Espacio 053
Espacio 053
Espacio 053
ESPACIO
EL PUEBLO OCULTO
DE KON-TIKI
por
EDUARDO TEXEIRA
EDICIONES TORAY, S. A.
Teodoro Llorente, 13
BARCELONA
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© Ediciones Toray, S. A. 1957
IMPRESO EN ESPAÑA
PRINTED IN SPAIN
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GRAFICAS TRICOLOR - Eduardo Tubau, 19 - Barcelona
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CAPÍTULO I
UNA CIENCIA VIEJA Y UNA ISLA NUEVA
El profesor Grindpol Jans arrojó una larga bocanada de humo y sonrió. Puso el
cigarrillo cuidadosamente en una concha de ostra que le servía de cenicero, y hasta
entonces no hizo observación alguna acerca de aquella su absurda costumbre de fumar.
Aseguró muy serio que le distraía en sus cavilaciones y le ayudaba a pensar y, además,
el haber adoptado tal hábito constituía una especie de homenaje a las generaciones
pretéritas. Era el más leve capricho que en su vida particular podía permitirse un insigne
profesor de Historia Universal.
Esta rama de la ciencia, en aquel segundo tercio del siglo XXI, no estaba
limitada, como en varios lustros anteriores, al pasado del hombre en la Tierra. Así pues,
el profesor Grindpol Jans resumió en pocas palabras la charla que se hallaba televisando
en lengua española a través de la emisora de Lima, desde su gabinete móvil de trabajo
cerca de Arequipa, a orillas del Pacífico.
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-No creo, por tanto, que los marcianos disfruten de un progreso técnico más
adelantado que el nuestro. La menor fuerza de gravedad de su planeta y la mayor masa
del nuestro hace para ellos el traslado interplanetario relativamente fácil. Con los
medios que en la Tierra poseemos actualmente, de contar con las probabilidades
geográfico-astronómicas que tenemos en contra, hace años que nos hubiera sido posible
dar el gigantesco salto.
-¿Sigue estimando entonces, profesor -inquirió el reportero de la emisora-, más
interesante la historia de los pueblos de nuestro planeta que la de los extraterrestres?
-Yo no he dicho eso nunca -exclamó rápido, con un gesto de enfado, Grindpol
Jans- Ya sé que en el Norte han tratado de ridiculizarme, dando una interpretación falsa
a mis conferencias.
-La televisión de América del Sur se honra, señor, ofreciéndole al mundo y a
usted la ocasión de una rectificación.
El profesor se levantó y aplastó con furia la punta del cigarro en la ostra.
-No tengo nada que aclarar. Sólo afirmé, afirmo y afirmaré siempre, que en
nuestro mundo y en nuestra época hay todavía cosas tanto o más maravillosas que las
que se puedan hallar en cualquier planeta del sistema solar.
-Pero esas cosas, profesor, ¿pertenecen por su naturaleza a otras ramas del saber
humano, o sólo a la Historia?
La pregunta del sagaz reportero estaba llena de intención. Millones de
radiovidentes de América y Europa asistirían a la charla del sabio, cuyo prestigio pendía
de un hilo en tales momentos.
-A la Historia. Y de aquí a un año lo probaré, o me hundiré en el empeño. Hasta
entonces no haré otras declaraciones públicas de ninguna clase, señor.
Aquella noche Grindpol Jans estaba de muy mal humor. Acababa de dar un mal
paso, dejado llevar de su impulsivo carácter. Las gentes, en una mayoría inmensa,
consideraban la Historia una ciencia muerta, una investigación secundaria y sin fines
prácticos. Lo verdaderamente apasionante no era el pasado, sino el presente y el
inmediato futuro pleno de promesas.
El profesor anduvo despacio por el caminillo que conducía desde su casa portátil
a la pedregosa playa donde venían a romper las olas del inmenso Pacifico. Las estrellas
brillaban ya sobre el vasto mar arrancando destellos de sus ondas oscuras. Tal como
diez siglos antes, tal como veinte, cuando los antepasados de los incas se lanzaron en
sus balsas en busca de otras tierras...
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-¡Antonio, el avión! -gritó de pronto el investigador.
El servidor piloto, un indígena que no lejos, en cuclillas, removía, como en los
viejos tiempos, una fogata, acudió solícito a la orden. Su traje azul de plástico centelleó
un momento al abrir el pequeño hangar. A poco, el rumor de los reactores turbó el
silencio de la costa solitaria. El diminuto avión gris se había deslizado por sus raíles al
exterior de la edificación.
-¿Travesía larga, señor?
-Sí, pero usted puede quedarse. Iré solo.
Quedó el indio junto a su fogata mientras el profesor, sin más que el casco de
radio y el pulmón auxiliar, se disparaba hacia el horizonte occidental. Pronto quedó
atrás la tierra y no hubo a su alrededor más que olas y estrellas. Una hora, dos, pasaron
en rauda embriaguez de espacios.
¿Cuánto se había adentrado en el mar? Llegó a ignorarlo, por desidia en
consultar sus cuadros de mando, hasta que decidió tomar altura para iniciar el regreso.
Y entonces fue, precisamente, cuando unos silbidos extraños comenzaron a
vibrar en los auriculares de Grindpol Jans. No eran señales de emisoras conocidas, sino
más bien mensajes de llamada de algún buque. Cosa ésta poco probable también, pues
ya las travesías por mar no eran corrientes, ni en mil millas a la redonda había tierras ni
líneas de transportes intercontinentales.
El ocasional viajero intentó orientarse. Las llamadas se percibían tenues y
distantes. Sólo unas frases llegaron con alguna claridad y eso no contribuyó más que a
exacerbar el interés creciente del aventurero profesor.
«S.O.S... S.O.S... Avión de Patrulla de la P.M. Sudamericana del Pacífico.
S.O.S. Isla volcánica desconocida al sudoeste de las Tuamotú, aproximadamente 20
grados latitud, no longitud... S.O.S...»
El transmisor que lanzaba el mensaje debía estar averiado. La recepción era muy
dificultosa, aunque audible para Grindpol Jans, por el hecho de hallarse sobrevolando
las cercanías del punto señalado. No pudo anunciar la captación de las llamadas, que
cesaron a poco, pero se apresuró a prestar el auxilio requerido.
«¡Qué casualidad! -pensó el investigador, mientras hacía las maniobras de
cambio de rumbo-. ¡Habré de ir, como quien dice, al lado mismo de la fascinante isla de
Pascua!»
La Luna, en cuarto menguante, alumbraba con lúgubres rayos pálidos la inmensa
y latente superficie líquida.
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* * *
Dos misiones poco definidas tenía asignadas por sus superiores Aníbal Torena,
patrullero rápido de la Policía Mundial en Sudamérica, jurisdicción costera del Pacífico.
