a Santa Fe, tiene un


lugar central y a la vez desplazado en su poesía. «Nos parecemos a
la ciudad donde vivimos», dice un poema dedicado a Juan Manuel
Inchauspe. Pero, ¿en qué se funda la semejanza? La carencia de
tonos altos sería según el mismo texto el modo en que la obra
se corresponde con la ciudad. Una manera modesta de escribir,
de trabajar con palabras de uso cotidiano, familiar, estaría en
correspondencia con las dimensiones del espacio urbano. Sin
grandilocuencia. Sin declamaciones.
En «Principios de febrero», el poema inicial de La ­forastera, la
ciudad aparece «brotada toda/ como un lazo de amor». Transcurre
una noche de verano. El contraste entre el pasado y el presente
inscribe de modo reiterado en la obra el tema de la finitud de la
existencia y de las cosas, y en consecuencia el dolor y la angustia
por la desaparición de personas amadas y amigos; las referencias al
ciclo de las estaciones, al contrario, están asociadas a un ­transcurrir
más dichoso: «Nos queda un mes para estarse en los patios/ y

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descalzarnos/ mientras charlamos de esto y aquello sin ton ni
son» («Principios de febrero»); «…añoramos/ los días del otoño/
en que nada sucede» («Tormenta de verano»). Pero este tiempo
circular parece cumplirse en el interior de la casa. «Caminando
bajo la llovizna en una noche de junio», también en La forastera,
es un —recorrido a través de sitios que marcan la existencia y la
historia familiar («en esta casa/ velamos a mi padre/ enfrente la
psicóloga/ a quien le cuento/ distintos avatares de mi vida»), pero
el reconocimiento es ambiguo, porque implica registrar a la vez lo
otro, aquello que se vuelve desconocido. El entorno puede volverse
repentinamente inhóspito, un lugar que expulsa o amenaza al sujeto
y lo fuerza a retroceder, a volver al hogar.
La casa se identifica con la poesía. «La vieja casa», en realidad,
como dice Máscaras sueltas: aquello que retorna en el borde entre lo
familiar y lo extraño. Se escribe en la intimidad, en secreto, pero la
ciudad ejerce una influencia, una determinación negativa que para-
dójicamente se carga de cierta productividad por ese mismo carác-
ter. Salir al mundo inmediato es constatar lo que se ha perdido, los
avances de la muerte, y esa es justamente una materia de la poesía.
«¿Qué es el arte sino una manera de elaborar el miedo que la muerte
nos despierta?», se pregunta Estela en el número 10 de La ventana
(­diciembre de 2005), a propósito de la muerte de Juan José Saer.
«Las nuestras, mi amigo,/ son obras pequeñas», declara el poema
dedicado a Inchauspe. Esos límites son también los de la ciudad
y se ciernen finalmente con imágenes de encierro («A Manuel
Inchauspe, en el hospicio») y de silencio («Perdiste tus últimos
poemas/ y yo casi no escribo»), pero lo pequeño, en el sentido de
atenerse a las cosas de trato cotidiano y de prescindir de énfasis
retóricos y sentimentales, es un objetivo y un criterio de valoración.
La ciudad se configura en esa ambivalencia como el espacio
opuesto a la casa, el lugar en que la obra sitúa su voz y su mundo
inmediato de referencia. En Máscaras sueltas, Estela la asocia con
un verso que Ezra Pound le dedica a Nueva York: «Ciudad, amada,
cándida…». Pero el exterior se constituye como lugar conocido y

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a la vez desconocido; en la calle no hay refugio como en la casa y
sus contornos resultan inquietantes. Ese poema asume la primera
persona en plural para trazar un cuadro de época, datado sobre los
fines de la dictadura: la ciudad está llena de mendigos, los bares se
ven desolados, los negocios quiebran y «la obsesión de sobrevivir
cubre nuestros días».
En A capella su interlocutor es el transeúnte, el desconocido al
que se cruza por la calle y con el que no caben otros vínculos que el
contacto fugaz y una impresión que puede ser un malentendido:

Transeúnte que me detienes en la calle


Y apresuradamente me preguntas la hora
¡No puedes saber para qué cosas
sirve este reloj!

