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Reseñas

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Vittorio Possenti, Il realismo e la fine della filosofia moderna.

Roma:
Armando Editore, 2016, 288 pp. ISBN: 978-88-6992-034-9.

“Algunos libros –escribe Francis Bacon– han de ser probados, otros devora-
dos; algunos, pocos, merecen ser masticados y digeridos”. Encuentro que no hay
palabras más adecuadas que estas para introducir la recensión al último trabajo
editorial de Vittorio Possenti, Il realismo e la fine della filosofia moderna (Arman-
do, 2016). La obra en cuestión, que ciertamente corresponde al tercer grupo de
textos descriptos por el autor del Novum Organum, es una pequeña gran joya
especulativa que requiere toda nuestra atención y que pide ser analizada con par-
ticular cuidado.
Debe su preciosidad, principalmente, a la tenaz y apasionada defensa de una única
y decisiva tesis de fondo: la que reconoce en el realismo la vía maestra de la filosofía
presente y futura y en su perspectiva, el único método capaz de desatascar a la filosofía
del médano en que se ha encallado en el curso de los últimos cinco, seis siglos.
A simple vista, el volumen de Possenti impacta por su equilibrio compositivo y
por su estructuración. La obra –tal como se advierte en el índice– está dividida en
tres grandes secciones: la primera parte está dedicada a la descripción del sistema
epistemológico propio del realismo directo o inmediato, a la valoración de sus
estrechísimos lazos con la ontología tomista y a la comparación con algunas posi-
ciones gnoseológicas emergentes de importantes pensadores del siglo xx (Genti-
le, Maritain, Heidegger, Putnam). La segunda parte del texto está conformada por
una pars destruens que critica la formulación de las corrientes especulativas erigi-
das a partir de la posición hegeliana que identifica la lógica con la metafísica, y por
una pars construens caracterizada por el análisis del sistema filosófico de Jacques
Maritain, sistema en el que el autor descubre el cierre del ciclo idealista abierto
con Descartes y Kant y el comienzo de una nueva fase de reflexión, definida como
ultramoderna. La tercera parte del libro está centrada en cambio, en la invitación
extendida a la filosofía contemporánea a dejarse interpelar por la Trascendencia y
por su Misterio, a fin de que le sea posible profundizar en los vínculos existentes
entre fe y razón.
De todos modos, no es la arquitectura de la obra la que determina su valor,
sino el tratamiento de algunos núcleos teoréticos que atraviesan como un fil rouge
cada página possentiana.

Espíritu LXV (2016) ∙ n.º 152 ∙ 601-615


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¿A qué núcleos me refiero? Sin lugar a dudas entre los más significativos
señalamos el relativo a la idea fuerte de “verdad” que Il realismo e la fine della
filosofia moderna vehicula. En actitud polémica con el coherentismo de matriz
kantiana y poskantiana, Possenti ilustra con gran eficacia la perenne actualidad
de la concepción de la verdad como adecuación del intelecto a las cosas, augurán-
dole una completa recuperación por parte del pensamiento contemporáneo. Al
subrayar cómo para el realismo la realidad es más relevante que nuestro modo de
entenderla, el autor nos ayuda a reconocer la verdad como “conformidad entre el
acto del espíritu que unifica dos conceptos en un juicio, con la existencia de un
mismo ente en el que ambos conceptos se realizan”.
No se trata de una conquista de poca monta: por un lado nos permite calibrar
correctamente nuestra mirada sobre el ser, reconociéndole una inteligibilidad y
una alteridad independientes respecto del pensamiento, por otro lado tal logro
nos induce a admitir que en el mundo no hay solo interpretaciones sino también
hechos (me refiero por ejemplo al hecho de la existencia de alguna cosa, al hecho
de la existencia de una multiplicidad de cosas, a la existencia del devenir, del co-
nocimento y del deseo humano) temas sobre los que la filosofía ha de volver a
desarrollar su propia investigación.
Otro de los núcleos teoréticos analizados en Il realismo e la fine della filosofia
moderna está vinculado al concepto de intencionalidad. Al subrayar que en toda
operación cognoscitiva el sujeto interioriza la forma de aquello que se le presen-
ta, haciéndose –inmaterialmente– otro en cuanto otro, Possenti nos previene de
toda lectura ideológica del conocimiento, y nos protege de los peligros subya-
centes a las tantas formas recientes de neorrealismo, que confunden la apertura
intencional de la mente humana a la totalidad de lo real con un reflejo de ella.
Para el realismo el conocimento no puede reducirse a una similitud: si queremos
una confirmación basta pensar en la doctrina tomista sobre el intelecto agente y
a su rol perpetuamente activo en la búsqueda de la conformidad con los objetos
conocidos. Possenti nos invita a centrar nuestra mirada sobre tal dinamismo y así
nos ofrece el modo de focalizar con precisión la naturaleza del realismo como ac-
titud antropológica y no solo gnoseológica: el realismo es un “estar bien plantado
en la existencia, sin alimentar sospechas respecto del conocimento sensible”, un
“buscar de mirar alrededor con cierta confianza en relación con lo que vemos y
observamos, “un permanecer abiertos a lo impensado y a la sorpresa”.
Partiendo de estas bases Il realismo e la fine della filosofia moderna nos hace
entender cómo la primera forma de liberación, entre las tantas de las que hoy tene-
mos necesidad, consiste en desvincularse de la duda y del olvido del ser, instancias
promovidas por el pensamiento débil, por los nominalismos e idealismos moder-
nos y contemporáneo que, después de haber prometido mucho, han edificado a
lo largo del tiempo poco o nada. Desvinculándose de tales tentaciones es posible
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para el autor dar nuevo vigor a las reflexiones postmodernas y permitir al mismo
tiempo, a la filosofía, secundar su vocación originara: la de contactar con la reali-
dad, pidiendo justificación de lo que la experiencia nos demuestra, para intentar
captar el logos subyacente a todas las cosas.
Es verdaderamente bello que las páginas possentianas concluyan con una lla-
mada apasionada a renovar la filosofía, antes que en una escala ética o antropo-
lógica, a nivel metafísico: solo asumiendo el riesgo de medirse con el todo, por
modestas que sean nuestras fuerzas respecto de la inmensa amplitud del objetivo,
es posible entrever horizontes luminosos en busca de una verdadera novedad. Me
parece entonces que, con motivo de este impulso, se pueda hablar de Realismo
e la fine della filosofia moderna como de una obra de la que teníamos y tenemos
necesidad: lo digo con decisión, convencido como estoy de que en los tiempos
que estamos atravesando, sea más justo y conveniente encender luces antes que
maldecir la oscuridad.

