Novelas Ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra
Novelas Ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra
Novelas Ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra
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Miguel de Cervantes Saavedra
Novelas ejemplares
Penguin Clásicos - 0
ePub r1.0
Titivillus 24.04.16
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Título original: Novelas ejemplares
Miguel de Cervantes Saavedra, 1613
Edición: José Montero Reguera
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A Antonio Rey Hazas,
de cuya mano entré en las Novelas ejemplares
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INTRODUCCIÓN
1. PERFILES DE LA ÉPOCA
La vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) se extiende a lo largo de
los reinados de los primeros Hausburgo: Carlos I (1517-1556), Felipe II (1556-1598)
y Felipe III (1598-1621). Cervantes conocerá el final del reinado del Emperador («el
rayo de la guerra», como le califica nuestro escritor), los vaivenes del de Felipe II y
alcanzará, en plena madurez intelectual y creativa, a buena parte del gobierno de
Felipe III.
Nace el autor del Quijote el mismo año en que fallece uno de los grandes
enemigos de Carlos V, Francisco I de Francia, y el año en que se produce la última
gran batalla del emperador: la victoria en los campos de Mühlberg ante el príncipe
elector Juan Federico de Sajonia. Tiziano ha retratado en magnífico y conocido
cuadro (hoy en el museo del Prado) la imagen de Carlos V a caballo, lanza en ristre,
solo, vencedor en Mühlberg.
Es el reinado de Carlos I de España y V de Alemania un tiempo de apertura hacia
Europa y, también, hacia el mundo, tras el descubrimiento en 1492 de América. Es
una etapa dinámica, agresiva y cosmopolita, fiel reflejo de la personalidad del propio
Emperador, que no residió en el mismo lugar más de dos años seguidos. España se
abre al exterior y recibe abundantes influjos ideológicos, políticos y culturales de
todo tipo. Los contactos con Europa y la venida a España de gentes de los Países
Bajos permiten introducir corrientes religiosas heterodoxas, como el luteranismo y,
sobre todo, el erasmismo, muy influyente en la corte de Carlos V (Alfonso y Juan de
Valdés) y que Cervantes conocerá probablemente a través de su maestro madrileño
Juan López de Hoyos, en cuya biblioteca abundaban los títulos erasmistas.
En el campo cultural, España siente, como el resto de Europa, la fascinación por
el mundo clásico, por los ideales humanísticos, el amor por la naturaleza, el interés
por el ser humano como eje que vertebra el universo, pero sin desdeñar la tradición
anterior propia, he aquí la gran originalidad española, pues «[…] nuestro
Renacimiento y nuestro post-Renacimiento Barroco son una conjunción de lo
medieval hispánico y de lo renacentista y barroco europeo. España no se vuelve de
espaldas a lo medieval al llegar al siglo XVI […], sino que, sin cerrarse a los influjos
del momento, continúa la tradición de la Edad Media» (Dámaso Alonso). En poesía,
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la corriente italianizante que viene desde tiempo atrás encuentra en Garcilaso de la
Vega un artista genial, capaz de extraer del verso endecasílabo las mejores
posibilidades. No desaparece sin embargo la poesía tradicional castellana (romances,
poesía de cancionero, lírica popular), que será también cultivada por buena parte de
los escritores del siglo XVI. En prosa, triunfan los libros de caballerías (Amadís de
Gaula y toda su larga descendencia…) y, muy a finales del periodo de Carlos V, se
publica un libro que, andando el tiempo, será considerado como el germen de la
novela moderna: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades,
publicado en 1554, simultáneamente en Burgos, Medina del Campo, Amberes y
Alcalá de Henares.
El reinado de Felipe II coincide con la época más agitada de la vida de Cervantes:
viaje a Italia, servicios como soldado en el norte de África y en el Mediterráneo,
cautiverio en Argel, reiteradas y nunca satisfechas solicitudes al rey de un puesto
acorde con sus merecimientos, comisiones en Andalucía… Su peripecia vital le lleva
a estar muy cerca de tres de los acontecimientos más importantes de este periodo:
participa activa y heroicamente en la batalla de Lepanto donde la Santa Liga formada
por España, el Papa Pío V y Venecia logró reunir una flota que, al mando de don Juan
de Austria, derrotó a los otomanos el 7 de octubre de 1571, si bien los resultados
últimos de esta batalla no fueron tan decisivos. En segundo lugar, sufre las
consecuencias de la anexión de Portugal (1580) —el momento culminante de la
hegemonía española en el mundo—. En efecto, la muerte del rey don Sebastián en la
batalla de Alcazarquivir propició la incorporación de Portugal a España, pues al haber
muerto el heredero, Felipe II, hijo de la reina Isabel de Portugal, hizo valer sus
derechos sucesorios. A la vuelta del cautiverio, Cervantes, que llegó a ir a Lisboa para
solicitar en la corte un puesto administrativo de cierto relieve, se percató de cómo el
rey andaba más ocupado en los asuntos de Portugal que no en los de Castilla (y por
tanto en resolver el cargo que pretendía el escritor); eso origina un sentimiento de
rencor (Américo Castro lo denominó «odiosidad») hacia Felipe II que se deja
traslucir a través de obras como La Galatea, La Numancia y El trato de Argel. Y,
finalmente, se halla entre bastidores de la armada mal recordada como La invencible
(1588), pues un año antes se traslada a su domicilio en Sevilla tras haber sido
nombrado comisario de abastos con el fin de proveer de bastimentos a la flota que se
estaba preparando para conquistar Inglaterra. Como es sabido, Cervantes compuso
dos canciones sobre tal evento.
Felipe II es un monarca que, frente a su padre, permanece habitualmente en el
mismo lugar, queriendo gobernar todos sus reinos desde el monasterio de El Escorial;
es un monarca que se postula como el abanderado de la contrarreforma católica tras
la finalización del Concilio de Trento (1545-1563), de manera que la vida española de
la época se encuentra profundamente mediatizada por lo religioso. Todo ello conlleva
una cerrazón ideológica que hace perseguir cualquier foco de heterodoxia. Los
índices inquisitoriales, cada vez más estrictos desde el de 1559, el decreto del mismo
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año prohibiendo seguir estudios universitarios fuera de España (a excepción de
Bolonia, Roma, Nápoles y Coimbra) y los procesos contra el arzobispo Carranza
(1558-1576) y fray Luis de León (1571-1576) son buenos ejemplos de esa presión
ideológica y religiosa en la España de la segunda mitad del siglo XVI.
Al tiempo, Garcilaso de la Vega se ha convertido ya en un clásico merecedor de
varias ediciones anotadas (El Brocense, 1574 y 1577; Fernando de Herrera, 1580);
fray Luis de León y San Juan de la Cruz dan nuevos y magistrales matices a la poesía
italianizante incorporando elementos novedosos que los convierten en la cima poética
de esta época. Renace el romancero a través de la reformulación artística que
desarrollan poetas como el propio Cervantes, Padilla, López Maldonado, y otros más
jóvenes que, andando el tiempo, se convertirán en grandes escritores: Lope de Vega,
Francisco de Quevedo, Luis de Góngora. Los sucesivos volúmenes publicados a
partir de la Flor de varios romances nuevos y canciones (Huesca, 1589) darán cauce
impreso a esta poesía. Absolutamente contemporánea es la Comedia Nueva, en la que
se sintetizan varias tradiciones teatrales anteriores y se dará forma a una manera de
hacer teatro que estará vigente mucho tiempo, con Lope de Vega como principal
exponente a partir de 1590; Cervantes ha relatado gráficamente los inicios de esta
manera de hacer teatro en el prólogo a su volumen de Ocho comedias y ocho
entremeses nuevos, nunca representados (1615). Asimismo, se va desarrollando y
perfeccionando el lugar de la representación (los corrales de comedias) y todo lo que
rodea al teatro (escenografías, compañías de representantes, tramoya, etc.). Los libros
de caballerías siguen editándose, pero en formatos más pequeños y con muy pocos
títulos nuevos. En realidad, son sustituidos en el gusto de los lectores por la novela
pastoril, con abundantes títulos a partir de la década de los sesenta: La Diana (1559),
de Jorge de Montemayor; El pastor de Fílida (1582), de Luis Gálvez de Montalvo;
La Galatea (1585), de Cervantes, etc.
El reinado de Felipe III es, en buena medida, una etapa continuista en la que se
culmina la lucha contra toda heterodoxia con la expulsión de los moriscos (1609) —
episodio que aparece reflejado en la segunda parte del Quijote—, lo que ocasiona
gravísimas repercusiones económicas y demográficas en la Corona de Aragón, sobre
todo. Es una época, por otra parte, de cierto sosiego en lo militar, en la que se
consiguen algunos tratados de paz (acuerdo con Inglaterra en 1604, tregua de los
doce años [1609] en los Países Bajos; concierto con Francia para los matrimonios del
delfín, Luis, con la infanta española Ana de Austria y del heredero de la Corona,
Felipe, con Isabel de Borbón); y se inaugura una nueva manera de gobernar el estado
a través de los privados, en este caso con el duque de Lerma.
La república literaria se hallaba, a las alturas de 1600, especialmente inquieta: la
confrontación entre la vieja literatura y la nueva se encontraba en uno de sus
momentos culminantes. Por un lado, géneros de larga tradición y éxito durante el
siglo XVI se resistían a desaparecer ofreciendo todavía algunas obras singulares: la
novela pastoril se orientaba por el camino de la erudición (La Arcadia de Lope de
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Vega, 1598) o se volvía, originalmente, a lo divino (Pastores de Belén, 1612); la
novela de aventuras peregrinas ofrecía también nuevos enfoques y soluciones (El
peregrino en su patria, 1604; Los trabajos de Persiles y Sigismunda, 1617). Géneros
nuevos van conquistando progresivamente el mercado editorial, como la novela
picaresca, cuyo primer gran hito después del Lazarillo, el Guzmán de Alfarache, se
convierte en un verdadero «best seller»; la poesía se prepara para la gran revolución
gongorina (el Polifemo, las Soledades) y Quevedo y Lope escriben magníficos
poemarios… Y en este contexto, dos géneros, no nuevos y bien conocidos, sufren un
giro copernicano: la novela corta, conocida y practicada en España a través de las
traducciones de los modelos italianos, se transformará por completo en las manos de
Cervantes y el teatro que, en manos de Lope de Vega, da respuesta a las exigencias
del público de la época para proclamar, frente a toda la tradición dramática anterior,
que:
Poesía, teatro, prosa: todos los cauces en que se expresaba la literatura por esas
fechas se disponían a cambios profundos y de singular relevancia en la historia
literaria española.
2. CRONOLOGÍA
HECHOS
AÑO AUTOR-OBRA HECHOS HISTÓRICOS
CULTURALES
Miguel de Cervantes
1547 Saavedra es bautizado en Batalla de Mühlberg.
Alcalá de Henares.
1548 Nace Giordano
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1548 Bruno.
Carlos V separa los Países
1549 Bajos del Imperio. Los
heredará el príncipe Felipe.
Su familia se traslada a
1551
Valladolid.
El príncipe Felipe casa con
El Lazarillo de
1554 María Tudor, reina de
Tormes.
Inglaterra.
El Emperador cede la soberanía
1555 de los Países Bajos a su hijo
Felipe.
Carlos V abdica: Felipe recibe
los dominios españoles,
1556 italianos y americanos.
Felipe II es proclamado rey en
Valladolid.
Francisco de
1557 Vitoria: De indis
et iure belli.
Carlos V cede a su hermano
Fernando el imperio alemán.
1558
El Emperador muere en Yuste.
Muere María Tudor.
Traslado de la corte de Toledo a Nace Luis de
1561
Madrid. Góngora.
Nace Lope de
1562
Vega.
Juan de Herrera
Fin del Concilio de Trento, comienza las
1563
iniciado en 1545. obras de El
Escorial.
Muere Lope de
1565
Rueda.
Cervantes se traslada a
1566
Madrid.
El duque de Alba llega a
1567 Flandes para sofocar los
levantamientos.
Sublevación del príncipe de
Discípulo de López de Orange.
1568
Hoyos. Revuelta de moriscos en
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Viaja a Italia al servicio del
Alonso de Ercilla:
cardenal Acquaviva.
Juan de Austria dirige la La Araucana.
1569 Poemas en la Historia y
represión contra los moriscos. Nace Guillén de
Relación […] (a la muerte
Castro.
de Isabel de Valois).
Felipe II casa, por cuarta vez,
1570 Se alista en el ejército.
con Ana de Austria.
Victoria de la Santa Liga, al
Es herido en el pecho y un mando de J. de Austria, contra
1571 brazo en la batalla de el imperio turco en la bahía de
Lepanto. Lepanto.
Expulsión de los moriscos.
Continúa su vida militar en Fray Luis de León
1572
Nápoles. es encarcelado.
De regreso a España es
Se funda la
hecho prisionero, junto a su
1575 Academia de
hermano Rodrigo, y
Matemáticas.
conducido a Argel.
Juan de Austria, gobernador de
1576 Cervantes intenta escapar. Muere Tiziano.
los Países Bajos.
1577 Nuevo intento de fuga. Nace Rubens.
Muere Juan de Austria.
Nace el futuro Felipe III.
Batalla de Alcazarquivir,
1578 Tercera tentativa de fuga.
desaparece D. Sebastião, rey de
Portugal, amigo del poeta
español Francisco de Aldana.
Carta a Antonio Veneciano, Se construye en
Prisión de Antonio Pérez y la
1579 que incluye un poema en Madrid el primer
princesa de Éboli.
octavas. teatro permanente.
Cuarto intento de fuga. Montaigne:
Finalmente es rescatado por Ensayos.
1580 Felipe II, rey de Portugal.
los frailes Trinitarios, y Nace Francisco de
abonan por él 500 escudos. Quevedo.
Fray Luis de
León: De los
nombres de Cristo
Expedición a la isla Terceira,
Empiezan a representarse y La perfecta
1583 en la que interviene Lope de
algunas de sus comedias. casada.
Vega.
Santa Teresa de
Jesús: Camino de
perfección.
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1584 con Ana Franca de Rojas. Concluyen las
En diciembre se casa con obras de El
Catalina de Salazar. Escorial.
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Guzmán de
1604 Tratado de paz con Inglaterra. Alfarache.
El Greco: La
Sagrada Familia.
Gregorio
Primera parte del Quijote.
Fernández: Cristo
Problemas con la justicia,
de El Pardo.
1605 por un homicidio ocurrido a Nace el futuro Felipe IV.
Fco. López de
la puerta de su casa; breve
Úbeda: La pícara
estancia en prisión.
Justina.
Se establece de nuevo en
1606 La corte vuelve a Madrid. Nace Rembrandt.
Madrid.
Kepler: Tratado
Ingresa en la congregación de astronomía.
Decreto de expulsión de los
1609 de Esclavos del Santísimo Lope de Vega:
moriscos.
Sacramento del Olivar. Arte nuevo de
hacer comedias.
Covarrubias:
Reediciones de La Galatea
Muere la reina Margarita de Tesoro de la
1611 y la primera parte del
Austria. lengua castellana
Quijote.
o española.
Luis de Góngora:
Publica las Novelas Comienza la Guerra de los Soledades.
1613
Ejemplares. Treinta Años. Lope de Vega: La
dama boba.
Muere El Greco.
El príncipe Felipe casa con
1614 Viaje del Parnaso. Beatificación de
Isabel de Borbón.
Santa Teresa.
Harvey descubre
la circulación de la
Segunda parte del Quijote.
sangre.
1615 Ocho comedias y ocho
Tirso de Molina:
entremeses nuevos…
D. Gil de las
calzas verdes.
Muere en Madrid el 22 de Muere William
1616
abril. Shakespeare.
Aparece póstumamente Los
1617 trabajos de Persiles y
Sigismunda.
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3. VIDA Y OBRA DE MIGUEL DE CERVANTES
A pesar de que se puede hablar en el caso cervantino de toda una tradición de
biografías sobre nuestro autor, desde la ya muy lejana de Gregorio Mayans, en el
siglo XVIII, hasta la más cercana a nosotros de Jean Canavaggio, lo cierto es que
todavía hoy la figura y personalidad de Miguel de Cervantes quedan un poco
obscurecidas debido a la falta de documentos que iluminen, como en el caso de Lope
o de Quevedo, momentos importantes del quehacer de nuestro escritor. En este
sentido hay periodos amplios de la vida de Cervantes que hoy desconocemos o de los
que quedan muy pocos datos para poder conocerlos con precisión.
Así, por ejemplo, el único retrato de Cervantes que nos ha llegado, dejando aparte
supercherías y falsificaciones, es el que el propio autor incluye en el prólogo de las
Novelas ejemplares:
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las
barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la
boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y esos
mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos
con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva,
antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies.
Retrato sí, pero literario y, además, de una persona ya anciana, pasados los
sesenta y cinco años, en el que se destaca la parte biográfica más heroica («Fue
soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en
las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla
cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan
ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria»); pero que deja fuera otras facetas de su
peripecia vital.
Nace Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares en el mes de septiembre de
1547, acaso el día 29, festividad de San Miguel. En Alcalá residiría durante su
infancia y primera juventud, aunque no se descarta una posible estancia en
Andalucía, lugar en el que su familia paterna tenía ascendencia. En 1566 se encuentra
en Madrid vinculado al Estudio de gramática de la Villa, dirigido por López de
Hoyos, quien le denomina «caro y amado discípulo». Se da a conocer entonces como
poeta.
En 1569, por razones todavía no del todo claras, Cervantes marcha a Italia, donde
residirá algunos años, decisivos para el futuro escritor: lecturas, conocimiento de la
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cultura italiana, etc. Como soldado participará en la batalla de Lepanto (1571), donde
sufrirá graves heridas y en varias acciones en el norte de África. Es hecho prisionero
en Argel, donde permanecerá cautivo cinco años (1575-1580).
A su vuelta, gracias a la intermediación de la Orden Trinitaria, no consigue,
aunque los solicita, ningún trabajo acorde con los méritos que él considera haber
contraído a lo largo de sus años al servicio del Rey de España. Esto le lleva, por un
lado, a evolucionar ideológicamente hacia un escepticismo (también desengaño) de
las cosas de España que tendrá su ejemplo más logrado en el soneto al túmulo
sevillano a Felipe II («[…] miró al soslayo, fuese y no hubo nada»); y, por otro, a
solicitar un oficio en Indias, que tampoco consigue. Solo logra trabajos como
recaudador de impuestos y abastecedor de la flota que le llevan a recorrer Andalucía
entre 1587 y 1601. En esta época sufre de nuevo prisión y empiezan a gestarse las
grandes creaciones cervantinas (el Quijote y las Novelas ejemplares), cuando ya están
lejanas sus primeras tentativas literarias: La Numancia (h. 1583), El trato de Argel (h.
1583), La Galatea (1585).
Sus últimos años, a caballo entre Valladolid (1603-1606) y Madrid (1606-1616),
siguiendo a la corte, revelan, por un lado, una complicada situación personal (cárcel
en Valladolid, problemas económicos, etc.) y, por otro, una febril actividad literaria
que le lleva a publicar antes de morir, el 22 de abril de 1616, dos novelas largas
(primera y segunda parte del Quijote), una colección de novelas cortas (las Novelas
ejemplares), un largo poema en tercetos (el Viaje del Parnaso) y un tomo con ocho
comedias y ocho entremeses «nuevos, nunca representados». Póstumamente
aparecerá un libro de aventuras peregrinas: Los trabajos de Persiles y Sigismunda
(1617).
Cervantes se apega al canon tradicional de la novela pastoril en La Galatea, que
sigue el camino trazado por La Diana, de Jorge de Montemayor, donde una historia
principal sirve de hilo conductor a otras que se suceden y entrelazan. En este caso, la
historia de los amores de Galatea desempeña tal función y en ella confluyen las
restantes. La Galatea supera a la obra de Montemayor pues elabora una estructura
más compleja en la que las historias se entrelazan de tal manera que superan la
estructura lineal de su modelo y añaden elementos procedentes de la novela bizantina
también empleados por el autor en las Novelas ejemplares y en el Persiles:
reconocimientos, equívocos, raptos, peregrinaciones, aventuras sorprendentes, etc.
Tales elementos, junto con otros muchos, anticipan técnicas novelescas que
Cervantes volverá a utilizar de manera magistral en el Quijote. Por todo ello, se ha
definido a La Galatea como el «Primer laboratorio del arte de narrar cervantino»
(Celina Sabor de Cortázar).
Con el Persiles, Cervantes intenta demostrar su pericia en el prestigioso género de
la novela de aventuras peregrinas y, por tanto, equipararse a un escritor clásico. A ello
dedicó gran esfuerzo (el Persiles es, en palabras de E. C. Riley, la obra a la que
dedicó «más indagaciones y lecturas»), solo truncado por la muerte, que le sorprendió
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en la fase final de redacción. Se trata de una obra muy significativa dentro de la
evolución del género en España, por cuanto que Cervantes entendió muy bien los
problemas que traía consigo la hispanización y nacionalización de la novela bizantina
realizadas por Lope de Vega (El peregrino en su patria, 1604), para lo cual lleva a
cabo una síntesis capaz de mantener al mismo tiempo lo genérico de la tradición
griega y las aportaciones españolizadoras de Lope, todo ello con el fin de «competir
con Heliodoro», el modelo de este tipo de narraciones.
