Vinculos de Cristal
Vinculos de Cristal
Vinculos de Cristal
MAFIAS DE CRISTAL
NOA XIREAU
ÍNDICE
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Epílogo 1
Epílogo 2
SINOPSIS
Jasha
Los hay que heredan una casa, un coche o hasta una fortuna. Mi padre
me legó un puesto en la Bratva, la responsabilidad de cuidar de mi madre y
mis hermanas, y deudas que prefiero no averiguar de qué son. También me
dio un buen consejo antes de morir, el único bueno que recibí durante mi
desgraciada convivencia con él: «Jamás dejes que los hermanos descubran
que no eres más que un marica sin huevos. No querrás averiguar lo que
harán contigo antes de matarte».
Estoy convencido de que a mi padre le habría gustado matarme él
mismo si hubiese podido hacerlo. Tal vez hubiera sido mejor que, cuando
mi ex, Karl, me traicionó vendiéndome al mejor postor, me hubieran
liquidado. Así, mi familia no habría estado en peligro. Ahora, los mismos
hermanos de la Bratva que prometieron estar a mi lado tras la muerte de mi
padre están a punto de descubrir mis mentiras.
Claro que todavía existe una última solución a mi problema: aceptar la
propuesta de Robert Steele, el poderoso y exitoso empresario que siempre
consigue lo que desea, y que ha decidido que me quiere a mí, por un mes,
sin tabúes ni límites, y bajo sus propias condiciones.
Un mes no parece ser mucho a cambio de mi vida y la de mi familia, o
no lo sería si Robert no guardara sus propios secretos. Lo que parecía ser mi
salvación ahora amenaza con convertirse en una espiral de pasión,
traiciones y poder.
Advertencia: Esta es la historia de Jasha, un personaje secundario de la
serie Mafias de Cristal. La novela es autoconclusiva y no es necesario leer
los demás libros de la serie. Ten en cuenta que se trata de un Dark Romance
LGBTI+ y contiene todos los ingredientes que suelen caracterizar este tipo
de género literario.
1
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Robert
Eran las diez de la mañana y la temperatura era ya tan elevada que tuve que
secarme el sudor de la frente con el antebrazo. Solo podía imaginar el calor
que debían tener las varias docenas de hombres y mujeres que se
encontraban en ese momento en el campo de entrenamiento, siguiendo las
directrices de los instructores.
Estuve tentado de participar en las luchas cuerpo a cuerpo. Me habría
venido bien la distracción en lugar de estar ahí sentado observándolos,
mientras mi mente regresaba una y otra vez a una habitación oscura pintada
de rojo y al cuerpo delgado de piel perfecta que había destacado contra las
sábanas de satén barato del club.
Frotándome el puente de la nariz, intenté no dejarme llevar de nuevo
por aquella fantasía, por la memoria del tacto de su aterciopelada piel bajo
mis palmas, los suaves gemidos que acompañaban mis embestidas o la
facilidad con la que el chico se abrió a mí para luego atraparme,
envolviéndome en una placentera agonía que me hizo correrme a los pocos
segundos de hacerlo él.
¡Joder! Aún podía recordar con todo detalle cómo mi semen erupcionó
contra la sedosa piel blanca y la imperiosa necesidad de volver a hundirme
en él, sin preservativo y sin protección. Me conformé con introducirle mi
semen con los dedos en una extraña urgencia de hacer que conservase algo
mío en su interior.
Había sido una situación insólita, casi vergonzosa, pero aun así, si
volvía atrás, podía verme haciendo exactamente lo mismo. Jamás me había
pasado algo semejante antes, claro que tampoco nadie había tenido nunca el
efecto sobre mí que había tenido aquel chico desde el mismo instante en
que lo descubrí sentado en la barra de aquel club de mala muerte.
Joder, si hasta me la había jugado accediendo a subir con ellos a la
habitación cuando yo no era de los que asumían riesgos innecesarios y,
mucho menos, exponerme a la opinión pública y a mis clientes por mis
apetitos sexuales y mi bisexualidad.
En un mundo como el mío, ser gay equivalía a una debilidad. Los que
de verdad estábamos al pie del campo de batalla sabíamos que no era así,
pero no los clientes. Y cuando eran ellos los que pagaban los millones que
costaban nuestros servicios, ellos eran los que decidían lo que podíamos y
lo que no podíamos mostrarle al mundo sobre nosotros mismos.
El estruendo de las ráfagas de disparos y las explosiones retumbando en
mis oídos se entremezcló el olor del polvo con el de la pólvora quemada
desde el campo de entrenamiento. Sin embargo, a pesar de estar rodeado de
acción y adrenalina, mi mente regresaba siempre al mismo punto: el chico
que me había robado mis noches de sueño y que estaba empezando a
convertirse en una obsesión.
Mi visión se llenó con el ruego de los misteriosos ojos azules y volví a
sentirme tan vivo, desesperado y, a la vez, vulnerable como me había
sentido cuando el chico comenzó a seguir mis órdenes sin rechistar.
El sonido de mi móvil rompió mi ensoñación, pero me bastó un vistazo
al nombre de quien llamaba para reajustarme los pantalones y devolver mi
escasa atención al campo de entrenamiento. Sabía que tarde o temprano
tendría que hablar con Esther y que no podía evitarla para siempre, pero era
la última persona con la que quería hablar en ese momento.
—¿No piensas contestar? —preguntó Mark, sentándose al otro lado de
mi escritorio.
—Es Esther, la llamaré luego —respondí evitando mirarlo.
—Ajá.
—¿Ajá, qué? —pregunté irritado cuando no dejó de observarme de
lado.
Mi socio encogió los hombros y miró a la zona de tiros.
—¿Cuándo piensas contarme lo que pasó el sábado pasado?
—¿Qué te hace pensar que pasó algo? —pregunté con rigidez.
—Que empezaste a estar distraído el domingo, por lo que la única
explicación que puede haber es que el motivo que sea que te ha tenido así
toda una semana , ha debido de ocurrir el sábado por la noche.
Me pasé ambas manos por la cara antes de apoyar los antebrazos sobre
mis rodillas.
—No ha pasado nada, nada que deba preocuparte o que afecte a la
empresa.
—¿Estás seguro?
Titubeé. Si alguien se enteraba de lo que había hecho, entonces, sí que
podía afectar a la empresa.
—Fue algo personal.
Mark arqueó una ceja.
—Sabes que el significado de ser amigos implica que puedes contarme
lo que te ocurra tanto si está relacionado con el trabajo como si no,
¿verdad?
—No es nada del otro mundo, digamos que solo cometí el error de
acostarme con alguien.
—¿Y no tomaste precauciones?
—Sí, claro que las tomé.
—Pues sí que tuvo que ser malo.
—¿Malo? Fue el polvo del siglo —gruñí molesto.
—¿Y entonces por qué te arrepientes?
—Me arrepiento porque… Mierda, no me arrepiento un carajo, pero
ahora no consigo sacármelo de la cabeza.
—El polvo o a la mujer.
Vacilé.
—No hubo mujer —admití—. Bueno, sí que hubo una, pero no
participó más que como voyeur. Si te soy sincero, me olvidé de ella en
cuanto la dejé arrodillada en un rincón.
Dicho así sonaba bastante mal, pero a él no pareció preocuparle ese
detalle.
—De modo que te has acostado con un hombre. ¿Qué lo convierte en
diferente a las otras docenas de veces que lo has hecho desde que te
conozco?
Fruncí el ceño.
—Lo dices como si te pasara un informe cada vez que me acuesto con
uno.
Miró al cielo con cara de ruego.
—Rob, no solo te veo cuando abandonas una fiesta con alguien, sino
que también he compartido campamentos contigo y, créeme, resulta difícil
ignorarlo cuando los haces chillar como si estuvieras atravesándolos con
una estaca.
—¿Estás comparando mi polla con una estaca? —me mofé sin poder
retenerme.
Mark resopló.
—Sabes a lo que me refiero. Tú no eres precisamente de los que hacen
el amor de forma vainilla y calmada.
Echándome atrás en el asiento, solté un suspiro.
—O sea, que me estás diciendo que todo el equipo oye lo que hago o no
hago cuando salimos de campamento.
—Sip.
—Sip, ¿qué? No vas a ponerme esa cara sin terminar de soltar lo que
tengas que decir.
—Que también hay una apuesta en cada salida para ver a quién te vas a
follar.
—Genial —repliqué con sequedad—. Justo lo que me faltaba.
—Vamos, no es tan grave. Los que te conocemos sabemos que es tu
forma de liberar estrés y a nadie le parece mal, más bien al contrario.
—¿Qué significa más bien al contrario?
—Que algunos viven su sexualidad a través de ti y que otros están
deseando que los elijas para averiguar si el motivo por el que tus amantes
gritan tanto y acaban levantándose al día siguiente andando raro es parte de
tu marca personal.
Lo miré paralizado.
—Dime que me estás tomando el pelo.
—Te estoy tomando el pelo —repitió con una expresión impasible que
hacía difícil adivinar si lo decía en serio o si solo lo repetía porque yo se lo
había dicho—. Y ahora regresemos al asunto verdaderamente importante.
¿Qué es lo que te ha conmocionado tanto de ese tipo?
—¿La verdad? No lo sé. —Era una mentira a medias, porque me
constaba que había sido un conglomerado de cosas y, entre ellas, la
vulnerabilidad del chico, su forma de someterse a mis deseos y su mirada
llena de ruego, y lo poderoso que me hacía sentir, pero eran cosas que Mark
no necesitaba conocer, en especial, porque se sentía como una traición
hablar de algo tan íntimo con otro hombre que no fuese… Jasha.
—¿No sabes qué lo convierte en diferente? —preguntó mi amigo,
escéptico.
—Que me estoy obsesionando con él, eso es lo que es diferente. No
puedo sacármelo de la cabeza y estoy tentado a regresar por comprobar si
vuelve a ser así.
—Entonces, hazlo. Regresa a donde sea que lo encontraste, repite y
sácatelo del sistema.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Fue en un club de estriptis que pertenece a la Bratva y, de hecho,
sospecho que el chico pertenece a ella.
Mark se pasó una mano por su cabello.
—Ah, bien… ¡Mierda!
—¿Lo ves?
—Joder, macho, no te lo tomes a mal, pero cómo se te ocurrió cometer
semejante metedura de pata. —Mark se frotó la barbilla con preocupación
en sus ojos. Estabas allí para hacer un trabajo, no para meterte en la cama
con el enemigo de nuestro cliente. ¿Tienes idea de lo que te podría haber
pasado si te descubren allí con los pantalones bajados?
Gemí para mis adentros.
—Estaba más preocupado por cómo podía afectar a nuestra economía
que el chico me reconociera y pudiera divulgar que soy gay, pero, ahora que
lo dices, tienes razón.
—La verdad es que no creo que tengas que preocuparte por eso.
—¿Por?
—A menos que el heredero Volkov haya dado un cambio de ciento
ochenta grados desde la muerte de su padre, la sección Volkov de la Bratva
es extremadamente conservadora. Ni siquiera sé cómo el chico se atrevió a
acostarse contigo. Lo más suave que le pueden hacer si se enteran de que es
gay es meterle un tiro en la cabeza.
De alguna forma, aquello consiguió que el estómago me diese un
vuelco.
—Creo que eso explica por qué me ofrecieron un trío cuando el chico es
homo al cien por cien.
—Mmm… Eso podría ser una explicación plausible. ¿Sabes una cosa,
Rob? —preguntó después de que ambos nos mantuviéramos en un distraído
silencio.
—¿El qué?
—Que se me ocurre que podrías matar dos pájaros de un solo tiro.
—¿De qué estás hablando?
—De que a veces, el trabajo y el placer no son incompatibles.
8
Jasha
Robert
Jasha
Robert
Jasha
Jasha
Robert
Esperé con la respiración contenida las expresiones que iban pasando por el
magullado rostro del chico que, a mis treinta y siete años, me estaba
convirtiendo en un adolescente hormonado nervioso e inseguro.
Con cada una de aquellas expresiones de miedo y duda, las secretas
esperanzas de que decidiera aceptar mi propuesta iban desvaneciéndose.
Podría haberlo presionado, sabía cómo hacerlo, era un empresario exitoso al
fin y al cabo, y había un truco tras cada uno de los tratos y negocios
provechosos que había ido haciendo a lo largo de los años, sin embargo,
reprimí la tentación de poner en práctica mis técnicas persuasivas con él.
No se lo merecía y yo no podía perder la poca humanidad que me quedaba
si no le dejaba tomar la decisión con total libertad.
—De acuerdo, acepto —saltó de repente, sorprendiéndonos a ambos a
juzgar por cómo se le abrieron los ojos.
Mis pulmones se vaciaron de golpe, dejándome con una sensación de
mareo.
—¿Y tus condiciones? —Tomé un trago de mi copa para aliviar mi
súbita ronquera.
—No tengo ninguna a priori. Si no me siento bien con algo te lo dejaré
saber para que decidas si es razonable o no.
Su nivel de confianza en mí me pilló desprevenido. Debería haber
insistido en que tomara sus propias decisiones, pero algo me decía que uno
de los motivos por los que se había dejado seducir por la idea de
pertenecerme era precisamente el incentivo de no tener que tomar
decisiones ni por sí mismo ni por los demás.
Cogiendo el móvil, le envié un mensaje a mi abogado. Luego abrí el
chat con el jefe de seguridad del club.
YO: Vacíame la sala VIP del J. de la Ira.
RISK: ¿Camareras y seguridad?
YO: No quiero a nadie por los alrededores y apaga el acceso a las
cámaras desde la sala de seguridad. Avísame cuando esté hecho.
RISK: En ello.
Podía relajarme. No era la primera vez que había hecho una petición
como aquella, aunque normalmente los motivos solían ser bastante más
turbios.
—Están desalojando la sala —mencionó Jasha, mirando nervioso a la
gente que se iba levantando de sus mesas a petición del personal de
seguridad.
—Eso están haciendo —confirmé con tranquilidad, observándolo
mientras recuperaba poco a poco la seguridad en mí mismo. También
debería tratar de hacer un esfuerzo mayor por recuperar el control, pero
aquello era lo último que tenía planificado para lo que pensaba hacer a
continuación.
—Se han ido todos —constató, perplejo—. ¿Nosotros no tenemos que
irnos?
—No.
—¿Has sido tú?
—¿Prefieres tener testigos sobre cómo vamos a cerrar nuestro trato?
—¿Sobre cómo…? ¿Te refieres a… aquí?
Inclinándome hacia él, le acuné con delicadeza la mejilla, evitando
presionar la zona que, aun estando mucho mejor que la otra noche, seguía
sin haberse curado del todo. Le mordí con delicadeza el labio inferior y casi
me puse a ronronear ante la sedosidad de sus labios y la forma en que los
abrió para mí con una sumisión absoluta. Gruñí de satisfacción cuando
además posó su mano sobre mi pectoral para sujetarse.
—Aquí… Ahora… y… contigo desnudo. —Alterné cada palabra con
un beso o un mordisco.
—¿Y si viene alguien? —protestó con un débil gemidito mientras sus
dedos se enredaban en mi chaqueta como si quisiera sujetarme y no dejarme
escapar.
—¿Recuerdas eso de hacer contigo lo que quiera, como quiera, cuando
quiera, donde quiera y del modo que quiera? —pregunté sin detenerme—.
Solo funciona si aprendes a aceptar mis caprichos sin ponerlos en duda.
¿Crees que podrás hacerlo?
Jasha tragó saliva y asintió dudoso. Sonreí para mis adentros. Que no
aceptase con sencillez no era ningún problema. Más bien al contrario,
significaba que iba a concederme el placer de enseñarle a ser mío y eso era
justo lo que pretendía hacer.
—Desnúdate. Tómate tu tiempo en hacerlo, me gusta la expectación —
dije antes de echarme atrás en el sillón y ponerme cómodo.
Jasha siguió con la vista cómo me apreté debajo del glande en un
intento por subyugar mi creciente excitación, pero, tras un breve titubeo,
obedeció y se puso de pie para desnudarse. Sus gestos inseguros no se
asemejaban demasiado al espectáculo que podría haber ofrecido un estríper,
no obstante, sus efectos sobre mí no tenían nada que envidiarle. Con cada
prenda que desaparecía de su cuerpo y cada tramo de piel que dejaba
expuesto, mi corazón palpitaba con más fuerza y así lo hacía también mi
polla, dejando tras de sí un creciente parche de humedad en mi bóxer.
Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar la mandíbula al ir
viendo los enormes cardenales que iba dejando al descubierto por su
cuerpo, muchos ya amarillentos y desvaneciéndose, pero otros con un tono
morado tan profundo que casi se veían negros. Me maldije por dentro y
estuve por abortar todo el asunto, pero la vulnerabilidad en su mirada y la
notoria erección que portaba me dieron pausa. Lo último que pretendía era
hacerle sentir rechazado cuando mi polla, a todas luces, hacía oídos sordos
a mis reparos.
Cuando al fin estuvo de pie frente a mí desnudo, moviendo los brazos
inquieto y con expresión vulnerable, cualquier buen propósito que hubiese
tenido se había borrado de mi mente. Levantándome, lo rodeé hasta quedar
a su espalda y le mordisqueé el lóbulo de la oreja. Se me escapó otro
gruñido complacido cuando se estremeció de forma visible y se echó atrás
para apoyarse contra mí.
—¿Crees que podrás conmigo cuando aún estás magullado?
—No duele tanto como aparenta, pero… —Jasha titubeó—, ¿podrías
tener cuidado con la zona de la costilla?
—Señálame dónde. —Le ofrecí la mano y él me la cogió y me la pasó
por su piel al tiempo que se le ponía de gallina—. ¿Algún sitio más? —
Tenía claro que no iba a sujetarlo por ninguno de los moretones, pero
prefería ir a lo seguro.
Me bajó la mano hasta la parte alta de su muslo, casi a la altura de la
cadera.
Eso es todo.
—Sabes que podemos esperar si estás demasiado dolido, ¿verdad?
—¡No! —Jasha se giró rápidamente en mi abrazo—. No quiero esperar
—balbuceó apresurado—. ¡Por favor! —susurró tragando saliva.
—Si algo te duele o te sobrepasa, ¿me avisarás?
Mordiéndose los labios, asintió.
—Si algo que no sea erótico me duele, te lo diré.
Pude sentir la mancha de humedad en mi bóxer cuando alcé la mano y
le pasé el pulgar por los labios entreabiertos.
—¿Te gusta el dolor, gorrioncillo?
—Algo… Contigo. Me gustó cómo me dominaste la última vez.
Mis labios se curvaron. Recordaba a la perfección sus gemidos al
follarlo y lo estrecho de su trasero al abrirme paso en él. ¡Joder! Si no me lo
follaba pronto iba a acabar corriéndome en los pantalones solo de la
expectación.
—¿Te preparaste como te indiqué? —Deslicé mis dedos entre sus nalgas
para descubrir sorprendido que llevaba un dilatador—. Mmm… Parece que
sí. —Deslicé mis manos entre sus piernas para tomar su escroto en mi mano
y poco me faltó y no gemir ante la suavidad de su piel depilada—. Y veo
que también seguiste mis instrucciones para convertirte en mi postre. ¿Es
eso lo que quieres, gorrioncillo? ¿Qué te devore hasta que me pidas que
pare porque ya no puedes más?
Sus rodillas parecieron dar de sí por un momento.
—¡Robert! —jadeó cuando le masajeé las pelotas con delicadeza.
—Shhh… —Sacándome un preservativo del monedero, me abrí el
cinturón y los pantalones para colocármelo antes de coger también uno de
los sobrecitos de lubricante con los que me había armado justo antes de
acudir a nuestra cita—. El postre vendrá luego, ahora necesito comprobar
primero si dijiste en serio lo de que serías mío para hacer contigo lo que
quisiera.
—¡Sí!
Gemí en mi interior ante la desesperación en su voz. Si el chico hubiera
tenido la más mínima idea del efecto que ejercía sobre mí, entonces, sería
yo el que iba a acabar de rodillas ante él.
Mordiéndole el cuello, lo empujé con mi cuerpo hasta la cristalera de
separación de la barandilla y lo giré. Jasha se puso rígido cuando vio a la
gente bailando abajo.
—Van a vernos —musitó con debilidad.
Le mordí el hombro con un poco más de fuerza y repasé con la lengua
el tatuaje del gorrión que tenía sobre su paletilla derecha.
—¿Y si es eso lo que quiero? ¿Mostrarle al mundo entero que me
perteneces?
No volvió a protestar cuando le posé las manos sobre el cristal ni
cuando le separé las piernas. Tampoco lo hizo cuando le posicioné las
caderas y le extraje el dilatador o cuando me eché el lubricante en los dedos
para comprobar que estaba listo para mí. Y menos, cuando le abrí las nalgas
y me posicioné contra la delicada piel rosada que quedó al descubierto,
impasible cuando presioné con suavidad, abriéndome paso en el estrecho
canal.