Paolo Fedrigotti

Rocco Pezzimenti, Ética: Los desafíos de la modernidad. Para una moral


social compartida. Buenos Aires: Ciudad Nueva, 2014, 256 pp. ISBN: 978-950-
586-318-1.

El profesor Pezzimenti ha dedicado su dilatada carrera investigadora y docente


al área de lo que, en sentido amplio, podemos denominar filosofía práctica. Esta
su última obra publicada ofrece una síntesis de sus muchos años de estudios del
pensamiento político moderno. Publicada originalmente en inglés bajo el título
The Challenges of Modernity, ha sido objeto de una traducción no siempre fácil en
la que se deja entrever una cierta confusión entre estructuras gramaticales propias
del italiano, del inglés y del español. Por otro lado, el estilo del autor es a menudo
el de profesor comentador de textos que cita con profusión. Todo ello no hace la
lectura especialmente ágil, a pesar de tratarse de una obra con intención divulga-
tiva.
La primera parte, titulada “De la moral provisional a la provisionalidad de la
moral”, incluye una colección de estudios dedicados a una docena de grandes au-
tores agrupados en cuatro bloques. En el primer bloque Pezzimenti ofrece un aná-
lisis detallado del pensamiento político de Kant en que, tras una lectura en pro-
fundidad y con profusión de citas textuales, permiten al profesor italiano afirmar
que “el kantiano es un verdadero despotismo que termina imponiéndose, inde-
pendientemente de las necesidades de la vida, con la pretensión de hacer respetar
un a priori la mayoría de las veces dictado por una suerte de ciega ‘razón de estado’,
divinidad obtusa a la que debemos y, por lo tanto, podemos sacrificarlo todo”
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(18). En el segundo bloque Pezzimenti revisa las contradicciones insalvables de


un grupo de autores (Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche) a los que considera
no sólo irracionalistas sino, en el fondo, elitistas que se creen por encima del vul-
go. El tercer bloque está dedicado a dos autores que han obtenido a lo largo del
siglo xx un prestigio y un reconocimiento tan grandes que fácilmente podemos
dejar de caer en la cuenta del relativismo que esconden. Kelsen y Heidegger, por
diferentes vías, reducen la ética a algo exclusivamente ligado al ‘momento’. En el
positivismo jurídico, “al considerar que es imposible entender en qué consiste la
justicia, Kelsen piensa que vale la pena reducirla a una sola dimensión jurídica [...]
Se trata, sin embargo, de una reducción sofocante para la justicia misma” (97). El
último bloque de la primera parte incluye un elenco de escritores ‘malditos’ que
conforman un retrato multicolor, desde los poemas nihilistas de Baudelaire a los
dilemas irresueltos de Thomas Mann. Entre ellos, autores rusos como Soloviev,
Berdiaiev, Florenski o Alexander Men, en la estela de Dostoyevski, sirven de con-
trapunto para juzgar la situación de la cultura contemporánea sin caer en los abis-
mos del nihilismo: “cuando el hombre se desvincula del misterio de la existencia,
engaña [afirma Men] a su propia naturaleza y, saciado, comienza a precipitarse en
la angustia” (128).
La segunda parte, titulada “El problema de los valores morales sociales”, des-
pliega ya lo que puede considerarse las líneas principales de la propuesta ética del
autor. Al ir desgranando conceptos tan fundamentales para la Ética social como el
de bien común, persona, tolerancia o ciudadanía, Pezzimenti no deja de entrar en
diálogo con autores relevantes en el tratamiento de cada uno de tales conceptos.
Pero se trata ya de un diálogo constructivo a partir del cual establecer unas líneas
sutiles de reflexión. No se trata de proporcionar un marco sólido conceptual don-
de apoyar el desarrollo ulterior de todo un sistema de pensamiento. No se trata
de líneas nuevas de pensamiento sino prolongaciones de las ya apuntadas en su
anterior obra La società aperta e i suoi amici donde entraba principalmente en
diálogo con Popper y Berlin. En cualquier caso, la seriedad y el tono académico
se mantienen elevados en todo momento por la continua referencia a los grandes
pensadores que en el último cuarto de siglo han reflexionado sobre tales temas.
Así, por ejemplo, las referencias constantes a Hans Jonas al desarrollar el concepto
de responsabilidad. Pezzimenti adopta en todo su análisis una perspectiva que in-
tenta advertir de los riesgos del racionalismo a la par que quiere evitar la caída en
un relativismo abocado al nihilismo. De ahí que llame la atención el hecho de que
no dedique un apartado específico a la virtud de la prudencia, tan indispensable
en el ámbito de la Ética social. Es cierto que a menudo apela a la iuris prudentia
como una especie de “sentido común del derecho” pero parece mantener el con-
cepto de tolerancia en el plano de los primeros principios prácticos, en lugar de
convertirlo en subsidiario de la virtud de la prudencia, como, por otra parte, hace
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san Agustín, autor al que frecuentemente remite el autor en la controversia con


