03 - El Rey Dragón
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03 - El Rey Dragón
El Rey Dragón
R.A. Salvatore
R.A. Salvatore El rey dragón
ÍNDICE
PRÓLOGO ................................................................................................. 4
I VIEJO ENEMIGO, ENEMIGO NUEVO ................................................. 5
II DIPLOMACIA...................................................................................... 12
III EMOCIONES AGRIDULCES ............................................................ 21
IV GYBI ................................................................................................... 28
V LA CAÑADA DE SOUGLES .............................................................. 34
VI LA DUQUESA DE MANNINGTON.................................................. 40
VII LOS SEÑORES DEL MAR DORSAL............................................... 45
VIII PERSPECTIVAS .............................................................................. 53
IX EL VÍNCULO ERIADORANO........................................................... 57
X RIVALIDAD ENTRE HERMANOS.................................................... 64
XI POLÍTICA........................................................................................... 71
XII PRUEBA VIVIENTE......................................................................... 74
XIII PRUEBAS Y EQUIVOCACIONES DEL PASADO ........................ 79
XIV LA PRINCESA Y SU CORONA...................................................... 88
XV PREPARATIVOS PARA LA BATALLA ......................................... 94
XVI DECLARACIÓN DE GUERRA......................................................101
XVII MOVIMIENTOS INICIALES........................................................107
XVIII PATRULLAS DE VANGUARDIA ..............................................114
XIX EL VALLE DE LA MUERTE .........................................................123
XX VISIONES ........................................................................................130
XXI SEMILLAS DE REVUELTA ..........................................................134
XXII EN SU PROPIA TRAMPA ............................................................139
XXIII CONOCER A TUS ENEMIGOS ..................................................146
XXIV POR LA JUSTICIA ......................................................................157
XXV EL ESTRECHO DE MANN ..........................................................167
XXVI LA NOCHE DE LAS TRES DERROTAS....................................175
XXVII LAS MURALLAS DE WARCHESTER .....................................186
XXVIII ATRAPADOS ............................................................................193
XXIX EL CERCO DE CARLISLE .........................................................199
XXX EL REY DRAGÓN ........................................................................206
EPÍLOGO ................................................................................................224
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PRÓLOGO
La paz llegó a las islas Avon del Mar, pero era algo provisional, basado en un armisticio que se
había firmado exclusivamente porque seguir adelante con la guerra habría resultado demasiado costoso
para el ilegítimo rey de Avon y demasiado desesperado para el reino en ciernes de Eriador, mal equipado
y en desventaja en cuanto a organización y número de fuerzas.
En ese país norteño, el hechicero Brind'Amour fue coronado rey, y el entusiasmo demostrado por el
pueblo llano, gente independiente y recia, fue justificadamente elevado. Pero el rey Brind'Amour, a quien
los siglos habían hecho sabio, puso freno a sus propias esperanzas, consciente de la cruda realidad de que
en el poderoso Avon seguía reinando el perverso Verderol, el cual había tenido sometido a Eriador
durante veinte años y dominado todas las islas; Brind'Amour sabía que no renunciaría a ello tan
fácilmente, dijera lo que dijera el armisticio. Además, Verderol también era hechicero y contaba con
poderosos demonios como aliados, así como con una corte que incluía cuatro duques y una duquesa,
todos ellos hechiceros de considerables poderes mágicos.
Pero, aunque Brind'Amour era el único mago de Eriador contra las fuerzas sobrenaturales de la
corte de Verderol, el hecho de contar a su vez con poderosos aliados era un consuelo para el nuevo rey.
Entre dichos aliados, el más importante era Luthien Bedwyr, la Sombra Carmesí, que se había convertido
en un héroe de la nación y en el símbolo del Eriador libre. Era Luthien quien había matado al duque
Morkney, el que había liderado la revuelta de Monforte y reconquistado la ciudad, tras lo cual le había
devuelto el verdadero nombre eriadorano: Caer MacDonald.
De momento, al menos, Eriador era libre, y todas las gentes del país —los marineros de Puerto
Carlo y de las tres islas del norte, los fieros jinetes de Eradoch, los fornidos enanos de Cruz de Hierro, los
blondos, como se llamaba a los elfos, y todos los granjeros y pescadores— respaldaban de manera
unánime a su rey y a su tierra.
Si Verderol intentaba someter de nuevo a Eriador bajo su ilegal tiranía, tendría que luchar contra
ellos —todos ellos— por cada palmo de tierra.
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gigantesco corpachón, con sus veinticuatro metros desde la astada cabeza hasta la punta de la cimbreante
cola, ocultaba el cielo nocturno.
—Es una agradable sensación, Verderol —dijo de repente la bestia.
—¡No pronuncies ese nombre! —replicó el propio monstruo con la misma voz atronadora pero en
un tono completamente diferente.
—¿Verderol? —logró articular en un susurro el granjero, desconcertado e impresionado.
—¡Verderol! —repitió el dragón—. ¿Acaso no conoces a tu soberano? ¡De rodillas!
La potencia de la voz derribó al tembloroso granjero, que se puso de rodillas torpemente e inclinó la
cabeza ante aquella horrenda criatura.
—¿Lo ves? —preguntó la parte que era Dansallignatius—. ¡Me temen, me reverencian!
Apenas había pronunciado estas frases cuando el rostro del dragón se retorció de manera
escalofriante. La voz que pertenecía a Dansallignatius empezó a protestar, pero las palabras se
consumieron en un enorme chorro de fuego que salió disparado de las fauces de la bestia.
El cadáver carbonizado junto a la espada fundida quedó irreconocible.
Dansallignatius lanzó un aullido, furioso porque su diversión con el campesino hubiera sido
interrumpida de manera tan repentina, pero Verderol impuso su voluntad para remontar el vuelo, y la pura
y total libertad del fresco aire nocturno acariciando las alas correosas produjo tal gozo y regocijo al rey
dragón que todas las disputas parecieron insignificantes.
Al día siguiente, una multitud de granjeros se reunió en la ladera del promontorio y contempló la
hierba abrasada y el cadáver carbonizado. Se llamó a la Guardia Pretoriana, pero, como solía ocurrir en
cualquier cosa en la que estuvieran involucrados los brutales y desabridos cíclopes, no sirvió de mucha
ayuda. Demostrando una actitud de socarrón desdén mientras observaban a la atribulada familia del
hombre muerto, prometieron que el informe del incidente se presentaría en Carlisle.
Más de uno de los campesinos reunidos afirmó haber visto una enorme bestia alada volando por los
alrededores la noche anterior; también eso se comunicaría en Carlisle.
Verderol, de nuevo en la cómoda, esbelta y casi afeminada apariencia que tan bien habían llegado a
conocer sus súbditos, la parte oscura que era Dansallignatius apaciguada con la noche de libertad,
desechó los informes como producto de la desbordada imaginación de simples campesinos.
—¡Desde luego, hasta la pesca es mejor estos días! —gritó un eufórico Shamus McConroy.
Era el segundo de a bordo de El Volantín, un barco pesquero con base en el pueblo de Gybi, un
puerto situado al norte de Bae Colthwyn, en el litoral nordeste, siempre azotado por el viento. Llamado
así por su tendencia a saltar sobre las grandes olas embistiéndolas de frente, casi sin rozar el agua, El
Volantín se encontraba entre los veleros mejor considerados de la considerable flota pesquera de Bae
Colthwyn. Era una embarcación de seis metros, ancha, con una vela cuadrada, y una tripulación de ocho
viejos lobos de mar entre todos los cuales no se encontraba ni un solo cabello que no fuera canoso.
El viejo capitán Aran Toomes lo prefería así, y se negaba de plano a adiestrar a una tripulación de
reemplazo más joven.
—No puedo perder tiempo con cachorros —rezongaba el huraño capitán cada vez que alguien
comentaba que su embarcación estaba condenada al desastre; «mortal como un hombre», según decían.
Toomes aceptaba siempre la broma con un gruñido que demostraba que estaba de vuelta de todo.
En Bae Colthwyn, en el mar Dorsal, donde las grandes ballenas asesinas rondaban en grandes bandadas y
el temporal llegaba sin previo aviso, los pescadores dejaban tras de sí viudas, y eran muchos más los
«cachorros» que perecían ahogados que los que llegaban a la edad viril. En consecuencia, la tripulación
de El Volantín era un puñado de solterones empedernidos, grandes bebedores y marineros temerarios que
se enfrentaban al poderoso mar Dorsal como si el gran Dios hubiera puesto las olas en su camino por un
simple desafío personal. Día tras día, la embarcación se hacía a la mar más deprisa y más lejos que
cualquier otra de la flota pesquera.
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Así era ese día de mediados de verano, mientras El Volantín cortaba las grandes olas, la vela
hinchada y tirante. El tiempo parecía cambiar a cada hora; por momentos soleado, por momentos
encapotado, con esa extraña variación de alta mar, donde el cuerpo nunca está a gusto y siente demasiado
calor o demasiado frío. Otros marineros más jóvenes y menos fogueados habrían pasado la mayor parte
del tiempo inclinados sobre la borda, diciendo adiós a sus almuerzos, pero los tripulantes de El Volantín,
que se encontraban más a sus anchas en mar que en tierra firme, aguantaron los cambios sobre sus
patizambas piernas sin inmutarse.
Y en ese estupendo día estaban más animosos de lo habitual ya que su amado Eriador volvía a ser
independiente. Empujado por un ejército rebelde que se había ido abriendo paso a la fuerza hasta llegar a
la ciudad avonesa de Burgo del Príncipe, el rey Verderol había liberado a Eriador, devolviéndoselo al
pueblo. El viejo hechicero, Brind'Amour, un hombre de estirpe eriadorana, había sido coronado rey en
Caer MacDonald cuando la primavera daba paso al verano. No es que la vida fuera a cambiar gran cosa
para los pescadores de Bae Colthwyn, salvo, naturalmente, porque no tendrían que volver a tratar con los
grupos de cíclopes que acudían a recaudar impuestos. La influencia del rey Verderol nunca había llegado
a tener mucho peso en la accidentada comarca al nordeste de Eriador, y lo más al sur que había viajado
cualquiera de los cincuenta habitantes de la bahía era a Mennichen Dee, en los límites septentrionales de
Campos de Eradoch.
Sólo las gentes del Eriador meridional, en las estribaciones de la cordillera Cruz de Hierro, donde la
tiranía del rey Verderol se dejaba sentir con toda su fuerza, notarían algún cambio apreciable en su vida
cotidiana, pero no era ésa la cuestión. Eriador era libre, y ese grito de independencia se repetía como un
eco por todo el país, de Cruz de Hierro a Cañada Albyn, de allí a las boscosas tierras del nordeste y la
bravía y rocosa costa de Bae Colthwyn, y a las tres islas más septentrionales: Marvis, Caryth y la extensa
Bedwydrin. La simple esperanza, ese ingrediente indispensable de la felicidad, había llegado a la salvaje
y remota tierra personificada por un rey que muy pocos al norte de la Brecha de Bruce MacDonald
llegarían a ver nunca, y por una leyenda hecha realidad llamada la Sombra Carmesí.
Cuando la noticia de su libertad llegó a la bahía, la flota se había hecho a la mar; los pescadores
cantaban y bailaban en cubierta como si creyeran sinceramente que el mar estaría más lleno de peces,
como si esperaran que las ballenas dorsales se dieran media vuelta y huyeran ante la mera imagen de una
embarcación con la bandera del antiguo Eriador, como si estuvieran convencidos de que las tormentas
soplarían con menos fiereza, como si pensaran que la propia naturaleza se doblegaría ante el nuevo rey de
Eriador.
Qué cosa tan maravillosa es la esperanza; y para todos aquellos que lo vieron en esta estación, y
especialmente para los hombres que lo tripulaban, fue como si El Volantín brincara un poco más alto y
surcara las oscuras aguas un poco más deprisa.
Esa mañana, más temprano, Shamus McConroy divisó la primera ballena; la negra aleta dorsal se
alzaba sobre el mar más alta que un hombre, cortando el agua a menos de quince metros de la proa del
barco, a estribor. Con su habitual abandono, los ocho lobos de mar lanzaron pullas y botellas de whisky al
paso de la gran ballena, desafiándola y maldiciéndola, y, cuando la aleta se sumergió bajo las oscuras
aguas, alejándose del barco, lanzaron un entusiasta vítor y se desentendieron de ella. El menos experto de
los ocho llevaba treinta años embarcado, y habían perdido el miedo a las ballenas hacía mucho tiempo.
Conocían bien a los peligrosos cetáceos; sabían cuándo podían burlarse de ellos y cuándo debían huir,
cuándo arrojar al agua la pesca cobrada como maniobra de distracción, y cuándo, como último recurso,
armarse con los largos y afilados arpones.
Poco después, sin el menor rastro de tierra a la vista, Aran Toomes dejó el sol matinal sobre su
hombro izquierdo al poner a El Volantín rumbo sureste, hacia la boca del estrecho existente entre Eriador
y los Cinco Centinelas, una hilera de islotes donde criaban las aves marinas, y en los que abundaban más
las rocas que el tepe. Toomes tenía intención de estar en alta mar durante la mayor parte de la semana,
haciendo una travesía de cien millas al día. El rumbo tomado los llevaría al norte de Colonsey, el mayor y
más septentrional de los Cinco Centinelas, y después regresaría de nuevo a la bahía. El viejo capitán sabía
que allí el agua era más fría, justo como les gustaba al bacalao y a la caballa. Los patrones de los otros
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barcos de pesca de la flota de Bae Colthwyn también lo sabían, pero pocos tenían la audacia de la
tripulación de El Volantín o la seguridad en sí mismo y el conocimiento del mar de Aran Toomes.
Toomes mantuvo el curso durante tres días hasta que las cumbres de las escarpadas montañas de
Colonsey estuvieron a la vista. Entonces inició el largo y lento viraje, un arco de ciento ochenta grados
que llevó a la embarcación hacia el nordeste. Detrás del capitán, trabajando con denuedo, bebiendo con
entusiasmo y gritando de alegría, sus siete tripulantes izaron redes laterales y largas líneas cargadas de
peces: hermosos, brillantes, olorosos, forcejeantes bacalaos y caballas, e incluso azules, unos pequeños
predadores asquerosos que no hacían más que nadar y morder, nadar y morder, sin pararse nunca el
tiempo suficiente para terminar de devorar cualquier desdichado pez que se pusiera al alcance de su boca.
Shamus McConroy manejaba con denuedo una cabilla y aporreaba a los azules en la cabeza hasta que
cesaba el constante chasquido de aquellas fauces llenas de dientes. Recibió un feo bocado en un tobillo
que atravesó limpiamente la dura bota, y la respuesta del marinero fue levantar al azul de cinco kilos por
la cola y empezar a golpearlo repetidamente contra la batayola mientras los demás jaleaban y vitoreaban.
Para los lobos de mar esto era la gloria.
A mitad del viraje, El Volantín iba más hundido en el agua, con la bodega casi llena. La tripulación
se dirigió a una de las líneas; dos de los hombres empezaron a tirar de ella mientras los otros cinco hacían
una selección en la captura, desenganchando peces pequeños que todavía estaban vivos y arrojándolos de
nuevo al mar con el propósito de reemplazarlos por otros más grandes. En este punto todo era un juego,
un reto para la diversión, ya que una docena de peces pequeños eran tan valiosos como los ocho más
grandes que ocuparían su sitio en la bodega, pero los viejos marineros sabían que los largos días pasaban
más deprisa cuando las manos tenían ocupación. Allí estaban, cargados de peces a trescientas millas de un
puerto, con poco más que hacer que mantener la vela en buenas condiciones y guiar la condenada
embarcación.
—Ah, así que el nuestro no es el único barco con los conocimientos y el talento para salir por una
gran captura —comentó Shamus a Aran.
Sonrió al advertir la mirada escéptica del viejo capitán y señaló hacia el norte, donde era visible un
punto oscuro en la línea azul-grisácea del horizonte.
—Es una pena que no tengamos una bodega más grande —contestó Aran alegremente—.
¡Podríamos haber dejado el mar limpio de peces antes de que llegaran!
El huraño capitán remató el comentario dando una fuerte palmada en la espalda de su segundo.
Shamus soltó una risita divertida.
El Volantín continuó avanzando alegremente. El tiempo estaba fresco y despejado; el mar, algo
movido pero no picado, y la pesca era más un deporte que un menester. No fue hasta la tarde cuando Aran
Toomes empezó a preocuparse. Aquella mancha en el horizonte se había hecho más grande y, para
sorpresa del capitán, no se veía vela alguna en su único mástil de aparejo de cruz; aquél no era un barco
pesquero de Bae Colthwyn. Sin embargo se movía, y rápidamente, y parecía estar enfilando en un
derrotero que lo llevaría a interceptar a El Volantín.
Toomes hizo un viraje pronunciado a babor, enfilándolo más hacia el oeste. Al cabo de unos
instantes, el otro barco hizo la correspondiente corrección en su curso.
—¿Qué te parece? —preguntó Shamus, que se reunió con Toomes en la rueda del timón.
—No lo sé —repuso Aran, sombrío—. Me está dando que pensar.
Para entonces, la tripulación de El Volantín podía divisar la espuma en el costado del barco que se
aproximaba, una turbulencia que sólo podía significar una hilera de grandes remos bogando a toda
marcha. Normalmente, sólo había una raza en todo el mar Dorsal que utilizaba embarcaciones que
pudieran navegar con remos y también con velas.
—¿Huegotes? —inquirió Shamus.
Aran Toomes no tuvo ánimos para responder.
—¿Qué están haciendo tan al sureste? —se preguntó en voz alta el segundo.
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babor, en un pronunciado ángulo y con una brusquedad como nunca había intentado hacer virar a El
Volantín. La excelente embarcación pareció vacilar y encabritarse en el agua; los baos crujieron, el mástil
gimió. Pero el barco ejecutó el giro, y las velas colgaron fláccidas durante un momento para después
hincharse con el viento e impulsarlo velozmente en la nueva dirección que, por una feliz coincidencia,
puso a El Volantín en línea recta con Bae Colthwyn.
Una andanada de flechas incendiarias salió disparada de la galera, una veintena de ardientes
proyectiles que dejaron tras de sí negras estelas de humo. Muchos se quedaron cortos, y la mayoría
fallaron el blanco ampliamente, pero uno se clavó en la proa de El Volantín, y otro alcanzó al mástil y la
vela por estribor.
Shamus McConroy se plantó allí al momento y combatió a golpes las llamas. Otros dos tripulantes
llegaron con cubos de agua y apagaron el fuego antes de que causara verdaderos daños.
En la rueda del timón, los ojos clavados en su adversario, Aran Toomes no estaba muy satisfecho.
El banco remero izquierdo tiraba con fuerza mientras que el derecho bogaba hacia atrás haciendo que la
nave de veinte metros girara como un gigantesco cabrestante.
—Demasiado deprisa —rezongó el viejo Aran cuando presenció el increíble viraje y comprendió
que El Volantín iba a tener dificultades para esquivar el devastador ariete.
Con todo, Aran estaba obligado a seguir el mismo rumbo; no le era posible hacer un giro más
cerrado ni intentar invertir el viraje hacia estribor.
Era una carrera en línea recta, el viento en las velas de El Volantín y los remos batiendo con fuerza
el agua a ambos costados de la galera. El pequeño barco pesquero pasó ante la proa de la nave atacante,
que seguía virando, y empezó a distanciarse de ella. Por un instante, pareció como si la osada maniobra
fuera a tener éxito.
Pero entonces, cuando apenas seis metros de agua separaban a ambos barcos, se produjo la segunda
andanada de flechas incendiarias, más de la mitad de las cuales alcanzaron las vulnerables velas. Shamus,
que trabajaba afanoso en la reparación de los pequeños desperfectos ocasionados por la primera
andanada, recibió un flechazo en la espalda, justo debajo del omóplato. El marinero trastabilló unos pasos
hacia delante mientras otro tripulante se afanaba en apagar las llamas golpeándole la espalda.
Ese no era el peor problema de Shamus McConroy, que logró llegar a la rueda del timón, se recostó
pesadamente sobre ella y miró de hito en hito el sombrío semblante de Aran Toomes.
—Creo que me ha dado en el corazón —dijo el segundo en un tono de evidente sorpresa, y después
murió.
Aran lo agarró y lo tumbó en cubierta. Miró a su espalda una sola vez y vio las velas de El Volantín
consumidas por el fuego; vio la galera, ahora recta tras completar el viraje y lanzada a toda velocidad
impulsada por los dos bancos remeros, acercándose rápidamente.
Volvió a mirar a Shamus, el pobre Shamus, y después salió despedido violentamente cuando el
devastador ariete partió el timón de El Volantín y embistió con fuerza contra el casco.
Al cabo de un tiempo —pareció que sólo habían pasado unos segundos— Aran Toomes, apenas
consciente, sintió que lo arrastraban sobre cubierta y lo metían en la nave huegota. Consiguió entreabrir
los ojos justo en el momento de ver cómo El Volantín, con la proa apuntando hacia el cielo y la popa
sumergida ya en el oscuro dosel de agua, se hundía silenciosamente bajo las olas arrastrando consigo los
cuerpos de Shamus y de Seboso Solarny, un viejo lobo de mar que había navegado con Aran durante
veinte años.
Apartando de sí tan terrible imagen y enfocando de nuevo su atención en el problema inmediato,
Aran oyó gritos clamando por su muerte y por la de los otros cinco tripulantes que quedaban vivos.
Pero entonces una voz, no tan profunda y tosca, se impuso sobre las de los huegotes y los
tranquilizó poco a poco.
—Estos marineros no son de Avon —dijo el hombre—, sino de Eriador. Unos tipos, fuertes y
resistentes, demasiado valiosos para matarlos.
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—¡A los bancos de remos! —bramó un huegote, y su grito fue secundado de inmediato por todos
los demás.
Mientras lo levantaban de la cubierta, Aran pudo echar un vistazo al hombre que lo había salvado.
Era corpulento, pero desde luego no tan grande como los gigantescos huegotes, fuerte y bien musculado,
con unos peculiares ojos de color canela.
¡Era un eriadorano!
Aran hubiera querido decir algo, pero no tenía resuello para hablar ni oportunidad de hacerlo.
Ni la claridad mental necesaria. Les habían perdonado la vida a sus tripulantes y a él, pero Aran
Toomes tenía muchos años y había oído historias sobre los horrores de una vida como esclavo en galeras
de los huegotes. No sabía si dar las gracias a su compatriota o escupirle a la cara.
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II
DIPLOMACIA
—¡Sal de esa cama, Oliver! —sonó un grito, al que siguió un golpe estruendoso—. ¡Despierta,
ladino bribón!
Siobhan aporreó de nuevo la puerta cerrada con la palma de la mano; después apretó los puños,
frustrada, y medio gritó, medio rugió tan alto como pudo:
—¿Por qué no te fuiste con Luthien? —demandó, y volvió a golpear la puerta.
Entonces pareció que la esbelta y hermosa semielfa se quedaba sin fuerzas. Se dio media vuelta y se
recostó contra la hoja de madera, se apartó el largo cabello trigueño de la cara, y respiró hondo para
tranquilizarse. La mañana estaba mediada ya, y Siobhan llevaba levantada varias horas, las suficientes
para bañarse, tomar el desayuno, ocuparse de los arreglos en la sala de audiencias, discutir la estrategia
con el rey Brind'Amour, e incluso mantener una reunión en secreto con Shuglin, el enano, para ver qué
obstáculos inesperados podían encontrar en su camino.
Y Oliver, que se había quedado en Caer MacDonald para ayudarla en todos estos preparativos, ¡ni
siquiera había salido de su blando lecho de plumas!
—No me gusta nada hacer esto —comentó Siobhan, y entonces sacudió la cabeza al darse cuenta de
que unos cuantos días con Oliver ya la habían llevado a hablar consigo misma casi de continuo.
Se volvió de cara a la puerta y se agachó sobre una rodilla mientras sacaba una fina ganzúa y una
pieza plana de metal. Siobhan era un miembro de los Tajadores, un grupo de elfos y semielfos
desvalijadores que había sembrado el pánico entre los mercaderes de Caer MacDonald cuando la ciudad
estaba bajo el control del lacayo de Verderol, el duque Morkney. Siobhan solía jactarse de que no existía
cerradura que se le resistiera, así que volvió a hurgar en el agujero, moviendo hábilmente la ganzúa hasta
que su fino oído elfo captó el chasquido de los engranajes al abrirse.
Ahora venía la parte peligrosa, comprendió la semielfa. También Oliver tenía una gran reputación
como ladrón, y el vanidoso halfling solía prevenir a la gente del riesgo de entrar en sus aposentos sin
invitación. Lenta y suavemente, Siobhan entreabrió la puerta, apenas un par de centímetros, y luego
introdujo la lengüeta metálica por la rendija. Cerró los verdes ojos y dejó que sus sensibles dedos le
transmitieran toda la información que necesitaba; y, efectivamente, en el centro del borde superior
encontró algo fuera de lo normal.
La semielfa se puso de puntillas y sonrió al darse cuenta de la clase de trampa que había. Era una
simple lengüeta incrustada entre la hoja y la jamba, que sin duda servía de soporte a un palo o barra de la
que colgaba un cubo, lleno probablemente de agua. De agua fría; al estilo de Oliver.
Con todo cuidado, la semielfa empujó un poco más la puerta, y un poco más, hasta que dejó a la
vista un extremo de la lengüeta que servía de soporte. Entonces usó su propia pieza plana de metal para
alargar la lengüeta y muy suavemente empujó la puerta otro poco. Ahora venía la parte más complicada,
ya que Siobhan tenía que deslizarse dentro del cuarto retorciéndose y aguantando la respiración para
esquivar el picaporte. Cabía muy ajustada, y tuvo que empujar la hoja un poco más; estuvo a punto de
soltar las dos lengüetas y derribar el balde, pues ahora veía que, efectivamente, era un cubo que estaba en
equilibrio encima del umbral; de haberlo volcado, el agua le habría empapado su elegante vestido.
Se detuvo un instante y estudió la apurada situación en la que estaba; decidió que si la bromita de
Oliver estropeaba su atuendo, el mejor vestido que tenía, le robaría su preciado espadín, lo llevaría a un
forjador y haría que fundiera la hoja en un nudo.
La puerta rechinó; Siobhan contuvo la respiración y deslizó las caderas muy despacio.
El vestido se le quedó enganchado en el picaporte.
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Con un profundo suspiro y lamentándose para sus adentros de lo poco práctico que era ir a la moda,
Siobhan se limitó a desabrochar el holgado vestido y, desembarazándose de él, lo dejó colgado en el
picaporte mientras ella se introducía en el cuarto. Recuperó la prenda cuando estuvo dentro, y entonces se
volvió y se encontró con algo que hizo que los verdes ojos se le abrieran como platos.
La puerta hizo un ruido tintineante y atrajo su atención. Allí, en el picaporte interior, colgaban la
banda y el fajín de brocado dorado y orlado de minúsculas campanillas de Oliver. En el suelo, justo en la
entrada, había una media verde rematada con seda. Más adelante aparecía tirado un par de guantes verdes,
uno de ellos encima de la capa de terciopelo púrpura que era la marca personal del halfling. Más allá de la
capa había un par de brillantes zapatos negros, impecablemente lustrados. La hilera de prendas tiradas
continuaba con un jubón azul, otra media, y una camisola blanca de seda arrugada contra los pies del
enorme lecho con cuatro columnas en las esquinas. El sombrero de ala ancha de Oliver, adornado con una
gran pluma naranja y uno de los costados del ala sujeto hacia arriba, colgaba en lo alto de una de las
columnas; Siobhan no alcanzaba a imaginar cómo el diminuto halfling había conseguido colocar el
sombrero tan arriba.
La semielfa mantuvo la mirada prendida en ese sombrero unos instantes, observando la pluma que
aparecía caída como si también ella hubiera pasado muchas horas de jarana la noche anterior.
Con un suspiro resignado, Siobhan dobló cuidadosamente su vestido sobre el brazo y se acercó un
poco más. Se tapó los ojos y soltó una risita al ver al halfling, tumbado boca abajo sobre el enorme
edredón de plumas, con las piernas y los brazos extendidos a los lados y montado a horcajadas sobre una
almohada que era mucho más grande que él. Tenía, por lo menos, puestas las polainas (de terciopelo
púrpura, a juego con la capa), pero estaban enrolladas alrededor de su cabeza, y no donde deberían estar.
La semielfa rodeó los cinco peldaños que utilizaba el pequeño halfling para subir a la cama.
Se preguntó cómo despertarlo, y se echó a reír bajito otra vez cuando Oliver soltó un sonoro
ronquido.
Siobhan alargó la mano y le dio un capirotazo en el brillante y desnudo trasero. Oliver volvió a
roncar.
Siobhan le hizo cosquillas en la axila. El halfling empezó a rodar sobre sí mismo para darse media
vuelta, pero la semielfa soltó un chillido de alarma y plantó la mano en su hombro, sin dejar que se
moviera.
—Ah, mi florecilla silvestre —dijo Oliver, con lo que sobresaltó a Siobhan—. Qué calor me da tu
regazo.
Siobhan no estaba muy segura, pero tenía la impresión de que el halfling estaba besando la
almohada debajo del rebujo de las polainas, y decidió que ya era más que suficiente, de manera que
alargó la mano y le dio un buen cachete al halfling.
Oliver levantó la cabeza bruscamente, y una pernera de las polainas se le quedó colgando sobre la
cara. El halfling sopló un par de veces, pero la tela era demasiado pesada para moverla de esa manera. Por
fin el halfling alzó la mano y apartó el obstáculo de sus ojos muy despacio.
Los ojos castaños, inyectados en sangre, se le abrieron como platos cuando vio a Siobhan plantada
de pie junto a su cama, en enaguas y con el vestido colgado en el brazo. Oliver apartó la mirada hacia su
propio cuerpo desnudo, y los ojos volvieron bruscamente hacia la semielfa.
—¿Eres tú, mi florecilla? —preguntó el aturdido halfling, y una ancha sonrisa le iluminó la cara,
marcando más los hoyuelos.
—Ni lo sueñes —replicó Siobhan con voz inexpresiva.
Oliver se atusó la pulcra perilla, y después se pasó los dedos por los largos y rizosos cabellos;
aprovechó para coger los pantalones mientras intentaba atar cabos de los acontecimientos de la noche
anterior. Casi todo era un confuso batiburrillo, pero recordaba cierta sirvienta...
Al halfling casi se le salieron los ojos de las órbitas al darse cuenta entonces de que Siobhan no
estaba en su cuarto por ninguna razón amorosa, que había venido para despertarlo y nada más, y que él
estaba...
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—¡Oh! —gimió, y se giró bruscamente para sentarse—. Oh, qué descarada... —tartamudeó,
atragantado por la vergüenza—. ¿Dónde está mi arma? —aulló.
La mirada de Siobhan pasó del pecho del halfling a más abajo; sonrió con malicia y se encogió de
hombros.
—¡Mi espadín! —rectificó Oliver, abochornado—. Oh, eres... —El halfling resopló, furioso, y saltó
de la cama manoseando los pantalones torpemente y estuvo a punto de tropezar con ellos cuando intentó
ponérselos con precipitación—. ¡En Gasconia tenemos un apelativo para las mujeres como tú! —dijo
mientras se volvía hacia la semielfa bruscamente.
Los bellos rasgos de Siobhan se ensombrecieron en un ceño amenazador.
—Peligrosas —dijo la semielfa, un intencionado recordatorio para el halfling.
Oliver se quedó paralizado, analizando la palabra y a la bellísima mujer que tenía delante. Por fin,
se dio por vencido y se encogió de hombros. Peligrosa era un buen adjetivo para ella, decidió, y en
muchos sentidos.
—Podrías haber llamado a la puerta antes de entrar en el cuarto de otra persona —protestó el
halfling, controlado de nuevo el tono de voz.
—Casi la eché abajo —replicó Siobhan—. ¿Por casualidad te has olvidado de nuestra cita con el rey
Bellick dan Burso, de DunDarrow?
—¿Olvidarme? —repitió, ofendido. Recogió del suelo su camisola de seda y se la echó sobre los
hombros—. Vaya, pero si he pasado toda la noche con los preparativos. ¿Por qué crees que me has
encontrado tan fatigado?
—¿Fue la almohada muy exigente? —repuso Siobhan mientras echaba una ojeada a las revueltas
ropas de la cama.
Oliver gruñó y pasó por alto el comentario. Se apoyó sobre una rodilla en el suelo, apartó el borde
del edredón con brusquedad, dejando a la vista la empuñadura del espadín, y sacó el arma de entre los
colchones.
—No me tomo a la ligera mi relevante posición —manifestó—. Los halflings somos más acordes...
—¿«Acorrdes»? —lo interrumpió Siobhan, imitando con sorna el fuerte acento gascón de Oliver.
—¡Acordes! —repitió él, ásperamente—. ¡Los halflings somos más acordes con las costumbres y
gustos de los enanos que con los de otro tipo de gente, en especial los elfos finolis!
—¿Finolis? —musitó Siobhan en un apagado susurro, pero no se molestó en interrumpir al halfling
abiertamente, ya que Oliver había cogido carrerilla y su locuacidad no conocía freno.
Continuó mascullando sobre el valor de los diplomáticos halflings, de cómo habían parado tal o
cual guerra, de cómo habían sonsacado a «necios reyezuelos humanos» charlando sobre sus joyas,
familias y demás. Mientras hablaba, el halfling no dejaba de mirar a su alrededor y, por fin, alzó la vista y
localizó el sombrero en lo alto de la columna de la cama. Sin perder comba en su continua cháchara,
Oliver volteó el espadín en el aire para cogerlo por la hoja y lo lanzó hacia arriba, con la empuñadura por
delante. El arma enganchó el sombrero, lo sacó de la columna y los dos objetos cayeron juntos.
Oliver atrapó el espadín por la empuñadura y, con increíble suavidad, apoyó la punta en el suelo,
junto a uno de sus peludos y descalzos pies, y adoptó una pose gallarda.
—Para que veas —terminó el halfling, que había recuperado su dignidad, y, como a propósito, el
sombrero cayó sobre su cabeza justo en ese momento.
—Tienes estilo —reconoció Siobhan, que añadió con una risita maliciosa—: Y estás atractivo sin
ropa.
La pose gallarda de Oliver se vino abajo.
—¡Oh! —gimió el halfling al tiempo que levantaba el espadín y volvía a hincarlo con más fuerza.
Esta vez se arañó el pie.
14
R.A. Salvatore El rey dragón
Procurando aferrarse a su dignidad, que se diluía a marchas forzadas, Oliver giró sobre sí mismo y
echó a andar al tiempo que recogía del suelo el jubón, las medias, los zapatos y los guantes.
—¡Hallaré el modo de vengarme de esto! —prometió.
—Yo también duermo sin ropa —dijo Siobhan con sorna.
Oliver se paró en seco y casi se cayó de bruces. Sabía que la semielfa estaba tomándole el pelo y
atacando su espíritu romántico allí donde no podía defenderse, pero la imagen evocada por aquellas cinco
breves palabras lo impresionó, haciéndole temblar de la cabeza a los pies. Se dio media vuelta para
replicar, pero sólo consiguió emitir un balbuceo, así que, derrotado, se dirigió hacia la puerta echando
pestes, cogiendo la banda mientras pasaba.
Y olvidando la trampa preparada por él mismo.
Cayó la lengüeta de sujeción y el cubo se vino abajo y derramó el agua fría encima del halfling de
manera que la enorme ala del sombrero se dobló.
Fingiendo una gran calma, Oliver se volvió hacia Siobhan.
—Lo he hecho a propósito —manifestó, y se marchó.
La semielfa se quedó en el cuarto un buen rato sacudiendo la cabeza y riéndose. A despecho de los
problemas que ocasionaba, había algo en Oliver deBurrows que lo hacía encantador.
Oliver volvió a ser él mismo a tiempo de acudir a la importante cita en la casa designada, un inmueble
requisado que antiguamente había pertenecido a un noble leal a Verderol. El hombre había huido de
Eriador, y Brind'Amour había ocupado la casa para utilizarla como palacio de Caer MacDonald, aunque
casi todos los asuntos se llevaban en la Seo, la inmensa catedral que dominaba la ciudad. Oliver se había
secado y había conseguido que el sombrero volviera a tener el ala rígida; hasta la pluma lo estaba.
Siobhan miró la transformación con incredulidad mientras se preguntaba si el halfling tendría más de un
extravagante chapean, como lo llamaba él.
Oliver se sentó en una banqueta más alta a un lado de la enorme mesa de roble, a la izquierda del
rey Brind'Amour, en tanto que la semielfa ocupaba una silla a la derecha del hechicero.
Los otros sitios estaban ocupados por cuatro enanos de gesto severo. El rey Bellick dan Burso se
encontraba justo enfrente de Brind'Amour, los azules ojos trabados intensamente en los del mago, aunque
Brind'Amour apenas los veía debajo de las enormes y tupidas cejas del enano, de un fuerte tono
anaranjado, igual que su llamativa barba. Tan brillante y espesa era esa barba —y lo bastante larga para
que Bellick la sujetara con el cinturón—, que se solía rumorear que el rey enano llevaba una coraza de
llamas. Shuglin, amigo de los rebeldes que habían reconquistado Caer MacDonald, estaba sentado a su
lado, tranquilo y seguro. Había sido él, un enano de Caer MacDonald y no de Cruz de Hierro, el que había
impulsado esta reunión y las conversaciones entre sus congéneres de las montañas y los nuevos dirigentes
de Caer MacDonald. Shuglin se daba cuenta de que cualquier alianza entre los grupos sería beneficiosa
para ambos, ya que los dos reyes, Bellick y Brind'Amour, eran de buena condición y de igual parecer.
Los otros dos enanos, unos generales de anchos hombros, flanqueaban al rey Bellick y a Shuglin.
Los saludos y prolegómenos protocolarios salieron bien, con Oliver llevando casi toda la
conversación, como había planeado Brind'Amour. Al fin y al cabo, este encuentro era iniciativa suya;
había sido Brind'Amour, y no Bellick, quien había solicitado la cumbre, usando a Shuglin de emisario.
—Sabéis que os estamos agradecidos por vuestra ayuda en la toma de Burgo del Príncipe —empezó
el mago en voz queda.
Desde luego, los enanos lo sabían, ya que Brind'Amour había enviado muchísimos mensajeros,
todos ellos portadores de regalos, a la fortaleza de DunDarrow, el asentamiento enano subterráneo que se
levantaba en las entrañas de la cordillera Cruz de Hierro. El pueblo de Bellick había llegado al campo de
batalla, en las afueras de Burgo del Príncipe, la ciudad avonesa más septentrional, justo a tiempo de
interceptar la retirada de la guarnición de Avon, la cual había sido derrotada en Cañada Durritch por los
eriadoranos. Con las resistentes tropas de Bellick bloqueando el paso, la victoria fue completa.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Eriador está en deuda con el rey Bellick dan Burso y sus guerreros —reiteró Brind'Amour.
El rey enano inclinó la cabeza agradeciendo el cumplido.
—Burgo del Príncipe habría caído en cualquier caso, incluso sin nuestra ayuda —repuso Bellick
cortésmente.
—Ah, pero si los soldados de Burgo del Príncipe hubieran regresado tras la protección de sus altas
murallas... —intervino Oliver, aunque era evidente que su interrupción estaba fuera de lugar.
Brind'Amour soltó una risita divertida; estaba muy acostumbrado a los modos irrespetuosos del
halfling.
Pero Bellick no parecía tan complacido, cosa que hizo que Brind'Amour lo observara con extrañeza.
Al principio, el hechicero pensó que el enano se había ofendido por la interrupción de Oliver, pero
después advirtió que había algo más que molestaba a Bellick.
El rey enano miró a Shuglin e hizo un gesto con la cabeza, y Shuglin se puso de pie con actitud
solemne y se aclaró la garganta.
—Anteayer mataron a veinte blondos en las estribaciones de Cruz de Hierro —informó—. A poco
más de treinta kilómetros de aquí.
Brind'Amour se recostó en el alto respaldo del sillón y miró a Siobhan, que se mordió el labio
inferior y asintió con la cabeza. La semielfa había oído rumores de la pelea, pues su gente, los blondos, no
eran numerosos en Avon del Mar, y mantenían contactos regulares entre sí. Al parecer, el número de elfos
había disminuido de nuevo.
—Merodeadores cíclopes —continuó Shuglin—. Un grupo de un centenar al menos.
—Los brutos de un ojo nunca habían estado tan organizados como ahora —añadió Bellick—.
Parece como si vuestra pequeña guerra hubiera sulfurado a esas bestias hasta el punto de hacerlas salir de
sus profundos cubiles de las montañas.
Brind'Amour comprendía la frustración de los enanos y también su acusación, si es que podía
tomarse por tal la última frase de Bellick. Efectivamente, la actividad de los cíclopes a lo largo de las
estribaciones septentrionales de Cruz de Hierro había aumentado de forma considerable desde la firma del
cese de hostilidades con Verderol de Avon. Brind'Amour mantuvo la mirada prendida en Siobhan durante
varios instantes, preguntándose cómo reaccionaría la semielfa. Después miró a Oliver, y se dio cuenta de
que sus compañeros también comprendían que la actividad de los cíclopes tan seguida al armisticio no era
una casualidad.
Shuglin esperó a que Brind'Amour volviera la vista hacia él antes de tomar asiento. El hechicero
reparó en el leve cabeceo del enano barbinegro, un gesto de ánimo que el atormentado rey de Eriador
necesitaba en ese momento.
—Los cíclopes han atacado varios pueblos —explicó Brind'Amour a Bellick.
—Quizá creen que, ahora que el rey Verderol ya no tiene influencia en Eriador, están en libertad de
saquear el país a su antojo —contestó Bellick, y su tono puso de manifiesto que el comentario le parecía
tan poco verosímil como a Brind'Amour.
Los dos soberanos sabían quién estaba detrás de los ataques cíclopes, aunque ninguno de ellos lo
dijera en voz alta, sobre todo teniendo en cuenta que aún no habían llegado a ningún acuerdo formal.
—Tal vez —dijo Brind'Amour—. Pero, sea cual sea la causa de los ataques, la única conclusión
razonable es que tanto tus enanos como los hombres de Eriador saldrán beneficiados con una alianza.
—Sí —asintió Bellick—. Sé lo que quieres de mí y de los míos, rey Brind'Amour. Necesitas un
ejército de montaña, protección de los brutos de un ojo, y seguridad contra Verderol en caso de que el rey
de Avon decida aparecer de nuevo por aquí. Lo que quiero saber es qué tienes que ofrecer a mi pueblo.
Brind'Amour se quedó un poco sorprendido ante la franqueza del rey enano. Una cumbre
diplomática como ésta se habría prolongado varios días antes de que cuestiones tan obvias se plantearan
de manera abierta. Shuglin había advertido al hechicero sobre el estilo directo y llano de Bellick, y ahora,
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cuando se estaban tramando tantos problemas y llegaban informes a diario sobre ataques cíclopes,
Brind'Amour descubrió que le gustaba cada vez más el rey enano y su llaneza.
—Mercados —contestó el hechicero—. Os ofrezco mercados. Tanto Caer McDonald como Dun
Caryth estarán abiertos para vosotros, y, con Eriador intentando establecer una verdadera independencia,
se creará un ejército regular para el que se necesitarán muchas armas.
—Y nadie forja mejores armas que tus enanos —se apresuró a añadir Siobhan.
Bellick apoyó los codos en la mesa de roble y entrelazó los dedos frente a su velludo rostro.
—Quieres que DunDarrow pase a ser una ciudad de Eriador —dijo sin andarse con sutilezas y
cierta amargura en la voz.
—Nos planteamos una alianza entre reinos separados —contestó Brind'Amour sin dudar—, pero
sinceramente creo que...
—Que con DunDarrow bajo vuestro control obtendréis los pertrechos que tan desesperadamente
necesitáis mucho más baratos —lo interrumpió Bellick.
El hechicero se recostó de nuevo en el sillón y miró intensamente al rey enano. Tras una corta
pausa, empezó a contestar, pero Bellick lo volvió a interrumpir.
—Es cierto —dijo el enano—, y admito que haría lo mismo si me encontrara en una situación tan
incierta como la tuya. El rey de Avon quiere recuperar Eriador, no DunDarrow. ¡Por las piedras, de todas
formas no daría con nosotros, y si lo hiciera no nos tomaría! —El enano de barba anaranjada levantó la
voz por la excitación, y sus tres congéneres corearon sin tardanza sus palabras.
Oliver deBurrows, que quería intervenir en la conversación, dio unos golpecitos a Brind'Amour en
el brazo, pero Bellick empezó otra vez antes de que el hechicero se percatara del requerimiento del
halfling.
—Así que no te culpo —dijo Bellick—. Salimos de las montañas camino de Burgo del Príncipe por
lo que tú y tu gente hicisteis por los nuestros, los que estaban esclavos en la ciudad y las minas, y en todo
Eriador. Te consideramos un amigo de la raza enana, que no es poco. Y, para ser sincero, DunDarrow
también se beneficiaría asegurándose una alianza con Eriador como tú deseas.
—Nadie salvo el rey de DunDarrow puede gobernar en DunDarrow —dijo el enano guerrero que
estaba sentado al lado de Shuglin.
—Y el que gobierne DunDarrow debe pertenecer al clan Burso —añadió el otro general—. De raza
enana, y sólo de raza enana.
Brind'Amour, Siobhan y Oliver comprendieron que las interrupciones habían sido planeadas, las
palabras ensayadas cuidadosamente. Bellick quería que Brind'Amour viera su difícil situación con
absoluta claridad, aun en el caso de que el enano decidiera unirse a Eriador.
El mago empezó a responder, a ofrecer a los enanos todo su respeto, pero esta vez Oliver saltó de su
asiento y se encaramó en lo alto de la mesa.
—Mis buenos compañeros barbudos —comenzó el halfling.
Shuglin gimió, y otro tanto hizo Siobhan.
—También yo soy ciudadano de Eriador —continuó Oliver haciendo caso omiso a los audibles
reparos—. ¡Al servicio del rey Brind'Amour! —Lo dijo en tono dramático, como si esperara el aplauso, y,
cuando no lo hubo, pareció cogerlo por sorpresa, de manera que tuvo un momentáneo balbuceo—. ¡Pero
nadie manda en Oliver deBurrows excepto Oliver deBurrows! —Acabada la frase, el halfling desenvainó
el espadín y adoptó una pose teatral.
—¿Y tu propuesta? —preguntó Bellick, cortante.
—Una duocracia —explicó el halfling.
Se levantó un coro de murmullos y preguntas, ya que nadie sabía qué era una «duocracia».
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—Pero —añadió Bellick—, ¡me encanta imaginar la expresión en la fea cara de Verderol cuando se
entere de que DunDarrow y Eriador son uno!
—¡Duocracia! —gritó Oliver.
Entonces dieron por terminada la reunión; habían hecho más progresos de los que Brind'Amour
había esperado alcanzar. Salió con Oliver y Siobhan, los tres con excelente ánimo. Por supuesto, el
halfling se dedicaba a reconstruir y embellecer su inspirada intervención.
—Sin embargo, advertí que en tu pequeño discurso te referiste al que es mi igual en posición y
dignidad como «el rey Bellick», mientras que a mí te referías simplemente como Brind'Amour —
comentó el mago cuando el halfling, falto de aliento, hizo una pausa lo bastante larga para poder meter
baza.
Oliver empezó a reírse, pero se paró de golpe al fijarse en la seria expresión de Brind'Amour. Había
mucha gente en el mundo a la que el halfling no quería tener como enemiga, y el poderoso Brind'Amour
encabezaba la lista.
—No era un discurso —balbució Oliver—, sino una interpretación. Sí, una actuación para nuestros
barbudos amigos enanos. Tú reparaste en mi sutil error, y también lo notó Bellick...
—El rey Bellick —lo corrigió Brind'Amour—. Y me di cuenta de que caías en el mismo error más
de una vez.
Oliver se quedó sin saber qué decir unos instantes.
—Ah, pero te conocí antes de que llegaras a ser rey —le recordó al mago por último.
Brind'Amour podría haber seguido aparentando su fingida cólera todo el día y disfrutando con los
apuros del sudoroso Oliver, pero la risa divertida de Siobhan se hizo contagiosa, y el halfling fue el que se
carcajeó con más ganas cuando comprendió que el mago le estaba tomando el pelo. Después de todo, lo
había hecho bien con su improvisación de la «duocracia», y parecía que el vital acuerdo entre Bellick y
Brind'Amour estaba prácticamente firmado.
Oliver se fijó también en el extraño modo en que Siobhan lo estaba mirando. ¿Con respeto?
Menster, en el extremo suroeste de Cañada Albyn, era muy semejante a cualquier otra comunidad
pequeña de Eriador. No tenía milicia; de hecho era poco más que un puñado de casas conectadas por un
muro defensivo de troncos apilados. La gente, en su mayoría hombres solteros, labraban un poco, cazaban
mucho y pescaban en las aguas transparentes de un cantarín arroyo que tenía su nacimiento en las
cumbres de Cruz de Hierro. Los habitantes de Menster apenas tenían contacto con el mundo exterior, si
bien dos de los jóvenes de la aldea se habían unido al ejército eriadorano cuando éste pasó por Cañada
Albyn de camino a Burgo del Príncipe. Esos dos jóvenes regresaron con relatos de victoria cuando el
ejército pasó de nuevo por allí, dirigiéndose hacia el oeste esta vez, de vuelta a Caer MacDonald.
De modo que había reinado gran regocijo en Menster desde la guerra. En el pasado, los
recaudadores de impuestos de Verderol habían visitado la aldea muy a menudo, y, como a la mayoría de
sus independientes compatriotas, a las gentes de Menster nunca les había gustado estar a la sombra de un
rey extranjero.
Con el cambio de gobierno y con Eriador en manos de un eriadorano, sus vidas sólo podían
mejorar. O eso creían. Tal vez incluso pasaran inadvertidos para el nuevo monarca, una pequeña aldea
olvidada, sin impuestos ni injerencias. Justo como querían.
Pero Menster no era invisible a la horda cíclope cada vez más numerosa; y, aunque los habitantes
de la aldea eran gente recia y endurecida, capaz de sobrevivir en el aislamiento casi total de las agrestes
vertientes de Cruz de Hierro, no estaban preparados —no podrían haberlo estado— para los
acontecimientos que tuvieron lugar una fatídica noche de verano.
Tonky Macomere y Meegin Cardador, los dos veteranos de la campaña de Burgo del Príncipe,
recorrían el muro defensivo esa noche, como casi todas, velando por su amado pueblo. Meegin fue el
primero en detectar un cíclope que deambulaba entre la maleza.
19
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—Sigiloso como un oso cojo y borracho —susurró al larguirucho Tonky, cuando éste vio que
Cardador lo llamaba con un ademán y acudió junto a su compañero.
Ninguno de los dos se preocupó demasiado; los cíclopes acudían a Menster a menudo,
generalmente para retirar la carroña de animales desechados, aunque a veces, raramente, tanteaban la
prontitud de reacción a un ataque de la gente del pueblo. La aldea se alzaba en una zona de terreno llano y
despejado en un radio de más de sesenta metros alrededor del irregular muro. Dado que los cíclopes eran
muy malos con armas arrojadizas (a causa de tener un solo ojo y por ende poca profundidad de campo) y
que los aproximadamente treinta cazadores de Menster eran todos diestros arqueros, los defensores de la
aldea podían acabar con un centenar de brutos de un ojo antes de que éstos tuvieran tiempo de cruzar el
tramo de campo abierto. Además, los cíclopes, tan ariscos y anárquicos, y con su odio hacia todo
incluidos sus congéneres, rara vez se agrupaban en bandas que llegaran al centenar de individuos.
—Eh, ahí va otro —dijo Tonky al tiempo que señalaba a la derecha.
—Y otro detrás —añadió Cardador—. Más vale que despertemos a la gente.
—La mayoría está ya despierta —manifestó Tonky.
Los dos hombres se volvieron para mirar el edificio central de la aldea, que era a la vez la junta de
la comunidad y la taberna, una construcción baja y alargada que estaba iluminada y con bastante alboroto.
—Esperemos que no estén demasiado borrachos para disparar recto —comentó Cardador, aunque la
conversación seguía siendo despreocupada y alegre.
Entonces Cardador se marchó con intención de hacer un rápido recorrido por el muro para
comprobar el perímetro y después informar al pueblo del peligro potencial. La aldea de Menster había
realizado ejercicios en simulacros de situaciones exactas a la de ahora infinidad de veces, y los treinta
arqueros (salvo unos pocos que efectivamente estuvieran demasiado ebrios) estarían en sus puestos en
cuestión de segundos, lanzando mortíferos proyectiles a los cíclopes que se atrevieran a acercarse
demasiado. A mitad de camino del recorrido planeado, sin embargo, Cardador se frenó en seco y se quedó
mirando fijamente hacia fuera por encima del muro.
—¿Qué has visto? —llamó Tonky sin alzar la voz.
Cardador dio la voz de alarma.
Al instante cesó el alboroto dentro del edificio central, y hombres y mujeres salieron en tropel por
las puertas, armados con arcos largos, y se dirigieron hacia el muro.
Cardador ya estaba disparando su arco sin descanso, al igual que Tonky; no hacía falta que
apuntaran, pues la horda atacante que salía de los matorrales y cruzaba el claro era tan numerosa que casi
era imposible fallar.
Más aldeanos subieron precipitadamente al muro y pusieron sus arcos a trabajar; los cíclopes caían
a docenas.
Pero los brutos de un ojo, que eran casi un millar, podían permitirse las bajas.
Todo el muro pareció gemir y crujir cuando la masa de brutos cargó contra él; algunos apoyaron
escalas y otros empezaron a cortar los troncos con grandes hachas.
Los habitantes de Menster mantuvieron la calma, vaciaron sus aljabas y pidieron más flechas, que
dispararon a bocajarro contra los cíclopes. Pero no tardaron en abrirse brechas en el muro. Algunos brutos
trepaban por encima, y otros lo atravesaban por los huecos abiertos, por lo que la mayoría de los aldeanos
tuvo que tirar los arcos y coger la espada o la lanza o lo que quiera que tuvieran a mano que pudiera
servirles como garrote.
No obstante, en la lucha cuerpo a cuerpo la ventaja de los defensores estaba perdida, como también
lo estaba Menster, y ambos bandos lo sabían.
Todo acabó en pocos minutos.
Pronto, Menster, o el solar arrasado de lo que había sido Menster, dejó de ser una pequeña aldea
insignificante y olvidada para el rey Brind'Amour y para cualquiera que viviera a lo largo de la frontera
meridional de Eriador.
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R.A. Salvatore El rey dragón
III
EMOCIONES AGRIDULCES
Los primeros rayos oblicuos del sol matinal despertaron a Katerin O'Hale. La mujer recorrió el
campamento con la mirada: las grises cenizas de la lumbre de la noche anterior, los dos caballos atados
debajo de un frondoso olmo, y el otro petate de dormir que ya estaba enrollado y atado, listo para guardar.
Katerin no se sorprendió; sospechaba que su compañero de viaje apenas había dormido.
Estaba cansada y se obligó a salir de entre las mantas; se puso de pie y se estiró para desentumecer
el cuerpo, dolorido por haber dormido en el duro suelo. Tenía agujetas en las piernas y en las nalgas.
Luthien y ella habían cabalgado sin descanso durante cinco días hacia el norte, cruzando Eriador de punta
a punta, hasta el extremo noroccidental del territorio continental. Katerin dio la espalda al sol y vio la
bruma en el estrecho donde el mar de Avon se encontraba con el Dorsal, y a través de ella, no muy lejos,
las fantasmagóricas y grises siluetas de las melancólicas colinas de la isla Bedwydrin.
El hogar. Los dos, Katerin y Luthien, habían crecido en la isla, la más grande del mar de Avon a
excepción de la gigantesca Baranduine, al suroeste. Los dos jóvenes habían pasado casi toda su vida en
Bedwydrin: Luthien en Dun Varna, la ciudad más grande de la isla y sede del poder dirigente; y Katerin
al otro extremo, en el litoral occidental, en el pueblo de Hale. Cuando llegó a la adolescencia, Katerin se
marchó a Dun Varna para entrenarse como guerrera en la palestra, y allí conoció a Luthien.
Se había enamorado del hijo del eorl Gahris Bedwyr, y lo había seguido por todo el país hasta
Avon, a la cabeza del ejército.
La guerra había terminado, al menos de momento, y los dos se dirigían a casa. No para disfrutar de
unas vacaciones, sino para ver a Gahris, quien, según los informes recibidos, estaba a las puertas de la
muerte.
Al contemplar la isla, tan cercana, y pensando en el propósito de su viaje, Katerin comprendía que
Luthien no hubiera dormido bien la noche anterior. Probablemente, no había pegado ojo desde hacía
varios días. La mujer miró a su alrededor y después cruzó el pequeño campamento y subió a un
montículo; se agachó al acercarse a la cima.
En un claro que había un poco más adelante estaba Luthien, desnudo de cintura para arriba y
enarbolando a Cegadora, la espada de la familia Bedwyr.
Qué arma tan maravillosa era esa espada; su cuchilla perfecta de metal batido relucía con el sol,
eclipsada sólo por la dorada y enjoyada empuñadura, que estaba esculpida a semejanza de un dragón
rampante, con las alas extendidas de manera que conformaban una excelente guarda.
Los brillantes ojos verdes de Katerin no se detuvieron mucho tiempo en la espada, ya que el aspecto
de Luthien era mucho más maravilloso. El joven medía un metro ochenta y cinco, era ancho de hombros,
y tenía la piel bronceada, el tórax amplio y fuertes brazos con músculos nervudos que se flexionaban y
tensaban con los movimientos de sus ejercicios metódicos de cada mañana. Katerin llegó a la conclusión
de que estaba más fuerte y corpulento que cuando combatían en la palestra de Dun Varna. Había dejado
de ser un muchacho para convertirse en un hombre. Sus ojos, de un impresionante color canela, la marca
personal de la familia Bedwyr, denotaban también ese cambio. Todavía conservaban el brillo juvenil,
pero ahora ese chispeo estaba atemperado por el rigor de la madurez y el buen juicio.
Cegadora parecía tejer hilos invisibles en el aire al moverse alrededor de Luthien, a veces guiada
por una mano, y otras, por las dos. Luthien giró sobre sí mismo, se agachó, se irguió y trazó un grácil arco
descendente, continuando con las prácticas; a menudo quedaba de cara a Katerin, pero la joven estaba
segura de que ni siquiera reparaba en ella. Era un guerrero de verdad, con una total concentración a
despecho del cansancio, y la especie de trance en el que entraba durante las prácticas era total.
21
R.A. Salvatore El rey dragón
Cegadora ascendió y quedó en posición vertical sobre la cabeza de Luthien, sujeta por ambas
manos, los brazos y el cuerpo del joven perfectamente cuadrados. Lentamente, Luthien se movió de lado,
soltó la mano derecha de la espada y bajó el arma poco a poco con la izquierda. Entretanto, la mano
derecha fue arrastrándose sobre el antebrazo izquierdo, el codo y el bíceps. Todo movimiento cesó al
tiempo, el brazo izquierdo extendido, en línea recta con los hombros, en tanto que el derecho permanecía
doblado sobre la cabeza, con las puntas de los dedos apenas rozando el hombro izquierdo.
Katerin lo estudió durante aquellos largos segundos en los que él mantuvo la postura. La espada era
pesada, sobre todo cuando se la sostenía horizontalmente, tan apartada del cuerpo, pero el fuerte brazo de
Luthien no acusó el más leve estremecimiento. La mirada de Katerin repasó los pequeños detalles, los
ojos intensos de Luthien y su cabello, largo, ondulado y de un vivo color rubio oscuro que al sol emitía
reflejos rojizos.
En un gesto instintivo, la joven se llevó la mano a su propio cabello, una melena tupida y pelirroja,
y lo apartó de la cara. ¡Cómo amaba a Luthien Bedwyr! Estaba en sus pensamientos cada instante, en sus
sueños, que siempre eran agradables cuando dormía entre sus brazos. La había dejado, se había marchado
de Bedwydrin poco después de un trágico accidente en el que su mejor amigo fue asesinado. Luthien se
había cobrado venganza del asesino y después se puso en camino, un camino en el que encontró a Oliver
deBurrows, salteador halfling; un camino que lo condujo hasta Brind'Amour, que por entonces vivía
recluido en una cueva. Fue Brind'Amour quien le dio a Luthien la capa mágica, con lo que resucitó a la
legendaria Sombra Carmesí.
Y también ese camino había llevado a Luthien hasta Siobhan, la hermosa Siobhan, que se había
convertido en su amante.
Aquello todavía le dolía profundamente a Katerin, aunque Siobhan y ella se habían hecho amigas y
la semielfa le había confiado que Luthien sólo amaba a Katerin. En realidad, Siobhan había dejado de
representar un peligro para la relación de la joven humana con Luthien, pero a la orgullosa Katerin le
costaba librarse de la persistente imagen de los dos juntos.
Pero lo superaría. Katerin estaba resuelta a hacerlo, y ella no era de las que fracasaban cuando se
proponía algo. Siobhan era una amiga, y Luthien volvía a ser el amante de Katerin.
Y esta vez para siempre, le había prometido el joven, y Katerin creía en esa promesa. Sabía que
Luthien la amaba tanto como ella lo amaba a él. Y era ese amor el que ahora la hizo preocuparse, pues, a
despecho de la firme pose, Luthien estaba agotado de veras. Cruzarían Puerta de Diamante ese mismo día
para desembarcar en la costa de la isla Bedwydrin, y llegarían a Dun Varna tres o cuatro días después.
Luthien volvería a encontrarse frente a frente con Gahris, el padre al que tanto había amado, pero
también el hombre que tanto lo había decepcionado. Cuando mataron a su amigo, Luthien descubrió la
realidad de la vida bajo el dominio del rey Verderol. El joven descubrió también que su padre carecía del
arrojo y la convicción que él esperaba, ya que Gahris había enviado lejos a su otro hijo, el hermano mayor
de Luthien, a una guerra donde moriría, y todo por miedo al perverso e ilegítimo rey. Fue un golpe que
Luthien no superó nunca, ni siquiera cuando Katerin llegó a Caer MacDonald trayendo la espada de la
familia y la noticia de que Gahris se había unido a la revuelta.
—Debemos ponernos en camino enseguida si queremos coger el primer transbordador —gritó
Katerin, sacando a Luthien de su trance.
El joven se volvió hacia ella para mirarla, aflojó los tensos músculos y bajó a Cegadora con la
punta hacia el suelo. Sin sorprenderse por la interrupción, Luthien respondió con un simple cabeceo.
Desde que había llegado a Caer MacDonald la noticia de que Gahris, eorl de Bedwydrin, estaba
enfermo, Katerin había estado metiendo prisa a Luthien. Sabía que el joven tenía que llegar junto a su
padre antes de que éste muriera para hacer las paces con él, o jamás estaría en paz consigo mismo.
Resuelta a llegar a tiempo al transbordador —porque si lo perdían tendrían que esperar durante
horas hasta que saliera el siguiente—, Katerin regresó presurosa al campamento para recoger su petate.
Mientras tanto, Luthien se ocupó de los caballos, y, en cuestión de minutos, estaban en marcha y
cabalgaban veloces hacia el oeste.
22
R.A. Salvatore El rey dragón
Puerta de Diamante estaba muy distinta de como la recordaba Luthien. Se llamaba así por la
configuración del islote, un escollo de roca negra situado a cien metros de la costa, a mitad de camino en
el canal que separaba la isla Bedwydrin y el continente; allí funcionaban los transbordadores, dos
barcazas de fabricación enana que avanzaban lentamente a través de las oscuras y agitadas aguas,
remolcadas por las gruesas cuerdas de arrastre. Eran unos lanchones construidos ingeniosamente, planos,
abiertos y grandes, pero equipados con un mecanismo tan perfecto que un solo hombre podía manejar la
manivela para ponerlos en movimiento por muy cargados que estuvieran. Siempre había uno en servicio,
a menos que el mar estuviera demasiado picado o se hubieran avistado las grandes ballenas dorsales en el
canal, en tanto que el otro se encontraba parado para hacer los trabajos de mantenimiento. Toda
precaución era poca cuando se cruzaban las oscuras aguas que rodeaban la isla Bedwydrin.
Las principales características del islote eran las mismas: los transbordadores, las innumerables
piedras, los gigantescos muelles; y los viejos embarcaderos, fantasmas del pasado que daban testimonio
del devastador poder del mar. Hasta el tiempo era igual, encapotado y gris, las aguas oscuras y ominosas,
coronadas por pequeñas crestas de espuma a lo largo del canal. Ahora, sin embargo, había muchos barcos
de guerra anclados en la zona, casi la mitad de la flota que Eriador había capturado a Avon cuando el
ejército invasor del reino sureño desembarcó en Puerto Carlo. También se habían construido varias
estructuras grandes en la isla Puerta de Diamante, unos barracones en los que se albergó a los tres mil
cíclopes tomados prisioneros en esa guerra. La mayoría de estos brutos ya no estaban; hubo una revuelta
en Puerta de Diamante en la que muchos cíclopes murieron, y Gahris Bedwyr había ordenado que los
restantes fueran divididos en grupos y que la mayoría se repartieran por campamentos de prisioneros más
pequeños y más fáciles de manejar.
Los barracones de Puerta de Diamante permanecían intactos y en buen estado de conservación por
orden del rey Brind'Amour, en previsión de que se tomara un nuevo grupo de prisioneros.
Los compañeros bajaron hacia los muelles y entraron en el lanchón con sus monturas, Katerin sobre
un resistente Speythenfergus gris, y Luthien sobre Río Cantarín, su preciado Morgan Montañés. El
poderoso semental era un extraordinario corcel, de capa blanca, musculoso, con el pelo más largo que
distinguía a la fuerte, aunque de más baja alzada, raza Morgan Montañés. Muy pocos en Eriador —y
nadie en Bedwydrin— poseían una montura tan excelente, y Río Cantarín disfrutaba de la atención y los
cuidados de Luthien.
Aun antes de que el lanchón abandonara la orilla, el joven oyó los comentarios en voz baja de los
hombres que hablaban del «hijo de Gahris» y «la Sombra Carmesí».
Luthien se encogió de hombros. Ya era tarde para remediarlo. Su notoriedad lo precedía. Era la
Sombra Carmesí, la leyenda revivida, y, aunque Luthien estaba convencido de no merecerlo realmente, el
pueblo llano sentía por él un gran respeto, incluso temor reverencial.
Los murmullos continuaron durante toda la larga y lenta travesía del canal; mientras el
transbordador pasaba ante Puerta de Diamante, decenas de cíclopes que se alineaban en las rocas miraron
a Luthien de hito en hito, y algunos lanzaron insultos y amenazas. El joven se limitó a hacer caso omiso; a
decir verdad, su manifiesta rabia sólo venía a confirmar las hazañas de su enemigo. Luthien no se sentía
cómodo con las palmaditas en la espalda de sus compañeros, pero los insultos de los cíclopes los aceptaba
con una ancha sonrisa.
El transbordador fue recibido en la costa de Bedwydrin por todos los trabajadores de los muelles,
que de hecho aplaudieron cuando Luthien salió del lanchón a caballo. El anterior cruce de Luthien, una
osada huida de los cíclopes emboscados, además de una gigantesca ballena dorsal, se había convertido en
leyenda aquí, y los compañeros oyeron muchas conversaciones —exageraciones, comprobó Luthien—
referentes a dicho suceso. A no tardar, los dos jóvenes se las ingeniaron para escabullirse, dejando atrás el
muelle, y se lanzaron a una fácil y cómoda cabalgada por el suave tepe de la isla Bedwydrin, su hogar. No
obstante, saltaba a la vista que Luthien seguía sintiéndose incómodo.
—¿Es que todo lo que hago tiene que convertirse en algo notorio para que cualquiera lo sepa? —
comentó al cabo de un rato.
23
R.A. Salvatore El rey dragón
—Espero que no todo —contestó Katerin con picardía al tiempo que pestañeaba cuando Luthien se
volvió a mirarla.
La mujer de Hale soltó una carcajada, conmovida porque le resultara tan fácil hacer que Luthien se
sonrojara.
Los tres días siguientes de viaje pasaron rápidamente y sin novedad. Tanto Luthien como Katerin
conocían los caminos de Bedwydrin lo bastante bien para eludir cualquier población, pues preferían pasar
el tiempo a solas, el uno con el otro, y cada cual con sus pensamientos. Para el joven Bedwyr, esos
pensamientos eran un cúmulo de tormentosas emociones.
—He estado en Caer MacDonald —le confesó a Katerin con solemnidad cuando por fin Dun Varna
y la gran mansión blanca, que era su casa familiar, aparecieron—. Y también en Eradoch. Y he cabalgado
junto a nuestro rey todo el camino hasta Burgo del Príncipe, en Avon. Pero de repente ese mundo me
parece remoto, muy alejado de la realidad de Dun Varna.
—Es como si nunca nos hubiéramos marchado —se mostró de acuerdo la joven.
Se volvió hacia Luthien y sus miradas se quedaron prendidas, compartiendo las mismas emociones.
Para los dos, el tramo del viaje a través de la isla había sido un paseo por los recuerdos que los hizo
volver a otros tiempos más sencillos y, en muchos aspectos, más felices.
Eriador estaba mejor ahora, libre de Verderol, y las gentes de Bedwydrin y del resto de la nación ya
no tenían que soportar a los brutales cíclopes. Pero durante muchos años Verderol no había sido más que
un nombre vacío de significado, un rey distante que no tenía trascendencia en la vida cotidiana de Luthien
Bedwyr y Katerin O'Hale. Hasta que dos dignatarios, el vizconde Aubrey y el barón Wilmon, llegaron a
Dun Varna trayendo con ellos la realidad del tiránico monarca, Luthien no fue consciente de la grave
situación por la que atravesaba su país.
Había paz en la ignorancia, comprendió el joven al mirar la blanca mansión levantada en la falda de
la colina, de cara al mar. Sólo había pasado un año y medio desde que había descubierto la verdad de su
mundo y se había echado a los caminos. Sólo un año y medio, y, sin embargo, la realidad lo había vuelto
todo del revés. Recordó el último verano pasado en Dun Varna, dos años antes, cuando ocupaba sus días
entrenándose en la palestra o pescando en una de las muchas calas recoletas que había cerca de la ciudad
o de paseo solo con Río Cantarín. O intercambiando torpes caricias con Katerin O'Hale, mientras los dos
intentaban que el amor tuviera sentido, y aprendían y reían juntos.
Hasta eso había cambiado, comprendió Luthien al mirar a la hermosa mujer. Su amor por Katerin se
había hecho más profundo, más intenso, porque había aprendido a admitir ante sí mismo, sin tapujos, que
la amaba realmente, que tenía que ser su compañera para toda la vida.
Con todo, había algo muy excitante en aquellos días pasados, en esos torpes jugueteos iniciales, el
primer beso, la primera caricia, la primera mañana cuando despertaron el uno en brazos del otro, riéndose
tontamente y tratando de inventar un cuento para que Gahris, el padre de Luthien y custodio oficial de
Katerin, no los castigara ni la enviara a ella de vuelta al otro lado de la isla, al pueblo de Hale.
Aquéllos habían sido buenos tiempos en Dun Varna.
Pero entonces apareció Aubrey, junto con Avonese, la zorra perfumada que había ordenado matar a
Garth Rogar, el mejor amigo de Luthien. Ellos dos fueron quienes abrieron los ojos de Luthien al
sojuzgamiento al que estaba sometido Eriador, a la realidad de la supuesta nobleza avonesa. Aquellos
pretenciosos pisaverdes habían obligado a Luthien a matar por primera vez —a un guardia cíclope— y a
echarse a los caminos como un delincuente.
—Me pregunto si Avonese sigue encarcelada —comentó Luthien, aunque su intención era guardar
sus pensamientos para sí mismo.
—El eorl Gahris la envió al sur —contestó Katerin—. Al menos, eso es lo que me dijo uno de los
estibadores del transbordador.
A Luthien se le desorbitaron los ojos por la impresión. ¿Que su padre había liberado a esa mujer, a
la despreciable ramera que había provocado la muerte de su querido amigo? Por un instante, el joven
Bedwyr volvió a sentir desprecio por Gahris, con la misma intensidad como cuando supo que su padre, en
24
R.A. Salvatore El rey dragón
un acto de pura cobardía, había enviado a su hermano mayor, Ethan, a morir a una guerra porque temía
que su primogénito ocasionara problemas con los lacayos de Verderol.
—¿Encadenada? —se atrevió a preguntar el joven, y rezó para que fuera así.
A Katerin no le pasó inadvertida su repentina ansiedad.
—En una caja —contestó—. Por lo visto, a lady Avonese no le sentó bien el calabozo de Dun
Varna.
—No hay calabozos en Dun Varna —protestó Luthien.
—Tu padre mandó hacer uno especialmente para ella —dijo Katerin.
Esa respuesta dejó satisfecho a Luthien; aun así, sus sentimientos seguían siendo encontrados al
entrar en la ciudad cabalgando por las calles de roja piedra caliza y adoquines hacia las imponentes
puertas de Casa Bedwyr.
Katerin y él fueron recibidos en el umbral por más recordatorios del pasado, hombres y mujeres que
no habían visto hacía más de un año; hombres y mujeres que alternaban sonrisas con gestos sombríos,
contentos por el regreso del joven Bedwyr, pero entristecidos porque el reencuentro fuera en una ocasión
así.
Gahris había empeorado, informaron a Luthien, y cuando el joven subió al dormitorio, encontró a
su padre hundido en los mullidos almohadones de una cama grande y blanda.
Tan pronto como se acercó a él, Luthien se dio cuenta de que los ojos de color canela del eorl
habían perdido el brillo. La espesa mata de cabello blanco estaba amarillenta, al igual que el arrugado
rostro, un rostro que se había curtido durante interminables horas bajo el sol de Bedwydrin. Los músculos
de los brazos de Gahris, antes firmes y nervudos, colgaban fláccidos, y el pecho se le había hundido, por
lo que los hombros parecían aún más anchos, aunque no tan fuertes. Gahris era un hombre alto, siete u
ocho centímetros más que Luthien, y de la misma talla que el hermano mayor, Ethan.
—Hijo mío —musitó el eorl, y su semblante se iluminó un instante.
—¿Qué haces en la cama? —preguntó Luthien—. Hay mucho por hacer. Levantar un nuevo reino.
—Un reino que será mejor que en la época de Verderol —contestó Gahris, con apenas un hilo de
voz—. Y mejor que en tiempos anteriores a Verderol.
»Sé que será así, porque mi hijo jugará una baza importante en su creación. —Mientras hablaba,
levantó el brazo y tomó la mano de Luthien en la suya.
Apretó con una fuerza sorprendente, y ello le dio cierta esperanza al joven.
—Katerin ha venido conmigo —dijo, y se volvió para señalar a la muchacha, que estaba a un lado
de la cama.
Katerin se acercó, y el rostro del eorl volvió a iluminarse con una sonrisa.
—Tenía la esperanza de vivir lo suficiente para ver a mis nietos —dijo Gahris, con lo que hizo
sonrojarse a Luthien más que a la mujer—. Pero vosotros les hablaréis de mí.
Luthien empezó a protestar aquella admisión de Gahris de que se estaba muriendo, pero Katerin se
le anticipó:
—Les hablaré de ti —prometió firmemente—. Les hablaré del eorl de Bedwydrin, a quien su
pueblo amaba y que libró a la isla de los viles cíclopes.
La mirada de Luthien fue de uno a otro mientras Katerin hablaba, y se dio cuenta de que cualquier
protesta que hiciera sonaría falsa y sería embarazosa. En ese momento, el joven tuvo que admitir la
verdad ante sí mismo: su padre se estaba muriendo.
—¿Y les hablarás de Gahris el Cobarde? —preguntó el anciano, que se las ingenió para soltar una
corta risita—. ¿De cómo me doblegué a la voluntad de Verderol? Y Ethan... Ah, mi querido Ethan.
¿Sabes algo de...?
25
R.A. Salvatore El rey dragón
La pregunta quedó incompleta cuando Gahris alzó la vista hacia el sombrío semblante de Luthien y,
por su expresión, comprendió que había perdido a su hijo mayor, que Luthien no había encontrado a su
hermano.
—Si lo vuelves a ver —continuó Gahris, con la voz aún más débil—, ¿querrás hablarle de la última
parte de mi vida? ¿Le dirás que al final me alcé en defensa de lo que era justo, por un Eriador libre?
Katerin miró a Luthien intensamente mientras los segundos pasaban y comprendía que su amado se
encontraba en un terrible dilema, en una encrucijada que muy bien podía decidir el curso de su vida. Aquí
estaba, cara a cara con Gahris de nuevo, con una, y sólo una, oportunidad de perdonar a su padre. El eorl
necesitaba ese perdón, pero Katerin sabía que Luthien lo necesitaba aún más.
Sin pronunciar una palabra, el joven desenvainó a Cegadora y la puso en la cama, sobre las piernas
de Gahris.
—Hijo mío —repitió el anciano, que contempló la espada de la familia con lágrimas en los ojos.
—Es la espada de la familia Bedwyr —dijo Luthien—. La espada del legítimo eorl, Gahris Bedwyr.
La espada de mi padre.
Katerin se dio media vuelta y se enjugó los ojos; Luthien había superado la que, quizás, había sido
su mayor prueba.
—¿Ocuparás mi lugar cuando me haya ido? —preguntó Gahris, esperanzado.
A pesar de lo mucho que deseaba consolar a su padre, Luthien no podía comprometerse a eso.
—He de regresar a Caer MacDonald —dijo—. Mi sitio está ahora junto al rey Brind'Amour.
Gahris pareció decepcionado durante un momento, pero después asintió, admitiendo su decisión.
—Entonces, toma la espada —dijo, con un timbre más fuerte del que había tenido desde que
Luthien entró en el cuarto, más que el que había tenido desde hacía muchos días.
—Es tuya —empezó a protestar Luthien.
—Sí, y puedo legársela a quien quiera —lo interrumpió Gahris. A ti, mi heredero. El regalo de tu
perdón ha sido dado y aceptado, y te corresponde aceptar el mío, la espada de la familia, ahora y para
siempre. El conflicto con Verderol no ha terminado, y a ti te será más útil Cegadora que a mí, y le darás
mejor uso. Golpea fuerte por la familia Bedwyr, hijo mío. ¡Golpea fuerte por Eriador!
Luthien recogió la espada de la cama con actitud reverente y la envainó de nuevo en la funda. El
arrebato verbal le había costado a Gahris mucha de su energía, así que el joven le dijo que descansara y se
marchó tras prometer que volvería una vez que se hubiera aseado y comido algo.
Mantuvo esa promesa y pasó la mayor parte de la noche con su padre charlando de los buenos
tiempos, no de los malos, y del pasado, no del futuro.
Gahris Bedwyr, eorl de Bedwydrin, murió serenamente al filo del alba. Ya se habían hecho los
arreglos oportunos, y a la noche siguiente el orgulloso hombre fue colocado en una pequeña barca que se
internó a la deriva en el mar Dorsal, tan importante en la vida de todo el mundo en Dun Varna. No se
nombró un sucesor de inmediato; en cambio, Luthien nombró administrador a un amigo de confianza de
la familia, ya que, como había explicado a su padre, él no podía quedarse en Dun Varna. Asuntos de
mayor importancia lo reclamaban en Caer MacDonald; su sitio estaba con Brind'Amour, su amigo, su rey.
Luthien y Katerin partieron de Dun Varna al día siguiente; los dos se preguntaron si volverían a ver
la ciudad.
Katerin reparó de inmediato en el cambio operado en Luthien. El joven durmió bien y cabalgó
alerta en su camino de regreso al sur, a Puerta de Diamante y después al continente.
La tuvo preocupada bastante tiempo al ver que no mostraba dolor por la reciente pérdida. Al
principio no lo comprendió; cuando su propio padre había muerto en una tempestad, se había pasado
quince días llorando. Sin embargo, Luthien apenas había derramado unas lágrimas; con estoica
compostura, había puesto la mano en el pecho de su padre cuando Gharis yacía en la barca, y había
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R.A. Salvatore El rey dragón
empujado hacia el interior del mar, como si, con ese gesto, también hubiera alejado de su mente al eorl
muerto.
Poco a poco, Katerin comprendió la verdad, y se alegró. Luthien no lloraba la pérdida de Gahris
ahora porque ya lo había hecho antes, cuando se vio obligado a huir de Bedwydrin como un fugitivo. Para
él, Gahris, o el hombre que creyó que era, había muerto el día que el joven supo la verdad acerca de su
hermano Ethan y de la cobardía de su padre. Después, cuando ella llegó a Caer MacDonald llevando a
Cegadora y la noticia de que Bedwydrin estaba en plena rebeldía contra Verderol, fue como si el padre de
Luthien hubiera vuelto a estar vivo.
Katerin comprendía ahora que Luthien lo había entendido todo como una segunda oportunidad,
como un tiempo prestado, el modo correcto de despedir al redimido Gahris. La aflicción de Luthien había
terminado hacía mucho tiempo para cuando el joven se arrodilló junto al lecho donde agonizaba su padre.
Ahora sus ojos de color canela ya no estaban llenos de dolor como antes. Gahris había quedado en paz
consigo mismo, y su hijo, también.
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R.A. Salvatore El rey dragón
IV
GYBI
El prior Byllewyn, síndico de la región, estaba plantado con actitud solemne en el parapeto del
monasterio de Gybi, contemplando desde la rocosa y elevada posición las brumosas aguas de Bae
Colthwyn. Más de un centenar de fantasmales siluetas, en su mayoría embarcaciones de Colthwyn, se
deslizaban entre esa bruma virando y cambiando de rumbo con precipitación, perdida toda vislumbre de
formación. Tal imagen pesaba como una carga inmensa sobre los hombros del anciano síndico. Los que
estaban ahí fuera eran su grey, hombres y mujeres que contaban con él para que los guiara, que darían sus
vidas si se lo pedía. Y, de hecho, había sido decisión del síndico Byllewyn que los barcos de pesca
salieran al encuentro de los invasores, que mantuvieran ocupados a los feroces huegotes en las frías y
oscuras aguas y, por ende, lejos de la villa.
Y ahora Byllewyn no podía hacer otra cosa que ser un mero espectador de los acontecimientos.
Los patrones intentaban mantener sus barcos lo bastante cerca para que las tripulaciones dispararan
los arcos contra las grandes naves de los huegotes, pero tenían que estar alerta para eludir los arietes
sumergidos que sobresalían como una punta de lanza de las proas de las terribles galeras huegotas.
De vez en cuando, uno de los barcos pesqueros no viraba con suficiente rapidez o un repentino
golpe de viento lo frenaba, y el espantoso crujido de madera al partirse resonaba por encima del ruido de
las olas, de las órdenes impartidas a voces y de los terribles gritos de los combatientes.
—Han entrado veinticinco galeras huegotes en la bahía, según el último cálculo —dijo el hermano
Jamesis, que se encontraba de pie junto a Byllewyn—. Es sólo una estimación —añadió, al ver que el
prior no hacía ningún comentario.
Aun así, el anciano siguió callado y completamente inmóvil, sin pestañear siquiera; sólo la canosa
mata de pelo se agitaba con el viento. Byllewyn había visto a los huegotes antes, cuando no era más que
un muchachito, pero recordaba bien a los crueles y salvajes invasores. Además de los esclavos remeros,
veinte a cada lado, las galeras de más de veinte metros de eslora transportaban cada una cincuenta
guerreros huegotes, con sus brillantes escudos traslapados y bordeando la cubierta superior. En
consecuencia, el número de feroces huegotes presentes en la bahía ascendía a mil doscientos. Los
sencillos barcos de pesca de Colthwyn no tenían nada que hacer contra las mortíferas galeras, y la única
esperanza de los hombres que estaban en la costa radicaba en que los valientes pescadores infligieran
suficientes daños con sus arcos para disuadir a los huegotes de su intención de desembarcar.
—Una de las naves lleva izada boca abajo la bandera de El Volantín, en el cabo de guía delantero
—informó el sombrío Jamesis, y ahora sí que Byllewyn se encogió. Aran Toomes y todos sus tripulantes
eran viejos y queridos amigos.
Byllewyn dirigió la vista hacia la empinada senda que descendía hacia el sur, a la villa de Gybi.
Muchos de los vecinos, los más ancianos y los más jóvenes, recorrían el kilómetro y medio del camino de
roja caliza que ascendía por la ladera del promontorio hacia el monasterio fortaleza. Los que estaban en
mejores condiciones físicas se encontraban en los muelles, esperando para ayudar a los tripulantes cuando
los barcos de pesca regresaran a puerto a toda prisa. Ni que decir tiene que la pequeña flota había zarpado
no con intención de derrotar a los huegotes en mar abierto, sino para que la gente de la villa tuviera
tiempo de resguardarse tras los sólidos muros del monasterio.
—¿Cuántos barcos hemos perdido? —preguntó Byllewyn.
Ahora que los refugiados estaban cerca, el prior se planteó la posibilidad de tocar la gran campana
de Gybi para llamar a los pesqueros.
Jamesis no sabía con certeza cuántos eran, y se encogió de hombros.
—Hay hombres de Colthwyn en el agua —dijo, sombrío.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Byllewyn volvió la vista hacia la neblinosa bahía. Ojalá el cielo se despejara durante un momento
para así tener una idea más clara de la marcha de la batalla; sin embargo, comprendía que esa bruma en
realidad era una bendición para los suyos. Los pescadores de Colthwyn conocían esas aguas como la
palma de su mano, podían navegar con los ojos vendados por ellas sin acercarse a los bajíos ni al único
arrecife de la zona, una larga hilera de aserradas rocas que se internaba recta en la bahía justo al norte del
monasterio. Los marineros huegotes también conocían bien el arte de la navegación, pero estas aguas eran
desconocidas para ellos.
Byllewyn no hizo tocar la campana; tenía que confiar en los pescadores, los verdaderos dueños y
señores de la bahía, y, así, la lucha continuó y continuó.
Los gritos se volvieron más intensos.
Con tenacidad encomiable, los orgullosos pescadores mantuvieron la resistencia establecida en el
mar, desplazándose rápidamente alrededor de las grandes naves huegotes en parejas a fin de que, si el
enemigo ejecutaba un brusco viraje para interceptar a uno de ellos, los arqueros del segundo pesquero
tuvieran campo libre para disparar una andanada desde el otro costado. Con todo, los pescadores no
tenían más remedio que admitir que estaban causando escasos daños a los huegotes. Una docena de
barcos de Colthwyn se había ido a pique, pero ni una sola nave huegota había naufragado.
El capitán Leary, del Aleta Veloz, reparó con preocupación en este hecho. Estaban obligando a los
huegotes a esforzarse al máximo y los estaban acribillando con flechas que probablemente herían y
mataban a unos pocos, pero el resultado final parecía inevitable. Cuantos más pesqueros perdieran los
defensores, más rápidamente se producirían las bajas. En el momento en que otra docena de barcos de
Colthwyn fuera hundida, el apoyo para los restantes menguaría y, a no tardar, se llegaría a un punto en
que tendrían que huir a puerto, desembarcar en desbandada, y correr cuesta arriba por el sendero que
llevaba al monasterio.
Los defensores necesitaban desesperadamente una victoria, mandar a pique una de las galeras,
aparentemente inexpugnables, pero ¿cómo? Desde luego, las flechas no hundirían ninguna, y cualquier
intento de embestir una nave enemiga acabaría con el barco de Colthwyn en el fondo del mar.
Mientras Leary lo pensaba, el Aleta Veloz pasó raudo ante el castillo de proa en forma de cabeza de
lobo de una galera, lo bastante cerca para que el capitán pudiera ver el ariete huegote bajo el agua. La
galera estaba en mitad de un viraje, sin apenas impulso de avance, y la tripulación del Aleta Veloz disparó
una andanada de flechas que fue contestada por unos pocos proyectiles enemigos mientras el pesquero
pasaba de largo.
Leary miró a la mujer que iba al timón.
—Rumbo norte —instruyó.
La mujer, Jeannie Beens, echó una ojeada por encima del hombro hacia la galera y los dos
pesqueros que habían actuado en equipo con el Aleta Veloz. Si viraba hacia el norte, dejaría atrás a los
otros barcos de Colthwyn ya que uno de ellos navegaba hacia el sureste y el otro hacia el oeste. Sin
embargo, la galera huegote estaba enfilada al norte, y con esos cuarenta remos se lanzaría en su
persecución en un visto y no visto.
—Rumbo norte —reiteró Leary con firmeza, y la timonel obedeció.
Como era de esperar, la nave enemiga los siguió y, aunque el viento soplaba del sureste e hinchaba
las velas del Aleta Veloz, la galera fue en su persecución a gran velocidad. Y, lo que era peor, tan pronto
como dejaron atrás a los otros dos pesqueros y la zona de la batalla, los huegotes largaron la única vela
cuadrada, decididos a dar caza al barco separado del resto y echarlo a pique.
Leary ni siquiera pestañeó. Les dijo a los arqueros que siguieran disparando flechas e indicó a la
timonel el curso que quería tomar.
Jeannie Beens lo miró de hito en hito, con incredulidad, cuando oyó sus órdenes. Leary quería que
hiciera un viraje, casi fuera de la bahía, y volviera en dirección sur, mucho más cerca de la costa.
¡Leary planeaba pasar a través del arrecife!
29
R.A. Salvatore El rey dragón
La marea estaba alta, de manera que las rocas permanecerían invisibles. Había una brecha a lo largo
del arrecife —Rompequillas, se llamaba el angosto paso— por el que un pesquero podía pasar cuando la
marea estaba tan alta como ahora, pero encontrar esa pequeña brecha cuando las rocas estaban
sumergidas no era una tarea fácil.
—Llevas navegando por estas aguas casi veinte años —le dijo el capitán Leary a la mujer al ver su
indecisión—. Encontrarás la brecha, pero la galera, cuyo viraje la llevará por el ángulo interior de nuestro
derrotero y flanqueándonos mientras nos persigue, sólo conseguirá meter el costado de estribor. —Leary
hizo un guiño burlón—. Veremos qué tal navega una galera partida en dos.