—¡Joder! ¡Eso es, Jasha! ¡Ábrete para mí! Así, sí…
En el instante en que su trasero quedó pegado a mis ingles, paré para
tomar una profunda inspiración y tomarme el tiempo que necesitaba para
que mi glande dejase de pulsar con una furia desmedida.
—¿Robert? —gimoteó Jasha con una voz que navegó directamente
hacia mis pelotas.
—¿Preparado?
Su «sííí» fue el pistoletazo de salida que necesitaba. Mis dedos se
enredaron con los suyos sobre el cristal, mientras le sujetaba con la mano
izquierda en su cadera sana para mantenerlo quieto mientras bombeaba
contra él. Mis primeros envites fueron lentos y controlados, destinados a
comprobar si de verdad estaba preparado para que lo follara, pero en el
instante en que empujó su trasero contra mí con un agónico: «¡Por favor!»,
con una mano enredada en su cabello y la otra sujetándolo, mis embestidas
se tornaron posesivas y fieras, como si se me fuera la vida en ello. La gente
que bailaba frenética en la pista a nuestros pies me era tan indiferente como
lo era la forma en la que el cristal vibraba con mis embestidas mientras los
jadeos de Jasha se entremezclaban y fundían con la música a nuestro
alrededor.
De mi mente desapareció el dinero, el chantaje y el verdadero motivo
por el que Jasha había venido a mí, y lo único que quedaba era mi
necesidad de fundirme con él y hacerlo mío, de marcarlo hasta que incluso
él estuviese convencido de que me pertenecía.
Cuando bajó una de sus manos para masturbarse y la tensión de sus
nalgas se incrementó, anunciando que estaba a punto de correrse, tuve que
morderme el interior de mis mejillas hasta hacerme sangre para no
adelantarme a él.
—La próxima vez que estemos aquí, lo haremos sin preservativo y no
pararé hasta llenarte y que mi semen se resbale por tus piernas —le advertí
entre dientes.
—¡Sí! —gritó Jasha, convulsionándose mientras largos chorros blancos
pintaron el cristal desfigurando los rostros de los bailarines en la pista—.
¡Robert! —Mi nombre en sus labios sonó a pura gloria.
Cuando sus convulsiones se detuvieron y sus rodillas cedieron bajo su
peso, lo sujeté con mi brazo alrededor de la cintura y le besé con delicadeza
los hombros, concediéndole unos segundos para recuperarse antes de salir
despacio de él.
Jasha se giró con la frente sudorosa y observó cómo me quitaba el
preservativo para guardarlo en el bolsillo de mi pantalón.
—Tú no…
—Si no puedo tener mi semen dentro de ti al menos quiero pintarte con
él.
Sin decir palabra, Jasha se deslizó hasta mis rodillas, me miró con sus
profundos ojos azules y abrió obediente la boca. ¡Joder! Por eso solo ya
podría haberme corrido.
Apoyando una mano sobre el vidrio, lo contemplé, permitiéndole tomar
la iniciativa. No me decepcionó. Su boca descendió sobre mí hasta que su
nariz estuvo pegada a la parte baja de mi vientre y su garganta se estrechaba
convulsiva a mi alrededor.
—Eso es. Así.
Existía algo morboso en el hecho de que estuviéramos rodeados de
gente y que aquella fuera inconsciente de lo que estábamos haciendo o de
cómo él se sometía ante mí en toda la gloria de su exquisita vulnerabilidad,
desconocedor del hecho de que nuestra intimidad quedaba protegida a
través del vidrio espejo.
Mandándolo todo al carajo, le sujeté la cabeza y me empujé una y otra
vez contra sus labios, vaciándome en su garganta con un agónico y áspero
grito, mientras me recreaba en su sumisión, sus enormes ojos llenos de
lágrimas y el conocimiento de que, al menos durante ese instante, era mío.
15
Jasha
Jasha
Jasha
Uno no puede imaginar cómo vive la gente rica hasta que se despierta cada
mañana en una cama que parece formada por nubes y sábanas de algodón
egipcio que se deslizan sobre tu piel desnuda como una caricia, te llevan el
desayuno a la cama, te preparan baños con burbujas y te encuentras ante un
vestidor lleno de ropa donde no tienes ni idea de qué probarte primero.
Era casi como si cada día, desde que me encontraba en la mansión, me
levantara con ganas de ronronear, satisfecho por los ecos de placer que me
recorrían de la noche anterior en brazos de Robert, y a la vez quisiera
taparme hasta las orejas y esconderme ante la persistente sensación de que
no era más que un intruso que no pertenecía a un mundo de caprichos y
placeres como aquel.
Vivir allí era como encontrarme atrapado en una encrucijada entre el
exceso y la cruda realidad a la que tendría que regresar cuando mi contrato
con Robert llegara a su fin. Por un lado, me superaba la necesidad de
regresar a mi casa, con mi familia y lo que conocía y, por otro, rogaba para
que aquella ensoñación no acabara nunca.
Con una sonrisa, me levanté de la cama y me estiré a conciencia
mientras sentía una a una las huellas que testimoniaban la pasión de Robert.
Desnudo, con una alfombra suave bajo los pies y sin un despertador que me
recordara que mi sino era trabajar hasta el día que cayese muerto (algo
inevitable y próximo perteneciendo a la Bratva y con mi suerte). ¿Se podía
pedir algo más para empezar el día? Bueno, sí, no me habría importado
despertarme con Robert a mi lado, pero, entonces, probablemente, no habría
forma de que saliésemos de la cama.
Tampoco era como si pudiera quejarme. Justo antes del amanecer,
Robert se había ocupado de dejarme satisfecho antes de marcharse…
(Mucho, mucho más que satisfecho). Podría haber sido rápido, puede que
hasta brutal en algunos momentos, pero despertarme con el placer que me
provocaba con su boca para, de repente, verme bocabajo y sentir cómo se
adueñaba de mi cuerpo, haciéndome suyo y marcándome como tal para el
resto del día, era… sublime. Sublime… no era una palabra que hubiese
usado nunca, pero era la única con la que describir lo que me hacía
experimentar. Y, sin lugar a duda, aquella era mi nueva manera favorita de
despertarme. En especial, porque luego, sin siquiera tener que moverme,
podía seguir durmiendo con la sensación fantasma de que él seguía dentro
de mí y la sonrisa satisfecha que me provocaba que Robert se encargase de
dejarme limpio, tapado y con un beso en el hombro antes de marcharse.
Si no fuese porque a veces tenía la sensación de que me trataban más
como una mascota valiosa a la que mimar y cuidar que como a una persona
racional e independiente, mi vida en aquel lugar hubiera sido perfecta.
Incluso Mark me atendía de ese modo: viniendo a mi habitación a traerme
el almuerzo si no bajaba a tiempo, invitándome a ir a la biblioteca a leer
algo o para que lo acompañara al gimnasio. Me pregunté si iba a empezar a
rascarme detrás de las orejas para comprobar si también ronroneaba para él
y no solo para Robert.
La idea me provocó un estremecimiento. Mark era guapo. Bueno,
siendo honesto, resultaba más que guapo. Poseía ese atractivo carismático
que caracterizaba a los actores de las películas de acción. Hace unas
semanas me habría emocionado que un hombre como él se interesara por
mí, pero ahora, por alguna razón, la idea de que me tocase me producía un
auténtico rechazo y hasta daba gracias de que Robert no hubiera dado ni la
más mínima señal de pretender compartirme con sus compañeros. Claro que
Anthony no se habría metido en la cama conmigo ni sobornándolo, o puede
que sí, pero para desahogar sus frustraciones conmigo y hacerme pagar por
lo que fuera que se le había metido en la cabeza que había hecho yo.
A veces no podía evitar preguntarme si ese hombre estaría enamorado
de Robert y que por eso me odiase tanto y no se reprimiese de demostrarlo.
Cuando se lo sugerí a Robert, éste se limitó a reírse y a darme un beso en la
frente.
—¿Estás celoso, gorrioncillo? —me había preguntado—. No necesitas
estarlo, Anthony es como un hermano y a ninguno de los dos nos va el
incesto.
En fin, si él lo decía… Nah, yo seguía pensando que Anthony estaba
enamorado de él. Era la explicación más plausible. El mundo estaba lleno
de hombres gais atrapados en su armario particular y si no que me lo
preguntaran a mí.
Apretándome los cordones de las zapatillas, cogí una toalla para
dirigirme al gimnasio y moverme un poco. La mansión podía ser todo lujo,
pero llevaba tres días encerrado allí y comenzaba a sentir como si mi jaula
de oro estuviera asfixiándome. Una jaula para una mascota, eso era justo lo
que parecía aquel lugar, y ahí estaba yo, dispuesto a mover la colita y dar
saltos de alegría cuando mi amo regresara a casa para dedicarme unos
minutos de carantoñas y satisfacer mis necesidades.
Echando un vistazo cuidadoso por la esquina del pasillo, me aseguré de
no toparme con Anthony. Con su «No sé a qué estás jugando, pero no
permitiré que pongas en peligro a esta familia», que me lanzó la tarde
anterior cuando me encontró en el salón viendo una película con palomitas,
ya tenía el cupo completo de lo que estaba dispuesto a aguantar de él.
El gimnasio era el sueño de cualquier deportista, con su equipamiento
de última generación, espejos y grandes ventanales que bañaban la sala en
una luz suave y cálida y ofrecían vistas al cuidado jardín trasero con pistas
de pádel y tenis. Si a eso se le añadía una sauna, duchas y un cuartito con
camilla, que solo podía suponer que servía para sesiones de masajes, ¿qué
más se le podía pedir?
Después de una hora en la cinta, me detuve frente a una máquina de
musculación y, con las manos en jarras, solté un profundo suspiro. No era
aficionado al ejercicio. Mi padre me obligaba a hacerlo y, como era de
esperar, odiaba mi falta de fuerza y me hacía pagar por ello con insultos y
medidas más drásticas los días que se encontraba de mal humor, que eran la
mayoría cuando estaba obligado a pasar tiempo conmigo. En su opinión, era
bueno que fuese rápido, sin embargo, mi debilidad era una vergüenza para
mi apellido. Además, según sus elocuentes previsiones, mi destino era que
los propios hermanos de la Bratva se deshicieran de mí, ya que era más un
estorbo que un hombre de valor, como era su caso.
—¿Planteándote si vale la pena o no probarlo? —la pregunta que
atravesó el silencio me hizo volverme sobresaltado, encontrando a Robert
apoyado relajado en el umbral con los brazos cruzados sobre el pecho y una
sonrisa relajada.
—Nunca he usado realmente una de estas maquinitas tan monas y
estaba preguntándome si solo las tenías aquí como decoración ostentosa o si
de verdad servían para algo más —me burlé secándome el sudor de la frente
y el cuello con una toalla.
Una de sus cejas se arqueó burlona.
—¿Maquinita mona y decoración ostentosa? Mmm… No tengo muy
claro si lo que estás buscando es que te enseñe a utilizarla y hacerte tragar
ese insulto con una buena dosis de agujetas, o si lo que quieres en realidad
es que te ponga sobre mis rodillas para propinarte unas cachetadas por
impertinente.
¡Mierda! Cómo era posible que se me inundara la cara de calor cuando,
al mismo tiempo, mi sangre estaba acumulándose en mi entrepierna. Era un
misterio científico digno de ser analizado.
Como si pudiera leerme los pensamientos, la mirada de Robert bajó por
mi cuerpo hasta el lugar en el que una creciente tienda de campaña estaba
estirando la cinturilla de mi pantalón corto. Arrastré incómodo los pies. De
un momento a otro mi glande iba a asomar la cabeza para saludarlo y
ponerse a su disposición. ¡Mierda! Estiré la camiseta hacia abajo. ¡Ya lo
estaba haciendo!
La sonrisa de Robert se ladeó. Bajó los brazos como si no tuviera prisa
y se aproximó a mí, induciendo a mi corazón a que pulsara con creciente
intensidad con cada paso que avanzaba.
—¿A alguien le pone la idea de unos azotes? —La pregunta podría
haber sido una mofa si no fuese porque la voz de Robert se tornó profunda
y seductora.
Gemí cuando me tiró del cabello, echándome la cabeza hacia atrás, y
me envolvió las pelotas con una palma, enviando una corriente de placer a
través de mi cuerpo.
—Solo si es con tus manos —murmuré.
Cerré los ojos en rendición cuando ascendió por mi erección y presionó
con suavidad debajo de mi glande, liberando varias gotas de líquido
preseminal.
—¿Eso descarta un cinturón o una fusta? —Me arrancó un
estremecimiento al acariciarme con su aliento mientras me hablaba al oído
con ese aire juguetón con el que un depredador juega con su presa.
—Yo… Mi padre… solía usar el cinturón y… y otras cosas.
La repentina rigidez de Robert desapareció con tanta rapidez, que no
supe si me la había imaginado o no.
—De acuerdo. Nada de accesorios hasta que seas tú quien quiera
probarlos, gorrioncillo.
Sin poder mover la cabeza por su agarre, lo estudié de reojo.
—¿Y si nunca llega ese momento?
—Entonces, simplemente no llega —replicó con indiferencia.
Solté un suspiro de alivio hasta que me mordió el cuello.
—¡Estoy sudado! —protesté alarmado.
—¿Y?
—Que yo… yo… prefiero que esperes a que me duche.
—Yo no —su respuesta fue tan firme y concisa que me dejó sin
argumento—. Sabes algo salado. ¿Y qué? Si te sientes incómodo lo respeto
y no te besaré, pero recuerda que soy yo quién decide el cuándo y el cómo.
El cuándo es ahora y el cómo es aquí. De modo que, si lo quieres sin besos,
espero que unos buenos azotes de verdad te pongan porque ese es el único
precalentamiento que vas a tener.
Debería haberme escandalizado, humillado o tal vez enfadado. Mi
cuerpo escogió la opción más ilógica de todas: excitarme de tal manera que
pude sentir un cosquilleo instalándose en mi glande, que goteaba con total
entrega, dejándome una mancha húmeda en mi bóxer, que traspasó la fina
tela de los shorts deportivos que llevaba.
—¿Cómo me quiere, señor? —raspé sin apenas voz.
Quitándome la camiseta por encima de la cabeza, me giró hacia la
estación multifunción.
—Sujétate a la prensa de brazos —dijo, colocándome las manos sobre
las dos barras horizontales curvas que sobresalían del aparato.
Mis palmas apenas habían tocado la espuma de las barras, cuando me
bajó de un solo tirón los pantalones cortos y la ropa interior hasta las
rodillas. Desnudo y atrapado… ¿Por qué me ponía tanto que él siguiera
vestido?
Ni siquiera me dio tiempo de acostumbrarme al frío cuando el impacto
de su palma sobre mi trasero resonó por el gimnasio, acompañado de un
breve resquemor que, a medida que desaparecía, dejaba tras de sí un rastro
de calor.
Robert pasó su mano con reverencia por el lugar.
—Eres tan blanco que incluso una leve palmada basta para dejar tu
trasero de un suave tono rosado.
Por la forma en la que apretó los labios en una mueca agónica estaba
claro que estaba decidiéndose sobre si lo que quería era soltarse el pelo o
conformarse con su intención inicial de ponerme el trasero colorado. Esperé
a que nuestras miradas se encontraran a través del espejo de la pared.
—Prefiero el rojo —murmuré sin estar muy seguro de por qué lo
admitía cuando al que le iban a doler aquellas palmadas iba a ser a mí,
aunque mi polla parecía tenerlo más claro por la forma en la que las
brillantes gotitas resbalaban de la punta al suelo.
—Seis entonces —dijo Robert de la nada, como si estuviera pensando
en voz alta—. Tres en cada glúteo. Lo suficiente como para darte color. La
semana que viene, cuando los cardenales que te quedan del otro día hayan
desaparecido del todo, pondremos a prueba qué tipo de tono rojizo te gusta
más.
Tragué saliva. ¿Eso significaba que iba a darme más de seis o que me
daría más fuerte?
Jadeé ante su segunda palmada, pero jadeé aún más cuando metió su
mano entre mis piernas para pesarme y amasarme con delicadeza las
pelotas. Una delicadeza que contrastaba con la fuerza con la que castigaba
mi trasero.
Con la tercera palmada, eché la cabeza atrás cuando me masturbó casi al
tiempo exacto en el que tardó en desaparecer el dolor. La cuarta y la quinta
fueron consecutivas y ninguna de ellas en el mismo lugar. Para cuando me
dio la sexta, mi trasero se sentía como el de una luciérnaga y de mi glande
colgaba un fino hilo transparente. Si la dureza de las erecciones pudiera
medirse con algún tipo de escala como la que se usaba con los materiales, la
mía tendría un diez, justo a la altura del diamante.
—Buen chico, gorrioncillo —murmuró Robert al lado de mi oído,
mientras acariciaba mi trasero con delicadeza—. Pero sabes que aún no
hemos terminado, ¿cierto? Sujétate fuerte.
Escuché más que vi a Robert abriéndose el cinturón, bajándose la
cremallera y escupiéndose en las manos para lubricarse con su saliva. Y
entonces fue cuando me separó las nalgas y se posicionó entre ellas,
abriéndose paso despacio dentro de mí y arrancándome un largo jadeo
mientras mi cuerpo trataba de ajustarse a su invasión. Claro que habría sido
tonto si, después del aviso que me había dado, hubiese esperado que fuera a
hacerme el amor despacio y con cuidado.
¡Gracias a todo lo que era santo! Era lo último que quería cuando estaba
tan excitado y temía correrme en cuestión de minutos.
En cuanto mi trasero chocó con su ingle, cualquier delicadeza se
evaporó. Agarrándome del cabello, me obligó a arquear la espalda y sacar
el trasero para embestirme justo como a él le gustaba y yo necesitaba: sin
freno, totalmente fuera de control y haciéndome olvidar hasta de mí mismo.
—Buena sesión de ejercicio —murmuró Robert casi una hora después,
tirado a mi lado en una colchoneta con la camisa deshecha, el pantalón
abierto y la respiración tan agitada como la mía.
Sin poder evitarlo, sonreí.
—Podría acostumbrarme a este tipo de ejercicios —confesé en broma.
Robert resopló.
—Apuesto a que sí y también a que en nada ibas a dejarme KO.
—Bueno… —Me giré de lado y apoyé la cabeza en un brazo para poder
verlo mejor—. Tienes que admitir que al menos es más placentero así.
Su expresión se suavizó y, cogiéndome por la nuca, tiró de mí para
darme un beso.
—Mucho más —admitió con una voz profunda que me recorrió con un
delicioso cosquilleo.
Un repentino carraspeo rompió el hechizo y mis ojos se abrieron
horrorizados al descubrir a Anthony en la sala, a tres metros de nosotros, no
cortándose ni un pelo al recorrernos con una mirada oscura. El que yo
tratase de cubrirme los genitales con ambas manos no pareció importarle
demasiado para seguir estudiándome con su mueca de desdén.
—¿Qué quieres? —rugió Robert, tapándome parcialmente de la vista de
su socio.
—Maxwell ha llamado porque no le cogías el teléfono. Dice que teníais
una videoconferencia programada hacía veinte minutos.
—¡Joder! —Robert se levantó malhumorado y me ayudó a hacerlo a mí
antes de colocarse delante de mí, cerrarse la cremallera del pantalón y
pasarse una mano por el cabello—. ¿Y no podías haber llamado a la puerta
antes de entrar?
A través de uno de los espejos vi a Mark encogiendo un hombro con
indiferencia.
—Estáis en un gimnasio, ¿cómo iba a saber yo que pensabais crear aquí
vuestro nidito de amor?
No pude ver la mirada que le echó Robert a Anthony, pero sus puños se
encontraban tan apretados que le podía ver el blanco de los nudillos.
—Lárgate y dile a Maxwell que lo llamaré en diez minutos.
—A sus órdenes, jefe —siseó Anthony sin ocultar su irritación—. Pero
si piensas seguir follándotelo, mejor llévatelo contigo a tu despacho. Seguro
que tu asistente personal no tiene problema con participar en la reunión
desde debajo de la mesa. ¿Verdad, encanto? —Sin esperar una respuesta, se
marchó.
—¡Maldito cabrón hijo de puta! —gruñó Robert antes de girarse hacia
mí—. Hablaré con él.
Frotándome los brazos ante el repentino frío, asentí y busqué mi ropa.
Robert se adelantó a mí, pero en lugar de entregármela me ayudó a
vestirme.
—Jamás le he contado nada sobre los términos de nuestro acuerdo —
dijo, mirándome a los ojos cuando terminó.
Cuando me rodeó con sus brazos y me atrajo contra su pecho, asentí con
un profundo suspiro.
—Tendría que estar tonto y ciego para no darse cuenta de que no hago
otra cosa que estar encerrado en mi habitación y perdiendo el tiempo por la
casa.