El teatro cervantino presenta dos épocas bien definidas: los textos representados
con éxito en la década de los ochenta del siglo XVI y los impresos, pero nunca
representados, que se publican en 1615. De aquellos, en su mayoría perdidos, se
conserva una magistral tragedia (La Numancia) y un texto que inaugura el subgénero
de la comedia de cautivos en España (El trato de Argel). El teatro de la segunda
época, incorporado en su totalidad al volumen mencionado de Ocho comedias y ocho
entremeses nuevos, nunca representados (1615), ofrece una meditada y sugerente
reflexión, en la práctica, de la comedia nueva de Lope de Vega, que encuentra en La
entretenida, El Rufián dichoso y Pedro de Urdemalas sus exponentes mejores. Por su
parte, los entremeses cervantinos constituyen un hito de primer orden en la evolución
de esta expresión dramática con títulos todavía hoy representados y unánimemente
valorados (El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca, etc.).
Y entre esas creaciones, con luz propia, se yerguen las dos partes del Quijote
(1605 y 1615). Esta obra, que con el tiempo ha llegado a ser considerada como la
primera novela moderna o, al menos, como su germen (detrás está la idea de Ortega y
Gasset de que «toda novela lleva dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la
misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Ilíada»), no
deja de ser, en primer término, una parodia de los libros de caballerías con el objetivo
explícito de «poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas
historias de los libros de caballerías» (Q., II, 74). Igual propósito había guiado la
primera parte: «[…] llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más» (Q., I, pról.).
Esta inicial parodia del mundo caballeresco da paso a una de las creaciones artísticas
más deslumbrantes de la literatura occidental, en la que se ha querido ver el inicio de
la novela moderna. Con ella, Cervantes anticipa elementos, técnicas, recursos, que
luego repetirán hasta la saciedad novelistas más cercanos a nosotros: desde Galdós
hasta Flaubert, pasando por Sterne, Faulkner, Proust, Camus, Kafka… Hasta tal punto
que E. C. Riley ha podido afirmar que «toda prosa de ficción es una variación del
Quijote». Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y XVII, recoge en el Quijote toda la
producción literaria anterior: en él puede encontrarse desde la novela pastoril hasta la
sentimental, pasando por la novela psicológica, la novela de aventuras peregrinas, la
novela morisca, romances viejos, versos clásicos, epístolas en prosa, literatura
popular desgranada en sentencias, cuentos, refranes… Toda esta literatura, leída ávida
e inteligentemente por Cervantes, pasa el tamiz de este genial escritor a lo largo de las
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páginas del Quijote, de manera que en ellas da forma a un nuevo género, que no es ni
prosa épica, ni novella al estilo italiano, ni libro de aventuras peregrinas, ni libro de
caballerías… Es, sin duda, otra cosa, desde luego algo muy cercano a lo que
conocemos como novela, la NOVELA con mayúsculas, abriendo el camino que luego
siguieron los escritores ingleses y americanos del XVIII y, ya en el XIX, los españoles y
franceses. Lo cierto es que por esas fechas de hacia 1600 Cervantes estaba creando un
género nuevo, una nueva manera de hacer literatura. Nada más exacto que decir que
hay un antes y un después de Cervantes en la historia de la literatura universal; en su
Quijote encontramos el embrión de la novela moderna.
Con estas obras Cervantes consigue un importante prestigio y reconocimiento en
la república literaria de la época y, también, un puesto de primer orden en la historia
de la literatura española y universal, pues no en vano su Quijote es reconocido como
el embrión de la novela moderna. Y descubre otras cosas importantes: la realidad
cotidiana puede convertirse en literatura y esta, además, no tiene por qué pretender
otra cosa más allá del entretenimiento.
He aquí, finalmente, su propia autobiografía literaria:
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por honra principal de mis escritos:
«Voto a Dios que me espanta esta grandeza».
Yo he compuesto romances infinitos,
y el de Los celos es aquel que estimo,
entre otros que los tengo por malditos.
Por esto me congojo y me lastimo
de verme solo en pie, sin que se aplique
árbol que me conceda algún arrimo.
Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique
para dar a la estampa al gran Persiles,
con que mi nombre y obras multiplique.
Yo, en pensamientos castos y sotiles,
dispuestos en sonetos de a docena,
he honrado tres sujetos fregoniles.
También, al par de Filis, mi Silena
resonó por las selvas, que escucharon
más de una y otra alegre cantilena,
y en dulces varias rimas se llevaron
mis esperanzas los ligeros vientos,
que en ellos y en la arena se sembraron. […]
4. Novelas ejemplares
A partir de la segunda década del siglo XVII el mercado editorial español se inunda
de colecciones de novelas cortas, generalmente enmarcadas, que constituyeron un
éxito de primer orden. Dentro de la ficción en prosa del Siglo de Oro estas novelas
cortas vinieron a sustituir en el gusto popular a los relatos pastoriles y bizantinos tan
abundantes en la segunda mitad del siglo XVI y primeros años del XVII (Los siete
libros de la Diana, de Jorge de Montemayor, 1559; Los trabajos de Persiles y
Sigismunda, de Miguel de Cervantes, 1617, entre otros títulos).
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Precisamente las Novelas ejemplares (1613) abrieron el camino a este género, que
hasta entonces solo se había cultivado en España a través de traducciones de sus
modelos, esto es, los libros italianos de relatos cortos: el Decamerón, traducido bajo
el título de Las cien novellas de Juan Bocacio no menos de cinco veces a lo largo del
siglo XVI; las Piaccevoli noti de Caravaggio traducidas con el título de Honesto y
agradable entretenimiento de damas y galanes; las Novelle de Mateo Bandello,
conocidas en España con el nombre de Historias trágicas ejemplares, sacadas del
Bandello veronés (Salamanca, 1589 y reimpresiones en Madrid, 1596 y Valladolid,
1603), etc.
Con muy pocas excepciones (el Patrañuelo, de Timoneda; algunos cuentos
incorporados en El Scholástico de Cristóbal de Villalón y algunas novelas
intercaladas en el Guzmán de Alfarache…), las colecciones de novela corta se
publican a partir de 1620: Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina (1624, pero
privilegio de impresión y aprobaciones de 1621); Novelas a Marcia Leonarda, de
Lope (1621-1624); Sucesos y prodigios de amor, de Juan Pérez de Montalbán (1624);
Tardes entretenidas, de Alonso del Castillo Solórzano (1625), etc.
A esas alturas de siglo (1620, 1630…) nadie pone reparos ya a este género, pero
los inicios no fueron tan fáciles y las críticas arreciaron: por un lado era un género
nuevo, esto es, sin preceptiva y, por otro, llevaba consigo un barniz de inmoralidad
que le venía de sus precedentes italianos, lo cual motivó los ataques de censores y
moralistas, como el siguiente, que define así las novelas cortas:
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Ni es bien escribir por términos tan inauditos que a nadie pareciesen
inteligibles; pues si acaso las cosas son oscuras, los que no han estudiado
maldicen el libro, porque quisieran que todo estuviera lleno de cuentos y novelas,
cosa indigna de hombres de letras; pues no es justo que sus libros anden entre
mecánicos e ignorantes, que cuando no es para enseñar, no se ha de escribir para
los que no pudieron aprender.
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abordajes, cautivos… La narración se muestra más objetiva en el original de
Boccaccio, mientras que Timbrio y Silerio la cuentan de forma mucho más personal
en sus casos y se utiliza el ambiente pastoril para la resolución final y feliz de la
trama.
Asimismo, como se sabe, la primera noticia que se tiene de Rinconete y
Cortadillo, la tercera de las Novelas ejemplares, la proporciona Don Quijote, cuando
tras pasar varios capítulos en la venta de Palomeque se describe con detalle la maleta
en que se hallaba El curioso impertinente, leída poco antes, no sin un evidente guiño
al lector:
El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había
hallado en un aforro de la maleta donde halló la Novela del Curioso impertinente
y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos, que
pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego,
vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por
donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente
había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un
mesmo autor; y, así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese
comodidad.
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Cardenio y don Fernando; la historia de los amores del mozo de mulas con doña
Clara, la hija de oidor y sobrina del capitán cautivo (cap. 43); y la de Leandra y
Vicente de la Rosa (cap. 51), que conocemos a través del relato del cabrero Eugenio.
En la segunda parte, ahora ya sí plenamente imbricadas en la acción principal de
las aventuras de Don Quijote y Sancho, se encuentran las siguientes: las bodas de
Camacho el Rico (caps. 19-21), los aldeanos que rebuznan (caps. 25-27), el relato de
doña Rodríguez (caps. 48, 52, 56, 66), la historia de la hija de Diego de la Llana y el
hermano de esta (cap. 49), la de Claudia Jerónima (cap. 60) y la de Ana Félix, la hija
del morisco Ricote (caps. 54, 63 y 65).
Incluso en el Persiles, la obra póstuma, todavía aparece algún elemento de novela
corta, no tanto desde la práctica sino, algo que Cervantes ya había hecho en otras
ocasiones (v.g. en los capítulos vigésimo segundo y cuadragésimo séptimo de la
primera parte del Quijote y en el tercero y cuadragésimo cuarto de la segunda), desde
la reflexión teórica sobre cómo deben ser las novelas. Así, es posible encontrar
afirmaciones tan interesantes como la siguiente, muy útil, además, para entender el
arte cervantino de las Novelas ejemplares: «La salsa de los cuentos es la propiedad
del lenguaje en cualquiera cosa que se diga» (Persiles, lib. III, cap. 7).
Sin duda, el género de la novela corta debió de gustar especialmente a Cervantes;
de ahí la práctica constante a lo largo de toda su carrera literaria, desde el principio
hasta sus últimos trabajos; de ahí el elevado número de narraciones de ese tipo que
escribió, la variedad de ellas y la bondad de muchas. Todo ello lleva a poder afirmar
que Cervantes, con palabras de Agustín González de Amezúa, es el «creador de la
novela corta española».
Pocas cosas señala Cervantes sobre sus Novelas ejemplares. El prólogo que las
antecede es profundamente ambiguo en lo que se refiere a la ejemplaridad de la
novelas, como también en lo que tiene que ver con su estructura («[…] de estas
novelas que te ofrezco, en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen
pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les pareza […]»). Es inequívoca, en cambio,
la rotundidad con que expresa su orgullo de iniciador del género en España («[…] yo
soy el primero que ha novelado en lengua castellana […]») y, asimismo el objetivo
final que persigue con estas doce novelas, que no es otro que el del entretenimiento;
no es un texto pensado para enseñar, para formar (aun deleitando, con el precepto
horaciano por detrás), sino para entretener, para ocupar el tiempo de ocio, esas «horas
[…] de recreación, donde el afligido espíritu descanse», lo cual supone una
concepción radicalmente nueva y moderna de la literatura de ficción, la misma que
subyace en el Quijote.
En otro lugar, el Viaje del Parnaso, el autor ofrece un interesante juicio sobre su
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propósito al escribir el volumen de 1613: «Yo he abierto en mis Novelas un camino /
por do la lengua castellana puede / mostrar con propiedad un desatino» (VP, IV, vv.
25-27). Este texto puede entenderse mejor con estos otros versos también del mismo
poema:
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Madrid, Toledo, las ventas y el camino les proporcionaban no existe en Sevilla; más
aún, quedan asombrados de la existencia de una especie de mafia que impone sus
normas y condiciones: «Yo pensé —dijo Cortado— que el hurtar era oficio libre,
horro de pecho y alcabala y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la
garganta y a las espaldas». Es necesario pasar por la aduana de Monipodio, «padre»,
«maestro» y «amparo» de los ladrones de Sevilla. etc. Y en todas y cada una de ellas,
Cervantes despliega un arsenal de recursos para conseguir hacer creer al lector que
esos desatinos podrían haber sucedido. Pero con estos doce desatinos se estaban
sentando las bases de una nueva manera de concebir la literatura en la que la
enseñanza, el mensaje moral quedaba relegado a un plano muy secundario. Así lo
expresa con rotundidad en el prólogo, que hay que leer en paralelo con el del primer
Quijote. Ambos van dirigidos a un mismo lector, ocioso, que encuentra en estas obras
no una lección, no enseñanza, sino mero placer y deleite; lo que se insinúa en el
primer Quijote por medio del adjetivo con el que se califica al lector, desocupado, se
afirma con rotundidad en el prólogo de las Novelas ejemplares al comparar la lectura
del libro con la sensación que produce el paseo por una alameda, se acude a una
fuente o se cultiva un jardín. Se trata, por tanto, de un libro que establece unos
principios básicos novedosos: cómo se concibe la literatura, su función, a quién va
dirigida. Las Ejemplares, en definitiva son verdadera y señera obra maestra que no ha
de entenderse al margen del Quijote, sino conjunta y complementariamente con aquel
en la creación de la moderna literatura de entretenimiento.
Y, por otro, son un prodigio en el uso y variedad de los registros lingüísticos:
lenguaje de germanía, recursos propios de los diálogos humanísticos, lenguaje
cortesano, estudiantil, comediesco… Una de las novelas puede servir de ejemplo:
Rinconete y Cortadillo. En ella, el primer encuentro de Rincón y Cortado se
manifiesta a través del uso hipócrita de los tratamientos («—¿De qué tierra es vuesa
merced, señor gentilhombre y para adónde bueno camina? […] Mi tierra, señor
caballero —respondió el preguntado—, no la sé, ni para dónde camino, tampoco». Su
contacto con la cofradía de Monipodio se dificulta precisamente por el lenguaje:
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le oímos sentenciar a Monipodio: «Digo que sola esa razón me convence, me obliga,
me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os
sobrelleve el año de noviciado»; pero también es una forma de protección de los
delincuentes, pues manejando habitualmente palabras como cuatrero, ansia, rosnos y
primer desconcierto y tantas otras, solo ellos se entienden, de ahí las dificultades
iniciales de los nuevos cofrades Rincón y Cortado. Y adquiere finalmente una
importancia sustancial, pues en el seno de una sociedad que les constriñe, que les
ahoga, Rincón y Cortado encuentran en el lenguaje una manera de situarse por
encima de los demás: lo que les distingue es su capacidad para dominar el lenguaje y
utilizarlo apropiadamente, cosa que no pueden hacer los demás. Por eso Monipodio,
que no sabe leer, le da a leer a Rinconete un librillo de memoria (con el célebre
memorial) y, por eso también, el narrador concluye: «Era Rinconete, aunque
muchacho, de muy buen entendimiento y tenía un buen natural y, como había andado
con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje y dábale gran
risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía
y bendita comunidad». Por eso, en fin, la novela se acaba convirtiendo —las palabras
son de Antonio Rey Hazas— «en una reflexión metanovelesca sobre el poder del
lenguaje, pues muestra la superioridad de quienes lo dominan sobre los que lo
manejan con impericia».
Variedad de registros lingüísticos, sí, pero también genéricos. Si, en una ocasión,
Menéndez Pelayo afirmó del Quijote que «de cualquier modo que se le considere, es
un mundo poético completo, encierra episódicamente, y subordinados al grupo
inmortal que le sirve de centro, todos los tipos de la anterior producción novelesca, de
suerte que con él solo podría adivinarse y restaurarse toda la literatura de imaginación
anterior a él, porque Cervantes se la asimiló e incorporó toda en su obra», algo
similar se podría decir de las Novelas ejemplares, donde es posible encontrar,
sabiamente mezclados e incorporados, buena parte de los géneros que la ficción
literaria de la época ofrecía a un escritor.
En este sentido, La gitanilla es una singular mistura de elementos teatrales,
pastoriles, caballerescos y cortesanos, todo ello desarrollado en ambiente gitanesco.
El amante liberal incorpora elementos de novela bizantina y de los relatos de
cautivos. Rinconete y Cortadillo es un relato a caballo entre la picaresca —sutilmente
interpretada— y el teatro (un entremés de figuras). La española inglesa es una novela
bizantina. El licenciado Vidriera puede considerarse como una contranovela
picaresca a la que se añaden elementos de relato folclórico, de las fábulas milesias y
de la literatura de la locura. La fuerza de la sangre mezcla elementos de novelle
italiana y comedia. El celoso extremeño constituye una novela muy compleja en la
que se fusionan la tradición del chiste y la facecia, por un lado, pero, también, rasgos
de novelle y de teatro. La ilustre fregona reúne elementos de novela picaresa —muy
idealizada— y bizantina. Las dos doncellas incorpora aspectos de novelle italiana,
caballerescos y de las cuestiones de amor. La señora Cornelia, de difícil adscripción
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genérica, puede situarse en la tradición de la novelle italiana. En El casamiento
engañoso Cervantes noveliza una facecia de tradición italiana. Finalmente, el
Coloquio de los perros es una magistral combinación de novela picaresca, fábulas
milesias y relatos lucianescos.
Con todos estos ingredientes Cervantes consigue crear una de las obras más
audaces, novedosas y modernas de la prosa de ficción aurisecular.
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[…] y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo,
también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias,
en que no faltó gracia y estilo a Miguel de Cervantes.
Pareceme, señores, que después que murió nuestro español Boccaccio, quiero
decir Miguel de Cervantes, ejecutor acérrimo de la expulsión de andantes
aventuras…
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bien el manco sano, como lo demuestra cada línea del prólogo que él puso a sus
novelitas.
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La narrativa cervantina —representada por «libros» como el Quijote, pero
también por «novelas» como La gitanilla— lleva a la ficción un debate
epistemológico de alta repercusión en el pensamiento de la época: el que afronta
el problema de la naturaleza de la realidad y el de las relaciones de la literatura
con la realidad. Para un hombre del Renacimiento, al filo ya del Barroco, la
realidad es poliédrica, perspectivista e interpretable, y los viejos géneros trazados
por la perspectiva clasicista no resultaban ya aptos para dar cuenta de ella. Frente
al «las cosas son» de la literatura precedente, Cervantes pone en pie la literatura
de «las cosas parecen». Toda narración de un hecho —histórico o ficticio— no
podrá ser otra cosa que la elección de una lectura —entre otras muchas posibles—
para tal hecho, porque cualquier suceso admite tantas lecturas como espectadores.
Lo que equivale a afirmar que, desde el punto de vista del discurso, no existen
hechos, sino interpretaciones; y las varias interpretaciones de un mismo hecho —
sin dejar de reflejar el hecho— podrán incluso contradecirse. En última instancia,
la narrativa de Cervantes está novelizando el problema de la incapacidad de
cualquier discurso para dar cuenta, exacta e imparcial, de una realidad viva, a la
vez que pone en evidencia el carácter problemático de la realidad.
6. BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
Ediciones
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Vidriera. La fuerza de la sangre], 9 [El celoso extremeño], 10 [La ilustre fregona. Las
dos doncellas. La señora Cornelia] y 11 [El casamiento engañoso. El coloquio de los
perros].
—VALBUENA PRAT, A., México, Aguilar, 1995, 1.ª reimpresión, 2 vols. NE: vol. II.
—YNDURÁIN, D., Madrid, Turner, 1993, 4 vols. NE: vol. III.
Ediciones sueltas
—Ed. facsímil, Madrid, RAE, 1981.
—AVALLE-ARCE, J. B., Madrid, Castalia, 1989, 3 vols.
—BAQUERO GOYANES, M., Madrid, Edit. Nacional, 1976, 2 vols.
—GARCÍA LÓPEZ, Javier, Barcelona, Crítica, 2001, 2.ª ed., 2005.
—GARCÍA LORENZO, L., Madrid, Espasa-Calpe, 1983, 2 vols.
—LUTTIKHUIZEN, F., Barcelona, Planeta, 1994.
—RIUS, L., México, UNAM, 1978, 1.ª reimpr., 2 vols.
—RODRÍGUEZ-LUIS, J., Madrid, Taurus, 1985, 2 vols.
—RODRÍGUEZ MARÍN, F., Madrid, Espasa-Calpe, 1965, 2 vols.
—SEVILLA, F. y REY, A., Madrid, Espasa-Calpe, 1991, 2 vols.
—SIEBER, H., Madrid, Cátedra, 1980, 2 vols.
Estudios
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—Cervantes, revista semestral publicada por la Cervantes Society of America desde
1981.
—DRAKE, Dana B., Cervantes’ Novelas ejemplares, A Selective Annotated
Bibliography, Nueva York, Garland, 1981, 2.ª ed.
—EL SAFFAR, Ruth S., Novel to Romance, A Study of Cervantes’ «Novelas
ejemplares», Baltimore, John Hopkins Univ., 1974.
—FORCIONE, Alban K., Cervantes and the Humanist Vision. A Study of Four
Exemplary Novels, Princeton, Princeton University Press, 1982.