El reloj midió la agonía del padre y ahora su ausencia. El ­transeúnte


no responde; «es un personaje al que le hablo», me dijo Estela en la
entrevista y ahora recuerdo los poemas que Irene Gruss le dirige a
una pared. Mujeres que hablan solas, que no son escuchadas.
La forastera, el personaje que da título al libro siguiente de
Estela, es el reverso del transeúnte. Un poema de Anna Ajmátova,
que ella tradujo para la revista La ventana, puede ser leído como
una prefiguración. «El forastero», así se llama, presenta una
relación amorosa en la que el hombre «nada necesita» y la mujer
que habla en el poema, nada puede negarle; el hombre llega
desde el afuera inclemente (transcurre el invierno) y la mujer,
en el hogar, cede al deseo con la conciencia de que se condena a
la ruina. El desencuentro, la posición de la mujer que canta no la
felicidad del amor sino su desgracia, podrían ser perfectamente
los de un poema de Estela; pero lo que resuena de la traducción
de Ajmátova en el poema propio es la condición del extraño, el
que está de paso, el que surge inesperadamente y se desvanece del
mismo modo, para nombrar así una experiencia del orden de lo
siniestro. En el poema «La forastera» se alude a una «Ciudad del

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pasado» que «fue moldeada/ con grandes emociones/ con grandes
deseos» y ya no existe. La forastera define su condición en el
tiempo antes que en el espacio; las pérdidas afectivas transforman
a la ciudad en un páramo en el cual deambula sin rumbo y en
el que falta, emblemáticamente, la casa natal. «No estalló una
bomba./ No hubo un incendio», afirma otro poema, «Mirando una
vieja fotografía»: las pérdidas son parte del proceso común de la
vida, pero esa misma constatación refuerza la desolación y la falta
de consuelo.


II

Se entraba por un pasillo y era la ­tercera


puerta. Estela vivía con Florencia, su hija menor. «No es más que
una casa/ clavada en el suburbio», pero «por ella me muevo segura/
y la conozco tanto como a mi cuerpo», escribe en Máscaras sueltas. El
interior está ligado en sus poemas al ajetreo cotidiano, las jornadas
en que se hace limpieza y se restaura el orden interrumpido por días
de fiesta o visitas; el patio aparece como el lugar del descanso y el
ocio («Si estoy contenta me siento en el patio/ y me contagio de la
frescura de las plantas»). Sin embargo, lo que recuerdo con mayor
intensidad es el comedor, contiguo a la cocina y ubicado entre dos
habitaciones, donde desplegué el grabador, mi ejemplar del libro
(con la errata en el título: Máscaras sin la tilde), un cuaderno de no-
tas con las preguntas preparadas.
Supongo que le conté cómo había conocido su poesía. En
­septiembre de 1986, en el primer (y único) Encuentro nacional de
literatura y crítica que organizó el Departamento de ­Extensión de
la Universidad Nacional del Litoral, Aldo ­Oliva habló de Máscaras
sueltas en un panel sobre nueva poesía argentina. Ese encuentro
tuvo un carácter de acontecimiento y hasta de fiesta, al reunir a un
importante número de poetas, narradores y ensayistas después de
los años de la dictadura, y fue el primero al que asistí.

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Aldo también mencionó a Juan Manuel Inchauspe —el año
—anterior había publicado su libro Trabajo nocturno, en la misma
colección que el de Estela— y a Marilyn Contardi. Ahora parece una
obviedad, pero entonces los tres eran poco conocidos fuera de la
provincia, no integraban ningún panorama y los poemas circulaban
ocasionalmente en fotocopias.
La entrevista giró alrededor de Máscaras sueltas y de la historia
de Estela como escritora: sus primeras lecturas, la influencia de la
infancia y del ambiente familiar en su formación, su interés por los
temas de la vida cotidiana, el modo en que entendía el poema como
«un momento de lucidez» y a la vez como una especie de producción
natural, del mismo modo que un árbol entrega un fruto. Estela
me dio copias de tres poemas de A capella: «Pequeño reloj pulsera
negro», «Pálida y helada estaba su frente» y «Un año después». Los
poemas a la muerte del padre que complementaron la publicación
de la entrevista junto con una selección de Máscaras sueltas. También
me pasó dos publicaciones al margen de la poesía pero igualmente
parte de su mundo creativo: El libro rojo de Tito, «un reportaje al loco
del pueblo», y Amigos para siempre, un ­cuadernillo m­ ecanografiado
que reunía textos de alumnos de sexto y séptimo grado de la Escuela
número 76, «Camila Cáceres de Ballarini».
Amigos para siempre era el resultado de un taller literario or-
ganizado en el segundo semestre de 1990 por el Ministerio de
Educación de la provincia. «Estela nos contagió de alegría y
de entusiasmo», dice una nota preliminar a la publicación. El
cuadernillo incluye una carta colectiva de los alumnos a la escuela;
reportajes a vecinos, a un carnicero, a una pastelera, al presidente
de una vecinal; crónicas sobre el almuerzo del domingo, sobre
personajes del barrio, sobre el camino a la escuela; ejercicios
de comparaciones a partir de un poema de Gabriela Mistral y
ejercicios de epigramas con base en textos de Ernesto Cardenal
(lectura de Estela por la época: en una carta posterior a la
entrevista transcribió «Como latas de cervezas vacías», otro poema
de Cardenal). No sé si fue su primer taller, pero puede vincularse

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con el taller de literatura que coordinó en la Universidad Nacional
del Litoral, bautizado en un momento «La prepotencia del
trabajo», y en particular con el taller de la palabra en el pabellón
juvenil de la cárcel de Las Flores.
El taller de la palabra tuvo su revista, Sin alas. El título plantea
una diferencia con lo que resulta habitual en los talleres literarios
dictados en cárceles, que apuntan a velar o a sublimar la privación
de la libertad. «En esta isla que es el Pabellón de Menores —donde
permanecen como máximo un año—, se trata de brindar algo de lo
que la sociedad niega. Pero lo proyectado, lo planificado, muchas
veces queda en el gran arcón de los fracasos. Y uno debe limitarse
a escucharlos. Los chicos, en su corta vida, tienen mucho para
contarnos: una experiencia de vida ejercida en los límites», anota
Estela en el prólogo del número 3.
En Sin alas, los jóvenes detenidos en Las Flores escriben cartas a
un hermano, a una amiga, a un ex amor; entrevistan a otros pre-
sos; cuentan historias de vida; exponen «felicidades y problemas»;
evocan las fiestas de fin de año y a sus familias. La escritura es
un recurso para descubrir las cosas inmediatas y las experiencias
propias y para llevar esas palabras fuera de la cárcel. «Oigamos sus
voces», propone el prólogo.
Tito Mufarregue, el protagonista de El libro rojo de Tito, es otro
excluido. Sus escritos, su candidatura a diputado «medio en broma
y medio en serio» según cuenta, los graffitis que escribe con tiza,
lo convirtieron en un personaje público al precio de instalarlo en
el lugar de la locura. El reportaje de Estela, en la primera parte del
libro, apunta a desdoblar esos matices y en particular a exponer la
voz del entrevistado fuera de la simpatía condescendiente con que
se recibe —y desconoce— sus palabras.
Las propuestas políticas de Mufarregue resultan disparatadas,
pero podría decirse que fabulan sobre lo que la normalidad apenas
comenta, como señaló Oscar Masotta a propósito de las ficciones de
Roberto Arlt («¿Vos sabés, Tito, que me hacés acordar mucho a los
personajes de Arlt?», le comenta Estela). Lo que el sentido común

