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De Entrecasa

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De entrecasa: género, espacio y afectos en las obras de Silvina y de Victoria Ocampo

Resumen: A partir del cruce entre archivo, ficción y espacio doméstico, indagamos algunas aristas de
la relación entre Victoria Ocampo y Silvina Ocampo, su obra y su entorno cotidiano. Desde
perspectivas feministas, las casas y las relaciones familiares, con lo lazos de obediencia, amor y
conflicto que instalan, brindan un campo privilegiado para explorar la construcción del sistema de
identidades individuales, sexuales y generacionales que dejarían rastro en la escritura de las Ocampo y
en sus modos de intervenir en la cultura, interrumpiendo y desviando costumbres y cánones,
tradiciones, voces y escrituras.

Palabras clave: estudios literarios feministas; Victoria Ocampo y Silvina Ocampo; espacio doméstico;
literatura argentina del siglo XX.
De entrecasa: género, espacio y afectos en las obras de Silvina y de Victoria Ocampo

Julia Kratje
Laura A. Arnés
IIEGE, UBA/CONICET

Dos casonas se destacan entre la arboleda de un barrio tranquilo de Mar del Plata: Villa Silvina
y Villa Victoria. Décadas pasadas, el mar, seguramente, se vería a lo lejos. En la primera, que hoy es
una escuela, veraneaba la menor de las Ocampo; en la segunda, devenida Centro Cultural, la mayor.
Situadas en diagonal una de la otra, cercanas pero enfrentadas, estas dos edificaciones ponen en escena
—incluso en su uso actual— algunas coordenadas que grafican abismos y cercanías en el ánimo y en el
legado de las hermanas.
El espacio de la casa —del hogar, de la morada, de la familia— es una entrada fructífera para
problematizar la relación entre las personas, su obra y su entorno, y los sentidos que surgen de esa
conexión. Si los espacios públicos no urbanos, como el campo y la frontera, fueron centrales para la
construcción de una idea de Nación y para configurar una tradición literaria argentina, 1 nuestra
perspectiva feminista vuelve sobre el espacio de lo privado para confirmar que nunca estuvo cerrado,
que siempre fue político y que hay que revisitarlo para entender los desvíos y las proyecciones sobre la
vida en común o sobre la comunidad, sobre la cultura, en general, y sobre la literatura, en particular,
que allí se cocinaron. En esta línea, consideramos que en el cruce entre archivo, ficción y espacio
doméstico se vuelven legibles prácticas culturales y literarias que despliegan cartografías afectivas:
exploran dimensiones de la intimidad y la afectividad con relación al mundo histórico y a la vida Comentario [A1]: A la historicidad
concreta de quienes habitaron esos espacios domésticos, al tiempo que cifran un modo de vincularse Comentario [A2R1]: Creemos que
con la literatura. Reflexionar en torno a estas cuestiones también abre resignificaciones de la relación es mejor dejar “mundo histórico”
entre casa e intemperie (Arnés, De Leone y Punte 2020), y sobre cómo lo más propio —la
autobiografía o la morada, por dar dos ejemplos diferentes— se convierte en zonas textuales donde los
cuerpos femeninos hacen de su vulnerabilidad y/o de su diferencia “una máquina deseante de
recuperación de la vida” (Quintana 2020: 141), a través de procedimientos que los vuelven visibles.
Conscientes de la vastedad del objeto que nos proponemos indagar, este artículo se presenta como una
revisión —ya sea recuperando textualidades transitadas, ya sea incorporando aspectos menos
estudiados— de las series culturales pautadas por el canon crítico, con vistas a volver legibles y a
politizar algunas ficciones, mitos culturales, formas literarias, relaciones intelectuales y redes
afectivas.2
Victoria Ocampo, feminista, escritora y traductora, escribió diez volúmenes de Testimonios
(1935-1977). Después de su muerte, fueron publicados los seis tomos de su Autobiografía. Entre 1924
y 1969 publicó unos quince libros de ensayos, crónicas y críticas. Es muy conocida como fundadora y
directora de la revista Sur (1931 y 1979) y de la editorial con el mismo nombre, dos proyectos de alto
impacto en América Latina que funcionaron como enlace entre la intelectualidad argentina, americana
y europea. Entre sus hazañas se cuenta haber sido la única mujer civil sudamericana en asistir a los
juicios de Nürenberg, haberle dado asilo a intelectuales y artistas que huían del nazismo y del
franquismo o, en una nota quizá más banal, se puede mencionar que fue por su insistencia que (su