Dos misiones que ya se habían hecho permanentes y tediosas. Una, conseguir detalles
de islotes fantasmas, no registrados jamás en ninguna carta, que al decir de indígenas y
gentes de paso emergían y volvían a desaparecer en las aguas de la mitad meridional del
Gran Océano. Otra, descubrir el posible refugio de Nicholas Derek, peligroso
delincuente fugado tres meses antes del penal de Tierra Eduardo VII, en la Antártida.
Era el único evadido hasta la fecha de la penitenciaria de hielo, y el único que en el
último cuarto de siglo había conseguido burlar en tales condiciones a la policía del
mundo.
Aníbal Torena regresaba de un largo reconocimiento a la base de Valparaíso en
su nave supersónica individual de gran radio de acción, cuando a la puesta del sol creyó
distinguir en el mar, entre los jirones de bruma, un pequeño atolón sin vegetación
rodeando a un cráter. Las aguas estaban revueltas en una extensión de dos centenares de
kilómetros cuadrados, a pesar de no haber signos de temporal. Las estaciones
sismológicas, horas antes, anunciaron seísmos submarinos en aquellas regiones.
El piloto hizo a su avión describir círculos cada vez más estrechos, y aunque
tenía órdenes de no tomar tierra, la curiosidad y un libre sentido del deber le obligó a
llevar y detener su aparato sobre el extraño volcán no figurado en los mapas. Parecía
apagado. Sin embargo, algo impreciso se agitaba en su interior. El policía buscó una
leve plataforma en la estribación del cono, y verticalmente descendió hasta posar el
avión en una cornisa de la húmeda roca.
Se liberó con un gruñido de satisfacción de la escafandra al pisar tierra, y tocó el
suelo con los dedos y miró cauteloso en torno suyo. Plantas marinas, pólipos y algunos
crustáceos plagaban la isla. Era como si los escollos se hubieran levantado sobre las olas
para abrir al cielo un cráter a medio centenar de metros sobre el nivel del océano.
-¡Rayos, esta vez no me voy de vacío!
Aníbal midió de un vistazo la altura del sol sobra el horizonte y juzgó que
tendría tiempo de efectuar una pequeña exploración. No le fue muy difícil trepar hasta
el borde del frío volcán para asomarse al interior. Aunque de vez en vez un ligero
temblor estremecía de modo apenas perceptible la isla, estaba seguro de no hallar lavas
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ni vapores ardientes. No olía más que a sal y a marisco, y ni la más leve humareda
surgía de las numerosas grietas del terreno. Al fin se izó, quedando a horcajadas sobre el
brocal de la sima, no mayor de una docena de metros de diámetro. Y entonces fue
cuando un torpe movimiento producido por el asombro a poco le precipita al fondo del
agujero.
Por él aparecían, trepando por escalas sujetas con garfios de hierro clavados en
la pared, tres extraños hombres. Por sus rasgos parecían ser polinesios, aunque de piel
más blanca, pero sus vestidos no eran los usuales de los isleños de Oceanía, ni aun de
los más civilizados y progresivos.
-¿Quiénes son ustedes? -gritó el policía, saludando con la mano-. ¡Mil rayos!
¿Salen del centro de la Tierra, quizá?
Aquellos hombres no mostraron sorpresa alguna. El más joven, ceñudo, sacó de
un bolsillo una pistola automática de cargador múltiple y encañonó al intruso.
Aníbal lanzó una exclamación, más sorprendido aún, y no pudo hacer nada
mejor para evitar el impacto que dejarse caer hacia fuera, rodando por el resbaladizo
cono. Una ráfaga de balas pasó zumbando sobre él. En medio minuto y con numerosas
contusiones, se halló de nuevo junto al avión. Allí se resguardó tras el leve fuselaje y
requirió sus propias armas.
-Cara os va a costar esta bienvenida, malditos -gruñó con furia, frotándose los
miembros lastimados.
Una granizada de balas cayó sobre él avión, causando algunos destrozos. Uno de
los hombres gritó al tirador y cesaron los disparos a bulto. Sin duda deseaban no causar
averías en la nave, porque los proyectiles eran perforadores. Aníbal Torena empuñó su
rifle de bolsillo y situó en la mira telescópica a uno de los atacantes. El hombre hizo una
pirueta y desapareció en el cráter. El momento fue aprovechado por el piloto para saltar
al asiento, donde hubo de quedarse encorvado. Un furioso tiroteo hizo trizas la cabina
transparente, una tobera y el tren de aterrizaje.
La situación era difícil. El patrullero de la Policía Mundial no podía escapar.
Sólo le sería posible, durante un corto tiempo, mantener a raya a sus extraños atacantes.
La instalación radiotelegráfica había sido averiada también. Se ocupó, en los momentos
en que no se veía precisado a responder al fuego de los desconocidos, en reparar de
cualquier modo provisional la emisora.
Y vino la noche. Oía hablar a sus enemigos, cuyo número por fortuna no parecía
haber aumentado. Los minutos se hicieron angustiosos. Aníbal Torena lanzó al espacio
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su llamada una y otra vez, sin saber si podía ser escuchada. Era muy restringido el radio
de alcance de sus débiles ondas de socorro.
Pasaron las horas y la luna comenzó a surcar el negro espacio estrellado. Los
hombres del cráter mantenían estrecha y tenaz vigilancia, La presa estaba segura. Y el
joven agente sudamericano, en tal agonía, pero resignado, se dolió de su suerte. Era
triste cesar de vivir y de ser útil, precisamente en el umbral de una aventura que podía
ser maravillosa. Otros serían los elegidos. Y él, truncada su carrera y su futuro,
arrastrando con su infelicidad la de unos seres amados que lo esperaban allá en
Valparaíso, sería con todos los honores dado de baja como desaparecido en accidente,
en acto de servicio...
Pero un familiar zumbido llegó de súbito de algún sitio lejano. Una estela
brillante se dibujó en el cielo, describiendo un círculo sobre la isla fantasma...
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CAPÍTULO II
EL PUEBLO OCULTO
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que cesamos de medir el tiempo por lunas, porque ya no la podíamos ver -repuso
Molokai el Viejo.
-La ciencia de los hombres de la superficie crece a cada latido del mundo. El
océano ya no es obstáculo para ellos, y cuando tengan un leve atisbo, escudriñarán hasta
las más recónditas entrañas de la Tierra, como están haciendo con el Cielo.
-Será escuchada la voz de tu sabiduría -sentenció Rijji-Aritea con un gesto de
sus manos sarmentosas y pareciendo mirarlo con sus ojos sin luz-. Debes ir a reconocer,
sin embargo, la última isla que será dada a la luz del sol, para dictaminar su
permanencia y situación geográfica.
-Tú mandas, noble Rijji-Aritea. ¿Será muy lejos de Rapa-Nui?
-A seiscientas millas al noreste. Molokai el Joven te guiará.
-¿Puedo preguntar, ¡oh, hijo de Kon-Tiki!, si has decidido la vuelta de la
princesa Hikia-Uma?
