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Unidad Iii

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UNIDAD III: Feudalismo: el poder en la Edad Media y la organización social. La poliarquía.

La
Reforma Protestante: Lutero y Calvino. Secularización del poder político: Maquiavelo.
Surgimiento de una nueva organización política: el Estado absolutista. El fundamento del
derecho divino de los reyes. Otro fundamento para el absolutismo: Hobbes. La soberanía en
Bodine.

El período patrístico, que llega hasta el siglo VI o VII, perteneciente todavía a la Antigüedad.
Pese a los grandes cambios -sociales, económicos y políticos- ocurridos en los tres primeros
siglos de la era cristiana, tanto Séneca como San Gregorio son romanos. Ambos vivieron en el
círculo de las ideas políticas romanas; para ambos la única entidad política con sentido era el
imperio; y ambos concuerdan sustancialmente sus principales concepciones acerca del estado y
el derecho de seguido, ni siquiera la conversión de la Iglesia en institución social autónoma, y la
necesidad que en la época de San Gregorio obligó a éste a ocupar el sitio dejado vacante por la
caída del imperio, había sido bastante para quebrar la continuidad del mundo antiguo. Pero
entre los siglos VI y IX las fórmulas políticas de la Europa occidental pasaron definitivamente a
manos de los invasores germánicos, cuyo choque contra la antigua estructura imperial había
acabado por romperla. Aunque Carlomagno adoptará los títulos de emperador y augusto, y
tanto los escritores seglares como los clérigos pintan su reino como reencarnación de Roma,
ningún esfuerzo de imaginación, por grande que sea, puede convertir en romanos a
Carlomagno y a los hombres que colaboraron en su gobierno. El imperio romano, retirado a
oriente, había dejado a Roma, por no hablar de sus provincias occidentales, sino una sombra
siquiera de poder imperial; la Iglesia romana, separada del Iglesia de Constantinopla por el
problema de la ortodoxia de culto de las imágenes, se había convertido en la iglesia de la
Europa occidental; y debido al poder herético Lombardo, el obispo de Roma había hecho una
alianza con el reino franco y convertía al Papa en efectivo gobernante temporal de la Italia
central. La propia conquista bárbara, junto con los cambios sociales y económicos que la
acompañaron, habían hecho imposible el gobierno en gran escala. Tanto política como
intelectualmente, la Europa occidental estaba comenzando a girar alrededor de un centro
propio, en vez de ser mero hinterland de un mundo cuyo centro era la cuenca del
Mediterráneo.

Desde el siglo VI hasta el siglo IX, la situación de Europa no permitió mucha actividad filosófica
o teórica y los bárbaros germanos no eran capaces aún de captar -no digamos nada de ampliar-
los restos del saber antiguo que estaban a disposición. El carácter relativamente ordenado de la
época de Carlomagno, con su breve resurrección del saber, no fue sino un episodio. Nuevas
invasiones bárbaras producidas en los siglos X y XI -noruegos en el norte hunos en el este-
volvieron a amenazar con reducir a Europa a una situación de anarquía. Hasta la última parte
del siglo XI, cuando comenzó la gran controversia entre las autoridades espirituales y
temporales, no volvió a ver un estudio activo de ideas políticas. Sin embargo, con este violento
corte de la historia social y política que separa el mundo antiguo del medieval, no se produjo un
apartamiento consistente intencional de las concepciones políticas que llevan la sanción de la
antigüedad cristiana. Siguió siendo ilimitada la reverencia tributada a la escritura, a la autoridad
de los padres del Iglesia y a la tradición de esta y aún a los antiguos escritores paganos como

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Cicerón. La validez del derecho natural y su autoridad obligatoria sobre gobernantes y súbditos,
la obligación de los Reyes de gobernar justamente y de acuerdo con la ley, la cantidad de la
autoridad constituida tanto la iglesia como en el estado y la unidad de la cristiandad bajo los
poderes paralelos del imperium y el sacerdotium eran cuestiones sobre las que existían un
acuerdo completo y universal.

Sin embargo, hay que tomar en cuenta la aparición de los primeros tiempos de la Edad Media
de ideas sobre el derecho y el gobierno que no habían existido en la antigüedad y que, sin
embargo, con su gradual incorporación a los modos comunes de pensamiento, tuvieron una
importante influencia sobre la filosofía política de la Europa occidental. De alguna de estas
ideas puede decirse que, en algún sentido peculiar, fueron germánicas; por lo menos
pertenecían a los pueblos germánicos. Pero no es necesario adoptar el mito de que el
pensamiento germánico tuviera una aurora propia. Las ideas de los pueblos germánicos acerca
del derecho eran, en términos generales, semejantes a las de otros pueblos bárbaros de
organización tribal y hábitos de vida seminómadas. Esas ideas se fueron desarrollando en
contacto con los vestigios del derecho romano y bajo la presión de las circunstancias políticas y
económicas, que eran muy semejantes en todas partes de la Europa occidental.

Puede resumirse la más significativa de las nuevas ideas jurídicas diciendo que los pueblos
germánicos concebían al derecho como algo perteneciente al pueblo o a la tribu, casi como un
atributo del grupo una propiedad común que lo mantuviera unido. Cada uno de los miembros
de este vivía dentro de la "paz" del pueblo, y el derecho establecía especialmente las normas
necesarias para impedir que se quebrantaste la ley. La proscripción, castigo primitivo del
crimen, ponía a un hombre fuera de la paz del pueblo; el daño infligido a una persona o familia
determinada, equivalente primitiva del delito, le ponía fuera de la paz de la parte lesionada, y el
derecho establecía la composición mediante la cual podía impedir la lucha privada y
restablecerse la paz. En esta primera etapa el derecho germánico no es escrito, sino que se
componía de costumbres perpetuadas oralmente, que constituían, por decirlo, el saber que
permitía mantener la vida pacífica de la tribu. El derecho es, desde luego, "en todos los casos el
derecho de la tribu o el pueblo al que gobierna y corresponde a todos los miembros de la tribu
por el derecho de serlo". Esto era consecuencia natural del hecho de que el pueblo al que
pertenece el derecho estaba aún muy poco ligado al suelo -puesto que no hacía mucho que
había abandonado los hábitos nómadas de vida- ya que la agricultura tenía aun relativamente
poca importancia.

Así ocurrió que los bárbaros y se abrieron caminó por las tierras del imperio romano llevaron
con ellos su derecho, el cual siguió siendo atributo personal de cada uno de sus miembros,
incluso aunque se estableciese entre personas regidas por el derecho romano. Este era el
estado de cosas existentes cuando se empezó a poner por escrito los diversos derechos
germánicos, en latín y no en las lenguas germánicas, entre los siglos VI y VIII. Lo "códigos
bárbaros" formulados en los reinos de los ostrodogos, lombardos, borgoñes, visigodos y las
diversas ramas de los francos, no son un intento de poner por escrito las costumbres
germánicas para el uso de los habitantes germanos, sino con frecuencia una formulación de
derecho romano para los habitantes romanos. Entre los romanos aplicaban aún el derecho
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romano; entre las personas de origen germánico seguía siendo obligatoria la forma apropiada
de derecho germánico. Como entre muchas localidades hubo frecuentes conflictos de normas
jurídicas, con el transcurso del tiempo se fueron desarrollando reglas complicadas a resolver los
casos en que las partes eran de diferente derecho, de modo análogo a como el derecho
moderno tiene preceptos para resolver las cuestiones que de un modo u otro afectan a los
derechos de diversos estados. La idea de que el derecho que corresponde a una persona es
consecuencia de la pertenencia a un pueblo o tribu resistió mucho tiempo después de que el
grupo hubo cesado de ser un grupo unificado distinto de los otros grupos y de que ocupaba un
lugar propio y fijo.

Sin embargo, a medida que progresaba la amalgama de pueblos romanos y germánicos, esta
concepción de que el derecho es un tributo personal debió gradualmente con el paso a la
concepción de que el derecho sigue la localidad o territorio. Son evidentes las ventajas que
presenta esta última concepción para conseguir una administración ordenada y unificada, y la
celeridad con que la idea fue ganando territorio obtenido probablemente del éxito logrado por
Reyes en la empresa de reunir la administración en sus manos. Relativamente pronto, a
mediados del siglo VII, hubo un código de derecho común para los súbditos, tanto como godos,
del reino visigodo de España. El imperio franco, en el que la diversidad de normas jurídicas era
muy grande, el proceso fue más lento y muy irregular. El derecho del rey era siempre territorial
(aunque no siempre uniforme en todo el territorio) y, en conjunto, era sin duda mejor que el
antiguo derecho del pueblo (personal), y en su administración era también mejor. A comienzos
del siglo IX en algunas partes del imperio franco el castigo de los criminales por el derecho de la
localidad en donde se habían cometido comenzó a desplazar al derecho personal. En algunas
ramas jurídicas en las que se estaba especialmente interesada la Iglesia, como por ejemplo el
matrimonio, la influencia de aquella operó también en contra de la diversidad de normas
jurídicas. Es imposible descubrir los procesos mediante los cuales se produjo el cambio, pero sí
sabemos que en el curso del tiempo -como tiene siempre a ocurrir en una comunidad
sedentaria- el derecho transformó en costumbre social, y el principio que regulaba su aplicación
empezó a hacer territorial y no tribal. Sin embargo, esa costumbre local nueva y vertical
derecho del rey, y al derecho común de todo un reino. La diversidad jurídica, especialmente en
materia de derecho privado, ya en mayor o menor grado en todas las partes, según cuál fuese
el éxito logrado por el rey en la tarea de extender la jurisdicción de sus tribunales. Por ejemplo,
en Francia el derecho privado siguió siendo en gran parte local hasta después de la revolución,
aunque el derecho administrativo se había unificado hacía mucho tiempo. Por el contrario, el
derecho ha llegado a ser sustancialmente común a fines del siglo XII.

A través de los cambios que transformaron el derecho tribal en atributo personal y de atributo
personal en costumbre local, persistía en cierto modo la concepción de que el derecho
pertenece esencialmente a un pueblo o grupo. Esta idea no comportaba, sin embargo, la de
que el derecho fuese criatura del pueblo, dependiendo de su voluntad factible de ser
modificado o hecho por esta. El orden de las ideas era más bien contrario. De modo análogo o
cómo podía identificarse a un cuerpo vivo con el principio de su organización, se concebía el
pueblo como cuerpo comunal en la creación de su derecho. En realidad, no se suponía el

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derecho lo hiciese nadie, ni un individuo ni el pueblo. Se imaginaba como algo tan permanente
y tan inmutable como cualquier cosa que pudiera tener esos caracteres en la naturaleza, "una
permanente omnipresencia en el cielo", como dijo el magistrado Holmes en una de sus célebres
opiniones. Pero el derecho, tal como se concebía popularmente en la Edad Media, no estaba en
modo alguno sólo en el cielo. Más bien una atmósfera circundante se extendía del cielo a la
tierra y penetraba en todos los rincones y fisuras de las relaciones humanas. En la edad media
todo el mundo, tanto juristas como profanos en derecho, creían en la realidad del derecho
natural, pero esa carencia no agotaba de ninguna manera la extraordinaria reverencia que se
tenía al derecho. Se creía, en sentido literal, que todo derecho era eternamente válido y hasta
cierto punto sagrado, ya que se concebía que la providencia divina era una fuerza
omnipresente que afectaba las vidas de los hombres en sus detalles más insignificantes. La
costumbre, que tenía sus raíces en los usos sociales no estaba separada en ningún sentido del
derecho natural, sino que se sentía más bien que era una estaca del gran árbol del derecho que
crecía de la tierra al cielo y a la sombra de la cual se desarrollaba toda la vida humana. Cuando
volvió a ver profesionales del derecho, tanto civilistas como canonistas identificaron el derecho
con la justicia y la equidad y concibieron el derecho humano y como formando una sola pieza.
Pero esta teoría no era sino una expresión erudita de lo que todo el mundo daba por sentado
sin discusión.

Esta ramificación del derecho por todas las relaciones de la vida, como si fuese una estructura
permanente dentro de la cual se desarrollase todos los asuntos humanos, no es una concepción
difícil de comprender en una época en que la legislación se produce diariamente y mediante
procesos que aún el hombre más optimista dudaría mucho antes de identificarlos como
providencia divina. Sin embargo, no dejaba de ser natural en una sociedad en la que apenas
puede decirse que se produjera legislación en el sentido moderno de norma promulgada. Una
sociedad de estructura económica y social simple cambia con relativa lentitud y sus miembros
cambian aún con mayor lentitud. Se concibe que la costumbre inmemorial cubre todos los
problemas sobre lo que es necesario pronunciar un juicio, y durante periodos considerables de
tiempo esto puede ser casi verdad. Cuando deja de serlo, la explicación natural no es la de que
se necesita un nuevo derecho, sino la de que es necesario descubrir lo que significan en
realidad el antiguo. Recíprocamente, el hecho de que un estado de cosas haya existido durante
un tiempo considerable crea la presunción de que es justo y legítimo. Desde este punto de vista
es correcto decir que el derecho se "descubre" y no se crea, pero sería enteramente
inapropiado decir que existe ningún cuerpo cuya misión será crear el derecho. Cuando
inmediatamente una investigación o de cualquier otro modo se ha encontrado cuál es el
derecho relativo a algún punto importante, el rey u otra autoridad adecuada puede exponer el
descubrimiento de una "ley" (statute) o una assisa para que pueda ser conocido y
generalmente seguido, pero esto implicaría para ninguna persona que se moviese en este
círculo de ideas que la norma declarada como tal no había sido anteriormente válida. La
poderosa influencia de la costumbre en las ideas jurídicas de la edad media se pone de
manifiesto por el hecho de que aún después de la resurrección del estudio del derecho romano,
algunos juristas creían que la costumbre "funda, abroga e interpreta" el derecho escrito,
aunque desde luego otros afirmaban lo contrario. Los decretos o capitulares de los reyes
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francos no eran, pues, legislación en ningún sentido que moderadamente pueda darse a esta
palabra. Podían dar instrucciones a los comisarios reales respecto a cómo resolver
determinadas clases de asuntos, ya que fuese para todo el reino o para alguna parte de él,
pero, a juicio de los contemporáneos, sancionaban la norma. Decía simplemente lo que la
sabiduría del Consejo real, a la luz de la práctica predominante, había descubierto en el
derecho.

Tal declaración del derecho se hace naturalmente en nombre de todo el pueblo, o al menos en
nombre de alguien a quien se consideraba un representante para hablar en nombre de todo el
pueblo. Como el derecho era algo pertenecía al pueblo y había existido desde tiempo
inmemorial, aquél debía ser consultado cuando había de hacer una declaración importante de
las disposiciones jurídicas. En el siglo IX se encuentran constantemente afirmaciones
semejantes, con tanta frecuencia el derecho parece haber sido publicado regularmente en
nombre del pueblo, en el entendido de que su consentimiento es un importante factor de su
validez. Sin embargo, el término "consentimiento" se refería probablemente menos a un acto
de voluntad tal reconocimiento de que el derecho es realmente tal como se declara. Así, por no
citar más que un ejemplo, Carlomagno utilizó la siguiente fórmula de promulgación: "Carlos,
serenísimo emperador..., junto con los obispos, abades, condes, lo que es y todos los fieles de
la Iglesia cristiana, y con su consentimiento y consejo, ha decretado lo siguiente..., con objeto
de que todos y cada uno de sus fieles vasallos, que han confirmado estos decretos por su propia
mano, puedan hacer justicia y para que todos sus fieles vasallos puedan mantener el derecho".
En una frase muy conocida, un edicto del año 864 expone el principio en términos generales:
"porque la ley se hace con el consentimiento del pueblo y mediante la declaración
(constitutione) del rey..." lo que sigue es un ejemplo tomado al azar de la historia inglesa del
siglo XII: "esta es la assisia de nuestro señor el rey Enrique, hijo de Matilde, en Inglaterra,
acerca de los bosques y su casa, por Consejo y asentimiento de los arzobispos y barones,
condes y nobles de Inglaterra, celebrada en Woodstock.

Podría darse prácticamente inevitable, en los primeros como en los últimos tiempos de la edad
media, esta convicción de que el derecho pertenece al pueblo al que gobierna y se pone de
manifiesto por el hecho de que aquel lo observe o, en caso de duda, por la declaración de algún
cuerpo legítimamente constituido para determinar que es el derecho. Pero bastará con dos.
Uno de ellos es la narración que hace Jean d Ibelin, escribe en el siglo XIII, de cómo se hicieron
las asstsas de Jerusalén unos dos siglos antes. Dice que el duque Godofredo ordenó "a los
sabios que se preguntase a las gentes de diversas tierras que allí [en Jerusalén] estaban cuáles
eran los de sus tierras". Entonces, con el consejo y consentimiento del patriarca y de los
príncipes y barones, "escogió lo que le pareció bueno e hizo assisas y usos para que fuesen
observados, mantenidos y usados en el reino de Jerusalén". Como historia, esta narración
carece de todo valor, pero muestra admirablemente cual creía el autor era el proceso de
formular un cuerpo legal. Después de haberse asegurado de cuál era la práctica existente y
consultando a los informados, y después de que los sabios versados en materia jurídica habían
descubierto cuáles eran las prácticas que debían ser obligatorias, se ponía por escrito el
resultado y era promulgado por el rey para que no pudiera haber más dudas respecto a él. A

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Jean d‘Ibelin no se le ocurre la idea de que Godofredo por ninguna otra persona haya creado el
derecho. Y para averiguar cuál es el derecho, hay que consultar, naturalmente, a quienes lo
poseen.

El segundo ejemplo es inglés y presenta cierto interés porque pertenece a una fecha en la que
estaba a punto de modelarse la constitución medieval. Después de la batalla de Lewes (1264),
que llevó directamente a la convocatoria del Parlamento Modelo, un partidario de Simón de
Monfort celebró la victoria con un curioso poema en el que se exponía la concepción que del
derecho tenían los rebeldes:

Por consiguiente, de la comunidad del reino aconseje y que se sepa lo que piensa la
generalidad, que es quien conoce mejor sus propias leyes. Y tampoco son tan ignorantes los
hombres del país que no conozcan mejor que los extranjeros las costumbres de su propio reino
que les han sido transmitidas antepasados.

La creencia en que el derecho es algo que pertenece al pueblo y se aplica o modifica con su
aprobación y consentimiento era, pues, universalmente aceptada. Pero en lo que se refiere al
procedimiento de gobierno, la creencia era muy vaga. No implicaba ningún aparato definido de
representación y tenía, en realidad, una antigüedad de varios siglos antes de que el
constitucionalismo medieval tomase forma en cuerpos tales los parlamentos que aparecieron
en los siglos XII y XIII. No había, ni halla en realidad, nada esencialmente incongruente en la
idea de que una localidad, un grupo o aun todo un pueblo como pudiera tomar decisiones
como presentar sus agravios, ser llamado a cuentas por su negligencia y dar su aprobación a
políticas que habían de requerir para su puesta en práctica dinero o soldados aportados por
aquellos. Modernamente existe la convicción de que todo esto lo hace unos representantes
elegidos por el pueblo, pero todo el mundo sabe con frecuencia la convención no responde a
los hechos. En realidad, una comunidad expresa su "opinión" por medio de unas pocas
personas que, por una u otra razón, tienen importancia verdadera en el proceso de
cristalización de esa cosa vaga a la que se le denomina opinión pública. Mientras la comunidad
se encuentre organizada de tal modo que es pocas personas ven claramente designadas y
mientras los problemas sean relativamente pocos y no están sujetos a un cambio demasiado
rápido, la versión puede ser bastante efectiva sin necesidad de mucho aparato. Históricamente,
el aparato fue posterior a la idea de que el pueblo era un cuerpo que expresaba su espíritu
corporativo por intermedio de sus magistrados y jefes naturales. Quienes fueran esos jefes,
como se les designaré y aún quién fuese exactamente "el pueblo" al que representaban, son
cuestiones que sólo llegaron a tener importancia primordial cuando se emprendió la tarea de
crear tormentos para hacer efectiva la representación. Acaso pueda verse todavía la vieja idea,
en forma de ficción jurídica, en la teoría de Blackstone de que las leyes inglesas no se
promulgan porque se concibe feto inglés está presente en el parlamento.

La creencia en que el derecho es algo que pertenece al pueblo y que su reconocimiento por
este tiene un papel importante en la determinación de lo que será aquél, implica que el rey no
es más que un factor en su creación o declaración por este motivo se creía, por lo general, el
propio rey está obligado a obedecer la ley del mismo modo que lo están sus súbditos. Desde

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luego es evidente que los reyes como los demás mortales, estaban sometidos a las leyes de
Dios y de la naturaleza, la discriminación hecha entre las diversas clases de ley, divina y
humana, no significaba que fuesen radicalmente distintas. Se concedía la ley como un medio
que penetraba y controlaba toda clase de relaciones humanas, y entre otras la del súbdito con
el gobernante. En consecuencia, se consideraba que el rey estaba obligado no sólo a gobernar
con justicia y no de modo tiránico, sino también a administrar el derecho del reino tal como
realmente era y cómo se puede averiguar consultando la práctica inmemorial. El rey no podía
legítimamente dar de lado derechos garantizados a sus súbditos por la costumbre o que sus
predecesores habían declarado ley del país. Así por ejemplo, un escritor del siglo IX, el
arzobispo Hincmar de Reims, dice:

Los reyes los ministros de República tienen sus leyes por las cuales deben gobernar a los que
viven en cada provincia; tienen las particulares de los reyes cristianos, progenitores suyos, que
las promulgaron legítimamente con el consentimiento general de sus fieles vasallos.

Y las capitulares abundantes en promesas hechas por los reyes de cara a sus "fieles vasallos" las
leyes que" vuestros antepasados tenían en el tiempo que nuestro antepasados", y no oprimir a
ninguno de ellos "contra la ley y la justicia". Esta última expresión no tiene ciertamente el
sentido de la justicia abstracta, sino que es la justicia definida por las expectativas creadas por
la práctica establecida. Con frecuencia los reyes hacían tales promesas en el acto de
coronación, incluyendolas en el juramento que prestaban en aquél. Y tampoco era raro que les
fuesen arrancadas por medidas violentas de sus "fieles vasallos" cuando, sin tener el poder
necesario, el rey se mostraba demasiado desdeñoso de los derechos y privilegios de que
gozaban aquellos. Pese a las vigorosas afirmaciones de San Gregorio en relación con la
obediencia pasiva, era una creencia firmemente arraigada que tales medidas eran justificables
en el caso hubiese una provocación adecuada. En efecto, nadie dudaba de que un hombre tenía
derecho, tanto por la ley divina por la humana, al trato y la posición que él y sus antepasados
habían gozado durante mucho tiempo o que le habían sido garantizados por un acto de un
legislador anterior. El derecho creaba un vínculo obligatorio para todo el pueblo y para todo
hombre cualquiera que fuese el lugar que ocupase en la sociedad; recíprocamente, garantizaba
a todo hombre los privilegios, derechos e inmunidades propios de su rango. El rey no constituía
excepción a esta regla general. Como gobernaba por la ley, estaba sometido a ella.

Pero aunque se concedía al rey como sometido a la ley, no sería exacto decir que él estaba
precisamente del mismo modo que los demás hombres. Más bien era que todo hombre tenía
derecho a gozar del derecho de acuerdo con su rango y orden. La idea, firmemente arraigada,
del estatus, hacia justificables prácticamente cualquier desigualdad concebible. Nadie negaba
que la posición ocupada por el rey era en muchos aspectos, única. Por virtud de su cargo tenía
una gran responsabilidad con respecto al bienestar de su pueblo, una considerable presión para
adoptar medidas encaminadas a fomentar derechos imprescriptibles dentro de la esfera de
deberes impuestos por su posición. De acuerdo con lo que ya se ha dicho acerca de la variedad
de las concepciones constitucionales, no podríamos esperar encontrar exactamente definidos
los modos con arreglo a los cuales pudiere del rey ejercer sus poderes únicos con arreglo a
derecho aún con los modernos artificios constitucionales es posible aplicar casi indefinidamente
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los poderes del gobierno para hacer frente a una situación de emergencia, mediante métodos
que los tribunales habrían de considerar legales. Y en la edad media casi no había ningún
procedimiento de definir con exactitud ninguna autoridad constitucional. Nadie dudaba de que
había algunos límites que no podía sobrepasar sin violar la ley y los preceptos morales.

En consecuencia, había diferencia fundamental entre la concepción del rey dictada por las
capitulares internada en el derecho romano. Es cierto que la teoría constitucional de los
jurisconsultos romanos consideraba la autoridad legal del emperador como derivada del pueblo
romano. En la famosa frase de Ulpiniano se daba esta razón de la legislación imperial. Pero la
teoría del jurisconsulto consideraba la sesión de poder como irrevocable; una vez el emperador
ha sido investido de su autoridad, quod principi platcuit legis habet vigorem. Por el contrario, la
teoría medieval da por supuesta una cooperación continua entre el rey y sus súbditos,
consideran a ambos, por así decirlo, como órganos del reino al que pertenece el derecho. La
diferencia se puede explicar, en parte, por las enormes diferencias existentes entre las
sociedades en las que se desarrollaron esas dos concepciones del derecho. La tradición del
derecho romano era la de una administración totalmente centralizada, en la cual la legislación
consciente formulada mediante los edictos imperiales, los Senadoconsultados y las opiniones
de los jurisconsultos era materia de experiencia común, y el derecho de la cual había alcanzado
un alto nivel de sistematización científica. Un reino medieval no estaba centralizado en la teoría
ni en la práctica y acaso no haya nada tan recalcitrante a la sistematización lógica como la
costumbre local. Se concebía vagamente al reino o al pueblo como una unidad organizada bajo
su derecho y al rey y otras personas eran portavoces y órganos adecuados, pero no existía una
definición precisa de los poderes y deberes de tales órganos y conciencia de que viniesen a
estar totalmente coordinados de tal modo que la autoridad emánase de una sola fuente. El
poder delegado se entrecruzaban continuamente con la de que la autoridad tiene también una
posición o estatus es, por lo tanto, inherente a personas que, en otros aspectos, podrían ser
consideradas como agentes del monarca. Aún en el siglo XVII, Sir Edwar Coke puede pensar
todavía en la corona, el parlamento y los tribunales del common law poderes que, con arreglo a
la ley del reino, eran inherentes. El reino era "jefe" del estado al modo como llegó a serlo en la
era de la monarquía absoluta, a comienzos de la edad moderna. Aún menos se concebía al
estado como "persona artificial", tal como la que han creado conscientemente los juristas para
dar unidad de actuación a las funciones del gobierno.

Se aclara más la relación del rey con el pueblo bajo el derecho del país y las concepciones
políticas integradas por esta relación, considerando el modo como se creía investido al rey de
autoridad y lo que se consideraba como título legítimo para ocupar el trono. Las ideas
medievales acerca de esta materia arrojan luz sobre las nociones corrientes del consentimiento
del pueblo y la sumisión del monarca a la ley y gana un excelente ejemplo de la falta de ideas
jurídicas precisas acerca de lo que constituía un título legítimo de autoridad. Con arreglo a las
ideas políticas actuales, un gobernante puede ser elegido puede dar su cargo, pero difícilmente
pueda hacer dos cosas a la vez. El hecho extraño que ocurre con muchos reyes medievales es
que, con arreglo a las ideas dominantes de su época, no sólo heredaban y eran elegidos, sino

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que gobernaban también "por la gracia de Dios", y los tres títulos no eran alternativos, sino que
expresaban tres hechos relativos al mismo estado de cosas.

Hay que notar que en esta elección del gobernante se afirman tres razones para la validez de la
elección. En primer lugar, aunque esto no se subraya, Lotario el primogénito del emperador. En
segundo término, fue elegido, y se dice que su elección que fue un acto de todo el pueblo
realizado "por voto común de todos". Y que, en tercer lugar, se cree que la elección se ha hecho
bajo la inspiración directa de Dios. El título de Loatrio a la corona se basa, pues, en la mente de
Luis en esos tres hechos combinados. Indudablemente, la idea era que, salvo la voluntad de
Dios, el hijo del rey era un candidato normal a su sucesión, pero que la elección real exigía
alguna forma de ratificación o aceptación del candidato en nombre del pueblo.

Esos factores eran exactamente similares a los que se suponía que conspiraban en la
promulgación de una assisa: la validez de la ley era, en último término, divina, pero renunciaba
al rey como el respaldo del acontecimiento del pueblo expresado por intermedio de los
magnates del reino. Desde luego es cierto que la maquinaria electoral utilizada era tan vaga
como la empleada para enunciar el derecho; es posible que nadie pudiera decir con seguridad
cuáles eran las cualificaciones requeridas para ser elector. Además, la conjunción de los tres
factores en las mentes de todos ayuda explicar la idea de que el rey, una vez elegido, sería
sometido al derecho. La herencia no era derecho inviolable del rey, en tanto que el sufragio de
los magnates que le elegían se emitía por virtud de los derechos inherentes a las posiciones que
ocupaban y no porque fuesen electores en estricto sentido constitucional. Esta concepción la
expresó de modo muy característico el arzobispo Hisncmar en una epístola dirigida en el año
879 a Luis III:

Vos no me habéis escogido a mí como prelado de la Iglesia, sino que yo, con mis colegas y otros
fieles de Dios y de vuestros antepasados, os hemos escogido para gobernar el reino, con la
condición de que observéis las leyes.

Así, pues, en la primera parte de la edad media se combinaban tres clases de títulos al poder
real: el rey heredaba su trono, era elegido por su pueblo y gobernaba, desde luego, por gracia
de Dios. A medida que las prácticas constitucionales fueron haciéndose más regulares y más
claramente definidas, se distinguió con mayor claridad entre elección y derecho hereditario. Las
dos monarquías medievales más características, el imperio y el papado, pasaron a ser
definitivamente electivas, pese a los esfuerzos hechos más de una vez para convertirlos en
regalías de una familia. Por lo que hace a creación de constituciones, el papado inició el camino
con el establecimiento, en la segunda mitad del siglo IX, de un proceso ordenado de elección
por el clero, para reemplazar la antigua forma de elección, no sujeta formalidades fijas, que
convirtió con frecuencia la elección papal en juguete de la pequeña nobleza romana o de la
política imperial. La práctica de las elecciones imperiales no cristalizó hasta 1365, con la bula de
oro de Carlos IV, que del imperio de un documento constitucional fijaba el número e identidad
de los lectores y estableció la decisión por voto de la mayoría. Por el contrario, en los reinos de
Francia e Inglaterra prevaleció el principio de primogenitura, acaso por analogía con la norma
corriente de la sucesión total. No hay duda de que bajo el feudalismo la monarquía hereditaria

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tenía mayores probabilidades de llegar a ser fuerte. Pero aún en los reinos persistió durante
mucho tiempo el sentimiento de que el rey era, en cierto sentido, elegido por el pueblo. Es
posible que la ley de la elección no desapareciera nunca por entero del sentimiento popular, ni
siquiera después de haber quedado establecido legalmente el principio hereditario. Así, por
ejemplo, en Francia, en el siglo XVI, cuando llegó a ser importante fijar la responsabilidad en el
rey, se pudo argüir que la monarquía es siempre electiva en principio.

Tanto si el rey llegaba a su cargo por elección como se ascendía al trono por herencia,
gobernaba por la gracia de Dios. Nadie dudaba de que el gobierno secular era de origen divino,
de que el rey era vicario de Dios y de que quienes le resistían ilegítimamente eran "fieles del
diablo y enemigos de Dios". A la vez, expresiones como estas no tenían significado tan preciso
como el que llegó a tener en el siglo XVI el derecho divino de los reyes. En particular, no se
concebía que implicasen por parte del súbito la operación de la obediencia pasiva sin tener en
cuenta la justicia o la tiranía de los mandatos regios. Como se concebía que el rey estaba
obligado por el derecho del país, la resistencia era considerada en circunstancias muy
estrictamente definidas -como cuando se creía violada la norma fundamental-, como un
derecho a la vez moral y legal.

La idea de que el derecho es algo que pertenece al pueblo y que regula todas las relaciones
recíprocas de los hombres desde la cúspide hasta la base de la sociedad, llevaba en su seno los
gérmenes de ciertas concepciones constitucionales, tales como la consideración del reino como
un cuerpo, la representación y la autoridad legal de la corona, sin embargo, en la primera parte
de la edad media, esas ideas no tenían una definición precisa y carecían también el cuerpo
constitucional encarnado en un aparato constitucional, este último se desarrolló partiendo de
la organización social y económica y de la masa, bastante vaga, de ideas, a la que se conoce
como feudalismo. Como ha dicho Vinagradoff, las instituciones feudales dominaron la Edad
Media de modo tan completo como la ciudad-estado dominó la edad Antigua.
Desgraciadamente, no es posible definir el feudalismo, tanto porque comprende una gran
variedad de instituciones, como porque su desarrollo fue muy desigual en los diferentes
tiempos y lugares. Por esta última razón no cabe apoyarse en las fechas. En algunos sitios existe
ya en el siglo V instituciones feudales características, como la servidumbre, pero el desarrollo
pleno del feudalismo es posterior a la quiebra del imperio franco y produjo sus efectos más
completo sobre las instituciones sociales y políticas de los siglos XI y XII. No puede darse
ninguna descripción general en la que encaje todos los hechos relativos al feudalismo, aunque
tras esa variedad de ciertas instituciones e ideas de las que hay buena copia de ejemplos en la
mayor parte de la Europa occidental. Algunas de ellas llevan implícitas consecuencias teóricas
importantes, y por esta razón hay que examinarlas, aunque su historia en los diferentes países
es demasiado complicada para poder intentar siquiera mencionarla.

La clave de la organización social reside en el hecho de que en un período de desorden que se


aproximaba con frecuencia a la anarquía eran imposibles grandes unidades políticas y
económicas. En consecuencia, los gobiernos tendían a ser de tamaño reducido, que comparado
con los modelos romano y modernos es pequeño, pero que era viable en aquellas
circunstancias. El hecho económico esencial era una situación de agricultura que hacía de la
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comunidad aldeana, junto con las tierras de cultivo de ella dependientes, una unidad casi
autárquica. El final de la época se inicia con el auge de las ciudades comerciales en el siglo XII,
aunque muchos de los efectos políticos más importantes del feudalismo aparecieron después
de esa fecha. Como la tierra era la única forma importante de riqueza, todas las clases, desde el
rey al peón, dependían directamente de los productos del suelo. El control de la tierra estaba
en manos de esa pequeña comunidad, él ejercía con arreglo a normas consuetudinarias; la
aldea ejercía funciones de policía de poca importancia. La organización de la sociedad en el
gobierno era fundamentalmente local sobre ese cimiento estaba constituida la organización
feudal típica. En un estado de desorden continuó y en una situación en la que los medios de
comunicación era lo más primitivo, un gobierno central no puede cumplir ni siquiera
obligaciones tan elementales como la salvaguardia de la vida y la propiedad. En esta situación,
el pequeño propietario o el hombre de poco poder no tenían sino un recurso: encomendarse a
alguien suficientemente fuerte para protegerla. La relación así formada tenía dos aspectos: era
a la vez una relación personal y relación de propiedad. El hombre de poco poder se obligaba a
prestar servicios al señor a cambio de su protección, y le entregaba la propiedad de su tierra,
convirtiéndose en vasallo con la condición de pagar una renta en forma de servicios o de
productos. La propiedad y el poder del señor se le bendecían de este modo, en tanto que el
vasallo obtenía así un patrono poderoso cuya obligación consistía en protegerlo. Cuando el
proceso operaba de arriba abajo, se llegaba a un resultado semejante. Un rey o un abad podía
utilizar tierra más que entregándola a un vasallo que pagase en servicio o en renta.

Puede considerarse el sistema como procedimiento mediante el cual se pone toda la tierra del
reino al servicio del reino o como un sistema mediante el cual quienes prestan servicios de la
comunidad recibe como pago por retribución de sus servicios los frutos o la producción de la
tierra.

Ahora bien, hay que concebir este sistema de intereses creados como algo que abarca de arriba
abajo a toda la comunidad y que afecta a todas las principales funciones de gobierno. Así, por
ejemplo, sistema territorial alcanzase su desarrollo total, lógicamente el único propietario había
de ser el rey. Los barones serían vasallos por lo que respecta a tierras concedidas por servicios
específicos y tendrían a su vez bajo su potestad a otros vasallos, y así sucesivamente, hasta
llegar a los ciervos, en cuyo trabajo se basa todo el sistema. Como el servicio militar era la
forma típica de contrapartida de una baronía, el ejército del reino tenía que ser un ejército
feudal, esto es, cada vasallo estaba obligado a aportar un número específico de hombres,
armados en forma también especificada, y cada varón mandaba sus hombres. Los ingresos del
reino (dejando aparte los que acrecía directamente al rey procedentes del dominio real) eran
resultado de servicios o ayudas y los vasallos del rey estaban obligados a pagar en
determinadas ocasiones, más bien que de una contribución general. Por último, y esto es lo
más importante, la concesión al vasallo podía comportar el derecho a administrar justicia en su
baronía, con inmunidad frente a toda interferencia de los funcionarios reales. La teoría del
derecho feudal se expresa en el dicho: el vasallo del vasallo no es vasallo del señor. Por razones
evidentes los reyes se mostraban remisos a otorgar tales inmunidades siempre que podían
evitarlo.

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En consecuencia, el feudalismo afectó de modo más importante a tres grandes instrumentos de
poder político: el ejército, los ingresos y los tribunales de justicia. En los tres el rey no podía
relacionarse con la gran masa de sus súbditos sino por intermedio de una o más personas. La
relación feudal del señor y vasallo era fundamentalmente distinta de la que se concibe que
existe entre soberano y súbdito en un estado moderno. El aspecto personal de la relación, la
lealtad y reverencia del vasallo debía invariablemente a su superior, tenía elementos no muy
diferentes de las que comporta la subordinación política, aunque operaba con frecuencia en el
sentido de desviar la lealtad de los hombres de los rangos inferiores, que no se dirigía al rey,
sino a sus señores más inmediatos. Por otra parte, la relación de propiedad era semejante a un
contrato en el que las dos partes conservaban sus intereses privados y cooperaban porque le
será mutuamente ventajoso hacerlo así, aunque la propiedad de la tierra que tenía el rey
pudiera operar a la larga en el sentido de aumentar su poder.

En primer lugar, las obligaciones existentes entre el señor y sus vasallos eran siempre mutuas.
No eran exactamente iguales, ya que el vasallo tenía unos deberes generales de lealtad y
obediencia que no tenía el señor. Estaba obligado también a otros deberes más específicos,
tales como el servicio militar, la asistencia a la corte del señor y diversos pagos que tenían que
realizar en ocasiones señaladas, tales como la sucesión de un heredero en posesión de la tierra.
Es característico de estos deberes específicos el hecho de que eran limitados. Por ejemplo, la
duración y especie de servicio militar eran fijos, y más allá de sus límites predeterminados, el
vasallo no estaba, estrictamente hablando, obligado. Por otra parte, el señor está obligado a
dar ayuda y protección a sus vasallos, así como a atenerse a las costumbres o a la carta que él
definía los derechos e inmunidades del vasallo. En teoría, al menos, el vasallo podía siempre
abandonar tierras y renunciar al vasallaje-remedio bastante especulativo en la práctica-o
conservar su tierra y repudiar las obligaciones si el señor le negaba los derechos que le
correspondían. En consecuencia, la promesa de un rey de dar todas las leyes de sus
antepasados habían gozado en la época de los antecesores de aquel no era sino el
reconocimiento de algo que se creía como jurídicamente justificado. En este aspecto la posición
de un rey era con frecuencia débil en teoría y doblemente débil en la práctica, y la monarquía
plural, comparada con un estado moderno, aparece como altamente descentralizada. Por otra
parte, el sistema feudal de posesión de tierras permite a veces a un monarca, o más
particularmente a una familia, aumentar su poder por medios feudales legítimos, tal como, por
ejemplo, la reversión. El desarrollo del poder de la dinastía Carpeta en Francia se produjo en
gran parte con arreglo al derecho feudal y por obra de éste.

En segundo término, la relación entre señor vasallo era distinta de la que existe entre soberano
y súbdito, porque tendía a oscurecer la distinción entre derechos privados y deberes públicos.
Aunque la propiedad feudal típica era de tierras, no lo era necesariamente. Cualquier objeto de
valor -el derecho a ser funcionar un molino, a cobrar un impuesto o a desempeñar un cargo
público- podía ser poseído de la misma forma. Todo el sistema de administración pública tendía
seguir la forma predominante de posesión de tierras los cargos públicos tendían a convertirse,
como la tierra, en una posesión hereditaria. De este modo los cargos vinieron a quedar
investidos a perpetuidad en un hombre y sus herederos. El derecho del vasallo a su propiedad

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implicaba un servicio público de algún tipo especificado, pero, por otra parte, la obligación de
prestar un servicio público era consecuencia del derecho de posesión. Esto condujo al resultado
de que quien ocupó un cargo público no lo hacía como agente del rey, sino porque tenía un
derecho, respaldado por la prescripción, a ocuparlo. Su autoridad no era delegada, sino
poseída. Evidentemente, el poder regio dependía en gran parte de la capacidad del monarca
para limitar esa tendencia. Pero la tendencia sirve para explicar mucho del carácter,
aparentemente no sujeto a formalidades, de las instituciones feudales. Los hombres que
rodean al monarca están obligados a prestarle servicio en la corte como parte de su deber
feudal. Mientras su estatus fue suficiente claro, no tenían por qué surgir problemas respecto a
quién representaban o quien tenía derecho se le consultase. Los cortesanos no son tanto
funcionarios públicos como hombres que cumplen una obligación contractual.

La corte de un señor con sus vasallos era la institución feudal típica. En esencia era un consejo
del señor y sus vasallos para la resolución de las diferencias surgidas entre ellos en relación con
las instituciones de que dependen sus relaciones feudales. El hecho más destacado es que
tanto el señor como el vasallo tenían precisamente el mismo remedio en el caso de que
creyeran que su derecho había sido lesionado: podían apelar a la decisión de los demás
miembros de la corte. La noción de que el rey o el señor pudiera decidir utilizando su poder
plenario y con arreglo a su voluntad era por entero extraña al procedimiento o, por lo menos, a
su teoría. Se suponía que había que mantener estrictamente los derechos concedidos a las
partes por las cartas o la costumbre.

Así, pues, teóricamente la corte feudal de antes daba a todo vasallo un juicio ante sus pares,
con arreglo a la ley de la tierra y a los acuerdos o cartas específicos del problema. La decisión
del tribunal podía ser llevada a la práctica por el poder conjunto de sus miembros, y en el caso
extremo se concebía que era aplicable incluso contra el rey.

De modo semejante, las assisas de Jerusalén aseguran el derecho de los vasallos a coaccionar al
señor en defensa de sus justas libertades, tal como las determine la corte. En una organización
feudal típica el rey era un primus inter pares y la propia corte, o que el rey y la corte
conjuntamente, ejercían un gobierno conjunto que incluía todo lo que en un estado moderno
se denominaría funciones legislativa, ejecutiva y judicial. A la vez la relación esencialmente
contractual entre los miembros de la corte -incluso el monarca- tendía impedir la concentración
de la autoridad en ningún punto; la probabilidad de que tal sistema desembocara con bastante
frecuencia en algo parecido a una rebelión legalizada, es demasiado evidente para que sea
preciso comentarla.

Aunque la práctica existió con frecuencia un estado de cosas semejante al escrito, situación no
presentaba probablemente, ni en teoría ni en la práctica, toda la verdad respecto a una
monarquía medieval. Además de los inconvenientes intolerables de la legalización de la
rebelión, la teoría medieval de la realeza no se agotaba, en modo alguno, en la relación
únicamente contractual entre el rey sus vasallos. Tanto la teoría como la práctica unían esta
concepción con ideas de tipo totalmente distinto. La reverencia y obediencia debidas por un
vasallo a su señor eran elementos del propio homenaje feudal que daban al rey una posición

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única en el reino además, nadie dudaba de que el monarca era el ungido del señor ni de que la
resistencia, salvo en casos extraordinarios, era ilegítima. Nadie se había atrevido a negar en
principio la autoridad de San Pablo y sus afirmaciones en el capítulo 13 de la epístola a los
romanos, y las vigorosas afirmaciones de San Gregorio acerca del deber de obediencia. Por
último, la tendencia del feudalismo a subvertir la autoridad pública y a sustituirla por una red
de relaciones privadas, no pudo nunca hacer desaparecer por entero la antigua tradición de la
res pública que llegó a la edad media a través de Cicerón, el derecho romano y los padres de la
Iglesia. La concepción de que un pueblo constituye una comunidad política, organizada bajo su
derecho y capaz de ejercer, por intermedio de sus gobernantes, una autoridad pública, se
mezclaba mientras entrecruzaba de muchos modos la tendencia feudal al particularismo. Entre
los siglos IX y XII se perpetúa esta antigua tradición, principalmente por intermedio de los
escritores eclesiásticos. De su existencia en el siglo IX tenemos la prueba de que Hincmar de
Reims; de su perpetuación, en el hecho de que, en el siglo XII, dio por resultado el primer
tratado medieval de ciencia política -el Policarticus, de Juan de Salisbury-. Esta obra, aunque
escrita en una época en que es acaso la de culminación del feudalismo, siguen sus líneas
generales la forma antigua. A la larga, el beneficio de esta concepción de una comunidad
política fue, sin duda, el rey, ya que seguía siendo el representante titular del interés público y
hasta cierto punto el depositario de la autoridad pública. Fue este hecho lo que hizo del rey
feudal el punto de partida del desarrollo de la monarquía nacional.

Puede ponerse de manifiesto la mezcla de las dos ideas, la que concebía al rey como parte de
una relación contractual con sus vasallos, y la que le consideraba como cabeza de la comunidad
política. Se consideraba universalmente al monarca como creado por el derecho y sometido a él
y, sin embargo, por otra parte se admitía por lo común que "no cabe ninguna demanda contra
el rey" y que, en consecuencia, no se le puede coaccionar utilizando los procedimientos
ordinarios de sus propios tribunales. El pasaje con tanta frecuencia citado de la obra de
Bracton, De legibus et conseutudinhibus Angliae, muestra el entrecruzamiento de las dos ideas:

El rey no debe tener igual en su reino, porque ello anularía el precepto de que un igual no
puede tener autoridad sobre sus iguales. Aún menos debe tener superior ni debe haber nadie
más poderoso que él, porque en tal caso se hallaría por debajo de sus súbditos, y es imposible
que los inferiores sean iguales a quienes tienen mayor potestad. Empero, el reino debe estar
sometido a ningún hombre, sino a Dios y a la ley, ya que la ley hace al rey. En consecuencia, el
rey dé a la ley lo que la ley le ha dado a él, a saber niño y potestad porque no hay rey donde
gobierna la voluntad y no la ley.

Como vicario de Dios, el monarca debe hacer justicia y aceptar los dictados de la ley en los
casos que le afectan, de igual modo el más pequeño de su reino. Si no lo hace así, se convierte
en ministro del diablo, pero sus súbditos no tienen otro recurso que dejarle al juicio divino. Sin
embargo, Bracton se inclinaba aceptar la idea de que acaso la universitas reigni et barongium
pudiera y debiera corregir el mal en la corte del rey. Y en un notable pasaje que hoy se tiene
por interpolación contemporánea, se afirmó francamente la legitimidad de coaccionar a un
monarca "desenfrenado".

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Pero el rey tiene un superior, a saber Dios. También la ley, por la cual fue hecho rey. Y de igual
modo su corte, es decir los condes y varones, pues se dice que los condes son como asociados
del rey, quien tiene un asociado tiene un señor. Y así al rey estuviera sin freno, es decir sin ley,
deben ponérselo.

En estos pasajes tanto el rey como la portería parecen evidentemente con una doble
capacidad. Por un lado, el Rey es principal terrateniente del reino y la corte comprende a sus
vasallos; en cuanto institución, la corte existe para resolver las dificultades surgidas entre ellos
en esa relación contractual. Por otro, el rey es el titular principal de una autoridad pública
inherente al reino o pueblo, y sin embargo comparte de modo no claramente definido su corte.
En la primera relación se puede proceder contra el rey como contra los demás miembros de la
corte; en la segunda, no es posible demandarle y su responsabilidad política descansa en último
término en la propia conciencia. La primera concepción representa una tendencia típica del
feudalismo a sumergir la autoridad pública en las relaciones privadas; la otra representa la
continuación de la tradición de una comunidad política en la que el monarca es el primer
magistrado. Acaso fuese precisamente el cruce y la mezcla de las dos concepciones lo que hizo
de la corte feudal la matriz de la que proceden los principios e instituciones constitucionales de
la baja edad media. Siguiendo un progreso de diferenciación, los diversos cuerpos encargados
de las acciones de gobierno -tales como los consensos regios, los tribunales de justicia que
conocían diversas clases de asuntos y, por último, el parlamento- vinieron a tomar a su cargo
distintas ramas de los asuntos públicos. Como ha demostrado ampliamente profesor McIlwain,
en época tan tardía como las guerras civiles del siglo XVII los ingleses seguían considerando al
parlamento como un tribunal más que como un cuerpo legislativo. De ese proceso emergió la
concepción de la autoridad pública con mayor claridad, pero esa autoridad no se centró nunca
de modo exclusivo en la persona del rey. Que el monarca llegase a ser absoluto como proceso
desarrollado en los estados modernos, y la corte o alguna de sus ramas conservó algunos
vestigios de su derecho feudal a ser consultada. De aquí podrían surgir ideas constitucionales
tales como la representación, la imposición de tributos y la legislación llevadas a cabo por
asambleas, la vigilancia de los gastos y la petición de reparación de agravios. En Inglaterra, al
menos, el derecho a legislar no pudo quedar atribuido, en último término, al rey, sino al "rey en
parlamento".

LAS TEORIAS POLITICAS EN LA EUROPA OCCIDENTAL DURANTE EL PERIODO DE INICIACION DE


LA DESINTEGRACION DEL FEUDALISMO

La formación de relaciones capitalistas en el seno de la sociedad feudal, característica de la


ideología del Renacimiento

En el siglo XVI se inicia en los países de Europa occidental el período de desintegración del
feudalismo y la acumulación primitiva de capital. El crecimiento de la producción artesana y
agrícola en esos países y el desarrollo de la producción mercantil, que significó la
desintegración de la economía natural, dan lugar a lazos económicos cada vez más amplios y
estrechos entre las diversas partes de los diferentes países, y conducen finalmente a la
formación de mercados nacionales.

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Se efectúa la descomposición de las artesanías gremiales feudales. Los diferentes maestros se
enriquecen rápidamente a expensas de la explotación de aprendices y oficiales. En el seno de la
ciudad medieval comienza a observarse el contraste entre los intereses de la capa superior de
la ciudad -los maestros enriquecidos, que forman el patriciado urbano- y los intereses de la
masa de pequeños productores.

Aparecen las primeras empresas capitalistas, las manufacturas. Los gérmenes de la producción
capitalista surgen en las ciudades mediterráneas ya en los siglos XIV y XV. Esto se refiere
especialmente a la producción lanera y de paños en Florencia, de vidrio en Venecia, de seda,
etc. En el siglo XVI, las manufacturas llegan ya a tener un desarrollo importante, especialmente
en Inglaterra, Holanda y Francia. El desenvolvimiento de las relaciones capitalistas recibió un
poderoso impulso por los grandes descubrimientos geográficos, que dieron por resultado la
ocupación y el saqueo de vastísimos territorios. América fue descubierta en 1492; Vasco da
Gama, en 1497, encontró una vía marítima hacia la India; en 1519-1522, Magallanes realizó el
primer viaje alrededor del mundo. Países riquísimos llegaron a ser patrimonio de los europeos.
El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio,
esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la
conquista y el saqueo de las Indias orientales, la conversión del continente africano en cazadero
de esclavos negros; son todos hechos que señalan los albores de la era de producción
capitalista.

El violento despojo de los campesinos, y la conversión de éstos en obreros asalariados,


acompañó a la acumulación primitiva de capital. El acrecentamiento de la presión de parte de
los terratenientes sobre los siervos campesinos, en relación con el paso a la renta en dinero,
multiplica el número de insurrecciones campesinas y condiciona su envergadura cada vez
mayor. El movimiento campesino se convierte en una auténtica guerra civil, en Inglaterra y en
Francia en el siglo XIV, y en Alemania en el XVI.

El crecimiento de las contradicciones en las ciudades conduce también a acciones abiertas de


los operarios y de los pobres, que están al margen de los gremios, contra los patricios urbanos.
Estallan rebeliones en las ciudades de Italia, de Flandes y de otros países de Europa occidental.
El desarrollo de las fuerzas productivas crea nuevas necesidades, contribuye a la formación de
un nuevo modo de vida burguesa y de su ideología en las ciudades europeas.

En los siglos XIV y XV se produce un viraje decisivo en el terreno ideológico, que se acentúa aún
más en el XVI. El desenvolvimiento de la producción industrial, de construcciones navales, de la
navegación y del arte militar requieren urgentemente métodos completamente nuevos de
investigación científica. Todo ello condiciona la ruptura con la vieja escolástica medieval. Entre
los representantes de la incipiente ideología burguesa aparece una actitud crítica frente a los
dogmas de la fe, surge la tendencia a la investigación científica independiente, apoyada en la
experiencia y en la observación de la naturaleza. Pasan a primer plano los intereses mundanos,
las alegrías terrenales, las necesidades humanas. Los científicos tratan de investigar la
naturaleza, a fin de dominar sus fuerzas y colocarlas al servicio del hombre. Se impregnan de la
fe en las posibilidades creadoras del hombre y en la potencia de su razón. Este renacimiento de

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las ciencias y del arte va acompañado de un aumento del interés hacia la cultura antigua y sus
escritores.

Durante algún tiempo, los gérmenes de la nueva cultura burguesa, de su ideología, se asocian
con elementos de la concepción feudal del mundo, que siguen conservando su valor en esta
época de transición. El racionalismo se une con la mística, el naturalismo con la fe religiosa, los
principios del Estado nacional con los ideales de la monarquía feudal mundial. Las concepciones
sobre la naturaleza y el hombre cambian radicalmente. El ascetismo es sustituido por el culto
abierto de la naturaleza humana. Lo "divino" cede el lugar a lo "natural", y todo lo humano
adquiere ahora un interés independiente. Por esto también, una de las corrientes
fundamentales de esa época adopta el nombre de humanismo (humana, lo humano, por
oposición a divina, lo divino). El culto a los ermitaños y a los ascetas es reemplazado por la
veneración a oradores y poetas, a artistas y hombres de Estado. Tiene lugar el retorno a las
primeras fuentes de los autores antiguos y la postración ante los grandiosos monumentos de la
arquitectura y de la escultura antiguas. Sin embargo, el humanismo no fue un movimiento
popular, de masas. Fue una tendencia del pensamiento que comprendía a círculos restringidos
de la parte instruida de la población urbana.

El movimiento ideológico denominado Renacimiento se extendió también al terreno del


pensamiento político. La burguesía no pudo aceptar la extendida injerencia de la Iglesia feudal
en la vida política, las tentativas de los feudales eclesiásticos, encabezados por el Papa, de
someter a su dominio el poder secular. El desarrollo de las relaciones capitalistas requería
también, de manera insistente, la superación del fraccionamiento feudal que impedía la
instauración de lazos económicos en gran escala, por todo el país. La centralización del Estado,
a su vez contribuyó al ulterior desarrollo de la economía. Ello condicionó la aparición de nuevas
teorías políticas, llamadas a contribuir al aniquilamiento de la base feudal, y al afianzamiento y
desarrollo del incipiente modo burgués de producción.

Se promueve y se defiende la reivindicación de un Estado netamente mundano, con


independencia con respecto de la Iglesia; de un poder estatal único y centralizado. Maquiavelo
en Italia y Bodín en Francia fueron descollantes defensores de estas nuevas ideas.

Las concepciones políticas de Maquiavelo

Nicolás Maquiavelo (1469-1527), uno de los primeros ideólogos de la burguesía, nació en


Florencia, en una familia de nobles empobrecidos. Durante catorce años ocupó el cargo de
secretario del Consejo de los Diez, órgano de gobierno de la república florentina. Al retornar al
poder el tirano Médicis, Maquiavelo, junto con otras personas cercanas a los anteriores
dirigentes del Estado, fue perseguido. Se alejó de los asuntos del Estado, dedicándose al trabajo
literario. Escribió varias obras, entre las cuales se encuentran dos tratados dedicados a
problemas políticos. Discursos sobre los diez primeros libros de Tito Livio y El Príncipe.

Fue el primero que desbrozó el camino para la ciencia política burguesa, basada, no en los
dogmas religiosos, sino en la observación de los hechos, en las tentativas de utilizar los datos de
la historia y el conocimiento de la psicología humana, en la ciencia liberada de la teología. Deja
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totalmente de lado, no sólo dogmas de la doctrina religiosa, sino también los postulados de la
moral. Su política es una ciencia experimental. Trata de apoyarse en la historia y en los hechos
de la vida de su época, el estudio teórico de la política se liberó de la moral, y se proclamó el
postulado de enfocar independientemente la política.

Habla de la influencia que el clima ejerce sobre los hábitos de los hombres, de las leyes que
rigen la sustitución de las formas del Estado, y de las causas que originan esta sustitución. Habla
de la tendencia de los fenómenos históricos a repetirse, y llega a la conclusión de que de un
atento estudio del pasado se puede deducir lo que ha de suceder en el porvenir.

Haciendo notar la gran importancia que los intereses materiales tienen en la vida de los
hombres y en la lucha entre la aristocracia y las masas populares, Maquiavelo señala la
oposición existente entre los intereses del pueblo y los de las clases pudientes.

En su política, basada en la experiencia, no pretende pintar un ideal que corresponda a las altas
ideas de justicia y perfeccionamiento, sino que determina los recursos mediante los cuales se
pueden lograr los fines ordinarios que los hombres de Estado se proponen.

Toma, como punto de partida en sus razonamientos, el concepto idealista relativo a la


"naturaleza" única e inmutable del hombre. A su juicio, unas y las mismas pasiones y
aspiraciones dirigen los actos de los hombres en todos los tiempos y entre todos los pueblos.
Hay que estudiarlas y valerse de ellas, de modo racional, en beneficio de los intereses del
Estado.

Enuncia como base de la naturaleza humana, la ambición y la codicia, tan características de los
representantes de la nobleza y del patriciado urbano. Afirma que los hombres son malos por
naturaleza. Son, según él, inconstantes, desagradecidos, pusilánimes, falsos, hipócritas,
envidiosos, colmados de odio unos hacia los otros. Aunque tienen capacidades limitadas,
poseen, sin embargo, deseos desmesurados. Los hombres, dice, están siempre descontentos
con el presente y alaban los tiempos pasados; son imitativos y asimilan con más facilidad los
vicios que las virtudes.

Aconseja al político tomar en cuenta estas peculiaridades de los hombres que, según él, son la
manifestación de la "naturaleza" inmutable de éstos. Teniendo en cuenta estas características
del ser humano, y dejando de lado, además, los principios morales, dice, un político inteligente
puede alcanzar fácilmente sus propósitos.

Maquiavelo es partidario del Estado nacional centralizado. El desarrollo capitalista, iniciado en


los países avanzados de Europa, era incompatible con el fraccionamiento feudal que frenaba el
desenvolvimiento de la industria y el comercio, y con la falta de una organización política única.
Da su completa aprobación a la unificación política de Francia.

Desea ver a Italia políticamente unida, libre de la subordinación a los extranjeros, superando las
discordias entre las diversas partes del país y poniendo término a las nefastas disensiones entre
los feudales y a la falta de entendimiento entre el poder secular y el eclesiástico. "No creo -dice-
que la discordia sembrada pueda conducir a algo bueno".
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A principios del siglo XVI, la economía nacional de Italia entró en una evidente decadencia. Los
grandes descubrimientos geográficos desplazaron las rutas comerciales mundiales hacia el
Atlántico y trajeron el fortalecimiento del poderío económico de Francia y de Inglaterra. El
comercio mediterráneo perdió su anterior importancia, y las repúblicas comerciales de Italia
entraron en una época de crisis. La burguesía italiana, sobre todo la de las repúblicas urbanas
más poderosas, Florencia y Venecia, tienden a vencer sus dificultades y gestionan la unificación
política del país. Maquiavelo fue quien expresó esas tendencias.

Manifiesta odio a todo lo que pueda debilitar al Estado y destruir su integridad. Por el contrario,
elogia todo lo que pueda contribuir al acrecentamiento de las fuerzas de éste, el
fortalecimiento de su unidad y la extensión de sus fronteras. Con toda la pasión de su
temperamento y la fuerza de su pluma mordaz, se arroja sobre los feudales seculares y
eclesiásticos que dificultan el logro de los objetivos por él planteados, y también sobre la Iglesia
y la nobleza. Esta última -dice- es nociva en cualquier país, especialmente en una república Los
nobles son "enemigos jurados de toda organización civil", "haraganes, ambiciosos" que
entorpecen la grandeza del Estado y la prosperidad del resto de la población.

Por esto, para formar la república en un país de una nobleza numerosa, considera necesario
exterminar a ésta totalmente. Habla con odio del poder papal, que dispone de suficiente fuerza
como para impedir que los soberanos logren la unificación de Italia, pero que no es
suficientemente fuerte como para llevar a efecto él mismo esta unificación.

Traduciendo las reivindicaciones de la burguesía, Maquiavelo se pronuncia en favor de un


Estado nacional netamente mundano, libre de la influencia de la Iglesia católica feudal,
independiente con respecto a la organización religiosa que aspira a una importancia mundial.
Por esto condena también, del modo más severo, la idea teocrática, por cuanto ésta se oponía
al programa político de la burguesía.

La religión, según él, sólo tiene el valor de un instrumento político, de un medio para afirmar el
poder del Estado, para instaurar y afianzar los hábitos convenientes para éste. En este aspecto,
estima que la religión de los romanos antiguos aventaja a la cristiana, por cuanto ésta favorece
el debilitamiento de las virtudes ciudadanas al instar a los hombres a la tolerancia y a la
resignación, y al desviarlos de los asuntos terrenales en beneficio de los celestiales.

En sus Discursos sobre Tito Livio distingue dos formas fundamentales de Estado: la monarquía
(el principado) y la república, y otorga decididamente su preferencia a la segunda. Considera
que la mejor es aquella en la que en el ejercicio del poder participan simultáneamente, según
dice, representantes del pueblo, los de la nobleza y un jefe de Estado elegido. Estima que una
república así combina de la mejor manera los principios democrático, aristocrático y
monárquico.

Maquiavelo expone minuciosamente la supremacía de la república. Esta es la forma más sólida


del régimen estatal, la que, a su juicio, se adapta a las diversas circunstancias y favorece en
mayor grado el crecimiento del bienestar del pueblo.

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Cuando se necesita rapidez y decisión en la república, la inmovilidad del pueblo es
contrarrestada por los actos unipersonales del príncipe electo. Al referirse a la supremacía de la
república, Maquiavelo defiende y ensalza también la libertad política -por la cual entiende
autonomía municipal-, lo que significa la entrega del poder a manos de los patricios de la
ciudad. En las repúblicas, dice, no hay por qué temer los abusos de los gobernantes, por cuanto
éstos son elegibles, ni tampoco son peligrosas las ambiciones de la nobleza, ya que ésta se halla
bajo el poder del pueblo. Maquiavelo, claro está, no se refiere a un poder efectivamente
popular, y en sus razonamientos no parte de los intereses de éste, sino de los del patriciado de
la ciudad.

En la república es más fácil realizar, según dice, no solamente la libertad, sino también la
igualdad, entendiendo por esta última la supresión de todos los privilegios feudales, y también
la atenuación de las graves contradicciones patrimoniales que socavan la solidez del régimen
social y político. Sólo la libertad y la igualdad, declara, pueden desarrollar las facultades del
hombre, infundirle amor al bien común y demás virtudes ciudadanas necesarias. Más de una
vez, en sus Discursos, se alza en defensa del pueblo, que había adquirido peso dentro de la
república, contra los reproches de ingratitud y de inconstancia que se le hacen. Sin embargo, él
mismo teme la actividad de las masas. "No hay cosa más terrible que una masa agitada sin
jefe", escribe.

Pese a que en sus Discursos sobre Tito Livio se manifiesta partidario convencido de la república,
en El príncipe exalta a un príncipe enérgico y audaz que, mediante una política decidida, aun
cuando descarada, logre crear un fuerte y sólido poder y extienda rápidamente las fronteras de
su Estado.

Pese a considerar la república como el ideal de un régimen de Estado, en el que la burguesía


ocupa la posición dominante, Maquiavelo sostiene que, para crear el Estado único centralizado,
tan necesario para la burguesía, lo más conveniente es la monarquía, capaz de superar el
fraccionamiento, defender a la burguesía contra los grandes feudales y, al mismo tiempo, ser
suficientemente fuerte para poder mantener sometidas a las masas populares. Por eso veía el
objetivo más próximo a través de la monarquía, que lleva a la práctica la centralización del
Estado.

Según él, el poder de un fuerte príncipe es el medio más seguro para lograr la unidad política.
No en todas partes, dice, es posible la república, y en algunos casos es preferible la monarquía.
Para los pueblos "corrompidos", la forma de gobierno más conveniente es, a su juicio, la
monarquía.

Tampoco es posible la república allí donde existe una nobleza muy numerosa. Pero lo que es
especialmente importante es que reconoce que la creación de un nuevo Estado es más fácil
para un monarca que para un gobierno republicano. Maquiavelo espera que el príncipe
resuelva las tareas de liberar a Italia de los extranjeros y de unificarla.

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Esto es lo que le obliga a inclinarse hacia la monarquía prefiriendo además a un príncipe elegido
por el pueblo y apoyado en la simpatía de éste, o sea, protegido de la burguesía, como un
Médicis, jefe hereditario como lo fueron los príncipes italianos, de la jerarquía feudal.

Maquiavelo, partidario del Estado poderoso, no se detiene mucho sobre los medios que
pueden servir para crearlo. Para lograr el objetivo histórico concreto, estima posible valerse de
cualquier procedimiento, incluidos también los deshonestos y contrarios a las normas morales.
Recomienda al príncipe ser despiadado y pérfido y no tomar en consideración la inmoralidad de
sus actos. Le insta a ser cruel y a proceder contra los súbditos mediante el miedo.

El príncipe no debe dar mucha importancia a sus promesas. Con astucia debe enredar a los que
confían en su honradez. Debe ser más bravo que el león y más astuto que la zorra, ya que "hay
que ser una zorra para ver los lazos, y un león para ahuyentar a los lobos".

Como ideólogo de la burguesía, recomienda guardar la inviolabilidad de la propiedad privada.


"Más fácilmente olvidan los hombres la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio." A
los hombres -dice- hay que atraérselos o deshacerse de ellos. Pueden vengarse de las ofensas
leves, pero no de las graves; así que la ofensa hecha a un hombre ha de ser tal que el príncipe
no pueda temer de la venganza".

Invoca, aprobándolo, el ejemplo de César Borgía, duque Valentino que, habiendo adquirido un
principado merced a la protección de su padre, el Papa Alejandro VI, comenzó rápidamente a
fortalecer su poderío, sin reparar en medio alguno, valiéndose ampliamente de la perfidia, la
violencia y los asesinatos.

Recomienda al príncipe preocuparse por la fuerza más que de todo, ya que, según su
convencimiento, siempre habrá buenos amigos cuando exista un buen ejército. Concediendo lo
suyo a las leyes, Maquiavelo destaca, al mismo tiempo, que éstas, aun siendo buenas, no
pueden prescindir de un buen ejército. Pero al pronunciarse por uno permanente, condena la
práctica de las tropas mercenarias, a las que se recurría constantemente en esa época.

Indica al príncipe que castigue con rapidez a quienes se opongan a la realización de sus
objetivos, y le exige, ante todo, que lo haga con audacia y decisión. La lentitud y las vacilaciones
pueden llevar a la ruina a cualquier empresa. Aconseja castigar implacablemente a los que son
enemigos del nuevo régimen creado en el Estado.

Los objetivos que se había propuesto Maquiavelo eran progresistas. La formación de un Estado
centralizado estaba históricamente madura. Sin embargo, fue poco escrupuloso en la elección
de los recursos para lograrla.

La exhortación a desconocer las normas morales, y el cinismo, constituyen la base de la política


que se conoce con el nombre de maquiavelismo. Es una política deshonesta, sin principios,
inescrupulosa en sus medios y encaminada al logro de los objetivos a cualquier precio. La
perfidia, la hipocresía, el culto de la violencia, predicados por Maquiavelo, llegaron a ser los
rasgos típicos de la política realizada por la burguesía. En este sentido, el pensador italiano no

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sólo tradujo la práctica existente en su tiempo, sino que también presagió algunas
peculiaridades de la vida política de los tiempos posteriores.

Las ideas políticas de los dirigentes de la Reforma y los de las guerras campesinas en
Alemania.

Con el comienzo de la desintegración feudal, durante el siglo XVI, empieza a hacerse visible un
gran movimiento dirigido contra la Iglesia católica feudal, por la creación de una nueva religión,
que une en su seno a diversos círculos opositores. Se desencadena en una serie de países de
Europa occidental (Alemania, Inglaterra, Holanda y otros); recibe el nombre de Reforma y
expresa la lucha de la burguesía y de otros elementos descontentos de la sociedad contra el
feudalismo. Los ciudadanos, como los campesinos, no pudieron, por mucho tiempo, liberarse
totalmente de la influencia de la concepción teológica del mundo, y trataron, por esto, de
"...adaptar la vieja concepción teológica a las condiciones económicas que iban modificándose y
a la posición de la nueva clase".

En Alemania se formaron dos grandes sectores opositores: el luterano, pequeñoburgués-


reformista, y el revolucionario, campesino-plebeyo. La oposición luterana estaba dirigida,
principalmente, contra la Iglesia feudal.

Esta herejía reivindicaba la restauración del régimen sencillo de la Iglesia cristiana de los
primeros tiempos, la abolición de la curia romana, de la institución monástica y de la casta
especial de sacerdotes. La herejía que expresaba los anhelos de plebeyos y campesinos y que
casi siempre daba origen a alguna sublevación, tenía un carácter muy diferente. Hacía suyas
todas las reivindicaciones de la herejía burguesa que se referían a los curas, al Papado y a la
restauración de la Iglesia primitiva, pero al mismo tiempo iba mucho más allá. Pedía la
instauración de la igualdad cristiana entre los miembros de la comunidad y su reconocimiento
como norma para la sociedad entera. La igualdad de los hijos de dios debía traducirse en la
igualdad de los ciudadanos y hasta en la de sus haciendas; la nobleza debía ponerse al mismo
nivel que los campesinos; los patricios y burgueses privilegiados, al de los plebeyos. La
supresión de los servicios personales, censos, tributos, privilegios; la nivelación de las
diferencias más escandalosas en la propiedad, eran reivindicaciones formuladas con más o
menos energía y consideradas como consecuencia necesaria de la doctrina cristiana, cuando el
feudalismo estaba en su auge.

La Reforma tiende, ante todo, a desbaratar los propósitos de la Iglesia de dominar a los
hombres y, promoviendo la idea de la relación personal entre éstos y dios, objetar las
pretensiones de la Iglesia católica al papel de intermediaria en la "salvación de las almas".

La Iglesia católica feudal enseñaba que el hombre "se salva" mediante las buenas obras, o sea,
por el cumplimiento formal de la ley establecida por ella. Sobre esta base exigía que los bienes
se subordinaran a ella incondicionalmente. El protestantismo proclama, en cambio, que el
creyente está libre de la subordinación a cualquier ley, que el hombre es pecaminoso e
impotente en sus actos y que se salva únicamente por la fe y no por las obras. Por esto, ninguna

22
obra buena, incluida también la compra de las llamadas indulgencias, puede proporcionarle el
perdón de los pecados.

Martín Lutero (1483-1546), uno de los iniciadores del movimiento reformista en Alemania,
declaró que la exigencia de las buenas obras y del cumplimiento de la ley ha sido inventada por
el clero a fin de mantener a la gente en la sumisión.

De aquí que el protestantismo llegue a negar, no solamente la autoridad de la Iglesia, sino


también la necesidad de su jerarquía Lutero desarrolla la teoría relativa al sacerdocio universal.
Postula que cada creyente puede ser sacerdote. Al criticar la doctrina católica, no rompe, él
mismo, con la religión y la teología. Admitiendo la libre interpretación de la Sagrada Escritura, la
Reforma infunde al hombre la fe en su razón y fundamenta la reivindicación de la libertad de
pensamiento.

En su aspiración por socavar la pretensión de la Iglesia católica a la tutela en todos los aspectos,
la Reforma comienza por defender la libertad de pensamiento y de conciencia. El asunto de la
fe es libre, dice Lutero, y en esto nadie puede obligar.

Sin embargo, el protestantismo, apenas llegó a ser la religión dominante, se valió ampliamente
de la colaboración del Estado en la lucha contra sus enemigos. En 1529 fue ahogado, en el lago
de Zurich, Félix Manz, jefe de los anabaptistas de esa ciudad, y más tarde en 1553, Calvino
mandó a la hoguera a Miguel Servet, habiendo dado para ello su completa aprobación
Melanchton, compañero cercano de Lutero. Teodoro Beza, colaborador muy próximo de
Calvino, en su obra relativa al castigo de los herejes por las autoridades civiles (De herecretisis a
civili magistratu puniendis, etc), trata de justificar el severo castigo para todos los que se
desvían de la doctrina religiosa oficial en los Estados en los que esta nueva religión se había
afianzado.

Ni en Alemania, ni en ningún otro país, trajo la Reforma la libertad religiosa. Además, al


resucitar y destacar con toda fuerza la teoría de Agustín referente a la predestinación, el
protestantismo se allana el camino para apartarse de las reivindicaciones de la libertad de
pensamiento y de conciencia.

Refiriéndose a las relaciones mutuas entre la Iglesia y el Estado, Lutero enseña que éste debe
prestar completa colaboración a aquélla, y que los cristianos, a su vez, deben respetar
incondicionalmente el poder existente. Paciencia y sumisión, he aquí lo que le queda al
cristiano en caso de que las autoridades cometan abusos. "Sufrimientos y tormentos,
tormentos y sufrimientos, éste es el único derecho del cristiano", tal es la respuesta que Lutero
da a los insubordinados.

Si bien comenzó con la exhortación abierta a atacar a "estos dañinos maestros de la perdición,
a los cardenales, papas, obispos y a todo el resto de la jauría de la Sodoma romana, atacarlos
con todas las armas posibles" y lavarse las manos en su sangre, Lutero insta más tarde al
arreglo pacífico de los conflictos, para terminar pidiendo abiertamente la represión despiadada
de los campesinos insurrectos, cuando se desencadenó la gran guerra campesina.

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Mantiene una actitud hostil frente al movimiento revolucionario de las masas, y espera de los
príncipes el afianzamiento de la nueva religión, cifrando en ellos todas sus esperanzas. Reniega
del movimiento popular, y se coloca del lado de los burgueses, nobles y príncipes,
convirtiéndose en el portavoz del programa burgués moderado dentro de la Reforma.

Tampoco fue consecuente en el problema de la delimitación de incumbencias entre la Iglesia y


el Estado. Aunque defiende la necesidad de la separación entre ambos, llega, sin embargo, a
conclusiones que, por su esencia, significan la subordinación de la Iglesia al Estado. Como tiene
necesidad del apoyo de los príncipes, no es parco en palabras para ensalzar al Estado. Este,
según Lutero, es una creación de la razón, y la actividad de un Estado cristiano no puede
discrepar de los intereses de una Iglesia cristiana. Dado que la esfera de la religión es la fe,
postula la renuncia de la Iglesia a las pretensiones de obtener el poder secular. Apoyándose en
los príncipes para su actividad de afianzamiento de la nueva religión, comenzó en última
instancia a aprobar todo el régimen feudal y las normas tal y como existían en aquel entonces
en Alemania.

Tomás Münzer (alrededor de 1493-1525) fue el jefe del partido revolucionario en el


movimiento de la Reforma, en Alemania, e ideólogo de la guerra campesina. A la edad de
quince años fundó una sociedad secreta dirigida contra el arzobispo de Magdeburgo y contra la
Iglesia católica. En sus años mozos recibió el título de doctor y el puesto de capellán en un
monasterio de Halle. Ya entonces reveló una actitud escéptica ante los dogmas y la liturgia de la
Iglesia y fue atraído por las doctrinas medievales del futuro advenimiento del "reino milenario"
sobre la Tierra.

En 1520 se traslada a Zwickau como predicador. Allí se había divulgado extensamente la


doctrina de los llamados anabaptistas, o rebaptistas partidarios del retrobautismo, quienes
estimaban que el hombre debe ser bautizado, no de niño, sino de adulto. Los partidarios de
esta doctrina protestaban contra la desigualdad patrimonial, predicaban la idea del comunismo
igualitario primitivo y exhortaban a la creación de comunidades en las que no hubiera ricos y
donde todos fueran igualmente pobres.

Münzer apoyó este movimiento aun cuando jamás compartió plenamente sus ideas. Ya
entonces vinculó la lucha contra la Iglesia con la lucha revolucionaria general contra el poder
existente. Para ponerse a salvo de las persecuciones, tuvo que dejar Zwickau, e instaló el centro
de su actividad primero en Bohemia y luego en Turingia. Allí, anticipándose a Lutero, suprimió
el idioma latino en los oficios del culto y organizó la propaganda en las aldeas, incitando a la
acción armada contra los curas.

Se aparta decididamente del movimiento pequeñoburgués de la Reforma, y de la crítica a la


doctrina eclesiástica pasa audazmente a la agitación política, desarrollando un programa
próximo al comunismo utópico, que traducía las reivindicaciones de las masas plebeyas.

Desarrolló su prédica en Alstädt, donde, invocando los evangelios, instaba a que los
gobernantes ateos y, especialmente los sacerdotes y monjes que denigraban heréticamente el
evangelio, fueran exterminados.
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Se realizó la ruptura abierta, desde hacía ya mucho tiempo madura, entre él y Lutero, quien lo
declaró "instrumento de Satanás" y comenzó a exhortar abiertamente el castigo de los jefes de
la oposición revolucionaria. Münzer llegó a ser jefe de un amplio movimiento popular, y
desarrolló su propaganda y actividad organizadora en diversas partes de Alemania. A fines de
febrero o principios de marzo de 1525 se trasladó a Turingia, en la libre ciudad imperial de
MüIhausen, donde se había desencadenado el episodio que constituye el punto culminante de
la guerra campesina. Fue destituido allí el viejo consejo de patricios y el poder pasó a manos de
uno nuevo, "eterno", encabezado por Münzer.

Los feudales, con el landgrave de Hessen al frente, lograron unir sus fuerzas y hacerlas marchar
contra esa ciudad. Cerca de Frankenhausen, donde Münzer fue herido y tomado prisionero,
quedó rota la resistencia de los insurrectos. Un poco más tarde se rindió también Müihausen, y
Münzer fue sometido a torturas y decapitado.

Formuló un audaz programa radical. No obstante dar a su teoría una forma religiosa -en el
fondo teológica-, hizo una aguda crítica, no sólo de la Iglesia romana, sino también de los
dogmas de la religión cristiana. Consideraba que no era correcto contraponer la fe a la razón;
suponía que la fe no era otra cosa que el despertar de la razón en el hombre. Renunció a
reconocer la creencia en el mundo del más allá, en el infierno, en el diablo, en el valor mágico
de la comunión y en la condenación de los pecadores. Cristo, a su juicio, fue un hombre, no un
dios; fue simplemente un profeta y un maestro.

Consideraba al hombre como parte de la creación mundial divina, y predicaba la unión más
completa posible del hombre con el todo divino. Para eso exigía refrenar todas las inclinaciones
personales del hombre y la subordinación de éste a los intereses de la sociedad. También su
programa político fue audaz. Este programa exigía el establecimiento inmediato del reino de
dios, de la era milenaria de felicidad tantas veces anunciada, por medio de la reducción de la
Iglesia a su origen y la supresión de todas las instituciones que se hallasen en contradicción con
ese cristianismo que se decía primitivo y que en realidad era sumamente moderno. Pero, según
Münzer, este reino de dios no significaba otra cosa que una sociedad sin diferencias de clase,
sin propiedad privada y sin poder estatal independiente y ajeno frente a los miembros de la
sociedad. Todos los poderes existentes que no se conformen, sumándose a la revolución, serán
destruidos; los trabajos y los bienes serán comunes y se establecerá la igualdad completa.

Para llevar a la práctica este programa estimaba necesario fundar una alianza y suponía que a
los príncipes y a los señores había que solicitarles su adhesión a la misma; en caso de negarse,
instaba a atacarlos con las armas en la mano y a abatirlos a todos. De esta manera, Münzer
exhortaba abiertamente al asalto revolucionario de las posiciones de la clase dominante.

La Reforma en Inglaterra, Alemania y en otros países fue acompañada de la confiscación de las


tierras de la Iglesia. Trajo consigo el acrecentamiento del poder de los reyes y príncipes -en
cuyas manos cayeron inmensas riquezas-, los cuales convirtieron la nueva Iglesia protestante en
instrumento para afianzar su ilimitado poder.

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La Reforma contribuyó a la consolidación de la teoría burguesa relativa al Estado y el derecho.
Promovió y comenzó a defender el principio del Estado secular, independiente con respecto de
la Iglesia feudal, facilitando el fortalecimiento de los órganos del Estado, a cuyo poder habían
pasado las riquezas confiscadas a la Iglesia. La Reforma favoreció la consolidación de un firme
poder estatal centralizado, necesario para el desarrollo económico. Preparó también las
premisas ideológicas para el desenvolvimiento de las teorías burguesas referentes a los
derechos inalienables del individuo y la soberanía del pueblo.

Los anti-tiranos

En el siglo XVI se desarrolla en Francia la producción de tejidos de lienzo y de seda, artículos de


vidrio, encajes y tapices. Aparecen los empresarios acaparadores que explotan el trabajo de
artesanos aldeanos.

Surgen las diferentes manufacturas; los maestros gremiales se convierten en dirigentes de la


producción, y se apropian de la parte del león en los ingresos logrados por el trabajo de los
oficiales. Con esto estaba también vinculado el crecimiento del comercio, tanto interior como
exterior, el transoceánico. En estas condiciones comenzó a divulgarse en Francia una nueva
religión burguesa -el calvinismo-, contraria a la Iglesia católica feudal, siendo objeto de
persecución por parte del gobierno. A fines del siglo XV, los reyes habían unido bajo su férula
todo el territorio de Francia.

A principios del XVI se establece allí el absolutismo. La nobleza, en su masa fundamental,


apoyaba esta nueva forma de Estado feudal, por cuanto estaba interesada en un fuerte poder
centralizado para reprimir a los campesinos. La burguesía, con excepción de los ciudadanos del
Sur, aprobaba también la instauración de una fuerte monarquía que asegurase la unidad
política del país y protegiera sus intereses comerciales en el extranjero.

Sin embargo, el absolutismo tropezó con la resistencia de una parte de la nobleza que, por este
y no por otro motivo, se adhirió a la organización opositora de los calvinistas. Eran los grandes
terratenientes, descontentos por la pérdida de independencia de sus posesiones con respecto
al poder real; también una parte de pequeños terratenientes se adhirieron al protestantismo
ante la perspectiva de confiscación y distribución de las tierras de la Iglesia, de las que
esperaban beneficiarse. A partir de Enrique II, o sea, desde la cuarta década del siglo XVI, una
parte de la nobleza -especialmente en el sur de Francia-, que se había pasado al calvinismo,
comienza la lucha contra el rey y contra la Iglesia feudal colocada al servicio del absolutismo
realista. Se desencadenan las guerras "religiosas" (de los hugonotes), entre católicos y
hugonotes, o sea, entre católicos y calvinistas apoyados por la nobleza opuesta al rey.

La ideología política de los calvinistas (hugonotes), que justificaba la acción abierta contra la
corona, desarrolla la teoría del derecho de resistencia a los "tiranos". Aparece la literatura de
los llamados "monarcómacos" o "combatientes contra el tirano”.

Calvino había admitido ya la posibilidad de oponerse al rey a través de magistrados puestos


expresamente para la defensa del pueblo y de su libertad. Pero, en su teoría, este postulado

26
quedó ahogado como algo casual en medio de las exhortaciones a la sumisión a las autoridades
existentes.

Entre sus continuadores, el pensamiento de la resistencia al rey se convierte en una teoría


íntegra, ardiente y firmemente desarrollada en toda una serie de panfletos y tratados, de los
cuales la mayor parte fue escrita en Francia durante los años de las guerras "religiosas" del siglo
XVI. En dichas obras, sus autores, con la intención de fundamentar el derecho de resistencia a
los "tiranos", promueven, por encima de todo, las ideas de la soberanía popular y del origen
contractual del poder.

De estas ideas, los "anti-tiranos" sacan la conclusión de que existe el derecho de resistencia al
rey; derecho, sin embargo, no otorgado a las masas populares, sino a los funcionarios, a los
representantes de las castas. Su teoría representa la ideología del "estado llano" y, en cierta
medida, es el preanuncio de la posterior ideología jurídico-natural burguesa, aun cuando, en lo
fundamental, sigue reflejando todavía la teoría y la práctica de la monarquía feudal.

La propia teoría del origen contractual del poder del Estado traduce las ideas medievales sobre
el convenio entre los señores y sus vasallos. En las teorías de los "monarcómacos" se resucita la
diferencia, ya planteada por Aristóteles, entre un monarca y un tirano.

Entre los escritores de esta corriente se cuenta Francisco Hotman, uno de los jurisconsultos
franceses del siglo XVI. En su obra Franco-Gallia, escrita poco después de la noche de San
Bartolomé, Hotman, apoyándose en datos históricos, trata de demostrar que el poder real
estuvo limitado en Francia desde tiempos inmemoriales, y que el pueblo siempre elegía y
destituía a sus reyes. De aquí deduce que en ese país la superioridad pertenece al pueblo y que
no existen motivos históricos para no limitar el poder real, razón por la cual se pronuncia en
favor de la conservación de los estados generales que, desde fines del siglo XV, durante la
instauración del absolutismo, se convocaban raramente.

De manera que Hotman, al hablar del pueblo, no se refiere realmente a éste, sino solamente a
círculos relativamente restringidos de la sociedad, representados en los estados generales. No
satisfecho con los argumentos históricos, defiende la monarquía de castas como encarnación
de la forma "mixta" de gobierno en la que se asocian, según él, tres principios: el monárquico,
el aristocrático y el democrático, y trata de fundamentar la supremacía de dicha forma,
siguiendo en este aspecto a Aristóteles, Polibio y Tomás de Aquino. Mantiene una actitud hostil
ante el absolutismo real, y se manifiesta como adversario decidido de la forma estatal en la que
todo depende de la arbitrariedad de una sola persona y donde, según su expresión, el pueblo
carece del derecho a constituirse en asambleas y de participar, a través de éstas, en la
dirección.

Su libro alcanzó gran éxito entre sus coetáneos y conservó su influencia sobre los intelectos
hasta los comienzos mismos del siglo XVIII. No es difícil explicar el motivo de este éxito: la obra
apareció en el apogeo de la lucha del rey contra las oposiciones feudales y burguesa
(hugonotes), en un momento en que el gobierno había entrado en la alianza más íntima con la
Iglesia católica para perseguir, conjuntamente, a los enemigos comunes.
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Objetivamente, esta obra sirvió a los intereses de la nobleza feudal, que se manifestó contraria
a la centralización del país y al acrecentamiento del poder real, pero, al mismo tiempo, traducía
también la posición del sector de la burguesía que se oponía al absolutismo real

Después del libro de Hotman apareció anónimamente un tratado de Teodoro Bess, fiel
discípulo de Calvino, con el título de Acerca del derecho de los magistrados en relación con los
súbditos. Su autor apoya el postulado de Hotman en cuanto a que todas las autoridades son
elegidas por los estados generales y depuestas por ellos e, identificando los círculos restringidos
de la sociedad, representados en dichos estados generales, con el pueblo, llega a la conclusión
de la supremacía de éste y de su derecho a la resistencia armada. Los estados generales, o
cualquier otro órgano llamado a refrenar a los soberanos, pueden y deben ofrecer resistencia,
con todos los medios a su alcance, a los gobernantes cuando se convierten en tiranos, o sea,
cuando infringen el derecho divino y natural.

Entre esta clase de obras figura también la de Junio Bruto, titulada Defensa contra los tiranos,
aparecida en 1573. Su autor, manteniendo una actitud contraria al absolutismo real, toma
como punto de partida la contraposición del monarca y el tirano, y analiza la actitud que este
último merece se tenga con él.

El autor declara que el pueblo no sólo está obligado a desobedecer a un príncipe que
transgrede la ley divina, que oprime o que daña al Estado, sino que también tiene derecho a
ofrecerle resistencia. En defensa de esta afirmación promueve la idea de la soberanía popular y
la teoría del origen contractual del poder real. Pero, en esta cuestión, no tiene presentes los
intereses de la masa popular, sino simplemente la fundamentación de los derechos de
representación de las castas.

Junio Bruto alimenta desconfianza, e incluso odio, hacia las masas populares. Estima que del
derecho de insurrección no debe gozar el mismo pueblo, sino la representación organizada de
éste, llamada, además, según él, a supervisar al rey. Por otro lado, no es la asamblea en su
conjunto, sino una minoría e incluso algunos de sus miembros aislados quienes pueden lanzar
la consigna de insurrección. Carecen de este derecho las personas particulares, a las que el
autor sólo reconoce, como excepción, el de la sublevación contra los usurpadores.

Impugnando la legitimidad del ilimitado poder real, promueve la tesis de la electividad y


amovilidad de los órganos del Estado. Al mismo tiempo, del principio de la soberanía popular
extrae conclusiones sobre los límites del poder real, y proclama que éste está establecido en
interés del propio pueblo; que el poder en los reyes es un deber y una misión, y que son ellos
también los que deben salvaguardar y defender la vida, la libertad y los bienes de los
ciudadanos.

Entre la literatura de los "anti-tiranos" se cuenta también el expresivo panfleto de Etienne de la


Boetie (1530-1563), Discurso sobre La esclavitud voluntaria, ferviente protesta contra el
despotismo del poder real. En esta obra, su autor marca a fuego a la monarquía como una
tiranía incompatible con la libertad y la igualdad naturales de los hombres. Se lamenta de que
el pueblo haya echado al olvido su libertad y habla con indignación de la sumisión voluntaria a
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la tiranía; si los hombres hubiesen deseado efectivamente la libertad, la habrían alcanzado. Esta
fue una protesta audaz y ardiente de un ideólogo de la burguesía contra la monarquía feudal
absoluta.

Es significativo que las ideas sobre el origen contractual del Estado y de la supremacía popular
puedan hallarse también en algunas teorías de los jesuitas, adversarios, cronológicamente
próximos, de la Reforma (Suárez, Belarmino, Molina y otros). Estos ideólogos reaccionarios
utilizaron dichas ideas, contra los monarcas que se les oponían.

La teoría política de Bodin

Juan Bodin (1530-1596) fue ideólogo de la burguesía en formación, y se manifestó en defensa


del absolutismo, en Francia, en el siglo XVI. Nació en Angers, de una familia acomodada
(probablemente de la nobleza). Habiendo recibido instrucción jurídica, abrazó la carrera de
abogado en París. Más tarde ocupó el cargo de fiscal. Fue diputado de los estados provinciales,
y después, de los generales, en los que representó al "estado llano". En medio de la lucha
implacable entre católicos y hugonotes, que más de una vez adquirió carácter de choques
armados (las "guerras religiosas"), cambió de posición y maniobró entre las partes beligerantes.
Su proximidad al duque de Alencon, quien había ocupado una posición conciliadora en la lucha
entre ambos bandos, le permitió salvar su vida en la noche de San Bartolomé. En 1576 publicó
una extensa obra sobre el Estado (Six Livres de la République, que más tarde tradujo él mismo
al latín).

Es uno de los primeros escritores de la nueva corriente laica, y se propone como objetivo
descubrir algunas leyes que presiden los fenómenos sociales. Desarrolla la teoría de la
influencia que el clima ejerce sobre el carácter de los pueblos y sobre las ocupaciones de éstos,
con lo que en este aspecto sigue a Aristóteles. El clima del Norte, enseña, contribuye al
aumento de la valentía y favorece la formación de destacamentos militares; el del sur
desarrolla la sutileza intelectual y contribuye al florecimiento de las ciencias; un clima templado
condiciona la asociación de los extremos: allí surgen los políticos y los oradores. Investiga
también el problema de la influencia que sobre el carácter de los pueblos ejercen las montañas
y los valles, el suelo fértil.

Todos estos razonamientos parten de las ideas, de la influencia decisiva de las condiciones
geográficas. A su juicio, las leyes, los hábitos e incluso la alimentación pueden introducir
cambios esenciales en el estado de las cosas y atenuar la influencia del clima.

Desarrolla la teoría relativa al progreso de la sociedad humana. Compara la humanidad de su


tiempo con los pueblos antiguos y destaca el inmenso progreso técnico, para llegar a la
conclusión de la superioridad indudable de los pueblos modernos sobre los de la Antigüedad.

Con especial fuerza subraya la importancia del poder dentro de la sociedad. Como considera
que la familia es la base del Estado, y como afirma que de la solidez de la vida familiar depende
el bienestar de la organización política, Bodin aparece como partidario decidido de la familia

29
burguesa, con la fuerte autoridad del padre y del marido. La autoridad dentro de la familia debe
ser una sola, y por eso la mujer debe subordinarse al marido, y los hijos, al padre.

Siguiendo a Aristóteles define el Estado como un conjunto de familias. Sin embargo, subraya la
diferencia sustancial que lo separa de aquél con respecto a la familia. Ve la peculiaridad del
Estado en el carácter supremo y soberano del poder, en que tiene inherente el supremo poder
soberano (summa potestas, summun imperium). Por este signo, el Estado se distingue, por una
parte, de la familia, y por otra, de cualquier otro conglomerado humano (cangregata
multitude), que sin formar un Estado tampoco vive en forma anárquica.

Bodin esclarece las peculiaridades del poder soberano. La soberanía es una e indivisible: no
puede ser compartida por el rey y el pueblo. Ella significa también el carácter permanente del
poder, que no puede ser trasmitido por un tiempo, ni traspasado en ciertas condiciones. Al
hacer la defensa del absolutismo real señala que la soberanía significa, al mismo tiempo, el
carácter ilimitado y superior a las leyes, del poder.

"La soberanía -según su definición- es un poder, libre de subordinación a las leyes, ejercido
sobre los ciudadanos y los súbditos". El que la ejerce, no está obligado por las leyes que él
mismo promulga. Esto, sin embargo, no quiere decir, según Bodin, que su poder no esté
limitado por nada. Se niega a reconocer que el poder estatal sea libre de la subordinación a la
ley divina (leges divinae) y a la natural (leges naturae), esto es, reconoce una limitación
religioso-moral para los depositarios del poder del Estado. También la propiedad privada de los
ciudadanos, a la que el soberano está obligado a respetar y contra la cual no tiene derecho a
atentar, constituye, a juicio de Bodin, una limitación del poder supremo.

Como portavoz de la ideología burguesa, postula que la propiedad privada es inviolable y que
ningún monarca puede atentar contra los bienes de los ciudadanos. Por eso, sin el
consentimiento de éstos no puede establecerse ningún impuesto. Estima que ningún monarca
tiene derecho a cobrar impuestos y a hacer uso de los bienes de los ciudadanos a su propio
antojo.

Como partidario del Estado centralizado y del poder ilimitado del rey, afirma que, dado que la
soberanía es una e indivisible, ésta debe estar siempre en manos de una sola persona o de una
asamblea. Niega la posibilidad de alguna forma "mixta" de Estado. La soberanía puede
pertenecer al rey, a la aristocracia o al pueblo. No puede ser compartida por varios órganos
diferentes, ni ejercida por ellos alternativamente.

Otra cosa es el poder de gobierno. Este puede ser "mixto", puede ser encomendado
simultáneamente a la asamblea popular y al monarca. El gobierno puede ser monárquico,
permaneciendo al mismo tiempo la soberanía en manos del pueblo y, viceversa, con la
soberanía del monarca, la asamblea popular puede participar en el ejercicio del gobierno.
Estima que al dar participación a otros "elementos" del Estado en el ejercicio del gobierno, el
poder supremo no cede ninguno de sus derechos soberanos, ni se ve limitado por esta causa.

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En la teoría referente al gobierno "mixto" se refleja la idea de la compatibilidad del absolutismo
real con la existencia de órganos de representación de casta. Los estados generales en Francia,
en el siglo XVI, se convocaban raramente y ya habían perdido su anterior importancia. Su
existencia no impedía en absoluto que los reyes, apoyados en el ejército permanente y en los
impuestos permanentes, ejercieran plena e independientemente el poder del Estado. Al
proclamar que la soberanía del poder real no se ve transgredida por la convocatoria de los
estados generales, Bodin sólo transmite, en su teoría, la práctica que se había establecido en
Francia en el siglo XVI.

Bodin no está libre de algunas ideas que se habían formulado antes, basadas en el Estado
feudal de castas. Se pronuncia en favor de la conservación de diferentes organizaciones
medievales, corporaciones, etc., aun cuando hace la reserva de que todas ellas pueden surgir y
existir solamente con la autorización del Estado.

Su teoría relativa a la soberanía está dirigida contra el fraccionamiento feudal. Apareció en el


momento en que se formó en Francia el Estado centralizado, consecuencia del comienzo del
desarrollo de las relaciones capitalistas. Esta teoría iba dirigida al mismo tiempo contra las
pretensiones papales al poder secular; tenía la misión de fundamentar la independencia del
Estado con respecto a la Iglesia y del poder real con respecto al trono del papa.

Sin embargo, entiende la soberanía del Estado solamente como la soberanía de uno solo de sus
órganos; identifica la supremacía y la independencia del poder del Estado, como tal, con la de
cualquier órgano de éste, en primer lugar del rey.

Comparando entre sí las diversas formas del Estado, Bodin revela preferencia decidida por la
monarquía. De la democracia habla con hostilidad no oculta. Declara que el pueblo es incapaz
de arribar a decisiones correctas y de tener juicios sanos. Al poner de relieve su odio a la
democracia, trata de presentar a ésta como la peor forma del Estado, como un gobierno que se
asemeja más que ningún otro a la anarquía.

Tampoco la aristocracia -merece su aprobación. Considera que ella no constituye defensa


segura frente a la revolución, a la cual tiene miedo. La aristocracia no puede hacer frente a las
rebeliones de un pueblo -apartado de la dirección de los asuntos del Estado-, por ser su sistema
motivo de constantes discordias entre los partidos y de lucha de ambiciones.

Bodin está bajo la impresión de las guerras religiosas y de las insurrecciones campesinas. Sueña
con el término más rápido de la guerra civil y con el establecimiento de un poder firme, único,
capaz de asegurar el desarrollo de la industria y del comercio en el país. Por eso, la monarquía
cuenta íntegramente con su simpatía. La considera la mejor forma de régimen estatal. La
monarquía lo atrae porque, a su juicio, es la única forma del Estado en la que existe
verdaderamente un poder único e indivisible.

Idealizando esta forma del Estado, hace creer que el monarca, al elevarse por encima de todos
los demás elementos del mismo, reconcilia las tendencias y pretensiones opuestas creando una
unidad armónica de elementos opuestos.

31
Hace una diferencia entre la monarquía "legal" (real), la señorial (basada en el derecho de
conquista) y la tiranía. Pero define el carácter tiránico del poder, no por los métodos de
gobierno, sino por la usurpación del poder. Tirano es aquel que llega él ser jefe soberano por
vías violentas, careciendo para ello de derecho alguno, así sea en virtud de una elección, por
herencia o como resultado de una guerra justa. Al postular la obediencia incondicional al
monarca legal, reconoce admisible la resistencia a un tirano, su derrocamiento e incluso su
asesinato.

Siguiendo a Aristóteles, analiza el problema relativo a las causas de los cambios estatales. Entre
ellas menciona en primer lugar la pronunciada desigualdad de bienes, la pobreza de la mayoría
y la riqueza extraordinaria de unos cuantos, y la distribución injusta de honores y títulos. Señala
también otras circunstancias que, a su juicio, pueden ser motivo de cambios en el régimen
estatal: la crueldad y la opresión de un tirano, el cambio de las leyes sobre la religión, los
fracasos militares, etc.

El peligro de revolución, a su juicio, es una amenaza menor para la monarquía hereditaria, por
ser la forma más sólida de monarquía. Por el contrario, la democracia es la que más expuesta
está a este peligro. Estima que el político debe prever y conjurar las revoluciones. Ante el temor
al movimiento popular, recomienda recurrir a las concesiones y tratar de frenar las
revoluciones mediante la realización de reformas desde arriba.

Bodin expuso en forma sistemática y libre de teología, la teoría laica del Estado y del derecho.
Rompió con las ideas feudales que se referían el Estado como un conjunto de señoríos, y
fundamentó la reivindicación de la centralización política del país. Defendiendo la unidad y la
indivisibilidad de la soberanía, se manifiesta partidario de la monarquía absoluta, con lo que
traduce las necesidades y los intereses de la nobleza y de la burguesía incipiente. Defiende el
absolutismo real en un período histórico en que éste aún desempeñaba un papel avanzado en
el desarrollo de la sociedad europeo-occidental.

Las concepciones sociales y políticas de Tomás Moro.

El nacimiento y desarrollo de las relaciones capitalistas en los países avanzados de Europa


occidental trajeron el aumento de la presión de los terratenientes sobre los campesinos siervos.
En Inglaterra; en relación con el desarrollo de la industria textil, se operó la expropiación
violenta de los campesinos, quienes, se empobrecieron y fueron objeto de horribles
calamidades. No fue menos penosa la situación de los trabajadores en la industria. El Estado
absolutista, obligaba a trabajar por un salario misérrimo, y la completa falta de organización de
los obreros abría un ancho campo para la explotación más rapaz.

Los tristes cuadros de las penurias de los trabajadores en los siglos XVI y XVII despertaron, entre
los mejores hombres de esa época, el pensamiento del valor nocivo de la propiedad privada, de
la posibilidad de transformar radicalmente el régimen social, así como planes utópicos de
construcción de una sociedad socialista. Con estos planes se presentan Tomás Moro en
Inglaterra, y Tomás Campanella en Italia.

32
Tomás Moro (1478-1535) fue lord canciller de Enrique VIII. Durante todo el tiempo siguió
siendo católico convencido y reprobó la Reforma. Por eso, cuando el rey se decidió a romper
con el trono papal, Moro abandonó el cargo. En 1516 vio la luz pública su libro ampliamente
conocido: Utopía o Libro áureo, no menos saludable que festivo, de la mejor de las repúblicas
de la nueva isla de Utopía. La obra reviste la forma exterior de un diálogo en el que, además del
autor, participa un amigo de éste, Pedro Egílio, quien dirigió la edición de sus obras, y un tal
Rafael Hytlodeo, portugués de origen, el cual, siendo supuestamente un acompañante del
famoso navegante Américo Vespucio, lo abandonó y se internó en países completamente
desconocidos, entre ellos la isla de Utopía, donde vivió durante cinco años.

En esta formidable obra de Moro se refleja nítidamente el estado económico de la Inglaterra de


principios del siglo XVI. Es un valioso documento histórico que sirve de testimonio de la
implacable explotación de las masas durante el período de la acumulación primitiva del capital
y, al mismo tiempo, ofrece una de las primeras exposiciones de las ideas del socialismo utópico
en la historia del pensamiento social.

En las observaciones críticas referentes al estado económico y régimen político de Inglaterra,


Moro se refiere al sistema riguroso de la legislación británica, que castiga el hurto con la pena
de muerte. Señala la inutilidad y la injusticia de las penas rigurosas y emite el pensamiento de
que es la propia sociedad quien tiene la culpa por crear condiciones que empujan a los hombres
a cometer delitos. Destaca la existencia de una inmensa masa de gente, carente de
posibilidades de llevar una vida de trabajo. Menciona a los mutilados de guerra que han
perdido su capacidad de trabajo y el numeroso séquito de aquellos nobles que inevitablemente
se quedan sin un pedazo de pan desde el día que muere su amo. Pero, por encima de todo,
habla de la causa principal que dio lugar a la calamitosa situación de los trabajadores de
Inglaterra: la despiadada expropiación de las masas campesinas.

En relación con el desarrollo de la industria textil, allí, como se sabe, tuvo lugar el tempestuoso
paso de la agricultura a la cría de ovejas. Los terratenientes "cercaron" los campos,
convirtiéndolos en pastizales para las ovejas, Los campesinos fueron arrojados violentamente
de los lugares en los que estaban asentados viéndose obligados a malvender sus bienes y a
convertirse en "vagos" en busca de sustento. En el campo no había dónde emplear su trabajo.
"Porque un solo zagal, un pastor únicamente, basta para apacentar los rebaños de una tierra
que exigía muchos brazos cuando se encontraba sembrada y cultivada".

La legislación de fines del siglo XV y principios del XVI obligaba a buscar trabajo por un salario
totalmente insignificante. Moro denuncia la "codicia inhumana" de unos cuantos, la "rapaz e
insaciable avaricia", que convierte todo en desiertos. "Las ovejas que tan dulces suelen ser, que
exigen tan poca cosa para su alimentación, se muestran ahora tan feroces y tragonas que hasta
engullen hombres, y despueblan, destruyen, y asolan campos, casas y ciudades".

Después de haber trazado este triste cuadro, y movido por profunda simpatía hacía las masas
oprimidas, Moro, por boca de Hytlodeo, emite el pensamiento, audaz para su época, de que la
causa de todas estas penurias del pueblo es la propiedad privada, y que la destrucción de ésta

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es el único medio para asegurar la felicidad general. El autor pasa luego a pintar el Estado ideal,
existente, supuestamente, en el país fantástico de Utopía.

Con todos los pormenores pinta el régimen social y político de ese país. Sus habitantes no se
dedican solamente a los oficios, sino también al cultivo de la tierra. Anualmente varios
miembros de cada familia se trasladan por dos años, de la ciudad al campo. Allí aprenden
agricultura y participan en las faenas agrícolas. Para la cosecha se envía desde la ciudad,
complementariamente, el número necesario de trabajadores. El cultivo de la tierra es, así, la
ocupación común de todos los habitantes de Utopía. Además, cada ciudadano aprende algún
oficio, al que se dedica durante su permanencia en la ciudad.

Los oficios son los mismos para todos los miembros de una familia y pasan por herencia de los
ancianos a los jóvenes. El que desea cambiar de oficio tiene que pasar a otra familia. Los
traslados independientes por el país para evitar el trabajo están prohibidos. La familia es, así,
una unidad de producción: la de la ciudad se compone, además, de diez a dieciséis miembros
adultos, y la del campo de cuarenta. Moro se pronuncia, pues, en favor de la conservación de la
producción artesana con sus instrumentos imperfectos de trabajo (no pudo tener claridad
acerca de la importancia de las grandes empresas industriales). El papel que atribuye a la
técnica dentro de la producción es insignificante.

El trabajo es obligatorio para todos. Las mujeres trabajan igual que los hombres. Del trabajo
físico se liberan solamente las personas que cumplen deberes sociales, durante el tiempo que
ocupan su cargo, así como también los científicos.

Moro está convencido de que el principio de la obligación general del trabajo y la ausencia de
un gran número de personas ociosas permiten, con una corta jornada de trabajo, dar
satisfacción a todas las necesidades de los ciudadanos.

Al no prever el valor de los perfeccionamientos técnicos, estima inevitables los trabajos


pesados en la sociedad ideal. En Utopía ejecutan estos trabajos, en primer lugar, las personas
que se encargan de ellos por motivos religiosos y, en segundo lugar, los esclavos. Estos son
delincuentes condenados, personas sentenciadas a muerte en los países vecinos y rescatadas
por los utopianos, y también prisioneros de guerra tomados en combate. La esclavitud es
vitalicia, pero no hereditaria.

Todos los artículos elaborados se trasladan a depósitos especiales, guardándose, por su clase,
en almacenes. De allí se surte gratuitamente de todos los artículos -incluidos también
productos alimenticios- cada padre de familia, para sí y para los suyos. Para los que lo desean,
existen comedores colectivos.

Las casas, con sus respectivos jardines, son propiedad del Estado. Se vuelven a distribuir entre
los ciudadanos cada diez años, por sorteo. Además de las viviendas, existen en las ciudades
grandes palacios, en los que se organizan diversiones generales y donde los utopianos pasan su
tiempo de descanso.

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Su modo de vida se distingue por la sencillez. Pero esto no excluye el amor a una vida alegre y
agradable, y la aspiración a la utilización de todos los bienes vitales. Fiel a los principios del
humanismo, el autor rechaza el ideal ascético de la Iglesia. Para él, la virtud radica en vivir de
conformidad con las leyes naturales y, por consiguiente, "hacer que la vida sea agradable y
llena de deleites".

Los utopianos exportan el excedente de productos a otros países, donde una séptima parte de
lo exportado se distribuye gratuitamente entre los indigentes del país, y el resto se vende a
precio módico. El oro y la plata que se recibe a cambio, se guardan para caso de guerra. Estos
metales no gozan de veneración entre ellos. En tiempos de paz se elaboran con dichos metales,
anillos, cadenas y aros, con destino a los ciudadanos que se hayan manchado por algún delito.
Las piedras preciosas sirven de juguetes para los niños.

En Utopía, la familia es grande, patriarcal. Su jefe es el miembro más anciano de la misma.


Dentro de ella, las mujeres atienden a los hombres, los hijos a los padres y, en general, los
jóvenes a los mayores. Adversario convencido del divorcio -más tarde condenó las segundas
nupcias de Enrique VIII-, Moro relata que el matrimonio entre los utopistas es, en principio,
indisoluble. Puede disolverse solamente en casos muy excepcionales y el cónyuge por cuya
culpa se efectúa el divorcio carece de derecho de contraer segundo enlace.

Moro descubre la esencia del Estado de su época como organización de los pudientes, creado
para sus conveniencias personales. Lo presenta como resultado de la trama de los acaudalados,
quienes inventan toda clase de procedimientos y artimañas para conservar lo adquirido por vía
deshonesta, y para explotar a los desposeídos como bestias de carga.

En el país de Utopía, el poder del Estado está organizado de manera democrática: todas las
autoridades son elegidas, designándose los funcionarios por un año con excepción del príncipe,
que lo es para toda la vida. Los funcionarios se dedican principalmente a la organización de la
producción y del consumo colectivos, vigilan que nadie esté ocioso y que todos se dediquen
celosamente a sus oficios. También el carácter del poder cambia. Los funcionarios en Utopía no
se muestran altivos, ni infunden temor. Se les llama padres y se les conceden honores
voluntariamente.

Moro condena la guerra. Los utopistas la conjuran: la consideran como reminiscencia horrible
de brutalidad salvaje. Sin embargo, cuando hay necesidad, entran en combate. Tienen pocas
leyes, no poseen numerosos tomos de éstas y de sus interpretaciones. Rechazan
terminantemente la ayuda de abogados, y allí cualquiera puede ser jurisperito. En este relato
de Moro no puede dejar de verse una insinuación evidente al sistema de justicia inglés y una
acerba crítica de su jurisprudencia.

La ley no prevé el carácter de los actos. El problema de los delitos y sentencias es resuelto por
el senado. Moro se manifiesta en favor de la pena de muerte para los reincidentes. Propone
encerrar como a fieras indomables a los incorregibles, aquellos a quienes ni las cárceles ni los
grillos logran cambiar. Se pronuncia por la completa tolerancia religiosa. En Utopía existen,
simultáneamente, varios cultos, entre ellos el del Sol, el de la Luna y el de diferentes planetas.
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Pero la mayor parte de sus habitantes creen en una divinidad única, desconocida, principio de
todas las cosas. Moro fue uno de los primeros defensores del principio de la libertad de
conciencia. Todos los ciudadanos de Utopía están obligados a creer en dios, en la inmortalidad
del alma y en los castigos por los vicios, así como en las compensaciones por las virtudes, en el
otro mundo. Y aun cuando los ateos no son objeto de ninguna sentencia, no están autorizados,
sin embargo, a ocupar cargos oficiales, viéndose privados de todo respeto dentro de la
sociedad.

Por lo de "Utopía", la palabra "utópico" se ha convertido en un nombre genérico para señalar


las tentativas de pintar un cuadro de un régimen futuro sin indicar las rutas efectivas para su
realización.

Moro no pudo señalar las vías de creación de la sociedad ideal. En la construcción de su ideal,
no se elevó por encima del nivel de la artesanía medieval, con su técnica inferior y la
producción en pequeña escala, y repudió el progreso industrial que, en esa época, fue motivo
de las grandes penurias del pueblo. Sin embargo, la sola exposición de la idea del socialismo
utópico tuvo un inmenso valor progresista para el ulterior desarrollo del pensamiento político.

Las concepciones sociales y políticas de Tomás Campanella

Las ideas del socialismo utópico son desarrolladas en Italia, un siglo más tarde, por Tomás
Campanella (1568-1639). Inició su actividad literaria a la edad de doce años cuando apareció su
primer trabajo de filosofía. Además participó activamente de la vida política. En 1599 organizo
una conspiración contra el dominio español en Calabria, con el fin de tomar el poder y llevar a
efecto un vasto plan de transformaciones del régimen social y político de su patria. La
conjuración fue descubierta por una traición, y su organizador, condenado a reclusión
perpetua, pasó en la cárcel veintisiete años. Recuperó la libertad en 1626.

La más notable de sus obras, La ciudad del sol (Civitas solis), fue escrita bajo la impresión de la
penosa situación de las masas trabajadoras de Italia, Su autor, siguiendo a Moro, y traduciendo
las esperanzas de las masas populares que aspiraban a liberarse de la opresión y de la
explotación, ofrece un esbozo de un Estado utópico.

Hace este relato un navegante que narra lo que ha visto en países desconocidos durante un
viaje alrededor del mundo. El relator describe el régimen social y la organización política de La
ciudad del sol, ubicada en algún lugar cerca del Ecuador, en la isla de Taprobana.

La ciudad se encuentra sobre una colina, y está dividida en siete recintos perfectamente
fortificados y casi inaccesibles para el enemigo. El régimen social se caracteriza en que el
trabajo es obligatorio para todos los ciudadanos y por la inexistencia de la propiedad privada.
Los cargos y labores sociales están repartidos entre todos los ciudadanos. Se concede a cada
uno una ocupación según las inclinaciones que manifiesta desde la infancia. Y dado que la
profesión de cada uno responde a su vocación natural, todos ejecutan muy gustosamente el
trabajo que se les encomienda. Sin embargo, el cultivo de la tierra, la crianza del ganado, así
como las labores más pesadas (por ejemplo, la herrería o la construcción) son las más

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honorables. Todo lo que los "soleanos" crean con su trabajo es patrimonio común. Reciben del
Estado todo lo que necesitan para vivir. No tienen ninguna propiedad y, por eso, no son ellos
los que sirven a las cosas, sino éstas a ellos, concluye Campanella.

En su Estado ideal se pueden encontrar algunos principios realizados de democracia. Dos veces
al mes se convoca la asamblea de todos los ciudadanos que hayan alcanzado la edad de veinte
años. El Gran Consejo, que propone los candidatos para altos cargos del Estado, fiscaliza a los
funcionarios y goza del derecho de destituirlos.

El Estado está encabezado por un sacerdote mayor, al que los soleanos llaman Sol u Hoh. Le
prestan su concurso tres jefes adjuntos: Pon, Sin y Moy, lo que quiere decir respectivamente:
Poder, Sabiduría y Amor. Cuanto se relaciona con la guerra y la paz, o sea, la organización de las
fuerzas armadas y todo lo concerniente a la defensa del país, está a cargo de Pon; las artes y las
ciencias, de Sin; Moy se preocupa de los problemas relativos a la procreación, educación,
medicina, agricultura y todo lo que concierne a la vida y el modo de ser de los ciudadanos.

Al pintar la organización política, el autor no se eleva por encima del nivel de las ideas feudales
medievales, y traduce en su proyecto los principios teocráticos y la práctica de gobierno
existentes en las organizaciones de la Iglesia católica.

Campanella atribuye un gran valor al arte militar. Este es obligatorio para todos; las mujeres lo
aprenden al igual que los hombres y, en la guerra, ayudan a éstos en la defensa de los muros de
la ciudad. El ejército de los soleanos sirve para defender al país. Su alto patriotismo, "difícil de
imaginarse", fomenta amor a la patria; su firmeza forjada por la educación, así como también el
alto desarrollo de la técnica bélica -que Campanella reconoce como un factor importante del
éxito militar-, contribuyen a la acertada dirección de las operaciones bélicas.

Al expresar su actitud hostil al complejo y enredado sistema de justicia de su época, el autor


declara que entre los soleanos "las leyes... son pocas, concisas y claras". También los juicios,
que son orales, están simplificados. Lo característico para Campanella en su enfoque del
derecho penal, es confundir el derecho con la moral, la identificación de la noción de delito con
la de pecado, y el reconocimiento del derecho de los eclesiásticos a administrar justicia. Todo
esto constituye un testimonio de que no estaba en condiciones de liberarse de la idea religiosa
medieval.

En La ciudad del sol se condena la pusilanimidad, arrogancia e indolencia. Las penas tienden a
corregir al delincuente, con "remedios auténticos y seguros". Por eso, antes de sentenciar al
criminal se trata de obrar sobre él por medio de la convicción, explicándole, al parecer, el
significado de su delito e instándolo a dar su conformidad al castigo que contra él se haya
pronunciado. Al mismo tiempo, para los delitos premeditados rige la ley del Talión. Las penas
en estos casos son rigurosas, y en considerable número de casos se condena a muerte; se
practican los castigos corporales, el destierro y la eliminación de la mesa colectiva. Allí no
existen cárceles.

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LAS TEORIAS POLITICAS EN LOS PAISES DE EUROPA OCCIDENTAL DURANTE EL PERIODO DE
LAS PRIMERAS REVOLUCIONES BURGUESAS

Premisas de las primeras revoluciones burguesas en los países de Europa occidental. Las
teorías jurídico-naturales de los siglos XVII y XVIII, arma ideológica de la burguesía en la lucha
por el poder.

Durante los siglos XVII y XVIII continúan desarrollándose las relaciones capitalistas en los países
avanzados de Europa occidental. En Inglaterra, Holanda y Francia alcanzan grandes éxitos la
industria lanera, de algodón y de seda. Se constituyen grandes empresas industriales. Tras la
dispersa manufactura con artesanos que trabajan a domicilio aparece la centralizada. El
desarrollo de la producción industrial va acompañado del acrecentamiento del comercio. Se
amplía el intercambio con los países coloniales y se fortalecen los lazos comerciales en Europa.
Francia exporta más paños, seda, artículos de metal, encajes, porcelana, cristal, vino y otras
mercancías. Inglaterra, tejidos de algodón, papel, lana, etc., e importa madera, cereales y lino.
El comercio marítimo trae un mayor desarrollo de las construcciones navales y se crean grandes
flotas mercantiles. El sistema de crédito estatal, juntamente con el de arrendamientos,
contribuye al aumento de los capitales monetarios y a un extendido desarrollo del crédito, que
adquiere carácter internacional. Los grandes bancos financian ampliamente diversas empresas
industriales y comerciales.

Sin embargo, las relaciones feudales de producción, que siguen aún conservándose en los
países de Europa occidental, continúan frenando el desarrollo de las fuerzas productivas. Este
freno es, ante todo, la propiedad feudal sobre la tierra, base de todas las relaciones feudales. El
Estado y el derecho feudal, que defienden y protegen el régimen y las relaciones del mismo
tipo, son serios obstáculos para el desarrollo del capitalismo.

Cierto es también que el Estado feudal absolutista favorece vigorosamente el proceso de


acumulación primitiva del capital, otorgando subvenciones y fijando impuestos proteccionistas.
Al expropiar violentamente a los campesinos y obligar a los parados forzosos a entrar a trabajar
por un salario insignificante, ese Estado asegura a la industria mano de obra barata. Hace venir
a su país a destacados maestros y especialistas, se preocupa de la venta de las mercancías
elaboradas, protege las rutas comerciales y conquista nuevas posiciones en el comercio
mundial.

Pero todas estas medidas, que favorecen el desarrollo de las relaciones capitalistas, van
acompañadas de una minuciosa reglamentación gubernamental, de una tutela restrictiva y de
la injerencia burocrática en la actividad de los empresarios. El Estado absolutista, pese a llevar a
efecto algunas medidas que favorecen el desarrollo de las relaciones capitalistas, sigue siendo
una fuerza que defiende la vieja y caduca base feudal.

Durante los siglos XVII y XVIII, la creciente burguesía industrial y comercial, en unos países antes
y en otros después, ya no considera posible consentir la existencia de la monarquía absoluta. Se
halla descontenta por su situación humillante, por la restricción de sus derechos, y se muestra
interesada en liquidar las relaciones feudales y, principalmente, en convertir la propiedad
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territorial feudal en capitalista, a fin de desbrozar el camino para el amplio empleo del trabajo
asalariado, más productivo que el de los siervos. La burguesía se empeña en eliminar los
obstáculos que entorpecen el desarrollo de su iniciativa emprendedora, suprimir las
prerrogativas impositivas de la nobleza y del clero, abolir todas las divisiones y privilegios de
casta inherentes al régimen feudal.

La burguesía presenta sus reivindicaciones como conclusiones indiscutibles de los principios


"eternos" del derecho natural. Reviste su ideología política de un suntuoso ropaje de la doctrina
científica jurídico-natural. Presenta las normas sociales y políticas que aspira a afianzar como
"naturales", como correspondientes a la naturaleza y justificadas por las peculiaridades básicas
de la naturaleza humana. El apelar al derecho natural significa, al mismo tiempo, la ruptura con
las ideas teológicas religiosas acerca del Estado y el derecho, dominantes en la sociedad feudal.
Cierto es que también en la filosofía y en la jurisprudencia del mundo antiguo y del medieval
hallamos conceptos referentes al derecho natural. Pero, mientras que allí era considerado una
variedad o una modificación de la ley divina, la mayoría de los representantes de la teoría
jurídico-natural de los siglos XVII y XVIII aspiran a depurar esta teoría de toda idea religiosa.

La teoría relativa a la ley natural y los derechos naturales de los hombres se convierte en arma
ideológica de la burguesía en su lucha por aniquilar el régimen feudal y por la toma del poder.
Asesta golpes a las ideas medievales sobre el origen divino del poder real y abate la concepción
religioso-feudal del mundo, arma ideológica del Estado feudal. La doctrina jurídico-natural llega
a ser el arma de crítica a dicho régimen; proclama como irracionales y ajenos al derecho natural
todos los viejos postulados y reglas y, sobre esta base, reclama su abolición y la creación de
nuevas relaciones sociales y de una nueva organización política.

La escuela del derecho natural de los siglos XVII y XVIII se caracteriza por su anti-historicismo.
Presentando las relaciones sociales como naturales y racionales, los escritores de esta escuela
se empeñan en deducir el Estado y el derecho de cierta "naturaleza" inmutable del hombre. Los
consideran como fenómenos eternos e inmutables, que deben estudiarse, no desde el punto de
vista del desarrollo que se efectúa en el mundo, sino partiendo de algunas peculiaridades
permanentes, inherentes al hombre.

Esta escuela se caracteriza también por su mecanicismo. Como es contraria a las ideas feudales
del origen divino del poder de Estado, y puesto que lo presentan como producto de creación
consiente de los hombres, considera la sociedad y el Estado como cierto resultado de la unión
mecánica de diversas fuerzas. El Estado surge, según esta escuela, a consecuencia de un
contrato social, como resultado de la unión de fuerzas de diversos individuos en un todo
íntegro.

Al mismo tiempo, toma como punto de partida al hombre aislado, abandonado a su propia
suerte y existente al margen de la sociedad y del Estado. En este punto individualista de partida
se refleja la particularidad del régimen social burgués, de las normas sociales burguesas, donde
cada uno gobierna por su propia cuenta y riesgo, defiende sus intereses individuales en la lucha
contra los demás.

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Sin embargo, y pese a todas estas particularidades, la escuela del derecho natural de los siglos
XVII y XVIII traducía las reivindicaciones progresistas de la burguesía; fue la forma en que ésta
expresó su protesta contra el yugo feudal, sus reivindicaciones de eliminar los privilegios
feudales y de crear una organización estatal burguesa. La burguesía, al promover la idea de los
derechos naturales del hombre, alza la bandera de las libertades democrático-burguesas, que la
ayuda a ponerse al frente de las fuerzas sociales que luchan contra el feudalismo.

La revolución holandesa del siglo XVI y las concepciones políticas de Hugo Grocio

La teoría del derecho natural de Hugo Grocio, jurisconsulto holandés (1583-1645) fue la
primera tentativa de exponerla de una manera sistemática de conformidad con las
reivindicaciones de la burguesía. Su sistema de concepciones se formó bajo la influencia directa
e inmediata de la revolución de Holanda, de la lucha del pueblo holandés por la libertad política
y religiosa, contra el dominio español y las normas feudales. También ejerció una inmensa
influencia el hecho de que la revolución hubiera terminado con la instauración de la república
burguesa, en la que el poder pasó a manos de las familias de comerciantes acaudalados, que lo
compartieron con los representantes de la nobleza holandesa.

En su primera obra, El mar libre, aparecida en 1609, en interés de Holanda, que en ese tiempo
había llegado a ser ya una poderosa potencia marítima, Grocio defiende la libertad de los mares
contra las pretensiones de España, que proclamó su derecho exclusivo a la navegación por el
océano y al comercio con la India, argumentando que había recibido ese derecho del Papa.
También se alza contra Inglaterra, que igualmente exigía derechos primitivos sobre el mar,
valiéndose del poderío de su flota.

Por su intervención en las disputas entre los partidos religiosos y políticos, Grocio fue
sentenciado a reclusión perpetua, pero logró fugarse de la cárcel, abandonando después
Holanda. En París terminó, y editó en 1625, su famoso libro Del derecho de la guerra y de la
paz. Este libro está dedicado, principalmente, a los problemas del derecho internacional, pero
para resolverlos tuvo necesidad de dar una respuesta a los problemas de principio más
generales, particularmente el que se refiere al derecho en general y al sujeto de las relaciones
internacionales, es decir, al Estado.

Contrariamente a las ideas teológicas feudales, este autor enseña que el derecho descansa, no
en la voluntad de dios, sino en la "naturaleza" del hombre. La cualidad que distingue a éste de
los animales se traduce en la aspiración a relacionarse con sus prójimos, de manera pacífica y
organizada y en conformidad con los postulados de la razón. Esta aspiración a relacionarse sólo
existe en el hombre. Ella, según afirma Grocio, es también la fuente del derecho,
independientemente de la existencia de las reglas positivas.

De esta manera llega a la conclusión de que el derecho radica en la propia naturaleza del
hombre, y que existe independientemente de las leyes establecidas entre los diferentes
pueblos. De esta aspiración a relacionarse, afincada en la propia naturaleza del hombre, extrae
una serie de postulados: no tocar el bien ajeno, devolver lo que no nos pertenece; cumplir las

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promesas; indemnizar por un daño infligido, etc., considerando que todos ellos son reglas del
derecho natural.

El hombre no sólo está dotado de la aspiración a relacionarse, sino que posee también una
razón, es decir, comprende lo que está de conformidad con esta aspiración y lo que la
contradice. El derecho, a su juicio, debe comprenderse como acto justo que responde a la
naturaleza de los seres racionales y sociales.

Así, pues, para Grocio, la naturaleza es la primera fuente del derecho. Sin embargo, en su deseo
de no entrar en conflicto con la teología, hace la reserva de que, aun cuando el derecho natural
podría regir también sin dios, éste existe de todos modos y es el creador de todo lo real. Por
eso, para este autor, la segunda fuente del derecho es dios, y de esta manera, a la vez que el
derecho natural, esboza también el campo del derecho divino.

Puesto que uno de los postulados del derecho natural es el deber de cumplir las promesas, la
voluntad de los hombres constituye también la fuente de las reglas obligatorias establecidas
por convenio. Esta tercera clase del derecho es el derecho humano. El derecho divino y el
humano, mutables y arbitrarios, se oponen al natural e inmutable. Este no puede ser conjurado
ni por dios, no puede hacer que dos por dos no sean cuatro, ni evitar que lo malo lo sea. De
esta manera, su teoría relativa al derecho natural, aun cuando repite las concepciones de los
pensadores antiguos y medievales, revela al mismo tiempo una serie de rasgos específicos,
inherentes a la ideología de la burguesía de los siglos XVII y XVIII.

Su teoría sobre el Estado respondía plenamente a los intereses de las capas superiores de la
burguesía de Holanda, que habían ocupado el poder después de liberarse del yugo de Felipe II y
establecido la oligarquía burguesa. En esta teoría se ve el enlazamiento de concepciones
inherentes a la escuela del derecho natural, como ideología avanzada de esa época, con los
postulados reaccionarios medievales.

Al resolver el problema relativo al Estado, Grocio presenta a éste como organización que sirve a
"la utilidad común" y da de él la siguiente definición: "El Estado es la alianza consumada de
hombres libres, concertada con el fin de observar el derecho y la utilidad comunes". Según este
autor, el Estado es el resultado de la acción consciente de los hombres y surgió como
consecuencia de un contrato.

Esta idea del carácter contractual de formación del Estado fue, en general, típica de la escuela
del derecho natural. En esa época desempeñó un papel progresista, por cuanto fue el arma
ideológica de la burguesía en la lucha contra los feudales.

Al interpretar el Estado como alianza de hombres bajo el poder de uno o de varios individuos,
basada en un contrato voluntario, se podía hallar un argumento jurídico para las pretensiones
al poder supremo en caso de que éste violara dicho contrato. Grocio refuta la opinión de que el
pueblo es el depositario de la soberanía y que, por consiguiente, la voluntad de éste es superior
a la del soberano. A su juicio, se puede admitir que aquél haya sido en otros tiempos soberano,
pero que ha transmitido voluntariamente su soberanía a las personas por él elegidas. Según

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Grocio, el depositario de la soberanía es el soberano; o sea, que en la solución de este
problema se identifica con Bodin.

Las concepciones de Grocio relativas al poder supremo han conservado, en muchos aspectos,
huellas de la jurisprudencia medieval. En la solución del problema relativo al objeto del poder
del Estado, postula la teoría patrimonial, según la cual el objeto del poder es el propio Estado;
por el modo de adquisición, este poder equivale a derecho de propiedad.

Merece atención su punto de vista con respecto al origen de la propiedad privada. Grocio ya no
la considera como algo inherente a la propia naturaleza del hombre, según otros
representantes de la escuela del derecho natural, sino como resultado de un convenio entre los
hombres; convenio explícito cuando se trata, por ejemplo, de repartir los bienes, y tácito en
caso de conquista.

Por cuanto el derecho de propiedad, según su teoría, ha sido establecido por la voluntad
humana, la apropiación de lo ajeno en contra de la voluntad de su dueño debe ser considerada
delictuosa. Por eso, afirma, existe entre todos los propietarios un convenio tácito de devolver a
sus respectivos dueños las cosas caídas en sus manos por casualidad. Define el derecho de
propiedad como la posibilidad de disponer de una cosa y de enajenarla. La naturaleza exige
también que se indemnice por un daño infligido a fin de eliminar la trasgresión del equilibrio.
Incluso un daño infligido al honor debe ser indemnizado con dinero, ya que éste es la medida
de todo lo que tiene utilidad, o sea, es un valor de consumo. En esto manifiesta, típicamente, su
punto de vista burgués.

Grocio es considerado el padre de la ciencia burguesa del derecho internacional. Impugna la


opinión de que en las relaciones internacionales es la fuerza la que lo resuelve todo. A su juicio,
el derecho y la justicia deben formar las bases de esas relaciones. Este es también el derecho
"de gentes" (jus gentium). Sus fuentes son la naturaleza y el contrato de los pueblos. Estima
que el derecho internacional representa en parte el natural y en parte el positivo.

En el terreno de este derecho internacional, Grocio promovió una serie de postulados


progresistas, sobre todo si se toma en cuenta la práctica bárbara de la Guerra de los Treinta
Años. Exhortó al humanitarismo durante las acciones bélicas y reclamó el respeto para mujeres
y niños, así como también el trato humano para los prisioneros de guerra.

Aun cuando, en su sistema de concepciones, la "teoría relativa al derecho natural no obtuvo la


agudeza que adquirió posteriormente, y aun cuando en Grocio no se viera la ruptura con la
religión, sus ideas, sin embargo, ejercieron gran influencia sobre el desarrollo de la escuela del
derecho natural y sobre el desarrollo de la ideología política burguesa.

Las concepciones políticas de Spinoza

Otro representante de la teoría jurídico-natural entre los pensadores holandeses del siglo XVII e
intérprete de las concepciones de la burguesía ascendente de su país, fue el famoso filósofo
Baruch (Benedicto) Spinoza (1632-1677). Su obra principal, sobre la que trabajó más de doce

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años, lleva el título de Etica demostrada por el método geométrico. En otras dos de sus obras,
Tratado teológico-político y Tratado político, expuso sus concepciones políticas.

Spinoza explica el mundo por un solo principio. Su tesis acerca de la unidad del mundo, acerca
de la sustancia única que no ha sido creada por nadie, que existe eternamente y que debe ser
explicada por sí misma, significó la completa ruptura con todas la ideas religiosas, según las
cuales el mundo ha sido creado por dios.

Spinoza sostiene que el mundo no es producto de creación. La naturaleza no ha sido creada por
dios, ella misma es dios. Este y aquélla son una y la misma cosa. Sin embargo, este filósofo
concibe el mundo como una sustancia inmutable e inmóvil. El rasgo esencial de su filosofía,
especialmente importante para comprender su teoría con respecto al Estado y el derecho, es el
riguroso determinismo.

En la naturaleza todo se realiza de modo necesario, enseña; todo está estrictamente


determinado; existe una cadena indisoluble entre causas y efectos, no hay nada casual. Las
nociones del bien y del mal, de la belleza y de la fealdad, de la perfección y de la imperfección,
condicionadas por las ideas sobre los fines, no son nociones científicas, porque no tienen en la
naturaleza su correspondencia.

Toma como punto de partida la tesis de que la acción del hombre está también subordinada a
la rigurosa necesidad y que todo en su actividad se efectúa en virtud de causas determinadas.
La libertad es concebible sólo dentro de los límites de la necesidad: el hombre es libre cuando
se guía solamente por la razón, cuando sus actos están determinados por causas que pueden
ser justificadas.

El hombre es una parte igual de la naturaleza, como los demás seres y objetos. Por eso, enseña,
el hombre y todos sus actos deben ser también examinados como si se tratase de líneas,
cuerpos y planos. El método geométrico, a su juicio, es completamente aplicable al estudio de
la actividad del hombre y de las pasiones de éste.

Trata de explicar la esencia del Estado y del derecho, y el origen de éstos, desde el punto de
vista de la necesidad natural. Por ello, su mirada se dirige hacia la "naturaleza" del hombre,
hacia las bases naturales de la vida en comunidad. Spinoza parte de cierta naturaleza eterna e
inmutable del hombre, por la que ha de explicar el origen y la esencia del Estado.

El punto de partida, en su teoría relativa al Estado y el derecho, es el concepto del derecho


natural, por el cual entiende "las propias leyes o reglas de la naturaleza conforme con las cuales
todo se realiza...". Habla del derecho natural de todas las sustancias vivas, e incluso del de
todas las cosas. "Los peces han sido determinados por la naturaleza para nadar; los grandes
para devorar a los pequeños. Por consiguiente, ellos, de conformidad con el derecho natural
supremo, dominan el agua, y los grandes, además, devoran a los pequeños". El derecho natural
de cualquier individuo se extiende hasta donde llega su poder. Los derechos naturales del
hombre serán tantos como sean sus fuerzas. Cada uno de éstos tiene tantos más derechos
cuantas más riquezas posee. Es la voz de la burguesía, nueva clase en esa época, que protesta

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contra las violencias del régimen feudal, contra los privilegios de que goza la nobleza, y que
desea que su derecho sea medido por el papel y la fuerza que había adquirido ya en la
economía del país y en la vida social de los países avanzados de Europa occidental.

Empeñado en explicar el origen del Estado, Spinoza sostiene que la potencia del hombre, su
autoconservación, se ve asegurada, por encima de todo, por el dominio de la razón; es ésta la
que impulsa al hombre a buscar el contacto con sus prójimos, ya que, aisladamente, no está en
condiciones de adquirir todo lo que necesita para vivir. El hombre, al margen de la sociedad, no
puede estar seguro, ni su derecho natural puede quedar asegurado; su potencia no cuenta con
ninguna garantía, e inevitablemente se subordina a la fuerza ajena.

Por eso, los hombres pasan del estado natural al civil. Presenta el Estado como una
organización que sirve a los intereses de todos los miembros de la sociedad, y afirma que los
hombres unifican sus fuerzas y sus derechos naturales y crean un poder a fin de vivir "seguros y
de la mejor manera". Después de la unificación efectiva de las fuerzas de los hombres, sigue el
contrato. Este, en su Tratado político, queda totalmente relegado a segundo plano.

Explica la unificación de los hombres y la formación del Estado de manera idealista, por efecto
de las atracciones y de las pasiones naturales que obligan a los hombres a unir sus fuerzas.
Toma como punto de partida al propietario egoísta que persigue sus propios intereses
personales, pero que se ve obligado a limitarse al chocar con los demás propietarios. Spinoza
considera que el Estado es el producto de esta autolimitación.

Señala que con la formación del Estado se crea el "derecho común", que está determinado por
la potencia de todos los hombres en él unificados. Este derecho común, que es el resultado de
la unificación de los derechos naturales de los diversos hombres y de la unificación de éstos en
un todo, se llama poder. La sociedad y el Estado surgen cuando los hombres unifican sus
fuerzas, aumentando así la potencia de cada individuo por separado. Spinoza, igual que los
otros representantes de la corriente jurídico-natural, coloca el signo de igualdad entre el Estado
y la sociedad.

La originalidad de su teoría radica en que, a diferencia de Grocio, entiende la ley natural como
ley de la naturaleza, identificándola con la necesidad natural, a la que están subordinados todos
los seres vivos del mundo. Afirma que con la formación del Estado, el derecho natural no cesa,
sino que sigue conservándose, que el estado natural no desaparece totalmente, sino que sólo
queda transformado dentro del Estado. Spinoza estima que la libertad de competencia debe
conservarse pese a la formación y existencia de un poder omnímodo del Estado.

En defensa de los principios de la organización estatal burguesa, plantea el problema sobre los
límites del poder del Estado, acerca de los derechos naturales inalienables-contra los cuales el
Estado no puede atentar- y en torno a la limitación del poder del rey. Hay algo, enseña, que el
Estado no puede obtener con coerción ni con compensación. Nadie puede renunciar a la
facultad del juicio propio. No se puede obligar al hombre a querer lo que odia, ni a odiar lo que
quiere. No se le puede obligar a matar a sus padres, no se puede lograr que los hombres dejen

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de conjurar la muerte, etc. Existen, por consiguiente, ciertos límites para la manifestación del
poder del Estado.

Este, en algunos otros casos, a fin de asegurar mejor su solidez, no debe pretender la ejecución
de sus mandatos, aunque pueda hacerlo. El poder supremo, afirma, no debe atentar contra la
libertad de pensamiento humano, ni contra la libertad religiosa. La represión de la libertad de
pensamiento y de la conciencia, por parte del Estado, traería como resultado la hipocresía, la
perfidia y el engaño.

Estas afirmaciones estaban encaminadas, en primer término, contra la intolerancia religiosa,


contra la propagación coercitiva de los dogmas de la fe, contra la persecución de las "herejías".
Sin embargo, consideraba que en algunos Estados y precisamente en los aristocráticos, la
libertad religiosa no debe ser ilimitada ni los ateos deben ser tolerados. En ellos, la religión,
dentro de ciertos límites mínimos, debe ser obligatoria para todos los ciudadanos. El filósofo
promueve, así, la idea de la llamada religión civil, obligatoria para cada hombre en su calidad de
ciudadano. Como veremos más adelante, este pensamiento fue recogido por Rousseau. Spinoza
establece también cierta limitación para la práctica de los cultos: la práctica de la devoción,
dice, debe guardar conformidad con la tranquilidad y la conveniencia del Estado.

Aun cuando formula alguna cláusula que limita en cierto modo la libertad religiosa, el valor de
su teoría es, sin embargo, grande. Se manifiesta aquí como el pensador avanzado del siglo XVII,
y se pronuncia audazmente contra la intolerancia religiosa y por la investigación científica libre.
Critica enérgicamente a los eclesiásticos que, predicando la religión, aplastan toda libertad de
investigación, humillan la razón humana. Se manifiesta en favor de la ilustración, capaz de
disipar la ignorancia de las masas y de desbrozar el camino para la investigación científica.

En cuanto a las formas del régimen estatal, sostiene que es mejor aquel en el que están más
garantizadas la paz y la seguridad, así como también la libertad de los ciudadanos, ya que
cuenta con mayor solidez y estabilidad. En estos postulados se manifiesta su tendencia a
conjurar las nuevas revoluciones, capaces de poner en peligro las conquistas de la burguesía. Su
simpatía está del lado de la democracia, pero, por supuesto, cercenada y limitada en interés de
la burguesía.

En Holanda continúa la encarnizada lucha política aun después de la revolución del siglo XVI. La
nobleza y el clero soñaban con el retorno de la monarquía ilimitada, y los círculos burgueses
defendían la república. Cierto es que la burguesía manifestaba ya su temor a las masas
populares y, por eso, en su ideología revelaba inclinación hacia el compromiso con la nobleza;
destacaba, no tanto los principios de gobierno del pueblo, como las reivindicaciones de
independencia y de libertad individuales.

Spinoza es adversario decidido de la monarquía ilimitada, y estima que la monarquía puede


justificarse solamente cuando se trata de una monarquía constitucional. Para la solidez de la
monarquía estima necesario limitar el poder del rey por el Consejo real y el de los colegios
judiciales.

45
Se explaya minuciosamente sobre la aristocracia, régimen en el que gobierna una capa superior
privilegiada, el patriciado. Según él, la proporción numérica entre los patricios y el resto de la
población no debe ser menor de uno a cincuenta. El patriciado elige de entre su medio un
consejo de cinco, del cual pueden formar parte solamente las personas que hayan llegado a la
edad de sesenta años, y un senado para administrar los asuntos del gobierno. El senado designa
de su medio un colegio de treinta cónsules. Al pintar el régimen aristocrático, Spinoza
reproduce los rasgos de diversos Estados con este régimen: Esparta, Roma, Venecia. Copia
también algunas particularidades de la Holanda de su tiempo; por ejemplo, la organización
federativa de la república, la estima preferente a la aristocracia. Sin embargo, no aprueba el
régimen político de Holanda en su conjunto.

Referente a la democracia, promueve tesis que permiten acercarlo a Rousseau, muchas


afirmaciones del cual parecería presagiar. Dice, por ejemplo, que en la democracia cada uno,
asociado a los demás, se subordina solamente a sí mismo; que en ese régimen no hay que
temer disposiciones absurdas ya que es casi imposible que la mayoría las acepte. El capítulo del
Tratado político dedicado especialmente a la democracia quedó sin finalizar, y no conocemos
todas sus consideraciones con respecto a esta forma de Estado.

Su teoría relativa al Estado y el derecho está libre de la influencia de las ideas religiosas.
Tratando de analizar todos los fenómenos sociales desde el ángulo de la necesidad natural,
rompe con las concepciones teológicas. Promueve el postulado de un enfoque independiente
de la política; ésta debe liberarse de la religión y de la moral, y construirse sobre sus propias
bases. Al mismo tiempo, el derecho, que identifica con la fuerza, es considerado como algo
derivado, condicionado por otros aspectos de la vida social.

El valor progresista de las ideas políticas de Spinoza radica en haberse manifestado contra la
monarquía ilimitada, en haber defendido algunos nuevos principios burgueses de organización
del poder del Estado, en haber bregado con gran fuerza y convicción por la libertad de
pensamiento y de conciencia.

La ideología política en Inglaterra durante el período de la revolución burguesa del siglo XVII

El siglo XVII se destaca en la historia de Inglaterra por la revolución burguesa que terminó en un
compromiso entre dos clases, en un bloque entre la nobleza y la burguesía. En la vasta
literatura política de esa época se refleja la lucha entre las clases y los partidos que tuvo lugar
en el curso de la revolución.

Frente a los partidarios del rey -los "caballeros"-, que representaban los intereses de los
feudales, se encontraban los defensores del parlamento, entre los cuales existían varios
partidos con diferentes reivindicaciones, desde los presbiterianos hasta los independientes y los
niveladores. Frente a los defensores de la burguesía y de la nueva nobleza, que predominaban
en el parlamento, se alza, con sus reivindicaciones más radicales, el ejército revolucionario que
traduce directamente el estado de ánimo de las masas trabajadoras. Estas se incorporan en
algunas corrientes del pensamiento político y representan un programa que exige la abolición

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de la propiedad privada sobre la tierra, la prohibición del comercio y la completa reorganización
de las relaciones sociales.

Los partidarios del rey tratan de defender el absolutismo del poder real, valiéndose
principalmente, de argumentos religiosos. Carlos I y sus partidarios, al igual que su predecesor
Jacobo I, se empeñan en afirmar que el rey es el representante de dios sobre la tierra, y que
toda orden de aquél es igual a un mandato de éste. Entre los monárquicos tuvo también
divulgación la teoría "patriarcal" con respecto al origen del poder real. El baronet Robert Filner,
uno de los partidarios del rey, publicó en 1646 su obra El patriarca, en defensa de los intereses
de la aristocracia inglesa; trata de fundamentar en ella el poder real ilimitado y preconiza que
los reyes son representantes del primer hombre mítico, Adán, al que dios había dotado, según
él, no solamente de la patria potestad, sino también del poder real sobre su descendencia. De
Adán, el poder pasó al anciano de la tribu y, finalmente, sus depositarios llegaron a ser los
reyes.

El parlamento, según él, no es sino un órgano real llamado a colaborar con el rey en la
promulgación de leyes, siendo éste responsable solamente ante dios.

Defensor del programa reaccionario, partidario del absolutismo real en Inglaterra en el siglo
XVII, fue también Tomás Hobbes (1588-1679), notable representante de la teoría jurídico-
natural. En la lucha entre el rey y el parlamento, que se desencadenó en Inglaterra en vísperas
de la revolución burguesa inglesa del siglo XVII, Hobbes se colocó de inmediato del lado del
primero. En 1640, días después de la disolución del Parlamento Corto, y en vísperas de la
convocatoria del Largo, publica un pequeño tratado con el título de Defensa del poder de los
derechos del rey, necesarios para conservar la paz en el Estado. La amenaza de muerte que, con
este motivo, se le creó, le obligó a huir de Inglaterra. Durante largo tiempo permaneció en la
emigración política en Francia.

En París escribió la obra Del ciudadano (De vire) publicada en 1642, y también Del cuerpo (1655)
y Del hombre (1658). Allí escribió también otra de sus obras sobre temas políticos, intitulada
Leviathan. No obstante sus concepciones políticas reaccionarias, no gozaba de la simpatía y del
apoyo de los monárquicos, quienes reprobaban sus concepciones filosóficas avanzadas y su
modo de defender la monarquía. En enero de 1652 retornó a Inglaterra donde, en ese
momento, estaba en el poder Oliverio Cromwell. Este le propuso el alto cargo de secretario de
la república inglesa, pero no lo aceptó. Durante el período de la Restauración, Hobbes fue
objeto de persecuciones y, después de morir, sus libros fueron quemados públicamente.

Consideraba que lo fundamental en el mundo es la materia, el cuerpo. El mundo está integrado


por las partículas más pequeñas de la materia, los átomos. Además, los cuerpos existen
independientemente de nuestra conciencia. La materia no se crea ni desaparece. Existe
eternamente, y es conocida con la ayuda de nuestros órganos de los sentidos, y también
mediante la razón. Las sensaciones, según él, sólo proporcionan un conocimiento inferior.
Hacen falta además conceptos que la razón aporta.

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Desde su punto de vista, el método matemático, geométrico, es un método científico universal.
Debe ser empleado, no solamente en el terreno de las ciencias naturales, sino también en el de
las sociales, y no sólo cuando se trata de cuerpos naturales, sino también de artificiales, del
espacio "moral", de la vida social; no solamente en la física, sino también en la política. Este
enfoque de los problemas de la ciencia social era, claro está, un paso de avance comparado con
el de abordar los problemas político-sociales desde el punto de vista teológico, religioso. Su
mérito, igual que el de Hugo Grocio y Spinoza, radica en haber analizado el Estado y otros
fenómenos de la vida social, tratando de emplear el método científico-natural del
conocimiento. Los mencionados pensadores comenzaron, a mirar el Estado con ojos humanos,
y a deducir sus leyes, de la razón y de la experiencia, y no de la teología.

Sus concepciones mecanicistas se manifiestan plenamente en su teoría relativa al Estado. Pinta


a éste como un gran mecanismo que se formó a consecuencia del movimiento y del choque
entre las aspiraciones y las pasiones humanas.

Como Hugo Grocio procura investigar ante todo la "naturaleza", abstractamente tomada, del
hombre, y deducir de ella lo que el Estado representa. El elemento primordial de éste y del cual
se debe partir para estudiarlo es, desde su punto de vista, el hombre individual, aislado, que se
halla en estado natural.

Investiga de modo abstracto el problema referente a qué es el hombre como tal, y cuál es su
naturaleza. No se manifiesta de acuerdo con Hugo Grocio, quien afirmaba que el hombre, por
naturaleza, posee la aspiración a relacionarse con sus semejantes. Estima que es el miedo, y no
el instinto de la vida en comunidad, el que engendra la sociedad; que el hombre, por
naturaleza, por su esencia, es egoísta. Observando la vida de la burguesía y sintetizando sus
observaciones, afirma que el hombre no busca las relaciones sino el dominio, y que no es
atraído hacia los demás hombres por el amor, sino por el ansia de gloria y de comodidad. El
hombre busca en todas partes provecho personal y tiende a evitar los sufrimientos, pero dado
que todos los hombres, según él, tienen iguales fuerzas, saca la conclusión de que, por
naturaleza, todos ellos Son iguales: cada uno en estado natural tiene derecho a todo. La
naturaleza ha dado todo a todos. Por eso, según su teoría, los hombres en estado natural se
encuentran en permanente hostilización de unos contra los otros. Están impregnados de la
avidez de dañarse mutuamente.

Un hombre teme al otro como a su enemigo, lo odia y trata de infligirle un daño. Las tendencias
egoístas y el miedo caracterizan al hombre en su estado natural. "El hombre es un lobo para el
hombre." Según él, el estado natural es, así, el de la guerra general, la de todos contra todos. En
esta manera de pintar el estado natural se refleja la tendencia de presentar todas las relaciones
como de utilidad y de explotación, lo cual es muy significativo dada la sociedad capitalista que
se estaba formando. En la caracterización que Hobbes hace del estado natural tampoco puede
dejar de verse el eco de los sentimientos hostiles a la revolución, que alimentaba.

El estado natural es el destino más lamentable de la humanidad, dice Hobbes; la vida del
hombre en ese estado es solitaria, pobre, primitiva, de poca duración. No se puede desear la
conservación de ese estado, dice, sin entrar en contradicción consigo mismo y con el sentido
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común. Por el contrario, siguiendo a la razón, cada uno debe tender a salir de ese estado y
buscar la paz a cualquier precio.

Hobbes denomina leyes naturales a las exigencias de la razón. La primera reza: hay que buscar
la paz, hay que poner término al estado de hostilidad general de un hombre hacia otro. Para
ello es necesario concertar un contrato social, que permita salir de ese estado y que sirva de
base para una nueva forma de relaciones mutuas entre los hombres: el Estado.

Pero este contrato sólo puede llegar a ser instrumento de eliminación de la guerra en general si
se le da cumplimiento. Por eso la segunda ley natural reza: hay que cumplir los contratos. Ello
corresponde al derecho natural. De esta ley fundamental de la naturaleza, Hobbes deduce una
serie de leyes que fijan los deberes del hombre cuyo cumplimiento es indispensable para poder
lograr la paz. Entre ellas menciona la de ser agradecido, perdonar las ofensas pasadas, respetar
al prójimo, reconocer la igualdad de los hombres por naturaleza, etc.

Las leyes naturales, según su comprensión, son las de las moral. En su aspiración a declarar la
moral burguesa como algo eterno y aplicable en todos lados, sostiene que las leyes naturales
son inmutables y eternas. Lo que ellas prohíben jamás puede ser permitido, ni lo que permiten,
prohibido. Parte, así, de la concepción idealista acerca de las reglas eternas e inmutables de la
moral, que rigen en todos los tiempos y para todos las sociedades, siendo aplicables, en igual
medida, a todos los miembros de cualquier sociedad. Sin embargo, en el estado natural, según
él, las leyes son impotentes por cuanto su cumplimiento no es obligatorio mientras no exista la
seguridad de que también los demás procederán de conformidad con sus prescripciones. En el
estado natural no existe ninguna prohibición, y los derechos del hombre no están asegurados.

Y para librarse de este estado insoportable de guerra general, los hombres, a su juicio, deben
concertar un contrato y renunciar completamente a todos sus derechos naturales en favor de
una sola persona o de una asamblea y subordinarse incondicionalmente al poder del Estado por
ellos creado.

A juicio de Hobbes, el contrato social conduce a la formación simultánea de la sociedad y del


Estado. Durante largo tiempo los científicos identificaban a ambos. Solamente más tarde,
cuando el desarrollo de las relaciones capitalistas condujo al completo divorcio entre estas
nuevas relaciones y la vieja organización estatal feudal, algunos representantes de la ciencia
comenzaron a comprender que estos dos conceptos no coinciden.

El contrato social, según Hobbes, es la unión de cada uno con cada uno, es una especie de
convenio de unión mediante el cual la masa, la multitud, se convierte en una sociedad
organizada y forma un solo ente. Así nace el Estado, una nueva entidad "cuya voluntad, en
virtud del convenio entre muchos hombres, es considerada como la de todos ellos, a fin de que
el Estado pueda disponer de las fuerzas y capacidades de sus diversos miembros en interés de
la paz y de la defensa generales.

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Acto seguido viene el contrato concertado con un príncipe, con un rey o con una asamblea
popular, en quienes la sociedad delega el poder del Estado. Invocando el contrato social,
Hobbes presenta la orden del Estado como la expresión de voluntad de todos los ciudadanos.

En defensa del absolutismo, afirma que los hombres habían establecido el poder del Estado en
condiciones de subordinación completa e incondicional. Por eso, deben renunciar a todos sus
derechos "naturales" y someterse en todo a dicho poder de lo contrario se verían obligados a
volver de nuevo al estado natural en que se encontraban antes. O el poder de Estado ilimitado,
absolutista, o el estado de anarquía que, a su juicio, caracteriza la vida de los hombres antes de
haber aparecido el Estado.

No existe un tercer término. El poder del Estado, según su teoría, es único y no puede ser
limitado. Actúa sin control y sin responsabilidades. Está por encima de las leyes civiles, las
cuales sólo reciben de él su fuerza. Se parece al alma que está en el cuerpo humano.

Únicamente el poder supremo tiene el derecho de resolver qué es lo bueno o lo malo, y todo lo
que en este sentido establezca es obligatorio para los ciudadanos. También la propiedad, según
Hobbes, es establecida por él. Los súbditos, dice, son como esclavos, con la diferencia de que
ellos sirven al Estado, mientras que el esclavo sirve, además, a un ciudadano.

La organización del poder del Estado puede ser, según él, diversa. El poder supremo puede
estar en manos de una sola persona (la monarquía), en la de unos cuantos de los mejores (la
aristocracia), y puede también estar organizado sobre bases democráticas. Pero, en todos los
casos, la plenitud del poder debe hallarse íntegramente en manos de la persona o del órgano
en el cual fue delegado. No admite ningún gobierno "mixto", bajo el cual el rey tenga que
compartir el poder con el de alguna asamblea. Tampoco reconoce ninguna forma
"desnaturalizada", ya que con este concepto, a su juicio, se da una apreciación, pero no se
determina el carácter o el volumen del poder. Tampoco considera posible la división del poder
entre diferentes órganos del Estado. Siempre debe estar íntegramente concentrado en manos
de un solo órgano determinado.

Hobbes fue adversario de la religión. Consideraba que la burguesía es capaz de dirigir sus
asuntos a condición de que exista un poder fuerte y firme, a condición de que se eliminen todas
las discrepancias y desavenencias y toda lucha política. Todo lo que facilita la vida conjunta de
los hombres dentro de los marcos del Estado es bueno. Todo lo que puede contribuir a la mejor
conservación de la organización estatal, según él, merece ser aprobado. "Fuera del Estado -
dice- existe el dominio de las pasiones, la guerra, el miedo, la pobreza, la infamia, la soledad, el
salvajismo, la ignorancia, la brutalidad; en cambio dentro de él dominan la razón, la paz, la
seguridad, la felicidad, la magnificencia, la sociedad, la finura y la benevolencia; pero todo esto
puede realizarse a condición de que los hombres renuncien totalmente a todos sus derechos y
pretensiones y se subordinen completa e incondicionalmente al poder de Estado único.

En el momento histórico en el cual se desenvolvía en Inglaterra la lucha de la burguesía y de la


nobleza contra el absolutismo real, en que la masa fundamental de la primera ya no quería
hacer la paz con el poder ilimitado del rey y pretendía compartirlo con la nobleza, o tomarlo en
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sus manos ella totalmente sola, Hobbes continuaba viendo en el absolutismo la mejor forma de
régimen de Estado.

En el siglo XVII el poder real absolutista de Inglaterra comenzaba a estorbar al desarrollo


económico. La defensa de la monarquía absoluta que por su odio a la revolución hacía este
filósofo constituía, ya en esa época, un programa reaccionario.

Pero los monárquicos ingleses no estaban satisfechos con la teoría de Hobbes, no aprobaban su
materialismo, y para fundamentar el absolutismo trataban de apoyarse en los dogmas de la
religión. Además, desde el punto de vista de este filósofo, se justificaba el poder absoluto, no
solamente del rey, sino también de cualquier otro depositario del poder estatal supremo; su
teoría no excluía la legitimidad de la república. Claro está, esto no podía caer bien al rey ni a los
partidarios de éste.

Uno de los partidos más influyentes del campo revolucionario fue el de los independientes, que
expresaba, principalmente, los intereses de la burguesía media y de su aliada, la nueva nobleza.
La teoría de este partido formaba parte de las corrientes del puritanismo, doctrina religiosa
dirigida contra la Iglesia feudal.

Durante los siglos XVI y XVII, la influencia de la concepción religiosa del mundo era todavía tan
grande, que en las primeras revoluciones (Holanda, Inglaterra), la lucha de la burguesía contra
el feudalismo y, en primer término, contra la Iglesia feudal, se viste de ropaje religioso. La
segunda gran insurrección de la burguesía, halló en el calvinismo una teoría combativa hecha,
(la primera fue la Reforma en Alemania). Los independientes compartían la teoría de Calvino y
la tomaron como su punto de partida. Presentaban no solamente reivindicaciones políticas,
sino también proposiciones referentes a la reforma de la Iglesia y a una nueva religión.

Ante todo lanzaron la consigna, rechazada por la Iglesia católica y odiosa al absolutismo, de la
libertad de creencias. Exigían la más amplia tolerancia religiosa, protestaban contra las
persecuciones de que fueron objeto en Inglaterra los puritanos. Eran partidarios de una nueva
Iglesia burguesa, con sacerdotes elegidos, con un oficio de culto simplificado y barato y con una
pequeña cantidad de días feriados. Promovieron los principios de una nueva moral burguesa, la
cual predicaba en primer lugar el ahorro, la puntualidad y la moderación, o sea, cualidades
especialmente valiosas para la burguesía durante el período de la acumulación primitiva de
capital.

Unificando a los diversos sectores de la burguesía, este partido presentó un programa


relativamente mesurado: sin insistir en la república, estaba dispuesto a hacer la paz con una
monarquía constitucional limitada.

Antes ya de la revolución, muchos independientes se vieron obligados a abandonar Inglaterra


debido a las persecuciones, y se radicaron en América donde fundaron colonias que
posteriormente entraron a formar parte de los Estados Unidos de América.

Entre los escritores independientes cabe destacar a John Milton (1608-1679), famoso poeta
inglés del siglo XVII, autor del poema El paraíso perdido y recuperado. Habiéndose identificado
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con los independientes durante la revolución inglesa, publicó una serie de folletos políticos, el
primero de los cuales apareció en 1641. Fueron pequeños trabajos dedicados a problemas
ordinarios y de la vida política entonces latente.

Aparece como partidario de la teoría jurídico-natural, de cuyas tesis fundamentales extrae


conclusiones que tienden a justificar la revolución. Todos los hombres, dice en su folleto Sobre
la potencia de los reyes y de los dignatarios (1649), nacen libres por naturaleza. Todos ellos han
sido creados para gobernar y no para someterse. Sin embargo, a consecuencia de haber caído
en pecado (aquí Milton opera con argumentos religiosos) surgieron discordias entre ellos,
comenzaron las mutuas violencias, y entonces resolvieron salvaguardar la paz con fuerzas
comunes y defenderse conjuntamente de los ataques. Así aparecieron las ciudades y los
Estados.

Se delegó el poder en una persona o en varias para sancionar a los violadores de la paz y para
administrar justicia. Como resultado, aparece el poder de los reyes y de los dignatarios dentro
del Estado. Los hombres instauraron el poder real solamente por la necesidad de defenderse de
los transgresores de la paz con fuerzas comunes.

Los dignatarios y los reyes, seducidos por su poder, comenzaron a cometer injusticias. Por eso
hubo necesidad de colocar leyes por encima de ellos, y se comenzó a tomar juramento a los
reyes de que las acatarían.

Oponiendo la teoría contractual del origen del poder del Estado a las ideas feudales del origen
divino de éste, el poeta llega a la conclusión de que el poder de los reyes y el de los dignatarios
es derivado, que lo recibieron del pueblo por delegación, en interés del bien común. El pueblo
es la fuente de todo poder. Por eso, los títulos del rey fueron inventados por arrogancia y
adulación. El rey no tiene ningún derecho hereditario al trono; de lo contrario, los súbditos se
convertirían en sus esclavos, como si fuesen creados para él, y no para servirlos.

Milton refuta también la afirmación de que el rey es responsable únicamente ante dios; si se
admitiera esto habría que reconocer que todas las leyes y garantías no son sino palabras
huecas. El rey tiene el deber de responder ante el pueblo que lo elevó al trono. El pueblo
puede, en cualquier momento, deponer a los gobernantes si así lo desea.

Justificando el juicio y la sentencia pronunciada contra Carlos I, el poeta insiste en el derecho


del pueblo a destituir a los gobernantes y a derrocar al rey. Postula que éste es el derecho
fundamental de aquél, sin el cual caería bajo el poder de tiranos. Si goza del derecho de
derrocar a los monarcas, más autorizado aún está a proceder del modo más enérgico contra un
tirano. Los griegos y los romanos consideraban, dice, no solamente un acto legítimo, sino
también glorioso y heroico, merecedor de estatuas y coronas, el asesinato de un despreciado
tirano en cualquier momento y sin juicio previo. Más legítimo es todavía cuando se organiza un
juicio público y veraz contra el tirano, como lo hizo el pueblo inglés cuando derrocó a su rey.

52
Milton aparece, así, como uno de los primeros partidarios burgueses del principio de la
soberanía popular. Entendiendo a la burguesía por pueblo, se vale de este principio en la lucha
contra el absolutismo y por la entrega de todo el poder del Estado a una nueva clase.

Manifiesta su desconfianza en las masas populares e insta a concentrar el poder en manos de


"los mejores y más inteligentes", y recomienda para ello fijar un censo electoral y elecciones de
muchos grados.

Igual que Cromwell, con el que colaboró íntimamente en calidad de secretario de la república
inglesa, estaba dispuesto al parecer a aceptar la monarquía constitucional, ya que temía el
acrecentamiento de la actividad de las vastas masas. También merecen atención sus obras
escritas en defensa de la libertad de pensamiento y de religión.

Algernon Sidney (1622-1682) fue un destacado representante de los independientes. Procedía


de la nobleza, pero durante la guerra civil, no sólo no apoyó al rey sino que se colocó del lado
del parlamento, combatiendo en las filas del ejército de éste. Después de la Restauración se
trasladó al extranjero y retornó a la patria tan sólo en 1677. Fue elegido para la Cámara de los
Comunes. En 1681, acusado de participar en una conjura contra el rey, fue sentenciado a
muerte, y ajusticiado en 1682.

En su obra titulada Discurso sobre el gobierno, se manifiesta contra Filner y contra la tentativa
de éste de fundamentar el absolutismo real. Tomando como punto de partida la teoría jurídico-
natural, defiende el principio de soberanía del pueblo y afirma que la única base legítima del
poder es el libre convenio entre los hombres para los fines de la autoconservación.

De la teoría contractual del origen del Estado extrae conclusiones en favor de los principios
democráticos: sostiene que los hombres, al instaurar el poder del Estado, restringen su libertad
sólo en la medida en que ello es necesario para la utilidad común, pero que siguen conservando
el derecho a nombrar y a deponer el gobierno. Si el rey transgrede las leyes naturales, la
revolución, según él, se justifica completamente, así como también la insurrección general del
pueblo contra el monarca. Estima que el mejor régimen del Estado no es la democracia sino la
aristocracia, o un gobierno "mixto" bajo el cual, al parecer, entendía la monarquía
constitucional.

Así pues, ni Milton ni Sidney fueron partidarios consecuentes de la forma democrática del
Estado. Traduciendo el estado de ánimo de la gran burguesía y de la media, así como el de la
nobleza identificada con la revolución, ambos se inclinan a aceptar un compromiso con la
nobleza e instaurar la monarquía constitucional.

Los intereses de la pequeña burguesía y de los campesinos estuvieron representados por el


partido que se formó a principios de 1647 del ala izquierda de los independientes, los
niveladores. Estos defendían principios democráticos, tratando de darles el desarrollo y
aplicación más avanzados posible, frente a los independientes, cuya inclinación al compromiso
les incapacitaba para defenderlos. Los niveladores fueron el partido más radical de la
revolución burguesa inglesa.

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Dentro del ejército, este partido, apoyado en la masa de los soldados llevaba la lucha contra los
independientes, cuyos partidarios allí formaban parte principalmente de la oficialidad (los
"grandes"). Manifestándose contrarios a la política moderada de los independientes, los
niveladores lanzan su propia versión de los principios de la democracia burguesa.

Portavoces de la ideología de las masas trabajadoras en la revolución burguesa inglesa del siglo
XVII, fueron los llamados niveladores auténticos, o diggers ("cavadores"), quienes reivindicaban
la supresión de la propiedad privada, en primer lugar, de la tierra. De sus círculos surgió en
1649 un folleto escrito por el inspirador de este movimiento. Gerardo Winstanley, con el título
de Nueva ley de justicia. En este trabajo, su autor escribe: "Nadie debe tener más tierra de la
que puede cultivar solo o de la que trabaje en amor y armonía con otros comiendo el pan
común... sin abonar ni recibir remuneración". Reclama la suspensión de la compra-venta de la
tierra y de sus frutos. "Que cada cual se deleite con los frutos de sus manos y coma su propio
pan conseguido con el sudor de su frente". La propiedad privada, a su juicio, ha conducido a los
hombres a saqueos, asesinatos y demás calamidades.

En el folleto La Ley de la libertad Winstanley propone abolir la propiedad privada; el comercio y


el sistema monetario. Hay que suprimir la desigualdad de bienes que, según señala, descansa
en la apropiación de los productos del trabajo ajeno. En la nueva sociedad todos tendrán la
obligación de trabajar y todos recibirán de los almacenes sociales, por igual, todos los objetos
de consumo que necesiten. Este autor sustentaba así el ideal de una grosera nivelación.

Los diggers reclamaban la abolición de todo poder y la liquidación del dominio de unos
hombres sobre otros. Ello fue la expresión espontánea, de las masas campesinas empobrecidas
por la explotación feudal y burguesa, contra el Estado que consolidaba el régimen odiado por
los indigentes. Su aparición se explica por la penosa situación de las masas a consecuencia de la
instauración de las relaciones capitalistas en la producción inglesa.

LA "POLÍTICA SACADA DE LA SANTA ESCRITURA", DE BOSSUET (1679-1709)

Todo iba a trabajar en Francia en el mismo sentido. El horror hacia la revolución de Inglaterra,
asesina del rey. El fracaso de la Fronda. La Fronda -nota con profundidad G. Lacour-Gayet en su
Educación política de Luis XIV- tuvo "el resultado de todas las revoluciones que fracasan",
consolidó "el edificio que había querido quebrantar", hizo su conservación "querida para la
mayoría de la nación".

Este edificio era la Monarquía absoluta. Bodin había dibujado, de una manera entusiasta y
firme, sus grandes líneas. Enrique IV, con su bonhomía autoritaria, la había restaurado al acabar
las guerras de religión. Después, para que no hubiese "interrupción entre los grandes reyes", el
destino había suscitado a Richelieu, duro arquitecto. Luis XIV, con el apoyo caluroso de su
pueblo, iba a acabar el edificio a darle los últimos toques, a llevarlo hasta su punto de
perfección. El apoyo caluroso de su pueblo. Michelet, poco sospechoso, da testimonio de él:
"Tuvo lugar entonces el más completo triunfo de la realeza, el más perfecto acuerdo del pueblo
en un hombre que se haya conocido jamás. Richelieu había quebrantado a los grandes y a los

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protestantes; la Fronda había arruinado el Parlamento haciéndolo conocer. No quedó en pie,
en Francia, más que un pueblo y un rey. El primero vivió en el segundo".

Estas fórmulas -acuerdo del pueblo en un hombre, el pueblo viviendo en el rey-, ¿no evocan al
gigante Hobbes, en el frontispicio del Leviathan, hecho de individuos aglomerados, unidos en
él? Sin duda, la idea estaba en el aire, y la famosa frase atribuída a Luis XIV: "El Estado soy yo",
debía traducirla a maravilla. Pero la forma doctrinal precisa que Hobbes le había dado no era
ignorada en Francia. A falta del Leviathan, el De Cive y el De corpore político habían sido
traducidos al francés desde 1649 (por Sorbiere). En 1660, Francisco Ronneau, señor del Verdus,
amigo personal de Hobbes, publicaba una traducción de las dos primeras partes del De Cive
bajo el título: Los elementos de la política del señor Hobbes. La dedicaba a Luis XIV con esta
curiosa sugestión: "Me atrevería a asegurar, señor, que si le agrada a vuestra majestad que
algunos profesores fieles lean en vuestros estados esta traducción u otra mejor, no se verá en
todo su reino ni sedición ni revuelta".

Esta expansión de la Monarquía absoluta, de derecho divino, bajo Luis XIV se tradujo en la
historia de las ideas políticas por la obra que Bossuet sacó "de las propias palabras de la Santa
Escritura" para instrucción del Delfín, su alumno.

Bossuet fué preceptor del Delfín de 1670 a 1679. Se consagró a su tarea como un sacerdocio
nacional. Renovó completamente, a la edad de cuarenta y tres años, su propia cultura en
materia profana para ponerse en estado de componer él mismo para su alumno las obras
pedagógicas necesarias. La Política, así como el Discurso sobre la Historia Universal; constituyen
las dos obras más célebres entre éstas. Las inspira la misma concepción augusta y
reconfortante, la del gobierno de la Providencia. No hay azar en la marcha de las cosas
humanas; la fortuna -esa divinidad ciega de Maquiavelo- "no es más que una palabra que no
tiene sentido". La Providencia gobierna a los hombres y a los Estados, no de una manera vaga y
general, sino de un modo muy particular: verdadero "dirigismo divino". Más que la voz de
Bossuet, es la del mismo Dios la que el Delfín va a escuchar leyendo la Política, puesto que ésta
está sacada de las propias palabras de la Escritura.

En realidad, la Política comprende en total diez libros, y sólo los seis primeros fueron
destinados a la educación del Delfín. Fueron terminados en 1679 -el mismo año en que iba a
terminar esta memorable (y más bien decepcionante)- educación del príncipe, teniendo Luis
XIV diecisiete años Bossuet había estimado que estos seis primeros libros, que contienen casi
todo lo esencial, podían bastar para la instrucción política de su alumno. En el curso de los años
siguientes, apremiado por sus amigos a proseguir y terminar la obra, el autor se vio
constantemente interrumpido por otras preocupaciones más imperiosas. En 1700 anunciaba
que iba a "reanudar la Política para darle la última mano". En 1701 decía haber aumentado
mucho su libro desde hacía varios meses, pero sin haber revisado la primera parte, "que estaba
hecha desde hacía veintidós años". En 1703 declaraba que quería revisar por última vez su
Política, trabajando en ella todas las mañanas. Pero en seguida -en 1704- se lo llevaba la
muerte.

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Había tenido tiempo de añadir cuatro libros a esta obra, por la que experimentaba una especie
de predilección, pero no de redactar un "Resumen y conclusión de este Discurso". Fue un
sobrino, el abate Bossuet, quien publicó la Política en 1709, con una conclusión tomada de San
Agustín, dirigiéndose en la Ciudad de Dios a los emperadores cristianos.

Exteriormente, la Política es un manual dividido y subdividido, un instrumento claro, pero acre,


de enseñanza. Todos los temas entonces clásicos de la literatura política se encuentran tratados
en ella en el orden usual: los principios de la sociedad civil; la mejor forma de gobierno; los
caracteres de la realeza; los deberes de los súbditos y los del soberano; los medios del poder o
"socorros de la realeza": las armas, las finanzas, el consejo. Cada uno de los diez libros se divide
en artículos, subdivididos, a su vez, en proposiciones que se siguen unas de otras. Hasta tal
punto que la tabla de materias encierra, "como en un discurso seguido", el análisis razonado de
la obra.

Exteriormente, todas las proposiciones, todas las pruebas, todos los ejemplos están sacados de
los libros santos. Los textos sagrados -escribía en 1875 un piadoso comentador- se presentan
bajo la pluma de Bossuet "con tanto orden, se siguen en la trama del discurso con tan
maravillosa conexión, que parecen hechos para servirse mutuamente de soporte y de apoyo".
Esa es la originalidad de la obra. El arte con que Bossuet, según su propia expresión, maneja las
Escrituras es sorprendente.

Pero si se rompe esta corteza y se penetra en el interior, pronto se echa de ver que el autor
bebe también en otras fuentes que no son los libros santos y que ha meditado en otra historia
distinta de la del pequeño pueblo judío. Bossuet, para escribir su obra, se familiarizó con la
Política de Aristóteles y también -y sabemos que no hay que sorprenderse demasiado de ello-
con la obra de Hobbes. El De Cive y el Leviathan se encontraban en su biblioteca -nos dice
Rébelliau- "en varias ediciones". La originalidad y el vigor de los argumentos con que el inglés
impío había sabido apuntalar el poder absoluto labraron, como una cortante reja de arado,
todo el pensamiento judeocristiano de Bossuet. Tanto más, cuanto que Bossuet, a quien,
siendo niño, su bisabuelo y su abuelo le habían descrito los furores de la Liga y quien, en su
juventud, había conocido la Fronda por sí mismo, experimentaba el mismo horror radical a las
disensiones civiles que el que había dominado a Hobbes.

Y, so color de Israel o de Judá, la historia atormentada de Francia, aquellas convulsiones a las


que el orden de Luis XIV puso término definitivamente, no dejan de estar presentes a los ojos
del ilustre preceptor.

Los beneficios que el pueblo judío debió a Josué, David o Salomón, ¿eran mayores que los que
Francia debía a Luis XIV, hacia quien el corazón fiel de Bossuet vibra de admiración agradecida y
de viril ternura? Estos sentimientos, este fervor, enmascarados por la fría presentación
didáctica; estas preocupaciones tan actuales, detrás de una decoración majestuosamente
inactual; todo esto es lo que constituye –en detrimento, por lo demás, de la unidad y de la
perfección intelectuales de la obra- el verdadero valor de la Política, "sacada de las propias
palabras de la Santa Escritura".

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Inclinémonos, pues, con más aplicación que monseñor el Delfín ("hay que sufrir mucho -escribía
Bossuet en 1677- con un espíritu tan inaplicado") sobre este manual del monarca absoluto de
derecho divino, príncipe según la Iglesia, no según Maquiavelo.

"LIBRO PRIMERO: De los principios de la sociedad entre los hombres.- ARTÍCULO PRIMERO: El
hombre está hecho para vivir en sociedad. Primera proposición: Los hombres no tienen sino un
mismo fin y un mismo objeto, que es Dios: "Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único
Dios. Tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza".
(Cita del Deuteronomio, último de los cinco libros del Pentateuco o libros de Moisés.) Estamos,
al parecer, sumergidos en el Antiguo Testamento. Pero el título del artículo primero: "El
hombre está hecho para vivir en sociedad", nos trae el eco directo de Aristóteles. Dios ha
creado a los hombres naturalmente sociables; ellos deben amarse los unos a los otros por el
amor de Dios; son todos hermanos; los une el mismo interés: "Ved cómo las fuerzas se
multiplican por la sociedad y el socorro mutuo".

Ahora bien: se sabe que Hobbes veía en la afirmación de Aristóteles sobre el hombre "hecho
para vivir en sociedad" una estupidez. El hombre era, para el autor del Leviathan, naturalmente
intratable e insociable.