—GONZÁLEZ DE AMEZÚA, Agustín, Cervantes creador de la novela corta española
[1956], Madrid, C.S.I.C., 1982, reimpresión, 2 vols.
—ICAZA, F. A., Las «Novelas ejemplares», Madrid, 1928.
—NERLICH, Michael y SPADACCINI, Nicholas (eds.), Cervantes’s Exemplary Novels
and the Adventure of Writing, Minneapolis, The Prisma Institute, 1989.
—PABST, Walter, La novela corta en la teoría y en la creación literaria. Notas para
el estudio de su antinomia en las literaturas románicas, Madrid, Gredos, 1972.
—REY HAZAS, Antonio, «Novelas ejemplares», CLOSE, A. et alii, Cervantes, Alcalá
de Henares, Centro de Estudios Cervantinios, 1995, pp. 173-209.
—RILEY, E. C., Teoría de la novela en Cervantes (1966), Madrid, Taurus, 1989, 3.ª
reimpresión.
—RODRÍGUEZ LUIS, Julio, Novedad y ejemplo en las novelas de Cervantes, Madrid,
José Porrúa Turanzas, 1980-1984, 2 vols.
—ZIMIC, Stanislav, Las «Novelas ejemplares» de Miguel de Cervantes, Madrid, Siglo
XXI, 1994.
—VV. AA., Las Ejemplares (1613-2013), número monográfico de Ínsula, 799-800,
2013.
7. LA EDICIÓN
Las Novelas ejemplares se publicaron en Madrid, en la imprenta de Juan de la
Cuesta durante el otoño de 1613. Sin llegar a constituir un «best seller», lo cierto es
que ha sido una obra reeditada en numerosísimas ocasiones, desde los días
cervantinos hasta hoy mismo. El texto que reproduzco a continuación pretende, de
acuerdo con los criterios de esta colección, ofrecer una lectura fiable del texto de
1613, sin variantes, convenientemente modernizado de acuerdo con las normas
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actuales de puntuación y acentuación, pero respetando aquellos elementos
característicos del español de principios del siglo XVII (vacilaciones, formas verbales,
usos lingüísticos peculiares, etc.), para lo cual he tenido en cuenta la fecunda
tradición editorial de las Novelas (véase el apartado Ediciones de la Bibliografía). La
anotación es esencial y básica, con el propósito de aclarar palabras, frases y
expresiones que pudieran plantear problemas al lector.
Quiero dejar constancia de la colaboración de Álvaro Cimas Hernando para llevar
a cabo este trabajo.
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Novelas ejemplares
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FE DE ERRATAS[1]
Vi las doce Novelas compuestas por Miguel de Cervantes y en ellas no hay cosa
digna que notar que no corresponda con su original.
Dada en Madrid, a siete de agosto de 1613.
El Licenciado Murcia de la Llana[2]
TASA[3]
Yo, Hernando de Vallejo[4], escribano de cámara del rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro que
con su licencia fue impreso, intitulado Novelas ejemplares, compuesto por Miguel de
Cervantes Saavedra, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene setenta y un
pliegos y medio, que al dicho precio suma y monta docientos y ochenta y seis
maravedís en papel y mandaron que a este precio, y no más, se venda y que esta tasa
se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo
que por él se ha de pedir y llevar, como consta y parece por el auto y decreto que está
y queda en mi poder, a que me refiero.
Y para que dello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fe, en la villa de
Madrid, a doce días del mes de agosto de mil y seiscientos y trece años.
Hernando de Vallejo
APROBACIÓN
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Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general por el
ilustrísimo cardenal D. Bernardo de Sandoval y Rojas, en corte, he visto y leído las
doce Novelas ejemplares, compuestas por Miguel de Cervantes Saavedra y supuesto
que es sentencia llana del angélico doctor Santo Tomás, que la eutropelia es virtud, la
que consiste en un entretenimiento honesto[8], juzgo que la verdadera eutropelia está
en estas Novelas, porque entretienen con su novedad, enseñan con sus ejemplos a huir
vicios y seguir virtudes y el autor cumple con su intento, con que da honra a nuestra
lengua castellana y avisa a las repúblicas de los daños que de algunos vicios se
siguen, con otras muchas comodidades y, así, me parece se le puede y debe dar la
licencia que pide, salvo etc.
En este convento de la Santísima Trinidad, calle de Atocha, en 9 de julio de 1612.
El padre presentado
Fr. Juan Bautista[9]
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo de Su Majestad, he hecho ver
este libro de Novelas ejemplares y no contiene cosa contra la fe ni buenas
costumbres, antes con semejantes argumentos nos pretende enseñar su autor cosas de
importancia y el cómo nos hemos de haber en ellas y este fin tienen los que escriben
novelas y fábulas y, ansí, me parece se puede dar licencia para imprimir.
En Madrid, a nueve de julio de mil y seiscientos y doce.
El Doctor Cetina
APROBACIÓN
Por comisión de vuestra alteza he visto el libro intitulado Novelas ejemplares, de
Miguel de Cervantes Saavedra y no hallo en el cosa contra la fe y buenas costumbres,
por donde no se pueda imprimir, antes hallo en el cosas de mucho entretenimiento
para los curiosos lectores y avisos y sentencias de mucho provecho y que proceden de
la fecundidad del ingenio de su autor, que no lo muestra en este menos que en los
demás que ha sacado a luz. En este monasterio de la Santísima Trinidad, en ocho de
agosto de mil y seiscientos y doce.
Fray Diego de Hortigosa
APROBACIÓN
Por comisión de los señores del Supremo Consejo de Aragón vi un libro
intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento[10]; su autor: Miguel
de Cervantes Saavedra y no solo no hallo en el cosa escrita en ofensa de la religión
cristiana y perjuicio de las buenas costumbres, antes bien confirma el dueño desta
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obra la justa estimación que en España y fuera della se hace de su claro ingenio,
singular en la invención y copioso en el lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y
admira, dejando desta vez concluidos con la abundancia de sus palabras a los que,
siendo émulos de la lengua española, la culpan de corta y niegan su fertilidad y, así,
se debe imprimir. Tal es mi parecer.
En Madrid, treinta y uno de julio de mil y seiscientos y trece.
Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo[11]
EL REY[12]
Por cuanto, por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que
habíades compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo
entretenimiento, donde se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana,
que os había costado mucho trabajo el componerle y nos suplicastes os mandásemos
dar licencia y facultad para le poder imprimir y privilegio por el tiempo que fuésemos
servido o como la nuestra merced fuese, lo cual, visto por los del nuestro Consejo,
por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la pragmática[13] por nos sobre
ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la
dicha razón y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para
que, por tiempo y espacio de diez años cumplidos primeros siguientes, que corran y
se cuenten desde el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona
que para ello vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el
dicho libro que de suso se hace mención. Y por la presente damos licencia y facultad
a cualquier impresor destos nuestros reinos que nombráredes, para que durante el
dicho tiempo lo pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que
va rubricado y firmado al fin, de Antonio de Olmedo, nuestro escribano de cámara y
uno de los que en el nuestro Consejo residen, con que antes que se venda le traigáis
ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está
conforme a él, o traigáis fe en pública forma, como por corrector por nos nombrado
se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original. Y mandamos al impresor
que ansí imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél ni
entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo
imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha corrección y tasa, hasta que antes
y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y
estando hecho y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer
pliego, en el cual, inmediatamente, se ponga esta nuestra licencia y la aprobación,
tasa y erratas; ni lo podáis vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que
esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas
contenidas en la dicha pragmática y leyes de nuestros reinos, que sobre ello disponen.
Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra licencia, no lo
pueda imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere y vendiere, haya perdido
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y pierda cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere y más incurra en pena
de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere. De la cual dicha
pena sea la tercia parte para nuestra Cámara y la otra tercia parte para el juez que lo
sentenciare y la otra tercia parte para el que lo denunciare. Y mandamos a los del
nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles
de la nuestra casa y corte y Chancillerías y otras cualesquier justicias de todas las
ciudades, villas y lugares destos nuestros reinos y señoríos y a cada uno dellos, ansí a
los que agora son, como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan
esta nuestra cédula y merced, que ansí vos hacemos y contra ella no vayan, ni pasen
ni consientan ir ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced, y de diez
mil maravedís para la nuestra Cámara.
Fecha en Madrid, a veinte y dos días del mes de noviembre de mil y seiscientos y
doce anos.
YO EL REY.
Por mandado del Rey nuestro Señor,
Jorge de Tovar
PRIVILEGIO DE ARAGÓN
Nos, Don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Aragón, de León, de
las dos Sicilias, de Jerusalem, de Portugal, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de
Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de
Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algecira,
de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y
Tierrafirme del mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante,
de Milán, de Atenas y Neopatria, conde de Abspurg, de Flandes, de Tirol, de
Barcelona, de Rosellón y Cerdaña, marqués de Oristán y conde de Goceano.
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos ha sido hecha
relación que con vuestra industria y trabajo habéis compuesto un libro intitulado
Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, el cual es muy útil y provechoso
y le deseáis imprimir en los nuestros reinos de la Corona de Aragón, suplicándonos
fuésemos servido de haceros merced de licencia para ello e nos, teniendo
consideración a lo sobredicho y que ha sido el dicho libro reconocido por persona
experta en letras y por ella aprobado, para que os resulte dello alguna utilidad y, por
la común, lo habemos tenido por bien.
Por ende, con tenor de las presentes, de nuestra cierta ciencia y real autoridad,
deliberadamente y consulta, damos licencia, permiso y facultad a vos, Miguel de
Cervantes, que, por tiempo de diez años, contaderos desde el día de la data de las
presentes en adelante, vos, o la persona o personas que vuestro poder tuvieren, y no
otro alguno, podáis y puedan hacer imprimir y vender el dicho libro de las Novelas
ejemplar es, de honestísimo entretenimiento, en los dichos nuestros reinos de la
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corona de Aragón, prohibiendo y vedando expresamente que ningunas otras personas
lo puedan hacer por todo el dicho tiempo, sin vuestra licencia, permiso y voluntad ni
le puedan entrar en los dichos reinos, para vender, de otros adonde se hubiere
imprimido.
Y si, después de publicadas las presentes, hubiere alguno o algunos que durante el
dicho tiempo intentaren de imprimir o vender el dicho libro, ni meterlos impresos
para vender, como dicho es, incurran en pena de quinientos florines de oro de
Aragón, dividideros en tres partes, a saber: es una para nuestros cofres reales; otra,
para vos, el dicho Miguel de Cervantes Saavedra y otra, para el acusador. Y demás de
la dicha pena, si fuere impresor, pierda los moldes y libros que así hubiere imprimido,
mandando con el mismo tenor de las presentes a cualesquier lugartenientes y
capitanes generales, regentes la Cancellaría, regente el oficio, y portantsveces[14] de
nuestro general gobernador, alguaciles, vergueros, porteros y otros cualesquier
oficiales y ministros nuestros mayores y menores en los dichos nuestros reinos y
señoríos constituidos y constituideros y a sus lugartenientes y regentes los dichos
oficios, so incurrimiento de nuestra ira e indignación y pena de mil florines de oro de
Aragón de bienes del que lo contrario hiciere exigideros y a nuestros reales cofres
aplicaderos, que la presente nuestra licencia y prohibición, y todo lo en ella
contenido, os tengan guardar, tener, guardar y cumplir hagan, sin contradicción
alguna, y no permitan ni den lugar a que sea hecho lo contrario en manera alguna, si
demás de nuestra ira e indignación, en la pena susodicha desean no incurrir. En
testimonio de lo cual, mandamos despachar las presentes, con nuestro sello real
común en el dorso selladas.
Datt. en San Lorenzo el Real, a nueve días del mes de agosto, año del nacimiento
de nuestro Señor Jesucristo mil y seiscientos y trece.
YO EL REY
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PRÓLOGO AL LECTOR
Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este
prólogo porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase
con gana de segundar con este. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que
en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el
cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la
primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui[16] y
con esto quedara mi ambición satisfecha y el deseo de algunos que querrían saber qué
rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del
mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: «Este que veis aquí, de
rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de
nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años
que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque
no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni
grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas
y no muy ligero de pies; este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don
Quijote de la Mancha y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César
Caporal Perusino[17], y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el
nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue
soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en
las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto[18] la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla
cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan
ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria». Y cuando a la deste amigo, de quien me
quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara a mí
mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en secreto, con que extendiera mi
nombre y acreditara mi ingenio. Porque pensar que dicen puntualmente la verdad los
tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni
los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasión se pasó y yo he quedado en blanco y sin figura, será
forzoso valerme por mi pico que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades
que, dichas por señas, suelen ser entendidas. Y así, te digo otra vez, lector amable,
que destas novelas que te ofrezco en ningún modo podrás hacer pepitoria[19], porque
no tienen pies ni cabeza ni entrañas ni cosa que les parezca: quiero decir que los
requiebros amorosos que en algunas hallarás son tan honestos y tan medidos con la
razón y discurso cristiano que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o
cuidadoso que las leyere.
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Heles dado nombre de ejemplares y, si bien lo miras, no hay ninguna de quien no
se pueda sacar algún ejemplo provechoso y, si no fuera por no alargar este sujeto,
quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas
como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república
una mesa de trucos[20], donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de
barras[21]; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y
agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no
siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación
donde el afligido espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan
las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa
me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección destas novelas
pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara
la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse
con la otra vida que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la
mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación y más que me doy a
entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado[22] en lengua castellana, que
las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas
extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las
engendró y las parió mi pluma y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras
ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a
competir con Heliodoro[23], si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza; y
primero verás, y con brevedad dilatadas, las hazañas de don Quijote y donaires de
Sancho Panza y luego las Semanas del jardín..[24] Mucho prometo con fuerzas tan
pocas como las mías, pero ¿quién pondrá rienda a los deseos? Solo esto quiero que
consideres: que, pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de
Lemos[25], algún misterio tienen escondido que las levanta.
No más, sino que Dios te guarde y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal
que han de decir de mí más de cuatro sotiles y almidonados[26]. Vale[27].
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DEDICATORIA
A DON PEDRO FERNÁNDEZ DE Castro, conde de Lemos, de Andrade y de
Villalba, marqués de Sarria, gentilhombre de la Cámara de Su Majestad, virrey,
gobernador y capitán General del reino de Nápoles, comendador de la Encomienda de
la Zarza, de la orden de Alcántara[28].
En dos errores, casi de ordinario, caen los que dedican sus obras a algún príncipe.
El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta,
muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella
en traerle a la memoria, no solo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos
sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de
su protección y amparo porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se
atrevan a morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso
en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y real casa de Vuestra
Excelencia, con sus infinitas virtudes, así naturales como adqueridas, dejándolas a
que los nuevos Fidias y Lisipos[29] busquen mármoles y bronces adonde grabarlas y
esculpirlas, para que sean émulas a la duración de los tiempos. Tampoco suplico a
Vuestra Excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que, si él no es bueno,
aunque le ponga debajo de las alas del hipogrifo de Astolfo[30] y a la sombra de la
clava de Hércules[31], no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias[32]
de darse un filo en su vituperio, sin guardar respeto a nadie. Solo suplico que advierta
Vuestra Excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos que, a no
haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los
más pintados. Tales cuales son, allá van y yo quedo aquí contentísimo por parecerme
que voy mostrando en algo el deseo que tengo de servir a Vuestra Excelencia como a
mi verdadero señor y bienhechor mío. Guarde nuestro Señor, &c.
De Madrid, a catorce de julio de mil y seiscientos y trece.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra
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la verdad, cuya llama solo aspira
a lo que es voluntario hacer preciso.
Al asumpto ofrecidas las memorias
dedica el tiempo, que en tan breve suma
caben todos sucintos los extremos
y es noble calidad de vuestras glorias,
que el uno se le deba a vuestra pluma,
y el otro a las grandezas del de Lemos.
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de la espuma ligera mal techadas,
si bien guarnidas de coral precioso;
salid del sitio ameno y deleitoso,
dríades de las selvas no tocadas,
y vosotras, ¡oh musas celebradas!,
dejad las fuentes del licor copioso;
todas juntas traed un ramo solo
del árbol en quien Dafne convertida,
al rubio dios[38] mostró tanta dureza,
que, cuando no lo fuera para Apolo,
hoy se hiciera laurel, por ver ceñida
a Miguel de Cervantes la cabeza.
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NOVELA DE LA GITANILLA
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser
ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y,
finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del
hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con
la muerte.
Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de
Caco[40], crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa
y a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos[41] y trazas de hurtar.
Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo y la
más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas
hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles ni los aires ni todas las
inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos,
pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos y, lo que es más, que la crianza tosca
en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de
gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo
desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes,
con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni
moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela
conoció el tesoro que en la nieta tenía y así determinó el águila vieja sacar a volar su
aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas[42] y de
otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire.
Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años
y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos
para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo y
no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que se acomodan con gitanos
y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros y van a la
parte de la ganancia. De todo hay en el mundo y esto de la hambre tal vez hace
arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa.
Criose Preciosa en diversas partes de Castilla y, a los quince años de su edad, su
abuela putativa la volvió a la corte y a su antiguo rancho[43], que es adonde
ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara[44], pensando en
la corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera
entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana[45], patrona y abogada
de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro
muchachas y un gitano, gran bailarín, que las guiaba. Y, aunque todas iban limpias y
bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal que poco a poco fue enamorando los ojos
de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió
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un rumor que encarecía la belleza y donaire de la gitanilla y corrían los muchachos a
verla y los hombres a mirarla. Pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada,
¡allí fue ello! Allí sí que cobró aliento la fama de la gitanilla y de común
consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y
joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María[46],
delante de la imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa
unas sonajas[47], al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas,
cantó el romance siguiente:
Árbol preciosísimo
que tardó en dar fruto
años que pudieron
cubrirle de luto
y hacer los deseos
del consorte puros,
contra su esperanza
no muy bien seguros;
de cuyo tardarse
nació aquel disgusto
que lanzó del templo
al varón más justo;
santa tierra estéril
que al cabo[48] produjo
toda la abundancia
que sustenta el mundo;
casa de moneda
do se forjó el cuño
que dio a Dios la forma
que como hombre tuvo;
madre de una hija
en quien quiso y pudo
mostrar Dios grandezas
sobre humano curso.
Por vos y por ella
sois, Ana, el refugio
do van por remedio
nuestros infortunios.
En cierta manera,
tenéis, no lo dudo,
sobre el nieto imperio
piadoso y justo.
A ser comunera
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del alcázar sumo,
fueran mil parientes
con vos de consuno.
¡Qué hija y qué nieto
y qué yerno! Al punto,
a ser causa justa,
cantárades triunfos.
Pero vos, humilde,
fuistes el estudio
donde vuestra hija
hizo humildes cursos
y agora a su lado,
a Dios el más junto,
gozáis de la alteza
que apenas barrunto.
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un poeta de los del número, como capitán del batallón.
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a
voces:
—¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos.
Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y, al tono
correntío[56] y loquesco[57], cantó el siguiente romance:
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fundada en prudentes obras.
Va la Luna en las mejillas
de una y otra humana diosa;
Venus casta, en la belleza
de las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimedes
cruzan, van, vuelven y tornan
por el cinto tachonado
de esta esfera milagrosa.
Y, para que todo admire
y todo asombre, no hay cosa
que de liberal no pase
hasta el extremo de pródiga.
Milán con sus ricas telas
allí va en vista curiosa;
las Indias con sus diamantes
y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
va la envidia mordedora
y la bondad en los pechos
de la lealtad española.
La alegría universal,
huyendo de la congoja,
calles y plazas discurre,
descompuesta y casi loca.
A mil mudas bendiciones
abre el silencio la boca,
y repiten los muchachos
lo que los hombres entonan.
Cuál dice: “Fecunda vid,
crece, sube, abraza y toca
el olmo felice tuyo
que mil siglos te haga sombra
para gloria de ti misma,
para bien de España y honra,
para arrimo de la Iglesia,
para asombro de Mahoma”.
Otra lengua clama y dice:
“Vivas, ¡oh blanca paloma!,
que nos has de dar por crías
águilas de dos coronas,
para ahuyentar de los aires
las de rapiña furiosas;
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para cubrir con sus alas
a las virtudes medrosas”.
Otra, más discreta y grave,
más aguda y más curiosa
dice, vertiendo alegría
por los ojos y la boca:
“Esta perla que nos diste,
nácar de Austria, única y sola,
¡qué de máquinas que rompe!,
¡qué de designios que corta!,
¡qué de esperanzas que infunde!,
¡qué de deseos mal logra!,
¡qué de temores aumenta!,
¡qué de preñados aborta!”