-Puedes preguntarlo, Tik-Taeroo, pero yo no puedo responderte con exactitud.
Será pronto y tú habrás de ir a recogerla al país en donde se halla.
Así fue como Tik-Taeroo, con Molokai el Joven y cuatro técnicos del Control de
Seísmos, hubo de encaminarse al islote donde por un azar del destino habría de posar su
avión el policía de la superficie Aníbal Torena.
El prohombre de la isla de Pascua ansiaba el momento en que no fuera preciso
ocultarse a los demás pueblos, cosa que cada vez se hacía más difícil. Últimamente
había llegado a Rapa-Nui, de forma accidental, un extraño forastero que, como
excepción, fue convertido en huésped perpetuo de honor; un hombre de la superficie
que podía enseñar muchas costumbres de los suyos, a quienes parecía odiar, y el cual a
la sazón era uno de los más entusiastas admiradores del Pueblo Oculto. Por orden
expresa de Tik-Taeroo, que fue quien lo introdujo en Rapa-Nui, era vigilado
constantemente. Y Tik-Taeroo, a veces, se reprochaba no haberlo matado en vez de
darle asilo, pues ahora no podía alejar de su mente un molesto pensamiento. ¡Pluguieran
los dioses que el huésped, al correr del tiempo, no fuera nefasto para el Pueblo Oculto!
Bien que hasta ahora, Tik-Taeroo no había recibido por su parte en la intromisión más
que felicitaciones. El forastero, al parecer, era muy útil a la causa del país escondido;
mucho más útil que cualquier marino vulgar, a los cuales nunca se les solicitó el menor
servicio en relación con las ciencias y usanzas de todos los órdenes entre los países del
sol.
Mientras caminaba con sus guías por las avenidas y pasillos de basalto
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fosforescente, Tik-Taeroo cavilaba en ésta y otras razones. Su gesto abstraído se
dulcificó un tanto cuando en el magín cambió el recuerdo del forastero por el de la
princesa Hikia-Uma. Hikia sería ya, de seguro, una mujer bellísima. Seis años antes,
siendo niña aún, fue enviada por voluntad del venerable Rijji-Aritea a ser educada como
una mujer de la superficie, a un colegio para señoritas en la ciudad de Valparaíso, en el
estado de Chile. Hikia, aparte de ser descendiente directa del gran Kon-Tiki, era una
muchacha excepcional. Inteligente, sensata y consciente de sus destinos como princesa
de un pueblo. No podía permanecer, por tanto, recluida bajo las bóvedas submarinas y
en las islas, ajena al mundo y a sus moradores. Hikia, en los años futuros de su vida, no
deberla ser sorprendida en sus sentimientos personales ni en su situación de reina por
los complejos avatares de la vida moderna. Por ello, bajo una personalidad falsa, para
evitar suspicacias entre las personas con las que había de relacionarse, fue confiada a la
dirección del mejor centro docente superior de la costa del Pacifico, en Chile
precisamente, nación a la cual pertenecía políticamente la isla de Pascua o Rapa-Nui.
Los estudios de Hikia-Uma se hallaban finalizando a la sazón, y con su regreso al seno
de Rapa-Nui sería iniciada entre los países del mundo la presentación de Oceánida.
Antes de tal momento, el secreto de la raza escondida habría de ser guardado
celosamente, sin reparar en los medios. Matar, si no había otra solución más segura, era
una obligación ineludible. Tik-Taeroo no deseaba más huéspedes de la superficie. Uno
había y lo tenía sobre su conciencia y sobre su corazón. Cualquier otro habría de ser
eliminado sin concederle tiempo para lanzar una voz de alarma o de socorro.
Tal era la disposición de Tik-Taeroo y sus compañeros cuando, tras el largo
viaje en los últimos vehículos construidos según planos copiados de los habitantes de
fuera, escalaron el interior del cráter emergido de las aguas. Y he aquí que no bien
salieron a la luz y al calor del astro dispensador de la vida, encontraron disponiéndose a
descender por el mismo camino a un hombre de la superficie llegado en una velocísima
máquina voladora.
-¿Quiénes son ustedes? -gritó el intruso en la lengua de los americanos del sur-.
¡Mil rayos! ¿Salen del centro de la Tierra, quizá?
No era su tono amenazador, sino a modo de jovial sorpresa. Hasta hizo una
especie de saludo con la mano. Era alto, joven, lleno de vida. Una vida que era
necesario arrebatarle, por bien del Pueblo Oculto.
Molokai fue el más rápido de los tres. Esgrimió su arma de fuego y disparó, pero
el desconocido actuó decididamente. Con una agilidad extraordinaria, sin miedo a
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romperse la cabeza contra las agudas y resbaladizas rocas, saltó a ocultarse tras su
avión. Ninguna bala le alcanzó.
-Necesitamos esa máquina voladora, Molokai -dijo Tik-Taeroo-. No la inutilices
demasiado.
Se disponían a avanzar, cuando el forastero hizo uso de sus propias armas. El
técnico acompañante se desplomó sobre la escala y Molokai lo sostuvo para que su
cuerpo no se estrellara en el fondo. Otros guías surgieron de la sima.
-¡Ese hombre va a comunicar por radio! -chilló Molokai.
Todos hicieron un fuego furioso contra la cabina. A aquel entrometido aviador
no le sería ya posible escapar ni pedir auxilio, pero poseía un arma mortífera. Su vida y
la máquina voladora no valían las vidas de un par de hombres del Pueblo Escondido. El
prudente Tik-Taeroo ordenó una tregua, confiado en que el asedio no duraría más que la
noche que llegaba.
Y, en efecto, no duró. Mucho antes de que el sol saliera de nuevo por el opuesto
horizonte, una segunda máquina voladora apareció entre las estrellas y se dirigió a la
isla que Tik-Taeroo deseaba que no hubiera aparecido en la faz del océano. Los
hombres de la superficie buscaban ya una explicación a tales trastornos geológicos. ¿No
habría ido el Pueblo Ocultó demasiado lejos en sus secretas experiencias sísmicas?
«No tome tierra. Gente desconocida ataca desde el cráter. Solicite urgente ayuda
de la base más próxima de la Policía del Pacífico.»
Volando en círculos sobre el islote en busca, de un lugar de aterrizaje, Grindpol
Jans percibió con gran dificultad, pero repetidas veces, el anterior mensaje. Si Grindpol
Jans hubiese sido un soldado o incluso un aviador civil, habría obedecido la petición.
Pero era sólo un sabio tozudo e independiente y con un sentido muy particular de las
cosas oficiales y militares, y se dijo que aquel raro y casual hallazgo no iba a
brindárselo a las autoridades. Antes, por lo menos, habría de meter allí la nariz para
husmear a sus anchas. Todos los días no se encuentra uno con una isla misteriosa y unas
gentes que atacan a la policía desde el cráter de un volcán.