Jeannie Beens plantó separados los pies y aferró la rueda del timón con más firmeza; su rostro
curtido por el viento y el sol adoptó una expresión inflexible y decidida. Había atravesado el
Rompequillas en dos ocasiones: una, cuando Leary quiso enseñarle la brecha sin otro motivo que
demostrarle que era una buena timonel; y la segunda vez por un desafío, durante una partida de pesca
particularmente agitada en la que una ballena dorsal había sido atraída al interior de la bahía. Pero en
ambas ocasiones la marea estaba más baja, de manera que las rocas eran más visibles, y los barcos eran
más ligeros, embarcaciones costeras de poco calado que sólo se sumergían tres palmos bajo la superficie.
El Aleta Veloz, uno de los pesqueros más grandes del norte de la bahía, llevaba la quilla sumergida casi
tres metros, y se rozaría y quebraría si Leary intentara atravesar la brecha con marea baja; puede que
incluso se arañara un poco ahora, con la pleamar. Para Jeannie lo peor de todo era la condenada niebla,
que se espesaba a intervalos y ocultaba sus puntos de referencia.
Cuando la oscura y alta silueta del monasterio quedó detrás de su hombro izquierdo, Jeannie Beens
inició el amplio viraje de ciento ochenta grados hacia el sur. Como Leary había pronosticado, los
huegotes giraron por el ángulo interior del viraje del Aleta Veloz, acortando distancias y lanzándose a la
persecución por el lado de babor del pesquero. Ahora que los arqueros huegotes tenían mejor ángulo de
tiro, los arcos zumbaron despiadadamente; una lluvia de flechas y proyectiles incendiarios cayó sobre el
Aleta Veloz.
Dos tripulantes cayeron muertos; un tercero, que intentaba apagar las llamas en un extremo de la
traviesa del mástil, resbaló por la borda y desapareció sin emitir un grito. El propio Leary resultó herido
en un brazo.
—¡Vamos, sigue! —le gritó el capitán a Jeannie.
La mujer se obligó a no echar un vistazo hacia atrás a sus perseguidores e hizo oídos sordos a los
gritos de los huegotes que se hacían más audibles a medida que la galera acortaba distancias. El viento ya
no soplaba a su favor, ya que al virar habían dejado la fuerte brisa a estribor por proa. La tripulación había
ajustado las velas en el mejor ángulo posible, y el pesquero empezó a deslizarse hacia el rumbo marcado,
pero los huegotes arriaron la de la galera, y el impulso de los remos la hizo avanzar.
Llegaron más flechas, y otros tripulantes del Aleta Veloz cayeron. Jeannie escuchaba el clamor de
los huegotes, incluso oía el rítmico sonido del tambor en la cubierta inferior de la galera que apremiaba a
los esclavos remeros a bogar más rápido.
Los huegotes les lanzaban insultos y amenazas, convencidos de que el pesquero estaba a su alcance.
Jeannie se aisló de todo ello, concentrada en la línea de la costa que apenas lograba distinguirse con
la densa niebla. Sabía que había un saliente particular que marcaba la línea del arrecife, y se lo imaginó
mientras intentaba por todos los medios recordar su posición exacta cuando lo había visto surgir en esas
dos ocasiones en las que había pasado por el Rompequillas. Centró sus sentidos en la torre de la campana
del monasterio de Gybi y en el campanario de la junta comunal de la villa, situada al frente, más al sur, y
recordó su posición. Tenía que calcular el ángulo de manera que las dos torres estuvieran en línea, con
tres dedos entre ambas, en el momento en el que el Aleta Veloz pasara ante el saliente y se metiera en la
línea del arrecife.
Leary lanzó un grito y cayó de rodillas a su lado, sujetándose la frente ensangrentada. Más allá del
capitán, Jeannie localizó la flecha manchada que acababa de herirlo, incrustada profundamente en la
batayola del Aleta Veloz y con el astil todavía cimbreándose.
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—Los huegotes regresarán en mayor número —dijo el hermano Jamesis en la importante reunión
celebrada esa noche en el monasterio.
—Tienen una base cerca de la zona —razonó Leary con voz temblorosa, ya que había perdido
mucha sangre—. No pueden haber venido navegando desde tan lejos para después darse media vuelta y
hacer todo el trayecto de regreso a Isenlandia sin antes haberse reabastecido de agua y víveres en la villa.
—Estoy de acuerdo —dijo el prior Byllewyn—. Y, si esa base está cerca de Colthwyn, entonces es
muy probable que vuelvan, y con refuerzos.
—Tenemos que suponer lo peor —dijo otro de los hermanos.
El prior Byllewyn se recostó en el respaldo de su silla y dejó que la conversación continuara
mientras él intentaba sistematizar los distintos puntos. Los huegotes no habían llegado tan cerca de las
costas de Eriador en grupos tan numerosos desde hacía muchos, muchos años. Sin embargo, ahora, unos
pocos meses después de la firma del armisticio con el rey Verderol, la amenaza de los bárbaros había
surgido de nuevo. ¿Era sólo coincidencia o estos hechos estaban conectados entre sí? Por la mente de
Byllewyn pasaron ideas ingratas. Se preguntó si los huegotes estarían trabajando en secreto con Verderol.
Quizá no era una maquinación tan artera, aunque sin duda se trataba de algo igualmente ominoso: los
isenlandeses habían llegado a la conclusión de que, con las dos naciones de Avon del Mar separadas y sin
que Eriador contara con la protección de la prominente armada avonesa o las consiguientes represalias
por parte del poderoso rey Verderol y sus aliados duques hechiceros, resultaría fácil llevar a cabo los
saqueos. El prior Byllewyn recordó un incidente ocurrido varios años atrás, cuando regresaba de su
peregrinaje a Chalmbers. Había sido testigo de la persecución a una nave de asalto huegote por parte de
un barco de guerra avonés. La galera quedó completamente destruida, y la mayoría de los huegotes fueron
abandonados en el mar para que se ahogaran o para que sirvieran de alimento a las ballenas dorsales. Los
pocos a los que se rescató del agua tuvieron un fin aún más macabro: ser pasados por la quilla. Sólo
dejaron con vida a uno de los isenlandeses, y a éste lo metieron en un pequeño bote a la deriva, en el que
tal vez conseguiría llegar a su país para contar a su rey la necedad de atacar las costas civilizadas de este
reino. Aquel vivido recuerdo hizo que Byllewyn descartara la posibilidad de que el monarca huegote se
hubiera aliado con Verderol.
—Que los huegotes sepan, Eriador no cuenta con barcos de guerra —estaba diciendo el hermano
Jamesis, siguiendo una línea de razonamiento acorde con la suya y que consiguió que el síndico prestara
atención de nuevo a la conversación.
Byllewyn recorrió con la mirada los semblantes de los reunidos, y advirtió la peligrosa semilla que
empezaba a germinar. La gente se preguntaba si la ruptura con Avon y la poderosa protección de
Verderol era realmente una buena cosa. La gran mayoría de los hombres y mujeres presentes en la sala,
aparte de Byllewyn y el capitán Leary, eran jóvenes y no recordaban, o al menos no valoraban, al Eriador
independiente anterior a Verderol. Ante un desastre tal como el ataque huegote, era fácil juzgar los años
de mandato de Verderol desde una perspectiva menos crítica. Tal vez los tributos injustos y la presencia
de los bestiales cíclopes no eran tan malos si se los consideraba una protección contra males mayores...
Byllewyn, un ferviente independentista, sabía que eso no era cierto, que Eriador se había bastado a
sí mismo siempre y no le hacía falta la protección de Avon. Sin embargo, esas firmes ideas no servían de
mucho ante la amenaza real que de manera tan repentina había llegado a las oscuras playas de Gybi.
—Tenemos que enviar un emisario a Mennichen Dee, en Eradoch —dijo el prior—, y reclutar a los
jinetes para reforzar nuestras defensas.
—Eso si es que no andan en danza de aquí para allá por Cruz de Hierro con el buen rey
Brind'Amour —comentó con sarcasmo otro hombre.
—Si fuera ése el caso —lo interrumpió Byllewyn, cortando los crecientes murmullos de
descontento antes de que se consolidaran—, entonces nuestro emisario debe estar preparado para cabalgar
hasta Caer MacDonald.
—Sí —dijo el mismo pescador sarcástico—, y llegar ante el trono para suplicar que no se haga caso
omiso de nuestros problemas.
32
R.A. Salvatore El rey dragón
Al síndico de Gybi no le pasó inadvertido el tono resentido de la voz. Muchos de los vecinos habían
manifestado su oposición a la entronización del misterioso Brind'Amour en el solio de Eriador y habían
declarado que Byllewyn, el decano síndico de Gybi, sería una mejor opción. Ese parecer había encontrado
eco en gran parte de la comarca nororiental del país, pero el movimiento no llegó a cobrar mucho auge ya
que el propio Byllewyn lo había cortado de raíz. El prior se preguntó ahora, considerando el malestar y
descontento reinantes, si a no mucho tardar tendría que volver a disuadir a quienes mantuvieran opiniones
similares.
—¡Entonces, a Caer MacDonald! —gritó otro hombre— Veamos si nuestro recién proclamado rey
tiene redaños.
—¡Bravo! —corearon los demás.
Byllewyn se recostó en su silla, pensativo, con las manos unidas delante del rostro y tamborileando
las puntas de los dedos entre sí. No le cabía la menor duda de que Brind'Amour —como cualquiera que
luchara y se resistiera contra el dominio de Verderol— tenía redaños, pero también era lo bastante
pragmático para darse cuenta de que, con los reinos separados de nuevo, muchos enemigos ancestrales,
tales como los huegotes y los cíclopes, podían considerar vulnerable a Eriador. La aparición de los
huegotes sería una prueba de primer orden para Brind'Amour, y en la que el nuevo monarca no podía
permitirse el fracaso.
El síndico de Gybi, un hombre sin ambición y de corazón noble, rezaría por él.
33
R.A. Salvatore El rey dragón
LA CAÑADA DE SOUGLES
—¡Ah, qué bien comeremos cuando empiece a fluir el dinero de Caer MacDonald! —exclamó
Sougles Batecampanas, un robusto enano con el cabello y la barba del color de un té fuerte. Levantó la
jarra a lo alto, en el frío y transparente aire nocturno.
Diez de sus congéneres, sentados en torno a una gran hoguera, hicieron lo propio y alzaron la
mirada a las estrellas que se veían relucir claramente a través del hueco del dosel del bosque, encima de la
pequeña cañada.
—¡Callaos! —instó otro de los barbudos enanos, que estaba enroscado en un petate, no muy lejos.
A su lado, otro enano roncaba con fuerza, así que, cuando su grito al grupo que charlaba pasó
inadvertido, le dio un cachete al de los ronquidos para desahogarse.
—¡Mira que dormir en una noche como hoy! —comentó con desdén Sougles—. Ya habrá tiempo
de sobra para eso cuando hayamos vendido nuestras mercancías.
—¡Después de que hayamos gastado el dinero que obtengamos por las ventas! —lo corrigió uno de
los otros.
—Cuando tengamos el oro estaréis demasiado cansados para gastarlo como es debido —rezongó el
enano del petate—. Y yo estaré dándome un atracón, gracias.
Aquello hizo que aumentara el alboroto del grupo junto al fuego, además de unos cuantos
resoplidos desdeñosos. Eran de DunDarrow, enanos duros y preparados; podían pasar la noche charlando
y bebiendo, llegar por la mañana a la pequeña población —se llamaba Menster—, después estar el resto
del día vendiendo sus productos y dejándose casi todo el dinero ganado en Menster a cambio de buena
cerveza y buena comida, así como en unos alojamientos cómodos, antes de emprender el viaje de regreso
a las montañas, camino de una de las entradas a DunDarrow más próximas. Así es como irían las cosas,
ahora que Brind'Amour era rey y que Bellick dan Burso estaba en Caer MacDonald firmando un pacto
por el que Eriador y DunDarrow serían uno.
De modo que siguieron con la fiesta, bebiendo y hablando, cortando grandes porciones de venado
asado y tirando los huesos al protestón del petate. Así continuó durante casi toda la noche, y terminó de
manera sorprendente cuando un andrajoso humano, que sangraba por la frente, entró tambaleándose en el
campamento.
Los enanos se incorporaron de un brinco al tiempo que sacaban sus armas: grandes hachas, espadas
cortas y gruesas, pesados martillos que se lanzaban dando giros en el aire y que podían derribar a un
blanco a treinta pasos.
El humano, que parecía ajeno a cuanto lo rodeaba, trastabilló y estuvo a punto de caer de bruces en
la hoguera. Dos enanos lo sostuvieron por los brazos.
—¿De dónde sales? —demandó Sougles.
El humano susurró algo en voz demasiado baja para que lo oyera el enano, teniendo en cuenta los
excitados comentarios que habían estallado todo en derredor. Sougles pidió silencio y se acercó más al
hombre, con la cabeza inclinada para acercar la oreja a sus labios.
—Menster —repitió el humano.
—¿Menster? —preguntó Sougles en voz alta, y la palabra acalló a sus compañeros—. ¿Qué pasa
con Menster?
—Ellos —susurró el herido antes de desplomarse.
—¿Ellos? —repitió Sougles a voz en cuello mientras se volvía hacia sus congéneres.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—¡Ellos! —gritó uno de los enanos a la par que señalaba hacia la oscura línea de árboles, a las
corpulentas figuras que se movían entre las sombras.
En todo Avon del Mar, en todo el mundo, no existían otras dos razas que se odiaran más
intensamente que los cíclopes y los enanos, y, cuando los brutos de un ojo salieron aullando de la fronda,
creyendo que arrollarían el campamento enano, se encontraron corriendo de cabeza contra un muro de
decisión. Superados en casi diez a uno a medida que la horda fluía del bosque, los enanos formaron un
círculo en torno a la hoguera y lucharon codo con codo, descargando tajos y cuchilladas sin pensar en su
seguridad, cantando como si combatir fuera una alegría para ellos. De vez en cuando, uno de los enanos
se las ingeniaba para coger un trozo de leña prendido, ya que nada les divertía más que clavar el ardiente
extremo de un palo encendido en el bulboso ojo de un cíclope.
Con una espada en cada mano, Sougles Batecampanas arremetía contra las rodillas de cualquier
cíclope que se aventurara demasiado cerca, y las más de las veces el enano se las arreglaba para hincar su
segunda espada en el torso del cíclope herido antes de que éste cayera al suelo.
—¡Qué divertido es esto! —gritaba Sougles cada dos por tres, y, aunque recibían alguna que otra
herida y un par de enanos habían caído, el resto del grupo mostraba su conformidad con entusiasmo.
En un visto y no visto, una veintena de cíclopes yacían muertos o moribundos, aunque seguían
saliendo muchos más entre los árboles para sumarse a la contienda.
Aquello siguió y siguió; los enanos, que habían sido sorprendidos descalzos, sintieron los charcos
de sangre subirles hasta la mitad del tobillo. Media hora después, continuaban luchando y cantando, todo
rastro de alcohol desaparecido de su riego sanguíneo por la descarga de adrenalina. Cada vez que un
enano caía, se apartaba y el círculo defensivo volvía a ceñirse. Sougles sabía que se estaban quedando sin
espacio por detrás, ya que sentía el calor de las llamas lamiéndole la espalda, pero a estas alturas los
cíclopes tenían que pasar sobre los cadáveres de los suyos para llegar a la línea de combate. Además, el
número de brutos estaba menguando, y muchos más huían al bosque, reacios a vérselas con esos
mortíferos enanos.
Sougles creyó que ganarían; todos los enanos tenían una fe ciega en su capacidad combativa. La
hoguera, desatendida durante tanto tiempo, se estaba apagando para entonces y se había convertido en un
montón de leña calcinada y ascuas ardientes del que de vez en cuando surgían pequeñas llamas azuladas
que lamían el frío aire. Sougles se estrujó el cerebro buscando un plan para que sus compañeros y él
pudieran hacer uso de los rescoldos; quizá lograran retroceder hasta la agonizante lumbre y patear las
brasas para arrojárselas a los cíclopes. Decidió que sí, que lanzarían una andanada contra la línea cíclope
y después regresarían corriendo sobre las ascuas para cargar con fuerza contra los desconcertados brutos.
Sin embargo, antes de que Sougles tuviera tiempo de comunicar el plan a los suyos, la lumbre
pareció ejecutar un plan propio. Un estallido de llamas azules se alzó en el aire, aumentó la temperatura
hasta que las llamas se tornaron blancas, y todas las brasas salieron disparadas contra la espalda de los
enanos; mordientes, abrasadoras, les chamuscaron el pelo. Pero lo peor fue que la sorpresa de la
inesperada explosión dio al traste con la integridad del círculo defensivo. Los enanos saltaron, sí, pero no
a la vez, y los cíclopes, que no parecían sobresaltados, actuaron con rapidez para abrir brecha entre sus
barbudos adversarios y separarlos. A no mucho tardar, Sougles, como muchos otros de sus congéneres, se
encontró combatiendo ferozmente contra brutos de un ojo que lo rodeaban por todas partes, repartiendo
cuchilladas y tajos, agachándose y fintando; hizo un buen trabajo, ya que acabó con otro cíclope y cortó
las piernas de un segundo, pero el avezado enano sabía que no podría mantener mucho tiempo el mismo
ritmo, y que si recibía un golpe...
Sougles sintió la cabeza de la burda lanza penetrar profundamente en la parte posterior del hombro.
Cosa extraña, no tuvo la menor sensación de dolor, sólo un sordo impacto, como si le hubieran dado un
puñetazo. Se movió para responder, pero ¡ay!, su brazo no respondió a la orden de su cerebro. Al
percatarse del hueco abierto en su defensa, un segundo cíclope aulló y cargó de frente.
La otra espada de Sougles se interpuso y logró parar la arremetida del bruto atacante, obligándolo a
retroceder.
35
R.A. Salvatore El rey dragón
Pero entonces alcanzaron al enano por el lado contrario y, a su espalda, el que manejaba la lanza
embistió brutalmente; Sougles se dobló primero y después cayó al suelo, donde los cíclopes se
abalanzaron sobre él con salvaje ensañamiento.
A cierta distancia del combate y de la hoguera, el cabecilla cíclope bajó la vista hacia la persona que
estaba a su lado, y su único ojo se entrecerró en un gesto de rabia.
—Deberías haber hecho eso antes —le dijo el bruto.
La joven humana sacudió la cabeza, aunque el cabello pulcramente peinado apenas se movió.
—En cosas de magia no se puede andar con prisas —manifestó, y giró sobre sus talones.
El cíclope la siguió con la mirada mientras se alejaba, recelando de sus motivos. A la duquesa
nunca parecía importarle mucho que murieran cíclopes.
A su regreso a Caer MacDonald, Luthien informó de inmediato a Brind'Amour sobre la muerte del eorl
Gahris de Bedwydrin. El anciano mago estaba realmente apenado y ofreció sus condolencias a Luthien,
pero el joven respondió con un leve cabeceo y pidió permiso para marcharse, a lo que el monarca accedió
de buena gana.
Fuera ya de la Seo, con el sol oculto y las estrellas empezando a brillar en lo alto, Luthien encaminó
sus pasos hacia donde sabía que encontraría a Oliver. El Enalfo, una taberna en la peor zona de los barrios
bajos y conocida por atender a miembros de otras razas aparte de la humana incluso durante el mandato
del duque Morkney, se había convertido en la cantina más popular de la ciudad. «Aquí la Sombra
Carmesí fraguó los planes para la conquista de Caer MacDonald», proclamaban los rumores bastante
atinados, así que la pequeña taberna había ganado gran celebridad. Ahora había unos fornidos guardias
enanos apostados en la entrada, en tanto que un elfo recorría la fila eligiendo qué parroquianos podían
entrar y quiénes no.
Ni que decir tiene que a Luthien se le franqueó la entrada sin rechistar, y tanto los enanos como el
elfo se cuadraron cuando pasó ante ellos. Tan acostumbrado estaba el joven Bedwyr a este
comportamiento que apenas prestó atención mientras cruzaba el umbral del abarrotado establecimiento.
Encontró a Oliver y a Shuglin sentados en unos taburetes altos junto al mostrador; el enano tenía
ante sí una jarra de espumosa cerveza, y el halfling, recostado en el mostrador, sostenía un vaso de vino
en alto, a contraluz, para inspeccionar el color del caldo. Tasman, el cantinero, vio a Luthien y lo saludó
con un cabeceo para después señalar con la barbilla a los dos amigos del joven.
Luthien llegó junto a ellos y echó las manos sobre sus hombros.
—Saludos —dijo en voz baja.
Oliver sólo tuvo que mirar a los ojos de color canela del joven para saber de inmediato que le
pasaba algo.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó a pesar de todo, creyendo que su amigo necesitaba hablar de
ello.
—Gahris ha muerto —contestó Luthien con voz tranquila, estoicamente.
El halfling iba a darle el pésame, pero comprendió por la expresión de Luthien que a su amigo le
aterraba que lo hiciera. En consecuencia, Oliver volvió a levantar su vaso e hizo un brindis en voz alta:
—Por Gahris, eorl de Bedwydrin, amigo de Caer MacDonald, espina clavada en el trasero de
Verderol. ¡Ojalá tenga su recompensa en el otro mundo!
Muchos parroquianos levantaron sus jarras y corearon:
—¡Bravo! ¡Por Gahris!
Luthien mantuvo la mirada prendida un buen rato en su pequeño amigo, el halfling que siempre
parecía saber cómo cambiar las cosas a mejor.
—¿Se ha firmado la alianza? —preguntó al cabo queriendo, o necesitando, cambiar de tema.
El animado semblante de Oliver se tornó serio.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Nos faltó esto —dijo, poniendo el índice y el pulgar a un par de centímetros—. Pero entonces los
necios de un ojo...
—Mataron a quince enanos cerca de un pueblo que se llamaba Menster —añadió Shuglin.
—¿Que se llamaba? —repitió Luthien en un hilo de voz.
—Ahora el nombre de «Escombros» sería más apropiado —explicó Oliver.
—El acuerdo estaba preparado —continuó Shuglin—. Una «duocracia», como la titulaba Oliver, y
los dos monarcas, Brind'Amour y Bellick dan Burso, lo consideraban un acuerdo espléndido.
—A Verderol no le habría gustado —comentó, el halfling—, ya que se habría encontrado con las
montañas bloqueadas por un ejército de enanos leales a Eriador.
—Pero después de la matanza en la cañada de Sougles, que es como se ha dado en llamar al lugar,
el rey Bellick ha decidido someter a consejo la decisión —aclaró Shuglin, que echó un buen trago de
cerveza para quitarse el regusto amargo que tenía en la boca.
—Pero eso no tiene sentido —protestó Oliver—. ¡Ese incidente pone claramente de manifiesto lo
necesario de una alianza!
—Ese incidente pone claramente de manifiesto que los enanos podríamos no querer involucrarnos
—rezongó Shuglin—. El rey Bellick se está planteando una vuelta al aislamiento de nuestras minas y
nuestros asuntos.
—Eso sería una gran estupidez... —empezó Oliver, pero la mirada amenazadora de Shuglin dejó
claro que el asunto no era tema para el debate.
—¿Dónde está Bellick? —preguntó Luthien.
A diferencia de Oliver, a quien el optimismo y el interesado deseo de que su sugerencia de
duocracia tuviera un papel determinante en la historia le impedían enfocar las cosas con imparcialidad, el
joven Bedwyr comprendía la indecisión del rey enano. Era más que probable que Bellick ni siquiera
tuviera la certeza de poder confiar en los eriadoranos, y quizá dudaba incluso de si sería Brind'Amour, y
no Verderol, quien estaba detrás de los ataques, utilizándolos para sacar provecho en su política.
—Sigue en casa de Brind'Amour —contestó Oliver—. Mañana saldrá para las minas, y regresará
dentro de diez días.
En realidad a Luthien no le sorprendió la noticia. Los ataques cíclopes se habían vuelto tan
frecuentes que eran muchos los que habían dado en llamar a esta estación el Verano de Aldeas Bañadas
en Sangre. Pero aquel hecho era la prueba palpable para Luthien de que los enanos debían unirse con el
pueblo de Eriador. Lo que ahora hacía falta era borrar toda sospecha entre ambas partes, atribuir los
ataques a los verdaderos culpables: los cíclopes, y el que los estaba incitando a actuar.
—¿Le gustaría al rey Bellick tomar venganza por la matanza de la cañada de Sougles? —le
preguntó Luthien a Shuglin, y el semblante del enano se iluminó al punto allí donde la enorme y espesa
barba dejaba ver su tez—. En tal caso, dispón una fuerza enana para que me acompañe al interior de las
montañas —añadió el joven.
—¿Has hablado de esto con Brind'Amour? —intervino Oliver.
—No se opondrá —le aseguró Luthien.
El halfling se encogió de hombros y volvió la vista a su vino, aunque era evidente que no estaba
convencido.
De hecho, tampoco lo estaba Luthien, pero el joven Bedwyr afrontaría los problemas a medida que
surgieran.
Y se encontró con otro esperándolo cuando se reunió con Brind'Amour esa misma noche; el mago
estaba asomado a la torre más alta de la Seo, a solas con las estrellas. Escuchó cortésmente todos los
argumentos y planes de Luthien, asintiendo con la cabeza de vez en cuando mientras el joven hablaba, y
tuvo que pasar un rato antes de que Luthien empezara a darse cuenta de que había algo que incomodaba
profundamente a su amigo.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Todo a su debido tiempo —dijo Brind'Amour cuando Luthien decidió que ya había hablado más
que de sobra—. Es una buena idea incluir a los enanos, que, al fin y a la postre, son los mejores en las
montañas y están ansiosos por derramar sangre cíclope. Y si Verderol está detrás de los ataques, lo que
ambos sabemos de sobra, conviene que el pueblo de Bellick vea la prueba, si es que la hay, con sus
propios ojos.
La ancha sonrisa de Luthien se borró unos instantes después cuando el monarca añadió:
—Tú no puedes ir.
—Pero... —Luthien se había quedado boquiabierto.
—Te necesito —explicó Brind'Amour, conciso—. Tenemos otros problemas, y peores, tramándose
en el este.
—¿Qué puede ser peor que los cíclopes?
—Los huegotes.
Luthien iba a protestar, pero la respuesta del mago cobró sentido en su mente. ¡Los huegotes! Los
enemigos más hostiles que tenían en Eriador, en todo Avon del Mar, y la peor de sus pesadillas.
—¿Cuándo? —balbució el joven—. ¿Un navío de asalto o un ataque coordinado? ¿Dónde?
¿Cuántos barcos...?
La firme mano de Brind'Amour, agitándose en el aire suavemente, consiguió finalmente calmarlo lo
suficiente para que se callara.
—He hablado con un emisario de la villa de Gybi, en Bae Colthwyn —explicó el rey—. Fue un
ataque importante, más de una veintena de galeras. No desembarcaron, pero lo habrían hecho si no
hubiera sido por la valerosa resistencia de las gentes de Gybi.
Luthien no hizo ningún comentario, volcado como estaba en recobrar el dominio sobre sí mismo
ante una noticia tan inquietante.
—En el fondo, todos sabemos que Verderol se vale de los cíclopes para desestabilizar nuestro reino
y debilitar la solidaridad del pueblo —continuó Brind'Amour—, y también para destruir cualquier posible
alianza entre Eriador y DunDarrow. Sospecho que el rey de Avon no ha cedido, ni mucho menos, Eriador
a los eriadoranos, como se indica en el armisticio.
—Y por tanto crees que Verderol podría estar también confabulado con los huegotes —razonó el
joven.
Brind'Amour sacudió la cabeza sin demasiada convicción. Temía que fuera ése el caso, pero, a fuer
de ser sincero, no veía cómo el rey hechicero de Avon hubiera podido forjar tal alianza. Los huegotes
respetaban la fuerza física, y tenían una opinión muy pobre de las gentes «civilizadas» de Avon, así como
un odio manifiesto por la hechicería. Brind'Amour, que era un vigoroso hombre del norte, tal vez pudiera
entrar en trato con ellos, pero, si se juzgaba por su aspecto, Verderol era un petimetre, un tipo debilucho
que no ocultaba sus poderes mágicos. Lo que es más —y aunque una alianza con los huegotes reforzaría
la posición de Avon— Brind'Amour no creía que Verderol quisiera tener tratos con los bárbaros
isenlandeses.
—Pero no hace ascos a tratar con cíclopes —le recordó Luthien cuando el mago expresó esa idea en
voz alta.
—Está más que satisfecho de dominar a los estúpidos brutos de un ojo —lo rectificó el mago—.
Pero ningún rey que no sea huegote doblegará la voluntad de los fieros isenlandeses.
—¿Ni siquiera con hechicería?
Brind'Amour suspiró, sin saber qué contestar.
—Ve a Gybi —instruyó a Luthien—. Y lleva a Oliver y a Katerin contigo.
La orden defraudó al joven Bedwyr, que anhelaba ir a las montañas en busca de las fuerzas cíclopes
asaltantes, pero no protestó. Luthien se daba cuenta de la importancia que tenía plantar cara a los
huegotes, pero deseaba creer que el ataque a Gybi era una coincidencia, y no una amenaza a largo plazo.
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—Ya he mandado aviso a los jinetes de Eradoch —explicó el rey—. Un contingente numeroso se
dirige a Gybi para reforzar sus defensas, y se han apostado vigilantes a lo largo de toda la costa oriental
hasta el mismo Chalmbers, en el sur.
Luthien fue consciente entonces de lo importante que Brind'Amour consideraba la aparición de los
huegotes, así que el joven no discutió las órdenes.
—Haré los preparativos para el viaje —dijo al tiempo que hacía una reverencia, y se volvió para
marcharse.
—Siobhan y los Tajadores acompañarán a Shuglin a las montañas para recopilar toda la
información posible sobre los cíclopes —le dijo Brind'Amour—. Estarán esperando tu regreso. —El
monarca hizo un guiño—. Y yo haré algo de magia para facilitarte el viaje y que así tengas oportunidad
de dar un buen uso a Cegadora contra los ojos inyectados en sangre de los cíclopes.
Luthien miró de nuevo al anciano rey y sonrió, sinceramente agradecido.
Brind'Amour le devolvió la sonrisa, pero el gesto desapareció no bien el joven se perdió de vista.
Aun en el caso de que Verderol no estuviera detrás del ataque huegote, el reino en ciernes de Eriador
corría un gran peligro. Una baza decisiva en la victoria sobre Avon habían sido las alusiones veladas a
Verderol por parte de los gascones respecto a que ellos veían con buenos ojos un Eriador independiente, y
que incluso podían entrar en guerra en apoyo de Eriador. Pero Brind'Amour había recibido tan sutil apoyo
del vasto reino sureño gracias a la promesa de ciertas concesiones portuarias muy favorables para
Gasconia. Ahora, con la presencia de los huegotes, el nuevo rey se había visto obligado a informar a los
gascones que en las costas orientales de Eriador, incluido el importante puerto de Chalmbers, no era
segura la navegación sin una fuerte escolta de barcos de guerra.
Eso no les gustaría a los gascones, y Brind'Amour lo sabía; incluso cabía la posibilidad de que
llegaran a la conclusión de que Eriador era una tierra más segura para los barcos mercantes bajo el
protector mandato de Verderol. Una sola palabra a ese respecto por parte de Gasconia al rey de Avon
podría reavivar el conflicto armado entre Eriador y Avon, una guerra que Brind'Amour temía no podrían
ganar. Avon tenía muchos más habitantes, así como un ejército mucho mejor preparado y equipado,
además de sus aliados cíclopes. Y, aunque Brind'Amour se consideraba tan buen hechicero como
Verderol, no podía olvidar el hecho de que, por lo que sabía, él era el único mago con que contaba
Eriador, mientras que el rey de Avon tenía en su corte al menos cuatro duques hechiceros y la duquesa de
Mannington.
Si los poderosos huegotes estaban también de parte de Verderol...
Brind'Amour era consciente de que había que ocuparse de la situación en Gybi de inmediato y con
toda atención. Luthien, Katerin y Oliver eran sus mejores emisarios para este tipo de misión, y el monarca
ya había enviado unos cuarenta barcos de guerra, casi la mitad de su flota; habían partido de Puerta de
Diamante y bordearían los límites septentrionales de Eriador con rumbo a Gybi, donde debían reunirse
con Luthien.
El monarca del nuevo reino de Eriador pasó casi toda la noche en lo alto de la Seo, meditabundo y
preocupado, buscando respuesta en las estrellas, pero sin encontrar ninguna que no fuera un desastre
potencial.
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VI
LA DUQUESA DE MANNINGTON
Era una mujer menuda, esbelta y con el dorado cabello pulcramente peinado. Lucía muchas joyas
valiosas, entre ellas una horquilla y un broche de diamantes que relucían hasta con la luz más tenue.
Deanna Benedigno, duquesa de Mannington, era elegante, sofisticada y hermosa, de modo que parecía
estar fuera de lugar en la agreste y fría Cruz de Hierro, rodeada de malolientes y fornidos cíclopes.
El cabecilla de los brutos, un gigante de ciento treinta kilos de peso que medía alrededor de los dos
metros, se erguía junto a Deanna, empequeñeciéndola. El bruto habría podido cogerla con una sola mano
y hacerla papilla, y, teniendo en cuenta el rapapolvo que la duquesa le estaba echando en este momento,
el cíclope parecía estar deseando hacerlo.
Pero Deanna Benedigno no estaba ni remotamente preocupada. Era una duquesa de Avon, miembro
de la corte de Verderol, y, junto con el duque Paragor de Burgo del Príncipe, muerto a manos de
Brind'Amour de Eriador, era quizá la hechicera más poderosa de todo Avon a excepción del propio rey.
Tenía preparado ya un conjuro de protección y, si Colmos, el cabecilla cíclope, movía una mano en su
dirección, ardería en unas llamas que el bruto no podría apagar con ningún procedimiento habitual, ni
siquiera saltando al mar de Avon.
—Tus asesinos están fuera de control —despotricó Deanna, clavando en el feo rostro de Colmos los
ojos, de un suave tono azul tirando a gris.
—Nosotros matamos —repuso sin contemplaciones el cíclope, de quien no podía esperarse otro
tipo de respuesta.
Lo que más irritaba a Deanna respecto a esta misión en unas montañas abandonadas de la mano de
Dios era el hecho de que el obtuso Colmos fuera probablemente el más despabilado del grupo de cíclopes.
—Indiscriminadamente —añadió la maga, pero sacudió la cabeza al darse cuenta de que el bruto de
un ojo no tenía ni idea de lo que significaba esta palabra—. Tenéis que elegir con más cuidado a la hora
de matar.
—¡Nosotros matamos! —insistió Colmos.
Deanna se planteó la posibilidad de llamar a Taknapotin, su demonio familiar, y presenciar cómo la
bestia del inframundo devoraba a Colmos a pequeños bocados. Pero ¡ay! no podía hacer eso.
—Acabasteis con los enanos —dijo.
Aquello provocó aullidos de alegría en todos los cíclopes que se encontraban cerca; los brutos
odiaban a los enanos más que a nadie. Esta tribu había vivido en Cruz de Hierro durante generaciones, y
de manera ocasional tenía problemas con los hombrecillos barbudos del misterioso DunDarrow. Los
cíclopes creían que el comentario de la duquesa era el mayor cumplido que se les podía hacer.
Pero la intención de Deanna distaba mucho de ser ésa. A Verderol no le interesaba en absoluto que
se produjera una alianza entre Eriador y los enanos. A su forma de entender, cualquier amenaza a
DunDarrow reforzaría la decisión de los enanos de aliarse con Brind'Amour.
—Si a resultas de esta matanza...
—¡Tú misma ayudaste a hacerlo! —arguyó Colmos, que empezaba a entender que la duquesa
estaba realmente furiosa por lo ocurrido.
—No tuve más remedio que terminar lo que vosotros empezasteis, necios —replicó la hechicera.
Colmos hizo ademán de dar un paso hacia la mujer, pero Deanna chasqueó los dedos y el bruto
trastabilló hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo en la boca. Y, en efecto, un hilillo de sangre
resbaló de la comisura de sus labios.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Si por vuestra estupidez los enanos se unen con nuestros enemigos de Eriador, ten por seguro que
arrostraréis la ira del rey Verderol —advirtió Deanna sin alterar la voz—. Sé que siente un especial
aprecio por las alfombras de piel de cíclope.
Colmos se puso lívido y miró a sus quejosos soldados que lo rodeaban. Los rumores referentes a la
crueldad de Verderol eran bien conocidos por los cíclopes.
Deanna miró al otro lado del campamento, donde una docena de cabezas de enano se estaban
secando encima de una humeante lumbre. Asqueada, se alejó bruscamente, dejando a Colmos con sus
amenazas y una veintena de nerviosos subordinados. No se molestó en mirar hacia atrás mientras pasaba
del pequeño claro a un calvero más extenso, donde la esperaba una mujer.
—¿Creéis de verdad que la masacre hará que DunDarrow se alíe con Brind'Amour? —preguntó
Selna, la doncella de Deanna y su única compañía humana en estas malditas y agrestes montañas.
La maga, muy irritada, se limitó a encogerse de hombros mientras paseaba a su lado.
—¿Os importa realmente? —preguntó Selna.
Deanna se paró en seco y giró sobre sus talones para mirar con curiosidad a esta mujer que había
sido su aya desde la infancia. ¿Tan bien la conocía Selna?
—¿Qué insinúas? —preguntó Deanna en un tono de evidente acusación.
—No insinúo nada, señora —respondió la doncella, que bajó los ojos—. Tenéis el baño preparado,
a cubierto tras el pinar, como habíais ordenado.
La actitud sumisa de Selna hizo que la duquesa lamentara haber hablado con tanta dureza a esta
mujer que había permanecido a su lado pasara lo que pasara.
—Te lo agradezco —dijo, y esperó hasta que Selna alzó la vista para dedicarle una sonrisa
conciliadora.
Deanna era muy consciente de las sombras que pululaban a su alrededor mientras se desvestía junto
a la bañera de porcelana, de la que salía vapor. La idea de que unos cíclopes la estuvieran observando con
lascivia le revolvía el estómago. Deanna odiaba a los brutos de un ojo con todas sus fuerzas. Los
consideraba unos cerdos groseros, incivilizados, la descripción más acertada que era capaz de encontrar, y
estas semanas en las montañas viviendo entre ellos habían sido poco menos que una tortura para la
refinada mujer.
¿Qué le había ocurrido a su orgulloso Avon?, se preguntó mientras se metía en el agua, estremecida
por la elevada temperatura. Le había dado a Selna una poción para calentar el baño, y temió que la
doncella hubiera utilizado demasiada y que el agua le abrasara la piel. Sin embargo, enseguida se
acostumbró, y entonces vertió una segunda poción. De inmediato, el agua empezó a burbujear y a bullir, y
la duquesa apoyó la cansada cabeza en el borde de la bañera; alzó la vista y contempló la brillante luna
creciente que asomaba entre las ramas de los pinos.
La imagen la hizo retroceder veintidós años, cuando sólo era una niña de siete, una princesa que
vivía en Carlisle, la corte de su padre el rey. Era la más pequeña de siete hermanos; por delante de ella
había cinco chicos y una chica, y por ende estaba muy lejos en la línea de sucesión, pero aun así
pertenecía a esa familia, y ahora era la única superviviente. La llamaban Deanna Retiro porque siempre
estaba encerrada en sí misma, buscando sitios oscuros y apartados donde podía estar sola con sus
pensamientos y con los misterios que se filtraban a través de su viva imaginación.
Incluso entonces a Deanna le encantaba la magia. Había aprendido a leer a los cuatro años, y había
pasado los tres siguientes inmersa en todos los tomos que detallaban la antigua hermandad de hechiceros.
De pequeña leyó sobre Brind'Amour, quien ahora era su enemigo, aunque se le había tenido por muerto y
enterrado desde hacía mucho tiempo; y también sobre Verderol. ¡Y qué emoción sintió la chiquilla
cuando el mismísimo Verderol, el místico de la corte de su padre, fue en su busca una noche como ésta y
le ofreció ser su tutor privado en el arte de la magia! ¡Qué momento tan maravilloso había sido para
Deanna! ¡Era emocionante que el único miembro superviviente de la antigua hermandad la hubiera
elegido como su protegida!
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R.A. Salvatore El rey dragón
¿Cómo entonces Deanna Benedigno, antaño en la línea sucesoria al trono de Avon, había venido a
acabar en Cruz de Hierro actuando como consejera de una banda de delincuentes y sanguinarios cíclopes?
¿Y las gentes de los pueblos eriadoranos que habían derrotado? ¿Y los enanos, asesinados por razones
puramente políticas?
Deanna cerró los ojos, pero no dejó de ver las terribles imágenes de las matanzas; se tapó los oídos,
pero no dejó de escuchar los gritos desgarrados. Y tampoco pudo contener las lágrimas.
—¿Os encontráis bien, señora?
La escueta pregunta hizo saltar en añicos las visiones de Deanna, que abrió los ojos y vio a Selna de
pie junto a la bullente bañera. La expresión de la mujer era preocupada, pero en cierto modo a Deanna le
pareció extraña e inquietante.
—¿Me estás espiando? —demandó la duquesa con un tono más cortante del que era su intención.
Se dio cuenta de su error tan pronto como pronunció las palabras, ya que era consciente de que la
pregunta la hacía parecer culpable.
—Jamás se me ocurriría, señora —contestó Selna de manera poco convincente—. Sólo vine a
traeros la toalla, y advertí el brillo de lágrimas a la luz de la luna.
Deanna se pasó la mano por la cara.
—Es agua de la bañera que me ha salpicado, nada más —insistió.
—¿Echáis de menos Mannington? —preguntó Selna.
Deanna miró a la mujer con incredulidad y después miró en derredor, como si la respuesta fuera
obvia.
—También yo —admitió Selna—. Me alegro que sea eso lo que os preocupa. Temí que...
—¿Qué? —instó la duquesa, el tono tan cortante como una cuchilla y un brillo peligroso en sus
ojos.
Selna soltó un hondo suspiro. Deanna no la había visto actuar nunca de un modo tan enigmático, y
no le gustaba en absoluto.
—Sólo temía... —empezó de nuevo la doncella, pero se interrumpió, como si buscara las palabras
adecuadas.
—¿Qué? —demandó Deanna, que se sentó erguida en la bañera.
Selna siguió callada y se encogió de hombros.
—¡Dilo!
—Que hubiera un sentimiento de compasión hacia Eriador —admitió por fin la doncella.
Deanna se quedó mirando a Selna de hito en hito, tan estupefacta que se recostó de nuevo en la
bañera.
—¿Y bien? ¿Sentís compasión por Eriador? —se atrevió a preguntar la doncella—. ¿O, no lo quiera
Dios, por los enanos?
La duquesa guardó silencio un buen rato mientras intentaba calibrar a esta sorprendente mujer a
quien creía conocer tan bien.
—¿Tan malo sería? —preguntó a su vez, sin andarse por las ramas.
—Son nuestros enemigos —insistió Selna—. Sentir compasión por Eriador...
—Tener un mínimo de decencia con unos congéneres humanos —la corrigió Deanna.
—Alguien podría interpretarlo como debilidad, lo describáis como lo describáis —replicó la
doncella sin vacilar.
De nuevo Deanna se encontró falta de palabras. ¿Qué insinuaba Selna? La anciana había sido su
confidente a menudo, pero esta vez parecía saber algo que Deanna ignoraba. De repente, la duquesa se
dio cuenta de que no confiaba en la doncella, y temió haber hablado más de lo que debía.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Para entonces, el agua empezaba a enfriarse, así que Deanna se incorporó y dejó que Selna la
envolviera en la toalla. Se vistió al abrigo de los pinos y se dirigió a su tienda, con la doncella pisándole
los talones.
El sueño de la duquesa fue desasosegado, a intervalos, repleto de imágenes que no podía borrar o
justificar. Sintió que un extraño frío se iba apoderando de ella, una oscuridad más profunda que la noche.
Se despertó bañada en sudor frío y se encontró mirando un par de relucientes ojos rojos que la
observaban fijamente.
—Ama —sonó una voz rasposa y familiar, la voz de Taknapotin, el demonio familiar de Deanna.
La aturdida duquesa se tranquilizó, pero su alivio sólo duró un instante, el tiempo que tardó en caer
en la cuenta de que ella no había llamado al demonio. Al parecer, la bestia había salido del fuego del
infierno por propia voluntad.
Distinguió la hilera de numerosos y brillantes dientes del demonio cuando éste, al percatarse de su
preocupación, esbozó una ancha sonrisa.
Deanna comprendió que la bestia no había venido por propia voluntad, ya que hacerlo era del todo
imposible. Los demonios eran seres traídos a este mundo por deseo de un humano, pero ¿quién, aparte de
ella misma, podía invocar a Taknapotin? Por un instante, Deanna se preguntó si no lo habría llamado
mientras dormía, pero enseguida rechazó tal posibilidad. Traer a un demonio al plano material no era así
de fácil.
Sólo quedaba una posible respuesta, y le fue confirmada cuando Taknapotin habló:
—Has sido relevada de tus deberes aquí —explicó la bestia—. Regresa a tu hogar en Mannington.
Verderol. Sólo él era lo bastante poderoso para invocar al demonio familiar de Deanna sin que ella
lo supiera.
—El duque Resmore de Castillonuevo dirigirá a los cíclopes a partir de ahora —continuó
Taknapotin.
—¿Por orden de quién? —inquirió la hechicera, aunque sólo porque necesitaba escuchar el nombre
en voz alta.
—Verderol sabe que no te sientes a gusto con esta misión —dijo Taknapotin, que se rió de ella.
Tenía que haber sido Selna, comprendió la duquesa. Su doncella, la persona que había gozado más
de su confianza en los últimos veinte años, no había perdido tiempo en informar a Verderol de su
compasión. La idea inquietó a Deanna, pero era bastante pragmática para controlar sus emociones y darse
cuenta de que saber la identidad del confidente podía serle de gran utilidad.
—¿Cuándo puedo marcharme de este horrible sitio? —preguntó la duquesa firmemente.
Se esforzó para recobrar la compostura, ya que no deseaba que por su actitud diera la impresión de
que la habían cogido cometiendo alguna traición. Desde luego, era totalmente lógico que no quisiera estar
aquí, con los brutos de un ojo; había protestado con vehemencia cuando Verderol le asignó la misión.
—Resmore está ahí fuera, hablando con Colmos —respondió con sorna el demonio.
—Si has terminado la tarea para la que fuiste llamado, entonces vete —gruñó la duquesa.
—Si quieres, te ayudo a vestirte —contestó Taknapotin con una sonrisa perversa.
—¡Márchate!
La bestia desapareció al instante, en medio de un atronador destello que dejó a Deanna cegada y
con un fuerte olor a azufre pegado a las fosas nasales.
Cuando el humo se despejó y la maga recobró la vista, Deanna localizó a Selna junto a la solapa de
la tienda, con el vestido de su señora doblado sobre un brazo. La duquesa se preguntó cuánto sabía ya la
doncella.
Al cabo de una hora, Deanna se había despedido de Resmore y había abandonado las montañas a
través de un túnel mágico que el duque de Castillonuevo había creado para ella muy oportunamente.
Procurando actuar como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, como si el mundo fuera mejor
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R.A. Salvatore El rey dragón
ahora que se encontraba de nuevo en sus aposentos del palacio de Mannington, dio permiso a Selna para
que se retirara y cuando se quedó sola tomó asiento en el enorme lecho con dosel.
Su mirada fue hacia el tocador, donde estaba su corona de ricas joyas, el vestigio de la antigua
familia real. Volvió a recordar aquel lejano día, cuando, embriagada por la promesa de poder mágico,
había tomado una señalada decisión.
Sus recuerdos se sucedieron veloces a través de los años hasta llegar al día de hoy. Una cadena de
sucesos lógica, comprendió Deanna, que conducía al problema potencial que tenía ante sí. Los cíclopes
no estaban satisfechos con su actuación en las montañas, y con razón. Probablemente Colmos había
protestado a sus espaldas a todos los emisarios que llegaron de Avon. Cuando Cresis, el cíclope duque de
Carlisle, supo de ese descontento, sin duda había apelado a Verderol, que no debió de tener ningún
problema para ponerse en contacto con Selna y confirmar los rumores.
—Así las cosas —dijo Deanna en voz alta y con un timbre de sombría resignación—, que Resmore
se las entienda con los brutos de un ojo y toda su vileza.
Sabía que Verderol la castigaría; tal vez incluso la obligara a ceder su cuerpo a Taknapotin durante
un tiempo. La posesión siempre era una experiencia dolorosa y agotadora.
Deanna se encogió de hombros. De momento, poco podía hacer ella aparte de resignarse y aceptar
la sentencia de Verderol, su rey y señor. Pero ésta no era la clase de vida que Deanna Benedigno había
imaginado. Durante los primeros años tras la desaparición de su familia, Verderol la había dejado en paz;
la visitaba muy de vez en cuando y no le pedía que realizara otras tareas que no fueran las cotidianas, y
absolutamente aburridas, que correspondían a su posición como duquesa de Mannington, aunque sólo era
una testaferro del rey. Se había sentido muy emocionada cuando Verderol la designó para un servicio
mucho más importante: ir a Burgo del Príncipe en su representación y firmar el armisticio con
Brind'Amour. Tras cumplir su misión, se había dicho que su vida cambiaría a partir de entonces. Y así
había sido, ya que poco después Verderol la había enviado a las montañas, con los cíclopes, y allí se había
manchado las manos con sangre, y la traición le había ensombrecido el alma.
Enfocó de nuevo los ojos en la corona, en sus gemas relucientes y sus promesas incumplidas.
El enano aulló de dolor e intentó escabullirse, pero el agujero en el que estaba era estrecho, y los doce
cíclopes que lo pinchaban desde arriba con las lanzas largas lo atormentaban sin descanso.
A no tardar, el enano había caído al suelo. Bregó para ponerse de rodillas, pero una lanza le dio en
la cara y lo tumbó boca arriba. Los cíclopes se tomaron con calma acabar con él.
—¡Ah, mi tortuoso Colmos! —jaleó el duque Resmore, un hombre corpulento, de hombros anchos,
con una espesa mata de cabello gris y un semblante engañosamente jovial—. ¡Tú sí que sabes cómo
divertirte!
Colmos coreó las risas del duque y palmeó la espalda del hombretón. Para el brutal cíclope, la vida
había tomado mejor cariz.
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R.A. Salvatore El rey dragón
VII
—No me gustaría luchar con ése —continuó el halfling—. ¡Sólo por el aspecto de su barba amarilla
parece que pudiera arrancar mi tierna piel de halfling a tiras!
—Desde luego —convino Luthien—. Pero es el anillo que lleva lo que más me atemoriza. ¿Ves
cómo se asemeja a la zarpa de un león? —Ahora fue el joven el que simuló un escalofrío—. Conociendo
la brutalidad y la astucia de los huegotes, es probable que esas garras se extiendan para abrir surcos en el
rostro de un adversario. —Volvió a temblar y, tras lanzar una sonrisa torcida a Katerin, empezó a alejarse.
La joven respondió al guiño de Luthien, convencida de que había cogido en un renuncio a Oliver.
—Muchacho tonto —le gritó el incorregible halfling—. ¿Acaso no ves que el anillo sólo tiene joyas
donde esa supuesta zarpa debería estar? Ah, pero el pendiente... —dijo, con el índice levantado.
Luthien se volvió, dispuesto a replicar, pero vio que Katerin sacudía la cabeza y comprendió que
nunca podría ganar a Oliver.
—Excelente vista —comentó Wallach, el capitán del Tejedor de Stratton, cuyo sarcasmo iba
claramente dirigido hacia Oliver. El hermano Jamesis de Gybi y él se dirigían hacia Luthien y Katerin
para reunirse con ellos.
—Excelente ingenio —corrigió Katerin.
—¿Cuándo los habremos alcanzado? —preguntó el joven Bedwyr.
Wallach contempló el horizonte y luego se encogió de hombros, evitando comprometerse.
—Tal vez tardemos media hora o tal vez el resto del día —respondió—. Nuestros amigos de la
galera no navegan en línea recta hacia nosotros, sino rumbo sureste.
—¿Es que nos temen? —inquirió Luthien.
—Los venceríamos —contestó Wallach con seguridad—. Pero no conozco a ningún huegote que
haya eludido un combate jamás. Lo más probable es que quieran llevarnos cerca de Colonsey, a aguas
menos profundas donde hacernos varar o, al menos, tener más facilidad de maniobra que nosotros.
Luthien sonrió a Wallach. El capitán había sido elegido en Gybi para dirigir al Tejedor de Stratton
porque estaba familiarizado con estas aguas más que cualquiera de los otros capitanes de la armada.
Wallach había vivido en la población de Finterra, en Colonsey, durante más de doce años de los cincuenta
que tenía, y había pasado cada día de ese tiempo navegando por las aguas del Dorsal.
—Creerán que están en ventaja cuando nos acerquemos a la isla —fue el astuto comentario de
Katerin.
Wallach soltó una risita queda.
—No venimos para luchar contra ellos —les recordó Luthien—, sino a parlamentar, si es que es
posible.
En efecto, ése era el plan, ya que el Tejedor de Stratton había dejado en Bae Colthwyn a los treinta
galeones que eran su flota.
—Los huegotes no son muy partidarios de hablar —dijo Katerin.
—Y sólo respetan la fuerza —añadió Wallach.
—Si tenemos que inutilizar la galera, que así sea —dijo Luthien—. Los abordaremos con el menor
derramamiento de sangre posible, pero por ningún concepto dejaremos que se nos escapen.
—Eso, nunca —dijo Jamesis, cuyo semblante exhibía un perpetuo gesto sombrío desde que la
llegada de los feroces huegotes a la bahía había mandado al garete la pacífica existencia en el tranquilo
monasterio.
Luthien observó al monje con detenimiento. Consideraba a las gentes de Gybi dignas de admiración
por permitirle llevar adelante su plan de parlamentar. Con treinta galeones a su disposición, el pueblo sólo
ansiaba vengarse de los huegotes por la muerte de tantos hombres buenos en Bae Colthwyn. Sin embargo,
fueran cuales fueran sus deseos, la campana de la torre de Gybi había repicado alegremente a la llegada
de Luthien y sus compañeros en respuesta a la llamada de auxilio de Gybi a su nuevo rey. Y el
entusiasmo volvió a desbordarse cuando la flota eriadorana apareció al norte de la bahía navegando a todo
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R.A. Salvatore El rey dragón
trapo. Así, el prior Byllewyn estuvo de acuerdo con el planteamiento de Luthien, y el Tejedor de Stratton
había zarpado, un emisario armado y competente, un diplomático en primer lugar y un barco de guerra en
segundo.
—Que icen la bandera de parlamentar —instruyó Luthien a Wallach.
La mirada del joven Bedwyr no se apartó un solo instante del rostro de Jamesis mientras hablaba,
esperando ver su aprobación. El monje se había opuesto a la presencia de Luthien allí, y había tenido
mucho apoyo en el debate, incluso por parte de Katerin y Oliver.
—Hasta los huegotes conocen la bandera blanca bordeada en azul —dijo Jamesis en tono lúgubre—
. Es una señal internacional para parlamentar, aunque se sabe que los huegotes se han aprovechado de ella
para acercarse a sus adversarios con otras intenciones.
—¡Qué azules son los ojos de ese hombre! —exclamó Oliver desde la batayola en el momento más
oportuno para romper la tensión.
Jamesis y Wallach dirigieron una mirada de soslayo al halfling, pero Luthien y Katerin se limitaron
a soltar una risita divertida. Sabían que Oliver no podía ver los ojos del huegote o los remos de la galera
ya que apenas se distinguía la silueta de la nave con la bruma gris, pero ¡qué bien sabía hacer el juego
Oliver! Luthien había dado en llamar al halfling el «consumado comediante», y no le faltaba razón. Al
cabo de unos minutos, la bandera de parlamentar ondeaba en lo alto del palo mayor del Tejedor de
Stratton. Wallach y los demás observaron atentamente mientras pasaban los minutos pero, aunque los
vigías le aseguraron al capitán que los huegotes estaban lo bastante cerca para distinguir la bandera, la
galera no cambió el rumbo ni navegó más despacio.
—Se dirige hacia Colonsey —repitió Wallach.
—Entonces, sigámosla —instruyó Luthien. El capitán miró al joven y arqueó una ceja—. ¿Temes ir
en su persecución?
—Sentiría menos prevención si el brazo derecho de mi soberano no estuviera a bordo —contestó
Wallach.
Luthien echó una ojeada nerviosa a su alrededor.
El capitán sabía que su simple lógica había herido al joven, pero ello no impidió que siguiera
machacando en el clavo:
—Si, como tememos, los huegotes están aliados con Verderol, ¿no sería entonces Luthien Bedwyr
un valioso trofeo con el que obsequiarlo? No querría ver la expresión de Verderol cuando le entregaran a
la Sombra Carmesí.
El argumento era algo que se había vuelto tedioso para Luthien, pues lo estaba escuchando desde la
reunión en Gybi, cuando se decidió que lo primero que había que hacer era intentar parlamentar con los
huegotes. El joven había insistido en viajar en el barco que zarparía solo de la bahía. Hasta Katerin, tan
leal a él, se había opuesto a ese plan e insistió en que Luthien era demasiado valioso para el reino para
correr esos riesgos.
—La Sombra Carmesí era un trofeo que el duque Morkney de Monforte deseaba ofrecer a Verderol
—contestó Luthien—. La Sombra Carmesí era un trofeo que el general Belsen'Krieg prometió al perverso
rey de Avon. La Sombra Carmesí era un trofeo que el duque Paragor de Burgo del Príncipe codiciaba más
que nada.
—Y todos ellos murieron en el intento —terció el hermano Jamesis—. De modo que te crees
inmortal.
Luthien iba a protestar, pero Oliver se adelantó:
—¿Es que no os dais cuenta? —preguntó el halfling, que bajó de la batayola y se acercó a
Luthien—. Decís que mi amigo, tan temerario a veces, es demasiado valioso, pero es precisamente de ese
valor de lo que intentáis protegerlo.
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—Oliver tiene razón —añadió Katerin, otro inesperado aliado—. Si Luthien se esconde tras la
túnica de Brind'Amour, si la capa no se vuelve a ver donde más falta hace, entonces la Sombra Carmesí
dejará de ser importante.
Wallach miró a Jamesis y alzó las manos, dándose por vencido.
—No somos quiénes para decidir tu suerte —admitió el monje.
—Entonces, rumbo a Colonsey —dijo Wallach, y se dirigió hacia la rueda del timón.
—Sólo si crees que es el curso mejor para nuestro barco —intervino Luthien bruscamente, haciendo
que el capitán se diera media vuelta—. No quisiera poneros en peligro por prestar oídos a mis palabras. El
Tejedor de Stratton está a tu mando y eres tú quien decide.
Wallach agradeció estas palabras con un gesto de la cabeza.
—Sabíamos el riesgo que corríamos cuando zarpamos —le recordó a Luthien—. Y todos los que
están a bordo, incluido yo, somos voluntarios. Todos, del primero al último, comprendemos los peligros
que acechan a nuestro país, y estamos dispuestos a dar la vida en defensa de nuestra libertad. Si no te
encontraras a bordo, amigo mío, no vacilaría en dar caza a la galera para obligarlos a parlamentar aunque
toda la flota huegote estuviera al acecho.
—En tal caso, vayamos tras ellos —ordenó Luthien.
Wallach y Jamesis asintieron con la cabeza y se marcharon.
El Tejedor cortó por el ángulo interior de la galera, virando hacia el este, pero los huegotes remaban
ferozmente y el galeón no podía interceptarla. Aun así, se aproximaron lo suficiente para que los bárbaros
vieran claramente la bandera de parlamentar, y la reacción de los huegotes resultó reveladora.
La galera no disminuyó su marcha y continuó rumbo sureste. El gran galeón la persiguió, y a no
tardar los picos grises del escarpado perfil de Colonsey surgieron en el horizonte.
—¿Sigues pensando que quieren hacernos encallar? —le preguntó Luthien al capitán al cabo de un
rato.
—Creo que van en busca de ayuda —explicó Wallach al tiempo que señalaba a estribor, por donde
empezaba a aparecer otra galera que navegaba alrededor de la isla.
—Qué oportuno que otra nave estuviera navegando por los alrededores y aparentemente
esperándonos —comentó Luthien—. Si, muy oportuno.
—Las emboscadas suelen serlo —contestó Wallach.
Poco después se divisaba un tercer navío huegote que avanzaba a toda velocidad hacia mar abierto,
seguido por un cuarto. La primera galera levantó los remos de un costado y viró bruscamente.
—No sabemos qué intenciones tienen —se apresuró a decir Luthien—. Quizás, ahora que la galera
tiene aliados cerca, los huegotes estén dispuestos a parlamentar.
—Sólo dejaré que se acerque una de las naves —insistió Wallach—. Y sólo si ondea en el palo la
misma bandera de tregua.
A continuación el capitán ordenó a la dotación de la catapulta que calcularan el lanzamiento sobre
la solitaria galera que estaba a estribor. Si había batalla, Wallach tenía intención de hundir esa nave en
primer lugar a fin de que el Tejedor tuviera vía libre a alta mar.
Luthien estaba de acuerdo con esta medida a pesar de su deseo de acabar con los ataques huegotes
de manera pacífica. Recordaba a Garth Rogar, su más querido amigo, un huegote que, siendo un
muchachito, acabó en el mar al naufragar su barco y fue arrastrado a las playas de la isla Bedwydrin.
Aunque involuntariamente, Luthien había tenido algo que ver en la muerte de Garth al vencer al
hombretón en la palestra. Si hubiera sido él el derrotado, Gahris jamás habría permitido que se cumpliera
la orden de muerte al vencido indicada por la señal del pulgar hacia abajo.
Evidentemente, Luthien Bedwyr no era responsable de la muerte de Garth Rogar, pero el sentido de
culpabilidad no estaba sometido a la lógica.
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En consecuencia, Luthien había decidido honrar la memoria de Garth Rogar en este viaje a Gybi y
por las aguas del mar Dorsal resolviendo el conflicto con los huegotes del modo más pacífico posible. A
despecho de sus deseos, el joven Bedwyr era consciente de que no podía esperar que los hombres y
mujeres de la tripulación del Tejedor se quedaran indefensos en medio de cuatro galeras. Wallach y sus
marineros habían llegado más allá de lo que les exigía su deber al acceder a ir solos hasta allí.
—Es posible que entremos en batalla —les dijo Luthien a Katerin y a Oliver cuando se reunió con
ellos en la batayola de proa.
El halfling observó las galeras; el agua a los costados de las naves se veía blanca a causa de la
espuma levantada por las palas de los remos. Luego echó un vistazo al galeón, en especial a la dotación
de la catapulta de popa.
—Espero fervientemente que tengan buena puntería —comentó.
Ahora que las tornas habían cambiado tan de repente y se encontraban en desventaja numérica,
Luthien y Katerin eran de la misma opinión que su amigo.
Un grito desde arriba les anunció que había aparecido una quinta galera; y después fue una sexta.
Las dos seguían el mismo rumbo que la que estaba a estribor.
—Tal vez no fuera tan buena idea el que el principal consejero del rey viniera hasta aquí —comentó
Oliver.
—Tenía que hacerlo —replicó Luthien.
—Me refería a mí —explicó el halfling con tono cortante.
—Nunca hemos huido de un combate —intervino Katerin en un tono resuelto que sonaba forzado.
Luthien miró sus verdes ojos y vio en ellos inquietud. El joven supo entenderlo. Katerin no tenía
miedo a luchar; eso, nunca. Pero esta vez, a diferencia de todas las batallas de la revolución de Eriador, a
diferencia de todos los combates reales que ella o él habían sostenido, los enemigos no serían cíclopes,
sino humanos. A Katerin le preocupaba tanto matar como que la mataran.
El capitán Wallach fue corriendo de una punta a otra del galeón haciendo que su tripulación se
preparara.
—Apuntad a la nave que va delante —instruyó a la dotación de la catapulta, pues la galera que
venía directa hacia el galeón era la que estaba más cerca y la que avanzaba más deprisa—. Maldita sea,
izad la bandera de parlamentar —rezongó el capitán, que por fin llegó a la proa, donde estaban los
compañeros.
Como obedeciendo una señal, los remos de la galera que se acercaba se alzaron, y la larga y esbelta
embarcación perdió velocidad rápidamente en el agitado mar. Después sonó un cuerno, una nota clara y
alta que se propagó sobre el agua y llegó a los oídos de la inquieta tripulación del Tejedor de Stratton.
—Es el toque de batalla —le dijo Katerin a Wallach—. No van a parlamentar.
Los cuernos sonaron en las otras cinco galeras, y a continuación se alzaron gritos y aullidos. Las
naves avanzaron, salvo la que iba a la cabeza que permaneció inmóvil, como esperando que el galeón
hiciera el primer movimiento.
—No podemos aguardar más —dijo Wallach a Luthien, quien estaba obviamente decepcionado.
—¡Tres más por babor! —sonó un grito arriba.
—No tenemos salida —comentó Katerin al estudiar la situación y ver que el lazo de la trampa se
ceñía en torno al galeón.
Wallach se volvió hacia la cubierta principal y ordenó que recogieran las velas en posición de
batalla, lo suficiente para que el barco pudiera seguir maniobrando sin presentar un blanco demasiado
grande para los arqueros huegotes y sus flechas incendiarias.
Luthien también se giró y advirtió que el hermano Jamesis se acercaba con una expresión aún más
sombría que de costumbre. El joven sostuvo la mirada del monje durante un momento; en verdad, había
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sido Luthien quien había decidido parlamentar, quien había puesto en peligro a la tripulación. El joven
Bedwyr se volvió hacia el mar, y entonces sintió la mano de Jamesis sobre el hombro.
—Hemos hecho lo que debíamos —dijo el monje de manera inesperada—. En caso contrario, no
seríamos mejores que esos contra quienes ahora sabemos que hemos de luchar. Pero no temas, mi señor
Bedwyr, y ten por seguro que cada galera que hundamos hoy...
—Y serán muchas —intervino Wallach con decisión.
—... será una menos que aterrorizará la costa de Bae Colthwyn —finalizó Jamesis.
El capitán miró a Luthien y señaló a la galera más próxima, como buscando la aprobación del
joven.
No era una fácil elección para un hombre de conciencia como Luthien Bedwyr, pero los huegotes
habían dejado claro que querían luchar. En el mar, alrededor del Tejedor de Stratton, resonaban los
cuernos, y las invocaciones al dios huegote de la guerra se propagaron a través de las olas.
—Consideran la batalla como algo honorable —comentó Katerin.
—Y eso es lo que los pierde —repuso Luthien.
La bola de ardiente brea surcó majestuosa el cielo vespertino trazando un delicado arco ascendente
y después se precipitó como un ave de rapiña que ha localizado a su presa. La galera intentó responder
bajando los remos de un costado e iniciando un viraje.
Demasiado tarde. Los encargados de la catapulta del galeón habían dispuesto de diez minutos para
preparar un disparo poco difícil. La galera realizó un cuarto de giro antes de que el proyectil la alcanzara
de lleno en el entrepuente, a punto de volcarla.
Luthien vio a varios huegotes, con sus atuendos de pieles en llamas, saltar por la borda. Oyó los
gritos de otros que no pudieron escapar. Pero la galera, aunque en mal estado, no estaba acabada, y los
remos se hundieron en el agua, impulsándola hacia delante.
Poco después, el cabecilla huegote se dejó ver al correr hacia la proa de su nave incendiada con la
espada enarbolada en un gesto desafiante y lanzando maldiciones al galeón.
Para Luthien quedó claro que el orgullo del hombre era tan grande como su necedad, ya que las
otras diez galeras (pues habían aparecido dos más) estaban todavía muy lejos para respaldarlo. Tal vez el
huegote desconocía la potencia destructora de un galeón de guerra, aunque lo más probable era que al
belicoso bárbaro le importara un bledo.
Wallach hizo virar al galeón para ponerlo de costado a la galera. Otra bola de brea prendida surcó el
aire y siseó en protesta cuando tropezó contra varios remos para después caer en el agua. La galera
continuó avanzando; el cabecilla bárbaro se encaramó en la figura esculpida en el castillo de proa y alzó
los brazos al cielo.
Estaba en esa postura, gritando el nombre de su dios de la guerra, cuando la lanza disparada por la
balista le atravesó el pecho y arrastró su maltrecho cuerpo hasta casi la mitad de la galera.
La nave siguió avanzando, demasiado cerca ya para la catapulta, por lo que Wallach ordenó que
apuntara hacia otro blanco. Sin embargo, las dos balistas dispararon, al igual que un centenar de arqueros
que manejaban arcos largos, y la andanada barrió la cubierta de la nave huegote.
Pero ésta continuó adelante.
Los disparos de las balistas se concentraron en la línea de flotación, cerca de los remos, y los
proyectiles se hundieron con fuerza en el casco de la galera.
—¡Mueve la nave! —gritó el capitán Wallach al timonel, el cual, y todos los que se ocupaban de los
aparejos, ya estaban haciendo justo eso.
La tripulación eriadorana no podía creer la determinación de los huegotes. La mayor parte de la
tripulación bárbara estaba muerta; los eriadoranos veían los cuerpos amontonados en la cubierta de la
galera, pero oían el tambor marcando el ritmo a los remeros, y, aunque los esclavos superaban a sus
captores en gran número, no lo sabían. El Tejedor se deslizó varios metros hacia delante, y la galera, sin
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R.A. Salvatore El rey dragón
tripulación que la guiara, no compensó la variación. No obstante, la nave se cruzó en el camino del galeón
lo bastante cerca para que los remos del lado derecho se partieran contra el costado de babor del gran
navío de guerra; lo bastante cerca para que tres marineros que quedaban a bordo de la galera tuvieran
oportunidad de arrojar un barril de aceite prendido sobre la cubierta.
La amenaza quedó superada, pero las otras naves huegotes continuaban su avance, actuando en
concierto unas con otras. La dotación de la catapulta trabajaba con afán, las balistas disparaban una gran
lanza tras otra, y otra nave huegote se fue a pique, mientras que una tercera quedaba tan malparada que le
fue imposible mantener la marcha de las demás.
Los arqueros se alinearon en las batayolas, y sus andanadas fueron respondidas por flechas y lanzas
huegotes, muchas de ellas incendiarias. Luthien también disparaba su arco, y alcanzó a un huegote justo
antes de que el hombretón arrojara una lanza enorme contra el galeón. Entre tanto, Katerin, Oliver y
muchos otros se dedicaban a atender al número creciente de heridos y apagar los focos de fuego antes de
que causaran daños verdaderos.
El capitán Wallach parecía estar en todas partes, animando a sus guerreros, gritando órdenes al
timonel. Pero no pasó mucho tiempo antes de que el gran galeón se sacudiera con la fuerza del impacto de
un ariete, y el terrible crujido de madera partiéndose sonó a través de las escotillas abiertas de la cubierta
del Tejedor de Stratton.
Los arpeos de abordaje volaron sobre la batayola a docenas. Luthien desenvainó a Cegadora y
corrió a lo largo de la barandilla cortando cuerdas tan deprisa como era posible, en tanto que los arqueros
disparaban sin descanso, sin apenas tomarse tiempo para apuntar.
El joven Bedwyr estaba estupefacto por el coraje y la ferocidad de los huegotes. Se lanzaban al
abordaje sin el menor miramiento por su seguridad, con la convicción de que caer en la batalla era un acto
sagrado, una muerte envidiable.
El navío eriadorano sufrió una segunda sacudida cuando una galera lo embistió por babor, y a
continuación recibió en la proa el impacto de otra nave huegote que estuvo a punto de irse a pique en la
maniobra. A no tardar, pareció que había tantos huegotes como eriadoranos en la cubierta del Tejedor, y
seguían saltando a bordo más y más. Luthien intentó llegar junto a Wallach, que estaba enzarzado en una
feroz lucha cerca de la proa.
—¡No! —gritó el joven Bedwyr, que se paró en seco al contemplar, aterrado, cómo un huegote
ensartaba al capitán con el afilado gancho de un arpeo.
La cuerda se tensó al punto y tiró de Wallach, que lanzó un grito mientras caía por la borda.
Luthien saltó, alarmado, cuando un huegote arremetió contra él por el costado. Sabía que el bárbaro
lo había pillado, que su breve vacilación ante semejante brutalidad le había costado la vida.
Pero el bárbaro se frenó en seco y se volvió para mirar desconcertado al halfling encaramado a la
batayola, o, más bien, al espadín del halfling, cuya esbelta hoja le atravesaba las costillas.
El huegote aulló y dio un salto con intención de agarrar a Oliver y arrastrarlo consigo al agua; pero,
nada más encaramarse a la batayola, recibió un fuerte golpe en un lateral de la rodilla asestado por una
cabilla. Trastabilló, y Katerin se las ingenió para atizarle otra vez, en la cabeza, antes de que
desapareciera por la borda.
—Me gusta mucho más combatir a lomos de mi Pelón —comentó Oliver.
—Pensad en la batalla de la Seo —les recordó Luthien a ambos—. Nuestra única oportunidad es
reunimos cuantos podamos en un grupo defensivo.
La valerosa tripulación del Tejedor de Stratton continuó luchando durante más de una hora,
disfrutando del primer respiro cuando se llegó a un equilibrio de posiciones. Luthien, Katerin, Oliver y
cincuenta hombres y mujeres mantenían la defensa de la cubierta de popa, en tanto que cien huegotes
ocupaban la cubierta principal, más abajo, y sacaban prisioneros y carga del escorado galeón. Para los
bárbaros no eran buenas las perspectivas de abrirse paso subiendo por las dos pequeñas escaleras que
conducían a la cubierta superior; claro que, puesto que sus barcos se estaban llenando con el botín y los
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R.A. Salvatore El rey dragón
prisioneros capturados, y dado que el Tejedor de Stratton se estaba llenando de agua rápidamente, en
realidad no tenían necesidad de hacerlo.
Luthien lo entendió, y también los demás, así que tenían que sacar fuerzas de donde fuera para
lanzar una última y desesperada carga. No tenían esperanza de vencer ni oportunidad de escapar, y todos
lo sabían.
Entonces, un gigantesco huegote sacó a un hombre vestido con túnica marrón y lo tiró sobre la
cubierta.
—¡Hermano Jamesis! —gritó Luthien.
El monje se incorporó y se puso de rodillas.
—Rendid las armas, amigo mío —le dijo a Luthien—. Rennir de Isenlandia me ha asegurado que lo
aceptará.
El joven Bedwyr miró dubitativo a sus compañeros.
—Más vale la vida como esclavo de galeras que la muerte —suplicó el pacífico Jamesis.
—¡Jamás! —gritó una eriadorana, que desató un cabo, lo cogió bajo el brazo y saltó, lanzándose
estoicamente hacia la horda de huegotes.
Antes de que sus compañeros tuvieran tiempo de moverse para ir tras ella o para detenerla, una
lanza la alcanzó brutalmente y la mujer cayó en la cubierta. Los huegotes se abalanzaron sobre ella como
lobos. Finalmente, la mujer salió del amasijo de cuerpos sujeta por un corpulento bárbaro que la arrastró
hasta la batayola y le estampó la cara contra ella.
Después la soltó, y, a saber cómo, la mujer consiguió incorporarse, pero sólo el tiempo suficiente
para que otro bárbaro le hundiera un tridente en el estómago. El musculoso huegote levantó en vilo la
temblorosa figura por encima de la borda y mantuvo la macabra postura unos largos instantes antes de
arrojarla al agua.
—¡Maldito seas! —gritó Luthien al tiempo que descendía la estrecha escalera; llevaba apretada la
espada con tanta saña que tenía blancos los nudillos.
—¡Basta ya! —gimió Jamesis, y el timbre de desesperación del monje consiguió atravesar el velo
de rabia que cegaba al joven—. ¡Te lo suplico, hijo de Bedwyr, por las vidas de quienes te siguen!
—¿Bedwyr? —masculló Rennir con extrañeza; su susurro no lo escuchó nadie.
Al echar una ojeada a los cincuenta hombres y mujeres que tenía detrás, Luthien se quedó sin
argumentos. Estaba convencido de que en parte era responsable de este desastre, puesto que suya había
sido la idea de enviar un solo barco para parlamentar. La única experiencia previa que el joven tenía de
los huegotes le venía de su amigo Garth Rogar, en Dun Varna, y ese hombre había sido uno de los
guerreros más íntegros y razonables que Luthien había conocido.
Quizá debido a esa amistad, el joven Bedwyr había tenido una idea equivocada respecto a los
salvajes hombres de Isenlandia. Ahora un centenar de eriadoranos, o puede que más, estaban muertos, y
otros cincuenta ya habían sido arrastrados a bordo de las galeras como prisioneros. Con los ojos de color
canela húmedos con lágrimas de frustración, Luthien tiró a Cegadora al entrepuente.
Al cabo de un rato, sus compañeros y él contemplaban desde la cubierta de una galera huegota
cómo el Tejedor de Stratton se hundía silenciosamente bajo las olas.
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R.A. Salvatore El rey dragón
VIII
PERSPECTIVAS
Luthien oyó el chasquido de los látigos en las cubiertas de otras naves huegotas, oyó los gritos de
los desdichados marineros eriadoranos que eran bajados a empujones a la bodega para encadenarlos a los
bancos. Algunos de los prisioneros del barco en el que viajaba él recibieron un trato similar; por lo visto,
Luthien y sus amigos no tenían escapatoria. Las sombrías perspectivas de una vida en galeras surgieron,
ominosas, ante el joven Bedwyr, pero tenía más miedo por sus compañeros más cercanos que por sí
mismo. ¿Qué harían los huegotes con Oliver, quien, a todas luces, era demasiado pequeño para remar?
¿Acabaría el presumido halfling convertido en el bufón de una galera sometido a los caprichos de los
brutales bárbaros? ¿O simplemente los fieros hombres de Isenlandia lo echarían por la borda como una
mercancía inútil?
¿Y Katerin? Para ella, como para la otra media docena de mujeres capturadas en la batalla, Luthien
temía lo peor. Los piratas huegotes realizaban largas, largas singladuras que duraban meses más que
semanas. ¿Qué placeres encontrarían los crueles bárbaros en alguien tan hermoso y delicado como
Katerin O'Hale?
Un violento escalofrío sacudió al joven Bedwyr y lo sacó de sus negros pensamientos, obligándolo
a plantearse la realidad en lugar de las perspectivas. Por fortuna, Katerin y Oliver se encontraban en la
misma galera que él, y los dos, junto con Luthien y el hermano Jamesis, no habían sufrido ni el más leve
rasguño hasta el momento. Y seguiría así, se dijo el joven con determinación. Tomó la decisión de que, si
los bárbaros intentaban matar a Oliver o hacer daño a Katerin de una u otra forma, volvería a luchar, y
esta vez llegaría hasta el final, por amargo que fuera. No tenía más armas que sus propias manos, pero
para defender a Oliver, y sobre todo a Katerin, confiaba en que esas manos resultaran letales.
El joven no tardó en darse cuenta de que los huegotes eran muy expertos en su papel de captores, ya
que a los otros y a él los ataron con gruesas cuerdas y los pusieron bajo la vigilancia de una veintena de
corpulentos guerreros. Acabada esta fase, empezó un proceso de selección en la galera, un magnífico
navío que Luthien supuso era el buque insignia de la flota. Unos galeotes viejos y agotados, hombres
demasiado débiles y mal nutridos para seguir cumpliendo las demandas de los bárbaros, fueron sacados a
rastras a la cubierta mientras que otros prisioneros nuevos eran metidos abajo y encadenados a los sitios
vacíos. Por pura lógica, Luthien dedujo lo que pensaban hacer los huegotes, y su conciencia le exigió a
gritos que hiciera algo, lo que fuera. Con todo, los bárbaros mantuvieron sus intenciones lo bastante en
secreto para que el joven Bedwyr y los demás, en especial los esclavos que veían el sol por primera vez
desde hacía semanas, albergaran cierta esperanza. Esa esperanza, esa idea de que todos tenían realmente
algo que ganar si obedecían y algo que perder si causaban problemas, actuó como una droga paralizadora.
En consecuencia, Luthien sólo pudo cerrar los ojos cuando los esclavos reemplazados y sin utilidad
a los fríos ojos de los huegotes fueron arrojados por la borda.
—También yo correré esa suerte —dijo Oliver con firme seguridad—. ¡Y pensar que odio el agua!
—Eso no lo sabemos —susurró Jamesis con voz temblorosa.
Después de todo, el monje había facilitado la rendición, y ahora estaba contemplando el fruto de su
acción. Quizás habría sido mejor para todos haber combatido hasta morir o hasta que el Tejedor se
hubiera ido a pique.
—Soy demasiado pequeño para remar —contestó Oliver.
El halfling se sorprendió al descubrir que lo que más lamentaba en este momento era no haber
tenido tiempo para tantear sus posibilidades con Siobhan.
—Callad —les ordenó Luthien, cortante—. Más vale que no les demos ideas a los huegotes.
—¡Como si les hiciera falta! —replicó Oliver.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Quizá te tomen por un chiquillo —intervino Katerin—. Se sabe que los huegotes han recogido
niños huérfanos y los han criado como isenlandeses.
—Qué idea tan reconfortante —dijo el halfling con sarcasmo—. Y, dime, ¿qué será de mí cuando
vean que no crezco?
—¡Basta! —ordenó Luthien, a quien la ira lo hizo gritar lo bastante fuerte para atraer la atención del
guardia huegote más cercano.
El hombretón miró en su dirección y soltó un gruñido sordo, a lo que el joven Bedwyr respondió
con una mansa sonrisa.
—No tendríamos que haberles permitido que nos ataran —se lamentó Luthien, sin apenas mover los
labios para hablar.
—¿Es que habríamos podido impedírselo? —preguntó Oliver.
El grupo se calló cuando unos cuantos bárbaros se dirigieron hacia ellos, con Rennir, el jefe
huegote, a la cabeza.
—¡He de protestar! —instó el hermano Jamesis al hombretón.
Los blancos dientes de Rennir asomaron entre la tupida barba rubia que le cubría la cara. Su gesto
burlón puso de manifiesto que ya había oído palabras semejantes en anteriores ocasiones, que ya había
visto a gentes «civilizadas» presenciar la justicia huegota antes. Caminó hacia Jamesis con una actitud tan
resuelta que el monje reculó contra la batayola, y Luthien y los demás pensaron por un momento que
Rennir iba a tirar a Jamesis al mar como habían hecho con los esclavos inútiles.
—Hicimos un trato —dijo el monje, aunque con más humildad, cuando el cabecilla huegote se paró
delante de él—. Me garantizaste la seguridad de...
—De tus hombres —finalizó Rennir por él con satisfacción—. No dije nada respecto a los esclavos
que estaban ya en mis galeras. ¿Dónde piensas que os iba a meter a todos?
El huegote volvió la cabeza hacia atrás y esbozó una sonrisa irónica al grupo de subordinados que
estaban cerca y se reían.
El hermano Jamesis buscó desesperadamente algún argumento lógico. En efecto, el huegote estaba
cumpliendo lo acordado palabra por palabra, ya que no la verdadera intención del trato.
—No era necesario que ajusticiaseis a los que os habían servido —balbució el monje—. La isla de
Colonsey no está tan lejos. Podríais haberlos dejado en...
—¿Dejar enemigos en nuestro camino? —bramó Rennir—. ¿Para que vuelvan a luchar contra
nosotros en cualquier momento?
—Encontraríais menos enemigos si tuvierais sentimientos más humanos —intervino Luthien, con lo
que atrajo sobre sí la mirada ceñuda de Rennir.
El cabecilla huegote echó a andar lenta y ominosamente hacia el joven Bedwyr, pero Luthien, a
diferencia de Jamesis, no se amilanó. Por el contrario, se mantuvo erguido, firme la mandíbula y los
hombros cuadrados, con los ojos de color canela fijos en los iris grises del gigantesco huegote. Rennir
llegó ante él, pero, aunque le sacaba varios centímetros, no dio la impresión de empequeñecer a Luthien.
Las miradas enconadas se quedaron trabadas largos segundos sin que ninguno de los dos hombres
hablara o pestañeara siquiera. Después, Rennir pareció reparar en algo —algo relacionado con el aspecto
de Luthien— y el cabecilla huegote dejó de estar en tensión.
—No eres de Gybi —manifestó Rennir.
—Te pido que recojas a esos hombres que están en el mar —repuso Luthien.
Varios bárbaros empezaron a reírse, pero Rennir levantó la mano para acallarlos; en su serio
semblante no había el menor asomo de regocijo.
—¿Mostrarías la misma compasión si los que están en el mar fueran hombres de Isenlandia?
—Lo haría.
—¿Lo has hecho ya?
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R.A. Salvatore El rey dragón
La sorprendente pregunta desconcertó totalmente a Luthien. ¿De qué demonios estaba hablando
Rennir? El joven buscó desesperadamente una respuesta, consciente de que su contestación muy bien
podía salvar la vida de los pobres esclavos. No obstante, al final sólo pudo sacudir la cabeza, sin entender
la intención del huegote.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Rennir.
—Luthien Bedwyr.
—¿De la isla Bedwydrin?
El joven asintió y miró de soslayo a Oliver y a Katerin, quienes se encogieron de hombros, tan
desconcertados como él.
—¿Lo has hecho ya? —insistió el cabecilla huegote.
Entonces se encendió la luz en el cerebro de Luthien. ¡Garth Rogar! ¡El hombre se refería a Garth
Rogar, su amigo más querido, al que había sacado del mar y que se había criado en la Casa Bedwyr como
un hermano! Pero ¿cómo lo sabia Rennir?
En este momento crítico poco importaba tal cosa, y Luthien no tenía tiempo para pensar en ello.
Volvió a cuadrar los hombros y clavó una mirada severa en los grises ojos del huegote.
—Lo he hecho —dijo con total convicción.
Rennir se volvió hacia sus compatriotas.
—Sacad del agua a los esclavos —mandó—, y pasad la orden a las otras naves de que no se arroje a
nadie al mar. —El cabecilla huegote se volvió de nuevo hacia Luthien. En su rostro había una expresión
salvaje que daba miedo—. Es todo lo que te debo —manifestó, y echó a andar.
Al pasar frente a Katerin, le dirigió una mirada lasciva y después soltó una risita queda.
—Me debes un lugar junto a mis hombres —declaró Luthien, y Rennir se paró en seco—. Si ellos
tienen que remar, entonces yo también.
El huegote reflexionó un instante; luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. No
se molestó en mirar hacia atrás de nuevo, y se reunió con sus hombres.
Las galeras avanzaron en una amplia formación alrededor de la costa occidental de Colonsey.
Aquello sorprendió a Luthien y a sus compañeros, pues pensaban que los bárbaros se dirigirían de
inmediato hacia alta mar. Descubrieron el motivo cuando llegaron a una abrigada rada, cruzaron el atolón
a través de un angosto paso, prácticamente invisible desde el mar, y entraron en una ancha y tranquila
laguna.
Un centenar de galeras estaban amarradas a lo largo de la pedregosa playa. Tierra adentro, en la
rocosa ladera, docenas de cabañas hechas de madera o piedra salpicaban el adusto paisaje, y por la boca
de muchas cuevas salía humo.
—¿Cuándo ha ocurrido esto? —musitó Jamesis, pasmado.
—¿Y qué ha pasado con Finterra? —preguntó Luthien, refiriéndose a la pequeña población
eriadorana que existía al nordeste de la isla.
Si un número tan elevado de huegotes había instalado una base en Colonsey, no era una buena señal
para el centenar, más o menos, de personas que habitaban el rústico asentamiento azotado por el viento.
Luthien se daba perfecta cuenta de todas las molestias que se habían tomado los bárbaros para instalarse
allí, y entonces supo sin lugar a dudas que los ataques a Bae Colthwyn no eran simples saqueos.
Disponían de madera en grandes cantidades a pesar de que no había casi árboles en la rocosa Colonsey, y
a Luthien no le pasó inadvertido que entre la muchedumbre reunida en la playa para dar la bienvenida a
las galeras había muchas mujeres huegotes. Ésta era una invasión a gran escala, y Luthien se encogió al
pensar en el sufrimiento que pronto atenazaría a su amado Eriador.
Normalmente a los esclavos no se los sacaba de las galeras cuando estaban en puerto, y, mientras
las otras naves anclaban, la mayoría de los huegotes saltaron por los costados y salieron chapoteando a la
orilla, dejando sólo a unos pocos guardias. De inmediato, Luthien empezó a plantearse las posibilidades
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de huir, pero se sorprendió cuando el barco de Rennir ancló y un grupo de huegotes fue a buscarlos a sus
tres compañeros y a él y los llevó a tierra sin andarse con contemplaciones.
Al joven Bedwyr le fue imposible plantear las obvias preguntas cuando llegó a la rocosa orilla
dando trompicones, puesto que Rennir lo agarró por el cuello de la camisa y casi lo arrastró hacia la
cabaña más grande del asentamiento.
—¡Inclínate ante Asmund, nuestro rey! —fue cuanto dijo el huegote mientras empujaba a Luthien
entre los guardias y lo hacía entrar en una construcción de una única estancia cuadrada.
Con las manos todavía atadas a la espalda, Luthien trastabilló y cayó sobre una rodilla. Se recuperó
enseguida, y se obligó a no mirar hacia atrás cuando oyó que Katerin, o quizá Jamesis, entraba a
continuación. Con toda la calma que fue capaz, Luthien se puso erguido, recuperada su dignidad en parte,
antes de alzar la vista hacia el rey huegote.
Verdaderamente, el aspecto de Asmund era imponente, con el tórax ancho como un barril, una
enorme barba canosa, la piel curtida, y unos ojos de un color azul claro y de mirada tan penetrante que
parecían capaces de atravesar las piedras.
Pero Luthien apenas si reparó en el rey. Se había quedado mudo por la impresión al ver al hombre
que se encontraba de pie junto al gran Asmund en actitud despreocupada.
Un hombre con los ojos de color canela.
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R.A. Salvatore El rey dragón
IX
EL VÍNCULO ERIADORANO
—Ethan —musitó Katerin, incrédula.
Falto de respiración, Luthien empezó a levantarse, pero Rennir lo sujetó de inmediato. El joven
Bedwyr gruñó y se soltó del hombretón con una sacudida, resuelto a ponerse de pie ante Asmund y, sobre
todo, ante el escolta del rey. Era Ethan, desde luego, pero ¡cómo había cambiado su hermano! Una barba
crecida adornaba sus apuestos rasgos distintivos de los Bedwyr, y llevaba el cabello mucho más largo. Sin
embargo, el cambio más notable radicaba en sus ojos, penetrantes, salvajes y peligrosos.