1
La crítica feminista latinoamericana (por mencionar algún ejemplo: Masiello 1997, Sommer 2004 y Szurmuk 2007) ya ha
demostrado que las marcas de género son fundantes también de los imaginarios en torno a la geografía y a la Nación.
2
Nos adherimos, así, a la línea teórica que propone Halberstam (2005), quien retoma la idea de “archivo de sentimientos”
(Cvetkovich 2003) para pensar la conformación de un archivo en tanto construcción metodológica capaz de hacer surgir
sentidos no considerados previamente en las diferentes narrativas y experiencias de las comunidades.
amiga) Gisèle Freund consiguió sacarle a Virginia Woolf una de sus fotos más distintivas. También fue
la primera mujer miembro de la Academia Argentina de Letras. Ese año, en 1977, la Federación
Argentina de Mujeres Universitarias le escribía al presidente de la Academia: “Lo auspicioso de la
decisión no está en haber elegido a una mujer para ocupar un asiento en esa honorable corporación;
está sí en haber elegido a una señora escritora de largo y merecido prestigio, que ha dado claro y
valiente testimonio de su amor por la libertad, de apasionado ejercicio de una vocación y de
ininterrumpida dedicación al estímulo y a la difusión del pensamiento.” Comentario [A3]: Esta cita no está
Silvina Ocampo, la menor de seis hermanas, comenzó pintando y escribiendo poesía, y con el referenciada ni aquí, ni en la lista de
textos citados. ¿Podéis añadir la
tiempo se fue consolidando como una de las cuentistas más importantes de la literatura argentina, referencia?
aunque recién sobre los ochenta la crítica empezó a reconocerla: Sylvia Molloy, Alejandra Pizarnik,
Enrique Pezzoni, Noemí Ulla, y un poco más tarde Edgardo Cozarinsky, Nora Domínguez, Adriana Comentario [A4R3]: La cita
Mancini y Judith Podlubne. En 1934, cuando todavía no era conocida como escritora, fundó en pertenece a una carta que está en el
colaboración con su prima Julia Bullrich de Saint y el pintor Horacio Butler la compañía de títeres La centro de documentación de Villa
Ocampo-UNESCO. ¿Cómo
Sirena, anticipando la ligazón con la infancia que siempre estaría en sus escritos. En 1986 vio la luz — deberíamos colocar la referencia?
en España— la única novela que publicaría en vida y que no se distribuyó en Argentina hasta su
reedición en 2007: La torre sin fin, un relato que imagina las peripecias de un niño encerrado en una
torre sin ventanas, quien sistemáticamente intenta pintar sin éxito a su madre.
Cuando niñas, cada verano, la familia entera se trasladaba a Villa Ocampo, la residencia
familiar en las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Estrenada en 1891, y de cara al Río de la Plata,
sería también el hogar que recibiría a invitados de todo el mundo: Albert Camus, Victoria Kent, Igor
Stravinski, José Ortega y Gasset, André Malraux, Federico García Lorca, Indira Gandhi, entre muchos
otros; porque Victoria residió, hasta sus últimos días, en esa casa que también reaparecerá en los textos
de otros escritores de la literatura argentina. Pero mientras ella se codeaba con la intelectualidad
cosmopolita, Silvina prefería las reuniones más privadas, los encuentros diarios con Adolfo Bioy
Casares y Jorge Luis Borges —con quienes editó dos antologías—,3 algunas cenas con Manuel Puig, un
viaje con Rodolfo Wilcock —con quien escribió la obra de teatro Los traidores (1956)— y, quizás,
algunos abrazos con Alejandra Pizarnik, de los que solo restan cartas escritas por la joven poeta.
Victoria, como sostuvo innumerables veces, había querido ser actriz:

lo que me pareció ser mi verdadera vocación se presentó a mi bajo las especies de Marguerite
Moreno: el teatro. En cuanto la oí recitar, en cuanto la vi representar ya no pensé en otra cosa
[…]. Después de una larga lucha consintieron en dejarme tomar lecciones de dicción con
Moreno; aprendizaje que fue para mí una felicidad y una tortura. Yo sabría que nunca tendría el
valor de ir hasta y de subir a escena contrariando la voluntad de mis padres. A veces ciertos
prejuicios que no respetamos se hacen carne en los que respetamos o amamos, y por eso resulta
tan duro pasar por encima de ellos […]. (1957: 22)

Victoria no compartía muchas creencias de sus progenitores (1979: 13). Sin embargo, su cuerpo
y sus acciones se extendían hasta el límite impuesto por ellos; habitaba (aunque siempre un poco fuera
de lugar) la forma del mundo que se le imponía desde el espacio privado. Pero si se presta atención al
archivo se percibe que sus deseos trazaron líneas de desvío que reorientaron los recorridos previsibles,
y dejaron rastro en la revista Sur y en la editorial. Así, notamos, por ejemplo, que Victoria mantuvo a lo
largo de su vida una relación de amistad y confidencia con Marguerite Moreno, quien habría sido
pareja de Colette. En esta relación afectiva parecería inscribirse la publicación de Gigi —la adaptación
para teatro de la obra de Colette que hace Anita Loos— por parte de la editorial Sur (1955).
Silvina había querido dedicarse a las artes plásticas, pero su clase (o su casa) tampoco se lo
permitió más que como pasatiempo: sirva de ejemplo su rechazo a la propuesta de Emilio Pettoruti de

3
Antología de la literatura fantástica (1940) y Antología poética argentina (1941).
realizar una muestra con sus dibujos de desnudos en París, porque Ramona Aguirre, su madre, se opuso
terminantemente (Domínguez y Mancini 2009: 17). Podría decirse, entonces, que ambas se dedicaron a
la literatura casi por un condicionamiento social y que también las dos, de modo diferente, se
enfrentaron a lo largo de sus carreras a todo tipo de prejuicios, no meramente literarios. En este sentido,
es posible afirmar que interrumpieron y desviaron costumbres y cánones, tradiciones, voces y
escrituras: “Escribo para poder quedar en el lugar donde viven mis personajes (no hay que ponerse un
antifaz ni disfrazarse). Escribo para ser libre”, dijo alguna vez Silvina (en Domínguez y Mancini 2009:
13), y en otra ocasión: “Escribo (…) para dejar un testimonio más de la vida o para luchar contra ese
exceso de materia que acostumbra a rodearnos.” (en Moreno 2005)
Esta presentación, aunque breve, importa porque, justamente, en el corazón de la escritura de las
hermanas persiste un ímpetu vital asociado a los espacios por los que circularon y a las personas que
los habitaron. Las pasiones y los deseos de las Ocampo revolotean en las páginas mecanografiadas; los
secretos que guardan sus casas, las aperturas y los encierros que supusieron, las jerarquías y los niveles
que marcaron o los paisajes que las encuadraron, también. Y es que las casas y las relaciones familiares
y amistosas, con los lazos de obediencia, amor y conflicto que instalan, ofrecen un campo privilegiado
para la construcción del sistema de identidades individuales, sexuales y generacionales que dejaron
rastro en la escritura de las Ocampo y en sus modos de intervenir en la cultura. En efecto, las huellas de
sus afinidades y de sus antipatías pueden desandarse tomando como epicentro los vínculos que atan y
desatan a Silvina y a Victoria al espacio doméstico, que fue, en ambos casos, a la vez espacio de trabajo
y de sociabilidad. Entonces, con este mapeo a mano alzada que proponemos, desde un recorte de
escenas heterogéneas, buscamos analizar, en palabras de Sara Ahmed (2018:7), cómo estas hermanas
“encontraron su camino” y dónde llegaron a “sentirse en casa”.