El profesor inmovilizó la nave sobre la isla, a muy poca altura, lo suficiente para
no ser alcanzado por disparos de armas portátiles. Otros medios de defensa más potentes
no irían a poseer en una pequeña roca perdida en el océano. Como la luna no alumbraba
lo suficiente, lanzó sobre el cráter, en diminuto y lento paracaídas, una bengala de
uranio. El islote entero fue bañado en luz durante quince minutos.
-¡Diantre, qué estupenda escena! -murmuró Jans, atisbando con avidez el
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irregular cono y el breve atolón rodeado de escollos.
Cuatro o cinco hombres se rebulleron en el cráter, tratando de ocultarse, y más
abajo, junto a su avión inutilizado, el policía agitaba con desesperación los brazos. No
se cambiaban disparos. El profesor juzgó que podría aterrizar en una cornisa de la ladera
del cono, pues para ello no precisaba más que el espacio exacto necesario para el avión.
Se fijó de pronto en que los hombres del cráter le hacían señales, pidiéndole que se
acercara. Jans hizo descender aún más su máquina voladora. Los desconocidos, con
visibles gestos, pusieron sus armas sobre una piedra distante y alzaron las manos
abiertas. Le invitaban a bajar.
El piloto policía se mesaba los cabellos y le rogaba por radio que no se dejara
engañar, pero Grindpol Jans se sentía más atraído por la curiosidad que dominado por el
temor. En muchas ocasiones obedecía más al corazón que a la cabeza, y ésta era una de
ellas. Subió para lanzar otra bengala que tardara más en descender, y lanzándose en
picado redujo con maestría los reactores para tomar tierra suavemente a pocos metros de
donde Aníbal Torena juraba y maldecía como un auténtico pirata del siglo XVII.
-¿Por qué demonios no ha volado a pedir ayuda? ¡Ahora, por imbécil, nos
mandarán al infierno a los dos! -fue el saludo del policía, apenas vio salir de su aparato
al profesor.
-No se excite, amigo -le respondió Jane mirando más arriba, hacia el volcán -.
Vea, esos hombres avanzan con los brazos en alto, desarmados. Desde el primer
momento no me han parecido malhechores.
-Y no lo serán, si no cree usted que sea malo que lo reciban a uno a tiros.
El aviador estaba furioso, mas por momentos cedía paso su furia a un intenso
asombro. Los atacantes se acercaban en son de paz. Sus ropas eran una extraña mezcla
de atuendo indígena y europeo, con sobrios adornos totalmente desconocidos.
-Bien -dijo el profesor-, mándeles que se detengan ahí, pero no les dispare.
Torena obedeció de mala gana, encañonando a los cuatro polinesios. Tik-Taeroo
venía al frente. La llegada del segundo forastero hubo de tornar todos sus planes sobre
los posibles intrusos. Se hacia necesario retener a aquellos hombres, con buenas razones
si así lo requerían las circunstancias, porque mejor sería tratar de convencer a dos que a
una legión.
-No les deseamos mal, amigos -dijo Tik-Taeroo-. No somos salvajes ni
delincuentes y podríamos llegar a comprender nuestras situaciones.
-Por ahí debieron haber empezado -gruñó Torena entre dientes, acariciando su
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arma.
Grindpol Jans puso la mano en un hombro del policía y, sonriendo, dijo con voz
firme:
-De acuerdo, señores, pactemos. De todas formas, cualesquiera que sean sus
decisiones, mi compañero y yo hemos de estar de vuelta antes de la salida del sol. Si a
ese tiempo no hemos regresado, una hora después será removido el mar en esta zona por
escuadrillas de aviones y submarinos, hasta hallar la causa de nuestra desaparición.
Tik-Taeroo y los suyos no pensaron que esto fuera una fanfarronada de aquel
hombre de noble porte y mirada clara. Cuando supo su nombre, Tik-Taeroo adquirió
cierta confianza en su cometido diplomático. Conocía por referencias la personalidad de
Grindpol Jans, sabio historiador de los pueblos de la superficie. A este hombre se le
podía hablar con más libertad y franqueza que a cualquiera otro. Así, sin rodeos inútiles,
Tik-Taeroo expuso con sinceridad, pero sin más detalles que los absolutamente
necesarios, la existencia de un pueblo semioculto esparcido por el subsuelo de algunas
islas, y los motivos poderosos que tenía para no ser aún descubierto. Apeló a la
caballerosidad de Grindpol Jans y Aníbal Torena y les rogó empeñaran su formal
palabra de honor de no delatar a la raza escondida. De la fidelidad de la palabra dada se
derivaría para ellos en lo sucesivo, también, múltiples beneficios de todas las especies.
El profesor estaba absorto, prendido de las palabras del polinesio. ¡Qué
maravilloso mundo de ideas y estudios tenía al alcance de la mano! ¡Qué espléndida
suerte para un investigador del siglo XXI, el hallazgo de un pueblo encantado, como en
las viejas épocas! Aníbal Torena, por el contrario, aunque maravillado también, se
hallaba obligado a un deber ineludible. Era un agente de policía, un soldado, con una
misión que cumplir.
-Bien, lo siento -aseguró-, pero mi proceder en este asunto no depende por
entero de mí. He de dar cuenta a mis superiores.
Tik-Taeroo frunció el ceño y se hizo dura su mirada. Aguardó, no obstante, a
que el profesor pudiera convencer a su tozudo compañero. Todas las razones y súplicas
de Grindpol Jans fueron inútiles ante la inflexibilidad del policía. Le pidió al fin un
plazo para poder él hacer un estudio personal de aquel pueblo fantasma antes de que
intervinieran las autoridades, mas tampoco obtuvo éxito.
Jans se mostraba desolado. Ni él ni su ocasional compañero, distraídos en la
disputa oral, se apercibieron de los imperceptibles signos de inteligencia que el
prohombre polinésico hacía a sus esbirros. De súbito éstos, a una determinada señal, se
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arrojaron por la espalda sobre Aníbal Torena. En un momento, el obstinado agente fue
desarmado y reducido a la impotencia.
-¡Eso no es lo acordado, suéltenlo! -pidió, enojado, el profesor, disponiéndose a
liberar por la fuerza al aviador.
Tik-Taeroo se interpuso.
-Usted es libre de seguirnos voluntariamente, señor profesor.
-Yo no puedo hacer traición a los míos -exclamó Jans amenazador, dando un
paso atrás para ponerse en guardia.
Un polinésico se le acercó por un lado y el profesor lo derribó de un puñetazo,
retrocediendo seguidamente hacia su nave aérea.
-¡Huya, señor, huya y avise en Valparaíso! -gritó Aníbal Torena, arrojándose al
suelo y asiendo en desigual lucha a los extraños pobladores del mundo subterráneo.
Grindpol Jans, de un salto, tripuló su avión y puso en marcha los reactores,
cuando comenzaron a crepitar las armas de Tik-Taeroo y su gente, el profesor hendía
como una flecha el negro espacio.