—¿Lo conocéis? —le susurró Oliver a Katerin.
—Es Ethan Bedwyr —dijo la mujer—. El hermano de Luthien.
—Ah, se nota, sí —dijo el halfling, que reparó en el innegable parecido entre los dos hombres,
especialmente en el extraño color canela de sus ojos.
Entonces, al caer en la cuenta de lo chocante de la situación, la sorpresa lo dejó boquiabierto.
Asmund, que parecía muy divertido, se volvió hacia Ethan para que tomara la palabra. Luthien
sintió renacer la esperanza y cobró ánimos.
—Hermano mío —dijo, sin salir de su asombro, cuando Ethan se dirigió hacia él.
—Ya no.
El mayor de los Bedwyr empujó a Luthien y lo obligó a ponerse de rodillas otra vez.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Katerin, que intervino con presteza.
—¡Una mujer de carácter! —exclamó el gigantesco Asmund en tanto que Rennir sujetaba a la
forcejeante muchacha.
—¿Qué demonios te pasa? —demandó Luthien a su hermano al tiempo que giraba sobre una rodilla
y clavaba una dura mirada en él. Volvió la vista hacia Rennir, y después a Ethan otra vez, suplicante—.
¡Detenlo!
Ethan sacudió la cabeza suavemente.
—Ya no —repitió, pero se giró hacia Rennir y le ordenó que soltara a Katerin.
—¡Si crees que te voy a dar las gracias, te equivocas! —le gritó la muchacha, que se movió para
mirarlo cara a cara—. ¡Estás en la punta equivocada de la cuerda, hijo de Gahris!
Ethan levantó la barbilla y sus rasgos adoptaron una expresión entre distante y superior. No
parpadeó siquiera, pero tampoco lanzó invectivas contra Katerin.
—Estás con ellos —manifestó Luthien.
Ethan lo miró con incredulidad, como si tal cosa tuviera que ser obvia.
—¡Traidor! —gritó Katerin.
Ethan levantó la mano y la muchacha giró el rostro, convencida de que la iba a abofetear.
Pero Ethan no lo hizo, ya que recobró la compostura rápidamente.
—¿Traidor a quién? —inquirió—. ¿A Gahris, que me desterró, que me envió lejos para que
muriera?
—Te he estado buscando —intervino Luthien.
—Pues ya me has encontrado —repuso Ethan fríamente.
—Con huegotes —añadió Luthien en un tono de escarnio.
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—Con hombres valientes —replicó su hermano mayor—. ¡Con hombres que no permiten que los
dirija un rey ilegítimo de otra tierra!
Aquello le dio cierta esperanza a Luthien, al menos respecto a la situación de conflicto. Quizá la
invasión huegota no estaba conectada con Verderol.
—¡Eres eriadorano! —chilló Katerin.
—¡No lo soy! —le contestó a gritos Ethan—. No me cuentes entre los cobardes que se encogen de
miedo ante Verderol. ¡No me cuentes entre quienes aceptaron la muerte de Garth Rogar! —Miró a
Luthien a los ojos mientras decía la siguiente frase—. ¡No me cuentes entre quienes lucirían los colores
de lady Avonese, esa zorra pintarrajeada!
Luthien inhaló hondo en un intento de aclarar sus ideas. ¡Ethan estaba aquí! Era algo demasiado
inesperado, una verdadera locura. Pero Ethan no sabía todo lo que había ocurrido en Eriador, se recordó
el joven. Seguramente pensaba que las cosas seguían siendo igual que cuando se había marchado de
Bedwydrin, con Verderol como rey y Gahris como uno de sus muchos lacayos. Pero ¿en qué posición lo
dejaba eso a él? Aunque convenciera a Ethan de la verdad, ¿sería capaz de perdonar a su hermano por
aliarse con los salvajes huegotes contra Eriador?
—¿Cómo te atreves? —bramó Luthien, forcejeando para ponerse de pie.
—Verderol... —empezó a replicar Ethan.
—¡Al diablo con él! —lo interrumpió Luthien—. Esos barcos que tus nuevos amigos han atacado
son eriadoranos, no avoneses. ¡Tus manos están manchadas de sangre de compatriotas!
—¡Maldito seas! —le gritó Ethan, que empujó a Luthien con tanta fuerza que casi lo tiró al suelo—.
Ahora soy huegote, no eriadorano. Y todos los barcos que surcan el mar de Avon sirven a Verderol.
—Habéis matado...
—¡Estamos en guerra! —bramó Ethan ferozmente—. ¡Que Verderol venga al norte con su flota, así
la hundiremos! ¡y, si también mueren eriadoranos en la batalla, pues que así sea!
Luthien apartó la mirada de su hermano y la volvió hacia Asmund; el rey huegote sonreía de oreja a
oreja, con gesto engreído, como si se estuviera divirtiendo mucho con el espectáculo. A Luthien se le
pasó por la cabeza que tal vez su hermano era un títere más que un consejero, y en ese momento deseó
con todas sus fuerzas poder abalanzarse sobre Asmund y estrangularlo.
Pero, al observar a Ethan de nuevo, Luthien tuvo que admitir que su hermano no parecía necesitar
un campeón. La actitud de Ethan había cambiado drásticamente, se había vuelto salvaje para estar acorde
con el fuego que ardía en sus ojos. El joven comprendió que la decisión de Gahris de desterrar a Ethan
casi había acabado con su hermano, y, en esa desesperación, Ethan había hallado una fuerza nueva: la de
la ira más desmedida. Ethan parecía sentirse en casa con los huegotes; tan en su casa que, al constatarlo,
Luthien sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. El joven no pudo menos de preguntarse
si éste era realmente su hermano o si el hermano que había conocido en Dun Varna había muerto.
—Verderol no vendrá al norte —dijo Luthien en voz queda, intentando poner algo de calma en esta
discusión cada vez más enconada.
—Lo hará —insistió Ethan—. Enviará a sus navíos de guerra al norte, uno por uno o en conjunto.
En cualquiera de los dos casos, los destruiremos, los mandaremos a pique, y al diablo con ese debilucho
hechicero que reclama un trono que no le pertenece.
Habría seguido con su diatriba, pero lo interrumpió el inesperado e histérico ataque de risa que
sufrió Luthien. Ethan ladeó la cabeza, tratando de encontrar sentido al hecho de que su hermano se riera
así, pero Luthien echó la cabeza hacia atrás y continuó carcajeándose como si estuviera loco, sin mirar al
mayor. Ethan se volvió hacia Katerin y los otros compañeros de Luthien, pero ellos no le dieron ninguna
explicación.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Ethan con voz tranquila, pero Luthien no pareció escucharlo.
—¡Basta! —rugió Asmund, y Luthien dejó de reírse de golpe y miró a su hermano y al rey huegote
con dureza.
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El hecho de que Ethan traicionara aquel secreto con tanta trivialidad le dio una idea a Luthien de lo
realmente perdido que estaba su hermano. El joven necesitaba algo para cambiar el derrotero de la
conversación, y sólo le quedaba una carta en la mano.
—Gahris ha muerto —anunció con calma. Ethan se encogió, pero después aceptó la noticia con un
cabeceo—. Murió en paz —añadió Luthien pero, de nuevo, Ethan no pareció muy interesado.
—Gahris murió hace muchos años —comentó el hermano mayor—. Murió cuando murió nuestra
madre, cuando Verderol desató la plaga que barrió Eriador de punta a punta.
—¡Te equivocas! —intervino Katerin con osadía—. Gahris se aseguró de que no quedara un solo
cíclope vivo en Bedwydrin, y lady Avonese...
—La zorra —se mofó Ethan.
Katerin resopló desdeñosa, en completo acuerdo con el comentario.
—Murió en las mazmorras de la Casa Bedwyr —terminó la joven.
—No hay mazmorras en la Casa Bedwyr —la contradijo Ethan.
—El eorl Gahris mandó construirlas para ella —repuso Katerin.
—¿Qué es todo eso, Vinndalf? —preguntó Asmund.
Ethan se giró hacia su rey y volvió a encogerse de hombros; estaba demasiado sorprendido para
asimilar tantas cosas.
—¿Vinndalf? —repitió Luthien.
—Mi verdadero nombre —dijo Ethan, cuadrando los hombros.
Luthien ya no pudo contener por más tiempo su cólera.
—Tú eres Ethan Bedwyr, hijo de Gahris, que fue eorl de Bedwydrin —insistió el hermano pequeño.
—Soy Vinndalf, hermano de Torin Rogar —replicó Ethan.
Luthien iba a contestar algo, pero ese último nombre lo pilló por sorpresa.
—¿Rogar? —preguntó.
—Torin Rogar, hermano de Garth —explicó Ethan.
Aquello dejó sin aliento a Luthien. Quería conocer al hermano de Garth Rogar; esa idea resonó en
su mente. Aun así la desechó, consciente de que ese encuentro era para otro momento. Por ahora tenía
muy claro cuál era su deber. Cincuenta vidas dependían de él, y el costo sería mucho mayor si los
huegotes continuaban con sus ataques a lo largo de las costas de Eriador. Todo cuanto Luthien había
descubierto en esta reunión, en particular el hecho de que los huegotes no sabían los recientes
acontecimientos de Eriador y, por ende, que no podían estar aliados con Avon, le había dado esperanza.
Esa esperanza, sin embargo, estaba sofrenada por el hombre que tenía delante, por Ethan, que no era
Ethan.
—En tal caso, mis saludos a Vinndalf —dijo el joven.
Sus palabras sorprendieron a Katerin, que lo miró ceñuda.
—Vengo como emisario del rey Brind'Amour de Eriador.
—No pedimos parlamentar —dijo Asmund.
—Pero ahora sabéis que vuestros ataques a barcos y costas eriadoranos no perjudican a Verderol —
dijo Luthien—. No somos vuestros enemigos.
Aquello provocó muchas risas en los numerosos huegotes que había en la sala, y también en el
exterior, lo que confirmó a Luthien que este reencuentro de los hermanos se había convertido en un
espectáculo público.
—Ethan —dijo Luthien solemnemente—, Vinndalf, soy, o fui, tu hermano.
—En un mundo del que fui expulsado —lo interrumpió el mayor.
—Te busqué —repitió Luthien—. Maté al cíclope que asesinó a Garth Rogar, y después fui en tu
busca, hacia el sur, adonde se suponía que te dirigías.
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—Yo lo conduje allí —no pudo menos de intervenir Oliver, aunque sólo fuera por el hecho de que
le resultaba imposible mantenerse al margen de una conversación durante tanto tiempo.
—También yo consideraba muerto a nuestro padre —continuó Luthien—, aunque te aseguro que al
final se redimió.
—Habló de ti la noche que murió —dijo Katerin—. La culpabilidad le pesaba como una losa.
—No podía ser de otra forma —repuso Ethan.
—Estoy de acuerdo —convino Luthien—. Y no busco excusas para el mundo del que huiste. Pero
ese mundo ya no existe, lo prometo. Eriador es libre ahora.
—¿Qué nos importa a nosotros vuestras insignificantes pendencias? —preguntó Asmund,
incrédulo.
Luthien sólo tuvo que mirar al rey para darse cuenta de que el huegote temía que lo privara de una
diversión.
—Hablas de Verderol y Eriador como si no fueran lo mismo. ¡Para nosotros sois degjern-alfar, y
nada más!
Luthien conocía la palabra degjern-alfar, un término isenlandés para referirse a cualquiera que no
fuera huegote.
—Soy huegote —insistió Ethan antes de que Luthien tuviera ocasión de hacer alusión a su
ascendencia eriadorana. Ethan miró a Asmund, que asentía con la cabeza—. Huegote por derecho.
—Eres un huegote que comprende la importancia de lo que digo —se apresuró a añadir Luthien—.
Eriador es libre; pero, si continuáis con los ataques, estaréis ayudando a Verderol en su propósito de
reconquistarnos y someternos a su perversa tiranía.
Por primera vez, Luthien tuvo la impresión de que sus palabras habían calado en su testarudo
hermano. Sabía que Ethan, por mucho que proclamara lealtad a los islandeses, estaba entusiasmado con la
idea de que Eriador se hubiera independizado de Avon. Y también sabía que para su hermano resultaba
una verdadera tortura imaginar que las acciones huegotes, y las suyas propias, podrían ayudar al hombre
que, al desatar la plaga, había matado a su madre y quebrantado moralmente a su padre.
—¿Y qué es lo que esperas de mí? —preguntó el hermano mayor tras una breve pausa.
—Que desistáis —dijo Oliver, que se puso delante otra vez.
Luthien habría querido abofetear al halfling por buscar protagonismo en un momento tan crucial.
—Tomad vuestras estúpidas naves y regresad a donde pertenecéis. Tenemos ochenta barcos de
guerra...
El joven Bedwyr apartó a Oliver, y, al ver que el halfling se resistía, Katerin lo agarró por el cuello
de la camisa, le hizo dar media vuelta, y clavó una mirada ceñuda en él; esa mirada produjo en Oliver el
efecto de imaginarse a sí mismo tirado en el suelo con la mujer de Hale sentada sobre él.
—Uníos a nosotros —ofreció Luthien, siguiendo un repentino impulso.
Se dio cuenta de lo necia que sonaba su propuesta cuando aún no había terminado de pronunciar las
palabras, pero sabía que la mayor equivocación que uno podía cometer con un huegote (como Oliver
acababa de hacer) era lanzar un desafío a su honor. Amenazar al rey Asmund con ochenta galeones
obligaría al feroz bárbaro a aceptar la guerra.
—Con casi ochenta barcos de guerra nuestros y vuestra flota, podríamos...
—¿Es eso lo que me pides? —lo interrumpió Ethan al tiempo que se daba una palmada en el pecho.
Luthien se puso más erguido.
—Eres mi hermano —dijo firmemente—. Y somos de Eriador, digas lo que digas ahora. Te exijo
que pidas a tu rey que detenga los ataques a la costa eriadorana. A pesar de lo ocurrido, no somos
vuestros enemigos.
Ethan resopló con desprecio y ni siquiera se molestó en volver la vista hacia Asmund.
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—No des por hecho que mi opinión tiene tanto peso para influir en mis hermanos huegotes —
manifestó Ethan—. El rey Asmund, no yo, es quien decide el curso que han de seguir los huegotes.
—Pero sí lo secundas de buena gana —acusó Luthien, cuyo semblante se crispó por la ira—.
¡Mientras morían eriadoranos, Ethan Bedwyr no hizo nada!
—Ethan Bedwyr está muerto —replicó el que ahora se hacía llamar Vinndalf.
—¿Y es que Vinndalf no recuerda todo lo bueno que aportó Luthien a su vida anterior, cuando era
más joven? —preguntó Katerin.
Los anchos hombros de Ethan se hundieron un fugaz instante, una sutil indicación de que la joven
de Hale le había llegado al corazón. Pero Ethan se irguió y miró a su hermano duramente.
—Esto es lo que le pediré a mi rey en tu favor —dijo con voz inexpresiva—: Con su
magnanimidad, el poderoso Asmund os permitirá marchar. Se os llevará de vuelta a ti, a Katerin y a tu
engreído y enclenque amigo a la costa de Bae Colthwyn, al sur de Gybi.
—¿Y los demás? —preguntó Luthien, sombrío.
—Fueron apresados en buena lid —replicó Ethan.
Luthien cuadró los hombros y sacudió la cabeza.
—Todos ellos, hombres y mujeres, tienen que volver a Eriador, a su tierra —insistió.
Durante un largo instante pareció que las posturas eran irreconciliables. Entonces, Rennir, que había
disfrutado de lo lindo con todo ello, cruzó la sala y le tendió Cegadora a Ethan. El hermano mayor
contempló larga e intensamente la espada, la reliquia más importante de su anterior familia. Al cabo de un
momento, soltó una queda risita y, después, mirando fijamente a Luthien en un gesto de abierto desafío,
se ciñó la magnífica arma a la cintura.
—Dijiste que ya no pertenecías a la familia Bedwyr —comentó el hermano pequeño, buscando
cierta ventaja y procurando contener la creciente cólera.
Ver a Ethan, a Vinndalf, con esa espada le resultaba casi de todo punto insoportable.
—Muy cierto —repuso Ethan con indiferencia, como si tal cosa no tuviera la menor importancia.
—Y sin embargo llevas la espada de Bedwyr.
Ahora le llegó a Ethan el turno de prorrumpir en carcajadas, y Rennir, Asmund y los demás
huegotes se sumaron a su alborozo.
—Llevo una espada arrebatada a un enemigo vencido —lo corrigió Ethan—. Ganada en buena lid,
como los hombres que nos servirán como esclavos. Acepta mi oferta, hermano. Vete, y llévate a Katerin.
No puedo garantizar su seguridad aquí. Y, en cuanto a tu pequeño amigo, te aseguro que tendrá un
horrible final a manos de los hombres de Isenlandia, que no aceptan semejante debilidad.
—¿Debilidad? —farfulló Oliver, pero Katerin le puso la mano en la boca para acallarlo antes de que
consiguiera que los mataran.
—Los quiero libres a todos ellos —reiteró Luthien con firmeza—. Y también quiero la espada.
—¿Por qué iba a dártelos? —preguntó Ethan.
—¡No tienes que darme nada! —bramó Luthien cuando las risas estallaron de nuevo a su
alrededor—. Yo no pido nada a alguien tan cobarde que niega su cuna. ¡Pero tendré lo que quiero con
derramamiento de sangre, ya que no es posible apelando a mi propia sangre!
Ethan echó la cabeza hacia atrás ante este abierto desafío.
—Hemos luchado antes —dijo. Luthien no respondió—. Y salí victorioso —le recordó Ethan.
—Era más joven.
El mayor de los Bedwyr miró a Asmund, impasible.
—Los esclavos no te pertenecen para que puedas darlos —intervino Rennir—. Los capturé yo.
—Cierto —admitió Ethan.
—En tal caso, lucha por la espada —sugirió Asmund.
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El joven Bedwyr los detuvo todos, pero trastabilló hacia atrás por el brutal impacto de los golpes.
Quería realizar un contraataque rápido, pero su espada, mucho más pesada que el arma que estaba
acostumbrado a manejar, no le permitía una reacción veloz, así que retrocedió mientras Ethan, en cuyos
ojos había una expresión salvaje, siguió avanzando y descargando golpes con una total despreocupación
por su propia seguridad.
Luthien se concentró en conservar las fuerzas, en parar los ataques moviéndose lo menos posible.
Cedió terreno de buen grado, llegó cerca de la pared de la cabaña y varió su ángulo para así, impulsado
por otro golpe brutal, salir por la puerta a la cegadora luz del día.
Una muchedumbre de huegotes se apelotonó alrededor de los hermanos enzarzados en combate;
Luthien vio a Katerin y a Oliver salir de la cabaña, y que Rennir los apartaba a empellones para hacer
sitio al sonriente Asmund.
El joven Bedwyr comprendió que esto era una gran diversión para los feroces isenlandeses.
El suelo irregular y pedregoso restó en parte la ventaja que tenía Ethan al luchar con un arma más
ligera y rápida. De pronto, el juego de piernas cobró suma importancia, y ningún espadachín que
conociera Luthien, con la posible excepción del ágil Oliver deBurrows, lo aventajaba en esa disciplina.
Luthien se desplazó ágilmente sobre el irregular terreno, interponiendo hábilmente la pesada arma para
frenar cualquier ataque de Ethan. Llegó a un sitio donde el suelo se inclinaba mucho y vio su oportunidad.
El joven Bedwyr subió, fuera del alcance de Cegadora, mientras Ethan se adelantaba por debajo de él, y
entonces Luthien cargó con ferocidad, aprovechando el impulso de la bajada, y puso en apuros a su
hermano con una serie de violentos golpes.
En un equilibrio perfecto, Ethan ofreció una defensa sin fisuras, desbaratando o parando cada
arremetida. A Luthien se le ocurrió entonces, cuando creía que llevaba ventaja, que el desenlace de este
combate no lo beneficiaría. Ganara o perdiera, se encontraría en un atolladero. ¿Sería a muerte? En tal
caso, ¿cómo iba a ser capaz de matar a su hermano? Y, aunque no fuera a muerte, Luthien comprendía
que tenía mucho que perder; y Ethan también lo sabía, ya que sin duda había conseguido ser aceptado por
los feroces bárbaros sólo por su destreza en la lucha. Ahora, si con este enfrentamiento Ethan perdía el
respeto de los huegotes...
A Luthien no le gustaban las perspectivas, pero no tenía tiempo para ponerse a pensar otra salida al
conflicto. Ethan subió por la empinada roca, intentando situarse por encima de él, y Luthien tuvo que
esforzarse al máximo para conservar su posición.
Cegadora avanzó brusca e inesperadamente en una maliciosa cuchillada mientras los hermanos
continuaban ascendiendo por la roca. A Luthien le era del todo punto imposible interponer la pesada arma
a tiempo ni hacer un quiebro con el cuerpo para esquivar el golpe a causa de la difícil postura, así que en
lugar de eso rodó sobre sí mismo, fuera del alcance de Ethan y luego cuesta abajo, llegó al suelo de pie,
en perfecto equilibrio y unos seis metros debajo de la posición de su hermano.
Oyó a Katerin gritarle, y también escuchó el gemido de Oliver entre el clamor de un centenar de
huegotes sedientos de sangre.
Ethan descendió, espoleado por sus camaradas, pero Luthien no estaba dispuesto a cederle una
posición más elevada, así que se alejó corriendo de la empinada ladera. Ethan gritó mientras lo perseguía,
e incluso llegó a llamarlo cobarde.
Luthien no era cobarde, pero había aprendido a apreciar la ventaja de elegir el terreno en el que
pelear. Y así ocurrió ahora, mientras Ethan se aproximaba rápidamente. El joven Bedwyr se dirigió por la
playa hacia un pequeño malecón, desplazándose ágilmente sobre las piedras. Ahora era él quien estaba en
terreno alto, pero Ethan, cegado por la rabia, con la adrenalina corriendo a raudales por sus venas, no
frenó la carrera y descargó tajos salvajemente, lanzó estocadas aquí y allí, buscando un hueco en las
defensas de Luthien.
Pero no había tal hueco; las paradas del joven Bedwyr resultaron perfectas, aunque Ethan consiguió
encaramarse a las piedras al tiempo que atacaba y se fue acercando de manera gradual a la posición de
Luthien. El hermano menor se dio cuenta de la táctica, por supuesto, y podría haberla cortado
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simplemente con ponerse directamente delante de Ethan para frenar su avance, pero tenía otra idea en
mente.
Ethan llegó arriba. La espada de Luthien amagó a las rodillas del hermano mayor, y Ethan saltó
hacia atrás al tiempo que descargaba un violento tajo de arriba abajo.
El movimiento de Luthien era un engaño; sin acabar la maniobra, y mientras Ethan iniciaba el obvio
contraataque, el joven Bedwyr retrocedió un paso, cambió el agarre de la pesada arma, y varió la
trayectoria no para parar a Cegadora, sino para desviarla. En el momento en que la espada de Ethan se
desplazaba chirriando sobre la hoja enemiga, Luthien giró su arma y empujó hacia abajo. Ethan,
desequilibrado, no pudo evitarlo, y de la fina punta de Cegadora saltaron chispas cuando la reluciente
cuchilla se hundió por una grieta, entre roca y roca.
Dado su posición más baja, a Ethan le fue imposible tirar inmediatamente de la espada para sacarla.
Con dar un paso hacia arriba habría sido suficiente para hacerlo, pero no pudo dar ese paso. Había
perdido una fracción de segundo y, por supuesto, en un combate contra el astuto Luthien esa fracción de
segundo era demasiado tiempo.
Fin de la partida.
Luthien lo sabía, pero no tenía la menor idea de qué hacer. La imagen de Katerin y Oliver como
prisioneros de los huegotes pasó veloz por su mente, si bien no parecía probable que su reino en ciernes,
Eriador, sobreviviera a su victoria. De repente, perdió pie y cayó en las rocas; la espada rebotó lejos de él.
Rodó sobre sí mismo para sentarse mientras se apretaba la mano magullada y sangrante.
Ethan estaba de pie junto a él, con Cegadora en la mano. Al mirar sus ojos, los ojos Bedwyr que
eran la marca familiar, Luthien creyó por un momento que su hermano iba a matarlo.
Entonces Ethan pareció vacilar, inseguro de sí mismo, una mezcla de frustración y rabia. No podía
hacerlo; no podía matar a su hermano, y ese hecho parecía irritar mucho al hombre que se hacía llamar
Vinndalf.
Cegadora se adelantó y quedó apoyada a un lado del cuello de Luthien.
—¡Reclamo la victoria! —bramó Ethan.
—¡Basta! —gritó Asmund con voz atronadora antes de que Ethan hubiera terminado la frase.
El rey huegote le dijo algo al hombre que estaba a su lado, y un grupo de bárbaros se adelantó para
reunirse con los hermanos.
—¡A la Sala del Rey! —le ordenó a Ethan uno de ellos.
Mientras otros dos levantaban a Luthien bruscamente y lo llevaban casi a rastras por la playa ante
los ojos de un centenar de curiosos, Oliver y Katerin entre ellos, hasta el interior del alojamiento del rey
Asmund. Allí lo arrojaron al suelo, al lado de su hermano, que estaba de pie, y después todos los
huegotes, a excepción del propio Asmund, se marcharon enseguida.
Luthien miró de manera alternativa al rey y a su hermano y luego se incorporó lentamente. Ethan ni
siquiera lo miró.
—Chico listo —felicitó Asmund al joven Bedwyr.
Luthien lo observó escéptico, ignorando qué se proponía el rey.
—Lo derrotaste —dijo Asmund sin andarse por las ramas.
—Eso pensé, pero... —intentó contestar Luthien.
La risotada de Asmund lo hizo enmudecer.
—¡Reclamo la victoria! —gruñó Ethan.
El rey dejó de reír bruscamente y miró al mayor de hito en hito.
—No hay deshonra en ser derrotado a manos de un diestro guerrero —afirmó el huegote—. Y, a mi
modo de ver, tu hermano es tan diestro como tú.
Ethan bajó la vista, suspiró hondo y se volvió hacia Luthien.
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—Me engañaste dos veces con trucos —manifestó—. La primera, metiendo la hoja de mi espada
entre las rocas, y después fingiendo que resbalabas.
—Las piedras estaban húmedas, resbaladizas por las algas —protestó el pequeño.
—Pero no resbalaste —reiteró Ethan.
—No —convino Asmund—. Cayó porque creyó que era lo mejor que podía hacer. —El rey se echó
a reír de nuevo al ver la expresión incrédula que se plasmó en el semblante de Luthien—. No habrías
matado a Ethan —añadió el perspicaz rey—. Y albergabas la esperanza de que él no te mataría a ti. Sin
embargo, si lo derrotabas, temías que, a pesar de que nuestro acuerdo se cumpliría respecto a la espada y
a tu libertad y la de tus amigos, cualquier oportunidad de conseguir algo mejor, de que nuestros ataques a
vuestras costas terminaran, se iría al garete.
Luthien estaba desconcertado. Asmund había visto su estratagema con una facilidad pasmosa. No
sabía qué contestar, así que se quedó callado y tan sereno como le fue posible esperando la resolución del
rey.
Ethan parecía estar más molesto con todo el asunto que el propio Asmund. Tampoco él podía negar
lo acertado de la intuición de Asmund. Cuando Cegadora se metió en la grieta, Luthien tuvo toda la
ventaja a su favor, pero entonces se había caído. Al examinarlo de manera retrospectiva, Ethan tuvo que
admitir que su hermano, con su gran dominio del equilibrio y de los movimientos, no podía haber
resbalado en ese momento crítico.
Asmund pasó un largo rato estudiando a los dos hombres.
—Sois los únicos eriadoranos que he llegado a conocer a fondo —dijo finalmente—. Hermanos de
una buena estirpe, lo reconozco.
—¿A pesar de mi resbalón provocado? —osó preguntar Luthien, y se tranquilizó mucho cuando
Asmund se echó a reír otra vez.
—¡Bien hecho! —jaleó el rey—. De haber derrotado a Ethan, habrías ganado tu vida y la de tus dos
amigos. Ah, y la espada, que no es poca cosa.
—Pero el precio habría sido demasiado alto —repuso el joven—, ya que entonces la oportunidad de
parlamentar se habría malogrado, y la posición de Ethan habría salido malparada ante vosotros.
—¿Morirías por Eriador? —preguntó Asmund.
—Desde luego.
—¿Y por Ethan, al que llamamos Vinndalf?
—Por supuesto.
El modo de responder de Luthien, escueto y llano, conmovió a Ethan profundamente y lo obligó a
recordar aquellos días en Dun Varna con su hermano pequeño, primero un muchacho y después un
hombre, al que siempre había amado. Ethan se sentía ahora herido de verdad, por sus propios actos, por la
idea de que podía haber matado a Luthien en el duelo. ¿Cómo pudo consentir que la ira lo dominara de
ese modo?
—Y Ethan ¿moriría por ti? —preguntó Asmund.
—Sí, lo haría —contestó Luthien sin molestarse siquiera en mirar a su hermano para tener
confirmación de su aserto.
Asmund volvió a estallar en carcajadas.
—Me caes bien, Luthien Bedwyr, y te respeto, como también respeto a tu hermano.
—Su hermano ya no lo es —comentó Ethan antes de pensar lo que decía.
—Siempre lo serás —lo corrigió el rey—. Si ya no lo fueras, habrías reclamado la victoria con la
espada, y no con la boca.
Ethan bajó los ojos.
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—¡Y yo te habría matado! —gritó Asmund al tiempo que se levantaba del trono tan bruscamente
que sobresaltó a los hermanos. El rey se sosegó enseguida y regresó a su asiento—. Cuando hablamos
antes, dijiste que no éramos enemigos —dijo a Luthien.
—No lo somos —reiteró el joven—. Los eriadoranos luchan contra los huegotes sólo cuando los
huegotes atacan a Eriador. Pero afirmo que hay algo mucho peor que cualquier enemistad entre nuestros
pueblos, una lacra en la tierra...
Asmund movió la mano en el aire para cortar el discurso antes de que Luthien se dejara llevar por la
oratoria.
—No tienes que convencerme de la maldad del rey de Avon —explicó el huegote—. Tu hermano
me ha hablado de Verderol y yo mismo he sido testigo de su perversidad. La plaga que asoló Eriador no
se detuvo en vuestras fronteras.
—¿Afectó a Isenlandia? —preguntó Luthien, impresionado.
Asmund denegó con la cabeza.
—No llegó a nuestras costas porque los que resultaron afectados en el mar no se atrevieron a
regresar —explicó—. Nuestros clérigos descubrieron el origen de la plaga y, desde entonces, el nombre
de Verderol ha sido como una maldición.
»Tú fuiste el mejor amigo de Garth Rogar —dijo de repente el rey, cambiando de tema tan
inesperadamente que cogió desprevenido a Luthien—. Y Torin Rogar se cuenta entre mis amigos más
íntimos.
La cosa iba muy bien, y Luthien se atrevió a albergar esperanzas. Estaba seguro de que Oliver,
Katerin y él tenían garantizada la libertad, pero ahora quería llegar un poco más lejos.
—Garth Rogar fue el único huegote que llegué a conocer a fondo —dijo—. ¡Un ejemplo típico de
una buena estirpe, vive Dios!
De nuevo Asmund estalló en carcajadas.
—No somos vuestros enemigos —repitió Luthien con firmeza, haciendo que el rey adoptara una
actitud más seria.
—Es lo que tú dices —comentó Asmund, que se echó hacia delante en el trono—. ¿Y Verderol es
vuestro enemigo?
Luthien se dio cuenta de que estaba pisando un terreno inestable. Sus entrañas lo instaban a gritar
«sí», pero, oficialmente, hacer tal declaración respecto a un monarca de otro país podía acarrear serios
problemas.
—Insinuaste una alianza entre nuestros pueblos en una posible guerra contra Verderol —continuó
Asmund—. Un tratado así podría resultar oportuno.
Luthien se sentía esperanzado y titubeante por igual. Quería responder, prometer, pero no podía
hacerlo. Todavía no.
Asmund observó cada uno de sus gestos: el que cerrara los puños a los costados; el que fuera a decir
algo para, de inmediato, tragarse las palabras.
—Vuelve con tu rey, Luthien Bedwyr —dijo el cabecilla huegote—. Y envíame antes de un mes un
tratado oficial en el que se reconozca a Verderol como nuestro común enemigo. —Asmund se recostó en
el respaldo y esbozó una sonrisa irónica—. Hemos venido para guerrear, en nombre de nuestro Dios y por
su voluntad —proclamó, un recordatorio a Luthien no demasiado sutil de que estaba tratando con un
pueblo fiero—. Y por lo tanto lucharemos. Envía ese tratado o nuestras galeras asolarán vuestra costa
oriental, como habíamos planeado.
Luthien también hubiera querido responder a esa amenaza, contrarrestarla con la advertencia de los
barcos de guerra eriadoranos que defendían el litoral contra los huegotes, pero, muy juiciosamente, lo
dejó estar.
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—¿Un mes? —preguntó con escepticismo—. En ese plazo apenas podría llegar a Caer MacDonald
y regresar. Hay una semana a Gybi...
—Tres días en una galera —lo corrigió Asmund.
—Y otros diez de viaje a caballo a galope tendido —añadió Luthien, que procuraba no pensar en el
sufrimiento que los esclavos tendrían sin duda que soportar para llevarlo tan pronto hasta tan lejos.
—Enviaré a tu hermano a Gybi para que haga de emisario —concedió Asmund.
—Envíalo a Chalmbers, al oeste de aquí —pidió Luthien—. Sería una cabalgada más corta en mi
viaje de regreso desde Caer MacDonald.
—De acuerdo —accedió Asmund—. Un mes, Luthien Bedwyr, ¡y ni un día más!
Luthien no tenía más argumentos que esgrimir.
Asmund les dio permiso para que se marcharan Ethan y él. El hermano mayor era el encargado de
hacer los preparativos para mandar a Luthien, Katerin, Oliver y el hermano Jamesis de vuelta al
continente. Los otros cincuenta eriadoranos se quedaban prisioneros, pero Luthien consiguió arrancar la
promesa de que no serían maltratados y se los liberaría cuando se entregara el tratado.
Al cabo de una hora, la nave estaba preparada para zarpar. Los tres compañeros de Luthien estaban
a bordo, pero el joven Bedwyr se rezagó a propósito, ya que necesitaba tener un momento en privado con
su hermano.
Ethan parecía sentirse realmente incómodo, turbado con toda la situación, con su actitud y su papel
en los ataques huegotes.
—No lo sabía —admitió—. Pensé que las cosas seguían igual que antes, que Verderol todavía
reinaba en Eriador.
—¿Es eso una disculpa? —preguntó Luthien.
—Una explicación, nada más —repuso Ethan—. Yo no controlo las acciones de mis hermanos
huegotes, ni mucho menos. Si me toleran es sólo porque les he demostrado mis aptitudes en la lucha y mi
valor, y por lo que les conté sobre Garth Rogar.
—Fui al sur a buscarte —dijo Luthien.
Ethan asintió, y pareció estar agradecido por ello.
—Nunca fui hacia el sur —contestó—. Gahris me ordenó ir a Puerto Carlo y allí coger un barco
hasta Carlisle, donde me darían un rango de poca importancia en el ejército de Avon y me enviarían al
reino de Duree.
—Para combatir junto al ejército gascón en su guerra —terminó Luthien, ya que conocía la historia.
—Sí, y probablemente para morir allí, en aquel lejano reino. Pero no acepté ese destierro, así que
elegí el que yo quise.
—¿Con los huegotes? —Luthien no podía creerlo.
Ethan sacudió la cabeza y sonrió.
—En Finterra —aclaró—. Viajé hacia el sur desde Bedwydrin durante un tiempo, después giré
hacia el este, a través de la Brecha de Bruce MacDonald. Me dirigí a Gybi, donde pagué generosamente
por un pasaje, en secreto, a la isla de Colonsey. Pensé que podría vivir discretamente en Finterra el resto
de mi vida. Allí hacen muy pocas preguntas.
—Pero llegaron los huegotes y arrasaron la población —acusó Luthien, cuya voz se tornó severa al
imaginar las muertes de muchos eriadoranos.
Ethan sacudió la cabeza y frenó la imaginación desbocada de su hermano.
—Finterra sigue intacta hoy por hoy —dijo—. Ningún hombre ni ninguna mujer de esa villa fueron
heridos o capturados.
—Entonces ¿cómo?
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—Mi barco no llegó nunca allí. Naufragó en una tormenta —explicó Ethan—, Los huegotes me
sacaron del mar. Sólo la casualidad los puso en mi camino, y también fue simple casualidad, un golpe de
suerte, que el capitán de la galera fuera Torin Rogar.
Luthien guardó silencio un momento mientras asimilaba el relato de su hermano.
—Un golpe de suerte para ti y, al parecer, para Eriador —dijo al cabo.
—Estoy contento por lo que me has contado de nuestro querido Eriador —manifestó el mayor, que
desabrochó el talabarte y tendió Cegadora a Luthien—. Estoy orgulloso de ti, Luthien Bedwyr. Lo justo
es que seas tú quien lleve la espada de la familia. —El semblante de Ethan asumió una expresión severa e
inflexible—. Pero entiende que ahora soy huegote, y no de tu familia. Envía el tratado a mi rey o
nosotros, yo también, lucharemos contra ti.
Luthien se dio cuenta de que esas palabras eran una promesa, no una amenaza, y le dio crédito.
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XI
POLÍTICA
Increíblemente, menos de dos semanas después de salir del campamento huegote en Colonsey,
Luthien y Oliver tenían la gran Seo de Caer MacDonald a la vista. Habían cubierto cientos de kilómetros
por mar y tierra, y Río Cantarín y Pelón estaban agotados. Katerin no había regresado con ellos, sino que
había ido hacia el sur desde Gybi en la goleta, con Ethan y el hermano Jamesis, con destino a la ciudad
portuaria de Chalmbers.
—El viaje de vuelta será más fácil —comentó Luthien a su exhausto compañero—. Utilizaremos la
magia de Brind'Amour para cruzar la parte de tierra firme. Quizá nuestro rey nos acompañe, si quiere
firmar personalmente el tratado con Asmund de Isenlandia.
Oliver torció el gesto ante el inagotable optimismo del joven Bedwyr. Durante todo el viaje, el
halfling había intentado tranquilizar a Luthien, atemperar ese efervescente optimismo con algunos
obstáculos reales con los que Luthien aparentemente no contaba. Hasta el momento, Oliver había
procurado ser sutil, pero por lo visto no había funcionado.
Sofrenó a Pelón y Luthien hizo otro tanto con Río Cantarín y se detuvo al lado del halfling; después
siguió la mirada de Oliver hacia la gran catedral. Imaginó que Oliver sólo quería disfrutar un instante de
la espectacular vista de esta ciudad que se había convertido en su hogar.
—Brind'Amour no estará de acuerdo —dijo el halfling.
Luthien estuvo a punto de caer del caballo, y se quedó mirando, boquiabierto, a su pequeño
compañero.
—Mi querido y palurdo amigo —explicó Oliver—, un tratado no hay que tomarlo a la ligera.
Luthien creyó que se refería al tratado pendiente con Asmund. ¿Quería decir el halfling que
Brind'Amour no negociaría con los huegotes? El joven Bedwyr se dispuso a discutir esa opinión, pero
Oliver puso los ojos en blanco y dio un taconazo a Pelón; el flaco poni salió al trote.
Antes de una hora, los dos amigos se encontraban delante de Brind'Amour en el salón de audiencias
de la Seo. Luthien narró con entusiasmo los detalles del encuentro con los huegotes y la posibilidad de
firmar una tregua. El viejo mago que era el rey de Eriador se alegró con la noticia de que los huegotes no
estaban aliados con Verderol, pero su ancha sonrisa desapareció poco a poco, y Brind'Amour pasó más
tiempo mirando al mundano Oliver que a Luthien conforme el joven Bedwyr iba revelando el fondo de la
historia.
—Y lo único que tenemos que hacer es enviar un tratado al rey Asmund antes de transcurrido un
mes —acabó Luthien, ajeno al ambiente lúgubre que había a su alrededor—. ¡Y al infierno con Verderol!
Si el joven Bedwyr esperaba que Brind'Amour diera saltos de alegría se llevó un buen chasco. El
rey de Eriador se recostó en el trono mientras se atusaba la barba, con los ojos mirando al vacío.
—¿Quieres que redacte un borrador? —preguntó Luthien, esperanzado, aunque empezaba a darse
cuenta de que algo no iba bien.
Brind'Amour lo miró a los ojos.
—Si lo haces, también tendrás que redactar una explicación adecuada para nuestros aliados
gascones —contestó.
Luthien no pareció entenderlo. Miró a Oliver, que se limitó a encogerse de hombros y a recordarle
de nuevo que existía un tratado que podía interponerse en estos planes.
De repente, Luthien comprendió que las dudas de Oliver no estaban motivadas por el posible
tratado entre Brind'Amour y Asmund, sino por el que ya había sido firmado.
—Nada es tan sencillo como pensaría un palurdo —dijo el halfling secamente.
71
R.A. Salvatore El rey dragón
El joven Bedwyr decidió que tendría que hablar con Oliver respecto a su constante alusión a
palurdos, pero ahora no era el momento ni el lugar para hacerlo.
—Está el asunto de un tratado firmado por mí y por la duquesa de Mannington en representación
del rey Verderol —aclaró Brind'Amour, tomando el argumento del halfling—. No estamos en guerra con
Avon, y el pacto no incluye medidas de precaución contra posibles invasiones.
El sarcasmo hirió profundamente a Luthien. Entendía el pragmatismo de todo el asunto, por
supuesto, pero a su modo de ver Verderol ya había roto el tratado en infinidad de ocasiones.
—La cañada de Sougles —dijo, sombrío—. Y Menster. ¿Acaso lo has olvidado?
Brind'Amour se adelantó bruscamente con ojos chispeantes.
—¡Claro que no! —gritó, y la simple fuerza de su voz hizo que Luthien retrocediera un paso. El
viejo mago se tranquilizó al momento y se sentó erguido—. En ambos casos, ataques de cíclopes.
—Pero sabemos que Verderol está detrás de ellos —replicó Luthien rebosante de decisión, de rabia
frustrada.
—Lo que sabemos y lo que puede probarse son cosas muy distintas —comentó Oliver.
—Cierto —convino el rey—. Y en un terreno estrictamente ético, estoy de acuerdo contigo —le
dijo a Luthien—. No me desagrada la idea de emprender una guerra contra el rey de Avon con aliados
huegotes. Sin embargo, en el terreno político estaríamos buscándonos graves problemas que nos llevarían
a un completo desastre. Cualquier ataque a Avon no sería bien visto por los señores de Gasconia, porque
perjudicaría su comercio con ambos reinos y porque haría escarnio del apoyo que, como supuestas
víctimas, nos dieron en el anterior conflicto. Esta vez no nos respaldarían, me temo. Puede que ofrecieran
barcos de guerra a Verderol para que la guerra, y la amenaza huegote, acabara pronto.
Luthien apretó los puños. Miró a Oliver, que se encogió de hombros, y después a Brind'Amour,
aunque estaba tan furioso que un velo rojo apenas le dejaba distinguir las formas.
—Si no nos aliamos con Asmund —dijo lentamente, poniendo énfasis en cada palabra—, entonces
nos veremos forzados a una guerra contra los huegotes.
Brind'Amour asintió con la cabeza y después soltó una risita.
—Qué tremenda ironía —dijo—. Podría ocurrir que Eriador hiciera causa común con Avon en
contra de los huegotes. —Sus palabras fueron como un puñetazo para Luthien que se tambaleó—. Oh, sí
—le aseguró el rey—. Mientras estabas de viaje, llegó un emisario del rey Verderol pidiendo alianza
contra los molestos bárbaros de Isenlandia.
—Pero ¿y Menster? —protestó Luthien— ¿Y la cañada de Sougles? ¿Y todas las otras masacres
perpetradas por...?
—Por los brutos de un ojo —lo interrumpió Oliver—. Perdona, pero sólo estoy interpretando el
papel del embajador gascón —se apresuró a añadir al ver el ceñudo y amenazador gesto de su amigo.
—¡Cíclopes instigados por Verderol! —le gritó Luthien.
—Tú sabes que lo sé —repuso Oliver—, pero los gascones son otro cantar.
—Oliver interpreta muy bien el papel —comentó Brind'Amour.
Luthien suspiró hondo, procurando contener su creciente rabia.
—Verderol ha instigado los ataques —dijo el rey al joven.
—Verderol jamás aceptará un Eriador independiente —replicó Luthien.
—Que así sea —dijo Brind'Amour—. Nos las veremos con él como podamos. Durante tu ausencia,
nuestras tropas no han estado ociosas. Siobhan y los Tajadores han estado trabajando con los enanos del
rey Bellick dan Burso, y hemos descubierto el paradero de un gran campamento cíclope.
—Es decir, que nos aliamos con Verderol contra los huegotes en el mar mientras que luchamos
contra sus aliados en las montañas. —En la voz de Luthien había un timbre asqueado.
—Te dije que no te gustaría mucho la política —comentó Oliver.
72
R.A. Salvatore El rey dragón
—Por el momento, no sé qué haremos —respondió Brind'Amour—. Pero son muchas las cosas que
hay que considerar en cada acción cuando se habla en nombre de todo un reino.
—Supongo que atacaremos a los cíclopes, ¿no? —quiso saber Luthien.
—Eso desde luego —se alegró de poder contestarle Brind'Amour—. No creo que nuestros aliados
gascones protesten por un conflicto entre Eriador y los cíclopes.
—Brutos de un ojo ¡puag! —escupió Oliver—. En Gasconia consideramos el ojo de un cíclope una
diana para tiro con arco.
Luthien no estaba satisfecho ni mucho menos, pero comprendía que estaba involucrado en algo
mucho más grande que sus deseos personales. Tendría que conformarse; al menos, pronto tendría la
oportunidad de vengar a las gentes de Menster.
Pero, mientras Oliver y él salían del salón de audiencias en busca de Siobhan, había algo que no lo
dejaba en paz, que le hacía un nudo en el estómago. Disponía justo de dos semanas para enviar el tratado
o Eriador estaría de nuevo en guerra con los huegotes. Y él estaría en guerra con su propio hermano.
Oliver estuvo junto a su amigo durante el resto del día, desde una visita a El Enalfo a un paseo por la
muralla exterior de la ciudad. Luthien apenas hablaba, y Oliver lo dejó estar, pues imaginaba que su
amigo tenía que asimilar por sí mismo los últimos sucesos: Ethan de parte de los huegotes y la realidad de
las intrigas políticas.
Poco antes del ocaso, y con la noticia de que Siobhan estaría de regreso en la ciudad esa noche, el
semblante de Luthien se animó de repente. Al mirarlo, Oliver comprendió que al joven acababa de
ocurrírsele otro plan. El halfling rogó por que fuera un curso de acción más acorde con la situación del
reino que sus ideas anteriores.
—¿Crees que Brind'Amour se aliaría con los huegotes si Verderol fuera el primero en romper el
tratado? —preguntó Luthien.
Oliver se encogió de hombros, evitando comprometerse.
—Se me ocurren aliados mucho mejores que unos esclavistas —dijo—. Pero, si el resultado fuera la
posible caída del rey Verderol, entonces creo que se le podría convencer. —Oliver observó a su amigo, y
en particular su sonrisa torcida, con desconfianza—. ¿Tienes una idea para tentar a Verderol a actuar
contra Eriador? —preguntó—. ¿Crees que puedes hacerle romper el tratado?
Luthien sacudió la cabeza.
—Verderol lo ha roto ya al incitar a los cíclopes a actuar en contra nuestra —repitió—. Lo único
que hace falta es conseguir una prueba de esa conspiración, y enseguida.
—¿Y cómo piensas conseguirlo? —quiso saber el halfling.
—Yendo al origen —explicó Luthien—. Siobhan regresa esta noche con información sobre el
campamento cíclope. Sin duda Brind'Amour ordenará una acción contra esa banda de inmediato. Lo que
tenemos que hacer es llegar allí primero y conseguir la prueba.
Oliver estaba demasiado sorprendido para responder. No obstante, al halfling no se le escapó que
Luthien había hablado en plural.
73
R.A. Salvatore El rey dragón
XII
PRUEBA VIVIENTE
Luthien y Oliver gateaban despacio hacia lo alto de la peña. Al otro lado, se oía el ajetreo del
campamento cíclope, más abajo, en un claro pedregoso rodeado de pinos, rocas y paredes escarpadas.
Cerca ya del borde, el joven Bedwyr miró de reojo a su amigo, y alargó rápidamente la mano para quitar a
Oliver el enorme sombrero de ala ancha.
El halfling iba a protestar en voz alta, pero Luthien adivinó su intención y le puso una mano en la
boca mientras hacía señas con la otra indicándole que guardara silencio.
—Sólo te lo diré una vez: devuélveme mi sombrero —susurró Oliver.
El joven se lo entregó.
—Y en cuanto a ti —continuó—, y tu amiga humana —se apresuró a añadir al recordar todas las
veces que Katerin también lo había tratado así abusando de su fuerza—, si volvéis a ponerme en la boca
vuestras sucias manos, os arranco los dedos de un mordisco.
Luthien se llevó el índice a los labios y después señaló en la dirección del campamento cíclope.
Los dos compañeros salvaron el último tramo, aunque Luthien sólo tuvo que abandonar la postura
agazapada mientras que Oliver se vio obligado a buscar otro asidero más arriba para encaramarse. Se
asomaron al borde al mismo tiempo, y miraron hacia abajo a sus adversarios. Desde esta posición, el
campamento tenía un aspecto casi surrealista, con un resplandor demasiado intenso contra el negro
trasfondo de la noche. Los compañeros localizaron varias lumbres pequeñas, pero no podían justificar la
claridad casi diurna que había en el área de acampada o el hecho de que la luz no fuera visible desde
cualquier otra posición alta, como si algo la restringiera al perímetro del campamento.
Luthien comprendió que la magia tenía que ser su fuente, pero sabía que los cíclopes no practicaban
la hechicería. Los brutos de un ojo no eran lo bastante inteligentes para asimilar las artes mágicas.
Sin embargo, el joven no podía negar lo que estaba viendo. Todo cuanto había dentro del
campamento —las docenas de cíclopes deambulando de aquí para allí, el astillero de armas recostado
contra la escarpada pared que había en el lado opuesto de su posición— resaltaba con una claridad
meridiana, destacando sus perfiles.
Luthien miró a Oliver, que se encogió de hombros, tan perplejo como él.
—¿Un hechicero cíclope? —articuló el halfling sin dar voz a las palabras.
Los dos volvieron la vista hacia el campamento y tuvieron la respuesta cuando un hombre, ancho de
hombros y de estómago prominente, entró en el perímetro iluminado riendo alegremente y charlando con
un enorme cíclope. Vestía un tabardo de color oscuro y profusamente bordado que le llegaba a las
rodillas. Incluso desde esta distancia Luthien podía ver el brillo de sus calzas, lo que señalaba que eran de
seda o algún otro tejido exótico y caro, y las hebillas de los zapatos relucían como sólo lo hace la plata
más pura.
—A ése le cuento dos ojos —susurró Oliver.
Luthien asintió. No conocía al hombre, pero la presencia de la magia y la rica y regia vestimenta le
permitían deducir el título que poseía el hombre. Era uno de los duques de Verderol, y la prueba que
Brind'Amour necesitaba.
El hombre, que seguía riéndose, le dio al cíclope una fuerte palmada en la espalda, y después se
cubrió el espeso y canoso cabello con un gorro adornado con piel y una dorada insignia cosida en la parte
delantera. Se le acercó otro cíclope y le tendió una enorme jarra, que el hombre levantó hasta su rostro
limpio de barba y casi la vació de un trago.
74
R.A. Salvatore El rey dragón
Derramó parte del contenido, que le escurrió por la doble papada, y el cíclope estalló en carcajadas.
El hombre lo secundó con risotadas estruendosas.
—Brind'Amour reirá más fuerte cuando se lo entreguemos en Caer MacDonald —musitó Luthien.
—¿Cómo vamos a llegar hasta él? —planteó Oliver la pregunta.
Si era realmente un hechicero, entonces capturarlo en la inminente lucha sería casi imposible.
El joven Bedwyr sonrió con astucia y levantó su maravillosa capa por el borde. La Sombra Carmesí
podía entrar en el campamento sin ser descubierta por muy intensa que fuera la luz.
—¿Pretendes escabullirte dentro del campamento y sacarlo a hurtadillas? —inquirió el halfling con
incredulidad.
—Podemos hacerlo —contestó Luthien.
Oliver soltó un quedo gemido, giró sobre sí mismo para apoyar la espalda en la peña, y se deslizó
un tramo, lo suficiente para retirarse del borde.
—¿Por qué tienes que hablar siempre en plural? —preguntó—. Tal vez deberías buscarte a otro
para que te acompañe.
—Pero, Oliver —protestó su amigo, que descendió hasta llegar a su lado, todavía sonriendo de
oreja a oreja—, eres el único que cabe debajo de la capa.
—Oh, qué suerte la mía —rezongó el halfling.
Se alejaron de la zona del campamento para informar de su plan a los elfos que estaban más cerca.
Había más de doscientos enanos en el área, junto con los cuarenta elfos y semielfos, incluida Siobhan,
que componían la banda conocida como los Tajadores. El plan original era lanzarse a la carga al grito de
«¡Cañada de Sougles!» y matar a todos los cíclopes. Con ayuda de Siobhan, Luthien había convencido a
los feroces enanos de lo contrario, argumentando un resultado mucho más positivo si se controlaban hasta
que hubieran conseguido la prueba que hacía falta.
Luthien y Oliver estaban de vuelta a su ventajosa posición en lo alto de la peña poco después y se
quedaron esperando a que la mayoría de los brutos se durmiera o, al menos, a que la luz perdiera algo de
intensidad. Pasó una hora, y luego otra. La estrecha luna menguante se desplazó lentamente hacia
poniente, y muy pronto quedó cubierta por unos negros nubarrones. El sonido de truenos distantes
retumbó en el suelo bajo sus pies.
El hombre que Luthien había identificado como un duque se guía riendo y bebiendo, sentado junto
al fuego con un puñado de cíclopes. Incluso con la capa mágica no había modo de que el joven Bedwyr
pudiera acercarse a él sin luchar.
Pero entonces el hombre eructó fuerte, se puso de pie y se sacudió el polvo y las ramitas del
tabardo. Apuró el contenido de la jarra, volvió a eructar, y se alejó en dirección al perímetro del
campamento, a la derecha y abajo de la posición desde la que acechaban los compañeros.
—Lo que se mete al cuerpo... —susurró Oliver.
Luthien y él se deslizaron por la parte posterior de la peña y avanzaron sigilosos en la oscuridad,
palmo a palmo, en una dirección calculada para interceptar al hombre. A no tardar seguían un rastro de
ruidos continuos, y localizaron al hombre de pie junto a un árbol, apoyándose en el tronco con una mano
mientras que con la otra mantenía levantada la parte delantera del tabardo. Estaba a veinte metros del
campamento, un trecho cubierto en su mayor parte por una maraña de maleza y árboles.
—No te acerques demasiado —advirtió Oliver—. Parece que sostiene en la mano una ballesta o
algo parecido.
Luthien contuvo a duras penas una risita nerviosa y siguió avanzando muy despacio. Se quedó
inmóvil como una estatua cuando pisó una rama y sonó un fuerte chasquido; Oliver se paró también con
una expresión de terror plasmada en el rostro.
Los compañeros se dieron cuenta enseguida de que no tenían por qué preocuparse. El hombre
estaba tan ebrio que no había advertido su presencia a pesar de encontrarse a menos de tres metros.
75
R.A. Salvatore El rey dragón
Luthien sopesó las opciones. Si cargaba y le daba un puñetazo pero no lo tumbaba, el grito alertaría a los
cíclopes. Desde luego, quedaba descartado utilizar la espada, ya que lo quería vivo.
Tendría que bastar con la amenaza, decidió el joven, que buscó con la mirada a Oliver, pero el
halfling había desaparecido de repente. Luthien desenvainó a Cegadora; no podía arriesgarse a llamar a
su amigo, así que respiró hondo para calmarse, salvó corriendo la corta distancia que lo separaba del
hombre, y le puso la hoja de la espada delante de la cara.
—¡Silencio! —ordenó Luthien con un seco susurro, y se llevó el dedo a los labios.
El hombre lo miró con curiosidad y siguió con lo suyo, como si la posibilidad de la captura no se le
hubiera ocurrido todavía.
El joven Bedwyr movió la cuchilla en el aire, y el hombre salió de su estupor con un sobresalto,
abrió los ojos de par en par, y se puso derecho. Creyendo que iba a gritar, Luthien se abalanzó hacia
delante con intención de ponerle la punta de la espada en la garganta.
Pero el hombre fue más rápido, y su movimiento más sencillo. La mano se apartó del tronco en
ángulo, se quitó de un tirón un talismán que llevaba prendido en el tabardo, y lo sacudió hacia abajo. Un
escudo de luz azulada se alzó ante él.
El impulso tomado por Luthien era demasiado fuerte para que el joven pudiera reaccionar a tiempo.
La punta de Cegadora tocó el escudo mágico y soltó chispas, y la espada salió despedida violentamente
por encima de la cabeza de Luthien y le propinó un doloroso tirón en el brazo. A pesar de ello, el joven
siguió moviéndose hacia delante por el impulso, y tampoco pudo eludir el escudo mágico. Contuvo un
grito y giró bruscamente un hombro, con lo que consiguió rozar apenas la luz azulada. Pero la barrera
mágica no necesitaba más para surtir efecto, y el joven Bedwyr salió lanzado hacia atrás por el aire y fue
a chocar contra los árboles.
La risa divertida del hechicero se cortó antes incluso de empezar cuando el hombre sintió un
pinchazo en el estómago. Bajó la vista y se encontró con Oliver plantado a su lado, detrás del escudo
mágico, con el espadín enarbolado y dándole pinchazos.
—¡Ajá! —dijo el halfling—. He dado un rodeo a tu estúpido truco mágico y estoy dentro de tu
bonita barrera. —La animada expresión de Oliver se tornó sombría de repente cuando bajó los ojos al
suelo—. ¡Y mis estupendos zapatos están mojados! —gimió.
El hombre reaccionó con rapidez; y también Oliver, que tenía intención de darle un pinchazo más
fuerte. Pero, para horror del halfling, una única palabra del hechicero transformó su espadín en una
serpiente que de inmediato se revolvió contra él.
Además, las enormes y fuertes manos del hechicero también venían hacia él o, más concretamente,
hacia su garganta.
Oliver gritó y tiró el espadín por encima de su cabeza para después agacharse a fin de eludir el
ataque. Pero éste no llegó, ya que el arma convertida en serpiente chocó contra el escudo, rebotó, y
golpeó de lleno al mago en la cara. Ahora le tocó gritar al duque Resmore, que manoteó frenéticamente
para quitarse de encima a la irritada serpiente.
El halfling se metió entre las piernas del hechicero, se volvió y agarró el borde del tabardo. Oliver
trepó hacia arriba y ocupó el lugar de la serpiente, a la que el hombre había arrojado al suelo. El halfling
se agarró a una oreja para sujetarse, y la cabeza del hechicero se ladeó hacia atrás violentamente, la boca
abierta para gritar. Oliver se apresuró a meter el puño de la mano libre en esa boca.
Luthien rodeó el escudo mágico y llegó junto a ellos, con Cegadora enarbolada. Algunos de los
cíclopes que se habían quedado junto al fuego se encaminaban ya hacia allí gritando el nombre de
Resmore. Tenían que marcharse, y enseguida, y si el hechicero, Resmore, no cooperaba, Luthien estaba
dispuesto a matarlo allí mismo.
—Mis guantes son de cuero, ¿verdad? —preguntó Oliver.
—Sí.
—¡Pues me está mordiendo y ya noto sus dientes! —chilló el halfling.
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XIII
PRUEBAS Y EQUIVOCACIONES
DEL PASADO
El regreso a Caer MacDonald fue anunciado por gritos de venganza colmada y toques triunfales de
trompetas sonando a lo largo de las murallas de la ciudad. La noticia de la victoria había precedido a
Luthien y a sus tropas, al igual que el rumor de que un hechicero, uno de los duques de Avon, había sido
capturado en la batalla.
Luthien y Oliver flanquearon a Resmore a cada palmo del camino, con las armas desenvainadas y
prestas. El duque apenas había hablado; de hecho, no había pronunciado una sola palabra que no fueran
amenazas y la frecuente invocación del nombre de Verderol, como si sólo con eso fuera a conseguir que
sus apresadores se pusieran a temblar de miedo. Iba fuertemente atado, y cada dos por tres lo
amordazaban; pero, aun así, Luthien mantuvo a Cegadora peligrosamente cerca de la garganta del
prisionero. El joven Bedwyr, más experto en cosas de magia y en duques hechiceros de lo que habría sido
de su agrado, no deseaba correr el menor riesgo con este hombre. No le apetecía nada enfrentarse de
nuevo a A'ta'arrefi o a cualquier otro demonio ni estaba dispuesto a dejar que se escapara Resmore, la
prueba de que Verderol no hacía honor al tratado.
Hombres, mujeres y muchos, muchos niños se agolparon a lo largo de las avenidas cuando el
victorioso cortejo entró en Caer MacDonald. Siobhan y Shuglin abrían la marcha, con los elfos de los
Tajadores en fila detrás de su cabecilla y veinte enanos siguiendo a Shuglin. En medio de esta poderosa
fuerza iban Luthien, Oliver y su valiosísimo prisionero. Otros veinte enanos cerraban la marcha,
vigilando de cerca a una docena de andrajosos prisioneros cíclopes. Si a los hombrecillos barbudos les
hubieran dejado hacer las cosas a su manera, todos los cíclopes habrían perecido en las montañas, pero
Luthien y Siobhan los convencieron de que los prisioneros podían ser cruciales ahora para la política del
país. Aparte de estos cuarenta soldados que regresaban a Caer MacDonald, el resto de los enanos, junto
con otra docena de prisioneros cíclopes, se habían quedado en Cruz de Hierro para dirigirse a DunDarrow
e informar de la victoria al rey Bellick dan Burso.
Los vítores acompañaron el desfile a lo largo del recorrido por la ciudad; muchos arrojaban
monedas de plata u ofrecían vino o cerveza o platos rebosantes de comida.
Oliver estaba disfrutando de lo lindo, e incluso hubo un momento en que se puso de pie sobre el
lomo de su poni mientras hacía girar su enorme sombrero sobre la punta de un arco. Luthien procuraba
mantener una expresión alerta y estoica, pero no pudo contener una sonrisa. No obstante, a la cabeza de la
columna, Siobhan y Shuglin apenas prestaban atención a la multitud. Estos dos eran la demostración del
sufrimiento de sus respectivas razas a manos de Verderol. Del pueblo de Shuglin, aquellos a los que
habían capturado habían sido esclavizados largo tiempo, y habían trabajado como artesanos para las
clases dominantes y los ricos mercaderes hasta que ya dejaban de ser útiles o daban alguna excusa a sus
amos para enviarlos a los trabajos forzados de las minas. Al pueblo de Siobhan no le habían ido mejor las
cosas en las últimas dos décadas. Los elfos no eran numerosos en Avon del Mar —la mayoría había huido
de las islas a destinos desconocidos muchos años antes del encumbramiento de Verderol— pero los que
fueron atrapados durante el reinado del perverso monarca fueron llevados a casas ricas como sirvientes o
concubinas. Siobhan, con su mestizaje de sangre elfa y humana, estaba en el escalón más bajo del
escalafón racial de Verderol, y había pasado muchos años al servicio de un tirano mercader que la había
golpeado y violado a su antojo.
Así que ninguno de los dos sonreía ni se unía al jolgorio. Para Luthien, la victoria había llegado
cuando Eriador se declaró independiente; para Shuglin y para Siobhan la victoria significaba la cabeza de
Verderol hincada en una pica.
Sólo eso.
79
R.A. Salvatore El rey dragón
El rey Brind'Amour los recibió en la plaza de la Seo. Pasó ante Siobhan y Shuglin sin detenerse,
con la mano levantada para indicarles que tendrían que esperar para presentarle el informe. Siguió
caminando junto a la columna, con los ojos prendidos en un hombre en particular, y se detuvo cuando
estuvo cara a cara con el prisionero.
Brind'Amour alargó la mano y le quitó la mordaza al hombre.
—Es un hechicero —advirtió Luthien.
—Se llama Resmore —añadió Oliver.
—¿Uno de los duques de Verderol? —preguntó el rey al prisionero, pero Resmore se limitó a
resoplar, indignado, y levantó la carnosa cara en un gesto desafiante.
—Llevaba esto —explicó el halfling al tiempo que tendía el valioso gorro a su rey—. No me resultó
difícil quitárselo.
La expresión agria de Luthien era de esperar, y Oliver mantuvo fija la mirada en el rey a propósito.
Brind'Amour tomó la prenda y examinó el emblema: el mascarón de proa de un barco tallado a
semejanza de un corcel levantado sobre los cuartos traseros, con ollares dilatados y ojos salvajes.
—Castillonuevo —dijo el rey eriadorano con calma—. Eres el duque Resmore de Castillonuevo.
—¡Amigo de Verderol, que es rey de todo Avon del Mar! —replicó Resmore, congestionado.
—Y rey de Gasconia, estoy seguro —añadió Oliver con sarcasmo.
—No según un tratado —le recordó al duque Brind'Amour sin alterarse, sonriendo ante el desliz del
prisionero—. Nuestro acuerdo proclama a Verderol como rey de Avon y a mí como rey de Eriador. ¿O es
que lo consideras papel mojado?
Resmore sudaba copiosamente ahora, al caer en su error.
—Lo que quería decir... —farfulló, pero se interrumpió sin terminar la frase. Respiró hondo para
tranquilizarse y volvió a levantar la barbilla con orgullo—. No tienes derecho a retenerme —declaró.
—Fuiste capturado en buena lid —comentó Oliver—. Por mí.
—¡Ilegalmente! —protestó el duque—. ¡Me encontraba en las montañas con todo el derecho, en
una tierra neutral para nuestros respectivos reinos!
—Estabas en la vertiente eriadorana de Cruz de Hierro —le recordó Brind'Amour—. A treinta
kilómetros de Caer MacDonald.
—Que yo sepa, no existen estipulaciones en nuestro tratado que me prohíban... —empezó Resmore.
—Estabas con los cíclopes —se apresuró a interrumpirlo Luthien.
—De nuevo, conforme al texto del tratado, no...
—¡Al infierno con el tratado! —gritó Luthien, aunque Brind'Amour intentó tranquilizarlo—. Los
brutos de un ojo han estado atacando nuestros pueblos, asesinando a inocentes, incluso niños. ¡Y yo digo
que incitados por tu despreciable rey!
Un centenar de voces se alzó en acuerdo con la manifestación del joven Bedwyr, pero la de
Brind'Amour no estaba entre ellas. De nuevo, el rey de Eriador, experto en asuntos políticos, se esforzó
para imponer la calma, temeroso de que la muchedumbre montara en cólera y colgara a los prisioneros
antes de que hubiera obtenido la evidencia que necesitaba.
—¿Desde cuándo necesitan los brutos de un ojo que un monarca los incite a saquear y matar? —
preguntó Resmore con sarcasmo.
—Podemos probar que la misma banda junto a la que fuiste capturado era una de las que
participaron en esos ataques —dijo Brind'Amour.
—De los cuales no sé nada —replicó el duque fríamente—. Sólo he estado con ellos unos cuantos
días, y no han salido de las montañas en ese tiempo, hasta que vosotros los atacasteis ilegalmente. ¿Quién
es ahora el asaltante?
Los azules ojos de Brind'Amour centellearon peligrosamente ante este último comentario.
80
R.A. Salvatore El rey dragón
—Bonitas palabras, duque Resmore, aunque inútiles, te lo aseguro —dijo con severidad—. Se usó
magia en la masacre conocida como la cañada de Sougles; sus vestigios aún se pueden percibir por
quienes están familiarizados con tales poderes.
La manifestación nada sutil de Brind'Amour respecto a que también él era un hechicero pareció
poner muy nervioso al duque.
—Tu papel en los ataques se puede demostrar —continuó el rey—. Y el cuello de un hechicero no
es más resistente a la soga que el de un campesino.
La muchedumbre estalló en un clamor pidiendo la muerte del hombre, ya fuera en la horca o en la
hoguera o cualquier otro método expeditivo. Muchos parecían dispuestos a lanzarse sobre él y golpearlo,
pero Brind'Amour no estaba dispuesto a consentir nada por el estilo. Hizo una seña a Luthien y a los otros
para que llevaran a Resmore y a los cíclopes al interior de la Seo, donde los encerrarían en calabozos
separados. Al duque le asignaron dos guardias elfos, que eran sensibles a la magia y que lo mantendrían
bajo continua vigilancia, con las espadas desenvainadas y prestas.
—Deberíamos darte las gracias por tu intervención en la captura —comentó Luthien a Brind'Amour
mientras avanzaba junto a Oliver y al rey por los pasillos secundarios, donde estaban las estancias más
pequeñas de la enorme catedral.
—Oh, sí —convino el halfling—. ¡Qué descarga tan precisa!
El viejo hechicero frenó la marcha lo suficiente para mirar de hito en hito a sus compañeros; su
expresión revelaba que no entendía de qué hablaban.
—En las montañas —aclaró Luthien—. Cuando Resmore invocó a su demonio.
—¿Es que os enfrentasteis a otra criatura infernal? —preguntó Brind'Amour.
—Sí, hasta que descargaste aquel tremendo rayo —contestó el halfling—. La bestia se abalanzaba
sobre Luthien, ya que no se atrevía a acercarse a mi espadín, ¿comprendes?
—El demonio se llamaba A'ta'arrefi —lo interrumpió el joven Bedwyr, a quien no le apetecía tener
que escuchar la versión de Oliver cambiada siempre a su favor.
Brind'Amour seguía sin entender.
—Se asemejaba a un perro —añadió Luthien—, aunque caminaba erguido, como un hombre.
—Y tenía la lengua bífida —agregó el halfling, y a sus dos compañeros les costó unos segundos
descifrar la última palabra, que con el fuerte acento gascón sonó como si fueran dos vocablos separados.
La mímica de Oliver ayudó en la interpretación, ya que puso dos dedos delante de la boca y los movió.
Brind'Amour se encogió de hombros.
—Tu rayo —insistió Luthien—. ¡Es imposible que fuera una mera casualidad!
—Explícate, muchacho —pidió el monarca.
—El demonio de Resmore se lanzó sobre nosotros —contestó el joven Bedwyr—. Estaba a menos
de cinco pasos de mí cuando estalló la tormenta y cayó un rayo.
—¡Cataplum! —gritó Oliver—. Justo en la cabezota.
—Y todo lo que quedó de A'ta'arrefi fue su lengua carbonizada —dijo Luthien.
—Bífida —acabó el halfling.
Brind'Amour se rascó enérgicamente la blanca barba. No tenía ni idea de qué estaban hablando
estos dos, pues ni siquiera había observado las montañas; el monarca había estado tan ocupado con los
acontecimientos al este y al sur que ni siquiera sabía que Luthien y Oliver hubieran ido con Siobhan a las
montañas, cuanto menos que estuvieran haciendo frente a un demonio. Aun así, le parecía completamente
imposible que el rayo fuera un fenómeno natural. Que Luthien y Oliver tenían suerte era indiscutible,
pero lo ocurrido no podía achacarse a su buena fortuna. Evidentemente, un hechicero había estado
involucrado. Incluso era posible que fuera un ataque del propio Verderol contra Luthien que por error
había alcanzado al demonio.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Sí, por supuesto —fue todo cuanto contestó a los dos amigos—. Fue un buen disparo. No
obstante, los demonios resultan un blanco fácil; destacan entre los mortales como un gigante entre
halflings.
Luthien esbozó una leve sonrisa, sin acabar de creer que Brind'Amour estuviera diciendo la verdad.
Pero el joven Bedwyr no tenía otra explicación, así que lo dejó estar. Si pasaba algo raro concerniente a la
magia, el asunto le concernía a Brind'Amour, no a él.
—Vamos —dijo el viejo hechicero, que echó a andar por un pasillo lateral—. Quizás hemos
encontrado la conexión entre Verderol y los cíclopes que invalida nuestro tratado con Avon. Redactemos
el acuerdo con el rey Asmund de Isenlandia y hagamos planes.
—¿Lucharemos contra Verderol? —planteó Luthien.
—Todavía no lo sé —contestó el monarca—. He de hablar con los prisioneros y con el embajador
de Gasconia. Hay mucho que hacer antes de tomar decisiones definitivas.
Luthien comprendía que había que hacerlo así, pero confiaba en no tener que luchar contra su
hermano. Los manejos de Verderol habían sido descubiertos; Resmore era la única prueba que
necesitaban. La imagen de la flota navegando Stratton arriba hacia Carlisle junto a las galeras huegotes
acudió a su mente.
Era una fantasía muy agradable.
Brind'Amour entró en la estancia apenas iluminada con actitud solemne, luciendo su túnica de hechicero,
de un fuerte color azul.
El monarca tomó asiento en un taburete de respaldo. Con manos temblorosas, quitó el paño que
cubría el único objeto que había sobre la mesa, su bola de cristal. El mago inició el encantamiento con
inquietud y nerviosismo. Brind'Amour no creía que Verderol hubiera arrojado un rayo contra Luthien y
que de manera accidental hubiera destruido al demonio familiar de Resmore. En lugar de eso, al viejo
mago sólo se le ocurría una explicación para la increíble historia de Luthien: uno de sus compañeros de la
antigua hermandad había despertado y había intervenido en la refriega. ¿Qué otra cosa podría explicar lo
del rayo?
El mago entró en trance, envió sus ojos a través de la bola hacia las montañas, a lo ancho y a lo
largo de Eriador, y después más allá de la frontera del propio tiempo.
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R.A. Salvatore El rey dragón
rocosas colinas de la isla, y después vio a su guía: un hombre al que reconoció aunque no estaba tan
gordo ni lucía tantas joyas como ahora; un hombre a quien Brind'Amour tenía cautivo en los calabozos.
En la visión, Resmore llevaba un objeto nada corriente, una varilla ahorquillada, una varita de
zahorí. Las llamadas «brujas» de los pueblos más remotos de Avon del Mar, y a todo lo largo y ancho de
la salvaje Baranduine, utilizaban ese objeto para encontrar agua. Por regla general, las varas de zahorí
eran instrumentos de magia menor, pero esta vez la que llevaba Resmore poseía verdadero poder. Guiado
por ella, el duque y sus compinches cíclopes habían encontrado una cañada secreta y la entrada
clausurada de una cueva. Estallaron varias defensas mágicas que acabaron con no pocos cíclopes, pero
había suficientes brutos para terminar la tarea. Poco después, la boca de la cueva quedó expedita y los
brutos entraron en tropel. Regresaron junto a Resmore, que aguardaba en la herbosa cañada, llevando a
rastras un cuerpo rígido. Era Duparte, el querido Duparte, otro de los mejores amigos de Brind'Amour
que lo había ayudado en la construcción de la Seo y que había enseñado los hábitos de las peligrosas
ballenas dorsales a tantos pescadores eriadoranos.
Durante la larga noche, Brind'Amour había sufrido presenciando otras escenas de asesinato a
medida que sus compañeros eran sacados violentamente de los refugios donde permanecían sumidos en
un sueño mágico. Durante la larga noche había visto a Resmore y a Verderol, a Morkney y a Paragor, y a
otro hechicero al que no conocía, desalojar a sus indefensos y dormidos compañeros y acabar con ellos.
Brind'Amour se estremeció de pies a cabeza, y Luthien le puso la mano en el hombro en un gesto
alentador.
—Todos están muertos, me temo —dijo el monarca en voz queda.
—¿Quiénes? —preguntó Oliver mientras miraba a su alrededor con nerviosismo.
—Los miembros de la antigua hermandad —contestó el anciano mago, y en verdad parecía muy
viejo en ese momento—. Parece que sólo yo, que dediqué tanto tiempo a disponer defensas mágicas
contra las intrusiones, escapé a la traición de Verderol.
—¿Has presenciado la muerte de todos? —preguntó Luthien con incredulidad al reparar en la bola
de cristal.
Según lo que les había contado Brind'Amour, habían sido muchos, muchísimos los hechiceros que
habían entrado en aquel sueño mágico varios siglos antes.
—De todos no.
—¿Y por qué miraste en la bola? —preguntó Oliver.
—Por lo que me contasteis del encuentro con Resmore —repuso el monarca.
—El rayo no lo enviaste tú —dedujo el joven Bedwyr—. Así que pensaste que uno de tus cofrades
había despertado y había acudido en nuestra ayuda.
—Cierto, aunque no es ése el caso —manifestó Brind'Amour.
—Dijiste que no los encontraste a todos —le recordó el halfling.
—Pero ninguno está despierto. De eso tengo la certeza casi absoluta —contestó el mago—. Si
alguno lo estuviera, mi búsqueda mágica lo habría encontrado o, al menos, un indicio.
—Entonces, si no fuiste tú quien envió el rayo... —empezó Luthien.
Brind'Amour se limitó a encogerse de hombros, pues no tenía explicación para lo ocurrido.
El viejo mago suspiró y recostó la espalda en el taburete.
—Nos equivocamos, amigos míos —dijo—. ¡Y cómo!
—Yo no —protestó Oliver.
—¿Te refieres a la antigua hermandad? —preguntó Luthien, que no pudo evitar sacudir la cabeza
ante el perpetuo egocentrismo del halfling.
—Creímos que el país estaba a salvo y en buenas manos —explicó Brind'Amour—. El tiempo de la
magia se estaba desvaneciendo rápidamente y, así, nosotros desaparecimos también, entramos en una
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suspensión temporal a fin de conservar lo que quedaba de nuestros poderes hasta que el mundo volviera a
necesitarnos.
»Todos entramos en ese sueño mágico —continuó, la voz poco más que un susurro—, a excepción,
por lo visto, de Verderol, que por entonces sólo era un hechicero de poca monta, un hombre sin
importancia. Hasta los grandes dragones habían sido destruidos o recluidos, como mis compañeros y yo
hicimos con Balthazar.
Luthien y Oliver sufrieron un escalofrío al escuchar ese nombre, el de un dragón al que conocían
demasiado bien.
—Perdí mi bastón en la cueva de Balthazar —continuó el mago, que se volvió a mirar a Luthien—.
Pero no creí que volvería a necesitarlo nunca... hasta que desperté y me encontré con el país bajo la negra
sombra de Verderol.
—Todo eso lo sabemos —dijo Luthien—. Pero, si Verderol era un hechicero de tan poco poder,
¿cómo alcanzó su actual auge?
—Qué tremendo error —se reprochó Brind'Amour, hablando para sí mismo—. Creíamos que la
magia estaba menguando, y lo estaba, conforme a nuestros conceptos del arte. Pero Verderol encontró
otro camino. Se alió con demonios, explotó poderes que nunca debieron tocarse a fin de reconstruir una
fuente de poder mágico. Deberíamos haber previsto algo así y haber tomado medidas antes de entregarnos
al sueño intemporal.
—¡Estoy completamente de acuerdo! —metió baza Oliver, pero bajó los ojos cuando Luthien lo
miró con el ceño fruncido.
—¡Tendríais que haberme visto entonces! —dijo de repente el viejo mago, en cuyo semblante
reapareció el vigor de una juventud perdida mucho tiempo atrás—. ¡Oh, mis poderes eran mucho
mayores! Podía hacer uso del arte a lo largo de todo el día, dormir bien esa noche, y volver a utilizarlo al
día siguiente. —Sus avejentados rasgos parecieron ensombrecerse—. Pero ahora ya no soy tan fuerte.
Verderol y sus secuaces encuentran la mayor parte de su poder a través de la ayuda de demonios, una
fuente que yo no puedo ni quiero aprovechar.
—Acabaste con el duque Paragor —le recordó Luthien.
Brind'Amour resopló, pero consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Cierto —admitió—. Y Morkney está muerto, y el duque Resmore, sin su demonio familiar, sólo
es un hechicero de tres al cuarto. —De nuevo miró a Luthien. Su expresión era realmente sombría—.
Pero ésos son sólo sicarios de Verderol, que pertenece a la antigua hermandad. Estos duques, y la duquesa
de Mannington, son mortales, no de mi hermandad. Simples ilusionistas cuyo poder emana de Verderol.
Luthien vio que su viejo amigo necesitaba su apoyo en este momento.
—Cuando Verderol haya muerto, tú, Brind'Amour, rey de Eriador, serás el hechicero más poderoso
de todo el mundo —declaró.
Oliver aplaudió, pero el monarca se limitó a responder en voz queda:
—Algo que nunca he deseado ser.
—Marchaos —ordenó Brind'Amour cuando entró en uno de los calabozos subterráneos de la Seo.
El reducido cuarto estaba lleno de humo e iluminado por una única antorcha que ardía en un
hachero corriente que había junto a la puerta.
Los dos guardias elfos intercambiaron una mirada nerviosa que después volvieron hacia el
prisionero, pero no podían desobedecer a su rey. Hicieron una cortés reverencia y salieron, aunque
tomaron posiciones al otro lado de la pequeña puerta de la celda.
Brind'Amour la cerró sin apartar los ojos de Resmore un solo momento. El miserable duque estaba
sentado en el suelo, en medio del calabozo, con las manos atadas a la espalda y los tobillos sujetos con
grilletes y una gruesa cadena. También estaba amordazado y con los ojos vendados. El rey dio una
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palmada y las ataduras de las muñecas de Resmore se soltaron. Lentamente, el hombre alzó las manos y
se quitó primero la venda y después la mordaza, al tiempo que estiraba las piernas.
—¡Exijo que se me dé un trato mejor! —gruñó.
Brind'Amour caminó alrededor de la celda, mascullando algo en voz baja mientras trazaba una línea
a lo largo de la base de las paredes con un polvo amarillo.
Resmore lo llamó varias veces, pero, al ver que el anciano mago no respondía, el duque se quedó
callado y mirándolo con curiosidad.
Brind'Amour terminó de cerrar la línea de poder que abarcaba toda la celda y miró al duque a la
cara.
—¿Quién destruyó a tu demonio? —le preguntó, yendo al grano.
Resmore balbució sin saber qué contestar; había pensado, al igual que Luthien y Oliver, que
Brind'Amour lo había hecho.
—Si A'ta'arrefi... —empezó el rey.
—¡Un hechicero debería tener más cuidado al pronunciar ese nombre! —lo interrumpió Resmore.
Brind'Amour sacudió la cabeza lenta, tranquilamente.
—Aquí no —explicó al tiempo que miraba hacia la línea de poder amarilla—. Tu demonio, si es
que ha sobrevivido, no puede oír tu llamada ni la mía desde aquí, del mismo modo que ni tú ni tu magia
podéis salir de este cuarto.
El duque echó la cabeza atrás y soltó una carcajada, como mofándose del otro hechicero. Se
incorporó trabajosamente y estuvo a punto de caer, ya que todavía tenía dormidas las piernas por haber
permanecido sentado tanto tiempo.
—Deberías tratar a tus iguales con más respeto, tú, que reclamas el trono de esta maldita tierra.
—También tú deberías sujetar más la lengua —advirtió Brind'Amour—, o te la arrancaré para que
aprendas a callarte.
—¡Cómo te atreves!
—¡Silencio! —bramó el viejo mago, cuyo poder se puso de manifiesto con la mera fuerza de su
voz. Resmore abrió mucho los ojos y retrocedió un paso—. ¡Tú no eres mi igual! Tú y tus compañeros,
lacayos todos de Verderol, sois meras sombras del poder que fue la hermandad.
—Yo...
—¡Enfréntate a mí! —ordenó Brind'Amour.
El duque resopló, pero su actitud despectiva desapareció cuando el viejo mago empezó a ejecutar
los movimientos de un conjuro al tiempo que entonaba una salmodia. Resmore dio comienzo a un conjuro
propio; alargó la mano hacia la antorcha y separó una parte de su fuego, una llama con la que herir a su
adversario.
La lengua de fuego salió disparada desde la pared a instancias de Resmore y ardió con más
intensidad justo delante de la afilada nariz de Brind'Amour; el duque chasqueó los dedos, el gesto que
ponía fin al encantamiento, el último impulso de energía que debería haber hecho que la llama estallara
como una diminuta bola de fuego. De nuevo, las expectativas de Resmore se vinieron abajo
estrepitosamente cuando la llama cayó al suelo y se alargó, algo completamente distinto de lo que había
intentado hacer.
Brind'Amour continuó ejecutando su conjuro, dirigiendo la magia hacia la llama, tomando control
de ella y fortaleciéndola, transformándola. La llama se ensanchó y, de manera gradual, adoptó la forma de
un león, un felino grande y feroz de ojos ardientes y una melena que se agitaba con el frenesí del fuego.
El duque se puso pálido y retrocedió otro paso; después giró sobre sus talones y corrió hacia la
puerta. Se estrelló contra un muro mágico tan sólido como si fuera de piedra, y reculó dando traspiés
hasta el centro del calabozo; recuperándose poco a poco del aturdimiento, se volvió hacia el hechicero y
su mascota de fuego.
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XIV
LA PRINCESA Y SU CORONA
Estaba sentada frente al espejo cepillando el sedoso cabello; los dulces ojos tenían la mirada vacía,
perdida en el tiempo y el espacio. La enjoyada corona estaba sobre el tocador, delante de ella; era el
vínculo con su pasado, cuando era una pequeña princesa. Junto a la corona había un saquito con polvos
que Deanna utilizaba para avivar las llamas de un brasero y así abrir un acceso al infierno para el
demonio Taknapotin.
Sólo era una niña cuando el saquito se convirtió en un objeto más importante para ella que la
corona, cuando su trato con Verderol fue más estrecho que con su padre, el rey de Avon. Verderol, que le
había dado la magia. Verderol, que le había dado a Taknapotin. Verderol, que había ocupado el trono de
su padre y salvado al reino después de que un puñado de señores arribistas y traidores dieran un golpe de
estado.
Eso fue lo que los leales al nuevo rey le contaron a Deanna Benedigno, y lo que el propio Verderol
repitió con ocasión de su siguiente encuentro. Verderol lamentó que su ascensión al trono la hubiera
dejado a ella fuera de la línea sucesoria real. En realidad, poco importaba aquello ya que él era un
hechicero de la antigua hermandad, bendecido con una vida muy longeva y que seguramente los
sobreviviría a ella y a sus hijos, si es que los tenía, y hasta sus nietos. Pero Verderol no era insensible a la
situación de la huérfana. Mannington, una ciudad portuaria de importancia situada en la costa occidental
de Avon, sería su dominio, su reino privado.
Ésa era la historia que Deanna Benedigno había escuchado desde su infancia y durante todos los
años de su vida como adulta; era el relato que el compasivo Verderol le había hecho.
Sólo ahora, cerca ya de los treinta, Deanna había empezado a poner en tela de juicio, e incluso a
descartar, esa historia. Trató de recordar aquella aciaga noche del golpe de estado, pero todo era un caos.
Taknapotin había acudido a ella y se la había llevado en plena noche; todavía recordaba muy bien los
gritos de sus hermanos, perdiéndose en la distancia. Un noble salvador... Un demonio.
¿Por qué Taknapotin, un diablo de gran poder, no había rescatado también a sus hermanos y a su
hermana? ¿Y por qué el demonio, y, en especial, Verderol, que sin duda era la persona más poderosa en
el mundo, no había frustrado el golpe de estado? Sus respuestas, sus excusas, fueron evidentes y sencillas:
no hubo tiempo; los habían cogido por sorpresa.
Aquellos interrogantes habían conducido a menudo a Deanna hasta un impenetrable velo de
misterio, y no fue hasta muchos años después que la duquesa de Mannington se planteó preguntas más
importantes: ¿por qué se le había permitido vivir a ella? Y, puesto que estaba viva después de que se
ejecutó a los supuestos asesinos, ¿por qué no la habían hecho volver a Carlisle como la legítima reina de
Avon?
El cepillo frotó con fuerza el cuero cabelludo a medida que la ahora familiar cólera crecía en su
interior. Durante varios años, Deanna había sospechado la traición y había sentido la rabia, pero contuvo
esos sentimientos hasta hacía muy poco. Si lo que temía había ocurrido en realidad veinte años antes,
entonces tampoco ella tenía excusa por el papel que había tenido en las muertes de sus padres y sus cinco
hermanos.
—Cuánto os parecéis a ella —dijo una voz desde la puerta.
Deanna enfocó la vista en el espejo y vio reflejada la imagen de Selna; la vieja aya entró en la
estancia con el camisón y la bata de Deanna sobre un brazo. La duquesa se giró para mirar a la mujer.
—A vuestra madre —explicó Selna con una sonrisa que desarmaba. Se acercó a ella y le acarició
suavemente la mejilla—. Tenéis sus mismos ojos, tan dulces, tan azules.
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Era como una ceremonia religiosa para la doncella. Cada semana, al menos durante los últimos
veinte años, Selna, que había sido su aya en los tiempos en que su padre reinaba en Avon, le acariciaba la
mejilla y le decía lo mucho que se parecía a su madre asesinada. Durante muchos de esos veinte años, el
cumplido había puesto una sonrisa radiante en el rostro de Deanna, y la joven le había pedido a Selna que
le hablara de Bettien, su madre.
¡Qué terrible ironía le parecía a la ahora advertida duquesa!
Deanna, se puso de pie, cogió el camisón y se apartó.
—No temáis, señora —dijo Selna a su espalda—. No creo que nuestro rey os castigue por vuestra
flaqueza en Cruz de Hierro.
La duquesa se giró bruscamente hacia la mujer, que sufrió un sobresalto.
—¿Te lo ha dicho él personalmente? —preguntó.
—¿El rey?
—El rey, por supuesto. ¿Has hablado con él después de nuestro regreso a Mannington?
La expresión de Selna era de estupefacción.
—Señora —protestó—, ¿por qué iba a tener a bien su majestad hablar con...?
—¿Has hablado con él después de marcharnos de Cruz de Hierro? —la interrumpió Deanna,
pronunciando claramente cada palabra para que la doncella no pasara por alto la trascendencia de la
pregunta.