La casa autobiográfica

Ante el paso del tiempo, Victoria y Silvina intentan escapar del objetivo de la cámara: “¿No será Comentario [A5]: Esto es pura
de familia?”, le dice la amiga y fotógrafa lesbiana Sara Facio a Victoria, “porque Silvina se tapa la cara, curiosidad mía, pero ¿qué estaba
haciendo Victoria
se me escondía detrás de los caballetes de pintura, hasta se metió debajo de una mesa y se ocultó con el
mantel huyendo de mi Leica” (2006: 82). Frente a esta pregunta que convierte un hábito en producto que condujera a este comentario de la
del habitus familiar, Victoria asegura que no, que Silvina no solo era aficionada a sacar fotos, sino que fotógrafa? ¿Se podría añadir esta
información?
de chica posaba como su modelo predilecta. Lo cierto es que las dos hermanas ya mayores, tal vez por
motivos diferentes, eluden la tiranía de la imagen. Prefieren, en cambio, las capturas del pasado en el Comentario [A6R5]: El libro de
Facio no amplía el context,
presente del trazo. Y es que, si la fotografía queda anclada en el referente, la escritura se afirma en la lamentablemente!!
certeza de que la forma de los cuerpos está dada por las historias que se cuentan (que se aprenden, que
se repiten). Así, en sus proyecciones imaginarias, la escritura proporciona la posibilidad de desplegar
los cuerpos en el tiempo, introducirlos en distintos espacios, materializar gestualidades o linajes,
volviendo extraño incluso lo familiar.
La infancia y la memoria, en ambas escritoras, se anclan en el entorno de la casa: ese territorio
marcado por los lugares y órdenes que la familia y lo familiar implican. Una vez allí, los tránsitos por
el dominio de lo privado (prohibidos o habilitados), las relaciones que se dan puertas adentro
(clandestinas, rebeldes u obedientes) orientan a los cuerpos, espacializan los deseos y disponen,
además, posibilidades para la mirada. Es en esta línea que Adriana Astutti (2000) afirma, leyendo
“Cielo de claraboyas” (1937): “Es esa mirada la que impregna el estilo de Silvina Ocampo: desde abajo
y a través de un vidrio” porque, según ella, lo que Silvina entiende es que la infancia, sobre todo, es una
cuestión de estatura. Tal vez a consecuencia de su diferencia etaria (cuando la mayor se casa a los
veintidós años —escapando de, y al mismo tiempo aceptando, los mandatos familiares—, la menor era
todavía una niña), las hermanas se reapropian de la topografía doméstica de maneras muy diferentes.
Mientras para Silvina: “Lo que falta en los recuerdos de infancia es la continuidad: / son como tarjetas
postales, / sin fecha, / que cambiamos caprichosamente de lugar” (2006: 111), las figuras del
archipiélago y del imperio insular que Victoria elabora en los primeros tomos de la Autobiografía
muestran otro modo de recortar los episodios significativos o revelables: en prosa, siguiendo el
encadenamiento cronológico, guiada por el afán de conservar la memoria familiar, histórica y privada.
Pero no importa la intención de Victoria: no hay forma de volver al hogar familiar sin algún efecto de
desorientación o extravío, porque el retorno a la infancia solo puede darse a través de líneas de deseo:
esos caminos que se desvían de los recorridos señalados, esos placeres desobedientes que son
adaptación propia respecto del espacio existente. En el primer tomo de su Autobiografía, Victoria
Ocampo relata:

En una casa rodeada de jardín […] vivían dos parientas nuestras […]. Yo prefería a Lita y
hubiese pasado horas enteras contemplándola […]. Su olor era delicioso […]. Yo hubiese
querido decirle: “No sabés lo linda que sos. Sos lo más lindo que he visto en el mundo”. Pero ni
que pensarlo […]. No me sentía con derecho a mirarla como tenía ganas […]. Al pasar junto a
un rosal, quiso cortar una rosa para mí. Veo su gesto, su cabeza inclinada y su pollera que se
enganchó en unas espinas […]. Con reverencia hubiese tocado el ruedo de esa pollera beige y
me hubiese pinchado los dedos desenganchándola. Hubiese querido detener el sol […],
inmovilizar el tiempo y que Lita se quedara siglos cortando una rosa, y yo siglos mirándola
cortarla [...]. Puse mi rosa en el libro de misa. Estas cosas no eran terrenales. (1979: 132-134).

A partir del relato de una escena familiar, se filtra la aparición de afectividades diferenciales
entre mujeres. La mirada de Ocampo-niña sustrae a quien desea y admira de lo familiar, y Victoria
queda anclada en su propio anhelo entre tocar y no tocar, entre lo vedado y lo permitido. Sucede que es
en ese espacio intermedio, en ese movimiento suspendido, en ese exceso sin palabras, en esa intemperie
donde se encuentra la posibilidad de ver —es decir, la reubicación de Victoria como sujeto portador de
mirada— y de contar otra historia. En ese haber mirado lo prohibido, en la aparición de ese deseo al
que no se tiene derecho, el relato de Victoria confronta a su propio tiempo: lo reconoce en su moral, en
sus lógicas de género y en sus expectativas, y lo desafía (Arnés 2022). Pero, además, las últimas
oraciones recuerdan el cuento “El pecado mortal” (Silvina Ocampo, 1961 [2007] —“Los símbolos de
la pureza y el misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o que los cuentos
pornográficos […]. Con una flor roja llamada plumerito […], con el libro de misa de tapas blancas,
conociste en aquel tiempo el placer —diré del amor […]” (444)—, y en ese contacto textual se
renuevan los sentido lúbricos y afectivos.
Una de las obsesiones que comparten las hermanas tiene que ver con el erotismo prohibido en la
casa de la infancia. En el relato que hace Victoria sobre su primera menstruación (tema tabú para la
literatura argentina del momento) —que se le revela, al abrocharse el calzón en el baño, como una
desconcertante mancha roja— se pone al descubierto una sexualidad destinada a caer en terreno de lo
silenciado: “¿Qué es esto?”, se pregunta, mientras su madre le resta importancia, aunque le informa que
requiere de ciertos cuidados (el uso de agua templada) y de ciertos silencios (estaba vedado hablar “de
eso” con varones y con sus hermanas menores): “Todo aquello me pareció insólito, desagradable en
grado extremo, y por añadidura, humillante. ¿Por qué había que callar eso? ¿Era acaso una vergüenza?
[...] ¿Para quién?” (1979: 147).
Mientras que en la escritura de Victoria el sexo en la infancia se instala en el campo de lo
secreto o de lo innombrable, sus claroscuros suelen adquirir, en la obra de la menor, dimensiones
ligadas a la violencia. Considerando el paradigma de lectura que sostiene una violación masculina
como metáfora de la emergencia de la literatura argentina (Viñas 1971) (gesto que implicó una lectura
diferencial de la historia argentina y sus conflictos socio-políticos así como también una ruptura con la
tradición idealista de la historia literaria),4 la perspectiva de género exige revisar —y carga de sentidos
4
Probablemente, una de las hipótesis y una de las metáforas más fascinantes para la crítica literaria argentina haya sido la
éticos, afectivos y políticos— las representaciones de violencias que sufren los cuerpos femeninos, ya
no en el espacio público sino también en el de lo privado. La violación o el abuso sexual, dos tópicos
que se reiteran en la escritura de Silvina, fueron transitados por la crítica, especialmente en relación con
“El pecado mortal” (1961), texto que relata el despertar sexual de una niña y en el que un sirviente la
obliga a mirarlo mientras se masturba. Este hecho, varias veces aludido por la autora como
autobiográfico, es reescrito en Invenciones del recuerdo: “Sola, en aquel cuarto, / tuvo que mirar. / La
cerradura obra como un vidrio de aumento / [...] / No vio nada al principio, / luego vio algo que
desearía no haber visto.” (2006: 134). Pero es “La calle Sarandí” (1937) el cuento que presenta el
escenario más perturbador:

En la mitad del trayecto, de la casa donde vivíamos al almacén, un hombre se asomaba [...] y
decía palabras pegajosas, persiguiendo mis piernas desnudas con una ramita de sauce [...]. Ese
hombre formaba parte de las casas, estaba siempre allí como un escalón o como una reja [...].
Una tarde [...], el hombre ya no estaba en el camino. De una de las ventanas surgió una voz
enmascarada por la distancia, persiguiéndome, no me di vuelta pero sentí que alguien me corría
y que me agarraban del cuello dirigiendo mis pasos inmóviles adentro de una casa envuelta en
humo y en telarañas grises […]. El hombre estaba detrás de mí, la sombra que proyectaba se
agrandaba sobre el piso, subía hasta el techo […]. No quise ver más nada y me encerré en el
cuartito obscuro de mis dos manos [...]. (2007b: 55-56)

La lectura que proponemos insiste en la percepción parcial de la niña: la pegajosidad de las


palabras es el primer indicio de que el cuerpo se estaría viendo afectado en sus límites. El espacio, en la
escritura de las hermanas, no contiene al cuerpo; en cambio, los cuerpos lo configuran a través de la
afectividad que despliegan. Así, son las emociones y sus recuerdos los que determinan la cercanía o la
lejanía de los objetos que orbitan en torno a la niñez.
Ante la publicación, por la editorial Sur, de Viaje olvidado (1937), libro en el que se encuentra
aquel cuento, Victoria reseña en su revista:

Hace años había yo empezado a escribir unos recuerdos de infancia [...]. Se me ocurrió
preguntarle a Silvina si le gustaría ilustrarlos. Contestó que sí; pero todo quedó en proyecto.
Descubrí más tarde que Silvina tenía, en efecto, algo mejor que hacer que ilustrar mis
recuerdos. Tenía que contar los suyos propios, a su manera […]. Estos recuerdos, relatados bajo
forma de cuentos y mezclados de abundantes invenciones, habían podido ser los míos; pero eran
distintos […]. Desde el fondo de un pasado común, vivido en la misma casa, inclinado sobre el
mismo catecismo, abrigado por los mismos árboles y las mismas miradas, estos recuerdos me
lanzaban señales en el lenguaje cifrado de la infancia. (1984: 63-54)

expuesta por David Viñas (1964): la literatura argentina habría nacido de una violación, en “El matadero” (Echeverría,
1838). A partir de la lectura del cuerpo de un joven unitario vejado por los mazorqueros, la violación (sobre todo de
varones) se convierte en matriz del aparato interpretativo de Viñas. Pero esta escena de violencia que se convertiría en
motor de nuestra literatura, puede encontrarse con variaciones a lo largo del siglo XIX y XX. Tal como señala Alejandra
Laera (2010: 163), se trata siempre de la representación de la violación en tanto es lo que habilita un doble juego crítico: la
representación de la violación devuelve, como reflejo invertido de la literatura, la mirada y la violencia que una clase (la
élite, la oligarquía) ejerce sobre otra (el pueblo, las clases populares); o, dicho de otro modo: en el revés de trama de la
representación literaria se revelaría la verdad de las relaciones entre clases sociales. En definitiva, la escena de la violación,
su representación literaria y su detección crítica, viene a facilitar, mejor que otro motivo, matriz o metáfora, el pasaje entre
la literatura (argentina) y la realidad (política).
En Victoria asoma cierta extrañeza, quizá también un poco de irritación por la aparición
distorsionada del pasado compartido, e incluso la alarma ante la posibilidad, como sostiene Podlubne
(2006), de que la infancia de la que hablaban esos relatos estuviese tan lejos de la suya como de la de
su hermana. Si bien es de suponer que Victoria había leído y aprobado la publicación del libro, su
mirada implacable de hermana mayor señala, a lo largo del texto, aciertos y desaciertos, incluyendo una
suerte de moraleja sobre la importancia de hacer a un lado la pereza para doblegar los defectos. Pero
puesto que las cualidades de los cuentos resultan notables, alienta a la menor a que continúe por esa vía
en un segundo libro: reclama una apuesta superadora, asumiendo una figura de autoridad que se hace
eco de la severidad de esa antigua institutriz rememorada en “Malandanzas de una autodidacta” (1957),
que espeluzna y reaparece también en los cuentos de Silvina. Aunque aborrece la disciplina, Victoria
insiste en que, sin dedicación, sin perseverancia, es imposible gozar de lo que arrebata con verdadera
pasión, sea el arte, el amor o una escritura por derecho propio. De hecho, cuando recibió el Premio
Alberdi-Sarmiento, expresa que fue de la mano de la vigilancia sostenida de su tía abuela Vitola que, en
sus primeros años de vida, aprendió francés e inglés: “Ella tenía ambiciones para su sobrina nieta. Le
parecía necesario que estudiara” (1967: 247).
Como resultado de estas enseñanzas, para las dos hermanas, desde el principio, aparece un
desafío: cómo escribir en una lengua materna que aprendieron a considerar inadecuada y encuentran
incómoda y poco familiar para expresarse con naturalidad. Sin embargo, las “desatenciones” de Silvina
no son necesariamente consecuencia de esto. Son, probablemente, parte de la búsqueda por romper con
las imágenes y formas tradicionalmente provistas por la literatura y el lenguaje (de fisurar éticas
afectivas instaladas y jerarquías esperables) y de violentar incluso las relaciones sintácticas y las
temporalidades narrativas que son también siempre políticas y afectivas. Así, la importancia de la
reseña citada se renueva si se considera que Victoria es capaz de ver las razones por las que décadas
más tarde Silvina será aclamada por la crítica: “Y todo eso está escrito en un lenguaje hablado, lleno de
hallazgos que encantan y de desaciertos que molestan, lleno de imágenes felices —que parecen
entonces naturales— y lleno de imágenes no logradas —que parecen atacadas de tortícolis” (1984: 65-
66). El lenguaje coloquial de Silvina, sus imágenes desarticuladas y sorprendentes, el predominio de lo
visual, las voces ambiguas y los finales vacilantes consolidan la construcción de un habla menor —en
sentido deleuziano— y desenvuelven una reflexión original sobre la niñez y sobre la adultez; una
vuelta sobre el mundo de la infancia que parecería continuarse en la actitud juguetona de la adulta que
se esconde abajo de la mesa para no ser fotografiada.

La casa y sus dependencias

Reflexionando en torno a los estatutos de la ficción, Victoria escribe: “También a mí me hubiera


aliviado hablar en tercera persona de mí misma, no solo por las ventajas que ofrece (especialmente si
uno habla de sí mismo en esa tercera-primera-persona que son tan a menudo las novelas y cuentos),
sino porque me siento, por momentos, tan lejos de mí misma como lo puedo estar del pelo que me han
cortado y barren en la peluquería” (1979: 61). Como ya notó Sylvia Molloy (2001), en Victoria lo leído
y lo vivido son categorías complementarias y a menudo intercambiables, y su escritura parece siempre
perseguir el pedido que le habría hecho Woolf en 1934: “Hasta ahora, muy pocas mujeres han escrito
autobiografías veraces […]. Espero que escriba un libro entero de crítica” (2020: 47-48). En definitiva:
escribe su propia vida como un documento cuya meta es comunicar, arriesgando, a su vez, una
radiografía de la vida cultural durante casi un siglo. Al registrar circunstancias domésticas y no
domésticas del archivo prolífico que provee la vida cotidiana, Victoria traza derivas que permiten
reconocer períodos, lugares y personas. Porque por más que todo ejercicio de autobiografía conlleve un
desdoblamiento de sí, su primera persona conserva una coherencia narrativa con relación a quien firma.
Así, al exteriorizar predilecciones, se expone al combate de ideas y, al mismo tiempo, voluntaria o
involuntariamente, se construye a sí misma como personaje. La pluma de Silvina, en cambio, recrea el
espacio a través de poesías y relatos ficcionales que multiplican los puntos de vista: “Como su amigo
Manuel Puig […] Silvina descree de la necesidad de señalar con claridad los límites de la palabra
propia, descree incluso de la propia voz y la literatura es una forma de renovarla” (Speranza, 2002:
289).
La rutina de Victoria, narrada con precisión de relojero en una de las cartas que le envía a la
poeta Gabriela Mistral en 1954, deja entrever su dedicación al trabajo, su desvelo por seguir el propio
ritmo y por abrirse paso en un campo cercado por varones. En cambio, las semblanzas de Silvina (y no
solo aquellas escritas por terceros),5 resaltan rasgos más bien enigmáticos y elusivos, como si habitara
su tiempo “con el sigilo y la astucia de quienes confían en la trascendencia de su obra” (Domínguez y
Mancini, 2009: 9). Última de seis hijas, ella misma se consideraba “el etcétera de la familia”. Esta
fórmula que sobreentiende una prolongación, un desplazamiento abierto, también implica su
preferencia por las zonas periféricas de la vida recoleta y su fascinación por las niñeras, las costureras,
las planchadoras y las cocineras que vivían en el último piso de la casa, donde tempranamente
encuentra abrigo. En efecto, la inclinación de la autora por el mundo invisibilizado del trabajo
doméstico es un tópico sobre el que Lucrecia Martel, en su película Las dependencias (1999), insiste en
llevar la atención.6
El entramado de conexiones afectivas, relaciones de poder y situaciones de subordinación que
la cineasta documenta adquiere volumen en las entrevistas con Jovita Iglesias (ama de llaves de la casa
del matrimonio Ocampo-Bioy), con Elena Ivulich (secretaria de Silvina), con Adolfo Bioy Casares y
con los amigos Ernesto Schoo y Juan José Hernández, quienes mencionan diferentes facetas de la vida
de la escritora: la relación amorosa con Bioy Casares (“Se pasaba la vida esperándolo ahí [en un diván
al lado de la puerta principal]”); la relación con su hermana (“Silvina rehuía, Victoria perseguía”); la
devoción por las magnolias o sus complejos —esa voz golpeada que, como Sylvia Molloy (2003) relata
varias veces, podía confundirse con un timbre masculino—. En los pliegues del espacio íntimo, las
entrevistas se intercalan con grabaciones, fotos, videos, recortes de diarios, cartas, dibujos y vistazos
del jardín, de las bibliotecas, de los salones de la casa, en la búsqueda por acercarse a una figura que
aparece con la claridad de una luciérnaga cuando deslumbra la sombra. Pero también, como una
luciérnaga, se disipa. La grabación de los versos de “La casa natal” (1962), cuyo título original era “La
casa autobiográfica”, bifurca la voz de Silvina, la despega del cuerpo y le da un estatuto opaco: “Yo
huía de la sala, de la gran escalera, / del comedor severo con oro en la dulcera […] / porque a mí me
gustaban solo las dependencias / que estaban destinadas a la servidumbre”. Algunos críticos (Enríquez
2014, Matamoro 1975) han comentado, en diferentes contextos, que las simpatías o las curiosidades
por “lo otro” conformaban caprichos de clase y que por eso nunca llegarían a ser en Silvina conciencia
política o acción social concreta; como si su literatura no tuviese una potencia transformadora; como si
no hubiese desafiado convenciones literarias y creencias propias de su época y de su entorno; como si
no hubiese presentado una poética que es también una ética afectiva, política y literaria.
Mientras en Silvina el personal doméstico, a la vez que adquiere un carácter ficcional y
colectivo, presenta un lenguaje y una subjetividad diferencial probablemente inaugural en la literatura
argentina, en Victoria el nombre propio y la sensibilidad histórica, nuevamente, anteceden. Es curioso,
como nota Julio Schvartzman, que en ese primer testimonio que Victoria le dedica a la empleada
doméstica que la acompañó toda su vida, calle el apellido de la evocada y “puesta en la encrucijada de
definir, opta por los descartes, las intensificaciones, los títulos simbólicos: ‘Más que mucama, más que
ama de llaves, se convirtió en la eminencia gris de la casa’” (1996: 96). Con una cita indirecta a Aldous
Huxley y en un señalamiento indirecto hacia la propia Ocampo, Fani es convertida en “consejera de
soberanos” y presentada, también, aunque Schvartzman no lo dice, como figura de apego central:
“¿Quién podía entender que volver a casa, para mí, era volver a Fani? ¿Y que sin Fani no habría casa

