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Novelas Ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra

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Con las Novelas ejemplares Cervantes da nueva muestra de su inmenso

talento como escritor. Esta aventura cervantina, que consiste en adaptar a la


literatura española un género foráneo —la novela corta italiana—, se salda
con unos relatos magníficos, diversos en temas y registros —los hay
picarescos, realistas, maravillosos…—, pero siempre sorprendentemente
frescos y atractivos. Presididas por una intención ejemplarizante que les da
el nombre, las Novelas ejemplares constituyen un impresionante mosaico de
personajes y recursos narrativos.
Esta edición incluye una introducción que contextualiza la obra, un aparato
de notas, una cronología y una bibliografía esencial, así como también varias
propuestas de discusión y debate en torno a la lectura. Está al cuidado de
José Montero Reguera, catedrático de literatura española en la Universidad
de Vigo.

www.lectulandia.com - Página 2
Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas ejemplares
Penguin Clásicos - 0

ePub r1.0
Titivillus 24.04.16

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Novelas ejemplares
Miguel de Cervantes Saavedra, 1613
Edición: José Montero Reguera

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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A Antonio Rey Hazas,
de cuya mano entré en las Novelas ejemplares

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INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA
La vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) se extiende a lo largo de
los reinados de los primeros Hausburgo: Carlos I (1517-1556), Felipe II (1556-1598)
y Felipe III (1598-1621). Cervantes conocerá el final del reinado del Emperador («el
rayo de la guerra», como le califica nuestro escritor), los vaivenes del de Felipe II y
alcanzará, en plena madurez intelectual y creativa, a buena parte del gobierno de
Felipe III.
Nace el autor del Quijote el mismo año en que fallece uno de los grandes
enemigos de Carlos V, Francisco I de Francia, y el año en que se produce la última
gran batalla del emperador: la victoria en los campos de Mühlberg ante el príncipe
elector Juan Federico de Sajonia. Tiziano ha retratado en magnífico y conocido
cuadro (hoy en el museo del Prado) la imagen de Carlos V a caballo, lanza en ristre,
solo, vencedor en Mühlberg.
Es el reinado de Carlos I de España y V de Alemania un tiempo de apertura hacia
Europa y, también, hacia el mundo, tras el descubrimiento en 1492 de América. Es
una etapa dinámica, agresiva y cosmopolita, fiel reflejo de la personalidad del propio
Emperador, que no residió en el mismo lugar más de dos años seguidos. España se
abre al exterior y recibe abundantes influjos ideológicos, políticos y culturales de
todo tipo. Los contactos con Europa y la venida a España de gentes de los Países
Bajos permiten introducir corrientes religiosas heterodoxas, como el luteranismo y,
sobre todo, el erasmismo, muy influyente en la corte de Carlos V (Alfonso y Juan de
Valdés) y que Cervantes conocerá probablemente a través de su maestro madrileño
Juan López de Hoyos, en cuya biblioteca abundaban los títulos erasmistas.
En el campo cultural, España siente, como el resto de Europa, la fascinación por
el mundo clásico, por los ideales humanísticos, el amor por la naturaleza, el interés
por el ser humano como eje que vertebra el universo, pero sin desdeñar la tradición
anterior propia, he aquí la gran originalidad española, pues «[…] nuestro
Renacimiento y nuestro post-Renacimiento Barroco son una conjunción de lo
medieval hispánico y de lo renacentista y barroco europeo. España no se vuelve de
espaldas a lo medieval al llegar al siglo XVI […], sino que, sin cerrarse a los influjos
del momento, continúa la tradición de la Edad Media» (Dámaso Alonso). En poesía,

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la corriente italianizante que viene desde tiempo atrás encuentra en Garcilaso de la
Vega un artista genial, capaz de extraer del verso endecasílabo las mejores
posibilidades. No desaparece sin embargo la poesía tradicional castellana (romances,
poesía de cancionero, lírica popular), que será también cultivada por buena parte de
los escritores del siglo XVI. En prosa, triunfan los libros de caballerías (Amadís de
Gaula y toda su larga descendencia…) y, muy a finales del periodo de Carlos V, se
publica un libro que, andando el tiempo, será considerado como el germen de la
novela moderna: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades,
publicado en 1554, simultáneamente en Burgos, Medina del Campo, Amberes y
Alcalá de Henares.
El reinado de Felipe II coincide con la época más agitada de la vida de Cervantes:
viaje a Italia, servicios como soldado en el norte de África y en el Mediterráneo,
cautiverio en Argel, reiteradas y nunca satisfechas solicitudes al rey de un puesto
acorde con sus merecimientos, comisiones en Andalucía… Su peripecia vital le lleva
a estar muy cerca de tres de los acontecimientos más importantes de este periodo:
participa activa y heroicamente en la batalla de Lepanto donde la Santa Liga formada
por España, el Papa Pío V y Venecia logró reunir una flota que, al mando de don Juan
de Austria, derrotó a los otomanos el 7 de octubre de 1571, si bien los resultados
últimos de esta batalla no fueron tan decisivos. En segundo lugar, sufre las
consecuencias de la anexión de Portugal (1580) —el momento culminante de la
hegemonía española en el mundo—. En efecto, la muerte del rey don Sebastián en la
batalla de Alcazarquivir propició la incorporación de Portugal a España, pues al haber
muerto el heredero, Felipe II, hijo de la reina Isabel de Portugal, hizo valer sus
derechos sucesorios. A la vuelta del cautiverio, Cervantes, que llegó a ir a Lisboa para
solicitar en la corte un puesto administrativo de cierto relieve, se percató de cómo el
rey andaba más ocupado en los asuntos de Portugal que no en los de Castilla (y por
tanto en resolver el cargo que pretendía el escritor); eso origina un sentimiento de
rencor (Américo Castro lo denominó «odiosidad») hacia Felipe II que se deja
traslucir a través de obras como La Galatea, La Numancia y El trato de Argel. Y,
finalmente, se halla entre bastidores de la armada mal recordada como La invencible
(1588), pues un año antes se traslada a su domicilio en Sevilla tras haber sido
nombrado comisario de abastos con el fin de proveer de bastimentos a la flota que se
estaba preparando para conquistar Inglaterra. Como es sabido, Cervantes compuso
dos canciones sobre tal evento.
Felipe II es un monarca que, frente a su padre, permanece habitualmente en el
mismo lugar, queriendo gobernar todos sus reinos desde el monasterio de El Escorial;
es un monarca que se postula como el abanderado de la contrarreforma católica tras
la finalización del Concilio de Trento (1545-1563), de manera que la vida española de
la época se encuentra profundamente mediatizada por lo religioso. Todo ello conlleva
una cerrazón ideológica que hace perseguir cualquier foco de heterodoxia. Los
índices inquisitoriales, cada vez más estrictos desde el de 1559, el decreto del mismo

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año prohibiendo seguir estudios universitarios fuera de España (a excepción de
Bolonia, Roma, Nápoles y Coimbra) y los procesos contra el arzobispo Carranza
(1558-1576) y fray Luis de León (1571-1576) son buenos ejemplos de esa presión
ideológica y religiosa en la España de la segunda mitad del siglo XVI.
Al tiempo, Garcilaso de la Vega se ha convertido ya en un clásico merecedor de
varias ediciones anotadas (El Brocense, 1574 y 1577; Fernando de Herrera, 1580);
fray Luis de León y San Juan de la Cruz dan nuevos y magistrales matices a la poesía
italianizante incorporando elementos novedosos que los convierten en la cima poética
de esta época. Renace el romancero a través de la reformulación artística que
desarrollan poetas como el propio Cervantes, Padilla, López Maldonado, y otros más
jóvenes que, andando el tiempo, se convertirán en grandes escritores: Lope de Vega,
Francisco de Quevedo, Luis de Góngora. Los sucesivos volúmenes publicados a
partir de la Flor de varios romances nuevos y canciones (Huesca, 1589) darán cauce
impreso a esta poesía. Absolutamente contemporánea es la Comedia Nueva, en la que
se sintetizan varias tradiciones teatrales anteriores y se dará forma a una manera de
hacer teatro que estará vigente mucho tiempo, con Lope de Vega como principal
exponente a partir de 1590; Cervantes ha relatado gráficamente los inicios de esta
manera de hacer teatro en el prólogo a su volumen de Ocho comedias y ocho
entremeses nuevos, nunca representados (1615). Asimismo, se va desarrollando y
perfeccionando el lugar de la representación (los corrales de comedias) y todo lo que
rodea al teatro (escenografías, compañías de representantes, tramoya, etc.). Los libros
de caballerías siguen editándose, pero en formatos más pequeños y con muy pocos
títulos nuevos. En realidad, son sustituidos en el gusto de los lectores por la novela
pastoril, con abundantes títulos a partir de la década de los sesenta: La Diana (1559),
de Jorge de Montemayor; El pastor de Fílida (1582), de Luis Gálvez de Montalvo;
La Galatea (1585), de Cervantes, etc.
El reinado de Felipe III es, en buena medida, una etapa continuista en la que se
culmina la lucha contra toda heterodoxia con la expulsión de los moriscos (1609) —
episodio que aparece reflejado en la segunda parte del Quijote—, lo que ocasiona
gravísimas repercusiones económicas y demográficas en la Corona de Aragón, sobre
todo. Es una época, por otra parte, de cierto sosiego en lo militar, en la que se
consiguen algunos tratados de paz (acuerdo con Inglaterra en 1604, tregua de los
doce años [1609] en los Países Bajos; concierto con Francia para los matrimonios del
delfín, Luis, con la infanta española Ana de Austria y del heredero de la Corona,
Felipe, con Isabel de Borbón); y se inaugura una nueva manera de gobernar el estado
a través de los privados, en este caso con el duque de Lerma.
La república literaria se hallaba, a las alturas de 1600, especialmente inquieta: la
confrontación entre la vieja literatura y la nueva se encontraba en uno de sus
momentos culminantes. Por un lado, géneros de larga tradición y éxito durante el
siglo XVI se resistían a desaparecer ofreciendo todavía algunas obras singulares: la
novela pastoril se orientaba por el camino de la erudición (La Arcadia de Lope de

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Vega, 1598) o se volvía, originalmente, a lo divino (Pastores de Belén, 1612); la
novela de aventuras peregrinas ofrecía también nuevos enfoques y soluciones (El
peregrino en su patria, 1604; Los trabajos de Persiles y Sigismunda, 1617). Géneros
nuevos van conquistando progresivamente el mercado editorial, como la novela
picaresca, cuyo primer gran hito después del Lazarillo, el Guzmán de Alfarache, se
convierte en un verdadero «best seller»; la poesía se prepara para la gran revolución
gongorina (el Polifemo, las Soledades) y Quevedo y Lope escriben magníficos
poemarios… Y en este contexto, dos géneros, no nuevos y bien conocidos, sufren un
giro copernicano: la novela corta, conocida y practicada en España a través de las
traducciones de los modelos italianos, se transformará por completo en las manos de
Cervantes y el teatro que, en manos de Lope de Vega, da respuesta a las exigencias
del público de la época para proclamar, frente a toda la tradición dramática anterior,
que:

[…] cuando he de escribir una comedia


encierro los preceptos con seis llaves;
saco a Terencio y Plauto de mi estudio
para que no me den voces, que suele
dar gritos la verdad en libros mudos.
Y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Poesía, teatro, prosa: todos los cauces en que se expresaba la literatura por esas
fechas se disponían a cambios profundos y de singular relevancia en la historia
literaria española.

2. CRONOLOGÍA
HECHOS
AÑO AUTOR-OBRA HECHOS HISTÓRICOS
CULTURALES
Miguel de Cervantes
1547 Saavedra es bautizado en Batalla de Mühlberg.
Alcalá de Henares.
1548 Nace Giordano

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1548 Bruno.
Carlos V separa los Países
1549 Bajos del Imperio. Los
heredará el príncipe Felipe.
Su familia se traslada a
1551
Valladolid.
El príncipe Felipe casa con
El Lazarillo de
1554 María Tudor, reina de
Tormes.
Inglaterra.
El Emperador cede la soberanía
1555 de los Países Bajos a su hijo
Felipe.
Carlos V abdica: Felipe recibe
los dominios españoles,
1556 italianos y americanos.
Felipe II es proclamado rey en
Valladolid.
Francisco de
1557 Vitoria: De indis
et iure belli.
Carlos V cede a su hermano
Fernando el imperio alemán.
1558
El Emperador muere en Yuste.
Muere María Tudor.
Traslado de la corte de Toledo a Nace Luis de
1561
Madrid. Góngora.
Nace Lope de
1562
Vega.
Juan de Herrera
Fin del Concilio de Trento, comienza las
1563
iniciado en 1545. obras de El
Escorial.
Muere Lope de
1565
Rueda.
Cervantes se traslada a
1566
Madrid.
El duque de Alba llega a
1567 Flandes para sofocar los
levantamientos.
Sublevación del príncipe de
Discípulo de López de Orange.
1568
Hoyos. Revuelta de moriscos en

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Viaja a Italia al servicio del
Alonso de Ercilla:
cardenal Acquaviva.
Juan de Austria dirige la La Araucana.
1569 Poemas en la Historia y
represión contra los moriscos. Nace Guillén de
Relación […] (a la muerte
Castro.
de Isabel de Valois).
Felipe II casa, por cuarta vez,
1570 Se alista en el ejército.
con Ana de Austria.
Victoria de la Santa Liga, al
Es herido en el pecho y un mando de J. de Austria, contra
1571 brazo en la batalla de el imperio turco en la bahía de
Lepanto. Lepanto.
Expulsión de los moriscos.
Continúa su vida militar en Fray Luis de León
1572
Nápoles. es encarcelado.
De regreso a España es
Se funda la
hecho prisionero, junto a su
1575 Academia de
hermano Rodrigo, y
Matemáticas.
conducido a Argel.
Juan de Austria, gobernador de
1576 Cervantes intenta escapar. Muere Tiziano.
los Países Bajos.
1577 Nuevo intento de fuga. Nace Rubens.
Muere Juan de Austria.
Nace el futuro Felipe III.
Batalla de Alcazarquivir,
1578 Tercera tentativa de fuga.
desaparece D. Sebastião, rey de
Portugal, amigo del poeta
español Francisco de Aldana.
Carta a Antonio Veneciano, Se construye en
Prisión de Antonio Pérez y la
1579 que incluye un poema en Madrid el primer
princesa de Éboli.
octavas. teatro permanente.
Cuarto intento de fuga. Montaigne:
Finalmente es rescatado por Ensayos.
1580 Felipe II, rey de Portugal.
los frailes Trinitarios, y Nace Francisco de
abonan por él 500 escudos. Quevedo.
Fray Luis de
León: De los
nombres de Cristo
Expedición a la isla Terceira,
Empiezan a representarse y La perfecta
1583 en la que interviene Lope de
algunas de sus comedias. casada.
Vega.
Santa Teresa de
Jesús: Camino de
perfección.

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1584 con Ana Franca de Rojas. Concluyen las
En diciembre se casa con obras de El
Catalina de Salazar. Escorial.

1585 Aparece La Galatea. Juicio de Antonio Pérez.


El Greco: El
1586 entierro del Conde
de Orgaz.
Comisario Real de Abastos:
deberá recaudar fondos para Nace el futuro conde-duque de
1587
la Armada Invencible. Olivares.
Se traslada a Sevilla.
Muere Fray Luis
de Granada.
Santa Teresa de
1588 Desastre de La Invencible.
Jesús: Las
Moradas y Libro
de la vida.
Mueren Fray Luis
1591 de León y San
Juan de la Cruz.
1595 Recaudador de impuestos.
Soneto satírico al saqueo de Nace René
1596
Cádiz por los ingleses. Descartes.
Sufre prisión en su etapa
1597
andaluza.
Soneto al túmulo de Felipe Lope de Vega: La
1598 Muere Felipe II.
II. Arcadia.
Felipe III casa con Margarita de
Mateo Alemán:
Austria.
1599 Guzmán de
El duque de Lerma, privado del
Alfarache.
rey.
Nace Calderón de
la Barca.
Shakespeare:
Hamlet.
Orden de traslado de la corte de El Greco: La
1600
Valladolid. Anunciación, San
José con el Niño.
Muere, en auto de
fe, Giordano
Bruno.
1603 Se traslada a Valladolid.

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Guzmán de
1604 Tratado de paz con Inglaterra. Alfarache.
El Greco: La
Sagrada Familia.
Gregorio
Primera parte del Quijote.
Fernández: Cristo
Problemas con la justicia,
de El Pardo.
1605 por un homicidio ocurrido a Nace el futuro Felipe IV.
Fco. López de
la puerta de su casa; breve
Úbeda: La pícara
estancia en prisión.
Justina.
Se establece de nuevo en
1606 La corte vuelve a Madrid. Nace Rembrandt.
Madrid.
Kepler: Tratado
Ingresa en la congregación de astronomía.
Decreto de expulsión de los
1609 de Esclavos del Santísimo Lope de Vega:
moriscos.
Sacramento del Olivar. Arte nuevo de
hacer comedias.
Covarrubias:
Reediciones de La Galatea
Muere la reina Margarita de Tesoro de la
1611 y la primera parte del
Austria. lengua castellana
Quijote.
o española.
Luis de Góngora:
Publica las Novelas Comienza la Guerra de los Soledades.
1613
Ejemplares. Treinta Años. Lope de Vega: La
dama boba.
Muere El Greco.
El príncipe Felipe casa con
1614 Viaje del Parnaso. Beatificación de
Isabel de Borbón.
Santa Teresa.
Harvey descubre
la circulación de la
Segunda parte del Quijote.
sangre.
1615 Ocho comedias y ocho
Tirso de Molina:
entremeses nuevos…
D. Gil de las
calzas verdes.
Muere en Madrid el 22 de Muere William
1616
abril. Shakespeare.
Aparece póstumamente Los
1617 trabajos de Persiles y
Sigismunda.

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3. VIDA Y OBRA DE MIGUEL DE CERVANTES
A pesar de que se puede hablar en el caso cervantino de toda una tradición de
biografías sobre nuestro autor, desde la ya muy lejana de Gregorio Mayans, en el
siglo XVIII, hasta la más cercana a nosotros de Jean Canavaggio, lo cierto es que
todavía hoy la figura y personalidad de Miguel de Cervantes quedan un poco
obscurecidas debido a la falta de documentos que iluminen, como en el caso de Lope
o de Quevedo, momentos importantes del quehacer de nuestro escritor. En este
sentido hay periodos amplios de la vida de Cervantes que hoy desconocemos o de los
que quedan muy pocos datos para poder conocerlos con precisión.
Así, por ejemplo, el único retrato de Cervantes que nos ha llegado, dejando aparte
supercherías y falsificaciones, es el que el propio autor incluye en el prólogo de las
Novelas ejemplares:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las
barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la
boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y esos
mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos
con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva,
antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies.

Retrato sí, pero literario y, además, de una persona ya anciana, pasados los
sesenta y cinco años, en el que se destaca la parte biográfica más heroica («Fue
soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en
las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla
cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan
ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria»); pero que deja fuera otras facetas de su
peripecia vital.
Nace Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares en el mes de septiembre de
1547, acaso el día 29, festividad de San Miguel. En Alcalá residiría durante su
infancia y primera juventud, aunque no se descarta una posible estancia en
Andalucía, lugar en el que su familia paterna tenía ascendencia. En 1566 se encuentra
en Madrid vinculado al Estudio de gramática de la Villa, dirigido por López de
Hoyos, quien le denomina «caro y amado discípulo». Se da a conocer entonces como
poeta.
En 1569, por razones todavía no del todo claras, Cervantes marcha a Italia, donde
residirá algunos años, decisivos para el futuro escritor: lecturas, conocimiento de la

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cultura italiana, etc. Como soldado participará en la batalla de Lepanto (1571), donde
sufrirá graves heridas y en varias acciones en el norte de África. Es hecho prisionero
en Argel, donde permanecerá cautivo cinco años (1575-1580).
A su vuelta, gracias a la intermediación de la Orden Trinitaria, no consigue,
aunque los solicita, ningún trabajo acorde con los méritos que él considera haber
contraído a lo largo de sus años al servicio del Rey de España. Esto le lleva, por un
lado, a evolucionar ideológicamente hacia un escepticismo (también desengaño) de
las cosas de España que tendrá su ejemplo más logrado en el soneto al túmulo
sevillano a Felipe II («[…] miró al soslayo, fuese y no hubo nada»); y, por otro, a
solicitar un oficio en Indias, que tampoco consigue. Solo logra trabajos como
recaudador de impuestos y abastecedor de la flota que le llevan a recorrer Andalucía
entre 1587 y 1601. En esta época sufre de nuevo prisión y empiezan a gestarse las
grandes creaciones cervantinas (el Quijote y las Novelas ejemplares), cuando ya están
lejanas sus primeras tentativas literarias: La Numancia (h. 1583), El trato de Argel (h.
1583), La Galatea (1585).
Sus últimos años, a caballo entre Valladolid (1603-1606) y Madrid (1606-1616),
siguiendo a la corte, revelan, por un lado, una complicada situación personal (cárcel
en Valladolid, problemas económicos, etc.) y, por otro, una febril actividad literaria
que le lleva a publicar antes de morir, el 22 de abril de 1616, dos novelas largas
(primera y segunda parte del Quijote), una colección de novelas cortas (las Novelas
ejemplares), un largo poema en tercetos (el Viaje del Parnaso) y un tomo con ocho
comedias y ocho entremeses «nuevos, nunca representados». Póstumamente
aparecerá un libro de aventuras peregrinas: Los trabajos de Persiles y Sigismunda
(1617).
Cervantes se apega al canon tradicional de la novela pastoril en La Galatea, que
sigue el camino trazado por La Diana, de Jorge de Montemayor, donde una historia
principal sirve de hilo conductor a otras que se suceden y entrelazan. En este caso, la
historia de los amores de Galatea desempeña tal función y en ella confluyen las
restantes. La Galatea supera a la obra de Montemayor pues elabora una estructura
más compleja en la que las historias se entrelazan de tal manera que superan la
estructura lineal de su modelo y añaden elementos procedentes de la novela bizantina
también empleados por el autor en las Novelas ejemplares y en el Persiles:
reconocimientos, equívocos, raptos, peregrinaciones, aventuras sorprendentes, etc.
Tales elementos, junto con otros muchos, anticipan técnicas novelescas que
Cervantes volverá a utilizar de manera magistral en el Quijote. Por todo ello, se ha
definido a La Galatea como el «Primer laboratorio del arte de narrar cervantino»
(Celina Sabor de Cortázar).
Con el Persiles, Cervantes intenta demostrar su pericia en el prestigioso género de
la novela de aventuras peregrinas y, por tanto, equipararse a un escritor clásico. A ello
dedicó gran esfuerzo (el Persiles es, en palabras de E. C. Riley, la obra a la que
dedicó «más indagaciones y lecturas»), solo truncado por la muerte, que le sorprendió

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en la fase final de redacción. Se trata de una obra muy significativa dentro de la
evolución del género en España, por cuanto que Cervantes entendió muy bien los
problemas que traía consigo la hispanización y nacionalización de la novela bizantina
realizadas por Lope de Vega (El peregrino en su patria, 1604), para lo cual lleva a
cabo una síntesis capaz de mantener al mismo tiempo lo genérico de la tradición
griega y las aportaciones españolizadoras de Lope, todo ello con el fin de «competir
con Heliodoro», el modelo de este tipo de narraciones.
El teatro cervantino presenta dos épocas bien definidas: los textos representados
con éxito en la década de los ochenta del siglo XVI y los impresos, pero nunca
representados, que se publican en 1615. De aquellos, en su mayoría perdidos, se
conserva una magistral tragedia (La Numancia) y un texto que inaugura el subgénero
de la comedia de cautivos en España (El trato de Argel). El teatro de la segunda
época, incorporado en su totalidad al volumen mencionado de Ocho comedias y ocho
entremeses nuevos, nunca representados (1615), ofrece una meditada y sugerente
reflexión, en la práctica, de la comedia nueva de Lope de Vega, que encuentra en La
entretenida, El Rufián dichoso y Pedro de Urdemalas sus exponentes mejores. Por su
parte, los entremeses cervantinos constituyen un hito de primer orden en la evolución
de esta expresión dramática con títulos todavía hoy representados y unánimemente
valorados (El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca, etc.).
Y entre esas creaciones, con luz propia, se yerguen las dos partes del Quijote
(1605 y 1615). Esta obra, que con el tiempo ha llegado a ser considerada como la
primera novela moderna o, al menos, como su germen (detrás está la idea de Ortega y
Gasset de que «toda novela lleva dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la
misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Ilíada»), no
deja de ser, en primer término, una parodia de los libros de caballerías con el objetivo
explícito de «poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas
historias de los libros de caballerías» (Q., II, 74). Igual propósito había guiado la
primera parte: «[…] llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más» (Q., I, pról.).
Esta inicial parodia del mundo caballeresco da paso a una de las creaciones artísticas
más deslumbrantes de la literatura occidental, en la que se ha querido ver el inicio de
la novela moderna. Con ella, Cervantes anticipa elementos, técnicas, recursos, que
luego repetirán hasta la saciedad novelistas más cercanos a nosotros: desde Galdós
hasta Flaubert, pasando por Sterne, Faulkner, Proust, Camus, Kafka… Hasta tal punto
que E. C. Riley ha podido afirmar que «toda prosa de ficción es una variación del
Quijote». Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y XVII, recoge en el Quijote toda la
producción literaria anterior: en él puede encontrarse desde la novela pastoril hasta la
sentimental, pasando por la novela psicológica, la novela de aventuras peregrinas, la
novela morisca, romances viejos, versos clásicos, epístolas en prosa, literatura
popular desgranada en sentencias, cuentos, refranes… Toda esta literatura, leída ávida
e inteligentemente por Cervantes, pasa el tamiz de este genial escritor a lo largo de las

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páginas del Quijote, de manera que en ellas da forma a un nuevo género, que no es ni
prosa épica, ni novella al estilo italiano, ni libro de aventuras peregrinas, ni libro de
caballerías… Es, sin duda, otra cosa, desde luego algo muy cercano a lo que
conocemos como novela, la NOVELA con mayúsculas, abriendo el camino que luego
siguieron los escritores ingleses y americanos del XVIII y, ya en el XIX, los españoles y
franceses. Lo cierto es que por esas fechas de hacia 1600 Cervantes estaba creando un
género nuevo, una nueva manera de hacer literatura. Nada más exacto que decir que
hay un antes y un después de Cervantes en la historia de la literatura universal; en su
Quijote encontramos el embrión de la novela moderna.
Con estas obras Cervantes consigue un importante prestigio y reconocimiento en
la república literaria de la época y, también, un puesto de primer orden en la historia
de la literatura española y universal, pues no en vano su Quijote es reconocido como
el embrión de la novela moderna. Y descubre otras cosas importantes: la realidad
cotidiana puede convertirse en literatura y esta, además, no tiene por qué pretender
otra cosa más allá del entretenimiento.
He aquí, finalmente, su propia autobiografía literaria:

Yo corté con mi ingenio aquel vestido


con que al mundo la hermosa Galatea
salió para librarse del olvido.
Soy por quien La Confusa, nada fea,
pareció en los teatros admirable,
si esto a su fama es justo se le crea.
Yo, con estilo en parte razonable,
he compuesto Comedias que en su tiempo
tuvieron de lo grave y de lo afable.
Yo he dado en Don Quijote pasatiempo
al pecho melancólico y mohíno,
en cualquiera sazón, en todo tiempo.
Yo he abierto en mis Novelas un camino
por do la lengua castellana puede
mostrar con propiedad un desatino.
Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos; y al que falta en esta parte,
es fuerza que su fama falta quede.
Desde mis tiernos años amé el arte
dulce de la agradable poesía
y en ella procuré‚ siempre, agradarte.
Nunca voló la pluma humilde mía
por la región satírica: bajeza
que a infames premios y desgracias guía.
Yo el soneto compuse que así empieza,

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por honra principal de mis escritos:
«Voto a Dios que me espanta esta grandeza».
Yo he compuesto romances infinitos,
y el de Los celos es aquel que estimo,
entre otros que los tengo por malditos.
Por esto me congojo y me lastimo
de verme solo en pie, sin que se aplique
árbol que me conceda algún arrimo.
Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique
para dar a la estampa al gran Persiles,
con que mi nombre y obras multiplique.
Yo, en pensamientos castos y sotiles,
dispuestos en sonetos de a docena,
he honrado tres sujetos fregoniles.
También, al par de Filis, mi Silena
resonó por las selvas, que escucharon
más de una y otra alegre cantilena,
y en dulces varias rimas se llevaron
mis esperanzas los ligeros vientos,
que en ellos y en la arena se sembraron. […]

(Viaje del Parnaso, IV, vv. 13-57)

4. Novelas ejemplares

4.1. LA NOVELA CORTA EN ESPAÑA

A partir de la segunda década del siglo XVII el mercado editorial español se inunda
de colecciones de novelas cortas, generalmente enmarcadas, que constituyeron un
éxito de primer orden. Dentro de la ficción en prosa del Siglo de Oro estas novelas
cortas vinieron a sustituir en el gusto popular a los relatos pastoriles y bizantinos tan
abundantes en la segunda mitad del siglo XVI y primeros años del XVII (Los siete
libros de la Diana, de Jorge de Montemayor, 1559; Los trabajos de Persiles y
Sigismunda, de Miguel de Cervantes, 1617, entre otros títulos).

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Precisamente las Novelas ejemplares (1613) abrieron el camino a este género, que
hasta entonces solo se había cultivado en España a través de traducciones de sus
modelos, esto es, los libros italianos de relatos cortos: el Decamerón, traducido bajo
el título de Las cien novellas de Juan Bocacio no menos de cinco veces a lo largo del
siglo XVI; las Piaccevoli noti de Caravaggio traducidas con el título de Honesto y
agradable entretenimiento de damas y galanes; las Novelle de Mateo Bandello,
conocidas en España con el nombre de Historias trágicas ejemplares, sacadas del
Bandello veronés (Salamanca, 1589 y reimpresiones en Madrid, 1596 y Valladolid,
1603), etc.
Con muy pocas excepciones (el Patrañuelo, de Timoneda; algunos cuentos
incorporados en El Scholástico de Cristóbal de Villalón y algunas novelas
intercaladas en el Guzmán de Alfarache…), las colecciones de novela corta se
publican a partir de 1620: Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina (1624, pero
privilegio de impresión y aprobaciones de 1621); Novelas a Marcia Leonarda, de
Lope (1621-1624); Sucesos y prodigios de amor, de Juan Pérez de Montalbán (1624);
Tardes entretenidas, de Alonso del Castillo Solórzano (1625), etc.
A esas alturas de siglo (1620, 1630…) nadie pone reparos ya a este género, pero
los inicios no fueron tan fáciles y las críticas arreciaron: por un lado era un género
nuevo, esto es, sin preceptiva y, por otro, llevaba consigo un barniz de inmoralidad
que le venía de sus precedentes italianos, lo cual motivó los ataques de censores y
moralistas, como el siguiente, que define así las novelas cortas:

Libros llenos de lascivia y torpeza y que, aunque inventados por medio de


hombres viciosos, más bien parece que salieron de los senos del infierno.

(Fray Joseph de Jesús María, Primera parte


de las excelencias de la virtud de la castidad […]
Alcalá de Henares, Viuda de Juan Gracián, 1601)

Esto es probablemente lo que explica la insistencia de Cervantes en repetir (en el


título y en otros lugares) que sus novelas son ejemplares, cuando en realidad, desde el
punto de vista moral, dejan mucho que desear.
Cervantes abrió el camino para el triunfo de este género y a su zaga siguieron los
demás escritores. El cambio de fortuna de la novela corta en España se puede
ejemplificar muy bien con la actitud de Lope frente a ella, pues, si bien en 1621 se
atreve a publicar una novela (Las fortunas de Diana) en el volumen misceláneo La
Filomena, con otras diversas rimas, prosas y versos de Lope de Vega Carpio
(Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, 1621) y dice tener preparadas varias
más, unos años antes, en 1602 se expresaba en términos muy duros y contrarios:

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Ni es bien escribir por términos tan inauditos que a nadie pareciesen
inteligibles; pues si acaso las cosas son oscuras, los que no han estudiado
maldicen el libro, porque quisieran que todo estuviera lleno de cuentos y novelas,
cosa indigna de hombres de letras; pues no es justo que sus libros anden entre
mecánicos e ignorantes, que cuando no es para enseñar, no se ha de escribir para
los que no pudieron aprender.

(Dedicatoria a don Juan de Arguijo en las Rimas


[Sevilla, 1602/1604])

4.2. CERVANTES ANTE LA NOVELA CORTA

Cuando en 1612 Cervantes entrega a la imprenta un volumen de doce novelas


cortas bajo el título general de Novelas ejemplares, no era este el trabajo experimental
e ingenuo de un recién llegado a la literatura, sino que es el fruto de lo que el autor
venía trabajando desde bastante tiempo atrás y seguirá cultivando aun después.
En este sentido, las Novelas ejemplares son un trabajo experimental, por
novedoso, en el contexto literario de la época, en la medida en que nadie por esas
fechas estaba haciendo algo parecido; pero no improvisado, antes al contrario: en
buena medida es consecuencia de la reflexión que Cervantes viene llevando a cabo,
casi desde el principio de su producción literaria, sobre el género de la novela corta,
probablemente leído y asimilado en Italia durante su larga estancia en ese país y,
después, a través de otras muchas lecturas.
En efecto, ya en La Galatea (1585) encontramos este tipo de narraciones. El libro
se apega al canon tradicional de la novela pastoril, en el camino trazado por la Diana
de Montemayor, donde una historia principal sirve de hilo conductor a otras que se
suceden y entrelazan. En este caso, la historia de los amores de Galatea desempeña
tal función y en ella confluyen las restantes: la trágica narración en las riberas del
Betis; la historia de los dos amigos, Timbrio y Silerio, enamorados de Nísida; la
historia de los hermanos gemelos (Teolinda y Leonarda, por un lado, Artidoro y
Galercio, por otro); la narración de Rosaura y Grisaldo, etc. Algunas de estas
narraciones pueden ser consideradas novelas cortas al estilo italiano, como la ya
mencionada novela de los dos amigos, Timbrio y Silerio, ambos enamorados de
Nísida: los dos sacrifican sus propias preferencias por el otro y al fin logran resolver
el caso mediante la intervención de una hermana de aquella, Blanca, que pasa a ser el
amor de Silerio, mientras que Nísida se une a Timbrio. El argumento procede de la
novela octava de la jornada décima del Decamerón de Boccaccio. El italiano la sitúa
en la Grecia de la antigüedad; los protagonistas son Tito y Gisippo, por una parte, y
Sofronia y su hermana Fulvia, por otra. En cambio Cervantes sitúa los hechos en
Jérez y Nápoles y en su época; los protagonistas son audaces y valerosos, hay

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abordajes, cautivos… La narración se muestra más objetiva en el original de
Boccaccio, mientras que Timbrio y Silerio la cuentan de forma mucho más personal
en sus casos y se utiliza el ambiente pastoril para la resolución final y feliz de la
trama.
Asimismo, como se sabe, la primera noticia que se tiene de Rinconete y
Cortadillo, la tercera de las Novelas ejemplares, la proporciona Don Quijote, cuando
tras pasar varios capítulos en la venta de Palomeque se describe con detalle la maleta
en que se hallaba El curioso impertinente, leída poco antes, no sin un evidente guiño
al lector:

El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había
hallado en un aforro de la maleta donde halló la Novela del Curioso impertinente
y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos, que
pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego,
vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por
donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente
había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un
mesmo autor; y, así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese
comodidad.

Con comodidad también la pudo leer en fechas no lejanas otro hombre de


religión, el Cardenal Arzobispo de Sevilla Don Fernando Niño de Guevara, a través
de la miscelánea que le compiló Francisco Porras de la Cámara y que incluía también
La tía fingida (novela muchas veces atribuida a Cervantes) y el Celoso extremeño.
Estas versiones, con singulares e importantes variaciones con respecto a los textos
de 1613, permanecieron incógnitas en la Biblioteca Colombina hasta que Isidoro
Bosarte, secretario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, las
encontró allí en 1788 y dio noticia de ellas al publicarlas de seguido en el Gabinete
de Lectura Española. Gracias a Bosarte se pueden utilizar hoy, pues el manuscrito
compilado por Porras de la Cámara desapareció de manera definitiva en 1823.
Guiño cervantino al lector al anunciar otras obras suyas, sí; pero también, muestra
palpable del gusto de Cervantes por el género de la narración corta, que, como se ha
visto antes, comienza con las novelas intercaladas en la Galatea, se mantiene sin
duda a lo largo de esos años que permanece alejado, al menos de cara al público, de
la literatura y reaparece también a través de las novelas intercaladas de los dos
Quijotes.
Así, en el primer Quijote se inserta una serie de historias y episodios marginales
completamente ajenos a la trama central, algunos de los cuales pueden ser
considerados plenamente como novelas cortas: la historia de Grisóstomo y la pastora
Marcela (caps. 9 y ss.), la novela de El curioso impertinente (caps. 30-35), la historia
del capitán cautivo (caps. 39-41), la de los amores cruzados entre Dorotea, Luscinda,

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Cardenio y don Fernando; la historia de los amores del mozo de mulas con doña
Clara, la hija de oidor y sobrina del capitán cautivo (cap. 43); y la de Leandra y
Vicente de la Rosa (cap. 51), que conocemos a través del relato del cabrero Eugenio.
En la segunda parte, ahora ya sí plenamente imbricadas en la acción principal de
las aventuras de Don Quijote y Sancho, se encuentran las siguientes: las bodas de
Camacho el Rico (caps. 19-21), los aldeanos que rebuznan (caps. 25-27), el relato de
doña Rodríguez (caps. 48, 52, 56, 66), la historia de la hija de Diego de la Llana y el
hermano de esta (cap. 49), la de Claudia Jerónima (cap. 60) y la de Ana Félix, la hija
del morisco Ricote (caps. 54, 63 y 65).
Incluso en el Persiles, la obra póstuma, todavía aparece algún elemento de novela
corta, no tanto desde la práctica sino, algo que Cervantes ya había hecho en otras
ocasiones (v.g. en los capítulos vigésimo segundo y cuadragésimo séptimo de la
primera parte del Quijote y en el tercero y cuadragésimo cuarto de la segunda), desde
la reflexión teórica sobre cómo deben ser las novelas. Así, es posible encontrar
afirmaciones tan interesantes como la siguiente, muy útil, además, para entender el
arte cervantino de las Novelas ejemplares: «La salsa de los cuentos es la propiedad
del lenguaje en cualquiera cosa que se diga» (Persiles, lib. III, cap. 7).
Sin duda, el género de la novela corta debió de gustar especialmente a Cervantes;
de ahí la práctica constante a lo largo de toda su carrera literaria, desde el principio
hasta sus últimos trabajos; de ahí el elevado número de narraciones de ese tipo que
escribió, la variedad de ellas y la bondad de muchas. Todo ello lleva a poder afirmar
que Cervantes, con palabras de Agustín González de Amezúa, es el «creador de la
novela corta española».

4.3. CERVANTES ANTE LAS Novelas ejemplares

Pocas cosas señala Cervantes sobre sus Novelas ejemplares. El prólogo que las
antecede es profundamente ambiguo en lo que se refiere a la ejemplaridad de la
novelas, como también en lo que tiene que ver con su estructura («[…] de estas
novelas que te ofrezco, en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen
pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les pareza […]»). Es inequívoca, en cambio,
la rotundidad con que expresa su orgullo de iniciador del género en España («[…] yo
soy el primero que ha novelado en lengua castellana […]») y, asimismo el objetivo
final que persigue con estas doce novelas, que no es otro que el del entretenimiento;
no es un texto pensado para enseñar, para formar (aun deleitando, con el precepto
horaciano por detrás), sino para entretener, para ocupar el tiempo de ocio, esas «horas
[…] de recreación, donde el afligido espíritu descanse», lo cual supone una
concepción radicalmente nueva y moderna de la literatura de ficción, la misma que
subyace en el Quijote.
En otro lugar, el Viaje del Parnaso, el autor ofrece un interesante juicio sobre su

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propósito al escribir el volumen de 1613: «Yo he abierto en mis Novelas un camino /
por do la lengua castellana puede / mostrar con propiedad un desatino» (VP, IV, vv.
25-27). Este texto puede entenderse mejor con estos otros versos también del mismo
poema:

Palpable vi… Mas no sé si lo escriba,


que a las cosas que tienen de imposibles
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva;
las que tienen vislumbre de posibles,
de dulces, de suaves y de ciertas,
explican mis borrones apacibles.
Nunca a disparidad abre las puertas
mi corto ingenio y hállalas contino
de par en par la consonancia abiertas.
¿Cómo pueda agradar un desatino,
si no es que de propósito se hace,
mostrándole el donaire su camino?
Que entonces la mentira satisface
cuando verdad parece y está escrita
con gracia que al discreto y simple aplace.

(Viaje al Parnaso, VI, 49-63)

Mostrar con propiedad un desatino. He aquí la clave del arte cervantino de la


novela corta: ofrecer un disparate, algo aparentemente equivocado o desconcertado,
pero que pueda pasar por verdadero, esto es, verosímil: no se trata de ofrecer hechos
reales, sino verosímiles, o lo que es lo mismo, acciones que, no habiendo sucedido,
den la impresión de que sí pudieran haber tenido lugar. Ese disparate se plantea
conscientemente y lo importante es introducir toda una serie de elementos
(«mostrándole el donaire su camino») que permitan convertir el disparate en algo
verosímil, pues así «[…]la mentira satisface / cuando verdad parece». Para ello es
necesario hacerlo con propiedad, «con gracia», esto es, como dice un personaje del
Persiles, «La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que
se diga» (lib. III, cap. 7).
En efecto, por un lado, las doce novelas cortas cervantinas no son sino doce
desatinos: una gitana que enamora a un caballero de la corte al que convence para
abandonar familia y amigos y convertirse en gitano; una fregona que es ilustre y que
no friega en el mesón; un licenciado que se cree de vidrio; dos perros que hablan; una
española que, además, es inglesa en un momento en que las dos naciones eran
enemigas irreconciliables; una pareja de pícaros que ni siquiera pueden robar porque
se dan cuenta de que la libertad para manejar los naipes y «cortar bolsas» que

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Madrid, Toledo, las ventas y el camino les proporcionaban no existe en Sevilla; más
aún, quedan asombrados de la existencia de una especie de mafia que impone sus
normas y condiciones: «Yo pensé —dijo Cortado— que el hurtar era oficio libre,
horro de pecho y alcabala y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la
garganta y a las espaldas». Es necesario pasar por la aduana de Monipodio, «padre»,
«maestro» y «amparo» de los ladrones de Sevilla. etc. Y en todas y cada una de ellas,
Cervantes despliega un arsenal de recursos para conseguir hacer creer al lector que
esos desatinos podrían haber sucedido. Pero con estos doce desatinos se estaban
sentando las bases de una nueva manera de concebir la literatura en la que la
enseñanza, el mensaje moral quedaba relegado a un plano muy secundario. Así lo
expresa con rotundidad en el prólogo, que hay que leer en paralelo con el del primer
Quijote. Ambos van dirigidos a un mismo lector, ocioso, que encuentra en estas obras
no una lección, no enseñanza, sino mero placer y deleite; lo que se insinúa en el
primer Quijote por medio del adjetivo con el que se califica al lector, desocupado, se
afirma con rotundidad en el prólogo de las Novelas ejemplares al comparar la lectura
del libro con la sensación que produce el paseo por una alameda, se acude a una
fuente o se cultiva un jardín. Se trata, por tanto, de un libro que establece unos
principios básicos novedosos: cómo se concibe la literatura, su función, a quién va
dirigida. Las Ejemplares, en definitiva son verdadera y señera obra maestra que no ha
de entenderse al margen del Quijote, sino conjunta y complementariamente con aquel
en la creación de la moderna literatura de entretenimiento.
Y, por otro, son un prodigio en el uso y variedad de los registros lingüísticos:
lenguaje de germanía, recursos propios de los diálogos humanísticos, lenguaje
cortesano, estudiantil, comediesco… Una de las novelas puede servir de ejemplo:
Rinconete y Cortadillo. En ella, el primer encuentro de Rincón y Cortado se
manifiesta a través del uso hipócrita de los tratamientos («—¿De qué tierra es vuesa
merced, señor gentilhombre y para adónde bueno camina? […] Mi tierra, señor
caballero —respondió el preguntado—, no la sé, ni para dónde camino, tampoco». Su
contacto con la cofradía de Monipodio se dificulta precisamente por el lenguaje:

—Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada o no?


—No entendemos esa razón, señor galán —respondió Rincón.
—¿Que no entrevan, señores murcios? —respondió el otro.
—Ni somos de Teba ni de Murcia —dijo Cortado—. Si otra cosa quiere,
dígala; si no, váyase con Dios.
—¿No lo entienden? —dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender y a
beber, con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes
ladrones.

El lenguaje se convierte también en recurso de comicidad a través, por ejemplo,


de las abundantes prevaricaciones lingüísticas que cometen los personajes, o cuando

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le oímos sentenciar a Monipodio: «Digo que sola esa razón me convence, me obliga,
me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os
sobrelleve el año de noviciado»; pero también es una forma de protección de los
delincuentes, pues manejando habitualmente palabras como cuatrero, ansia, rosnos y
primer desconcierto y tantas otras, solo ellos se entienden, de ahí las dificultades
iniciales de los nuevos cofrades Rincón y Cortado. Y adquiere finalmente una
importancia sustancial, pues en el seno de una sociedad que les constriñe, que les
ahoga, Rincón y Cortado encuentran en el lenguaje una manera de situarse por
encima de los demás: lo que les distingue es su capacidad para dominar el lenguaje y
utilizarlo apropiadamente, cosa que no pueden hacer los demás. Por eso Monipodio,
que no sabe leer, le da a leer a Rinconete un librillo de memoria (con el célebre
memorial) y, por eso también, el narrador concluye: «Era Rinconete, aunque
muchacho, de muy buen entendimiento y tenía un buen natural y, como había andado
con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje y dábale gran
risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía
y bendita comunidad». Por eso, en fin, la novela se acaba convirtiendo —las palabras
son de Antonio Rey Hazas— «en una reflexión metanovelesca sobre el poder del
lenguaje, pues muestra la superioridad de quienes lo dominan sobre los que lo
manejan con impericia».
Variedad de registros lingüísticos, sí, pero también genéricos. Si, en una ocasión,
Menéndez Pelayo afirmó del Quijote que «de cualquier modo que se le considere, es
un mundo poético completo, encierra episódicamente, y subordinados al grupo
inmortal que le sirve de centro, todos los tipos de la anterior producción novelesca, de
suerte que con él solo podría adivinarse y restaurarse toda la literatura de imaginación
anterior a él, porque Cervantes se la asimiló e incorporó toda en su obra», algo
similar se podría decir de las Novelas ejemplares, donde es posible encontrar,
sabiamente mezclados e incorporados, buena parte de los géneros que la ficción
literaria de la época ofrecía a un escritor.
En este sentido, La gitanilla es una singular mistura de elementos teatrales,
pastoriles, caballerescos y cortesanos, todo ello desarrollado en ambiente gitanesco.
El amante liberal incorpora elementos de novela bizantina y de los relatos de
cautivos. Rinconete y Cortadillo es un relato a caballo entre la picaresca —sutilmente
interpretada— y el teatro (un entremés de figuras). La española inglesa es una novela
bizantina. El licenciado Vidriera puede considerarse como una contranovela
picaresca a la que se añaden elementos de relato folclórico, de las fábulas milesias y
de la literatura de la locura. La fuerza de la sangre mezcla elementos de novelle
italiana y comedia. El celoso extremeño constituye una novela muy compleja en la
que se fusionan la tradición del chiste y la facecia, por un lado, pero, también, rasgos
de novelle y de teatro. La ilustre fregona reúne elementos de novela picaresa —muy
idealizada— y bizantina. Las dos doncellas incorpora aspectos de novelle italiana,
caballerescos y de las cuestiones de amor. La señora Cornelia, de difícil adscripción

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genérica, puede situarse en la tradición de la novelle italiana. En El casamiento
engañoso Cervantes noveliza una facecia de tradición italiana. Finalmente, el
Coloquio de los perros es una magistral combinación de novela picaresca, fábulas
milesias y relatos lucianescos.
Con todos estos ingredientes Cervantes consigue crear una de las obras más
audaces, novedosas y modernas de la prosa de ficción aurisecular.

5. OPINIONES SOBRE LA OBRA


Un enemigo de Cervantes ante las NE

Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede


ni debe ir sin prólogo; y así sale al principio desta segunda parte de sus hazañas
este, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso
Miguel de Cervantes Saavedra y más humilde que el que segundó en sus Novelas,
más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas […]
Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes
y, por los años, tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan y por ello está
tan falto de amigos que, cuando quisiera adornar sus libros con sonetos
campanudos, había de ahijarlos, como él dice, al preste Juan de las Indias o al
emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se
ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los
suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura y ¡plegue a Dios
aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado!; conténtese con su
Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse.

(Alonso Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo don Quijote de la


Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras,
Tarragona, 1614, prólogo, ed. de Luis Gómez Canseco, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2000, pp. 195 y 197-9)

Cervantes como modelo de la novela corta en España

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[…] y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo,
también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias,
en que no faltó gracia y estilo a Miguel de Cervantes.

(Lope de Vega, La Filomena […] («Las fortunas de Diana»),


Barcelona, Sebastián de Cormellas, 1621, f. 58v.-59,
ed. de Francisco Rico, Madrid, Alianza Editorial, 1968, p. 28)

Cervantes convertido en modelo de la novela corta española

Pareceme, señores, que después que murió nuestro español Boccaccio, quiero
decir Miguel de Cervantes, ejecutor acérrimo de la expulsión de andantes
aventuras…

(Tirso de Molina, Cigarrales de Toledo, 1621,


ed. de Luis Vázquez Fernández, Madrid, Castalia, 1996, p. 236)

Sobre la ejemplaridad de las NE

Desviemos, en consecuencia, los problemas de la ejemplaridad de estas


novelitas al campo neutro de la eutrapelia. Con tal maniobra relucen con más luz
aún aquellas palabras «yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana»,
que el propio Cervantes se encarga de recuadrar en forma categórica y rotunda:
«Me doy a entender y es así». Esta taxativa afirmación de originalidad y prioridad
no es ni más ni menos que una nueva declaración de la libertad del artista. Él no
tiene modelos literarios, ni los ha querido buscar, inmenso himno de liberación
artística que Cervantes comenzó a modular con do de pecho en el Quijote de
1605. Suponer que después de 1605 podría imitar a otros artistas sería suponer un
retraso intelectual equivalente a la anulación homicida del artista liberado […] En
este nuevo terreno creo que podemos y debemos, replantear el problema de la
ejemplaridad de estas novelas. Son ejemplares, evidentemente, porque pueden
servir de ejemplo y modelo a las nuevas generaciones artísticas españolas […]
Lope tuvo que reconocer la ejemplaridad de las novelas cervantinas, por más a
regañadientes que lo hiciese, en el sentido de que el único modelo a seguir en
España, el único que puede recordar y citar [al comienzo de las Novelas a Marcia
Leonarda], es Miguel de Cervantes y sus Novelas ejemplares. Para escribir
novelas cortas había que modelarse en las de Cervantes, que en este sentido eran
ejemplares. Detrás de Cervantes, en España, no había nada. Y esto lo sabía muy

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bien el manco sano, como lo demuestra cada línea del prólogo que él puso a sus
novelitas.

(Juan Bautista Avalle-Arce, prólogo a su edición de las


Novelas ejemplares, Madrid, Castalia, 1987, 3.ª ed., vol. I, pp. 16-18)

El marco (implícito) de las NE

Un lector se daría cuenta de las vinculaciones temáticas o argumentales, otro


fijaría su atención en las relaciones constructivas, este vería cómo se reiteran
determinados procedimientos técnicos o estilísticos, ese detendría su atención en
diversos elementos de la poética común, aquel captaría el carácter medular del
Coloquio, el de más acá anotaría la ironía que preside buena parte de estos
relatos, el de más allá se interesaría por la actitud crítica o por la nivelación
literaria de lo social, el último, en fin, establecería nexos variados de afinidad y
diversidad que aúnan las más dispares novelas… Pero, de esta o de otra manera,
en cualquier caso, mezclando o separando criterios, observaría relaciones íntimas
entre las novelas: de uno u otro tipo, con mayor o menor finura; pero los vería.
Porque ahí radica la extraordinaria intuición cervantina, ahí su impar
concepción novelesca y su portentosa maestría técnica y expresiva: en el hecho de
haber sido capaz de concebir y realizar un marco implícito y, en consecuencia,
nuevo, diferente por completo a los de sus contemporáneos, radicalmente
innovador, actual, que lleva derecho a la novela moderna, hacia nuestros días, en
la medida en que los doce relatos configuran un todo coherente, uniforme y
cohesionado, al mismo tiempo que mantienen independiente la peculiaridad de
cada uno de ellos. Cervantes, además, y es lo más sorprendente, sabía muy bien lo
que estaba haciendo. Por eso advierte previamente a sus lectores: «si bien lo
miras […], así de todas juntas como de cada una de por sí». Solo él podía haber
hecho una cosa así; solo él lo hizo. No es de extrañar que sus coetáneos, Tirso a la
cabeza, no le entendieran bien. Habían de pasar muchos años para poder
comprender tan magno, audaz e innovador avance de la teoría y de la práctica
novelescas.

(Antonio Rey Hazas, «Novelas ejemplares»,


Anthony Close et alii, Cervantes, Alcalá de Henares,
Centro de Estudios Cervantinos, 1995, p. 209)

Literatura y realidad en las NE

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La narrativa cervantina —representada por «libros» como el Quijote, pero
también por «novelas» como La gitanilla— lleva a la ficción un debate
epistemológico de alta repercusión en el pensamiento de la época: el que afronta
el problema de la naturaleza de la realidad y el de las relaciones de la literatura
con la realidad. Para un hombre del Renacimiento, al filo ya del Barroco, la
realidad es poliédrica, perspectivista e interpretable, y los viejos géneros trazados
por la perspectiva clasicista no resultaban ya aptos para dar cuenta de ella. Frente
al «las cosas son» de la literatura precedente, Cervantes pone en pie la literatura
de «las cosas parecen». Toda narración de un hecho —histórico o ficticio— no
podrá ser otra cosa que la elección de una lectura —entre otras muchas posibles—
para tal hecho, porque cualquier suceso admite tantas lecturas como espectadores.
Lo que equivale a afirmar que, desde el punto de vista del discurso, no existen
hechos, sino interpretaciones; y las varias interpretaciones de un mismo hecho —
sin dejar de reflejar el hecho— podrán incluso contradecirse. En última instancia,
la narrativa de Cervantes está novelizando el problema de la incapacidad de
cualquier discurso para dar cuenta, exacta e imparcial, de una realidad viva, a la
vez que pone en evidencia el carácter problemático de la realidad.

(Javier Blasco, «Estudio preliminar» a Miguel de Cervantes,


Novelas ejemplares, ed. de Jorge García López,
Barcelona, Crítica, 2001, p. xxxix)

6. BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
Ediciones

En ediciones de obras completas

—SCHEVILL, R. y BONILLA, A., Madrid, Impr. B. Rodríguez-Gráficas reunidas, 1914-


41. NE: Gráficas Reunidas, I-1922, II-1923, III-1925.
—SEVILLA, F. y REY, A., Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1993-
1995, 3 vols. NE: vol. II.
———, Madrid, Alianza Editorial, 1996-1999. NE en vols.: 6 [La gitanilla. El
amante liberal], 7 [Rinconete y Cortadillo], 8 [La española inglesa. El licenciado

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Vidriera. La fuerza de la sangre], 9 [El celoso extremeño], 10 [La ilustre fregona. Las
dos doncellas. La señora Cornelia] y 11 [El casamiento engañoso. El coloquio de los
perros].
—VALBUENA PRAT, A., México, Aguilar, 1995, 1.ª reimpresión, 2 vols. NE: vol. II.
—YNDURÁIN, D., Madrid, Turner, 1993, 4 vols. NE: vol. III.
Ediciones sueltas
—Ed. facsímil, Madrid, RAE, 1981.
—AVALLE-ARCE, J. B., Madrid, Castalia, 1989, 3 vols.
—BAQUERO GOYANES, M., Madrid, Edit. Nacional, 1976, 2 vols.
—GARCÍA LÓPEZ, Javier, Barcelona, Crítica, 2001, 2.ª ed., 2005.
—GARCÍA LORENZO, L., Madrid, Espasa-Calpe, 1983, 2 vols.
—LUTTIKHUIZEN, F., Barcelona, Planeta, 1994.
—RIUS, L., México, UNAM, 1978, 1.ª reimpr., 2 vols.
—RODRÍGUEZ-LUIS, J., Madrid, Taurus, 1985, 2 vols.
—RODRÍGUEZ MARÍN, F., Madrid, Espasa-Calpe, 1965, 2 vols.
—SEVILLA, F. y REY, A., Madrid, Espasa-Calpe, 1991, 2 vols.
—SIEBER, H., Madrid, Cátedra, 1980, 2 vols.

Estudios

—Anales Cervantinos, revista publicada por el Instituto de Filología Miguel de


Cervantes del C.S.I.C. desde 1951.
—AVALLE-ARCE, Juan Bautista, «Cervantes y el Quijote», Francisco Rico, Historia y
Crítica de la Literatura Española. Siglos de Oro: Renacimiento, Barcelona, Crítica,
1980, pp. 591-619.
———, «Cervantes y el Quijote», Francisco Rico, Historia y Crítica de la Literatura
Española. Siglos de Oro. Primer Suplemento, Barcelona, Crítica, 1991, pp. 292-302 y
337-338.
—AVALLE-ARCE, Juan Bautista y RILEY, E. C., eds., Suma cervantina, Londres,
Tamesis Books, 1973.
—BLECUA, Alberto, «Las Novelas ejemplares», Anthropos, 98-99 (1989), pp. 73-6.
—BOYD, Stephen, ed., A Companion to Cervantes’s Novelas Ejemplares, Suffolk,
Tamesis, 2005.
—BUSTOS TOVAR, Jesús (ed.), Lenguaje, ideología y organización textual en las
«Novelas ejemplares», Madrid, Universidad Complutense, 1983.
—CANAVAGGIO, Jean, Cervantes. En busca del perfil perdido, Madrid, Espasa-Calpe,
1992, 2.ª, ed. aumentada y corregida.
—CASALDUERO, Joaquín, Sentido y forma de las «Novelas ejemplares» [1943],
Madrid, Gredos, 1962.

www.lectulandia.com - Página 30
—Cervantes, revista semestral publicada por la Cervantes Society of America desde
1981.
—DRAKE, Dana B., Cervantes’ Novelas ejemplares, A Selective Annotated
Bibliography, Nueva York, Garland, 1981, 2.ª ed.
—EL SAFFAR, Ruth S., Novel to Romance, A Study of Cervantes’ «Novelas
ejemplares», Baltimore, John Hopkins Univ., 1974.
—FORCIONE, Alban K., Cervantes and the Humanist Vision. A Study of Four
Exemplary Novels, Princeton, Princeton University Press, 1982.
—GONZÁLEZ DE AMEZÚA, Agustín, Cervantes creador de la novela corta española
[1956], Madrid, C.S.I.C., 1982, reimpresión, 2 vols.
—ICAZA, F. A., Las «Novelas ejemplares», Madrid, 1928.
—NERLICH, Michael y SPADACCINI, Nicholas (eds.), Cervantes’s Exemplary Novels
and the Adventure of Writing, Minneapolis, The Prisma Institute, 1989.
—PABST, Walter, La novela corta en la teoría y en la creación literaria. Notas para
el estudio de su antinomia en las literaturas románicas, Madrid, Gredos, 1972.
—REY HAZAS, Antonio, «Novelas ejemplares», CLOSE, A. et alii, Cervantes, Alcalá
de Henares, Centro de Estudios Cervantinios, 1995, pp. 173-209.
—RILEY, E. C., Teoría de la novela en Cervantes (1966), Madrid, Taurus, 1989, 3.ª
reimpresión.
—RODRÍGUEZ LUIS, Julio, Novedad y ejemplo en las novelas de Cervantes, Madrid,
José Porrúa Turanzas, 1980-1984, 2 vols.
—ZIMIC, Stanislav, Las «Novelas ejemplares» de Miguel de Cervantes, Madrid, Siglo
XXI, 1994.
—VV. AA., Las Ejemplares (1613-2013), número monográfico de Ínsula, 799-800,
2013.

7. LA EDICIÓN
Las Novelas ejemplares se publicaron en Madrid, en la imprenta de Juan de la
Cuesta durante el otoño de 1613. Sin llegar a constituir un «best seller», lo cierto es
que ha sido una obra reeditada en numerosísimas ocasiones, desde los días
cervantinos hasta hoy mismo. El texto que reproduzco a continuación pretende, de
acuerdo con los criterios de esta colección, ofrecer una lectura fiable del texto de
1613, sin variantes, convenientemente modernizado de acuerdo con las normas

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actuales de puntuación y acentuación, pero respetando aquellos elementos
característicos del español de principios del siglo XVII (vacilaciones, formas verbales,
usos lingüísticos peculiares, etc.), para lo cual he tenido en cuenta la fecunda
tradición editorial de las Novelas (véase el apartado Ediciones de la Bibliografía). La
anotación es esencial y básica, con el propósito de aclarar palabras, frases y
expresiones que pudieran plantear problemas al lector.
Quiero dejar constancia de la colaboración de Álvaro Cimas Hernando para llevar
a cabo este trabajo.

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Novelas ejemplares

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FE DE ERRATAS[1]
Vi las doce Novelas compuestas por Miguel de Cervantes y en ellas no hay cosa
digna que notar que no corresponda con su original.
Dada en Madrid, a siete de agosto de 1613.
El Licenciado Murcia de la Llana[2]

TASA[3]
Yo, Hernando de Vallejo[4], escribano de cámara del rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro que
con su licencia fue impreso, intitulado Novelas ejemplares, compuesto por Miguel de
Cervantes Saavedra, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene setenta y un
pliegos y medio, que al dicho precio suma y monta docientos y ochenta y seis
maravedís en papel y mandaron que a este precio, y no más, se venda y que esta tasa
se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo
que por él se ha de pedir y llevar, como consta y parece por el auto y decreto que está
y queda en mi poder, a que me refiero.
Y para que dello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fe, en la villa de
Madrid, a doce días del mes de agosto de mil y seiscientos y trece años.
Hernando de Vallejo

Monta ocho reales y catorce maravedís en papel[5].


Vea este libro el padre presentado[6] Fr. Juan Bautista, de la orden de la Santísima
Trinidad y dígame si tiene cosa contra la fe o buenas costumbres y si será justo
imprimirse.
Fecho en Madrid, a 2 de julio de 1612[7].
El Doctor Cetina

APROBACIÓN

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Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general por el
ilustrísimo cardenal D. Bernardo de Sandoval y Rojas, en corte, he visto y leído las
doce Novelas ejemplares, compuestas por Miguel de Cervantes Saavedra y supuesto
que es sentencia llana del angélico doctor Santo Tomás, que la eutropelia es virtud, la
que consiste en un entretenimiento honesto[8], juzgo que la verdadera eutropelia está
en estas Novelas, porque entretienen con su novedad, enseñan con sus ejemplos a huir
vicios y seguir virtudes y el autor cumple con su intento, con que da honra a nuestra
lengua castellana y avisa a las repúblicas de los daños que de algunos vicios se
siguen, con otras muchas comodidades y, así, me parece se le puede y debe dar la
licencia que pide, salvo etc.
En este convento de la Santísima Trinidad, calle de Atocha, en 9 de julio de 1612.
El padre presentado
Fr. Juan Bautista[9]

APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo de Su Majestad, he hecho ver
este libro de Novelas ejemplares y no contiene cosa contra la fe ni buenas
costumbres, antes con semejantes argumentos nos pretende enseñar su autor cosas de
importancia y el cómo nos hemos de haber en ellas y este fin tienen los que escriben
novelas y fábulas y, ansí, me parece se puede dar licencia para imprimir.
En Madrid, a nueve de julio de mil y seiscientos y doce.
El Doctor Cetina

APROBACIÓN
Por comisión de vuestra alteza he visto el libro intitulado Novelas ejemplares, de
Miguel de Cervantes Saavedra y no hallo en el cosa contra la fe y buenas costumbres,
por donde no se pueda imprimir, antes hallo en el cosas de mucho entretenimiento
para los curiosos lectores y avisos y sentencias de mucho provecho y que proceden de
la fecundidad del ingenio de su autor, que no lo muestra en este menos que en los
demás que ha sacado a luz. En este monasterio de la Santísima Trinidad, en ocho de
agosto de mil y seiscientos y doce.
Fray Diego de Hortigosa

APROBACIÓN
Por comisión de los señores del Supremo Consejo de Aragón vi un libro
intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento[10]; su autor: Miguel
de Cervantes Saavedra y no solo no hallo en el cosa escrita en ofensa de la religión
cristiana y perjuicio de las buenas costumbres, antes bien confirma el dueño desta

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obra la justa estimación que en España y fuera della se hace de su claro ingenio,
singular en la invención y copioso en el lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y
admira, dejando desta vez concluidos con la abundancia de sus palabras a los que,
siendo émulos de la lengua española, la culpan de corta y niegan su fertilidad y, así,
se debe imprimir. Tal es mi parecer.
En Madrid, treinta y uno de julio de mil y seiscientos y trece.
Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo[11]

EL REY[12]
Por cuanto, por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que
habíades compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo
entretenimiento, donde se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana,
que os había costado mucho trabajo el componerle y nos suplicastes os mandásemos
dar licencia y facultad para le poder imprimir y privilegio por el tiempo que fuésemos
servido o como la nuestra merced fuese, lo cual, visto por los del nuestro Consejo,
por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la pragmática[13] por nos sobre
ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la
dicha razón y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para
que, por tiempo y espacio de diez años cumplidos primeros siguientes, que corran y
se cuenten desde el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona
que para ello vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el
dicho libro que de suso se hace mención. Y por la presente damos licencia y facultad
a cualquier impresor destos nuestros reinos que nombráredes, para que durante el
dicho tiempo lo pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que
va rubricado y firmado al fin, de Antonio de Olmedo, nuestro escribano de cámara y
uno de los que en el nuestro Consejo residen, con que antes que se venda le traigáis
ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está
conforme a él, o traigáis fe en pública forma, como por corrector por nos nombrado
se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original. Y mandamos al impresor
que ansí imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél ni
entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo
imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha corrección y tasa, hasta que antes
y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y
estando hecho y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer
pliego, en el cual, inmediatamente, se ponga esta nuestra licencia y la aprobación,
tasa y erratas; ni lo podáis vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que
esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas
contenidas en la dicha pragmática y leyes de nuestros reinos, que sobre ello disponen.
Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra licencia, no lo
pueda imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere y vendiere, haya perdido

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y pierda cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere y más incurra en pena
de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere. De la cual dicha
pena sea la tercia parte para nuestra Cámara y la otra tercia parte para el juez que lo
sentenciare y la otra tercia parte para el que lo denunciare. Y mandamos a los del
nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles
de la nuestra casa y corte y Chancillerías y otras cualesquier justicias de todas las
ciudades, villas y lugares destos nuestros reinos y señoríos y a cada uno dellos, ansí a
los que agora son, como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan
esta nuestra cédula y merced, que ansí vos hacemos y contra ella no vayan, ni pasen
ni consientan ir ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced, y de diez
mil maravedís para la nuestra Cámara.
Fecha en Madrid, a veinte y dos días del mes de noviembre de mil y seiscientos y
doce anos.
YO EL REY.
Por mandado del Rey nuestro Señor,
Jorge de Tovar

PRIVILEGIO DE ARAGÓN
Nos, Don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Aragón, de León, de
las dos Sicilias, de Jerusalem, de Portugal, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de
Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de
Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algecira,
de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y
Tierrafirme del mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante,
de Milán, de Atenas y Neopatria, conde de Abspurg, de Flandes, de Tirol, de
Barcelona, de Rosellón y Cerdaña, marqués de Oristán y conde de Goceano.
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos ha sido hecha
relación que con vuestra industria y trabajo habéis compuesto un libro intitulado
Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, el cual es muy útil y provechoso
y le deseáis imprimir en los nuestros reinos de la Corona de Aragón, suplicándonos
fuésemos servido de haceros merced de licencia para ello e nos, teniendo
consideración a lo sobredicho y que ha sido el dicho libro reconocido por persona
experta en letras y por ella aprobado, para que os resulte dello alguna utilidad y, por
la común, lo habemos tenido por bien.
Por ende, con tenor de las presentes, de nuestra cierta ciencia y real autoridad,
deliberadamente y consulta, damos licencia, permiso y facultad a vos, Miguel de
Cervantes, que, por tiempo de diez años, contaderos desde el día de la data de las
presentes en adelante, vos, o la persona o personas que vuestro poder tuvieren, y no
otro alguno, podáis y puedan hacer imprimir y vender el dicho libro de las Novelas
ejemplar es, de honestísimo entretenimiento, en los dichos nuestros reinos de la

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corona de Aragón, prohibiendo y vedando expresamente que ningunas otras personas
lo puedan hacer por todo el dicho tiempo, sin vuestra licencia, permiso y voluntad ni
le puedan entrar en los dichos reinos, para vender, de otros adonde se hubiere
imprimido.
Y si, después de publicadas las presentes, hubiere alguno o algunos que durante el
dicho tiempo intentaren de imprimir o vender el dicho libro, ni meterlos impresos
para vender, como dicho es, incurran en pena de quinientos florines de oro de
Aragón, dividideros en tres partes, a saber: es una para nuestros cofres reales; otra,
para vos, el dicho Miguel de Cervantes Saavedra y otra, para el acusador. Y demás de
la dicha pena, si fuere impresor, pierda los moldes y libros que así hubiere imprimido,
mandando con el mismo tenor de las presentes a cualesquier lugartenientes y
capitanes generales, regentes la Cancellaría, regente el oficio, y portantsveces[14] de
nuestro general gobernador, alguaciles, vergueros, porteros y otros cualesquier
oficiales y ministros nuestros mayores y menores en los dichos nuestros reinos y
señoríos constituidos y constituideros y a sus lugartenientes y regentes los dichos
oficios, so incurrimiento de nuestra ira e indignación y pena de mil florines de oro de
Aragón de bienes del que lo contrario hiciere exigideros y a nuestros reales cofres
aplicaderos, que la presente nuestra licencia y prohibición, y todo lo en ella
contenido, os tengan guardar, tener, guardar y cumplir hagan, sin contradicción
alguna, y no permitan ni den lugar a que sea hecho lo contrario en manera alguna, si
demás de nuestra ira e indignación, en la pena susodicha desean no incurrir. En
testimonio de lo cual, mandamos despachar las presentes, con nuestro sello real
común en el dorso selladas.
Datt. en San Lorenzo el Real, a nueve días del mes de agosto, año del nacimiento
de nuestro Señor Jesucristo mil y seiscientos y trece.
YO EL REY

Dominus rex mandauit mihi D. Francisco Gassol, visa per Roig


Vicecancellarium, Comitem generalem Thesaurarium, Guardiola, Fontanet,
Martinez, &. Perez Manrique, regentes Cancellariam[15].

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PRÓLOGO AL LECTOR
Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este
prólogo porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase
con gana de segundar con este. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que
en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el
cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la
primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui[16] y
con esto quedara mi ambición satisfecha y el deseo de algunos que querrían saber qué
rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del
mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: «Este que veis aquí, de
rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de
nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años
que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque
no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni
grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas
y no muy ligero de pies; este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don
Quijote de la Mancha y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César
Caporal Perusino[17], y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el
nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue
soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en
las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto[18] la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla
cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan
ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria». Y cuando a la deste amigo, de quien me
quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara a mí
mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en secreto, con que extendiera mi
nombre y acreditara mi ingenio. Porque pensar que dicen puntualmente la verdad los
tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni
los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasión se pasó y yo he quedado en blanco y sin figura, será
forzoso valerme por mi pico que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades
que, dichas por señas, suelen ser entendidas. Y así, te digo otra vez, lector amable,
que destas novelas que te ofrezco en ningún modo podrás hacer pepitoria[19], porque
no tienen pies ni cabeza ni entrañas ni cosa que les parezca: quiero decir que los
requiebros amorosos que en algunas hallarás son tan honestos y tan medidos con la
razón y discurso cristiano que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o
cuidadoso que las leyere.

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Heles dado nombre de ejemplares y, si bien lo miras, no hay ninguna de quien no
se pueda sacar algún ejemplo provechoso y, si no fuera por no alargar este sujeto,
quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas
como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república
una mesa de trucos[20], donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de
barras[21]; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y
agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no
siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación
donde el afligido espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan
las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa
me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección destas novelas
pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara
la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse
con la otra vida que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la
mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación y más que me doy a
entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado[22] en lengua castellana, que
las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas
extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las
engendró y las parió mi pluma y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras
ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a
competir con Heliodoro[23], si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza; y
primero verás, y con brevedad dilatadas, las hazañas de don Quijote y donaires de
Sancho Panza y luego las Semanas del jardín..[24] Mucho prometo con fuerzas tan
pocas como las mías, pero ¿quién pondrá rienda a los deseos? Solo esto quiero que
consideres: que, pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de
Lemos[25], algún misterio tienen escondido que las levanta.
No más, sino que Dios te guarde y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal
que han de decir de mí más de cuatro sotiles y almidonados[26]. Vale[27].

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DEDICATORIA
A DON PEDRO FERNÁNDEZ DE Castro, conde de Lemos, de Andrade y de
Villalba, marqués de Sarria, gentilhombre de la Cámara de Su Majestad, virrey,
gobernador y capitán General del reino de Nápoles, comendador de la Encomienda de
la Zarza, de la orden de Alcántara[28].
En dos errores, casi de ordinario, caen los que dedican sus obras a algún príncipe.
El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta,
muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella
en traerle a la memoria, no solo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos
sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de
su protección y amparo porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se
atrevan a morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso
en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y real casa de Vuestra
Excelencia, con sus infinitas virtudes, así naturales como adqueridas, dejándolas a
que los nuevos Fidias y Lisipos[29] busquen mármoles y bronces adonde grabarlas y
esculpirlas, para que sean émulas a la duración de los tiempos. Tampoco suplico a
Vuestra Excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que, si él no es bueno,
aunque le ponga debajo de las alas del hipogrifo de Astolfo[30] y a la sombra de la
clava de Hércules[31], no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias[32]
de darse un filo en su vituperio, sin guardar respeto a nadie. Solo suplico que advierta
Vuestra Excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos que, a no
haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los
más pintados. Tales cuales son, allá van y yo quedo aquí contentísimo por parecerme
que voy mostrando en algo el deseo que tengo de servir a Vuestra Excelencia como a
mi verdadero señor y bienhechor mío. Guarde nuestro Señor, &c.
De Madrid, a catorce de julio de mil y seiscientos y trece.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra

DEL MARQUES DE ALCAÑICES[33] A MIGUEL DE CERVANTES.


SONETO

Si en el moral ejemplo y dulce aviso,


Cervantes, de la diestra grave lira
en docta frasis[34] el concepto mira
el lector retratado un paraíso,
mira mejor que con el arte quiso
vuestro ingenio sacar de la mentira

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la verdad, cuya llama solo aspira
a lo que es voluntario hacer preciso.
Al asumpto ofrecidas las memorias
dedica el tiempo, que en tan breve suma
caben todos sucintos los extremos
y es noble calidad de vuestras glorias,
que el uno se le deba a vuestra pluma,
y el otro a las grandezas del de Lemos.

DE FERNANDO BERMÚDEZ Y CARVAJAL[35], CAMARERO DEL DUQUE DE SESA, A MIGUEL


DE CERVANTES

Hizo la memoria clara


de aquel Dédalo ingenioso
el laberinto famoso,
obra peregrina y rara,
mas si tu nombre alcanzara
Creta en su monstro[36] cruel,
le diera al bronce y pincel
cuando, en términos distintos,
viera en doce laberintos
mayor ingenio que en él.
Y si la naturaleza,
en la mucha variedad,
enseña mayor beldad,
más artificio y belleza,
celebre con más presteza,
Cervantes raro y sutil,
aqueste florido abril,
cuya variedad admira
la fama veloz que mira
en él variedades mil.

DE DON FERNANDO DE LODEÑA[37] A MIGUEL DE CERVANTES.


SONETO

Dejad, Nereidas, del albergue umbroso


las piezas de cristales fabricadas,

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de la espuma ligera mal techadas,
si bien guarnidas de coral precioso;
salid del sitio ameno y deleitoso,
dríades de las selvas no tocadas,
y vosotras, ¡oh musas celebradas!,
dejad las fuentes del licor copioso;
todas juntas traed un ramo solo
del árbol en quien Dafne convertida,
al rubio dios[38] mostró tanta dureza,
que, cuando no lo fuera para Apolo,
hoy se hiciera laurel, por ver ceñida
a Miguel de Cervantes la cabeza.

DE JUAN DE SOLÍS MEXÍA[39], GENTIL HOMBRE CORTESANO, A LOS LECTORES.


SONETO

¡Oh tú, que aquestas fábulas leíste:


si lo secreto de ellas contemplaste,
verás que son de la verdad engaste,
que por tu gusto tal disfraz se viste!
Bien, Cervantes insigne, conociste
la humana inclinación, cuando mezclaste
lo dulce con lo honesto y lo templaste
tan bien que plato al cuerpo y alma hiciste.
Rica y pomposa vas, filosofía,
ya dotrina moral, con este traje,
no habrá quien de ti burle o te desprecie
si agora te faltare compañía,
jamás esperes del mortal linaje
que tu virtud y tus grandezas precie.

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NOVELA DE LA GITANILLA
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser
ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y,
finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del
hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con
la muerte.
Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de
Caco[40], crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa
y a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos[41] y trazas de hurtar.
Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo y la
más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas
hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles ni los aires ni todas las
inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos,
pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos y, lo que es más, que la crianza tosca
en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de
gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo
desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes,
con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni
moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela
conoció el tesoro que en la nieta tenía y así determinó el águila vieja sacar a volar su
aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas[42] y de
otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire.
Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años
y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos
para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo y
no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que se acomodan con gitanos
y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros y van a la
parte de la ganancia. De todo hay en el mundo y esto de la hambre tal vez hace
arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa.
Criose Preciosa en diversas partes de Castilla y, a los quince años de su edad, su
abuela putativa la volvió a la corte y a su antiguo rancho[43], que es adonde
ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara[44], pensando en
la corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera
entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana[45], patrona y abogada
de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro
muchachas y un gitano, gran bailarín, que las guiaba. Y, aunque todas iban limpias y
bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal que poco a poco fue enamorando los ojos
de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió

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un rumor que encarecía la belleza y donaire de la gitanilla y corrían los muchachos a
verla y los hombres a mirarla. Pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada,
¡allí fue ello! Allí sí que cobró aliento la fama de la gitanilla y de común
consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y
joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María[46],
delante de la imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa
unas sonajas[47], al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas,
cantó el romance siguiente:

Árbol preciosísimo
que tardó en dar fruto
años que pudieron
cubrirle de luto
y hacer los deseos
del consorte puros,
contra su esperanza
no muy bien seguros;
de cuyo tardarse
nació aquel disgusto
que lanzó del templo
al varón más justo;
santa tierra estéril
que al cabo[48] produjo
toda la abundancia
que sustenta el mundo;
casa de moneda
do se forjó el cuño
que dio a Dios la forma
que como hombre tuvo;
madre de una hija
en quien quiso y pudo
mostrar Dios grandezas
sobre humano curso.
Por vos y por ella
sois, Ana, el refugio
do van por remedio
nuestros infortunios.
En cierta manera,
tenéis, no lo dudo,
sobre el nieto imperio
piadoso y justo.
A ser comunera

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del alcázar sumo,
fueran mil parientes
con vos de consuno.
¡Qué hija y qué nieto
y qué yerno! Al punto,
a ser causa justa,
cantárades triunfos.
Pero vos, humilde,
fuistes el estudio
donde vuestra hija
hizo humildes cursos
y agora a su lado,
a Dios el más junto,
gozáis de la alteza
que apenas barrunto.

El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían:


«¡Dios te bendiga la muchacha!». Otros: «¡Lástima es que esta mozuela sea gitana!
En verdad, en verdad, que merecía ser hija de un gran señor». Otros había más
groseros que decían: «¡Dejen crecer a la rapaza, que ella hará de las suyas! ¡A fe que
se va añudando en ella gentil red barredera para pescar corazones!». Otro, más
humano, más basto y más modorro[49], viéndola andar tan ligera en el baile, le dijo:
«¡A ello, hija, a ello! ¡Andad, amores y pisad el polvito[50] atán menudito!». Y ella
respondió, sin dejar el baile: «¡Y pisarelo yo atán menudo!».
Acabáronse las vísperas y la fiesta de Santa Ana y quedó Preciosa algo cansada,
pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de bailadora que a corrillos
se hablaba della en toda la corte. De allí a quince días, volvió a Madrid con otras tres
muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas apercebidas de romances y de
cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentía Preciosa que las que
fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamás y
muchos miraron en ello y la tuvieron en mucho.
Nunca se apartaba della la gitana vieja, hecha su Argos[51], temerosa no se la
despabilasen y traspusiesen[52]; llamábala nieta y ella la tenía por abuela. Pusiéronse
a bailar a la sombra en la calle de Toledo y de los que las venían siguiendo se hizo
luego un gran corro y, en tanto que bailaban, la vieja pedía limosna a los circunstantes
y llovían en ella ochavos y cuartos[53] como piedras a tablado; que también la
hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.
Acabado el baile, dijo Preciosa:
—Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en
extremo, que trata de cuando la Reina nuestra señora Margarita[54] salió a misa de
parida en Valladolid y fue a San Llorente[55]; dígoles que es famoso y compuesto por

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un poeta de los del número, como capitán del batallón.
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a
voces:
—¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos.
Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y, al tono
correntío[56] y loquesco[57], cantó el siguiente romance:

Salió a misa de parida


la mayor reina de Europa,
en el valor y en el nombre
rica y admirable joya.
Como los ojos se lleva,
se lleva las almas todas
de cuantos miran y admiran
su devoción y su pompa.
Y, para mostrar que es parte
del cielo en la tierra toda,
a un lado lleva el sol de Austria,
al otro, la tierna Aurora.
A sus espaldas le sigue
un lucero que a deshora
salió, la noche del día
que el cielo y la tierra lloran.
Y si en el cielo hay estrellas
que lucientes carros forman,
en otros carros su cielo
vivas estrellas adornan.
Aquí el anciano Saturno
la barba pule y remoza
y, aunque es tardo, va ligero,
que el placer cura la gota.
El dios parlero va en lenguas
lisonjeras y amorosas
y Cupido en cifras varias
que rubíes y perlas bordan.
Allí va el furioso Marte
en la persona curiosa
de más de un gallardo joven,
que de su sombra se asombra.
Junto a la casa del sol
va Júpiter, que no hay cosa
difícil a la privanza

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fundada en prudentes obras.
Va la Luna en las mejillas
de una y otra humana diosa;
Venus casta, en la belleza
de las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimedes
cruzan, van, vuelven y tornan
por el cinto tachonado
de esta esfera milagrosa.
Y, para que todo admire
y todo asombre, no hay cosa
que de liberal no pase
hasta el extremo de pródiga.
Milán con sus ricas telas
allí va en vista curiosa;
las Indias con sus diamantes
y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
va la envidia mordedora
y la bondad en los pechos
de la lealtad española.
La alegría universal,
huyendo de la congoja,
calles y plazas discurre,
descompuesta y casi loca.
A mil mudas bendiciones
abre el silencio la boca,
y repiten los muchachos
lo que los hombres entonan.
Cuál dice: “Fecunda vid,
crece, sube, abraza y toca
el olmo felice tuyo
que mil siglos te haga sombra
para gloria de ti misma,
para bien de España y honra,
para arrimo de la Iglesia,
para asombro de Mahoma”.
Otra lengua clama y dice:
“Vivas, ¡oh blanca paloma!,
que nos has de dar por crías
águilas de dos coronas,
para ahuyentar de los aires
las de rapiña furiosas;

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para cubrir con sus alas
a las virtudes medrosas”.
Otra, más discreta y grave,
más aguda y más curiosa
dice, vertiendo alegría
por los ojos y la boca:
“Esta perla que nos diste,
nácar de Austria, única y sola,
¡qué de máquinas que rompe!,
¡qué de designios que corta!,
¡qué de esperanzas que infunde!,
¡qué de deseos mal logra!,
¡qué de temores aumenta!,
¡qué de preñados aborta!”
En esto, se llegó al templo
del Fénix santo que en Roma
fue abrasado y quedó vivo
en la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
a la del cielo Señora,
a la que por ser humilde
las estrellas pisa agora,
a la madre y Virgen junto,
a la hija y a la esposa
de Dios, hincada de hinojos,
Margarita así razona:
“Lo que me has dado te doy,
mano siempre dadivosa;
que a do falta el favor tuyo,
siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
te ofrezco, Virgen hermosa:
tales cuales son las mira,
recibe, ampara y mejora.
A su padre te encomiendo,
que, humano Atlante[58], se encorva
al peso de tantos reinos
y de climas tan remotas.
Sé que el corazón del Rey
en las manos de Dios mora
y sé que puedes con Dios
cuanto quieres piadosa”.
Acabada esta oración,

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otra semejante entonan
himnos y voces que muestran
que está en el suelo la gloria.
Acabados los oficios
con reales ceremonias,
volvió a su punto este cielo
y esfera maravillosa.

Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado
que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:
—¡Torna a cantar, Preciosica, que no faltarán cuartos como tierra!
Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las
gitanas y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa[59] y,
viendo tanta gente junta, preguntó qué era; y fuele respondido que estaban
escuchando a la gitanilla hermosa, que cantaba. Llegose el tiniente, que era curioso y
escuchó un rato y, por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin y,
habiéndole parecido por todo extremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a
la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las
oyese doña Clara, su mujer. Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría.
Acabaron el baile y el canto y mudaron lugar y en esto llegó un paje muy bien
aderezado a Preciosa y, dándole un papel doblado, le dijo:
—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno y yo te daré
otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
—Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—; y mire, señor,
que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos y
si quisiere que se los pague, concertémonos por docenas y docena cantada y docena
pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado es pensar lo imposible.
—Para papel, siquiera, que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré
contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en
cuenta.
—A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.
Y con esto, se fueron la calle adelante y desde una reja llamaron unos caballeros a
las gitanas. Asomose Preciosa a la reja, que era baja y vio en una sala muy bien
aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a
diversos juegos, se entretenían.
—¿Quiérenme dar barato[60], ceñores? —dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba
ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.
A la voz de Preciosa y a su rostro dejaron los que jugaban el juego y el paseo los
paseantes y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia
della, y dijeron:
—Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.

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—Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcacen.
—No, a fe de caballeros —respondió uno—; bien puedes entrar, niña, segura, que
nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito[61] que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava[62].
—Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella
—, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
—Mira, Cristina —respondió Preciosa—: de lo que te has de guardar es de un
hombre solo y a solas y no de tantos juntos porque antes el ser muchos quita el miedo
y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la
mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser.
Verdad es que es bueno huir de las ocasiones, pero han de ser de las secretas y no de
las públicas.
—Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.
Animolas la gitana vieja y entraron y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el
caballero del hábito vio el papel que traía en el seno y llegándose a ella se le tomó y
dijo Preciosa:
—¡Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que
aún no le he leído!
—Y ¿sabes tú leer, hija? —dijo uno.
—Y escribir —respondió la vieja—; que a mi nieta hela criado yo como si fuera
hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro y dijo:
—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte[63] dentro; toma este escudo
que en el romance viene.
—¡Basta! —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que
es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta añadidura
han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general[64] y envíemelos uno
a uno que yo les tentaré el pulso y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del
donaire con que hablaba.
—Lea, señor —dijo ella—, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como
es liberal.
Y el caballero leyó así:

Gitanica, que de hermosa


te pueden dar parabienes
por lo que de piedra tienes,
te llama el mundo Preciosa.
Desta verdad me asegura
esto, como en ti verás;
que no se apartan jamás

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la esquiveza y la hermosura.
Si como en valor subido
vas creciendo en arrogancia,
no le arriendo la ganancia
a la edad en que has nacido;
que un basilisco[65] se cría
en ti, que mata mirando,
y un imperio que, aunque blando,
nos parezca tiranía.
Entre pobres y aduares[66],
¿cómo nació tal belleza?
O ¿cómo crió tal pieza
el humilde Manzanares?
Por esto será famoso
al par del Tajo dorado,
y por Preciosa preciado
más que el Ganges caudaloso.
Dices la buenaventura
y dasla mala contino[67],
que no van por un camino
tu intención y tu hermosura.
Porque en el peligro fuerte
de mirarte o contemplarte
tu intención va a desculparte,
y tu hermosura a dar muerte.
Dicen que son hechiceras
todas las de tu nación,
pero tus hechizos son
de más fuerzas y más veras;
pues por llevar los despojos
de todos cuantos te ven,
haces, ¡oh niña!, que estén
tus hechizos en tus ojos.
En sus fuerzas te adelantas,
pues bailando nos admiras
y nos matas si nos miras
y nos encantas si cantas.
De cien mil modos hechizas:
hables, calles, cantes, mires
o te acerques o retires
el fuego de amor atizas.
Sobre el más exento pecho

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tienes mando y señorío,
de lo que es testigo el mío,
de tu imperio satisfecho.
Preciosa joya de amor,
esto humildemente escribe
el que por ti muere y vive,
pobre, aunque humilde amador.

—En «pobre» acaba el último verso —dijo a esta sazón Preciosa—: ¡mala señal!
Nunca los enamorados han de decir que son pobres porque a los principios, a mi
parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.
—¿Quién te enseña eso, rapaza? —dijo uno.
—¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma
en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca[68], ni estropeada
del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás
gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana lerda que,
como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el
ingenio a cada paso y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas
muchachas, mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el
dedo en la boca y tiéntenlas las cordales y verán lo que verán. No hay muchacha de
doce que no sepa lo que de veinte y cinco, porque tienen por maestros y preceptores
al diablo y al uso que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.
Con esto que la gitanilla decía tenía suspensos a los oyentes y los que jugaban le
dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales y
más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió[69] sus corderas y fuese en
casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento
a aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían de ir a
su casa las gitanillas y estábalas esperando como el agua de mayo ella y sus doncellas
y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a
Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció
Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así, corrieron todas
a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, estas la bendecían, aquellas la alababan.
Doña Clara decía:
—¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de
esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda y hacía pepitoria de todos sus miembros
y coyunturas. Y, llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba,
dijo:
—¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga

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barba y largos años y dijo:
—¿Ese llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos o ese no
es hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la gitanilla que hecha
de plata o de alcorza[70] no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
—De tres o cuatro maneras —respondió Preciosa.
—¿Y eso más? —dijo doña Clara—. Por vida del tiniente, mi señor, que me la
has de decir, niña de oro y niña de plata y niña de perlas y niña de carbuncos y niña
del cielo, que es lo más que puedo decir.
—Denle, denle la palma de la mano a la niña y con qué haga la cruz —dijo la
vieja— y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina[71].
Echó mano a la faldriquera[72] la señora tenienta y halló que no tenía blanca.
Pidió un cuarto a sus criadas y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual
visto por Preciosa, dijo:
—Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son
mejores y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan
vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos la mía y, así, tengo
afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro o con algún real de a ocho o,
por lo menos, de a cuatro, que soy como los sacristanes: que cuando hay buena
ofrenda, se regocijan.
—Donaire tienes, niña, por tu vida —dijo la señora vecina.
Y, volviéndose al escudero, le dijo:
—Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro[73]? Dádmele,
que, en viniendo el doctor, mi marido, os le volveré.
—Sí tengo —respondió Contreras—, pero téngole empeñado en veinte y dos
maravedís[74] que cené anoche. Dénmelos, que yo iré por él en volandas[75].
—No tenemos entre todas un cuarto —dijo doña Clara—, ¿y pedís veinte y dos
maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:
—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
—Antes —respondió Preciosa—, se hacen las cruces mejores del mundo con
dedales de plata, como sean muchos.
—Uno tengo yo —replicó la doncella—; si este basta, hele aquí, con condición
que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
—¿Por un dedal tantas buenasventuras? —dijo la gitana vieja—. Nieta, acaba
presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora tenienta y dijo:

Hermosita, hermosita,
la de las manos de plata,
más te quiere tu marido
que el rey de las Alpujarras.

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Eres paloma sin hiel,
pero a veces eres brava
como leona de Orán
o como tigre de Ocaña[76].
Pero en un tras, en un tris,
el enojo se te pasa
y quedas como alfiñique[77]
o como cordera mansa.
Riñes mucho y comes poco:
algo celosita andas;
que es juguetón el tiniente
y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella, te quiso
uno de una buena cara,
que mal hayan los terceros[78],
que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
hoy tu convento mandaras,
porque tienes de abadesa
más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir,
pero poco importa, vaya:
enviudarás y otra vez
y otras dos, serás casada.
No llores, señora mía,
que no siempre las gitanas
decimos el Evangelio;
no llores, señora, acaba.
Como te mueras primero
que el señor tiniente, basta
para remediar el daño
de la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
hacienda en mucha abundancia;
tendrás un hijo canónigo,
la iglesia no se señala;
de Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
tendrás, que si es religiosa,
también vendrá a ser perlada[79].
Si tu esposo no se muere
dentro de cuatro semanas,

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verasle corregidor[80]
de Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
escuros valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
principalmente de espaldas,
que suelen ser peligrosas
en las principales damas.
Cosas hay más que decirte:
si para el viernes me aguardas,
las oirás, que son de gusto
y algunas hay de desgracias.

Acabó su buenaventura Preciosa y con ella encendió el deseo de todas las


circunstantes en querer saber la suya y así se lo rogaron todas, pero ella las remitió
para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata para hacer las
cruces.
En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla; él las
hizo bailar un poco y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a
Preciosa habían dado y, poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer
darle algo y, habiéndola espulgado[81] y sacudido y rascado muchas veces, al cabo
sacó la mano vacía y dijo:
—¡Por Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica,
que yo os le daré después.
—¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos
tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que
tengamos un real?
—Pues dadle alguna valoncica[82] vuestra o alguna cosita, que otro día nos
volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
A lo cual dijo doña Clara:
—Pues, porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
—Antes, si no me dan nada —dijo Preciosa—, nunca más volveré acá. Mas sí
volveré, a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han de dar
nada y ahorrareme la fatiga del esperallo. Coheche[83] vuesa merced, señor tiniente;
coheche y tendrá dineros y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señora:
por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los

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oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para
pretender otros cargos.
—Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el teniente—, pero el juez que
da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su
oficio será el valedor para que le den otro.
—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente —respondió Preciosa—;
ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
—Mucho sabes, Preciosa —dijo el tiniente—. Calla, que yo daré traza que Sus
Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
—Querranme para truhana —respondió Preciosa— y yo no lo sabré ser y todo irá
perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían[84], pero en algunos
palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y
pobre y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
—Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más, que has hablado mucho y
sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles[85] tanto, que te despuntarás;
habla de aquello que tus años permiten y no te metas en altanerías, que no hay
ninguna que no amenace caída.
—¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas y, al irse, dijo la doncella del dedal:
—Preciosa, dime la buenaventura o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué
hacer labor.
—Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho y
provéase de otro dedal o no haga vainillas[86] hasta el viernes, que yo volveré y le
diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las
avemarías[87] suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas y entre otras vuelven
muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas y volvían seguras; porque la
gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la
garrama[88] con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos
pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente
aderezado de camino[89]. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una
ascua de oro; sombrero con rico cintillo[90] y con plumas de diversas colores
adornado. Repararon las gitanas en viéndole y pusiéronsele a mirar muy de espacio,
admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar a pie y
solo.
Él se llegó a ellas y, hablando con la gitana mayor, le dijo:
—Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí
aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —

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respondió la vieja.
Y, llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos y así, en
pie, como estaban, el mancebo les dijo:
—Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa que después
de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado
más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías, que siempre os he
de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece, soy caballero, como lo puede
mostrar este hábito —y, apartando el herreruelo[91], descubrió en el pecho uno de los
más calificados que hay en España—; soy hijo de Fulano —que por buenos respetos
aquí no se declara su nombre—; estoy debajo de su tutela y amparo, soy hijo único y
el que espera un razonable mayorazgo[92]. Mi padre está aquí en la corte pretendiendo
un cargo y ya está consultado[93] y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y, con
ser de la calidad y nobleza que os he referido y de la que casi se os debe ya de ir
trasluciendo, con todo eso, quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la
humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para
burlalla ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna;
solo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con
ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere y para conservarlo y
guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya
dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá
ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá temeroso
vuestra duda. Mi nombre es este —y díjosele—; el de mi padre ya os le he dicho. La
casa donde vive es en tal calle y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien
podréis informaros y aun de los que no son vecinos también, que no es tan escura la
calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio y
aun en toda la corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra[94] y señal de
lo que pienso daros, porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente y sin
duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle y, volviéndose a la
vieja, le dijo:
—Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan
enamorado señor.
—Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—, que yo sé que tienes
discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
—Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un
cierto espiritillo fantástico acá dentro que a grandes cosas me lleva. A mí ni me
mueven promesas ni me desmoronan dádivas ni me inclinan sumisiones ni me
espantan finezas enamoradas y, aunque de quince años, que, según la cuenta de mi
abuela, para este San Miguel[95] los haré, soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo
más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia.

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Pero, con lo uno o con lo otro, sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados
son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual,
atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo y, pensando dar
con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que
desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada y quizá, abriéndose
entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se
adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal que ningunas palabras creo y de
muchas obras dudo. Una sola joya tengo que la estimo en más que a la vida, que es la
de mi entereza y virginidad y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas
porque, en fin, será vendida y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me
la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme con ella a la sepultura y quizá
al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o
manoseen. Flor es la de la virginidad que, a ser posible, aun con la imaginación no
había de dejar ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se
marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja y, finalmente, entre las manos
rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar
sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de
inclinar, ha de ser a este santo yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en
ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré
vuestra, pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero
tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa
de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos y, tomando el traje de
gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré
yo de vuestra condición y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de
mí y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser
vuestra hermana en el trato y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que
en el tiempo deste noviciado podría ser que cobrásedes la vista que ahora debéis de
tener perdida o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que
ahora seguís con tanto ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen
arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a
ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no
habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmose el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando
al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual
Preciosa tornó a decirle:
—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo
pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa y considerad de espacio lo que
viéredes que más os convenga y en este mismo lugar me podéis hablar todas las
fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné de hacer por

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ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que
me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste
y acomode, cuéntame por gitano desde luego y haz de mí todas las experiencias que
más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira
cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego, que, con ocasión de
ir a Flandes[96], engañaré a mis padres y sacaré dineros para gastar algunos días y
serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren
conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te
pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que, si no
es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis padres, que no vayas
más a Madrid; porque no querría que algunas de las demasiadas ocasiones que allí
pueden ofrecerse me saltease la buena ventura que tanto me cuesta.
—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—: sepa que conmigo ha de andar
siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos
y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de ver desde bien lejos
que llega mi honestidad a mi desenvoltura y en el primero cargo en que quiero estaros
es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que
entran pidiendo celos o son simples o confiados.
—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—:
¡mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca[97]! Tú sabes de
amor, tú sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca y te
estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye
son nonada[98], y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el
pecho.
Todo cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir leña al
fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron en que de
allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del
término en que sus negocios estaban y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la
verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado[99], donde dijo que
iban cien escudos de oro y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase
en ninguna manera, a quien la gitana dijo:
—Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber
entregado las armas en señal de rendimiento y el dar, en cualquiera ocasión que sea,
siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al
cielo rogando y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las
gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquerido de codiciosas y
aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que
pueden andar cosidos en el alforza[100] de una saya que no valga dos reales y tenerlos
allí como quien tiene un juro[101] sobre las yerbas de Extremadura? Y si alguno de
nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la

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justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano como
destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he
visto casi puesta en el asno para ser azotada y de la una me libró un jarro de plata y
de la otra una sarta de perlas y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado
por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en
oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas y no hay defensas
que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran
Filipo[102]: no hay pasar adelante de su Plus ultra[103]. Por un doblón de dos caras[104]
se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte,
que son arpías de nosotras, las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a
nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos
vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos
de Belmonte[105]: rotos y grasientos y llenos de doblones.
—Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas
leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese
con ellos y buen provecho le hagan y plega a Dios que los entierre en sepultura donde
jamás tornen a ver la claridad del sol ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras
compañeras será forzoso darles algo que ha mucho que nos esperan y ya deben de
estar enfadadas.
—Así verán ellas —replicó la vieja— moneda destas, como ven al Turco agora.
Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los
repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
—Sí traigo —dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho que repartió entre las tres gitanillas,
con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de
comedias[106] cuando, en competencia de otro, le suelen retular[107] por la esquinas:
«¡Víctor, Víctor!»[108].
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días y que
se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero; porque también había
gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar
a Preciosa; antes, enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las
dejó y se entró en Madrid y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo
aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de
Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid y, a pocas
calles andadas, encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo y, cuando él la
vio, se llegó a ella, diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el otro
día?
A lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que

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más quiere.
—Conjuro es ese —respondió el paje— que, aunque el decirla me costase la vida,
no la negaré en ninguna manera.
—Pues la verdad que quiero que me diga —dijo Preciosa— es si por ventura es
poeta.
—A serlo —replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de
saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen y así, yo no lo soy,
sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy a pedir ni a buscar
versos ajenos: los que te di son míos y estos que te doy agora también; mas no por
esto soy poeta ni Dios lo quiera.
—¿Tan malo es ser poeta? —replicó Preciosa.
—No es malo —dijo el paje—, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy
bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima cuyo dueño no la
trae cada día, ni la muestra a todas gentes ni a cada paso, sino cuando convenga y sea
razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta,
aguda, retirada y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de
la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la
desenojan, las flores la alegran y finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella
comunican.
—Con todo eso —respondió Preciosa—, he oído decir que es pobrísima y que
tiene algo de mendiga.
—Antes es al revés —dijo el paje— porque no hay poeta que no sea rico, pues
todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero ¿qué te ha
movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
—Hame movido —respondió Preciosa— porque, como yo tengo a todos o los
más poetas por pobres, causome maravilla aquel escudo de oro que me distes entre
vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la
poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa que por aquella parte
que os toca de hacer coplas se ha de desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay
poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene ni granjear la que no
tiene.
—Pues yo no soy desos —replicó el paje—: versos hago y no soy rico ni pobre y,
sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un
escudo y dos a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este
escudo segundo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no; solo
quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas
de Midas[109].
Y en esto le dio un papel y, tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo
y dijo:
—Este papel ha de vivir muchos años porque trae dos almas consigo: una, la del
escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero

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sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo y si no saca la una, no haya
miedo que reciba la otra; por poeta le quiero y no por dadivoso y desta manera
tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que
sea, que la hechura de un romance.
—Pues así es —replicó el paje— que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por
fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo; que,
como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel y quedose con el papel y no le quiso leer en la
calle. El paje se despidió y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba
rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin
querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do
estaba, que ella muy bien sabía y, habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a
unos balcones de hierro dorados que le habían dado por señas y vio en ella a un
caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada[110] en los
pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la
gitanilla, cuando dijo:
—Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros y entre ellos vino el
enamorado Andrés que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto de
perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las
gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de
las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los
demás:
—Esta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
—Ella es —replicó Andrés— y sin duda es la más hermosa criatura que se ha
visto.
—Así lo dicen —dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando—, pero en verdad
que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy,
pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
—¡Por vida de don Juanico, mi hijo —dijo el anciano—, que aún sois más
hermosa de lo que dicen, linda gitana!
—Y ¿quién es don Juanico, su hijo? —preguntó Preciosa.
—Ese galán que está a vuestro lado —respondió el caballero.
—En verdad que pensé —dijo Preciosa— que juraba vuestra merced por algún
niño de dos años: ¡mirad qué don Juanico y qué brinco! A mi verdad, que pudiera ya
estar casado y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo
esté y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
—¡Basta! —dijo uno de los presentes—; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto, las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un

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rincón de la sala y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas.
Dijo la Cristina:
—Muchachas, este es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a
ocho.
—Así es la verdad —respondieron ellas—, pero no se lo mentemos, ni le digamos
nada, si él no nos lo mienta; ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
—Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico,
sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado y gran prometedor de
cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo
peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí y uno piensa el bayo[111] y
otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone; quizá pensará que va a Óñez y
dará en Gamboa[112].
A esto respondió don Juan:
—En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición, pero
en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en
todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios
servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas
que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo
estorbase.
—Calle, señorito —respondió Preciosa— y encomiéndese a Dios, que todo se
hará bien y sepa que yo no sé nada de lo que digo y no es maravilla que, como hablo
mucho y a bulto, acierte en alguna cosa y yo querría acertar en persuadirte a que no te
partieses, sino que sosegases el pecho y te estuvieses con tus padres, para darles
buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente
los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas
llevar los trabajos de la guerra; cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos
combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo
que haces primero que te cases y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres;
que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo
cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
—Otra vez te he dicho, niña —respondió el don Juan que había de ser Andrés
Caballero—, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser muy
verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra que yo doy en el
campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida, pues no se puede
preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por
Dios y por mí, que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser
tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
—¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio
esta mañana!

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—No es así —respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas y nosotras
no lo somos y, siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
—No es mentira de tanta consideración —respondió Cristina— la que se dice sin
perjuicio de nadie y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con todo esto, veo
que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
Subió en esto la gitana vieja y dijo:
—Nieta, acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
—Y ¿qué hay, abuela? —preguntó Preciosa—. ¿Hay hijo o hija?
—Hijo y muy lindo —respondió la vieja—. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas
maravillas.
—¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! —dijo Preciosa.
—Todo se mirará muy bien —replicó la vieja—; cuanto más, que hasta aquí todo
ha sido parto derecho y el infante es como un oro.
—¿Ha parido alguna señora? —preguntó el padre de Andrés Caballero.
—Sí, señor —respondió la gitana—, pero ha sido el parto tan secreto que no le
sabe sino Preciosa y yo y otra persona y así, no podemos decir quién es.
—Ni aquí lo queremos saber —dijo uno de los presentes—, pero desdichada de
aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.
—No todas somos malas —respondió Preciosa—: quizá hay alguna entre
nosotras que se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre más estirado
que hay en esta sala y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco; pues en verdad
que no somos ladronas ni rogamos a nadie.
—No os enojéis, Preciosa —dijo el padre—; que, a lo menos de vos, imagino que
no se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador
de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis un poco con vuestras
compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la
vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
—Ea, niñas, haldas en cinta[113], y dad contento a estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus
lazos con tanto donaire y desenvoltura que tras los pies se llevaban los ojos de
cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de
Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria. Pero turbósela la suerte de
manera que se la volvió en infierno; y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a
Preciosa el papel que le había dado el paje y, apenas hubo caído, cuando le alzó el
que no tenía buen concepto de las gitanas y, abriéndole al punto, dijo:
—¡Bueno, sonetico tenemos! Cese el baile y escúchenle que, según el primer
verso, en verdad que no es nada necio.
Pesole a Preciosa, por no saber lo que en él venía y rogó que no le leyesen y que
se le volviesen y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el
deseo de Andrés para oírle. Finalmente, el caballero le leyó en alta voz y era este:

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Cuando Preciosa el panderete toca
y hiere el dulce son los aires vanos,
perlas son que derrama con las manos,
flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma y la cordura loca,
queda a los dulces actos sobrehumanos,
que, de limpios, de honestos y de sanos,
su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
mil almas lleva y a sus plantas tiene
amor rendidas una y otra flecha.
Ciega y alumbra con sus soles bellos,
su imperio amor por ellas le mantiene
y aún más grandezas de su ser sospecha.

—¡Por Dios —dijo el que leyó el soneto—, que tiene donaire el poeta que le
escribió!
—No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien —dijo
Preciosa.
(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que esas no son
alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha.
¿Quereislo ver, niña? Pues volved los ojos y vereisle desmayado encima de la silla,
con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que
no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena
y decilde algunas palabras al oído, que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su
desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza y veréis cuál
os le ponen!)
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil
celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de
manera que, viéndole su padre, le dijo:
—¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha
mudado el color?
—Espérense —dijo a esta sazón Preciosa—: déjenmele decir unas ciertas
palabras al oído y verán como no se desmaya.
Y llegándose a él, le dijo, casi sin mover los labios:
—¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca,
pues no podéis llevar el de un papel?
Y, haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél y entonces
Andrés respiró un poco y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían
aprovechado.
Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa y ella dijo a sus
compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le

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dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería
saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana y que entendiesen que,
aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar el mal del
corazón y los váguidos[114] de cabeza y que las palabras eran:

Cabecita, cabecita,
tente en ti, no te resbales,
y apareja dos puntales
de la paciencia bendita.
Solicita
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
que toquen en milagrosas,
Dios delante
y San Cristóbal gigante[115].

Con la mitad destas palabras que le digan y con seis cruces que le hagan sobre el
corazón a la persona que tuviere váguidos de cabeza —dijo Preciosa—, quedará
como una manzana.
Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada y más lo
quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con
el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya
sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos[116] y sobresaltos celosos
a los rendidos amantes.
Despidiéronse las gitanas y al irse, dijo Preciosa a don Juan:
—Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas y ninguno es
aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha,
libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
—No es tan libre la del soldado, a mi parecer —respondió don Juan—, que no
tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
—Más veréis de lo que pensáis —respondió Preciosa— y Dios os lleve y traiga
con bien, como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés y las gitanas se fueron
contentísimas.
Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja
guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad,
como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno[117] de sus bailes,
donaires y aun de sus embustes.
Llegose, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer

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lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló en él a
Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les
dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las
señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas,
dieron la vuelta y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.
Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle
diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja
había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de
encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y
puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula y dijo uno dellos:
—Esta se podrá vender el jueves en Toledo.
—Eso no —dijo Andrés—, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida
de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
—Par Dios, señor Andrés —dijo uno de los gitanos—, que, aunque la mula
tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la
transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que
la ha criado.
—Con todo eso —respondió Andrés—, por esta vez se ha de seguir y tomar el
parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte y ha de ser enterrada donde aún los
huesos no parezcan.
—¡Pecado grande! —dijo otro gitano—: ¿a una inocente se ha de quitar la vida?
No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se
le queden estampadas todas sus señales en la memoria y déjenmela llevar a mí y si de
aquí a dos horas la conociere, que me lardeen[118] como a un negro fugitivo.
—En ninguna manera consentiré —dijo Andrés— que la mula no muera, aunque
más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la
tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan
desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro
mulas.
—Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero —dijo otro gitano—, muera la sin
culpa y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado, cosa no
usada entre mulas de alquiler, como porque debe ser andariega, pues no tiene costras
en las ijadas[119] ni llagas de la espuela.
Dilatose su muerte hasta la noche y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las
ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego
un rancho de los mejores del aduar y adornáronle de ramos y juncia[120] y, sentándose
Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas
tenazas y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas;
luego le desnudaron un brazo y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron
dos vueltas blandamente.
A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las

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unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de
Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a
Preciosa y, puesto delante de Andrés, dijo:
—Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que
sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en
esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra
no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien y mira si te agrada o
si ves en ella alguna cosa que te descontente y si la ves, escoge entre las doncellas
que aquí están la que más te contentare, que la que escogieres te daremos; pero has de
saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra ni te has de empachar ni
entremeter ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos
inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres
vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos
incestos, no hay ningún adulterio y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna
bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los
jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las
matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales
nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este
temor y miedo ellas procuran ser castas y nosotros, como ya he dicho, vivimos
seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la
amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así
hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja,
como él sea mozo y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y
con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los
campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos.
Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas,
hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces y los vedados, caza; sombra, las peñas;
aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo
son oreos[121], refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los
relámpagos. Para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas: el
cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés[122] impenetrable que nos
defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos[123] ni la detienen barrancos ni la
contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles[124] ni le menoscaban
garruchas[125] ni le ahogan tocas[126] ni le doman potros[127]. Del sí al no no hacemos
diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de
confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos y se cortan las
faldriqueras en las ciudades. No hay águila ninguna otra ave de rapiña que más presto
se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones
que algún interés nos señalen y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice
fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día

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trabajamos y de noche hurtamos o, por mejor decir, avisamos que nadie viva
descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la
honra ni nos desvela la ambición de acrecentarla ni sustentamos bandos ni
madrugamos a dar memoriales[128] ni acompañar magnates ni a solicitar favores. Por
dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos;
por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados
riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos
se nos muestran. Somos astrólogos rústicos porque, como casi siempre dormimos al
cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche;
vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo y cómo ella sale con su
compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra y
luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres, como dijo el otro poeta, y rizando montes:
ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo[129] con sus
rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo
rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión,
somos gente que vivimos por nuestra industria[130] y pico y sin entremeternos con el
antiguo refrán: «Iglesia, o mar, o casa real»; tenemos lo que queremos, pues nos
contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque
no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he
pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él
con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.
Calló, en diciendo esto, el elocuente y viejo gitano y el novicio dijo que se
holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos y que él pensaba hacer profesión
en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos y que solo le pesaba
no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida y que desde aquel
punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje y lo
ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos
vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole
a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios y solo los desearía para
servirla.
A lo cual respondió Preciosa:
—Puesto que[131] estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy
tuya y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que
es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes
que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra
compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero ni yo
quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes:
si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es
muerta la mula, tus vestidos están enteros y de tus dineros no te falta un ardite[132]; la
ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes
servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden

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entregarte mi cuerpo pero no mi alma, que es libre y nació libre y ha de ser libre en
tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré
en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta
que encuentran con la razón o con el desengaño y no querría yo que fueses tú para
conmigo como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja
por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien
les parece el oropel[133] como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que
hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas
sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra y
tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y
ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches que la prenda que una
vez comprada nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya
tiempo, y mucho, para miralla y remiralla y ver en ella las faltas o las virtudes que
tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se
han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja y, como yo no
pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto
me deseche.
—Tienes razón, ¡oh Preciosa! —dijo a este punto Andrés—; y así, si quieres que
asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto de
las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra
seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.
—Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas
veces se cumplen con ella —dijo Preciosa—; y así son, según pienso, los del amante:
que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de
Júpiter[134], como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna
Estigia[135]. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; solo quiero
remitirlo todo a la experiencia deste noviciado y a mí se me quedará el cargo de
guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
—Sea ansí —respondió Andrés—. Sola una cosa pido a estos señores y
compañeros míos y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un
mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden
muchas liciones[136].
—Calla, hijo —dijo el gitano viejo—, que aquí te industriaremos de manera que
salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te
comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver
cargado a la noche al rancho!
—De azotes he visto yo volver a algunos desos vacíos —dijo Andrés.
—No se toman truchas, etcétera[137] —replicó el viejo—: todas las cosas desta
vida están sujetas a diversos peligros y las acciones del ladrón al de las galeras,
azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar los
otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos,

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dejase de haber soldados! Cuanto más que el que es azotado por justicia, entre
nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en
los pechos y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de
nuestra juventud y a los primeros delitos que el mosqueo[138] de las espaldas ni el
apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad
ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar y en
parte donde no volváis sin presa y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos
tras cada hurto.
—Pues, para recompensar —dijo Andrés— lo que yo podía hurtar en este tiempo
que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del
rancho.
Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos y, levantándole
en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «¡Víctor, Víctor!» y el «¡grande
Andrés!», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!». Las gitanas
hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se
hallaron presentes, que la envidia tan bien se aloja en los aduares de los bárbaros y en
las chozas de pastores, como en palacios de príncipes y esto de ver medrar al vecino
que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente[139]; repartiose el dinero prometido con equidad
y justicia; renováronse las alabanzas de Andrés, subieron al cielo la hermosura de
Preciosa. Llegó la noche, acocotaron[140] la mula y enterráronla de modo que quedó
seguro Andrés de ser por ella descubierto y también enterraron con ella sus
alhajas[141], como fueron silla y freno y cinchas[142], a uso de los indios, que sepultan
con ellos sus más ricas preseas[143].
De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó admirado
Andrés y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin entremeterse nada en
sus costumbres o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando
exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas injustas que le mandasen, a
costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid porque
temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los
montes de Toledo y desde allí correr y garramar[144] toda la tierra circunvecina.
Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina[145] en que fuese, pero él
no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba: ella
contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero y él ni más ni menos, de
ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha
dado la ociosidad y el descuido nuestro) y con qué veras nos avasallas y cuán sin
respeto nos tratas! Caballero es Andrés y mozo de muy buen entendimiento, criado
casi toda su vida en la corte y con el regalo de sus ricos padres y desde ayer acá ha

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hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y a sus amigos, defraudó las esperanzas
que sus padres en él tenían; dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el
valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje y se vino a postrarse a los pies
de una muchacha y a ser su lacayo; que, puesto que hermosísima, en fin, era gitana:
privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena[146] a sus pies a la
voluntad más exenta[147].
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron
su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en fianzas de
que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho esto, todas las
gitanas viejas y algunas mozas y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares o, a
lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su
real[148]. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón, pero, aunque le
dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes, correspondiendo a su
buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma y
tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros había hecho,
conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban,
diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada
a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones,
cosa que no les estaba bien en ninguna manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía
de nadie, porque para huir del peligro tenía ligereza y para cometelle no le faltaba el
ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían
suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para
defenderse y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más que
dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la
cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado
y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la
compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della, de que no poco se
holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón. Pero,
con todo eso, estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en
afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad de los
muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su
agosto, aunque era por el mes de setiembre y desde allí se entraron en Extremadura,
por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y
enamorados coloquios y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen
trato de su amante y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo:
tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. A doquiera que llegaban, él
se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a

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los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular
destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había
lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de
sus gracias y habilidades y, al par desta fama, corría la de la hermosura de la gitanilla
y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas
votivas[149] suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera, iba el aduar rico,
próspero y contento y los amantes gozosos con solo mirarse.
Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del
camino real[150], oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho
ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos y con ellos Andrés, a
ver a quién ladraban y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a
quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle y uno de los gitanos
le dijo:
—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino?
¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
—No vengo a hurtar —respondió el mordido—, ni sé si vengo o no fuera de
camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por
aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche y curarme de las heridas
que vuestros perros me han hecho?
—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros —respondió Andrés—;
mas, para curar vuestras heridas y alojaros esta noche, no os faltará comodidad en
nuestros ranchos. Veníos con nosotros que, aunque somos gitanos, no lo parecemos
en la caridad.
—Dios la use con vosotros —respondió el hombre—; y llevadme donde
quisiéredes, que el dolor desta pierna me fatiga mucho.
Llegose a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos
peores que otros y entre muchos malos hombres suele haber algún bueno) y entre los
dos le llevaron.
Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era
mozo de gentil rostro y talle; venía vestido todo de lienzo blanco y atravesada por las
espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la
barraca o toldo de Andrés y con presteza encendieron lumbre y luz y acudió luego la
abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó
algunos pelos de los perros, friolos en aceite y, lavando primero con vino dos
mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas y
encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y
santiguole las heridas y díjole:
—Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante y estúvole mirando
ahincadamente y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver en la
atención con que el mozo la miraba; pero echolo a que la mucha hermosura de

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Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo, le
dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco y por entonces no quisieron
preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apenas se apartaron dél cuando Preciosa llamó a Andrés aparte y le dijo:
—¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba
con mis compañeras que, según creo, te dio un mal rato?
—Sí acuerdo —respondió Andrés— y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
—Pues has de saber, Andrés —replicó Preciosa—, que el que hizo aquel soneto
es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño,
porque me habló en Madrid dos o tres veces y aun me dio un romance muy bueno.
Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los
favorecidos de algún príncipe y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto y
bien razonado y sobremanera honesto y no sé qué pueda imaginar desta su venida y
en tal traje.
—¿Qué puedes imaginar, Preciosa? —respondió Andrés—. Ninguna otra cosa
sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer
molinero y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa y cómo se va descubriendo que
te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero
y luego matarás a este otro y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño,
por no decir de tu belleza.
—¡Válame Dios —respondió Preciosa—, Andrés, y cuán delicado andas y cuán
de un sotil[151] cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta
facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto
hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este
mozo? ¿Soy tan necia, por ventura, que te había de dar ocasión de poner en duda mi
bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida y mañana procura sacar del pecho
deste tu asombro adónde va o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu
sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y, para más satisfación
tuya, pues ya he llegado a términos de satisfacerte, de cualquiera manera y con
cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya, pues
todos los de nuestra parcialidad te obedecen y no habrá ninguno que contra tu
voluntad le quiera dar acogida en su rancho y, cuando esto así no suceda, yo te doy
mi palabra de no salir del mío ni dejarme ver de sus ojos ni de todos aquellos que tú
quisieres que no me vean. Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso, pero
pesarme ha mucho si te veo indiscreto.
—Como no me veas loco, Preciosa —respondió Andrés—, cualquiera otra
demonstración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga
la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me
mandas y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde
va o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre,
sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.

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—Nunca los celos, a lo que imagino —dijo Preciosa—, dejan el entendimiento
libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son. Siempre miran los celosos con
antojos de allende[152], que hacen las cosas pequeñas, grandes; los enanos, gigantes y
las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y
en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo
hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada y de verdadera en
todo extremo.
Con esto se despidió de Andrés y él se quedó esperando el día para tomar la
confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No
podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa;
porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfación
que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir
seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.
Llegose el día, visitó al mordido; preguntole cómo se llamaba y adónde iba y
cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo
estaba y si se sentía sin dolor de las mordeduras. A lo cual respondió el mozo que se
hallaba mejor y sin dolor alguno y de manera que podía ponerse en camino. A lo de
decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado
y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia[153] a un cierto negocio y que por
llegar con brevedad caminaba de noche y que la pasada había perdido el camino y
acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto
del modo que había visto.
No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda y de nuevo
volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas y así le dijo:
—Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdición por
algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la
respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles[154]. Yo no
quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais; pero adviértoos que, si os
conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís
que vais a la Peña de Francia y dejaisla a la mano derecha, más atrás deste lugar
donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche por llegar presto y vais fuera de
camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más
caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir y andad en hora buena. Pero, por este
buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? (que sí diréis, pues tan mal sabéis
mentir). Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la corte,
entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta; uno que hizo un romance y
un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba en Madrid, que era tenida por
singular en la belleza? Decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero gitano de
guardaros el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que negarme la verdad,
de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí
es el que vi en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento

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me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne y así se me quedó
en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el
diferente traje en que estáis agora del en que yo os vi entonces. No os turbéis:
animaos, y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que
os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad, yo imagino una cosa y si es
ansí como la imagino, vos habéis topado con vuestra buena suerte en haber
encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella
hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo
no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la experiencia me ha
mostrado adónde se extiende la poderosa fuerza de amor y las transformaciones que
hace hacer a los que coge debajo de su jurisdición y mando. Si esto es así, como creo
que sin duda lo es, aquí está la gitanica.
—Sí, aquí está, que yo la vi anoche —dijo el mordido; razón con que Andrés
quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de
sus sospechas—. Anoche la vi —tornó a referir el mozo—, pero no me atreví a
decirle quién era, porque no me convenía.
—Desa manera —dijo Andrés—, vos sois el poeta que yo he dicho.
—Sí soy —replicó el mancebo—; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía
ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad
en las selvas y buen acogimiento en los montes.
—Hayle, sin duda —respondió Andrés—, y entre nosotros, los gitanos, el mayor
secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho, que
hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía y está
sujeta a lo que quisiere hacer della; si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus
parientes gustaremos dello y si por amiga, no usaremos de ningún melindre, con tal
que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.
—Dineros traigo —respondió el mozo—: en estas mangas de camisa que traigo
ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.
Este fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no
era sino para conquistar o comprar su prenda y, con lengua ya turbada, dijo:
—Buena cantidad es esa; no hay sino descubriros y manos a labor, que la
muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
—¡Ay amigo! —dijo a esta sazón el mozo—, quiero que sepáis que la fuerza que
me ha hecho mudar de traje no es la de amor, que vos decís, ni de desear a Preciosa,
que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas
tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura
de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este
traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus
perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que él se imaginaba y
deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle la seguridad con que podía

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descubrirse y así, él prosiguió diciendo:
—Yo estaba en Madrid en casa de un título[155], a quien servía no como a señor,
sino como a pariente. Este tenía un hijo, único heredero suyo, el cual, así por el
parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba
con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una
doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera
la voluntad sujeta, como buen hijo, a la de sus padres, que aspiraban a casarle más
altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran, con las
lenguas, sacar a la plaza sus deseos; solos los míos eran testigos de sus intentos. Y
una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré,
pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos
hombres, al parecer, de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente y apenas se
encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos
broqueles[156], y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo y con iguales armas
nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos
contrarios, que, de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa
que yo le hacía, las perdieron, caso extraño y pocas veces visto. Triunfando, pues, de
lo que no quisiéramos, volvimos a casa y, secretamente, tomando todos los dineros
que podimos, nos fuimos a San Jerónimo[157], esperando el día, que descubriese lo
sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros
no había indicio alguno y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos
volviésemos a casa y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna
sospecha contra nosotros. Y, ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos
avisaron que los señores alcaldes de corte[158] habían preso en su casa a los padres de
la doncella y a la misma doncella y que entre otros criados a quien tomaron la
confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de
noche y de día y que con este indicio habían acudido a buscarnos y, no hallándonos,
sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la corte ser nosotros los
matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran y muy principales. Finalmente, con
parecer del conde mi pariente y del de los religiosos, después de quince días que
estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro
fraile se fue la vuelta de[159] Aragón, con intención de pasarse a Italia y desde allí a
Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna y
que no corriese nuestra suerte por una misma derrota[160]; seguí otro camino diferente
del suyo y, en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en
Talavera; desde allí aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a
este encinal, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino
de la Peña de Francia, fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en
verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé que está más arriba de
Salamanca.
—Así es verdad —respondió Andrés— y ya la dejáis a mano derecha, casi veinte

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leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.
—El que yo pensaba llevar —replicó el mozo— no es sino a Sevilla, que allí
tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a
Génova gran cantidad de plata y llevo disignio que me acomode con los que la suelen
llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta
Cartagena y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar
esta plata. Esta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de
desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen
llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien
que me doy a entender que en su compañía iría más seguro y no con el temor que
llevo.
—Sí llevarán —respondió Andrés—; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque
hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar
dentro de dos días y con darles algo de lo que lleváis, facilitaréis con ellos otros
imposibles mayores.
Dejole Andrés y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había
contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y
recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Solo Preciosa tuvo
el contrario y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla ni a sus contornos, a causa
que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero[161] llamado
Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua
hasta el cuello, desnudo en carnes y en la cabeza puesta una corona de ciprés,
esperando el filo de la media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran
tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que,
como oyó el buen gorrero tocar a maitines[162], por no perder la coyuntura[163], se dio
tanta priesa[164] a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo y con el golpe
y con los cascos se magulló las carnes, derramose el agua y él quedó nadando en ella
y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces y
halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo
y meneando brazos y piernas con mucha priesa y diciendo a grandes voces:
«¡Socorro, señores, que me ahogo!»; tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó
que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la
burla de la gitana y, con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado[165] en
hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío y si no se lo estorbara
un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas[166]
en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la
ciudad y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi
embuste.
Esto contó la gitana vieja y esto dio por excusa para no ir a Sevilla. Los gitanos,
que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con
facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo

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el tiempo que él quisiese y determinaron de torcer el camino a mano izquierda y
entrarse en la Mancha y en el reino de Murcia.
Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo
agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta
dádiva quedaron más blandos que unas martas; solo a Preciosa no contentó mucho la
quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los gitanos se le
mudaron en el de Clemente y así le llamaron desde allí adelante. También quedó un
poco torcido Andrés y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle
que con poco fundamento había dejado sus primeros designios. Mas Clemente, como
si le leyera la intención, entre otras cosas le dijo que se holgaba de ir al reino de
Murcia, por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras, como él pensaba
que habían de venir, pudiese con facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traelle más
ante los ojos y mirar sus acciones y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que
fuese Clemente su camarada y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le
hacía. Andaban siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban,
bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos y eran de las gitanas más
que medianamente queridos y de los gitanos en todo extremo respetados.
Dejaron, pues, a Extremadura y entráronse en la Mancha y poco a poco fueron
caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había
desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra[167] y de otros
ejercicios de fuerza, maña y ligereza y de todos salían vencedores Andrés y
Clemente, como de solo Andrés queda dicho. Y en todo este tiempo, que fueron más
de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a Preciosa,
hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la conversación, porque le
llamaron y Preciosa le dijo:
—Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me
vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada,
por no saber con qué intención venías a nuestras estancias y, cuando supe tu
desgracia, me pesó en el alma y se aseguró mi pecho, que estaba sobresaltado,
pensando que como había don Joanes en el mundo y que se mudaban en Andreses,
así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres. Háblote desta manera
porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es y de la intención con
que se ha vuelto gitano —y así era la verdad; que Andrés le había hecho sabidor de
toda su historia, por poder comunicar con él sus pensamientos—. Y no pienses que te
fue de poco provecho el conocerte, pues por mi respeto y por lo que yo de ti dije, se
facilitó el acogerte y admitirte en nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda
todo el bien que acertares a desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que
no afees a Andrés la bajeza de su intento ni le pintes cuán mal le está perserverar en
este estado; que, puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad
está la suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de
algún arrepentimiento.