¿Eligió, pues, Bossuet, contra la tesis de Hobbes, la de Aristóteles? No, sino que, partiendo de
Aristóteles, va, por el camino del pecado original, a desembocar en Hobbes y en los hombres,
"naturalmente lobos unos para otros", y después, desde allí, en la necesidad del gobierno. En
efecto, nos dice, la sociedad humana, establecida con tantos "lazos sagrados", ha sido violada y
destruida por las pasiones. La división, que fue introducida al principio (Abel matado por Caín)
en la familia del primer hombre para castigarle de haberse separado de Dios, ganó al género
humano. Toda confianza, toda seguridad, desaparecieron de los hombres, dominados por sus
pasiones y por los intereses diversos que de ellas nacían. Se hicieron intratables, "incompatibles
por sus diferentes humores", insociables. Desde entonces ya no podían estar unidos, a menos
de someterse todos juntos a un mismo gobierno "que los regulase a todos". Sólo la autoridad
de este gobierno estaba en condiciones de hacer renunciar a cada particular al "derecho
primitivo de la naturaleza" a ocupar por la fuerza lo que le conviniese. Así se fundó el derecho
de propiedad. "Y, en general, todo derecho debe venir de la autoridad pública, sin que esté
permitido invadir nada ni atentar por la fuerza contra nada." Cada particular, por lo demás,
"gana con ello", encontrando en la persona del soberano más fuerza que a la que había
renunciado en su provecho: "Toda la fuerza de la nación reunida para socorrerle".

¿Hay nada que resuma más enérgicamente el pensamiento de Hobbes que la antítesis
establecida por Bossuet en las frases siguientes, entre la anarquía y la autoridad? "Donde todo
el mundo puede hacer lo que quiere, nadie puede hacer lo que quiere; donde no hay dueño,
todo el mundo es dueño; donde todo el mundo es dueño, todo el mundo es esclavo." Tal es la
anarquía. Comparemos con la autoridad: "Al mandato de Saúl y del poder legítimo, todo Israel
salió como un solo hombre. Eran cuarenta mil hombres y toda esta muchedumbre era como
uno solo. He aquí cuál es la unidad de un pueblo cuando cada uno, renunciando a su voluntad,
la transporta y la reúne a la del príncipe".

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Por lo demás, habiendo tomado de Hobbes lo que ha de menester, Bossuet deja el resto,
especialmente "el contrato", con el individualismo filosófico que implica. Sólo más tarde (1690),
en la Quinta advertencia a los protestantes, para responder al pastor Jurieu, se creerá obligado
el gran obispo a refutar -y lo hará con un magnífico vigor dialéctico, inspirado todo en los
argumentos de Hobbes- la tesis del contrato recíproco entre súbditos y soberano. En su Política
sortea el tema, se muestra evasivo (¿para qué embrollar a su regio alumno con inútiles
sutilezas?). Para explicar el paso del estado de naturaleza-naturaleza caída, desde el pecado de
Adán al estado de sociedad, le parece suficiente la explicación utilitaria, fundada sobre el
interés de los hombres en darse un amo para vivir en paz. Ella satisface su robusto buen
sentido. Agréguese a esto que, según la Escritura, Dios ha sido verdadera y visiblemente rey al
comienzo del mundo; luego, que "la primera idea de mando y de autoridad humana les vino a
los hombres de la autoridad paternal"; por último, que se establecieron reyes muy pronto, ya
por el consentimiento (global) de los pueblos, ya por el derecho de conquista legitimado por
posesión pacífica; agréguese todo esto, y la Política habrá dicho bastante sobre la espinosa y
peligrosa cuestión del origen del poder.

Desde Herodoto, Platón y Aristóteles, la comparación entre las formas de gobierno era la
cuestión más clásica de la literatura política. Monarquía, aristocracia, democracia, ¿cuál de
estas tres formas era la mejor? Bossuet responde con esta afirmación rotunda, que es el título
mismo del segundo libro de la Política: "De la autoridad: que la real y hereditaria es la más
propia para el gobierno". Más adelante, en el curso del mismo libro, precisa: "Sobre todo
cuando va de varón a varón y de primogénito a primogénito".

Ciertamente, el preceptor del heredero de Luis XIV apenas si podía, en un manual redactado
para su alumno, expresarse de otra manera. Pero estemos seguros de que ninguna afirmación
costaba menos a Bossuet y que expresaba en ella su profunda certidumbre personal, tranquila
certidumbre, en la que comulgaban su inteligencia y su corazón.

La monarquía es la forma de gobierno más común, la más antigua y también la más natural. El
pueblo de Israel se redujo a ella por sí mismo, como siendo el gobierno universalmente
aceptado... Todo el mundo comienza, pues, por monarquías, y casi todo el mundo se mantiene
en ellas como en el estado más natural. Así, hemos visto que tiene su fundamento y su modelo
en el imperio paterno, es decir, en la naturaleza misma. Los hombres nacen todos súbditos, y el
imperio paterno, que los acostumbra a obedecer, los acostumbra también a no tener más que
un jefe... Nunca se está tan unido como bajo un solo jefe; nunca, tampoco, se es más fuerte,
porque todo se hace con emulación.

No hay división, que es el mal más esencial de los estados, la causa más segura de su ruina, sino
fuerza y duración. Tal gobierno se perpetúa, en efecto, por las mismas causas "que perpetúan
el género humano" El primogénito sucede al padre: ¿hay algo más natural y, por tanto, más
durable y, por tanto, mejor? "Nada de intrigas ni de cábalas en un Estado para procurarse un
rey; la naturaleza misma hace uno; la muerte, decimos, se lleva al vivo, y el rey no muere
nunca... A una cosa tan necesaria como el gobierno entre los hombres hay que darle los
principios más fáciles y el orden que mejor se desenvuelva por sí mismo".

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Que las mujeres, cuyo sexo ha "nacido para obedecer" y que se dan "un dueño al casarse", sean
excluidas de la sucesión al trono, ¿no es también lo más natural, lo mejor? Un gobierno
semejante interesa directamente a sus jefes en la conservación del Estado. "El príncipe que
trabaja para su Estado, trabaja para sus hijos; y el amor que tiene hacia su reino, confundido
con el que tiene hacia su familia, le resulta natural."

Este argumento clásico en favor de la Monarquía estaba, como se sabe, ya en Hobbes. Y Luis
XIV, en sus Memorias, lo empleaba también, casi en los mismos términos. En fin, tal gobierno,
que goza de duración gracias a la herencia, acrece la dignidad de las casas reales y la adhesión
de los pueblos hacia ellas. "La envidia que se tiene naturalmente de los que están por encima
de uno se convierte aquí en amor y respeto; hasta los grandes obedecen sin repugnancia a una
casa que siempre ha mandado".

Es la misma Escritura, según las hábiles citas de Bossuet, la que prescribió al pueblo de Dios la
Monarquía, regulada según se acaba de decir. Ahora bien: en Francia la sucesión monárquica
obedece a las mismas máximas. "Así, Francia... puede vanagloriarse de tener la mejor
constitución de Estado posible y la más conforme a la que el mismo Dios estableció. Lo que
muestra, al mismo tiempo, la sabiduría de nuestros antepasados y la protección particular de
Dios a este reino".

Al leer esta cálida apología de la Monarquía, una pregunta sube a los labios del católico
escrupuloso: a los ojos de la Iglesia, el poder, ya sea monárquico, aristocrático o democrático,
¿no procede siempre de Dios? Omnis potestas a Deo, enseñaba San Pablo. Tranquilícese, en
este punto, el católico escrupuloso sobre la ortodoxia de Bossuet. Este, por fuerte que lata su
corazón en favor de la Monarquía de Luis XIV, tiene cuidado de no olvidar, ni aun ad usum
Delphine, la doctrina indisputada. Lo dice expresamente: "No hemos olvidado, sin embargo,
que aparecen en la antigüedad otras formas de gobierno sobre las cuales Dios no ha prescrito
nada al género humano; de modo que cada pueblo debe acatar, como un orden divino, el
gobierno establecido en su país, porque Dios es un Dios de paz y quiere la tranquilidad de las
cosas humanas." Todos los gobiernos legítimos los toma Dios bajo su protección, cualquiera
que sea su forma. Posición estrictamente ortodoxa, al mismo tiempo que resueltamente
conservadora: respeto al orden establecido, que se supone legítimo mientras no se demuestre
lo contrario.

Dichoso Bossuet, a quien la Providencia hizo nacer súbdito de una monarquía hereditaria, y de
la más hermosa, de la mejor constituida que bajo el cielo existió, de la más visiblemente
conforme a la voluntad de Dios. Nada obliga al autor de la Política a retener mucho tiempo a su
alumno en estas formas de gobierno no monárquicas, hacia las cuales siente, en el fondo, un
tranquilo desdén, y a cuyos súbditos sinceramente compadece, por estar entregados a las
divisiones, a la inestabilidad de las intrigas y las revoluciones. Por el contrario, al escribir en una
monarquía "y para un príncipe a quien corresponde la sucesión de tan gran reino", todo le
obliga a encontrar, a partir de este momento, en los libros siguientes, "todas las instrucciones
que hemos de sacar de la Escritura para el género de gobierno en que vivimos...".

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Bossuet consagra los libros tercero, cuarto y quinto al estudio de la naturaleza y de las
propiedades de la autoridad real, o, dicho de otro modo, a sus caracteres, en tanto que en el
sexto, último de los dedicados a instruir al Delfín, desarrolla "los deberes de los súbditos hacia
el príncipe, establecidos por la doctrina precedente".

¿Cuáles son los caracteres de la Monarquía? La Monarquía es sagrada. Los príncipes obran
como ministros de Dios y como sus lugartenientes en la tierra. Atentar contra ellos es un
sacrilegio: su persona es sagrada por serlo su cargo. "El título de cristo, se da a los reyes; los
vemos llamados los cristos o los ungidos del Señor." Ungidos: que han recibido la unción
sagrada. Pero, aun "sin la aplicación exterior de esta unción, son sagrados por su cargo, por ser
los representantes de la majestad divina, diputados por la Providencia para la ejecución de sus
designios". Detentan lo que Tertuliano llama la segunda majestad, que no es más que una
derivación de la primera, de la de Dios. Por eso, el obedecerles es obligación de conciencia. Sin
duda, ellos, por su parte, deben respetar su propio poder, del cual Dios, que se lo dio, les pedirá
cuentas; no deben emplearlo más que en el bien público. Pero, aun cuando no lo hiciesen, hay
que respetar en ellos su cargo y su ministerio. Hay que obedecer, inclusive, a los príncipes
"importunos e injustos", y hasta a los príncipes paganos, como lo hacían los primeros cristianos,
que veían en los emperadores romanos "la elección y el juicio de Dios, que les dio el mando
sobre todos los pueblos".

El derecho divino que excluía la mediación del pueblo era una doctrina monárquica y galicana.
Que Luis XIV estuviese imbuido de ella, que en sus Memorias la enseñase a su hijo, era normal.
Pero Bossuet No se puede afirmar que la enseñase a su alumno. La Política, por su objeto
mismo, pedagógico, no es, no podía ser una exposición de sutilezas teológico-políticas. Lo que
se puede afirmar es que el autor, tan firme, tan inatacable (ya se vio anteriormente) en la
cuestión del origen del poder, lo es menos en la cuestión de su transmisión. No pone los puntos
sobre las íes, esquiva las precisiones con la brillantez de las fórmulas. "Hay que reconocerlo -
escribe con mesura G. Lacour.Gayet-: Bossuet, colocado entre la doctrina tradicional de la
Iglesia, que reconoce el derecho popular, y la doctrina galicana, dominante entonces entre
nosotros, que debía derivar directamente de Dios, sin intermediarios, el poder de los reyes... no
ha zanjado, con la precisión y el vigor ordinarios de su genio, la cuestión de la transmisión del
poder".

La Monarquía es absoluta. Bossuet entiende el término como Hobbes. Los títulos de sus
proposiciones lo muestran suficientemente. El príncipe no debe dar cuenta a nadie de lo que
ordena: "Sin esta autoridad absoluta no puede ni hacer el bien, ni reprimir el mal; su poder
debe ser tal que nadie pueda esperar escapar a él." Cuando el príncipe ha juzgado, no hay otro
juicio: "El príncipe se puede corregir a sí mismo cuando conoce que ha obrado mal, pero contra
su autoridad no puede haber otro remedio que su autoridad." No hay fuerza coactiva contra el
príncipe: Se llama fuerza coactiva a un poder para obligar y para ejecutar lo que ha sido
ordenado legítimamente. Sólo al príncipe le pertenece el mandato legítimo; sólo a él le
pertenece, también, la fuerza coactiva... En un Estado nadie debe estar armado más que el
príncipe; de otro modo, todo cae en confusión, y el Estado, en la anarquía. Quien se da un
príncipe soberano pone en su mano, al mismo tiempo, la soberana autoridad de juzgar y todas
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las fuerzas del Estado... Poner la fuerza en otro sitio es dividir el Estado; es arruinar la paz
pública; es hacer dos alnos contra este oráculo del Evangelio: nadie puede servir a dos amos.

Y si se puede decir, como lo hace Bossuet, que los reyes no están por eso exentos de las leyes,
sólo es en el sentido, muy restringido y bastante platónico, de que están sometidos como los
demás a la "equidad" de las leyes, a su contenido de justicia y de derecho natural, puesto que
deben ser justos y dar al pueblo "el ejemplo de guardar la justicia", pero no están sometidos a
los "castigos" de las leyes, "o, como habla la teología, están sometidos a las leyes, no en cuanto
a la potencia coactiva, sino en cuanto a la potencia directiva". Porque la autoridad real debe ser
invencible, bastión del reposo público que nada pueda forzar. "Si hay en un Estado alguna
autoridad capaz de detener el curso del poder público y de entorpecerlo en su ejercicio, nadie
está en seguridad".

Qué poder el de semejante príncipe, independiente de cualquier otro poder sobre la tierra. A
qué tentación expone a quien lo detenta. Cuántas probabilidades de abuso, de exceso, de
arbitrariedad, encierra el término absoluto. No, dice Bossuet, levantándose contra aquellos
que, para hacer este término "odioso e insoportable", afectan confundir gobierno absoluto con
gobierno arbitrario. El absolutismo tiene un contrapeso, el único "contrapeso verdadero del
poder": el temor de Dios. "El príncipe lo teme tanto más cuanto que no debe temer más que a
él".

La Monarquía es paternal. Ocasión para el gran preceptor de desarrollar sobre este tema
patético todas las vulgaridades de la época (cada época tiene las suyas y las cree originales). Los
reyes ocupan el lugar de Dios, padre del género humano. "Se hizo a los reyes según el modelo
de los padres..., el nombre de reyes un nombre de padre." (En sus Memorias, Luis XIV escribía:
"Si el nombre de dueño nos pertenece por el derecho de nuestro nacimiento, el nombre de
padre debe ser el objeto más dulce de nuestra ambición".) El padre es bueno. La bondad es
también el carácter más natural de los reyes. Como el padre, que vive para sus hijos, el rey "no
ha nacido para sí mismo, sino para el público". Es el mal príncipe, el "tirano", el que sólo piensa
en sí mismo y no en el rebaño ("Aristóteles lo dijo, pero el Espíritu Santo lo pronunció con más
fuerza"). El padre es humano, dulce, afable. Igualmente, el gobierno, por su naturaleza, "es
dulce". Firme, pero dulce: no seáis -dice el Eclesiastés- "como un león en vuestra casa,
oprimiendo a vuestros súbditos y criados". En fin, como los padres, los reyes "están hechos
para ser amados". Esto le parecería la suprema trivialidad a un discípulo de Maquiavelo, y haría
brotar el sarcasmo en sus labios, si no fuese por el acento tan sincero, tan intenso, con que
Bossuet traduce aquí sus sentimientos de amor, y los de los franceses de entonces, hacia su rey:
"Es un encanto para los pueblos la vista del príncipe, y nada es más fácil para éste que hacerse
amar con pasión".

La Monarquía está sometida a la razón. Todo un libro de la Política, el quinto, está consagrado a
este último carácter. Nos bastará con espigar sus principales proposiciones. "El gobierno es una
obra de razón y de inteligencia." Saber la ley, los negocios; conocer las ocasiones y los tiempos;
conocer a los hombres (comenzando por uno mismo); saber hablar y callarse, escuchar,

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informarse y elegir consejo; esto es lo que se pide al príncipe "razonable". Y, por añadidura,
acostumbrarse a resolver por sí mismo:

Escuchad, pues, a vuestros amigos y consejeros, pero no os abandonéis a ellos. El consejo del
Eclesiastés es admirable: apartaos de vuestros enemigos; guardaos de vuestros amigos.
Guardaos de que no se engañen. Guardaos que le que no os engañen... No está dado a los
hombres encontrar la seguridad completa en sus consejos y en sus asuntos. Después de haber
considerado razonablemente las cosas, es menester tomar el mejor partido y abandonar lo
demás a la Providencia.

La concepción del siglo XVII francés, Cristiano y monárquico, no era la de una distribución de
derechos, sino la de una jerarquía de deberes, que se remontaba desde los súbditos hasta Dios,
pasando por el soberano.

En los cinco libros que hemos visto, Bossuet había dado una "primera idea" de los deberes del
príncipe. Se reserva el volver sobre ello, el "descender al detalle". Pero, por el momento -
estamos en 1679-, el tiempo apremia, la educación del Delfín va a terminarse. El heredero del
trono tiene necesidad de ideas firmes sobre los deberes de los súbditos hacia el príncipe. De ahí
el sexto libro.

Estos deberes se siguen, naturalmente, de la doctrina precedente. Puesto que la razón que
conduce el Estado reside en el príncipe, puesto que todo el Estado está en su persona, es
menester servir al Estado tal y como el príncipe lo entiende. Servicio del uno y servicio del otro
son "cosas inseparables", que sólo los enemigos públicos podrían pretender separar. "El
príncipe ve desde más lejos y desde más arriba: debe creerse que ve mejor; hay que obedecer
sin murmurar, puesto que el murmullo es una disposición a la sedición".

Hay una sola excepción a la obediencia completa debida al príncipe: cuando ordena contra
Dios. Entonces, pero solamente entonces, se aplica la palabra apostólica: que hay que obedecer
a Dios "más bien que a los hombres". Palabra que, recuérdese, molestaba al autoritario
Hobbes.

Pero todo cristiano, sea de cualquier profesión y sean cuales fueren sus preferencias políticas,
está obligado a mantenerse firme en esta excepción. Bossuet se mantiene firme en ella, pero
debilita su alcance cuando afirma, también, que nada, "ningún pretexto", ninguna causa, "sea la
que fuere", puede alterar la obediencia al príncipe; que "el carácter real es santo y sagrado, aun
en los príncipes infieles" (lo cual ya había profesado antes) que "la impiedad declarada, y hasta
la persecución, no eximen a los súbditos de este deber de obediencia; que "los súbditos no
deben oponer a la violencia de los príncipes más que exhortaciones respetuosas, sin sedición y
sin murmullos, y oraciones para su conversión".

Esto es todo lo esencial, sobre muy poco más o menos, de lo que tenía que enseñar el
preceptor real. Sin embargo, quedan cuatro libros, compuestos más tarde por Bossuet, en las
condiciones que se sabe. Su interés es mucho menor. Es verdad que sin ellos el tratado o
manual de política estaría, según el gusto de la época, incompleto: faltaría en él una exposición

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detallada de los "deberes particulares de la realeza", especialmente frente a la religión y a la
justicia, así como el estudio de los medios del poder, llamados en lenguaje religioso los
"socorros" de la realeza.

RELIGIÓN.-No hay Estado, no hay autoridad pública, sin religión, aunque sea falsa; una religión
falsa tiene, a pesar de todo, de bueno y de verdadero que hace "reconocer alguna divinidad, a
la cual las cosas humanas están sometidas". Pero sólo la verdad, "madre de la paz", confiere a
un Estado una perfecta solidez. Y el príncipe, ministro de Dios, al mismo tiempo que protector
del reposo público, tiene el deber de emplear su autoridad en destruir las falsas religiones en su
Estado.

"Los que no quieren sufrir que el príncipe use de rigor en materia de religión, alegando que la
religión debe ser libre, están en un error impío... Sin embargo, sólo en caso extremo hay que
acudir a los rigores, sobre todo a los últimos." (Frases de un sentido grave, si fueron escritas,
como es probable, después de la revocación del Edicto de Nantes).

JUSTICIA.-Establecida sobre la religión, es lo opuesto a lo arbitrario. Bajo un Dios justo no hay


poder puramente arbitrario, no hay poder exento de toda la ley natural, "divina o humana".
Bossuet lo repetirá: gobierno absoluto, es decir, independiente de toda autoridad humana,
"donde no hay poder alguno capaz de forzar al soberano", no es gobierno arbitrario, "forma...
bárbara y odiosa". Gobierno absoluto es gobierno legítimo, donde las personas son libres bajo
la autoridad pública, donde es inviolable la propiedad de los bienes poseídos conforme a la ley.
Es en el gobierno arbitrario donde no hay personas libres; donde no se posee "nada en
propiedad"; donde todo el fondo pertenece al príncipe; donde el príncipe tiene derecho a
disponer a su antojo de la vida de sus súbditos, "como se haría con esclavos", y de sus bienes.
Lo que Dios castigó con tanto rigor en Acab, rey de Israel, y en su mujer, Jezabel, asesinos de
Naboth para apoderarse de su viña, fue "la voluntad depravada de disponer a su antojo,
independientemente de la ley de Dios, que era también la del reino, de los bienes, del honor,
de la vida de un súbdito".

Vemos cómo, sobre la grave cuestión de la propiedad, Bossuet cesa de seguir a Hobbes y, en
cambio, se encuentra, a más de un siglo de distancia, con el viejo Bodin y su Monarquía real o
legítima.

¿Se atenía mucho el autor de la Política a sus libros noveno y décimo sobre los socorros de la
realeza: "las armas, las riquezas o finanzas, los consejos"? Lo parece. En nuestros días, sin
embargo, vemos en ellos mucho fárrago. Las armas son, para Bossuet, materia de máximas
morales y políticas sobre la guerra justa e injusta, sobre las cualidades de los jefes y soldados.
Destaquemos este consejo, que tiene el sello de Maquiavelo: "Sea cualquiera la paz de que se
disfrute, estando siempre rodeado de vecinos envidiosos, es menester no olvidar nunca por
completo la guerra, que llega de repente. Mientras se os deja en reposo, aprovechad el tiempo
para fortificaros en el interior" (Vauban proveyó a ello infatigablemente). Retengamos, de las
consideraciones sobre las riquezas o finanzas, que el príncipe debe moderar los impuestos y no
abrumar al pueblo, con una sabrosa cita de Salomón en su apoyo verdaderamente sabia:

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Quien oprime demasiado la teta para sacar de ella leche, calentándola y atormentándola, saca
manteca; quien se suena demasiado fuertemente, se hace sangre; quien oprime demasiado a
los hombres, excita revueltas y sediciones.

Hay en la Política, al final del libro quinto, el penúltimo de los destinados al Delfín y terminados
en 1679, un capítulo, el más bello, sin duda, de toda la obra, titulado: ...de la majestad y de sus
acompañamientos. Conclusión de los libros precedentes consagrados a los caracteres de la
realeza, este capítulo traduce con magnificencia la impresión que daba entonces a los
contemporáneos la Monarquía de Luis XIV.

Estamos, no lo olvidemos, en el apogeo del reinado: 1679 es el año de la paz de Nimega.


Considerad al príncipe en su gabinete. De allí parten las órdenes que hacen marchar
concertadamente a los magistrados y a los capitanes, a los ciudadanos y a los soldados, a las
provincias y a los ejércitos de mar y tierra. Es la imagen de Dios, que, sentado en su trono en lo
más alto de los cielos, hace marchar a toda la naturaleza... En fin, reunid las cosas tan grandes y
augustas que hemos dicho sobre la autoridad real. Ved al pueblo inmenso reunido en una sola
persona; ved este poder sagrado, paternal y absoluto; ved la razón secreta que gobierna todo el
cuerpo del Estado, encerrada en una sola cabeza: estáis viendo la imagen de Dios en los reyes y
tenéis la idea de la majestad real.

Pero el obispo de Cristo se apresura a recordar a estos reyes, cargados de tanto poder,
aureolados de tanta majestad, su condición humana y la cuenta abrumadora que deberán
rendir al Todopoderoso: Lo he dicho: sois dioses, es decir, tenéis en vuestra autoridad, lleváis
sobre vuestra frente un carácter divino. Pero -oh, dioses de carne y de sangre; oh, dioses de
fango y de polvo- morís como los hombres. La grandeza separa a los hombres por poco tiempo;
una caída común los iguala, al fin, a todos. Oh, reyes, ejerced, pues, audazmente vuestro poder,
puesto que es divino y saludable para el género humano; pero ejercedlo con humildad. A pesar
de él, sois débiles; a pesar de él, sois mortales; a pesar de él, sois pecadores, y él os carga ante
Dios con una pesada cuenta.

Nobles, solemnes ropajes oratorios, muy dignos del absolutismo estilo Luis XIV, llegado a su
plena expansión, a su punto de perfección. Pero peligroso punto de perfección. Los poetas han
cantado la debilidad de los apogeos. Todo lo que llega a madurez, todo lo que se realiza, pronto
se pudre. Los hermosos días de los reyes absolutos están contados para lo sucesivo. Lo que fue
tan célebre, tan admirado por espíritus de primer rango, suscitará muy pronto los más violentos
odios; cesará, inclusive, un día de ser comprendido. Con los años 1680 va a comenzar el asalto
sistemático de los pensadores contra el absolutismo.

Desencadenado por Inglaterra y por el protestantismo en peligro, tomará un aspecto


multiforme en Francia, desde la Regencia hasta la víspera misma de la Revolución. Cuatro
nombres principales, como se sabe, a los cuales corresponden obras memorables, jalonan este
recorrido histórico, a lo largo de todo un siglo: Locke. Montesquieu, Rousseau, Sieyes.

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