En esto, se llegó al templo
del Fénix santo que en Roma
fue abrasado y quedó vivo
en la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
a la del cielo Señora,
a la que por ser humilde
las estrellas pisa agora,
a la madre y Virgen junto,
a la hija y a la esposa
de Dios, hincada de hinojos,
Margarita así razona:
“Lo que me has dado te doy,
mano siempre dadivosa;
que a do falta el favor tuyo,
siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
te ofrezco, Virgen hermosa:
tales cuales son las mira,
recibe, ampara y mejora.
A su padre te encomiendo,
que, humano Atlante[58], se encorva
al peso de tantos reinos
y de climas tan remotas.
Sé que el corazón del Rey
en las manos de Dios mora
y sé que puedes con Dios
cuanto quieres piadosa”.
Acabada esta oración,
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otra semejante entonan
himnos y voces que muestran
que está en el suelo la gloria.
Acabados los oficios
con reales ceremonias,
volvió a su punto este cielo
y esfera maravillosa.
Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado
que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:
—¡Torna a cantar, Preciosica, que no faltarán cuartos como tierra!
Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las
gitanas y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa[59] y,
viendo tanta gente junta, preguntó qué era; y fuele respondido que estaban
escuchando a la gitanilla hermosa, que cantaba. Llegose el tiniente, que era curioso y
escuchó un rato y, por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin y,
habiéndole parecido por todo extremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a
la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las
oyese doña Clara, su mujer. Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría.
Acabaron el baile y el canto y mudaron lugar y en esto llegó un paje muy bien
aderezado a Preciosa y, dándole un papel doblado, le dijo:
—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno y yo te daré
otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
—Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—; y mire, señor,
que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos y
si quisiere que se los pague, concertémonos por docenas y docena cantada y docena
pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado es pensar lo imposible.
—Para papel, siquiera, que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré
contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en
cuenta.
—A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.
Y con esto, se fueron la calle adelante y desde una reja llamaron unos caballeros a
las gitanas. Asomose Preciosa a la reja, que era baja y vio en una sala muy bien
aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a
diversos juegos, se entretenían.
—¿Quiérenme dar barato[60], ceñores? —dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba
ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.
A la voz de Preciosa y a su rostro dejaron los que jugaban el juego y el paseo los
paseantes y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia
della, y dijeron:
—Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.
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—Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcacen.
—No, a fe de caballeros —respondió uno—; bien puedes entrar, niña, segura, que
nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito[61] que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava[62].
—Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella
—, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
—Mira, Cristina —respondió Preciosa—: de lo que te has de guardar es de un
hombre solo y a solas y no de tantos juntos porque antes el ser muchos quita el miedo
y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la
mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser.
Verdad es que es bueno huir de las ocasiones, pero han de ser de las secretas y no de
las públicas.
—Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.
Animolas la gitana vieja y entraron y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el
caballero del hábito vio el papel que traía en el seno y llegándose a ella se le tomó y
dijo Preciosa:
—¡Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que
aún no le he leído!
—Y ¿sabes tú leer, hija? —dijo uno.
—Y escribir —respondió la vieja—; que a mi nieta hela criado yo como si fuera
hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro y dijo:
—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte[63] dentro; toma este escudo
que en el romance viene.
—¡Basta! —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que
es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta añadidura
han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general[64] y envíemelos uno
a uno que yo les tentaré el pulso y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del
donaire con que hablaba.
—Lea, señor —dijo ella—, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como
es liberal.
Y el caballero leyó así:
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la esquiveza y la hermosura.
Si como en valor subido
vas creciendo en arrogancia,
no le arriendo la ganancia
a la edad en que has nacido;
que un basilisco[65] se cría
en ti, que mata mirando,
y un imperio que, aunque blando,
nos parezca tiranía.
Entre pobres y aduares[66],
¿cómo nació tal belleza?
O ¿cómo crió tal pieza
el humilde Manzanares?
Por esto será famoso
al par del Tajo dorado,
y por Preciosa preciado
más que el Ganges caudaloso.
Dices la buenaventura
y dasla mala contino[67],
que no van por un camino
tu intención y tu hermosura.
Porque en el peligro fuerte
de mirarte o contemplarte
tu intención va a desculparte,
y tu hermosura a dar muerte.
Dicen que son hechiceras
todas las de tu nación,
pero tus hechizos son
de más fuerzas y más veras;
pues por llevar los despojos
de todos cuantos te ven,
haces, ¡oh niña!, que estén
tus hechizos en tus ojos.
En sus fuerzas te adelantas,
pues bailando nos admiras
y nos matas si nos miras
y nos encantas si cantas.
De cien mil modos hechizas:
hables, calles, cantes, mires
o te acerques o retires
el fuego de amor atizas.
Sobre el más exento pecho
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tienes mando y señorío,
de lo que es testigo el mío,
de tu imperio satisfecho.
Preciosa joya de amor,
esto humildemente escribe
el que por ti muere y vive,
pobre, aunque humilde amador.
—En «pobre» acaba el último verso —dijo a esta sazón Preciosa—: ¡mala señal!
Nunca los enamorados han de decir que son pobres porque a los principios, a mi
parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.
—¿Quién te enseña eso, rapaza? —dijo uno.
—¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma
en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca[68], ni estropeada
del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás
gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana lerda que,
como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el
ingenio a cada paso y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas
muchachas, mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el
dedo en la boca y tiéntenlas las cordales y verán lo que verán. No hay muchacha de
doce que no sepa lo que de veinte y cinco, porque tienen por maestros y preceptores
al diablo y al uso que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.
Con esto que la gitanilla decía tenía suspensos a los oyentes y los que jugaban le
dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales y
más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió[69] sus corderas y fuese en
casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento
a aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían de ir a
su casa las gitanillas y estábalas esperando como el agua de mayo ella y sus doncellas
y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a
Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció
Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así, corrieron todas
a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, estas la bendecían, aquellas la alababan.
Doña Clara decía:
—¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de
esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda y hacía pepitoria de todos sus miembros
y coyunturas. Y, llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba,
dijo:
—¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga
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barba y largos años y dijo:
—¿Ese llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos o ese no
es hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la gitanilla que hecha
de plata o de alcorza[70] no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
—De tres o cuatro maneras —respondió Preciosa.
—¿Y eso más? —dijo doña Clara—. Por vida del tiniente, mi señor, que me la
has de decir, niña de oro y niña de plata y niña de perlas y niña de carbuncos y niña
del cielo, que es lo más que puedo decir.
—Denle, denle la palma de la mano a la niña y con qué haga la cruz —dijo la
vieja— y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina[71].
Echó mano a la faldriquera[72] la señora tenienta y halló que no tenía blanca.
Pidió un cuarto a sus criadas y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual
visto por Preciosa, dijo:
—Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son
mejores y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan
vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos la mía y, así, tengo
afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro o con algún real de a ocho o,
por lo menos, de a cuatro, que soy como los sacristanes: que cuando hay buena
ofrenda, se regocijan.
—Donaire tienes, niña, por tu vida —dijo la señora vecina.
Y, volviéndose al escudero, le dijo:
—Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro[73]? Dádmele,
que, en viniendo el doctor, mi marido, os le volveré.
—Sí tengo —respondió Contreras—, pero téngole empeñado en veinte y dos
maravedís[74] que cené anoche. Dénmelos, que yo iré por él en volandas[75].
—No tenemos entre todas un cuarto —dijo doña Clara—, ¿y pedís veinte y dos
maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:
—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
—Antes —respondió Preciosa—, se hacen las cruces mejores del mundo con
dedales de plata, como sean muchos.
—Uno tengo yo —replicó la doncella—; si este basta, hele aquí, con condición
que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
—¿Por un dedal tantas buenasventuras? —dijo la gitana vieja—. Nieta, acaba
presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora tenienta y dijo:
Hermosita, hermosita,
la de las manos de plata,
más te quiere tu marido
que el rey de las Alpujarras.
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Eres paloma sin hiel,
pero a veces eres brava
como leona de Orán
o como tigre de Ocaña[76].
Pero en un tras, en un tris,
el enojo se te pasa
y quedas como alfiñique[77]
o como cordera mansa.
Riñes mucho y comes poco:
algo celosita andas;
que es juguetón el tiniente
y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella, te quiso
uno de una buena cara,
que mal hayan los terceros[78],
que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
hoy tu convento mandaras,
porque tienes de abadesa
más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir,
pero poco importa, vaya:
enviudarás y otra vez
y otras dos, serás casada.
No llores, señora mía,
que no siempre las gitanas
decimos el Evangelio;
no llores, señora, acaba.
Como te mueras primero
que el señor tiniente, basta
para remediar el daño
de la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
hacienda en mucha abundancia;
tendrás un hijo canónigo,
la iglesia no se señala;
de Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
tendrás, que si es religiosa,
también vendrá a ser perlada[79].
Si tu esposo no se muere
dentro de cuatro semanas,
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verasle corregidor[80]
de Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
escuros valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
principalmente de espaldas,
que suelen ser peligrosas
en las principales damas.
Cosas hay más que decirte:
si para el viernes me aguardas,
las oirás, que son de gusto
y algunas hay de desgracias.
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oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para
pretender otros cargos.
—Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el teniente—, pero el juez que
da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su
oficio será el valedor para que le den otro.
—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente —respondió Preciosa—;
ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
—Mucho sabes, Preciosa —dijo el tiniente—. Calla, que yo daré traza que Sus
Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
—Querranme para truhana —respondió Preciosa— y yo no lo sabré ser y todo irá
perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían[84], pero en algunos
palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y
pobre y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
—Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más, que has hablado mucho y
sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles[85] tanto, que te despuntarás;
habla de aquello que tus años permiten y no te metas en altanerías, que no hay
ninguna que no amenace caída.
—¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas y, al irse, dijo la doncella del dedal:
—Preciosa, dime la buenaventura o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué
hacer labor.
—Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho y
provéase de otro dedal o no haga vainillas[86] hasta el viernes, que yo volveré y le
diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las
avemarías[87] suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas y entre otras vuelven
muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas y volvían seguras; porque la
gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la
garrama[88] con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos
pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente
aderezado de camino[89]. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una
ascua de oro; sombrero con rico cintillo[90] y con plumas de diversas colores
adornado. Repararon las gitanas en viéndole y pusiéronsele a mirar muy de espacio,
admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar a pie y
solo.
Él se llegó a ellas y, hablando con la gitana mayor, le dijo:
—Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí
aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —
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respondió la vieja.
Y, llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos y así, en
pie, como estaban, el mancebo les dijo:
—Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa que después
de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado
más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías, que siempre os he
de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece, soy caballero, como lo puede
mostrar este hábito —y, apartando el herreruelo[91], descubrió en el pecho uno de los
más calificados que hay en España—; soy hijo de Fulano —que por buenos respetos
aquí no se declara su nombre—; estoy debajo de su tutela y amparo, soy hijo único y
el que espera un razonable mayorazgo[92]. Mi padre está aquí en la corte pretendiendo
un cargo y ya está consultado[93] y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y, con
ser de la calidad y nobleza que os he referido y de la que casi se os debe ya de ir
trasluciendo, con todo eso, quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la
humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para
burlalla ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna;
solo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con
ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere y para conservarlo y
guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya
dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá
ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá temeroso
vuestra duda. Mi nombre es este —y díjosele—; el de mi padre ya os le he dicho. La
casa donde vive es en tal calle y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien
podréis informaros y aun de los que no son vecinos también, que no es tan escura la
calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio y
aun en toda la corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra[94] y señal de
lo que pienso daros, porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente y sin
duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle y, volviéndose a la
vieja, le dijo:
—Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan
enamorado señor.
—Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—, que yo sé que tienes
discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
—Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un
cierto espiritillo fantástico acá dentro que a grandes cosas me lleva. A mí ni me
mueven promesas ni me desmoronan dádivas ni me inclinan sumisiones ni me
espantan finezas enamoradas y, aunque de quince años, que, según la cuenta de mi
abuela, para este San Miguel[95] los haré, soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo
más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia.
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Pero, con lo uno o con lo otro, sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados
son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual,
atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo y, pensando dar
con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que
desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada y quizá, abriéndose
entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se
adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal que ningunas palabras creo y de
muchas obras dudo. Una sola joya tengo que la estimo en más que a la vida, que es la
de mi entereza y virginidad y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas
porque, en fin, será vendida y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me
la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme con ella a la sepultura y quizá
al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o
manoseen. Flor es la de la virginidad que, a ser posible, aun con la imaginación no
había de dejar ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se
marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja y, finalmente, entre las manos
rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar
sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de
inclinar, ha de ser a este santo yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en
ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré
vuestra, pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero
tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa
de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos y, tomando el traje de
gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré
yo de vuestra condición y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de
mí y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser
vuestra hermana en el trato y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que
en el tiempo deste noviciado podría ser que cobrásedes la vista que ahora debéis de
tener perdida o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que
ahora seguís con tanto ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen
arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a
ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no
habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmose el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando
al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual
Preciosa tornó a decirle:
—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo
pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa y considerad de espacio lo que
viéredes que más os convenga y en este mismo lugar me podéis hablar todas las
fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné de hacer por
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ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que
me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste
y acomode, cuéntame por gitano desde luego y haz de mí todas las experiencias que
más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira
cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego, que, con ocasión de
ir a Flandes[96], engañaré a mis padres y sacaré dineros para gastar algunos días y
serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren
conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te
pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que, si no
es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis padres, que no vayas
más a Madrid; porque no querría que algunas de las demasiadas ocasiones que allí
pueden ofrecerse me saltease la buena ventura que tanto me cuesta.
—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—: sepa que conmigo ha de andar
siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos
y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de ver desde bien lejos
que llega mi honestidad a mi desenvoltura y en el primero cargo en que quiero estaros
es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que
entran pidiendo celos o son simples o confiados.
—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—:
¡mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca[97]! Tú sabes de
amor, tú sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca y te
estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye
son nonada[98], y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el
pecho.
Todo cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir leña al
fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron en que de
allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del
término en que sus negocios estaban y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la
verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado[99], donde dijo que
iban cien escudos de oro y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase
en ninguna manera, a quien la gitana dijo:
—Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber
entregado las armas en señal de rendimiento y el dar, en cualquiera ocasión que sea,
siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al
cielo rogando y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las
gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquerido de codiciosas y
aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que
pueden andar cosidos en el alforza[100] de una saya que no valga dos reales y tenerlos
allí como quien tiene un juro[101] sobre las yerbas de Extremadura? Y si alguno de
nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la
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justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano como
destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he
visto casi puesta en el asno para ser azotada y de la una me libró un jarro de plata y
de la otra una sarta de perlas y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado
por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en
oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas y no hay defensas
que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran
Filipo[102]: no hay pasar adelante de su Plus ultra[103]. Por un doblón de dos caras[104]
se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte,
que son arpías de nosotras, las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a
nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos
vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos
de Belmonte[105]: rotos y grasientos y llenos de doblones.
—Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas
leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese
con ellos y buen provecho le hagan y plega a Dios que los entierre en sepultura donde
jamás tornen a ver la claridad del sol ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras
compañeras será forzoso darles algo que ha mucho que nos esperan y ya deben de
estar enfadadas.
—Así verán ellas —replicó la vieja— moneda destas, como ven al Turco agora.
Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los
repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
—Sí traigo —dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho que repartió entre las tres gitanillas,
con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de
comedias[106] cuando, en competencia de otro, le suelen retular[107] por la esquinas:
«¡Víctor, Víctor!»[108].
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días y que
se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero; porque también había
gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar
a Preciosa; antes, enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las
dejó y se entró en Madrid y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo
aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de
Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid y, a pocas
calles andadas, encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo y, cuando él la
vio, se llegó a ella, diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el otro
día?
A lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que
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más quiere.
—Conjuro es ese —respondió el paje— que, aunque el decirla me costase la vida,
no la negaré en ninguna manera.
—Pues la verdad que quiero que me diga —dijo Preciosa— es si por ventura es
poeta.
—A serlo —replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de
saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen y así, yo no lo soy,
sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy a pedir ni a buscar
versos ajenos: los que te di son míos y estos que te doy agora también; mas no por
esto soy poeta ni Dios lo quiera.
—¿Tan malo es ser poeta? —replicó Preciosa.
—No es malo —dijo el paje—, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy
bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima cuyo dueño no la
trae cada día, ni la muestra a todas gentes ni a cada paso, sino cuando convenga y sea
razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta,
aguda, retirada y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de
la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la
desenojan, las flores la alegran y finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella
comunican.
—Con todo eso —respondió Preciosa—, he oído decir que es pobrísima y que
tiene algo de mendiga.
—Antes es al revés —dijo el paje— porque no hay poeta que no sea rico, pues
todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero ¿qué te ha
movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
—Hame movido —respondió Preciosa— porque, como yo tengo a todos o los
más poetas por pobres, causome maravilla aquel escudo de oro que me distes entre
vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la
poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa que por aquella parte
que os toca de hacer coplas se ha de desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay
poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene ni granjear la que no
tiene.
—Pues yo no soy desos —replicó el paje—: versos hago y no soy rico ni pobre y,
sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un
escudo y dos a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este
escudo segundo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no; solo
quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas
de Midas[109].
Y en esto le dio un papel y, tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo
y dijo:
—Este papel ha de vivir muchos años porque trae dos almas consigo: una, la del
escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero
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sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo y si no saca la una, no haya
miedo que reciba la otra; por poeta le quiero y no por dadivoso y desta manera
tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que
sea, que la hechura de un romance.
—Pues así es —replicó el paje— que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por
fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo; que,
como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel y quedose con el papel y no le quiso leer en la
calle. El paje se despidió y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba
rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin
querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do
estaba, que ella muy bien sabía y, habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a
unos balcones de hierro dorados que le habían dado por señas y vio en ella a un
caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada[110] en los
pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la
gitanilla, cuando dijo:
—Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros y entre ellos vino el
enamorado Andrés que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto de
perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las
gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de
las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los
demás:
—Esta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
—Ella es —replicó Andrés— y sin duda es la más hermosa criatura que se ha
visto.
—Así lo dicen —dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando—, pero en verdad
que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy,
pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
—¡Por vida de don Juanico, mi hijo —dijo el anciano—, que aún sois más
hermosa de lo que dicen, linda gitana!
—Y ¿quién es don Juanico, su hijo? —preguntó Preciosa.
—Ese galán que está a vuestro lado —respondió el caballero.
—En verdad que pensé —dijo Preciosa— que juraba vuestra merced por algún
niño de dos años: ¡mirad qué don Juanico y qué brinco! A mi verdad, que pudiera ya
estar casado y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo
esté y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
—¡Basta! —dijo uno de los presentes—; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto, las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un
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rincón de la sala y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas.
Dijo la Cristina:
—Muchachas, este es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a
ocho.
—Así es la verdad —respondieron ellas—, pero no se lo mentemos, ni le digamos
nada, si él no nos lo mienta; ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
—Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico,
sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado y gran prometedor de
cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo
peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí y uno piensa el bayo[111] y
otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone; quizá pensará que va a Óñez y
dará en Gamboa[112].
A esto respondió don Juan:
—En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición, pero
en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en
todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios
servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas
que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo
estorbase.
—Calle, señorito —respondió Preciosa— y encomiéndese a Dios, que todo se
hará bien y sepa que yo no sé nada de lo que digo y no es maravilla que, como hablo
mucho y a bulto, acierte en alguna cosa y yo querría acertar en persuadirte a que no te
partieses, sino que sosegases el pecho y te estuvieses con tus padres, para darles
buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente
los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas
llevar los trabajos de la guerra; cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos
combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo
que haces primero que te cases y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres;
que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo
cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
—Otra vez te he dicho, niña —respondió el don Juan que había de ser Andrés
Caballero—, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser muy
verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra que yo doy en el
campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida, pues no se puede
preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por
Dios y por mí, que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser
tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
—¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio
esta mañana!
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—No es así —respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas y nosotras
no lo somos y, siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
—No es mentira de tanta consideración —respondió Cristina— la que se dice sin
perjuicio de nadie y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con todo esto, veo
que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
Subió en esto la gitana vieja y dijo:
—Nieta, acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
—Y ¿qué hay, abuela? —preguntó Preciosa—. ¿Hay hijo o hija?
—Hijo y muy lindo —respondió la vieja—. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas
maravillas.
—¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! —dijo Preciosa.
—Todo se mirará muy bien —replicó la vieja—; cuanto más, que hasta aquí todo
ha sido parto derecho y el infante es como un oro.
—¿Ha parido alguna señora? —preguntó el padre de Andrés Caballero.
—Sí, señor —respondió la gitana—, pero ha sido el parto tan secreto que no le
sabe sino Preciosa y yo y otra persona y así, no podemos decir quién es.
—Ni aquí lo queremos saber —dijo uno de los presentes—, pero desdichada de
aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.
—No todas somos malas —respondió Preciosa—: quizá hay alguna entre
nosotras que se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre más estirado
que hay en esta sala y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco; pues en verdad
que no somos ladronas ni rogamos a nadie.