Selna respiró hondo y levantó la barbilla con gesto decidido.
Deanna se dijo para sus adentros que la mujer se sentía segura con la protección de Verderol. La
duquesa se dio cuenta de que su estallido de rabia quizá la había empujado a actuar desoyendo el sentido
común. Si las llamadas de la doncella a Verderol tenían una vía fácil de respuesta —quizás el rey le había
dado un demonio menor para servir de correo— entonces su actitud colérica podría muy bien atraer de
nuevo sobre sí la mirada indagadora de Verderol, algo que no le interesaba en aquel momento crucial.
—Discúlpame, querida Selna —dijo Deanna, que se acercó para poner la mano sobre el brazo de la
doncella. Luego bajó los ojos y suspiró—. Mi único temor es que tu percepción de mi debilidad con los
cíclopes haya menguado la opinión que tienes de mí.
—Eso jamás, señora —repuso la doncella con poca convicción.
Deanna alzó los azules ojos, húmedos por las lágrimas. Desde la infancia, la duquesa había tenido
mucha facilidad para provocar el llanto; las «gotas de enternecimiento» las llamaba ella.
—Es tarde, señora —dijo Selna, lacónica—. Deberíais retiraros.
—Fue una flaqueza —admitió Deanna con quedo sollozo.
Advirtió que la expresión seria de la doncella cambiaba a otra de curiosidad.
—No podía soportarlo —continuó—. No siento aprecio por los eriadoranos, y, por supuesto, menos
aún por los enanos, ¡pero hasta los hombrecillos barbudos parecen estar muy por encima de esos
espantosos brutos de un ojo!
Dio la impresión de que Selna se tranquilizaba algo, e incluso esbozó una sonrisa que a Deanna le
pareció sincera.
—Sólo temo que mi rey y salvador haya llegado a dudar de mí —se lamentó la duquesa.
—Eso jamás, señora —insistió Selna.
—Es mi única familia —dijo Deanna—, aparte de ti, por supuesto. No soporto la idea de
decepcionarlo y, sin embargo, eso es exactamente lo que temo haber hecho.
—Era una misión para la que vos, con vuestra condición principesca, no estabais bien preparada.
Condición principesca. Selna utilizaba a menudo esa frase curiosa cuando hablaba de la duquesa.
Con frecuencia la joven hubiera querido chillar cuando la oía. Si tan en consonancia estaba con la realeza,
¿por qué era Verderol, y no ella, que tenía sangre real, quien ocupaba el trono de Carlisle?
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Deanna se obligó a relegar en lo más hondo esas ideas iracundas. Dejó que las lágrimas manaran de
nuevo y estrechó a Selna en un fuerte abrazo que alargó hasta que la doncella comentó otra vez que era
hora de acostarse.
La duquesa dejó de llorar en un visto y no visto en cuanto Selna salió de la habitación. Era tarde, y
tenía mucho que hacer esa noche. Pasó largos segundos mirando el tocador, la corona y el saquito, para
cobrar fuerzas.
Las horas pasaron. Deanna salió de sus aposentos para asegurarse de que todos los que ocupaban las
habitaciones contiguas estaban dormidos. Después regresó al dormitorio, cerró la puerta mágicamente, y
fue hacia el armario; sacó un pequeño brasero de bronce de un compartimiento secreto que había
dispuesto en el suelo del mueble.
Al poco rato, Taknapotin estaba sentado en la cama.
—A'ta'arrefi no era tan formidable —comentó el demonio.
—Con el poder de la tormenta con la que te envié, no —replicó Deanna fríamente.
—Tampoco es tan difícil canalizar la energía —admitió Taknapotin—. Y así, A'ta'arrefi se acabó,
¡puf!
—Y Resmore está fuera de combate, muerto o en las mazmorras de Caer MacDonald o de
DunDarrow —dijo la duquesa.
—Y nosotros nos encontramos un paso más cerca del trono —añadió Taknapotin con ansia.
Deanna aún no podía creer lo fácil que había resultado esta parte de su plan. Se había limitado a
poner la golosina del poder supremo ante la nariz de Taknapotin, y al demonio se le había caído la baba
con la idea de derrocar a Verderol. Ésta era la debilidad del mal, comprendió la duquesa. Estando aliado
con criaturas tan diabólicas, uno nunca podía fiarse ni estar seguro de nada.
No si uno era listo.
Deanna fue hacia el tocador y cogió la corona, el vínculo con su linaje, el único objeto que Verderol
había conseguido recobrar tras la derrota de los usurpadores. El único objeto que Verderol le había dado
personalmente, pidiéndole que lo conservara como recuerdo de su pobre familia.
—No creo que haga falta que mueran más —comentó Taknapotin—. Sin duda estás más cerca,
ahora que Paragor y Resmore han desaparecido.
—Ah, pero ¿y el duque McLenny de Laurofiel, en Baranduine? —preguntó Deanna—. Ése conoce
bien el juego, cachorrillo. Muy bien.
La duquesa rió bajito, divertida por la ironía de su comentario.
—¿Sospecha algo?
—No lo sé. Pero lo observa todo desde el aislamiento de esa tierra salvaje. Al estar fuera de escena,
podría juzgar mejor a los actores.
—Entonces, es un peligro para nosotros —razonó el demonio.
—No. —Deanna dio la espalda al espejo, sosteniendo la delicada corona con las dos manos—. Para
nosotros, no.
Taknapotin la miró con curiosidad, sobre todo el modo en que sus dedos atenazaban aquella
importantísima corona. La voz de la duquesa cambió, bajando una octava al iniciar la salmodia:
—Oga demions callyata sie —recitó.
Los ardientes ojos de Taknapotin brillaron más cuando la bestia sintió el impacto del cántico, una
melopea disonante y lesiva que iba directa al negro corazón de cualquier criatura del infierno.
—¿Qué estás haciendo? —demandó, aunque lo sabía muy bien.
Deanna estaba pronunciando las palabras de destierro, un poderoso encantamiento que lo expulsaría
del mundo durante un siglo.
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La duquesa siguió con la salmodia, sin amilanarse a pesar de que el demonio se había incorporado
de la cama rápidamente y mostraba los relucientes colmillos. El encantamiento era poderoso, pero no
perfecto, y Deanna no tenía la seguridad de que funcionara; en parte porque, en el fondo de su corazón, en
el de cualquier hechicero que hubiera saboreado tal poder, no podía desear realmente librarse del aliado
demoníaco. Pero continuó, y cuando Taknapotin, resistiéndose y temblando, logró dar un paso hacia ella,
levantó la corona que era su herencia, el regalo de Verderol, el objeto que ahora creía que tenía más valor
que el de las gemas o sus recuerdos. Con una sonrisa avisada, Deanna retorció el metal atrozmente.
Un siseante estallido de negra energía explotó en la corona y aturdió a Deanna, que interrumpió su
cántico temporalmente. Pero tuvo un efecto mayor en Taknapotin. La corona era el vínculo real del
demonio con el mundo; Verderol, el verdadero amo, la había dotado con poder, y se la había entregado a
Deanna por razones más importantes que la nostalgia.
—¡No puedes hacer esto! —bramó Taknapotin—. Estás tirando tu propio poder, tu oportunidad de
ascender.
—¡Sí, de ascender al infierno! —le replicó la duquesa y, renovadas las fuerzas por la lamentable
imagen del agonizante demonio, reanudó la salmodia pronunciando cada sílaba con los dientes apretados.
Todo cuanto quedó de Taknapotin fue una mancha negra en la gruesa alfombra del dormitorio.
Deanna arrojó al suelo la corona retorcida y la pisoteó con saña. Era el símbolo de su estupidez, el
vínculo con un reino —su reino— y con una familia que sin querer había ayudado a derrocar.
Aunque acababa de ejecutar la que quizás era la hazaña mágica más contundente y poderosa de su
joven vida, y aunque había perdido para siempre a Taknapotin, el demonio que le daba la mayor parte de
su poder, Deanna Benedigno se sentía extrañamente rebosante de vigor. Fue hacia el tocador y cogió un
frasquito que en apariencia contenía perfume, pero que en realidad estaba lleno de un líquido encantado.
Esparció el líquido por el espejo generosamente al tiempo que llamaba a su más íntimo amigo.
La superficie del cristal se cubrió con una especie de humedad, aunque esa neblina parecía estar
también en el interior del espejo. De manera gradual, la luna se aclaró por el centro, y el neblinoso
reborde dejó enmarcada una clara imagen.
—¿Lo has hecho? —preguntó el apuesto hombre maduro.
—Taknapotin ya no está —confirmó Deanna.
—Resmore está en manos de Brind'Amour, como esperábamos —dijo el hombre, el duque
Ashannon McLenny de Baranduine.
—Ojalá estuvieras aquí —se lamentó Deanna.
—No me encuentro tan lejos —contestó Ashannon, y era cierto.
El duque de Baranduine residía en Laurofiel, una ciudad costera separada de Mannington sólo por
el estrecho de Mann. Y su contacto espiritual era aún más próximo, se recordó Deanna; y, aunque estaba
más asustada de lo que lo había estado nunca, salvo quizás aquella noche de hacía veinte años, consiguió
esbozar una sonrisa.
—Nuestro curso está marcado —dijo con resolución.
—¿Y Brind'Amour? —preguntó Ashannon.
—Busca un amigo del pasado —contestó la duquesa, pues había oído la invocación del monarca
eriadorano—. Responderá involuntariamente cuando haga yo la llamada.
—Te felicito, princesa Deanna Benedigno —manifestó Ashannon con una cortés reverencia y un
respeto absoluto—. Que duermas bien.
Interrumpieron la comunicación, pues los dos necesitaban descansar, sobre todo teniendo en cuenta
que ya no disponían de sus respectivos demonios. Deanna estaba realmente encantada por el respeto
mostrado por el hombre, pero era ella quien más tenía que agradecer en esa amistad. Ashannon había sido
quien le había abierto los ojos. El duque de Baranduine, que ya regía el clan más numeroso de la isla
cuando el padre de Deanna era rey, había imaginado la verdad del golpe de estado.
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Y Deanna creía ahora en él, en cada palabra que decía. Ashannon le había contado la verdad
respecto a su corona: que era el nexo con Taknapotin, el vínculo de un perverso triángulo en el que estaba
Verderol y que permitía al rey tenerla bajo estrecha vigilancia. Esa corona era la conexión que había
permitido a Verderol invocar con tanta facilidad al demonio de Deanna aquella noche en Cruz de Hierro.
Esa corona, tanto por el encantamiento como por los sutiles sentimientos de culpabilidad que despertaba
constantemente en Deanna, era la clave que permitía a Verderol mantenerla sometida a su conjuro.
—No —se recordó la duquesa en voz alta—. Era sólo una de las claves.
Cruzó con decisión el dormitorio y cogió su vestido. El cuarto de Selna estaba tres puertas más
adelante en el mismo pasillo.
En sus aposentos privados, en Laurofiel, el duque Ashannon McLenny observó cómo se oscurecía
el espejo, y después soltó un profundo suspiro.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo a su espalda una voz, la de Shamus Hee, su amigo y confidente.
—Si alguna vez hubiera tenido intención de volverme atrás no le habría contado a Deanna
Benedigno la verdad sobre Verderol —repuso el duque con calma.
—Aun así, da miedo —comentó Shamus.
McLenny no lo contradijo. Él, quizá más que ningún otro hombre en el mundo, conocía el poder de
Verderol, su red de espías, tanto humanos como diabólicos. Después del golpe de estado en Avon,
Ashannon McLenny pensó en independizar Baranduine de la nación oriental; pero, antes incluso de que
lo intentara, Verderol puso fin a esa posibilidad utilizando al demonio familiar de Ashannon McLenny en
su contra. Sólo el gran encanto del duque y su inteligencia consiguieron sacarlo con bien de aquello, y
Ashannon pasó la siguiente década demostrando su valía y su lealtad al rey de Avon.
—Todavía no me explico por qué Verderol dejó viva a la muchacha —masculló Shamus—. Lo
lógico es que hubiera borrado de la faz de la tierra a todos los Benedigno.
—La necesitaba —respondió McLenny—. Verderol no sabía cómo se desarrollarían las cosas
después del golpe. Si no hubiera podido ocupar el trono directamente, habría coronado a la chica, aunque
él habría estado en las sombras tras ella como verdadero soberano de Avon.
—Una jugada inteligente en su momento, pero no tanto ahora, a mi entender —comentó Shamus
con una risita.
—Esperemos que sea ése el caso —dijo McLenny—. Verderol ha tenido un desliz, amigo mío. Ha
relajado un poco su férreo dominio, quizá por puro aburrimiento. Lo acontecido en Eriador es prueba
suficiente de ello, y, tal vez, precursor de nuestra propia libertad.
—Un curso peligroso —dijo Shamus.
—Mucho más peligroso para Deanna que para nosotros —manifestó McLenny—. Y, si su intriga
tiene éxito, si logra perjudicar a Verderol y atraer su atención el tiempo suficiente, entonces Baranduine
conocerá por fin la independencia.
—¿Y si no?
—En ese caso, no estaremos peor que ahora, aunque sin duda lamentaremos la pérdida de Deanna
Benedigno.
—¿Es que puedes, entonces, desligarte de ella y de su pequeño plan tan fácilmente?
Ashannon McLenny asintió con la cabeza, y no hubo ninguna sonrisa en su semblante al considerar
la posibilidad de fracaso.
Shamus Hee lo dejó estar. Confiaba completamente en el criterio de Ashannon; después de todo,
había sobrevivido al golpe de Verderol en Avon, lo que no había conseguido casi ninguno de los demás
nobles del momento. Y Shamus era consciente de que McLenny, fueran cuales fueran sus sentimientos
personales por Deanna (y sabía que eran muy profundos) no la antepondría a Baranduine. Había visto su
rostro iluminarse con la esperanza cuando supieron por Deanna Benedigno que Brind'Amour, de la
antigua hermandad, estaba vivo y se oponía a Verderol.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Sí, Shamus sabía que McLenny era un hombre con proyección histórica, más preocupado por el
legado que dejaría tras de sí que por lo que poseía. Y lo que tenía intención de dejar era una Baranduine
libre.
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R.A. Salvatore El rey dragón
XV
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R.A. Salvatore El rey dragón
—¡Mamarracho, mal remedo de gascón! —chilló Oliver—. Si quieres ser realmente importante,
¿por qué no te pones de rodillas y finges ser un halfling?
—Debería matarlo —dijo deJulienne.
—Ciertamente —contestó el rey—. Pero sed benévolo. Oliver acabó con un centenar de cíclopes
personalmente en una sola batalla y me temo que jamás lo ha superado.
DeJulienne asintió con la cabeza, y después, cuando su cerebro asumió de lleno el sentido del
comentario, se puso aún más pálido que los blancos polvos de su maquillaje.
—Entonces le perdonaré la vida —se apresuró a manifestar.
—Presumo que no nos queda nada más pendiente —declaró el monarca.
El embajador de Avon hizo una brusca reverencia, giró sobre sus talones y salió airado del salón.
—¡Jules! —llamó Oliver—. ¡Juli, Juli!
—¿Considerabas realmente necesario todo eso? —preguntó Brind'Amour cuando Oliver y Luthien
se encontraron a solas con él.
El halfling ladeó la cabeza en un gesto pensativo.
—No —respondió al cabo—. Pero fue divertido. Además, advertí que querías que ese necio se
fuera de aquí.
—Habría bastado con un simple permiso para que se retirara —dijo el monarca secamente.
—El barón Guy deJulienne —resopló Luthien, que sacudió la cabeza con incredulidad.
El joven Bedwyr conocía a la frívola aristocracia avonesa lo suficiente para estar harto, y tenía la
peor opinión de aquellos necios presuntuosos. La mujer culpable de que abandonara Dun Varna y se
echara a los caminos, consorte de otro autoproclamado barón, era muy semejante a deJulienne, toda
pintada y perfumada. Se hacía llamar Avonese, aunque en realidad su madre la había bautizado con el
nombre de Avon. Ver al embajador del país vecino reafirmó a Luthien en su acertada decisión de entregar
el trono a Brind'Amour. Después de la guerra, la Sombra Carmesí habría podido subir al trono, y muchos
le pidieron que lo hiciera. Pero Luthien renunció en favor de Brind'Amour, por el bien de Eriador y —
como tan intensamente le recordó el perfume y la facha de deJulienne— por el suyo propio.
—Debería haber atravesado su hinchado pecho avonés —rezongó Oliver.
—¿Con qué fin? —preguntó el monarca—. Al menos, éste resulta bastante inofensivo, ya que es
demasiado necio para espiar.
—No te fíes de las apariencias —advirtió Luthien.
—Le he estado pasando información desde su llegada —le aseguró Brind'Amour—. O más bien
debería decir que le he contado mentiras. DeJulienne ya ha informado a Verderol que casi toda nuestra
flota está enzarzada en una guerra con los huegotes, y que más de veinte galeones eriadoranos se han ido
a pique.
—Diplomacia —dijo el joven Bedwyr con patente desdén.
—Gobiernos, ¡puag! —intervino Oliver.
—Pasemos a otros asuntos —dijo Brind'Amour, carraspeando—. Lo habéis hecho muy bien, y de
nuevo os he de felicitar y deciros que tenéis la gratitud de todo Eriador.
Luthien y Oliver intercambiaron una mirada desconcertada, sin saber de momento a qué se refería
Brind'Amour. Después sus semblantes se alegraron al comprender.
—El duque Resmore —razonó Luthien.
—Ese jorguín ha admitido la verdad —añadió Oliver.
—De plano —confirmó el monarca, que dio dos palmadas y un anciano, vestido con túnica marrón,
salió de detrás de un tapiz.
—Mis saludos de nuevo, Luthien Bedwyr y Oliver deBurrows —dijo.
—¡Saludos a ti! —contestó el joven.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Era el prior Byllewyn, síndico de Gybi. La mera presencia del hombre confirmaba a Luthien que el
tratado con los huegotes se había firmado. Brind'Amour se levantó del trono.
—Venid —pidió a los otros—. Ya hablé con Ethan y Katerin, y el aviso salió hacia el mar Dorsal.
El rey Asmund debe de haber llegado ya a Chalmbers, así que abriré una vía para que él y Ethan se
reúnan con nosotros.
Y también Katerin, deseó Luthien. ¡Cuánto la echaba de menos!
No resultó tarea nada fácil convencer al desconfiado Asmund para que caminara por el túnel
mágico que Brind'Amour creó entre la catedral de Caer MacDonald y la lejana ciudad de Chalmbers.
Incluso después de que Katerin y el hermano Jamesis entraran en él, incluso después de que el rey
huegote hubiera accedido, Ethan tuvo que arrastrarlo prácticamente al interior del remolino de luces
azules.
El trayecto fue espectacular, excitante, ya que a cada paso dejaban atrás más de mil quinientos
metros de terreno bajo sus pies. Chalmbers estaba a casi quinientos kilómetros de Caer MacDonald; pero,
con el acceso encantado de Brind'Amour, los seis viajeros (incluidos dos fornidos escoltas huegotes, que
eran ni más ni menos que Rennir y Torin Rogar) se encontraron dentro de la Seo en cuestión de minutos.
—¡No apruebo tus artes mágicas! —dijo Asmund, cortando cualquier saludo de bienvenida antes de
que se produjera.
—El tiempo apremia —repuso Brind'Amour—, y el asunto que nos ocupa es urgente.
Rennir y Torin Rogar rezongaron.
—Entonces ¿por qué no cruzaste tú el puente azul hacia nosotros? —inquirió Asmund con
desconfianza.
—Porque el embajador de Avon está en Caer MacDonald —fue toda la explicación que
Brind'Amour tuvo a bien dar—. Éste es el centro, tanto si los huegotes se alían con Eriador como si no.
Luthien miró al viejo mago con genuina sorpresa; la actitud hosca de Brind'Amour no parecía el
mejor modo de recibir a los huegotes, sobre todo si se tenía en cuenta que la propuesta de una alianza
estaba reñida con las tradiciones de ambos pueblos.
Pero el monarca eriadorano no cedió un ápice.
—Estoy fatigado —declaró Asmund—. Me retiraré a descansar.
Brind'Amour hizo un gesto de asentimiento.
—Acompaña a nuestros invitados a sus habitaciones en el ala nordeste —le dijo a Luthien al tiempo
que señalaba con la cabeza en esa dirección para poner énfasis a sus indicaciones.
El joven Bedwyr comprendió: deJulienne estaba alojado en el ala sureste, y el viejo mago quería
tener al embajador avonés y a Asmund lo más lejos posible el uno del otro.
—Lo haré yo —se ofreció Oliver, que se puso delante de Luthien. Se dio media vuelta, le guiñó un
ojo a su amigo, y susurró— Tú ocúpate de acompañar a lady Katerin a sus aposentos.
Luthien no discutió.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—No opinabas igual cuando estábamos en Colonsey —le recordó Luthien, y ella tuvo que admitir
que era cierto.
Cuando fueron capturados y el Tejedor de Stratton fue echado a pique, Katerin estaba segura de que
su vida iba a ser un infierno, esclavizada en el peor modo posible por los salvajes isenlandeses.
—Tenía una idea muy distinta sobre ellos entonces —admitió—. Pero su comportamiento cambió
tan pronto como Asmund propuso el tratado. He pasado mucho tiempo con Ethan y con los huegotes en
Chalmbers, muchas horas en la galera, y no recibí ni la menor amenaza, ni siquiera el más mínimo
insulto. No, amor mío, los huegotes son enemigos feroces, pero amigos leales. No albergo duda alguna de
su cumplimiento de la alianza, si es que se produce.
Luthien se giró para tumbarse boca arriba, y permaneció callado, contemplando el techo. Confiaba
plenamente en el criterio de Katerin, y estaba entusiasmado.
Pero también sentía una gran inquietud, ya que la guerra, si llegaba, sería brutal, mucho peor que las
batallas sostenidas por Eriador para alcanzar su precaria independencia de Avon. Aun con los huegotes
como aliados, los eriadoranos se encontrarían en gran desventaja con el más próspero reino del sur. Aun
con las galeras huegotas y los galeones avoneses capturados, la flota eriadorana no dominaría los mares.
Luthien soltó una queda risita al considerar lo irónico de sus temores actuales. Cuando había caído
Burgo del Príncipe, esa misma primavera, unos pocos meses antes, estaba empeñado en continuar con la
guerra hasta llegar a la misma Carlisle. Brind'Amour lo había prevenido de los peligros de tal aventura,
recordando a su joven amigo el poder de Verderol.
—Anímate, amor mío. Tu fuerza está en lo que amas —dijo Katerin, que se movió de manera que
su rostro quedó encima del de Luthien, y su roja cabellera cubrió el cuello y los hombros desnudos del
joven.
—Te amo a ti —dijo él.
—Y a Eriador —añadió Katerin sin pausa—. Un Eriador libre de Verderol y de guerras.
Luthien apoyó la mejilla en el hombro de ella. Una sonrisa ensanchó su rostro de manera gradual; y
también, de manera gradual, el fuego brilló otra vez en sus ojos de color canela.
—Ya está casi hecho —comentó Luthien mientras Brind'Amour y él se apartaban de la mesa tras una
larga sesión a puerta cerrada con Asmund y Ethan.
—Tu hermano demuestra una sabiduría mayor de lo que sería de esperar a sus treinta años —dijo el
rey—. Ha conducido a Asmund por el camino a esta alianza.
—Fue Asmund quien propuso el tratado —le recordó Luthien.
—Y, desde ese momento, Ethan ha tomado la iniciativa para hacer realidad el deseo de Asmund —
contestó Brind'Amour—. Es leal a su rey.
El comentario hirió al joven Bedwyr, a quien no le gustaba pensar en Ethan como un huegote, dijera
lo que dijera su hermano. Se paró en medio del pasillo, y Brind'Amour se adelantó un par de pasos.
—A sus dos reyes —afirmó, cuando el anciano mago se volvió para mirarlo.
Brind'Amour reflexionó un momento, considerando el trabajo de Ethan en las discusiones, y asintió
mostrando su conformidad. Las intervenciones de Ethan en las sesiones habían sido positivas para
Eriador; en varias ocasiones se había opuesto abiertamente a Asmund, y se las había ingeniado para hacer
cambiar de opinión al rey huegote una o dos veces.
El gesto de asentimiento de Brind'Amour hizo que Luthien reanudara la marcha. Alcanzó al rey e
incluso se adelantó un poco, y se mantuvo a la cabeza el resto del camino hasta la sala de guerra, donde
Siobhan, Katerin, Oliver y Shuglin aguardaban con ansiedad.
—Quedará terminado y firmado esta noche —les confió Brind'Amour.
Se intercambiaron sonrisas satisfechas alrededor de la mesa ovalada, sobre la que había extendido
un mapa de Avon del Mar. El júbilo menguó cuando repararon en Oliver; el halfling estaba plantado en lo
alto de la silla con actitud solemne.
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—¿Por qué ese gesto de disgusto? —inquirió Luthien bruscamente—. Una alianza con los huegotes
nos da una oportunidad.
—¿Habéis pensado cuánta gente inocente de Avon perecerá a manos de los bárbaros huegotes? —
preguntó el halfling, recordándoles la verdadera naturaleza de sus recién hallados amigos—. ¿Cuántos
mueven los remos de sus galeras en la actualidad? ¿A cuántos habrían arrojado al mar cuando fuimos
capturados si el tal Rennir no hubiera reconocido a Luthien como alguien con quien estaban en deuda?
Era cierto, y todos tuvieron que admitirlo. Por lo visto, estaban a punto de hacer compañero de
cama a un demonio.
—No podemos cambiar las costumbres huegotes —dijo finalmente Brind'Amour—. Hemos de
recordar que Verderol es la amenaza más inminente para nuestra independencia.
—Para todo Eriador —replicó Oliver, sin ceder—. Pero no le contéis eso al próximo hombre
arrojado al mar porque la vida de esclavitud entre el pueblo de Asmund le ha consumido las fuerzas.
Katerin dio un puñetazo en la mesa en un gesto de frustración; Shuglin, que no conocía a los
huegotes y consideraba a sus esclavos como unos desdichados a los que ya no podía tener en cuenta
llegados a este punto, dirigió una mirada feroz a Oliver.
Por el contrario, Luthien asintió, en cierto modo sorprendido por la actitud liberal de su pequeño
amigo para enfocar las cosas. Oliver no había sido nunca de los que dudaban a la hora de descargar a un
mercader del peso de su bolsa de monedas; pero, se recordó el joven, también era el que solía comprar
muchos abrigos para después encontrarles cualquier defecto imaginario que justificara tirarlos a la calle,
donde los huérfanos sin techo no tardaban en encontrarlos y aprovecharlos.
También Siobhan supo ver la verdad que encerraban las palabras de Oliver; la semielfa se acercó a
él y, delante de todos, lo besó.
El halfling se puso colorado hasta las orejas y se tambaleó, y estuvo a punto de caerse de la silla.
Como era habitual en él, recobró la compostura enseguida.
—Los huegotes no son la mejor opción moral como aliados —admitió Katerin—, pero podemos
fiarnos de que cumplan su parte en la alianza.
—Aun así, ¿deberíamos plantearnos siquiera un trato con ellos? —preguntó Siobhan.
—Sí —fue la inmediata y categórica respuesta de Brind'Amour; su tono de voz dejaba claro que no
había lugar para el debate—. También yo desprecio muchas de las costumbres huegotes, en primer lugar
la esclavitud. Quizá podamos hacer algo al respecto en otro momento. Pero, por ahora, el principal
problema es Verderol y sus cíclopes, los cuales, y hasta Oliver estará de acuerdo en eso, son mucho
peores que los huegotes.
Todos miraron al halfling, quien, sintiéndose muy importante; hizo un gesto de asentimiento para
que Brind'Amour prosiguiera.
—No podemos derrotar a Verderol sin el apoyo de Isenlandia —continuó el monarca, que dudaba
del resultado incluso con esa ayuda, pero que guardó para sí tan inquietante idea—. Una vez que Eriador
sea realmente independiente, una vez que Verderol haya sido derrocado, entonces nuestro poder e
influencia se incrementarán de manera considerable.
—Luchamos por la libertad, no por el poder —no pudo menos de decir Luthien.
—La verdadera libertad nos otorgará poder más allá de nuestras fronteras —explicó Brind'Amour—
. Entonces tal vez podremos ocuparnos de los huegotes adecuadamente.
—No se puede ir a la guerra contra un aliado —replicó Oliver.
—No —se mostró de acuerdo el monarca—. Pero, como aliado, nuestra influencia sobre Asmund
será mucho mayor. No cambiaremos las costumbres huegotes, a no ser mediante una guerra en toda regla,
y no creo que ninguno de los que estamos presentes tenga muchas ganas de ir a luchar a Isenlandia. —
Hizo una pausa para mirar los gestos negativos de las cabezas que confirmaban su manifestación—. De
poder, también yo habría elegido otros aliados que no fueran los huegotes —continuó—. Gasconia, tu
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propio país, Oliver, queda descartada para cualquier apoyo oficial, si bien el caballero de Gilbert prometió
a Eriador una línea de crédito blando si entraba en guerra.
—Una promesa que probablemente ha hecho extensiva a Avon —dijo Oliver con sorna, y la tensión
se rompió.
—Entonces ¿estamos de acuerdo? —preguntó el monarca cuando las risas nerviosas remitieron—.
Asmund es nuestro aliado.
Luthien secundó la propuesta, adelantándose por poco a Shuglin. Katerin fue la siguiente, seguida
de Siobhan y, por último, con un sonoro y dramático suspiro, Oliver. El rey sabía que había otra voz que
tenía que oírse en este debate, pero se ocuparía de ese problema más tarde. Brind'Amour se dirigió a un
extremo de la mesa y cogió un puntero.
—Ethan ha colaborado —comentó el mago, que de repente no le pareció tan viejo a Luthien—.
También él comprende la ventaja de mantener a los huegotes tan lejos de tierra como sea posible.
—Ethan conoce ahora la verdad sobre Eriador —intervino Luthien.
—Y Asmund ha aceptado, aunque provisionalmente, que las naves huegotes naveguen en
formación al este de la flota eriadorana del Dorsal, que a su vez viajará al este de los Cinco Centinelas.
El rey señaló con el puntero la línea costera oriental de las islas.
—¿Y qué hay de Bangor, Turones y Corbin? —quiso saber Katerin, refiriéndose a las tres ciudades
costeras de Avon, claramente marcadas en el detallado mapa del mago—. ¿Y Rasdalles, en el extremo
norte de El Salobral? Si los barcos han de navegar por la parte exterior de los Cinco Centinelas, ¿cómo
vamos a hacer la guerra con las ciudades orientales de Avon?
—Es que no vamos a hacerla —repuso Brind'Amour sin la menor vacilación—. Avon es Verderol.
Avon es Carlisle. Y, cuando Carlisle caiga, también caerá Avon.
Golpeó con el extremo del puntero en el lugar donde los dos ríos hermanados, conocidos ambos
como Stratton, se unían en el sector suroccidental del reino sureño.
—Los Cinco Centinelas están muy lejos de Carlisle —comentó Siobhan—. Una ruta desviada y,
ciertamente, más larga y peligrosa que una singladura a lo largo del litoral de Avon.
—Pero ese curso mantendrá a los huegotes apartados de la costa —intervino Oliver.
—Y —añadió Brind'Amour astutamente— reducirá la posibilidad de un combate con la flota
avonesa.
—Creí que de eso se trataba —dijo Shuglin, desconcertado.
El rey sacudió la cabeza y agitó la mano libre al tiempo que movía con la otra el puntero hacia
abajo, al ancho canal entre los Cinco Centinelas y la costa oriental de Avon del Mar.
—Si combatimos con la flota de Avon aquí —explicó—, y se alzan con la victoria, todavía tendrán
tiempo de navegar hacia el sur para luchar con nuestra segunda flota antes de que ésta entre en el río
Stratton.
Los demás se acercaron a la mesa mientras el mago hablaba; su tono dejaba claro que había
reflexionado largo y tendido sobre todo esto.
—Además —explicó el monarca—, de este modo nuestra alianza con Asmund seguirá siendo
ignorada por Verderol. Indudablemente, la presencia de galeras huegotes tan cerca lo pondrá nervioso. ¡Y
los líderes nerviosos cometen errores!
Brind'Amour hizo de nuevo una pausa para considerar los gestos de asentimiento de los demás y
sacar fuerza de su apoyo. Era evidente que el mago estaba corriendo cierto riesgo, pero confiaba en la
suerte y rezaba para que la jugada saliera bien.
—El ataque será por cuatro frentes —explicó—. La mitad de nuestra flota y los huegotes navegarán
por la parte exterior de los Cinco Centinelas, afianzando nuestras posiciones en las islas exteriores, y
después tomarán rumbo oeste, hacia la desembocadura del Stratton. Una segunda flota, que ya está de
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camino a Puerto Carlo desde Puerta de Diamante, se dirigirá hacia el sur a través del estrecho de Mann, y
llegará a Stratton por el oeste.
Luthien y Katerin intercambiaron una mirada nerviosa al oír esto. Los dos eran conscientes del
peligro que entrañaba este segundo movimiento, ya que la flota se encontraría encerrada en un estrecho
paso entre dos plazas fuertes como eran Mannington y Laurofiel.
—La fuerza terrestre principal —continuó Brind'Amour a la par que movía el puntero— atacará
desde el Muro de Malpuissant, asegurando Burgo del Príncipe, y después bajará hacia el sur por el
territorio abierto de los campos de labranza, entre el bosque Dever y las estribaciones meridionales de
Cruz de Hierro, un recorrido directo a Carlisle.
—¿Existe la posibilidad de un retraso en Burgo del Príncipe si se encuentra resistencia? —preguntó
Oliver.
—Según todos los informes, la ciudad continúa prácticamente indefensa —afirmó Brind'Amour con
seguridad—. No se ha nombrado un nuevo duque hechicero ni se ha destacado otra guarnición.
—¿Y el cuarto frente? —preguntó Luthien, impaciente, imaginando que este último y quizá más
importante movimiento estaría a su mando.
—Directamente hacia el sur desde Caer MacDonald —respondió el monarca—. A esta fuerza se
unirán los enanos del rey Bellick, y avanzará a través de las montañas.
Luthien miró en el mapa la ruta planeada. No era fácil la travesía por Cruz de Hierro, ni siquiera
con la guía de un ejército enano; además, era una suposición generalizada que el grueso de los cíclopes
aliados con Verderol, incluidos los bien entrenados y armados guardias pretorianos, estaba acampado a lo
largo de esa ruta. Aun en el caso de salvar tales obstáculos, la situación del ejército eriadorano no
mejoraría gran cosa después de cruzar las montañas, ya que esa comarca de Avon, metida entre el
estrecho de Mann y las estribaciones meridionales y occidentales de Cruz de Hierro, era la más populosa
y fortificada de todo Avon del Mar. Las poblaciones salpicaban las riberas de los tres ríos que fluían
desde las montañas hasta el lago Speythenfergus, hasta culminar con la poderosa Warchester, la segunda
ciudad de Avon, cuyas murallas eran tan altas como las de la propia Carlisle.
Finalmente, Luthien miró a Katerin con expresión resignada, se encogió de hombros y esbozó una
leve sonrisa.
La mujer se limitó a sacudir la cabeza; ahora que tenían ante sí el verdadero alcance de su empresa,
parecía una tentativa desesperada, casi imposible.
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XVI
DECLARACIÓN DE GUERRA
El grupo regresó a la sala de guerra esa tarde, esta vez con el prior Byllewyn y el hermano Jamesis.
Los dos hombres de Gybi charlaban animadamente de las perspectivas de guerra con Avon, pero Luthien
tuvo la impresión de que los dos, en especial el prior Byllewyn, albergaban serias reservas. El joven
Bedwyr ignoraba cuánto les había contado Brind'Amour de las reuniones previas, pero suponía qué era lo
que les preocupaba.
Todos los ojos se volvieron hacia la puerta cuando entró Brind'Amour; el semblante del mago no
dejaba traslucir nada.
—Esta será nuestra última reunión hasta que volvamos a encontrarnos a las puertas de Carlisle —
dijo con plena seguridad.
Alrededor de la mesa se alzaron murmullos de aprobación. Luthien no quitó los ojos de los hombres
de Gybi; la amplia sonrisa del prior Byllewyn revelaba que se sentía muy intrigado.
—Recibiré en audiencia a los embajadores de Gasconia y de Avon dentro de un rato —explicó
Brind'Amour—. Los cargos se presentarán abiertamente.
—La guerra no debería declararse hasta que nuestros ejércitos estén preparados para marchar —
intervino Byllewyn.
—Lo están ya —replicó Brind'Amour—. Incluso la fuerza de Gybi.
—Aún hay mucho que discutir entre nosotros dos —protestó Byllewyn en voz baja, sosegada, si
bien su expresión se había tornado hosca.
—No lo creo —repuso el monarca—. Con todo el respeto que me merece tu posición, mi buen
síndico, y aunque soy plenamente consciente de que necesito tu influyente cooperación, me es imposible
parar lo que ya está en marcha.
—¿Has firmado un tratado con Asmund? —preguntó Byllewyn con un tono cada vez más cortante.
Ya había salido a relucir, pensó Luthien. Los hombres de Gybi, que habían sufrido el asedio de los
huegotes tan recientemente, no estaban entusiasmados con la perspectiva de una alianza con el rey
Asmund.
Brind'Amour sacudió la cabeza enérgicamente, y la blanca barba se meció de un hombro a otro.
—Por supuesto, que no —contestó—. No pondré mi firma hasta que la del síndico Byllewyn haya
sido estampada en el documento.
—¿Y presumes que yo...? —empezó el prior.
—... quieres lo mejor para Eriador —lo interrumpió Brind'Amour.
Byllewyn se recostó en el respaldo de su silla, sin saber cómo responder.
El monarca volvió la cabeza y silbó; la puerta se abrió de inmediato, y entró una mujer alta, fornida,
atractiva pero con aspecto fiero, cabello y ojos negros, y el paso firme de una verdadera guerrera.
—Kayryn Kulthwain, cabecilla de los jinetes de Eradoch —explicó Brind'Amour, aunque la mujer
no necesitaba presentación.
Era bien conocida por todos los que estaban en la sala, en especial los dos hombres de Gybi.
—Saludos —dijo Byllewyn, que se puso de pie para recibir a esta guerrera, una estrecha aliada de
las gentes de Bae Colthwyn. Byllewyn había coincidido con Kayryn muchas veces en Mennichen Dee
con ocasión de las grandes fiestas mercantiles, y los dos se profesaban un gran respeto y una gran
amistad.
—Kayryn Kulthwain —repitió Brind'Amour—, duquesa de Eradoch.
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reunidos, era la que mejor comprendía a los pescadores del Eriador occidental, pues su pueblo era de la
misma casta.
—Partiré hoy a caballo para Puerto Carlo —aceptó, pasando por alto la expresión cariacontecida de
Luthien al oír sus palabras.
—Te haré llegar allí más deprisa que ningún caballo —dijo Brind'Amour, sonriente.
—Iré con ella —manifestó Luthien.
El monarca siguió sonriendo, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.
—Tú tienes que ir hacia el sur —puntualizó—. A mi lado, con Shuglin, Bellick y los enanos, con
Siobhan y los blondos, y con la milicia de Caer MacDonald. Los guardias pretorianos nos aguardan, mi
joven amigo, y sin duda se descorazonarán al saber que la Sombra Carmesí, el hombre que superó
tácticamente al legendario Belsen'Krieg, marcha contra ellos.
Luthien no podía rebatir la lógica del planteamiento ni desoír la llamada de su país.
—Entonces, Oliver acompañará a Katerin —decidió, y la propuesta tenía sentido, ya que el halfling
había estado con la mujer de Hale en su primera misión como embajadora en Puerto Carlo.
Oliver iba a protestar, pero Siobhan, que estaba sentada a su lado, le dio una patada en el tobillo. El
halfling la miró y guardó silencio al darse cuenta de que el corazón de la semielfa lo ocupaba Eriador
antes que él.
—Detesto los barcos —fue la única protesta de Oliver, aunque sus azules ojos, rebosantes de deseo,
estaban prendidos en la semielfa mientras hablaba.
—Entonces, está decidido —dijo Brind'Amour—. Ahora pasemos a tratar lo referente a la
conferencia que dentro de un rato mantendré con los embajadores. Cada uno de nosotros tendrá que
desempeñar un papel.
Felese Raymaris de Gilbert era un hombre alto y delgado, con ojos de color gris y cabello oscuro,
pulcramente arreglado, y un rostro bien rasurado y sin tacha. Su actitud era ceremoniosa, pero sin dar la
impresión de rigidez; su atuendo era rico y a la moda, pero sin resultar fatuo. Y, a diferencia de muchos
aristócratas gascones (y avoneses), no apestaba a perfume. Sus manos, aunque habían recibido manicura,
no tenían la flojedad de una vida regalada.
Felese había sido elegido por los señores gascones para que los representara ante los toscos
eriadoranos justo por esa razón. Era un hombre de porte aristocrático pero con la susceptibilidad de un
jornalero, una rara combinación con la que se había ganado la consideración de la corte de Brind'Amour.
Ahora estaba al lado del petulante Guy deJulienne en la sala de audiencias, enfrentándose al
semblante severo del rey de Eriador. La mirada de deJulienne estaba más centrada en los compañeros del
monarca, plantados junto al trono, y en especial en el halfling ataviado de manera llamativa que estaba al
lado de la semielfa llamada Siobhan.
Oliver también miraba al currutaco avonés, y le hacía guiños y le lanzaba besos.
Era una situación extraña para los dos embajadores, y Felese era suficientemente mundano para
darse cuenta de que algo importante se estaba tramando. Brind'Amour estaba sentado en el trono, pero se
había dispuesto un segundo asiento junto al solio. Nadie lo había ocupado, y Felese, desconfiado y
cauteloso, esperaba que la intención de Brind'Amour fuera anunciar su próxima boda o algo igualmente
inocuo.
Sin embargo, a juzgar por los compañeros del soberano, colocados en línea a ambos lados del trono
en actitud ceremoniosa, no creía que fuera ése el motivo. Ocupando la punta en la línea de la izquierda
del monarca, estaba el rudo enano con la espesa barba negroazulada, llamado Shuglin. Junto a él se
encontraba el síndico Byllewyn de Gybi, un hombre muy importante en Eriador; y a continuación una
mujer con el cabello negro, de aspecto fiero, que sin duda era una guerrera; y por último, junto al rey,
estaba Katerin O'Hale, una fogosa mujer que Felese anhelaba conocer más a fondo. Al mirar a la derecha
de Brind'Amour, no obstante, el embajador comprendió lo irrealizable de tal aventura, porque allí estaba
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Luthien Bedwyr, la legendaria Sombra Carmesí, verdugo del duque Morkney y héroe de la anterior
guerra.
Y, además, amante de Katerin.
A continuación de Luthien estaba Oliver deBurrows, un compatriota gascón y un tipo de lo más
curioso. A Felese le caía bien Oliver, sobre todo por el modo en que el halfling acobardaba a deJulienne,
a quien él detestaba. Al extremo de la fila de la derecha del monarca se encontraba la semielfa Siobhan,
una antigua esclava, cabecilla de los famosos Tajadores, un grupo de blondos que había sido siempre una
espina clavada en las posaderas de quienes habían gobernado ilegítimamente Eriador.
Felese los observó atentamente, intentando imaginar el propósito de la audiencia. Fue la presencia
de Kayryn Kulthwain, la única que no conocía, lo que finalmente le dio una pista. Esto no tenía nada que
ver con el anuncio de una futura reina de Eriador, pues estas personas eran los generales de Brind'Amour.
—Agradezco que hayáis acudido a pesar de haberos avisado con tan poco tiempo —dijo
Brind'Amour.
—¿Vamos a celebrar audiencia con un importante invitado? —preguntó deJulienne a la par que
señalaba el sillón vacío.
—Un monarca amigo —contestó Brind'Amour.
—¿Huegote? —preguntó Felese esperanzado, ya que la noticia de que la guerra en las costas
orientales estaba próxima a su fin sería muy bien recibida por los gascones.
A Brind'Amour no le pasó por alto el entusiasmo del embajador de Gasconia, como tampoco el
gesto de desagrado de deJulienne.
El rey eriadorano sacudió la cabeza.
—No —respondió—. No es huegote.
Después, manteniendo la expectación, hizo una señal a un guardia que estaba apostado delante de
una puerta lateral. El hombre la abrió, y un enano de barba anaranjada, ataviado regiamente con un
amplio tabardo púrpura que colgaba flojo sobre una cota de malla de reluciente plata, penetró en la sala
con paso firme.
Los dos embajadores hincaron la rodilla en el suelo cuando el enano pasó ante ellos para tomar
asiento al lado de Brind'Amour.
—Creo que ambos conocéis al rey Bellick dan Burso, de DunDarrow, ¿no es así? —preguntó
Brind'Amour, y tuvo que hacer un esfuerzo para contener la sonrisa cuando un leve mohín frunció las
comisuras de los labios de Guy deJulienne.
—Me siento honrado, buen rey Bellick —dijo Felese con sinceridad.
—Mi amigo Brind'Amour me ha hablado bien de vos —respondió Bellick, y a ninguno de los dos
embajadores les pasó por alto la importancia de que el enano no se refiriera al gobernante de Eriador
como el «rey Brind'Amour».
—También es un gran honor para mí —dijo deJulienne.
Bellick resopló con desdén y miró a Brind'Amour.
—Os he emplazado aquí para anunciaros un tratado —explicó Brind'Amour, que después miró a su
amigo enano—. Más que un tratado —se corrigió—. Sabed que los reinos de Eriador y DunDarrow son
uno ahora.
Felese sonrió, aunque comprendía que la situación en Avon del Mar podría empeorar pronto. El
gesto de deJulienne, por el contrario, demostró sin tapujos su desacuerdo ante la perspectiva de llevar una
noticia tan inoportuna a su despiadado rey.
—¿Bajo la bandera de Eriador? —preguntó Felese.
Brind'Amour miró a Bellick y ambos se encogieron de hombros.
—Quizá diseñemos una nueva bandera —dijo el monarca eriadorano, y se echó a reír, pues no
habían pensado en detalles tan nimios.
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—¿Pero vos, Brind'Amour, representaréis a DunDarrow en los acuerdos de Eriador con Gasconia?
—presionó Felese, pensando que esto podría beneficiar al comercio de su reino.
—En efecto —contestó Brind'Amour.
Guy deJulienne apenas podía contenerse; el cosquilleo en el estómago le decía que todavía faltaba
por revelar lo más importante.
Brind'Amour reparó en su malestar, de manera que siguió dando largas al asunto, disfrutando con el
espectáculo.
—Todos los productos de intercambio comercial entre Gasconia y DunDarrow pasarán por Puerto
Carlo —explicó—. De allí, a Caer MacDonald, y después serán distribuidos a los asentamientos enanos
de Cruz de Hierro.
Guy deJulienne temblaba de pies a cabeza.
—¿Y qué pasa con el litoral este? —quiso saber Felese— ¿Cuándo estará abierta Chalmbers al
comercio gascón?
—El conflicto en el este ha terminado —anunció Brind'Amour, y el monarca tuvo la sensación de
que a deJulienne le costaba respirar. ¡Cómo estaba disfrutando con esta situación!—. Los hombres de
Isenlandia han abandonado la lucha cuando vieron la flota de Eriador.
—¡Una flota robada! —barbotó deJulienne sin poder contener la lengua.
Brind'Amour soltó una risita, admitiendo de buena gana una cuestión tan irrelevante.
—Fuere cual fuere el modo en que la obtuvimos, la flota navega bajo bandera eriadorana, y los
feroces huegotes no combatirán contra esas naves porque no desean ayudar a Verderol, que es el enemigo
de Eriador.
Esas palabras causaron una oleada de conmoción entre los reunidos en la sala, y los murmullos se
alzaron en la fila de personas situadas junto al trono e incluso en los guardias apostados en las tres puertas
de la estancia. Pero el mayor efecto lo tuvieron en el fatuo embajador de Avon, cuyos hombros parecieron
hundirse.
El barón Guy deJulienne se esforzó para recobrar el dominio de sí mismo y calmar la agitada
respiración.
—Ciertamente no nos habremos reunido en esta gloriosa ocasión para lanzarnos insultos —
intervino Felese en un intento de apaciguar el ambiente.
La noticia de la alianza entre Caer MacDonald y DunDarrow era maravillosa, y la del cese de
hostilidades con los huegotes era aún mejor, de manera que Felese no quería que la continua animosidad
entre Eriador y Avon aguara la fiesta. Desde la codiciosa perspectiva de Gasconia, sería mejor para todos
si los dos reinos de Avon del Mar estaban en paz.
—¿Insultos? —consiguió balbucir Guy deJulienne—. ¿O amenazas?
—Ni lo uno ni lo otro —repuso Brind'Amour, severo, al tiempo que se levantaba del trono para
erguirse ante el presumido diplomático.
Felese trató de intervenir, pero el poderoso hechicero se limitó a apartarlo a un lado.
—Sabed que no habrá paz entre Eriador y Avon mientras Verderol ocupe el trono —proclamó
Brind'Amour, la declaración de guerra más explícita que podía hacerse.
—¿Cómo os atrevéis? —dijo Guy deJulienne, falto de aliento.
—Mi buen rey Brind'Amour —intervino el embajador gascón con el propósito de romper la tensión
del momento.
El monarca se tranquilizó visiblemente, pero no se sentó y la expresión tormentosa no se borró de
su rostro.
—Pedimos la paz —explicó Brind'Amour—. Este mismo año, hace unos meses, firmamos de buena
fe un armisticio de compromiso en Burgo del Príncipe con la duquesa Deanna Benedigno, que
representaba al rey Verderol de Avon.
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—¡De compromiso! —repitió deJulienne en voz alta mientras apuntaba con el dedo en un gesto
acusador, y pareció llevar ventaja en el enfrentamiento durante un fugaz instante.
Oliver le lanzó un beso y la distracción le dio a Brind'Amour la iniciativa.
—¡Que ha sido roto! —bramó el rey eriadorano al tiempo que se adelantaba, y el estupefacto
deJulienne reculó y estuvo a punto de caer cuan largo era. Brind'Amour no lo atacó físicamente, pero su
ataque verbal siguió flagelándolo—. ¡Roto por los cíclopes, trabajando a las órdenes de vuestro traidor
rey! ¡Roto por la sangre derramada de eriadoranos inocentes en aldeas a todo lo largo de Cruz de Hierro!
»¡Roto —gritó el monarca mientras señalaba a su par sentado tranquilamente en el segundo trono—
por la sangre derramada de los enanos de DunDarrow!
—¡No os dejéis engañar! —suplicó deJulienne—. No sólo tenemos como enemigos a los huegotes,
sino a muchos otros que...
Brind'Amour agitó la mano, y el aterrado embajador guardó silencio.
—Los eriadoranos tenemos un enemigo más inmediato y amenazador.
Entonces, recurriendo a la carta que se guardaba en la manga, el monarca hizo otra seña a los dos
guardias apostados en la puerta lateral de la sala, que volvió a abrirse para dar paso a dos escoltas elfos
que arrastraban a Resmore, cuyo aspecto era lamentable.
Felese se quedó a la expectativa, atusándose la cuidada perilla en una actitud pensativa.
—Ahora sabéis quiénes son vuestros enemigos, necio lacayo de Verderol —le dijo Brind'Amour a
deJulienne—. Volved con vuestro rey. ¡La guerra está en puertas!
El embajador de Avon, aterrado, salió corriendo de la sala, pero Felese se quedó; parecía realmente
intrigado.
—¿Amigo de Verderol? —preguntó, señalando a Resmore, que estaba hecho un ovillo en el suelo,
apenas consciente.
—El duque de Castillonuevo —repuso el rey de Eriador—, enviado a las montañas por su señor
para incitar a los cíclopes a entrar en guerra contra Eriador y DunDarrow. Os entregaré la confesión
completa de Resmore para que se la facilitéis a vuestros señores.
El embajador gascón asintió. No tenía intención de involucrar a su país en la guerra, y Brind'Amour
no había pedido, ni esperaba, ese compromiso. Lo único que el rey de Eriador necesitaba de Gasconia era
su apoyo moral o, al menos, que se mantuviera neutral.
—Enviaré a mis mensajeros de inmediato —contestó Felese, que hizo una reverencia y se dispuso a
marcharse de la sala.
Antes miró a Brind'Amour y asintió con la cabeza, la única confirmación que el rey de Eriador
necesitaba. Después abandonó la estancia, con la mente barajando todas las posibilidades. Para los
gascones, esta situación podría resultar muy provechosa. Fuera cual fuera el desenlace, ambos bandos
necesitarían toneladas de suministros muy pronto.
En la sala de audiencias, Brind'Amour hizo una seña al guardia de la puerta situada al otro lado de
la estancia, y, cuando la abrió, la hoja casi golpeó contra la pared al entrar el rey Asmund y Ethan
echando pestes.
—No presentaste a tu otro aliado —dijo Ethan—. Mi rey se siente desairado.
—No quise revelar mi arma más potente —repuso Brind'Amour, que pidió a Asmund que se sentara
en el trono vacío, el suyo propio, junto a Bellick.
El orgulloso huegote sacó pecho y aceptó el asiento de honor, satisfecho con el gesto y con la
descripción de sus guerreros por Brind'Amour como «su arma más potente».
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XVII
MOVIMIENTOS INICIALES
—Impediré que Asmund y los míos lleven a cabo derramamientos de sangre —le aseguró Ethan a
Luthien.
Los dos hermanos hacían un aparte a un lado de la pequeña estancia desprovista de muebles. A
unos cuantos pasos, Brind'Amour utilizaba su magia para abrir un túnel a través de la piedra y los
kilómetros, un trayecto rápido de regreso a Chalmbers. El rey Asmund, el prior Byllewyn y el hermano
Jamesis se encontraban al lado del viejo mago. Los dos hombres de Gybi aguardaban tranquilamente,
pero saltaba a la vista que el monarca huegote estaba nervioso.
Ethan observó a Asmund y no pudo contener una sonrisa. Le había costado mucho tiempo
convencerlo para que utilizara el túnel mágico para ir a Caer MacDonald. Ahora, y a pesar de que
Asmund ansiaba regresar al mar Dorsal con su flota, por lo visto se avecinaba otra acalorada discusión.
Luthien estaba demasiado ocupado en observar a su hermano para darse cuenta de lo que le había
hecho sonreír. El joven Bedwyr estaba muy animado con el cambio de actitud de Ethan hacia su familia.
La promesa del mayor, sin que se la pidiera nadie, de mantener bajo control a los huegotes durante la
guerra, demostraba su profundo interés por Eriador. Luthien no pudo menos de preguntarse hasta qué
punto, pero ignoraba la respuesta. En esa misma promesa, Ethan se había referido a los huegotes como
«los míos», una idea que a Luthien le resultaba cada vez más difícil rechazar.
Los dos se acercaron al grupo cuando Brind'Amour, obviamente agotado por el constante uso de la
magia durante los últimos días, terminó de crear el pasaje. Ésta era la segunda vez en un mismo día que el
viejo mago creaba un túnel mágico, ya que unas horas antes había enviado a Kayryn Kulthwain de vuelta
a Eradoch, donde debía agrupar a sus fuerzas.
—Mi pueblo se reunirá conmigo en Chalmbers —explicó el síndico Byllewyn.
—Ya han zarpado de Gybi —añadió Jamesis—, escoltados por treinta galeones de la flota
eriadorana del Dorsal.
—Nuestros pesqueros se quedarán atracados allí —continuó el síndico—. No es una marcha muy
larga desde Chalmbers al Muro de Malpuissant, donde mi gente se tiene que reunir con las fuerzas de
Dun Caryth y Cariada Albyn, así como con Kayryn Kulthwain y sus fieros jinetes.
—Adelante entonces, es mejor que no os retraséis —dijo Brind'Amour—. El capitán Leary está al
mando de la flota eriadorana y espera vuestro regreso.
El prior Byllewyn y el hermano Jamesis hicieron una cortés reverencia y se despidieron, con
promesas de victoria, para entrar después en el túnel sin vacilar.
—Una de tus galeras te aguarda en los muelles de Chalmbers —le dijo Brind'Amour al nervioso rey
huegote.
—¿Esperará lo bastante para que pueda ir a pie? —preguntó Asmund, que se las ingenió para soltar
una risita.
Rennir lo coreó con una sonora carcajada, pero el otro acompañante del rey huegote estaba distraído
en ese momento.
—Luthien Bedwyr —llamó Torin Rogar, que se reunió con los hermanos a un lado de la estancia—.
No hemos tenido ocasión de hablar de mi familiar, que fue tu amigo.
—Volveremos a vernos —prometió Luthien.
—Para celebrar la victoria —dijo Torin con decisión.
Le palmeó el hombro a Luthien, hizo un gesto con la cabeza a Ethan, y regresó junto a su rey.
Rennir y él entraron juntos en el remolino de volutas azules, preparando el camino para Asmund.
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—Espero con ansia nuestro encuentro cuando esto haya terminado, rey Brind'Amour —dijo el
monarca huegote—. Tenemos mucho que aprender el uno del otro.
Brind'Amour ciñó la mano en torno a la muñeca del hombretón en un firme y sincero saludo.
Luthien y Ethan intercambiaron miradas esperanzadas y frases animosas.
—No te demores —ordenó Asmund a Ethan, y, respirando hondo para tranquilizar los nervios, el
rey huegote entró en el túnel mágico.
—Por Eriador libre —dijo Luthien mientras Ethan y él se dirigían hacia el acceso.
El mayor se volvió hacia él, extrañado al principio, pero su expresión cambió de manera gradual a
otra de innegable entusiasmo.
—Por Eriador libre, hermano mío —respondió.
Se estrecharon en un fuerte abrazo, y durante esos instantes Luthien se sintió tan cerca de Ethan
como lo había estado durante los años que habían vivido en Dun Varna. En ese momento, el joven
Bedwyr comprendió que Ethan podría proclamar la ascendencia que quisiera, pero lo cierto era que
ambos compartían la misma sangre y que, efectivamente, como el mayor acababa de manifestar
generosamente, eran hermanos.
—Hasta la vista —dijo Ethan.
—¡A las puertas de Carlisle! —gritó Luthien mientras su hermano se perdía de vista, tragado por la
velocidad del remolino de volutas azules.
—Una pena que no seáis mas —musitó Brind'Amour, sonriente.
Luthien lo miró extrañado, sin entender su comentario.
—Tu padre engendró dos hijos excelentes —explicó el viejo mago—. Lástima que no tuviera más.
El monarca pasó junto al joven y le palmeó el hombro en un gesto de ánimo; después abandonó el
cuarto y se dirigió a su dormitorio en busca del necesitado descanso.
Luthien permaneció un rato allí mientras el túnel del mago se difuminaba y finalmente desaparecía.
¡Ya echaba de menos a Ethan! Durante el año, más o menos, transcurrido desde que Oliver y él habían
entrado tan inesperadamente en la cueva secreta de Brind'Amour en la montaña para después encontrarse
metidos en una revuelta contra el duque Morkney, que rápidamente degeneró en una abierta rebelión con
Avon, la vida había sido un torbellino de acontecimientos tan vertiginosos para Luthien que apenas había
tenido tiempo de acordarse de su hermano ausente. Por lo que sabía, Ethan se encontraba muy lejos, en el
reino de Duree, luchando con las tropas cedidas por Verderol para combatir al lado del ejército gascón.
Sólo cuando el joven Bedwyr regresó a Dun Varna y vio a Gahris en su lecho de muerte, tuvo
tiempo para pensar en su pasado, en su hermano perdido y en su redimido padre.
Entonces, de repente, Ethan había aparecido de nuevo en su vida. Los sentimientos de Luthien
giraban como lo había hecho el túnel de Brind'Amour, desplazándose a un paso igualmente rápido, pero
con un destino mucho menos claro. Ethan había regresado, quizá, pero Gahris estaba muerto. Eso era
irrefutable.
Su padre había muerto.
El joven Bedwyr se mordió el labio con fuerza en un intento de contener las lágrimas. Eriador lo
necesitaba, se recordó. Era la Sombra Carmesí, el héroe de la última contienda, destinado a dirigir ésta.
No podía quedarse mirando una pared desnuda en un cuarto vacío y llorar por lo que había dejado atrás.
No podía...
Pero lo hizo.
imposible pasar por alto la llamada, y Deanna llegó rápidamente a la conclusión de que si no iba
enseguida al espejo encantado ubicado en sus aposentos, Verderol aparecería en Mannington, algo que a
la duquesa no le convenía en absoluto.
—¿Dónde está Taknapotin? —planteó el rey la pregunta que Deanna había estado temiendo.
La duquesa simuló una expresión perpleja.
—¿Dónde se supone que debe estar un demonio? —repuso.
—Quiero saberlo.
—En el infierno, supongo —contestó Deanna—. Donde Taknapotin pertenece.
Al advertir su expresión hosca, la mujer se dio cuenta de que Verderol no creía sus explicaciones.
Como había sospechado, el rey sostenía un estrecho vínculo con el demonio que le había dado, y ahora la
acosaba a preguntas porque no conseguía entrar en contacto con su espía diabólico.
Deanna se felicitó para sus adentros por la contundencia de su acción para librarse de Taknapotin.
Aparentemente, con el encantamiento y la rotura de la corona había expulsado al demonio del mundo y lo
había puesto fuera del alcance de Verderol.
A no ser que el rey estuviera fingiendo, fue la inquietante posibilidad que se le pasó por la mente a
Deanna. A no ser que Taknapotin estuviera sentado en el salón del trono de Verderol, fuera del campo
visual del espejo, compartiendo una broma diabólica con el despiadado rey de Avon.
Deanna comprendió que esos temores se estaban reflejando en su rostro claramente, de manera que
recobró la compostura en un abrir y cerrar de ojos, y aprovechó esa expresión involuntaria en su
beneficio.
—No he podido entrar en contacto con él desde que..., desde que Selna...
Verderol abrió mucho los ojos; demasiado, advirtió la duquesa, ya que el nombre del aya lo había
impresionado, cosa que confirmaba su sospecha de que Selna era otra espía del rey.
—Desde que Selna rompió mi corona —mintió Deanna—. Me temo que Taknapotin se ofendió,
pues el demonio no ha respondido a mis llamadas...
—¿Que rompió tu corona? —la interrumpió Verderol, pronunciando cada palabra lentamente, sin
alterar la voz.
Por un momento Deanna creyó que el rey iba a tener un ataque de ira, pero Verderol se controló y
se arrellanó en el sillón, en una postura cómoda.
«Está furioso por lo de Selna y la corona —se dijo la duquesa para sus adentros—. Pero se siente
aliviado, pues se ha creído la mentira y piensa que sigo siendo su marioneta complaciente.»
—La corona era, en efecto, un vínculo entre tú y tu demonio —le confirmó Verderol.
«Y entre mi demonio y tú», añadió Deanna para sí.
—Lo ligué a ella hace años, cuando adquiriste tu poder —dijo Verderol.
«Cuando asesinaste a mi familia», fue la iracunda respuesta mental de Deanna.
—Encontraré otro camino para llegar a Taknapotin —le aseguró el rey—. O a otro demonio
igualmente perverso.
La duquesa quería apartarlo de ese tema, pero comprendía que entraría en terreno peligroso.
—No esperaré —dijo—. Puedo destruir a Brind'Amour sin ayuda de Taknapotin, pues tengo a mis
compañeros hechiceros y a sus demonios prestos para acudir a mi llamada.
—¡No puedes fracasar en esto! —dijo de repente el rey, enérgico, adelantándose en el trono y
acercándose tanto al espejo que sus rasgos quedaron distorsionados, la afilada nariz y las mejillas mucho
más grandes y más ominosas— Todo se vendrá abajo cuando Brind'Amour esté muerto. Los ejércitos de
Eriador se sumirán en el caos y huirán en desbandada, de manera que podremos destruirlos uno por uno.
—Brind'Amour habrá muerto antes de una semana —prometió Deanna, y la duquesa temió estar en
lo cierto.
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Un gesto de la mano de Verderol interrumpió el contacto entre ellos, para gran alivio de Deanna.
En la sala del trono de Carlisle, el rey despidió con un gesto a los dos feos cíclopes que sostenían el
espejo encantado, y después se volvió hacia el duque Cresis. DeJulienne, recién llegado de Caer
MacDonald, estaba de pie al lado del bruto, rebullendo nervioso. Después de todo, había sido el portador
de malas noticias, una posición nada envidiable en la corte de Verderol. La risa del rey tranquilizó al
embajador; hasta el aguerrido Cresis pareció relajarse algo.
—¿No confiáis en ella? —preguntó el duque.
—¿En Deanna? ¿En la inofensiva Deanna? —respondió Verderol en tono ligero.
Se echó a reír otra vez, y deJulienne lo coreó, pero se calló y carraspeó con nerviosismo cuando
Verderol se sentó erguido en el trono, con una expresión sombría en el semblante.
—Deanna Benedigno está demasiado agobiada por sentimientos de culpabilidad para ser una
amenaza. Para volverse contra mí tiene que hurgar en su propio pasado, donde descubrirá la verdad.
Cresis asentía a cada palabra de su rey, advirtió deJulienne, y comprendió que el duque de Carlisle
ya había oído todo esto anteriormente. Pero no era el caso del embajador, que estaba perplejo, sin saber
qué insinuaba el monarca.
—Deanna era mi vínculo con el trono —dijo Verderol sin andarse por las ramas, mirando de hito en
hito a deJulienne—. Sin querer traicionó a su propia familia, proporcionándome objetos personales de
cada uno de ellos.
El embajador iba a hacer la pregunta obvia, pero se contuvo al comprender de golpe que, si lo que
Verderol insinuaba era lo que había ocurrido realmente en Avon años antes, entonces es que su rey era un
usurpador y un asesino.
—Mi único temor respecto a Deanna era que se deshiciera de Taknapotin —explicó Verderol, que
de nuevo miraba a Cresis—. Pero, si esa necia doncella ha roto la corona, entiendo el motivo de que no
me haya sido posible entrar en contacto con él. Pero es una situación que tiene fácil arreglo.
—¿Y qué pasa con la inminente guerra? —preguntó el cíclope—. Los eriadoranos marcharán y
zarparán pronto.
—¿Temes a Eriador? —se mofó el rey—. ¿Una pandilla de granjeros y pescadores?
—Que ganaron la última guerra —le recordó deJulienne, y el embajador lamentó sus palabras tan
pronto como las dijo, tan pronto como vio la peligrosa expresión ceñuda que ensombreció los rasgos
aguileños del rey.
—¡Sólo porque yo estaba ausente! —bramó Verderol, iracundo.
Luego se recostó en el trono, tembloroso; los huesudos nudillos se le pusieron blancos a fuerza de
apretar los brazos del sillón.
—Por supuesto, mi poderoso rey —dijo deJulienne al tiempo que hacía una sumisa reverencia, pero
ya era muy tarde para él.
Verderol alzó el puño en el aire y después extendió los largos dedos. Unas descargas luminosas de
distintos tonos azules salieron disparadas de cada uno de ellos y convergieron en una blanca columna de
energía, del ancho y el largo de la hoja de una espada.
El rey bajó la mano, y la cuchilla mágica siguió el movimiento.
El brazo izquierdo de deJulienne cayó al suelo, seccionado por el hombro. El embajador aulló de
dolor.
—¡Mi rey! —jadeó mientras sujetaba la borboteante herida.
Con un gruñido, Verderol movió la mano en diagonal y de arriba abajo. DeJulienne perdió la pierna
izquierda y se fue de bruces al suelo; la sangre, y la vida, se le escapaban a borbotones por las horrendas
heridas. El embajador intentó pedir clemencia, pero sólo consiguió emitir un gorgoteo. Levantó el brazo
que le quedaba en un fútil intento de parar el siguiente golpe.
La mágica cuchilla se lo amputó por el codo.
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—Mi ausencia fue la causa de nuestra derrota —le dijo Verderol a Cresis, haciendo caso omiso de
las sacudidas del hombre que se retorcía en el suelo—. ¡Eso, y la incompetencia de los que dejé al
mando! Y por culpa de Gasconia. Los gascones pensaron que un Eriador independiente les reportaría
beneficio. Qué poco pensaron en la importancia de la protección de Carlisle contra los huegotes y otros
problemas semejantes.
»Esta vez —continuó, levantándose del asiento y alzando el dedo en el aire—, esta vez los gascones
comprobarán la realidad del insignificante Eriador y no pedirán que hagamos la paz.
El rey pasó ágilmente sobre el cuerpo de deJulienne, ahora cadáver. Entonces se fijó en Cresis,
especialmente en la expresión preocupada de su feo semblante.
—¡Esto es exactamente lo que queríamos! —gritó, y prorrumpió en carcajadas—. Hemos empujado
a Eriador y al necio de Brind'Amour a declararnos la guerra.
Cresis se relajó algo al recordar que, efectivamente, éste era el desenlace que Verderol y él habían
maquinado cuando habían azuzado a las tribus cíclopes a emprender acciones vandálicas contra Eriador y
DunDarrow.
—Deben de quedarles unos cincuenta barcos de la flota que nos arrebataron —continuó el rey,
descontando los veinte que, según los informes, los huegotes habían hundido—. El simple hecho de que
un número tan elevado de nuestros excelentes barcos de guerra se haya ido a pique en manos de esos
salvajes no hace más que confirmar que los pescadores eriadoranos no saben manejar los grandes
galeones. —El rey lanzó una mirada salvaje, demente, a Cresis—. Aun así, tenemos más de cien,
equipados con tripulaciones expertas y guerreros cíclopes. La mitad de la flota eriadorana entrará muy
pronto en el estrecho de Mann, y tengo otros tantos barcos de guerra esperando para barrenarlos.
—Podría resultar una batalla muy costosa —se atrevió a interrumpir el pragmático Cresis.
—¡En absoluto! —gritó Verderol—. Cuando los barcos de Baranduine, otro centenar más, se unan a
la batalla, entonces esa amenaza habrá acabado.
El excitado monarca se fue poniendo más y más nervioso a medida que hablaba, saboreando por
anticipado la victoria total.
—Entonces Brind'Amour se sentirá vulnerable por su flanco oeste, y tendrá que hacer regresar a sus
tropas a Monforte antes incluso de que hayan salido de las montañas.
Parecía lógico, así que Cresis se permitió el lujo de tranquilizarse otra vez. Verderol se acercó a él y
le puso una mano en el hombro.
—Eso, suponiendo que el viejo hechicero siga vivo para entonces —susurró al oído del cíclope.
Después se apartó, poniendo buen cuidado para no pisar los restos ensangrentados del que había
sido su embajador en Caer MacDonald.
—No subestimes a Deanna Benedigno, mi querido amigo de un ojo —explicó—. Con los poderes
de mis duques y con los demonios a su servicio, Deanna cogerá por sorpresa al viejo mago y le
demostrará que el tiempo de su magia pasó hace mucho.
Verderol se calló de repente. Tenía que encontrar el modo de comunicarse con Taknapotin de
nuevo. O conseguirle a Deanna otro demonio, si no quedaba más remedio.
—¡Muy fácil! —gritó, aunque Cresis no tenía ni idea de qué hablaba.
No obstante, el cíclope se sentía tranquilo. Había estado con Verderol durante los veintidós años de
su reinado. De hecho, Cresis, antaño embajador de las tribus cíclopes ante el legítimo rey de Avon, había
sido un instrumento más para el encumbramiento de Verderol. El bruto había matado personalmente a
cuatro de los cinco hijos del rey, los hermanos de Deanna Benedigno. Su recompensa fue el
nombramiento como duque de Carlisle, y en estos años de servicio Cresis había aprendido a confiar en el
implacable poder de Verderol. Eran prudentes quienes temían al rey de Avon.
DeJulienne era otro testimonio de ello.
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Cuando Luthien volvió a ver a Brind'Amour, el mago estaba trabajando otra vez en la creación de un
túnel mágico. En esta ocasión, el punto de destino se encontraba al oeste, no al este, en Puerto Carlo.
Esta despedida sería tan difícil para Luthien como la anterior. Oliver y Katerin aguardaban
pacientemente mientras la pared gris se transformaba en una neblina azulada que de manera gradual
empezaba a girar. Para sorpresa de Luthien, Oliver llevaba a Pelón por las riendas; el feo poni estaba muy
tranquilo.
El halfling no dejaba de echar ojeadas hacia la parte posterior del cuarto, donde se encontraba
Siobhan, que se mostraba fría e impasible. A Oliver le costó un buen rato conseguir llamar su atención, y
entonces se limitó a dirigir a la semielfa una mirada de resignación y a levantar la mano —en la que
sostenía sus guantes verdes— hacia el ala del sombrero en un gesto de saludo.
Siobhan respondió con un leve cabeceo, y al halfling le dio un vuelco el corazón al advertir un
atisbo de verdadero dolor en los verdes ojos de Siobhan. ¡Estaba triste porque él se marchaba!
Animado con esa idea, el romántico Oliver se creció —relativamente hablando— y miró con
resolución el pasaje que se iba ensanchando.
A Katerin no se le escapó detalle, y esbozó una ligera sonrisa de desconcierto. Se apartó del halfling
y fue hacia Luthien, a quien llevó hasta el rincón más apartado del cuarto.
—¿Oliver y Siobhan? —susurró, incrédula.
—No sé nada —respondió Luthien con sinceridad.
—El modo en que ella lo mira... —comentó Katerin.
—Como yo te miro a ti —añadió Luthien.
Aquello dio que pensar a la mujer de Hale. Había estado tan absorta con los tumultuosos
acontecimientos precedentes a la guerra que ni siquiera se había dado cuenta del dolor que sentía su
amante. Ahora, al estudiar la expresión de Luthien, lo comprendió finalmente. Había encontrado a Ethan
sólo para volver a perderlo, y ahora también ella se iba de su lado; y todos se dirigían hacia un gran
peligro.
—No tienes que ir —suplicó Luthien—. Oliver podría servir como los ojos de Brind'Amour.
—Entonces todo lo que nuestro rey vería sería la batayola de un barco y el agua que hay debajo —
se chanceó Katerin en una alusión nada sutil a las condiciones del halfling como marinero.
Transcurrieron largos segundos de silencio entre ambos, que se miraban intensamente a los ojos.
Sabían que habrían podido encontrar otro emisario para Brind'Amour, y así ella se quedaría a su lado.
Pero no lo harían. En la reducida corte del monarca eriadorano, Katerin era la más idónea para esta
importantísima misión. Ellos habían sido los líderes de la revolución, y ahora ocupaban su legítima
posición como generales de la guerra. Se debían a Eriador, y los sentimientos personales tendrían que
esperar.
Los dos llegaron a esta conclusión al mismo tiempo, en silencio y por separado.
—Entonces, tal vez podría ir contigo —sugirió Luthien siguiendo un repentino impulso—. También
soy oriundo de la isla de Bedwydrin, y estoy familiarizado con las artes del mar.
—Y de ese modo volvería a tener a un hermano Bedwyr a mi lado, protegiéndome —comentó
Katerin, con cierto atisbo de sarcasmo en su suave tono de voz—. A lo mejor Brind'Amour podría hacer
volver a Ethan, ya que, al fin y al cabo, también es de nuestra isla natal.
Luthien sintió un repentino ataque de celos, que se reflejó claramente en su rostro.
—Y sin duda Ethan es más guapo —continuó Katerin.
Luthien abrió unos ojos como platos; no se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo hasta que
Katerin estalló en carcajadas y lo besó con fuerza en la mejilla.
El semblante de la mujer se puso serio de nuevo cuando se apartó de él.
—Tu sitio está junto a tu rey —manifestó firmemente—. Eres la Sombra Carmesí, el símbolo de la
independencia de Eriador. Para ser sincera, creo que Oliver, tu más célebre adlátere, debería quedarse
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R.A. Salvatore El rey dragón
contigo y con Brind'Amour, pero quizá su ausencia no quitará mérito a tu presencia, y su presencia en la
flota me ayudará a que las gentes de la costa no olviden a su soberano.
Con estas palabras puso punto final al debate, dejando muy claro a Luthien cuál era su deber y cuál
el de ella. Sin embargo, a medida que iba hablando, el semblante de Katerin se tornó sombrío, y lanzó
más de una ojeada a la semielfa, que permanecía plantada junto a la puerta del cuarto, inmóvil.
—Marcharás a través del país en compañía de Siobhan —dijo.
Luthien suspiró e intentó comprender los sentimientos que sabía que Katerin debía de estar
experimentando. Después de todo, Siobhan había sido su amante, y Katerin lo sabía de sobra. Pero
Luthien consideraba aquella penosa situación como algo ya pasado, y creía que tanto Katerin como él
habían resuelto que el lugar de Siobhan en sus vidas era el de una amiga común.
Iba a protestar afablemente, pero de nuevo Katerin prorrumpió en carcajadas y lo besó con fuerza,
esta vez en los labios y estrechándose contra él.
—Esperemos que no seas tan crédulo cuando estés ante un emisario de Verderol —susurró la
mujer.
Luthien ciñó más el abrazo, y la estrechó contra su pecho hasta que Brind'Amour anunció que el
túnel estaba terminado, que había llegado el momento de que Oliver y Katerin partieran.
—¿Vas a llevarte al poni? —preguntó el monarca al halfling, y por el tono cansado de su voz
Luthien comprendió que Brind'Amour ya había hecho esa misma pregunta muchas veces.
—A mi Pelón le gustan los barcos —contestó Oliver. Miró a Luthien y chasqueó los dedos—. ¡Y tú
no me creías cuando dije que cabalgué en él todo el camino desde Gasconia! —manifestó.
Después le susurró algo al poni amarillo, y Pelón se arrodilló de manera que el pequeño halfling
pudiera montar en la silla. Con una última mirada a Siobhan, Oliver entró en el túnel; y, con una última
mirada a Luthien, Katerin fue en pos de él.
Y así, ese mismo día, empezaron a agruparse los ejércitos y a ponerse en movimiento hacia sus
respectivas posiciones: al este de los Cinco Centinelas; a lo largo del Muro de Malpuissant; fuera de la
muralla exterior de Caer MacDonald, en la puerta del sur, y en los muelles de Puerto Carlo.
La declaración de guerra propiamente dicha había sido despachada: empezaba la invasión de Avon.
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R.A. Salvatore El rey dragón
XVIII
PATRULLAS DE VANGUARDIA
De los itinerarios que debían seguir las fuerzas de Eriador, el que se extendía ante Luthien y su
grupo era, con mucho, el más incierto. Al este y al oeste, el ejército avanzaba por mar a lo largo de rutas
muy transitadas y bien determinadas. Desde el Muro de Malpuissant, los jinetes de Eradoch y la milicia
del síndico Byllewyn marchaban a través de un terreno abierto y fácil. Pero, apenas una hora después de
haber salido por la puerta sur de Caer MacDonald, la vanguardia de las tropas del joven Bedwyr,
conformada por el propio Luthien, Siobhan y el resto de los Tajadores, progresaba lentamente entre
desprendimientos de rocas y por sendas traicioneras, a menudo con la pared de un escarpado risco a un
lado, elevándose a gran altura y completamente en vertical, mientras que al otro lado se abría un
precipicio igualmente abrupto.
El ejército, con un efectivo de casi seis mil personas, no podía moverse en formación por el angosto
y difícil terreno, sino más bien como una masa que se desplazaba trabajosamente e iba flanqueada por una
serie de patrullas coordinadas. La organización era vital aquí; si las patrullas de exploradores no eran
meticulosas, si se les pasaba por alto hasta el sendero más imperceptible de estas montañas cruzadas entre
sí, el desastre llegaría en un visto y no visto. El grupo principal, casi un tercio de los soldados con su rey
entre ellos, todas las carretas de suministros y los caballos, incluido el corcel de Luthien, Río Cantarín,
sería muy vulnerable a una emboscada. La mayoría de los soldados estaba más preocupada en conducir
los suministros y los caballos por aquellas trochas imposibles, construir puentes improvisados y apuntalar
los senderos medio desmoronados que en vigilar la posible aparición de un enemigo. Casi todos ellos
cargaban con palas y martillos, no espadas, y si alguno de los grupos de cíclopes, en especial los bien
adiestrados guardias pretorianos, se las ingeniaba para deslizarse entre los grupos delanteros sin
oposición, la marcha de todo el ejército podía quedar repentinamente obstaculizada.
Recaía en Luthien la responsabilidad de que tal cosa no ocurriera. Había dividido a los otros cuatro
mil soldados en grupos de mayor o menor tamaño. Quinientos encabezaban la marcha del grupo
principal, marcando los senderos que seguiría Brind'Amour, y otros quinientos iban detrás para cubrir la
retaguardia. En el terreno más abrupto, fuera del camino principal, la organización no estaba tan
estructurada. Grupos de patrulla que iban desde un único explorador (en su mayoría hombres solitarios
que habían vivido durante muchos años en esta parte de Cruz de Hierro) hasta grupos de apoyo de un
centenar de guerreros, recorrían zonas designadas, examinando cada sector de estas montañas
escasamente transitadas. Luthien y Siobhan iban juntos con una docena de elfos Tajadores. A veces, la
pareja estaba a la vista de sus doce compañeros, y otras tenía la impresión de estar completamente sola en
estas vastas y majestuosas cumbres.
—Me sentiré mejor cuando nos reunamos con los enanos de Bellick —comentó Luthien mientras
cruzaban un área despejada, abriéndose paso alrededor de grandes placas de piedra.
Al alzar la vista, unos treinta metros más arriba de la cara de la montaña, Luthien vio salir a dos
elfos de un pequeño bosquecillo y continuar corriendo ágilmente por la empinada ladera rocosa. Lo
maravilló su soltura y, mientras tropezaba por enésima vez, deseó en voz alta tener parte de su sangre
elfa.
Siobhan, que le seguía los pasos, se mostró de acuerdo, pero su respuesta carecía de entusiasmo en
el mejor de los casos, e hizo que Luthien se detuviera para volverse a mirarla. También ella se paró y le
sostuvo la mirada.
Los casi doscientos elfos que iban en el ejército eriadorano no habían disimulado su inquietud
respecto a la ruta que tendrían ante sí cuando se reunieran con el ejército de DunDarrow. El rey Bellick
había explicado que sus enanos estaban trabajando duro para abrir túneles a fin de facilitar el tránsito de
las tropas por Cruz de Hierro. Aun cuando elfos y enanos se llevaban bien, a los blondos no les hacía
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R.A. Salvatore El rey dragón
mucha gracia caminar casi a tientas a través de profundos y oscuros túneles. Sencillamente, no iba con su
naturaleza.
Siobhan había mostrado su disconformidad con ese punto durante los preparativos finales, y con
éxito, pensó Luthien. Aun en el caso de que el pueblo de Bellick pudiera abrir un túnel, se decidió que
sólo el grupo principal, obstaculizado con las carretas y los suministros, iría bajo tierra, mientras que el
resto continuaría por la superficie en dirección sur. Por lo tanto, el joven Bedwyr se sintió desconcertado
un instante por su gesto sombrío.
—¿Es por Oliver? —razonó Luthien.
Siobhan no respondió y se limitó a indicar con un gesto de la cabeza que siguiera caminando. Él lo
hizo, satisfecho de haber dado en el clavo. Sabía lo mucho que le dolía a él estar separado de Katerin,
sobre todo al ser consciente de que su amada se dirigía hacia un gran peligro. ¿Sentiría lo mismo Siobhan
por la marcha de Oliver?
La idea provocó una ahogada risita al joven, que se aclaró la garganta e incluso fingió un tropezón
para disimular, pues no quería herir los sentimientos de la semielfa.
No obstante, Siobhan lo cogió al vuelo, y comprendió que la risita de Luthien era exactamente lo
que podía esperar de otros. Lo asumió estoicamente y siguió andando sin decir una palabra.
La oscuridad llegó rápidamente con la puesta de sol, y, aunque el mes de agosto no había terminado
aún, el aire nocturno sopló mucho más frío, un gélido recordatorio a todos los soldados de que no podían
quedarse atascados en las montañas ni que los persiguieran de vuelta a Cruz de Hierro una vez que
hubieran entrado en las campiñas septentrionales de Avon.
Luthien y Siobhan se reencontraron con los otros Tajadores en esta zona y discutieron cómo
establecer un perímetro para asegurarse de que todos los senderos transitables de la región estuvieran bien
vigilados. A unos pocos cientos de metros detrás de su línea, un grupo de casi setenta guerreros estaba
acampando.
Siobhan encontró una oquedad para Luthien y para ella, rodeada de piedras por tres lados y
parcialmente cubierta por un saliente de tierra. Dentro, estaban a resguardo del viento. Luthien se atrevió
incluso a encender una pequeña lumbre en un profundo nicho de la pared de piedra; sabía que la luz que
pudiera salir de la honda oquedad sería exigua.
Al joven Bedwyr le resultó un poco embarazoso —y vio que para su compañera también— estar tan
solos los dos en esta silenciosa noche de verano. Habían sido amantes, y muy apasionados, y entre ambos
aún alentaba una innegable atracción.
Luthien se sentó recostado en la pared cercana a la abertura, con la capa carmesí bien ceñida para
abrigarse del cortante viento. Trató de mantener la mirada fija en la oscura línea del sendero que corría
más abajo, pero no dejó de echar ojeadas a la hermosa Siobhan mientras la semielfa se reclinaba cerca de
los crepitantes troncos. Recordó algunos momentos que Siobhan y él habían compartido en Caer
MacDonald, cuando la ciudad todavía se llamaba Monforte, cuando Morkney era el duque, y la vida, más
sencilla. Una sonrisa ensanchó su rostro al pensar en su primer encuentro con la semielfa. Había ido a
rescatarla, creyéndola una pobre y maltratada esclava, y se encontró con que era uno de los líderes de la
banda de ladrones más famosa de toda Monforte. La mera evocación de su idea de Siobhan como una
criatura indefensa le hizo sentirse estúpido; en toda su vida había conocido a nadie que necesitara menos
que ella ser rescatado.
Ahora era su amiga; la mejor y más querida amiga que podría tener.
Sólo eso.
—No rondarán tan tarde —comentó la semielfa, sacándolo de sus reflexiones.
—No —convino Luthien—. Los senderos de montaña son demasiado peligrosos durante la noche, a
menos que los brutos de un ojo lleven tantas antorchas que alertarían a todos los soldados de Eriador.
Creo que podemos dar por terminado nuestro turno de vigilancia.
Siobhan asintió y se dio la vuelta.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Recostado contra la fría piedra, Luthien se dio cuenta de lo afortunado que era. Katerin sabía que
Siobhan y él viajarían juntos, y, sin embargo, se había marchado a Puerto Carlo de buena gana, triste por
tener que separarse de él, pero sin hacer la menor referencia a sus relaciones con su compañera de viaje.
Katerin confiaba plenamente en él, y el joven supo, en lo más íntimo de su corazón, que no defraudaría
esa confianza. Sus sentimientos por Siobhan seguían siendo muy fuertes; no podía negar su belleza o que
el amor que sintió por ella había sido real en muchos aspectos. Pero la semielfa era una amiga, una
querida y leal compañera, nada más. Y todo porque para Luthien Bedwyr no había otra mujer que Katerin
O'Hale.
Lo sabía, lo sentía, sin remordimientos; y Katerin lo conocía lo bastante para confiar plenamente en
él.
Sentado allí esa noche, con el chisporroteo de la lumbre y el gemido del viento colándose entre las
piedras, con la belleza de las estrellas y Siobhan haciéndole compañía, Luthien Bedwyr apreció en su
justa medida la gran suerte que le había deparado la vida. Al arrullo de sus cálidos pensamientos sobre
Katerin, se quedó dormido.
Siobhan no estaba tan cómoda. Observó en silencio a Luthien hasta que estuvo segura de que se
había quedado dormido, y entonces sacó una hoja de papel doblada de un bolsillo. Todavía observando a
Luthien, la semielfa desdobló el papel y se acercó a la lumbre para poder leerlo otra vez.
Oliver
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R.A. Salvatore El rey dragón
El día amaneció frío y lúgubre, amenazando lluvia. Una espesa niebla envolvía las montañas,
levantándose de los valles fluviales para encontrarse con las nubes bajas, de manera que el mundo entero
parecía gris. El sonido quedaba amortiguado, casi tan limitado como la visibilidad, y a Luthien y Siobhan
les costó un rato localizar a los Tajadores que estaban acampados por los alrededores.
Uno de los elfos sugirió retrasar la partida y esperar hasta que la niebla se levantara, pero Luthien
no estuvo de acuerdo.
—Los barcos han iniciado la singladura —les recordó—. Y los jinetes han partido del Muro de
Malpuissant. Mientras estamos aquí sentados, seguramente se encuentran a las puertas de Burgo del
Príncipe.
No hubo más discusiones, así que el grupo trazó cuidadosamente sus rutas de exploración y se
separó, dejando a dos elfos en ese punto del camino principal para guiar a los que encabezaban la fuerza
de apoyo de retaguardia.
Luthien y Siobhan avanzaron a un ritmo constante; habían perdido de vista a sus compañeros
exploradores tan pronto como se pusieron en marcha. Se sentían solos, muy solos, y, sin embargo, sabían
que no lo estaban. Para entonces se encontraban en el corazón de Cruz de Hierro, muchos kilómetros más
adentro de la cadena montañosa de lo que había estado Luthien cuando había capturado al duque
Resmore. Sabían que los otros grupos exploradores se hallaban cerca, y que probablemente también lo
estaban los cíclopes.
No pasó mucho tiempo antes de que los temores de los dos amigos se confirmaran. Luthien abría la
marcha por un risco, ladera arriba, y al llegar a lo alto se asomó al otro lado.
Allá abajo, al pie de una pared escarpada y no muy alta, en un claro bordeado de peñas, había un
campamento cíclope. Un puñado de brutos se movía alrededor de los negruzcos restos de la lumbre
nocturna, recogiendo las provisiones. Uno de ellos pulía una enorme espada; otro afilaba la punta de la
pesada lanza; un par de brutos que había a un lado se ponía sus uniformes negros y plateados, fuertemente
reforzados, que tan bien conocían Luthien y Siobhan.
—Guardias pretorianos —susurró el joven Bedwyr cuando la semielfa, con el arco en la mano,
ocupó un sitio a su lado—. Lástima que no fuera tan fácil cuando buscábamos pruebas de la complicidad
de Verderol. ¡Mejor que enfrentarse a un hechicero!