los formalistas: “La iuris prudentia evidencia, en conclusión, un conjunto de valo-
res sin los cuales es imposible convivir. Es siempre de la iuris prudentia de donde
surge uno de los valores políticos basilares: la tolerancia. Sin ella se anula la misma
prudentia del derecho que constituye, en cambio, su base.” (184)
La tercera parte, que lleva por título “Profundizaciones”, está constituida por
una tríada de comentarios que quizá no encuadraban bien en ninguno de los ca-
pítulos anteriores. Por una parte, un análisis de un libro del pensador francés Ray-
mond Boudon sobre los valores de la democracia y con el trasfondo de Tocquevi-
lle. Por otro lado, un análisis de un libro del converso de origen griego P. Teodosio
María de la Cruz acerca de la obediencia. En último lugar, una panorámica de tres
páginas sobre el devenir de la Ética desde la antigua Grecia hasta la actualidad.
En conjunto, estamos ante una obra muy erudita, escrita con intención di-
vulgativa, que puede ser de utilidad a los estudiosos de cualquiera de las áreas o
autores que aparecen de modo más destacado, aunque adolece de una cierta falta
de unidad y de unas conclusiones más contundentes acerca de los retos de la mo-
dernidad.

Miguel Ángel Belmonte

Juan Manuel Burgos Velasco, La experiencia integral. Un método para el


personalismo. Madrid: Palabra, 2015, 364 pp. ISBN: 978-84-9061-309-2.

En la abundante producción escrita del Prof. Burgos, es este un libro en el que


se acumulan convicciones durante algún tiempo conformadas. Se estructura en
seis capítulos de extensión muy desigual. Finaliza con un “Apéndice bibliográfico”
en el que sólo hay referencias a obras del autor y que “han constituido los prolegó-
menos” (p. 359) de este libro.
Tres son los capítulos centrales de la obra; los demás son, bien presentaciones,
bien resúmenes. El tercero, titulado “Experiencia integral y método fenomeno-
lógico” contiene una crítica de la fenomenología. En el capítulo 4, “Experiencia
integral y gnoseología tomista”, se ofrece lo mismo, pero ahora de Santo Tomás. Y
en el capítulo 5, “Filosofía y experiencia: el segundo nivel de la comprensión”, que
ocupa más de cien páginas (casi un tercio del libro), se explica el método de la expe-
riencia integral. Es decir, los capítulos 3 y 4 forman la pars destruens, y el capítulo
5 la pars construens del libro. El aludido quinto capítulo contiene la exposición de
los principios de la filosofía de Burgos. En primer lugar explica lo que él entiende
por filosofía. En segundo lugar presenta las bases de su antropología y de su teolo-
gía natural. Y en tercer lugar expone las “categorías personalistas” alrededor de las
cuales construye su idea de la persona.
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El autor, que se encuadra a sí mismo en el personalismo contemporáneo, pro-


pone en este libro un pretendidamente nuevo y original método del personalismo
ontológico moderno (pp. 46-47). Esta variedad de personalismo –diverso del co-
munitario y del dialógico– se dice creación del propio J. M. Burgos y, según su
promotor, tiene su fuente de autoridad en la obra de K. Wojtyla. “El objeto de
este libro –se lee–, en definitiva, es intentar transformar la propuesta metodo-
lógica, brillante, pero hasta cierto punto enigmática, que Wojtyla presenta en la
introducción de Persona y acción, en el método de la experiencia integral. Un mé-
todo de carácter personalista, expuesto con la suficiente definición y solidez como
para que pueda ser reconocible, y, en consecuencia, aceptado o rechazado” (pp.
48-49). Sin embargo, aunque afirma que, en Persona y acción, Wojtyla “ha hecho
una importante propuesta metodológica” (p. 11) en varias ocasiones se advierte al
lector que K. Wojtyla ofrece en sus obras escasas consideraciones metodológicas
(p. ej., p. 123). Al lector le gustaría conocerlas en detalle, con referencias textuales
suficientes, pero tal cosa no se encuentra en este libro.
Quizás ello se deba a que, en general, este texto está redactado en un estilo
ensayístico, en el que las posiciones solamente están abocetadas, sin que el examen
de los asuntos se extienda a todos los detalles quizás pertinentes en un estudio
sólido. Por ejemplo, repite Burgos que fenomenología y tomismo se encuentran
entre sí como la filosofía de la subjetividad y la de la objetividad (p. 21), e insiste
en que el tomismo no tiene una teoría de la subjetividad (pp. 44 y 128). Atribuye a
Wojtyla la idea de que “el realismo ha tenido históricamente motivos prudenciales
para no tratar la cuestión de la subjetividad” (p. 124). Puede responder asimismo
a aquella razón de estilo afirmaciones algo enfáticas, como cuando señala que Wo-
jtyla “pretendía llevar a cabo un proyecto muy ambicioso: nada más y nada menos
que un intento de unificación de la filosofía del ser y de la conciencia” (p. 11). (Me
parece un “proyecto” no sólo muy ambicioso, sino del todo sobrehumano, si re-
sulta que tal “unificación” es un imposible a radice, a la vista, al menos, del fracaso
del realismo crítico. Aunque quizás el Prof. Burgos quiera significar otra cosa que
no consigo ver en estas frases).
Concuerda con el aspecto ensayístico del libro lo breve del aparato crítico. Es
de esperar que Burgos haga gracia en algún otro lugar a los lectores filósofos de
una exposición en regla que permita una evaluación suficiente de sus tesis. En este
texto pocas veces el Prof. Burgos pasa de posiciones declarativas, más que proba-
das y satisfactoriamente evaluables. Salvo que tales fuentes detalladas se encuen-
tren en los textos del propio Burgos que componen el “Apéndice bibliográfico”.
Desde luego, un buen conocedor de la obra de Husserl no se complacerá del
todo con la descripción y valoración que Burgos hace de las posiciones del pen-
sador alemán. Es dudoso que la “intuición”, tal como la entiende el maestro de
Friburgo, esté tan distante de la “experiencia” tal como la entiende Burgos (ver
Reseñas 607