—No os enojéis, Preciosa —dijo el padre—; que, a lo menos de vos, imagino que
no se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador
de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis un poco con vuestras
compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la
vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
—Ea, niñas, haldas en cinta[113], y dad contento a estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus
lazos con tanto donaire y desenvoltura que tras los pies se llevaban los ojos de
cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de
Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria. Pero turbósela la suerte de
manera que se la volvió en infierno; y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a
Preciosa el papel que le había dado el paje y, apenas hubo caído, cuando le alzó el
que no tenía buen concepto de las gitanas y, abriéndole al punto, dijo:
—¡Bueno, sonetico tenemos! Cese el baile y escúchenle que, según el primer
verso, en verdad que no es nada necio.
Pesole a Preciosa, por no saber lo que en él venía y rogó que no le leyesen y que
se le volviesen y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el
deseo de Andrés para oírle. Finalmente, el caballero le leyó en alta voz y era este:
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Cuando Preciosa el panderete toca
y hiere el dulce son los aires vanos,
perlas son que derrama con las manos,
flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma y la cordura loca,
queda a los dulces actos sobrehumanos,
que, de limpios, de honestos y de sanos,
su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
mil almas lleva y a sus plantas tiene
amor rendidas una y otra flecha.
Ciega y alumbra con sus soles bellos,
su imperio amor por ellas le mantiene
y aún más grandezas de su ser sospecha.
—¡Por Dios —dijo el que leyó el soneto—, que tiene donaire el poeta que le
escribió!
—No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien —dijo
Preciosa.
(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que esas no son
alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha.
¿Quereislo ver, niña? Pues volved los ojos y vereisle desmayado encima de la silla,
con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que
no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena
y decilde algunas palabras al oído, que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su
desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza y veréis cuál
os le ponen!)
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil
celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de
manera que, viéndole su padre, le dijo:
—¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha
mudado el color?
—Espérense —dijo a esta sazón Preciosa—: déjenmele decir unas ciertas
palabras al oído y verán como no se desmaya.
Y llegándose a él, le dijo, casi sin mover los labios:
—¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca,
pues no podéis llevar el de un papel?
Y, haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél y entonces
Andrés respiró un poco y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían
aprovechado.
Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa y ella dijo a sus
compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le
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dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería
saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana y que entendiesen que,
aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar el mal del
corazón y los váguidos[114] de cabeza y que las palabras eran:
Cabecita, cabecita,
tente en ti, no te resbales,
y apareja dos puntales
de la paciencia bendita.
Solicita
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
que toquen en milagrosas,
Dios delante
y San Cristóbal gigante[115].
Con la mitad destas palabras que le digan y con seis cruces que le hagan sobre el
corazón a la persona que tuviere váguidos de cabeza —dijo Preciosa—, quedará
como una manzana.
Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada y más lo
quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con
el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya
sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos[116] y sobresaltos celosos
a los rendidos amantes.
Despidiéronse las gitanas y al irse, dijo Preciosa a don Juan:
—Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas y ninguno es
aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha,
libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
—No es tan libre la del soldado, a mi parecer —respondió don Juan—, que no
tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
—Más veréis de lo que pensáis —respondió Preciosa— y Dios os lleve y traiga
con bien, como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés y las gitanas se fueron
contentísimas.
Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja
guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad,
como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno[117] de sus bailes,
donaires y aun de sus embustes.
Llegose, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer
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lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló en él a
Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les
dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las
señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas,
dieron la vuelta y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.
Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle
diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja
había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de
encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y
puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula y dijo uno dellos:
—Esta se podrá vender el jueves en Toledo.
—Eso no —dijo Andrés—, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida
de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
—Par Dios, señor Andrés —dijo uno de los gitanos—, que, aunque la mula
tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la
transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que
la ha criado.
—Con todo eso —respondió Andrés—, por esta vez se ha de seguir y tomar el
parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte y ha de ser enterrada donde aún los
huesos no parezcan.
—¡Pecado grande! —dijo otro gitano—: ¿a una inocente se ha de quitar la vida?
No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se
le queden estampadas todas sus señales en la memoria y déjenmela llevar a mí y si de
aquí a dos horas la conociere, que me lardeen[118] como a un negro fugitivo.
—En ninguna manera consentiré —dijo Andrés— que la mula no muera, aunque
más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la
tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan
desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro
mulas.
—Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero —dijo otro gitano—, muera la sin
culpa y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado, cosa no
usada entre mulas de alquiler, como porque debe ser andariega, pues no tiene costras
en las ijadas[119] ni llagas de la espuela.
Dilatose su muerte hasta la noche y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las
ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego
un rancho de los mejores del aduar y adornáronle de ramos y juncia[120] y, sentándose
Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas
tenazas y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas;
luego le desnudaron un brazo y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron
dos vueltas blandamente.
A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las
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unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de
Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a
Preciosa y, puesto delante de Andrés, dijo:
—Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que
sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en
esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra
no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien y mira si te agrada o
si ves en ella alguna cosa que te descontente y si la ves, escoge entre las doncellas
que aquí están la que más te contentare, que la que escogieres te daremos; pero has de
saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra ni te has de empachar ni
entremeter ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos
inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres
vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos
incestos, no hay ningún adulterio y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna
bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los
jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las
matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales
nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este
temor y miedo ellas procuran ser castas y nosotros, como ya he dicho, vivimos
seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la
amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así
hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja,
como él sea mozo y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y
con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los
campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos.
Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas,
hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces y los vedados, caza; sombra, las peñas;
aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo
son oreos[121], refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los
relámpagos. Para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas: el
cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés[122] impenetrable que nos
defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos[123] ni la detienen barrancos ni la
contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles[124] ni le menoscaban
garruchas[125] ni le ahogan tocas[126] ni le doman potros[127]. Del sí al no no hacemos
diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de
confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos y se cortan las
faldriqueras en las ciudades. No hay águila ninguna otra ave de rapiña que más presto
se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones
que algún interés nos señalen y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice
fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día
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trabajamos y de noche hurtamos o, por mejor decir, avisamos que nadie viva
descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la
honra ni nos desvela la ambición de acrecentarla ni sustentamos bandos ni
madrugamos a dar memoriales[128] ni acompañar magnates ni a solicitar favores. Por
dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos;
por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados
riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos
se nos muestran. Somos astrólogos rústicos porque, como casi siempre dormimos al
cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche;
vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo y cómo ella sale con su
compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra y
luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres, como dijo el otro poeta, y rizando montes:
ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo[129] con sus
rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo
rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión,
somos gente que vivimos por nuestra industria[130] y pico y sin entremeternos con el
antiguo refrán: «Iglesia, o mar, o casa real»; tenemos lo que queremos, pues nos
contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque
no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he
pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él
con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.
Calló, en diciendo esto, el elocuente y viejo gitano y el novicio dijo que se
holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos y que él pensaba hacer profesión
en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos y que solo le pesaba
no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida y que desde aquel
punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje y lo
ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos
vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole
a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios y solo los desearía para
servirla.
A lo cual respondió Preciosa:
—Puesto que[131] estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy
tuya y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que
es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes
que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra
compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero ni yo
quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes:
si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es
muerta la mula, tus vestidos están enteros y de tus dineros no te falta un ardite[132]; la
ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes
servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden
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entregarte mi cuerpo pero no mi alma, que es libre y nació libre y ha de ser libre en
tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré
en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta
que encuentran con la razón o con el desengaño y no querría yo que fueses tú para
conmigo como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja
por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien
les parece el oropel[133] como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que
hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas
sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra y
tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y
ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches que la prenda que una
vez comprada nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya
tiempo, y mucho, para miralla y remiralla y ver en ella las faltas o las virtudes que
tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se
han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja y, como yo no
pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto
me deseche.
—Tienes razón, ¡oh Preciosa! —dijo a este punto Andrés—; y así, si quieres que
asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto de
las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra
seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.
—Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas
veces se cumplen con ella —dijo Preciosa—; y así son, según pienso, los del amante:
que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de
Júpiter[134], como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna
Estigia[135]. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; solo quiero
remitirlo todo a la experiencia deste noviciado y a mí se me quedará el cargo de
guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
—Sea ansí —respondió Andrés—. Sola una cosa pido a estos señores y
compañeros míos y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un
mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden
muchas liciones[136].
—Calla, hijo —dijo el gitano viejo—, que aquí te industriaremos de manera que
salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te
comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver
cargado a la noche al rancho!
—De azotes he visto yo volver a algunos desos vacíos —dijo Andrés.
—No se toman truchas, etcétera[137] —replicó el viejo—: todas las cosas desta
vida están sujetas a diversos peligros y las acciones del ladrón al de las galeras,
azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar los
otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos,
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dejase de haber soldados! Cuanto más que el que es azotado por justicia, entre
nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en
los pechos y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de
nuestra juventud y a los primeros delitos que el mosqueo[138] de las espaldas ni el
apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad
ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar y en
parte donde no volváis sin presa y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos
tras cada hurto.
—Pues, para recompensar —dijo Andrés— lo que yo podía hurtar en este tiempo
que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del
rancho.
Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos y, levantándole
en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «¡Víctor, Víctor!» y el «¡grande
Andrés!», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!». Las gitanas
hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se
hallaron presentes, que la envidia tan bien se aloja en los aduares de los bárbaros y en
las chozas de pastores, como en palacios de príncipes y esto de ver medrar al vecino
que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente[139]; repartiose el dinero prometido con equidad
y justicia; renováronse las alabanzas de Andrés, subieron al cielo la hermosura de
Preciosa. Llegó la noche, acocotaron[140] la mula y enterráronla de modo que quedó
seguro Andrés de ser por ella descubierto y también enterraron con ella sus
alhajas[141], como fueron silla y freno y cinchas[142], a uso de los indios, que sepultan
con ellos sus más ricas preseas[143].
De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó admirado
Andrés y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin entremeterse nada en
sus costumbres o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando
exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas injustas que le mandasen, a
costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid porque
temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los
montes de Toledo y desde allí correr y garramar[144] toda la tierra circunvecina.
Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina[145] en que fuese, pero él
no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba: ella
contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero y él ni más ni menos, de
ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha
dado la ociosidad y el descuido nuestro) y con qué veras nos avasallas y cuán sin
respeto nos tratas! Caballero es Andrés y mozo de muy buen entendimiento, criado
casi toda su vida en la corte y con el regalo de sus ricos padres y desde ayer acá ha
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hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y a sus amigos, defraudó las esperanzas
que sus padres en él tenían; dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el
valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje y se vino a postrarse a los pies
de una muchacha y a ser su lacayo; que, puesto que hermosísima, en fin, era gitana:
privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena[146] a sus pies a la
voluntad más exenta[147].
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron
su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en fianzas de
que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho esto, todas las
gitanas viejas y algunas mozas y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares o, a
lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su
real[148]. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón, pero, aunque le
dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes, correspondiendo a su
buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma y
tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros había hecho,
conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban,
diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada
a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones,
cosa que no les estaba bien en ninguna manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía
de nadie, porque para huir del peligro tenía ligereza y para cometelle no le faltaba el
ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían
suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para
defenderse y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más que
dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la
cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado
y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la
compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della, de que no poco se
holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón. Pero,
con todo eso, estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en
afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad de los
muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su
agosto, aunque era por el mes de setiembre y desde allí se entraron en Extremadura,
por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y
enamorados coloquios y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen
trato de su amante y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo:
tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. A doquiera que llegaban, él
se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a
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los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular
destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había
lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de
sus gracias y habilidades y, al par desta fama, corría la de la hermosura de la gitanilla
y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas
votivas[149] suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera, iba el aduar rico,
próspero y contento y los amantes gozosos con solo mirarse.
Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del
camino real[150], oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho
ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos y con ellos Andrés, a
ver a quién ladraban y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a
quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle y uno de los gitanos
le dijo:
—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino?
¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
—No vengo a hurtar —respondió el mordido—, ni sé si vengo o no fuera de
camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por
aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche y curarme de las heridas
que vuestros perros me han hecho?
—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros —respondió Andrés—;
mas, para curar vuestras heridas y alojaros esta noche, no os faltará comodidad en
nuestros ranchos. Veníos con nosotros que, aunque somos gitanos, no lo parecemos
en la caridad.
—Dios la use con vosotros —respondió el hombre—; y llevadme donde
quisiéredes, que el dolor desta pierna me fatiga mucho.
Llegose a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos
peores que otros y entre muchos malos hombres suele haber algún bueno) y entre los
dos le llevaron.
Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era
mozo de gentil rostro y talle; venía vestido todo de lienzo blanco y atravesada por las
espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la
barraca o toldo de Andrés y con presteza encendieron lumbre y luz y acudió luego la
abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó
algunos pelos de los perros, friolos en aceite y, lavando primero con vino dos
mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas y
encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y
santiguole las heridas y díjole:
—Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante y estúvole mirando
ahincadamente y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver en la
atención con que el mozo la miraba; pero echolo a que la mucha hermosura de
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Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo, le
dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco y por entonces no quisieron
preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apenas se apartaron dél cuando Preciosa llamó a Andrés aparte y le dijo:
—¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba
con mis compañeras que, según creo, te dio un mal rato?
—Sí acuerdo —respondió Andrés— y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
—Pues has de saber, Andrés —replicó Preciosa—, que el que hizo aquel soneto
es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño,
porque me habló en Madrid dos o tres veces y aun me dio un romance muy bueno.
Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los
favorecidos de algún príncipe y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto y
bien razonado y sobremanera honesto y no sé qué pueda imaginar desta su venida y
en tal traje.
—¿Qué puedes imaginar, Preciosa? —respondió Andrés—. Ninguna otra cosa
sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer
molinero y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa y cómo se va descubriendo que
te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero
y luego matarás a este otro y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño,
por no decir de tu belleza.
—¡Válame Dios —respondió Preciosa—, Andrés, y cuán delicado andas y cuán
de un sotil[151] cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta
facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto
hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este
mozo? ¿Soy tan necia, por ventura, que te había de dar ocasión de poner en duda mi
bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida y mañana procura sacar del pecho
deste tu asombro adónde va o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu
sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y, para más satisfación
tuya, pues ya he llegado a términos de satisfacerte, de cualquiera manera y con
cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya, pues
todos los de nuestra parcialidad te obedecen y no habrá ninguno que contra tu
voluntad le quiera dar acogida en su rancho y, cuando esto así no suceda, yo te doy
mi palabra de no salir del mío ni dejarme ver de sus ojos ni de todos aquellos que tú
quisieres que no me vean. Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso, pero
pesarme ha mucho si te veo indiscreto.
—Como no me veas loco, Preciosa —respondió Andrés—, cualquiera otra
demonstración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga
la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me
mandas y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde
va o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre,
sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.
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—Nunca los celos, a lo que imagino —dijo Preciosa—, dejan el entendimiento
libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son. Siempre miran los celosos con
antojos de allende[152], que hacen las cosas pequeñas, grandes; los enanos, gigantes y
las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y
en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo
hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada y de verdadera en
todo extremo.
Con esto se despidió de Andrés y él se quedó esperando el día para tomar la
confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No
podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa;
porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfación
que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir
seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.
Llegose el día, visitó al mordido; preguntole cómo se llamaba y adónde iba y
cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo
estaba y si se sentía sin dolor de las mordeduras. A lo cual respondió el mozo que se
hallaba mejor y sin dolor alguno y de manera que podía ponerse en camino. A lo de
decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado
y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia[153] a un cierto negocio y que por
llegar con brevedad caminaba de noche y que la pasada había perdido el camino y
acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto
del modo que había visto.
No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda y de nuevo
volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas y así le dijo:
—Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdición por
algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la
respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles[154]. Yo no
quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais; pero adviértoos que, si os
conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís
que vais a la Peña de Francia y dejaisla a la mano derecha, más atrás deste lugar
donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche por llegar presto y vais fuera de
camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más
caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir y andad en hora buena. Pero, por este
buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? (que sí diréis, pues tan mal sabéis
mentir). Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la corte,
entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta; uno que hizo un romance y
un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba en Madrid, que era tenida por
singular en la belleza? Decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero gitano de
guardaros el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que negarme la verdad,
de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí
es el que vi en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento
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me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne y así se me quedó
en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el
diferente traje en que estáis agora del en que yo os vi entonces. No os turbéis:
animaos, y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que
os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad, yo imagino una cosa y si es
ansí como la imagino, vos habéis topado con vuestra buena suerte en haber
encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella
hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo
no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la experiencia me ha
mostrado adónde se extiende la poderosa fuerza de amor y las transformaciones que
hace hacer a los que coge debajo de su jurisdición y mando. Si esto es así, como creo
que sin duda lo es, aquí está la gitanica.
—Sí, aquí está, que yo la vi anoche —dijo el mordido; razón con que Andrés
quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de
sus sospechas—. Anoche la vi —tornó a referir el mozo—, pero no me atreví a
decirle quién era, porque no me convenía.
—Desa manera —dijo Andrés—, vos sois el poeta que yo he dicho.
—Sí soy —replicó el mancebo—; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía
ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad
en las selvas y buen acogimiento en los montes.
—Hayle, sin duda —respondió Andrés—, y entre nosotros, los gitanos, el mayor
secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho, que
hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía y está
sujeta a lo que quisiere hacer della; si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus
parientes gustaremos dello y si por amiga, no usaremos de ningún melindre, con tal
que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.
—Dineros traigo —respondió el mozo—: en estas mangas de camisa que traigo
ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.
Este fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no
era sino para conquistar o comprar su prenda y, con lengua ya turbada, dijo:
—Buena cantidad es esa; no hay sino descubriros y manos a labor, que la
muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
—¡Ay amigo! —dijo a esta sazón el mozo—, quiero que sepáis que la fuerza que
me ha hecho mudar de traje no es la de amor, que vos decís, ni de desear a Preciosa,
que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas
tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura
de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este
traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus
perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que él se imaginaba y
deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle la seguridad con que podía
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descubrirse y así, él prosiguió diciendo:
—Yo estaba en Madrid en casa de un título[155], a quien servía no como a señor,
sino como a pariente. Este tenía un hijo, único heredero suyo, el cual, así por el
parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba
con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una
doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera
la voluntad sujeta, como buen hijo, a la de sus padres, que aspiraban a casarle más
altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran, con las
lenguas, sacar a la plaza sus deseos; solos los míos eran testigos de sus intentos. Y
una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré,
pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos
hombres, al parecer, de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente y apenas se
encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos
broqueles[156], y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo y con iguales armas
nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos
contrarios, que, de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa
que yo le hacía, las perdieron, caso extraño y pocas veces visto. Triunfando, pues, de
lo que no quisiéramos, volvimos a casa y, secretamente, tomando todos los dineros
que podimos, nos fuimos a San Jerónimo[157], esperando el día, que descubriese lo
sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros
no había indicio alguno y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos
volviésemos a casa y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna
sospecha contra nosotros. Y, ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos
avisaron que los señores alcaldes de corte[158] habían preso en su casa a los padres de
la doncella y a la misma doncella y que entre otros criados a quien tomaron la
confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de
noche y de día y que con este indicio habían acudido a buscarnos y, no hallándonos,
sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la corte ser nosotros los
matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran y muy principales. Finalmente, con
parecer del conde mi pariente y del de los religiosos, después de quince días que
estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro
fraile se fue la vuelta de[159] Aragón, con intención de pasarse a Italia y desde allí a
Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna y
que no corriese nuestra suerte por una misma derrota[160]; seguí otro camino diferente
del suyo y, en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en
Talavera; desde allí aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a
este encinal, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino
de la Peña de Francia, fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en
verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé que está más arriba de
Salamanca.
—Así es verdad —respondió Andrés— y ya la dejáis a mano derecha, casi veinte
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leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.
—El que yo pensaba llevar —replicó el mozo— no es sino a Sevilla, que allí
tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a
Génova gran cantidad de plata y llevo disignio que me acomode con los que la suelen
llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta
Cartagena y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar
esta plata. Esta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de
desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen
llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien
que me doy a entender que en su compañía iría más seguro y no con el temor que
llevo.
—Sí llevarán —respondió Andrés—; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque
hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar
dentro de dos días y con darles algo de lo que lleváis, facilitaréis con ellos otros
imposibles mayores.