—Que haya guardias pretorianos en una zona montañosa neutral no prueba nada —razonó Siobhan.
La semielfa guardó silencio y se agachó un poco más cuando uno de los brutos se dirigió hacia
donde estaban Luthien y ella con un cubo de agua sucia. Ajeno a la presencia de la pareja, el cíclope
arrojó el agua contra las rocas al pie de la pared y regresó al campamento.
El joven Bedwyr asintió, admitiendo el razonamiento de Siobhan, y la miró con expresión astuta.
—Pero ahora estamos oficialmente en guerra —comentó—, y tenemos al enemigo delante de
nosotros.
La semielfa estudió concienzudamente el campamento.
—Son siete por lo menos, y nosotros, sólo dos —contestó.
Miró a su alrededor, y Luthien hizo lo mismo, pero ninguno de sus aliados estaba a la vista.
Sus miradas se encontraron, y los dos sonrieron y se encogieron de hombros.
—Hay que matarlos rápido —fue el único consejo de Siobhan.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Luthien desenvainó a Cegadora y estudió los movimientos de los brutos. Uno estaba cerca de la
lumbre, recogiendo brasas calientes que guardaba en un saquito, pero los otros deambulaban de aquí para
allí por el perímetro del pedregoso claro, y la niebla los hacía parecer meras sombras grises.
—Pronto serán sólo seis —prometió el joven Bedwyr, que pasó al otro lado del risco y se deslizó
rápida y silenciosamente por la inclinada pared.
Un bruto que estaba a la derecha gritó, y Luthien se lanzó a la carga contra el cíclope que estaba
junto a la lumbre; éste se incorporó y desenvainó una espada para hacerle frente.
Una flecha pasó silbando junto al hombro del joven Bedwyr y lo sobresaltó, obligándolo a hacer un
brusco quiebro a la izquierda. El sorprendido cíclope levantó los brazos atropelladamente, se agachó y
gritó; la flecha se le clavó en el hombro. Pero lo peor para él fue que Luthien aprovechó el impulso del
quiebro para apoyarse sobre una rodilla, hacer un giro completo, y salirle al paso con Cegadora sujeta por
las dos manos. La excelente espada alcanzó al bruto en el costado y le cruzó el pecho, de manera que le
abrió un ancho tajo.
El cíclope cayó al suelo, moribundo, pero Luthien apenas reparó en él, pues se puso de pie
rápidamente y corrió unos cuantos pasos hacia la derecha con la espada levantada para frenar el hachazo
de otro cíclope. El joven Bedwyr cambió la cuchilla de inmediato a un ángulo diagonal para desviar el
arma del bruto, y después golpeó hacia delante y estrelló la trabajada empuñadura de Cegadora en el
rostro de su adversario.
La fabulosa guarda abrió un profundo corte al lado del único ojo del bruto con los afilados bordes
de las alas de dragón talladas, y el cíclope trastabilló hacia atrás un par de pasos, cegado por la sangre.
Luthien no tenía tiempo para rematarlo, pues otro guardia pretoriano se abalanzaba sobre él; giró
rápidamente hacia la izquierda al tiempo que descargaba la espada de arriba abajo a fin de desviar la
arremetida de una lanza.
Siobhan, con otra flecha lista en el arco, siguió el movimiento de Luthien a la derecha pensando en
adelantársele con un disparo letal. Sin embargo, captó un movimiento por el rabillo del ojo y detuvo el
desplazamiento lateral del arco, dejándolo en posición fija detrás de su compañero. Un cíclope había dado
un rodeo a las piedras y ahora se disponía a atacar a Luthien por la espalda.
Se puso a tiro, y la semielfa dejó volar la flecha; sabía que el disparo tenía que ser infalible, que no
tendría tiempo de hacer un segundo para salvar a su amigo.
La flecha se hincó profundamente en la cabeza del bruto, que se desplomó de bruces sin emitir
siquiera un gemido.
Moviendo los brazos en perfecta armonía, Siobhan encajó otra flecha y disparó, y esta vez rozó el
pecho del bruto al que Luthien había golpeado en la cara. El cíclope reculó otros cuantos pasos y ello le
dio al joven Bedwyr unos valiosos segundos.
Pero el apoyo de Siobhan se cortó de forma repentina. La semielfa se volvió hacia la izquierda del
campamento al advertir que un par de cíclopes cruzaban el claro hacia el risco donde se encontraba
apostada. La flecha surcó el aire y se hundió en el vientre de uno, que se dobló.
Siobhan apenas tuvo tiempo de sonreír al ver que el otro bruto se zambullía desesperadamente
detrás de unas piedras para ponerse a cubierto; entonces se dio cuenta de que otro cíclope había salido
sigilosamente de la niebla y estaba justo sobre ella, con el hacha enarbolada, a punto de descargarla.
—Ocho —se lamentó la semielfa.
La punta de lanza se adelantó en una rápida serie de tres arremetidas, pero Luthien se las arregló para
parar y fintar, haciendo quiebros con las caderas para apartarse del trayecto del arma. Ahora estaba de
espaldas a Siobhan, pero supuso que la semielfa no podría ayudarlo cuando otro bruto apareció corriendo
a su espalda.
Luthien midió sus pasos y se tiró hacia un lado en el último momento, evitando por poco que lo
ensartara. El bruto, desequilibrado, pasó junto a él y estuvo a punto de acabar con su compañero.
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R.A. Salvatore El rey dragón
El joven Bedwyr se incorporó al instante y cargó, confiando en acertar algunos golpes con la
confusión, pero éstos eran guardias pretorianos, veteranos bien entrenados. Mientras su tambaleante
compañero recuperaba la estabilidad, el otro bruto se adelantó a la par que movía la lanza de lado a lado
para frenar los ataques de su adversario.
Luthien continuó descargando golpes, y después bajó el arma a la derecha con brusquedad para
desviar el lanzazo del segundo cíclope. De inmediato cambió la trayectoria de la espada hacia la izquierda
para obligar al primero a retroceder, y luego giró sobre sí mismo acompañando el movimiento de la
espada.
La punta de la lanza pasó muy cerca de él, por delante, y Luthien siguió girando hasta hacer un
viraje de ciento ochenta grados al tiempo que se agachaba, buscando un hueco en las defensas de su
adversario por debajo.
En respuesta, el cíclope hincó la lanza en el suelo y se escudó detrás del arma.
Luthien rodó por el suelo y se incorporó, usando la espada para que el bruto mantuviera extendido
el brazo con el que manejaba la lanza. El otro cíclope se reincorporaba rápidamente a la lucha, así que el
joven Bedwyr descargó un puñetazo con la mano libre y aplastó la nariz del primer bruto.
Después tuvo que saltar hacia atrás y situarse en posición para luchar contra los dos. El par de
brutos fue hacia él, esta vez demostrando más cautela y ejecutando ataques rutinarios que Luthien paró
con facilidad, aunque llevaban a cabo una defensa combinada que mantuvo a raya al joven Bedwyr.
De manera gradual, los cíclopes aumentaron el ritmo, trabajando de común acuerdo y sin dar
oportunidades a Luthien, que inevitablemente tuvo que retroceder.
Por puro instinto, Siobhan lanzó al aire el arco y lo recogió por una punta con las dos manos. Su
ataque fue brusco y rápido como el de una serpiente; el arco se metió por el ángulo interior del hachazo y
le cruzó la cara al cíclope, que reculó a trompicones. Otra vez sin pararse a pensar, la ágil semielfa,
moviéndose a la velocidad del rayo, lanzó el arco y lo cogió con una mano mientras que llevaba la otra
hacia la aljaba y sacaba una flecha.
Antes de que el cíclope del hacha tuviera tiempo de dar un paso hacia ella, Siobhan tensó la cuerda
y disparó a bocajarro.
El bruto cayó en medio de la niebla.
La semielfa giró sobre sí misma a tiempo de ver salir al otro cíclope de detrás de las rocas, lanzado
a la carga. Detrás iba su compañero, que seguía sujetándose el vientre y caminaba casi arrastrándose, en
un fútil intento de alcanzarlo.
Siobhan comprendió que no tenía tiempo para disparar otra flecha, así que tiró el arco y corrió hacia
ellos mientras desenvainaba una espada corta y fina. Al llegar al borde del peñasco saltó alto y lejos y, al
pasar junto al cíclope, descargó un tajo que consiguió alcanzarlo en el hombro; sin embargo, al estar en
mitad del salto, no imprimió mucha fuerza al golpe y no hirió de gravedad al bruto.
La semielfa cayó de pie y se deslizó ágilmente por el traicionero repecho. Su movimiento fue tan
rápido que el cíclope herido en el vientre no vio venir el peligro, y lo remató mientras pasaba a su lado.
El otro bruto se lanzó en su persecución rápidamente, pero con cautela, y fue en pos de ella cuando
salió del claro por la izquierda, alejándose del lugar donde Luthien continuaba luchando.
El joven Bedwyr comprendió que tenía que hacer algo contundente, y enseguida, ya que el tercer cíclope,
aturdido y ensangrentado, pero no fuera de combate, se sumaría a la lucha a no tardar. Impulsó a
Cegadora en una vertiginosa serie de estocadas y tajos que fueron parados por sus adversarios, pero
Luthien aprovechó la inercia para apartarse y echar a correr hacia la parte posterior del pequeño claro.
Se encaramó de un salto a una piedra y brincó hacia un lado, esquivando por poco el lanzazo de uno
de los brutos que lo perseguían. El joven cayó de pie a un lado del cíclope, de cara al perímetro del claro
y con terreno abierto ante sí. Se echó hacia atrás, justo lo contrario de lo que el cíclope esperaba que
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hiciera; el guardia pretoriano no perdió tiempo en considerar este golpe de suerte, y blandió la lanza en un
arco horizontal con intención de ensartar al humano.
Entonces se dio cuenta de la estratagema, ya que Luthien partió el astil al girar en sentido contrario
y descargar un golpe con la espada en el momento en que la lanza pasaba a su lado. El joven Bedwyr se
agachó en tanto que arremetía con Cegadora hacia arriba y alcanzaba al guardia pretoriano en la cadera.
El bruto saltó hacia un lado, se lanzó en plancha sobre la misma piedra a la que el joven se había subido
antes, y rodó por el lado contrario, pensando que la peligrosa espada atacaría de inmediato para descargar
el golpe definitivo.
Pero Luthien no tuvo ocasión de continuar el ataque, ya que el segundo bruto arremetía de nuevo
contra él, obligándolo a ponerse a la defensiva.
Nadie en todo Avon del Mar era capaz de orientarse tan bien como los blondos cuando no había
visibilidad; los elfos pasaban muchas noches oscuras bailando entre los árboles. Así, la espesa niebla
ayudó a Siobhan a dejar atrás al cíclope que la perseguía. Dio un rodeo y sonrió sombríamente al llegar
junto al cuerpo del cíclope al que había disparado a bocajarro; su arco estaba en el suelo a unos pasos de
distancia.
La semielfa oyó los jadeos del bruto que se acercaba, falto de resuello. Recogió el arco, lo cargó, y
cuando el cíclope surgió entre la niebla vio venir la muerte.
Alzó los brazos en un gesto defensivo al tiempo que pedía clemencia, y, si la lucha hubiera
acabado, si Luthien no hubiera estado en graves apuros a pocos metros de distancia, posiblemente
Siobhan no habría disparado. Pero las circunstancias no lo aconsejaban; la semielfa estaba convencida de
que si dejaba de vigilar a este supuesto «prisionero» aunque sólo fuera un instante, el bruto no dudaría en
saltar sobre ella para estrangularla.
La flecha se coló entre los brazos levantados, rebotó en el fuerte peto del cíclope, y salió despedida
hacia arriba, para ir a hundir se en la garganta del bruto. El guardia pretoriano aguantó de pie un
momento, agitando los brazos torpemente, pero se desplomó poco a poco sobre las rodillas, y sus últimas
palabras fueron meros gorgoteos indescifrables.
Siobhan centró de inmediato su atención en Luthien, enzarzado en un combate contra dos cíclopes a
los que pronto se uniría un tercero. Se planteó la conveniencia de tirar el arco y desenvainar la espada de
nuevo para sumarse a la lucha, pero temió no llegar a tiempo.
—¡Al suelo! —gritó, rezando para que su amigo la entendiera.
Luthien no estaba seguro, pero al no tener otras opciones se zambulló hacia atrás. No había tocado
el suelo cuando la flecha cortó el aire por encima de su cabeza y se hundió profundamente en el pecho de
un cíclope. El bruto trastabilló hacia atrás varios pasos a la par que sacudía los brazos del mismo modo
que un pollo moribundo agita las alas, y después cayó al suelo.
El otro cíclope cometió el error de mirar a su tambaleante compañero. Ese momento de vacilación
dio lugar a que Luthien actuara. Al acabar el giro, se dio impulso con los pies y rodó en sentido contrario
antes de incorporarse con la espada por delante y encontrar un hueco en las defensas del distraído bruto.
Cegadora se hundió en el vientre del cíclope en un ángulo ascendente, de manera que le atravesó el
diafragma y llegó a los pulmones.
El cíclope trastabilló hacia atrás, y Luthien no pudo evitar que lo arrastrara, de modo que acabó
tirado encima del bruto muerto.
El silbido de una flecha a un lado alertó al joven de que el cíclope restante se había reincorporado a
la lucha. Siobhan había fallado el tiro, advirtió Luthien con cierta preocupación, pero, por fortuna, la
flecha pasó lo bastante cerca para que el bruto tuviera que hacer un quiebro desesperado y perdiera el
equilibrio. Luthien tiró con fuerza de Cegadora, pero sin resultado, ya que la hoja se había quedado
atascada. Con un gruñido de frustración, el joven se incorporó del revoltijo con las manos desnudas.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Recobrado el equilibrio, el bruto de un ojo asestó un hachazo sin entusiasmo, pero Luthien golpeó
con el antebrazo el lateral de la gran hacha y la desvió. Después atacó con una serie de puñetazos,
derecha, izquierda, derecha, izquierda, y el bruto se tambaleó.
Porfiado, el cíclope levantó el hacha en un gesto defensivo que contuvo la carga de Luthien, y
sacudió la cabeza para despejarse. Una mueca perversa asomó a su rostro al darse cuenta de que el
humano no llevaba armas.
Luthien no vio el disparo, no oyó el zumbido de la flecha ni el crujido del hueso bajo el impacto.
Como si hubiera salido de la nada, el astil de la flecha sobresalía por un lado de la rodilla del cíclope. Con
un aullido, el guardia pretoriano cayó al suelo y Luthien se abalanzó sobre él, desviando de nuevo el
hacha con facilidad. Gruñendo cada vez que descargaba un puñetazo, el joven lo golpeó hasta dejarlo
inconsciente.
Siobhan llegó a su lado y sonrió al examinar el campo de batalla.
—Seis muertos y un prisionero —comentó Luthien, que le guiñó un ojo y echó el brazo sobre los
esbeltos hombros de su compañera.
La semielfa se escabulló con una ágil maniobra.
—Siete muertos —lo corrigió mientras señalaba el borde del peñasco—. Salió otro de la niebla.
Luthien asintió y la miró con admiración.
—Me apunto cuatro —anunció Siobhan—, y tú tienes que compartir los tres de aquí, y la captura.
—La sonrisa del joven desapareció—. Eso suma seis para mí —calculó la semielfa—. ¡Y sólo dos para la
legendaria Sombra Carmesí!
Entonces se alejó, muy satisfecha consigo misma.
Luthien se quedó mirándola, pasmado, mientras ella rebuscaba por el campamento. Poco a poco, la
sonrisa volvió a aparecer en el semblante del joven.
—¡Desafío aceptado! —le dijo, seguro de que en el curso de la campaña tendría muchas
oportunidades para superar la desventaja.
El cíclope capturado fue conducido hasta el grupo principal, donde Brind'Amour lo hipnotizó sin
ningún problema y le sonsacó información. Se hicieron más prisioneros en otras escaramuzas a lo largo
de las líneas, y éstos sólo confirmaron lo que el primero les había revelado: una numerosa fuerza cíclope,
en su mayoría guardias pretorianos, marchaba hacia un amplio valle situado a unos treinta kilómetros
hacia el sur.
Con esa posición aproximada, Brind'Amour utilizó su bola de cristal y proyectó su visión mágica
hacia allí. Localizó a la fuerza y se sintió complacido. Los eriadoranos se reunirían con el ejército de
Bellick a mitad de camino de los brutos de un ojo, y entonces les darían un caluroso recibimiento.
Luthien y Siobhan se adelantaron para hablar en nombre del monarca cuando por fin se tomó
contacto con los enanos de Bellick. Se encontraron con sus aliados —cinco mil enanos de gesto sombrío,
equipados con relucientes cotas de malla, brillantes escudos y diversas armas, en su mayoría hachas y
pesados martillos— en un amplio tramo de suelo rocoso, bastante despejado y barrido por el viento.
Bellick estaba allí, junto a su amigo Shuglin.
Luthien y Siobhan estaban impresionados por el espectáculo. La esperanza renació en el joven
Bedwyr; con semejantes aliados ¿cómo podía perder Eriador?
—Sin duda los brutos de un ojo se van a llevar una desagradable sorpresa —susurró la semielfa a su
lado.
—Guerreros enanos —contestó Luthien, imitando el fuerte acento gascón de Oliver—. Pero ¡oh,
qué mal huelen!
Se volvió hacia Siobhan para hacerle un guiño, pero se contuvo al ver la mirada taciturna que le
lanzó su compañera.
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R.A. Salvatore El rey dragón
El joven se aclaró la garganta y lo dejó estar; de nuevo se preguntó qué había entre Siobhan y
Oliver.
122
R.A. Salvatore El rey dragón
XIX
EL VALLE DE LA MUERTE
—Su jefe es listo —comentó Brind'Amour mientras examinaba el terreno accidentado y abrupto
que había hacia el sur.
Los otros que estaban agrupados alrededor del viejo mago guardaron silencio, de acuerdo con el
comentario. Los cíclopes habían seguido avanzando a buen paso hasta mucho después de la puesta de sol,
y no acamparon hasta que las escarpadas paredes del valle quedaron atrás.
Brind'Amour se sentó en una piedra y trató de improvisar un plan de ataque mientras se rascaba la
blanca barba con gesto pensativo.
—No son tantos —dijo Shuglin—. Hemos contado las lumbres y, a menos que haya cincuenta
alrededor de cada fuego, los superamos en más de dos a uno.
—En tal caso, son demasiados —opinó Luthien.
—¡Bah! —resopló el belicoso enano—. ¡Los arrollaremos!
Brind'Amour escuchaba la conversación sin intervenir. No dudaba de que su excelente ejército, con
una ventaja de dos a uno, derrotaría a los guardias pretorianos, pero una batalla así ¿no les saldría muy
cara? Eriador no podía permitirse el lujo de perder siquiera una cuarta parte de su fuerza total estando
todavía en las montañas, con tanto campo fortificado que cubrir antes incluso de llegar cerca de Carlisle.
—Si los atacamos con fuerza por el frente y ambos flancos, extendiendo nuestras líneas para que
crean que nuestro número es mucho mayor de los que somos realmente, ¿cómo reaccionarían? —
preguntó Siobhan.
—Romperían filas y huirían —contestó Shuglin sin vacilar—. ¡Esos brutos de un ojo son cobardes
donde los haya!
Luthien sacudió la cabeza, y Bellick hizo lo mismo, pero fue Brind'Amour el que expresó en voz
alta lo que pensaban:
—Este grupo está bien entrenado y bien dirigido —explicó el viejo mago—. Demostraron ser lo
bastante listos y disciplinados para salir del valle antes de levantar el campamento. No huirán tan
fácilmente. —En los azules ojos del monarca brilló una chispa de astucia—. Pero sí retrocederán —
razonó.
—Hacia el valle —añadió la semielfa.
—Y aprovecharemos las paredes del valle para concentrar nuestras líneas —convino Bellick, que
había cogido la idea.
—Empujándolos hacia donde estarán esperando grupos de arqueros —abundó Luthien.
Los cabecillas reunidos intercambiaron sonrisas esperanzadas en medio del silencio. Sabían que los
cíclopes eran disciplinados; pero, si lograban obligarlos a replegarse al valle y después hacerles creer que
se habían metido en una emboscada, el caos previsible los haría batirse en retirada; y un enemigo que
huye poco daño puede ocasionar.
—Si no se repliegan en el ataque inicial, entonces nuestras filas, demasiado extendidas, pueden
encontrarse en apuros —no tuvo más remedio que recordarles el mago; una necesaria advertencia de que
la estratagema podría ser menos fácil de lo que parecía en teoría.
—En cualquier caso, los arrollaremos —prometió Shuglin, sombrío, mientras golpeaba con el
martillo en la palma de la otra mano para hacer hincapié.
Viendo su hosca expresión, Brind'Amour no tuvo más remedio que creerlo.
123
R.A. Salvatore El rey dragón
Sólo quedaba dividir las tropas conforme al plan. Luthien y Siobhan agruparían a todas las
patrullas, incluidos los elfos Tajadores, y se filtrarían hacia el sur en dos líneas, pasando a hurtadillas el
campamento cíclope, para dirigirse hacia las pendientes que bordeaban el valle y ocupar posiciones
defensivas. Bellick y Shuglin se ocuparían de dirigir la carga de la línea frontal, con nueve mil soldados,
de los cuales más de la mitad eran enanos.
Brind'Amour se eximió de una misión especifica en los planes; el mago era consciente de que
tendría que encontrar la posición adecuada desde la que actuar. La magia sería un elemento
imprescindible, sobre todo en el asalto inicial, si querían que los cíclopes se replegaran. Pero también
sabía que tenía que andarse con cuidado, ya que, si hacía demasiado notoria su presencia, cualquier
cíclope que consiguiera salir de las montañas empezaría a hablar más de la cuenta y la noticia llegaría
hasta Carlisle.
El viejo mago ya había pensado el conjuro adecuado, algo sutil, pero diabólicamente eficaz. Sólo
tenía que idear el modo de sacarle el mejor partido.
Las dos líneas de los flancos, cada una con quinientos arqueros que se movían rápida y
silenciosamente, se pusieron en marcha esa noche. Luthien y Siobhan iban juntos a la cabeza de la línea
que pasó el campamento cíclope por el este. Coronaron el borde del valle poco antes de que amaneciera, y
pudieron oír el fragor del inicio de la batalla al norte cuando descendían por la pendiente, buscando
posiciones.
Casi dos mil soldados eriadoranos ocupaban el flanco derecho del ataque, y otros tantos el de la izquierda;
pero fue el centro de la línea, el sordo retumbo del avance de cinco mil enanos de gesto fiero, sedientos de
lucha, lo que desquició a los guardias pretorianos.
Los grupos de cabeza fueron arrollados simplemente bajo las pesadas botas de los enanos lanzados
a la carga; pero, como Brind'Amour había previsto, la fuerza cíclope estaba bien entrenada y se reagrupó,
dispuesta a mantener una posición firme.
Entonces Brind'Amour tuvo que entrar en acción, pues, aunque los cíclopes se habían dado cuenta
de que los superaban en número, por lo visto estaban decididos a presentar resistencia. El mago cogió en
cada mano una jarra llena de agua clara y extendió los brazos al tiempo que entonaba una salmodia y
ejecutaba una ligera danza moviendo los pies de acuerdo con el modo prescrito.
El agua salió de las jarras y pareció disiparse en el aire pero, en realidad, sólo se esparció
pulverizándose hasta el extremo de hacerse casi invisible.
La cortina se extendió a medida que Brind'Amour le infundía más energía mágica, y acabó
envolviendo a toda la línea de enanos y eriadoranos. Con el polvo y el tumulto, el líquido encantado actuó
como un espejo indistinguible que duplicó la imagen de la fuerza atacante.
Los jefes cíclopes no eran necios. No tenían un cálculo preciso, por supuesto, pero enseguida fue
evidente que este violento ejército los superaba en tres o cuatro a uno, y los arrollaría. Como era de
esperar, como se había confiado que ocurriera, las tropas cíclopes recibieron la orden de romper filas y
retroceder hacia el sur, al terreno más angosto del valle.
Los guardias pretorianos que no dieron media vuelta y corrieron lo bastante rápido se encontraron
luchando con los feroces enanos, contra dos o tres al mismo tiempo.
Pero el grueso de la fuerza cíclope consiguió retroceder a toda carrera, gacha la cabeza. Las órdenes
siguieron pasando de un comandante de grupo a otro, con eficiencia, exactamente como Brind'Amour y
sus cohortes habían esperado. Cuando los cíclopes llegaron a las paredes de la angosta entrada del valle,
el plan se cumplió por completo. Dos tercios de la fuerza cíclope se dispusieron a formar un frente a lo
ancho de la boca del valle con el fin de contener y retrasar a su enfurecido enemigo, en tanto que el resto
de los brutos trepaba por las pendientes, al este y al oeste, para tomar posiciones altas y defendibles que
dejarían a los eriadoranos y a sus aliados enanos en una peliaguda situación de desventaja.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Desde sus altos escondrijos, Luthien, Siobhan y un millar más de arqueros esperaron con paciencia
y dejaron que los cíclopes se organizaran, que la línea de contención se extendiera a la entrada del valle y
que los demás empezaran el ascenso por las empinadas cuestas.
Una feroz batalla estalló casi de inmediato en la boca del valle cuando los tres grupos del ataque
eriadorano convergieron. Aun así, los furibundos enanos se pusieron a la cabeza y cargaron sin temor
contra los cíclopes a pesar de la diferencia de tamaño. Por cada bruto muerto caía un enano, pero el
empuje de la carga obligó a los guardias pretorianos a retroceder lentamente.
Un general cíclope estaba en la pendiente un poco más abajo de la posición ocupada por Luthien y
bramaba órdenes a sus soldados para que se hicieran fuertes en un afloramiento rocoso que sería su
primera posición defensiva a este lado, en la pared oriental.
El joven Luthien desplegó su arco y lo aseguró con el perno; el general sería su primera víctima del
día.
—¡Por Eriador libre! —gritó lo que era la señal acordada y, con puntería infalible, disparó la flecha,
que alcanzó al bruto en la espalda y lo hizo precipitar pendiente abajo.
Todo a su alrededor, así como en la zona alta de la pared opuesta, los arqueros eriadoranos salieron
de sus escondrijos y dejaron caer una lluvia letal de flechas sobre los sorprendidos cíclopes.
—¡Por Eriador libre! —repitió Luthien al tiempo que se encaramaba a lo alto de un peñasco,
desenvainaba la espada y bajaba de un salto al siguiente trozo de terreno lo bastante nivelado para plantar
los pies.
Siobhan, que había disparado su segunda flecha y matado a otro cíclope, iba a gritarle que, adónde
iba, pero se contuvo y acabó riendo a carcajadas por el entusiasmo combativo de su compañero.
La andanada de flechas continuó; en varios puntos los cíclopes y los humanos se enzarzaron en
combates cuerpo a cuerpo. Los eriadoranos ocupaban posiciones más altas, sin embargo, y con el apoyo
de los arqueros la mayoría de las escaramuzas acabaron con varios brutos muertos y el resto retirándose
en una precipitada huida.
Pero el suelo del valle tampoco resultó un terreno propicio para los sorprendidos cíclopes. El frente
de contención aguantó un tiempo, pero, a medida que cedía con el empuje de eriadoranos y enanos que
entraban en el valle en tropel, el caos cundió de manera progresiva. Del suelo se levantaban nubes de
polvo, las rocas caían rodando por las paredes del valle, y los gritos de victoria y de dolor retumbaron de
piedra en piedra.
Siobhan se encontró pronto sin blancos a los que disparar a causa de la espesa nube de polvo que
limitaba la visibilidad y a los cíclopes que rodaban cuesta abajo hacia el suelo del valle. Se colgó el arco y
trepó a la peña, desde la que empezó a descender con cuidado al tiempo que llamaba a Luthien.
Vio a un grupo de cíclopes que continuaban subiendo tenazmente, a pocos metros a su izquierda y
unos doce metros más abajo. De inmediato aprestó su arco y cogió una flecha, pero tuvo un momento de
vacilación mientras buscaba delante de los cíclopes con la esperanza de localizar a Luthien. Sin duda los
brutos subían por el mismo camino que el joven había tomado para descender, y, si no se habían topado
ya con él, no tardarían en hacerlo.
El cíclope que iba a la cabeza, un tipo enorme, musculoso, que debía de pesar unos ciento veinte
kilos, se apoyó con una mano en una roca, levantó una pierna, y se dio impulso para encaramarse a ella.
Entonces se echó hacia atrás al tiempo que gritaba, y Siobhan entendió su reacción cuando vio aparecer la
hoja de una familiar espada por el hueco posterior de la piedra. Cegadora atravesó al bruto de parte a
parte, y Luthien se subió a la roca rápidamente, sacó el arma de un tirón y empujó con el hombro al bruto,
que se precipitó por el otro lado. Cayó encima del siguiente cíclope, y éste, a su vez, derribó al que tenía
detrás.
El joven Bedwyr soltó la ensangrentada espada y cogió su arco. Disparó tres flechas seguidas, y
cada una de ellas hizo blanco en el revoltijo de cuerpos que rodaban cuesta abajo.
—Maldición —rezongó la semielfa, que se las arregló para disparar una flecha y alcanzar a uno de
los cíclopes que se había apartado de la fila.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Después contempló, pasmada y entusiasmada, cómo Luthien recogía de nuevo la espada y, al grito
de «¡Eriador libre!», saltaba de la roca, llegaba en un visto y no visto al revoltijo de cíclopes, y empezaba
a descargar tajos y estocadas con total despreocupación por su propia suerte.
La semielfa dedujo enseguida que su joven y temerario amigo tenía la situación bajo control, así
que se alejó en busca de otros blancos para sus flechas. Cuando llegó a unos quince metros por encima
del suelo del valle, enseguida se dio cuenta de que su pretensión no era nada fácil, ya que la derrota de los
cíclopes era inminente. Las dos líneas se habían separado, pero los expertos guerreros de Bellick,
formados en cerrados grupos de combate que en su mayoría recordaban cuñas, cortaban cualquier intento
de reagrupación de los cíclopes. Los brutos rezagados, apartados de sus filas, eran superados de inmediato
por los soldados eriadoranos y caían bajo una lluvia de hachazos, estocadas y lanzazos provenientes de
todas direcciones, o simplemente perecían aplastados bajo los pies del ejército enemigo.
Desde la entrada del valle, Brind'Amour lo presenció todo con satisfacción. Lo había hecho bien —todos
lo habían hecho bien—, ya que ahora los cíclopes que consiguieran escapar a la emboscada huirían de
vuelta a Avon con la noticia de un ejército invasor el doble de grande de lo que era en realidad.
Varias veces superior, dedujo el mago, pues sabía que el pánico de unos soldados en franca huida
hacía ver al enemigo mucho más numeroso de lo que era, mucho más de lo que un sencillo truco de
magia lo había hecho parecer.
Brind'Amour reparó en una escaramuza localizada en la mitad inferior de la pared occidental del
valle, donde un puñado de cíclopes se habían hecho fuertes tras la protección de un círculo de rocas. Un
grupo de elfos intentaba llegar hasta ellos, pero el terreno favorecía a los brutos de un ojo.
El viejo mago empezó a entonar de nuevo una salmodia al tiempo que levantaba los brazos hacia
aquel lado y, cuando las palabras del conjuro liberaron la energía mágica, juntó los brazos y dio una
palmada.
Las piedras del anillo defensivo de los cíclopes rodaron hacia dentro al mismo tiempo y aplastaron
a un par de brutos a la vez que dejaban al resto a descubierto.
Los elfos se les echaron encima de inmediato; las espadas encontraron huecos en las defensas de los
desesperados cíclopes y acabaron con ellos en cuestión de segundos. Uno de los elfos se encaramó a una
de las rocas amontonadas y sacudió la cabeza. Miró hacia el este, divisó a Brind'Amour, y lo saludó.
Después, sus compañeros y él se alejaron de allí a buen paso, ya que todavía quedaban más cíclopes
a los que matar.
Brind'Amour suspiró y echó a andar hacia el interior del valle; mientras caminaba iba recitando un
antiguo poema religioso que había aprendido en su juventud, hacía muchos siglos, cuando había utilizado
su magia para ayudar a construir la fabulosa catedral de la Seo.
El poema se llamaba El valle de la Muerte, y, nada más dar unos cuantos pasos, el mago tuvo que ir
esquivando los cadáveres de cíclopes, enanos y humanos. Un título muy apropiado.
Luthien corría por una estrecha cornisa, a bastante altura de la pared del valle, en busca de alguna ruta
alternativa o un lugar más amplio, pues un grupo de cíclopes que huía casi venía pisándole los talones.
Los brutos de un ojo no sabían que el joven estaba allí, pero no tardarían en darse cuenta. Luthien echó
una ojeada a la izquierda, a la escarpada pared, una escalada que ni siquiera intentaría. Luego miró a la
derecha, hacia el suelo del valle, con la esperanza de localizar a Siobhan o algún otro arquero amigo que
estuviera apuntando a los que trotaban detrás de él. Todo cuanto vio fue una densa nube de polvo; por allí
no encontraría aliados que lo ayudaran.
La cornisa seguía extendiéndose, zigzagueante y peligrosa.
Luthien no sabía con seguridad cuántos cíclopes venían en el grupo, pero eran varios, y malditas las
ganas que tenía de entablar aquí arriba un combate con la ventaja a favor del enemigo y con tan poco
espacio para maniobrar. Pese a ello, se resignó a hacerlo, y consideró sus recursos y la manera de asestar
un duro y rápido golpe para nivelar la balanza. Un disparo con el arco mataría al primero de la fila y, si
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tenía suerte, ése podría arrastrar al segundo en la caída o, al menos, frenar a los demás y darle tiempo a él
para disparar otro par de flechas. Pero ¿y si fallaba o si el primer disparo no derribaba al cíclope que
viniera a la cabeza y sólo lo detenía un momento?
El joven Bedwyr llegó a otro recodo y tomó la decisión de utilizar su espada únicamente, no el arco.
Se daría media vuelta y defendería su posición, decidió. Al girar en el recodo vio que la cornisa se
ensanchaba allí, ya que la pared del escarpado formaba una oquedad de varios palmos de profundidad.
Con un suspiro de alivio, Luthien corrió al fondo de la concavidad, se echó la capucha de su capa
mágica, y se quedó muy quieto. Unos segundos más tarde oía acercarse a los cíclopes moviéndose
pesadamente y hablando de trepar al borde de la pared y escapar.
Los brutos de un ojo giraron en el recodo; atisbando por debajo de la capucha, Luthien los contó
mientras pasaban. El séptimo, y último, apareció cuando el primero dejaba atrás el tramo ancho.
La idea de que había actuado juiciosamente al seguir adelante y no detenerse para hacer frente a
esta banda desesperada pasó por la mente del joven. No obstante, esa reflexión sensata se borró de un
plumazo cuando el osado Luthien comprendió que la retaguardia de la fila de brutos ofrecía un blanco
fácil. Apenas consciente de lo que hacía, el joven Bedwyr salió disparado del fondo de la oquedad y,
empujando con el hombro al cíclope que cerraba la fila, lo despeñó. Después giró sobre sí mismo con
Cegadora ya en la mano; descargó la espada sobre el siguiente cíclope y lo alcanzó en la cadera cuando el
sobresaltado bruto se volvía al oír la conmoción.
Luthien agarró el arma con las dos manos y empujó fuerte hasta arrojar al cíclope por el barranco.
El siguiente bruto, que ya estaba en la zona estrecha de la cornisa, aulló y giró sobre sí mismo con la
espada presta. El joven Bedwyr se abalanzó sobre él, impidiéndole que se adelantara al tramo ancho para
que sus compañeros no pudieran sumarse a la lucha. Dos de los cíclopes, creyendo que los peligrosos
eriadoranos los habían sorprendido por la retaguardia, aceleraron la carrera y huyeron lo más deprisa
posible por la angosta cornisa. Los otros dos se pararon y se volvieron, llamando al compañero que
luchaba.
Luthien blandió la espada furiosamente, sin dar respiro al bruto.
—¡Los tengo! —gritó mientras echaba un rápido vistazo atrás, como si esperara la llegada de
refuerzos.
Su actitud bizarra y su atuendo fueron una revelación para el cíclope que se enfrentaba a él.
—¡La Sombra Carmesí! —chilló el estúpido bruto.
Sus compinches no necesitaban oír más. Con la típica lealtad de su raza, dejaron solo a su
compañero y pusieron pies en polvorosa.
El terror condujo al cíclope a combatir con maniobras de ataque osadas y temerarias. Retrasó un
pie, retrocediendo medio paso, y después se abalanzó violentamente, agachando un hombro, con la
esperanza de que la audaz táctica cogería por sorpresa a su adversario.
No lo hizo. Luthien se limitó a dar un paso atrás y desplazarse de lado alrededor del muro, hacia el
tramo ancho. Cegadora penetró fácilmente entre las costillas del bruto cuando éste pasó dando
trompicones.
El joven Bedwyr retiró con presteza el arma y saltó hacia atrás, adoptando una postura defensiva. El
cíclope se quedó inmóvil, gimiendo, intentando girarse hacia su adversario. Finalmente logró hacerlo,
justo a tiempo de ver las suelas de las botas de Luthien, que había saltado levantando las dos piernas; la
patada empujó al bruto por el borde del precipicio.
El joven Bedwyr se incorporó al instante.
—La Sombra Carmesí, tenías razón —gritó al cíclope que rodaba pendiente abajo, dando tumbos.
Respiró hondo y echó a correr por la estrecha cornisa en pos de los cuatro que habían huido. Seguro
de que no se detendrían para esperarlo, Luthien envainó a Cegadora y sacó el arco que llevaba a la
espalda; lo extendió y lo aseguró con el perno mientras corría.
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Los asustados cíclopes huían sin parar mientes en la peligrosa angostura de la cornisa, así que
Luthien apenas acortó distancias con ellos. Sin embargo, realizó un disparo y le sacó buen partido, ya que
alcanzó en la corva al último bruto de la fila cuando giraba en un recodo. El cíclope dio un traspié y se
perdió de vista, pero el joven Bedwyr sabía que no podía escapar. De nuevo sacó la espada y cargó, pero
frenó la carrera al acercarse al recodo.
Encontró al bruto recostado pesadamente contra la pared, encogido, sosteniendo la espada con una
mano y apretando la corva herida con la otra. Sus compañeros, unos tres metros más adelante en la
cornisa, aguardaban ansiosamente.
Luthien se adelantó despreocupado y asestó una violenta estocada contra el bruto herido. El cíclope
detuvo el ataque, pero estuvo a punto de caer por la fuerza del impacto. Sus compañeros aullaron e
hicieron intención de aproximarse a ellos, pero Luthien cortó esa iniciativa de raíz con sólo cambiar la
espada a la mano izquierda y llevar la derecha hacia el hombro para coger el arco. Los brutos salieron
corriendo en dirección contraria.
—Tus amigos han huido —le dijo al cíclope herido—. Aceptaré tu rendición.
El bruto bajó la espada y empezó a incorporarse; entonces se abalanzó inesperadamente hacia
delante al tiempo que asestaba una estocada.
Con un único movimiento, Luthien giró el arco de derecha a izquierda y después levantó un
extremo, de manera que desvió la espada de su adversario. Cegadora arremetió de frente y se hundió en
el corazón del desequilibrado cíclope. El bruto cayó pesadamente contra la pared y resbaló al suelo poco a
poco, con el ojo sin vida clavado en Luthien.
El joven Bedwyr miró al frente y comprobó que la cornisa acababa un corto trecho más adelante, al
desembocar en un terreno más amplio. Era imposible alcanzar a los cíclopes que huían antes de que
llegaran a esa zona. Con un suspiro resignado, Luthien miró hacia atrás, al suelo del valle, y después
buscó una ruta para regresar allí. Un ruido a la espalda lo hizo girarse rápidamente hacia el otro lado de la
cornisa, por donde, inexplicablemente, dos de los brutos que habían huido venían a todo correr en su
dirección.
Pero miraban más a su espalda que hacia delante.
Luthien se apartó rápidamente de su última víctima y se aplastó contra la pared, utilizando de nuevo
el camuflaje de su capa mágica. Atisbando por debajo de la capucha, vio que el último cíclope daba un
traspié y luego caía de bruces al suelo.
El bruto restante agachó la cabeza y apretó a correr al tiempo que aullaba de terror. Al pasar ante el
compañero que habían abandonado a su suerte y que yacía muerto contra la pared, Luthien le salió al paso
bruscamente; el bruto titubeó un instante, pero después reanudó su alocada carrera.
Sujetando a Cegadora con las dos manos, el joven Bedwyr arremetió de frente al tiempo que
doblaba la pierna que tenía retrasada y se agachaba, justo en el momento en que el cíclope llegaba a su
altura; el bruto dio una voltereta y esquivó la ensangrentada espada. Cayó de espaldas en la cornisa,
demasiado aturdido para incorporarse a tiempo, ya que Luthien se incorporó y giró en un único
movimiento; la hoja de Cegadora se hundió en el cíclope y puso fin al enfrentamiento.
No fue una sorpresa para el joven Bedwyr cuando su invisible aliado llegó corriendo por la cornisa,
con el arco en la mano.
—Hoy llevo ocho muertos en mi cuenta particular —anunció Siobhan con orgullo.
—Pues te saco ventaja —le informó el agotado Luthien, que levantó la goteante espada—. Eso hace
un total de dieciséis a catorce a mi favor.
La semielfa miró al joven con expresión hosca.
—Hay un largo camino hasta Carlisle —dijo, sombría.
Los dos amigos se sonrieron.
128
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—Están en franca retirada —informó Shuglin a los dos monarcas, Bellick y Brind'Amour, cuando los
encontró entre un grupo de eriadoranos y enanos, casi a medio camino del largo valle.
—Sin orden ni concierto —añadió otro enano—. ¡Corriendo como lo que son, unos cobardes!
—Entonces, les hemos infligido una derrota completa —dijo Bellick, y nadie se lo discutió.
Las bajas sufridas entre los dos ejércitos, el humano y el enano, eran sorprendentemente exiguas,
pero según todos los informes el número de cíclopes muertos debía de ascender a casi dos mil. El rey
enano se volvió hacia Brind'Amour.
—Debemos salir en su persecución cuanto antes. Hay que alcanzarlos mientras están
desorganizados y antes de que encuentren un terreno en el que puedan defenderse.
El viejo mago reflexionó largamente sobre ello. Había muchos factores que debían tenerse en
cuenta, y uno de importancia era que la mayor parte de sus provisiones seguía estando a casi cinco
kilómetros al norte del valle. Sin embargo, la propuesta de Bellick tenía sentido; si permitían que el terror
de la derrota se disipara, los guardias pretorianos se reagruparían enseguida y no se dejarían coger de
nuevo por sorpresa.
—En esto se hará lo que tú digas —le aseguró Bellick, a quien no pasó inadvertido el dilema en el
que se debatía el mago—. Con todo, te pido que permitas a los míos terminar lo que han empezado.
Todos los enanos que había en la zona vitorearon las palabras de su rey, y Brind'Amour comprendió
que frenar ahora a los ansiosos guerreros de DunDarrow alentaría un sentimiento de rabia contenida que
su ejército no podía permitirse en este momento.
—Ve con tus tropas —le dijo a Bellick—. Pero no lleguéis muy lejos. Haced que los brutos de un
ojo sigan huyendo. Entre tanto, mis soldados recogerán a los heridos y traerán los suministros.
Levantaremos el campamento allí —indicó, señalando al extremo sur del valle—. Regresad con nosotros
esta noche para que reanudemos juntos la marcha por la mañana.
Bellick asintió; una amplia sonrisa ensanchaba su semblante bajo la barba anaranjada. Alzó la mano
para palmear a Brind'Amour en el hombro mientras pasaba a su lado y se metía en la multitud arracimada
de sus ansiosos súbditos.
«Todo el camino a Carlisle», empezaba el cántico, que se inició bajo y fue creciendo a medida que
se sumaban más y más voces hasta hacerse atronador.
129
R.A. Salvatore El rey dragón
XX
VISIONES
Luthien dirigió al grupo principal de soldados eriadoranos ese día; levantaron el campamento,
atendieron a los heridos y enterraron a los muertos. Aunque dudaba de que los cíclopes se reagruparan y
los atacaran, prefirió pecar de cauto, así que envió exploradores al borde del valle, y apostó arqueros en
las paredes desde las que se dominaba el campamento.
Brind'Amour pasó el resto del día en su tienda, solo, aunque los soldados que se aventuraron cerca
del pabellón a menudo oyeron al hechicero hablando en tono susurrante. Salió después del ocaso y
encontró a Luthien y Siobhan organizando el perímetro nocturno de vigilancia. Muchos enanos de
Bellick, incluido Shuglin, habían regresado, y todos contaban historias de los castigos infligidos a su
enemigo en retirada.
—Todo va bien —comentó el viejo mago a Luthien y a Siobhan cuando los tres dispusieron de un
raro momento de tranquilidad.
El joven Bedwyr miró al monarca con curiosidad, sospechando que Brind'Amour había pasado el
día en contacto mágico con los otros ejércitos invasores, algo que el mago confirmó un instante después.
—El prior Byllewyn y su fuerza han bajado desde el Muro de Malpuissant y tienen rodeada Burgo
del Príncipe —informó—. Los habitantes sitiados, sin guarnición desde la última guerra y sin duque
hechicero que los dirija, están a punto de rendirse. Esta noche, el alcalde de Burgo del Príncipe se reunirá
con el síndico Byllewyn y Kayryn Kulthwain para discutir las condiciones.
Luthien y Siobhan asintieron con satisfacción; era exactamente lo que habían deseado que
ocurriera. Burgo del Príncipe podría haberse convertido en un gran obstáculo para las fuerzas terrestres
orientales. Si éstas se hubieran quedado inmovilizadas aunque sólo fuera unos cuantos días, no habrían
tenido ocasión de llegar a Carlisle a tiempo.
—La flota oriental ha llegado a las costas de Dulsen Berra —continuó Brind'Amour—, la tercera
isla de los Cinco Centinelas.
—¿Ha habido bajas? —preguntó Siobhan.
—Ninguna, que se sepa —contestó el mago—. Son más los isleños que se han unido a la causa que
los que se han levantado en armas contra nosotros.
—Para gran desencanto de los huegotes, no cabe duda —dijo la semielfa con sarcasmo.
Luthien le dirigió una mirada indignada, poco dispuesto a oír comentarios pesimistas, pero Siobhan
se mantuvo firme.
—Los esclavos tienen que sustituirse —añadió, con lógica aplastante.
El joven Bedwyr cayó en la cuenta de que se estaba haciendo eco de las palabras de Oliver.
«Oliver deBurrows, la voz de mi conciencia», se dijo para sus adentros, y tuvo un escalofrío al
pensarlo.
—En absoluto —contestó Brind'Amour a la preocupada Siobhan—. Los huegotes permanecen lejos
de tierra firme, a la sombra de nuestros barcos, y, con suerte, inadvertidos para Verderol. Hasta el
momento no han tomado parte en estas limitadas acciones, y no se han presentado quejas al capitán
Leary.
Eran noticias positivas, aunque sorprendentes. Hasta Luthien, que confiaba en el cumplimiento del
acuerdo, no esperaba que los huegotes se comportaran tan bien durante tanto tiempo.
—Tu hermano sabe el verdadero motivo, claro está —continuó el monarca—. Comprende nuestro
deseo de mantener alejados a los isenlandeses de gente inocente, pero le ha asegurado al rey Asmund que
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R.A. Salvatore El rey dragón
el rumbo distante marcado para las galeras es sólo para que Verderol no tenga conocimiento de los
nuevos aliados de Eriador.
—¿Y Asmund le cree? —preguntó Luthien, escéptico.
—Los huegotes se están comportando bien —repitió Brind'Amour, y no fue necesario añadir nada
más.
—¿Y la flota occidental? —quiso saber Siobhan, y su voz puso de manifiesto la preocupación que
sentía a pesar de que procuraba disimular.
Aquello arrancó una sonrisa maliciosa a Luthien, que trataba de imaginar a la semielfa y a Oliver
del brazo. Pero tal imagen no llegó a cobrar forma en su mente, pues la simple mención de la flota del
oeste dirigió los pensamientos del joven hacia Katerin. No obstante, enseguida se recordó a sí mismo cuál
era su obligación, y cuadró los hombros, bien que no consiguió ahuyentar su temor por la seguridad de la
mujer que amaba. Jamás exigiría que Katerin no tomara parte en la batalla, y sobre todo cuando era por
una causa tan importante, pero al menos hubiera querido que estuviera a su lado para saber en cada
momento que se encontraba bien. Al joven se le pasó por la cabeza la idea de que quizá Brind'Amour
había dispuesto las cosas a propósito para que Katerin estuviera lejos de él. Y tal vez era lo mejor, tuvo
que admitir. ¿Combatiría todo lo bien que cabía esperar o comprometería a sus fuerzas en una batalla
arriesgada si sabía que Katerin se encontraba entre esos soldados? Era una guerrera competente donde las
hubiera y no necesitaba que la cuidaran, pero, con lo mucho que la quería, ¿cómo no iba a estar pendiente
de ella?
—Todas las fuerzas han bajado desde las comarcas limítrofes del nordeste y desde las tres islas —
les informó Brind'Amour—. Ya están agrupadas y zarparán de Puerto Carlo por la mañana, con la marea
alta.
Era mejor para los dos estar separados esta vez, admitió Luthien para sus adentros, aunque de poco
le sirvió para aplacar sus temores.
—Todos en sus puestos y a punto, un comienzo espléndido para la campaña —comentó el monarca
con una sonrisa alegre en el barbudo rostro.
Dicho esto, la reunión terminó. Mientras Siobhan y él se alejaban, Luthien reparó en la expresión de
la semielfa y comprendió que, como él, albergaba la misma inquietud por su amigo ausente. Con todo,
había más ambigüedad en las ideas de Siobhan hacia Oliver. Luthien no mencionó sus preocupaciones
comunes; ¿de qué iba a servir?
—Todo el camino a Carlisle —dijo de repente, repitiendo el cántico de los enanos.
La semielfa lo miró, sorprendida al principio y después agradecida por recordarle lo que tenían
entre manos.
—Iré hacia el este y comprobaré que no ha habido novedades en el perímetro de vigilancia —
anunció.
—Y yo iré al oeste —dijo Luthien.
Tras un breve cabeceo se separaron. Los dos agradecieron la soledad.
La sonrisa de Brind'Amour desapareció tan pronto como entró en su tienda. En efecto, las cosas no
podían haber empezado mejor, con unas victorias tan fácilmente conseguidas. El triunfo absoluto sobre
los guardias pretorianos en las montañas superaba sus previsiones más optimistas, al igual que el
comportamiento de sus aliados huegotes. Pero el mago tenía suficiente experiencia en la vida para
atemperar su entusiasmo. Ninguna de las flotas eriadoranas se había enfrentado aún a los barcos de guerra
avoneses, y, aunque Burgo del Príncipe estaba a punto de rendirse (si es que no lo había hecho ya), en
ningún momento había considerado la ciudad norteña de Avon un factor decisivo. Después de todo,
Eriador ya la había conquistado antes del último armisticio, y no tenía guarnición ni uno de los hechiceros
subordinados de Verderol.
131
R.A. Salvatore El rey dragón
Unas victorias muy al principio del conflicto y fácilmente conseguidas, pero eso era algo con lo que
ya se contaba. Sería estúpido que los eriadoranos y sus aliados se dejaran llevar por una excesiva
confianza ahora que esas victorias previstas se habían cumplido.
Porque el camino que les aguardaba se había vuelto aún más oscuro, y el viejo mago lo sabía. La
fuerza central, la del propio Brind'Amour, no tardaría en avanzar río Dunkery abajo, en el corazón de
Avon, en su marcha hacia Warchester.
—Warchester —dijo en voz alta el monarca.
Había visitado la ciudad a menudo en tiempos pasados. Era más una plaza fuerte que una urbe, con
murallas tan altas como las de la propia Carlisle.
La incursión a lo largo de las márgenes del Dunkery haría parecer la batalla con los guardias
pretorianos poco más que una escaramuza, pues, cuando su ejército encontrara una resistencia organizada,
seguramente el enemigo sería mucho más numeroso. Aun en el caso de que salieran airosos del
enfrentamiento y tomaran Warchester, los agotados eriadoranos tendrían todavía por delante más de
trescientos kilómetros de territorio hostil que recorrer hasta llegar a las altas murallas de la fortificada
Carlisle.
Y las perspectivas para la flota occidental eriadorana parecían igualmente sombrías. ¿Conseguirían
los cuarenta galeones y su escolta de pesqueros superar la travesía por el angosto estrecho de Mann, entre
las poderosas Mannington y Laurofiel? A Baranduine casi no se la había tenido en cuenta en los
preparativos de guerra, pero, a decir verdad, la salvaje isla verde del oeste disponía de una flotilla mayor
que la de Eriador en su totalidad.
Y, por lo que Brind'Amour sabía, lo peor era la desventaja en el terreno mágico. El estaba solo, y su
clase de magia, en la que el poder se obtenía mediante la utilización de los elementos naturales —el
ardiente sol y el viento, la energía de una tormenta o de un árbol— había sobrepasado su cenit hacía
siglos. Cuando había luchado contra el duque Paragor y su demonio familiar, apenas había logrado
sobrevivir al enfrentamiento. ¿Cómo le iría contra los otros aliados de Verderol, con todo el poder de las
fuerzas diabólicas a su disposición? ¿Y cómo le iría contra Verderol, que era tan viejo como él pero había
permanecido despierto durante esos siglos acumulando poder?
Claro que a Brind'Amour le parecía una guerra desesperada, pero, a decir verdad, tampoco había
tenido elección. Como había manifestado públicamente en Caer MacDonald, mientras Verderol ocupara
el trono de Avon no podría haber paz. Muertos los duques Morkney y Paragor, Resmore acabado,
prisionero en una celda de Caer MacDonald, y con Burgo del Príncipe todavía tambaleándose e indefensa
con los acontecimientos de la última guerra, ahora era el momento, tal vez la última oportunidad de que
Eriador se sacudiera del acechante espectro del rey Verderol.
Brind'Amour tomó asiento en el catre y se frotó los ojos. Un momento después creyó estar viendo
visiones cuando una gran ave plegó las alas y se deslizó silenciosamente a través de los pliegues de la
solapa de la tienda.
¿Un búho?
El ave aleteó hasta posarse en el asa del fanal, colgado a media altura en el poste central. Sus ojos,
de expresión inteligente, miraron directamente a Brind'Amour, y el mago comprendió que su aparición no
era una casualidad.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el monarca, que se preguntó si, al estar pensando en su
encarnizado enemigo. Verderol, lo habría hecho materializarse.
El búho giró un poco la cabeza, y Brind'Amour olvidó lo que iba a decir a continuación cuando vio
una imagen reflejada en los enormes ojos del ave. No era un reflejo, sino la silueta de una aguja de piedra,
alta, estrecha y plana, que se alzaba entre montañas escarpadas. Un pilar singular de piedra azotado por el
viento.
Brind'Amour.
La llamada sonó apagada, muy lejana, un leve susurro en la brisa nocturna.
132
R.A. Salvatore El rey dragón
—¿A qué has venido? —preguntó de nuevo el viejo mago al ave, esta vez falto de aliento por la
impresión.
El búho levantó el vuelo del fanal, y salió por la solapa, silencioso.
Brind'Amour volvió a frotarse los ojos y recorrió la tienda con la mirada, preguntándose si no
habría sido un sueño. Sus ojos se detuvieron en la bola de cristal, pensando que tal vez encontraría alguna
respuesta en ella, pero sacudió la cabeza. Había pasado muchas horas en contacto con sus generales en el
este y el oeste, y estaba demasiado agotado para plantearse siquiera enviar su mente de nuevo al interior
de la bola.
Se tumbó en el catre y, a no tardar, se quedó profundamente dormido.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, estaba convencido de que el incidente del búho sólo
había sido una alucinación nocturna de un viejo cansado.
133
R.A. Salvatore El rey dragón
XXI
SEMILLAS DE REVUELTA
Qué agradable era sentir el viento en el rostro y el rápido paso del suelo bajo los cascos de Río
Cantarín lanzado a galope. Estaban dejando atrás las montañas, de nuevo en un terreno en el que Luthien
podía cabalgar en su preciado Morgan Montañés.
El corcel, después de tantos kilómetros de avanzar a paso lento por un terreno incómodo y rocoso,
parecía disfrutar con la galopada más aún que su jinete. Luthien tenía que estar reteniendo continuamente
al poderoso semental blanco, o de lo contrario habría dejado atrás enseguida a los otros jinetes que
bajaban las estribaciones a su lado, entre ellos Siobhan y el resto de los Tajadores.
Como siempre, eran el grupo de vanguardia, la punta de lanza del ejército eriadorano y la única
unidad de caballería. Debido a la dificultad del terreno montañoso, sólo llevaban consigo doscientos
caballos, de los cuales más de un tercio no podía montarse ahora a causa de los problemas que les habían
surgido durante el difícil trayecto, en especial con los cascos.
Por suerte, Río Cantarín se encontraba bien, preparado y deseoso de cabalgar. Luthien mantuvo
tensas las riendas, poniendo al caballo a un trote regular y firme, cuando salieron a una última extensión
en pendiente. Siobhan, que montaba un bayo de gran alzada y fina planta, lo alcanzó entonces, y señaló el
humo de las lumbres de un pueblo a poca distancia hacia el sur. Junto a él serpenteaba una corriente
plateada: el río Dunkery.
—Es Cerecilla, según el mapa de Brind'Amour —le informó el joven—. La más septentrional de
una serie de villas con molino que hay establecidas a lo largo del Dunkery.
—Nuestro próximo objetivo —dijo la semielfa, sombría. Miró a uno y otro lado, a los
aproximadamente cien jinetes que bajaban la ladera con ellos, y después volvió los ojos hacia Luthien—.
¿Vamos a separarnos en grupos más pequeños o continuamos juntos?
El joven Bedwyr consideró las opciones. Había pensado dividir la unidad en varias patrullas, pero
con Cerecilla a la vista la dirección del ejército parecía obvia.
—Juntos —dijo al cabo—. Marcharemos hacia el sur y después giraremos hacia el nordeste para
encontrarnos con el Dunkery donde sale de las estribaciones. A continuación viraremos de nuevo hacia el
sur, a lo largo del río, explorando todo el tramo hasta llegar a la villa.
Siobhan escudriñó el terreno suavemente ondulado del sur, comprobando la ruta, y asintió con la
cabeza.
—Los cíclopes no esperarán a que lleguemos a la villa —razonó.
Esa posibilidad no parecía preocupar a Luthien.
El grupo avanzó hacia el sur unos tres kilómetros; el curso lo llevó directamente al oeste de
Cerecilla. Bajo la sombra de un pinar, les dieron a sus monturas el descanso que tanto necesitaban;
Luthien envió a varios jinetes a patrullar la zona, en especial el sendero que viraba hacia el nordeste y por
el que marcharían al cabo de poco.
Los exploradores que se dirigieron hacia el este, en dirección a la villa, regresaron al cabo de unos
minutos e informaron que un grupo de doscientos o trescientos cíclopes, incluida una tropa de caballería
de cuarenta jinetes montados en los fieros porciballos, se aproximaba rápidamente.
—Podemos regresar a las montañas y dejarlos atrás —les recordó el explorador.
—Podemos dejarlos atrás yendo hacia Cerecilla —sugirió, anhelante, la semielfa.
La idea de Luthien estaba a mitad de camino entre una y otra proposición. Su grupo estaba en
inferioridad numérica, pero contaba con la gran ventaja de su mayor capacidad de maniobra. Los
porciballos, unos cuadrúpedos de corta alzada con apariencia de jabalíes verrugosos, eran unos
134
R.A. Salvatore El rey dragón
adversarios brutales con peligrosos colmillos y fuertes patas que coceaban, y los cíclopes los montaban
bien, pero no eran tan veloces como los caballos.
—No podemos permitirnos el lujo de perder ningún jinete —le dijo el joven a Siobhan—, pero si
esta fuerza es parte de la milicia de Cerecilla, entonces será mejor que les hagamos frente en terreno
abierto en lugar de dejar que se replieguen tras las fortificaciones de la villa.
—Sin duda nos tomarán por una avanzadilla poco dispuesta a entablar batalla —contestó Siobhan.
—Saquémoslos de su error —dijo Luthien.
El joven Bedwyr envió a casi la mitad de su fuerza hacia el norte, dando un amplio rodeo, en tanto
que la semielfa y él conducían a los restantes jinetes en línea recta hacia los cíclopes que se aproximaban.
Luthien hizo que formaran una línea a lo largo de una elevación cuando la fuerza enemiga estuvo a la
vista, a fin de que los brutos de un ojo tomaran la justa medida de su capacidad combativa mientras él
hacía otro tanto con la suya.
La información de los exploradores respecto al número de la fuerza enemiga era bastante exacta.
Los grupos de caballería de ambos bandos estaban bastante igualados, pero lo que los cíclopes no sabían
era que se enfrentaban a una tropa compuesta en su mayoría por blondos, que tenían una bien ganada
reputación como jinetes y arqueros.
Luthien escudriñó la verde campiña hacia el norte, pero aún no había señales de la otra parte de sus
fuerzas. Tenía que confiar en que no hubiera encontrado resistencia o, en caso contrario, todo su plan se
iría al garete.
—Con la caballería en primera línea —comentó la semielfa, refiriéndose a la rápida formación de
combate de los cíclopes, con los jinetes de los porciballos situados en hilera delante de las tropas de a pie.
Siobhan sonrió mientras hablaba, porque eso era exactamente lo que Luthien había previsto que
harían.
El joven comprendió que había llegado el momento de actuar; desenvainó a Cegadora y la alzó
hacia el cielo. Más de cincuenta espadas salieron de las vainas en respuesta y también se levantaron.
Transcurrieron unos cuantos segundos de tenso silencio en los que hasta el propio aire pareció
vibrar por la excitación. Luthien blandió a Cegadora ante sí, y la carga desde la elevación se inició.
Los cíclopes aullaron en respuesta, y el estruendo del galope de los caballos fue igualado con creces
por el de los porciballos lanzados a la carga.
Inesperadamente, las espadas elfas y Cegadora bajaron y los expertos jinetes eriadoranos las
envainaron de nuevo. El supuesto combate cuerpo a cuerpo había sido una artimaña, un reto engañoso a
los salvajes cíclopes, ya que los eriadoranos no habían tenido intención en ningún momento de utilizar
armas de corto alcance. A la orden de Luthien, aparecieron los arcos.
El ojo de un cíclope era grande y bulboso, y los de los guardias pretorianos lanzados a la carga
parecieron aún mayores cuando se dieron cuenta del ardid y comprendieron que iban a sufrir un duro
castigo antes de llegar cerca de su enemigo.
En los segundos que siguieron, Luthien Bedwyr se sintió como un completo novato. Levantó el arco
e hizo un disparo que no dio en el blanco por poco; era un buen jinete y un buen arquero, pero, para
cuando quiso encajar la segunda flecha, la mayoría de los blondos que cabalgaban junto a él ya habían
disparado tres o incluso cuatro.
Y casi todas habían hecho diana.
El caos se apoderó de las filas cíclopes a medida que los porciballos tropezaban y caían o se
encabritaban con un relincho de agonía. Las hirientes flechas hendían el aire y derribaban jinetes y
monturas, desbaratando el orden de formación de la carga cíclope. Algunos brutos continuaron
avanzando; otros dieron media vuelta y huyeron.
Y entonces un nuevo estruendo de cascos a galope surgió en la campiña cuando el resto de los
jinetes eriadoranos apareció por el norte disparando flechas a la infantería cíclope.
135
R.A. Salvatore El rey dragón
Luthien desenvainó a Cegadora otra vez al acercarse a los brutos que iban a la cabeza. Situó en
ángulo a Río Cantarín para hacer una pasada de cerca con uno de los jinetes, pero una flecha derribó al
cíclope limpiamente. El joven Bedwyr hizo un quiebro para esquivar al porciballo que ahora iba al paso,
y se cruzó por detrás con otro cíclope. El bruto se giró en la silla para cubrir con la espada su espalda
desprotegida, pero Luthien apartó el arma interpuesta con un fuerte golpe e hirió al cíclope en los riñones
al tiempo que hacía la pasada.
Con un gemido, el bruto se desplomó hacia delante y cayó sobre el musculoso cuello del porciballo.
Luthien localizó a otro posible adversario y cargó contra él, mientras la capa carmesí ondeaba en el
viento tras él. Pero el cíclope, como la mayoría de sus compañeros, tenía otras ideas, y se dio a la fuga.
El joven Bedwyr espoleó a Río Cantarín, que salió a galope tendido, y descargó una cuchillada
contra la gruesa nuca del bruto que acabó con él. Luthien se apartó rápidamente para evitar el
encontronazo con el porciballo, cuyo jinete había caído al suelo.
Muchos de los soldados cíclopes de a pie también se volvieron para huir, pero otros se organizaron
en una formación cuadrada, con los pesados escudos colocados juntos de manera que cubrían todos los
ángulos, y las largas picas situadas para atravesar a cualquier jinete que se aventurara demasiado cerca.
La formación avanzó a paso redoblado en la dirección por donde habían venido, hacia Cerecilla.
Los eriadoranos siguieron acosando a los brutos de un ojo, dirigiendo los ataques principalmente a
cualquier jinete cíclope apartado del grupo principal. Pero, cuando los exploradores blondos que
vigilaban los caminos más adelante, hacia el este, anunciaron que una segunda fuerza venía de Cerecilla
para reforzar la primera, Luthien supo que había llegado el momento de detener la lucha y esperar la
llegada del ejército eriadorano.
Examinó el campo de batalla, satisfecho, mientras sus jinetes y él cabalgaban de vuelta hacia el
oeste. Un par de caballos habían sido derribados, y tres jinetes estaban heridos, aunque sólo uno de ellos
de gravedad. Los cíclopes no habían salido tan bien parados. Más de una docena de porciballos yacían
muertos o moribundos sobre la hierba, y otros veinte deambulaban sin jinete de aquí para allí. Menos de
una cuarta parte de la tropa de caballería conformada por cuarenta soldados había escapado ilesa, y casi la
mitad yacía muerta en el campo, junto con un puñado de soldados de infantería.
Más importante que el número de bajas era el hecho de que el grupo de Luthien se había enfrentado
al enemigo otra vez, en esta ocasión en su terreno, y lo había hecho batirse en retirada. El joven Bedwyr
reanudaría ahora su labor de exploración, pero estaba casi seguro de que el grueso del ejército eriadorano
pasaría por este tramo sin problemas. El camino a Cerecilla, al menos, sería casi un paseo.
El hermano Salomón Keyes estaba rezando de rodillas, las manos enlazadas y la cabeza gacha, en la
pequeña capilla de Cerecilla. El lugar, que distaba mucho de ser como las inmensas catedrales de las
principales ciudades de Avon del Mar, sólo tenía dos estancias: un recinto común donde se reunía la
congregación, y un cuarto donde vivía Salomón. Era una construcción de piedra cuadrada, sencilla; los
bancos de la capilla eran simples asientos corridos hechos con una tabla; y el altar, una mesa donada tras
la muerte de una de las viudas más pudientes de Cerecilla. Con todo, para muchos de los habitantes de la
humilde villa, esta capilla era tanto un motivo de orgullo para ellos como las grandes catedrales para los
vecinos de Burgo del Príncipe o Carlisle. A pesar de que los cíclopes que actuaban como recaudadores de
impuestos de Verderol —incluido un viejo bruto particularmente desagradable llamado Allaberksis—
utilizaban la capilla como sala de recaudación, Salomón Keyes se había esforzado al máximo para
preservar la naturaleza sagrada del lugar.
Esperaba, imploraba, que sus esfuerzos se vieran recompensados ahora y que el ejército invasor,
que al parecer se aproximaba rápidamente, perdonara la vida de las buenas gentes de esta pequeña
comunidad. Keyes sólo tenía veinticinco o veintiséis años. Había vivido prácticamente toda la vida bajo
el dominio del rey Verderol y, por lo tanto, al igual que la mayoría de los vecinos de Cerecilla, jamás
había estado cara a cara con un eriadorano. Pero todos habían oído relatos acerca de los salvajes norteños,
de cómo los eriadoranos tenían por costumbre comerse a los niños de los pueblos conquistados delante de
sus propios padres. Keyes también había oído historias sobre los perversos enanos —los «partecabezas»
136
R.A. Salvatore El rey dragón
como los llamaban en Avon— respecto a su conocida propensión a utilizar las pesadas botas para aplastar
los cráneos de enemigos muertos o heridos. Y conocían lo referente a los elfos, los blondos, los «hijos del
diablo», que disimulaban sus cuernos como si fueran orejas, y que danzaban desnudos bajo las estrellas
en un sacrílego ritual de homenaje a sus perversos dioses.
Y Keyes había escuchado cuchicheos sobre la Sombra Carmesí, y ese personaje, más que nadie,
tenía a la gente de la aldea aterrorizada. La Sombra Carmesí, el asesino que llegaba en silencio por la
noche, como la propia muerte.
Salomón Keyes era lo bastante inteligente para comprender que muchos de los rumores que habían
llegado a sus oídos respecto a los odiados enemigos del rey debían de ser una invención o, al menos,
exageraciones. Con todo, había corrido la voz por la villa de que alrededor de diez mil de estos enemigos
se acercaban a Cerecilla, cuya milicia, incluidos los pocos guardias pretorianos que habían llegado de la
montaña, no superaba los trescientos soldados. Fueran más o menos ciertas las historias que se contaban
sobre esta fuerza enemiga combinada, Cerecilla estaba en un terrible aprieto. Keyes fue sacado
bruscamente de su meditación cuando la puerta de la capilla se abrió con violencia y un puñado de brutos
de un ojo entró en tropel. El sacerdote vio que eran guardias pretorianos, pero no de la milicia de
Cerecilla.
—Todo está preparado para acoger a los heridos —dijo el sacerdote en voz queda, la mirada baja.
—Venimos a recaudar los impuestos —replicó Allaberksis, que entró detrás de los fornidos
guardias.
El grupo no se detuvo y cruzó la capilla apartando los bancos a patadas.
Salomón Keyes levantó la vista con incredulidad, y miró de hito en hito al apergaminado cíclope, el
bruto más viejo y arrugado que se había visto por esos pagos. Su ojo, de un color grisáceo, estaba
inyectado en sangre, la córnea opaca desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, en el ojo de Allaberksis
alentaba una extraña chispa ese día, y Salomón Keyes lo reconoció como un brillo de pura codicia.
—Tengo vendajes —informó el sacerdote, superado el momento de estupor—. ¿De qué sirve ahora
el dinero?
Uno de los guardias pretorianos se adelantó y le dio un empellón que lo tiró al suelo.
—Hay una caja detrás del altar —instruyó Allaberksis al guardia, y después se volvió hacia otro de
los brutos—. Y tú registra el cuarto del estúpido clérigo.
—¡Ése es el dinero del grano de la comunidad! —protestó Keyes, indignado, mientras se
incorporaba de un salto.
Otro de los brutos lo derribó de un golpe y le propinó varias patadas mientras se retorcía en el suelo.
Salomón Keyes comprendió entonces las verdaderas intenciones de los intrusos. Este grupo, como
tantos otros guardias pretorianos que habían bajado de Cruz de Hierro, planeaba huir hacia el sur,
probablemente a las órdenes del infame Allaberksis.
Keyes no podía hacerles frente, así que se quedó tirado en el suelo, sin moverse, rezando para que
Dios le mostrara el camino. Soltó un hondo suspiro cuando el grupo abandonó la capilla
precipitadamente. Sin embargo, no duró mucho su alivio, ya que el sacerdote dedujo enseguida las
implicaciones de los actos de Allaberksis.
Cerecilla había sido abandonada a su suerte. Los soldados de elite del rey Verderol no consideraban
que mereciera la pena luchar en defensa de la pequeña villa.
El ejército eriadorano acampó a la vista de Cerecilla; extendieron sus líneas a gran distancia al este y al
oeste, e incluso llevaron a cabo cargas de caballería en los campos al sur de la población para asegurarse
de que fueran pocos los brutos de un ojo que consiguieran escapar. Brind'Amour no pensaba permitir que
el desorganizado ejército septentrional de Verderol huyera a la carrera hasta la propia Carlisle o quizás a
Warchester, donde podría reagruparse tras la protección de las altas murallas de la ciudad.
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R.A. Salvatore El rey dragón
En una de esas expediciones, la veloz tropa de caballería de Luthien topó con un extraño grupo de
guardias pretorianos, mandado por el bruto de un ojo más achacoso que el joven Bedwyr había visto en su
vida. Los cíclopes fueron fulminantemente aniquilados, y, al examinar los cuerpos, Luthien encontró una
bolsa claramente marcada como contribuciones para bien común de la ciudad.
El joven Bedwyr consideró tal cosa muy significativa, y empezó a columbrar una posibilidad
prometedora, una esperanza de que la marcha fuera más fácil. Sin embargo, no comentó nada a su regreso
al campamento, pues quería tener las cosas más claras antes de compartir con Brind'Amour su conjetura;
por alguna razón, el monarca parecía estar muy distraído aquella tarde.
—¿Te preocupa la inminente batalla? —preguntó Luthien, tanteando a su viejo amigo, mientras los
dos caminaban por la zona central del gran campamento.
El mago resopló con desdén.
—Si temiera a Cerecilla, jamás habría emprendido la marcha hacia el sur, sabiendo que Warchester
y Carlisle están más adelante —repuso.
Se detuvo junto a un abrevadero y se agachó para echarse agua en la cara; pero, antes de que su
mano tocara el líquido, se quedó muy quieto porque, en ese abrevadero, estaba contemplando una curiosa
imagen: la imagen ahora familiar de un pilar de piedra estrecho, alto y plano por la parte superior.
Brind'Amour.
La llamada flotó en el viento. El monarca miró a su alrededor buscando las piedras que pudieran
crear ese reflejo en el agua, pero ninguna aguja parecida se elevaba en el entorno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luthien, preocupado.
También él miró en derredor, aunque no tenía ni idea de qué estaba buscando.
Brind'Amour agitó la mano, única respuesta que Luthien obtendría de él en este momento. El mago
pensó en la llamada, la sutil y personal llamada, que había escuchado antes en el búho y ahora en el
abrevadero, y de repente creyó tener la explicación. Y deseó que así fuera, pues, si su suposición era
acertada, el extraño acontecimiento muy bien podría cambiar el curso de la inminente batalla.
—Mantén una estrecha vigilancia en el perímetro —instruyó a Luthien antes de alejarse a paso
vivo.
El joven lo llamó, pero sin resultado; el monarca ni siquiera aflojó el ritmo de sus pasos.
De vuelta en su tienda, Brind'Amour no perdió un segundo en sacar la bola de cristal. La imagen de
la extraña formación pétrea permanecía indeleble en su mente, y, después de casi una hora de agotador
trabajo, logró reproducir su duplicado en el interior de la bola de cristal. Dejó entonces que la imagen
conjurada se convirtiera en algo real y, poco a poco, alteró la perspectiva dentro del cristal, buscando
hitos en el paisaje próximo al pilar que pudieran guiarlo. Pronto se convenció de que la formación se
encontraba en Cruz de Hierro, no muy lejos hacia el noroeste, sin duda más cerca de la costa.
El mago liberó la imagen de la bola de cristal y se relajó. Meditó con cuidado el curso que debía
seguir, consciente de que esto podía ser una trampa. Quizás era alguno de sus cofrades de siglos atrás que
había despertado y estaba dispuesto a unirse a la causa de Eriador. O quizás era Verderol, procurando
engatusarlo para llevarlo a su perdición con el propósito de dejar a Eriador sin rey y sin un hechicero que
hiciera frente a la magia de los duques y la duquesa del reino de Avon.
—No es momento para andarse con cautela —dijo en voz alta para afirmarse en su resolución—.
¡No es momento para los cobardes!
El monarca consideró de nuevo la desesperación que inducía a esta guerra, la apuesta a todo o nada
que habían hecho las valerosas gentes de Eriador para alcanzar el premio de la verdadera libertad que,
como la zanahoria que se agita delante del asno para incitarlo a caminar, tenían casi a su alcance.
El viejo mago supo qué era lo que debía hacer.
138
R.A. Salvatore El rey dragón
XXII
EN SU PROPIA TRAMPA
Brind'Amour salió sigiloso de su tienda más tarde esa noche. La luna ya se había puesto y las
estrellas resplandecían en los huecos abiertos en el negro manto de nubes. El mago, vigorizado con la
idea de la crucial tarea que le aguardaba, cruzó a buen paso el campamento, pasó ante las hileras de
soldados dormidos, dejó atrás los atronadores ronquidos de varios miles de enanos, y sobrepasó el
perímetro de vigilancia recurriendo a conjuros de poca monta para que los aguzados sentidos de los
centinelas blondos no lo detectaran. Brind'Amour no tenía tiempo de responder preguntas en aquel
momento.
Recorrió casi un kilómetro más y llegó a una zona de terreno pedregoso, un pequeño claro
protegido por prietas hileras de arces, olmos, abedules y pinos. Advirtió que muchas hojas de los árboles
caducos empezaban ya a adquirir un tono marrón; el otoño se acercaba rápidamente.
Respiró hondo para tranquilizarse y repasó mentalmente el hechizo que, esta vez, no era trivial.
Después empezó a danzar despacio, ejecutando a la perfección cada paso, cada giro un símbolo de
aquello en que iba a convertirse. Al poco tiempo mantenía extendidos los brazos a medida que giraba más
y más deprisa, moviéndolos arriba y abajo con cada giro, y por fin ondearon grácilmente; demasiado,
aparentemente, para un ser humano.
Entonces la oscuridad pareció que se desvanecía para Brind'Amour cuando sus ojos se volvieron
repentinamente sensibles; las formas del paisaje se tornaron claras y definidas. El mago oyó el susurro de
un ratón moviéndose entre la hierba, a unos seis metros de distancia; escuchó el canto de los grillos tan
alto como si sonara a través de los enormes tubos del órgano de la Seo.
Notó una serie de pinchazos a lo largo de los brazos, y miró en esa dirección a tiempo de ver cómo
la amplia túnica se desvanecía en líneas superpuestas de suaves plumas. Las punzadas desaparecieron al
instante mientras el resto del cuerpo del mago iniciaba su transformación y las plumas se convertían en
algo natural en su nuevo cuerpo.
El suelo se alejó cuando el búho alzó el vuelo, mientras las alas aleteaban sin hacer el menor ruido.
Brind'Amour experimentó la verdadera libertad entonces. ¡Cómo lo complacía esta transformación!
En especial de noche, cuando todo el mundo de los humanos dormía, cuando sólo parecía un hermoso
sueño.
Sin apenas reparar en ello, el mago giró hacia un lado, las puntas de las alas perpendiculares al
suelo, y se deslizó entre dos árboles muy juntos. Se elevó al sobrepasarlos, aleteando con fuerza, y
entonces sintió la corriente cálida de aire en el vientre al sobrevolar las primeras cumbres altas de Cruz de
Hierro. Con las alas extendidas por completo, el mago ascendió lentamente en el aire nocturno,
estremecido por la mezcla de corrientes y temperaturas. Planeó sobre la cordillera oculta bajo el manto de
la noche y se desplazó a lo largo de valles cabalgando sobre las corrientes térmicas. Voló hacia el
noroeste, hacia el punto donde las montañas eran más escarpadas, infranqueables a pie, pero para un búho
una simple ondulación majestuosa sobre la que deslizarse.
Voló durante una hora fácil, maravillosamente, y entonces entró en una región de vertiginosos
precipicios y pilares pétreos batidos por el viento. Conocía la zona; la había visto claramente en su bola
de cristal.
El mago aflojó la velocidad ahora y puso buen cuidado en situarse más cerca de los riscos, al abrigo
de sus paredes. El paisaje era exacto al que había visto en la bola de cristal, así que no lo sorprendió
cuando, al rodear un farallón y elevarse para salvar una cresta alta, apareció ante él un aislado pilar rocoso
y plano por arriba. Semejaba el tocón sin ramas de un viejo y nudoso árbol, salvo porque las aristas,
recodos y sesgos en toda la extensión de sus ciento cincuenta metros de altitud eran más angulosos y
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R.A. Salvatore El rey dragón
marcados, casi artificiales, como si alguna fuerza tremenda lo hubiera hecho emerger del suelo,
empujándolo hacia las nubes.
Brind'Amour pasó volando el pilar más o menos a media altura, pues prefería hacer esta primera
aproximación teniendo a la vista la cumbre plana desde el lado contrario. Fue cogiendo altura a medida
que hacía un amplio viraje, y acabó mucho más alto, casi al mismo nivel de la cumbre del pilar.
En la parte superior vio una solitaria figura, sentada cerca del centro de la superficie plana de unos
quince metros de diámetro. La persona estaba arrebujada en la túnica, con la capucha bien calada y de
cara a las rojizas brasas de una lumbre moribunda.
Brind'Amour sobrevoló la acurrucada figura a unos diez metros, pero la persona no advirtió su
presencia.
¿Estaría durmiendo?, se preguntó el mago. ¿Y por qué no?, se dijo. ¿Qué podía temer en un lugar
tan inaccesible?
El siguiente viraje del mago fue más cerrado, un giro casi de ciento ochenta grados. Brind'Amour
descendió aún más, sin saber si hacer otra pasada de reconocimiento. Pero decidió que no había tiempo
para tantas precauciones, así que hizo acopio de valor y descendió hacia la plana cumbre; aterrizó
enfrente de la figura, al otro lado de la hoguera, a mitad de camino entre la persona acurrucada y el borde
de la cima.
—Bien hecho, rey Brind'Amour —dijo una familiar voz femenina cuando el mago iniciaba la
transformación a su forma humana. La figura levantó la cabeza y retiró la amplia capucha—. Sabía que
serías lo bastante ingenioso para encontrarme.
Al mago le dio un vuelco el corazón cuando vio a la duquesa Deanna Benedigno. En realidad no
estaba sorprendido, ya que tenía casi la absoluta certeza de que ninguno de sus compañeros de la antigua
hermandad había sobrevivido. Con todo, el hecho de que hubiera volado tan de buen grado hacia esta
trampa y la seguridad de que estaba solo era un gran peso en sus hombros.
—Saludos —dijo Deanna en tono coloquial, cosa que dio que pensar a Brind'Amour.
También reparó en que lo había llamado «rey». El viejo mago no sabía qué conclusión sacar. Miró a
su alrededor, acariciando la idea de recobrar la forma de búho y alejarse veloz en el viento.
Decidió no hacerlo. Confiaría en sus poderes mágicos y dejaría que este encuentro se llevara a su
fin. Después de todo, se tenía que llegar a esto; quizá sería mejor enfrentarse a la situación de una vez por
todas antes de que se perdieran muchas vidas.
—Y saludos del duque Ashannon McLenny, de Laurofiel, en Baranduine —añadió Deanna—. Y
los del duque Mystigal, de Rasdalles. Y del duque Theredon Rees, de Warchester.
A medida que pronunciaba cada uno de los nombres, el personaje correspondiente aparecía ante él,
como si saliera de detrás de la negra cortina de la noche.
Brind'Amour se sintió como un estúpido. ¿Cómo no los había visto tras un embozo mágico tan
simple? Claro que no le era posible ejecutar tales conjuros adivinatorios bajo la forma de un búho, pero
tendría que haber volado hasta una cornisa cercana y recuperar su forma humana para después examinar
la cumbre del pilar con más cuidado antes de descender. Su ansiedad, su deseo de creer que uno de sus
antiguos hermanos había regresado a su lado, le había hecho cometer un error.
Los tres duques se encontraban repartidos por la cumbre llana de la aguja a intervalos regulares.
Brind'Amour los observó uno a uno, buscando cuál era el eslabón más débil por donde poder escapar.
Deanna Benedigno lo sorprendió, empero, y también a sus tres compañeros, cuando levantó ante sí un
bocal con pico, redondo y lleno de líquido azul, pronunció una única palabra y lo arrojó al suelo. Al
romperse estalló en llamas, que produjeron un estallido blanco para después amortiguarse; de sus brasas
salió una bocanada de densa niebla. La onda la expandió en todas direcciones y sobrepasó a los cuatro
alarmados hombres. Cuando alcanzó el borde de la cumbre, subió en remolinos y luego descendió sobre
la piedra.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Entonces la niebla desapareció, reemplazada por una cúpula transparente con brillos azulados, una
burbuja de energía que cubría toda la cumbre y la bañaba con una luz espeluznante.
Brind'Amour estaba realmente impresionado; comprendió que Deanna tenía que haber pasado días,
tal vez semanas, creando semejante conjuro. No estaba seguro de la naturaleza de la burbuja, pero
imaginaba que era algún tipo de barrera contra la magia o contra cuerpos físicos, diseñada para impedir
que se marchara. Sin embargo, que resultara efectiva era otro cantar, pues el mago estaba convencido de
ser capaz de contrarrestar cualquier cosa que alguno de los servidores de Verderol pudiera desarrollar.
Pero ¿de cuánto tiempo disponía?
—¿Ahora recurrís a la intriga? —dijo Brind'Amour con un claro timbre de menosprecio en la voz—
. Qué bajo ha caído el honor de los hechiceros. Simples facinerosos... ¿Es eso en lo que os habéis
convertido?
—Tu antigua y santa hermandad jamás habría hecho algo así, por supuesto —replicó, sarcástico,
Theredon Rees de Warchester.
—Por supuesto —dijo Brind'Amour sin alterar el tono de voz.
El anciano rey contempló fija y duramente al advenedizo hechicero. Theredon era un hombre
fornido, musculoso, de mediana edad. Tenía el cabello negro, rizado y espeso, y en sus oscuros ojos
alentaba una gran fuerza. A decir verdad, parecía más un guerrero que un mago, tanto en el aspecto físico
como, probablemente, por temperamento, algo que Brind'Amour imaginó que podría volver en contra del
propio Theredon.
Dirigió entonces la mirada hacia Mystigal. ¡Mystigal! ¿Qué pretensiones de poder habrían hecho
que cambiara su nombre? Y lo había cambiado, desde luego, porque ningún niño de la era que siguió a la
desaparición de la hermandad habría sido bautizado con el nombre de Mystigal. Era mayor que Theredon,
de constitución esbelta y aspecto refinado, y un rostro de rasgos aguileños y angulosos, ajado por el uso
desmedido de la magia. Era un «quiero y no llego», dedujo Brind'Amour, recordando el antiguo mote que
su hermandad aplicaba a los hechiceros que aspiraban a poderes mayores de lo que su inteligencia les
permitía. Cualquier ataque procedente de éste sería sin duda de índole grandioso y poderoso en
apariencia, pero con poco poder real para sustentarlo.
El duque de Baranduine era el que parecía sentirse más cómodo y, por ende, el más peligroso de los
tres hombres. Ashannon McLenny era apuesto, la mirada equilibrada de emociones, anhelante y
sosegada. Una mente lúcida; puede que hubiese sido un candidato para la hermandad en tiempos pasados.
Brind'Amour mantuvo su mirada evaluativa en Ashannon durante unos segundos, y después la dirigió
hacia Deanna. El viejo mago la conocía lo suficiente para respetarla. La duquesa era un dechado de
cualidades: culta, inteligente, hermosa, peligrosa; el mago no albergaba la menor duda de que esta mujer
debía de haber aspirado a una capacidad mágica extraordinaria en una época ya lejana, y la había
alcanzado. Tal vez resultara ser la más temible de todos, y no era casualidad que los planes de ataque de
Brind'Amour obviaran, específicamente, enviar tropas contra la ciudad de Mannington, feudo de Deanna.
Durante esos breves segundos que dedicó a estudiar a sus adversarios, Brind'Amour musitó entre
dientes, ejecutando conjuros defensivos menores. Un rollo de alambre apareció en una de sus manos y se
desplegó poco a poco por el brazo, debajo de la manga, y posteriormente bajo la túnica hasta que la punta
asomó por el borde de la bota y se afianzó a la piedra. A continuación, el mago reunió en silencio toda la
humedad del aire que había a su alrededor, invocándola pero sin concentrarla. Todavía no. Brind'Amour
preparó un encantamiento condicional para terminar lo que había empezado, y tenía que confiar en que su
magia fuera suficientemente rápida para poner en marcha esa llamada condicionada.
—¿Y dónde está Verderol? —preguntó de repente el viejo mago, al advertir que los otros, en
especial Theredon y Mystigal, intercambiaban gestos de asentimiento, como si se prepararan para llevar a
cabo el primer ataque.
Theredon resopló con desdén.
—No necesitamos a nuestro soberano para arrancar una espina como es el hipotético rey de Eriador,
esa tierra baldía.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Eso mismo dijo Paragor —repuso Brind'Amour, y su réplica hizo que el engreído Theredon diera
un respingo.
—¡Somos cuatro! —gruñó Mystigal, lo cual levantó no sólo su moral sino también la de Theredon.
El viejo mago ejecutó un conjuro que alteraba su vista sutilmente a fin de registrar energías
mágicas. La resistencia de la burbuja de Deanna lo sorprendió de nuevo cuando comprobó la
impenetrabilidad de su tupida urdimbre mágica; pero había algo más que le chocaba al mago, y era que,
aparentemente, no había otras cortinas mágicas detrás de las cuales pudieran esconderse más enemigos.
Ni Verderol ni, cosa curiosa, demonios.
Captó una expresión astuta en los ojos de Deanna Benedigno que no alcanzó a comprender.
—No hay salida —dijo la duquesa, que añadió, adivinando sus pensamientos— Ninguna magia, ni
una criatura invocada con conjuros, puede traspasar la barrera azul. No tienes escapatoria ni cuentas con
la ayuda de aliados.
En ese preciso momento, como para poner énfasis a las palabras de Deanna, una horrenda figura
apretó su rostro, semejante al de un insecto, contra la parte superior de la burbuja y clavó su maliciosa
mirada en los que estaban en lo alto de la aguja.
Brind'Amour identificó al ser como un demonio, y se rascó la barba con extrañeza al considerar que
la criatura infernal se encontraba fuera.
—¡Deanna! —gritó de repente Mystigal.
Los ojos de Brind'Amour fueron del demonio al hechicero de rasgos aguileños.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó mientras una sonrisa ensanchaba su semblante.
Tanto Mystigal como Theredon se encogieron un poco, gesto que reveló a Brind'Amour que los dos
pensaban que la cabecilla de la conspiración había cometido un error al levantar una barrera antes de que
sus aliados, sus verdaderos vínculos con el poder, se les hubieran unido.
—Un demonio del infierno —le respondió Deanna a Brind'Amour—. Mis colegas han llegado a
depender casi por completo de estos entes diabólicos.
No somos aliados del rey Verderol ni tampoco podemos seguir aceptando la realidad de nuestros
poderes generados con malos medios, llegó el mensaje telepático a la mente de Brind'Amour. El viejo
mago miró a Ashannon, el duque de Laurofiel, y lo identificó como el comunicante. Fue entonces cuando
comprendió que Deanna no había cometido ningún error. Efectivamente, la duquesa había recurrido a la
intriga, pero su víctima no era él como había supuesto.
Un segundo demonio, bicéfalo y con aspecto de reptil, apareció al lado del primero, y los dos
empujaron y arañaron la resistente burbuja, aunque sin resultado.
—Un error por su parte —le respondió Brind'Amour a Deanna con tono frío.
Mystigal alzó la vista a la cúpula de la burbuja y su expresión denotó una gran preocupación.
—¿A qué viene esto? —demandó a la duquesa, que se estaba tambaleando, la cabeza agachada y
los hombros hundidos, como si la ejecución del poderoso escudo la hubiera dejado exhausta.
La pregunta de Mystigal quedó ahogada por el siseante estampido del rayo azul lanzado por
Theredon, el ataque más corriente que podía utilizar un hechicero.
Y que Brind'Amour había previsto con sobrada anticipación. El viejo mago extendió el brazo hacia
Theredon en el momento en que el rayo se disparó; sintió un hormigueo en los dedos cuando su conjuro
defensivo contrarrestó el del duque y, atrapando el rayo por el extremo del alambre encantado, lo condujo
por debajo de sus ropas hasta la piedra donde tenia plantados los pies. Brind'Amour notó que todo el vello
de su cuerpo se ponía de punta por la descarga, y que el corazón le palpitaba con fuerza varias veces antes
de recuperar el latido regular. Pero, a decir verdad, el rayo no era muy poderoso, más apariencia que
sustancia.
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—Un cosquilleo, nada más —le dijo a Theredon. El viejo mago alzó la vista a la cúpula—. Parece
evidente que el conjuro de la duquesa de Mannington es muy completo. O no tenéis acceso a los poderes
de vuestros demonios o es que ellos no son tan poderosos.
»Por el contrario, yo soy de la vieja escuela, la verdadera —continuó Brind'Amour mientras se
dirigía resueltamente hacia Theredon. Echó varias miradas de reojo a Ashannon y Deanna, preguntándose
qué harían a continuación—. ¡No necesito aliados diabólicos!
—¡Deanna! —gruñó Theredon, que se desplazó rápidamente hacia un lado intentando poner la
mayor distancia posible entre Brind'Amour y su persona.
El viejo mago se paró y cerró los ojos a la par que iniciaba una salmodia en voz queda.
—¡Deanna! —chilló un aterrado Theredon, consciente de que Brind'Amour estaba a punto de
descargar algo sobre él.
No surgió ningún tipo de energía cuando Brind'Amour abrió los ojos, pero su astuta sonrisa no
tranquilizó a Theredon. El fornido duque reculó hasta el límite de la burbuja y vio las dos grotescas
cabezas de su demonio aliado empujando el inexpugnable escudo mágico.
Brind'Amour dio un paso hacia Theredon, resplandeció por un instante y desapareció; cuando se
hizo visible de nuevo estaba detrás del fornido hechicero. El rey de Eriador agarró al duque por el hombro
y lo hizo girarse bruscamente; luego, antes de que el hombre más joven y fuerte pudiera gritar siquiera,
plantó la mano extendida en su rostro. Unas chispas, rojas y crepitantes, saltaron de los dedos de
Brind'Amour al momento y se descargaron sobre su adversario. Con un aullido, Theredon alzó las manos
temblorosas y cerró los crispados dedos en torno al brazo de Brind'Amour.
El demonio bicéfalo del duque se alejó volando y después se lanzó a toda velocidad contra la cúpula
mágica, contra la que chocó violentamente, pero sólo consiguió salir rebotado.
A su espalda, por encima de los gritos del demonio y de Theredon, Brind'Amour oyó el cántico de
Mystigal, y al cabo de un momento una bola de fuego explotó en el aire justo entre el viejo mago y
Theredon.
El fuego, la única condición impuesta para que se activara el conjuro pendiente de Brind'Amour, era
uno de los ataques más previsibles de un hechicero. En el instante en que la bola de fuego explotó, toda la
humedad que Brind'Amour había reunido salió despedida desde su cuerpo y lo envolvió en un campo
protector. Cuando las llamas del no tan poderoso hechizo se extinguieron, el viejo mago apenas estaba
chamuscado, mientras que de varias partes del cuerpo del pobre Theredon salían volutas de humo que se
disipaban con las espirales de vapor que ahora envolvían a los dos hechiceros.
Brind'Amour miró hacia atrás por encima del hombro y vio que Deanna y Ashannon se dirigían
hacia el pobre Mystigal. El hombre de mayor edad reculó dando traspiés y gritando una y otra vez el
nombre de la duquesa.
Por el rabillo del ojo, Brind'Amour atisbó un movimiento cuando el demonio con aspecto de insecto
se abalanzó sobre la burbuja y después se zambulló con la aparente intención de abrirse camino a través
de la propia piedra. Un instante después, el suelo bajo los pies de Deanna se pandeó y la duquesa
trastabilló hacia un lado, de modo que dejó un hueco por el que Mystigal pudo escabullirse. El frenético
demonio de Theredon continuó embistiendo contra la piedra, y a no tardar todo el suelo de la cumbre
retumbaba y se sacudía, creando violentas ondulaciones que obligaron a las cinco personas que había
dentro de la burbuja a poner todo su empeño en guardar el equilibrio.
Pero el hechizo de Deanna estaba bien ejecutado y el escudo protector era completo, de manera que
era poco el daño real que los demonios podían hacer.
Para entonces, Theredon estaba de rodillas y agarrado al brazo de Brind'Amour, sin ofrecer
resistencia al verdadero y mucho más poderoso hechicero. Consciente de que a éste lo tenía
completamente bajo control, Brind'Amour volvió la vista hacia Mystigal, que seguía llamando a Deanna
frenéticamente para hacerla entrar en razón al tiempo que procuraba mantenerse apartado de la duquesa y
de Ashannon.
Brind'Amour inició otra salmodia y levantó la mano libre hacia Mystigal.
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Deanna y Ashannon actuaban conjuntamente ahora, desplazándose de manera que muy pronto
tuvieron acorralado al hombre; acto seguido empezaron a acercarse a él, Ashannon por la derecha y
Deanna por la izquierda.
El suelo se pandeó bajo los pies del duque de Laurofiel y lo lanzó contra Deanna. Mystigal soltó un
chillido y corrió hacia la derecha, por detrás del desequilibrado Ashannon. Sólo dio un par de pasos, sin
embargo, antes de que Brind'Amour finalizara su conjuro y chasqueara los dedos. Como si hubiera tirado
bruscamente de un cordón tenso, Mystigal fue arrastrado bruscamente hacia delante, sin apenas rozar el
suelo con los pies. Pasó entre Deanna y Ashannon, a los que tiró al suelo, y siguió con su impetuoso
desplazamiento hacia el otro extremo de la cumbre, donde fue a chocar de cara contra la mano extendida
de Brind'Amour.
También de esos dedos saltaron chispas rojas, y Brind'Amour no perdió un segundo en empujar al
debilitado duque hacia atrás, obligándolo a ponerse de rodillas.
Deanna y Ashannon se pusieron de pie y contemplaron desde una distancia prudencial el despliegue
de poder a manos limpias de Brind'Amour. El duque de Laurofiel señaló con un gesto interrogante hacia
el trío, pero la mujer sacudió la cabeza, reacia a acercarse.
El viejo mago echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y se concentró de lleno en la liberación del
poder. Las manos de Theredon se cerraban crispadas sobre uno de sus brazos, pero el musculoso hombre
no parecía ejercer ya tanta fuerza. Mystigal, por su parte, no ofrecía la menor resistencia, y agitaba los
brazos con impotencia mientras las rojizas chispas le mordían el cráneo.
Brind'Amour entró en contacto con la hechicería de sus adversarios, esa zona interna de poder
mágico. Percibió el nexo con el poder, la conexión con los frenéticos demonios. Notó que el vínculo se
doblaba más y más, y entonces el nexo de Mystigal se rompió.
Con un resonante zumbido, el demonio insecto fue expulsado al infierno, y la ondulación del suelo
bajo los pies de Deanna cesó.
Brind'Amour soltó a Mystigal, que cayó de espaldas en la piedra, y se concentró de lleno en el más
fuerte, Theredon. Los dos hechiceros mantuvieron la postura unos instantes interminables, pero después
el nexo de poder de Theredon, al igual que el de Mystigal, se quebró. Brind'Amour lo soltó, y el duque
permaneció de rodillas, tambaleante, mirando al viejo mago con incredulidad. Después, despojado de
toda fuerza, tanto física como mágica, Theredon cayó de bruces al suelo.
La piedra bajo los pies de Brind'Amour se quedó quieta de repente cuando el demonio bicéfalo se
unió con su compañero en el destierro, sus vínculos con el mundo material cortados limpiamente.
Brind'Amour giró sobre sus talones, de cara al duque y a la duquesa, sin saber qué se proponían
hacer a continuación. Trató de mostrarse amenazador, pero lo cierto es que temía que Ashannon o
Deanna, o ambos, fueran a por él, ya que apenas le quedaban fuerzas para combatirlos.
Los dos intercambiaron una mirada y después empezaron a acercarse con cautela; Deanna llevaba
levantadas las manos, con las palmas hacia fuera, en un gesto pacífico.
En el suelo, Mystigal gimió. Theredon yacía inmóvil.
—No despertará —dijo Brind'Amour firmemente—. ¡Lo he despojado de su magia, destruyendo así
al hechicero de poca monta que era en realidad!
Procuró que su voz sonara amenazadora, pero Deanna se limitó a asentir con la cabeza, como si eso
fuera exactamente lo que había esperado que ocurriera desde el principio.
—No somos tus enemigos —dijo, interpretando correctamente el tono y el lenguaje corporal del
viejo mago—. Nuestro enemigo común es Verderol, quien, por lo visto, ha perdido a otros dos de sus
duques hechiceros.
La burbuja azulada desapareció con un siseo y un apagado estallido.
—Buen encantamiento —la felicitó Brind'Amour.
—Fruto de muchos años de perfeccionamiento —contestó la duquesa—, de prepararme para el día
que sabía acabaría por llegar.
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—Así que el mago se ha marchado —dijo el enano—. Tendría una razón poderosa, no me cabe la
menor duda.
—Brind'Amour no se habría ausentado de no tratarse de algo urgente —convino Luthien.
—Los huegotes, probablemente —razonó Bellick, y la idea de que hubiera problemas en los que
estuviera involucrado Ethan hizo que a Luthien se le encogiera el estómago, o tal vez el problema venía
del otro lado, del oeste, por donde Oliver y Katerin navegaban. Luthien miró de nuevo la vacía bola de
cristal. Se recordó una y otra vez que la actitud de Brind'Amour era alegre, no ceñuda.
—Bueno, no importa —continuó el rey enano—. ¡Nunca fuimos un ejército dirigido por dos!
Luthien comprendió que Bellick acababa de asumir el mando de todas las tropas, y en realidad no
podía discutírselo, ya que el enano lo superaba en rango. No obstante, había un asunto que Luthien habría
querido discutir con Brind'Amour antes de que empezara el asalto. Al final de la anterior guerra con
Avon, cuando quiso seguir adelante hasta llegar a Carlisle, Luthien estaba convencido de que la victoria
sería posible porque muchas de las gentes de Avon comprenderían la verdad de la situación: que el
ejército de Eriador no era realmente su enemigo. El joven Bedwyr había tenido que admitir que
probablemente sus esperanzas eran desmedidas, pero, aun así, no había podido aceptar la idea de que
todos los avoneses, hombres y mujeres muy semejantes a los eriadoranos, desearan la guerra contra
Eriador.
Bellick gruñó y giró sobre sus talones para marcharse.
—¿Puedes organizar las líneas tú solo? —preguntó Luthien. El enano se volvió hacia él y, aunque
el joven no lo vio reflejado en su semblante, sí notó su sorpresa.
—¿Vas a ir en busca de Brind'Amour? —preguntó Bellick con incredulidad.
—No, pero tenía la esperanza de obtener permiso del rey para entrar en Cerecilla antes del alba y
antes de la batalla —contestó Luthien.
El enano echó una ojeada hacia atrás y después entró en la tienda, obviamente preocupado.
—Para hacer un reconocimiento de sus defensas —explicó el joven de inmediato—. Con la capa
mágica, puedo entrar y salir sin que un solo cíclope se dé cuenta.
Bellick observó intensamente a Luthien durante unos segundos.
—Ése no es el motivo por el que quieres ir —dedujo el enano, ya que le había oído hablar de las
gentes de Avon como aliados potenciales muchas veces durante las últimas semanas.
Luthien suspiró.
—Tal vez tengamos amigos tras los muros de Cerecilla —admitió.
Bellick no respondió.
—Vine a pedir permiso al rey Brind'Amour —manifestó el joven, adoptando una postura erguida—
. Pero el rey no se encuentra aquí.
—Y, por lo tanto, harás lo que te plazca e irás —dijo Bellick.
—Y, por lo tanto, pido permiso para irme al rey Bellick dan Burso, a cuyo mando está el ejército —
lo corrigió Luthien, y esta muestra de lealtad y respeto hizo mella en el enano, que se puso más erguido.
—Quizá la respuesta te contraríe —le advirtió Bellick.
—En el peor de los casos —respondió el joven, encogiéndose de hombros—, podría hacer un
reconocimiento de sus defensas.
—¿Y en el mejor?
—Se haría justicia al pueblo de Avon —respondió Luthien con total convicción.
—Ve y no pierdas más tiempo —ordenó el rey enano—. Quedan menos de dos horas para el
amanecer, ¡y tengo intención de almorzar en Cerecilla!
Luthien todavía no sabía qué haría cuando, al abrigo de la oscuridad y de su capa mágica, se deslizó
silenciosamente sobre la muralla de Cerecilla, que era poco más que un conjunto de pilotes
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desvencijados. Fue avanzando de casa en casa, sorprendido de los pocos cíclopes que estaban despiertos y
en movimiento. Según las informaciones y por el último enfrentamiento en el campo, Luthien creía que la
guarnición de la pequeña villa se había incrementado considerablemente con los guardias pretorianos que
habían bajado de las montañas. Pero ¿dónde estaban?
El enigma quedó resuelto cuando Luthien cruzó la calle principal de la población, donde estaban
marcados los profundos surcos del paso de una gran caravana. En dirección sur, advirtió el joven por las
huellas, y dos días antes, como mucho. Al otro lado de la calle, Luthien encontró el establo de la ciudad,
dos edificios conectados por largas vallas. Las puertas de la cuadra estaban abiertas de par en par, pero en
el interior no se oían relinchos, y el corral de fuera estaba vacío a excepción de los restos de unos pocos
caballos a los que se había sacrificado para comida.
Luthien respiró hondo; le desagradaba la cruda realidad de la guerra. Se preguntó qué otras
penalidades habrían padecido estos últimos días los habitantes de Cerecilla, peones involuntarios en la
gran partida de Verderol.
Recobró la compostura de inmediato al recordarse que no podía permitirse el lujo de perder ni un
minuto. Corrió de sombra en sombra a lo largo de la calle principal y después se detuvo cuando llegó a
una bifurcación que iba hacia el este y hacia el suroeste. Justo al frente, Luthien localizó la primera luz
que veía desde que había entrado en la población; era una vela que lucía en la ventana de una estructura
grande, al parecer la capilla de la ciudad.
Con un cabeceo esperanzado, el joven cruzó la calle a la carrera hacia el costado del edificio.
Recordó la Seo en Caer MacDonald, un lugar sagrado pero también el cuartel general del vil duque
Morkney. ¿Se seguiría esa misma pauta en las poblaciones más pequeñas? ¿Estaría dentro de la capilla un
eorl o un barón leal al rey de Avon que gobernaba Cerecilla con mano de hierro?
Una fugaz ojeada al cielo oriental le recordó de nuevo al joven que no podía perder tiempo con
reflexiones. Se deslizó hacia una puerta lateral, se asomó por un ventanillo abierto en el centro de la hoja
y, tras comprobar que no había enemigos a la vista, giró el picaporte poco a poco.
No estaba cerrada con llave, y Luthien abrió con suavidad, plenamente consciente de que podía
encontrarse dentro la guarnición de cíclopes al completo.
Para su sorpresa —y alivio— el lugar parecía desierto. Cerró la puerta tras de sí en silencio. Había
entrado en un pequeño cuarto lateral, quizá los aposentos privados del clérigo o del celador de la capilla.
La otra puerta estaba abierta y daba al templo propiamente dicho. Luthien se ajustó la capa para
asegurarse de que lo encubría perfectamente y después se acercó a un lado de la puerta y se asomó
alrededor de la jamba.
Dentro sólo había una figura solitaria, de rodillas en un burdo reclinatorio en la parte delantera de la
capilla, de espaldas a Luthien. La túnica blanca del hombre lo señalaba como un clérigo.
Luthien entró silenciosamente y avanzó de banco en banco, deteniéndose a menudo, camuflado
contra la pared, por si acaso el hombre se volvía. Cuando estuvo cerca de la parte delantera de la capilla,
desenvainó a Cegadora sin hacer ruido, pero mantuvo el arma con la punta hacia abajo, entre los pliegues
de la capa.
Entonces alcanzó a oír la voz del clérigo, que musitaba plegarias por la salvación de Cerecilla. Lo
más revelador fue cuando el hombre le pidió a Dios que «dejara a la pequeña Cerecilla fuera de las
disputas entre reyes».
Luthien retiró la capucha.
—Cerecilla está en la calzada a Carlisle —dijo de improviso.
El clérigo casi se cayó de la impresión, y después se incorporó precipitadamente al tiempo que se
volvía para mirar al intruso con los ojos desorbitados y boquiabierto. Luthien reparó en las magulladuras
que el hombre tenía en la cara, en el labio partido y en los ojos hinchados. Dado el número de cíclopes
que había pasado por la villa recientemente, al joven Bedwyr no le costó mucho imaginar el origen de los
golpes que habían dejado esas marcas.
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—Que sea amiga o enemiga de Eriador, es decisión de la propia Cerecilla —terminó el joven
Bedwyr.
—¿Quién eres?
—Un emisario del rey Brind'Amour de Eriador —contestó Luthien—. Vengo a ofrecer un rayo de
esperanza donde no lo había.
El hombre estudió con detenimiento al intruso.
—La Sombra Carmesí —susurró.
Luthien asintió con la cabeza y, al ver palidecer al clérigo, levantó la mano, con la palma hacia
fuera, para tranquilizarlo.
—No he venido para matarte ni a ti ni a nadie —explicó—. Sólo para ver la buena o mala
disposición de Cerecilla.
—Y para descubrir nuestros puntos flacos —se atrevió a decir el clérigo.
Luthien soltó una queda risita.
—Tengo a cinco mil enanos ansiosos por combatir en ese campo, y un número igual de humanos —
explicó—. He visto vuestra muralla y lo que queda de vuestra guarnición.
—La mayoría de los cíclopes han huido —confirmó el clérigo, gacha la mirada.
—¿Cómo te llamas?
El hombre alzó los ojos e irguió los hombros en un gesto desafiante.
—Salomón Keyes —contestó.
—¿Padre Keyes?
—Todavía no —admitió el clérigo—. Hermano Keyes.
—¿Un hombre de la iglesia o de la corona?
—¿Y cómo sabes que lo uno y lo otro no es lo mismo? —repuso Keyes, enigmático.
Luthien esbozó una cálida sonrisa y apartó la capa de manera que dejó al descubierto su espada, la
cual enfundó de inmediato en la vaina.
—Porque eso es imposible —contestó.
Salomón Keyes no se lo discutió.
El joven Bedwyr estaba contento con el rumbo de la conversación hasta ahora; tenía la clara
sensación de que Keyes no equiparaba a Dios con Verderol.
—¿Fueron los cíclopes? —preguntó al tiempo que señalaba el rostro magullado del clérigo.
Keyes bajó de nuevo la vista.
—Sospecho que eran guardias pretorianos —continuó Luthien—. Venían de las montañas, de
donde los expulsamos. Pasaron por la villa precipitadamente, robaron y mataron a vuestros caballos,
tomaron cuanto había de valor para que los eriadoranos no nos apropiáramos de ello, y ordenaron a la
gente de Cerecilla, y probablemente a la milicia cíclope también, que defendieran la villa hasta la muerte.
Keyes levantó los ojos; sus afables rasgos estaban crispados, y su mirada se quedó prendida en el
sagaz joven.
—Así es como pasó —afirmó Luthien finalmente.
—¿Esperas que lo niegue? —preguntó Keyes—. Conozco bien los modos brutales de los cíclopes,
así que no me sorprendió su actuación.
—Son vuestros aliados —dijo Luthien con un timbre de acusación.
—Son el ejército de mi rey —lo corrigió Keyes.
—Eso no dice mucho a su favor —fue la inmediata réplica del joven Bedwyr.
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Los dos hombres guardaron silencio y dejaron que pasara el momento de tensión. A ninguno de
ellos le convenía que las cosas se les fueran de las manos, ya que tanto el uno como el otro estaban
llegando rápidamente a la conclusión de que podía salir algo positivo de este encuentro inesperado.
—No fueron sólo los guardias pretorianos de Cruz de Hierro —admitió Keyes—, sino también
muchos de los de nuestra milicia. Hasta el viejo Allaberksis, que había estado en Cerecilla desde los
primeros tiempos...
—¿Viejo? —lo interrumpió Luthien.
Los cíclopes de edad avanzada eran una rareza.
—El más viejo bruto de un ojo que he visto en mi vida —dijo Keyes, y el tono cortante de su voz le
reveló a Luthien que el tal Allaberksis estaba involucrado en la paliza que había recibido el clérigo.
—Viejo y arrugado —añadió Luthien—, que se dirigía hacia el sur con un grupo reducido de
guardias pretorianos.
La expresión de Keyes le confirmó que había dado en el clavo.
—¡El pobre Allaberksis! —dijo el joven en tono coloquial—. No pudo dejar atrás a mi caballo.
—¿Ha muerto?
Luthien asintió con la cabeza.
—¿Y la bolsa de dinero que llevaba? —inquirió Keyes, ansioso—. Eran fondos para el grano de los
vecinos, un dinero ganado honradamente y que es necesario...
Luthien levantó una mano.
—Os será devuelto —prometió—. Después.
—¡Después de que Cerecilla haya sido saqueada! —gritó el clérigo, indignado.
—No tiene por qué serlo —repuso Luthien con voz sosegada, cortando el estallido de Keyes antes
incluso de que empezara.
Se produjo otro largo silencio en el que Keyes esperó una explicación a tan curioso comentario
mientras Luthien se planteaba el mejor modo de abordar el tema. Suponía que Keyes tenía influencia en
el pueblo; después de todo, la capilla estaba en buen estado de conservación y los vecinos le habían
confiado sus preciados fondos para el grano.
—Nosotros, los de Eriador y los de DunDarrow, no hemos venido a conquistar —empezó Luthien.
—¡Habéis cruzado la frontera en pie de guerra!
—En defensa propia —explicó Luthien—. Aunque se firmó un armisticio entre nuestros reyes, la
guerra de Avon con Eriador no terminó. A todo lo largo de Cruz de Hierro nuestros pueblos han sido
destruidos.
—Grupos descontrolados de cíclopes —sugirió Keyes.
—Que actuaban a las órdenes de Verderol —contestó el joven.
—Eso no lo sabes.
—¿No viste a los guardias pretorianos salir de las montañas? —se apresuró a replicar Luthien—.
¿Habían ido a Cruz de Hierro sólo para hacer frente a nuestra marcha o estaban ya allí, provocando a
Eriador a declarar la guerra?
Keyes no contestó; desconocía la respuesta, aunque no les habían llegado noticias del paso de
caravanas de guardias pretorianos que se dirigieran hacia el norte en las semanas anteriores al comienzo
de la guerra.
—Verderol nos empujó a marchar hacia el sur —insistió Luthien—. Nos obligó a entrar en guerra si
realmente queríamos nuestra libertad.
Keyes cuadró los hombros. Su expresión mostraba que creía a Luthien o, al menos, que no
consideraba una completa mentira todo cuanto decía. Aun así, su actitud era desafiante.
—Soy leal a Avon —manifestó.
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planteamiento no le servía de consuelo al imaginar a Cerecilla arrasada, a hombres como Salomón Keyes
tendidos en un charco de su propia sangre.
Matar perversos cíclopes era una cosa, pero, y ahora lo entendía, matar humanos era otra muy
distinta.
Condujo a Río Cantarín al paso a lo largo de las filas de soldados y llegó junto al rey Bellick y a
Shuglin cuando éstos pasaban revista a las tropas enanas.
—Me alegro de que estés de vuelta —comentó Bellick—. ¡Lo habrías pasado mal si te hubieras
encontrado entre esos avoneses y los perros cíclopes cuando cayéramos sobre ellos!
—Tenemos que retrasar la carga —dijo Luthien sin rodeos.
El monarca enano giró sobre sus talones con tanta brusquedad que la anaranjada barba se soltó del
ancho cinturón de cuero.
—Hasta mediodía —añadió el joven.
—¡Los días son cortos ya! —bramó Bellick—. Dentro de poco podrán vernos, y descubrirán cuáles
son nuestros puntos fuertes y en qué flaqueamos, y tendrán ocasión de cambiar su defensa...
—Cerecilla no tiene defensa —le aseguró Luthien al monarca.
Vio que Siobhan y varios de los Tajadores se acercaban junto con un grupo de oficiales del ejército
eriadorano.
—Esa gente no está en condiciones de ofrecer resistencia —concluyó el joven Bedwyr en voz lo
bastante alta para que los recién llegados lo oyeran.
—Una excelente noticia —contestó Bellick—. Vayamos pues y acabemos de una vez con este
asunto para emprender de inmediato la marcha hacia la siguiente población.
Luthien sacudió la cabeza con resolución, y Bellick respondió con una mirada feroz que no intentó
disimular.
El joven Bedwyr se puso de pie sobre los estribos y miró a su alrededor mientras hablaba, pues
ahora se dirigía a todos cuantos quisieran escucharlo:
—Cerecilla no ofrecerá apenas resistencia, y aún menos si retrasamos el avance durante la mañana.
Un coro de gruñidos y rezongos respondió a su propuesta.
—Tened bien en cuenta el curso que hemos de seguir —prosiguió el joven, impertérrito—.
Pasaremos por una docena de villas como ésta antes de que tengamos a la vista las murallas de
Warchester, sin olvidar que Carlisle está mucho más lejos. Son terrenos propicios para sembrar el apoyo a
nuestra causa. Lo he visto con mis propios ojos.
—¿Has hablado con los vecinos de Cerecilla? —preguntó Bellick, que no parecía muy complacido.
—Sólo con uno de ellos —confirmó Luthien—. El clérigo, que teme por la seguridad de la villa y
sus habitantes.
—¡Y con razón! —se oyó exclamar entre la multitud reunida, un grito que encontró eco en muchos
de los soldados.
—¿Hasta cuándo tendríamos que esperar? —planteó Siobhan, concisa, y su pregunta hizo que la
muchedumbre guardara silencio.
—Habría que darles hasta mediodía —repitió Luthien en tono suplicante, dirigiéndose directamente
a Bellick—. Son pocos los cambios que pueden hacer para mejorar sus endebles defensas, y tenemos
rodeada la villa para que nadie pueda escapar.
—Temo retrasar la marcha del ejército —contestó Bellick, pero su tono ya no era tan beligerante.
El rey enano no era un necio. Se daba cuenta de la influencia que Luthien Bedwyr ejercía sobre los
eriadoranos, los Tajadores e incluso un buen número de sus propios enanos, que recordaban bien que
había sido el joven quien había dirigido el asalto para liberar a tantos de sus congéneres de los horrores de
las minas de Monforte. Aunque dudaba de estar de acuerdo con el razonamiento de Luthien, era
consciente del peligro que entrañaba oponerse abiertamente a él.
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—Tendríamos un retraso de seis horas —admitió Luthien—. Pero gran parte de ese tiempo se
recuperará al ahorrarnos la batalla, a menos que esté equivocado en mis apreciaciones. Aun en el caso de
que no se recuperen esas horas, pediré a mis compatriotas que marchen más deprisa conmigo hacia la
próxima población. —Luthien se puso otra vez de pie en los estribos y se dirigió a la multitud—. Os lo
pido a todos —gritó—. ¿Querréis hacerme este favor?
La respuesta fue unánime, y Bellick comprendió que sería estúpido intentar oponerse al joven
Bedwyr. Detestaba tener que contener a sus anhelantes enanos, y también detestaba perder una mañana
tan excelente. Pero aún detestaba más la idea de un desacuerdo en público entre Luthien y él, una
potencial desunión en un ejército que no podía permitirse el lujo de tener la menor fisura.
Entonces hizo un gesto de asentimiento al joven Bedwyr, pero su expresión ponía de manifiesto que
Luthien estaba en deuda con él.
El joven respondió con un gesto de la cabeza tan lleno de gratitud que dejó muy claro que le
devolvería el favor.
—Además —añadió Luthien, que guiñó el ojo a Bellick y a Siobhan mientras los soldados rompían
filas a su alrededor—, ahora sé en qué puntos es más débil la muralla de Cerecilla.
Cuando la esperanzadora noticia se propagó por la villa, Salomón Keyes corrió hacia la muralla y
escudriñó el amplio terreno abierto de los campos.
—¡Mantienen la posición, no se mueven! —le gritó un jubiloso vecino al clérigo.
Keyes esbozó una sonrisa, y, efectivamente, estaba contento, pero su alegría quedaba atemperada
por el convencimiento de que disponía de muy pocas horas para hacer mucho. Alzó la vista al cielo como
si pudiera parar al sol en su curso durante un rato con un mero acto de voluntad.
Bellick, Luthien, Siobhan y el resto de los comandantes del ejército no estuvieron ociosos aquella larga
mañana. Con la información proporcionada por Luthien respecto a las defensas materiales y a la inquietud
y el desánimo reinantes en los vecinos de la villa, se desarrolló y se perfeccionó un nuevo plan de batalla,
cada una de sus partes repasada una y otra vez hasta que se quedó grabada en las mentes de los que
estaban encargados de llevarlas a cabo.
Estuvieron de nuevo en formación en los campos antes del mediodía: diez mil soldados con las
espadas y las puntas de lanzas brillando bajo el sol y los pulidos escudos reflejando los rayos del astro
como llameantes espejos.
Esta vez la caballería al completo estaba reunida, más de un centenar de jinetes situados de cara al
extremo norte de la villa. Luthien, montado en el resplandeciente Río Cantarín, ocupaba el centro de la
línea, junto a Siobhan. En el este, al mando, se encontraba el rey Bellick dan Burso con su fabulosa
indumentaria de batalla; todas las cabezas se hallaban vueltas en esa dirección.
Un jinete galopó hacia la puerta norte de la villa.
—¿Os rendís o lucharéis contra nosotros? —preguntó, conciso, a los furiosos cíclopes que estaban
agrupados allí.
Como era de esperar, una pica surcó el aire contra él, y, también como era previsible, ni siquiera
llegó cerca del blanco. El rey Bellick tenía la respuesta.
Tan pronto como el jinete regresó a su puesto en la tropa, todos los ojos se dirigieron de nuevo
hacia el monarca enano. El fuerte brazo de Bellick levantó bien alto la espada corta y gruesa, la mantuvo
así unos instantes, y después la bajó bruscamente.
El estruendo de la carga se alzó a lo largo de toda la línea; Luthien y sus compañeros de caballería
espolearon sus monturas y las lanzaron a galope tendido.
Pero no se movió todo el ejército a la par; sólo los enanos que se encontraban directamente detrás
de la caballería echaron a correr al principio y la carga se amplió de manera paulatina hacia el este,
semejando una extensa ola que rompiera en la playa.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Luthien condujo a sus tropas hasta llegar a pocos metros de la muralla, y después viró a la
izquierda, hacia el este, con lo que cambió la dirección seguida por la caballería. Del polvo levantado por
los cascos de los caballos salieron los primeros enanos que encabezaban la carga, y esto se repitió a lo
largo de la muralla a medida que la tropa de Luthien rodeaba la ciudad, de manera que cada tranco
resonante daba paso a otro soldado de rostro hosco. El joven Bedwyr había descrito esta maniobra como
«abrir las compuertas del mar», y eso era exactamente lo que parecía: los jinetes actuaban a modo de un
muro defensivo, y los soldados de infantería salían de detrás de ellos en tropel, como una riada.
Tan pronto como la maniobra se hizo clara para los defensores, se cambió justo al contrario, y las
tropas de infantería situadas al oeste avanzaron en una carga sincronizada. Para entonces, la caballería de
Luthien se había desplazado hacia el sector suroriental de la villa e intercambiaba disparos, flechas elfas
contra lanzas cíclopes. No obstante, ningún jinete había sido alcanzado, hecho que probaba que los brutos
de un ojo eran incapaces de calcular las distancias y que confirmaba la esperanza de Luthien respecto a
que muy pocos humanos, si es que había alguno, se encontraban entre la línea defensiva de Cerecilla,
obviamente limitada.
El joven Bedwyr localizó la sección de muralla que buscaba: una pila de pedruscos, más ancha que
alta. Luthien hizo virar a Río Cantarín, alejándolo del pueblo, y después volvió grupas bruscamente y se
dirigió hacia su meta, con Siobhan a su lado; la tropa de elfos redujo su velocidad y se desplegó detrás de
ellos dos.
Luthien vio a los lanceros y piqueros cíclopes aprestándose a la defensa, esperó hasta el último
momento y después tiró con fuerza de las riendas de Río Cantarín, sofrenando bruscamente al caballo, y
lo desvió hacia la izquierda, en tanto que Siobhan repetía la maniobra pero hacia la derecha.
Era una apertura para los arqueros elfos. Docenas de hirientes flechas se precipitaron sobre la
muralla; la mayoría rebotó contra las piedras, pero algunas dieron en el blanco. Los defensores
desaparecieron, ya fuera porque estaban muertos o heridos o porque el miedo los había hecho huir;
Luthien y Siobhan llamaron a sus compañeros y todos espolearon sus monturas y se lanzaron a la carga
de nuevo.
El joven Bedwyr apretó las piernas y se incorporó ligeramente sobre la silla, con los talones hacia
abajo y los puentes de los pies bien apretados contra los estribos. Inclinándose hacia delante, azuzó a Río
Cantarín y dirigió al corcel hacia el centro de la pila de piedras. El poderoso caballo se elevó en el aire,
salvó limpiamente el obstáculo de metro y medio, y situó a su dueño dentro de Cerecilla.
Siobhan entró inmediatamente después, y ambos giraron al mismo tiempo y galoparon calle abajo.
Luthien vio a dos cíclopes que huían y se lanzó sobre ellos, de manera que Río Cantarín arrolló a uno y
Cegadora dio buena cuenta del otro. El joven Bedwyr volvió la cabeza hacia Siobhan, sonriente, para
anunciar el montante de su cuenta particular, pero enmudeció al ver que la semielfa había acabado con
otros dos brutos.
Los cíclopes se acurrucaron, aterrados, en la base de la baja muralla a medida que los jinetes
saltaban sobre ella en tropel —veinte, cincuenta, noventa— y entraban en Cerecilla. Ninguno de ellos se
detuvo en el muro y, por fin, los brutos hicieron acopio de valor para ponerse de pie pensando que habían
salvado la vida y que tenían la oportunidad de saltar la muralla y darse a la fuga.
Antes de que se encaramaran a las primeras piedras, la barrera de la villa pareció ensancharse varios
palmos cuando se encontraron con el muro humano formado por los soldados de infantería eriadoranos
esperándolos al otro lado.
El caos se desató en las calles de Cerecilla; los jinetes galopaban por todas partes mientras los
cíclopes intentaban formar grupos defensivos, con el único resultado de que, la mayoría de las veces, la
mitad de ellos había muerto antes de unirse a la formación. Había algunos rincones de dura resistencia,
empero, sobre todo en el sector norte, hacia donde Luthien, Siobhan y otros sesenta jinetes se dirigieron
para apoyar a sus tropas.
Atrapados entre semejantes fuerzas, las defensas cíclopes se vinieron abajo rápidamente cuando
cada uno de los brutos pensó en salvarse a sí mismo. Uno tras otro, fueron eliminados.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Fue Luthien en persona quien, finalmente, abrió de par en par la puerta norte de Cerecilla para
recibir al rey Bellick dan Burso, que aguardaba en el exterior. El joven Bedwyr se montó de nuevo en Río
Cantarín y tendió la mano para ayudar al enano a subirse detrás de él. La lucha remitía rápidamente,
convertida más en la caza de cíclopes sueltos que en un combate real, así que Luthien y el enano salieron
al trote para inspeccionar el escenario de la batalla.
—Como defensa, sólo el nombre —resopló, desdeñoso, el rey enano al comprobar lo escasas que
habían sido las fuerzas enemigas.
Cadáveres de cíclopes, casi exclusivamente de cíclopes, advirtió Luthien con alivio, aparecían
desperdigados en una larga hilera, pero en algunos puntos sólo se amontonaban un par de ellos.
—¿Dónde están todos? —preguntó Bellick—. ¿Es que ha escapado más gente de lo que
pensábamos?
Luthien no creía que fuera ése el caso, y estaba bastante seguro de saber dónde se encontraban los
otros habitantes de Cerecilla. Dio orden a la caballería de formar detrás de él, y trotó hacia el sur por la
calle principal, hacia la bifurcación donde se alzaba la capilla.
Cuando los soldados tomaron posiciones alrededor del edificio y dejaron de hacer ruido, pudieron
escuchar el suave canto de muchas voces que provenía del interior.
Bellick desmontó y situó a sus enanos y a los soldados de infantería eriadoranos; también ordenó
que se escoltara a los grupos de prisioneros hasta este lugar. Entre tanto, Luthien dio un lento rodeo a la
capilla para calmar los ánimos de todos sus compañeros, todavía encendidos por la fiebre de la lucha. El
rey enano lo estaba aguardando cuando volvió a la bifurcación tras completar el circuito, y Bellick no se
mostró sorprendido por el plan tramado por el joven.
—Hasta ahora, estabas acertado en tus previsiones —comentó el monarca, decidido a dejar que el
joven Bedwyr siguiera llevando las riendas en esta situación.
Luthien desmontó de Río Cantarín y le tendió las riendas a un soldado que había cerca. Se sacudió
el polvo y se encaminó directamente hacia la puerta principal de la capilla al tiempo que daba algunas
órdenes.
Sin vacilar, sin molestarse en llamar, Luthien entró en el templo y se encontró con varios cientos de
ojos vueltos en su dirección y con expresiones que revelaban una mezcla de emociones demasiado grande
para que el joven pudiera interpretarlas. Recorrió con la mirada a la multitud reunida y finalmente la
detuvo en Salomón Keyes, que estaba en el púlpito, en la parte delantera de la capilla.
—Se ha conseguido —anunció el joven Bedwyr—. Cerecilla es libre.
Una mujer saltó desde el borde de un banco y cargó contra Luthien, pero varios brazos la
detuvieron antes de que hubiera dado dos pasos y la metieron de nuevo entre la multitud mientras ella
gritaba sin parar.
—Muchos de los presentes tenían parientes ahí fuera —explicó Keyes con voz sosegada.
Luthien echó una ojeada por encima del hombro, hizo un seco gesto con la cabeza, y una larga fila
de prisioneros entró en la capilla, rompió filas y cada cual corrió hacia sus aliviados familiares.
—Puede que haya más —explicó el joven Bedwyr—. Todavía no hemos registrado todo.
—¿Qué castigo se les impondrá? —quiso saber Keyes.
—Ninguno —repuso Luthien sin la menor vacilación—. Estaban defendiendo sus hogares y a los
suyos, o eso pensaban. —Hizo una pausa para dar tiempo a que cesaran los murmullos de sorpresa—. No
somos vuestros enemigos —declaró—. Esto ya te lo había dicho antes.
La multitud se volvió como una sola persona hacia Keyes, que asentía en silencio.
—Cerecilla es libre —continuó Luthien—. Y vosotros estáis al margen de la guerra. Las puertas de
la villa están abiertas, al norte y al sur, y no obstaculizaréis nuestro paso ni el de las tropas que vendrán
desde Eriador. Tampoco impediréis que las barcas que bajemos por el río tengan el paso libre por
vuestros embarcaderos.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Los murmullos se alzaron otra vez, pero fueron acallados de inmediato por el vozarrón de Luthien:
—Pero no pedimos nada de vosotros —explicó—. Lo que nos deis, será por propia voluntad.
—¡Ladrones! —gritó un hombre, que se incorporó y se abrió paso a codazos hasta el pasillo
central—. ¡Ladrones y asesinos! —proclamó mientras avanzaba lentamente hacia Luthien.
Se frenó en seco cuando Bellick dan Burso entró y se plantó al lado del joven.
—No somos vuestros enemigos —declaró el monarca enano, y la sangre que salpicaba la armadura
no menoscababa su esplendor ni el polvo que lo cubría ocultaba el color llameante de su barba.
Pero la compasión que alentaba tampoco disminuyó la fiera intensidad de sus severos ojos. La
mirada de Bellick pasó lentamente sobre todos los que estaban en la capilla y después se detuvo en
Luthien, que hizo un gesto de asentimiento para que continuara.
—No somos vuestros enemigos a menos que nos obliguéis a serlo —afirmó con voz sombría—. ¡En
tal caso, sabed que Cerecilla será saqueada y arrasada hasta los cimientos!
Ni una sola persona de las que estaban en la capilla dudó que el enano cumpliría su promesa.
Bellick soltó los cordones de dos grandes bolsas que llevaba atadas al cinturón.
—Vuestro dinero para el grano —explicó mientras las tiraba al suelo, a los pies del desinflado
agitador—. Se las quitamos a los cíclopes que huían de Cerecilla. A los cíclopes de vuestro rey Verderol,
que se marchaban abandonando la villa a su suerte. Decidid pues quiénes son vuestros enemigos y
quiénes vuestros aliados.
—O no decidáis nada —añadió Luthien—, y permaneced neutrales. No pedimos nada de vosotros,
salvo que vuestras espadas no vuelvan a levantarse en contra nuestra.
Bajó la mirada hacia Bellick y el enano la alzó hacia él.
—Nos ocuparemos de nuestros heridos —anunció el monarca enano—, y retiraremos a nuestros
muertos del campo de batalla para que no yazcan bajo tierra junto a los despreciables cíclopes. Después
nos marcharemos.
El enano y Luthien dieron media vuelta para salir de la capilla, pero Salomón Keyes los llamó.
—Podéis traer a vuestros heridos aquí —ofreció el clérigo—, y prepararé a vuestros muertos para
que reciban sepultura al tiempo que preparo a los humanos muertos de Cerecilla.
Luthien lo miró sorprendido.
—¿Acaso mi Dios y vuestro Dios no son el mismo? —preguntó Keyes.
Luthien asintió, esbozó una leve sonrisa, y salió de la capilla.
156
R.A. Salvatore El rey dragón
XXIV
POR LA JUSTICIA
A Bellick dan Burso no le pasaron por alto las numerosas miradas iracundas y desconfiadas que se
clavaron en él mientras recorría junto con su guardia personal las estrechas calles de Cerecilla. Luthien
abrigaba la ilusión de que hubiera amistad con todo el pueblo de Avon, y puede que algún día se
consiguiera, pero Bellick sabía muy bien que tal cosa era imposible cuando estaba tan reciente la batalla.
Aparte de los cíclopes abatidos, también bastantes soldados humanos de Cerecilla habían caído, y en un
buen número de familias de la villa había ahora un muerto por culpa de los invasores eriadoranos.
Un comienzo así rara vez conducía a la amistad.
Con todo, había otros en el pueblo que esbozaban una sonrisa y hacían una leve inclinación de
cabeza al paso del honorable rey enano, y, cuando Bellick llegó a la escalera frontal de la capilla,
encontró a sus propios soldados, a los que había apostado para guardar a los heridos eriadoranos y
enanos, compartiendo alimento y bebida con un puñado de vecinos de Cerecilla en un ambiente relajado.
Los soldados enanos se atropellaron entre sí en su prisa por ponerse de pie, pero el rey hizo un ademán
con gesto abstraído. Las formalidades estaban de más ahora, cuando el ejército se estaba preparando para
reanudar la larga y ardua marcha.
Bellick entró en la capilla, dejando a sus escoltas en la escalera con los demás. Como el enano
esperaba, encontró a Luthien dentro, en cuclillas junto a uno de los bancos y hablando en voz queda con
un hombre herido.
—Éste es Brandon, de Lomas Rasas —explicó el joven cuando Bellick llegó a su lado.
El enano saludó con un gesto deferente y reparó en que el hombre había perdido un brazo. No
obstante, parecía estar bastante cómodo sobre el banco de la iglesia, que se había convertido en tres catres
improvisados de punta a punta. Bellick miró a su alrededor.
—¿Cuáles son los nuestros y cuáles los de Cerecilla? —preguntó.
—Están mezclados —contestó Luthien.
—¿Idea tuya? —dedujo el enano, que dirigió una mirada astuta al joven Bedwyr.
—En parte —admitió Luthien—. Pero fue Salomón Keyes quien asignó los catres.
Bellick resopló y se alejó del joven.
—Cómplices en el delito —se le oyó comentar en voz baja.
Tres filas más abajo, Bellick vio uno de los bancos dividido en cuatro camas, todas ellas ocupadas
por enanos. Uno de ellos estaba tumbado, pero los otros tres se encontraban sentados, jugando a los dados
y charlando animadamente. Sonrieron de oreja a oreja cuando Bellick se dirigió a ellos; uno incluso dio
un codazo al que estaba tumbado.
—Deja que descanse —ordenó el monarca, que después se dirigió a los otros—. Partimos hoy hacia
el sur, a lo largo del río. ¿Alguno de vosotros se encuentra con ánimos para unirse a la marcha?
Los cuatro hicieron intención de levantarse, pero Bellick se dio cuenta de que ninguno estaba en
condiciones de ponerse en camino.
—Volved a vuestros catres —ordenó el rey, que le dijo al que se encontraba en mejor estado que lo
ponía a cargo—. Vamos a enviar suministros a través de este pueblo —explicó—. Tenedlos vigilados, y
reuníos con nosotros cuando los cuatro estéis recuperados.
»¡Cuando estéis recuperados! —reiteró con un tono más fuerte el monarca al advertir la expresión
esperanzada que asomaba a los rostros de sus anhelantes guerreros—. ¡Y ni un segundo antes!
157
R.A. Salvatore El rey dragón
Bellick siguió adelante, inspeccionando cada catre, deteniéndose para rezar una plegaria junto a los
que estaban gravemente heridos o para dedicar unas palabras de ánimo a los demás. Acababa de terminar
su recorrido por todos los bancos y había sugerido a Luthien que no se demorara demasiado, cuando se
topó con Salomón Keyes en la puerta de la capilla.
El joven clérigo se limpió las sucias manos y le tendió una al rey enano.
Bellick la cogió pero, en lugar de estrechársela, le dio la vuelta y reparó en el barro que le
manchaba los dedos.
—Has estado enterrando a los muertos —manifestó el monarca.
—He encargado a otros esa tarea —contestó Keyes—. Yo he rezado responsos y he consagrado el
suelo donde recibirán sepultura.
—¿Y los brutos de un ojo? —inquirió el enano, en cuya áspera voz se insinuaba un timbre
desafiante—. ¿También has entonado preces por ellos?
—Construimos una pira común donde se los ha incinerado. Y sí, recé por sus almas —repuso
Keyes, indignado—. Rogué para que aprendan en la otra vida el error de su mala conducta y encuentren
la redención —añadió al advertir el gesto ceñudo de Bellick.
—Les tienes aprecio, ¿no?
Ahora fue Keyes el que soltó un resoplido muy enano.
—No siento el menor aprecio por los modos de la raza cíclope —contestó—, pero ello no implica
que odie a los brutos de un ojo como individuos.
—Puede que haya ciertas cosas que merezcan ser odiadas —intervino Luthien, que se había reunido
con los otros dos.
—Tal vez en mi corazón no haya lugar para el odio —contestó Keyes con voz serena.
—Te dieron una buena paliza —le recordó Bellick, a lo que el clérigo se limitó a encogerse de
hombros.
Luthien observó al hombre intensamente y descubrió que estaba un poco celoso. Admiraba a Keyes,
y no solamente por el valor demostrado al confiar en los eriadoranos, sino por tener un corazón tan
generoso.
—¿Partís hoy? —preguntó el clérigo a Bellick—. Seguramente vuestros soldados estarán agotados
por la batalla, y el sol se pondrá en menos de dos horas.
—No tenemos tiempo para estar cansados —repuso el enano—. Nos aguarda un largo camino, y
cada momento perdido le da más tiempo a Verderol para preparar sus defensas.
—Estaré listo para marchar en veinte minutos —dijo Keyes de manera imprevista. Luthien y
Bellick lo miraron con los ojos muy abiertos—. Os encontraréis muchos pueblos a lo largo de la calzada a
Warchester —explicó el sacerdote—. Muchos vecinos de Cerecilla tienen parientes en ellos, y no
queremos que mueran.
—Creí que ibas a cuidar de los heridos —dijo Luthien.
—Tengo gente suficiente, gente de confianza, a la que he dejado a cargo de los heridos. Yo, junto
con otros cuantos elegidos, acompañaremos al rey Bellick en la marcha. —Miró hacia el sur—. Salvaré
más vidas allá fuera que si me quedo aquí.
A Bellick le costó varios segundos asimilar la inesperada noticia, pero el enano aceptó enseguida. Si
Keyes podía ayudar a disminuir la resistencia de otros pueblos aunque sólo fuera la mitad de lo que había
hecho en Cerecilla, el camino a Warchester sería rápido y sin demasiadas bajas.
La alegría de Luthien era aún mayor, ya que no sólo veía la ventaja táctica de contar con semejantes
emisarios, sino también la parte moral. La labor de los portavoces de Cerecilla reduciría el número de
muertos en ambos bandos.
En el optimismo del joven Bedwyr había cautela, no obstante. En realidad no sabía la influencia que
tendría Keyes fuera de Cerecilla; y también era consciente de que, por rápida y fácil que resultara la
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marcha, en el camino se alzaba un gran obstáculo: Warchester, una ciudad grande y fortificada que, para
colmo, tenía su propio duque hechicero.
¿Dónde estaba Brind'Amour?, se preguntó de nuevo Luthien.
Aunque estaba completamente agotada por la ejecución del poderoso hechizo que tanto tiempo había
tardado en perfeccionar, Deanna Benedigno no durmió lo que quedaba de noche. Permaneció sentada
junto al fuego, que Brind'Amour reavivó con encantamientos menores aunque saltaba a la vista que
también él estaba exhausto. Deanna, que sostenía la cabeza de Mystigal sobre su regazo, vio cómo
Brind'Amour se dejaba vencer por el sueño poco a poco.
¿Qué había hecho? La duquesa había puesto en marcha unos acontecimientos que ahora escapaban
a su control; había actuado contra su rey y mentor en una conspiración que ni podía encubrirse ni tenía
marcha atrás. Aun en el caso de que matara a Brind'Amour esta noche —y la idea le pasó por la cabeza en
más de una ocasión— no le sería posible ocultar la verdad a Verderol. Por su culpa, otros tres duques del
rey habían quedado fuera de combate: uno, muerto; los otros dos, Mystigal y Resmore, físicamente
quebrantados y despojados de su magia.
Deanna intentó no obsesionarse con los acontecimientos de esa noche. Era, ciertamente, la
continuación lógica del curso que había emprendido cuando había utilizado a Taknapotin contra Resmore
en las montañas. Verderol acabaría por comunicarse con el demonio desterrado, si es que no lo había
hecho ya, y descubriría la verdad sobre Deanna Benedigno y Ashannon McLenny. En aquellas primeras e
intrépidas decisiones había quedado marcado el camino de la duquesa, y lo de la última noche no sólo
decidiría su propia supervivencia, sino la ayuda a Brind'Amour.
El viejo mago despertó poco después de que los primeros rayos de sol le acariciaran el rostro.
—Vivirá, creo —dijo Deanna, refiriéndose a Mystigal, que seguía inconsciente.
—Pero su magia ha desaparecido para siempre —contestó Brind'Amour, que terminó la frase con
un gran bostezo—. El cordón interior conectado al poder se ha partido.
—¿Como le pasó al duque Resmore?
Brind'Amour soltó una risita queda, sorprendido por lo perspicaz que la tal Deanna podía ser. Mas
su sonrisa no duró mucho al recordar lo que, según temía, podía resultar un conflicto potencial.
—¿Y el duque de Laurofiel? —preguntó a bocajarro.
—Terminado lo que lo trajo aquí, se marchó —respondió Deanna.
El tema era mucho más complicado, sospechaba el viejo mago. La actitud de Ashannon había sido
reservada, casi impávida. En apariencia, el duque de Laurofiel había secundado la estratagema de
Deanna, pero ¿lo hizo porque estaba de acuerdo con su decisión o simplemente porque no tenía otra
opción? O lo que era peor, y eso se temía Brind'Amour, ¿tenía motivos ulteriores?
Las dudas del viejo mago se hicieron patentes en su arrugado semblante.
—Confía en Ashannon McLenny —suplicó la duquesa—. A veces es un hombre difícil, pero
detesta a cualquiera que pretenda tener bajo su dominio a su amada Baranduine, ya sea Verderol o
Brind'Amour.
—Jamás he manifestado semejante pretensión —se apresuró a responder el mago.
—Pero ¿lo harás si la guerra marcha bien?
Brind'Amour tuvo que esforzarse para tratar de ver las cosas desde el desesperado punto de vista de
Deanna a fin de soslayar el insulto del comentario.
—Y tampoco he pretendido dominar Avon —añadió—. Ni lo ha hecho ningún eriadorano ahora ni
nunca. Cuando Bruce MacDonald gobernaba un Eriador unido y tenía al desorganizado Avon a sus
órdenes, jamás pidió otra cosa que amistad de sus semejantes de Baranduine.
—En cualquier caso, es irrelevante. Lo que importa es lo que Ashannon cree.
—¿Y qué es lo que cree?
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—Fue Verderol —soltó de repente—. Los mató. ¡Los mató a todos! ¡Aquella noche! Oh, señora,
¿por qué me obligáis a recordar esa horrible noche?
—Verderol asesinó a toda mi familia —dijo Deanna, su voz extrañamente desprovista de emoción.
—Excepto a uno de sus miembros —comentó el rey de Eriador.
—Se me perdonó la vida exclusivamente porque Verderol temía no ser aceptado como rey —
explicó la duquesa.
Miró a Selna e hizo un gesto para que la doncella prosiguiera.
—Aunque sólo era una niña, Verderol tenía intención de poner a Deanna en el trono si era necesario
—admitió la doncella, que agachó la vista, pues era incapaz de mirar a la duquesa a la cara—. Controlaría
todo cuanto hiciera, desde luego, y después, cuando llegara a la mayoría de edad, se casaría con ella.
Brind'Amour estaba realmente sorprendido de que el plan para conquistar Avon hubiera sido tan
tortuoso y hubiera funcionado tan a la perfección. Una vez más, el mago pensó en aquella época pasada y
en la decisión de la hermandad de disolverse y entregarse al merecido descanso.
—Nunca se llegó a eso, por supuesto —añadió Deanna—, pues el pueblo de Avon encumbró a
Verderol. Le suplicó que mantuviera unido el reino.
—Entonces ¿por qué se permitió que Deanna Benedigno siguiera con vida? —inquirió
Brind'Amour, que dirigió la pregunta a Selna.
Veía algo en esto, entre la mujer y Deanna, algo que la duquesa, cegada por la cólera al conocer la
verdad, podía estar pasando por alto.
—Por Ashannon McLenny, de Laurofiel —respondió Deanna con dureza—. Se interesó
personalmente por mí hasta el punto de entrar voluntariamente en la corte de Verderol y aceptar un
demonio familiar, como todos los duques hechiceros de Verderol, a excepción de Cresis, el cíclope de
Carlisle, que es demasiado necio para tratar con semejantes criaturas diabólicas. Ashannon era un
hechicero por propio derecho y un amigo de mi padre. Aunque detestaba la idea de tener que tratar con el
rey, se había enterado de que la siguiente meta de Verderol era Baranduine, y no contaba con fuerzas
suficientes para resistir.
Para Brind'Amour, ahora todo empezaba a encajar. Comprendía la fría actitud de Ashannon
McLenny, la furia de Deanna, y algo más: la presencia de otro participante en el juego que la duquesa no
había advertido.
—¿Y cómo se enteró el duque de Laurofiel de la inminente invasión? —preguntó el mago.
Deanna se encogió de hombros, pero dio un respingo de sorpresa cuando Selna respondió:
—Se lo dije yo. —La expresión conmocionada de Deanna hizo que la doncella se encogiera—.
Traicioné a mi amado reino —admitió—. ¡Pero no tenía otro remedio, señora! Oh, temía a Verderol y lo
que pudiera haceros. Sabía que tenía que protegeros hasta que los acontecimientos fueran algo del pasado,
hasta que dejarais de ser una amenaza para Verderol.
La risilla contenida de Brind'Amour enmudeció a la doncella y atrajo la mirada de las dos mujeres
sobre él.
—¡Dejar de ser una amenaza, ciertamente! —exclamó con sorna el mago.
Deanna esbozó una sonrisa al oír el comentario, pero Selna, atormentada hasta superar el límite de
lo absurdo, no reaccionó. Brind'Amour entendía ahora a la doncella; era la moderadora a ultranza, la
limadora de asperezas, y eso podía ser peligroso para sus aliados en tiempos de intrigas políticas. Selna
había traicionado a Verderol con Ashannon, y ahora traicionaría a Deanna con Verderol si se le
presentaba la oportunidad, porque en el fondo de su corazón lo único que deseaba era que la vida fuera
agradable y ordenada, plácida y sistemática. Selna haría cualquier cosa que considerara lo mejor para
acabar con conflictos e intrigas, pero, aunque era una actitud admirable, el éxito de ese modo de obrar
dependía de la clemencia de los reyes, un rasgo que, como Brind'Amour sabía, era muy infrecuente entre
la nobleza. En pocas palabras, Selna era una necia, una lacaya involuntaria, a pesar de que su corazón no
albergaba la negra ambición. Al observar a Deanna y calibrar la severidad de su actitud hacia la mujer, a
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Brind'Amour se le ocurrió que Selna probablemente ya había servido de espía para Verderol en otras
ocasiones, y Deanna lo sabía. En consecuencia, la doncella había dejado de ser una amenaza, máxime
teniendo a su señora tan cerca y tan alerta.
—Mi mayor temor al decidir hacer la guerra radicaba en el desequilibrio de poder mágico —
admitió abiertamente Brind'Amour.
Después Deanna y él salieron del cuarto de Selna, y la duquesa, de manera manifiesta, cerró con
llave la puerta y ejecutó un conjuro menor para impedir que otro hechicero pudiera ver el interior
mediante bolas de cristal u otros objetos de adivinación.
—Trátala con clemencia —recomendó a la duquesa.
—La mantendré a salvo y a buen recaudo —contestó Deanna, que puso énfasis en lo último—.
Cuando todo esto haya acabado, le devolveré la libertad para que siga viviendo, aunque será en un lugar
muy alejado de mi corte.
—Ahora sólo quedan dos hechiceros de Verderol —manifestó el viejo mago, satisfecho con la
idea—. Y uno de ellos, al menos, está de mi parte, mientras que el otro confío en que se mantenga
neutral.
—¿De tu parte? —preguntó Deanna—. Yo no he dicho eso en ningún momento.
—Bien, entonces estás en contra de Verderol —razonó Brind'Amour.
—Soy la reina legítima de Avon —dijo lisa y llanamente la mujer—. ¿Cómo no iba a oponerme al
hombre que usurpó mi trono?
Brind'Amour asintió en silencio mientras se rascaba la espesa barba e intentaba dilucidar hasta qué
punto resultaría beneficiosa la intervención de Deanna Benedigno.
—Y no creo que el equilibrio de fuerzas mágicas haya sufrido un cambio tan drástico —le advirtió
la duquesa—. Mystigal, Resmore y Theredon eran magos de segunda clase, meros conductos para sus
demonios familiares, no poderosos por sí mismos. Y Ashannon y yo tampoco tenemos demasiado poder,
ahora que nuestros demonios han sido desterrados.
Brind'Amour recordó la barrera que Deanna había creado en la cumbre del pilar de piedra y llegó a
la conclusión de que la mujer se subestimaba, pero se guardó para sí esa deducción.
—Con todo —dijo—, prefiero enfrentarme con Verderol solo que si está respaldado por sus
hechiceros aliados.
—Nuestros poderes eran considerables debido a la relación con nuestros demonios —explicó
Deanna—. Si alcanzábamos una simbiosis mayor con ellos, entonces nuestra vida podía alargarse.
—Como le ha ocurrido a Verderol, obviamente.
El viejo mago comprendió hacia dónde conducía el razonamiento de la duquesa. Si él estaba vivo
en la actualidad era porque se había sumido en un estado de suspensión temporal mágica, pero Verderol
había permanecido despierto a lo largo de siglos. A estas alturas, tendría que haber muerto de viejo, algo
a lo que ni siquiera un hechicero podía escapar.
—Así que Verderol y su demonio familiar están muy vinculados —prosiguió, instando a Deanna a
que terminara su razonamiento—. ¿Es, acaso, un demonio principal, un señor entre esas criaturas
diabólicas?
—Es lo que pensamos en un tiempo —respondió Deanna, sombría—. Pero no. El familiar de
Verderol no es un demonio, sino otro de los seres mágicos del mundo.
Brind'Amour volvió a rascarse la barba y dio la impresión de que no la entendía.
—Se internó en El Salobral hace siglos para buscar su poder —explicó la duquesa—. Y lo encontró
en una bestia de primer orden.
El monarca eriadorano casi se desmayó. Sabía qué tipo de criaturas dominaban largo tiempo atrás
El Salobral, y había creído que su hermandad había destruido o, al menos, enclaustrado a esas bestias,
igual que él había hecho con Balthazar en lo más profundo de una cueva de montaña.
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—Cíclopes —masculló Luthien al ver los caballos sacrificados que había esparcidos por los campos.
Una solitaria granja, poco más que unas ruinas, se divisaba en lo alto de una colina, a lo lejos; el
humo flotaba sobre ella.
Luthien llevaba a Río Cantarín de las riendas, y a su lado caminaban Bellick, Shuglin y Salomón
Keyes. Acarició el cuello del caballo, como consolándolo por la matanza que había por doquier.
—A lo mejor resulta que nos están facilitando la tarea —comentó Shuglin.
—La gente del valle del Dunkery nunca ha tenido aprecio a los brutos de un ojo —explicó Salomón
Keyes—. Los hemos soportado porque no nos quedaba más remedio.
—Entonces no sois tan distintos de todas las demás comunidades de Avon del Mar —dijo Luthien.
Más adelante en la calzada, la columna se separó para dejar paso a un par de jinetes, Siobhan y otro
Tajador, que venía a galope. Se pararon delante de Bellick y de Luthien.
—Un pueblo muy parecido a Cerecilla —informó la semielfa—, unos seis kilómetros más adelante.
—Señorío de Alan —intervino el clérigo.
—¿Qué tipo de muralla tiene? —preguntó Bellick a Siobhan, pero de nuevo fue Salomón quien
contestó.
—No tiene —dijo—. Los edificios de la parte central de la población están muy juntos entre sí. No
sería una tarea difícil para los vecinos apilar bultos y piedras para cerrar los huecos.
Siobhan hizo un gesto de conformidad con las palabras del sacerdote.
—¿Y cuántos soldados hay? —preguntó el rey enano.
—Puedo ir allí y enterarme —respondió Keyes.
Miró hacia atrás y llamó por señas a los otros hombres de Cerecilla que lo acompañaban.
Bellick miró a Luthien; la expresión del enano ponía de manifiesto que no se fiaba de dejar al
clérigo que se les adelantara.
—Puedo infiltrarme cuando oscurezca —fue la respuesta del joven Bedwyr.
—Y yo estaré allí para recibirte —dijo Keyes—. Con un informe completo de lo que podéis esperar
de Señorío de Alan.
—Puede que haya quien te llame traidor por eso —comentó Bellick.
Keyes lo miró a la cara, sin dar señales de volverse atrás en lo dicho.
—Sólo me preocupa que haya la menor cantidad de muertes posible —manifestó tajante.
El contingente de Cerecilla, compuesto por cuatro hombres y una mujer que compartían tres
caballos, se alejó camino adelante. Bellick y los demás se pusieron a la tarea de desplegar a las tropas
eriadoranas para rodear el pueblo. El instinto del rey enano lo apremiaba a atacar ese mismo día, pero,
después de lo ocurrido en Cerecilla, lo pospuso para dar una oportunidad a Luthien y a Keyes. Si la
espera a lo largo de la noche facilitaba el combate, entonces no habría sido una pérdida de tiempo.
Luthien salió a caballo al anochecer, llevando consigo a Shuglin ante la insistencia de Bellick. El
rey enano no confiaba plenamente en el clérigo, y lo dijo abiertamente, así que decidió que, si Keyes
había preparado una trampa para el joven Bedwyr, el fornido Shuglin resultaría ser un valioso compañero.
Además, la capa mágica era lo bastante amplia para que camuflara también al enano.
Los dos compañeros llegaron a las afueras de Señorío de Alan sin dificultad y avanzaron por las
calles más abiertas que rodeaban el encajonado centro; Luthien estaba seguro de que podrían haber
recorrido el mismo trecho sin la ayuda de la capa encubridora. Shuglin salió de debajo de la prenda y el
joven Luthien se atrevió a retirar la capucha. Poco después, los dos se topaban con Keyes y otro hombre,
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un caballero de más edad, con el cabello gris, de buen porte y con la sobria vestimenta de un mercader de
la vieja escuela.
—Alan O'Dunkery —le presentó Keyes—, corregidor de Señorío de Alan.
—Es una tradición de la familia —aclaró el hombre lacónicamente, adelantándose a la obvia
pregunta de Luthien y Shuglin.
—A todos los primogénitos se les pone el nombre de Alan —añadió Keyes.
El tono grave del clérigo pasó inadvertido a Shuglin, pero no a Luthien. Esta villa llevaba el nombre
de la familia; tal vez todo el valle fluvial se llamara así por la familia O'Dunkery, y no al contrario. Éste
era un hombre importante incluso más allá de los límites de su pequeño pueblo, comprendió Luthien, y el
hecho de que Keyes lo hubiera convencido para que saliera a entrevistarse con él le hizo abrigar
esperanzas al joven Bedwyr.
—El hermano Keyes me ha dado garantías de que Señorío de Alan no será saqueado ni arrasado y
de que ninguno de nuestros hombres será asesinado u obligado a alistarse —dijo Alan O'Dunkery con
talante severo y un tono que distaba mucho de ser una actitud de capitulación.
—No lucharemos contra quien no levante las armas contra nosotros —contestó Luthien.
—Excepto los cíclopes —gruñó Shuglin.
El joven Bedwyr le dirigió una mirada cortante, pero el enano no se retractó.
—No dejamos brutos de un ojo en el camino a nuestras espaldas —agregó con resolución.
Luthien dejó que el pragmático enano dijera la última palabra en este punto.
—Encontraréis pocos detrás —repuso Alan, calmoso—. La mayoría ha huido hacia el sur.
—Llevándose casi todo el ganado y las provisiones de Señorío de Alan —añadió Keyes con
intención, recordándole a Shuglin que tenían aliados potenciales aquí o, como mínimo, gentes neutrales.
—¿Cuántos cíclopes quedan? —preguntó Luthien sin andarse por las ramas; era la primera
información que pedía, y sabía que el momento era delicado. Si Alan O'Dunkery le respondía
francamente, estaría revelando información que ayudaría a los eriadoranos—. Y si van a presentar
resistencia en las barricadas, más vale que prevengas a cualquier hombre o mujer de los tuyos que tenga
intención de combatir a su lado. Nuestros guerreros no harán distinciones entre humanos y cíclopes en el
ardor de la batalla.
Alan empezó a sacudir la cabeza antes de que Luthien hubiera acabado de hablar.
—Todos los cíclopes que quedan se encuentran en ese edificio. —Señaló una estructura cuadrada y
alta que formaba la esquina suroriental del sector interno del pueblo—. Escondidos, supongo, pero, en
cualquier caso, no los dejaremos salir.
Shuglin casi se atragantó al oír esta información.
El ejército eriadorano entró en Señorío de Alan al día siguiente. No hubo fanfarria ni cálida acogida
por parte de la población, que tanto había perdido en el éxodo de los cíclopes. Pero tampoco hubo
resistencia. Bellick apostó a sus soldados alrededor del edificio donde los brutos de un ojo se habían
atrincherado y les hizo una única oferta: que se rindieran.
Los cíclopes respondieron con violencia, arrojando lanzas y gritando atroces amenazas desde todas
las ventanas. Tras pedir permiso a Alan O'Dunkery, los arqueros blondos prendieron fuego al edificio, y
los brutos de un ojo fueron abatidos sin contemplaciones cuando salieron a la carga por distintos accesos.
Alan O'Dunkery y Salomón Keyes se reunieron con Luthien, Siobhan y el rey Bellick ese mismo
día para hablar sobre la siguiente población con la que se encontrarían, de la influyente mujer que la
dirigía, y del talante general de sus habitantes.
Para la gente del norte de Avon, el propósito en esta guerra era simplemente escapar con las
menores pérdidas posibles. En opinión de Luthien, Verderol había cometido un tremendo error al no
enviar a su ejército al norte para salir al paso de los invasores. Estas gentes se sentían indefensas y
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abandonadas a su suerte, y no era lógico por parte del monarca avonés creer que los pueblos ofrecerían
resistencia a una fuerza invasora tan ingente.
La marcha hacia Warchester continuaba sin obstáculos.
Benedigno —dijo en un tono imperioso con el que indicaba que la conversación estaba llegando a su
fin—. Recházalos, o, mejor aún, destrúyelos a todos. ¡Sería mucho más conveniente que no hubiera una
defensa organizada aguardando nuestro triunfante regreso a Caer Mac... a Monforte!
Verderol agitó las manos, y la imagen del espejo se hizo borrosa hasta desaparecer por completo. El
cristal recobró su reflexión de inmediato y Deanna se encontró mirando su propia imagen.
—Hasta aquí, todo bien —dijo Brind'Amour esperanzado mientras recuperaba la visibilidad y salía
de detrás del tapiz.
Deanna sacudió la cabeza.
—Encontrará un medio para comunicarse con Taknapotin, que era mi demonio familiar —
explicó—. O lo hará con los demonios de Mystigal o Theredon. Me temo que no tardará en descubrir la
verdad.
Brind'Amour asintió, sin poder contradecirla, pero se adelantó y puso la mano en el hombro de
Deanna en un gesto de ánimo.
—Será suficiente —dijo—. Lo hiciste muy bien, duquesa, desviando su curiosidad y manteniéndolo
lo bastante ocupado con la verdad para no darle tiempo a destapar las mentiras. Para cuando Verderol
descubra que sigo vivo y que no cuenta con hechiceros aliados en su causa, será demasiado tarde.
—¿Incluso si obtiene esa información esta misma noche? —preguntó Deanna, sombría.
Brind'Amour no supo qué contestar. El ejército se aproximaba rápidamente a Warchester, mientras
que la flota navegaba a todo trapo hacia la boca del estrecho de Mann. Los barcos de guerra de
Mannington ya se habían hecho a la mar, y no había modo de que Deanna los hiciera regresar sin poner
alerta a Verderol sobre la verdad. Pero, aun en el caso de que tal cosa ocurriera, aunque todo Avon y un
centenar de dragones se levantaran contra los invasores, ya no había vuelta atrás.
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R.A. Salvatore El rey dragón
XXV
EL ESTRECHO DE MANN
El feo poni amarillo se deslizó ligeramente hacia la derecha y después hacia la izquierda,
esforzándose por compensar los cabeceos del barco mecido por el fuerte oleaje. Sin embargo, Oliver
parecía bastante satisfecho encaramado a lomos de su montura. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos
relucientes, en un marcado contraste con su apariencia durante el último viaje por mar, en el que había
pasado casi todo el tiempo inclinado sobre la batayola.
—A mi Pelón le encanta el agua —le decía a Katerin cada vez que pasaba cerca.
La mujer se limitaba a sacudir la cabeza con incredulidad.
Pero Katerin no tenía tiempo de pararse a pensar en el siempre sorprendente halfling, pues el barco,
el Soñador, y otros cuarenta que navegaban cerca de él, rodearían muy pronto un cabo de la costa
noroccidental de Avon para entrar en el tramo más angosto del estrecho de Mann. La plaza fuerte de
Laurofiel se encontraba a poco más de treinta kilómetros al otro lado del canal, y Mannington a no
muchos más a este extremo de las oscuras aguas.
El barco que iba a la cabeza, a unos doscientos metros por delante del Soñador, ni siquiera había
terminado de hacer el viraje cuando el enemigo apareció a la vista. Bolas de brea ardiente surcaron el aire
y chisporrotearon al caer al agua alrededor de las primeras naves eriadoranas. Las tripulaciones bregaron
para cambiar el rumbo hacia aguas más abiertas, mientras que los barcos que no tenían oportunidad de
escapar, arriaron algunas velas en posición de arboladura de batalla.
—¡Katerin, a mí! —gritó el viejo Phelpsi Sestero desde la rueda del timón.
La joven corrió hacia el acartonado marinero. Éste era su barco, y se le había entregado el mando
como una muestra de respeto al marinero más viejo de Puerto Carlo, pero Phelpsi era lo bastante
inteligente para conocer y admitir sus limitaciones.
—¡Haz que se preparen! —le dijo a Katerin. Hizo una pausa al mirar detrás de la mujer y, como
ella, sacudió la cabeza—. Y tú ¿quieres hacer el favor de bajarte de ese estúpido poni? —le gritó a Oliver.
—¡Caballo! —lo corrigió el halfling, y cuando el animal, como si hubiera entendido el insulto del
anciano, pateó con fuerza la cubierta, Oliver se apresuró a añadir— ¡Y mi Pelón no es estúpido!
La mayoría de los barcos estaban virando hacia el oeste, alejándose de la costa, y, conforme
rodeaban el cabo, Katerin apreció en su justa medida el potencial de su enemigo. Por lo menos había
tantas naves avonesas como eriadoranas, unos cuarenta o cincuenta galeones de guerra, sin duda todos
ellos manejados por expertos tripulantes cíclopes y humanos. Los compañeros de Katerin eran marineros
avezados, pero de toda la flota de Eriador sólo unos cuantos habían entablado batalla en naves de este
tamaño y calibre.
Con todo, lo que les faltaba en experiencia lo compensaban a fuerza de coraje. Éste era el caso de
Katerin. La mujer vio muchos barcos virando hacia fuera mientras otros muchos barcos avoneses
cortaban ángulo para interceptarlos. El galeón eriadorano que iba a la cabeza a este lado del canal
quedaría rodeado dentro de poco, sin posibilidad de huir. La nave recibió el impacto de un ardiente
proyectil al que siguió otro, y la tripulación se encontró de repente demasiado ocupada en sofocar el
fuego para pensar en los barcos avoneses que se aproximaban raudamente.
Katerin ordenó navegar a toda vela, en línea recta.
Desde su posición aventajada a lomos del poni, Oliver se dio cuenta de lo que se proponía la joven,
y vio claramente el riesgo hacia el que se dirigía de tan buena gana.
—¿Por qué tendré que hacerme amigo de gente chiflada? —se lamentó Oliver.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Y eso lo dice un halfling montado en un poni sobre la cubierta de un barco —replicó sin tardanza
Katerin.
—Un caballo —la corrigió Oliver.
—Si vas sentado ahí arriba para parecer importante, entonces actúa conforme a esa pretensión —lo
reprendió la joven—. Sitúa a los arqueros en línea, a babor, y diles que no disparen hasta que estemos lo
bastante cerca para llegar de un salto al barco enemigo. ¡Y lo mismo es válido para la dotación de la
catapulta!
Oliver asintió; después se quedó inmóvil, mirando a Katerin con expresión desconcertada.
—A babor, a la izquierda —explicó la mujer.
—Ya lo sabía —afirmó Oliver, que hizo girar a Pelón y lo condujo a través de la cubierta.
—Izquierda —repitió Katerin.
La primera nave eriadorana intercambiaba un fuego cerrado —catapulta, balista y arcos— con dos
barcos avoneses, uno a cada lado. Ninguna de las tres embarcaciones se movía, ya que no se atrevían a
desplegar ninguna vela en medio de la cerrada andanada de proyectiles y bolas llameantes. La fuerte
corriente azotaba con más fuerza al barco avonés que estaba en la parte exterior, a estribor del galeón
eriadorano y, por ende, el más alejado de la costa. Las olas embestían contra el barco avonés
incesantemente, empujándolo a él y al eriadorano hacia la costa de manera que las tres naves estaban cada
vez más juntas.
Katerin trató de calcular la distancia que mediaba entre su galeón y los otros tres navíos llevados a
la deriva, y la velocidad de éstos. Sinceramente, no sabía si podría meterse entre el galeón eriadorano y el
avonés más próximo a la costa.
—Tienes el coraje de una barracuda —comentó el viejo Phelpsi al oído de Katerin—. ¡Y su
cacumen! —añadió con una risita.
A la joven le caía estupendamente el anciano e incluso lo apreciaba. Había conocido a Phelpsi en su
primer viaje a Puerto Carlo, cuando actuaba como emisaria de Luthien en los días en que la revolución no
sobrepasaba las murallas de Caer MacDonald. Viendo a Phelpsi, se podría pensar que era un viejo débil y
hasta algo simplón, pero se las había ingeniado para dejarlos encerrados a Oliver y a ella en su pesquero,
y, ahora, mientras se enfrentaban a la muerte, demostraba una entereza encomiable.
El viejo lobo de mar siguió riendo con ganas aun cuando el barco avonés, al darse cuenta de las
intenciones del Soñador, empezó a disparar contra ellos y el virote de una ballesta se hundió en el palo
mayor, a menos de un palmo por encima de su cabeza.
—¡Los cíclopes nunca han tenido buena puntería! —se chanceó el anciano.
La pulla de Phelpsi le dio temple a Katerin, y la joven lo utilizó para centrarse en la tarea que tenía
entre manos. La corriente empujaba su barco incesantemente hacia babor, de tal modo que tenía que
corregir el curso de manera continua. Algunos cabos del aparejo se soltaron, y una de las velas empezó a
ondear violentamente, pero ello no frenó la inercia de la nave.
A sólo veinte metros de los otros barcos, se hizo patente que el Soñador no tenía hueco suficiente
para pasar entre ellos.
—¡Tira de las riendas! —le gritó Oliver a Katerin—. ¡O tira de lo que quiera que haya que tirar en
un barco!
—Bájate de ese poni —advirtió la mujer, que dio un golpe de timón a babor para no embestir al
otro galeón eriadorano, aunque el nuevo ángulo los situó en línea recta con el avonés.
—¡Estoy más seguro aquí arriba! —gritó el halfling.
Una andanada de flechas precedió a la nave en su curso; la catapulta disparó una gran piedra sobre
la cubierta de la nave avonesa, y el Soñador se precipitó contra ella, rozando a lo largo de todo el costado.
Los aparejos de ambas naves se enredaron y cayeron. Las vergas chocaron unas contra otras y se
partieron.
168
R.A. Salvatore El rey dragón
Pelón fue lanzado hacia delante en un corto salto, y Oliver salió despedido por encima de la cabeza
del poni, dio una voltereta, y después rodó una segunda, una tercera y una cuarta vez sobre la cubierta
antes de lograr ponerse de pie con gran esfuerzo. De inmediato se giró hacia Katerin, pero perdió el
equilibrio y se fue de bruces contra la tablazón.
—¡Ni se te ocurra decirlo! —advirtió Oliver, pero Katerin no le prestaba la menor atención, sin
tiempo para acordarse de él.
Las flechas zumbaban en el aire alrededor de la mujer, y, aunque el Soñador seguía deslizándose
hacia delante en medio del crujido de maderas, antes de que los dos barcos se quedaran parados en un
confuso amasijo los cíclopes empezaron a abordarlos.
Envalentonados por el agradecido clamor de la otra tripulación eriadorana, la del Soñador hizo
frente a la carga cíclope, primero con flechas y después con espadas. Oliver se montó de nuevo en Pelón,
arremetió contra un trío de brutos de un ojo, y arrojó a uno de ellos por la borda, a las agitadas aguas entre
ambas naves.
Uno de los cíclopes recobró la estabilidad enseguida, pero dudó antes de abalanzarse sobre Oliver,
sin duda demasiado pasmado de ver a alguien montado en un poni sobre la cubierta de un barco.
—Eh —gritó el bruto—, ¿por qué estás subido en ese feo perro amarillo?
Por toda respuesta, el halfling espoleó a Pelón, que dio un corto brinco y derribó al cíclope sobre la
cubierta. El poni se adelantó en un visto y no visto y pisoteó al cíclope para finalmente plantarse sentado
encima de él.
—¡Caballo! —lo corrigió Oliver—. Pero estoy seguro de que ahora te habrás dado cuenta, ya que lo
estás viendo con tu mejor ojo.
El cíclope apartó los brazos con los que se cubría la cabeza para buscar su espada caída. Sin
embargo, antes de que acercara la mano a la empuñadura, tuvo que cubrirse de nuevo cuando Oliver dio
con el sombrero en la grupa de Pelón, una señal que había enseñado al poni hacía mucho tiempo, y el
inteligente animal respondió incorporándose al tiempo que soltaba coces y pateaba de nuevo al
infortunado cíclope.
—Un bonito caballo, ¿no estás de acuerdo? —preguntó Oliver.
—¡Un perro feo! —aulló el cíclope.
—Ah, qué testarudos son —se lamentó el halfling, que volvió a dar con el sombrero en la grupa de
Pelón, instándolo a repetir la maniobra.
—¡Un bonito caballo! —chilló el cíclope repetidamente, cada vez que tenía resuello suficiente para
hacerlo.
Pero ya era demasiado tarde para obtener clemencia de Oliver. El halfling mantuvo el sombrero en
la misma posición hasta que Pelón hubo acallado al bruto para siempre.
Con todo, esos valiosos instantes habían dejado a Oliver en una posición precaria. Al mirar a su
alrededor, el halfling comprobó que eran más los cíclopes que había en el Soñador que los que quedaban
en el otro galeón. Dejándose guiar por su personal lógica, el halfling taconeó al poni para que saltara
sobre las batayolas hacia la cubierta del navío enemigo.
Pelón tocó la cubierta del barco avonés a toda carrera y giró, a instancias de Oliver, hacia la puerta
del camarote situado bajo el castillo de popa, una puerta que había sido destrozada por un impacto de la
catapulta.
Un enorme y feo cíclope salía por ese hueco, tembloroso y herido, pero todavía en condiciones de
luchar; metido en el cinturón llevaba un mazo gigantesco. Su ojo bulboso se abrió más aún, por la
sorpresa, que no por el temor, cuando vio a Oliver y a su poni lanzados a la carrera a través de la cubierta.
El fornido bruto plantó los pies en el suelo, con las piernas bien separadas, y esbozó una maligna sonrisa.
El halfling no pudo menos de preguntarse si había estado acertado al obrar como lo había hecho.
Habida cuenta del destrozo causado por la bola de la catapulta, se había imaginado que el camarote
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R.A. Salvatore El rey dragón
estaría vacío —al menos, que no habría cíclopes vivos— y que sería un lugar excelente para tomarse un
descansito o puede que hasta encontrara algo de vino y queso.
Ahora no podía echarse marcha atrás. Su primer impulso fue continuar cargando de frente,
directamente contra el bruto, pero temió que el enorme cíclope fuera capaz de aguantar el impacto del
peso combinado del poni y el suyo. En lugar de ello, tiró de las riendas hasta frenar a Pelón a un trote
corto, se inclinó sobre el cuello del animal, y le susurró algo a la oreja.
Oliver taconeó con fuerza los ijares de Pelón en los últimos trancos y ganó velocidad de repente. El
cíclope aulló y afirmó más los pies en el suelo; pero, tan pronto como Oliver inició la carga, la
interrumpió, se deslizó por el costado del poni, y corrió agachado debajo de la tripa del animal.
A su señal —unos golpecitos con el espadín en el vientre del poni— Pelón se levantó sobre las
patas traseras y pateó al cíclope. El bruto estaba demasiado preocupado con los cascos del animal para
advertir que el halfling se escabullía por debajo y pasaba entre sus piernas abiertas.
Oliver rodó sobre sí mismo y se volvió al tiempo que se ponía de pie; un instante después,
descargaba un golpe doble, con espadín y daga larga. Las dos cuchillas se hundieron con fuerza en ambas
posaderas del cíclope, y el bruto, en un gesto reflejo, saltó hacia delante, justo debajo de las patas
delanteras del poni, que pateaban furiosamente. El cíclope levantó los fornidos brazos y se zambulló
hacia un lado, frenético, aturdido y vapuleado. Pelón no le dio cuartel, y lo pateó en la nuca.
—Espero que sepas nadar —comentó Oliver cuando el bruto chocó contra la batayola, a punto de
caer de cabeza al agua.
Pero el cíclope consiguió agarrarse.
El poni no cejó en su empeño, y embistió al bruto con la cabeza hasta arrojarlo por la borda. El
victorioso Pelón se levantó sobre las patas traseras y relinchó para después volverse hacia su jinete.
—¿Me acompañas a tomar una taza de té? —preguntó Oliver al tiempo que señalaba al camarote
vacío.
El poni amarillo resopló.
Oliver miró a su alrededor y soltó un gran suspiro. La lucha estaba en todo su apogeo,
principalmente en la cubierta del Soñador, y seguía siendo encarnizada, aunque estaba decantándose a
favor de los suyos.
—Está bien, mi querida conciencia equina —dijo el halfling.
Pelón dio un brinco y Oliver se agachó prestamente cuando el virote de una ballesta le pasó
silbando por encima de la cabeza. Después tuvo que hacer un quiebro para esquivar el cuerpo de un
cíclope que se precipitó por la barandilla del castillo de popa y cayó muerto a sus pies. El halfling miró
hacia atrás y vio a Phelpsi Sestero, que parecía estar disfrutando de lo lindo; el viejo marinero daba
palmaditas a una vieja ballesta y sonreía de oreja a oreja, dejando a la vista los numerosos huecos de su
dentadura.
El estruendo de armas entrechocando en las cubiertas de las cuatro naves continuó durante más de
media hora; cuando por fin cesó la lucha, los cíclopes habían sido derrotados, si bien habían caído
muchos eriadoranos. En aguas más abiertas, las cosas les iban todavía peor a los marineros de Eriador,
superados en las tácticas por las tripulaciones de los galeones avoneses, más expertas en estas lides.
Katerin organizó lo que quedaba de las dos tripulaciones eriadoranas, el número de marineros
suficiente para manejar un par de barcos. Por desgracia, la única nave de las cuatro que podía prepararse
rápidamente para empezar a navegar era el galeón avonés situado a estribor del primer barco eriadorano.
Pasaron a él a través de tablones tendidos entre nave y nave, y la tripulación se puso manos a la obra,
cambiando la bandera, desenredando el aparejo, y ocupando posiciones. Dejaron atrás los tres navíos
enredados, a sus propios muertos, y a más de seiscientos cíclopes abatidos; las velas se largaron, se
hincharon con el aire, y el galeón avanzó valerosamente hacia el oeste, en medio del fuego cruzado de la
violenta batalla.
170
R.A. Salvatore El rey dragón
La lucha continuó durante varias horas en las que el cansancio se cobró más bajas entre hombres y
cíclopes que las propias flechas. De los ochenta y siete barcos que habían iniciado la batalla, diecisiete
estaban fuera de combate, o hundidos o inutilizados, con las banderas bajadas en señal de rendición,
meciéndose a la deriva por las olas o por la estela dejada al paso de otros barcos.
Y más de la mitad de esos diecisiete eran eriadoranos.
Katerin no había perdido la esperanza de que todavía pudieran alzarse con la victoria, pero
comprendía que su flota habría quedado muy debilitada cuando saliera por el extremo meridional del
estrecho de Mann, demasiado reducida para que fuera un factor decisivo aun en el caso de que llegara al
río Stratton y al malecón del puerto de Carlisle.
Pero tenían que seguir luchando, porque cada barco avonés que se fuera a pique, sería uno menos
para atacar a Puerto Carlo o a Puerta de Diamante o incluso a su isla natal, Bedwydrin.
—Los brutos de un ojo son buenos —comentó el viejo Sestero, de pie junto a Katerin, que iba a la
rueda del timón, y de Oliver, que seguía montado en su poni.
En realidad, los pilotos de las naves avonesas eran casi todos humanos, pero Katerin no pudo
contradecir a Phelpsi por mucho que detestara reconocer algún mérito a los malditos cíclopes.
—Hay un viejo dicho gascón —intervino Oliver—. Mi señor padre me lo dijo una vez: «En un
combate cuenta la destreza, pero también el corazón». Y también me dijo —continuó, adoptando una
pose gallarda— «Un bruto de un ojo tiene un tórax muy grande, pero un corazón muy chico».
Venceremos.
La gran seguridad en la voz del halfling al pronunciar la última palabra, «venceremos», impresionó
mucho a Katerin. Con un gruñido de resolución, situó al barco en el ángulo preciso para interceptar a la
nave avonesa más próxima y ordenó navegar a todo trapo.
La joven tuvo cuidado esta vez para no atorarse; había demasiados barcos avoneses para que uno
eriadorano quedara atascado con otro. Su tripulación era mucho más numerosa que antes con más de
cuatrocientos marineros, y, cuando el galeón se deslizó ante la proa de la nave avonesa, la andanada de
flechas que se descargó sobre la cubierta del barco enemigo se cobró muchas víctimas, incluidos dos
humanos y un cíclope que se encontraban cerca de la rueda de timón.