pp. 98-101). No parece admitir que pueda haber una pluralidad de sentidos de
“experiencia” o de “intuición”. Como también cabe discutir que la “epojé” inexo-
rablemente dirija la fenomenología husserliana hacia el idealismo, según dice
Burgos.
En algunos momentos la actitud de Burgos hacia Husserl es prejudicialmente
negativa, por cuanto en caso de ambigüedad se inclina por asignarle posiciones
idealistas: v. gr., en las pp. 66-67, 71 y 93. A pesar de ello, Burgos parece conocer
la existencia de la fenomenología realista, porque menciona a Reinach y a Sei-
fert. Sobre todo a este último, cuyas sugerencias tiene en cuenta con algún dete-
nimiento. Lo llamativo es que, tras haber descalificado a Husserl en sus elementos
principales, pueda verdaderamente Burgos admitir la posibilidad de una auténtica
fenomenología realista, sin sentirse ante ella como con un rotundo oxímoron (cfr.
pp. 71 y 85).
El lector a veces se pregunta si, cuando Burgos habla de “intuición”, “experien-
cia”, “esencia”, etc., lo hace recogiendo el mismo sentido en el que emplean tales
palabras los autores por él criticados. Y otro tanto pasa, luego, con términos como
“abstracción”, “individuo”, etc., cuando critica el tomismo. Puede, por eso, leerse
alguna afirmación francamente chocante, como que “el sistema tomista no usa la
experiencia” (p. 129), o que toda abstracción “pierde dimensiones singulares” de
lo real (p. 131).
En general, las críticas que dirige al tomismo parecen necesitadas de impor-
tantes matizaciones, como se suele decir. Apenas tiene en cuenta Burgos la doc-
trina literal de S. Tomás ni de sus más significados representantes. Los más de
setecientos años de vigencia del tomismo no son fáciles de sintetizar. No se piense
que echo mano de un fácil recurso crítico si me refiero a las fuentes que Burgos
emplea para describir el tomismo: siempre habrá autores sin mencionar en cual-
quier investigación filosófica. Con todo, resulta llamativo que Burgos se encierre
en algunos autores contemporáneos (Maritain, Gilson, García López, González
Álvarez, etc.) y deje de lado otros de gran importancia en los asuntos que el autor
discute. Me refiero al hecho de que pase completamente por alto a Millán-Puelles
y su La estructura de la subjetividad, o a Canals y su Sobre la esencia del conocimien-
to, o a Ramírez y su De analogia. No son autores ni lejanos ni de difícil acceso. Si
los hubiera leído, quizás nos habríamos ahorrado leer aquí que “el ente (en cuanto
concepto) no tiene subjetividad” (p. 259), y otras afirmaciones en las que se des-
figura el tomismo.
Debe ser una confusión que equipare a González Álvarez con Wolff, en p. 207,
nota 112, respecto a la trascendentalidad del ente y la analogía. Podrá pensarse lo
que se quiera de la originalidad o profundidad del Tratado de metafísica. I. On-
tología, del maestro leonés, pero es innegable que constituye un patente dislate
ponerle en proximidad al racionalismo de Wolff y de Baumgarten.
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Como es una clara exageración, que sólo puedo explicarme por algún interés
polémico implícito del autor, atribuir al tomismo que “en el concepto de ente solo
se puede incluir lo que es común a todos” (p. 259). Bastaría que se hubiera fijado
en lo que dice Gilson en El ser y los filósofos, o Participación y causalidad de Fabro,
o las lecciones sobre el ser de Maritain. O cualquier otro, como E. Forment, Gar-
cía López, González Álvarez, etc., etc.
No consigo entender cómo puede atribuir Burgos al aristotelismo tomista que
“[…] también son conceptos trascendentales (en cuanto que trascienden a los gé-
neros) las categorías aristotélicas y otras nociones como los tipos de causas”
(pp. 243-244, nota 12). No conozco a ningún aristotélico ni a ningún tomista
que se atreva de decir eso, y lamento que Burgos no mencione qué fuente emplea
en este punto.
Las críticas a la “abstracción” aristotélico-tomista contienen numerosas im-
precisiones por no decir que son deformaciones. No es posible que desconozca
Burgos la distinción entre abstracción imperfecta y abstracción perfecta (p. ej.,
p. 171), que podría haberle evitado al autor confusiones en su discusión del
concepto de la “inducción” o haberle al menos moderado en su descalificación
global del concepto de la abstracción imperfecta (del entendimiento agente) en
p. 161.
Burgos se siente particularmente interesado en subrayar la continuidad y uni-
dad de los procesos cognoscitivos humanos, y se adhiere con énfasis al alcance de
la tesis de la “inteligencia sentiente” de Zubiri. Aunque también reconoce que
sensación e intelección son diferentes. Precisamente por eso, no parece de recibo
que Burgos rechace en su totalidad la doctrina de la abstracción, cuando resulta
que, con ese término, lo que el tomismo quiere señalar es el tránsito, imprescindi-
ble e inevitable, entre el conocimiento sensorial y el intelectual. La abstracción del
entendimiento agente no consiste en otra cosa más que en extraer lo intelectual
a partir de lo sensible. Parece que Burgos no quiere tenerlo en cuenta, sino que se
centra únicamente en la desindividualización que, por eliminación de la materia
sensible, ha de acontecer en la abstracción.
Como tampoco ha atendido Burgos a ningún autor fundamental entre los
tomistas para criticar la doctrina del conocimiento del singular. Elude recordar
que, para el tomismo, hay individuos materiales e individuos espirituales, y que
en el caso de estos últimos su condición individual no se debe a materia ninguna.
Para el caso de los individuos materiales y su conocimiento intelectual quizás po-
dría haber consultado la posición de un autor clásico y prestigioso como J. Gredt,
quien dedica a este asunto su Tesis 48 y varias páginas justificativas (§§ 556-560)
en sus Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae.
En la p. 205 dice Burgos: “Si el ser es algo real –y no un mero artificio mental,
un concepto fruto de múltiples abstracciones–, debe, necesariamente, encontrarse
Reseñas 609