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A esto respondió Clemente:
—No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió
quién era: primero le conocí yo y primero me descubrieron sus ojos sus intentos;
primero le dije yo quién era y primero le adiviné la prisión de su voluntad que tú
señalas y él, dándome el crédito que era razón que me diese, fió de mi secreto el suyo
y él es buen testigo si alabé su determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh
Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se extienden las fuerzas de
la hermosura y la tuya, por pasar de los límites de los mayores extremos de belleza,
es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse yerros los que se
hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste y yo
pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices y que tú
goces de tu Andrés y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres,
porque de tan hermosa junta[168] veamos en el mundo los más bellos renuevos[169]
que pueda formar la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa y esto le
diré siempre a tu Andrés y no cosa alguna que le divierta[170] de sus bien colocados
pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés
si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad
celosa es tan delicada y de tal manera que en los átomos del sol se pega y de los que
tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero, con todo esto, no tuvo
celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la ventura suya, que
siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que
desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo
todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás
dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.
Tenía Clemente sus puntas[171] de poeta, como lo mostró en los versos que dio a
Preciosa y Andrés se picaba[172] un poco y entrambos eran aficionados a la música.
Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de Murcia, una
noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un alcornoque, Clemente
al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche,
comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:

ANDRÉS

Mira, Clemente, el estrellado velo


con que esta noche fría
compite con el día,
de luces bellas adornando el cielo,
y en esta semejanza,
si tanto tu divino ingenio alcanza,
aquel rostro figura

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donde asiste el extremo de hermosura.

CLEMENTE

Donde asiste el extremo de hermosura


y adonde la Preciosa
honestidad hermosa
con todo extremo de bondad se apura,
en un sujeto cabe,
que no hay humano ingenio que le alabe,
si no toca en divino,
en alto, en raro, en grave y peregrino.

ANDRÉS

En alto, en raro, en grave y peregrino


estilo nunca usado,
al cielo levantado,
por dulce al mundo y sin igual camino,
tu nombre, ¡oh gitanilla!,
causando asombro, espanto y maravilla,
la fama yo quisiera
que le llevara hasta la octava esfera[173].

CLEMENTE

Que le llevara hasta la octava esfera


fuera decente y justo,
dando a los cielos gusto,
cuando el son de su nombre allá se oyera
y en la tierra causara,
por donde el dulce nombre resonara,
música en los oídos,
paz en las almas, gloria en los sentidos.

ANDRÉS

Paz en las almas, gloria en los sentidos


se siente cuando canta
la sirena que encanta

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y adormece a los más apercebidos
y tal es mi Preciosa,
que es lo menos que tiene ser hermosa,
dulce regalo mío,
corona del donaire, honor del brío.

CLEMENTE

Corona del donaire, honor del brío


eres, bella gitana,
frescor de la mañana,
céfiro blando en el ardiente estío,
rayo con que Amor ciego
convierte el pecho más de nieve en fuego;
fuerza que ansí la hace,
que blandamente mata y satisface.

Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara a sus
espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado. Suspendiolos el oírla y,
sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (o no sé si de
improviso o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con
extremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:

En esta empresa amorosa


donde el amor entretengo,
por mayor ventura tengo
ser honesta que hermosa.
La que es más humilde planta,
si la subida endereza,
por gracia o naturaleza
a los cielos se levanta.
En este mi bajo cobre,
siendo honestidad su esmalte[174],
no hay buen deseo que falte
ni riqueza que no sobre.
No me causa alguna pena
no quererme o no estimarme,
que yo pienso fabricarme
mi suerte y ventura buena.
Haga yo lo que en mí es,
que a ser buena me encamine,
y haga el cielo y determine

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lo que quisiere después.
Quiero ver si la belleza
tiene tal prerrogativa
que me encumbre tan arriba,
que aspire a mayor alteza.
Si las almas son iguales,
podrá la de un labrador
igualarse por valor
con las que son imperiales.
De la mía lo que siento
me sube al grado mayor,
porque majestad y amor
no tienen un mismo asiento.

Aquí dio fin Preciosa a su canto y Andrés y Clemente se levantaron a recebilla.


Pasaron entre los tres discretas razones y Preciosa descubrió en las suyas su
discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló disculpa
la intención de Andrés, que aún hasta entonces no la había hallado, juzgando más a
mocedad que a cordura su arrojada determinación.
Aquella mañana se levantó el aduar y se fueron a alojar en un lugar de la
jurisdición de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una
desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que, después de haber dado en
aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre,
Preciosa y su abuela y Cristina, con otras dos gitanillas y los dos, Clemente y Andrés,
se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una hija de edad de diez y
siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa y, por más señas, se
llamaba Juana Carducha. Esta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el
diablo y se enamoró de Andrés tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle
por marido, si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase y así, buscó
coyuntura para decírselo y hallola en un corral donde Andrés había entrado a requerir
dos pollinos. Llegose a él y con priesa, por no ser vista, le dijo:
—Andrés —que ya sabía su nombre—, yo soy doncella y rica, que mi madre no
tiene otro hijo sino a mí y este mesón es suyo; y amén desto tiene muchos
majuelos[175] y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por
esposa, a ti está; respóndeme presto y si eres discreto quédate y verás qué vida nos
damos.
Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha y con la presteza que
ella pedía le respondió:
—Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme y los gitanos no nos
casamos sino con gitanas; guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de quien
yo no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda[176] respuesta

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de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas.
Saliose corrida y asendereada[177], y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés,
como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que
el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos
matrimoniales se le entregara a toda su voluntad y no quiso verse pie a pie y solo en
aquella estacada y, así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de
aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra y, cobrando
sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma y que no le
quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar
a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la industria, sagacidad y
secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella
conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas[178] de plata, con otros
brincos[179] suyos y, apenas habían salido del mesón, cuando dio voces, diciendo que
aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas, a cuyas voces acudió la justicia y toda
la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada y que
ellos harían patentes[180] todos los sacos y repuestos[181] de su aduar. Desto se
congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se manifestasen
los dijes[182] de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y
recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo,
porque al segundo envoltorio que miraron dijo que preguntasen cuál era el de aquel
gitano gran bailador, que ella le había visto entrar en su aposento dos veces y que
podría ser que aquel las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:
—Señora doncella, esta es mi recámara[183] y este es mi pollino: si vos halláredes
en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas[184], fuera de sujetarme
al castigo que la ley da a los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino y a pocas
vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto que no
pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.
—¿No sospeché yo bien? —dijo a esta sazón la Carducha—. ¡Mirad con qué
buena cara se encubre un ladrón tan grande!
El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos
los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo
callaba Andrés, suspenso e imaginativo y no acababa de caer en la traición de la
Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:
—¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que
hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien
haya quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en
ellas, sirviendo a Su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando

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de venta en monte! A fe de soldado, que estoy por darle una bofetada que le derribe a
mis pies.
Y, diciendo esto, sin más ni más, alzó la mano y le dio un bofetón tal que le hizo
volver de su embelesamiento y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don
Juan y caballero y, arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le
arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él
muerto en tierra.
Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse[185] el tío alcalde, aquí el
desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada, aquí el acudir todos a
las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita[186] y, por acudir
Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa y quiso la suerte que
Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del
pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés, que le prendieron y le
aherrojaron[187] con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle
luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su
jurisdición. No le llevaron hasta otro día y en el que allí estuvo, pasó Andrés muchos
martirios y vituperios que el indignado alcalde y sus ministros y todos los del lugar le
hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más
huyeron y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso[188] y con una gran cáfila[189] de gitanos,
entraron el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los
cuales iba Preciosa y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho y con
esposas y pie de amigo[190]. Salió toda Murcia a ver los presos, que ya se tenía noticia
de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que
ninguno la miraba que no la bendecía y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la
señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido,
mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel y todos los demás sí. Y a Andrés
le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad y la falta de la luz de Preciosa, le
trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a
Preciosa con su abuela a que la corregidora la viese y, así como la vio, dijo:
—Con razón la alaban de hermosa.
Y, llegándola a sí, la abrazó tiernamente y no se hartaba de mirarla y preguntó a
su abuela que qué edad tendría aquella niña.
—Quince años —respondió la gitana—, dos meses más o[191] menos.
—Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me
ha renovado mi desventura! —dijo la corregidora.
Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora y, besándoselas muchas veces,
se las bañaba con lágrimas y le decía:
—Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado:
llamáronle ladrón y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se
descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis

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guardar su justicia y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo
con que las leyes le amenazan y si algún agrado os ha dado mi hermosura,
entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él
ha de ser mi esposo y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta
ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar
perdón de la parte[192], todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda[193] y se
dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor y algún tiempo le
tuvistes y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y
honestamente al mío.
En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de
mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha
abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola ni
más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas lágrimas. Estando en esto,
entró el corregidor y, hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas,
quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura. Preguntó la causa de aquel
sentimiento y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y
asirse de los pies del corregidor, diciéndole:
—¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! Él no
tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena y si esto no puede ser, a lo menos
entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su
remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de
gracia.
Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la
gitanilla y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus
lágrimas.
En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y
diversas cosas y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:
—Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos
llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos
con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las
lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de
avisar a su padre que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño
cofre debajo del brazo y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un
aposento, que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo
que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito
del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la
gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
—Si las buenas nuevas[194] que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en
albricias[195] el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que
quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores, primero,

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si conocéis estas joyas.
Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las
manos al corregidor y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles, pero no cayó en lo
que podían significar. Mirolos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta;
solo dijo:
—Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
—Así es la verdad —dijo la gitana—; y de qué criatura sean lo dice ese escrito
que está en ese papel doblado.
Abriole con priesa el corregidor y leyó que decía:

Llamábase la niña doña Constanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña


Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito
de Calatrava. Desparecila día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana,
del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos
que en este cofre están guardados.

Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los
brincos[196], se los puso a la boca y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada.
Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija y, habiendo
vuelto en sí, dijo:
—Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura
cuyos eran estos dijes?
—¿Adónde, señora? —respondió la gitana—. En vuestra casa la tenéis: aquella
gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño y es sin duda alguna vuestra
hija, que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines[197] y desalada[198] y corriendo
salió a la sala adonde había dejado a Preciosa y hallola rodeada de sus doncellas y
criadas, todavía llorando. Arremetió a ella y, sin decirle nada, con gran priesa le
desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta izquierda una señal pequeña, a
modo de lunar blanco, con que había nacido y hallole ya grande, que con el tiempo se
había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó y descubrió un pie de
nieve y de marfil, hecho a torno y vio en él lo que buscaba, que era que los dos dedos
últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de
carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar por no darle
pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión
de la gitana y el sobresalto y alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron,
con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija. Y así,
cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas
diligencias y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora y que le daba de un
beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de

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su marido y, trasladándola de sus brazos a los del corregidor, le dijo:
—Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que esta es sin duda; no lo dudéis,
señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto y más,
que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.
—No lo dudo —respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa—, que
los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra y más, que tantas
puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello
y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la gitanilla era
hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su hija y a la gitana vieja, que
aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese y asimismo dijo a la vieja que
él la perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa
de habérsela vuelto mayores albricias recebía y que solo le pesaba de que, sabiendo
ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano y más con un ladrón y
homicida.
—¡Ay! —dijo a esto Preciosa—, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que
es matador; pero fuelo del que le quitó la honra y no pudo hacer menos de mostrar
quién era y matarle.
—¿Cómo que no es gitano, hija mía? —dijo doña Guiomar.
Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero y que
era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago[199], y que se
llamaba don Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía,
cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y
don Juan estaba hecho, de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no.
Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.
Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija y mandó el corregidor a la
gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí y volvió con otro
gitano, que los trujo.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a
quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la hubieran reconocido
por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió
que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido
humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se extendería a más el agradecimiento
de aquello que sus señores padres quisiesen.
—Calla, hija Preciosa —dijo su padre—, que este nombre de Preciosa quiero que
se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo, que yo, como tu padre, tomo
a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa y su madre, como era discreta, entendió que
suspiraba de enamorada de don Juan y dijo a su marido:
—Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es y queriendo tanto
a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.

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Y él respondió:
—Aun hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún
tiempo, que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.
—Razón tenéis, señor —respondió ella—, pero dad orden de sacar a don Juan,
que debe de estar en algún calabozo.
—Sí estará —dijo Preciosa—; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no
le habrán dado mejor estancia.
—Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión —respondió el
corregidor— y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo
lo quiera.
Y, abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don
Juan estaba y no quiso que nadie entrase con él. Hallole con entrambos pies en un
cepo[200] y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el pie de
amigo. Era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por
donde entraba luz, aunque muy escasa; y, así como le vio, le dijo:
—¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados[201] cuantos gitanos
hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin
dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso[202], que yo soy el corregidor desta
ciudad y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla
que viene con vosotros.
Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía de haber enamorado de
Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles[203] y se entran por otros cuerpos sin
romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero, con todo esto, respondió:
—Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad y si ha dicho que no lo
soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.
—¿Tan verdadera es? —respondió el corregidor—. No es poco serlo, para ser
gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca os
ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella y
hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar
con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.
—Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica, que, como
yo me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta desta con nombre de
ser suyo.
—¡Mucho la debéis de querer! —dijo el corregidor.
—Tanto —respondió el preso—, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efeto,
señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra; yo
adoro a esa gitana, moriré contento si muero en su gracia y sé que no nos ha de faltar
la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con puntualidad lo
que nos prometimos.
—Pues esta noche enviaré por vos —dijo el corregidor— y en mi casa os
desposaréis con Preciosica y mañana a mediodía estaréis en la horca, con lo que yo

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habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.
Agradecióselo Andrés y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de
lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso[204]
de su vida y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero
que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba.
Preguntole su madre que le dijese la verdad: si quería bien a don Juan de Cárcamo.
Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado
gitana y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal
como don Juan de Cárcamo y por haber visto por experiencia su buena condición y
honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en
resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegose la noche y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las
esposas y el pie de amigo, pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el
cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en
casa del corregidor y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le
dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo que se confesase, porque
había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:
—De muy buena gana me confesaré, pero ¿cómo no me desposan primero? Y si
me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo[205] que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los
sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con
ellos. Pareciole buen consejo al corregidor y así entró a llamar al que le confesaba y
díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa, la gitana, y que después
se confesaría y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele
llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.
En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el
corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio a don Juan
ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra
de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a
ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
—Vuelve en ti, niña, que todo lo que ves ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse y la gitana vieja
estaba turbada y los circunstantes colgados[206] del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
—Señor tiniente cura[207], este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha
de desposar.
—Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal
caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia
de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?
—Inadvertencia ha sido mía —respondió el corregidor—, pero yo haré que el

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vicario la dé.
—Pues hasta que la vea —respondió el tiniente cura—, estos señores perdonen.
Y, sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa
y los dejó a todos confusos.
—El padre ha hecho muy bien —dijo a esta sazón el corregidor— y podría ser
fuese providencia del cielo esta, para que el suplicio de Andrés se dilate; porque, en
efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder primero las
amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas
amargas dificultades y, con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase
sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de
Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de
Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
—Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio y ha
descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo,
la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el
del cielo.
—Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a
su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte y agora os la doy y entrego
en esperanza por la más rica joya de mi casa y de mi vida y de mi alma y estimadla
en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la
cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban y en breves razones doña
Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la
gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y
suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamolos
padres y señores suyos, besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las
suyas.
Rompiose el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que
habían estado presentes; el cual sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los
caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para
ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistiose don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana;
volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza
de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del
muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y
perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo
buscar; pero no le hallaron ni supieron dél, hasta que desde allí a cuatro días tuvo
nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban
en el puerto de Cartagena y ya se habían partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don

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Francisco de Cárcamo, estaba proveído[208] por corregidor de aquella ciudad y que
sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las
bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero que, ante todas cosas,
se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el arzobispo para que con sola
una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto[209] el
corregidor, con luminarias[210], toros y cañas[211] el día del desposorio; quedose la
gitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don
Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había
visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por
perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más porque vio cuán bien le estaba
el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de
Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos y dentro de veinte
días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las
bodas, se contaron las vidas y los poetas de la ciudad, que hay algunos y muy buenos,
tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la
gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo[212], que en sus versos
durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no
ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano y confesó su amor y su culpa, a quien no
respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró
la venganza y resucitó la clemencia.

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NOVELA DEL AMANTE LIBERAL

—¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia[213], apenas enjutas de la


sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como carecéis de
sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar
juntas nuestras desgracias y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviara nuestro
tormento. Esta esperanza os puede haber quedado, mal derribados torreones que, otra
vez, aunque no para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podéis ver
levantados. Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la miserable estrecheza
en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba antes deste en que me veo?
Tal es mi desdicha, que en la libertad fui sin ventura y en el cautiverio ni la tengo ni
la espero.
Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto[214] las
murallas derribadas de la ya perdida Nicosia y así hablaba con ellas y hacía
comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas fueran capaces de entenderle:
propia condición de afligidos que, llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas
ajenas de toda razón y buen discurso.
En esto, salió de un pabellón o tienda, de cuatro que estaban en aquella campaña
puestas, un turco, mancebo de muy buena disposición y gallardía y, llegándose al
cristiano, le dijo:
—Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus continuos
pensamientos.
—Sí traen —respondió Ricardo (que este era el nombre del cautivo)—; mas, ¿qué
aprovecha, si en ninguna parte a do voy hallo tregua ni descanso en ellos, antes me
los han acrecentado estas ruinas que desde aquí se descubren?
—Por las de Nicosia dirás —dijo el turco.
—Pues ¿por cuáles quieres que lo diga —repitió Ricardo—, si no hay otras que a
los ojos por aquí se ofrezcan?
—Bien tendrás que llorar —replicó el turco—, si en esas contemplaciones entras,
porque los que vieron habrá dos años a esta nombrada y rica isla de Chipre en su
tranquilidad y sosiego, gozando sus moradores en ella de todo aquello que la
felicidad humana puede conceder a los hombres y ahora los ve o contempla, o
desterrados della o en ella cautivos y miserables, ¿cómo podrá dejar de no dolerse de
su calamidad y desventura? Pero dejemos estas cosas, pues no llevan remedio y
vengamos a las tuyas, que quiero ver si le tienen y, así, te ruego, por lo que debes a la
buena voluntad que te he mostrado y por lo que te obliga el ser entrambos[215] de una
misma patria y habernos criado en nuestra niñez juntos, que me digas qué es la causa
que te trae tan demasiadamente triste que, puesto caso que sola la del cautiverio es
bastante para entristecer el corazón más alegre del mundo, todavía imagino que de
más atrás traen la corriente tus desgracias. Porque los generosos ánimos, como el

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tuyo, no suelen rendirse a las comunes desdichas tanto que den muestras de
extraordinarios sentimientos y háceme creer esto el saber yo que no eres tan pobre
que te falte para dar cuanto pidieren por tu rescate ni estás en las torres del mar
Negro[216], como cautivo de consideración, que tarde o nunca alcanza la deseada
libertad. Así que, no habiéndote quitado la mala suerte las esperanzas de verte libre y,
con todo esto, verte rendido a dar miserables muestras de tu desventura, no es mucho
que imagine que tu pena procede de otra causa que de la libertad que perdiste; la cual
causa te suplico me digas, ofreciéndote cuanto puedo y valgo; quizá para que yo te
sirva ha traído la fortuna este rodeo de haberme hecho vestir deste hábito que
aborrezco. Ya sabes, Ricardo, que es mi amo el cadí[217] desta ciudad, que es lo
mismo que ser su obispo. Sabes también lo mucho que vale y lo mucho que con él
puedo. Juntamente con esto, no ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en
este estado que parece que profeso, pues, cuando más no pueda, tengo de confesar y
publicar a voces la fe de Jesucristo, de quien me apartó mi poca edad y menos
entendimiento, puesto que sé que tal confesión me ha de costar la vida; que, a trueco
de no perder la del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo. De todo lo
dicho quiero que infieras y que consideres que te puede ser de algún provecho mi
amistad y que, para saber qué remedios o alivios puede tener tu desdicha, es menester
que me la cuentes, como ha menester el médico la relación del enfermo, asegurándote
que la depositaré en lo más escondido del silencio.
A todas estas razones estuvo callando Ricardo y, viéndose obligado dellas y de la
necesidad, le respondió con estas:
—Si así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! —que así se llamaba el turco
—, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio, tuviera por bien
perdida mi libertad y no trocara mi desgracia con la mayor ventura que imaginarse
pudiera; mas yo sé que ella es tal, que todo el mundo podrá saber bien la causa de
donde procede, mas no habrá en él persona que se atreva, no solo a hallarle remedio,
pero ni aun alivio. Y, para que quedes satisfecho desta verdad, te la contaré en las
menos razones que pudiere. Pero, antes que entre en el confuso laberinto de mis
males, quiero que me digas qué es la causa que Hazán Bajá, mi amo, ha hecho plantar
en esta campaña estas tiendas y pabellones antes de entrar en Nicosia, donde viene
proveído por virrey o por bajá, como los turcos llaman a los virreyes.
—Yo te satisfaré brevemente —respondió Mahamut—; y así, has de saber que es
costumbre entre los turcos que los que van por virreyes de alguna provincia no entran
en la ciudad donde su antecesor habita hasta que él salga della y deje hacer
libremente al que viene la residencia y, en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo
se está en la campaña esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se le hacen
sin que él pueda intervenir a valerse de sobornos ni amistades, si ya primero no lo ha
hecho. Hecha, pues, la residencia, se la dan al que deja el cargo en un pergamino
cerrado y sellado y con ella se presenta a la Puerta del Gran Señor, que es como decir
en la corte, ante el Gran Consejo del Turco; la cual vista por el visirbajá, y por los

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otros cuatro bajaes menores, como si dijésemos ante el presidente del Real Consejo y
oidores o le premian o le castigan, según la relación de la residencia; puesto que si
viene culpado, con dineros rescata y excusa el castigo; si no viene culpado y no le
premian, como sucede de ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más
se le antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por
dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban los
proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para
comprar otro que más ganancia promete. Todo va como digo, todo este imperio es
violento, señal que prometía no ser durable; pero, a lo que yo creo y así debe de ser
verdad, le tienen sobre sus hombros nuestros pecados; quiero decir los de aquellos
que descaradamente y a rienda suelta ofenden a Dios, como yo hago: ¡Él se acuerde
de mí por quien Él es! Por la causa que he dicho, pues, tu amo, Hazán Bajá, ha estado
en esta campaña cuatro días, y si el de Nicosia no ha salido, como debía, ha sido por
haber estado muy malo; pero ya está mejor y saldrá hoy o mañana, sin duda alguna, y
se ha de alojar en unas tiendas que están detrás deste recuesto, que tú no has visto, y
tu amo entrará luego en la ciudad. Y esto es lo que hay que saber de lo que me
preguntaste.
—Escucha, pues —dijo Ricardo—; mas no sé si podré cumplir lo que antes dije,
que en breves razones te contaría mi desventura, por ser ella tan larga y desmedida
que no se puede medir con razón alguna; con todo esto, haré lo que pudiere y lo que
el tiempo diere lugar. Y así, te pregunto primero si conoces en nuestro lugar de
Trápana[218] una doncella a quien la fama daba nombre de la más hermosa mujer que
había en toda Sicilia. Una doncella, digo, por quien decían todas las curiosas lenguas
y afirmaban los más raros entendimientos que era la de más perfecta hermosura que
tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que está por venir; una por
quien los poetas cantaban que tenía los cabellos de oro y que eran sus ojos dos
resplandecientes soles y sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes perlas, sus labios
rubíes, su garganta alabastro y que sus partes con el todo y el todo con sus partes,
hacían una maravillosa y concertada armonía, esparciendo naturaleza sobre todo una
suavidad de colores tan natural y perfecta, que jamás pudo la envidia hallar cosa en
que ponerle tacha. Que ¿es posible, Mahamut, que ya no me has dicho quién es y
cómo se llama? Sin duda creo o que no me oyes o que, cuando en Trápana estabas,
carecías de sentido.
—En verdad, Ricardo —respondió Mahamut—, que si la que has pintado con
tantos extremos de hermosura no es Leonisa, la hija de Rodolfo Florencio, no sé
quién sea; que esta sola tenía la fama que dices.
—Esa es, ¡oh Mahamut! —respondió Ricardo—; esa es, amigo, la causa principal
de todo mi bien y de toda mi desventura; esa es, que no la perdida libertad, por quien
mis ojos han derramado, derraman y derramarán lágrimas sin cuento y la por quien
mis sospiros encienden el aire cerca y lejos y la por quien mis razones cansan al cielo
que las escucha y a los oídos que las oyen; esa es por quien tú me has juzgado por

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loco o, por lo menos, por de poco valor y menos ánimo; esta Leonisa, para mí leona y
mansa cordera para otro, es la que me tiene en este miserable estado. Porque has de
saber que desde mis tiernos años, o a lo menos desde que tuve uso de razón, no solo
la amé, mas la adoré y serví con tanta solicitud como si no tuviera en la tierra ni en el
cielo otra deidad a quien sirviese ni adorase. Sabían sus deudos y sus padres mis
deseos y jamás dieron muestra de que les pesase, considerando que iban encaminados
a fin honesto y virtuoso y así, muchas veces sé yo que se lo dijeron a Leonisa, para
disponerle la voluntad a que por su esposo me recibiese. Mas ella, que tenía puestos
los ojos en Cornelio, el hijo de Ascanio Rótulo, que tú bien conoces: mancebo galán,
atildado[219], de blandas manos y rizos cabellos, de voz meliflua y de amorosas
palabras y, finalmente, todo hecho de ámbar y de alfeñique[220], guarnecido de telas y
adornado de brocados, no quiso ponerlos en mi rostro, no tan delicado como el de
Cornelio, ni quiso agradecer siquiera mis muchos y continuos servicios, pagando mi
voluntad con desdeñarme y aborrecerme y a tanto llegó el extremo de amarla, que
tomara por partido dichoso que me acabara[221] a pura fuerza de desdenes y
desagradecimientos, con que no diera descubiertos, aunque honestos, favores a
Cornelio. ¡Mira, pues, si llegándose a la angustia del desdén y aborrecimiento, la
mayor y más cruel rabia de los celos, cuál estaría mi alma de dos tan mortales pestes
combatida! Disimulaban los padres de Leonisa los favores que a Cornelio hacía,
creyendo, como estaba en razón que creyesen, que atraído el mozo de su
incomparable y bellísima hermosura, la escogería por su esposa y en ello granjearían
yerno más rico que conmigo y bien pudiera ser, si así fuera, pero no le alcanzaran, sin
arrogancia sea dicho, de mejor condición que la mía ni de más altos pensamientos ni
de más conocido valor que el mío. Sucedió, pues, que, en el discurso de mi
pretensión, alcancé a saber que un día del mes pasado de mayo, que este de hoy hace
un año, tres días y cinco horas, Leonisa y sus padres y Cornelio y los suyos, se iban a
solazar con toda su parentela y criados al jardín de Ascanio, que está cercano a la
marina[222], en el camino de las salinas.
—Bien lo sé —dijo Mahamut—; pasa adelante, Ricardo, que más de cuatro días
tuve en él, cuando Dios quiso, más de cuatro buenos ratos.
—Súpelo —replicó Ricardo— y, al mismo instante que lo supe, me ocupó el alma
una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y rigor, que me sacó
de mis sentidos, como lo verás por lo que luego hice, que fue irme al jardín donde me
dijeron que estaban y hallé a la más de la gente solazándose y debajo de un nogal
sentados a Cornelio y a Leonisa, aunque desviados un poco. Cuál ellos quedaron de
mi vista, no lo sé; de mí sé decir que quedé tal con la suya, que perdí la de mis ojos y
me quedé como estatua sin voz ni movimiento alguno. Pero no tardó mucho en
despertar el enojo a la cólera y la cólera a la sangre del corazón y la sangre a la ira y
la ira a las manos y a la lengua. Puesto que las manos se ataron con el respeto, a mi
parecer, debido al hermoso rostro que tenía delante, pero la lengua rompió el silencio
con estas razones: «Contenta estarás, ¡oh enemiga mortal de mi descanso!, en tener

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con tanto sosiego delante de tus ojos la causa que hará que los míos vivan en
perpetuo y doloroso llanto. Llégate, llégate, cruel, un poco más y enrede tu yedra a
ese inútil tronco que te busca; peina o ensortija aquellos cabellos de ese tu nuevo
Ganimedes[223], que tibiamente te solicita. Acaba ya de entregarte a los banderizos
años dese mozo en quien contemplas, porque, perdiendo yo la esperanza de
alcanzarte, acabe con ella la vida que aborrezco. ¿Piensas, por ventura, soberbia y
mal considerada doncella, que contigo sola se han de romper y faltar las leyes y
fueros que en semejantes casos en el mundo se usan? ¿Piensas, quiero decir, que este
mozo, altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inexperto por su edad poca,
confiado por su linaje, ha de querer ni poder ni saber guardar firmeza en sus amores
ni estimar lo inestimable ni conocer lo que conocen los maduros y experimentados
años? No lo pienses, si lo piensas, porque no tiene otra cosa buena el mundo, sino
hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por
su propia ignorancia. En los pocos años está la inconstancia mucha; en los ricos, la
soberbia; la vanidad, en los arrogantes y en los hermosos, el desdén; y en los que todo
esto tienen, la necedad, que es madre de todo mal suceso. Y tú, ¡oh mozo!, que tan a
tu salvo piensas llevar el premio, más debido a mis buenos deseos que a los ociosos
tuyos, ¿por qué no te levantas de ese estrado de flores donde yaces y vienes a sacarme
el alma, que tanto la tuya aborrece? Y no porque me ofendas en lo que haces, sino
porque no sabes estimar el bien que la ventura te concede y véese claro que le tienes
en poco, en que no quieres moverte a defendelle por no ponerte a riesgo de
descomponer la afeitada compostura de tu galán vestido. Si esa tu reposada condición
tuviera Aquiles, bien seguro estuviera Ulises de no salir con su empresa, aunque más
le mostrara resplandecientes armas y acerados alfanjes[224]. Vete, vete y recréate entre
las doncellas de tu madre y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos, más
despiertas a devanar blando sirgo[225] que a empuñar la dura espada».
»A todas estas razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde le hallé sentado,
antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado, sin moverse, y a las levantadas
voces con que le dije lo que has oído, se fue llegando la gente que por la huerta
andaba y se pusieron a escuchar otros más improperios que a Cornelio dije, el cual,
tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus parientes,
criados o allegados, dio muestras de levantarse; mas, antes que se pusiese en pie, puse
mano a mi espada y acometile, no solo a él, sino a todos cuantos allí estaban. Pero,
apenas vio Leonisa relucir mi espada, cuando le tomó un recio desmayo, cosa que me
puso en mayor coraje y mayor despecho. Y no te sabré decir si los muchos que me
acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se defiende de un loco
furioso, o si fue mi buena suerte y diligencia o el cielo, que para mayores males
quería guardarme, porque, en efeto, herí siete o ocho de los que hallé más a mano. A
Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies huyendo,
que se escapó de mis manos.
»Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos que ya como

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ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un remedio que fuera
mejor haber dejado allí la vida, que no, restaurándola por tan no pensado camino,
venir a perderla cada hora mil y mil veces. Y fue que de improviso dieron en el jardín
mucha cantidad de turcos de dos galeotas[226] de cosarios de Biserta[227] que en una
cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado, sin ser sentidos de las centinelas de
las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores o atajadores de la costa[228].
Cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron
en cobro[229]: de cuantos en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de
a tres personas y a Leonisa, que aún se estaba desmayada. A mí me cogieron con
cuatro disformes heridas, vengadas antes por mi mano con cuatro turcos, que de otras
cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este asalto hicieron los turcos con su
acostumbrada diligencia y, no muy contentos del suceso, se fueron a embarcar y
luego se hicieron a la mar y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la
Fabiana[230]. Hicieron reseña[231] por ver qué gente les faltaba y, viendo que los
muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes[232], y de los
mejores y más estimados que traían, quisieron tomar en mí la venganza y así, mandó
el arráez[233] de la capitana bajar la entena[234] para ahorcarme.
»Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había vuelto en sí y, viéndose en
poder de los cosarios, derramaba abundancia de hermosas lágrimas y, torciendo sus
manos delicadas, sin hablar palabra, estaba atenta a ver si entendía lo que los turcos
decían. Mas uno de los cristianos del remo le dijo en italiano como el arráez mandaba
ahorcar a aquel cristiano, señalándome a mí, porque había muerto en su defensa
cuatro de los mejores soldados de las galeotas. Lo cual oído y entendido por Leonisa
(la vez primera que se mostró para mí piadosa), dijo al cautivo que dijese a los turcos
que no me ahorcasen, porque perderían un gran rescate y que les rogaba volviesen a
Trápana, que luego me rescatarían. Esta, digo, fue la primera y aun será la última
caridad que usó conmigo Leonisa y todo para mayor mal mío. Oyendo, pues, los
turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron y mudoles el interés la cólera. Otro día
por la mañana, alzando bandera de paz, volvieron a Trápana; aquella noche la pasé
con el dolor que imaginarse puede, no tanto por el que mis heridas me causaban,
cuanto por imaginar el peligro en que la cruel enemiga mía entre aquellos bárbaros
estaba.
»Llegados, pues, como digo, a la ciudad, entró en el puerto la una galeota y la
otra se quedó fuera; coronose luego todo el puerto y la ribera toda de cristianos y el
lindo de Cornelio desde lejos estaba mirando lo que en la galeota pasaba. Acudió
luego un mayordomo mío a tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera
tratase de mi libertad, sino de la de Leonisa y que diese por ella todo cuanto valía mi
hacienda y más, le ordené que volviese a tierra y dijese a sus padres de Leonisa que le
dejasen a él tratar de la libertad de su hija y que no se pusiesen en trabajo por ella.
Hecho esto, el arráez principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por
Leonisa seis mil escudos y por mí cuatro mil, añadiendo que no daría el uno sin el

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otro. Pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba enamorado de Leonisa
y no quisiera él rescatalla, sino darle al arráez de la otra galeota, con quien había de
partir las presas que se hiciesen por mitad, a mí, en precio de cuatro mil escudos y mil
en dinero, que hacían cinco mil y quedarse con Leonisa por otros cinco mil. Y esta
fue la causa por que nos apreció a los dos en diez mil escudos. Los padres de Leonisa
no ofrecieron de su parte nada, atenidos a la promesa que de mi parte mi mayordomo
les había hecho, ni Cornelio movió los labios en su provecho; y así, después de
muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco
mil y por mí tres mil escudos.
»Aceptó Yzuf este partido, forzado de las persuasiones de su compañero y de lo
que todos sus soldados le decían; mas, como mi mayordomo no tenía junta tanta
cantidad de dineros, pidió tres días de término para juntarlos, con intención de
malbaratar mi hacienda hasta cumplir el rescate. Holgose desto Yzuf pensando hallar
en este tiempo ocasión para que el concierto no pasase adelante y, volviéndose a la
isla de la Fabiana, dijo que llegado el término de los tres días volvería por el dinero.
Pero la ingrata fortuna, no cansada de maltratarme, ordenó que estando desde lo más
alto de la isla puesta a la guarda una centinela de los turcos, bien dentro a la mar
descubrió seis velas latinas[235], y entendió, como fue verdad, que debían ser o la
escuadra de Malta[236] o algunas de las de Sicilia. Bajó corriendo a dar la nueva y en
un pensamiento se embarcaron los turcos, que estaban en tierra, cuál guisando de
comer, cuál lavando su ropa y, zarpando con no vista presteza, dieron al agua los
remos y al viento las velas y, puestas las proas en Berbería, en menos de dos horas
perdieron de vista las galeras y así, cubiertos con la isla y con la noche, que venía
cerca, se aseguraron[237] del miedo que habían cobrado.
»A tu buena consideración dejo, ¡oh Mahamut amigo!, que considere cuál iría mi
ánimo en aquel viaje, tan contrario del que yo esperaba y más cuando otro día,
habiendo llegado las dos galeotas a la isla de la Pantanalea[238], por la parte del
mediodía, los turcos saltaron en tierra a hacer leña y carne, como ellos dicen y más,
cuando vi que los arráeces saltaron en tierra y se pusieron a hacer las partes de todas
las presas que habían hecho. Cada acción destas fue para mí una dilatada muerte.
Viniendo, pues, a la partición mía y de Leonisa, Yzuf dio a Fetala, que así se llamaba
el arráez de la otra galeota, seis cristianos, los cuatro para el remo y dos muchachos
hermosísimos, de nación corsos, y a mí con ellos, por quedarse con Leonisa, de lo
cual se contentó Fetala. Y, aunque estuve presente a todo esto, nunca pude entender lo
que decían, aunque sabía lo que hacían, ni entendiera por entonces el modo de la
partición si Fetala no se llegara a mí y me dijera en italiano: “Cristiano, ya eres mío;
en dos mil escudos de oro te me han dado; si quisieres libertad, has de dar cuatro mil,
si no, acá morir”. Preguntele si era también suya la cristiana; díjome que no, sino que
Yzuf se quedaba con ella, con intención de volverla mora y casarse con ella. Y así era
la verdad, porque me lo dijo uno de los cautivos del remo, que entendía bien el
turquesco, y se lo había oído tratar a Yzuf y a Fetala. Díjele a mi amo que hiciese de

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modo como se quedase con la cristiana y que le daría por su rescate solo diez mil
escudos de oro en oro. Respondiome no ser posible, pero que haría que Yzuf supiese
la gran suma que él ofrecía por la cristiana; quizá, llevado del interese, mudaría de
intención y la rescataría. Hízolo así y mandó que todos los de su galeota se
embarcasen luego, porque se quería ir a Trípol de Berbería[239], de donde él era. Yzuf,
asimismo, determinó irse a Biserta y, así, se embarcaron con la misma priesa que
suelen cuando descubren o galeras de quien temer o bajeles[240] a quien robar.
Movioles a darse priesa[241], por parecerles que el tiempo mudaba con muestras de
borrasca.
»Estaba Leonisa en tierra, pero no en parte que yo la pudiese ver, si no fue que al
tiempo del embarcarnos llegamos juntos a la marina. Llevábala de la mano su nuevo
amo y su más nuevo amante y al entrar por la escala que estaba puesta desde tierra a
la galeota, volvió los ojos a mirarme y los míos, que no se quitaban della, la miraron
con tan tierno sentimiento y dolor que, sin saber cómo, se me puso una nube ante
ellos que me quitó la vista y sin ella y sin sentido alguno di conmigo en el suelo. Lo
mismo, me dijeron después, que había sucedido a Leonisa, porque la vieron caer de la
escala a la mar y que Yzuf se había echado tras della y la sacó en brazos. Esto me
contaron dentro de la galeota de mi amo, donde me habían puesto sin que yo lo
sintiese; mas, cuando volví de mi desmayo y me vi solo en la galeota y que la otra,
tomando otra derrota[242], se apartaba de nosotros, llevándose consigo la mitad de mi
alma o, por mejor decir, toda ella, cubrióseme el corazón de nuevo y de nuevo
maldije mi ventura y llamé a la muerte a voces y eran tales los sentimientos que
hacía, que mi amo, enfadado de oírme, con un grueso palo me amenazó que, si no
callaba, me maltrataría. Reprimí las lágrimas, recogí los suspiros, creyendo que con
la fuerza que les hacía reventarían por parte que abriesen puerta al alma, que tanto
deseaba desamparar este miserable cuerpo; mas la suerte, aún no contenta de haberme
puesto en tan encogido estrecho[243], ordenó de acabar con todo, quitándome las
esperanzas de todo mi remedio y fue que en un instante se declaró la borrasca que ya
se temía y el viento que de la parte de medidía[244] soplaba y nos embestía por la
proa, comenzó a reforzar con tanto brío que fue forzoso volverle la popa y dejar
correr el bajel por donde el viento quería llevarle.
»Llevaba designio el arráez de despuntar[245] la isla y tomar abrigo en ella por la
banda del norte, mas sucediole al revés su pensamiento, porque el viento cargó con
tanta furia que, todo lo que habíamos navegado en dos días, en poco más de catorce
horas nos vimos a seis millas o siete de la propia isla de donde habíamos partido y sin
remedio alguno íbamos a embestir en ella y no en alguna playa, sino en unas muy
levantadas peñas que a la vista se nos ofrecían, amenazando de inevitable muerte a
nuestras vidas. Vimos a nuestro lado la galeota de nuestra conserva[246], donde estaba
Leonisa y a todos sus turcos y cautivos remeros haciendo fuerza con los remos para
entretenerse y no dar en las peñas. Lo mismo hicieron los de la nuestra, con más

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ventaja y esfuerzo, a lo que pareció, que los de la otra, los cuales, cansados del
trabajo y vencidos del tesón del viento y de la tormenta, soltando los remos, se
abandonaron y se dejaron ir a vista de nuestros ojos a embestir en las peñas, donde
dio la galeota tan grande golpe que toda se hizo pedazos. Comenzaba a cerrar la
noche y fue tamaña la grita de los que se perdían y el sobresalto de los que en nuestro
bajel temían perderse, que ninguna cosa de las que nuestro arráez mandaba se
entendía ni se hacía; solo se atendía a no dejar los remos de las manos, tomando por
remedio volver la proa al viento y echar las dos áncoras[247] a la mar, para entretener
con esto algún tiempo la muerte, que por cierta tenían. Y, aunque el miedo de morir
era general en todos, en mí era muy al contrario, porque con la esperanza engañosa de
ver en el otro mundo a la que había tan poco que deste se había partido, cada punto
que la galeota tardaba en anegarse o en embestir en las peñas, era para mí un siglo de
más penosa muerte. Las levantadas olas, que por encima del bajel y de mi cabeza
pasaban, me hacían estar atento a ver si en ellas venía el cuerpo de la desdichada
Leonisa.
»No quiero deternerme ahora, ¡oh Mahamut!, en contarte por menudo[248] los
sobresaltos, los temores, las ansias, los pensamientos que en aquella luenga y amarga
noche tuve y pasé, por no ir contra lo que primero propuse de contarte brevemente mi
desventura. Basta decirte que fueron tantos y tales que, si la muerte viniera en aquel
tiempo, tuviera bien poco que hacer en quitarme la vida.
»Vino el día con muestras de mayor tormenta que la pasada y hallamos que el
bajel había virado un gran trecho, habiéndose desviado de las peñas un buen trecho y
llegádose a una punta de la isla y, viéndose tan a pique[249] de doblarla, turcos y
cristianos, con nueva esperanza y fuerzas nuevas, al cabo de seis horas doblamos la
punta y hallamos más blando el mar y más sosegado, de modo que más fácilmente
nos aprovechamos de los remos y, abrigados con la isla, tuvieron lugar los turcos de
saltar en tierra para ir a ver si había quedado alguna reliquia de la galeota que la
noche antes dio en las peñas; mas aún no quiso el cielo concederme el alivio que
esperaba tener de ver en mis brazos el cuerpo de Leonisa, que, aunque muerto y
despedazado, holgara de verle, por romper aquel imposible que mi estrella me puso
de juntarme con él, como mis buenos deseos merecían y, así, rogué a un renegado que
quería desembarcarse que le buscase y viese si la mar lo había arrojado a la orilla.
Pero, como ya he dicho, todo esto me negó el cielo, pues al mismo instante tornó a
embravecerse el viento, de manera que el amparo de la isla no fue de algún provecho.
Viendo esto Fetala, no quiso contrastar contra la fortuna que tanto le perseguía y así,
mandó poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela[250]; volvió la proa a la mar
y la popa al viento y, tomando él mismo el cargo del timón, se dejó correr[251] por el
ancho mar, seguro que ningún impedimento le estorbaría su camino. Iban los remos
igualados en la crujía[252] y toda la gente sentada por los bancos y ballesteras[253], sin
que en toda la galeota se descubriese otra persona que la del cómitre[254], que por más

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seguridad suya se hizo atar fuertemente al estanterol[255]. Volaba el bajel con tanta
ligereza que, en tres días y tres noches, pasando a la vista de Trápana, de Melazo y de
Palermo, embocó por el faro de Micina, con maravilloso espanto de los que iban
dentro y de aquellos que desde la tierra los miraban.
»En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue en su porfía,
digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan largo rodeo, como fue bajar casi
toda la isla de Sicilia, llegamos a Trípol de Berbería, adonde a mi amo (antes de haber
hecho con sus levantes la cuenta del despojo y dádoles lo que les tocaba y su quinto
al rey, como es costumbre) le dio un dolor de costado tal que dentro de tres días dio
con él en el infierno. Púsose luego el rey de Trípol en toda su hacienda y el alcaide de
los muertos que allí tiene el Gran Turco[256] que, como sabes, es heredero de los que
no le dejan en su muerte; estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala, mi amo y yo
cupe a este, que entonces era virrey de Trípol; y de allí a quince días le vino la
patente[257] de virrey de Chipre, con el cual he venido hasta aquí sin intento de
rescatarme, porque él me ha dicho muchas veces que me rescate, pues soy hombre
principal, como se lo dijeron los soldados de Fetala, jamás he acudido a ello, antes le
he dicho que le engañaron los que le dijeron grandezas de mi posibilidad. Y si
quieres, Mahamut, que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero
volver a parte donde por alguna vía pueda tener cosa que me consuele y quiero que,
juntándose a la vida del cautiverio, los pensamientos y memorias que jamás me dejan
de la muerte de Leonisa vengan a ser parte para que yo no la tenga jamás de gusto
alguno. Y si es verdad que los continuos dolores forzosamente se han de acabar o
acabar a quien los padece, los míos no podrán dejar de hacello porque pienso darles
rienda de manera que, a pocos días, den alcance a la miserable vida que tan contra mi
voluntad sostengo.
»Este es, ¡oh Mahamut hermano!, el triste suceso mío; esta es la causa de mis
suspiros y de mis lágrimas; mira tú ahora y considera si es bastante para sacarlos de
lo profundo de mis entrañas y para engendrarlos en la sequedad de mi lastimado
pecho. Leonisa murió y con ella mi esperanza, que, puesto que la que tenía, ella
viviendo, se sustentaba de un delgado cabello, todavía, todavía…
Y en este «todavía» se le pegó la lengua al paladar, de manera que no pudo hablar
más palabra ni detener las lágrimas que, como suele decirse, hilo a hilo le corrían por
el rostro, en tanta abundancia, que llegaron a humedecer el suelo. Acompañole en
ellas Mahamut, pero, pasándose aquel parasismo[258], causado de la memoria
renovada en el amargo cuento, quiso Mahamut consolar a Ricardo con las mejores
razones que supo; mas él se las atajó, diciéndole:
—Lo que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en desgracia
de mi amo y de todos aquellos con quien yo comunicare para que, siendo aborrecido
dél y dellos, los unos y los otros me maltraten y persigan de suerte que, añadiendo
dolor a dolor y pena a pena, alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida.
—Ahora he hallado ser verdadero —dijo Mahamut—, lo que suele decirse: que lo

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que se sabe sentir se sabe decir, puesto que algunas veces el sentimiento enmudece la
lengua pero, comoquiera que ello sea, Ricardo, ora llegue tu dolor a tus palabras, ora
ellas se le aventajen, siempre has de hallar en mí un verdadero amigo, o para ayuda o
para consejo; que, aunque mis pocos años y el desatino que he hecho en vestirme este
hábito están dando voces que de ninguna destas dos cosas que te ofrezco se puede fiar
ni esperar alguna, yo procuraré que no salga verdadera esta sospecha, ni pueda
tenerse por cierta tal opinión. Y, puesto que tú no quieras ni ser aconsejado ni
favorecido, no por eso dejaré de hacer lo que te conviniere, como suele hacerse con el
enfermo, que pide lo que no le dan y le dan lo que le conviene. No hay en toda esta
ciudad quien pueda ni valga más que el cadí, mi amo, ni aun el tuyo, que viene por
visorrey della, ha de poder tanto y, siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que
soy el que más puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero.
Digo esto porque podría ser dar traza con él para que vinieses a ser suyo y, estando en
mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer, a ti para consolarte, si
quisieres o pudieres tener consuelo y a mí para salir desta a mejor vida o, a lo menos,
a parte donde la tenga más segura cuando la deje.
—Yo te agradezco —respondió Ricardo—, Mahamut, la amistad que me ofreces,
aunque estoy cierto que, con cuanto hicieres, no has de poder cosa que en mi
provecho resulte. Pero dejemos ahora esto y vamos a las tiendas, porque, a lo que
veo, sale de la ciudad mucha gente y sin duda es el antiguo virrey que sale a estarse
en la campaña, por dar lugar a mi amo que entre en la ciudad a hacer la residencia.
—Así es —dijo Mahamut—; ven, pues, Ricardo, y verás las ceremonias con que
se reciben, que sé que gustarás de verlas.
—Vamos en buena hora —dijo Ricardo—; quizá te habré menester si acaso el
guardián de los cautivos de mi amo me ha echado menos, que es un renegado, corso
de nación y de no muy piadosas entrañas.
Con esto dejaron la plática y llegaron a las tiendas a tiempo que llegaba el antiguo
bajá y el nuevo le salía a recebir a la puerta de la tienda.
Venía acompañado Alí Bajá, que así se llamaba el que dejaba el gobierno, de
todos los jenízaros[259] que de ordinario están de presidio en Nicosia, después que los
turcos la ganaron, que serían hasta quinientos. Venían en dos alas o hileras, los unos
con escopetas y los otros con alfanjes desnudos. Llegaron a la puerta del nuevo bajá
Hazán, la rodearon todos y Alí Bajá, inclinando el cuerpo, hizo reverencia a Hazán y
él con menos inclinación le saludó. Luego se entró Alí en el pabellón de Hazán y los
turcos le subieron sobre un poderoso caballo ricamente aderezado y, trayéndole a la
redonda[260] de las tiendas y por todo un buen espacio de la campaña, daban voces y
gritos, diciendo en su lengua: «¡Viva, viva Solimán sultán y Hazán Bajá en su
nombre!». Repitieron esto muchas veces, reforzando las voces y los alaridos y luego
le volvieron a la tienda, donde había quedado Alí Bajá, el cual, con el cadí y Hazán,
se encerraron en ella por espacio de una hora solos. Dijo Mahamut a Ricardo que se
habían encerrado a tratar de lo que convenía hacer en la ciudad cerca de las obras que

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Alí dejaba comenzadas. De allí a poco tiempo salió el cadí a la puerta de la tienda y
dijo a voces en lengua turquesca, arábiga y griega, que todos los que quisiesen entrar
a pedir justicia, o otra cosa contra Alí Bajá, podrían entrar libremente; que allí estaba
Hazán Bajá, a quien el Gran Señor enviaba por virrey de Chipre, que les guardaría
toda razón y justicia. Con esta licencia, los jenízaros dejaron desocupada la puerta de
la tienda y dieron lugar a que entrasen los que quisiesen. Mahamut hizo que entrase
con él Ricardo, que, por ser esclavo de Hazán, no se le impidió la entrada.
Entraron a pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos y todos de
cosas de tan poca importancia, que las más despachó el cadí sin dar traslado a la
parte, sin autos, demandas ni respuestas[261]; que todas las causas, si no son las
matrimoniales, se despachan en pie y en un punto[262], más a juicio de buen varón
que por ley alguna. Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez
competente de todas las causas, que las abrevia en la uña[263] y las sentencia en un
soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal.
En esto entró un chauz, que es como alguacil y dijo que estaba a la puerta de la
tienda un judío que traía a vender una hermosísima cristiana; mandó el cadí que le
hiciese entrar, salió el chauz y volvió a entrar luego y con él un venerable judío, que
traía de la mano a una mujer vestida en hábito berberisco, tan bien aderezada y
compuesta que no lo pudiera estar tan bien la más rica mora de Fez ni de Marruecos,
que en aderezarse llevan la ventaja a todas las africanas, aunque entren las de Argel
con sus perlas tantas. Venía cubierto el rostro con un tafetán carmesí; por las
gargantas de los pies, que se descubrían, parecían dos carcajes (que así se llaman las
manillas[264] en arábigo), al parecer de puro oro y en los brazos, que asimismo por
una camisa de cendal[265] delgado se descubrían o traslucían, traía otros carcajes de
oro sembrados de muchas perlas; en resolución, en cuanto el traje, ella venía rica y
gallardamente aderezada.
Admirados desta primera vista el cadí y los demás bajaes, antes que otra cosa
dijesen ni preguntasen, mandaron al judío que hiciese que se quitase el antifaz la
cristiana. Hízolo así y descubrió un rostro que así deslumbró los ojos y alegró los
corazones de los circunstantes, como el sol que, por entre cerradas nubes, después de
mucha escuridad, se ofrece a los ojos de los que le desean: tal era la belleza de la
cautiva cristiana y tal su brío y su gallardía. Pero en quien con más efeto hizo
impresión la maravillosa luz que había descubierto, fue en el lastimado Ricardo,
como en aquel que mejor que otro la conocía, pues era su cruel y amada Leonisa, que
tantas veces y con tantas lágrimas por él había sido tenida y llorada por muerta.
Quedó a la improvisa vista de la singular belleza de la cristiana traspasado y
rendido el corazón de Alí y en el mismo grado y con la misma herida se halló el de
Hazán, sin quedarse exento de la amorosa llaga el del cadí que, más suspenso que
todos, no sabía quitar los ojos de los hermosos de Leonisa. Y, para encarecer las
poderosas fuerzas de amor, se ha de saber que en aquel mismo punto nació en los
corazones de los tres una, a su parecer, firme esperanza de alcanzarla y de gozarla y

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así, sin querer saber el cómo ni el dónde ni el cuándo había venido a poder del judío,
le preguntaron el precio que por ella quería.
El codicioso judío respondió que cuatro mil doblas[266], que vienen a ser dos mil
escudos; mas, apenas hubo declarado el precio, cuando Alí Bajá dijo que él los daba
por ella y que fuese luego a contar el dinero a su tienda. Empero Hazán Bajá, que
estaba de parecer de no dejarla, aunque aventurase en ello la vida, dijo:
—Yo asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío pide y no las diera
ni me pusiera a ser contrario de lo que Alí ha dicho si no me forzara lo que él mismo
dirá que es razón que me obligue y fuerce y es que esta gentil esclava no pertenece
para ninguno de nosotros, sino para el Gran Señor solamente y así digo que en su
nombre la compro: veamos ahora quién será el atrevido que me la quite.
—Yo seré —replicó Alí—, porque para el mismo efeto la compro, y estame a mí
más a cuento hacer al Gran Señor este presente, por la comodidad de llevarla luego a
Constantinopla, granjeando con él la voluntad del Gran Señor; que, como hombre que
quedo, Hazán, como tú ves, sin cargo alguno, he menester buscar medios de tenelle,
de lo que tú estás seguro por tres años, pues hoy comienzas a mandar y a gobernar
este riquísimo reino de Chipre. Así que, por estas razones y por haber sido yo el
primero que ofrecí el precio por la cautiva, está puesto en razón, ¡oh Hazán!, que me
la dejes.
—Tanto más es de agradecerme a mí —respondió Hazán— el procurarla y
enviarla al Gran Señor, cuanto lo hago sin moverme a ello interés alguno y, en lo de
la comodidad de llevarla, una galeota armaré con sola mi chusma[267] y mis esclavos
que la lleve.
Azorose con estas razones Alí y, levantándose en pie, empuñó el alfanje,
diciendo:
—Siendo, ¡oh Hazán!, mis intentos unos, que es presentar y llevar esta cristiana al
Gran Señor y, habiendo sido yo el comprador primero, está puesto en razón y en
justicia que me la dejes a mí y, cuando otra cosa pensares, este alfanje que empuño
defenderá mi derecho y castigará tu atrevimiento.
El cadí, que a todo estaba atento y que no menos que los dos ardía, temeroso de
quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder atajar el gran fuego que se había
encendido y, juntamente, quedarse con la cautiva, sin dar alguna sospecha de su
dañada[268] intención y así, levantándose en pie, se puso entre los dos, que ya también
lo estaban y dijo:
—Sosiégate, Hazán y tú, Alí, estate quedo[269]; que yo estoy aquí, que sabré y
podré componer vuestras diferencias de manera que los dos consigáis vuestros
intentos y el Gran Señor, como deseáis, sea servido.
A las palabras del cadí obedecieron luego y aun si otra cosa más dificultosa les
mandara, hicieran lo mismo: tanto es el respeto que tienen a sus canas los de aquella
dañada secta. Prosiguió, pues, el cadí, diciendo:
—Tú dices, Alí, que quieres esta cristiana para el Gran Señor y Hazán dice lo

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mismo; tú alegas que por ser el primero en ofrecer el precio ha de ser tuya; Hazán te
lo contradice y, aunque él no sabe fundar su razón, yo hallo que tiene la misma que tú
tienes y es la intención, que sin duda debió de nacer a un mismo tiempo que la tuya,
en querer comprar la esclava para el mismo efeto; solo le llevaste tú la ventaja en
haberte declarado primero y esto no ha de ser parte para que de todo en todo quede
defraudado su buen deseo y así, me parece ser bien concertaros en esta forma: que la
esclava sea de entrambos y, pues el uso della ha de quedar a la voluntad del Gran
Señor, para quien se compró, a él toca disponer della; y, en tanto, pagarás tú, Hazán,
dos mil doblas y Alí otras dos mil, y quedarase la cautiva en poder mío para que en
nombre de entrambos yo la envíe a Constantinopla, porque no quede sin algún
premio, siquiera por haberme hallado presente y así, me ofrezco de enviarla a mi
costa, con la autoridad y decencia que se debe a quien se envía, escribiendo al Gran
Señor todo lo que aquí ha pasado y la voluntad que los dos habéis mostrado a su
servicio.
No supieron ni pudieron ni quisieron contradecirle los dos enamorados turcos y,
aunque vieron que por aquel camino no conseguían su deseo, hubieron de pasar por el
parecer del cadí, formando y criando cada uno allá en su ánimo una esperanza que,
aunque dudosa, les prometía poder llegar al fin de sus encendidos deseos. Hazán, que
se quedaba por virrey en Chipre, pensaba dar tantas dádivas al cadí que, vencido y
obligado, le diese la cautiva; Alí imaginó de hacer un hecho que le aseguró salir con
lo que deseaba. Y, teniendo por cierto cada cual su designio, vinieron con facilidad en
lo que el cadí quiso y, de consentimiento y voluntad de los dos, se la entregaron luego
y luego pagaron al judío cada uno dos mil doblas. Dijo el judío que no la había de dar
con los vestidos que tenía, porque valían otras dos mil doblas y así era la verdad, a
causa que en los cabellos, que parte por las espaldas sueltos traía y parte atados y
enlazados por la frente, se parecían algunas hileras de perlas que con extremada
gracia se enredaban con ellos. Las manillas[270] de los pies y manos asimismo venían
llenas de gruesas perlas. El vestido era una almalafa[271] de raso verde, toda bordada
y llena de trencillas de oro. En fin, les pareció a todos que el judío anduvo corto en el
precio que pidió por el vestido y el cadí, por no mostrarse menos liberal que los dos
bajaes, dijo que él quería pagarle, porque de aquella manera se presentase al Gran
Señor la cristiana. Tuviéronlo por bien los dos competidores, creyendo cada uno que
todo había de venir a su poder.
Falta ahora por decir lo que sintió Ricardo de ver andar en almoneda[272] su alma
y los pensamientos que en aquel punto le vinieron y los temores que le sobresaltaron,
viendo que el haber hallado a su querida prenda era para más perderla; no sabía darse
a entender si estaba dormiendo o despierto, no dando crédito a sus mismos ojos de lo
que veían, porque le parecía cosa imposible ver tan impensadamente delante dellos a
la que pensaba que para siempre los había cerrado. Llegose en esto a su amigo
Mahamut y díjole:
—¿No la conoces, amigo?

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—No la conozco —dijo Mahamut.
—Pues has de saber —replicó Ricardo— que es Leonisa.
—¿Qué es lo que dices, Ricardo? —dijo Mahamut.
—Lo que has oído —dijo Ricardo.
—Pues calla y no la descubras —dijo Mahamut—, que la ventura va ordenando
que la tengas buena y próspera, porque ella va a poder de mi amo.
—¿Parécete —dijo Ricardo— que será bien ponerme en parte donde pueda ser
visto?
—No —dijo Mahamut— porque no la sobresaltes o te sobresaltes y no vengas a
dar indicio de que la conoces ni que la has visto; que podría ser que redundase en
perjuicio de mi designio.
—Seguiré tu parecer —respondió Ricardo.
Y ansí anduvo huyendo de que sus ojos se encontrasen con los de Leonisa, la cual
tenía los suyos, en tanto que esto pasaba, clavados en el suelo, derramando algunas
lágrimas. Llegose el cadí a ella y, asiéndola de la mano, se la entregó a Mahamut,
mandándole que la llevase a la ciudad y se la entregase a su señora Halima y le dijese
la tratase como a esclava del Gran Señor. Hízolo así Mahamut y dejó solo a Ricardo,
que con los ojos fue siguiendo a su estrella hasta que se le encubrió con la nube de los
muros de Nicosia. Llegose al judío y preguntole que adónde había comprado o en qué
modo había venido a su poder aquella cautiva cristiana. El judío le respondió que en
la isla de la Pantanalea la había comprado a unos turcos que allí habían dado al través
y, queriendo proseguir adelante, lo estorbó el venirle a llamar de parte de los bajaes,
que querían preguntarle lo que Ricardo deseaba saber y con esto se despidió dél.
En el camino que había desde las tiendas a la ciudad, tuvo lugar Mahamut de
preguntar a Leonisa, en lengua italiana, que de qué lugar era. La cual le respondió
que de la ciudad de Trápana. Preguntole asimismo Mahamut si conocía en aquella
ciudad a un caballero rico y noble que se llamaba Ricardo. Oyendo lo cual Leonisa
dio un gran suspiro y dijo:
—Sí conozco, por mi mal.
—¿Cómo por vuestro mal? —dijo Mahamut.
—Porque él me conoció a mí por el suyo y por mi desventura —respondió
Leonisa.
—¿Y, por ventura —preguntó Mahamut—, conocistes también en la misma
ciudad a otro caballero de gentil disposición, hijo de padres muy ricos y él por su
persona muy valiente, muy liberal y muy discreto, que se llamaba Cornelio?
—También le conozco —respondió Leonisa— y podré decir más por mi mal que
no a Ricardo. Mas ¿quién sois vos, señor, que los conocéis y por ellos me preguntáis?
—Soy —dijo Mahamut— natural de Palermo, que por varios accidentes estoy en
este traje y vestido, diferente del que yo solía traer y conózcolos porque no ha
muchos días que entrambos estuvieron en mi poder, que a Cornelio le cautivaron
unos moros de Trípol de Berbería y le vendieron a un turco que le trujo a esta isla,

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donde vino con mercancías, porque es mercader de Rodas, el cual fiaba de Cornelio
toda su hacienda.
—Bien se la sabrá guardar —dijo Leonisa—, porque sabe guardar muy bien la
suya; pero decidme, señor, ¿cómo o con quién vino Ricardo a esta isla?
—Vino —respondió Mahamut— con un cosario que le cautivó estando en un
jardín de la marina de Trápana y con él dijo que habían cautivado a una doncella que
nunca me quiso decir su nombre. Estuvo aquí algunos días con su amo, que iba a
visitar el sepulcro de Mahoma, que está en la ciudad de Almedina[273], y al tiempo de
la partida cayó Ricardo muy enfermo y indispuesto, que su amo me lo dejó, por ser
de mi tierra, para que le curase y tuviese cargo dél hasta su vuelta, o que si por aquí
no volviese, se le enviase a Constantinopla, que él me avisaría cuando allá estuviese.
Pero el cielo lo ordenó de otra manera, pues el sin ventura de Ricardo, sin tener
accidente alguno, en pocos días se acabaron los de su vida, siempre llamando entre sí
a una Leonisa, a quien él me había dicho que quería más que a su vida y a su alma; la
cual Leonisa me dijo que en una galeota que había dado al través en la isla de la
Pantanalea[274] se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba y siempre plañía, hasta
que le trujo a término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo,
sino muestras de dolor en el alma.
—Decidme, señor —replicó Leonisa—, ese mozo que decís, en las pláticas que
trató con vos, que, como de una patria, debieron ser muchas, ¿nombró alguna vez a
esa Leonisa con todo el modo con que a ella y a Ricardo cautivaron?
—Sí nombró —dijo Mahamut— y me preguntó si había aportado por esta isla
una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría de hallar para
rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de que no era tan rica como él
pensaba, aunque podía ser que por haberla gozado la tuviese en menos; que, como no
pasasen de trecientos o cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por
ella, porque un tiempo la había tenido alguna afición.
—Bien poca debía de ser —dijo Leonisa—, pues no pasaba de cuatrocientos
escudos; más liberal es Ricardo y más valiente y comedido; Dios perdone a quien fue
causa de su muerte, que fui yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta y
sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento, que viera
que tenía de su desgracia el que él mostró de la mía. Yo, señor, como ya os he dicho,
soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de Ricardo, que, por muy muchos y
varios casos, he venido a este miserable estado en que me veo y, aunque es tan
peligroso, siempre, por favor del cielo, he conservado en él la entereza de mi honor,
con la cual vivo contenta en mi miseria. Ahora, ni sé donde estoy ni quién es mi
dueño ni adónde han de dar conmigo mis contrarios hados, por lo cual os ruego,
señor, siquiera por la sangre que de cristiano tenéis, me aconsejéis en mis
trabajos[275]; que, puesto que el ser muchos me han hecho algo advertida, sobrevienen
cada momento tantos y tales, que no sé cómo me he de avenir con ellos.
A lo cual respondió Mahamut que él haría lo que pudiese en servirla,

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aconsejándola y ayudándola con su ingenio y con sus fuerzas; advirtiola de la
diferencia que por su causa habían tenido los dos bajaes y cómo quedaba en poder del
cadí, su amo, para llevarla presentada al Gran Turco Selín[276] a Constantinopla pero
que, antes que esto tuviese efeto, tenía esperanza en el verdadero Dios, en quien él
creía, aunque mal cristiano, que lo había de disponer de otra manera y que la
aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí, su amo, en cuyo poder
había de estar hasta que la enviasen a Constantinopla, advirtiéndola de la condición
de Halima y con esas le dijo otras cosas de su provecho, hasta que la dejó en su casa
y en poder de Halima, a quien dijo el recaudo de su amo.
Recibiola bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa. Mahamut se
volvió a las tiendas a contar a Ricardo lo que con Leonisa le había pasado y,
hallándole, se lo contó todo punto por punto y, cuando llegó al del sentimiento que
Leonisa había hecho cuando le dijo que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas a
los ojos. Díjole cómo había fingido el cuento del cautiverio de Cornelio, por ver lo
que ella sentía; advirtiole la tibieza y la malicia con que de Cornelio había hablado;
todo lo cual fue píctima[277] para el afligido corazón de Ricardo, el cual dijo a
Mahamut:
—Acuérdome, amigo Mahamut, de un cuento que me contó mi padre, que ya
sabes cuán curioso fue y oíste cuánta honra le hizo el Emperador Carlos Quinto, a
quien siempre sirvió en honrosos cargos de la guerra. Digo que me contó que, cuando
el Emperador estuvo sobre Túnez y la tomó con la fuerza de la Goleta[278], estando un
día en la campaña y en su tienda, le trujeron a presentar una mora por cosa singular
en belleza y que al tiempo que se la presentaron entraban algunos rayos del sol por
unas partes de la tienda y daban en los cabellos de la mora, que con los mismos del
sol en ser rubios competían: cosa nueva en las moras, que siempre se precian de
tenerlos negros. Contaba que en aquella ocasión se hallaron en la tienda, entre otros
muchos, dos caballeros españoles: el uno era andaluz y el otro era catalán, ambos
muy discretos y ambos poetas y, habiéndola visto el andaluz, comenzó con
admiración a decir unos versos que ellos llaman coplas, con unas consonancias o
consonantes dificultosos y, parando en los cinco versos de la copla, se detuvo sin
darle fin ni a la copla ni a la sentencia, por no ofrecérsele tan de improviso los
consonantes necesarios para acabarla; mas el otro caballero, que estaba a su lado y
había oído los versos, viéndole suspenso, como si le hurtara la media copla de la
boca, la prosiguió y acabó con las mismas consonancias. Y esto mismo se me vino a
la memoria cuando vi entrar a la hermosísima Leonisa por la tienda del bajá, no
solamente escureciendo los rayos del sol si la tocaran, sino a todo el cielo con sus
estrellas.
—Paso, no más —dijo Mahamut—; detente, amigo Ricardo, que a cada paso
temo que has de pasar tanto la raya en las alabanzas de tu bella Leonisa que, dejando
de parecer cristiano, parezcas gentil. Dime, si quieres, esos versos o coplas o como
los llamas, que después hablaremos en otras cosas que sean de más gusto y aun quizá

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de más provecho.
—En buen hora —dijo Ricardo—; y vuélvote a advertir que los cinco versos dijo
el uno y los otros cinco el otro, todos de improviso y son estos:

Como cuando el sol asoma


por una montaña baja
y de súpito nos toma,
y con su vista nos doma
nuestra vista y la relaja;
como la piedra balaja[279],
que no consiente carcoma,
tal es el tu rostro, Aja,
dura lanza de Mahoma,
que las mis entrañas raja.

—Bien me suenan al oído —dijo Mahamut— y mejor me suena y me parece que


estés para decir versos, Ricardo, porque el decirlos o el hacerlos requieren ánimos de
ánimos desapasionados.
—También se suelen —respondió Ricardo— llorar endechas[280], como cantar
himnos y todo es decir versos; pero, dejando esto aparte, dime qué piensas hacer en
nuestro negocio, que, puesto que no entendí lo que los bajaes trataron en la tienda, en
tanto que tú llevaste a Leonisa, me lo contó un renegado de mi amo, veneciano, que
se halló presente y entiende bien la lengua turquesca; y lo que es menester ante todas
cosas es buscar traza cómo Leonisa no vaya a mano del Gran Señor.
—Lo primero que se ha de hacer —respondió Mahamut— es que tú vengas a
poder de mi amo; que, esto hecho, después nos aconsejaremos en lo que más nos
conviniere.
En esto, vino el guardián de los cautivos cristianos de Hazán y llevó consigo a
Ricardo. El cadí volvió a la ciudad con Hazán, que en breves días hizo la residencia
de Alí y se la dio cerrada y sellada, para que se fuese a Constantinopla. Él se fue
luego, dejando muy encargado al cadí que con brevedad enviase la cautiva,
escribiendo al Gran Señor de modo que le aprovechase para sus pretensiones.
Prometióselo el cadí con traidoras entrañas, porque las tenía hechas ceniza por la
cautiva. Ido Alí lleno de falsas esperanzas y quedando Hazán no vacío de ellas,
Mahamut hizo de modo que Ricardo vino a poder de su amo. Íbanse los días y el
deseo de ver a Leonisa apretaba tanto a Ricardo, que no alcanzaba un punto de
sosiego. Mudose Ricardo el nombre en el de Mario, porque no llegase el suyo a oídos
de Leonisa antes que él la viese y el verla era muy dificultoso, a causa que los moros
son en extremo celosos y encubren de todos los hombres los rostros de sus mujeres,
puesto que en mostrarse ellas a los cristianos no se les hace de mal; quizá debe de ser
que, por ser cautivos, no los tienen por hombres cabales.
Avino, pues, que un día la señora Halima vio a su esclavo Mario y tan visto y tan

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mirado fue que se le quedó grabado en el corazón y fijo en la memoria y, quizá poco
contenta de los abrazos flojos de su anciano marido, con facilidad dio lugar a un mal
deseo y con la misma dio cuenta dél a Leonisa, a quien ya quería mucho por su
agradable condición y proceder discreto y tratábala con mucho respeto, por ser
prenda del Gran Señor. Díjole cómo el cadí había traído a casa un cautivo cristiano,
de tan gentil donaire y parecer que a sus ojos no había visto más lindo hombre en
toda su vida y que decían que era chilibí, que quiere decir caballero y de la misma
tierra de Mahamut, su renegado y que no sabía cómo darle a entender su voluntad, sin
que el cristiano la tuviese en poco por habérsela declarado. Preguntole Leonisa cómo
se llamaba el cautivo y díjole Halima que se llamaba Mario; a lo cual replicó Leonisa:
—Si él fuera caballero y del lugar que dicen, yo le conociera, mas dese nombre
Mario no hay ninguno en Trápana; pero haz, señora, que yo le vea y hable, que te diré
quién es y lo que dél se puede esperar.
—Así será —dijo Halima—, porque el viernes, cuando esté el cadí haciendo la
zalá[281] en la mezquita, le haré entrar acá dentro, donde le podrás hablar a solas y si
te pareciere darle indicios de mi deseo, haraslo por el mejor modo que pudieres.
Esto dijo Halima a Leonisa y no habían pasado dos horas cuando el cadí llamó a
Mahamut y a Mario y, con no menos eficacia que Halima había descubierto su pecho
a Leonisa, descubrió el enamorado viejo el suyo a sus dos esclavos, pidiéndoles
consejo en lo que haría para gozar de la cristiana y cumplir con el Gran Señor, cuya
ella era, diciéndoles que antes pensaba morir mil veces que entregalla una al Gran
Turco. Con tales afectos decía su pasión el religioso moro, que la puso en los
corazones de sus dos esclavos, que todo lo contrario de lo que él pensaba pensaban.
Quedó puesto entre ellos que Mario, como hombre de su tierra, aunque había dicho
que no la conocía, tomase la mano en solicitarla y en declararle la voluntad suya y,
cuando por este modo no se pudiese alcanzar, que usaría el de la fuerza, pues estaba
en su poder. Y, esto hecho, con decir que era muerta, se excusarían de enviarla a
Constantinopla.
Contentísimo quedó el cadí con el parecer de sus esclavos y, con la imaginada
alegría, ofreció desde luego libertad a Mahamut, mandándole la mitad de su hacienda
después de sus días; asimismo prometió a Mario, si alcanzaba lo que quería, libertad
y dineros con que volviese a su tierra rico, honrado y contento. Si él fue liberal en
prometer, sus cautivos fueron pródigos ofreciéndole de alcanzar la luna del cielo,
cuanto más a Leonisa, como él diese comodidad de hablarla.
—Esa daré yo a Mario cuanta él quisiere —respondió el cadí—, porque haré que
Halima se vaya en casa de sus padres, que son griegos cristianos, por algunos días y,
estando fuera, mandaré al portero que deje entrar a Mario dentro de casa todas las
veces que él quisiere y diré a Leonisa que bien podrá hablar con su paisano cuando le
diere gusto.
Desta manera comenzó a volver el viento de la ventura de Ricardo, soplando en
su favor, sin saber lo que hacían sus mismos amos.

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Tomado, pues, entre los tres este apuntamiento, quien primero le puso en
plática[282] fue Halima, bien así como mujer, cuya naturaleza es fácil y arrojadiza
para todo aquello que es de su gusto. Aquel mismo día dijo el cadí a Halima que
cuando quisiese podría irse a casa de sus padres a holgarse con ellos los días que
gustase. Pero, como ella estaba alborozada con las esperanzas que Leonisa le había
dado, no solo no se fuera a casa de sus padres, sino al fingido paraíso de Mahoma no
quisiera irse y, así, le respondió que por entonces no tenía tal voluntad y que cuando
ella la tuviese lo diría, mas que había de llevar consigo a la cautiva cristiana.
—Eso no —replicó el cadí—, que no es bien que la prenda del Gran Señor sea
vista de nadie y más, que se le ha de quitar que converse con cristianos, pues sabéis
que, en llegando a poder del Gran Señor, la han de encerrar en el serrallo[283] y
volverla turca, quiera o no quiera.
—Como ella ande conmigo —replicó Halima—, no importa que esté en casa de
mis padres, ni que comunique con ellos, que más comunico yo y no dejo por eso de
ser buena turca y más, que lo más que pienso estar en su casa serán hasta cuatro o
cinco días, porque el amor que os tengo no me dará licencia para estar tanto ausente y
sin veros.
No la quiso replicar el cadí, por no darle ocasión de engendrar alguna sospecha de
su intención.
Llegose en esto el viernes y él se fue a la mezquita, de la cual no podía salir en
casi cuatro horas y, apenas le vio Halima apartado de los umbrales de casa, cuando
mandó llamar a Mario; mas no le dejaba entrar un cristiano corso que servía de
portero en la puerta del patio, si Halima no le diera voces que le dejase y, así, entró
confuso y temblando, como si fuera a pelear con un ejército de enemigos.
Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda del Bajá,
sentada al pie de una escalera grande de mármol que a los corredores subía. Tenía la
cabeza inclinada sobre la palma de la mano derecha y el brazo sobre las rodillas, los
ojos a la parte contraria de la puerta por donde entró Mario, de manera que, aunque él
iba hacia la parte donde ella estaba, ella no le veía. Así como entró Ricardo, paseó
toda la casa con los ojos y no vio en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta
que paró la vista donde Leonisa estaba. En un instante, al enamorado Ricardo le
sobrevinieron tantos pensamientos, que le suspendieron y alegraron, considerándose
veinte pasos, a su parecer, o poco más, desviado de su felicidad y contento:
considerábase cautivo y a su gloria en poder ajeno. Estas cosas revolviendo entre sí
mismo, se movía poco a poco y, con temor y sobresalto, alegre y triste, temeroso y
esforzado, se iba llegando al centro donde estaba el de su alegría, cuando a deshora
volvió el rostro Leonisa y puso los ojos en los de Mario, que atentamente la miraba.
Mas, cuando la vista de los dos se encontraron, con diferentes efetos dieron señal de
lo que sus almas habían sentido. Ricardo se paró y no pudo echar pie adelante;
Leonisa, que por la relación de Mahamut tenía a Ricardo por muerto y el verle vivo
tan no esperadamente, llena de temor y espanto, sin quitar dél los ojos ni volver las

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espaldas, volvió atrás cuatro o cinco escalones y, sacando una pequeña cruz del seno,
la besaba muchas veces y se santiguó infinitas, como si alguna fantasma o otra cosa
del otro mundo estuviera mirando.
Volvió Ricardo de su embelesamiento y conoció, por lo que Leonisa hacía, la
verdadera causa de su temor y así le dijo:
—A mí me pesa, ¡oh hermosa Leonisa!, que no hayan sido verdad las nuevas que
de mi muerte te dio Mahamut, porque con ella excusara los temores que ahora tengo
de pensar si todavía está en su ser y entereza el rigor que contino has usado conmigo.
Sosiégate, señora, y baja y si te atreves a hacer lo que nunca hiciste, que es llegarte a
mí, llega y verás que no soy cuerpo fantástico: Ricardo soy, Leonisa; Ricardo, el de
tanta ventura cuanta tú quisieres que tenga.
Púsose Leonisa en esto el dedo en la boca, por lo cual entendió Ricardo que era
señal de que callase o hablase más quedo y, tomando algún poco de ánimo, se fue
llegando a ella en distancia que pudo oír estas razones:
—Habla paso, Mario, que así me parece que te llamas ahora y no trates de otra
cosa de la que yo te tratare y advierte que podría ser que el habernos oído fuese
parte[284] para que nunca nos volviésemos a ver. Halima, nuestra ama, creo que nos
escucha, la cual me ha dicho que te adora; hame puesto por intercesora de su deseo.
Si a él quisieres corresponder, aprovecharte ha más para el cuerpo que para el alma y,
cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque yo te lo ruego y por lo
que merecen deseos de mujer declarados.
A esto respondió Ricardo:
—Jamás pensé ni pude imaginar, hermosa Leonisa, que cosa que me pidieras
trujera consigo imposible de cumplirla, pero la que me pides me ha desengañado. ¿Es
por ventura la voluntad tan ligera que se pueda mover y llevar donde quisieren
llevarla, o estarle ha bien al varón honrado y verdadero fingir en cosas de tanto peso?
Si a ti te parece que alguna destas cosas se debe o puede hacer, haz lo que más
gustares, pues eres señora de mi voluntad; mas ya sé que también me engañas en esto,
pues jamás la has conocido y así no sabes lo que has de hacer della. Pero, a trueco
que no digas que en la primera cosa que me mandaste dejaste de ser obedecida, yo
perderé del derecho que debo a ser quien soy y satisfaré tu deseo y el de Halima
fingidamente, como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte y, así,
finge tú las respuestas a tu gusto, que desde aquí las firma y confirma mi fingida
voluntad. Y en pago desto que por ti hago (que es lo más que a mi parecer podré
hacer, aunque de nuevo te dé el alma que tantas veces te he dado), te ruego que
brevemente me digas cómo escapaste de las manos de los cosarios y cómo veniste a
las del judío que te vendió.
—Más espacio —respondió Leonisa— pide el cuento de mis desgracias, pero,
con todo eso, te quiero satisfacer en algo. Sabrás, pues, que, a cabo de un día que nos
apartamos, volvió el bajel de Yzuf con un recio viento a la misma isla de la
Pantanalea, donde también vimos a vuestra galeota; pero la nuestra, sin poderlo

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remediar, embistió en las peñas. Viendo, pues, mi amo tan a los ojos su perdición,
vació con gran presteza dos barriles que estaban llenos de agua, tapolos muy bien, y
atolos con cuerdas el uno con el otro; púsome a mí entre ellos, desnudose luego y,
tomando otro barril entre los brazos, se ató con un cordel el cuerpo y con el mismo
cordel dio cabo[285] a mis barriles y con grande ánimo se arrojó a la mar, llevándome
tras sí. Yo no tuve ánimo para arrojarme, que otro turco me impelió y me arrojó tras
Yzuf, donde caí sin ningún sentido, ni volví en mí hasta que me hallé en tierra en
brazos de dos turcos, que vuelta la boca al suelo me tenían, derramando gran cantidad
de agua que había bebido. Abrí los ojos, atónita y espantada, y vi a Yzuf junto a mí,
hecha la cabeza pedazos, que, según después supe, al llegar a tierra dio con ella en las
peñas, donde acabó la vida. Los turcos asimismo me dijeron que, tirando de la
cuerda, me sacaron a tierra casi ahogada; solas ocho personas se escaparon de la
desdichada galeota.
»Ocho días estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo respeto que si
fuera su hermana y aún más. Estábamos escondidos en una cueva, temerosos ellos
que no bajasen de una fuerza de cristianos que está en la isla y los cautivasen;
sustentáronse con el bizcocho[286] mojado que la mar echó a la orilla, de lo que
llevaban en la galeota, lo cual salían a coger de noche. Ordenó la suerte, para mayor
mal mío, que la fuerza estuviese sin capitán, que pocos días había que era muerto y
en la fuerza no había sino veinte soldados; esto se supo de un muchacho que los
turcos cautivaron, que bajó de la fuerza a coger conchas a la marina. A los ocho días
llegó a aquella costa un bajel de moros, que ellos llaman caramuzales[287]; viéronle
los turcos y salieron de donde estaban y, haciendo señas al bajel, que estaba cerca de
tierra, tanto que conoció ser turcos los que los llamaban, ellos contaron sus desgracias
y los moros los recibieron en su bajel, en el cual venía un judío, riquísimo mercader,
y toda la mercancía del bajel, o la más, era suya; era de barraganes y alquiceles[288] y
de otras cosas que de Berbería se llevaban a Levante[289]. En el mismo bajel los
turcos se fueron a Trípol y en el camino me vendieron al judío, que dio por mí dos
mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal el amor que el judío me descubrió.
»Dejando, pues, los turcos en Trípol, tornó el bajel a hacer su viaje y el judío dio
en solicitarme descaradamente; yo le hice la cara que merecían sus torpes deseos.
Viéndose, pues, desesperado de alcanzarlos, determinó de deshacerse de mí en la
primera ocasión que se le ofreciese. Y, sabiendo que los dos bajaes, Alí y Hazán,
estaban en aquesta isla, donde podía vender su mercaduría[290] tan bien como en
Xío[291], en quien pensaba venderla, se vino aquí con intención de venderme a alguno
de los dos bajaes y por eso me vistió de la manera que ahora me ves, por aficionarles
la voluntad a que me comprasen. He sabido que me ha comprado este cadí para
llevarme a presentar al Gran Turco, de que no estoy poco temerosa. Aquí he sabido
de tu fingida muerte, y sete decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma y que te
tuve más envidia que lástima y no por quererte mal, que ya que soy desamorada, no

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soy ingrata ni desconocida, sino porque habías acabado con la tragedia de tu vida.
—No dices mal, señora —respondió Ricardo—, si la muerte no me hubiera
estorbado el bien de volver a verte; que ahora en más estimo este instante de gloria
que gozo en mirarte, que otra ventura, como no fuera la eterna, que en la vida o en la
muerte pudiera asegurarme mi deseo. El que tiene mi amo el cadí, a cuyo poder he
venido por no menos varios accidentes que los tuyos, es el mismo para contigo que
para conmigo lo es el de Halima. Hame puesto a mí por intérprete de sus
pensamientos; acepté la empresa, no por darle gusto, sino por el que granjeaba en la
comodidad de hablarte, porque veas, Leonisa, el término a que nuestras desgracias
nos han traído: a ti a ser medianera de un imposible, que en lo que me pides conoces;
a mí a serlo también de la cosa que menos pensé y de la que daré por no alcanzalla la
vida, que ahora estimo en lo que vale la alta ventura de verte.
—No sé qué te diga, Ricardo —replicó Leonisa—, ni qué salida se tome al
laberinto donde, como dices, nuestra corta ventura nos tiene puestos. Solo sé decir
que es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede esperar, que es
el fingimiento y engaño y, así, digo que de ti daré a Halima algunas razones que antes
la entretengan que desesperen. Tú de mí podrás decir al cadí lo que para seguridad de
mi honor y de su engaño vieres que más convenga y, pues yo pongo mi honor en tus
manos, bien puedes creer dél que le tengo con la entereza y verdad que podían poner
en duda tantos caminos como he andado y tantos combates como he sufrido. El
hablarnos será fácil y a mí será de grandísimo gusto el hacello, con presupuesto que
jamás me has de tratar cosa que a tu declarada pretensión pertenezca, que en la hora
que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero que pienses que
es de tan pocos quilates mi valor que ha de hacer con él la cautividad lo que la
libertad no pudo: como el oro tengo de ser, con el favor del cielo, que mientras más
se acrisola, queda con más pureza y más limpio. Conténtate con que he dicho que no
me dará, como solía, fastidio tu vista, porque te hago saber, Ricardo, que siempre te
tuve por desabrido y arrogante y que presumías de ti algo más de lo que debías.
Confieso también que me engañaba y que podría ser que al hacer ahora la experiencia
me pusiese la verdad delante de los ojos el desengaño y, estando desengañada, fuese,
con ser honesta, más humana. Vete con Dios, que temo no nos haya escuchado
Halima, la cual entiende algo de la lengua cristiana, a lo menos de aquella mezcla de
lenguas[292] que se usa, con que todos nos entendemos.
—Dices muy bien, señora —respondió Ricardo— y agradézcote infinito el
desengaño que me has dado, que le estimo en tanto como la merced que me haces en
dejar verte y, como tú dices, quizá la experiencia te dará a entender cuán llana es mi
condición y cuán humilde, especialmente para adorarte, y sin que tú pusieras término
ni raya a mi trato, fuera él tan honesto para contigo que no acertaras a desearle mejor.
En lo que toca a entretener al cadí, vive descuidada; haz tú lo mismo con Halima y
entiende, señora, que después que te he visto ha nacido en mí una esperanza tal que
me asegura que presto hemos de alcanzar la libertad deseada. Y, con esto, quédate

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con Dios, que otra vez te contaré los rodeos por donde la fortuna me trujo a este
estado, después que de ti me aparté o, por mejor decir, me apartaron.
Con esto se despidieron y quedó Leonisa contenta y satisfecha del llano proceder
de Ricardo, y él contentísimo de haber oído una palabra de la boca de Leonisa sin
aspereza.
Estaba Halima cerrada en su aposento, rogando a Mahoma trujese Leonisa buen
despacho de lo que le había encomendado. El cadí estaba en la mezquita
recompensando con los suyos los deseos de su mujer, teniéndolos solícitos y colgados
de la respuesta que esperaba oír de su esclavo, a quien había dejado encargado
hablase a Leonisa, pues para poderlo hacer le daría comodidad Mahamut, aunque
Halima estuviese en casa. Leonisa acrecentó en Halima el torpe deseo y el amor,
dándole muy buenas esperanzas que Mario haría todo lo que pidiese; pero que había
de dejar pasar primero dos lunes, antes que concediese con lo que deseaba él mucho
más que ella, y este tiempo y término pedía, a causa que hacía una plegaria y oración
a Dios para que le diese libertad. Contentose Halima de la disculpa y de la relación de
su querido Ricardo, a quien ella diera libertad antes del término devoto[293], como él
concediera con su deseo y, así, rogó a Leonisa le rogase dispensase con el tiempo y
acortase la dilación, que ella le ofrecía cuanto el cadí pidiese por su rescate.
Antes que Ricardo respondiese a su amo, se aconsejó con Mahamut de qué le
respondería y acordaron entre los dos que le desesperasen y le aconsejasen que lo
más presto que pudiese la llevase a Constantinopla y que en el camino, o por grado o
por fuerza, alcanzaría su deseo y que, para el inconveniente que se podía ofrecer de
cumplir con el Gran Señor, sería bueno comprar otra esclava y en el viaje fingir o
hacer de modo como Leonisa cayese enferma y que una noche echarían la cristiana
comprada a la mar, diciendo que era Leonisa, la cautiva del Gran Señor, que se había
muerto y que esto se podía hacer y se haría en modo que jamás la verdad fuese
descubierta y él quedase sin culpa con el Gran Señor y con el cumplimiento de su
voluntad y que, para la duración de su gusto, después se daría traza conveniente y
más provechosa. Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí que, si otros mil disparates
le dijeran, como fueran encaminados a cumplir sus esperanzas, todos los creyera;
cuanto más, que le pareció que todo lo que le decían llevaba buen camino y prometía
próspero suceso y así era la verdad, si la intención de los dos consejeros no fuera
levantarse con el bajel y darle a él la muerte en pago de sus locos pensamientos.
Ofreciósele al cadí otra dificultad, a su parecer mayor de las que en aquel caso se le
podía ofrecer y era pensar que su mujer Halima no le había de dejar ir a
Constantinopla si no la llevaba consigo; pero presto la facilitó, diciendo que en
cambio de la cristiana que habían de comprar para que muriese por Leonisa, serviría
Halima, de quien deseaba librarse más que de la muerte.
Con la misma facilidad que él lo pensó, con la misma se lo concedieron Mahamut
y Ricardo y, quedando firmes en esto, aquel mismo día dio cuenta el cadí a Halima
del viaje que pensaba hacer a Constantinopla a llevar la cristiana al Gran Señor, de

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cuya liberalidad esperaba que le hiciese Gran Cadí del Cairo o de Constantinopla.
Halima le dijo que le parecía muy bien su determinación, creyendo que se dejaría a
Ricardo en casa; mas, cuando el cadí le certificó que le había de llevar consigo y a
Mahamut también, tornó a mudar de parecer y a desaconsejarle lo que primero le
había aconsejado. En resolución, concluyó que si no la llevaba consigo, no pensaba
dejarle ir en ninguna manera. Contentose el cadí de hacer lo que ella quería, porque
pensaba sacudir presto de su cuello aquella para él tan pesada carga.
No se descuidaba en este tiempo Hazán Bajá de solicitar al cadí le entregase la
esclava, ofreciéndole montes de oro y habiéndole dado a Ricardo de balde, cuyo
rescate apreciaba en dos mil escudos; facilitábale la entrega con la misma industria
que él se había imaginado de hacer muerta la cautiva cuando el Gran Turco enviase
por ella. Todas estas dádivas y promesas aprovecharon con el cadí no más de ponerle
en la voluntad que abreviase su partida. Y así, solicitado de su deseo y de las
importunaciones de Hazán y aun de las de Halima, que también fabricaba en el aire
vanas esperanzas, dentro de veinte días aderezó un bergantín[294] de quince bancos y
le armó de buenas boyas[295], moros y de algunos cristianos griegos. Embarcó en él
toda su riqueza y Halima no dejó en su casa cosa de momento y rogó a su marido que
la dejase llevar consigo a sus padres, para que viesen a Constantinopla. Era la
intención de Halima la misma que la de Mahamut: hacer con él y con Ricardo que en
el camino se alzasen con el bergantín pero no les quiso declarar su pensamiento hasta
verse embarcada y esto con voluntad de irse a tierra de cristianos y volverse a lo que
primero había sido y casarse con Ricardo, pues era de creer que, llevando tantas
riquezas consigo y volviéndose cristiana, no dejaría de tomarla por mujer.
En este tiempo habló otra vez Ricardo con Leonisa y le declaró toda su intención
y ella le dijo la que tenía Halima, que con ella había comunicado; encomendáronse
los dos el secreto y, encomendándose a Dios, esperaban el día de la partida, el cual
llegado, salió Hazán acompañándolos hasta la marina con todos sus soldados y no los
dejó hasta que se hicieron a la vela, ni aun quitó los ojos del bergantín hasta perderle
de vista y parece que el aire de los suspiros que el enamorado moro arrojaba impelía
con mayor fuerza las velas que le apartaban y llevaban el alma. Mas como aquel a
quien el amor había tanto tiempo que sosegar no le dejaba, pensando en lo que había
de hacer para no morir a manos de sus deseos, puso luego por obra lo que con largo
discurso y resoluta determinación tenía pensado y, así, en un bajel de diez y siete
bancos, que en otro puerto había hecho armar, puso en él cincuenta soldados, todos
amigos y conocidos suyos y a quien él tenía obligados con muchas dádivas y
promesas y dioles orden que saliesen al camino y tomasen el bajel del cadí y sus
riquezas, pasando a cuchillo cuantos en él iban, si no fuese a Leonisa la cautiva; que a
ella sola quería por despojo aventajado a los muchos haberes que el bergantín
llevaba; ordenoles también que le echasen a fondo, de manera que ninguna cosa
quedase que pudiese dar indicio de su perdición. La codicia del saco les puso alas en
los pies y esfuerzo en el corazón, aunque bien vieron cuán poca defensa habían de

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hallar en los del bergantín, según iban desarmados y sin sospecha de semejante
acontecimiento.
Dos días había ya que el bergantín caminaba, que al cadí se le hicieron dos siglos,
porque luego en el primero quisiera poner en efeto su determinación; mas
aconsejáronle sus esclavos que convenía primero hacer de suerte que Leonisa cayese
mala, para dar color a su muerte y que esto había de ser con algunos días de
enfermedad. Él no quisiera sino decir que había muerto de repente y acabar presto
con todo y despachar a su mujer y aplacar el fuego que las entrañas poco a poco le
iba consumiendo; pero, en efeto, hubo de condecender con el parecer de los dos.
Ya en esto había Halima declarado su intento a Mahamut y a Ricardo y ellos
estaban en ponerlo por obra al pasar de las cruces de Alejandría[296] o al entrar de los
castillos de la Natolia[297]. Pero fue tanta la priesa que el cadí les daba, que se
ofrecieron de hacerlo en la primera comodidad que se les ofreciese. Y un día, al cabo
de seis que navegaban y que ya le parecía al cadí que bastaba el fingimiento de la
enfermedad de Leonisa, importunó a sus esclavos que otro día concluyesen con
Halima y la arrojasen al mar amortajada, diciendo ser la cautiva del Gran Señor.
Amaneciendo, pues, el día en que, según la intención de Mahamut y de Ricardo,
había de ser el cumplimiento de sus deseos, o del fin de sus días, descubrieron un
bajel que a vela y remo les venía dando caza. Temieron fuese de cosarios cristianos,
de los cuales ni los unos ni los otros podían esperar buen suceso porque, de serlo, se
temía ser los moros cautivos y los cristianos, aunque quedasen con libertad,
quedarían desnudos y robados; pero Mahamut y Ricardo con la libertad de Leonisa y
de la de entrambos se contentaran; con todo esto que se imaginaban, temían la
insolencia de la gente cosaria, pues jamás la que se da a tales ejercicios, de cualquiera
ley o nación que sea, deja de tener un ánimo cruel y una condición insolente.
Pusiéronse en defensa, sin dejar los remos de las manos y hacer todo cuanto
pudiesen; pero pocas horas tardaron que vieron que les iban entrando, de modo que
en menos de dos se les pusieron a tiro de cañón. Viendo esto, amainaron, soltaron los
remos, tomaron las armas y los esperaron, aunque el cadí dijo que no temiesen,
porque el bajel era turquesco y que no les haría daño alguno. Mandó poner luego una
banderita blanca de paz en el peñol[298] de la popa, por que le viesen los que ya
ciegos y codiciosos venían con gran furia a embestir el mal defendido bergantín.
Volvió, en esto, la cabeza Mahamut y vio que de la parte de poniente venía una
galeota, a su parecer de veinte bancos y díjoselo al cadí y algunos cristianos que iban
al remo dijeron que el bajel que se descubría era de cristianos; todo lo cual les dobló
la confusión y el miedo y estaban suspensos sin saber lo que harían, temiendo y
esperando el suceso que Dios quisiese darles.
Paréceme que diera el cadí en aquel punto por hallarse en Nicosia toda la
esperanza de su gusto: tanta era la confusión en que se hallaba, aunque le quitó presto
della el bajel primero, que sin respeto de las banderas de paz ni de lo que a su religión
debían, embistieron con el del cadí con tanta furia que estuvo poco en echarle a

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fondo. Luego conoció el cadí los que le acometían y vio que eran soldados de Nicosia
y adivinó lo que podía ser y diose por perdido y muerto; y si no fuera que los
soldados se dieron antes a robar que a matar, ninguno quedara con vida. Mas, cuando
ellos andaban más encendidos y más atentos en su robo, dio un turco voces diciendo:
—¡Arma, soldados!, que un bajel de cristianos nos embiste.
Y así era la verdad, porque el bajel que descubrió el bergantín del cadí venía con
insignias y banderas cristianescas, el cual llegó con toda furia a embestir el bajel de
Hazán; pero, antes que llegase, preguntó uno desde la proa en lengua turquesca que
qué bajel era aquel. Respondiéronle que era de Hazán Bajá, virrey de Chipre.
—Pues ¿cómo —replicó el turco—, siendo vosotros mosolimanes[299], embestís y
robáis a ese bajel, que nosotros sabemos que va en él el cadí de Nicosia?
A lo cual respondieron que ellos no sabían otra cosa más de que al bajel les había
ordenado le tomasen y que ellos, como sus soldados y obedientes, habían hecho su
mandamiento.
Satisfecho de lo que saber quería, el capitán del segundo bajel, que venía a la
cristianesca, dejole embestir al de Hazán y acudió al del cadí y a la primera rociada
mató más de diez turcos de los que dentro estaban y luego le entró con grande ánimo
y presteza; mas, apenas hubieron puesto los pies dentro, cuando el cadí conoció que
el que le embestía no era cristiano, sino Alí Bajá, el enamorado de Leonisa, el cual,
con el mismo intento que Hazán, había estado esperando su venida y, por no ser
conocido, había hecho vestidos a sus soldados como cristianos, para que con esta
industria fuese más cubierto su hurto. El cadí, que conoció las intenciones de los
amantes y traidores, comenzó a grandes voces a decir su maldad, diciendo:
—¿Qué es esto, traidor Alí Bajá? ¿Cómo, siendo tú mosolimán, que quiere decir
turco, me salteas como cristiano? Y vosotros, traidores soldados de Hazán, ¿qué
demonio os ha movido a acometer tan grande insulto? ¿Cómo, por cumplir el apetito
lascivo del que aquí os envía, queréis ir contra vuestro natural señor?
A estas palabras suspendieron todos las armas y unos a otros se miraron y se
conocieron, porque todos habían sido soldados de un mismo capitán y militado
debajo de una bandera y, confundiéndose con las razones del cadí y con su mismo
maleficio, ya se les embotaron los filos de los alfanjes y se les desamayaron los
ánimos. Solo Alí cerró los ojos y los oídos a todo y arremetiendo al cadí, le dio una
tal cuchillada en la cabeza que, si no fuera por la defensa que hicieron cien varas de
toca[300] con que venía ceñida, sin duda se la partiera por medio; pero, con todo, le
derribó entre los bancos del bajel y al caer dijo el cadí:
—¡Oh cruel renegado, enemigo de mi profeta! ¿Y es posible que no ha de haber
quien castigue tu crueldad y tu grande insolencia? ¿Cómo, maldito, has osado poner
las manos y las armas en tu cadí y en un ministro de Mahoma?
Estas palabras añadieron fuerza a fuerza a las primeras, las cuales oídas de los
soldados de Hazán y movidos de temor que los soldados de Alí les habían de quitar la
presa, que ya ellos por suya tenían, determinaron de ponerlo todo en aventura y,

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comenzando uno y siguiéndole todos, dieron en los soldados de Alí con tanta priesa,
rancor y brío, que en poco espacio los pararon tales, que, aunque eran muchos más
que ellos, los redujeron a número pequeño; pero los que quedaron, volviendo sobre
sí, vengaron a sus compañeros, no dejando de los de Hazán apenas cuatro con vida y
esos muy malheridos.
Estábanlos mirando Ricardo y Mahamut, que de cuando en cuando sacaban la
cabeza por el escutillón de la cámara de popa, por ver en qué paraba aquella grande
herrería que sonaba y, viendo cómo los turcos estaban casi todos muertos y los vivos
malheridos y cuán fácilmente se podía dar cabo de todos, llamó a Mahamut y a dos
sobrinos de Halima, que ella había hecho embarcar consigo para que ayudasen a
levantar el bajel y con ellos y con su padre, tomando alfanjes de los muertos, saltaron
en crujía y, apellidando[301] «¡libertad, libertad!» y ayudados de las buenas boyas,
cristianos griegos, con facilidad y sin recebir herida, los degollaron a todos y,
pasando sobre la galeota de Alí, que sin defensa estaba, la rindieron y ganaron con
cuanto en ella venía. De los que en el segundo encuentro murieron, fue de los
primeros Alí Bajá, que un turco, en venganza del cadí, le mató a cuchilladas.
Diéronse luego todos, por consejo de Ricardo, a pasar cuantas cosas había de
precio en su bajel y en el de Hazán a la galeota de Alí, que era bajel mayor y
acomodado para cualquier cargo o viaje y ser los remeros cristianos, los cuales,
contentos con la alcanzada libertad y con muchas cosas que Ricardo repartió entre
todos, se ofrecieron de llevarle hasta Trápana, y aun hasta el cabo del mundo si
quisiese. Y, con esto, Mahamut y Ricardo, llenos de gozo por el buen suceso, se
fueron a la mora Halima y le dijeron que, si quería volverse a Chipre, que con las
buenas boyas le armarían su mismo bajel y le darían la mitad de las riquezas que
había embarcado; mas ella, que en tanta calamidad aún no había perdido el cariño y
amor que a Ricardo tenía, dijo que quería irse con ellos a tierra de cristianos, de lo
cual sus padres se holgaron en extremo.
El cadí volvió en su acuerdo[302] y le curaron como la ocasión les dio lugar, a
quien también dijeron que escogiese una de dos: o que se dejase llevar a tierra de
cristianos o volverse en su mismo bajel a Nicosia. Él respondió que, ya que la fortuna
le había traído a tales términos, les agradecía la libertad que le daban y que quería ir a
Constantinopla a quejarse al Gran Señor del agravio que de Hazán y de Alí había
recebido; mas, cuando supo que Halima le dejaba y se quería volver cristiana, estuvo
en poco de perder el juicio. En resolución, le armaron su mismo bajel y le proveyeron
de todas las cosas necesarias para su viaje y aun le dieron algunos cequíes[303] de los
que habían sido suyos y, despidiéndose de todos con determinación de volverse a
Nicosia, pidió antes que se hiciese a la vela que Leonisa le abrazase, que aquella
merced y favor sería bastante para poner en olvido toda su desventura. Todos
suplicaron a Leonisa diese aquel favor a quien tanto la quería, pues en ello no iría
contra el decoro de su honestidad. Hizo Leonisa lo que le rogaron y el cadí le pidió le
pusiese las manos sobre la cabeza, porque él llevase esperanzas de sanar de su herida;

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en todo le contentó Leonisa. Hecho esto y habiendo dado un barreno[304] al bajel de
Hazán, favoreciéndoles un levante fresco que parecía que llamaba las velas para
entregarse en ellas, se las dieron y en breves horas perdieron de vista al bajel del cadí,
el cual, con lágrimas en los ojos, estaba mirando cómo se llevaban los vientos su
hacienda, su gusto, su mujer y su alma.
Con diferentes pensamientos de los del cadí navegaban Ricardo y Mahamut y así,
sin querer tocar en tierra en ninguna parte, pasaron a la vista de Alejandría de golfo
lanzado[305] y, sin amainar velas y sin tener necesidad de aprovecharse de los remos,
llegaron a la fuerte isla del Corfú[306], donde hicieron agua[307], y luego, sin
detenerse, pasaron por los infamados riscos Acroceraunos[308] y desde lejos, al
segundo día, descubrieron a Paquino[309], promontorio de la fertilísima Tinacria[310],
a vista de la cual y de la insigne isla de Malta volaron, que no con menos ligereza
navegaba el dichoso leño.
En resolución, bajando la isla, de allí a cuatro días descubrieron la
Lampadosa[311] y luego la isla donde se perdieron, con cuya vista, Leonisa se
estremeció toda, viniéndole a la memoria el peligro en que en ella se había visto. Otro
día vieron delante de sí la deseada y amada patria; renovose la alegría en sus
corazones, alborotáronse sus espíritus con el nuevo contento, que es uno de los
mayores que en esta vida se puede tener, llegar después de luengo cautiverio salvo y
sano a la patria. Y al que a este se le puede igualar, es el que se recibe de la vitoria
alcanzada de los enemigos.
Habíase hallado en la galeota una caja llena de banderetas y flámulas[312] de
diversas colores de sedas, con las cuales hizo Ricardo adornar la galeota. Poco
después de amanecer sería cuando se hallaron a menos de una legua de la ciudad y,
bogando a cuarteles[313] y alzando de cuando en cuando alegres voces y gritos, se
iban llegando al puerto, en el cual en un instante pareció infinita gente del pueblo,
que, habiendo visto cómo aquel bien adornado bajel tan de espacio se llegaba a tierra,
no quedó gente en toda la ciudad que dejase de salir a la marina.
En este entretanto había Ricardo pedido y suplicado a Leonisa que se adornase y
vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda de los bajaes, porque
quería hacer una graciosa burla a sus padres. Hízolo así y, añadiendo galas a galas,
perlas a perlas y belleza a belleza, que suele acrecentarse con el contento, se vistió de
modo que de nuevo causó admiración y maravilla. Vistiose asimismo Ricardo a la
turquesca y lo mismo hizo Mahamut y todos los cristianos del remo, que para todos
hubo en los vestidos de los turcos muertos. Cuando llegaron al puerto serían las ocho
de la mañana, que tan serena y clara se mostraba, que parecía que estaba atenta
mirando aquella alegre entrada. Antes de entrar en el puerto, hizo Ricardo disparar las
piezas de la galeota, que eran un cañón de crujía[314] y dos falconetes[315]; respondió
la ciudad con otras tantas.
Estaba toda la gente confusa, esperando llegase el bizarro[316] bajel, pero, cuando

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vieron de cerca que era turquesco porque se divisaban los blancos turbantes de los
que moros parecían, temerosos y con sospecha de algún engaño, tomaron las armas y
acudieron al puerto todos los que en la ciudad son de milicia y la gente de a caballo
se tendió por toda la marina; de todo lo cual recibieron gran contento los que poco a
poco se fueron llegando hasta entrar en el puerto, dando fondo junto a tierra y
arrojando en ella la plancha[317], soltando a una los remos, todos, uno a uno, como en
procesión, salieron a tierra, la cual con lágrimas de alegría besaron una y muchas
veces, señal clara que dio a entender ser cristianos que con aquel bajel se habían
alzado. A la postre de todos salieron el padre y madre de Halima y sus dos sobrinos,
todos, como está dicho, vestidos a la turquesca; hizo fin y remate la hermosa Leonisa,
cubierto el rostro con un tafetán carmesí. Traíanla en medio Ricardo y Mahamut,
cuyo espectáculo llevó tras si los ojos de toda aquella infinita multitud que los
miraba.
En llegando a tierra, hicieron como los demás, besándola postrados por el suelo.
En esto, llegó a ellos el capitán y gobernador de la ciudad, que bien conoció que eran
los principales de todos; mas, apenas hubo llegado, cuando conoció a Ricardo y
corrió con los brazos abiertos y con señales de grandísimo contento a abrazarle.
Llegaron con el gobernador Cornelio y su padre y los de Leonisa con todos sus
parientes y los de Ricardo, que todos eran los más principales de la ciudad. Abrazó
Ricardo al gobernador y respondió a todos los parabienes que le daban; trabó de la
mano a Cornelio, el cual, como le conoció y se vio asido dél, perdió la color del
rostro y casi comenzó a temblar de miedo y, teniendo asimismo de la mano a Leonisa,
dijo:
—Por cortesía os ruego, señores, que, antes que entremos en la ciudad y en el
templo a dar las debidas gracias a Nuestro Señor de las grandes mercedes que en
nuestra desgracia nos ha hecho, me escuchéis ciertas razones que deciros quiero.
A lo cual el gobernador respondió que dijese lo que quisiese, que todos le
escucharían con gusto y con silencio.
Rodeáronle luego todos los más de los principales y él, alzando un poco la voz,
dijo desta manera:
—Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses ha en el
jardín de las Salinas me sucedió con la pérdida de Leonisa; también no se os habrá
caído de la memoria la diligencia que yo puse en procurar su libertad, pues,
olvidándome del mío, ofrecí por su rescate toda mi hacienda, aunque esta, que al
parecer fue liberalidad, no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el
rescate de mi alma. Lo que después acá a los dos ha sucedido requiere para más
tiempo otra sazón y coyuntura y otra lengua no tan turbada como la mía; baste
deciros por ahora que, después de varios y extraños acaecimientos[318] y después de
mil perdidas esperanzas de alcanzar remedio de nuestras desdichas, el piadoso cielo,
sin ningún merecimiento nuestro, nos ha vuelto a la deseada patria, cuanto llenos de
contento, colmados de riquezas y no nace dellas ni de la libertad alcanzada el sin

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igual gusto que tengo, sino del que imagino que tiene esta en paz y en guerra dulce
enemiga mía, así por verse libre, como por ver, como ve, el retrato de su alma;
todavía me alegro de la general alegría que tienen los que me han sido compañeros en
la miseria. Y, aunque las desventuras y tristes acontecimientos suelen mudar las
condiciones y aniquilar los ánimos valerosos, no ha sido así con el verdugo de mis
buenas esperanzas; porque, con más valor y entereza que buenamente decirse puede,
ha pasado el naufragio de sus desdichas y los encuentros de mis ardientes cuanto
honestas importunaciones; en lo cual se verifica que mudan el cielo y no las
costumbres, los que en ellas tal vez hicieron asiento. De todo esto que he dicho quiero
inferir que yo le ofrecí mi hacienda en rescate y le di mi alma en mis deseos; di traza
en su libertad y aventuré por ella, más que por la mía, la vida y de todos estos que, en
otro sujeto más agradecido, pudieran ser cargos de algún momento, no quiero yo que
lo sean; solo quiero lo sea este en que te pongo ahora.
Y diciendo esto, alzó la mano y con honesto comedimiento quitó el antifaz del
rostro de Leonisa, que fue como quitarse la nube que tal vez[319] cubre la hermosa
claridad del sol y prosiguió diciendo:
—Ves aquí, ¡oh Cornelio!, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre
todas las cosas que son dignas de estimarse y ves aquí tú, ¡hermosa Leonisa!, te doy
al que tú siempre has tenido en la memoria. Esta sí quiero que se tenga por
liberalidad, en cuya comparación dar la hacienda, la vida y la honra no es nada.
Recíbela, ¡oh venturoso mancebo!; recíbela y si llega tu conocimiento a tanto que
llegue a conocer valor tan grande, estímate por el más venturoso de la tierra. Con ella
te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que a todos el cielo nos ha
dado, que bien creo que pasará de treinta mil escudos. De todo puedes gozar a tu
sabor con libertad, quietud y descanso y plega al cielo que sea por luengos y felices
años. Yo, sin ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre, que a quien
Leonisa le falta, la vida le sobra.
Y en diciendo esto calló, como si al paladar se le hubiera pegado la lengua; pero,
desde allí a un poco, antes que ninguno hablase, dijo:
—¡Válame Dios y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo,
señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque
no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdición tengo yo
en Leonisa para darla a otro? O, ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser
mío? Leonisa es suya y tan suya que, a faltarle sus padres, que felices años vivan,
ningún opósito[320] tuviera a su voluntad y si se pudieran poner las obligaciones que
como discreta debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy
por ningunas y así, de lo dicho me desdigo y no doy a Cornelio nada, pues no puedo:
solo confirmo la manda[321] de mi hacienda hecha a Leonisa, sin querer otra
recompensa sino que tenga por verdaderos mis honestos pensamientos y que crea
dellos que nunca se encaminaron ni miraron a otro punto que el que pide su
incomparable honestidad, su grande valor e infinita hermosura.

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Calló Ricardo, en diciendo esto; a lo cual Leonisa respondió en esta manera:
—Si algún favor, ¡oh Ricardo!, imaginas que yo hice a Cornelio en el tiempo que
tú andabas de mí enamorado y celoso, imagina que fue tan honesto como guiado por
la voluntad y orden de mis padres, que, atentos a que le moviesen a ser mi esposo,
permitían que se los diese; si quedas desto satisfecho, bien lo estarás de lo que de mí
te ha mostrado la experiencia cerca de mi honestidad y recato. Esto digo por darte a
entender, Ricardo, que siempre fui mía, sin estar sujeta a otro que a mis padres, a
quien ahora humilmente, como es razón, suplico me den licencia y libertad para
disponer de la que tu mucha valentía y liberalidad me ha dado.
Sus padres dijeron que se la daban, porque fiaban de su discreción que usaría
della de modo que siempre redundase en su honra y en su provecho.
—Pues con esa licencia —prosiguió la discreta Leonisa—, quiero que no se me
haga de mal mostrarme desenvuelta, a trueque de no mostrarme desagradecida; y así,
¡oh valiente Ricardo!, mi voluntad, hasta aquí recatada, perpleja y dudosa, se declara
en favor tuyo; porque sepan los hombres que no todas las mujeres son ingratas,
mostrándome yo siquiera agradecida. Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte,
si ya otro mejor conocimiento no te mueve a negar la mano que de mi esposo te pido.
Quedó como fuera de sí a estas razones Ricardo y no supo ni pudo responder con
otras a Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella y besarle las manos, que le
tomó por fuerza muchas veces, bañándoselas en tiernas y amorosas lágrimas.
Derramolas Cornelio de pesar y de alegría los padres de Leonisa y de admiración y de
contento todos los circunstantes.
Hallose presente el obispo o arzobispo de la ciudad y con su bendición y licencia
los llevó al templo y, dispensando en el tiempo, los desposó en el mismo punto.
Derramose la alegría por toda la ciudad, de la cual dieron muestra aquella noche
infinitas luminarias[322] y otros muchos días la dieron muchos juegos y regocijos que
hicieron los parientes de Ricardo y de Leonisa. Reconciliáronse con la iglesia
Mahamut y Halima, la cual, imposibilitada de cumplir el deseo de verse esposa de
Ricardo, se contentó con serlo de Mahamut. A sus padres y a los sobrinos de Halima
dio la liberalidad de Ricardo, de las partes que le cupieron del despojo,
suficientemente con que viviesen. Todos, en fin, quedaron contentos, libres y
satisfechos y la fama de Ricardo, saliendo de los términos de Sicilia, se extendió por
todos los de Italia y de otras muchas partes, debajo del nombre del amante liberal; y
aún hasta hoy dura en los muchos hijos que tuvo en Leonisa, que fue ejemplo raro de
discreción, honestidad, recato y hermosura.

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NOVELA DE RINCONETE Y CORTADILLO

En la venta del Molinillo[323], que está puesta en los fines de los famosos campos
de Alcudia[324], como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del
verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince
años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy
descosidos, rotos y maltratados. Capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo y las
medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno
eran alpargates[325], tan traídos como llevados y los del otro picados y sin suelas, de
manera que más le servían de cormas[326] que de zapatos. Traía el uno montera verde
de cazador, el otro un sombrero sin toquilla[327], bajo de copa y ancho de falda. A la
espalda y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza[328],
encerrada[329] y recogida toda en una manga; el otro venía escueto[330] y sin alforjas,
puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era
un cuello de los que llaman valones[331], almidonado con grasa y tan deshilado de
roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de
figura ovada[332], porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas y porque
durasen más se las cercenaron[333] y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos
quemados del sol, las uñas caireladas[334] y las manos no muy limpias; el uno tenía
una media espada y el otro un cuchillo de cachas[335] amarillas, que los suelen llamar
vaqueros[336].
Saliéronse los dos a sestear[337] en un portal o cobertizo que delante de la venta se
hace y, sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más
pequeño:
—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno
camina?
—Mi tierra, señor caballero —respondió el preguntado—, no la sé ni para dónde
camino, tampoco.
—Pues en verdad —dijo el mayor— que no parece vuesa merced del cielo y que
este no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.
—Así es —respondió el mediano—, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho,
porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene
por hijo y una madrastra que me trata como alnado[338]; el camino que llevo es a la
ventura y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta
miserable vida.
—Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? —preguntó el grande.
Y el menor respondió:
—No sé otro sino que corro como una liebre y salto como un gamo y corto de
tijera muy delicadamente.

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—Todo eso es muy bueno, útil y provechoso —dijo el grande—, porque habrá
sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves
Santo le corte florones de papel para el monumento[339].
—No es mi corte desa manera —respondió el menor—, sino que mi padre, por la
misericordia del cielo, es sastre y calcetero[340] y me enseñó a cortar antiparas[341],
que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avampiés[342] que por su
propio nombre se suelen llamar polainas[343] y córtolas tan bien que en verdad que
me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.
—Todo eso y más acontece por los buenos —respondió el grande— y siempre he
oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas, pero aún edad tiene vuesa
merced para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente,
otras gracias tiene vuesa merced secretas y no las quiere manifestar.
—Sí tengo —respondió el pequeño—, pero no son para en público, como vuesa
merced ha muy bien apuntado.
A lo cual replicó el grande:
—Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se
puedan hallar y, para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse
conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin
misterio nos ha juntado aquí la suerte y pienso que habemos de ser, deste hasta el
último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la
Fuenfrida[344], lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de
contino pasan; mi nombre es Pedro del Rincón, mi padre es persona de calidad,
porque es ministro de la Santa Cruzada[345]: quiero decir que es bulero o buldero[346],
como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio y le aprendí de
manera que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero,
habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me
abracé con un talego[347] y di conmigo y con él en Madrid, donde con las
comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al
talego y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado[348]. Vino el que tenía
a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque, viendo aquellos
señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla[349] y me
mosqueasen las espaldas[350] por un rato y con que saliese desterrado por cuatro años
de la corte. Tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda[351] y mosqueo y salí a
cumplir mi destierro, con tanta priesa que no tuve lugar de buscar cabalgaduras.
Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias y, entre
ellas, saqué estos naipes —y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el
cuello traía—, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay
desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna[352] y, aunque vuesa merced los ve tan
astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no
alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá

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cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta, que le puede
servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada[353],
el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto
embajador ciertas tretas de quínolas[354] y del parar, a quien también llaman el
andaboba[355]; que, así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus
antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca[356]. Con esto voy seguro
de no morir de hambre, porque, aunque llegue a un cortijo, hay quien quiera pasar
tiempo jugando un rato. Y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos:
armemos la red y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero
decir que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno
quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.
—Sea en buen hora —dijo el otro— y en merced muy grande tengo la que vuesa
merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no
le encubra la mía, que, diciéndola más breve, es esta. Yo nací en el piadoso lugar
puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre, enseñome su oficio
y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas. Enfadome la vida
estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a
Toledo a ejercitar mi oficio y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de
toca[357] ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no
corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos[358]. Y, en cuatro meses que
estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido entre puertas ni sobresaltado ni corrido de
corchetes[359] ni soplado de ningún cañuto[360]. Bien es verdad que habrá ocho días
que una espía doble dio noticia de mi habilidad al corregidor, el cual, aficionado a
mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que, por ser humilde, no quiero tratar con
personas tan graves, procuré de no verme con él y, así, salí de la ciudad con tanta
priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras ni blancas ni de algún
coche de retorno[361] o, por lo menos, de un carro.
—Eso se borre —dijo Rincón—; y, pues ya nos conocemos, no hay para qué
aquesas grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no teníamos blanca[362],
ni aun zapatos.
—Sea así —respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba—; y,
pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser
perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.
Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y
estrechamente y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos
naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia y, a pocas manos,
alzaba tan bien por el as Cortado como Rincón, su maestro.
Salió en esto un arriero a refrescarse al portal y pidió que quería hacer tercio[363].
Acogiéronle de buena gana y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte
y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y,

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creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el
dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas
amarillas, le dieron tanto que hacer que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara
mal.
A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que
iban a sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales,
viendo la pendencia[364] del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les
dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.
—Allá vamos —dijo Rincón— y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto
nos mandaren.
Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando
al arriero agraviado y enojado y a la ventera admirada de la buena crianza de los
pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello. Y,
cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se
pelaba las barbas y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía
que era grandísima afrenta y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen
engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y
aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin,
tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.
En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes,
que lo más del camino los llevaban a las ancas y, aunque se les ofrecían algunas
ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la
ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la
Aduana[365], a causa del registro y almojarifazgo[366] que se paga, no se pudo
contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la
camarada y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se
parecían patentemente las entrañas y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj
de sol y un librillo de memoria[367], cosas que cuando las vieron no les dieron mucho
gusto y pensaron que, pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había
de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas y
quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían
echado menos y puesto en recaudo lo que quedaba.
Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían
sustentado y otro día[368] vendieron las camisas en el malbaratillo[369] que se hace
fuera de la puerta del Arenal[370], y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se
fueron a ver la ciudad y admiroles la grandeza y suntuosidad de su mayor iglesia[371],
el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de cargazón de flota[372] y
había en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar y aun temer el día que sus culpas
les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos

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muchachos de la esportilla[373] que por allí andaban; informáronse de uno dellos qué
oficio era aquel y, si era de mucho trabajo y de qué ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el
oficio era descansado y de que no se pagaba alcabala[374] y que algunos días salía con
cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo
de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas y seguro de comer a la hora que
quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó
el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con
cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas y
luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo
podían usar sin examen. Y, preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les
respondió que sendos costales[375] pequeños, limpios o nuevos y cada uno tres
espuertas[376] de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne,
pescado y fruta y en el costa el pan; y él les guió donde lo vendían y ellos, del dinero
de la galima[377] del francés, lo compraron todo y dentro de dos horas pudieran estar
graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los
costales. Avisoles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a
la Carnicería y a la plaza de San Salvador[378]; los días de pescado, a la Pescadería y a
la Costanilla[379]; todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.
Toda esta lición tomaron bien de memoria y otro día bien de mañana se plantaron
en la plaza de San Salvador y, apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros
mozos del oficio que, por lo flamante de los costales y espuertas, vieron ser nuevos
en la plaza; hiciéronles mil preguntas y a todas respondían con discreción y mesura.
En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado y, convidados de la limpieza de
las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado y el
soldado a Rincón.
—En nombre sea de Dios —dijeron ambos.
—Para bien se comience el oficio —dijo Rincón—, que vuesa merced me estrena,
señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
—La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de
hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.
—Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme
toda esta plaza y aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo haré de muy buena
voluntad.
Contentose el soldado de la buena gracia del mozo y díjole que si quería servir,
que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que, por ser
aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto, hasta ver, a lo menos,
lo que tenía de malo y bueno y, cuando no le contentase, él daba su palabra de

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servirle a él antes que a un canónigo.
Riose el soldado, cargole muy bien, mostrole la casa de su dama, para que la
supiese de allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de
acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato. Diole el soldado tres cuartos y
en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura; porque también desta
diligencia les advirtió el asturiano y de que cuando llevasen pescado menudo
(conviene a saber: albures o sardinas o acedías), bien podían tomar algunas y hacerlas
la salva[380], siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda
sagacidad y advertimiento, porque no se perdiese el crédito, que era lo que más
importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegose
Cortado a Rincón, y preguntole que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y
mostrole los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que
mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada y dijo:
—Con esta me pagó su reverencia del estudiante y con dos cuartos; mas tomadla
vos, Rincón, por lo que puede suceder.
Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante
trasudando y turbado de muerte y, viendo a Cortado, le dijo si acaso había visto una
bolsa de tales y tales señas que, con quince escudos de oro en oro y con tres reales de
a dos y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba y que le dijese si la había
tomado en el entretanto que con él había andado comprando. A lo cual, con extraño
disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:
—Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es
que vuesa merced la puso a mal recaudo.
—¡Eso es ello, pecador de mí —respondió el estudiante—: que la debí de poner a
mal recaudo, pues me la hurtaron!
—Lo mismo digo yo —dijo Cortado—; pero para todo hay remedio, si no es para
la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener
paciencia; que de menos nos hizo Dios y un día viene tras otro día y donde las dan las
toman y podría ser que, con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y
se la volviese a vuesa merced sahumada[381].
—El sahumerio le perdonaríamos —respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
—Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas[382], y buena diligencia,
que es madre de la buena ventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador
de tal bolsa; porque, si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecerme
hía[383] a mí que había cometido algún grande incesto o sacrilegio.
—Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! —dijo a esto el adolorido[384] estudiante
—; que, puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de
la bolsa era del tercio de una capellanía[385], que me dio a cobrar un sacerdote amigo
mío y es dinero sagrado y bendito.

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—Con su pan se lo coma —dijo Rincón a este punto—; no le arriendo la
ganancia; día de juicio hay, donde todo saldrá en la colada, y entonces se verá quién
fue Callejas[386] y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de
la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor sacristán, por su vida.
—¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que renta! —
respondió el sacristán con algún tanto de demasiada cólera—. Decidme, hermanos, si
sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo la quiero hacer pregonar.
—No me parece mal remedio ese —dijo Cortado—, pero advierta vuesa merced
no se le olviden las señas de la bolsa ni la cantidad puntualmente del dinero que va en
ella; que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo y esto le doy por hado.
—No hay que temer deso —respondió el sacristán—, que lo tengo más en la
memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado[387] para limpiarse el sudor,
que llovía de su rostro como de alquitara[388] y, apenas le hubo visto Cortado, cuando
le marcó por suyo. Y, habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en
las Gradas[389], donde le llamó y le retiró a una parte y allí le comenzó a decir tantos
disparates, al modo de lo que llaman bernardinas[390], cerca del hurto y hallazgo de su
bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el
pobre sacristán estaba embelesado escuchándole. Y, como no acababa de entender lo
que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos.
El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan
grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra y sutilmente le
sacó el pañuelo de la faldriquera y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase
de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su
mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la
bolsa y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán y se despidió de Cortado, el cual se vino
donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél y más abajo estaba
otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el
pañuelo a Rincón y, llegándose a ellos, les dijo:
—Díganme, señores galanes: ¿voacedes[391] son de mala entrada[392] o no?
—No entendemos esa razón[393], señor galán —respondió Rincón.
—¿Qué no entrevan[394], señores murcios[395]? —respondió el otro.
—Ni somos de Teba[396] ni de Murcia —dijo Cortado—. Si otra cosa quiere,
dígala; si no, váyase con Dios.
—¿No lo entienden? —dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender, y a beber,
con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas
no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme: ¿cómo no han
ido a la aduana del señor Monipodio?

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—¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? —dijo Rincón.
—Si no se paga —respondió el mozo—, a lo menos regístranse ante el señor
Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo y, así, les aconsejo que vengan
conmigo a darle la obediencia o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal[397], que les
costará caro.
—Yo pensé —dijo Cortado— que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y
alcabala y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las
espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el desta
que, por ser la más principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede
vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo
barruntos[398], según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso y además
hábil en el oficio.
—¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! —respondió el mozo—. Eslo
tanto, que en cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre no
han padecido sino cuatro en el finibusterrae[399] y obra de treinta envesados[400] y de
sesenta y dos en gurapas[401].
—En verdad, señor —dijo Rincón—, que así entendemos esos nombres como
volar.
—Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino —respondió el
mozo—, con otros algunos[402], que así les conviene saberlos como el pan de la boca.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman
germanescos[403] o de la germanía, en el discurso de[404] su plática, que no fue corta,
porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:
—¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
—Sí —respondió él—, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los
muy cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
—Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la
buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
—Señor, yo no me meto en tologías[405]; lo que sé es que cada uno en su oficio
puede alabar a Dios y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus
ahijados.
—Sin duda —dijo Rincón—, debe de ser buena y santa, pues hace que los
ladrones sirvan a Dios.
—Es tan santa y buena —replicó el mozo—, que no sé yo si se podrá mejorar en
nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o
limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta
ciudad y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los
días pasados dieron tres ansias[406] a un cuatrero que había murciado dos roznos[407],

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y con estar flaco y cuartanario[408], así las sufrió sin cantar[409] como si fueran nada.
Y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran
bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo. Y porque sé que me han de
preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo
antes que me lo pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias; ansia
es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con perdón; primer desconcierto es las
primeras vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más, que rezamos nuestro
rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del
viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado.
—De perlas me parece todo eso —dijo Cortado—; pero dígame vuesa merced:
¿hácese otra restitución o otra penitencia más de la dicha?
—En eso de restituir no hay que hablar —respondió el mozo—, porque es cosa
imposible, por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de
los ministros y contrayentes la suya y, así, el primer hurtador no puede restituir nada;
cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos
confesamos y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia porque
jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, si no es los días de jubileo[410], por la
ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.
—Y ¿con solo eso que hacen, dicen esos señores —dijo Cortadillo— que su vida
es santa y buena?
—Pues ¿qué tiene de malo? —replicó el mozo—. ¿No es peor ser hereje o
renegado o matar a su padre y madre o ser solomico[411]?
—Sodomita querrá decir vuesa merced —respondió Rincón.
—Eso digo —dijo el mozo.
—Todo es malo —replicó Cortado—. Pero, pues nuestra suerte ha querido que
entremos en esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el
señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
—Presto se les cumplirá su deseo —dijo el mozo—, que ya desde aquí se
descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está
desocupado, porque estas son las horas cuando él suele dar audiencia.
—En buena sea —dijo Rincón.
Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy
mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los
llamó y ellos entraron y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado que
de puro limpio y aljimifrado[412] parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado
estaba un banco de tres pies y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no
menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea[413] y en el medio
un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca[414].
Miraban los mozos atentamente las alhajas[415] de la casa, en tanto que bajaba el
señor Monipodio y, viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja,

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de dos pequeñas que en el patio estaban y vio en ella dos espadas de esgrima y dos
broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa ni cosa
que la cubriese y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera
estaba pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa[416],
y más abajo pendía una esportilla de palma y, encajada en la pared, una almofía[417]
blanca, por do coligió Rincón que la esportilla servía de cepo para limosna y la
almofía de tener agua bendita, y así era la verdad.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno,
vestidos de estudiantes, y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego y, sin hablar
palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho, cuando
entraron dos viejos de bayeta[418], con antojos[419] que los hacían graves y dignos de
ser respetados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos
entró una vieja halduda[420] y, sin decir nada, se fue a la sala y, habiendo tomado agua
bendita con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen y, a cabo de una
buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo y levantados los brazos y
los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla y se salió
con los demás al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta
catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos
bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la
valona, medias de color, ligas de gran balumba[421], espadas de más de marca[422],
sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas y sus broqueles pendientes de la
pretina[423]; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través[424] en Rincón y
Cortado, a modo de que los extrañaban y no conocían. Y, llegándose a ellos, les
preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí y muy servidores de sus
mercedes.
Llegose en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado
como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y
cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y
muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa y por la abertura de delante
descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa
de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados,
cubríanle las piernas unos zaragüelles[425] de lienzo, anchos y largos hasta los
tobillos. El sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda;
atravesábale un tahalí[426] por espalda y pechos a do colgaba una espada ancha y
corta, a modo de las del perrillo[427]; las manos eran cortas, pelosas[428] y los dedos
gordos y las uñas hembras[429] y remachadas[430]; las piernas no se le parecían, pero
los pies eran descomunales de anchos y juanetudos. En efeto, él representaba el más
rústico y disforme[431] bárbaro del mundo. Bajó con él la guía de los dos y,
trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
—Estos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor[432]

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Monipodio: vuesa merced los desamine y verá como son dignos de entrar en nuestra
congregación.
—Eso haré yo de muy buena gana —respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto, todos los que
aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos
bravos que, a medio magate[433], como entre ellos se dice, le quitaron los capelos[434]
y luego volvieron a su paseo por una parte del patio y por la otra se paseaba
Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
—El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me
parece de mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer
información para recebir algún hábito honroso.
A lo cual respondió Monipodio:
—Vos, hijo mío, estáis en lo cierto y es cosa muy acertada encubrir eso que decís;
porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de
signo de escribano ni en el libro de las entradas: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de
tal parte, tal día le ahorcaron o le azotaron», o otra cosa semejante que, por lo menos,
suena mal a los buenos oídos y, así, torno a decir que es provechoso documento callar
la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre
nosotros no ha de haber nada encubierto y solo ahora quiero saber los nombres de los
dos.
Rincón dijo el suyo y Cortado también.
—Pues, de aquí adelante —respondió Monipodio—, quiero y es mi voluntad que
vos, Rincón, os llaméis Rinconete y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que
asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales
cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque
tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de
nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo[435] para la limosna de quien
las dice de alguna parte de lo que se garbea[436]; y estas tales misas, así dichas como
pagadas, dicen que aprovechan a las tales ánimas por vía de naufragio y caen debajo
de nuestros bienhechores: el procurador que nos defiende, el guro[437] que nos avisa,
el verdugo que nos tiene lástima, el que cuando alguno de nosotros va huyendo por la
calle y detrás le van dando voces: «¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!»,
uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo: «¡Déjenle
al cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya, castíguele su pecado!». Son
también bienhechoras nuestras las socorridas[438], que de su sudor nos socorren, ansí
en la trena[439] como en las guras[440]; y también lo son nuestros padres y madres, que
nos echan al mundo, y el escribano, que si anda de buena, no hay delito que sea culpa
ni culpa a quien se dé mucha pena y, por todos estos que he dicho, hace nuestra
hermandad cada año su adversario[441] con la mayor popa[442] y solenidad que

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podemos.
—Por cierto —dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre—, que es obra
digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que vuesa merced,
señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les
alcanzáremos, daremos luego noticia a esta felicísima y abogada confraternidad, para
que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta o ese adversario que vuesa
merced dice, con la solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor
con popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.
—Así se hará, o no quedará de mí pedazo —replicó Monipodio.
Y, llamando a la guía, le dijo:
—Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas[443]?
—Sí —dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre—: tres centinelas quedan
avizorando[444] y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.
—Volviendo, pues, a nuestro propósito —dijo Monipodio—, querría saber, hijos,
lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y
habilidad.
—Yo —respondió Rinconete— sé un poquito de floreo de Vilhán[445];
entiéndeseme el retén[446]; tengo buena vista para el humillo[447]; juego bien de la
sola[448], de las cuatro y de las ocho[449]; no se me va por pies el raspadillo,
verrugueta y el colmillo[450]; éntrome por la boca de lobo como por mi casa y
atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un
astillazo al más pintado mejor que dos reales prestados.
—Principios son —dijo Monipodio—, pero todas esas son flores de cantueso
viejas y tan usadas que no hay principiante que no las sepa y solo sirven para alguno
que sea tan blanco[451] que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo
y vernos hemos, que, asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo
espero en Dios que habéis de salir oficial famoso y aun quizá maestro.
—Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades —respondió
Rinconete.
—Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? —preguntó Monipodio.
—Yo —respondió Cortadillo— sé la treta que dicen mete dos y saca cinco[452] y
sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
—¿Sabéis más? —dijo Monipodio.
—No, por mis grandes pecados —respondió Cortadillo.
—No os aflijáis, hijo —replicó Monipodio—, que a puerto y a escuela habéis
llegado donde ni os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo
aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo, ¿cómo os va, hijos?
—¿Cómo nos ha de ir —respondió Rinconete— sino muy bien? Ánimo tenemos
para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.
—Está bien —replicó Monipodio—, pero querría yo que también le tuviésedes

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para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin
decir esta boca es mía.
—Ya sabemos aquí —dijo Cortadillo—, señor Monipodio, qué quiere decir ansias
y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance
que lo que dice la lengua paga la gorja[453] y harta merced le hace el cielo al hombre
atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida o su muerte, ¡como
si tuviese más letras un no que un sí!
—¡Alto, no es menester más! —dijo a esta sazón Monipodio—. Digo que sola esa
razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego
asentéis[454] por cofrades mayores y que se os sobrelleve[455] el año del noviciado.
—Yo soy dese parecer —dijo uno de los bravos.
Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado
escuchando, y pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese
gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena
plática lo merecía todo. Él respondió que, por dalles contento a todos, desde aquel
punto se las concedía y advirtiéndoles que las estimasen en mucho, porque eran no
pagar media nata[456] del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo
aquel año, conviene a saber: no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel
ni a la casa, de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro[457]; hacer banquete
cuando, como y adonde quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte,
desde luego, con lo que entrujasen[458] los hermanos mayores, como uno dellos, y
otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima y los demás, con palabras
muy comedidas, las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado y dijo:
—El alguacil de los vagabundos[459] viene encaminado a esta casa, pero no trae
consigo gurullada[460].
—Nadie se alborote —dijo Monipodio—, que es amigo y nunca viene por nuestro
daño. Sosiéguense, que yo le saldré a hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la
puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato y luego volvió a
entrar Monipodio y preguntó:
—¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
—A mí —dijo el de la guía.
—Pues ¿cómo —dijo Monipodio— no se me ha manifestado una bolsilla de
ámbar que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro y dos
reales de a dos y no sé cuántos cuartos?
—Verdad es —dijo la guía— que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni
puedo imaginar quién la tomase.
—¡No hay levas[461] conmigo! —replicó Monipodio—. ¡La bolsa ha de parecer,
porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año!

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Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzose a encolerizar Monipodio, de
manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:
—¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le
costará la vida! Manifiéstese la cica[462] y si se encubre por no pagar los derechos, yo
le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas
maneras ha de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no había tomado
tal bolsa ni vístola de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de
Monipodio y dar ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus
estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, pareciole que sería bien
sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia y, aconsejándose con su
amigo Cortadillo, con parecer de entrambos, sacó la bolsa del sacristán y dijo:
—Cese toda cuestión, mis señores, que esta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que
el alguacil manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo
que al mismo dueño se le quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo lo cual,
Monipodio dijo:
—Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí
adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación deste servicio
y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene
que se cumpla aquel refrán que dice: «No es mucho que a quien te da la gallina
entera, tú des una pierna della». Más disimula este buen alguacil en un día que
nosotros le podremos ni solemos dar en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la
sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil y Cortadillo
se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso
Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para
degollar a su único hijo[463].
Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados[464] los
rostros, llenos de color los labios y de albayalde[465] los pechos, cubiertas con medios
mantos de anascote[466], llenas de desenfado y desvergüenza: señales claras por
donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, conocieron que eran de la casa llana; y
no se engañaron en nada. Y, así como entraron, se fueron con los brazos abiertos, la
una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que estos eran los nombres de los dos
bravos; y el de Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de otra que le
habían cortado por justicia. Ellos las abrazaron con grande regocijo y les preguntaron
si traían algo con que mojar la canal maestra[467].
—Pues, ¿había de faltar, diestro mío? —respondió la una, que se llamaba la
Gananciosa—. No tardará mucho a venir Silbatillo, tu trainel[468], con la canasta de

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colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar
cubierta con una sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato y al momento mandó sacar
Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento y tenderla en medio
del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la redonda; porque, en
cortando la cólera, se trataría de lo que más conviniese. A esto, dijo la vieja que había
rezado a la imagen:
—Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un váguido[469] de
cabeza, dos días ha, que me trae loca y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a
cumplir mis devociones y poner mis candelicas a Nuestra Señora de las Aguas y al
Santo Crucifijo de Santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si nevase y ventiscase. A
lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a mi casa una
canasta de colar, algo mayor que la presente, llena de ropa blanca y en Dios y en mi
ánima que venía con su cernada[470] y todo, que los pobretes no debieron de tener
lugar de quitalla, y venían sudando la gota tan gorda, que era una compasión verlos
entrar ijadeando y corriendo agua de sus rostros, que parecían unos angelicos.
Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero que había pesado ciertos carneros
en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento en un grandísimo gato[471] de
reales que llevaba. No desembanastaron[472] ni contaron la ropa, fiados en la entereza
de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de
poder de justicia, que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando
nació.
—Todo se le cree, señora madre —respondió Monipodio—, y estese así la
canasta, que yo iré allá, a boca de sorna[473], y haré cala y cata[474] de lo que tiene, y
daré a cada uno lo que le tocare, bien y fielmente, como tengo de costumbre.
—Sea como vos lo ordenáredes, hijo —respondió la vieja—; y, porque se me
hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan
desmayado anda de contino.
—Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! —dijo a esta sazón la Escalanta, que así se
llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos
arrobas de vino, y un corcho[475] que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta
una azumbre[476] y, llenándole la Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima
vieja, la cual, tomándole con ambas manos y habiéndole soplado un poco de espuma,
dijo:
—Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho
al estómago y acabó diciendo:
—De Guadalcanal[477] es y aun tiene un es no es[478] de yeso[479] el señorico.

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Dios te consuele, hija, que así me has consolado; sino que temo que me ha de hacer
mal, porque no me he desayunado.
—No hará, madre —respondió Monipodio—, porque es trasañejo[480].
—Así lo espero yo en la Virgen —respondió la vieja.
Y añadió:
—Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las candelicas de mi
devoción porque, con la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la
canasta, se me olvidó en casa la escarcela[481].
—Yo sí tengo, señora Pipota —(que este era el nombre de la buena vieja)
respondió la Gananciosa—; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego que
compre una para mí y se la ponga al señor San Miguel[482] y, si puede comprar dos,
ponga la otra al señor San Blas[483], que son mis abogados. Quisiera que pusiera otra
a la señora Santa Lucía[484], que, por lo de los ojos, también le tengo devoción, pero
no tengo trocado[485]; mas otro día habrá donde se cumpla con todos.
—Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable, que es de mucha importancia
llevar la persona las candelas delante de sí antes que se muera y no aguardar a que las
pongan los herederos o albaceas.
—Bien dice la madre Pipota —dijo la Escalanta.
Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos
candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y
agradecidos. Con esto, se fue la Pipota, diciéndoles:
—Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella
los ratos que perdistes en la mocedad, como yo los lloro y encomendadme a Dios en
vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos
libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia.
Y con esto, se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera y la Gananciosa tendió la
sábana por manteles y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y
hasta dos docenas de naranjas y limones y, luego, una cazuela grande llena de tajadas
de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes y una olla de famosas
aceitunas y un plato de camarones y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo[486]
de alcaparrones ahogados en pimientos y tres hogazas blanquísimas de Gandul[487].
Serían los del almuerzo hasta catorce y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de
cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de
bayeta y a la guía tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas, apenas habían
comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto los
golpes que dieron a la puerta. Mandoles Monipodio que se sosegasen y, entrando en
la sala baja y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta y
con voz hueca y espantosa preguntó:
—¿Quién llama?

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Respondieron de fuera:
—Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio. Tagarete soy, centinela desta
mañana, y vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y
llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre.
En esto llegó la que decía, sollozando y, sintiéndola Monipodio, abrió la puerta y
mandó a Tagarete que se volviese a su posta y que de allí adelante avisase lo que
viese con menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que
era una moza del jaez[488] de las otras y del mismo oficio. Venía descabellada[489] y la
cara llena de tolondrones[490] y, así como entró en el patio, se cayó en el suelo
desmayada. Acudieron a socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y, desabrochándola
el pecho, la hallaron toda denegrida y como magullada. Echáronle agua en el rostro y
ella volvió en sí, diciendo a voces:
—¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre
aquel cobarde bajamanero[491], sobre aquel pícaro lendroso[492], que le he quitado
más veces de la horca que tiene pelos en las barbas! ¡Desdichada de mí! ¡Mirad por
quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco
desalmado, facinoroso[493] e incorregible!
—Sosiégate, Cariharta —dijo a esta sazón Monipodio—, que aquí estoy yo que te
haré justicia. Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte
vengada; dime si has habido algo con tu respeto; que si así es y quieres venganza, no
has menester más que boquear.
—¿Qué respeto? —respondió Juliana—. Respetada me vea yo en los infiernos, si
más lo fuere de aquel león con las ovejas y cordero con los hombres. ¿Con aquel
había yo de comer más pan a manteles ni yacer en uno[494]? Primero me vea yo
comida de adivas[495] estas carnes, que me ha parado de la manera que ahora veréis.
Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un poco más, las
descubrió llenas de cardenales.
—Desta manera —prosiguió— me ha parado aquel ingrato del Repolido,
debiéndome más que a la madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho?
¡Montas[496], que le di yo ocasión para ello! No, por cierto, no lo hizo más sino
porque, estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su trainel,
treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro, que el trabajo y afán con que yo
los había ganado ruego yo a los cielos que vaya en descuento de mis pecados. Y, en
pago desta cortesía y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta que
él allá en su imaginación había hecho de lo que yo podía tener, esta mañana me sacó
al campo, detrás de la Güerta del Rey[497], y allí, entre unos olivares, me desnudó y
con la petrina, sin excusar ni recoger los hierros, que en malos grillos y hierros le vea
yo, me dio tantos azotes que me dejó por muerta. De la cual verdadera historia son
buenos testigos estos cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia y aquí se la prometió

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de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la
mano a consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores
preseas[498] que tenía porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.
—Porque quiero —dijo— que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo
que se quiere bien se castiga y cuando estos bellacones nos dan y azotan y acocean,
entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo
Repolido castigado y brumado[499], ¿no te hizo alguna caricia?
—¿Cómo una? —respondió la llorosa—. Cien mil me hizo y diera él un dedo de
la mano porque me fuera con él a su posada y aun me parece que casi se le saltaron
las lágrimas de los ojos después de haberme molido.
—No hay dudar en eso —replicó la Gananciosa—. Y lloraría de pena de ver cuál
te había puesto; que en estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la
culpa cuando les viene el arrepentimiento y tú verás, hermana, si no viene a buscarte
antes que de aquí nos vamos y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete
como un cordero.
—En verdad —respondió Monipodio— que no ha de entrar por estas puertas el
cobarde envesado[500], si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido
delito. ¿Las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta ni en sus
carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y ganancia[501] con la misma
Gananciosa que está delante, que no lo puedo más encarecer?
—¡Ay! —dijo a esta sazón la Juliana—. No diga vuesa merced, señor Monipodio,
mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi
corazón y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono[502] me ha
dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle.
—Eso no harás tú por mi consejo —replicó la Gananciosa—, porque se extenderá
y ensanchará y hará tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que
antes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho y, si no viniere,
escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
—Eso sí —dijo la Cariharta—, que tengo mil cosas que escribirle.
—Yo seré el secretario cuando sea menester —dijo Monipodio—; y, aunque no
soy nada poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares
de coplas en daca las pajas[503] y, cuando no salieren como deben, yo tengo un
barbero amigo, gran poeta, que nos hinchirá las medidas[504] a todas horas y en la de
agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que después todo se
andará.
Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor y, así, todos volvieron a su
gaudeamus[505], y en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero.
Los viejos bebieron sine fine; los mozos adunia; las señoras, los quiries[506]. Los
viejos pidieron licencia para irse. Diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a
dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente a la

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comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó
a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y
apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquellos, en su germanía y manera
de hablar, se llamaban avispones[507], y que servían de andar de día por toda la ciudad
avispando en qué casas se podía dar tiento de noche y en seguir los que sacaban
dinero de la Contratación[508] o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban y aun
dónde lo ponían y, en sabiéndolo, tanteaban la groseza[509] del muro de la tal casa y
diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpátaros —que son agujeros—
para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto
provecho que había en su hermandad y que de todo aquello que por su industria se
hurtaba llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros y que, con todo esto,
eran hombres de mucha verdad y muy honrados y de buena vida y fama, temerosos
de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con extraña devoción.
—Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora,
que se contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros
dos que hay son palanquines[510], los cuales, como por momentos mudan casas, saben
las entradas y salidas de todas las de la ciudad y cuáles pueden ser de provecho y
cuáles no.
—Todo me parece de perlas —dijo Rinconete— y querría ser de algún provecho a
tan famosa cofradía.
—Siempre favorece el cielo a los buenos deseos —dijo Monipodio.
Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era y,
preguntándolo, respondieron:
—Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:
—No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese marinero de
Tarpeya[511], a este tigre de Ocaña[512].
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la Cariharta que le
abría, se levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles y, cerrando tras sí la
puerta, desde dentro, a grandes voces decía:
—Quítenmele de delante a ese gesto de por demás[513], a ese verdugo de
inocentes, asombrador de palomas duendas[514].
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar
donde la Cariharta estaba; pero, como no le dejaban, decía desde afuera:
—¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada!
—¿Casada yo, malino[515]? —respondió la Cariharta—. ¡Mirá en qué tecla toca!
¡Ya quisieras tú que lo fuera contigo y antes lo sería yo con una sotomía de
muerte[516] que contigo!
—¡Ea, boba —replicó Repolido—, acabemos ya, que es tarde y mire no se

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ensanche por verme hablar tan manso y venir tan rendido! Porque, ¡vive el Dador, si
se me sube la cólera al campanario, que sea peor la recaída que la caída! Humíllese y
humillémonos todos y no demos de comer al diablo.
—Y aun de cenar le daría yo —dijo la Cariharta—, porque te llevase donde nunca
más mis ojos te viesen.
—¿No os digo yo? —dijo Repolido—. ¡Por Dios que voy oliendo, señora
trinquete[517], que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda[518]!
A esto dijo Monipodio:
—En mi presencia no ha de haber demasías[519]: la Cariharta saldrá, no por
amenazas, sino por amor mío y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se
quieren son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah Juliana! ¡Ah niña!
¡Ah Cariharta mía! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida
perdón de rodillas.
—Como él eso haga —dijo la Escalanta—, todas seremos en su favor y en rogar a
Juliana salga acá fuera.
—Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de la persona —
dijo el Repolido—, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros[520]; mas si es
por vía de que la Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo
me hincaré por la frente en su servicio.
Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido,
pensando que hacían burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:
—Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta o contra mí o yo
contra ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que
se riere o lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió
Monipodio que pararía en un gran mal si no lo remediaba y así, poniéndose luego en
medio dellos, dijo:
—No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores y desháganse
entre los dientes y, pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por
sí.
—Bien seguros estamos —respondió Chiquiznaque— que no se dijeron ni dirán
semejantes monitorios[521] por nosotros; que, si se hubiera imaginado que se decían,
en manos estaba el pandero que lo supiera bien tañer.
—También tenemos acá pandero, sor[522] Chiquiznaque —replicó el Repolido—,
y también, si fuere menester, sabremos tocar los cascabeles y ya he dicho que el que
se huelga[523], miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada
menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la
Cariharta y, cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
—¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No ven que va enojado, y es un

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Judas Macarelo[524] en esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón del mundo y de mis
ojos!
Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa y, acudiendo también
Monipodio, le detuvieron. Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y
estuviéronse quedos[525] esperando lo que Repolido haría; el cual, viéndose rogar de
la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
—Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos y
más cuando ven que se enojan los amigos.
—No hay aquí amigo —respondió Maniferro— que quiera enojar ni hacer burla
de otro amigo; y, pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.
A esto dijo Monipodio:
—Todos voacedes han hablado como buenos amigos y como tales amigos se den
las manos de amigos.
Diéronselas luego y la Escalanta, quitándose un chapín[526], comenzó a tañer en él
como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se
halló acaso y, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba con
el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos tejoletas[527] que, puestas entre
los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la
escoba.
Espantáronse[528] Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba,
porque hasta entonces nunca la habían visto. Conociolo Maniferro y díjoles:
—¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin
pesadumbre ni más barata no se ha inventado en el mundo y en verdad que oí decir el
otro día a un estudiante que ni el Negrofeo[529], que sacó a la Arauz[530] del infierno
ni el Marión[531], que subió sobre el delfín y salió del mar como si viniera
caballero[532] sobre una mula de alquiler ni el otro gran músico que hizo una ciudad
que tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de
música, tan fácil de deprender[533], tan mañera[534] de tocar, tan sin trastes[535],
clavijas ni cuerdas y tan sin necesidad de templarse y aun voto a tal, que dicen que la
inventó un galán desta ciudad, que se pica[536] de ser un Héctor[537] en la música.
—Eso creo yo muy bien —respondió Rinconete—, pero escuchemos lo que
quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de
que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas
seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta y con
voz sutil[538] y quebradiza cantó lo siguiente:

Por un sevillano, rufo a lo valón[539],


tengo socarrado todo el corazón.

Siguió la Gananciosa cantando:

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Por un morenico de color verde[540],
¿cuál es la fogosa que no se pierde?

Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:

Riñen dos amantes, hácese la paz:


si el enojo es grande, es el gusto más.

No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio porque, tomando otro chapín, se


metió en danza y acompañó a las demás diciendo:

Detente, enojado, no me azotes más,


que, si bien lo miras, a tus carnes das.

—Cántese a lo llano —dijo a esta sazón Repolido— y no se toquen estorias[541]


pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado y tómese otra vereda[542] y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que
llamaban a la puerta apriesa[543] y con ella salió Monipodio a ver quién era y la
centinela[544] le dijo cómo al cabo de la calle había asomado el alcalde de la
justicia[545] y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales.
Oyéronlo los de dentro y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la
Escalanta se calzaron sus chapines al revés, dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio
sus tejoletas y quedó en turbado silencio toda la música, enmudeció Chiquiznaque,
pasmose Repolido y suspendiose Maniferro y todos, cuál por una y cuál por otra
parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y tejados, para escaparse y pasar por
ellos a otra calle. Nunca disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así
a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella
recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los
dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse y estuviéronse quedos,
esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en más de volver
la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo, sin dar muestra ni resabio
de mala sospecha alguna.
Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la puerta,
vestido, como se suele decir, de barrio[546]; Monipodio le entró consigo y mandó
llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al Repolido y que de los demás no bajase
alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y Cortadillo pudieron oír
toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido, el cual dijo a
Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había encomendado.
Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho; pero que allí estaba el
oficial a cuyo cargo estaba su negocio y que él daría muy buena cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque y preguntole Monipodio si había cumplido con la obra

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que se le encomendó de la cuchillada de a catorce.
—¿Cuál? —respondió Chiquiznaque—. ¿Es la de aquel mercader de la
Encrucijada?
—Esa es —dijo el caballero.
—Pues lo que en eso pasa —respondió Chiquiznaque— es que yo le aguardé
anoche a la puerta de su casa y él vino antes de la oración[547]; llegueme cerca dél,
marquele el rostro[548] con la vista y vi que le tenía tan pequeño que era imposible de
toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos y, hallándome
imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que llevaba en mi
destruición…
—Instrucción querrá vuesa merced decir —dijo el caballero—, que no
destruición.
—Eso quise decir —respondió Chiquiznaque—. Digo que, viendo que en la
estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque
no fuese mi ida en balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la
pueden poner por mayor de marca[549].
—Más quisiera —dijo el caballero— que se la hubiera dado al amo una de a siete,
que al criado la de a catorce. En efeto, conmigo no se ha cumplido como era razón,
pero no importa; poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a
vuesas mercedes las manos.
Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para irse; pero
Monipodio le asió de la capa de mezcla[550] que traía puesta, diciéndole:
—Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la
nuestra con mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan y no ha de salir
de aquí voacé sin darlos o prendas que lo valgan.
—Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra —respondió el
caballero—: dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
—¡Qué bien está en la cuenta el señor! —dijo Chiquiznaque—. Bien parece que
no se acuerda de aquel refrán que dice: «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su
can».
—Pues ¿en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? —replicó el
caballero.
—Pues ¿no es lo mismo —prosiguió Chiquiznaque— decir: «Quien mal quiere a
Beltrán, mal quiere a su can»? Y así, Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su
lacayo es su can y dando al can se da a Beltrán y la deuda queda líquida[551] y trae
aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar luego sin apercebimiento de
remate[552].
—Eso juro yo bien —añadió Monipodio— y de la boca me quitaste,
Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se
meta en puntillos[553] con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague

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luego lo trabajado y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la cantidad que
pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.
—Como eso sea —respondió el galán—, de muy entera voluntad y gana pagaré la
una y la otra por entero.
—No dude en esto —dijo Monipodio— más que en ser cristiano; que
Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
—Pues con esa seguridad y promesa —respondió el caballero—, recíbase esta
cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la
venidera cuchillada. Pesa mil reales y podría ser que se quedase rematada, porque
traigo entre ojos que serán menester otros catorce puntos antes de mucho.
Quitose, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a
Monipodio, que al color[554] y al peso bien vio que no era de alquimia. Monipodio la
recibió con mucho contento y cortesía, porque era en extremo bien criado; la
ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que solo tomó término de aquella noche.
Fuese muy satisfecho el caballero y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y
azorados. Bajaron todos y, poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de
memoria que traía en la capilla[555] de la capa y dióselo a Rinconete que leyese,
porque él no sabía leer. Abriole Rinconete y en la primera hoja vio que decía:

Memoria de las cuchilladas


que se han de dar esta semana
La primera, al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos. Están
recebidos treinta a buena cuenta. Secutor[556], Chiquiznaque.

—No creo que hay otra, hijo —dijo Monipodio—; pasá adelante y mirá donde
dice: Memoria de palos.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:

Memoria de palos

Y más abajo decía:

Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de mayor cuantía a escudo cada uno.


Están dados a buena cuenta ocho. El término, seis días. Secutor, Maniferro.

—Bien podía borrarse esa partida —dijo Maniferro—, porque esta noche traeré
finiquito della.
—¿Hay más, hijo? —dijo Monipodio.
—Sí, otra —respondió Rinconete—, que dice así:

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Al sastre corcovado que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de
mayor cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el
Desmochado.

—Maravillado estoy —dijo Monipodio— cómo todavía está esa partida en ser.
Sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días
pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.
—Yo le topé ayer —dijo Maniferro— y me dijo que por haber estado retirado por
enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.
—Eso creo yo bien —dijo Monipodio—, porque tengo por tan buen oficial al
Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo
con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
—No señor —respondió Rinconete.
—Pues pasad adelante —dijo Monipodio— y mirad donde dice: Memorial de
agravios comunes.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:

Memorial de agravios comunes. Conviene a saber: redomazos[557], untos de


miera[558], clavazón de sambenitos[559] y cuernos[560], matracas[561], espantos,
alborotos y cuchilladas fingidas, publicación de nibelos[562], etc.

—¿Qué dice más abajo? —dijo Monipodio.


—Dice —dijo Rinconete—:

Unto de miera en la casa…

—No se lea la casa, que ya yo sé dónde es —respondió Monipodio—, y yo soy el


tuáutem[563] y esecutor desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y
el principal es ocho.
—Así es la verdad —dijo Rinconete—, que todo eso está aquí escrito y aún más
abajo dice:

Clavazón de cuernos.

—Tampoco se lea —dijo Monipodio— la casa, ni adónde; que basta que se les
haga el agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo
menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me
pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.
—El esecutor desto es —dijo Rinconete— el Narigueta.
—Ya está eso hecho y pagado —dijo Monipodio—. Mirad si hay más, que si mal

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no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad y el
esecutor es la comunidad toda y el término es todo el mes en que estamos y
cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde y será una de las mejores cosas
que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro,
mancebo, que yo sé que no hay más y sé también que anda muy flaco el oficio; pero
tras este tiempo vendrá otro y habrá que hacer más de lo que quisiéremos que no se
mueve la hoja sin la voluntad de Dios y no hemos de hacer nosotros que se vengue
nadie por fuerza; cuanto más, que cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere
pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.
—Así es —dijo a esto el Repolido—. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio,
lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que
de paso.
—Lo que se ha de hacer —respondió Monipodio— es que todos se vayan a sus
puestos y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y
se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a
Cortadillo se les da por distrito, hasta el domingo, desde la Torre del Oro, por defuera
de la ciudad, hasta el postigo del Alcázar[564], donde se puede trabajar a sentadillas
con sus flores[565]; que yo he visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir cada
día con más de veinte reales en menudos[566], amén de la plata, con una baraja sola y
esa con cuatro naipes menos. Este distrito os enseñará Ganchoso y, aunque os
extendáis hasta San Sebastián y San Telmo[567], importa poco, puesto que es justicia
mera mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía y ofreciéronse a hacer
su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba
la lista de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de
Cortadillo; mas, porque no había tintero, le dio el papel para que lo llevase y en el
primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades:
noviciado, ninguno; Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón; y el día, mes y año,
callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:
—Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas a Lobillo
el de Málaga y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe
limpio quitará el dinero al mismo Satanás y que por venir maltratado no viene luego a
registrarse y a dar la sólita[568] obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.
—Siempre se me asentó a mí —dijo Monipodio— que este Lobillo había de ser
único en su arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se
pueden desear que, para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los
buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.
—También topé —dijo el viejo— en una casa de posadas, en la calle de Tintores,
al Judío, en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener noticia que dos

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peruleros[569] viven en la misma casa y querría ver si pudiese trabar juego con ellos,
aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir a mucha. Dice también que el
domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su persona.
—Ese Judío también —dijo Monipodio— es gran sacre y tiene gran
conocimiento. Días ha que no le he visto y no lo hace bien. Pues a fe que si no se
enmienda, que yo le deshaga la corona; que no tiene más órdenes el ladrón que las
tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?
—No —dijo el viejo—; a lo menos que yo sepa.
—Pues sea en buen hora —dijo Monipodio—. Voacedes tomen esta miseria —y
repartió entre todos hasta cuarenta reales—, y el domingo no falte nadie, que no
faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la
Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella
noche, después de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde
también dijo que iría Monipodio, al registro de la canasta de colar y que luego había
de ir a cumplir y borrar la partida de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo y,
echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada
cierta ni de asiento, porque así convenía a la salud de todos. Acompañolos Ganchoso
hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo porque, a lo
que creía y pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición[570] acerca de las
cosas concernientes a su arte. Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros
admirados de lo que habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento y tenía un buen
natural y, como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de
buen lenguaje y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio
y a los demás de su compañía y bendita comunidad y más cuando por decir per
modum sufragii había dicho per modo de naufragio y que sacaban el estupendo, por
decir estipendio, de lo que se garbeaba, y cuando la Cariharta dijo que era Repolido
como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil
impertinencias (especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había
pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus
pecados) a estas y a otras peores semejantes y, sobre todo, le admiraba la seguridad
que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan
llenos de hurtos y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja
de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a
poner las candelillas de cera a las imágenes y con ello pensaba irse al cielo calzada y
vestida. No menos le suspendía la obediencia y respeto que todos tenían a
Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que
había leído en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se ocupaban.
Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad
de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a

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la misma naturaleza y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durasen mucho
en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta y tan libre y disoluta. Pero, con
todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca experiencia, pasó con ella adelante
algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura y así,
se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio
y otros sucesos de aquellos de la infame academia, que todos serán de grande
consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.

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NOVELA DE LA ESPAÑOLA INGLESA

Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz[571], Clotaldo,
un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de
edad de siete años, poco más o menos; y esto contra la voluntad y sabiduría del conde
de Leste[572], que con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela a sus padres,
que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que, pues se contentaba con
las haciendas y dejaba libres las personas, no fuesen ellos tan desdichados que, ya
que quedaban pobres, quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más
hermosa criatura que había en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando[573] por toda su armada que, so pena de la vida,
volviese la niña cualquiera que la tuviese, mas ningunas penas ni temores fueron
bastantes a que Clotaldo la obedeciese, que la tenía escondida en su nave, aficionado,
aunque cristianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la
niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo,
alegre sobremodo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la
hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos,
aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina[574]. Tenía Clotaldo un
hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer
a Dios y a estar muy entero en las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de
Clotaldo, noble, cristiana y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si
fuera su hija, la criaba, regalaba e industriaba[575]; y la niña era de tan buen natural
que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban. Con el tiempo y con los regalos,
fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho, pero no tanto que dejase
de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces y, aunque iba aprendiendo la
lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa
secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya,
como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres.
Después de haberle enseñado todas las cosas de labor que puede y debe saber una
doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir más que medianamente, pero en lo
que tuvo extremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos y
esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo,
tan extremada que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco
fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor,
quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse
de ver la sin igual belleza de Isabel y de considerar sus infinitas virtudes y gracias,
amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos
honrados y virtuosos. Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía

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tenía doce años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de
mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque aspirase
a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable
honestidad de Isabela, que así la llamaban ellos, no se podía esperar otra cosa, ni aun
él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya y la estimación
en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su
alma. Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres y otras tantas no
aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de
una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta cristiana como ellos. Y
estaba claro, según él decía, que no habían de querer dar a una esclava, si este nombre
se podía dar a Isabela, lo que ya tenían concertado de dar a una señora. Y así, perplejo
y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba
una vida tal, que le puso a punto de perderla. Pero, pareciéndole ser gran cobardía
dejarse morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a
declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo,
que de todos era querido, y de sus padres con el extremo posible, así por no tener
otro, como porque lo merecía su mucha virtud y su gran valor y entendimiento. No le
acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela. En fin,
puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a
servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:
—Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como
me ves; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden
imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por
mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que, por no conocer lo que yo
conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa. Si me das la
palabra de ser mía, yo te la doy, desde luego[576], como verdadero y católico cristiano,
de ser tuyo, que, puesto que[577] no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con
bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres
mía será bastante a darme salud y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el
felice punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela, los ojos bajos,
mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su hermosura y a su mucha
discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta,
le respondió desta suerte:
—Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo, que no sé a cuál destos
extremos lo atribuya, quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y darme a los vuestros,
agradecida a las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamás mi
voluntad saliese de la suya y así, sin ella tendría no por buena, sino por mala fortuna
la inestimable merced que queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan
venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren y, en

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tanto que esto se dilatare o no fuere, entretengan vuestros deseos saber que los míos
serán eternos y limpios en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones y allí comenzó la
salud de Ricaredo y comenzaron a revivir las esperanzas de sus padres, que en su
enfermedad muertas estaban.
Despidiéronse los dos cortésmente: él, con lágrimas en los ojos; ella, con
admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo, el cual, levantado
del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos
sus pensamiento. Y así, un día se los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su
plática, que fue larga, que si no le casaban con Isabela, que el negársela y darle la
muerte era todo una misma cosa. Con tales razones, con tales encarecimientos subió
al cielo las virtudes de Isabela Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la
engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de disponer
a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía y así fue que,
diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad
le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando excusas que impidiesen el
casamiento que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.
A esta sazón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte añosy, en esta tan verde y tan
florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro
días faltaban para llegarse aquel en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo
inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y
dichosísimos de haber escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de
sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas
estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados y no faltaba otra cosa sino
hacer a la reina sabidora de aquel concierto; porque, sin su voluntad y
consentimiento, entre los de ilustre sangre, no se efetúa casamiento alguno; pero no
dudaron de la licencia y, así, se detuvieron en pedirla.
Digo, pues, que, estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta
el de la boda, una tarde turbó todo su regocijo un ministro de la reina que dio un
recaudo[578] a Clotaldo: que Su Majestad mandaba que otro día[579] por la mañana
llevasen a Su presencia a su prisionera, la española de Cádiz. Respondiole Clotaldo
que de muy buena gana haría lo que Su Majestad le mandaba. Fuese el ministro y
dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.
—¡Ay —decía la señora Catalina—, si sabe la reina que yo he criado a esta niña a
la católica y de aquí viene a inferir que todos los desta casa somos cristianos! Pues si
la reina le pregunta qué es lo que ha aprendido en ocho años que ha que es prisionera,
¿qué ha de responder la cuitada[580] que no nos condene, por más discreción que
tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
—No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo que me
ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia, que no solo no os

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condenen, sino que redunden en provecho vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba
modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor y no los hallaba sino en la mucha
confianza que en Dios tenía y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mucho
que, por todas las vías que pudiese excusase el condenallos por católicos; que, puesto
que estaban prontos[581] con el espíritu a recebir martirio, todavía la carne enferma
rehusaba su amarga carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen
seguros que por su causa no sucedería lo que temían y sospechaban, porque, aunque
ella entonces no sabía lo que había de responder a las preguntas que en tal caso le
hiciesen, tenía tan viva y cierta esperanza que había de responder de modo que, como
otra vez había dicho, sus respuestas les sirviesen de abono[582].
Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la reina
supiera que eran católicos, no les enviara recaudo tan manso, por donde se podía
inferir que solo querría ver a Isabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habría
llegado a sus oídos, como a todos los de la ciudad. Pero ya en no habérsela
presentado se hallaban culpados, de la cual culpa hallaron sería bien disculparse con
decir que desde el punto que entró en su poder la escogieron y señalaron para esposa
de su hijo Ricaredo. Pero también en esto se culpaban, por haber hecho el casamiento
sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo.
Con esto se consolaron y acordaron que Isabela no fuese vestida humildemente,
como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan principal esposo como su
hijo. Resueltos en esto, otro día vistieron a Isabela a la española, con una saya entera
de raso verde, acuchillada[583] y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas
con unas eses de perlas y toda ella bordada de riquísimas perlas; collar y cintura de
diamantes y con abanico a modo de las señoras damas españolas; sus mismos
cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y
perlas, le sirvían de tocado. Con este adorno riquísimo y con su gallarda disposición y
milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre una hermosa carroza, llevando
colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo
y su mujer y Ricaredo en la carroza, y a caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda
esta honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la tratase como
a esposa de su hijo.
Llegados, pues, a palacio, y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella
Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era
la sala grande y espaciosa y a dos pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó
Isabela y, como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación[584]
que por la región del fuego[585] en serena y sosegada noche suele moverse, o bien
ansí como rayo del sol que al salir del día por entre dos montañas se descubre. Todo
esto pareció y aun cometa que pronosticó el incendio de más de un alma de los que
allí estaban, a quien Amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela; la
cual, llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos[586] ante la reina y, en

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lengua inglesa, le dijo:
—Dé Vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que, desde hoy más, se tendrá
por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole,
como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas
eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos, el sol
y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con
la reina quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela.
Cuál alababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del
cuerpo y cuál la dulzura de la habla; y tal hubo que, de pura envidia, dijo:
—Buena es la española, pero no me contenta el traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a
Isabela, le dijo:
—Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien y gustaré dello.
Y volviéndose a Clotaldo, dijo:
—Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha
encubierto; mas él es tal, que os haya movido a codicia: obligado estáis a
restituírmele, porque de derecho es mío.
—Señora —respondió Clotaldo—, mucha verdad es lo que Vuestra Majestad
dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro a que estuviese en la
perfección que convenía para parecer ante los ojos de Vuestra Majestad y, ahora que
lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo licencia a Vuestra Majestad para que
Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo y daros, alta Majestad, en los dos, todo
cuanto puedo daros.
—Hasta el nombre me contenta —respondió la reina—: no le faltaba más sino
llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección que desear
en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a
vuestro hijo.
—Así es verdad, señora —respondió Clotaldo—, pero fue en confianza que los
muchos y relevados[587] servicios que yo y mis pasados tenemos hechos a esta corona
alcanzarían de Vuestra Majestad otras mercedes más dificultosas que las desta
licencia; cuanto más, que aún no está desposado mi hijo.
—Ni lo estará —dijo la reina— con Isabela hasta que por sí mismo lo merezca.
Quiero decir que no quiero que para esto le aprovechen vuestros servicios ni de sus
pasados: él por sí mismo se ha de disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda,
que ya la estimo como si fuese mi hija.
Apenas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió a hincar de rodillas ante
la reina, diciéndole en lengua castellana:
—Las desgracias que tales descuentos[588] traen, serenísima señora, antes se han
de tener por dichas que por desventuras. Ya Vuestra Majestad me ha dado nombre de
hija: sobre tal prenda, ¿qué males podré temer o qué bienes no podré esperar?

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Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le aficionó
en extremo y mandó que se quedase en su servicio y se la entregó a una gran señora,
su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo.
Ricaredo, que se vio quitar la vida en quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder
el juicio; y, así, temblando y con sobresalto, se fue a poner de rodillas ante la reina, a
quien dijo:
—Para servir yo a Vuestra Majestad no es menester incitarme con otros premios
que con aquellos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido a sus
reyes; pero, pues Vuestra Majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y
pretensiones, querría saber en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo
con la obligación en que Vuestra Majestad me pone.
—Dos navíos —respondió la reina— están para partirse en corso[589], de los
cuales he hecho general al barón de Lansac[590]: del uno dellos os hago a vos capitán,
porque la sangre de do venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años. Y
advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión en ella a que, correspondiendo
a quien sois, sirviendo a vuestra reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de
vuestra persona y alcancéis el mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis
acertar a desearos. Yo misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que
su honestidad será su más verdadera guarda. Id con Dios, que, pues vais enamorado,
como imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey
batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que esperaran que el
premio de sus vitorias había de ser gozar de sus amadas. Levantaos, Ricaredo, y
mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela, porque mañana ha de ser vuestra
partida.
Besó las manos Ricaredo a la reina, estimando en mucho la merced que le hacía,
y luego se fue a hincar de rodillas ante Isabela y, queriéndola hablar, no pudo, porque
se le puso un nudo en la garganta que le ató la lengua y las lágrimas acudieron a los
ojos y él acudió a disimularlas lo más que le fue posible. Pero, con todo esto, no se
pudieron encubrir a los ojos de la reina, pues dijo:
—No os afrentéis[591], Ricaredo, de llorar, ni os tengáis en menos por haber dado
en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazón: que una cosa es pelear con los
enemigos y otra despedirse de quien bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y
dadle vuestra bendición, que bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de Ricaredo, que
como a su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le mandaba, antes comenzó a
derramar lágrimas, tan sin pensar lo que hacía y tan sesga[592] y tan sin movimiento
alguno, que no parecía sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos[593] de
los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de
los circunstantes[594]. Y sin hablar más palabra Ricaredo y sin le haber hablado
alguna a Isabela, haciendo Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se
salieron de la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.

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Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres y con temor que la
nueva señora quisiese que mudase las costumbres en que la primera la había criado.
En fin, se quedó y de allí a dos días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros
muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí: era el uno considerar que le
convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela y el otro, que no podía
hacer ninguna, si había de responder a su católico intento, que le impedía no
desenvainar la espada contra católicos y si no la desenvainaba, había de ser notado de
cristiano o de cobarde y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de
su pretensión.
Pero, en fin, determinó de posponer al gusto de enamorado el que tenía de ser
católico y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde, con ser valiente,
cumpliese con ser cristiano, dejando a su reina satisfecha y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la derrota[595]
de las islas Terceras[596], paraje donde nunca faltan o naves portuguesas de las Indias
orientales o algunas derrotadas[597] de las occidentales. Y, al cabo de los seis días, les
dio de costado un reciísimo viento, que en el mar océano tiene otro nombre que en el
Mediterráneo, donde se llama mediodía, el cual viento fue tan durable y tan recio que,
sin dejarles tomar las islas, les fue forzoso correr a España y, junto a su costa, a la
boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos: uno poderoso y grande, y los
dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su capitán, para saber de su general si
quería embestir a los tres navíos que se descubrían y, antes que a ella llegase, vio
poner sobre la gavia[598] mayor un estandarte negro y, llegándose más cerca, oyó que
tocaban en la nave clarines y trompetas roncas: señales claras o que el general era
muerto o alguna otra principal persona de la nave. Con este sobresalto llegaron a
poderse hablar, que no lo habían hecho después que salieron del puerto. Dieron voces
de la nave capitana, diciendo que el capitán Ricaredo pasase a ella, porque el general
la noche antes había muerto de una apoplejía[599]. Todos se entristecieron, si no fue
Ricaredo, que le alegró, no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él
libre para mandar en los dos navíos, que así fue la orden de la reina: que, faltando el
general, lo fuese Ricaredo, el cual con presteza se pasó a la capitana, donde halló que
unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo.
Finalmente, los unos y los otros le dieron luego la obediencia y le aclamaron por
su general con breves ceremonias, no dando lugar a otra cosa dos de los tres navíos
que habían descubierto, los cuales, desviándose del grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras y turquescas, por las medias lunas que en las
banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa,
si el cielo se la concediese, sería de consideración, sin haber ofendido a ningún
católico. Las dos galeras turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los
cuales no traían insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir[600] a quien
llegase a reconocellos y no los tuviese por navíos de cosarios. Creyeron los turcos ser
naves derrotadas de las Indias y que con facilidad las rendirían. Fuéronse entrando

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poco a poco y de industria los dejó llegar Ricaredo hasta tenerlos a gusto de su
artillería, la cual mandó disparar a tan buen tiempo, que con cinco balas dio en la
mitad de una de las galeras, con tanta furia que la abrió por medio toda. Dio luego a
la banda[601] y comenzó a irse a pique sin poderse remediar. La otra galera, viendo
tan mal suceso, con mucha priesa le dio cabo[602] y le llevó a poner debajo del
costado del gran navío; pero Ricaredo, que tenía los suyos prestos y ligeros y que
salían y entraban como si tuvieran remos[603] mandando cargar de nuevo toda la
artillería, los fue siguiendo hasta la nave, lloviendo sobre ellos infinidad de balas. Los
de la galera abierta, así como llegaron a la nave, la desampararon y con priesa y
celeridad procuraban acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo y que la galera
sana se ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos y, sin dejarla
rodear ni valerse de los remos, la puso en estrecho: que los turcos se aprovecharon
ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no para defenderse en ella, sino por
escapar las vidas por entonces. Los cristianos de quien venían armadas las galeras,
arrancando las branzas[604] y rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos,
también se acogieron a la nave y, como iban subiendo por su costado, con la
arcabucería[605] de los navíos los iban tirando como a blanco: a los turcos no más, que
a los cristianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera, casi todos los
más turcos fueron muertos y los que en la nave entraron, por los cristianos que con
ellos se mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos pedazos:
que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a la flaqueza de los que se
levantan. Y así, con el calor que les daba a los cristianos pensar que los navíos
ingleses eran españoles, hicieron por su libertad maravillas. Finalmente, habiendo
muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del navío y a
grandes voces llamaron a los que pensaban ser españoles entrasen a gozar el premio
del vencimiento.
Preguntoles Ricaredo en español que qué navío era aquel. Respondiéronle que era
una nave que venía de la India de Portugal[606], cargada de especería[607] y con tantas
perlas y diamantes, que valía más de un millón de oro y que con tormenta había
arribado a aquella parte, toda destruida y sin artillería, por haberla echado a la mar la
gente, enferma y casi muerta de sed y de hambre y que aquellas dos galeras, que eran
del cosario Arnaute Mamí[608], el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en
defensa y que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a sus dos
bajeles[609], la llevaban a jorro[610] para meterla en el río de Larache[611], que estaba
allí cerca.
Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran
españoles, se engañaban; que no eran sino de la señora reina de Inglaterra, cuya
nueva dio que pensar y que temer a los que la oyeron, pensando, como era razón que
pensasen, que de un lazo[612] habían caído en otro. Pero Ricaredo les dijo que no
temiesen algún daño y que estuviesen ciertos de su libertad, con tal que no se

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pusiesen en defensa.
—Ni es posible ponernos en ella —respondieron— porque, como se ha dicho,
este navío no tiene artillería ni nosotros armas; así que, nos es forzoso acudir a la
gentileza y liberalidad de vuestro general; pues será justo que quien nos ha librado
del insufrible cautiverio de los turcos lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues
le podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva
desta memorable vitoria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que temida.
No le parecieron mal a Ricaredo las razones del español y, llamando a consejo los
de su navío, les preguntó cómo haría para enviar todos los cristianos a España sin
ponerse a peligro de algún siniestro suceso, si el ser tantos les daba ánimo para
levantarse. Pareceres hubo que los hiciese pasar uno a uno a su navío y, así como
fuesen entrando debajo de cubierta, matarle, y desta manera matarlos a todos, y llevar
la gran nave a Londres, sin temor ni cuidado alguno.
A esto respondió Ricaredo:
—Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced en darnos tanta riqueza, no quiero
corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo que puedo
remediar con la industria lo remedie con la espada. Y así, soy de parecer que ningún
cristiano católico muera: no porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy
bien y querría que esta hazaña de hoy ni a mí ni a vosotros, que en ella me habéis
sido compañeros, nos diese, mezclado con el nombre de valientes, el renombre de
crueles: porque nunca dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es
que toda la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa, sin
dejar en el navío otras armas ni otra cosa más del bastimento[613] y no alejando la
nave de nuestra gente, la llevaremos a Inglaterra y los españoles se irán a España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto, y algunos le tuvieron por
valiente y magnánimo y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones
por más católico que debía. Resuelto, pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuenta
arcabuceros a la nave portuguesa, todos alerta y con las cuerdas[614] encendidas.
Halló en la nave casi trecientas personas, de las que habían escapado de las galeras.
Pidió luego el registro de la nave y respondiole aquel mismo que desde el borde le
habló la vez primera, que el registro le había tomado el cosario de los bajeles, que
con ellos se había ahogado. Al instante puso el torno[615] en orden y, acostando su
segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos
cabestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor nave. Luego, haciendo
una breve plática a los cristianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde
hallaron bastimento en abundancia para más de un mes y para más gente y, así como
se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles, que hizo traer
de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen a tierra: que estaba
tan cerca, que las altas montañas de Abila y Calpe[616] desde allí se parecían. Todos le
dieron infinitas gracias por la merced que les hacía y el último que se iba a embarcar
fue aquel que por los demás había hablado, el cual le dijo:

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—Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo a
Inglaterra, que no que me enviaras a España; porque, aunque es mi patria y no habrá
sino seis días que della partí, no he de hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones
de tristezas y soledades mías. Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió
habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra y
con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que, después que no la
vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea. El grave descontento en que me
dejó su pérdida y la de la hacienda, que también me faltó, me pusieron de manera que
ni más quise ni más pude ejercitar la mercancía, cuyo trato me había puesto en
opinión de ser el más rico mercader de toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera
del crédito, que pasaba de muchos centenares de millares de escudos, valía mi
hacienda dentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados; todo lo perdí
y no hubiera perdido nada, como no hubiera perdido a mi hija. Tras esta general
desgracia y tan particular mía, acudió la necesidad a fatigarme, hasta tanto que, no
pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada,
determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobres generosos. Y,
habiéndonos embarcado en un navío de aviso[617] seis días ha, a la salida de Cádiz
dieron con el navío estos dos bajeles de cosarios y nos cautivaron, donde se renovó
nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura. Y fuera mayor si los cosarios no
hubieran tomado aquella nave portuguesa, que los entretuvo hasta haber sucedido lo
que él había visto.
Preguntole Ricaredo cómo se llamaba su hija. Respondiole que Isabel. Con esto
acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya había sospechado, que era que el que se
lo contaba era el padre de su querida Isabela. Y, sin darle algunas nuevas della, le dijo
que de muy buena gana llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podría ser
hallasen nuevas de la que deseaban. Hízolos pasar luego a su capitana, poniendo
marineros y guardas bastantes en la nao portuguesa.
Aquella noche alzaron velas y se dieron priesa a apartarse de las costas de
España, porque el navío de los cautivos libres, entre los cuales también iban hasta
veinte turcos, a quien también Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su
buena condición y generoso ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que a
los católicos tuviese. Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese
diesen entera libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó a calmar un tanto,
cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses, que culpaban a Ricaredo
y a su liberalidad, diciéndole que los libres podían dar aviso en España de aquel
suceso y que si acaso había galeones de armada en el puerto, podían salir en su busca
y ponerlos en aprieto y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían
razón, pero, venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó; pero más los quietó
el viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener
necesidad de amainallas ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a la

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vista de Londres y, cuando en él, vitoriosos, volvieron, habría treinta que dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su
general y, así, mezcló las señales alegres con las tristes: unas veces sonaban clarines
regocijados; otras, trompetas roncas; unas tocaban los atambores[618], alegres y
sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentables respondían los
pífaros[619]; de una gavia colgaba, puesta al revés, una bandera de medias lunas
sembrada; en otra se veía un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas
besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios extremos entró en el río de
Londres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese y así, se
quedó en la mar a lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo que
desde la ribera les miraba. Bien conocieron por algunas insignias que aquel navío
menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían alcanzar cómo el otro
navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave que en la mar se quedaba; pero
sacolos desta duda haber saltado en el esquife[620], armado de todas armas, ricas y
resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que a pie, sin esperar otro acompañamiento
que aquel de un innumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio, donde ya la reina,
puesta a unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos.
Estaba con la reina, con las otras damas, Isabela, vestida a la inglesa, y parecía tan
bien como a la castellana. Antes que Ricaredo llegase, llegó otro que dio las nuevas a
la reina de cómo Ricaredo venía. Alborozose Isabela oyendo el nombre de Ricaredo y
en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y bien proporcionado. Y, como venía
armado de peto, espaldar, gola y brazaletes y escarcelas[621], con unas armas
milanesas[622] de once vistas, grabadas y doradas, parecía en extremo bien a cuantos
le miraban; no le cubría la cabeza morrión[623] alguno, sino un sombrero de gran
falda, de color leonado con mucha diversidad de plumas terciadas a la valona[624]; la
espada, ancha; los tiros[625], ricos; las calzas, a la esguízara[626]. Con este adorno y
con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de la
batallas, y otros, llevados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a
Venus, que, para hacer alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En
fin, él llegó ante la reina; puesto de rodillas, le dijo:
—Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventura y en consecución de mi deseo,
después de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo en su
lugar, merced a la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos galeras turquescas que
llevaban remolcando aquella gran nave que allí se parece. Acometila, pelearon
vuestros soldados como siempre, echáronse a fondo los bajeles de los cosarios; en el
uno de los nuestros, en vuestro real nombre, di libertad a los cristianos que del poder
de los turcos escaparon; solo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles, que
por su gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave es de las que

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vienen de la India de Portugal, la cual por tormenta vino a dar en poder de los turcos,
que con poco trabajo o, por mejor decir, sin ninguno, la rindieron y, según dijeron
algunos portugueses de los que en ella venían, pasa de un millón de oro el valor de la
especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen. A ninguna
cosa se ha tocado, ni los turcos habían llegado a ella, porque todo lo dedicó el cielo, y
yo lo mandé guardar, para Vuestra Majestad, que con una joya sola que se me dé,
quedaré en deuda de otras diez naves, la cual joya ya Vuestra Majestad me la tiene
prometida, que es a mi buena Isabela. Con ella quedaré rico y premiado, no solo deste
servicio, cual él se sea, que a Vuestra Majestad he hecho, sino de otros muchos que
pienso hacer por pagar alguna parte del todo casi infinito que en esta joya Vuestra
Majestad me ofrece.
—Levantaos, Ricaredo —respondió la reina— y creedme que si por precio os
hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no la pudiérades pagar ni con lo que trae
esa nave ni con lo que queda en las Indias. Dóyosla porque os la prometí y porque
ella es digna de vos y vos lo sois della. Vuestro valor solo la merece. Si vos habéis
guardado las joyas de la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos y,
aunque os parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os
hago mucha merced en ello; que las prendas que se compran a deseos y tienen su
estimación en el alma del comprador, aquello valen que vale una alma: que no hay
precio en la tierra con que aprecialla. Isabela es vuestra, veisla allí; cuando
quisiéredes podéis tomar su entera posesión y creo será con su gusto, porque es
discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis, que no la quiero llamar merced,
sino amistad, porque me quiero alzar con el nombre de que yo sola puedo hacerle
mercedes. Idos a descansar y venidme a ver mañana, que quiero más particularmente
oír vuestras hazañas y traedme esos dos que decís que de su voluntad han querido
venir a verme, que se lo quiero agradecer.
Besole las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacía. Entrose la reina
en una sala y las damas rodearon a Ricaredo y una dellas, que había tomado grande
amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida por la más discreta, desenvuelta
y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:
—¿Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son estas? ¿Pensábades por ventura
que veníades a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos
vuestras amigas, si no es la señora Isabela, que, como española, está obligada a no
teneros buena voluntad.
—Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su
memoria —dijo Ricaredo—, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber
en su mucho valor y entendimiento y rara hermosura la fealdad de ser desagradecida
A lo cual respondió Isabela:
—Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la
satisfación que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me habéis dado
y de las mercedes que pensáis hacerme.

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Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre
las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo
mientras allí estuvo. Alzábale las escarcelas, por ver qué traía debajo dellas, tentábale
la espada y con simplicidad de niña quería que las armas le sirviesen de espejo,
llegándose a mirar de muy cerca en ellas y, cuando se hubo ido, volviéndose a las
damas, dijo:
—Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa hermosísima la guerra, pues
aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.
—¡Y cómo si parecen! —respondió la señora Tansi—; si no, mirad, a Ricaredo,
que no parece sino que el sol se ha bajado a la tierra y en aquel hábito va caminando
por la calle.
Rieron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de Tansi y no
faltaron murmuradores que tuvieron por impertinencia el haber venido armado
Ricaredo a palacio, puesto que halló disculpa en otros, que dijeron que, como
soldado, lo pudo hacer para mostrar su gallarda bizarría[627].
Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidos con muestras de
entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en Londres
por su buen suceso. Ya los padres de Isabela estaban en casa de Clotaldo, a quien
Ricaredo había dicho quién eran, pero que no les diesen nueva ninguna de Isabela
hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos
los criados y criadas de su casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y
barcos, y con no menos ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave,
que en ocho días no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías
que en su vientre encerradas tenía.
El día que siguió a esta noche fue Ricaredo a palacio, llevando consigo al padre y
madre de Isabela, vestidos de nuevo a la inglesa, diciéndoles que la reina quería
verlos. Llegaron todos donde la reina estaba en medio de sus damas, esperando a
Ricaredo, a quien quiso lisonjear y favorecer con tener junto a sí a Isabela, vestida
con aquel mismo vestido que llevó la vez primera, mostrándose no menos hermosa
ahora que entonces. Los padres de Isabela quedaron admirados y suspensos de ver
tanta grandeza y bizarría junta. Pusieron los ojos en Isabela y no la conocieron,
aunque el corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a saltar en el
pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto que
ellos no acertaban a entendelle. No consintió la reina que Ricaredo estuviese de
rodillas ante ella, antes, le hizo levantar y sentar en una silla rasa[628], que para solo
esto allí puesta tenían: inusitada merced, para la altiva condición de la reina, y alguno
dijo a otro:
—Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta
que él trujo.
Otro acudió y dijo:
—Ahora se verifica lo que comúnmente se dice, que dádivas quebrantan peñas,

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pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el duro corazón de nuestra reina.
Otro acudió y dijo:
—Ahora que está tan bien ensillado, más de dos se atreverán a correrle.
En efeto, de aquella nueva honra que la reina hizo a Ricaredo tomó ocasión la
envidia para nacer en muchos pechos de aquellos que mirándole estaban; porque no
hay merced que el príncipe haga a su privado que no sea una lanza que atraviesa el
corazón del envidioso.
Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente[629] cómo había pasado la batalla
con los bajeles de los cosarios. Él la contó de nuevo, atribuyendo la vitoria a Dios y a
los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndolos a todos juntos y
particularizando algunos hechos de algunos que más que los otros se habían señalado,
con que obligó a la reina a hacer a todos merced y en particular a los particulares y,
cuando llegó a decir la libertad que en nombre de Su Majestad había dado a los turcos
y cristianos, dijo:
—Aquella mujer y aquel hombre que allí están, señalando a los padres de Isabela,
son los que dije ayer a Vuestra Majestad que, con deseo de ver vuestra grandeza,
encarecidamente me pidieron los trujese conmigo. Ellos son de Cádiz y de lo que
ellos me han contado y de lo que en ellos he visto y notado, sé que son gente
principal y de valor.
Mandoles la reina que se llegasen cerca. Alzó los ojos Isabela a mirar los que
decían ser españoles y más de Cádiz, con deseo de saber si por ventura conocían a sus
padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre y detuvo el paso
para mirarla más atentamente y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar
unas confusas noticias que le querían dar a entender que en otro tiempo ella había
visto aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar
determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba
atentísimo a ver los afectos y movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas
almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la
suspensión de entrambos y aun el desasosiego de Isabela, porque la vio trasudar y
levantar la mano muchas veces a componerse el cabello.
En esto, deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá los oídos
la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto. La reina dijo a Isabela que en
lengua española dijese a aquella mujer y a aquel hombre le dijesen qué causa les
había movido a no querer gozar de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la
libertad la cosa más amada, no solo de la gente de razón, mas aun de los animales que
carecen della.
Todo esto preguntó Isabela a su madre, la cual, sin responderle palabra,
desatentadamente[630] y medio tropezando, se llegó a Isabela y, sin mirar a respeto,
temores ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela y
descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha.
Y, viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz,

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diciendo:
—¡Oh, hija de mi corazón! ¡Oh, prenda cara del alma mía!
Y, sin poder pasar adelante, se cayó desmayada en los brazos de Isabela.
Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con
otras palabras que con derramar lágrimas, que sesgamente[631] su venerable rostro y
barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre y, volviendo los ojos a
su padre, de tal manera le miró, que le dio a entender el gusto y el descontento que de
verlos allí su alma tenía. La reina, admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:
—Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas vistas, y
no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita
alegría como mata una tristeza.
Y, diciendo esto, se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual, habiéndole
echado agua en el rostro, volvió en sí y, estando un poco más en su acuerdo, puesta
de rodillas delante de la reina, le dijo:
—Perdone Vuestra Majestad mi atrevimiento, que no es mucho perder los
sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.
Respondiole la reina que tenía razón, sirviéndole de intérprete, para que lo
entendiese, Isabela; la cual, de la manera que se ha contado, conoció a sus padres y
sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en palacio, para que de espacio
pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse con ella; de lo cual Ricaredo se holgó
mucho y de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado de
dársela, si es que acaso la merecía y, de no merecerla, le suplicaba desde luego le
mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Bien
entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo y de su mucho valor,
que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle y, así, le dijo que de allí a
cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra que a ella fuese
posible. Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con la esperanza propincua[632]
que llevaba de tener en su poder a Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último
deseo de los amantes.
Corrió el tiempo y no con la ligereza que él quisiera: que los que viven con
esperanzas de promesas venideras siempre imaginan que no vuela el tiempo, sino que
anda sobre los pies de la pereza misma. Pero en fin llegó el día, no donde pensó
Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le
moviesen a quererla más, si más pudiese. Mas en aquel breve tiempo, donde él
pensaba que la nave de su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado
puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió
anegarle.
Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba Isabela,
tenía un hijo de edad de veinte y dos años, llamado el conde Arnesto. Hacíanle la
grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la
reina tenía…; hacíanle, digo, estas cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado.

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Este Arnesto, pues, se enamoró de Isabela tan encendidamente, que en la luz de los
ojos de Isabela tenía abrasada el alma y, aunque en el tiempo que Ricaredo había
estado ausente, con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela
fue admitido. Y, puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los
amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto obraron lo
contrario los muchos y conocidos desdenes que le dio Isabela, porque con su celo
ardía y con su honestidad se abrasaba. Y como vio que Ricaredo, según el parecer de
la reina, tenía merecida a Isabela y que en tan poco tiempo se la había de entregar por
mujer, quiso desesperarse[633]; pero, antes que llegase a tan infame y tan cobarde
remedio, habló a su madre, diciéndole pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa;
donde no, que pensase que la muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó
la camarera admirada de las razones de su hijo y, como conocía la aspereza de su
arrojada condición y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió
que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre,
a quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a
la reina: no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino
por no dejar de intentar, como en salir desahuciada, los últimos remedios.
Y, estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan ricamente
que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la misma reina al cuello
una sarta de perlas de las mejores que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil
ducados, y puéstole un anillo de un diamante, que se apreció en seis mil escudos, y
estando alborozadas las damas por la fiesta que esperaban del cercano desposorio,
entró la camarera mayor a la reina y de rodillas le suplicó suspendiese el desposorio
de Isabela por otros dos días; que, con esta merced sola que Su Majestad le hiciese, se
tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes que por sus servicios merecía y
esperaba.
Quiso saber la reina primero por qué le pedía con tanto ahínco aquella
suspensión, que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a Ricaredo;
pero no se la quiso dar la camarera hasta que le hubo otorgado que haría lo que le
pedía: tanto deseo tenía la reina de saber la causa de aquella demanda. Y así, después
que la camarera alcanzó lo que por entonces deseaba, contó a la reina los amores de
su hijo y cómo temía que si no le daban por mujer a Isabela o se había de desesperar
o hacer algún hecho escandaloso y que si había pedido aquellos dos días, era por dar
lugar a Su Majestad pensase qué medio sería a propósito y conveniente para dar a su
hijo remedio.
La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella
hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría ni defraudaría las
esperanzas de Ricaredo, por todo el interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera
a su hijo, el cual, sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de
todas armas y sobre un fuerte y hermoso caballo se presentó ante la casa de Clotaldo
y a grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana, el cual a aquella sazón

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estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el
acompañamiento que tal acto requería; mas, habiendo oído las voces y siéndole dicho
quién las daba y del modo que venía, con algún sobresalto se asomó a una ventana y,
como le vio Arnesto, dijo:
—Ricaredo, estame atento a lo que decirte quiero: la reina mi señora te mandó
fueses a servirla y a hacer hazañas que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tú
fuiste y volviste cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y
merecido a Isabela. Y, aunque la reina mi señora te la ha prometido, ha sido creyendo
que no hay ninguno en su corte que mejor que tú la sirva ni quien con mejor
título[634] merezca a Isabela y en esto bien podrá ser se haya engañado y así,
llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has
hecho cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto
bien te levanten y, en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te
desafío a todo trance de muerte.
Calló el conde y desta manera le respondió Ricaredo:
—En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo
confieso, no solo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno de los que
hoy viven en el mundo. Así que, confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no
me toca vuestro desafío, pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en
desafiarme.
Con esto se quitó de la ventana y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus
parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a acompañarle. De la
mucha gente que había visto al conde Arnesto armado y le había oído las voces del
desafío, no faltó quien lo fue a contar a la reina, la cual mandó al capitán de su guarda
que fuese a prender al conde. El capitán se dio tanta priesa que llegó a tiempo que ya
Ricaredo salía de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado,
puesto sobre un hermoso caballo.
Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía y determinó de no
dejar prenderse y, alzando la voz contra Ricaredo, dijo:
—Ya ves, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de
castigarme, tú me buscarás y, por la que yo tengo de castigarte, también te buscaré y,
pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entonces la ejecución de
nuestros deseos.
—Soy contento —respondió Ricaredo.
En esto, llegó el capitán con toda su guarda y dijo al conde que fuese preso en
nombre de Su Majestad. Respondió el conde que sí daba; pero no para que le llevasen
a otra parte que a la presencia de la reina. Contentose con esto el capitán y,
cogiéndole en medio de la guarda, le llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su
camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenía a Isabela y con lágrimas
había suplicado a la reina perdonase al conde, que, como mozo y enamorado, a
mayores yerros estaba sujeto.

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Llegó Arnesto ante la reina, la cual, sin entrar con él en razones, le mandó quitar
la espada y llevasen preso a una torre.
Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que tan
presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la reina que para
sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la
causa de por medio, que era Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efetos
que debían de temerse; añadiendo a estas razones decir que Isabela era católica y tan
cristiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido
torcer en nada de su católico intento. A lo cual respondió la reina que por eso la
estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían enseñado
y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa presencia y sus
muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto y que, sin duda, si no aquel día, otro
se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.
Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada que no le
replicó palabra y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a
Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su
hijo ablandase ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las
mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal y tanto
como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo[635] a Isabela y, como por
la mayor parte sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella
misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase
por ser buena contra las ansias de corazón que sentía.
Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le comenzó a
hinchar la lengua y la garganta y a ponérsele denegridos los labios y a
enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho: todas conocidas
señales de haberle dado veneno. Acudieron las damas a la reina, contándole lo que
pasaba y certificándole que la camarera había hecho aquel mal recaudo. No fue
menester mucho para que la reina lo creyese y, así, fue a ver a Isabela, que ya casi
estaba expirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos y, en tanto que
tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio[636], con otros muchos antídotos
que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades.
Vinieron los médicos y esforzaron los remedios y pidieron a la reina hiciese decir a la
camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona
alguna sino ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió y con esta noticia los
médicos aplicaron tantos remedios y tan eficaces, que con ellos y con el ayuda de
Dios quedó Isabela con vida o a lo menos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho de
palacio, con intención de castigarla como su delito merecía, puesto que ella se
disculpaba diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la
tierra a una católica y con ella la ocasión de las pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas oídas de Ricaredo le pusieron en términos de[637] perder el

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juicio: tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que se quejaba.
Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo conmutó
en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello; el rostro hinchado, la tez perdida, los
cueros[638] levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como
hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de
fealdad. Por mayor desgracia tenían los que la conocían haber quedado de aquella
manera que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto, Ricaredo se la pidió a la
reina y le suplicó se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del
cuerpo al alma y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus
infinitas virtudes.
—Así es —dijo la reina—, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que lleváis una
riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca; Dios sabe si quisiera dárosla
como me la entregastes, pero, pues no es posible, perdonadme: quizá el castigo que
diere a la cometedora de tal delito satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina desculpando a la camarera y suplicándola
la perdonase, pues las desculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores
insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus padres y Ricaredo los llevó a su
casa; digo a la de sus padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la
reina y otros vestidos tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía, la
cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse[639] a su
primera hermosura; pero, al cabo deste tiempo, comenzó a caérsele el cuero y a
descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo, los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela
en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que
con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo; y esto sin que él lo supiese, no
dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya
pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto
haber[640] y riquezas que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio
cuando, sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas,
acompañada como quien ella era y tan hermosa que, después de la Isabela que solía
ser, no había otra tan bella en toda Londres. Sobresaltose Ricaredo con la improvisa
vista de la doncella y temió que el sobresalto de su venida había de acabar la vida a
Isabela y, así, para templar este temor, se fue al lecho donde Isabela estaba y hallola
en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:
—Isabela de mi alma: mis padres, con el grande amor que me tienen, aún no bien
enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella escocesa, con
quien ellos tenían concertado de casarme antes que yo conociese lo que vales. Y esto,
a lo que creo, con intención que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la
tuya, que en ella estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise fue con
otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito;
que, puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas virtudes

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me aprisionaron el alma, de manera que, si hermosa te quise, fea te adoro y, para
confirmar esta verdad, dame esa mano.
Y, dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo:
—Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no está en
la entereza que se requiere, por aquella juro que guarda el Pontífice romano, que es la
que yo en mi corazón confieso, creo y tengo y por el verdadero Dios que nos está
oyendo, te prometo, ¡oh Isabela, mitad de mi alma!, de ser tu esposo y lo soy desde
luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo y sus padres atónitos y
pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano
de Ricaredo y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y
se entregaba por su esclava. Besola Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido
jamás atrevimiento de llegarse a él cuando hermoso.
Los padres de Isabela solenizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del
desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa, que ya
estaba en casa, del modo que después verían y, cuando su padre los quisiese enviar a
España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz o en
Sevilla dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos, si el cielo
tanto tiempo le concedía de vida y que si deste término pasase, tuviesen por cosa
certísima que algún grande impedimento o la muerte, que era lo más cierto, se había
opuesto a su camino.
Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos aquellos de
su vida, hasta estar enterada que él no la tenía, porque en el punto que esto supiese,
sería el mismo de su muerte. Con estas tiernas palabras, se renovaron las lágrimas en
todos y Ricaredo salió a decir a sus padres cómo en ninguna manera se casaría ni
daría la mano a su esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su
conciencia. Tales razones supo decir a ellos y a los parientes que habían venido con
Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que, como todos eran católicos, fácilmente
las creyeron y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que
Ricaredo volviese, el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo cómo determinaba enviar
a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia: quizá los aires de la
patria apresurarían y facilitarían la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no
dar indicio de sus designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor
le pareciese; solo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que
la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo y aquel mismo día fue a pedir licencia a
la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como para enviar a Isabela y a sus
padres a España. De todo se contentó la reina y tuvo por acertada la determinación de
Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo de letrados y sin poner a su camarera en
tela de juicio, la condenó en que no sirviese más su oficio y en diez mil escudos de
oro para Isabela y al conde Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de

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Inglaterra. No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a
cumplir su destierro y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader
rico, que habitaba en Londres y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia,
Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos y le pidió cédulas[641] para que se
los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra playa de España. El mercader,
descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras
para Sevilla, sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él
escribiría a París para que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a
causa que rezasen las fechas de Francia[642] y no de Inglaterra, por el contrabando de
la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso[643] suya sin
fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que
ya estaría avisado del de París.
En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader, que no dudó de no
ser cierta la partida y, no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave
flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto
della testimonio para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de
Inglaterra; al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres y
con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero
a do llegase.
El patrón, que deseaba contentar a la reina, dijo que sí haría y que los pondría en
Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del mercader, envió la reina a
decir a Clotaldo no quitase a Isabela todo lo que ella la había dado, así de joyas como
de vestidos. Otro día, vino Isabela y sus padres a despedirse de la reina, que los
recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas
dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones
se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre
mercedes. Despidiose de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que
se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían y contentas de
gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres y, encomendándolos a
la buena ventura y al patrón de la nave y pidiendo a Isabela la avisase de su buena
llegada a España y siempre de su salud, por la vía del mercader francés, se despidió
de Isabela y de sus padres, los cuales aquella misma tarde se embarcaron, no sin
lágrimas de Clotaldo y de su mujer y de todos los de su casa, de quien era en todo
extremo bien querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar
muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo con unos amigos suyos le llevasen a
caza. Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos, los
abrazos infinitos, las lágrimas en abundancia, las encomiendas de que la escribiese
sin número y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo
de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel a la vela y, habiendo con próspero viento tocado en
Francia y tomado en ella los recados necesarios para poder entrar en España, de allí a

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treinta días entró por la barra[644] de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus
padres y, siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de
mucho contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad
que habían alcanzado, ansí de los moros que los habían cautivado (habiendo sabido
todo su suceso de los cautivos que dio libertad la liberalidad de Ricaredo), como de la
que habían alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a cobrar
su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los
trabajos de la navegación y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de
los diez mil ducados que, librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después
de llegar a Sevilla le buscaron y le hallaron y le dieron la carta del mercader francés
de la ciudad de Londres. Él la reconoció y dijo que hasta que de París le viniesen las
letras y carta de aviso no podía dar el dinero pero que por momentos aguardaba el
aviso.
Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero[645] de Santa
Paula[646], por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya,
única y extremada en la voz y así por tenerla cerca como por haber dicho Isabela a
Ricaredo que, si viniese a buscarla, la hallaría en Sevilla y le diría su casa su prima la
monja de Santa Paula y que para conocella no había menester más de preguntar por la
monja que tenía la mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían
olvidar. Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París y, a dos que
llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela y ella a sus
padres y, con ellos y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas
joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración
de los que sabían sus grandes pérdidas.
En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito y la belleza de Isabela
volvió a su ser primero, de tal manera que, en hablando de hermosas, todos daban el
lauro[647] a la española inglesa; que, tanto por este nombre como por su hermosura,
era de toda la ciudad conocida. Por la orden del mercader francés de Sevilla,
escribieron Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los
agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della recebidas.
Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres,
y sus padres, señores. De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su
mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo y los avisaban cómo su
hijo Ricaredo, otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a
Francia y de allí a otras partes, donde le convenía a ir para seguridad de su
conciencia, añadiendo a estas otras razones y cosas de mucho amor y de muchos
ofrecimientos. A la cual carta respondieron con otra no menos cortés y amorosa que
agradecida.
Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para
venirla a buscar a España y, alentada con esta esperanza, vivía la más contenta del

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mundo y procuraba vivir de manera que, cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le
diese en los oídos la fama de sus virtudes que el conocimiento de su casa. Pocas o
ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos que
aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba
con el pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la cruz y los
siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río ni pasó a Triana[648] ni vio el
común regocijo en el campo de Tablada[649] y puerta de Jerez el día, si le hace claro,
de San Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede reducir a número.
Finalmente, no vio regocijo público ni otra fiesta en Sevilla: todo lo libraba[650] en su
recogimiento y en sus oraciones y buenos deseos esperando a Ricaredo. Este su
grande retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no solo de los
pisaverdes[651] del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto: de
aquí nacieron músicas de noche en su calle y carreras de día. Deste no dejar verse y
desearlo muchos crecieron las alhajas de las terceras[652], que prometieron mostrarse
primas y únicas en solicitar a Isabela y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que
llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto estaba
Isabela como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los
vientos.
Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua[653] de los dos años
por Ricaredo prometidos comenzó con más ahínco que hasta allí a fatigar el corazón
de Isabela. Y, cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le tenía ante los ojos y
le preguntaba qué impedimentos le habían detenido tanto; cuando ya llegaban a sus
oídos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba, y como
a mitad de su alma le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha
en Londres cincuenta días había; venía en lengua inglesa, pero, leyéndola en español,
vio que así decía:

Hija de mi alma: bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Este se fue


con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia y a otras partes había
hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y
seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con
nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo.
Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo y su esposa con tales nuevas;
tales, digo, que aun no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que
Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de
veras a Dios la de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso
como tú sabes. También pedirás a Nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y
buena muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti y a
tus padres largos años de vida.

Por la letra y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela para no creer la muerte

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de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte y sabía que era verdadero y que de
suyo no habría querido ni tenía para qué fingir aquella muerte ni menos su madre, la
señora Catalina, la habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta
tristeza. Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo
quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.
Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas ni dar señales de doloroso
sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un
estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio y, hincándose de rodillas ante
la imagen de un devoto crucifijo, hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose
por viuda. Sus padres disimularon y encubrieron con discreción la pena que les había
dado la triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga que sentía; la cual,
casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y cristiana resolución que
había tomado, ella consolaba a sus padres, a los cuales descubrió su intento y ellos le
aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que pasasen los dos años que
Ricaredo había puesto por término a su venida; que con esto se confirmaría la verdad
de la muerte de Ricaredo y ella con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo
hizo Isabela y los seis meses y medio que quedaban para cumplirse los dos años, los
pasó en ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo
elegido el de Santa Paula, donde estaba su prima.
Pasose el término de los dos años y llegose el día de tomar el hábito, cuya nueva
se extendió por la ciudad y de los que conocían de vista a Isabela y de aquellos que
por sola su fama, se llenó el monasterio y la poca distancia que dél a la casa de
Isabela había. Y, convidando su padre a sus amigos y aquellos a otros, hicieron a
Isabela uno de los más honrados acompañamientos que en semejantes actos se había
visto en Sevilla. Hallose en él el asistente[654] y el provisor[655] de la iglesia y vicario
del arzobispo, con todas las señoras y señores de título[656] que había en la ciudad: tal
era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos
meses se les había eclipsado. Y, como es costumbre de las doncellas que van a tomar
el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el
resto de la bizarría y se descarta della, quiso Isabela ponerse la más bizarra que le fue
posible y, así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina
de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas
y el famoso diamante, con el collar y cintura, que asimismo era de mucho valor.
Con este adorno y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen a Dios
en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca del monasterio excusó los
coches y carrozas. El concurso de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado
en los coches, que no les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus
padres, otros al cielo, que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por
verla; otros, habiéndola visto una vez, corrían adelante por verla otra y el que más
solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello, fue un hombre
vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la

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Trinidad[657] en el pecho, en señal que han sido rescatados por la limosna de sus
redentores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la
portería del convento, donde habían salido a recebirla, como es uso, la priora y las
monjas con la cruz, a grandes voces dijo:
—¡Detente, Isabela, detente!; que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser
religiosa.
A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos y vieron que, hendiendo por
toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo que, habiéndosele caído un bonete azul
redondo que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro
ensortijados y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco: señales
que luego le hicieron conocer y juzgar por extranjero de todos. En efeto, cayendo y
levantando, llegó donde Isabela estaba y, asiéndola de la mano, le dijo:
—¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.
—Sí conozco —dijo Isabela—, si ya no eres fantasma que viene a turbar mi
reposo.
Sus padres le asieron y atentamente le miraron y, en resolución conocieron ser
Ricaredo el cautivo; el cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de
Isabela, le suplicó que no impidiese la extrañeza del traje en que estaba su buen
conocimiento ni estorbase su baja fortuna que ella no correspondiese a la palabra que
entre los dos se habían dado. Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria
había hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar
más crédito a sus ojos y a la verdad que presente tenía y, así, abrazándose con el
cautivo, le dijo:
—Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que solo podrá impedir mi cristiana
determinación. Vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero
esposo; estampado os tengo en mi memoria y guardado en mi alma. Las nuevas que
de vuestra muerte me escribió mi señora y vuestra madre, ya que no me quitaron la
vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en
ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa ni podemos
ni conviene que por mi parte se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es
vuestra y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe
católica.
Todas estas razones oyeron los circunstantes y el asistente y vicario y provisor del
arzobispo y, de oírlas, se admiraron y suspendieron y quisieron que luego se les dijese
qué historia era aquella, qué estranjero aquel y de qué casamiento trataban. A todo lo
cual respondió el padre de Isabela, diciendo que aquella historia pedía otro lugar y
algún término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla,
diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca que allí se la contarían de modo que
con la verdad quedasen satisfechos, y con la grandeza y extrañeza de aquel suceso
admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:
—Señores, este mancebo es un gran cosario inglés, que yo le conozco y es aquel

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que habrá poco más de dos años tomó a los cosarios de Argel la nave de Portugal que
venía de las Indias. No hay duda sino que es él, que yo le conozco, porque él me dio
libertad y dineros para venirme a España y no solo a mí, sino a otros trecientos
cautivos.
Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos tenían de
saber y ver la claridad de tan intricadas cosas. Finalmente, la gente más principal, con
el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su
casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en no tener
en su compañía a la hermosa Isabela, la cual, estando en su casa, en una gran sala
della hizo que aquellos señores se sentasen. Y, aunque Ricaredo quiso tomar la mano
en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción
de Isabela y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.
Callaron todos los presentes y, teniendo las almas pendientes de las razones de
Isabela, ella así comenzó su cuento el cual le reduzgo yo a que dijo todo aquello que,
desde el día que Clotaldo la robó de Cádiz, hasta que entró y volvió a él, le había
sucedido, contando asimismo la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la
liberalidad que había usado con los cristianos, la palabra que entrambos a dos se
habían dado de ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había
tenido de su muerte: tan ciertas a su parecer, que la pusieron en el término que habían
visto de ser religiosa. Engrandeció la liberalidad de la reina, la cristiandad de
Ricaredo y de sus padres y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le había
sucedido después que salió de Londres hasta el punto presente, donde le veían con
hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por limosna.
—Así es —dijo Ricaredo—, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos
míos:
»Después que me partí de Londres, por excusar el casamiento que no podía hacer
con Clisterna, aquella doncella escocesa católica con quien ha dicho Isabela que mis
padres me querían casar, llevando en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi
madre escribe que llevó a Londres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia,
llegué a Roma, donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al Sumo
Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero[658]; absolviome dellos y
diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia y de la
reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los
lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa y de dos mil
escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio, que me los libró en
esta ciudad sobre un tal Roqui, florentín[659]. Con los cuatrocientos que me quedaron,
con intención de venir a España, me partí para Génova, donde había tenido nuevas
que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.
»Llegué con Guillarte, mi criado, a un lugar que se llama Aquapendente, que,
viniendo de Roma a Florencia, es el último que tiene el Papa y en una hostería o
posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro

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criados disfrazado y encubierto, más por ser curioso que por ser católico, entiendo
que iba a Roma. Creí sin duda que no me había conocido. Encerreme en un aposento
con mi criado y estuve con cuidado y con determinación de mudarme a otra posada
en cerrando la noche. No lo hice ansí porque el descuido grande que noté que tenían
el conde y sus criados, me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento,
cerré la puerta, apercebí mi espada, encomendeme a Dios y no quise acostarme.
Durmiose mi criado y yo sobre una silla me quedé medio dormido; mas, poco
después de la media noche, me despertaron, para hacerme dormir el eterno sueño,
cuatro pistoletes, como después supe, dispararon contra mí el conde y sus criados; y,
dejándome por muerto, teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al
huésped de la posada que me enterrase porque era hombre principal y, con esto, se
fueron.
»Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido y con el miedo se
arrojó por una ventana que caía a un patio y, diciendo “¡desventurado de mí, que han
muerto a mi señor!”, se salió del mesón y debió de ser con tal miedo que no debió de
parar hasta Londres, pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte. Subieron los de
la hostería y halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones; pero
todas por partes, que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los
sacramentos como católico cristiano; diéronmelos, curáronme y no estuve para
ponerme en camino en dos meses; al cabo de los cuales vine a Génova, donde no
hallé otro pasaje, sino en dos falugas[660] que fletamos yo y otros dos principales
españoles: la una para que fuese delante descubriendo y la otra donde nosotros
fuésemos.
»Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra[661] con intención
de no engolfarnos[662], pero, llegando a un paraje que llaman las Tres Marías[663], que
es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluga descubriendo, a deshora
salieron de una cala dos galeotas turquescas y, tomándonos la una la mar y la otra la
tierra, cuando íbamos a embestir en ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En
entrando en la galeota, nos desnudaron hasta dejarnos en carnes. Despojaron las
falugas de cuanto llevaban y dejáronlas embestir en tierra sin echallas a fondo,
diciendo que aquellas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre
llaman ellos a los despojos que de los cristianos toman. Bien se me podrá creer si
digo que sentí en el alma mi cautiverio y sobre todo la pérdida de los recaudos de
Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos
ducados; mas la buena suerte quiso que viniese a manos de un cristiano cautivo
español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de
dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.
»Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la
Santísima Trinidad. Hablelos, díjeles quién era y, movidos de caridad, aunque yo era
extranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí trecientos ducados, los
ciento luego y los docientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre

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de la redención, que se quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados, que había
gastado más de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende
la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por
rescatar los cautivos. Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja perdida con
los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había rescatado y
ofrecile quinientos ducados más de los de mi rescate para ayuda de su empeño.
»Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna y lo que en este año me
pasó, a poderlo contar ahora, fuera otra nueva historia. Solo diré que fui conocido de
uno de los veinte turcos que di libertad con los demás cristianos ya referidos y fue tan
agradecido y tan hombre de bien que no quiso descubrirme; porque, a conocerme los
turcos por aquel que había echado a fondo sus dos bajeles y quitádoles de las manos
la gran nave de la India o me presentaran al Gran Turco[664] o me quitaran la vida y,
de presentarme al Gran Señor, redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el
padre redentor vino a España conmigo y con otros cincuenta cristianos rescatados. En
Valencia hicimos la procesión general[665] y desde allí cada uno se partió donde más
le plugo, con las insignias de su libertad, que son estos habiticos. Hoy llegué a esta
ciudad, con tanto deseo de ver a Isabela, mi esposa, que, sin detenerme a otra cosa,
pregunté por este monasterio, donde me habían de dar nuevas de mi esposa. Lo que
en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos, para
que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de
verdadera.
Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decía y se los
puso en manos del provisor, que los vio junto con el señor asistente y no halló en
ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo había contado. Y para más
confirmación della, ordenó el cielo que se hallase presente a todo esto el mercader
florentín, sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió
que le mostrasen la cédula y, mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego,
porque él muchos meses había que tenía aviso desta partida. Todo esto fue añadir
admiración a admiración y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los
quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus
padres de Isabela y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo
hicieron los dos señores eclesiásticos y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella
historia por escrito, para que la leyese su señor el arzobispo y ella lo prometió.
El grande silencio que todos los circunstantes habían tenido escuchando el
extraño caso se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes maravillas y dando
desde el mayor hasta el más pequeño el parabién a Isabela, a Ricaredo y a sus padres,
los dejaron y ellos suplicaron al asistente honrase sus bodas, que de allí a ocho días
pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente y de allí a ocho días,
acompañado de los más principales de la ciudad, se halló en ellas.
Por estos rodeos y por estas circunstancias los padres de Isabela cobraron su hija
y restauraron su hacienda y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas

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virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como
Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron
frontero de Santa Paula, que después las compraron de los herederos de un hidalgo
burgalés que se llamaba Hernando de Cifuentes.
Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud y cuánto la hermosura,
pues son bastantes juntas y cada una de por sí a enamorar aun hasta los mismos
enemigos y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras,
nuestros mayores provechos.

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NOVELA DEL LICENCIADO VIDRIERA
Paseándose caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas,
debajo de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido
como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de
adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho
respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado y que iba a la ciudad de
Salamanca a buscar un amo a quien servir, por solo que le diese estudio.
Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí y escribir también.
—Desa manera —dijo uno de los caballeros—, no es por falta de memoria
habérsete olvidado el nombre de tu patria.
—Sea por lo que fuere —respondió el muchacho—; que ni el della ni del de mis
padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
—Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? —preguntó el otro caballero.
—Con mis estudios —respondió el muchacho—, siendo famoso por ellos; porque
yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo,
como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella universidad
a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde
infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún
labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro[666] y a pocas semanas dio Tomás
muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad
y diligencia que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que solo se ocupaba en
servirlos. Y, como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle
bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero.
Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la
universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes
era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes, pero en lo que más se
mostraba era en letras humanas y tenía tan felice memoria que era cosa de espanto e
ilustrábala tanto con su buen entendimiento que no era menos famoso por él que por
ella.
Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a
su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a
Tomás y estuvo con ellos algunos días pero, como le fatigasen los deseos de volver a
sus estudios y a Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que
de la apacibilidad de su vivienda han gustado, pidió a sus amos licencia para
volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte que con lo
que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidiose dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento y salió de
Málaga, que esta era la patria de sus señores. Y al bajar de la cuesta de la Zambra[667],

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camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de
camino[668], con dos criados también a caballo. Juntose con él y supo cómo llevaba su
mismo viaje. Hicieron camarada[669], departieron de diversas cosas y a pocos lances
dio Tomás muestras de su raro ingenio y el caballero las dio de su bizarría y
cortesano trato y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad y que su alférez
estaba haciendo la compañía[670] en tierra de Salamanca.
Alabó la vida de la soldadesca; pintole muy al vivo la belleza de la ciudad de
Nápoles, las holguras[671] de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de
Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujole dulce y puntualmente
el aconcha, patrón; pasa acá, Manigoldo; venga la macarela, li polastri e li
macarroni[672]. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado y de la
libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los
asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos[673], de la ruina de las
minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del
peso de la soldadesca y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo
y tan bien dichas, que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la
voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena
presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si
quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si fuese necesario, su
bandera, porque su alférez la había de dejar presto.
Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite[674], haciendo consigo en un
instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas
tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos y que
en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años que, añadidos a los pocos que
él tenía, no serían tantos que impidiesen volver a sus estudios. Y como si todo
hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse
con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de
bandera ni poner en lista de soldado[675], por no obligarse a seguir su bandera y,
aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los
socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las
veces que se la pidiese.
—Eso sería —dijo Tomás— ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán
y, así, más quiero ir suelto que obligado.
—Conciencia tan escrupulosa —dijo don Diego—, más es de religioso que de
soldado; pero, comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se
pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer y que comenzaba a marchar
la vuelta de[676] Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le
venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de

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algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores[677], la industria y cuenta de los
pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas[678], las insolencias de
los bisoños[679], las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más de los
necesarios y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y
mal le parecía.
Habíase vestido Tomás de papagayo[680], renunciando los hábitos de estudiante, y
púsose a lo de Dios es Cristo[681], como se suele decir. Los muchos libros que tenía
los redujo a unas Horas de Nuestra Señora[682] y un Garcilaso sin comento[683], que
en las dos faldriqueras[684] llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a
Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia y cada día se topan
cosas nuevas y gustosas.
Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles y allí notó también Tomás
Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo
maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los
ratones y fatigan las maretas[685]. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas,
especialmente en el golfo de León[686], que tuvieron dos; que la una los echó en
Córcega y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con
ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova y, desembarcándose en su
recogido mandrache[687], después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con
todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas
pasadas con el presente gaudeamus[688].
Allí conocieron la suavidad del Treviano[689], el valor del Montefrascón, la fuerza
del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las
Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la
Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y,
habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de
hacer parecer allí, sin usar de tropelía[690], ni como pintados en mapa, sino real y
verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos y a la imperial más que Real Ciudad,
recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la
Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más
vinos nombró el huésped y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo
Baco[691].
Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas y la
gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad,
que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro.
Otro día[692] se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte;
pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a
Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán
y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen
llevado a Flandes, según se decía.

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Despidiose Tomás del capitán de allí a dos días y en cinco llegó a Florencia,
habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha y en la que,
mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles.
Contentole Florencia en extremo, así por su agradable asiento como por su limpieza,
suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días y luego se
partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró
sus reliquias y admiró su grandeza y, así como por las uñas del león se viene en
conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus
despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas
termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río,
que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de
cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que
se están mirando unas a otras, que con solo el nombre cobran autoridad sobre todas
las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste
jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el
Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la
grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los
Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y
naciones. Todo lo miró y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de
las siete iglesias[693] y confesádose con un penitenciario y besado el pie a Su
Santidad, lleno de agnusdeis[694] y cuentas[695], determinó irse a Nápoles y, por ser
tiempo de mutación[696], malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de
Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la
admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles,
ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de
todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia y vio a Palermo y después a Micina[697]; de Palermo le
pareció bien el asiento y belleza y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la
abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia.
Volviose a Nápoles y a Roma y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo
templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de
mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de
cera[698] y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las innumerables
mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su
divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con
muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que
con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo
aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que
vieron y no entendieron todos los cielos y todos los ángeles y todos los moradores de
las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en Ancona[699], fue a Venecia, ciudad que, a no haber

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nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran
Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en
alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las
calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de
América, espanto del mundo nuevo. Pareciole que su riqueza era infinita, su gobierno
prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres y,
finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas
las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina
de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles
que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso[700] los regalos y pasatiempos que halló nuestro
curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo
estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de
Vulcano[701], ojeriza del reino de Francia[702]; ciudad, en fin, de quien se dice que
puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su
maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se
fue a Aste y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido de su amigo el capitán y en su compañía y camarada pasó
a Flandes y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto
en Italia. Vio a Gante y a Bruselas y vio que todo el país se disponía a tomar las
armas, para salir en campaña el verano siguiente.
Y habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto,
determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios y como lo pensó lo
puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del
despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía
y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas[703].
En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos y, con la
comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado
en leyes.
Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y
manejo. Acudieron luego a la añagaza[704] y reclamo todos los pájaros del lugar, sin
quedar vademécum[705] que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía
que había estado en Italia y en Flandes y, por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya
visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él, sin echar de ver en ello, si no era
por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le
descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero, como él atendía más a sus libros
que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora; la cual,
viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida y que por medios ordinarios y
comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros
modos, a su parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus
deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás

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unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la
voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras
suficientes a forzar el libre albedrío y así, las que dan estas bebidas o comidas
amatorias se llaman veneficios[706]; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar
veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas
ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de
pie y de mano como si tuviera alferecía[707] y sin volver en sí estuvo muchas horas, al
cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que
un membrillo que había comido le había muerto y declaró quién se le había dado. La
justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el
mal suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele
decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque le
hicieron los remedios posibles, solo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de
lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre
las locuras hasta entonces se había visto. Imaginose el desdichado que era todo hecho
de vidrio y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces
pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen,
porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres:
que todo era de vidrio de pies a cabeza.
Para sacarle desta extraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y
rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo
no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el
suelo dando mil gritos y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en
cuatro horas y cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez
no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen,
porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no
de carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con
más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía y, así, le preguntaron
muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima
agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más letrados de la universidad y
a los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía
tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan
grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su
cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase y así, le dieron una
ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con
una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera y el orden que
tuvo para que le diesen de comer, sin que a él llegasen, fue poner en la punta de una

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vara una vasera de orinal[708], en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las que la
sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en
río y esto con las manos; cuando andaba por las calles iba por la mitad dellas,
mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los
veranos dormía en el campo al cielo abierto y los inviernos se metía en algún mesón
y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquella era la más propia y
más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba
como un azogado[709] y se salía al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado
la tempestad. Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero, viendo que su
desgracia pasaba adelante, determinaron de condecender con lo que él les pedía, que
era le dejasen andar libre y, así, le dejaron y él salió por la ciudad, causando
admiración y lástima a todos los que le conocían. Cercáronle luego los muchachos;
pero él con la vara los detenía y les rogaba le hablasen apartados, porque no se
quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los
muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos
y voces, le comenzaron a tirar trapos y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él
decía. Pero él daba tantas voces y hacía tales extremos que movía a los hombres a que
riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen.
Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo:
—¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches,
atrevidos como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho[710] de Roma, para
que me tiréis tantos tiestos y tejas?
Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos y los muchachos
tomaron y tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando, pues, una vez por la ropería[711] de Salamanca, le dijo una ropera:
—En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero, ¿qué haré,
que no puedo llorar?
Él se volvió a ella y muy mesurado le dijo:
—Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros[712].
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho y díjole:
—Hermano licenciado Vidriera (que así decía él que se llamaba), más tenéis de
bellaco que de loco.
—No se me da un ardite —respondió él—, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana[713] y venta común, vio que estaban a la puerta
della muchas de sus moradoras y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que
estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntole uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy
triste porque su mujer se le había ido con otro.
A lo cual respondió:
—Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su
enemigo.

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—Luego, ¿no irá a buscarla? —dijo el otro.
—¡Ni por pienso! —replicó Vidriera—, porque sería el hallarla hallar un perpetuo
y verdadero testigo de su deshonra.
—Ya que eso sea así —dijo el mismo—, ¿qué haré yo para tener paz con mi
mujer?
Respondiole:
—Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no
sufras que ella te mande a ti.
Díjole un muchacho:
—Señor licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar[714] de mi padre porque me
azota muchas veces.
Y respondiole:
—Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos honran y los del
verdugo afrentan.
Estando a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que
siempre blasonan de cristianos viejos y detrás dél venía uno que no estaba en tan
buena opinión como el primero y el Licenciado dio grandes voces al labrador,
diciendo:
—Esperad, Domingo, a que pase el Sábado.
De los maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con
ángeles y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran
las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se extendió por toda Castilla
y, llegando a noticia de un príncipe, o señor que estaba en la corte, quiso enviar por él
y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo enviase
y, topándole el caballero un día, le dijo:
—Sepa el señor licenciado Vidriera que un gran personaje de la corte le quiere
ver y envía por él.
A lo cual respondió:
—Vuesa merced me excuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio,
porque tengo vergüenza y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le envió a la corte, y para traerle usaron con él desta
invención: pusiéronle en unas árguenas[715] de paja, como aquellas donde llevan el
vidrio, igualando los tercios[716] con piedras y entre paja puestos algunos vidrios,
porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid,
entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por él, de
quien fue muy bien recebido, diciéndole:
—Sea muy bien venido el señor licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino?
¿Cómo va de salud?
A lo cual respondió:

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—Ningún camino hay malo, como se acabe, si no es el que va a la horca. De
salud estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro[717].
Otro día, habiendo visto en muchas alcándaras[718] muchos neblíes y azores y
otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de
grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre el
provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa y
más cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura y dejole salir por la ciudad, debajo del amparo y
guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de los
cuales y de toda la corte fue conocido en seis días y a cada paso, en cada calle y en
cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían; entre las cuales le
preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para todo.
A lo cual respondió:
—Hasta ahora no he sido tan necio ni tan venturoso.
—No entiendo eso de necio y venturoso —dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
—No he sido tan necio que diese en poeta malo ni tan venturoso que haya
merecido serlo bueno.
Preguntole otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió
que a la ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por
qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan
pocos los buenos que casi no hacían número y, así, como si no hubiese poetas, no los
estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía porque encerraba
en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna y pule y
saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de deleite y
de maravilla.
Añadió más:
—Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de
aquellos versos de Ovidio que dicen:

Cum ducum fuerant olim Regnumque poeta:


premiaque antiqui magna tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat venerabile nomen
vatibus; et large sape dabantur opes[719].

»Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón
intérpretes de los dioses y dellos dice Ovidio:

Est Deus in nobis, agitante calescimus illo[720].

»Y también dice:

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At sacri vates, et Divum cura vocamus[721].

»Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros[722],
¿qué se ha de decir, sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
—¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un
soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes
escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no
vale nada, tiene un no sé qué de bonito»! Y en esto tuerce los labios, pone en arco las
cejas y se rasca la faldriquera y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos,
donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar y al fin le dice con tono
melifluo y alfeñicado[723]. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de
ignorantes, no se le alaban, dice: «O vuesas mercedes no han entendido el soneto o yo
no le he sabido decir y, así, será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le
presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece». Y vuelve
como primero a recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos
censurar los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y
modernos a los mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de
algunos ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía;
que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones,
muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar
del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende
y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de
doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales[724]?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte,
eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si
se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran
las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de
oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil,
los labios de coral y la garganta de cristal transparente y que lo que lloraban eran
líquidas perlas y, más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que
fuese, al momento producía jazmines y rosas y que su aliento era de puro ámbar,
almizcle y algalia[725] y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha
riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo
bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San Francisco[726] unas figuras pintadas de mala mano y
dijo que los buenos pintores imitaban la naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
Arrimose un día con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un
librero y díjole:
—Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Preguntole el librero se la dijese. Respondiole:

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—Los melindres[727] que hacen cuando compran un privilegio[728] de un libro y
de la burla que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y
quinientos, imprimen tres mil libros y, cuando el autor piensa que se venden los
suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados y, diciendo el
pregón: «Al primero, por ladrón», dio grandes voces a los que estaban delante dél,
diciéndoles:
—¡Apartaos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros!
Y cuando el pregonero llegó a decir: «Al trasero…», dijo:
—Aquel debe de ser el fiador[729] de los muchachos.
Un muchacho le dijo:
—Hermano Vidriera, mañana sacan a azotar a una alcagüeta[730].
Respondiole:
—Si dijeras que sacaban a azotar a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar
un coche[731].
Hallose allí uno destos que llevan sillas de manos y díjole:
—De nosotros, Licenciado, ¿no tenéis qué decir?
—No —respondió Vidriera—, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados
que un confesor; mas es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos
secretos y vosotros para publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando
contino y díjole:
—De nosotros, señor Redoma[732], poco o nada hay que decir, porque somos
gente de bien y necesaria en la república.
A lo cual respondió Vidriera:
—La honra del amo descubre la del criado. Según esto, mira a quién sirves y
verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la
tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler
tal que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género
humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta[733] de rufianes, su punta de
cacos[734] y su es no es de truhanes. Si sus amos, que así llaman ellos a los que llevan
en sus mulas, son boquimuelles[735], hacen más suertes en ellos que las que echaron
en esta ciudad los años pasados[736]: si son extranjeros, los roban; si estudiantes, los
maldicen y si religiosos, los reniegan y si soldados, los tiemblan. Estos y los
marineros y carreteros y arrieros tienen un modo de vivir extraordinario y solo para
ellos: el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que
poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del
tiempo y la otra mitad reniega y en decir: «Háganse a zaga[737]» se les pasa otra parte
y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos
pésetes[738] que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe

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otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la
borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su
arca y su rancho y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente
que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas[739]; son tan
diligentes y presurosos que, a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su
música es la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines[740], levantarse a dar sus
piensos y sus misas, no oír ninguna.
Cuando esto decía, estaba a la puerta de un boticario y, volviéndose al dueño, le
dijo:
—Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus
candiles.
—¿En qué modo soy enemigo de mis candiles? —preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
—Esto digo porque, en faltando cualquiera aceite, la suple la del candil que está
más a mano y aún tiene otra cosa este oficio bastante a quitar el crédito al más
acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió que había boticario que, por no decir que
faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía
otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así, y con esto, la
medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la bien ordenada.
Preguntole entonces uno que qué sentía de los médicos, y respondió esto:
—Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo
enim est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltavit
caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit
medicinam, et vir prudens non aborrebit illam[741]. Esto dice —dijo— el Eclesiástico
de la medicina y de los buenos médicos y de los malos se podría decir todo al revés,
porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos puede torcer o
dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el
mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de
necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero quitarnos la vida, sin quedar
sujetos al temor del castigo, ninguno. Solo los médicos nos pueden matar y nos matan
sin temor y a pie quedo[742], sin desenvainar otra espada que la de un récipe[743]. Y no
hay descubrirse sus delitos, porque al momento los meten debajo de la tierra.
Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne y no de vidrio como agora soy, que
a un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro y el
primero, de allí a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el segundo
y preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él había dejado y que si le
había receptado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que allí tenía
una recepta[744] de purga que el día siguiente había de tomar el enfermo. Dijo que se
la mostrase y vio que al fin della estaba escrito: Sumat diluculo[745]; y dijo: «Todo lo
que lleva esta purga me contenta, si no es este diluculo, porque es húmido

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demasiadamente».
Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin
hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los
muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntole uno qué haría para no tener
envidia a nadie. Respondiole:
—Duerme, que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión que había dos
años que la pretendía. Y díjole:
—Parte a caballo y a la mira de quien la lleva y acompáñale hasta salir de la
ciudad y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión[746] que iba
de camino a una causa criminal y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles;
preguntó quién era y, como se lo dijeron, dijo:
—Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes[747] en la cinta y
rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo
haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una sentencia tan
exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntele
que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia.
Respondiome que pensaba otorgar la apelación y que con esto dejaba campo abierto a
los señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella
su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor
fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le
tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo,
estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó Señor licenciado y,
sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título de
bachiller, le dijo:
—Guardaos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la
redención de cautivos, que os le llevarán por mostrenco[748].
A lo cual dijo el amigo:
—Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y
de profundas letras.
Respondiole Vidriera:
—Ya yo sé que sois un Tántalo[749] en ellas, porque se os van por altas y no las
alcanzáis de profundas.
Estando una vez arrimado a la tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre
mano y díjole:
—Sin duda, señor maeso[750], que estáis en camino de salvación.
—¿En qué lo veis? —preguntó el sastre.
—¿En qué lo veo? —respondió Vidriera—. Véolo en que, pues no tenéis qué
hacer, no tendréis ocasión de mentir.

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Y añadió:
—Desdichado del sastre que no miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que
casi en todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo,
habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo;
porque si al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de
ser, por ser de galanes calzar justo y que en trayéndolos dos horas vendrían más
anchos que alpargates y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor
de la gota.
Un muchacho agudo que escribía en un oficio de provincia[751] le apretaba mucho
con preguntas y demandas y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque
sobre todo discantaba[752] y a todo respondía. Este le dijo una vez:
—Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado
ahorcar.
A lo cual respondió:
—Él hizo bien a darse priesa a morir antes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco estaba un corro de ginoveses y, pasando por allí, uno
dellos le llamó, diciéndole:
—Lléguese acá el señor Vidriera y cuéntenos un cuento.
Él respondió:
—No quiero, porque no me le paséis a Génova.
Topó una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero
muy llena de dijes, de galas y de perlas y díjole a la madre:
—Muy bien habéis hecho en empedralla, porque se pueda pasear.
De los pasteleros dijo que había muchos años que jugaban a la dobladilla[753], sin
que les llevasen a la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de a
cuatro de a ocho y el de a ocho de a medio real, por solo su albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba con
indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos
volvían la devoción en risa y que les acontecía envasar en un costal todas o las más
figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber en los
bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía
no les ponía perpetuo silencio en sus retablos o los desterraba del reino.
Acertó a pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un
príncipe y, en viéndole, dijo:
—Yo me acuerdo haber visto a este salir al teatro enharinado el rostro y vestido
un zamarro del revés y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe de
hijodalgo[754].
—Débelo de ser —respondió uno—, porque hay muchos comediantes que son
muy bien nacidos y hijosdalgo.
—Así será verdad —replicó Vidriera—, pero lo que menos ha menester la farsa

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es personas bien nacidas; galanes sí, gentileshombres y de expeditas lenguas.
También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable
trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y
de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros porque en el gusto ajeno
consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues por
momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El
trabajo de los autores[755] es increíble y su cuidado, extraordinario, y han de ganar
mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados que les sea forzoso hacer
pleito de acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las
florestas, las alamedas y las vistas de recreación y como lo son las cosas que
honestamente recrean[756].
Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una
comedianta, en sola una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una
ninfa, a una diosa, a una fregona, a una pastora y muchas veces caía la suerte en que
serviese en ella a un paje y a un lacayo: que todas estas y más figuras suele hacer una
farsanta.
Preguntole uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió que
Nemo; porque Nemo novit Patrem, Nemo sine crimine vivit, Nemo sua sorte
contentus, Nemo ascendit in coelum[757].
De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o arte que cuando la
habían menester no la sabían y que tocaban algo en presuntuosos, pues querían
reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles, los movimientos y
pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía
particular enemistad y, riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era
portugués, este dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:
—¡Por istas barbas que teño[758] no rostro…!
A lo cual acudió Vidriera:
—¡Ollay, home, nâo digáis teño, sino tiño!
Otro traía las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a
quien dijo Vidriera que tenía las barbas de muladar overo[759]. A otro, que traía las
barbas por mitad blancas y negras, por haberse descuidado y los cañones[760]
crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba
aparejado a que le dijesen que mentía por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir a la
voluntad de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la noche
antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como dicen las viejas, sino a la
redomilla del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó
de nieve y la levantó de pez. Llegose la hora de darse las manos y la doncella conoció
por la pinta y por la tinta la figura y dijo a sus padres que le diesen el mismo esposo
que ellos le habían mostrado, que no quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía
delante era el mismo que le habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no

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era y trujo testigos cómo el que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de
canas y que, pues el presente no las tenía, no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a
esto, corriose[761] el teñido y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabechados[762]: decía
maravillas de su permafoy[763], de las mortajas de sus tocas, de sus muchos
melindres, de sus escrúpulos y de su extraordinaria miseria. Amohinábanle sus
flaquezas de estómago, su váguidos de cabeza, su modo de hablar, con más repulgos
que sus tocas y, finalmente, su inutilidad y sus vainillas[764].
Uno le dijo:
—¿Qué es esto, señor licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y
jamás lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
A lo cual respondió:
—Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo,
las más veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores y el
la, la, la de los que cantan son los escribanos; porque, así como no se puede pasar a
otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática y como el músico primero
murmura que canta, así, los maldicientes, por donde comienzan a mostrar la
malignidad de sus lenguas es por decir mal de los escribanos y alguaciles y de los
otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el cual andaría la
verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada y, así, dice el
Eclesiástico: In manu Dei potestas hominis est, et super faciem scribe imponet
honorem[765]. Es el escribano persona pública y el oficio del juez no se puede
ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres y no esclavos ni
hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza nacidos. Juran de
secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni amistad ni enemistad,
provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia.
Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de pensar que de más
de veinte mil escribanos que hay en España se lleve el diablo la cosecha, como si
fuesen cepas de su majuelo[766]? No lo quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea;
porque, finalmente, digo que es la gente más necesaria que había en las repúblicas
bien ordenadas y que si llevaban demasiados derechos, también hacían demasiados
tuertos y que destos dos extremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el
virote[767].
De los alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo
su oficio o prenderte o sacarte la hacienda de casa o tenerte en la suya en guarda y
comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los procuradores y
solicitadores, comparándolos a los médicos, los cuales, que sane o no sane el
enfermo, ellos llevan su propina y los procuradores y solicitadores, lo mismo, salgan
o no salgan con el pleito que ayudan.
Preguntole uno cuál era la mejor tierra. Respondió que la temprana y agradecida.

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Replicó el otro:
—No pregunto eso, sino que cuál es mejor lugar: ¿Valladolid o Madrid?
Y respondió:
—De Madrid, los extremos; de Valladolid, los medios.
—No lo entiendo —repitió el que se lo preguntaba.
Y dijo:
—De Madrid, cielo y suelo; de Valladolid, los entresuelos.
Oyó Vidriera que dijo un hombre a otro que, así como había entrado en
Valladolid, había caído su mujer muy enferma porque la había probado la tierra[768].
A lo cual dijo Vidriera:
—Mejor fuera que se la hubiera comido, si acaso es celosa.
De los músicos y de los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las
suertes limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a caballo y los
otros con alcanzar a ser músicos del rey. De las damas que llaman cortesanas decía
que todas, o las más, tenían más de corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un
niño y a velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran
campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa en el cuello y no se la osaba sacudir por no
quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntole uno que cómo sentía aquella
avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser
murmuradora y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a
desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba, dijo uno de sus
oyentes:
—De ético[769] no se puede mover el padre.
Enojose Vidriera y dijo:
—Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: Nolite tangere christos
meos[770].
Y, subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello y verían que de muchos
santos que de pocos años a esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en el
número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el
secretario don Tal de don Tales, ni el conde, marqués o duque de tal parte, sino fray
Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las religiones
son los aranjueces del cielo[771], cuyos frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de
Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas del águila: que
roen y menoscaban todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los
gariteros[772] y tahúres[773] decía milagros: decía que los gariteros eran públicos
prevaricadores porque, en sacando el barato[774] del que iba haciendo suertes,
deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él

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cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que estaba toda una
noche jugando y perdiendo y con ser de condición colérico y endemoniado, a trueco
de que su contrario no se alzase, no descosía la boca y sufría lo que un mártir de
Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados gariteros que ni por
imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos[775]
y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de malsines[776], sacaban al cabo del mes
más barato que los que consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y llevar,
y pinta en la del punto[777].
En resolución, él decía tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que daba
cuando le tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su
comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el
verano y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras
señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del
mundo.
Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden
de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos
entendiesen y en cierta manera hablasen y en curar locos, tomó a su cargo de curar a
Vidriera, movido de caridad y le curó y sanó y volvió a su primer juicio,
entendimiento y discurso. Y, así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo
volver a la corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de
loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así y, llamándose el licenciado Rueda y no Rodaja, volvió a la corte,
donde, apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le
vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita[778] ni hacer
preguntas; pero seguíanle y decían unos a otros:
—¿Este no es el loco Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien
puede ser loco bien vestido como mal vestido; preguntémosle algo y salgamos desta
confusión.
Todo esto oía el licenciado y callaba y iba más confuso y más corrido que cuando
estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres y, antes que el licenciado
llegase al patio de los Consejos[779], llevaba tras de sí más de docientas personas de
todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al
patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta
turba a la redonda, alzó la voz y dijo:
—Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía. Soy ahora el
licenciado Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permisión del
cielo me quitaron el juicio y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas
que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo.
Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé
segundo en licencias[780], de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio

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el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la corte para abogar y ganar la
vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar[781] y granjear la muerte. Por amor
de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco,
que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas,
preguntádmelo ahora en mi casa y veréis que el que os respondía bien, según dicen,
de improviso, os responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volviose a su posada con poco menos
acompañamiento que había llevado.
Salió otro día y fue lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho
y no ganaba cosa y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la corte y volverse
a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de
las de su ingenio. Y, poniéndolo en efeto, dijo al salir de la corte:
—¡Oh corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes y acortas
las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes
desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por
las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el
capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.

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NOVELA DE LA FUERZA DE LA SANGRE
Una noche de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río en Toledo un
anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años y
una criada. La noche era clara; la hora, las once; el camino, solo y el paso, tardo, por
no pagar con cansancio la pensión[782] que traen consigo las holguras que en el río o
en la vega se toman en Toledo. Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien
inclinada gente de aquella ciudad, venía el buen hidalgo con su honrada familia, lejos
de pensar en desastre que sucederles pudiese. Pero, como las más de las desdichas
que vienen no se piensan[783], contra todo su pensamiento, les sucedió una que les
turbó la holgura y les dio que llorar muchos años.
Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la
sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le
hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban
renombre de atrevido. Este caballero, pues (que por ahora, por buenos respetos,
encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos
suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que
el hidalgo subía.
Encontráronse los dos escuadrones: el de las ovejas con el de los lobos y, con
deshonesta desenvoltura, Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los
de la madre y de la hija y de la criada. Alborotose el viejo y reprocholes y afeoles su
atrevimiento. Ellos le respondieron con muecas y burla y, sin desmandarse a más,
pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que
era el de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal
manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él
un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en
un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas y en otro instante se
resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo: que siempre los ricos que
dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus
malos gustos. Y así, el nacer el mal propósito, el comunicarle y el aprobarle y el
determinarse de robar a Leocadia y el robarla, casi todo fue en un punto.
Pusiéronse los pañizuelos en los rostros y, desenvainadas las espadas, volvieron y
a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a Dios, que de
las manos de aquellos atrevidos les había librado. Arremetió Rodolfo con Leocadia y,
cogiéndola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse y el
sobresalto le quitó la voz para quejarse y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin
sentido, ni vio quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dio voces su padre, gritó su
madre, lloró su hermanico, arañose la criada, pero ni las voces fueron oídas ni los
gritos escuchados ni movió a compasión el llanto ni los araños[784] fueron de
provecho alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la

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noche y las crueles entrañas de los malhechores.
Finalmente, alegres se fueron los unos y tristes se quedaron los otros. Rodolfo
llegó a su casa sin impedimento alguno y los padres de Leocadia llegaron a la suya
lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la
lumbre de los suyos; solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía;
confusos, sin saber si sería bien dar noticia de su desgracia a la justicia, temerosos no
fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra. Veíanse necesitados de
favor, como hidalgos pobres. No sabían de quién quejarse, sino de su corta ventura.
Rodolfo, en tanto, sagaz y astuto, tenía ya en su casa y en su aposento a Leocadia; a
la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la había cubierto los
ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba ni la casa ni el
aposento donde estaba; en el cual, sin ser visto de nadie, a causa que él tenía un
cuarto aparte en la casa de su padre, que aún vivía, y tenía de su estancia la llave y las
de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos),
antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo: que
los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en
comodidades[785] y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del
entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia y, como los pecados de la
sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra[786] del término del
cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia y
le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba. Y,
yéndolo a poner en obra, sintió que volvía en sí, diciendo:
—¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es esta, qué tinieblas me rodean?
¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me
toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme,
querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me
escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase
para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo y que este lugar
donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra, pues
es mejor la deshonra que se ignora que la honra que está puesta en opinión de las
gentes. Ya me acuerdo (¡que nunca yo me acordara!) que ha poco que venía en la
compañía de mis padres; ya me acuerdo que me saltearon, ya me imagino y veo que
no es bien que me vean las gentes. ¡Oh tú, cualquiera que seas, que aquí estás comigo
—y en esto tenía asido de las manos a Rodolfo—, si es que tu alma admite género de
ruego alguno, te ruego que, ya que has triunfado de mi fama, triunfes también de mi
vida! ¡Quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra!
¡Mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme se templará
con la piedad que usarás en matarme y así, en un mismo punto, vendrás a ser cruel y
piadoso!
Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo y, como mozo poco
experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a

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Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la
que con ella estaba. Pero, como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le
había hecho, viniendo con sus padres, caía en la verdad del cuento de su desgracia. Y
con este pensamiento tornó a añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros
habían interrumpido, diciendo:
—Atrevido mancebo, que de poca edad hacen tus hechos que te juzgue, yo te
perdono la ofensa que me has hecho con solo que me prometas y jures que, como la
has cubierto con esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio sin decirla a nadie.
Poca recompensa te pido de tan grande agravio, pero para mí será la mayor que yo
sabré pedirte ni tú querrás darme. Advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni
quiero vértele porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi
ofensor ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño. Entre mí y el cielo
pasarán mis quejas, sin querer que las oiga el mundo, el cual no juzga por los sucesos
las cosas, sino conforme a él se le asienta en la estimación. No sé cómo te digo estas
verdades, que se suelen fundar en la experiencia de muchos casos y en el discurso de
muchos años, no llegando los míos a diez y siete; por do me doy a entender que el
dolor de una misma manera ata y desata la lengua del afligido: unas veces
exagerando su mal, para que se le crean, otras veces no diciéndole, porque no se le
remedien. De cualquiera manera, que yo calle o hable, creo que he de moverte a que
me creas o que me remedies, pues el no creerme será ignorancia y el remediarme[787],
imposible de tener algún alivio. No quiero desesperarme[788] porque te costará poco
el dármele y es este: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la
justa saña que contra ti tengo, ni quieras amontonar los agravios: mientras menos me
gozares y, habiéndome ya gozado, menos se encenderán tus malos deseos. Haz cuenta
que me ofendiste por accidente, sin dar lugar a ningún buen discurso; yo la haré de
que no nací en el mundo o que si nací, fue para ser desdichada. Ponme luego en la
calle o a lo menos junto a la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme a
mi casa; pero también has de jurar de no seguirme ni saberla ni preguntarme el
nombre de mis padres ni el mío ni de mis parientes, que, a ser tan ricos como nobles,
no fueran en mí tan desdichados. Respóndeme a esto y si temes que te pueda conocer
en la habla, hágote saber que, fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con
hombre alguno en mi vida y a pocos he oído hablar con tanta comunicación que
pueda distinguirles por el sonido de la habla.
La respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no
fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y
en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con más fuerzas de las que su tierna
edad prometían, se defendió con los pies, con las manos, con los dientes y con la
lengua, diciéndole:
—Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quienquiera que seas, que los
despojos que de mí has llevado son los que podiste tomar de un tronco o de una
coluna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y

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menosprecio. Pero el que ahora pretendes no le has de alcanzar sino con mi muerte.
Desmayada me pisaste y aniquilaste; mas, ahora que tengo bríos, antes podrás
matarme que vencerme: que si ahora, despierta, sin resistencia concediese con tu
abominable gusto, podrías imaginar que mi desmayo fue fingido cuando te atreviste a
destruirme.
Finalmente, tan gallarda y porfiadamente se resistió Leocadia, que las fuerzas y
los deseos de Rodolfo se enflaquecieron y, como la insolencia que con Leocadia
había usado no tuvo otro principio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el
verdadero amor, que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa, queda, si no el
arrepentimiento, a lo menos una tibia voluntad de segundalle. Frío, pues, y cansado
Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó a Leocadia en su cama y en su casa y,
cerrando el aposento, se fue a buscar a sus camaradas para aconsejarse con ellos de lo
que hacer debía.
Sintió Leocadia que quedaba sola y encerrada y, levantándose del lecho, anduvo
todo el aposento, tentando las paredes con las manos, por ver si hallaba puerta por do
irse o ventana por do arrojarse. Halló la puerta, pero bien cerrada, y topó una ventana
que pudo abrir, por donde entró el resplandor de la luna, tan claro que pudo distinguir
Leocadia las colores de unos damascos que el aposento adornaban. Vio que era
dorada la cama y tan ricamente compuesta que más parecía lecho de príncipe que de
algún particular caballero. Contó las sillas y los escritorios; notó la parte donde la
puerta estaba y, aunque vio pendientes de las paredes algunas tablas[789], no pudo
alcanzar a ver las pinturas que contenían. La ventana era grande, guarnecida y
guardada de una gruesa reja; la vista caía a un jardín que también se cerraba con
paredes altas; dificultades que se opusieron a la intención que de arrojarse a la calle
tenía. Todo lo que vio y notó de la capacidad y ricos adornos de aquella estancia le
dio a entender que el dueño della debía de ser hombre principal y rico y no
comoquiera, sino aventajadamente. En un escritorio, que estaba junto a la ventana,
vio un crucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la
ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo. Hecho
esto, cerró la ventana como antes estaba y volviose al lecho, esperando qué fin
tendría el mal principio de su suceso.
No habría pasado, a su parecer, media hora, cuando sintió abrir la puerta del
aposento y que a ella se llegó una persona y, sin hablarle palabra, con un pañuelo le
vendó los ojos y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia y sintió que volvía a
cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque había ido a buscar a sus
camaradas, no quiso hallarlas, pareciéndole que no le estaba bien hacer testigos de lo
que con aquella doncella había pasado; antes, se resolvió en decirles que, arrepentido
del mal hecho y movido de sus lágrimas, la había dejado en la mitad del camino. Con
este acuerdo volvió tan presto a poner a Leocadia junto a la iglesia mayor[790], como
ella se lo había pedido, antes que amaneciese y el día le estorbase de echalla, y le
forzase a tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo

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ni él quería volver a usar de sus fuerzas ni dar ocasión a ser conocido. Llevola, pues,
hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento y allí, en voz trocada y en lengua medio
portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podía irse a su casa, porque de nadie
sería seguida y, antes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se había
puesto en parte donde no pudiese ser visto.
Quedó sola Leocadia, quitose la venda, reconoció el lugar donde la dejaron. Miró
a todas partes, no vio a persona, pero, sospechosa que desde lejos la siguiesen, a cada
paso se detenía, dándolos hacia su casa, que no muy lejos de allí estaba. Y, por
desmentir las espías, si acaso la seguían, se entró en una casa que halló abierta y de
allí a poco se fue a la suya, donde halló a sus padres atónitos y sin desnudarse y aun
sin tener pensamiento de tomar descanso alguno. Cuando la vieron, corrieron a ella
con brazos abiertos y con lágrimas en los ojos la recibieron. Leocadia, llena de
sobresalto y alboroto, hizo a sus padres que se tirasen[791] con ella aparte, como lo
hicieron, y allí, en breves palabras, les dio cuenta de todo su desastrado suceso, con
todas la circunstancias dél y de la ninguna noticia que traía del salteador y robador de
su honra. Díjoles lo que había visto en el teatro donde se representó la tragedia de su
desventura: la ventana, el jardín, la reja, los escritorios, la cama, los damascos y a lo
último les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las
lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos
castigos. Dijo ansimismo que, aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su
ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella
imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las
parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del
religioso que ellos señalasen y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la
casa y aun la persona de su enemigo.
A esto replicó el padre:
—Bien habías dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera a tu discreto
discurso, pues está claro que esta imagen hoy, en este día, se ha de echar menos en el
aposento que dices y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él
estuvo se la llevó y, de llegar a su noticia que la tiene algún religioso, antes ha de
servir de conocer quién se la dio al tal que la tiene que no de declarar el dueño que la
perdió, porque puede hacer que venga por ella otro a quien el dueño haya dado las
señas. Y, siendo esto ansí, antes quedaremos confusos que informados; puesto que
podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso por tercera
persona. Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella, que, pues ella
fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia[792]. Y
advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de
infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar
deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado y la verdadera
honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios y, pues tú
ni en dicho ni en pensamiento ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo

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por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo.
Con estas prudentes razones consoló su padre a Leocadia y, abrazándola de nuevo
su madre, procuró también consolarla. Ella gimió y lloró de nuevo y se redujo a
cubrir la cabeza, como dicen, y a vivir recogidamente debajo del amparo de sus
padres, con vestido tan honesto como pobre.
Rodolfo, en tanto, vuelto a su casa, echando menos la imagen del crucifijo,
imaginó quién podía haberla llevado; pero no se le dio nada y, como rico, no hizo
cuenta dello ni sus padres se la pidieron cuando de allí a tres días, que él se partió a
Italia, entregó por cuenta a una camarera de su madre todo lo que en el aposento
dejaba.
Muchos días había que tenía Rodolfo determinado de pasar a Italia y su padre,
que había estado en ella, se lo persuadía, diciéndole que no eran caballeros los que
solamente lo eran en su patria, que era menester serlo también en las ajenas. Por estas
y otras razones, se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual
le dio crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles y él, con
dos de sus camaradas, se partió luego, goloso de lo que había oído decir a algunos
soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, de la libertad que en los
alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel Eco li buoni polastri, picioni,
presuto e salcicie[793], con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se
acuerdan cuando de aquellas partes vienen a estas y pasan por la estrecheza e
incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fue con tan poca
memoria de lo que con Leocadia le había sucedido, como si nunca hubiera pasado.
Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento
posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de
leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta
allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida porque se sintió
preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos
y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la
discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo y llegose el punto del parto
y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la
madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con
el mismo recato y secreto que había nacido, le llevaron a una aldea, donde se crió
cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino, le trujo su abuela a su casa,
donde se criaba, si no muy rica, a lo menos muy virtuosamente.
Era el niño (a quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo) de rostro
hermoso, de condición mansa, de ingenio agudo y, en todas las acciones que en
aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado
y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que
vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando
iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones: unos bendecían su
hermosura, otros la madre que lo había parido, estos el padre que le engendró,

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aquellos a quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocían y
no conocían, llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y
romance[794] y escribir formada y muy buena letra; porque la intención de sus abuelos
era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico, como si la sabiduría y la
virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdición los ladrones ni la que
llaman Fortuna.
Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo[795] de su abuela a una
parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros[796].
Púsose a mirar y, por mejorarse de puesto, pasó de una parte a otra, a tiempo que no
pudo huir de ser atropellado de un caballo, a cuyo dueño no fue posible detenerle en
la furia de su carrera. Pasó por encima dél y dejole como muerto, tendido en el suelo,
derramando mucha sangre de la cabeza. Apenas esto hubo sucedido, cuando un
caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su
caballo y fue donde estaba el niño y, quitándole de los brazos de uno que ya le tenía,
le puso en los suyos y, sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era
mucha, a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen
a buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron, lastimados
de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era
Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando a su abuelo. Esta voz corrió de boca
en boca hasta que llegó a los oídos de sus abuelos y de su encubierta madre, los
cuales, certificados bien del caso, como desatinados y locos, salieron a buscar a su
querido y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le había llevado,
muchos de los que encontraron les dijeron su casa, a la cual llegaron a tiempo que ya
estaba el niño en poder del cirujano.
El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron a los que pensaron ser sus
padres que no llorasen ni alzasen la voz a quejarse, porque no le sería al niño de
ningún provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo
tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio había
temido. En la mitad de la cura volvió Luis a su acuerdo[797], que hasta allí había
estado sin él y alegrose en ver a sus tíos, los cuales le preguntaron llorando que cómo
se sentía. Respondió que bueno, sino que le dolía mucho el cuerpo y la cabeza.
Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar. Hízose ansí y
su abuelo comenzó a agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino
había usado. A lo cual respondió el caballero que no tenía qué agradecelle, porque le
hacía saber que, cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el
rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente y que esto le movió a tomarle en
sus brazos y traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el
regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo
mismo y hizo aún más encarecidas promesas.
Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos, pero la madre quedó más
admirada; porque, habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algún tanto su

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alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba y claramente,
por muchas señales, conoció que aquella era la estancia donde se había dado fin a su
honra y principio a su desventura y, aunque no estaba adornada de los damascos[798]
que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al
jardín y, por estar cerrada a causa del herido, preguntó si aquella ventana respondía a
algún jardín y fuele respondido que sí; pero lo que más conoció fue que aquella era la
misma cama que tenía por tumba de su sepultura y más que el propio escritorio, sobre
el cual estaba la imagen que había traído, se estaba en el mismo lugar. Finalmente,
sacaron a luz la verdad de todas sus sospechas los escalones, que ella había contado
cuando la sacaron del aposento tapados los ojos (digo los escalones que había desde
allí a la calle, que con advertencia discreta contó). Y, cuando volvió a su casa,
dejando a su hijo, los volvió a contar y halló cabal el número. Y, confiriendo[799] unas
señales con otras, de todo punto certificó por verdadera su imaginación, de la cual dio
por extenso cuenta a su madre que, como discreta, se informó si el caballero donde su
nieto estaba había tenido o tenía algún hijo. Y halló que el que llamamos Rodolfo lo
era y que estaba en Italia y, tanteando el tiempo que le dijeron que había faltado de
España, vio que eran los mismos siete años que el nieto tenía.
Dio aviso de todo esto a su marido y entre los dos y su hija acordaron de esperar
lo que Dios hacía del herido, el cual dentro de quince días estuvo fuera de peligro y a
los treinta se levantó; en todo el cual tiempo fue visitado de la madre y de la abuela y
regalado de los dueños de la casa como si fuera su mismo hijo. Y algunas veces,
hablando con Leocadia doña Estefanía, que así se llamaba la mujer del caballero, le
decía que aquel niño parecía tanto a un hijo suyo que estaba en Italia que ninguna vez
le miraba que no le pareciese ver a su hijo delante. Destas razones tomó ocasión de
decirle una vez, que se halló sola con ella, las que con acuerdo de sus padres había
determinado de decille, que fueron estas o otras semejantes:
—El día, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba tan
malparado, creyeron y pensaron que se les había cerrado el cielo y caído todo el
mundo a cuestas. Imaginaron que ya les faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de
su vejez, faltándoles este sobrino, a quien ellos quieren con amor de tal manera que
con muchas ventajas excede al que suelen tener otros padres a sus hijos. Mas, como
decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la medicina, la halló el niño en esta casa
y yo en ella el acuerdo de unas memorias que no las podré olvidar mientras la vida
me durare. Yo, señora, soy noble porque mis padres lo son y lo han sido todos mis
antepasados que, con una medianía de los bienes de fortuna, han sustentado su honra
felizmente dondequiera que han vivido.
Admirada y suspensa estaba doña Estefanía, escuchando las razones de Leocadia
y no podía creer, aunque lo veía, que tanta discreción pudiese encerrarse en tan pocos
años, puesto que, a su parecer, la juzgaba por de veinte, poco más a menos. Y, sin
decirle ni replicarle palabra, esperó todas las que quiso decirle, que fueron aquellas
que bastaron para contarle la travesura de su hijo, la deshonra suya, el robo, el

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cubrirle los ojos, el traerla a aquel aposento, las señales en que había conocido ser
aquel mismo que sospechaba. Para cuya confirmación sacó del pecho la imagen del
crucifijo que había llevado, a quien dijo:
—Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la
enmienda que se me debe hacer. De encima de aquel escritorio te llevé con propósito
de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte venganza dél, que no la pretendo,
sino para rogarte me dieses algún consuelo con que llevar en paciencia mi desgracia.
»Este niño, señora, con quien habéis mostrado el extremo de vuestra caridad, es
vuestro verdadero nieto. Permisión fue del cielo el haberle atropellado, para que,
trayéndole a vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el
remedio que mejor convenga y cuando no con mi desventura, a lo menos el medio
con que pueda sobrellevalla.
Diciendo esto, abrazada con el crucifijo, cayó desmayada en los brazos de
Estefanía, la cual, en fin, como mujer y noble, en quien la compasión y misericordia
suele ser tan natural como la crueldad en el hombre, apenas vio el desmayo de
Leocadia, cuando juntó su rostro con el suyo, derramando sobre él tantas lágrimas
que no fue menester esparcirle otra agua encima para que Leocadia en sí volviese.
Estando las dos desta manera, acertó a entrar el caballero marido de Estefanía,
que traía a Luisico de la mano y, viendo el llanto de Estefanía y el desmayo de
Leocadia, preguntó a gran priesa le dijesen la causa de do procedía. El niño abrazaba
a su madre por su prima y a su abuela por su bienhechora y asimismo preguntaba por
qué lloraban.
—Grandes cosas, señor, hay que deciros —respondió Estefanía a su marido—,
cuyo remate se acabará con deciros que hagáis cuenta que esta desmayada es hija
vuestra y este niño vuestro nieto. Esta verdad que os digo me ha dicho esta niña y la
ha confirmado y confirma el rostro deste niño, en el cual entrambos habemos visto el
de nuestro hijo.
—Si más no os declaráis, señora, yo no os entiendo —replicó el caballero.
En esto volvió en sí Leocadia y, abrazada del crucifijo, parecía estar convertida en
un mar de llanto. Todo lo cual tenía puesto en gran confusión al caballero, de la cual
salió contándole su mujer todo aquello que Leocadia le había contado y él lo creyó,
por divina permisión del cielo, como si con muchos y verdaderos testigos se lo
hubieran probado. Consoló y abrazó a Leocadia, besó a su nieto y aquel mismo día
despacharon un correo a Nápoles, avisando a su hijo se viniese luego, porque le
tenían concertado casamiento con una mujer hermosa sobremanera y tal cual para él
convenía. No consintieron que Leocadia ni su hijo volviesen más a la casa de sus
padres, los cuales, contentísimos del buen suceso[800] de su hija, daban sin cesar
infinitas gracias a Dios por ello.
Llegó el correo a Nápoles y Rodolfo, con la golosina de gozar tan hermosa mujer
como su padre le significaba, de allí a dos días que recibió la carta, ofreciéndosele
ocasión de cuatro galeras que estaban a punto de venir a España, se embarcó en ellas

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con sus dos camaradas, que aún no le habían dejado, y con próspero suceso en doce
días llegó a Barcelona y de allí, por la posta[801], en otros siete se puso en Toledo y
entró en casa de su padre, tan galán y tan bizarro, que los extremos de la gala y de la
bizarría estaban en él todos juntos.
Alegráronse sus padres con la salud y bienvenida de su hijo. Suspendiose
Leocadia, que de parte escondida le miraba, por no salir de la traza y orden que doña
Estefanía le había dado. Las camaradas de Rodolfo quisieran irse a sus casas luego,
pero no lo consintió Estefanía por haberlos menester para su designio. Estaba cerca la
noche cuando Rodolfo llegó y, en tanto que se aderezaba la cena, Estefanía llamó
aparte las camaradas de su hijo, creyendo, sin duda alguna, que ellos debían de ser los
dos de los tres que Leocadia había dicho que iban con Rodolfo la noche que la
robaron y con grandes ruegos les pidió le dijesen si se acordaban que su hijo había
robado a una mujer tal noche, tanto años había; porque el saber la verdad desto
importaba la honra y el sosiego de todos sus parientes. Y con tales y tantos
encarecimientos se lo supo rogar y de tal manera les asegurar que de descubrir este
robo no les podía suceder daño alguno, que ellos tuvieron por bien de confesar ser
verdad que una noche de verano, yendo ellos dos y otro amigo con Rodolfo, robaron
en la misma que ella señalaba a una muchacha y que Rodolfo se había venido con
ella, mientras ellos detenían a la gente de su familia, que con voces la querían
defender y que otro día les había dicho Rodolfo que la había llevado a su casa y solo
esto era lo que podían responder a lo que les preguntaban.
La confesión destos dos fue echar la llave a todas las dudas que en tal caso le
podían ofrecer y, así, determinó de llevar al cabo su buen pensamiento, que fue este:
poco antes que se sentasen a cenar, se entró en un aposento a solas su madre con
Rodolfo y, poniéndole un retrato en las manos, le dijo:
—Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte a tu esposa: este
es su verdadero retrato, pero quiérote advertir que lo que le falta de belleza le sobra
de virtud; es noble y discreta y medianamente rica y, pues tu padre y yo te la hemos
escogido, asegúrate que es la que te conviene.
Atentamente miró Rodolfo el retrato y dijo:
—Si los pintores, que ordinariamente suelen ser pródigos de la hermosura con los
rostros que retratan, lo han sido también con este, sin duda creo que el original debe
de ser la misma fealdad. A la fe, señora y madre mía, justo es y bueno que los hijos
obedezcan a sus padres en cuanto les mandaren; pero también es conveniente y mejor
que los padres den a sus hijos el estado de que más gustaren. Y, pues el del
matrimonio es nudo que no le desata sino la muerte, bien será que sus lazos sean
iguales y de unos mismos hilos fabricados. La virtud, la nobleza, la discreción y los
bienes de la fortuna bien pueden alegrar el entendimiento de aquel a quien le
cupieron en suerte con su esposa, pero que la fealdad della alegre los ojos del esposo,
paréceme imposible. Mozo soy, pero bien se me entiende que se compadece[802] con
el sacramento del matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan y que,

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si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intención. Pues pensar que un
rostro feo, que se ha de tener a todas horas delante de los ojos, en la sala, en la mesa y
en la cama, pueda deleitar, otra vez digo que lo tengo por casi imposible. Por vida de
vuesa merced, madre mía, que me dé compañera que me entretenga y no enfade,
porque, sin torcer a una o a otra parte, igualmente y por camino derecho llevemos
ambos a dos el yugo donde el cielo nos pusiere. Si esta señora es noble, discreta y
rica, como vuesa merced dice, no le faltará esposo que sea de diferente humor que el
mío: unos hay que buscan nobleza, otros discreción, otros dineros y otros hermosura
y yo soy destos últimos. Porque la nobleza, gracias al cielo y a mis pasados y a mis
padres, que me la dejaron por herencia; discreción, como una mujer no sea necia,
tonta o boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las
riquezas, también las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir a ser pobre.
La hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y
buenas costumbres, que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto y daré
buena vejez a mis padres.
Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por
ellas que iba saliendo bien con su designio. Respondiole que ella procuraría casarle
conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los
conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo
y, por ser llegada la hora de cenar, se fueron a la mesa. Y, habiéndose ya sentado a
ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al
descuido:
—¡Pecadora de mí, y qué bien que trato a mi huéspeda! Andad vos —dijo a un
criado—, decid a la señora doña Leocadia que, sin entrar en cuentas con su mucha
honestidad, nos venga a honrar esta mesa, que los que a ella están todos son mis hijos
y sus servidores.
Todo esto era traza suya y de todo lo que había de hacer estaba avisada y
advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de sí la improvisa[803] y más
hermosa muestra que pudo dar jamás compuesta y natural hermosura.
Venía vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de
botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes. Sus mismos cabellos, que eran
luengos y no demasiadamente rubios, le servían de adorno y tocas, cuya invención de
lazos y rizos y vislumbres[804] de diamantes que con ellas se entretejían, turbaban la
luz de los ojos que los miraban. Era Leocadia de gentil disposición y brío; traía de la
mano a su hijo y delante della venían dos doncellas, alumbrándola con dos velas de
cera en dos candeleros de plata.
Levantáronse todos a hacerla reverencia, como si fuera a alguna cosa del cielo
que allí milagrosamente se había aparecido. Ninguno de los que allí estaban
embebecidos[805] mirándola parece que, de atónitos, no acertaron a decirle palabra.
Leocadia, con airosa gracia y discreta crianza, se humilló a todos y, tomándola de la
mano Estefanía la sentó junto a sí, frontero[806] de Rodolfo. Al niño sentaron junto a

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su abuelo.
Rodolfo, que desde más cerca miraba la incomparable belleza de Leocadia, decía
entre sí: «Si la mitad desta hermosura tuviera la que mi madre me tiene escogida por
esposa, tuviérame yo por el más dichoso hombre del mundo. ¡Válame Dios! ¿Qué es
esto que veo? ¿Es por ventura algún ángel humano el que estoy mirando?». Y en esto,
se le iba entrando por los ojos a tomar posesión de su alma la hermosa imagen de
Leocadia, la cual, en tanto que la cena venía, viendo también tan cerca de sí al que ya
quería más que a la luz de los ojos, con que alguna vez a hurto le miraba, comenzó a
revolver en su imaginación lo que con Rodolfo había pasado. Comenzaron a
enflaquecerse en su alma las esperanzas que de ser su esposo su madre le había dado,
temiendo que a la cortedad de su ventura habían de corresponder las promesas de su
madre. Consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa o sin dicha para siempre. Y fue
la consideración tan intensa y los pensamientos tan revueltos, que le apretaron el
corazón de manera que comenzó a sudar y a perderse de color en un punto,
sobreviniéndole un desmayo que le forzó a reclinar la cabeza en los brazos de doña
Estefanía, que, como ansí la vio, con turbación la recibió en ellos.
Sobresaltáronse todos y, dejando la mesa, acudieron a remediarla. Pero el que dio
más muestras de sentirlo fue Rodolfo, pues por llegar presto a ella tropezó y cayó dos
veces. Ni por desabrocharla ni echarla agua en el rostro volvía en sí; antes, el
levantado pecho y el pulso, que no se le hallaban, iban dando precisas señales de su
muerte y las criadas y criados de casa, como menos considerados, dieron voces y la
publicaron por muerta. Estas amargas nuevas llegaron a los oídos de los padres de
Leocadia, que para más gustosa ocasión los tenía doña Estefanía escondidos. Los
cuales, con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el
orden de Estefanía, salieron a la sala.
Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse
de sus pecados, para absolverla dellos y donde pensó hallar un desmayado halló dos,
porque ya estaba Rodolfo, puesto el rostro sobre el pecho de Leocadia. Diole su
madre lugar que a ella llegase, como a cosa que había de ser suya, pero, cuando vio
que también estaba sin sentido, estuvo a pique de perder el suyo y le perdiera si no
viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido de que le hubiesen visto hacer
tan extremados extremos.
Pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentía, le dijo:
—No te corras, hijo, de los extremos que has hecho, sino córrete de los que no
hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más encubierto, puesto que pensaba
dejarlo hasta más alegre coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta
desmayada que en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera porque
yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa.
Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo y quitándole
el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le
podían poner, se abalanzó al rostro de Leocadia y, juntando su boca con la della,

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estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero,
cuando más las lágrimas de todos por lástima crecían y por dolor las voces se
aumentaban y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados
venían a menos y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia y
con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se
había ausentado.
Hallose Leocadia entre los brazos de Rodolfo y quisiera con honesta fuerza
desasirse dellos; pero él le dijo:
—No, señora, no ha de ser ansí. No es bien que puñéis[807] por apartaros de los
brazos de aquel que os tiene en el alma.
A esta razón acabó de todo en todo[808] de cobrar Leocadia sus sentidos y acabó
doña Estefanía de no llevar más adelante su determinación primera, diciendo al cura
que luego luego desposase a su hijo con Leocadia. Él lo hizo ansí, que por haber
sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las
diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el
matrimonio, no hubo dificultad que impidiese el desposorio. El cual hecho, déjese a
otra pluma y a otro ingenio más delicado que el mío el contar la alegría universal de
todos los que en él se hallaron: los abrazos que los padres de Leocadia dieron a
Rodolfo, las gracias que dieron al cielo y a sus padres, los ofrecimientos de las partes,
la admiración de las camaradas de Rodolfo, que tan impensadamente vieron la misma
noche de su llegada tan hermoso desposorio y más cuando supieron, por contarlo
delante de todos doña Estefanía, que Leocadia era la doncella que en su compañía su
hijo había robado, de que no menos suspenso quedó Rodolfo. Y, por certificarse más
de aquella verdad, preguntó a Leocadia le dijese alguna señal por donde viniese en
conocimiento entero de lo que no dudaba, por parecerles que sus padres lo tendrían
bien averiguado. Ella respondió:
—Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé, señor, en vuestros
brazos sin honra, pero yo lo doy por bien empleado, pues, al volver del que ahora he
tenido, ansimismo me hallé en los brazos de entonces, pero honrada. Y si esta señal
no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo,
si es que por la mañana le echastes menos y si es el mismo que tiene mi señora.
—Vos lo sois de mi alma y lo seréis los años que Dios ordenare, bien mío.
Y, abrazándola de nuevo, de nuevo volvieron las bendiciones y parabienes que les
dieron.
Vino la cena y vinieron músicos que para esto estaban prevenidos. Viose Rodolfo
a sí mismo en el espejo del rostro de su hijo; lloraron sus cuatro abuelos de gusto; no
quedó rincón en toda la casa que no fuese visitado del júbilo, del contento y de la
alegría. Y, aunque la noche volaba con sus ligeras y negras alas, le parecía a Rodolfo
que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse a
solas con su querida esposa.
Llegose, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a

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acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la
verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre
descendencia que en Toledo dejaron y agora viven, estos dos venturosos desposados,
que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos,
permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo
el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico.

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NOVELA DEL CELOSO EXTREMEÑO
No ha muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo, nacido de
padres nobles, el cual, como un otro Pródigo, por diversas partes de España, Italia y
Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda y, al fin de muchas
peregrinaciones, muertos ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a la
gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de consumir lo
poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros y aún no con muchos
amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se
acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de
España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los
jugadores (a quien llaman ciertos[809] los peritos en el arte), añagaza general de
mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.
En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme[810],
acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de
esparto[811] y, embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota
y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba, el cual
en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras
del gran padre de las aguas, el mar Océano. Iba nuestro pasajero pensativo,
revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su
peregrinación había pasado y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida había
tenido y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme resolución de
mudar manera de vida y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese
servido de darle y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres.
La flota estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de
Carrizales, que este es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a
soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos que no dejó a nadie en sus
asientos y, así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones y dejarse llevar de
solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin
recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena[812]. Y, por concluir
con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando
pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años y en veinte que en ellas estuvo,
ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil
pesos ensayados[813].
Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de
volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú,
donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata y
registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar;
llegó a Sevilla, tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras;
buscó sus amigos: hallolos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había

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tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte. Y si cuando iba a Indias,
pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos, sin dejarle sosegar
un punto en mitad de las ondas del mar, no menos ahora en el sosiego de la tierra le
combatían, aunque por diferente causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora
no podía sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a
tenerla ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados
acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna
mediana cantidad y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.
Contemplaba[814] Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos
años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a
causa que tenerlas en ser[815] era cosa infrutuosa y tenerlas en casa, cebo para los
codiciosos y despertador para los ladrones.
Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías y
parecíale que, conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida y
quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los
años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al
mundo más de lo que debía. Por otra parte, consideraba que la estrecheza de su patria
era mucha y la gente muy pobre y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de
todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino y
más cuando no hay otro en el lugar a quien acudir con sus miserias. Quisiera tener a
quien dejar sus bienes después de sus días y con este deseo tomaba el pulso a su
fortaleza y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio y, en viniéndole
este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y
deshacía como hace a la niebla el viento; porque de su natural condición era el más
celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con solo la imaginación de serlo
le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las
imaginaciones y esto con tanta eficacia y vehemencia que de todo en todo[816]
propuso de no casarse.
Y, estando resuelto en esto y no lo estando en lo que había de hacer de su vida,
quiso su suerte que, pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una
ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan
agradable rostro y tan hermosa que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo
Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era
el nombre de la hermosa doncella. Y luego, sin más detenerse, comenzó a hacer un
gran montón de discursos y, hablando consigo mismo, decía:
—Esta muchacha es hermosa y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe
de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarme he
con ella; encerrarela y harela a mis mañas y con esto no tendrá otra condición que
aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener
hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el
cielo me dio para todos y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda,

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sino gusto: que el gusto alarga la vida y los disgustos entre los casados la acortan.
Alto, pues: echada está la suerte y esta es la que el cielo quiere que yo tenga.
Y así hecho este soliloquio, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló
con los padres de Leonora y supo como, aunque pobres, eran nobles y, dándoles
cuenta de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por
mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía y que él
también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho.
Despidiéronse, informáronse las partes y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron y,
finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotado primero en
veinte mil ducados[817]: tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual
apenas dio el sí de esposo cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos y
comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados que jamás había
tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa fue no querer que sastre
alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle y,
así, anduvo mirando cuál otra mujer tendría, poco más a menos, el talle y cuerpo de
Leonora y halló una pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa y, probándosela su
esposa, halló que le venía bien y por aquella medida hizo los demás vestidos, que
fueron tantos y tan ricos que los padres de la desposada se tuvieron por más que
dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La
niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había
puesto no pasaban de una saya de raja[818] y una ropilla de tafetán[819].
La segunda señal que dio Filipo fue no querer juntarse con su esposa hasta tenerla
puesta casa aparte, la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados,
en un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos
naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo y lo
mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman
casapuerta[820], hizo una caballeriza para una mula y encima della un pajar y
apartamiento[821] donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo
y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera que el que entraba en la
casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa; hizo torno
que de la casapuerta respondía al patio.
Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados
y doseles ricos mostraba ser de un gran señor. Compró, asimismo, cuatro esclavas
blancas, y herrolas[822] en el rostro y otras dos negras bozales[823]. Concertose con un
despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en
casa ni entrase en ella sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que trujese.
Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo[824], situada en diversas y buenas partes,
otra puso en el banco y quedose con alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo,
asimismo, llave maestra para toda la casa y encerró en ella todo lo que suele
comprarse en junto[825] y en sus sazones, para la provisión de todo el año y,

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teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus suegros y pidió a su
mujer, que se la entregaron no con pocas lágrimas porque les pareció que la llevaban
a la sepultura.
La tierna Leonora aún no sabía lo que la había acontecido y así, llorando con sus
padres, les pidió su bendición y, despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas y
criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa y, en entrando en ella, les
hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles la guarda de Leonora y que por
ninguna vía ni en ningún modo dejasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro,
aunque fuese al negro eunuco. Y a quien más encargó la guarda y regalo de Leonora
fue a una dueña[826] de mucha prudencia y gravedad, que recibió como para aya de
Leonora y para que fuese superintendente de todo lo que en la casa se hiciese y para
que mandase a las esclavas y a otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que
para que se entretuviese con las de sus mismos años asimismo había recebido.
Prometioles que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen su
encerramiento y que los días de fiesta, todos, sin faltar ninguno, irían a oír misa; pero
tan de mañana que apenas tuviese la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y
esclavas de hacer todo aquello que les mandaba, sin pesadumbre, con prompta
voluntad y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó la cabeza y
dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su esposo y señor, a quien estaba
siempre obediente.
Hecha esta prevención y recogido el buen extremeño en su casa, comenzó a gozar
como pudo los frutos del matrimonio, los cuales a Leonora, como no tenía
experiencia de otros ni eran gustosos ni desabridos y, así, pasaba el tiempo con su
dueña, doncellas y esclavas y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas y pocos
días se pasaban sin hacer mil cosas a quien la miel y el azúcar hacen sabrosas.
Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habían menester y no menos
sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tenía
entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su encerramiento.
Leonora andaba a lo igual con sus criadas y se entretenía en lo mismo que ellas y
aun dio con su simplicidad en hacer muñecas y en otras niñerías, que mostraban la
llaneza de su condición y la terneza de sus años; todo lo cual era de grandísima
satisfación para el celoso marido, pareciéndole que había acertado a escoger la vida
mejor que se la supo imaginar y que por ninguna vía la industria ni la malicia humana
podía perturbar su sosiego. Y así, solo se desvelaba en traer regalos a su esposa y en
acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que de todos sería
servida. Los días que iba a misa, que, como está dicho, era entre dos luces, venían sus
padres y en la iglesia hablaban a su hija, delante de su marido, el cual les daba tantas
dádivas que, aunque tenían lástima a su hija por la estrecheza en que vivía, la
templaban con las muchas dádivas que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Levantábase de mañana y aguardaba a que el despensero viniese, a quien de la
noche antes, por una cédula que ponían en el torno, le avisaban lo que había de traer

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otro día y, en viniendo el despensero, salía de casa Carrizales, las más veces a pie,
dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en medio y entre las dos
quedaba el negro. Íbase a sus negocios, que eran pocos y con brevedad daba la vuelta
y, encerrándose, se entretenía en regalar a su esposa y acariciar a sus criadas, que
todas le querían bien, por ser de condición llana y agradable y, sobre todo, por
mostrarse tan liberal con todas. Desta manera pasaron un año de noviciado y hicieron
profesión en aquella vida, determinándose de llevarla hasta el fin de las suyas y así
fuera, si el sagaz perturbador[827] del género humano no lo estorbara, como ahora
oiréis.
Dígame ahora el que se tuviere por más discreto y recatado qué más prevenciones
para su seguridad podía haber hecho el anciano Felipo, pues aun no consintió que
dentro de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones della jamás los
persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro: todos eran del género femenino. De
día pensaba, de noche no dormía; él era la ronda y centinela de su casa y el Argos[828]
de lo que bien quería. Jamás entró hombre de la puerta adentro del patio. Con sus
amigos negociaba en la calle. Las figuras de los paños que sus salas y cuadras
adornaban, todas eran hembras, flores y boscajes. Toda su casa olía a honestidad,
recogimiento y recato: aun hasta en las consejas que en las largas noches del invierno
en la chimenea sus criadas contaban, por estar él presente, en ninguna ningún género
de lascivia se descubría. La plata de las canas del viejo, a los ojos de Leonora,
parecían cabellos de oro puro, porque el amor primero que las doncellas tienen se les
imprime en el alma como el sello en la cera. Su demasiada guarda le parecía
advertido recato: pensaba y creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién
casadas. No se desmandaban sus pensamientos a salir de las paredes de su casa ni su
voluntad deseaba otra cosa más de aquella que la de su marido quería; solo los días
que iba a misa veía las calles y esto era tan de mañana que, si no era al volver de la
iglesia, no había luz para mirallas.
No se vio monasterio tan cerrado ni monjas más recogidas ni manzanas de
oro [829] tan guardadas y, con todo esto, no pudo en ninguna manera prevenir ni
excusar de caer en lo que recelaba; a lo menos, en pensar que había caído.
Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana, a quien comúnmente
suelen llamar gente de barrio. Estos son los hijos de vecino de cada colación y de los
más ricos della: gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera de
vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que decir;
pero por buenos respetos se deja.
Uno destos galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo soltero, que a
los recién casados llaman mantones), asestó a mirar la casa del recatado Carrizales y,
viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivía dentro y con tanto ahínco
y curiosidad hizo la diligencia, que de todo en todo vino a saber lo que deseaba. Supo
la condición del viejo, la hermosura de su esposa y el modo que tenía en guardarla;
todo lo cual le encendió el deseo de ver si sería posible expunar, por fuerza o por

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industria, fortaleza tan guardada. Y, comunicándolo con dos virotes y un mantón, sus
amigos, acordaron que se pusiese por obra[830]; que nunca para tales obras faltan
consejeros y ayudadores.
Dificultaban el modo que se tendría para intentar tan dificultosa hazaña y,
habiendo entrado en bureo[831] muchas veces, convinieron en esto: que, fingiendo
Loaysa, que así se llamaba el virote, que iba fuera de la ciudad por algunos días, se
quitase de los ojos de sus amigos, como lo hizo y, hecho esto, se puso unos calzones
de lienzo limpio y camisa limpia; pero encima se puso unos vestidos tan rotos y
remendados que ningún pobre en toda la ciudad los traía tan astrosos. Quitose un
poco de barba que tenía, cubriose un ojo con un parche, vendose una pierna
estrechamente y, arrimándose a dos muletas, se convirtió en un pobre tullido: tal que
el más verdadero estropeado no se le igualaba.
Con este talle se ponía cada noche a la oración a la puerta de la casa de
Carrizales, que ya estaba cerrada, quedando el negro, que Luis se llamaba, cerrado
entre las dos puertas. Puesto allí Loaysa, sacaba una guitarrilla algo grasienta y falta
de algunas cuerdas y, como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos sones
alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto, se daba priesa a
cantar romances de moros y moras, a la loquesca, con tanta gracia que cuantos
pasaban por la calle se ponían a escucharle y siempre, en tanto que cantaba, estaba
rodeado de muchachos y Luis, el negro, poniendo los oídos por entre las puertas,
estaba colgado de la música del virote y diera un brazo por poder abrir la puerta y
escucharle más a su placer: tal es la inclinación que los negros tienen a ser músicos.
Y, cuando Loaysa quería que los que le escuchaban le dejasen, dejaba de cantar y
recogía su guitarra y, acogiéndose a sus muletas, se iba.
Cuatro o cinco veces había dado música al negro (que por solo él la daba),
pareciéndole que, por donde se había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había
y debía ser por el negro y no le salió vano su pensamiento porque, llegándose una
noche, como solía, a la puerta, comenzó a templar su guitarra y sintió que el negro
estaba ya atento y, llegándose al quicio de la puerta, con voz baja, dijo:
—¿Será posible, Luis, darme un poco de agua, que perezco de sed y no puedo
cantar?
—No —dijo el negro—, porque no tengo la llave desta puerta ni hay agujero por
donde pueda dárosla.
—Pues, ¿quién tiene la llave? —preguntó Loaysa.
—Mi amo —respondió el negro—, que es el más celoso hombre del mundo. Y si
él supiese que yo estoy ahora aquí hablando con nadie, no sería más mi vida. Pero,
¿quién sois vos que me pedís el agua?
—Yo —respondió Loaysa— soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi
vida pidiendo por Dios a la buena gente y, juntamente con esto, enseño a tañer a
algunos morenos y a otra gente pobre y ya tengo tres negros, esclavos de tres
veinticuatros[832], a quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en

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cualquier baile y en cualquier taberna y me lo han pagado muy rebién.
—Harto mejor os lo pagara yo —dijo Luis— a tener lugar de tomar lición; pero
no es posible, a causa que mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la
calle y cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
—¡Por Dios!, Luis —replicó Loaysa, que ya sabía el nombre del negro—, que si
vos diésedes traza a que yo entrase algunas noches a daros lición, en menos de quince
días os sacaría tan diestro en la guitarra que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en
cualquiera esquina; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar y
más, que he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad y, a lo que siento y puedo
juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debéis de cantar muy bien.
—No canto mal —respondió el negro—; pero, ¿qué aprovecha?, pues no sé
tonada alguna, si no es la de La Estrella de Venus y la de Por un verde prado y
aquella que ahora se usa que dice:

A los hierros de una reja


la turbada mano asida[833]…

—Todas esas son aire —dijo Loaysa— para las que yo os podría enseñar, porque
sé todas las del moro Abindarráez, con las de su dama Jarifa[834] y todas las que se
cantan de la historia del gran sofí Tomunibeyo[835], con las de la zarabanda a lo
divino, que son tales que hacen pasmar a los mismos portugueses y esto enseño con
tales modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender, apenas
habréis comido tres o cuatro moyos[836] de sal, cuando ya os veáis músico corriente y
moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro y dijo:
—¿Qué aprovecha todo eso, si no sé cómo meteros en casa?
—Buen remedio —dijo Loaysa—: procurad vos tomar las llaves a vuestro amo y
yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas
las guardas en la cera que, por la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero
amigo mío haga las llaves y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que
al Preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz
como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra, que quiero que sepáis, hermano
Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando no se acompaña con
el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano, de órganos o de arpa; pero el que
más a vuestra voz le conviene es el instrumento de la guitarra, por ser el más
mañero[837] y menos costoso de los instrumentos.
—Bien me parece eso —replicó el negro—; pero no puede ser, pues jamás entran
las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano de día y de noche duermen
debajo de su almohada.
—Pues haced otra cosa, Luis —dijo Loaysa—, si es que tenéis gana de ser
músico consumado, que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.

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—¡Y cómo si tengo gana! —replicó Luis—. Y tanta, que ninguna cosa dejaré de
hacer, como sea posible salir con ella, a trueco de salir con ser músico.
—Pues ansí es —dijo el virote—, yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos
lugar quitando alguna tierra del quicio; digo que os daré unas tenazas y un martillo,
con que podáis de noche quitar los clavos de la cerradura de loba[838] con mucha
facilidad y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche de ver
que ha sido desclavada y, estando yo dentro, encerrado con vos en vuestro pajar o
adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo de hacer que vos veáis aún más de lo
que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra
suficiencia. Y de lo que hubiéremos de comer no tengáis cuidado, que yo llevaré
matalotaje para entrambos y para más de ocho días, que discípulos tengo yo y amigos
que no me dejarán mal pasar.
—De la comida —replicó el negro— no habrá de qué temer, que, con la ración
que me da mi amo y con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para
otros dos. Venga ese martillo y tenazas que decís, que yo haré por junto a este quicio
lugar por donde quepa y le volveré a cubrir y tapar con barro; que, puesto que dé
algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan lejos desta puerta, que será
milagro o gran desgracia nuestra, si los oye.
—Pues, a la mano de Dios —dijo Loaysa—: que de aquí a dos días tendréis, Luis,
todo lo necesario para poner en ejecución nuestro virtuoso propósito y advertid en no
comer cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho, sino mucho daño a la voz.
—Ninguna cosa me enronquece tanto —respondió el negro— como el vino, pero
no me lo quitaré yo por todas cuantas voces tiene el suelo.
—No digo tal —dijo Loaysa— ni Dios tal permita. Bebed, hijo Luis, bebed y
buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida jamás fue causa de daño
alguno.
—Con medida lo bebo —replicó el negro—: aquí tengo un jarro que cabe una
azumbre justa y cabal; este me llenan las esclavas, sin que mi amo lo sepa y el
despensero, a solapo[839], me trae una botilla, que también cabe justas dos azumbres,
con que se suplen las faltas del jarro.
—Digo —dijo Loaysa— que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca
garganta ni gruñe ni canta.
—Andad con Dios —dijo el negro—; pero mirad que no dejéis de venir a cantar
aquí las noches que tardáredes en traer lo que habéis de hacer para entrar acá dentro,
que ya me comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
—Y ¡cómo si vendré! —replicó Loaysa—. Y aun con tonadicas nuevas.
—Eso pido —dijo Luis— y ahora no me dejéis de cantar algo, porque me vaya a
acostar con gusto y, en lo de la paga, entienda el señor pobre que le he de pagar mejor
que un rico.
—No reparo en eso —dijo Loaysa— que, según yo os enseñaré, así me pagaréis y
por ahora escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.

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—Sea en buen hora —respondió el negro.
Y, acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al
negro tan contento y satisfecho que ya no veía la hora de abrir la puerta.
Apenas se quitó Loaysa de la puerta, cuando, con más ligereza que el traer de sus
muletas prometía, se fue a dar cuenta a sus consejeros de su buen comienzo, adivino
del buen fin que por él esperaba. Hallolos y contó lo que con el negro dejaba
concertado y otro día hallaron los instrumentos, tales que rompían cualquier clavo
como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver a dar música al negro ni menos tuvo descuido
el negro en hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese,
cubriéndolo de manera que, a no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se
podía caer en el agujero.
La segunda noche le dio los instrumentos Loaysa y Luis probó sus fuerzas y, casi
sin poner alguna, se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en las
manos: abrió la puerta y recogió dentro a su Orfeo y maestro y, cuando le vio con sus
dos muletas y tan andrajoso y tan fajada su pierna, quedó admirado. No llevaba
Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario y, así como entró, abrazó a su buen
discípulo y le besó en el rostro y luego le puso una gran bota de vino en las manos y
una caja de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien
proveídas. Y, dejando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a hacer
cabriolas, de lo cual se admiró más el negro, a quien Loaysa dijo:
—Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad,
sino de industria, con la cual gano de comer pidiendo por amor de Dios y
ayudándome della y de mi música paso la mejor vida del mundo, en el cual todos
aquellos que no fueren industriosos y tracistas[840] morirán de hambre y esto lo veréis
en el discurso de nuestra amistad.
—Ello dirá —respondió el negro—; pero demos orden de volver esta chapa a su
lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
—En buen hora —dijo Loaysa.
Y, sacando clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de suerte que estaba tan
bien como de antes, de lo cual quedó contentísimo el negro y, subiéndose Loaysa al
aposento que en el pajar tenía el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal[841] de cera y, sin más aguardar, sacó su guitarra
Loaysa y, tocándola baja y suavemente, suspendió al pobre negro de manera que
estaba fuera de sí escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación y
diola a su discípulo y, aunque con dulce, bebió con tan buen talante de la bota, que le
dejó más fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase lición
Luis y, como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino sobre los sesos, no acertaba
traste y, con todo eso, le hizo creer Loaysa que ya sabía por lo menos dos tonadas y
era lo bueno que el negro se lo creía y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer
con la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.

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Durmieron lo poco que de la noche les quedaba y, a obra de las seis de la mañana,
bajó Carrizales y abrió la puerta de en medio y también la de la calle y estuvo
esperando al despensero, el cual vino de allí a un poco y, dando por el torno la
comida se volvió a ir y llamó al negro que bajase a tomar cebada para la mula y su
ración y, en tomándola, se fue el viejo Carrizales, dejando cerradas ambas puertas, sin
echar de ver lo que en la de la calle se había hecho, de que no poco se alegraron
maestro y discípulo.
Apenas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra y comenzó a
tocar de tal manera que todas las criadas le oyeron y por el torno le preguntaron:
—¿Qué es esto, Luis? ¿De cuándo acá tienes tú guitarra o quién te la ha dado?
—¿Quién me la ha dado? —respondió Luis—. El mejor músico que hay en el
mundo y el que me ha de enseñar en menos de seis días más de seis mil sones.
—Y ¿dónde está ese músico? —preguntó la dueña.
—No está muy lejos de aquí —respondió el negro— y si no fuera por vergüenza
y por el temor que tengo a mi señor, quizá os le enseñara luego y a fe que os
holgásedes de verle.
—Y ¿adónde puede él estar que nosotras le podamos ver —replicó la dueña—, si
en esta casa jamás entró otro hombre que nuestro dueño?
—Ahora bien —dijo el negro—, no os quiero decir nada hasta que veáis lo que yo
sé y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
—Por cierto —dijo la dueña— que, si no es algún demonio el que te ha de
enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
—Andad —dijo el negro—, que lo oiréis y lo veréis algún día.
—No puede ser eso —dijo otra doncella— porque no tenemos ventanas a la calle
para poder ver ni oír a nadie.
—Bien está —dijo el negro—, que para todo hay remedio si no es para excusar la
muerte y más si vosotras sabéis o queréis callar.
—¡Y cómo que callaremos, hermano Luis! —dijo una de las esclavas—.
Callaremos más que si fuésemos mudas porque te prometo, amigo, que me muero por
oír una buena voz, que después que aquí nos emparedaron ni aun el canto de los
pájaros habemos oído.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento,
pareciéndole que todas se encaminaban a la consecución de su gusto y que la buena
suerte había tomado la mano en guiarlas a la medida de su voluntad.
Despidiéronse las criadas con prometerles el negro que, cuando menos se
pensasen, las llamaría a oír una muy buena voz y, con temor que su amo volviese y le
hallase hablando con ellas, las dejó y se recogió a su estancia y clausura. Quisiera
tomar lición, pero no se atrevió a tocar de día porque su amo no le oyese, el cual vino
de allí a poco espacio y, cerrando las puertas según su costumbre, se encerró en casa.
Y, al dar aquel día de comer por el torno al negro, dijo Luis a una negra que se lo
daba, que aquella noche, después de dormido su amo, bajasen todas al torno a oír la

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voz que les había prometido, sin falta alguna. Verdad es que antes que dijese esto
había pedido con muchos ruegos a su maestro fuese contento de cantar y tañer
aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir la palabra que había dado de hacer
oír a las criadas una voz extremada, asegurándole que sería en extremo regalado de
todas ellas. Algo se hizo de rogar el maestro de hacer lo que él más deseaba; pero al
fin dijo que haría lo que su buen discípulo pedía, solo por darle gusto, sin otro interés
alguno. Abrazole el negro y diole un beso en el carrillo, en señal del contento que le
había causado la merced prometida y aquel día dio de comer a Loaysa tan bien como
si comiera en su casa y aun quizá mejor, pues pudiera ser que en su casa le faltara.
Llegose la noche y en la mitad della o poco menos, comenzaron a cecear en el
torno y luego entendió Luis que era la cáfila[842], que había llegado y, llamando a su
maestro, bajaron del pajar, con la guitarra bien encordada y mejor templada. Preguntó
Luis quién y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que todas, sino su
señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó a Loaysa; pero, con
todo eso, quiso dar principio a su disignio y contentar a su discípulo y, tocando
mansamente la guitarra, tales sones hizo que dejó admirado al negro y suspenso el
rebaño de las mujeres que le escuchaba.
Pues, ¿qué diré de lo que ellas sintieron cuando le oyeron tocar el Pésame dello y
acabar con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entonces en España? No
quedó vieja por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo a la sorda y con
silencio extraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el viejo despertaba.
Cantó asimismo Loaysa coplillas de la seguida[843], con que acabó de echar el
sello[844] al gusto de las escuchantes, que ahincadamente pidieron al negro les dijese
quién era tan milagroso músico. El negro les dijo que era un pobre mendigante: el
más galán y gentil hombre que había en toda la pobrería de Sevilla. Rogáronle que
hiciese de suerte que ellas le viesen y que no le dejase ir en quince días de casa, que
ellas le regalarían muy bien y darían cuanto hubiese menester. Preguntáronle qué
modo había tenido para meterle en casa. A esto no les respondió palabra; a lo demás
dijo que, para poderle ver, hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo
taparían con cera y que, a lo de tenerle en casa, que él lo procuraría.
Hablolas también Loaysa, ofreciéndoseles a su servicio, con tan buenas razones
que ellas echaron de ver que no salían de ingenio de pobre mendigante. Rogáronle
que otra noche viniese al mismo puesto que ellas harían con su señora que bajase a
escucharle, a pesar del ligero sueño de su señor, cuya ligereza no nacía de sus muchos
años, sino de sus muchos celos. A lo cual dijo Loaysa que si ellas gustaban de oírle
sin sobresalto del viejo, que él les daría unos polvos que le echasen en el vino, que le
harían dormir con pesado sueño más tiempo del ordinario.
—¡Jesús, valme —dijo una de las doncellas—, y si eso fuese verdad, qué buena
ventura se nos habría entrado por las puertas, sin sentillo y sin merecello! No serían
ellos polvos de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras y para la pobre
de mi señora Leonora, su mujer, que no la deja a sol ni a sombra, ni la pierde de vista

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un solo momento. ¡Ay, señor mío de mi alma, traiga esos polvos: así Dios le dé todo
el bien que desea! Vaya y no tarde, tráigalos, señor mío, que yo me ofrezco a
mezclarlos en el vino y a ser la escanciadora y pluguiese a Dios que durmiese el viejo
tres días con sus noches, que otros tantos tendríamos nosotras de gloria.
—Pues yo los trairé —dijo Loaysa— y son tales que no hacen otro mal ni daño a
quien los toma si no es provocarle a sueño pesadísimo.
Todas le rogaron que los trujese con brevedad y, quedando de hacer otra noche
con una barrena el agujero en el torno y de traer a su señora para que le viese y oyese,
se despidieron y el negro, aunque era casi el alba, quiso tomar lición, la cual le dio
Loaysa, y le hizo entender que no había mejor oído que el suyo en cuantos discípulos
tenía: y no sabía el pobre negro, ni lo supo jamás, hacer un cruzado.
Tenían los amigos de Loaysa cuidado de venir de noche a escuchar por entre las
puertas de la calle y ver si su amigo les decía algo o si había menester alguna cosa y,
haciendo una señal que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban a la puerta y
por el agujero del quicio les dio breve cuenta del buen término en que estaba su
negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna cosa que provocase a sueño,
para dárselo a Carrizales; que él había oído decir que había unos polvos para este
efeto. Dijéronle que tenían un médico amigo que les daría el mejor remedio que
supiese, si es que le había y, animándole a proseguir la empresa y prometiéndole de
volver la noche siguiente con todo recaudo, apriesa se despidieron.
Vino la noche y la banda de las palomas acudió al reclamo de la guitarra. Con
ellas vino la simple Leonora, temerosa y temblando de que no despertase su marido
que, aunque ella, vencida deste temor, no había querido venir, tantas cosas le dijeron
sus criadas, especialmente la dueña, de la suavidad de la música y de la gallarda
disposición del músico pobre (que, sin haberle visto, le alababa y le subía sobre
Absalón y sobre Orfeo), que la pobre señora, convencida y persuadida dellas, hubo de
hacer lo que no tenía ni tuviera jamás en voluntad. Lo primero que hicieron fue
barrenar el torno para ver al músico, el cual no estaba ya en hábitos de pobre, sino
con unos calzones grandes de tafetán leonado[845], anchos a la marineresca; un
jubón[846] de lo mismo con trencillas de oro, y una montera de raso de la misma color,
con cuello almidonado con grandes puntas y encaje; que de todo vino proveído en las
alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.
Era mozo y de gentil disposición y buen parecer y, como había tanto tiempo que
todas tenían hecha la vista a mirar al viejo de su amo, parecioles que miraban a un
ángel. Poníase una al agujero para verle y luego otra y porque le pudiesen ver mejor,
andaba el negro paseándole el cuerpo de arriba abajo con el torzal de cera encendido.
Y, después que todas le hubieron visto, hasta las negras bozales, tomó Loaysa la
guitarra y cantó aquella noche tan extremadamente, que las acabó de dejar suspensas
y atónitas a todas, así a la vieja como a las mozas y todas rogaron a Luis diese orden
y traza cómo el señor su maestro entrase allá dentro, para oírle y verle de más cerca y
no tan por brújula[847] como por el agujero y sin el sobresalto de estar tan apartadas

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de su señor, que podía cogerlas de sobresalto y con el hurto en las manos; lo cual no
sucedería ansí si le tuviesen escondido dentro.
A esto contradijo su señora con muchas veras, diciendo que no se hiciese la tal
cosa ni la tal entrada, porque le pesaría en el alma, pues desde allí le podían ver y oír
a su salvo y sin peligro de su honra.
—¿Qué honra? —dijo la dueña—. ¡El Rey tiene harta! Estese vuesa merced
encerrada con su Matusalén y déjenos a nosotras holgar como pudiéremos. Cuanto
más, que este señor parece tan honrado que no querrá otra cosa de nosotras más de lo
que nosotras quisiéremos.
—Yo, señoras mías —dijo a esto Loaysa—, no vine aquí sino con intención de
servir a todas vuesas mercedes con el alma y con la vida, condolido de su no vista
clausura y de los ratos que en este estrecho género de vida se pierden. Hombre soy
yo, por vida de mi padre, tan sencillo, tan manso y de tan buena condición y tan
obediente, que no haré más de aquello que se me mandare y si cualquiera de vuesas
mercedes dijere: «Maestro, siéntese aquí; maestro, pásese allí; echaos acá, pasaos
acullá», así lo haré, como el más doméstico y enseñado perro que salta por el Rey de
Francia[848].
—Si eso ha de ser así —dijo la ignorante Leonora—, ¿qué medio se dará para que
entre acá dentro el señor maeso?
—Bueno —dijo Loaysa—: vuesas mercedes pugnen por sacar en cera la llave
desta puerta de en medio, que yo haré que mañana en la noche venga hecha otra, tal
que nos pueda servir.
—En sacar esa llave —dijo una doncella—, se sacan las de toda la casa, porque es
llave maestra.
—No por eso será peor —replicó Loaysa.
—Así es verdad —dijo Leonora—; pero ha de jurar este señor, primero, que no ha
de hacer otra cosa cuando esté acá dentro sino cantar y tañer cuando se lo mandaren y
que ha de estar encerrado y quedito donde le pusiéremos.
—Sí juro —dijo Loaysa.
—No vale nada ese juramento —respondió Leonora—; que ha de jurar por vida
de su padre y ha de jurar la cruz y besalla que lo veamos todas.
—Por vida de mi padre juro —dijo Loaysa— y por esta señal de cruz, que la beso
con mi boca sucia.
Y, haciendo la cruz con dos dedos, la besó tres veces.
Esto hecho, dijo otra de las doncellas:
—Mire, señor, que no se le olvide aquello de los polvos, que es el tuáutem[849] de
todo.
Con esto cesó la plática de aquella noche, quedando todos muy contentos del
concierto. Y la suerte, que de bien en mejor encaminaba los negocios de Loaysa, trujo
a aquellas horas, que eran dos después de la medianoche, por la calle a sus amigos;
los cuales, haciendo la señal acostumbrada, que era tocar una trompa de París, Loaysa

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los habló y les dio cuenta del término en que estaba su pretensión y les pidió si traían
los polvos o otra cosa, como se la había pedido, para que Carrizales durmiese.
Díjoles, asimismo, lo de la llave maestra. Ellos le dijeron que los polvos o un
ungüento, vendría la siguiente noche, de tal virtud que, untados los pulsos y las sienes
con él, causaba un sueño profundo, sin que dél se pudiese despertar en dos días, si no
era lavándose con vinagre todas las partes que se habían untado y que se les diese la
llave en cera, que asimismo la harían hacer con facilidad. Con esto se despidieron y
Loaysa y su discípulo durmieron lo poco que de la noche les quedaba, esperando
Loaysa con gran deseo la venidera, por ver si se le cumplía la palabra prometida de la
llave. Y, puesto que el tiempo parece tardío y perezoso a los que en él esperan, en fin,
corre a las parejas con el mismo pensamiento y llega el término que quiere, porque
nunca para ni sosiega.
Vino, pues, la noche y la hora acostumbrada de acudir al torno, donde vinieron
todas las criadas de casa, grandes y chicas, negras y blancas, porque todas estaban
deseosas de ver dentro de su serrallo al señor músico; pero no vino Leonora y,
preguntando Loaysa por ella, le respondieron que estaba acostada con su velado, el
cual tenía cerrada la puerta del aposento donde dormía con llave y después de haber
cerrado se la ponía debajo de la almohada y que su señora les había dicho que, en
durmiéndose el viejo, haría por tomarle la llave maestra y sacarla en cera, que ya
llevaba preparada y blanda y que de allí a un poco habían de ir a requerirla por una
gatera.
Maravillado quedó Loaysa del recato del viejo, pero no por esto se le desmayó el
deseo. Y, estando en esto, oyó la trompa de París; acudió al puesto; halló a sus
amigos, que le dieron un botecico de ungüento de la propiedad que le habían
significado; tomolo Loaysa y díjoles que esperasen un poco, que les daría la muestra
de la llave; volviose al torno y dijo a la dueña, que era la que con más ahínco
mostraba desear su entrada, que se lo llevase a la señora Leonora, diciéndole la
propiedad que tenía y que procurase untar a su marido con tal tiento, que no lo
sintiese y que vería maravillas. Hízolo así la dueña y, llegándose a la gatera, halló que
estaba Leonora esperando tendida en el suelo de largo a largo[850], puesto el rostro en
la gatera. Llegó la dueña y, tendiéndose de la misma manera, puso la boca en el oído
de su señora y con voz baja le dijo que traía el ungüento y de la manera que había de
probar su virtud. Ella tomó el ungüento y respondió a la dueña como en ninguna
manera podía tomar la llave a su marido, porque no la tenía debajo de la almohada,
como solía, sino entre los dos colchones y casi debajo de la mitad de su cuerpo; pero
que dijese al maeso que si el ungüento obraba como él decía, con facilidad sacarían la
llave todas las veces que quisiesen y ansí no sería necesario sacarla en cera. Dijo que
fuese a decirlo luego y volviese a ver lo que el ungüento obraba, porque luego luego
le pensaba untar a su velado.
Bajó la dueña a decirlo al maeso Loaysa y él despidió a sus amigos, que
esperando la llave estaban. Temblando y pasito y casi sin osar despedir el aliento de

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la boca, llegó Leonora a untar los pulsos del celoso marido y asimismo le untó las
ventanas de las narices y, cuando a ellas le llegó, le parecía que se estremecía y ella
quedó mortal, pareciéndole que la había cogido en el hurto. En efeto, como mejor
pudo, le acabó de untar todos los lugares que le dijeron ser necesarios, que fue lo
mismo que haberle embalsamado para la sepultura.
Poco espacio tardó el alopiado[851] ungüento en dar manifiestas señales de su
virtud, porque luego comenzó a dar el viejo tan grandes ronquidos que se pudieran oír
en la calle: música, a los oídos de su esposa, más acordada que la del maeso de su
negro. Y, aún mal segura de lo que veía, se llegó a él y le estremeció un poco y luego
más y luego otro poquito más, por ver si despertaba y a tanto se atrevió que le volvió
de una parte a otra sin que despertase. Como vio esto, se fue a la gatera de la puerta y,
con voz no tan baja como la primera, llamó a la dueña, que allí la estaba esperando, y
le dijo:
—Dame albricias, hermana, que Carrizales duerme más que un muerto.
—Pues, ¿a qué aguardas a tomar la llave, señora? —dijo la dueña—. Mira que
está el músico aguardándola más ha de una hora.
—Espera, hermana, que ya voy por ella —respondió Leonora.
Y, volviendo a la cama, metió la mano por entre los colchones y sacó la llave de
en medio dellos sin que el viejo lo sintiese y, tomándola en sus manos, comenzó a dar
brincos de contento y sin más esperar abrió la puerta y la presentó a la dueña, que la
recibió con la mayor alegría del mundo.
Mandó Leonora que fuese a abrir al músico y que le trujese a los corredores,
porque ella no osaba quitarse de allí, por lo que podía suceder; pero que, ante todas
cosas, hiciese que de nuevo ratificase el juramento que había hecho de no hacer más
de lo que ellas le ordenasen y que, si no le quisiese confirmar y hacer de nuevo, en
ninguna manera le abriesen.
—Así será —dijo la dueña—; y a fe que no ha de entrar si primero no jura y
rejura y besa la cruz seis veces.
—No le pongas tasa —dijo Leonora—: bésela él y sean las veces que quisiere;
pero mira que jure la vida de sus padres y por todo aquello que bien quiere, porque
con esto estaremos seguras y nos hartaremos de oírle cantar y tañer, que en mi ánima
que lo hace delicadamente y anda, no te detengas más, porque no se nos pase la
noche en pláticas.
Alzose las faldas la buena dueña y con no vista ligereza se puso en el torno,
donde estaba toda la gente de casa esperándola y, habiéndoles mostrado la llave que
traía, fue tanto el contento de todas que la alzaron en peso, como a catredático,
diciendo: «¡Viva, viva!» y más, cuando les dijo que no había necesidad de
contrahacer[852] la llave porque, según el untado viejo dormía, bien se podían
aprovechar de la de casa todas las veces que la quisiesen.
—¡Ea, pues, amiga —dijo una de las doncellas—, ábrase esa puerta y entre este
señor, que ha mucho que aguarda, y démonos un verde[853] de música que no haya

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más que ver!
—Más ha de haber que ver —replicó la dueña—; que le hemos de tomar
juramento, como la otra noche.
—Él es tan bueno —dijo una de las esclavas— que no reparará en juramentos.
Abrió en esto la dueña la puerta y, teniéndola entreabierta, llamó a Loaysa, que
todo lo había estado escuchando por el agujero del torno; el cual, llegándose a la
puerta, quiso entrarse de golpe, mas, poniéndole la dueña la mano en el pecho, le
dijo:
—Sabrá vuesa merced, señor mío, que, en Dios y en mi conciencia, todas las que
estamos dentro de las puertas desta casa somos doncellas como las madres que nos
parieron, excepto mi señora y, aunque yo debo de parecer de cuarenta años, no
teniendo treinta cumplidos, porque les faltan dos meses y medio, también lo soy, mal
pecado y si acaso parezco vieja, corrimientos[854], trabajos y desabrimientos echan un
cero a los años y a veces dos, según se les antoja. Y, siendo esto ansí, como lo es, no
sería razón que, a trueco de oír dos o tres o cuatro cantares, nos pusiésemos a perder
tanta virginidad como aquí se encierra; porque hasta esta negra, que se llama
Guiomar, es doncella. Así que, señor de mi corazón, vuesa merced nos ha de hacer,
primero que entre en nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer
más de lo que nosotras le ordenáremos y si le parece que es mucho lo que se le pide,
considere que es mucho más lo que se aventura. Y si es que vuesa merced viene con
buena intención, poco le ha de doler el jurar, que al buen pagador no le duelen
prendas.
—Bien y rebién ha dicho la señora Marialonso —dijo una de las doncellas—; en
fin, como persona discreta y que está en las cosas como se debe y si es que el señor
no quiere jurar, no entre acá dentro.
A esto dijo Guiomar, la negra, que no era muy ladina[855]:
—Por mí, mas que nunca jura, entre con todo diablo; que, aunque más jura, si acá
estás, todo olvida.
Oyó con gran sosiego Loaysa la arenga de la señora Marialonso y con grave
reposo y autoridad respondió:
—Por cierto, señoras hermanas y compañeras mías, que nunca mi intento fue, es,
ni será otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren y, así, no se
me hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo
de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que hacer una
obligación guarentigia[856] y quiero hacer saber a vuesa merced que debajo del sayal
hay ál, y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor. Mas, para que todas
estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como católico y buen varón y, así,
juro por la intemerata eficacia[857], donde más santa y largamente se contiene y por
las entradas y salidas del santo Líbano monte y por todo aquello que en su prohemio
encierra la verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás, de
no salir ni pasar del juramento hecho y del mandamiento de la más mínima y

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desechada destas señoras, so pena que si otra cosa hiciere o quisiere hacer, desde
ahora para entonces y desde entonces para ahora, lo doy por nulo y no hecho ni
valedero.
Aquí llegaba con su juramento el buen Loaysa, cuando una de las dos doncellas,
que con atención le había estado escuchando, dio una gran voz diciendo:
—¡Este sí que es juramento para enternecer las piedras! ¡Mal haya yo si más
quiero que jures, pues con solo lo jurado podías entrar en la misma sima de
Cabra[858]!
Y, asiéndole de los gregüescos[859], le metió dentro y luego todas las demás se le
pusieron a la redonda. Luego fue una a dar las nuevas a su señora, la cual estaba
haciendo centinela al sueño de su esposo y, cuando la mensajera le dijo que ya subía
el músico, se alegró y se turbó en un punto y preguntó si había jurado. Respondiole
que sí y con la más nueva forma de juramento que en su vida había visto.
—Pues si ha jurado —dijo Leonora—, asido le tenemos. ¡Oh, qué avisada que
anduve en hacelle que jurase!
En esto, llegó toda la caterva junta y el músico en medio, alumbrándolos el negro
y Guiomar la negra. Y, viendo Loaysa a Leonora, hizo muestras de arrojársele a los
pies para besarle las manos. Ella, callando y por señas, le hizo levantar y todas
estaban como mudas, sin osar hablar, temerosas que su señor las oyese; lo cual
considerado por Loaysa, les dijo que bien podían hablar alto porque el ungüento con
que estaba untado su señor tenía tal virtud que, fuera de quitar la vida, ponía a un
hombre como muerto.
—Así lo creo yo —dijo Leonora—; que si así no fuera, ya él hubiera despertado
veinte veces, según le hacen de sueño ligero sus muchas indisposiciones; pero,
después que le unté, ronca como un animal.
—Pues eso es así —dijo la dueña—, vámonos a aquella sala frontera, donde
podremos oír cantar aquí al señor y regocijarnos un poco.
—Vamos —dijo Leonora—; pero quédese aquí Guiomar por guarda, que nos
avise si Carrizales despierta.
A lo cual respondió Guiomar:
—¡Yo, negra, quedo; blancas, van! ¡Dios perdone a todas!
Quedose la negra; fuéronse a la sala, donde había un rico estrado y, cogiendo al
señor en medio, se sentaron todas. Y, tomando la buena Marialonso una vela,
comenzó a mirar de arriba abajo al bueno del músico, y una decía: «¡Ay, qué copete
que tiene tan lindo y tan rizado!». Otra: «¡Ay, qué blancura de dientes! ¡Mal año para
piñones mondados, que más blancos ni más lindos sean!». Otra: «¡Ay, qué ojos tan
grandes y tan rasgados! Y, por el siglo de mi madre, que son verdes; ¡que no parecen
sino que son de esmeraldas!». Esta alababa la boca, aquella los pies y todas juntas
hicieron dél una menuda anotomía y pepitoria. Sola Leonora callaba y le miraba y le
iba pareciendo de mejor talle que su velado.
En esto, la dueña tomó la guitarra, que tenía el negro, y se la puso en las manos de

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Loaysa, rogándole que la tocase y que cantase unas coplillas que entonces andaban
muy validas en Sevilla, que decían:

Madre, la mi madre,
guardas me ponéis

Cumpliole Loaysa su deseo. Levantáronse todas y se comenzaron a hacer pedazos


bailando. Sabía la dueña las coplas y cantolas con más gusto que buena voz y fueron
estas:

Madre, la mi madre,
guardas me ponéis,
que si yo no me guardo,
no me guardaréis.

Dicen que está escrito


y con gran razón,
ser la privación
causa de apetito;
crece en infinito
encerrado amor,
por eso es mejor
que no me encerréis,
que si yo, etc.

Si la voluntad
por sí no se guarda,
no la harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
por la misma muerte,
hasta hallar la suerte
que vos no entendéis,
que si yo, etc.

Quien tiene costumbre


de ser amorosa,
como mariposa
se irá tras su lumbre,
aunque muchedumbre
de guardas le pongan
y aunque más propongan
de hacer lo que hacéis,
que si yo, etc.

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Es de tal manera
la fuerza amorosa,
que a la más hermosa
la vuelve en quimera,
el pecho de cera,
de fuego la gana,
las manos de lana,
de fieltro los pies:
que si yo no me guardo,
mal me guardaréis[860].

Al fin llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado por la buena
dueña, cuando llegó Guiomar, la centinela, toda turbada, hiriendo de pie y de
mano[861] como si tuviera alferecía[862] y, con voz entre ronca y baja, dijo:
—¡Despierto señor, señora, y, señora, despierto señor y levantas y viene!
Quien ha visto banda de palomas estar comiendo en el campo, sin miedo, lo que
ajenas manos sembraron, que al furioso estrépito de disparada escopeta se azora y
levanta y, olvidada del pasto, confusa y atónita, cruza por los aires, tal se imagine que
quedó la banda y corro de las bailadoras, pasmadas y temerosas, oyendo la no
esperada nueva que Guiomar había traído y, procurando cada una su disculpa y todas
juntas su remedio, cuál por una y cuál por otra parte, se fueron a esconder por los
desvanes y rincones de la casa, dejando solo al músico; el cual, dejando la guitarra y
el canto, lleno de turbación, no sabía qué hacerse.
Torcía Leonora sus hermosas manos; abofeteábase el rostro, aunque blandamente,
la señora Marialonso. En fin, todo era confusión, sobresalto y miedo. Pero la dueña,
como más astuta y reportada, dio orden que Loaysa se entrase en un aposento suyo y
que ella y su señora se quedarían en la sala, que no faltaría excusa que dar a su señor
si allí las hallase.
Escondiose luego Loaysa y la dueña se puso atenta a escuchar si su amo venía y,
no sintiendo rumor alguno, cobró ánimo y poco a poco, paso ante paso[863], se fue
llegando al aposento donde su señor dormía y oyó que roncaba como primero y,
asegurada de que dormía, alzó las faldas y volvió corriendo a pedir albricias a su
señora del sueño de su amo, la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la buena dueña perder la coyuntura que la suerte le ofrecía de gozar,
primero que todas, las gracias que esta se imaginaba que debía tener el músico y, así,
diciéndole a Leonora que esperase en la sala, en tanto que iba a llamarlo, la dejó y se
entró donde él estaba, no menos confuso que pensativo, esperando las nuevas de lo
que hacía el viejo untado. Maldecía la falsedad del ungüento y quejábase de la
credulidad de sus amigos y del poco advertimiento que había tenido en no hacer
primero la experiencia en otro antes de hacerla en Carrizales.
En esto, llegó la dueña y le aseguró que el viejo dormía a más y mejor; sosegó el

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pecho y estuvo atento a muchas palabras amorosas que Marialonso le dijo, de las
cuales coligió la mala intención suya y propuso en sí de ponerla por anzuelo para
pescar a su señora. Y, estando los dos en sus pláticas, las demás criadas, que estaban
escondidas por diversas partes de la casa, una de aquí y otra de allí, volvieron a ver si
era verdad que su amo había despertado y, viendo que todo estaba sepultado en
silencio, llegaron a la sala donde habían dejado a su señora, de la cual supieron el
sueño de su amo y, preguntándole por el músico y por la dueña, les dijo dónde
estaban, y todas, con el mismo silencio que habían traído, se llegaron a escuchar por
entre las puertas lo que entrambos trataban.
No faltó de la junta Guiomar, la negra; el negro sí, porque, así como oyó que su
amo había despertado, se abrazó con su guitarra y se fue a esconder en su pajar y,
cubierto con la manta de su pobre cama, sudaba y trasudaba de miedo y, con todo eso,
no dejaba de tentar las cuerdas de la guitarra: tanta era (encomendado él sea a
Satanás) la afición que tenía a la música.
Entreoyeron las mozas los requiebros de la vieja y cada una le dijo el nombre de
las Pascuas[864]: ninguna la llamó vieja que no fuese con su epíteto y adjetivo de
hechicera y de barbuda, de antojadiza y de otros que por buen respeto se callan; pero
lo que más risa causara a quien entonces las oyera eran las razones de Guiomar, la
negra, que por ser portuguesa y no muy ladina, era extraña la gracia con que la
vituperaba. En efeto, la conclusión de la plática de los dos fue que él condecendería
con la voluntad della, cuando ella primero le entregase a toda su voluntad a su señora.
Cuesta arriba se le hizo a la dueña ofrecer lo que el músico pedía; pero, a trueco
de cumplir el deseo que ya se le había apoderado del alma y de los huesos y médulas
del cuerpo, le prometiera los imposibles que pudieran imaginarse. Dejole y salió a
hablar a su señora y, como vio su puerta rodeada de todas las criadas, les dijo que se
recogiesen a sus aposentos, que otra noche habría lugar para gozar con menos o con
ningún sobresalto del músico, que ya aquella noche el alboroto les había aguado el
gusto.
Bien entendieron todas que la vieja se quería quedar sola, pero no pudieron dejar
de obedecerla, porque las mandaba a todas. Fuéronse las criadas y ella acudió a la
sala a persuadir a Leonora acudiese a la voluntad de Loaysa, con una larga y tan
concertada arenga que pareció que de muchos días la tenía estudiada. Encareciole su
gentileza, su valor, su donaire y sus muchas gracias. Pintole de cuánto más gusto le
serían los abrazos del amante mozo que los del marido viejo, asegurándole el secreto
y la duración del deleite, con otras cosas semejantes a estas, que el demonio le puso
en la lengua, llenas de colores retóricos, tan demonstrativos y eficaces que movieran
no solo el corazón tierno y poco advertido de la simple e incauta Leonora, sino el de
un endurecido mármol. ¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición de
mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh, luengas y repulgadas[865] tocas, escogidas
para autorizar las salas y los estrados de señoras principales y cuán al revés de lo que
debíades usáis de vuestro casi ya forzoso oficio! En fin, tanto dijo la dueña, tanto

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persuadió la dueña, que Leonora se rindió, Leonora se engañó y Leonora se perdió,
dando en tierra[866] con todas las prevenciones del discreto Carrizales, que dormía el
sueño de la muerte de su honra.
Tomó Marialonso por la mano a su señora y, casi por fuerza, preñados de
lágrimas los ojos, la llevó donde Loaysa estaba y, echándoles la bendición con una
risa falsa de demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados y ella se puso a
dormir en el estrado o, por mejor decir, a esperar su contento de recudida[867]. Pero,
como el desvelo de las pasadas noches la venciese, se quedó dormida en el estrado.
Bueno fuera en esta sazón preguntar a Carrizales, a no saber que dormía, que
adónde estaban sus advertidos recatos, sus recelos, sus advertimientos, sus
persuasiones, los altos muros de su casa, el no haber entrado en ella, ni aun en
sombra, alguien que tuviese nombre de varón, el torno estrecho, las gruesas paredes,
las ventanas sin luz, el encerramiento notable, la gran dote en que a Leonora había
dotado, los regalos continuos que la hacía, el buen tratamiento de sus criadas y
esclavas; el no faltar un punto a todo aquello que él imaginaba que habían menester,
que podían desear… Pero ya queda dicho que no había que preguntárselo, porque
dormía más de aquello que fuera menester y si él lo oyera y acaso respondiera, no
podía dar mejor respuesta que encoger los hombros y enarcar las cejas y decir:
«¡Todo aqueso derribó por los fundamentos la astucia, a lo que yo creo, de un mozo
holgazán y vicioso y la malicia de una falsa dueña, con la inadvertencia de una
muchacha rogada y persuadida!». Libre Dios a cada uno de tales enemigos, contra los
cuales no hay escudo de prudencia que defienda ni espada de recato que corte.
Pero, con todo esto, el valor de Leonora fue tal que, en el tiempo que más le
convenía, le mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron
bastantes a vencerla y él se cansó en balde y ella quedó vencedora y entrambos
dormidos. Y, en esto, ordenó el cielo que, a pesar del ungüento, Carrizales despertase
y, como tenía de costumbre, tentó la cama por todas partes y, no hallando en ella a su
querida esposa, saltó de la cama despavorido y atónito, con más ligereza y denuedo
que sus muchos años prometían. Y cuando en el aposento no halló a su esposa y le
vio abierto y que le faltaba la llave de entre los colchones, pensó perder el juicio.
Pero, reportándose un poco, salió al corredor y de allí, andando pie ante pie[868] por
no ser sentido, llegó a la sala donde la dueña dormía y, viéndola sola, sin Leonora,
fue al aposento de la dueña y, abriendo la puerta muy quedo, vio lo que nunca
quisiera haber visto, vio lo que diera por bien empleado no tener ojos para verlo: vio
a Leonora en brazos de Loaysa, durmiendo tan a sueño suelto como si en ellos obrara
la virtud del ungüento y no en el celoso anciano.
Sin pulsos quedó Carrizales con la amarga vista de lo que miraba; la voz se le
pegó a la garganta, los brazos se le cayeron de desmayo y quedó hecho una estatua de
mármol frío y, aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los casi muertos
espíritus, pudo tanto el dolor que no le dejó tomar aliento. Y, con todo eso, tomara la
venganza que aquella grande maldad requería si se hallara con armas para poder

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tomarla y, así, determinó volverse a su aposento a tomar una daga y volver a sacar las
manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos y aun con toda aquella de toda
la gente de su casa. Con esta determinación honrosa y necesaria volvió, con el mismo
silencio y recato que había venido, a su estancia, donde le apretó el corazón tanto el
dolor y la angustia que, sin ser poderoso a otra cosa, se dejó caer desmayado sobre el
lecho.
Llegose en esto el día y cogió a los nuevos adúlteros enlazados en la red de sus
brazos. Despertó Marialonso y quiso acudir por lo que, a su parecer, le tocaba; pero,
viendo que era tarde, quiso dejarlo para la venidera noche. Alborotose Leonora,
viendo tan entrado el día y maldijo su descuido y el de la maldita dueña y las dos, con
sobresaltados pasos, fueron donde estaba su esposo, rogando entre dientes al cielo
que le hallasen todavía roncando y, cuando le vieron encima de la cama callando,
creyeron que todavía obraba la untura, pues dormía, y con gran regocijo se abrazaron
la una a la otra. Llegose Leonora a su marido y asiéndole de un brazo le volvió de un
lado a otro, por ver si despertaba sin ponerles en necesidad de lavarle con vinagre,
como decían era menester para que en sí volviese. Pero con el movimiento volvió
Carrizales de su desmayo y, dando un profundo suspiro, con una voz lamentable y
desmayada dijo:
—¡Desdichado de mí y a qué tristes términos me ha traído mi fortuna!
No entendió bien Leonora lo que dijo su esposo; mas, como le vio despierto y que
hablaba, admirada de ver que la virtud del ungüento no duraba tanto como habían
significado, se llegó a él y, poniendo su rostro con el suyo, teniéndole estrechamente
abrazado, le dijo:
—Mal me guardaréis. ¿Qué tenéis, señor mío, que me parece que os estáis
quejando?
Oyó la voz de la dulce enemiga suya el desdichado viejo y, abriendo los ojos
desencasadamente, como atónito y embelesado, los puso en ella y con grande ahínco,
sin mover pestaña, la estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la cual le dijo:
—Hacedme placer, señora, que luego luego enviéis a llamar a vuestros padres de
mi parte, porque siento no sé qué en el corazón que me da grandísima fatiga y temo
que brevemente me ha de quitar la vida y querríalos ver antes que me muriese.
Sin duda creyó Leonora ser verdad lo que su marido le decía, pensando antes que
la fortaleza del ungüento y no lo que había visto, le tenía en aquel trance y,
respondiéndole que haría lo que la mandaba, mandó al negro que luego al punto fuese
a llamar a sus padres y, abrazándose con su esposo, le hacía las mayores caricias que
jamás le había hecho, preguntándole qué era lo que sentía, con tan tiernas y amorosas
palabras, como si fuera la cosa del mundo que más amaba. Él la miraba con el
embelesamiento que se ha dicho, siéndole cada palabra o caricia que le hacía una
lanzada que le atravesaba el alma.
Ya la dueña había dicho a la gente de casa y a Loaysa la enfermedad de su amo,
encareciéndoles que debía de ser de momento, pues se le había olvidado de mandar

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cerrar las puertas de la calle cuando el negro salió a llamar a los padres de su señora;
de la cual embajada asimismo se admiraron, por no haber entrado ninguno dellos en
aquella casa después que casaron a su hija.
En fin, todos andaban callados y suspensos, no dando en la verdad de la causa de
la indisposición de su amo; el cual, de rato en rato, tan profunda y dolorosamente
suspiraba, que con cada suspiro parecía arrancársele el alma.
Lloraba Leonora por verle de aquella suerte y reíase él con una risa de persona
que estaba fuera de sí, considerando la falsedad de sus lágrimas.
En esto, llegaron los padres de Leonora y, como hallaron la puerta de la calle y la
del patio abiertas y la casa sepultada en silencio y sola, quedaron admirados y con no
pequeño sobresalto. Fueron al aposento de su yerno y halláronle, como se ha dicho,
siempre clavados los ojos en su esposa, a la cual tenía asida de las manos,
derramando los dos muchas lágrimas: ella, con no más ocasión de verlas derramar a
su esposo; él, por ver cuán fingidamente ella las derramaba.
Así como sus padres entraron, habló Carrizales y dijo:
—Siéntense aquí vuesas mercedes y todos los demás dejen desocupado este
aposento, y solo quede la señora Marialonso.
Hiciéronlo así y, quedando solos los cinco, sin esperar que otro hablase, con
sosegada voz, limpiándose los ojos, desta manera dijo Carrizales:
—Bien seguro estoy, padres y señores míos, que no será menester traeros testigos
para que me creáis una verdad que quiero deciros. Bien se os debe acordar (que no es
posible se os haya caído de la memoria) con cuánto amor, con cuán buenas entrañas,
hace hoy un año, un mes, cinco días y nueve horas que me entregastes a vuestra
querida hija por legítima mujer mía. También sabéis con cuánta liberalidad la doté,
pues fue tal la dote, que más de tres de su misma calidad se pudieran casar con
opinión de ricas. Asimismo, se os debe acordar la diligencia que puse en vestirla y
adornarla de todo aquello que ella se acertó a desear y yo alcancé a saber que le
convenía. Ni más ni menos habéis visto, señores, cómo, llevado de mi natural
condición y temeroso del mal de que, sin duda, he de morir y experimentado por mi
mucha edad en los extraños y varios acaescimientos del mundo, quise guardar esta
joya, que yo escogí y vosotros me distes, con el mayor recato que me fue posible.
Alcé las murallas desta casa, quité la vista a las ventanas de la calle, doblé las
cerraduras de las puertas, púsele torno como a monasterio, desterré perpetuamente
della todo aquello que sombra o nombre de varón tuviese. Dile criadas y esclavas que
la sirviesen, ni les negué a ellas ni a ella cuanto quisieron pedirme; hícela mi igual,
comuniquele mis más secretos pensamientos, entreguela toda mi hacienda. Todas
estas eran obras para que, si bien lo considerara, yo viviera seguro de gozar sin
sobresalto lo que tanto me había costado y ella procurara no darme ocasión a que
ningún género de temor celoso entrara en mi pensamiento. Mas, como no se puede
prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar a los que
en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo quede

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defraudado en las mías y que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me va
quitando la vida. Pero, porque veo la suspensión en que todos estáis, colgados de las
palabras de mi boca, quiero concluir los largos preámbulos desta plática con deciros
en una palabra lo que no es posible decirse en millares dellas. Digo, pues, señores,
que todo lo que he dicho y hecho ha parado en que esta madrugada hallé a esta,
nacida en el mundo para perdición de mi sosiego y fin de mi vida —y esto, señalando
a su esposa—, en los brazos de un gallardo mancebo, que en la estancia desta
pestífera dueña ahora está encerrado.
Apenas acabó estas últimas palabras Carrizales, cuando a Leonora se le cubrió el
corazón y en las mismas rodillas de su marido se cayó desmayada. Perdió la color
Marialonso y a las gargantas de los padres de Leonora se les atravesó un nudo que no
les dejaba hablar palabra. Pero, prosiguiendo adelante Carrizales, dijo:
—La venganza que pienso tomar desta afrenta no es, ni ha de ser, de las que
ordinariamente suelen tomarse, pues quiero que, así como yo fui extremado en lo que
hice, así sea la venganza que tomaré, tomándola de mí mismo como del más culpado
en este delito; que debiera considerar que mal podían estar ni compadecerse en
uno[869] los quince años desta muchacha con los casi ochenta míos. Yo fui el que,
como el gusano de seda, me fabriqué la casa donde muriese y a ti no te culpo, ¡oh
niña mal aconsejada! —y, diciendo esto, se inclinó y besó el rostro de la desmayada
Leonora—. No te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas y requiebros de
mozos enamorados fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio que los pocos años
encierran. Mas, porque todo el mundo vea el valor de los quilates de la voluntad y fe
con que te quise, en este último trance de mi vida quiero mostrarlo de modo que
quede en el mundo por ejemplo, si no de bondad, al menos de simplicidad jamás oída
ni vista y, así, quiero que se traiga luego aquí un escribano, para hacer de nuevo mi
testamento, en el cual mandaré doblar la dote a Leonora y le rogaré que, después de
mis días, que serán bien breves, disponga su voluntad, pues lo podrá hacer sin fuerza,
a casarse con aquel mozo, a quien nunca ofendieron las canas deste lastimado viejo y
así verá que, si viviendo jamás salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la
muerte hago lo mismo y quiero que le tenga con el que ella debe de querer tanto. La
demás hacienda mandaré[870] a otras obras pías y a vosotros, señores míos, dejaré con
que podáis vivir honradamente lo que de la vida os queda. La venida del escribano
sea luego, porque la pasión que tengo me aprieta de manera que, a más andar, me va
acortando los pasos de la vida.
Esto dicho, le sobrevino un terrible desmayo y se dejó caer tan junto de Leonora,
que se juntaron los rostros: ¡extraño y triste espectáculo para los padres, que a su
querida hija y a su amado yerno miraban! No quiso la mala dueña esperar a las
reprehensiones que pensó le darían los padres de su señora y, así, se salió del
aposento y fue a decir a Loaysa todo lo que pasaba, aconsejándole que luego al punto
se fuese de aquella casa, que ella tendría cuidado de avisarle con el negro lo que
sucediese, pues ya no había puertas ni llaves que lo impidiesen. Admirose Loaysa con

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tales nuevas y, tomando el consejo, volvió a vestirse como pobre, y fuese a dar cuenta
a sus amigos del extraño y nunca visto suceso de sus amores.
En tanto, pues, que los dos estaban transportados, el padre de Leonora envió a
llamar a un escribano amigo suyo, el cual vino a tiempo que ya habían vuelto hija y
yerno en su acuerdo[871]. Hizo Carrizales su testamento en la manera que había dicho,
sin declarar el yerro de Leonora, más de que por buenos respetos le pedía y rogaba se
casase, si acaso él muriese, con aquel mancebo que él la había dicho en secreto.
Cuando esto oyó Leonora, se arrojó a los pies de su marido y, saltándole el corazón
en el pecho, le dijo:
—Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo, que, puesto caso que no estáis
obligado a creerme ninguna cosa de las que os dijere, sabed que no os he ofendido
sino con el pensamiento.
Y, comenzando a disculparse y a contar por extenso la verdad del caso, no pudo
mover la lengua y volvió a desmayarse. Abrazola así desmayada el lastimado viejo;
abrazáronla sus padres; lloraron todos tan amargamente que obligaron y aun forzaron
a que en ellas les acompañase el escribano que hacía el testamento, en el cual dejó de
comer a todas las criadas de casa, horras[872] las esclavas y el negro y a la falsa de
Marialonso no le mandó otra cosa que la paga de su salario; mas, sea lo que fuere, el
dolor le apretó de manera que al seteno día le llevaron a la sepultura.
Quedó Leonora viuda, llorosa y rica y cuando Loaysa esperaba que cumpliese lo
que ya él sabía que su marido en su testamento dejaba mandado, vio que dentro de
una semana se entró monja en uno de los más recogidos monasterios de la ciudad. Él,
despechado y casi corrido, se pasó a las Indias. Quedaron los padres de Leonora
tristísimos, aunque se consolaron con lo que su yerno les había dejado y mandado por
su testamento. Las criadas se consolaron con lo mismo y las esclavas y esclavo con la
libertad y la malvada de la dueña, pobre y defraudada de todos sus malos
pensamientos.
Y yo quedé con el deseo de llegar al fin deste suceso: ejemplo y espejo de lo poco
que hay que fiar de llaves, tornos y paredes cuando queda la voluntad libre y de lo
menos que hay que confiar de verdes y pocos años, si les andan al oído exhortaciones
destas dueñas de monjil negro y tendido y tocas blancas y luengas. Solo no sé qué fue
la causa que Leonora no puso más ahínco en desculparse y dar a entender a su celoso
marido cuán limpia y sin ofensa había quedado en aquel suceso; pero la turbación le
ató la lengua y la priesa que se dio a morir su marido no dio lugar a su disculpa.

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NOVELA DE LA ILUSTRE FREGONA
En Burgos, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivían dos
caballeros principales y ricos. El uno se llamaba don Diego de Carriazo y el otro don
Juan de Avendaño. El don Diego tuvo un hijo, a quien llamó de su mismo nombre, y
el don Juan otro, a quien puso don Tomás de Avendaño. A estos dos caballeros
mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por excusar y
ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño.
Trece años o poco más tendría Carriazo cuando, llevado de una inclinación
picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, solo
por su gusto y antojo, se desgarró[873], como dicen los muchachos, de casa de sus
padres y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre que, en la mitad
de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba menos la abundancia de
la casa de su padre ni el andar a pie le cansaba ni el frío le ofendía ni el calor le
enfadaba. Para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera, tan
bien dormía en parvas[874] como en colchones, con tanto gusto se soterraba en un
pajar de un mesón, como si se acostara entre dos sábanas de holanda. Finalmente, él
salió tan bien con el asunto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al
famoso de Alfarache[875].
En tres años que tardó en parecer y volver a su casa, aprendió a jugar a la taba[876]
en Madrid y al rentoy[877] en las Ventillas de Toledo y a presa y pinta en pie[878] en
las barbacanas de Sevilla; pero, con serle anejo a este género de vida la miseria y
estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas. A tiro de escopeta, en mil
señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus
camaradas. Visitaba pocas veces las ermitas de Baco[879] y, aunque bebía vino, era tan
poco que nunca pudo entrar en el número de los que llaman desgraciados, que, con
alguna cosa que beban demasiada, luego se les pone el rostro como si se le hubiesen
jalbegado con bermellón y almagre[880]. En fin, en Carriazo vio el mundo un pícaro
virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto. Pasó por todos los
grados de pícaro hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara[881],
donde es el finibusterrae[882] de la picaresca.
¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios[883]; pobres fingidos, tullidos
falsos, cicateruelos[884] de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos
oracioneros[885], esportilleros[886] de Sevilla[887], mandilejos[888] de la hampa, con
toda la caterva innumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro!, bajad el
toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la
academia de la pesca de los atunes. ¡Allí, allí, que está en su centro el trabajo junto
con la poltronería[889]! Allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre
pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por

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momentos, las muertes por puntos[890], las pullas a cada paso, los bailes como en
bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos[891], la poesía sin
acciones. Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega y por todo se
hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo; allí van o envían muchos padres
principales a buscar a sus hijos y los hallan y tanto sienten sacarlos de aquella vida
como si los llevaran a dar la muerte.
Pero toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar[892] que la amarga y
es no poder dormir sueño seguro, sin el temor de que en un instante los trasladan de
Zahara a Berbería. Por esto, las noches se recogen a unas torres de la marina y tienen
sus atajadores[893] y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los suyos,
puesto que tal vez ha sucedido que centinelas y atajadores, pícaros, mayorales, barcos
y redes, con toda la turbamulta que allí se ocupa, han anochecido en España y
amanecido en Tetuán. Pero no fue parte[894] este temor para que nuestro Carriazo
dejase de acudir allí tres veranos a darse buen tiempo. El último verano le dijo tan
bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso
vestirse y volverse a Burgos y a los ojos de su madre, que habían derramado por él
muchas lágrimas. Despidiose de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos;
prometioles que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no lo
estorbase. Dejó con ellos la mitad de su alma y todos sus deseos entregó a aquellas
secas arenas, que a él le parecían más frescas y verdes que los Campos Elíseos. Y, por
estar ya acostumbrado de caminar a pie, tomó el camino en la mano y sobre dos
alpargates, se llegó desde Zahara hasta Valladolid cantando Tres ánades, madre[895].
Estúvose allí quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a
flamenca y para trastejarse y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de
caballero. Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con
que llegó a Valladolid y aun dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo,
con que se presentó a sus padres honrado y contento. Ellos le recibieron con mucha
alegría y todos sus amigos y parientes vinieron a darles el parabién de la buena
venida del señor don Diego de Carriazo, su hijo. Es de advertir que, en su
peregrinación, don Diego mudó el nombre de Carriazo en el de Urdiales, y con este
nombre se hizo llamar de los que el suyo no sabían.
Entre los que vinieron a ver el recién llegado, fueron don Juan de Avendaño y su
hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos,
trabó y confirmó una amistad estrechísima.
Contó Carriazo a sus padres y a todos mil magníficas y luengas mentiras de cosas
que le habían sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por
pienso, en las almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la imaginación:
especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo donde había prometido a sus
amigos la vuelta. Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos,
honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo
pasatiempo le cansaba y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el que había

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recebido en las almadrabas.
Avendaño, su amigo, viéndole muchas veces melancólico e imaginativo, fiado en
su amistad, se atrevió a preguntarle la causa y se obligó a remediarla, si pudiese y
fuese menester, con su sangre misma. No quiso Carriazo tenérsela encubierta, por no
hacer agravio a la grande amistad que profesaban; y así, le contó punto por punto la
vida de la jábega[896], y cómo todas sus tristezas y pensamientos nacían del deseo que
tenía de volver a ella; pintósela de modo que Avendaño, cuando le acabó de oír, antes
alabó que vituperó su gusto.
En fin, el de la plática fue disponer Carriazo la voluntad de Avendaño de manera
que determinó de irse con él a gozar un verano de aquella felicísima vida que le había
descrito, de lo cual quedó sobremodo contento Carriazo, por parecerle que había
ganado un testigo de abono que calificase su baja determinación. Trazaron,
ansimismo, de juntar todo el dinero que pudiesen y el mejor modo que hallaron fue
que de allí a dos meses había de ir Avendaño a Salamanca, donde por su gusto tres
años había estado estudiando las lenguas griega y latina y su padre quería que pasase
adelante y estudiase la facultad que él quisiese y que del dinero que le diese habría
para lo que deseaban.
En este tiempo, propuso Carriazo a su padre que tenía voluntad de irse con
Avendaño a estudiar a Salamanca. Vino su padre con tanto gusto en ello que,
hablando al de Avendaño, ordenaron de ponerles juntos casa en Salamanca, con todos
los requisitos que pedían ser hijos suyos.
Llegose el tiempo de la partida; proveyéronles de dineros y enviaron con ellos un
ayo que los gobernase, que tenía más de hombre de bien que de discreto. Los padres
dieron documentos a sus hijos de lo que habían de hacer y de cómo se habían de
gobernar para salir aprovechados en la virtud y en las ciencias, que es el fruto que
todo estudiante debe pretender sacar de sus trabajos y vigilias, principalmente los
bien nacidos. Mostráronse los hijos humildes y obedientes, lloraron las madres,
recibieron la bendición de todos; pusiéronse en camino con mulas propias y con dos
criados de casa, amén del ayo, que se había dejado crecer la barba porque diese
autoridad a su cargo.
En llegando a la ciudad de Valladolid, dijeron al ayo que querían estarse en aquel
lugar dos días para verle, porque nunca le habían visto ni estado en él.
Reprehendiolos mucho el ayo, severa y ásperamente, la estada, diciéndoles que los
que iban a estudiar con tanta priesa como ellos no se habían de detener una hora a
mirar niñerías, cuanto más dos días y que él formaría escrúpulo si los dejaba detener
un solo punto y que se partiesen luego y si no, que sobre eso, morena[897].
Hasta aquí se extendía la habilidad del señor ayo, o mayordomo, como más nos
diere gusto llamarle. Los mancebitos, que tenían ya hecho su agosto y su vendimia,
pues habían ya robado cuatrocientos escudos de oro que llevaba su mayor, dijeron
que solo los dejase aquel día, en el cual querían ir a ver la fuente de Argales[898], que
la comenzaban a conducir a la ciudad por grandes y espaciosos acueductos. En efeto,

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aunque con dolor de su ánima, les dio licencia, porque él quisiera excusar el gasto de
aquella noche y hacerle en Valdeastillas[899] y repartir las diez y ocho leguas que hay
desde Valdeastillas a Salamanca en dos días y no las veinte y dos que hay desde
Valladolid; pero, como uno piensa el bayo y otro el que le ensilla[900], todo le sucedió
al revés de lo que él quisiera.
Los mancebos, con solo un criado y a caballo en dos muy buenas y caseras mulas,
salieron a ver la fuente de Argales, famosa por su antigüedad y sus aguas, a despecho
del Caño Dorado y de la reverenda Priora, con paz sea dicho de Leganitos y de la
extremadísima fuente Castellana, en cuya competencia pueden callar Corpa y la
Pizarra de la Mancha[901]. Llegaron a Argales y cuando creyó el criado que sacaba
Avendaño de las bolsas del cojín alguna cosa con que beber, vio que sacó una carta
cerrada, diciéndole que luego al punto volviese a la ciudad y se la diese a su ayo y
que en dándosela les esperase en la puerta del Campo.
Obedeció el criado, tomó la carta, volvió a la ciudad y ellos volvieron las riendas
y aquella noche durmieron en Mojados[902] y de allí a dos días en Madrid y, en otros
cuatro, se vendieron las mulas en pública plaza y hubo quien les fiase por seis
escudos de prometido y aun quien les diese el dinero en oro por sus cabales.
Vistiéronse a lo payo[903], con capotillos de dos haldas, zahones o zaragüelles[904] y
medias de paño pardo. Ropero hubo que por la mañana les compró sus vestidos y a la
noche los había mudado de manera que no los conociera la propia madre que los
había parido. Puestos, pues, a la ligera y del modo que Avendaño quiso y supo, se
pusieron en camino de Toledo ad pedem literae[905] y sin espadas; que también el
ropero, aunque no atañía a su menester, se las había comprado.
Dejémoslos ir, por ahora, pues van contentos y alegres, y volvamos a contar lo
que el ayo hizo cuando abrió la carta que el criado le llevó y halló que decía desta
manera:

Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la
vuelta a Burgos, donde dirá a nuestros padres que, habiendo nosotros sus hijos,
con madura consideración, considerado cuán más propias son de los caballeros
las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas
y a España por Flandes. Los cuatrocientos escudos llevamos; las mulas pensamos
vender. Nuestra hidalga intención y el largo camino es bastante disculpa de
nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal si no es cobarde. Nuestra partida es
ahora; la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced
como puede y estos sus menores discípulos deseamos.
De la fuente de Argales, puesto ya el pie en el estribo para caminar a Flandes.

Carriazo y Avendaño

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Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola y acudió presto a su valija y
el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta y, luego al punto, en la
mula que le había quedado, se partió a Burgos a dar las nuevas a sus amos con toda
presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar a sus hijos.
Pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque, así como dejó puesto a
caballo a Pedro Alonso, volvió a contar de lo que les sucedió a Avendaño y a
Carriazo a la entrada de Illescas, diciendo que al entrar de la puerta de la villa
encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en calzones de lienzo anchos,
jubones acuchillados de anjeo[906], sus coletos[907] de ante, dagas de ganchos y
espadas sin tiros[908]; al parecer, el uno venía de Sevilla y el otro iba a ella. El que iba
estaba diciendo al otro:
—Si no fueran mis amos tan adelante, todavía me detuviera algo más a
preguntarte mil cosas que deseo saber, porque me has maravillado mucho con lo que
has contado de que el conde ha ahorcado a Alonso Genís y a Ribera[909], sin querer
otorgarles la apelación.
—¡Oh pecador de mí! —replicó el sevillano—. Armoles el conde zancadilla y
cogiolos debajo de su jurisdición, que eran soldados y por contrabando se aprovechó
dellos, sin que la Audiencia se los pudiese quitar. Sábete, amigo, que tiene un
Bercebú[910] en el cuerpo este conde de Puñonrostro, que nos mete los dedos de su
puño en el alma. Barrida está Sevilla y diez leguas a la redonda de jácaros[911]; no
para ladrón en sus contornos. Todos le temen como al fuego, aunque ya se suena que
dejará presto el cargo de Asistente, porque no tiene condición para verse a cada paso
en dimes ni diretes con los señores de la Audiencia.
—¡Vivan ellos mil años —dijo el que iba a Sevilla—, que son padres de los
miserables y amparo de los desdichados! ¡Cuántos pobretes están mascando barro no
más de por la cólera de un juez absoluto, de un corregidor o mal informado o bien
apasionado! Más ven muchos ojos que dos: no se apodera tan presto el veneno de la
injusticia de muchos corazones como se apodera de uno solo.
—Predicador te has vuelto —dijo el de Sevilla— y, según llevas la retahíla, no
acabarás tan presto y yo no te puedo aguardar; y esta noche no vayas a posar donde
sueles, sino en la posada del Sevillano[912], porque verás en ella la más hermosa
fregona que se sabe. Marinilla, la de la venta Tejada[913], es asco en su comparación;
no te digo más sino que hay fama que el hijo del corregidor bebe los vientos por ella.
Uno desos mis amos que allá van jura que, al volver que vuelva al Andalucía, se ha
de estar dos meses en Toledo y en la misma posada, solo por hartarse de mirarla. Ya
le dejo yo en señal un pellizco y me llevo en contracambio un gran torniscón. Es dura
como un mármol y zahareña[914] como villana de Sayago[915] y áspera como una
ortiga pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el
sol y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles y en entrambas
hay también azucenas y jazmines. No te digo más, sino que la veas y verás que no te

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he dicho nada, según lo que te pudiera decir, acerca de su hermosura. En las dos
mulas rucias que sabes que tengo mías, la dotara de buena gana, si me la quisieran
dar por mujer; pero yo sé que no me la darán, que es joya para un arcipreste o para un
conde. Y otra vez torno a decir que allá lo verás. Y adiós, que me mudo.
Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversación dejó
mudos a los dos amigos que escuchado la habían, especialmente Avendaño, en quien
la simple relación que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona
despertó en él un intenso deseo de verla. También le despertó en Carriazo; pero no de
manera que no desease más llegar a sus almadrabas que detenerse a ver las pirámides
de Egipto o otra de las siete maravillas o todas juntas.
En repetir las palabras de los mozos y en remedar y contrahacer el modo y los
ademanes con que las decían, entretuvieron el camino hasta Toledo y luego, siendo la
guía Carriazo, que ya otra vez había estado en aquella ciudad, bajando por la Sangre
de Cristo[916], dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron a pedirla allí,
porque su traje no lo pedía.
Era ya anochecido y, aunque Carriazo importunaba a Avendaño que fuesen a otra
parte a buscar posada, no le pudo quitar de la puerta de la del Sevillano, esperando si
acaso parecía la tan celebrada fregona. Entrábase la noche y la fregona no salía;
desesperábase Carriazo y Avendaño se estaba quedo, el cual, por salir con su
intención, con excusa de preguntar por unos caballeros de Burgos que iban a la
ciudad de Sevilla, se entró hasta el patio de la posada y, apenas hubo entrado, cuando
de una sala que en el patio estaba vio salir una moza, al parecer de quince años, poco
más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero.
No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que
le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles. Quedó suspenso y atónito de
su hermosura y no acertó a preguntarle nada: tal era su suspensión y embelesamiento.
La moza, viendo aquel hombre delante de sí, le dijo:
—¿Qué busca, hermano? ¿Es por ventura criado de alguno de los huéspedes de
casa?
—No soy criado de ninguno, sino vuestro —respondió Avendaño, todo lleno de
turbación y sobresalto.
La moza, que de aquel modo se vio responder, dijo:
—Vaya, hermano, norabuena, que las que servimos no hemos menester criados.
Y, llamando a su señor, le dijo:
—Mire, señor, lo que busca este mancebo.
Salió su amo y preguntole qué buscaba. Él respondió que a unos caballeros de
Burgos que iban a Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le había enviado
delante por Alcalá de Henares, donde había de hacer un negocio que les importaba y
que junto con esto le mandó que se viniese a Toledo y le esperase en la posada del
Sevillano, donde vendría a apearse y que pensaba que llegaría aquella noche o otro
día a más tardar. Tan buen color dio Avendaño a su mentira, que a la cuenta del

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huésped pasó por verdad, pues le dijo:
—Quédese, amigo, en la posada, que aquí podrá esperar a su señor hasta que
venga.
—Muchas mercedes, señor huésped —respondió Avendaño—; y mande vuesa
merced que se me dé un aposento para mí y un compañero que viene conmigo, que
está allí fuera, que dineros traemos para pagarlo tan bien como otro.
—En buen hora —respondió el huésped.
Y, volviéndose a la moza, dijo:
—Costancica, di a Argüello que lleve a estos galanes al aposento del rincón y que
les eche sábanas limpias.
—Sí haré, señor —respondió Costanza, que así se llamaba la doncella.
Y, haciendo una reverencia a su amo, se les quitó delante, cuya ausencia fue para
Avendaño lo que suele ser al caminante ponerse el sol y sobrevenir la noche lóbrega y
escura. Con todo esto, salió a dar cuenta a Carriazo de lo que había visto y de lo que
dejaba negociado; el cual por mil señales conoció cómo su amigo venía herido de la
amorosa pestilencia; pero no le quiso decir nada por entonces, hasta ver si lo merecía
la causa de quien nacían las extraordinarias alabanzas y grandes hipérboles con que la
belleza de Costanza sobre los mismos cielos levantaba.
Entraron, en fin, en la posada y la Argüello, que era una mujer de hasta cuarenta y
cinco años, superintendente de las camas y aderezo de los aposentos, los llevó a uno
que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que podía hacer medio entre los
dos extremos. Pidieron de cenar; respondioles Argüello que en aquella posada no
daban de comer a nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes
traían de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado[917] había cerca,
donde sin escrúpulo de conciencia podían ir a cenar lo que quisiesen.
Tomaron los dos el consejo de Argüello y dieron con sus cuerpos en un bodego,
donde Carriazo cenó lo que le dieron y Avendaño lo que con él llevaba: que fueron
pensamientos e imaginaciones. Lo poco o nada que Avendaño comía admiraba
mucho a Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, al
volverse a la posada, le dijo:
—Conviene que mañana madruguemos, porque antes que entre la calor estemos
ya en Orgaz.
—No estoy en eso —respondió Avendaño—, porque pienso antes que desta
ciudad me parta ver lo que dicen que hay famoso en ella, como es el Sagrario, el
artificio de Juanelo[918], las Vistillas de San Agustín, la Huerta del Rey y la Vega[919].
—Norabuena —respondió Carriazo—: eso en dos días se podrá ver.
—En verdad que lo he de tomar de espacio, que no vamos a Roma a alcanzar
alguna vacante.
—¡Ta, ta! —replicó Carriazo—. A mí me maten, amigo, si no estáis vos con más
deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería.
—Así es la verdad —respondió Avendaño—; y tan imposible será apartarme de

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ver el rostro desta doncella, como no es posible ir al cielo sin buenas obras.
—¡Gallardo encarecimiento —dijo Carriazo— y determinación digna de un tan
generoso pecho como el vuestro! ¡Bien cuadra un don Tomás de Avendaño, hijo de
don Juan de Avendaño, caballero, lo que es bueno; rico, lo que basta; mozo, lo que
alegra; discreto, lo que admira, con enamorado y perdido por una fregona que sirve
en el mesón del Sevillano!
—Lo mismo me parece a mí que es —respondió Avendaño— considerar un don
Diego de Carriazo, hijo del mismo, caballero del hábito de Alcántara el padre, y el
hijo a pique de heredarle con su mayorazgo, no menos gentil en el cuerpo que en el
ánimo y con todos estos generosos atributos, verle enamorado, ¿de quién, si pensáis?
¿De la reina Ginebra[920]? No, por cierto, sino de la almadraba de Zahara, que es más
fea, a lo que creo, que un miedo de santo Antón[921].
—¡Pata es la traviesa[922], amigo! —respondió Carriazo—; por los filos que te
herí me has muerto; quédese aquí nuestra pendencia y vámonos a dormir y amanecerá
Dios y medraremos[923].
—Mira, Carriazo, hasta ahora no has visto a Costanza; en viéndola, te doy
licencia para que me digas todas las injurias o reprehensiones que quisieres.
—Ya sé yo en qué ha de parar esto —dijo Carriazo.
—¿En qué? —replicó Avendaño.
—En que yo me iré con mi almadraba y tú te quedarás con tu fregona —dijo
Carriazo.
—No seré yo tan venturoso —dijo Avendaño.
—Ni yo tan necio —respondió Carriazo— que, por seguir tu mal gusto, deje de
conseguir el bueno mío.
En estas pláticas llegaron a la posada y aun se les pasó en otras semejantes la
mitad de la noche. Y, habiendo dormido, a su parecer, poco más de una hora, los
despertó el son de muchas chirimías[924] que en la calle sonaban. Sentáronse en la
cama y estuvieron atentos y dijo Carriazo:
—Apostaré que es ya de día y que debe de hacerse alguna fiesta en un monasterio
de Nuestra Señora del Carmen que está aquí cerca y por eso tocan estas chirimías.
—No es eso —respondió Avendaño—, porque no ha tanto que dormimos que
pueda ser ya de día.
Estando en esto, sintieron llamar a la puerta de su aposento y, preguntando quién
llamaba, respondieron de fuera diciendo:
—Mancebos, si queréis oír una brava música, levantaos y asomaos a una reja que
sale a la calle, que está en aquella sala frontera, que no hay nadie en ella.
Levantáronse los dos, y cuando abrieron no hallaron persona ni supieron quién les
había dado el aviso; mas, porque oyeron el son de una arpa, creyeron ser verdad la
música y, así en camisa, como se hallaron, se fueron a la sala, donde ya estaban otros
tres o cuatro huéspedes puestos a las rejas; hallaron lugar y de allí a poco, al son de la
arpa y de una vihuela, con maravillosa voz, oyeron cantar este soneto, que no se le

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pasó de la memoria a Avendaño:

Raro, humilde sujeto, que levantas


a tan excelsa cumbre la belleza,
que en ella se excedió naturaleza
a sí misma y al cielo la adelantas;
si hablas o si ríes, o si cantas,
si muestras mansedumbre o aspereza,
efeto solo de tu gentileza,
las potencias del alma nos encantas.
Para que pueda ser más conocida
la sin par hermosura que contienes
y la alta honestidad de que blasonas,
deja el servir, pues debes ser servida
de cuantos ven sus manos y sus sienes
resplandecer por cetros y coronas.

No fue menester que nadie les dijese a los dos que aquella música se daba por
Costanza, pues bien claro lo había descubierto el soneto, que sonó de tal manera en
los oídos de Avendaño, que diera por bien empleado, por no haberle oído, haber
nacido sordo y estarlo todos los días de la vida que le quedaba, a causa que desde
aquel punto la comenzó a tener tan mala como quien se halló traspasado el corazón
de la rigurosa lanza de los celos. Y era lo peor que no sabía de quién debía o podía
tenerlos. Pero presto le sacó deste cuidado uno de los que a la reja estaban, diciendo:
—¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando músicas a una
fregona…! Verdad es que ella es de las más hermosas muchachas que yo he visto y
he visto muchas; mas no por esto había de solicitarla con tanta publicidad.
A lo cual añadió otro de los de la reja:
—Pues en verdad que he oído yo decir por cosa muy cierta que así hace ella
cuenta dél como si no fuese nadie: apostaré que se está ella agora durmiendo a sueño
suelto detrás de la cama de su ama, donde dicen que duerme, sin acordársele de
músicas ni canciones.
—Así es la verdad —replicó el otro—, porque es la más honesta doncella que se
sabe y es maravilla que, con estar en esta casa de tanto tráfago[925] y donde hay cada
día gente nueva, y andar por todos los aposentos, no se sabe della el menor desmán
del mundo.
Con esto que oyó, Avendaño tornó a revivir y a cobrar aliento para poder
escuchar otras muchas cosas, que al son de diversos instrumentos los músicos
cantaron, todas encaminadas a Costanza, la cual, como dijo el huésped, se estaba
durmiendo sin ningún cuidado.
Por venir el día, se fueron los músicos, despidiéndose con las chirimías.
Avendaño y Carriazo se volvieron a su aposento, donde durmió el que pudo hasta la

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mañana, la cual venida, se levantaron los dos, entrambos con deseo de ver a
Costanza; pero el deseo del uno era deseo curioso y el del otro deseo enamorado.
Pero a entrambos se los cumplió Costanza, saliendo de la sala de su amo tan hermosa
que a los dos les pareció que todas cuantas alabanzas le había dado el mozo de mulas
eran cortas y de ningún encarecimiento.
Su vestido era una saya y corpiños[926] de paño verde, con unos ribetes del mismo
paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta, plegado el cuello, con un
cabezón[927] labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache
sobre un pedazo de una coluna de alabastro, que no era menos blanca su garganta;
ceñida con un cordón de San Francisco y de una cinta pendiente, al lado derecho, un
gran manojo de llaves. No traía chinelas[928], sino zapatos de dos suelas, colorados,
con unas calzas que no se le parecían sino cuanto por un perfil mostraban también ser
coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan
largo el tranzado que por las espaldas le pasaba de la cintura; el color salía de castaño
y tocaba en rubio; pero, al parecer, tan limpio, tan igual y tan peinado que ninguno,
aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos
calabacillas de vidrio que parecían perlas; los mismos cabellos le servían de
garbín[929] y de tocas.
Cuando salió de la sala se persignó y santiguó y con mucha devoción y sosiego
hizo una profunda reverencia a una imagen de Nuestra Señora que en una de las
paredes del patio estaba colgada y, alzando los ojos, vio a los dos que mirándola
estaban y, apenas los hubo visto, cuando se retiró y volvió a entrar en la sala, desde la
cual dio voces a Argüello que se levantase.
Resta ahora por decir qué es lo que le pareció a Carriazo de la hermosura de
Costanza, que de lo que le pareció a Avendaño ya está dicho, cuando la vio la vez
primera. No digo más, sino que a Carriazo le pareció tan bien como a su compañero,
pero enamorole mucho menos y tan menos que quisiera no anochecer en la posada,
sino partirse luego para sus almadrabas.
En esto, a las voces de Costanza salió a los corredores la Argüello, con otras dos
mocetonas, también criadas de casa, de quien se dice que eran gallegas y el haber
tantas lo requería la mucha gente que acude a la posada del Sevillano, que es una de
las mejores y más frecuentadas que hay en Toledo. Acudieron también los mozos de
los huéspedes a pedir cebada; salió el huésped de casa a dársela, maldiciendo a sus
mozas, que por ellas se le había ido un mozo que la solía dar con muy buena cuenta y
razón, sin que le hubiese hecho menos, a su parecer, un solo grano. Avendaño, que
oyó esto, dijo:
—No se fatigue, señor huésped, deme el libro de la cuenta, que los días que
hubiere de estar aquí yo la tendré tan buena en dar la cebada y paja que pidieren, que
no eche menos al mozo que dice que se le ha ido.
—En verdad que os lo agradezca, mancebo —respondió el huésped—, porque yo
no puedo atender a esto, que tengo otras muchas cosas a que acudir fuera de casa.

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Bajad; daros he el libro y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo y
hacen trampantojos[930] un celemín[931] de cebada con menos conciencia que si fuese
de paja.
Bajó al patio Avendaño y entregose en el libro y comenzó a despachar celemines
como agua y a asentarlos por tan buena orden que el huésped, que lo estaba mirando,
quedó contento, y tanto, que dijo:
—Pluguiese a Dios que vuestro amo no viniese y que a vos os diese gana de
quedaros en casa, que a fe que otro gallo os cantase, porque el mozo que se me fue
vino a mi casa, habrá ocho meses, roto y flaco, y ahora lleva dos pares de vestidos
muy buenos y va gordo como una nutria. Porque quiero que sepáis, hijo, que en esta
casa hay muchos provechos, amén de los salarios.
—Si yo me quedase —replicó Avendaño— no repararía mucho en la ganancia;
que con cualquiera cosa me contentaría a trueco de estar en esta ciudad, que me dicen
que es la mejor de España.
—A lo menos —respondió el huésped— es de las mejores y más abundantes que
hay en ella; mas otra cosa nos falta ahora, que es buscar quien vaya por agua al río;
que también se me fue otro mozo que, con un asno que tengo famoso, me tenía
rebosando las tinajas y hecha un lago de agua la casa. Y una de las causas por que los
mozos de mulas se huelgan de traer sus amos a mi posada es por la abundancia de
agua que hallan siempre en ella; porque no llevan su ganado al río, sino dentro de
casa beben las cabalgaduras en grandes barreños.
Todo esto estaba oyendo Carriazo; el cual, viendo que ya Avendaño estaba
acomodado y con oficio en casa, no quiso él quedarse a buenas noches, y más, que
consideró el gran gusto que haría a Avendaño si le seguía el humor y, así, dijo al
huésped:
—Venga el asno, señor huésped, que tan bien sabré yo cinchalle y cargalle, como
sabe mi compañero asentar en el libro su mercancía.
—Sí —dijo Avendaño—, mi compañero Lope Asturiano servirá de traer agua
como un príncipe y yo le fío.
La Argüello, que estaba atenta desde el corredor a todas estas pláticas, oyendo
decir a Avendaño que él fiaba a su compañero, dijo:
—Dígame, gentilhombre, ¿y quién le ha de fiar a él? Que en verdad que me
parece que más necesidad tiene de ser fiado que de ser fiador.
—Calla, Argüello —dijo el huésped—, no te metas donde no te llaman; yo los fío
a entrambos y, por vida de vosotras, que no tengáis dares ni tomares[932] con los
mozos de casa, que por vosotras se me van todos.
—Pues qué —dijo otra moza—, ¿ya se quedan en casa estos mancebos? Para mi
santiguada[933], que si yo fuera camino con ellos, que nunca les fiara la bota.
—Déjese de chocarrerías, señora Gallega —respondió el huésped—, y haga su
hacienda y no se entremeta con los mozos, que la moleré a palos.
—¡Por cierto, sí! —replicó la Gallega—. ¡Mirad qué joyas para codiciallas! Pues

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en verdad que no me ha hallado el señor mi amo tan juguetona con los mozos de la
casa, ni de fuera, para tenerme en la mala piñón[934] que me tiene: ellos son bellacos y
se van cuando se les antoja, sin que nosotras les demos ocasión alguna. ¡Bonica gente
es ella, por cierto, para tener necesidad de apetites que les inciten a dar un madrugón
a sus amos cuando menos se percatan!
—Mucho habláis, Gallega hermana —respondió su amo—; punto en boca y
atended a lo que tenéis a vuestro cargo.
Ya en esto tenía Carriazo enjaezado el asno y, subiendo en él de un brinco, se
encaminó al río, dejando a Avendaño muy alegre de haber visto su gallarda
resolución.
He aquí: tenemos ya —en buena hora se cuente— a Avendaño hecho mozo del
mesón, con nombre de Tomás Pedro, que así dijo que se llamaba, y a Carriazo, con el
de Lope Asturiano hecho aguador: transformaciones dignas de anteponerse a las del
narigudo poeta[935].
A malas penas acabó de entender la Argüello que los dos se quedaban en casa,
cuando hizo designio sobre el Asturiano y le marcó por suyo, determinándose a
regalarle de suerte que, aunque él fuese de condición esquiva y retirada, le volviese
más blando que un guante. El mismo discurso hizo la Gallega melindrosa sobre
Avendaño y, como las dos, por trato y conversación y por dormir juntas, fuesen
grandes amigas, al punto declaró la una a la otra su determinación amorosa y desde
aquella noche determinaron de dar principio a la conquista de sus dos desapasionados
amantes. Pero lo primero que advirtieron fue en que les habían de pedir que no las
habían de pedir celos por cosas que las viesen hacer de sus personas, porque mal
pueden regalar las mozas a los de dentro si no hacen tributarios a los de fuera de casa.
«Callad, hermanos —decían ellas, como si los tuvieran presentes y fueran ya sus
verdaderos mancebos o amancebados—; callad y tapaos los ojos y dejad tocar el
pandero a quien sabe y que guíe la danza quien la entiende, y no habrá par de
canónigos en esta ciudad más regalados que vosotros lo seréis destas tributarias
vuestras».
Estas y otras razones desta sustancia y jaez dijeron la Gallega y la Argüello y, en
tanto, caminaba nuestro buen Lope Asturiano la vuelta del río, por la cuesta del
Carmen, puestos los pensamientos en sus almadrabas y en la súbita mutación de su
estado. O ya fuese por esto o porque la suerte así lo ordenase, en un paso estrecho, al
bajar de la cuesta, encontró con un asno de un aguador que subía cargado y, como él
descendía y su asno era gallardo, bien dispuesto y poco trabajado, tal encuentro dio al
cansado y flaco que subía, que dio con él en el suelo y, por haberse quebrado los
cántaros, se derramó también el agua, por cuya desgracia el aguador antiguo,
despechado y lleno de cólera, arremetió al aguador moderno, que aún se estaba
caballero y, antes que se desenvolviese y apease, le había pegado y asentado una
docena de palos tales que no le supieron bien al Asturiano.
Apeose, en fin; pero con tan malas entrañas que arremetió a su enemigo y,

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asiéndole con ambas manos por la garganta, dio con él en el suelo y tal golpe dio con
la cabeza sobre una piedra que se la abrió por dos partes, saliendo tanta sangre que
pensó que le había muerto.
Otros muchos aguadores que allí venían, como vieron a su compañero tan
malparado, arremetieron a Lope y tuviéronle asido fuertemente, gritando:
—¡Justicia, justicia; que este aguador ha muerto a un hombre!
Y, a vuelta destas razones y gritos, le molían a mojicones y a palos. Otros
acudieron al caído y vieron que tenía hendida la cabeza y que casi estaba expirando.
Subieron las voces de boca en boca por la cuesta arriba y en la plaza del Carmen
dieron en los oídos de un alguacil; el cual, con dos corchetes, con más ligereza que si
volara, se puso en el lugar de la pendencia, a tiempo que ya el herido estaba
atravesado sobre su asno y el de Lope asido, y Lope rodeado de más de veinte
aguadores, que no le dejaban rodear, antes le brumaban las costillas de manera que
más se pudiera temer de su vida que de la del herido, según menudeaban sobre él los
puños y las varas aquellos vengadores de la ajena injuria.
Llegó el alguacil, apartó la gente, entregó a sus corchetes al Asturiano y
antecogiendo[936] a su asno y al herido sobre el suyo, dio con ellos en la cárcel,
acompañado de tanta gente y de tantos muchachos que le seguían, que apenas podía
hender por las calles.
Al rumor de la gente, salió Tomás Pedro y su amo a la puerta de casa, a ver de
qué procedía tanta grita y descubrieron a Lope entre los dos corchetes, lleno de
sangre el rostro y la boca; miró luego por su asno el huésped y viole en poder de otro
corchete que ya se les había juntado. Preguntó la causa de aquellas prisiones; fuele
respondida la verdad del suceso; pesole por su asno, temiendo que le había de perder
o a lo menos hacer más costas por cobrarle que él valía.
Tomás Pedro siguió a su compañero, sin que le dejasen llegar a hablarle una
palabra: tanta era la gente que lo impedía y el recato de los corchetes y del alguacil
que le llevaba. Finalmente, no le dejó hasta verle poner en la cárcel y en un calabozo,
con dos pares de grillos y al herido en la enfermería, donde se halló a verle curar y
vio que la herida era peligrosa y mucho y lo mismo dijo el cirujano.
El alguacil se llevó a su casa los dos asnos y más cinco reales de a ocho que los
corchetes habían quitado a Lope.
Volviose a la posada lleno de confusión y de tristeza; halló al que ya tenía por
amo con no menos pesadumbre que él traía, a quien dijo de la manera que quedaba su
compañero y del peligro de muerte en que estaba el herido y del suceso de su asno.
Díjole más: que a su desgracia se le había añadido otra de no menor fastidio y era que
un grande amigo de su señor le había encontrado en el camino y le había dicho que su
señor, por ir muy de priesa y ahorrar dos leguas de camino, desde Madrid había
pasado por la barca de Aceca[937] y que aquella noche dormía en Orgaz y que le había
dado doce escudos que le diese, con orden de que se fuese a Sevilla, donde le
esperaba.

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—Pero no puede ser así —añadió Tomás—, pues no será razón que yo deje a mi
amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro. Mi amo me podrá perdonar por
ahora; cuanto más, que él es tan bueno y honrado, que dará por bien cualquier falta
que le hiciere, a trueco que no la haga a mi camarada. Vuesa merced, señor amo, me
la haga de tomar este dinero y acudir a este negocio y, en tanto que esto se gasta, yo
escribiré a mi señor lo que pasa, y sé que me enviará dineros que basten a sacarnos de
cualquier peligro.
Abrió los ojos de un palmo el huésped, alegre de ver que, en parte, iba saneando
la pérdida de su asno. Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía
personas en Toledo de tal calidad que valían mucho con la justicia, especialmente una
señora monja, parienta del corregidor, que le mandaba con el pie y que una lavandera
del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una
hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual
lavandera lavaba la ropa en casa. «Y, como esta pida a su hija, que sí pedirá, hable a
la hermana del fraile que hable a su hermano que hable al confesor y el confesor a la
monja y la monja guste de dar un billete, que será cosa fácil para el corregidor, donde
le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá
esperar buen suceso. Y esto ha de ser con tal que el aguador no muera y con que no
falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están
untados, gruñen más que carretas de bueyes».
En gracia le cayó a Tomás los ofrecimientos del favor que su amo le había hecho
y los infinitos y revueltos arcaduces[938] por donde le había derivado y, aunque
conoció que antes lo había dicho de socarrón que de inocente, con todo eso, le
agradeció su buen ánimo y le entregó el dinero, con promesa que no faltaría mucho
más, según él tenía la confianza en su señor, como ya le había dicho.
La Argüello, que vio atraillado[939] a su nuevo cuyo[940], acudió luego a la cárcel
a llevarle de comer; mas no se le dejaron ver, de que ella volvió muy sentida y
malcontenta; pero no por esto disistió de su buen propósito.
En resolución, dentro de quince días estuvo fuera de peligro el herido y a los
veinte declaró el cirujano que estaba del todo sano y ya en este tiempo había dado
traza Tomás cómo le viniesen cincuenta escudos de Sevilla y, sacándolos él de su
seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo y, como al
huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogía el
dinero, que por ser en escudos de oro le alegraba mucho.
Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez y en el asno y las
costas sentenciaron al Asturiano. Salió de la cárcel, pero no quiso volver a estar con
su compañero, dándole por disculpa que en los días que había estado preso le había
visitado la Argüello y requerídole de amores: cosa para él de tanta molestia y enfado,
que antes se dejara ahorcar que corresponder con el deseo de tan mala hembra; que lo
que pensaba hacer era, ya que él estaba determinado de seguir y pasar adelante con su
propósito, comprar un asno y usar el oficio de aguador en tanto que estuviesen en

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Toledo; que, con aquella cubierta, no sería juzgado ni preso por vagamundo y que,
con sola una carga de agua, se podía andar todo el día por la ciudad a sus anchuras,
mirando bobas.
—Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama de tener las
más discretas mujeres de España y que andan a una su discreción con su hermosura y
si no, míralo por Costancica, de cuyas sobras de belleza puede enriquecer no solo a
las hermosas desta ciudad, sino a las de todo el mundo.
—Paso, señor Tomás —replicó Lope—: vámonos poquito a poquito en esto de las
alabanzas de la señora fregona, si no quiere que, como le tengo por loco, le tenga por
hereje.
—¿Fregona has llamado a Costanza, hermano Lope? —respondió Tomás—. Dios
te lo perdone y te traiga a verdadero conocimiento de tu yerro.
—Pues ¿no es fregona? —replicó el Asturiano.
—Hasta ahora le tengo por ver fregar el primer plato.
—No importa —dijo Lope— no haberle visto fregar el primer plato, si le has
visto fregar el segundo y aun el centésimo.
—Yo te digo, hermano —replicó Tomás—, que ella no friega ni entiende en otra
cosa que en su labor y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es
mucha.
—Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad —dijo Lope— la fregona ilustre, si es
que no friega? Mas sin duda debe de ser que, como friega plata y no loza, la dan
nombre de ilustre. Pero, dejando esto aparte, dime, Tomás: ¿en qué estado están tus
esperanzas?
—En el de perdición —respondió Tomás—, porque, en todos estos días que has
estado preso, nunca la he podido hablar una palabra y, a muchas que los huéspedes le
dicen, con ninguna otra cosa responde que con bajar los ojos y no desplegar los
labios; tal es su honestidad y su recato que no menos enamora con su recogimiento
que con su hermosura. Lo que me trae alcanzado de paciencia[941] es saber que el hijo
del corregidor, que es mozo brioso y algo atrevido, muere por ella y la solicita con
músicas; que pocas noches se pasan sin dársela, y tan al descubierto, que en lo que
cantan la nombran, la alaban y la solenizan. Pero ella no las oye, ni desde que
anochece hasta la mañana no sale del aposento de su ama, escudo que no deja que me
pase el corazón la dura saeta de los celos.
—Pues ¿qué piensas hacer con el imposible que se te ofrece en la conquista desta
Porcia, desta Minerva y desta nueva Penélope[942], que en figura de doncella y de
fregona te enamora, te acobarda y te desvanece?
—Haz la burla que de mí quisieres, amigo Lope, que yo sé que estoy enamorado
del más hermoso rostro que pudo formar naturaleza y de la más incomparable
honestidad que ahora se puede usar en el mundo. Costanza se llama y no Porcia,
Minerva o Penélope; en un mesón sirve, que no lo puedo negar, pero, ¿qué puedo yo
hacer, si me parece que el destino con oculta fuerza me inclina, y la elección con

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claro discurso me mueve a que la ador? Mira, amigo: no sé cómo te diga —prosiguió
Tomás— de la manera con que amor el bajo sujeto desta fregona, que tú llamas, me
le encumbra y levanta tan alto que viéndole no le vea y conociéndole le desconozca.
No es posible que, aunque lo procuro, pueda un breve término contemplar, si así se
puede decir, en la bajeza de su estado, porque luego acuden a borrarme este
pensamiento su belleza, su donaire, su sosiego, su honestidad y recogimiento y me
dan a entender que, debajo de aquella rústica corteza, debe de estar encerrada y
escondida alguna mina de gran valor y de merecimiento grande. Finalmente, sea lo
que se fuere, yo la quiero bien y no con aquel amor vulgar con que a otras he querido,
sino con amor tan limpio que no se extiende a más que a servir y a procurar que ella
me quiera, pagándome con honesta voluntad lo que a la mía, también honesta, se
debe.
A este punto, dio una gran voz el Asturiano y, como exclamando, dijo:
—¡Oh amor platónico! ¡Oh fregona ilustre! ¡Oh felicísimos tiempos los nuestros,
donde vemos que la belleza enamora sin malicia, la honestidad enciende sin que
abrase, el donaire da gusto sin que incite, la bajeza del estado humilde obliga y fuerza
a que le suban sobre la rueda de la que llaman Fortuna! ¡Oh pobres atunes míos, que
os pasáis este año sin ser visitados deste tan enamorado y aficionado vuestro! Pero el
que viene yo haré la enmienda, de manera que no se quejen de mí los mayorales de
las mis deseadas almadrabas.
A esto dijo Tomás:
—Ya veo, Asturiano, cuán al descubierto te burlas de mí. Lo que podías hacer es
irte norabuena a tu pesquería, que yo me quedaré en mi caza y aquí me hallarás a la
vuelta. Si quisieres llevarte contigo el dinero que te toca, luego te lo daré y ve en paz
y cada uno siga la senda por donde su destino le guiare.
—Por más discreto te tenía —replicó Lope—; y ¿tú no ves que lo que digo es
burlando? Pero, ya que sé que tú hablas de veras, de veras te serviré en todo aquello
que fuere de tu gusto. Una cosa sola te pido, en recompensa de las muchas que pienso
hacer en tu servicio: y es que no me pongas en ocasión de que la Argüello me
requiebre ni solicite; porque antes romperé con tu amistad que ponerme a peligro de
tener la suya. Vive Dios, amigo, que habla más que un relator[943] y que le huele el
aliento a rasuras[944] desde una legua: todos los dientes de arriba son postizos y tengo
para mí que los cabellos son cabellera[945] y, para adobar y suplir estas faltas, después
que me descubrió su mal pensamiento, ha dado en afeitarse[946] con albayalde[947] y
así se jalbega[948] el rostro, que no parece sino mascarón de yeso puro.
—Todo eso es verdad —replicó Tomás— y no es tan mala la Gallega que a mí me
martiriza. Lo que se podrá hacer es que esta noche sola estés en la posada y mañana
comprarás el asno que dices y buscarás dónde esta y, así, huirás los encuentros de
Argüello y yo quedaré sujeto a los de la Gallega y a los irreparables de los rayos de la
vista de mi Costanza.
En esto se convinieron los dos amigos y se fueron a la posada, adonde de la

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Argüello fue con muestras de mucho amor recebido el Asturiano. Aquella noche
hubo un baile a la puerta de la posada, de muchos mozos de mulas que en ella y en
las convecinas había. El que tocó la guitarra fue el Asturiano; las bailadoras, amén de
las dos gallegas y de la Argüello, fueron otras tres mozas de otra posada. Juntáronse
muchos embozados, con más deseo de ver a Costanza que el baile, pero ella no
pareció ni salió a verle, con que dejó burlados muchos deseos.
De tal manera tocaba la guitarra Lope, que decían que la hacía hablar. Pidiéronle
las mozas y con más ahínco la Argüello, que cantase algún romance; él dijo que,
como ellas le bailasen al modo como se canta y baila en las comedias, que le cantaría
y que, para que no lo errasen, que hiciesen todo aquello que él dijese cantando y no
otra cosa.
Había entre los mozos de mulas bailarines y entre las mozas ni más ni menos.
Mondó[949] el pecho Lope, escupiendo dos veces, en el cual tiempo pensó lo que diría
y, como era de presto, fácil y lindo ingenio, con una felicísima corriente, de
improviso comenzó a cantar desta manera:

Salga la hermosa Argüello,


moza una vez y no más
y haciendo una reverencia
dé dos pasos hacia atrás.
De la mano la arrebate
el que llaman Barrabás,
andaluz, mozo de mulas,
canónigo del Compás[950].
De las dos mozas gallegas
que en esta posada están,
salga la más carigorda
en cuerpo y sin devantal.
Engarráfela[951] Torote
y todos cuatro a la par,
con mudanzas y meneos,
den principio a un contrapás[952].