La tripulación vitoreó a Katerin; la catapulta disparó otro proyectil cuando la temeraria mujer hizo
un pronunciado viraje que situó a la nave en posición de ataque antes de que en la avonesa se tuviera
tiempo de reemplazar a los timoneles y reaccionar de manera adecuada. Esta vez, Katerin cortó por la
popa del galeón enemigo, y la andanada se inició antes, de modo que barrió cíclopes, arqueros y dotación
de catapulta de la cubierta de popa. Los arqueros eriadoranos lanzaron una segunda y una tercera
andanada mientras el barco pasaba, y la catapulta esperó hasta el momento óptimo para arrojar una bola
de brea ardiente contra el palo mayor de la nave avonesa; el mástil ardió como una gigantesca vela.
De nuevo, la respuesta del barco avonés fue escasa y sin consecuencias, pero Katerin sabía muy
bien que no debía dar una tercera oportunidad a su enemigo, máxime llevando todo el velamen
desplegado y ofreciendo un blanco tan fácil, de manera que sacó de allí al barco a todo trapo. Sabía que
luchar contra tantas naves enemigas en unas aguas tan peligrosas y con tan poco espacio era temerario;
una bola de brea prendida podía convertir en una pira la cubierta, y una flecha encendida podía destruir
un mástil.
—Quizá deberíamos recoger velas en posición de batalla —sugirió Oliver mientras el galeón se
aproximaba velozmente a un par de barcos avoneses.
—Eres tú el que siempre dice que los cíclopes son muy malos con el arco —replicó Katerin—.
Según tú, no acertarían a dar ni a una montaña.
Oliver miró hacia arriba y le pareció que aquellas velas hinchadas eran blancos mucho más grandes
que cualquier montaña. Luego bajó la vista hacia la testaruda Katerin y sacudió la cabeza con gesto
impotente.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Katerin no tuvo que mirarlo para saber lo que pensaba, pero hizo caso omiso y aceptó correr el
riesgo. Era el momento de ser arrojado, incluso rozando la temeridad. Divisó un par de naves avonesas y
viró hacia ellas.
Pero hasta la osada mujer tuvo que echar marcha atrás cuando se dio cuenta de que los dos galeones
también los habían localizado a ellos y se pasaban órdenes para lanzar un ataque coordinado. Con un
gruñido de frustración, Katerin viró bruscamente a babor, con lo que la nave escoró pronunciadamente.
Su tripulación disparó una andanada, al igual que las avonesas, pero los barcos estaban todavía demasiado
distantes y ninguno de los tres consiguió hacer blancos que tuvieran consecuencias.
La expresión frustrada de Katerin se desvaneció para dejar paso a una sonrisa al cabo de unos
instantes, cuando su tripulación empezó a clamar y vitorear con entusiasmo. Tres barcos eriadoranos se
habían echado sobre los avoneses por el lado contrario mientras estaban pendientes del de Katerin, y las
naves enemigas no habían sido capaces de reaccionar a tiempo. Las dos intentaron virar los costados
hacia la nueva amenaza, pero lo habían hecho hacia dentro y se habían enredado entre sí. Ahora las
tripulaciones de las naves avonesas estaban más volcadas en combatir las llamas que en hacerlo contra el
enemigo, pues los tres barcos eriadoranos habían empezado a navegar en círculo y a lanzar flechas, bolas
de brea y enormes piedras contra los galeones avoneses antes de que otros barcos enemigos consiguieran
llegar hasta ellos y los obligaran a huir.
«Bien, pues seré el ratón que sirve de cebo a los gatos avoneses», pensó Katerin. Sería la
distracción, el pequeño roedor veloz y atrevido que intentaría no caer en las garras del gato mientras que
sus compañeros de otros barcos encontraban los huecos que dejaría en su precipitada huida.
De los siguientes ocho barcos que rindieron bandera o empezaron a hacer agua, seis eran avoneses.
El ánimo de los eriadoranos se reanimó, y sus energías para luchar se redoblaron mientras el sol
comenzaba su descenso por el oeste. Puede que la más animosa de todos fuera Katerin, esa mujer
intrépida, rebosante de energía, luchadora incansable por Eriador. Decidió que continuaría realizando la
misma maniobra arriesgada hasta que echaran abajo sus velas, y aun entonces encontraría otro barco
avonés al que embestir para seguir combatiendo.
No obstante, el modo en que Oliver gimió la hizo pararse a pensar; era un hondo lamento como
jamás había oído. Miró al halfling y luego siguió la dirección de sus ojos hacia el norte, a estribor.
Allí vio el final de la invasión, la perdición de su flota: un sólido muro de velas que cubría el
horizonte. Los navíos no eran tan grandes como los galeones, pero tampoco del tamaño de pesqueros.
—¿Cuántos son? —jadeó Katerin—. ¿Un centenar?
—¡Pabellón verde! —gritó un marinero encaramado a la verga del palo mayor que había avistado a
la nueva flota mientras intentaba reparar algún desperfecto del aparejo—. ¡Bordeado en blanco!
A Katerin no le sorprendió. Había esperado la aparición de los recién llegados, aunque no en un
número tan considerable.
—Baranduine —masculló con desaliento.
Phelpsi Sestero se acercó con su andar bamboleante.
—No son mala gente, esos baranduinos —dijo—. En nada parecidos a estos condenados cíclopes.
Me he encontrado con ellos a menudo en alta mar. Tal vez acepten una rendición honorable.
La mera mención de la palabra hizo que a Katerin le rechinaran los dientes. ¿Cómo iban a capitular
y dejar así totalmente indefensa la costa occidental de Eriador? ¿Qué harían Brind'Amour y sus fuerzas si
Verderol entraba por la retaguardia y aplastaba a Caer MacDonald?
De repente, una humareda anaranjada se levantó en cubierta, justo delante de la rueda de timón, un
estallido que pareció surgir de la nada, y, tras el sobresalto inicial, Katerin creyó saber la respuesta.
¿Habría venido Brind'Amour para hablar con ella en persona?
Cuando el humo aclaró, empero, la joven no vio a su soberano, sino a otro hombre de mediana
edad, pero indiscutiblemente apuesto. Sus ropas eran adecuadas para el tiempo y los rigores del mar,
aunque elegantes, y ponían de manifiesto que quien las llevaba no era un necesitado.
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—Saludos —dijo con educación el recién llegado al tiempo que hacía una reverencia.
Sus ojos se quedaron prendidos en Oliver, en la imagen que ofrecía el halfling con todos sus
aderezos (capa púrpura, calzón y guantes verdes, y sombrero de ala ancha con plumas) encaramado a
lomos de su Pelón—. Soy el duque Ashannon McLenny, de Laurofiel, en Baranduine.
Katerin y el viejo Sestero estaban boquiabiertos.
—No encuentro muy divertido tu tonta exhibición de trucos mágicos —manifestó el halfling, a
quien nunca le faltaban palabras—. La etiqueta exige que pidas permiso antes de subir a bordo de un
barco.
Aquello hizo sonreír a Ashannon.
—No tenía muchas opciones —explicó—. De hecho, el vuestro es el tercer barco eriadorano que he
abordado ya. He de hablar con una mujer, una tal Katerin O'Hale, y con un marinero de Puerto Carlo que
se llama Sestero, y con un halfling... —Dejó sin terminar la frase y siguió contemplando de hito en hito al
estrafalario Oliver—. Tú debes de ser Oliver deBurrows —sacó la conclusión, pues simplemente no podía
haber otro halfling igual a éste en todo Avon del Mar.
—Y yo, Katerin O'Hale —intervino la joven, que había recuperado el habla... y la rabia.
Su mano fue de inmediato hacia la empuñadura de la espada. El hombre que tenía delante era uno
de los duques hechiceros de Verderol y, habida cuenta de sus anteriores experiencias, su aliado
demoníaco no andaría muy lejos.
—No temas —le aseguró Ashannon—. No he venido a vosotros como enemigo. Tal vez haya quien
me considere un necio por ello, pero no lo soy.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Oliver.
Ashannon señaló hacia el norte, obligándolos a todos a volver de nuevo la vista hacia la flota que se
aproximaba.
—He traído un centenar de barcos —empezó.
—Y vienes a pedir que nos rindamos —dijo Katerin con expresión sombría; no estaba segura de
que pudiera rechazar una oportunidad así.
Los barcos baranduinos se acercaban a gran velocidad a un grupo de varios galeones avoneses, en
los que las tripulaciones, en su mayoría de cíclopes, se agolpaban en las batayolas y vitoreaban como
locos.
—Ahora veréis —dijo Ashannon, sonriente, y se giró en aquella dirección.
Al acabar las primeras andanadas de flechas, de bolas de humeante tierra marrón que explotaba al
caer, y de proyectiles de balistas, la mayoría de los cíclopes de aquellos barcos avoneses estaban muertos
y el fuego hacía estragos en los galeones.
Katerin, Sestero y Oliver miraron al duque de Laurofiel, perplejos.
—He hablado con Brind'Amour —explicó Ashannon—. Baranduine no es partidaria de Verderol.
Haced correr la voz por vuestra flota —instruyó—. Os lo advierto: cualquiera de mis barcos que sea
atacado, responderá.
Desapareció en medio de otro estallido de humo, y la visión de otro similar en medio de la flota
baranduina reveló a los tres pasmados compañeros cuál era el buque insignia de Ashannon.
La batalla finalizó al cabo de unas horas, ya oscurecido, con treinta galeones avoneses echados a
pique y diez más huyendo en clara retirada, y una flota invasora cansada y vapuleada, pero ahora
triplicada, presta para proseguir la singladura. Los baranduinos enviaron a expertos marinos en ayuda de
los eriadoranos, y también transportaron, con todo tipo de precauciones, algunas bombas de turba, las
oscuras bolas terrosas que explotaban con el impacto de un golpe.
Katerin y Oliver aceptaron prestos la invitación de McLenny de ir a su buque insignia, los dos muy
intrigados y llenos de esperanza.
173
R.A. Salvatore El rey dragón
La flota, con más de un centenar de naves, salió por el extremo meridional del estrecho de Mann y
dejó atrás las luces de Mannington antes del amanecer.
174
R.A. Salvatore El rey dragón
XXVI
—Cuando el duque Theredon se encuentra ausente, yo estoy al mando —insistió el brutal cíclope,
escupiendo las palabras literalmente mientras se golpeaba con el sucio pulgar el tórax, grande como un
barril.
Deanna Benedigno escrutó al bruto de un ojo. Los cíclopes le habían parecido siempre repulsivos y
feos, pero éste, el subcomandante Kreignik, se llevaba la palma. Su ojo bulboso rezumaba un humor
amarillo que formaba una reseca costra a un lado de la ancha nariz del bruto, rota por varios sitios. Los
dientes de Kreignik eran demasiado largos y estaban retorcidos, de manera que le sobresalían en extraños
ángulos por la línea quebrada de los labios partidos; al cíclope le habían aplastado el pómulo izquierdo en
una lucha mucho tiempo atrás, dejándole la mitad del rostro hundido, lo que le daba un aspecto ladeado y
desproporcionado.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Soy una duquesa, igual en rango a tu ausente señor —le recordó Deanna, pero Kreignik empezó a
sacudir la fea cabeza antes de que la mujer hubiera terminado de hablar.
—No en Warchester —insistió el bruto.
Deanna era consciente de que no podía ganar esta batalla verbal. Desde su llegada a través de un
túnel mágico la noche anterior, había recibido un trato irrespetuoso. Como todos los hechiceros de la
corte de Verderol, justificadamente paranoicos, Theredon había puesto protecciones contra las intrusiones
de cualquier otro hechicero. Las órdenes del duque muerto dadas a Kreignik, y seguramente a todos los
cíclopes con rango inferior al subcomandante, eran inflexibles; hasta el propio Verderol tendría
problemas para hacer que el bruto incumpliera lo ordenado por su señor. Probablemente, Kreignik no era
el primer cíclope que alcanzaba el rango de subcomandante en Warchester. Los hombres como Theredon
tanteaban a sus subordinados adoptando, por ejemplo, la apariencia de otro duque y ponían a prueba la
lealtad de los oficiales cíclopes. El incumplimiento de las órdenes específicas de Theredon suponía una
muerte terrible.
Sin duda, Kreignik había sido testigo de algún evento semejante. No había amenazas ni
razonamientos que Deanna pudiera esgrimir para hacer cambiar de parecer al empecinado bruto de un
ojo. Kreignik se volvió y, cuando Deanna miró detrás del corpulento bruto, vio al duque Theredon
caminando pasillo adelante.
La duquesa se encogió al observar al hombre. Aunque había adoptado la apariencia de Theredon,
todos los gestos de Brind'Amour eran un fiasco, ya que andaba como un hombre mayor, no con la
seguridad y el paso brioso del fornido duque.
—¡Y temías que mis soldados no estuvieran listos! —bramó el falso duque con voz estentórea al
tiempo que daba unas palmadas en la espalda a Kreignik, otra acción equivocada que hizo encogerse a
Deanna— ¿Listos? ¡Vaya, con todos los cíclopes que han venido del norte estamos más que listos!
Deanna reparó en la expresión desconfiada de Kreignik y supo que tenía que hacer algo para salvar
la situación.
—Oh, mi querido duque Theredon —dijo entre risas—, has estado catando ese caldo blondo que te
regalé.
—¿Qué? —balbució Brind'Amour, que se puso serio al ver que Deanna apretaba los labios tan
pronto como su risita, obviamente fingida, se cortó—. Oh, si —improvisó—. Pero no demasiado.
—Te advertí que su alta graduación tenía el efecto de una patada —dijo Deanna, y Brind'Amour
comprendió que a la mujer le habría gustado patearlo de verdad—. ¿Cómo vas a dar la talla en la
inminente batalla?
—¿Dar la talla? —se mofó el viejo mago, que asumió una actitud más regia— Con los guardias
pretorianos de Cruz de Hierro, calculo que superamos a esos necios eriadoranos casi en dos a uno. ¡Y
estamos del lado bueno de las murallas! —Chasqueó los dedos ante el rostro impasible de Deanna—. ¡No
podrían tomar Warchester ni en cien años!
A Kreignik pareció complacerle esa manifestación, hasta el punto de borrarse su gesto ceñudo.
Incluso osó palmear la espalda del falso duque, aunque Brind'Amour le dirigió una mirada tan fría que le
hizo retirar la mano.
—Entonces es posible que no ataquen sino que no pongan cerco —se apresuró a intervenir Deanna.
Brind'Amour se echó a reír y Kreignik se sumó a sus carcajadas, pero Deanna no lo encontró
divertido. Después de todo, el plan era convencer al subcomandante cíclope de que retener a sus huestes
dentro de la ciudad sería estúpido y peligroso. Las palabras de Brind'Amour no podían ser más acertadas;
aun cuando Deanna y él utilizaran su magia, los eriadoranos tenían muy pocas posibilidades, por no decir
ninguna, de abrirse paso a través de las puertas fortificadas estando la ciudad a rebosar con los cíclopes
que se habían retirado de las montañas. Aun en el caso de que Luthien y Bellick lograran entrar e
imponerse, su ejército quedaría muy mermado, y todavía restaban más de trescientos kilómetros para
llegar a Carlisle.
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R.A. Salvatore El rey dragón
A Deanna se le puso la piel de gallina cuando una oleada de ansiedad se apoderó de ella. Todo este
asunto le parecía de repente temerario; ¿qué esperanza tenían de salir victoriosos de todas las batallas en
su camino a Carlisle? ¿Y cómo pensaba derrotar a Verderol aun con la ayuda de Brind'Amour y
Ashannon? La duquesa desechó esas ideas desalentadoras recordándose que la fuerza de Verderol residía
principalmente en el terror que imponía y en las hordas cíclopes que había agrupado bajo su mando. La
magia, los demonios y los dragones eran armas poderosas, pero lo que al final haría inclinarse la balanza
a uno u otro lado sería la resolución de los soldados corrientes y la astucia de sus líderes.
Recobrada la calma, Deanna se centró en la tarea que tenían entre manos, es decir, convencer a
Kreignik para que las tropas salieran de Warchester. Estaba a punto de intentarlo dándole otro enfoque
cuando Brind'Amour dejó de reírse bruscamente.
—¡Eso es! —exclamó el viejo mago mirando a Kreignik.
El cíclope retrocedió un paso con una expresión desconcertada.
—¿No te das cuenta de la oportunidad que tenemos? —gritó Brind'Amour, que empezó a moverse
de un lado a otro del pasillo—. Podemos tomar la ofensiva, Kreignik —explicó—. Saldremos a campo
abierto y los destruiremos totalmente. Capturaremos a ese necio, la Sombra Carmesí, y también al
estúpido Brind'Amour si está entre sus filas. ¡Oh, qué regalos nos dará Verderol cuando le entreguemos a
los eriadoranos!
Kreignik no parecía muy convencido, aunque le costaba trabajo disimular que le fascinaba la
posibilidad de alcanzar tal gloria.
—No tenemos opción en ese asunto —se apresuró a intervenir la duquesa—. De acuerdo con los
informes, hay otro ejército eriadorano rodeando la estribación meridional de Cruz de Hierro. Si el que
está a nuestras puertas se queda atascado en los campos que rodean Warchester, es lógico pensar que el
segundo ejército se unirá a él. O, lo que es peor, que los dos ejércitos pasen de largo Warchester y
marchen directamente contra Carlisle.
—Entonces, los perseguiremos —razonó Kreignik—. Los cogeremos por la retaguardia y los
aplastaremos contra las murallas de Carlisle.
Brind'Amour echó un brazo sobre los anchos hombros del cíclope.
—¿Te gustaría ser el encargado de decir al rey Verderol que de manera deliberada permitimos que
los eriadoranos llegaran hasta Carlisle sin hacer nada para impedírselo? —preguntó con voz suave.
El bruto se irguió bruscamente, como si hubiera recibido una bofetada.
—¡Los cogeremos por sorpresa! —proclamó—. ¡Diez mil pretorianos saldrán de la ciudad esta
noche!
Brind'Amour le hizo un guiño a Deanna, y la duquesa respondió con un leve cabeceo y una sonrisa
antes de que Kreignik se volviera hacia ella. Entonces reparó en que Brind'Amour se había puesto tenso
de repente, la sonrisa desaparecida de su semblante. El hechicero miró a su alrededor frenéticamente, y
Deanna no alcanzó a comprender qué era lo que le había causado semejante angustia.
—El vino blondo —farfulló el viejo mago—. Tengo que... —Contuvo un grito y echó a correr,
dejando perpleja a la duquesa.
El desconcierto de Deanna sólo duró un momento, hasta que el rey Verderol apareció por la esquina
del pasillo flanqueado por una escolta de cinco guardias pretorianos. Deanna estuvo en un tris de
desmayarse.
—Mi señor —balbució saludando con respeto.
—¿Qué preparativos has hecho, duquesa Benedigno? —inquirió el rey con brusquedad—. ¿Y por
qué no has regresado a Mannington para dirigir la flota contra los eriadoranos?
—Yo... No pensé que una flotilla eriadorana tan reducida representara ningún problema —explicó
Deanna—. Mis capitanes son más expertos, y sin duda el duque Ashannon cruzará el canal. —La mujer
hablaba sin saber casi qué decía en su desesperado intento por improvisar—. La amenaza más inminente
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R.A. Salvatore El rey dragón
parecía ser este ejército. La rapidez y firmeza de su avance han sido extraordinarias. No podía dejar a
Warchester desatendida.
Verderol meditó un momento y asintió, aunque sus ojos no siguieron clavados en los de Deanna.
—Así que viniste a Warchester para tomar el mando —dijo el rey.
—Tal como lo hablamos —repuso Deanna, que evitaba con empeño mirar a Kreignik.
Verderol asintió y se volvió hacia el oficial cíclope.
—¿Y qué habéis planeado? —preguntó.
—Saldremos a destruir al enemigo en campo abierto —contestó el subcomandante.
Deanna contuvo el aliento, sin saber cómo reaccionaría Verderol ante una maniobra tan arriesgada.
Después de todo, el rey sabía que los eriadoranos no tenían la menor posibilidad de tomar Warchester,
sobre todo creyendo que Brind'Amour había muerto.
—¿Ha sido idea de la duquesa? —preguntó Verderol.
Por el tono de su voz, Deanna supo que el rey estaba indagando para sacar la verdad a la luz. Se
preguntó si Brind'Amour saldría a descubierto ahora para desafiar a Verderol de una vez por todas. La
duquesa se sintió desfallecer ante tal posibilidad. Ni el mago eriadorano ni ella estaban en condiciones
para enfrentarse a semejante reto; los dos estaban mágicamente exhaustos por el viaje a la ciudad, y
Brind'Amour lo estaba aún más con su suplantación del duque. Además, luchar contra el rey de Avon
aquí, en medio de una plaza fuerte avonesa y con más de quince mil cíclopes rodeándolo, era una
insensatez.
Kreignik se puso firme.
—Pensé que... —tartamudeó—. La duquesa no fue... Quiero decir... —siguió balbuceando el
cíclope, y más cuando los oscuros ojos de Verderol relampaguearon peligrosamente y el rey empezó a
mover los brazos.
Kreignik hizo una profunda inhalación con la obvia intención de aclarar sus ideas, pero, antes de
que el bruto pronunciara una palabra más, estaba muerto, convertido en un bulto informe y humeante en
el suelo.
Deanna tenía los ojos desorbitados, y después volvió la mirada estupefacta hacia Verderol, que
sacudía la cabeza con gesto irritado.
Observando a través de un espejo que había en una habitación apartada, lejos del corredor,
Brind'Amour también contemplaba la escena con los ojos muy abiertos. El viejo mago sabía que debía
interrumpir la conexión —verdaderamente, estaba corriendo un riesgo inmenso al espiar mágicamente
con Verderol tan cerca—, pero temía que el rey avonés los hubiera descubierto, que Deanna necesitara su
ayuda. Sintió cierto alivio cuando dirigió la mirada hacia el polvo amarillo que había echado por el
perímetro del cuarto la noche anterior. El espejo sólo estaba conectado con el interior de palacio, pero
incluso eso era peligroso, comprendió Brind'Amour. Había percibido la presencia de Verderol por pura
casualidad, por un golpe de suerte, y ahora sólo le quedaba esperar que la fortuna no le sonriera también
al rey avonés. Brind'Amour no deseaba tener un enfrentamiento ahora, no aquí, no estando Luthien ahí
fuera, en el campo, ignorante de lo que estaba ocurriendo. Al principio se planteó la posibilidad de
abalanzarse sobre el rey avonés en un desesperado intento de acabar con este feo asunto de una vez por
todas. Pero actuar de ese modo habría sido su muerte, y también la de Deanna, aun en el caso de que entre
los dos hubieran conseguido vencer a Verderol. Brind'Amour lamentó una vez más la debilidad de la
magia en estos tiempos. Antaño, si otro hechicero y él se hubieran visto abocados a una batalla personal,
entonces todos los soldados —humanos y cíclopes— presentes en la zona, habrían corrido en busca de
refugio, no habrían sido en absoluto trascendentes en el devenir del combate mágico. Pero ahora una
espada podía ser un arma formidable contra un hechicero, y esos cíclopes que rodeaban protectoramente a
Verderol sabían sin duda cómo manejar sus espadas.
Así que Brind'Amour no pudo hacer otra cosa que observar y rezar: rezar para que Deanna no
cometiera errores y para que Verderol no percibiera su presencia.
178
R.A. Salvatore El rey dragón
—Cíclopes —espetó con enojo el rey avonés—. Las instrucciones que tenía éste eran explícitas: sólo el
duque Theredon Rees o yo mismo podíamos impartir órdenes respecto a la guarnición de Warchester.
Pero ahí está el muy necio, doblegándose a instancias de la duquesa de Mannington.
—¿Desaprobáis mi plan? —preguntó Deanna, que se esforzaba por no dejar entrever en el tono de
su voz el gran alivio que sentía—. Creí que habíamos acordado...
—Por supuesto que no lo desapruebo —replicó Verderol con un gruñido, muy agitado—. Tengo a
los eriadoranos dirigiéndose hacia mí desde cuatro direcciones distintas. Tú destruirás al ejército que
viene por el centro, aquí, en tanto que Ashannon aplasta a su flanco en el estrecho, de modo que la
amenaza, si es que la hubo, se termina.
»¡Pero no pienses que tu cometido habrá acabado! —espetó Verderol de improviso, con un timbre
cortante, y Deanna sufrió un sobresalto—. Cuento con que los invasores sean arrasados, hasta el último
humano y enano, y después os encomiendo a Ashannon y a ti que dirijáis el contraataque. Tú desandarás
los pasos dados por Brind'Amour de vuelta hacia el norte, y Ashannon navegará hacia Puerto Carlo.
Ambas fuerzas se reunirán en Monforte, la ciudad que esos advenedizos llaman Caer MacDonald. ¡Haz
que mi pendón vuelva a ondear sobre la ciudad, en ello te va la vida! —Hizo una pausa breve, estudiando
a la duquesa con intensidad, sin duda recordando su fracaso en Cruz de Hierro—. ¡Acaba con todo aquel
que se oponga, y mata también a sus hijos! —terminó, entrecerrando los ojos hasta hacerlos meras
rendijas.
Deanna asentía a cada palabra, contenta de que Verderol siguiera guiándose por su típico exceso de
confianza en sí mismo, y muy aliviada de que se sintiera demasiado seguro para sospechar siquiera la
traición que Brind'Amour y ella habían planeado aquí mismo, en Warchester. Además, las órdenes del rey
acabaron con las dudas que la duquesa pudiera tener respecto a si estaba haciendo lo correcto. Cuando el
perverso Verderol le dijo que matara a los niños, hablaba en serio.
Tan en serio como cuando decidió asesinar a los hermanos y la hermana de Deanna aquella noche
en Carlisle.
La duquesa tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad y a los años de entrenamiento para
mantener ocultos sus pensamientos y disimular sus emociones. Oh, cómo deseaba fulminar en este mismo
momento al perverso rey, forzar a Brind'Amour a un enfrentamiento para así vengarse de este hombre
infame por la muerte de su familia.
En lugar de ello, esbozó una sonrisa aviesa y asintió.
—Tú —llamó Verderol a uno de sus escoltas cíclopes.
El guardia pretoriano se adelantó prontamente, temeroso de correr la misma suerte que el
subcomandante Kreignik.
—¿Cómo te llamas?
—Akrass, señor.
—Subcomandante Akrass —lo corrigió Verderol—. Obedecerás las órdenes de la duquesa
Benedigno como si las recibieras del duque Theredon Rees.
—No puedo. —Akrass sacudió la cabeza—. Mis órdenes son permanecer junto a vos hasta la
muerte.
Verderol soltó una queda risita y asintió.
—Has pasado la prueba —le aseguró al bruto—. Pero quedas eximido de tu obligación por mi
voluntad.
»Deanna Benedigno es la duquesa de Warchester —continuó, y se volvió hacia la mujer para
añadir— Temporalmente.
Esto cogió por sorpresa a los cinco guardias pretorianos, y Akrass osó incluso volverse a mirar a los
otros.
Deanna aceptó con un cabeceo.
179
R.A. Salvatore El rey dragón
Anteriormente, Luthien había sido informado de que una gran criatura alada había aterrizado en los
campos al sur de Warchester. Las descripciones fueron imprecisas; el ejército se encontraba todavía a
varios kilómetros de la ciudad, y a una distancia aún mayor de esos campos meridionales, pero el joven
Bedwyr imaginó a qué se referían sus exploradores.
Esta vez también él vio a la bestia —su gran cuerpo de reptil, la enorme envergadura de sus alas, y
su larga y serpentina cola— mientras se alejaba volando hacia el sureste. Los riscos junto a los que
pasaba lo hacían parecer un ave, pero el joven Bedwyr no se dejó engañar por la engañosa perspectiva.
Era un dragón.
Aquella imagen hizo que a Luthien se le cayera el alma a los pies. Era una de las pocas personas
que se había enfrentado a un dragón y seguía con vida para contarlo, aunque sólo había logrado escapar
gracias a la suerte y a la intervención de Brind'Amour. El joven Bedwyr ni siquiera podía imaginar cómo
combatir a semejante enemigo; se preguntó si todo su ejército sería capaz de inferir algún daño a la
enorme bestia si ésta viraba de repente hacia el norte y los atacaba.
Luthien rechazó aquella idea; si el dragón hubiera tenido esa intención, habría volado hacia el norte
y habría escupido su fuego para acabar con hombres y enanos. El joven volvió la vista hacia sus tropas y
recobró el ánimo. Que ese reptil viniera hacia ellos si se atrevía, pensó. ¡La andanada de flechas que
dispararían sería tan copiosa que el propio peso bastaría para derribar a la bestia!
El dragón seguía volando hacia el este, comprobó Luthien cuando volvió a mirar en aquella
dirección, y ahora era poco más que una mota en el horizonte.
—Sí, márchate —musitó el joven como si fuera una plegaria.
No obstante, sospechaba que volvería a verlo. Había aterrizado al sur de Warchester, lo que
significaba que los aliados de Verderol no se limitaban a cíclopes y un puñado de hechiceros.
180
R.A. Salvatore El rey dragón
—¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Por qué se lo dijiste? —preguntó Brind'Amour, que había recuperado su
propia apariencia, cuando Deanna y él se encontraron a solas en el cuarto cerrado y sellado mágicamente.
Deanna no pareció entender a qué se refería.
—Lo de los huegotes —explicó el viejo mago con impaciencia, pues la duquesa sabía de sobra a
qué se refería—. ¿Cómo pudiste decirle a Verderol lo de los huegotes?
—Me pareció lo menos perjudicial —repuso Deanna con aparente despreocupación, encogiéndose
de hombros—. Si Verderol se hubiera dirigido al oeste, como pretendía, entonces Ashannon y nuestras
flotas se enfrentarían a una gran presión o incluso a la destrucción, habida cuenta del poder destructivo
que un hechicero como él podría desatar sobre el velamen y la madera de los barcos en plena travesía. Y,
lo que aún sería peor para todos nosotros, si Verderol hubiera volado hacia el oeste probablemente habría
descubierto toda la verdad. Al dirigirse al este, perderá muchos días confirmando la información sobre los
huegotes, si es que navegan tan lejos de tierra como crees. Unos días que necesitaremos si queremos
llegar a Carlisle.
Brind'Amour estaba molesto, pero entendía el razonamiento de Deanna. Tenía que haber una parte
de verdad en la telaraña de mentiras, y el mago era consciente de ello y de que esa verdad tenía que ser
convincente. Deanna había lanzado a Verderol una información valiosa para conservar su confianza en
ella, algo que, ciertamente, la duquesa y el viejo mago necesitaban. Aquella confianza que Verderol
seguía teniendo en sí mismo y en quienes había subyugado era la única razón de que permaneciera tan
ciego a la traición que se había fraguado. Con todo, a Brind'Amour se le pasó por la cabeza que las metas
de Deanna y las suyas propias no eran exactamente las mismas. Los dos deseaban derrocar a Verderol,
pero Brind'Amour no creía que la duquesa vertiera muchas lágrimas si las fuerzas eriadoranas, enanas y
huegotes resultaban drásticamente reducidas en el proceso.
Tendría que estar ojo avizor con Deanna Benedigno. Teniendo eso presente, el mago cerró los ojos
y empezó a transformarse de nuevo en el duque Theredon Rees.
—¿Te quedan fuerzas para eso? —preguntó Deanna, que sacó a Brind'Amour de su abstracción. El
viejo mago la miró sin comprender—. Está a punto de anochecer.
Brind'Amour asintió al comprender el razonamiento de la mujer. Akrass estaría muy ocupado
reuniendo a los diez mil soldados que saldrían de Warchester al abrigo de la oscuridad.
—El disfraz de Theredon está listo para la representación.
Deanna no estaba segura de que eso fuera necesario ni acertado, ya que tendrían que inventar otra
mentira para satisfacer la curiosidad de Akrass. Después de todo, Verderol había dado poder
públicamente a la duquesa sobre toda la guarnición de Warchester, y la presencia de Theredon no era
necesaria.
También Brind'Amour se daba cuenta de eso, pero no estaba dispuesto a dejar que diez mil cíclopes
salieran de la ciudad bajo el control de Deanna estando su ejército en una posición que lo haría muy
vulnerable si las cosas no se llevaban bien. Todavía no.
La pareja abandonó el cuarto poco después para reunirse con Akrass, a quien la duquesa explicó
que en vista de que Theredon había regresado —¿y no se llevaría Verderol una gran alegría al enterarse
de que su duque seguía vivo?— ella le había entregado el mando, pero seguía vigente lo dicho por el rey
respecto a su posición de poder, de manera que actuaría como mano derecha del duque.
Akrass lo creyó. ¿Qué otra opción tenía el pobre bruto?
Salieron por las puertas después del ocaso, con la luna llena asomando por el este. «Theredon» y
Deanna encabezaban la marcha junto con Akrass, que estaba hinchado de orgullo. El bruto de un ojo no
tenía reparos para golpear a cualquiera que se acercara demasiado o incluso que mostrara la más mínima
falta de respeto.
Antes de que hubieran llegado muy lejos, antes de que toda la columna cíclope hubiera cruzado las
enormes puertas, Brind'Amour lanzó un silbido que era una llamada y que, un instante después, era
respondida por un pequeño búho que se posó en el brazo del hechicero y ladeó la cabeza con curiosidad.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Brind'Amour susurró algo al oído del ave y lo despidió; el búho voló hacia el norte a toda
velocidad.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó Akrass.
El mago lo miró ceñudo, recordándole que su recién adquirida categoría no incluía hacer preguntas
al duque de Warchester. El cíclope agachó los ojos como correspondía.
—Ahora tendremos ojos en la distancia —comentó Brind'Amour a Deanna.
—Ojos y un plan —contestó la duquesa.
Éste era muy simple: los cíclopes se dividieron en tres grupos, uno con tres mil soldados que
cruzaría el Dunkery para flanquear a los eriadoranos por la derecha; el segundo con otros tres mil que
cruzarían el río Lauro para flanquear al enemigo por la izquierda; y el tercero con los restantes cuatro mil
soldados, entre los que iba una numerosa tropa de caballería en porciballos, avanzando en línea recta
hacia el norte, entre los dos ríos, en dirección al campamento eriadorano. Este último grupo sería el
encargado de lanzar el ataque inicial. La confusión que se desataría entre las filas enemigas se convertiría
en pánico tan pronto como los cíclopes de los flancos cruzaran de nuevo el Dunkery y el Lauro actuando
como una tenaza.
Pero Brind'Amour y Deanna tenían otras ideas.
Luthien, Bellick y Siobhan reaccionaron con premura cuando les llegó la noticia de que un ave
parlante había llegado al campamento. El joven Bedwyr rogó que esto fuera obra de Brind'Amour o
incluso el mago en persona bajo la apariencia de un ave.
Sufrió una desilusión cuando vio al búho posado en una rama baja. Parecía estar ajeno a cuanto lo
rodeaba, y aunque Brind'Amour había adoptado la apariencia de búho en varias ocasiones, Luthien se dio
cuenta de que éste no era el hechicero. Aun así, saltaba a la vista que había algo de magia en el búho, ya
que, ciertamente, estaba hablando; más bien se limitaba a repetir un nombre: Burgo del Príncipe.
—¿Brind'Amour ha ido a Burgo del Príncipe? —preguntó Siobhan al ave.
—Burgo del Príncipe —reiteró el búho.
—Al menos ahora sabemos adónde fue el mago —comentó Bellick con tono seco, disgustado con
la idea de que Brind'Amour no se uniera a ellos en el trascendental ataque a Warchester.
Que ellos supieran, había un hechicero enemigo preparado para hacer frente a esa carga.
Luthien no estaba tan convencido. Intentó interrogar al ave siguiendo otros derroteros: «¿Tenemos
que ir a Burgo del Príncipe?» o «¿Se ha declarado Burgo del Príncipe leal a Eriador?»; pero la única
respuesta del búho era repetir el nombre de la ciudad.
Hasta que Luthien y sus dos compañeros se dieron media vuelta para marcharse. Entonces, de
improviso, el ave dijo:
—Cañada Durritch.
Los tres se giraron y regresaron junto al búho.
—Burgo del Príncipe, Cañada Durritch —rezongó Bellick, sin encontrarle sentido.
De pronto, el rostro de Luthien se iluminó.
—¿Qué se te ha ocurrido? —le preguntó Siobhan.
—Sólo en una ocasión hemos ido contra una ciudad avonesa fortificada —respondió el joven—. Y
obtuvimos la victoria.
—Burgo del Príncipe —intervino Bellick.
—Pero en realidad no combatimos contra la ciudad propiamente dicha —objetó la semielfa.
—No, luchamos en Cañada Durritch —convino Luthien.
Y entonces fue el semblante de Siobhan el que se iluminó, pero Bellick, que había entrado en
escena casi al final de la batalla de Burgo del Príncipe y no sabía con exactitud el motivo por el que las
cosas habían salido tan bien, seguía sin comprender.
182
R.A. Salvatore El rey dragón
—Brind'Amour adoptó la apariencia del duque Paragor y envió a la guarnición de la ciudad fuera de
las murallas —explicó el joven.
La cabeza del enano giró bruscamente hacia el sur para mirar en dirección a Warchester.
—No estarás pensando que... —empezó Bellick.
—Sí, eso es exactamente lo que estoy pensando —contestó Luthien.
Siobhan llamó a los exploradores para que salieran en su totalidad, y ordenó que se levantara el
campamento y que el ejército se preparara para el combate.
—Era un aviso de Brind'Amour —insistió Luthien, que llegó junto al enano mientras éste seguía
mirando fijamente hacia el sur—. La guarnición ha salido, y debemos estar preparados para darle un buen
recibimiento.
De los tres grupos cíclopes, el que encontró más dificultades fue el que tuvo que cruzar el caudaloso e
impetuoso Dunkery.
Y, para empeorar las cosas, Bellick imaginó que encontrarían esas dificultades y actuó en
consecuencia.
El flanco cíclope estaba dividido, con un tercio ya en la orilla opuesta, otro tercio cruzando la
corriente, y el resto agolpado en la orilla oriental, preparado para cruzar, cuando los eriadoranos atacaron.
La caballería, dirigida por Luthien y por Siobhan, cayó sobre los brutos situados en la margen del este,
mientras los arqueros acribillaban sin compasión a los cíclopes que avanzaban con esfuerzo a través del
cauce, sus cuerpos forcejeantes claramente visibles bajo la luz de la luna. Al mismo tiempo, las cargas de
los enanos de Bellick arrollaron a los que estaban ya en la orilla occidental y los empujaron de vuelta al
río.
Las aguas se tiñeron de rojo con la sangre cíclope; muchos brutos perecieron ahogados en la rápida
corriente mientras sus líneas de apoyo eran arrasadas por las hachas enanas. Los de la margen oriental
fueron los más afortunados, pues algunos consiguieron escapar al abrigo de la noche, chillando y sin
ningún orden en la retirada.
Todo acabó enseguida.
Mas, aunque habían logrado una victoria arrolladora, los eriadoranos no habían hecho más que
empezar la tarea que tenían esa noche. Encabezados por la caballería de Luthien, el ejército cargó hacia el
sur, resuelto a llegar a Warchester por delante de los otros dos grupos de cíclopes y tenderles una
emboscada en campo abierto.
—¡Está vacío! —bramó Akrass al tiempo que daba una patada a un petate; un petate lleno de hojas y
piedras para dar la impresión de que dentro había alguien.
Las hogueras del campamento ardían bajas, pero las mantas y petates sólo abrigaban un contenido
inanimado.
Antes de que el cíclope tuviera siquiera ocasión de expresar su ira, el estruendo de la batalla se alzó
en el este, procedente del Dunkery.
—¡Han salido para enfrentarse con nuestro flanco oriental! —gritó Brind'Amour, aún bajo la
apariencia de Theredon, aunque se estaba agotando a pasos agigantados.
Akrass ordenó a sus tropas situarse en formaciones con el propósito de lanzarse de inmediato a la
carga y caer por sorpresa sobre el enemigo emboscado. Y así lo hizo el subcomandante, con la gracia de
su duque. O es lo que creyó.
La luna podía ser una cosa extraña cuando andaba cerca un hechicero. Sencillos conjuros de
reflexión eran capaces de hacer que el pálido orbe pareciera cambiar de posición. De manera similar, los
encantamientos de hacer eco podían alterar el supuesto origen de ruidos claros. Y, así, el desorientado
Akrass condujo a sus cuatro mil soldados directamente hacia el norte en lugar de hacia el este.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Hermosa luna —comentó Brind'Amour a Deanna mientras ponían a sus monturas en línea para la
marcha, cuando el viejo mago se dio cuenta de la maestría con que la duquesa había ejecutado los
hechizos.
—Un truco sencillo —respondió Deanna con humildad.
—Sencillo pero eficaz.
Brind'Amour estaba realmente complacido.
El tercer grupo de Warchester cruzó la corriente baja y cenagosa del Lauro sin incidentes. Estaba
demasiado lejos para oír el ruido de la batalla o el sordo retumbo de la columna central cíclope en su
marcha hacia el norte, de modo que, al igual que el grupo de Akrass, los brutos se llevaron una gran
sorpresa cuando alcanzaron el campamento eriadorano esperando que la batalla estuviera en pleno
apogeo, pero lo único que encontraron fueron petates vacíos.
Para entonces, en los campos del este volvía a reinar la calma.
El cabecilla cíclope de este grupo, sin tener a Theredon o Deanna o incluso Akrass para que le
dijeran qué hacer, ordenó la retirada en bloque, de manera que la fuerza regresó a lo largo del Lauro, esta
vez por la orilla oriental. Miraban hacia atrás a cada paso que daban con la esperanza de ver a sus
compañeros marchando en su misma dirección, detrás de ellos, pero también con el temor de que los
mañosos eriadoranos aparecieran furtivamente por su retaguardia para atacarlos.
Por lógica, como en toda buena retirada, su defensa y vigilancia se centraba en la retaguardia.
Sólo que esta vez el ataque les vino primero de frente y después por ambos lados cuando las tropas
eriadoranas, mucho más numerosas, se cerraron sobre ellos como las mandíbulas de un hambriento lobo.
Pasaron varios minutos antes de que todos los cíclopes del grupo se dieran cuenta de que éstos eran sus
enemigos; muchos creían que el resto de la guarnición que se había que dado en Warchester les había
salido al paso y los atacaba por error. Finalmente descubrieron la verdad aquellos que seguían vivos, pero
para entonces ya era demasiado tarde. El desconcierto dio paso al pánico, y los cíclopes echaron a correr
en todas direcciones a pesar de que la oscura silueta de la amurallada Warchester se divisaba claramente
hacia el sur. Algunos llamaron desesperadamente a la guarnición de la ciudad para que saliera en su
ayuda, pero los brutos que estaban dentro de las altas murallas, con la cobardía y el egoísmo típicos de su
raza, no estaban dispuestos a abandonar la seguridad de la urbe fortificada para salvar a sus congéneres.
—Ya es suficiente —decidieron Brind'Amour y Deanna, aunque la cosa ya no dependía sólo de ellos.
La cabeza del grupo cíclope, en la que iba Akrass, había llegado a un pueblo, y lo había identificado
como Billingsby, una aldea a ocho kilómetros al norte de Warchester.
Deanna condujo a su caballo hasta la parte delantera del grupo principal para reunirse con el
subcomandante Akrass, que regresaba a galope tendido de Billingsby.
—El rey hechicero eriadorano, Brind'Amour, ha actuado —dijo, desesperada—. ¡Es obvio que nos
ha engañado y nos ha conducido en dirección equivocada!
La duquesa se dio cuenta de que el cíclope contenía a duras penas las ganas de golpearla.
—Verderol me echará la culpa a mí —dijo Deanna, anticipándose a las obvias intenciones de
Akrass.
El enfurecido cíclope dio marcha atrás de inmediato al suponer que, si atacaba ahora a la duquesa o
incluso la mataba, la ira de Verderol podría descargarse de lleno sobre su cabeza.
—¡A Warchester! —bramó el subcomandante cíclope, sin esperar recibir órdenes de ninguno de los
hechiceros.
Akrass recorrió con su porciballo la columna de un extremo al otro, haciendo que sus soldados
cíclopes dieran media vuelta a medida que pasaba a su lado y los apremiaba a forzar la marcha para
regresar cuanto antes a Warchester.
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Para cuando la batalla hubo terminado, el cielo empezaba a clarear por el este, anunciando la proximidad
del alba. Los exploradores enviados por Bellick regresaron a galope tendido para informar al rey enano
que la fuerza central y más numerosa había dado media vuelta y avanzaba a paso redoblado en dirección
sur, hacia Warchester.
El rey Bellick se atusó la anaranjada barba y consideró sus opciones. Su ejército estaba cansado, era
obvio, ya que había sostenido dos violentos combates casi seguidos. Además, a la luz del día y con los
gritos de aviso que sin duda se lanzarían desde Warchester, no parecía probable que pudieran coger
desprevenidos a los cíclopes de esta tercera columna.
Bellick dividió a sus tropas al este y al oeste, apartándolas de la vista de la ciudad, con órdenes de
dejar pasar a los brutos de un ojo y después cargar contra la retaguardia de la columna.
Los humanos, enanos y elfos, aunque rendidos de fatiga y cubiertos de sangre de amigos y
enemigos, le obedecieron ansiosos.
La columna cíclope se aproximó avanzando muy extendida, con los brutos de un ojo demasiado
preocupados por regresar a la seguridad de Warchester para pensar en vigilar y estar preparados para
defenderse. La marcha se convirtió en un completo caos cuando aparecieron los eriadoranos, que
cargaron con fuerza contra los flancos de la retaguardia, y persiguieron y mataron a los brutos a lo largo
de todo el camino hasta las mismas puertas de Warchester.
Allí era donde Bellick y Luthien habían planeado dar media vuelta para darles a sus tropas —y a sí
mismos— el necesario descanso; pero, de improviso, las puertas de hierro chisporrotearon con el impacto
de un rayo azul y se abrieron de par en par.
Durante un instante horrible, Luthien temió que toda la guarnición de Warchester fuera a salir en
tromba para caer sobre ellos, pero entonces, al ver que el chisporroteo de energía azul continuaba,
consumiendo a muchos guardias cíclopes que estaban cerca de las puertas, el joven Bedwyr adivinó la
verdad: Brind'Amour les estaba franqueando el paso a la ciudad. El cansancio de Luthien desapareció de
golpe, al igual que el del resto de las tropas eriadoranas, a la vista de semejante oportunidad. A la orden
de Bellick, se lanzaron a la carga gritando como posesos y disparando los arcos.
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XXVII
El sector central y más alto de Warchester, como en todas las grandes urbes avonesas, estaba dominado
por una inmensa catedral; a ésta se la conocía como la Bailarina. Alrededor de la construcción había una
plaza despejada que en tiempos de paz hacía las veces de un gran mercado al aire libre. Ahora estaba
abarrotada por el aterrado pueblo que intentaba desesperadamente entrar en la catedral. Pero las puertas
no se habían abierto todavía.
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Brind'Amour sabía que su magia estaba a punto de agotarse para lo que quedaba de día. A despecho de la
descarga de adrenalina en su riego sanguíneo y de la violenta lucha que lo rodeaba por doquier, el viejo
mago sólo deseaba acostarse y dormir. Pero su ingenio se impuso a la debilidad y, valiéndose del disfraz,
disolvió los grupos de cíclopes que defendían sectores de la muralla bien fortificados ordenándoles que se
ocuparan de cualquier tarea estúpida, y de ese modo debilitó la línea defensiva con mandatos
inapropiados.
Tuvo que pasar más de una hora para que el viejo mago divisara por fin a algunos aliados, una tropa
de casi cien enanos que combatían ferozmente, con el agua hasta los tobillos, al borde de un pequeño foso
que rodeaba una de las torres de guardia. Puesto que apenas le quedaban reservas de poder mágico,
Brind'Amour no se detuvo allí. Pasó otra media hora hasta que finalmente escuchó el retumbo de cascos.
Brind'Amour se acercó al borde de una alta muralla y vio a las tropas de los dos bandos tomando
posiciones a cada lado de un foso largo y angosto: Luthien y un centenar de jinetes, en su mayoría
blondos, a un extremo, y un número parecido de cíclopes montados en porciballos, al otro.
La carga hizo que temblara el suelo de la gran urbe. La caballería de Luthien cobró cierta ventaja
con una andanada de flechas disparadas con arcos cortos; pero, a diferencia de los enfrentamientos en
campo abierto, no podía atacar con proyectiles y después retirarse. Esta vez, las fuerzas se encontraron en
un choque ensordecedor que acabó con los contendientes amontonados y entremezclados. Algunos
cayeron con el impacto del encontronazo, y otros se sostuvieron en las sillas sólo porque no había espacio
para que cayeran.
El agotado mago localizó a Luthien en medio del barullo, a lomos de su blanco corcel y
descargando tajos con la poderosa espada de manera incesante mientras alzaba la voz con gritos de ánimo
a sus tropas y por Eriador libre.
Pero a qué coste, reflexionó Brind'Amour. A qué tremendo coste.
Luthien y casi la mitad de sus tropas se abrieron paso, y una nube de soldados de a pie eriadoranos
entró en el foso tras ellos; tras rematar a los cíclopes abatidos y atender a sus compañeros heridos,
corrieron en pos de la Sombra Carmesí.
La contienda empeoró, en opinión de Brind'Amour y también de Luthien, pues en muchos lugares
la lucha era de humanos contra humanos.
Terminó al final del día, a excepción de unos pocos rincones de resistencia, con otra victoria para
Eriador y con Warchester tomada. Pero el precio había sido alto, devastadoramente alto, para el ejército
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norteño, que tuvo cuatro bajas por cada diez hombres. Casi la mitad de los arrojados enanos de Bellick
estaban muertos o heridos.
El apoyo para Deanna Benedigno era fuerte entre el pueblo, pero también había quienes lo
cuestionaban. La mujer se había hecho responsable del ataque, y todas las familias de Warchester habían
sufrido graves daños. Aun así, los avoneses que salieron de la Bailarina esa noche hablaban de la maldad
de Verderol y de su odio hacia los cíclopes, y, al cabo de unas horas, de la demencia demostrada por los
conquistadores eriadoranos, que estaban atendiendo a los heridos de Warchester con tanto interés como lo
hacían con los suyos. Brind'Amour se alegró de volver a tener su propia apariencia, aunque estaba tan
exhausto que casi no podía andar. Presentó a Deanna a Luthien, Bellick y el resto de los líderes
eriadoranos, y les contó todo lo que había ocurrido.
—Hemos vencido, pero a un alto coste —declaró Siobhan.
—Estamos preparados para continuar la marcha —se apresuró a responder un resuelto Shuglin—.
¡Carlisle no está muy lejos!
—A su debido tiempo —le dijo Brind'Amour al anhelante enano—. A su debido tiempo. Primero
tenemos que ver qué aliados hemos hecho aquí.
—Y yo he de regresar a Mannington —añadió Deanna— y comprobar qué fuerzas puedo reunir
para la marcha sobre Carlisle.
El monarca eriadorano asintió, pero no parecía muy animado.
—Mannington es todavía una ciudad de Avon —le recordó—. Esta batalla podría repetirse en tus
propias calles, pero sin el apoyo del ejército eriadorano.
—En absoluto —dijo Deanna—. La mayoría de mis guardias pretorianos están con la flota, y a
estas horas sin duda en el fondo del estrecho. Además, he estado sembrando la semilla de la revolución
entre la gente más influyente de mi pueblo desde hace un tiempo. —Esbozó una sonrisa irónica—. Entre
posaderos y taberneros, en su mayor parte, a los que el pueblo llano presta oídos. La rebelión en
Mannington no será tan sangrienta, y creo que un número mayor de tropas me seguirá hacia el sur, a
Carlisle, donde nos reuniremos con vosotros en el último campo de batalla.
Desde luego, eran unas nuevas muy reconfortantes, pero para los eriadoranos, que habían padecido
abriéndose camino a través de ochenta kilómetros de terreno montañoso y otros ciento cincuenta a través
de labrantíos, que habían batallado a lo largo de toda una noche y un día, la mera idea de continuar la
marcha provocó hondos suspiros. Todos ellos estaban cansados, y aún les quedaba un largo trecho por
delante.
—Ten preparado el conjuro de transporte —advirtió Brind'Amour—, por si acaso Verderol te vigila
y descubre la verdad.
—La descubrirá muy pronto —contestó Deanna—. Y no le va a gustar.
Con una sonrisa animosa y una palmadita en los encorvados hombros del viejo mago, la
proclamada reina de Avon se marchó.
—Pon vigilancia en la ciudad y en nuestro campamento —instruyó Brind'Amour a Bellick—. Nos
quedaremos cinco días por lo menos.
—El tiempo corre a favor de Verderol —advirtió el enano.
—Nadie había previsto que la conquista de Warchester se alcanzara en un solo día —argumentó
Brind'Amour—. Yo creía que nos quedaríamos atascados aquí por lo menos una semana o incluso varias.
Hasta existía la posibilidad de tener que dejar a la mitad de nuestras fuerzas para mantener el cerco.
Disponemos de tiempo, y nos hace falta el descanso.
Bellick gruñó y asintió con la cabeza; se marchó con Shuglin y sus otros comandantes enanos para
ocuparse de la tarea encomendada.
Luthien y Siobhan también se marcharon para comprobar cuántos soldados de caballería quedaban
y determinar los nuevos caballos que podrían reunir en Warchester. Mientras caminaban hicieron cuentas
de los enemigos que cada uno había matado, aunque antes acordaron que no incluirían, ni siquiera
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hablarían de ello, a los humanos que se habían visto obligados a abatir ese día. Contar cíclopes muertos
era una cosa, un alivio para la tensión de la guerra, un incentivo para mantener el espíritu combativo; pero
contar víctimas humanas sólo conseguiría recordarles los horrores de la guerra, algo que ninguno de los
dos podía permitirse.
—Sesenta y tres —se apuntó Luthien en su cuenta, y el bello semblante de Siobhan se puso ceñudo
cuando admitió que su total ascendía «sólo» a sesenta y uno.
Ni el joven ni ella lo dijeron, pero ambos sabían que la semielfa tendría oportunidades de sobra para
igualar la cifra en los días, incluso semanas, siguientes.
Cuando el ejército partió de Warchester seis días después, estaba bien descansado y bien
aprovisionado, y sus filas incrementadas ya que muchos habitantes de Warchester decidieron unirse a la
lucha contra Verderol, a la causa de su legítima reina.
—Es como te dije que ocurriría —dijo a Brind'Amour un sonriente Luthien cuando emprendieron la
marcha—. Avon se levantará contra Verderol al comprender que nuestra causa es justa. Quizá deberíamos
haber continuado la última guerra desde Burgo del Príncipe, después de destruir entre los dos al perverso
duque Paragor.
—Es cierto que lo predijiste —admitió Siobhan, que cabalgaba junto a los dos hombres—. Aunque
jamás habría creído que el pueblo de Avon se uniría a la causa de un ejército invasor.
—No lo ha hecho —intervino Brind'Amour con seriedad—. Los que se han unidos a nosotros lo
han hecho por una persona. Si Deanna Benedigno no se hubiera alzado contra Verderol, la batalla en
Warchester habría sido desesperada y las tropas de Mannington estarían marchando contra nosotros.
Era una exposición objetiva de los hechos que moderó el excesivo entusiasmo y sirvió para
recordarles lo incierto y circunstancial de la operación en su totalidad. Brind'Amour no se refirió a la
batalla naval en el estrecho de Mann, ya que no había tenido tiempo ni energía mágica para averiguar
cómo le había ido a la flota.
Empero, el viejo mago se hacía una idea aproximada de la situación, y tenía un buen presentimiento
sobre el resultado, pero guardó para sí su opinión hasta estar seguro.
La derrota de Avon aún no era completa.
Verderol paseaba con nerviosismo de un lado a otro del salón del trono, retorciéndose las manos a cada
paso que daba. Regresó al solio y tomó asiento otra vez, pero al cabo de unos instantes volvía a ponerse
de pie y a caminar de aquí para allá.
El duque Cresis nunca había visto a su rey tan agitado, y el cíclope, que había oído muchos de los
informes, sospechaba que la situación era aún peor de lo que había creído.
—Traidores —masculló Verderol—. Ratas miserables. Los mataré a todos, a ese condenado
Ashannon y a la fea Deanna. Sí, Deanna. ¡Haré con ella lo que me plazca, todo aquello que desee, antes
de acabar con esa perra traidora!
Así que era cierto, pensó Cresis. El duque de Baranduine y la duquesa de Mannington habían
conspirado con el enemigo contra Verderol. El bruto, con muy buen sentido, se guardó para sí los
comentarios irónicos que se le ocurrían, consciente de que una sola palabra equívoca acarrearía sobre sí
toda la ira de Verderol. Cuando el rey de Avon estaba de un humor tan nefasto, cualquiera con dos dedos
de frente sólo tenía una idea: estar lo más lejos posible de él. Pero Cresis no podía permitirse ese lujo
ahora, cuando había dos ejércitos eriadoranos y una o tal vez dos flotas dirigiéndose hacia Carlisle.
Verderol regresó al trono y se dejó caer en él bruscamente, sin ceremonias; incluso se apoyó a un
lado y echó una pierna por encima del brazo del enorme sillón. Su reino se estaba desmoronando bajo sus
pies, lo sabía, y no parecía que pudiera hacer gran cosa para frenar el ímpetu de su enemigo. Si se lanzaba
de cabeza a la batalla con todos su poderes mágicos, correría un tremendo riesgo, ya que no sabía hasta
dónde llegaba el poder de Brind'Amour.
Pero siempre había una salida, meditó el rey, y esa parte de Verderol que era el dragón anheló la
seguridad de los pantanos de El Salobral.
190
R.A. Salvatore El rey dragón
El rey desechó esa idea; era demasiado pronto para pensar en abdicar, demasiado pronto para
rendirse. Quizá tuviese que marcharse a El Salobral, pero sólo después de que los eriadoranos hubieran
sufrido mucho. Tenía que discurrir la forma de lograrlo.
—La flota eriadorana y baranduina se aproxima a la desembocadura del Stratton —dijo Cresis—.
Nuestros barcos de guerra los atacarán en el río, en el tramo más estrecho, donde las grandes catapultas
que jalonan las orillas podrán respaldarnos.
Verderol estaba sacudiendo la cabeza antes de que el cíclope acabara de hablar.
—Pasarán de largo la desembocadura del río —explicó el rey, seguro de lo que decía, ya que había
visto muchas cosas durante los días que había pasado volando bajo su forma de dragón—. Se está
preparando una batalla en mar abierto, al sur de Castillonuevo.
—En ese caso, nuestra flota oriental entrará en liza, y cogeremos en medio a los barcos eriadoranos
y a esos traidores baranduinos —dijo el bruto con entusiasmo—. ¡Nuestros barcos de guerra siguen
siendo los mejores!
—Y los huegotes ¿qué? —espetó Verderol, que se recostó en el trono con actitud desanimada.
Eso era algo en lo que Deanna había sido sincera; lo había comprobado personalmente. Una gran
flota huegote navegaba con los eriadoranos por el este. Bajo su forma de dragón, Verderol había realizado
un descenso en picado y prendido fuego a una galera, pero la cerrada andanada de flechas, lanzas e
incluso bolas de brea ardiendo y enormes piedras que salió a su encuentro lo obligó a regresar a casa.
Había pasado por Rasdalles en primer lugar, y allí había confirmado que no se sabía el paradero de
Mystigal. Después, cuando volaba a gran altura y velocidad hacia el oeste, divisó al segundo ejército
eriadorano avanzando imparable como la pleamar de un océano a través de la ondulada franja de terreno
que se extendía entre el bosque Dever y Carlisle. A pesar de todo, Verderol no perdió los ánimos hasta
que llegó a la capital, su plaza fuerte. En el tiempo que el rey de Avon había empleado en volar hasta tan
lejos en el este y luego regresar, muchos mensajeros habían llegado corriendo desde la región del
Speythenfergus para dar cuenta del desastre de Warchester; y la noticia del cambio de bando del duque
Ashannon en el estrecho de Mann se había propagado a lo largo de la costa y Stratton arriba.
—¿Huegotes? —balbució Cresis, que parecía sinceramente horrorizado pues conocía muy bien a
ese maldito pueblo.
—Perversos aliados para un perverso enemigo —ironizó Verderol.
El único ojo del cíclope parpadeó varias veces mientras su lengua humedecía los labios; era
evidente que el bruto se estaba estrujando el cerebro para asimilar tan pasmosas nuevas. Al parecer del
general, sólo había un camino:
—¡Ir contra sus ejércitos de uno en uno! —insistió Cresis—. Marcharé hacia el norte con la
guarnición para salir al paso del que está más cerca. Cuando hayamos acabado con ellos, y si el tiempo se
nos echa encima, regresaré a Carlisle para disponer las defensas de la ciudad.
—No —fue la escueta respuesta de Verderol.
Sabía que, si la guarnición iba al norte, el segundo ejército eriadorano giraría hacia el oeste y la
interceptaría. El rey estaba planteándose incluso la posibilidad de enfocar su visión mágica en
Mannington durante un tiempo para comprobar si la traidora Deanna había reunido un ejército propio con
que poder marchar hacia el sur.
—Dispón las defensas ahora —ordenó al general tras un largo silencio—. Tenéis que defender la
ciudad hasta el último aliento.
A Cresis no le pasó inadvertido el hecho de que Verderol había dicho «tenéis», no «tenemos».
Saludando con un taconazo y una brusca inclinación de cabeza, el cíclope abandonó el salón del
trono.
Cuando estuvo solo, Verderol suspiró y pensó cuán frágil se había vuelto su reinado. ¿Cómo no se
había dado cuenta de la traición de Deanna Benedigno o, lo que era aún peor, cómo no había previsto los
manejos del duque de Baranduine contra él? Tan pronto como Deanna informó sobre el supuesto combate
191
R.A. Salvatore El rey dragón
contra Brind'Amour, él debería haber buscado el modo de entrar en contacto con Taknapotin o uno de los
demonios familiares de los otros duques para que le confirmaran la información de la duquesa.
—¡Pero cómo iba a imaginar algo así! —exclamó el rey en voz alta—. Ah, mi pequeña Deanna, qué
sorprendente te has vuelto.
La había subestimado, y de qué forma, admitió para sus adentros. Había dado por hecho que la
sensación de culpabilidad de la joven, lo que le habían contado Selna y él mismo, y el acicate del ducado
de Mannington junto con la posibilidad de sumar también el de Warchester muy pronto, habría saciado su
ambición, la habría mantenido atada a él por el resto de su vida. Valiéndose de diabólicas pócimas
administradas por su lacaya Selna, Verderol se había asegurado hacía mucho tiempo de que Deanna no
tuviera hijos para de ese modo acabar con el linaje de los Benedigno; sinceramente, había creído que
Deanna no representaría más incomodidad para él que una pequeña espina clavada en su costado en lo
que le restaba de vida.
¡Pero qué dolorosa se había vuelto esa espina!
Sus dominios norteños se habían desmoronado, y cuatro ejércitos marchaban contra él. Carlisle era
una poderosa ciudad fortificada, indudablemente, y él mismo no era un enemigo pequeño.
Pero tampoco lo era Brind'Amour o Deanna o Ashannon McLenny o el tal Sombra Carmesí o los
huegotes o...
¡Qué larga le parecía la lista al acosado rey de Avon! De nuevo, esa otra parte suya, el dragón,
evocó imágenes de cálidos pantanos en El Salobral; cada vez resultaba más difícil pasarlas por alto.
Quizá, reflexionó Verderol, su error había sido tan importante porque estaba harto del trono de Avon,
harto de cargar con las limitaciones de un simple ser humano cuando su otra mitad era mucho más fuerte,
mucho más libre.
El monarca gruñó y se incorporó bruscamente del trono.
—¡Basta ya, Dansallignatius! —gritó, y propinó una patada al sillón.
Si lo hubiera pateado yo, lo habría hecho atravesar la pared, le recordó su otra mitad.
Verderol se mordió el labio con fuerza y abandonó el salón del trono a grandes zancadas, airado.
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R.A. Salvatore El rey dragón
XXVIII
ATRAPADOS
Irrumpieron entre los afluentes gemelos que llevaban el nombre de Stratton, una escena muy
semejante a la aproximación a Warchester salvo porque aquí el tramo de terreno que llevaba a Carlisle era
más reducido. Y las ciudades en sí, aun siendo ambas formidables bastiones, no guardaban semejanza
alguna. Warchester era una urbe oscura, una fortaleza en la que todas las murallas eran de piedra gris y
negra con refuerzos de hierro, jalonadas por torreones cuadrados y bajos, y coronadas por almenas.
Carlisle era más parecida a Burgo del Príncipe: una luminosa urbe de pulidas murallas blancas y
altos minaretes. Las torres eran redondas, no cuadradas, y las murallas trazaban una grácil curva que
seguía el sinuoso curso del Stratton. Unos enormes puentes de arco se elevaban sobre el río bifurcado, al
este y al oeste, conectando la ciudad con otros castillos más pequeños que eran reflejos del principal. Era
una urbe hermosa, incluso desde la distancia, pero también una poderosa plaza fuerte.
Luthien podía advertir tal cosa aun cuando contemplaba la ciudad a través de tres kilómetros de
ondulados campos. Imaginaba el ataque a Carlisle, y las blancas murallas tornándose pardas por el aceite
caliente vertido, tintas por la sangre derramada. Sintió un escalofrío. El viaje a Carlisle había estado
jalonado de terribles batallas: en las montañas, por los campos bajos, en Warchester. Pero ninguna de
ellas había preparado a Luthien para la que se avecinaba, para la más importante de todas.
—No deberías sentir temor —comentó Siobhan, que cabalgaba a su lado.
—Es una fortificación imponente —repuso Luthien en voz queda.
—Caerá —afirmó la semielfa en tono firme.
El joven Bedwyr la miró, estudiando detenidamente a la hermosa mujer. Qué aspecto tan distinto
tenía ahora, aseada y arreglada, del que ofrecía al final de los combates, cuando el dorado cabello caía en
mechones apelmazados con la sangre de sus adversarios, cuando sus ojos no reflejaban piedad, sólo el
ardor de la batalla. Luthien admiraba su indomable espíritu, su habilidad para hacer lo que era preciso,
para aislar sus sentimientos y su sensibilidad en los momentos en que podrían ser una debilidad.
Luthien se atrevió a abrigar una imagen en la que Katerin, Oliver, Siobhan y él cabalgaban por los
campos en busca de aventuras.
—No os demoréis —dijo una voz a sus espaldas, y los dos miraron hacia atrás y vieron a
Brind'Amour—. Bellick ya ha puesto manos a la obra, y nosotros debemos hacer lo mismo y situar las
posiciones defensivas.
—¿Crees que Verderol saldrá de su agujero? —preguntó la semielfa con evidente escepticismo.
—Yo lo haría si me encontrara en su lugar —repuso el viejo mago—. Debe de estar enterado de la
aproximación de las flotas, ya que se le informó respecto a los huegotes, y sin duda ha visto mágicamente
el avance de nuestro otro ejército que baja desde el nordeste.
»Yo cargaría con todas mis fuerzas contra este ejército, ahora que está solo —terminó
Brind'Amour—. Con todas mis fuerzas.
Luthien dirigió la mirada hacia las altas murallas de Carlisle, que brillaban con el sol de la tarde. El
razonamiento de Brind'Amour tenía sentido, como siempre, y el ejército haría bien tomando todas las
precauciones posibles.
En consecuencia, se cavaron trincheras, se enviaron grupos de exploradores y se reforzó la línea del
perímetro; los soldados dormirían con las armas al alcance de la mano, en especial los fuertes enanos, que
se acomodaron para pasar la noche con la armadura puesta.
193
R.A. Salvatore El rey dragón
En realidad no esperaban que ocurriera nada hasta el amanecer; a los cíclopes les gustaba tan poco
luchar en la oscuridad como a los humanos o a los enanos. No obstante, para los blondos, con su
penetrante vista, no significaba ningún problema combatir de noche.
Y lo mismo le ocurría al dragón.
Verderol salió de Carlisle a media noche, en silencio y sin ostentaciones. A salvo ya en el exterior
de la ciudad, el rey llamó a su otra mitad, el gran dragón Dansallignatius, la bestia familiar con la que se
había unido siglos atrás en El Salobral. El rey hechicero empezó a transformarse, a crecer. Su forma se
tornó inmensa, negra y verde, desplegó las correosas alas y se elevó hacia el cielo.
Unos minutos después, hizo la primera pasada sobre el campamento eriadorano, arrojando su
abrasador aliento.
Pero no cogió desprevenidos a los invasores, que contaban con la vigilancia nocturna de los
blondos. Una lluvia de flechas aguijoneó al dragón en su pasada, y Brind'Amour, que había descansado
durante los diez días que había durado la marcha del ejército desde Warchester, así como a lo largo de la
semana previa que había pasado en la ciudad tomada, descargó su furia con una serie de hirientes rayos
de energía que al principio era azul, después roja, a continuación amarilla, y, por último, de un blanco
cegador, y que surcaron el cielo nocturno como relámpagos.
Dansallignatius recibió cuatro descargas y continuó el vuelo hacia el norte con las escamas
humeando y los ojos irritados. La bestia encontró cierto consuelo en la destrucción sembrada a su paso,
un rastro de fuego, un coro de gritos de agonía. Lejos ya del campamento, viró hacia el oeste y luego
volvió hacia el sur, preparado para una nueva pasada.
De nuevo se produjo la lluvia de flechas, y se repitieron las descargas del mago mientras el dragón
sobrevolaba el campamento matando y abrasando la tierra bajo él.
No hubo una tercera pasada; Verderol estaba agotado y vapuleado, pero regresó a la ciudad
satisfecho, ya que sus heridas sanarían rápidamente, pero los que había matado en el campo estaban fuera
de combate para siempre.
El día amaneció gris y encapotado; el campamento eriadorano se esforzaba por recuperar el ánimo.
Habían muerto muchos en la incursión del dragón, entre ellos más de un centenar de enanos, y las heridas
de docenas de supervivientes eran verdaderamente terribles.
Los eriadoranos se prepararon para un ataque, imaginando que la agresión de la bestia había sido
precursora de una ofensiva a gran escala. Esperaban que las puertas de Carlisle se abrieran en cualquier
momento para dar paso a la avalancha de una guarnición que, según los informes, ascendía a más de
veinte mil soldados.
Efectivamente, ésa era la intención de Verderol, pero el plan quedó cancelado y el ánimo de los
eriadoranos aumentó de manera considerable cuando el ancho cauce del Stratton, al sur de Carlisle, se
llenó repentinamente de velas; decenas, cientos de velas hinchadas por el viento que soplaba con fuerza
de sur a norte.
Siobhan divisó la bandera de Eriador, Brind'Amour localizó los colores verdes y blancos que
señalaban los pendones de Baranduine, y Luthien vio la espuma levantada por los remos huegotes.
—El dragón saldrá contra ellos y los incendiará en el río —dijo el joven Bedwyr, pero Brind'Amour
no parecía convencido de que ocurriera eso.
—Dudo que haya mostrado su verdadera apariencia a quienes están a su mando —dijo el mago—.
¿Crees que la gente de Carlisle sabe que tiene por rey a un dragón?
—Aun así, podría salir —arguyó Luthien—, y después justificar lo ocurrido como un engaño, fruto
de la argucia de un hechicero.
—Confiemos en que anoche le ocasionáramos heridas lo bastante graves para que no le sea factible
hacerlo —intervino Siobhan, sombría.
Las naves que iban a la cabeza no aminoraron su velocidad y cruzaron bajo los altos puentes, al este
de Carlisle. Los cíclopes que abarrotaban esos puentes arrojaron lanzas y tiraron piedras, pero los barcos
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R.A. Salvatore El rey dragón
siguieron navegando al tiempo que respondían al ataque y abrían grandes claros en las filas enemigas con
andanadas de flechas tan densas que semejaban un muro sólido. Desde la ciudad y desde los castillos más
pequeños situados al otro lado del río, al este, se dispararon catapultas. A un galeón lo alcanzaron varios
proyectiles y se fue a pique.
Pero las ágiles galeras huegotes llegaron allí en un momento, recogieron a los supervivientes del
río, y después viraron rápidamente hacia el norte, mientras los remos bogaban a toda velocidad para
mantenerse cerca de los otros barcos de la flota.
A despecho de tener en contra la corriente del Stratton, muy fuerte en ocasiones, las naves
sobrepasaron la zona peligrosa demasiado deprisa para que los defensores de Carlisle les causaran daños
considerables, y, como respuesta a las plegarias de los que observaban desde el norte, el dragón Verderol
no hizo acto de presencia. Casi un tercio de la flota siguió navegando río arriba. Alguno que otro proyectil
de catapulta surcaba el aire, si bien la mayoría de las veces caía al agua sin ocasionar daños, pero incluso
estos ataques fueron dejados atrás por los barcos muy pronto.
Luthien reparó en la ancha sonrisa que aparecía en el rostro de Siobhan, y siguió la dirección de su
chispeante mirada hacia uno de los barcos que iba a la cabeza, una nave baranduina que parecía estar
haciendo carreras con una galera huegote. Los dos barcos se hallaban todavía demasiado lejos para
distinguir a los que viajaban en ellos, incluso para la penetrante vista de la semielfa, con excepción de una
figura muy particular.
—¡Está montado en el poni! —exclamó Luthien.
—Siempre tiene que ser el centro de atención.
Luthien miró a la semielfa y sonrió ampliamente al intentar imaginarla con Oliver.
Filas de soldados aclamaron la llegada de la flota a una zona resguardada, donde los barcos podían
anclar y las naves huegotes y baranduinas, más pequeñas, incluso podían atracar en la orilla. Los cabos
volaron por el aire hacia ellas, que los cogieron y los amarraron; las fuerzas estaban reunidas por fin.
—¡Luthien!
La llamada hecha por una voz familiar hizo que el corazón del joven Bedwyr palpitara con fuerza.
A lo largo de las semanas de lucha, Luthien se había visto obligado a arrinconar sus temores por la
seguridad de su amada Katerin, había tenido que confiar en su habilidad como guerrera. Ahora esa
confianza se vio recompensada cuando Katerin O'Hale, con la tez más morena por los días pasados en el
mar, pero por lo demás de vuelta de un viaje que no había sido de los peores, descendió a toda carrera por
la plancha tendida desde la nave baranduina, el barco insignia del duque Ashannon McLenny. La mujer
se abrió paso entre la multitud, se arrojó en brazos de Luthien, y lo besó en la boca.
El joven Bedwyr se puso colorado con los vítores y silbidos que se alzaron a su alrededor, pero para
Katerin aquello fue un acicate para darle otro beso más apasionado.
Las exclamaciones se tornaron carcajadas, y la pareja volvió la mirada hacia la orilla, donde Oliver,
todavía a lomos de Pelón, descendía por la pasarela.
—Ah, cómo le gusta el agua a mi montura —manifestó.
Tal vez fuera verdad, pero el animal, como todos los que bajaban de las naves tras varias semanas
de navegación, caminaba con cierta inestabilidad debida a la falta de costumbre de pisar tierra firme.
Pelón dio dos pasos, se desvió hacia un lado y luego hacia el contrario, a punto de caer por el borde de la
plancha. Después dio un paso hacia el lado opuesto, otro paso atrás y otro adelante, avanzando muy poco,
en dirección a la orilla.
Oliver se esforzaba por aparentar calma y seguridad, mientras animaba al poni y rogaba para sus
adentros que no se fueran al agua los dos delante de tanta gente. Con gran cuidado, el halfling logró que
el animal llegara a tierra, y recibió un coro de vítores.
—¡Ningún problema! —gritó Oliver al tiempo que chasqueaba los dedos en un gesto triunfal,
pasaba la pierna sobre la silla y desmontaba.
195
R.A. Salvatore El rey dragón
Por desgracia, las piernas del halfling estaban poco acostumbradas a la inmovilidad de tierra firme y
se tambaleó hacia la izquierda, después dio tres pasos hacia atrás, luego hacia la derecha, y a continuación
hacia atrás otra vez. Intentó agarrarse a la cola del animal, pero al poni le venía el nombre por lo fino y
pelón que tenía ese apéndice, de manera que la mano de Oliver resbaló sin encontrar agarre, y el halfling
acabó sentado en el agua.
Los vítores se convirtieron en clamorosas risas y dos hombres corrieron hacia Oliver y lo
levantaron.
—Lo he hecho a propósito —manifestó el halfling.
Las carcajadas aumentaron de volumen, pero la algazara se cortó de repente y dio paso a murmullos
contenidos cuando Siobhan se acercó a Oliver. Los rumores sobre estos dos se habían propagado y
aumentado durante las últimas semanas, y ahora todo el mundo, quizá Luthien y Katerin los que más
(¡con la sola excepción del expectante Oliver!), quería saber qué haría la semielfa.
—Bienvenido —dijo Siobhan, que cogió a Oliver de la mano, lo besó en la mejilla, y lo apartó de
allí.
La multitud parecía desilusionada.
El tiempo dedicado a los saludos fue corto debido a los numerosos planes que había que hacer y
maniobras que coordinar. Carlisle no había caído todavía, y la mera aparición de refuerzos no cambiaba
esa situación.
Los cabecillas se reunieron antes del transcurso de una hora: Brind'Amour, Bellick, el viejo Sestero
y Ashannon, junto con Luthien, Siobhan, Katerin y Oliver. El rey eriadorano se las había ingeniado para
que Ethan mantuviera al rey Asmund alejado para así entrevistarse en primer lugar con sus consejeros y
con el duque Ashannon, que seguía siendo una incógnita en todo este asunto.
Ashannon y Katerin fueron los que llevaron el peso de la conversación al principio, si bien Oliver
metía baza de vez en cuando para relatar sus propias hazañas.
—La flota avonesa no libró batalla contra nosotros al sur de Castillonuevo, como pensábamos que
haría —informó Katerin.
Brind'Amour parecía preocupado, pero la mujer de Hale se apresuró a calmar sus temores:
—Los superábamos en número, y no deseaban luchar, sobre todo cuando las galeras huegotes se
pusieron al frente de la flota occidental —explicó—. Pusieron rumbo sur, en dirección a Gasconia, y allí
pidieron asilo.
—Que los gascones les dieron —añadió Ashannon—, pero no sin ciertas concesiones.
Oliver carraspeó de manera sonora, y Ashannon le cedió la palabra.
—Me entrevisté con mis compatriotas —explicó el halfling—. A los avoneses se les concedió asilo,
pero sólo a condición de que se declararan neutrales. La flota de Verderol está fuera de combate.
—Una excelente noticia —celebró Brind'Amour.
Las sonrisas proliferaron en la reunión, a excepción de la de Katerin.
—He recibido información de que una fuerza de cinco mil soldados marcha hacia aquí desde el
norte —dijo con tono grave.
—La duquesa Deanna Benedigno y su guarnición de Mannington —explicó Luthien, y el timbre de
su voz le dijo a Katerin que aquéllas no eran tropas enemigas.
—Deanna es una aliada —le aseguró Ashannon—. Y, lo más importante, es enemiga implacable de
Verderol.
La reunión resultó positiva, llena de optimismo. Ahora que la tenaza de la invasión se cerraba sobre
Carlisle, Luthien y todos los demás se atrevieron a soñar con la victoria.
Esta esperanza aumentó con la llegada del amanecer, cuando los soldados de Deanna Benedigno se
sumaron al resto del ejército, y esa misma tarde los primeros jinetes, entre ellos Kayryn Kulthwain,
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R.A. Salvatore El rey dragón
aparecieron por el nordeste, anunciando la aproximación del segundo ejército eriadorano, una fuerza que
ahora era mayor que cuando había partido del Muro de Malpuissant.
A media mañana del día siguiente, Brind'Amour dispondría de cincuenta mil soldados en los
campos que rodeaban Carlisle, con líneas de abastecimiento que se extendían a todo lo ancho de Avon y
con la productiva costa meridional abierta a sus barcos de guerra.
Entre los aliados sólo quedaba una voz disconforme: la de cierto líder huegote que no estaba
dispuesto a que lo dejaran fuera más tiempo.
Luthien acompañaba a Brind'Amour cuando el monarca eriadorano fue a la galera de Asmund. El
joven Bedwyr apenas si reparó en los prolegómenos de los saludos cuando volvió a ver a su hermano
mayor. Ethan le tendió la mano, pero no lo hizo con una sonrisa, ni en sus ojos de color canela hubo un
destello de reconocimiento. Incluso después de semanas de luchar por una causa común, Ethan se
mostraba tan frío con Luthien como lo había estado cuando los hermanos se habían encontrado la primera
vez, en la isla de Colonsey.
¿Es que Ethan nunca recordaría, o admitiría, quién era en realidad?
Sin embargo, no tuvieron tiempo para discutir asuntos personales, pues Asmund se adelantó hacia
Brind'Amour como si fuera un gran oso.
—¡Somos guerreros! —bramó el rey huegote—. ¡Y, sin embargo, hemos estado de brazos cruzados
y meciéndonos en un mar vacío durante semanas, recibiendo las provisiones a través de barcos
eriadoranos que habían tocado en las playas de Avon!
—No convenía que se supiera que... —empezó Brind'Amour, pero Asmund lo interrumpió:
—¡Guerreros! —volvió a gritar a voz en cuello al tiempo que miraba a Torin Rogar, buscando su
apoyo. El corpulento Rogar asintió con la cabeza y gruñó.
—No he levantado mi lanza desde hace muchos días —se quejó Torin—. Hasta los barcos avoneses
dieron media vuelta y se negaron a luchar contra nosotros.
Brind'Amour procuraba mostrarse comprensivo pero, a decir verdad, después del castigo sufrido
por sus tropas a lo largo de todo el camino desde Caer MacDonald, aquella ansia de lucha le dejaba un
regusto amargo en la boca. El viejo mago no sentía mucha simpatía por los huegotes, y durante un
instante estuvo tentado de acceder a los deseos de Asmund y lanzar al rey bárbaro y a sus brutales
guerreros contra las altas murallas de Carlisle.
—Estoy deseando luchar —dijo Asmund con ansiedad.
—¿Para así reemplazar a tus esclavos en los remos? —inquirió Luthien sin andarse por las ramas.
Advirtió el gesto ceñudo de Brind'Amour y el de Ethan, y comprendió. La prudencia le aconsejaba
que debían mantener la alianza sólida en este momento crítico, pero el joven Bedwyr era incapaz de
contener por más tiempo su ira contra los huegotes... y contra Ethan.
Asmund llevó la mano al mango de la gran hacha que llevaba colgada a la espalda; Luthien también
llevó los dedos a la empuñadura de Cegadora.
—¿Cómo te atreves? —empezó Asmund.
Levantó el puño en alto, la señal a sus fornidos hombres de que la reunión había acabado.
Brind'Amour dio un respingo, pero Luthien ni siquiera pestañeó.
—Quizás Eriador haría bien vigilando sus costas —amenazó el rey huegote.
—¿Tan frágil es tu palabra de honor que puede romperse por algo pronunciado en un momento de
ira? —preguntó Luthien.
Asmund se acercó al joven y lo miró ominosamente. Luthien le mantuvo la mirada sin pestañear.
—Los amigos no temen señalar los respectivos fallos —dijo el joven Bedwyr seriamente, y cuando
Asmund estalló de repente en carcajadas lo cogió desprevenido.
—¡Me gustas, joven Luthien Bedwyr! —bramó el rey huegote, y la tensión de sus guerreros se
aflojó.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Luthien iba a responder, recuperada ya la confianza en sí mismo; pero, esta vez, el ceño de
Brind'Amour se convirtió en una clara amenaza, y el joven contuvo la lengua.
La alianza se mantuvo sólida, al menos por el momento; y, después de que Asmund arrancara la
promesa a Brind'Amour de que los huegotes podrían encabezar la carga contra la fortaleza de Verderol —
una promesa a la que el monarca eriadorano accedió de buena gana—, Brind'Amour y Luthien se
marcharon.
—Cuando nos hayamos encargado de Verderol, nos ocuparemos de los huegotes —dijo el joven
Bedwyr no bien el rey y él hubieron regresado a tierra, fuera del alcance de oídos huegotes.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Brind'Amour—. ¿Entrar en guerra con todo el mundo?
—Prométeme que no los dejarás marchar del Stratton con remeros esclavos —pidió Luthien.
El viejo mago lo miró larga e intensamente; era un hombre de principios, y en su semblante había
una expresión severa y firme que Brind'Amour no podía pasar por alto. La dedicación a esos principios
era la fuerza de Luthien. ¿Cómo iba él a negarse a seguir semejante ejemplo?
—Nos ocuparemos de Asmund como corresponde —prometió el rey.
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R.A. Salvatore El rey dragón
XXIX
EL CERCO DE CARLISLE
Estaban encaramados en los palos de mesana de los barcos de guerra más próximos a Carlisle y en
las colinas que rodeaban la ciudad. Algunos valientes cabalgaban peligrosamente cerca de las blancas
murallas, sosteniendo una batalla verbal.
—Tenemos a cincuenta mil soldados contra vosotros —decían todos, siguiendo las instrucciones
dadas por Brind'Amour y Deanna Benedigno—. Entre nuestras filas se encuentra Deanna Benedigno,
legítima reina de Avon. ¡Entregadnos a Verderol, el asesino del rey Anathee Benedigno!
Hora tras hora, día tras día, se gritaban esas palabras al pueblo asediado de Carlisle. Brind'Amour
no esperaba realmente que los avoneses de la ciudad se levantaran contra el rey, pero buscaba tener a su
favor todas las ventajas posibles una vez que la batalla comenzara. Y el viejo mago sabía que conseguir
eso llevaría un tiempo. Un ejército no podía cargar simplemente contra las murallas de una plaza fuerte
como Carlisle.
Sostuvieron algunos combates de poca importancia para probar la resistencia de ciertos puntos a lo
largo del perímetro de Carlisle. Los huegotes de Asmund encabezaron la mayoría de estas escaramuzas,
pero incluso los feroces isenlandeses sabían cuándo tenían que dar media vuelta, y las bajas fueron
escasas en ambos bandos.
Entretanto, se llevaban a cabo otros preparativos más importantes, y el principal de ellos era el
trabajo del viejo hechicero para mantener ocupado a Verderol. Los eriadoranos no podían permitirse el
lujo de que un dragón cayera sobre ellos cada noche o que el rey hechicero lanzara ataques mágicos
contra sus filas. En consecuencia, Brind'Amour asumió la responsabilidad de incordiar a Verderol, de
poner a prueba su fuerza, empleando los poderes de la antigua hermandad contra este hechicero de la
nueva escuela. Solo en su tienda la primera noche del asedio, Brind'Amour creó un túnel mágico que
llegaba a la torre que Deanna había identificado como la de Verderol. Este túnel no era como los que el
viejo mago había utilizado para trasladar a Asmund o Katerin y Oliver, sino de otro tipo que lo
transportaría en espíritu con el único propósito de ver a Verderol cara a cara.
El rey avonés se sorprendió, aunque no lo pilló por sorpresa, al ver la fantasmagórica imagen del
viejo mago flotando ante su trono.
—¿Vienes a reprenderme? —gruñó Verderol—. ¿A echarme en cara mis métodos equivocados?
La respuesta de Brind'Amour fue tajante: un estallido de rojas chispas que se hincaron, ardientes, no
en el cuerpo físico del rey avonés, sino en su alma. Un instante después, Verderol salió de su forma
corpórea, y el espíritu se abalanzó sobre el viejo mago. Y así combatieron, como lo habían hecho
Brind'Amour y Paragor, pero sólo sus formas inmateriales. La lucha se alargó durante horas, sin que
ninguno dañara al otro, pero agotándose mutuamente. Cuando Brind'Amour cortó la conexión a la
mañana siguiente, estaba exhausto, sentado al borde de la cama con la cabeza gacha y el semblante
demacrado.
Deanna lo encontró de esa guisa.
—Has estado con él —lo adivinó casi de inmediato.
—Sí —asintió Brind'Amour—. Y es poderoso. Aunque, comparado con lo que fueron los
hechiceros en tiempos, no lo es. Verderol alcanzó el poder valiéndose de la traición porque no podía
apoderarse del trono por la fuerza. Y así es ahora. Gobierna con mano de hierro, pero esa mano de hierro
no es mágica; ni siquiera bajo su forma de dragón. La fuerza le viene de sus aliados, cíclopes en su mayor
parte.
—No subestimes su poder —advirtió Deanna.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—No lo hago —contestó Brind'Amour—. Por eso me he presentado ante él, y por eso volveré a
hacerlo esta noche, y la siguiente, y la siguiente, si es necesario.
—¿Puedes vencerlo?
—De esta forma, no —explicó Brind'Amour—, pues voy a él sólo en espíritu. ¡Pero así lo
mantengo ocupado, y cansado! Esta batalla se decidirá con espadas.
A Deanna le gustaba esa posibilidad mucho más que la de entablar una batalla mágica contra
Verderol. Se habían reunido cinco ejércitos contra Carlisle, y no parecía que la ciudad sitiada fuera a
recibir refuerzos.
En tal situación, la mayor ventaja para los eriadoranos eran sus aliados enanos. Carlisle había sido
construida para resistir el asalto de cualquier ejército, y más probablemente el ataque directo de una
fuerza cíclope, pero los proyectistas no habían previsto la pericia para zapar de un enemigo como el
barbudo pueblo de DunDarrow. Los enanos trabajaban incansablemente por turnos para que la
excavación no se interrumpiera en ningún momento. Profundizaron mucho, por debajo del lecho del río,
para que así la gente que estaba dentro de la ciudad no oyera el ruido que hacían. Ashannon también
trabajaba sin tregua, haciendo uso de su magia para encubrir la obra de los enanos a los escrutadores ojos
de Verderol.
El sexto día de asedio tuvo lugar el primer enfrentamiento decisivo en la pequeña plaza fortificada
que se alzaba junto al brazo oriental del Stratton, en la orilla opuesta a Carlisle propiamente dicha.