Dejole Andrés y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había
contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y
recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Solo Preciosa tuvo
el contrario y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla ni a sus contornos, a causa
que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero[161] llamado
Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua
hasta el cuello, desnudo en carnes y en la cabeza puesta una corona de ciprés,
esperando el filo de la media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran
tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que,
como oyó el buen gorrero tocar a maitines[162], por no perder la coyuntura[163], se dio
tanta priesa[164] a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo y con el golpe
y con los cascos se magulló las carnes, derramose el agua y él quedó nadando en ella
y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces y
halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo
y meneando brazos y piernas con mucha priesa y diciendo a grandes voces:
«¡Socorro, señores, que me ahogo!»; tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó
que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la
burla de la gitana y, con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado[165] en
hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío y si no se lo estorbara
un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas[166]
en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la
ciudad y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi
embuste.
Esto contó la gitana vieja y esto dio por excusa para no ir a Sevilla. Los gitanos,
que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con
facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo
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el tiempo que él quisiese y determinaron de torcer el camino a mano izquierda y
entrarse en la Mancha y en el reino de Murcia.
Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo
agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta
dádiva quedaron más blandos que unas martas; solo a Preciosa no contentó mucho la
quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los gitanos se le
mudaron en el de Clemente y así le llamaron desde allí adelante. También quedó un
poco torcido Andrés y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle
que con poco fundamento había dejado sus primeros designios. Mas Clemente, como
si le leyera la intención, entre otras cosas le dijo que se holgaba de ir al reino de
Murcia, por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras, como él pensaba
que habían de venir, pudiese con facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traelle más
ante los ojos y mirar sus acciones y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que
fuese Clemente su camarada y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le
hacía. Andaban siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban,
bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos y eran de las gitanas más
que medianamente queridos y de los gitanos en todo extremo respetados.
Dejaron, pues, a Extremadura y entráronse en la Mancha y poco a poco fueron
caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había
desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra[167] y de otros
ejercicios de fuerza, maña y ligereza y de todos salían vencedores Andrés y
Clemente, como de solo Andrés queda dicho. Y en todo este tiempo, que fueron más
de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a Preciosa,
hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la conversación, porque le
llamaron y Preciosa le dijo:
—Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me
vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada,
por no saber con qué intención venías a nuestras estancias y, cuando supe tu
desgracia, me pesó en el alma y se aseguró mi pecho, que estaba sobresaltado,
pensando que como había don Joanes en el mundo y que se mudaban en Andreses,
así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres. Háblote desta manera
porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es y de la intención con
que se ha vuelto gitano —y así era la verdad; que Andrés le había hecho sabidor de
toda su historia, por poder comunicar con él sus pensamientos—. Y no pienses que te
fue de poco provecho el conocerte, pues por mi respeto y por lo que yo de ti dije, se
facilitó el acogerte y admitirte en nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda
todo el bien que acertares a desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que
no afees a Andrés la bajeza de su intento ni le pintes cuán mal le está perserverar en
este estado; que, puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad
está la suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de
algún arrepentimiento.
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A esto respondió Clemente:
—No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió
quién era: primero le conocí yo y primero me descubrieron sus ojos sus intentos;
primero le dije yo quién era y primero le adiviné la prisión de su voluntad que tú
señalas y él, dándome el crédito que era razón que me diese, fió de mi secreto el suyo
y él es buen testigo si alabé su determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh
Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se extienden las fuerzas de
la hermosura y la tuya, por pasar de los límites de los mayores extremos de belleza,
es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse yerros los que se
hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste y yo
pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices y que tú
goces de tu Andrés y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres,
porque de tan hermosa junta[168] veamos en el mundo los más bellos renuevos[169]
que pueda formar la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa y esto le
diré siempre a tu Andrés y no cosa alguna que le divierta[170] de sus bien colocados
pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés
si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad
celosa es tan delicada y de tal manera que en los átomos del sol se pega y de los que
tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero, con todo esto, no tuvo
celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la ventura suya, que
siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que
desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo
todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás
dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.
Tenía Clemente sus puntas[171] de poeta, como lo mostró en los versos que dio a
Preciosa y Andrés se picaba[172] un poco y entrambos eran aficionados a la música.
Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de Murcia, una
noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un alcornoque, Clemente
al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche,
comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:
ANDRÉS
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donde asiste el extremo de hermosura.
CLEMENTE
ANDRÉS
CLEMENTE
ANDRÉS
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y adormece a los más apercebidos
y tal es mi Preciosa,
que es lo menos que tiene ser hermosa,
dulce regalo mío,
corona del donaire, honor del brío.
CLEMENTE
Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara a sus
espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado. Suspendiolos el oírla y,
sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (o no sé si de
improviso o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con
extremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:
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lo que quisiere después.
Quiero ver si la belleza
tiene tal prerrogativa
que me encumbre tan arriba,
que aspire a mayor alteza.
Si las almas son iguales,
podrá la de un labrador
igualarse por valor
con las que son imperiales.
De la mía lo que siento
me sube al grado mayor,
porque majestad y amor
no tienen un mismo asiento.
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de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas.
Saliose corrida y asendereada[177], y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés,
como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que
el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos
matrimoniales se le entregara a toda su voluntad y no quiso verse pie a pie y solo en
aquella estacada y, así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de
aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra y, cobrando
sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma y que no le
quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar
a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la industria, sagacidad y
secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella
conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas[178] de plata, con otros
brincos[179] suyos y, apenas habían salido del mesón, cuando dio voces, diciendo que
aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas, a cuyas voces acudió la justicia y toda
la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada y que
ellos harían patentes[180] todos los sacos y repuestos[181] de su aduar. Desto se
congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se manifestasen
los dijes[182] de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y
recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo,
porque al segundo envoltorio que miraron dijo que preguntasen cuál era el de aquel
gitano gran bailador, que ella le había visto entrar en su aposento dos veces y que
podría ser que aquel las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:
—Señora doncella, esta es mi recámara[183] y este es mi pollino: si vos halláredes
en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas[184], fuera de sujetarme
al castigo que la ley da a los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino y a pocas
vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto que no
pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.
—¿No sospeché yo bien? —dijo a esta sazón la Carducha—. ¡Mirad con qué
buena cara se encubre un ladrón tan grande!
El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos
los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo
callaba Andrés, suspenso e imaginativo y no acababa de caer en la traición de la
Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:
—¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que
hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien
haya quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en
ellas, sirviendo a Su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando
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de venta en monte! A fe de soldado, que estoy por darle una bofetada que le derribe a
mis pies.
Y, diciendo esto, sin más ni más, alzó la mano y le dio un bofetón tal que le hizo
volver de su embelesamiento y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don
Juan y caballero y, arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le
arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él
muerto en tierra.
Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse[185] el tío alcalde, aquí el
desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada, aquí el acudir todos a
las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita[186] y, por acudir
Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa y quiso la suerte que
Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del
pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés, que le prendieron y le
aherrojaron[187] con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle
luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su
jurisdición. No le llevaron hasta otro día y en el que allí estuvo, pasó Andrés muchos
martirios y vituperios que el indignado alcalde y sus ministros y todos los del lugar le
hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más
huyeron y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso[188] y con una gran cáfila[189] de gitanos,
entraron el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los
cuales iba Preciosa y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho y con
esposas y pie de amigo[190]. Salió toda Murcia a ver los presos, que ya se tenía noticia
de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que
ninguno la miraba que no la bendecía y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la
señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido,
mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel y todos los demás sí. Y a Andrés
le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad y la falta de la luz de Preciosa, le
trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a
Preciosa con su abuela a que la corregidora la viese y, así como la vio, dijo:
—Con razón la alaban de hermosa.
Y, llegándola a sí, la abrazó tiernamente y no se hartaba de mirarla y preguntó a
su abuela que qué edad tendría aquella niña.
—Quince años —respondió la gitana—, dos meses más o[191] menos.
—Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me
ha renovado mi desventura! —dijo la corregidora.
Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora y, besándoselas muchas veces,
se las bañaba con lágrimas y le decía:
—Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado:
llamáronle ladrón y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se
descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis
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guardar su justicia y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo
con que las leyes le amenazan y si algún agrado os ha dado mi hermosura,
entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él
ha de ser mi esposo y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta
ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar
perdón de la parte[192], todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda[193] y se
dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor y algún tiempo le
tuvistes y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y
honestamente al mío.
En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de
mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha
abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola ni
más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas lágrimas. Estando en esto,
entró el corregidor y, hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas,
quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura. Preguntó la causa de aquel
sentimiento y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y
asirse de los pies del corregidor, diciéndole:
—¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! Él no
tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena y si esto no puede ser, a lo menos
entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su
remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de
gracia.
Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la
gitanilla y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus
lágrimas.
En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y
diversas cosas y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:
—Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos
llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos
con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las
lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de
avisar a su padre que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño
cofre debajo del brazo y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un
aposento, que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo
que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito
del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la
gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
—Si las buenas nuevas[194] que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en
albricias[195] el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que
quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores, primero,
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si conocéis estas joyas.
Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las
manos al corregidor y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles, pero no cayó en lo
que podían significar. Mirolos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta;
solo dijo:
—Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
—Así es la verdad —dijo la gitana—; y de qué criatura sean lo dice ese escrito
que está en ese papel doblado.
Abriole con priesa el corregidor y leyó que decía:
Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los
brincos[196], se los puso a la boca y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada.
Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija y, habiendo
vuelto en sí, dijo:
—Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura
cuyos eran estos dijes?
—¿Adónde, señora? —respondió la gitana—. En vuestra casa la tenéis: aquella
gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño y es sin duda alguna vuestra
hija, que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines[197] y desalada[198] y corriendo
salió a la sala adonde había dejado a Preciosa y hallola rodeada de sus doncellas y
criadas, todavía llorando. Arremetió a ella y, sin decirle nada, con gran priesa le
desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta izquierda una señal pequeña, a
modo de lunar blanco, con que había nacido y hallole ya grande, que con el tiempo se
había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó y descubrió un pie de
nieve y de marfil, hecho a torno y vio en él lo que buscaba, que era que los dos dedos
últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de
carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar por no darle
pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión
de la gitana y el sobresalto y alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron,
con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija. Y así,
cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas
diligencias y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora y que le daba de un
beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de
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su marido y, trasladándola de sus brazos a los del corregidor, le dijo:
—Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que esta es sin duda; no lo dudéis,
señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto y más,
que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.
—No lo dudo —respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa—, que
los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra y más, que tantas
puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello
y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la gitanilla era
hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su hija y a la gitana vieja, que
aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese y asimismo dijo a la vieja que
él la perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa
de habérsela vuelto mayores albricias recebía y que solo le pesaba de que, sabiendo
ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano y más con un ladrón y
homicida.
—¡Ay! —dijo a esto Preciosa—, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que
es matador; pero fuelo del que le quitó la honra y no pudo hacer menos de mostrar
quién era y matarle.
—¿Cómo que no es gitano, hija mía? —dijo doña Guiomar.
Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero y que
era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago[199], y que se
llamaba don Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía,
cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y
don Juan estaba hecho, de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no.
Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.
Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija y mandó el corregidor a la
gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí y volvió con otro
gitano, que los trujo.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a
quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la hubieran reconocido
por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió
que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido
humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se extendería a más el agradecimiento
de aquello que sus señores padres quisiesen.
—Calla, hija Preciosa —dijo su padre—, que este nombre de Preciosa quiero que
se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo, que yo, como tu padre, tomo
a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa y su madre, como era discreta, entendió que
suspiraba de enamorada de don Juan y dijo a su marido:
—Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es y queriendo tanto
a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.
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Y él respondió:
—Aun hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún
tiempo, que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.
—Razón tenéis, señor —respondió ella—, pero dad orden de sacar a don Juan,
que debe de estar en algún calabozo.
—Sí estará —dijo Preciosa—; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no
le habrán dado mejor estancia.
—Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión —respondió el
corregidor— y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo
lo quiera.
Y, abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don
Juan estaba y no quiso que nadie entrase con él. Hallole con entrambos pies en un
cepo[200] y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el pie de
amigo. Era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por
donde entraba luz, aunque muy escasa; y, así como le vio, le dijo:
—¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados[201] cuantos gitanos
hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin
dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso[202], que yo soy el corregidor desta
ciudad y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla
que viene con vosotros.
Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía de haber enamorado de
Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles[203] y se entran por otros cuerpos sin
romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero, con todo esto, respondió:
—Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad y si ha dicho que no lo
soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.
—¿Tan verdadera es? —respondió el corregidor—. No es poco serlo, para ser
gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca os
ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella y
hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar
con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.
—Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica, que, como
yo me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta desta con nombre de
ser suyo.
—¡Mucho la debéis de querer! —dijo el corregidor.
—Tanto —respondió el preso—, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efeto,
señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra; yo
adoro a esa gitana, moriré contento si muero en su gracia y sé que no nos ha de faltar
la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con puntualidad lo
que nos prometimos.
—Pues esta noche enviaré por vos —dijo el corregidor— y en mi casa os
desposaréis con Preciosica y mañana a mediodía estaréis en la horca, con lo que yo
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habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.
Agradecióselo Andrés y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de
lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso[204]
de su vida y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero
que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba.
Preguntole su madre que le dijese la verdad: si quería bien a don Juan de Cárcamo.
Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado
gitana y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal
como don Juan de Cárcamo y por haber visto por experiencia su buena condición y
honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en
resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegose la noche y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las
esposas y el pie de amigo, pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el
cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en
casa del corregidor y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le
dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo que se confesase, porque
había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:
—De muy buena gana me confesaré, pero ¿cómo no me desposan primero? Y si
me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo[205] que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los
sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con
ellos. Pareciole buen consejo al corregidor y así entró a llamar al que le confesaba y
díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa, la gitana, y que después
se confesaría y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele
llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.
En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el
corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio a don Juan
ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra
de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a
ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
—Vuelve en ti, niña, que todo lo que ves ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse y la gitana vieja
estaba turbada y los circunstantes colgados[206] del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
—Señor tiniente cura[207], este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha
de desposar.
—Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal
caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia
de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?
—Inadvertencia ha sido mía —respondió el corregidor—, pero yo haré que el
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vicario la dé.
—Pues hasta que la vea —respondió el tiniente cura—, estos señores perdonen.
Y, sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa
y los dejó a todos confusos.
—El padre ha hecho muy bien —dijo a esta sazón el corregidor— y podría ser
fuese providencia del cielo esta, para que el suplicio de Andrés se dilate; porque, en
efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder primero las
amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas
amargas dificultades y, con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase
sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de
Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de
Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
—Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio y ha
descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo,
la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el
del cielo.
—Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a
su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte y agora os la doy y entrego
en esperanza por la más rica joya de mi casa y de mi vida y de mi alma y estimadla
en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la
cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban y en breves razones doña
Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la
gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y
suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamolos
padres y señores suyos, besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las
suyas.
Rompiose el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que
habían estado presentes; el cual sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los
caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para
ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistiose don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana;
volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza
de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del
muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y
perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo
buscar; pero no le hallaron ni supieron dél, hasta que desde allí a cuatro días tuvo
nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban
en el puerto de Cartagena y ya se habían partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don
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Francisco de Cárcamo, estaba proveído[208] por corregidor de aquella ciudad y que
sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las
bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero que, ante todas cosas,
se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el arzobispo para que con sola
una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto[209] el
corregidor, con luminarias[210], toros y cañas[211] el día del desposorio; quedose la
gitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don
Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había
visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por
perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más porque vio cuán bien le estaba
el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de
Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos y dentro de veinte
días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las
bodas, se contaron las vidas y los poetas de la ciudad, que hay algunos y muy buenos,
tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la
gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo[212], que en sus versos
durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no
ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano y confesó su amor y su culpa, a quien no
respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró
la venganza y resucitó la clemencia.
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NOVELA DEL AMANTE LIBERAL
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tuyo, no suelen rendirse a las comunes desdichas tanto que den muestras de
extraordinarios sentimientos y háceme creer esto el saber yo que no eres tan pobre
que te falte para dar cuanto pidieren por tu rescate ni estás en las torres del mar
Negro[216], como cautivo de consideración, que tarde o nunca alcanza la deseada
libertad. Así que, no habiéndote quitado la mala suerte las esperanzas de verte libre y,
con todo esto, verte rendido a dar miserables muestras de tu desventura, no es mucho
que imagine que tu pena procede de otra causa que de la libertad que perdiste; la cual
causa te suplico me digas, ofreciéndote cuanto puedo y valgo; quizá para que yo te
sirva ha traído la fortuna este rodeo de haberme hecho vestir deste hábito que
aborrezco. Ya sabes, Ricardo, que es mi amo el cadí[217] desta ciudad, que es lo
mismo que ser su obispo. Sabes también lo mucho que vale y lo mucho que con él
puedo. Juntamente con esto, no ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en
este estado que parece que profeso, pues, cuando más no pueda, tengo de confesar y
publicar a voces la fe de Jesucristo, de quien me apartó mi poca edad y menos
entendimiento, puesto que sé que tal confesión me ha de costar la vida; que, a trueco
de no perder la del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo. De todo lo
dicho quiero que infieras y que consideres que te puede ser de algún provecho mi
amistad y que, para saber qué remedios o alivios puede tener tu desdicha, es menester
que me la cuentes, como ha menester el médico la relación del enfermo, asegurándote
que la depositaré en lo más escondido del silencio.
A todas estas razones estuvo callando Ricardo y, viéndose obligado dellas y de la
necesidad, le respondió con estas:
—Si así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! —que así se llamaba el turco
—, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio, tuviera por bien
perdida mi libertad y no trocara mi desgracia con la mayor ventura que imaginarse
pudiera; mas yo sé que ella es tal, que todo el mundo podrá saber bien la causa de
donde procede, mas no habrá en él persona que se atreva, no solo a hallarle remedio,
pero ni aun alivio. Y, para que quedes satisfecho desta verdad, te la contaré en las
menos razones que pudiere. Pero, antes que entre en el confuso laberinto de mis
males, quiero que me digas qué es la causa que Hazán Bajá, mi amo, ha hecho plantar
en esta campaña estas tiendas y pabellones antes de entrar en Nicosia, donde viene
proveído por virrey o por bajá, como los turcos llaman a los virreyes.
—Yo te satisfaré brevemente —respondió Mahamut—; y así, has de saber que es
costumbre entre los turcos que los que van por virreyes de alguna provincia no entran
en la ciudad donde su antecesor habita hasta que él salga della y deje hacer
libremente al que viene la residencia y, en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo
se está en la campaña esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se le hacen
sin que él pueda intervenir a valerse de sobornos ni amistades, si ya primero no lo ha
hecho. Hecha, pues, la residencia, se la dan al que deja el cargo en un pergamino
cerrado y sellado y con ella se presenta a la Puerta del Gran Señor, que es como decir
en la corte, ante el Gran Consejo del Turco; la cual vista por el visirbajá, y por los
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otros cuatro bajaes menores, como si dijésemos ante el presidente del Real Consejo y
oidores o le premian o le castigan, según la relación de la residencia; puesto que si
viene culpado, con dineros rescata y excusa el castigo; si no viene culpado y no le
premian, como sucede de ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más
se le antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por
dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban los
proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para
comprar otro que más ganancia promete. Todo va como digo, todo este imperio es
violento, señal que prometía no ser durable; pero, a lo que yo creo y así debe de ser
verdad, le tienen sobre sus hombros nuestros pecados; quiero decir los de aquellos
que descaradamente y a rienda suelta ofenden a Dios, como yo hago: ¡Él se acuerde
de mí por quien Él es! Por la causa que he dicho, pues, tu amo, Hazán Bajá, ha estado
en esta campaña cuatro días, y si el de Nicosia no ha salido, como debía, ha sido por
haber estado muy malo; pero ya está mejor y saldrá hoy o mañana, sin duda alguna, y
se ha de alojar en unas tiendas que están detrás deste recuesto, que tú no has visto, y
tu amo entrará luego en la ciudad. Y esto es lo que hay que saber de lo que me
preguntaste.
—Escucha, pues —dijo Ricardo—; mas no sé si podré cumplir lo que antes dije,
que en breves razones te contaría mi desventura, por ser ella tan larga y desmedida
que no se puede medir con razón alguna; con todo esto, haré lo que pudiere y lo que
el tiempo diere lugar. Y así, te pregunto primero si conoces en nuestro lugar de
Trápana[218] una doncella a quien la fama daba nombre de la más hermosa mujer que
había en toda Sicilia. Una doncella, digo, por quien decían todas las curiosas lenguas
y afirmaban los más raros entendimientos que era la de más perfecta hermosura que
tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que está por venir; una por
quien los poetas cantaban que tenía los cabellos de oro y que eran sus ojos dos
resplandecientes soles y sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes perlas, sus labios
rubíes, su garganta alabastro y que sus partes con el todo y el todo con sus partes,
hacían una maravillosa y concertada armonía, esparciendo naturaleza sobre todo una
suavidad de colores tan natural y perfecta, que jamás pudo la envidia hallar cosa en
que ponerle tacha. Que ¿es posible, Mahamut, que ya no me has dicho quién es y
cómo se llama? Sin duda creo o que no me oyes o que, cuando en Trápana estabas,
carecías de sentido.
