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Preliminares Atmósfera Contemporánea

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J. E.

Lovelock GAIA, UNA NUEVA VISIÓN DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA

5. La atmósfera contemporánea

Uno de los puntos ciegos de la percepción humana ha sido la obsesión con


los antecedentes. Hace tan sólo cien años, Henry Mayhew, hombre en otros
aspectos sensible e inteligente, escribía sobre los pobres de Londres como si
fueran miembros de otra raza. Cómo, si no, podrían ser tan diferentes de él,
pensaba. En la época victoriana, el trasfondo familiar y social tenía una
importancia equivalente a la que hoy se da en ciertos lugares al CI. En la
actualidad, si alguien habla de pedigrí, lo más probable es que sea un
granjero o un miembro de algún club de cría caballar o perruna. Es ésta la
época, sin embargo, en la que a la hora de conseguir trabajo tanta
importancia tiene el nivel educacional, la titulación universitaria, el curriculum
académico. Son éstos los factores que suelen determinar la elección de un
candidato entre el conjunto de solicitantes; pocas veces se intenta averiguar
la valía real, el potencial auténtico de cada uno. Hasta hace pocos años, la
mayoría de nosotros manteníamos una actitud igualmente tendenciosa
cuando reflexionábamos sobre el planeta que habitamos, concentrando toda
nuestra atención en su más remoto pasado. Se escribían y publicaban
montañas de monografías, de artículos y de libros de texto sobre el registro
geológico, sobre la vida en los océanos primigenios; estas miradas atrás
parecían poder explicarnos cuanto necesitábamos saber sobre las
características y el potencial de la Tierra. El resultado, tan bueno como
seleccionar los aspirantes a un trabajo mediante el estudio de los huesos de
los abuelos respectivos.
Gracias a todo el conocimiento que sobre nuestro planeta ha aportado y
aporta aún la investigación espacial, gozamos, desde fecha bien reciente, de
una perspectiva completamente nueva. Hemos podido contemplar desde la
Luna a nuestro hogar planetario en su órbita alrededor del Sol y nos hemos
dado cuenta repentinamente de que no somos ciudadanos de un planeta
desdeñable, por despreciable y mezquina que, vista en primer plano, la
contribución del hombre a este panorama pueda parecer. Ocurriera lo que
ocurriera en el pasado remoto, somos indudablemente una parte viva
incluida en una anomalía extraña y bella de nuestro sistema solar. Nuestra
atención se ha desplazado a la Tierra que ahora podemos estudiar desde el
espacio, a las propiedades de su atmósfera en particular. Nuestros
conocimientos sobre la composición y el comportamiento del tenue velo
gaseoso que envuelve al planeta, cuyas capas más próximas a la superficie
exhiben una curiosa mezcla de gases activos que, si bien en recombinación
perpetua, nunca dejan de estar en equilibrio y cuyos jirones externos
penetran miles de kilómetros en el espacio unidos a su anfitrión planetario por
una atracción gravitatoria ya muy debilitada, nuestros conocimientos sobre
todo esto, repito, superan hoy ampliamente a los que pudiera haber intuido el
más lúcido de nuestros antepasados. Antes, empero, de que imitando la
acción de la bomba de hidrógeno nos proyectemos más allá de la atmósfera,
ampliemos nuestras afirmaciones y establezcamos unos cuantos hechos.
En la atmósfera existen diversos estratos bien definidos. Un astronauta
lanzado desde la superficie de la Tierra deja atrás, en primer lugar, la
troposfera, la capa más densa y próxima al suelo. Región de unos diez
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kilómetros de profundidad, donde se producen casi todos los acontecimientos


climatológicos y que constituye el "aire" para casi todas las criaturas de
respiración aérea, es en ella donde interactúan las partes vivas y las gaseosas
de Gaia. Supone más de las tres cuartas partes de la masa total de la
atmósfera. Ostenta una peculiaridad inesperada e interesante, de la que
carecen los demás estratos atmosféricos: está dividida en dos partes,
estableciéndose la línea divisoria entre ambas cerca del Ecuador. El aire de
cada región no se mezcla libremente con el aire de la otra, como cualquiera
que haya viajado en barco por regiones tropicales puede atestiguar; existe
una nítida diferencia entre la claridad de los cielos meridionales y la relativa
turbiedad de los septentrionales. Hasta hace muy poco era opinión
general que los gases de la troposfera reaccionaban muy levemente entre
ellos, salvo quizás durante el intenso calor generado por descargas
eléctricas o fenómenos equivalentes. Hoy, gracias a las investigaciones
pioneras que en materia de química atmosférica han realizado sir David
Bates, Christian Junge y Marcel Nicolet, sabemos que los gases de la
troposfera reaccionan con la intensidad de una llama fría de tamaño
planetario y combustión lenta. Muchos de ellos se combinan con el
oxígeno, desapareciendo como gases libres; tales reacciones son posibles
en virtud de la energía solar que, mediante una compleja secuencia de
acontecimientos, transforma las moléculas de oxígeno en compuestos de
otro tipo —ozono, radicales hidróxilos y demás—; éstos, además de
vehicularlos eficazmente, tienen más reactividad que él.
En alguna zona situada entre los diez y los dieciocho mil metros (según
el punto de la corteza terrestre desde el que fuera lanzado) nuestro
astronauta penetraría en la estratosfera, región cuyo nombre proviene de
la dificultad que para mezclarse en sentido vertical tiene el aire en ella
contenido, si bien soplan vientos cuyas velocidades alcanzan muchos
centenares de kilómetros a la hora en sentido horizontal. La temperatura
es sumamente baja en su límite inferior, la denominada tropopausa, pero
asciende según nos desplazamos hacia arriba. La naturaleza de los dos
estratos hasta ahora atravesados por nuestro astronauta está íntimamente
asociada con los gradientes de temperatura detectables en el interior de
cada uno. En la troposfera, donde por cada centenar de metros de ascenso
la temperatura desciende aproximadamente 1° C, es fácil el movimiento
vertical del aire y la regla la formación de nubes. En la estratosfera, donde
la temperatura se incrementa con la altitud, el aire caliente muestra
resistencia a subir, siendo norma, por tanto, la estabilidad estratificada. A
la radiación solar ultravioleta más dura y poderosa corresponde la
fragmentación de las moléculas de oxígeno en sus átomos constituyentes,
aunque suelen tardar poco en recombinarse de nuevo, a menudo en
forma de ozono. Este sufre también la acción separadora de los rayos
ultravioletas, estableciéndose el equilibrio con una densidad máxima de
ozono de cinco partes por millón. El aire de la estratosfera no es mucho
más denso que el de Marte: no existe forma de vida de respiración aérea
que pueda sobrevivir en ella. Si se utilizara un entorno presurizado para
solventar el problema de la baja presión no habría forma de vida que
pudiera resistir el envenenamiento por ozono. Como las tripulaciones y
pasajeros de ciertas aeronaves que sirven trayectos largos y vuelan a gran

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altura han descubierto recientemente con riesgo para su salud y


sensaciones muy desagradables, al aire estratosférico no puede respirarse
aunque se le proporcione la temperatura y la presión adecuadas antes de
hacerlo pasar el interior de la cabina. El smog, por comparación, resulta
bastante más saludable.
La química de la estratosfera es asunto del mayor interés para los
científicos académicos. Innumerables reacciones químicas tienen lugar
bajo condiciones puramente abstractas de fase gaseosa, sin que, como en
el caso de los recipientes del laboratorio, haya paredes que echen a perder
la perfección del experimento. No es sorprendente, por lo tanto, que casi
toda la labor científica relacionada con la química atmosférica se haya
concentrado en la estratosfera y las zonas que quedan por encima de
ella. Esta especialidad tiene hasta una designación específica, aeronomía
química, acuñada por Sidney Chapman, uno de sus más cualificados
representantes. Y sin embargo, salvo por las repercusiones —aducidas,
pero no probadas— de los cambios en la concentración de ozono, la
relación entre la biosfera y las capas superiores de la atmósfera parece
tener menos entidad que la establecida por los científicos que las
convierten en su objeto de estudio. Si hago esta puntualización no es por
afán crítico, sino para dejar constancia de que la ciencia tiende a
concentrarse en lo que puede medirse y discutirse. A consecuencia de
esta actitud, la troposfera, que es la parte más voluminosa de la atmósfera
y ciertamente la de mayor relevancia para Gaia, se conoce bastante
menos. Por encima de la estratosfera está la ionosfera, donde la
rarificación del aire es muy intensa; el ritmo de las reacciones químicas es
también más vivo en razón de lo tenue del filtro que se interpone en el
camino de los rayos solares. En estas regiones, la mayoría de las
moléculas, no sólo el nitrógeno y el CO2, son escindidas en los átomos que
las constituyen. Algunos de éstos sufren ulterior fragmentación,
convirtiéndose en iones positivos y electrones; ello da lugar a la formación
de estratos eléctricamente conductores que, en la época anterior a los
satélites de comunicaciones fabricados por el hombre, eran importantes
por su capacidad para reflejar las ondas de radio, permitiendo la
comunicación entre puntos alejados del planeta.
La capa más externa de todas, la exosfera, tan rarificada que contiene
únicamente algunos centenares de átomos por centímetro cúbico, puede
pensarse como algo que se prolonga sin solución de continuidad con la
también tenue atmósfera externa del Sol. Solía decirse que al escape de
átomos de hidrógeno desde la exosfera debe la Tierra su atmósfera
oxigenada. Hoy, sin embargo, nos parece dudoso que este proceso tenga
lugar a escala suficiente para repercutir en la cantidad de oxígeno;
parece, además, que el flujo de átomos de hidrógeno procedente del Sol
compensa o supera incluso los que escapan de la exosfera. La Tabla 3
recoge los principales gases reactivos del aire, sus concentraciones, sus
tiempos de permanencia y sus fuentes más importantes.
Como ya expliqué anteriormente, empecé a pensar en la posibilidad de
que la atmósfera terrestre fuera un ensamblaje biológico y no sólo una
colección inerte de gases mientras intentábamos validificar empíricamente
la teoría de que era posible dilucidar la existencia o no de vida en un

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planeta estudiando la composición química de su atmósfera. Los


experimentos que la confirmaron nos convencieron al mismo tiempo de
que la atmósfera terrestre era una mezcla tan curiosa e improbable que su
producción y mantenimiento no podían deberse al mero azar. Aparecían
por todas partes transgresiones a las normas del equilibrio químico y, sin
embargo, en el seno de este desorden aparente se mantenían constantes,
de alguna forma, unas condiciones favorables para la vida. Cuando acaece
lo inesperado y no puede achacarse a la casualidad, lo procedente es
buscar una explicación racional. Veamos, pues, si la hipótesis de la
existencia de Gaia nos sirve para explicar la extraña composición de
nuestra atmósfera, dado que según ella es la biosfera la que mantiene y
controla activamente el aire dentro del cual vivimos, suministrando de tal
modo un entorno óptimo para la vida del planeta. Para confirmar o negar
este supuesto examinaremos la atmósfera de modo muy parecido a cómo
el fisiólogo estudia los componentes de la sangre, cuando lo hace
preguntándose de qué forma contribuye cada uno de ellos a mantener viva
la criatura de la que proceden.

Tabla 3. Algunos gases químicamente reactivos del aire.

Cantidad Flujo en Medida del Posible función incluida


Gas
% megatoneladas desequilibrio En la hipótesis Gaia
Aumento de la presión
Extinción de incendios
Nitrógeno 79 300 1010
Alternativa del nitrato
marítimo
Ninguno.
Gas de referencia
Oxígeno 21 100.000 Tomado como
energética
referencia
Dióxido de Fotosíntesis
0,03 140.000 10
carbono Control Climático
Regulación de Oxígeno
Metano 104 1.000 Infinito Regulación de la zona
anaerobia.
Oxido Regulación de Oxígeno
105 100 1013
nitroso Regulación de ozono
Control de pH
Amoniaco 106 300 Infinito Control climatológico
(épocas remotas)
Gases Transporte de gases del
108 100 Infinito
azufrados ciclo del azufre
Cloruro de
107 10 Infinito Regulación de ozono
metilo
Yoduro de
1010 1 Infinito Transporte de yodo
metilo
Nota: En la columna 4, infinito significa más allá de los límites del cálculo.

Desde el punto de vista químico, aunque no en términos de abundancia,


el gas dominante en el aire es el oxígeno. Es este elemento el que establece
el nivel referencial de energía química a todo lo largo y ancho del planeta,
nivel que hace posible encender fuego —dada una substancia

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combustible— en cualquier punto de la Tierra. Ofrece una diferencia de


potencial químico lo bastante amplia para que los pájaros puedan volar y
nosotros podamos correr y mantener nuestra temperatura cuando la
exterior desciende; quizá, incluso, hasta pensar. El nivel actual de la
tensión de oxígeno representa para la biosfera contemporánea lo mismo
que el suministro de electricidad de alto voltaje para nuestra sociedad de
hoy. Las cosas pueden continuar sin electricidad, pero las potencialidades
menguan substancialmente. La comparación es bastante exacta, porque
en química, el poder oxidante de un entorno se expresa, por convenio, en
términos de su potencial redox (potencial de oxidación-reducción), medido
eléctricamente y cuya unidad es el voltio. El potencial redox mediría en
realidad el voltaje de una hipotética pila que tiene uno de sus polos
conectado al oxígeno y el otro a las substancias nutritivas. Casi todo el
oxígeno que genera la fotosíntesis de las plantas verdes se introduce en la
atmósfera para ser utilizado en esa otra actividad fundamental de la vida,
la respiración, en un lapso de tiempo relativamente corto. Este proceso
complementario, la respiración, jamás resultará, obviamente, en un
aumento neto del oxígeno: ¿cómo se ha acumulado entonces este gas en
la atmósfera? Hasta fecha reciente se pensaba que la fuente principal era
la fotolisis del vapor de agua en las capas superiores: las moléculas de
agua escindidas liberan átomos de hidrógeno lo bastante ligeros para
escapar al campo gravitatorio terrestre y átomos de oxígeno que se unen
de dos en dos para formar moléculas de dicho gas o de tres en tres para dar
moléculas de ozono. Cierto es que este proceso produce un incremento
neto del oxígeno pero, por muy importante que pudiera ser éste en el
pasado, en la biosfera contemporánea es una fuente desdeñable. Parece
haber pocas dudas sobre la identidad de la fuente principal del oxígeno
atmosférico; a Rubey corresponde el honor de haber sido el primero en
establecerla (1951). Las rocas sedimentarias contienen una pequeña
proporción del carbono que los vegetales habían fijado en la materia
orgánica de sus tejidos. Aproximadamente el 0,1 por ciento del carbono
fijado anualmente es enterrado con los restos vegetales que, procedentes
de las masas terrestres, terminan en los cursos fluviales o en los mares.
Cada átomo de carbono que de tal forma es extraído del ciclo fotosíntesis-
respiración significa una molécula más de oxígeno en el aire. Si no fuera por
este proceso, el oxígeno desaparecería gradualmente de la atmósfera al ir
reaccionando con las substancias reductoras que la climatología, los
terremotos y los volcanes hacen llegar a la superficie.
Se dice, un tanto cínicamente, que la eminencia de un científico viene
dada por lo prolongado del tiempo que es capaz de impedir el progreso de
su especialidad. Pasteur, por ejemplo, cuyo sitio está entre los más
grandes, no ha sido la excepción de tal regla. A él se debe la noción de
que, con anterioridad a la aparición del oxígeno en el aire, sólo eran
posibles formas de vida de baja categoría. Esta suposición ha sido popular
durante mucho tiempo pero, como indicábamos en el capítulo 2, se cree
actualmente que incluso los primeros organismos fotosintetizadores
disponían de un potencial químico tan alto como el utilizado por los
microorganismos actuales. En los primeros tiempos, el amplio gradiente de
energía potencial actualmente suministrado por el oxígeno estaba

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disponible tan sólo en el espacio intracelular de los citados


microorganismos. Después, según se multiplicaban, se amplió a su
microambiente y continuó extendiéndose más y más, marchando al mismo
paso que la vida, hasta que se completó la oxidación de las substancias
reductoras primigenias y el oxígeno pudo por fin aparecer en el aire.
Desde el principio, sin embargo, la diferencia de energía potencial entre
los oxidantes de las células de los fotosintetizadores y el ambiente
reductor externo era tan grande como la que hoy existe entre el oxígeno
extracelular y los nutrientes intracelulares.

Fig. 5. El diagrama muestra la probabilidad de incendios forestales en atmósferas con


diferente contenido de oxígeno. Los fuegos naturales se inician por combustión
espontánea o a consecuencia de la caída de rayos. Su probabilidad depende en gran
medida del contenido de humedad de los combustibles naturales. En la figura, cada línea
corresponde a una humedad diferente, de sequedad completa(0%), a visiblemente
mojado (45%). Con un porcentaje de oxígeno del 21% —el actual— los incendios no
prenden cuando el contenido de humedad es superior al 15%. Cuando el contenido de
oxígeno asciende al 25%, hasta los brotes empapados y la hierba de una pluvisilvia se
inflamarían.

Las fuentes de potenciales altos, ya sean eléctricos o químicos, son


peligrosas, y el oxígeno conlleva riesgos especiales. Nuestra atmósfera
actual, cuyo nivel de oxígeno es del 21 por ciento, se halla en el límite
superior del intervalo seguro para la vida. Por poco que aumentara esta
cifra el peligro de incendio crecería vertiginosamente. La probabilidad de
incendio forestal a consecuencia de la caída de rayos subiría un 70 por
ciento por cada 1 por ciento de aumento del presente nivel. Si éste

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sobrepasara el 25 por ciento, muy poca vegetación sobreviviría a los


devastadores incendios, que arrasarían tanto la pluvisilvía tropical como
la tundra ártica. Andrew Watson, de la Universidad de Reading, ha
confirmado experimentalmente estos supuestos, estableciendo la
probabilidad de incendio para diferentes concentraciones de oxígeno en
unas condiciones muy semejantes a las existentes en las auténticas
selvas. El diagrama adjunto (fig. 5) muestra los resultados.
El actual nivel de oxígeno está en un punto donde el riesgo y el
beneficio se equilibran confortablemente. Claro que estallan fuegos
forestales, pero sin que su frecuencia sea tan elevada como para estorbar
la alta productividad que un nivel de oxígeno del 21 por ciento permite, y
de nuevo nos hallamos ante una situación superponible a la del suministro
eléctrico: si aumentamos el voltaje, la cantidad de energía disipada en el
transporte y el cobre necesario para los cables disminuyen enormemente,
pero por encima de los 250 voltios el peligro de incendio y de muerte por
shock aumentaría de tal modo que las ventajas antedichas no serían
justificables. Los ingenieros de una central eléctrica no permitirían jamás
que su equipo funcionara al buen tuntún; está diseñado para un
funcionamiento preciso, para garantizar un suministro constante de energía
eléctrica segura. ¿Cómo se controla entonces el nivel de oxígeno del aire?
Antes de pasar a discutir la naturaleza de este sistema de regulación
biológica es necesario examinar más detalladamente la composición de la
atmósfera. El estudio de un único gas a través de telescopios, microscopios
u otros instrumentos nos dice poco de su relación con los restantes
componentes atmosféricos; algo parecido a intentar comprender el
significado de una frase escrutando una sola de sus palabras. Para extraer
información de la atmósfera hay que considerarla en su conjunto;
examinaremos, pues, el oxígeno, nuestro gas de referencia energética,
aproximándolo a otros gases de la atmósfera con los que puede reaccionar
y reacciona. Empecemos por el metano.
Hutchinson fue el primero en señalar, hace treinta años, que el metano,
conocido también como gas de los pantanos, era un producto biológico cuya
fuente principal estaba en las ventosidades de los rumiantes. Aunque no
negaremos la importancia de esta contribución, sabemos actualmente que el
origen de la fracción capital de este gas es la fermentación bacteriana de los
fangos y sedimentos depositados en lechos marinos, ciénagas, terrenos
anegados y estuarios fluviales, lugares todos donde tiene lugar enterramiento
de carbono. La cantidad de metano producida de esta forma es
asombrosamente grande: por lo menos 1.000 millones de toneladas
anuales. (El gas "natural" bombeado al interior de nuestros hogares es de
estirpe bien distinta; se trata de gas fósil, del equivalente gaseoso del carbón
y el petróleo. Presente en cantidades triviales a escala planetaria, sus
pequeñas reservas se habrán agotado dentro de unos diez años.)
Dentro del contexto de una biosfera autorregulada y mantenedora activa
del entorno gaseoso en el óptimo para la vida, resulta legítimo que nos
preguntemos cuál es la función de un gas como el metano: no resulta más
ilógico que interrogarnos sobre la función de la glucosa o de la insulina en
la sangre. Si suprimimos el contexto Gaia la pregunta pierde todo su
sentido, convirtiéndose en algo que podría ser rechazado como

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incoherente o circular, razón por la cual, probablemente, no ha sido


formulada mucho antes.
¿Cuál es, pues, la función del metano y cómo se relaciona con el
oxígeno? Cometido obvio es mantener la integridad de las zonas
anaerobias de las que proviene. Las incesantes burbujas de metano que
ascienden hacia la superficie de los barros fétidos las limpian de
substancias volátiles venenosas (los compuestos metílicos de arsénico y
plomo, por ejemplo), además de librarlas del oxígeno, elemento venenoso
para los microorganismos anaerobios. Cuando el metano alcanza la
atmósfera, se comporta como un regulador bidireccional de oxígeno, capaz
de retener a un nivel y de devolver a otro. Parte llega a la estratosfera
antes de que la oxidación lo convierta en dióxido carbónico y vapor de
agua; es la fuente principal de éste en las capas altas de la atmósfera. El
agua termina por disociarse en oxígeno, que desciende, e hidrógeno, que
escapa al espacio. Este proceso asegura, a largo plazo, un pequeño
incremento del oxígeno (pequeño pero posiblemente significativo). Si la
situación está equilibrada, el escape de hidrógeno siempre significa una
ganancia neta de oxígeno.
Por el contrario, la oxidación del metano en las capas inferiores de la
atmósfera significa la utilización de enormes cantidades de oxígeno, del
orden de las 2.000 megatoneladas anuales. Este proceso se realiza
pausada pero continuamente en el aire que nos rodea mediante una serie
de reacciones complejas e intricadas, que el trabajo de Michael Me Elroy y
sus colaboradores ha desentrañado en gran parte. Un sencillo cálculo
aritmético nos indica que, en ausencia de metano, la concentración de
oxígeno crecería un 1 por ciento en 12.000 años, cantidad excesiva para
tan pequeño lapso de tiempo: un cambio peligroso y, en la escala
temporal geológica, demasiado rápido.
La teoría del equilibrio de oxígeno (Rubey), desarrollada por Holland,
Broecker y otros científicos eminentes, afirma que la cantidad de oxígeno
se mantiene constante gracias al equilibrio entre la ganancia consustancial
al enterramiento del carbono, por una parte, y la pérdida que supone la
reoxidación de los materiales reducidos procedentes de las profundidades
de la Tierra, por otra. La biosfera es, sin embargo, una máquina
demasiado poderosa para dejar el control de su funcionamiento a cargo
únicamente de lo que los ingenieros llaman un sistema de control pasivo,
como si en la central eléctrica la presión de la caldera estuviera
determinada por el equilibrio entre la cantidad de fuel quemado y la
cantidad de vapor necesaria para mover las turbinas. Cuando la demanda
descendiera —en los domingos soleados, por ejemplo— la presión
aumentaría hasta poner a la caldera en peligro de explosión y, en los
períodos de máxima demanda, la presión caería en picado, siendo
imposible suministrar la energía pedida. Por este motivo, los ingenieros
utilizan sistemas de control activo que, como explicábamos en el capítulo 4,
incorporan sensores. En el caso de la central, el sensor de presión o
temperatura registraría cualquier desviación respecto a las condiciones
óptimas empleando una pequeña cantidad de la energía del sistema para
modificar el ritmo de quemado del combustible.
La permanencia del valor de la concentración de oxígeno señala, por lo

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tanto, la presencia de un sistema de control activo, provisto


presumiblemente de algún mecanismo de detección y señalización de las
desviaciones respecto a la concentración óptima, ligado quizá a los
procesos de producción de metano y de enterramiento de carbono. Una
vez que los materiales carbonáceos alcanzan las zonas anaeróbicas
profundas, o se convierten en metano o son enterrados. En la actualidad, la
cantidad de carbono utilizado para producir esa cifra anual de 1.000
megatoneladas es veinte veces superior al carbono enterrado. De ello se
desprende que cualquier mecanismo capaz de modificar esta proporción
será un eficaz regulador del oxígeno. Quizá, cuando la tasa de oxígeno
atmosférico se hace excesiva, se genere algún tipo de señal que
desencadene una mayor producción de metano; el paso de este gas
regulador a la atmósfera pronto restablecería el amenazado equilibrio.

Fig. 6. Representación esquemática de la circulación de oxígeno y carbono entre los


principales depósitos de la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre. Las cifras son de
terramoles, que para el carbono equivale a 12 megatoneladas y para el oxígeno a 32. Las
cifras del interior de los círculos indican flujos anuales. Las cifras de los depósitos, la
atmósfera y las rocas sedimentarias son índice de su tamaño. Observe cómo el carbono,
que en sentido descendente marcha hacia los estratos sedimentarios que se hallan bajo
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mares y pantanos, es devuelto a la atmósfera, sobre todo, en forma de "gas de los


pantanos", de metano.

Vemos, pues, cómo la energía aparentemente derrochada en la


oxidación de metano es el precio inevitable de un regulador activo,
constante y de acción rápida. No deja de ser curioso pensar que, sin el
auxilio de la microflora anaerobia cuya morada está en los malolientes
barros de lechos marinos, lagos y estanques, quizá no existieran ni
escritores, ni lectores, ni libros, porque sin el metano por ella generado la
concentración de oxígeno ascendería inexorablemente hasta un nivel en el
que todo incendio cobraría proporciones desmesuradas, haciendo
imposible cualquier otra forma de vida diferente a la microflora de los
terrenos pantanosos.

El óxido nitroso es otro desconcertante gas atmosférico. Es hoy un gas


cuya concentración aérea es, como la del metano, baja; un tercio de parte
por millón, cantidad que también como en el caso del metano, no guarda
ninguna proporción con el volumen producido por los microorganismos
terrestres y marinos, responsables de entre 100 y 300 megatoneladas por
año, aproximadamente la cantidad de nitrógeno devuelto al aire. Si hay
abundancia de nitrógeno y escasez de óxido nitroso se debe a que el
primero es un gas muy estable y se acumula, mientras el óxido nitroso es
destruido rápidamente por la radiación ultravioleta del Sol.
Podemos tener la seguridad de que los derroches energéticos por parte
de la biosfera son altamente improbables: si se destina una importante
cantidad de energía a producir este extraño gas es porque cumple alguna
función útil. Se me ocurren dos posibles usos, y de acuerdo con el tópico
de que en biología una determinada substancia siempre sirve para más de
una cosa, ambos podrían ser importantes. En primer lugar, podría estar
implicado, como el metano, en la tarea de la regulación del oxígeno. El
volumen de oxígeno que desde el suelo y los lechos marinos transporta el
óxido nitroso es dos veces la cantidad necesaria para equilibrar las
pérdidas producidas por la oxidación de las materias reductoras llegadas
constantemente a la superficie de la Tierra desde su interior. Podría actuar,
por lo tanto, como contrapeso del metano. Es por lo menos verosímil que
la producción de uno y otro sean complementarias; ambas podrían ser
reguladores rápidos de la concentración de oxígeno.
La segunda función importante del óxido nitroso está relacionada con su
comportamiento en la estratosfera donde se descompone, entre otras
cosas, en óxido nítrico. Se ha señalado a este compuesto como
responsable de una acción catalíticamente destructiva sobre la capa de
ozono, situación aparentemente alarmante a la vista de las advertencias
formuladas por muchos ecologistas respecto a que la peor amenaza para
nuestro mundo es la destrucción de la capa estratosférica de ozono por la
acción de las aeronaves supersónicas y los productos contenidos en los
aerosoles. De hecho, si los óxidos de nitrógeno destruyen el ozono, la
naturaleza agrede a la antedicha capa desde hace mucho,
pero que mucho tiempo. Un exceso de ozono sería tan malo como
carecer de él; el ozono, del mismo modo que los demás componentes de la
atmósfera, tiene también un óptimo deseable. Si se incrementara en
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cuantía superior al 15 por ciento se producirían repercusiones negativas en


el clima. Sabemos además, con toda certeza, que la radiación ultravioleta
tiene aspectos útiles y beneficiosos, y una capa de ozono más densa podría
impedir su llegada a la Tierra en dosis suficientes. En los seres humanos, la
vitamina D se forma en la piel a resultas de la acción ejercida sobre ella
por los rayos ultravioletas. Si una radiación ultravioleta excesiva puede
favorecer el cáncer de piel, su debilitamiento producirá raquitismo con toda
seguridad. Aunque la producción de óxido nitroso por parte de los
indicados microorganismos no nos beneficie directamente, la radiación
ultravioleta de bajo nivel podría ser de importancia para otras especies en
procesos aún por descubrir. Como regulador al menos —junto a otro gas
atmosférico de origen biológico recientemente descubierto, el cloruro de
metilo— podría ser valioso. El sistema de control de Gaia incluiría
también un medio para detectar la cantidad de ultravioleta filtrada a
través de la capa de ozono, regulándose subsiguientemente la producción
de óxido nitroso.
Otro gas nitrogenado que la atmósfera y los mares producen en
abundancia es el amoníaco. Aunque es un gas de difícil medida, se calcula
que su producción no es inferior a las 1.000 megatoneladas anuales, tarea
para la cual la biosfera (el amoníaco es ahora exclusivamente de origen
biológico) consume gran cantidad de energía. La función de este gas es,
casi con toda seguridad, controlar la acidez ambiental. Teniendo en cuenta
los ácidos que la oxidación del nitrógeno y el azufre producen, el amoníaco
generado por la biosfera es justamente el necesario para mantener
alrededor de 8 el pH de la lluvia, cifra óptima para la vida. De faltar el
amoníaco, este pH caería hasta un valor de 3, acidez comparable a la del
vinagre; esto ya sucede en ciertas partes de Escandinavia y de
Norteamérica, con efectos desastrosos para el desarrollo vegetal. La causa
de este fenómeno serían los humos desprendidos por la combustión de los
combustibles industriales y domésticos en áreas densamente pobladas:
la mayoría de estos combustibles contienen azufre que, expelido a la
atmósfera, vuelve al suelo con la lluvia en forma de ácido sulfúrico.
La vida tolera una cierta acidez; de ello son prueba los jugos digestivos
de nuestros estómagos. Un entorno tan ácido como el vinagre, sin
embargo, se halla muy lejos de ser el ideal. Es verdaderamente una
suerte que los ácidos y el amoníaco estén equilibrados, que la lluvia no sea
ni demasiado ácida ni demasiado alcalina. Si aceptamos la hipótesis del
mantenimiento activo de este equilibrio mediante el sistema cibernético
de control de Gaia, el costo energético de la producción amoniacal habrá
de cargarse a la cuenta total de la fotosíntesis.
El constituyente más abundante de la atmósfera es, con gran
diferencia, el nitrógeno gaseoso; supone el 79 por ciento del aire
respirable. Los dos átomos de su molécula están unidos por un enlace
químico de los más potentes, lo que le confiere una notable falta de
reactividad. Se ha acumulado en la atmósfera a causa de la acción de las
bacterias desnitrificantes y de otros procesos biológicos. Ciertos procesos
inorgánicos, como las tormentas, lo devuelven lentamente al mar, su
habitat natural.
Pocos se percatan de que no es el gas la forma estable del nitrógeno,

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sino el ion nitrato disuelto en el mar. Como vimos en el capítulo 3, si la


vida desapareciera, la mayor parte del nitrógeno atmosférico terminaría
por combinarse con el oxígeno volviendo al mar en forma de nitrato. ¿Qué
ventajas obtiene la biosfera de bombear nitrógeno a la atmósfera además
del mantenimiento del equilibrio químico? En primer lugar, la estabilidad
del clima quizá requiera la actual densidad atmosférica y el nitrógeno
resulta conveniente para incrementar la presión. En segundo, un gas de
reactividad escasa como el nitrógeno es lo más adecuado para diluir el
oxígeno del aire; como hemos visto en páginas anteriores, una atmósfera
de oxígeno puro tendría consecuencias desastrosas. En tercer lugar, si la
totalidad del nitrógeno estuviera en los mares como ion nitrato, el siempre
delicado problema de mantener la salinidad lo bastante baja para permitir
la vida, empeoraría. Como veremos en el capítulo siguiente, la membrana
celular es extremadamente vulnerable a la salinidad de su entorno; una
salinidad total por encima de 0,8 molar la destruye, con independencia de
que se trate de cloruro, de nitrato o de una mezcla de ambos. Si todo el
nitrato estuviera en los mares como ion nitrato, la molaridad pasaría de
0,6 a 0,8: ello significaría la incompatibilidad del agua marina con casi
todas las formas conocidas de vida. Señalemos finalmente que además de
su efecto sobre la salinidad marina, las concentraciones altas de nitrato
son venenosas. La adaptación a un entorno con fuerte contenido de
nitratos habría sido más difícil y más onerosa energéticamente para la
biosfera que el simple almacenamiento del nitrógeno en la atmósfera,
donde además resulta de cierta utilidad. Cualquiera de las posibilidades
expuestas podría, pues, constituir un motivo válido para justificar la
existencia de los procesos biológicos que transportan nitrógeno desde la
superficie a ¡a atmósfera.
La cuantía de un gas atmosférico no es, evidentemente, medida de
importancia. El amoníaco, por ejemplo, cien millones de veces menos
abundante que el nitrógeno, tiene una función reguladora tan importante
como la de éste. En realidad, la producción anual de amoníaco es tan
cuantiosa como la de nitrógeno, pero su remoción es mucho más rápida. La
abundancia de los gases de la atmósfera depende mucho más de su tasa
de reactividad que de su tasa de producción, como demuestra el hecho de
que los gases menos abundantes suelan ser actores principales en los
procesos de la vida.
El descubrimiento de las intrincadas reacciones químicas acaecidas entre
los gases de la atmósfera ha sido una de las aportaciones más valiosas de
la química moderna. Sabemos ahora, por ejemplo, que gases vestigiales
como el hidrógeno y el monóxido de carbono son productos intermedios
de la reacción entre el metano y el oxígeno, pudiendo, por lo tanto, ser
también considerados gases biológicos como sus progenitores. Otros
muchos gases activos —ozono, óxido nítrico, dióxido de nitrógeno— caen
dentro de esta categoría; en ella están también unas substancias muy
reactivas de vida efímera, denominadas por los químicos radicales libres.
Uno es el radical metilo, primer producto de la oxidación del metano. Unos
1.000 millones de toneladas pasan anualmente por la atmósfera, aunque
en razón de su cortísima vida —menos de un segundo— no suele haber
más de uno por centímetro cúbico de aire. No es éste el lugar apropiado

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para describir detalladamente la compleja química de tales substancias,


pero resultan interesantes para quienes quieran saber algo más de los
gases atmosféricos.
Los así llamados gases nobles y raros del aire no son particularmente
raros ni enteramente nobles. Hubo una época en la que se les suponía
resistentes al ataque de cualquier agente químico; en otras palabras,
pasaban el test del ácido como esos metales también calificados de
nobles (oro y platino). Hoy se sabe que el kriptón y el xenón forman
compuestos. El gas más abundante de este grupo es el argón que, con el
helio y el neón, supone casi el 1 por ciento de la atmósfera, lo que parece
en contradicción con el remoquete de raro. Estos gases inertes son de
inequívoco origen inorgánico y resultan de utilidad para establecer con
mayor claridad el inerte telón de fondo contra el que destaca la vida.
Los gases producidos por la actividad humana —los fluorocarbonos, por
ejemplo— proceden fundamentalmente de la industria química; ni que
decir tiene que no aparecieron en el aire hasta la llegada de la era
industrial. Son también buena prueba de la presencia de vida activa. Tras
descubrir propelentes de aerosol en nuestra atmósfera, un visitante del
espacio exterior tendría pocas dudas sobre la existencia de vida inteligente
en nuestro planeta. Nuestro persistente y autoimpuesto apartamiento de
la naturaleza suele hacernos pensar que los productos industriales están
en las antípodas mismas de lo "natural": en realidad, habida cuenta de
que son el resultado de la actividad de un grupo de seres vivos, la especie
humana, resultan a la postre tan naturales como todos los demás
compuestos químicos de la Tierra. Obviamente en ocasiones son productos
agresivos, peligrosos o incluso letales, como los gases nerviosos, pero
ninguno de ellos supera en toxicidad a la toxina fabricada por el bacilo
botulinus.
Llegamos por último a esos dos componentes esenciales de la
atmósfera y de la vida misma, el dióxido de carbono y el vapor de agua.
Su importancia para la vida es fundamental, pero es difícil determinar si
están regulados biológicamente. Para la mayoría de los geoquímicos, el
contenido atmosférico de CO2 (0,03 por ciento) se mantiene constante a
corto plazo gracias a sencillas reacciones con el agua del mar. O, para
satisfacer a los de gustos más técnicos: el dióxido de carbono y el agua
están en equilibrio con el ácido carbónico y su anión disuelto.
La cantidad de CO2 que, laxamente fijada de este modo, contienen los
océanos, es casi cincuenta veces superior a la del aire. Si la tasa
atmosférica disminuyera por una u otra causa, bastaría liberar una
pequeña parte de la enorme reserva oceánica para restablecer la
normalidad. En nuestra época, por contra, el CO2 de la atmósfera está
aumentando debido al quemado de combustibles fósiles. Suponiendo que
mañana interrumpiéramos el consumo de estos combustibles, no haría
falta mucho tiempo (quizá unos treinta años) para que este incremento
desapareciera, restableciéndose el equilibrio entre la cantidad de gas del
aire y de bicarbonato en el mar. A consecuencia del quemado de
combustibles fósiles, el CO2 del aire ha aumentado aproximadamente un
12 por ciento. En el capítulo 7 se examinan las consecuencias de esta
modificación causada por el hombre.

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Si Gaia regula el CO2, es más probable que lo haga indirectamente,


ayudando al restablecimiento del equilibrio, que oponiéndose frontalmente
al aumento del gas. Volviendo a nuestra analogía de la playa, se trataría
de alisar deliberadamente un área irregular antes de empezar a construir
el castillo. No resulta fácil, sin embargo, distinguir entre estados de
equilibrio naturales e inducidos; podríamos estar ante uno de esos
veredictos basados exclusivamente en pruebas circunstanciales.
A largo plazo (es decir, en la escala temporal geológica) creemos, con
Urey. que el equilibrio entre las rocas silíceas y carbonosas del suelo
marino y la corteza terrestre proporcionará reservas de CO2 aún mayores,
asegurando un nivel constante de este gas. Siendo así las cosas, ¿se
necesita la intervención de Gaia? La respuesta es que podría ser muy
necesaria si los ajustes no se realizan con la celeridad suficiente para el
conjunto de la biosfera. Es algo parecido a la situación de quien una
mañana invernal no puede salir de casa porque la nieve bloquea la puerta.
Sabe, naturalmente, que el obstáculo terminaría por desaparecer
espontáneamente, pero ello no le impide apresurarse a retirarlo.
Son muchos los signos de impaciencia que, en el caso del CO2, muestra
Gaia ante la lentitud del restablecimiento del equilibrio. En la mayoría de
los seres vivos se detecta la enzima anhidrasa carbónica, cuya función es
acelerar la reacción entre el dióxido de carbono y el agua; los lechos
marinos reciben una constante lluvia de conchas, ricas en carbonatos, que
eventualmente forman conglomerados de rocas calcáreas o cretáceas,
impidiéndose así el estancamiento del CO2 en las capas superficiales del
mar; finalmente, el doctor A. E. Pringwood ha sugerido que la incesante
fragmentación del suelo y las rocas causada, en mayor o menor grado, por
todas las formas de vida acelera la reacción entre el dióxido de carbono,
el agua y las rocas carbonosas.
No parece descabellado pensar que, sin la interferencia de la vida, el CO2
se acumularía en el aire hasta alcanzar niveles peligrosos. En cuanto gas
"invernadero", su presencia junto al vapor de agua en la atmósfera
contemporánea eleva notablemente la temperatura: si, a causa de la
combustión de combustibles fósiles, el nivel de CO2 creciera demasiado
rápidamente para las fuerzas inorgánicas del equilibrio, la amenaza de
sobrecalentamiento podría resultar seria, pero, por fortuna este gas
"invernadero" interactúa intensamente con la biosfera. El CO2 no es sólo
fuente de carbono para la fotosíntesis; son muchos también los
organismos heterotróficos (es decir, no fotosintéticos) que lo captan de la
biosfera y lo convierten en materia orgánica. Hasta los animales —cuya
respiración es, desde luego fuente de CO2— incorporan a sus organismos
pequeñas cantidades de este gas atmosférico. En realidad, cuanto mayor
parece ser la importancia de los procesos del equilibrio inorgánico en la
determinación de la cuantía atmosférica de un gas, mayor puede ser su
interacción con la biosfera, y ello no es de extrañar si se piensa que ésta
controla activamente su entorno y utiliza las condiciones dadas en su
propio beneficio.
La relación de la biosfera con el dióxido de hidrógeno, esa substancia
versátil y extraña, también conocida como agua, sigue un modelo parecido
aunque es todavía más fundamental. Aunque el ciclo del agua —de los

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océanos a la atmósfera y de ésta a las masas de tierra— extrae su energía


básicamente de la radiación solar, la vida participa a través del proceso de
transpiración. La luz del Sol puede evaporar agua de los mares, agua cuyo
destino es precipitarse sobre la tierra, pero lo que la luz solar no hace
espontáneamente en la superficie de la Tierra es separar el oxígeno del
agua ni establecer las reacciones que determinan la síntesis de substancias
y estructuras complejas.
La Tierra es el planeta del agua. Sin ella no habría aparecido la vida,
dependiente aún por completo de su imparcial generosidad. Es el trasfondo
último de referencia. Todas las desviaciones del equilibrio podrían ser
consideradas como desviaciones del nivel de referencia-agua. Las
propiedades de acidez, alcalinidad y potenciales redox son estimadas en
relación a la neutralidad del agua. La especie humana toma el nivel medio
del mar como base de referencia a partir de la cual se miden alturas y
profundidades. De igual modo que el CO2, el vapor de agua tiene las
propiedades de un gas invernadero e interactúa intensamente con la
biosfera. Si aceptamos la proposición de que la vida controla y adapta
activamente el entorno atmosférico según sus necesidades, su relación con
el vapor de agua ilustra nuestra conclusión de que las incompatibilidades de
los ciclos biológicos y el equilibrio inorgánico son más aparentes que
reales.

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