—Lo hablaremos luego, gorrioncillo. Ahora ve a ducharte mientras voy
a la reunión a resolver el problema. Luego igual podemos hacer algo juntos
si no surgen más complicaciones. ¿Y qué tal si mañana te muestro algunas
rutinas con las máquinas? Si te interesa, claro está.
—Me gustaría —admití con sinceridad. Puede que la presencia de
Robert lo hiciera más llevadero y, al menos, tendría algo con lo que
entretenerme mientras estaba allí.
Dándome un beso en la frente, se colocó frente a un espejo, se colocó
bien la camisa y su rostro adoptó una máscara de concentración y autoridad,
asumiendo de nuevo el papel de magnate que le ofrecía al mundo.
En cuanto se marchó, me dejé deslizar sin fuerzas sobre la colchoneta y
me tapé la cara con ambas manos. Odiaba que Anthony me hubiera visto
desnudo, se sentía como una invasión a mi intimidad, sin embargo, lo peor
era que supiera cuál era mi función allí. El hombre no era tonto. Hoy en día,
un amante no necesitaba ocultarse tras un puesto de trabajo inexistente y
Robert no parecía alguien que fuese a ocultarles a sus amigos con quién
estaba acostándose si se trataba de una relación normal. En realidad, la
culpa de aquel follón era mía. Yo había sido el que le había pedido a Robert
que no contase que me pagaba por tenerme. Aunque eso, en el fondo, no
cambiaba el hecho de que si la información salía de aquella mansión mi
vida solo podía cambiar a peor.
18
Jasha
Jasha
Robert
Oculto entre las sombras de la palmera, donde había estado desde que salí
al balcón, vi a George charlando con Jasha en el balcón contiguo y luego
observé con los puños apretados cómo el zorro de Richard le entregaba a
Jasha una copa de champán, presionándolo con un sugestivo: «Bebe, te
vendrá bien».
Me rechinaron los dientes cuando, además, lo presionó con un:
—Bebe, te vendrá bien.
Me tomó toda mi fuerza de voluntad quedarme justo donde estaba para
seguir observándolos. Sabía de sobra lo que contenía esa copa de champán
y los efectos que tendría sobre el desgraciado que tuviera la mala fortuna de
bebérsela. Que Jasha fuese ese desafortunado era lo que quedaba por
confirmar.
Cuando el chico se llevó la copa a los labios, mirando a Richard a los
ojos como si estuviera hipnotizado por él, poco me faltó para gruñir. ¿Era
aquella otra de las cosas en las que me había mentido? Si después de
hacerme creer que no bebía alcohol, resultaba que sí lo hacía, lo que podría
pasarle al tomarlo se lo tenía más que merecido.
Observé cómo la nuez de Jasha subía y bajaba varias veces al tragar. La
preocupación me empujaba en su dirección para frenarlo, pero la furia por
su traición me mantuvo en el sitio. No fue hasta que bajó la copa y la situó
fuera de la mirada de Richard que relajé los hombros. Parecía que no le
había dado el suficiente crédito al chico; el líquido burbujeante en la copa
seguía en el mismo nivel que había estado un minuto antes.
—Gracias, y sí, necesitaba un respiro —explicó Jasha con una sonrisa
tímida. No me extrañaba que actuara de manera completamente diferente a
como lo había hecho con George. Donde el segundo era una piraña a la que
se le veían los dientes afilados nada más acercarse, Richard, a pesar de tener
edad para ser el padre del chico, tenía esa sofisticación desenvuelta y un
innegable atractivo que llamaba la atención sobre él. Además, el hombre los
combinaba con la educación de un lord inglés y el encanto de un caballero
de brillante armadura. Pocos conocían el monstruo que se escondía tras
aquella atrayente fachada—. No estoy acostumbrado a tanta gente y tantas
caras desconocidas me tenían mareado.
Que Jasha aprovechara el momento en que Richard siguió su mirada
hasta el iluminado salón para vaciar su copa por el balcón me pilló por
sorpresa. ¿A qué estaba jugando? Si no conociera la inocencia que aún
conservaba el chico, habría jurado que era él quien manipulaba a Richard,
en lugar de ser la víctima de la víbora. ¿O acaso había estado equivocado
todo ese tiempo respecto al chico al que había metido en mi casa y en mi
cama?
—Me llamo Richard —se presentó la víbora venenosa, ofreciéndole la
mano—. Y tú eres Jasha, por lo que me he enterado.
Apreté los labios. Parecía que las noticias corrían con rapidez. Estaba
seguro de no haberme cruzado con Richard esa noche y tenía la firme
convicción de no haberle presentado a Jasha. El chico titubeó antes de
estrecharle la mano, y no me pasó desapercibido el ligero estremecimiento
que trató de ocultar enseguida. No podía decir que me extrañara. Yo evitaba
darle la mano a ese hombre siempre que podía. No solo tenía unas manos
extremadamente blandas, sino que eran frías y algo húmedas como las de
un reptil y el que apenas te apretara la mano sin firmeza no ayudaba a
disipar la desagradable sensación.
—Encantado —murmuró Jasha, soltando su mano lo más rápido que
pudo sin parecer maleducado, y le echó otro vistazo rápido a la puerta de
cristal como si estuviera buscando algo.
¿Estaba tratando de localizarme? La idea me calmó un poco.
—Robert habla muy bien de ti —mintió Richard con un galante descaro
—. Dice que eres un joven con muchos... talentos.
Tragué saliva, sintiendo la ira crecer en mi pecho mientras esperaba a
descifrar sus intenciones.
—Robert siempre ha sido muy generoso con sus palabras —contestó
Jasha con cautela.
Su sonrisa se mantuvo, pero sus ojos se movían buscando una ruta de
escape, recordándome a un cervatillo asustado. Lo disimulaba bien, pero
solo ante alguien que no conociera sus gestos tanto como yo.
Era una suerte que no solo estuviera en el balcón contiguo, sino también
protegido detrás de una maceta decorativa y sumido entre sombras. De
hecho, estaba tan apartado de ellos que, aunque Jasha me hubiera visto, no
podría haber sospechado que estaba oyendo su conversación a la perfección
con un dispositivo de amplificación de escucha insertado en el oído.
—Bueno, yo diría que, con tu apariencia, no necesitas otras
recomendaciones —contestó Richard, recortando la distancia entre ellos e
invadiendo su espacio personal.
—Perdón, ¿qué? —En el tono de Jasha se coló algo de su repentino
pánico.
Ignorando la pregunta, Richard repasó con parsimonia la solapa del traje
de Jasha con un dedo.
—Por cierto, me ha parecido interesante la propuesta que te ha hecho
George y muy generosa, por cierto.
—Yo… yo…
Maldije para mis adentros cuando Jasha retrocedió en un intento por
apartarse de Richard, arrinconándose entre la barandilla y la pared. Cuando
además acabó tras una maceta similar a la que yo utilizaba para
mantenerme oculto, lo único que seguía viendo era el perfil de Richard.
¡Maldito hijo de puta!
Me sentía dividido entre salir al rescate de Jasha y apartar a ese
pervertido de él, o descubrir la agenda de ambos. Mi sentido práctico se
impuso. Necesitaba estar seguro de con quién me acostaba y tampoco hacía
daño conocer los planes de tipos tan escurridizos como Richard.
—¿Me pregunto qué diría Robert si descubriera que te has vendido a
George para espiarle?
—¡Yo no me he vendido a nadie! No le dije que sí en ningún momento.
—Mmm… ¿Y por eso llevas esa tarjeta en tu bolsillo? ¿Crees que
Robert te creerá a ti, un desconocido al que apenas conoce, o a las
evidencias y a la palabra de alguien con el que suele hacer negocios de
forma regular?
Apreté los dientes con tal fuerza que temí que fuera a hacérmelos trizas.
El muy cabrón sabía cómo manipular y chantajear a la gente.
—¿Qué… qué quiere de mí?
La sonrisa amable de Richard cambió a una llena de despectiva malicia
que reflejaba a la perfección la clase de serpiente venenosa que era.
—Otro trato —contestó, divertido.
—¿Qué… qué otro trato?
—Voy a ser generoso. Estoy dispuesto a pagarte dos mil más a cambio
de que me pases la misma información que le vas a pasar a George.
—No le confirmé a George que pudiera hacerlo y tampoco sé si puedo
llegar a conseguir esa información —protestó Jasha con debilidad.
—Oh, pero por supuesto que lo harás. No creo que quieras descubrir lo
que Robert le hace a la gente que le traiciona, ¿cierto? ¿O de verdad crees
que ese hombre que has visto moviéndose con soltura aquí en el club y
socializando es el auténtico Robert Steele? Y George… Bueno, puedo
decirte de antemano que a él no le va a gustar que a mí me hayas cobrado
mucho menos que a él y que encima le hayas estropeado sus planes con tu
avaricia —se mofó Richard—. Además, piensa en el dinero que ganarás
manteniéndonos a todos contentos. Veinte mil dólares mensuales entre los
tres no parece una cantidad nada despreciable para un chico como tú. Si no
los tiras por la ventana, te podrás hacer con un buen colchón para cuando se
te acabe la buena fortuna.
Por mucho que me hubiera gustado partirle la cara al hijo de puta de
Richard, no podía ni siquiera dejar de darle la razón, y eso que el muy
cabrón ni siquiera sabía las responsabilidades familiares y las deudas que
tenía el chico. Aunque me doliera y decepcionara su falta de lealtad, ni
siquiera podía culpar a Jasha por caer en la trampa que le estaban poniendo
esos dos jodidos hijos de puta. Sabía de dónde venía y también lo duro que
era sobrevivir en un mundo así. Yo habría hecho cualquier cosa a cambio de
proteger a mi madre. Por desgracia para Jasha, tratar de utilizarme no era
algo que fuera a salirle nada bien, y no iba a gustarle el precio que iba a
costarle su traición.
—De acuerdo, lo haré —murmuró Jasha con un agotamiento y una
rendición que podrían haberme dado lástima de no estar tan furioso con él.
—Claro que lo harás, no tenía ni la menor duda al respecto —replicó
Richard, dándole lo que sonó como un par de palmadas suaves en la cara—.
Y ahora, ponte de rodillas.
—¡¿Qué?!
—Lo que has oído. —Cualquier traza de amabilidad y educación en la
voz de Richard fue sustituida por una helada dureza—. Ahora eres mío. De
modo que ponte de rodillas y haz tu verdadero trabajo. ¿O crees que no he
visto cómo os miráis Robert y tú cuando creéis que nadie presta atención?
Si te pones de rodillas para él, también lo harás conmigo.
—Yo no…
Me bastó ver la rapidez con la que alargó Richard el brazo y su
expresión cruel mientras oía los jadeos trabajosos de Jasha para adivinar
que lo estaba estrangulando.
—Verás, bonito. Puedes ser un buen chico y hacerlo por las buenas, en
cuyo caso lo tendré en consideración, o puedo esperar a que la droga que
tenía esa copa haga efecto y llevarte a una de las salas de juego, donde mis
amigos estarán encantados de compartir conmigo el nuevo juguete de
Robert Steele. Sentiría tener que romperte tan pronto, pero eso es algo que
ocurrirá tarde o temprano ahora que me perteneces.
—Por favor… —la voz de Jasha se cortó con un sollozo ahogado.
Mi paciencia llegó a su límite. Sin pensármelo siquiera, me quité el
dispositivo del oído y lo guardé en el bolsillo para saltar con una silenciosa
práctica de un balcón a otro y detenerme a unos metros de ellos.
—¿Qué está pasando aquí? —exigí, escondiéndome los puños en los
bolsillos.
Por mucho que traté de aparentar calma, no pude conseguir que mi
mandíbula se relajara. No se me escapó el repentino miedo en los ojos de
Richard al apartarse de Jasha con las manos alzadas.
—Nada más que unas copas de más y un poco de pasión. ¿Verdad,
Jasha? —Tendría que estar ciego para no reconocer la mirada de
advertencia que Richard le lanzó al chico—. Imagino que hemos estado un
poco fuera de lugar cuando él ha venido esta noche aquí acompañándote,
pero no lo culpes. Soy yo el que no ha podido evitar seducirlo. Creo que lo
entiendes, ¿verdad, Robert? —Me ofreció una sonrisa que no le llegaba a
los ojos—. Tu chico es de lo más tentador.
Mis nudillos crujieron de la fuerza con la que crispé los puños.
—Como has dicho, Jasha está aquí para trabajar y no para
emborracharse ni para intimar —repliqué con frialdad antes de girar la
cabeza en dirección al chico que nos observaba lívido. Apreté los labios
ante su notoria palidez. Se lo tenía merecido, pero aun así, no pude evitar
que me invadiera la necesidad de protegerlo—. Es hora de irnos, vamos.
—Ha sido un placer conocerte, Jasha —se despidió Richard, largándose,
inconsciente de lo cerca que estaba de que le rompiera el cuello y lo dejara
tirado en algún rincón oscuro del jardín—. Estoy seguro de que volveremos
a encontrarnos en otra ocasión.
Esperé a que se escabullera y desapareciera de mi vista antes de
acercarme a Jasha, que seguía petrificado en el mismo sitio, temblando
tanto que temí que fuera a desplomarse de un momento a otro. Cogiéndolo
por la cintura, lo ayudé a bajar los escalones del balcón para marcharnos a
través de los jardines, mucho más tranquilos y privados, e iban a llamar
menos la atención sobre nosotros si teníamos que atravesar el salón.
—Yo no… Yo y Richard, no…
Solté un pesado suspiro ante el balbuceo incoherente de Jasha.
—Lo sé, no soy ciego. Vi cómo te estaba asfixiando. Tienes su mano
marcada sobre tu cuello. —La simple idea me hizo querer regresar a darle
su merecido a Richard. Solo la promesa que me hice de que pensaba dárselo
cuando menos se lo esperara me calmó lo suficiente como para seguir
adelante y llevarme a Jasha de allí—. ¿Llegaste a probar algo de esa copa
de champán?
—No.
—Bien.
En cuanto el valet me trajo el coche, ayudé a Jasha a montarse y le
coloqué el cinturón de seguridad. Apenas habíamos dejado atrás la cancela
del club de campo cuando escuché su áspero susurro:
—Gracias por sacarme de allí.
—¿Qué pasó para que te vieras en una situación así? —mantuve un tono
casual y no aparté la vista de la carretera.
Jasha se tomó tanto tiempo en contestar que, lo último que esperaba
cuando lo hizo, fue que me contara la verdad.
—Debía de estar allí cuando George me ofreció doce mil dólares
mensuales por espiarte y pasarle información. —Cuando le eché una
ojeada, Jasha estaba estudiándome con cautela.
—¿Eso hizo?
—Sí.
—¿Y aceptaste su oferta?
—Atrasé la respuesta. Quería hablarlo primero contigo.
—¿Por qué? —No pude más que arquear una ceja.
—George me da miedo. No creo que sea de los que se conforman con
un no. Y… y pensé que tal vez, si te parecía bien, podría fingir que estaba
de acuerdo y pasarle alguna información falsa que a ti te interese que se
crea. Eso lo calmaría y, cuando acabe el mes y me despidas, probablemente
me deje tranquilo.
—Y tú ganarías doce mil dólares —resumí por él.
—Catorce con los dos de Richard, pero te los puedes quedar tú. Yo solo
quiero que me dejen en paz y que no vengan tras de mí.
Fue mi turno de mantenerme en silencio, incapaz de creer lo que me
había confesado. Cualquier chico en la posición de Jasha me habría vendido
sin más y se habría quedado con el dinero. La realidad de que me fuera leal
se sentía como un golpe mucho más duro que el de su traición. Me hacía
sentir culpable, orgulloso y confundido al mismo tiempo.
—Has actuado con inteligencia —admití después de un rato—. Te
quedarás con ese dinero, e igual podemos ver si nos interesa mantener las
apariencias de que sigues trabajando para mí durante algún tiempo más.
—No puedo. Richard… —Jasha tragó saliva—. Richard quiere algo
más de mí que información y no tiene pinta de conformarse con un no por
respuesta.
—Lo sé, pero de Richard me ocuparé yo. —Cuando no dijo nada, seguí
—: Aunque es posible que tengas que conformarte solo con el dinero de
George.
—¿No estás enfadado conmigo? —preguntó de repente con voz
temblorosa.
—¿Enfadado? ¿Por qué iba a estarlo? Me has contado la verdad, ¿no?
—Sí, sí, claro que sí —aseguró apresurado.
—En ese caso, no veo dónde está el problema. Hiciste bien. Actuaste
con perspicacia y los dos saldremos beneficiados con esto siempre que sigas
siendo sincero conmigo y confíes en mí.
—Lo hago —replicó sin vacilar.
Alargué el brazo para descansar mi mano sobre su muslo.
—Entonces, deja de preocuparte y relájate.
El silencio duró poco.
—¿Por qué quiere George que te espíe?
—Soy la competencia. Los dos tenemos empresas de mercenarios,
aunque la mía está más enfocada a la seguridad, y solo acepto otro tipo de
trabajos si no conlleva una cuestión ética que envuelva a inocentes o
matanzas sin sentido. La empresa de George es el sitio al que recurren los
que quieren el tipo de trabajos sucios que yo no estoy dispuesto a aceptar.
Eso, como comprenderás, implica que muchas veces mis hombres y los
suyos estén en bandos contrapuestos. A él lo contratan para eliminar a
alguien y a mí para proteger a ese alguien, a él para secuestrar y a mí para
liberar a los que han secuestrado.
—Vaya —la admiración en su tono me hizo sentir incómodo—. Eso te
convierte en todo un héroe. Estoy seguro de que tus clientes te están
eternamente agradecidos cuando salvas sus vidas o la de sus seres queridos.
Ignoré la forma en la que me incrementó la presión en el pecho y evité
mirarlo cuando contesté:
—No te equivoques, Jasha. No tengo nada de héroe. Me pagan por
hacer un trabajo y tampoco dudo en aceptar dinero de las mafias cuando me
encargan una operación especial. Puedo no matar a la esposa o a los hijos
de un empresario solo porque alguien quiere arruinarlo o porque su amante
quiera un anillo en el dedo y no encuentre otra forma de conseguirlo, pero
nada me impide aceptar el encargo de algún mafioso para eliminar a otro o
para respaldar un ataque. En esos casos, lo único que decide si acepto es el
importe y la seguridad de mis hombres. ¿Entiendes lo que eso significa?
—Que algún día podría encontrarte en un bando contrario al mío,
apuntándonos el uno al otro —susurró Jasha tan bajo que apenas lo escuché.
Mis manos se apretaron con tanta fuerza alrededor del volante que me
dolían los dedos, pero no había nada que pudiera contestarle a eso. No sin
mentirle más de lo que ya lo había hecho.
21
Jasha
Robert
Jasha
Jasha
El motor del lujoso Maserati rugía con suavidad mientras Robert aparcaba
frente al club nocturno.
—¿El Inferno? —pregunté, sorprendido.
—He pensado que tal vez podríamos combinar un poco de trabajo y
diversión. Si te apetece, claro está.
Casi salté en mi asiento del entusiasmo, pero de inmediato me controlé.
—¿Qué clase de trabajo y qué clase de diversión?
Sus cejas se elevaron con regodeo.
—De la morbosamente divertida y prohibida. ¿Cuál, si no? Estamos a
punto de entrar en el infierno.
—¿No se supone que el infierno está lleno de torturas y penalidades?
Un lado de sus labios se curvó peligrosamente, mientras sacaba la llave
de la ignición y me regalaba una de esas miradas oscuras y llenas de
promesas que conseguían derretirme por dentro.
—¿Y quién ha dicho que las torturas no puedan ser divertidas y…
placenteras?
Antes de que me diera tiempo de reaccionar o cerrar la boca, Robert ya
había salido del coche y le lanzaba la llave a un empleado del club.
Bajando precipitado del vehículo, seguí a Robert hasta la entrada, donde
el mismo segurata de la última vez nos entregó dos pulseras negras.
—¿Te hace falta una pulsera en tu propio club? —pregunté extrañado
mientras él llamaba el ascensor de cristal.
—En eso consiste el trabajo de hoy, en hacernos pasar por clientes y
pasar desapercibidos para poner a prueba la calidad y el funcionamiento del
club.
Ladeé la cabeza.
No tenía muy claro cómo pensaba hacerse pasar por un cliente cuando
sus empleados ya lo conocían más que de sobra, pero me negué a poner en
jaque nuestra noche juntos.
—¿El disciplinado y adicto al trabajo Robert Steele se ha buscado una
excusa para escaquearse del trabajo? —me burlé.
El temblor en la comisura de sus labios duró apenas un segundo. Robert
se ajustó las mangas de su traje de chaqueta.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando —dijo, entrando en el
ascensor; y yo bufé—. ¿No estás interesado en descubrir los secretos del
Inferno? —preguntó con indiferencia.