—En verdad, Ricardo —respondió Mahamut—, que si la que has pintado con
tantos extremos de hermosura no es Leonisa, la hija de Rodolfo Florencio, no sé
quién sea; que esta sola tenía la fama que dices.
—Esa es, ¡oh Mahamut! —respondió Ricardo—; esa es, amigo, la causa principal
de todo mi bien y de toda mi desventura; esa es, que no la perdida libertad, por quien
mis ojos han derramado, derraman y derramarán lágrimas sin cuento y la por quien
mis sospiros encienden el aire cerca y lejos y la por quien mis razones cansan al cielo
que las escucha y a los oídos que las oyen; esa es por quien tú me has juzgado por
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loco o, por lo menos, por de poco valor y menos ánimo; esta Leonisa, para mí leona y
mansa cordera para otro, es la que me tiene en este miserable estado. Porque has de
saber que desde mis tiernos años, o a lo menos desde que tuve uso de razón, no solo
la amé, mas la adoré y serví con tanta solicitud como si no tuviera en la tierra ni en el
cielo otra deidad a quien sirviese ni adorase. Sabían sus deudos y sus padres mis
deseos y jamás dieron muestra de que les pesase, considerando que iban encaminados
a fin honesto y virtuoso y así, muchas veces sé yo que se lo dijeron a Leonisa, para
disponerle la voluntad a que por su esposo me recibiese. Mas ella, que tenía puestos
los ojos en Cornelio, el hijo de Ascanio Rótulo, que tú bien conoces: mancebo galán,
atildado[219], de blandas manos y rizos cabellos, de voz meliflua y de amorosas
palabras y, finalmente, todo hecho de ámbar y de alfeñique[220], guarnecido de telas y
adornado de brocados, no quiso ponerlos en mi rostro, no tan delicado como el de
Cornelio, ni quiso agradecer siquiera mis muchos y continuos servicios, pagando mi
voluntad con desdeñarme y aborrecerme y a tanto llegó el extremo de amarla, que
tomara por partido dichoso que me acabara[221] a pura fuerza de desdenes y
desagradecimientos, con que no diera descubiertos, aunque honestos, favores a
Cornelio. ¡Mira, pues, si llegándose a la angustia del desdén y aborrecimiento, la
mayor y más cruel rabia de los celos, cuál estaría mi alma de dos tan mortales pestes
combatida! Disimulaban los padres de Leonisa los favores que a Cornelio hacía,
creyendo, como estaba en razón que creyesen, que atraído el mozo de su
incomparable y bellísima hermosura, la escogería por su esposa y en ello granjearían
yerno más rico que conmigo y bien pudiera ser, si así fuera, pero no le alcanzaran, sin
arrogancia sea dicho, de mejor condición que la mía ni de más altos pensamientos ni
de más conocido valor que el mío. Sucedió, pues, que, en el discurso de mi
pretensión, alcancé a saber que un día del mes pasado de mayo, que este de hoy hace
un año, tres días y cinco horas, Leonisa y sus padres y Cornelio y los suyos, se iban a
solazar con toda su parentela y criados al jardín de Ascanio, que está cercano a la
marina[222], en el camino de las salinas.
—Bien lo sé —dijo Mahamut—; pasa adelante, Ricardo, que más de cuatro días
tuve en él, cuando Dios quiso, más de cuatro buenos ratos.
—Súpelo —replicó Ricardo— y, al mismo instante que lo supe, me ocupó el alma
una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y rigor, que me sacó
de mis sentidos, como lo verás por lo que luego hice, que fue irme al jardín donde me
dijeron que estaban y hallé a la más de la gente solazándose y debajo de un nogal
sentados a Cornelio y a Leonisa, aunque desviados un poco. Cuál ellos quedaron de
mi vista, no lo sé; de mí sé decir que quedé tal con la suya, que perdí la de mis ojos y
me quedé como estatua sin voz ni movimiento alguno. Pero no tardó mucho en
despertar el enojo a la cólera y la cólera a la sangre del corazón y la sangre a la ira y
la ira a las manos y a la lengua. Puesto que las manos se ataron con el respeto, a mi
parecer, debido al hermoso rostro que tenía delante, pero la lengua rompió el silencio
con estas razones: «Contenta estarás, ¡oh enemiga mortal de mi descanso!, en tener
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con tanto sosiego delante de tus ojos la causa que hará que los míos vivan en
perpetuo y doloroso llanto. Llégate, llégate, cruel, un poco más y enrede tu yedra a
ese inútil tronco que te busca; peina o ensortija aquellos cabellos de ese tu nuevo
Ganimedes[223], que tibiamente te solicita. Acaba ya de entregarte a los banderizos
años dese mozo en quien contemplas, porque, perdiendo yo la esperanza de
alcanzarte, acabe con ella la vida que aborrezco. ¿Piensas, por ventura, soberbia y
mal considerada doncella, que contigo sola se han de romper y faltar las leyes y
fueros que en semejantes casos en el mundo se usan? ¿Piensas, quiero decir, que este
mozo, altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inexperto por su edad poca,
confiado por su linaje, ha de querer ni poder ni saber guardar firmeza en sus amores
ni estimar lo inestimable ni conocer lo que conocen los maduros y experimentados
años? No lo pienses, si lo piensas, porque no tiene otra cosa buena el mundo, sino
hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por
su propia ignorancia. En los pocos años está la inconstancia mucha; en los ricos, la
soberbia; la vanidad, en los arrogantes y en los hermosos, el desdén; y en los que todo
esto tienen, la necedad, que es madre de todo mal suceso. Y tú, ¡oh mozo!, que tan a
tu salvo piensas llevar el premio, más debido a mis buenos deseos que a los ociosos
tuyos, ¿por qué no te levantas de ese estrado de flores donde yaces y vienes a sacarme
el alma, que tanto la tuya aborrece? Y no porque me ofendas en lo que haces, sino
porque no sabes estimar el bien que la ventura te concede y véese claro que le tienes
en poco, en que no quieres moverte a defendelle por no ponerte a riesgo de
descomponer la afeitada compostura de tu galán vestido. Si esa tu reposada condición
tuviera Aquiles, bien seguro estuviera Ulises de no salir con su empresa, aunque más
le mostrara resplandecientes armas y acerados alfanjes[224]. Vete, vete y recréate entre
las doncellas de tu madre y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos, más
despiertas a devanar blando sirgo[225] que a empuñar la dura espada».
»A todas estas razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde le hallé sentado,
antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado, sin moverse, y a las levantadas
voces con que le dije lo que has oído, se fue llegando la gente que por la huerta
andaba y se pusieron a escuchar otros más improperios que a Cornelio dije, el cual,
tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus parientes,
criados o allegados, dio muestras de levantarse; mas, antes que se pusiese en pie, puse
mano a mi espada y acometile, no solo a él, sino a todos cuantos allí estaban. Pero,
apenas vio Leonisa relucir mi espada, cuando le tomó un recio desmayo, cosa que me
puso en mayor coraje y mayor despecho. Y no te sabré decir si los muchos que me
acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se defiende de un loco
furioso, o si fue mi buena suerte y diligencia o el cielo, que para mayores males
quería guardarme, porque, en efeto, herí siete o ocho de los que hallé más a mano. A
Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies huyendo,
que se escapó de mis manos.
»Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos que ya como
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ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un remedio que fuera
mejor haber dejado allí la vida, que no, restaurándola por tan no pensado camino,
venir a perderla cada hora mil y mil veces. Y fue que de improviso dieron en el jardín
mucha cantidad de turcos de dos galeotas[226] de cosarios de Biserta[227] que en una
cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado, sin ser sentidos de las centinelas de
las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores o atajadores de la costa[228].
Cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron
en cobro[229]: de cuantos en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de
a tres personas y a Leonisa, que aún se estaba desmayada. A mí me cogieron con
cuatro disformes heridas, vengadas antes por mi mano con cuatro turcos, que de otras
cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este asalto hicieron los turcos con su
acostumbrada diligencia y, no muy contentos del suceso, se fueron a embarcar y
luego se hicieron a la mar y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la
Fabiana[230]. Hicieron reseña[231] por ver qué gente les faltaba y, viendo que los
muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes[232], y de los
mejores y más estimados que traían, quisieron tomar en mí la venganza y así, mandó
el arráez[233] de la capitana bajar la entena[234] para ahorcarme.
»Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había vuelto en sí y, viéndose en
poder de los cosarios, derramaba abundancia de hermosas lágrimas y, torciendo sus
manos delicadas, sin hablar palabra, estaba atenta a ver si entendía lo que los turcos
decían. Mas uno de los cristianos del remo le dijo en italiano como el arráez mandaba
ahorcar a aquel cristiano, señalándome a mí, porque había muerto en su defensa
cuatro de los mejores soldados de las galeotas. Lo cual oído y entendido por Leonisa
(la vez primera que se mostró para mí piadosa), dijo al cautivo que dijese a los turcos
que no me ahorcasen, porque perderían un gran rescate y que les rogaba volviesen a
Trápana, que luego me rescatarían. Esta, digo, fue la primera y aun será la última
caridad que usó conmigo Leonisa y todo para mayor mal mío. Oyendo, pues, los
turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron y mudoles el interés la cólera. Otro día
por la mañana, alzando bandera de paz, volvieron a Trápana; aquella noche la pasé
con el dolor que imaginarse puede, no tanto por el que mis heridas me causaban,
cuanto por imaginar el peligro en que la cruel enemiga mía entre aquellos bárbaros
estaba.
»Llegados, pues, como digo, a la ciudad, entró en el puerto la una galeota y la
otra se quedó fuera; coronose luego todo el puerto y la ribera toda de cristianos y el
lindo de Cornelio desde lejos estaba mirando lo que en la galeota pasaba. Acudió
luego un mayordomo mío a tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera
tratase de mi libertad, sino de la de Leonisa y que diese por ella todo cuanto valía mi
hacienda y más, le ordené que volviese a tierra y dijese a sus padres de Leonisa que le
dejasen a él tratar de la libertad de su hija y que no se pusiesen en trabajo por ella.
Hecho esto, el arráez principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por
Leonisa seis mil escudos y por mí cuatro mil, añadiendo que no daría el uno sin el
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otro. Pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba enamorado de Leonisa
y no quisiera él rescatalla, sino darle al arráez de la otra galeota, con quien había de
partir las presas que se hiciesen por mitad, a mí, en precio de cuatro mil escudos y mil
en dinero, que hacían cinco mil y quedarse con Leonisa por otros cinco mil. Y esta
fue la causa por que nos apreció a los dos en diez mil escudos. Los padres de Leonisa
no ofrecieron de su parte nada, atenidos a la promesa que de mi parte mi mayordomo
les había hecho, ni Cornelio movió los labios en su provecho; y así, después de
muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco
mil y por mí tres mil escudos.
»Aceptó Yzuf este partido, forzado de las persuasiones de su compañero y de lo
que todos sus soldados le decían; mas, como mi mayordomo no tenía junta tanta
cantidad de dineros, pidió tres días de término para juntarlos, con intención de
malbaratar mi hacienda hasta cumplir el rescate. Holgose desto Yzuf pensando hallar
en este tiempo ocasión para que el concierto no pasase adelante y, volviéndose a la
isla de la Fabiana, dijo que llegado el término de los tres días volvería por el dinero.
Pero la ingrata fortuna, no cansada de maltratarme, ordenó que estando desde lo más
alto de la isla puesta a la guarda una centinela de los turcos, bien dentro a la mar
descubrió seis velas latinas[235], y entendió, como fue verdad, que debían ser o la
escuadra de Malta[236] o algunas de las de Sicilia. Bajó corriendo a dar la nueva y en
un pensamiento se embarcaron los turcos, que estaban en tierra, cuál guisando de
comer, cuál lavando su ropa y, zarpando con no vista presteza, dieron al agua los
remos y al viento las velas y, puestas las proas en Berbería, en menos de dos horas
perdieron de vista las galeras y así, cubiertos con la isla y con la noche, que venía
cerca, se aseguraron[237] del miedo que habían cobrado.
»A tu buena consideración dejo, ¡oh Mahamut amigo!, que considere cuál iría mi
ánimo en aquel viaje, tan contrario del que yo esperaba y más cuando otro día,
habiendo llegado las dos galeotas a la isla de la Pantanalea[238], por la parte del
mediodía, los turcos saltaron en tierra a hacer leña y carne, como ellos dicen y más,
cuando vi que los arráeces saltaron en tierra y se pusieron a hacer las partes de todas
las presas que habían hecho. Cada acción destas fue para mí una dilatada muerte.
Viniendo, pues, a la partición mía y de Leonisa, Yzuf dio a Fetala, que así se llamaba
el arráez de la otra galeota, seis cristianos, los cuatro para el remo y dos muchachos
hermosísimos, de nación corsos, y a mí con ellos, por quedarse con Leonisa, de lo
cual se contentó Fetala. Y, aunque estuve presente a todo esto, nunca pude entender lo
que decían, aunque sabía lo que hacían, ni entendiera por entonces el modo de la
partición si Fetala no se llegara a mí y me dijera en italiano: “Cristiano, ya eres mío;
en dos mil escudos de oro te me han dado; si quisieres libertad, has de dar cuatro mil,
si no, acá morir”. Preguntele si era también suya la cristiana; díjome que no, sino que
Yzuf se quedaba con ella, con intención de volverla mora y casarse con ella. Y así era
la verdad, porque me lo dijo uno de los cautivos del remo, que entendía bien el
turquesco, y se lo había oído tratar a Yzuf y a Fetala. Díjele a mi amo que hiciese de
En la venta del Molinillo[323], que está puesta en los fines de los famosos campos
de Alcudia[324], como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del
verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince
años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy
descosidos, rotos y maltratados. Capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo y las
medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno
eran alpargates[325], tan traídos como llevados y los del otro picados y sin suelas, de
manera que más le servían de cormas[326] que de zapatos. Traía el uno montera verde
de cazador, el otro un sombrero sin toquilla[327], bajo de copa y ancho de falda. A la
espalda y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza[328],
encerrada[329] y recogida toda en una manga; el otro venía escueto[330] y sin alforjas,
puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era
un cuello de los que llaman valones[331], almidonado con grasa y tan deshilado de
roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de
figura ovada[332], porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas y porque
durasen más se las cercenaron[333] y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos
quemados del sol, las uñas caireladas[334] y las manos no muy limpias; el uno tenía
una media espada y el otro un cuchillo de cachas[335] amarillas, que los suelen llamar
vaqueros[336].
Saliéronse los dos a sestear[337] en un portal o cobertizo que delante de la venta se
hace y, sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más
pequeño:
—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno
camina?
—Mi tierra, señor caballero —respondió el preguntado—, no la sé ni para dónde
camino, tampoco.
—Pues en verdad —dijo el mayor— que no parece vuesa merced del cielo y que
este no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.
—Así es —respondió el mediano—, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho,
porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene
por hijo y una madrastra que me trata como alnado[338]; el camino que llevo es a la
ventura y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta
miserable vida.
—Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? —preguntó el grande.
Y el menor respondió:
—No sé otro sino que corro como una liebre y salto como un gamo y corto de
tijera muy delicadamente.
—No creo que hay otra, hijo —dijo Monipodio—; pasá adelante y mirá donde
dice: Memoria de palos.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
Memoria de palos
—Bien podía borrarse esa partida —dijo Maniferro—, porque esta noche traeré
finiquito della.
—¿Hay más, hijo? —dijo Monipodio.
—Sí, otra —respondió Rinconete—, que dice así:
—Maravillado estoy —dijo Monipodio— cómo todavía está esa partida en ser.
Sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días
pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.
—Yo le topé ayer —dijo Maniferro— y me dijo que por haber estado retirado por
enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.
—Eso creo yo bien —dijo Monipodio—, porque tengo por tan buen oficial al
Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo
con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
—No señor —respondió Rinconete.
—Pues pasad adelante —dijo Monipodio— y mirad donde dice: Memorial de
agravios comunes.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
Clavazón de cuernos.
—Tampoco se lea —dijo Monipodio— la casa, ni adónde; que basta que se les
haga el agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo
menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me
pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.
—El esecutor desto es —dijo Rinconete— el Narigueta.
—Ya está eso hecho y pagado —dijo Monipodio—. Mirad si hay más, que si mal
Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz[571], Clotaldo,
un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de
edad de siete años, poco más o menos; y esto contra la voluntad y sabiduría del conde
de Leste[572], que con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela a sus padres,
que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que, pues se contentaba con
las haciendas y dejaba libres las personas, no fuesen ellos tan desdichados que, ya
que quedaban pobres, quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más
hermosa criatura que había en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando[573] por toda su armada que, so pena de la vida,
volviese la niña cualquiera que la tuviese, mas ningunas penas ni temores fueron
bastantes a que Clotaldo la obedeciese, que la tenía escondida en su nave, aficionado,
aunque cristianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la
niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo,
alegre sobremodo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la
hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos,
aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina[574]. Tenía Clotaldo un
hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer
a Dios y a estar muy entero en las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de
Clotaldo, noble, cristiana y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si
fuera su hija, la criaba, regalaba e industriaba[575]; y la niña era de tan buen natural
que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban. Con el tiempo y con los regalos,
fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho, pero no tanto que dejase
de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces y, aunque iba aprendiendo la
lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa
secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya,
como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres.
Después de haberle enseñado todas las cosas de labor que puede y debe saber una
doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir más que medianamente, pero en lo
que tuvo extremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos y
esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo,
tan extremada que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco
fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor,
quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse
de ver la sin igual belleza de Isabel y de considerar sus infinitas virtudes y gracias,
amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos
honrados y virtuosos. Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía
Por la letra y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela para no creer la muerte
»Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón
intérpretes de los dioses y dellos dice Ovidio:
»Y también dice:
»Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros[722],
¿qué se ha de decir, sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
—¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un
soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes
escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no
vale nada, tiene un no sé qué de bonito»! Y en esto tuerce los labios, pone en arco las
cejas y se rasca la faldriquera y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos,
donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar y al fin le dice con tono
melifluo y alfeñicado[723]. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de
ignorantes, no se le alaban, dice: «O vuesas mercedes no han entendido el soneto o yo
no le he sabido decir y, así, será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le
presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece». Y vuelve
como primero a recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos
censurar los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y
modernos a los mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de
algunos ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía;
que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones,
muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar
del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende
y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de
doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales[724]?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte,
eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si
se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran
las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de
oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil,
los labios de coral y la garganta de cristal transparente y que lo que lloraban eran
líquidas perlas y, más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que
fuese, al momento producía jazmines y rosas y que su aliento era de puro ámbar,
almizcle y algalia[725] y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha
riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo
bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San Francisco[726] unas figuras pintadas de mala mano y
dijo que los buenos pintores imitaban la naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
Arrimose un día con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un
librero y díjole:
—Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Preguntole el librero se la dijese. Respondiole:
—Todas esas son aire —dijo Loaysa— para las que yo os podría enseñar, porque
sé todas las del moro Abindarráez, con las de su dama Jarifa[834] y todas las que se
cantan de la historia del gran sofí Tomunibeyo[835], con las de la zarabanda a lo
divino, que son tales que hacen pasmar a los mismos portugueses y esto enseño con
tales modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender, apenas
habréis comido tres o cuatro moyos[836] de sal, cuando ya os veáis músico corriente y
moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro y dijo:
—¿Qué aprovecha todo eso, si no sé cómo meteros en casa?
—Buen remedio —dijo Loaysa—: procurad vos tomar las llaves a vuestro amo y
yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas
las guardas en la cera que, por la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero
amigo mío haga las llaves y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que
al Preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz
como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra, que quiero que sepáis, hermano
Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando no se acompaña con
el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano, de órganos o de arpa; pero el que
más a vuestra voz le conviene es el instrumento de la guitarra, por ser el más
mañero[837] y menos costoso de los instrumentos.
—Bien me parece eso —replicó el negro—; pero no puede ser, pues jamás entran
las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano de día y de noche duermen
debajo de su almohada.
—Pues haced otra cosa, Luis —dijo Loaysa—, si es que tenéis gana de ser
músico consumado, que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis,
que si yo no me guardo,
no me guardaréis.
Si la voluntad
por sí no se guarda,
no la harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
por la misma muerte,
hasta hallar la suerte
que vos no entendéis,
que si yo, etc.
Al fin llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado por la buena
dueña, cuando llegó Guiomar, la centinela, toda turbada, hiriendo de pie y de
mano[861] como si tuviera alferecía[862] y, con voz entre ronca y baja, dijo:
—¡Despierto señor, señora, y, señora, despierto señor y levantas y viene!