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llama delirio puede ser también un punto de vista sobre el mundo
y las conductas humanas. La contratapa del libro reflexiona sobre
el sentido de los personajes y después de descartar la que propone
el diccionario Larousse —«Sin lugar a dudas, los diccionarios son
muy serios. Son los cementerios de las palabras»— transcribe la
definición que atribuye a una adolescente: «Un personaje es alguien
que te da alegría cuando lo encontrás (…) porque te enlaza con la
ciudad donde vivís». Apreciar ese vínculo no excluye observar el
maltrato: Mufarregue padeció internaciones y electroshocks y se
encuentra en un estado de alerta ante las demandas de la sociedad,
por el cual actúa tanto la locura (para que la policía no lo lleve preso)
como la normalidad.
Cuando ya terminábamos la grabación escuchamos golpes y el
ruido de la puerta del patio al abrirse.
—Mamá —dijo Florencia—, es Manuel.
—Ah —dijo Estela, y se incorporó.
Salimos al patio. Había oscurecido.
Tengo presente una imagen de Inchauspe contra el marco de
la puerta de la casa de Estela, pero en el recuerdo se confunde con
las fotografías y en particular con una copia que me envió más
tarde Juan Ricardo Neme, en la que posa de perfil, aparentemente
abstraído en la lectura.
Nos sentamos alrededor de una mesa redonda, rodeada de sillas
plegables de madera. Inchauspe pasaba de visita. Se disculpó varias
veces, preocupado por haber interferido en la entrevista, hasta que
de pronto pareció olvidarse del tema y quedarse pensativo.
Se insinuaba una noche más fresca que la tarde para estar al
aire libre. Un relámpago iluminó el vecindario y después volvió a
hacerse la oscuridad. Parecía que lo real terminaba en el muro que
cerraba el patio.
Inchauspe pidió permiso para servirse vino. Estela le dijo que
había una botella abierta en la heladera y otra sin abrir, en la cocina.
Se pusieron a hablar de cuestiones de trabajo. La provincia se
demoraba con el pago de los sueldos, adeudaba diciembre. Alguien

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le había dicho a Estela que le preguntara a Manuel si aceptaría dar
un taller literario en el Hospital Psiquiátrico Mira y López.
—Pero por supuesto —contestó Inchauspe. Se había servido vino
tinto en un vaso de plástico.
Contó que había vivido diez años en Rosario, donde fue a
estudiar Letras. En Rosario tuvo a su primer hijo y publicó su primer
libro, Poemas, en la editorial La Ventana, de Orlando Calgaro. Y
volvió para internarse hasta un par de meses antes, agregó, en una
clínica de bulevar Oroño al 900.
¿Le dije a Inchauspe que conocía a Orlando Calgaro, que lo había visi-
tado una vez en su estudio de Rioja al 800, en ­Rosario? Supongo que sí.
Estela quería mostrarme un lugar que para ella era ­inspirador,
un camino que bordeaba el parque cercano a su casa y culminaba en
la iglesia de San Francisco. Pero nos ­quedamos charlando y al rato
salió a buscar cerveza con un bolso de compras y varios envases.
Le pregunté a Inchauspe si estaba escribiendo.
—Sí —respondió. Pero no dio más precisiones.
Iba y venía sobre dos o tres temas: las fotos que le había sacado
Neme —«el turquito», lo nombraba, con aprecio—, los problemas en
el trabajo, el cielo que presagiaba una tormenta. Se interesó por el
hecho de que yo trabajara con Aldo y que fuera un flamante profesor
de enseñanza superior en Letras, tal el título recibido. Recordó
sus propias lecturas como estudiante de la carrera y el fastidio
que le provocaban las materias de Lingüística; nombró algunos
autores que él había estudiado y quiso saber si todavía estaba en la
bibliografía. En el cuaderno donde anoté impresiones de aquella
noche encuentro esta frase: «Inchauspe: cincuenta años que parecen
veinte». Y no sé qué quise decir.
Después de cenar una tarta que Estela tenía preparada, junté mis
cosas para volver a Rosario. Inchauspe se ofreció a acompañarme
hasta la estación de colectivos. Le quedaba de paso para su casa o
para el que lugar al que iba.
Tomamos un colectivo urbano. ¿De qué hablamos en el trayecto?
No apunté ninguna nota.