Todo lo que iba cantando el Asturiano hicieron al pie de la letra ellos y ellas; mas,
cuando llegó a decir que diesen principio a un contrapás, respondió Barrabás, que así
le llamaban por mal nombre al bailarín mozo de mulas:
—Hermano músico, mire lo que canta y no moteje a naide de mal vestido, porque
aquí no hay naide con trapos, y cada uno se viste como Dios le ayuda.
El huésped, que oyó la ignorancia del mozo, le dijo:
—Hermano mozo, contrapás es un baile extranjero y no motejo de mal vestidos.
—Si eso es —replicó el mozo—, no hay para qué nos metan en dibujos[953]:

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toquen sus zarabandas, chaconas y folías[954] al uso y escudillen[955] como quisieren,
que aquí hay presonas que les sabrán llenar las medidas hasta el gollete[956].
El Asturiano, sin replicar palabra, prosiguió su canto diciendo:

Entren, pues, todas las ninfas


y los ninfos que han de entrar,
que el baile de la chacona
es más ancho que la mar.
Requieran las castañetas
y bájense a refregar
las manos por esa arena
o tierra del muladar.
Todos lo han hecho muy bien,
no tengo qué les retar,
santígüense y den al diablo
dos higas de su higueral.
Escupan al hideputa
porque nos deje holgar,
puesto que de la chacona
nunca se suele apartar.
Cambio el son, divina Argüello,
más bella que un hospital,
pues eres mi nueva musa,
tu favor me quieras dar.
El baile de la chacona
encierra la vida bona.

Hállase allí el ejercicio


que la salud acomoda,
sacudiendo de los miembros
a la pereza poltrona.
Bulle la risa en el pecho
de quien baila y de quien toca,
del que mira y del que escucha
baile y música sonora.
Vierten azogue[957] los pies,
derrítese la persona
y con gusto de sus dueños
las mulillas se descorchan[958].
El brío y la ligereza
en los viejos se remoza
y en los mancebos se ensalza
y sobremodo se entona,

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que el baile de la chacona
encierra la vida bona.

¡Qué de veces ha intentado


aquesta noble señora,
con la alegre zarabanda,
el Péseme y Perra mora[959],
entrarse por los resquicios
de las casas religiosas
a inquietar la honestidad
que en las santas celdas mora!
¡Cuántas fue vituperada
de los mismos que la adoran!
Porque imagina el lascivo
y al que es necio se le antoja,
que el baile de chacona
encierra la vida bona.

Esta indiana amulatada,


de quien la fama pregona
que ha hecho más sacrilegios
e insultos que hizo Aroba;
esta, a quien es tributaria
la turba de las fregonas,
la caterva de los pajes
y de lacayos las tropas,
dice, jura y no revienta,
que, a pesar de la persona
del soberbio zambapalo,
ella es la flor de la olla,
y que sola la chacona
encierra la vida bona.

En tanto que Lope cantaba, se hacían rajas bailando la turbamulta de los mulantes
y fregatrices[960] del baile, que llegaban a doce y, en tanto que Lope se acomodaba a
pasar adelante cantando otras cosas de más tomo[961], sustancia y consideración de
las cantadas, uno de los muchos embozados que el baile miraban dijo, sin quitarse el
embozo:
—¡Calla, borracho! ¡Calla, cuero! ¡Calla, odrina[962], poeta de viejo, músico
falso!
Tras esto, acudieron otros, diciéndole tantas injurias y muecas que Lope tuvo por
bien de callar; pero los mozos de mulas lo tuvieron tan mal que si no fuera por el

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huésped, que con buenas razones los sosegó, allí fuera la de Mazagatos[963] y, aun
con todo eso, no dejaran de menear las manos si a aquel instante no llegara la justicia
y los hiciera recoger a todos.
Apenas se habían retirado, cuando llegó a los oídos de todos los que en el barrio
despiertos estaban una voz de un hombre que, sentado sobre una piedra, frontero de
la posada del Sevillano, cantaba con tan maravillosa y suave armonía que los dejó
suspensos y les obligó a que le escuchasen hasta el fin. Pero el que más atento estuvo
fue Tomás Pedro, como aquel a quien más le tocaba, no solo el oír la música, sino
entender la letra, que para él no fue oír canciones, sino cartas de excomunión que le
acongojaban el alma; porque lo que el músico cantó fue este romance:

¿Dónde estás, que no pareces,


esfera de la hermosura,
belleza a la vida humana
de divina compostura?
Cielo impíreo[964], donde amor
tiene su estancia segura;
primer moble[965], que arrebata
tras sí todas las venturas;
lugar cristalino, donde
transparentes aguas puras
enfrían de amor las llamas,
las acrecientan y apuran;
nuevo hermoso firmamento,
donde dos estrellas juntas,
sin tomar la luz prestada,
al cielo y al suelo alumbran;
alegría que se opone
a las tristezas confusas
del padre que da a sus hijos
en su vientre sepultura;
humildad que se resiste
de la alteza con que encumbran
el gran Jove[966], a quien influye
su benignidad, que es mucha;
red invisible y sutil,
que pone en prisiones duras
al adúltero guerrero[967]
que de las batallas triunfa;
cuarto cielo y sol segundo[968],
que el primero deja a escuras
cuando acaso deja verse:

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que el verle es caso y ventura;
grave embajador[969], que hablas
con tan extraña cordura,
que persuades callando,
aún más de lo que procuras;
del segundo cielo tienes
no más que la hermosura
y del primero, no más
que el resplandor de la luna;
esta esfera sois, Costanza,
puesta, por corta fortuna,
en lugar que, por indigno,
vuestras venturas deslumbra.
Fabricad vos vuestra suerte,
consintiendo se reduzga
la entereza a trato al uso,
la esquividad a blandura.
Con esto veréis, señora,
que envidian vuestra fortuna
las soberbias por linaje,
las grandes por hermosura.
Si queréis ahorrar camino,
la más rica y la más pura
voluntad en mí os ofrezco
que vio amor en alma alguna.

El acabar estos últimos versos y el llegar volando dos medios ladrillos fue todo
uno, que, si como dieron junto a los pies del músico le dieran en mitad de la cabeza,
con facilidad le sacaran de los cascos la música y la poesía. Asombrose el pobre y dio
a correr por aquella cuesta arriba con tanta priesa que no le alcanzara un galgo.
¡Infelice estado de los músicos, murciégalos y lechuzos, siempre sujetos a semejantes
lluvias y desmanes!
A todos los que escuchado habían la voz del apedreado, les pareció bien; pero a
quien mejor fue a Tomás Pedro, que admiró la voz y el romance; mas quisiera él que
de otra que Costanza naciera la ocasión de tantas músicas, puesto que a sus oídos
jamás llegó ninguna. Contrario deste parecer fue Barrabás, el mozo de mulas, que
también estuvo atento a la música; porque, así como vio huir al músico, dijo:
—¡Allá irás, mentecato, trovador de Judas, que pulgas te coman los ojos! Y
¿quién diablos te enseñó a cantar a una fregona cosas de esferas y de cielos,
llamándola lunes y martes y de ruedas de Fortuna? Dijérasla, noramala para ti y para
quien le hubiere parecido bien tu trova, que es tiesa como un espárrago, entonada
como un plumaje, blanca como una leche, honesta como un fraile novicio, melindrosa

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y zahareña[970] como una mula de alquiler y más dura que un pedazo de argamasa;
que, como esto le dijeras, ella lo entendiera y se holgara; pero llamarla embajador y
red y moble y alteza y bajeza, más es para decirlo a un niño de la dotrina[971] que a
una fregona. Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no
hay diablo que las entienda. Yo, a lo menos, aunque soy Barrabás, estas que ha
cantado este músico de ninguna manera las entrevo[972]: ¡miren qué hará Costancica!
Pero ella lo hace mejor; que se está en su cama haciendo burla del mismo Preste Juan
de las Indias[973]. Este músico, a lo menos, no es de los del hijo del corregidor, que
aquellos son muchos y una vez que otra se dejan entender; pero este, ¡voto a tal que
me deja mohíno[974]!
Todos los que escucharon a Barrabás recibieron gran gusto y tuvieron su censura
y parecer por muy acertado.
Con esto, se acostaron todos y, apenas estaba sosegada la gente, cuando sintió
Lope que llamaban a la puerta de su aposento muy paso. Y, preguntando quién
llamaba, fuele respondido con voz baja:
—La Argüello y la Gallega somos: ábrannos que nos morimos de frío.
—Pues en verdad —respondió Lope— que estamos en la mitad de los
caniculares[975].
—Déjate de gracias, Lope —replicó la Gallega—: levántate y abre, que venimos
hechas unas archiduquesas.
—¿Archiduquesas y a tal hora? —respondió Lope—. No creo en ellas; antes
entiendo que sois brujas o unas grandísimas bellacas: idos de ahí luego; si no, por
vida de…, hago juramento que si me levanto, que con los hierros de mi pretina os
tengo de poner las posaderas como unas amapolas.
Ellas, que se vieron responder tan acerbamente y tan fuera de aquello que primero
se imaginaron, temieron la furia del Asturiano y, defraudadas sus esperanzas y
borrados sus designios, se volvieron tristes y malaventuradas a sus lechos; aunque,
antes de apartarse de la puerta, dijo la Argüello, poniendo los hocicos por el agujero
de la llave:
—No es la miel para la boca del asno.
Y con esto, como si hubiera dicho una gran sentencia y tomado una justa
venganza, se volvió, como se ha dicho, a su triste cama.
Lope, que sintió que se habían vuelto, dijo a Tomás Pedro, que estaba despierto:
—Mirad, Tomás: ponedme vos a pelear con dos gigantes y en ocasión que me sea
forzoso desquijarar por vuestro servicio media docena o una de leones, que yo lo haré
con más facilidad que beber una taza de vino; pero que me pongáis en necesidad que
me tome a brazo partido con la Argüello, no lo consentiré si me asaetean. ¡Mirad qué
doncellas de Dinamarca[976] nos había ofrecido la suerte esta noche! Ahora bien,
amanecerá Dios y medraremos.
—Ya te he dicho, amigo —respondió Tomás—, que puedes hacer tu gusto, o ya

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en irte a tu romería, o ya en comprar el asno y hacerte aguador, como tienes
determinado.
—En lo de ser aguador me afirmo —respondió Lope—. Y durmamos lo poco que
queda hasta venir el día, que tengo esta cabeza mayor que una cuba y no estoy para
ponerme ahora a departir contigo.
Durmiéronse; vino el día, levantáronse y acudió Tomás a dar cebada y Lope se
fue al mercado de las bestias, que es allí junto, a comprar un asno que fuese tal como
bueno.
Sucedió, pues, que Tomás, llevado de sus pensamientos y de la comodidad que le
daba la soledad de las siestas, había compuesto en algunas unos versos amorosos y
escrítolos en el mismo libro do tenía la cuenta de la cebada, con intención de sacarlos
aparte en limpio y romper o borrar aquellas hojas. Pero, antes que esto hiciese,
estando él fuera de casa y habiéndose dejado el libro sobre el cajón de la cebada, le
tomó su amo y, abriéndole para ver cómo estaba la cuenta, dio con los versos, que
leídos le turbaron y sobresaltaron. Fuese con ellos a su mujer y, antes que se los
leyese, llamó a Costanza y, con grandes encarecimientos, mezclados con amenazas, le
dijo le dijese si Tomás Pedro, el mozo de la cebada, la había dicho algún requiebro o
alguna palabra descompuesta o que diese indicio de tenerla afición. Costanza juró que
la primera palabra, en aquella o en otra materia alguna, estaba aún por hablarla y que
jamás, ni aun con los ojos, le había dado muestras de pensamiento malo alguno.
Creyéronla sus amos, por estar acostumbrados a oírla siempre decir verdad en
todo cuanto le preguntaban. Dijéronla que se fuese de allí y el huésped dijo a su
mujer:
—No sé qué me diga desto. Habréis de saber, señora, que Tomás tiene escritas en
este libro de la cebada unas coplas que me ponen mala espina que está enamorado de
Costancica.
—Veamos las coplas —respondió la mujer—, que yo os diré lo que en eso debe
de haber.
—Así será, sin duda alguna —replicó su marido—; que, como sois poeta, luego
daréis en su sentido.
—No soy poeta —respondió la mujer—, pero ya sabéis vos que tengo buen
entendimiento y que sé rezar en latín las cuatro oraciones[977].
—Mejor haríades de rezallas en romance: que ya os dijo vuestro tío el clérigo que
decíades mil gazafatones[978] cuando rezábades en latín y que no rezábades nada.
—Esa flecha de la aljaba[979] de su sobrina ha salido, que está envidiosa de verme
tomar las Horas[980] de latín en la mano y irme por ellas como por viña vendimiada.
—Sea como vos quisiéredes —respondió el huésped—. Estad atenta, que las
coplas son estas:

¿Quién de amor venturas halla?


El que calla.

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¿Quién triunfa de su aspereza?
La firmeza.
¿Quién da alcance a su alegría?
La porfía.
Dese modo, bien podría
esperar dichosa palma
si en esta empresa mi alma
calla, está firme y porfía.

¿Con quién se sustenta amor?


Con favor.
¿Y con qué mengua su furia?
Con la injuria.
¿Antes con desdenes crece?
Desfallece.
Claro en esto se parece
que mi amor será inmortal,
pues la causa de mi mal
ni injuria ni favorece.

Quien desespera, ¿qué espera?


Muerte entera.
Pues, ¿qué muerte el mal remedia?
La que es media.
Luego, ¿bien será morir?
Mejor sufrir.
Porque se suele decir
y esta verdad se reciba
que tras la tormenta esquiva
suele la calma venir.

¿Descubriré mi pasión?
En ocasión.
¿Y si jamás se me da?
Sí hará.
Llegará la muerte en tanto.
Llegue a tanto
tu limpia fe y esperanza,
que, en sabiéndolo Costanza,
convierta en risa tu llanto.

—¿Hay más? —dijo la huéspeda.


—No —respondió el marido—; pero, ¿qué os parece destos versos?

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—Lo primero —dijo ella—, es menester averiguar si son de Tomás.
—En eso no hay que poner duda —replicó el marido—, porque la letra de la
cuenta de la cebada y la de las coplas toda es una, sin que se pueda negar.
—Mirad, marido —dijo la huéspeda—: a lo que yo veo, puesto que las coplas
nombran a Costancica, por donde se puede pensar que se hicieron para ella, no por
eso lo habemos de afirmar nosotros por verdad, como si se los viéramos escribir;
cuanto más, que otras Costanzas que la nuestra hay en el mundo; pero, ya que sea por
esta, ahí no le dice nada que la deshonre ni la pide cosa que le importe. Estemos a la
mira y avisemos a la muchacha, que si él está enamorado della, a buen seguro que él
haga más coplas y que procure dárselas.
—¿No sería mejor —dijo el marido— quitarnos desos cuidados y echarle de
casa?
—Eso —respondió la huéspeda— en vuestra mano está; pero en verdad que,
según vos decís, el mozo sirve de manera que sería conciencia el despedille por tan
liviana ocasión.
—Ahora bien —dijo el marido—, estaremos alerta, como vos decís y el tiempo
nos dirá lo que habemos de hacer.
Quedaron en esto, y tornó a poner el huésped el libro donde le había hallado.
Volvió Tomás ansioso a buscar su libro, hallole, y porque no le diese otro sobresalto,
trasladó las coplas y rasgó aquellas hojas y propuso de aventurarse a descubrir su
deseo a Costanza en la primera ocasión que se le ofreciese. Pero, como ella andaba
siempre sobre los estribos de su honestidad y recato, a ninguno daba lugar de miralla,
cuanto más de ponerse a pláticas con ella y, como había tanta gente y tantos ojos de
ordinario en la posada, aumentaba más la dificultad de hablarla, de que se
desesperaba el pobre enamorado.
Mas habiendo salido aquel día Costanza con una toca ceñida por las mejillas y
dicho a quien se lo preguntó que por qué se la había puesto, que tenía un gran dolor
de muelas, Tomás, a quien sus deseos avivaban el entendimiento, en un instante
discurrió lo que sería bueno que hiciese y dijo:
—Señora Costanza, yo le daré una oración en escrito, que a dos veces que la rece
se le quitará como con la mano su dolor.
—Norabuena —respondió Costanza—; que yo la rezaré porque sé leer.
—Ha de ser con condición —dijo Tomás— que no la ha de mostrar a nadie,
porque la estimo en mucho y no será bien que por saberla muchos se menosprecie.
—Yo le prometo —dijo Costanza—, Tomás, que no la dé a nadie y démela luego,
porque me fatiga mucho el dolor.
—Yo la trasladaré de la memoria —respondió Tomás— y luego se la daré.
Estas fueron las primeras razones que Tomás dijo a Costanza y Costanza a Tomás,
en todo el tiempo que había que estaba en casa, que ya pasaban de veinte y cuatro
días. Retirose Tomás y escribió la oración y tuvo lugar de dársela a Costanza sin que
nadie lo viese y ella, con mucho gusto y más devoción, se entró en un aposento a

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solas y abriendo el papel vio que decía desta manera:

Señora de mi alma:
Yo soy un caballero natural de Burgos; si alcanzo de días a mi padre, heredo
un mayorazgo de seis mil ducados de renta. A la fama de vuestra hermosura, que
por muchas leguas se extiende, dejé mi patria, mudé vestido, y en el traje que me
veis vine a servir a vuestro dueño; si vos lo quisiéredes ser mío, por los medios
que más a vuestra honestidad convengan, mirad qué pruebas queréis que haga
para enteraros desta verdad y, enterada en ella, siendo gusto vuestro, seré vuestro
esposo y me tendré por el más bien afortunado del mundo. Solo, por ahora, os
pido que no echéis tan enamorados y limpios pensamientos como los míos en la
calle; que si vuestro dueño los sabe y no los cree, me condenará a destierro de
vuestra presencia, que sería lo mismo que condenarme a muerte. Dejadme,
señora, que os vea hasta que me creáis, considerando que no merece el riguroso
castigo de no veros el que no ha cometido otra culpa que adoraros. Con los ojos
podréis responderme, a hurto de los muchos que siempre os están mirando; que
ellos son tales que airados matan y piadosos resucitan.

En tanto que Tomás entendió que Costanza se había ido a leer su papel, le estuvo
palpitando el corazón, temiendo y esperando o ya la sentencia de su muerte o la
restauración de su vida. Salió en esto Costanza, tan hermosa, aunque rebozada, que si
pudiera recebir aumento su hermosura con algún accidente, se pudiera juzgar que el
sobresalto de haber visto en el papel de Tomás otra cosa tan lejos de la que pensaba
había acrecentado su belleza. Salió con el papel entre las manos hecho menudas
piezas y dijo a Tomás, que apenas se podía tener en pie:
—Hermano Tomás, esta tu oración más parece hechicería y embuste que oración
santa y así, yo no la quiero creer ni usar della y por eso la he rasgado, porque no la
vea nadie que sea más crédula que yo. Aprende otras oraciones más fáciles, porque
esta será imposible que te sea de provecho.
En diciendo esto, se entró con su ama y Tomás quedó suspenso, pero algo
consolado, viendo que en solo el pecho de Costanza quedaba el secreto de su deseo;
pareciéndole que, pues no había dado cuenta dél a su amo, por lo menos no estaba en
peligro de que le echasen de casa. Pareciole que en el primero paso que había dado en
su pretensión había atropellado por mil montes de inconvenientes y que, en las cosas
grandes y dudosas, la mayor dificultad está en los principios.
En tanto que esto sucedió en la posada, andaba el Asturiano comprando el asno
donde los vendían y, aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano
anduvo muy solícito por encajalle uno que más caminaba por el azogue[981] que le
había echado en los oídos que por ligereza suya; pero lo que contentaba con el paso
desagradaba con el cuerpo, que era muy pequeño y no del grandor y talle que Lope
quería, que le buscaba suficiente para llevarle a él por añadidura, ora fuesen vacíos o

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llenos los cántaros.
Llegose a él en esto un mozo y díjole al oído:
—Galán, si busca bestia cómoda para el oficio de aguador, yo tengo un asno aquí
cerca, en un prado, que no le hay mejor ni mayor en la ciudad y aconséjole que no
compre bestia de gitanos porque, aunque parezcan sanas y buenas, todas son falsas y
llenas de dolamas[982]; si quiere comprar la que le conviene, véngase conmigo y calle
la boca.
Creyole el Asturiano y díjole que guiase adonde estaba el asno que tanto
encarecía. Fuéronse los dos mano a mano, como dicen, hasta que llegaron a la Huerta
del Rey, donde a la sombra de una azuda[983] hallaron muchos aguadores, cuyos
asnos pacían en un prado que allí cerca estaba. Mostró el vendedor su asno, tal que le
hinchó el ojo al Asturiano, y de todos los que allí estaban fue alabado el asno de
fuerte, de caminador y comedor sobremanera. Hicieron su concierto y, sin otra
seguridad ni información, siendo corredores y medianeros los demás aguadores, dio
diez y seis ducados por el asno, con todos los adherentes del oficio.
Hizo la paga real en escudos de oro. Diéronle el parabién de la compra y de la
entrada en el oficio y certificáronle que había comprado un asno dichosísimo porque
el dueño que le dejaba, sin que se le mancase ni matase había ganado con él en menos
tiempo de un año, después de haberse sustentado a él y al asno honradamente, dos
pares de vestidos y más aquellos diez y seis ducados, con que pensaba volver a su
tierra, donde le tenían concertado un casamiento con una media parienta suya.
Amén de los corredores del asno, estaban otros cuatro aguadores jugando a la
primera[984], tendidos en el suelo, sirviéndoles de bufete[985] la tierra y de
sobremesa[986] sus capas. Púsose el Asturiano a mirarlos y vio que no jugaban como
aguadores, sino como arcedianos[987], porque tenía de resto[988] cada uno más de cien
reales en cuartos y en plata. Llegó una mano de echar todos el resto y si uno no diera
partido a otro, él hiciera mesa gallega[989]. Finalmente, a los dos en aquel resto se les
acabó el dinero y se levantaron; viendo lo cual el vendedor del asno dijo que si
hubiera cuarto, que él jugara, porque era enemigo de jugar en tercio. El Asturiano,
que era de propiedad del azúcar, que jamás gastó menestra[990], como dice el italiano,
dijo que él haría cuarto. Sentáronse luego, anduvo la cosa de buena manera y,
queriendo jugar antes el dinero que el tiempo, en poco rato perdió Lope seis escudos
que tenía y, viéndose sin blanca, dijo que si le querían jugar el asno, que él le jugaría.
Acetáronle el envite y hizo de resto un cuarto del asno, diciendo que por cuartos
quería jugarle. Díjole tan mal que en cuatro restos consecutivamente perdió los cuatro
cuartos del asno y ganóselos el mismo que se le había vendido y, levantándose para
volverse a entregarse en él, dijo el Asturiano que advirtiesen que él solamente había
jugado los cuatro cuartos del asno, pero la cola, que se la diesen y se le llevasen
norabuena.
Causoles risa a todos la demanda de la cola y hubo letrados que fueron de parecer

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que no tenía razón en lo que pedía, diciendo que cuando se vende un carnero o otra
res alguna no se saca ni quita la cola, que con uno de los cuartos traseros ha de ir
forzosamente. A lo cual replicó Lope que los carneros de Berbería[991] ordinariamente
tienen cinco cuartos y que el quinto es de la cola y, cuando los tales carneros se
cuartean, tanto vale la cola como cualquier cuarto; y que a lo de ir la cola junto con la
res que se vende viva y no se cuartea, que lo concedía; pero que la suya no fue
vendida, sino jugada y que nunca su intención fue jugar la cola y que al punto se la
volviesen luego con todo lo a ella anejo y concerniente, que era desde la punta del
celebro, contada la osamenta del espinazo, donde ella tomaba principio y decendía,
hasta parar en los últimos pelos della.
—Dadme vos —dijo uno— que ello sea así como decís y que os la den como la
pedís y sentaos junto a lo que del asno queda.
—¡Pues así es! —replicó Lope—. Venga mi cola; si no, por Dios que no me
lleven el asno si bien viniesen por él cuantos aguadores hay en el mundo y no piensen
que por ser tantos los que aquí están me han de hacer superchería, porque soy yo un
hombre que me sabré llegar a otro hombre y meterle dos palmos de daga por las
tripas sin que sepa de quién, por dónde o cómo le vino; y más, que no quiero que me
paguen la cola rata por cantidad, sino que quiero que me la den en ser y la corten del
asno como tengo dicho.
Al ganancioso y a los demás les pareció no ser bien llevar aquel negocio por
fuerza, porque juzgaron ser de tal brío el Asturiano, que no consentiría que se la
hiciesen; el cual, como estaba hecho al trato de las almadrabas, donde se ejercita todo
género de rumbo y jácara[992] y de extraordinarios juramentos y boatos[993], voleó allí
el capelo y empuñó un puñal que debajo del capotillo traía y púsose en tal postura
que infundió temor y respeto en toda aquella aguadora compañía. Finalmente, uno
dellos, que parecía de más razón y discurso, los concertó en que se echase la cola
contra un cuarto del asno a una quínola o a dos y pasante[994]. Fueron contentos, ganó
la quínola Lope; picose el otro, echó el otro cuarto y a otras tres manos quedó sin
asno. Quiso jugar el dinero; no quería Lope, pero tanto le porfiaron todos que lo hubo
de hacer, con que hizo el viaje del desposado, dejándole sin un solo maravedí y fue
tanta la pesadumbre que desto recibió el perdidoso, que se arrojó en el suelo y
comenzó a darse de calabazadas por la tierra. Lope, como bien nacido y como liberal
y compasivo, le levantó y le volvió todo el dinero que le había ganado y los diez y
seis ducados del asno y aun de los que él tenía repartió con los circunstantes, cuya
extraña liberalidad pasmó a todos y si fueran los tiempos y las ocasiones del
Tamorlán[995], le alzaran por rey de los aguadores.
Con grande acompañamiento volvió Lope a la ciudad, donde contó a Tomás lo
sucedido y Tomás asimismo le dio cuenta de sus buenos sucesos. No quedó taberna ni
bodegón ni junta de pícaros donde no se supiese el juego del asno, el esquite por la
cola y el brío y la liberalidad del Asturiano. Pero, como la mala bestia del vulgo, por
la mayor parte, es mala, maldita y maldiciente, no tomó de memoria la liberalidad,

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brío y buenas partes del gran Lope, sino solamente la cola. Y así, apenas hubo andado
dos días por la ciudad echando agua, cuando se vio señalar de muchos con el dedo,
que decían: «Este es el aguador de la cola». Estuvieron los muchachos atentos,
supieron el caso; y, no había asomado Lope por la entrada de cualquiera calle, cuando
por toda ella le gritaban, quién de aquí y quién de allí: «¡Asturiano, daca[996] la cola!
¡Daca la cola, Asturiano!». Lope, que se vio asaetear de tantas lenguas y con tantas
voces, dio en callar, creyendo que en su mucho silencio se anegara tanta insolencia.
Mas ni por esas, pues mientras más callaba, más los muchachos gritaban y, así, probó
a mudar su paciencia en cólera y apeándose del asno dio a palos tras los muchachos,
que fue afinar el polvorín y ponerle fuego y fue otro cortar las cabezas de la serpiente,
pues en lugar de una que quitaba, apaleando a algún muchacho, nacían en el mismo
instante, no otras siete, sino setecientas, que con mayor ahínco y menudeo le pedían
la cola. Finalmente, tuvo por bien de retirarse a una posada que había tomado fuera
de la de su compañero, por huir de la Argüello y de estarse en ella hasta que la
influencia de aquel mal planeta pasase, y se borrase de la memoria de los muchachos
aquella demanda mala de la cola que le pedían.
Seis días se pasaron sin que saliese de casa, si no era de noche, que iba a ver a
Tomás y a preguntarle del estado en que se hallaba; el cual le contó que, después que
había dado el papel a Costanza, nunca más había podido hablarla una sola palabra y
que le parecía que andaba más recatada que solía, puesto que una vez tuvo lugar de
llegar a hablarla y, viéndolo ella, le había dicho antes que llegase: «Tomás, no me
duele nada y, así, ni tengo necesidad de tus palabras ni de tus oraciones: conténtate
que no te acuso a la Inquisición y no te canses»; pero que estas razones las dijo sin
mostrar ira en los ojos ni otro desabrimiento que pudiera dar indicio de reguridad[997]
alguna. Lope le contó a él la priesa que le daban los muchachos, pidiéndole la cola
porque él había pedido la de su asno, con que hizo el famoso esquite. Aconsejole
Tomás que no saliese de casa, a lo menos sobre el asno, y que si saliese, fuese por
calles solas y apartadas y que, cuando esto no bastase, bastaría dejar el oficio, último
remedio de poner fin a tan poco honesta demanda. Preguntole Lope si había acudido
más la Gallega. Tomás dijo que no, pero que no dejaba de sobornarle la voluntad con
regalos y presentes de lo que hurtaba en la cocina a los huéspedes. Retirose con esto a
su posada Lope, con determinación de no salir della en otros seis días, a lo menos con
el asno.
Las once serían de la noche cuando, de improviso y sin pensarlo, vieron entrar en
la posada muchas varas de justicia y al cabo el corregidor. Alborotose el huésped y
aun los huéspedes; porque, así como los cometas cuando se muestran siempre causan
temores de desgracias e infortunios, ni más ni menos la justicia, cuando de repente y
de tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no
culpadas. Entrose el corregidor en una sala y llamó al huésped de casa, el cual vino
temblando a ver lo que el señor corregidor quería. Y, así como le vio el corregidor, le
preguntó con mucha gravedad:

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—¿Sois vos el huésped?
—Sí señor —respondió él—, para lo que vuesa merced me quisiere mandar.
Mandó el corregidor que saliesen de la sala todos los que en ella estaban y que le
dejasen solo con el huésped. Hiciéronlo así y, quedándose solos, dijo el corregidor al
huésped:
—Huésped, ¿qué gente de servicio tenéis en esta vuestra posada?
—Señor —respondió él—, tengo dos mozas gallegas y una ama y un mozo que
tiene cuenta con dar la cebada y paja.
—¿No más? —replicó el corregidor.
—No señor —respondió el huésped.
—Pues decidme, huésped —dijo el corregidor—, ¿dónde está una muchacha que
dicen que sirve en esta casa, tan hermosa que por toda la ciudad la llaman la ilustre
fregona y aun me han llegado a decir que mi hijo don Periquito es su enamorado y
que no hay noche que no le da músicas?
—Señor —respondió el huésped—, esa fregona ilustre que dicen es verdad que
está en esta casa, pero ni es mi criada ni deja de serlo.
—No entiendo lo que decís, huésped, en eso de ser y no ser vuestra criada la
fregona.
—Yo he dicho bien —añadió el huésped—; y si vuesa merced me da licencia, le
diré lo que hay en esto, lo cual jamás he dicho a persona alguna.
—Primero quiero ver a la fregona que saber otra cosa; llamadla acá —dijo el
corregidor.
Asomose el huésped a la puerta de la sala y dijo:
—¡Oíslo, señora: haced que entre aquí Costancica!
Cuando la huéspeda oyó que el corregidor llamaba a Costanza, turbose y
comenzó a torcerse las manos, diciendo:
—¡Ay desdichada de mí! ¡El corregidor a Costanza y a solas! Algún gran mal
debe de haber sucedido, que la hermosura desta muchacha trae encantados los
hombres.
Costanza, que lo oía, dijo:
—Señora, no se congoje, que yo iré a ver lo que el señor corregidor quiere y si
algún mal hubiere sucedido, esté segura vuesa merced que no tendré yo la culpa.
Y, en esto, sin aguardar que otra vez la llamasen, tomó una vela encendida sobre
un candelero de plata y, con más vergüenza que temor, fue donde el corregidor
estaba.
Así como el corregidor la vio, mandó al huésped que cerrase la puerta de la sala;
lo cual hecho, el corregidor se levantó y, tomando el candelero que Costanza traía,
llegándole la luz al rostro, la anduvo mirando toda de arriba abajo y, como Costanza
estaba con sobresalto, habíasele encendido la color del rostro y estaba tan hermosa y
tan honesta que al corregidor le pareció que estaba mirando la hermosura de un ángel
en la tierra y, después de haberla bien mirado, dijo:

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—Huésped, esta no es joya para estar en el bajo engaste de un mesón; desde aquí
digo que mi hijo Periquito es discreto, pues tan bien ha sabido emplear sus
pensamientos. Digo, doncella, que no solamente os pueden y deben llamar ilustre,
sino ilustrísima; pero estos títulos no habían de caer sobre el nombre de fregona, sino
sobre el de una duquesa.
—No es fregona, señor —dijo el huésped—, que no sirve de otra cosa en casa que
de traer las llaves de la plata, que por la bondad de Dios tengo alguna, con que se
sirven los huéspedes honrados que a esta posada vienen.
—Con todo eso —dijo el corregidor—, digo, huésped, que ni es decente ni
conviene que esta doncella esté en un mesón. ¿Es parienta vuestra, por ventura?
—Ni es mi parienta ni es mi criada y si vuesa merced gustare de saber quién es,
como ella no esté delante, oirá vuesa merced cosas que, juntamente con darle gusto,
le admiren.
—Sí gustaré —dijo el corregidor—; y sálgase Costancica allá fuera y prométase
de mí lo que de su mismo padre pudiera prometerse, que su mucha honestidad y
hermosura obligan a que todos los que la vieren se ofrezcan a su servicio.
No respondió palabra Costanza, sino con mucha mesura hizo una profunda
reverencia al corregidor y saliose de la sala y halló a su ama desalada[998]
esperándola, para saber della qué era lo que el corregidor la quería. Ella le contó lo
que había pasado y cómo su señor quedaba con él para contalle no sé qué cosas que
no quería que ella las oyese. No acabó de sosegarse la huéspeda y siempre estuvo
rezando hasta que se fue el corregidor y vio salir libre a su marido; el cual, en tanto
que estuvo con el corregidor, le dijo:
—Hoy hacen, señor, según mi cuenta, quince años, un mes y cuatro días que llegó
a esta posada una señora en hábito de peregrina, en una litera, acompañada de cuatro
criados de a caballo y de dos dueñas y una doncella, que en un coche venían. Traía
asimismo dos acémilas[999] cubiertas con dos ricos reposteros[1000] y cargadas con
una rica cama y con aderezos de cocina. Finalmente, el aparato era principal y la
peregrina representaba ser una gran señora y, aunque en la edad mostraba ser de
cuarenta o pocos más años, no por eso dejaba de parecer hermosa en todo extremo.
Venía enferma y descolorida y tan fatigada que mandó que luego luego le hiciesen la
cama y en esta misma sala se la hicieron sus criados. Preguntáronme cuál era el
médico de más fama desta ciudad. Díjeles que el doctor de la Fuente[1001]. Fueron
luego por él y él vino luego; comunicó a solas con él su enfermedad y lo que de su
plática resultó fue que mandó el médico que se le hiciese la cama en otra parte y en
lugar donde no le diesen ningún ruido. Al momento la mudaron a otro aposento que
está aquí arriba apartado y con la comodidad que el doctor pedía. Ninguno de los
criados entraban donde su señora y solas las dos dueñas y la doncella la servían. Yo y
mi mujer preguntamos a los criados quién era la tal señora y cómo se llamaba, de
adónde venía y adónde iba; si era casada, viuda o doncella y por qué causa se vestía
aquel hábito de peregrina. A todas estas preguntas, que le hicimos una y muchas

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veces, no hubo alguno que nos respondiese otra cosa sino que aquella peregrina era
una señora principal y rica de Castilla la Vieja y que era viuda y que no tenía hijos
que la heredasen y que, porque había algunos meses que estaba enferma de
hidropesía[1002], había ofrecido de ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por
la cual promesa iba en aquel hábito. En cuanto a decir su nombre, traían orden de no
llamarla sino la señora peregrina. Esto supimos por entonces; pero a cabo de tres días
que, por enferma, la señora peregrina se estaba en casa, una de las dueñas nos llamó a
mí y a mi mujer de su parte; fuimos a ver lo que quería y, a puerta cerrada y delante
de sus criadas, casi con lágrimas en los ojos, nos dijo, creo que estas mismas razones:
«Señores míos, los cielos me son testigos que sin culpa mía me hallo en el riguroso
trance que ahora os diré. Yo estoy preñada y tan cerca del parto que ya los dolores me
van apretando. Ninguno de los criados que vienen conmigo saben mi necesidad ni
desgracia; a estas mis mujeres ni he podido ni he querido encubrírselo. Por huir de los
maliciosos ojos de mi tierra y porque esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir a
Nuestra Señora de Guadalupe; ella debe de haber sido servida que en esta vuestra
casa me tome el parto; a vosotros está ahora el remediarme y acudirme, con el secreto
que merece la que su honra pone en vuestras manos. La paga de la merced que me
hiciéredes, que así quiero llamarla, si no respondiere al gran beneficio que espero,
responderá, a lo menos, a dar muestra de una voluntad muy agradecida y quiero que
comiencen a dar muestras de mi voluntad estos ducientos escudos de oro que van en
este bolsillo».
Y sacando debajo de la almohada de la cama un bolsillo de aguja, de oro y verde,
se le puso en las manos de mi mujer; la cual, como simple y sin mirar lo que hacía,
porque estaba suspensa y colgada de la peregrina, tomó el bolsillo, sin responderle
palabra de agradecimiento ni de comedimiento alguno. Yo me acuerdo que le dije que
no era menester nada de aquello: que no éramos personas que por interés, más que
por caridad, nos movíamos a hacer bien cuando se ofrecía. Ella prosiguió, diciendo:
«Es menester, amigos, que busquéis donde llevar lo que pariere luego luego,
buscando también mentiras que decir a quien lo entregáredes; que por ahora será en
la ciudad y después quiero que se lleve a una aldea. De lo que después se hubiere de
hacer, siendo Dios servido de alumbrarme y de llevarme a cumplir mi voto, cuando
de Guadalupe vuelva lo sabréis, porque el tiempo me habrá dado lugar de que piense
y escoja lo mejor que me convenga. Partera no la he menester ni la quiero: que otros
partos más honrados que he tenido me aseguran que, con sola la ayuda destas mis
criadas, facilitaré sus dificultades y ahorraré de un testigo más de mis sucesos».
»Aquí dio fin a su razonamiento la lastimada peregrina y principio a un copioso
llanto, que en parte fue consolado por las muchas y buenas razones que mi mujer, ya
vuelta en más acuerdo, le dijo. Finalmente, yo salí luego a buscar donde llevar lo que
pariese, a cualquier hora que fuese y, entre las doce y la una de aquella misma noche,
cuando toda la gente de casa estaba entregada al sueño, la buena señora parió una
niña, la más hermosa que mis ojos hasta entonces habían visto, que es esta misma que

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vuesa merced acaba de ver ahora. Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació
llorando: en todos había sosiego y silencio maravilloso y tal cual convenía para el
secreto de aquel extraño caso. Otros seis días estuvo en la cama y en todos ellos venía
el médico a visitarla, pero no porque ella le hubiese declarado de qué procedía su mal
y las medicinas que le ordenaba nunca las puso en ejecución, porque solo pretendió
engañar a sus criados con la visita del médico. Todo esto me dijo ella misma, después
que se vio fuera de peligro y a los ochos días se levantó con el mismo bulto o con
otro que se parecía a aquel con que se había echado.
»Fue a su romería y volvió de allí a veinte días, ya casi sana, porque poco a poco
se iba quitando del artificio con que después de parida se mostraba hidrópica. Cuando
volvió, estaba ya la niña dada a criar por mi orden, con nombre de mi sobrina, en una
aldea dos leguas de aquí. En el bautismo se le puso por nombre Costanza, que así lo
dejó ordenado su madre; la cual, contenta de lo que yo había hecho, al tiempo de
despedirse me dio una cadena de oro, que hasta agora tengo, de la cual quitó seis
trozos, los cuales dijo que trairía la persona que por la niña viniese. También cortó un
blanco pergamino a vueltas y a ondas, a la traza y manera como cuando se enclavijan
las manos y en los dedos se escribe alguna cosa, que estando enclavijados los dedos
se puede leer y, después de apartadas las manos queda dividida la razón, porque se
dividen las letras; que, en volviendo a enclavijar los dedos, se juntan y corresponden
de manera que se pueden leer continuadamente: digo que el un pergamino sirve de
alma del otro y encajados se leerán y divididos no es posible, si no es adivinando la
mitad del pergamino; y casi toda la cadena quedó en mi poder y todo lo tengo,
esperando el contraseño hasta ahora, puesto que ella me dijo que dentro de dos años
enviaría por su hija, encargándome que la criase no como quien ella era, sino del
modo que se suele criar una labradora. Encargome también que si por algún suceso
no le fuese posible enviar tan presto por su hija, que, aunque creciese y llegase a tener
entendimiento, no la dijese del modo que había nacido y que la perdonase el no
decirme su nombre ni quién era, que lo guardaba para otra ocasión más importante.
En resolución, dándome otros cuatrocientos escudos de oro y abrazando a mi mujer
con tiernas lágrimas, se partió, dejándonos admirados de su discreción, valor,
hermosura y recato. Costanza se crió en el aldea dos años y luego la truje conmigo y
siempre la he traído en hábito de labradora, como su madre me lo dejó mandado.
Quince años, un mes y cuatro días ha que aguardo a quien ha de venir por ella y la
mucha tardanza me ha consumido la esperanza de ver esta venida; y si en este año en
que estamos no vienen, tengo determinado de prohijalla y darle toda mi hacienda, que
vale más de seis mil ducados, Dios sea bendito.
»Resta ahora, señor corregidor, decir a vuesa merced, si es posible que yo sepa
decirlas, las bondades y las virtudes de Costancica. Ella, lo primero y principal, es
devotísima de Nuestra Señora: confiesa y comulga cada mes; sabe escribir y leer; no
hay mayor randera[1003] en Toledo; canta a la almohadilla[1004] como unos ángeles; en
ser honesta no hay quien la iguale. Pues en lo que toca a ser hermosa, ya vuesa

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merced lo ha visto. El señor don Pedro, hijo de vuesa merced, en su vida la ha
hablado; bien es verdad que de cuando en cuando le da alguna música, que ella jamás
escucha. Muchos señores, y de título, han posado en esta posada, y aposta, por
hartarse de verla, han detenido su camino muchos días; pero yo sé bien que no habrá
ninguno que con verdad se pueda alabar que ella le haya dado lugar de decirle una
palabra sola ni acompañada. Esta es, señor, la verdadera historia de la ilustre fregona,
que no friega, en la cual no he salido de la verdad un punto.
Calló el huésped y tardó un gran rato el corregidor en hablarle: tan suspenso le
tenía el suceso que el huésped le había contado. En fin, le dijo que le trujese allí la
cadena y el pergamino, que quería verlo. Fue el huésped por ello y, trayéndoselo, vio
que era así como le había dicho; la cadena era de trozos, curiosamente labrada; en el
pergamino estaban escritas, una debajo de otra, en el espacio que había de hinchir el
vacío de la otra mitad, estas letras: E T E L S N V D D R; por las cuales letras vio ser
forzoso que se juntasen con las de la mitad del otro pergamino para poder ser
entendidas. Tuvo por discreta la señal del conocimiento y juzgó por muy rica a la
señora peregrina que tal cadena había dejado al huésped y, teniendo en pensamiento
de sacar de aquella posada la hermosa muchacha cuando hubiese concertado un
monasterio donde llevarla, por entonces se contentó de llevar solo el pergamino,
encargando al huésped que si acaso viniesen por Costanza, le avisase y diese noticia
de quién era el que por ella venía, antes que le mostrase la cadena, que dejaba en su
poder. Con esto se fue tan admirado del cuento y suceso de la ilustre fregona como de
su incomparable hermosura.
Todo el tiempo que gastó el huésped en estar con el corregidor y el que ocupó
Costanza cuando la llamaron, estuvo Tomás fuera de sí, combatida el alma de mil
varios pensamientos, sin acertar jamás con ninguno de su gusto; pero cuando vio que
el corregidor se iba y que Costanza se quedaba, respiró su espíritu y volviéronle los
pulsos, que ya casi desamparado le tenían. No osó preguntar al huésped lo que el
corregidor quería ni el huésped lo dijo a nadie sino a su mujer, con que ella también
volvió en sí, dando gracias a Dios que de tan grande sobresalto la había librado.
El día siguiente, cerca de la una, entraron en la posada, con cuatro hombres de a
caballo, dos caballeros ancianos de venerables presencias, habiendo primero
preguntado uno de dos mozos que a pie con ellos venían si era aquella la posada del
Sevillano y, habiéndole respondido que sí, se entraron todos en ella. Apeáronse los
cuatro y fueron a apear a los dos ancianos: señal por do se conoció que aquellos dos
eran señores de los seis. Salió Costanza con su acostumbrada gentileza a ver los
nuevos huéspedes y, apenas la hubo visto uno de los dos ancianos, cuando dijo al
otro:
—Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos a buscar.
Tomás, que acudió a dar recado a las cabalgaduras, conoció luego a dos criados
de su padre y luego conoció a su padre y al padre de Carriazo, que eran los dos
ancianos a quien los demás respetaban y, aunque se admiró de su venida, consideró

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que debían de ir a buscar a él y a Carriazo a las almadrabas: que no habría faltado
quien les hubiese dicho que en ellas, y no en Flandes, los hallarían. Pero no se atrevió
a dejarse conocer en aquel traje; antes, aventurándolo todo, puesta la mano en el
rostro, pasó por delante dellos y fue a buscar a Costanza y quiso la buena suerte que
la hallase sola y, apriesa y con lengua turbada, temeroso que ella no le daría lugar
para decirle nada, le dijo:
—Costanza, uno destos dos caballeros ancianos que aquí han llegado ahora es mi
padre, que es aquel que oyeres llamar don Juan de Avendaño; infórmate de sus
criados si tiene un hijo que se llama don Tomás de Avendaño, que soy yo, y de aquí
podrás ir coligiendo y averiguando que te he dicho verdad en cuanto a la calidad de
mi persona y que te la diré en cuanto de mi parte te tengo ofrecido y quédate a Dios,
que hasta que ellos se vayan no pienso volver a esta casa.
No le respondió nada Costanza, ni él aguardó a que le respondiese; sino,
volviéndose a salir, cubierto como había entrado, se fue a dar cuenta a Carriazo de
cómo sus padres estaban en la posada. Dio voces el huésped a Tomás que viniese a
dar cebada; pero, como no pareció, diola él mismo. Uno de los dos ancianos llamó
aparte a una de las dos mozas gallegas y preguntole cómo se llamaba aquella
muchacha hermosa que habían visto y que si era hija o parienta del huésped o
huéspeda de casa. La Gallega le respondió:
—La moza se llama Costanza: ni es parienta del huésped ni de la huéspeda ni sé
lo que es, solo digo que la doy a la mala landre[1005], que no sé qué tiene que no deja
hacer baza a ninguna de las mozas que estamos en esta casa. ¡Pues en verdad que
tenemos nuestras faciones como Dios nos las puso! No entra huésped que no
pregunte luego quién es la hermosa y que no diga: «Bonita es, bien parece, a fe que
no es mala; mal año para las más pintadas; nunca peor me la depare la fortuna». Y a
nosotras no hay quien nos diga: «¿Qué tenéis ahí, diablos, o mujeres, o lo que sois?».
—Luego esta niña, a esa cuenta —replicó el caballero—, debe de dejarse
manosear y requebrar de los huéspedes.
—¡Sí! —respondió la Gallega—: ¡tenedle el pie al herrar! ¡Bonita es la niña para
eso! Par Dios, señor, si ella se dejara mirar siquiera, manara en oro; es más áspera
que un erizo; es una tragaavemarías; labrando está todo el día y rezando. Para el día
que ha de hacer milagros quisiera yo tener un cuento de renta. Mi ama dice que trae
un silencio pegado a las carnes; ¡tome qué, mi padre!
Contentísimo el caballero de lo que había oído a la Gallega, sin esperar a que le
quitasen las espuelas, llamó al huésped y, retirándose con él aparte en una sala, le
dijo:
—Yo, señor huésped, vengo a quitaros una prenda mía que ha algunos años que
tenéis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro y estos trozos de
cadena y este pergamino.
Y, diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenía.
Asimismo conoció el pergamino y, alegre sobremanera con el ofrecimiento de los

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mil escudos, respondió:
—Señor, la prenda que queréis quitar está en casa; pero no están en ella la cadena
ni el pergamino con que se ha de hacer la prueba de la verdad que yo creo que vuesa
merced trata y, así, le suplico tenga paciencia, que yo vuelvo luego.
Y al momento fue a avisar al corregidor de lo que pasaba y de cómo estaban dos
caballeros en su posada que venían por Costanza.
Acababa de comer el corregidor y, con el deseo que tenía de ver el fin de aquella
historia, subió luego a caballo y vino a la posada del Sevillano, llevando consigo el
pergamino de la muestra. Y, apenas hubo visto a los dos caballeros cuando, abiertos
los brazos, fue a abrazar al uno, diciendo:
—¡Válame Dios! ¿Qué buena venida es esta, señor don Juan de Avendaño, primo
y señor mío?
El caballero le abrazó asimismo, diciéndole:
—Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo y con la salud
que siempre os deseo. Abrazad, primo, a este caballero, que es el señor don Diego de
Carriazo, gran señor y amigo mío.
—Ya conozco al señor don Diego —respondió el corregidor— y le soy muy
servidor.
Y, abrazándose los dos, después de haberse recebido con grande amor y grandes
cortesías, se entraron en una sala, donde se quedaron solos con el huésped, el cual ya
tenía consigo la cadena y dijo:
—Ya el señor corregidor sabe a lo que vuesa merced viene, señor don Diego de
Carriazo; vuesa merced saque los trozos que faltan a esta cadena y el señor corregidor
sacará el pergamino que está en su poder, y hagamos la prueba que ha tantos años que
espero a que se haga.
—Desa manera —respondió don Diego—, no habrá necesidad de dar cuenta de
nuevo al señor corregidor de nuestra venida, pues bien se verá que ha sido a lo que
vos, señor huésped, habréis dicho.
—Algo me ha dicho, pero mucho me quedó por saber. El pergamino, hele aquí.
Sacó don Diego el otro y juntando las dos partes se hicieron una y a las letras del
que tenía el huésped, que, como se ha dicho, eran E T E L S N V D D R, respondían
en el otro pergamino estas: S A S A E A L E R A E A, que todas juntas decían: ESTA
ES LA SEÑAL VERDADERA. Cotejáronse luego los trozos de la cadena y hallaron
ser las señas verdaderas.
—¡Esto está hecho! —dijo el corregidor—. Resta ahora saber, si es posible, quién
son los padres desta hermosísima prenda.
—El padre —respondió don Diego— yo lo soy; la madre ya no vive: basta saber
que fue tan principal que pudiera yo ser su criado. Y, porque como se encubre su
nombre no se encubra su fama, ni se culpe lo que en ella parece manifiesto error y
culpa conocida, se ha de saber que la madre desta prenda, siendo viuda de un gran
caballero, se retiró a vivir a una aldea suya y allí, con recato y con honestidad

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grandísima, pasaba con sus criados y vasallos una vida sosegada y quieta. Ordenó la
suerte que un día, yendo yo a caza por el término de su lugar, quise visitarla y era la
hora de siesta cuando llegué a su alcázar: que así se puede llamar su gran casa; dejé el
caballo a un criado mío; subí sin topar a nadie hasta el mismo aposento donde ella
estaba durmiendo la siesta sobre un estrado negro. Era por extremo hermosa y el
silencio, la soledad, la ocasión, despertaron en mí un deseo más atrevido que honesto
y, sin ponerme a hacer discretos discursos, cerré tras mí la puerta y, llegándome a
ella, la desperté y, teniéndola asida fuertemente, le dije: «Vuesa merced, señora mía,
no grite, que las voces que diere serán pregoneras de su deshonra: nadie me ha visto
entrar en este aposento; que mi suerte, para que la tenga bonísima en gozaros, ha
llovido sueño en todos vuestros criados y cuando ellos acudan a vuestras voces no
podrán más que quitarme la vida y esto ha de ser en vuestro mismos brazos y no por
mi muerte dejará de quedar en opinión vuestra fama». Finalmente, yo la gocé contra
su voluntad y a pura fuerza mía: ella, cansada, rendida y turbada o no pudo o no quiso
hablarme palabra y yo, dejándola como atontada y suspensa, me volví a salir por los
mismos pasos donde había entrado y me vine a la aldea de otro amigo mío, que
estaba dos leguas de la suya. Esta señora se mudó de aquel lugar a otro y, sin que yo
jamás la viese ni lo procurase, se pasaron dos años, al cabo de los cuales supe que era
muerta y podrá haber veinte días que, con grandes encarecimientos, escribiéndome
que era cosa que me importaba en ella el contento y la honra, me envió a llamar un
mayordomo desta señora. Fui a ver lo que me quería, bien lejos de pensar en lo que
me dijo; hallele a punto de muerte y, por abreviar razones, en muy breves me dijo
cómo al tiempo que murió su señora le dijo todo lo que conmigo le había sucedido y
cómo había quedado preñada de aquella fuerza y que, por encubrir el bulto, había
venido en romería a Nuestra Señora de Guadalupe y cómo había parido en esta casa
una niña, que se había de llamar Costanza. Diome las señas con que la hallaría, que
fueron las que habéis visto de la cadena y pergamino. Y diome ansimismo treinta mil
escudos de oro, que su señora dejó para casar a su hija. Díjome ansimismo que el no
habérmelos dado luego, como su señora había muerto, ni declarádome lo que ella
encomendó a su confianza y secreto, había sido por pura codicia y por poderse
aprovechar de aquel dinero; pero que ya que estaba a punto de ir a dar cuenta a Dios,
por descargo de su conciencia me daba el dinero y me avisaba adónde y cómo había
de hallar mi hija. Recebí el dinero y las señales y, dando cuenta desto al señor don
Juan de Avendaño, nos pusimos en camino desta ciudad.
A estas razones llegaba don Diego, cuando oyeron que en la puerta de la calle
decían a grandes voces:
—Díganle a Tomás Pedro, el mozo de la cebada, cómo llevan a su amigo el
Asturiano preso; que acuda a la cárcel, que allí le espera.
A la voz de cárcel y de preso, dijo el corregidor que entrase el preso y el alguacil
que le llevaba. Dijeron al alguacil que el corregidor, que estaba allí, le mandaba
entrar con el preso; y así lo hubo de hacer.

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Venía el Asturiano todos los dientes bañados en sangre y muy malparado y muy
bien asido del alguacil y, así como entró en la sala, conoció a su padre y al de
Avendaño. Turbose y, por no ser conocido, con un paño, como que se limpiaba la
sangre, se cubrió el rostro. Preguntó el corregidor que qué había hecho aquel mozo,
que tan malparado le llevaban. Respondió el alguacil que aquel mozo era un aguador
que le llamaban el Asturiano, a quien los muchachos por las calles decían: «¡Daca la
cola, Asturiano: daca la cola!»; y luego, en breves palabras, contó la causa porque le
pedían la tal cola, de que no riyeron poco todos. Dijo más: que, saliendo por la puente
de Alcántara, dándole los muchachos priesa con la demanda de la cola, se había
apeado del asno y, dando tras todos, alcanzó a uno, a quien dejaba medio muerto a
palos y que, queriéndole prender, se había resistido y que por eso iba tan malparado.
Mandó el corregidor que se descubriese el rostro y, porfiando a no querer
descubrirse, llegó el alguacil y quitole el pañuelo y al punto le conoció su padre y dijo
todo alterado:
—Hijo don Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿Qué traje es este? ¿Aún no se te
han olvidado tus picardías?
Hincó las rodillas Carriazo y fuese a poner a los pies de su padre, que, con
lágrimas en los ojos, le tuvo abrazado un buen espacio. Don Juan de Avendaño, como
sabía que don Diego había venido con don Tomás, su hijo, preguntole por él, a lo cual
respondió que don Tomás de Avendaño era el mozo que daba cebada y paja en
aquella posada. Con esto que el Asturiano dijo se acabó de apoderar la admiración en
todos los presentes y mandó el corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la
cebada.
—Yo creo que no está en casa —respondió el huésped—, pero yo le buscaré.
Y así, fue a buscalle.
Preguntó don Diego a Carriazo que qué transformaciones eran aquellas y qué les
había movido a ser él aguador y don Tomás mozo de mesón. A lo cual respondió
Carriazo que no podía satisfacer a aquellas preguntas tan en público que él
respondería a solas.
Estaba Tomás Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí, sin ser visto,
lo que hacían su padre y el de Carriazo. Teníale suspenso la venida del corregidor y el
alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped como estaba
allí escondido; subió por él y más por fuerza que por grado le hizo bajar y aun no
bajara si el mismo corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:
—Baje vuesa merced, señor pariente, que aquí no le aguardan osos ni leones.
Bajó Tomás y, con los ojos bajos y sumisión grande, se hincó de rodillas ante su
padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, a fuer[1006] del que tuvo el padre del
Hijo Pródigo cuando le cobró de perdido.
Ya en esto había venido un coche del corregidor, para volver en él, pues la gran
fiesta no permitía volver a caballo. Hizo llamar a Costanza y, tomándola de la mano,
se la presentó a su padre, diciendo:

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—Recebid, señor don Diego, esta prenda y estimalda por la más rica que
acertárades a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano a vuestro padre y dad
gracias a Dios, que con tan honrado suceso ha enmedado, subido y mejorado la
bajeza de vuestro estado.
Costanza, que no sabía ni imaginaba lo que le había acontecido, toda turbada y
temblando, no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre y,
tomándole las manos, se las comenzó a besar tiernamente, bañándoselas con infinitas
lágrimas que por sus hermosísimos ojos derramaba.
En tanto que esto pasaba, había persuadido el corregidor a su primo don Juan que
se viniesen todos con él a su casa y, aunque don Juan lo rehusaba, fueron tantas las
persuasiones del corregidor que lo hubo de conceder y, así, entraron en el coche
todos. Pero, cuando dijo el corregidor a Costanza que entrase también en el coche, se
le anubló el corazón y ella y la huéspeda se asieron una a otra y comenzaron a hacer
tan amargo llanto, que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban. Decía la
huéspeda:
—¿Cómo es esto, hija de mi corazón, que te vas y me dejas? ¿Cómo tienes ánimo
de dejar a esta madre que con tanto amor te ha criado?
Costanza lloraba y la respondía con no menos tiernas palabras. Pero el corregidor,
enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche y que no se
apartase de su hija, pues por tal la tenía, hasta que saliese de Toledo. Así, la huéspeda
y todos entraron en el coche y fueron a casa del corregidor, donde fueron bien
recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y
suntuosamente y después de comer contó Carriazo a su padre cómo por amores de
Costanza don Tomás se había puesto a servir en el mesón y que estaba enamorado de
tal manera della, que, sin que le hubiera descubierto ser tan principal, como era
siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del
corregidor a Costanza con unos vestidos de una hija que tenía de la misma edad y
cuerpo de Costanza y, si parecía hermosa con los de labradora, con los cortesanos
parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban que daba a entender que desde que nació
había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.
Pero, entre tantos alegres, no pudo faltar un triste, que fue don Pedro, el hijo del
corregidor, que luego se imaginó que Costanza no había de ser suya y así fue la
verdad, porque, entre el corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño,
se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta
mil escudos que su madre le había dejado y el aguador don Diego de Carriazo casase
con la hija del corregidor y don Pedro, el hijo del corregidor, con una hija de don
Juan de Avendaño; que su padre se ofrecía a traer dispensación del parentesco[1007].
Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos y la nueva de los
casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se extendió por la ciudad y acudía
infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba
como se ha dicho. Vieron al mozo de la cebada, Tomás Pedro, vuelto en don Tomás

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de Avendaño y vestido como señor; notaron que Lope Asturiano era muy
gentilhombre después que había mudado vestido y dejado el asno y las aguaderas;
pero, con todo eso, no faltaba quien, en el medio de su pompa, cuando iba por la
calle, no le pidiese la cola.
Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron a Burgos don
Diego de Carriazo y su mujer, su padre y Costanza con su marido don Tomás y el hijo
del corregidor, que quiso ir a ver su parienta y esposa. Quedó el Sevillano rico con los
mil escudos y con muchas joyas que Costanza dio a su señora; que siempre con este
nombre llamaba a la que la había criado.
Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo
ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la
cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón y Carriazo, ni más ni menos,
con tres hijos que, sin tomar el estilo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el
mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca y su padre, apenas ve algún asno de
aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo y teme
que, cuando menos se cate, ha de remanecer[1008] en alguna sátira el «¡Daca la cola,
Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!».

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NOVELA DE LAS DOS DONCELLAS

Cinco leguas de la ciudad de Sevilla, está un lugar que se llama Castiblanco[1009]


y, en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que anochecía, entró un caminante
sobre un hermoso cuartago[1010], extranjero. No traía criado alguno y, sin esperar que
le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran ligereza.
Acudió luego el huésped, que era hombre diligente y de recado[1011], mas no fue
tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que en el portal había,
desabrochándose muy apriesa los botones del pecho, y luego dejó caer los brazos a
una y a otra parte, dando manifiesto indicio de desmayarse. La huéspeda, que era
caritativa, se llegó a él y, rociándole con agua el rostro, le hizo volver en su
acuerdo[1012] y él, dando muestras que le había pesado de que así le hubiesen visto, se
volvió a abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se recogiese y
que, si fuese posible, fuese solo.
Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa y que tenía dos camas
y que era forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en la una. A lo cual
respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y,
sacando un escudo de oro, se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el
lecho vacío.
No se descontentó la huéspeda de la paga; antes, se ofreció de hacer lo que le
pedía, aunque el mismo deán de Sevilla llegase aquella noche a su casa. Preguntole si
quería cenar y respondió que no; mas que solo quería que se tuviese gran cuidado con
su cuartago. Pidió la llave del aposento y, llevando consigo unas bolsas grandes de
cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave y aun, a lo que después pareció,
arrimó a ella dos sillas.
Apenas se hubo encerrado, cuando se juntaron a consejo el huésped y la huéspeda
y el mozo que daba la cebada y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron y todos
trataron de la grande hermosura y gallarda disposición del nuevo huésped,
concluyendo que jamás tal belleza habían visto. Tanteáronle la edad y se resolvieron
que tendría de diez y seis a diez y siete años. Fueron y vinieron y dieron y
tomaron[1013], como suele decirse, sobre qué podía haber sido la causa del desmayo
que le dio, pero, como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración de su
gentileza.
Fuéronse los vecinos a sus casas y el huésped a pensar[1014] el cuartago y la
huéspeda a aderezar algo de cenar por si otros huéspedes viniesen. Y no tardó mucho
cuando entró otro de poca más edad que el primero y no de menos gallardía y, apenas
le hubo visto la huéspeda, cuando dijo:
—¡Válame Dios!, ¿y qué es esto? ¿Vienen, por ventura, esta noche a posar
ángeles a mi casa?
—¿Por qué dice eso la señora huéspeda? —dijo el caballero.

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—No lo digo por nada, señor —respondió la mesonera—, solo digo que vuesa
merced no se apee, porque no tengo cama que darle, que dos que tenía las ha tomado
un caballero que está en aquel aposento y me las ha pagado entrambas, aunque no
había menester más de la una sola, porque nadie le entre en el aposento y es que debe
de gustar de la soledad y, en Dios y en mi ánima que no sé yo por qué, que no tiene él
cara ni disposición para esconderse, sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
—¿Tan lindo es, señora huéspeda? —replicó el caballero.
—¡Y cómo si es lindo! —dijo ella— y aun más que relindo.
—Ten aquí, mozo —dijo a esta sazón el caballero—, que, aunque duerma en el
suelo tengo de ver hombre tan alabado.
Y, dando el estribo a un mozo de mulas que con él venía, se apeó y hizo que le
diesen luego de cenar y así fue hecho. Y, estando cenando, entró un alguacil del
pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa) y sentose a conversación
con el caballero en tanto que cenaba y no dejó, entre razón y razón, de echar abajo
tres cubiletes[1015] de vino y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dio el
caballero. Y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas[1016] de la corte y de
las guerras de Flandes y bajada del Turco, no olvidándose de los sucesos del
Trasilvano, que Nuestro Señor guarde[1017].
El caballero cenaba y callaba, porque no venía de parte que le pudiese satisfacer a
sus preguntas. Ya en esto, había acabado el mesonero de dar recado al cuartago y
sentose a hacer tercio en la conversación y a probar de su mismo vino no menos
tragos que el alguacil y a cada trago que envasaba volvía y derribaba la cabeza sobre
el hombro izquierdo y alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía
a dejarle mucho en ellas por que no se aguase. De lance en lance, volvieron a las
alabanzas del huésped encerrado y contaron de su desmayo y encerramiento y de que
no había querido cenar cosa alguna. Ponderaron el aparato de las bolsas y la bondad
del cuartago y del vestido vistoso que de camino traía: todo lo cual requería no venir
sin mozo que le sirviese. Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle y
rogó al mesonero hiciese de modo como él entrase a dormir en la otra cama y le daría
un escudo de oro. Y, puesto que la codicia del dinero acabó con la voluntad del
mesonero de dársela, halló ser imposible, a causa que estaba cerrado por de dentro y
no se atrevía a despertar al que dentro dormía y que también tenía pagados los dos
lechos. Todo lo cual facilitó el alguacil diciendo:
—Lo que se podrá hacer es que yo llamaré a la puerta, diciendo que soy la
justicia, que por mandado del señor alcalde traigo a aposentar a este caballero a este
mesón y que, no habiendo otra cama, se le manda dar aquella. A lo cual ha de replicar
el huésped que se le hace agravio porque ya está alquilada y no es razón quitarla al
que la tiene. Con esto quedará el mesonero desculpado y vuesa merced consiguirá su
intento.
A todos les pareció bien la traza[1018] del alguacil y por ella le dio el deseoso
cuatro reales.

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Púsose luego por obra y, en resolución, mostrando gran sentimiento, el primer
huésped abrió a la justicia y el segundo, pidiéndole perdón del agravio que al parecer
se le había hecho, se fue acostar en el lecho desocupado. Pero ni el otro le respondió
palabra, ni menos se dejó ver el rostro, porque apenas hubo abierto cuando se fue a su
cama y, vuelta la cara a la pared, por no responder, hizo que dormía. El otro se acostó,
esperando cumplir por la mañana su deseo, cuando se levantasen.
Eran las noches de las perezosas y largas de diciembre y el frío y el cansancio del
camino forzaba a procurar pasarlas con reposo, pero, como no le tenía el huésped
primero, a poco más de la media noche, comenzó a suspirar tan amargamente que con
cada suspiro parecía despedírsele el alma y fue de tal manera que, aunque el segundo
dormía, hubo de despertar al lastimero son del que se quejaba. Y, admirado de los
sollozos con que acompañaba los suspiros, atentamente se puso a escuchar lo que al
parecer entre sí murmuraba. Estaba la sala escura y las camas bien desviadas, pero no
por esto dejó de oír, entre otras razones, estas, que, con voz debilitada y flaca, el
lastimado huésped primero decía:
—¡Ay sin ventura! ¿Adónde me lleva la fuerza incontrastable[1019] de mis hados?
¿Qué camino es el mío o qué salida espero tener del intricado[1020] laberinto donde
me hallo? ¡Ay pocos y mal experimentados años, incapaces de toda buena
consideración y consejo! ¿Qué fin ha de tener esta no sabida peregrinación mía? ¡Ay
honra menospreciada, ay amor mal agradecido, ay respetos de honrados padres y
parientes atropellados y ay de mí una y mil veces, que tan a rienda suelta me dejé
llevar de mis deseos! ¡Oh palabras fingidas, que tan de veras me obligastes a que con
obras os respondiese! Pero, ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise
engañarme? ¿No soy yo la que tomó el cuchillo con sus mismas manos, con que corté
y eché por tierra mi crédito, con el que de mi valor tenían mis ancianos padres? ¡Oh
fementido Marco Antonio! ¿Cómo es posible que en las dulces palabras que me
decías viniese mezclada la hiel de tus descortesías y desdenes? ¿Adónde estás,
ingrato; adónde te fuiste, desconocido? Respóndeme, que te hablo; espérame, que te
sigo; susténtame, que descaezco; págame, que me debes; socórreme, pues por tantas
vías te tengo obligado.
Calló, en diciendo esto, dando muestra en los ayes y suspiros que no dejaban los
ojos de derramar tiernas lágrimas. Todo lo cual, con sosegado silencio, estuvo
escuchando el segundo huésped, coligiendo por las razones que había oído que, sin
duda alguna, era mujer la que se quejaba: cosa que le avivó más el deseo de conocella
y estuvo muchas veces determinado de irse a la cama de la que creía ser mujer y
hubiéralo hecho si en aquella sazón no le sintiera levantar y, abriendo la puerta de la
sala, dio voces al huésped de casa que le ensillase el cuartago, porque quería partirse.
A lo cual, al cabo de un buen rato que el mesonero se dejó llamar, le respondió que se
sosegase, porque aún no era pasada la media noche y que la escuridad era tanta, que
sería temeridad ponerse en camino. Quietose con esto y, volviendo a cerrar la puerta,
se arrojó en la cama de golpe, dando un recio suspiro.

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Pareciole al que escuchaba que sería bien hablarle y ofrecerle para su remedio lo
que de su parte podía, por obligarle con esto a que se descubriese y su lastimera
historia le contase y así le dijo:
—Por cierto, señor gentilhombre, que si los suspiros que habéis dado y las
palabras que habéis dicho no me hubieran movido a condolerme del mal de que os
quejáis, entendiera que carecía de natural sentimiento o que mi alma era de piedra y
mi pecho de bronce duro y si esta compasión que os tengo y el presupuesto[1021] que
en mí ha nacido de poner mi vida por vuestro remedio, si es que vuestro mal le tiene,
merece alguna cortesía en recompensa, ruégoos que la uséis conmigo declarándome,
sin encubrirme cosa, la causa de vuestro dolor.
—Si él no me hubiera sacado de sentido —respondió el que se quejaba—, bien
debiera yo de acordarme que no estaba solo en este aposento y así hubiera puesto más
freno a mi lengua y más tregua a mis suspiros, pero, en pago de haberme faltado la
memoria en parte donde tanto me importaba tenerla, quiero hacer lo que me pedís,
porque, renovando la amarga historia de mis desgracias, podría ser que el nuevo
sentimiento me acabase. Mas, si queréis que haga lo que me pedís, habeisme de
prometer, por la fe que me habéis mostrado en el ofrecimiento que me habéis hecho y
por quien vos sois (que, a lo que en vuestras palabras mostráis, prometéis mucho),
que, por cosas que de mí oyáis en lo que os dijere, no os habéis de mover de vuestro
lecho ni venir al mío ni preguntarme más de aquello que yo quisiere deciros, porque
si al contrario desto hiciéredes, en el punto que os sienta mover, con una espada que a
la cabecera tengo, me pasaré el pecho.
Esotro, que mil imposibles prometiera por saber lo que tanto deseaba, le
respondió que no saldría un punto de lo que le había pedido, afirmándoselo con mil
juramentos.
—Con ese seguro, pues —dijo el primero—, yo haré lo que hasta ahora no he
hecho, que es dar cuenta de mi vida a nadie y así, escuchad: Habéis de saber, señor,
que yo, que en esta posada entré, como sin duda os habrán dicho, en traje de varón,
soy una desdichada doncella, a lo menos una que lo fue no ha ocho días y lo dejó de
ser por inadvertida y loca y por creerse de palabras compuestas y afeitadas[1022] de
fementidos[1023] hombres. Mi nombre es Teodosia, mi patria, un principal lugar desta
Andalucía, cuyo nombre callo (porque no os importa a vos tanto el saberlo como a mí
el encubrirlo); mis padres son nobles y más que medianamente ricos, los cuales
tuvieron un hijo y una hija: él para descanso y honra suya y ella para todo lo
contrario. A él enviaron a estudiar a Salamanca; a mí me tenían en su casa, adonde
me criaban con el recogimiento y recato que su virtud y nobleza pedían y yo, sin
pesadumbre alguna, siempre les fui obediente, ajustando mi voluntad a la suya sin
discrepar un solo punto, hasta que mi suerte menguada, o mi mucha demasía, me
ofreció a los ojos un hijo de un vecino nuestro, más rico que mis padres y tan noble
como ellos.
»La primera vez que le miré no sentí otra cosa que fuese más de una

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complacencia de haberle visto y no fue mucho, porque su gala, gentileza, rostro y
costumbres eran de los alabados y estimados del pueblo, con su rara discreción y
cortesía. Pero ¿de qué me sirve alabar a mi enemigo ni ir alargando con razones el
suceso tan desgraciado mío o, por mejor decir, el principio de mi locura? Digo, en
fin, que él me vio una y muchas veces desde una ventana que frontero[1024] de otra
mía estaba. Desde allí, a lo que me pareció, me envió el alma por los ojos y los míos,
con otra manera de contento que el primero, gustaron de miralle y aun me forzaron a
que creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su rostro leía. Fue
la vista la intercesora y medianera de la habla, la habla de declarar su deseo, su deseo
de encender el mío y de dar fe al suyo. Llegose a todo esto las promesas, los
juramentos, las lágrimas, los suspiros y todo aquello que, a mi parecer, puede hacer
un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su
pecho. Y en mí, desdichada (que jamás en semejantes ocasiones y trances me había
visto), cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi
honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad; cada suspiro, un
furioso viento que el incendio aumentaba, de tal suerte que acabó de consumir la
virtud que hasta entonces aún no había sido tocada y, finalmente, con la promesa de
ser mi esposo, a pesar de sus padres, que para otra le guardaban, di con todo mi
recogimiento en tierra[1025] y, sin saber cómo, me entregué en su poder a hurto[1026]
de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino que un paje de Marco Antonio,
que este es el nombre del inquietador de mi sosiego. Y, apenas hubo tomado de mí la
posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo, sin que sus
padres ni otra persona alguna supiesen decir ni imaginar dónde había ido.
»Cual yo quedé, dígalo quien tuviere poder para decirlo, que yo no sé ni supe más
de sentillo. Castigué mis cabellos, como si ellos tuvieran la culpa de mi yerro;
martiricé mi rostro, por parecerme que él había dado toda la ocasión a mi desventura;
maldije mi suerte, acusé mi presta determinación, derramé muchas e infinitas
lágrimas, vime casi ahogada entre ellas y entre los suspiros que de mi lastimado
pecho salían; quejeme en silencio al cielo, discurrí con la imaginación, por ver si
descubría algún camino o senda a mi remedio y la que hallé fue vestirme en hábito de
hombre y ausentarme de la casa de mis padres y irme a buscar a este segundo
engañador Eneas[1027], a este cruel y fementido Vireno[1028], a este defraudador de
mis buenos pensamientos y legítimas y bien fundadas esperanzas.
»Y así, sin ahondar mucho en mis discursos, ofreciéndome la ocasión un vestido
de camino de mi hermano y un cuartago de mi padre, que yo ensillé, una noche
escurísima me salí de casa con intención de ir a Salamanca, donde, según después se
dijo, creían que Marco Antonio podía haber venido, porque también es estudiante y
camarada del hermano mío que os he dicho. No dejé, asimismo de sacar cantidad de
dineros en oro para todo aquello que en mi impensado viaje pueda sucederme. Y lo
que más me fatiga es que mis padres me han de seguir y hallar por las señas del
vestido y del cuartago que traigo y, cuando esto no tema, temo a mi hermano, que

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está en Salamanca, del cual, si soy conocida, ya se puede entender el peligro en que
está puesta mi vida, porque, aunque él escuche mis disculpas, el menor punto de su
honor pasa a cuantas yo pudiere darle.
»Con todo esto, mi principal determinación es, aunque pierda la vida, buscar al
desalmado de mi esposo, que no puede negar el serlo sin que le desmientan las
prendas que dejó en mi poder, que son una sortija de diamantes con unas cifras que
dicen: ES MARCO ANTONIO ESPOSO DE TEODOSIA. Si le hallo, sabré dél qué
halló en mí que tan presto le movió a dejarme y, en resolución, haré que me cumpla la
palabra y fe prometida, o le quitaré la vida, mostrándome tan presta a la venganza
como fui fácil al dejar agraviarme, porque la nobleza de la sangre que mis padres me
han dado va despertando en mí bríos que me prometen o ya remedio o ya venganza
de mi agravio. Esta es, señor caballero, la verdadera y desdichada historia que
deseábades saber, la cual será bastante disculpa de los suspiros y palabras que os
despertaron. Lo que os ruego y suplico es que, ya que no podáis darme remedio, a lo
menos me deis consejo con que pueda huir los peligros que me contrastan y templar
el temor que tengo de ser hallada y facilitar los modos que he de usar para conseguir
lo que tanto deseo y he menester.
Un gran espacio de tiempo estuvo sin responder palabra el que había estado
escuchando la historia de la enamorada Teodosia y tanto, que ella pensó que estaba
dormido y que ninguna cosa le había oído y, para certificarse de lo que sospechaba, le
dijo:
—¿Dormís, señor? Y no sería malo que durmiésedes, porque el apasionado que
cuenta sus desdichas a quien no las siente, bien es que causen en quien las escucha
más sueño que lástima.
—No duermo —respondió el caballero—, antes estoy tan despierto y siento tanto
vuestra desventura, que no sé si diga que en el mismo grado me aprieta y duele que a
vos misma y por esta causa el consejo que me pedís, no solo ha de parar en
aconsejaros, sino en ayudaros con todo aquello que mis fuerzas alcanzaren, que,
puesto que en el modo que habéis tenido en contarme vuestro suceso se ha mostrado
el raro entendimiento de que sois dotada y que conforme a esto os debió de engañar
más vuestra voluntad rendida que las persuasiones de Marco Antonio, todavía quiero
tomar por disculpa de vuestro yerro vuestros pocos años, en los cuales no cabe tener
experiencia de los muchos engaños de los hombres. Sosegad, señora, y dormid, si
podéis, lo poco que debe de quedar de la noche, que, en viniendo el día, nos
aconsejaremos los dos y veremos qué salida se podrá dar a vuestro remedio.
Agradecióselo Teodosia lo mejor que supo y procuró reposar un rato por dar lugar
a que el caballero durmiese, el cual no fue posible sosegar un punto; antes, comenzó a
volcarse[1029] por la cama y a suspirar de manera que le fue forzoso a Teodosia
preguntarle qué era lo que sentía, que si era alguna pasión a quien ella pudiese
remediar, lo haría con la voluntad misma que él a ella se le había ofrecido. A esto
respondió el caballero:

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—Puesto que sois vos, señora, la que causa el desasosiego que en mí habéis
sentido, no sois vos la que podáis remedialle, que, a serlo, no tuviera yo pena alguna.
No pudo entender Teodosia adónde se encaminaban aquellas confusas razones,
pero todavía sospechó que alguna pasión amorosa le fatigaba y aun pensó ser ella la
causa y era de sospechar y de pensar, pues la comodidad del aposento, la soledad y la
escuridad y el saber que era mujer, no fuera mucho haber despertado en él algún mal
pensamiento. Y, temerosa desto, se vistió con grande priesa y con mucho silencio y se
ciñó su espada y daga y, de aquella manera, sentada sobre la cama, estuvo esperando
el día, que de allí a poco espacio dio señal de su venida, con la luz que entraba por los
muchos lugares y entradas que tienen los aposentos de los mesones y ventas. Y lo
mismo que Teodosia había hecho el caballero y, apenas vio estrellado el aposento con
la luz del día, cuando se levantó de la cama diciendo:
—Levantaos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada y no
dejaros de mi lado hasta que como legítimo esposo tengáis en el vuestro a Marco
Antonio, o que él o yo perdamos las vidas y aquí veréis la obligación y voluntad en
que me ha puesto vuestra desgracia. —Y, diciendo esto, abrió las ventanas y puertas
del aposento.
Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué talle y parecer
tenía aquel con quien había estado hablando toda la noche. Mas, cuando le miró y le
conoció, quisiera que jamás hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le
hubieran cerrado los ojos porque, apenas hubo el caballero vuelto los ojos a mirarla
(que también deseaba verla), cuando ella conoció que era su hermano, de quien tanto
se temía, a cuya vista casi perdió la de sus ojos y quedó suspensa y muda y sin color
en el rostro, pero, sacando del temor esfuerzo y del peligro discreción, echando mano
a la daga, la tomó por la punta y se fue a hincar de rodillas delante de su hermano,
diciendo con voz turbada y temerosa:
—Toma, señor y querido hermano mío, y haz con este hierro el castigo del que he
cometido, satisfaciendo tu enojo, que para tan grande culpa como la mía no es bien
que ninguna misericordia me valga. Yo confieso mi pecado y no quiero que me sirva
de disculpa mi arrepentimiento: solo te suplico que la pena sea de suerte que se
extienda a quitarme la vida y no la honra, que, puesto que yo la he puesto en
manifiesto peligro, ausentándome de casa de mis padres, todavía quedará en opinión
si el castigo que me dieres fuere secreto.
Mirábala su hermano y, aunque la soltura de su atrevimiento le incitaba a la
venganza, las palabras tan tiernas y tan eficaces con que manifestaba su culpa le
ablandaron de tal suerte las entrañas, que, con rostro agradable y semblante pacífico,
la levantó del suelo y la consoló lo mejor que pudo y supo, diciéndole, entre otras
razones, que por no hallar castigo igual a su locura le suspendía por entonces y, así
por esto como por parecerle que aún no había cerrado la fortuna de todo en todo[1030]
las puertas a su remedio, quería antes procurársele por todas las vías posibles, que no
tomar venganza del agravio que de su mucha liviandad en él redundaba.

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Con estas razones volvió Teodosia a cobrar los perdidos espíritus; tornó la color a
su rostro y revivieron sus casi muertas esperanzas. No quiso más don Rafael (que así
se llamaba su hermano) tratarle de su suceso: solo le dijo que mudase el nombre de
Teodosia en Teodoro y que diesen luego la vuelta a Salamanca los dos juntos a buscar
a Marco Antonio, puesto que él imaginaba que no estaba en ella, porque siendo su
camarada le hubiera hablado; aunque podía ser que el agravio que le había hecho le
enmudeciese y le quitase la gana de verle. Remitiose el nuevo Teodoro a lo que su
hermano quiso. Entró en esto el huésped, al cual ordenaron que les diese algo de
almorzar[1031], porque querían partirse luego.
Entre tanto que el mozo de mulas ensillaba y el almuerzo venía, entró en el mesón
un hidalgo que venía de camino, que de don Rafael fue conocido luego. Conocíale
también Teodoro y no osó salir del aposento por no ser visto. Abrazáronse los dos y
preguntó don Rafael al recién venido qué nuevas había en su lugar. A lo cual
respondió que él venía del Puerto de Santa María, adonde dejaba cuatro galeras de
partida para Nápoles y que en ellas había visto embarcado a Marco Antonio Adorno,
el hijo de don Leonardo Adorno; con las cuales nuevas se holgó don Rafael,
pareciéndole que, pues tan sin pensar había sabido nuevas de lo que tanto le
importaba, era señal que tendría buen fin su suceso. Rogole a su amigo que trocase
con el cuartago de su padre (que él muy bien conocía) la mula que él traía, no
diciéndole que venía, sino que iba a Salamanca y que no quería llevar tan buen
cuartago en tan largo camino. El otro, que era comedido y amigo suyo, se contentó
del trueco y se encargó de dar el cuartago a su padre. Almorzaron juntos y Teodoro
solo y, llegado el punto de partirse, el amigo tomó el camino de Cazalla[1032], donde
tenía una rica heredad.
No partió don Rafael con él, que por hurtarle el cuerpo[1033] le dijo que le
convenía volver aquel día a Sevilla y, así como le vio ido, estando en orden las
cabalgaduras, hecha la cuenta y pagado al huésped, diciendo adiós, se salieron de la
posada, dejando admirados a cuantos en ella quedaban de su hermosura y gentil
disposición, que no tenía para hombre menor gracia, brío y compostura don Rafael
que su hermana belleza y donaire.
Luego en saliendo, contó don Rafael a su hermana las nuevas que de Marco
Antonio le habían dado y que le parecía que con la diligencia posible caminasen la
vuelta de Barcelona, donde de ordinario suelen parar algún día las galeras que pasan a
Italia o vienen a España y que si no hubiesen llegado, podían esperarlas, y allí sin
duda hallarían a Marco Antonio. Su hermana le dijo que hiciese todo aquello que
mejor le pareciese, porque ella no tenía más voluntad que la suya.
Dijo don Rafael al mozo de mulas que consigo llevaba que tuviese paciencia,
porque le convenía pasar a Barcelona, asegurándole la paga a todo su contento del
tiempo que con él anduviese. El mozo, que era de los alegres del oficio y que conocía
que don Rafael era liberal, respondió que hasta el cabo del mundo le acompañaría y
serviría. Preguntó don Rafael a su hermana qué dineros llevaba. Respondió que no los

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tenía contados y que no sabía más de que en el escritorio de su padre había metido la
mano siete o ocho veces y sacádola llena de escudos de oro y, según aquello, imaginó
don Rafael que podía llevar hasta quinientos escudos, que con otros docientos que él
tenía y una cadena de oro que llevaba, le pareció no ir muy desacomodado y más,
persuadiéndose que había de hallar en Barcelona a Marco Antonio.
Con esto, se dieron priesa a caminar sin perder jornada y, sin acaescerles desmán
o impedimento alguno, llegaron a dos leguas de un lugar que está nueve de
Barcelona, que se llama Igualada[1034]. Habían sabido en el camino cómo un
caballero, que pasaba por embajador a Roma, estaba en Barcelona esperando las
galeras, que aún no habían llegado, nueva que les dio mucho contento. Con este gusto
caminaron hasta entrar en un bosquecillo que en el camino estaba, del cual vieron
salir un hombre corriendo y mirando atrás, como espantado. Púsosele don Rafael
delante, diciéndole:
—¿Por qué huís, buen hombre, o qué cosa os ha acontecido, que con muestras de
tanto miedo os hace parecer tan ligero?
—¿No queréis que corra apriesa y con miedo —respondió el hombre—, si por
milagro me he escapado de una compañía de bandoleros que queda en ese bosque?
—¡Malo! —dijo el mozo de mulas—. ¡Malo, vive Dios! ¿Bandoleritos a estas
horas? Para mi santiguada, que ellos nos pongan como nuevos.
—No os congojéis, hermano —replicó el del bosque—, que ya los bandoleros se
han ido y han dejado atados a los árboles deste bosque más de treinta pasajeros,
dejándolos en camisa; a solo un hombre dejaron libre para que desatase a los demás
después que ellos hubiesen traspuesto una montañuela que le dieron por señal.
—Si eso es —dijo Calvete, que así se llamaba el mozo de mulas—, seguros
podemos pasar a causa que al lugar donde los bandoleros hacen el salto[1035] no
vuelven por algunos días y puedo asegurar esto como aquel que ha dado dos veces en
sus manos y sabe de molde su usanza y costumbres.
—Así es —dijo el hombre.
Lo cual oído por don Rafael, determinó pasar adelante y no anduvieron mucho
cuando dieron en los atados, que pasaban de cuarenta, que los estaba desatando el que
dejaron suelto. Era extraño espectáculo el verlos: unos desnudos del todo, otros
vestidos con los vestidos astrosos de los bandoleros; unos llorando de verse robados,
otros riendo de ver los extraños trajes de los otros; este contaba por menudo lo que le
llevaban, aquel decía que le pesaba más de una caja de agnus que de Roma traía que
de otras infinitas cosas que llevaban. En fin, todo cuanto allí pasaba eran llantos y
gemidos de los miserables despojados. Todo lo cual miraban, no sin mucho dolor, los
dos hermanos, dando gracias al cielo que de tan grande y tan cercano peligro los
había librado. Pero lo que más compasión les puso, especialmente a Teodoro, fue ver
al tronco de una encina atado un muchacho de edad al parecer de diez y seis años,
con sola la camisa y unos calzones de lienzo, pero tan hermoso de rostro que forzaba
y movía a todos que le mirasen.

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Apeose Teodoro a desatarle y él le agradeció con muy corteses razones el
beneficio y, por hacérsele mayor, pidió a Calvete, el mozo de mulas, le prestase su
capa hasta que en el primer lugar comprasen otra para aquel gentil mancebo. Diola
Calvete y Teodoro cubrió con ella al mozo, preguntándole de dónde era, de dónde
venía y adónde caminaba. A todo esto estaba presente don Rafael y el mozo
respondió que era del Andalucía y de un lugar que, en nombrándole, vieron que no
distaba del suyo sino dos leguas. Dijo que venía de Sevilla, y que su designio era
pasar a Italia a probar ventura en el ejercicio de las armas, como otros muchos
españoles acostumbraban; pero que la suerte suya había salido azar[1036] con el mal
encuentro de los bandoleros, que le llevaban una buena cantidad de dineros y tales
vestidos que no se compraran tan buenos con trecientos escudos; pero que, con todo
eso, pensaba proseguir su camino, porque no venía de casta que se le había de helar al
primer mal suceso el calor de su fervoroso deseo.
Las buenas razones del mozo, junto con haber oído que era tan cerca de su lugar,
y más con la carta de recomendación que en su hermosura traía, pusieron voluntad en
los dos hermanos de favorecerle en cuanto pudiesen. Y, repartiendo entre los que más
necesidad, a su parecer, tenían algunos dineros, especialmente entre frailes y clérigos,
que había más de ocho, hicieron que subiese el mancebo en la mula de Calvete y, sin
detenerse más, en poco espacio se pusieron en Igualada, donde supieron que las
galeras el día antes habían llegado a Barcelona y que de allí a dos días se partirían, si
antes no les forzaba la poca seguridad de la playa.
Estas nuevas hicieron que la mañana siguiente madrugasen antes que el sol,
puesto que aquella noche no la durmieron toda, sino con más sobresalto de los dos
hermanos que ellos se pensaron, causado de que, estando a la mesa, y con ellos el
mancebo que habían desatado, Teodoro puso ahincadamente los ojos en su rostro y,
mirándole algo curiosamente, le pareció que tenía las orejas horadadas y, en esto y en
un mirar vergonzoso que tenía, sospechó que debía de ser mujer y deseaba acabar de
cenar para certificarse a solas de su sospecha. Y entre la cena le preguntó don Rafael
que cúyo hijo era, porque él conocía toda la gente principal de su lugar, si era aquel
que había dicho. A lo cual respondió el mancebo que era hijo de don Enrique de
Cárdenas, caballero bien conocido. A esto dijo don Rafael que él conocía bien a don
Enrique de Cárdenas, pero que sabía y tenía por cierto que no tenía hijo alguno; mas
que si lo había dicho por no descubrir sus padres, que no importaba y que nunca más
se lo preguntaría.
—Verdad es —replicó el mozo— que don Enrique no tiene hijos, pero tiénelos un
hermano suyo que se llama don Sancho.
—Ese tampoco —respondió don Rafael— tiene hijos, sino una hija sola y aun
dicen que es de las más hermosas doncellas que hay en la Andalucía y esto no lo sé
más de por fama, que, aunque muchas veces he estado en su lugar, jamás la he visto.
—Todo lo que, señor, decís es verdad —respondió el mancebo—, que don
Sancho no tiene más de una hija, pero no tan hermosa como su fama dice y si yo dije

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que era hijo de don Enrique, fue porque me tuviésedes, señores, en algo, pues no lo
soy sino de un mayordomo de don Sancho, que ha muchos años que le sirve, y yo
nací en su casa y, por cierto enojo que di a mi padre, habiéndole tomado buena
cantidad de dineros, quise venirme a Italia, como os he dicho, y seguir el camino de
la guerra, por quien vienen, según he visto, a hacerse ilustres aun los de escuro linaje.
Todas estas razones y el modo con que las decía notaba atentamente Teodoro y
siempre se iba confirmando en su sospecha.
Acabose la cena, alzaron los manteles y, en tanto que don Rafael se desnudaba,
habiéndole dicho lo que del mancebo sospechaba, con su parecer y licencia se apartó
con el mancebo a un balcón de una ancha ventana que a la calle salía y, en él puestos
los dos de pechos, Teodoro así comenzó a hablar con el mozo:
—Quisiera, señor Francisco —que así había dicho él que se llamaba—, haberos
hecho tantas buenas obras que os obligaran a no negarme cualquiera cosa que pudiera
o quisiera pediros; pero el poco tiempo que ha que os conozco no ha dado lugar a
ello. Podría ser que en el que está por venir conociésedes lo que merece mi deseo y si
al que ahora tengo no gustáredes de satisfacer, no por eso dejaré de ser vuestro
servidor, como lo soy también, que antes que os le descubra sepáis que, aunque tengo
tan pocos años como los vuestros, tengo más experiencia de las cosas del mundo que
ellos prometen, pues con ella he venido a sospechar que vos no sois varón, como
vuestro traje lo muestra, sino mujer y tan bien nacida como vuestra hermosura
publica y quizá tan desdichada como lo da a entender la mudanza del traje, pues
jamás tales mudanzas son por bien de quien las hace. Si es verdad lo que sospecho,
decídmelo, que os juro, por la fe de caballero que profeso, de ayudaros y serviros en
todo aquello que pudiere. De que no seáis mujer no me lo podéis negar, pues por las
ventanas de vuestras orejas se ve esta verdad bien clara y habéis andado descuidada
en no cerrar y disimular esos agujeros con alguna cera encarnada, que pudiera ser que
otro tan curioso como yo, y no tan honrado, sacara a luz lo que vos tan mal habéis
sabido encubrir. Digo que no dudéis de decirme quién sois, con presupuesto que os
ofrezco mi ayuda: yo os aseguro el secreto que quisiéredes que tenga.
Con grande atención estaba el mancebo escuchando lo que Teodoro le decía y,
viendo que ya callaba, antes que le respondiese palabra, le tomó las manos y,
llegándoselas a la boca, se las besó por fuerza y aun se las bañó con gran cantidad de
lágrimas que de sus hermosos ojos derramaba; cuyo extraño sentimiento le causó en
Teodoro de manera que no pudo dejar de acompañarle en ellas (propia y natural
condición de mujeres principales, enternecerse de los sentimientos y trabajos ajenos);
pero, después que con dificultad retiró sus manos de la boca del mancebo, estuvo
atenta a ver lo que le respondía, el cual, dando un profundo gemido, acompañado de
muchos suspiros, dijo:
—No quiero ni puedo negaros, señor, que vuestra sospecha no haya sido
verdadera: mujer soy y la más desdichada que echaron al mundo las mujeres y, pues
las obras que me habéis hecho y los ofrecimientos que me hacéis me obligan a

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obedeceros en cuanto me mandáredes, escuchad, que yo os diré quién soy, si ya no os
cansa oír ajenas desventuras.
—En ellas viva yo siempre —replicó Teodoro— si no llegue el gusto de saberlas
a la pena que me darán el ser vuestras, que ya las voy sintiendo como propias mías.
Y, tornándole a abrazar y a hacer nuevos y verdaderos ofrecimientos, el mancebo,
algo más sosegado, comenzó a decir estas razones:
—En lo que toca a mi patria, la verdad he dicho; en lo que toca a mis padres, no
la dije, porque don Enrique no lo es, sino mi tío, y su hermano don Sancho mi padre:
que yo soy la hija desventurada que vuestro hermano dice que don Sancho tiene tan
celebrada de hermosa, cuyo engaño y desengaño se echa de ver en la ninguna
hermosura que tengo. Mi nombre es Leocadia; la ocasión de la mudanza de mi traje
oiréis ahora.
»Dos leguas de mi lugar está otro de los más ricos y nobles de la Andalucía, en el
cual vive un principal caballero que trae su origen de los nobles y antiguos Adornos
de Génova. Este tiene un hijo que, si no es que la fama se adelanta en sus alabanzas,
como en las mías, es de los gentiles hombres que desearse pueden. Este, pues, así por
la vecindad de los lugares como por ser aficionado al ejercicio de la caza, como mi
padre, algunas veces venía a mi casa y en ella se estaba cinco o seis días; que todos y
aun parte de las noches, él y mi padre las pasaban en el campo. Desta ocasión tomó la
fortuna o el amor o mi poca advertencia, la que fue bastante para derribarme de la
alteza de mis buenos pensamientos a la bajeza del estado en que me veo, pues,
habiendo mirado, más de aquello que fuera lícito a una recatada doncella, la gentileza
y discreción de Marco Antonio y considerado la calidad de su linaje y la mucha
cantidad de los bienes que llaman de fortuna que su padre tenía, me pareció que si le
alcanzaba por esposo, era toda la felicidad que podía caber en mi deseo. Con este
pensamiento le comencé a mirar con más cuidado y debió de ser sin duda con más
descuido, pues él vino a caer en que yo le miraba y no quiso ni le fue menester al
traidor otra entrada para entrarse en el secreto de mi pecho y robarme las mejores
prendas de mi alma.
»Mas no sé para qué me pongo a contaros, señor, punto por punto las
menudencias de mis amores, pues hacen tan poco al caso, sino deciros de una vez lo
que él con muchas de solicitud granjeó conmigo: que fue que, habiéndome dado su fe
y palabra, debajo de grandes y, a mi parecer, firmes y cristianos juramentos de ser mi
esposo, me ofrecí a que hiciese de mí todo lo que quisiese. Pero, aún no bien
satisfecha de sus juramentos y palabras, porque no se las llevase el viento, hice que
las escribiese en una cédula, que él me dio firmada de su nombre, con tantas
circunstancias y fuerzas escrita que me satisfizo. Recebida la cédula, di traza[1037]
cómo una noche viniese de su lugar al mío y entrase por las paredes de un jardín a mi
aposento, donde sin sobresalto alguno podía coger el fruto que para él solo estaba
destinado. Llegose, en fin, la noche por mí tan deseada…
Hasta este punto había estado callando Teodoro, teniendo pendiente el alma de las

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palabras de Leocadia, que con cada una dellas le traspasaba el alma, especialmente
cuando oyó el nombre de Marco Antonio y vio la peregrina hermosura de Leocadia y
consideró la grandeza de su valor con la de su rara discreción: que bien lo mostraba
en el modo de contar su historia. Mas, cuando llegó a decir: «Llegó la noche por mí
deseada», estuvo por perder la paciencia y, sin poder hacer otra cosa, le salteó[1038] la
razón, diciendo:
—Y bien; así como llegó esa felicísima noche, ¿qué hizo? ¿Entró, por dicha?
¿Gozástele? ¿Confirmó de nuevo la cédula? ¿Quedó contento en haber alcanzado de
vos lo que decís que era suyo? ¿Súpolo vuestro padre o en qué pararon tan honestos y
sabios principios?
—Pararon —dijo Leocadia— en ponerme de la manera que veis, porque no le
gocé, ni me gozó, ni vino al concierto señalado.
Respiró con estas razones Teodosia y detuvo los espíritus, que poco a poco la iban
dejando, estimulados y apretados de la rabiosa pestilencia de los celos, que a más
andar se le iban entrando por los huesos y médulas, para tomar entera posesión de su
paciencia; mas no la dejó tan libre que no volviese a escuchar con sobresalto lo que
Leocadia prosiguió diciendo:
—No solamente no vino, pero de allí a ocho días supe por nueva cierta que se
había ausentado de su pueblo y llevado de casa de sus padres a una doncella de su
lugar, hija de un principal caballero, llamada Teodosia: doncella de extremada
hermosura y de rara discreción y por ser de tan nobles padres se supo en mi pueblo el
robo y luego llegó a mis oídos y con él la fría y temida lanza de los celos, que me
pasó el corazón y me abrasó el alma en fuego tal que en él se hizo ceniza mi honra y
se consumió mi crédito, se secó mi paciencia y se acabó mi cordura. ¡Ay de mí,
desdichada!, que luego se me figuró en la imaginación Teodosia más hermosa que el
sol y más discreta que la discreción misma y, sobre todo, más venturosa que yo, sin
ventura. Leí luego las razones de la cédula, vilas firmes y valederas y que no podían
faltar en la fe que publicaban y, aunque a ellas, como a cosa sagrada, se acogiera mi
esperanza, en cayendo en la cuenta de la sospechosa compañía que Marco Antonio
llevaba consigo, daba con todas ellas en el suelo. Maltraté mi rostro, arranqué mis
cabellos, maldije mi suerte y lo que más sentía era no poder hacer estos sacrificios a
todas horas, por la forzosa presencia de mi padre.
»En fin, por acabar de quejarme sin impedimento, o por acabar la vida, que es lo
más cierto, determiné dejar la casa de mi padre. Y, como para poner por obra un mal
pensamiento parece que la ocasión facilita y allana todos los inconvenientes, sin
temer alguno, hurté a un paje de mi padre sus vestidos y a mi padre mucha cantidad
de dineros y una noche, cubierta con su negra capa, salí de casa y a pie caminé
algunas leguas y llegué a un lugar que se llama Osuna y, acomodándome en un carro,
de allí a dos días entré en Sevilla: que fue haber entrado en la seguridad posible para
no ser hallada, aunque me buscasen. Allí compré otros vestidos y una mula y, con
unos caballeros que venían a Barcelona con priesa, por no perder la comodidad de

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unas galeras que pasaban a Italia, caminé hasta ayer, que me sucedió lo que ya
habréis sabido de los bandoleros, que me quitaron cuanto traía y, entre otras cosas, la
joya que sustentaba mi salud y aliviaba la carga de mis trabajos, que fue la cédula de
Marco Antonio, que pensaba con ella pasar a Italia y, hallando a Marco Antonio,
presentársela por testigo de su poca fe y a mí por abono de mi mucha firmeza y hacer
de suerte que me cumpliese la promesa. Pero, juntamente con esto, he considerado
que con facilidad negará las palabras que en un papel están escritas el que niega las
obligaciones que debían estar grabadas en el alma, que claro está que si él tiene en su
compañía a la sin par Teodosia, no ha de querer mirar a la desdichada Leocadia;
aunque con todo esto pienso morir o ponerme en la presencia de los dos, para que mi
vista les turbe su sosiego. No piense aquella enemiga de mi descanso gozar tan a poca
costa lo que es mío; yo la buscaré, yo la hallaré y yo la quitaré la vida si puedo.
—Pues ¿qué culpa tiene Teodosia —dijo Teodoro—, si ella quizá también fue
engañada de Marco Antonio, como vos, señora Leocadia, lo habéis sido?
—¿Puede ser eso así —dijo Leocadia—, si se la llevó consigo? Y, estando juntos
los que bien se quieren, ¿qué engaño puede haber? Ninguno, por cierto: ellos están
contentos, pues están juntos, ora estén, como suele decirse, en los remotos y
abrasados desiertos de Libia o en los solos y apartados de la helada Scitia[1039]. Ella
le goza, sin duda, sea donde fuere y ella sola ha de pagar lo que he sentido hasta que
le halle.
—Podía ser que os engañásedes —replico Teodosia—; que yo conozco muy bien
a esa enemiga vuestra que decís y sé de su condición y recogimiento: que nunca ella
se aventuraría a dejar la casa de sus padres ni acudir a la voluntad de Marco Antonio
y, cuando lo hubiese hecho, no conociéndoos ni sabiendo cosa alguna de lo que con él
teníades, no os agravió en nada y donde no hay agravio no viene bien la venganza.
—Del recogimiento —dijo Leocadia— no hay que tratarme, que tan recogida y
tan honesta era yo como cuantas doncellas hallarse pudieran, y con todo eso hice lo
que habéis oído. De que él la llevase no hay duda y de que ella no me haya agraviado,
mirándolo sin pasión, yo lo confieso. Mas el dolor que siento de los celos me la
representa en la memoria bien así como espada que atravesada tengo por mitad de las
entrañas y no es mucho que, como a instrumento que tanto me lastima, le procure
arrancar dellas y hacerle pedazos; cuanto más, que prudencia es apartar de nosotros
las cosas que nos dañan y es natural cosa aborrecer las que nos hacen mal y aquellas
que nos estorban el bien.
—Sea como vos decís, señora Leocadia —respondió Teodosia—, que, así como
veo que la pasión que sentís no os deja hacer más acertados discursos, veo que no
estáis en tiempo de admitir consejos saludables. De mí os sé decir lo que ya os he
dicho, que os he de ayudar y favorecer en todo aquello que fuere justo y yo pudiere y
lo mismo os prometo de mi hermano, que su natural condición y nobleza no le
dejarán hacer otra cosa. Nuestro camino es a Italia; si gustáredes venir con nosotros,
ya poco más a menos sabéis el trato de nuestra compañía. Lo que os ruego es me deis

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licencia que diga a mi hermano lo que sé de vuestra hacienda, para que os trate con el
comedimiento y respeto que se os debe y para que se obligue a mirar por vos como es
razón. Junto con esto, me parece no ser bien que mudéis de traje y si en este pueblo
hay comodidad de vestiros, por la mañana os compraré los vestidos mejores que
hubiere y que más os convengan y, en lo demás de vuestras pretensiones, dejad el
cuidado al tiempo, que es gran maestro de dar y hallar remedio a los casos más
desesperados.
Agradeció Leocadia a Teodosia, que ella pensaba ser Teodoro, sus muchos
ofrecimientos y diole licencia de decir a su hermano todo lo que quisiese,
suplicándole que no la desamparase, pues veía a cuántos peligros estaba puesta si por
mujer fuese conocida. Con esto, se despidieron y se fueron a acostar: Teodosia al
aposento de su hermano y Leocadia a otro que junto dél estaba.
No se había aún dormido don Rafael, esperando a su hermana, por saber lo que le
había pasado con el que pensaba ser mujer y, en entrando, antes que se acostase, se lo
preguntó, la cual, punto por punto, le contó todo cuanto Leocadia le había dicho: cúya
hija era, sus amores, la cédula de Marco Antonio y la intención que llevaba.
Admirose don Rafael y dijo a su hermana:
—Si ella es la que dice, seos decir, hermana, que es de las más principales de su
lugar, y una de las más nobles señoras de toda la Andalucía. Su padre es bien
conocido del nuestro y la fama que ella tenía de hermosa corresponde muy bien a lo
que ahora vemos en su rostro. Y lo que desto me parece es que debemos andar con
recato, de manera que ella no hable primero con Marco Antonio que nosotros; que me
da algún cuidado la cédula que dice que le hizo, puesto que la haya perdido; pero
sosegaos y acostaos, hermana, que para todo se buscará remedio.
Hizo Teodosia lo que su hermano la mandaba en cuanto al acostarse, mas en lo de
sosegarse no fue en su mano, que ya tenía tomada posesión de su alma la rabiosa
enfermedad de los celos. ¡Oh, cuánto más de lo que ella era se le representaba en la
imaginación la hermosura de Leocadia y la deslealtad de Marco Antonio! ¡Oh,
cuántas veces leía o fingía leer la cédula que la había dado! ¡Qué de palabras y
razones la añadía, que la hacían cierta y de mucho efecto! ¡Cuántas veces no creyó
que se le había perdido y cuántas imaginó que sin ella Marco Antonio no dejara de
cumplir su promesa, sin acordarse de lo que a ella estaba obligado!
Pasósele en esto la mayor parte de la noche sin dormir sueño. Y no la pasó con
más descanso don Rafael, su hermano; porque, así como oyó decir quién era
Leocadia, así se le abrasó el corazón en su amores, como si de mucho antes para el
mismo efeto la hubiera comunicado; que esta fuerza tiene la hermosura, que en un
punto, en un momento, lleva tras sí el deseo de quien la mira y[1040] la conoce y,
cuando descubre o promete alguna vía de alcanzarse y gozarse, enciende con
poderosa vehemencia el alma de quien la contempla: bien así del modo y facilidad
con que se enciende la seca y dispuesta pólvora con cualquiera centella que la toca.
No la imaginaba atada al árbol ni vestida en el roto traje de varón, sino en el suyo

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de mujer y en casa de sus padres, ricos y de tan principal y rico linaje como ellos
eran. No detenía ni quería detener el pensamiento en la causa que la había traído a
que la conociese. Deseaba que el día llegase para proseguir su jornada y buscar a
Marco Antonio, no tanto para hacerle su cuñado como para estorbar que no fuese
marido de Leocadia y ya le tenían el amor y el celo de manera que tomara por buen
partido ver a su hermana sin el remedio que le procuraba y a Marco Antonio sin vida,
a trueco de no verse sin esperanza de alcanzar a Leocadia, la cual esperanza ya le iba
prometiendo felice suceso en su deseo, o ya por el camino de la fuerza o por el de los
regalos y buenas obras, pues para todo le daba lugar el tiempo y la ocasión.
Con esto que él a sí mismo se prometía, se sosegó algún tanto y, de allí a poco, se
dejó venir el día y ellos dejaron las camas y, llamando don Rafael al huésped, le
preguntó si había comodidad en aquel pueblo para vestir a un paje a quien los
bandoleros habían desnudado. El huésped dijo que él tenía un vestido razonable que
vender; trújole y vínole bien a Leocadia; pagole don Rafael y ella se le vistió y se
ciñó una espada y una daga, con tanto donaire y brío que en aquel mismo traje
suspendió los sentidos de don Rafael y dobló los celos en Teodosia. Ensilló Calvete y
a las ocho del día partieron para Barcelona, sin querer subir por entonces al famoso
monasterio de Monserrat, dejándolo para cuando Dios fuese servido de volverlos con
más sosiego a su patria.
No se podrá contar buenamente los pensamientos que los dos hermanos llevaban,
ni con cuán diferentes ánimos los dos iban mirando a Leocadia, deseándola Teodosia
la muerte y don Rafael la vida, entrambos celosos y apasionados. Teodosia buscando
tachas que ponerla, por no desmayar en su esperanza; don Rafael hallándole
perfecciones, que de punto en punto[1041] le obligaban a más amarla. Con todo esto,
no se descuidaron de darse priesa, de modo que llegaron a Barcelona poco antes que
el sol se pusiese.
Admiroles el hermoso sitio de la ciudad y la estimaron por flor de las bellas
ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y
apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjeros,
escuela de la caballería, ejemplo de lealtad y satisfación de todo aquello que de una
grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo.
En entrando en ella, oyeron grandísimo ruido y vieron correr gran tropel de gente
con grande alboroto y, preguntando la causa de aquel ruido y movimiento, les
respondieron que la gente de las galeras que estaban en la playa se había revuelto y
trabado con la de la ciudad. Oyendo lo cual, don Rafael quiso ir a ver lo que pasaba,
aunque Calvete le dijo que no lo hiciese, por no ser cordura irse a meter en un
manifiesto peligro; que él sabía bien cuán mal libraban los que en tales pendencias se
metían, que eran ordinarias en aquella ciudad cuando a ella llegaban galeras. No fue
bastante el buen consejo de Calvete para estorbar a don Rafael la ida y, así, le
siguieron todos. Y, en llegando a la marina[1042], vieron muchas espadas fuera de las
vainas y mucha gente acuchillándose sin piedad alguna. Con todo esto, sin apearse,

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llegaron tan cerca que distintamente veían los rostros de los que peleaban, porque aún
no era puesto el sol.
Era infinita la gente que de la ciudad acudía, y mucha la que de las galeras se
desembarcaba, puesto que el que las traía a cargo, que era un caballero valenciano
llamado don Pedro Viqué[1043], desde la popa de la galera capitana amenazaba a los
que se habían embarcado en los esquifes[1044] para ir a socorrer a los suyos. Mas,
viendo que no aprovechaban sus voces ni sus amenazas, hizo volver las proas de las
galeras a la ciudad y disparar una pieza sin bala (señal de que si no se apartasen, otra
no iría sin ella).
En esto, estaba don Rafael atentamente mirando la cruel y bien trabada riña y vio
y notó que de parte de los que más se señalaban de las galeras lo hacía gallardamente
un mancebo de hasta veinte y dos o pocos más años, vestido de verde, con un
sombrero de la misma color adornado con un rico trencillo[1045], al parecer de
diamantes; la destreza con que el mozo se combatía y la bizarría del vestido hacía que
volviesen a mirarle todos cuantos la pendencia miraban y de tal manera le miraron los
ojos de Teodosia y de Leocadia que ambas a un mismo punto y tiempo dijeron:
—¡Válame Dios: o yo no tengo ojos, o aquel de lo verde es Marco Antonio!
Y, en diciendo esto, con gran ligereza saltaron de las mulas y, poniendo mano a
sus dagas y espadas, sin temor alguno se entraron por mitad de la turba y se pusieron
la una a un lado y la otra al otro de Marco Antonio (que él era el mancebo de lo verde
que se ha dicho).
—No temáis —dijo así como llegó Leocadia—, señor Marco Antonio, que a
vuestro lado tenéis quien os hará escudo con su propia vida por defender la vuestra.
—¿Quién lo duda —replicó Teodosia—, estando yo aquí?
Don Rafael, que vio y oyó lo que pasaba, las siguió asimismo y se puso de su
parte. Marco Antonio, ocupado en ofender y defenderse, no advirtió en las razones
que las dos le dijeron; antes, cebado en la pelea, hacía cosas al parecer increíbles.
Pero, como la gente de la ciudad por momentos crecía, fueles forzoso a los de las
galeras retirarse hasta meterse en el agua. Retirábase Marco Antonio de mala gana y a
su mismo compás se iban retirando a sus lados las dos valientes y nuevas Bradamante
y Marfisa, o Hipólita y Pantasilea[1046].
En esto, vino un caballero catalán de la famosa familia de los Cardonas, sobre un
poderoso caballo y, poniéndose en medio de las dos partes, hacía retirar los de la
ciudad, los cuales le tuvieron respeto en conociéndole. Pero algunos desde lejos
tiraban piedras a los que ya se iban acogiendo al agua y quiso la mala suerte que una
acertase en la sien a Marco Antonio con tanta furia que dio con él en el agua, que ya
le daba a la rodilla y, apenas Leocadia le vio caído, cuando se abrazó con él y le
sostuvo en sus brazos y lo mismo hizo Teodosia. Estaba don Rafael un poco
desviado, defendiéndose de las infinitas piedras que sobre él llovían y, queriendo
acudir al remedio de su alma y al de su hermana y cuñado, el caballero catalán se le
puso delante, diciéndole:

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—Sosegaos, señor, por lo que debéis a buen soldado y hacedme merced de
poneros a mi lado, que yo os libraré de la insolencia y demasía deste desmandado
vulgo.
—¡Ah, señor! —respondió don Rafael—; ¡dejadme pasar, que veo en gran peligro
puestas las cosas que en esta vida más quiero!
Dejole pasar el caballero, mas no llegó tan a tiempo que ya no hubiesen recogido
en el esquife de la galera capitana a Marco Antonio y a Leocadia, que jamás le dejó
de los brazos y, queriéndose embarcar con ellos Teodosia o ya fuese por estar cansada
o por la pena de haber visto herido a Marco Antonio o por ver que se iba con él su
mayor enemiga, no tuvo fuerzas para subir en el esquife y sin duda cayera desmayada
en el agua si su hermano no llegara a tiempo de socorrerla, el cual no sintió menor
pena, de ver que con Marco Antonio se iba Leocadia, que su hermana había sentido
(que ya también él había conocido a Marco Antonio). El caballero catalán, aficionado
de la gentil presencia de don Rafael y de su hermana (que por hombre tenía), los
llamó desde la orilla y les rogó que con él se viniesen y ellos, forzados de la
necesidad y temerosos de que la gente, que aún no estaba pacífica, les hiciese algún
agravio, hubieron de aceptar la oferta que se les hacía.
El caballero se apeó y, tomándolos a su lado, con la espada desnuda pasó por
medio de la turba alborotada, rogándoles que se retirasen y así lo hicieron. Miró don
Rafael a todas partes por ver si vería a Calvete con las mulas y no le vio, a causa que
él, así como ellos se apearon, las antecogió y se fue a un mesón donde solía posar
otras veces.
Llegó el caballero a su casa, que era una de las principales de la ciudad, y
preguntando a don Rafael en cuál galera venía, le respondió que en ninguna, pues
había llegado a la ciudad al mismo punto que se comenzaba la pendencia y que, por
haber conocido en ella al caballero que llevaron herido de la pedrada en el esquife, se
había puesto en aquel peligro y que le suplicaba diese orden como sacasen a tierra al
herido, que en ello le importaba el contento y la vida.
—Eso haré yo de buena gana —dijo el caballero— y sé que me le dará
seguramente el general, que es principal caballero y pariente mío.
Y, sin detenerse más, volvió a la galera y halló que estaban curando a Marco
Antonio y la herida que tenía era peligrosa, por ser en la sien izquierda y decir el
cirujano ser de peligro; alcanzó con el general se le diese para curarle en tierra y,
puesto con gran tiento en el esquife, le sacaron, sin quererle dejar Leocadia, que se
embarcó con él como en del norte de su esperanza. En llegando a tierra, hizo el
caballero traer de su casa una silla de manos donde le llevasen. En tanto que esto
pasaba, había enviado don Rafael a buscar a Calvete, que en el mesón estaba con
cuidado de saber lo que la suerte había hecho de sus amos y cuando supo que estaban
buenos, se alegró en extremo y vino adonde don Rafael estaba.
En esto, llegaron el señor de la casa, Marco Antonio y Leocadia, y a todos alojó
en ella con mucho amor y magnificiencia. Ordenó luego como se llamase un cirujano

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famoso de la ciudad para que de nuevo curase a Marco Antonio. Vino, pero no quiso
curarle hasta otro día, diciendo que siempre los cirujanos de los ejércitos y armadas
eran muy experimentados, por los muchos heridos que a cada paso tenían entre las
manos y, así, no convenía curarle hasta otro día. Lo que ordenó fue le pusiesen en un
aposento abrigado, donde le dejasen sosegar.
Llegó en aquel instante el cirujano de las galeras y dio cuenta al de la ciudad de la
herida y de cómo la había curado y del peligro que de la vida, a su parecer, tenía el
herido, con lo cual se acabó de enterar el de la ciudad que estaba bien curado y
ansimismo, según la relación que se le había hecho, exageró el peligro de Marco
Antonio.
Oyeron esto Leocadia y Teodosia con aquel sentimiento que si oyeran la
sentencia de su muerte; mas, por no dar muestras de su dolor, le reprimieron y
callaron y Leocadia determinó de hacer lo que le pareció convenir para satisfación de
su honra. Y fue que, así como se fueron los cirujanos, se entró en el aposento de
Marco Antonio y, delante del señor de la casa, de don Rafael, Teodosia y de otras
personas, se llegó a la cabecera del herido y, asiéndole de la mano, le dijo estas
razones:
—No estáis en tiempo, señor Marco Antonio Adorno, en que se puedan ni deban
gastar con vos muchas palabras y, así, solo querría que me oyésedes algunas que
convienen, si no para la salud de vuestro cuerpo, convendrán para la de vuestra alma
y para decíroslas es menester que me deis licencia y me advirtáis si estáis con sujeto
de escucharme; que no sería razón que, habiendo yo procurado desde el punto que os
conocí no salir de vuestro gusto, en este instante, que le tengo por el postrero, seros
causa de pesadumbre.
A estas razones abrió Marco Antonio los ojos y los puso atentamente en el rostro
de Leocadia, y, habiéndola casi conocido, más por el órgano de la voz que por la
vista, con voz debilitada y doliente le dijo:
—Decid, señor, lo que quisiéredes, que no estoy tan al cabo[1047] que no pueda
escucharos, ni esa voz me es tan desagradable que me cause fastidio el oírla.
Atentísima estaba a todo este coloquio Teodosia y cada palabra que Leocadia
decía era una aguda saeta que le atravesaba el corazón y aun el alma de don Rafael,
que asimismo la escuchaba. Y, prosiguiendo Leocadia, dijo:
—Si el golpe de la cabeza o, por mejor decir, el que a mí me han dado en el alma,
no os ha llevado, señor Marco Antonio, de la memoria la imagen de aquella que poco
tiempo ha que vos decíades ser vuestra gloria y vuestro cielo, bien os debéis acordar
quién fue Leocadia, y cuál fue la palabra que le distes firmada en una cédula de
vuestra mano y letra ni se os habrá olvidado el valor de sus padres, la entereza de su
recato y honestidad y la obligación en que le estáis, por haber acudido a vuestro gusto
en todo lo que quisistes. Si esto no se os ha olvidado, aunque me veáis en este traje
tan diferente, conoceréis con facilidad que yo soy Leocadia, que, temerosa que
nuevos accidentes y nuevas ocasiones no me quitasen lo que tan justamente es mío,

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así como supe que de vuestro lugar os habíades partido, atropellando por infinitos
inconvenientes, determiné seguiros en este hábito, con intención de buscaros por
todas las partes de la tierra hasta hallaros. De lo cual no os debéis maravillar, si es
que alguna vez habéis sentido hasta dónde llegan las fuerzas de un amor verdadero y
la rabia de una mujer engañada. Algunos trabajos he pasado en esta mi demanda,
todos los cuales los juzgo y tengo por descanso, con el descuento[1048] que han traído
de veros; que, puesto que estéis de la manera que estáis, si fuere Dios servido de
llevaros desta a mejor vida, con hacer lo que debéis a quien sois antes de la partida,
me juzgaré por más que dichosa, prometiéndoos, como os prometo, de darme tal vida
después de vuestra muerte, que bien poco tiempo se pase sin que os siga en esta
última y forzosa jornada. Y así, os ruego primeramente por Dios, a quien mis deseos
y intentos van encaminados, luego por vos, que debéis mucho a ser quien sois,
últimamente por mí, a quien debéis más que a otra persona del mundo, que aquí luego
me recibáis por vuestra legítima esposa, no permitiendo haga la justicia lo que con
tantas veras y obligaciones la razón os persuade.
No dijo más Leocadia, y todos los que en la sala estaban guardaron un
maravilloso silencio en tanto que estuvo hablando y con el mismo silencio esperaban
la respuesta de Marco Antonio, que fue esta:
—No puedo negar, señora, el conoceros, que vuestra voz y vuestro rostro no
consentirán que lo niegue. Tampoco puedo negar lo mucho que os debo ni el gran
valor de vuestros padres, junto con vuestra incomparable honestidad y recogimiento.
Ni os tengo ni os tendré en menos por lo que habéis hecho en venirme a buscar en
traje tan diferente del vuestro; antes, por esto os estimo y estimaré en el mayor grado
que ser pueda, pero, pues mi corta suerte me ha traído a término, como vos decís, que
creo que será el postrero de mi vida y son los semejantes trances los apurados de las
verdades, quiero deciros una verdad que, si no os fuere ahora de gusto, podría ser que
después os fuese de provecho. Confieso, hermosa Leocadia, que os quise bien y me
quisistes y juntamente con esto confieso que la cédula que os hice fue más por
cumplir con vuestro deseo que con el mío, porque, antes que la firmase, con muchos
días, tenía entregada mi voluntad y mi alma a otra doncella de mi mismo lugar, que
vos bien conocéis, llamada Teodosia, hija de tan nobles padres como los vuestros y si
a vos os di cédula firmada de mi mano, a ella le di la mano firmada y acreditada con
tales obras y testigos que quedé imposibilitado de dar mi libertad a otra persona en el
mundo. Los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo, sin que dellos alcanzase
otra cosa sino las flores que vos sabéis, las cuales no os ofendieron ni pueden ofender
en cosa alguna. Lo que con Teodosia me pasó fue alcanzar el fruto que ella pudo
darme y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy. Y si a
ella y a vos os dejé en un mismo tiempo, a vos suspensa y engañada y a ella temerosa
y, a su parecer, sin honra, hícelo con poco discurso y con juicio de mozo, como lo
soy, creyendo que todas aquellas cosas eran de poca importancia y que las podía
hacer sin escrúpulo alguno, con otros pensamientos que entonces me vinieron y

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solicitaron lo que quería hacer, que fue venirme a Italia y emplear en ella algunos de
los años de mi juventud y después volver a ver lo que Dios había hecho de vos y de
mi verdadera esposa. Mas, doliéndose de mí el cielo, sin duda creo que ha permitido
ponerme de la manera que me veis, para que, confesando estas verdades, nacidas de
mis muchas culpas, pague en esta vida lo que debo y vos quedéis desengañada y libre
para hacer lo que mejor os pareciere. Y si en algún tiempo Teodosia supiere mi
muerte, sabrá de vos y de los que están presentes cómo en la muerte le cumplí la
palabra que le di en la vida. Y si en el poco tiempo que de ella me queda, señora
Leocadia, os puedo servir en algo, decídmelo, que, como no sea recebiros por esposa,
pues no puedo, ninguna otra cosa dejaré de hacer que a mí sea posible por daros
gusto.
En tanto que Marco Antonio decía estas razones, tenía la cabeza sobre el codo, y
en acabándolas dejó caer el brazo, dando muestras que se desmayaba. Acudió luego
don Rafael y, abrazándole estrechamente, le dijo:
—Volved en vos, señor mío, y abrazad a vuestro amigo y a vuestro hermano, pues
vos queréis que lo sea. Conoced a don Rafael, vuestro camarada, que será el
verdadero testigo de vuestra voluntad y de la merced que a su hermana queréis hacer
con admitirla por vuestra.
Volvió en sí Marco Antonio y al momento conoció a don Rafael y, abrazándole
estrechamente y besándole en el rostro, le dijo:
—Ahora digo, hermano y señor mío, que la suma alegría que he recebido en
veros no puede traer menos descuento que un pesar grandísimo; pues se dice que tras
el gusto se sigue la tristeza, pero yo daré por bien empleada cualquiera que me
viniere, a trueco de haber gustado del contento de veros.
—Pues yo os le quiero hacer más cumplido —replicó don Rafael— con
presentaros esta joya, que es vuestra amada esposa.
Y, buscando a Teodosia, la halló llorando detrás de toda la gente, suspensa y
atónita entre el pesar y la alegría por lo que veía y por lo que había oído decir. Asiola
su hermano de la mano y ella, sin hacer resistencia, se dejó llevar donde él quiso, que
fue ante Marco Antonio, que la conoció y se abrazó con ella, llorando los dos tiernas
y amorosas lágrimas.
Admirados quedaron cuantos en la sala estaban, viendo tan extraño
acontecimiento. Mirábanse unos a otros sin hablar palabra, esperando en qué habían
de parar aquellas cosas. Mas la desengañada y sin ventura Leocadia, que vio por sus
ojos lo que Marco Antonio hacía y vio al que pensaba ser hermano de don Rafael en
brazos del que tenía por su esposo, viendo junto con esto burlados sus deseos y
perdidas sus esperanzas, se hurtó de los ojos de todos (que atentos estaban mirando lo
que el enfermo hacía con el paje que abrazado tenía) y se salió de la sala o aposento y
en un instante se puso en la calle, con intención de irse desesperada por el mundo o
adonde gentes no la viesen; mas, apenas había llegado a la calle, cuando don Rafael
la echó menos y, como si le faltara el alma, preguntó por ella, y nadie le supo dar

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razón dónde se había ido. Y así, sin esperar más, desesperado salió a buscarla, y
acudió adonde le dijeron que posaba Calvete, por si había ido allá a procurar alguna
cabalgadura en que irse y, no hallándola allí, andaba como loco por las calles
buscándola y de unas partes a otras y, pensando si por ventura se había vuelto a las
galeras, llegó a la marina, y un poco antes que llegase oyó que a grandes voces
llamaban desde tierra el esquife de la capitana y conoció que quien las daba era la
hermosa Leocadia, la cual, recelosa de algún desmán, sintiendo pasos a sus espaldas,
empuñó la espada y esperó apercebida que llegase don Rafael, a quien ella luego
conoció y le pesó de que la hubiese hallado, y más en parte tan sola; que ya ella había
entendido, por más de una muestra que don Rafael le había dado, que no la quería
mal, sino tan bien que tomara por buen partido que Marco Antonio la quisiera otro
tanto.
¿Con qué razones podré yo decir ahora las que don Rafael dijo a Leocadia,
declarándole su alma, que fueron tantas y tales que no me atrevo a escribirlas? Mas,
pues es forzoso decir algunas, las que entre otras le dijo fueron estas:
—Si con la ventura que me falta me faltase ahora, ¡oh hermosa Leocadia!, el
atrevimiento de descubriros los secretos de mi alma, quedaría enterrada en los senos
del perpetuo olvido la más enamorada y honesta voluntad que ha nacido ni puede
nacer en un enamorado pecho. Pero, por no hacer este agravio a mi justo deseo
(véngame lo que viniere), quiero, señora, que advirtáis, si es que os da lugar vuestro
arrebatado pensamiento, que en ninguna cosa se me aventaja Marco Antonio, si no es
en el bien de ser de vos querido. Mi linaje es tan bueno como el suyo y en los bienes
que llaman de fortuna no me hace mucha ventaja; en los de naturaleza no[1049]
conviene que me alabe y más si a los ojos vuestros no son de estima. Todo esto digo,
apasionada señora, porque toméis el remedio y el medio que la suerte os ofrece en el
extremo de vuestra desgracia. Ya veis que Marco Antonio no puede ser vuestro
porque el cielo le hizo de mi hermana, y el mismo cielo que hoy os ha quitado a
Marco Antonio os quiere hacer recompensa conmigo, que no deseo otro bien en esta
vida que entregarme por esposo vuestro. Mirad que el buen suceso está llamando a
las puertas del malo que hasta ahora habéis tenido, y no penséis que el atrevimiento
que habéis mostrado en buscar a Marco Antonio ha de ser parte para que no os estime
y tenga en lo que mereciérades, si nunca le hubiérades tenido, que en la hora que
quiero y determino igualarme con vos, eligiéndoos por perpetua señora mía, en
aquella misma se me ha de olvidar y ya se me ha olvidado todo cuanto en esto he
sabido y visto, que bien sé que las fuerzas que a mí me han forzado a que tan de
rondón y a rienda suelta me disponga a adoraros y a entregarme por vuestro, esas
mismas os han traído a vos al estado en que estáis y así no habrá necesidad de buscar
disculpa donde no ha habido yerro alguno.
Callando estuvo Leocadia a todo cuanto don Rafael le dijo, sino que de cuando en
cuando daba unos profundos suspiros, salidos de lo íntimo de sus entrañas. Tuvo
atrevimiento don Rafael de tomarle una mano y ella no tuvo esfuerzo para

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estorbárselo y así, besándosela muchas veces, le decía:
—Acabad, señora de mi alma, de serlo del todo a vista destos estrellados cielos
que nos cubren y deste sosegado mar que nos escucha y destas bañadas arenas que
nos sustentan. Dadme ya el sí, que sin duda conviene tanto a vuestra honra como a mi
contento. Vuélvoos a decir que soy caballero, como vos sabéis, y rico y que os quiero
bien (que es lo que más habéis de estimar) y que en cambio de hallaros sola y en traje
que desdice mucho del de vuestra honra, lejos de la casa de vuestros padres y
parientes, sin persona que os acuda a lo que menester hubiéredes y sin esperanza de
alcanzar lo que buscábades, podéis volver a vuestra patria en vuestro propio, honrado
y verdadero traje, acompañada de tan buen esposo como el que vos supistes
escogeros; rica, contenta, estimada y servida y aun loada de todos aquellos a cuya
noticia llegaren los sucesos de vuestra historia. Si esto es así, como lo es, no sé en
qué estáis dudando; acabad (que otra vez os lo digo) de levantarme del suelo de mi
miseria al cielo de mereceros, que en ello haréis por vos misma, y cumpliréis con las
leyes de la cortesía y del buen conocimiento, mostrándoos en un mismo punto
agradecida y discreta.
—Ea, pues —dijo a esta sazón la dudosa Leocadia—, pues así lo ha ordenado el
cielo y no es en mi mano ni en la de viviente alguno oponerse a lo que Él
determinado tiene, hágase lo que Él quiere y vos queréis, señor mío, y sabe el mismo
cielo con la vergüenza que vengo a condecender con vuestra voluntad, no porque no
entienda lo mucho que en obedeceros gano, sino porque temo que, en cumpliendo
vuestro gusto, me habéis de mirar con otros ojos de los que quizá hasta agora,
mirándome, os han engañado. Mas sea como fuere que, en fin, el nombre de ser
mujer legítima de don Rafael de Villavicencio no se podía perder y con este título
solo viviré contenta. Y si las costumbres que en mí viéredes, después de ser vuestra,
fueren parte para que me estiméis en algo, daré al cielo las gracias de haberme traído
por tan extraños rodeos y por tantos males a los bienes de ser vuestra. Dadme, señor
don Rafael, la mano de ser mío y veis aquí os la doy de ser vuestra y sirvan de
testigos los que vos decís: el cielo, la mar, las arenas y este silencio, solo
interrumpido de mis suspiros y de vuestros ruegos.
Diciendo esto, se dejó abrazar y le dio la mano y don Rafael le dio la suya,
celebrando el noturno y nuevo desposorio solas las lágrimas que el contento, a pesar
de la pasada tristeza, sacaba de sus ojos. Luego se volvieron a casa del caballero, que
estaba con grandísima pena de su falta y lo mismo tenían Marco Antonio y Teodosia,
los cuales ya por mano de clérigo estaban desposados, que a persuasión de Teodosia
(temerosa que algún contrario acidente no le turbase el bien que había hallado), el
caballero envió luego por quien los desposase; de modo que, cuando don Rafael y
Leocadia entraron y don Rafael contó lo que con Leocadia le había sucedido, así les
aumentó el gozo como si ellos fueran sus cercanos parientes, que es condición natural
y propia de la nobleza catalana saber ser amigos y favorecer a los extranjeros que
dellos tienen necesidad alguna.