—No he dicho nada —respondí con la misma inocencia que había
usado él.
Esa vez no dudó en mostrarme su diversión.
—Buen chico. —Pulsó un botón y el ascensor se detuvo a mitad de la
primera planta, dándonos una vista sobre los cuerpos que se movían al
compás de la envolvente música casi como si se encontraran en trance. El
humo de las máquinas de niebla creaba una atmósfera etérea, irreal,
mezclándose con las luces parpadeantes que destelleaban sobre la multitud.
Colocándose a mi espalda, Robert me colocó una mano en el cristal a
cada lado de la cabeza y me repasó el cuello con la punta de la nariz. Tragué
saliva. No importaba lo que hiciera, en el instante en que me tocaba, mi
cuerpo se convertía en suyo.
—¿Recuerdas el otro día cuando te follé en la zona VIP? —Asentí con
la boca reseca. ¿Cómo podría olvidar el modo en que me tuvo desnudo ante
toda aquella gente, tomándome como si le perteneciera? Su lengua me rozó
el lóbulo de la oreja cuando lo mordisqueó y tiró de él—. Hubo un motivo
por el que nadie se quedó mirándote mientras lo hacía. —Gemí cuando su
mano alcanzó mi erección y la presionó con firmeza, haciendo que mis
rodillas se doblaran—. No pueden verte. Los cristales son espejos: vidrio
por un lado; espejo por el otro. ¿Y sabes lo que eso significa? —Su mano
bajó hasta mi escroto.
—No —musité en un jadeo agónico.
—Que puedo follarte como quiera y de la manera que elija mientras
sigo trabajando.
Antes de que supiera qué era lo que ocurría, Robert se había alejado de
mí, había reiniciado el ascensor y volvió a reajustarse el traje como si nada
hubiera pasado. Con manos temblorosas, lo imité, temiendo que lo que
había dicho sobre la tortura y el infierno iba muy en serio—. ¿Y bien? ¿Hay
alguno de los jardines por el que tengas un especial interés?
—Confío en tu decisión —mentí a medias.
Tenía interés en cualquier cosa que pudiera ofrecer el Inferno, aunque
debía admitir que, estando con él, había un jardín que me llamaban
especialmente la atención, así que crucé los dedos para que lo eligiera en
nuestro itinerario sin que me obligara a decirlo. Robert sonrió con los ojos
puestos sobre la gente como si ya hubiera previsto aquella respuesta.
—¿Qué tal una visita al Jardín de la Gula y luego, tal vez, una visita al
Jardín de la Pereza, o la Envidia o…?
—Lujuria, quiero visitar el Jardín de la Lujuria —me precipité en
corregirlo cuando me ofreció las opciones más aburridas—. ¿Y quizás
podamos terminar en el de la gula? —añadí, inseguro.
En cuanto vi su sonrisa complaciente, supe que me había tomado el pelo
y que lo único que pretendía era que fuera yo quien tomase la decisión.
—Tus deseos son órdenes esta noche —dijo, entregándome un antifaz
negro que se había sacado del bolsillo interior de la chaqueta—. O tal vez
no.
El ascensor se detuvo en la sexta planta y, nada más dar un paso en su
amplio vestíbulo, se notó el cambio en el ambiente y la diferencia con
respecto al Jardín de la Ira, donde en uno todo era precipitado y frenético y
cargado de brillo y color, aquí se transmitía una sofisticada elegancia en la
que predominaban las paredes en tonos negros, rotos solo por algunos
toques rojos y dorados provenientes de las sedas y los terciopelos de las
cortinas y los detalles decorativos.
—Buenas tardes, ¿me permiten ver sus pulseras? —Sobresaltado, me
volví hacia la exuberante chica que nos ofrecía una encantadora sonrisa. De
no ser gay, habría caído a sus pies con solo ver la silueta desnuda que se
adivinaba a través de las cuentas y piedras brillantes que cubrían la efímera
tela de su elegante vestido largo—. Me temo que tendrán que entregarme
los móviles y cualquier dispositivo de grabación audiovisual antes de entrar
en esta zona del Inferno. Se trata de un área confidencial, donde queda
estrictamente prohibido hacer fotos o vídeos.
—¿Desean ponerse más cómodos? —Al escuchar la profunda y
aterciopelada voz masculina, definitivamente estuve planteándome ponerme
de rodillas, en especial, en cuanto me volví hacia su dueño. Decir que
parecía un modelo salido directamente de una revista erótica era quedarse
corto. Su rostro era el de un ángel caído y el caftán semitransparente
mostraba un cuerpo trabajado, tatuajes que prometían un mundo por
descubrir y relamer como el escueto tanga que cubría sus genitales—.
Disponemos de túnicas cortesía de la casa u otros ropajes especiales que
pueden ser cargados a sus cuentas y enviados con posterioridad a la
dirección que nos faciliten.
—¿Jasha? —preguntó Robert.
—Ummm… Estoy bien, gracias —grazné, nervioso.
—¿Tal vez las chaquetas? —preguntó el hombre, dedicándome una
sonrisa que podría haber seducido a un cadáver.
Sin siquiera plantearme qué era lo que hacía, me quité la chaqueta. Creo
que dejé de respirar en el instante en que el hombre se giró y dejó a la vista
su trasero completamente desnudo, gracias a los elásticos del suspensorio
masculino que le rodeaban la parte baja de la espalda y los muslos.
—Estás aquí conmigo, ¿recuerdas? —me gruñó Robert al oído—. No
me hagas recordártelo en público.
Parpadeé varias veces antes de mirarlo.
—No quiero estar con él —confesé con honestidad cuando la chica se
dirigió a una cortina del fondo y la abrió para nosotros—. Es solo que…
nunca pensé que un hombre pudiera ser tan sexi vistiendo algo así.
Los oscuros ojos de Robert me estudiaron con una expresión que
parecía querer meterse en mi mente y devorarme al mismo tiempo.
—Tal vez sí que deberías ponerte más cómodo. —Como si pudiera leer
mis ganas de aceptar así como una inseguridad que no sabía cómo manejar,
Robert le hizo una señal al empleado sexi—. Él se cambiará. Un caftán de
los transparentes y un suspensorio masculino, además de un collar que lo
señale como propiedad privada—. La mirada de Robert fue grave cuando
fui a abrir la boca para protestar—. No voy a tenerte andando por aquí
medio desnudo sin dejar claro que nadie puede tocarte sin mi permiso
expreso. Esto no es el club normal al que estás acostumbrado. Tenemos
reglas rígidas para proteger a cualquiera que entre, pero solo si se cumple
con las normas. Te pondrás el collar y no te lo quitarás mientras estemos en
esta planta, ¿entendido?
Quince minutos después, Adán, del que no sabía si era su nombre real o
solo un nombre ficticio para los clientes, me acompañó en busca de Robert
a través de un jardín de cristal, compuesto por enormes plantas exóticas que
brillaban como gemas bajo las tenues luces.
Más de una vez Adán tuvo que detenerse a esperarme. El lugar era tan
fantástico y sensual que en cada esquina me veía enfrentado a algún tipo de
placer prohibido. El Jardín de la Lujuria era como un laberinto oscuro y
misterioso donde las cálidas luces iluminaban el camino a través de una
selva de destellos y sombras, en las que se ocultaban secretos lugares que te
tentaban a probar el placer con el que te tentaban o en el que podías
observar a otras personas que ya habían sucumbido a la tentación.
Esculturas ambivalentes que tomaban formas eróticas, juegos de luces que
creaban siluetas y figuras en pleno éxtasis se exponían libremente en los
rincones más inesperados. El lugar al completo jugaba con tu imaginación y
despertaba tus deseos más secretos, incluso aquellos que no tenías ni idea
de que poseías.
Siendo sincero, la gente y lo que hacían no era ni siquiera el principal
atractivo de aquel sitio, lo era todo en su conjunto, desde el ambiente a la
exclusiva y creativa decoración, y la forma en que jugaba con tu
subconsciente.
Encontramos a Robert sentado en uno de los rincones reservados del
exclusivo bar de copas, que giraba en torno a una fuente de cristal central de
la que brotaban aguas doradas, cuyo seductor sonido al golpear el cristal se
mezclaba con susurros provocativos, jadeos, gemidos y risas sugerentes,
que flotaban en el aire como si fueran la música de fondo de aquel lugar. No
fue hasta que sus pupilas dilatadas me recorrieron de arriba abajo que
recordé lo desnudo y avergonzado que me había sentido al verme en el
espejo con el caftán transparente, el suspensorio y el collar de perro.
Mientras nos acercábamos a Robert, explayado cómodamente en un
suntuoso sofá tapizado de terciopelo rojo y cubierto de cojines con
estampados orientales, traté de no dejarme distraer por los cuerpos
entrelazados que nos rodeaban en una danza pasional en la que no parecía
importarles que estuvieran expuestos a los ojos curiosos de los que nos
aventurábamos por el decadente jardín.
Dejándome caer al lado de Robert, tomé una profunda inspiración
tratando de calmarme.
—¿Y bien? ¿Qué te parece el Jardín de la Lujuria?
Solté el aire de golpe.
—Creo que deberían poner una advertencia en la entrada.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué debería poner en la advertencia?
Me mordí los labios.
—Adentrarse en este jardín implica liberar tus inhibiciones y exponerte
a tus deseos más prohibidos. Entra bajo tu propia responsabilidad y solo si
estás dispuesto a caer en el pecado.
—Mmm… ¿Y cuál sería el pecado en el que estarías dispuesto a caer?
—preguntó Robert, recorriéndome con una mirada que no hacía nada por
ocultar el deseo en sus ojos.
25
Jasha
Jasha
Jasha
Si había pensado que estar con Robert en el Jardín de la Lujuria había sido
algo extraordinario o que lo había sido por su forma de proporcionarme
aquel increíble placer, ninguna de ambas podía compararse al momento en
que me preparó la bañera y se metió conmigo, abrazándome desde atrás,
mientras ambos nos relajábamos en el agua que olía a una mezcla de frutas
exóticas y vainilla.
Con mi cabeza apoyada sobre su pecho, estudié nuestros dedos
entrelazados.
—Gracias —murmuré.
Robert me besó en la sien.
—¿Por?
—Por todo, por traerme aquí, por esto… Nunca nadie se ha tomado la
molestia de tener detalles como estos conmigo.
—¿Ni tu familia?
Negué con la cabeza.
—Mientras mi padre vivía no había mucho espacio para mostrar aprecio
a menos que él no estuviera. El dinero no solía abundar tampoco. Y
cuando… cuando murió, me tocó hacerme cargo de mis hermanas y mi
madre. Las quiero con locura y sé que ellas a mí también, pero, a la hora de
la verdad, esperan que sea yo quien se preocupe por consentirlas y
satisfacer sus necesidades.
Llevándose nuestras manos a sus labios, me besó los nudillos.
—En ese caso, deja que yo cuide de ti. Me gusta hacerlo.
—Es… —Me detuve a buscar la palabra exacta— liberador cuando no
necesito preocuparme por los demás o de tomar decisiones.
Gemí cuando mi estómago decidió recordarnos que nos habíamos
saltado la cena. Robert rio ante mi sonrojo.
—Creo que alguien tiene hambre.
—Mi madre siempre se quejaba de que era como una hucha sin fondo.
Nunca había forma de llenarme —admití con una mueca.
—Bueno, tengo que admitir que a veces me pregunto cómo puedes
comer tanto y estar tan delgado, de modo que tal vez tenga razón —bromeó.
—Muy gracioso —lo acusé, mordiéndole la mandíbula como castigo—.
¿Tengo que recordarte que fuiste tú el que se comió un taco de kilo y
medio?
Me mordió el lóbulo de la oreja con una carcajada.
—¿Te apetece terminar la noche en el Jardín de la Gula?
—¿Podemos picar algo en el restaurante en el que estuvimos antes,
aquí, en el de la Lujuria?
—La comida arriba es mucho mejor y estoy seguro de que te encantará.
—Lo sé, no es eso.
—¿Entonces?
—Aquí podemos ser nosotros. Me gusta no tener que ocultarnos, bueno,
excepto por los antifaces, me refiero.
Cogiéndome por la cintura, me giró, obligándome a ponerme de rodillas
entre sus piernas abiertas. Me apartó un mechón de los ojos y me acunó la
mejilla con firmeza.
—Tengo que confesar que no me lo esperaba, pero a mí también me
gusta poder besarte y tocarte en público, en especial, cuando llevas mi
collar —acabó con un brillo de humor en los ojos, que se ganó un pellizco
en la cintura que nos hizo derramar una buena parte de agua de la bañera
cuando se apartó con un grito.
—¿Eres consciente de que aún estamos aquí y que podría llevarte a una
de las Cuevas del Placer, verdad? —me amenazó, mordiéndome la punta de
la nariz.
—Recuérdame de qué iban las Cuevas, tengo mala memoria.
Intenté aparentar inocencia, pero fue imposible controlar la sonrisa con
la que se estiraron mis labios. Robert soltó una risita grave.
—Básicamente, son unas mazmorras equipadas para torturar, castigar a
un sumiso rebelde, a un nene travieso o hacer rogar a la pareja.
—Mmm… —Esta vez fue mi turno de provocarlo con una mirada
cargada de picardía—. ¿Y cuál de esas cuatro me tocaría experimentar?
Sus ojos se entrecerraron con un brillo peligroso.
—Yo diría que te mereces unos buenos azotes en el trasero por tus
travesuras; luego, por puro placer, te torturaría un poco para hacerte pagar
por todo el sufrimiento que me has causado. Creo que al menos cuatro de
las canas nuevas que me han salido son culpa tuya.
—¿Y luego?
—Y luego me encargaría de hacerte rogar para que te folle y dejar que
te corras.
—Acabo de darme cuenta de una cosa —murmuré con la sangre
bombeándome con fuerza y mi erección despertándose.
—¿De cuál?
—Que la comida está sobrevalorada, daddy. Quiero visitar esas cuevas.
Si un humano podía gruñir como un animal, entonces, aquel era el
sonido que se le escapó a Robert.
—Date la vuelta, gorrioncillo y ponte a cuatro patas.
Me moví despacio, asegurándome de dejarle ver cuán excitado me
encontraba ya, mientras me movía con cuidado dentro del agua para evitar
más derrames. Apoyé las manos en el borde de la bañera y situé mis pies
justo debajo de su escroto. Si pensé que iría directo al grano y follarme de
nuevo, me equivoqué de lleno. Robert me separó las nalgas con ambas
manos y hundió su cara entre ellas, haciéndome ver un universo entero de
jodidas estrellas cuando usó su lengua para lamerme y penetrarme desde
atrás. Podría haberme corrido solo de esa forma si no fuera porque sonó el
puñetero móvil, haciendo que Robert se incorporara con un gimoteo para
cogerlo del lavabo.
—Lo siento, cielo, pero a esta hora de la noche puede ser algo
importante.
—No te preocupes —musité, demasiado alterado por la pérdida de su
calor y el placer como para pensar con claridad.
—¿Sí? ¡¿Qué?! —Robert se levantó y salió de la enorme bañera sin
importarle el charco que se formó bajo sus pies—. ¿Dónde está? ¿No
puedes detenerla? Haz lo que puedas por retenerla, voy a… ¡Maldita sea, ya
está aquí! —maldijo al mismo tiempo que en el dormitorio sonaba una
especie de timbre musical.
Estampando el móvil sobre la encimera, Robert cogió una toalla y se
volvió hacia mí.
—Voy a cerrar la puerta, quédate aquí, no hagas ruido y por nada del
mundo se te ocurra salir.
—Robert, ¿qué…?
Sin acabar de secarse, Robert apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y
me dejó a solas, abandonado y confundido en la oscuridad, con la única luz
de una vela para adivinar los contornos del enorme cuarto de baño.
En cuanto comenzaron a escucharse voces desde el dormitorio, cogí el
mando que habíamos traído para que Robert pudiera enseñarme cómo
funcionaba el sistema de circuitos cerrados de cámaras gestionadas por la
inteligencia artificial más avanzada del mercado y mostrarme las
grabaciones que había tomado. Señalando al espejo, que podía convertirse
en una moderna pantalla de televisión, la encendí para descubrir quién era
esa tal Esther, a la que Robert estaba exigiéndole explicaciones sobre por
qué se encontraba allí.
Mi respiración se detuvo de golpe ante la impactante belleza morena
que se encontraba con él. Era la misma mujer con la que había estado en la
gala y a la que todo el mundo mencionaba. Una desagradable sensación de
celos hizo acto de presencia al fijarme no solo en sus generosas curvas, sino
también en su sedoso cabello oscuro o los penetrantes y enigmáticos ojos
azul hielo, tan claros que hacían imposible no fijarse en ella.
—¿Que qué hago yo aquí? —Esther no parecía dejarse intimidar por
Robert—. La pregunta sería más bien qué es lo que haces tú aquí.
—Sabes lo que hago aquí y no tengo que justificarme por ello, llegamos
a un acuerdo y tú le sacas tanto provecho como yo.
—¿A dónde ha ido la fulana? ¿Está ahí en el cuarto de baño?
Cuando Esther dio varios pasos en dirección a la puerta del baño,
busqué frenético una toalla con la que cubrirme.
Robert se interpuso en su camino y se limitó a cruzarse de brazos.
—No hay ninguna fulana. Llegas tarde. Y si la hubiera, seguiría sin ser
asunto tuyo.
—Se te olvida que soy tu novia, Robert. Con quién te acuestas siempre
será asunto mío.
Me congelé en el sitio. ¿Esther era su novia?
—No hasta la noche de nuestro compromiso. Es lo que estipulamos.
—¿Y si quiero cambiar los términos?
—¿A menos de un mes del compromiso? Ni siquiera faltan dos semanas
para la dichosa fiesta que habéis organizado tú y tu padre para anunciarlo.
Mi corazón pareció dejar de latir.
—Lo que sea. —Esther hizo un ademán despectivo con la mano—. He
decidido que quiero que seamos exclusivos.
—¿Por qué ahora?
—¿Debo de tener un motivo para ello?
—Sí.
—De acuerdo, estoy harta de que nunca tengas tiempo para mí, solo
para tu trabajo y tus fulanas. Quiero que pasemos más tiempo juntos.
—¿Por qué?
—¡¿Cómo que por qué?! Vamos a casarnos, ¿qué clase de matrimonio
vamos a ser si no conseguimos sacar tiempo siquiera para conocernos y
relacionarnos?
Con cada reivindicación de Esther, la estaca que me había clavado en el
corazón con su mera existencia se hundía más y más. Robert no solo
acababa de confirmar que ella era su novia, sino que iban a casarse y habían
hablado de una fiesta de compromiso en menos de dos semanas. Que solo
me hubiera pedido un mes a cambio de los cien mil dólares de repente
adquiría sentido. Era demasiada casualidad como para que realmente lo
fuera.
—Ya nos conocemos más que de sobra, Esther. De hecho, desde hace
más de dos décadas.
—Sabes a lo que me refiero.
Robert se pasó una mano por el cabello húmedo con un profundo
suspiro.
—De acuerdo, me comprometo a pasar más tiempo contigo.
—Genial, vamos.
—¿Vamos?
—He venido expresamente a buscarte, lo mínimo que puedes hacer es
acompañarme a casa, o… —Esther miró a la cama deshecha con una mueca
— también podríamos quedarnos aquí si es eso lo que quieres, aunque,
como comprenderás, en otra habitación. No voy a acostarme contigo en una
cama en la que has estado con Dios sabe quién.
Su forma de hablar sobre mí me hizo encogerme. Lo malo era que ni
siquiera podía culparla por ello, porque, si lo analizaba con racionalidad, no
era a mí a quién Robert había estado engañando con ella, sino a ella
conmigo.
Robert le lanzó una rápida mirada a la puerta del baño y mi corazón se
aceleró al pensar que iba a venir y que no tenía ni idea de cómo reaccionar
después de lo que acababa de descubrir.
Sin embargo, se limitó a asentir.
—Deja que me vista y podemos ir a tu casa.
Por si la humillación de descubrir que estaba comprometido con otra
persona no fuera suficiente para romperme el corazón, la forma en que se
olvidó de mí para irse con ella a su casa acabó de destrozarme también el
alma.
28
Jasha
Robert
Ver a Jasha dormir con los ojos hinchados, profundas ojeras y algunas
lágrimas todavía colgando de sus pestañas, de cuando había estado llorando
en sueños con el corazón encogido, era una de las cosas más difíciles que
había hecho en mi vida. Aun así, no se acercaba ni de lejos a lo que sentí la
noche anterior al tener que abandonarlo en la habitación para irme con
Esther, sabiendo que él se había enterado de todo lo que hablé con ella.
Había deseado que se despertase para tratar de explicarle lo que pasaba
y a la vez temía que lo hiciera, porque, por más que trataba de convencerme
de lo contrario, no había una forma racional para explicar mi
comportamiento. De hecho, no podía contarle la verdad.