5
Ver, por ejemplo, la entrevista realizada por María Moreno para El cronista Cultural en 1975 (2005).
6
Sobre el film de Lucrecia Martel, ver: Kratje (2020).
adonde volver?” (1957b: 117). En esta metonimia afectuosa y desolada, que no deja de estar,
inevitablemente, atravesada por jerarquías de clase y género, se rearticulan los vínculos familiares y las
dependencias (en el doble sentido de la palabra). Años más tarde, en la introducción al Índice de Sur Comentario [A7]: Índice es un
Victoria vuelve a hablar de Fani: porque Fani era su casa y su casa era Sur. Queda así en evidencia título? Es por saber cómo
correspondería presentar la palabra
cómo trabajo y morada, público y privado se superponen, y cómo el hogar se encuentra siempre allí según el libro de estilo
donde la pasión de la autora habita:
Comentario [A8R7]: Si, ese es título
Sur empezó su vida en un modestísimo cuartito de mi casa que servía de Redacción y de libro.
Administración […]. Era un Sur hogareño. Cuando me mudé por un año a la Avda. Quintana,
Sur me siguió allí. Un día se me ocurrió pedirle a mi madre que me dejara ocupar un local que
servía de depósito [...)]. Ese fue el tercer domicilio de Sur, no muy brillante. El cuarto
domicilio, más ambicioso, fue el primer piso de la esquina Viamonte y San Martín […]. Allí
vivieron […], en distintas épocas, Roger Callois, Martínez Estrada, Baeza, William Walton
[…]. Allí velamos a Fani [...], Estefanía Álvarez, una criada asturiana que pasó cincuenta años
con nosotros y que queríamos como a un miembro de la familia. (1966: 8)

La casa de las mariposas

Hay casas (como la de la propia Victoria, en la que se hospedaron figuras como Victoria Kent,
Gabriela Mistral, Grete Stern o Gisèle Freund) que, marcadas por el afecto feminista (por la alegría, la
lucha y también el dolor), reaparecerán en la escritura de Victoria. Para estas mujeres que se visitan,
que se ayudan, que se escriben y se publican (y que conocen los secretos rebeldes de sus vidas erótico-
afectivas), la política y la literatura nunca se separan de los afectos, de los cuidados y de los tiempos
compartidos. Así, por ejemplo, en la elegía que Ocampo escribe a la muerte de Gabriela Mistral, las
diversas moradas donde se encontraron —enumeradas metonímicamente como ciudades— y los
sentimientos que en ellas se cobijaron adquieren un lugar central:

en Madrid (cuando me la presentaron). / En Mar del Plata (donde vivió feliz). / En Buenos Aires
(con sus amigos, en mi casa). / En Niza (con su sobrino). / En Roma (con su angustia). / En
Washington (aquella noche, […] después de recibir el Premio Nobel, cuando me contó el
suicidio del sobrino […]. / En Rosslyn (entre los árboles sin hojas de la casa de Doris Dana). /
En el sanatorio anónimo de Hempstead (viéndola pasar por el momento ya previsto y descrito
por ella): […] (“Tómale la mano”, me dijo Doris. La débil mano quedó inerte entre las mías
[…]. (1957c:75)

Pero hay una casa, o una habitación, que cobró especial importancia en la imaginación de
Victoria: “Tavistock Square [...]. Una puerta pequeña, en verde oscuro, muy inglesa, con su número
bien plantado en el centro. Afuera, toda la niebla de Londres. Dentro, allá arriba, en la luz y la tibieza
de un living-room, de paneles pintados por una mujer, otras dos mujeres hablan de las mujeres. Se
examinan, se interrogan. Curiosa, la una; la otra, encantada” (1981: 7). El comienzo de la “Carta a
Virginia Woolf” (1934) abre la primera serie de Testimonios y, mientras detalla una forma de percibir el
espacio y los vínculos, anuncia una forma de escritura. Dos mujeres, cercanas y a la vez distantes,
anglosajona una, la otra de América Latina, se encuentran. Una calle, una ciudad, una casa definen un
punto de vista situado en los umbrales de lo público y lo privado donde se trazan las coordenadas de un
modo de pensar la literatura: enlazada a otras artes, habitada por experiencias que se imprimen sobre el
cuerpo, permeable a lo conocido y a lo extranjero, como una atmósfera, incluso. En ese relato es
perceptible la postura que luego se imprimiría en la escritura de Ocampo: el clima, el entorno cotidiano
y el humor afectan la disposición subjetiva y son fundamentales para repensar las formas de expresión
y la posibilidad de escribir “como una mujer” (1981: 9).
Sylvia Beach, la famosa librera de la Rive gauche —ese territorio feminista y lesbiano en el que
también Silvina tuvo su estudio de pintura— con quien Victoria mantendría una amistad a lo largo de
los años, la introdujo en las lecturas de la inglesa: “Desde nuestro primer encuentro [Sylvia] me habló
de Virginia Woolf y me recomendó Un cuarto propio, publicado hacía poco […]. Además, me aconsejó
que fuera a visitar a la señora Woolf si iba a Londres. El libro me gustó tanto que lo elegí como uno de
los primeros que publicaría Sur” (1971: 7). El contacto con Woolf afecta sensiblemente la escritura y el
pensamiento de Ocampo. En efecto, las sensibilidades ligadas a las disidencias sexo-genéricas y al
feminismo, aunque no se supo ver, reverberaron en las decisiones editoriales de la revista y de la
editorial provocando grietas o ambivalencias en ese cosmopolitismo (eurocéntrico, masculino,
heterosexista y liberal) a través del cual la crítica (Gramuglio 2010, Piglia 1986) ha tendido a pensar el
grupo Sur.7
Si en La promesa (2011), la novela póstuma de Silvina en la que la protagonista promete “dar su
intimidad a cualquiera”, puede rastrearse cierta influencia de la escritora inglesa, la mayor de las
Ocampo, a lo largo de todos sus años de escritura, irá y volverá sobre sus encuentros:

La vi. Y más de una vez, para mayor felicidad mía. A menudo, después del frío brumoso de la
calle, entré yo en el “confort” de ese cuarto y sobre todo de esa presencia. Pues en cuanto
Virginia estaba allí, lo demás desaparecía […]. Con esto les estoy confesando que yo no podía,
sin esfuerzo, irme de su lado […]. En esta casa todo se me aparecía a la vez como irreal y como
lleno de la más sustancial realidad. (1937: 63-64)

De ese modo Victoria relata en “Virginia Woolf, Orlando y Cía.” su encantamiento.


Deslumbrada, le envía el regalo más “fantásticamente inadecuado” (Woolf 2020: 56) que se instalará
para siempre en el hogar de los Woolf: una caja repleta de mariposas8 que Virginia cuelga sobre la
escalera de Tavistock Square, sobre sus ancestros puritanos. El exceso sudamericano que llega de
manos de una mujer se instala en aquella pared dedicada a la herencia y la familia, interrumpiendo con
su diferencia el orden legado, abriéndolo a otras genealogías e historias y habilitando la aparición de
nuevas imaginaciones: “Cada vez que salgo [...] me hago una imagen diferente de Sudamérica, y sin
duda se sorprendería si pudiera verse a sí misma en su casa como yo me la imagino” (57), le escribe
Woolf.
Con el envión de la Unión Argentina de Mujeres que funda en 1936 junto a Ana Rosa Schlieper
de Martínez Guerrero, Perla Berg, María Rosa Oliver y Susana Larguía, Victoria escribe dos textos que
la sitúan de lleno en el debate feminista: “La mujer, sus derechos y responsabilidades” (1936), que sería
primero repartido como volante en la calle (y por el que habría incluso mujeres detenidas), y “La mujer
y su expresión” (1936), tal vez el primer ensayo bien instalado en lo que hoy llamamos crítica literaria
feminista argentina. El arco que abren estos ensayos culmina con la publicación en 1971 del número
bianual de la revista Sur titulado La mujer, en el que muchas de sus amigas y conocidas feministas
participarían (Mildred Adams, María Rosa Oliver, Indira Gandhi), y en el que, con un tono tal vez
menos encantado, Ocampo revisita una cena con Woolf —y la anécdota de las mariposas. Este número
ambicioso, que pretende analizar un siglo de la relación de las mujeres con el espacio público y
privado, abre con dos imágenes y dos dedicatorias: a Virginia Woolf, por supuesto. Pero también a su
antepasada Águeda. Justo después del recuerdo del encuentro con la inglesa aparece la genealogía
familiar, femenina y guaraní de Ocampo. Hecha una breve reseña de su árbol familiar, Victoria afirma
que es descendiente de una criada: “[...] el asunto tiene que ver con el status de la mujer india en la
época de la conquista. Y ante todo importa porque quiero poner otro nombre, insignificante en sí, junto
al brillante nombre de mi amiga [Virginia]. Con cierto orgullo lo saco del anonimato, llevando a cabo

7
Sobre las disidencias sexo-afectivas en el interior del “grupo Sur”, ver: Arnés (2017).
8
Esta anécdota ha sido analizada numerosas veces. Entre ellas: Chikiar Bauer (2021) y Vázquez (2019).
un acto de justicia retrospectiva” (1971: 8). Lo que se hereda es lo que se sitúa como punto de llegada
al orden familiar y social: no tiene que ver con una elección. Al poner estos dos nombres uno al lado
del otro, Victoria se reapropia de sus orígenes y no solo enmarca su espacio privado sino que inaugura
una serie que revisita el dominio del hogar y de la tradición, y despliega un archivo diferencial marcado
por el género y la raza. Águeda hace su entrada como algo negado o desconocido que solo resulta
accesible a través de la mediación de una mujer. Y además, en un gesto que rompe con el orden
falogocéntrico y blanco, Victoria re-afirma unos párrafos más adelante: “En lo que a mí toca me siento
solidaria de la criada [Águeda] y no del patrón” (1971: 9). En este linaje que arma familia no solo con
una mujer sino con una indígena que habitaba las dependencias, Victoria se separa de esas familias
históricas y literarias construidas por figuras como Borges y visibiliza otras herencias —otras casas—
para las intelectuales latinoamericanas. Así, funda un relato que absorbe del feminismo europeo lo
necesario para legitimar la existencia de saberes minoritarios.
Como producto de esta publicación, en una conferencia titulada “Un tema de nuestro tiempo”
(1975), Victoria arremete contra quienes “se asustan” al oír la palabra “feminismo”:

Lo curioso es que uno de ellos es mujer: Silvina Ocampo [...] declara que para ella hablar de
feminismo es como hablar de un viaje en globo. Supongo que esto significa cosa ya pasada [...].
Es una grave equivocación. (169)