en la experiencia; debe, de algún modo, poder ser experiencia, ser experimentado.


Y, si esto no es posible, es que, simplemente, no es real, sino una de las abstrusas
especulaciones contra las que se alzó con razón Kant”- Estas frases tienen como
destino descalificar la metafísica aristotélico-tomista, esa que habla de “múltiples
abstracciones”. Háganse muchas o pocas, los tomistas sostienen que es merced a la
abstracción como el entendimiento gesta el concepto de ente, en una abstracción
que tiene como punto de partida la experiencia sensible. Tiene constantemente el
empeño Burgos de considerar la experiencia en un sentido muy lato (pp. 222-225),
y se niega a distinguir las contribuciones respectivas de los sentidos y de la inte-
ligencia. Pero que él no lo haga no obliga a no hacerlo, aunque en ello insista
(pp. 60-61, 98-101).- El concepto de ser no es una realidad, sino un concepto.
Como tampoco es una realidad el concepto de “hombre”, o de “libro”, o de “per-
sona”, salvo que se comparta el idealismo platónico. Junto a lo cual ha de decirse
asimismo que “ser”, “hombre”, “libro”, “persona” son conceptos que representan,
en su universalidad, realidades genuinas. Porque es real que “ser” es algo existente
en una efectiva pluralidad de individuos. Lo cual no tiene nada que ver con el
hecho de que todos los seres hayan de ser experimentables. Hay al menos uno que
no es experimentable de ninguna manera, que no puede ser captado en ninguna
experiencia sensitivo–intelectual humana, y es el caso de la Causa del ser, esto es,
del Ipsum Esse Subsistens, Dios, en una palabra. Podemos estar seguros de que
Burgos no piensa que Dios es una “abstrusa es­peculación”.
Lo que parece latir en el fondo de muchas de las críticas de Burgos al aristo-
telismo y al tomismo es su convicción de que la universalidad es esencialista, pla-
tonizante, apriorística (p. 96), e incluso idealista (pp. 101-102). Parece sostener
que toda universalidad es irreal, mientras que la realidad es siempre singular y
concreta (p. ej., pp. 119, 139 y 252). Sin ser un empirista, Burgos se alinea con el
nominalismo, probablemente en su intento de huir del esencialismo racionalista
e idealista modernos (Descartes, Wolff, Hegel). Otra posibilidad es que Burgos
no acabe de entender la diferencia entre los universales unívocos (por ejemplo, los
categoriales) y los análogos. A tal fin pudiera interesarle consultar La analogía en
general. Síntesis tomista de Santiago Ramírez, de J. M. Gambra, o algún capítulo
de La lógica de los conceptos metafísicos, de A. Millán-Puelles.
En suma, las críticas de Burgos al tomismo y a la fenomenología precisan una
seria revisión, y sólo entonces será posible hacerse una idea cabal de su propuesta
positiva. Desecha Burgos ambas filosofías, si bien comienza por decir que este
peculiar personalismo que quiere fundar en la obra de Wojtyla, resulta de “una
fusión original de fenomenología y tomismo, en la que la fenomenología aporta la
perspectiva moderna y el tomismo, la ontológica” (p. 13). Que semejante “fusión”
es posible lo demuestra el hecho de que hay tomistas fenomenólogos o fenomenó-
logos tomistas. Lo que de ninguna manera parece posible es que el personalismo
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de Burgos sea compatible con las tesis esenciales ni del tomismo, ni de la fenome-
nología, ni de ambos juntos.

José J. Escandell

Sergio Raúl Castaño, Legalidad y legitimidad en el Estado democrático-


constitucional. Madrid: Marcial Pons, 2015, 200 pp. ISBN: 978-987-1775-28-6.

La obra consta de un Estudio Preliminar del ilustre teórico español del Esta-
do Dalmacio Negro y de 8 capítulos y un apéndice (sobre la idea de legitimidad
en el marxismo contemporáneo). Se cierra con una bibliografía utilizada de 10
páginas.
Se trata de un libro que aborda el acuciante problema de la legitimidad po-
lítica, al hilo del análisis de algunas de las principales posiciones que sustentan
el andamiaje nocional del sistema democrático moderno y contemporáneo hoy
vigente en Occidente y buena parte del mundo. A la hora de denominar este sis-
tema político –que en el libro aparece sindicado como expresión práctica de los
principios ciliares del liberalismo– el autor opta por llamarlo constitucionalismo,
en línea con la preminencia que el liberalismo y su ínsito racionalismo han otor-
gado a la norma (jurídico-constitucional-positiva) como principio cuasi fundante
del orden político.
Este análisis histórico-doctrinal no impide al autor la constante referencia al
plano de la praxis política y jurídica empírica, tal como, en los aspectos más per-
tinentes para el enjuiciamiento de esta cuestión, tal praxis se ha verificado en los
últimos 200 años. Es decir, Castaño ha intentado asomarse a la crisis de legitimi-
dad que aqueja al sistema liberal contemporáneo desde algunas de las doctrinas
fundantes de ese sistema (Sieyès, Passerin d’Entrèves, Sartori, Habermas, Kriele,
Böckenförde, entre otros), así como desde algunos de los diagnósticos (Weber) y
críticas (Schmitt) más relevantes de que ha sido objeto.
El libro encara el estudio crítico de varios elementos nodales (impugnables,
conflictivos o aporéticos) de la acción política del Estado liberal y de la teoría
que la nutre, como son –sin pretensión de exhaustividad– el de la reducción de
la legitimidad a la legalidad (tema que atraviesa transversalmente todo el texto
y justifica el título de la obra); el del consecuente (materialmente, sería como el
envés de la precitada cuestión) obscurecimiento del sentido de la legitimidad de
ejercicio y de una justicia objetiva y universal que señale sus deberes al poder del
Estado; el de la representación “libre” –y además agravada por las distorsiones
que le aporta el régimen de la partidocracia–; el de la significación del concepto
de democracia propio del régimen vigente; el de la idea de un poder constituyente
que hace tabla rasa con la tradición y la realidad concreta de cada comunidad
Reseñas 611

histórica –así como el de la pretensión de una “soberanía” popular que no puede


ni debe ser ejercida–. Por fin, el autor se detiene en el crítico problema del en-
tronizamiento de un relativismo sustancial, principial, rasgo saliente del Estado
contemporáneo.
El libro plantea dos conclusiones principales. Por un lado, se propone dirimir
cuál es el quicio de la legitimidad política en sí misma considerada, es decir, el eje
de los principios que objetivamente rectifican el acceso y ante todo el ejercicio de
la potestad del Estado, con carácter de fundamento necesario y permanente de
toda realidad política histórica. Con ello queda manifiesto que el autor no ha pre-
tendido afirmar que el orden político y la acción del poder del Estado, hoy, hayan
sido absorbidos in toto por los errores y defectos axionormativos de los postulados
criticados –ni que toda potencial o actual intención o acción de los agentes políti-
cos se haya resuelto en la cosmovisión del liberalismo–. Por otro lado, el autor in-
tenta identificar si existe un principio que pueda fungir de basamento legitimante
del Estado en tanto liberal. Para Castaño, que no reconoce ese rango a la legalidad
o a la protección de los derechos humanos, se trata del de soberanía del pueblo,
que comprende dos dimensiones. De acuerdo con la primera, participativo-pro-
cedimental, el conjunto de los electores, estructurado atomísticamente, designa
en forma periódica a los cuadros dirigentes ofrecidos por el sistema de partidos.
Como principio democrático, la operatividad de esta soberanía no supone el efecti-
vo ejercicio del gobierno por el pueblo; antes al contrario, exige la representación
y excluye el mandato imperativo. Según la segunda dimensión, axiótica –que sería
la más impugnable a la par que la más genuina del régimen vigente–, los repre-
sentantes del pueblo, en tanto investidos por una voluntad que es asumida como
última fuente de legitimidad y de justicia, ya no reconocen normas que impongan
sujeción deóntica a sus decisiones, fuera de las siempre revocables estipulaciones
del derecho positivo. Es así como, en tanto principio de rectitud del ejercicio del
poder, la apelación a la soberanía del pueblo sirve para justificar la absolutización
axionormativa del poder del Estado, sólo a condición de actuar en nombre del
pueblo soberano y de seguir ciertos procedimientos formales, como resultan ac-
tualmente los operados por las instancias jurisdiccionales supremas (internas o
internacionales). En esa línea, al tratar el problema del relativismo en el cap. VII,
el autor señala cómo el recurso intrasistémico a la garantía de los derechos funda-
mentales mediante la interpretación constitucional por los tribunales supremos
no conjura, sino que por momentos extrema la dinámica relativista del principio
de soberanía del pueblo.