Jasha se movió intranquilo entre sueños, parpadeó y de repente sus
preciosos ojos azules se encontraban puestos sobre mí. Por unos segundos,
no más de dos o tres, su sonrisa se curvó y su mirada se iluminó para
apagarse poco a poco y llenarse del dolor con la acusación que había
previsto que me esperaría.
Anthony ya me había avisado de que iba a ser malo, lo que no esperaba
fue comprobar que no estaba preparado para enfrentarme al hecho de cómo
me hacía sentir ser el culpable de aquella agonía que se reflejaba en sus
facciones y sus pupilas.
—Te has despertado —comenté como un estúpido.
Como si aquella idiotez lo acabase de espabilar del todo, cualquier
rastro de sentimiento desapareció de su rostro y fue sustituido por una
absoluta frialdad.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sentándose y ajustándose el edredón
sobre el regazo.
Su calma me descolocó un poco. Había esperado lágrimas, exigencias e
incluso que me tirase algún trasto a la cabeza, lo que no había previsto era
al chico tranquilo y compuesto que me estudiaba como si no me conociera.
—Tenemos que hablar.
Cuando cruzó los brazos sobre el pecho con un casi imperceptible
arqueo de su ceja, supe que su calma no significaba que fuera a ponerme las
cosas fáciles. Carraspeé y me miré las manos antes de tomar una profunda
inspiración.
—La mujer que vino anoche a la habitación era… es… Esther. —
Comprobé su reacción, pero no encontré nada que no fuera aquella maldita
calma—. Estoy en una relación abierta con ella, una en la que ambos somos
libres de acostarnos con otras personas y hacer lo que nos dé la gana, al
menos fue así hasta anoche.
Esta vez su ceja sí que se alzó escéptica.
—Eso significa que vas a liberarme de las obligaciones que estipula mi
contrato.
—No —gruñí sin pensarlo siquiera.
Odiaba ese maldito contrato y había querido destrozarlo una docena de
veces, pero también sabía que, si lo hacía, Jasha saldría de mi vida de forma
definitiva y, aunque era algo que ocurriría tarde o temprano, no estaba
preparado para ello.
—Entonces, ¿ella te ha dado permiso para tener una mascota? —
preguntó como si la cosa no fuera con él.
Abrí y cerré la boca, conmocionado. ¿Quién demonios era la persona
que se encontraba frente a mí? Podría haberle explicado que jamás lo
consideré menos que un igual, y mucho menos una mascota, pero su
extraña actitud me estaba dando pausa. Echándome atrás en el asiento, lo
estudié con ojos entrecerrados.
—No sabe de tu existencia y tampoco tengo intención de contárselo.
—Aaah —dijo despacio, rascándose el pecho—. Ya veo.
—¿Qué es lo que ves? —gruñí más que pregunté.
—Que piensas seguir poniéndole los cuernos en secreto, aunque ya no
tengas su permiso para hacerlo
Dicho así, me hacía parecer un auténtico mierda, pero, por más excusas
que tuviera en mi cabeza y por más compleja que fuera la situación, en el
fondo era exactamente lo que pensaba hacer.
—Sí —dije, preparándome para su estallido, las acusaciones y su
enfado.
—Mmm… De acuerdo, ¿algo más? —preguntó, levantándose de la
cama para dirigirse al baño.
—¿Algo más? ¿Eso es todo? —pregunté, alucinado—. Estoy tratando
de hablar contigo.
Jasha se giró despacio hacía mí y me consideró como una reina
consideraría a una de sus hormigas obreras.
—Ya has hablado, te he escuchado y, ahora, si no te importa, voy a mear
y a lavarme los dientes. Tengo hambre y me gustaría ir a comer.
La puerta se cerró tras él y, mientras me concentré en oír los sonidos
que provenían del baño, hizo exactamente lo que dijo que haría. No hubo
golpes, ni sollozos, ni… nada. ¿Cómo podía estar tan tranquilo después de
lo que había pasado? Lo encerré en el baño a oscuras mientras salía a
recibir a mi novia, una novia de la que jamás le había hablado, luego me
largué y, por la lucecita encendida de una de las cámaras de la habitación,
estaba seguro de que no solo había escuchado que Esther y yo íbamos a
casarnos en cuestión de nada, sino que también había visto cómo ella había
estado restregándose contra mí como una gata en celo mientras me vestía.
Anthony me contó cómo lo encontró en la habitación y lo que había
ocurrido en el coche, incluso como no había hecho ni el intento por cenar
antes de encerrarse en su habitación. Dudaba que Anthony me hubiese dado
la lectura que me dio si no hubiese sido grave. ¡Por el amor de Dios! ¡Si
hasta me había dado un puñetazo en el estómago que me dejó sin
respiración nada más verme!
Nada de lo que estaba pasando encajaba con el Jasha al que yo conocía.
La puerta se abrió, sacándome de mis cavilaciones. Una de sus cejas
rubias se alzó.
—¿Aún estás aquí? —preguntó como si fuese un incordio que le
aburriese con su insistencia.
Levantándome de un salto, me acerqué a él.
—¿Qué carajos te pasa? Suelta lo que tengas que decir. Insúltame,
grítame si quieres, pero dime lo que me tengas que decir.
Ladeando la cabeza, se metió las manos en el pantalón de chándal que
había sustituido el pantalón arrugado con el que se había acostado la noche
anterior.
—¿Y qué exactamente esperas que diga? —preguntó con curiosidad—.
Ya me has explicado lo que ha ocurrido.
Su calma estaba empezando a tocarme los cojones.
—¿Me estás diciendo que te importa un carajo que esté comprometido
con otra mujer mientras me estoy acostando contigo? ¿Que no te importa
que anoche te dejase tirado en el Inferno sin avisarte ni darte una
explicación?
Jasha encogió los hombros.
—Enviaste a Anthony a por mí y, según el contrato, no me debes
ninguna explicación ni aviso.
—¿De qué cojones estás hablando?
Soltando un profundo suspiro, Jasha se pasó una mano por el cabello.
—Escucha, estoy aquí por el contrato y porque me has pagado cien mil
pavos más otros beneficios. Me tienes viviendo en una mansión de lujo, me
compras ropa cara y tampoco puedo quejarme por cómo me follas. Tus
dramas personales son tuyos y no me incumben. Si a ti no te preocupa
ponerle los cuernos a tu novia, ¿por qué iba a preocuparme a mí? Me
quedan menos de dos semanas para cumplir con mi parte del trato y
largarme libre de deudas.
Con cada una de sus palabras, el frío que sentía en mi interior se
extendía un poco más.
—¿Mis dramas personales? El único motivo por el que estás aquí es por
el contrato —repetí despacio, esa vez no era ninguna pregunta, y la idea de
que se tratase de una constatación fue como si me clavara una estaca en las
entrañas.
Ignoré el dolor para que la ira corriera libre por mis venas mientras daba
un paso tras otro hacia él. Por un momento pensé vislumbrar algo de miedo
en sus ojos, pero se limitó a alzar el mentón y a mantenerme la mirada con
indiferencia. Podía soportar muchas cosas de él, pero la indiferencia no era
una de ellas. Prefería su dolor y su enfado, hasta su odio, cualquier cosa con
tal de que no fuera indiferencia.
Tal vez por eso hice lo único que se me ocurrió: dejar correr mi furia
libre, aunque, cuando acabase, los dos nos odiáramos por ello.
30
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Robert
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Robert
Robert
Jasha
Jasha
Robert
Jasha
Lo primero que sentí fue el dolor de los maltrechos músculos de mis brazos
y cuello por la incómoda postura sobre la silla a la que me habían atado, lo
siguiente fue el sabor ferroso en mi boca y el agudo pinchazo al respirar que
me decía que probablemente tenía alguna costilla rota o como mínimo
magullada. Pasándome la lengua por los resecos labios noté enseguida la
hinchazón y el corte que me había hecho Mark cuando me pegó el
puñetazo.
Mark…
Robert…
Me habían traicionado. Lo había sabido en el instante en el que leí los
informes, pero Mark me lo había confirmado. ¡Joder! Al bajar la mirada por
mi cuerpo vi el vestido ensangrentado y rasgado, o al menos lo que quedaba
de él. Me invadió la humillación al mismo tiempo que el pánico de lo que
podían haber hecho conmigo una vez que Mark me dejó inconsciente. Solo
al encoger los músculos internos y revisar que no se sentían forzados y que
probablemente era la única parte de mi cuerpo que no me dolía, respiré un
poco más tranquilo.
Abriendo los ojos despacio, fueron asaltados al instante por la tenue luz
que apenas iluminaba su entorno. La celda en la que me encontraba era
pequeña, más o menos del tamaño de mi antiguo dormitorio en casa de mi
madre. El moho trepaba por las paredes, pintándolas de un enfermizo tono
negro verdoso y una única bombilla parpadeante colgaba del techo,
proyectando sombras distorsionadas que bailaban sobre el sucio suelo de
hormigón. El aire, denso por la humedad y el hedor era difícil de respirar, lo
que no ayudaba a la primera impresión que uno se llevaba en aquel lugar.
Me estremecí al intentar moverme, pero las tiras de plástico con las que
me habían atado las manos a la espalda me impedían cualquier movimiento
significativo. El pánico empezó a invadirme cuando noté una figura
apoyada en la pared observándome con los brazos cruzados sobre el pecho.
Me tomó varios momentos darme cuenta de que los ojos azules que me
estudiaban no eran los de Mark.
—¿Quién eres? —raspé con la garganta irritada.
—¿No lo sabes? —preguntó el chico rubio que bien podía tener mi edad
ladeando la cabeza—. Imagino que no tardarás demasiado en descubrirlo.
Cuando dio un paso adelante y la luz lo iluminó un poco mejor fruncí el
ceño. Era guapo, con rasgos tan finos y femeninos que casi parecía un
ángel. Casi. Porque por la fría expresión en sus ojos quedaba claro que, lo
que fuera que tuviese planificado para mí, no iba a ser bueno.
—¿Se supone que debería conocerte? —indagué.
Si había algo que había aprendido con los capullos a los que me
entregaba mi padre, entonces era que mientras más los entretuviera con
palabras, menos tiempo les quedaba para hacerme daño.
—Puede. —El chico se acercó a mí y se sacó sin prisas una jeringuilla
del bolsillo.
—Espera, ¿qué vas a hacer? —Mi pánico se acrecentó al ver cómo le
quitaba el tapón protector a la aguja—. ¡No he hecho nada! ¡No necesitas
echarme ninguna mierda en las venas!
Mi cuero cabelludo dolió como si se clavaran mil alfileres en él cuando
me tiró de la cabellera con una brusquedad innecesaria, obligándome a
mirarle a unos ojos que me resultaban extrañamente conocidos.
—Es por tu bien. Me lo agradecerás más tarde —dijo pinchándome en
la vena del cuello, para luego acercarme los labios al oído—. O puede que
no.
Robert
Si hacía unos meses alguien me hubiese predicho que iba a ser un cliente
habitual de un lugar llamado «Rainbow Rings Bakery», que desde fuera
parecía la pastelería típica que uno se esperaría encontrar en un libro de
fantasía infantil, con su fachada de alegres colores pasteles y un escaparate
que de solo mirarlo debería provocarle a uno un infarto por una subida de
glucosa, probablemente le habría arqueado una ceja y lo habría desechado
por ridículo. Unas semanas con Jasha y mi obsesión por concederle
pequeños caprichos, y al entrar en el establecimiento la dueña me dirigió
una amplia sonrisa.
—Buenas tardes, Robert. ¿Lo mismo de siempre? —me preguntó la
agradable latina que regentaba el local.
—Hola, Rosa. Sí. —No tenía mucho sentido comprar una docena de
donuts lleno de glaseado de diferentes colores y sabores si Jasha no se
encontraba en casa, pero decir que no habría sido como tener que
enfrentarme a la posibilidad de que él no regresara conmigo y no estaba
preparado para ello. El servicio estaría más que contento de probarlos.
Total, Jasha ya se había encargado de malacostumbrarlos y ahora estaban
tan condicionados que en cuanto olían café y dulces por la tarde, hasta mis
hombres se acercaban a la cocina a por una sobredosis de azúcar. Apostaba
a que hasta salivaban como los perros de Pavlov ante el aroma. Lo curioso
era que Jasha se marchaba con su café y plato de dulces en cuanto los
demás empezaban a llegar, casi como si temiera interactuar con ellos o
esperase que fuesen a rechazarlo—. Ponme también un capuchino para
tomar aquí.
—Siéntate, ahora te lo llevo.
Ocupé el banco del rincón, que me protegía la espalda y me permitía
vigilar la entrada al local. Debería haberme sentido ridículo sentado en
aquel ambiente en tonos rosa pastel, más propio de una banda de críos en un
cumpleaños infantil que de un hombre de negocios serio como yo, pero lo
cierto es que el aroma de la masa de donuts recién horneados, mezclado con
el de granos de café tostados y el dulce, me resultaba reconfortante y
acogedora, haciéndome añorar la sonrisa de Jasha cada vez que me veía
llegando con una de las coloridas cajas con el logotipo de Rainbow Rings
Bakery.
—Aquí tienes el café y los donuts para llevar. He metido un par de
sabores nuevos que acaban de llegar.
Asentí sin contestar y deslicé mi tarjeta sobre la mesa para que me
cobrara. Incluso aunque no hubiera estado vigilando la puerta, habría sabido
el instante exacto en el que llegaron Dimitri y Sokolov, porque tanto las dos
familias que se encontraban allí con sus hijos, como la parejita al lado de la
ventana se pusieron rígidos y les dirigieron disimuladas ojeadas miedosas
en un repentino silencio. Incluso Rosa, a mi lado, se quedó congelada en el
sitio.
—Rosa, por favor, tómales el pedido a mis invitados. No tardaremos en
irnos —la tranquilicé.
No podía decir que me extrañase la reacción del resto de los clientes o
el alivio de Rosa ante mis palabras. Por si la imponente presencia de los
corpulentos rusos y los tatuajes que les asomaban por el cuello y las mangas
de sus impecables trajes no hubieran sido suficientes, los ojos helados de
Dimitri Volkov y la expresión adusta de Ravil Sokolov, su segundo al
mando, no prometían nada bueno.
—¿Qué puedo ponerles, señores? —preguntó Rosa con un ligero
temblor en su fingido tono animado mientras ellos se sentaban frente a mí.
—Un expreso está bien —contestó Dimitri con un tono relajado, aunque
sus ojos no se apartaron de mí.
Sokolov ni siquiera hizo el intento por contestarle, limitándose a
estudiarme con los ojos entrecerrados y haciendo que Rosa arrastrara
incómoda los pies y no dejase de lanzarle vistazos ansiosos a la barra como
si quisiera esconderse tras ella.
—Te recomiendo el mocca caramelizado, Sokolov —intervine,
compadeciéndome de ella—. El que hacen aquí está delicioso. —No lo
había probado en la vida, pero era el que le llevaba a Jasha y si algo sabía
de ese brebaje es que bastaba que se derramara una gota para que se te
quedasen los dedos pegados al vaso. El ruso cabrón se lo tendría merecido
si se le quedaba el culo taponado.
Lo único que denotó que el gigante ruso sabía exactamente lo que
estaba haciendo era el tic en su ojos derecho.
—Un café con leche —gruñó al fin.
—Estaré de vuelta enseguida —farfulló Rosa largándose precipitada.
—¿Dónde está Liv? —exigió Sokolov sin perder el tiempo en
fanfarronadas. Tenía que admitir que eso era algo que admiraba en él,
aunque no me gustaba en absoluto la forma en la que me hablaba.
—No conozco la localización física, pero sospecho quién puede tenerla
—admití.
—¿Quién?
—Os lo diré en cuanto lleguemos a un acuerdo.
Si el gigante ruso fue rápido en levantarse con la intención de lanzarse
sobre mí, su jefe fue más rápido aún en detenerlo y obligarlo a mantenerse
sentado.
—¿Qué quieres? —preguntó Dimitri con frialdad.
—A Liv no es a la única a la que han secuestrado y sospecho que la han
cogido los mismos.
Dimitri se mantuvo inmóvil al estudiarme.
—Te escucho.
—Yo os ayudo a localizarlos y vosotros me ayudáis a liberarlos.
Los tres nos callamos cuando se acercó Rosa con los cafés.
—Eres el dueño de una de las empresas de mercenarios más prestigiosa
a nivel mundial —dijo Dimitri con voz baja en cuanto la mujer se marchó,
la desconfianza patente en su rostro esculpido—. ¿Por qué ibas a
necesitarnos a nosotros?
—Porque sospecho que me han traicionado y no quiero arriesgarme a
que la información sobre el rescate le llegue a la persona o personas
equivocadas.
Dimitri y Sokolov intercambiaron una larga mirada, casi como si
estuvieran teniendo una conversación telepática, antes de que Dimitri
asintiera.
—Me parece una petición razonable.
—Hay algo más —continué. Dimitri arqueó una ceja y Sokolov soltó un
gruñido—. La persona a la que quiero que me ayudéis a rescatar tendrá
amnistía total por parte de la Bratva. De hecho, quiero que lo liberéis de las
ataduras que tiene con vosotros y que dejéis que, de aquí en adelante, yo me
preocupe de él y de su familia.
Aquello consiguió que ambos se pusieran irguieran.
—¿Es uno de los nuestros? —preguntó Dimitri.
No tenía muy claro si me convenía sincerarme del todo con ellos, pero
no me quedaba más remedio que facilitarle al menos los datos más básicos.
De cualquier modo, no había forma de que no acabasen por enterarse de
quién estaba hablando si me ayudaban con el tema del rescate.
—Jasha Novikov.
Eso pareció dejarlos a ambos sin palabras.
—Jasha me pidió hace tres semanas un permiso para trabajar durante un
mes en un encargo especial que le habían hecho —intervino Sokolov, por
primera vez sin gruñidos—. No se le ha visto el pelo desde entonces. Es
para ti para quien trabajaba.
Dimitri me estudió pensativo.
—Es más o menos el mismo tiempo desde el que circulan rumores
sobre ti y un supuesto asistente personal.
Le mantuve la mirada sin pestañear.
—Necesito la amnistía para él antes de seguir revelando más
información.
Dimitri soltó un suspiro y se llevó la taza de café a los labios. Se tomó
su tiempo antes soltar de nuevo la taza sobre la mesa, reajustar su posición
y contestar:
—Puedo comprometerme a perdonarle lo que sea que haya hecho,
siempre que no haya provocado un daño irreparable a alguna de las familias
pertenecientes a la hermandad. Jasha estará a salvo y le daremos protección
si la necesita. Ni siquiera tienes que involucrarte en su rescate más allá de
darnos la información que necesitamos. Pertenece a la hermandad. No
abandonamos a los nuestros.
—Mi participación en el rescate es no negociable. También quiero que
lo liberéis de los lazos que lo atan a la Bratva Volkov y la hermandad —le
recordé.
Los penetrantes ojos de Dimitri repasaron mi rostro.
—No es lo habitual, pero podría hacerse. Sin embargo, será una
decisión que deberá tomarla él. No pienso obligarlo a depender de ti si es
eso lo que estás buscando.
—Eso no es… —Mi móvil sonó con un email entrante—. Discúlpame
un momento, esto puede ser importante para lo que estamos hablando.
En cuanto abrí la aplicación me encontré con dos mensajes, ambos con
enlaces para bajar vídeos, uno de ellos provenía de Shania.
Abrí el de Anthony primero.
Lo siento, creo que debes ver esto. Tenía mis sospechas, pero no podía
confirmarlas hasta ahora. Sé que ahora mismo debes de estar sospechando
de todo el mundo, de mí incluido, pero tendré a Mark entretenido y sin
perderlo de vista hasta que decidas qué es lo que quieres hacer.
Anthony
Jasha
Asentí.
—Tienes razón, tenemos que salir de aquí —musité.
Había visto la locura en la mirada de mi... de Stephen. Sería un milagro
que Liv llegara con vida al final de un embarazo, pero si lo hacía, dudaba
mucho que él se conformase con pegarle un tiro o estrangularla con rapidez.
No. Si nuestra muerte dependía de él, entonces iba a ser lenta, eterna y
agónica.
—La boda que ha planificado Pietro es mañana —siguió Liv, ajena a mi
conmoción—. Tenemos que encontrar la forma de escapar esta noche. ¿Se
te ocurre alguna idea?
Intenté ocultar la mezcla de incredulidad y horror que me invadió.
¿Mañana? ¿Esta noche? Sacudí la cabeza. Era una misión imposible.
¿Cómo carajos íbamos a escapar de aquella celda en tan poco tiempo y sin
nada ni nadie que nos ayudase?
No fue hasta que me propiné una bofetada mental y me obligué a
respirar despacio que volví a pensar con más claridad o al menos a
intentarlo.