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Recuerdo a Inchauspe de pie en el pasillo del colectivo en el
momento en que me dice que baje, que estoy por pasarme de la
estación de ómnibus.


III

A pesar de que estuvo restringida al primer


libro, la entrevista tiene referencias para seguir el resto de la obra.
Entre otras, una cita de Else Lasker–Schüler que Estela leyó en el
comedor de su casa:

Un poeta no es más que un ser vegetal. Se parece al fruto del árbol


que florece en primavera. Un árbol no se para a considerar si alguien
­descansará a su sombra en verano, ni si tomarán sus cerezas, ni si al-
guien se colgará de sus ramas. La poesía se crea a sí misma adentro del
poeta. No se puede seleccionar el material de la poesía como se elige la
seda para un vestido. El poema crece en el poeta. El poema terminado,
agrio como la nuez o dulce como la granada, cae sobre su falda como
una pera madura cae del árbol sobre la hierba.

El texto inaugural de Máscaras sueltas, aquel donde comienza a desple-


garse la poesía de Estela, coincide con el florecimiento de una planta
en el patio de la casa. «No es para hablar de mí que escribo/ de la
glicina», advierte en los primeros versos; con su inmovilidad, la planta
es el centro de un instante de calma, de reflexión «por un ordena-
miento/ que lo abarque todo». La comparación fallida (la glicina no
devuelve una imagen del yo) introduce al mundo vegetal no al modo
de un trasfondo sino como una presencia reparadora, parte del orden
doméstico erigido como refugio contra los riesgos del exterior.
La mujer que habla en los poemas se reconoce en aquello que
las plantas tienen de áspero e incluso hostil, en su resistencia a la
intemperie. «Prefiero el gomero» que «no se pierde en dádivas de
flores», escribe Estela en otro poema, y también se declara hosca

14
como el cactus y “orgullosa y sola” como la orquídea.
En A capella, la descripción de una enamorada del muro (otra
trepadora, como la glicina), tampoco está tan atenta al espectáculo
visual como al hecho de que la planta «tiene un rol muy cruel en
el jardín» porque absorbe la humedad y provoca la muerte de las
otras; a primera vista conmueve su belleza, pero una observación
más detenida permite observar que sus ramas se extienden como
«pequeños tentáculos».
Sin embargo, igual que en el poema anterior, Estela no habla
sobre la planta al compararla con un vampiro. La expresión
«enamorada del muro» condensa una reflexión irónica sobre el amor
en la que se enlazan diversos sentidos: el amor como destrucción
del otro (lo que evoca además la figura del vampiro, que reaparece
en otros poemas para calificar al vínculo con el amante, la madre,
los hijos), sentimiento equívoco («Todo amor nace/ de una pequeña
confusión»), ilusión del orden de la apariencia (como el espectáculo
de la trepadora al extenderse) y mutuo desconocimiento («el muro
no ve el hermoso conjunto» y la planta lo cubre con sus hojas).
En otros poemas, el mundo vegetal inscribe la persistencia
de la vida frente a las situaciones más difíciles: «algunas plantas
intentan florecer» después de la inundación que afecta a la casa,
un gajo de enredadera puede germinar como una especie de
reparo o de acompañamiento ante el recuerdo de los amigos
muertos y el ensueño de ser un árbol conforta porque así «nadie
más me hará daño».
La «tierna hospitalidad con las plantas y los animales» que
prodiga la casa supone también una mirada atenta hacia los
insectos. Cucarachas, mosquitos, caracoles, lauchas y arañas
presentan situaciones en que lo familiar se vuelve indiscernible de lo
siniestro. La mosca que irrumpe en invierno, en A capella, es el anun-
cio de un trastorno inminente, una amenaza que se cierne sobre el
orden hogareño. Los insectos representan lo ominoso al irrumpir en
el espacio humano, pero también una resistencia a la destrucción y
la normalidad recuperada en «A cinco meses de la inundación».