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El sacerdote que presente estaba ordenó que Leocadia mudase el hábito y se
vistiese en el suyo y el caballero acudió a ello con presteza, vistiendo a las dos de dos
ricos vestidos de su mujer, que era una principal señora, del linaje de los
Granolleques[1050], famoso y antiguo en aquel reino. Avisó al cirujano, quien por
caridad se dolía del herido, como hablaba mucho y no le dejaban solo, el cual vino y
ordenó lo que primero: que fue que le dejasen en silencio. Pero Dios, que así lo tenía
ordenado, tomando por medio e instrumento de sus obras (cuando a nuestros ojos
quiere hacer alguna maravilla) lo que la misma naturaleza no alcanza, ordenó que el
alegría y poco silencio que Marco Antonio había guardado fuese parte para mejorarle,
de manera que otro día[1051], cuando le curaron, le hallaron fuera de peligro y de allí a
catorce se levantó tan sano que, sin temor alguno, se pudo poner en camino.
Es de saber que en el tiempo que Marco Antonio estuvo en el lecho hizo voto, si
Dios le sanase, de ir en romería a pie a Santiago de Galicia, en cuya promesa le
acompañaron don Rafael, Leocadia y Teodosia y aun Calvete, el mozo de mulas (obra
pocas veces usada de los de oficios semejantes). Pero la bondad y llaneza que había
conocido en don Rafael le obligó a no dejarle hasta que volviese a su tierra y, viendo
que habían de ir a pie como peregrinos, envió las mulas a Salamanca, con la que era
de don Rafael, que no faltó con quien enviarlas.
Llegose, pues, el día de la partida y, acomodados de sus esclavinas[1052] y de todo
lo necesario, se despidieron del liberal caballero que tanto les había favorecido y
agasajado, cuyo nombre era don Sancho de Cardona, ilustrísimo por sangre y famoso
por su persona. Ofreciéronsele todos de guardar perpetuamente ellos y sus
decendientes (a quien se lo dejarían mandado), la memoria de las mercedes tan
singulares dél recebidas, para agradecelles siquiera, ya que no pudiesen servirlas.
Don Sancho los abrazó a todos, diciéndoles que de su natural condición nacía hacer
aquellas obras o otras que fuesen buenas, a todos los que conocía o imaginaba ser
hidalgos castellanos.
Reiteráronse dos veces los abrazos y con alegría mezclada con algún sentimiento
triste se despidieron y, caminando con la comodidad que permitía la delicadeza de las
dos nuevas peregrinas, en tres días llegaron a Monserrat y, estando allí otros tantos,
haciendo lo que a buenos y católicos cristianos debían, con el mismo espacio
volvieron a su camino y sin sucederles revés ni desmán alguno llegaron a Santiago.
Y, después de cumplir su voto con la mayor devoción que pudieron, no quisieron
dejar el hábito de peregrinos hasta entrar en sus casas, a las cuales llegaron poco a
poco, descansados y contentos; mas, antes que llegasen, estando a vista del lugar de
Leocadia (que, como se ha dicho, era una legua del de Teodosia), desde encima de un
recuesto[1053] los descubrieron a entrambos, sin poder encubrir las lágrimas que el
contento de verlos les trujo a los ojos, a lo menos a las dos desposadas, que con su
vista renovaron la memoria de los pasados sucesos.
Descubríase desde la parte donde estaban un ancho valle que los dos pueblos
dividía, en el cual vieron, a la sombra de un olivo, un dispuesto caballero sobre un

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poderoso caballo, con una blanquísima adarga[1054] en el brazo izquierdo y una
gruesa y larga lanza terciada[1055] en el derecho y, mirándole con atención, vieron que
asimismo por entre unos olivares venían otros dos caballeros con las mismas armas y
con el mismo donaire y apostura y de allí a poco vieron que se juntaron todos tres y,
habiendo estado un pequeño espacio juntos, se apartaron y uno de los que a lo último
habían venido, se apartó con el que estaba primero debajo del olivo; los cuales,
poniendo las espuelas a los caballos, arremetieron el uno al otro con muestras de ser
mortales enemigos, comenzando a tirarse bravos y diestros botes[1056] de lanza, ya
hurtando los golpes, ya recogiéndolos en las adargas con tanta destreza que daban
bien a entender ser maestros en aquel ejercicio. El tercero los estaba mirando sin
moverse de un lugar, mas, no pudiendo don Rafael sufrir estar tan lejos, mirando
aquella tan reñida y singular batalla, a todo correr bajó del recuesto, siguiéndole su
hermana y su esposa y en poco espacio se puso junto a los dos combatientes, a tiempo
que ya los dos caballeros andaban algo heridos y, habiéndosele caído al uno el
sombrero y con él un casco de acero, al volver el rostro conoció don Rafael ser su
padre y Marco Antonio conoció que el otro era el suyo. Leocadia, que con atención
había mirado al que no se combatía, conoció que era el padre que la había
engendrado, de cuya vista todos cuatro suspensos, atónitos y fuera de sí quedaron;
pero, dando el sobresalto lugar al discurso de la razón, los dos cuñados, sin detenerse,
se pusieron en medio de los que peleaban, diciendo a voces:
—No más, caballeros, no más, que los que esto os piden y suplican son vuestros
propios hijos. Yo soy Marco Antonio, padre y señor mío —decía Marco Antonio—:
yo soy aquel por quien, a lo que imagino, están vuestras canas venerables puestas en
este riguroso trance. Templad la furia y arrojad la lanza, o volvedla contra otro
enemigo, que el que tenéis delante ya de hoy más[1057] ha de ser vuestro hermano.
Casi estas mismas razones decía don Rafael a su padre, a las cuales se detuvieron
los caballeros y atentamente se pusieron a mirar a los que se las decían y volviendo la
cabeza vieron que don Enrique, el padre de Leocadia, se había apeado y estaba
abrazado con el que pensaban ser peregrino y era que Leocadia se había llegado a él
y, dándosele a conocer, le rogó que pusiese en paz a los que se combatían, contándole
en breves razones cómo don Rafael era su esposo y Marco Antonio lo era de
Teodosia.
Oyendo esto su padre, se apeó y la tenía abrazada, como se ha dicho; pero,
dejándola, acudió a ponerlos en paz, aunque no fue menester, pues ya los dos habían
conocido a sus hijos y estaban en el suelo, teniéndolos abrazados, llorando todos
lágrimas de amor y de contento nacidas. Juntáronse todos y volvieron a mirar a sus
hijos, y no sabían qué decirse. Atentábanles[1058] los cuerpos, por ver si eran
fantásticos, que su improvisa[1059] llegada esta y otras sospechas engendraba; pero,
desengañados algún tanto, volvieron a las lágrimas y a los abrazos.
Y en esto, asomó por el mismo valle gran cantidad de gente armada, de a pie y de
a caballo, los cuales venían a defender al caballero de su lugar; pero, como llegaron y

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los vieron abrazados de aquellos peregrinos y preñados los ojos de lágrimas, se
apearon y admiraron, estando suspensos, hasta tanto que don Enrique les dijo
brevemente lo que Leocadia su hija le había contado.
Todos fueron a abrazar a los peregrinos, con muestras de contento tales que no se
pueden encarecer. Don Rafael de nuevo contó a todos, con la brevedad que el tiempo
requería, todo el suceso de sus amores y de cómo venía casado con Leocadia y su
hermana Teodosia con Marco Antonio: nuevas que de nuevo causaron nueva alegría.
Luego, de los mismos caballos de la gente que llegó al socorro tomaron los que
hubieron menester para los cinco peregrinos y acordaron de irse al lugar de Marco
Antonio, ofreciéndoles su padre de hacer allí las bodas de todos y con este parecer se
partieron y algunos de los que se habían hallado presentes se adelantaron a pedir
albricias[1060] a los parientes y amigos de los desposados.
En el camino supieron don Rafael y Marco Antonio la causa de aquella
pendencia, que fue que el padre de Teodosia y el de Leocadia habían desafiado al
padre de Marco Antonio, en razón de que él había sido sabidor de los engaños de su
hijo y, habiendo venido los dos y hallándole solo, no quisieron combatirse con alguna
ventaja, sino uno a uno, como caballeros, cuya pendencia parara en la muerte de uno
o en la de entrambos si ellos no hubieran llegado.
Dieron gracias a Dios los cuatro peregrinos del suceso felice. Y otro día después
que llegaron, con real y espléndida magnificencia y sumptuoso gasto, hizo celebrar el
padre de Marco Antonio las bodas de su hijo y Teodosia y las de don Rafael y de
Leocadia. Los cuales luengos y felices años vivieron en compañía de sus esposas,
dejando de sí ilustre generación y decendencia, que hasta hoy dura en estos dos
lugares, que son de los mejores de la Andalucía, y si no se nombran es por guardar el
decoro a las dos doncellas, a quien quizá las lenguas maldicientes o neciamente
escrupulosas les harán cargo de la ligereza de sus deseos y del súbito mudar de trajes;
a los cuales ruego que no se arrojen a vituperar semejantes libertades, hasta que miren
en sí, si alguna vez han sido tocados destas que llaman flechas de Cupido, que en
efeto es una fuerza, si así se puede llamar, incontrastable, que hace el apetito a la
razón.
Calvete, el mozo de mulas, se quedó con la que don Rafael había enviado a
Salamanca y con otras muchas dádivas que los dos desposados le dieron y los poetas
de aquel tiempo tuvieron ocasión donde emplear sus plumas, exagerando la
hermosura y los sucesos de las dos tan atrevidas cuanto honestas doncellas, sujeto
principal deste extraño suceso.

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NOVELA DE LA SEÑORA CORNELIA
Don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, caballeros principales de una
edad[1061], muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca,
determinaron de dejar sus estudios por irse a Flandes, llevados del hervor de la sangre
moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo y por parecerles que el ejercicio
de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en
los bien nacidos y de ilustre sangre.
Llegaron, pues, a Flandes a tiempo que estaban las cosas en paz o en conciertos y
tratos de tenerla presto. Recibieron en Amberes cartas de sus padres, donde les
escribieron el grande enojo que habían recebido por haber dejado sus estudios sin
avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedía el ser quien eran.
Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse a
España, pues no había qué hacer en Flandes; pero, antes de volverse, quisieron ver
todas las más famosas ciudades de Italia y, habiéndolas visto todas, pararon en
Bolonia y, admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella
proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento a sus padres, de que se holgaron
infinito, y lo mostraron con proveerles magníficamente y de modo que mostrasen en
su tratamiento quién eran y qué padres tenían; y, desde el primero día que salieron a
las escuelas, fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien
criados.
Tendría don Antonio hasta veinte y cuatro años y don Juan no pasaba de veinte y
seis. Y adornaban esta buena edad con ser muy gentiles hombres, músicos, poetas,
diestros y valientes: partes que los hacían amables y bien queridos de cuantos los
comunicaban. Tuvieron luego muchos amigos, así estudiantes españoles, de los
muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de
los extranjeros. Mostrábanse con todos liberales y comedidos y muy ajenos de la
arrogancia que dicen que suelen tener los españoles. Y, como eran mozos y alegres,
no se desgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad y, aunque había
muchas señoras, doncellas y casadas, con gran fama de ser honestas y hermosas, a
todas se aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de
los Bentibollis, que un tiempo fueron señores de Bolonia[1062].
Era Cornelia hermosísima en extremo y estaba debajo de la guarda y amparo de
Lorenzo Bentibolli, su hermano, honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre
y madre, que, aunque los dejaron solos, los dejaron ricos y la riqueza es grande alivio
de orfanidad[1063].
Era el recato de Cornelia tanto y la solicitud de su hermano tanta en guardarla,
que ni ella se dejaba ver ni su hermano consentía que la viesen. Esta fama traían
deseosos a don Juan y a don Antonio de verla, aunque fuera en la iglesia; pero el
trabajo que en ello pusieron fue en balde y el deseo, por la imposibilidad, cuchillo de

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la esperanza, fue menguando. Y así, con solo el amor de sus estudios y el
entretenimiento de algunas honestas mocedades, pasaban una vida tan alegre como
honrada. Pocas veces salían de noche y si salían, iban juntos y bien armados.
Sucedió, pues, que, habiendo de salir una noche, dijo don Antonio a don Juan que
él se quería quedar a rezar ciertas devociones; que se fuese, que luego le seguiría.
—No hay para qué —dijo don Juan—, que yo os aguardaré y si no saliéremos
esta noche, importa poco.
—No, por vida vuestra —replicó don Antonio—: salid a coger el aire, que yo seré
luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.
—Haced vuestro gusto —dijo don Juan—: quedaos en buena hora y si saliéredes,
las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas[1064].
Fuese don Juan y quedose don Antonio. Era la noche entre escura[1065] y la hora,
las once, y, habiendo andado dos o tres calles y viéndose solo y que no tenía con
quién hablar, determinó volverse a casa; y, poniéndolo en efeto, al pasar por una calle
que tenía portales sustentados en mármoles oyó que de una puerta le ceceaban[1066].
La escuridad de la noche y la que causaban los portales no le dejaban atinar al ceceo.
Detúvose un poco, estuvo atento y vio entreabrir una puerta; llegose a ella y oyó una
voz baja que dijo:
—¿Sois por ventura Fabio?
Don Juan, por sí o por no, respondió:
—Sí.
—Pues tomad —respondieron de dentro— y ponedlo en cobro y volved luego,
que importa.
Alargó la mano don Juan y topó un bulto y, queriéndolo tomar, vio que eran
menester las dos manos y así le hubo de asir con entrambas y, apenas se le dejaron en
ellas, cuando le cerraron la puerta y él se halló cargado en la calle y sin saber de qué.
Pero casi luego comenzó a llorar una criatura, al parecer recién nacida, a cuyo lloro
quedó don Juan confuso y suspenso, sin saber qué hacerse ni qué corte dar en aquel
caso porque, en volver a llamar a la puerta, le pareció que podía correr algún peligro
cuya era la criatura y, en dejarla allí, la criatura misma, pues el llevarla a su casa, no
tenía en ella quién la remediase ni él conocía en toda la ciudad persona adonde poder
llevarla. Pero, viendo que le habían dicho que la pusiese en cobro y que volviese
luego, determinó de traerla a su casa y dejarla en poder de una ama que los servía y
volver luego a ver si era menester su favor en alguna cosa, puesto que bien había
visto que le habían tenido por otro y que había sido error darle a él la criatura.
Finalmente, sin hacer más discursos, se vino a casa con ella, a tiempo que ya don
Antonio no estaba en ella. Entrose en un aposento y llamó al ama, descubrió la
criatura y vio que era la más hermosa que jamás hubiese visto. Los paños en que
venía envuelta mostraban ser de ricos padres nacida. Desenvolviola el ama y hallaron
que era varón.
—Menester es —dijo don Juan— dar de mamar a este niño y ha de ser desta

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manera: que vos, ama, le habéis de quitar estas ricas mantillas y ponerle otras más
humildes y, sin decir que yo le he traído, la habéis de llevar en casa de una partera,
que las tales siempre suelen dar recado y remedio a semejantes necesidades. Llevaréis
dineros con que la dejéis satisfecha y dareisle los padres que quisiéredes, para
encubrir la verdad de haberlo yo traído.
Respondió el ama que así lo haría y don Juan, con la priesa que pudo, volvió a ver
si le ceceaban otra vez, pero, un poco antes que llegase a la casa adonde le habían
llamado, oyó gran ruido de espadas, como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo
atento y no sintió palabra alguna; la herrería era a la sorda[1067] y a la luz de las
centellas que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran
muchos los que a uno solo acometían y confirmose en esta verdad oyendo decir:
—¡Ah traidores, que sois muchos y yo solo! Pero con todo eso no os ha de valer
vuestra superchería.
Oyendo y viendo lo cual don Juan, llevado de su valeroso corazón, en dos brincos
se puso al lado y, metiendo mano a la espada y a un broquel[1068] que llevaba, dijo al
que defendía, en lengua italiana, por no ser conocido por español:
—No temáis, que socorro os ha venido que no os faltará hasta perder la vida;
menead los puños, que traidores pueden poco aunque sean muchos.
A estas razones respondió uno de los contrarios:
—Mientes, que aquí no hay ningún traidor, que el querer cobrar la honra perdida,
a toda demasía da licencia.
No le habló más palabras porque no les daba lugar a ello la priesa que se daban a
herirse los enemigos, que al parecer de don Juan debían de ser seis. Apretaron tanto a
su compañero que de dos estocadas que le dieron a un tiempo en los pechos dieron
con él en tierra. Don Juan creyó que le habían muerto y, con ligereza y valor extraño,
se puso delante de todos y los hizo arredrar a fuerza de una lluvia de cuchilladas y
estocadas. Pero no fuera bastante su diligencia para ofender y defenderse si no le
ayudara la buena suerte con hacer que los vecinos de la calle sacasen lumbres a las
ventanas y a grandes voces llamasen a la justicia: lo cual visto por los contrarios,
dejaron la calle y, a espaldas vueltas, se ausentaron.
Ya en esto se había levantado el caído porque las estocadas hallaron un peto[1069]
como de diamante en que toparon. Habíasele caído a don Juan el sombrero en la
refriega y buscándole, halló otro que se puso acaso, sin mirar si era el suyo o no. El
caído se llegó a él y le dijo:
—Señor caballero, quienquiera que seáis, yo confieso que os debo la vida que
tengo, la cual, con lo que valgo y puedo, gastaré a vuestro servicio. Hacedme merced
de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa a quién tengo de
mostrarme agradecido.
A lo cual respondió don Juan:
—No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado. Por hacer, señor, lo que me
pedís y por daros gusto solamente, os digo que soy un caballero español y estudiante

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en esta ciudad; si el nombre os importara saberlo, os le dijera; mas, por si acaso os
quisiéredes servir de mí en otra cosa, sabed que me llamo don Juan de Gamboa.
—Mucha merced me habéis hecho —respondió el caído—, pero yo, señor don
Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy ni mi nombre, porque he de gustar
mucho de que lo sepáis de otro que de mí y yo tendré cuidado de que os hagan
sabidor dello.
Habíale preguntado primero don Juan si estaba herido porque le había visto dar
dos grandes estocadas y habíale respondido que un famoso peto que traía puesto,
después de Dios, le había defendido; pero que, con todo eso, sus enemigos le
acabaran si él no se hallara a su lado. En esto, vieron venir hacia ellos un bulto de
gente y don Juan dijo:
—Si estos son los enemigos que vuelven, apercebíos, señor, y haced como quien
sois.
—A lo que yo creo, no son enemigos, sino amigos los que aquí vienen.
Y así fue la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon
al caído y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas que don Juan
no las pudo oír. Volvió luego el defendido a don Juan y díjole:
—A no haber venido estos amigos, en ninguna manera, señor don Juan, os dejara
hasta que acabárades de ponerme en salvo, pero ahora os suplico con todo
encarecimiento que os vais y me dejéis, que me importa.
Hablando esto, se tentó la cabeza y vio que estaba sin sombrero y, volviéndose a
los que habían venido, pidió que le diesen un sombrero, que se le había caído el suyo.
Apenas lo hubo dicho, cuando don Juan le puso el que había hallado en la cabeza.
Tentole el caído y, volviéndosele a don Juan, dijo:
—Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le lleve por trofeo
desta refriega y guárdele, que creo que es conocido.
Diéronle otro sombrero al defendido y don Juan, por cumplir lo que le había
pedido, pasando otros algunos, aunque breves, comedimientos, le dejó sin saber quién
era y se vino a su casa, sin querer llegar a la puerta donde le habían dado la criatura,
por parecerle que todo el barrio estaba despierto y alborotado con la pendencia.
Sucedió pues que, volviéndose a su posada, en la mitad del camino encontró con
don Antonio de Isunza, su camarada y, conociéndose, dijo don Antonio:
—Volved conmigo, don Juan, hasta aquí arriba y en el camino os contaré un
extraño cuento que me ha sucedido, que no le habréis oído tal en toda vuestra vida.
—Como esos cuentos os podré contar yo —respondió don Juan—, pero vamos
donde queréis y contadme el vuestro.
Guió don Antonio y dijo:
—Habéis de saber que, poco más de una hora después que salistes de casa, salí a
buscaros y no treinta pasos de aquí vi venir, casi a encontrarme, un bulto negro de
persona que venía muy aguijando y, llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito
largo, la cual, con voz interrumpida de sollozos y de suspiros, me dijo: «¿Por ventura,

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señor, sois extranjero o de la ciudad?». «Extranjero soy y español», respondí yo. Y
ella: «Gracias al cielo, que no quiere que muera sin sacramentos». «¿Venís herida,
señora», repliqué yo, «o traéis algún mal de muerte?» «Podría ser que el que traigo lo
fuese, si presto no se me da remedio; por la cortesía que siempre suele reinar en los
de vuestra nación, os suplico, señor español, que me saquéis destas calles y me llevéis
a vuestra posada con la mayor priesa que pudiéredes; que allá, si gustáredes dello,
sabréis el mal que llevo y quién soy, aunque sea a costa de mi crédito». Oyendo lo
cual, pareciéndome que tenía necesidad de lo que pedía, sin replicarla más, la así de
la mano y por calles desviadas la llevé a la posada. Abriome Santisteban el paje,
hícele que se retirase y sin que él la viese la llevé a mi estancia y ella en entrando se
arrojó encima de mi lecho desmayada. Llegueme a ella y descubrila el rostro, que con
el manto traía cubierto y descubrí en él la mayor belleza que humanos ojos han visto;
será a mi parecer de edad de diez y ocho años, antes menos que más. Quedé suspenso
de ver tal extremo de belleza; acudí a echarle un poco de agua en el rostro, con que
volvió en sí suspirando tiernamente y lo primero que me dijo fue: «¿Conoceisme,
señor?». «No», respondí yo, «ni es bien que yo haya tenido ventura de haber
conocido tanta hermosura». «Desdichada de aquella», respondió ella, «a quien se la
da el cielo para mayor desgracia suya; pero, señor, no es tiempo este de alabar
hermosuras, sino de remediar desdichas. Por quien sois, que me dejéis aquí encerrada
y no permitáis que ninguno me vea y volved luego al mismo lugar que me topastes y
mirad si riñe alguna gente y no favorezcáis a ninguno de los que riñeren, sino poned
paz, que cualquier daño de las partes ha de resultar en acrecentar el mío». Déjola
encerrada y vengo a poner en paz esta pendencia.
—¿Tenéis más que decir, don Antonio? —preguntó don Juan.
—¿Pues no os parece que he dicho harto? —respondió don Antonio—. Pues he
dicho que tengo debajo de llave y en mi aposento la mayor belleza que humanos ojos
han visto.
—El caso es extraño, sin duda —dijo don Juan—, pero oíd el mío.
Y luego le contó todo lo que le había sucedido y cómo la criatura que le habían
dado estaba en casa en poder de su ama y la orden que le había dejado de mudarle las
ricas mantillas en pobres y de llevarle adonde le criasen o a lo menos socorriesen la
presente necesidad. Y dijo más: que la pendencia que él venía a buscar ya era acabada
y puesta en paz, que él se había hallado en ella y que, a lo que él imaginaba, todos los
de la riña debían de ser gentes de prendas y de gran valor.
Quedaron entrambos admirados del suceso de cada uno y con priesa se volvieron
a la posada, por ver lo que había menester la encerrada. En el camino dijo don
Antonio a don Juan que él había prometido a aquella señora que no la dejaría ver de
nadie, ni entraría en aquel aposento sino él solo, en tanto que ella no gustase de otra
cosa.
—No importa nada —respondió don Juan—, que no faltará orden para verla, que
ya lo deseo en extremo, según me la habéis alabado de hermosa.

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Llegaron en esto y, a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían, alzó los ojos
don Antonio al sombrero que don Juan traía y viole resplandeciente de diamantes;
quitósele y vio que las luces salían de muchos que en un cintillo riquísimo traía.
Miráronle y remiráronle entrambos y concluyeron que, si todos eran finos, como
parecían, valía más de doce mil ducados. Aquí acabaron de conocer ser gente
principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de don Juan, de quien se
acordó haberle dicho que trujese el sombrero y le guardase, porque era conocido.
Mandaron retirar los pajes y don Antonio abrió su aposento y halló a la señora
sentada en la cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas lágrimas. Don
Juan, con el deseo que tenía de verla, se asomó a la puerta tanto cuanto pudo entrar la
cabeza y al punto la lumbre de los diamantes dio en los ojos de la que lloraba y,
alzándolos, dijo:
—Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me queréis dar con tanta escaseza el
bien de vuestra vista?
A esto dijo don Antonio:
—Aquí, señora, no hay ningún duque que se excuse de veros.
—¿Cómo no? —replicó ella—. El que allí se asomó ahora es el duque de Ferrara,
que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.
—En verdad, señora, que el sombrero que vistes no le trae ningún duque y si
queréis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.
—Entre enhorabuena —dijo ella—, aunque si no fuese el duque, mis desdichas
serían mayores.
Todas estas razones había oído don Juan y, viendo que tenía licencia de entrar,
con el sombrero en la mano entró en el aposento y, así como se le puso delante y ella
conoció no ser quien decía el del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa,
dijo:
—¡Ay, desdichada de mí! Señor mío, decidme luego, sin tenerme más suspensa:
¿conocéis el dueño dese sombrero? ¿Dónde le dejastes o cómo vino a vuestro poder?
¿Es vivo por ventura o son esas las nuevas que me envía de su muerte? ¡Ay, bien
mío!, ¿qué sucesos son estos? ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin ti encerrada y
en poder que, a no saber que es de gentiles hombres españoles, el temor de perder mi
honestidad me hubiera quitado la vida!
—Sosegaos señora —dijo don Juan—, que ni el dueño deste sombrero es muerto
ni estáis en parte donde se os ha de hacer agravio alguno, sino serviros con cuanto las
fuerzas nuestras alcanzaren, hasta poner las vidas por defenderos y ampararos, que no
es bien que os salga vana la fe que tenéis de la bondad de los españoles y, pues
nosotros lo somos y principales (que aquí viene bien esta que parece arrogancia),
estad segura que se os guardará el decoro que vuestra presencia merece.
—Así lo creo yo —respondió ella—, pero con todo eso, decidme, señor: ¿cómo
vino a vuestro poder ese rico sombrero o adónde está su dueño, que, por lo menos, es
Alfonso de Este, duque de Ferrara[1070]?

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Entonces don Juan, por no tenerla más suspensa, le contó cómo le había hallado
en una pendencia y en ella había favorecido y ayudado a un caballero que, por lo que
ella decía, sin duda debía de ser el duque de Ferrara y que en la pendencia había
perdido el sombrero y hallado aquel y que aquel caballero le había dicho que le
guardase, que era conocido y que la refriega se había concluido sin quedar herido el
caballero ni él tampoco y que, después de acabada, había llegado gente que al parecer
debían de ser criados o amigos del que él pensaba ser el duque, el cual le había
pedido le dejase y se viniese, «mostrándose muy agradecido al favor que yo le había
dado».
—De manera, señora mía, que este rico sombrero vino a mi poder por la manera
que os he dicho y su dueño, si es el duque, como vos decís, no ha una hora que le
dejé bueno, sano y salvo; sea esta verdad parte para vuestro consuelo, si es que le
tendréis con saber del buen estado del duque.
—Para que sepáis, señores, si tengo razón y causa para preguntar por él, estadme
atentos y escuchad la, no sé si diga, mi desdichada historia.
Todo el tiempo en que esto pasó le entretuvo el ama en paladear al niño con miel
y en mudarle las mantillas de ricas en pobres y, ya que lo tuvo todo aderezado, quiso
llevarla en casa de una partera, como don Juan se lo dejó ordenado y, al pasar con ella
por junto a la estancia donde estaba la que quería comenzar su historia, lloró la
criatura de modo que lo sintió la señora y, levantándose en pie, púsose atentamente a
escuchar y oyó más distintamente el llanto de la criatura y dijo:
—Señores míos, ¿qué criatura es aquell que parece recién nacida?
Don Juan respondió:
—Es un niño que esta noche nos han echado a la puerta de casa y va el ama a
buscar quién le dé de mamar.
—Tráiganmele aquí, por amor de Dios —dijo la señora—, que yo haré esa
caridad a los hijos ajenos, pues no quiere el cielo que la haga con los propios.
Llamó don Juan al ama y tomole el niño y entrósele a la que le pedía y púsosele
en los brazos, diciendo:
—Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche y no ha sido este el
primero, que pocos meses se pasan que no hallamos a los quicios de nuestras puertas
semejantes hallazgos.
Tomole ella en los brazos y mirole atentamente, así el rostro como los pobres
aunque limpios paños en que venía envuelto y luego, sin poder tener las lágrimas, se
echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de
mamar a la criatura y, aplicándosela a ellos, juntó su rostro con el suyo y con la leche
le sustentaba y con las lágrimas le bañaba el rostro y desta manera estuvo sin levantar
el suyo tanto espacio cuanto el niño no quiso dejar el pecho. En este espacio
guardaban todos cuatro silencio; el niño mamaba, pero no era ansí porque las recién
paridas no pueden dar el pecho y así, cayendo en la cuenta la que se lo daba, se le
volvió a don Juan, diciendo:

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—En balde me he mostrado caritativa: bien parezco nueva en estos casos. Haced,
señor, que a este niño le paladeen con un poco de miel y no consintáis que a estas
horas le lleven por las calles. Dejad llegar el día y antes que le lleven vuélvanmele a
traer, que me consuelo en verle.
Volvió el niño don Juan al ama y ordenole le entretuviese hasta el día y que le
pusiese las ricas mantillas con que le había traído y que no le llevase sin primero
decírselo. Y volviendo a entrar y estando los tres solos, la hermosa dijo:
—Si queréis que hable, dadme primero algo que coma, que me desmayo y tengo
bastante ocasión para ello.
Acudió prestamente don Antonio a un escritorio y sacó dél muchas conservas y
de algunas comió la desmayada y bebió un vidrio de agua fría, con que volvió en sí;
y, algo sosegada, dijo:
—Sentaos, señores y escuchadme.
Hiciéronlo ansí y ella, recogiéndose encima del lecho y abrigándose bien con las
faldas del vestido, dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traía,
dejando el rostro exento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna o, por
mejor decir, del mismo sol, cuando más hermoso y más claro se muestra. Llovíanle
líquidas perlas de los ojos y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo y con unas
manos tales que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar
la blancura. Finalmente, después de haber dado muchos suspiros y después de haber
procurado sosegar algún tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada, dijo:
—Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis, sin duda alguna, oído
nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que
no la publiquen. Soy, en efeto, Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli,
que con deciros esto quizá habré dicho dos verdades: la una, de mi nobleza; la otra,
de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y madre, en poder de mi
hermano, el cual desde niña puso en mi guarda al recato mismo, puesto que más
confiaba de mi honrada condición que de la solicitud que ponía en guardarme.
»Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañadas no más que de mis
criadas, fui creciendo y juntamente conmigo crecía la fama de mi gentileza, sacada en
público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban y de un retrato que mi
hermano mandó hacer a un famoso pintor, para que, como él decía, no quedase sin mí
el mundo, ya que el cielo a mejor vida me llevase. Pero todo esto fuera poca parte
para apresurar mi perdición si no sucediera venir el duque de Ferrara a ser padrino de
unas bodas de una prima mía, donde me llevó mi hermano con sana intención y por
honra de mi parienta. Allí miré y fui vista; allí, según creo, rendí corazones, avasallé
voluntades; allí sentí que daban gusto las alabanzas, aunque fuesen dadas por
lisonjeras lenguas; allí, finalmente, vi al duque y él me vio a mí, de cuya vista ha
resultado verme ahora como me veo. No os quiero decir, señores, porque sería
proceder en infinito, los términos, las trazas y los modos por donde el duque y yo
venimos a conseguir, al cabo de dos años, los deseos que en aquellas bodas nacieron,

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porque ni guardas ni recatos ni honrosas amonestaciones ni otra humana diligencia
fue bastante para estorbar el juntarnos: que en fin hubo de ser debajo de la palabra
que él me dio de ser mi esposo, porque sin ella fuera imposible rendir la roca de la
valerosa y honrada presunción mía. Mil veces le dije que públicamente me pidiese a
mi hermano, pues no era posible que me negase y que no había que dar disculpas al
vulgo de la culpa que le pondrían de la desigualdad de nuestro casamiento, pues no
desmentía en nada la nobleza del linaje Bentibolli a la suya Estense. A esto me
respondió con excusas, que yo las tuve por bastantes y necesarias y, confiada como
rendida, creí como enamorada y entregueme de toda mi voluntad a la suya por
intercesión de una criada mía, más blanda a las dádivas y promesas del duque que lo
que debía a la confianza que de su fidelidad mi hermano hacía.
»En resolución, a cabo de pocos días, me sentí preñada y, antes que mis vestidos
manifestasen mis libertades, por no darles otro nombre, me fingí enferma y
malencólica[1071] y hice con[1072] mi hermano me trujese en casa de aquella mi prima
de quien había sido padrino el duque. Allí le hice saber en el término en que estaba y
el peligro que me amenazaba y la poca seguridad que tenía de mi vida, por tener
barruntos de que mi hermano sospechaba mi desenvoltura. Quedó de acuerdo entre
los dos que en entrando en el mes mayor[1073] se lo avisase: que él vendría por mí con
otros amigos suyos y me llevaría a Ferrara, donde en la sazón que esperaba se casaría
públicamente conmigo.
»Esta noche en que estamos fue la del concierto de su venida y esta misma noche,
estándole esperando, sentí pasar a mi hermano con otros muchos hombres, al parecer
armados, según les crujían las armas, de cuyo sobresalto de improviso me sobrevino
el parto y en un instante parí un hermoso niño. Aquella criada mía, sabidora y
medianera de mis hechos, que estaba ya prevenida para el caso, envolvió la criatura
en otros paños que no los que tiene la que a vuestra puerta echaron y, saliendo a la
puerta de la calle, la dio, a lo que ella dijo, a un criado del duque. Yo, desde allí a un
poco, acomodándome lo mejor que pude, según la presente necesidad, salí de la casa,
creyendo que estaba en la calle el duque y no lo debiera hacer hasta que él llegara a la
puerta; mas el miedo que me había puesto la cuadrilla armada de mi hermano,
creyendo que ya esgrimía su espada sobre mi cuello, no me dejó hacer otro mejor
discurso y así, desatentada[1074] y loca, salí donde me sucedió lo que habéis visto y,
aunque me veo sin hijo y sin esposo y con temor de peores sucesos, doy gracias al
cielo, que me ha traído a vuestro poder, de quien me prometo todo aquello que de la
cortesía española puedo prometerme y más de la vuestra, que la sabréis realzar por
ser tan nobles como parecéis.
Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho y, acudiendo los dos a ver si
se desmayaba, vieron que no, sino que amargamente lloraba y díjole don Juan:
—Si hasta aquí, hermosa señora, yo y don Antonio, mi camarada, os teníamos
compasión y lástima por ser mujer, ahora, que sabemos vuestra calidad, la lástima y
compasión pasa a ser obligación precisa de serviros. Cobrad ánimo y no desmayéis y,

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aunque no acostumbrada a semejantes casos, tanto más mostraréis quién sois cuanto
más con paciencia supiéredes llevarlos. Creed, señora, que imagino que estos tan
extraños sucesos han de tener un felice fin: que no han de permitir los cielos que tanta
belleza se goce mal y tan honestos pensamientos se malogren. Acostaos, señora, y
curad[1075] de vuestra persona, que lo habéis menester; que aquí entrará una criada
nuestra que os sirva, de quien podéis hacer la misma confianza que de nuestras
personas: tan bien sabrá tener en silencio vuestras desgracias como acudir a vuestras
necesidades.
—Tal es la que tengo que a cosas más dificultosas me obliga —respondió ella—.
Entre, señor, quien vos quisiéredes, que, encaminada por vuestra parte, no puedo
dejar de tenerla muy buena en la que menester hubiere; pero, con todo eso, os suplico
que no me vean más que vuestra criada.
—Así será —respondió don Antonio.
Y dejándola sola se salieron y don Juan dijo al ama que entrase dentro y llevase la
criatura con los ricos paños, si se los había puesto. El ama dijo que sí y que ya estaba
de la misma manera que él la había traído. Entró el ama, advertida de lo que había de
responder a lo que acerca de aquella criatura la señora que hallaría allí dentro le
preguntase.
En viéndola Cornelia, le dijo:
—Vengáis en buen hora, amiga mía; dadme esa criatura y llegadme aquí esa vela.
Hízolo así el ama y, tomando el niño Cornelia en sus brazos, se turbó toda y le
miró ahincadamente y dijo al ama:
—Decidme, señora, ¿este niño y el que me trajistes o me trujeron poco ha es todo
uno?
—Sí señora —respondió el ama.
—Pues ¿cómo trae tan trocadas las mantillas? —replicó Cornelia—. En verdad,
amiga, que me parece o que estas son otras mantillas o que esta no es la misma
criatura.
—Todo podía ser —respondió el ama.
—Pecadora de mí —dijo Cornelia—, ¿cómo todo podía ser? ¿Cómo es esto, ama
mía?, que el corazón me revienta en el pecho hasta saber este trueco. Decídmelo,
amiga, por todo aquello que bien queréis. Digo que me digáis de dónde habéis habido
estas tan ricas mantillas, porque os hago saber que son mías, si la vista no me miente
o la memoria no se acuerda. Con estas mismas o otras semejantes entregué yo a mi
doncella la prenda querida de mi alma: ¿quién se las quitó? ¡Ay, desdichada! Y
¿quién las trujo aquí? ¡Ay, sin ventura!
Don Juan y don Antonio, que todas estas quejas escuchaban, no quisieron que
más adelante pasase en ellas ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas
más la tuviese en pena y así, entraron y don Juan le dijo:
—Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.
Y luego le contó punto por punto cómo él había sido la persona a quien su

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doncella había dado el niño y de cómo le había traído a casa, con la orden que había
dado al ama del trueco de las mantillas y la ocasión por que lo había hecho; aunque,
después que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquel era su hijo y que si
no se lo había dicho, había sido porque, tras el sobresalto del estar en duda de
conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.
Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de Cornelia, infinitos los besos que
dio a su hijo, infinitas las gracias que rindió a sus favorecedores, llamándolos ángeles
humanos de su guarda y otros títulos que de su agradecimiento daban notoria
muestra. Dejáronla con el ama, encomendándola mirase por ella y la sirviese cuanto
fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba, para que acudiese a su
remedio, pues ella, por ser mujer, sabía más de aquel menester que no ellos.
Con esto, se fueron a reposar lo que faltaba de la noche, con intención de no
entrar en el aposento de Cornelia si no fuese o que ella los llamase o a necesidad
precisa. Vino el día y el ama trujo a quien secretamente y a escuras diese de mamar al
niño y ellos preguntaron por Cornelia. Dijo el ama que reposaba un poco. Fuéronse a
las escuelas y pasaron por la calle de la pendencia y por la casa de donde había salido
Cornelia, por ver si era ya pública su falta o si se hacían corrillos della; pero en
ningún modo sintieron ni oyeron cosa ni de la riña ni de la ausencia de Cornelia. Con
esto, oídas sus lecciones, se volvieron a su posada.
Llamolos Cornelia con el ama, a quien respondieron que tenían determinado de
no poner los pies en su aposento, para que con más decoro se guardase el que a su
honestidad se debía; pero ella replicó con lágrimas y con ruegos que entrasen a verla,
que aquel era el decoro más conveniente, si no para su remedio, a lo menos para su
consuelo. Hiciéronlo así y ella los recibió con rostro alegre y con mucha cortesía;
pidioles le hiciesen merced de salir por la ciudad y ver si oían algunas nuevas de su
atrevimiento. Respondiéronle que ya estaba hecha aquella diligencia con toda
curiosidad, pero que no se decía nada.
En esto, llegó un paje, de tres que tenían, a la puerta del aposento y desde fuera
dijo:
—A la puerta está un caballero con dos criados que dice se llama Lorenzo
Bentibolli y busca a mi señor don Juan de Gamboa.
A este recado cerró Cornelia ambos puños y se los puso en la boca y por entre
ellos salió la voz baja y temerosa y dijo:
—¡Mi hermano, señores; mi hermano es ese! Sin duda debe de haber sabido que
estoy aquí y viene a quitarme la vida. ¡Socorro, señores, y amparo!
—Sosegaos, señora —le dijo don Antonio—, que en parte estáis y en poder de
quien no os dejará hacer el menor agravio del mundo. Acudid vos, señor don Juan, y
mirad lo que quiere ese caballero y yo me quedaré aquí a defender, si menester fuere,
a Cornelia.
Don Juan, sin mudar semblante, bajó abajo y luego don Antonio hizo traer dos
pistoletes armados y mandó a los pajes que tomasen sus espadas y estuviesen

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apercebidos.
El ama, viendo aquellas prevenciones, temblaba; Cornelia, temerosa de algún mal
suceso, tremía[1076]; solos don Antonio y don Juan estaban en sí y muy bien puestos
en lo que habían de hacer. En la puerta de la calle halló don Juan a don Lorenzo, el
cual, en viendo a don Juan, le dijo:
—Suplico a V. S. —que esta es la merced de Italia— me haga merced de venirse
conmigo a aquella iglesia que está allí frontero[1077], que tengo un negocio que
comunicar con V. S. en que me va la vida y la honra.
—De muy buena gana —respondió don Juan— vamos, señor, donde quisiéredes.
Dicho esto, mano a mano se fueron a la iglesia y, sentándose en un escaño y en
parte donde no pudiesen ser oídos, Lorenzo habló primero y dijo:
—Yo, señor español, soy Lorenzo Bentibolli, si no de los más ricos, de los más
principales desta ciudad. Ser esta verdad tan notoria servirá de disculpa del alabarme
yo propio. Quedé huérfano algunos años ha y quedó en mi poder una mi hermana: tan
hermosa que a no tocarme tanto quizá os la alabara de manera que me faltaran
encarecimientos por no poder ningunos corresponder del todo a su belleza. Ser yo
honrado y ella muchacha y hermosa me hacían andar solícito en guardarla; pero todas
mis prevenciones y diligencias las ha defraudado la voluntad arrojada de mi hermana
Cornelia, que este es su nombre.
»Finalmente, por acortar, por no cansaros, este que pudiera ser cuento largo, digo
que el duque de Ferrara, Alfonso de Este, con ojos de lince venció a los de Argos,
derribó y triunfo de mi industria venciendo a mi hermana y anoche me la llevó y sacó
de casa de una parienta nuestra y aun dicen que recién parida. Anoche lo supe y
anoche le salí a buscar y creo que le hallé y acuchillé; pero fue socorrido de algún
ángel, que no consintió que con su sangre sacase la mancha de mi agravio. Hame
dicho mi parienta, que es la que todo esto me ha dicho, que el duque engañó a mi
hermana, debajo de palabra de recebirla por mujer. Esto yo no lo creo, por ser
desigual el matrimonio en cuanto a los bienes de fortuna, que en los de naturaleza el
mundo sabe la calidad de los Bentibollis de Bolonia. Lo que creo es que él se atuvo a
lo que se atienen los poderosos que quieren atropellar una doncella temerosa y
recatada, poniéndole a la vista el dulce nombre de esposo, haciéndola creer que por
ciertos respetos no se desposa luego: mentiras aparentes de verdades, pero falsas y
malintencionadas. Pero sea lo que fuere, yo me veo sin hermana y sin honra, puesto
que todo esto hasta agora por mi parte lo tengo puesto debajo de la llave del silencio
y no he querido contar a nadie este agravio hasta ver si le puedo remediar y satisfacer
en alguna manera, que las infamias mejor es que se presuman y sospechen que no que
se sepan de cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda, cada uno puede
inclinarse a la parte que más quisiere y cada una tendrá sus valedores. Finalmente, yo
tengo determinado de ir a Ferrara y pedir al mismo duque la satisfación de mi ofensa
y si la negare, desafiarle sobre el caso y esto no ha de ser con escuadrones de gente,
pues no los puedo ni formar ni sustentar, sino de persona a persona, para lo cual

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querría el ayuda de la vuestra y que me acompañásedes en este camino, confiado en
que lo haréis por ser español y caballero, como ya estoy informado, y por no dar
cuenta a ningún pariente ni amigo mío, de quien no espero sino consejos y
disuasiones y de vos puedo esperar los que sean buenos y honrosos, aunque rompan
por cualquier peligro. Vos, señor, me habéis de hacer merced de venir conmigo que,
llevando un español a mi lado y tal como vos me parecéis, haré cuenta que llevo en
mi guarda los ejércitos de Jerjes[1078]. Mucho os pido, pero a más obliga la deuda de
responder a lo que la fama de vuestra nación pregona.
—No más, señor Lorenzo —dijo a esta sazón don Juan (que hasta allí, sin
interrumpirle palabra, le había estado escuchando)—, no más, que desde aquí me
constituyo por vuestro defensor y consejero y tomo a mi cargo la satisfación o
venganza de vuestro agravio y esto no solo por ser español, sino por ser caballero y
serlo vos tan principal como habéis dicho y como yo sé y como todo el mundo sabe.
Mirad cuándo queréis que sea nuestra partida y sería mejor que fuese luego, porque el
hierro se ha de labrar mientras estuviere encendido y el ardor de la cólera acrecienta
el ánimo y la injuria reciente despierta la venganza.
Levantose Lorenzo y abrazó apretadamente a don Juan y dijo:
—A tan generoso pecho como el vuestro, señor don Juan, no es menester moverle
con ponerle otro interés delante que el de la honra que ha de ganar en este hecho, la
cual desde aquí os la doy si salimos felícemente deste caso y por añadidura os ofrezco
cuanto tengo, puedo y valgo. La ida quiero que sea mañana, porque hoy pueda
prevenir lo necesario para ella.
—Bien me parece —dijo don Juan—; y dadme licencia, señor Lorenzo, que yo
pueda dar cuenta deste hecho a un caballero, camarada mía, de cuyo valor y silencio
os podéis prometer harto más que del mío.
—Pues vos, señor don Juan, según decís, habéis tomado mi honra a vuestro cargo,
disponed della como quisiéredes y decid della lo que quisiéredes y a quien
quisiéredes, cuanto más que camarada vuestra, ¿quién puede ser que muy bueno no
sea?
Con esto se abrazaron y despidieron, quedando que otro día por la mañana le
enviaría a llamar para que fuera de la ciudad se pusiesen a caballo y siguiesen
disfrazados su jornada.
Volvió don Juan y dio cuenta a don Antonio y a Cornelia de lo que con Lorenzo
había pasado y el concierto que quedaba hecho.
—¡Válame Dios! —dijo Cornelia—: grande es, señor, vuestra cortesía y grande
vuestra confianza. ¿Cómo, y tan presto os habéis arrojado a emprender una hazaña
llena de inconvenientes? ¿Y qué sabéis vos, señor, si os lleva mi hermano a Ferrara o
a otra parte? Pero dondequiera que os llevare, bien podéis hacer cuenta que va con
vos la fidelidad misma, aunque yo, como desdichada, en los átomos del sol tropiezo,
de cualquier sombra temo y ¿no queréis que tema, si está puesta en la respuesta del
duque mi vida o mi muerte y qué sé yo si responderá tan atentadamente[1079] que la

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cólera de mi hermano se contenga en los límites de su discreción? Y, cuando salga,
¿paréceos que tiene flaco enemigo? Y ¿no os parece que los días que tardáredes he de
quedar colgada, temerosa y suspensa, esperando las dulces o amargas nuevas del
suceso? ¿Quiero yo tan poco al duque o a mi hermano que de cualquiera de los dos
no tema las desgracias y las sienta en el alma?
—Mucho discurrís y mucho teméis, señora Cornelia —dijo don Juan—; pero dad
lugar entre tantos miedos a la esperanza y fiad en Dios, en mi industria y buen deseo,
que habéis de ver con toda felicidad cumplido el vuestro. La ida de Ferrara no se
excusa ni el dejar de ayudar yo a vuestro hermano tampoco. Hasta agora no sabemos
la intención del duque ni tampoco si él sabe vuestra falta[1080] y todo esto se ha de
saber de su boca y nadie se lo podrá preguntar como yo. Y entended, señora Cornelia,
que la salud y contento de vuestro hermano y el del duque llevo puestos en las niñas
de mis ojos; yo miraré por ellos como por ellas.
—Si así os da el cielo, señor don Juan —respondió Cornelia—, poder para
remediar como gracia para consolar, en medio destos mis trabajos me cuento por bien
afortunada. Ya querría veros ir y volver, por más que el temor me aflija en vuestra
ausencia o la esperanza me suspenda.
Don Antonio aprobó la determinación de don Juan y le alabó la buena
correspondencia que en él había hallado la confianza de Lorenzo Bentibolli. Díjole
más: que él quería ir a acompañarlos, por lo que podía suceder.
—Eso no —dijo don Juan—: así porque no será bien que la señora Cornelia
quede sola, como porque no piense el señor Lorenzo que me quiero valer de
esfuerzos ajenos.
—El mío es el vuestro mismo —replicó don Antonio—; y así, aunque sea
desconocido y desde lejos, os tengo de seguir, que la señora Cornelia sé que gustará
dello y no queda tan sola que le falte quien la sirva, la guarde y acompañe.
A lo cual Cornelia dijo:
—Gran consuelo será para mí, señores, si sé que vais juntos, o a lo menos de
modo que os favorezcáis el uno al otro si el caso lo pidiere; y, pues al que vais a mí se
me semeja ser de peligro, hacedme merced, señores, de llevar estas reliquias con
vosotros.
Y, diciendo esto, sacó del seno una cruz de diamantes de inestimable valor y un
agnus de oro tan rico como la cruz[1081]. Miraron los dos las ricas joyas y
apreciáronlas aún más que lo que habían apreciado el cintillo, pero volviéronselas, no
queriendo tomarlas en ninguna manera, diciendo que ellos llevarían reliquias consigo,
si no tan bien adornadas, a lo menos en su calidad tan buenas. Pesole a Cornelia el no
aceptarlas, pero al fin hubo de estar a lo que ellos querían.
El ama tenía gran cuidado de regalar a Cornelia y, sabiendo la partida de sus amos
(de que le dieron cuenta, pero no a lo que iban ni adónde iban), se encargó de mirar
por la señora, cuyo nombre aún no sabía, de manera que sus mercedes no hiciesen
falta[1082]. Otro día, bien de mañana, ya estaba Lorenzo a la puerta y don Juan de

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camino con el sombrero del cintillo, a quien adornó de plumas negras y amarillas y
cubrió el cintillo con una toquilla negra. Despidiose de Cornelia, la cual, imaginando
que tenía a su hermano tan cerca, estaba tan temerosa que no acertó a decir palabra a
los dos, que della se despidieron.
Salió primero don Juan y con Lorenzo se fue fuera de la ciudad y en una huerta
algo desviada hallaron dos muy buenos caballos, con dos mozos que de diestro[1083]
los tenían. Subieron en ellos y, los mozos delante, por sendas y caminos desusados
caminaron a Ferrara. Don Antonio sobre un cuartago[1084] suyo y otro vestido y
disimulado, los seguía, pero pareciole que se recataban dél, especialmente Lorenzo, y
así, acordó de seguir el camino derecho de Ferrara, con seguridad que allí los
encontraría.
Apenas hubieron salido de la ciudad, cuando Cornelia dio cuenta al ama de todos
sus sucesos y de cómo aquel niño era suyo y del duque de Ferrara, con todos los
puntos que hasta aquí se han contado tocantes a su historia, no encubriéndole cómo el
viaje que llevaban sus señores era a Ferrara, acompañando a su hermano que iba a
desafiar al duque Alfonso. Oyendo lo cual el ama (como si el demonio se lo mandara,
para intricar, estorbar o dilatar el remedio de Cornelia), dijo:
—¡Ay señora de mi alma! ¿Y todas esas cosas han pasado por vos y estaisos aquí
descuidada y a pierna tendida? O no tenéis alma, o teneisla tan desmazalada[1085] que
no siente. ¿Cómo, y pensáis vos por ventura que vuestro hermano va a Ferrara? No lo
penséis, sino pensad y creed que ha querido llevar a mis amos de aquí y ausentarlos
desta casa para volver a ella y quitaros la vida, que lo podrá hacer como quien bebe
un jarro de agua. Mirá debajo de qué guarda y amparo quedamos sino en la de tres
pajes, que harto tienen ellos que hacer en rascarse la sarna de que están llenos que en
meterse en dibujos; a lo menos, de mí sé decir que no tendré ánimo para esperar el
suceso y ruina que a esta casa amenaza. ¡El señor Lorenzo, italiano, y que se fíe de
españoles y les pida favor y ayuda; para mi ojo si tal crea! —y diose ella misma una
higa—; si vos, hija mía, quisiésedes tomar mi consejo, yo os le daría tal que os
luciese.
Pasmada, atónita y confusa estaba Cornelia oyendo las razones del ama, que las
decía con tanto ahínco y con tantas muestras de temor, que le pareció ser todo verdad
lo que le decía y quizá estaban muertos don Juan y don Antonio, y que su hermano
entraba por aquellas puertas y la cosía a puñaladas; y así, le dijo:
—¿Y qué consejo me daríades vos, amiga, que fuese saludable y que previniese la
sobrestante[1086] desventura?
—Y cómo que le daré, tal y tan bueno que no pueda mejorarse —dijo el ama—.
Yo, señora, he servido a un piovano[1087], a un cura, digo, de una aldea que está dos
millas de Ferrara: es una persona santa y buena y que hará por mí todo lo que yo le
pidiere, porque me tiene obligación más que de amo. Vámonos allá, que yo buscaré
quien nos lleve luego y la que viene a dar de mamar al niño es mujer pobre y se irá
con nosotras al cabo del mundo. Y ya, señora, que presupongamos que has de ser

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hallada, mejor será que te hallen en casa de un sacerdote de misa, viejo y honrado,
que en poder de dos estudiantes, mozos y españoles, que los tales, como yo soy buen
testigo, no desechan ripio[1088]. Y agora, señora, como estás mala, te han guardado
respeto; pero si sanas y convaleces en su poder, Dios lo podrá remediar, porque en
verdad que si a mí no me hubieran guardado mis repulsas, desdenes y enterezas, ya
hubieran dado conmigo y con mi honra al traste; porque no es todo oro lo que en ellos
reluce: uno dicen y otro piensan; pero hanlo habido conmigo, que soy taimada y sé dó
me aprieta el zapato y, sobre todo, soy bien nacida, que soy de los Cribelos de Milán
y tengo el punto de la honra diez millas más allá de las nubes. Y en esto se podrá
echar de ver, señora mía, las calamidades que por mí han pasado, pues con ser quien
soy, he venido a ser masara de españoles, a quien ellos llaman ama; aunque a la
verdad no tengo de qué quejarme de mis amos porque son unos benditos, como no
estén enojados y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen que lo son. Pero quizá
para consigo serán gallegos, que es otra nación, según es fama, algo menos puntual y
bien mirada que la vizcaína.
En efeto, tantas y tales razones le dijo que la pobre Cornelia se dispuso a seguir su
parecer y así, en menos de cuatro horas, disponiéndolo el ama y consintiéndolo ella,
se vieron dentro de una carroza las dos y la ama del niño y, sin ser sentidas de los
pajes, se pusieron en camino para la aldea del cura. Y todo esto se hizo a persuasión
del ama y con sus dineros, porque había poco que la habían pagado sus señores un
año de su sueldo y así no fue menester empeñar una joya que Cornelia le daba. Y,
como habían oído decir a don Juan que él y su hermano no habían de seguir el
camino derecho de Ferrara, sino por sendas apartadas, quisieron ellas seguir el
derecho y poco a poco, por no encontrarse con ellos, y el dueño de la carroza se
acomodó al paso de la voluntad de ellas porque le pagaron al gusto de la suya.
Dejémoslas ir, que ellas van tan atrevidas como bien encaminadas, y sepamos qué
les sucedió a don Juan de Gamboa y al señor Lorenzo Bentibolli, de los cuales se dice
que en el camino supieron que el duque no estaba en Ferrara, sino en Bolonia. Y así,
dejando el rodeo que llevaban, se vinieron al camino real o a la estrada maestra,
como allá se dice, considerando que aquella había de traer el duque cuando de
Bolonia volviese. Y, a poco espacio que en ella habían entrado, habiendo tendido la
vista hacia Bolonia por ver si por él alguno venía, vieron un tropel de gente de a
caballo y entonces dijo don Juan a Lorenzo que se desviase del camino, porque si
acaso entre aquella gente viniese el duque le quería hablar allí antes que se encerrase
en Ferrara, que estaba poco distante. Hízolo así Lorenzo y aprobó el parecer de don
Juan.
Así como se apartó Lorenzo, quitó don Juan la toquilla que encubría el rico
cintillo y esto no sin falta de discreto discurso, como él después lo dijo. En esto, llegó
la tropa de los caminantes y entre ellos venía una mujer sobre una pía[1089], vestida de
camino y el rostro cubierto con una mascarilla o por mejor encubrirse o por guardarse
del sol y del aire. Paró el caballo don Juan en medio del camino y estuvo con el rostro

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descubierto a que llegasen los caminantes y, en llegando cerca, el talle, el brío, el
poderoso caballo, la bizarría del vestido y las luces de los diamantes llevaron tras sí
los ojos de cuantos allí venían, especialmente los del duque de Ferrara, que era uno
dellos, el cual, como puso los ojos en el cintillo, luego se dio a entender que el que le
traía era don Juan de Gamboa, el que le había librado en la pendencia; y tan de veras
aprehendió esta verdad que, sin hacer otro discurso, arremetió su caballo hacia don
Juan diciendo:
—No creo que me engañaré en nada, señor caballero, si os llamo don Juan de
Gamboa, que vuestra gallarda disposición y el adorno dese capelo me lo están
diciendo.
—Así es la verdad —respondió don Juan—, porque jamás supe ni quise encubrir
mi nombre; pero decidme, señor, quién sois, por que yo no caiga en alguna
descortesía.
—Eso será imposible —respondió el duque—, que para mí tengo que no podéis
ser descortés en ningún caso. Con todo eso os digo, señor don Juan, que yo soy el
duque de Ferrara y el que está obligado a serviros todos los días de su vida, pues no
ha cuatro noches que vos se la distes.
No acabó de decir esto el duque cuando don Juan, con extraña ligereza, saltó del
caballo y acudió a besar los pies del duque, pero, por presto que llegó, ya el duque
estaba fuera de la silla, de modo que le acabó de apear en brazos don Juan. El señor
Lorenzo, que desde algo lejos miraba estas ceremonias, no pensando que lo eran de
cortesía, sino de cólera, arremetió su caballo, pero en la mitad del repelón[1090] le
detuvo, porque vio abrazados muy estrechamente al duque y a don Juan, que ya había
conocido al duque. El duque, por cima de los hombros de don Juan, miró a Lorenzo y
conociole, de cuyo conocimiento algún tanto se sobresaltó y así como estaba
abrazado preguntó a don Juan si Lorenzo Bentibolli, que allí estaba, venía con él o
no. A lo cual don Juan respondió:
—Apartémonos algo de aquí y contarele a Vuestra Excelencia grandes cosas.
Hízolo así el duque y don Juan le dijo:
—Señor, Lorenzo Bentibolli, que allí veis, tiene una queja de vos no pequeña:
dice que habrá cuatro noches que le sacastes a su hermana, la señora Cornelia, de
casa de una prima suya y que la habéis engañado y deshonrado y quiere saber de vos
qué satisfación le pensáis hacer, para que él vea lo que le conviene. Pidiome que
fuese su valedor y medianero; yo se lo ofrecí porque, por los barruntos que él me dio
de la pendencia, conocí que vos, señor, érades el dueño deste cintillo que, por
liberalidad y cortesía vuestra, quisistes que fuese mío y, viendo que ninguno podía
hacer vuestras partes mejor que yo, como ya he dicho, le ofrecí mi ayuda. Querría yo
agora, señor, me dijésedes lo que sabéis acerca deste caso y si es verdad lo que
Lorenzo dice.
—¡Ay amigo! —respondió el duque—, es tan verdad que no me atrevería a
negarla aunque quisiese: yo no he engañado ni sacado a Cornelia, aunque sé que falta

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de la casa que dice. No la he engañado porque la tengo por mi esposa, no la he sacado
porque no sé della: si públicamente no celebré mis desposorios fue porque aguardaba
que mi madre (que está ya en lo último) pasase desta a mejor vida, que tiene deseo
que sea mi esposa la señora Livia, hija del duque de Mantua, y por otros
inconvenientes quizá más eficaces que los dichos y no conviene que ahora se digan.
Lo que pasa es que la noche que me socorristes la había de traer a Ferrara, porque
estaba ya en el mes de dar a luz la prenda que ordenó el cielo que en ella depositase.
O ya fuese por la riña o ya por mi descuido, cuando llegué a su casa hallé que salía
della la secretaria[1091] de nuestros conciertos. Preguntele por Cornelia, díjome que ya
había salido y que aquella noche había parido un niño, el más bello del mundo, y que
se le había dado a un Fabio, mi criado. La doncella es aquella que allí viene, el Fabio
está aquí y el niño y Cornelia no parecen. Yo he estado estos dos días en Bolonia,
esperando y escudriñando oír algunas nuevas de Cornelia, pero no he sentido nada.
—De modo, señor —dijo don Juan—, que[1092] cuando Cornelia y vuestro hijo
pareciesen, ¿no negaréis ser vuestra esposa y él vuestro hijo?
—No, por cierto, porque, aunque me precio de caballero, más me precio de
cristiano y más que Cornelia es tal que merece ser señora de un reino. Pareciese ella y
viva o muera mi madre, que el mundo sabrá que si supe ser amante, supe la fe que di
en secreto guardarla en público.
—Luego, ¿bien diréis —dijo don Juan— lo que a mí me habéis dicho a vuestro
hermano el señor Lorenzo?
—Antes me pesa —respondió el duque— de que tarde tanto en saberlo.
Al instante hizo don Juan de señas a Lorenzo, que se apease y viniese donde ellos
estaban, como lo hizo, bien ajeno de pensar la buena nueva que le esperaba.
Adelantose el duque a recebirle con los brazos abiertos y la primera palabra que le
dijo fue llamarle hermano.
Apenas supo Lorenzo responder a salutación tan amorosa ni a tan cortés
recibimiento y, estando así suspenso, antes que hablase palabra, don Juan le dijo:
—El duque, señor Lorenzo, confiesa la conversación secreta que ha tenido con
vuestra hermana, la señora Cornelia. Confiesa asimismo que es su legítima esposa y
que, como lo dice aquí, lo dirá públicamente cuando se ofreciere. Concede, asimismo,
que fue ha cuatro noches a sacarla de casa de su prima para traerla a Ferrara y
coyuntura de celebrar sus bodas, que las ha dilatado por justísimas causas que me ha
dicho. Dice, asimismo, la pendencia que con vos tuvo y que cuando fue por Cornelia
encontró con Sulpicia, su doncella, que es aquella mujer que allí viene, de quien supo
que Cornelia no había una hora que había parido y que ella dio la criatura a un criado
del duque y que luego Cornelia, creyendo que estaba allí el duque, había salido de
casa medrosa, porque imaginaba que ya vos, señor Lorenzo, sabíades sus tratos.
Sulpicia no dio el niño al criado del duque, sino a otro en su cambio. Cornelia no
parece, él se culpa de todo y dice que cada y cuando que[1093] la señora Cornelia
parezca, la recebirá como a su verdadera esposa. Mirad, señor Lorenzo, si hay más

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que decir ni más que desear si no es el hallazgo de las dos tan ricas como
desgraciadas prendas.
A esto respondió el señor Lorenzo, arrojándose a los pies del duque, que porfiaba
por levantarlo:
—De vuestra cristiandad y grandeza, serenísimo señor y hermano mío, no
podíamos mi hermana y yo esperar menor bien del que a entrambos nos hacéis: a ella,
en igualarla con vos, y a mí, en ponerme en el número de vuestro.
Ya en esto se le arrasaban los ojos de lágrimas y al duque lo mismo, enternecidos,
el uno, con la pérdida de su esposa, y el otro, con el hallazgo de tan buen cuñado;
pero consideraron que parecía flaqueza dar muestras con lágrimas de tanto
sentimiento, las reprimieron y volvieron a encerrar en los ojos y los de don Juan,
alegres, casi les pedían las albricias de haber parecido Cornelia y su hijo, pues los
dejaba en su misma casa.
En esto estaban, cuando se descubrió don Antonio de Isunza, que fue conocido de
don Juan en el cuartago desde algo lejos; pero cuando llegó cerca se paró y vio los
caballos de don Juan y de Lorenzo, que los mozos tenían de diestro y acullá
desviados. Conoció a don Juan y a Lorenzo, pero no al duque, y no sabía qué hacerse,
si llegaría o no adonde don Juan estaba. Llegándose a los criados del duque, les
preguntó si conocían aquel caballero que con los otros dos estaba, señalando al
duque. Fuele respondido ser el duque de Ferrara, con que quedó más confuso y
menos sin saber qué hacerse, pero sacole de su perplejidad don Juan, llamándole por
su nombre. Apeose don Antonio, viendo que todos estaban a pie y llegose a ellos;
recibiole el duque con mucha cortesía, porque don Juan le dijo que era su camarada.
Finalmente, don Juan contó a don Antonio todo lo que con el duque le había sucedido
hasta que él llegó. Alegrose en extremo don Antonio y dijo a don Juan:
—¿Por qué, señor don Juan, no acabáis de poner la alegría y el contento destos
señores en su punto, pidiendo las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su
hijo?
—Si vos no llegárades, señor don Antonio, yo las pidiera; pero pedidlas vos, que
yo seguro que os las den de muy buena gana.
Como el duque y Lorenzo oyeron tratar del hallazgo de Cornelia y de albricias,
preguntaron qué era aquello.
—¿Qué ha de ser —respondió don Antonio— sino que yo quiero hacer un
personaje en esta trágica comedia y ha de ser el que pide las albricias del hallazgo de
la señora Cornelia y de su hijo, que quedan en mi casa?
Y luego les contó punto por punto todo lo que hasta aquí se ha dicho, de lo cual el
duque y el señor Lorenzo recibieron tanto placer y gusto que don Lorenzo se abrazó
con don Juan y el duque con don Antonio. El duque prometió todo su estado en
albricias y el señor Lorenzo su hacienda, su vida y su alma. Llamaron a la doncella
que entregó a don Juan la criatura, la cual, habiendo conocido a Lorenzo, estaba
temblando. Preguntáronle si conocería al hombre a quien había dado el niño; dijo que

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no, sino que ella le había preguntado si era Fabio y él había respondido que sí y con
esta buena fe se le había entregado.
—Así es la verdad —respondió don Juan— y vos, señora, cerrastes la puerta
luego y me dijistes que la pusiese en cobro[1094] y diese luego la vuelta.
—Así es, señor —respondió la doncella llorando.
Y el duque dijo:
—Ya no son menester lágrimas aquí, sino júbilos y fiestas. El caso es que yo no
tengo de entrar en Ferrara, sino dar la vuelta luego a Bolonia, porque todos estos
contentos son en sombra[1095] hasta que los haga verdaderos la vista de Cornelia.
Y sin más decir, de común consentimiento, dieron la vuelta a Bolonia.
Adelantose don Antonio para apercebir a Cornelia por no sobresaltarla con la
improvisa llegada del duque y de su hermano; pero, como no la halló ni los pajes le
supieron decir nuevas della, quedó el más triste y confuso hombre del mundo y, como
vio que faltaba el ama, imaginó que por su industria faltaba Cornelia. Los pajes le
dijeron que faltó el ama el mismo día que ellos habían faltado y que la Cornelia por
quien preguntaba nunca ellos la vieron. Fuera de sí quedó don Antonio con el no
pensado caso, temiendo que quizá el duque los tendría por mentirosos o embusteros o
quizá imaginaría otras peores cosas que redundasen en perjuicio de su honra y del
buen crédito de Cornelia. En esta imaginación estaba, cuando entraron el duque y don
Juan y Lorenzo, que por calles desusadas y encubiertas, dejando la demás gente fuera
de la ciudad, llegaron a la casa de don Juan y hallaron a don Antonio sentado en una
silla, con la mano en la mejilla y con una color de muerto.
Preguntole don Juan qué mal tenía y adónde estaba Cornelia.
Respondió don Antonio:
—¿Qué mal queréis que no tenga? Pues Cornelia no parece, que con el ama que
le dejamos para su compañía, el mismo día que de aquí faltamos, faltó ella.
Poco le faltó al duque para espirar y a Lorenzo para desesperarse, oyendo tales
nuevas. Finalmente, todos quedaron turbados, suspensos e imaginativos. En esto, se
llegó un paje a don Antonio y al oído le dijo:
—Señor, Santisteban, el paje del señor don Juan, desde el día que vuesas
mercedes se fueron, tiene una mujer muy bonita encerrada en su aposento y yo creo
que se llama Cornelia, que así la he oído llamar.
Alborotose de nuevo don Antonio y más quisiera que no hubiera parecido
Cornelia, que sin duda pensó que era la que el paje tenía escondida, que no que la
hallaran en tal lugar. Con todo eso no dijo nada, sino callando se fue al aposento del
paje y halló cerrada la puerta y que el paje no estaba en casa. Llegose a la puerta y
dijo con voz baja:
—Abrid, señora Cornelia, y salid a recebir a vuestro hermano y al duque vuestro
esposo, que vienen a buscaros.
Respondiéronle de dentro:
—¿Hacen burla de mí? Pues en verdad que no soy tan fea ni tan desechada que no

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podían buscarme duques y condes y eso se merece la presona[1096] que trata con
pajes.
Por las cuales palabra entendió don Antonio que no era Cornelia la que respondía.
Estando en esto, vino Santisteban el paje y acudió luego a su aposento y, hallando allí
a don Antonio, que pedía que le trujesen las llaves que había en casa, por ver si
alguna hacía a la puerta, el paje, hincado de rodillas y con la llave en la mano, le dijo:
—El ausencia de vuesas mercedes y mi bellaquería, por mejor decir, me hizo traer
una mujer estas tres noches a estar conmigo. Suplico a vuesa merced, señor don
Antonio de Isunza, así oiga buenas nuevas de España, que si no lo sabe mi señor don
Juan de Gamboa que no se lo diga, que yo la echaré al momento.
—Y ¿cómo se llama la tal mujer? —preguntó don Antonio.
—Llámase Cornelia —respondió el paje.
El paje que había descubierto la celada, que no era muy amigo de Santisteban, ni
se sabe si simplemente o con malicia, bajó donde estaban el duque, don Juan y
Lorenzo, diciendo:
—Tómame el paje, por Dios, que le han hecho gormar[1097] a la señora Cornelia:
escondidita la tenía, a buen seguro que no quisiera él que hubieran venido los señores
para alargar más el gaudeamus[1098] tres o cuatro días más.
Oyó esto Lorenzo y preguntole:
—¿Qué es lo que decís, gentilhombre? ¿Dónde está Cornelia?
—Arriba —respondió el paje.
Apenas oyó esto el duque, cuando como un rayo subió la escalera arriba a ver a
Cornelia, que imaginó que había parecido, y dio luego con el aposento donde estaba
don Antonio y, entrando, dijo:
—¿Dónde está Cornelia, adónde está la vida de la vida mía?
—Aquí está Cornelia —respondió una mujer que estaba envuelta en una sábana
de la cama y cubierto el rostro y prosiguió diciendo—: ¡Válamos Dios! ¿Es este
algún buey de hurto[1099]? ¿Es cosa nueva dormir una mujer con un paje, para hacer
tantos milagrones?
Lorenzo, que estaba presente, con despecho y cólera tiró de un cabo de la sábana
y descubrió una mujer moza y no de mal parecer, la cual, de vergüenza, se puso las
manos delante del rostro y acudió a tomar sus vestidos, que le servían de almohada,
porque la cama no la tenía y en ellos vieron que debía de ser alguna pícara de las
perdidas del mundo.
Preguntole el duque que si era verdad que se llamaba Cornelia; respondió que sí y
que tenía muy honrados parientes en la ciudad y que nadie dijese «desta agua no
beberé». Quedó tan corrido[1100] el duque que casi estuvo por pensar si hacían los
españoles burla dél, pero, por no dar lugar a tan mala sospecha, volvió las espaldas y,
sin hablar palabra, siguiéndole Lorenzo, subieron en sus caballos y se fueron, dejando
a don Juan y a don Antonio harto más corridos que ellos iban; y determinaron de
hacer las diligencias posibles y aun imposibles en buscar a Cornelia y satisfacer al

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duque de su verdad y buen deseo. Despidieron a Santisteban por atrevido y echaron a
la pícara Cornelia y en aquel punto se les vino a la memoria que se les había olvidado
de decir al duque las joyas del agnus y la cruz de diamantes que Cornelia les había
ofrecido, pues estas señas creería que Cornelia había estado en su poder y que si
faltaba, no había estado en su mano. Salieron a decirle esto, pero no le hallaron en
casa de Lorenzo, donde creyeron que estaría. A Lorenzo sí, el cual les dijo que, sin
detenerse un punto, se había vuelto a Ferrara, dejándole orden de buscar a su
hermana.
Dijéronle lo que iban a decirle, pero Lorenzo les dijo que el duque iba muy
satisfecho de su buen proceder y que entrambos habían echado la falta de Cornelia a
su mucho miedo y que Dios sería servido de que pareciese, pues no había de haber
tragado la tierra al niño y al ama y a ella. Con esto se consolaron todos y no quisieron
hacer la inquisición de buscalla por bandos públicos, sino por diligencias secretas,
pues de nadie sino de su prima se sabía su falta; y entre los que no sabían la intención
del duque correría riesgo el crédito de su hermana si la pregonasen y ser gran trabajo
andar satisfaciendo a cada uno de las sospechas que una vehemente presumpción les
infunde.
Siguió su viaje el duque y la buena suerte, que iba disponiendo su ventura, hizo
que llegase a la aldea del cura, donde ya estaban Cornelia, el niño y su ama y la
consejera; y ellas le habían dado cuenta de su vida y pedídole consejo de lo que
harían. Era el cura grande amigo del duque, en cuya casa, acomodada a lo de clérigo
rico y curioso, solía el duque venirse desde Ferrara muchas veces y desde allí salía a
caza, porque gustaba mucho, así de la curiosidad del cura como de su donaire, que le
tenía en cuanto decía y hacía. No se alborotó por ver al duque en su casa porque,
como se ha dicho, no era la vez primera, pero descontentole verle venir triste, porque
luego echó de ver que con alguna pasión traía ocupado el ánimo.
Entreoyó Cornelia que el duque de Ferrara estaba allí y turbose en extremo, por
no saber con qué intención venía; torcíase las manos y andaba de una parte a otra,
como persona fuera de sentido. Quisiera hablar Cornelia al cura, pero estaba
entreteniendo al duque y no tenía lugar de hablarle.
El duque le dijo:
—Yo vengo, padre mío, tristísimo y no quiero hoy entrar en Ferrara, sino ser
vuestro huésped; decid a los que vienen conmigo que pasen a Ferrara y que solo se
quede Fabio.
Hízolo así el buen cura y luego fue a dar orden cómo regalar y servir al duque y
con esta ocasión le pudo hablar Cornelia, la cual, tomándole de las manos, le dijo:
—¡Ay, padre y señor mío! Y ¿qué es lo que quiere el duque? Por amor de Dios,
señor, que le dé algún toque en mi negocio y procure descubrir y tomar algún indicio
de su intención; en efeto, guíelo como mejor le pareciere y su mucha discreción le
aconsejare.
A esto le respondió el cura:

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—El duque viene triste; hasta agora no me ha dicho la causa. Lo que se ha de
hacer es que luego se aderece ese niño muy bien y ponedle, señora, las joyas todas
que tuviéredes, principalmente las que os hubiere dado el duque y dejadme hacer, que
yo espero en el cielo que hemos de tener hoy un buen día.
Abrazole Cornelia y besole la mano y retirose a aderezar y componer el niño. El
cura salió a entretener al duque en tanto que se hacía hora de comer y en el discurso
de su plática preguntó el cura al duque si era posible saberse la causa de su
melancolía, porque sin duda de una legua se echaba de ver que estaba triste.
—Padre —respondió el duque—, claro está que las tristezas del corazón salen al
rostro; en los ojos se lee la relación de lo que está en el alma y lo que peor es, que por
ahora no puedo comunicar mi tristeza con nadie.
—Pues en verdad, señor —respondió el cura—, que si estuviérades para ver cosas
de gusto, que os enseñara yo una, que tengo para mí que os le causara y grande.
—Simple sería —respondió el duque— aquel que, ofreciéndole el alivio de su
mal, no quisiese recebirle. Por vida mía, padre, que me mostréis eso que decís, que
debe de ser alguna de vuestras curiosidades, que para mí son todas de grandísimo
gusto.
Levantose el cura y fue donde estaba Cornelia, que ya tenía adornado a su hijo y
puéstole las ricas joyas de la cruz y del agnus, con otras tres piezas preciosísimas,
todas dadas del duque a Cornelia y, tomando al niño entre sus brazos, salió adonde el
duque estaba y, diciéndole que se levantase y se llegase a la claridad de una ventana,
quitó al niño de sus brazos y le puso en los del duque, el cual, cuando miró y
reconoció las joyas y vio que eran las mismas que él había dado a Cornelia, quedó
atónito y, mirando ahincadamente al niño, le pareció que miraba su mismo retrato y
lleno de admiración preguntó al cura cúya era aquella criatura, que en su adorno y
aderezo parecía hijo de algún príncipe.
—No sé —respondió el cura—; solo sé que habrá no sé cuántas noches que aquí
me le trujo un caballero de Bolonia y me encargó mirase por él y le criase, que era
hijo de un valeroso padre y de una principal y hermosísima madre. También vino con
el caballero una mujer para dar leche al niño, a quien he yo preguntado si sabe algo
de los padres desta criatura y responde que no sabe palabra y en verdad que si la
madre es tan hermosa como el ama, que debe de ser la más hermosa mujer de Italia.
—¿No la veríamos? —preguntó el duque.
—Sí, por cierto —respondió el cura—; veníos, señor, conmigo, que si os
suspende el adorno y la belleza desa criatura, como creo que os ha suspendido, el
mismo efeto entiendo que ha de hacer la vista de su ama.
Quísole tomar la criatura el cura al duque, pero él no la quiso dejar, antes la
apretó en sus brazos y le dio muchos besos. Adelantose el cura un poco y dijo a
Cornelia que saliese sin turbación alguna a recebir al duque. Hízolo así Cornelia y
con el sobresalto le salieron tales colores al rostro que sobre el modo mortal la
hermosearon. Pasmose el duque cuando la vio y ella, arrojándose a sus pies, se los

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quiso besar. El duque, sin hablar palabra, dio el niño al cura y, volviendo las espaldas,
se salió con gran priesa del aposento. Lo cual visto por Cornelia, volviéndose al cura,
dijo:
—¡Ay señor mío! ¿Si se ha espantado el duque de verme? ¿Si me tiene
aborrecida? ¿Si le he parecido fea? ¿Si se le han olvidado las obligaciones que me
tiene? ¿No me hablará siquiera una palabra? ¿Tanto le cansaba ya su hijo que así le
arrojó de sus brazos?
A todo lo cual no respondía palabra el cura, admirado de la huida del duque, que
así le pareció, que fuese huida antes que otra cosa y no fue sino que salió a llamar a
Fabio y decirle:
—Corre, Fabio amigo, y a toda diligencia vuelve a Bolonia y di que al momento
Lorenzo Bentibolli y los dos caballeros españoles, don Juan de Gamboa y don
Antonio de Isunza, sin poner excusa alguna, vengan luego a esta aldea. Mira, amigo,
que vueles y no te vengas sin ellos, que me importa la vida el verlos.
No fue perezoso Fabio, que luego puso en efeto el mandamiento de su señor.
El duque volvió luego a donde Cornelia estaba derramando hermosas lágrimas.
Cogiola el duque en sus brazos y, añadiendo lágrimas a lágrimas, mil veces le bebió
el aliento de la boca, teniéndoles el contento atadas las lenguas. Y así, en silencio
honesto y amoroso, se gozaban los dos felices amantes y esposos verdaderos.
El ama del niño y la Cribela, por lo menos como ella decía, que por entre las
puertas de otro aposento habían estado mirando lo que entre el duque y Cornelia
pasaba, de gozo se daban de calabazadas por las paredes, que no parecía sino que
habían perdido el juicio. El cura daba mil besos al niño, que tenía en sus brazos y, con
la mano derecha, que desocupó, no se hartaba de echar bendiciones a los dos
abrazados señores. El ama del cura, que no se había hallado presente al grave caso
por estar ocupada la comida, cuando la tuvo en su punto, entró a llamarlos que se
sentasen a la mesa. Esto apartó los estrechos abrazos y el duque desembarazó al cura
del niño y le tomó en sus brazos y en ellos le tuvo todo el tiempo que duró la limpia y
bien sazonada, más que sumptuosa comida y, en tanto que comían, dio cuenta
Cornelia de todo lo que le había sucedido hasta venir a aquella casa por consejo de la
ama de los dos caballeros españoles, que la habían servido, amparado y guardado con
el más honesto y puntual decoro que pudiera imaginarse. El duque le contó asimismo
a ella todo lo que por él había pasado hasta aquel punto. Halláronse presentes las dos
amas y hallaron en el duque grandes ofrecimientos y promesas. En todos se renovó el
gusto con el felice fin del suceso y solo esperaban a colmarle y a ponerle en el estado
mejor que acertara a desearse con la venida de Lorenzo, de don Juan y don Antonio,
los cuales de allí a tres días vinieron desalados[1101] y deseosos por saber si alguna
nueva sabía el duque de Cornelia; que Fabio, que los fue a llamar, no les pudo decir
ninguna cosa de su hallazgo, pues no la sabía.
Saliolos a recebir el duque una sala antes de donde estaba Cornelia y esto sin
muestras de contento alguno, de que los recién venidos se entristecieron. Hízolos

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sentar el duque y él se sentó con ellos y, encaminando su plática a Lorenzo, le dijo:
—Bien sabéis, señor Lorenzo Bentibolli, que yo jamás engañé a vuestra hermana,
de lo que es buen testigo el cielo y mi conciencia. Sabéis asimismo la diligencia con
que la he buscado y el deseo que he tenido de hallarla para casarme con ella, como se
lo tengo prometido. Ella no parece y mi palabra no ha de ser eterna. Yo soy mozo y
no tan experto en las cosas del mundo que no me deje llevar de las que me ofrece el
deleite a cada paso. La misma afición que me hizo prometer ser esposo de Cornelia
me llevó también a dar antes que a ella palabra de matrimonio a una labradora desta
aldea, a quien pensaba dejar burlada por acudir al valor de Cornelia, aunque no
acudiera a lo que la conciencia me pedía, que no fuera pequeña muestra de amor.
Pero, pues nadie se casa con mujer que no parece, ni es cosa puesta en razón que
nadie busque la mujer que le deja, por no hallar la prenda que le aborrece, digo que
veáis, señor Lorenzo, qué satisfación puedo daros del agravio que no os hice, pues
jamás tuve intención de hacérosle y luego quiero que me deis licencia para cumplir
mi primera palabra y desposarme con la labradora, que ya está dentro desta casa.
En tanto que el duque esto decía, el rostro de Lorenzo se iba mudando de mil
colores y no acertaba a estar sentado de una manera en la silla: señales claras que la
cólera le iba tomando posesión de todos sus sentidos. Lo mismo pasaba por don Juan
y por don Antonio, que luego propusieron de no dejar salir al duque con su intención
aunque le quitasen la vida. Leyendo, pues, el duque en sus rostros sus intenciones,
dijo:
—Sosegaos, señor Lorenzo, que, antes que me respondáis palabra, quiero que la
hermosura que veréis en la que quiero recebir por mi esposa os obligue a darme la
licencia que os pido; porque es tal y tan extremada que de mayores yerros será
disculpa.
Esto dicho, se levantó y entró donde Cornelia estaba riquísimamente adornada,
con todas la joyas que el niño tenía y muchas más. Cuando el duque volvió las
espaldas, se levantó don Juan y, puestas ambas manos en los dos brazos de la silla
donde estaba sentado Lorenzo, al oído le dijo:
—Por Santiago de Galicia, señor Lorenzo y por la fe de cristiano y de caballero
que tengo, que así deje yo salir con su intención al duque como volverme moro.
¡Aquí, aquí y en mis manos ha de dejar la vida o ha de cumplir la palabra que a la
señora Cornelia, vuestra hermana, tiene dada o a lo menos nos ha de dar tiempo de
buscarla y hasta que de cierto se sepa que es muerta, él no ha de casarse!
—Yo estoy dese parecer mismo —respondió Lorenzo.
—Pues del mismo estará mi camarada don Antonio —replicó don Juan.
En esto, entró por la sala adelante Cornelia, en medio del cura y del duque, que la
traía de la mano, detrás de los cuales venían Sulpicia, la doncella de Cornelia, que el
duque había enviado por ella a Ferrara y las dos amas, del niño y la de los caballeros.
Cuando Lorenzo vio a su hermana y la acabó de rafigurar[1102] y conocer, que al
principio la imposibilidad, a su parecer, de tal suceso no le dejaba enterar en la

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verdad, tropezando en sus mismos pies, fue a arrojarse a los del duque, que le levantó
y le puso en los brazos de su hermana; quiero decir que su hermana le abrazó con las
muestras de alegría posibles. Don Juan y don Antonio dijeron al duque que había sido
la más discreta y más sabrosa burla del mundo. El duque tomó al niño que Sulpicia
traía y dándosele a Lorenzo le dijo:
—Recebid, señor hermano, a vuestro sobrino y mi hijo, y ved si queréis darme
licencia que me case con esta labradora, que es la primera a quien he dado palabra de
casamiento.
Sería nunca acabar contar lo que respondió Lorenzo, lo que preguntó don Juan, lo
que sintió don Antonio, el regocijo del cura, la alegría de Sulpicia, el contento de la
consejera, el júbilo del ama, la admiración de Fabio y, finalmente, el general contento
de todos.
Luego el cura los desposó, siendo su padrino don Juan de Gamboa, y entre todos
se dio traza que aquellos desposorios estuviesen secretos, hasta ver en qué paraba la
enfermedad que tenía muy al cabo a la duquesa su madre y que en tanto la señora
Cornelia se volviese a Bolonia con su hermano. Todo se hizo así: la duquesa murió,
Cornelia entró en Ferrara, alegrando al mundo con su vista, los lutos se volvieron en
galas, las amas quedaron ricas, Sulpicia por mujer de Fabio, don Antonio y don Juan
contentísimos de haber servido en algo al duque, el cual les ofreció dos primas suyas
por mujeres con riquísima dote. Ellos dijeron que los caballeros de la nación vizcaína
por la mayor parte se casaban en su patria y que no por menosprecio, pues no era
posible, sino por cumplir su loable costumbre y la voluntad de sus padres, que ya los
debían de tener casados, no aceptaban tan ilustre ofrecimiento.
El duque admitió su disculpa y, por modos honestos y honrosos y buscando
ocasiones lícitas, les envió muchos presentes a Bolonia y algunos tan ricos y enviados
a tan buena sazón y coyuntura que, aunque pudieran no admitirse, por no parecer que
recebían paga, el tiempo en que llegaban lo facilitaba todo: especialmente los que les
envió al tiempo de su partida para España y los que les dio cuando fueron a Ferrara a
despedirse dél; ya hallaron a Cornelia con otras dos criaturas hembras y al duque más
enamorado que nunca. La duquesa dio la cruz de diamantes a don Juan y el agnus a
don Antonio, que, sin ser poderosos a hacer otra cosa, las recibieron.
Llegaron a España y a su tierra, adonde se casaron con ricas, principales y
hermosas mujeres y siempre tuvieron correspondencia con el duque y la duquesa y
con el señor Lorenzo Bentibolli, con grandísimo gusto de todos.

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NOVELA DEL CASAMIENTO ENGAÑOSO
Salía del hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del
Campo[1103], un soldado que, por servirle su espada de báculo[1104] y por la flaqueza
de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el
tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo el humor[1105] que
quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés, como convaleciente
y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía un su amigo, a quien no
había visto en más de seis meses, el cual, santiguándose como si viera alguna mala
visión, llegándose a él, le dijo:
—¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en
esta tierra? ¡Como quien soy que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica[1106]
que arrastrando aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es esa?
A lo cual respondió Campuzano:
—A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le
responde; a las demás preguntas no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital
de sudar catorce cargas de bubas[1107] que me echó a cuestas una mujer que escogí
por mía, que non debiera.
—¿Luego casose vuesa merced? —replicó Peralta.
—Sí, señor —respondió Campuzano.
—Sería por amores —dijo Peralta— y tales casamientos traen consigo aparejada
la ejecución del arrepentimiento.
—No sabré decir si fue por amores —respondió el alférez—, aunque sabré
afirmar que fue por dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el
cuerpo y en el alma que los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta
sudores y los del alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no
estoy para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone, que otro día
con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y
peregrinos[1108] que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.
—No ha de ser así —dijo el licenciado—, sino que quiero que venga conmigo a
mi posada y allí haremos penitencia juntos; que la olla es muy de enfermo y, aunque
está tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado y si la convalecencia lo sufre,
unas lonjas de jamón de Rute[1109] nos harán la salva[1110] y, sobre todo, la buena
voluntad con que lo ofrezco, no solo esta vez, sino todas las que vuesa merced
quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos. Fueron a San
Llorente, oyeron misa, llevole Peralta a su casa, diole lo prometido y ofrecióselo de
nuevo y pidiole, en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le había
encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir desta manera:
—Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como yo hacía en esta

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ciudad camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.
—Bien me acuerdo —respondió Peralta.
—Pues un día —prosiguió Campuzano— que acabábamos de comer en aquella
posada de la Solana[1111], donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con
dos criadas: la una se puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana y
la otra se sentó en una silla junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver
el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto y, aunque le supliqué que
por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa
que me encendió más el deseo de verla. Y, para acrecentarle más, o ya fuese de
industria o acaso, sacó la señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas.
Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de
conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado
y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía matar en
el aire. Con todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: «No
seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga, que, aunque yo soy más
honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde vuestra
discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis».
»Besele las manos por la grande merced que me hacía, en pago de la cual le
prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas se fueron, siguiolas un
criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas
cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era
sino su galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto y muerto por el rostro
que deseaba ver y, así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé
una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las
manos. No era hermosa en extremo, pero éralo de suerte que podía enamorar
comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se entraba por los oídos en
el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné[1112], hendí, rajé, ofrecí,
prometí y hice todas las demonstraciones que me pareció ser necesarias para hacerme
bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores
ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito alguno.
Finalmente, nuestra plática se pasó en flores[1113] cuatro días que continué en
visitalla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese
visiones en ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más
taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en
víspera de mudar, apuré a mi señora doña Estefanía de Caicedo, que este es el
nombre de la que así me tiene y respondiome: “Señor alférez Campuzano,
simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa: pecadora he sido
y aún ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren ni los apartados
me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna y con todo

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esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos escudos y estos en
cosas que, puestas en almoneda, lo que se tardare en ponellas se tardará en
convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien
tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una
increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más
goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados que le sé dar yo, cuando,
mostrando ser casera, me quiero poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la
cocina y señora en la sala; en efeto, sé mandar y sé hacer que me obedezcan. No
desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale menos, sino mucho más cuando se
gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó
de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron y si pudiera
tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean vituperio
cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco
marido que me ampare, me mande y me honre y no galán que me sirva y me vitupere.
Si vuesa merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí estoy moliente y
corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es
lo mismo andar en lenguas de casamenteros y no hay ninguno tan bueno para
concertar el todo como las mismas partes”.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares,
haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba
y ofreciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en
dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el gusto,
que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bien
afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para hacerla
señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca que no valiese, con
aquella cadena que traía al cuello y con otras joyuelas que tenía en casa, y con
deshacerme de algunas galas de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con los
dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una aldea
de donde yo era natural y adonde tenía algunas raíces[1114]; hacienda tal que,
sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida
alegre y descansada. En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio y se
dio traza cómo los dos hiciésemos información de solteros[1115] y en los tres días de
fiesta que vinieron luego juntos en una Pascua se hicieron las amonestaciones y, al
cuarto día nos desposamos, hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un
mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con palabras
de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a mi
nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar;
porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no
pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante
della, mi magnífica cadena; mostrele otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor

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hechura, con otros tres o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis galas
y mis plumas y entreguele para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía.
Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del
suegro rico. Pisé ricas alhombras, ahajé[1116] sábanas de holanda, alumbreme con
candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a las once, comía a las doce
y a las dos sesteaba en el estrado, bailábanme doña Estefanía y la moza el agua
delante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se había vuelto
un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba de mi lado, la habían de hallar en la
cocina, toda solícita en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen
el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores[1117],
según olían, bañados en la agua de ángeles[1118] y de azahar que sobre ellos se
derramaba. Pasáronse estos días volando, como se pasan los años, que están debajo
de la jurisdición del tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien
servido, iba mudando en buena la mala intención con que aquel negocio había
comenzado. Al cabo de los cuales, una mañana, que aún estaba con doña Estefanía en
la cama, llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomose la moza a la
ventana y, quitándose al momento, dijo: “¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han visto,
y cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro día?”. “¿Quién es la que ha
venido, moza?”, le pregunté. “¿Quién?”, respondió ella. “Es mi señora doña
Clementa Bueso y viene con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, con
otros dos criados y Hortigosa, la dueña que llevó consigo”. “¡Corre, moza, bien haya
yo, y ábrelos!”, dijo a este punto doña Estefanía; “y vos, señor, por mi amor que no
os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes”. “Pues
¿quién ha de deciros cosa que os ofenda y más estando yo delante? Decidme: ¿qué
gente es esta?, que me parece que os ha alborotado su venida”. «No tengo lugar[1119]
de responderos», dijo doña Estefanía: «solo sabed que todo lo que aquí pasare es
fingido y que tira a cierto designio y efeto que después sabréis».
»Y aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa
Bueso, que se entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos
pasamanos[1120] de oro, capotillo[1121] de lo mismo y con la misma guarnición,
sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas y con rico cintillo de oro y con un
delgado velo cubierta la mitad del rostro. Entró con ella el señor don Lope Meléndez
de Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de camino. La dueña
Hortigosa fue la primera que habló, diciendo: “¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿Ocupado el
lecho de mi señora doña Clementa y más con ocupación de hombre? ¡Milagros veo
hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano la señora doña Estefanía,
fiada en la amistad de mi señora!”. “Yo te lo prometo, Hortigosa”, replicó doña
Clementa; “pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente yo en tomar amigas
que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!” A todo lo cual respondió
doña Estefanía: “No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa
Bueso, y entienda que no sin misterio ve lo que ve en esta su casa: que, cuando lo

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sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa merced sin ninguna queja”.
»En esto ya me había puesto yo en calzas y en jubón[1122] y, tomándome doña
Estefanía por la mano, me llevó a otro aposento y allí me dijo que aquella su amiga
quería hacer una burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía
casarse y que la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era
todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote y que, hecho el casamiento, se le
daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el don Lope la
tenía.
—Y luego se me volverá lo que es mío y no se le tendrá a mal a ella ni a otra
mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea por medio de
cualquier embuste.
»Yo le respondí que era grande extremo de amistad el que quería hacer y que
primero se mirase bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse
de la justicia para cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones,
representando tantas obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa, aun en
cosas de más importancia, que, mal de mi grado y con remordimiento de mi juicio,
hube de condecender con el gusto de doña Estefanía, asegurándome ella que solos
ocho días podía durar el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya.
Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir de la señora doña
Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez de Almendárez, hizo a mi criado
que se cargase el baúl y que la siguiese, a quien yo también seguí, sin despedirme de
nadie. Paró doña Estefanía en casa de una amiga suya y, antes que entrásemos dentro,
estuvo un buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que
entrásemos yo y mi criado. Llevonos a un aposento estrecho, en el cual había dos
camas tan juntas que parecían una, a causa que no había espacio que las dividiese y
las sábanas de entrambas se besaban.
»En efeto, allí estuvimos seis días y en todos ellos no se pasó hora que no
tuviésemos pendencia, diciéndole la necedad que había hecho en haber dejado su casa
y su hacienda, aunque fuera a su misma madre. En esto iba yo y venía por momentos.
Tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña Estefanía dijo que iba a ver en qué
término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la causa que me movía a reñir
tanto con ella y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba, diciéndole que había
sido necedad notoria más que amistad perfeta. Contele todo el cuento y cuando llegué
a decir que me había casado con doña Estefanía y la dote que trujo y la simplicidad
que había hecho en dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con tan
sana intención como era alcanzar tan principal marido como don Lope, se comenzó a
santiguar y a hacerse cruces con tanta priesa y con tanto “¡Jesús, Jesús, de la mala
hembra!”, que me puso en gran turbación; y al fin me dijo: “Señor alférez, no sé si
voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que también la cargaría si
lo callase; pero, a Dios y a ventura, sea lo que fuere, ¡viva la verdad y muera la
mentira! La verdad es que doña Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y

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de la hacienda de que os hicieron la dote; la mentira es todo cuanto os ha dicho doña
Estefanía: que ni ella tiene casa ni hacienda ni otro vestido del que trae puesto. Y el
haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste fue que doña Clementa fue a
visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia y de allí fue a tener novenas[1123]
en Nuestra Señora de Guadalupe[1124] y en este entretanto dejó en su casa a doña
Estefanía, que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque, bien
mirado, no hay que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una tal
persona como la del señor alférez por marido”.
»Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme y sin duda lo hiciera si
tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el
corazón que mirase que era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era el de
la desesperación[1125], por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena
inspiración me conhortó[1126] algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y
espada y salir a buscar a doña Estefanía, con prosupuesto de hacer en ella un ejemplar
castigo; pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó
que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime a San
Llorente, encomendeme a Nuestra Señora, senteme sobre un escaño[1127] y con la
pesadumbre me tomó un sueño tan pesado que no despertara tan presto si no me
despertaran.
»Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa y hallela con
tanto reposo como señora de su casa; no le osé decir nada porque estaba el señor don
Lope delante. Volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña
Estefanía como yo sabía toda su maraña[1128] y embuste y que ella le preguntó qué
semblante había yo mostrado con tal nueva y que le había respondido que muy malo
y que, a su parecer, había salido yo con mala intención y con peor determinación a
buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefanía se había llevado cuanto en el baúl
tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido de camino. ¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo
de nuevo Dios de su mano! Fui a ver mi baúl y hallele abierto y como sepultura que
esperaba cuerpo difunto, y a buena razón había de ser el mío, si yo tuviera
entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia.
—Bien grande fue —dijo a esta sazón el licenciado Peralta— haberse llevado
doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo, que, como suele decirse, todos los
duelos, etc[1129].
—Ninguna pena me dio esa falta —respondió el alférez—, pues también podré
decir: «Pensose don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta y por el Dío,
contrecho soy de un lado[1130]».
—No sé a qué propósito puede vuesa merced decir eso —respondió Peralta.
—El propósito es —respondió el alférez— de que toda aquella balumba[1131] y
aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.
—Eso no es posible —replicó el licenciado— porque la que el señor alférez traía

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al cuello mostraba pesar más de docientos ducados.
—Así fuera —respondió el alférez— si la verdad respondiera al parecer; pero
como no es todo oro lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas y brincos, con solo ser
de alquimia se contentaron pero estaban tan bien hechas que solo el toque[1132] o el
fuego podía descubrir su malicia.
—Desa manera —dijo el licenciado—, entre vuesa merced y la señora doña
Estefanía, pata es la traviesa[1133].
—Y tan pata —respondió el alférez—, que podemos volver a barajar; pero el
daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de
la falsía de su término y, en efeto, mal que me pese, es prenda mía.
—Dad gracias a Dios, señor Campuzano —dijo Peralta—, que fue prenda con
pies y que se os ha ido y que no estáis obligado a buscarla.
—Así es —respondió el alférez—; pero, con todo eso, sin que la busque, la hallo
siempre en la imaginación y, adondequiera que estoy, tengo mi afrenta presente.
—No sé qué responderos —dijo Peralta—, si no es traeros a la memoria dos
versos de Petrarca, que dicen:

Ché qui prende dicletto di far fiode,


Non si de lamentar si altri l’ingana.

»Que responden en nuestro castellano: “Que el que tiene costumbre y gusto de


engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado[1134]”.
—Yo no me quejo —respondió el alférez—, sino lastímome: que el culpado no
por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y
fui engañado, porque me hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a
raya el sentimiento que no me queje de mí mismo.
»Finalmente, por venir a lo que hace más al caso a mi historia (que este nombre
se le puede dar al cuento de mis sucesos), digo que supe que se había llevado a doña
Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos
tiempos atrás era su amigo a todo ruedo[1135]. No quise buscarla, por no hallar el mal
que me faltaba. Mudé posada y mudé el pelo dentro de pocos días, porque
comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas y, poco a poco, me dejaron los
cabellos y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia
y, por otro nombre más claro, la pelarela[1136]. Halleme verdaderamente hecho pelón,
porque ni tenía barbas que peinar ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando
al paso de mi necesidad y, como la pobreza atropella a la honra, y a unos lleva a la
horca y a otros al hospital y a otros les hace entrar por las puertas de sus enemigos
con ruegos y sumisiones (que es una de las mayores miserias que puede suceder a un
desdichado), por no gastar en curarme los vestidos que me habían de cubrir y honrar
en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la
Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré

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sano si me guardo[1137]: espada tengo, lo demás Dios lo remedie.
Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había
contado.
—Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta —dijo el alférez—; que
otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de
todos los términos de naturaleza: no quiera vuesa merced saber más, sino que son de
suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de
haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora ni
nunca vuesa merced podrá creer ni habrá persona en el mundo que lo crea.
Todos estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía, antes de contar lo
que había visto, encendían el deseo de Peralta de manera que, con no menores
encarecimientos, le pidió que luego luego[1138] le dijese las maravillas que le
quedaban por decir.
—Ya vuesa merced habrá visto —dijo el alférez— dos perros que con dos
lanternas[1139] andan de noche con los hermanos de la Capacha[1140], alumbrándoles
cuando piden limosna.
—Sí he visto —respondió Peralta.
—También habrá visto o oído vuesa merced —dijo el alférez— lo que dellos se
cuenta: que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden
luego a alumbrar y a buscar lo que se cae y se paran delante de las ventanas donde
saben que tienen costumbre de darles limosna y, con ir allí con tanta mansedumbre
que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones, guardando la
casa con grande cuidado y vigilancia.
—Yo he oído decir —dijo Peralta— que todo es así, pero eso no me puede ni
debe causar maravilla.
—Pues lo que ahora diré dellos es razón que la cause y que, sin hacerse cruces, ni
alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo y es: que yo oí
y casi vi con mis ojos a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro
Berganza, estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás
de mi cama en unas esteras viejas y, a la mitad de aquella noche, estando a escuras y
desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí
junto y estuve con atento oído escuchando, por ver si podía venir en conocimiento de
los que hablaban y de lo que hablaban y a poco rato vine a conocer, por lo que
hablaban, los que hablaban y eran los dos perros, Cipión y Berganza.
Apenas acabó de decir esto Campuzano, cuando, levantándose el licenciado, dijo:
—Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí
estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado y esto que
ahora me cuenta de que oyó hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no
creelle ninguna cosa. Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates
a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.
—No me tenga vuesa merced por tan ignorante —replicó Campuzano— que no

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entienda que, si no es por milagro, no pueden hablar los animales; que bien sé que si
los tordos, picazas y papagayos hablan, no son sino las palabras que aprenden y
toman de memoria y por tener la lengua estos animales cómoda para poder
pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado,
como estos perros hablaron y, así, muchas veces, después que los oí, yo mismo no he
querido dar crédito a mí mismo y he querido tener por cosa soñada lo que realmente
estando despierto, con todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro Señor fue
servido dármelos, oí, escuché, noté y, finalmente, escribí, sin faltar palabra, por su
concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer
esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes y más
para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por bocas de perros. Así que,
pues yo no las pude inventar de mío, a mi pesar y contra mi opinión, vengo a creer
que no soñaba y que los perros hablaban.
—¡Cuerpo de mí! —replicó el licenciado—. ¡Si se nos ha vuelto el tiempo de
Maricastaña[1141], cuando hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el
gallo con la zorra y unos animales con otros!
—Uno dellos sería yo y el mayor —replicó el alférez—, si creyese que ese tiempo
ha vuelto y aun también lo sería si dejase de creer lo que oí y lo que vi y lo que me
atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce, a que lo crea la misma
incredulidad. Pero, puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño y el
porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un
coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron?
—Como vuesa merced —replicó el licenciado— no se canse más en persuadirme
que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito
y notado del buen ingenio del señor alférez, ya le juzgo por bueno.
—Pues hay en esto otra cosa —dijo el alférez—: que, como yo estaba tan atento y
tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria, merced a las muchas
pasas y almendras que había comido todo lo tomé de coro y, casi por las mismas
palabras que había oído, lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas[1142] para
adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una noche sola la
plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una,
que es la vida de Berganza; y la del compañero Cipión pienso escribir, que fue la que
se contó la noche segunda, cuando viere, o que esta se crea o, a lo menos, no se
desprecie. El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de
dijo Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la escritura.
Y, en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del
licenciado, el cual le tomó riyéndose, y como haciendo burla de todo lo que había
oído y de lo que pensaba leer.
—Yo me recuesto —dijo el alférez— en esta silla en tanto que vuesa merced lee,
si quiere, esos sueños o disparates, que no tienen otra cosa de bueno si no es el
poderlos dejar cuando enfaden.

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—Haga vuesa merced su gusto —dijo Peralta—, que yo con brevedad me
despediré desta letura.
Recostose el alférez, abrió el licenciado el cartapacio y en el principio vio que
estaba puesto este título:

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[EL COLOQUIO DE LOS PERROS]

NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA, PERROS DEL HOSPITAL DE
LA RESURRECCIÓN, QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID, FUERA DE LA PUERTA DEL

CAMPO, A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN LOS PERROS DE MAHÚDES[1143]

CIPIÓN: Berganza amigo, dejemos esta noche el hospital en guarda de la


confianza y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos
gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a
los dos nos ha hecho.
BERGANZA: Cipión hermano, óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo,
por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPIÓN: Así es la verdad, Berganza, y viene a ser mayor este milagro en que no
solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso[1144], como si
fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que hay del
animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional y el bruto, irracional.
BERGANZA: Todo lo que dices, Cipión, entiendo y el decirlo tú y entenderlo yo
me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que, en el
discurso[1145] de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir grandes
prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han querido sentir que
tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas que da
indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de
entendimiento capaz de discurso.
CIPIÓN: Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el
agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto que nos suelen pintar por
símbolo de la amistad y, así, habrás visto, si has mirado en ello, que en las
sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí están
enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una
figura de perro, en señal que se guardaron en la vida amistad y fidelidad
inviolable.
BERGANZA: Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado
con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado
sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores sin apartarse dellas,
sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé también que, después del
elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento;
luego, el caballo y el último, la jimia[1146].

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CIPIÓN: Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás que
haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde me doy a
entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del número de
aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se muestran y
parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande
amenaza a las gentes.
BERGANZA: Desa manera no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo que
oí decir los días pasados a un estudiante, pasando por Alcalá de Henares.
CIPIÓN: ¿Qué le oíste decir?
BERGANZA: Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la
universidad, los dos mil oían medicina.
CIPIÓN: Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA: Infiero o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar,
que sería harta plaga y mala ventura, o ellos se han de morir de hambre.
CIPIÓN: Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que
el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que
lo pueda prevenir y, así, no hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o
por qué hablamos; mejor será que este buen día, o buena noche, la metamos
en nuestra casa y, pues la tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos
cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della y hablemos
toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por
largos tiempos deseado.
BERGANZA: Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve
deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria y allí, de
antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban. Empero, ahora, que
tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la habla, pienso
gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a decir todo
aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque
no sé cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN: Sea esta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida
y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas y si mañana
en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será
gastar el tiempo en contar las propias que en procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA: Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por amigo y ahora más
que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos y
como discreto has repartido el tiempo donde podamos manifestallos. Pero

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advierte primero si nos oye alguno.
CIPIÓN: Ninguno, a lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando
sudores; pero en esta sazón más estará para dormir que para ponerse a
escuchar a nadie.
BERGANZA: Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha y si te cansare lo que te
fuere diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN: Habla hasta que amanezca o hasta que seamos sentidos, que yo te
escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA: Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su
Matadero, que está fuera de la puerta de la Carne[1147]; por donde imaginara,
si no fuera por lo que después te diré, que mis padres debieron de ser
alanos[1148] de aquellos que crían los ministros[1149] de aquella confusión, a
quien llaman jiferos[1150]. El primero que conocí por amo fue uno llamado
Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado[1151] y colérico, como lo son todos
aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros
cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y
les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto.
CIPIÓN: No me maravillo, Berganza, que, como el hacer mal viene de natural
cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA: ¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo que vi en aquel Matadero y de
las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero, has de presuponer que todos
cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de
conciencia, desalmada, sin temer al rey ni a su justicia; los más, amancebados;
son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que
hurtan. Todas las mañanas que son días de carne, antes que amanezca, están
en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas,
que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne y las criadas con
criadillas y lomos medio enteros. No hay res alguna que se mate de quien no
lleve esta gente diezmos y primicias[1152] de lo más sabroso y bien parado. Y,
como en Sevilla no hay obligado de la carne[1153], cada uno puede traer la que
quisiere y la que primero se mata o es la mejor o la de más baja postura y con
este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños se encomiendan a
esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten, que esto es
imposible, sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas[1154] que hacen
en las reses muertas, que las escamondan[1155] y podan como si fuesen sauces
o parras. Pero ninguna cosa me admiraba más ni me parecía peor que el ver
que estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca;
por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas

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por la barriga de una persona, como si acocotasen[1156] un toro. Por maravilla
se pasa día sin pendencias y sin heridas y a veces sin muertes; todos se pican
de valientes y aun tienen sus puntas de rufianes; no hay ninguno que no tenga
su ángel de guarda en la plaza de San Francisco[1157], granjeado con lomos y
lenguas de vaca. Finalmente, oí decir a un hombre discreto que tres cosas
tenía el Rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el
Matadero[1158].
CIPIÓN: Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de
sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester
será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año y aun temo que, al
paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y quiérote advertir de
una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi
vida y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos,
otros en el modo de contarlos, quiero decir que algunos hay que, aunque se
cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento, otros hay que
es menester vestirlos de palabras y con demostraciones del rostro y de las
manos y con mudar la voz, se hacen algo de nonada y de flojos y desmayados
se vuelven agudos y gustosos y no se te olvide este advertimiento, para
aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
BERGANZA: Yo lo haré así, si pudiere y si me da lugar la grande tentación que
tengo de hablar; aunque me parece que con grandísima dificultad me podré ir
a la mano.
CIPIÓN: Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana
vida.
BERGANZA: Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta[1159] en la
boca y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñome también la casa
de su amiga y con esto se excusó la venida de su criada al Matadero, porque
yo le llevaba las madrugadas lo que él había hurtado las noches. Y un día que,
entre dos luces[1160], iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me llamaban
por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa en
extremo; detúveme un poco y ella bajó a la puerta de la calle y me tornó a
llamar. Llegueme a ella, como si fuera a ver lo que me quería, que no fue otra
cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un
chapín[1161] viejo. Entonces dije entre mí: «La carne se ha ido a la carne».
Díjome la moza, en habiéndome quitado la carne: «Andad Gavilán, o como os
llamáis, y decid a Nicolás el Romo, vuestro amo, que no se fíe de animales y
que del lobo un pelo y ese de la espuerta». Bien pudiera yo volver a quitar lo
que me quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas
manos limpias y blancas.

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CIPIÓN: Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de la hermosura que siempre se le
tenga respeto.
BERGANZA: Así lo hice yo y, así, me volví a mi amo sin la porción y con el
chapín. Pareciole que volví presto, vio el chapín, imaginó la burla, sacó uno
de cachas[1162] y tirome una puñalada que, a no desviarme, nunca tú oyeras
ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse pies en
polvorosa y, tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San
Bernardo[1163], me fui por aquellos campos de Dios adonde la fortuna quisiese
llevarme. Aquella noche dormí al cielo abierto y otro día me deparó la suerte
un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como le vi, creí que había hallado
en él el centro de mi reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los
perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como
es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que
poco pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado
guardaban, cuando diciendo «¡To, to!» me llamó y yo, que otra cosa no
deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola. Trújome la
mano por el lomo, abriome la boca, escupiome en ella, mirome las
presas[1164], conoció mi edad y dijo a otros pastores que yo tenía todas las
señales de ser perro de casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre
una yegua rucia a la jineta[1165], con lanza y adarga[1166]: que más parecía
atajador de la costa[1167] que señor de ganado. Preguntó el pastor: «¿Qué perro
es este que tiene señales de ser bueno?». «Bien lo puede vuesa merced creer
—respondió el pastor—, que yo le he cotejado bien y no hay señal en él que
no muestre y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí y no sé
cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda». «Pues así es —
respondió el señor—, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se
murió, y denle la ración que a los demás y acaríciale, porque tome cariño al
hato y se quede en él». En diciendo esto, se fue y el pastor me puso luego al
cuello unas carlancas[1168] llenas de puntas de acero, habiéndome dado
primero en un dornajo[1169] gran cantidad de sopas en leche. Y asimismo, me
puso nombre y me llamó Barcino. Vime harto y contento con el segundo amo
y con el nuevo oficio; mostreme solícito y diligente en la guarda del rebaño,
sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a pasarlas o ya a la sombra de
algún árbol o de algún ribazo o peña o a la de alguna mata, a la margen de
algún arroyo de los muchos que por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego
no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de
muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido en el Matadero y en
la que tenía mi amo y todos los como él, que están sujetos a cumplir los
gustos impertinentes de sus amigas. ¡Oh, qué de cosas te pudiera decir ahora
de las que aprendí en la escuela de aquella jifera dama de mi amo! Pero

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habrelas de callar, porque no me tengas por largo y por murmurador.
CIPIÓN: Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era
difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz y no
de sangre; quiero decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa
señalada: que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si
mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA: Yo tomaré tu consejo y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo
en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y
enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se puede esperar que
contará los suyos de manera que enseñen y deleiten a un mismo punto. Pero,
anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad de
mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que
había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la
dama de mi amo leía en unos libros[1170] cuando yo iba a su casa, que todos
trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida
cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas y con otros
instrumentos extraordinarios. Deteníame a oírla leer y leía cómo el pastor de
Anfriso cantaba extremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin
haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese
sentado a cantar, desde que salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se
ponía en los de Tetis y aun después de haber tendido la negra noche por la faz
de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y
mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, más
enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su
ganado, se entraba en los cuidados ajenos. Decía también que el gran pastor
de Fílida, único pintor de un retrato, había sido más confiado que dichoso. De
los desmayos de Sireno y arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a
Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina
de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame de otros
muchos libros que deste jaez la había oído leer, pero no eran dignos de
traerlos a la memoria.
CIPIÓN: Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa[1171]
y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA: En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la
intención; pero si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé a
quien me reprehendiere lo que respondió Mauleón, poeta tonto y académico
de burla de la Academia de los Imitadores, a uno que le preguntó que qué
quería decir Deum de Deo[1172] y respondió que «dé donde diere».

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CIPIÓN: Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres ser,
nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA: Digo que todos los pensamientos que he dicho y muchos más me
causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los
demás de aquella marina tenían de aquellos que había oído leer que tenían los
pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones
acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo do va Juanica[1173]» y
otras cosas semejantes y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas[1174],
sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas[1175]
puestas entre los dedos y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino
con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que
gritaban o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando
sus abarcas[1176] ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y
Dianas ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones,
Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que
deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien
escritas para entretenimiento de los ociosos y no verdad alguna; que, a serlo,
entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida y de
aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos
jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes y de aquellos tan honestos cuanto
bien declarados requiebros y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la
pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo[1177] del otro.
CIPIÓN: Basta, Berganza, vuelve a tu senda y camina.
BERGANZA: Agradézcotelo, Cipión amigo; porque si no me avisaras, de manera
se me iba calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro entero
destos que me tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga todo con
mejores razones y con mejor discurso que ahora.
CIPIÓN: Mírate a los pies y desharás la rueda, Berganza. Quiero decir que mires
que eres un animal que carece de razón y si ahora muestras tener alguna, ya
hemos averiguado entre los dos ser cosa sobrenatural y jamás vista.
BERGANZA: Eso fuera ansí si yo estuviera en mi primera ignorancia; mas ahora
que me ha venido a la memoria lo que te había de haber dicho al principio de
nuestra plática, no solo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de
lo que dejo de hablar.
CIPIÓN: Pues ¿ahora no puedes decir lo que ahora se te acuerda?
BERGANZA: Es una cierta historia que me pasó con una grande hechicera,
discípula de la Camacha de Montilla.

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CIPIÓN: Digo que me la cuentes antes que pases más adelante en el cuento de tu
vida.
BERGANZA: Eso no haré yo, por cierto, hasta su tiempo. Ten paciencia y escucha
por su orden mis sucesos, que así te darán más gusto, si ya no te fatiga querer
saber los medios antes de los principios.
CIPIÓN: Sé breve y cuenta lo que quisieres y como quisieres.
BERGANZA: Digo, pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado,
por parecerme que comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz
y madre de todos los vicios, no tenía que ver conmigo, a causa que si los días
holgaba, las noches no dormía, dándonos asaltos a menudo y tocándonos a
arma[1178] los lobos y, apenas me habían dicho los pastores «¡al lobo,
Barcino!», cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que me
señalaban que estaba el lobo: corría los valles, escudriñaba los montes,
desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos y a la mañana
volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro dél, anhelando, cansado, hecho
pedazos y los pies abiertos de los garranchos[1179] y hallaba en el hato, o ya
una oveja muerta, o un carnero degollado y medio comido del lobo.
Desesperábame de ver de cuán poco servía mi mucho cuidado y diligencia.
Venía el señor del ganado; salían los pastores a recebirle con las pieles de la
res muerta culpaba a los pastores por negligentes y mandaba castigar a los
perros por perezosos: llovían sobre nosotros palos y sobre ellos
reprehensiones y, así, viéndome un día castigado sin culpa, y que mi cuidado,
ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de
mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del
rebaño, sino estarme junto a él; que, pues el lobo allí venía, allí sería más
cierta la presa. Cada semana nos tocaban a rebato y en una escurísima noche
tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se
guardase. Agacheme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros,
adelanté, y desde allí oteé y vi que dos pastores asieron de un carnero de los
mejores del aprisco y le mataron de manera que verdaderamente pareció a la
mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasmeme, quedé suspenso cuando
vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos
que le habían de guardar. Al punto, hacían saber a su amo la presa del lobo,
dábanle el pellejo y parte de la carne y comíanse ellos lo más y lo mejor.
Volvía a reñirles el señor y volvía también el castigo de los perros. No había
lobos, menguaba el rebaño; quisiera yo descubrillo, hallábame mudo. Todo lo
cual me traía lleno de admiración y de congoja. «¡Válame Dios! —decía entre
mí—, ¿quién podrá remediar esta maldad? ¿Quién será poderoso a dar a
entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza

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roba y el que os guarda os mata?»
CIPIÓN: Y decías muy bien, Berganza, porque no hay mayor ni más sotil ladrón
que el doméstico y, así, mueren muchos más de los confiados que de los
recatados; pero el daño está en que es imposible que puedan pasar bien las
gentes en el mundo si no se fía y se confía. Mas quédese aquí esto, que no
quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA: Paso adelante y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque
parecía tan bueno y escoger otro donde por hacerle bien, ya que no fuese
remunerado, no fuese castigado. Volvime a Sevilla y entré a servir a un
mercader muy rico.
CIPIÓN: ¿Qué modo tenías para entrar con amo? Porque, según lo que se usa, con
gran dificultad el día de hoy halla un hombre de bien señor a quien servir.
Muy diferentes son los señores de la tierra del Señor del cielo: aquellos, para
recebir un criado, primero le espulgan el linaje, examinan la habilidad, le
marcan la apostura y aun quieren saber los vestidos que tiene; pero, para
entrar a servir a Dios, el más pobre es más rico; el más humilde, de mejor
linaje y, con solo que se disponga con limpieza de corazón a querer servirle,
luego le manda poner en el libro de sus gajes[1180], señalándoselos tan
aventajados que, de muchos y de grandes, apenas pueden caber en su deseo.
BERGANZA: Todo eso es predicar, Cipión amigo.
CIPIÓN: Así me lo parece a mí y así callo.
BERGANZA: A lo que me preguntaste del orden que tenía para entrar con amo,
digo que ya tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas
virtudes y que sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana inconvenientes,
vence dificultades y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce;
de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la
arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la
templanza; en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea de
provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre se embotan y
despuntan las flechas de los pecados. Desta, pues, me aprovechaba yo cuando
quería entrar a servir en alguna casa, habiendo primero considerado y mirado
muy bien ser casa que pudiese mantener y donde pudiese entrar un perro
grande. Luego arrimábame a la puerta y cuando, a mi parecer, entraba algún
forastero, le ladraba y cuando venía el señor bajaba la cabeza y, moviendo la
cola, me iba a él y con la lengua le limpiaba los zapatos. Si me echaban a
palos, sufríalos y con la misma mansedumbre volvía a hacer halagos al que
me apaleaba, que ninguno segundaba, viendo mi porfía y mi noble término.
Desta manera, a dos porfías me quedaba en casa: servía bien, queríanme luego

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bien y nadie me despidió, si no era que yo me despidiese o, por mejor decir,
me fuese y tal vez hallé amo que este fuera el día que yo estuviera en su casa,
si la contraria suerte no me hubiera perseguido.
CIPIÓN: De la misma manera que has contado entraba yo con los amos que tuve
y parece que nos leímos los pensamientos.
BERGANZA: Como en esas cosas nos hemos encontrado, si no me engaño, y yo te
las diré a su tiempo, como tengo prometido y ahora escucha lo que me
sucedió después que dejé el ganado en poder de aquellos perdidos.
»Volvime a Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de
desechados, que en su grandeza no solo caben los pequeños, pero no se echan
de ver los grandes. Arrimeme a la puerta de una gran casa de un mercader,
hice mis acostumbradas diligencias y a pocos lances me quedé en ella.
Recibiéronme para tenerme atado detrás de la puerta de día y suelto de noche;
servía con gran cuidado y diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los
que no eran muy conocidos; no dormía de noche, visitando los corrales,
subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía y de las casas
ajenas. Agradose tanto mi amo de mi buen servicio, que mandó que me
tratasen bien y me diesen ración de pan y los huesos que se levantasen o
arrojasen de su mesa, con las sobras de la cocina, a lo que yo me mostraba
agradecido, dando infinitos saltos cuando veía a mi amo, especialmente
cuando venía de fuera; que eran tantas las muestras de regocijo que daba y
tantos los saltos, que mi amo ordenó que me desatasen y me dejasen andar
suelto de día y de noche. Como me vi suelto, corrí a él, rodeele todo, sin osar
llegarle con las manos, acordándome de la fábula de Isopo[1181], cuando aquel
asno, tan asno que quiso hacer a su señor las mismas caricias que le hacía una
perrilla regalada suya, que le granjearon ser molido a palos. Pareciome que en
esta fábula se nos dio a entender que las gracias y donaires de algunos no
están bien en otros. Apode el truhán, juegue de manos y voltee el histrión,
rebuzne el pícaro, imite el canto de los pájaros y los diversos gestos y
acciones de los animales y los hombres el hombre bajo que se hubiere dado a
ello y no lo quiera hacer el hombre principal, a quien ninguna habilidad destas
le puede dar crédito ni nombre honroso.
CIPIÓN: Basta. Adelante, Berganza, que ya estás entendido.
BERGANZA: ¡Ojalá que como tú me entiendes me entendiesen aquellos por quien
lo digo; que no sé qué tengo de buen natural, que me pesa infinito cuando veo
que un caballero se hace chocarrero y se precia que sabe jugar los cubiletes y
las agallas[1182] y que no hay quien como él sepa bailar la chacona[1183]! Un
caballero conozco yo que se alababa que, a ruegos de un sacristán, había
cortado de papel treinta y dos florones para poner en un monumento sobre

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paños negros y destas cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus
amigos a verlas como si los llevara a ver las banderas y despojos de enemigos
que sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas. Este mercader,
pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los cuales
estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban con
autoridad[1184], con ayo y con pajes, que les llevaban los libros y aquel que
llaman vademecum[1185]. El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía sol,
en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que
su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado
que un negro y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo[1186] aún no
bien aderezado.
CIPIÓN: Has de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes
de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en
sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en
su sombra que en sí mismos. Y, como ellos por maravilla atienden a otra cosa
que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente y, como la ambición y la
riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos y así los tratan y
autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe y algunos hay que les
procuran títulos y ponerles en el pecho la marca[1187] que tanto distingue la
gente principal de la plebeya.
BERGANZA: Ambición es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende
mejorar su estado sin perjuicio de tercero.
CIPIÓN: Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de
tercero.
BERGANZA: Ya hemos dicho que no hemos de murmurar.
CIPIÓN: Sí, que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA: Ahora acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oído
decir. Acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de
caluniar veinte buenos y si alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde
que él no ha dicho nada y que si ha dicho algo, no lo ha dicho por tanto y que
si pensara que alguno se había de agraviar, no lo dijera. A la fe, Cipión,
mucho ha de saber, y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere
sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración;
porque yo veo en mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que
digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino y todas
maliciosas y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he dicho:
que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo
mamamos en la leche. Vese claro en que, apenas ha sacado el niño el brazo de

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las fajas, cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse de quien, a
su parecer, le ofende y casi la primera palabra articulada que habla es llamar
puta a su ama o a su madre.
CIPIÓN: Así es verdad y yo confieso mi yerro y quiero que me le perdones, pues
te he perdonado tantos. Echemos pelillos a la mar, como dicen los muchachos
y no murmuremos de aquí adelante y sigue tu cuento, que le dejaste en la
autoridad con que los hijos del mercader tu amo iban al estudio de la
Compañía de Jesús.
BERGANZA: A Él me encomiendo en todo acontecimiento y, aunque el dejar de
murmurar lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio que oí decir que
usaba un gran jurador, el cual, arrepentido de su mala costumbre, cada vez
que después de su arrepentimiento juraba, se daba un pellizco en el brazo, o
besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo esto, juraba. Así yo, cada
vez que fuere contra el precepto que me has dado de que no murmure y contra
la intención que tengo de no murmurar, me morderé el pico de la lengua de
modo que me duela y me acuerde de mi culpa para no volver a ella.
CIPIÓN: Tal es ese remedio, que si usas dél espero que te has de morder tantas
veces que has de quedar sin lengua y, así, quedarás imposibilitado de
murmurar.
BERGANZA: A lo menos, yo haré de mi parte mis diligencias y supla las faltas el
cielo. Y así, digo que los hijos de mi amo se dejaron un día un cartapacio en el
patio, donde yo a la sazón estaba y, como estaba enseñado a llevar la
esportilla del jifero mi amo, así del vademecum y fuime tras ellos, con
intención de no soltalle hasta el estudio. Sucediome todo como lo deseaba:
que mis amos, que me vieron venir con el vademecum en la boca, asido
sotilmente de las cintas, mandaron a un paje me le quitase; mas yo no lo
consentí ni le solté hasta que entré en el aula con él, cosa que causó risa a
todos los estudiantes. Llegueme al mayor de mis amos y, a mi parecer, con
mucha crianza se le puse en las manos y quedeme sentado en cuclillas a la
puerta del aula, mirando de hito en hito[1188] al maestro que en la cátedra leía.
No sé qué tiene la virtud que, con alcanzárseme a mí tan poco o nada della,
luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con
que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños,
enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen
mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les
mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con
misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los
sobrellevaban con cordura y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y
horror de los vicios y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que,

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aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.
CIPIÓN: Muy bien dices, Berganza, porque yo he oído decir desa bendita gente
que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él y para
guiadores y adalides del camino del cielo, pocos les llegan. Son espejos donde
se mira la honestidad, la católica dotrina, la singular prudencia y, finalmente,
la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la
bienaventuranza.
BERGANZA: Todo es así como lo dices y, siguiendo mi historia, digo que mis
amos gustaron de que les llevase siempre el vademecum, lo que hice de muy
buena voluntad; con lo cual tenía una vida de rey y aún mejor, porque era
descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo y
domestiqueme con ellos de tal manera que me metían la mano en la boca y los
más chiquillos subían sobre mí. Arrojaban los bonetes o sombreros y yo se los
volvía a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en
darme de comer cuanto ellos podían y gustaban de ver que, cuando me daban
nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo
tierno. Tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un
pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era
tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y
mantequillas[1189], de quien era tan bien servido, que más de dos
Antonios[1190] se empeñaron o vendieron para que yo almorzase. Finalmente,
yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se
puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no
fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y
pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto y se pasa la
mocedad aprendiendo y holgándose. Desta gloria y desta quietud me vino a
quitar una señora que, a mi parecer, llaman por ahí razón de estado[1191], que,
cuando con ella se cumple, se ha de descumplir con otras razones muchas. Es
el caso que a aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay
de lición a lición la ocupaban los estudiantes, no en repasar las liciones, sino
en holgarse conmigo y, así, ordenaron a mis amos que no me llevasen más al
estudio. Obedecieron, volviéronme a casa y a la antigua guarda de la puerta y,
sin acordarse señor el viejo de la merced que me había hecho de que de día y
de noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena y el cuerpo a
una esterilla que detrás de la puerta me pusieron. ¡Ay, amigo Cipión, si
supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice a un
desdichado! Mira: cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y
son continuas, o se acaban presto, con la muerte, o la continuación dellas hace
un hábito y costumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de
alivio; mas, cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de

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improviso, se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre y de allí
a poco se vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros trabajos y
desdichas, es un dolor tan riguroso que si no acaba la vida, es por
atormentarla más viviendo. Digo, en fin, que volví a mi ración perruna y a los
huesos que una negra de casa me arrojaba y aun estos me dezmaban dos gatos
romanos[1192], que, como sueltos y ligeros, érales fácil quitarme lo que no caía
debajo del distrito que alcanzaba mi cadena. Cipión hermano, así el cielo te
conceda el bien que deseas, que, sin que te enfades, me dejes ahora filosofar
un poco; porque si dejase de decir las cosas que en este instante me han
venido a la memoria de aquellas que entonces me ocurrieron, me parece que
no sería mi historia cabal ni de fruto alguno.
CIPIÓN: Advierte, Berganza, no sea tentación del demonio esa gana de filosofar
que dices te ha venido, porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar
y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo
cuanto dice son sentencias de filósofos y que el decir mal es reprehensión y el
descubrir los defetos ajenos buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante
que, si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias.
Y debajo de saber esto, filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA: Seguro puedes estar, Cipión, de que más murmure, porque así lo
tengo prosupuesto. Es, pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso y
la ociosidad sea madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria
algunos latines que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fui con mis
amos al estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado de
entendimiento y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en
las ocasiones que se me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se
suelen aprovechar algunos ignorantes. Hay algunos romancistas[1193] que en
las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y
compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes
latinos y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.
CIPIÓN: Por menor daño tengo ese que el que hacen los que verdaderamente
saben latín, de los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando con un
zapatero o con un sastre, arrojan latines como agua.
BERGANZA: Deso podremos inferir que tanto peca el que dice latines delante de
quien los ignora, como el que los dice ignorándolos.
CIPIÓN: Pues otra cosa puedes advertir y es que hay algunos que no les excusa el
ser latinos de ser asnos.
BERGANZA: Pues ¿quién lo duda? La razón está clara, pues cuando en tiempo de
los romanos hablaban todos latín, como lengua materna suya, algún majadero

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habría entre ellos, a quien no excusaría el hablar latín dejar de ser necio.
CIPIÓN: Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester,
hermano Berganza.
BERGANZA: Así es, porque también se puede decir una necedad en latín como en
romance y yo he visto letrados tontos y gramáticos pesados y romancistas
vareteados[1194] con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden
enfadar al mundo, no una sino muchas veces.
CIPIÓN: Dejemos esto y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA: Ya las he dicho: estas son que acabo de decir.
CIPIÓN: ¿Cuáles?
BERGANZA: Estas de los latines y romances que yo comencé y tú acabaste.
CIPIÓN: ¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza,
Berganza, a la maldita plaga de la murmuración y dale el nombre que
quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos[1195], que quiere decir perros
murmuradores y por tu vida que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA: ¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN: Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo,
según la vas añadiendo colas.
BERGANZA: Habla con propiedad, que no se llaman colas las del pulpo.
CIPIÓN: Ese es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar
las cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso
nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad
que causa el oírlas por sus mismos nombres. Las honestas palabras dan
indicio de la honestidad del que las pronuncia o las escribe.
BERGANZA: Quiero creerte y digo que, no contenta mi fortuna de haberme
quitado de mis estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y
compuesta y haberme puesto atraillado[1196] tras de una puerta y de haber
trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquinidad de la negra, ordenó
de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía. Mira, Cipión, ten
por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le
buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra.
Dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo
esclavo de casa, el cual negro dormía en el zaguán, que es entre la puerta de la
calle y la de en medio, detrás de la cual yo estaba y no se podían juntar sino
de noche y, para esto habían hurtado o contrahecho las llaves y, así, las más de

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las noches bajaba la negra y, tapándome la boca con algún pedazo de carne o
queso, abría al negro, con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio
y a costa de muchas cosas que la negra hurtaba. Algunos días me estragaron la
conciencia[1197] las dádivas de la negra, pareciéndome que sin ellas se me
apretarían las ijadas y daría de mastín en galgo. Pero, en efeto, llevado de mi
buen natural, quise responder a lo que a mi amo debía, pues tiraba sus gajes y
comía su pan, como lo deben hacer no solo los perros honrados, a quien se les
da renombre de agradecidos, sino todos aquellos que sirven.
CIPIÓN: Esto sí, Berganza, quiero que pase por filosofía, porque son razones que
consisten en buena verdad y en buen entendimiento y adelante y no hagas
soga, por no decir cola, de tu historia.
BERGANZA: Primero te quiero rogar me digas, si es que lo sabes, qué quiere decir
filosofía; que, aunque yo la nombro, no sé lo que es. Solo me doy a entender
que es cosa buena.
CIPIÓN: Con brevedad te la diré. Este nombre se compone de dos nombres
griegos, que son filos y sofía; filos quiere decir amor y sofía, la ciencia; así
que filosofía significa ‘amor de la ciencia’, y filósofo, ‘amador de la ciencia’.
BERGANZA: Mucho sabes, Cipión. ¿Quién diablos te enseñó a ti nombres
griegos?
CIPIÓN: Verdaderamente, Berganza, que eres simple, pues desto haces caso,
porque estas son cosas que las saben los niños de la escuela y también hay
quien presuma saber la lengua griega sin saberla, como la latina ignorándola.
BERGANZA: Eso es lo que yo digo y quisiera que a estos tales los pusieran en una
prensa y a fuerza de vueltas les sacaran el jugo de lo que saben, porque no
anduviesen engañando el mundo con el oropel de sus greguescos rotos[1198] y
sus latines falsos, como hacen los portugueses con los negros de Guinea.
CIPIÓN: Ahora sí, Berganza, que te puedes morder la lengua y tarazármela[1199]
yo, porque todo cuanto decimos es murmurar.
BERGANZA: Sí, que no estoy obligado a hacer lo que he oído decir que hizo uno
llamado Corondas, tirio[1200], el cual puso ley que ninguno entrase en el
ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida. Descuidose desto y
otro día entró en el cabildo ceñida la espada; advirtiéronselo y, acordándose
de la pena por él puesta, al momento desenvainó su espada y se pasó con ella
el pecho y fue el primero que puso y quebrantó la ley y pagó la pena. Lo que
yo dije no fue poner ley, sino prometer que me mordería la lengua cuando
murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y rigor de las antiguas:
hoy se hace una ley y mañana se rompe y quizá conviene que así sea. Ahora

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promete uno de enmendarse de sus vicios y de allí a un momento cae en otros
mayores. Una cosa es alabar la disciplina y otra el darse con ella y, en efeto,
del dicho al hecho hay gran trecho. Muérdase el diablo, que yo no quiero
morderme ni hacer finezas detrás de una estera, donde de nadie soy visto que
pueda alabar mi honrosa determinación.
CIPIÓN: Según eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita y todas las
obras que hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de
la virtud, solo porque te alabaran, como todos los hipócritas hacen.
BERGANZA: No sé lo que entonces hiciera; esto sé que quiero hacer ahora: que es
no morderme, quedándome tantas cosas por decir que no sé cómo ni cuándo
podré acabarlas y más, estando temeroso que al salir del sol nos hemos de
quedar a escuras, faltándonos la habla.
CIPIÓN: Mejor lo hará el cielo. Sigue tu historia y no te desvíes del camino
carretero con impertinentes digresiones y, así, por larga que sea, la acabarás
presto.
BERGANZA: Digo, pues, que, habiendo visto la insolencia, ladronicio y
deshonestidad de los negros, determiné, como buen criado, estorbarlo, por los
mejores medios que pudiese y pude tan bien, que salí con mi intento. Bajaba
la negra, como has oído, a refocilarse con el negro, fiada en que me
enmudecían los pedazos de carne, pan o queso que me arrojaba. ¡Mucho
pueden las dádivas, Cipión!
CIPIÓN: Mucho. No te diviertas[1201], pasa adelante.
BERGANZA: Acuérdome que cuando estudiaba oí decir al precetor un refrán
latino, que ellos llaman adagio, que decía: Habet bovem in lingua.
CIPIÓN: ¡Oh, que en hora mala hayáis encajado vuestro latín! ¿Tan presto se te ha
olvidado lo que poco ha dijimos contra los que entremeten latines en las
conversaciones de romance?
BERGANZA: Este latín viene aquí de molde; que has de saber que los atenienses
usaban, entre otras, de una moneda sellada con la figura de un buey y cuando
algún juez dejaba de decir o hacer lo que era razón y justicia, por estar
cohechado, decían: «Este tiene el buey en la lengua».
CIPIÓN: La aplicación falta.
BERGANZA: ¿No está bien clara, si las dádivas de la negra me tuvieron muchos
días mudo, que ni quería ni osaba ladrarla cuando bajaba a verse con su negro
enamorado? Por lo que vuelvo a decir que pueden mucho las dádivas.
CIPIÓN: Ya te he respondido que pueden mucho y si no fuera por no hacer ahora

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una larga digresión, con mil ejemplos probara lo mucho que las dádivas
pueden; mas quizá lo diré, si el cielo me concede tiempo, lugar y habla para
contarte mi vida.
BERGANZA: Dios te dé lo que deseas y escucha. Finalmente, mi buena intención
rompió por las malas dádivas de la negra; a la cual, bajando una noche muy
escura a su acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se
alborotasen los de casa y en un instante le hice pedazos toda la camisa y le
arranqué un pedazo de muslo: burla que fue bastante a tenerla de veras más de
ocho días en la cama, fingiendo para con sus amos no sé qué enfermedad.
Sanó, volvió otra noche y yo volví a la pelea con mi perra y, sin morderla, la
arañé todo el cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras
batallas eran a la sorda, de las cuales salía siempre vencedor, y la negra,
malparada y peor contenta. Pero sus enojos se parecían bien en mi pelo y en
mi salud: alzóseme con la ración y los huesos y los míos poco a poco iban
señalando los nudos del espinazo. Con todo esto, aunque me quitaron el
comer, no me pudieron quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una
vez, me trujo una esponja frita con manteca; conocí la maldad; vi que era peor
que comer zarazas[1202], porque a quien la come se le hincha el estómago y no
sale dél sin llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome ser imposible guardarme
de las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé de poner tierra en
medio, quitándomeles delante de los ojos. Halleme un día suelto y sin decir
adiós a ninguno de casa, me puse en la calle y a menos de cien pasos me
deparó la suerte al alguacil que dije al principio de mi historia, que era grande
amigo de mi amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me
conoció y me llamó por mi nombre; también le conocí yo y, al llamarme, me
llegué a él con mis acostumbradas ceremonias y caricias. Asiome del cuello y
dijo a dos corchetes suyos: «Este es famoso perro de ayuda, que fue de un
grande amigo mío; llevémosle a casa». Holgáronse los corchetes y dijeron que
si era de ayuda a todos sería de provecho. Quisieron asirme para llevarme y
mi amo dijo que no era menester asirme, que yo me iría, porque le conocía.
Háseme olvidado decirte que las carlancas con puntas de acero que saqué
cuando me desgarré y ausenté del ganado me las quitó un gitano en una venta
y ya en Sevilla andaba sin ellas; pero el alguacil me puso un collar tachonado
todo de latón morisco. Considera, Cipión, ahora esta rueda variable de la
fortuna mía: ayer me vi estudiante y hoy me ves corchete.
CIPIÓN: Así va el mundo y no hay para qué te pongas ahora a exagerar los
vaivenes de fortuna, como si hubiera mucha diferencia de ser mozo de un
jifero a serlo de un corchete. No puedo sufrir ni llevar en paciencia oír las
quejas que dan de la fortuna algunos hombres que la mayor que tuvieron fue
tener premisas y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué maldiciones la

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maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran! Y no por más de que
porque piense el que los oye que de alta, próspera y buena ventura han venido
a la desdichada y baja en que los miran.
BERGANZA: Tienes razón. Y has de saber que este alguacil tenía amistad con un
escribano, con quien se acompañaba; estaban los dos amancebados con dos
mujercillas, no de poco más a menos, sino de menos en todo; verdad es que
tenían algo de buenas caras, pero mucho de desenfado y de taimería putesca.
Estas les servían de red y de anzuelo para pescar en seco, en esta forma:
vestíanse de suerte que por la pinta descubrían la figura y a tiro de arcabuz
mostraban ser damas de la vida libre; andaban siempre a caza de extranjeros,
y, cuando llegaba la vendeja[1203] a Cádiz y a Sevilla, llegaba la huella de su
ganancia, no quedando bretón[1204] con quien no embistiesen y, en cayendo el
grasiento con alguna destas limpias[1205], avisaban al alguacil y al escribano
adónde y a qué posada iban y, en estando juntos, les daban asalto y los
prendían por amancebados; pero nunca los llevaban a la cárcel, a causa que
los extranjeros siempre redimían la vejación con dineros.
»Sucedió, pues, que la Colindres, que así se llamaba la amiga del alguacil,
pescó un bretón unto y bisunto[1206]; concertó con él cena y noche en su
posada; dio el cañuto[1207] a su amigo y, apenas se habían desnudado, cuando
el alguacil, el escribano, dos corchetes y yo dimos con ellos. Alborotáronse
los amantes; exageró el alguacil el delito; mandolos vestir a toda priesa para
llevarlos a la cárcel; afligiose el bretón; terció, movido de caridad, el
escribano y a puros ruegos redujo la pena a solos cien reales. Pidió el bretón
unos follados de camuza[1208] que había puesto en una silla a los pies de la
cama, donde tenía dineros para pagar su libertad y no parecieron los follados,
ni podían parecer; porque, así como yo entré en el aposento, llegó a mis
narices un olor de tocino que me consoló todo; descubrile con el olfato y
hallele en una faldriquera[1209] de los follados. Digo que hallé en ella un
pedazo de jamón famoso y, por gozarle y poderle sacar sin rumor, saqué los
follados a la calle y allí me entregué en el jamón a toda mi voluntad y cuando
volví al aposento hallé que el bretón daba voces diciendo en lenguaje adúltero
y bastardo, aunque se entendía, que le volviesen sus calzas, que en ellas tenía
cincuenta escuti d’oro in oro. Imaginó el escribano o que la Colindres o los
corchetes se los habían robado; el alguacil pensó lo mismo; llamolos aparte,
no confesó ninguno y diéronse al diablo todos. Viendo yo lo que pasaba, volví
a la calle donde había dejado los follados, para volverlos, pues a mí no me
aprovechaba nada el dinero; no los hallé, porque ya algún venturoso que pasó
se los había llevado. Como el alguacil vio que el bretón no tenía dinero para el
cohecho, se desesperaba y pensó sacar de la huéspeda de casa lo que el bretón
no tenía; llamola y vino medio desnuda y como oyó las voces y quejas del

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bretón y a la Colindres desnuda y llorando, al alguacil en cólera y al escribano
enojado y a los corchetes despabilando[1210] lo que hallaban en el aposento, no
le plugo mucho. Mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con él a la
cárcel, porque consentía en su casa hombres y mujeres de mal vivir. ¡Aquí fue
ello[1211]! Aquí sí que fue cuando se aumentaron las voces y creció la
confusión; porque dijo la huéspeda: “Señor alguacil y señor escribano, no
conmigo tretas, que entrevo toda costura[1212]; no conmigo dijes ni
poleos[1213]: callen la boca y váyanse con Dios; si no, por mi santiguada[1214]
que arroje el bodegón por la ventana[1215] y que saque a plaza toda la
chirinola[1216] desta historia; que bien conozco a la señora Colindres y sé que
ha muchos meses que es su cobertor el señor alguacil y no hagan que me
aclare más, sino vuélvase el dinero a este señor y quedemos todos por buenos;
porque yo soy mujer honrada y tengo un marido con su carta de
ejecutoria[1217] y con a perpenan rei de memoria[1218], con sus colgaderos de
plomo[1219], Dios sea loado y hago este oficio muy limpiamente y sin daño de
barras[1220]. El arancel[1221] tengo clavado donde todo el mundo le vea y no
conmigo cuentos, que, por Dios, que sé despolvorearme[1222]. ¡Bonita soy yo
para que por mi orden entren mujeres con los huéspedes! Ellos tienen las
llaves de sus aposentos y yo no soy quince[1223], que tengo de ver tras siete
paredes”.
»Pasmados quedaron mis amos de haber oído la arenga de la huéspeda y de
ver cómo les leía la historia de sus vidas; pero, como vieron que no tenían de
quién sacar dinero si della no, porfiaban en llevarla a la cárcel. Quejábase ella
al cielo de la sinrazón y justicia que la hacían, estando su marido ausente y
siendo tan principal hidalgo. El bretón bramaba por sus cincuenta escuti. Los
corchetes porfiaban que ellos no habían visto los follados, ni Dios permitiese
lo tal. El escribano, por lo callado, insistía al alguacil que mirase los vestidos
de la Colindres, que le daba sospecha que ella debía de tener los cincuenta
escuti, por tener de costumbre visitar los escondrijos y faldriqueras de
aquellos que con ella se envolvían. Ella decía que el bretón estaba borracho y
que debía de mentir en lo del dinero. En efeto, todo era confusión, gritos y
juramentos, sin llevar modo de apaciguarse, ni se apaciguaran si al instante no
entrara en el aposento el teniente de asistente[1224], que, viniendo a visitar
aquella posada, las voces le llevaron adonde era la grita. Preguntó la causa de
aquellas voces; la huéspeda se la dio muy por menudo: dijo quién era la ninfa
Colindres, que ya estaba vestida; publicó la pública amistad suya y del
alguacil; echó en la calle sus tretas y modo de robar; disculpose a sí misma de
que con su consentimiento jamás había entrado en su casa mujer de mala
sospecha; canonizose por santa y a su marido por un bendito y dio voces a
una moza que fuese corriendo y trujese de un cofre la carta ejecutoria de su

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marido, para que la viese el señor tiniente, diciéndole que por ella echaría de
ver que mujer de tan honrado marido no podía hacer cosa mala y que si tenía
aquel oficio de casa de camas, era a no poder más: que Dios sabía lo que le
pesaba y si quisiera ella tener alguna renta y pan cuotidiano para pasar la vida,
que tener aquel ejercicio. El teniente, enfadado de su mucho hablar y presumir
de ejecutoria, le dijo: “Hermana camera, yo quiero creer que vuestro marido
tiene carta de hidalguía con que vos me confeséis que es hidalgo mesonero”.
“Y con mucha honra —respondió la huéspeda—. Y ¿qué linaje hay en el
mundo, por bueno que sea, que no tenga algún dime y direte?” “Lo que yo os
digo, hermana, es que os cubráis, que habéis de venir a la cárcel.” La cual
nueva dio con ella en el suelo; arañose el rostro; alzó el grito; pero, con todo
eso, el teniente, demasiadamente severo, los llevó a todos a la cárcel;
conviene a saber: al bretón, a la Colindres y a la huéspeda. Después supe que
el bretón perdió sus cincuenta escuti, y más diez, en que le condenaron en las
costas[1225]; la huéspeda pagó otro tanto y la Colindres salió libre por la puerta
afuera. Y el mismo día que la soltaron pescó a un marinero, que pagó por el
bretón, con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipión, cuántos y cuán
grandes inconvenientes nacieron de mi golosina.
CIPIÓN: Mejor dijeras de la bellaquería de tu amo.
BERGANZA: Pues escucha, que aún más adelante tiraban la barra, puesto que me
pesa de decir mal de alguaciles y de escribanos.
CIPIÓN: Sí, que decir mal de uno no es decirlo de todos; sí, que muchos y muy
muchos escribanos hay buenos, fieles y legales y amigos de hacer placer sin
daño de tercero; sí, que no todos entretienen los pleitos ni avisan a las partes
ni todos llevan más de sus derechos ni todos van buscando e inquiriendo las
vidas ajenas para ponerlas en tela de juicio ni todos se aúnan con el juez para
«háceme la barba y hacerte he el copete», ni todos los alguaciles se conciertan
con los vagamundos y fulleros[1226] ni tienen todos las amigas de tu amo para
sus embustes. Muchos y muy muchos hay hidalgos por naturaleza y de
hidalgas condiciones; muchos no son arrojados, insolentes ni mal criados ni
rateros, como los que andan por los mesones midiendo las espadas a los
extranjeros y, hallándolas un pelo más de la marca[1227], destruyen a sus
dueños. Sí, que no todos como prenden sueltan y son jueces y abogados
cuando quieren.
BERGANZA: Más alto picaba mi amo; otro camino era el suyo; presumía de
valiente y de hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro de su
persona, pero a costa de su bolsa. Un día acometió en la puerta de Jerez[1228]
él solo a seis famosos rufianes, sin que yo le pudiese ayudar en nada, porque
llevaba con un freno de cordel[1229] impedida la boca, que así me traía de día

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y de noche me le quitaba. Quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brío y
su denuedo; así se entraba y salía por las seis espadas de los rufos como si
fueran varas de mimbre; era cosa maravillosa ver la ligereza con que
acometía, las estocadas que tiraba, los reparos, la cuenta, el ojo alerta porque
no le tomasen las espaldas. Finalmente, él quedó en mi opinión y en la de
todos cuantos la pendencia miraron y supieron por un nuevo Rodamonte[1230],
habiendo llevado a sus enemigos desde la puerta de Jerez hasta los mármoles
del colegio de Mase Rodrigo[1231], que hay más de cien pasos. Dejolos
encerrados y volvió a coger los trofeos de la batalla, que fueron tres vainas y
luego se las fue a mostrar al asistente, que, si mal no me acuerdo, lo era
entonces el licenciado Sarmiento de Valladares, famoso por la destruición de
la Sauceda[1232]. Miraban a mi amo por las calles do pasaba, señalándole con
el dedo, como si dijeran: «Aquel es el valiente que se atrevió a reñir solo con
la flor de los bravos de la Andalucía». En dar vueltas a la ciudad, para dejarse
ver, se pasó lo que quedaba del día y la noche nos halló en Triana, en una
calle junto al molino de la pólvora y, habiendo mi amo avizorado[1233] (como
en la jácara se dice) si alguien le veía, se entró en una casa y yo tras él y
hallamos en un patio a todos los jayanes[1234] de la pendencia, sin capas ni
espadas y todos desabrochados y uno, que debía de ser el huésped, tenía un
gran jarro de vino en la una mano y en la otra una copa grande de taberna, la
cual, colmándola de vino generoso y espumante, brindaba a toda la compañía.
Apenas hubieron visto a mi amo, cuando todos se fueron a él con los brazos
abiertos y todos le brindaron y él hizo la razón a todos y aun la hiciera a otros
tantos si le fuera algo en ello, por ser de condición afable y amigo de no
enfadar a nadie por pocas cosas. Quererte yo contar ahora lo que allí se trató,
la cena que cenaron, las peleas que se contaron, los hurtos que se refirieron,
las damas que de su trato se calificaron y las que se reprobaron, las alabanzas
que los unos a los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la
destreza que allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la cena a
poner en prática las tretas que se les ofrecían, esgrimiendo con las manos, los
vocablos tan exquisitos de que usaban y, finalmente, el talle de la persona del
huésped, a quien todos respetaban como a señor y padre, sería meterme en un
laberinto donde no me fuese posible salir cuando quisiese. Finalmente, vine a
entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien llamaban
Monipodio, era encubridor de ladrones y pala[1235] de rufianes y que la gran
pendencia de mi amo había sido primero concertada con ellos, con las
circunstancias del retirarse y de dejar las vainas, las cuales pagó mi amo allí,
luego, de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que había costado la cena,
que se concluyó casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y fue su postre
dar soplo a mi amo de un rufián forastero que, nuevo y flamante, había
llegado a la ciudad; debía de ser más valiente que ellos y de envidia le

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soplaron. Prendiole mi amo la siguiente noche, desnudo en la cama: que si
vestido estuviera, yo vi en su talle que no se dejara prender tan a mansalva.
Con esta prisión que sobrevino sobre la pendencia, creció la fama de mi
cobarde, que lo era mi amo más que una liebre, y a fuerza de meriendas y
tragos sustentaba la fama de ser valiente y todo cuanto con su oficio y con sus
inteligencias granjeaba se le iba y desaguaba por la canal de la valentía. Pero
ten paciencia y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir ni quitar de
la verdad una tilde.
»Dos ladrones hurtaron en Antequera un caballo muy bueno; trujéronle a
Sevilla y para venderle sin peligro usaron de un ardid que, a mi parecer, tiene
del agudo y del discreto. Fuéronse a posar a posadas diferentes y el uno se fue
a la justicia y pidió por una petición que Pedro de Losada le debía
cuatrocientos reales prestados, como parecía por una cédula firmada de su
nombre, de la cual hacía presentación. Mandó el tiniente que el tal Losada
reconociese la cédula y que si la reconociese, le sacasen prendas de la
cantidad[1236] o le pusiesen en la cárcel; tocó hacer esta diligencia a mi amo y
al escribano su amigo; llevoles el ladrón a la posada del otro y al punto
reconoció su firma y confesó la deuda y señaló por prenda de la ejecución el
caballo, el cual visto por mi amo, le creció el ojo y le marcó por suyo si acaso
se vendiese. Dio el ladrón por pasados los términos de la ley y el caballo se
puso en venta y se remató en quinientos reales en un tercero que mi amo echó
de manga para que se le comprase. Valía el caballo tanto y medio más de lo
que dieron por él. Pero, como el bien del vendedor estaba en la brevedad de la
venta, a la primer postura[1237] remató su mercaduría. Cobró el un ladrón la
deuda que no le debían y el otro la carta de pago que no había menester y mi
amo se quedó con el caballo, que para él fue peor que el Seyano[1238] lo fue
para sus dueños. Mondaron luego la haza[1239] los ladrones y, de allí a dos
días, después de haber trastejado[1240] mi amo las guarniciones y otras faltas
del caballo, pareció sobre él en la plaza de San Francisco, más hueco y
pomposo que aldeano vestido de fiesta. Diéronle mil parabienes de la buena
compra, afirmándole que valía ciento y cincuenta ducados como un huevo un
maravedí y él, volteando y revolviendo el caballo, representaba su tragedia en
el teatro de la referida plaza. Y estando en sus caracoles y rodeos, llegaron dos
hombres de buen talle y de mejor ropaje y el uno dijo: “¡Vive Dios, que este
es Piedehierro, mi caballo, que ha pocos días que me le hurtaron en
Antequera!”. Todos los que venían con él, que eran cuatro criados, dijeron que
así era la verdad: que aquel era Piedehierro, el caballo que le habían hurtado.
Pasmose mi amo, querellose el dueño, hubo pruebas y fueron las que hizo el
dueño tan buenas que salió la sentencia en su favor y mi amo fue desposeído
del caballo. Súpose la burla y la industria de los ladrones, que por manos e

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intervención de la misma justicia vendieron lo que habían hurtado, y casi
todos se holgaban de que la codicia de mi amo le hubiese rompido el saco.
»Y no paró en esto su desgracia; que aquella noche, saliendo a rondar el
mismo asistente, por haberle dado noticia que hacia los barrios de San
Julián[1241] andaban ladrones, al pasar de una encrucijada vieron pasar un
hombre corriendo y dijo a este punto el asistente, asiéndome por el collar y
zuzándome: “¡Al ladrón, Gavilán! ¡Ea, Gavilán, hijo, al ladrón, al ladrón!”.
Yo, a quien ya tenían cansado las maldades de mi amo, por cumplir lo que el
señor asistente me mandaba sin discrepar en nada, arremetí con mi propio
amo y sin que pudiese valerse, di con él en el suelo; y si no me le quitaran, yo
hiciera a más de a cuatro vengados quitáronme con mucha pesadumbre de
entrambos. Quisieran los corchetes castigarme y aun matarme a palos y lo
hicieran si el asistente no les dijera: “No le toque nadie, que el perro hizo lo
que yo le mandé”. Entendiose la malicia y yo, sin despedirme de nadie, por un
agujero de la muralla salí al campo y antes que amaneciese me puse en
Mairena[1242], que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla. Quiso mi
buena suerte que hallé allí una compañía de soldados que, según oí decir, se
iban a embarcar a Cartagena. Estaban en ella cuatro rufianes de los amigos de
mi amo y el atambor[1243] era uno que había sido corchete y gran
chocarrero[1244], como lo suelen ser los más atambores. Conociéronme todos
y todos me hablaron y, así, me preguntaban por mi amo como si les hubiera de
responder; pero el que más afición me mostró fue el atambor y, así, determiné
de acomodarme con él, si él quisiese, y seguir aquella jornada, aunque me
llevase a Italia o a Flandes; porque me parece a mí, y aun a ti te debe parecer
lo mismo, que, puesto que dice el refrán “quien necio es en su villa, necio es
en Castilla”, el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los
hombres discretos.
CIPIÓN: Es eso tan verdad, que me acuerdo haber oído decir a un amo que tuve
de bonísimo ingenio que al famoso griego llamado Ulises le dieron renombre
de prudente por solo haber andado muchas tierras y comunicado con diversas
gentes y varias naciones y, así, alabo la intención que tuviste de irte donde te
llevasen.
BERGANZA: Es, pues, el caso que el atambor, por tener con qué mostrar más sus
chacorrerías, comenzó a enseñarme a bailar al son del atambor y a hacer otras
monerías, tan ajenas de poder aprenderlas otro perro que no fuera yo como las
oirás cuando te las diga. Por acabarse el distrito de la comisión, se marchaba
poco a poco. No había comisario que nos limitase; el capitán era mozo, pero
muy buen caballero y gran cristiano; el alférez no hacía muchos meses que
había dejado la corte y el tinelo[1245]; el sargento era matrero[1246] y sagaz y

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grande arriero de compañías[1247], desde donde se levantan[1248] hasta el
embarcadero. Iba la compañía llena de rufianes churrulleros[1249], los cuales
hacían algunas insolencias por los lugares do pasábamos, que redundaban en
maldecir a quien no lo merecía. Infelicidad es del buen príncipe ser culpado
de sus súbditos por la culpa de sus súbditos, a causa que los unos son
verdugos de los otros, sin culpa del señor; pues, aunque quiera y lo procure no
puede remediar estos daños, porque todas o las más cosas de la guerra traen
consigo aspereza, riguridad y desconveniencia. En fin, en menos de quince
días, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que había escogido
por patrón, supe saltar por el Rey de Francia y a no saltar por la mala
tabernera. Enseñome a hacer corvetas[1250] como caballo napolitano y a andar
a la redonda como mula de atahona[1251], con otras cosas que, si yo no tuviera
cuenta en no adelantarme a mostrarlas, pusiera en duda si era algún demonio
en figura de perro el que las hacía. Púsome nombre del perro sabio y no
habíamos llegado al alojamiento cuando, tocando su atambor, andaba por todo
el lugar pregonando que todas las personas que quisiesen venir a ver las
maravillosas gracias y habilidades del perro sabio en tal casa o en tal hospital
las mostraban, a ocho o a cuatro maravedís, según era el pueblo grande o
chico. Con estos encarecimientos no quedaba persona en todo el lugar que no
me fuese a ver y ninguno había que no saliese admirado y contento de
haberme visto. Triunfaba mi amo con la mucha ganancia y sustentaba seis
camaradas como unos reyes. La codicia y la envidia despertó en los rufianes
voluntad de hurtarme y andaban buscando ocasión para ello: que esto del
ganar de comer holgando tiene muchos aficionados y golosos; por esto hay
tantos titereros en España, tantos que muestran retablos[1252], tantos que
venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen todo, no
llega a poderse sustentar un día y con esto los unos y los otros no salen de los
bodegones y tabernas en todo el año; por do me doy a entender que de otra
parte que de la de sus oficios sale la corriente de sus borracheras. Toda esta
gente es vagamunda, inútil y sin provecho, esponjas del vino y gorgojos[1253]
del pan.
CIPIÓN: No más, Berganza; no volvamos a lo pasado: sigue, que se va la noche y
no querría que al salir del sol quedásemos a la sombra del silencio.
BERGANZA: Tenle y escucha. Como sea cosa fácil añadir a lo ya inventado,
viendo mi amo cuán bien sabía imitar el corcel napolitano, hízome unas
cubiertas de guadamací[1254] y una silla pequeña, que me acomodó en las
espaldas y sobre ella puso una figura liviana de un hombre con una lancilla de
correr sortija y enseñome a correr derechamente a una sortija[1255] que entre
dos palos ponía y el día que había de correrla pregonaba que aquel día corría

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sortija el perro sabio y hacía otras nuevas y nunca vistas galanterías, las cuales
de mi santiscario[1256], como dicen, las hacía por no sacar mentiroso a mi
amo. Llegamos, pues, por nuestras jornadas contadas a Montilla, villa del
famoso y gran cristiano marqués de Priego[1257], señor de la casa de Aguilar y
de Montilla. Alojaron a mi amo, porque él lo procuró, en un hospital; echó
luego el ordinario bando y, como ya la fama se había adelantado a llevar las
nuevas de las habilidades y gracias del perro sabio, en menos de una hora se
llenó el patio de gente. Alegrose mi amo viendo que la cosecha iba de
guilla[1258] y mostrose aquel día chacorrero en demasía. Lo primero en que
comenzaba la fiesta era en los saltos que yo daba por un aro de cedazo, que
parecía de cuba: conjurábame por las ordinarias preguntas y cuando él bajaba
una varilla de membrillo que en la mano tenía, era señal del salto y cuando la
tenía alta, de que me estuviese quedo. El primer conjuro deste día, memorable
entre todos los de mi vida, fue decirme: «Ea, Gavilán amigo, salta por aquel
viejo verde que tú conoces que se escabecha las barbas y, si no quieres, salta
por la pompa y el aparato de doña Pimpinela de Plafagonia, que fue
compañera de la moza gallega que servía en Valdeastillas[1259]. ¿No te cuadra
el conjuro, hijo Gavilán? Pues salta por el bachiller Pasillas, que se firma
licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh, perezoso estás! ¿Por qué no saltas?
Pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías: ahora salta por el licor de
Esquivias, famoso al par del de Ciudad Real, San Martín y Ribadavia». Bajó
la varilla y salté yo y noté sus malicias y malas entrañas. Volviose luego al
pueblo y en voz alta dijo: «No piense vuesa merced, senado valeroso, que es
cosa de burla lo que este perro sabe: veinte y cuatro piezas le tengo enseñadas
que por la menor dellas volaría un gavilán[1260]; quiero decir que por ver la
menor se pueden caminar treinta leguas. Sabe bailar la zarabanda y
chacona[1261] mejor que su inventora misma; bébese una azumbre[1262] de
vino sin dejar gota; entona un sol fa mi re tan bien como un sacristán; todas
estas cosas y otras muchas que me quedan por decir, las irán viendo vuesas
mercedes en los días que estuviere aquí la compañía y por ahora dé otro salto
nuestro sabio y luego entraremos en lo grueso». Con esto suspendió el
auditorio, que había llamado senado, y les encendió el deseo de no dejar de
ver todo lo que yo sabía. Volviose a mí mi amo y dijo: «Volved, hijo Gavilán,
y con gentil agilidad y destreza deshaced los saltos que habéis hecho; pero ha
de ser a devoción de la famosa hechicera que dicen que hubo en este lugar».
Apenas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era una vieja,
al parecer, de más de sesenta años, diciendo: «¡Bellaco, charlatán,
embaidor[1263] y hijo de puta, aquí no hay hechicera alguna! Si lo decís por la
Camacha, ya ella pagó su pecado, y está donde Dios se sabe; si lo decís por
mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida y si he tenido fama

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de haberlo sido, era merced a los testigos falsos y a la ley del encaje[1264] y al
juez arrojadizo[1265] y mal informado; ya sabe todo el mundo la vida que hago
en penitencia, no de los hechizos que no hice, sino de otros muchos pecados:
otros que como pecadora he cometido. Así que, socarrón tamborilero, salid
del hospital: si no, por vida de mi santiguada que os haga salir más que de
paso». Y con esto, comenzó a dar tantos gritos y a decir tantas y tan
atropelladas injurias a mi amo, que le puso en confusión y sobresalto;
finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta en ningún modo. No le pesó
a mi amo del alboroto, porque se quedó con los dineros y aplazó para otro día
y en otro hospital lo que en aquel había faltado. Fuese la gente maldiciendo a
la vieja, añadiendo al nombre de hechicera el de bruja y el de barbuda sobre
vieja. Con todo esto, nos quedamos en el hospital aquella noche y,
encontrándome la vieja en el corral solo, me dijo: «¿Eres tú, hijo Montiel?
¿Eres tú, por ventura, hijo?». Alcé la cabeza y mirela muy de espacio; lo cual
visto por ella, con lágrimas en los ojos se vino a mí y me echó los brazos al
cuello y si la dejara me besara en la boca; pero tuve asco y no lo consentí.
CIPIÓN: Bien hiciste, porque no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse
de una vieja.
BERGANZA: Esto que ahora te quiero contar te lo había de haber dicho al
principio de mi cuento y así excusáramos la admiración que nos causó el
vernos con habla. Porque has de saber que la vieja me dijo: «Hijo Montiel,
vente tras mí y sabrás mi aposento y procura que esta noche nos veamos a
solas en él, que yo dejaré abierta la puerta y sabe que tengo muchas cosas que
decirte de tu vida y para tu provecho». Bajé yo la cabeza en señal de
obedecerla, por lo cual ella se acabó de enterar en que yo era el perro Montiel
que buscaba, según después me lo dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la
noche, por ver en lo que paraba aquel misterio, o prodigio, de haberme
hablado la vieja y, como había oído llamarla de hechicera, esperaba de su
vista y habla grandes cosas. Llegose, en fin, el punto de verme con ella en su
aposento, que era escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con la débil luz
de un candil de barro que en él estaba; atizole la vieja, y sentose sobre una
arquilla[1266] y llegome junto a sí, y, sin hablar palabra, me volvió a abrazar, y
yo volví a tener cuenta con que no me besase. Lo primero que me dijo fue:
«Bien esperaba yo en el cielo que, antes que estos mis ojos se cerrasen con el
último sueño, te había de ver, hijo mío y, ya que te he visto, venga la muerte y
lléveme desta cansada vida. Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la más
famosa hechicera que hubo en el mundo, a quien llamaron la Camacha de
Montilla[1267]; fue tan única en su oficio que las Eritos, las Circes, las
Medeas[1268], de quien he oído decir que están las historias llenas, no la
igualaron. Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz

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del sol y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los
hombres en un instante de lejas tierras, remediaba maravillosamente las
doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza, cubría a
las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las
casadas y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas en su
jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en una artesa[1269]
era lo menos que ella hacía ni el hacer ver en un espejo o en la uña de una
criatura, los vivos o los muertos que le pedían que mostrase. Tuvo fama que
convertía los hombres en animales y que se había servido de un sacristán seis
años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo que yo nunca he podido
alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que
convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben que no era otra
cosa sino que ellas, con su mucha hermosura y con sus halagos, atraían los
hombres de manera a que las quisiesen bien y los sujetaban de suerte,
sirviéndose dellos en todo cuanto querían, que parecían bestias. Pero en ti,
hijo mío, la experiencia me muestra lo contrario: que sé que eres persona
racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con
aquella ciencia que llaman tropelía[1270], que hace parecer una cosa por otra.
Sea lo que fuere, lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos discípulas
de la buena Camacha, nunca llegamos a saber tanto como ella y no por falta
de ingenio ni de habilidad ni de ánimo, que antes nos sobraba que faltaba,
sino por sobra de su malicia, que nunca quiso enseñarnos las cosas mayores,
porque las reservaba para ella.
»Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fue
famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos
de tan buenos deseos como cualquiera dellas. Verdad es que el ánimo que tu
madre tenía de hacer y entrar en un cerco y encerrarse en él con una legión de
demonios, no le hacía ventaja la misma Camacha. Yo fui siempre algo
medrosilla: con conjurar media región me contentaba, pero, con paz sea dicho
de entrambas, en esto de conficionar las unturas con que las brujas nos
untamos, a ninguna de las dos diera ventaja ni la daré a cuantas hoy siguen y
guardan nuestras reglas. Que has de saber, hijo, que como yo he visto y veo
que la vida, que corre sobre las ligeras alas del tiempo, se acaba, he querido
dejar todos los vicios de la hechicería, en que estaba engolfada muchos años
había y solo me he quedado con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio
dificultosísimo de dejar. Tu madre hizo lo mismo: de muchos vicios se apartó,
muchas buenas obras hizo en esta vida, pero al fin murió bruja y no murió de
enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha, su maestra, de
envidia que la tuvo porque se le iba subiendo a las barbas en saber tanto como
ella o por otra pendenzuela de celos, que nunca pude averiguar, estando tu

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madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su comadre[1271] la
Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió y mostrole que
había parido dos perritos y, así como los vio, dijo: “¡Aquí hay maldad, aquí
hay bellaquería!”. “Pero, hermana Montiela, tu amiga soy; yo encubriré este
parto y atiende tú a estar sana y haz cuenta que esta tu desgracia queda
sepultada en el mismo silencio; no te dé pena alguna este suceso, que ya sabes
tú que puedo yo saber que si no es con Rodríguez, el ganapán[1272] tu amigo,
días ha que no tratas con otro; así que, este perruno parto de otra parte viene y
algún misterio contiene”. Admiradas quedamos tu madre y yo, que me hallé
presente a todo, del extraño suceso. La Camacha se fue y se llevó los
cachorros; yo me quedé con tu madre para asistir a su regalo, la cual no podía
creer lo que le había sucedido. Llegose el fin de la Camacha y, estando en la
última hora de su vida, llamó a tu madre y le dijo como ella había convertido
a sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo; pero que no tuviese
pena, que ellos volverían a su ser cuando menos lo pensasen; mas que no
podía ser primero que ellos por sus mismos ojos viesen lo siguiente:

Volverán en su forma verdadera


cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados
y alzar a los humildes abatidos
con poderosa mano para hacello.

»Esto dijo la Camacha a tu madre al tiempo de su muerte, como ya te he


dicho. Tomolo tu madre por escrito y de memoria y yo lo fijé en la mía para si
sucediese tiempo de poderlo decir a alguno de vosotros y, para poder
conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo con el nombre de
tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si
respondían a ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros.
Y esta tarde, como te vi hacer tantas cosas y que te llaman el perro sabio y
también como alzaste la cabeza a mirarme cuando te llamé en el corral, he
creído que tú eres hijo de la Montiela, a quien con grandísimo gusto doy
noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera; el
cual modo quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice de Apuleyo en
El asno de oro, que consistía en solo comer una rosa[1273]. Pero este tuyo va
fundado en acciones ajenas y no en tu diligencia. Lo que has de hacer, hijo, es
encomendarte a Dios allá en tu corazón y espera que estas, que no quiero
llamarlas profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente;
que, pues la buena de la Camacha las dijo, sucederán sin duda alguna y tú y tu

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hermano, si es vivo, os veréis como deseáis.
»De lo que a mí me pesa es que estoy tan cerca de mi acabamiento que no
tendré lugar de verlo. Muchas veces he querido preguntar a mi cabrón[1274]
qué fin tendrá vuestro suceso, pero no me he atrevido, porque nunca a lo que
le preguntamos responde a derechas, sino con razones torcidas y de muchos
sentidos. Así que, a este nuestro amo y señor no hay que preguntarle nada,
porque con una verdad mezcla mil mentiras y, a lo que yo he colegido de sus
respuestas, él no sabe nada de lo por venir ciertamente, sino por conjeturas.
Con todo esto, nos trae tan engañadas a las que somos bruja, que, con
hacernos mil burlas, no le podemos dejar. Vamos a verle muy lejos de aquí, a
un gran campo, donde nos juntamos infinidad de gente, brujos y brujas y allí
nos da de comer desabridamente[1275] y pasan otras cosas que en verdad y en
Dios y en mi ánima que no me atrevo a contarlas, según son sucias y
asquerosas y no quiero ofender tus castas orejas. Hay opinión que no vamos a
estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las
imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han
sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en
ánima y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que
nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque todo lo
que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay diferenciarlo de
cuando vamos real y verdaderamente. Algunas experiencias desto han hecho
los señores inquisidores con algunas de nosotras que han tenido presas y
pienso que han hallado ser verdad lo que digo.
»Quisiera yo, hijo, apartarme deste pecado y para ello he hecho mis
diligencias: heme acogido a ser hospitalera; curo a los pobres y algunos se
mueren que me dan a mí la vida con lo que me mandan o con lo que se les
queda entre los remiendos, por el cuidado que yo tengo de espulgarlos los
vestidos. Rezo poco y en público, murmuro mucho y en secreto. Vame mejor
con ser hipócrita que con ser pecadora declarada: las apariencias de mis
buenas obras presentes van borrando en la memoria de los que me conocen las
malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida no hace daño a ningún
tercero, sino al que la usa. Mira, hijo Montiel, este consejo te doy: que seas
bueno en todo cuanto pudieres y si has de ser malo, procura no parecerlo en
todo cuanto pudieres. Bruja soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu
madre, que tampoco te lo puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos
podían acreditarnos en todo el mundo. Tres días antes que muriese habíamos
estado las dos en un valle de los Montes Perineos en una gran jira[1276] y, con
todo eso, cuando murió fue con tal sosiego y reposo que si no fueron algunos
visajes[1277] que hizo un cuarto de hora antes que rindiese el alma, no parecía
sino que estaba en aquella cama como en un tálamo[1278] de flores. Llevaba

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atravesados en el corazón sus dos hijos y nunca quiso, aun en el artículo de la
muerte, perdonar a la Camacha: tal era ella de entera y firme en sus cosas. Yo
le cerré los ojos y fui con ella hasta la sepultura; allí la dejé para no verla más,
aunque no tengo perdida la esperanza de verla antes que me muera, porque se
ha dicho por el lugar que la han visto algunas personas andar por los
cimenterios y encrucijadas en diferentes figuras y quizá alguna vez la toparé
yo y le preguntaré si manda que haga alguna cosa en descargo de su
conciencia.
»Cada cosa destas que la vieja me decía en alabanza de la que decía ser mi
madre era una lanzada que me atravesaba el corazón y quisiera arremeter a
ella y hacerla pedazos entre los dientes y si lo dejé de hacer fue porque no le
tomase la muerte en tan mal estado. Finalmente, me dijo que aquella noche
pensaba untarse para ir a uno de sus usados convites y que cuando allá
estuviese pensaba preguntar a su dueño[1279] algo de lo que estaba por
sucederme. Quisiérale yo preguntar qué unturas eran aquellas que decía y
parece que me leyó el deseo, pues respondió a mi intención como si se lo
hubiera preguntado, pues dijo:
»Este ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de
yerbas en todo extremo fríos y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre
de los niños que ahogamos. Aquí pudieras también preguntarme qué gusto o
provecho saca el demonio de hacernos matar las criaturas tiernas, pues sabe
que, estando bautizadas, como inocentes y sin pecado, se van al cielo y él
recibe pena particular con cada alma cristiana que se le escapa; a lo que no te
sabré responder otra cosa sino lo que dice el refrán: “que tal hay que se
quiebra dos ojos porque su enemigo se quiebre uno”; y por la pesadumbre que
da a sus padres matándoles los hijos, que es la mayor que se puede imaginar.
Y lo que más le importa es hacer que nosotras cometamos a cada paso tan
cruel y perverso pecado y todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que
sin su permisión yo he visto por experiencia que no puede ofender el diablo a
una hormiga y es tan verdad esto que, rogándole yo una vez que destruyese
una viña de un mi enemigo, me respondió que ni aun tocar a una hoja della no
podía, porque Dios no quería; por lo cual podrás venir a entender, cuando seas
hombre, que todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las
ciudades y a los pueblos: las muertes repentinas, los naufragios, las caídas, en
fin, todos los males que llaman de daño[1280], vienen de la mano del Altísimo
y de su voluntad permitente y los daños y males que llaman de culpa vienen y
se causan por nosotros mismos. Dios es impecable, de do se infiere que
nosotros somos autores del pecado, formándole en la intención, en la palabra
y en la obra; todo permitiéndolo Dios, por nuestros pecados, como ya he
dicho.

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»Dirás tú ahora, hijo, si es que acaso me entiendes, que quién me hizo a mí
teóloga y aun quizá dirás entre ti: “¡Cuerpo de tal con la puta vieja! ¿Por qué
no deja de ser bruja, pues sabe tanto, y se vuelve a Dios, pues sabe que está
más pronto a perdonar pecados que a permitirlos?”. A esto te respondo, como
si me lo preguntaras, que la costumbre del vicio se vuelve en naturaleza y este
de ser brujas se convierte en sangre y carne y en medio de su ardor, que es
mucho, trae un frío que pone en el alma tal que la resfría y entorpece aun en la
fe, de donde nace un olvido de sí misma y ni se acuerda de los temores con
que Dios la amenaza ni de la gloria con que la convida y, en efeto, como es
pecado de carne y de deleites, es fuerza que amortigüe todos los sentidos y los
embelese y absorte, sin dejarlos usar sus oficios como deben y, así, quedando
el alma inútil, floja y desmazalada[1281], no puede levantar la consideración
siquiera a tener algún buen pensamiento y, así, dejándose estar sumida en la
profunda sima de su miseria, no quiere alzar la mano a la de Dios, que se la
está dando, por sola su misericordia, para que se levante. Yo tengo una destas
almas que te he pintado: todo lo veo y todo lo entiendo y como el deleite me
tiene echados grillos[1282] a la voluntad, siempre he sido y seré mala.
»Pero dejemos esto y volvamos a lo de las unturas y digo que son tan frías
que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas y quedamos
tendidas y desnudas en el suelo y entonces dicen que en la fantasía pasamos
todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces, acabadas de
untar, a nuestro parecer, mudamos forma y convertidas en gallos, lechuzas o
cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera y allí cobramos
nuestra primera forma y gozamos de los deleites que te dejo de decir, por ser
tales que la memoria se escandaliza en acordarse dellos y, así, la lengua huye
de contarlos y, con todo esto, soy bruja y cubro con la capa de la hipocresía
todas mis muchas faltas. Verdad es que si algunos me estiman y honran por
buena, no faltan muchos que me dicen, no dos dedos del oído, el nombre de
las fiestas[1283], que es el que les imprimió la furia de un juez colérico que en
los tiempos pasados tuvo que ver conmigo y con tu madre, depositando su ira
en las manos de un verdugo que, por no estar sobornado, usó de toda su plena
potestad y rigor con nuestras espaldas. Pero esto ya pasó y todas las cosas se
pasan; las memorias se acaban, las vidas no vuelven, las lenguas se cansan,
los sucesos nuevos hacen olvidar los pasados. Hospitalera soy, buenas
muestras doy de mi proceder, buenos ratos me dan mis unturas, no soy tan
vieja que no pueda vivir un año, puesto que tengo setenta y cinco y, ya que no
puedo ayunar, por la edad ni rezar, por los váguidos ni andar romerías, por la
flaqueza de mis piernas ni dar limosna, porque soy pobre ni pensar en bien,
porque soy amiga de murmurar y para haberlo de hacer es forzoso pensarlo
primero, así que siempre mis pensamientos han de ser malos, con todo esto, sé

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que Dios es bueno y misericordioso y que Él sabe lo que ha de ser de mí y
basta y quédese aquí esta plática, que verdaderamente me entristece. Ven,
hijo, y verasme untar, que todos los duelos con pan son buenos, el buen día,
meterle en casa, pues mientras se ríe no se llora; quiero decir que, aunque los
gustos que nos da el demonio son aparentes y falsos, todavía nos parecen
gustos y el deleite mucho mayor es imaginado que gozado, aunque en los
verdaderos gustos debe de ser al contrario.
»Levantose en diciendo esta larga arenga y, tomando el candil, se entró en
otro aposentillo más estrecho; seguila, combatido de mil varios pensamientos
y admirado de lo que había oído y de lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares
el candil de la pared y con mucha priesa se desnudó hasta la camisa y,
sacando de un rincón una olla vidriada[1284], metió en ella la mano y,
murmurando entre dientes, se untó desde los pies a la cabeza, que tenía sin
toca. Antes que se acabase de untar me dijo que, ora se quedase su cuerpo en
aquel aposento sin sentido, ora desapareciese dél, que no me espantase ni
dejase de aguardar allí hasta la mañana, porque sabría las nuevas de lo que me
quedaba por pasar hasta ser hombre. Díjele bajando la cabeza que sí haría y
con esto acabó su untura y se tendió en el suelo como muerta. Llegué mi boca
a la suya y vi que no respiraba poco ni mucho.
»Una verdad te quiero confesar, Cipión amigo: que me dio gran temor verme
encerrado en aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te la
pintaré como mejor supiere. Ella era larga de más de siete pies; toda era
notomía[1285] de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la
barriga, que era de badana[1286], se cubría las partes deshonestas y aun le
colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca
secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados[1287] los dientes, la nariz
corva y entablada, desencasados[1288] los ojos, la cabeza desgreñada, las
mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda
era flaca y endemoniada. Púseme de espacio a mirarla y apriesa comenzó a
apoderarse de mí el miedo, considerando la mala visión de su cuerpo y la peor
ocupación de su alma. Quise morderla, por ver si volvía en sí y no hallé parte
en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con todo esto, la así de un
carcaño[1289] y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto dio muestras de
tener sentido. Allí, con mirar el cielo y verme en parte ancha, se me quitó el
temor; a lo menos, se templó de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo
que paraba la ida y vuelta de aquella mala hembra y lo que me contaba de mis
sucesos. En esto me preguntaba yo a mí mismo: “¿Quién hizo a esta mala
vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles son males de daño y
cuáles de culpa? ¿Cómo entiende y habla tanto de Dios, y obra tanto del
diablo? ¿Cómo peca tan de malicia, no excusándose con ignorancia?”.

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»En estas consideraciones se pasó la noche y se vino el día, que nos halló a
los dos en mitad del patio: ella no vuelta en sí y a mí junto a ella, en cuclillas,
atento, mirando su espantosa y fea catadura. Acudió la gente del hospital y,
viendo aquel retablo[1290], unos decían: “Ya la bendita Cañizares es muerta;
mirad cuán disfigurada y flaca la tenía la penitencia”; otros, más
considerados, la tomaron el pulso y vieron que le tenía y que no era muerta,
por do se dieron a entender que estaba en éxtasis y arrobada[1291], de puro
buena. Otros hubo que dijeron: “Esta puta vieja sin duda debe de ser bruja y
debe de estar untada; que nunca los santos hacen tan deshonestos arrobos y
hasta ahora, entre los que la conocemos, más fama tiene de bruja que de
santa”. Curiosos hubo que se llegaron a hincarle alfileres por las carnes, desde
la punta hasta la cabeza: ni por eso recordaba[1292] la dormilona ni volvió en sí
hasta las siete del día y, como se sintió acribada de los alfileres y mordida de
los carcañares y magullada del arrastramiento fuera de su aposento y a vista
de tantos ojos que la estaban mirando, creyó y creyó la verdad, que yo había
sido el autor de su deshonra y, así, arremetió a mí y, echándome ambas manos
a la garganta, procuraba ahogarme diciendo: “¡Oh bellaco, desagradecido,
ignorante y malicioso! ¿Y es este el pago que merecen las buenas obras que a
tu madre hice y de las que te pensaba hacer a ti?”. Yo, que me vi en peligro de
perder la vida entre las uñas de aquella fiera arpía, sacudime, y, asiéndole de
las luengas faldas de su vientre, la zamarreé[1293] y arrastré por todo el patio;
ella daba voces que la librasen de los dientes de aquel maligno espíritu.
»Con estas razones de la mala vieja, creyeron los más que yo debía de ser
algún demonio de los que tienen ojeriza continua con los buenos cristianos y
unos acudieron a echarme agua bendita, otros no osaban llegar a quitarme,
otros daban voces que me conjurasen; la vieja gruñía, yo apretaba los dientes,
crecía la confusión y mi amo, que ya había llegado al ruido, se desesperaba
oyendo decir que yo era demonio. Otros, que no sabían de exorcismos,
acudieron a tres o cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a santiguarme
los lomos; escociome la burla, solté la vieja y en tres saltos me puse en la
calle y en pocos más salí de la villa, perseguido de una infinidad de
muchachos, que iban a grandes voces diciendo: “¡Apártense que rabia el perro
sabio!”. Otros decían: “¡No rabia, sino que es demonio en figura de perro!”.
Con este molimiento, a campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos
que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas que me
habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo cuando despertó de
su maldito sueño. Dime tanta priesa a huir y a quitarme delante de sus ojos,
que creyeron que me había desparecido como demonio: en seis horas anduve
doce leguas y llegué a un rancho de gitanos[1294] que estaba en un campo
junto a Granada. Allí me reparé un poco, porque algunos de los gitanos me

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conocieron por el perro sabio y con no pequeño gozo me acogieron y
escondieron en una cueva, porque no me hallasen si fuese buscado; con
intención, a lo que después entendí, de ganar conmigo como lo hacía el
atambor mi amo. Veinte días estuve con ellos, en los cuales supe y noté su
vida y costumbres, que por ser notables es forzoso que te las cuente.
CIPIÓN: Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te
dijo la bruja y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira a quien das
crédito. Mira, Berganza, grandísimo disparate sería creer que la Camacha
mudase los hombres en bestias y que el sacristán en forma de jumento la
serviese los años que dicen que la sirvió. Todas estas cosas y las semejantes
son embelecos, mentiras o apariencias del demonio y si a nosotros nos parece
ahora que tenemos algún entendimiento y razón, pues hablamos siendo
verdaderamente perros, o estando en su figura, ya hemos dicho que este es
caso portentoso y jamás visto y que, aunque le tocamos con las manos, no le
habemos de dar crédito hasta tanto que el suceso dél nos muestre lo que
conviene que creamos. ¿Quiéreslo ver más claro? Considera en cuán vanas
cosas y en cuán tontos puntos dijo la Camacha que consistía nuestra
restauración y aquellas que a ti te deben parecer profecías no son sino
palabras de consejas o cuentos de viejas, como aquellos del caballo sin cabeza
y de la varilla de virtudes, con que se entretienen al fuego las dilatadas noches
del invierno; porque, a ser otra cosa, ya estaban cumplidas, si no es que sus
palabras se han de tomar en un sentido que he oído decir se llama alegórico, el
cual sentido no quiere decir lo que la letra suena, sino otra cosa que, aunque
diferente, le haga semejanza y, así, decir:

Volverán a su forma verdadera


cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados
y alzar a los humildes abatidos
por mano poderosa para hacello.

Tomándolo en el sentido que he dicho, paréceme que quiere decir que


cobraremos nuestra forma cuando viéremos que los que ayer estaban en la
cumbre de la rueda de la fortuna, hoy están hollados y abatidos a los pies de la
desgracia y tenidos en poco de aquellos que más los estimaban. Y asimismo,
cuando viéremos que otros que no ha dos horas que no tenían deste mundo
otra parte que servir en él de número que acrecentase el de las gentes y ahora
están tan encumbrados sobre la buena dicha que los perdemos de vista y, si
primero no parecían por pequeños y encogidos, ahora no los podemos

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alcanzar por grandes y levantados. Y si en esto consistiera volver nosotros a la
forma que dices, ya lo hemos visto y lo vemos a cada paso; por do me doy a
entender que no en el sentido alegórico, sino en el literal, se han de tomar los
versos de la Camacha ni tampoco en este consiste nuestro remedio, pues
muchas veces hemos visto lo que dicen y nos estamos tan perros como ves;
así que, la Camacha fue burladora falsa y la Cañizares embustera y la
Montiela tonta, maliciosa y bellaca, con perdón sea dicho, si acaso es nuestra
madre de entrambos, o tuya, que yo no la quiero tener por madre. Digo, pues,
que el verdadero sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia
derriban los que están en pie y vuelven a alzar los caídos y esto por la mano
de quien lo puede hacer. Mira, pues, si en el discurso de nuestra vida
habremos visto jugar a los bolos y si hemos visto por esto haber vuelto a ser
hombres, si es que lo somos.
BERGANZA: Digo que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto de
lo que pensaba y de lo que has dicho vengo a pensar y creer que todo lo que
hasta aquí hemos pasado y lo que estamos pasando es sueño y que somos
perros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la habla que tenemos
y de la excelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que
pudiéremos y, así, no te canse el oírme contar lo que me pasó con los gitanos
que me escondieron en la cueva.
CIPIÓN: De buena gana te escucho, por obligarte a que me escuches cuando te
cuente, si el cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
BERGANZA: La que tuve con los gitanos fue considerar en aquel tiempo sus
muchas malicias, sus embaimientos[1295] y embustes, los hurtos en que se
ejercitan, así gitanas como gitanos, desde el punto casi que salen de las
mantillas y saben andar. ¿Ves la multitud que hay dellos esparcida por
España? Pues todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros y
trasiegan y trasponen[1296] los hurtos destos en aquellos y los de aquellos en
estos. Dan la obediencia, mejor que a su rey, a uno que llaman conde, al cual,
y a todos los que dél suceden, tienen el sobrenombre de Maldonado y no
porque vengan del apellido deste noble linaje, sino porque un paje de un
caballero deste nombre se enamoró de una gitana, la cual no le quiso conceder
su amor si no se hacía gitano y la tomaba por mujer. Hízolo así el paje y
agradó tanto a los demás gitanos que le alzaron por señor y le dieron la
obediencia y, como en señal de vasallaje, le acuden con parte de los hurtos
que hacen, como sean de importancia. Ocúpanse, por dar color a su ociosidad,
en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con que facilitan sus hurtos
y, así, los verás siempre traer a vender por las calles tenazas, barrenas,
martillos y ellas, trébedes[1297] y badiles[1298]. Todas ellas son parteras y en

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esto llevan ventaja a las nuestras, porque sin costa ni adherentes sacan sus
partos a luz y lavan las criaturas con agua fría en naciendo y, desde que nacen
hasta que mueren, se curten y muestran a sufrir las inclemencias y rigores del
cielo y, así, verás que todos son alentados, volteadores, corredores y
bailadores. Cásanse siempre entre ellos, porque no salgan sus malas
costumbres a ser conocidas de otros; ellas guardan el decoro a sus maridos, y
pocas hay que les ofendan con otros que no sean de su generación. Cuando
piden limosna, más la sacan con invenciones y chocarrerías que con
devociones y, a título que no hay quien se fíe dellas, no sirven y dan en ser
holgazanas. Y pocas o ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna
gitana a pie de altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las
iglesias. Son sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde han de
hurtar; confieren[1299] sus hurtos y el modo que tuvieron en hacellos y, así, un
día contó un gitano delante de mí a otros un engaño y hurto que un día había
hecho a un labrador, y fue que el gitano tenía un asno rabón[1300] y en el
pedazo de la cola que tenía sin cerdas le injirió[1301] otra peluda, que parecía
ser suya natural. Sacole al mercado, comprósele un labrador por diez ducados
y, en habiéndosele vendido y cobrado el dinero, le dijo que si quería
comprarle otro asno hermano del mismo y tan bueno como el que llevaba, que
se le vendería por más buen precio. Respondiole el labrador que fuese por él y
le trujese, que él se le compraría y que en tanto que volviese llevaría el
comprado a su posada. Fuese el labrador, siguiole el gitano y sea como sea, el
gitano tuvo maña de hurtar al labrador el asno que le había vendido y al
mismo instante le quitó la cola postiza y quedó con la suya pelada. Mudole la
albarda y jáquima[1302] y atreviose a ir a buscar al labrador para que se le
comprase y hallole antes que hubiese echado menos el asno primero y a pocos
lances[1303] compró el segundo. Fuésele a pagar a la posada, donde halló
menos la bestia a la bestia y, aunque lo era mucho, sospechó que el gitano se
le había hurtado y no quería pagarle. Acudió el gitano por testigos y trujo a
los que habían cobrado la alcabala del primer jumento y juraron que el gitano
había vendido al labrador un asno con una cola muy larga y muy diferente del
asno segundo que vendía. A todo esto se halló presente un alguacil, que hizo
las partes del gitano con tantas veras que el labrador hubo de pagar el asno
dos veces. Otros muchos hurtos contaron y todos, o los más, de bestias, en
quien son ellos graduados y en lo que más se ejercitan. Finalmente, ella es
mala gente y, aunque muchos y muy prudentes jueces han salido contra ellos,
no por eso se enmiendan.
»A cabo de veinte días, me quisieron llevar a Murcia; pasé por Granada,
donde ya estaba el capitán, cuyo atambor era mi amo. Como los gitanos lo
supieron, me encerraron en un aposento del mesón donde vivían; oíles decir la

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causa, no me pareció bien el viaje que llevaban y, así, determiné soltarme,
como lo hice y, saliéndome de Granada, di en una huerta de un morisco, que
me acogió de buena voluntad y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me
querría para más de para guardarle la huerta: oficio, a mi cuenta, de menos
trabajo que el de guardar ganado. Y, como no había allí altercar sobre tanto
más cuanto al salario, fue cosa fácil hallar el morisco criado a quien mandar y
yo amo a quien servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la vida
que tenía, sino por el que me daba saber la de mi amo y por ella la de todos
cuantos moriscos viven en España. ¡Oh cuántas y cuáles cosas te pudiera
decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin
en dos semanas! Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos meses;
mas, en efeto, habré de decir algo y así, oye en general lo que yo vi y noté en
particular desta buena gente.
»Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la
sagrada ley cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado y
para conseguirle trabajan y no comen; en entrando el real en su poder, como
no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad eterna; de modo
que, ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor
cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus
picazas[1304] y sus comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo
tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y esconden
poco o mucho y que una calentura lenta acaba la vida como la de un
tabardillo[1305] y, como van creciendo, se van aumentando los escondedores,
que crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia lo muestra. Entre
ellos no hay castidad ni entran en religión ellos ni ellas: todos se casan, todos
multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación.
No los consume la guerra ni ejercicio que demasiadamente los trabaje;
róbannos a pie quedo y con los frutos de nuestras heredades, que nos
revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo son de sí
mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra
que la del robarnos. De los doce hijos de Jacob que he oído decir que entraron
en Egipto, cuando los sacó Moisén[1306] de aquel cautiverio, salieron
seiscientos mil varones, sin niños y mujeres. De aquí se podrá inferir lo que
multiplicarán las destos, que, sin comparación, son en mayor número.
CIPIÓN: Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado y
bosquejado en sombra; que bien sé que son más y mayores los que callas que
los que cuentas y hasta ahora no se ha dado con el que conviene; pero
celadores prudentísimos tiene nuestra república que, considerando que España
cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios,
hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida. Di adelante.

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BERGANZA: Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta,
sustentábame con pan de mijo[1307] y con algunas sobras de zahínas[1308],
común sustento suyo; pero esta miseria me ayudó a llevar el cielo por un
modo tan extraño como el que ahora oirás. Cada mañana, juntamente con el
alba, amanecía sentado al pie de un granado, de muchos que en la huerta
había, un mancebo, al parecer estudiante, vestido de bayeta[1309], no tan negra
ni tan peluda que no pareciese parda y tundida. Ocupábase en escribir en un
cartapacio y de cuando en cuando se daba palmadas en la frente y se mordía
las uñas, estando mirando al cielo y otras veces se ponía tan imaginativo que
no movía pie ni mano, ni aun las pestañas: tal era su embelesamiento. Una vez
me llegué junto a él, sin que me echase de ver; oíle murmurar entre dientes y,
al cabo de un buen espacio dio una gran voz, diciendo: «¡Vive el Señor, que
es la mejor octava que he hecho en todos los días de mi vida!». Y, escribiendo
apriesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento; todo lo cual me dio
a entender que el desdichado era poeta. Hícele mis acostumbradas caricias,
por asegurarle de mi mansedumbre; echeme a sus pies, y él, con esta
seguridad, prosiguió en sus pensamientos y tornó a rascarse la cabeza y a sus
arrobos y a volver a escribir lo que había pensado. Estando en esto, entró en la
huerta otro mancebo, galán y bien aderezado, con unos papeles en la mano, en
los cuales de cuando en cuando leía. Llegó donde estaba el primero y díjole:
«¿Habéis acabado la primera jornada?». «Ahora le di fin —respondió el poeta
—, la más gallardamente que imaginarse puede». «¿De qué manera?»,
preguntó el segundo. «Desta —respondió el primero—: Sale Su Santidad del
Papa vestido de pontifical, con doce cardenales, todos vestidos de morado,
porque cuando sucedió el caso que cuenta la historia de mi comedia era
tiempo de mutatio caparum[1310], en el cual los cardenales no se visten de
rojo, sino de morado y, así, en todas maneras conviene, para guardar la
propiedad, que estos mis cardenales salgan de morado y, este es un punto que
hace mucho al caso para la comedia y a buen seguro dieran en él y, así, hacen
a cada paso mil impertinencias y disparates. Yo no he podido errar en esto,
porque he leído todo el ceremonial romano, por solo acertar en estos
vestidos». «Pues ¿de dónde queréis vos —replicó el otro— que tenga mi
autor[1311] vestidos morados para doce cardenales?» «Pues si me quita uno tan
solo —respondió el poeta—, así le daré yo mi comedia como volar. ¡Cuerpo
de tal! ¿Esta apariencia tan grandiosa se ha de perder? Imaginad vos desde
aquí lo que parecerá en un teatro un Sumo Pontífice con doce graves
cardenales y con otros ministros de acompañamiento que forzosamente han de
traer consigo. ¡Vive el cielo, que sea uno de los mayores y más altos
espectáculos que se haya visto en comedia, aunque sea la del Ramillete de
Daraja!»[1312]

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»Aquí acabé de entender que el uno era poeta y el otro comediante. El
comediante aconsejó al poeta que cercenase algo de los cardenales, si no
quería imposibilitar al autor el hacer la comedia. A lo que dijo el poeta que le
agradeciesen que no había puesto todo el cónclave que se halló junto al acto
memorable que pretendía traer a la memoria de las gentes en su felicísima
comedia. Riose el recitante y dejole en su ocupación por irse a la suya, que era
estudiar un papel de una comedia nueva. El poeta, después de haber escrito
algunas coplas de su magnífica comedia, con mucho sosiego y espacio sacó
de la faldriquera algunos mendrugos de pan y obra de veinte pasas, que, a mi
parecer, entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas, porque
juntamente con ellas hacían bulto ciertas migajas de pan que las
acompañaban. Sopló y apartó las migajas y una a una se comió las pasas y los
palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que
morados con la borra[1313] de la faldriquera, parecían mohosos y eran tan
duros de condición que, aunque él procuró enternecerlos, paseándolos por la
boca una y muchas veces, no fue posible moverlos de su terquedad; todo lo
cual redundó en mi provecho porque me los arrojó, diciendo: “¡To, to! Toma,
que buen provecho te hagan”. “¡Mirad —dije entre mí— qué néctar o
ambrosía[1314] me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los
dioses y su Apolo[1315] allá en el cielo!” En fin, por la mayor parte, grande es
la miseria de los poetas, pero mayor era mi necesidad, pues me obligó a
comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composición de su comedia,
no dejó de venir a la huerta ni a mí me faltaron mendrugos porque los repartía
conmigo con mucha liberalidad y luego nos íbamos a la noria, donde, yo de
bruces y él con un cangilón[1316], satisfacíamos la sed como unos monarcas.
Pero faltó el poeta y sobró en mí la hambre tanto que determiné dejar al
morisco y entrarme en la ciudad a buscar ventura, que la halla el que se muda.
Al entrar de la ciudad vi que salía del famoso monasterio de San Jerónimo mi
poeta, que como me vio se vino a mí con los brazos abiertos, y yo me fui a él
con nuevas muestras de regocijo por haberle hallado. Luego, al instante
comenzó a desembaular[1317] pedazos de pan, más tiernos de los que solía
llevar a la huerta y a entregarlos a mis dientes sin repasarlos por los suyos:
merced que con nuevo gusto satisfizo mi hambre. Los tiernos mendrugos y el
haber visto salir a mi poeta del monasterio dicho me pusieron en sospecha de
que tenía las musas vergonzantes[1318], como otros muchos las tienen.
Encaminose a la ciudad y yo le seguí con determinación de tenerle por amo si
él quisiese, imaginando que de las sobras de su castillo se podía mantener mi
real[1319]; porque no hay mayor ni mejor bolsa que la de la caridad, cuyas
liberales manos jamás están pobres y, así, no estoy bien con aquel refrán que
dice: «Más da el duro que el desnudo», como si el duro y avaro diese algo,

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como lo da el liberal desnudo, que, en efeto, da el buen deseo cuando más no
tiene. De lance en lance, paramos en la casa de un autor de comedias que, a lo
que me acuerdo, se llamaba Angulo el Malo[1320], de otro Angulo, no autor,
sino representante, el más gracioso que entonces tuvieron y ahora tienen las
comedias. Juntose toda la compañía a oír la comedia de mi amo, que ya por
tal le tenía y, a la mitad de la jornada primera, uno a uno y dos a dos, se
fueron saliendo todos, excepto el autor y yo, que servíamos de oyentes. La
comedia era tal que, con ser yo un asno en esto de la poesía, me pareció que la
había compuesto el mismo Satanás, para total ruina y perdición del mismo
poeta, que ya iba tragando saliva, viendo la soledad en que el auditorio le
había dejado y no era mucho, si el alma, présaga[1321], le decía allá dentro la
desgracia que le estaba amenazando, que fue volver todos los recitantes, que
pasaban de doce y, sin hablar palabra, asieron de mi poeta y si no fuera porque
la autoridad del autor, llena de ruegos y voces, se puso de por medio, sin duda
le mantearan. Quedé yo del caso pasmado; el autor, desabrido; los farsantes,
alegres y el poeta, mohíno[1322]; el cual, con mucha paciencia, aunque algo
torcido el rostro, tomó su comedia y, encerrándosela en el seno, medio
murmurando, dijo: “No es bien echar las margaritas a los puercos”. Y con esto
se fue con mucho sosiego. Yo, de corrido[1323], ni pude ni quise seguirle y
acertelo, a causa que el autor me hizo tantas caricias que me obligaron a que
con él me quedase y en menos de un mes salí grande entremesista y gran
farsante de figuras mudas. Pusiéronme un freno de orillos[1324] y enseñáronme
a que arremetiese en el teatro a quien ellos querían; de modo que, como los
entremeses solían acabar por la mayor parte en palos, en la compañía de mi
amo acababan en zuzarme y yo derribaba y atropellaba a todos, con que daba
que reír a los ignorantes y mucha ganancia a mi dueño. ¡Oh, Cipión, quién te
pudiera contar lo que vi en esta y en otras dos compañías de comediantes en
que anduve! Mas, por no ser posible reducirlo a narración sucinta y breve, lo
habré de dejar para otro día, si es que ha de haber otro día en que nos
comuniquemos. ¿Ves cuán larga ha sido mi plática? ¿Ves mis muchos y
diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos y mis amos tantos? Pues todo lo
que has oído es nada, comparado a lo que te pudiera contar de lo que noté,
averigüé y vi desta gente: su proceder, su vida, sus costumbres, sus ejercicios,
su trabajo, su ociosidad, su ignorancia y su agudeza, con otras infinitas cosas,
unas para decirse al oído y otras para aclamallas en público y todas para hacer
memoria dellas y para desengaño de muchos que idolatran en figuras fingidas
y en bellezas de artificio y de transformación.
CIPIÓN: Bien se me trasluce, Berganza, el largo campo que se te descubría para
dilatar tu plática y soy de parecer que la dejes para cuento particular y para
sosiego no sobresaltado.

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BERGANZA: Sea así, y escucha. Con una compañía llegué a esta ciudad de
Valladolid, donde en un entremés me dieron una herida que me llegó casi al
fin de la vida; no pude vengarme, por estar enfrenado entonces y después, a
sangre fría, no quise: que la venganza pensada arguye crueldad y mal ánimo.
Cansome aquel ejercicio, no por ser trabajo, sino porque veía en él cosas que
juntamente pedían enmienda y castigo y, como a mí estaba más el sentillo que
el remediallo, acordé de no verlo y así, me acogí a sagrado[1325], como hacen
aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitallos, aunque más vale
tarde que nunca. Digo, pues, que viéndote una noche llevar la linterna con el
buen cristiano Mahúdes, te consideré contento y justa y santamente ocupado
y, lleno de buena envidia, quise seguir tus pasos y con esta loable intención
me puse delante de Mahúdes, que luego me eligió para tu compañero y me
trujo a este hospital. Lo que en él me ha sucedido no es tan poco que no haya
menester espacio para contallo, especialmente lo que oí a cuatro enfermos que
la suerte y la necesidad trujo a este hospital, y a estar todos cuatro juntos en
cuatro camas apareadas. Perdóname, porque el cuento es breve y no sufre
dilación y viene aquí de molde.
CIPIÓN: Sí perdono. Concluye, que, a lo que creo, no debe de estar lejos el día.
BERGANZA: Digo que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería, en
la una estaba un alquimista, en la otra un poeta, en la otra un matemático y en
la otra uno de los que llaman arbitristas[1326].
CIPIÓN: Ya me acuerdo haber visto a esa buena gente.
BERGANZA: Digo, pues, que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas
las ventanas y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos, el poeta
se comenzó a quejar lastimosamente de su fortuna y, preguntándole el
matemático de qué se quejaba, respondió que de su corta suerte. «¿Cómo, y
no será razón que me queje —prosiguió—, que, habiendo yo guardado lo que
Horacio manda en su Poética, que no salga a luz la obra que, después de
compuesta, no hayan pasado diez años por ella, y que tenga yo una de veinte
años de ocupación y doce de pasante[1327], grande en el sujeto[1328], admirable
y nueva en la invención, grave en el verso, entretenida en los episodios,
maravillosa en la división, porque el principio responde al medio y al fin, de
manera que constituyen el poema alto, sonoro, heroico, deleitable y
sustancioso; y que, con todo esto, no hallo un príncipe a quien dirigirle?
Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo. ¡Mísera edad y
depravado siglo nuestro!» «¿De qué trata el libro?», preguntó el alquimista.
Respondió el poeta: «Trata de lo que dejó de escribir el Arzobispo
Turpín[1329] del Rey Artús de Inglaterra, con otro suplemento de la Historia

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de la demanda del Santo Brial[1330] y todo en verso heroico[1331], parte en
octavas y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo en esdrújulos
de nombres sustantivos, sin admitir verbo alguno». «A mí —respondió el
alquimista— poco se me entiende de poesía y, así, no sabré poner en su punto
la desgracia de que vuesa merced se queja, puesto que, aunque fuera mayor,
no se igualaba a la mía, que es que, por faltarme instrumento o un príncipe
que me apoye y me dé a la mano los requisitos que la ciencia de la
alquimia[1332] pide, no estoy ahora manando en oro y con más riquezas que
los Midas, que los Crasos y Cresos[1333]». «¿Ha hecho vuesa merced —dijo a
esta sazón el matemático—, señor alquimista, la experiencia de sacar plata de
otros metales?» «Yo —respondió el alquimista— no la he sacado hasta agora,
pero realmente sé que se saca y a mí no me faltan dos meses para acabar la
piedra filosofal[1334], con que se puede hacer plata y oro de las mismas
piedras». «Bien han exagerado vuesas mercedes sus desgracias —dijo a esta
sazón el matemático—; pero, al fin, el uno tiene libro que dirigir y el otro está
en potencia propincua[1335] de sacar la piedra filosofal; más, ¿qué diré yo de la
mía, que es tan sola que no tiene dónde arrimarse? Veinte y dos años ha que
ando tras hallar el punto fijo[1336] y aquí lo dejo y allí lo tomo y,
pareciéndome que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna
manera, cuando no me cato[1337], me hallo tan lejos dél que me admiro. Lo
mismo me acaece con la cuadratura del círculo: que he llegado tan al remate
de hallarla que no sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya en la faldriquera y,
así, es mi pena semejable a las de Tántalo, que está cerca del fruto y muere de
hambre y propincuo al agua y perece de sed. Por momentos pienso dar en la
coyuntura de la verdad y por minutos me hallo tan lejos della que vuelvo a
subir el monte que acabé de bajar, con el canto de mi trabajo a cuestas, como
otro nuevo Sísifo[1338]».
»Había hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió
diciendo: «Cuatro quejosos tales que lo pueden ser del Gran Turco ha juntado
en este hospital la pobreza y reniego yo de oficios y ejercicios que ni
entretienen ni dan de comer a sus dueños. Yo, señores, soy arbitrista y he dado
a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en
provecho suyo y sin daño del reino y ahora tengo hecho un memorial[1339]
donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio
que tengo: tal que ha de ser la total restauración de sus empeños pero, por lo
que me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que este también ha de
parar en el carnero[1340]. Mas, porque vuesas mercedes no me tengan por
mentecapto, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero
decir, que es este: Hase de pedir en cortes que todos los vasallos de Su
Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una

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vez en el mes a pan y agua y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare y
que todo el gasto que en otros condumios[1341] de fruta, carne y pescado, vino,
huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzga a dinero y se dé a
Su Majestad, sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento y, con esto, en
veinte años queda libre de socaliñas[1342] desempeñado. Porque si se hace la
cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de
personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, más viejos o más
muchachos y ninguno destos dejará de gastar y esto contado al menorete[1343],
cada día real y medio y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser
menos, aunque coma alholvas[1344]. Pues ¿paréceles a vuesas mercedes que
sería barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados[1345]? Y
esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno
agradarían al cielo y servirían a su rey y tal podría ayunar que le fuese
conveniente para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de paja y
podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios, que destruyen la
república». Riyéronse todos del arbitrio y del arbitrante y él también se riyó
de sus disparates y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la
mayor parte, los de semejantes humo ahechados res venían a morir en los
hospitales.
CIPIÓN: Tienes razón, Berganza. Mira si te queda más que decir.
BERGANZA: Dos cosas no más, con que daré fin a mi plática, que ya me parece
que viene el día. Yendo una noche mi mayor[1346] a pedir limosna en casa del
corregidor desta ciudad, que es un gran caballero y muy gran cristiano,
hallámosle solo y pareciome a mí tomar ocasión de aquella soledad para
decirle ciertos advertimientos que había oído decir a un viejo enfermo deste
hospital, acerca de cómo se podía remediar la perdición tan notoria de las
mozas vagamundas, que por no servir dan en malas y tan malas, que pueblan
los veranos todos los hospitales de los perdidos que las siguen: plaga
intolerable y que pedía presto y eficaz remedio. Digo que, queriendo
decírselo, alcé la voz, pensando que tenía habla y, en lugar de pronunciar
razones concertadas, ladré con tanta priesa y con tan levantado tono que,
enfadado el corregidor, dio voces a sus criados que me echasen de la sala a
palos y un lacayo que acudió a la voz de su señor, que fuera mejor que por
entonces estuviera sordo, asió de una cantimplora de cobre que le vino a la
mano y diómela tal en mis costillas que hasta ahora guardo las reliquias de
aquellos golpes.
CIPIÓN: Y ¿quéjaste deso, Berganza?
BERGANZA: Pues ¿no me tengo de quejar, si hasta ahora me duele como he dicho
y si me parece que no merecía tal castigo mi buena intención?

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CIPIÓN: Mira, Berganza, nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de
querer usar del oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que
nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido ni el pobre
humilde ha de tener presunción de aconsejar a los grandes y a los que piensan
que se lo saben todo. La sabiduría en el pobre está asombrada, que la
necesidad y miseria son las sombras y nubes que la escurecen y si acaso se
descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio.
BERGANZA: Tienes razón y, escarmentando en mi cabeza, de aquí adelante
seguiré tus consejos. Entré asimismo otra noche en casa de una señora
principal, la cual tenía en los brazos una perrilla destas que llaman de falda,
tan pequeña que la pudiera esconder en el seno; la cual, cuando me vio, saltó
de los brazos de su señora y arremetió a mí ladrando y con tan gran denuedo
que no paró hasta morderme de una pierna. Volvila a mirar con respeto y con
enojo y dije entre mí: «Si yo os cogiera, animalejo ruin, en la calle, o no
hiciera caso de vos o os hiciera pedazos entre los dientes». Consideré en ella
que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son
favorecidos y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.
CIPIÓN: Una muestra y señal desa verdad que dices nos dan algunos
hombrecillos que a la sombra de sus amos se atreven a ser insolentes y, si
acaso la muerte o otro accidente de fortuna derriba el árbol donde se arriman,
luego se descubre y manifiesta su poco valor; porque, en efeto, no son de más
quilates sus prendas que los que les dan sus dueños y valedores. La virtud y el
buen entendimiento siempre es una y siempre es uno: desnudo o vestido, solo
o acompañado. Bien es verdad que puede padecer acerca de la estimación de
las gentes, mas no en la realidad verdadera de lo que merece y vale. Y, con
esto, pongamos fin a esta plática, que la luz que entra por estos resquicios
muestra que es muy entrado el día y esta noche que viene, si no nos ha dejado
este grande beneficio de la habla, será la mía, para contarte mi vida.
BERGANZA: Sea ansí y mira que acudas a este mismo puesto.

El acabar el coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a un tiempo.


Y el licenciado dijo:
—Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan
bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.
—Con ese parecer —respondió el alférez— me animaré y disporné[1347] a
escribirle, sin ponerme más en disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo el licenciado:
—Señor alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del

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coloquio y la invención y basta. Vámonos al Espolón[1348] a recrear los ojos del
cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento.
—Vamos —dijo el alférez.
Y, con esto, se fueron.

Fin

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Actividades en torno a
Novelas ejemplares
(apoyos para la lectura)

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1. ESTUDIO Y ANÁLISIS

1.1. GÉNERO, RELACIONES E INFLUENCIAS

El género al que pertenecen las Novelas ejemplares procede de Italia. Su modelo


básico es el Decamerón de Boccaccio y, tras él, numerosas obras de este tipo que se
tradujeron abundantemente en España durante los siglos XV y XVI (véase
Introducción). Uno de los elementos que ya incorpora el texto de Boccaccio y que
reiterarán los novelistas posteriores, de manera que se acabará constituyendo en pieza
clave del género, es la inserción de las novelas dentro de un marco narrativo creado
conscientemente por el autor, a modo de cajas chinas.
En efecto, la voz narradora del Decamerón introduce al lector en un lugar y
espacio concretos (Florencia, la peste que asoló esta ciudad en 1348) y describe las
circunstancias que rodean a los habitantes de aquel lugar en esa coyuntura; de
seguido introduce a las protagonistas («siete jóvenes señoras») y cede la palabra a
una de ellas, Pampinea, que sugiere a las demás irse a «nuestras posesiones en el
campo» con el fin de evitar la peste. Deciden que les acompañen tres hombres a
quienes conocen en la iglesia. De la conversación con ellos surge el acuerdo de salir
todos juntos fuera de la ciudad y la manera en como lo deben hacer. Para entretener
esa estancia «hay […] tableros y piezas de ajedrez», pero también se puede hacer
«contando cuentos, pues mientras uno narra puede ofrecer deleite a toda la compañía
que escucha». Dentro de ese marco narrativo se insertan los cuentos, el primero de
los cuales es contado por Pánfilo sobre Micer Cepparello con una falsa confesión
engaña a un santo fraile y se muere; y habiendo sido un pésimo hombre en vida, de
muerto es reputado por santo y llamado San Ciappelleto.
Buena parte de los novelistas del siglo XVII seguirá este modelo de inserción de
las novelas: Tirso de Molina, Alonso del Castillo Solórzano, María de Zayas, etc.
Cervantes es consciente de que el marco es un elemento básico de este género, como
lo demuestra el uso de este procedimiento para insertar las novelas cortas en el
Quijote. Incluso en las Novelas ejemplares lo utiliza en una ocasión al insertar el
Coloquio de los perros dentro de El casamiento engañoso, como una suerte de
muñecas rusas: la narración de la bruja Cañizares se introduce dentro de la narración
de Berganza, que se inserta dentro de la conversación de los perros, cuyo relato se
incluye dentro de la conversación entre el alférez Campuzano y el licenciado Peralta.
Sin embargo, Cervantes no articula un marco general para insertar las doce novelas,
lo cual ha causado extrañeza. Se trata de un elemento novedoso con respecto a la
tradición anterior, que ha motivado que la crítica haya buscado posibles
explicaciones, como la de Antonio Rey Hazas (véase el apartado Opiniones sobre la
obra […]), que defiende la existencia de un moderno marco implícito construido a
través de toda una serie de relaciones intertextuales que consigue crear un mundo

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novelesco en el que el lector encontrará multitud de elementos de ligazón entre unas
novelas y otras.

1.2. EL AUTOR EN EL TEXTO

Con frecuencia se han utilizado textos literarios cervantinos para explicar algunos
episodios de la vida del autor. Al mismo tiempo, de manera inversa, se ha pretendido
interpretar las obras de Cervantes en función de algunas circunstancias particulares de
su vida. Es evidente que la experiencia biográfica constituye un factor de importancia
para la creación artística y así sucede también en el caso cervantino, pero casi
siempre de una manera muy difuminada, como un recurso más de la creación
literaria, no como un fin en sí mismo. Las Novelas ejemplares ofrecen pasajes
interesantes en uno y otro sentido.
Por un lado se encuentra la rotunda afirmación del prólogo sobre la
autoconciencia cervantina con respecto a su papel como creador de un género nuevo
en España («Yo soy el primero que ha novelado…»), que ayuda a entender mejor los
últimos años de Cervantes, inmerso en una actividad creativa de primer orden, de la
que resultaría el nacimiento de la novela moderna.
De otra parte, la experiencia vital cervantina está detrás de algunos pasajes de las
Novelas. Los engaños y manera de vivir gitanesca (La gitanilla, La ilustre fregona), y
la vida picaresca que se retrata en El coloquio de los perros y Rinconete y Cortadillo
son fruto, sin duda, de las idas y venidas de Cervantes por los caminos de Andalucía,
llevando a cabo su labor de comisario de abastos y recaudador de impuestos. La larga
y fructífera estancia de nuestro escritor en Italia se refleja en diversos pasajes de El
licenciado Vidriera y La señora Cornelia, como también su experiencia militar,
desempeñada al menos durante cinco años. El cautiverio argelino, de tan profunda
huella en la literatura cervantina, se refleja de manera inequívoca en la lamentación
de Ricardo al inicio de El amante liberal, y sus servicios en la armada explican el
detalle con que se describe los viajes marítimos en la misma obra y en La española
inglesa. El hospital de la Resurrección en el que se desarrollan las dos últimas
novelas de la colección estaba situado muy cerca de la casa de Cervantes en
Valladolid, de manera que la historia de Mahúdes y sus dos perros bien la pudo
conocer Cervantes de manera muy directa. No le era desconocida tampoco Toledo,
algunas de cuyas costumbres y tradiciones se evocan en La fuerza de la sangre. Los
episodios estudiantiles de El licenciado Vidriera y El coloquio de los perros reflejan,
en fin, la experiencia de una persona nacida en Alcalá de Henares, sede de la
Universidad Complutense, como también de sus posibles estudios con los jesuitas en
Sevilla y, acaso, su paso por la ciudad de Salamanca.

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1.3. CARACTERÍSTICAS GENERALES (PERSONAJES, ARGUMENTO, ESTRUCTURA, TEMAS,
IDEAS)

Son muchos los personajes que Cervantes hace desfilar por las Novelas
ejemplares. En su variedad y diversidad hay algo que llama poderosamente la
atención: casi todos ellos, salvo alguna excepción, se presentan emparejados, aspecto
este, por cierto, que es posible encontrar en otras obras cervantinas: personajes que
aparecen juntos ya desde un principio, o bien que el desarrollo de los acontecimientos
los acaba convirtiendo en pareja inseparable, difícil de disociar al uno del otro. He
aquí algunos de esos personajes: Don Quijote y Sancho, el cura y el barbero, ama y
sobrina, Marcela y Grisóstomo, los dos frailes de San Benito que aparecen en el
capítulo octavo de la primera parte de Don Quijote; Persiles y Sigismunda, etcétera.
En las Novelas ejemplares la nómina es extensísima, anticipada en ocasiones a través
de los títulos de algunas (Rinconete y Cortadillo, Las dos doncellas, Novela y
coloquio que pasó entre Cipión y Berganza) y, lo más destacado, presentes en casi
todas ellas: Ricardo y Mahamut, Carriazo y Avendaño, don Juan de Gamboa y don
Antonio de Isunza… Tal forma de presentación de los personajes llega incluso a
algunos muy secundarios, de los cuales no se dice siquiera el nombre, y cuyo papel
en las novelas es, a veces, insignificante. Veamos una de esas parejas.
En El amante liberal se refiere la relación amorosa entre Ricardo y Leonisa,
obstaculizada por la presencia de un tercero (Cornelio) y, también, por los muchos
accidentes de la fortuna que les suceden, dentro de las coordenadas habituales en una
novela bizantina. Aún más interesante resulta la relación entre Ricardo y Mahamut.
La novela presenta en su comienzo a dos personajes: un cautivo, quejándose
amargamente, y un turco. Se han criado juntos. El cautivo se llama Ricardo y el
nombre del turco solo lo sabremos un poco más adelante, así como su verdadero
origen, que no se conocerá hasta muy avanzada la novela («natural de Palermo, que
por varios accidentes estoy en este traje vestido»). Son de la misma edad y condición.
Cervantes selecciona hábil y morosamente la información que proporciona al lector,
mediante un procedimiento que no es difícil encontrar en otras novelas, de manera
que los datos referentes a ellos se ofrecen poco a poco, a cuentagotas, si se quiere:
primero se oyen las quejas de Ricardo, pero solo después se sabe la verdadera
naturaleza de tales quejas; del otro primero se informa sobre su origen (turco),
después se dice el nombre (Mahamut) y que reniega de su fe y de la manera en que
viste, todos ellos, en verdad, elementos que llevan a sospechar que debajo de la
apariencia de turco se esconde alguien que realmente no lo es. De inmediato este
personaje queda en un segundo plano, mientras Ricardo cuenta largamente su
historia. Su función ahora —y a lo largo de toda la novela— consiste en corroborar
las afirmaciones de Ricardo, guiar y supervisar la narración para que el que la cuenta
no se despiste y relate cosas que no tienen importancia, con lo que se consigue
agilizar el relato. Amigo estrecho y casi hermano de Ricardo, se convierte en su

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confidente y consejero, hasta el extremo de que Ricardo no hace nada sin consultarle
primero. La primera y, me parece, única vez que Ricardo actúa por propia iniciativa
es una vez obtenida la libertad casi al final de la novela. Es su informador e, incluso,
intermediario, y favorecedor de los amores entre Ricardo y Leonisa, al crear, en
buena medida, un estado de opinión en Leonisa favorable a Ricardo y desfavorecedor
de Cornelio. Cervantes recurre a esta técnica, la de crear estados de opinión, para
inclinar en un sentido o en otro las decisiones de sus personajes en otras novelas,
como La ilustre fregona. En buena medida, esta pareja se compone de un personaje
que relata, protagoniza la acción y otro que, desde una perspectiva, digamos, superior
vigila y orienta la narración, a la vez que aconseja al primero de quien se convierte en
su confidente y amigo más próximo. Y también, en algún momento, ese primer
personaje (Ricardo) abandona tal papel para comportarse como Mahamut, muestra
palpable del proceso de intercambio de los rasgos caracterizadores de los personajes
protagonistas, que se volverá a encontrar en otras ocasiones (El coloquio de los
perros).
Las Novelas ejemplares ofrecen argumentos muy diversos, implicando a
personajes de carácter y condición muy variados. La gitanilla presenta el
enamoramiento de un joven noble que abandona sus privilegios y condición para
conseguir el amor de una bella gitana; El amante liberal traslada al lector a un mundo
de cautivos en el que dos amigos refieren sus «trabajos» y adversidades desde que
salieron de su lugar de origen; Rinconete y Cortadillo ofrece un magistral fresco de la
picaresca sevillana con elementos que reaparecerán en El coloquio de los perros,
inteligente reflexión cervantina sobre cómo hacer una novela; La ilustre fregona
presenta numerosas conexiones con el primero de los relatos: ahora se trata de un
joven de buena familia enamorado de una moza de mesón; La española inglesa
muestra las adversidades que Isabela y Ricaredo han de superar para poderse unir en
matrimonio, y El licenciado Vidriera refiere la biografía de Tomás Rueda, complejo
personaje en el que se ha visto un trasunto de Don Quijote.
Muy compleja es la cuestión de la estructura de la obra por cuanto que, como ya
se señaló, frente a la habitual organización de este tipo de libros según una estructura
de enmarque, Cervantes prescinde de ella y, al tiempo, desorienta al lector con estas
palabras del prólogo: «[…] en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen
pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca». Sobre este aspecto debe
consultarse el apartado Género, relaciones e influencias. Por su parte, cada una de las
novelas presenta una particular organización estructural. Así, por ejemplo, La
gitanilla permite una división en tres partes, a modo de planteamiento, nudo y
desenlace, como si de una obra teatral se tratase; los relatos de las aventuras de
Rinconete y Cortadillo, Tomás Rueda y Berganza se desarrollan de acuerdo con el
esquema básico de la picaresca (el servicio del mozo a varios amos), pero con
variantes, pues, por ejemplo, la vida de Rincón y Cortado sirve de enmarque al
«entremés de Monipodio», esto es, los acontecimientos que tienen lugar en la casa del

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rufián sevillano, mientras que el relato de las andanzas de Berganza (las de Cipión
nunca se contarán) se enmarca dentro de la conversación de los dos perros, la cual, a
su vez, se inserta en la conversación entre el alférez Campuzano y el licenciado
Peralta, etc.
Finalmente, las Novelas ejemplares ofrecen un amplio y variado elenco de temas
e ideas, tratados en ocasiones desde perspectivas distintas, incluso contrarias: la
libertad, la murmuración, la crítica social, la metaliteratura, el mar, los viajes, el amor
y todo lo que le rodea (celos, amistad, enfrentamientos, duelos), etc.

1.4. FORMA Y ESTILO

«La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se
diga» hace decir Cervantes a un personaje de Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
Siguiendo ese criterio, las Novelas ejemplares muestran una amplísima variedad de
registros lingüísticos y estilos, que proporcionan a la obra una variedad y diversidad
dignas de encomio.
Los personajes hablan en función del tipo humano que representan: los gitanos
cecean y utilizan abundantes términos de germanía; el lenguaje del hampa es
empleado por los cofrades de Monipodio; el lenguaje de la picaresca se pone en boca
de Rinconete, Cortadillo, Diego Carriazo y Juan de Avendaño, entre otros personajes
apicarados; el lenguaje militar encuentra su mejor expresión en algunos pasajes de El
amante liberal, La española inglesa y El licenciado Vidriera, el lenguaje cortesano y
casi de diálogo amoroso de comedia en La gitanilla y Las dos doncellas.
Muy interesante es el uso en algunas novelas de recursos propios del estilo de los
diálogos humanísticos, donde Cervantes encontró una manera de evitar la repetición
incómoda de los verbos dicendi («El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de
coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la
escritura»), razón, por cierto, no exclusivamente cervantina, sino perteneciente a una
larga tradición; un modo de hacer más ameno y atractivo el relato de los
acontecimientos, en especial cuando estos son singularmente complejos o áridos; y
una forma de conseguir suspense y entretenimiento. Asimismo, Cervantes encontró
en el diálogo un recurso a través del cual los personajes se fueran construyendo a sí
mismos, matizándose, perfilándose poco a poco, modificando y superando a los
modelos previos, en especial cuando los rasgos caracterizadores de las parejas
protagonistas se entremezclan y traspasan, con el consecuente equilibrio entre los
personajes. Y vale la pena notar que esto no solo se produce en las novelas
claramente influidas por el diálogo humanístico —de ahí, por ejemplo, el número
elevado de personajes emparejados en El casamiento engañoso y El coloquio de los
perros—, sino que afecta a otras difícilmente adscribibles a ese género: El amante
liberal, La ilustre fregona, acaso también Rinconete y Cortadillo.

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1.5. COMUNICACIÓN Y SOCIEDAD

Son muchos los mundos que aparecen en la obra: caballeros, gitanos, pícaros,
pajes, cautivos, soldados, religiosos, alguaciles corruptos, trabajadores del Matadero
de Sevilla, mercaderes, estudiantes, poetas, moriscos, hechiceras, religiosos, mozos
de la esportilla… En verdad, las Novelas ejemplares se podrían considerar como un
fresco de la sociedad española del momento, con todas sus contradicciones.
A este respecto, es muy interesante El coloquio de los perros, donde el esquema
habitual de la picaresca (el servicio del mozo a varios amos) permite a Cervantes
introducir mundos muy diferentes de la sociedad española de la época. Berganza se
pone al servicio en primer lugar de Nicolás el Romo, «mozo robusto doblado y
colérico», matarife del Matadero de Sevilla; esto permite al lector conocer el mundo
que rodea a este lugar sevillano. Después, trabaja para un pastor, cuya actividad se
describe con detalle, como también los engaños y las trampas que emplean los de esta
profesión; esta descripción del mundo pastoril sirve además para enfrentar literatura y
ficción, a través del contraste entre la vida de los pastores reales con los de la
literatura pastoril. El servicio a un mercader (tercer amo) muestra, por un lado, la vida
de las clases acomodadas de Sevilla y también, por otro, la vida estudiantil, al
acompañar Berganza a los hijos del mercader a la escuela. Su estancia junto a un
alguacil (cuarto amo) permite mostrar la corrupción en algunas esferas de la
administración del Estado. Con los siguientes amos conoceremos la vida de los
soldados, la de los gitanos, la de los moriscos, la de los poetas y la de los
comediantes, hasta que el perro llega a Valladolid y empieza a trabajar en el hospital
de la Resurrección al servicio de Mahúdes.

2. TRABAJOS PARA LA EXPOSICIÓN ORAL Y ESCRITA

2.1. CUESTIONES FUNDAMENTALES SOBRE LA OBRA

Una de la cuestiones más debatidas de esta obra cervantina tiene que ver,
precisamente, con el adjetivo que califica a las novelas desde el título: ejemplares.
Cervantes insiste en diversos lugares sobre su ejemplaridad: «[…] los requiebros
amorosos que en algunas hallarás son tan honestos y tan medidos con la razón y
discurso cristiano […]», «[…] antes me cortaré la mano […]», etc.; incluso alguna

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novela finaliza con una clara consideración de carácter moral: «Esta novela nos
podría enseñar cuánto puede la virtud y cuánto la hermosura, pues son bastantes
juntas y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos; y de cómo
sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores
provechos» (La española inglesa). No obstante, los casos y hechos que presentan
buena parte de las novelas no son muy ejemplares desde el punto de vista moral.
—Localícense los fragmentos de la obra en los que se hacen consideraciones de
tipo moral de manera explícita.
—Indíquense pasajes en los que se relatan conductas poco ejemplares.
—En esa misma línea, estúdiense los comportamientos de algunos personajes
concretos: Nicolás el «Romo», Monipodio, el conde Arnesto, Andrés Caballero,
Diego Carriazo, Rodolfo, etc.
—Analícense todas y cada una de las novelas desde esta perspectiva y extráiganse
conclusiones sobre cada una de ellas.
—Desde el punto de vista de la moralidad, ¿es realmente ejemplar esta colección
de novelas? ¿Qué moral puede extraerse de ellas?
—Sugiéranse otras maneras de entender la ejemplaridad.
—Como se ha indicado más arriba, las Novelas ejemplares carecen de marco
narrativo al estilo del de otros textos similares. Estúdiese con pormenor.
—¿Hay algún caso en el que se acuda a este procedimiento?
—Analícese desde esta perspectiva El coloquio de los perros en relación con El
casamiento engañoso.
—Igualmente, analícense los procedimientos de inserción de relatos en El amante
liberal, La española inglesa, El celoso extremeño y Rinconete y Cortadillo.
—Póngase en relación con los relatos insertados en la primera parte del Quijote.
Un estudioso de las Novelas ejemplares ha propuesto la existencia de un marco
implícito construido por Cervantes mediante una serie relaciones intertextuales (véase
más arriba y en la Introducción).
—Localícense esas posibles interrelaciones y elabórese una clasificación de las
mismas.
—Ordénense las novelas desde una perspectiva genérica.
—Establézcanse grupos de novelas en función de ello.
—Estúdiese con particular detenimiento la novedad o fidelidad cervantinas con
respecto a los modelos genéricos: puede tenerse en cuenta La Diana, de Jorge de
Montemayor, para la novela pastoril; Teágenes y Cariclea, de Heliodoro, para la
novela bizantina; El Lazarillo y el Guzmán de Alfarache, para la novela picaresca,
etc.
—Por otra parte, se ha reiterado la existencia de esquemas, recursos y técnicas
teatrales en las Novelas ejemplares: estúdiense desde esta perspectiva La gitanilla,
Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona, Las dos doncellas y La española inglesa,
entre otras.

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—Algunas de las novelas incluyen pasajes cómicos; estúdiense los recursos de
comicidad empleados por Cervantes en Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona y
El coloquio de los perros.
—Los registros lingüísticos que Cervantes emplea para caracterizar a sus
personajes son muy diversos. Enumérense esos registros (lenguaje del hampa, de
germanía, marítimo, bélico, etc.) y caracterícense: léxico, gramática, sintaxis,
recursos retóricos, etc.
—Aspecto básico de las Novelas es el de la verosimilitud («[…] mostrar con
propiedad un desatino»). Estúdiese esta cuestión en todas ellas, y especialmente en
La ilustre fregona, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la
sangre y y El coloquio de los perros.
—¿Qué recursos emplea Cervantes para tal propósito? Analícense con detalle. En
este sentido, explíquese la presencia de personajes históricos en muchas de las
novelas.

2.2. TEMAS PARA EXPOSICIÓN Y DEBATE*

—¿Qué clases marginadas aparecen en las novelas?


—¿Cuál es la óptica cervantina sobre ellas?
—¿Hay contradicciones?
—Son muchos los individuos pertenecientes a las clases privilegiadas que
intervienen en la obra. ¿Cuál es la imagen que Cervantes ofrece de la nobleza? ¿Y de
la religión?
—¿Qué tipo de sociedad reflejan las Novelas?
—Biografía y literatura: ¿se puede rastrear una imagen de Cervantes a través de
las Novelas ejemplares?
—¿Qué ideas expresa el texto sobre la religión?
—¿Son creíbles algunas de las novelas? Piénsese en el Coloquio de los perros, La
fuerza de la sangre y La española inglesa.
—La imagen de España a través de la obra.
—La imagen de los españoles en la época.
—La presencia y función de la mujer en la obra.

2.3. MOTIVOS PARA REDACCIONES ESCRITAS

—La imagen de Madrid.


—La imagen de las otras ciudades españolas de la época.
—Los lugares de la picaresca.
—Italia vista y sentida por Cervantes.

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—Ocio y entretenimiento en la época a través de las Novelas ejemplares.
—El arte de la guerra.
—La vida de los estudiantes en el Siglo de Oro.
—¿Cómo se viajaba en la época?
—¿Cómo se comía en la época?
—Indumentaria española de la época.
—Lugares en que se vivía: casas, palacios, etc.

2.4. SUGERENCIAS PARA TRABAJOS DE GRUPO

—Dramatícese el pasaje de Rinconete y Cortadillo dentro de la casa de


Monipodio.
—Sobre un mapa, trácense los diversos viajes que efectúan los personajes de las
Novelas. Compruébese la adecuación tiempo-espacio recorrido.
—Estúdiese la correspondencia de los títulos de las novelas con el contenido de
las mismas.
—Analícese el contenido, la forma y la significación de las poesías intercaladas
en las novelas.
—Compárense temas, personajes y situaciones de las Novelas ejemplares con
otros similares en el Quijote (celos, tratamiento de la mujer; moriscos, caballeros;
viajes, enfrentamientos, etc.).

2.5. TRABAJOS INTERDISCIPLINARES

—Búsquense ilustraciones gráficas para las Novelas ejemplares o episodios de


ellas. Se puede acudir a grabados y fotografías que reproduzcan lugares mencionados
en la obra (Zahara de los Atunes, Salamanca, Sevilla, Toledo, etc.).
—Igualmente, búsquense cuadros y dibujos de época que sirvan para
complementar gráficamente personajes, lugares o episodios de las novelas: cuadros
que aclaren las referencias mitológicas, planos de ciudades, retratos de personajes
mencionados, etc.
—Se ha sugerido la filiación teatral de buena parte de las Novelas ejemplares: La
gitanilla, La ilustre fregona, Rinconete y Cortadillo, etc. Inténtense explicar las
posibilidades de representación de esas (u otras) novelas.
—Son numerosas las adaptaciones cinematográficas de esta obra. Localícense
algunas y estúdiense las modificaciones efectuadas sobre el texto original.
—Elabórense guiones de posibles adaptaciones teatrales o cinematográficas de las
Novelas ejemplares.
—Ensáyese la representación de alguna de las novelas.

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—Igualmente, son abundantes las recreaciones musicales de algunas de estas
obras, como Rinconete y Cortadillo, que inspiró la zarzuela de José Montero y
Francisco Moya con música del maestro Villa titulada El patio de Monipodio; o como
La ilustre fregona, que inspira El huésped del Sevillano, zarzuela del maestro
Guerrero con libreto de Luca de Tena y Raoyo… Localícense algunas otras y
estúdiense en relación con el texto original.

2.6. BÚSQUEDA BIBLIOGRÁFICA EN INTERNET Y OTROS RECURSOS ELECTRÓNICOS

—Búsquense páginas web sobre Cervantes y extráigase de ellas cuanta


información sea posible sobre las Novelas ejemplares. Para ello puede acudirse a
cualquiera de los buscadores internáuticos de uso habitual (Google, etc.) y, también, a
las siguientes páginas cervantinas: http://www.csdl.tamu.edu/cervantes y
http://www.centroestudioscervantines.es/.
—Dos son las revistas especializadas en la vida y la obra de Cervantes: Anales
Cervantinos, que publica el Consejo Superior de Investigaciones Científicas desde
1951, y Cervantes, revista que edita semestralmente desde 1981 la Cervantes Society
of America. Localícense en alguna biblioteca o por vía internáutica y fíchense todos
los trabajos publicados sobre las Novelas ejemplares. Seguidamente, establézcanse
unos criterios para ordenar ese material: cronológicamente, por temas, por novelas,
por autores…
—Para este propósito también pueden ser útiles los siguientes portales de internet:
—Anuario Bibliográfico Cervantino, completísimo repertorio bibliográfico del
que han aparecido hasta el momento cuatro volúmenes: I, 1996, publicado por la
Cervantes Society of America; II, 1997 y III, 1998-1999, por el Centro de Estudios
Cervantinos; y IV (2001), por la Asociación de Cervantistas y la Universidad de las
Islas Baleares.
—DRAKE, Dana B., Cervantes. A Critical Bibliography, I. Novelas ejemplares,
Londres, Garland, 1981.
—SIMÓN DÍAZ, José, Bibliografía de la Literatura Hispánica, vol. VIII, Madrid,
C.S.I.C., 1970. Esta bibliografía debe ser actualizada con la que periódicamente ha
venido publicándose en Anales Cervantinos y en la Revista de Literatura, ambas
publicaciones del Instituto de Filología del C.S.I.C.
—Base de datos DIALNET, accesible en http://dialnet.uniroja.es/.
—Centro virtual del Instituto Cervantes, accesible en http://cvc.cervantes.es/.
—Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, accesible en
http://www.cervantesvirtual.com/.

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3. COMENTARIO DE TEXTOS

Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad
de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que
había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama
de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de
pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo
con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas y con otros instrumentos
extraordinarios. Deteníame a oírla leer y leía cómo el pastor de Anfriso cantaba
extremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en todos los
montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que
salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis y aun
después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y
escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le
quedaba entre renglones el pastor Elicio, más enamorado que atrevido, de quien
decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se entraba en los cuidados
ajenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato,
había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y
arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que
con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel
laberinto de dificultades. Acordábame de otros muchos libros que deste jaez la
había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.
CIPIÓN: Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa y
sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA: En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la
intención; pero si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé
a quien me reprehendiere lo que respondió Mauleón, poeta tonto y
académico de burla de la Academia de los Imitadores, a uno que le
preguntó que qué quería decir Deum de Deo y respondió que «dé donde
diere».
CIPIÓN: Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres
ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA: Digo que todos los pensamientos que he dicho y muchos más me
causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los
demás de aquella marina tenían de aquellos que había oído leer que tenían
los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones
acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo do va Juanica» y otras
cosas semejantes y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al
que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre

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los dedos y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces
roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o
gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus
abarcas ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas
ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones,
Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso
que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y
bien escritas para entretenimiento de los ociosos y no verdad alguna; que,
a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima
vida y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes,
hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes y de aquellos tan
honestos cuanto bien declarados requiebros y de aquel desmayarse aquí el
pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo
del otro.
CIPIÓN: Basta, Berganza, vuelve a tu senda y camina.
BERGANZA: Agradézcotelo, Cipión amigo; porque si no me avisaras, de
manera se me iba calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro
entero destos que me tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga
todo con mejores razones y con mejor discurso que ahora.

El texto seleccionado pertenece a la última de las Novelas ejemplares. Cipión y


Berganza, perros del hospital de la Resurrección en Valladolid, han decidido
aprovechar el silencio y la soledad de la noche para referir con detalle sus vidas, al
estilo de una autobiografía picaresca. Es Berganza el que comienza el relato de sus
andanzas mientras que Cipión lo interrumpe con frecuencia para incluir comentarios
y evitar las digresiones de su compañero.
En el seno de este esquema dialogado se cuenta la vida de Berganza, desde su
nacimiento («Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla»), pasando por
los diversos amos a los que sirvió (Nicolás el «Romo», los pastores, el mercader de
Sevilla, el alguacil, etc.), hasta el momento presente de su conversación en
Valladolid. Asimismo, la acción alterna entre ciudad y campo abierto en función de
los amos a quien sirve.
En síntesis, en el pasaje seleccionado Berganza relata parte de su vida al servicio
de unos pastores de ganado, sus segundos amos, tras Nicolás el «Romo», jifero en el
matadero de Sevilla.
El texto presenta dos partes claramente diferenciadas. Por un lado la conversación
entre los perros, que actúa a modo de marco y, por otra, la narración de Berganza en
la que expresa su visión de la vida pastoril.
En la primera parte, el diálogo, hábilmente conducido por Cipión, gira en torno a
la murmuración y los buenos propósitos a la hora de hablar de alguien, al menos en la

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intención («sea tu intención limpia, aunque la lengua no le parezca»). El tono
conversacional se refleja en varios elementos introducidos sagazmente por el autor:
intervenciones rápidas, vivas —apenas dos líneas— de los interlocutores (Cipión,
sobre todo; pero también Berganza, en las intervenciones en que no narra su vida,
sino que responde a las preguntas directas de Cipión); uso de imperativos («di»,
«basta», «vuelve») para agilizar la conversación; verbos propios de un coloquio
(responder, decir, etc.).
Siguiendo el estilo de una autobiografía picaresca, la narración de la vida de
Berganza se hace en primera persona y se extiende a lo largo de dos amplios párrafos,
que coinciden con dos de las cuatro intervenciones de Berganza:
a) «pero, anudando […]» hasta «[…] pero no eran dignos de traerlos a la
memoria».
b) «Digo que todos […]» hasta «[…] acá el caramillo del otro.»
Ahora es posible encontrar elementos característicos de las descripciones:
pretérito imperfecto, adjetivación abundante, precisión en los detalles, etc.
La descripción de la vida pastoril se hace a través de la confrontación entre el
mundo de pastores que él conocía, con el que va a conocer ahora de manera directa;
el que conocía no era otro que el que había oído leer a su ama en unos libros que
había en su casa: se trata de las novelas pastoriles, que obtuvieron un gran éxito
popular en la España de la segunda mitad del siglo XVI a raíz del éxito inicial de La
Diana, de Jorge de Montemayor (1559). El relato de Berganza admite una división
fácil en dos partes, en consonancia con sus dos intervenciones largas.
La primera parte describe básicamente ese mundo tal y como aparece reflejado en
la literatura pastoril de la época (libros de pastores, églogas, etc.). Se introducen así
personajes y situaciones provenientes de estos textos: Anfriso y Belisarda son
personajes de La Arcadia (1598) de Lope de Vega, y Elicio lo es de La Galatea, la
novela pastoril cervantina (1585); el pastor de Fílida alude al libro de Luis Gálvez de
Montalvo de igual título (Madrid, 1582) y los «[…] desmayos de Sireno y
arrepentimiento de Diana […]» remiten a la novela creadora del género en España:
Los siete libros de la Diana, de Jorge de Montemayor. Asimismo, los instrumentos
musicales enumerados son propios de esa narrativa: zampoñas, rabeles, chirumbelas,
etc. La descripción presenta además rasgos de estilo no infrencuentes en este tipo de
libros y, por otra parte, muy del gusto cervantino: numerosas estructuras duales (a
veces redundantes): «silencio y soledad», «pastores y pastoras», «cantando y
tañendo», «rabeles y chirumbelas», «negras y escuras», «bien cantadas y mejor
lloradas quejas», «tratos y ejercicios», «acordadas y bien compuestas», «solas o
juntas»; estructuras trimembres, el gusto por la ordenación y estructuración de los
párrafos («[…] y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes,
hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos
cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la
pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro»), muy al estilo

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del manierismo y que Cervantes usó ampliamente en La Galatea, etc. En definitiva se
presenta un mundo profundamente idealizado, muy lejos de la realidad cotidiana que
Berganza encuentra en campo abierto.
El mundo real con que se encuentra Berganza se describe por oposición con el
anterior a través de los mismos elementos: nombres, que ahora son «Antones,
Domingos, Pablos o Llorentes»; instrumentos musicales («voces roncas», «el dar un
cayado con otro o al de lagunas tejuelas puestas entre los dedos»); canciones «Cata el
lobo do va Juanica»; y situaciones («[…] lo más del día se les pasaba espulgándose o
remendando sus abarcas»). Todo ello remite a la realidad cotidiana, la que también ha
reflejado en algunas ocasiones la literatura, por ejemplo Juan del Encina en algunas
de sus piezas teatrales (Égloga de Mingo, Gil y Pascuala). La estructura comparativa
del pasaje se muestra también en los recursos estilísticos empleados, básicamente
símiles y comparaciones: «[…] porque si los míos […] no eran […] sino», «[…] y
esto no al son de […] sino […]», etc. Todo ello lleva a la conclusión del
razonamiento de Berganza: el mundo de los libros de pastores que conocía no existe,
«son cosas soñadas», de lo que se deriva un concepto de la literatura muy claro, como
algo destinado al ocio y entretenimiento de las personas: «cosas […] bien escritas
para entretenimiento de los ociosos».
He aquí, pues, un pasaje de singular interés, porque en él se reúnen algunas de las
cuestiones que más preocuparon a su autor y que reiteró en varias de sus obras, no
solo en las Novelas ejemplares: las relaciones entre vida y literatura, ficción y
realidad; la murmuración (con un poso biográfico evidente); las cuestiones de orden
técnico (aquí el problema de la inserción de relatos y la selección narrativa
[«Acordábame de otros muchos […] pero no eran dignos de traerlos a la memoria»,
«[…] tiempo vendrá en que lo diga todo con mejores razones y con mejor discurso
que ahora»]); así como la finalidad de la literatura, que no es otra que la del
entretenimiento, en términos cercanos al prólogo de la colección: «Horas hay de
recreación, donde el afligido espíritu descanse».

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MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA (Alcalá de Henares, 29 de septiembre de
1547 - Madrid, 22 de abril de 1616). Escritor y dramaturgo español, está considerado
como uno de los máximos exponentes de la literatura en español, autor de El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, obra fundamental de las letras
universales.
Su lugar de nacimiento, aunque incierto, pudo ser Alcalá de Henares aunque luego su
familia vivió en Valladolid y Córdoba. De la infancia de Cervantes apenas hay datos
aunque se sabe que cursó estudios.
La primera fecha segura sobre Cervantes aparece en 1566, cuando se instala en
Madrid donde pasa a ser discípulo de Juan López de Hoyos, con quien publica sus
primeras poesías y se forma como literato.
A partir de 1569, Cervantes viaja a Italia donde estudia y atiende a numerosas
representaciones, quedando muy influido por el estilo amoroso de sus piezas. Tras
servir al cardenal Acquaviva, Cervantes se alista en el tercio de Miguel de Moncada y
lucha en la Batalla de Lepanto, en la que las tropas españolas se midieron a la armada
del Gran Turco.
En dicha batalla, Cervantes sufrió varias heridas que tuvieron como consecuencia la
pérdida de la movilidad en su mano izquierda, hecho que le valdría el sobrenombre
de El manco de Lepanto. Pese a su lesión, Cervantes continuó como militar y, tras
dejar el tercio, viajó por Italia viviendo en Nápoles hasta 1575.

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Precisamente al abandonar Italia en barco, su galera fue asaltada por los turcos,
quienes lo apresaron y entregaron como esclavo en Argel. El rescate que pidieron por
él era tan grande que permaneció retenido durante cinco años. Cervantes trató de
escapar en cinco ocasiones hasta que fue trasladado a Estambul, donde fue liberado
en 1580 gracias al rescate pagado por los Padres Trinitarios.
De vuelta a la península, Cervantes buscó el apoyo de la corte de Felipe II, que le
ofreció trabajo como espía en Orán. Tras rehacerse económicamente viajó a Madrid y
comenzó a escribir La Galatea, obra que publicaría en 1585. En 1587 consiguió un
nuevo trabajo como Comisario de Provisiones en la Armada Invencible y con las
relaciones que consigue acaba instalándose en Sevilla trabajando como proveedor
real. Acusado de malversación, Cervantes acaba en la cárcel y es entonces cuando
comienza a gestarse El Quijote.
La magistral obra de Cervantes vio la luz por primera vez en 1605, con Cervantes
viviendo en Valladolid, a la que seguirían las Novelas ejemplares, con obras tan
conocidas como Rinconete y Cortadillo, El licenciado vidriera o La fuerza de la
sangre. En 1615 publicó la segunda parte de El Quijote y terminó Los trabajos de
Persiles y Segismunda, que aparecería de manera póstuma.
El Quijote es una obra traducida a prácticamente todos los idiomas, que ha sido
publicada en todo el mundo y que ha sido adaptada en múltiples y diferentes formatos
en muchas ocasiones, desde películas a cómic, desde series de televisión a teatro o
radio. Considerada como la primera novela moderna, Cervantes consiguió con El
Quijote una obra inmortal capaz de traspasar la barrera del tiempo.

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Notas

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[1]La fe de erratas dejaba constancia de las erratas advertidas en el texto impreso con
respecto al original manuscrito entregado para su aprobación. En este caso, o no
había ninguna —cosa harto improbable— o no se adjuntó la lista o, más
probablemente, no se revisó con pormenor el texto. <<

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[2]Francisco Murcia de la Llana revisó también todas las obras de Cervantes
publicadas a partir del primer Quijote. <<

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[3]La tasa establecía el precio al que se debía vender el libro en «papel», esto es, sin
encuadernar. <<

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[4]También se ocupó del mismo trámite en el segundo Quijote, el volumen cervantino
de teatro y en el Viaje del Parnaso. <<

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[5] Este es el precio de venta al público de cada ejemplar antes de ser encuadernado.
<<

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[6]presentado: propuesto o religioso de algunas órdenes a la espera de alcanzar el
grado de maestro. <<

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[7]Nótese la fecha en que se encarga el examen del libro con vistas a obtener la
correspondiente aprobación que permitiría sacarlo a la luz. Si este trámite se realiza
en julio de 1612 eso quiere decir que, aunque publicado en los últimos días del
verano de 1613, el libro estaba terminado más de un año antes, en mayo o junio de
1612. <<

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[8]
En efecto, como se viene anotando desde que lo hicieron Schevill y Bonilla, la
mención de Santo Tomás remite a la Suma Theologica, II, 2, 168, 2. <<

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[9]El mismo fray Juan Bautista Capataz que Cervantes menciona en el Viaje del
Parnaso (IV, 302-3). <<

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[10]La insistencia en el «honestísimo entretenimiento» y palabras afines (eutrapelia)
en casi todas las aprobaciones, como también en los dos privilegios, ha hecho pensar
en la posibilidad de que aquel sintagma pudiera figurar originalmente como subtítulo
del volumen (García López). <<

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[11] Salas Barbadillo: el autor de La hija de Celestina (1612), entre otras muchas
obras que revelan una lectura pormenorizada y admirativa de las de Cervantes, quien
le incluye en el Viaje del Parnaso con palabras que revelan amistad estrecha (II, 97-
99). <<

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[12]El privilegio —en este caso dos: uno para el reino de Castilla y otro para el de
Aragón, pues el primero no era válido en el otro reino, como tampoco en los de
Navarra y Portugal— permitía la venta del libro en el lugar a cuyo Consejo se había
solicitado. <<

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[13]pragmática: la ley que regulaba la publicación y comercio de libros en vigor
desde 1558. <<

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[14] portantsveces: lugarteniente del gobernador general. <<

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[15]«El rey nuestro señor me lo mandó a mí, don Francisco Gassol; visado por Roig,
vicecanciller; Comes, tesorero general; Guardiola, Fortanet, Martínez y Pérez
Manrique, regentes de la Cancillería» (Traducción de Jorge García López). <<

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[16]don Juan de Jáurigui: Juan de Jáuregui y Aguilar (1583-1641). Pintor y poeta
sevillano que participó activamente en las disputas literarias de la época. <<

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[17]César Caporal Perusino: Cervantes escribe el Viaje del Parnaso inspirándose en
el Viaggio di Parnaso (1582) de Cesare Caporali de Perugia. <<

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[18]Lepanto: la actual Naupacto, en el golfo de Corinto, en Grecia. Frente a esta
ciudad tuvo lugar en 1571 la célebre batalla naval contra los turcos en la que resultó
herido Cervantes. <<

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[19]hacer pepitoria: en sentido figurado, «analizar, juzgar» (pepitoria= guiso
elaborado con despojos de ave). <<

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[20]
trucos: juego parecido al billar, importado de Italia, que se jugaba con bolas y
mazos. <<

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[21] sin daño de barras: lance de este mismo juego (= sin hacer daño a nadie). <<

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[22]el primero que he novelado: con el término novela se designaba en el Siglo de
Oro a lo que hoy llamamos «novela corta». Sobre la afirmación cervantina, véase el
prólogo de esta edición. <<

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[23]Heliodoro: Heliodoro de Émesa (ss. III-IV d. C.). Autor de la obra Etiópicas o
Teágenes y Cariclea, modelo de los libros de aventuras peregrinas, género al que
pertenece el Persiles. <<

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[24] Semanas del jardín: obra perdida y, probablemente, inacabada de Cervantes. <<

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[25]conde de Lemos: D. Pedro Fernández de Castro. Personaje de gran influencia en
la política española del momento que desarrolló, además, una importante labor de
mecenazgo. A él dedica Cervantes la segunda parte del Quijote, el tomo de Ocho
comedias […], y el Persiles. <<

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[26]sotiles y almidonados: criticones sin mucho fundamento. Almidonados puede
equivaler a nuestro coloquial «estirados»; acaso también «acicalados», «afeminados».
<<

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[27] Vale: consérvate bueno. Expresión latina de despedida. <<

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[28] Véase nota 25. <<

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[29]Fidias y Lisipos: los escultores de la antigüedad grecolatina aquí citados como
ejemplos por antonomasia. <<

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[30] El caballo alado de Astolfo, protagonista del Orlando furioso. <<

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[31]clava de Hércules: la maza de Hércules, con la que se le representa
iconográficamente con frecuencia. <<

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[32]los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias: como ejemplos de
murmuradores (Zoilo, Cínicos) y críticos (Pietro Aretino, Francesco Berni) por
antonomasia. <<

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[33]Uno de los Grandes de España, poetas de título citados por Cervantes en el Viaje
del Parnaso (II, 247-9). <<

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[34] frasis: estilo, elocución. <<

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[35]También le menciona elogiosamente Cervantes en el Viaje del Parnaso (II, 202-
4). <<

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[36]monstro: «monstruo» en forma habitual en la época. La alusión es evidente al
relato mitológico del laberinto de Creta. <<

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[37]
Fernando Lodeña: o Ludeña o Ludeño, militar nacido en Madrid que Cervantes
también elogia en el Viaje del Parnaso (IV, 382-7). <<

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[38] rubio dios: Apolo. La alusión a la fábula de Dafne y Apolo es diáfana. <<

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[39] También citado elogiosamente por Cervantes en el Viaje del Parnaso (V, 284-5).
<<

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[40]Caco: en la mitología romana es hijo de Vulcano. Es famoso por haberle robado a
Hércules algunas de las vacas que este había robado, previamente, a Geriones. Por
antonomasia, caco ha pasado a significar «ladrón». <<

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[41] embelecos: embustes, engaños. <<

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[42]
zarabandas: en el Siglo de Oro, danza popular española muy censurada por los
moralistas. <<

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[43] rancho: chabola, campamento. <<

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[44]
campos de Santa Bárbara: junto a la puerta de Santa Bárbara, al final de la calle
de Hortaleza, en la zona norte de Madrid. <<

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[45]día de Santa Ana: el 26 de julio; Santa Ana es patrona de Madrid y, al parecer,
había en esta ciudad una imagen de la que se declaraban especialmente devotos los
gitanos. <<

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[46] iglesia de Santa María: hoy catedral de la Almudena. <<

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[47]
sonajas: arco de madera donde se sostienen, como en una pandereta, pares de
chapitas que chocan entre sí. <<

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[48] al cabo: por fin. <<

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[49] modorro: inadvertido, ignorante. <<

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[50]
polvito: el modorro y Preciosa dialogan empleando los versos de una canción
popular. Polvito debe ser tomado en su sentido literal. <<

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[51]Argos: Argo; en la mitología griega es un héroe oriundo de la Argólide, en el
Peloponeso, dotado de cuatro o de muchos ojos, según versiones, a quien Hera,
esposa de Zeus, encargó la vigilancia de la ternera Ío, amante de su marido. Argo,
que podía dormir con la mitad de sus ojos abiertos, se convirtió en el paradigma de
vigilante implacable. <<

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[52] despabilasen y traspusiesen: robasen. <<

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[53] ochavos y cuartos: monedas de cobre de poco valor. Calderilla. <<

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[54] señora Margarita: Margarita de Austria, esposa de Felipe III. <<

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[55]San Llorente: iglesia de San Lorenzo, en Valladolid, donde fue bautizado en 1605
Felipe IV. <<

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[56] correntío: ligero, suelto. <<

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[57] loquesco: alocado, de poco juicio. <<

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[58]Atlante: en la mitología griega es uno de los Gigantes, anteriores a la generación
de los Olímpicos, a quien Zeus condenó a sostener sobre sus hombros la bóveda
celeste. <<

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[59]tiniente de la villa: teniente era una suerte de cargo por delegación; aquí
representa al alcalde. <<

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[60]
barato: propina que se daba en el juego de cartas a los mirones y aduladores.
También, cosa de poco valor; aquí, tiene el doble sentido. <<

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[61] hábito: insignia de una orden militar. Era indicio cierto de nobleza. <<

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[62] Calatrava: una de las órdenes militares de entonces. <<

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[63] porte: precio del envío. <<

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[64]Romancero general: editado en 1600, es la más extensa recopilación de romances
de la época. <<

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[65] basilisco: criatura mitológica capaz de matar con la mirada. <<

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[66] aduares: campamentos gitanos. <<

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[67] contino: continuamente. <<

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[68] renca: coja. <<

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[69] antecogió: recogió. <<

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[70] alcorza: costra de azúcar refinado. Metafóricamente, se dice de algo delicado. <<

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[71] melecina: vulgarismo por medicina. <<

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[72]faldriquera: bolsa que llevaban las mujeres atada, por debajo de la falda o del
delantal. <<

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[73]
real de a cuatro: moneda de cuatro reales de plata. Un real son treinta y cuatro
maravedís. <<

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[74]maravedí: no solo era una moneda de uso en tiempo de Cervantes, sino también
unidad de cuenta. <<

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[75] en volandas: a toda prisa, volando. <<

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[76]tigre de Ocaña: deformación por Tigre de Hircania; Hircania es una región del
norte de Irán, a orillas del mar Caspio. Cervantes repite esta etimología popular en
más de una ocasión. <<

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[77] alfiñique: era un tipo de dulce. La expresión se aplica a lo suave y blando. <<

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[78] terceros: los que tercian; los intermediarios. <<

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[79] perlada: prelada. <<

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[80] corregidor: funcionario que, en su territorio, ejercía la jurisdicción real. <<

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[81] espulgado: limpio de pulgas o piojos. En sentido figurado, examinado
cuidadosamente. <<

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[82]valoncica: adorno de encajes para el cuello que colgaba hasta el pecho y parte alta
de la espalda. <<

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[83] Coheche: acepte sobornos. <<

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[84] llevarme hían: forma antigua del condicional me llevarían. <<

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[85] No te asotiles: no seas tan sutil. <<

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[86] vainillas: cierto tipo de labor; vainica. <<

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[87] a la hora de las avemarías: al atardecer. <<

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[88]garrama: hurto, robo; pero también, impuesto. Obsérvese el gracioso doble
sentido. <<

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[89] de camino: con indumentaria de viaje. <<

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[90] cintillo: cinta de adorno alrededor del sombrero. <<

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[91] herreruelo: capa corta y sin capilla o capucha. <<

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[92]mayorazgo: institución que tenía por objeto perpetuar en una familia la posesión
de ciertos bienes; a tal efecto se designaba como heredero al primogénito que, no
obstante, veía limitada su disposición sobre dichos bienes. <<

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[93] consultado: ya propuesto, pero en espera de resolución. <<

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[94]arra: cantidad que entregaba el esposo en las ceremonias previas a la boda, como
garantía del cumplimiento de sus obligaciones. <<

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[95] San Miguel: el 29 de septiembre. <<

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[96]Flandes: los Países Bajos. Las guerras de Flandes son un conflicto permanente
para España desde Carlos V hasta la paz de Utrecht, en 1713. Su coste social y
económico fue enorme, y su presencia en la literatura y en la vida de la época en
general, constante. <<

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[97] colegial de Salamanca: estudiante de Salamanca, en uno de sus colegios mayores.
<<

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[98] nonada: cosa de insignificante valor. <<

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[99] bolsilla de brocado: bolsa pequeña hecha de seda bordada con hilo de oro y plata.
<<

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[100] alforza: pliegue que se hace en una prenda, como adorno o para acortarla. <<

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[101]
juro: derecho perpetuo de propiedad o, tal vez, de arrendamiento. Los pastos de
Extremadura eran célebres por su calidad. <<

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[102] gran Filipo: era una moneda de real de a ocho, acuñada en el reinado de Felipe
II, que llevaba en su anverso la efigie de este rey; de ahí su nombre. <<

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[103]
Plus ultra: esta misma moneda llevaba en su reverso esta inscripción latina
(«más allá»), por lo que también era conocida de este modo. <<

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[104]
dos caras: esta era una moneda de dos ducados, de tiempos de Isabel y Fernando
en cuyo anverso aparecían, frente a frente, los bustos de ambos personajes. <<

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[105]gabachos de Belmonte: igual que hoy, gabacho designaba despectivamente a los
franceses. No era infrecuente en la época que franceses trabajaran en España en
oficios bajos. Por celo ahorrador, o por eludir impuestos bajo apariencia de miseria,
los caldereros franceses de Belmonte vestían como pordioseros. <<

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[106]autor de comedias: el autor era lo que hoy llamaríamos «empresario». También
tenía a su cargo la dirección de la compañía y era, con frecuencia, el primer actor. <<

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[107] retular: rotular, pintar. <<

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[108]¡Víctor, Víctor!: antiguamente se premiaba con esta inscripción en las paredes de
una facultad al ganador de una cátedra. Es costumbre que perdura en la universidad
de Salamanca en honor de quienes alcanzan el título de Doctor. En el Siglo de Oro se
usó, también, para ponderar las excelencias de los cómicos. <<

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[109]Midas: en la mitología clásica, legendario rey de Frigia a quien, en pago de
cierto servicio, el dios Dioniso le ofreció cumplir el deseo que Midas mismo
formulase. Eligió que todo cuanto tocara se transformara en oro. Como lógica
consecuencia de su avaricia, el rey padeció hambre y sed tan terribles que hubo de
suplicar al dios que revocara la concesión del don. <<

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[110]cruz colorada: coloradas eran la cruces de las órdenes de Santiago y de
Calatrava. <<

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[111] bayo: caballo de color blanco amarillento. <<

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[112]Oñez y… Gamboa: dos familias de Vizcaya, cuya rivalidad fue tan intensa y
duradera que llegó a convertirse en proverbial. Preciosa ha enlazado tres refranes de
significado parecido y, por lo demás, muy evidente. <<

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[113] haldas en cinta: «recogeos las faldas» para bailar. <<

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[114] váguido: vahído, desvanecimiento. <<

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[115] Dios delante y San Cristóbal gigante: «con ayuda de Dios». <<

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[116] martelos: penas y aflicciones que nacen de los celos. <<

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[117] maremagno: abundancia, pero también confusión. <<

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[118] lardeen: echen grasa hirviendo. <<

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[119] ijadas: partes laterales del abdomen, entre las costillas y las caderas. <<

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[120] juncia: planta medicinal y aromática. <<

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[121] oreo: soplo de aire que refresca. <<

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[122] arnés: armadura. <<

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[123] grillos: grilletes. <<

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[124] cordeles: los del potro de tortura. <<

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[125]
garruchas: la garrucha era una tortura que consistía en colgar a alguien por los
brazos y lastrarle los pies. <<

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[126]tocas: otro refinado tormento que consistía en tapar la boca al reo con un paño
(toca) y verter sobre él agua, lo que le impedía la respiración. <<

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[127]
potro: juego de palabras basado en el doble sentido de potro («caballo joven» y
«banco de tortura»). <<

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[128] dar memoriales: presentar solicitudes. <<

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[129] a soslayo: oblicuamente. <<

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[130] industria: ingenio, astucia. <<

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[131] Puesto que: aunque. <<

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[132] ardite: moneda de poco valor; cosa insignificante. <<

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[133] oropel: latón trabajado de cierto modo, que imita al oro. <<

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[134]
alas de Mercurio y rayos de Júpiter: en la mitología clásica, son los atributos
más característicos de estos dioses. <<

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[135] laguna Estigia: las aguas del Éstige (río del infierno y no laguna, según la
tradición más extendida) servían, según la mitología clásica, para que los dioses
formularan el juramento más solemne. El incumplimiento de este juramento
implicaba un terrible y humillante castigo para el dios perjuro. <<

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[136] liciones: lecciones. <<

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[137]No se toman truchas, etcétera: «No se toman truchas a bragas enjutas», era el
dicho completo. Dejado en suspenso equivale al actual «El que quiera peces…». <<

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[138] mosqueo: azotes en la espalda. <<

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[139] lautamente: espléndidamente. <<

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[140] acocotaron: acogotar, matar de un golpe en el cogote. <<

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[141]alhajas: en sentido etimológico, son las cosas necesarias para un buen uso y
servicio. <<

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[142] silla y freno y cinchas: aditamentos propios de las caballerías. <<

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[143] preseas: objetos de valor. <<

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[144] garramar: hacer la garrama («hurto» e «impuesto»). <<

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[145] pollina: borrica joven. <<

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[146] al redopelo y por la melena: a contrapelo. Por la fuerza y con humillación. <<

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[147] exenta: libre. <<

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[148] real: campamento. <<

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[149] fiestas votivas: fiestas locales. <<

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[150] camino real: camino principal, el que unía dos poblaciones importantes. <<

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[151] sotil: sutil. <<

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[152] antojos de allende: catalejo, o, simplemente, lentes de aumento. <<

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[153] Peña de Francia: al sur de la provincia de Salamanca. <<

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[154] apretara los cordeles: los cordeles del potro de tortura. <<

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[155] título: noble. <<

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[156] broqueles: escudos. <<

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[157] San Jerónimo: la justicia civil no tenía jurisdicción sobre los lugares
dependientes de autoridades religiosas. Era práctica común refugiarse en iglesias los
delincuentes hasta que pudieran encontrar una salida a su comprometida situación.
San Jerónimo era un convento, hoy desaparecido, que estaba en Madrid, en la calle o
carrera que lleva su nombre. <<

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[158]
alcaldes de corte: funcionarios con cometidos policiales y, sobre todo, judiciales,
que desempeñaban su labor en el lugar de residencia del Rey. <<

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[159] la vuelta de: hacia. <<

www.lectulandia.com - Página 565


[160] derrota: ruta. <<

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[161] gorrero: el que fabrica o vende gorros. <<

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[162] maitines: primera de las horas canónicas. <<

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[163] coyuntura: ocasión. <<

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[164] priesa: prisa. <<

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[165]estado: medida de longitud, variable según las zonas, que tenía la equivalencia
de siete pies; algo más de dos metros. <<

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[166] entrambas: ambas casas. <<

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[167] tirar la barra: juego popular consistente en lanzar una barra lo más lejos posible.
<<

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[168] junta: unión, enlace. <<

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[169] renuevos: retoños, hijos. <<

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[170] divierta: distraiga. <<

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[171] puntas: tenía cierta aptitud. <<

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[172] picaba: Andrés también se jactaba de ello. <<

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[173]
octava esfera: según la astronomía de Ptolomeo, el cielo se dividía en esferas. La
octava, correspondía a las estrellas fijas. La expresión quiere decir «a lo más alto».
<<

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[174]esmalte: la parte exterior. El esmalte era lo que recubría a las monedas de cobre,
las de más bajo valor. <<

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[175] majuelos: viñas, cepas nuevas. <<

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[176] aceda: agria. <<

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[177] asendereada: afligida. <<

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[178] patenas: especie de medallón que las mujeres, especialmente las de origen
rústico, llevaban colgado del cuello y que contenía algún motivo religioso. <<

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[179] brincos: pequeñas joyas que cuelgan de la toca. <<

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[180] harían patentes: mostrarían. <<

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[181] repuestos: en sentido amplio, equipaje. <<

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[182] dijes: las joyas que tenía Preciosa cuando fue robada. <<

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[183] recámara: equipaje. <<

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[184] setenas: siete veces su valor. <<

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[185] amohinarse: hacer un gesto de disgusto o de tristeza. <<

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[186] grita: griterío. <<

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[187] aherrojaron: sujetaron con cadenas o con grilletes. <<

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[188] sumaria del caso: informe preliminar o resumen. <<

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[189] cáfila: grupo de gente libre que va de un lugar a otro. <<

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[190]
pie de amigo: artilugio que inmovilizaba al reo, atándole las manos a la cintura,
y que le impedía, además, que agachara la cabeza. <<

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[191] a: en la edición príncipe. <<

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[192] de la parte: de la parte contraria en este proceso. <<

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[193] almoneda: subasta. <<

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[194] nuevas: noticias. <<

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[195]albricias: recompensa que el destinatario de una buena noticia otorgaba al
encargado de comunicársela. <<

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[196] brincos y antes dijes pueriles: joyas, pendientes infantiles. <<

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[197]
soltó los chapines: los chapines eran un tipo de calzado femenino con el que era
muy difícil andar con rapidez. La expresión equivale a «echó a correr». <<

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[198] desalada: ansiosa. <<

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[199] hábito de Santiago: el que llevaban los que pertenecían a esa orden militar. <<

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[200]cepo: instrumento formado por dos maderos con un hueco entre ellos apropiado
para inmovilizar en él la cabeza o las extremidades de un reo. <<

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[201] atraillados: atados con traílla, es decir, con cuerda. <<

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[202] puntoso: susceptible, puntilloso. <<

www.lectulandia.com - Página 608


[203] sutiles: la sutileza era, en fisiología, una capacidad de ciertos fluidos que los
capacitaba para penetrar en otros cuerpos. Se atribuía, en teología, la misma cualidad
a los bienaventurados. <<

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[204] discurso: transcurso. <<

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[205] tálamo: lecho nupcial. <<

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[206] colgados: deseosos de conocer el final. <<

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[207] tiniente cura: teniente cura; sacerdote auxiliar. <<

www.lectulandia.com - Página 613


[208] proveído: había sido nombrado, pero aún no había tomado posesión. <<

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[209] bienquisto: querido. <<

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[210] luminarias: luces que se ponían por las calles en señal de fiesta. <<

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[211]cañas: el juego de cañas era una especie de simulacro de combates entre
caballeros. <<

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[212]licenciado Pozo: es, muy probablemente, un personaje real de la época, pero las
identificaciones propuestas son varias y poco satisfactorias. <<

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[213]
Nicosia: capital de Chipre. Fue conquistada por los turcos en septiembre de
1571. <<

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[214] recuesto: cuesta. <<

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[215] entrambos: los dos. <<

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[216]
torres del mar Negro: una cárcel de Constantinopla conocida como de las Siete
Torres. <<

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[217] cadí: juez entre los turcos. <<

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[218] Trápana: puerto comercial al noroeste de Sicilia. <<

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[219] atildado: acicalado. <<

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[220] ámbar y alfeñique: perfume y delicadeza. <<

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[221] acabara: matara. <<

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[222] marina: terreno lindante con el mar. <<

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[223] Ganimedes: personaje de la mitología, copero de los dioses, de gran belleza. <<

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[224] alfanjes: espadas turcas. <<

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[225] sirgo: tela delicada. <<

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[226] galeotas: galeras pequeñas. <<

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[227] Biserta: puerto al norte de Túnez. <<

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[228] atajadores de la costa: las tropas encargadas de vigilar la costa. <<

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[229] cobro: lugar seguro. <<

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[230] Fabiana: la isla Favignana, cerca de Sicilia. <<

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[231] reseña: recuento. <<

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[232] leventes: marineros preparados para escaramuzas de corsarios. <<

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[233] arráez: patrón, capitán. <<

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[234] entena: el palo horizontal que sostiene la vela. <<

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[235] velas latinas: velas con forma de triángulo. <<

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[236]Malta: isla cedida en 1530 por Carlos V a los Caballeros de San Juan de
Jerusalén tras haber sido expulsados de la de Rodas en 1523. La escuadra es la
formada por esos caballeros. <<

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[237] se aseguraron: se calmaron. <<

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[238] Pantanalea: la isla de Pantelleria, entre Túnez y Sicilia. <<

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[239] Trípol de Berbería: Trípoli. <<

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[240] bajeles: barcos comerciales. <<

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[241] priesa: prisa. <<

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[242] derrota: rumbo. <<

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[243] estrecho: peligro. <<

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[244] mediodía: sur. <<

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[245] despuntar: doblar un cabo. <<

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[246] conserva: protección. <<

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[247] áncoras: anclas. <<

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[248] por menudo: con detalle, pormenorizadamente. <<

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[249] tan a pique: tan a punto. <<

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[250]
poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela: navegar sin la ayuda de los
remos, después de haber puesto la vela del trinquete en su mástil. <<

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[251] correr: llevar, empujado por el viento. <<

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[252]
crujía: espacio a ambos lados del barco entre los bancos de los remeros; los
remos se habían levantado para navegar a vela solamente. <<

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[253] ballesteras: hueco en el armazón del buque por donde se disparaban las
ballestas. <<

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[254] cómitre: oficial encargado de dirigir las maniobras de los remeros. <<

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[255] estanterol: el puesto donde se situaba el capitán de la nave. <<

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[256] Gran Turco: el sultán de Constantinopla. <<

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[257] patente: título. <<

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[258] parasismo: paroxismo; síncope, pérdida del conocimiento. <<

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[259]
jenízaros: soldados de infantería que constituían la guardia personal del Gran
Turco. <<

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[260] a la redonda: alrededor. <<

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[261]traslado a la parte… respuestas: términos jurídicos. Trasladar a la parte es
informar a una de las partes de las pretensiones de la otra; auto, orden del juez;
demanda, pregunta judicial; respuestas, resolución judicial. <<

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[262] en pie y en un punto: de inmediato. <<

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[263] las abrevia en la uña: las tramita con rapidez. <<

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[264] manillas: pulseras. <<

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[265] cendal: tela delicada. <<

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[266] doblas: monedas de oro. <<

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[267] chusma: galeotes. <<

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[268] dañada: perversa, malintencionada. <<

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[269] quedo: callado. <<

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[270] Cfr. nota 264. <<

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[271] almalafa: traje musulmán largo. <<

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[272] almoneda: venta, subasta pública. <<

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[273] Almedina: Medina, la ciudad santa del Islam, en Arabia Saudí. <<

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[274]
Pantanalea: de nuevo la isla de Pantelleria, entre Túnez y Sicilia, que ya había
aparecido antes. <<

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[275] trabajos: esfuerzos, contrariedades. <<

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[276]
Selín: probable alusión a Selim II (1524-1574), hijo de Solimán el Magnífico
(1494-1566). <<

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[277] píctima: alivio. <<

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[278]
Goleta: alusión a la conquista de la Goleta y Túnez por las tropas de Carlos V en
1535. <<

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[279] balaja: preciosa. <<

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[280] endechas: poesía elegíacas. <<

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[281] zalá: oración. <<

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[282] plática: práctica. <<

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[283] serrallo: lugar del palacio destinado para las mujeres. <<

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[284] parte: ocasión. <<

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[285] dio cabo: lanzó una cuerda. <<

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[286]bizcocho: alimento habitual de los marineros en la época, a base de pan negro
cocido. <<

www.lectulandia.com - Página 692


[287]caramuzales: navío musulmán para el comercio, pero también embarcación
preparada para la práctica de la piratería. <<

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[288] barraganes y alquiceles: tipos de tejidos. <<

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[289]Levante: el recorrido del bajel iba desde el norte africano (Berbería) hacia
Oriente (Levante). <<

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[290] mercaduría: mercancías. <<

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[291] Xío: la isla de Quíos. <<

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[292]mezcla de lenguas: la Lingua franca, empleada por comerciantes y marineros
para entenderse en los puertos del Mediterráneo. <<

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[293] término devoto: plazo establecido. <<

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[294] bergantín: barco pequeño. <<

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[295] boyas: remeros a sueldo. <<

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[296] Alejandría: hoy Kumale, en el estrecho de los Dardanelos. <<

www.lectulandia.com - Página 702


[297] Natolia: Anatolia, la parte asiática de Turquía. <<

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[298] peñol: parte extrema del mástil. <<

www.lectulandia.com - Página 704


[299] mosolimanes: musulmanes. <<

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[300]cien varas de toca: expresión probablemente irónica que hace referencia al
turbante que se lleva en la cabeza. <<

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[301] apellidando: gritando. <<

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[302] volvió en su acuerdo: despertó, volvió en sí. <<

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[303] cequíes: monedas de oro. <<

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[304] habiendo dado un barreno: habiendo hecho un agujero. <<

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[305] de golfo lanzado: con mucha velocidad, sin hacer escala. <<

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[306]Corfú: isla griega donde Cervantes se recuperó de las heridas producidas en la
batalla de Lepanto. <<

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[307] hicieron agua: se aprovisionaron de agua. <<

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[308] Acroceraunos: montes griegos. <<

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[309]
Paquino: hoy Pachino, ciudad y promontorio en las proximidades de Siracusa, al
sudoeste de Sicilia. <<

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[310] Tinacria: Sicilia. <<

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[311] Lampadosa: la isla de Lampedusa, entre Sicilia y Túnez. <<

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[312] flámulas: banderas pequeñas con forma de llamas torcidas. <<

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[313]bogando a cuarteles: remando solo una parte de los hombres destinados a tal
efecto. <<

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[314] cañón de crujía: cañón en el pasillo central de la galeota. <<

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[315] falconetes: cañones de pequeño calibre. <<

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[316] bizarro: gallardo, lozano; acaso también adornado. <<

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[317] plancha: lámina de metal u otro material más o menos grande para desembarcar.
<<

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[318] acaecimientos: sucesos. <<

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[319] tal vez: de vez en cuando. <<

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[320] opósito: oposición. <<

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[321] la manda: el ofrecimiento. <<

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[322] luminarias: luces en señal de fiesta y regocijo. <<

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[323]
venta del Molinillo: posada que se hallaba a algo más de veinte kilómetros de
Almodóvar del Campo, en la actual provincia de Ciudad Real. <<

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[324] Alcudia: valle al sur de la provincia de Ciudad Real, en el camino de Córdoba.
<<

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[325]
alpargates: alpargatas. Era un tipo de calzado que usaban habitualmente los
moriscos. <<

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[326] cormas: tipo de cepo con que se estorbaba el movimiento de los reos. <<

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[327] toquilla: era un adorno de gasa que se ponía alrededor del sombrero. <<

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[328] camuza: gamuza; piel de este animal. El color gamuza es amarillo pálido. <<

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[329] encerrada: enrollada. <<

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[330] escueto: sin adornos. <<

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[331] valone s: de Flandes. Eran unos cuellos muy historiados. <<

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[332] ovada: ovalada. <<

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[333] cercenaron: recortaron. <<

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[334] caireladas: largas y sucias. <<

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[335] cachas: cada una de las dos mitades del mango de un cuchillo o navaja. <<

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[336] vaqueros: cuchillos de grandes dimensiones. <<

www.lectulandia.com - Página 742


[337] sestear: reposar a la hora de la siesta. <<

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[338] alnado: hijastro. <<

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[339]
monumento: altar o túmulo adornado que se instala en las iglesias el día de
Jueves Santo. <<

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[340] calcetero: fabricante de medias. <<

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[341] antiparas: prenda de vestir que cubre la pierna solo por delante. <<

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[342] avampiés: parte de esta prenda que cubre solo el empeine. <<

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[343] polainas: antiparas. <<

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[344]
Fuenfrida: Fuenfría, en la sierra de Guadarrama, a unos quince kilómetros de
Segovia. <<

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[345] ministro de la Santa Cruzada: de la guerra contra los turcos. <<

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[346]
buldero: vendedor de bulas. Las bulas eran documentos o reliquias cuya compra
eximía de cumplir ayunos y penitencias. El comercio de bulas dio lugar a excesos y
abusos a los que el Concilio de Trento intentó poner coto. <<

www.lectulandia.com - Página 752


[347] talego: saco. <<

www.lectulandia.com - Página 753


[348] pañizuelo de desposado: pañuelo todo arrugado por los nervios del novio. <<

www.lectulandia.com - Página 754


[349] aldabilla: era un poste donde se ataba a aquellos que iban a ser azotados. <<

www.lectulandia.com - Página 755


[350]mosqueasen las espaldas: los azotes de mosqueo se daban con un látigo o
disciplina, de forma parecida a como los animales usan el rabo para espantar moscas.
<<

www.lectulandia.com - Página 756


[351] tanda: los azotes. <<

www.lectulandia.com - Página 757


[352]veintiuna: era un juego de naipes en el que ganaba el jugador que alcanzara los
veintiún puntos. <<

www.lectulandia.com - Página 758


[353]envidada: apostada. En todo este párrafo, el pícaro viene a explicar las trampas
de las que se vale para ganar. <<

www.lectulandia.com - Página 759


[354]
quínolas: otro juego de naipes; en este caso, gana el que junta cuatro cartas del
mismo palo. <<

www.lectulandia.com - Página 760


[355] andaboba: de nuevo un juego de naipes. <<

www.lectulandia.com - Página 761


[356]
ciencia vilhanesca: la ciencia de Vilhán, a quien se atribuye la invención de los
juegos de naipes. <<

www.lectulandia.com - Página 762


[357] relicario de toca: era un estuchito o medallón que colgaba de las tocas. <<

www.lectulandia.com - Página 763


[358]Argos: Argo; en la mitología griega es un héroe oriundo de la Argólide, en el
Peloponeso, dotado de cuatro o de muchos ojos, según versiones, a quien Hera,
esposa de Zeus, encargó la vigilancia de la ternera Ío, amante de su marido. Argo,
que podía dormir con la mitad de sus ojos abiertos, se convirtió en el paradigma de
vigilante implacable. <<

www.lectulandia.com - Página 764


[359] corchetes: ministros de la justicia encargados de prender a los delincuentes. <<

www.lectulandia.com - Página 765


[360] cañuto: chivato, soplón. <<

www.lectulandia.com - Página 766


[361] coche de retorno: coche de alquiler. <<

www.lectulandia.com - Página 767


[362] blanca: moneda de cobre de muy poco valor. <<

www.lectulandia.com - Página 768


[363] hacer tercio: participar. <<

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[364] pendencia: discusión, riña. <<

www.lectulandia.com - Página 770


[365]
puerta de la Aduana: antes Postigo del Carbón, donde se construyó la aduana en
1587. <<

www.lectulandia.com - Página 771


[366] almojarifazgo: impuesto sobre el valor de las mercancías. <<

www.lectulandia.com - Página 772


[367] librillo de memoria: cuaderno de notas. <<

www.lectulandia.com - Página 773


[368] otro día: al día siguiente. <<

www.lectulandia.com - Página 774


[369] malbaratillo: rastro. <<

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[370] Arenal: terreno que existía entre la muralla y el río. <<

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[371] mayor iglesia: la catedral. <<

www.lectulandia.com - Página 777


[372]cargazón de flota: dos veces al año, en primavera y verano, se organizaban
expediciones para llevar mercancías a las Indias y traer de allí oro y plata. Los
galeones iban escoltados por galeras, navíos de vela y remo. Una de las penas más
severas que podía sufrir un reo era ser condenado a remar en galeras. Los reincidentes
sufrían en ellas cadena perpetua. <<

www.lectulandia.com - Página 778


[373]
esportilla: especie de cesta de esparto. Los esportilleros eran chavales de la más
humilde condición que se ganaban la vida llevando mercancías o trastos por encargo.
Desde muy pronto se les relacionó con el mundo de la picaresca. <<

www.lectulandia.com - Página 779


[374] alcabala: impuesto que gravaba las transacciones comerciales. <<

www.lectulandia.com - Página 780


[375] costales: sacos. <<

www.lectulandia.com - Página 781


[376] espuertas: esportillas, cestas. <<

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[377] galima: hurto pequeño y frecuente. <<

www.lectulandia.com - Página 783


[378] plaza de San Salvador: junto a la iglesia del mismo nombre. <<

www.lectulandia.com - Página 784


[379]
Costanilla: plaza que debe el nombre a su desnivel. Se localiza cerca de la plaza
de San Isidoro. En ella comenzó a celebrarse mercado en el siglo XIV. <<

www.lectulandia.com - Página 785


[380] hacerlas la salva: probarlas. <<

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[381] sahumada: perfumada, en mejor estado que antes. <<

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[382] paulinas: cartas de excomunión pontificias. <<

www.lectulandia.com - Página 788


[383] parecerme hía: me parecería. <<

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[384] adolorido: dolorido. <<

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[385]tercio de una capellanía: el tercio de los ingresos de una capellanía, es decir, de
la renta que el fundador de una capilla particular ha dispuesto para misas y pagos de
los clérigos que a ella están adscritos. <<

www.lectulandia.com - Página 791


[386]entonces se verá quién fue Callejas: era una frase popular que se usaba con el
significado de «al final se verá el valor de cada uno». <<

www.lectulandia.com - Página 792


[387] randado: de encaje. <<

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[388] alquitara: alambique. <<

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[389] Gradas: las gradas de la catedral. <<

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[390] bernardinas: fanfarronadas; aquí, más bien, razones disparatadas. <<

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[391] voacedes: una de las formas de la evolución de vuestras mercedes a ustedes. <<

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[392] ser de mala entrada: ser un matón. <<

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[393] razón: expresión, pregunta. <<

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[394] entrevan: entienden. <<

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[395] murcios: ladrones. <<

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[396] Teba: lugar de la provincia de Málaga. <<

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[397] sin su señal: sin su permiso. <<

www.lectulandia.com - Página 803


[398] barruntos: sospechas, indicios. <<

www.lectulandia.com - Página 804


[399] finibusterrae: la horca. <<

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[400] envesados: azotados. <<

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[401] gurapas: galeras. <<

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[402] otros algunos: algunos otros. <<

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[403] germanescos: propios del hampa. <<

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[404] en el discurso de: a lo largo de. <<

www.lectulandia.com - Página 810


[405] tologías: teologías. «No me meto en honduras». <<

www.lectulandia.com - Página 811


[406]ansias: confesión en el tormento, especialmente la toca (tormento que consistía
en tapar la boca al reo con un paño y verter sobre él agua, lo que le impedía la
respiración). <<

www.lectulandia.com - Página 812


[407] roznos: borricos. <<

www.lectulandia.com - Página 813


[408] cuartanario: enfermo de paludismo. <<

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[409] cantar: confesar. <<

www.lectulandia.com - Página 815


[410]jubileo: indulgencia plenaria que la iglesia concede a los fieles, bajo
determinadas condiciones, en fechas señaladas. <<

www.lectulandia.com - Página 816


[411] solomico: vulgarismo por sodomita. <<

www.lectulandia.com - Página 817


[412] aljimifrado: limpio, acicalado. <<

www.lectulandia.com - Página 818


[413] enea: anea; una especie de mimbre o junco. <<

www.lectulandia.com - Página 819


[414] albahaca: planta aromática. <<

www.lectulandia.com - Página 820


[415] alhajas: el ajuar, las cosas de la casa. <<

www.lectulandia.com - Página 821


[416] de mala estampa: mal impresa. <<

www.lectulandia.com - Página 822


[417] almofía: palangana. <<

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[418] bayeta: tejido basto y grueso. <<

www.lectulandia.com - Página 824


[419] antojos: gafas. <<

www.lectulandia.com - Página 825


[420] halduda: con grandes faldas. <<

www.lectulandia.com - Página 826


[421] balumba: bulto grande. Las ligas eran grandes y vistosas. <<

www.lectulandia.com - Página 827


[422]
marca: desde 1564, la medida de las espadas estaba regulada. Las de estos
mozos superaban el máximo permitido. <<

www.lectulandia.com - Página 828


[423] pretina: cinturón. <<

www.lectulandia.com - Página 829


[424] pusieron los ojos de través: miraron de reojo. <<

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[425] zaragüelles: calzones. <<

www.lectulandia.com - Página 831


[426] tahalí: cinturón ancho de cuero. <<

www.lectulandia.com - Página 832


[427]perrillo: el perrillo era la marca que llevaban estampada las espadas de uno de
los más famosos fabricantes de Toledo, Julián del Rey. <<

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[428] pelosas: que tienen pelo. <<

www.lectulandia.com - Página 834


[429] uñas hembras: anchas y cortas. <<

www.lectulandia.com - Página 835


[430] remachadas: torcidas hacia adentro. <<

www.lectulandia.com - Página 836


[431] disforme: deforme. <<

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[432] mi sor: mi señor. <<

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[433] a medio magate: sin mucho interés, sin prestar atención. <<

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[434] capelos: sombreros. <<

www.lectulandia.com - Página 840


[435] estupendo: estipendio. <<

www.lectulandia.com - Página 841


[436] garbea: roba. <<

www.lectulandia.com - Página 842


[437] guro: alguacil. <<

www.lectulandia.com - Página 843


[438] socorridas: prostitutas. <<

www.lectulandia.com - Página 844


[439] trena: cárcel. <<

www.lectulandia.com - Página 845


[440] guras: calabozos. <<

www.lectulandia.com - Página 846


[441]adversario: deformación de aniversario. Una de las muchas prevaricaciones que
salpican este paisaje y ayudan a caracterizar lingüísticamente a Monipodio y a los
otros rufianes. <<

www.lectulandia.com - Página 847


[442] popa: pompa. <<

www.lectulandia.com - Página 848


[443] postas: centinelas. <<

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[444] avizorando: vigilando. <<

www.lectulandia.com - Página 850


[445] floreo de Vilhán: trampas con los naipes. <<

www.lectulandia.com - Página 851


[446] retén: esconder las cartas. <<

www.lectulandia.com - Página 852


[447] humillo: trampa consistente en untar de humo las cartas. <<

www.lectulandia.com - Página 853


[448] juego bien de la sola: sin ayuda de terceros ni de trampas. <<

www.lectulandia.com - Página 854


[449] de las cuatro y de las ocho: otro tipo de trampas. <<

www.lectulandia.com - Página 855


[450]raspadillo, verrugueta y el colmillo: formas de marcar las cartas, de manera que
fueran identificables al tacto. <<

www.lectulandia.com - Página 856


[451] blanco: inocente. <<

www.lectulandia.com - Página 857


[452] mete dos y saca cinco: roba introduciendo en la bolsa dos dedos. <<

www.lectulandia.com - Página 858


[453] gorja: garganta, pescuezo. <<

www.lectulandia.com - Página 859


[454] asentéis: seáis admitidos. <<

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[455] sobrelleve: perdone. <<

www.lectulandia.com - Página 861


[456]
media nata: media anata, es decir la mitad de las rentas del primer año de un
empleo público. <<

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[457] piar el turco puro: beber buen vino. <<

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[458] entrujasen: robasen. <<

www.lectulandia.com - Página 864


[459]vagabundos: el vagabundeo estaba prohibido y castigado con severísimas penas.
En algunas ciudades, había alguaciles específicamente destinados a reprimir tal
actividad. <<

www.lectulandia.com - Página 865


[460] gurullada: acompañamiento de otros alguaciles. <<

www.lectulandia.com - Página 866


[461] levas: engaños, trampas. <<

www.lectulandia.com - Página 867


[462] cica: bolsa. <<

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[463]
su único hijo: referencia al conocido episodio de Guzmán el Bueno, que prefirió
ver morir a su hijo, rehén del enemigo, antes que entregar Tarifa, plaza bajo su
mando. El hecho ocurrió en 1294. <<

www.lectulandia.com - Página 869


[464] afeitados: maquillados con afeites. <<

www.lectulandia.com - Página 870


[465]
albayalde: carbonato básico del plomo, de color blanco, que se empleaba como
cosmético. Las mujeres se blanqueaban la piel para disimular la tez oscura propia de
campesinas y de mujeres de origen morisco o judío. <<

www.lectulandia.com - Página 871


[466]
anascote: mantos de lana. En Sevilla, las prostitutas debían llevar estos medios
mantos. <<

www.lectulandia.com - Página 872


[467] mojar la canal maestra: mojar la garganta. <<

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[468] trainel: criado. <<

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[469] Véase nota 114. <<

www.lectulandia.com - Página 875


[470]cernada: parte no disuelta de la ceniza que quedaba en el cernadero después de
echada la lejía sobre la ropa. El cernadero era un lienzo basto con que se cubría la
ropa para colar la lejía. <<

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[471] gato: bolso o talego en que se guardaba el dinero. <<

www.lectulandia.com - Página 877


[472] desembanastaron: sacaron. <<

www.lectulandia.com - Página 878


[473] a boca de sorna: al atardecer. <<

www.lectulandia.com - Página 879


[474] haré cala y cata: examinaré. <<

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[475] corcho: recipiente de corcho, usado de ordinario como colmena. <<

www.lectulandia.com - Página 881


[476] azumbre: unos dos litros. <<

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[477] Guadalcanal: localidad de la provincia de Sevilla, famosa por sus vinos blancos.
<<

www.lectulandia.com - Página 883


[478] un es no es: «un sí es, no es». <<

www.lectulandia.com - Página 884


[479]yeso: en la fermentación del vino se usaba una pequeña cantidad de este
producto. <<

www.lectulandia.com - Página 885


[480] trasañejo: muy viejo, y más específicamente, de al menos tres años. <<

www.lectulandia.com - Página 886


[481] escarcela: era una bolsa larga que se colgaba del cinto. <<

www.lectulandia.com - Página 887


[482]
San Miguel: es el santo a quien se encomiendan quienes buscan fuerzas para
vencer las tentaciones. <<

www.lectulandia.com - Página 888


[483]San Blas: protege de los males de garganta y, aquí en concreto, del peor de ellos:
la horca. <<

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[484] Santa Lucía: protectora de la vista. <<

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[485] no tengo trocado: no tengo cambio. <<

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[486] llamativo: guarnición. <<

www.lectulandia.com - Página 892


[487] Gandul: localidad muy próxima a Sevilla famosa por su pan. <<

www.lectulandia.com - Página 893


[488] jaez: cualidad, clase. <<

www.lectulandia.com - Página 894


[489] descabellada: despeinada. <<

www.lectulandia.com - Página 895


[490] tolondrones: golpes, chichones. <<

www.lectulandia.com - Página 896


[491] bajamanero: ladrón disimulado y cobarde. <<

www.lectulandia.com - Página 897


[492] lendroso: lleno de liendres, piojoso. <<

www.lectulandia.com - Página 898


[493] facinoroso: facineroso, delincuente, criminal. <<

www.lectulandia.com - Página 899


[494] yacer en uno: acostarse juntos. <<

www.lectulandia.com - Página 900


[495] adivas: chacales. <<

www.lectulandia.com - Página 901


[496] Montas: «¡A fe mía!». <<

www.lectulandia.com - Página 902


[497] Güerta del Rey: Huerta del Rey; jardín sevillano. <<

www.lectulandia.com - Página 903


[498] preseas: joyas. <<

www.lectulandia.com - Página 904


[499] brumado: magullado, molido a palos. <<

www.lectulandia.com - Página 905


[500]envesado: ya ha sido usado en esta novela en el sentido de azotado; aquí debe ser
interpretado en un sentido más literal: el que muestra el envés, es decir, su otra cara.
<<

www.lectulandia.com - Página 906


[501]ganancia: siguiendo a buena parte de los editores, corrijo la forma original
gancia que aparece en la edición de 1613, probablemente errata por ganancia —
como habitualmente se corrige— o, quizá, «elegancia». También se ha sugerido una
posible prevaricación lingüística de Monipodio. <<

www.lectulandia.com - Página 907


[502] abono: defensa. <<

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[503] daca las pajas: rápidamente. <<

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[504]hinchirá las medidas: exagerará con intención de adular, colmará las
expectativas de alguien. <<

www.lectulandia.com - Página 910


[505] gaudeamus: banquete. <<

www.lectulandia.com - Página 911


[506]
sine fine… ad unia… quiries: son expresiones de origen litúrgico que en época
de Cervantes ya estaban lexicalizadas; su significado respectivo era «sin parar», «en
abundancia» y «mucho». <<

www.lectulandia.com - Página 912


[507] avispones: ayudantes de ladrón que hacían el seguimiento de las posibles
víctimas. <<

www.lectulandia.com - Página 913


[508]Contratación: la Casa de la Contratación estaba donde hoy se ubica el Archivo
de Indias. Era el lugar de la venta al por mayor. <<

www.lectulandia.com - Página 914


[509] groseza: grosor. <<

www.lectulandia.com - Página 915


[510] palanquines: los que trabajaban en las mudanzas, pero también ladrones. <<

www.lectulandia.com - Página 916


[511]
marinero de Tarpeya: graciosa deformación del romance que comienza: Mira
Nero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía… <<

www.lectulandia.com - Página 917


[512]tigre de Ocaña: deformación por Tigre de Hircania; Hicarnia: región del norte de
Irán, a orillas del Caspio. Cervantes repite esta expresión cómica. <<

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[513] gesto de por demás: gesto de pocos amigos, malencarado. <<

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[514] palomas duendas: prostitutas. <<

www.lectulandia.com - Página 920


[515] malino: maligno. <<

www.lectulandia.com - Página 921


[516] sotomía de muerte: notomía (anatomía) de muerte. Esqueleto. <<

www.lectulandia.com - Página 922


[517]trinquete: era el tipo de cama que, al parecer, más usaban las prostitutas en su
oficio. <<

www.lectulandia.com - Página 923


[518]
lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda: echaré el resto, aunque
todos salgamos perdiendo. <<

www.lectulandia.com - Página 924


[519] demasías: amenazas, insolencias, descortesías. <<

www.lectulandia.com - Página 925


[520] esguízaros: así llamados los mercenarios suizos, famosos por su bravura. <<

www.lectulandia.com - Página 926


[521] monitorios: avisos, consejos, advertencias; o, simplemente, palabras. <<

www.lectulandia.com - Página 927


[522] sor: señor. <<

www.lectulandia.com - Página 928


[523] huelga: se alegra de algo. <<

www.lectulandia.com - Página 929


[524] Judas Macarelo: Judas Macabeo. Un valiente sin parangón. <<

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[525] quedos: quietos. <<

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[526] chapín: un tipo de chancleta. <<

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[527] tejoletas: fragmentos de un objeto de barro. <<

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[528] Espantáronse: se admiraron. <<

www.lectulandia.com - Página 934


[529]
Negrofeo: deformación de Orfeo, personaje de la mitología clásica que, con su
música, consiguió rescatar de los infiernos a su esposa Eurídice. <<

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[530] Arauz: Eurídice. <<

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[531]Marión: Arión; músico originario de Lesbos, que salvó su vida en alta mar al
escapar de la tripulación amotinada de su barco arrojándose por la borda y confiando
su vida a los delfines, animales favoritos de Apolo de quien Arión era especialmente
devoto. <<

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[532] caballero: a lomos de; cabalgando. <<

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[533] deprender: aprender. <<

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[534] mañera: fácil. <<

www.lectulandia.com - Página 940


[535]
trastes: salientes transversales que dividen el mástil de algunos instrumentos de
cuerda. <<

www.lectulandia.com - Página 941


[536] se pica: se jacta, se ufana. <<

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[537]
Héctor: caudillo troyano, hijo del rey Príamo. En ninguna fuente se menciona
ninguna habilidad musical de Héctor. <<

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[538] sutil: tenue, delicada. <<

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[539]
rufo a lo valón: rufo es «rubio», pero, también «proxeneta». A lo valón es «a la
flamenca». <<

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[540] de color verde: posiblemente, «de ojos verdes». <<

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[541] estorias: historias. <<

www.lectulandia.com - Página 947


[542] vereda: camino. <<

www.lectulandia.com - Página 948


[543] apriesa: de forma apremiante. <<

www.lectulandia.com - Página 949


[544] centinela: en el Siglo de Oro era palabra de género femenino. <<

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[545] alcalde de la justicia: juez. <<

www.lectulandia.com - Página 951


[546] vestido… de barrio: descuidadamente. <<

www.lectulandia.com - Página 952


[547]antes de la oración: antes de anochecer. El ángelus se reza al mediodía y al caer
el sol. <<

www.lectulandia.com - Página 953


[548] marquele el rostro: le medí, le estudié el rostro. <<

www.lectulandia.com - Página 954


[549]mayor de marca: que excedía de la medida máxima permitida en las espadas; es
decir, cabía de sobra en esa cara la herida que se les había encargado. <<

www.lectulandia.com - Página 955


[550] capa de mezcla: de varios tejidos y colores. <<

www.lectulandia.com - Página 956


[551] líquida: liquidada. <<

www.lectulandia.com - Página 957


[552]apercibimiento de remate: sin pedir que se termine el encargo, que ya ha sido
realizado. <<

www.lectulandia.com - Página 958


[553] puntillos: en sutilezas, en detalles nimios. <<

www.lectulandia.com - Página 959


[554] al color: al tacto. <<

www.lectulandia.com - Página 960


[555] capilla: capucha. <<

www.lectulandia.com - Página 961


[556] Secutor: ejecutor. <<

www.lectulandia.com - Página 962


[557]redomazos: golpes dados con redoma, que era un tipo de botella en la que se
introducía alguna sustancia pringosa o maloliente. <<

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[558]untos de miera: es un tipo de aceite maloliente y difícil de quitar, que, al parecer,
se aplicaba como remedio para la sarna. <<

www.lectulandia.com - Página 964


[559]clavazón de sambenitos: los sambenitos eran las insignias que portaban, para
escarnio público, los penitenciados. Los hombres de Monipodio hacían estas marcas
en las casas de los particulares a quienes iban a castigar. <<

www.lectulandia.com - Página 965


[560] cuernos: clavar cuernos en la casa de alguien era llamarlo cornudo. <<

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[561] matracas: molestar con ruido persistente. <<

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[562] nibelos: libelos. <<

www.lectulandia.com - Página 968


[563] tuáutem: persona imprescindible en alguna misión. <<

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[564] Torre del Oro… hasta el postigo del Alcázar: la parte sur de la ciudad. <<

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[565] flores: trampas. <<

www.lectulandia.com - Página 971


[566] menudos: monedas de cobre de poco valor. <<

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[567]San Sebastián y San Telmo: iglesias sevillanas sitas, respectivamente, en la
Tablada y al lado del río. <<

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[568] sólita: acostumbrada. <<

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[569]
peruleros: se aplicó, en principio a los que volvían ricos del Perú; más tarde
adoptó el significado de «indiano». <<

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[570] lición de posición: lección de oposición. <<

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[571]
Cádiz: Cádiz fue saqueada por los ingleses varias veces a lo largo del siglo XVI.
En este caso, todo parece apuntar al saqueo de 1596, capitaneado por el conde de
Essex. <<

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[572]conde de Leste: Leste era el nombre con el que se conocía al conde de Essex en
la época. La denominación Leste sigue el uso antiguo de castellanizar los nombres
foráneos. Leste es la traducción de Essex, que quiere decir exactamente «sajones del
este». <<

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[573] echar bando: pregonar. <<

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[574]reina: se trata de Isabel I, hija de Enrique VIII, rey que rompió con la Iglesia
católica e instauró el anglicanismo. <<

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[575] industriaba: educaba. <<

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[576] desde luego: desde este momento, de inmediato. <<

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[577] puesto que: aunque. <<

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[578] recaudo: recado. <<

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[579] otro día: al día siguiente. <<

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[580] cuitada: la pobre, la desdichada. <<

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[581] prontos: dispuestos. <<

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[582] de abono: de defensa, de garantía. <<

www.lectulandia.com - Página 988


[583] acuchillada: con aberturas verticales, de forma que bajo ella se ve otra prenda.
<<

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[584] exhalación: estrella fugaz. <<

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[585] región del fuego: según Ptolomeo, era una de las partes que componían el cielo.
<<

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[586] de hinojos: arrodillada. <<

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[587] relevados: relevantes. <<

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[588] descuentos: compensaciones. <<

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[589] partirse en corso: navegar como piratas. <<

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[590]barón de Lansac: se han propuesto varios personajes reales con que identificar a
este Lansac. Lo cierto es que no era infrecuente el uso de nombres conocidos para
personajes inventados. <<

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[591] No os afrentéis: no sintáis vergüenza. <<

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[592] sesga: quieta, inmóvil. <<

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[593] afectos: sentimientos. <<

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[594] circunstantes: los que estaban alrededor. <<

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[595] derrota: rumbo. <<

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[596] islas Terceras: las Azores. <<

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[597] derrotadas: procedentes. <<

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[598] gavia: mástil. <<

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[599] apoplejía: infarto cerebral. <<

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[600] desmentir: engañar. <<

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[601] dio luego a la banda: giró rápidamente sobre un costado. <<

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[602] dar cabo: echar una cuerda. <<

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[603]remos: los galeones ingleses de la época se movían solo por la fuerza del viento,
incluso en las maniobras; su diseño los hacía más manejables que las galeras
españolas y turcas, movidas por viento y remo. <<

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[604] branzas: las argollas que sujetaban los remos. <<

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[605] arcabucería: arcabuces y armas similares. El arcabuz es un arma parecida al
fusil. <<

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[606]India de Portugal: se denominaba así a las posesiones portuguesas en Asia y
África oriental. <<

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[607] especería: cargamento de especias. <<

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[608]Arnaute Mamí: Mamí el Albanés; personaje histórico, bien conocido de
Cervantes, puesto que era él quien mandaba la flota berberisca que lo capturó en
1575. <<

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[609] bajeles: barcos. <<

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[610] a jorro: a remolque. <<

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[611]
Larache: Larache es una ciudad marroquí de la costa atlántica. Su río es el
Lukkus. <<

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[612] lazo: trampa. <<

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[613] bastimento: las provisiones. <<

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[614] cuerdas: mechas. <<

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[615] torno: cabestrante; aparejo para alzar el ancla. <<

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[616]
Abila y Calpe: son los picos que se alzan a cada uno de los lados del estrecho de
Gibraltar: Djebel Musa en África y Calpe (Gibraltar) en Europa. <<

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[617] navío de aviso: nave ligera que se utilizaba para enviar mensajes. <<

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[618] atambores: tambores. <<

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[619] pífaros: pífanos; flauta travesera de sonido agudo. <<

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[620] esquife: bote de remos que se usaba para ir a tierra desde el barco y viceversa. <<

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[621] … escarcelas: el peto era la pieza de la armadura que cubría la parte delantera
del tronco; el espaldar, la espalda; la gola cubría el cuello; los brazaletes, los brazos, y
las escarcelas cubrían, a modo de faldón que colgaba desde la cintura, el bajo vientre
y la parte superior de los muslos. <<

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[622]armas milanesas: Milán era ciudad famosa por el arte de sus fraguas. La palabra
vistas puede referirse a las hendiduras para ver a través del yelmo o a algún tipo de
adorno labrado en la armadura. <<

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[623] morrión: una especie de casco. <<

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[624]
a la valona: al estilo de Flandes; dispuestas de tal manera que le rodeaban la
copa. <<

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[625] tiros: enganches de la vaina de la espada. <<

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[626] a la esguízara: al estilo suizo. <<

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[627] bizarría: arrojo, valentía. <<

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[628] silla rasa: taburete. <<

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[629] menudamente: con todo detalle. <<

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[630] desatentadamente: sin prestar atención a ninguna otra cosa. <<

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[631] sesgamente: sosegadamente. <<

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[632] propincua: cercana. <<

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[633] desesperarse: quitarse la vida. <<

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[634] título: título nobiliario. <<

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[635]
tósigo: veneno elaborado a partir de la savia del tejo. Por extensión, cualquier
veneno. <<

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[636]polvos de unicornio: en las leyendas medievales, se atribuían propiedades
milagrosas o, simplemente, depurativas al unicornio y, en concreto, a su cuerno. <<

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[637] en términos de: a punto de. <<

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[638] los cueros: la piel. <<

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[639] reducirse: volver. <<

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[640] haber: hacienda, bienes. <<

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[641]cédulas: en este caso, es un documento que certifica un depósito en efectivo;
contra la presentación de este documento, el padre de Isabela podía cobrar el dinero.
<<

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[642]que rezasen las fechas de Francia: el comercio con Inglaterra había sido
prohibido por Felipe II, de forma que el mercader se ve obligado a esta extraña
maniobra para dar validez a las cédulas en España. <<

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[643] letra de aviso: una carta. <<

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[644] barra: banco de arena o arrecife. <<

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[645] frontero: que estaba enfrente. <<

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[646] Santa Paula: monasterio de monjas jerónimas, que todavía existe hoy en Sevilla.
<<

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[647] lauro: el laurel, la palma de la victoria. <<

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[648] Triana: barrio de Sevilla. <<

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[649] campo de Tablada: en este lugar se hallaba la ermita de San Sebastián, cuya
festividad se celebra en pleno invierno, el día 20 de enero. <<

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[650] libraba: todo lo invertía, lo gastaba. <<

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[651]pisaverdes: pisaverde es un término muy despectivo que se usa para referirse a
galanes cursis y algo ridículos por demasiado elegantes y finos. <<

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[652]terceras: celestinas. Mujeres que tercian, que median entre un hombre y la mujer
a la que pretende conquistar. <<

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[653] propincua: próxima, cercana. <<

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[654] asistente: en Sevilla se llamaba así al jefe del ayuntamiento de esta ciudad. <<

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[655] provisor: juez eclesiástico. <<

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[656] Véase nota 634. <<

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[657]Trinidad: de la orden de la Santísima Trinidad; los Padres Trinitarios tenían entre
sus labores la de pedir limosna para la redención de cautivos. <<

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[658]
mayor penitenciero: Cardenal que preside la Congregación de la Penitenciaría
Apostólica. <<

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[659]Roqui, florentín: algunos comentaristas lo han identificado con un banquero
llamado Pirro Boqui. <<

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[660]falugas: pequeñas embarcaciones de remo o vela destinadas, de ordinario, al
transporte de personas relevantes. <<

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[661] tierra a tierra: costeando. <<

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[662] engolfarnos: ir mar adentro. <<

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[663]las Tres Marías: es un lugar cercano a Marsella, donde la crítica cervantina ha
situado tradicionalmente el episodio de la captura de Cervantes. <<

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[664]me presentaran al Gran Turco: presentar es ofrecer como presente (en calidad
de esclavo). El Gran Turco era el gran sultán de Constantinopla. <<

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[665]procesión general: los liberados por los Padres Trinitarios hacían una procesión
de acción de gracias; Recaredo desembarca, como lo hizo Cervantes después de su
rescate, en las costas levantinas y, también como Cervantes, hace la procesión hasta
la catedral de Valencia. <<

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[666]le vistieron de negro: era usual que los criados de estudiantes que, a su vez,
cursasen algún tipo de estudios, vistieran gorro, capa y sotana negros. <<

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[667]
cuesta de la Zambra: en el camino de Málaga a Toledo, llegando a Lucena, en la
actual provincia de Córdoba. <<

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[668] de camino: con indumentaria de viaje. <<

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[669] Hicieron camarada: entablaron amistad. <<

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[670] haciendo la compañía: reclutando soldados para su compañía. <<

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[671] holguras: fiestas, diversiones. <<

www.lectulandia.com - Página 1077


[672]aconcha, patrón; pasa acá, Manigoldo; venga la macarela, li polastri e li
macarroni: graciosa deformación del italiano tal y como debían de chapurrearlo los
soldados españoles de la época. <<

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[673] cercos: los asedios. <<

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[674] tuviese el envite: aceptase la apuesta. <<

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[675]poner en lista de soldado: alistarse como soldado de la compañía, con sus
derechos y obligaciones. <<

www.lectulandia.com - Página 1081


[676] la vuelta de: en dirección a. <<

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[677] aposentadores: los aposentadores y pagadores eran algunos de los oficiales
encargados de organizar el alojamiento de las compañías en aquellas localidades
donde tuvieran que pernoctar. El alojamiento se disponía en las casas de los
lugareños, lo que fue motivo de constantes y enormes tensiones que refleja bien la
literatura de la época. <<

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[678]rescatar de las boletas: algunos soldados cambiaban las boletas de alojamiento
por dinero. <<

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[679] bisoños: soldados. <<

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[680] papagayo: había cambiado el negro por ropas de vistosos colores. <<

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[681] a lo de Dios es Cristo: con pinta de bravo o de rufián. <<

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[682] Horas de Nuestra Señora: devocionario de la Virgen, libro de oraciones. <<

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[683]
Garcilaso sin comento: edición barata, de bolsillo, de un autor que, por lo demás,
ya contaba en esta época con algunas ediciones con comentarios. <<

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[684] faldriqueras: bolsitas pequeñas que se llevaban atadas debajo de la ropa. <<

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[685] maretas: mareas. <<

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[686]
golfo de León: al sur de Francia, aproximadamente entre Perpiñán y Marsella,
donde tuvo lugar, al parecer, el apresamiento de Cervantes. <<

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[687] mandrache: una de las partes del puerto de Génova. <<

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[688] gaudeamus: la alegría de estar en sitio seguro. <<

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[689]Treviano… Romanesco: son vinos de Italia, alguno de ellos todavía hoy muy
reputados. <<

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[690] tropelía: magia. <<

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[691]Madrigal… Baco: en esta ocasión son vinos españoles. Cervantes juega con el
nombre de Ciudad Real, origen de uno de los vinos más apreciados por entonces. El
dios de la risa es Baco, dios, también, del vino. <<

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[692] Otro día: al día siguiente. <<

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[693]estación de las siete iglesias: los peregrinos adquirieron, por el tiempo en que se
sitúa la novela, la costumbre de visitar siete significativas iglesias de la ciudad de
Roma. <<

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[694]agnusdeis: era un medallón de cera, con la imagen de un cordero, que
consagraba el Papa. <<

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[695] cuentas: las del Rosario. <<

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[696]mutación: los alrededores de Roma, enclavada en terreno pantanoso, se volvían
insalubres en ciertas épocas del año, que solían coincidir con cambios
meteorológicos. <<

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[697] Micina: Messina, ciudad al norte de Sicilia, en el estrecho que lleva su nombre.
<<

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[698]medios bultos de cera: muchos críticos han optado por la lectura bustos; pero el
narrador está enumerando exvotos y los de cera no tienen por qué ser, desde luego,
bustos, y sí bultos de formas diversas y, a veces, imprecisas. <<

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[699]Ancona: ciudad a orillas del Adriático, situada en la parte central de la costa
norte italiana. <<

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[700]Calipso: en la Odisea, la ninfa Calipso cautiva con sus encantos a Ulises y lo
retiene a su lado haciéndole perder, ebrio de placer, la noción del tiempo. <<

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[701]oficina de Vulcano: Vulcano es el dios romano de la fragua, industria por la que
era famosa la ciudad de Milán. <<

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[702] ojeriza del reino de Francia: Lombardía, capital Milán, fue objeto de disputa
continua entre españoles y franceses porque era un enclave estratégico de enorme
importancia. A través del Milanesado discurría el llamado camino español que
utilizaban las tropas para ir a Flandes. <<

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[703]por estar puesta en armas: probable referencia a las revueltas de los hugonotes
que terminaron en 1567 en la batalla de Saint-Denis. <<

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[704] añagaza: trampa, engaño. <<

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[705] vademécum: carpeta de estudiante; por extensión, estudiante. <<

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[706] veneficios: del latín veneficium «envenenamiento». <<

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[707] alferecía: epilepsia. <<

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[708]
vasera de orinal: la vasera era una especie de caja o cestillo para guardar los
vasos. <<

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[709] azogado: turbado, muy agitado. <<

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[710]monte Testacho: era, en realidad, un vertedero donde los romanos arrojaban
restos de vasijas y tejuelos de barro; con el tiempo alcanzó proporciones
descomunales. <<

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[711] ropería: el lugar donde se recogía ropa para distribuirla entre los pobres. <<

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[712]Filiae… vestros: Lucas 23, 28 («Hijas de Jerusalén, llorad por vosotras y por
vuestros hijos.»). Tomás está llamando judía a la ropera; el marido se siente ofendido
porque entiende, como pretende Vidriera, que «vestros» insinúa que los hijos lo son
solo de la mujer; es decir, son ilegítimos. <<

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[713] casa llana: burdel. <<

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[714] desgarrar: marchar de casa de mi padre. <<

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[715]árguenas: cestas unidas entre sí mediante arcos que se usaban para cargar a las
bestias. <<

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[716] tercios: cada lado de la carga. Se usaban piedras para equilibrar. <<

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[717]celebro: cerebro. La medicina clásica basaba la salud en el equilibrio de los
elementos del cuerpo. Tomás se encuentra bien (neutral) porque tiene equilibrados
corazón (pulsos) y cerebro. <<

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[718] alcándaras: perchas, en este caso de aves rapaces. <<

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[719]Cum ducum… opes: «En otro tiempo los poetas eran amados por reyes y
caudillos, los antiguos coros alcanzaban grandes premios. Santo respeto y nombre
venerable tenían los vates; y con frecuencia recibían generosos dones», Ovidio, Ars
amandi, III, 405-408. <<

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[720]Est Deus… illo: «Hay un dios en nosotros; cuando actúa nos sentimos
enardecidos», Ovidio, Fastos, VI, 5. <<

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[721]At sacri… vocamus: «Sin embargo, a los poetas se nos llama sagrados y queridos
por los dioses», Ovidio, Amores, III, elegía 9, 17. <<

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[722] churrulleros: charlatán y pretencioso; que hace mal su oficio. <<

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[723] alfeñicado: de alfeñique, empalagoso. <<

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[724] sitiales: asientos destinados en los actos públicos a personajes relevantes. <<

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[725] algalia: como ámbar y almizcle, se trata de un tipo de perfume. <<

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[726] acera de San Francisco: desde la plaza Mayor hasta la Fuente Dorada. <<

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[727] melindres: alabanzas exageradas y un tanto fingidas. <<

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[728] privilegio: equivale a lo que hoy entendemos por «derechos de autor». <<

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[729]fiador: el fiador es el que asume el pago en caso de incumplimiento. El trasero
es el que paga las faltas de los chavales. Trasero era, además de nalgas, el que
ocupaba el último lugar en una cuerda de presos. <<

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[730] alcagüeta: alcahueta, vieja intermediaria. <<

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[731]alcagüete… coche: el chiste hace referencia a la costumbre de valerse de coches
para ejercer la prostitución. <<

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[732]Redoma: la redoma era un tipo de vasija de vidrio, pero el adjetivo redomado se
aplicaba a las personas astutas y maliciosas. <<

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[733] punta: cierta cualidad. <<

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[734]cacos: Caco era el famoso ladrón que robó a Hércules el ganado que este había
sustraído previamente a Geriones. El robo de Caco no fue por fuerza, sino por
astucia. Tildar de cuatreros a quienes han de cuidar las mulas es un chiste muy del
tono de los de Vidriera. <<

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[735] boquimuelles: sin autoridad, blandos de palabra. <<

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[736]… años pasados: en tiempos de Carlos V eran habituales timbas y tómbolas;
bajo el reinado de su hijo estas diversiones se vieron drásticamente reducidas. Hacer
suertes es hacer trampas. <<

www.lectulandia.com - Página 1142


[737] Háganse a zaga: pongan las cosas atrás. <<

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[738] pésetes: juramentos, maldiciones («echar pestes»). <<

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[739]enjalmas: mantas con que se protegía a las bestias de los aparejos que se
colocaban encima. <<

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[740] Véase nota 162. <<

www.lectulandia.com - Página 1146


[741] Honora medicum aborrebit illam… : «Honra al médico porque es necesario;
pues, en verdad, a él lo ha creado el Altísimo. De Dios proviene toda curación y del
rey recibirá mercedes. La ciencia del médico le ha permitido llevar erguida su cabeza
y será alabado en presencia de los poderosos. El Altísimo ha hecho brotar de la tierra
los remedios y el hombre prudente no los rechazará», Eclesiástico 38, 1-4. <<

www.lectulandia.com - Página 1147


[742] a pie quedo: sin esfuerzo. <<

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[743] récipe: receta. <<

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[744] recepta: receta. <<

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[745]Sumat diluculo: «tómese al amanecer». Chiste escatológico basado en el juego
de palabras a partir del latín diluo «deshacer, diluir» y de la terminación «-culo». <<

www.lectulandia.com - Página 1151


[746] juez de comisión: juez comisionado para resolver causas fuera de la ciudad. <<

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[747]pistoletes: pequeño arcabuz entre pistola y escopeta. En francés pistole era un
tipo de moneda. <<

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[748] mostrenco: bienes sin dueño. <<

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[749] Tántalo: según la versión más extendida, era hijo de Zeus y de Pluto. Por una
falta sobre cuya naturaleza los mitógrafos no coinciden, hubo de sufrir uno de los más
famosos castigos de la mitología: sumergido en una laguna hasta el cuello, padecía
sed eterna, ya que el agua se retiraba en cuanto intentaba introducir en ella la boca.
También era torturado por el hambre: una rama cargada de fruta pendía sobre él, pero
cada vez que alargaba la mano, la rama se alzaba hasta quedar fuera de su alcance. <<

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[750] maeso: maestro. <<

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[751] oficio de provincia: era funcionario de la Audiencia. <<

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[752] discantaba: hablaba. <<

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[753] dobladilla: juego de cartas donde la apuesta dobla su valor cada jugada. <<

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[754] hijodalgo: hidalgo. <<

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[755] autores: directores de las compañías de teatro. <<

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[756]florestas… recrean: nótese la similitud entre esta comparación en boca de
Vidriera con la que Cervantes introduce en el «Prólogo» de las Novelas ejemplares.
<<

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[757]Nemo: nadie. El uso de este indefinido como nombre propio, en tono ingenioso o
de chiste, es un tópico de la literatura y el folclore; Vidriera enlaza aquí citas bíblicas
y aforismos clásicos graciosamente mutilados: «Nadie conoce al Padre, nadie vive sin
culpa, nadie está satisfecho de su propia suerte, nadie asciende al cielo». <<

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[758]teño: tengo. El Licenciado mezcla castellano (tiño) y portugués (tenho) para
hacer este chiste. <<

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[759]muladar overo: los muladares eran vertederos o estercoleros que había a las
afueras de las villas; overo es de color de huevo. <<

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[760] cañones: lo más recio, inmediato a la raíz, del pelo de la barba. <<

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[761] corriose: se sintió avergonzado. <<

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[762] escabechados: teñidos. <<

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[763]
permafoy: «par ma foi». Expresión que, al parecer, era muy del gusto de las
dueñas («por mi fe», «a fe mía»). <<

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[764] vainillas: labores; vainica. <<

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[765]
In manu… honorem: «El poder de un hombre está en las manos de Dios y Él
impone dignidad en el rostro del escriba», Eclesiástico 10, 5. <<

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[766] majuelo: viña. «La viña del diablo» por oposición a «la viña del Señor». <<

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[767]les hiciese mirar por el virote: era una expresión proverbial que quiere decir «les
hiciese desempeñar con honradez su oficio». <<

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[768] la había probado la tierra: le había sentado mal el clima. <<

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[769] ético: moral y justo; pero, también, hético: tísico, extremadamente flaco. <<

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[770] Nolite… meos: «No toquéis a mis ungidos», Salmos 105, 15. <<

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[771]los aranjueces del cielo: era una expresión utilizada como alabanza máxima de
una cosa. <<

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[772] gariteros: dueños de casas de juego. <<

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[773] tahúres: jugadores profesionales. <<

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[774]barato: propina que recibían del jugador los mirones que formaban corro en una
partida. <<

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[775]polla y cientos: la polla era la apuesta que se hacía en el juego de cartas. Ciento
era un juego de naipes, normalmente de dos jugadores, que ganaba el que alcanzara
primero los cien puntos. <<

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[776] malsines: personas malintencionadas. <<

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[777]juegos de estocada…: distintos juegos de naipes en los que alguno de los
jugadores partía con ventaja y que acabaron por ser prohibidos a finales del siglo XVI.
<<

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[778] dar grita: burlarse de él. <<

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[779] patio de los Consejos: en el Palacio Real, en Madrid. <<

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[780] segundo en licencias: fue el segundo de su promoción. <<

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[781] bogar: remar. <<

www.lectulandia.com - Página 1187


[782] pensión: inconveniente. <<

www.lectulandia.com - Página 1188


[783] no se piensan: no se esperan. <<

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[784] araños: arañazos. <<

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[785] comodidades: conveniencias. <<

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[786] no tiran más allá la barra: no van más allá de. <<

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[787]Habría que anteponer un «no» a este verbo para una mejor comprensión de la
frase. <<

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[788] desesperarme: suicidarme. <<

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[789] tablas: cuadros. <<

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[790] iglesia mayor: catedral. <<

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[791] tirasen: retirasen. <<

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[792] vuelva por tu justicia: te defienda. <<

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[793] «He aquí los buenos pollos, pichones, jamones y salchichas». <<

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[794] romance: el castellano, en este caso. <<

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[795] recaudo: aviso, recado. <<

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[796] carrera de caballeros: acaso, como se ha sugerido, una carrera de sortija, fiesta
habitual de caballeros que describe así el Diccionario de Autoridades: «Fiesta de
acaballo, que se executa poniendo una sortija de hierro del tamáño de un ochavo
segobiano, la qual está encaxada en otro hierro, de donde se puede sacar con
facilidad, y este pende de una cuerda o palo tres o quatro varas alto del suelo: y los
Caballeros o personas que la corren, tomando la debida distáncia, a carrera, se
encaminan a ella, y el que con la lanza se la lleva, encaxándola en la sortíja, se lleva
la gloria del más diestro, y afortunado». <<

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[797] volvió Luis a su acuerdo: recobró el conocimiento. <<

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[798] damascos: telas de seda con dibujo. <<

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[799] confiriendo: cotejando. <<

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[800] suceso: éxito. <<

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[801] por la posta: con rapidez. <<

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[802] compadece: se combina, se conjuga. <<

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[803] improvisa: imprevista. <<

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[804] vislumbres: reflejos, pero acaso también apariencias. <<

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[805] embebecidos: pasmados. <<

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[806] frontero: enfrente de. <<

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[807] puñéis: luchéis. <<

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[808] de todo en todo: por completo. <<

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[809] ciertos: fulleros, tramposos. <<

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[810] Tierrafirme: zona costera del Perú, entre la isla Margarita y el río Darién. <<

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[811] mortaja de esparto: esterilla sobre la que dormir. <<

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[812] Cartagena de Indias, en Colombia. <<

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[813] pesos ensayados: monedas de plata castellanas cuyo metal ha sido comprobado.
<<

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[814] Contemplaba: reflexionaba. <<

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[815]en ser: en su forma original, en lingotes, no convertida en moneda de uso
corriente. <<

www.lectulandia.com - Página 1221


[816] de todo en todo: en absoluto. <<

www.lectulandia.com - Página 1222


[817] ducados: moneda equivalente a once reales y un maravedí. <<

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[818] saya de raja: falda larga. <<

www.lectulandia.com - Página 1224


[819] ropilla de tafetán: camisa de seda vasta y de poco valor. <<

www.lectulandia.com - Página 1225


[820] casapuerta: zaguán. <<

www.lectulandia.com - Página 1226


[821] apartamiento: habitación apartada, retirada. <<

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[822] herrolas: las marcó. <<

www.lectulandia.com - Página 1228


[823] bozales: incultas, sin educación. <<

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[824] a censo: en alquiler. <<

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[825] en junto: en grandes cantidades, al por mayor. <<

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[826]dueña: «Se entienden comúnmente aquellas mujeres viudas y de respeto que se
tienen en Palacio y en las casas de los Señores para autoridad de las antesalas y
guarda de las demás criadas. Estas andaban vestidas de negro y con unas tocas
blancas de lienzo o beatilla que pendiendo de la cabeza bajaban por la circunferencia
del rostro y, uniéndose debajo de la barba, se prendían en los hombros y descendían
por el pecho hasta la mitad de la falda y, así mismo llevaban siempre un manto negro
prendido por los hombros, desde donde remataban las tocas de la cabeza»
(Diccionario de Autoridades). <<

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[827] el sagaz perturbador: el diablo. <<

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[828] Argos: el vigilante por antonomasia, como ya se vio en La gitanilla. <<

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[829]manzanas de oro: referencia a las mitológicas manzanas de oro que fueron
regaladas a Hera y cuya custodia estaba al cargo de las Hespérides. <<

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[830] se pusiese por obra: se llevase a cabo. <<

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[831] entrado en bureo: planeado. <<

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[832] veinticuatros: regidores. <<

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[833]
Versos procedentes del romance de Abenamar, que rematan dos citas poéticas, la
primera referida al romance de Gazul atribuido a Lope de Vega y la segunda a una
cancioncilla muy difundida que parece remitir al marqués de Santillana. <<

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[834]los protagonistas de El abencerraje, novela corta de ambiente morisco cuya
versión más completa se publicó en el Inventario de Antonio de Villegas (Medina del
Campo, 1565). <<

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[835]Tomunibeyo: seguramente Al-Ashraf Tuman Bay conocido como Tuman Bay II
(ca. 1476-1517), sultán de Egipto. No se conocen las coplas a las que se refiere el
texto. <<

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[836]moyos: porciones (el moyo era una unidad de medida en Castilla para las cosas
secas). <<

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[837] mañero: fácil. <<

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[838]cerradura de loba: «la que tiene los dientes de las guardas semejantes a los
dientes del lobo» (Diccionario de Autoridades). <<

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[839] a solapo: a escondidas. <<

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[840] tracistas: tramposos. <<

www.lectulandia.com - Página 1246


[841] torzal: cordón formado a partir de varias hebras unidas y entrelazadas. El
Diccionario de Autoridades acude precisamente a este texto para ejemplificar el
significado de la palabra. <<

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[842]
cáfila: «tropel y conjunto de gente sin orden para algún fin» (Diccionario de
Autoridades). <<

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[843] seguida: seguidilla. <<

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[844] echar el sello: rematar. <<

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[845] tafetán leonado: seda de color amarillo oscuro. <<

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[846] jubón: «Vestido de medio cuerpo arriba, ceñido y ajustado al cuerpo, con
faldillas cortas, que se ataca por lo regular con los calzones» (Diccionario de
Autoridades). <<

www.lectulandia.com - Página 1252


[847] no tan por brújula: no tan cuidadosamente. <<

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[848] salta por el Rey de Francia: apremiado, forzado. <<

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[849] tuáutem: lo principal. <<

www.lectulandia.com - Página 1255


[850] de largo a largo: cuan larga era. <<

www.lectulandia.com - Página 1256


[851] alopiado: opiado, compuesto con opio. <<

www.lectulandia.com - Página 1257


[852] contrahacer: falsificar. <<

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[853] démonos un verde: démonos una alegría. <<

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[854] corrimientos: adversidades, vergüenzas, persecuciones. <<

www.lectulandia.com - Página 1260


[855] no era muy ladina: no hablaba bien castellano. <<

www.lectulandia.com - Página 1261


[856] guarentigia: con garantías. <<

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[857] por la intemerata eficacia: por lo más sagrado. <<

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[858]
Cabra: en la provincia de Cabra; a ella se refiere también Cervantes en la
segunda parte del Quijote (cap. 14). <<

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[859] gregüescos: calzones. <<

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[860]
Cantarcillo popular muy difundido en la época que Cervantes reproduce también
en La entretenida. Véase Jean Canavaggio, «Madre la mi madre: textes et contextes»,
BHi, XCII (1990), pp. 111-123. Hommage à Maxime Chevalier. Traducido en
Cervantes, entre vida y creación, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos,
2000, pp. 187-198. <<

www.lectulandia.com - Página 1266


[861] hiriendo de pie y de mano: temblando. <<

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[862] alferecía: epilepsia, convulsiones. <<

www.lectulandia.com - Página 1268


[863] paso ante paso: paso a paso. <<

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[864]dijo el nombre de las Pascuas: eco de un refrán registrado en catálogos
paremiológicos de la época: «Dijéronse los nombre de las Pascuas. Esto es, los
nombre grandes y solenes. Llamáronse ‘bellacas’, ‘putas’, ‘alcahuetas’». <<

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[865] repulgadas: con adornos de lienzo u otros materiales retorcidos. <<

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[866] dando en tierra: echando por tierra. <<

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[867] recudida: concurrente. <<

www.lectulandia.com - Página 1273


[868] pie ante pie: sigilosamente. <<

www.lectulandia.com - Página 1274


[869] compadecerse en uno: ajustarse, corresponderse, ser compatible. <<

www.lectulandia.com - Página 1275


[870] mandaré: legaré. <<

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[871] vuelto […] en su acuerdo: recobrado el conocimiento. <<

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[872] horras: libres. <<

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[873] desgarró: se escapó. <<

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[874] parvas: mieses. <<

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[875]
Alfarache: alusión a Guzmán de Alfarache, el pícaro protagonista de la novela de
Mateo Alemán. <<

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[876] taba: juego de suertes con huesos de carnero. <<

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[877] rentoy: juego de cartas. <<

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[878] presa y pinta en pie: nuevo juego de cartas. <<

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[879] ermitas de Baco: bares, tabernas. <<

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[880]
jalbegado con bermellón y almagre: maquillado con azufre y mercurio en polvo
(bermellón) y con arcilla rojiza (almagre). <<

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[881] Zahara: hoy Zahara de los Atunes, en la provincia de Cádiz. <<

www.lectulandia.com - Página 1287


[882] finibusterrae: el no va más de la picaresca. <<

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[883] lucios: lustrosos, relucientes. <<

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[884] cicateruelos: ladrones que realizan su labor cortando bolsas. <<

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[885] oracioneros: ciegos aparentes que rezan oraciones. <<

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[886]
esportilleros: mozos que llevan bolsas de esportilla, como hicieron Rinconete y
Cortadillo al llegar a Sevilla. <<

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[887]… Sevilla: todos los nombres geográficos mencionados hasta ahora (Ventillas y
Zocodover de Toledo, almadrabas de Zahara, barbacanas de Sevilla, etc.) son lugares
bien conocidos de la geografía picaresca de la época. <<

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[888] mandilejos: criados de rufianes o prostitutas. <<

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[889] poltronería: holgazanería. <<

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[890] por puntos: a cada momento. <<

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[891] estribos: estribillos, glosas. <<

www.lectulandia.com - Página 1297


[892] acíbar: jugo amargo. <<

www.lectulandia.com - Página 1298


[893] atajadores: hombres a pie y a caballo encargados de vigilar la costa. <<

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[894] parte: motivo. <<

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[895] Tres ánades, madre: canción tradicional de la época. <<

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[896] jábega: junta de pícaros. <<

www.lectulandia.com - Página 1302


[897]sobre eso, morena: frase hecha con el significado de «atenerse a las
consecuencias». <<

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[898] fuente de Argales: intento vallisoletano para abastecer de agua a la ciudad. <<

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[899] Valdeastillas: lugar al sur de Valladolid. <<

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[900]
uno piensa el bayo y otro el que le ensilla: refrán para significar que uno piensa
una cosa y sucede otra distinta. <<

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[901] Pizarra de la Mancha: como las anteriores, fuente de la época. <<

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[902] Mojados: lugar al sur de Valladolid, no lejos de Valdeastillas. <<

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[903] payo: villano, campesino. <<

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[904]capotillos de dos haldas, zahones o zaragüelles: capas cortas de dos piezas y
calzones. <<

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[905] ad pedem literae: a pie. <<

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[906] anjeo: lino. <<

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[907] coletos: chalecos. <<

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[908] tiros: las correas de donde pendían las espadas. <<

www.lectulandia.com - Página 1314


[909]Alonso Genís y a Ribera: dos ladrones históricos, hechos prender por el conde de
Priego, no por el conde de Puñonrostro como se dice en el texto. <<

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[910] Bercebú: el demonio. <<

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[911] jácaros: matones. <<

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[912]
posada del Sevillano: probablemente una posada destruida durante la guerra civil
de 1936-1939 que se encontraba en la escalinata que iba del Zocodover a la cuesta del
Carmen. <<

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[913]venta Tejada: probablemente la venta Tajada, cerca de Almodóvar del Campo, en
el camino que iba de Toledo a Sevilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1319


[914] zahareña: arisca, intratable. <<

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[915]villana de Sayago: personaje cómico del teatro español del Siglo de Oro
caracterizado por su tosquedad. <<

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[916]Sangre de Cristo: este es el nombre de la calle en que se encontraba la posada
del Sevillano (véase nota 912). <<

www.lectulandia.com - Página 1322


[917] casas de estado: bodegones. <<

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[918]
artificio de Juanelo: ingenio de Juanelo Turriano para subir el agua a la ciudad
de Toledo desde el río Tajo. <<

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[919]
Sagrario… Vega: lugares todos de la ciudad de Toledo. El paseo de las Vistillas
de San Agustín hoy ya no existe. <<

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[920] Ginebra: la mujer del rey Arturo. <<

www.lectulandia.com - Página 1326


[921] miedo de santo Antón: alusión a las tentaciones de san Antonio. <<

www.lectulandia.com - Página 1327


[922]
Pata es la traviesa: expresión que se empleaba para indicar que alguien ha
engañado a alguien y al revés. <<

www.lectulandia.com - Página 1328


[923] amanecerá Dios y medraremos: todo se arreglará. <<

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[924] chirimías: instrumentos musicales de viento. <<

www.lectulandia.com - Página 1330


[925] tráfago: movimiento. <<

www.lectulandia.com - Página 1331


[926]
saya y corpiños: ropa que visten las mujeres de la cintura a los pies; prenda
femenina sin mangas. <<

www.lectulandia.com - Página 1332


[927] cabezón: cuello. <<

www.lectulandia.com - Página 1333


[928] chinelas: zapatos sin talón, apropiados para andar por casa. <<

www.lectulandia.com - Página 1334


[929] garbín: cofia. <<

www.lectulandia.com - Página 1335


[930] hacen trampantojos: roban. <<

www.lectulandia.com - Página 1336


[931]
celemín: medida de granos y semillas equivalente a cuatro litros y medio, más o
menos. <<

www.lectulandia.com - Página 1337


[932] dares ni tomares: peleas, enfados. <<

www.lectulandia.com - Página 1338


[933]
Para mi santiguada: juramento habitual en la época cuando alguien se
compromete a algo «por mi cara santiguada», como «por mi vida». <<

www.lectulandia.com - Página 1339


[934] piñón: opinión. <<

www.lectulandia.com - Página 1340


[935]narigudo poeta: alusión a las Metamorfosis (transformaciones) de Ovidio (el
narigudo poeta). <<

www.lectulandia.com - Página 1341


[936] antecogiendo: cogiendo por delante. <<

www.lectulandia.com - Página 1342


[937] Aceca: como Orgaz, lugares de la provincia de Toledo. <<

www.lectulandia.com - Página 1343


[938]arcaduces: originalmente, caños que conducen el agua, pero también se utilizaba
en la época, como aquí, como metáfora para referirse a «cuando un negocio va
encaminado secretamente por diversas personas y echando juicio y seso a montón,
damos cuenta de ello a quien sabe la verdad. Suele el tal responder: no va el negocio
por estos arcaduces». <<

www.lectulandia.com - Página 1344


[939] atraillado: atado. <<

www.lectulandia.com - Página 1345


[940] cuyo: amante. <<

www.lectulandia.com - Página 1346


[941] me trae alcanzado de paciencia: no lo puedo soportar. <<

www.lectulandia.com - Página 1347


[942] Porcia…, Minerva… Penélope: ejemplos habituales de castidad (Mi-nerva) y
fidelidad (las otras dos). <<

www.lectulandia.com - Página 1348


[943] relator: miembro del tribunal que redacta y explica las sentencias. <<

www.lectulandia.com - Página 1349


[944] a rasuras: a vino. <<

www.lectulandia.com - Página 1350


[945] cabellera: postizos. <<

www.lectulandia.com - Página 1351


[946] afeitarse: maquillarse. <<

www.lectulandia.com - Página 1352


[947] albayalde: especie de polvo blanco, a modo de cal. <<

www.lectulandia.com - Página 1353


[948] jalbega: véase nota 880 <<

www.lectulandia.com - Página 1354


[949] Mondó: limpió. (Mondó el pecho: carraspeó.) <<

www.lectulandia.com - Página 1355


[950] Compás: lugar picaresco sevillano, pero también baile. <<

www.lectulandia.com - Página 1356


[951] Engarráfela: agárrela. <<

www.lectulandia.com - Página 1357


[952] contrapás: baile extranjero, como se indica más abajo. <<

www.lectulandia.com - Página 1358


[953] dibujos: complicaciones. <<

www.lectulandia.com - Página 1359


[954]
zarabandas, chaconas y folías: bailes de época, alguno muy criticado por
moralistas y censores. <<

www.lectulandia.com - Página 1360


[955] escudillen: aquí bailen, de su original servir en la escudilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1361


[956]gollete: quedan saciados. El gollete es la parte superior y exterior de la garganta,
por debajo de la barbilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1362


[957] Vierten azogue: echan humo. El ritmo del baile es muy rápido. <<

www.lectulandia.com - Página 1363


[958]las mulillas se descorchan: los zapatos se rompen. Las mulillas era un tipo de
calzado antiguo probablemente confeccionado con corcho. <<

www.lectulandia.com - Página 1364


[959]Péseme y Perra mora: bailes populares de la época, como la zarabanda o
chacona, ya mencionados, o el zambapalo, que lo será más adelante. <<

www.lectulandia.com - Página 1365


[960]turbamulta de los mulantes y fregatrices: confusión de mozos de mulas y
fregonas. <<

www.lectulandia.com - Página 1366


[961] tomo: de más entidad. <<

www.lectulandia.com - Página 1367


[962] cuero… odrina: borracho. <<

www.lectulandia.com - Página 1368


[963] la de Mazagatos: hubo mucho escándalo. <<

www.lectulandia.com - Página 1369


[964] Cielo impíreo: cielo ardiente, donde reside la divinidad. <<

www.lectulandia.com - Página 1370


[965]primer moble: castellanización de la expresión latina Primum mobile (primer
motor). La concepción geocéntrica del universo consideraba que la tierra ocupaba el
centro del universo y estaba rodeada de una serie de globos huecos y transparentes
denominados esferas, cielos o elementos. En cada una de las primeras siete esferas
hay un gran cuerpo luminoso fijo, en este orden empezando por la Tierra: la Luna,
Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno; los siete planetas. Más allá de
Saturno está el Stellatum, donde se encuentran las estrellas fijas. Más allá del
Stellatum hay una esfera llamada primer motor, el Primum mobile. Esta concepción
del universo fue utilizada constantemente en nuestro Siglo de Oro como figura
poética. <<

www.lectulandia.com - Página 1371


[966] Jove: Júpiter. <<

www.lectulandia.com - Página 1372


[967] adúltero guerrero: Marte. <<

www.lectulandia.com - Página 1373


[968] … y sol segundo: Venus. <<

www.lectulandia.com - Página 1374


[969] grave embajador: Mercurio. <<

www.lectulandia.com - Página 1375


[970] zahareña: arisca. <<

www.lectulandia.com - Página 1376


[971] niño de la dotrina: huérfano. <<

www.lectulandia.com - Página 1377


[972] entrevo: entiendo. <<

www.lectulandia.com - Página 1378


[973] Preste Juan de las Indias: personaje fabuloso. <<

www.lectulandia.com - Página 1379


[974] mohíno: triste, disgustado. <<

www.lectulandia.com - Página 1380


[975] caniculares: verano. <<

www.lectulandia.com - Página 1381


[976]doncellas de Dinamarca: referencia irónica, pues doncella de Dinamarca era la
confidente de Oriana, el personaje femenino principal del Amadís. Aquí, sin embargo,
son mozas de mesón y fregonas. <<

www.lectulandia.com - Página 1382


[977] las cuatro oraciones: el Padre Nuestro, el Avemaría, la Salve y el Credo. <<

www.lectulandia.com - Página 1383


[978] gazafatones: disparates. <<

www.lectulandia.com - Página 1384


[979] de la aljaba: del ingenio de la sobrina. <<

www.lectulandia.com - Página 1385


[980] Horas: libro de horas. <<

www.lectulandia.com - Página 1386


[981] azogue: mercurio. <<

www.lectulandia.com - Página 1387


[982] dolamas: enfermedades. <<

www.lectulandia.com - Página 1388


[983] azuda: noria. <<

www.lectulandia.com - Página 1389


[984] primera: juego de cartas. <<

www.lectulandia.com - Página 1390


[985] bufete: mesa. <<

www.lectulandia.com - Página 1391


[986] sobremesa: tapete. <<

www.lectulandia.com - Página 1392


[987]
arcedianos: dignidad eclesiástica de cierta importancia. Aquí vale como que los
aguadores juegan mucho dinero. <<

www.lectulandia.com - Página 1393


[988] resto: apuesta. <<

www.lectulandia.com - Página 1394


[989] hiciera mesa gallega: lo hubiera ganado todo. <<

www.lectulandia.com - Página 1395


[990] jamás gastó menestra: Lope nunca se echó atrás. <<

www.lectulandia.com - Página 1396


[991]carneros de Berbería: carneros con la cola muy ancha y redonda por lo que se
decía que esta era el quinto cuarto. <<

www.lectulandia.com - Página 1397


[992] rumbo y jácara: peligros y amenazas. <<

www.lectulandia.com - Página 1398


[993] boatos: ostentaciones, jactancias. <<

www.lectulandia.com - Página 1399


[994] quínola… y pasante: juegos de cartas. <<

www.lectulandia.com - Página 1400


[995] … Tamorlán: expresión para ponderar irónicamente la nobleza de alguno. <<

www.lectulandia.com - Página 1401


[996] daca: dame acá. <<

www.lectulandia.com - Página 1402


[997] reguridad: rigor. <<

www.lectulandia.com - Página 1403


[998] desalada: inquieta, ansiosa. <<

www.lectulandia.com - Página 1404


[999] acémilas: mulas de carga. <<

www.lectulandia.com - Página 1405


[1000] reposteros: paños puestos encima de las acémilas con las armas del señor. <<

www.lectulandia.com - Página 1406


[1001]doctor de la Fuente: probablemente Rodrigo de la Fuente, médico y catedrático
de la Universidad de Toledo. <<

www.lectulandia.com - Página 1407


[1002]
hidropesía: enfermedad causada por la excesiva abundancia de líquidos en el
cuerpo. <<

www.lectulandia.com - Página 1408


[1003] randera: tejedora. <<

www.lectulandia.com - Página 1409


[1004] a la almohadilla: privadamente. <<

www.lectulandia.com - Página 1410


[1005] mala landre: tipo de maldición. Landre: tumor. <<

www.lectulandia.com - Página 1411


[1006] a fuer: a causa de. <<

www.lectulandia.com - Página 1412


[1007]dispensación del parentesco: al ser primos se hacía necesario una dispensa de la
Iglesia. <<

www.lectulandia.com - Página 1413


[1008] remanecer: aparecer, surgir, súbita e inesperadamente. <<

www.lectulandia.com - Página 1414


[1009]Castiblanco: Castilblanco de los Arroyos a poco más de treinta kilómetros al
norte de Sevilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1415


[1010] cuartago: caballo pequeño o mal proporcionado. <<

www.lectulandia.com - Página 1416


[1011] de recado: cuidadoso. <<

www.lectulandia.com - Página 1417


[1012] volver en su acuerdo: despertar. <<

www.lectulandia.com - Página 1418


[1013] Fueron y vinieron y dieron y tomaron: le dieron vueltas. <<

www.lectulandia.com - Página 1419


[1014] pensar: dar el pienso, alimentar. <<

www.lectulandia.com - Página 1420


[1015] cubiletes: vasos pequeños de metal. <<

www.lectulandia.com - Página 1421


[1016] nuevas: novedades, noticias. <<

www.lectulandia.com - Página 1422


[1017]Párrafo en el que se alude a circunstancias de actualidad: la guerra en Flandes,
las incursiones turcas en las costas españolas y las acciones bélicas de Segismundo de
Bathori, príncipe de Transilvania (1572-1613). <<

www.lectulandia.com - Página 1423


[1018] traza: artimaña, argucia. <<

www.lectulandia.com - Página 1424


[1019] incontrastable: ineludible, fatal. <<

www.lectulandia.com - Página 1425


[1020] intricado: intrincado. <<

www.lectulandia.com - Página 1426


[1021] presupuesto: propósito, objetivo. <<

www.lectulandia.com - Página 1427


[1022] afeitadas: adornadas. <<

www.lectulandia.com - Página 1428


[1023] fementidos: sin palabra, traidores. <<

www.lectulandia.com - Página 1429


[1024] frontero de: enfrente de. <<

www.lectulandia.com - Página 1430


[1025] di […] en tierra: di al traste. <<

www.lectulandia.com - Página 1431


[1026] a hurto: a espaldas. <<

www.lectulandia.com - Página 1432


[1027]
Eneas: el personaje de la Eneida que desdeñó a Dido, de ahí el adjetivo
«engañador». <<

www.lectulandia.com - Página 1433


[1028] Vireno: otro personaje, ahora del Orlando furioso, evocado por razones
similares al anterior: en este caso, Vireno abandona a Olimpia tras enamorarse de una
hija del rey de Frigia. Las citas en este sentido son abundantes en la literatura de los
siglos XVI y XVII. <<

www.lectulandia.com - Página 1434


[1029] volcarse: revolcarse. <<

www.lectulandia.com - Página 1435


[1030] Véase nota 808. <<

www.lectulandia.com - Página 1436


[1031] almorzar: desayunar. <<

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[1032] Cazalla: Cazalla de la Sierra a ochenta kilómetros al norte de Sevilla. <<

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[1033] por hurtarle el cuerpo: por evitarle. <<

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[1034]Igualada: municipio de la provincia de Barcelona, a unos setenta kilómetros de
esta, en el interior, capital de la comarca del Anoia. <<

www.lectulandia.com - Página 1440


[1035] hacen el salto: asaltan. <<

www.lectulandia.com - Página 1441


[1036] azar: suerte adversa. <<

www.lectulandia.com - Página 1442


[1037] di traza: urdí, organicé. <<

www.lectulandia.com - Página 1443


[1038] salteó: interrumpió. <<

www.lectulandia.com - Página 1444


[1039]Libia […] Scitia: lugares tópicos de la época para la expresión de juegos de
contrarios. <<

www.lectulandia.com - Página 1445


[1040]Esta conjunción se añade habitualmente en las ediciones modernas, pero no
figura en la de 1613. <<

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[1041] de punto en punto: poco a poco, cada vez más. <<

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[1042] marina: costa. <<

www.lectulandia.com - Página 1448


[1043]
Don Pedro Vich y Manrique (1537-1607), caballero valenciano que alcanzó el
cargo de general de los galeones de Indias. <<

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[1044]esquifes: barcos pequeños que se llevan dentro de los navíos grandes, para saltar
en tierra y para otros menesteres (Diccionario de Autoridades). <<

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[1045] trencillo: cinta con la que se adorna un sombrero. <<

www.lectulandia.com - Página 1451


[1046]
Bradamante y Marfisa, o Hipólita y Pantasilea: personajes femeninos evocados
como mujeres guerreras por antonomasia. Las dos primeras remiten al Orlando
innamorato y al Orlando furioso, las otras fueron reinas de las amazonas. <<

www.lectulandia.com - Página 1452


[1047] al cabo: al borde de la muerte. <<

www.lectulandia.com - Página 1453


[1048] descuento: compensación. <<

www.lectulandia.com - Página 1454


[1049]
no: corregimos, como el resto de los editores de las Novelas ejemplares, el
«me» de la edición príncipe que hace menos comprensible la frase. <<

www.lectulandia.com - Página 1455


[1050]
Granolleques: acaso los Granallachs de Vich, según sugerencia de R. Schevill y
A. Bonilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1456


[1051] otro día: al día siguiente. <<

www.lectulandia.com - Página 1457


[1052]
esclavinas: muceta pequeña que forma parte del atuendo de peregrino
compostelano y se pone abierta sobre el pecho. <<

www.lectulandia.com - Página 1458


[1053] recuesto: loma, colina. <<

www.lectulandia.com - Página 1459


[1054] adarga: escudo. <<

www.lectulandia.com - Página 1460


[1055] terciada: cogida por el centro. <<

www.lectulandia.com - Página 1461


[1056] botes: golpes con la punta. <<

www.lectulandia.com - Página 1462


[1057] de hoy más: de hoy en adelante. <<

www.lectulandia.com - Página 1463


[1058] Atentábanles: les tocaban. <<

www.lectulandia.com - Página 1464


[1059] improvisa: imprevista. <<

www.lectulandia.com - Página 1465


[1060]albricias: «usado siempre en plural: las dádivas, regalos o dones que se hacen
pidiéndose o sin pedirse por alguna buena nueva o feliz suceso a la persona que lleva
o da la primera noticia al interesado» (Diccionario de Autoridades). <<

www.lectulandia.com - Página 1466


[1061] de una edad: de edad aproximada. <<

www.lectulandia.com - Página 1467


[1062] señores de Bolonia: aunque los personajes cervantinos son invención del
escritor, no lo es su apellido, que, en efecto, pertenece a una ilustre familia boloñesa
de los siglos XV y XVI. <<

www.lectulandia.com - Página 1468


[1063] orfanidad: orfandad. <<

www.lectulandia.com - Página 1469


[1064] las mismas […] andaré que las pasadas: seguiré los mismos pasos. <<

www.lectulandia.com - Página 1470


[1065] entre escura: bastante oscura. <<

www.lectulandia.com - Página 1471


[1066] ceceaban: llamaban a modo de silbido sordo. <<

www.lectulandia.com - Página 1472


[1067]la herrería era a la sorda: el ruido de las espadas no iba acompañado de voces
ni gritos. <<

www.lectulandia.com - Página 1473


[1068] broquel: escudo de pequeñas dimensiones. <<

www.lectulandia.com - Página 1474


[1069] peto: parte de la armadura que cubre el pecho. <<

www.lectulandia.com - Página 1475


[1070]Alfonso de Este, duque de Ferrera: Alusión a un personaje real, Alfonso II
d’Este (1533-1597), último duque de Ferrara. <<

www.lectulandia.com - Página 1476


[1071] malencólica: melancólica. <<

www.lectulandia.com - Página 1477


[1072] hice con: logré que. <<

www.lectulandia.com - Página 1478


[1073] el mes mayor: el último mes del embarazo. <<

www.lectulandia.com - Página 1479


[1074] desatentada: sin tiento, turbada. <<

www.lectulandia.com - Página 1480


[1075] curad: preocupaos. <<

www.lectulandia.com - Página 1481


[1076] tremía: temblaba. <<

www.lectulandia.com - Página 1482


[1077] frontero: enfrente. <<

www.lectulandia.com - Página 1483


[1078]los ejércitos de Jerjes: los ejércitos del rey persa Jerjes I como figura de eficacia
militar por antonomasia. <<

www.lectulandia.com - Página 1484


[1079] atentadamente: con tiento, con comedimiento. <<

www.lectulandia.com - Página 1485


[1080] falta: necesidad. <<

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[1081] agnus: medallón de cera con la imagen de un cordero que consagraba el Papa.
<<

www.lectulandia.com - Página 1487


[1082] hiciesen falta: cayesen en la cuenta. <<

www.lectulandia.com - Página 1488


[1083] de diestro: los dos mozos iban a pie guiando los caballos con la mano. <<

www.lectulandia.com - Página 1489


[1084] cuartago: caballo pequeño. <<

www.lectulandia.com - Página 1490


[1085] desmazalada: desaliñada, descompuesta. <<

www.lectulandia.com - Página 1491


[1086] sobrestante: inmediata. <<

www.lectulandia.com - Página 1492


[1087]piovano: cura, como se dice de inmediato, pero también natural de Piova,
localidad cercana a Ferrara. <<

www.lectulandia.com - Página 1493


[1088] no desechan ripio: no pierden ripio, no desaprovechan la ocasión. <<

www.lectulandia.com - Página 1494


[1089] pía: caballo o yegua de varios colores. <<

www.lectulandia.com - Página 1495


[1090] repelón: carrera rápida y fuerte del caballo. <<

www.lectulandia.com - Página 1496


[1091] secretaria: confidente, organizadora. <<

www.lectulandia.com - Página 1497


[1092] Inserto esta palabra que no figura en la edición de 1613 para dar sentido a la
frase. <<

www.lectulandia.com - Página 1498


[1093] cada y cuando que: siempre que. <<

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[1094] en cobro: buen seguro. <<

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[1095] en sombra: en apariencia. <<

www.lectulandia.com - Página 1501


[1096] presona: persona, con metátesis habitual. <<

www.lectulandia.com - Página 1502


[1097] gormar: vomitar. <<

www.lectulandia.com - Página 1503


[1098]gaudeamus: «alegrémonos», «gocemos», literalmente según su significado
original latino y, traslaticiamente, «fiesta», «regocijo». <<

www.lectulandia.com - Página 1504


[1099]
buey de hurto: expresión de la época, registrada en el Tesoro de Covarrubias
(1611), que se utilizaba cuando se exageraba más de lo necesario. <<

www.lectulandia.com - Página 1505


[1100] corrido: avergonzado. <<

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[1101] desalados: inquietos, ansiosos. <<

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[1102] rafigurar: imaginar nuevamente. <<

www.lectulandia.com - Página 1508


[1103] Puerta del Campo: tanto la Puerta del Campo como el hospital de la
Resurrección se encontraban muy cerca de la casa en que vivió Cervantes sus años
vallisoletanos. <<

www.lectulandia.com - Página 1509


[1104] báculo: apoyo, bastón. <<

www.lectulandia.com - Página 1510


[1105] humor: líquido, pero aquí enfermedad. <<

www.lectulandia.com - Página 1511


[1106]
terciando allá la pica: moviendo la lanza en Flandes, esto es, luchando en las
campañas de Flandes. <<

www.lectulandia.com - Página 1512


[1107]bubas: granos delatores de la sífilis, enfermedad de la que se está reponiendo
(«el humor que quizá granjeó en una hora»). <<

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[1108] peregrinos: extraños. <<

www.lectulandia.com - Página 1514


[1109]
lonjas de jamón de Rute: lonchas de jamón de Rute, lugar de la provincia de
Córdoba famoso por la calidad de sus jamones. <<

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[1110] salva: el jamón servirá de inicio a la comida. <<

www.lectulandia.com - Página 1516


[1111] posada de la Solana: lugar histórico, en la calle del mismo nombre. <<

www.lectulandia.com - Página 1517


[1112] blasoné: presumí. <<

www.lectulandia.com - Página 1518


[1113] flores: galanteos. <<

www.lectulandia.com - Página 1519


[1114] raíces: bienes raíces, esto es, propiedades, casas… <<

www.lectulandia.com - Página 1520


[1115]información de solteros: el demostrar que los futuros contrayentes estaban en
efecto solteros, así como que se publicasen las correspondientes amonestaciones
(«publicar en la misa mayor los nombres de los que se van a casar para que si alguien
conoce algún impedimento para su matrimonio lo haga saber») son requisitos
fundamentales desde el Concilio de Trento para los matrimonios canónicos. <<

www.lectulandia.com - Página 1521


[1116] ahajé: arrugué. <<

www.lectulandia.com - Página 1522


[1117] Aranjuez de flores: alusión a los famosos jardines del Real Sitio de Aranjuez.
<<

www.lectulandia.com - Página 1523


[1118] agua de ángeles: agua perfumada. <<

www.lectulandia.com - Página 1524


[1119] lugar: ocasión, posibilidad. <<

www.lectulandia.com - Página 1525


[1120] pasamanos: galones o trencillas para adornar los trajes. <<

www.lectulandia.com - Página 1526


[1121] capotillo: capa pequeña. <<

www.lectulandia.com - Página 1527


[1122] calzas y en jubón: calzones y vestido ajustado de medio cuerpo para arriba. <<

www.lectulandia.com - Página 1528


[1123] novenas: rezos dedicados a Dios o a la Virgen durante nueve días. <<

www.lectulandia.com - Página 1529


[1124]Nuestra Señora de Guadalupe: el mismo monasterio que Cervantes mencionará
en el capítulo quinto del libro tercero de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. <<

www.lectulandia.com - Página 1530


[1125] desesperación: suicidio. <<

www.lectulandia.com - Página 1531


[1126] conhortó: confortó, consoló. <<

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[1127] escaño: banco. <<

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[1128] maraña: enredo. <<

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[1129] todos los duelos, etc.: con pan son buenos. Refrán muy conocido. <<

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[1130]Pensose don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío,
contrecho soy de un lado: refrán registrado en los catálogos paremiológicos que hace
referencia al tema del engañador engañado, eje central de la historia que cuenta el
licenciado. <<

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[1131] balumba: conjunto de cosas. <<

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[1132]toque: el examen que hacen los plateros para conocer la bondad de una pieza de
oro. <<

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[1133] pata es la traviesa: los dos son tal para cual. <<

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[1134] Son los vv. 119-120 del Triunfo de amor. <<

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[1135] a todo ruedo: en toda ocasión. <<

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[1136]pelarela: nombre vulgar de la alopecia (lupicia), signo inequívoco de la sífilis
del alférez. <<

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[1137] guardo: cuido. <<

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[1138] luego luego: de inmediato. <<

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[1139] lanternas: linternas. <<

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[1140] Capacha: los hermanos de San Juan de Dios. <<

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[1141] tiempo de Maricastaña: expresión común para referirse a un tiempo muy lejano.
<<

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[1142] colores retóricas: figuras retóricas. <<

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[1143]Tanto Mahúdes como los perros que le acompañaban parecen ser personajes
históricos. <<

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[1144] con discurso: con inteligencia. <<

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[1145] discurso: transcurso. <<

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[1146] jimia: simia, mona. <<

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[1147]
puerta de la Carne: puerta de Sevilla por la que entraba todo el abastecimiento
de carne de la ciudad. <<

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[1148] alanos: tipo de perro, entre lebrel y dogo. <<

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[1149] ministros: responsables. <<

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[1150] jiferos: matarifes. <<

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[1151] doblado: bajo y robusto. <<

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[1152]
diezmos y primicias: impuestos eclesiásticos; esto es, no hay res que se mate en
el Matadero de la cual esa gente no se quede con alguna parte. <<

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[1153] … obligado de la carne: no hay monopolio para abastecer de carne a la ciudad.
<<

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[1154] socaliñas: robos pretextando necesidad. <<

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[1155] escamondan: aligeran (limpian los árboles de ramas secas o inútiles). <<

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[1156] acocotasen: matasen. <<

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[1157]
ángel de la guarda en la plaza de San Francisco: protector en la plaza de San
Francisco, donde estaban el Cabildo y la Audiencia de Sevilla. Expresión que alude a
funcionarios corruptos. <<

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[1158]
La Caza, la Costanilla y el Matadero: tres lugares bien conocidos de la ciudad
de Sevilla en la época. <<

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[1159] espuerta: capazo de mimbre. <<

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[1160] entre dos luces: al amanecer. <<

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[1161] chapín: calzado con suela gruesa de corcho utilizado por las mujeres. <<

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[1162] cachas: las piezas que cubren por los dos lados el mango de cuchillos o navajas.
<<

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[1163] San Bernardo: barrio sevillano al lado del Matadero. <<

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[1164] presas: colmillos. <<

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[1165]yegua rucia a la jineta: montando una yegua de color pardo claro con estribos
cortos y las piernas dobladas para cabalgar con rapidez. <<

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[1166] adarga: escudo de cuero. <<

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[1167]atajador de la costa: soldado que vigila las costas con el fin de avisar de
posibles incursiones de corsarios o piratas. <<

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[1168]
carlancas: collares fuertes y armados de puntas que se ponían a los perros para
poderse defender de los lobos. <<

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[1169] dornajo: recipiente para dar de comer al ganado. <<

www.lectulandia.com - Página 1575


[1170]
libros: se refiere a las novelas pastoriles, de donde Berganza extrae los nombres,
circunstancias y pasajes que relata en este párrafo. <<

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[1171] pica y pasa: pasa adelante con rapidez. <<

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[1172]
Deum de Deo… : frente a la traducción «Dios de Dios», palabras extraídas del
Credo, Mauleón, personaje popular con fama de tonto (acaso con un trasfondo real),
acude a un refrán que se aplica al que se arriesga a un resultado bueno o malo. <<

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[1173]… Juanica: frente a los pastores de la tradición bucólica que Berganza ha
descrito antes, ahora describe la realidad cotidiana del oficio de pastor: sus nombres,
entretenimientos, modo de vida, etc. <<

www.lectulandia.com - Página 1579


[1174]chirumbelas… gaitas: instrumentos musicales característicos de las novelas
pastoriles. <<

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[1175] tejuelas: trozos de tejas o de cualquier objeto de barro cocido. <<

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[1176] abarcas: calzado tosco. <<

www.lectulandia.com - Página 1582


[1177]
zampoña… caramillo: instrumentos de viento utilizados con frecuencia por los
personajes de la novela pastoril. <<

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[1178] tocándonos a arma: previniéndonos, poniéndonos en alarma. <<

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[1179] garranchos: ramas de árbol. <<

www.lectulandia.com - Página 1585


[1180] gajes: lo que se adquiere por algún empleo además del salario estipulado. <<

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[1181] Isopo: Esopo. <<

www.lectulandia.com - Página 1587


[1182]agallas: las piñas menudas del ciprés o, también, pequeños bultos que produce
el roble. El texto alude al juego conocido en la época como el masecoral, pasapasa o
masegicomar, consistente en unos cubiletes en los que se meten las agallas y se
hacían pasar de unos a otros para luego adivinar en cuál de los cubiletes estaban. <<

www.lectulandia.com - Página 1588


[1183] chacona: baile importado de América criticado por moralistas y puritanos. <<

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[1184] autoridad: solemnidad. <<

www.lectulandia.com - Página 1590


[1185] vademecum: libro de notas que los estudiantes de la época llevaban a clase. <<

www.lectulandia.com - Página 1591


[1186] machuelo: diminutivo de macho, cruce de asno y yegua o de caballo y burra. <<

www.lectulandia.com - Página 1592


[1187] marca: la cruz de alguna orden militar (Santiago, Calatrava, etc.). <<

www.lectulandia.com - Página 1593


[1188] hito en hito: mirando fijamente. <<

www.lectulandia.com - Página 1594


[1189] molletes y mantequillas: panecillos tiernos con mantequilla. <<

www.lectulandia.com - Página 1595


[1190]Antonios: dos gramáticas latinas de Elio Antonio de Nebrija. Se trata de la obra
Introductiones latinae (Salamanca, 1481), numerosas veces reeditada pues se
convirtió en libro de texto habitual para la enseñanza del latín hasta bien entrado el
siglo XIX. <<

www.lectulandia.com - Página 1596


[1191] razón de estado: aquí obligación, causa de orden mayor. La expresión se
popularizó a fines del siglo XVI con el significado de la política y reglas con que se
dirige y gobierna el estado. <<

www.lectulandia.com - Página 1597


[1192] gatos romanos: gatos de color pardo y negro. <<

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[1193] romancistas: los que no saben latín. <<

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[1194] vareteados: aquí ignorantes. Es metáfora a partir de vareteado (lo que está
tejido a listas de diversos colores). <<

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[1195] cínicos: en efecto, etimológicamente cínico es perruno. <<

www.lectulandia.com - Página 1601


[1196] atraillado: atado. <<

www.lectulandia.com - Página 1602


[1197] estragaron la conciencia: me convencieron. <<

www.lectulandia.com - Página 1603


[1198]oropel de sus greguescos rotos: vanidad de sus palabras griegas falsas (oropel:
hoja de latón fina que imita al oro; greguescos: despectivamente, palabras griegas,
pero también, calzones anchos con el juego 9irónico y polisémico que implica). <<

www.lectulandia.com - Página 1604


[1199] tarazármela: cortármela. <<

www.lectulandia.com - Página 1605


[1200]
tirio: de Tiro, ciudad de Fenicia. Pero Corondas, personaje histórico, era turio,
de Thurios, ciudad de la Magna Grecia. Era error bastante común. <<

www.lectulandia.com - Página 1606


[1201] diviertas: desvíes. <<

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[1202]zarazas: masa elaborada en la que se mezcla vidrio, veneno, etc. para matar
ratones, gatos u otros animales. <<

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[1203] vendeja: feria otoñal andaluza. <<

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[1204] bretón: francés y, por extensión, extranjero. <<

www.lectulandia.com - Página 1610


[1205] limpias: prostitutas. <<

www.lectulandia.com - Página 1611


[1206] unto y bisunto: grasiento y dos veces grasiento. <<

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[1207] cañuto: soplo. <<

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[1208] follados de camuza: calzones huecos y arrugados de piel de cabra salvaje. <<

www.lectulandia.com - Página 1614


[1209] faldriquera: bolsa pegada a los calzones. <<

www.lectulandia.com - Página 1615


[1210] despabilando: robando. <<

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[1211] ¡Aquí fue ello!: se armó una buena. <<

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[1212] entrevo toda costura: entiendo toda la trampa. <<

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[1213] poleos: jactancias. <<

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[1214]
por mi santiguada: juramento habitual en la época cuando alguien se
compromete a algo (por mi cara santiguada, como «por mi vida»). <<

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[1215] arroje el bodegón por la ventana: arme un alboroto. <<

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[1216] chirinola: el conjunto de ladrones; pero también, la verdad de lo que sucede. <<

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[1217] carta de ejecutoria: certificado de nobleza. <<

www.lectulandia.com - Página 1623


[1218]a perpenan rei de memoria: prevaricación lingüística de la expresión latina ad
perpetuam rei memoriam («para memoria perpetua del hecho») que se incluía en las
cartas de ejecutoria. <<

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[1219] colgaderos de plomo: sellos de plomo colgantes de la carta ejecutoria. <<

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[1220] sin daño de barras: sin perjudicar a nadie. <<

www.lectulandia.com - Página 1626


[1221]
arancel: tabla en la que se colocaban los precios oficiales de lo que se vendía al
público. <<

www.lectulandia.com - Página 1627


[1222] despolvorearme: manejarme, defenderme. <<

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[1223] quince: lince (barbarismo). <<

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[1224] teniente de asistente: en Sevilla, el auxiliar del corregidor. <<

www.lectulandia.com - Página 1630


[1225] costas: gastos judiciales. <<

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[1226] fulleros: tramposos. <<

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[1227] un pelo más de la marca: un poco más larga de lo permitido. <<

www.lectulandia.com - Página 1633


[1228] puerta de Jerez: junto a la torre del Oro, en la salida de Sevilla hacia Jerez. <<

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[1229] freno de cordel: freno de hierro en la boca. <<

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[1230]
Rodamonte: personaje orgulloso y de gran fuerza en el Orlando enamorado de
Mateo Boiardo y en el Orlando furioso de Ariosto. <<

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[1231]
colegio de Mase Rodrigo: nombre con el que se conocía en la época de
Cervantes a la Universidad de Sevilla, por haber sido fundada por maese Rodrigo
Fernández de Santaella (1444-1509). <<

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[1232]licenciado Sarmiento de Valladares… Sauceda: Juan Sarmiento de Valladares
fue Oidor de la Real Chancillería de Granada y, después, Asistente de Sevilla entre
1589 y 1590. La Sauceda es una zona de la serranía de Ronda (hoy en Cortes de la
Frontera) que durante la segunda mitad del siglo XVI se convirtió en refugio de
delincuentes. La destruición de la Sauceda es una ironía, pues se refiere al perdón
real de los malhechores que allí se refugiaban. <<

www.lectulandia.com - Página 1638


[1233] avizorado: en lenguaje de germanía jácara, observado con atención. <<

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[1234] jayanes: rufianes. <<

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[1235] pala: jefe. <<

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[1236] le sacasen prendas de la cantidad: le hiciesen pagar con prendas lo que debía.
<<

www.lectulandia.com - Página 1642


[1237] postura: oferta. <<

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[1238] Seyano: caballo de Cneo Seyo que traía mala suerte a todos sus propietarios. <<

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[1239] Mondaron luego la haza: huyeron. La haza es el terreno en el que se ha segado
el trigo. <<

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[1240] trastejado: revisado. <<

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[1241] barrios de San Julián: por el nombre de la parroquia, no lejos de la Macarena.
<<

www.lectulandia.com - Página 1647


[1242] Mairena: Mairena del Alcor, al este de Sevilla. <<

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[1243] atambor: el que lleva el tambor en una agrupación militar. <<

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[1244] chocarrerro: gracioso, pero también tramposo, fullero. <<

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[1245] tinelo: servidumbre. <<

www.lectulandia.com - Página 1651


[1246] matrero: experimentado. <<

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[1247] grande arriero de compañías: gran conductor de compañías. <<

www.lectulandia.com - Página 1653


[1248] se levantan: se reclutan. <<

www.lectulandia.com - Página 1654


[1249] churrulleros: soldados de vida pícara, acaso también desertores. <<

www.lectulandia.com - Página 1655


[1250]hacer corvetas: andar sobre las patas traseras al tiempo que se levantas las
delanteras. <<

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[1251]
andar a la redonda como mula de atahona: andar haciendo circunferencias
como mula de molino de pan. <<

www.lectulandia.com - Página 1657


[1252] retablos: teatrillos. <<

www.lectulandia.com - Página 1658


[1253]
gorgojos: insectos coleópteros que se alojan en las semillas de los cereales y
legumbres. <<

www.lectulandia.com - Página 1659


[1254] guadamací: cuero adornado con dibujos. <<

www.lectulandia.com - Página 1660


[1255]
correr… sortija: juego consistente en introducir la lanza por una argolla que
pendía de una cinta. <<

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[1256] retablos: teatrillos. <<

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[1257]
gorgojos: insectos coleópteros que se alojan en las semillas de los cereales y
legumbres. <<

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[1258] guadamací: cuero adornado con dibujos. <<

www.lectulandia.com - Página 1664


[1259]
correr… sortija: juego consistente en introducir la lanza por una argolla que
pendía de una cinta. <<

www.lectulandia.com - Página 1665


[1260] gavilán: ave rapaz. <<

www.lectulandia.com - Página 1666


[1261] zarabanda y chacona: bailes típicos de la época. <<

www.lectulandia.com - Página 1667


[1262] azumbre: medida de capacidad empleada para los líquidos. <<

www.lectulandia.com - Página 1668


[1263] embaidor: mentiroso. <<

www.lectulandia.com - Página 1669


[1264] ley del encaje: resolución injusta y arbitraria. <<

www.lectulandia.com - Página 1670


[1265] arrojadizo: desconsiderado. <<

www.lectulandia.com - Página 1671


[1266] arquilla: arca pequeña. <<

www.lectulandia.com - Página 1672


[1267] Camacha de Montilla: probablemente se trata de un personaje histórico; fue
ajusticiada por brujería en 1572. <<

www.lectulandia.com - Página 1673


[1268]las Eritos, las Circes, las Medeas: nombres de brujas de la antigüedad
grecolatina. Erito aparece en la Farsalia de Lucano; las otras dos se encontrarán en la
Eneida. <<

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[1269] artesa: cajón en el que se amasaba el pan. <<

www.lectulandia.com - Página 1675


[1270] tropelía: brujería. <<

www.lectulandia.com - Página 1676


[1271] comadre: comadrona. <<

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[1272] ganapán: porteador, recadero. <<

www.lectulandia.com - Página 1678


[1273]rosa: alusión a El asno de oro, de Apuleyo de Madaura, y a una de las aventuras
del asno Lucio. <<

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[1274] cabrón: el diablo. <<

www.lectulandia.com - Página 1680


[1275] desabridamente: desagradablemente, con un sabor que no satisface al paladar.
<<

www.lectulandia.com - Página 1681


[1276] jira: banquete. <<

www.lectulandia.com - Página 1682


[1277] visajes: muecas, gestos. <<

www.lectulandia.com - Página 1683


[1278] tálamo: lecho. <<

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[1279] dueño: el diablo. <<

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[1280]
daño: los males de daño son los que se sufren, mientras que los de culpa son los
que se causan. <<

www.lectulandia.com - Página 1686


[1281] desmazalada: descuidada. <<

www.lectulandia.com - Página 1687


[1282] grillos: cadenas (echar grillos: atenazar). <<

www.lectulandia.com - Página 1688


[1283] me dicen… el nombre de las fiestas: me lo echan en cara. <<

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[1284] vidriada: olla hecha con barro y vidrio. <<

www.lectulandia.com - Página 1690


[1285] notomía: esqueleto. <<

www.lectulandia.com - Página 1691


[1286] badana: cuero blando. <<

www.lectulandia.com - Página 1692


[1287] traspillados: debilitados, carcomidos. <<

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[1288] desencasados: desencajados. <<

www.lectulandia.com - Página 1694


[1289] carcaño: talón. <<

www.lectulandia.com - Página 1695


[1290] aquel retablo: aquella escena. <<

www.lectulandia.com - Página 1696


[1291]arrobada: embelesada, como si los presentes creyeran que había entrado en
éxtasis místico. <<

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[1292] recordaba: despertaba. <<

www.lectulandia.com - Página 1698


[1293]
zamarreé: la sacudí. Zamarrear: sacudir el perro o una fiera la presa que tiene
cogida con los dientes, a un lado y a otro, para acabar de matarla. <<

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[1294] rancho de gitanos: campamento de gitanos. <<

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[1295] embaimientos: engaños. <<

www.lectulandia.com - Página 1701


[1296] trasiegan y trasponen: intercambian. <<

www.lectulandia.com - Página 1702


[1297] trébedes: especie de trípodes para poner sobre ellas calderas, ollas, etc. <<

www.lectulandia.com - Página 1703


[1298] badiles: paletas de metal para avivar el fuego. <<

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[1299] confieren: se comunican entre sí. <<

www.lectulandia.com - Página 1705


[1300] asno rabón: asno sin rabo. <<

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[1301] injirió: añadió. <<

www.lectulandia.com - Página 1707


[1302]
albarda y jáquima: el utensilio que se pone encima de las caballerías para
acomodar la carga y el cabezal del asno. <<

www.lectulandia.com - Página 1708


[1303] pocos lances: en poco tiempo. <<

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[1304] picazas: urracas. <<

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[1305] tabardillo: tifus. <<

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[1306] Moisén: forma antigua de Moisés. <<

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[1307] pan de mijo: pan de maíz. <<

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[1308] zahínas: sopas. <<

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[1309] bayeta: tela basta y de poco valor. <<

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[1310]mutatio caparum: cambio de capas. El texto alude a la ceremonia que
celebraban los cardenales el día de la Pascua de Resurrección en el que cambian sus
capas rojas por otras moradas. <<

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[1311] autor: director de compañía teatral. <<

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[1312] Ramillete de Daraja: comedia de la época, hoy perdida. <<

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[1313] borra: el pelo de la faldriquera. <<

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[1314] néctar y ambrosía: bebida y comida de los dioses. <<

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[1315] Apolo: dios de la poesía. <<

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[1316] cangilón: recipiente que sirve para sacar agua de una noria. <<

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[1317] desembaular: sacar. <<

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[1318] tenía las musas vergonzantes: no tenía dinero, vivía de pedir limosna. <<

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[1319] mi real: metafóricamente, mi cuerpo. <<

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[1320]
Angulo el Malo: personaje real que Cervantes también cita en la segunda parte
del Quijote. La frase queda incompleta: acaso haya que suponer «[distinto] de otro».
<<

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[1321] présaga: adivina. <<

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[1322] mohíno: enfadado. <<

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[1323] corrido: avergonzado. <<

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[1324] freno de orillos: freno de paño. <<

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[1325]me acogí a sagrado: entré en una orden religiosa. Literalmente: entré en un
lugar sagrado, donde con frecuencia se resguardaban los delincuentes pues la justicia
no podía actuar dentro de recintos sagrados. <<

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[1326]arbitristas: economistas que ofrecían soluciones arbitrios para resolver los
problemas económicos de la España del momento. La literatura de la época satirizó
con frecuencia a este tipo de gente. <<

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[1327] pasante: ayudante. <<

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[1328] sujeto: asunto. <<

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[1329] Arzobispo Turpín: autor apócrifo del cuarto libro del Liber Sancti Jacobi con el
título de Historia Karoli Magni et Rotholandi. En la época, las alusiones al arzobispo
Turpín solían tener cierto tono burlesco, pues Turpín llegó a ser considerado como
prototipo de historiador mentiroso. <<

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[1330]Historia de la demanda del Santo Brial: alusión burlesca brial, «falda» por
grial, «cáliz» a la Demanda del Santo Grial, con los maravillosos fechos de
Lanzarote y de Galaz, su hijo (Toledo, 1515) y al Baladro del sabio Merlín (Burgos,
1498). <<

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[1331] heroico: endecasílabo con acento en segunda sílaba. <<

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[1332] alquimia: química mágica que pretendía encontrar la piedra filosofal. <<

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[1333]
Midas, que los Crasos y Cresos: nombres de personajes históricos o legendarios
que se convirtieron en símbolo de riqueza. <<

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[1334] piedra filosofal: materia que buscan los alquimistas para fabricar oro. <<

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[1335] potencia propincua: muy cerca de. <<

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[1336] punto fijo: el punto que servía para calcular la posición de un barco en el mar.
<<

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[1337] cuando no me cato: de improviso. <<

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[1338]Sísifo: como antes Tántalo, personajes mitológicos caracterizados por un
sufrimiento sin fin. <<

www.lectulandia.com - Página 1744


[1339]
memorial: escrito en el que se exponen motivos para una petición, propuesta o
defensa de alguna idea. <<

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[1340]carnero: basura. (Literalmente, la fosa común donde se echan los difuntos que
no tienen sepultura propia.) <<

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[1341] condumios: comidas. <<

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[1342] socaliñas: deudas. <<

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[1343] menorete: como mínimo. <<

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[1344] alholvas: un tipo de planta muy usada en botica, de olor y gusto desagradables.
<<

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[1345] ahechados: limpios de polvo y paja. <<

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[1346] mayor: amo. <<

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[1347] disporné: dispondré. <<

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[1348] Espolón: paseo y plaza de Valladolid. <<

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