—Me desperté en la celda. No tengo ni idea de dónde estamos. Solo sé
que tienen guardias armados hasta los dientes y que tú y yo no tenemos
capacidad de deshacernos de ellos en un enfrentamiento físico. Nuestras
únicas opciones serían huir tratando de pasar desapercibidos o conseguir
armas, pero necesitaría al menos tres pistolas cargadas hasta los topes para
poder enfrentarme a la primera tanda de ataque. Podría tratar de cubrirte las
espaldas hasta que consiguieras escapar y…
—Olvídalo, no voy a irme sin ti. De aquí salimos los dos —me cortó
con firmeza.
¡Maldita fuera! La miré. Sabía que discutir con ella no me iba a servir
de nada. Si yo era cabezón, ella me daba cuatro vueltas.
—Pues dime tú cómo vamos a logarlo —la reté desanimado.
—Durmiendo —afirmó decidida haciendo que mis cejas se alzaran
sorprendidas—. Necesitamos descansar para lo que nos espera esta noche, y
las mejores ideas siempre se me ocurren antes de quedarme dormida.
48
Robert
Jasha
Me desperté con el cuerpo molido, sin saber muy bien si había dormido
minutos o si habían pasado horas. ¡Joder! Por no saber no sabía ni si era de
día o de noche en aquella maldita celda sin ventanas. Intenté reajustar la
postura para aliviar la presión sobre mis costillas sin despertar a Liv que
seguía durmiendo a mi lado.
Ella estaba bien, al menos por el momento. No había tenido corazón
para confesárselo, pero nuestra situación era jodida y ni de lejos veía cómo
íbamos a poder escapar de allí con vida. Puede que si esperábamos a que
nos trasladasen… No, ni siquiera entones íbamos a lograrlo. Esos tipos no
eran tontos y si Liv tenía razón y nuestros secuestradores pertenecían a la
mafia italiana, entonces muchísimo menos. Íbamos a necesitar un milagro
para salir vivos de allí, y eso no significaba ni siquiera que lo hiciéramos
ilesos.
Si los pasos en el pasillo me pusieron tenso, el chirrido en la llave me
heló la sangre y mi mente fue de inmediato a Stephen. Que me cogiera a
solas era malo, que lo hiciera con Liv a mi lado, lo hacía aún peor. ¿Cómo
iba a defenderla o a evitar que la usara en mi contra? ¿Y si me usaba a mí
para obligarla a hacer algo tal y como Pietro había amenazado que harían?
La idea me levantó el estómago.
Liv y yo exhalamos un suspiro sincronizado cuando los hombres que
entraron no eran ni Stephen ni ese tal Pietro. Aunque el alivio desapareció
tan pronto como me fijé en la cautela con la que los dos tipos actuaron, uno
entrando en la celda con una bandeja y examinando el techo y las paredes y
el otro manteniéndose en el pasillo con la mirada hacía donde solo podía
suponer que existía una entrada al sótano.
Tardé varios segundos en comprender que el tipo que había entrado en
la celda estaba buscando cámaras. ¡Mierda! ¿Cómo no se me había ocurrido
a mí que pudieran tenernos vigilados? Era estúpido. Estúpido, estúpido,
estúpido.
Sin perder a los desconocidos de vista le apreté el brazo a Liv a modo
de advertencia cuando se sentó medio adormilada sobre el camastro y me
levanté para mantenerme entre ella y los dos italianos.
Me congelé en el sitio cuando los ojos castaños del tipo se cruzaron con
los míos con una intensidad que reconocía de mis tiempos en la Bratva y los
pocos trabajos en los que había tenido que participar en alguna misión con
los hermanos o con Sokolov. Que negase con la cabeza en un gesto apenas
perceptible dejó claro que no había venido a hacernos daños. ¿Qué carajos
estaba ocurriendo?
Con desconfianza me aparté de su camino, siguiéndolo con la
orientación de mi cuerpo mientras esperaba a comprobar qué era lo que iba
a hacer a continuación. Cruzó la celda con pasos seguros para depositar la
bandeja sobre la destartalada mesita de hierro ubicada al lado del camastro,
llenando el diminuto espacio con el olor a masa tostada, tomate y orégano.
El delicioso aroma me golpeó como un puñetazo en el estómago,
recordándome que la última vez que había comido era… ¡Mierda! Ni
siquiera sabía cuándo había comido por última vez. ¿Hacía dos días? ¿Tal
vez tres?
Me tomó toda mi fuerza de voluntad no lanzarme sobre la comida
mientras esperaba a ver qué más hacía el hombre. Para mi sorpresa, cuando
se inclinó a soltar la bandeja y, con una habilidad que denotaba práctica,
sacó un pequeño hatillo de tela negra de su chaqueta disimulándolo entre
los cuencos y platos.
—Cuatro y media de la madrugada —su murmullo me provocó un
estremecimiento—. Dirigíos a la puerta norte. Nos encargaremos de
despejaros el camino. Rojo significa amigos.
Mi espalda se irguió. ¡Rescate! ¡Estaba hablando de rescatarnos! Tragué
saliva cuando pasó a mi lado lanzándome una última mirada y un
asentimiento disimulado.
Cuando la puerta de hierro se cerró con un golpe seco, me paré a
escuchar el cierre del pestillo exterior, pero el chirrido jamás llegó. Mis
manos temblaron mientras esperé a que se alejaran los pasos por el pasillo.
¡Blyat! Por primera vez en mi vida comprendí porqué los hermanos
solían maldecir y jurar en ruso. El inglés sonaba demasiado débil para
expresar emociones tan fuertes como la que se extendía por mi pecho en
aquel momento.
Con un significativo intercambio de miradas con Liv, ambos revisamos
el techo y las paredes en busca de cámaras o micrófonos antes de
acercarnos a una a la bandeja cubriendo por un acuerdo mutuo la visión de
lo que hacíamos con nuestras espaldas, aunque solo fuese por pura
paranoia.
Desaté el nudo de la bolsa de tela negra con un ligero temblor en las
manos. Mi corazón dio varios saltos excitados ante el objeto metálico que
saqué.
—Ganzúa —le expliqué a Liv cuando frunció el ceño. Entregándosela
metí de nuevo la mano en la bolsa—. Para abrir la puerta.
—¿Sabes cómo usarla?
Arqueé una ceja y aborté la intención de sonreír en cuanto sentí el
estiramiento de mis labios rajados.
—¿Se te ha olvidado lo que soy? —me mofé no sin un cierto deje
orgulloso.
Liv resopló.
—Perdone, usted. ¿Cómo se me habrá olvidado que es un hermano de la
temida Bratva?
Mi bufido de respuesta se quedó a medias cuando reconocí el tacto frío
y el peso en mis manos. En cuanto saqué la pistola y reconocí el modelo, la
presión en mi pecho se alivió. Que fuera una Grach o Yarygina, como la
llamaban algunos, no era una mera casualidad, era un mensaje: la Bratva
iba a venir a nuestro rescate. Ningún otro grupo residente en los Estados
Unidos elegiría el arma usado por las fuerzas militares rusas para enviarme.
Comprobé que iba cargada y, por puro impulso le di un beso antes de
guardármela en la cinturilla del chándal y taparla con la camiseta. Aquel era
el milagro que habíamos necesitado. Seguíamos sin estar seguros, pero
ahora al menos teníamos una oportunidad de salir vivos de allí.
—¿Acabas de besar una pistola? —susurró Liv lanzándome un vistazo
incrédulo.
—Probablemente le haría el amor si no estuvieras aquí presente —
bromeé.
Liv encogió la nariz y me propinó un codazo amistoso.
—No quiero enterarme de tus perversiones.
Sin poder remediarlo reí por lo bajo. Apostaba a que era todo lo
contrario. A Liv le encantaría descubrir mis perversiones, era yo el que no
estaba preparado para confesárselas aún. La idea de que todas ellas estaban
relacionadas con Robert debería haberme deprimido, pero el instante en el
que saqué otra Grach de nuestra bolsa milagrosa, fue imposible que mis
ánimos no se mantuvieran por las nubes. ¡Dos pistolas! ¡Teníamos dos
pistolas!
—¿Y tú? —le pregunté a Liv—. ¿Sabes utilizar esto?
Ella me fulminó con ojos entrecerrados me arrebató la pistola de las
manos y comprobó el cargador, arrancándome una sonrisa secreta.
—No esperes que yo también la bese —espetó irritada.
—Es lo menos que puedes hacer si va a salvarte de tener que casarte
con ese capullo italiano —la provoqué y encogí un hombro—. Pero si te da
vergüenza, puedo hacerlo yo por ti.
—Ja, ja, ja. Muy gracioso. —Ocultó la pistola bajo la almohada junto a
la ganzúa.
Sacudiendo la cabeza divertido volví a meter la mano en el saquito,
ignorando el gruñido de mi estómago ante el rico olor de la sopa y la pizza.
Había prioridades y salir de allí con vida lo tenía sobre aguantar un poco
más el hambre.
Con un gruñido satisfecho, extraje un cartucho de repuesto, una navaja
plegable y un reloj inteligente, y los escondí en los bolsillos del chándal y
en las mangas de mi sudadera. Fue casi una decepción que la bolsa de tela
ya no pesase nada cuando la inspeccioné una última vez. Fue una suerte que
lo hiciera, porque encontré un pequeño envoltorio de plástico con pastillas.
No dije nada, porque tal vez Liv no estuviera preparada para ello, en
especial si era cierto que Sokolov ahora estaba casado con otra mujer, pero
no había mayor indicio de que él no la había abandonado que aquel.
Entregándole las pastillas en silencio, abrí una de las botellas de agua y
se la entregué para que pudiera tomarse su medicación. Luego, escogí un
trozo de pizza y me senté sobre el ruidoso camastro con la espalda apoyada
en la pared y saqué con disimulo el reloj de la manga para inspeccionarlo.
Liv escogió uno de los cuencos de sopa y se sentó a mi lado. Mi gemido
de placer al devorar mi trozo de pizza se fundió con el suyo. ¡Dios! Solo el
sentir mi estómago llenándose ya parecía mejorar la situación.
—Vamos a salir de aquí —murmuró Liv con un leve temblor en su voz.
Le cogí la mano y se la apreté. Sabía que, al igual que a mí, aún le
costaba creer lo que estaba pasando, pero si había algo que me tenía
convencido de que saldríamos de allí, era sin duda el hecho de que Sokolov
seguía protegiendola. Y si ese hombre seguía tan enamorado como
sospechaba, entonces no había nada entre el cielo y el infierno capaz de
detenerlo y evitar que recuperara a Liv sana y salva.
—Vamos a salir de aquí —le confirmé.
—¿Y si es una trampa? —La mirada que me echó estaba llena de
miedo.
No sabía qué era lo que le había hecho Sokolov, pero estaba claro que la
confianza ciega que ella había tenido en él se había evaporado.
—¿Tenemos otra opción? —pregunté a sabiendas de que, le dijera lo
que le dijese, no cambiaría nada. Si a mí alguien me hubiera dicho que
Robert seguía amándome y protegiéndome difícilmente le hubiera creído,
de modo que la entendía—. Dudo que, si lo fuera, lo que nos espere sea
peor que las perspectivas que tenemos ahora mismo.
Ella asintió algo más calmada y tomó un sorbo de sopa.
—¿Quién crees que nos está ayudando? —preguntó limpiándose la
barbilla con el reverso de la mano.
—Imagino que la Bratva —admití con sinceridad—. Son los únicos que
se me ocurren. Además, han incluido tu medicación, lo que significa que te
conocen.
Estudiando el cuenco en sus manos frunció el ceño.
—Han dejado dos pistolas. ¿Cómo saben que estas aquí conmigo?
Fue mi turno de arrugar el entrecejo. Había estado tan contento de que
la Bratva viniera a por nosotros que no lo había considerado. Estaba
convencido de que era por Liv a por la que venían, pero ella tenía razón, la
ganzúa y las dos pistolas indicaban que sabían que yo estaba con ella.
¿Cómo se habían enterado?
—¿Tal vez porque esos tipos que acaban de estar aquí se lo han
contado?
—Mmm… Sip, supongo que tiene sentido. —Por su tono y titubeo, a
ella tampoco le convencía esa teoría.
—Lo único que necesitamos hacer ahora es sobrevivir hasta que sea la
hora. El resto lo descubriremos cuando salgamos —decidí, zanjando el
asunto. ¿Para qué quebrarnos la cabeza con suposiciones cuando no
teníamos ni idea de lo que estaba ocurriendo ahí afuera?
Liv me ofreció una débil sonrisa.
—¿A qué se refería con lo de «Rojo significa amigos»?
—A que nuestros aliados van a llevar alguna prenda de color rojo para
que podamos distinguirlos, y que no los ataquemos.
Ella ladeó la cabeza pensativa antes de soltar un pesado suspiro.
—Sé que es una tontería, pero creo que ahora tengo más miedo que
antes.
La abracé y le di un beso en la sien, al igual que habría hecho con
cualquiera de mis otras hermanas.
—Es algo normal. A mí me ocurre lo mismo. Que ahora tengamos un
plan y ayuda no significa que no vayamos a encontrarnos con
complicaciones.
Tomándole el cuenco vacío de las manos le cogí el otro trozo de pizza,
pero cuando fui a entregárselo sacudió la cabeza.
—Cómetelo tú. Tu estómago es un agujero sin fondo.
Vacilé. No era como si no pudiera devorármelo de un solo bocado,
porque en eso al menos tenía razón: mi estómago era un agujero sin fondo,
pero también sabía que ella necesitaba comer. Al fijarme en su expresión
cansada, me decidí por una opción intermedia, probablemente la única con
la que iba a conseguir que comiera algo más.
—Mitad, mitad —propuse.
Tal y como había previsto, aceptó su trozo con reticencia y lo
mordisqueó desganada.
Usé el resto de la tarde para jugar con el reloj inteligente, en un intento
por averiguar algo más sobre el rescate, pero, aunque estaba configurado,
estaba claro que quien nos lo hubiese enviado no quería dejar rastro sobre
quién era y tratar de contactar a alguien basándome solo en mis sospechas,
era un riesgo demasiado grande que podía poner en riesgo la misión de
rescate de Sokolov si tenía razón sobre sus intenciones. Lo único bueno de
aquel reloj era que ahora podía saber qué hora era y que tenía la constancia
de que, quien fuera que estuviese dispuesto a venir a por nosotros tenía un
plan.
Los guardias que vinieron por la noche no eran los del almuerzo. Y, en
el tiempo que tardaron en retirar la vieja bandeja y dejarnos una nueva con
sándwiches y un par de plátanos, lo único en lo que podía pensar era en la
posibilidad de que cerrasen el pestillo del exterior, atrapándonos dentro y
sin posibilidades de escape. Cuando se fueron y no hubo señal de que
hubiesen usado el pestillo, al fin me relajé. Lo único que me quedaba por
hacer ahora era tener paciencia.
50
Jasha
Robert
Jasha
Jasha
No necesitaba plantearme la pregunta de Stephen. Tenía la respuesta
clara: prefería morir yo primero. La cuestión era que no quería morir aún,
no cuando Robert necesitaba a alguien que lo protegiera. Si moría yo, él
también lo hacía. La simple idea de que Stephen pudiera hacerle más daño
del que ya le había hecho, resultaba insoportable.
—¿Por qué estás haciendo esto, Stephen? Jamás te he hecho nada, ni
siquiera sabía que existías hasta que te has presentado ante mí.
Me entró pánico cuando se alejó de mí para acercarse a Robert.
—Ves, tú mismo lo has dicho, no sabías de mi existencia. Deberías
haberlo intuido. Somos mellizos. Deberíais haber sentido que te faltaba una
parte de ti, pero no, claro que no. No me considerabas una parte de ti.
¿Verdad? Además, me disparaste en el muslo cuando traté de llevarte
conmigo.
Lo que decía no tenía ningún sentido, pero me preocupaba más el hecho
de que se hubiera detenido detrás de Robert que las locuras que decía.
—Vale, tienes razón. Mátame si crees que es lo justo, pero déjalo a él en
paz. Él no tiene nada que ver.
Por la periferia de mi visión vi un movimiento, pero Stephen eligió el
momento para agarrar a Robert del cabello para alzarle la cabeza y mirarle a
la cara.
—Por supuesto que tiene que ver, él fue el que me jorobó los planes. Y,
además, Esther se enfadó conmigo por su culpa, por dejarte escapar. Ah, y
me estropeó la posibilidad de jugar contigo. ¿Tienes idea de las ganas que
tenía de jugar contigo y hacerte pagar por quitarme a nuestra madre?
Estaba claro que dijera lo que dijera, Stephen iba a tener su propia
justificación para salir adelante con sus planes. Estaba más allá de cualquier
razonamiento o empatía y no sabía cuál de esas circunstancias me aterraba
más.
—Entonces juega conmigo. ¿Qué te impide hacerlo? Estamos solos y no
hay nadie más en la habitación.
Ladeó la cabeza con una sonrisa torcida.
—De modo que estás dispuesto a sacrificarte por él. Qué… heroico —
pronunció la última palabra como si le dejara mal sabor de boca.
Por suerte, tal y como había previsto, se acercó a la cama. Mi corazón se
detuvo cuando, al seguirlo con la mirada descubrí a mi madre paralizada en
la puerta de la habitación. ¡Jesús! Aquello era lo último que necesitaba. Me
tomó una ingente fuerza de voluntad no volver a mirar en su dirección y
comprobar si había salido en busca de ayuda.
—¿Crees que es por eso por lo que nuestra madre te escogió a ti? —
preguntó Stephen frunciendo el ceño—. ¿Porque pensaba que eras más
heroico?
—Jamás me dieron la opción de elegir —irrumpió mi madre con un
tono cargado de tristeza.
—¡Mamá, corre, vete! —grité alarmado—. ¡Tienes que irte! —insistí
cuando, en vez de echarme cuenta cerró la puerta tras ella y entró en la
habitación.
—Tu padre y mi marido fueron los que tomaron todas las decisiones,
jamás tuvieron en cuenta mis ruegos o mis protestas, Stephen.
Mi hermano, que parecía haberse quedado paralizado en su sitio crispó
los puños.
—Podrías haber luchado por mí.
—¿Crees que no lo hice? —El semblante usualmente calmado de mi
madre estaba desfigurado por la desesperación—. Casi acabé en el hospital
dejando a mi hija a solas con su abusivo padre y con Jasha recién nacido e
indefenso. Tenía que estar ahí para ellos.
—Para ellos sí, pero no para mí —la acusó Stephen con tal frialdad que
me levantó el vello.
Mi madre necesitaba largarse antes de que él fuera a por ella.
—Lo habría hecho si hubiera podido —prometió mi madre.
—Pero no lo hiciste.
—Lo siento, Stephen, lo siento tanto. —Más lágrimas cayeron por las
mejillas de la mujer que nos había dado a luz—. No sabes lo que habría
dado por poder tenerte conmigo.
Stephen tardó varios segundos en responder y cuando lo hizo, su voz
sonaba tan dulce e inocente que no parecía ni la misma persona.
—Oh, pero no te preocupes, vas a poder estar conmigo. —La inocencia
desapareció en cuanto mostró una sonrisa cruel—. En cuanto acabe de
matarlo, podrás venir conmigo. Te demostraré que te equivocaste al elegir y,
si eres una buena madre, hasta te perdonaré lo que me hiciste.
Stephen se giró hacia mí y se enrolló el alambre entre ambas manos,
con una destreza que hablaba de práctica y delataba que yo no era la
primera persona a la que trataba de matar así.
—No puedo permitir que mates a Jasha —dijo mi madre en lo que
parecía casi un ruego.
—Me temo que no podrás impedirlo, mamá.
—Stephen, por favor, no lo hagas.
—Lo siento, pero él jamás debería haber existido. Deberíamos haber
sido tú y yo desde el principio.
—Stephen…
Casi fue a cámara lenta cómo lo vi dando el último paso hacia mí y
alzar las manos con el alambre con el que pretendía asfixiarme hasta la
muerte. En el instante en el que me giré con brusquedad para lanzarme de la
cama y escapar de él, mi visión se tornó borrosa, mis rodillas cedieron y el
tirón hizo que se extendiera un enorme dolor en la zona de la muñeca donde
había tenido insertado la aguja de la vía.
—¡Jasha! —gritó mi madre llena de pánico.
A duras penas conseguí sujetarme a la mesilla metálica para no impactar
contra el suelo. Solo el ruido que hizo el jarrón al impactar contra el suelo y
deshacerse en fragmentos ya debería haber atraído la atención de alguien
para que viniera. ¿Por qué no acudía nadie?
—Mamá, corre a por ayuda —le rogué. Sabía que yo ya no tenía
escapatoria, pero necesitaba que al menos ella y Robert se salvaran.