Cristina Andrea Sereni


612 Reseñas

Juan Miguel Palacios, La condición de lo humano, vislumbrada en tres


lecciones. Madrid: Encuentro, 2013, 88 pp. ISBN: 978-84-9055-024-3.

Nos es ofrecida esta estupenda miniatura por uno de los valores de la filosofía
española actual, el recientemente jubilado profesor Juan Miguel Palacios. Se trata
de la suma de tres “lecciones” que fueron dictadas en diversas fechas en la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense. Con ello está dicho que el
lenguaje y tono de estas páginas es coloquial, aunque sin pérdida de elegancia ni
de profundidad ni de rigor. Es una magnífica lectura para todos, en particular para
quienes se inician en la filosofía.
Las tres lecciones son: 1ª, “Sobre la esencia de la libertad humana”; 2ª, “El pro-
blema de la fundamentación metafísica de los derechos humanos”; y 3ª, “¿Puede
la filosofía ser cristiana?”.
Tres temas dispares, que sin embargo el autor engarza entre sí con el hilo de
la “muy singular” condición humana, que es “la del ser finito que, al tener expe-
riencia de su finitud, se asoma de algún modo a lo infinito” (p. 7). Ello es, por lo
demás, que el Prof. Palacios se inscribe inequívocamente en la recia y acendrada
tradición realista. “Las tres tratan de asuntos referidos al conocer y al querer del
hombre, y abocan a una toma de conciencia de la limitación que les es propia” (p. 8).
Tres problemas dispares para cuyo abordaje en condiciones favorables el Prof. Pa-
lacios pide ya en el título, como primera providencia, que el lector vaya apercibido
de la radical limitación del ser humano. Aunque también esta humillación de la
carne racional resulta de las reflexiones mismas desarrolladas a lo largo del libro.
La primera lección versa sobre la libertad del hombre. Tras caracterizar lar-
gamente la libertad como “independencia o indeterminación de algo respecto
de algo” (p. 11), propone Palacios distinguir tres sentidos diferentes de la liber-
tad humana, los sentidos “ontológico”, “psicológico” y “práctico”. Tomada en el
sentido “ontológico”, concibe la libertad como “la apertura del ser del hombre
a muchas posibles maneras de ser” (p. 12). Según el autor, gracias a su peculiar
constitución, y a diferencia de los meros animales, en su conocer y en su querer es
capaz el ser humano de acceder a la totalidad de la realidad.
La libertad “psicológica” pertenece, según Palacios, a los actos de la voluntad
humana, y adopta dos formas: “la libertad de coacción y el libre albedrío” (p. 17).
Es la primera entendida como la capacidad de producir o ejecutar lo que se quiere,
y a ella se opone la violencia en un sentido amplio. El Prof. Palacios sostiene que a
esta clase de libertad pertenecen “tanto la libertad física –la que puede impedirse
con sogas o grilletes […]–, cuanto la libertad civil o política –como la libertad de
expresión, de reunión, de residencia, de asociación, de empresa, etc.” (p. 18).
Debo confesar que encuentro en estas últimas distinciones alguna dificultad.
Palacios dice que la libertad de coacción, tal como él la describe, “no concierne a
Reseñas 613

la volición misma” (p. 17); entonces, no es claro que a esa modalidad de la libertad
pueda llamársela “psicológica”. Su idea de la libertad de coacción lo es de los actos
imperados de la voluntad y no de los elícitos. Pero en ese supuesto, la libertad que
Palacios llama “práctica” también debería incluirse en la clase de la libertad de
coacción. Advirtamos que la libertad en sentido práctico es “la que el hombre
adquiere cuando utiliza su singular capacidad de modificar por sí mismo, gracias
a su libre albedrío, las propias tendencias y disposiciones interiores que hay en
él y que le empujan desde dentro a la acción” (p. 22). Es decir, se trata de lo que
muchos llaman la libertad “moral”.
Busca el Prof. Palacios en la segunda lección un fundamento “metafísico” de
los derechos humanos. Por una fundamentación de esa clase entiende el autor
una cuya característica específica es “partir de una concepción general de la rea-
lidad, para luego, interpretando desde ella el ser del hombre, inferir finalmente
cuáles son los derechos que este tiene en razón de lo que es” (p. 38). Puntualiza
además que la suya quiere ser, en particular, una fundamentación “personalista”
en cuanto opuesta a una que pudiera incluir una “concepción individualista del
hombre, que distingue falsamente entre su estado natural y su estado civil, al que
el hombre accedería mediante un contrato social” (p. 39); y opuesta asimismo a la
“concepción colectivista del hombre”. El Prof. Palacios entiende que los derechos
humanos tienen su fundamento “metafísico” en el carácter de persona que tiene
todo ser humano y –apoyándose en un largo texto de Maritain– en la ley natural.
La cuestión, sin embargo, no queda con eso resuelta, sino que, según el autor,
la tesis de la fundamentación metafísica de los derechos humanos en la ley natu-
ral “entraña en sí misma un patente carácter problemático” (p. 49) en el orden
especulativo, el cual estriba en la dificultad de compaginar el concepto que la ley
natural supone de la naturaleza humana con la afirmación de la libertad del hom-
bre. Es, dicho brevemente, el problema general de la síntesis de la naturaleza y la
libertad, en una de sus dimensiones: ¿es la naturaleza fuente de obligaciones para
la libertad? Por ello, tomado en este sentido, el problema viene a reconducirse al
de la discusión de la “falacia naturalista” según la fórmula presentada y criticada
por G. E. Moore. Parece que una cierta aceptación de la crítica de Moore a la fala-
cia naturalista lleva al Prof. Palacios a decir que “la metafísica personalista nos dice
que hay personas y en qué consiste serlo y que los hombres lo son; mas no puede
decirnos si es bueno ser persona” (p. 57), porque una cosa es la “metafísica” (según
el sentido antes explicado) y otra distinta la “ciencia del valor o axiología”. De este
modo, la “enigmática distancia que media entre el ser y el valer” (p. 59) comporta
dificultades “a la ética metafísica y, con ella, a su fundamentación de los derechos
humanos” (ibid.).
Los claros análisis, siempre minuciosos, que el Prof. Palacios presenta excitan
la reflexión, también porque dejan abierta la respuesta a la cuestión radical de la
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conexión entre ser y valor (o bien en toda su amplitud). Pudiera sugerirse al res-
pecto al menos un par de observaciones. En primer lugar, la idea que se emplea
de lo “metafísico”. Es posible que en ella se haya introducido algún desajuste. En
general, hubiera bastado en muchos casos hablar tan sólo de fundamento “onto-
lógico” o fundamento “teórico”, es decir, de un fundamento “antropológico”: del
asiento de los derechos humanos en el ser sustancial del hombre. Sin embargo, por
otra parte, cuando se establece la distinción entre valores “ontológicos” y valores
“propiamente cualitativos”, parece que por “ontológico” haya que entender, no
tanto “real” o “efectivo”, sino algo constitutivo y permanente, de modo que los
valores “propiamente cualitativos” serán algo efectiva y realmente variable, en el
sentido de adquiribles y perdibles. Puede haber, pues, una oscilación en el uso
del término “metafísico”, según significa “real” o, por el contrario, “permanente”.
¿Acaso los valores stricto sensu (en el concepto de Palacios) no son reales y efecti-
vos en las cosas que los poseen y de las que se atribuyen?
Lo cual nos lleva a la segunda observación. Cabe discutir que la axiología (la
teoría de los “valores propiamente cualitativos”) haya de ser exterior a la ontolo-
gía. Esa posición cuadra bien con los principios del pensamiento de M. Scheler,
para la cual los valores no son, sino que tan sólo valen. Frente a ella, entre otros
autores, cabe situar a Millán-Puelles, quien con toda rotundidad ha escrito que
los valores “no se dan en un plano diferente del que es propio del ser. Ese plano
sería el de la nada, es decir, ningún plano. Todo valor positivo es tenido por al-
gún ente […]. La distinción de los planos del “valer” y del “ser”, tal como ha sido
propuesta por la “axiología” o teoría de los valores, no puede en modo alguno
mantenerse a la luz de un examen ontológico rigurosamente efectuado” (Léxico
filosófico, 2ª ed., 2002, p. 247). Es aquí, justamente, en donde la crítica de Moore
a la “falacia naturalista” resulta excesiva. Ciertamente, no es la mera facticidad
fundamento válido para ningún juicio de valor ni para imperativo alguno. Pero
junto a la facticidad de las cosas también se encuentra la fáctica realidad de sus
respectivos valores.
La tercera parte del libro se ocupa del concepto de la “filosofía cristiana”. ¿Es
posible una filosofía con ese apellido? Tras un repaso rápido de la historia de esta
cuestión, acaba el Prof. Palacios por fijarse en De la filosofía cristiana de J. Mari-
tain, de cuyas principales ideas ofrece un brillante resumen. De ellas encuentra
rastro en la encíclica Fides et ratio del Papa Juan Pablo II. El autor se adhiere a
cuanto Maritain sostiene en relación con la filosofía en general y con la filosofía
teórica en particular, pero no pasa por alto lo que el pensador francés afirma acer-
ca del “posible carácter cristiano de la filosofía cuando se trata de la filosofía práctica”
(p. 76). Piensa Maritain que “en razón de su propia naturaleza, la filosofía moral
ha de hacer uso de datos revelados y constituirse entonces como un saber natural,
sí, pero subordinado a la teología” (p. 78). Entiende el Prof. Palacios que Maritain
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pretende una inadmisible transgresión de fronteras, pues para el francés la ética es


imposible sin alguna injerencia de la teología moral.
“No se puede negar que es extraño el aspecto del filósofo cristiano. Pues este,
que exige como filósofo evidencia apodíctica acerca de todo lo divino y lo huma-
no, sabe como cristiano que Dios se ha revelado en Jesucristo, que este es Dios y
hombre verdadero, y, como asegura el padre Ripalda, “créelo más que si lo viese”.
Pero no lo ve, no tiene evidencia de ello, porque la verdadera identidad del Verbo
de Dios hecho carne comparece embozada, o por así decirlo, se presenta escondi-
da: es verdaderamente la de Dios hecho hombre, pero no lo parece. Para él, como
cristiano, la encarnación del Verbo es un misterio” (pp. 83-84).
Podría seguramente añadirse que, por su fe cristiana, el creyente adhiere a
Cristo, quien, siendo Dios, es también hombre perfecto, de manera que lo divino
no suprime lo humano, ni la fe suprime la filosofía o la hace inútil. Sino que la
potencia y promueve. No es la filosofía, para el cristiano, un descenso al mundo
común con los no creyentes, sino una elevación a las proximidades del Misterio.

José J. Escandell

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