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Qué Es Falacia

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¿Qué es falacia?

0. Introducción.
Nuestro término falacia proviene etimológicamente del latino fallo, que presenta dos
acepciones principales: engañar o inducir a error; fallar, incumplir, defraudar.
Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se
quiere hacer pasar, por una buena argumentación, y en esa medida se presta o induce a
error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o
fraudulenta.
El fraude no solo consiste en frustrar o sesgar los propósitos y las expectativas de
interacción en un marco argumentativo dado, sino que además puede responder a una
intención o una estrategia deliberadamente engañosa. Representa una quiebra o un
abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan
nuestras prácticas argumentativas.
Pero hoy la consideración de las falacias, más allá de estos servicios críticos, también
puede suministrar noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general
de la argumentación. Así que este papel de síntoma y de espejo del estado del campo de
la argumentación será otro punto digno de atención aquí al volver sobre el tema clásico
de las falacias.

1. La noción de argumentación falaz


Una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, algo censurable hecho por
alguien.
También se ha hablado desde antiguo de ‘sofismas’ y de ‘paralogismos’: un sofisma es un
ardid o una argucia dolosa, mientras que un paralogismo es más bien un error o un fallo
involuntario.
Los casos más interesantes de paralogismos son los que tienen lugar como vicios
discursivos o cognitivos que pueden contraerse con la misma práctica de una pauta de
razonamiento fiable en principio.
Los casos más relevantes de falacia son los que tienden al polo de los sofismas efectivos y
con éxito, es decir las estrategias capciosas que consiguen confundir o engañar al
receptor, sea un interlocutor, un jurado o un auditorio.
Si lo que nos interesa son los aspectos conceptuales y sus proyecciones teóricas más allá
de los listados y catálogos, la situación tampoco resulta muy satisfactoria. Es sintomático
que, a veces, la insatisfacción derivada de las limitaciones de las clasificaciones
tradicionales se vierta en frases desafortunadas más llamativas que lúcidas.
Hay quien considera que nuestra anemia teórica en el ámbito de la argumentación
informal es más aguda y traumática pues afecta simétricamente a la determinación de la
validez y a la de la invalidez. Hay quien piensa además que deberíamos liberarnos de
todos los traumas provocados por el ansia de teoría en este ámbito pues se trata de una
pasión imposible.
Según esto, una teoría adecuada de la argumentación falaz presupone una teoría
adecuada de la argumentación correcta, con arreglo a estos supuestos: a) toda falacia
consiste en una falta o una transgresión; b) cada falacia cuenta con un correlato correcto
o un remedio corrector; c) las falacias y sus correlatos están asociados de modo que el
motivo de la incorrección de la falacia como mala argumentación guarda una relación
directa con la razón de la corrección de su reverso como buena argumentación.

2. Las ideas tradicionales sobre la argumentación falaz


2.1 El llamado “tratamiento estándar”.
Según Hamblin se cifra en esta definición: “un argumento falaz es un argumento que
parece válido pero no lo es”
Conforme a esta noción las falacias tienen tres características básicas: son 1) argumentos
que 2) aparentan ser válidos, pero 3) no lo son en realidad.
Una cuestión que cabría plantearse es su extensión: podemos pensar no sólo en el
argumento que pasa por válido sin serlo, sino en lo que parece ser un argumento pero no
lo es.
Para empezar, las falacias son acciones o interacciones discursivas, de modo que no toda
maniobra que bloquee o eluda la comunicación en el marco de una discusión será falaz:
no es una falacia de evasión de la carga de prueba el hecho de poner la música a todo
volumen y volver la espalda a quien nos pide que justifiquemos nuestra posición. Pero hay
interacciones discursivas que pueden ser argumentativas o no según su versión y su uso
contextual: asaltar a un viandante con la frase “¡La bolsa o la vida!” no es una falacia
intimidatoria no es un argumento, sino lisa y llanamente un asalto o una intimidación;
mientras que su versión en los términos: “Si no me da la cartera, le pego un tiro en la sien.
Claro que usted es muy dueño de proceder como quiera. Pero yo le aconsejaría que
eligiera bien. Así que, ¡decida usted mismo!”, podría considerarse un argumento
coercitivo o intimidatorio con visos falaces de advertencia.
2.2 ¿Hay falacias formales?
Serían formales las falacias detectables por su propia forma o estructura lógica (e.g. unos
argumentos que pasan por concluyentes pero descansan en una inferencia ilegítima o en
el uso erróneo de los operadores lógicos); serían materiales, en cambio, las
diagnosticables por vicios del contenido o la materia tratada, más allá o al margen de la
forma (las falacias fundadas en unas premisas falsas o irrelevantes para la pretendida
conclusión o las que procuran sacudirse de encima la carga de la prueba de conclusión en
cuestión).
Un argumento es válido si media una relación de consecuencia entre sus contenidos
semánticos de tal manera que la información dada en la conclusión se halla contenida en
la existente en las premisas; en otro caso, es inválido.
Una deducción es una argumentación cuya cadena de razonamiento muestra o hace
evidente para un sujeto epistémico que la conclusión se sigue lógicamente de las
premisas; así pues, el término ‘deducción’ solo se aplica a éxitos lógico-cognitivos, no a
fracasos, y no cabe hablar de una deducción “fallida” o “errónea”, calificativos reservados.
Una prueba es una deducción cuyas premisas se reconocen o asumen como verdaderas,
referencia que introduce en la prueba componentes no formales de donde se deriva un
corolario divergente de los principios anteriores, el corolario.
Por lo que concierne a las falacias, se considera falaz toda argumentación
pretendidamente deductiva que discurra a partir de las premisas de un argumento
inválido y, por ende, a través de una cadena de razonamiento no concluyente.
Así pues, se supone que la invalidez lógica de un argumento es una condición suficiente
para determinar el carácter falaz de la argumentación correspondiente, aunque no sea
una condición necesaria en la medida en que pueden concurrir otros errores o faltas
relativas a los componentes no formales de las pruebas, como la falsedad encubierta de
alguna de sus premisas.
3. Perspectivas actuales
Pueden servirnos de referencia no sólo por su raigambre histórica en la teoría de la
argumentación, sino por el arraigo popular de ciertas metáforas familiares.
3.1 La perspectiva lógica.
En este contexto, una falacia viene a ser sustancialmente una prueba o un intento de
justificación epistémica fallidos por seguir un procedimiento viciado, de modo que se trata
de un error o un fallo relativamente sistemático y, por lo regular, encubierto o disimulado
al ampararse en recursos retóricos o emotivos para compensar la carencia o la
insuficiencia de medios de persuasión racional. Un modelo arquetípico de falacia en este
sentido epistémico es la petición de principio, el tipo de argumento que pretende probar,
o aparentar la prueba de, la conclusión en cuestión c* sobre la base de una premisa P* no
menos controvertida, o en todo caso inadecuada –bien porque P* es una aserción
equivalente a c*, bien porque P* presupone a su vez c* o descansa en ella– (Ikuenobe,
2004: 189-211). Pues bien, cabe pensar entonces que este punto, la falta de una
justificación debida o la inadecuación de la justificación pretendida, viene a ser
precisamente un principio unificador de las falacias por debajo de las variedades que
puedan presentar los fiascos y los disfraces discursivos.
Las virtudes de este planteamiento lógico-epistémico residen en la existencia de criterios
finos y precisos para determinar la calidad constitutiva del argumento analizado, y de
modelos contrastados para juzgar sobre sus pretensiones de prueba. Las limitaciones
tienen que ver con unos supuestos como los siguientes:
La argumentación puede responder a diversos propósitos, pero el fundamental es probar
algo, así que el objetivo primordial de un argumento es probar o justificar debidamente
una proposición.
De ahí que su calidad sea ante todo epistémica y que las condiciones determinantes de
esa calidad se remitan a una justificación objetiva interna; y en esta línea.
El análisis y la evaluación se atienen a un producto argumentativo autónomo, al texto de
una prueba o una demostración, más bien al margen de los contextos efectivos de uso del
argumento y de los marcos de interacción de los agentes discursivos.
3.2 La perspectiva dialéctica
Un enfoque dialéctico se centra en la interacción discursiva, más bien normalizada, entre
unos agentes que desempeñan papeles opuestos y complementarios en el curso de un
debate, el de proponente o defensor de una posición y el de oponente o adversario. De
ahí que su paradigma o modelo argumentativo sea la discusión crítica, y que el aspecto de
la argumentación situado en primer plano sea el curso seguido en la confrontación en
orden a la consecución del buen fin de la discusión y conforme a unas determinadas reglas
de procedimiento. El propósito principal de conducir la discusión a buen puerto y la
normativa del debate deparan las condiciones y normas que ha de cumplir la buena
argumentación: se supone que, por contraste, el bloqueo de la resolución racional del
conflicto o la violación de las reglas de juego definen la mala argumentación en general o,
al menos, son la marca de un proceder perverso o ilícito. Entre sus méritos se cuentan
desde poner la interacción discusiva del juego de dar y pedir razones en primer plano o
constituir una propuesta sistemática y normativa, hasta reconocer el relieve de
procedimientos ilegítimos un tanto descuidados por la tradición, como la evasión de la
carga de la prueba o el bloqueo de la capacidad de intervención de la otra parte en la
discusión. Mayor virtud es, a mi juicio, la introducción de un planteamiento de sumo
interés en la perspectiva general de una teoría de la argumentación: la consideración de
dos planos, a saber la infraestructura pragmática del discurso y la estructura regulativa de
la interacción dialéctica, en el estudio de la argumentación.
3.3 La perspectiva retórica
Una perspectiva retórica centra la mirada en los procesos de argumentación que discurren
sobre la base de relaciones interpersonales de comunicación y de inducción 15, y en sus
eventuales efectos persuasivos, suasorios o disuasorios. Paradigmática en este sentido
podría ser la defensa de un caso ante un interlocutor, un jurado o un auditorio sobre
cuyas creencias, disposiciones o decisiones acerca del caso en cuestión se procura influir.
De modo que son consideraciones de eficacia y de efectividad las que priman a la hora de
juzgar sobre la argumentación: eficacia y efectividad que, por una parte, no se siguen
necesariamente de las virtudes internas lógicas o dialécticas de los argumentos y los
procedimientos empleados 16, y que por otra pueden darse sin ellas.
4. La nueva perspectiva de la “lógica del discurso civil (o público)”.
También en combinación se bastarían no sólo para tratar aspectos tan diversos de la
interacción argumentativa entre agentes discursivos, como los que hemos visto, sino para
abordar problemas de otro género no menos relevantes. Un punto pendiente al que
deben responder es, por ejemplo, el problema de la coordinación y articulación de las tres
perspectivas mismas, integración que en teoría al menos parece deseable. Entiendo por
deliberación en este contexto una interacción argumentativa entre agentes que tratan,
gestionan y ponderan información, opciones y preferencias, en orden a tomar de modo
responsable y reflexivo una decisión o resolución práctica sobre un asunto de interés
común y debatible, al menos en principio, mediante los recursos del discurso público, e.g.
mediante razones comunicables y compartibles más allá de los dominios personales o
puramente profesionales de argumentación. Supone no sólo una interacción dialéctica
entre alternativas, sino una confrontación interpersonal de los proponentes, cuya
presencia real puede propiciar tanto estrategias de poder e influencia, como actitudes de
cautela e incluso inhibición de maniobras descaradamente falaces. Su éxito descansa,
entre otras cosas, en la disposición al entendimiento mutuo y a la coordinación de las
intervenciones –no necesariamente al consenso– y en la fluidez de la comunicación, e.g.
en la experiencia de que compartir información ayuda a salvar las limitaciones del
conocimiento individual.
Pero la deliberación, en el sentido práctico y público relevante aquí, se distingue por la
importancia que cobran ciertos rasgos como los siguientes:
(i*) El proceso discurre a partir del reconocimiento de una cuestión de interés público y
pendiente de resolución que, por lo regular, incluye conflictos o alternativas entre dos o
más opciones posibles o entre dos o más partes concurrentes.
(ii*) La discusión envuelve no solo proposiciones, sino propuestas.
(iii*) Las propuestas envuelven estimaciones y preferencias que descansan, a su vez, en
consideraciones contrapuestas de diverso orden y de peso relativo que pueden dar lugar a
inferencias no ya simplemente lineales o hiladas dentro de un mismo plano, sino
mixtilíneas y pluridimensionales, aunque la confrontación responda a un propósito común
o apunte al mismo objetivo.
(iv*) Las propuestas, alegaciones y razones puestas en juego tratan de inducir al logro
consensuado de resultados de interés general.
Los rasgos (i*) y (ii*) determinan la vinculación de la deliberación al ámbito de la razón
práctica. Por otro lado, de los rasgos (i* y iii*) se desprende que la cuestión o el conflicto
no puede dirimirse mediante un algoritmo o una rutina o método efectivo de resolución.
Además, conforme a (iii*), la evaluación del curso y desenlace de una deliberación se
remite a consideraciones de plausibilidad, criterios de ponderación y supuestos de
congruencia práctica, antes que a los criterios usuales de corrección de una línea
inferencial o un esquema argumentativo. En fin, (iv*) indica la orientación hacia un interés
u objetivo común, por encima o aparte de los intereses personales o privados de los
participantes; objetivo no siempre logrado pues la suerte del proceso deliberativo es
sensible a las estrategias discursivas adoptadas –e.g. competitivas versus cooperativas–,
así como a otras condiciones y circunstancias relativas al marco y a la conformación social,
comunicativa, etc., de los agentes y foros involucrados. Todo esto deja entrever la
complejidad de una evaluación o una estimación del curso y del desenlace de un debate
que envuelve no sólo unas condiciones precisas para la calidad y el éxito de la deliberación
–o al menos capaces de fundar expectativas razonables en tal sentido– sino ciertos
indicadores de la efectividad o del cumplimiento de esas expectativas.

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