Robert…—. Mamá, le ha inyectado algo a Robert. Morirá por sobredosis si
no conseguimos ayuda pront…
—¡Stephen! —La desesperación y la histeria se entremezclaban en los
ruegos de mi madre—. Stephen, no, por favor…
El frío alambre se clavó en la piel de mi garganta amenazando con
cortar mi carne y dejándome sin aire. Puede que si hubiese sido solo por mí,
me habría dejado llevar por la espesa neblina que me envolvía, pero Robert
moriría conmigo y mi madre viviría en un infierno incluso peor que el que
le hizo vivir mi padre si mi hermano se salía con la suya.
Con mis últimas fuerzas me solté de la mesa y busqué con mi mano
derecha la herida de bala que debía haberle dejado a Stephen de la noche
anterior. Encontré la venda, y le clavé mis dedos con las últimas fuerzas que
me quedaban, con la esperanza de meterlos en el agujero creado por la bala.
Stephen me dejó caer al suelo con un aullido. Los cristales se clavaron
en mis palmas y rodillas cuando traté de amortiguar mi caída. Ignoré el
dolor y con el tacto busqué un vidrio lo bastante afilado y grande para que
me sirviera para defenderme.
A mi espalda sonó una risa áspera.
—¿Crees que un fragmento de vidrio va a liberarte de morir?
Maldije mi visión borrosa y busqué con más ahínco y desesperación.
Debía de haber una pieza del jarrón que fuese lo bastante grande como para
servirme, no podía tener tan mala suerte como para que no lo hubiera. En
cuanto detecté una forma irregular a medio metro de mí, me lancé a por
ella. Apenas la había tocado cuando Stephen me pisó la mano, clavándome
el cristal y rompiéndome el meñique en el proceso.
—Ya está bien —dijo con frialdad—. Se acabó. Ya no me queda tiempo
para seguir jugando, hermanito, tengo que irme con mamá para demostrarle
que se ha quedado con el mejor de los dos, aunque creo que eso ya lo está
descubriendo viendo tus patéticos intentos por defenderte. Eres débil,
siempre has sido el más débil de los dos, por eso padre me escogió a mí
para llevarme con él.
—Stephen, basta ya.
Gemí para mis adentros. Había tenido la ilusión de que hubiese
aprovechado la distracción para marcharse.
—Un momento, madre. —Cuando mi hermano se sacó del bolsillo una
jeringuilla y le quitó el tapón de seguridad, supe que se había acabado.
Hice lo único que aún podía hacer en mi estado. Me lancé sobre sus
piernas y me sujeté a ellas con las últimas fuerzas que me quedaban,
inmovilizándolo mientras mascullaba una maldición.
—Mamá, corre, sálvate a ti y a Robert. Por favor, mamá —le rogué al
sentir cómo él se inclinaba y se me acababa el tiempo.
La explosión apagada de un disparo resonó por la habitación
paralizándonos a Stephen y a mí. Al mirar arriba me encontré con los ojos
de mi hermano abiertos de par en par, hasta que alzó el brazo y se miró la
enorme mancha de sangre que fue extendiéndose por el uniforme azul, en el
que la bala debía de haberse colado por sus costillas.
—¡Dios! ¡Oh, Dios! —Mi madre se tapó la boca con un sollozo.
—¿Madre? —Stephen se giró hacia ella como un niño pequeño, perdido
y desamparado, que no supiera lo que estaba ocurriendo—. Me has
disparado.
—Te pedí que dejaras a tu hermano, te pedí que te detuvieras —sollozó
mi madre.
—Entonces, es verdad lo que ellos decían —murmuró, desplomándose
sobre sus rodillas—. Lo elegiste a él.
Dejando caer la pistola al suelo, mi madre corrió a su lado y lo sujetó
antes de que se golpease contra el suelo. Con cuidado lo situó sobre su
regazo, acariciándole las mejillas hundidas entre lágrimas.
—No, mi pequeño ángel, no lo elegí a él, pero tenía que detenerte, no
podía permitir que mataras a tu hermano. Los dos sois mis pequeños y
siempre lo seréis.
Mientras mi madre siguió hablando y mi hermano asfixiándose con su
propia sangre en el suelo de un hospital sin que acudiera nadie en su ayuda,
mi mirada cayó sobre Robert y el tono grisáceo de su piel. Cualquier
pensamiento sobre mi hermano, mi debilidad o mis dolores desapareció y
con una fuerza que no tenía, me levanté para buscar el botón rojo que sabía
que debía de estar cerca del cabecero de la cama.
En cuanto conseguí apretar el botón de alarma, me bamboleé hasta
Robert, sujetándome a la cama y a la pared para poder alcanzarlo. La puerta
de la habitación se abrió de un golpe y la última persona a la que habría
esperado encontrar allí se detuvo bajo el umbral con una maldición al
descubrir el caos.
—¡Maldita sea! ¿Qué es lo que ha pasado aquí? —preguntó Anthony
cerrando la puerta a su espalda y sacándose el móvil del bolsillo—. Gloria,
necesito refuerzos en la dos, dos, tres. Que nadie entre con vosotros y no
llaméis atención.
—Anthony, le ha inyectado una sobredosis de Propofol a Robert. Hay
que… llamar… a… a… un…
Anthony estuvo a mi lado y me cogió en brazos antes de pudiera
estamparme de nuevo contra el suelo.
—No se te ocurra moverte de la cama. Tienes una contusión.
—Pero Robert… —protesté con debilidad cuando me tendió sobre la
cama.
—Deja que yo me encargue de todo. —Anthony regresó junto a Robert
y le tomó el pulso con una maldición baja—. Voy a llevármelo conmigo. Si
entra un médico aquí solo complicaremos las cosas. ¿Tu madre es la que le
ha disparado? —señaló con la barbilla a Stephen de cuya boca brotaba
sangre mientras mi madre seguía acariciándole la cara y murmurándole
como a un niño pequeño.
Intenté no analizar lo que sentía al verlos juntos, a ella llorando por
haberlo disparado y a él, el hermano al que acababa de descubrir,
muriéndose en sus brazos.
—Sí.
Anthony me sostuvo la mirada.
—Puedo llamar a un médico para que intenten salvarlo, pero… —Sus
pupilas se dirigieron a mi madre—. No puedo garantizar lo que ocurra
después.
El mensaje era claro, si salvaba a mi hermano, mi madre podría
terminar en la cárcel por intento de asesinato. Me sentí culpable, no porque
Stephen estuviera muriéndose, sino porque no tenía claro que quisiera que
sobreviviera.
—¿Y si no llamamos a ningún médico? —pregunté.
El semblante de Anthony no mostró ningún tipo de reacción.
—Podemos hacer una limpieza antes de que nadie se percate de lo que
ha ocurrido. Sé que esto es precipitado, pero necesito que tomes una
decisión. Tengo que llevarme a Robert.
—Yo… —tragué saliva. ¿Cómo podía arriesgar la vida de mi madre a
cambio de la de un hermano psicótico al que no conocía y tampoco quería
llegar a conocer?
—Este mundo nunca estuvo hecho para Stephen —me cortó mi madre
agotada—. Llévate a Robert y sálvalo, asumiré mis propios pecados. Jasha,
por favor, dame una de las almohadas.
Se la entregué sin rechistar, mientras Anthony y yo presenciamos
conmocionados cómo ella besó con ternura la frente de Stephen.
—Duerme, mi niño, es hora de que descanses —dijo con lágrimas en
los ojos, antes de presionar la almohada contra su rostro, acabando de
asfixiarlo mientras Stephen apenas oponía resistencia, demasiado debilitado
para poder hacerlo.
Creo que pasaron varios segundos antes de que Anthony volviera a
reaccionar, cogió a Robert en brazos y se lo llevó a de la habitación,
dejándonos a mi madre y a mí a solas en una habitación de hospital llena de
sangre y cristales rotos y el cadáver de mi hermano.
54
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
Jasha
—Siéntate, Jasha —me indicó Dimitri Volkov sin alzar la cabeza de los
documentos que estaban esparcidos sobre su mesa de escritorio.
Cuando un pakhan te ordena que te sientes, te sientas y, de paso, te
mantienes quieto y callado, con independencia de que prefirieras
mantenerte de pie o de que tengas la urgente necesidad de agitar una pierna
con un tic nervioso.
Mordiéndome los labios me retorcí las manos sudorosas mientras
trataba de mantener los talones pegados al suelo. Lo único que podía hacer
para distraerme era estudiar el despacho, pero la verdad es que era
simplemente eso, un despacho de un hombre poderoso que tenía lo típico
que uno espera encontrar en ellos: muebles enormes y pesados de madera,
estanterías con libros y archivos, un ordenador de marca y documentos
pulcramente ordenados sobre la mesa. Solo había dos cosas que no
terminaban de encajarme en aquel conjunto: una vieja regla de madera en
su elegante lapicero (y cuando digo vieja, me refiero a vieja y no antigua) y
una máscara de diablo colgada en la pared.
—Steel quiere que te saque de la Bratva. —Me giré sobresaltado hacia
Dimitri Volkov, quien ahora se encontraba echado atrás en su sillón y me
contemplaba con sus inteligentes ojos azules—. Lo que me interesa
descubrir ahora es si eso es lo que también deseas tú.
—Señor, yo…
—Antes de que continúes —me interrumpió con calma—. He de
advertirte que detesto que me mientan. —Cuando me vio apretar los labios,
soltó un pesado suspiro y se presionó el puente de la nariz—. De acuerdo,
voy a ser yo quien va a empezar por ser sincero. —Se inclinó hacia delante
y apoyó los brazos cruzados sobre el escritorio—. Después de lo que vi el
otro día en el hospital, me harías un favor alejándote de la hermandad. No
porque me importe a un nivel personal que mantengas una relación personal
con Robert Steele, sino porque me ahorrarías un dolor de cabeza recurrente.
Conoces tan bien como yo a la vieja guardia y sus ideas retrógradas y lo que
eso implicará cuando se enteren.
Tuve que hacer el esfuerzo voluntario de cerrar la boca después de que
prácticamente se me descolgara la mandíbula.
—¿Señor, me está diciendo que quiere que deje la Bratva? —me
aseguré de haberlo entendido bien.
Dimitri soltó una carcajada seca.
—Los dos sabemos que nadie deja la Bratva, al menos no vivo. Si
pudiera hacerse, yo y la mitad de la nueva generación de la hermandad ya lo
habríamos dejado.
—Pero entonces… —Sacudí confundido la cabeza e intenté que no se
me notara en el semblante la decepción que acababa de apoderarse de mí—.
No entiendo lo que quiere de mí entonces, pakhan.
—Nadie puede dejar la Bratva —repitió—, pero la Bratva podría
alquilarle un experto francotirador o un especialista a una empresa de
mercenarios como la Robert Steele. O, lo que es lo mismo, yo podría
firmarle un contrato de cesión a Steele a cambio de que en determinadas
ocasiones nos prestara algún servicio o nos proporcionara información de
interés.
—¿Y estarían el señor Steele y usted dispuestos a llegar a un acuerdo
así? —pregunté con cautela. Robert no me había comentado nada al
respecto.
—Sí. Siempre que tú aceptes —determinó Dimitri—. No es la libertad
que probablemente desearías o esperabas, pero es lo más cercano que puedo
ofrecerte teniendo en cuenta las normas por las que nos regimos. Puedo ser
el pakhan, pero incluso yo tengo que respetar ciertas reglas si no quiero
tener a manos una rebelión. Lo entiendes, ¿no?
—Sí, sí claro.
Siempre habría gente demasiado ambiciosa que quería hacerse con el
puesto del pakhan. Darles una excusa para intentarlo era lo último que le
hacía falta.
—¿Y entonces, qué es lo que decides? —demandó mi jefe.
—Yo… —tragué saliva y crucé los dedos porque nada de aquello fuera
una broma de mal gusto o una trampa—. Me gustaría aceptar.
Dimitri Volkov empujó unos documentos y un bolígrafo en mi
dirección.
—Steele y su socio ya han firmado, la única firma que falta es la tuya.
—Esperó a que yo cogiese los contratos para revisarlos—. Lo primero es la
declaración del perdón de cualquier posible falta que hayas podido cometer
en el seno de la Bratva hasta hoy, para lo que se ha incluido una lista de
esas posible faltas y un apartado expreso en el que te autorizo a ejercer tu
homosexualidad con libertad. —Dimitri carraspeó incómodo—. Siento esa
cláusula, pero eso garantizará que, aun en el caso de que me ocurriera algo,
estarías protegido.
—No, no, está bien —le aseguré. Podía ser humillante que me hiciera
falta su permiso para ser quien era, pero no podía negar el alivio que me
producía que no tuviera que volver a temer la reacción de la hermandad
ante mis elecciones personales. Me daba igual que les desagradara o no,
pero al menos no podían tratar de imponerme a mí o mi familia un castigo
por ello.
Cuando mi mirada repasó la lista de los delitos que se me perdonaba y
aquellos que quedaban exentos de perdón, mi estómago se volteó.
—El segundo documento es el de la cesión, como comprobarás estipula
tu sueldo mensual y tus derechos, en los que hemos añadido una cláusula
por la que puedes romper el contrato con la empresa de Steele si así lo
decidieras y regresar. Quería que supieras que siempre tendrás las puertas
abiertas para volver con nosotros. Más allá de una organización, la
hermandad es una familia en la que les guardamos la espalda a los nuestros.
En cuanto a tus obligaciones, Steele se negó a reflejarlas, aduciendo que no
pensaba obligarte a hacer algo que no quisieras.
—Gracias, señor —murmuré con el calor invadiéndome las mejillas.
—Tus hermanas mantendrán las becas que les hemos ofertado hasta
ahora. Tu madre ha rechazado la generosa mensualidad que Robert estaba
dispuesto a pasarle, pero ha aceptado un puesto de atención al público en
una de sus empresas. Tendrá un sueldo que le permitirá ser independiente y
un seguro médico para ella y tus hermanas. Mis abogados han revisado su
contrato y es impecable.
—¿Mi madre ha hablado con usted y con Rob… con el señor Steele?
El pakhan arqueó una ceja.
—¿Pensaste que iba a arriesgarme a que alguien pudiese aprovecharse
de una de nuestras viudas y sus hijas? Tal vez no estoy siempre al tanto de
lo que ocurre a mi alrededor, pero cuando tengo la oportunidad de proteger
a uno de los nuestros, intento hacerlo —añadió con una suavidad que me
hizo preguntarme cuánto sabría de lo que había ocurrido en mi casa.
—Por supuesto, señor.
—Jasha, ¿por qué no estás firmando el contrato? —Su mirada se dirigió
al lugar en el que mis dedos se encontraban contraídos alrededor del
bolígrafo, dejando una mancha de tinta sobre el papel.
Por unos segundos cerré los párpados y solté el bolígrafo como si me
quemara. Cuando abrí los ojos de nuevo, me enfrenté a los ojos azules que
pronto iban a dictar mi suerte.
—No puedo. No estoy seguro de que cumpla con los requisitos que se
requieren para mi amnistía.
—Ve al grano —exigió—. ¿Qué hiciste?
Fue casi imposible tragar el enorme nudo que se me formó en la
garganta. Era ahora o nunca. Podía callármelo, pero no quería pasarme el
resto de mi vida mirando por encima de mi hombro y temiendo que alguien
me hubiese descubierto y venía a por mí. Lo había hablado con Robert, pero
lo único que había dicho era que me apoyaría en lo que decidiera hacer.
—Maté a mi padre —escupí las palabras como si estuvieran
pudriéndome desde dentro.
Dimitri me estudió con cautela.
—¿A Sergei?
Parpadeé. Aquella era la última pregunta que me habría esperado.
Parecía que mi madre había sido exhaustiva en lo que le contó sobre
nosotros. No podía decir que me disgustara, pero habría preferido mantener
esa información privada.
—No, a mi padre oficial —especifiqué.
Los hombros de Dimitri se relajaron.
—¿Tienes intención de ir difundiendo esa información por ahí?
—¡No! Por supuesto que no.
—Entonces, si crees que podemos mantenerlo en esta oficina, no veo
cuál es el inconveniente. Estabas defendiéndote a ti y a tu familia.
Considero que era tu derecho el acabar con la amenaza que representaba
para todos vosotros.
—¿Señor? —pregunté confundido. ¿Por qué hablaba como si no le
sorprendiera siquiera?
—Hijo, a tu padre lo mataron con una de nuestras balas y con una Grach
—explicó como si me hubiera leído el pensamiento—. ¿Tan tontos nos
crees a Sokolov y a mí como para que no pudiéramos sumar dos más dos?
Nos había llegado cierta información que estábamos investigando con la
intención de tomar manos en el asunto. Lo que hiciste, básicamente nos
ahorró el tener que acabar con esa basura humana por nuestra cuenta.
—Pero…
—No eres el único que ha matado a su padre, ni serás el último.
Algunos cabrones están mejor enterrados a tres metros bajo tierra. Mantén
lo que has hecho en secreto, pero si alguna vez sale a la luz, yo y Sokolov
asumiremos la responsabilidad y confirmaremos que actuaste bajo nuestras
órdenes.
Había oído rumores sobre que Dimitri había sido quien acabó con el
viejo pakhan, su padre. ¿Estaba confirmándome que eran ciertos esos
cuchicheos?
Cuando me mantuvo la mirada, asentí, firmé y le devolví el contrato,
quedándome con mi amnistía. Dimitri le echó un vistazo a los documentos
y los dejó a un lado de su mesa de escritorio.
—Y con eso, creo que este asunto queda zanjado. Recuérdale a Steele
que yo y Sokolov ya estamos en paz con él.
Salí del despacho del que había sido mi jefe hasta hoy, turbado. Debería
haberme sentido libre, pero algo seguía cohibiéndome.
—¡Aquí estás por fin!
—¿Tess? —me paré frente a la chica que debía de tener unos buenos
seis años menos que yo, a pesar de estar casada con mi pakhan.
—Ven conmigo —me ordenó. Cogiéndome del codo me guio a una
puerta al otro lado del pasillo.
Tan pronto entré tras ella, fue fácil identificar otro despacho, pero donde
el del pakhan era austero y elegante, éste era… difícil de describir.
—¿Qué? —demandó Tess al darse cuenta de que me había quedado
parado debajo del umbral—. ¿No te parece un despacho apropiado para la
esposa del pakhan? —me retó.
Repasé las paredes de un vibrante color turquesa, las frases
motivacionales enmarcadas, la estantería que contenía cinco archivadores y
tropecientas novelas de vivos colores y la canasta de baloncesto que tenía
una papelera de gatitos justo debajo, además de las docenas de cajas
decoradas que estaban amontonadas de forma desordenada por el suelo.
—Ni siquiera sabía que a las esposas de los pakhan les hiciera falta un
despacho —admití acercándome a la estantería para sacar un libro solo para
devolverlo apresurado a su sitio después de atisbar a dos hombres
besándose en la portada.
—Mmm… puede que tengas razón. —Tess cruzó los brazos sobre el
pecho y ladeó la cabeza con una chispa de picardía que me hizo ponerme
alerta—. Creo que Dimitri pensó lo mismo que tú, o al menos lo hizo hasta
que descubrió lo inconveniente que podía llegar a ser que, cada vez que le
hacía falta su despacho, lo estuviera usando yo.
Lo dijo tan en serio que me quedé parpadeando y, de buenas a primeras
rompió a reír y me dio una palmada en la espalda.
—Ya aprenderás cómo funcionan esas cosas. Pienso daros un curso
acelerado a ti y a Liv, puede que a Sascha también, porque está demasiado
distraída últimamente como para que no nos esté ocultando algo.
—¿De qué estás hablando?
—Ven, siéntate. —Empujó una silla en mi dirección y se sentó tras su
escritorio, ignorando por completo mi pregunta—. Vamos a hablar de
negocios.
—¿De negocios? Yo no tengo negocios.
Tess rodó los ojos y soltó un sufrido suspiro.
—Siempre te tomas las cosas tan al pie de la letra.
—Sí. No. No lo sé. —La verdad era que no solía hacerlo, pero desde
que había entrado en aquella habitación el mundo de alguna forma parecía
haberse vuelto del revés.
—De acuerdo, vamos a empezar desde el principio. —Tess juntó las
puntas de ambas manos y apoyó la barbilla sobre el vértice del triángulo—.
He pescado a Robert cuando salía de hablar con Dimitri y también lo invité
a venir aquí conmigo.
Mi relajación voló de inmediato por los aires.
—¿Robert ha estado aquí hablando contigo?
¿De dónde había sacado el tiempo de citarse con Dimitri y su mujer
cuando apenas habíamos salido del hospital hacía unas horas?
—Sip y he de reconocer que tienes buen gusto, me cae bien.
—¿Te cae bien? —me aseguré con cautela. Después de criarme con mis
hermanas y de haber vivido años rodeado de bailarinas exóticas, intuía que
algo fallaba en aquella afirmación.
