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Wolf Christa - Medea

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Christa Wolf

*
De todas las mujeres siniestras,
seductoras y transgresoras, que
alimentan el imaginario occidental ,
ninguna goza de una reputación más
espeluznante que Medea.
Judith, Salomé. Jczabel, Dalila, Lady
Macbeth, asesinaron o traicionaron a
hombres adultos, pero los crímenes de
Medea son más escalofriantes, ya que
además de atribuírsele haber matado
a su hermano menor, se dice que
sacrificó a sus hijos para vengarse de
Jasón, su marido. (...) La historia ha
sido contada una y otra vez a lo largo
de los últimos dos mil quinientos
años. Se la ha utilizado como fuente
de poemas, obras de teatro, pinturas,
novelas y óperas, de las cuales hay
por lo menos veinticuatro versiones.
Cada artista se ha inspirado en las
diversas tradiciones, y ha hecho sus
propios cambios y agregados.
Pero Medea no es una alegoría
simplista. Como un túnel poblado de
espejos, refleja y genera ecos. La
pregunta que le hace al lector, a través
de diversas voces y de diferentes
maneras, es: ¿Que estarías dispuesto a
creer, a aceptar, a ocultar, a hacer para
salvar el pellejo, o sencillamente para
permanecer cerca del poder? ¿A quién
estarías dispuesto a sacrificar? Duras
preguntas, y formularlas es la tarea
compleja pero esencial de este libro
implacable, ingenioso, brillante y
necesario.
an der
Berlín,
Alemania, 2011). Su extensa obra
narrativa y cnsayística fue traducida a
las principales lenguas y galardonada
con importantes premios como el
Georg Büchner (1980), el Schiller
Memorial (1983), el Premio Nacional
de Vicna para la literatura europea
(1985) y el Dcutscher Bücherpreis
(2002) por su trayectoria como
escritora.

Principales obras: Noticias sobre


Christa T. (1968). Muestra de infancia
(1976), Lo que queda (1979),
■ Casandra (1983), Accidente (1987),
¡Pieza de verano (1989), Medea
M1996)
Christa Wolf

Medea

Traducción de Miguel Sáenz

el cuenco de plata

extraterritorial
Wolf, Christa
Medea - 1* cd. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Cuenco de Plata, 2014.
200 pgs.; 21x13 cni. ■ (extraterritorial)

Título original: Mcdca Stimmcn


Traducido pon Miguel Sáenz

1SBN: 978-987-1772-99-5

1. Narrativa Alemana. 2. Novela I. Sáenz, Miguel, trad. II. Título


CDD 833

el cuenco de plata / extraterritorial

Director editorial: Edgardo Russo

Diseño y producción: Pablo Hernández

O de la traducción: Miguel Sáenz


First publishcd by Luchterhand Verlag in 1996
O Suhrkantp Verlag Frankíurt am Main 2008
All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin.
O 2014, El cuenco de plata SRL
Av. Rivadavia 1559, 3’ “A" (1033) Buenos Aires, Argentina
www.clcuencodeplata.com.ar

Hecho el depósito que indica la ley 11.723.


Impreso en junio de 2014.

Prohibida la reproducción parcial o rota) de cric libro iin la autorización previa del editor.
Medea
La acronía no consiste en la yuxtaposición indife­
rente sino más bien en entrelazar las épocas, siguien­
do el modelo de un trípode, en una serie de estructuras
que se rejuvenecen. Se puede desplegarlas como un
acordeón, y entonces hay mucha distancia entre los
extremos, pero también se pueden encajar unas en
otras como muñecas rusas, y entonces las paredes que
separan las épocas quedan muy próximas. Las gentes
de otros siglos oyen gimotear nuestros gramófonos y,
a través de las paredes del tiempo, las vemos alargar
la mano hacia mesas apetitosamente dispuestas.

Eusabeth Lenk
Las voces

MEDEA Colquidense. Hija del rey Eetes y de Idía. Hermana


de Calcíope y de Apsirto.
JASÓN Argonuta, capitán del Argo.
AGAMEDA Colquidense. En otro tiempo discípula de Medea
ACAMANTE
LEUCÓN Corintio. Segundo astrónomo del rey Creonte
GLAUCE Corintia. Hija del rey Creonte y de Mérope

Otros personajes

Creonte Rey de Corinto


MEroee Reina de Corinto
Ifínoe Su hija asesinada
Lisa Colquidense. Hermana de leche y compañera de Medea
Arinna Hija de Lisa
Orce Hechicera. Hermana de la madre de Medea
Presbón Colquidense. Organizador de los juegos de Corinto
Telamón Compañero de Jasón. Argonauta
Frixo de Yolco, trajo el Vellocino a la Cólquida
Peuas Tíode Jasón en Yolco
Quirón Preceptor de Jasón en las montañas de Tesalia
Mérmero,Feres Hijos de Medea y de Jasón
Oistros Escultor, amante de Medea
Aretusa de Creta, amiga de Medea
El anciano de Creta, amante y amigo de Aretusa

9
Pronunciamos un nombre y, como las paredes son
permeables, penetramos en su época, encuentro deseado,
desde el fondo del tiempo responde a nuestra mirada. ¿In­
fanticida? Por primera vez, esta duda. Un burlón encogerse
de hombros, un volverse, no necesita ya nuestra duda ni nues­
tros esfuerzos por hacerle justicia, se va. ¿Precediéndonos?
¿Dejándonos? Entretanto, las preguntas han perdido su sen­
tido. Nosotros la hemos puesto en camino, ella viene hacia
nosotros desde las profundidades del tiempo, nos dejamos
ver hacia atrás, pasando junto a las épocas que, parece, no
nos hablan tan claramente como la suya. En algún momento
tendremos que encontrarnos.
Descendamos hacia los ancianos, ¿nos alcanzan? Da
igual. Basta con alargar las manos. Ligeramente se ponen a
nuestro lado, huéspedes extranjeros, semejantes a nosotros.
Poseemos la llave que abre todas las épocas, a veces la utili­
zamos sin vergüenza, echamos una ojeada rápida por la puer­
ta entreabierta, ávidos de juicios apresurados, pero debiera
ser igualmente posible acercarse paso a paso, con temor ante
el tabú, decididos a no arrancar sin necesidad su secreto a
los muertos. Confesando nuestra necesidad, así tendríamos
que empezar.
Los milenios se funden bajo una fuerte presión. Por con­
siguiente, que la presión siga. Preguntas ociosas. Falsas

11
CiuuhaWou

preguntas desconciertan <i la figura que quiere liberarse de


la osciindüd d#l desctmoelmiento, Tenemos que advertirla.
Nuestro desconocimiento forma un sistema cerrado, nada
puede refutarlo, O bien tendríamos que atrevemos a lo más
intimo de nuestro desconocimiento y autodesconocimiento,
a entrar sencillamente, juntos, uno tras otro, en los oídos el
estrépito de paredes que se derrumban. A nuestro lado, es­
peramos, esa figura de nombre mágico en la que se encuen­
tran las épocas, proceso doloroso. En la que nuestra época
nos encuentra. La mujer salvaje.
Ahora oímos voces.

12
1

Todo lo que he cometido hasta ahora


lo llamo obra de amor...
Ahora soy Medea,
mi naturaleza ha crecido por el sufrimiento.

Séneca: Medea
Medea

También los dioses muertos gobiernan. También los des­


graciados temen por su suene. Lenguaje del sueño. Lenguaje
del pasado. Ayúdame a salir, a salir de este pozo, lejos del
fragor de mi cabeza, por qué oigo ese fragor de armas, están
luchando pues, quién lucha, madre, son mis colquidenses, oigo
sus juegos bélicos en nuestro patio interior, o dónde estoy, el
fragor no hace más que aumentar. Sed. Tengo que despertar­
me. El cuenco junto a mi lecho. El agua fresca no sólo aplaca
la sed sino también el estrépito de mi cabeza, lo sé. Entonces te
sentabas a mi lado, madre, y cuando yo volvía la cabeza, como
ahora, veía la abertura de la ventana, como aquí, ¿en dónde
estoy?, allí no había higuera, allí estaba mi querido nogal.
Sabías, madre, que se puede añorar un árbol, madre, yo era
una niña, casi una niña, había sangrado por primera vez, pero
no estaba enferma por eso, no por eso te sentabas a mi lado y
me distraías, me cambiabas las compresas de hierbas del pe­
cho y la frente, me ponías mis manos muy cerca de los ojos y
me enseñabas las líneas de las palmas, primero la izquierda,
luego la derecha, qué distintas, me enseñabas a leerlas, con
frecuencia he rehuido su mensaje, las he entrelazado, las he
posado sobre heridas, las he levantado hacia la diosa, he sa­
cado agua del pozo, he tejido el lienzo con nuestros dibujos,
las he enterrado en los cálidos cabellos de los niños. Una vez,
madre, en otra época, rodeé tu cabeza como despedida con

15
ClIRIHA WOLf

ambas manos, su forma dejó su huella en mis palmas, también


las manos tienen memoria. Estas manos han palpado cada
lugar del cuerpo de Jasón, esta misma noche, pero ahora es la
mañana, y de que día.
Tranquila. Muy tranquila, una cosa tras otra. Recuerda.
Quien eres. Soy corintia. La higuera que había ante cl vano
de la ventana de la cabaña de adobe fue para mí un consuelo
cuando me expulsaron del palacio del rey Creonte. ¿Por qué?
Eso vendrá luego. Ha acabado la fiesta o tengo que ir toda*
vía a ella, como al final prometí a Jasón. No me puedes dejar
en la estacada, Medea, muchas cosas dependen de esa fies­
ta. Para mí no, le dije, y lo sabes, pero si quieres iré, le dije,
pero será la última vez. Aquella vez seguiste con la uña la
línea diminuta de mi mano izquierda, me dijiste lo que signi­
ficaría si alguna vez cruzaba la línea de la vida, me conocías
bien, madre, ¿vives aún?
Mira. La línea diminuta, que se ha hecho más profunda,
cruza ahí la otra. Ten cuidado, me dijiste, el orgullo congela­
rá tu alma, puede ser; pero el dolor; madre, el dolor deja tam­
bién una huella desolada. A quién se lo digo. Por muy oscuro
que fuera, cuando subimos a bordo del Argo vi tus ojos y no
los pude olvidar ya, su mirada me grabó a fuego una pala­
bra que antes no conocía: culpa.
Ahora vuelve el fragor; es la fiebre, pero me parece ha­
berme sentado a esa mesa, no precisamente al lado de Jasón,
¿fue ayer?, quédate, madre, de dónde viene este cansancio,
sólo quiero dormir un poco, enseguida me levantaré, me pon­
dré el vestido blanco que he tejido y cosido yo misma, como
tú me enseñaste, y luego volveremos a recorrer juntas los
pasillos de nuestro palacio y yo me sentiré contenta, como lo
estaba de niña cuando me tomabas de la mano y me lleva­
bas por el patio interior, al pozo del centro, ¿sabes que nunca
he visto otro más hermoso?, y una de las mujeres nos sube el

16
Medea

cubo de madera, y yo vacío el agua del pozo y bebo, bebo y


me curo.
Las cosas son así: o he perdido el juicio o vuestra ciudad
se fundó sobre un crimen. No, créeme, lo sé muy bien, sé
muy bien lo que digo o pienso, he encontrado la prueba, la
he tocado con estas manos, ay, no es el orgullo lo que me
amenaza ahora. Sin embargo, la seguí, a aquella mujer, qui­
zá quería también dar una lección a Jasón, que toleró que
me sentaran al final de la mesa, entre la servidumbre, exac­
to, eso no le he soñado, fue ayer. En cualquier caso, son los
sirvientes de categoría más alta, me dijo lastimosamente, no
armes un escándalo, Medea, hoy no, te lo suplico, sabes lo
que está en juego, la reputación del rey ante todos sus hués­
pedes extranjeros. Ay, Jasón, no te esfuerces. Todavía no ha
comprendido que el rey Creonte no puede humillarme ya,
pero de eso no se trata ahora, tengo que liberar mi cabeza.
Tengo que prometerme no hablar nunca de mi descubrimiento
a ningún alma viviente, lo que me gustaría hacer sería lo que
hacíamos de niñas Calcíope y yo, ¿lo sabes, madre?, envol­
víamos bien nuestro secreto en una hoja de árbol y nos la
comíamos, mientras nos mirábamos sin apartar la vista, nues­
tra infancia, no, toda la Cólquida estaba llena de oscuros
secretos, y cuando llegué aquí, como fugitiva, a la resplan­
deciente ciudad del rey Creonte, pensé con envidia: estas
gentes no tienen secretos. Y eso creen ellos mismos, eso los
hace tan persuasivos, con cada mirada, con cada uno de sus
mesurados movimientos te lo inculcan: hay un lugar en el
mundo en donde el hombre puede ser feliz, y sólo luego he
comprendido que toman muy a mal que pongas en duda su
felicidad. Pero no se trata de eso en absoluto, qué pasa en mi
cabeza para que libere mis pensamientos en enjambres ente­
ros, por qué me resulta tan difícil sacar del enjambre el pen­
samiento que necesito.

17
Cubista Wolf

Tuve la suerte de sentarme a la mesa entre mi amigo


Lcucón, segundo astrónomo del rey, y Telamón, a éste lo
conoces tú también, madre, fue aquel argonauta que vino
con Jasón a nuestro palacio cuando llegaron a la costa de la
Cólquida, de manera que no tuve que aburrirme durante el
banquete, porque Lcucón es un hombre inteligente con quien
me gusta hablar, hay simpatía entre nosotros, y Telamón, un
poco tosco, pero que me ha sido fiel desde aquella primera
tarde en la Cólquida hace ya tantos años que apenas puedo
contarlos, trata de ser en mi presencia especialmente inge­
nioso y también especialmente obsceno, no teníamos más
remedio que reímos, y yo, decidida a castigar al rey desde
mi puesto inferior; me comportaba como una hija de rey, lo
que al fin y al cabo soy también, ¿no es cieno, madre?, la
hija de una gran reina. No me resultó difícil atraer la aten­
ción y reclamar respeto, incluso de los enviados extranjeros
de Libia y de las islas del Mediterráneo, Telamón participa­
ba en el juego, y pusimos al pobre Jasón en un aprieto, des­
garrado entre la sumisión a un rey del que al fin y al cabo
dependemos, y sus celos, brindaba por mí con disimulo y me
imploraba con sus miradas que no llevase demasiado lejos
mi atrevimiento, pero, cuando el rey comenzaba alguna de
sus peroratas, él tenía que estar pendiente de sus labios. En
nuestro extremo de la mesa nos divertíamos, ahora lo re­
cuerdo rodo otra vez. Cómo los dos hombres que tenía al
lado comenzaron a pelearse por mí, cómo Leucón, ese hom­
bre alto, delgado y algo torpe, de cráneo ovalado, que sin
duda sabe comprender una broma pero es incapaz de hacer­
la, comenzó a elogiar seriamente mis facultades de curande­
ra ante ese Telamón gigantesco de cabellos rubios; cómo
Telamón entonces, a voz en cúello, exaltó mis cualidades
físicas, la piel morena, dijo, el cabello crespo que tienen to­
das las colquidenses y que sedujo enseguida a Jasón, y a él,

18
Medka

por cierto, también, dijo, pero qué era él comparado con


Jasón; se puso sentimental, como se ponen fácilmente los
hombres fuertes, mis ojos como brasas, dijo, ya lo conoces,
madre, siempre, cuando lo veo, recuerdo cómo tú, cuando
estuvo en nuestra casa ante la puerta, te llevaste la mano a
la boca y cómo, asustada, lanzaste un ¡ay! admirativo, si no
me equivoco, y cómo tus ojos centellearon, y cómo me di
cuenta de que no eras una mujer vieja, y sin quererlo tuve
que pensar en mi padre gruñón y desconfiado. Ay, madre.
No soy ya una mujer joven, pero sigo siendo salvaje, eso
dicen los corintios, para ellos es salvaje la que no da su brazo
a torcer. Las mujeres de los corintios me parecen animales
domésticos cuidadosamente amansados, me miran como a
un fenómeno extraño; los tres que nos divertíamos en nues­
tro extremo de la mesa atraíamos todas las miradas, todas
las miradas envidiosas e indignadas de la corte y las supli­
cantes del pobre Jasón, bueno...
¿Por qué seguí a aquella mujer; la reina, a la que, desde
que estoy en esta ciudad de Corinto, apenas había visto?
Encerrada en una espesa red de espantosos rumores, bien
protegida detrás de su inaccesibilidad, pasa sus días y sus
noches en la parte más alejada y antigua del palacio, en apo­
sentos de gruesos muros que deben parecer cavernas mal
iluminadas, más prisionera que soberana, servida y vigilada
por dos mujeres extrañamente primitivas que, sin embargo,
deben de serle fieles; creo que no conoce mi nombre, y yo no
había dedicado ni un pensamiento a esa desgraciada reina
de un país que ha seguido siendo extranjero y siempre lo
será para mí. Cómo me duele la cabeza, madre, hay algo en
mí que se resiste a volver a descender a esas cavernas, al
submundo, al Hades, en donde desde siempre se muere y
se renace, en donde se cuece lo vivo con el humus de los
muertos, volviendo así a (as madres, a la diosa de la muerte.

19
Cubista Wolf

Sin embargo, qué significa avanzar, qué significa volver. La


fiebre sube, tenía que hacerlo. Vi a esa mujer junto a Creonte
por primera vez, madre, pero con esa otra visión que tú has
percibido en mí. Me resistí cuanto pude a ir a aprender con
aquel joven sacerdote, preferí caer enferma. Ahora lo re­
cuerdo, ésa fue la enfermedad durante la cual me enseñaste
las líneas de mi mano, aquel sacerdote cometió luego críme­
nes espantosos, no era normal, dijiste, esta niña tiene la otra
visión. Casi la he perdido aquí, a veces pienso que el enfer­
mizo temor de los corintios a lo que llaman mis poderes má­
gicos me ha privado de esa facultad. Por eso me sobresalté
al ver a la reina Mérope. Que se sentaba en silencio junto al
rey Creonte; que parecía odiarlo y él temerla, lo podía ver
cualquiera que tuviera ojos en la cara. Yo quiero decir otra
cosa. Quiero decir que, de pronto, se hizo un gran silencio.
Que apareció ante mis ojos el centelleo que precede a la otra
visión. Que estaba sola en la gigantesca sala con aquella mu­
jer. Entonces la vi, con su aura casi totalmente ensombrecida
por un sufrimiento implacable, de forma que el espanto se
apoderó de mí y tuve que seguirla cuando, apenas termina­
do el banquete, se levantó y, sin una palabra de explicación,
sin saludar siquiera a los comerciantes y enviados extranje­
ros, salió erguida con su vestido de fiesta bordado en oro,
obligando al rey a hablar más aprisa y reír más alto para
disimular la descortesía. En el fondo, me alegré de su derro­
ta. Debía de haber obligado a aquella mujer a mostrar a
todas aquellas gentes curiosas y fatuas su rostro devastado,
lo mismo que Jasón me indujo a representarles una comedia.
Ahora bastaba. Las dos nos fuimos por la misma razón: el
orgullo. Nunca he olvidado que un día me dijiste que, si me
mataran, tendrían que dar muerte además a mi orgullo. Así
era y así será, y sería bueno que mi pobre Jasón se diera
cuenta a tiempo.

20
Mfj>ea

Seguí a aquella mujer. El corredor que llevaba al salón del


banquete, cuántas veces lo he recorrido cuando, mujer res­
petada de Jasón, sobrino y huésped amigo del rey, iba a su
lado, en unos tiempos que me parecían felices. Cómo pude
engañarme así, pero nada engaña con más certeza que la
felicidad, y no hay puesto que enturbie tanto la claridad de
la percepción como un puesto en el séquito del rey. Era como
si a Mérope se la hubiera tragado la tierra, debía de haber
una salida, la busqué y la encontré, escondida tras unas pie­
les, tomé una de las antorchas de su soporte y me deslicé por
un pasillo cuyo techo fue pronto tan bajo que sólo podía avan­
zar encorvada, o tal vez lo haya soñado, aquella sombría
bóveda subterránea, construida en lo profundo, en las tinie­
blas, como contrafigura del palacio soberbio y luminoso del
rey. Ese descenso por las escaleras de piedra, piso tras piso,
tengo que haberlo soñado, pero el frío no, sigo temblando
aún, ni las aristas de las piedras, que me cortaron la piel,
¿por qué, si no, tendría los brazos cubiertos de arañazos con
costras?, y luego en el fondo último y más profundo, en aquel
sótano en el que incluso en este país seco se acumulaba el
agua, la entrada al laberinto de cavernas, dos escalones más
y luego avanzar sobre el vientre y seguir arrastrándome,
protegiendo la antorcha que vacilaba, sin pensar ya en
Mérope, que podía precederme o no, sin pensar ya en nada
ni nadie, tener que continuar, siempre adelante; la caverna
hacia la que el corredor se ensanchaba al fin la conocía en
sueños, porque cómo sabía yo que el camino se bifurcaba
allí, cómo sabía yo que tenía que continuar a la izquierda,
que mi antorcha se apagaría pronto. Se apagó. Luego el paso
se hizo tan estrecho que hubiera tenido que recular para sa­
lir, de forma que tuve que continuar; sabiendo que eso podía
ser mi perdición, con frecuencia se extravía alguien en las
cavernas subterráneas y muere, ¿quiero morir?, la pregunta

21
C1IKISTA WOLF

me rozó, torcí el gesto y seguí arrastrándome, luego lamí la


humedad que rezumaba de las paredes, un líquido insípido,
luego sentí que cambiaba la composición del aire y luego se
me erizó el cabello, antes aun de oír el sonido. Luego oí el
sonido. Duró más que un aliento humano, un gemido apenas
audible pero penetrante, podía ser de un animal, pero no era
de ningún animal.
Era la mujer. Era Mérope. Quise volver atrás, nada más
que atrás, pero avancé poco a poco. El sonido se interrum­
pió, el martillo de mi pecho dominó cualquier otro ruido,
también lo hace ahora, martillea hasta en mis sienes, y luego
vi, cuando mis ojos encontraron la dirección en la oscuridad,
al resplandor amortiguado de su lamparita de aceite, a la
reina sentada, muy erguida y apoyada contra la pared roco­
sa, con los ojos fijos, clavados en un punto que tenía enfren­
te. En medio de aquel frío glacial, yo estaba empapada de
sudor; apestaba de terror; eso no me había ocurrido nunca,
en mí se agitaba algo que había mantenido encerrado y que
casi había olvidado, algo vivo en aquella caverna de muerte.
No era ya un juego. Qué fatua había sido toda aquella re­
presentación en la mesa del rey, qué fatuo también mi com­
portamiento. Sin embargo, lo sé hace tiempo: en el gran en­
granaje también desempeña su papel el que se burla de él, es
verdad que' apenas me dejaba arrastrar; pero ¿no me había
empujado un rastro de complacencia a la fiesta del rey? En
lugar de negarme, como había hecho Mérope, que me había
llevado hasta allí, hasta el fin del submundo, en donde, des­
pués del terror, me acometía el pánico, porque algo se me
aproximaba arrastrándose en un silencio siniestro, ante lo
que tenía que esconderme, pero en la roca no había hendidu­
ras, ni grietas. Lo que se deslizaba hacia mí había aprendido
a moverse en silencio, a no causar ni un soplo de aire, mejor
aún de lo que sé hacerlo yo, porque tú me enseñaste muy

22
Medea

pronto esa forma de moverme, madre, compuesta de minús­


culas ausencias de movimiento, y me enseñaste también a
fundirme con las paredes -me sería útil en el palacio de mi
padre, me dijiste, antes de que yo comprendiera por qué-, lo
mismo que a respirar reteniendo todo el hálito que normal­
mente se desprende de un cuerpo humano, todo estaba aún
allí, obedecía espontáneamente la orden e impedía que yo
temblara audiblemente ante aquel ser que, sombra de una
sombra, se deslizó hacia la mujer, le susurró una palabra,
cogió su lamparita que ya se apagaba, y entonces detrás de
la mujer; a la que yo sólo podía adivinar; se dejó llevar, y las
dos, como la cueva se estrechaba, tuvieron que arrodillarse,
movimiento que yo, involuntariamente, imité. Caí de rodi­
llas, por debilidad o por agradecimiento a una divinidad que
me había permitido salir otra vez con vida. O por miedo a la
muerte.
Aguardé hasta que las mujeres estuvieron fuera del al­
cance de mi voz, y entonces comencé a avanzar tanteando
las paredes de la caverna. Tenía que conocer el secreto de
aquella reina. En total oscuridad, las yemas de mis dedos
encontraron lo que sin duda habían buscado, marcas que no
había causado en la piedra la Naturaleza, muescas hechas
con instrumentos que yo conocía de la Cólquida, líneas que
podía seguir hasta que se combinaban en signos, en figuras
que aquí en Corinto, lo sabía, se grababan en las cavernas
mortuorias de los difuntos ilustres. Eso confirmaba la sospe­
cha que todavía no hubiera sabido expresar. En el lugar en
que Mérope se había acurrucado me puse a gatas y me arras­
tré hacia la pared de enfrente que la reina había mirado con
fijeza, tanteé con dedos reacios la profunda escotadura de la
piedra y encontré lo que había temido; lancé un grito que
resonó en aquel dédalo de cavernas. Entonces di la vuelta.
Había averiguado lo que quería saber, me prometí olvidarlo

23
GlRISTA WOLF

tan pronto como pudiera, y desde entonces no puedo pensar


en otra cosa que en aquel cráneo estrecho e infantil, aque­
llos omóplatos de huesos finos, aquella grácil columna ver­
tebral, ay.
Esta ciudad está fundada sobre un crimen.
Quien revele ese secreto estará perdido. Necesité ese cho­
que para cambiar. Huir de las despreciativas comisuras de
labios de la mesa real, eso es evidente. Pero adonde. Sobre
eso tampoco podrías aconsejarme, madre, sobre eso puedo
interrogar como quiera a las líneas de mis manos, líneas cla­
ras, bien, pero qué quiere decir eso, aquí y ahora. La enfer­
medad que me estremece fuertemente quiere darme un res­
piro, conozco el sentido secreto de las enfermedades, pero sé
utilizarlo mejor para curar a otros que para curarme a mí
misma. De forma semivol untaría me abandono a la fiebre,
que sube y me arrastra sobre una ola ardiente que me trae
imágenes, retazos de imágenes, rostros.
Jasón. ¿Me confié a él? No. Aunque hubo un instante, un
instante fugitivo y tentado:; pero guardé silencio. Sí, guardé
silencio. Jasón me aguardaba, no había contado con ello,
sigo sin conocerlo por completo, descuidé conocerlo por com­
pleto porque no era ya importante para mí, peligrosa como­
didad. En lugar de hacer todo lo posible para prever cada
uno de sus movimientos, me permití el lujo de la indiferencia,
de otro modo hubiera podido saber que aquella mezcla de
triunfo y de humillación que sintió en el banquete del rey
tenía que aumentar tanto su deseo que sólo yo podría cal­
marlo, no ninguna de las muchachas del palacio que se so­
meten de buen grado a su voluntad.
Agotada y sucia, me arrastré hacia casa, hacia la casita
de adobe con la espalda pegada a los muros del palacio como
un nido de pájaro y bajo la bóveda de una higuera, cuyo
follaje claro veo desde mi lecho. La mirada de Lisa me advirtió,

24
Medea

el movimiento de sus labios me indicó quién me aguardaba


tras la cortina de la puerta en la habitación contigua. To­
davía pude lavarme deprisa manos y rostro y ponerme una
blusa limpia en lugar del vestido sucio y desgarrado, antes
de que Jasón me llamase. Con nada engañamos más a la
gente que cuando mostramos nuestro comportamiento ha­
bitual, de manera que tuve que echar a un lado, como siem­
pre, las vestiduras de Jasón que, como siempre, él se había
limitado a dejar caer, dejando asomar mi pie al hacerlo,
bajo la túnica larga y amplia, con un movimiento gracioso
y deliberado, porque a Jasón le gustan los pies de las muje­
res, pero ninguna tiene pies tan bonitos como.yo, lo que él
me volvió a decir, y yo, para ganar tiempo, le pregunté si
recordaba cuándo tomó por primera vez mis pies en sus
manos, y él, seguro de sí mismo, respondió: Tonta pregun­
ta. Ven. Así habla ahora conmigo ese hombre, ya no me
importa que me confunda con sus otras mujeres. Le dije
que, antes, tenía que responderme. Hay ciertas cosas que
un hombre no olvida, me dijo, dándome un ejemplo de su
capacidad para olvidar.
Fue en la Cólquida, me dijo, estábamos sentados contra
esa empalizada que separa el patio interior del palacio del
exterior; era de noche, luna llena, eso lo recordaba muy bien.
Tú llevabas una túnica como esa, dijo, nunca había visto un
tejido tan fino, detrás de la valla los centinelas cantaban
vuestros horribles cantos que le oprimen a uno el alma. En­
tonces recordé yo también, también a mí aquellas canciones
largas y melancólicas de nuestros jóvenes soldados me enco­
gían el corazón, pero no por las mismas razones que a él. Tú
me prometiste, dijo Jasón, ayudarme a conseguir aquel mal­
dito Vellocino que era el sentido y la meta de nuestro largo
viaje, y yo, bueno, si quieres saberlo, tomé un pie tuyo entre
mis manos. Ven ahora.

25
ClMUCTA WOI-F

Yo me asombré, también de mí. Todavía puede hacerme


daño, madre, eso tiene que acabar. Y, sin embargo, hubiera
tenido que comprender que tampoco él podía imaginar más
que una razón para que lo ayudase contra mi propio padre:
tenía que haberme enamorado de él, Jasón, de una forma
irremediable. Así, al menos, lo ven todos, en cualquier caso
los corintios; para ellos, el amor.de una mujer por un hombre
explica y disculpa todo. Pero también nuestros colquidenses,
los que me acompañaron, vieron en Jasón y en mí desde el
principio una pareja, no les entra en la cabeza que yo no
pudiera dormir en casa de mi padre con un hombre que lo
engañaba. Lo engañaba con mi ayuda, madre, sí, claro que
sí, eso era lo horrible de aquella situación que me desgarra­
ba, no poder dar ni un paso que no fuera falso, ni hacer nada
que no traicionase a algo que me era querido. Sé cómo los
colquidenses tuvieron que llamarme después de mi huida, de
eso se cuidó mi padre: traidora. La palabra me sigue que­
mando. Me quemaba en aquella noche en el Argo, una de
las primeras noches después de nuestra huida; la flota de los
colquidenses, que nos perseguía, había desistido, yo estaba
sentada sobre-un rollo de cabo junto a la amura, había luna
nueva, un prodigioso cielo estrellado, ¿te acuerdas?, habría
podido preguntarle a Jasón, las estrellas fugaces caían al
mar; como esparcidas por una mano, el mar estaba en cal­
ma, las olas golpeaban suavemente contra los costados, los
argonautas que estaban a los remos remaban suave y regu­
larmente, la nave se balanceaba apenas, era una noche ti­
bia. Cuando viniste, Jasón, podía decirle, eras una silueta
oscura contra el cielo estrellado, tuviste una hora buena, di­
jiste lo apropiado en el tono apropiado, hiciste lo apropiado
de la forma apropiada, calmaste mi dolor; que no conocías y
que yo consideraba imposible de calmar. Como para calen­
tarlos, tomaste mis pies en tus manos.

26
Mf.dea

Qué tontería, habría dicho Jasón, de manera que guardé


silencio. Dijo: No nos peleemos, Medea. Esta noche no. Ven.
La voz. Otra vez la señal a la que corresponde algo que hay
en mí, otra vez le abandoné no sólo mi pie sino cada lugar de
mi cuerpo, al que él sabía responder como ningún otro hom­
bre. Parece que sabía responder. ¿Jasón? Largo silencio. Eso
lo conocía yo. Ahora buscaría culpables. Eso se debe, me
dijo acusador, a que me engañas. O si no, ¿adonde fuiste al
desaparecer tan rápidamente del banquete? ¿Con quién te
divertiste? A eso no tenía que responderle, lo que le enfure­
ció. Antes, me dijo, no te hubiera ocurrido. Antes me dabas
fuerzas, todas las fuerzas que yo necesitaba. Lo que decía
era verdad, me levanté, metí rostro y brazos en el agua que
había traído por la mañana de la fuente. Antes, le dije a Jasón,
antes creías en mí. Y en ti.
Siempre tienes algo que oponer, dijo Jasón, siempre sa­
bes más de todo, cuándo reconocerás que tu tiempo ha pa­
sado. Ahora, le dije, yo misma sorprendida, ahora lo reco­
nozco, pero de qué te sirve. Entonces se apretó la cabeza
con las manos y lanzó un gemido que nunca le había oído.
No creas, dijo, sobre todo no creas que me divierte que tú
tampoco sepas cómo seguir. Aquello era una confesión que
no hubiera esperado de él. Me senté a su lado sobre el le­
cho, le aparté las manos de las sienes, le acaricié la frente,
las mejillas, los hombros, la fosa vulnerable sobre sus claví­
culas, ven, me dijo implorante, yo me eché a su lado, co­
nozco su cuerpo, sé aguijonear su deseo, tras sus párpados
cerrados se abandonó a sus fantasías, en las que nunca me
deja participar. Sí, sí, sí, Medea, eso es. Consiguió lo que yo
le deseaba, cayó sobre mí con todo su peso, enterró el ros­
tro entre mis pechos y lloró, largo rato. Nunca lo había
visto llorar antes. Luego se levantó, hundió el rostro en la
jofaina de agua del arcón, sacudió la cabeza como un toro

27
ClIRISTA WoLF

que hubiera recibido un golpe en la testuz y se fue sin vol­


verse ni una sola vez.
Tendré que pagar por ello. La mujer tiene que pagar siem­
pre cuando, en Corinto, ve a un hombre en un momento de
debilidad.
¿Y entre nosotros? ¿En la Cólquida? ¿Me engaño al seguir
estando interiormente convencida de que era de otro modo?
Es curioso cómo, recientemente, suelo evocar de nuevo el re­
cuerdo de la Cólquida y lo lleno de colores, como si, sencilla­
mente, no quisiera presenciar la desaparición de la Cólquida
en mi interior O como si la necesitara, no sé para qué.
Fui a ver a Lisa, no dormía. En la habitación de al lado, a
través de la cortina de la puerta, oí la respiración de los ni­
ños. Deseé que Lisa me preguntara dónde había estado, pero
nunca me pregunta nada. De todos los seres vivos, es el úni­
co del que no me he separado ni un día, ella, nacida el mismo
día que yo, cuya madre fue mi nodriza, y que fue la nodriza
de mis hijos. Ella que lo ha visto y probablemente lo ha com­
prendido todo, o ¿era también un engaño que yo considera­
se natural que participase de todas mis emociones, que las
percibiera, a menudo antes que yo misma e incluso cuando
yo no las quería reconocer? Lisa, a la que a veces atraigo a
mi lado sobre el lecho para confiarme a ella, y a la que a
veces desearía que se fuera al confín del mundo. Pero el con­
fín del mundo es la Cólquida. Nuestra Cólquida de las pen­
dientes meridionales del Cáucaso, cuya abrupta silueta mon­
tañosa está inscrita en cada uno de nosotros; lo sabemos
unos de otros, nunca hablamos de ello, hablar aumenta la
nostalgia hasta lo intolerable. Sin embargo, eso lo sabía: que
nunca dejaría de añorar la Cólquida, pero qué quiere decir
saber; ese dolor que nunca cesa y siempre roe no se puede
saber de antemano, los colquidenses nos lo leemos mutua­
mente en los ojos al reunimos para cantar nuestras canciones

28
Medea

y contar a nuestros hijos, que van creciendo, las historias de


nuestros dioses y estirpes, que muchos de ellos no quieren oír
ya, porque prefieren pasar por verdaderos corintios. Yo tam­
bién evito a veces ir a esas reuniones, y cada vez con más
frecuencia, me parece, dejan de invitarme. Ay mis queridos
colquidenses, también ellos saben cómo hacerme daño. Y
últimamente lo sabe también Lisa.
Sin duda había permanecido despierta, como siempre que
puedo necesitarla aún, pero, a diferencia de otras veces, me
negó su sonrisa cómplice. No iba a mendigársela, hice como
si no me diera cuenta de nada y comencé en plena noche a
preguntarle y preguntarme si los hombres de la Cólquida
eran distintos de los de Corinto; ella se dejó arrastrar al jue­
go con reservas, según recordaba, los hombres de la Cólquida
daban rienda suelta a sus sentimientos, dijo, su padre, por
ejemplo, había llorado pública y amargamente cuando el
hermano de ella sufrió un accidente; gimió y gritó, mientras
que en Corinto no se ve llorar a ningún hombre en un entie­
rro. Eso tenían que hacerlo las mujeres por los hombres. Lue­
go guardó silencio. Yo sabía en qué pensaba. Nunca he vuel­
to a ver llorar a un hombre como a aquel joven colquidense
que amaba a Lisa y al que ella tenía cariño, pero al que aban­
donó para seguirme en el Argo en un viaje incierto. En el
viaje dio a luz a Arinna, su hija, luego no hubo otro hombre
en la vida de Lisa, y yo no podía dejar de preguntarme ahora
qué precio habíamos tenido que pagar Lisa, los demás
colquidenses, todos, por el hecho de que yo no quisiera se­
guir viviendo en la Cólquida y de que ellos, deslumbrados
por la reputación de la que yo gozaba, me siguieran. Así
tengo que verlo hoy.
¿Jasón? Ay Jasón. Yo los dejé en su creencia de que era el
hombre al que seguiría hasta el fin del mundo, y no puedo
reprocharles que consideren nuestra separación como una

29
Qirista Wolf

grave ofensa personal. Peor aún: como prueba de la inutili­


dad de nuestra huida. Mientras que yo, pensé sobre el lecho
de Lisa, había tocado hoy con mis manos aquella prueba, un
esqueleto de niño, escondido de todo el mundo en una caver­
na. Entonces Lisa me puso la mano en la nuca. Los gestos
siguen existiendo, no significan ya lo mismo.
Podemos apaciguamos. Remediamos no. No está hecho
para eso, madre, comienzo a comprenderlo.
Lo que quise reparar, o volver a reparar, cuando no se me
ocurría ya otro remedio que irme con Jasón. Cuando confié,
primero a ti, madre, y luego a Lisa, lo que me proponía, las
dos me escuchasteis sin decir nada, sin preguntarme las ra­
zones, y finalmente Lisa manifestó que se iría conmigo. Sólo
años más tarde quise saber de ella lo que había pasado en la
Cólquida en aquellos días y noches, porque fue Lisa quien
reunió en secreto a aquel pequeño grupo de colquidenses que
quisieron acompañamos. No podía equivocarse con ningu­
no, tenía que poder confiar en todos, una palabra irreflexiva
o reveladora sobre nuestro plan hubiera conducido a una
catástrofe. Ella conocía muy bien a nuestros compatriotas,
los había observado largo tiempo y sabía quiénes encontra­
ban la situación tan insoportable como yo. No se fueron por
mí, no sólo por mí, eso me lo aseguró Lisa a menudo cuando
mis colquidenses, decepcionados por los países a los que, yo
misma empujada, los había llevado, comenzaron a echarme
la culpa de haber perdido a su patria que, en retrospectiva,
resplandece para ellos con brillo inalterable. Cómo los com­
prendo. Cómo me enfurecen a menudo.
Ya las circunstancias de nuestra partida de la Cólquida
hicieron circular historias diversas y hasta contradictorias.
Lo que es seguro es que fui hasta el lecho de Lisa y la sacudí
para despertarla: Lisa, ¿vienes conmigo? Que Lisa se levan­
tó, echó mano a su hatillo, ya anudado, y se deslizó conmigo

30
Medea

fuera del palacio y bajó a la orilla, en donde, con mar tran­


quila, en una oscuridad casi completa, estaban el Argo y las
otras dos naves pertenecientes a la flota colquidense, las naves
para la huida, a las que los hombres llevaron, por el agua
poco profunda, a las mujeres y los niños que vinieron con
nosotros. Ya durante la travesía algunos de los hombres co­
menzaron a exagerar la profundidad del agua, a hablar in­
cluso de una partida sumamente peligrosa, de resaca y mar
agitada, de su prudencia y su audacia, a las que había que
agradecer que todas las mujeres y niños hubieran llegado a
bordo sanos y salvos. Sus leyendas se desbordarán si nues­
tra situación sigue empeorando, y de nada servirá oponerles
los hechos. Si es que existe todavía algo así como los hechos,
después de todos estos años. Si es que, vaciados por la nos­
talgia y la humillación y la decepción y la miseria, no se han
convertido en una cáscara delgada y frágil que cualquiera
que realmente quiera puede destruir. ¿Quién lo querrá?
¿Presbón?
Presbón, con su egocentrismo indomable, podría sen Fue
el único de los emigrantes a los que Lisa no avisó personal­
mente, todavía hoy se reprocha haberlo tolerado. Él aprove­
chó la oportunidad de volver la espalda a la Cólquida y ofre­
cer en otra parte su talento desbordante para presentarse a
sí mismo, por ejemplo aquí, en la resplandeciente Corinto,
en donde se ha hecho indispensable en los grandes espectá­
culos del templo, cuya complicada maquinaria sabe poner
en movimiento como nadie y a los que, mediante la inspira­
da interpretación de grandes papeles, da un realce que el rey
Creonte agradece. Ninguno de los colquidenses ha alcanza­
do honores tan altos como él, Presbón, hijo de una sirvienta
y de un oficial de la guardia del palacio de la Cólquida, que
al principio, aquí en Corinto, no rehusaba limpiar los dese­
chos de la pradera después de las grandes fiestas. Cómo tenía

31
Cl INSTA WOLF

que esforzarse para conseguir atención. Cómo padecía con


la humillación. Cómo odia a todos los que lo han visto en su
vergüenza y se han burlado de las contorsiones que tenía
que hacer para subir. Cómo me odia a mí, por no haber sabi­
do apreciar su utilidad. Nada deja de tener consecuencias,
madre, en eso tenías razón.
¿Fue Lisa quien te reveló el momento de nuestra huida?
Es más probable que lo adivinases por ti misma. Nadie ha
observado con más atención que tú los acontecimientos que
trajo la aparición de aquellos extranjeros en la Cólquida.
Sin embargo, todo comenzó muy bien. Nuestros colqui-
denses no se mostraron antipáticos; Jasón, con su piel de pan­
tera y su cuadrilla, un tanto salvaje, de argonautas, que no
eran realmente toscos sino sólo un poco torpes, aunque servi­
ciales si llegaba el caso, y curiosos. Y en realidad era halaga­
dor que la meta de su peligrosa navegación fuera precisamen­
te nuestra Cólquida, un país como otros en aquella costa del
mar Negro. En cualquier caso, no había razón para no tratar
debidamente como huéspedes a aquellos marinos que habían
arribado a la rada de nuestro río Fasis. Además, Eetes, el rey,
mi padre, recibió a Jasón y Telamón inmediatamente después
de su llegada, invitando a los cincuenta argonautas para la
noche siguiente a un festín en el palacio, para el que una mul­
titud de corderos tuvieron que perder la vida y que terminó en
medio de la alegría y la fraternidad.
Naturalmente, muchos pretendieron luego haber presen­
tido ya entonces la desgracia, pero qué podía haber habido
de inquietante en una fiesta cuyo estrépito, unido al sonido
de los cuernos, brotaba del palacio, porque el vino que obte­
nemos de las pendientes meridionales de nuestras montañas
gustó a nuestros huéspedes.
No. Yo era la única llena de malos presentimientos, por­
que estaba informada del recelo de mi padre hacia aquellos

32
Medea

huéspedes. La única salvo tú, madre. Para tus malos presenti­


mientos no necesitabas nuevos motivos. Conocías al rey. Yo
terna que enfrentarme con el padre que había en mí: No me
traicionarás, hija mía. Yo sabía que Jasón quería el Vellocino.
Sabía que el rey no quería dárselo. Por qué no, no se lo pre­
gunté. Tenía que ayudarlo a hacer inofensivo a aquel hombre,
a cualquier precio. Vi qué alto ponía él ese precio, demasiado
alto para todos nosotros. Y no tuve otra salida que la traición.
¿No tuve otra salida? Cómo pueden llevarse los años las
razones de las que estaba tan segura. Cómo repasaba una y
otra vez la sucesión de acontecimientos que fijé en mi memo­
ria como muro de protección contra las dudas que ahora,
tan tarde, sumergen ese muro. Una palabra les abrió la bre­
cha: inutilidad. Desde que he palpado los huesecillos de ese
niño, mis manos recuerdan aquellos otros huesecillos que
arrojé al rey que nos perseguía, desde la nave en que yo
huía, llorando a gritos, todavía lo recuerdo. Entonces él de­
sistió. Desde entonces me temieron los argonautas. También
Jasón, al que veía con otros ojos desde que lo conocía como
capitán de barco. Él había recorrido la Cólquida como un
ciego, no había entendido nada, se había puesto enteramen­
te en mis manos, pero cuando, con el Vellocino sobre los
hombros, entró en su nave, se convirtió en otro. Toda torpe­
za se desprendió de él, y se irguió, su preocupación por la
suerte de su tripulación no tenía nada de poco varonil, su
prudente comportamiento al embarcar a los colquidenses me
impresionó. Entonces oí por primera vez la palabra fugiti­
vos. Para los argonautas éramos fugitivos, eso me dio una
punzada. Entonces me desprendí de muchas sensibilidades.
Pero de eso no se trata ahora. Creo que es la debilidad,
madre, es una debilidad momentánea la que hace que hoy me
entregue a estos pensamientos. Cuando estabas de pie en la
orilla para despedirme, me diste a entender que aprobabas lo

33
Cubista Wolf

que hacía. Yo no tenía elección. No había mucho que hablar.


No seas como yo, me dijiste, y luego me apretaste con una
fuerza que hacía tiempo no sentía ya en ti, te volviste y subiste
el repecho de la orilla en dirección al palacio, en el que el rey y
sus servidores dormían profunda y pesadamente, después de
haber bebido el trago de despedida que yo les había prepara­
do y con el que habían brindado al saber la noticia de la parti­
da de Jasón. Él tuvo que permanecer despierto y sobrio para
volver a encontrar el camino del bosquecillo de Ares, que yo
le había mostrado de día, deslizarse entre los guardias que, de
eso me había ocupado, dormían también, y finalmente, con
mi ayuda, cometer el acto por el que había venido a la
Cólquida, en la margen oriental de su mundo: descolgar del
roble del dios de la guerra la piel de camero que su tío Frixo,
muchos años antes, había traído en su huida y que ahora re­
clamaban los suyos. Una especie de prueba de valor; así lo
veía yo entonces, al no haber sido iniciada en la intrincada
historia familiar del pobre Jasón. Qué me importaba aquel
vellocino, que sólo más tarde, cuando lo hubieron mirado con
más atención, fue llamado “Vellocino de Oro” por los hom­
bres del Argo: aquella piel, como las pieles de muchos came­
ros de la Cólquida, se había utilizado para obtener oro, colo­
cándola en la primavera en alguno de los torrentes de montaña
que se precipitaban en el valle, a fin de que retuviera el polvo
de oro que las aguas arrastraban desde el interior de las mon­
tañas. Los argonautas me preguntaron toda clase de detalles
sobre ese método, que me parecía totalmente corriente pero
que a ellos les producía una viva excitación: en la Cólquida
había oro. Por qué no les había hablado antes de ello. Cuánto
más soportable hubiera podido resultar su empresa.
Sólo aquí en Corinto los he comprendido. Corinto está
obsesionada por el ansia de oro. Puedes imaginarte, madre,
que fabrican de oro no sólo los instrumentos del culto y las

34
Medea

joyas, sino también utensilios corrientes, platos, cuencos, ja­


rros, incluso esculturas, y que esos objetos se venden a alto
precio alrededor de todo su Mediterráneo, y que incluso es­
tán dispuestos a cambiar cereales, bueyes, caballos y armas
por oro sin labrar; por simples lingotes. Y lo que más nos
extrañaba: miden el valor de un ciudadano de Corinto por la
cantidad de oro que posee, y calculan en consonancia los
tributos que debe pagar al palacio. Cohortes enteras de fun­
cionarios se ocupan de esos cálculos, Corinto se enorgullece
de esos expertos, y Acamante, astrónomo supremo y conse­
jero del rey, al que un día confié mi asombro por la multitud
de escribas y calculadores inútiles y arrogantes, me explicó
su eminente utilidad para distribuir a los corintios en varias
capas sociales, lo que hace gobernable un país. Pero por qué
precisamente el oro, le pregunté. Tendrías que saber, me dijo
Acamante, que son nuestras ansias o deseos los que dan va­
lor a un material y a otro no. El padre de nuestro rey Creonte
era un hombre inteligente. Le bastó una sola prohibición para
hacer del oro en Corinto algo codiciado: una ley que dispuso
que los corintios cuyos tributos al palacio no alcanzasen cierto
nivel no podrían llevar joyas de oro. También tú eres un hom­
bre inteligente, Acamante, dije. Esa clase de inteligencia tuya
no se da en la Cólquida. Porque no la necesitáis, dijo, otra
vez con aquella sonrisa que al principio me molestaba. Y, sin
duda, tenía razón.
Pero me estoy extraviando. Tengo que levantarme de una
vez. Si no me engaño, madre, los rayos del sol caen ya verti­
calmente sobre la higuera, ¿es posible?, ¿habré permanecido
toda la mañana echada y dormida? Nunca me había ocurri­
do. Es por la caverna, no puedo levantarme, alguien tendría
que ayudarme, tendrían que venir Lisa, los niños. Ahí, alguien
me toca la frente, una voz me dice: Estás enferma, Medea.
¿Eres tú, Lisa?

35
2

Poderoso es el impulso de los hombres


de permanecer en la memoria
y conquistar un nombre inmortal
para la eternidad.

Platón: El banquete
Jasón

Esa mujer va a ser mi perdición. Como si no lo hubiera


presentido. Medea será mi perdición, le dije con franqueza a
Acamante. Él, siguiendo su maldita costumbre, no me con­
tradijo, pero tampoco asintió. Siempre esa fina sonrisa, siem­
pre esa mirada llena de sobreentendidos, siempre esa forma
de hablar suave, con la que quiere hacerme creer que ya no
le sería tan fácil a nadie hacerme daño. Qué quiere decir con
eso. Oye crecer la hierba, el señor astrónomo jefe. ¿Quieres
burlarte de mí, Acamante?, lo he increpado, y se ha limitado
a mover la cabeza con preocupación, esa gran cabeza de
mejillas huecas sobre un cuerpo curiosamente retorcido, en
el que ninguna articulación armoniza con las demás. Qué
esfuerzos hace por parecer imponente, dijo Medea la prime­
ra vez que lo vio, desde el principio se estableció entre los
dos una relación desafortunada; ella, sencillamente, no qui­
so ser amable con él. No presagio nada bueno.
Ahora es su enemigo. No sé por qué, se me ha debido de
escapar algo, como se me escapan tantas cosas del embrollo
de esta casa real, a cuyos usos me resulta difícil someterme.
He hecho escala con mi Argo en tantos países, tantas ciuda­
des, he mirado tantos rostros humanos distintos. Ahora que
mi nave está amarrada y mis compañeros se han dispersa­
do, sólo me queda este lugar; aquí tengo que asentarme, aquí
tiene que asentarse Medea también, maldita sea. Como si

39
Cl 1KISTA WOLF

eso fuera tan difícil de entender. Debe de haber irritado a


Acamante, porque, si no, el no habría resucitado esa vieja
historia, además no probada, para pregonarla a los cuatro
vientos. De forma que, en el Consejo, me encontré como el
último idiota, teniendo que pronunciarme sobre la acusación
de que Medea, en otro tiempo, mató a su hermano. Me sentí
como si me hubieran golpeado en la cabeza, sólo pude le­
vantar las manos y asegurar que era algo que no se podía
discutir siquiera. Entonces me preguntaron si estaba con­
vencido de que los que la acusaban mentían.
¿Adonde había llegado? ¿Hasta dónde había vuelto a en­
redarme ella? Convencido, convencido. ¿De qué podemos
estar convencidos con esas mujeres? Los ancianos movieron
la cabeza asintiendo. Al parece^ no era mi cabeza la que
estaba en juego, sino la de ella. Y ella es mi mujer.
De qué podemos estar convencidos cuando esas mujeres
se ponen de acuerdo para dejamos buscar a tientas en la
oscuridad. Y eso hay que tomarlo al pie de la letra. Era com­
pletamente oscuro cuando Medea, llevando su hato de piel,
apareció en nuestro atracadero, no llevaba nada más y me­
cía el hato casi como si fuera un recién nacido. Hasta el
último momento dudé de que viniera. Había visto cómo iba
ella por la ciudad, con la cabeza muy alta. Cómo la gente se
agrupaba a su alrededor para saludarla. Cómo hablaba con
ella. Conocía a todo el mundo, la arrastraba una ola de es­
peranza.
La vi beber de la fuente que había en el patio de su pala­
cio, por cierto un prodigio asombroso: agua, leche, vino y
aceite fluían de las cuatro bocas, orientadas exactamente a
los cuatro puntos cardinales. Así la vi por primera vez: incli­
nada sobre la fuente, sacando agua con las manos y bebien­
do a grandes tragos. Yo llegaba con Telamón, el de la pe­
lambrera, que quizá no sea el más inteligente, pero sí uno de

40
Medea

los más alegres y equilibrados de mis argonautas, y que me


es fiel. Por eso se ha quedado aquí, cerca de mí. Era pleno
mediodía, un calor infernal que a nosotros, acostumbrados a
los frescos vientos del mai; nos afectaba, y hacía sólo horas
que estábamos en este país, hacia el que, desde hacía tantas
semanas, se habían orientado nuestros sentidos y nuestros
esfuerzos. Cuánto nos había costado abrimos paso hasta
aquí, el confín del mundo, habíamos perdido tantos compa­
ñeros, cuántas veces había sido avasalladora la tentación de
dar la vuelta, y sólo la vergüenza ante los otros y ante los
que, maliciosamente, nos recibirían en nuestra patria nos
había hecho aguantar. Y ahora teníamos ante los ojos este
país maravilloso de Cólquida, en el que, nos parecía, se deci­
diría nuestro destino.
Sabido es que a una gran tensión sucede con frecuencia el
abatimiento. Así, después del júbilo que había acompañado
el momento en que por fin encontramos la embocadura de
su río Fasis y del feliz desembarco en su bahía natural, el
ambiente cambió bruscamente. De modo que era aquello el
país tan añorado. El río, la orilla, el terreno de alrededor; un
paisaje de colinas cubiertas de un bosque claro y mezclado
nos parecieron muy corrientes, durante el viaje habíamos
visto cosas más impresionantes. Desde luego, todo el mundo
se guardaba de decir nada, pero yo leía la decepción en los
ojos de mis hombres. Y, sin embargo, los que se quedaron en
el Argo no podían saber lo que nos aguardaba cuando noso­
tros, Telamón y yo, fuimos a buscar el palacio del rey Eetes,
para presentar nuestra petición a aquel rey desconocido.
Desde el instante en que fui el primero en poner el pie en
aquella costa oriental y extranjera, mi gloria era segura, y
eso me daba fuerzas. Nosotros, que penetrábamos en un
país bárbaro, esperábamos costumbres bárbaras y nos había­
mos fortalecido interiormente invocando a nuestros dioses.

41
Cl INSTA WOLF

Pero hasta hoy puedo sentir el escalofrío que sentí cuando


atravesamos la maleza de pequeños sauces de la ribera y
llegamos a un bosquecillo de árboles plantados regularmen­
te, de los que colgaban los frutos más espantosos. Sacos de
piel de vaca, oveja o cabra encerraban un contenido que se
desbordaba por las desgarraduras: allí colgaban huesos hu­
manos, momias humanas que se balanceaban en la brisa, un
horror para cualquier ser civilizado, que encierra a sus muer­
tos bajo tierra o en tumbas excavadas en la roca. El espanto
nos invadió los miembros. Tuvimos que seguir nuestro camino.
Luego, la mujer que vino a nuestro encuentro en el patio
emparrado de Eetes era la imagen opuesta de aquellos horri­
bles frutos muertos, y es posible que eso intensificara la im­
presión que nos hizo. La forma en que, con esa falda roja y
blanca de volantes que llevan todas y con su corpino negro
ceñido, inclinada, recogía agua de la fuente haciendo cuen­
co con las manos y bebía. La forma en que, al enderezarse,
nos vio, se sacudió las manos y vino hacia nosotros serena,
con pasos rápidos y vigorosos, esbelta pero de silueta expre­
siva, poniendo así de relieve todos los atractivos de su apa­
riencia, de forma que Telamón, que nunca se domina, silbó
entre dientes y me susurró: Ahí tienes algo para ti. No se le
había escapado que soy sensible al encanto de las mucha­
chas de piel morena y cabellos negros. Pero aquello, aunque
el pobre Telamón no estuviera en condiciones de compren­
derlo, era algo distinto. Una atracción nunca sentida en to­
dos mis miembros, una sensación completamente mágica;
me ha embrujado, pensé, y efectivamente lo hizo. Y preten­
de seguir haciéndolo, en eso Acamante tiene razón. En que
tengo que cuidar de no dejar que me atrape una y otra vez
con sus artes, porque, naturalmente, me contará sobre la
muerte de su pobre hermano alguna de sus historias, que
tan sumamente plausibles resultan cuando te agarra con su

42
Medea

mirada, pero ahora tengo que armarme para no dejarme


atrapar otra vez.
Fue ya curiosa la forma en que nos saludó alzando las
manos en gesto de paz, un gesto que sólo corresponde hacer
a un rey o a su enviado; la forma en que, con franqueza, nos
dijo su nombre, Medea, hija del rey Eetes y suma sacerdoti­
sa de Hécate; la forma en que, como si fuera algo que se le
debiera, quiso saber nuestros nombres y deseos, y yo, des­
prevenido, revelé a aquella mujer lo que sólo debía saber el
rey. Y qué extrañamente se comportó mi corazón cuando mi
nombre me pareció extranjero en sus labios. Sólo más tarde
jugamos con la magia de nuestros nombres, hoy resurgen
todas esas cosas antiguas en las que hace tanto tiempo no
había pensado. Estábamos echados en el Argo. Medea me
llamó por mi nombre, como si por primera vez se diera cuen­
ta de mi presencia, me mantuvo a la distancia del brazo y me
examinó de una forma que, de haber estado menos embruja­
do, hubiera encontrado impropia, diciéndome luego seria,
casi solemnemente, como si acabase de decidir algo: Te voy
a comer el corazón.
Así era, ese comportamiento. Nunca se lo he contado a
nadie, no es agradable ponerse en ridículo. Pero aquella no­
che, bajo aquel cielo estrellado, lo encontré, cómo podría
decir, cautivador. Otra de esas palabras: Acamante contrae­
ría las comisuras de los labios. Como si él no le hubiera ren­
dido también tributo. También él. No sé hasta dónde llegó la
cosa: a preguntas así, a las que sólo yo tengo derecho, ella
me responde siempre levantando las cejas, pero no estoy cie­
go, he interceptado miradas, de él a ella, admiración se po­
dría llamar, o sorpresa, pero en un hombre como Acamante,
que no muestra sorpresa por nada, eso quiere decir mucho.
Es posible que mis sentidos, aguzados por los celos, sean es­
pecialmente sensibles a esas cosas. Por lo demás, la relación

43
Cubista Wolf

de Acamante con Medea cambió desde que ella alejó el ham­


bre que amenazaba a Corinto después de dos años de gran
sequía. No mediante la magia. Eso lo decían los corintios.
Ella difundió sus conocimientos sobre plantas silvestres co­
mestibles, que parecen inagotables, y enseñó, no, obligó a
los corintios a comer carne de caballo. Y obligó también a
hacerlo a sus colquidenses y a nosotros, el puñado de
argonautas restantes. Comenzó por mí. En plena época de
hambre me preparó una espléndida comida y me la hizo co­
mer mirándola a los ojos; confirmó mis sospechas, miró im­
perturbable cómo me atragantaba, y me indujo, yo mismo
no sé ya cómo, a reconocer ante el pueblo entero que comía
caballo. No me alcanzó la venganza de los dioses, el pueblo
sacrificó los caballos, sobrevivió y no se lo perdonó a Medea.
Desde entonces pasa por mujer perversa, porque, dice
Acamante, la gente prefiere considerarse embrujada a creer
que, por simple hambre, devoró malas hierbas y tragó entra­
ñas de animales intocables. Medea dice que si se obliga a la
gente a tocar lo que cree sagrado, se convierte en tu enemi­
ga. La gente no lo soporta. Por eso me calumnian, dice. Pero
siguen sin construir nuevos graneros.
Demasiado complicadas para mí todas esas relaciones
difíciles y ocultas. En cualquier caso: Acamante no tomará
la defensa de Medea contra la acusación de haber matado a
su hermano. Desde esa historia de hambre y caballos, la con­
sidera una amenaza para él. Si alguien tiene medios para
fomentar una sospecha sin expresarla directamente, es él.
Y ella tampoco te facilita precisamente la tarea. Casi se
podría pensar que juega con el peligro. Ya su forma de an­
dar. Provocadora, ésa es la palabra. La mayoría de las
colquidenses andan así. La verdad es que me gusta. Pero hay
que comprender también a las mujeres de los corintios cuan­
do se quejan: ¿por qué tienen que andar unas extranjeras

44
Medea

refugiadas, en su ciudad, con más arrogancia que ellas mis­


mas? Hubo fricciones, tuve que median Medea me rechazó.
Pero estoy divagando... ¿El Vellocino?, preguntó Medea
sorprendida. Cómo que el Vellocino. Estábamos de pie junto
a la fuente, nos había ofrecido, a Telamón y a mí, el primer
cuenco de vino, y yo había visto por primera vez las chispas
de sus ojos de un gris verdoso, un fenómeno único. Puedes
volverte adicto. Y ella, cuando nota ese efecto, es capaz de
sonreír con su aire superior y bajar los ojos, de liberar al
cautivo, y hasta hoy no parece importarle que a más de uno
de esos liberados le resulte difícil perdonarle su superiori­
dad. El Vellocino. Entonces tuve que explicar a aquellos ojos
por qué había hecho construir una sólida nave de cincuenta
remos y alto mástil, la había dotado con los hijos más nobles
de mi país y había navegado con ella por nuestro Mediterrá­
neo familiar; había entrado por un estrecho sumamente pe­
ligroso en el salvaje y amenazador mar Negro y había llegado
allí, a la sombría Cólquida, en donde los muertos colgaban
de los árboles, sólo para buscar una simple piel de camero
que, efectivamente, eso lo reconoció ella, hacía años mi tío
Frixo, huido, había dejado allí como regalo. Muy bien. Pero
qué me impulsaba a pedir la devolución de un regalo. Para
mí había sido muy claro, durante todos los días del viaje,
para qué necesitábamos de repente con tanta urgencia en
Yolco aquella piel; al fin y al cabo poníamos en juego todas
nuestras fuerzas, incluso nuestra vida, y ahora, ante aquella
mujer, comenzaba a tartamudear y todas aquellas razones
nobles e imperativas se reducían al hecho, un tanto lamenta­
ble, de que mi sucesión al trono de Yolco estaba vinculada a
la posesión del Vellocino. Ella, tratando de averigua); se es­
forzaba por comprenden Ah, se trataba de una lucha por el
poder entre dos casas reales. Sí. No. No sólo. Telamón, poco
hábil, vino en mi ayuda. Pelias, mi tío, que había usurpado el

45
Onusta Wolf

trono de Yolco, había tenido un sueño. Qué suerte para Pelias,


dijo Medea, que puede ser desagradablemente prosaica. Ella
creía que mi tío Pelias quería sencillamente alejarme del país
con aquella misión peligrosa. No, de ningún modo. Ahora
había que hacer comprender a aquella mujer que el Velloci­
no no era sólo un pretexto sino un objeto sagrado al que no
podíamos renuncian Por qué no, quiso saben Entonces tuvi­
mos que describirle, con palabras escuetas, el prestigio de un
objeto sagrado. Nos esforzamos con empeño hasta que Te­
lamón lo soltó: el Vellocino era un símbolo de fecundidad
masculina, a lo que ella observó secamente que entonces la
fecundidad masculina no debía de andar muy bien en Yolco.
De mala gana pienso en las protestas en que se enredó el
pobre Telamón y que ella, por fin, interrumpió con un gesto
indiferente de la mano.
Desdeñosamente, nos dijo que, por mucho que significa­
ra para nosotros aquel Vellocino, no creía que su padre, el
rey, nos lo entregase sin más. Una posesión hasta ahora poco
apreciada se vuelve preciosa de pronto cuando otro la codi­
cia, ¿no era cierto? De manera que la seguimos, desconcer­
tados, hasta el palacio de su padre, palacio que, por cierto,
era totalmente de madera, artísticamente adornado con ta­
llas, sin duda, pero en nuestro país no se le llamaría palacio.
Sin embargo, no dejamos de expresar nuestra admiración,
como debe hacer un invitado, aunque yo tuve que calmar el
enjambre de pensamientos desagradables que ella había agi­
tado en mi cabeza. Siempre ocurre eso con ella, hasta hoy.
Nada puso tanto contra ella al rey Creonte y su entorno
como la serenidad con que, recientemente, se enteró de su
expulsión del palacio de Corinto; supuestamente, como tes­
timonió el médico de la casa real, porque sus remedios y
brebajes habían dañado a la ancianísima madre del rey, aun­
que eso, de todos modos, no se lo creía nadie. Ahora aducen

46
Medea

ya otros pretextos. Me rompí la cabeza tratando de saber


por qué querían deshacerse de ella. Leucón afirmaba que el
palacio no soportaba su forma de ser orgullosa y burlona,
pero ¿era eso bastante? En cualquier caso, ella recogió sus
cosas casi aliviada, no eran muchas, yo andaba por allí, la
miraba, no tenía nada que decir; Lisa, en la habitación de al
lado, preparaba a los dos niños y luego todos estuvieron ante
mí con sus hatillos, tal como en otro tiempo entraron en aquel
palacio orgulloso; sentí calor; tragué saliva. Todavía oigo a
Medea preguntarme: ¿Vienes con nosotros? No había teni­
do la idea, y eso era precisamente lo que ella había querido
mostrarme con su pregunta. La visitaría a menudo, debí de
decirle sin duda, a ella y a los niños, y ella se rió, de un modo
que no me pareció despreciativo sino más bien indulgente,
hizo que los otros la precedieran y se detuvo muy cerca de
mí, me puso una mano en la nuca y dijo: No te preocupes,
Jasón. Tenía que ocurrir;
Puedo sentir esa mano siempre que quiero, y lo que ella
me dijo me ha servido con frecuencia de consuelo. Pero a
quién puedo contárselo. ¿A Telamón? Hace tiempo que para
él no hago nada a derechas. No ha tomado mujer; se conten­
ta con amoríos. Y precisamente él tomó a mal que no me
trasladara con Medea a ese nido de pájaro adosado al muro
del palacio. Despotrica contra mí en las tabernas por donde
anda, y se bebe el escaso dinero que le doy, al fin y al cabo es
uno de los últimos compañeros de nuestra gran época. Ocu­
rre que, sin citamos, nos encontremos a la sombra del Argo,
que fue puesto en dique seco en las proximidades del puerto
con grandes celebraciones y al que nadie presta ya atención,
lo que quiere decir que nuestras hazañas han sido olvidadas.
Una vez descubrí a Telamón llorando. Bebe, y eso lo hace a
uno quejumbroso. Acamante tiene razón: los tiempos se vuel­
ven tanto más grandes cuanto más te alejas de ellos, eso es

47
C> IMITA WolF

normal y es absurdo aferrarse a esos grandes tiempos.


¿Medea? ¿Hundirme con ella? Se podría perder la razón.
Sin Medea, la Cólquida habría seguido estando cerrada
para nosotros. Ella nos llevó a su padre, el rey Eetes, que nos
recibió, tomado de sorpresa. Medea nos presentó a él solem­
nemente y se fue, aunque él le pidió en tono imperioso que se
quedara. Se fue. Él estaba sentado, solo, en la gran sala de
madera, ricamente amueblada y adornada con tallas. Un
hombre enclenque, que apenas llenaba el sillón del trono;
tenía el rostro enjuto y pálido, enmarcado por el cabello ne­
gro y rizado, una calamidad de hombre, dijo Telamón cuan­
do estuvimos fuera otra vez, a mí se me ocurrió otra pala­
bra: frágil. Toda su apariencia era frágil, como su voz, con
la que nos deseó la bienvenida, mostrándose honrado por
unos huéspedes venidos de tan lejos, que sin duda le comuni­
carían lo que los había llevado hasta él. Yo le expuse mi
misión, sin arrogancia pero con firmeza: con su autoriza­
ción, la de Eetes, tenía que devolver a su lugar de origen
aquella piel de cordero que mi tío Frixo había traído a la
Cólquida, reforzando así nuestras relaciones amistosas y es­
tableciendo una ruta marítima regulan
Al principio creí que Eetes no me había comprendido. Ah
sí, Frixo, dijo riéndose sofocadamente, mientras, con impro­
cedente gesto senil, se tapaba la boca con la mano; luego
contó anécdotas pueriles, historias de amores bastante pe­
nosas que, al parecer; habían acabado mal regularmente para
mi tío. No paraba de hablar; unas muchachas nos trajeron
vino y las sabrosas tortas de cebada que todavía hoy hago
que me preparen aquí las colquidenses, nadie sabe hacerlo
tan bien como Lisa, y luego nos despidió súbitamente, sin
haber dicho ni una palabra sobre nuestra demanda, y a la
noche siguiente nos volvió a llamar a su presencia, esta vez
con una gran escolta, y hubo un recibimiento solemne, como

48
Medea

si no nos conociéramos; era otro rey el que se sentaba digna­


mente en el trono, en traje de corte, rodeado de los ancianos;
junto a mí, en la mesa del banquete, la sombría y taciturna
Medea y su hermana Calcíope, con su piel morena, su fuerte
pelo rubio y sus ojos de un azul acerado. Las mujeres de los
colquidenses pueden trastornarlo a uno, pensé, comenzando
a sentirme a gusto, y entonces recibí una ducha fría. Uno de
los más ancianos se levantó, pronunció una serie de fórmu­
las que no comprometían a nada y anunció finalmente la
decisión del rey. Me sometería a determinadas pruebas an­
tes de confiarme el Vellocino. Tendría que vencer a los toros
que lo vigilaban y dominar a la monstruosa serpiente bajo
cuya protección estaba el Vellocino que colgaba de la copa
de un roble del bosquecillo de Ares, y que, como habían sabi­
do ya mis hombres, estaba rodeada del prestigio de la
invencibilidad.
Sentí que la cólera ascendía en mi interior ¿Qué significa­
ba aquello? ¿Era una trampa? ¿Debía dejarme arrastrar?
Busqué la mirada de mis hombres y vi en todos la perplejidad.
Hubiera querido levantarme de un salto, volcar la mesa y
marcharme. Pero estábamos desesperadamente en minoría.
La serpiente. Todavía sueño con ella. El monstruo de la
Cólquida que, con su monstruosa longitud, se enrosca en
tomo al tronco del roble, la veo en sueños tal como mis hom­
bres la describen: con tres cabezas, tan gruesa como el tron­
co y escupiendo fuego, por supuesto. No entro ni salgo, es
posible que, en la excitación de la lucha, no me diera cuenta
de todo y a los corintios les gusta oír que en el Oriente salva­
je también los animales son indomables y terribles, y se es­
tremecen si se les dice que los colquidenses tenían serpientes
en sus hogares, como dioses domésticos, y las alimentaban
con leche y miel. Si supieran, los valientes corintios, que esos
extranjeros tampoco aquí han renunciado a ello y que, en

49
Cubista Wolf

secreto, siguen teniendo y alimentando serpientes. Pero nun­


ca penetran en las miserables casuchas de los extranjeros
que hay al margen de la ciudad, ni en la vivienda de Medea,
como hago yo, cuando, una y otra vez, siento el impulso de
volver, y desde las cenizas del hogar de Lisa me mira una
cabecita de serpiente de ojos de un pardo dorado, hasta que
Lisa la ahuyenta con una ligera palmada. Saben amaestrar
las serpientes, ésa es la verdad, lo he visto con mis propios
ojos. He visto cómo Medea se acurrucaba junto al tronco de
aquel roble poderoso, cómo la serpiente descendía hacia ella
silbando y cómo Medea, en voz baja, comenzaba a tararear,
y a cantar luego, una melodía que calmaba al monstruo, de
forma que Medea pudo derramar sobre sus ojos el jugo de
ramas de enebro recién cortadas que llevaba en un frasqui-
to, y el dragón, o quizá debiera decir la dragona, se durmió.
Muchas veces tuve que contar cómo trepé al árbol, cómo
conseguí agarrar el Vellocino y bajar felizmente con él, y
cada vez la historia cambiaba un poco, tal como esperaban
de mí los oyentes, para poder tener verdaderamente miedo
y, al final, sentirse verdaderamente aliviados. Hasta el pun­
to de que yo mismo no sé con exactitud qué me pasó en el
bosquecillo, junto al roble, con aquella serpiente, aunque de
todas formas nadie quiere oírlo ya. Se sientan de noche junto
a las hogueras y cantan a Jasón, el matador de dragones; a
veces paso por su lado, no les interesa, creo que ni siquiera
saben que soy ése a quien cantan. Una vez, Medea escuchó
esos cantos conmigo. Al final dijo: han hecho de cada uno de
nosotros lo que necesitaban. De ti, el héroe y de mí la mujer
perversa. De esa forma nos han separado.
Fue un momento triste. Y, si recuerdo esos momentos, no
quiero creer que haya matado a su hermano, por qué lo ha­
bría hecho. Y una suave voz dentro de mí me dice que ellos
mismos no se lo creen, y menos que nadie Acamante, pero

50
Medea

me he vuelto desconfiado hacia mis voces interiores, me han


explicado que estaban influidas por Medea y, quién sabe,
quizá lo estén aún, ella tiene poder sobre las personas, te
adormece. Cuando te ha mirado suficiente tiempo con sus
ojos de chispas doradas, bajo el trazo espeso de sus cejas que
se juntan, acabas por creer lo que ella te sugiere. El propio
Creonte me puso en guardia.
El rey Creonte es para mí como un padre, qué digo, más
que un padre. Mi padre, cuando yo era un niño de pecho, me
confiaba siempre a otras personas, tal vez porque quería
sustraerme a la persecución de mi tío, el usurpador Pelias, y
no quiero quejarme de mi infancia; viví, con Quirón como
precepto^ en los bosques de las montañas de Tesalia, libre­
mente y, al mismo tiempo, dotado de todos los saberes que
un hombre de buena familia necesita, todavía recuerdo cómo
impresionaron a Medea mis conocimientos de medicina. De
eso hace mucho tiempo. En algún momento, un hombre tie­
ne que decidir lo que quiere y tiene que poder olvidar tam­
bién lo que no necesita ya y sólo le resulta una carga. Así
hablaba mi padre, que quería recuperar su trono, es com­
prensible. Para mí era un extraño cuando me lo encontré por
primera vez, y la mujer que tenía a su lado y me abrazó
entre lágrimas, podía ser, o no, mi madre. Lo era sin lugar a
dudas. Por cierto, una mujer bastante tosca. Qué graciosa
era Idía, la madre de Medea, con la que la comparo. Muy
delgada, se sentaba junto al rey, pero no como su sombra.
Delgada y firme. Y por lo demás, muy respetada. En reali­
dad, encontrábamos exagerada la consideración de los
colquidenses por sus mujeres, como si algo esencial depen­
diera de su opinión o de su voz. Pude ver cómo Idía no esta­
ba en absoluto de acuerdo con las condiciones que me ponía
el rey, le habló con vehemencia y él se arrebujó en su man­
to real, haciéndose el sordo. Tuvimos que preguntamos:

51
Cl IRISTA WOLF

¿debíamos renunciar a aquella aventura que, como compren­


díamos muy bien, podía resultar peligrosa, o debíamos mar­
chamos simplemente, dejando donde estaba a aquel tonto
Vellocino, una estúpida piel de la que estaba ya harto, y salir
del paso en nuestra patria con alguna historia? No tenía nin­
guna gana de colgar como cadáver de las ramas de algún
roble de la Cólquida. Y no parecía haber una solución inter­
media.
No comprendíamos las relaciones de la Cólquida, en las
que nos movíamos, precisamente en un aspecto delicado,
como pudimos notar poco a poco. No conocíamos a las
colquidenses. Lo mismo que nosotros, siempre guardaban
sus secretos de los extranjeros. Ahora digo nosotros y me
refiero a los corintios, de forma que Creonte tiene razón cuan­
do dice: Tú eres uno de los nuestros, Jasón, lo vería un ciego.
Y no es rebajar a los colquidenses -traté de explicarle a
Medea- hacer constar que son distintos. Entonces ella soltó
la carcajada, de esa forma burlona que me ataca cada vez
más los nervios, pero tuvo que reconocer que las gentes de la
Cólquida se concentran en su barrio de la ciudad, y se ate­
rran a sus costumbres y sólo se casan entre ellas, y por con­
siguiente ellas mismas se empeñan en ser distintas. Inferio­
res a ellos, piensan la mayoría de los corintios, incluido el
rey Creonte. Por favor, Jasón, al fin y al cabo son salvajes,
me dijo él recientemente, poniéndome la mano en el brazo.
Salvajes encantadores, lo reconozco, y es muy comprensible
que no siempre sepamos resistir sus encantos. Por algún tiem­
po. Sonrió benignamente. Tengo una sensación extraña. Creo
que quiere de mí algo concreto. Medea dice: Trata de ablan­
darte con golpes suaves, y luego me pasa el dorso de sus
manos por las mejillas, ligeramente, como a un muchacho.
Como si no contara ya conmigo. Creonte cuenta conmigo.
Con qué cuento yo no lo sé, y no veo a nadie a quien poder

52
Medea

preguntar. Y menos que a nadie a mis antiguos compañeros,


el puñado que me ha seguido hasta aquí, porque no tienen
hogar o porque, como yo, no supieron separarse de alguna
muchacha colquidense. Andan por las tabernas del puerto y
atacan los nervios a todo el mundo con su autoconmiseración.
Yo los evito. Sí, en otros tiempos se sabía para qué estaba
uno en el mundo, pero esos tiempos han pasado.
Ahora se los quiere interrogar. O, en cualquier caso, pre­
guntan Sobre si saben algo del asesinato de Apsirto, el her­
mano de Medea. Por favor, Acamante, le dije a ese hombre,
¿qué van a decir ellos? Y en secreto pensé, lo que natural­
mente sabe también Acamante, que por un jarro de vino di­
rán todo lo que se quiera que digan. ¿Quieren oír de ellos
algo concreto? Eso es absurdo. También te interrogarán a ti,
Jasón, me dijo Acamante.
Eso no me gusta, no me gusta nada. ¿Qué sé yo, qué po­
dría decir? A Apsirto lo vi, es cierto, era un muchacho apuesto
y valiente, con una nariz estrecha y audaz en su rostro de
piel morena, y se sentaba a la mesa a la izquierda, junto a su
padre Eetes, que lo acariciaba continuamente, lo que, re­
cuerdo, me repugnaba. Todo el mundo parecía adularlo, un
chico mimado, seguro en su nido protegido; los que son como
nosotros tuvimos que abrimos caminó de otro modo, pero
aquéllas fueron sólo impresiones pasajeras, es sorprendente
que me acuerde siquiera de ellas. Sin duda la desgracia de
ese joven ha reforzado mi impresión de él y la vaga sensa­
ción de que, a partir de un momento determinado, mi destino
estuvo unido al suyo. El vínculo era Medea. Dos días des­
pués de nuestra recepción, dos días durante los cuales nadie
se ocupó de nosotros, el ambiente en el palacio cambió de
pronto. Todos parecían sobrecogidos de espanto y, silencio­
sos y demudados, recorrían los pasillos, no se podía hablar
con nadie; hasta que encontré a Calcíope, que, trastornada,

53
Cl INSTA Woi-F

iba a ver a Medea, con quien quería hablar yo para pedirle


consejo. El nombre de ella, habían susurrado los colquidenses
a mis hombres, significa la que conoce buenos consejos. Así
que tenía que hacer honor a ese nombre. Estaba acurrucada
en una habitación oscura y no parecía la misma mujer. Había
llorado y ahora estaba inmóvil, rígida, muy pálida. Se apreta­
ba con las manos los brazos, como si tuviera que aferrarse a sí
misma. Tras un largo rato me dijo con una voz sin vida: Vie­
nes en un mal momento, Jasón. Y, mucho más tarde, como si
se preguntase a sí misma: O en un momento especialmente
bueno. No me atreví a hacerle ninguna pregunta. Me volví
completamente superfluo cuando Idía, la reina, entró loca de
rabia, e inmediatamente se pusieron sus hijas a su lado y la
contuvieron, Calcíope me hizo un signo y me fui.
Decían que Apsirto había sido asesinado. Pobre mucha­
cho. Despedazado, decían los rumores. Aquello me conmo­
vió. Marcharme, sólo pensé en marcharme. Hicimos prepa­
rativos para la partida. Entonces Medea me hizo saber que
quería verme. Aquella misma noche, cerca del Argo. Fue allí
y me explicó que me ayudaría a conseguir el Vellocino. Sin
darme razones. Luego me indicó cada uno de los pasos que
debía dar. Cómo, renunciando aparentemente al Vellocino y
preparando aparentemente mi partida, debía engañar al rey.
Cómo debía ir al palacio para las libaciones de despedida.
Cómo se ocuparía ella de que ni los guardianes del palacio ni
los del bosquecillo de Ares me molestasen. Por qué no debía
temer a la serpiente, de la que yo, entretanto, había escucha­
do auténticas historias de terror, y así sucesivamente. Cómo
se desarrollaría todo, con todo detalle. Y, cuando termina­
mos y la cabeza me daba vueltas, Medea se levantó y me
dijo, tan fríamente como todo lo demás: Con una condición.
Que me lleves contigo. Y yo, sorprendido, agitado por senti­
mientos contradictorios, le dije sencillamente: Sí. Y, después

54
Medra

de haberlo dicho, supe que lo quería y sentí una alegría cu­


riosa y extraña, y me pregunté si Medea esperaba que yo la
abrazase o algún otro gesto significativo, pero se limitó a
levantar la mano como saludo y se escurrió. Siempre, hasta
hoy, hace lo mismo. Lo que para ella es importante lo trata
de pasada.
Sólo una vez me explicó seriamente aquellos frutos
macabros -teníamos que vemos a menudo, y ella se dio cuenta
de cómo me horrorizaba el bosquecillo-; me dijo que, entre
los colquidenses, sólo se enterraba a las mujeres; los cadáve­
res masculinos eran colgados de los árboles, en donde las
aves los limpiaban hasta que sólo quedaba el esqueleto, y
entonces esos esqueletos, separados por familias, eran depo­
sitados en cavernas; un sistema limpio y respetuoso, ¿por
qué me molestaba? A mí me molestaba en aquello casi todo,
especialmente la idea de que las aves despedazaran y devo­
rasen un cadáver humano como si fuera carroña; el muerto,
le dije, tenía que ser enterrado en su tumba o emparedado en
su caverna físicamente intacto, para que pudiera emprender
su viaje por el inframundo y llegar al más allá. Me respondió
que el alma no estaba ya en los muertos: se escapaba incólu­
me y era adorada por los colquidenses en determinados lu­
gares destinados a ello y, para que renaciera en otros cuer­
pos, la diosa reconstituía los cadáveres despedazados. Eso,
dijo, era lo que los colquidenses creían firmemente. Me ob­
servaba con atención mientras hablaba. ¿Y no se trataba en
definitiva -me preguntó al terminar-, del sentido que se daba
a un acto? La idea me resultaba extraña, y estaba seguro, y
lo sigo estando hasta hoy, de que sólo hay una forma ade­
cuada de honrar a los muertos, y otras muchas falsas. Por lo
demás, no sé por qué me preguntó entonces si entre noso­
tros, en los países del sol poniente, había sacrificios huma­
nos. Claro que no, dije indignado, ella inclinó la cabeza y me

55
ChristaWolf

miró inquisitivamente. ¿No?, dijo. ¿Tampoco en casos lími­


te? Yo dije otra vez que no y ella opinó pensativamente: Ah.
Tal vez sea cierto.
Y ahora, después de tanto tiempo, no ha olvidado nues­
tra conversación, hace un momento pasó a mi lado y me
preguntó: Nada de sacrificios humanos, ¿lo sigues creyen­
do? Pobre. Y, apenas se había perdido de vista, entró preci­
pitadamente Turón, ese hombre repulsivo y presuroso que
Acamante ha traído a su lado, y quiso saber lo que Medea
me había dicho. ¿Pero qué ocurre? Esa niebla en que me
dejan avanzar a tientas acabará por hacerme desear no ha­
ber conocido a Medea o, al menos, haberlos dejado a ella y
los suyos en la Cólquida. Sí. Aunque el pensamiento me asuste.
Y, sin embargo, sé que, sin ella, ninguno de nosotros hubiera
podido salir de la Cólquida.
Ahora me acomete otra vez esa imagen que durante to­
dos estos años he mantenido bajo la superficie. La imagen
más cruel e irresistible que tengo de ella. Medea como sacer­
dotisa ante el altar de una antiquísima diosa de su pueblo,
envuelta en una piel de toro y tocada con un gorro frigio
hecho de testículos de toro, insignia de la sacerdotisa con
derecho a sacrificar. Y Medea lo hizo. Ante el altar blandió
el cuchillo sobre el ternero engalanado y le seccionó la
carótida, de forma que él cayó de rodillas, desangrándose.
Las mujeres recogieron la sangre y la bebieron, Medea la
primera, y yo me horroricé al verla, sin poder apartar la vista,
y estoy seguro de que ella quería que la viera así, terrible y
hermosa; la deseé como nunca había deseado antes a una
mujer, no sabía que existiera ese deseo que te desgarra, y huí
cuando las mujeres, en su embriaguez de sangre, comenza­
ron a dar con los pies en el suelo y a bailar horriblemente, y
supe que no podría marcharme ya sin aquella mujer. Tenía
que ser mía.

56
Medea

Hice todo lo que ella me ordenó. Para vencer a los toros,


me dejé poner aquel gorro espantoso, del que me dijo que
tenía poder mágico y que me haría invisible, me dejé llevar
por la música salvaje de su tambor, que se metía en mis miem­
bros y me enfurecía, no me reconocía ya a mí mismo, me
metí entre los toros y los degollé, estaba fuera de mí y quería
estarlo. Engañé al rey, bebiendo con él como despedida, an­
tes de que él y sus guardianes se hundieran en el sueño. Me
hice ¿rotar de la cabeza a los pies con un ungüento de ella,
que era al parecer una protección contra el veneno de la
serpiente. Hubiera creído todo lo que ella me decía. Lo que
me pasó entonces no lo sé. Fue horrible, eso lo sé con seguri­
dad. La conciencia me abandonó.
Cuando me desperté, me sentía miserable y mortalmente
enfermo, y ella, Medea, estaba acurrucada a mi lado, era de
noche, nos rodeaba el bosque, y ella revolvía en un caldero,
colocado sobre un trípode sobre el fuego; la luz parpadearte
la hacía aparecer muy vieja. Yo no podía hablar. Había es­
tado en las fauces de la muerte, me había rozado su aliento,
una parte de mí estaba aún en ese otro mundo, al que, con
razón, tememos. Sin ella, sin Medea, habría perecido. Debí
de balbucear algo así como: Sácame de aquí, Medea, y ella
dijo sólo: Sí, sí. Metió un cucharón en la cocción que había
preparado y me hizo beber. Aquello tenía un sabor repulsivo
y se deslizó ardientemente por mis venas. Medea me puso la
mano en el pecho largo rato, provocando un torbellino en mí
que me devolvió la vida. Era lo más maravilloso que había
vivido nunca, no debía acabar nunca. En algún momento
murmuré: Eres una hechicera, Medea, y ella, sin asombrar­
se, me dijo sencillamente: Sí. Me levanté del lecho rejuvene­
cido y vigoroso. No tenía idea del tiempo que había pasado.
Desde aquel momento comprendí el respeto y prestigio del
que disfrutaba Medea entre nuestros colquidenses.

57
Cubista Wolf

Y comprendo también a Acamante y a las gentes de


Corinto que quieren deshacerse de ella. ¿Deshacerse? ¿Por
qué se me ocurre esa palabra funesta?, es absurdo, tengo
que olvidarla. Hace un momento, cuando Acamante me mi­
raba con su sutil capacidad de observación, mientras yo me
debatía de un lado a otro, entre mi devoción a Medea y mi
deber, incluso deseo, de estar al servicio del rey Creonte, y
cuando él me dio el innoble consejo de que, para calmarme,
me fuera con mis argonautas a las tabernas o a ver a alguna
de esas putas, casi me lancé a su cuello de rabia, en plena
plaza del mercado de Corinto. ¿Y él? ¿Qué dijo él? Está bien,
dijo sin inmutarse. Desfógate, Jasón. Di media vuelta y lo
dejé allí. Hay algo que va mal, muy mal, y yo no puedo
impedirlo.
Si ella no fuera tan orgullosa. Al fin y al cabo, ella era la
refugiada, y dependía de mí. Y cuando fracasó mi plan de
devolver a mi padre, con ayuda del Vellocino de Oro, la dig­
nidad real en mi patria Yolco; cuando yo también tuve que
huir, todos dependimos de la gracia del rey Creonte.
Tuve que decírselo a ella una y otra vez. ¿Y ella? No me
fui de la Cólquida para doblegarme aquí, ésas son las cosas
que dice, y no se recoge la rebelde cabellera como hacen las
mujeres de Corinto después de casarse, e incluso dice: ¿Por
qué? ¿No me encuentras así más bella? Desvergonzada. Sabe
muy bien lo que encuentro bello y a quién encuentro la más
bella. Y recorre las calles como una tormenta y grita cuando
está furiosa, y se ríe a carcajadas cuando está contenta.
Ahora me doy cuenta de que hace tiempo que no la oigo reír.
Pero en una cosa insistía: en ir por la ciudad con su cofrecillo
de madera y una cinta blanca en la frente, a fin de mostrar
que iba a algún lado como curandera y no quería ser moles­
tada en su recogimiento, y todo el mundo la respetaba y las
familias a cuyos enfermos socorría cantaban sus alabanzas.

58
Medea

Se puso de moda en Corinto acudir a ella y no a los astrólo­


gos o los médicos de la escuela de Acamante. La desventura­
da se volvió tan arrogante que, ante un dignatario del rey a
cuyo hijo había librado de dolores de cabeza insoportables,
llamó lapidariamente a la medicina de esas personas vene­
rables “magia putrefacta”..., algo que ese mundo comunicó
debidamente al palacio. Entonces tuvimos nuestra primera
disputa violenta. ¡Ten cuidado con lo que dices!, le grité, y
ella, con su calma irritante, me respondió que eso era preci­
samente lo que había querido recomendarme; yo le dije: Ellos
son más fuertes que tú, y ella: Eso lo veremos. Oye, añadió
aún, tú mismo sabías hacerlo antes mejor. ¿Qué te enseñó
Quirón? ¿Esos pases ridículos con que engañar a la gente?
Es curioso. Lo que Quirón me enseñó, la medicina buena que
Medea practica, había empezado a olvidarlo. Aquí no me
sirve de nada. Aquí tengo que estar bien informado de lo que
pasa en el palacio, para nosotros es de importancia vital,
pero ella no quiere comprenderlo.
Naturalmente, eran más fuertes que ella. Tuvo que aban­
donar nuestra vivienda común en un ala secundaria del pa­
lacio. Me explicaron que aquello no iba contra mí. Pero era
evidente que había que alejar de la familia real a alguien
que, posiblemente, tenía una irradiación nociva. Si se mos­
traban hipócritas y mentían, aduciendo falsas razones, sólo
para conseguir que saliera del palacio, tenía que ser impor­
tante para ellos. Naturalmente, ella esperaba que yo la de­
fendiese. O que me fuera con ella. Sin embargo, ¿cómo se
puede defender a alguien de acusaciones que son sólo un
pretexto? Y si me hubiera ido con ella, nuestra situación sólo
habría empeorado.
Se fue. Le dieron como escolta a dos hombres de
Acamante, que debían evitar que maldijera el palacio. Cuando
le pedí a Acamante explicaciones, soltó una carcajada

59
ClUUSTA WoLF

estruendosa. Qué espíritus más ingenuos, exclamó, suma­


mente divertido. Como si alguien como Medea no pudiera
maldecir lo que quisiera y a quien quisiera, sin pronunciar
palabra y a pesar de los guardianes.
Al principio, yo visitaba a Medea regularmente. Desde
luego, las cosas no eran ya iguales entre nosotros, pero eso
es normal, lo veo por todas partes. Creonte me acercó más a
él, me confiaron todos los deberes y servicios imaginables,
algunas de ellos prestigiosos, que exaltaban mi persona. El
Vellocino se encuentra, con otras muchas ofrendas, ante el
altar de Zeus y se está pudriendo. Mis perspectivas en Corinto
no son malas, sobre eso tengo algunas ideas. Acamante me
hizo una insinuación. Todo podría ir muy bien si no hubieran
desenterrado ese viejo asunto. Dicen que Medea mató a su
hermano. ¿Y si así fuera? A quién perjudica eso ahora. Sin
embargo, parece beneficiar a muchos, a demasiados, no puedo
desconocerlo.
¿Qué debo hacer? Sólo ella, Medea, podría aconsejarme.
Una idea demencial.

60
3

Creonte: Y si las mujeres no son hábiles para


el Bien, son, sin embargo, maestras en el Mal.

Eurípides: Medea
Agameda

Lo he conseguido. La he visto palidecer. Las palabras


apropiadas me vinieron inesperadamente, pero mi odio ha­
bía trabajado en ellas tanto tiempo que estaban dispuestas
en el momento oportuno. Medea palideció. La vi levantar
las manos como si quisiera suplicarme. Naturalmente, no lo
hizo, sino que trató de dominarse. Habría conseguido una
carcajada de desprecio. ¿O quizá no? ¿La habría humillado
más aún con mi generosidad?
A veces pende de un hilo el desarrollo de los aconteci­
mientos. Como entonces, hace mucho tiempo, cuando me
reveló, sí, reveló, lo quiera recordar ella ahora o no, las la­
gunas de memoria que se permite. O recientemente, cuando
cayó enferma. Como si hubiera presentido la fatalidad que
se acercaba. Me hubiera gustado ser la primera en anun­
ciárselo. Con gusto, con demasiado gusto habría visto cómo
recibía la noticia y me habría deleitado con su terror. Me
enfurecí al darme cuenta de cuánto fiebre tenía. De cómo,
gracias a su enfermedad, se escabullía sencillamente. En el
mismo instante, comprendí que ella necesitaba ayuda: Medea,
la gran curandera, estaba allí, confusa y desamparada, me
dio un salto el corazón, finalmente se iba a realizar mi deseo
más íntimo, el que determinó mi infancia, yo, yo la socorre­
ría, permanecería junto a su lecho, la serviría, me haría in­
dispensable, y finalmente recogería lo que seguía ansiando

63
CiuustaWolf

tan cruelmente, su gratitud. Su amor. Me despreciaba a mí


misma por ello, pero había llegado el momento que había
dominado mis sueños de día y de noche. Ella me necesitaba.
Yo la salvaría. Un agradecimiento eterno la uniría a mí, vi­
viría en su atmósfera como preferida a todas las demás. Allí
estaba otra vez, esa ofuscación que me acomete, me acome­
tía, en la proximidad de Medea, por última vez, ahora estoy
protegida de ella. Protegida de sus malditas artes y de su
tristemente famosa irradiación, eso le lancé a Lisa, que
irrumpió y me apartó del lecho de Medea con gestos de re­
pulsión que no le perdonaré, como si hubiera sido yo la que
hubiera provocado aquella enfermedad en Medea.
Yo. Agameda. Que en otro tiempo fui su discípula más
dotada, ella misma me lo dijo. Serás una gran curandera,
Agameda. Sin embargo, como siempre, moderó mi alegría
desbordante: cuando aprendas a dominarte. No soy yo quien
cura, dijo, ni tú tampoco, Agameda, hay algo que cura con
nuestra ayuda. Lo que podemos hacer es cuidar de que ese
algo pueda desarrollarse libremente, en nosotras y en el en­
fermo. Bueno. Viéndola y oyéndola aprendí la mayoría de
sus prácticas, la composición y la forma de preparar las di­
ferentes cocciones, los efectos de las plantas y muchos de
sus conjuros. Me convertí en curandera. No pocas personas
prefieren venir a mí en lugar de a ella, que las intimida. Pre­
cisamente las familias corintias distinguidas me llamaron
desde el principio a sus casas bien amuebladas, y les gustaba
que yo las admirase de todo corazón y les hablase de las
viviendas primitivas en que vivía la mayor parte de la pobla­
ción de la Cólquida. No podían creer que hasta el palacio
real fuera de madera, y me compadecían y pagaban tanto
mejor cuanto más me compadecían y mejor podían apreciar
su propia forma de vivir; me di cuenta rápidamente, y tuve
rápidamente los vestidos que deseaba, y los alimentos, a los

64
MEDEA

que me acostumbré lo mismo que a los vinos dulces y pesa­


dos que se beben aquí. Presbón, que desde hace ya tiempo
cosecha triunfos con las fiestas que organiza para los
corintios, me recomendó a sus amigos. Y ahora que la estre­
lla de Medea declina y yo estoy de moda en el palacio, como
dice Presbón, ahora me encuentro a veces en el bolso, cuan­
do vuelvo de ver a un enfermo, alguna joya. Un anillo, un
collar. Todavía no los llevo, Presbón me lo ha desaconseja­
do. No hay que provocar la envidia de los otros. Él, Presbón,
no me envidia, no soy rival para él, sólo puede favorecerlo
no ser el único colquidense que recibe honores en Corinto.
Antes no me miraba, yo no era de la clase de mujeres que lo
atraen, tienen que ser bellas y ciegamente devotas suyas, y
ninguna de esas dos cosas soy yo, lo sé. Pero ahora, me pare­
ce, me mira con una especie de asombro que puede sustituir
al deseo. Que puede transformarse en deseo. Si algo sé de la
singularidad del deseo masculino es eso, y no me canso de
comprobarlo.
Naturalmente, esa Lisa echaba espumarajos, nos llamó
abyectos a Presbón y a mí, y sólo faltó que nos calificara
francamente de traidores, como hacen sin duda entre ellos
esos colquidenses envejecidos cuando se reúnen. Cuando, en
la plaza de su barrio, en el que se han construido una peque­
ña Cólquida que protegen de todo cambio, juntan las cabe­
zas y, con las historias que susurran, hacen surgir una
Cólquida maravillosa, que no ha existido en esta tierra nun­
ca ni en ninguna parte. Sería para reírse si no fuera tan tris­
te, le grité a Lisa. Sólo ves lo que quieres ver; me respondió,
sólo a esos ancianos fosilizados que, de puro pesar y nostal­
gia, y por la indignación que sienten a causa del trato que
reciben de los corintios, se han fabricado un mundo de sue­
ños. Sin embargo, yo me había facilitado siempre las cosas,
se atrevió a decirme aquella mujer; siempre había fabricado

65
Christa Wolf

una imagen de los otros y, especialmente, de mí misma, en


función de mis necesidades y de lo que podía soportar. Me
puse fuera de mí. ¿Yo?, le grité. ¿Yo? ¿Y vuestra infalible
Medea, que sólo se rodea de admiradores? ¿Que no deja que
nadie más se le acerque? Entonces Lisa enmudeció. Estás
loca, dijo. Y además te crees lo que dices. Realmente, quie­
res aniquilarla.
Sí. Eso quiero. El día en que suceda será el más feliz de mi
vida.
Lisa la vaca, así la llama Presbón. Hecha para dar de
mamar, primero a su propia hija Arinna, y luego además a
los dos hijos de Medea, lo que pudo hacer, contribuyendo así
a que esa mujer pareciera salirle todo bien. De forma que
estaba allí como en una fortaleza de felicidad. Paseaba su
rebelde cabellera por la ciudad como un estandarte. Pero
esos tiempos han pasado. Ahora se ata un pañuelo al pelo
cuando, bastante raramente, va al palacio. Jasón reniega en
público de ella y va a visitarla en secreto. Oh sí, lo sé muy
bien. Yo estaba ante Lisa y me burlé. Dije que Medea no
necesitaba a nadie para ser aniquilada, de eso se ocupaba
ella misma y, por cierto, muy a fondo. Entonces ella me aga­
rró por el hombro y me sacudió, ella, eso tema que decírselo
a Presbón, no ponía en absoluto ojos de vaca cuando se en­
furecía. Que dejara de hacer alusiones veladas, me gritó.
Justo a tiempo me pasó por la cabeza la idea de que debía
detenerme. Me solté de la mano de Lisa y me fui.
Todo estaba decidido. Yo estaba dispuesta. Presbón me
esperaba. Teníamos que ir a ver a Acamante. Nuestros sue­
ños debían realizarse.
Si nos habíamos imaginado que seríamos bien recibidos
por Acamante, nos equivocamos de medio a medio.
Acamante nos hizo esperar. Nos dijeron que estaba ocupa­
do. Yo, fácilmente ofendida, quise marcharme, pero Presbón

66
Medea

me retuvo con firmeza. Estábamos obligados, dijo, a hacer


saber a nuestros huéspedes algo que ponía en peligro a su
comunidad. Presbón es alguien que tiene el don de mentirse
a sí mismo. Sólo conoce los motivos más nobles para todo lo
que hace o deja de hacer: Y sólo poco a poco me di cuenta de
lo que lo empujaba a entregar a Medea a sus enemigos.
Presbón no sólo quiere que lo quieran, como todos nosotros.
Sólo puede sentirse él mismo cuando lo admira una gran
multitud, para la que prepara fiestas, da igual que crea o no
en sus dioses. Se obliga a creer en ellos. Medea, piensa, lo
desprecia por ello. En realidad la cosa es peor: Él le resulta
indiferente. Eso debe de ser una espina insoportable en su
carne, y yo le puse en la mano el instrumento para arrancar
esa espina de una vez para siempre.
Acamante nos recibió con esa distancia, difícil de descri­
bir, que los corintios han puesto entre ellos y los colquidenses
y que, por muy cerca de ellos que alguno o alguna de noso­
tros crea estar, nunca puede salvarse. Nacen con la incon­
movible convicción de ser superiores a esas gentes pequeñas
y de piel morena que viven en las aldeas que rodean su ciu­
dad y entre los que corre la leyenda de que son los habitan­
tes primitivos, fueron los primeros en colonizar las costas de
este mar y los primeros que pescaron peces y plantaron oli­
vos. Es evidente que nos hicieron venir a nosotros, los
colquidenses, que quisieron acogemos como iguales en sus
asentamientos, y que ofrecieron a nuestros hombres sus hi­
jas, y a nuestras muchachas sus hijos. Hubieran querido in­
corporamos a la masa informe y sin historia de esta mezcla
de tribus y de pueblos, y lo cierto es que hay colquidenses
que, agotados después de mucho vagar; sin fuerzas para re­
sistir, se arrojaron en brazos de esos pueblos inferiores, se
confundieron con ellos y, de esa forma, dejaron de ser
colquidenses. También a mí me parece estúpido aferrarse a

67
Cl INSTA WOLF

una imagen de sí mismo insostenible, pero ¿por qué no esfor­


zarse por llegar a una forma de existencia superior? No quie­
ro ser nadie. Con ese objetivo a la vista, me encontré por fin
delante de Acamante.
Acamante fue cortés, a su estilo impersonal. No dedicó ni
una palabra a la larga espera, pero se inclinó ceremoniosa­
mente y luego, a solicitud de Presbón, hizo salir de la habita­
ción hasta a Turón, su joven y hábil ayudante. Él pasó ro­
zándome y me guiñó un ojo. Nos conocemos muy bien, Turón
es uno de los jóvenes de Corinto a los que no me niego, por­
que ganarán influencia y podrán serme útiles un día. En
Corinto, a diferencia de la Cólquida, lo correcto es que el
hombre hable en primer lugar, e incluso, costumbre ridicula,
que hable en nombre de la mujer. De forma que Presbón fue
el primero en tomar la palabra, manteniéndose, como se había
acostumbrado a hacer; exactamente entre la arrogancia y la
sumisión. Hizo saber a Acamante que yo, Agameda, tenía
que comunicarle algo importante para él. Acamante me miró.
A aquel hombre no le gustaba. Dijo: Habla. Yo dije que el
asunto se refería a Medea. Acamante me interrumpió brus­
camente: Los inmigrantes no eran de su competencia. Me
juré que aprendería a respetarme. Le dije con frialdad que,
naturalmente, él tenía que decidir si quería oír una informa­
ción sobre cuya importancia para Corinto no podíamos juz­
gar. Entonces me miró a los ojos con más atención, sorpren­
dido, según me pareció, y repitió imperiosamente: Habla. Le
dije lo que había visto: Medea había espiado a la reina
Mérope después del banquete del rey.
Al hombre no le gustó aquello. ¿Espiado?, preguntó
enarcando las cejas. ¿Cómo es posible, querida? Ante su mi­
rada desvergonzada, mis miembros se hicieron más grose­
ros, mi gran nariz, que en lo posible nunca muestro de perfil,
mis manos y pies enormes, que ya de muchacha trataba de

68
MFJ>£A

esconder. Sólo Medea, a la que, para mi vergüenza, abrí mi


corazón durante algún tiempo, trató de convencerme de que
tema cosas bellas: mis cejas bien formadas, mi espesa cabe­
llera, mis pechos. Pero mi cabello es demasiado lacio, mis
pechos son flácidos, eso lo ve cualquiera, y también
Acamante lo veía, maldije a Presbón por haberme arrastrado
hasta allí. Acamante me despreciaba. Para mí no era una ex­
periencia nueva. También mis buenos colquidenses me des­
precian desde que me muestro cada vez menos en su pequeña
colonia y me dejo ver cada vez con más frecuencia en compa­
ñía de corintios influyentes, y más aún cuando les solté que
por qué tenía que guardar el recuerdo de una CÓlquida a la
que hacía ya tiempo encontraba insoportable. Sin embargo,
en otro tiempo lo supiste disimular maravillosamente, me dijo
Lisa una vez. Aunque así fuera. No me importa, porque los
corintios agradecen mi franqueza. Yo había adivinado muy
rápidamente cuánto necesitaban creer que vivían en el país
más perfecto bajo el sol. ¿Qué me costaba confirmárselo?
Acamante, sin embargo, tendría que pagar por haberme
hecho sentir su desprecio. Yo también quiero intervenir en
los destinos y para ello estoy tan dotada como él, y ningún
otro placer supera al que brota en mí cuando he sugerido a
alguien mis pensamientos e intenciones de forma que los sien­
ta como suyos.
Fue una suerte que lo que tenía que contar a Acamante
correspondiera a la verdad. Casualmente -era la única pa­
labra de mi relato que no era cierta-, casualmente, al estar
durante el banquete del rey de pie junto a la salida, siguiendo
mis instrucciones como cuidadora de Glauce, la hija del rey,
vi salir de la sala a la reina Mérope. Y entonces observé
cómo Medea la seguía, casi pisándole los talones. Y cómo
primero la reina y luego Medea desaparecieron tras una piel
colgada del muro de un corredor lateral, sin que volvieran a

69
Chiusta Wolf

aparecer en mucho tiempo, al menos en el tiempo que consi­


dere oportuno aguardar. De forma que, preocupada, casi
hubiera dado la alarma si no me hubiera reclamado por com­
pleto un desvanecimiento de Glauce. Pero eso él lo sabía ya.
Desvanecimiento, ésa es la palabra en que han convenido
los médicos y el rey para cuando su hija, delgada y pálida,
comienza otra vez a temblar, se tira al suelo, en donde su
cuerpo se retuerce de una forma horrible, mientras revuelve
los ojos de manera que sólo se ve lo blanco, y aparece espu­
ma en sus labios distorsionados. Todas las personas que ha­
bía en la sala presenciaron aquel incidente penoso, también
Acamante, también Presbón, una de sus pomposas represen­
taciones de glorificación de la familia real tuvo así un final
prematuro y desagradable. Yo, sin embargo, tuve que rociar
de agua a la infortunada, sostenerle la cabeza, que movía
furiosamente de un lado a otro y, finalmente, ir junto a las
parihuelas con que la llevaron a sus aposentos, en donde
traté de hacerla volver en sí con compresas de hierbas y al­
gunos pases, poniendo enorme cuidado en dejar la prece­
dencia a los médicos del rey, por lo demás desconcertados, y
de no mencionar luego mi participación en el restablecimiento
de la pobre Glauce.
Sólo por la dureza e insistencia del interrogatorio al que
me sometió Acamante comprendí lo seriamente que había
tomado la información que le había proporcionado. Com­
prendí el peligro en que se había puesto Medea. Eso me gus­
tó, pero de ningún modo debía arrastrarme ella a ese peli­
gro. Necesité toda mi fuerza de persuasión para hacer creer
a Acamante que no había seguido en absoluto a las dos mu­
jeres y no tenía la menor idea de lo que se ocultaba tras la
piel del corredor lateral. Espero por tu bien que sea verdad,
me dijo secamente, pero me di cuenta de que me creía. Sólo
más tarde me hizo pensar Presbón que el que me creyera o

70
Medea

no carecía de importancia con Acamante, si decidía arras­


trarme en la desgracia de Medea; porque eso me había re­
sultado también evidente por sus preguntas: se trataba de un
asunto de vida o muerte. La carga que habíamos echado
sobre Medea era mayor de lo que habíamos creído. ¿Hubie­
ra ido a ver a Acamante -me pregunté- si lo hubiera sabi­
do?, y la respuesta me pareció muy clara: Sí. Incluso enton­
ces. E incluso aunque esa carga me aplastase también.
Pero no sucederá. Lo evitará el propio Acamante. Me
necesita y no sólo en el sentido evidente que se me ocurrió:
naturalmente, me necesitaba para el testimonio que nadie
podía prestar de forma más creíble que yo. Me dejaría jugar
al juego para el que tan dotada estoy. Me necesitaba para la
red en que Medea se había enredado, antes aún de que se
diera cuenta. Para eso estaba yo al servicio de Acamante,
haciéndome indispensable. Pero más importante era, eso lo
comprendí enseguida, otra influencia que yo tenía sobre él y
a la que él se abandonó hasta no poder prescindir de ella.
Medea, en su obcecación, apuesta por los puntos fuertes de
las personas, yo apuesto por los débiles. Por eso halagaba
aquellos apetitos de su cuerpo un poco demasiado pequeño,
un poco demasiado insignificante y de su cabeza, un poco
demasiado redonda, con aquellos ojos ligeramente saltones,
apetitos que él mismo no quería reconocer y de los que lue­
go, como todo hombre que se ha refrenado demasiado tiem­
po, acabaría dependiendo. No me refiero al amor en sus
muchas variantes, a las que Acamante era inmune. Me re­
fiero al ansia de ser malo sin escrúpulos, que, por supuesto,
se manifiesta a veces en los juegos del amor.
No en el caso de Acamante. Es un hombre curiosamente
compuesto de partes desiguales. Vive escondido en construc­
ciones mentales cuidadosamente levantadas que él toma por
la realidad, pero que no tienen otra finalidad que soportar la

71
ChkistaWolf

conciencia, ligeramente vacilante, que tiene de sí mismo. No


soporta la contradicción, y derrama altaneramente sarcas­
mos escondidos o abiertos sobre las inteligencias inferiores,
es decir, sobre todo el mundo, porque tiene que ser superior a
todos. Recuerdo el instante en que me resultó evidente que
conoce poco a los hombres y se ve obligado a vivir en un
andamio de principios que nadie puede poner en duda, por­
que de otro modo se siente amenazado de una forma inso­
portable. Uno de esos principios es su idea fija de que es un
hombre justo. Apenas podía creer que hablase en serio, pero
cuando comenzó a aducir todo lo que hablaba a favor de
Medea, comprendí que acogería con agrado que le facilita­
ran pruebas contra ella. Que no soportaba los aires que ella
se daba. Que estaba harto de tener que responder a su infa­
libilidad con la misma infalibilidad, para no sentirse inferior
en su presencia. Ay, he estudiado a fondo todos los efectos
que esa mujer produce.
Si me equivocaba, podría perderlo todo, pero me fié de
mi instinto e interrumpí a Acamante cuando comenzó a elo­
giar las cualidades de Medea, preguntándole si creía real­
mente lo que estaba diciendo. A Presbón le faltó el aliento,
como me confesó más adelante. Nadie se había permitido
semejante insolencia con Acamante, desde que era el conse­
jero más último del rey.
Acamante se interrumpió en mitad de una frase, vi cen­
tellear la sorpresa en sus ojos y un interés con el que, por
supuesto, yo había contado. Quiso saber qué quería decir.
Entonces le dije que cuando alguien se hacía pasar por tan
perfecta e irreprochable como Medea, debía de haber algo
podrido en alguna parte. Debía de tener algo que ocultar. Al
dar mala conciencia a los otros, quería evitar que nadie mi­
rase tras los hermosos velos de que ella se rodeaba. Él,
Acamante, lo sabía muy bien.

72
Mcdea

Acamante guardó silencio. Luego dijo a Presbón: Me has


traído a una niña lista. Casi un poco demasiado lista, ¿no
crees? El asunto está todavía en el aire. Entonces utilicé un
medio que, lo he ensayado una y otra vez, funciona con to­
dos los hombres; lo elogié de una forma descarada. Yo no
era más inteligente que otros, dije, y desde luego no tan inteli­
gente como él. Sin embargo, a veces tenía la suerte de poder
mostrar a alguien que me importaba su propia inteligencia.
Desde entonces, Presbón me admira sin reservas. Creo
que, luego, no se atrevió a dormir conmigo en mucho tiem­
po, porque se sentía inferior a mí. Y, naturalmente, porque
no quería meterse en el terreno de Acamante. Porque ha ocu­
rrido que, a veces, cuando hemos hablado de determinados
proyectos, he pasado la noche con él. Bueno. Probablemente
un hombre no puede brillar en todos los terrenos, y tampoco
me desvivo por ello. Me resulta fácil darle la impresión de
que es un amante insuperable. Ningún otro podría darme un
placer mayor que el de estar en el lecho del hombre más
poderoso e inteligente de la ciudad.
Así están las cosas, y lo mejor es que nadie puede estar
seguro de que lo seguirán estando. Todo está en el aire, y eso
es lo que más me divierte, cada día supone sumergirse en
otras aguas, cada día me exige el máximo. Porque, natural­
mente, Acamante sigue en guardia hacia mí, y naturalmente
yo estoy en guardia hacia él, ya que la parte de su alma que
él prefiere sigue dependiendo de Medea, y que, por consi­
guiente, trabaja con una mano, la que es del rey, contra
Medea, y con la otra, la que se lleva al pecho cuando se
inclina ante ella, trata de reparar la desgracia que le causa.
Es posible que en ello haya también cálculo; el ser humano
es así y, en definitiva, él ha conseguido que ella confiara en él
durante mucho tiempo. Por lo demás, en el fondo de la rela­
ción difícil de comprender de Acamante con Medea percibo

73
ClIRISTA WOLf

algo que no es fácil de definir. Porque, si hablo de mala con­


ciencia, no es exacto, y sin embargo he encontrado algo, no
sólo en Acamante sino también en otros corintios, que los
une entre sí más aún que a su familia real, sin que ellos lo
sospechen. De una forma subterránea, no demostrable, la
sabiduría de sus antepasados parece pasar a esos descendien­
tes tardíos, la conciencia de haber conquistado con violencia
brutal este territorio de los autóctonos, a los que desprecian.
Nunca he oído a nadie hablar de ello en Corinto, pero por
una observación casual de Acamante, una noche, me resultó
súbitamente evidente lo que Medea hace por él, sin darse
cuenta: le permite demostrarse a sí mismo que puede ser jus­
to, libre de prejuicios e incluso amistoso con una bárbara.
De forma absurda, esas cualidades están de moda en la cor­
te, a diferencia del pueblo llano, que manifiesta sin remordi­
mientos ni limitaciones su odio a los bárbaros. La tarea de
inducir a Acamante a trabajar sin reservas contra Medea
me espolea.
De la forma más altanera de que es capaz, en nuestro
primer encuentro nos dijo claramente que debíamos esperar
castigos severos si no refrenábamos nuestra curiosidad y tra­
tábamos de averiguar qué se ocultaba tras aquella piel de­
trás de la cual había visto desaparecer a Mérope y luego a
Medea. Prestamos de buena voluntad ese juramento sagra­
do y, como no estoy cansada de vivir; he mantenido mi pro­
mesa hasta ahora y la mantendré siempre. En secreto, los
tres confiábamos en que Medea no actuaría con inteligen­
cia, como en efecto ha ocurrido. Ha andado fisgando, sin
duda con precaución, pero quien buscara pruebas podría
encontrarlas. Sin embargo, el secreto que ella persigue pare­
ce ser tan horrible que no se puede utilizar públicamente esas
pruebas contra ella. Acamante nos describió la situación con
frases complicadas. Comprendimos rápidamente, y fue

74
Medea

Presbón quien tuvo primero la idea, que había que sustituir


el delito del que no se la podía inculpar por otro que se pudie­
ra utilizar públicamente contra ella y que llevara también al
resultado deseado. No dijimos ni una sílaba sobre cuál era
ese resultado deseado. Jugábamos con nuestros planes cada
vez más refinados en un espacio irreal, como si nuestro jue­
go no afectase a nadie. Es un método muy útil cuando se
quiere pensar libremente y, a la vez, de forma eficaz. Por lo
demás, es una forma de pensar que en la Cólquida no cono­
cíamos, al parecer sólo propia de hombres, pero sé que estoy
dotada para ella. Aunque la ejercite en secreto.
Acamante no nos confió ninguna misión, quería dejarse
libre la retirada. Quería observar todavía un poco a Medea.
Quería ver si no volvería a entrar en razón por sí misma,
pero yo estaba segura de que ella no dejaría de informarse
discretamente, aquí o allá, sobre aquel corredor por el que
había seguido a la reina; entretanto, yo sabía también eso,
aunque no hubiera debido saberlo. Podía confiar en la pre­
sunción de Medea de que era intocable. Se movía como en­
vuelta en una piel protectora. Yo, en cambio, estuve desde
mi más tierna infancia sin protección, expuesta a todas las
heridas. Y eso ni siquiera podía imaginárselo Medea, la hija
del rey, Medea, la sacerdotisa de Hécate. Sí, a los diez años,
cuando murió mi madre, me recogieron entre las sirvientas
del templo y pude aprender con Medea, ése había sido mi
deseo más vivo desde que pude pensar. La forma de vivir de
Medea me parecía la única digna de esfuerzo, por lo que no
sólo sentí tristeza cuando mi madre murió. Medea era ami­
ga suya y había utilizado todas sus artes para salvarla, pero
la fiebre la devoró. Nunca había visto antes a Medea tan
colérica al morir alguien a quien había cuidado. Aquella có­
lera tema algo de indecente, porque todo colquidense sabe
que hay un límite para la capacidad humana de curar, más

75
Ci insta Wolf

allá del cual los propios dioses toman el asunto en sus ma­
nos. No se debe ofender a los dioses con un duelo exagerado
por los muertos, como, para extrañeza nuestra, hacen los
corintios; verdad es que les falta la certeza de que las almas
de los muertos, tras un período de reposo, resuciten en otros
cuerpos.
Sea como fuere, Medea me acogió en su grupo de alum-
nas, como había prometido a mi madre, y me enseñó lo que
sabía, pero, con gran decepción por mi parte, me mantuvo a
distancia, rehusando a aquella niña el afecto que ardientemente
deseaba, y sólo mucho más tarde, cuando había pasado a la
primera fila de sus alumnas, me dijo una vez, de pasada, que
sin duda yo habría comprendido que ella tenía que tratarme
más severamente que a cualquier otra, para que no se pudiera
decir que prefería a la hija de su amiga. Entonces comencé a
odiarla.
No se puede tener todo, me dijo una vez. Bueno, también
ella tenía que aprender que no se puede tener todo, un pues­
to seguro en el templo y, al mismo tiempo, el amor de todos.
No se dio cuenta en absoluto. Sólo aquí en Corinto volvió a
fijarse en mí, cuando me separé rápidamente de los buenos y
aburridos colquidenses para mezclarme con los jóvenes de
Corinto. Una vez trató de entablar conversación conmigo,
fingiendo interesarse por mí y preguntándome si era desgra­
ciada. Me limité a reírme. Era demasiado tarde.
Desgraciada. Han pasado los tiempos en que ella podía
hacerme desgraciada. Como si importase ser feliz. Turón y
yo nos llevamos maravillosamente porque no nos enga­
ñamos mutuamente. Una alianza de circunstancias, dice
Prcsbón, él lo comprende, y sin duda no excluye otros víncu­
los. De repente, todos me quieren. Presbón me repele más
bien como hombre, su rebelde cabello rojo y su cuerpo fofo.
Necesita alguien que lo escuche, sus eyaculaciones verbales

76
Medea

le placen más que yacer con una mujer; Su vanidad es des­


mesurada, no la domina, mis elogios exagerados lo excitan
más que mi cuerpo, lo sé. Y por qué no. Toda mujer utiliza
los dones que posee para atraer a un hombre. Turón me abrió
el camino de la casa real, Presbón me muestra el camino
para vengarme de Medea. Porque naturalmente fue él quien
hizo la propuesta que luego, en una larga noche, desarrolla­
mos juntos hasta en sus menores detalles, en una noche al
final de la cual dormimos juntos con gran placer. El plan era
genial, porque dejaba abiertas todas las posibilidades. Medea
sería acusada de haber matado a su hermano Apsirto en la
Cólquida. Eso daría a Acamante pretexto para actuar con­
tra ella, si quería, porque al fin y al cabo no podía explotar
su verdadero delito: haber penetrado en uno de los secretos
mejor guardados de Corinto. Por otra parte, los dos, Presbón
y yo, no disimulábamos nuestra maligna alegría por el he­
cho de que aquella Corinto maravillosa, rica, tan orgullosa
y segura de sí misma, tuviera sus corredores subterráneos
con sus secretos profundamente escondidos. Para la gente
ordinaria, con sus debilidades, resulta preferible vivir entre
gentes que tienen también sus debilidades.
No debíamos dejar que Acamante lo sospechase. Lo me­
jor sería evitarle algunos hechos complicados, en los que su
forma de pensar se enreda de buen grado. Cuando nos pre­
guntó si Medea había matado realmente a su hermano, le
respondimos, de acuerdo con lo convenido, que, en cualquier
caso, el rumor que en otro tiempo corrió en la Cólquida nun­
ca había sido desmentido, ni siquiera por Medea. Acamante
se puso a pensar en voz alta, para damos oportunidad de
disipar sus objeciones. De todo aquello había pasado mucho
tiempo, y en realidad sólo concernía a los colquidenses. Los
cuales, era verdad, estaban bajo la protección del rey de
Corinto, que sin duda no les negaría su apoyo si le mostraban

77
Cl INSTA WOLF

seriamente la necesidad de remediar por fin una antigua in­


justicia. De todas formas, un paso así debía ser bien pensa­
do. Él tenía que poder confiar en nuestra discreción absoluta
hacia todos. Eso lo dijo amenazante. Los dos sabíamos que
un cambio de la situación a favor de Medea nos pondría en
peligro. Tenemos mucho interés en que la situación de Medea
empeore. Acamante lo sabe. Se desprecia y nos desprecia
para que nuestros intereses coincidan, nosotros lo sabemos,
y él sabe que lo sabemos. Nuestras relaciones se vuelven
poco a poco insondables, y eso me divierte. Las relaciones
inequívocas me aburren mortalmente.
Sólo teníamos que mantener los ojos abiertos, Medea
misma se iba metiendo paso a paso en la red, y únicamente
debíamos cuidar de que Acamante conociera cada paso, no
por nosotros, se comprende. Que a Acamante le resultase
claro que Medea no renunciaba; prudentemente sin duda,
pero con obstinación, ella proseguía sus investigaciones, se
abría paso poco a poco hacia todas las personas de Corinto
de las qué esperaba obtener información sobre el hallazgo
escondido que debió de hacer en aquel corredor subterráneo
y cuya naturaleza sospecho. Si embargo, me guardo de de­
cir nada al respecto, ni siquiera en lo más íntimo de mí mis­
ma me permito expresar lo que presiento. Y a veces no com­
prendo la ligereza con que ella actúa.
No ha temido ver en secreto a la reina, en esa antigua
parte del palacio que, normalmente, todos evitan. Cuando
Acamante lo supo -esa vez, por cierto, no por nosotros, te­
nía sus propias fuentes de información—, lo vi por fin furioso.
Ahora no podía proteger ya a Medea, dijo. Ni podía seguir
esperando de nosotros que nos guardáramos lo que sabía­
mos. Fue un instante entre el espanto y la alegría.
Los dos, Presbón y yo, estuvimos de acuerdo en hablar
sólo a una persona de la sospecha contra Medea. Sentíamos

78
Medea

curiosidad por ver con qué rapidez se extendería el rumor.


Al cabo de dos días, lo sabían todos los colquidenses, pero
sólo algunos corintios, que por lo demás mostraban cierta
repugnancia a ocuparse siquiera de esas viejas cuestiones
repulsivas de los colquidenses. Jasón, naturalmente, fue en
seguida presa del pánico. Pero también Medea acusó el gol­
pe, con satisfacción por mi parte, se comprende. Consideró
oportuno abordarme en plena calle, aunque no podía saber
quién era el autor del rumor. Oye, Agameda, dijo sin rodeos,
tú sabes muy bien que no tengo nada que ver con la muerte
de Apsirto. Entonces tuve una de mis inspiraciones geniales.
Le dije: Y tú, Medea, deberías saber que una hermana puede
tener la muerte de un hermano sobre su conciencia de mu­
chas maneras.
Entonces palideció, yo lo vi.

79
4

Jasón a Medea: Ve por los altos espacios


al éter sublime, da testimonio de que no hay
dioses allí donde vas.

Séneca: Medea
Medea

Apsirto, hermano, no has muerto, te he recogido en vano,


huesecillo a huesecillo, en ese campo nocturno en el que las
mujeres dementes te habían esparcido, pobre hermano des­
pedazado. Tú me seguiste, obstinado como no te había co­
nocido pero cómo te conocí entonces, juntaste de nuevo tus
miembros despedazados, los reuniste de nuevo en el fondo
del mai; hueso a hueso, y me seguiste como imagen etérea,
como rumor. Suficientemente poderoso para alcanzarme, en
el aire o en el fondo del mar, eso es lo que creen en cualquier
caso, no sólo Presbón y Agameda, que tan apremiantemente
lo desean, sino también Leucón, vi la preocupación en sus
ojos. Yo en cambio apenas me sobresalté cuando el anuncio
del rumor me rozó, no me lo dijeron a la cara sino que lo
susurraron a mis espaldas. Escuché tu nombre, después de
tanto tiempo otra vez tu nombre, hermano, y luego el mío, y
al volverme rápidamente encontré rostros herméticos, ojos
bajos. Todos lo sabían ya, excepto yo, y finalmente me lo
explicó Lisa: sería yo, Apsirto, hermano mío, quien te habría
matado. Me reí. Lisa no se rió. Yo la miré y le dije: Tu sabes
cómo ocurrió realmente. Lo sé, dijo Lisa, y lo sabré siempre.
Lo que quería decir que no todos sabrían siempre lo que sa­
bían. Yo seguía sin comprender, sentía incluso una especie
de alivio por el hecho de que ocurriera algo, de que quizá
pudiera disolverse de nuevo el aburrimiento que se había

83
Cubista Wolf

depositado sobre mí a lo largo de los años de Corinto como


un sedimento turbio.
Corinto y todo lo que en el había ocurrido y ocurría no
me concernían. Nuestra Cólquida había sido para mí como
mi propio cuerpo agrandado, del que percibía cada movi­
miento. Presentí el hundimiento de la Cólquida como una
enfermedad insidiosa dentro de mí misma, el placer y el amor
huían, te lo dije, hermanito, tú eras tan comprensivo, tan
sensible. Cuando nos sentábamos con nuestra madre, con
nuestra hermana Calcíope, con Lisa, y preguntábamos pre­
ocupados a unos y a otros qué pasaba en la Cólquida, tú,
niño todavía, fuiste clarividente. Nada me ha atormentado
más que esta idea: ¿adivinaste que te costaría la vida cuan­
do el rey nos sorprendió a ti y a nosotros con aquel maldito
plan? Cuando no se nos ocurrió nada que objetarle, salvo
una vaga inquietud. Lo habíamos subestimado: nuestro pa­
dre decrépito e incapaz había concentrado en un punto to­
das las fuerzas que le quedaban: conservar el poder y, con él,
la vida. Nosotros no conocíamos aquella clase de astucia
dispuesta a todo. Estábamos ciegos, Apsirto.
Hasta tú habías comprendido que la forma de reinar de
Eetes sublevaba cada vez más a los colquidenses contra él,
también a nuestra madre, y a mí, sacerdotisa de Hécate,
cuyo templo, sin mi intervención, se convertía en lugar de
cita de los descontentos, sobre todo los jóvenes, y tú, herma­
nito, estabas siempre allí. Ellos se enfrentaban con la obsti­
nación de Eetes, con la inútil ostentación de la corte, y exi­
gían que el rey utilizara los tesoros del país, nuestro dinero,
para impulsar el comercio y aliviar la miserable vida de nues­
tros campesinos. Querían que el rey y su clan recordaran las
obligaciones que les incumbían en la Cólquida desde la anti­
güedad. ¡Ay, Apsirto! ¡Las cosas que, en nuestra ignorancia,
considerábamos como lujo! Desde que estoy en Corinto sé

84
Medka

lo que es ostentación, la cual, sin embargo, no parece moles­


tar a nadie aquí, hasta los pobres de las aldeas y los subur­
bios tienen una expresión encantada al hablar de las gran­
des fiestas del palacio, para las que tienen que dar su ganado
y sus cereales, sin percibir ni un destello de esas fiestas.
En la Cólquida, todos nos sentíamos inspirados por nues­
tras antiquísimas leyendas, en las que nuestro país era gober­
nado por reinas y reyes justos, habitado por personas que vi­
vían en armonía y entre las que la propiedad estaba repartida
tan equitativamente que nadie envidiaba a otro ni atentaba
contra sus bienes ni, mucho menos, contra su vida. Cuando
yo, todavía mal informada en mis primeros tiempos en Corinto,
hablaba de ese sueño de los colquidenses, en los rostros de mis
oyentes se pintaba siempre la misma expresión: incredulidad
mezclada con compasión y finalmente fastidio y rechazo, de
forma que renuncié a explicar que para nosotros, los
colquidenses, ese ideal estaba tan a nuestro alcance que por él
medíamos nuestra vida. Veíamos que nos alejábamos de él de
año en año, y que el mayor obstáculo era nuestro rey anciano
y anquilosado. Era natural pensar que un nuevo rey podría
lograr un cambio. De las mujeres que pertenecían a nuestro
círculo surgió la idea audaz de hacer de Calcíope, nuestra
hermana, una nueva reina. La tradición dice que, en los tiem­
pos antiguos, las mujeres fueron reinas de la Cólquida y, como
queríamos reavivar las altas costumbres, algunas de las más
ancianas nos recordaron que en otro tiempo, en la Cólquida,
los reyes sólo podían reinar siete años y, como máximo, siete
más, pero luego su tiempo acababa y tenían que dejar su pues­
to a un sucesor. Hicimos el cálculo: estábamos en el año sépti­
mo del segundo mandato del rey Eetes, y hubo algunos crédu­
los entre nosotros que consideraron posible que él se retiraría
voluntariamente si se lo podía convencer de que, obrando así,
obedecería una vieja ley colquidense.

85
ChristaWou

Qué estúpidos fuimos. Qué ciegos. También Eetes cono­


cía aquellas viejas historias, y naturalmente le informaron
secretamente de lo que nos proponíamos. Lo habíamos sub­
estimado. Cuando el grupo de colquidenses que habíamos
enviado se presentó, él estaba preparado. En lugar de recibir
de ellos la notificación de que su reinado había llegado a su
término, los sorprendió con la prolija descripción de la anti­
gua costumbre de que los reyes sólo reinasen dos períodos
de siete años y la jactanciosa declaración de que se somete­
ría a esa costumbre; más aún, haría exactamente lo que ha­
bían hecho sus antepasados: renunciaría pot un día a su dig­
nidad, y ese día su hijo y futuro sucesor Apsirto sería rey de
la Cólquida. Porque sin duda no iríamos tan lejos como para
pedir que, según los rituales más antiguos, él, el viejo rey, o
su joven representante, fueran sacrificados.
Aquellas personas pasaron de la exigencia a la súplica,
les faltó el habla y se retiraron confusas. Es posible que hu­
biéramos podido reaccionar con más presencia de ánimo si
no hubiéramos tenido precisamente en aquellos días a los
argonautas vagando por todas partes, cruzándose por todas
partes con nosotros, porque teníamos que esforzamos para
desviar su atención. No debían notar nada. No notaron nada.
El rey aprovechó la situación, actuando rápida e inteligente­
mente. Con el ritual apropiado pero sin exageración, abdicó
y te proclamó rey, pobre hermano. Todavía te veo, envuelto
en costosas vestiduras, diminuto en el imponente trono de
madera, y a tu lado, modesto y sencillamente vestido, a Eetes,
que ya no era rey. Yo no comprendía lo que estaba pasando,
y ésa es mi única excusa, pero la angustia que vi en tu rostro
me asaltó.
Todavía no sé exactamente cómo lo hizo. Quizá no tuvo
que hacer mucho. Quizá sólo se propusiera al principio lo
que nos había dicho y sólo más tarde tuvo la idea de matarte

86
Mfjjea

o hacerte matar, cuando le resultó evidente que su astuto


proceder no resolvería el problema. Quizá ni siquiera fingió
luego el pesar por su hijo. Si ambas cosas hubieran sido posi­
bles, mantenerse en el poder y guardarte, hermano, de bue­
na gana hubiera hecho las dos. El instante en que compren­
dió que las dos no eran posibles debió de enseñarle el horror.
Pero luego, como correspondía a su forma de ser, eligió el
poder. Y como medio, la intimidación.
Tal vez alguno de sus favoritos avisó a las mujeres, a
aquel grupo fanático de ancianas cuya vida no tenía otro
sentido que lograr que viviéramos en la Cólquida, hasta en
los menores detalles, lo mismo que nuestros antepasados.
No las tomábamos en serio y eso fue un error; de repente se
instauró en la Cólquida una distribución de fuerzas favora­
ble a aquellas mujeres, de forma que consideraron que su
momento había llegado y, encantadas de la reciente aplica­
ción por el rey de las antiguas leyes, quisieron que esas leyes
tuvieran también todas las consecuencias prescritas; porque
sólo uno podía sobrevivir: el rey o su representante y, cuan­
do llegó la medianoche y terminó tu día de rey, ellas, por una
entrada que aquella noche, curiosamente, no estaba guar­
dada, lo que -más curiosamente aún- sabían, irrumpieron
en tus aposentos, en donde te encontraron indefenso en el
baño y, cantando sus cantos horribles, pudieron matarte. Ésa
fue la costumbre en los tiempos antiguos que nosotros ha­
bíamos invocado porque esperábamos sacar provecho. Y
desde entonces me ha quedado un estremecimiento ante esos
tiempos antiguos y las fuerzas que liberan en nosotros y que
luego no podemos dominar. En algún momento, aquella muer­
te del rey representante, que todos aprobaron, incluido él
mismo, en algún momento debió de convertirse en asesina­
to, y si tu muerte atroz me ha enseñado algo, hermano, es
que no podemos disponer a capricho de los fragmentos del

87
Cubista Wolf

pasado, componiéndolos o descomponiéndolos según nos


convenga. Porque no lo impedí y porque lo favorecí incluso,
contribuí a tu muerte. Agameda pensaba en algo distinto
cuando recientemente me lo reprochó, y sin embargo palide­
cí. Palidezco cada vez que pienso en ti, hermano, y en esa
muerte que me expulsó de la Cólquida. Agameda no com­
prende nada. El odio ciega. Pero por qué me odia. Por qué
me odian.
Tal vez adivinen mi incredulidad, mi falta de fe. Como si
no lo soportaran. Cuando recorrí el campo en el que habían
esparcido tus miembros despedazados aquellas mujeres de­
mentes, cuando, llorando, en la oscuridad que caía, anduve
por aquel campo recogiéndote, pobre hermano desollado,
trozo a trozo, hueso a hueso, dejé de creen Cómo era posible
que volviéramos a esta tierra en una nueva figura. Por qué
los miembros de un hombre muerto, esparcidos en un cam­
po, podían hacer fértil ese campo. Por qué los dioses, que nos
pedían continuamente pruebas de agradecimiento y sumi­
sión, iban a hacernos morir para volver a enviarnos a la
tierra. Tu muerte me abrió los ojos, Apsirto. Por primera vez
encontré consuelo en el hecho de que no tendría que vivir
siempre. Entonces pude liberarme de aquella fe nacida del
miedo; mejor dicho, fue ella la que me rechazó.
Todavía no he conocido a nadie para hablar de ello. Aquí
me encontré con alguien que cree tan poco como yo:
Acamante, pero está en el otro campo. Cada uno de los dos
sabe mucho del otro. Le digo, sólo con los ojos, que puedo
ver su indiferencia profunda, que sólo excluye a su propia
persona, y me dice, sólo con los ojos, que encuentra inmadura
y cómica mi profunda necesidad de mezclarme en los asun­
tos de otras personas. Y a fin de cuentas, peligrosa. Me ad­
vierte sólo con los ojos, pero yo me finjo inocente. Ahora
quiero saberlo.

88
Medea

Me fui con Jasón porque no podía permanecer en aquella


Cólquida perdida, corrompida. Fue una huida. Ahora he vis­
to en el rostro del rey Creonte de Corinto la misma expre­
sión de petulancia y temor que tenía en los últimos tiempos
nuestro padre Eetes. Nuestro padre no pudo mirarme a los
ojos durante los ritos fúnebres por ti, su hijo sacrificado. Y
este rey de aquí no siente remordimientos al fundar su poder
sobre un sacrilegio, mira a todos a la cara con insolencia.
Desde que Acamante me llevó, atravesando el río, a la ciu­
dad de los muertos, en donde se entierra a los corintios ricos
y respetados en cámaras sepulcrales fastuosamente decora­
das. Desde que vi lo que les dan para que resistan el viaje al
reino de los muertos y también, sin duda, para que puedan
pagarse la entrada: dinero, joyas, alimentos, caballos inclu­
so, a veces también servidores, desde entonces sólo puedo
ver a toda esta soberbia Corinto como reflejo perecedero de
esa ciudad de los muertos eterna, y me parece que también
aquí reinan los muertos. O el miedo a la muerte. Y me pre­
gunto si no hubiera debido quedarme en la Cólquida.
Sin embargo, la Cólquida me alcanza ahora. Tus huesos,
hermano, los tiré al mar. A nuestro mar Negro, que amába­
mos y que tú, estoy segura, hubieras querido tener como tum­
ba. A la vista de las naves de la Cólquida que nos perseguía,
y delante de nuestro padre Eetes, yo, de pie en el Argo, te fui
tirando al mar trozo a trozo. Entonces Eetes hizo que la flota
colquidense diera la vuelta, y vi por última vez aquel rostro
familiar petrificado de espanto. También a mis argonautas
se les quedó grabada la imagen: una mujer que, lanzando
gritos salvajes, va arrojando al mar, contra el viento, los
huesos de un muerto que lleva con ella. No debería asom­
brarme, dice Jasón, de que recuerden ahora otra vez esa
imagen que los deja inseguros sobre lo que deben pensar, de
forma que no quieren dar testimonio a mi favor. Entonces, le
Ci «usrA Wou-'

he preguntado, ¿me creéis capaz de haber matado, despeda­


zado y metido en un saco de piel a mi propio hermano para
llevármelo en el viaje? Mi buen Jasón apartó el rostro. To­
davía estoy esperando su respuesta.
Durante todos estos años, hermano, no he podido soñar
contigo. Ahora, con mis recuerdos, se han despertado tam­
bién mis sueños. Noche tras noche, el mar levanta otra vez
su espuma, noche tras noche vuelve a tragarse tus huesos,
noche tras noche derramo por fin las lágrimas que no pude
derramar entonces. Y, noche tras noche, toco con las yemas
de los dedos los delgados huesecitos que encontré en aquella
caverna, debajo del palacio, el cráneo estrecho, el omóplato
infantil, las frágiles vértebras. Ifínoe. Ella es tu hermana mác
de lo que yo podría serlo nunca. Cuando me despierto baña­
da en lágrimas, no sé si he llorado por ti, hermano, o por ella.
Sé que los argonautas trataron de convencer a Jasón de
que me entregara a mi padre. Con mi fuga irreflexiva hice
que la flota colquidense se lanzara en su persecución. Poco
faltó para que me lanzaran por la borda, a fin de que los
perseguidores, mis colquidenses, me pescaran. Jasón se man­
tuvo firme. Dijo que yo estaba bajo su protección. Para mí
era nuevo estar bajo la protección de un hombre. Él estaba
confuso y se sentía inseguro. Sus hombres comenzaban a
hablar de expiación. Sería útil, dijeron, que hiciéramos algo
para calmar a los dioses después de la muerte de Apsirto,
incluyendo en la expiación mi huida de la Cólquida y la com­
plicidad de Jasón. Yo protesté contra esa idea, que implica­
ba una confesión de culpa, pero comprendí cuánto necesita­
ba Jasón aquella expiación. Estábamos precisamente en las
proximidades de la isla en que Circe, la hermana de mi ma­
dre, vivía desde hacía años. Lisa me lo recordó, y de pronto
recordé yo también una cabellera roja y revuelta; por qué
no, pensé, por qué no ir a aquella parienta, cuya fama de

90
Medea

hechicera había rebasado ampliamente los límites de su isla.


También los argonautas habían oído hablar de ella y se ne­
garon a ir con Jasón y conmigo, se decía que Circe
metamorfoseaba a los hombres en cerdos. Pusieron rumbo a
una ensenada escondida y nos desembarcaron.
Encontramos a aquella mujer en la orilla, se estaba la­
vando en el mar el cabello rojo y flameante y la blanca túni­
ca, y en su rostro accidentado y aterrador vimos que parecía
saber ya quién llegaba, dijo que nos había aguardado; mien­
tras íbamos a un conjunto de casas de madera en el interior
de la isla, en donde vivía con un grupo de mujeres, nos dijo
que aquella noche había soñado con torrentes de sangre que
la habían sumergido y que había tenido que lavarse esa san­
gre en el mar. Guardamos silencio, como deben hacer quie­
nes vienen en expiación, nos acurrucamos junto a su hogar y
nos cubrimos el rostro de ceniza en recuerdo tuyo, hermano.
Circe se ciñó la frente con la cinta blanca de las sacerdotisas
y tomó en sus manos la vara, y luego quiso saber qué delito
de sangre teníamos que expiar, y yo dije que la muerte de mi
hermano. Apsirto, dijo Circe con voz apagada. Yo asentí.
Desventurada, dijo ella. Me acometió un pesar inextingui­
ble, que vuelve a despertarse ahora, lo mismo que también
mi memoria se abre bruscamente, liberando de pronto todos
esos fragmentos de recuerdos, lo mismo que todos los años
aparecen piedras nuevas en la superficie de los campos.
Circe nos roció con sangre de un lechón recién sacrifica­
do, murmurando al hacerlo la frase: Que la sangre lave la
deuda de sangre. Nos hizo beber de distintos cuencos. En­
tonces Jasón se durmió, mientras yo permanecía totalmente
despierta. Teníamos dos horas. El tiempo me pareció inter­
minable, Circe me dijo muchas cosas después de haberle con­
tado yo por qué tuvimos que dejar la Cólquida, dándome la
sensación de que ella era mi precursora y yo su sucesora,

91
ClIlUSTA WOLF

porque también ella había sido expulsada cuando, con sus


mujeres, comenzó a oponerse seriamente al rey y a su corte,
azuzaron contra ella a las gentes, la acusaron de crímenes
que ellos mismos habían cometido y consiguieron darle la
reputación de ser una hechicera perversa y privarla de toda
confianza, de forma que no podía hacer ya absolutamente
nada. Su última curación, tampoco lo sabía, hermano, la hizo
con nuestra madre y contigo, casi te asfixiaste al nacer, por­
que nuestra madre no tenía ya fuerzas para obligarte a salir.
Circe introdujo entonces sus manos estrechas y fuertes, te
hizo dar la vuelta de forma que tu cabeza pudiera aparecer
primero y te sacó, y luego, durante toda la noche, trató de
restañar la sangre de Idía con todos los remedios que cono­
cía y que me enumeró. El deseo de vivir de nuestra madre
casi se había apagado, y entonces ella, Circe, te puso sobre
su pecho, minúsculo hatillo, y le gritó que aquel niño moriría
si ella, su madre, se desangraba. Al poco rato cesó la hemo­
rragia. Tu muerte, hermano, afectaba a Circe. Pero ella ha­
bía renunciado a la Cólquida.
Sabía más del mundo que nosotros. No tenía que moverse
de su isla, venían a ella, las naves de muchos países soberanos
surcaban esa parte del Mediterráneo, y en las tabernas de
todas las costas se hablaba de Circe. ¿Sabes lo que buscan,
Medea?, me preguntó. Buscan una mujer que les diga que no
son culpables de nada; que los dioses a los que casualmente
adoran los han arrastrado a sus empresas. Que el rastro de
sangre que dejan detrás se debe a la virilidad que los dioses les
han dado. Niños grandes y terribles, Medea. Y eso va en au­
mento, créeme. Se extiende. También ese muchacho al que te
has unido se aferrará pronto a ti. El mal se encuentra ya en su
interior. Pero ninguno de ellos puede soportar la desespera­
ción, nos han adiestrado para la desesperación y uno, o una,
tiene que soportar el duelo. Si la tierra estuviera sólo llena del

92
Medea

fragor de las batallas y de los gritos y gemidos de los vencidos,


se detendría sencillamente, ¿no crees?
Cómo he podido olvidar todo eso durante tanto tiempo.
Sólo ahora recuerdo que rogué a Circe que me dejara que­
darme con ella, con ella y con sus mujeres. Por el tiempo de
un parpadeo viví una vida a su lado, en aquella isla, bajo
aquella luz divina. Las naves llegaban y partían, los hom­
bres llegaban y partían, consolados, sanados o quizá no. Circe
pensó lo mismo, en ese mismo instante. Luego me dijo que no
podía quedarme. Yo era, me dijo, de las que viven en medio
de esas gentes que tienen que saber a qué atenerse realmente
con nosotras y que tienen que tratar de librarlas de ese mie­
do que las hace tan salvajes y peligrosas. Aunque sólo fuera
en el caso de aquél, de Jasón.
Cómo he podido olvidar todo eso. Sí, dijo Circe riendo
cuando le pregunté, había ocurrido ya que echase de la isla a
una cuadrilla de hombres convertidos en cerdos, había pen­
sado que aquello podría darles tal vez una chispa de conoci­
miento de sí mismos. ¿Sabes, Medea?, me dijo Circe, ¿sabes
qué creo? Que con el tiempo me volveré realmente mala.
Poco a poco me volveré mala y me quedaré en la orilla mal­
diciendo sin dejar desembarcar a nadie en la isla, toda la
maldad y bajeza y abyección que arrojan sobre mí no des­
aparecen sencillamente como el agua.
Cómo pude olvidar eso. Cómo pude olvidar que también
deseé poder volverme mala en el momento oportuno, real­
mente mala. Y ahora, Apsirto, sería ese momento.
Desgraciadamente, sólo estoy desconcertada. Porque todo
es tan transparente, tan fácil de comprender. Porque a ellos
no les importa nada. Porque pueden mirarme a la cara con
frente inmutable, mientras mienten, mienten, mienten. No
poder mentir es un grave obstáculo. Recuerdo aquel juego
infantil nuestro, hermano, cuando queríamos aprender a

93
Cubista Wolf

mentir. Ganaba aquel de nosotros que podía contar a nues­


tro padre o nuestra madre una mentira de una forma tan
sincera que se la creyeran. La mayoría de las veces nos des­
pedían riéndose, ninguno de los dos era especialmente hábil
en aquel juego. Los de aquí, Apsirto, son maestros en la men­
tira, también en la mentira a sí mismos. Desde el principio
me sorprendió el endurecimiento de sus cuerpos. No sentir
nada al ponerles la mano en la nuca, el brazo, el vientre,
ningún fluir, ninguna corriente. Nada más que dureza. Cuánto
tiempo necesité para fundir esa dureza, cómo se enfurecían,
cómo se resistían. Cómo se resistían a toda compasión. Cómo,
a veces, se deshacían en lágrimas, hombres hechos y dere­
chos. Con cuánta frecuencia no volvían, no me dejaban ir a
verlos, porque se avergonzaban. Tuve que aprender a com­
prenderlo, y Jasón me ayudó.
Era un hombre soberbio. Su porte, su actitud, el juego de
sus músculos durante las maniobras de la nave... no podía
dejar de mirarlo y, cuando algunos de sus argonautas fueron
heridos por los colquidenses, Jasón y yo los cuidamos, él sa­
bía cómo hacerlo, también él conocía los gestos, los reme­
dios. Nunca estuve más cerca de él que en aquella noche,
cuando trabajamos mano a mano, comprendiéndonos sin
palabras. Por eso no tuve nada en contra de convertirme en
su mujer, y no sólo porque el rey de Corcira, en donde nos
habíamos refugiado, me hubiera entregado si no a la segun­
da flota colquidense, que tenía orden de no regresar sin mí a
su país. Por eso celebramos aquella misma noche las cere­
monias nupciales prescritas y consumamos la boda en la gruta
de Macris, la antigua diosa, cuya protección había pedido
fervorosamente, depositando mis joyas al pie de su altar.
Desde entonces no he vuelto a llevar joyas, ésa fue mi pro­
mesa a la diosa, que me comprendió. Renuncié a mi rango.
Era, en sus manos, una mujer ordinaria. Así me di a Jasón

94
Mbdea

sin reservas, ligándolo a mí. Todavía recuerdo cómo agarré


sus hombros cuando él estaba encima, cómo sentí cada uno
de sus músculos, su tensión y su relajación feliz. Y cómo me
hizo daño cuando sus espaldas, como las de los otros hom­
bres de Corinto, se endurecieron poco a poco. Como dejó de
padecer por ello, convirtiéndose en hombre de la corte. Por
vosotros, decía. Por ti y los niños. Para que te permitan que­
darte aquí. Decía ya vosotros y no nosotros, ése fue el tajo.
Un dolor que no quiere desaparecer.
El rey Creonte puede tratar de ofenderme e intimidarme,
mostrando su rostro de piedra y pasando a mi lado sin un
saludo ni una mirada. Me deja fría. Acamante puede tratar
de convencerme de que deje de buscar al muerto con que
tropecé en la caverna, porque si lo hiciera el rumor de que
maté a mi hermano desaparecería solo; le digo que cómo
sabe que el muerto era un hombre. Entonces palidece y aprieta
los dientes de forma que sus mandíbulas sobresalen y me
pregunta amenazante: ¿Y qué sabes tú, Medea? Yo guardo
silencio. Sin embargo, cuando Jasón, fuera de sí de preocu­
pación y miedo, me hace la misma pregunta, y cuando tam­
bién él trata de obligarme a enmudecer, no me deja frío. Y le
digo lo que sé: que en esa caverna reposan los huesos de una
muchacha, una niña casi, de tu edad, hermano. Y que son los
huesos de la hija del rey, de la primera hija del rey Creonte y
la reina Mérope, la reina muda que me habló cuando yo la
visité en su oscuro aposento y sólo tenía necesidad de un sí o
un no para mi pregunta, que estaba ya sobre la pista de la
verdad. La respuesta vino de unos labios apretados. Él dio la
orden, dijo Mérope. Quiso desembarazarse de ella, de Ifínoe.
Tenía miedo de que la pusiéramos en su puesto. Y la verdad
es que queríamos hacerlo. Queríamos salvar a Corinto.
El frío que sentí no me ha abandonado. Una de las sir­
vientas huesudas me condujo afuera. Vagué por los patios

95
CiuustaWolf

del palacio, con esa piedra en el pecho de la que no puedo


deshacerme ya. Ellos quisieron salvar a Corinto. Nosotros
quisimos salvar a la Cólquida. Y ella, esa muchacha Ifínoe,
y tú, Apsirto, los dos fuisteis las víctimas. Ella es tu hermana
más de lo que yo podré serlo nunca.
No hubiera debido dejar la Cólquida. Ni ayudar a Jasón
a conseguir su Vellocino. Ni convencer a los míos para que
me acompañasen. Ni hacer aquella travesía larga y terrible,
ni vivir todos estos años en Corinto, como una bárbara
semidespreciada y semitemida. Los niños, sí. Pero qué es lo
que los aguarda. En este disco que llamamos Tierra no hay
otra cosa, querido hermano, que vencedores y víctimas. Y
ahora tengo ganas de saber qué encontraré al rebasar su
margen.
5

En cuanto las mujeres se equiparan a


nosotros, nos son superiores.
Catón
Acamante

Ay, qué inconsciencia. Son los inconscientes los que nos


precipitan a la perdición. No hubiera creído posible que si­
guiera existiendo algo así. Es cierto que la precedieron ru­
mores que tenían que suscitar curiosidad, navegantes que
desembarcaron aquí habían encontrado al Argo y también a
esa mujer en alguno de los puertos que bordean nuestro mar
grande, todas las habladurías y chismorreos de las tabernas
de los puertos eran arrojadas a nuestras costas, no conocía
nada que suscitara en aquellos días más sensación que las
aventuras de los argonautas ni sobre lo que se cotilleara tan­
to como sobre aquella mujer, a la que pronto llamaron la
hermosa salvaje. Conozco los seres humanos, puedo decirlo,
conozco sus necesidades extrañas e irreprimibles, conozco
su imaginación exuberante y su tendencia a tomar por reali­
dad pura las aberraciones de esa imaginación, pero aquella
mujer debía tener algo que encendía sus cerebros y no los
dejaba.
El rey Creonte, que conoce perfectamente a sus primos
instalados en los tronos de los países circundantes, previo
con bastante claridad lo que pasaría. Que a Jasón no le ser­
viría de nada la conquista del Vellocino de Oro, porque su
tío, el usurpado^ no le cedería el trono. Que no encontraría a
nadie que luchase por su herencia. Que, por consiguiente,
con su mujer y su séquito tendría que buscar un lugar en

99
Cl INSTA WOLF

donde pudiera refugiarse. Ese lugar; dijo el rey Creonte ante


el consejo de los ancianos, sería Corinto. No conocía a aquel
sobrino, dijo, pero se había informado sobre él, y los infor­
mes no habían sido desfavorables. La educación que había
recibido de Quirón aquel Jasón en los bosques de Tesalia no
podía compararse, desde luego, con la que se daba al hijo de
un rey en nuestro palacio, pero le había dado algunas aptitu­
des, domeñado otras, podado brotes indeseables. En cuanto
al resto, sin duda seríamos capaces de enseñárselo a un jo­
ven capaz de aprender. Todos asentimos. Al fin y al cabo, en
la corte no había ningún heredero varón, sólo una hija, la
pobre Glauce. Incluso los augures se guardaron lo que pen­
saban, apartaron la vista y murmuraron su aprobación con
los labios. Cuando salieron, Creonte me retuvo, lo que me
halagó, aunque hubiera preferido que me distinguiera ante
los ojos de todos, despertando su envidia.
En qué piensas, Acamante. Se había acostumbrado a ha­
blarme con confianza y cada vez tenía que averiguar si que­
ría que fuera sincero o sólo que lo confirmase en su opinión.
Dije que un joven de la talla de Jasón vendría muy bien en el
palacio de Corinto. Bien, bien, ¿pero qué más? Estaría tam­
bién esa mujer, Creonte, le dije. Lo sé, dijo Creonte. Habrá
que echarle una ojeada, ¿no? Así es, dije yo. Yo debía prepa­
rar lo necesario para la llegada de Jasón y de los suyos.
Pocas semanas más tarde, en un día de otoño ventoso y
cubierto, el Argo y las naves de los colquidenses que habían
acompañado a Medea entraron en nuestro puerto. Una em­
barcación de nuestra flota los guió en su entrada, con algu­
nos dignatarios del palacio, de categoría media, enviados
para recibirlos. Yo me quedé un poco apartado, aguardando
a aquella mujer. Ella bajó por la pasarela, mientras Jasón la
sujetaba del codo, con pasos libres y pesados. Estaba en es­
tado avanzado de embarazo, pálida, agotada y con los ojos

100
Medea

hundidos, la travesía con mar gruesa había sido demasiado


para ella, y las mujeres que se afanaban a su alrededor te­
mían que diera a luz sobre aquel barco que se balanceaba y
cabeceaba. Vi que era hermosa y comprendí a Jasón. Luego
ella estuvo ante mí, y vi sus ojos, las chispas de oro en el iris
verde. Sus ojos eran vivos y muy despiertos. Mientras una
mujer tiene los pies fríos, el nacimiento no comienza, dijo,
ésas fueron las primeras palabras que le escuché. Las
colquidenses se arremolinaban a su alrededor como pollitos
asustados por la tormenta alrededor de la clueca, un grupo
sombrío y encorvado contra una playa siniestra, sobre la
que se perseguían nubes bajas. Expuesta, pensé. Ojalá no
nos pase nunca.
Jasón me dio los nombres de los pocos argonautas que
todavía estaban con él, y agradeció cortésmente la acogida
que encontrasen entre nosotros los refugiados. Tuve que re­
cordarle que había olvidado presentarme a su mujer. Eso lo
desconcertó terriblemente. Medea se rió. Después de sus ojos,
era su risa por lo que se la reconocía. Hace mucho tiempo
que no he oído esa risa, sé muy bien que somos nosotros los
que la hemos sofocado, por desgracia hay que hacer muchas
cosas que no nos gustan. Esa misma noche trajo al mundo a
sus hijos, eran gemelos, bueno, tengo que decir que son ge­
melos, sanos y fuertes: uno rubio como Jasón y el otro more­
no y de pelo rizado como ella. Eso la hizo reír de nuevo de
forma incontenible. El parto no fue difícil. A veces, cuando
teníamos algo que hacer en el corredor, oíamos en la habita­
ción de Medea a las mujeres que estaban con ella charlando
entre sí, e incluso cantando. Lisa, a la que los servidores del
palacio preguntaron por aquella alegría insólita, respondió
que un parto era una fiesta, y había que celebrarla. No me
extraña que varias de nuestras mujeres, incluso de alto ran­
go, hicieran que las colquidenses les enseñaran su forma de

101
Cl 1IUSTA WOLF

dar a luz, pero nuestros muy doctos médicos no dejan pene­


trar en cl palacio la medicina de las colquidenses. Y tienen
razón, las formas de curar de las colquidenses no son para
nosotros. Cuando entre ellos nace un niño, se podría pensar
que su única tarea es estar en este mundo, y que simplemen­
te por ello se le debe todo amor y toda atención. Eso puede
ser hermoso y bueno, pero, naturalmente, también es primi­
tivo, y no tiene sentido, después de todos los esfuerzos que
hay que hacer para liberarse de esa caverna de la gestación,
quizá cálida, pero sobre todo limitadora, volver a precipitar­
se en ella a la primera ocasión. Las mujeres, bueno. En algu­
nas se podía observar un extraño placer en reunirse con los
extranjeros, como si se liberase de una coacción. Aquellas
miradas pensativas y distantes con que empezaron a mirar a
sus esposos. En realidad me divertía. Al fin y al cabo, no soy
amigo de esos hombres probos. Tampoco soy amigo de esas
mujeres que se las dan de frías. Tengo algo en contra de las
amistades pegajosas. Agameda se da cuenta. Se parece a
mí. De todas formas, pronto habrá acabado la secreta repu­
tación de Medea como curandera. Quién irá a ver a una
mujer que asesinó a su hermano. Hay que hacer cosas que
no son muy agradables.
Al principio, ella tenía confianza en mí, lo que tenía su
atractivo. Para mí resultaba curioso ver mi ciudad con sus
ojos. Por qué, podía preguntar, por qué hay esos dos Creontes.
Uno envarado en la sala del trono y otro relajado en la mesa,
cuando estamos entre nosotros. Yo nunca había tenido la
idea de que pudiera ser de otro modo. En aquella época, efec­
tivamente, el rey Creonte comía con Jasón y Medea y con­
migo mismo, se sentía bien y lo pasaba bien. A veces estaba
la pobre Glauce, a la que acometía una admiración nerviosa
por Medea. Su padre, el rey, no le prestaba atención. Corre
el rumor de que Medea trata en secreto su epilepsia, y en

102
Medka

efecto, Glauce parece recuperarse, lástima que yo tenga que


interrumpirlo. Ante sus preguntas ingenuas, traté de expli­
car a Medea que Creonte, como rey, no es Creonte ni otra
persona cualquiera, que en realidad no es una persona sino
un cargo, el de rey. Pobre, dijo ella entonces. Recientemente,
Agameda me dice que Medea pensaba en su padre, el rey de
la Cólquida. Extraña mujer.
Cedí a un impulso retorcido y expliqué a Medea cómo
funcionaba Corinto, lo que significaba también hacerla sa­
ber poco a poco la forma en que ejerzo mi poder, de la que
forma parte que ese poder sea invisible y todo el mundo,
especialmente el rey, esté persuadido de que sólo él, Creonte,
es la fuente del poder en Corinto. No pude resistir la tenta­
ción de romper la soledad y el silencio a los que estoy conde­
nado y hacer de esa mujer que no es de nuestro mundo una
especie de confidente; me divertía que no supiera apreciar
en absoluto el regalo que le hacía, porque lo consideraba
natural. Era la época en que todavía podíamos permitimos
esos juegos con los extranjeros. Estábamos seguros de noso­
tros mismos y de nuestra ciudad, y el astrónomo supremo
del rey podía permitirse el lujo de explicar a una inmigrante,
que nunca y en ninguna circunstancia podía ser peligrosa,
en qué se basaban el brillo y la riqueza de su ciudad. Porque,
al fin y al cabo, todo depende de que lo que realmente se
quiere y de lo que se considera útil, es decir, bueno y justo.
Medea no negaba totalmente la frase, sino que rechazaba
sólo el «es decir». Lo que era útil, decía, no tenía por qué ser
necesariamente bueno. ¡Dioses! ¡Cómo me ha atormentado
y, sobre todo, cómo se ha atormentado a sí misma por esas
palabritas: «es decir»! Se esforzaba en explicarme lo que, al
parecer, entendían por bueno en la Cólquida. Bueno era lo
que favorecía el desarrollo de todo lo vivo. Es decir; la ferti­
lidad, dije yo. También, dijo Medea, y comenzó a hablar de

103
Cubista Wolf

ciertas fuerzas que nos unían a los hombres con todos los
seres vivos y que debían poder moverse libremente para que
la vida no se detuviera. Comprendí. También en Corinto había
un grupito de ilusos que hablaban así, le repuse, pero preten­
der eso seriamente haría imposible que el hombre, tal como
era, tuviera cualquier vida en comunidad. Ella reflexionó.
Depende, dijo. De qué, Medea. Déjame, dijo ella, empiezo a
darme cuenta, todavía no puedo expresarlo.
Es siempre estimulante hablar con ella. Sin embargo, yo
comprendía también que pudiera atacar los nervios a mu­
cha gente. En el caso de Creonte lo celebro; no es una gran
cabeza, se siente enseguida acosado y entonces exige de mí
que lo saque del apuro, en aquella época me permití el placer
de no ver ni oír sus signos y hacerme el tonto. Aquella mujer
era demasiado astuta, encontraba él, y demasiado petulan­
te. Sobre todo, le resultaba siniestra. Era, cómo expresarlo,
demasiado mujer, y eso coloreaba también sus pensamien­
tos. Ella pensaba, pero por qué hablo de ella en pasado, ella
cree que los pensamientos se han desarrollado a partir de los
sentimientos, y no deben perder la conexión con ellos. Anti­
cuado, naturalmente, superado. Imprecisión intelectual de
la criatura, dije yo. Fuente creadora, ella. Pasaba noches
enteras junto a mí en la terraza de mi observatorio, expli­
cándome la astronomía de los colquidenses, de la que se ocu­
pan las mujeres y que se basa en las fases de la luna, y ha­
ciendo que le dijera nuestros nombres de las constelaciones,
le describiera su recorrido y le dijera las conclusiones que yo
deducía, para nuestro propio destino, del curso de los astros
y de sus posiciones. Escuchábamos la música de las esferas,
un sonido cristalino con el que no sintonizan nuestros oídos
pero que, sin embargo, pueden percibir en raros momentos
de la máxima concentración. Medea fue la primera mujer en
percibir ese sonido en el mismo instante que yo. Como si un

104
Medea

arco poderoso acariciase una cuerda vibrante, me dijo. Aque­


lla noche, lo confieso, aquella experiencia me conmovió más
intensamente que por lo común, y de otra manera.
Me irritaba que ella no quisiera seguir las predicciones
que yo deducía del firmamento. Al fin y al cabo, en Corinto
tenemos una antiquísima tradición de interpretación de los
astros, larga es la serie de mis predecesores, cuyos nombres
nos transmitimos respetuosamente, y aunque yo me permita
también pensar al margen de los senderos transitados, ello
no excluye el deseo de poder añadir un día mi nombre a esa
serie, perviviendo así en la memoria de mis compatriotas.
¿Por qué?, me preguntó de nuevo Medea. No pude dejar de
señalarle que, con sus preguntas, se acercaba a un terreno
en tomo al cual yo había trazado un límite que nadie debía
traspasar. Hubiera podido decir también que sus preguntas
me hacían comprender que existía ese terreno y hacían re­
surgir todas las circunstancias dolorosas y penosas que me
habían obligado a crearlo. Me volví brusco. ¡Por qué, por
qué!, exclamé. ¡Por qué querer seguir viviendo! La pregunta
era ociosa. Ella guardó silencio de un modo que hacía com­
prender con más fuerza que todas las palabras que no esta­
ba de acuerdo. Entonces qué, dije yo de nuevo, ¿no quieres
pervivir en la memoria de tu gente, eh? En eso no había pen­
sado nunca, dijo. Eso se lo podía contar a quien quisiera, le
dije yo, pero no a mí. Otra vez aquel silencio. Eso comenzó a
provocar en mí algo parecido a la cólera, un sentimiento que
había desechado como indigno. Mucho más tarde, en cir­
cunstancias muy distintas, me dijo súbitamente: Entre noso­
tros, sabes, se honra a los antepasados. A veces no podía
evitar reírme.
Naturalmente, mis corintios contemplaban al grupito de
inmigrantes como si fueran animales raros, de una forma no
claramente hostil ni claramente amistosa. En aquella época

105
Ci iiusta Wolf

tuvimos unos años buenos, eso siempre se aprecia más tar­


de, y disfrutábamos del asombro de ios colquidenses ante
nuestro bienestar. Algunas cosechas buenas en años sucesi­
vos, graneros repletos, bajo precio de los alimentos, de vez
en cuando distribución de comida a los más pobres, y una
dependencia de los hititas apenas sensible. Y, lo que para mí
significaba por lo menos tanto: aquella desgraciada historia
de Ifínoe había sido olvidada por fin, casi también por mí.
Nadie preguntaba ya si había sido raptada realmente por
marinos extranjeros para ser honrosamente casada con un
joven rey. Y, lo que no hubiera creído posible, la gente se
había resignado a que Mérope, su queridísima reina, estu­
viera enferma continuamente, viviera en aquella ala lejana
del palacio y, salvo aquellas dos mujeres indescriptibles, no
dejara que nadie, sin excepción, la visitara. Yo mismo no sé
si se lo ordenaron y, por consiguiente, se había decretado
una especie de destierro o si, después del incidente de Ifínoe,
ella evitaba como la peste todo lo que se refería al palacio.
En algún momento cesé también de hacer preguntas al res­
pecto.
Yo era joven cuando ocurrió todo aquello. Vivíamos en
tiempos agitados, los pueblos que rodeaban nuestro Medite­
rráneo se habían movilizado, y también nuestra ciudad esta­
ba amenazada por discordias intestinas. En el Consejo había
dos partidos: uno fiel a Creonte y otro favorable a la reina
Mérope, cuya voz era importante, porque, según una cos­
tumbre antigua y hacía tiempo sin sentido, el rey había reci­
bido la corona de la reina, al transmitirse la soberanía por la
línea materna. De repente, aquellas leyes antiguas y olvida­
das adquirían otra vez significado y los dos partidos lucha­
ban entre sí encarnizadamente. Existía la posibilidad de una
alianza con una ciudad vecina, que hubiera hecho a Corinto
segura e inatacable, pero sólo a condición de que Ifínoe se

106
Medea

casara con el joven rey de esa ciudad y, más adelante, suce­


diera a Creonte. Muchos consejeros, entre ellos Mérope,
encontraban razonables esas propuestas, y sumamente de­
seable la perspectiva de liberar a Corinto del cerco de varias
grandes potencias. Creonte se oponía. Sin él o en contra de
él, el Consejo no podía imponer nada. Mérope estaba furio­
sa, porque era evidente que la negativa del rey se dirigía
contra ella. Yo estaba de parte de Creonte. No tenía sentido,
me dijo en un momento de confianza, después de haber ale­
jado a Mérope de toda influencia y poder; tras difíciles y
largas astucias, y mucha paciencia y obstinación, reforzar
en Ifmoe y las mujeres que la seguían la esperanza de un
nuevo dominio femenino. No era que tuviera nada contra
las mujeres, dijo: la historia de los pueblos que rodeaban
nuestro mar ofrecía suficientes ejemplos de dinastías de mu­
jeres con éxito. No lo movía su interés personal, sino única­
mente la preocupación por el porvenir de Corinto. Porque
quien sabía leer los signos de los tiempos podía ver que, en­
tre luchas y atrocidades, se formaban por todas partes Esta­
dos a los que, sencillamente, una Corinto gobernada por
mujeres al estilo antiguo no podría afrontar. Y oponerse al
curso de la época carecía de sentido. Sólo se podía tratar de
conocerlo a tiempo y evitar ser atropellado. Por supuesto, el
precio que había que pagar podía ser muy doloroso.
Nuestro precio era Ifínoe. Toda Corinto habría perecido
si no la hubiéramos sacrificado, le dije a Medea. Por qué
estás tan seguro, dijo ella, y era evidente que iba a preguntar
eso. A mí se me erizaron los cabellos literalmente cuando
aquella Agameda sacudida por el odio y aquel Presbón in­
descriptible llegaron con su denuncia y empecé a compren­
der que Medea lo sabía todo. Que ella había caído en la
trampa. Y por su propia culpa, lo que me enfurecía aún
ftiás. ¿Que por qué estaba yo tan seguro?, grité. ¿Y eso me

107
CuristaWolf

preguntaba ella a mí, que había vivido los acontecimientos e


incluso, podía decirlo, los había padecido? Más bien podía
reflexionar si realmente le incumbía enseñar a nadie cómo
comportarse hacia su país y su casa real. Ella permaneció
curiosamente insensible. La forma en que se las arreglaba
con la Cólquida y su huida era cosa suya, me dijo; sin embar­
go, yo tenía que saber que toda aquella campaña contra ella,
basada en una acusación deliberadamente falsa, era super-
flua. Nunca había tenido la intención de hablar de lo que
había encontrado en la caverna ni de lo que allí había sabi­
do. Y sabía guardar silencio, eso tenía que saberlo yo. Sólo
para ella misma había querido ver claro. ¿No podíamos so­
portarlo?
Estábamos enfrentados como enemigos. No podía per­
mitirme lamentarlo. No seas tan arrogante. Ni tan excesi­
vamente segura de ti misma, querida Medea, le dije. Cam­
paña, dices. ¿Y si tus compatriotas, sin intervención por
nuestra parte, se hubieran vuelto sencillamente desconfia­
dos? ¿Te parece tan disparatado que se pregunten si no se
los indujo a huir haciéndoles creer cosas falsas? ¿Si no había
alguien, quizá, con un interés muy personal en salir del país
antes de que se difundiera el rumor del fratricidio?
Esperaba su cólera incendiaria, pero recogí su sarcasmo.
¿Disparatado? Por supuesto. Sumamente disparatado des­
pués de todos aquellos años, y demasiado conveniente para
nuestros intereses. Que, por lo demás, defenderíamos mejor
si no tuviéramos aquel miedo desmesurado a las revelacio­
nes. Si era cierto que sin el asesinato de Ifínoe -dijo asesina­
to- la existencia de Corinto habría estado en peligro: ¿por
qué no confiábamos en que nuestros corintios ahora, des­
pués de todos esos años, comprenderían? ¿O es que quería­
mos seguir fingiendo y mintiendo sin falta, aceptando todos
los sacrificios que de ello pudieran derivarse? Porque, sin

108
Medea

duda, yo tenía que preverlo, dijo, no sería agradable tampo­


co para nosotros.
Ella sabía. Yo no tenía intención de responder a esas pre­
guntas. No podía escapársele el hecho de que el bienestar de
mis queridos corintios depende directamente de que puedan
considerarse los seres más inocentes de la Tierra. Es ridículo
suponer que las gentes serán mejores si se les dice la verdad
sobre ellas mismas. Se desaniman y se vuelven obstinadas,
desenfrenadas e ingobernables. De ahí mi convencimiento
de que fue acertado, lo único acertado, celebrar en secreto el
sacrificio de Ifínoe, y de que los que lo ordenaron y ejecuta­
ron deben ser elogiados por haber aceptado una pesada car­
ga por todos nosotros. Yo no participé. No debió de ser
agradable. Sé cómo se sacrifica a un toro joven ante el altar.
Levantaron un altar en un corredor subterráneo, por lo
que resulta monstruoso hablar de asesinato. La muchacha,
una niña encantadora, yo la conocía, no debió de sospe­
char nada. Mérope, su madre, tuvo que ser sujetada por
cuatro hombres en esa parte del palacio en donde vive des­
de entonces; dicen que, por sus gritos, perdió la voz, y des­
de entonces es muda. Creonte, el padre, estaba en un barco
rumbo a los hititas, con los que negociaba tratados que
sólo los malintencionados podían llamar de sumisión. Es
cierto que, ahora, los hititas aducen ciertas cláusulas, pre­
vistas para casos que nunca debían darse, se aprovechan
de los cambios ocurridos en torno a nuestro Mediterráneo
para afianzar su hegemonía y ahora dependemos grande­
mente de ellos, la situación de Creonte es delicada, los
corintios sienten la crisis. Medea sembraba la agitación en
un momento poco apropiado, eso se lo dije. Ah, dijo ella,
pero no veía un momento más apropiado. No para ti, dijo,
ni para los corintios. Ni tampoco para ella misma. Y más
aún, porque no soy de los vuestros, añadió. Pero hubieras

109
CiuustaWolf

podido convertirte en uno de los nuestros, dije. Y ella: ¿Lo


erees realmente, Acamante?
No, no lo creo.
La nodriza de Ifínoe la acompañó. Al morir, dijo al pare­
cer, la niña tenía que ver al menos un rostro familiar. Dicen
que habló con la muchacha todo el tiempo y que le cantó sus
viejas canciones de cuna. Parece ser que la llevó de la mano,
conduciéndola por el corredor iluminado por antorchas, de­
trás de los sacerdotes elegidos para consumar el sacrificio y
delante de los funcionarios reales, que debían dar testimonio
de la consumación. ¿Adonde vamos?, dicen que preguntó
una vez Ifunoe, y su nodriza le dio palmaditas en la mano
para tranquilizarla, ¿qué hacen?, preguntó Ifínoe ya al final,
cuando alguien la cogió del cuello e inclinó su cabeza sobre
el altar; qué fue lo que, desventurado, me indujo a interrogar
a uno de los jóvenes funcionarios sobre esos detalles, él esta­
ba contento de deshacerse de ellos y los cargó sobre mí. La
nodriza no le soltó la mano, que tembló cuando el cuchillo
penetró profundamente en su cuello. Ni siquiera los más an­
cianos de Corinto podían recordar sacrificios humanos, es
verdad, dijo el supremo sacerdote, y la única justificación
era que aquél nos evitaba otros sacrificios humanos peores.
La nodriza, naturalmente, perdió la razón, con el cabello
alborotado y los ojos idos vagaba todo el día por las calles
de Corinto, rodeada de guardianes que no dejaban que na­
die le hablase. Evitaba a la reina, y un día se encontró su
cuerpo destrozado al pie de los acantilados. El palacio hizo
correr la voz de que no había podido superar la pérdida de la
niña que había amamantado, es decir la verdad, aunque,
como tantas verdades, se basara en premisas falsas. Porque
lo que se había dicho a Corinto era que la joven Ifínoe había
sido raptada y que se estaba negociando con la familia real
dentro de la cual debía casarse; no había motivo de inquietud.

110
Mfj>u

Aprendí mucho de aquel caso. Aprendí que no hay menti­


ra que sea tan burda que la gente no la crea si corresponde a
su deseo secreto de creer en ella. Estaba convencido de que
la desaparición de la pequeña Ifínoe, que podía ir sola por
las calles de Corinto, rodeada, llevada y vigilada por el amor
del pueblo, por la emoción de la gente ante tanta delicadeza
y vulnerabilidad... de que estallarían disturbios por la des­
aparición de Ifínoe, porque el engaño con que se había con­
tentado al pueblo era demasiado burdo. Nada de eso. Si los
corintios hubieran creído que la muchacha estaba todavía
en la ciudad, habrían asaltado todos los edificios en que sos­
pecharan su presencia, incluido el palacio. El suicidio de la
nodriza nos prestó servicios inestimables: todo el mundo cre­
yó que Ifínoe se había ido. La gente normal no se juega la
vida por un fantasma. Prefiere imaginarse a la niña feliz­
mente casada, en un país floreciente, junto a un joven rey,
que muerta y pudriéndose en un oscuro corredor de su pro­
pia ciudad. Es humano. El hombre se protege en cuanto pue­
de organizar algo, lo han hecho así los dioses. De otro modo
no existiría ya sobre esta tierra. Aparecieron canciones en
las que se cantaba a Ifínoe como novia bella y joven. Alige­
ran el corazón de los corintios y disuelven su siniestra sos­
pecha, su sentimiento de culpa y su duelo en una dulce nos­
talgia. Nunca podrá admirarse bastante la sabiduría de los
dioses que han hecho que las cosas sean así y no de otro
modo. Observarlo una y otra vez, cuando se ha comprendi­
do cómo funciona, puede convertirse en obsesión.
Que comprendo cómo funciona puedo decirlo sin duda.
Que siga interesándome, no. ¡Cómo me fastidia ya lo que
ocurrirá con Medea! Cómo me aburre prever los distintos
peldaños de su hundimiento inevitable. Ella exigió de mí que
dijera públicamente lo que sabía; que no era la asesina de su
hermano. Todavía no había comprendido que se había puesto

111
Cl INSTA WOLF

en movimiento un alud de piedras que enterraría a todo el


que quisiera detenerlo. ¿Lo quería yo realmente? Extraña
pregunta. No sé la respuesta. ¿He desencadenado yo ese alud?
En cualquier caso, fui uno de los primeros que comprendió
que era necesario provocarlo. No siempre le gusta a uno lo
que es necesario, pero el hecho de que, en el desempeño de
mi cargo, no tenga que decidir de acuerdo con mis gustos
personales sino con puntos de vista superiores me ha marca­
do de una forma indeleble.
Ese Presbón necio y vanidoso. Y esa Agameda obcecada
por su odio. Siguen sus impulsos sin escrúpulos. Qué placer
hubiera sido para mí no sólo rechazar su odiosa denuncia
sino hacerlos lapidar por difamación. Si esa persona,
Agameda, supiera qué imágenes excitantes hago desfilar ante
mis ojos mientras la satisfago. Sin embargo, no vivo para
buscar mi placer. Sí, dice Medea. Lo sé. Ésa es vuestra des­
gracia.
¿Fue siempre ella así? ¿Se ha vuelto más impertinente en
el tiempo que ha pasado con nosotros? ¿Me corresponde
una parte de responsabilidad, por haberle pasado tantas co­
sas? Eso es lo que dice Turón, mi joven ayudante, que se
prepara sin vacilar para sucederme, aunque utilizando otros
medios que los que mi generación consideraba lícitos. Esos
jóvenes no tienen escrúpulos, a veces me parecen animales
jóvenes y salvajes que se deslizan por la espesura, husmean­
do la presa con los ollares dilatados. Algo así le digo a Turón
a la cara. Él hace entonces una mueca, como si le dolieran
las muelas, y me pregunta con toda insolencia si la vida en
nuestra hermosa ciudad de Corinto no se asemeja a una jun­
gla. Si podría nombrar a uno solo que haya hecho carrera
sin seguir la ley de la selva. Si aconsejaría realmente a algún
joven dotado para dirigir una comunidad, que no estuviera
emparentado con la familia real ni tuviera un portavoz en

112
Medea

los más altos círculos, que observara debidamente todas las


reglas, leyes y mandamientos morales. Me ofreció su rostro.
Me presentó su rostro limpio, fresco, no nublado por ningu­
na preocupación, por ninguna duda. Yo tuve que apartarme
para no utilizar mis puños.
Esas gentes dicen que apenas pensamos. ¿Hay que lla­
marlo sinceridad? Hablé con Leucón, que, casi al mismo tiem­
po que yo, fue aceptado como discípulo por los astrónomos
del rey; nos vemos cada vez más raramente, yo no trato de
encontrarme con él, y creo que, en secreto, se considera la
conciencia de Corinto. ¿Honrado?, dijo Leucón. En aquel
caso no se podía distinguir la honradez de la desvergüenza.
El método de personas como Turón, dijo, era utilizar fría­
mente contra nosotros los medios que los antiguos crearon
para otros fines. Y que esas personas no teman otro objetivo
que su propio medro.
Fue amable por parte de Leucón que dijera «nosotros»,
incluyéndome. Los dos sabíamos que yo no soy uno de esos
a los que Leucón alude. No se puede tener todo: ser primer
astrónomo del rey y mantener una relación de confianza con
Leucón.
Como muy tarde cuando ocurrió el asunto de Ifínoe, tuve
que decidirme. Leucón, naturalmente, fue del grupo de
corintios que no dejaban de preguntar por Ifínoe. Debió de
haber algo así como una conspiración, que fue desarticula­
da, pero en eso no tuve parte alguna. Leucón fue destinado
al círculo de astrónomos que se pasan la vida observando
los astros, completan nuestros mapas celestes y deben abste­
nerse de toda interpretación, lo mismo que de la política en
general. Eso, al parece^ le iba bien: allí se reúnen natural­
mente las gentes más dotadas pero también más sarcásticas,
discuten entre sí los temas más lejanos y reina un ambiente
relajado y de compañerismo. Naturalmente, me guardo de

113
Cl INSTA WOtF

dejar que Leucón lo note cuando, ante su vida tranquila, que


obedece sólo a sus propios criterios, me acomete un senti­
miento de envidia. No se puede tener todo.
Por cierto, ante su puerta en la torre me encontré con
Medea. No me gusta. Qué se está tramando ahí. Si ella bus­
ca en él consuelo, me parece bien. Pero si debe surgir una
alianza para contrarrestar las medidas que pronto tendre­
mos que tomar, entonces tampoco yo podría proteger a
Leucón, pero espero que no ocurra así. Cada vez con más
frecuencia, a medias encolerizado y a medias confuso, tengo
que pensar en la pregunta que me hizo Medea al dejarme
después de nuestra larga conversación: ¿De qué huís real­
mente todos vosotros?

114
6

Me ha quitado mis bienes.


Mi risa, mi ternura, mi capacidad de alegrar;
mi compasión, capacidad de ayuda, mi
animalidad,
mi irradiación, ha separado de todo eso cada
manifestación aislada, hasta que nada se ha
manifestado ya. Pero por qué hace eso alguien,
no lo comprendo...

Inceborc Bachmann: Fragmento df. Franza


Glauce

Todo es culpa mía. Sabía que vendría el castigo, ay, estoy


acostumbrada a que me castiguen, el castigo se desencade­
na en mí mucho antes de que conozca su rostro, ahora lo
conozco y me arrojo al suelo ante el altar de Helio, y desga­
rro mis vestidos y me araño el rostro y le ruego que aparte
ese castigo de mi ciudad y lo haga recaer sobre mí sola, la
culpable.
La peste. Ay, es desmesurado. Puede haber una culpa que
arrastre la peste como castigo, podría preguntarle a Turón,
que no se aparta de mi lado. Acamante me lo ha dado como
protector, tiene la misma edad que yo, un joven pálido e in­
creíblemente delgado, de mejillas hundidas y largos dedos
huesudos, y una mirada viscosa; tengo que estarle agradeci­
da por cómo se ocupa de mí, el rey se preocupa por mí, ha
encargado que me digan, los asuntos oficiales le impiden venir
a verme personalmente, lo que es lógico, pero aunque vinie­
ra no podría decirle que me horrorizan las manos húmedas y
huesudas de Turón, que a él le gusta ponerme en el brazo, o
en el hombro, o incluso en la frente, para tranquilizarme,
según dice, y que el olor a sudor pútrido que brota de sus
axilas me asquea, nadie que yo conozca huele así, al contra­
rio, hay personas cuyo olor no se cansa una de aspirar; pero
en eso no quiero pensar otra vez, no otra vez en la mujer que
me puso también la mano en la frente, los que me lo aconsejan

117
Chmsta Wolf

tienen razón, especialmente Creonte, mi padre tiene razón,


tengo que borrar de mi memoria el nombre de esa mujer,
tengo que hacer salir de mi cabeza a esa persona, arrancár­
mela del corazón, tengo que hacer que me pregunten o pre­
guntarme yo cómo pudo ser que le abriera mi corazón, a
ella, que será siempre extranjera para nosotros, sin duda tie­
ne razón Turón al llamarla traidora, acusarla de magia ne­
gra, pero lo que dice Turón me resulta en realidad indiferen­
te, no me afecta como me ha afectado la desesperación de
mi padre, porque la cólera desmedida que ha dirigido contra
mí sólo puede proceder de la desesperación, ¿no?, nunca lo
había visto nadie tan furioso, no puedo recordar que me hu­
biera tocado antes, evitaba tocarme y yo lo he comprendido
siempre. A qué hombre, aunque sea nuestro padre, le gusta
tocar la piel pálida e impura, o los miembros desmañados de
una muchacha, aunque sea su hija, ¿no?, es mi certeza más
temprana, que soy fea; ya podía reírse de mí tanto como
quisiera la mujer cuyo nombre no quiero pronunciar, ya po­
día enseñarme artimañas sobre cómo estar; cómo moverme,
con qué lavarme el cabello y cómo llevarlo, naturalmente
me dejé engañar y casi le hubiera creído, casi me hubiera
sentido como cualquier otra muchacha: ésa es mi debilidad,
creer a los que me halagan, aunque no fue realmente halago,
fue algo distinto, era más sutil, me penetraba más profunda­
mente, afectaba al punto más secreto que había en mí, al
dolor más profundo, que hasta entonces sólo había podido
desplegar ante la divinidad y que a partir de ahora sólo po­
dré desplegar ante la divinidad, para siempre y eternamen­
te, qué sentencia, no debo pensar en ello, me enferma, eso
me enseñó ella, que me enferma evocar una y otra vez imá­
genes que me muestran como un ser desgraciado, como una
pobre desgraciada, y por qué, me dijo riéndose de esa forma
que es sólo de ella y que, en eso Turón tiene toda la razón,

118
Medea

resulta bastante impertinente, puede reírse así en sus monta­


ñas salvajes, dice él, pero por qué hemos de soportar nosotros
esa risa insolente... ¿Por qué, me dijo ella, quieres ahogarte
toda tu vida bajo esos paños negros? Me quitó los negros ves­
tidos que, hasta donde puedo recordar siempre había llevado,
e hizo venir a Arinna, la hija de Lisa, que trajo tejidos como
sólo fabrican las mujeres de la Cólquida, colores que me hi­
cieron abrir los ojos, me pusieron esas telas, me llevaron ante
un espejo, eso no es para mí, dije yo, y ellas se limitaron a
reírse, debía de ser cierto azul luminoso, eso realza, dijo
Arinna, con un ribete dorado en el cuello y en el borde de la
falda. Me cosió el vestido; las dos tuvieron que hablar mu­
cho para que me lo pusiera, con los ojos bajos corrí por los
pasillos, uno de los jóvenes cocineros no me conoció y silbó a
mi paso, inaudito, inaudito y maravilloso, ah, qué maravillo­
so, pero ésa era precisamente su magia negra, me hacía sen­
tir algo que no existía, no existe, de repente era como si mis
brazos y mis piernas se movieran con gracia, en cualquier
caso me lo parecía, pero todo aquello era engaño, burla, me
dice Turón, poniéndome una mano compasiva sobre la ca­
beza, quiere decir naturalmente burla de alguien pobre y
desgraciada, desfavorecida por los dioses, y la prueba es que
ahora que me han sustraído a la influencia perniciosa de ella
y me han vuelto a dar los vestidos oscuros que me corres­
ponden, que también mis brazos y piernas han perdido su
engañosa gracia y ni el más estúpido pinche de cocina ten­
dría la idea de silbar a mi paso, lo que al fin y al cabo sería
sumamente improcedente con la hija del rey, gritó Creonte
cuando, por fin, descubrió las intrigas de aquella mujer, cuan­
do le informaron de que ella me visitaba frecuente y regular­
mente, ¿qué es esto?, gritó, ¿es que todo el mundo puede
hacer lo que quiera?, expulso a esa mujer por la puerta de
entrada y mi hija la hace entrar por la puerta de atrás;

119
ChiuctaWolf

Creontc me agarró por los hombros y me sacudió, mi padre


me había tocado, eso no había ocurrido nunca, fue miedo y
alegría al mismo tiempo. Lo había conseguido, había logra­
do que me tocase; eso tendría que verlo ella, pensé, ella, a la
que no debía volver a ver, ella, que había querido librarme
del miedo a mi padre, quería mostrarle a ella que sólo podía
sentir por él una alegría mezclada con miedo. Hubiera debi­
do estar asustada, pero no me asusté: lo confieso todo y les
doy la razón, pero no me asusto, ni de mí ni de ella, pero me
pregunto si ella sabe realmente que, cuando entra en una
habitación, la gente se comporta inmediatamente de una for­
ma distinta que antes, y que tampoco mi padre, el rey, se
hubiera permitido nunca en su presencia un estallido de có­
lera tan desenfrenado, sí, desenfrenado, hasta él, cuando ella
está presente, reprime sus verdaderos sentimientos porque,
de pronto, le resultan penosos, me he dado cuenta rápida­
mente, porque, aunque hablo poco, eso no quiere decir que
no observe y reflexione; eso fue, por cierto, lo que ella me
dijo a la cara en nuestro primer encuentro. Recuerdo cada
una de sus palabras, desde el principio.
Nadie se imagina cómo los esperaba a ella y a los otros
colquidenses, con qué fervor deseaba que vinieran, soborné
a la muchacha que me servía entonces para que me diera sus
vestidos viejos, y como muchacha del pueblo, con el rostro
escondido detrás de un paño, me deslicé por la barrera del
puerto, puedo ser muy audaz cuando no soy Glauce. Así
estuve al pie de la pasarela de desembarque y la vi bajar con
su grueso vientre, apoyado en aquel hombre cuyo brillo me
deslumbró, algo se desgarró dentro de mí, vi su silueta con­
tra el cielo, cómo lo odio, este cielo de Corinto, no se lo he
dicho a nadie, sólo a ella, una y otra vez a ella, a ella, a ella,
al fin y al cabo fue ella quien me quiso enseñar a odiar; ¡pero
no al cielo, Glauce!, me gritó, riéndose a su modo, fue ella

120
Medea

quien me quiso convencer de que podía pensar tranquila­


mente: odio a mi padre, no me pasaría nada por ello, no
tenía que sentirme culpable por ello. Así comenzó su influen­
cia perniciosa sobre mí, hoy me parece increíble, monstruo­
so, que me entregase a ella, que me entregase a ella con pla­
ce:; fue lo malvado que había en mí, que de repente podía
hacerse pasar por mi mejor parte, mi coquetería y mi gusto
por la diversión y por los juegos infantiles a los que ella me
hacía jugar con Arinna, a la que hizo mi amiga; yo nunca
había tenido una amiga que me llevara al mar y me enseña­
ra a bañarme, aquello era sano, me dijeron, y durante algún
tiempo pareció como si tuvieran razón, ¿no?, incluso mi mal
se manifestaba más raramente, ella afirmaba que desapare­
cería por completo, hubo días, semanas en que, por las ma­
ñanas, no aguardaba ya angustiada que me acometiera, me
sacudiera y me arrojara convulsa al suelo, pero Turón dice:
¿cómo se puede engañar a una persona enferma con una
mentira tan cruel?, se ocupa mucho de mí y está cerca cuan­
do el mal me acomete, me coge en sus brazos, me sujeta y se
encarga de que yo no me haga daño, pide ayuda, creo que el
palacio entero sabe con cuánta frecuencia me postra el mal,
lo veo en sus miradas compasivas y despectivas, no puedo
ya dar un paso sola, no puedo ya dormir sola, tanto teme mi
padre que pueda hacerme algo, es decu; mientras que esa
mujer me incitaba, si ellos supieran, a ir totalmente sola por
el camino secreto hasta el mar, en donde Arinna me aguar­
daba, la cual, cuando me acercaba en el crepúsculo, no esta­
ba sola, había á su lado un hombre, la sombra de un hombre
cuya silueta reconocía yo y que se alejaba al verme liega:; y
del que Arinna no decía palabra, pero estaba excitada, ale­
gremente excitada, no podía ocultarlo, las dos teníamos con­
fianza, pero algo me impedía hablar de aquel hombre, ape­
nas quería creer que fuera real lo que había visto, y entonces

121
Cubista Wolf

fue Arinna misma la que empezó, era la primera vez que me


ocurría que una mujer se confiara a mí, sí, ella sentía afecto
por Jasón, el corazón me dio un salto, no perdía palabra,
aprendía. ¿Y su mujer?, me atreví a preguntar. Ella lo sabía,
supe. Ella parecía natural cuando nos encontraba a las dos.
Escuchaba nuestra charla, podía intervenir al escuchar al­
guna expresión corriente, podía preguntarme cuál era el pri­
mer acontecimiento que yo recordaba, preguntas así ante
las que tenía que reírme, eso no se sabe, decía yo, ay, decía
ella -mientras me daba masaje en la cabeza y la nuca de una
forma que me producía un bienestar infinito y hacia desapa­
recer la pesada vibración del centro de mi cabeza que casi
nunca me abandonaba y a veces, con fuerza espantosa, pa­
recía desintegrar toda mi pobre cabeza y desencadenar el
mal... Eso, decía ella, no debe preocuparte ya, pero el primer
acontecimiento que yo podía recordar; eso sí que le interesa­
ría, y lo que yo había sentido entonces, yo debía darme tiem­
po, reunir valor y descender por una soga interior -se podía
imaginar algo así- hasta lo profundo de mí misma, que no
era otra cosa que mi vida pasada y mi recuerdo de ella. Así
hablaba ella, la funesta, siempre de pasada, desencadenan­
do algo de lo que no podía responder, en eso mi padre tenía
razón, naturalmente, al ponerse fuera de sí cuando él y
Acamante supieron, a fuerza de interrogarme, adonde me
había empujado ella. Quiero decir empujado interiormente,
aunque se contenía, me hacía beber sólo su cocción de hier­
bas, que unas veces sabía bien y otras era amarga como la
hiel, y no me hablaba ya de aquella soga que, durante cierto
tiempo fue para mí más real que todo lo del mundo exterior.
Dejarse resbalar; descender, hundirse. No sólo cuando esta­
ba echada en mi lecho, sino también cuando iba y venía con
los ojos abiertos, incluso cuando hablaba con alguien, podía,
no, tenía que seguir al mismo tiempo con tensa atención aquella

122
Medea

imagen reducida de mí misma, que se esforzaba por descen­


der en mi interior A veces cogía la mano de ella y ella me la
dejaba. Quiso convencerme de que yo no tenía por qué ne­
gar las sombras que con tanta frecuencia caían sobre mis
días más claros, no tenía por qué huir cuando, en un lugar
determinado del patio de nuestro palacio, cerca del pozo, me
acometía regularmente una espantosa angustia, de forma
que tuve que aprender a evitar el lugar. Con eso se puede
vivir, la mayoría de las personas no sospechan que se puede
vivir evitando muchas cosas, pero luego no fue sólo aquel
lugar, fueron todos los alrededores del pozo, y finalmente
todo el patio del palacio lo que me hacía temblar, y me volví
muy ingeniosa para inventar excusas y pretextos que me
ayudaran a evitar tener que entrar en ese patio, que cual­
quiera de nosotros atraviesa varias veces al día. Yo no reve­
laba a nadie mi enfermedad, tampoco a ella, que la notó por
un grito que lancé, por un sobresalto, y tuve que maravillar­
me de la atención con que me observaba. Tomó en serio mi
aseveración: ¡No puedo!, no quiso disuadirme de mi miedo,
lo sé, dijo, es exactamente como si te faltara un brazo o una
pierna, sólo que nadie ve lo que te falta. Tuvo paciencia, sin
duda por cálculo, y no sabría ya decir cómo consiguió un día
hacerme atravesar el patio, de su mano. Me sujetaba muy
firmemente, eso lo recuerdo aún, me hablaba en voz baja
cuando nos acercamos al lugar y se me humedecieron las
manos y se me clavaron los pies en el suelo; me tranquilizó
con sus palabras, no, fue más que tranquilizarme, fue uno de
sus trucos de magia, eso me resulta ahora claro, porque de
pronto no percibí más que un gran silencio y, cuando los
ruidos volvieron, yo estaba sentada en un banco de piedra al
otro extremo del patio del palacio, a la sombra del viejísimo
olivo, de forma que tenía que haber andado, pasado por aquel
lugar sin caer en el estado que tanto temía, casi me pareció

123
ChiustaWolf

como si tuviera que recuperar ese estado para que todo fue­
ra como debía ser, pero ella me dijo que no era ya necesario,
me hizo poner la cabeza en su regazo, me acarició la frente y
me habló en voz baja de la niña que yo había sido en otro
tiempo, diciéndome que algún recuerdo insoportable me unía
a aquel lugar del patio, que había tenido que olvidar para
poder seguir viviendo, lo que hubiera estado bien si en mi
cabeza de niña, mientras crecía, no hubiera crecido también
lo olvidado, una mancha oscura cada vez mayor, ¿me com­
prendes, Glauce?, hasta apoderarse de esa niña, de esa mu­
chacha, ay, la comprendía, demasiado bien la comprendía,
me lanzaba la soga, tenía que deslizarme por sus preguntas,
quería conducirme por los lugares peligrosos que yo no po­
día atravesar sola, quería resultar irreemplazable, eso tuve
que comprenderlo.
Hubo de pasar mucho tiempo para que tuviera que reco­
nocer que también en eso me había equivocado, pero ¿qué
hay que sea verdadero?, ¿puedo confiar aún en mis ojos?,
¿puedo fiarme todavía de alguien?
No sé, realmente no sé cómo logró que yo hablara, quie­
ro decir; que hablara de lo que había olvidado, de lo que sólo
recordaba en el momento de contarlo. Quizá me lo imagino
ahora, dije, no importa, dijo ella, yo tenía la cabeza en su
regazo, nunca había puesto antes mi cabeza en el regazo de
nadie, tal vez sí, dijo ella, tal vez estuviste así con tu madre y
no lo recuerdas ya. ¿Por qué dices eso?, exclamé yo, ella no
respondió, nunca respondía a determinadas preguntas, en
eso se ve lo calculadora que era, contaba con que yo no so­
portaría el silencio y tendría que seguir hablando, tendría
que hablar superando mi confusión, y yo hablaba sin parar,
hasta que pronunciaba una frase que le venía bien, algo ca­
sual, sin importancia, pero que ella escogía para enredarme.
¿Fue la primera vez que disputaron tus padres? ¿Cómo?,

124
Medea

dije yo, ¿qué quieres decir? Entonces le conté que mi madre,


un día -debía de vivir aún en el palacio, hermosa con sus
cabellos rizados y muy negros- estaba allí en el patio, arran­
cándose mechones de cabellos y gritando. Yo agitaba la ca­
beza en el regazo de mi madre, así empezaba siempre, y eso
me hubiera devuelto al olvido consolador, pero ella, la mujer;
no me lo permitía, me sujetaba firmemente la cabeza, se opo­
nía con todas sus fuerzas y me decía con voz resuelta y eno­
jada: ¡No!, sigue, Glauce, sigue, y yo vi al hombre hacia el
que se lanzaba mi madre, que la llamaba por su nombre y
trataba de mantenerla a distancia, ella le arañaba el rostro
con las uñas. Quién era aquel hombre, Glauce. El hombre, el
hombre, ¿qué hombre? Tranquila, Glauce, muy tranquila,
mira.
Aquel hombre era el rey. Mi padre.
La odio. Cómo la odio. Que matara a su hermanito, lo
creo. Es capaz de todo. Alguien como ella tiene que atraer
sobre una ciudad todos los males que los dioses pueden en­
viar, tiene que desaparecer sencillamente, como si nunca
hubiera estado aquí, ella misma me ha enseñado a no prohi­
birme ningún pensamiento, se tiene derecho a pensar los de­
seos más aberrantes, pero ahora me pregunto si ella hubiera
dicho lo mismo si hubiera conocido todos mis aberrantes
deseos. Porque ese fue mi triunfo secreto y mi profunda in­
quietud, con mis ansias me escapé de ella, ella, que parecía
saber de mí más que yo misma, no sospechaba hasta dónde
podían llegar mis pensamientos que ella había liberado del
miedo, qué forma tomaban o a qué figura se agarraban. O a
qué voz, porque era su voz lo primero que oía al despertar
de una especie de sueño profundo, con la cabeza siempre
apoyada confiadamente en su regazo, la desalmada.
Está volviendo en sí, dijo una voz de hombre suave y pre­
ocupada, mi vista se posó sobre un hermoso rostro que se

125
Cl INSTA WOLF

indinaba sobre mí, en dos ojos indescriptiblemente azules,


Jasón. Lo vi como por primera vez, escuchaba el sonido de
su voz, cuando, con aquella mujer, se preocupaba por mi
estado, no tengo palabras para decir cómo me sentía, me
levanté, me sentía mejor y peor a la vez, no era posible diri­
gir mi deseo al hombre que pertenecía a aquella mujer y no
me era posible renunciar a él. Durante tantos años, me dijo
ella, lo has intentado. Conciliar lo irreconciliable, eso te ha
hecho enfermar. Después de aquella salvaje pelea con mi
padre, de la que fui testigo de niña, mi bella madre se apartó
de mí, era como si evitara todo contacto conmigo. Pronto
estuve totalmente cubierta por una erupción, que me picaba
y atormentaba, y entonces mi madre volvió a mí para poner­
me compresas de leche y requesón, y cantarme canciones
que ahora recuerdo otra vez, pero ¿me mostraba su verda­
dero rostro? ¿No había preferido siempre a la otra?
Qué otra, me preguntó naturalmente aquella mujer, ha­
blábamos sin parar dondequiera que nos encontrásemos, no
ya en el patio del palacio, rara vez aún en mi habitación, ella
parecía evitar el palacio, se servía de Arinna para enviarme
mensajes que, sin embargo, no debían dar la impresión de
proceder de ella, hacía una y otra vez que le dijera todo lo
que me pasaba por la cabeza, todo revuelto, me daba cuenta
de que pensaba cada vez más frecuentemente en mi madre,
que me había abandonado y de la que no quería saber ya
nada. Tal vez sí, me decía ella, tal vez quieres saber algo de
ella. ¿Sabes por qué vive en los aposentos más sombríos, sin
dejar entrar a alma viviente? Eso, dije, no quiero saberlo,
Turón opina que no está completamente bien de la cabeza, y
yo lo creo; eso lo veo, lo vi ya durante el banquete, en la
mesa, cuando ella estaba sentada como una momia junto a
mi padre, que te podía dar pena con una reina así, y cuando
no me miró ni una vez, ni una vez volvió hacia mí la cabeza,

126
Medía

ni mucho menos preguntó por mí, sino que se fue, sencilla­


mente se fue, y entonces me acometió otra vez el mal, sí, le
dije furiosa a esa mujer, ella me ha embrujado, cada vez que
la veo o que hablo de ella me acomete el mal. Eso puede
haber sido cierto, dijo la mujer, pero ¿lo sigue siendo hoy?
Fue increíble, pero casi pareció alegrarse cuando me vol­
vió aquella horrible erupción, yo me puse fuera de mí cuan­
do empezó, primero en los pliegues de la piel y extendién­
dose luego a grandes partes de mi cuerpo, asquerosa,
humedeciéndome y picándome, aquello era, según ella, un
signo de curación, ¿qué decías?, ¿leche y requesón?, me po­
nía las mismas compresas que mi madre, tarareaba mien­
tras tanto las canciones de mi madre, me dio a beber uno de
sus extractos más repulsivos, me mostró los lugares de mi
cuerpo en los que la erupción retrocedía, la nueva piel que
iba apareciendo, te estás pelando como una serpiente, Glauce,
me dijo alegre. Hablaba de volver a nacer. Fueron días lle­
nos de esperanza, hasta que me dejó en la estacada, como en
otro tiempo me dejó en la estacada mi madre, era lo que
nunca hubiera debido hacer. La odio.
Ahora habrá perdido su orgullo. Cada vez con más fuer­
za se dice de ella que mató a su hermanito, y hoy he oído
voces que relacionaban su nombre con la peste que abajo, en
los barrios pobres de la ciudad, se ha cobrado ya sus prime­
ras víctimas; Agameda, que se preocupa por mí de una for­
ma conmovedora, lo mencionó de pasada, me pareció que
observaba atentamente cómo reaccionaba yo, y yo controlé
mi expresión, el triunfo y el espanto a un tiempo me cortaron
casi el aliento. Ahora tendría ella lo que se merecía. Ahora la
perdería yo para siempre. Preparan algo contra ella. Me lo
ocultan, pero yo averiguo todo lo que quiero saber, hago
preguntas ingenuas a la servidumbre poniendo cara de ton­
ta, están tan acostumbrados a tomarme por simple, incluso

127
CiiwstaWolf

por idiota, que hablan sin reservas en mi presencia. Cuando


se tiene miedo hay que conocer bien el entorno, como un
animal débil en la espesura, esa mujer lo entendía bien, sabía
muy bien que difícil es ahuyentar el miedo, qué cerca de la
superficie acecha para volver a irrumpir, e intentó mientras
pudo, lo reconozco, mantener el contacto conmigo, incluso
cuando ella misma tenía razones para temer.
Un día Arinna me preguntó, hipócrita como siempre en
tales casos, si no tenía ganas de ver trabajar a Oistros, uno
de los mejores escultores y tallistas de la ciudad. Yo había
oído hablar mucho de él, hace monumentos fúnebres para
personas de alto rango, se decía que los dioses le habían dado
unas manos de oro, pero lo primero que vi fueron sus ojos,
unos ojos penetrantes de un gris azulado, amables, sí, pero
no sólo amables sino también escrutadores, no encontré en
ellos ni rastro de esa curiosidad, esa insistencia, esa envidia
que encuentro en los ojos de la mayoría de los corintios. Ah,
dijo, Glauce, qué bien que hayas venido. Tiene el cabello de
color herrumbroso, lo que es raro en Corinto y se considera
un defecto, pero no en el caso de Oistros, en el que las burlas
y murmuraciones rebotan; me enseñó su taller y me explicó
las distintas clases de piedras y para qué las utiliza, me ense­
ñó cómo se usa el cincel, me mostró bloques de piedra y dejó
que adivinara qué figura se escondía en ellos, porque no en
cualquier piedra se esconde cualquier figura, es como noso­
tros, me dijo Oistros, no se puede hacer un ser humano con
cualquier pedazo de carne, a veces resulta consolador saber­
lo, ¿no crees? Me trataba como a una igual, se reía fuerte y
contagiosamente, y su risa hizo aparecer dos cabezas de
mujer en la puerta de la habitación contigua. Me sobresalté.
Estaba allí, esa mujer. A la otra no la conocía. Ah sí, dijo
Oistros, creo que te esperan, y me empujó a la habitación
contigua.

128
Medea

Nunca me había imaginado que pudiera haber en mi


ciudad nada tan hermoso como aquella habitación. Aretusa,
que vivía allí y parecía conocer muy bien a la mujer cuyo
nombre evito, Aretusa era grabadora en piedra, su cabeza
tenía el mismo perfil que las gemas que extraía de las ro­
cas, llevaba el moreno y rizado cabello artísticamente re­
cogido en alto y un vestido que subrayaba su delgado talle
y dejaba ver mucho de sus pechos, yo no podía apartar la
vista de ella. Por qué no te he visto nunca, le pregunté
involuntariamente. Aretusa se sonrió; creo, dijo, que no nos
movemos en los mismos círculos, trabajo mucho y rara vez
salgo. Su habitación tenía una gran abertura hacia el oeste,
estaba llena de plantas raras, apenas se sabía si se estaba
dentro o fuera, allí debía de estarse bien, sentí, y se me enco­
gió el corazón, porque esos lugares en los que se puede vivir
no me están permitidos, aunque ahora tengo que pensar en
todo eso como algo pasado: la casa en que vivían Aretusa y
Oistros, al parecer, resultó gravemente dañada por el terre­
moto, no sabría dónde preguntar por ellos. En mi entomo se
ha producido otro terremoto, una sacudida que no ha des­
truido las casas pero ha hecho desaparecer seres humanos.
Todos los seres humanos que estaban en contacto con esa
persona aciaga han sido como tragados por la tierra, ten­
dría que encontrarlo siniestro si no fuera lo mejor para mí,
porque de qué podría hablar ahora con Oistros y Aretusa,
salvo del destino de esa mujer, que, como siento muy bien, se
dirige hacia una catástrofe que al mismo tiempo temo y de­
seo. Que llegue de una vez.
Ése es, lo sé muy bien, el único sentimiento que comparto
con Jasón. Jasón, que aparece ahora con más frecuencia en
mi proximidad y cada vez me da un salto el corazón, el cual
es tan estúpido como para no hacer caso de que sea mi padre
quien lo envía. Que a él le importa otra y le importará siempre,

129
Cl INSTA WOLF

lo sé, no es posible deshacerse de ella. Pero, ¿puede alguien


como yo rechazar un regalo de los dioses? ¿No tengo que
recoger las migajas que me caen de mesas ajenas, y saben
amarga, pero también dulcemente, tanto más dulcemente
cuanto más se aleja él de mí, entonces está conmigo en mis
pensamientos, habla conmigo como nunca ha hablado con­
migo, me toca como nunca me tocará, me produce una feli­
cidad que no conocía, ay Jasón.
Esa mujer perecerá, y está bien que así sea. Jasón perma­
necerá. Corinto tendrá un nuevo rey. Y yo ocuparé mi pues­
to junto a ese rey y podré olvidar, olvidar; olvidar por fin
otra vez. Lo que ella no quería permitirme, esa mujer; me
pone mal pensar cómo me atormentó precisamente aquella
tarde en casa de Aretusa, en la que los cinco -Oistros había
venido y, para asombro mío, también Leucón, que al pare­
cer sabe más de las estrellas que cualquier otro en Corinto y
que siempre me había inspirado temor-, sentados afuera, en
el patio interior hermosamente pavimentado, alrededor del
cual se alzaban las esculturas de Oistros, como si montasen
guardia; un naranjo nos daba sombra, bebíamos una bebida
maravillosa que nos había preparado Aretusa, yo me sentía
transportada a otro mundo, mi timidez se desvaneció, inter­
vine en la conversación, hice preguntas. Supe que Aretusa
había venido de Creta, que ella y algunas otras habían podi­
do escapar en el último barco de la isla, amenazada por un
maremoto, ella era muy joven, casi una niña aún, pero sin
embargo había traído consigo muchas de sus costumbres, y
también la preparación de muchas comidas y bebidas y el
arte de grabar en piedra, pero sobre todo se había traído a sí
misma, dijo Leucón, acariciándole suavemente el brazo; ella
le tomó la mano y la apretó contra su mejilla. Se me cayeron
las escamas de los ojos: estaba entre parejas de amantes.
Porque aunque Oistros y la mujer cuyo nombre no pronuncio

130
Medea

se tocaran raras veces, no podían apartar la mirada el uno


del otro. Apenas podía creerlo: Jasón estaba libre.
Estábamos así sentados, hablando y bebiendo, y comien­
do las sabrosas tortas rellenas de carne que trajo Aretusa; el
calor de la tarde fue cediendo poco a poco, la luz palidecía,
se fueron yendo sucesivamente. Estaba sola con esa mujer.
Dio unos pasos conmigo hasta un arroyuelo que corría desde
el borde de una fuente, nos sentamos en un trozo de hierba, yo
debí de decir algo de la hermosa tarde, de mi nostalgia de días
así, que tan raros son, debí de abrirle nuevamente el corazón,
ella consiguió llevarme otra vez a esa profundidad en donde
reposan las imágenes del pasado. A aquel abismo en donde
me veía a mí misma llorando con desconsuelo, muy pequeña
aún, sentada en el umbral de piedra que había entre una de
las salas del palacio y el corredor largo y helado. Qué habi­
tación era aquélla en cuyo umbral me sentaba, quiso saber
ella, pero yo no quería mirar a mi alrededor; tenía miedo,
ella murmuró sus conjuros tranquilizadores y yo tuve que
darme vuelta. Era una habitación en la que vivía una mu­
chacha. Había en ella un arcón pintado de espléndidos colo­
res, había vestidos extendidos sobre el lecho y un espejito
engastado en oro sobre una consola, pero ningún signo de
quién podía vivir allí. Lo sabes, Glaucc, dijo esa mujer; lo
sabes muy bien. No, exclamé yo, grité yo, no lo sé, cómo
podría saberlo, al fin y al cabo ella ha desaparecido, no ha
vuelto a aparecer; nunca ha vuelto a mencionarla nadie, tam­
bién la habitación ha desaparecido, probablemente sólo me
he imaginado todo eso, probablemente nunca ha existido.
Quién, Glauce, me preguntó la mujer. Mi hermana, grité.
Ifínoe.
Ifínoe. Nunca he vuelto a escuchar ese nombre, nunca
he vuelto a pronunciarlo, ni a pensarlo, no desde entonces,
pero por qué se había ido, mi hermana mayor, la guapa, la

131
CuristaWolf

inteligente, a la que mi madre quería más que a mí. Y que


desapareció de la noche a la mañana, con aquella nave, dice
Turón, mirándome de reojo con sus ojos muy juntos, y con
ese mozo, dice, acercándoseme mucho con su aliento agrio,
ese hijo de un rey poderoso pero muy lejano, del que se ena­
moró, porque, ¿no es cierto?, la fuerza del amor, tú también
la conoces, y tuerce las comisuras de la boca de una forma
insoportable, y así fue cómo ella se apresuró a subir a bordo,
Ifínoe, raptada al alba, sin despedirse de mí.
Finjo creerle, pero él no lo sabe todo, ese imbécil de Turón,
porque la verdad es que ella, mi hermana, se despidió de mí
al alba. Se lo conté también a esa mujer, aquella tarde tibia
en el patio interior con Aretusa, confiada como era, resulta­
ba fácil hablar en la oscuridad, más fácil que nunca antes,
más fácil que nunca jamás. Algún ruido en el pasillo me so­
bresaltó en el sueño, dije, fui a la puerta y miré afuera, y
entonces volví a recordar aquel cuadro hacía tanto tiempo
olvidado: mi hermana, delgada, pálida, con un vestido blan­
co, en medio de un grupo de hombres armados, eso me asom­
bró, dos delante de ella, dos que la llevaban en medio, suje­
tándola por los brazos o quizá sosteniéndola; inmediatamente
detrás nuestra aya, con una expresión que nunca había visto
en ella, me dio miedo, le dije a esa mujer; que me tomó y
apretó la mano, pero noté que también su mano temblaba. Y
entonces, dije, cuando se habían alejando unos pasos, mi
hermana se volvió y me sonrió. Me sonrió como yo siempre
había deseado que me sonriera; creo, dije, que me veía real­
mente por primera vez, quise correr tras ella, pero algo me
dijo que no debía hacerlo; rápida, muy rápidamente se aleja­
ron y doblaron una esquina, todavía seguí oyendo resonar
los pasos de los hombres armados, y luego nada más. Des­
pués el grito de mi madre. Como un animal al que sacrifican,
vuelvo a oírlo, dije llorando. Lloré, lloré, no podía dejar de

132
Medea

llorar, ella, esa mujer; me sujetaba los hombros, que se estre­


mecían como si tuviera fiebre; ella guardaba silencio, vi que
también lloraba. Más tarde me dijo que ya había pasado lo
peor. ¿Está muerta Ifínoe?, pregunté. Ella asintió. Yo lo ha­
bía sabido siempre.
Pero qué significa saber. Uno se puede convencer de mu­
chas cosas, ¿no? En eso tiene razón Turón. Ella, esa persona,
quiso someterme a su poder, como hacen las mujeres de su
especie. Fue ella quien me inspiró todas esas imágenes, todos
esos sentimientos, a ella le resulta fácil con sus extractos de
plantas, que, naturalmente, me han quitado ahora. Reforzó
en mí toda clase de sospechas aberrantes, eso suena plausi­
ble. ¿O es que preferirías creer; querida Glauce, que vives en
una fosa de asesinos?, me dice Turón con una mueca que él
cree una sonrisa. ¿Que nuestra hermosa Corinto, que esos
extranjeros nunca comprenderán, es una especie de matade­
ro? No. No quiero creerlo. Naturalmente, todo eso me lo he
imaginado. Cómo podría una niña, como yo era entonces,
guardar dentro de sí imágenes tan complicadas y conservar­
las a lo largo de los años. Olvídalo, me dice Turón. Olvídalo,
me dice mi padre, ahora vendrán para ti tiempos mejores, ya
verás lo que te reservo, te gustará. Así me habla ahora mi
padre, ay.
Qué pasa ahí fuera, qué ocurre. Qué significa ese clamor
en aumento de tantas gargantas. Qué gritan, qué me impor­
ta ese nombre maldito. La reclaman. ¡Dioses! Reclaman a
esa mujer. Helio, ayúdame.
Me vuelve otra vez, lo siento, me ahoga ya, me sacude
ya, ¿no hay nadie ahí?, ¿nadie me ayudará?, ¿nadie me aco­
gerá, Medea?

133
7

Los hombres quieren convencerse de que sus


males vienen de un único responsable, del que
será fácil deshacerse.

René Girard: La violencia y lo sagrado


Leucón

La peste se extiende. Medea está perdida. Se debilita. Se


debilita ante mis ojos y no puedo hacer nada. Preveo lo que
le ocurrirá. Tendré que presenciarlo todo. Ése es mi destino,
tener que presenciarlo todo, comprenderlo todo y no poder
hacer nada, como si no tuviera manos. Quien se sirve de sus
manos tiene que sumergirlas en sangre, lo quiera o no. Yo no
quiero tener las manos ensangrentadas. Quiero estar aquí
arriba en la terraza de mi torre y contemplar, de día, el her­
videro de abajo, en las callejuelas de Corinto, y bañar de
noche mis ojos en la oscuridad del cielo de arriba, en el que
poco a poco van apareciendo las distintas constelaciones
como compañeras conocidas.
Y si tuviera un deseo que expresar aún a esos dioses
veleidosos se me ocurrirían dos nombres de mujer, para las
que imploraría protección. Me asombro de mí mismo, nunca
hasta ahora el nombre de una mujer ha desempeñado un pa­
pel en mi vida. No es que me haya denegado las alegrías que
puede proporcionar el juego eterno entre hombre y mujei; pero
los nombres de las muchachas que me han visitado una o más
veces, siempre, por cierto, por su voluntad, incluso encanta­
das, creo, esos nombres los he olvidado rápidamente, sus visi­
tas se han hecho más raras sin que las echara mucho de me­
nos. Medea dice que soy un hombre que teme el dolor. Yo
quisiera que ella temiera el dolor más de lo que lo teme.

137
Cl INSTA WOLF

Todavía está sentada frente a mí en la terraza, se ha le­


vantado algo de brisa después de un día insoportablemente
caluroso, comenzamos a respirar más libremente, entre los
dos hay una lamparita de aceite sobre una mesa baja de
madera de pino, la llama está casi inmóvil, bebemos vino
fresco, hablamos en voz baja o guardamos silencio. No he­
mos renunciado a esta costumbre de nuestros encuentros
nocturnos, aunque los demás se escondan en las cavernas en
que viven, evitándose entre sí. Reina en la ciudad una calma
inquietante. Sólo a veces se oyen los ruidos de las carretas
tiradas por asnos, que transportan los cadáveres del día al
otro lado del río, que se extiende negro, a la ciudad de los
muertos. Cuento las carretas. En las últimas noches ha au­
mentado su número. Medea está perdida.
Qué va a ser de nosotros, Leucón, me dice, y no tengo
corazón para decirle lo que sé, lo que veo, lo que será de ella.
Llega, ardiente de belleza y acalorada de amor, de casa de
Oistros, me abraza y yo abrazo a alguien que ya no está ahí.
Hace algo que no debería hacer, desoír mis advertencias, y
con Oistros no se puede hablar. Con su cincel, que es la pro­
longación de las yemas de sus dedos, extrae de la piedra la
imagen de la diosa, y no parece prestar atención siquiera a
la figura que está copiando. Ella, Medea, está en las yemas
de sus dedos, ha tomado posesión de él, lo dice él mismo,
nunca le había pasado nada así, el deseo de esa mujer le ha
dado un nuevo deseo de vivir, de trabajar; al acercarme lo
oigo silbar y cantar en su tallen sólo cuando ella llega se
hace el silencio. Ese hombre, que no tiene origen, padres ni
parientes, lo que no parece preocuparlo, al que no oprime su
destino de haber sido abandonado siendo un niño de pecho y
dejado ante la puerta de un tallista, cuya mujer no tenía hijos
y aceptó y crió a aquel expósito como un regalo de los dioses,
el cual, niño aún, aprendió en el taller de su padre adoptivo los

138
Medea

rudimentos de su oficio, y pronto, eso lo reconoció el viejo


tallista sinceramente y casi con respeto, los superó. Hoy, los
corintios más nobles le encargan monumentos funerarios para
sus familias, podría ser rico, nadie sabe muy bien cómo con­
sigue seguir siendo modesto y sin pretensiones, ni se com­
prende tampoco cómo no suscita la envidia de los demás
tallistas de piedra. El dinero parece adherirse a él tan poco
como la envidia, y en cambio sabe captarse las simpatías,
siempre está rodeado de jóvenes a los que da trabajo en su
taller. También a mí me atrajo su forma de ser despreocupa­
da, cuando estaba con él me curaba de mi melancolía y mis
cavilaciones, que él no parecía notar; en cualquier caso, no
hablaba nunca de ellas, y eso era precisamente lo saludable
de su presencia: que trataba igual a todo el mundo, estoy
seguro de que no se daría importancia si el rey se aventurase
a ir a verlo. Y, lo que es curioso observar, su ecuanimidad y
su independencia se extienden a todo el que va a visitarlo,
sea alto o humilde.
Medea dice que él ha conseguido ser adulto sin matar al
niño que tenía dentro, para ella fue una bendición, pero ¿lo
sigue siendo? No debería preguntarlo así. Yo no permitiría
que nadie me preguntase si Aretusa es para mí una bendi­
ción a pesar de la renuncia que ella me impone. Hemos con­
venido, sin decírnoslo, en mantener secreta nuestra relación,
que no lo es, mientras que Medea no adopta casi precaucio­
nes cuando va a ver a Oistros. Su despreocupación se hace
peligrosa, incluso punible.
Es para desesperar. Como si alguien quisiera vengarse
de haber renunciado cuidadosamente durante tanto tiem­
po a los sentimientos, mi corazón se inclina ahora por per­
sonas que no conocen realmente la situación en Corinto,
que no sospechan de qué son capaces los corintios cuando
se ven amenazados, como ahora. Medea bebe, sonríe, calla.

139
Cl INSTA WOLF

Acamante me ha reprendido ya por mis amistades, cuando,


al parecer casualmente, nos cruzamos en la escalera de la
torre, en la penumbra; el había elegido bien el momento y el
lugar. Dijo que yo parecía preferir a personas que se han
alejado bastante, así dijo mi astuto Acamante, bastante de
nuestra casa real, ¿no es cierto, mi querido Leucón? Y yo,
lleno cada vez con más frecuencia de una rabia impotente,
no respondí a su taimada pregunta, sino que le pregunté a mi
vez si podía echarme en cara algún incumplimiento de mis
deberes. Si, tal vez, quería hacerme responsable de las dudo­
sas conclusiones que otros sacaban de mis cálculos exactos.
Acamante cedió, pero los dos sabíamos que yo no podía ale­
grarme de esa victoria; no podía permitirme con demasiada
frecuencia enfrentar a Acamante con sus profecías escanda­
losamente falsas, como si yo no supiera quién había inter­
pretado en mis cartas del firmamento lo que el rey quería
escuchar; un año venturoso para Corinto, crecimiento, bien­
estar y la derrota de los enemigos del rey. En lugar de ello
vino el terremoto y, como secuela, la peste. La estrella de
Acamante en la corte declinaba, se descomponía ante nues­
tros ojos; él no puede vivir si no está muy arriba, gozando
del favor real, una vez me lo dijo francamente, una vez, cuan­
do en Corinto, en nuestra orgullosa Corinto, se sacrificó a
una niña en el altar del poder, y los que lo supieron tuvieron
que decidir si quería permanecer en el ámbito de ese poder o
retirarse. Tú lo supiste, me dice Medea en tono de afirma­
ción, y yo trato de explicarle que hay una serie de escalones
en el saber; lo supe, sí, hasta cierto punto, pero sin detalles. Y
lo olvidé otra vez. ¿Qué otra cosa hubiéramos podido ha­
cer?, le pregunto. Dice que no lo sabe. Pero es lástima. ¿Lás­
tima?, pregunto yo. Sí. Lástima que los acuerdos sean tan
frágiles y que, ante cualquier dificultad, puedan ser sencilla­
mente dejados de lado. Qué acuerdos, pregunté yo. Lo sabes

140
Medea

muy bien. El acuerdo de que no habría más sacrificios huma­


nos. Me asombro de que tome en serio tales acuerdos, pero
no lo digo. No me gusta su forma de hablar hoy, no me gusta
su talante, es como si se moviera detrás de un velo.
Tengo que despertarla. Le digo que Acamante es peligro­
so ahora, cualquier medio le resulta apropiado para reafir­
mar su posición en el palacio. Que, como él me necesita,
estoy a salvo de momento. Lo que no le digo es que tengo
que recurrir a toda mi experiencia, toda mi inteligencia, toda
mi astucia, y que necesito también esa capacidad que ella
aborrece en mí y que a mí tampoco me gusta: la de guardar
silencio y salir del paso doblegándome. Con intervalos bien
limitados, proporciono a Acamante cálculos que le permiten
hacer previsiones favorables que pueden realizarse, por ejem­
plo sobre la conclusión de un tratado comercial con Micenas
o sobre el elevado número de partos del ganado. Me cuido
de que Acamante pueda convencerse de que nadie más que
él ha hecho esas predicciones, de que se le han aparecido en
sueños, y tengo que amortiguar mi luz para que su estrella
pueda brillar con más intensidad. El sistema astral de la cor­
te de Creonte se ha reorganizado recientemente, en perjui­
cio de los pequeños planetas, que han sido relegados a zonas
marginales peligrosas. Y, es algo que se palpa, cada vez se
vuelve más peligroso para cualquiera acercarse al resplan­
dor de la luz que Medea irradia. Ella, ella es efectivamente el
centro del peligro. Y lo más terrible es que no quiere com­
prenderlo.
No sé qué tiene que pasar aún para que te vuelvas más
prudente, le digo, y es capaz de responderme que, precisa­
mente porque han pasado tantas cosas, tal vez debería po­
der esperar ahora que la dejaran en paz. Que se mantenía
muy tranquila, qué podía hacer o dejar de hacer. Algo le
falta a esa mujer; algo que los corintios mamamos con la

141
CiiristaWolt

leche materna y no notamos ya, sólo por comparación con


los colquidenses y, especialmente, con Medea, me ha sor­
prendido: un sexto sentido, un olfato fino para los menores
cambios en la atmósfera que rodea a los poderosos, de los
que nosotros, cada uno de nosotros, dependemos a vida o
muerte. Una especie de terror permanente, le digo. De for­
ma que muchos han vivido el verdadero terror, el temblor de
tierra, como una liberación. Sois gentes extrañas, me dice
ella, y yo le respondo: Y vosotros también. Nos reímos.
No quiero decirle que la mayoría de los corintios llaman
entretanto arrogancia a la seguridad que se desprende de
ella, y que por esa seguridad la odian. Sobre ninguna otra
persona he pensado tanto como sobre esa mujer; pero no es
la única, también las otras colquidenses me dan que pensar:
hacen aquí los trabajos más humildes, pero llevan la cabeza
alta como las mujeres de nuestros más altos funcionarios, y
lo más extraño es que no pueden imaginárselo de otra for­
ma. Eso me gusta y al mismo tiempo me inquieta. Cuando
estoy cerca de ti, le digo a Medea, sólo tengo sentimientos
encontrados. Ay, Leucón, me dice, tus sentimientos son pri­
sioneros de tus pensamientos. Déjalos en libertad. Entonces
nos reímos otra vez, y yo quisiera poder olvidar en qué si­
tuación se encuentra ella, dar libre curso a mis sentimientos
y disfrutar simplemente de ser amigo de una mujer a la que
conozco mejor que a cualquier otra persona, pero que siem­
pre me seguirá siendo extraña.
Como Aretusa, pero eso es algo distinto. La extrañeza en
la amante aumenta su encanto, que por cierto no se esconde
a otros hombres, todos comprenden que haya sucumbido
ante ella, hasta Acamante se permitió una observación condes­
cendiente sobre mi felicidad amorosa, poco faltó para que
me diera palmaditas en la espalda, de hombre a hombre, mi
mirada lo contuvo a tiempo. De forma que todos saben a

142
Meufj

qué atenerse con nosotros, cotillean sobre mí, sobre la pa­


sión que ha acabado por dominarme, me resulta insoporta­
ble. Si supieran que tengo que compartir a Aretusa con el
anciano, al que todos llaman sólo el cretense y que algunos
toman por su padre; es su más antiguo amigo de amor; así lo
llama ella. Era todavía casi una niña cuando él la recogió o,
más bien, la sacó de las ruinas de su casa, que, como todas
las casas de Creta, como los palacios cuya esplendidez debió
de ser sin igual, fue destruida por el maremoto, toda Creta
debió de ser un montón de escombros y un campo de cadá­
veres, yo lo conozco sólo por las descripciones de los ancia­
nos, Aretusa no habla de ello, como tampoco habla de la
travesía en el barco, en el que el anciano, entonces hombre
en la flor de la edad, luchó por conquistar un puesto para
ella y para él mismo. Por la fuerza, como un día me reveló él.
Ocurre que él se emborracha como una cuba, entonces ha­
bla más que de costumbre, pero nunca cuando Aretusa está
presente. No quiero imaginarme las escenas que debieron
desarrollarse al partir esa nave.
El anciano sigue siendo un hombre vigoroso, aunque pre­
maturamente envejecido y marcado, debe de haber sido te­
mible, en Creta era uno de los atletas que, en los juegos anuales
en el palacio, ante la casa real y el pueblo congregado, bri­
llaban con ejercicios famosos en toda la zona del Mediterrá­
neo. Aretusa le tiene afecto, es un fenómeno natural indiscu­
tible. Yo sólo puedo elegir entre aceptarlo o renunciar a ella
por completo. Las dos cosas me resultan imposibles. No sa­
bía que la vida nos reservara esa clase de dolor, sólo con
Medea puedo hablar de ello. Por lo demás, tampoco ella pien­
sa en lamentarse de mí. Sí, dice, eso te afecta, pero imagína­
te que nunca hubiera ocurrido eso que te afecta tanto. Y
aprendes a conocerte, ¿no?, a través de lo que haces. Pero si
yo no hago nada, trato de contradecirla. Espero. Pero ella

143
CiiristaWolf

no lo acepta. Me dice que también esperar es una actividad,


que debe ir precedida de una decisión: la de querer esperar y
no romper. Por lo demás, la verdad es que busco la proximi­
dad de Aretusa, sin hacer ningún secreto de mis sentimientos
ni de mis deseos, me quedo horas y horas en su taller; miran­
do sus manos que extraen gemas de la piedra. Nadie puede
imaginar cómo me hablan esas manos. Aretusa sonríe, nun­
ca me despide, siempre se le ilumina el semblante cuando
aparezco en su puerta, para saludarme se aprieta contra mí.
¿Lo comprendes, Medea?, le pregunto. Sí, dice ella. Aretusa
ama a dos hombres, a cada uno de un modo distinto. ¿Y tú?,
le pregunto provocador, ella permanece imperturbable: Yo
no. Abraza a Aretusa, se quieren como hermanas, vuelve a
correr la cortina de la puerta y va hacia Oistros.
Acamante lo comprende muy bien, aquí estoy entre per­
sonas que no se dejan arrastrar por la maquinaria que mue­
ve el cosmos de Corinto. Ha entrado arenilla, hay vibracio­
nes y chirridos, a ella no parece inquietarla pero a mí me
preocupa. A Aretusa no se lo puedo echar en cara, no puedo
echarle en cara nada, pero puede ocurrir que reproche en
silencio a Medea que contemple con tanta calma los signos
que anuncian la ruina de Corinto, el más significativo los
esfuerzos por desembarazarse de Medea. ¿Habrán sido in­
útiles todos estos años en los que me he ejercitado en mante­
nerme en reserva? ¿No acabará nunca mi responsabilidad
por esta ciudad que no amo?
Nuestros pensamientos parecen haber llegado a un pun­
to semejante por distintos caminos; dice Medea si yo tam­
bién he notado que en todo mal se esconde un grano de bien.
Porque ¿cómo hubiéramos podido conocemos nunca Oistros
y yo, Aretusa, sin esa explosión de cólera popular contra
Medea? Sin ser perseguida, ¿cómo hubiera podido extra­
viarse en esta apartada zona de la ciudad, en el barrio de la

144
Medea

casuchas de adobe hundidas en jardines, en el que se.han


establecido los corintios más pobres, antiguos prisioneros y
su descendencia, y toda clase de existencias dudosas, entre
las que personas como Oistros, Aretusa y el cretense no lla­
man la atención?
Era un día claro y transparente de principios de verano,
era la hora en que la luz cae casi sin transición en la oscuri­
dad, aunque antes reúne otra vez esa energía luminosa que
incluso a mí, acostumbrado a ella desde la infancia, me en­
sancha todavía el pecho. Son esos momentos en los que me
siento agradecido de vivir aquí y no puedo imaginarme otra
cosa, y precisamente con ese sentimiento estaba en la plata­
forma de la torre, desde la que he observado el cielo tantas
noches, entregado a la belleza no terrenal de las órbitas este­
lares, cuyas leyes ocultas quería descubrir, ésa era mi vida.
Todavía no soy viejo, en cualquier caso eso dice Aretusa,
pero había llegado al punto en que sólo tenía amigos entre
las estrellas, ño ya entre los seres humanos. Mantenía una
amable distancia con los jóvenes que aprenden de mí y de los
que alguno muestra buena disposición y sed de saber; no sólo
un interés desconsiderado por su propia carrera, como Turón,
uno de los más inteligentes y de los menos escrupulosos.
Aquella tarde, uno de mis discípulos subió apresurada­
mente las escaleras, saben que en esa hora de meditación no
deben molestarme. Gritó: ¡Están persiguiendo a Medea por
la ciudad! Yo pregunté: ¿Quién? Pero lo sabía ya. La plebe.
Terna que ocurrir.
Bajé corriendo las escaleras y entré sin cumplidos en el
gabinete de trabajo de Acamante, en su gran habitación de
muchas ventanas y rodeada de una terraza. Le dije: Estarás
contento. Al principio quiso fingir que no sabía nada, pero
yo, lo que casi no puedo creer ya, me dirigí amenazante ha­
cia él, de forma que retrocedió hasta la pared, asegurándome

145
CiuustaWolf

que no podía hacer nada porque ella había irritado demasia­


do al pueblo. ¿Al pueblo?, dije, y entonces quiso, con toda
seriedad, ofrecerme la historia del asesinato de su hermano,
que fue urdida en aquella habitación y puesta en circulación
desde allí. Ah, dije burlonamente, esa gente ha tenido sola la
idea de agruparse, acechar a esa mujer y perseguirla por las
calles con insultos e infamias, ¿no? Así ha debido de ocurrir,
se atrevió a decirme Acamante a la cara; sin embargo, me
dijo, yo sabía muy bien que era imposible oponerse a un po­
pulacho desencadenado. Había que dejar que se desfogara
Yo grité: ¿que se desfogara? Quieres decir con esa mujer,
¿no? Matándola. Claro que no, dijo Acamante, esas multitu­
des son cobardes, a ella no le pasará nada.
Yo estaba, finalmente, fuera de mí. Él, le grité, él mismo
había incitado al pueblo, y posiblemente le había pagado
incluso. Luego me asusté. Naturalmente tenía razón, lo sa­
bíamos los dos, pero había ido demasiado lejos. Acamante
se dio cuenta también, se rehizo, se me acercó despacio y me
dijo lentamente: eso tendrás que probarlo, amigo. Él había
ganado. Yo nunca encontraría un testigo que dijera que el
gran Acamante había corrompido al pueblo para que se lan­
zase contra esa mujer. Y si alguien era suficientemente loco
para testimoniarlo, sería hombre muerto.
En aquellos minutos en que barajé en mi cabeza y tuve
que desechar todas las posibilidades de probar la culpabili­
dad de Acamante, sólo en aquellos minutos supe lo que era
mi Corinto. Y comprendí que correspondía a Medea descu­
brir la verdad sepultada que determina nuestra vida en co­
mún, y que nosotros no lo soportaríamos. Y que yo soy im­
potente.
No me gusta pensar en aquella tarde, ni me gusta hablar
de ella a Medea, aunque todavía puedo recordar el enfren­
tamiento verbal que tuve con Acamante. Aunque no pudiera

146
Medea

pedirle cuentas en público... saber que yo lo había calado no


fue un regalo para él. Que yo supiera por qué, precisamente
ahora, se atacaba a Medea con acusaciones increíbles y se
recurría incluso a la violencia: porque temíamos que ella
pusiera en juego un nombre que todos queríamos olvidar:
Ifínoe. Fue para mí un alivio pronunciar ese nombre por pri­
mera vez delante de Acamante, y decirle que en otro tiempo,
cuando era joven, estaba sentado en su antesala y había oído
muchas cosas que no había entendido enseguida y que, cuan­
do las comprendí, cuando se me formó por fin un cuadro de
detalles estrafalarios ante el que me quedé petrificado, era
ya demasiado tarde. ¿Pero en qué país vivimos?, le pregunté
furioso a Acamante. Él me respondió sólo con una mirada
que decía: lo sabes muy bien. Le describí a Medea la escena,
le confesé que mi audacia desapareció, que me paralizó un
sentimiento de inutilidad, que dejé plantado a Acamante y
pronto no supe ya si fue la inteligencia o la cobardía la que
tomó las riendas cuando me callé y preferí ir a buscarla. En
esas situaciones, a menudo no se sabe, Leucón, me dijo ella.
Guardamos silencio. Cuando me persiguieron por la ciu­
dad, dijo, tuve miedo, y corrí para salvar la vida, como hu­
biera corrido cualquier animal perseguido, pero una parte
de mí permaneció mortalmente tranquila y fría, porque esta­
ba sucediendo algo que tenía que suceder. Hubiera podido
ser peoq decía una voz suave dentro de mí. ¿Es un consuelo
saber que, en todas partes, los hombres incumplen sus acuer­
dos? ¿Que la huida no sirve de nada? ¿Que la conciencia no
tiene ya sentido cuando, con una misma frase, con un mismo
acto, puedes traicionar o salvar? No hay fundamento al que
pueda referirse la conciencia, eso lo comprendí ya cuando
recogí en el campo los huesecillos de mi hermano, y otra vez
cuando palpé en vuestra caverna los huesos delicados de esa
niña. No tenía la intención de difundir ese conocimiento

147
ClIKISTA WOLF

entre la gente. Sólo quería comprender con claridad dónde


vivía. Tú estás sentado en tu torre y congregas a tu alrede­
dor la bóveda celeste, Leucón, un lugar firme, ¿no es cierto?,
yo te comprendo, he visto cómo, desde que estoy aquí, las
comisuras de tu boca descienden cada vez más. Yo estoy en
peor situación, o mejor, según se mire. Ha llegado un mo­
mento en que, para mi forma de estar en el mundo, no existe
ya modelo, o todavía, quién sabe, no ha surgido ninguno.
Corrí por las calles, todos me esquivaban, todas las puertas se
cerraban ante mí, mis fuerzas disminuían, llegué a los barrios
exteriores. Los estrechos caminos, las bajas casas de adobe, al
doblar la esquina de una casa llevaba ventaja a mis persegui­
dores, entonces se interpuso un hombre en mi camino, un hom­
bre vigoroso de cabello rojo y revuelto, que no me esquivó, se
quedó firme, me agarró y me arrastró unos pasos hasta su
puerta, llevándome al interior. El resto ya lo sabes. Desde en­
tonces vuelvo a tener un lugar en esta ciudad.
Poco después el terremoto. Sólo duró unos segundos, su
centro estaba al sur de la ciudad, donde viven los pobres,
entre ellos los colquidenses. Mi torre vaciló, pero no se de­
rrumbó. Ese sentimiento indescriptible cuando el suelo te fal­
ta bajo los pies lo tengo aún en los miembros, corrí afuera,
gentes que gritaban llenaban las calles, parecía estar cerca
el fin del mundo, no lo habían anunciado las estrellas. Los
daños en el palacio fueron limitados, los muros no se de­
rrumbaron, hubo algunos heridos entre la servidumbre y un
muerto. Pero el rey Creonte había resultado muy afectado
en su amor propio y su sentimiento de inmortalidad por la
idea de que su preciosa vida podía extinguirse a causa de
cualquier piedra que le cayera en la cabeza. Un resentimien­
to contra todo el mundo se acumuló en su interior, el miedo a
la muerte no lo ha abandonado ya; se volvió irascible y peli­
groso, y especialmente Acamante tuvo que sufrir ese tono

148
nuevo adoptado por el rey. No puedo librarme de la sospe­
cha de que fue él también quien, para apartar la atención de
sí mismo, dio a las gentes la idea de que el temblor de tierra
podía haber sido atraído sobre Corinto por las malas artes
de Medea. Le pregunté a Medea si lo sabía. Ella asintió.
Una vez tuve ocasión de hablar con ella de Lisa, fue la
noche del terremoto, que sorprendió a Medea en casa de
Oistros, la encontré allí, cuando, después de andar entre los
escombros, llegué para ver a Aretusa. El miedo le había he­
cho perder el conocimiento, el temblor de tierra había hecho
revivir en ella la desgracia que provocó el hundimiento de
Creta, Medea la hizo volver en sí, le frotó la frente con un
líquido vivificador y la dejó luego conmigo, se fue con sus
gentes, a los barrios destruidos de la ciudad, y me pidió que
cuidara de Lisa y de sus hijos. La pequeña casita seguía
adosada a los muros del palacio, y yo salí de una ciudad
herida y gimiente para entrar en un lugar de calma. Lisa dio
a los niños una cena sencilla, a la que me invitó, noté lo ham­
briento que yo estaba y cómo me hacía bien la tranquilidad
que se desprendía de ella. Era una de esas mujeres que vol­
verían a poner la Tierra en movimiento si alguna vez se pa­
rase, sostiene firmemente en sus manos la vida de las perso­
nas que le están confiadas y hay que envidiar a cualquiera
que pueda criarse bajo su protección.
Lisa había ocultado a los dos muchachos su preocupa­
ción por Medea, y estaban despreocupados, llenos de vida,
uno de ellos, el que se parece a Jasón, es mejor parecido que
el moreno, de pelo rizado, que es en cambio más turbulento
y rebelde que su hermano. Competían describiendo el terre­
no, que habían vivido como una aventura. Súbitamente se
sintieron cansados y se fueron a dormir. De repente se pro­
dujo un silencio profundo. Estábamos sentados en la dimi-
ñuta cocina, todavía había brasas en el hogar, la serpiente

149
CiiristaWolf

domestica se deslizaba entre las cenizas, sentíamos alivio


después de haber pasado el peligro, lo que nos ocurriría ma­
ñana no nos preocupaba aún, guardamos silencio y luego
hablamos con Erases breves de lo que nos pasaba por la ca­
beza, también sobre Medea, y resultó que, partiendo de pre­
misas diferentes, habíamos llegado a las mismas conclusio­
nes. Lisa, como yo, veía que una especie de plaga había caí­
do sobre Corinto y casi nadie estaba dispuesto a saber la
causa de esa enfermedad. Lisa temía que, en plazo más o
menos corto, se produjera un cambio hacia la autodestruc-
ción, eso lo conocía, entonces se liberarían todas esas fuer­
zas funestas que una vida social ordenada sabe refrenar, y
entonces Medea estaría perdida. Era la primera vez que yo
hablaba con alguien extranjero de la situación en nuestra
ciudad, y fui más lejos aún y le pregunté cuál creía que era la
causa de nuestra decadencia. Ella pensaba que la respuesta
era evidente. Es vuestro sentimiento de superioridad, dijo.
Os consideráis superiores a todos y a todo, y eso deforma
vuestra visión de lo real y también de lo que sois realmente.
Tenía razón y su frase resuena todavía en mis oídos.
Las consecuencias del terremoto fueron peores que el te­
rremoto en sí. La casa real se ocupaba sólo de sí misma, y
enterraron con gran pompa a un alto dignatario de la corte
muerto entre los escombros; el siniestro despliegue de mag­
nificencia mostró a Presbón, que había perdido todo
autodominio, en lo más alto de sus talentos y al mismo tiem­
po, en toda su mezquindad y su falta de escrúpulos, porque
incluso él hubiera tenido que saber que aquel derroche tenía
que excitar la cólera de los corintios que habían perdido cuan­
to poseían y cuyos muertos tuvieron que permanecer a ve­
ces semanas pudriéndose aún bajo los escombros de sus vi­
viendas. Naturalmente, nadie escuchó las advertencias de
Medea, pero incluso los médicos que rodeaban a Creonte

150
Medea

advirtieron que había que rescatar y enterrar a esos muer­


tos, sabían por experiencia que representaban un peligro para
los vivos, y efectivamente los primeros casos de peste se pro­
dujeron en la vecindad inmediata de los barrios devastados,
en donde los supervivientes se habían refugiado en aloja­
mientos de emergencia, con las ratas y cerca de los muertos.
Se me erizó el cabello cuando Acamante me hizo llamar y
me confió un secreto de Estado: Tenemos la peste en la ciu­
dad. Nunca lo olvidaré. Temblando le pregunté qué pensaba
hacer, qué pensaba hacer el rey, y él me dijo frunciendo los
labios, como si fuera la cosa más natural del mundo: Aban­
donar la ciudad. Se habían tomado medidas para sofocar en
su origen el pánico que pudiera producirse. Se habían refor­
zado las fuerzas de seguridad. Y entonces Acamante dijo
algo que hasta hoy no he podido decir a Medea. Dijo: Y tu
Medea haría bien en alejarse también de Corinto.
Lo comprendí enseguida. Conozco esa forma de pensar
he sido educado en ella, es también la mía, y tartamudeé:
Pero no haréis que... Por superstición, no me atreví a expre­
sar mi sospecha, Acamante me comprendió, sin embargo, y
dijo secamente: ¿Por qué no?
La peste se extiende. Medea ha hecho en estas semanas
más que cualquier otro, los enfermos la reclaman, ella los
visita. Pero muchos corintios pretenden que es ella la que
lleva consigo la enfermedad. Dicen que fue ella quien trajo a
la ciudad la peste.
No es posible que no oiga esas voces. Prudentemente, con
perífrasis, hablo de la necesidad de los seres humanos de
trasladar a otro su propia carga. Pronto se sacrificará a un
prisionero de cada cien para satisfacer a los dioses y conven­
cerlos de que aparten de la ciudad sus manos castigadoras.
No servirá de nada, dice Medea. Y que tampoco lo permiti­
rá. Siento frío. La exhorto con vehemencia a no infringir las

151
Ciirista Wolf

leyes de Corinto. Preferiría no tener que hacerlo, dice lacóni­


ca. Medea, le digo, si no sacrifican a los cautivos buscarán
otra víctima. Sí, dice ella. No tenemos más que una vida, digo.
Quién sabe, dice ella.
La miro fijamente. Qué sé yo de esa mujer, qué sé de lo
que cree. Me gustaría preguntarle si existe alguna fe que
libere a los que creen en ella del miedo a la muerte que nos
obsesiona. La miro a la luz creciente de la mañana, no se lo
pregunto. Por primera vez pienso que quizá tiene un secreto
que está oculto para mí. Yo me atengo a la convicción de
que no podemos escapar a la Ley, que nos gobierna como
gobierna el curso de los astros. Lo que hagamos o dejemos
de hacer no cambia nada. Ella se opone a esa idea. Eso la
aniquilará. Puedes hacer lo que quieras, Medea, le digo, no
te servirá de nada, hasta el fin de los tiempos. Lo que mueve
a los hombres es más fuerte que cualquier razón.
Guarda silencio.
La noche se desvanece, seguimos sentados aún. Se levan­
ta el sol, los tejados de la ciudad centellean y relucen. Nunca
volveremos a estar así. Ahora comprendo lo que quiere de­
cir tener un peso sobre el corazón. No veo salida que no sea
funesta. Lo que podía decir lo he dicho ya. No se puede ha­
cer que no ocurra lo que ha ocurrido. Lo que ocurrirá se ha
decidido hace tiempo sin contar con nosotros.
Arrojamos hacia el sol el resto del vino de nuestros
cuencos, sin decimos lo que hemos deseado al hacerlo. Yo
no he formulado ningún deseo. Pienso que se ha puesto en
marcha un engranaje que nadie puede detener ya. Tengo los
brazos paralizados. ¿Debería desear que Medea estuviera
tan cansada como yo?
Dice: Entonces me voy. Vete, le digo. De pie junto a la
barandilla la sigo con la vista mientras atraviesa la plaza
que rodea la torre y que está tan vacía como la ciudad ente­
ra. Barrida por el miedo a la peste.

152
8

La fiesta ha perdido todos sus caracteres


rituales y va mal, en el sentido de que vuelve a
sus orígenes violentos. No es ya un freno sino
la aliada de las fuerzas maléficas.

René Girard: La violencia y lo sagrado


Medea

Aguardo. Estoy sentada en la cámara que me han asig­


nado y aguardo. Ante la abertura de la puerta, por la que
entra una vislumbre de luz, hay dos guardias que me dan la
espalda. En la gran sala se han reunido para juzgarme.
Ahora está todo claro. Se trata de mí. No hubiera debido
ir a su ceremonia de sacrificio, dice Lisa, eso fue simple arro­
gancia. No la contradije ya, como aquella mañana, ¿cuándo
fue?, ¿ayer, anteayer, hace tres días?, en que me desperté
temprano y me sentí dispuesta a aceptar la invitación de las
sacerdotisas de Artemisa e ir, como extranjera, a la gran
fiesta de la primavera de los corintios. ¿Arrogancia? No sé,
más bien algo así como un sentimiento de confianza que aque­
lla mañana sentía. Una mano tendida, pensé, por qué recha­
zarla. Hoy sé por qué. Porque sólo pueden mitigar su miedo
mediante la rabia contra otros. Era una hermosa mañana.
Un sueño que se desvaneció al despertar había abierto una
esclusa, el bienestar entró en mí, sin razón, pero siempre es
así. Rechacé la piel de oveja bajo la que había dormido des­
de que salí de la Cólquida, me levanté de un salto, el frío del
suelo de arcilla me sacudió, puse con placer un pie delante
del otro, extendí los brazos, giré sobre mí misma, y me quedé
en la luz todavía difusa que entraba por la puerta. Allí flota­
ba, la media luna, en medio del azul de la noche, una concha
abierta ligeramente inclinada, menguante, que me recordaba

155
Cubista Wolf

mis años decrecientes, mi luna de la Cólquida, que tenía fuer­


zas para levantar cada mañana al sol sobre el borde de la
Tierra. Y cada mañana la inquietud por saber si los pesos
serían todavía exactos, si su armonía no se habría alterado
durante la noche y sus trayectorias prescritas no se habrían
desplazado un poco y, por ello, aguardaría a la Tierra una
de esas épocas de terror de las que hablan las antiguas histo­
rias. Sin embargo, para ese día regirían aún las buenas leyes
que vinculan el curso de un astro al de todos los demás, y vi
con alegría cómo el horizonte de la noche se iba llenando
paulatinamente de claridad del día. Aquel día, en cualquier
caso, sería como el anterior y el siguiente, y ni siquiera los
exactos instrumentos de mi Leucón podrían medir la ínfima
distancia que el arco que describe el sol sobre Corinto se
acercaría al apogeo que alcanzará en el solsticio de verano.
Yo ya no estaré aquí entonces. Ni Helio, el dios del sol, ni
mi querida diosa de la luna lo notarán. Difícil, lentamente,
pero de forma definitiva, me he liberado de la creencia de
que nuestros destinos humanos están ligados al curso de los
astros. Y de que viven allí almas, semejantes a las nuestras,
que se ocupan de nuestra existencia, aunque sólo sea enre­
dando envidiosamente los hilos que la sujetan. Acamante, el
jefe de los astrónomos del rey, piensa como yo, eso lo sé
desde que intercambiamos una mirada en una ceremonia de
sacrificio. Si los dos disimulamos nuestros pensamientos, es
por motivos distintos y de distinta forma. Él finge ser el más
celoso de todos los servidores de los dioses, a causa de su
indiferencia abismal hacia todos ellos; yo, aunque, siempre
que puedo, me sustraigo a los rituales, guardo silencio cuan­
do tengo que participar; por compasión por nosotros los
mortales que, cuando abandonamos a los dioses, atravesa­
mos una zona de espanto de la que no todo el mundo sale
ileso. Acamante cree conocerme, pero su obcecación le

156
Medea

impide conocer a nadie y menos que a nadie a sí mismo.


Ahora quiere deleitarse con mi miedo. Tengo que contener
mi miedo. No debo dejar de pensar.
Aquella mañana, cuyos detalles se han hecho tan precio­
sos, oí cómo Lisa soplaba las cenizas en la habitación de al
lado, cómo las llamas prendían crepitando en las ramitas de
olivo que había amontonado cuidadosamente, y cómo ponía
el recipiente de agua sobre el hogar y comenzaba, con sono­
ras palmadas, a hacer blanda y dócil la pasta para las tortas
de cebada. Pisando las esteras que ella había trenzado y que
mis pies agradecían, fui al arcón de mis posesiones, entre
ellas el vestido blanco que llevaba en la Cólquida en las gran­
des fiestas, que Lisa trajo para mí y que, en los últimos tiem­
pos, apenas había llevado. Lo saqué, lo sacudí para alisarlo
y lo acaricié. Tal vez se había desgastado con el paso de los
años, pero, abierto, estaba en buen estado. No pude dejar de
reírme mientras estaba allí desnuda sobre la estera, evaluán­
dome primero con la vista y luego con las manos: una carne
no joven ya, pero sin embargo firme, que florecía bajo las
manos de Oistros, nó ya esbelta, más pesada en las caderas;
tenía que levantar mis pechos con las manos, pero mi piel
había conservado su hermoso color moreno oscuro, mis
muñecas y tobillos habían permanecido finos, corvejones de
cabra, dice Oistros, y mi cabello era otra vez rizado y abun­
dante como nunca. Hacía sólo unas semanas podía arran­
carme, mechones de pelo de la cabeza, que flotaba en gran­
des cantidades en la leche de burra con la que Lisa me lo
aclaraba; las dos sabíamos que ningún remedio servía con­
tra la preocupación que, después de mi alta fiebre, me hacía
caer el cabello y sobre la que yo no era capaz de hablar. Era
un dolor vital que no me afectaba sólo a mí, ni tampoco sólo
a la pobre Ifinoe, cuyos huesos en la caverna lo habían desen­
cadenado, un sentimiento que se extendía en mí, haciéndose

157
CiiiustaWolf

más profundo y más siniestro, acentuado por el odio de Agameda,


la traición de Presbón y la falta de escrúpulos de Acamante,
que, todos juntos, incitaban contra mí a una multitud insen­
sible. El cambio se produjo cuando me persiguieron por las
calles. De repente supe que quería vivir. Y luego Oistros.
Oistros es un motivo importante. No es la primera vez que
vivo ese nuevo nacimiento por amor; y también mi cabello se
aferra ahora a mí. Podrían arrastrarme por la ciudad tirán­
dome de él.
Después de haber sumergido el rostro y luego los brazos
en la jofaina llena de agua de la fuente, me puse el vestido,
comprobé su vuelo, me recogí en la nuca el cabello con la
cinta blanca de las sacerdotisas, como correspondía a un día
de fiesta, y crucé hasta casa de Lisa, que, dándome la espal­
da, cocía en el hogar las primeras tortas, las cuales difun­
dían ese olor a especias y a ligeramente quemado que anun­
ciaba entre nosotros las festividades. También para los
colquidenses y las colquidenses comenzaba la fiesta de la
primavera, pero nuestras costumbres, aunque las sigamos
puntual, quizá demasiado puntualmente, sólo producen un
débil reflejo del ambiente festivo que las hacía renacer en la
Cólquida una y otra vez. Y, sin embargo, ese débil reflejo era
mejor que nada, eso piensa la mayoría, y yo no quiero mez­
clarme en sus sentimientos.
Lisa se volvió, me vio con mi vestido de fiesta y se asustó.
Me preguntó si iba a salir así. Sí. ¿Pero adonde? A la fiesta
de Artemisa de los corintios. Lisa guardó silencio. La miré
con más atención, se había vuelto más vieja, más llena, más
firme también. Es ella quien conserva en la memoria todos
los detalles de nuestros rituales a veces complicados, los trans­
mite a los más jóvenes e insiste con firmeza en que se obser­
ven. Nunca podría aceptar que una colquidense, y precisa­
mente yo, fuera a una gran fiesta de los corintios, nunca

158
Medu

podría comprender mis motivos para ello, nunca admitir que


una actitud conciliadora podía sernos útil a los colquidenses.
Dijo con amargura que yo me estaba alejando de los
colquidenses a cambio de nada, y que los corintios no me lo
agradecerían nunca. Tuvo razón y yo me equivoqué. Y, sin
embargo, tendría que hacer otra vez lo mismo. Terminaría
otra vez aquí, en esta habitación miserable, en la que empie­
za a faltarme el aire, separada de todos, de Lisa y mis
colquidenses, de Oistros y Aretusa, de los corintios, que es­
tán reunidos para juzgarme, y también de Jasón y de mis
hijos y los suyos. Así tenía que suceder.
El olor de las tortas recientes hizo acudir a mis mucha­
chos como dos potros que ventean el heno, dije, y ellos se
aliaron inmediatamente con Lisa, ¿cómo que heno?, grita­
ron, e interpretamos de nuevo con placer los papeles que
tantas veces habíamos interpretado, los tres contra mí, nues­
tras voces disputaban, pero nuestros ojos reían. Luego los
chicos se dieron cuenta del vestido que llevaba, enmudecie­
ron, me rodearon, tocaron con un dedo la tela, chasquearon
admirativamente la lengua, eso me hizo bien, cuánto tiempo
admirarán aún esos niños a su madre.
Luego desmenuzaron la primera torta, se la metieron en
la boca, también a mí me entró un hambre de lobo, comencé
a comer y mientras tanto miraba a mi alrededor la cocina,
veía cada objeto tan claramente como si fuera la última vez,
cada utensilio, la vajilla de cerámica, las vasijas sobre los
estantes, la astillada mesa de madera, la figura familiar de
Lisa y, sobre todo, los niños, que son tan diferentes como si
no tuvieran la misma madre. Mérmero, el mayor, rubio y de
ojos azules, al que Jasón ha llamado siempre «mi hijo» con
especial placer; y con el que cabalga durante horas por el
país, y al que no se transmite el alejamiento que se ha produ­
cido entre nosotros. Y yo me guardo de enturbiar la gran

159
ClIRISTA WOLF

admiración de ese niño por su padre, refreno firmemente ese


dolor. Fercs en cambio, mi pequeño, redondo y firme como
una nuez morena, que huele a hierba, con el cabello crespo,
de ojos oscuros, entregado al placer de comer como a cual­
quier otra actividad, cualquier juego, con ese rostro concen­
trado que tanto me gusta en él, de rasgos que cambian rápi­
damente de la luz a la sombra, con su capacidad para pasar
en un instante de la seriedad a la alegría desbordante, llorar
con desconsuelo y morirse de risa. Los dos me asaltaron para
que los llevara conmigo a la fiesta, y tuve que poner una
excusa. No los quería conmigo en la fiesta de los corintios.
Quizá sea un destino misericordioso que nos invada un
sentimiento de exaltación cuando estamos al borde del abis­
mo. Aquella mañana me había desembarazado de todas mis
cargas, vivía, mis hijos eran sanos y alegres, y me querían,
una persona como Lisa no me abandonaría jamás, aquella
modesta choza encerraba algo parecido a la felicidad, una
palabra en la que no había pensado desde hacía muchos años.
Tal vez a quien es paciente y sabe esperar se le regala por
cada pérdida una ganancia y por cada dolor una alegría,
esos pensamientos me pasaron por la cabeza mientras, entre
los muchos corintios que se dirigían a la ceremonia del sacri­
ficio, subía por el camino del templo de Artemisa.
Pero para qué todo esto. Qué me obliga a evocar otra
vez trozo a trozo, precisamente ahora, precisamente aquí,
aquella mañana que parece remontarse a otra época. Por
la abertura de la puerta acabo de verlos pasar a todos, he
escuchado acercarse sus pasos, los guardias que hay junto
a mi puerta, ridiculamente armados con una lanza, esos
jóvenes cohibidos, hubieran podido impedir que viera a los
que se acercaban pero no lo hicieron. Los he visto a todos. El
rey Creonte, con gesto forzado, con su manto de juez, ro­
deado de su guardia personal y seguido de los más ancianos,

160
Medea

que tienen derecho a dictar sentencias. Los testigos, entre


ellos el sumo sacerdote de Artemisa, también el desventura­
do Presbón, naturalmente, en cuyas manos estaba el buen
desarrollo de la fiesta que, al parecer; yo perturbé. Y luego,
una de las pocas mujeres, Agameda. Fue la única que echó
una ojeada a mi calabozo, una ojeada altanera, triunfante,
llena de odio. Podrían cortarme en pedazos ante sus ojos,
que eso no la libraría de su odio. Los últimos eran Jasón y
Glauce, y el corazón me dio un salto. Él la sostenía del brazo
y la conducía a ella, pálida y con mal aspecto, los dos mira­
ban Ajámente al frente, los dos tenían los labios apretados.
Qué pareja. Eh, Jasón, me hubiera gustado gritarle con lo
que me queda de mi pasada arrogancia, adonde has ido a
parar. De modo que es cierto lo que se dice de él: tomará por
mujer a la pobre Glauce y, tras la muerte de Creonte, reinará
en Corinto. Tienen que deshacerse de mí, no tienen elección.
Yo estaba tranquila mientras subía al santuario. Tenía
que hacerlo, eso me tranquiliza siempre, incluso ahora, aun­
que la tranquilidad es más bien una paralización. La hermo­
sa y cruel ciudad de Corinto. La miraba de nuevo, por últi­
ma vez, algo me decía dentro de mí, o quizá me lo imagino
ahora. Andaba entre gentes vestidas de fiesta, muchas me
conocían, algunas me saludaban, la mayoría apartaban la
vista, me era indiferente. Muchas llevaban un signo de duelo
en la vestimenta, la peste no había respetado a casi ninguna
familia; que estaba disminuyendo era una noticia interesada
procedente del palacio. Cuanto más alto subíamos, más cla­
ramente podíamos ver el paisaje que rodeaba a la ciudad, el
verde de la primavera que pronto se agostaría, y veíamos
las carretas que llevaban al río a los cadáveres de la noche
pasada y los botes que los trasladaban a la ciudad de los
muertos. Nadie quería prestar atención a aquellos acarreos
macabros. Para mí, el oro de las torres de Corinto era como

161
ClIRISTA WOLF

un anuncio de muerte, y el rebaño de veinte toros destinados


al sacrificio que subían la montaña por otro camino, sus
mugidos angustiados que llegaban hasta nosotros, me pare­
cieron signos de desgracia. Conforme nos íbamos acercan­
do a la zona del templo, iba desapareciendo el sentimiento
de bienestar de aquella mañana, la opresión que pesaba so­
bre el cortejo cayó también sobre mí. ¿No éramos todos víc­
timas, víctimas sumidas en una silenciosa resignación, que
se dirigían al matadero? Me dije: yo soy Medea, la hechice­
ra, si es eso lo que queréis. La salvaje, la extranjera. No me
veréis achicada.
Y sin embargo. Ahora, en mi banco de espera de esta
cámara, que se parece ya al calabozo en que puede transfor­
marse rápidamente, me pregunto si este final era inevitable.
Si realmente me ha empujado a este banco una concatena­
ción de circunstancias contra las que yo era impotente, o si
algo salido de mí, que no podía gobernar; me empujó en esta
dirección. Inútil pensar en ello ahora. Pero soportaría más
fácilmente mi aniquilación por fuerzas extranjeras. Más fá­
cil, más difícil... Palabras de una vida anterior.
Oistros y la querida Aretusa, que ahora ha sido derribada
también por la enfermedad y a la que he tenido que abando­
na^ los tres hemos dado vueltas y revueltas, en largas conver­
saciones nocturnas, a nuestras experiencias en Corinto. A cómo
esta ciudad está cambiando de pronto su aspecto claro, ra­
diante y seductor por otro siniestro, peligroso y mortal. A cómo
ese peligro permanente obliga a los habitantes de la ciudad a
tomar precauciones: llevan máscaras cuando se encuentran,
sobre las que, como se ha visto, se acumula una cólera sorda.
Oistros interrumpió mis cavilaciones sobre si yo hubiera podi­
do hacerlos más conciliadores. ¿Sabes qué es lo único que te
hubiera ayudado?, me dijo. Haberte hecho invisible como
nosotros, Aretusa y yo. Vivir escondida, no decir nada, no

162
Medea

hacer gestos, entonces te toleran. O se olvidan de ti. Lo mejor


que podía pasarte. Pero eso no está en tu mano.
Tiene razón. Por qué deliberan tanto tiempo. Posiblemen­
te no todos opinan lo mismo. Hay oposición. Pero de quién.
¿Podría ser que mi querido Jasón tuviera fuerzas para opo­
nerse a la sentencia? Por qué habría de hacerlo. ¿Para repa­
rar algo? Improbable. Uno de los centinelas me trae un cuenco
de agua. Bebo con avidez. Cuánta sed tengo. Cómo busco
en los rasgos de este hombre joven algún rastro de compa­
sión. No lo encuentro. Hace lo que se le ha encargado. Tam­
poco encuentro aversión en su rostro, sólo indiferencia. Des­
pués de los excesos durante la fiesta del sacrificio, los corintios
han recuperado su equilibrio. Aquella mañana, en el largo
cortejo hacia el santuario de Artemisa, sentí que una violen­
cia funesta se concentraba en la multitud de personas, una
violencia que se liberaba en peleas, empujones al borde del
camino, y más aún en el obstinado silencio de la mayoría, en
sus movimientos crispados, sus rostros fríos, deformados,
herméticos. Olía la transpiración del miedo, que flotaba so­
bre el cortejo como una nube, y comencé a sentir un puño
duro que me oprimía el estómago, me oprime ahora tam­
bién, me opongo a él, como he aprendido a hacer desde la
infancia, cierro los ojos y me veo siempre andando junto al
mismo río, que se parece a nuestro Fasis, con sus orillas de
suave pendiente, de plantas exuberantes con rostros huma­
nos vueltos hacia mí, y la presión del puño va cediendo len­
tamente. Cuando una vez recomendé a Glauce ese ejercicio,
se echó a llorar al poco rato, porque interiormente no podía
librarse de la idea de recorrer el largo y desolado camino del
desierto hacia la ciudad de los muertos. No he podido ayu­
darla más, mi poder de curar me ha abandonado.
Muchos de los del cortejo llevaban modestas ofrendas, tras
la sequía del año anterior las provisiones se habían agotado

163
Cl INSTA WOLF

casi en la ciudad, y muy pocos podían ofrecer a la diosa más


que un puñado de espigas, una rama con aceitunas, algunos
higos secos; nadie traía un cabrito, como en años anteriores.
Los veinte toros, que habían llegado a la cumbre antes que
nosotros y eran empujados sin demora hacia el altar de los
sacrificios, serían para muchos la primera carne desde hacía
semanas. También yo tenía hambre y me sorprendí pensan­
do en conseguir apartar discretamente un poco de la carne
del sacrificio para mis hijos. Detrás de mí dos corintios ha­
blaban en voz baja de que los toros habían sido cebados con
las provisiones secretas que había acumulado el palacio y
cuyo escondite pretendía conocer uno de esos hombres, lo
que pareció asustar al otro, que encareció a su compañero
que no se lo dijera a nadie, ni, sobre todo, a ¿1. Para quien
conozca ese secreto sin estar autorizado a ello, será la muer­
te. Ja, dijo el otro con insolencia: antes de que lo atraparan
diría a grandes voces cómo vivían en el palacio en aquellos
tiempos de escasez; el hijo de su hermana era pinche en las
cocinas de la casa real y lo sabía muy bien. Sin embargo,
antes de que pudiera importunar al otro, mortalmente asus­
tado, con más detalles, fue interrumpido por el horrible mu­
gido de los toros, de forma que se nos heló la sangre en las
venas. Todos a la vez habían sido degollados por los sacer­
dotes.
He oído muchos ruidos horribles, pero nunca nada más
horrible que aquel mugido de los animales sacrificados: era
como si gritasen toda nuestra miseria y dolot; y nuestra acu­
sación hacia el cielo. Nuestro cortejo se había detenido con
una sacudida. Cuando se hizo el silencio, se movió apresura­
damente hacia adelante, hacia arriba, hasta que vimos, por
encima de la pared del templo, la imagen de la diosa, Artemisa.
Un espectáculo que estremeció a los corintios, como debía
hacerlo. Una voz se alzó y creció: Grande es Artemisa, la

164
Medea

diosa de los corintios. Yo no me uní a aquella voz, provocan­


do escándalo. Una de las ancianas, que desde hacía ya un
rato se apretaban a mi alrededor en grupo apelotonado, me
increpó sibilantemente, preguntándome si era demasiado
pedir que alabara a su diosa. No, dije yo, pero la mujer no
quiso escucharme, y un brusco movimiento de la multitud
nos separó. Me acometió un malestar, pero no se me ocurrió
la idea de volver sobre mis pasos. Por qué no.
Agameda piensa que es una forma de arrogancia no res­
ponder al odio con el odio, elevándose así por encima de los
sentimientos de las personas ordinarias, que necesitan el odio
tanto como el amor; y tal vez más. Naturalmente, no habla
así conmigo, hace tiempo que nos evitamos, pero no faltan
mujeres que me comunican diligentemente lo que ella pone
en circulación sobre mí. En la fiesta la vi otra vez. Sólo me
lanzó una palabra cuando la fiesta se desquició, cuando se
había transformado en una caldera hirviente de violencia y
ella se encontró de pronto frente a mí en el patio del altar:
Monstruo.
Las palabras aisladas siempre se me han quedado graba­
das. Ahora está ahí, Agameda, posiblemente ante los más
ancianos, diciéndoles esa única palabra que han esperado,
que se sentirán agradecidos de atrapan No puede pasarles
nada mejor que oír a una colquidense decirles exactamente
de mí lo que piensan hace tiempo. Y ni siquiera podría repro­
charle a Agameda su falsedad. Lo que difunde sobre mí lo
siente, no la roza ni un hálito de duda. Se lo dije a Oistros,
que siente una profunda repulsión por Agameda, y se enfu­
reció. No debería ponerme siempre en el lugar de los otros,
me dijo cortante.
Creo que los dos sabíamos que yo estaba en la trampa.
También Lisa lo sabía. Esa mañana me despidió con el ros­
tro colérico y bañado en lágrimas, no pude despedirme de

165
CltRlCTA WOLF

mis hijos. Estoy segura de que se lo ha contado a Arinna.


Arinna, que había desaparecido desde hacia semanas y so­
bre la que corría el rumor de que se había refugiado en las
montañas con un pequeño grupo de mujeres. De pronto es­
taba allí, más delgada, muy morena, con el cabello en desor­
den. Me rogó que me fuera con ella. Quería salvarme. Me
sentí muy tentada de seguirla, en pocos segundos se desarro­
lló ante mis ojos la vida que llevaría entonces, una vida dura
llena de privaciones pero libre, y bajo la protección de Arinna
y de las otras jóvenes. No es posible, Arinna, le dije, y ella:
Por qué no. No podía explicárselo. ¡Vuelve en ti, Medea!, me
dijo Arinna con insistencia. Nunca me había hablado así
nadie. No es posible, dije otra vez. Arinna se encogió de hom­
bros desesperada, se dio la vuelta y se fue.
Ahora estoy cansada, casi no he dormido. Todavía siento
en los huesos la tumultuosa noche de la fiesta. El día había
transcurrido tranquilo, habían llevado a la diosa, con gran
ceremonia, los mejores trozos de los animales sacrificados, y
habían colgado de ella los testículos de los toros, en tres hile­
ras superpuestas. Agameda, vi, fue la única colquidense que
consiguió mezclarse con las muchachas de Corinto que po­
dían lavar los testículos y colgarlos de la imagen de la diosa,
para llevarla luego por la ciudad como promesa de fertilidad
duradera. Mientras fijaban los cuernos de los toros al muro
del templo y encendían hogueras en la montaña del sacrifi­
cio para asar en ellas la carne, el pueblo pasaba el tiempo
con bailes, cantos y juegos de manos. Presbón había prepa­
rado espectáculos como Corinto no había visto nunca, ha­
bía hecho venir a los prados a multitud de participantes dis­
frazados que recordaban a los corintios sus hazañas, caldeó
el ambiente, que se transformó en frenesí cuando, poco an­
tes de caer la oscuridad, dos hombres sin aliento llegaron de
la ciudad, guardianes, como se veía por sus ropas. Trajeron

166
Mfjiea

la noticia de que un grupo de prisioneros, con ayuda 3é ar^


mas introducidas furtivamente, se habían escapado de su
calabozo y, aprovechando que las calles estaban desiertas,
habían forzado y saqueado en la ciudad de los muertos algu­
nas de las tumbas más ricas. Tras un silencio de muerte, bro­
tó un alarido entre los que festejaban, que hacía ya rato aguar­
daban su oportunidad. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. La
muchedumbre buscó víctimas para aplacar su sed de ven­
ganza. Indecisa, se agitó de un lado a otro y pensé con es­
panto que me habían seguido algunas colquidenses, pero no
fue contra ellas contra las que se actuó. Se acordaron de los
prisioneros, que habían buscado refugio en el templo contra
el despotismo de sus señores y que realizaban en él trabajos
humildes: había que poner En a aquello, tenían que pagar las
fechorías de los otros. Yo me apresuré a ir a la puerta del
templo, y supliqué a las angustiadas sacerdotisas, mucha­
chas muy jóvenes, en su mayoría de buenas familias, que no
lo permitieran, que echaran el cerrojo a la puerta y pusieran
una viga para defenderla. Me obedecieron, porque no había
nadie más que les diera órdenes, la muchedumbre golpeó la
puerta, yo me deslicé afuera por la salida disimulada detrás
del altar y traté de hacerme oír, dije que no se debía profanar
el gran día de la diosa, grité a aquellas bocas abiertas, a
aquellos rostros deformados por el odio, pensé que sólo un
miedo que fuera mayor que su furia podía calmar sus ansias
criminales, y entonces un anciano vino hacia mí, desdenta­
do, con el rostro resquebrajado y quemado por el sol, y agitó
los puños hacia mí. Dijo que los antepasados habían sacri­
ficado seres humanos a la diosa, que le habían agradado
mucho, ¿por qué no volver a las antiguas costumbres? La
muchedumbre rugió su aprobación; yo había perdido.
Comenzaron a insultarme, a avanzar hacia mí; que lo ha­
gan, pensé, si tiene que ser, que sea enseguida, que sea aquí.

167
ChiustaWolf

Habían forzado ya la puerta del templo, las sacerdotisas


habían huido, los prisioneros, temerosos, se acurrucaban jun­
to al altar, muchas manos se apoderaron de ellos. Yo había
sido empujada dentro del templo, me oprimían, y de repente
me encontré frente a frente con el que los dirigía, un tipo
brutal, que exultaba de triunfo. ¿Qué dices ahora?, rugió, y
yo dije en voz baja: Tomad sólo uno. Uno sólo, rugió, ¿y por
qué? Le dije que sus antepasados sólo habían sacrificado a
la diosa una persona escogida y que todo lo demás era sacri­
legio, y que el asesinato en el templo se castigaba severa­
mente. Se sorprendieron, vacilaron, comenzaron a consultarse
en susurros, el anciano que había llevado la voz cantante
debía decidir; él se pavoneó y asintió finalmente. Sacaron a
un hombre del grupo de prisioneros, que se debatió salvaje­
mente, gritando y suplicando, y aduciendo su derecho a bus­
car refugio en el templo, era un hombre tosco, alto, con el
cráneo afeitado y una imponente barba rizada, nunca podré
olvidar su rostro, sus ojos inyectados en sangre dirigidos hacia
mí. Lo arrastraron hasta el altar; yo no aparté la vista y vi
cómo el hombre repulsivo lo acuchillaba. Su sangre, sangre
humana, corrió por el canalillo de los sacrificios.
Lo tengo sobre mi conciencia. Había ocurrido algo para
siempre irreparable y yo había hecho intervenir a mis ma­
nos. Había salvado a los otros, pero eso no me servía. Por
qué había huido de la Cólquida. Me había parecido insopor­
table tener que elegir entre dos males. Pobre loca. Ahora
sólo había podido elegir entre dos crímenes.
No sé cómo llegué al patio del templo, cómo llegué a la
estatua de Artemisa. Lo que vi primero fueron los testícu­
los de los toros sacrificados, que habían colgado de la dio­
sa como si los pechos se le hubieran multiplicado por todo
el cuerpo. Una decoración repugnante. Aquellos testículos
apestaban. Escupí sobre ellos. Que me degollaran también

168
Medea

aquellos refinados corintios, era el momento adecuado, es­


taba dispuesta. Pero todavía no los conocía. Ahora me evi­
taban como a una leprosa. Una mano invisible había traza­
do un círculo a mi alrededor que ninguno de ellos traspasaba.
No sé cuánto tiempo estuve allí, al pie de la imagen de
Artemisa: ellos en la embriaguez de la sangre y yo mortal­
mente serena. Yo daba miedo, me dijo más tarde Lisa, que
me había seguido y se había mantenido discretamente en mi
proximidad. Cayó la oscuridad, la carne asada de los toros
fue cortada de los espetones y troceada, se pelearon para
conseguirla, se la quitaban a los niños de las manos y devo­
raban cruda la que todavía sangraba. Tan cerca está el inte­
rior ávido de sangre de una capa exterior domesticada. Me
estremecí. Estoy en sus manos.
Me sentía acechada por cientos de ojos desde la
semioscuridad trémula, me retiré del círculo de las hogueras
y no me lo impidieron. Tropecé con arbustos, vomité, volví a
tropezar, bajando por la pendiente, atravesé un huerto de
olivos, finalmente no vi ya sus hogueras, no oí sus gritos. La
luna llena fue mi acompañante. En una depresión del terreno
caí al suelo, tal vez dormí, tal vez estuve inconsciente. Cuan­
do me desperté, un monstruo oscuro luchaba con la luna en
el cielo de la noche, exactamente encima de mí; le había arran­
cado ya ávidamente un buen bocado y seguía atacándola. El
horror no acababa.
Nuestra diosa de la luna fue borrada del cielo aquella
noche en que había sido más redonda, más consoladora, más
poderosa. Un espanto desconocido nos penetró a los
colquidenses hasta las entrañas, haciéndonos temer el fin del
mundo, un espanto más profundo que el que sintieron los
corintios, que en aquel aterrador espectáculo celeste no po­
dían ver más que un castigo de los dioses que no habían
merecido ellos, sino todos aquellos que habían introducido

169
CiiristaWolt

en su ciudad los dioses extranjeros, provocando así el enojo


de los propios. Y para no tener que aguardar temblando la
monstruosidad que tenía que seguir a la aniquilación de la
luna, los jóvenes se lanzaron fuera del perímetro del templo
para buscar y castigar a los culpables de aquella inmensa
cólera de los dioses.
Nunca podré preguntar a Acamante por qué guardó tan
estrictamente el secreto del inminente eclipse de luna, por
qué prohibió bajo pena de muerte a sus astrónomos, que lo
sabían, anunciar a sus compatriotas lo que les aguardaba.
¿Quiso desencadenar lo que ocurrió? ¿Puede ser un hombre
tan malvado?
Leucón, que había hecho sus propios cálculos, no guardó
silencio, corrió a casa de Oistros, donde suponía que estaría
también yo, quería informarnos, discutir con nosotros qué se
podía hacer. Encontró a un Oistros que luchaba por la vida
de Aretusa, aquejada por la peste. Supo lo que también a mí
me habían ocultado: el anciano, el cretense, fue el primero
en enfermar, y Aretusa había insistido en cuidarlo hasta que
murió; lo enterraron en el patio interior, sin entregarlo a los
grupos que buscaban cadáveres rastrillando la ciudad.
Leucón, me dijo Oistros, se había precipitado llorando sobre
Aretusa, la había acariciado, besado, suplicado que viviera
por él, ella todavía pudo sonreír; y se lo prometió en un susu­
rro; él lo tomó como una promesa de amor, ella perdió el
conocimiento, él permaneció con ella. También ahora está
con ella. Oistros, aquella noche en que la luna se oscureció,
salió a buscarme. Me encontró hacia el amanecer. Demasia­
do tarde.
Queda poco tiempo.
Cómo pasó. Me levanté después de aquel sueño breve,
tuve conciencia del ruido que sin duda me había despertado
y hacia el que ahora, observando temerosa la desaparición

170
Mkdka

de la luna, me dirigí. Un ruido conocido, una música, un rit­


mo que me entraba en la sangre y que me llevó hasta el
grupo de mujeres colquidenses que, en la cara de la montaña
apartada de la ciudad, celebraban en un lugar de difícil ac­
ceso nuestra fiesta de la primavera, la fiesta de Démeter, que
comienza con la carrera sobre los carbones encendidos. Las
observé desde un margen de la maleza espinosa que rodea­
ba el lugar de la fiesta. Se tomaban de la mano y corrían
deprisa, lanzando gritos y riéndose, sobre el lecho de brasas
ardientes. Vi a Lisa, a Arinna. El corazón comenzó a
palpitarme locamente, yo tenía que estar con ellas. Corrí
hacia las mujeres, que no me prestaron mucha atención, me
saludaron como si me hubieran estado esperando, yo exten­
dí las manos, dos mujeres me pusieron entre ellas, me con­
centré como tantas veces había ensayado en casa y grité:
¡Vamos! Corrimos juntas sobre el lecho de brasas, otra vez
sentí la felicidad de ser invulnerable, grité de alegría como
ellas. ¡Otra vez!, exclamé, otras dos mujeres me cogieron de
la mano, corrimos, y luego otra vez, y otra vez más; las plan­
tas de mis pies siguieron inmaculadamente blancas. En ese
mismo instante el cielo nos dio un signo: el delgado borde de
la luna volvió a aparecer como una hoz de plata que se en­
sanchaba rápidamente. Lanzamos gritos de alegría. Así que
no estábamos perdidas. Cogí el laurel que me dieron para
masticar y que nos produjo tal embriaguez que vimos a
Démeter desplazarse exultante por la noche, y nosotras
exultamos con ella y comenzamos nuestro baile, que se fue
haciendo cada vez más salvaje, el baile del laberinto. Por fin
éramos totalmente nosotras mismas, por fin era totalmente
yo misma. No faltaba mucho para el amanecer.
Entonces oímos el hacha.
Oistros dice que nos habría encontrado si no hubiera
oído también el hacha y lo hubiera seguido, con lo que el

171
Cl IRKTA WOLT

presentimiento de desgracia que lo había acompañado todo


el tiempo al subir desde Corinto se hizo en él cada vez más
fuerte. Así me ocurrió también. De golpe, la embriaguez y la
alegría desaparecieron. No quería creer lo que oía. Alguien
estaba cortando un árbol de nuestro bosquecillo sagrado. La
muerte aguardaba a aquel infeliz. No encontré otro recurso
que volver a entonar en voz alta el canto que habíamos inte­
rrumpido, para dominar los golpes del hacha. Las mujeres
me sisearon, me cerraron la boca, vi sus rostros alterados,
me odiaban, las odiaba yo. Se lanzaron en montón por el
bosquecillo, arrastrándome consigo, y pasaron junto a
Oistros, que retrocedió y al que no vieron: él me agarró, me
sujetó firmemente, yo me liberé, no vi nada pero oí. Oí el
griterío de las mujeres, de mis colquidenses, oí el grito ani­
mal de un hombre cuya voz conocía. Turón, era Turón. Yo
sabía lo que había ocurrido. Le habían cortado el sexo. Lo
ensartaron y lo llevaron en alto, todas fuera de sí y sin dejar
de gritan moviéndose hacia la ciudad.
Ahora reina un silencio sepulcral en el barrio de los
colquidenses. El castigo se produjo aquella misma mañana.
Todos aquellos a los que los soldados del rey pudieron atra­
par fueron mucrtós. Un consuelo fue que algunas mujeres y
muchachas pudieron huir con Arinna a las montañas.
Pero qué digo. Consuelo. Lo mismo que muchas otras
palabras, ésa se ha borrado de mí. Me aguarda el mutismo.
Turón, el Turón que otra vez se salvó, pronunció mi nombre.
Así tenía que ocurrir. Fue mi rostro lo primero que vio al
volver en sí. A pesar de las súplicas de Oistros para que me
fuera con él, él me escondería, debía dejar allí a aquel hom­
bre al que, de todas formas, no se podía ayudar ya; a pesar
de su orden furiosa, me acerqué al inconsciente Turón. Ya­
cía junto al árbol de nuestro bosquecillo sagrado, un pino,
que había derribado para castigar a los colquidenses por

172
Medea

haber atraído sobre Corinto la desgracia de la peste y ahora


además, según dijo, el eclipse de luna. Por cierto, no morirá.
En la bolsa que llevo siempre conmigo tenía extractos de
plantas hemostáticos, que favorecen la cicatrización. Hice
que Oistros fabricara con dos troncos pequeños y algunas
ramas una especie de camilla y que, conmigo, lo llevara aba­
jo, a la ciudad. El gris del amanecer daba paso al arrebol de
la aurora, entrábamos en una fortaleza sitiada. Centinelas
en todas las esquinas, tropas armadas que recorrían la ciu­
dad en dirección a los barrios exteriores. Un joven oficial se
dejó convencer para que dos soldados llevaran la camilla
hasta el palacio. A nosotros, curiosamente, nos dejó ir sin
molestamos. Nos separamos en la plaza del mercado. No
nos abrazamos. Oistros me puso las manos pesadamente en
los hombros, sin pedirme otra vez que me fuera con él. Ha­
bía comprendido que yo tenía que ir con los niños. No sé
nada de Aretusa.
Nuestra choza había sido perdonada por la expedición
de castigo, y supe que Jasón había tenido que ver con ello.
Lisa no estaba entre las mujeres gimoteantes que habían
quedado; había corrido a casa, con los niños. No lo olvidaré
jamás. Ella seguía muda.
Muda como yo cuando vinieron a detenerme. Dijeron que
había dirigido a las mujeres que habían usado la violencia
contra Turón. No respondí. Todo se desarrollaba de acuer­
do con un plan sobre el que yo no podía influir ya. Vinieron a
buscarme temprano esta mañana. Para el juicio, me dijeron,
y me trajeron a esta habitación minúscula y tenebrosa.
Siguen deliberando. Oigo pasos que vienen por el corre­
dor. Pasos de hombre, cansados y arrastrados. Se acercan,
un anciano pasa lentamente por delante de mi puerta, ve a
los guardias, luego me ve a mí, se detiene, se apoya en el
marco de la puerta, me mira fijamente. Leucón. Un espectro

173
CiuustaWoij

que en otro tiempo fue Leucón. Guardamos largo rato silen­


cio, hasta que puedo susurrarle: ¿Aretusa? Él asiente, se sepa­
ra del marco de la puerta y continúa hacia la sala del juicio.
Entonces pasa sin duda el tiempo. Ahora abren las gran­
des puertas de la sala. Ahora informan al mensajero que ha
aguardado fuera su entrada en escena. Ahora él se mueve,
se acerca. Ahora me acomete la nostalgia de todos los días
que me arrebatarán. De todas las salidas del sol. De las co­
midas con los niños, los abrazos de Oistros, las canciones
que canta Lisa. De todas las alegrías sencillas que son las
únicas duraderas. Ahora lo he dejado todo atrás.
El mensajero esta ahí.
9

Jasón: Si hubiera otro nacimiento, sin mujer


alguna, ¡qué feliz sería la vida!

Eurípides: Medea
Jasón

No he querido nada de lo que ha ocurrido. Pero qué hu­


biera podido hacer yo. Ella misma se precipitó a su ruina.
Furiosa. Quiso darme una lección. Se empeñó en aniquilar­
me. Aunque la hicieran pedazos: siempre quedarían sus ojos.
No dejan de mirarme Ajámente.
Desde el primer momento, cuando, conducida por el men­
sajero, entró en la sala, no hizo más que buscarme, me en­
contró y me obligó a levantarme, sólo con la mirada. Como
si se me fuera a anunciar también la sentencia. No miró al
portavoz del rey, sólo a mí. Una insolencia llevada al extre­
mo, pero al fin y al cabo, ¿qué podía perder ella?
No hubiera cambiado nada si yo hubiera fanfarroneado
en el consejo y la hubiera defendido. Y además, cómo. Para
llegar a qué. ¿Que ella no participó en la ignominia del po­
bre Turón y sí, en cambio, en su salvación? Nadie me lo hu­
biera creído. Y me habrían expulsado de la sala. De todas
formas, observaban mi comportamiento.
Dioses. Esas colquidenses dementes. Cortar el sexo a ese
hombre. Todos nosotros, hombres de Corinto, hemos com­
partido su dolor. Sin duda alguna, en las noches transcurri­
das hasta el castigo de las colquidenses y la condena de
Medea, no se engendró ningún hijo, ningún hombre fue ca­
paz de engendrar. Maltrataban a sus mujeres, algunos, al
parecer, las golpearon, y las corintias se ocultaban en sus

177
CunstaWolf

hogares o iban por las calles con la cabeza baja; como si


ellas, cada una de ellas, hubiera ultrajado al pobre Turón,
acariciaban a sus hombres y se alegraban a voces del severo
castigo de los culpables, pidiendo para Medea la máxima
pena, sobre todo, como siempre, las que le debían algo. Y si
esta ¿poca mala terminase y todos recuperásemos la calma,
los hombres de Corinto volverían a estar arriba y las muje­
res serían más sumisas, se acabó la canción.
Debería estar satisfecho, pero no lo estoy. Nada me ale­
gra ya. Ella me lo predijo. No triunfante, no, sino más bien
triste, o compasiva, lo que fue una desvergüenza. Ella mis­
ma había hecho todo lo posible para que nadie la compade­
ciera. Eso me dijeron en el consejo cuando traté de pedir
clemencia para Medea, sin dejar de subrayar la gravedad
de sus delitos, porque de otro modo me hubieran despedaza­
do. Acamante me echó en cara mi relación con ella, mos­
trándose comprensivo, de hombre a hombre, y yo me quedé
allí como un buey, sin parpadear; cuando él, Acamante, dio a
entender que las cualidades de ella eran, sin duda, su habili­
dad como mujer; y quién podía censurarme que me hubiera
aprovechado. Sin embargo, naturalmente, yo no podía ser
imparcial. Me hubiera gustado abofetearlo. En lugar de ello,
me senté y apenas levanté la vista, ni mucho menos volví a
tomar la palabra. Todo estaba ya convenido. Se habían re­
partido los papeles. La sentencia había sido dictada. No sé
para qué necesitaban todavía aquel teatro. Fingían tomárse­
lo en serio.
Por qué fui otra vez a verla. Por qué no me lo evité. Ella
estaba haciendo su hatillo. Apenas me miró. Ay, Jasón, dijo.
Todavía tendré que hacer que te sientas bien. Y, sin embar­
go, yo sólo quería explicarle cómo se había desarrollado todo
y que alguien como yo no podía hacer nada. Soltó la carca­
jada. Alguien como tú, a quien pronto se dará por esposa a

178
Medea

la hija del rey. Pero te voy a decir una cosa: no le hagas eso
a Glauce. Ella te ama, y es sensible, muy sensible. Sin embar­
go, no es una reina, y tú, mi querido Jasón, no eres un rey
para Corinto, y eso es lo mejor que puedo decir aún de ti. No
te dará ninguna alegría. En general, no tendrás ya muchas
alegrías. Las cosas son de tal modo que no sólo los que pade­
cen la injusticia sino también los que la causan son incapa­
ces de encontrar placer en la vida. Me pregunto incluso si el
deseo de destruir otras vidas no proviene de la falta de deseo
y de alegría en la vida propia.
Así habló, enfureciéndose cada vez más. Uno desafía las
prohibiciones, y tiene que dejarse poner al mismo nivel que
los siniestros personajes que rodean a Acamante, que ese
Presbón de fatuidad desenfrenada, citado como testigo en el
consejo y que no podía dejar de darse importancia. Hacía
tiempo que no lo había visto y me repelieron los rasgos sin
personalidad de su rostro. Estaba dispuesto a declarar cual­
quier cosa contra Medea. Los miembros del consejo, con un
placer despreciable, pudieron escuchar a uno de sus compa­
triotas injuriar a la acusada con expresiones soeces. Ese len­
guaje es insólito en el palacio, y ese necio creía poder permi­
tírselo todo; lo dejaron pavonearse a placer y sólo cuando
pretendió indignarse por el hecho de que Medea impidiera a
los corintios matar a todos los prisioneros en el templo,
Acamante le cortó la palabra: ¡Basta!, y Presbón cerró la
necia bocaza. Había hecho lo que se esperaba de él. Su tiem­
po se acerca a su fin, pero él no lo sabe aún. Yo, sin embargo,
he aprendido cerca del rey a interpretar los signos.
No ocurre lo mismo con Agameda. Es más inteligente
que Presbón. La casa real no hubiera podido desear una
acusadora más convincente contra Medea, precisamente
porque Agameda se guardó de dejar escapar una sola pala­
bra de sospecha o incluso de acusación contra su enemiga

179
CHiusrAWoLF

mortal. Sin querer, tuve que admirarla. Consiguió ocultar


que odia a Medea y que ella será su rival mientras viva den­
tro de los muros de esta ciudad. Lo comprendí: no hay sitio
suficiente en la ciudad para esas dos mujeres. Agameda se
hubiera pronunciado por la lapidación de Medea si no exis­
tiera el recurso del destierro, que no pocas veces equivale a
una sentencia de muerte; vi el deseo asesino en sus ojos, mien­
tras, exteriormente dueña de sí misma, trazaba un cuadro de
la vida y milagros de Medea en Corinto bastante parecido a
la Medea que conocemos, aunque interpretando toda ac­
ción u omisión de tal forma que, al final, tuvimos delante a
alguien que, desde hacía tiempo, preparaba, con arreglo a
un plan, el hundimiento de la casa real de Corinto. Una vez
tuve que reírme, cuando calificó los cuidados de Medea a
Glauce como un medio especialmente pérfido de alcanzar su
objetivo. Las miradas de los demás me mostraron lo inopor­
tuna que había sido mi risa. Glauce, a mi lado, no hizo gesto
alguno. Y la risa se me fue cuando Agameda afirmó que
Medea me había utilizado también para introducirse en la
intimidad de la familia real, haciéndome creer que era mi
mujer y yo su marido, cuando hacía tiempo que ella satisfa­
cía sus necesidades de otro modo. Me quedé con el rabo
entre las piernas y tuve que escuchar el nombre del amante
de Medea, porque Agameda tenía contestación para todas
las preguntas y para cada afirmación tenía dispuestos los
nombres oportunos y la descripción de las circunstancias
exactas. Es una mujer monstruosa y, al mismo tiempo que
mi repulsión, aumentó mi admiración hacia ella. De manera
que Oistros. Un tallista de piedra. Dioses.
A casi cada uno de los miembros del consejo dirigió
Agameda despreocupadamente alguna observación, como
al azar y de pasada: un nombre, una sospecha en relación
con Medea, que él tuviera que rumiar y le impidiera decir o

180
Medea

incluso pensar nada en favor de ella, lo mismo que a mí.


Cuando finalmente la hicieron entran yo sentía sólo cólera.
Delante de todos, era ahora el marido engañado y no ella la
mujer abandonada, como hubiera sido lo adecuado. Le esta­
ba bien empleado a aquella puta.
Destierro.
Sí. No era demasiado. ¿Había palidecido? No la miré. ¿Y
los niños?
Entonces ella se agitó, volvió a buscar mis ojos, pero no
los encontró.
Sin los niños, dijo Creonte.
Fue la única vez que habló. Los hijos de Jasón serían edu­
cados en Corinto de la forma que les correspondía. En el
palacio.
Entonces la vi vacilar; pero, antes de que los guardianes
pudieran sujetarla, se repuso.
Para sorpresa de todos, Agameda y Glauce intercedieron
para que pudiera llevarse a los niños. Para ello tenían moti­
vos diferentes. Aunque, pensándolo bien, tenían uno en co­
mún: no querían que los hijos de Medea pudieran entrar un
día en consideración como pretendientes al trono de Corinto. .
Quién puede decir si haré un hijo a esta pobre Glauce cuan­
do se convierta en mi mujer. No es precisamente un deseo
desbordante lo que me invade cuando noto sus huesos a tra­
vés de sus negros vestidos informes. Vi la mirada despectiva
de Agameda desplazarse de mí a Glauce, y vi que Glauce
veía esa mirada y la entendía exactamente igual que yo, y
entonces la oí hablar, sin duda en voz baja, pero el hecho de
que hablase siquiera en aquella asamblea de hombres era
insólito.
Los hijos debían acompañar a su madre, dijo. No había
por qué ser innecesariamente cruel. Lo pensaba realmente,
estoy seguro, aunque tras aquella opinión estuviera también

181
CiiiustaWolf

la incertidumbre de ser ella misma capaz de dar un heredero


a Corinto, y sólo esa incertidumbre le daba valor para ha­
blar en contra de la crueldad. Comencé a sospechar que aque­
lla Glauce quizá no sería para mí una mujer tan cómoda
como había esperado; en cualquier caso, me distraje y no
repare en la frase con que Acamante, en tono indulgente,
rechazó la pretensión de las dos mujeres, lo mismo que se
rehúsa a los niños, por su bien, algo que han pedido de una
forma poco razonable. Entonces se produjo un pequeño inci­
dente, que pocos observaron: Leucón, que había llegado tar­
de y parecía muy afectado, se levantó de su asiento cerca de
la puerta y se fue. Era increíble que se lo permitiera, despre­
ciando al rey y todas las normas. Al parecer, nadie quiso
notarlo.
Se llevaron a Medea. El rey y su séquito dejaron la sala.
Nucas rígidas, rostros herméticos. Los seguí con Glauce.
Ella lloraba. Cuando atravesamos el patio del palacio y
llegamos a la fuente, comenzó a estremecerse, levantó al
aire los brazos y se derrumbó a mi lado, con espuma en la
boca. Agameda estuvo inmediatamente con ella, como si
hubiera esperado el ataque. A mí me explotaba la cabeza.
Qué es lo que me aguarda.
Atravesé la ciudad, la gente me evitaba, de pronto estuve
ante la casita adosada a la muralla. Lisa quiso impedirme la
entrada. Medea dijo: Déjalo. Me preguntó: Qué quieres aún.
Su tono me encolerizó. Quería que ella comprendiera que no
tenía razón. Quería que reconociese que yo no podía ayu­
darla. Ató su hatillo. Se anudó un paño a la cabeza. Dijo: Lo
siento por ti, Jasón.
Fue demasiado. No iba a tolerar aquello. También podía
actuar de otro modo. Dar rienda suelta a mi cólera. Aga­
rrarla y arrinconarla contra la pared. No se insulta a Jasón
impunemente. Que ella sienta que Jasón puede dejar que

182
Medra

crezca en él una hermosa cólera viril por las astucias de las


mujeres, que puede volverse muy fuerte cuando siente ceder
bajo él la carne blanda en que ha plantado sus garras, cuan­
do ve por fin en los ojos de la mujer algo parecido al asom­
bro, antes de que ella cierre los ojos y aparte la cabeza y deje
que se produzca lo inevitable. Sí. He comprendido. Así debe
ser. Debemos tomar a las mujeres. Debemos romper su re­
sistencia. Sólo así desenterramos lo que la Naturaleza nos
ha dado; ese deseo que todo lo inunda.
Ni una mirada, ni una palabra más. Me fui. No la he
vuelto a ven
10

En cierto modo, el planeta se parece al Argo:


sin meta, con una tarea secundaria y expuesto
a las interminables aventuras del tiempo.

Dietmar Kamper
Leucón

Ahí surgen otra vez mis constelaciones de estrellas. Cómo


detesto sus monótonas repeticiones. Cómo me resulta todo
repulsivo. No puedo decírselo a nadie, pero tampoco hay ya
nadie que quiera escucharlo. Estar ahí solo, bebiendo vino y
observando el curso de los astros. Y tener que ver una y otra
vez esas imágenes, lo quiera o no, tener que oír las voces que
me atormentan. No sabía lo que aguanta un ser humano.
Ahora estoy aquí y tengo que decirme que en esa capacidad
para soportar lo insoportable y seguir viviendo, para seguir
haciendo lo que se está acostumbrado a hacer, se basa la
supervivencia de la especie humana. Cuando antes decía eso,
eran las palabras de un espectador, porque se es espectador
mientras no se tiene alguien tan próximo que su desgracia
nos desgarra el corazón.
A la estrella más clara del cielo, todavía sin nombre, la he
llamado Aretusa, y cada vez siento el mismo dolor cuando
se hunde en el cielo occidental, como ahora. Entre todos esos
mundos lejanos estoy solo en mi mundo, que me gusta me­
nos cuanto más lo conozco. Y que comprendo, no lo puedo
negar Por mucho que me ponga a prueba. Por poco que quiera
reconocer el resultado de esas pruebas, no encuentro ni una
sola fechoría de los últimos tiempos de la que haya sido testi­
go en la que no haya comprendido a ambas partes. No
digo disculpado, eso no, pero sí comprendido. Los seres

187
CiiiustaWolf

humanos con su obcecación. Esa obsesión por comprender;


de la que no puedo desprenderme y que me separa de los
otros me parece una tara. Medea sabía por qué.
Cómo podría olvidar la última mirada que me lanzó cuan­
do, entre dos guardias que la sujetaban por el brazo, fue
expulsada de la ciudad por la puerta del sur, después de ha­
ber sido llevada, como suele hacerse con un chivo expiato­
rio, por las calles de mi ciudad de Corinto, bordeadas por
una multitud que espumeaba de odio, aullaba, escupía y agi­
taba los puños. Y yo, quién me lo creería, sentía algo así
como envidia de esa mujer que, ensuciada, mancillada y ago­
tada, era expulsada de la ciudad con un empujón de los guar­
dias y una maldición del sumo sacerdote. Envidia porque
ella, víctima inocente, estaba libre de desgarramiento inte­
rior. Porque la fractura no la atravesaba sino que se abría
entre ella y los que la habían calumniado y condenado, los
que la arrastraban por la ciudad, la insultaban y escupían.
De forma que, desde la porquería a la que la habían empuja­
do, pudo enderezarse, alzar los brazos hacia Corinto y, con
la última voz que le quedaba, anunciar la ruina de la ciudad.
Nosotros, que estábamos en la puerta, escuchamos la ame­
naza y volvimos en silencio a la ciudad, en la que reinaba un
silencio de muerte y que me pareció vacía sin aquella mujer.
Sin embargo, al mismo tiempo que la carga que para mí su­
ponía el destino de Medea, sentía compasión por aquellos
corintios, aquellos pobres descarriados que no habían en­
contrado otra forma de deshacerse de su miedo a la peste y
a los amenazadores fenómenos celestes, y del hambre y los
abusos del palacio, que arrojarlos sobre aquella mujer. Todo
es tan transparente, todo tan evidente que es para volverse
loco.
La peste retrocede, ya se ha retirado de los barrios más ri­
cos; desde mi torre veo moverse a lo sumo una o dos carretas

188
MtDEA

de cadáveres, antes de que la noche caiga, en dirección a la


ciudad de los muertos. Todo el mundo puede ver ahora que
interpretamos bien la voluntad de los dioses cuando expul­
samos a la hechicera de la ciudad. «Interpretamos», digo, y
apenas me sobresalto. Los corintios. Los justos. Yo tampoco
hice nada para salvarla. Soy corintio. Es mejor reconocerlo,
mejor apurar el pesar y la vergüenza que, noche tras noche,
me hacen venir a esta torre. Para pensar algo que puede
hacerme perder la razón: si Aretusa viviera, no querría sa­
ber ya nada de mí. También con esa verdad tendré que vivir,
lo sé. Y, por mucho que me sitúe al borde de esta terraza y
mire hacia abajo, no me precipitaré desde ella. Siempre he
cuidado la integridad de mi cuerpo. Así estamos hechos, debe
de tener un sentido. Y a veces me pregunto qué da a esa
persona, qué da a esa mujer el derecho a ponemos ante deci­
siones que no podemos tomar pero que nos desgarran y nos
dejan atrás como derrotados, como fracasados, como cul­
pables.
Por qué no puedo ser como Oistros. Oistros trabaja como
un obseso en su cueva, en la que se ha atrincherado y no deja
entrar a nadie. Se descuida, no se lava, se deja crecer la bar­
ba y el rojo cabello, apenas come, bebe del agua del gran
cántaro que había en casa de Aretusa y golpea un gran blo­
que de piedra sin desbastar, con tal furia que me da miedo.
No dice nada, me mira fijamente con sus ojos irritados por el
polvo de la piedra y el insomnio, y no sé siquiera si me reco­
noce. Ha cambiado hasta ser irreconocible. Si saliera a Ja
calle, los chiquillos huirían de ¿1 gritando. No sé qué es lo
que quiere sacar de su piedra, la última vez creí reconocer
esbozos de figuras violentamente entrelazadas, miembros en
una especie de lucha desesperada de todos contra todos, o
en una lucha a muerte. No se le puede preguntar. Se mata
trabajando. Es lo que quiere.

189
CiiristaWolf

Oistros ha perdido toda mesura, lo mismo que la perdió


Medea. Al final ella se volvió desmesurada, como la necesi­
taban los corintios, una furia. Cómo irrumpió en el templo
de Hera, con los muchachos pálidos y asustados de la mano,
apartó de un empujón a la sacerdotisa que le cerraba el paso;
cómo llevó a los niños al altar y gritó a la diosa lo que más
parecía una amenaza que una oración: que protegiese a aque­
llos niños, porque ella, su madre, no podía hacerlo ya. Cómo
las sacerdotisas se obligaron a acoger a los niños, prome­
tiéndolo por miedo y compasión. Cómo luego habló con los
niños, trató de quitarles el miedo, los abrazó y, sin volverse,
salió del templo para entregarse inmediatamente a los guar­
dias que la esperaban. Cómo durante todo el tiempo en que
la llevaron por la ciudad como un chivo expiatorio entonó
un canto horrible que incitaba a las personas que bordeaban
las calles a tratar de sofocarlo. Debía de tener la intención
de que la mataran, pero los guardias tenían orden de sacarla
viva de la ciudad.
Más tarde, cuando el horror había pasado, enviaron des­
tacamentos para encontrar a Medea, buscaron a Lisa, que
había desaparecido también, y los tribunales penales inte­
rrogaron bajo tortura a los escasos colquidenses supervivien­
tes, para averiguar dónde se escondían las dos. Era y sigue
siendo como si se las hubiera tragado la tierra, aunque, más
allá de los muros de la ciudad, hay que caminar días enteros
para encontrar algún cobijo. Ahora se busca a los cómplices
de ambas, que posiblemente las ayudaron a huir a caballo,
sólo para hacer algo y para no tener que confesar que son
impotentes y no pueden vengar la muerte de la hija del rey.
Y porque se quiere sofocar en su origen la leyenda surgida
en el supersticioso pueblo: que la diosa misma, Artemisa, las
arrancó a la tierra en su carro de serpientes, llevándolas a
un país seguro.

190
Medía

La pobre Glauce. Fue el día de la expulsión de Medca. Yo


estaba como aturdido en un corredor del palacio. No atendí
al griterío de las mujeres que subía del patio, no sentía más
que desprecio por todo lo que tenía que ver con aquella casa
real. Sólo presté atención cuando vi a Mérope, la anciana
reina, atravesar el patio del palacio apoyada en sus sirvien*
tas y dirigirse al pozo, alrededor del cual se había reunido el
grupo de mujeres que gritaban. Entonces vi que el grupo se
dividía y vi a tres criados sacar con la soga una extraña
carga de la fuente, toda de blanco, Glauce.
Depositaron la figura inanimada ante los pies de la reina,
y yo la vi arrodillarse y poner en su regazo la cabeza de su
hija. Se quedó largo tiempo así y poco a poco se extendió un
silencio como no había conocido allí hasta entonces. Me
pareció como si aquel silencio encerrase algo así como duelo
y justicia para todas las víctimas que los hombres obcecados
habían dejado tras sí en su extravío. En medio de aquel silen­
cio vi a Jasón atravesar el patio tambaleándose, como si
hubiera recibido un golpe en la cabeza. Nadie se volvió para
mirarlo. Al parecer, ahora permanece echado día y noche
bajo el casco semipodrido de su nave, varada sobre maderos
en la orilla, y Telamón, su viejo compañero, le suministra
bien o mal comida y bebida. A veces, a altas horas de la
noche, pienso que tampoco él puede dormir, que también sus
ojos escrutan el cielo y que su mirada y la mía podrían en­
contrarse en la constelación de Orion, que este mes reina en
el cénit. Contra Jasón no puede sentir rencor. Era demasiado
débil para un adversario como Acamante.
Éste es quien domina ahora la situación. Fue él quien dio
la versión oficial de la muerte de Glauce, a la que todo el
mundo tiene que atenerse so pena de muerte: Medea envió a
Glauce un vestido envenenado, un horrible regalo de despe­
dida, que cuando ella, la pobre Glauce, se puso le quemó la

191
Cl INSTA WOLF

piel, de forma que, loca de dolor y buscando alivio, se preci­


pitó en el pozo.
Ahora el palacio es un lugar de cien oídos y cien bocas, y
cada una susurra algo distinto. La boca de la sirvienta de la
pobre Glauce, encerrada en un profundo calabozo y estre­
chamente vigilada, susurra: ese vestido blanco que Medea
llevó en la fiesta de Artemisa, se lo regaló a Glauce poco
antes del juicio, diciéndole que sería su vestido de bodas y
que le deseaba que fuera feliz, y Glauce, llorando, le dio las
gracias por el regalo. Sin embargo, luego, cuando Glauce
salió de la sala del tribunal después de haberse anunciado la
sentencia sobre Medea y cuando se acercaba cada vez más
la expulsión, Glauce se había puesto visiblemente cada vez
más inquieta. Al parece:; había vagado por el palacio y hubo
que buscarla y traerla varias veces de los rincones más apar­
tados, en los que se había acurrucado. No quería ver a Jasón
de ningún modo, y ante Creonte retrocedía dando signos de
espanto. Sólo hablaba sola, de una forma apresurada e in­
comprensible. Estaba muy agitada y no se podía saber lo
que aún era capaz de percibir. Se negaba a comer, como si le
asqueara. Nadie le había contado lo que ocurría fuera del
palacio, estaba severamente prohibido, pero ella lo había pre­
sentido, y el día en que Medea fue expulsada se había puesto
a ir de un lado a otro por su habitación, retorciéndose las
manos y llorando, y finalmente había hecho que le trajeran el
vestido de bodas y se lo había puesto, a pesar de las protestas
de la sirvienta. Entonces se calmó de pronto, como si supiera
lo que tenía que hacer y, con palabras sensatas, había dicho a
su sirvienta que quería tomar un poco el aire en el patio del
palacio, lo que sólo pudo alegrar a todos los encargados de
vigilarla. De forma que salió al patio, seguida de la sirvienta y
de algunos guardias, a los que guió astutamente, en círculos
cada vez más estrechos, hasta las proximidades del pozo.

192
Medea

Dos pasos rápidos y se encontró en el borde. Luego otro más


en el vacío, hacia lo hondo. Al parecer; no profirió voz alguna.
Desde entonces nadie ha visto al rey, se dice que está en
lo más apartado de sus aposentos y que sólo permite entrar
a Acamante. Es hombre muerto. A sus espaldas comienzan
las luchas por su sucesión. Eso me deja frío. Tampoco siento
curiosidad por saber qué hará todavía Acamante para afir­
mar su influencia. Naturalmente, tendrá que tratar de bo­
rrar el recuerdo. Ha hecho alejar de la ciudad a Presbón y a
Agameda, sus cómplices. Ha ordenado tapiar la entrada de
la cueva de la tumba de Ifúioe, con cuya muerte comenzó
todo. Mérope, la anciana reina, está confinada en sus habi­
taciones. Todo el que ha sido testigo de los actos de Acamante
tiene que temer por su vida. Yo también. Me lo hizo com­
prender el día en que la pobre Glauce encontró la muerte.
Nos encontramos cara a cara junto a su féretro. Algo que
vio en mi mirada lo hizo estremecen Ese estremecimiento es
lo que me protege, pero también la indiferencia que siento
por mi destino. Lo que me protege es que veo hasta el fondo
de las personas, también de él, y precisamente por eso, por
extraño que pueda parecer, no soy peligroso. Como no creo
que ni yo ni nadie pueda cambiarlas, no intervengo en el
mecanismo mortífero que ellas mantienen en movimiento.
No, estoy aquí sentado bebiendo el vino que bebía con Medea,
y derramo unas gotas de cada copa en recuerdo de los muer­
tos. Me basta con observar los astros en sus previsibles tra­
yectorias y aguardar a que la opresión del dolor vaya ce­
diendo poco a poco. Entonces llega la mañana, la ciudad se
despierta siempre con los mismos movimientos, con los mis­
mos ruidos, y así será, ocurra lo que ocurra. Los hombres, en
sus estrechas viviendas, volverán a su vida cotidiana, algu­
nos habrán engendrado un hijo durante la noche, así debe
ser; para eso están ahí.

193
Chiucta Wolf

Sin embargo, ahí hay algo distinto de lo habitual. Una


multitud se aproxima desde el barrio de los templos. Me acer­
co a la balaustrada. Se congrega en la plaza, es una multitud
de talante victorioso. Qué estarán celebrando. Un murmullo
se eleva de ella, como el de un enjambre de abejas que se
dispone a atacar. Se me humedecen las manos, algo me em­
puja a descender y mezclarme entre esas personas. Todavía
están agitadas, no pueden separarse, se jactan de lo que han
hecho. La muchedumbre se mueve en oleadas, yo corro de
un grupo a otro, quiero oír de qué hablan, pero no me atrevo
a escucharlos. Tenía que ser así, oigo afirmar una y otra vez.
Desde hace tiempo les resultaba evidente que no podían so­
portarlo más. Y como nadie quería hacerlo, han tenido que
hacerlo ellos.
A través del velo que me cubre los ojos, veo acercarse al
nuevo confidente de Acamante, un tipo tosco y astuto, y, a
través del zumbido de mi corazón en los oídos, oigo que le
preguntan qué pasa, como si él supiera la respuesta. La mu­
chedumbre enmudece y luego varios gritan: Lo hemos he­
cho. Han caído. Quién, pregunta el tipo. ¡Los niños!, es la
respuesta. Sus malditos niños. Hemos librado a Corinto de
esa plaga. ¿Cómo?, pregunta el tipo con gesto de conspira­
dor. ¡Lapidados!, rugen muchos. Como se merecían.
Sale el sol. Cómo brillan las torres de la ciudad al res­
plandor de la mañana.

194
11

Los hombres, privados del secreto de dar la


vida, encuentran en la muerte un lugar que,
como quita la vida, consideran más poderoso
que la vida misma.

Adriana Cavarero: A pesar de Platón


Medea

Muertos. Los han asesinado. Lapidado, dice Arinna. Y


yo que había pensado que su sed de venganza pasaría cuan­
do me fuera. No los conocía.
A mí no me reconoció, pero Lisa, su madre, la reconoció
por una mancha oscura en el pliegue del codo. Cómo se asus­
tó. La vida aquí nos ha cambiado. La caverna. El sol impla­
cable en verano, el frío en invierno. Alimentarse de liqúenes,
escarabajos, animalitos, hormigas. Somos sombras de nues­
tros años pasados.
Estábamos obcecadas. Hablábamos de los niños como si
estuvieran vivos. Los veíamos crecer, año tras año. Serían
nuestros vengadores. Y apenas había abandonado yo el re­
cinto de su ciudad, estaban ya muertos.
Qué monstruo ha conducido aquí a Arinna. ¿Quieren en­
señarme los dioses a creer en ellos de nuevo? Sólo puedo
reírme. Ahora estoy por encima de ellos. Pueden tocarme
con sus órganos crueles, que no encontrarán en mí ningún
rastro de esperanza, ningún rastro de miedo. Nada, nada. El
amor se ha roto, y también el dolor ha cesado. Soy libre. Sin
desear nada, escucho el vacío que me llena por completo. Y,
al parecer, los corindos no han terminado aún conmigo. Qué
dicen. Que yo, Medea, he matado a mis hijos. Que yo, Medea,
quise vengarme del infiel Jasón. Quién lo creerá, me pregun­
to. Arinna dice: Todos. ¿También Jasón? Él no tiene ya nada

197
Christa Wolf

que decir. ¿Y los colquidenses? Todos han muerto, salvo las


mujeres de las montañas, y ellas se han vuelto salvajes.
Arinna dice que, al séptimo año de la muerte de los niños,
los corintios eligieron siete muchachos y muchachas de fa­
milias nobles. Les afeitaron la cabeza. Los enviaron al tem­
plo de Hera, en donde debían permanecer un año en recuer­
do de mis hijos muertos. Y así se hará desde ahora cada siete
años.
Así son las cosas. En eso acaba todo. Se ocupan de que
también las generaciones venideras me llamen infanticida.
Sin embargo, qué será eso comparado con los horrores que
entretanto habrán conocido. Porque no aprenderemos
nunca.
Qué me queda. Maldecirlos. Os maldigo a todos. Os mal­
digo especialmente a vosotros: Acamante. Creonte. Agameda.
Presbón. Que vuestra vida sea atroz y miserable vuestra muer­
te. Que vuestros aullidos se eleven al cielo sin conmoverlo.
Yo, Medea, os maldigo.
Adonde ir. ¿Es imaginable un mundo, una época en que
encuentre mi lugar? No hay nadie a quien poder preguntár­
selo. Ésa es la respuesta.

198
ÍNDICE

1. Mcdca....................................................................................13

2. Jasón...................................................................................... 37

3. Agamcda.............................................................................. 61

4. Mcdca....................................................................................81

5. Acamante............................................................................. 97

6. Glaucc.................................................................................. 115

7. Lcucón................................................................................ 135

8. Mcdca.................................................................................. 153

9. Jasón.................................................................................... 175

10. Lcucón..................................................................................185

11. Mcdca................................................................................... 195


Se terminó de imprimir en el mes de junio de 2014
en los Talleres Gráficos Nuevo Offset
Viel 1444. Ciudad Autónoma de Buenos Aires

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