La proa de la pequeña y potente nave voladora, a quíntuple velocidad que el
sonido, cruzó sobre el océano como un rayo al encuentro del sol naciente. Los picos
andinos no tardarían en aparecer sobre el horizonte...
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CAPÍTULO III
LAS TRIBULACIONES DE UN SABIO EN VALPARAÍSO
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Breves momentos bastaron a Leonor Alcover para transcribir el significado del
mensaje, y no bien lo hubo hecho, se vistió sus ropas de calle y salió de la residencia.
En la conserjería mecánica dejó escritas unas palabras en la ficha dispuesta para el caso.
Era libre en disponer de su tiempo, según los reglamentos, sin más que dejar constancia
en la ficha de su deseo.
La joven estudiante se encaminó al «Club» de la universidad. En la cabina de
televisófonos públicos solicitó comunicación con las tres estaciones aéreas más
importantes de la capital. En una de ellas le informaron del paradero del profesor
Grindpol Jans, cuya nave particular había llegado a dicho aparcamiento en vuelo directo
desde Galápagos, aquella misma mañana. Tras una última llamada al albergue de la
estación, Leonor Alcover subió al funicular de la plaza de Vergara y después ascendió
la escalinata de la Biblioteca Nacional, donde en aquellas horas habla pocos
concurrentes. El profesor Grindpol Jans, como esperaba, era uno de ellos. Leonor
Alcover se dedicó a observarlo a hurtadillas, indecisa ante el ardid a emplear para
abordarlo, mientras fingía consultar una colección de antiguos microfilms. Y cuando el
hombre se dispuso a marchar, la muchacha salió junto a él, como por coincidencia, sin
tiempo de haberse forjado un plan.
Al bajar la escalinata, Leonor Alcover simuló un traspiés y dando un pequeño
grito se apoyó con violencia en las amplias espaldas del profesor, a quien a poco hace
también perder el equilibrio.
-¡Señorita...! -exclamó Jans, salido súbitamente de su ensimismamiento.
-¡Oh, perdone, señor! -gimió ella en lastimera actitud.
-¿Se ha producido algún daño?
Grindpol Jans sostenía por los hombros a la mujer, temiendo que cayera. Ella
mantenía una pierna encorvada, como si no pudiera apoyarse en el pie.
-Creo... creo que sí, señor.
-Si me lo permite, la ayudaré a llegar a donde desee.
-Gracias, señor -dijo la muchacha, sonriendo forzadamente-. Acompáñeme al
Salón de Consultas, allí sentada me repondré en seguida, seguramente...
El profesor Grindpol Jans, aunque no fuera lo que se pudiera denominar un
hombre galante, y menos aún en las actuales circunstancias de su ánimo, no pudo dejar
de admirar a la desconocida. Era esbelta, delicada y vigorosa a la vez, tenía dulce y
firme la voz, morena la piel y perfectas cada una de sus facciones. Pero sus ojos, los
grandes ojos negros de profundo mirar, era lo que instintivamente lo mantenían
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indeciso, sin hacer ni decir nada que pudiera dar por finalizado el encuentro.
La muchacha permaneció con el bello ceño fruncido y la mirada anhelante, mas
no de dolor. Puso sus pies en el suelo con toda normalidad y rogó al profesor que
tomara asiento a su lado, pues tenía necesidad de hablar con él.
-Le niego perdone mi torpeza y mi atrevimiento, profesor -comenzó la joven,
atropellándose un poco al hablar-. No he sufrido ningún accidente, ha sido un ardid...
una especie de secuestro. Quería evitar -acabó, como ocurriéndosele de pronto la idea-,
que otros compañeros le abordaran antes que yo. Andamos buscándole, profesor. Soy de
la revista «Andes», de Santiago.
Grindpol Jans miró a la muchacha, desconcertado.
-¡Qué raro! ¡Pero si nadie habrá podido conocer aún mi llegada a Valparaíso!
-¿No ha hecho su presentación en ningún centro oficial, profesor?
-En absoluto, señorita. Sólo he acudido aquí hace dos horas, y antes no he hecho
sino dejar mi aparato en la estación del Campo de Marte.
Leonor Alcover lanzó un profundo suspiro. Como pensaba, aquel hombre no se
había decidido aún a visitar a las autoridades policiales. De esta forma su misión podría
ser desempeñada con mejor éxito, aunque ignoraba cómo habría de actuar ante él.
-Dispénseme, pero no quiero nada con reporteros de prensa o radio. Con
ninguno, ¿entiende? Y ahora, buenas noches. Celebro que no se haya lastimado.
El profesor se levantó y se dispuso a salir. Verdaderamente, no era nada
asequible; mas la joven no estaba dispuesta a perder lo poco que llevaba ganado, aunque
para conquistar la atención del investigador hubiera de sacrificar parte de su secreto.
Resuelta, se interpuso a su paso.
-Señor, usted no ha llegado esta mañana de Galápagos, como ha hecho constar
en la estación de aparcamiento, sino del oeste, de cerca de las Tuamotú, ¿verdad?
Grindpol Jans se quedó inmovilizado, escudriñando con sus ojos entornados las
brillantes pupilas de la muchacha. Después sonrió gravemente y se puso a encender con
lentitud uno de sus famosos cigarrillos. Hasta entonces no comenzó, en verdad, a
contemplar con toda su atención a la singular muchacha,
-Oiga, señorita, ¿quién le ha indicado que me haga esa pregunta?
-Nadie, señor, se me ha ocurrido a mí. Y pienso que no me he equivocado.
El profesor se debatió entre opuestos sentimientos. La cólera, el asombro, el
temor de haber sido descubierto, el interés creciente por la joven, todo ello no contribuía
mis que a aumentar sus ya copiosas tribulaciones. Mas un hombre experimentado cómo
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él y que se preciaba de conocer hasta en sus más íntimos recovecos al género humano,
no podía batirse en retirada ni declararse vencido ante una simple mujer.
-Bien, señorita -dijo, sentándose- Voy a concederle la entrevista que me pidió
para esa revista... ¿qué revista dijo?
-«Andes», de Santiago, señor.
-Perfectamente. Y tengo por seguro que poseerá alguna credencial como enviada
de «Andes». ¿Quiere mostrármela?
Leonor Alcover se turbó. No estaba preparada para esta petición, y se dedicó a
urdir sobre la marcha una excusa cualquiera. Grindpol Jans sonrió satisfecho, con
malignidad casi, y de pronto frunció las cejas y adelantó su busto macizo. La habitual
expresión de huraña bonachonería había huido de sus ojos.
-Dígame de una vez quién es usted y qué quiere de mí.
Ella se retorció los dedos nerviosamente y pareció haber perdido todo su valor.
Sin querer, hizo suplicante su mirada. El profesor, mientras, perdido en cábalas, iba
eliminando probabilidades. Aquella muchacha no era agente de reportajes. Tampoco
policía. ¿Estudiante? Quizá, pero tal actividad no podía hacerle requerir nada de él.