Asmund dirigió la carga de los huegotes desde el norte, con la caballería de Siobhan y los jinetes de
Eradoch como una numerosa fuerza de apoyo. Varios galeones arrostraron el fuego de las catapultas
disparadas desde ambas orillas para llegar por el río al sector oeste de la ciudad, en tanto que Shuglin
dirigía a dos mil enanos a través de los túneles abiertos y salían de sopetón en varios puntos estratégicos
dentro de la fortaleza. Y aún más importante era el hecho de que la excavación realizada por los enanos
había debilitado los cimientos de las murallas.
La sección norte del muro, bajo la cual se había hecho el trabajo de zapa, se vino abajo con el peso
de la carga y por la brecha abierta entraron en tropel los violentos huegotes y la caballería. Luthien,
Oliver y Katerin, que ya habían entrado en la fortaleza por los túneles, pasaron más tiempo separando a
gente inocente y apartándola del peligro que combatiendo, pues en realidad no había demasiada
resistencia contra la que luchar. La guarnición huyó de la pequeña plaza fuerte por los puentes hacia
Carlisle casi con la misma rapidez con que entraron las fuerzas invasoras. Y Verderol no dio señales de
vida, por lo que los compañeros asumieron que estaba demasiado débil por los enfrentamientos nocturnos
con Brind'Amour.
La plaza fue tomada antes de una hora y asegurada por completo antes de que acabara el día.
El nudo corredizo en torno a Carlisle se había apretado.
Esa misma noche, Luthien y Oliver, valiéndose de la capa carmesí y del arpeo mágico del halfling,
una bola rugosa que se quedaba adherida a cualquier superficie, se introdujeron subrepticiamente en
Carlisle y recorrieron las calles del feudo de Verderol. Entraron en tabernas, y pararon a la gente en los
callejones, siempre susurrando el nombre de Deanna Benedigno y sembrando el rumor de que el ejército
invasor era, de hecho, una fuerza reclutada por la legítima reina de Avon.
Los dos amigos se encontraban otra vez fuera de la ciudad mucho antes del alba.
Esa noche también, Brind'Amour fue de nuevo en espíritu a enfrentarse al rey hechicero, pero fue
un intento fallido ya que encontró cerrado el camino por una barrera antimagia, similar a la que él mismo
había utilizado contra Resmore y también en el castillo de Warchester. Hasta este momento, Verderol se
había mostrado más que dispuesto a batallar contra el viejo mago, pero ahora, comprendió Brind'Amour,
el taimado rey de Avon se había percatado de su estrategia. Sus enfrentamientos con Brind'Amour eran
responsables en parte de la caída del sector al otro lado del río; ya no podía permitirse la distracción de un
mano a mano nocturno con su adversario.
Pero aquello no preocupaba demasiado a Brind'Amour. Ahora conocía mejor a su enemigo, los
puntos fuertes y los débiles que tenía, y estaba convencido de que sus tropas atacarían con dureza y de
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R.A. Salvatore El rey dragón
manera decisiva, mientras que él, junto con sus compañeros hechiceros, Deanna y Ashannon,
neutralizarían eficazmente al rey avonés, agobiado por la sobrecarga de responsabilidades.
Como le dijo a Deanna el segundo día de asedio, esta batalla se decidiría con las armas, no con la
magia.
—No está en condiciones de venir contra nosotros por el río, puesto que lo controlamos nosotros —
explicó Brind'Amour en una reunión que se celebró a primera hora de la mañana para decidir
estrategias—. Y, encontrándonos tan próximos a las murallas, no se atreverá a abrir las puertas de la
ciudad para intentar una evasión hacia el norte.
—Entraríamos en Carlisle en cuestión de minutos —razonó Katerin, y, aunque su estimación
parecía demasiado optimista, el comentario resultó oportuno.
—El tiempo juega a nuestro favor —consideró prudente añadir Siobhan.
—¿De veras? —preguntó Deanna.
—La semilla de la rebelión ha sido sembrada dentro de Carlisle —respondió Luthien,
adelantándose a la semielfa—. Oliver y yo encontramos a muchos ciudadanos bien dispuestos a oír hablar
de la legítima reina de Avon y de la traición de Verderol.
—Claro que tal cosa pudiera deberse sólo a mi gran poder de convicción —añadió el halfling.
Su comentario provocó las risas de todos a excepción de Asmund, que estaba hartándose ya de este
asedio.
—No me quedaré sentado en el campo esperando a que lleguen las primeras nieves del invierno —
dijo el huegote.
Realmente, Asmund y sus tropas no podían retrasar la partida mucho más tiempo. Tenían ante sí
una larga travesía para llegar a casa a través de aguas que se harían más inhóspitas con el cambio de
estación. A no tardar, los vientos empezarían a soplar del norte, en contra de las galeras huegotas en su
camino de regreso a Isenlandia y Colonsey, donde sus mujeres e hijos aguardaban.
Brind'Amour se recostó en su asiento y dejó que la conversación continuara a su alrededor. Asmund
deseaba acción; también Kayryn Kulthwain y, sobre todo, Bellick, quien informó a los demás que al
menos veinte accesos a Carlisle quedarían excavados esa misma noche, y que los cimientos de varios
puntos clave en los sectores oriental y meridional de la muralla ya estaban afectados.
—Creen que atacaremos por el norte y el este —comentó el rey enano, que le hizo un guiño a
Brind'Amour—. Pero sólo tienen razón a medias. Los jinetes de Mannington y los de Luthien simularán
el ataque por el norte, mientras que nuestros barcos transportarán a un ejército a los bajíos del delta del
río, al sur de la ciudad. Nuestro asalto será tan rápido que los brutos de un ojo estarán todavía en la
muralla norte preguntándose cuándo piensan atacar tus tropas —le dijo a Deanna—. ¡Y el resto de
nosotros nos echaremos sobre ellos por detrás!
Brind'Amour sabía que no sería tan fácil como Bellick lo hacía parecer, pero era un buen plan.
Carlisle estaba como una fruta madura, lista para que la recogieran, y, si atacaban y no tenían éxito,
siempre podían retirarse a su posición actual y levantar de nuevo el cerco, esta vez contra una ciudad
debilitada por la batalla. Empero, la coordinación sería un punto espinoso, pues había muchas facciones
reunidas en el campo, pero el viejo mago decidió en ese instante que había llegado la hora de actuar.
—Al alba —dijo Brind'Amour inesperadamente, y los que estaban a su alrededor interrumpieron la
conversación y volvieron los ojos hacia él—. Incluso antes del alba —rectificó, y a continuación hizo una
pausa para que los reunidos tuvieran ocasión de asimilar sus emociones y empezar a perfilar mejor el
plan.
Y así empezó, una hora antes de que clareara el octavo día de asedio, cuando Shuglin el enano salió
de un túnel al interior de una silenciosa casa situada en el lado este de la plaza de la abadía de Carlisle. A
todo lo ancho y largo de la silente ciudad, las tropas de Bellick ocuparon, sigilosas, sus posiciones,
mientras tanto, en el llano, al norte de Carlisle, los cinco mil soldados de Deanna Benedigno y el primer
ejército de Eriador, en el que estaban Luthien, Siobhan, Katerin, Oliver y la caballería de los Tajadores,
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R.A. Salvatore El rey dragón
formaron en una larga y profunda línea. Al sur de la urbe, los huegotes abarrotaban sus galeras, listos para
tomar por asalto la bifurcación del río; y en el este, Kayryn disponía a sus valerosos jinetes para la
poderosa carga a través de los puentes.
El alba fue anunciada por el toque de un millar de cuernos —cuernos de Eriador, de Isenlandia, de
Mannington—, por el estruendo de la caballería por el norte y sobre la piedra de los puentes del este, y
por el clamor de los ejércitos lanzados al ataque.
Luthien encabezó la carga del norte, un asalto simulado que mantuvo distraída a la fuerza cíclope a
lo largo de la muralla septentrional de Carlisle hasta que los enanos que estaban dentro de la ciudad
estuvieron organizados. Entonces la muralla meridional de la urbe se derrumbó en varios puntos, y por los
huecos irrumpió la ofensiva huegote, con el ejército de Baranduine a la zaga. Kayryn dirigió el asalto a
través de los puentes fortificados.
Durante más de una hora apenas se ganó terreno, ya que Luthien y sus fuerzas estaban atascados en
los campos septentrionales, incapaces de encontrar una brecha en la bien defendida muralla norte. Por el
sur, los huegotes de Asmund toparon con una férrea resistencia al cruzar la muralla, y los jinetes de
Eradoch sufrieron bajas en los angostos puentes. Las aguas del Stratton se volvieron rojas; las blancas
murallas de Carlisle se salpicaron con la sangre de defensores e invasores.
Cinco de los cabecillas, Brind'Amour, Bellick, Deanna y Ashannon, junto con el síndico Byllewyn
de Gybi, estuvieron observando desde la zona oriental conquistada a lo largo de aquella terrible hora,
preguntándose si no habrían cometido un error.
—¿Habré subestimado a Verderol? —se planteó el viejo mago muchas, muchas veces.
Pero entonces llegó el momento decisivo, el punto donde las tornas empezaron a cambiar, cuando
los enanos de Bellick, dirigidos por el fornido Shuglin, llegaron al patio principal y abrieron de par en par
las inmensas puertas septentrionales de Carlisle. Ahora la carga de la caballería de Luthien fue en serio, y
el joven Bedwyr y sus tropas entraron en tropel en la ciudad y se desplegaron en abanico por doquier,
como las llamas de un incendio en la pradera.
Verderol también observaba la batalla desde una cámara alta de la abadía de Carlisle. El duque Cresis se
presentó ante él muchas veces durante la primera hora, asegurándole que la ciudad estaba resistiendo sin
fisuras.
Después, el cíclope vino para informar que las puertas del norte habían caído, y Verderol supo que
había llegado el momento de que él entrara en acción. Despachó a Cresis (y el bruto de un ojo se alegró
de alejarse del peligroso e imprevisible tirano) y subió solo la escalera de la torre mayor de la abadía.
Desde la azotea, el rey Verderol contempló el desmoronamiento de su reinado. Se luchaba en cada
rincón de la ciudad. El sector norte estaba perdido, y los enanos se desplazaban hacia el este para abrir los
puentes, mientras que la caballería cabalgaba atronadora por las calles, de camino a la muralla sur, para
sumarse a la feroz batalla que allí se sostenía.
—Necios, todos ellos —dijo con desprecio el rey hechicero.
Verderol reparó en un curioso grupo de jinetes, y se fijó especialmente en un hombre montado en
un blanco corcel, con una capa carmesí ondeando a su espalda.
—Él, por fin —comentó el rey.
Sus manos empezaron a trazar semicírculos en el aire, un pulgar tocando al otro, y después,
meñique contra meñique. La cadencia fue aumentando de manera gradual a medida que Verderol hacía
acopio de sus energías mágicas para acabar con la molesta Sombra Carmesí de una vez por todas.
Pero, antes de que tuviera tiempo de realizar el hechizo, Verderol perdió el equilibrio y cayó al
suelo a causa de la sacudida que sufrió la torre con el impacto de un tremendo ataque mágico.
Verderol miró hacia el este y divisó a tres personas: un viejo mago vestido con túnica azul, y que
sostenía un bastón de roble en una mano, el duque de Baranduine y la mujer que sería reina. Brind'Amour
atacó repetidamente la torre con los rayos que salían de su cayado y se descargaban en los cimientos de la
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R.A. Salvatore El rey dragón
estructura. Deanna y Ashannon no eran tan poderosos, pero a pesar de ello arrojaban contra el rey hasta la
última brizna de energía.
La torre se tambaleó peligrosamente. Verderol miró hacia atrás, miró a su alrededor, y vio que era
el foco de atención de todos. Incluso la Sombra Carmesí y sus jinetes habían interrumpido la carga y
estaban parados sobre sus monturas, señalando hacia él.
—¡Necios, todos vosotros! —gritó el perverso hechicero, y, a plena luz del día, ante los ojos de la
multitud, el rey de Avon se reveló tal como era.
Sintió el terrible dolor a medida que sus miembros crujían y crecían, a medida que algunos huesos
se unían mientras que otros se separaban. La horrible comezón lo mortificaba de pies a cabeza; la piel se
desgarraba y se retorcía para adquirir la dura consistencia de las escamas negras y verdes. Dejó de ser
Verderol, y la otra mitad de su ser que era Dansallignatius desplegó las correosas alas justo a tiempo, ya
que la torre de la abadía sufrió otra sacudida y se vino abajo.
Por toda la ciudad, de punta a punta, defensores y atacantes por igual hicieron un alto en la lucha
para contemplar el derrumbamiento de la estructura y presenciar cómo el rey convertido en dragón
levantaba el vuelo por encima de la nube de polvo.
Un rayo de energía azul surcó el aire por encima del río y alcanzó a Verderol; con un rugido de
dolor, el rey dragón se lanzó en picado hacia allí. Cíclopes, huegotes, eriadoranos y enanos —tanto
daba— perecieron bajo el abrasador aliento que la colosal bestia escupió mientras hacía la pasada. La
parte del monstruo que era Verderol deseaba ante todo destruir a la Sombra Carmesí, y después volar
hacia el este, por encima del río, y envolver a sus adversarios hechiceros en un fuego devastador.
Y entonces, con las defensas organizadas contra él, con las densas andanadas de hirientes flechas
elevándose a su encuentro, con los barcos de guerra aproximándose para poder disparar las catapultas a su
paso, y con la arremetida mágica del otro lado del río tornándose aún más intensa, el rey dragón vio la
perdición y la ruina, y supo que había llegado el momento de huir.
Verderol sobrevoló el Stratton al tiempo que lanzaba un último chorro de fuego contra el edificio
donde se encontraban sus principales adversarios. Pero Deanna Benedigno estaba preparada y creó una
burbuja similar a la que había utilizado para atrapar a Mystigal y a Theredon en la cima de la aguja
pétrea. La temperatura de la zona contenida bajo el escudo mágico aumentó hasta un punto desagradable;
el rostro de Bellick se cubrió de sudor y Byllewyn perdió el sentido al faltarle el aire, pero cuando el rey
dragón se alejó volando hacia el este no dejó tras de sí a ninguno de ellos herido de gravedad.
—¡Abdicación! —bramó el monarca enano—. ¡O ése es un rey que abandona, o yo no me llamo
Bellick!
Con los azules ojos anegados en lágrimas, Deanna estrechó al enano en un fuerte abrazo.
Brind'Amour no parecía tan regocijado. Se puso en marcha con precipitación, ordenando a los
demás que lo siguieran. Se dirigió a la cabeza del grupo hacia el puente más próximo y utilizó sus poderes
al máximo para ayudar a despejar las defensas del lado opuesto.
No dio explicación alguna de lo que motivaba su urgencia, y los otros no se atrevieron a
preguntarle.
En algún lugar lejano al sur de allí, Luthien Bedwyr se sorprendió cuando Río Cantarín se frenó de
manera tan brusca que Oliver, cabalgando tras él a lomos de Pelón, estuvo a punto de chocar contra su
espalda. Siobhan y Katerin sofrenaron sus monturas un poco más adelante y giraron las cabezas para
mirar a Luthien con extrañeza.
El joven no se lo explicaba, pero le era imposible conseguir que Río Cantarín se moviera. El blanco
corcel permaneció completamente quieto durante varios segundos, sin advertir siquiera el mordisco que
Pelón le dio en la cola.
Entonces, a despecho de las órdenes de Luthien y de los violentos tirones al bocado, el Morgan
Montañés volvió grupas y partió a galope.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—¡Continuad hacia el sur! —gritó Luthien, pero sus amigos no estaban dispuestos a abandonarlo,
sobre todo sin saber si su caballo lo llevaba hacia amigos o enemigos.
Pero el poderoso Río Cantarín los dejó atrás pronto, y el joven Bedwyr suspiró con alivio cuando
entró en el callejón y se encontró con Brind'Amour y los demás esperándolo. El viejo mago le indicó por
señas que desmontara, y después susurró algo al oído del corcel.
—¿Qué haces? —preguntó Luthien, pero Deanna lo apartó y sacudió la cabeza.
Río Cantarín relinchó y corcoveó de repente, tratando de escapar. Pero Brind'Amour no lo soltó, y,
una vez concluido el encantamiento, empezó a hablar al animal con suavidad para tranquilizarlo.
A Luthien se le abrieron los ojos de par en par —y lo mismo le pasó a Oliver, que entró en el
callejón por delante de Katerin y Siobhan— cuando los flancos de Río Cantarín se abultaron y se
dilataron. El caballo relinchó de un modo espantoso, y Brind'Amour se disculpó y apretó contra sí la
cabeza del animal.
Pero el dolor pasó cuando las extrañas protuberancias dejaron de abultarse y se convirtieron en
hermosas alas.
—¿Qué has hecho? —gritó Luthien; porque, aunque el corcel convertido en pegaso era
indiscutiblemente hermoso, éste era Río Cantarín, su querido amigo.
—No temas —le dijo Brind'Amour—. El encantamiento no durará mucho, y no dejará secuelas al
animal.
Luthien seguía boquiabierto ante la estampa del caballo alado, pero aceptó la explicación de su rey,
en quien confiaba plenamente.
—Este asunto tiene que acabar aquí y ahora —continuó el viejo mago—. ¡Verderol no puede
escapar!
Se dirigió a un costado de la magnífica bestia, y Río Cantarín, obediente, se agachó para que el rey
montara en la silla sin esfuerzo.
—La ciudad será pronto tuya —le dijo Brind'Amour a Deanna—. Avon será pronto tuyo. Quizá me
pierda tu ascenso triunfal al trono que te pertenece por derecho. Te pido que no olvides a quienes vinieron
en tu ayuda.
—Hay muchos entuertos que enderezar, muchas injusticias que enmendar —contestó Deanna.
—Si no regreso, ten presente que Verderol seguirá siendo un problema para ti siempre. No dejes de
vigilar El Salobral y no bajes la guardia.
Deanna asintió en silencio.
—Y para Eriador, sea cual sea tu suerte, prometo la independencia —manifestó la mujer—. Tu
ejército no partirá hacia el norte hasta que se haya establecido una jerarquía de mando adecuada, ya
recaiga en el rey Bellick de DunDarrow, en Luthien Bedwyr, en el síndico Byllewyn de Gybi o en
Siobhan de los blondos.
Luthien estaba horrorizado de que hablaran tan abiertamente de la posibilidad de que Brind'Amour
muriera, pero enseguida tuvo que aceptar la necesidad de actuar así. Eriador no podía caer en el caos de
nuevo ocurriera lo que ocurriera ahora, y Luthien descubrió que creía en la promesa de Deanna respecto a
que Avon no buscaría ejercer su dominio sobre su país. Con todo, habida cuenta de las últimas palabras
de Deanna, al joven Bedwyr le pareció una amenaza real el que, si Brind'Amour no regresaba, Eriador se
dividiera en facciones tribales. Luthien podía predecir problemas entre Kayryn Kulthwain y Bellick,
ambos tan orgullosos y testarudos; puede que incluso surgieran problemas entre esos dos y el síndico
Byllewyn.
La mirada de Luthien se dirigió a Brind'Amour; el valeroso mago estaba inclinado y acariciaba el
musculoso cuello de Río Cantarín. Obedeciendo un impulso repentino, Luthien corrió hacia su caballo y
desplazó al mago casi hasta la cruz del caballo.
Brind'Amour levantó un brazo para detenerlo.
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XXX
EL REY DRAGÓN
Una mañana gris y brumosa recibió a los compañeros cuando el gran pegaso aterrizó en un parche
de espeso y musgoso césped. Habían volado a lo largo de la tarde y la noche, en línea recta hacia el este,
pero no habían divisado al veloz dragón.
El temor de Luthien era obvio: ¿y si Verderol no se había dirigido a El Salobral, limitándose a
alejarse de Carlisle para descansar antes de reanudar la batalla?
Brind'Amour no quiso oír hablar de esa inquietante posibilidad.
—Verderol sabe que todo está perdido —explicó—. Reveló abiertamente su verdadera y perversa
naturaleza, y el pueblo de Avon jamás lo aceptará como rey. No, la bestia regresó a su hogar, en el
pantano.
Por muy reconfortante que resultara la seguridad del mago, Luthien era consciente de que infiltrarse
en el territorio de Verderol persiguiendo al hechicero huido no sería cosa fácil. El Salobral era un vasto y
legendario cenagal, famoso incluso en Eriador. Cubría unos cuarenta mil kilómetros cuadrados, al sureste
de Avon. En su extremo este, no resultaba fácil determinar dónde terminaba el pantano y dónde empezaba
el mar Dorsal, mientras que por el oeste, donde Luthien se encontraba ahora, era un lugar misterioso y
oscuro, repleto de peligros reptantes y ciénagas sin fondo.
Luthien no quería entrar allí, y la idea de internarse en el pantano siguiendo la pista a un dragón
resultaba casi insoportable para el joven.
Brind'Amour, por el contrario, estaba decidido.
—Descansa ahora —ordenó a Luthien—. Tengo algunos conjuros con los que localizar al rey
dragón, y reforzaré el encantamiento de Río Cantarín. Encontraremos a Verderol antes de que el sol se
ponga.
—Y entonces ¿qué? —quiso saber el joven.
El mago se apoyó en el caballo alado mientras pensaba una respuesta razonable.
—No quería que vinieras —dijo finalmente en voz queda—. No sé si me servirás de mucha ayuda
contra un ser como él, e ignoro si seré capaz de derrotarlo.
—En ese caso, ¿por qué estamos aquí los dos solos? —preguntó Luthien—. ¿Por qué no estamos en
Carlisle, terminando nuestra misión, ayudando a Deanna a recuperar el trono que le corresponde por
derecho?
A Brind'Amour no le gustó el tono cortante de su joven amigo.
—La misión no habrá terminado hasta que Verderol esté muerto —replicó.
—Acabas de decir... —empezó a protestar Luthien.
—Que quizá no tenga poder suficiente para derrotar al rey dragón —acabó la frase el mago, cuyos
ojos relampaguearon de un modo ominoso—. Una opinión atinada que, admito, cabe en lo posible. Pero
al menos podré herir a la bestia, y mucho. No, mi joven amigo. La batalla de Carlisle no habrá llegado a
su fin hasta que se haya acabado con el verdadero origen de la caída de Avon. Podríamos haber derrotado
a la guarnición cíclope y levantado al pueblo en apoyo de Deanna, algo que sin duda estará ocurriendo en
estos momentos, mientras hablamos. Pero después ¿qué? Si reunimos a nuestros soldados y regresamos a
Eriador, ¿estaría Deanna realmente a salvo con Verderol al acecho, esperando, a sólo unas cuantas
decenas de kilómetros al este?
Luthien se había quedado sin argumentos.
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—Me internaré en el pantano dentro de unas horas —terminó el mago—. Quizá sea mejor que me
esperes aquí o incluso que regreses al oeste.
—Voy contigo —insistió Luthien sin vacilar.
Pensó en todo lo que tenía que perder después de haber pronunciado las palabras. Pensó en Oliver y
en Siobhan, sus queridos amigos; en Ethan y la posibilidad de que volvieran a vivir como hermanos; y,
sobre todo, pensó en Katerin. ¡Oh, cómo la echaba de menos en este momento! ¡Cómo añoraba su calor
en este horrible y frío lugar! Pero imaginar cuántas cosas buenas habría en su vida cuando esto hubiera
acabado no hizo que Luthien cambiara de idea.
Hemos estado juntos en esto desde el principio —dijo mientras ponía la mano sobre el hombro del
viejo mago—. Desde que nos rescataste a Oliver y a mí en la calzada, desde que me enviaste al cubil de
Balthazar para recuperar tu bastón y me diste la capa carmesí.
—Desde que iniciaste la revolución en Monforte —añadió Brind'Amour.
—En Caer MacDonald —lo corrigió Luthien con una sonrisa.
—Y desde que mataste al duque Morkney —continuó Brind'Amour.
—Y ahora lo terminaremos —dijo el joven firmemente—. Juntos.
Descansaron en silencio sólo un par de horas, pues la adrenalina, incluso a Río Cantarín, les
impedía quedarse quietos. Entraron en el pantano cautelosamente; Brind'Amour canturreaba en un tono
grave y resonante que dirigía hacia las sombras tapizadas de musgo y luego escuchaba sus ecos, sonidos
que podrían llegar distorsionados por la presencia de una poderosa fuerza mágica.
El Salobral se cerró tras ellos enseguida, engulléndolos y privándolos de la luz del día.
Luthien notó que el barro le entraba por el borde de las botas; oía los siseos de protesta de las
criaturas del pantano todo en derredor; sentía las picaduras de los mosquitos. A su izquierda, el agua
marrón se rizó y alguna criatura grande se deslizó bajo la superficie antes de que pudiera identificarla.
El joven Bedwyr enfocó los ojos al frente, en la espalda de Brind'Amour, e intentó no pensar en
ello.
La lucha en Carlisle continuó a lo largo de la noche. Las líneas defensivas eran ya irreconocibles en la
ciudad al quedar reducidas a grupos aislados de resistencia que mantenían las posiciones con
empecinamiento, hasta sus últimas consecuencias. La mayoría eran de cíclopes, y seguían luchando
principalmente porque sabían que el pueblo de Avon no mostraría mucha piedad con ellos tras veinte
años de soportar su brutalidad. Ellos habían sido la guardia de elite de Verderol, los verdugos y los
recaudadores de impuestos, y ahora, después de que el rey se mostrara como un dragón y huyera de la
ciudad, los cíclopes serían los chivos expiatorios de todo el sufrimiento que Verderol había ocasionado.
No todos los ciudadanos de Carlisle habían abrazado la causa de Deanna Benedigno. Ni mucho
menos. La mayoría de ellos se había encerrado en sus casas con el único deseo de esconderse y evitar
problemas; y, aunque muchos se habían rendido e incluso se ofrecieron a combatir al lado de los
eriadoranos, no pocos seguían resistiendo, en especial en los sectores meridionales de Carlisle contra los
fieros huegotes.
Para Oliver, Siobhan, Katerin y muchos otros que venían de Caer MacDonald, parecía una
repetición de la revuelta en Monforte, sólo que a mayor escala. Los tres amigos habían presenciado este
tipo de lucha de edificio en edificio y, aunque habían estado separados durante la noche, sabían cuál sería
el desenlace y adónde conduciría. Así pues, Oliver no se sorprendió cuando atravesó montado en Pelón
las puertas de la abadía de Carlisle y encontró a Siobhan y a Katerin dirigiendo a sus respectivos grupos
de soldados, que ya se encontraban dentro, en una lucha de banco en banco contra los brutos de un ojo.
Los rayos oblicuos de sol matinal penetraron en la penumbra de la catedral, colándose a través de las
numerosas grietas de la pared semicircular del ábside, donde la torre se había derrumbado.
—¡Me alegro de que hayas decidido unirte a la lucha! —le dijo Katerin al halfling mientras éste
pasaba a su lado con el poni galopando por el pasillo central.
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Oliver sofrenó al animal, y Pelón se deslizó varios palmos sobre el resbaladizo suelo de piedra.
—No podemos permitirles que se hagan fuertes en la catedral —dijo, haciéndose eco del
razonamiento que había llevado a las dos mujeres y a muchos otros hasta el templo.
En todo Carlisle, como en cualquier gran ciudad avonesa, no había un lugar más defendible que la
catedral. Si dejaban que los cíclopes se atrincheraran en la abadía, podrían pasar semanas antes de que los
invasores consiguieran derrotarlos y sería a un precio muy alto.
Sin embargo, los líderes del ejército eran conscientes de esto, así que no parecía probable que los
cíclopes encontraran refugio aquí. Los Tajadores de Siobhan habían ganado el triforio, y desde aquella
galería alta estaban disparando flechas sobre los cíclopes de la nave, cuyo número menguaba con gran
rapidez. Las tropas de Katerin habían ganado dos tercios de los bancos de la nave principal, y el brazo
norte del crucero, más adelante y a la izquierda de la posición de Oliver, había sido tomado. En el brazo
sur la resistencia se estaba viniendo abajo, ya que los brutos de un ojo salían corriendo por las puertas
para desperdigarse por las calles de la ciudad.
—¡Conmigo! —gritó Oliver, que espoleó a Pelón y embistió contra un montón de cíclopes.
Varios salieron lanzados por el aire, pero la galopada de Oliver quedó frenada por el ingente
número de brutos. El espadín del halfling destelló a la izquierda y acertó a hincarse en el ojo de uno de
ellos; después se desplazó veloz hacia la derecha y abrió un tajo en la mejilla de otro.
Pero Oliver se dio cuenta enseguida de que su llamada había cogido desprevenidos a sus
compañeros y que el impulso lo había llevado demasiado lejos para que le llegara apoyo de inmediato.
—¡Podría estar equivocado! —farfulló el halfling al tiempo que paraba ataques frenéticamente,
intentando protegerse.
Las manos de los cíclopes se aferraban a cualquier cosa que podían agarrar y, tiraban con intención
de derribar a jinete y montura por la fuerza bruta. Otros brutos de un ojo salieron de los bancos que había
detrás de Oliver y cortaron el paso de los que trataban de acudir en ayuda del halfling, Katerin entre ellos.
—¡Oh, no! —gimió Oliver, pero entonces recordó que Siobhan lo estaba mirando y que lo más
importante era no morir como un cobarde—. ¡Pero al menos me iré cantando! —proclamó, y eso fue lo
que hizo, atacando un antiguo canto gascón que hablaba de actos heroicos y botines de guerra:
208
R.A. Salvatore El rey dragón
Pero entonces acabó tan rápidamente como había empezado, y el acoso de los cíclopes alrededor de
Oliver y el poni amarillo ya no era tan agobiante. Katerin llegó a su lado y le dedicó una mirada ceñuda,
reprendiéndolo por actuar de un modo tan temerario.
El halfling no la oía apenas, pues estaba mirando hacia arriba, al triforio ocupado por Siobhan y sus
tropas; casi todos los arqueros se movían hacia otro punto desde el que disparar al siguiente blanco.
Oliver tocó el ala del enorme sombrero en un saludo a la hermosa semielfa, pero Siobhan no sonrió.
—¡Mis amigos no tienen muy buena «punterría»! —gritó ella, imitando el acento gascón del
halfling.
Oliver la miró de hito en hito, perplejo.
—Ha oído tu canción —comentó Katerin con tono seco—. Creo que les ordenó que te acribillaran.
—Ah.
El halfling volvió a tocar el ala del sombrero y ensanchó la sonrisa.
—Cerdo gascón —resopló Katerin, que giró sobre sus talones.
—¡Pero estoy herido! —gimió Oliver de repente, y Katerin se volvió bruscamente—. ¿Puedes
quitarte la camisa para vendar mis heridas?
Fue una de las mejores demostraciones de equitación que Katerin había visto en su vida, pues, tan
pronto como dio un paso hacia Oliver con gesto amenazador, el halfling hizo que Pelón girara hacia un
lado y que se encaramara de un salto al estrecho banco, por el que galopó en perfecto equilibrio.
Katerin miró a Siobhan y se encogió de hombros; las dos sonrieron de oreja a oreja a costa de su
pequeño y descarado amigo.
Después volvieron a lo que tenían entre manos; acabaron con los cíclopes que quedaban en la parte
inferior de la catedral, y tomaron la nave, el crucero y lo que quedaba del ábside. A poco, las torres
gemelas frontales también fueron tomadas, pero no antes de que los cíclopes organizaran una evasión
dirigida por un corpulento y horrible bruto que vestía ropas regias y blandía una espada ancha de
excelente factura. El duque Cresis avanzaba a la cabeza de la cuña que luchaba para abrirse paso;
cruzaron a través del semicírculo del ábside hacia el extremo oriental de la catedral, y después giraron
hacia la nave meridional. Cuando Cresis se encontró con el camino obstruido por el muro de defensores
eriadoranos, el bruto giró hacia el este, recorrió un estrecho pasaje, y pasó a través de una puerta
hábilmente oculta en la pared de la izquierda. Cresis y veinte de los suyos habían ganado las catacumbas.
—Arrojemos haces de leña prendida por las escaleras —sugirió un eriadorano—. Que salgan o que
se asfixien con el humo ¡que elijan ellos!
Otros secundaron la idea, pero Siobhan albergaba ciertas reservas. El cabecilla del grupo cíclope
había sido identificado como el duque Cresis, y la semielfa no estaba segura de que conviniera dar al
bruto la menor oportunidad de escapar.
—Tal vez haya otra salida en las catacumbas —razonó—. No podemos dejar que un cíclope tan
importante se escabulla hacia las calles de Carlisle.
—¿Querrá alguien seguir a los brutos a esas oscuras catacumbas? —preguntó otro soldado
bruscamente.
Se alzaron voces llamando a los enanos, pero Siobhan las hizo callar.
—No hay tiempo para encontrar a la gente de Bellick —explicó—. Yo voy.
Una veintena de blondos se situó detrás de ella.
—Detesto dejar a mi estupenda montura —se lamentó Oliver, pero también él se puso al lado de la
semielfa, y Katerin lo hizo al mismo tiempo.
—¡Cuatro por tres! —ordenó Siobhan, y doce arqueros elfos tomaron posiciones delante de la
puerta cerrada en cuatro filas de a tres—. No esperéis a ver para disparar —dijo la semielfa, que hizo un
gesto con la cabeza a los dos hombres que estaban junto a la puerta.
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R.A. Salvatore El rey dragón
A la cuenta de tres, los hombres la abrieron de golpe, y se apartaron del hueco al tiempo que la
primera fila de blondos disparaba. Se agacharon y rodaron sobre sí mismos, apartándose a los lados, y la
segunda fila dejó volar sus flechas mientras la primera corría hacia atrás a la par que encajaba nuevos
proyectiles en las cuerdas de los arcos. Después disparó la tercera, y luego, la cuarta, y a continuación le
tocó el turno de nuevo a la primera, y así hasta completar dos andanadas: veinticuatro flechas que
rebotaron contra las paredes y los peldaños, escalera abajo.
Oliver y Katerin sostenían linternas, pero Siobhan les dijo que bajaran la llama.
—Los blondos luchan mejor en la oscuridad que los brutos de un ojo —explicó, y entonces hizo
una pausa mientras observaba de hito en hito a sus dos amigos, que no eran elfos.
—Vamos a bajar contigo —dijo Katerin firmemente, poniendo así fin al debate antes de que
Siobhan tuviera tiempo de empezarlo.
Y así lo hicieron, de tres en tres, ocho filas en total, y bajaron cautelosamente los toscos e
irregulares peldaños.
Dejaron atrás varios cíclopes muertos, la primera línea defensiva sobre la que se había descargado
la andanada de flechas con más fuerza, y pronto llegaron al nivel inferior.
La linterna de Oliver parecía insignificante aquí. Los techos eran bajos, de manera que Katerin y
algunos de los elfos más altos tenían que ir agachados para no golpearse en la cabeza. Los macizos arcos
de nervaduras eran incluso más bajos, y sus piedras eran tan gruesas que la totalidad del área, construida
para aguantar el peso de la inmensa catedral, semejaba un gran laberinto tortuoso.
Los amigos procuraban seguir juntos, pero a menudo se veían obligados a caminar en fila india.
Cada arco presentaba cuatro caminos posibles, y el suelo era tan irregular que estar en línea con otro
compañero no garantizaba que ese aliado estuviera a la vista. La luz de las linternas apenas penetraba en
aquella perpetua oscuridad; las telarañas colgaban bajas y tupidas, y los arcos eran tan numerosos e
impresionantes, tan bajos, que el área parecía una retorcida maraña de pasadizos más que un espacio
abierto salpicado de columnas.
—Aquí es donde estaba la antigua abadía —dedujo Oliver, la voz baja y amortiguada por las
numerosas telarañas y por la barrera que constituían las piedras—. Construyeron encima la catedral.
Mientras hablaba, el halfling giró en un recodo y se topó con una sección de suelo elevada, tres o
cuatro peldaños desgastados por el paso del tiempo que conducían a un bloque de piedra, un altar o quizás
una cripta. Oliver no estaba seguro. Se volvió para pedir opinión a Siobhan y se encontró con que se
había separado de los otros.
—Oh, cómo me gusta tener el cielo por techo —susurró el halfling.
—¡Cíclopes! —resonó un grito desde alguna parte, en la distancia, seguido de inmediato por el
choque de aceros, y después un gruñido gutural que cubrió la voz de un blondo—: ¡Todavía están aquí!
—¡Siobhan! —llamó Oliver en tono quedo. El halfling se esforzó por desandar el camino, pero
todas las direcciones le parecían iguales—. Izquierda no veo, derecha no siento, al centro no tiento, me
quedo al resto —entonó Oliver mientras señalaba a cada dirección.
Luego, como mandaba la tradición gascona, el halfling se encaminó hacia la última: me quedo al
resto.
Oyó más ruido de lucha, choques individuales, pero nada a gran escala. Los cíclopes estaban aquí,
sí, pero escondidos por separado, a la emboscada.
Oliver se dirigió a la izquierda en el siguiente arco y después, al parecerle que reconocía la zona
como el vestíbulo de entrada, giró en una esquina sonriendo de oreja a oreja, esperando ver la escalera
que conducía a la nave de la catedral.
La luz de la linterna quedó oscurecida por un par de figuras demasiado grandes para ser blondos y
demasiado anchas para ser Katerin.
El halfling chilló y estoqueó al frente con el espadín al tiempo que intentaba soltar la linterna en el
suelo para sacar la daga larga. Creyó que la fina hoja de su arma alcanzaría el enemigo que tenía más
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R.A. Salvatore El rey dragón
cerca, pero la forma se movió con la agilidad y el equilibrio depurados de un guerrero innato, fintando
suave y hábilmente.
Oliver pensó que iba a morir, pero, cuando su enemigo se giró, la luz se reflejó en una piel
rubicunda y tostada, no en la enfermiza tonalidad gris común a los cíclopes. Y su adversario tenía dos
ojos: unos ojos de color canela.
—Luthien —empezó Oliver, pero enmudeció bruscamente al caer en su error.
—¡Cuidado con ese espadín, estúpido! —gruñó Ethan Bedwyr, que apartó a un lado, diestramente,
la punta del arma que seguía asestando estocadas.
—¿Qué haces aquí?
—Me dijeron que Katerin había bajado aquí —contestó Ethan en voz baja—. Le prometí a mi
hermano que cuidaría de ella.
Una sonrisa taimada ensanchó el rostro de Oliver.
—¿Tu hermano? —preguntó.
Ethan no tenía tiempo para perderlo con juegos semánticos. Hizo una seña a sus otros dos
compañeros huegotes que aún estaban en la escalera, indicándoles que fueran a la derecha, y después él y
su compañero más cercano se encaminaron al frente.
Oliver se agachó para recoger la linterna y meter otra vez en el cinto la daga larga; al incorporarse,
estaba solo de nuevo. Miró a la escalera, tentado de regresar a la nave de la catedral, pero entonces oyó
otro grito en algún sitio a lo lejos; era una voz que reconoció.
Siobhan y un compañero blondo bajaron una docena de peldaños y giraron en un cerrado recodo, dejando
muy atrás el ruido de los demás; después gatearon bajo una minúscula puerta cuyo hueco medía menos de
un metro cuadrado, apenas lo bastante amplia para que cupiera un corpulento cíclope. El túnel que había
al otro lado no era mucho mayor que la entrada, y la pareja tuvo que agacharse, incluso ponerse a gatas en
algunos puntos para poder seguir adelante.
La oscuridad era total, hasta para los penetrantes ojos de los blondos, y Siobhan se vio obligada a
encender una lámpara de mano, una pequeña linterna que había utilizado a menudo en sus tiempos de
ladrona en la Monforte controlada por Morkney.
Hizo una seña a su compañero, que iba a la cabeza, para que continuara.
Finalmente, salieron a un área más amplia, las catacumbas más antiguas de toda la catedral. En
todas las paredes había criptas abiertas que dejaban a la vista los restos esqueléticos de los primeros
clérigos y abades de Carlisle, puede que de todo Avon del Mar. La mayoría yacía de espaldas, pero
algunos, en criptas más ornamentadas, estaban sentados en tronos de piedra.
Siobhan se llevó un sobresalto al reparar en un esqueleto que había a su lado, sentado muy erguido
y orgulloso desde hacía siglos, salvo que el cráneo estaba en el suelo, víctima sin duda de las hambrientas
ratas, cuyos huesos probablemente también yacían en ese lugar de muerte. La semielfa se obligó a apartar
la mirada del cadáver en el momento en que su compañero se golpeaba la cabeza en el abovedado techo
del siguiente arco.
—Cuidado —susurró Siobhan, pero entonces gritó cuando su compañero giró sobre sí mismo y se
desplomó.
Aun con la tenue luz de la lámpara de mano, Siobhan distinguió la sangre que brotaba del tórax del
elfo, que había sido herido desde la axila hasta la médula espinal.
Ante la semielfa se encontraba el brutal duque cíclope, con la fabulosa espada ancha goteando
sangre elfa; el feo rostro de Cresis se retorcía con una mueca cruel que era una promesa de muerte.
No había sido más que un único y lejano chillido, y los gritos se estaban haciendo más y más frecuentes a
cada instante a medida que los perseguidores se topaban con los cíclopes escondidos. Pero Oliver jamás
había estado tan concentrado en algo. Su mente, su alma, estaban fijas en aquella única exclamación, y el
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R.A. Salvatore El rey dragón
laberinto parecía abrirse por sí mismo ante él mientras corría, alumbrándose con la llama de la linterna,
que había subido para ver mejor las grietas del suelo irregular.
Hizo un alto en un área más amplia para asestar una estocada con su espadín en las posaderas de un
cíclope que estaba luchando. Al ver que su pinchazo había distraído al bruto lo suficiente para dar a su
adversario blondo una ventaja decisiva, Oliver siguió corriendo.
Pasó a través de un arco sin mirar a los lados, sin dejar de oír en su cabeza aquel grito, dejándose
guiar por su instinto y su corazón.
Katerin lo divisó y lo llamó; ella, Ethan y un huegote fueron en pos de él.
Pero no pudieron mantener la velocidad del halfling en esos espacios tan reducidos. Llegaron a la
parte alta de una escalera rota e irregular que bajaba en ángulo justo después de que Oliver se metiera por
el pequeño hueco que había al final del tramo.
El ruido de aceros chocando les reveló que no se habían equivocado de camino.
Siobhan era arquera, una de las mejores de todo Avon del Mar. Pero tampoco era una principiante
con la espada, como no tardó en descubrir el duque Cresis.
El bruto pensó que la había cogido desprevenida, por lo que su primer ataque fue una estocada a
fondo, dirigida al corazón de la semielfa.
Una espada corta centelleó, desviando el arma del bruto por muy poco a la par que la semielfa hacía
un quiebro con el cuerpo. Una finta perfecta, y Siobhan contraatacó rápida como un rayo, girando la
muñeca para impulsar la espada en diagonal hacia la fea cara de Cresis.
El bruto reculó, tropezando, y salvó un bloque de piedra, el altar más antiguo de la arcaica abadía,
para dirigirse hacia un área más amplia.
Siobhan lo persiguió veloz, intentando mantener la ventaja, pero el mismo bloque de piedra la frenó
lo suficiente para que el bruto de un ojo restableciera sus defensas.
—¿Duque Cresis? —preguntó la semielfa en tono burlón.
El cíclope resopló y no se molestó en contestar.
—Te ofrezco la oportunidad de rendirte. —Era un farol, y Siobhan rezó para que el poderoso bruto
aceptara—. La ciudad está en nuestro poder. No tienes adónde huir.
—¡Entonces, moriré con mi espada en una mano y con tu cabeza en la otra! —prometió el cíclope,
que cargó de inmediato.
La espada ancha centelleó a la derecha, a la izquierda, otra vez a la izquierda, y después de arriba
abajo; el bruto agarró el arma con las dos manos para asestar el último golpe. Siobhan paró y esquivó, se
agachó para eludir el tercer ataque, y se incorporó veloz para frenar el brutal tajo, con la parte plana de la
espada por encima de su cabeza. Su intención era enganchar la espada ancha y desviarla en un amplio
arco, después adelantar un paso, aproximarse, y sacar ventaja de la menor longitud de su arma en un
cuerpo a cuerpo.
Pero el golpe de Cresis era demasiado fuerte para esa maniobra, y Siobhan sintió que las piernas se
le doblaban por el impacto del tremendo tajo. No obstante, la fantástica hoja de manufactura elfa resistió,
frenando el golpe por encima de su cabeza, y la semielfa rodó hacia un lado al tiempo que lanzaba dos
rápidas arremetidas, con lo que consiguió abrir un pequeño corte en la cadera del cíclope.
Cresis se rió de la insignificante herida y se lanzó veloz al ataque, descargando su espada a cada
paso. Siobhan se movió desesperadamente para mantenerse fuera del alcance del bruto. Chocó con fuerza
contra el bloque de piedra que en tiempos fue un altar, y Cresis, creyendo que la tenía atrapada, arremetió
de frente.
Siobhan se impulsó hacia atrás, rodó por encima del altar, y cayó de espaldas al otro lado en el
momento en que la espada del cíclope hendía el aire por encima de ella.
Cresis salvó el bloque de piedra de un salto, pero la ágil semielfa ya se había apartado gateando y se
había incorporado. Cambió de dirección de inmediato y, tomando la ofensiva de nuevo, amagó un golpe a
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R.A. Salvatore El rey dragón
la ingle del bruto y arremetió hacia arriba velozmente, de manera que el arma inclinada de Cresis no pudo
hacer la parada.
El cíclope reculó; un profundo tajo le surcaba la mejilla, y la bulbosa nariz estaba casi partida en
dos.
Siobhan podría haber ofrecido que se rindiera otra vez, y tal vez el bruto habría aceptado, pero
estaba sumida en el ardor de la lucha para entonces. Arremetió fuerte y veloz y lo hirió de nuevo, esta vez
hundiendo la punta de la espada en el hombro izquierdo del cíclope, y se echó sobre él de tal modo que le
dejó los brazos pegados contra el cuerpo.
Pero sólo durante un instante, ya que Cresis aulló de dolor y empujó hacia delante con su tremenda
fuerza. Siobhan salió despedida a varios palmos de distancia, pero de algún modo se las arregló para
mantener el equilibrio, y estaba lista cuando el bruto cargó contra ella con una rutina que ya le era
familiar.
Derecha, izquierda, izquierda de nuevo, y luego de arriba abajo, pero, en esta ocasión, el último
movimiento lo ejecutó sólo con una mano.
Siobhan paró, se echó hacia atrás, metiendo el vientre, y se agachó para esquivar el tercer
movimiento, pero se levantó rápidamente al ver que Cresis sostenía el arma con una sola mano.
Las cuchillas chocaron con un tremendo golpe; la semielfa giró la muñeca con todas sus fuerzas,
adelantó un paso y sonrió ampliamente saboreando la victoria cuando la espada ancha salió desviada
hacia un lado.
La luz aumentó al entrar Oliver en la cámara; el halfling vio a su querida Siobhan luchando contra
un enorme y feo cíclope. La espada de Cresis estaba desviada hacia un lado, sin moverse, pero, por
alguna razón, tampoco el arma de Siobhan, preparada para el golpe, arremetió contra el bruto de un ojo.
Oliver lo entendió cuando su amada se deslizó entre los brazos del bruto y, en particular, de la mano
izquierda de Cresis, que sostenía una daga ensangrentada.
La semielfa dirigió una rápida ojeada a Oliver; después su espada cayó al suelo con un ruido sordo,
y Siobhan se desplomó a continuación.
Oliver no era adversario para Cresis, y el poderoso bruto apenas estaba herido, pero el halfling no
pensó siquiera en la huida en ese horrible momento. Lanzó un rugido de rabia y se abalanzó sobre el
cíclope iniciando una rutina de diez estocadas con tal furia que Cresis apenas pudo distinguir cada
movimiento por separado, y el bruto recibió varios pinchazos dolorosos en el antebrazo al intentar
levantar la espada ancha para parar el ataque.
El cíclope intentó adoptar una postura defensiva, pero el encolerizado halfling no le dio cuartel.
Impulsado por la rabia, Oliver asestó estocadas directas, golpeó la espada ancha con la daga larga, e
incluso llegó a enganchar la hoja entre la guarda de la daga, pero no tenía la fuerza necesaria para romper
el arma del bruto o para arrancársela de la mano.
Aun así, fue Cresis, y no Oliver, quien continuó retrocediendo, y el halfling encontró su
oportunidad cuando el cíclope se aproximó a la piedra del altar. Oliver se encaramó de un salto a ella, y
entonces fue el bruto el que tuvo que bregar para parar las arremetidas, ya que el espadín de Oliver estaba
en línea con el rostro ya herido de Cresis.
—¡Qué feo eres! —lo zahirió el halfling, escupiendo las palabras—. ¡Ni un perro jugaría contigo a
no ser que tuvieras un trozo de carne atado a tu sebosa cintura!
—¡Podría comerme al perro! —replicó Cresis, pero las palabras del bruto fueron acalladas por otro
ataque múltiple.
Cresis era lo bastante listo para darse cuenta de que la ira del halfling era desmedida. Si conseguía
que Oliver siguiera moviéndose, barbotando maldiciones y arremetiendo ferozmente, acabaría
cansándose.
Así pues, el bruto paró los golpes y empezó a apartarse del altar, pero entonces su único ojo se abrió
desmesuradamente por la sorpresa cuando la daga larga se precipitó sobre él, girando en el aire. El brazo
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R.A. Salvatore El rey dragón
del cíclope se levantó y paró la daga, pero no era el arma lo único que se le venía encima, ya que Oliver
corrió hasta el extremo del altar y saltó sobre él.
Cresis volvió a aullar de dolor; el antebrazo le ardía por la hoja de la daga hincada en su carne.
Intentó desviar la espada ancha para alcanzar al halfling en el salto, pero su reacción fue lenta, pues tenía
los músculos desgarrados y entumecidos.
Oliver se estrelló con fuerza contra él, si bien el corpulento bruto, con sus ciento treinta kilos de
peso, apenas acusó el impacto y no retrocedió más que un corto paso. Daba igual, ya que Oliver había
saltado con el espadín por delante.
Ahora estaba agarrado al inmenso tórax de Cresis; podría haber pasado por un niño aferrado a su
enorme padre. Pero el espadín había sido certero en dar en el blanco, y estaba hundido hasta la
empuñadura, atravesando el grueso cuello del cíclope.
Cresis resolló, y la sangre le salió a borbotones por la boca y el cuello. Mantuvo la presión de los
brazos, intentando aplastar a Oliver hasta matarlo. Pero su presa se aflojó inevitablemente cuando los
pulmones se le llenaron de sangre. Lentamente, Cresis cayó sobre las rodillas, y Oliver se apresuró a
apartarse de él, esquivando una imprecisa estocada de la espada ancha.
Cresis se dobló hacia delante y tuvo que poner las manos en el suelo para sujetarse; se quedó a
gatas, jadeando, tratando en vano de llevar aire a sus pulmones.
Oliver dejó de prestar atención al bruto y corrió hacia su amada. Le pasó un brazo por debajo de la
cabeza al tiempo que apretaba la otra mano contra la herida sangrante que Siobhan tenía en la parte
inferior del tórax.
Ethan entró gateando en la cámara en ese momento, seguido de cerca por Katerin.
—Oh, amor mío —oyeron sollozar al halfling—. ¡No te mueras!
214
R.A. Salvatore El rey dragón
mitad de la noche. Estaban allí por Verderol, se recordó, y no se marcharían hasta que encontraran y
derrotaran al perverso rey dragón.
Río Cantarín ascendió hasta estar a unos treinta metros por encima de los oscuros árboles. A los
sesenta, el pantano adquirió una dimensión distinta, se convirtió en un mosaico de indefinidas masas
arbóreas y manchas de agua oscura. Ascendieron aún más, y El Salobral se ensanchó bajo ellos mientras
las formas se fundían entre sí en una inmensa alfombra gris verdosa.
Todos los contornos definidos y los abruptos sesgos de los brazos acuíferos se suavizaron y se
desdibujaron en borrosos perfiles, salvo una excepción: un punto que rompía la uniformidad del paisaje,
como si El Salobral, a semejanza de un gran arco, hubiera disparado esa única y rauda flecha.
Luthien vaciló, fascinado. ¿Qué había impulsado al dragón a semejante velocidad?, se preguntó sin
salir de su asombro, ya que la poderosa bestia apenas si había batido las alas; un aleteo, y había salido
disparada hacia ellos, y ascendía tan rauda como si estuviera haciendo un picado.
Río Cantarín resopló e intentó reaccionar, pero era demasiado tarde. A Luthien se le cayó el alma a
los pies al darse cuenta de su error, de su inoportuna vacilación. Miró las fauces abiertas de la bestia que
se aproximaba y en ellas vio la muerte.
Entonces el mundo pareció moverse a su alrededor, combarse dentro del remolino blancoazulado de
un túnel mágico. Acabó tan repentinamente como había empezado, y Luthien se encontró mirando al
dragón desde abajo mientras la bestia pasaba y se alejaba a toda velocidad.
El bastón de Brind'Amour se apoyó en su hombro, y el mago lanzó un rayo de chisporroteante
energía negra que alcanzó al dragón y lo sacudió violentamente.
Las alas de la bestia se extendieron al máximo para hacer resistencia contra el aire y frenar el
impulso.
Esta vez, Luthien reaccionó al momento, haciendo que Río Cantarín ascendiera casi en
perpendicular e intentando ponerse a la espalda de la gran bestia.
Pero Dansallignatius, Verderol, agachó la cabeza y se zambulló al tiempo que giraba el cuello
serpentino hacia atrás.
El caballo plegó una de las alas e hizo una vuelta completa al tiempo que el dragón expulsaba el
chorro de fuego. De nuevo cabeza arriba, bregando para sostenerse en la silla y no perder el control del
caballo, Luthien miró con incredulidad cómo un puño verde, incorpóreo, salía disparado por detrás de él.
Hendió el aire raudamente, golpeó duramente en el estómago del dragón y explotó con fuerza suficiente
para lanzar a la bestia a varios metros.
—¡Ja! —se chanceó Brind'Amour, que chasqueó los dedos junto al oído de Luthien. En un tono
menos seguro, el mago susurró—: Tienes que mantenerte cerca de la bestia, muchacho. Lo bastante cerca
para que si Verderol escupe fuego se queme su propia ala.
Una nueva descarga de energía mágica salió disparada, y después una tercera, y Luthien espoleó a
Río Cantarín en pos de su rastro, siguiendo el curso marcado hacia la bestia.
El cuello serpentino de Verderol se desvió bruscamente, y el primer puño mágico pasó de largo. Sin
embargo, el último lo alcanzó de lleno y le ladeó la cabeza violentamente. Con todo, Verderol parecía
estar completamente concentrado en el tercer proyectil, el proyectil viviente conformado por un caballo
alado y sus dos jinetes; Luthien estuvo a punto de desmayarse al creer que había puesto a sus compañeros
y a sí mismo en el camino de una muerte cierta.
—¡Mantén el curso! —ordenó a voces Brind'Amour, y el joven, gritando sin parar, obedeció.
El segundo puño volador, el que había fallado el blanco, había hecho un giro de ciento ochenta
grados y se descargó contra la parte posterior de la cabeza del dragón justo un instante antes de que
Verderol expulsara el chorro de fuego. La bestia salió lanzada hacia delante; Río Cantarín pasó volando
por encima del cuello doblado del dragón, y Luthien intentó desenvainar la espada pues estaba lo bastante
cerca para arremeter contra la monstruosa criatura. El bastón de Brind'Amour se adelantó de nuevo y otro
rayo, éste de color rojo, alcanzó el blanco y descendió chisporroteante de escama en escama.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Para sorpresa de Oliver, y momentáneo alivio, Siobhan abrió los hermosos ojos y consiguió esbozar una
dolorida sonrisa.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—¡Arriba, y a correr! —gritó Brind'Amour tan pronto como el momento de peligro hubo pasado;
las ramas encendidas se apagaban rápidamente con la tremenda humedad del pantano.
Luthien se esforzó por seguir la orden, y avanzó trastabillando por la resbaladiza orilla de la charca.
A lo lejos, oyó el frenético relincho de Río Cantarín, y entonces, al volverse en la dirección donde había
dejado al caballo, vio venir la muerte.
Agarró a Brind'Amour con intención de arrastrarlo de vuelta a la charca, pero el mago se soltó de un
tirón. La cobertura ya no era tan espesa —desde luego, no lo suficiente para ocultarlos de la penetrante
vista de un dragón— y Brind'Amour sabía que agazaparse significaba ser atrapados.
No, decidió el viejo mago; estaban allí para luchar contra Verderol, y lo harían; se enfrentarían a su
carga.
Brind'Amour llegó hasta el tronco de un viejo sauce, un frondoso ejemplar que había resistido la
primera pasada del dragón como si sólo fuera una pequeña molestia.
—Préstame tu fortaleza —le susurró al tronco y estrechó al árbol en un tierno abrazo.
El dragón sobrevolaba escrutando el área que había despejado de manera tan expeditiva. Soltó un
penetrante chillido al pasar por encima de Brind'Amour, y de inmediato inició un amplio y grácil viraje.
Luthien gritó una advertencia al mago, pero éste no pareció oírlo. Tampoco pareció reparar en
absoluto en el dragón. Siguió abrazado al árbol, musitando suavemente, con los ojos cerrados.
El joven Bedwyr se acercó poco a poco para no molestar al mago, pero pendiente de la posible
reaparición del dragón. Iba a llamar a Brind'Amour otra vez, pero enmudeció, sobresaltado, cuando
reparó en que los dedos de las manos del mago habían desaparecido, como si se hubieran hundido en la
corteza del sauce. Luthien alzó los ojos hacia el rostro de su amigo, y lo conmovió la expresión de
serenidad que irradiaba; después volvió la vista hacia los brazos de Brind'Amour y se encontró con que
estaban metidos en el árbol hasta más arriba de las muñecas.
—Préstame tu fortaleza —susurró de nuevo el mago, pero en un lenguaje que Luthien no entendía;
un lenguaje de música, no de palabras, de la eterna armonía que había dado vida al mundo, que le daba al
árbol su fuerza y su longevidad: el lenguaje de los propios poderes que sustentaban el mundo.
Luthien no sabía qué hacer y, cuando miró de nuevo hacia el punto por donde se había alejado
volando el dragón y vio que la bestia volvía velozmente hacia él, sólo fue capaz de gritar con impotencia
a su amigo sumido en trance y después zambullirse hacia un lado, lejos de Brind'Amour y del sauce, al
pie de otro gran árbol.
Verderol lanzó un rugido ensordecedor que culminó con la expulsión de un tremendo chorro de
fuego. En ese mismo momento, Brind'Amour gritó, como en éxtasis, y un resplandor verde envolvió al
mago, ascendió por sus brazos y continuó por el árbol, subió por el tronco y se intensificó a medida que
se propagaba por todas las ramas.
Las llamas abrasadoras del dragón se precipitaron sobre todos; Luthien escarbó frenéticamente la
tierra, intentando abrir un agujero. Los ojos le ardían, y sentía como si los pulmones estuvieran a punto de
estallar; ni siquiera imaginaba la horrible suerte que habría corrido Brind'Amour, que no contaba con la
protección de la capa carmesí.
Efectivamente, aquel fuego se descargó sobre el mago, pero Brind'Amour no lo sintió, como
tampoco el añoso sauce. Porque él era ahora parte del árbol, y el árbol era parte de él; así, mientras que el
hombre había tomado la resistencia del sauce, éste había ganado la conciencia del mago. Las ramas
encorvadas y flexibles se alzaron del pantanoso suelo y sacudieron y engancharon al dragón mientras
pasaba volando sobre él.
Verderol fue pillado totalmente desprevenido cuando una enorme rama se sacudió y lo golpeó justo
entre los ojos, y otra se enredó en su ala izquierda. El dragón giró violentamente hacia abajo y
lateralmente. La madera se dobló, se retorció y se partió.
Brind'Amour gritó de dolor, y el brutal impacto de la bestia destruyó la simbiosis con el árbol,
dejándolo sentado en el húmedo suelo, preguntándose por qué humeaba su túnica en algunos puntos.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Gimió al ver que el sauce tenía rotas muchas ramas, y que el tronco estaba ladeado, con las raíces medio
desenterradas, la totalidad del vetusto árbol casi arrancada de cuajo por el peso de su presa.
Brind'Amour deseaba ir hacia el sauce, ofrecerle consuelo y darle las gracias, intentar transmitirle
sus poderes para ayudarlo a sanar. Pero tenía otros problemas más acuciantes, ya que el dragón había sido
derribado del cielo y en su violenta caída había despejado de vegetación una franja de cien metros de
largo. Pero la bestia distaba mucho de estar vencida. Verderol se liberó de la maraña de follaje roto y,
poniéndose de pie, se enfrentó al mago. Una de sus alas estaba rota y pasaría tiempo antes de que se
curara; no podía volar. Como un gigantesco felino, Verderol se agazapó y tensó las patas traseras
mientras sus ojos amarilloverdosos se quedaban prendidos en el insignificante hombrecillo que tanto
dolor le había causado.
Un único salto lo llevó lo bastante cerca para escupir otro chorro de fuego que envolvió a
Brind'Amour.
Pero el viejo mago estaba preparado. Con su magia, había llegado a la tierra que pisaba y extraído
su humedad, y recibió el fuego del dragón con una cortina de agua. Después liberó su contraataque, una
abrasadora línea de energía que zigzagueó entre las llamas y alcanzó a Verderol.
Luthien se acurrucó, tembloroso, y se tapó los oídos para protegerlos de los atronadores ruidos de la
bestia y el crepitar del fuego. Aquello siguió y siguió durante lo que le parecieron horas. Lo único que
quería Luthien era inhalar un poco de aire, pero no lo conseguía. Lo único que quería era levantarse y
correr, pero sus pies no lo obedecían. Entonces el mundo empezó a sumirse en una gran negrura, en un
agujero sin fondo donde él estaba cayendo.
Los sonidos remitieron.
Después, todo acabó; el fuego y la descarga de energía se consumieron, y Verderol y Brind'Amour
se quedaron frente a frente, mirándose. El viejo mago supo, por el modo en que el cuello serpentino se
echó bruscamente hacia atrás y por los ojos desorbitados de la bestia, que su resistencia había sorprendido
a su adversario.
—Has traicionado todo lo que era sagrado para la antigua hermandad —gritó Brind'Amour.
—¡La antigua hermandad de necios! —replicó el dragón con una voz resonante que más parecía un
rugido.
A Brind'Amour lo cogió por sorpresa el hecho de que las palabras de la bestia no estuvieran
articuladas con facilidad, ya que cada sílaba era un tartamudeo entremezclado con gruñidos ferales.
—Necios, dices —contestó el mago—. Y sin embargo fue en esa hermandad donde por primera vez
encontraste tu poder.
—¡Mi poder es muy antiguo! —replicó el dragón con un rugido—. ¡Mucho más antiguo que tú y
que tu hermandad!
Brind'Amour comprendió entonces; captó la lucha de voluntades de este ser dual.
—¡Eres Verderol! —gritó, intentando forzar la situación.
—Soy Dansallignat... ¡Soy Verderol, rey de Avon! —bramó la bestia.
Entonces el dragón se encogió, quizás un gesto involuntario, y Brind'Amour lanzó presto su
ofensiva, una descarga de color blanco y zigzagueante como un relámpago. El dragón rugió; el mago
gritó de dolor al volcar toda su energía, toda su fuerza vital en ese rayo. La magia era un poder limitado
por el sentido común, pero Brind'Amour ya no tenía la opción de ser comedido, no cuando se enfrentaba
a semejante enemigo. Sintió el irregular latido de su corazón, notó que sus piernas flojeaban, pero siguió
proyectando energía en el rayo, se volcó completamente en ello, extrayendo hasta la última brizna de
fuerza que había en él y lanzándola, transformada, contra la gran bestia.
Apenas si distinguía al dragón; en realidad, ni siquiera era consciente de lo que lo rodeaba. Pero en
alguna parte, en lo más hondo de su mente, Brind'Amour se dio cuenta de que estaba haciendo verdadero
daño al monstruo, y que éste se estaba transformando.
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R.A. Salvatore El rey dragón
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R.A. Salvatore El rey dragón
Pero entonces resbaló, un leve traspié, pero fue suficiente para que el rey dragón se pusiera fuera de
su alcance y recobrara el equilibrio.
—¡La Sombra Carmesí! —gruñó Verderol—. ¡Oh, has sido una espina clavada en mi costado!
Luthien plantó de nuevo los pies en el suelo y volvió a la carga, pero se frenó en seco al darse
cuenta de que zambullirse en aquel amasijo de garras y dientes era una muerte segura.
—He esperado este momento durante meses —se refociló Verderol—. Esperando para vengarme de
todos los problemas que me has causado. Por Belsen'Krieg y por Morkney, por Paragor y por Burgo del
Príncipe, y por los ridículos gritos de «¡Eriador libre!» que han llegado a mis oídos.
Luthien adelantó un paso y blandió la espada en un golpe sesgado, pero tuvo que retroceder antes
de que el arma hubiera llegado a la mitad del recorrido, ya que la bestia disparó el cuello serpentino en su
dirección al tiempo que lanzaba una dentellada. El joven cayó en el fango y reculó empujándose con los
talones. Verderol se estaba riendo con tantas ganas que ni siquiera lo persiguió.
—Contempla su muerte, Brind'Amour —se mofó el rey dragón—. Contempla cómo todas tus
esperanzas se hacen añicos.
Luthien echó una mirada hacia el mago, rogando porque su amigo estuviera listo para sumarse a la
lucha. Pero Brind'Amour no podía ayudarlo esta vez. Seguía en el suelo, con apenas fuerzas para
mantenerse sentado. Había agotado toda su magia en los hechizos, particularmente en aquella última
descarga de energía, su ataque final. Había consumido mucha energía al dragón, incluso lo había reducido
a su forma actual, pero no había destruido a Verderol.
Luthien estudió a su enemigo atentamente. El rey dragón estaba herido, efectivamente. Había
recibido un buen vapuleo del árbol y los rayos de energía, así como el salvaje ataque del propio Luthien.
El cuello de Verderol mostraba grandes costurones, un lado del rostro estaba marcado, y, aunque una de
las alas reposaba sobre la espalda bien plegada, la otra colgaba en un ángulo extraño, rota sin duda.
Lentamente, Luthien empezó a ponerse de pie.
—O quizá no debería matarte —decía Verderol cuya mirada se apartó del joven y se prendió en la
distancia, con expresión ausente—. Quizá debería llevarte de vuelta a Carlisle, un mentiroso reconocido y
enemigo confeso del trono. Tal vez podría utilizarte para desacreditar a Deanna Benedigno —rumió la
bestia, que, al volver la vista hacia Luthien, se encontró con que el joven se había levantado y cargaba
contra él.
Verderol adelantó velozmente la cabeza en dirección a Luthien, pero era demasiado tarde. El joven
Bedwyr se coló por debajo de las fauces abiertas y asestó un golpe hacia arriba con la espada; la propia
inercia del ataque se volvió contra el rey dragón cuando Cegadora se hincó por debajo de la mandíbula
inferior, atravesó escamas y piel, hendió la vibrante lengua bífida y llegó al paladar.
Luthien siguió empujando con todas sus fuerzas al tiempo que intentaba, desesperado, mantenerse
dentro del ángulo de los brazos del monstruo, que se agitaban frenéticamente.
Verderol siseó y se sacudió, y a Luthien le resultó imposible conservar la espada sujeta a tan corta
distancia. Perdió pie cuando el rey dragón giró hacia un lado, pero Cegadora aguantó clavada y levantó
en vilo al joven.
Una garra del dragón le asestó un golpe en el tórax y desgarró la cota de malla y la gruesa túnica de
cuero que había debajo con tanta facilidad como si fueran viejo papel quebradizo. Aparecieron brillantes
surcos de sangre que manaba de un tajo tan profundo que se veía una de las costillas del joven Bedwyr.
Aun así, siguió colgado de la espada, aullando de dolor; pero entonces vino el siguiente golpe, un
puñetazo, no un zarpazo, y tan brutal que Luthien salió despedido por el aire, arrastrando consigo su
espada.
La cabeza del rey dragón sufrió una brusca sacudida en el momento en que Cegadora se desprendió
violentamente de su mandíbula, y Verderol se desplomó sobre una rodilla, lo que dio tiempo al aterrado
Luthien para gatear atropelladamente hacia la maleza del pantano.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Pero yo también te mataré —prometió Verderol, y Luthien no tenía palabras, y, menos aún,
posibilidad de actuar, para refutar aquel aserto.
El largo cuello de Verderol levantó la astada cabeza y situó los cuernos en línea con el rostro del
joven. Aun en el caso de que el rey dragón muriera antes de embestir, el mero peso de la testa acabaría sin
duda con él.
Luthien trató de enfrentarse a la muerte con valentía, se esforzó por no gritar. Mas su concentración
saltó hecha añicos con el atronador golpeteo de cascos a un lado de su cabeza y con la rociada de barro y
hierba que levantó Río Cantarín al frenar bruscamente a su lado para girarse de inmediato y lanzar una
tremenda coz con las patas posteriores que alcanzó de lleno la testa del dragón cuando ésta empezaba a
caer sobre el joven.
El cuello de Verderol se quebró con un chasquido y se dobló violentamente hacia un lado; la cabeza
se precipitó con fuerza contra el suelo.
El rey dragón se quedó tirado, completamente inmóvil.
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R.A. Salvatore El rey dragón
EPÍLOGO
Luthien tardó un poco en salir de debajo de la bestia muerta. Aun después de haberlo conseguido,
permaneció un buen rato tirado sobre el barro, procurando contener la respiración mientras rezaba para
que el lacerante dolor en el pecho disminuyera. De algún modo, se las arregló para ponerse de pie, y
estuvo a punto de desplomarse, pero chocó contra el flanco de su preciado Río Cantarín, que volvía a ser
un caballo normal, sin rastro de las alas de Brind'Amour, y abrazó con fuerza al animal.
El joven miró al rey dragón tirado en el suelo, y vio que Cegadora estaba hundida en la espalda de
la criatura hasta la hermosa empuñadura. Apoyándose en el caballo, se acercó a la bestia muerta y extrajo
la espada. Después condujo a Río Cantarín hacia donde estaba Brind'Amour. Sintió un gran alivio al
comprobar que el mago, a pesar de estar tendido boca arriba en el suelo, al parecer inconsciente, respiraba
con regularidad.
Le costó mucho esfuerzo y un largo rato colocar a Brind'Amour tumbado sobre la silla de montar.
Hecho esto, y sin el menor deseo de encontrarse en el pantano cuando la noche cayera sobre él, Luthien
condujo al caballo hacia el oeste lo más directamente posible.
La suerte lo acompañó, y, en algún momento cuando ya hacía mucho que el sol se había puesto,
Luthien salió de El Salobral a los ondulados campos del sureste de Avon. Tenía intención de encender
una lumbre, pero se desplomó en la hierba.
Cuando despertó con las primeras luces del alba, lo primero que vio fue el rostro sonriente de
Brind'Amour.
—Hoy te toca a ti ir montado —dijo el mago a la par que le guiñaba el ojo—. Tenemos un largo
camino por delante, muchacho.
Brind'Amour lo ayudó a levantarse, y Luthien se dio cuenta de que las heridas ya no le dolían tanto.
Se miró la del pecho; estaba cubierta con una gruesa capa de un ungüento pastoso, y el joven supo que
Brind'Amour había contribuido con algo de magia a la cura.
—Un largo camino —repitió el mago—. Pero esta vez, ese camino nos lleva a un lugar
infinitamente mejor.
Ciertamente lo era, porque, para cuando los compañeros llegaron a Carlisle, Deanna Benedigno
había asumido el lugar que le correspondía por derecho como reina de Avon. Su discurso a la asustada y
dubitativa población había sido conciliador y pidiendo disculpas, pero firme. Había vuelto por el derecho
que le daba su linaje. Tendrían que aceptarlo, pero Deanna sabía que la verdadera prueba de su mandato y
la verdadera razón de su regreso al trono, era mejorar la calidad de vida de aquellos que contaban con ella
para que los dirigiera.
Su reinado, prometió, sería como había sido el de su padre: justo y apacible, por el bien de todos.
Cómo crecieron sus esperanzas y las de cuantos la respaldaban cuando Luthien y Brind'Amour, los
dos montados en Río Cantarín, entraron aquella mañana por las brillantes puertas de Carlisle y
anunciaron que el rey dragón, el perverso Verderol, había muerto.
Resuelto eso, Deanna actuó con prontitud. Reconoció a Brind'Amour como rey legítimo del
independiente Eriador, y concedió la misma autonomía al rey Ashannon McLenny de Baranduine y al rey
Bellick dan Burso de DunDarrow. A continuación, los cuatro firmaron el cese de hostilidades con el rey
Asmund de Isenlandia, aunque fue necesaria una sutil amenaza de guerra para que el orgulloso monarca
aceptara las condiciones, ya que la reina y los tres reyes de los países de Avon del Mar formaron un
sólido frente común exigiendo que ninguno de sus súbditos siguiera siendo esclavo de los guerreros de
Asmund.
Las galeras se vaciaron de remeros; hombres que creían que jamás volverían a ver la luz del sol
cayeron de rodillas en las riberas del Stratton dando gracias a Dios.
¡Ahora serían los guerreros de Asmund los que tendrían que remar de vuelta a casa!
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R.A. Salvatore El rey dragón
Arreglado este asunto, Brind'Amour se entregó a las tareas que le concernían directamente; dispuso
que se llevaran a cabo las honras fúnebres de los eriadoranos caídos, incluida la valiente semielfa que
había sido una amiga querida y valiosa y uno de los principales artífices del cambio acontecido en los
reinos.
Luthien no pudo contener las lágrimas cuando se enterró a Siobhan, y sólo la imagen del destrozado
Oliver y la fortaleza mostrada por Katerin le dio el aplomo necesario para ser fuerte por el bien de su
amigo halfling.
El dolor presidió la primera semana tras la entronización de Deanna; la segunda empezó con una
celebración que la nueva reina de Avon declaró que duraría quince días. Se inició como una despedida a
Asmund y los huegotes; pero, viendo que la fiesta estaba a punto de empezar, el pragmático bárbaro
cambió de planes y permitió que sus cansados guerreros disfrutaran de unos cuantos días más de asueto.
La primera noche de jolgorio, tras un banquete que dejó ahítos al centenar de invitados a la mesa de
Deanna, Brind'Amour hizo un aparte con Luthien, Oliver, Kayryn Kulthwain y el síndico Byllewyn.
—Verderol actuó con buen juicio delegando en sus duques el gobierno de distintas partes de su
reino —explicó—. Me será imposible controlar directamente las distintas comarcas del país desde Caer
MacDonald, con el agobio de las tareas del trono.
—Te aceptamos como nuestro rey —le aseguró el síndico Byllewyn.
—Lo sé —asintió el mago—. Y te nombro de nuevo, formalmente, duque de Gybi. Y tú, Kayryn
Kulthwain, serás mi duquesa de Eradoch. Dirigid bien a vuestros pueblos, con justicia y equidad, y
teniendo la seguridad de que Caer MacDonald os apoya.
Los dos hicieron una reverencia.
—Y a ti, mi más querido amigo —continuó el monarca, volviéndose hacia donde estaba Luthien,
junto a Oliver—, me he enterado de que no hay duque en Bedwydrin, y tampoco un eorl, sólo un
administrador al que se le encargó velar por los asuntos de la comarca hasta que las cosas volvieran a su
cauce.
—Es cierto —admitió Luthien, que hacía un gran esfuerzo por conservar un tono acorde con la
distinción que sabía que se le iba a dispensar, aunque la tarea no era de su agrado.
El joven estaba harto de gobiernos, política y deberes, y lo que más ansiaba era saberse libre de
obligaciones para hacer lo que le apeteciera.
—Por tanto, te concedo el título de duque de Bedwydrin —anunció el rey—. Y poder de mando
sobre las tres islas: Bedwydrin, Marvis y Caryth.
—Marvis y Caryth tienen sus propios eorls —intentó protestar Luthien.
—Que responderán de sus actos ante ti, como tú ante mí —repuso Brind'Amour con tono coloquial.
Luthien se sintió atrapado. ¿Cómo iba a rehusar la orden de su rey, sobre todo cuando era una
decisión que la mayoría consideraría como un gran honor? Miró a Oliver, y luego a Katerin, que estaba en
la pista de baile, danzando alegremente. Allí, en la pareja de la hermosa pelirroja de Hale, Luthien halló la
respuesta.
—No puedo aceptarlo —dijo lisa y llanamente, y sus palabras consiguieron que Kayryn y Byllewyn
dieran un respingo. Oliver le propinó un fuerte codazo.
—No quiere decir lo que está diciendo —farfulló el halfling, que tiró del joven Bedwyr para hacer
un aparte.
Luthien sonrió a su pequeño amigo; sabía que no había nada que Oliver deseara más que la vida
cómoda que la oferta de Brind'Amour les proporcionaría a todos ellos.
—Me siento muy honrado —le dijo Luthien al monarca—, pero no puedo aceptar el título. Nuestras
costumbres están más allá de los edictos de un rey, están arraigadas en tradiciones que se remontan a unos
tiempos anteriores incluso a la creación de tu hermandad.
Brind'Amour, más extrañado que ofendido, ladeó la cabeza y se rascó la blanca barba.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—No soy el heredero legítimo del solio de Bedwydrin —explicó Luthien—, puesto que soy el hijo
menor de Gahris Bedwyr.
Aquello hizo que todos los ojos se volvieran hacia la pista de baile, a Katerin y a su pareja, Ethan
Bedwyr. El rey hizo llamar a la pareja, y también a Asmund. La primera reacción de Ethan a la oferta era
la previsible e incongruente:
—Soy un huegote —proclamó, como era de esperar.
Katerin se rió de él, y sus ojos de color canela, aquella marca familiar que denunciaba su verdadero
linaje, centellearon cuando se volvieron hacia la mujer.
—Eres un Bedwyr —dijo la bonita pelirroja, sin amilanarse—. Hijo de Gahris y hermano de
Luthien, digas lo que digas.
Ethan temblaba, a punto de estallar.
—Te marchaste de Bedwydrin sólo porque no podías soportar ver en lo que se había convertido tu
casa —continuó Katerin.
—Ahora puedes hacer que sea como tú imaginas —añadió Brind'Amour—. ¿Vas a abandonar a tu
gente en estos tiempos de profundos cambios?
—¿Mi gente? —resopló Ethan, que miró a Asmund.
Una gran parte de Oliver deBurrows, aquella amante de la buena vida, deseaba que Ethan rechazara
la oferta para que así Luthien tuviera que ocupar el puesto y para que él pudiera acompañarlo y compartir
una vida de verdadero lujo. Pero ni siquiera esa gran tentación era suficiente para que el leal halfling
pasara por alto los deseos de su mejor amigo.
—Hasta Asmund estará de acuerdo en que tener a un amigo como Ethan en una posición de poder
sobre las tres islas sería ventajoso para su pueblo —intervino Oliver, a quien no se le escapaba una—.
Quizás éste era tu destino, Ethan, hijo de Gahris. Tú, que entablaste amistad con los huegotes, podrías
sellar un pacto, en papel y de corazón, de alianza y amistad que te sobreviviría a ti y a todos los pequeños
Ethan que puedan venir.
El mayor Bedwyr iba a responder, pero Asmund lo palmeó en la espalda y soltó una estruendosa
carcajada.
—Has sido como un hijo para mí —farfulló el rey huegote, quien, saltaba a la vista, había abusado
un poco de la bebida—. ¡Pero si crees que tienes alguna oportunidad de reclamar mi trono...! —De nuevo
estalló en carcajadas—. ¡Vamos, muchacho, acepta! —lo animó Asmund cuando recuperó el aliento—.
¡Vuelve a donde perteneces, pero no olvides dónde has estado!
Ethan suspiró; su mirada fue de Katerin a Asmund, de él a Luthien, y, finalmente, hacia
Brind'Amour, e hizo un gesto de asentimiento en el que había algo de resignación aunque también mucho
de esperanza.
Tal vez era sólo una sensación, o esa esperanza que envolvía todos los reinos de Avon del Mar, pero el
invierno siguiente no pareció tan crudo. Las nevadas fueron inusitadamente escasas, e incluso en esas
contadas ocasiones lo hizo de manera ligera y con copos esponjosos que al caer formaban una blanda
alfombra. Tampoco fue largo el invierno; la última nevada cayó antes de que el segundo mes del año
terminara y, para mediados del tercer mes, los campos volvían a estar verdes y la brisa era cálida.
Tal era el caso la soleada mañana en que Luthien, Katerin y Oliver partieron de Carlisle.
Brind'Amour y el ejército eriadorano habían regresado a Caer MacDonald hacía mucho tiempo; Ethan
Bedwyr, a la isla Bedwydrin; Ashannon McLenny y su flota, a Baranduine; y Bellick dan Burso, a
DunDarrow, todos ellos dispuestos a ocuparse de las tareas de sus nuevas posiciones. Pero para Luthien y
sus dos compañeros, las responsabilidades habían terminado con la caída de Verderol y la coronación
oficial de la reina Deanna Benedigno de Avon. En consecuencia, el trío había alargado su estancia en
Carlisle, disfrutando de los esplendores de la principal urbe avonesa. Habían pasado el invierno
restañando las heridas de la guerra, dando lugar a que la pena por los amigos perdidos se convirtiera en
gratos recuerdos del pasado.
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R.A. Salvatore El rey dragón
Pero ni siquiera Carlisle, tan grande, tan repleta de emociones, podía relegar el ansia viajera de los
tres compañeros, en especial de Luthien Bedwyr; y así, cuando las nieves se retiraron y el aire sopló
cálido, Luthien, montado en Río Cantarín, encabezó la marcha hacia el norte.
Cabalgaron sin prisas durante varios días, prefiriendo la soledad de los campos la mayoría de las
veces aunque habrían sido bien recibidos en cualquier pueblo, en cualquier granja. Sus compañeros eran
los animales, que empezaban a despertar tras el sopor invernal, y las estrellas, que relucían como joyas
cada noche sobre los silenciosos y oscuros campos.
El trío no tenía un destino predeterminado, pero avanzaba de manera inevitable hacia el norte, en
dirección a Cruz de Hierro, y tras ella, Caer MacDonald. El macizo montañoso se alzaba al frente, muy
próximo, en tanto que el lago Speythenfergus había quedado atrás hacía mucho, cuando discutieron sobre
su punto de destino.
—No creo que Caer MacDonald se diferencie tanto de Carlisle —comentó Luthien una mañana,
poco después de levantar el campamento.
Una vez más, el día había amanecido inusitadamente cálido y acogedor, con el sol brillando en lo
alto y una suave brisa soplando del sur.
—Ah, sí, pero Brind'Amour, mi muy querido amigo, gobierna ahora en Caer MacDonald —dijo
Oliver alegremente, y espoleó a Pelón para sobrepasar al ruano de Katerin y ponerse al lado de Río
Cantarín.
Katerin apenas advirtió que el halfling se le adelantaba; también ella estaba pensando en Caer
MacDonald, y en el aburrimiento que traería una existencia tan pacífica.
—Es cierto —dijo Luthien.
—Así que —razonó Oliver—, si nos colamos en la casa de algún gordo mercachifle y nos pillan...
¡Pero nadie podría atrapar al infame Oliver deBurrows y a su secuaz, la Sombra Carmesí! —se apresuró a
añadir el halfling cuando sus compañeros sofrenaron sus monturas bruscamente y lo miraron con
escepticismo.
—¿Su secuaz la Sombra Carmesí? —preguntó Katerin.
—No iremos a Caer MacDonald como ladrones, Oliver —dijo Luthien en tono seco, cosa que el
halfling ya sabía de sobra.
Oliver se encogió de hombros; Katerin y Luthien intercambiaron una mirada cómplice, sonrieron y
después taconearon los caballos para reemprender la marcha.
—¿Qué necesidad tendríamos de hacerlo? —preguntó Oliver—. Viviremos en palacio, desde luego,
rodeados de todo tipo de comodidades, comida, bebida y hermosas damas. Sólo bromeaba, claro está.
¿Por qué iba a querer robar con todo lo que tengo a mi disposición?
La siguiente pregunta de Luthien hizo que sus compañeros se pararan otra vez.
—Entonces ¿qué vamos a hacer?
—¿Que qué vamos a hacer? —repitió el halfling, sin comprender.
—¿Vamos tú y yo a formar un hogar y a criar a nuestros hijos? —le preguntó Luthien a Katerin, y
la expresión estupefacta de la joven puso de manifiesto que había pensado en eso tan poco como el propio
Luthien—. ¿Vamos a ponernos al servicio de Brind'Amour en su corte —continuó el joven—, y a llevar
de una sala a otra sus innumerables pergaminos con órdenes, edictos y lo demás?
Oliver sacudió la cabeza, sin coger onda todavía.
Pero Katerin lo tenía muy claro, y, a decir verdad, Luthien había sacado a colación un tema en el
que ella no se había parado a pensar.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la mujer, más a Luthien que a Oliver.
El joven Bedwyr la miró con una expresión en el rostro que delataba su idea de que la realidad de
su futuro no tenía punto de comparación con la intensidad de su reciente pasado.
—¿Qué se nos ha perdido en Caer MacDonald? —preguntó Katerin.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Es la capital de Eriador, donde vive y gobierna el rey, nuestro amigo —contestó Luthien, pero su
exposición de lo que era obvio no respondía a la pregunta de Katerin.
La joven hizo un gesto de asentimiento, pero indicó a Luthien que continuara, que explicara
exactamente lo que significaba eso.
—Es importante... —empezó el joven Bedwyr—. Nos necesitarán para... Brind'Amour necesitará
emisarios —decidió finalmente—, para viajar a Gybi, a Eradoch, a Dun Caryth y a Puerto Carlo. Le harán
falta jinetes que lleven sus edictos a Bedwydrin. Necesitará...
—¿Y qué?
La escueta pregunta de Katerin cogió desprevenido a Oliver, y cortó el improvisado parlamento de
Luthien sobre vínculos y deberes antes de que fuera más allá. Aunque, a fuer de ser sinceros, tampoco el
joven estaba poniendo mucho entusiasmo en ello.
—La guerra ha terminado —dijo la mujer.
Oliver gimió al pillar finalmente a qué venía todo esto. Iba a protestar, a recordarles los lujos y
comodidades que les aguardaban, los homenajes y fastos, las bellas mujeres; pero, a decir verdad, Oliver
se dio cuenta de que no tenía argumentos que esgrimir ya que, en el fondo de su corazón, estaba de
acuerdo con ellos. Aun así, la parte halfling que había en él y que prefería la buena vida por encima de
todo le gritó miles de protestas apelando a su sentido común. La guerra había terminado; la amenaza de
Verderol había acabado para siempre, como también la de los cíclopes, al menos hasta donde podía
preverse. Los tres reinos de la isla más grande de Avon del Mar estaban en paz, unidos por una sólida
alianza, y cualquier problema que pudiera surgir ahora parecería una nimiedad comparado con la
desesperada lucha que se había sostenido y ganado.
Ése era el motivo de que Luthien hubiera rechazado la corona de Eriador cuando se mencionó su
nombre como posible rey después de que el reino norteño conquistara la independencia del Avon de
Verderol. Oliver estudió a su amigo y asintió cuando todo quedó muy claro. También era por eso por lo
que Luthien había cedido a Ethan la elevada posición que Brind'Amour le ofreció. Eso era por lo que
Luthien y Katerin habían estado tan de acuerdo con la idea de quedarse en Carlisle. Habían pasado
muchos meses luchando en una guerra justa, mientras la sangre corría por sus venas cargada de
adrenalina. Eran jóvenes, llenos de entusiasmo y deseosos de aventuras. Sinceramente ¿qué se les había
perdido en Carlisle?
—Pasé muchas horas con el duque McLenny, mejor dicho, el rey McLenny, a bordo de su barco
insignia durante la travesía a lo largo de la costa oeste y sur de Avon —dijo al cabo de un rato Katerin,
cuando el trío había reanudado el camino—. Me habló largo y tendido sobre Baranduine, esa tierra
salvaje e indómita.
Una sonrisa maliciosa asomó en el rostro de Luthien.
Oliver gimió.
—Indómita —repitió Katerin—, y necesitada de unos pocos héroes.
—Me gusta cómo piensa esta mujer —comentó Luthien, que de inmediato tiró de las riendas e hizo
que Río Cantarín girara hacia el oeste.
Oliver gimió otra vez. Por un lado, quería convencer a Luthien y a Katerin de que aceptaran la vida
de lujo, que sentaran la cabeza y tuvieran niños mientras él engordaba y disfrutaba en el palacio de
Brind'Amour. Por otra parte, sin embargo, Oliver no sólo comprendía, sino que, a despecho de sí mismo,
estaba de acuerdo con el cambio de dirección. La salvaje Baranduine, agreste y sin ley, un lugar donde un
halfling salteador de caminos podía encontrar diversión y amasar un tesoro. De repente, Oliver evocó
aquellos días despreocupados que Luthien y él habían vivido al principio de conocerse, recorriendo
Eriador de punta a punta a expensas de los mercaderes con los que topaban en la calzada. El halfling
imaginó una vida en los caminos otra vez, con Luthien y esa capa maravillosa, y con Katerin, una
compañera de aventuras tan capaz como cualquier halfling salteador de caminos podría desear. Su
imaginación siguió trabajando a medida que viajaban, convirtiendo su sueño en algo vivido y muy
divertido... hasta que descubrió un fallo.
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R.A. Salvatore El rey dragón
—Ah, mi querida Siobhan —se lamentó en voz alta, porque en su fantasía, el grupo que cabalgaba
por las suaves colinas de Baranduine estaba formado por cuatro jinetes, no tres—. Ojalá estuvieras aquí.
Luthien y Katerin miraron al halfling, compartiendo su tristeza. También ellos se sentirían mucho
más completos si la hermosa semielfa cabalgara a su lado.
—Entonces seríamos dos parejas —manifestó Oliver, en un tono más animado, y los hoyuelos de
las mejillas se le marcaron cuando una alegre sonrisa le iluminó el semblante—. ¡Podríamos llamarnos
los Dos Doses, y que temblaran los gordos mercachifles!
Luthien y Katerin rompieron a reír sin poderlo remediar, un regocijo empañado por las cicatrices de
la guerra que nunca se curarían del todo.
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R.A. Salvatore El rey dragón
© R. A. Salvatore, 1996
© Grupo Editorial Ceac, S.A., 1998
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