Y en una nota al pie completa la idea (recordemos que el primer libro de Silvina lo publica la editorial
Sur, por no decir Victoria):

cuando yo publiqué mi primer artículo en La Nación se miraba todavía (en nuestro medio
social) con cierto recelo a las mujeres que escribían […]. Silvina Ocampo, cuando publicó por
primera vez, no se encontró con obstáculos. Entró en el mundo de las letras cuando el camino
estaba despejado, SUR existía y le tendió la mano. Esa mano era la de otra mujer. (169-170)

No obstante, y como una intervención feminista que nos permitimos realizar en retrospectiva, se
podría afirmar que los cuentos de Silvina actúan como caja de resonancia de las heridas causadas,
históricamente, por el sexismo omnipresente no solo en la vida pública sino también en el espacio
doméstico. Abortos, femicidios, asesinatos, abusos, maternidades no deseadas, infancias tristes: sus
ficciones desentrañan los conflictos, las inclusiones y las brutales exclusiones que se producen en la
topografía de lo familiar y de lo social; pero, además, Silvina es pionera en darle lugar a otras
sexualidades que se escapan de los imaginarios heterosexuales para filtrarse hacia otras formas del
afecto, que llegan a poner en crisis lo humano, sus valores y temporalidades, y que desbordan, incluso,
hacia relaciones con otras especies.

La casa propia

La primera casa que Victoria tuvo en Mar del Plata no fue la que mencionamos al comienzo del
ensayo. Hubo otra que, repudiada por los vecinos, fue tal vez la primera casa moderna de la Argentina:
ejecutada en 1927 por un constructor de galpones y diseñada por ella misma, una casa austera, cercana
a la costa y alejada de la Villa familiar, inspirada en la obra de Gropius y Le Corbusier, desafiaba el
consenso en torno al buen gusto. Pero también, modelada por la misma Victoria, ponía en crisis la
tradición y la autoridad masculina de la arquitectura hecha por “maestros europeos”. En este sentido,
Beatriz Sarlo comenta: “No es una casa refinada ni se origina en la intervención estética de un
arquitecto, sino el gesto taquigráfico de la casa moderna realizado por una aficionada” (1998: 136).
Después de pasar un verano allí con su amante, Victoria la vende para redoblar la apuesta en Buenos
Aires y realizar lo que podríamos pensar como una versión acabada de ese “gesto taquigráfico”
inaugural. Alejandro Bustillo, quien ni siquiera se atrevió a firmar la obra, edificó, en uno de los
enclaves más aristocráticos de la ciudad de Buenos Aires, una casa cubista (que hoy pertenece al Fondo
Nacional de las Artes) basada en planos de Le Corbusier pero ideada y modificada, nuevamente, por
Victoria.9
Mientras Silvina, después de su regreso de París, crece y envejece en el mismo departamento en
el que su madre también vivió y murió, rodeándose poco a poco de objetos familiares y viendo las
paredes descascararse, Victoria nunca perdió ese ímpetu que ya sentía a principios del siglo XX. Tenía
hambre de paredes blancas y vacías, explicaba (1975b), en una reformulación del famoso borrón y
cuenta nueva y reforzando lo que tiempo antes había afirmado: “me gustan las casas vacías de muebles
e inundadas de luz. Me gustan las casas de paredes lacónicas que se abren, amplias, dejando hablar al
cielo y a los árboles” (1931:171). Renegando de los ornamentos pretenciosos y de los retratos y
cuadros que pesaban en genealogía y herencia, Victoria elige expresiones que alientan nuevas maneras
de vivir; que se abren a la naturaleza y la incorporan, que cuestionan los cánones de belleza
tradicionales, las costumbres en la organización doméstica y, también, los valores culturales que se
asocian a los modos en que la arquitectura funciona no solo como tecnología productora de
subjetividad —y de hábitos de los cuerpos— sino como pieza fundamental en la creación pública de lo
privado. Así, esta primera casa fue, sin lugar a dudas, una declaración de principios: “un ensayo de
emancipación en todos los sentidos” (Sarlo, 1998: 137). Tal vez inspirada en esta casa, Silvina
escribe “La casa de azúcar” (1959). Allí leemos: “Por fin encontré una casita […], que parecía de
azúcar. / Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad [...]. / Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! / Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá
influir en nuestras vidas / y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire” (2007c: 193). Esta
cita resulta ejemplificadora del modo en que, para las Ocampo, casi anterior a la relación con los seres
amados, los vínculos con el espacio resultan fundantes de la forma de percibir y de vivir. Siguiendo a
Anne Dufourmantelle (2021: 168), podríamos decir que cada espacio, para ellas, tiene una capacidad
de resonancia que, al antojo de las impresiones afectivas, traza en el espacio urbano la cartografía
íntima de sus lazos.
Con este recorrido por algunas de las casas reales y literarias de Victoria y de Silvina, que
retoma experiencias, ficciones y reflexiones en torno a las maneras de habitar, de recordar y de escribir,
proponemos una lectura que aleja y acerca la vida y la obra de las hermanas. Así como Woolf veía en el
merodeo callejero una oportunidad para salir al mundo después de abandonar la soledad de la
habitación, volver sobre los lugares propios de las hermanas Ocampo, es decir, volver sobre sus
escritos y sus ficciones, implica entrar a sus mundos, tanto íntimos como públicos: espacios textuales
donde se sintieron como en casa, donde las derivas y los desvíos del deseo desacomodaron normas
familiares, donde se sostuvieron afinidades electivas, donde la intemperie viró en potencia creativa,
donde pudieron habitar y reinventar esa cartografía interiorizada de espacios y recuerdos hojaldrados
desde la infancia, y donde pudieron, también, vivir y escribir el presente y proyectar, además, su futuro.

Obras citadas

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Arnés, Laura A. (2017), “Afectos y disidencia sexual en Sur: Victoria Ocampo, Gabriela Mistral y
cia.”, Badebec, 6 (12): 154-167.
—(2022), “Escenas lesbianas. Miradas disidentes y comunidades afectivas en torno a Victoria
Ocampo”, Interdisciplina. En prensa.

9
Sobre esta casa, remitimos al documental Victoria Ocampo. Historia de una casa (Ignacio Masllorens, 2019). Disponible
en: https://www.youtube.com/watch?v=ikrGVAm8UFE
Arnés, Laura A., Lucía De Leone y María José Punte (coordinadoras) (2020), En la intemperie:
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