Quien ha visto banda de palomas estar comiendo en el campo, sin miedo, lo que
ajenas manos sembraron, que al furioso estrépito de disparada escopeta se azora y
levanta y, olvidada del pasto, confusa y atónita, cruza por los aires, tal se imagine que
quedó la banda y corro de las bailadoras, pasmadas y temerosas, oyendo la no
esperada nueva que Guiomar había traído y, procurando cada una su disculpa y todas
juntas su remedio, cuál por una y cuál por otra parte, se fueron a esconder por los
desvanes y rincones de la casa, dejando solo al músico; el cual, dejando la guitarra y
el canto, lleno de turbación, no sabía qué hacerse.
Torcía Leonora sus hermosas manos; abofeteábase el rostro, aunque blandamente,
la señora Marialonso. En fin, todo era confusión, sobresalto y miedo. Pero la dueña,
como más astuta y reportada, dio orden que Loaysa se entrase en un aposento suyo y
que ella y su señora se quedarían en la sala, que no faltaría excusa que dar a su señor
si allí las hallase.
Escondiose luego Loaysa y la dueña se puso atenta a escuchar si su amo venía y,
no sintiendo rumor alguno, cobró ánimo y poco a poco, paso ante paso[863], se fue
llegando al aposento donde su señor dormía y oyó que roncaba como primero y,
asegurada de que dormía, alzó las faldas y volvió corriendo a pedir albricias a su
señora del sueño de su amo, la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la buena dueña perder la coyuntura que la suerte le ofrecía de gozar,
primero que todas, las gracias que esta se imaginaba que debía tener el músico y, así,
diciéndole a Leonora que esperase en la sala, en tanto que iba a llamarlo, la dejó y se
entró donde él estaba, no menos confuso que pensativo, esperando las nuevas de lo
que hacía el viejo untado. Maldecía la falsedad del ungüento y quejábase de la
credulidad de sus amigos y del poco advertimiento que había tenido en no hacer
primero la experiencia en otro antes de hacerla en Carrizales.
En esto, llegó la dueña y le aseguró que el viejo dormía a más y mejor; sosegó el
Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la
vuelta a Burgos, donde dirá a nuestros padres que, habiendo nosotros sus hijos,
con madura consideración, considerado cuán más propias son de los caballeros
las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas
y a España por Flandes. Los cuatrocientos escudos llevamos; las mulas pensamos
vender. Nuestra hidalga intención y el largo camino es bastante disculpa de
nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal si no es cobarde. Nuestra partida es
ahora; la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced
como puede y estos sus menores discípulos deseamos.
De la fuente de Argales, puesto ya el pie en el estribo para caminar a Flandes.
Carriazo y Avendaño
No fue menester que nadie les dijese a los dos que aquella música se daba por
Costanza, pues bien claro lo había descubierto el soneto, que sonó de tal manera en
los oídos de Avendaño, que diera por bien empleado, por no haberle oído, haber
nacido sordo y estarlo todos los días de la vida que le quedaba, a causa que desde
aquel punto la comenzó a tener tan mala como quien se halló traspasado el corazón
de la rigurosa lanza de los celos. Y era lo peor que no sabía de quién debía o podía
tenerlos. Pero presto le sacó deste cuidado uno de los que a la reja estaban, diciendo:
—¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando músicas a una
fregona…! Verdad es que ella es de las más hermosas muchachas que yo he visto y
he visto muchas; mas no por esto había de solicitarla con tanta publicidad.
A lo cual añadió otro de los de la reja:
—Pues en verdad que he oído yo decir por cosa muy cierta que así hace ella
cuenta dél como si no fuese nadie: apostaré que se está ella agora durmiendo a sueño
suelto detrás de la cama de su ama, donde dicen que duerme, sin acordársele de
músicas ni canciones.
—Así es la verdad —replicó el otro—, porque es la más honesta doncella que se
sabe y es maravilla que, con estar en esta casa de tanto tráfago[925] y donde hay cada
día gente nueva, y andar por todos los aposentos, no se sabe della el menor desmán
del mundo.
Con esto que oyó, Avendaño tornó a revivir y a cobrar aliento para poder
escuchar otras muchas cosas, que al son de diversos instrumentos los músicos
cantaron, todas encaminadas a Costanza, la cual, como dijo el huésped, se estaba
durmiendo sin ningún cuidado.
Por venir el día, se fueron los músicos, despidiéndose con las chirimías.
Avendaño y Carriazo se volvieron a su aposento, donde durmió el que pudo hasta la
Todo lo que iba cantando el Asturiano hicieron al pie de la letra ellos y ellas; mas,
cuando llegó a decir que diesen principio a un contrapás, respondió Barrabás, que así
le llamaban por mal nombre al bailarín mozo de mulas:
—Hermano músico, mire lo que canta y no moteje a naide de mal vestido, porque
aquí no hay naide con trapos, y cada uno se viste como Dios le ayuda.
El huésped, que oyó la ignorancia del mozo, le dijo:
—Hermano mozo, contrapás es un baile extranjero y no motejo de mal vestidos.
—Si eso es —replicó el mozo—, no hay para qué nos metan en dibujos[953]:
En tanto que Lope cantaba, se hacían rajas bailando la turbamulta de los mulantes
y fregatrices[960] del baile, que llegaban a doce y, en tanto que Lope se acomodaba a
pasar adelante cantando otras cosas de más tomo[961], sustancia y consideración de
las cantadas, uno de los muchos embozados que el baile miraban dijo, sin quitarse el
embozo:
—¡Calla, borracho! ¡Calla, cuero! ¡Calla, odrina[962], poeta de viejo, músico
falso!
Tras esto, acudieron otros, diciéndole tantas injurias y muecas que Lope tuvo por
bien de callar; pero los mozos de mulas lo tuvieron tan mal que si no fuera por el
El acabar estos últimos versos y el llegar volando dos medios ladrillos fue todo
uno, que, si como dieron junto a los pies del músico le dieran en mitad de la cabeza,
con facilidad le sacaran de los cascos la música y la poesía. Asombrose el pobre y dio
a correr por aquella cuesta arriba con tanta priesa que no le alcanzara un galgo.
¡Infelice estado de los músicos, murciégalos y lechuzos, siempre sujetos a semejantes
lluvias y desmanes!
A todos los que escuchado habían la voz del apedreado, les pareció bien; pero a
quien mejor fue a Tomás Pedro, que admiró la voz y el romance; mas quisiera él que
de otra que Costanza naciera la ocasión de tantas músicas, puesto que a sus oídos
jamás llegó ninguna. Contrario deste parecer fue Barrabás, el mozo de mulas, que
también estuvo atento a la música; porque, así como vio huir al músico, dijo:
—¡Allá irás, mentecato, trovador de Judas, que pulgas te coman los ojos! Y
¿quién diablos te enseñó a cantar a una fregona cosas de esferas y de cielos,
llamándola lunes y martes y de ruedas de Fortuna? Dijérasla, noramala para ti y para
quien le hubiere parecido bien tu trova, que es tiesa como un espárrago, entonada
como un plumaje, blanca como una leche, honesta como un fraile novicio, melindrosa
¿Descubriré mi pasión?
En ocasión.
¿Y si jamás se me da?
Sí hará.
Llegará la muerte en tanto.
Llegue a tanto
tu limpia fe y esperanza,
que, en sabiéndolo Costanza,
convierta en risa tu llanto.
Señora de mi alma:
Yo soy un caballero natural de Burgos; si alcanzo de días a mi padre, heredo
un mayorazgo de seis mil ducados de renta. A la fama de vuestra hermosura, que
por muchas leguas se extiende, dejé mi patria, mudé vestido, y en el traje que me
veis vine a servir a vuestro dueño; si vos lo quisiéredes ser mío, por los medios
que más a vuestra honestidad convengan, mirad qué pruebas queréis que haga
para enteraros desta verdad y, enterada en ella, siendo gusto vuestro, seré vuestro
esposo y me tendré por el más bien afortunado del mundo. Solo, por ahora, os
pido que no echéis tan enamorados y limpios pensamientos como los míos en la
calle; que si vuestro dueño los sabe y no los cree, me condenará a destierro de
vuestra presencia, que sería lo mismo que condenarme a muerte. Dejadme,
señora, que os vea hasta que me creáis, considerando que no merece el riguroso
castigo de no veros el que no ha cometido otra culpa que adoraros. Con los ojos
podréis responderme, a hurto de los muchos que siempre os están mirando; que
ellos son tales que airados matan y piadosos resucitan.
En tanto que Tomás entendió que Costanza se había ido a leer su papel, le estuvo
palpitando el corazón, temiendo y esperando o ya la sentencia de su muerte o la
restauración de su vida. Salió en esto Costanza, tan hermosa, aunque rebozada, que si
pudiera recebir aumento su hermosura con algún accidente, se pudiera juzgar que el
sobresalto de haber visto en el papel de Tomás otra cosa tan lejos de la que pensaba
había acrecentado su belleza. Salió con el papel entre las manos hecho menudas
piezas y dijo a Tomás, que apenas se podía tener en pie:
—Hermano Tomás, esta tu oración más parece hechicería y embuste que oración
santa y así, yo no la quiero creer ni usar della y por eso la he rasgado, porque no la
vea nadie que sea más crédula que yo. Aprende otras oraciones más fáciles, porque
esta será imposible que te sea de provecho.
En diciendo esto, se entró con su ama y Tomás quedó suspenso, pero algo
consolado, viendo que en solo el pecho de Costanza quedaba el secreto de su deseo;
pareciéndole que, pues no había dado cuenta dél a su amo, por lo menos no estaba en
peligro de que le echasen de casa. Pareciole que en el primero paso que había dado en
su pretensión había atropellado por mil montes de inconvenientes y que, en las cosas
grandes y dudosas, la mayor dificultad está en los principios.
En tanto que esto sucedió en la posada, andaba el Asturiano comprando el asno
donde los vendían y, aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano
anduvo muy solícito por encajalle uno que más caminaba por el azogue[981] que le
había echado en los oídos que por ligereza suya; pero lo que contentaba con el paso
desagradaba con el cuerpo, que era muy pequeño y no del grandor y talle que Lope
quería, que le buscaba suficiente para llevarle a él por añadidura, ora fuesen vacíos o
NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA, PERROS DEL HOSPITAL DE
LA RESURRECCIÓN, QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID, FUERA DE LA PUERTA DEL
Fin
Con frecuencia se han utilizado textos literarios cervantinos para explicar algunos
episodios de la vida del autor. Al mismo tiempo, de manera inversa, se ha pretendido
interpretar las obras de Cervantes en función de algunas circunstancias particulares de
su vida. Es evidente que la experiencia biográfica constituye un factor de importancia
para la creación artística y así sucede también en el caso cervantino, pero casi
siempre de una manera muy difuminada, como un recurso más de la creación
literaria, no como un fin en sí mismo. Las Novelas ejemplares ofrecen pasajes
interesantes en uno y otro sentido.
Por un lado se encuentra la rotunda afirmación del prólogo sobre la
autoconciencia cervantina con respecto a su papel como creador de un género nuevo
en España («Yo soy el primero que ha novelado…»), que ayuda a entender mejor los
últimos años de Cervantes, inmerso en una actividad creativa de primer orden, de la
que resultaría el nacimiento de la novela moderna.
De otra parte, la experiencia vital cervantina está detrás de algunos pasajes de las
Novelas. Los engaños y manera de vivir gitanesca (La gitanilla, La ilustre fregona), y
la vida picaresca que se retrata en El coloquio de los perros y Rinconete y Cortadillo
son fruto, sin duda, de las idas y venidas de Cervantes por los caminos de Andalucía,
llevando a cabo su labor de comisario de abastos y recaudador de impuestos. La larga
y fructífera estancia de nuestro escritor en Italia se refleja en diversos pasajes de El
licenciado Vidriera y La señora Cornelia, como también su experiencia militar,
desempeñada al menos durante cinco años. El cautiverio argelino, de tan profunda
huella en la literatura cervantina, se refleja de manera inequívoca en la lamentación
de Ricardo al inicio de El amante liberal, y sus servicios en la armada explican el
detalle con que se describe los viajes marítimos en la misma obra y en La española
inglesa. El hospital de la Resurrección en el que se desarrollan las dos últimas
novelas de la colección estaba situado muy cerca de la casa de Cervantes en
Valladolid, de manera que la historia de Mahúdes y sus dos perros bien la pudo
conocer Cervantes de manera muy directa. No le era desconocida tampoco Toledo,
algunas de cuyas costumbres y tradiciones se evocan en La fuerza de la sangre. Los
episodios estudiantiles de El licenciado Vidriera y El coloquio de los perros reflejan,
en fin, la experiencia de una persona nacida en Alcalá de Henares, sede de la
Universidad Complutense, como también de sus posibles estudios con los jesuitas en
Sevilla y, acaso, su paso por la ciudad de Salamanca.
Son muchos los personajes que Cervantes hace desfilar por las Novelas
ejemplares. En su variedad y diversidad hay algo que llama poderosamente la
atención: casi todos ellos, salvo alguna excepción, se presentan emparejados, aspecto
este, por cierto, que es posible encontrar en otras obras cervantinas: personajes que
aparecen juntos ya desde un principio, o bien que el desarrollo de los acontecimientos
los acaba convirtiendo en pareja inseparable, difícil de disociar al uno del otro. He
aquí algunos de esos personajes: Don Quijote y Sancho, el cura y el barbero, ama y
sobrina, Marcela y Grisóstomo, los dos frailes de San Benito que aparecen en el
capítulo octavo de la primera parte de Don Quijote; Persiles y Sigismunda, etcétera.
En las Novelas ejemplares la nómina es extensísima, anticipada en ocasiones a través
de los títulos de algunas (Rinconete y Cortadillo, Las dos doncellas, Novela y
coloquio que pasó entre Cipión y Berganza) y, lo más destacado, presentes en casi
todas ellas: Ricardo y Mahamut, Carriazo y Avendaño, don Juan de Gamboa y don
Antonio de Isunza… Tal forma de presentación de los personajes llega incluso a
algunos muy secundarios, de los cuales no se dice siquiera el nombre, y cuyo papel
en las novelas es, a veces, insignificante. Veamos una de esas parejas.
En El amante liberal se refiere la relación amorosa entre Ricardo y Leonisa,
obstaculizada por la presencia de un tercero (Cornelio) y, también, por los muchos
accidentes de la fortuna que les suceden, dentro de las coordenadas habituales en una
novela bizantina. Aún más interesante resulta la relación entre Ricardo y Mahamut.
La novela presenta en su comienzo a dos personajes: un cautivo, quejándose
amargamente, y un turco. Se han criado juntos. El cautivo se llama Ricardo y el
nombre del turco solo lo sabremos un poco más adelante, así como su verdadero
origen, que no se conocerá hasta muy avanzada la novela («natural de Palermo, que
por varios accidentes estoy en este traje vestido»). Son de la misma edad y condición.
Cervantes selecciona hábil y morosamente la información que proporciona al lector,
mediante un procedimiento que no es difícil encontrar en otras novelas, de manera
que los datos referentes a ellos se ofrecen poco a poco, a cuentagotas, si se quiere:
primero se oyen las quejas de Ricardo, pero solo después se sabe la verdadera
naturaleza de tales quejas; del otro primero se informa sobre su origen (turco),
después se dice el nombre (Mahamut) y que reniega de su fe y de la manera en que
viste, todos ellos, en verdad, elementos que llevan a sospechar que debajo de la
apariencia de turco se esconde alguien que realmente no lo es. De inmediato este
personaje queda en un segundo plano, mientras Ricardo cuenta largamente su
historia. Su función ahora —y a lo largo de toda la novela— consiste en corroborar
las afirmaciones de Ricardo, guiar y supervisar la narración para que el que la cuenta
no se despiste y relate cosas que no tienen importancia, con lo que se consigue
agilizar el relato. Amigo estrecho y casi hermano de Ricardo, se convierte en su
«La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se
diga» hace decir Cervantes a un personaje de Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
Siguiendo ese criterio, las Novelas ejemplares muestran una amplísima variedad de
registros lingüísticos y estilos, que proporcionan a la obra una variedad y diversidad
dignas de encomio.
Los personajes hablan en función del tipo humano que representan: los gitanos
cecean y utilizan abundantes términos de germanía; el lenguaje del hampa es
empleado por los cofrades de Monipodio; el lenguaje de la picaresca se pone en boca
de Rinconete, Cortadillo, Diego Carriazo y Juan de Avendaño, entre otros personajes
apicarados; el lenguaje militar encuentra su mejor expresión en algunos pasajes de El
amante liberal, La española inglesa y El licenciado Vidriera, el lenguaje cortesano y
casi de diálogo amoroso de comedia en La gitanilla y Las dos doncellas.
Muy interesante es el uso en algunas novelas de recursos propios del estilo de los
diálogos humanísticos, donde Cervantes encontró una manera de evitar la repetición
incómoda de los verbos dicendi («El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de
coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la
escritura»), razón, por cierto, no exclusivamente cervantina, sino perteneciente a una
larga tradición; un modo de hacer más ameno y atractivo el relato de los
acontecimientos, en especial cuando estos son singularmente complejos o áridos; y
una forma de conseguir suspense y entretenimiento. Asimismo, Cervantes encontró
en el diálogo un recurso a través del cual los personajes se fueran construyendo a sí
mismos, matizándose, perfilándose poco a poco, modificando y superando a los
modelos previos, en especial cuando los rasgos caracterizadores de las parejas
protagonistas se entremezclan y traspasan, con el consecuente equilibrio entre los
personajes. Y vale la pena notar que esto no solo se produce en las novelas
claramente influidas por el diálogo humanístico —de ahí, por ejemplo, el número
elevado de personajes emparejados en El casamiento engañoso y El coloquio de los
perros—, sino que afecta a otras difícilmente adscribibles a ese género: El amante
liberal, La ilustre fregona, acaso también Rinconete y Cortadillo.
Son muchos los mundos que aparecen en la obra: caballeros, gitanos, pícaros,
pajes, cautivos, soldados, religiosos, alguaciles corruptos, trabajadores del Matadero
de Sevilla, mercaderes, estudiantes, poetas, moriscos, hechiceras, religiosos, mozos
de la esportilla… En verdad, las Novelas ejemplares se podrían considerar como un
fresco de la sociedad española del momento, con todas sus contradicciones.
A este respecto, es muy interesante El coloquio de los perros, donde el esquema
habitual de la picaresca (el servicio del mozo a varios amos) permite a Cervantes
introducir mundos muy diferentes de la sociedad española de la época. Berganza se
pone al servicio en primer lugar de Nicolás el Romo, «mozo robusto doblado y
colérico», matarife del Matadero de Sevilla; esto permite al lector conocer el mundo
que rodea a este lugar sevillano. Después, trabaja para un pastor, cuya actividad se
describe con detalle, como también los engaños y las trampas que emplean los de esta
profesión; esta descripción del mundo pastoril sirve además para enfrentar literatura y
ficción, a través del contraste entre la vida de los pastores reales con los de la
literatura pastoril. El servicio a un mercader (tercer amo) muestra, por un lado, la vida
de las clases acomodadas de Sevilla y también, por otro, la vida estudiantil, al
acompañar Berganza a los hijos del mercader a la escuela. Su estancia junto a un
alguacil (cuarto amo) permite mostrar la corrupción en algunas esferas de la
administración del Estado. Con los siguientes amos conoceremos la vida de los
soldados, la de los gitanos, la de los moriscos, la de los poetas y la de los
comediantes, hasta que el perro llega a Valladolid y empieza a trabajar en el hospital
de la Resurrección al servicio de Mahúdes.
Una de la cuestiones más debatidas de esta obra cervantina tiene que ver,
precisamente, con el adjetivo que califica a las novelas desde el título: ejemplares.
Cervantes insiste en diversos lugares sobre su ejemplaridad: «[…] los requiebros
amorosos que en algunas hallarás son tan honestos y tan medidos con la razón y
discurso cristiano […]», «[…] antes me cortaré la mano […]», etc.; incluso alguna
Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad
de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que
había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama
de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de
pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo
con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas y con otros instrumentos
extraordinarios. Deteníame a oírla leer y leía cómo el pastor de Anfriso cantaba
extremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en todos los
montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que
salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis y aun
después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y
escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le
quedaba entre renglones el pastor Elicio, más enamorado que atrevido, de quien
decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se entraba en los cuidados
ajenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato,
había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y
arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que
con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel
laberinto de dificultades. Acordábame de otros muchos libros que deste jaez la
había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.
CIPIÓN: Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa y
sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA: En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la
intención; pero si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé
a quien me reprehendiere lo que respondió Mauleón, poeta tonto y
académico de burla de la Academia de los Imitadores, a uno que le
preguntó que qué quería decir Deum de Deo y respondió que «dé donde
diere».
CIPIÓN: Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres
ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA: Digo que todos los pensamientos que he dicho y muchos más me
causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los
demás de aquella marina tenían de aquellos que había oído leer que tenían
los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones
acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo do va Juanica» y otras
cosas semejantes y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al
que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre