Literatura y Política en Cuba
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I. El pasado cubano es, más que otros pasados, un terreno sujeto a violentas disputas. Du-
rante décadas, el apoyo casi unánime con que contó el gobierno de Fidel entre la intelectualidad
de izquierda, clausuró la posibilidad de discutir abiertamente sobre algunos aspectos oscuros del
orden político que comenzó en 1959. Aunque ese apoyo subsiste hoy, distintos factores hacen
que, poco a poco, el régimen de Castro pierda la invulnerabilidad que durante tanto tiempo lo
mantuvo a salvo de las críticas. La decadencia y el deterioro que tiñen cada dimensión de la
realidad cubana actual erosionan, irremediablemente, la fuerza simbólica que conquistó Castro
en los años 60´s. Muchos intelectuales que alguna vez combatieron en las primeras filas del cas-
trismo, hoy plantean la necesidad de revisar ciertos componentes del modelo cubano.
El golpe que representó para la utopía socialista la caída del bloque soviético, abrió la po-
sibilidad de cuestionar afirmaciones que durante décadas habían sido consideradas verdades in-
discutibles. El llamado “Período Especial”, que comenzó en Cuba a comienzos de los 90´s – ca-
racterizado por el descalabro total de la economía y por una situación de crisis social inédita –
avivó la reflexión acerca del rumbo que había seguido el país en la segunda mitad del siglo XX.
II. Las últimas dos décadas asistieron al nacimiento de debates que hubieran sido impen-
sables en el clima ideológico de los años 70´s y 80´s. Por primera vez se discute – abiertamente
en el exterior, tímidamente en Cuba – del tema que abordaremos en este ensayo: la relación en-
tre los escritores cubanos y el régimen de Fidel. ¿Cómo fue el recorrido de quienes, luego de
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Reelaboración de la tesis de Maximiliano von Thüngen: “La fiesta y el verbo. Política y literatura en la obra de
Guillermo Cabrera Infante”, dirigida por el profesor Fernando Rocchi. Graduado de la Licenciatura en Historia en
2012.
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apoyar a Castro en la lucha contra Batista, optaron por el exilio? En este trabajo exploramos la
trayectoria del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929 – 2005) quien, junto a otros inte-
lectuales, apoyó a los revolucionarios de Sierra Maestra, ocupó cargos políticos durante los pri-
meros años de la Revolución, se exilió en 1965 y se convirtió, poco después, en el intelectual
más detestado por el régimen de Fidel Castro. Hoy, a pesar de ser uno de los escritores cubanos
más reconocidos internacionalmente, su obra literaria es desconocida en la isla.
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Las particularidades del suplemento Lunes son reveladoras acerca de cuál era el ambiente
cultural en los meses posteriores al triunfo de la Revolución. Como lo describió el biógrafo de
Cabrera Infante, Raymond Souza (1996: 37), Lunes fue un periódico innovador, que publicaba
trabajos de escritores e intelectuales de todo el mundo y artículos sobre los temas más variados.
Bajo la iniciativa de Carlos Franqui invitaron a figuras como Sartre y Simone de Beauvoir.
El juicio al comandante Huber Matos por denunciar la infiltración comunista en el proce-
so revolucionario, reveló la división que había al interior de las Fuerzas Armadas entre quienes
insistían en instalar un gobierno comunista – ante todo Guevara y Raúl Castro – y quienes, como
Matos, se mantenían en la línea nacionalista - reformista original.6 En 1961, en un contexto polí-
tico tenso, marcado por la presión norteamericana y las divisiones internas, Fidel Castro declaró
el carácter socialista de la Revolución.
Con la censura del corto “PM” – episodio sobre el que volveremos más adelante – Ca-
brera Infante supo que en la Cuba que se estaba forjando no habría lugar para él. Los artistas e
intelectuales fueron los primeros a quienes el régimen exigió un compromiso ideológico con el
rumbo que tomaba el proceso revolucionario: la demanda de un arte comprometido políticamente
apareció como una necesidad del momento. A partir de entonces, las aguas del mundo intelectual
y artístico cubano comenzaron a dividirse. Pocos años atrás habían salido a luz las atrocidades
cometidas por el estalinismo y muchos desconfiaban del rumbo que Castro daba a la Revolución.
Por su parte, Cabrera Infante cuestionó siempre la idea del escritor comprometido. En la
entrevista que sostuvo con Rita Guibert, unos años después de salir de Cuba, sostuvo: “Palabras,
palabras, palabras […] el único deber de un escritor es escribir lo mejor posible […] me refiero
a llevar a último término sus posibilidades de escritor […] las posibilidades de la escritura, las
posibilidades del lenguaje” (Ortega et al, 1974:19).
En septiembre de 1962, dos meses antes de la Crisis de los Misiles, cada vez más descon-
fiado de Castro y considerándose ya un exiliado interno, Cabrera Infante aceptó el cargo de agre-
gado cultural en Bruselas. Permaneció fuera de la isla hasta 1965 cuando, a raíz de la muerte de
su madre, volvió a Cuba para partir definitivamente poco después. Acerca de sus motivos para
6
Matos, uno de los comandantes “históricos” de la Revolución, fue condenado a veinte años de prisión, que cumplió
entre 1960 y 1980. Más tarde, en el exilio, publicaría un valioso testimonio (Matos, 2002).
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exiliarse, sostuvo en 1968: “Detesto cualquier compromiso, ya sea político o humano. Es por
esa politización totalitaria de la vida, por este engagement à la rigueur que he dejado Cuba”
(Cabrera Infante, 1999:59).
Cabrera Infante cuestionó en 1968 el rumbo que había tomado la Revolución, cuando
respondió una encuesta que Tomás Eloy Martínez – entonces director de Primera Plana - había
enviado a algunos escritores en el exilio. Las declaraciones de Cabrera Infante, en las que afir-
maba que en los sistemas comunistas un intelectual honesto solo puede elegir entre el silencio, la
cárcel o el exilio, fueron explosivas y le valieron el odio de la gran mayoría de los intelectuales
latinoamericanos (Montenegro; Santí, 1999: 1090). En su respuesta a Primera Plana, escribió:
“Sabía […], antes de regresar, que en Cuba no se podía escribir, pero creía que se podía vivir,
vegetar, ir postergando la muerte […]. A la semana de volver sabía que no sólo yo no podía
escribir en Cuba, tampoco podría vivir” (Cabrera Infante, 1999:34).
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sencilla, y la tensión entre literatura y política fue una constante a lo largo de estas décadas. El
escritor Ángel Rama, militante de izquierda, pero crítico de los excesos autoritarios del régimen
cubano, ilustra esa tensión. En la entrada de su diario del 31 de septiembre de 1974, escribió:
“Entre el “yo” y el “super ego” puestos en pugna, creo haber seguido a éste y no al primero:
¿excesiva fe o respeto de las coordenadas sociales que rigen los valores? […]. Por el “super
ego” he ido a la defensa de lo social, y cuando ella pareció demasiado resecante para la vida
interior, he pretendido volverme a ésta, recuperar mi yo. Vivo, confusamente, en una niebla”
(Rama, 2008:66).
En este clima intelectual, Cabrera Infante no ingresó en esa nueva hermandad latinoame-
ricana. Escribió: “No quiero clubes ni sociedades secretas, mucho menos una sociedad en co-
mandita, una suerte de razón literaria y política. No firmo manifiestos ni escribo prólogos ni
hago declaraciones conjuntas” (Montenegro; Santí, 1999: 979).
Su marginalidad lo acercó a Borges, de quien sostuvo que era el escritor más decisivo en
español desde la muerte de Calderón en 1681 (Cabrera Infante, 1998:237). En ocasión de un en-
cuentro entre ambos escritores en Londres, en 1972, Cabrera Infante le preguntó: “Borges, ¿por
qué le importa tanto ganar el Premio Nobel? De todos los escritores que escriben en español es
usted el único que será leído dentro de cien años. Ya tiene ganada la inmortalidad” (Montene-
gro; Santí, 1999: 1015).
1967 es el año del llamado “boom latinoamericano”, bajo cuya etiqueta algún crítico ubi-
có la obra de Cabrera Infante. Muchos han querido ver en el fenómeno del “boom” un renaci-
miento de la novela latinoamericana. En todo caso, es innegable que el movimiento tenía una
dimensión política: el “Tercer Mundo” como espacio de innovación y resistencia al imperialismo
norteamericano. En 1967 – el año de publicación de Cien años de soledad - Cabrera Infante pu-
blicó Tres Tristes Tigres, tal vez la novela más experimental del “boom”, pero se mantuvo al
margen del movimiento y criticó a los escritores que lo integraban. Años después recordaba: “El
Boom Club era una exclusiva sociedad de bombos mutuos en que cada uno de sus miembros se
dedicaba a elogiar, a veces desmesuradamente, al miembro que tenía al lado, preferiblemente a
la siniestra, pues los miembros del club profesaban un izquierdismo que era la enfermedad in-
fantil del compañerismo” (Montenegro; Santí, 1999: 978).
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Cabrera Infante se mantuvo al margen de esa comunidad intelectual atravesada por ten-
siones y debates pero unida, en última instancia, por la convicción de que el artista debía adoptar
una postura activa frente a las posibilidades revolucionarias de América Latina. Ya no bastaba
con leer a Marx, había que intervenir en el acontecer histórico (Terán, 1991). Sobre ese momento
escribió el escritor unos años más tarde: “Cadáveres ilustres (Cortázar, Carlos Barral) y zombis
políticos (mencionarlos ahora es activarlos) me condenaron a un ostracismo que no fue más que
una estación en mi exilio voluntario. […] Pero sabía que tenía razón. A diferencia de los Cas-
troenterados, yo podía repetir con Martí: he vivido en el monstruo y conozco sus entrañas” (Ca-
brera Infante, 1999:270-271).
Cabrera Infante compartió una postura artística y política con otro escritor exiliado, Vla-
dimir Nabokov, a quien admiraba casi tanto como a Borges. Estas palabras del escritor ruso re-
sumen la posición de ambos: “Si hay que servir al pueblo o al Estado, es cuestión que al poeta
no le importa. No rendir cuentas a nadie, ser vasallo y señor de mí mismo, y sólo a mí mismo
complacer. No doblegar […] la conciencia a cambio de lo que parece poder y no es sino librea
de lacayo […]” (Nabokov, 1985:48).
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El poeta oficial más relevante después de Nicolás Guillén, Roberto Fernández Retamar,
escribió sobre Portuondo en 1982: “Lo primero que salta a la vista en la obra de Portuondo es
la orgánica, consecuente y creadora posición ideológica del autor, quien sin duda es uno de los
intelectuales marxistas leninistas más relevantes de nuestra América. […] Para él el ideal de
justicia está antes que el ideal de cultura […]” (Retamar, 1982:105). Esta frase revela cuáles
fueron en Cuba, durante años, los parámetros para medir la calidad artística de un escritor.
Otro representante de la ideología oficial fue Alejo Carpentier, el escritor cubano más co-
nocido en el extranjero y ya consagrado en Cuba al momento del triunfo revolucionario. Tam-
bién él fue funcionario de cultura del régimen hasta su muerte en 1985. En una entrevista en
1965, sostuvo que,
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3.2 De 1959 a PM
El triunfo de la Revolución Cubana pareció abrir una etapa prometedora para la creación
literaria. El régimen de Fidel promovió políticas para la difusión de la lectura, desde masivas
campañas de alfabetización hasta nuevas políticas editoriales (Matas, 1971). En 1959 se organizó
la Imprenta Nacional bajo control estatal y se lanzó un ambicioso programa de publicaciones,
cuya primera iniciativa fue la impresión de cien mil ejemplares de El ingenioso hidalgo don Qui-
jote de la Mancha. La creación del premio Casa de las Américas y la aparición de una serie de
publicaciones culturales y revistas literarias - Unión, La Gaceta de Cuba, El caimán barbudo,
entre otros - también fueron iniciativas tendientes a enriquecer el ambiente intelectual.
Cuando, a comienzos de 1961, Fidel lanzó la promesa de fe socialista, comenzaron a ge-
nerarse las primeras tensiones entre los artistas y el régimen. El primer conflicto serio se produjo
a fines de 1961, cuando el Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos (ICAIC) cen-
suró el corto PM, que había filmado Sabá Cabrera, hermano de Guillermo, con el apoyo de Lu-
nes - magazine literario del periódico Revolución - del que Cabrera Infante era director.9 El escri-
tor recuerda así el episodio:
8
Tomamos esta periodización de Rojas (2009:10).
9
Para un relato del episodio ver Cabrera Infante (1999:68), Franqui (2006). El corto puede verse completo en You
Tube: http://www.youtube.com/watch?v=QKvbUeqPYlo
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Ellos mantenían una polémica con Lunes, en la que nos tildaban de decadentes,
burgueses, vanguardistas y, el peor epíteto del catálogo de nombretes comunistas,
de cosmopolitas. A su vez, nosotros los veíamos como unos burócratas desprecia-
bles: un montón de ignorantes con ideas artísticas reaccionarias y carencia abso-
luta de gusto. Alfredo Guevara (sin parentesco con el Che Guevara), director del
Instituto de Cine, era el más odioso comisario comunista con el que vérselas, casi
el Shumyatsky de Stalin sin hablar ruso. Llevar PM al Instituto de Cine para su
aprobación fue una audacia inocente, como Caperucita Roja al inspeccionar los
dientes del lobo […]. (Cabrera Infante, 1999: 100)
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que su espíritu creador, aun cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tenga oportu-
nidad y libertad para expresarse dentro de la Revolución” (Castro, 1961).
El “caso PM” fue relevante porque se trató de la primera censura a una obra de arte des-
de el triunfo de la Revolución. Además, hasta ese momento Fidel no se había pronunciado públi-
camente sobre el lugar que debería ocupar el arte en la nueva sociedad revolucionaria.10 La con-
signa, como queda claro, fue no escribir nada contra la Revolución – que cada vez más se identi-
ficaba con el régimen de Castro. Esta línea, relativamente tolerante, se extendió hasta el “caso
Padilla”, en 1968. En el contexto de fines de los 60´s, marcado por las dificultades económicas y
políticas, con el argumento de la amenaza externa y la conspiración interna, el control sobre la
población se volvió más férreo.
Las dificultades de Padilla comenzaron cuando, en 1967, el poeta elogió la novela de Guillermo
Cabrera Infante Tres Tristes Tigres y criticó Pasión de Urbino de Lisandro Otero, escritor y fun-
cionario de cultura del régimen. Poco después, Padilla obtuvo el premio de poesía del concurso
de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y su libro, titulado Fuera del
juego, fue publicado con una declaración en la primera página, en la que el organismo expresaba
su desacuerdo con la decisión del jurado que lo premió. En el texto se acusaba a Padilla de ocul-
tar una concepción burguesa de la sociedad y se afirmaba que “en estos textos se realiza una
defensa del individualismo frente a las necesidades de una sociedad que construye el futuro”
(Casal, 1971:59).
En 1968 Cabrera Infante, en una de sus respuestas al ya mencionado cuestionario de Eloy
Martínez, sostuvo que las dificultades de Padilla relacionadas con el premio eran típicas de la
persecución a la que se somete a los escritores en los sistemas comunistas. Ante los ataques de
intelectuales como Rodolfo Walsh, David Viñas y el mismo Padilla, que lo acusó de contrarrevo-
lucionario, Cabrera Infante envió otra carta, que se publicó en Primera Plana el 14 de enero de
10
El famoso poeta ruso Evtushenko, en ese momento de visita en Cuba, le dijo al escritor Heberto Padilla, a propósi-
to del “caso PM”: “En mi país, en época de Stalin, por menos hubieras muerto en un campo de concentración. Le-
zama Lima el primero” (Padilla 1989:64).
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1969 y que anticipó lo que sería el final del “caso Padilla”: “Si no es que antes Padilla se confie-
sa saboteador de autobuses o incendiario de cañaverales. ¿Por qué no? Después de todo, Buja-
rin era un filósofo y en los Procesos de Moscú <con plena libertad> confesó haber envenenado
todo el trigo de Ucrania” (Cabrera Infante, 1999:43).
Entre estas polémicas y el encarcelamiento de Padilla, en 1971, se extendieron, como re-
lata el poeta en sus memorias, tres años de aislamiento (Padilla, 1989:147). En 1971 fue encarce-
lado durante dos meses y torturado, lo que motivó la protesta de intelectuales que hasta ese mo-
mento habían apoyado la Revolución Cubana. Redactaron, en conjunto, una carta a Fidel, firma-
da por Sartre, Calvino, Cortázar, Vargas Llosa, Moravia, García Márquez y muchos más.
A raíz de la presión internacional Padilla fue puesto en libertad para comparecer ante un
acto público de la UNEAC y retractarse públicamente de su “traición” a la Revolución. Allí acu-
só a su mujer y a algunos amigos de haber cometido los mismos errores que él. El episodio pro-
metía ser de un patetismo tan nauseabundo que Nicolás Guillén, que como presidente de la
UNEAC debía presidir el acto, pretextó estar enfermo para no asistir al juicio, finalmente dirigi-
do por Portuondo. Padilla afirmó, entre otros pasajes igualmente lamentables: “Yo he cometido
muchísimos errores, realmente imperdonables, realmente censurables, realmente incalificables.
A mí me gustaría encontrar un montón de palabras agresivas que pudieran definir perfectamen-
te mi conducta” (Casal, 1971: 80-81).
El tono del acto, y la evidente farsa de todo el montaje, motivó una segunda carta de los
intelectuales a Fidel: “El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas
y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC, […] recuerda los momentos
más sórdidos de la época estalinista, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas” (Casal,
1971:123).
La carta fue firmada por Beauvoir, Calvino, Duras, Enzensberger, Fuentes, Vargas Llosa,
Pasolini, Resnais, Sartre, Rulfo y Sontag, entre muchos otros. Padilla finalmente logró salir de
Cuba en 1980 - el mismo año que Reinaldo Arenas - cuando se produjo el “Éxodo del Mariel”.
El “caso Padilla” marcó el final de la luna de miel entre los artistas e intelectuales y el ré-
gimen de Castro. Anticipó, además, la censura que sería característica de la política cultural del
régimen durante toda la década de 1970. Si en Palabras a los intelectuales Castro estableció que
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El Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en abril de 1971, volcó en de-
claraciones y en políticas lo que había anticipado el “caso Padilla”. A partir de ese momento se
exigió del artista un compromiso total con el proceso revolucionario. Lo central del Congreso lo
recalcó Fidel: “¿Pero qué caracterizó muy especialmente este Congreso? […] Que en lo que se
refiere a las cuestiones ideológicas, en lo que se refiere a las cuestiones revolucionarias, en lo
que se refiere a las cuestiones políticas, había una posición firme, sólida, unánime, monolítica”
(Castro, 1971).
La “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura” fue publicada en
la revista Casa de las Américas, Año XI No. 65-66 (marzo - junio 1971). Durante la década de
1960 Cuba había recibido a muchos artistas, no sólo escritores, sino también pintores. Ese clima
de apertura hacia las vanguardias europeas se clausuró a comienzos de los 70´s, como se ve en
este pasaje de la declaración: “Los medios culturales no pueden servir de marco a la prolifera-
ción de falsos intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia, el homose-
xualismo y demás aberraciones sociales, en expresiones del arte revolucionario, alejados de las
masas y del espíritu de nuestra Revolución”. A partir de 1968 Cuba comenzó a cerrarse cada vez
más sobre sí misma, proceso que se dio también en el terreno del arte.
Los siguientes pasajes del discurso que Fidel pronunció el 30 de abril de 1971 ilustran el
cambio de rumbo: “Nosotros como revolucionarios valoramos las creaciones culturales y artís-
ticas en función de la utilidad para el pueblo. […] Nuestra valoración es política.” Se hace ex-
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plícita por primera vez la exigencia de que el arte sea funcional a la propagación de la doctrina
revolucionaria: “Para un burgués cualquier cosa puede ser un valor estético, que lo entretenga,
que lo divierta, que lo ayude a entretener su ocio y su aburrimiento de vago y de parásito im-
productivo. Pero esa no puede ser la valoración para un trabajador, para un comunista.”
El clima de censura que inauguró el Primer Congreso estuvo vinculado a las dificultades
políticas y económicas que atravesó la Revolución en esos años. En este sentido, el fracaso de la
zafra de los 10 millones, en 1970, para la que Fidel había movilizado todas las fuerzas producti-
vas del país desde 1965, había mostrado la imposibilidad de construir un socialismo cubano al-
ternativo al soviético (Mesa-Lago, 1979).
El fracaso de la zafra tuvo consecuencias económicas inmediatas, pero sobre todo se trató
de un hecho de fuerte contenido simbólico: la Revolución, que aparecía hasta ese momento como
invulnerable, tuvo en la zafra de 1970 su primer gran fracaso. Señaló, además, el ingreso de Cu-
ba en el COMECON (sistema económico de la URSS y de sus países afines) y reveló la incapa-
cidad de la isla para desarrollarse industrialmente y lograr autonomía económica (Mesa-Lago,
1979: 38). A partir de este momento el gobierno de Castro se plegó a la Unión Soviética (cuya
ayuda era imprescindible para sostener la economía cubana) y se acentuó el control sobre la
ideología, la cultura y la educación. A mediados de los 70´s, escribió Mesa – Lago (1979: 10):
“El carácter único de la Revolución cubana, tan alabado por Sartre en el pasado, ha empalide-
cido gradualmente y los rasgos más convencionales del socialismo a la Europa del Este apare-
cen de manera crecientemente vigorosa en la isla.”
Aunque fue a comienzos de los 70´s cuando el control sobre los intelectuales y artistas se
volvió más rígido, ya en su discurso de 1961 Fidel manejaba una concepción instrumental del
arte. Como escribió Cassals (2008:9), esa idea fue desarrollándose con el tiempo: “La noción del
artista de verdad, del arte de verdad, como un artista revolucionario, un arte dentro de la Revo-
lución, fue estableciéndose con ininterrumpida acentuación hasta 1971”.
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La escritura de Cabrera Infante se encuentra en el extremo opuesto de lo que en los años 60´s y
70´s se consideró “literatura comprometida”: “Quiero decir que el único placer (nunca me oirán
hablando del deber) del escritor es escribir, aún si sabe que no tendrá lectores. Nadie escribe
para ser leído. Se escribe para ser escrito y después que se ha terminado ese acto gratuito es
posible publicar y así el escritor le hace al lector el regalo de su prosa – o de su verso” (Cabre-
ra Infante, 1998:286).
Alejo Carpentier, en sintonía con el pensamiento oficial, había dicho, en una entrevista en
1965: “El artista es de una esencia invariable. Pero esa esencia sólo se hace eficiente cuando es
aceptada y reconocida por la colectividad. El artista no existe si no recibe la aprobación, el
consenso de sus semejantes” (Lemus, 1985:136).
Por otro lado, Cabrera Infante siempre rechazó el término “ficción” para referirse a su li-
teratura. Según él, todo lo que la literatura dice es verdad, en la medida que traduce un paisaje
interior. Ésa es la dimensión ética de la literatura: “Siempre he seguido una línea de conducta
hedonista: mi deber es mi placer. Pero mi estética, lo descubro ahora, es también una ética: el
movimiento de un peón, de una frase, es una cuestión moral” (Montenegro; Santí, 1999: 1010).
Reinaldo Arenas, escritor cubano perseguido por su condición de homosexual y disidente, escri-
bió en su autobiografía: “Pero lo bello siempre ha sido peligroso. Martí decía que todo el que
lleva luz se queda solo; yo diría que todo el que practica cierta belleza es, tarde o temprano,
destruido […]” (Arenas, 2010:218).
4.1 La Habana
El gran descubrimiento de mi vida fue la ciudad de La Habana. No sola-
mente descubrí la ciudad sino descubrí un cosmos, descubrí un hábitat y descubrí
un mundo particular. Para mí eso fue decisivo. Yo tenía doce años, venía de un
pueblo de campo. El deslumbramiento que me produjo La Habana no me lo ha
producido ninguna otra ciudad. La más hermosa de todas las ciudades que yo co-
nozco, Río de Janeiro, no me produjo nunca esa gran explosión sensual. Porque
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era la explosión de la vista, la explosión del olfato, del oído, del gusto. Todo eso
yo lo recordaré toda mi vida. (Machover, 1996:111)
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El malecón estaba cariado, ruinoso. En los canteros de El Vedado, que antes fue-
ra un barrio elegante, crecían plátanos en lugar de rosas, en un desesperado es-
fuerzo de los vecinos por aumentar la cuota de racionamiento con sus raquíticas
bananas. Los puestos de café que antes colaban ante el público en cada esquina,
como en Río de Janeiro, se habían esfumado por arte de magia marxista. (Cabre-
ra Infante, 1999:33)
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o mejores o mayores. En la isla ahora no quedan más que funcionarios que una
vez soñaron ser escritores, aun grandes escritores, y han despertado a la pesadi-
lla de la historia recurrente y cotidiana, - para acomodarse enseguida a las labo-
res de meros burócratas de la cultura oficial, de hecho funcionarios del ministerio
de Cultura. Está, sí, todavía, Nicolás Guillén, ya en sus ochenta, ya desversado,
un figurón de poeta con su gran cabeza melenuda blanca: es el mascarón de proa
de un barco que se hunde en la infamia” (Álvarez Borland, 1982: 56-57)”.
Parodia
“Muchos de mis libros parecen paradojas, pero no son más que parodia: parodia
como recurso literario, parodia como aproximación a la literatura, parodia como
interpretación de la vida” (Montenegro; Santí, 1999: 1004).
No habrá mal que dure cien años, pero conozco uno, la Castroenteritis, que dura
ya treinta y tres. Es una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te ha-
ce servil) y la padecen nativos y extranjeros – algunos de los últimos con extraña
alegría. Aunque la enfermedad es infecciosa (hay que advertir que los atacados
no tienen ideas sino sentimientos totalitarios: la Castroenteritis no deja pensar) y
a veces suele ser fatal, tiene un antídoto poderoso, la verdad. (Cabrera Infante,
1999:270)
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A modo de conclusión
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también en la de muchísimos otros cubanos: el exilio, tema fundamental para pensar la cultura
cubana contemporánea; tópico doloroso y difícil de abordar, más todavía para los intelectuales
cubanos radicados en la isla. Durante décadas, el exilio cubano no fue considerado exilio, sino
contrarrevolución. El exilio es uno de los temas sobre los que todavía no se puede reflexionar
públicamente en la isla.
El caso de Cabrera Infante permite reflexionar sobre el problema del control ideológico
en Cuba. Si bien allí la represión y la censura no llevaron a las barbaridades que caracterizaron a
la Rusia estalinista o al comunismo chino, la presión sobre los escritores fue una constante du-
rante todo el período que analizamos. En Cuba, los escritores que no se plegaron a las demandas
del castrismo fueron marginados y condenados al silencio. Muchos, entre quienes se encontró
Cabrera Infante, optaron por el exilio. Entre todos los disidentes él fue, sin embargo, particular-
mente sarcástico y apasionado en sus ataques al régimen de Castro.
Por su parte, el gobierno siempre negó la existencia de un exilio político. Las salidas ma-
sivas de la isla fueron atribuidas a la política migratoria que mantiene Estados Unidos hacia Cu-
ba y a la “mafia de Miami”. Quienes dejaron el país manifestando su oposición al régimen de
Castro fueron considerados traidores a la Revolución. En Cuba, “el opositor no es un ciudadano
con una opción política diferente, sino un enemigo del pueblo que debe ser aniquilado” (Rojas,
2003:222). En un plano más profundo, el rechazo del régimen de Castro a reconocer la legitimi-
dad de la disidencia cubana revela las dificultades del castrismo para conciliar su visión totali-
zante de la política y de la sociedad con las voces opositoras que irremediablemente fueron sur-
giendo durante las casi seis décadas de gobierno comunista. La larga lista de ausencias en el ca-
non castrista de los escritores cubanos es la consecuencia inevitable de un gobierno que se resiste
a reconocer que una sociedad está integrada por una pluralidad de subjetividades y, por lo tanto,
de opiniones.
Quizás, más que otra cosa, lo que perdura de la Revolución Cubana es un símbolo al que
los defensores de la Revolución no quieren renunciar. Como escribió Rojas (2003:99):
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