¿Una rival profesional? Era demasiado Joven... y bonita. ¿Miembro de alguna secta o
sociedad...? La mirada del profesor Grindpol Jans se iluminó. ¿Sería posible que
aquellos hombres extraños...? ¡Qué osadía la de su imaginación!
Y de súbito, cuantas reticencias embargaran a uno y a otro quedaron sin efecto.
Leonor Alcover se decidió a luchar a cara descubierta, aun a riesgo de tener que llevar
el cumplimiento de su misión a unos límites que la horrorizaban.
-Le hablo en el nombre del Pueblo Oculto, cuyos umbrales ha pisado en la noche
anterior a ésta, profesor Grindpol Jans. Debo tener la seguridad de que guardara usted el
secreto de que le ha hecho participe Tik-Taeroo. Una absoluta seguridad.
La sorpresa del profesor se convirtió en up reprimido entusiasmo, prorrumpió en
exclamaciones que hicieron levantar la cabeza con gesto reprobador a un par de
estudiosos que habla en el otro extremo del salón, hizo seguidas una docena de
preguntas y hasta encendió un cigarrillo con la punta que le restaba del consumido a
medias. Leonor Alcover se mantuvo imperturbable.
-A su tiempo lo sabrá usted todo, profesor. Se le quiere considerar como un
amigo, un excepcional amigo. Ahora sólo debe prometer por su honor que no revelará
nada de lo que conoce, ni hará nada con respecto a este secreto sin aguardar
instrucciones. Le informo también, para su tranquilidad, que el hombre apresado en la
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isla no sufrirá daño alguno en su cautiverio.
-Pero bien, señorita, ¿usted quién es?
-Para usted, mi voz es la voz de Tik-Taeroo. Bástele eso. Déme ahora, por favor,
las seguridades que le he pedido.
-¿Y si prefiriera poner todo esto en conocimiento de la policía, como es mi deber
de ciudadano, señorita?
La mujer perdió parte de su aplomo.
-No conduciría a nada. Además, por su propio bien, señor profesor, no deberá
hacerlo -respondió en voz baja y enérgica.
-¿Es eso una amenaza... de Tik-Taeroo?
-Es una advertencia, señor... y una súplica mía.
-Una súplica de usted, una amenaza de Tik-Taeroo, un deber mío que no
cumplo... ¡Uf...!
-He de marcharme, señor. ¿Confío en usted?
-No en todos los puntos, señorita -se irguió Jans-. Quizá no daré una pista a
nadie, pero no tolero imposiciones. Investigaré cuándo y dónde estime oportuno, aunque
procurando no perjudicar... a ustedes.
-Es una lástima -susurró entre dientes, con la mirada baja, la bella enviada de
Oceánida-. Hemos de estar completamente seguros de su discreción, muy seguros.
Se dejó caer con desaliento en el respaldo del sillón, como dispuesta a un largo
debate para convencer a Grindpol Jans, o al menos, así lo creyó éste. Aceptó el profesor
un cigarrillo del paquete que sacara Leonor Alcover del bolso y le encendió el suyo a la
muchacha. Ambos fumaron en silencio unos momentos.
-¡Es tan tarde para mi! -el pensamiento de la joven fue un murmullo.
Jans no la oyó, retrepado como estaba, echando al techo una bocanada de humo
dorado.
Se levantó en silencio la mensajera de los polinésicos y salió, sin ser advertida
por el abstraído profesor. Quizá ignoraba Leonor Alcover mientras bajaba rauda y
angustiada la escalinata de la Biblioteca Nacional que el hombre al que estimaba tan
peligroso para su causa yacía profundamente dormido, agotado por un continuo y
agitado velar durante dos días con sus noches.
* * *
21
El profesor Grindpol Jans despertó casi veinticuatro horas después, pero sus
sentidos permanecían dominados por un tenaz letargo. Se halló en la cama de un
hospital y rodeado por personas desconocidas que mostraban gran interés en verle abrir
los ojos. Más tarde vio inclinarse sobre él a Ugo Rimaldi, su ayudante, y hasta entonces
no intentó hablar. Pero no dijo nada. Se durmió otra vez, y cuando volvió a adquirir
consciencia de las cosas percibió la luz del sol en unos grandes ventanales blancos.
Al escuchar voces quedas, cerró los ojos para que le dejaran pensar y recordar:
un largo viaje en su avión, una isla volcánica, una evasión, unos hombres que se decían
descendientes de Kon-Tiki, un confuso vagar en la capital chilena de la costa, una
singular mujer...
-¡Profesor! ¡Profesor! ¿Está ya despierto? ¿Se encuentra bien? -gritaba Rimaldi,
asiéndolo por los hombros.
-¿Qué diablos me ha pasado? ¿Dónde estoy? ¡Ha tardado usted mucho en venir,
Ugo!
Su propia voz le sonó rara en los oídos a Grindpol Jans. Después pidió de comer
y aunque siguiera hablando con mayor facilidad, evadió todas las preguntas que
referente a su pasada aventura le hicieran su compañero y unos hombres que le fueron
presentados como doctores.
Más tarde supo el profesor que fue recogido, al amanecer del día anterior, en un
salón de la Biblioteca Nacional, profundamente dormido. Al principio su sueño pareció
natural, pero aun presentando todos los síntomas normales, no se le pudo volver al
estado de vigilancia. Entonces fue llevado a un centro sanitario y sometido a examen
médico. El estado del inconsciente profesor no correspondía por entero a ningún cuadro
patológico definido y la medicina del siglo XXI se mostró incapaz de hacer un
diagnóstico aceptable. Tales sospechas suscitó el extraño caso, que la intervención de la
justicia no tardó mucho en seguir a la de la ciencia. Los pasos del profesor Grindpol
Jans fueron reconstruidos y supervisados a partir de su llegada a Valparaíso con tanta
eficacia, que a! tomar tierra en el aeropuerto sus auxiliares eran ya esperados por la
policía para que ayudaran a esclarecer lo que se dio en llamar «el caso del sabio
durmiente de la Biblioteca». Las investigaciones detectivescas se habían orientado
también tras las huellas de la joven acompañante del profesor, que resultó ser una
aventajada y honorable alumna de la Universidad. Del interrogatorio a que ésta fue
sometida tampoco se llegó a conclusión satisfactoria alguna y sólo restaba aguardar a
que el mismo protagonista del caso recuperara sus sentidos y pudiera arrojar alguna luz
22
sobre el accidente.