—Sip, y ya sé que ese hombre te usó de alguna manera para sacarte
información y que te mantuvo lejos de Liv, algo que no vamos a perdonarle
tan pronto —me aseguró—, pero creo que deberías saber que he llegado a
un acuerdo con él.
—¿A qué clase de acuerdo? —indagué con rigidez.
—¿Sabías que nunca tuve despedida de soltera?
—¿No? —Fruncí el ceño. ¿Qué carajos tenía que ver su despedida de
soltera en todo esto?
—Claro que no lo sabías, ni siquiera nos conocíamos hasta que Liv nos
presentó.
—Cierto —murmuré, dudando mucho que pudiera afirmar que la
«conocía». Había acompañado a Liv a verla al mercadillo para que se
fueran de compras juntas, y me había cruzado algunas veces con ella, pero
poco más.
—Bueno, la cosa es que ahora que Liv va a casarse con S. he pensado
que me gustaría organizarle una despedida de soltera y, ya que estoy en ello,
me voy a organizar mi propia despedida de soltera también.
—¿Liv va a casarse con Sokolov? —Mis últimas noticias sobre ella eran
que seguía en el hospital y que la cosa no pintaba bien.
—Sip, ellos aún no lo saben, pero estoy convencida de que el destino se
encargará de ello.
Por supuesto, eso tenía bastante sentido: ¡ninguno para ser exacto!
—Tú ya estás casada —le recordé, prefiriendo cambiar de tema.
Descartó mi intervención con un gesto de la mano.
—Detalles. Ahora que tengo amigos para celebrarla, quiero mi
despedida de soltera. Aunque… —Ladeó la cabeza y me estudió
tamborileando un dedo sobre sus labios—. Tal vez deberíamos aprovechar y
celebrar la tuya también de paso o… ¡Mejor aún! Podríamos celebrar cada
una de forma independiente, de ese modo tendríamos tres fiestas y tres
excusas para celebrar. Por mi estómago se extendió una sensación amarga.
—Yo no tengo ninguna boda a la vista.
Ella parpadeó dos veces.
—Aja.
—Y además, ¿qué tiene que ver todo eso conmigo? —pregunté cada
vez más desorientado, pero también irritado.
¿Por qué todo el mundo creía saber qué era lo que quería, pensaba y
sentía, sin preguntarme nunca por ello?
—Que he decidido que vamos a celebrar nuestras despedidas en el
Inferno.
—En ese caso deberías hablarlo con Robert, él es uno de los dueño —
repliqué con rigidez.
—Uhmmm… Ya he hablado con él, ¿lo recuerdas?
Empezaba a comprender por qué Dimitri le había puesto un despacho
para ella sola aunque no le hiciera falta. Si yo hubiese sido su marido, me
habría encargado de que su despacho estuviera en la otra punta de la casa.
—Tess, —le pedí armándome de paciencia—, imagina por un momento
que soy tonto y que necesito que me expliques mi papel en todo esto
despacio y con claridad.
Ella arqueó una ceja y se tomó en serio el mirarme como si fuera tonto.
—De acuerdo, deja de interrumpirme y tal vez lleguemos al meollo de
la cuestión.
Abrí la boca, pero volví a cerrarla.
—Adelante —mascullé.
—Robert ha estado aquí, le he contado mis planes y lo que quiero de él.
Al principio me dijo que era imposible, pero luego accedió a un trato. —
Alzó la mano y me detuvo cuando fui a abrir la boca—. Le convencí de
que, si conseguía que le perdonaras todas sus traiciones y manipulaciones y
que te casases con él, incluirá una cláusula en el contrato de cesión del
Inferno que estipule un servicio de lujo para una despedida de soltera en la
fecha que decidamos.
Los siguientes minutos pasaron en silencio mientras nos mirábamos el
uno al otro. Me levanté despacio y apoyé ambas manos sobre el
ridículamente grande escritorio y me incliné hacia ella asegurándome que
nuestros ojos estuvieran al mismo nivel.
—No sé quién carajos te crees que eres para meterte en mi relación con
Robert, pero estoy hasta las narices de que todo el mundo se crea con el
derecho a venderme al mejor postor sin consultarme o sin tener en cuenta
cómo me siento. —Si Dimitri me encontrara hablándole así a su mujer,
seguramente me cortaría la cabeza de cuajo, pero lo cierto era que en ese
instante me importaba un carajo—. No estoy en venta, no soy un objeto y si
Robert quiere que me case con él, primero que deje a su puñetera novia y
luego que me lo pida él. ¿Me he expresado con claridad?
Los labios de Tess se curvaron en una brillante sonrisa en la que me
enseñó sus blanquísimos dientes.
—Cristalina —contestó ni lo más mínimamente afectada por mi
exabrupto—. Y ahora siéntate. Liv, Sascha y yo hemos decidido que
deberías formar parte de las tres mosqueteras, claro que ahora serían cuatro.
¿Te importa que mantengamos el nombre en femenino? Es por no
estropearlo y además somos mayoría.
—¿De qué estás hablando? —¡Jesús! Empezaba a dolerme la cabeza.
Gracias a Dios, Linda y ella no se conocían aún—. ¿Acabas de escuchar lo
que te he dicho?
Tess se puso seria, apoyó ambos codos sobre la mesa y dejó caer la
barbilla sobre sus manos entrelazadas.
—Te he oído a la perfección y me alegra que hayas decidido que nadie
más que tú tiene derecho a usarte o venderte o a hablar en tu nombre. Es tu
derecho y nadie te lo debería haber quitado jamás y eso es justo lo que le
contesté a Robert cuando me propuso su trato.
—¿Le dijiste eso a Robert? —¿Por qué iba a hacerle una propuesta si
luego ella misma se retractaba y la consideraba fuera de lugar?
—Sí. ¿Y sabes algo curioso? El también coincidía en eso —continuó
cuando negué con la cabeza—. Robert no quiere que te manipule o que use
mi influencia en la Bratva para que te arrastres tras él.
Su comentario me dio pausa.
—¿Qué es lo que te ha pedido entonces?
Su semblante se iluminó con una sonrisa.
—Que le ayude a ser digno de ti y que esté a tu lado para acompañarte y
protegerte hasta que puedas volver a confiar en él. —Cuando cerré mi boca
y sacudí la cabeza, Tess me sonrió con tristeza—. Tú eres el único que
puede decidir lo que quiere hacer con su vida, pero si te soy sincera, me dio
la impresión de que lo que Robert sentía por ti era sincero.
—Lo sé, es solo que… ¿cómo sé que esta vez es verdad? —musité.
Era cierto que Robert y yo habíamos hablado y que podía comprender
las explicaciones que me había dado. Además, parecía más que dispuesto a
dejar a Esther aunque eso le suponga enormes pérdidas, pero aun así, me
costaba entregarme del todo a nuestra relación cuando ella seguía
considerándose su novia.
—No podrás averiguarlo si no te arriesgas. Y no, no te estoy diciendo
que se lo pongas fácil para perdonarle, pero aquí está la cuestión: ¿Vale la
pena estar con él?
La respuesta obviamente era que sí. Había firmado el contrato que
Dimitri Volkov me ofreció y no había vuelto a casa de mi madre al salir del
hospital, sino a la mansión de Robert. Fue un acuerdo mutuo, uno que ni
siquiera llegamos a discutir. Me estudié las manos. Tess parecía estar dando
por entendido que yo estaba siendo demasiado fácil con Robert y nuestras
circunstancias.
—Me aceptó tal y como era. Me dejó ser yo y me vio cuando nadie más
lo hizo —admití en un susurro, dándome cuenta de que Robert había hecho
mi vida entera más fácil. ¿Por qué no podía eso incluir también mi
predisposición a perdonarle? Cuando ella me dejó seguir hablando sin
interrumpirme, de alguna forma algo se desbloqueó dentro de mí—.
También me ha ayudado a aceptar partes de mí que desconocía. Ha
normalizado cosas hasta tal punto que ya no sé lo que es extraño y lo que es
«normal». ¿Es raro que me sienta hombre y que no esté interesado en
ningún cambio de sexo, pero que me guste sentirme femenina y vulnerable
en la intimidad?
Ella se tomó su tiempo en reflexionar sobre mi pregunta.
—A mí me gustan las mujeres, algunas mujeres —se corrigió—. Pero
me gustan más los hombres y no me veo en una relación sentimental con
una mujer. ¿Crees que eso me convierte en rara?
—No lo sé —admití con sinceridad.
—Yo tampoco sé si lo tuyo es raro, pero creo que las rarezas de la gente
las hace hermosa y especial.
Sin poder evitarlo bufé divertido.
—¿Me estás llamando hermoso y especial?
—Nah. —Tess me devolvió la sonrisa—. Especial sí que eres, sino no te
dejaríamos formar parte de las cuatro mosqueteras, pero más que hermoso,
que suena demasiado a romance medieval del cursi, creo que eres lindo. Del
tipo de lindo que gusta abrazar, hacerle carantoñas y adoptarlo como
hermano menor.
Se me escapó un resoplido.
—No soy lindo, ya tengo tres hermanas y estoy seguro de que te saco
unos cuantos de años.
—Sí que eres lindo —insistió Tess convencida—. Liv también lo piensa
y ya no tienes tres hermanas, sino seis, ve acostumbrándote.
Su afirmación me formó un nudo en la garganta. ¿Lo decía en serio? De
verdad me pretendían aceptar en su pequeño círculo hasta ese punto?
Sascha y Tess apenas me conocían, aunque tenía que admitir que siempre
me había sentido un poco celoso de los lazos que había formada entre ellas
y sobre cómo quedaban para noches de pelis y palomitas o simplemente
para rajar.
—Me gusta ponerme ropa interior sexy de seda y encaje y medias de
liga —solté de sopetón sin venir a cuento.
Ella se congeló por un momento hasta que volvió a ofrecerme una de
esas enormes sonrisas.
—¡Voy a ser tu hermana favorita porque a mí también me gusta y voy a
ser la que se vaya contigo de compras!
Su entusiasmo resultaba contagioso.
—¿No estás enfadada conmigo porque no pueda ayudarte con el tema
del Inferno?
Cuando arqueó una ceja y puso un mohín debería haber salido
corriendo. Conocía ese tipo de mirada. No me había criado con tres
hermanas sin haber aprendido un par de cosas sobre mujeres; en especial
cuando el mohín acababa de convertirse en una sonrisa cargada de
empalagosa dulzura.
—¿Ya has hecho la lista de tareas y exigencias para que Robert pueda
rogarte de rodillas y arrastrarse como se merece para que le perdones?
Tal vez fuese hora de confesarle que ya le había perdonado a Robert
ayer tarde.
—Uhmmm… Tess, no creo que…
—Shhh… voy a contarte un secreto, pero jamás se lo confieses a uno de
nuestros hombres.
—¿De qué estamos hablando ahora? —gemí en desesperación.
—De que, sin importar cuántas armas lleven ellos, nosotras siempre,
siempre, contamos con más.
59
Jasha
Jasha
—¿Qué quieres decir con eso de que tu libertad aún sigue en el aire? ¿Va a
hacer que te cases con otra de sus hijas?
—No. Es…
—¿Has decidido que no quieres perder el Inferno después de todo? —
Contuve la respiración, aterrado ante la posible respuesta.
—No, no es eso tampoco. El traspaso del Inferno se firmará mañana por
la tarde. Mis abogados y los de Dracan Marku ya están trabajando en ello.
—¿Entonces?
El que Robert me sentara sobre el espacio vacío a su lado consiguió que
mi estómago comenzara a entrecerrarse y me fui preparando para lo peor.
Robert se aclaró la garganta.
—La idea era no decirte nada de esto hasta que tuviéramos la cena y
celebráramos la libertad de ambos, pero tengo que admitir que no tengo la
paciencia para seguir esperando.
De repente, Robert se encontraba ante mí, hincado de rodillas, y sacó
una pequeña cajita que, al abrirla, mostraba dos bandas de oro blanco, una
con un símbolo del infinito conformado por diminutos diamantes y la otra
con el grabado del mismo símbolo por fuera y un pájaro en el interior, que
resultaba idéntico al que tenía tatuado en mi paletilla.
—Sé que esto tal vez sea precipitado, teniendo en cuenta que apenas nos
conocemos desde hace unos meses, pero si hay algo que he aprendido estos
últimos días, gorrioncillo, entonces es que necesito que sigas iluminando mi
vida y dándome un propósito para seguir adelante, aunque solo sea en la
dirección a la que nos lleve el viento. —Carraspeó antes de continuar—.
¿Quieres casarte conmigo?
Me tapé la boca y tomé varias inspiraciones profundas en un intento por
frenar el galope desbocado de mi corazón y deshacer la repentina estrechez
en mi garganta.
—Eso depende —murmuré porque temía que sonaría demasiado agudo
si hablaba en alto. En vez de mi anillo cogí la banda más grande y me
arrodillé frente a él.
—¿Crees que serás capaz de aguantar mis inseguridades y miedos y
esas manías que tengo por disfrutar con las cosas más extrañas?
Sus labios se curvaron con ternura.
—Espero que algún día esos miedos e inseguridades desaparezcan, pero
me encantaría estar ahí, contigo y recorrer el camino junto a ti hasta que eso
ocurra. Y si con cosas extrañas te refieres a que te encantan esas bombas
mortales de azúcar de colorines, la ropa interior sexi, espiarme en la ducha
o usarme a tu antojo hasta que me dejas hecho polvo, mi respuesta es sí.
—¡Oye! Que no es culpa mía que tú siempre estés en la ducha cuando
yo... —Cerré la boca de golpe cuando él alzó una ceja con la mirada
clavada en mí—. Vale, me encanta ver cómo te enjabonas esos pectorales
trabajados y cómo se te marca esa V, señalando justo a esa parte de ti que se
merece mi más sumisa adoración; pero no soy yo el que te deja hecho
polvo. Eso es enteramente culpa tuya —lo acusé.
—Si tú lo dices.
—Claro que… —Lo que fuera que iba a decir, se esfumó de mi mente
en el instante en que sus labios se presionaron sobre los míos exigiéndome
que me abriera a él. Había algo en aquellos besos que convencía a mi
cuerpo a responder como si le perteneciera a él en vez de a mí. Puede que
fuera por su posesiva dulzura o, tal vez, su capacidad de llevarme a otra
dimensión, una que era solo nuestra.
El beso terminó mucho antes de que estuviera preparado para darlo por
finalizado, pero Robert ignoró mis gemidos de protesta y se separó de mí
para echarle un vistazo a la hora en su móvil. Sin decir palabra me colocó
mi anillo y me ofreció su dedo para que yo le colocara el suyo, antes de
volver a sentarse conmigo en su regazo y taparme con la manta.
—Nos hemos perdido el atardecer, pero no quiero que te pierdas esto.
Mira ahí abajo.
Con curiosidad miré hacia la zona del puerto a la que él señaló y, de
repente, del agua lisa salieron varios chorros de agua a presión que fue
abriéndose como un abanico, creando un espectáculo de luces y colores al
son de la canción One and Only de Adele, mientras más y más gente iba
aglomerándose en el paseo del puerto para ver qué era lo que estaba
ocurriendo.
Mi piel se estremeció cuando Robert me cantó la letra de la canción al
oído, destacando las frases que quería que entendiera, aquellas que
hablaban de su miedo, las que me pedían olvidar el pasado y darle una
oportunidad y, sobre todo, aquellas en las que me prometía que estaría a mi
lado hasta el final.
Mi corazón dio un salto y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando sobre
el chorro de agua salió con letra nítida mi nombre.
«Jasha, eres el hombre de mi vida, el único. Déjame que te demuestre
que soy digno de ti».
—¡Jesús! ¿Has hecho eso por mí? —pregunté alucinado, con las
lágrimas amenazando por derramarse.
—Siempre por ti, gorrioncillo. Te mereces que te demuestre que soy
tuyo. Ven.
Robert me puso sobre el suelo y se levantó, ofreciéndome la mano. Ni
siquiera me di cuenta de que la canción de Adele había terminado y que la
que ahora sonaba era la de Thinking out loud de Ed Sheeran, hasta que
Robert tiró de mi mano, me acercó a él y comenzó a balancearse conmigo al
son de la música.
¡Estaba bailando conmigo!
¡Estábamos bailando!
Y ni siquiera era a escondidas, sino en pleno balcón, donde cualquiera
que mirase arriba podía vernos. La idea de lo que significaba irrumpió
como si me embistiese un camión a toda velocidad. Éramos yo y Robert,
juntos, sin importarnos quién pudiese vernos, sin la necesidad de
escondernos o de mantenerme como un sucio secreto.
—¿No tienes intención de seguir ocultándome? —era una pregunta de
lo más estúpida, pero una a la que necesitaba una respuesta, una que
confirmase que aquello no era un sueño, sino algo real.
—Todo lo contrario. Quiero declararle al mundo que el chico guapo que
va a mi lado está conmigo, que le pertenezco y que no me interesa nadie
más que él. Me importa una mierda si eso le molesta a alguien. Pero eres tú
quién tiene la última palabra sobre eso, gorrioncillo, siempre tú.
De repente la presión en mi pecho desapareció y la libertad, que debería
haber sentido al firmar el contrato en el despacho de Dimitri Volkov, hizo
acto de presencia, pero también lo hicieron el resto de los eventos de las
últimas semanas y, de sopetón, me encontré aferrado a Robert, llorando por
todo aquello que me había ido carcomiendo mientras me retenía intentando
ser alguien que no era.
En vez de pedirme que no llorara, Robert me enclaustró contra su
pecho.
—Te amo, cielo. Eres la única persona que ha conseguido hacerme
sentir así, como si hubiese sido creado solo para este momento, para estar
contigo y te prometo que jamás me cansaré de demostrártelo y convencerte
de que lo que hay entre nosotros es único y real.
Con los últimos toques de la canción, Robert me cogió en brazos y me
llevó al dormitorio. Me depositó con delicadeza sobre la cama, se acostó a
mi lado y me secó la cara y los ojos con un pañuelo.
—Te amo —musité—. Eres mi obsesión, los brazos en los que pienso
cuando necesito que alguien me abrace y el sitio en el que me siento seguro.
Siento haberme puesto antes así y las cosas de las que te acusé. Eres mi
lugar en el mundo, aunque suena raro y tal vez para ti no tenga sentido.
—Tiene todo el sentido del mundo, gorrioncillo —dijo mirándome a los
ojos—. Porque tú eres, sin lugar a dudas, el mío.
Sus labios rozaron los míos con suavidad, con una dulzura casi
dolorosa, muy alejada de los encuentros apasionados que solíamos
compartir de costumbre y, sin embargo, igual o más placentero porque la
simple caricia de sus labios bastaba para llenarme de felicidad y me hablaba
de amor y ternura sin necesidad de palabras.
Mis manos fueron a su camisa para abrirla en busca de su piel y, como
si me leyera el pensamiento, ambos nos ayudamos a desvestirnos entre
caricias y besos, hasta que él solo se encontraba en su bóxer negro y yo en
mi suspensorio de encaje blanco. Ninguno intentamos acabar de
desvestirnos, prefiriendo usar nuestros cuerpos para compartir nuestro calor
y acariciarnos, compartiendo una cercanía que resultaba mucho más íntima
que cualquier confesión que pudiéramos habernos hecho entre susurros.
Cuando al fin nuestros cuerpos acabaron de fusionarse y Robert
comenzó a abrirse camino en mi interior con una tortuosa lentitud, nuestras
miradas se mantuvieron hasta el final, más allá de nuestros gemidos de
placer y nuestros orgasmos.
Solo cuando Robert se dejó caer sudoroso y exhausto sobre mí y rodó
conmigo hasta colocarme sobre él, volvió a hablarme al oído.
—La próxima vez es tu turno de hacerme el amor, gorrioncillo.
Posando mi oído sobre su pecho, me relajé y sonreí, mientras su
corazón retumbaba con fuerza, recordándome cuán vivos estábamos los dos
a pesar de todo lo que habíamos sobrevivido.
—¿Eso significa que estás dispuesto a ser mío? —me aseguré.
—Ya lo soy, pero no me importa que vuelvas a recordármelo. —Ya
había cerrado los ojos con un suspiro cuando su voz hizo retumbar su pecho
de nuevo—: Yo nunca… Ningún hombre me ha hecho nunca el amor.
Alcé la cabeza para mirarlo a los ojos, viendo allí su vulnerabilidad y su
sinceridad, pero sobre todo su amor.
—Nadie me había hecho el amor hasta que llegaste tú —respondí,
besándolo con suavidad antes de volver a apoyar mi cabeza sobre su pecho.
Sabía que no estábamos hablando de las mismas cosas o, tal vez sí. Que
me abrazase y me besase en la coronilla fue toda la respuesta que necesité.
Robert me entendía, al igual que yo a él. Viniera lo que viniese después de
aquella noche, encontraríamos la forma de superarlo.
EPÍLOGO 1
Jasha
Robert
Fin.