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«Todo lo referido con Kafka me interesa muchísimo», me dijo
Estela en la entrevista. Y en particular le interesaba La metamorfosis,
la historia del hombre que se convierte en un insecto.
«Una mirada sobre La metamorfosis», artículo que publicó el
25 de enero de 2007 en el diario El Litoral, plantea una interpreta-
ción singular de la historia de Gregorio Samsa. Estela cita a B ­ orges
y dice que el título en castellano fue una imposición editorial; el
original alemán, Die Verwandlung, debe ser trasladado como
«La transformación» y esta palabra, según su lectura, designa un
cambio de aspecto en el que no intervienen necesariamente causas
sobrenaturales o incomprensibles.
Citas de la bibliografía kafkiana y lecturas de la Carta al padre y de la
correspondencia de Kafka con Milena Jésenska y Felice Bauer sostie-
nen su punto de vista: «El cuento no pertenece a la literatura fantástica,
y es a mi juicio un relato acerca de los diferentes roles que cada uno
asume en la familia». En este punto el análisis de La metamorfosis ilumi-
na también una obsesión propia. «Un hilo de deseo insatisfecho es lo
que une a una familia», dice Estela como cierre del artículo, y esa frase
se proyecta hacia otro vector de su poesía: la familia de sangre como un
orden ajeno y destructivo contrapuesto a la red de afectos que integran
los amigos, tanto los cercanos como los ausentes.

La entrevista con Estela fue la primera que hice en el género. Ni


siquiera tenía experiencia periodística, al margen de algunas notas
escritas para una revista estudiantil. Desgrabé la conversación y es-
cribí una primera versión muy formal, en la que la trataba de usted.
Estela me devolvió ese borrador con correcciones —empezando
por reclamar el tuteo con varios signos de exclamación— y agre-
gados. «Espero que no te deprimas con el desastre que hice en tu
prolijo reportaje. Al principio me desconcertó. Era el usted. Osvaldo,
la verdad que no soy un monumento. Solo soy una persona. Luego
me pareció que le faltaba cierto aire coloquial y me lancé con pasión
a esa tarea. Esta vez espero yo que vos quedés conforme o al menos
resignado», me dijo.

16
Agregó una copia del texto sobre Gerarda Irazusta que publicó
en Profesión: sus labores y otros poemas de A capella. «Juan (L. Ortiz)
murió en una primavera. Yo fui a ver a Gerarda en el verano, con
una amiga. Como creía recordar el texto estaba mitad en una caja,
mitad en otra», contó en la carta.
Hablamos de Inchauspe. «A la noche lo miré mucho a Manuel
para que se sintiera atendido», me dijo a propósito de la cena en su
patio, bajo el cielo que amenazaba con una tormenta. A la mañana
siguiente había llovido; si me hubiera quedado a pasar la noche,
como en algún momento pensé, de todas maneras no podríamos
haber recorrido el camino hasta la iglesia de San Francisco.
Estela releía por tercera vez Las alas de la paloma, de Henry James,
y acababa de terminar Orgullo y prejuicio («¡Bellísimo! Las chicas al
final se casan. Conmovedor»), Mi hermano James Joyce, de S. Joyce
(«de terror») y una relectura de La pérdida del reino de José Bianco (no
le había gustado tanto como la primera vez). Después de la tormenta
volvió el calor. «Mi jazmín floreció. El perfume impregna todo».
Me mando más poemas de A capella, un poema de James Wright
arrancado de un libro cuyo último verso («He malgastado mi vida»)
puede ser precursor de algún poema de Estela. Y enviaba saludos
para Aldo.

Inchauspe murió en junio de 1991, y el contacto con Estela se


­interrumpió durante un par de meses. Al retomar la corresponden-
cia me contó que había escrito varias cartas y las había destruido.
«Sobre todo te hablaba de Manuel: su muerte fue un golpe muy duro
para mí», dijo. Se había retraído: «Solo veo a los amigos reparadores,
aquellos con los cuales se puede descansar».
En el cierre de la entrevista en su casa dijo que tal vez publicaría
A capella en el próximo invierno. Y así fue. Creo que la conversa-
ción tuvo algo que ver, ella dijo que le gustaba la idea de quedarse
con algo bajo la manga pero a partir de la entrevista tuvo ganas de
poner esos textos en circulación: «Hacía tres años que tenía el libro
en un cajón del escritorio. Sentía que tenía que entregarlo, dejar

17
de ­hacerme la reina y aceptar lo poco que esta ciudad tiene para
darme», me dijo.
El número de Diario de Poesía salió a principios de diciembre. A
fin de mes Estela me envió una carta encabezada por una extensa
cita de La balada del café triste, de Carson McCullers. Transcribo las
últimas líneas:

Es solo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor.


Por esta razón la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas
las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el
convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado
teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre que-
riendo desnudar al amado. El amante fuerza la relación con el amado,
aunque esta experiencia no le cause más que dolor.

Sin transición pasaba a darme un puñado de noticias en pocas lí-


neas: «Con muchísimo trabajo y algunas ideas para sobrevivir ando
casi casi bien. Te mando con Virginia otros A capella. Hoy salimos
Florencia y yo a comprar los regalos de navidad. Luego ella armó el
arbolito. Todavía no leí tu trabajo: esta tarde tengo un largo respiro
y estaré con él». No sé qué cosa le habré mandado.
Le había gustado el reportaje, y creo que todavía le gusta, como
a mí. Leyó la versión final en la edición impresa, en los días en que
llegaba un nuevo verano.

página siguiente: Imagen mecanografiada de


la primera página de la entrevista aludida en este
libro. Por encima, en letra manuscrita, se lee: «Por
favor, tuteame!!!». Y a un costado, en referencia a un
agujerito: «Y encima por aquí anduvo el gato menor.
Porque tenemos un nuevo habitante en la casa».

[fotografía: gentileza de osvaldo aguirre]



osvaldo aguirre
Nació en Colón, Buenos Aires, en 1964. Su obra está
compuesta por una cantidad variada de títulos y
géneros entre los que es posible encontrar poemas,
cuentos, novelas y biografías. Integró el consejo de
dirección de Diario de Poesía y el equipo curatorial del
Festival de Poesía de Rosario.
[fotografía: clara muschietti]


estela figueroa
Nació en la ciudad de Santa Fe en 1946. Realizó
trabajos para cine y teatro, es coordinadora de
talleres literarios y dirige la revista La Ventana,
publicación de la Universidad Nacional del Litoral.
El hada que no invitaron es su antología poética
publicada por la Editorial Bajo la Luna en 2016.

colección vida bandida Aguirre, Osvaldo
dirigida por Francisco Bitar El verano del 91 / Osvaldo Aguirre. - 1a ed. -
Santa Fe : Universidad Nacional del Litoral,
Gente del litoral, ilustres o vagabundos.
2022.
De ayer, de hoy y de nunca.
Libro digital, PDF/A - (Vera Cartonera / Analía
Gerbaudo ; Vida bandida)
Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-692-309-5
VERA editorial cartonera 1. Ensayo Literario Argentino. 2. Crónicas.
Centro de Investigaciones Teórico–Literarias 3. Biografías. I. Título.
de la Facultad de Humanidades y Ciencias CDD A864
de la Universidad Nacional del Litoral. —
Instituto de Humanidades y Ciencias
Sociales ihucso Litoral (unl/Conicet). © Osvaldo Aguirre, 2022.
Programa de Lectura Ediciones unl. © de la editorial: Vera cartonera, 2022.

Facultad de Humanidades y Ciencias unl


Ciudad Universitaria, Santa Fe, Argentina
Contacto: veracartonera@fhuc.unl.edu.ar

Atribución/Reconocimiento-NoComercial-
CompartirIgual 4.0 Internacional

Directora Vera cartonera: Analía Gerbaudo

Asesoramiento editorial: Ivana Tosti

Corrección editorial: Laura Kiener y Valentina Miglioli

Diseño: Julián Balangero

Este libro fue compuesto con los tipos Alegreya


y Alegreya Sans, de Juan Pablo del Peral
(www.huertatipografica.com).

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