Pero el profesor Grindpol Jans decepcionó también con sus declaraciones. Dijo
simplemente que se sintió de súbito invadido por un irresistible sueño, cosa no muy
misteriosa, ya que hacia casi tres días que no disfrutaba del menor descanso. Su
entrevista en la Biblioteca con la joven estudiante, a la que desconocía, fue casual y
producida tan sólo por los temas profesionales que ambos consultaban en la docta
institución. El profesor acabó asegurando que se encontraba en perfectas condiciones de
bienestar físico, expuso su deseo de que dieran por terminado todo expediente, mostró
su agradecimiento a cuantos se interesaron por él y rogó que le permitieran trasladarse
con sus ayudantes al gabinete de trabajo y vivienda que se disponían a montar en el
estero de Viña del Mar.
El profesor Grindpol Jans, sin embargo, no había dicho todo cuanto sabía ni
expuso cuáles eran, en realidad, sus propias sospechas; porque aunque en aquella noche
llevara ya horas combatiendo el sueño y el cansancio, al producirse su encuentro con la
singular mensajera de Tik-Taeroo, sólo se sintió rendido sin remedio al dar las primeras
chupadas al cigarrillo ofrecido por ella a raíz de su velada amenaza.
Bien pudiera ser asimismo el suceso una mera coincidencia. De todas formas,
apenas se halló el profesor en las vías urbanas acompañado solamente por el fiel
Rimaldi, puesto que Antonio habla marchado a hacerse cargo del avión, su interés
estaba centrado en un motivo único: ver y hablar a la desconcertante embajadora del
pueblo escondido bajo las lejanas islas del oeste.
-¿A dónde vamos, profesor? -inquirió Ugo Rimaldi.
-A la Universidad. Voy a presentarle, amigo, a una bonita sudamericana que
vive en el 4.502 de la Avenida. Leonor Alcover es su nombre.
-Pero esa es la mujer que...
-Exacto, esa misma -sonrió misteriosamente el profesor.
Rimaldi, hombre ya de vuelta de muchos caminos, pensó que lo que le sucediera
al eminente Jans quizá no fuera, al fin y al cabo, sino una cosa vulgar y muy divertida.
Y llegados a la residencia universitaria, el italiano, aun demostrando una
discreción a toda prueba por respecto a su patrón, se afirmó más aún en sus frívolas
ideas. Porque de otro modo no podía explicarse el enojo experimentado por el insigne
Grindpol Jans al recibir la desalentadora e inesperada noticia de que la señorita Leonor
Alcover, del modo más inexplicable, había desaparecido sin dejar el más leve rastro.
23
CAPÍTULO IV
SU ALTEZA REAL, AGENTE SECRETO
24
superficie para ser esclavizados o diezmados al fin, porque todavía el país escondido no
estaba en situación de defender con la fuerza su «modus vivendi».
Los encubiertos consejos del forastero eran estimados como preciosos por la
mayoría de los prohombres oceánicos, y así él, a la vez que consolidaba su prestigio, iba
madurando un osado plan que de realizarse estremecería por su magnitud al soberbio y
orgulloso mundo de la superficie.
Las ondas llevaron y trajeron a través del océano las órdenes pertinentes. En
principio, el éxito estuvo en favor del Pueblo Oculto. Pero después ocurrió algo. Rijji-
Aritea y sus colaboradores, desorientados, fiaron la dirección del grave asunto a la
experiencia y conocimientos de Nicholas Derek. Se hubiera acogido con satisfacción
que éste decidiera en persona, tripulando con Tik-Taeroo y Molokai el Joven una nave
aérea de que se disponía, acudir en ayuda de la princesa. Mas el huésped, antes de hacer
una salida del seno de Rapa-Nui, prefería agotar todas las probabilidades.
Hikia-Uma, bajo su falsa personalidad, muy a su pesar, ya había suscitado la
atención de la policía en su primera intentona de obediencia al plan forjado por Derek y
Tik-Taeroo. No había salido mal librada de momento, pero el precedente era alarmante
de por sí. A poco que a la policía se le ocurriera profundizar, el secreto tan celosamente
guardado durante siglos dejarla de serlo en pocos minutos. La mujer debía desaparecer
de la superficie, borrar para siempre su nombre y su existir transitorio y regresar a Rapa-
Nui con el hombre portador del secreto de Oceánida. No había de mirarse en utilizar
para ello cualquier medio a su alcance, pues todos serían buenos y aceptables para el
mejor cumplimiento de su misión histórica. Oceánida podría, con esta ocasión,
aumentar en número la lista de su galería de héroes...
* * *
25
necesidad particular urgente para contar con un poco de tiempo antes de que fuera dada
la voz de alarma, pero ignoraba hasta qué punto y con cuánta delicadeza estaba
sometida a vigilancia por las autoridades universitarias.
En unas horas, la señorita Leonor Alcover se convirtió, de conocida y honorable
licenciada en Ciencias Económicas, en oscura e indocumentada muchacha casi al
margen de la ley. Pero ya tenía un camino que seguir, y todo era cuestión de que le
dejaran tiempo suficiente para recorrerlo entero. Las oficiosidades de la prensa escrita y
radiada la informaron pronto del lugar elegido en Valparaíso por el insigne y
extravagante profesor de Historia Grindpol Jans para establecer su errabunda residencia.
Así, apenas el inca Antonio hubo despedido a los hombres del tractor aéreo que
trajo los efectos del profesor y a los operarlos que tomaron parte en el montaje de la
casa y el hangar, recibió la visita de una bella y taciturna joven que preguntaba con
insistencia por el señor Grindpol Jans y no se quiso marchar sin verle.
-No ha llegado, señorita, y no sé cuánto podrá tardar.
-Lo esperaré el tiempo que sea. ¿Me permite entrar?
Solitarios parques y la frondosidad de bosques de pinos y plátanos orientales
rodeaban la colina ribereña de Viña del Mar, donde por tiempo indefinido quedaría
alzado el apacible hogar del profesor, mas la desconocida muchacha miraba a su
alrededor con cierto recelo, como si temiera haber sido seguida por algún fantasma.
Antonio, que ya sabia algo de lo ocurrido a su jefe, hizo entrar a la mujer en el
desordenado gabinete y se prometió no perderla de vista. Ella se sentó y se quedó
quieta, sumida en reflexiones mientras contemplaba indiferente los montones de libros,
cartapacios y cajas de microfilms que llenaban la espaciosa estancia. Al caer la tarde,
por el caminillo que subía desde la autopista del parque aparecieron Ugo Rimaldi y el
profesor.
-¡Usted aquí! -exclamó Grindpol Jans al hallarse de improvisto ante la mensajera
de Tik-Taeroo.
Y Rimaldi advirtió que la expresión de su jefe era de alborozada sorpresa y que
su mirada, de común dura y ausente, se animaba con luces que no eran las que le
conocía en sus mejores momentos de éxitos y victorias profesionales. Era evidente su
placer ante aquella visita.
-He venido a darle las gracias, profesor, a expresarle mi agradecimiento por su
caballerosidad.
-No ha sida nada, señorita. Pero, dígame: ¿qué noticia me han dado en la
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Universidad...?
-De eso quería hablarle también, señor, si me lo permite.
Grindpol Jans, tras una breve presentación de sus auxiliares, rogó a éstos que les
dejaran solos. Leonor Alcover se despojó al punto de toda la serenidad de que hasta
entonces a duras penas procurara armarse y se tapó la cara, sollozando, ante el aturdido
hombre de ciencia.
-He huido de la Universidad, señor. Ya no volveré jamás a ella ni a la vida que
durante años he llevado en Valparaíso. He de evitar a toda costa cualquier contacto con
la policía mientras me halle en América.
-¿Y no se ha dado cuenta de que, precisamente con este proceder suyo, no ha
hecho más que provocar la posibilidad del tan temido contacto?
La joven alzó sus ojos casi con fiereza.
-Espero que no me encuentren nunca, señor.
-¿Dónde piensa ir para ocultarse?
-A Rapa-Nui, profesor Jans, a donde usted me llevará en su avión. Tik-Taeroo
nos aguarda allí a los dos.
-Usted atentó contra mí en la Biblioteca, ¿verdad, señorita? Ahora mismo, si me
negara a sus deseos, ¿qué haría, o... mejor dicho, qué trataría de hacerme?
-¡Oh, señor -clamó con desgarrada voz Leonor Alcover-, yo no le deseo mal
alguno a usted ni a nadie! Yo...
Y la muchacha apoyó sus brazos en la mesa del hombre de ciencia y juntas las
manos implorantes comenzó a hablar a borbotones. Refirió una historia triste y amarga
que su oyente, de no ser un profundo conocedor de la arqueología preincaica y un
furibundo y estudioso viajero por las fuentes históricas de todos los tiempos y razas,
hubiera reputado como engañosa e imaginaria. Mas tampoco llegó a importarle ya
mucho a éste la certeza o falsedad del extraño pueblo escondido. Comenzaba a darse
cuenta de que la presencia real de la embajadora de Oceanía, por sí sola, constituía un
prodigio que se le estaba entrando por los ojos y los sentidos.
Se hacía de noche. Rimaldi, por indicación de su jefe, comunicó con la
Universidad en demanda de las noticias que pudieran tener de Leonor Alcover. No
sabían nada de ella, naturalmente, pero manifestaron que había sido iniciada su
búsqueda.
-En el primer sitio adonde hará sus averiguaciones la policía será aquí, señorita -
aseguró Grindpol Jans-. Usted y yo hemos hecho ya un poco de ruido.
27
No podía entonces imaginarse el profesor, a pesar de su alarde de sagacidad,
hasta qué punto hechos tan dispares como su extraño sueño en Chile y la desaparición
del patrullero Aníbal Torena en su reconocimiento de las islas fantasmas, habían calado
en el interés del inspector Garín. En un principio los pocos hechos conocidos carecían
en absoluto de puntos de conexión; pero otros informes al parecer ajenos fueron
llegando a la ancha mesa de negro cristal da la eminencia gris de Fuerte Andes, y el
hombre comenzó a unir tenues hilos que pudieran quizá llevar a algún misterioso ovillo.
El avión que trajo al profesor Grindpol Jans a Valparaíso habla sido detectado por una
estación de radar de las islas de Juan Fernández, a una hora, una velocidad y una
situación tales, que a poco cálculo que se hiciera desdecía del informe de su tripulante al
declarar que venía de Galápagos. Su verdadera procedencia bien pudiera haber sido un
punto cercano al extraño radio en donde se perdía la pista del patrullero volante Aníbal
Torena, amplios puntos ambos coincidentes en hora y lugar con las zonas señaladas por
los sismógrafos de la costa como afectadas por recientes perturbaciones geológicas.
¡Ah, si hubiese podido conseguir a tiempo el gordo inspector, para su análisis, una
muestra del barro adherido al tren de aterrizaje del avión de Grindpol Jans, a su llegada
al aeropuerto valparaiseño del Campo de Marte!
Aquella noche el inspector Garín se dedicó a estudiar cuantos datos pudo reunir
de las andanzas del hombre de ciencia llegado tan misteriosamente a Valparaíso, hasta
decidir hacerle una visita no más hubo sabido que la joven estudiante complicada en el
caso había abandonado sin definida causa su residencia universitaria.
-¡Si el profesor hubiera salido ahora nueva e inesperadamente de viaje...! -se dijo
el inspector Garín, abriendo mucho los ojos y esbozando una sonrisa.
Pero no, el avión reactor de Grindpol Jans estaba en su hangar de Viña del Mar y
el piloto Antonio le revisaba cachazudamente, con calma y minuciosidad, las turbinas y
los cuadros de mando.
-¿Piensa hacer algún viaje el profesor? -preguntó Garín con su bien estudiada
indiferencia.
-Lo ignoramos, señor -dijo Rimaldi, el eficiente secretario-. Es vieja costumbre
tener siempre dispuesto el avión, aunque a veces durante semanas enteras no sea
utilizado.
-Bien, bien. Me hubiera gustado encontrar aquí al profesor.
-Si se hubiera dignado usted anunciar su visita...
-Como ha sido casual... ¿Fue lejos?
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-Casi nunca deja dicho a dónde piensa ir. Salió hace una hora o así.
-¿Han recibido ustedes alguna visita desde que están aquí?
La rápida pregunta no sorprendió a Rimaldi, que replicó sin inmutarse:
-Ninguna, señor.
Tanto él como Antonio, ya habían sido aleccionados. Los tres acompañantes del
inspector, como aburridos, se desperdigaron por los aledaños de la casa, mientras su jefe
conversaba con los auxiliares del profesor. Les aseguró a éstos el inspector que su visita
apenas tenia el carácter de oficial y les agradeció mucho que respondieran a sus
improcedentes preguntas que eran, no más, una curiosidad viciosa aneja al oficio.
-Ya ven ustedes -dijo, moviendo al reír su panza enorme-, que no he utilizado
siquiera el detector de mentiras -y se tocó el aparatito que como un antiguo reloj de
pulsera llevaba sujeto a la muñeca izquierda.
Rimaldi lo maldijo en su interior y lo despidió con toda cortesía.
Verdaderamente aquel hombre era un demonio; pero el profesor Grindpol Jans no le iba
a la zaga, aunque a la sazón anduviese haciendo demasiadas tonterías.
En tales momentos se hallaba con la muchacha de la Universidad, nada menos
que en un lujoso establecimiento nocturno de recreo en el Sexto Parque, a media hora
escasa de camino a pie.
-Por todos los diablos, señorita, que la gente que frecuenta estos sitios sabe lo
que se hace. ¿Me creerá si le aseguro, que es la primera vez que me hallo en un lugar
así, sin estar rodeado de colegas, discípulos y periodistas?
-Le creeré, señor, si usted lo dice.
-Sin embargo, hay tanta vanidad en todo esto...
Grindpol Jans encerró en un amplio gesto de su mano a las gentes que se
divertían y él se sumergió en el inefable momento que estaba viviendo. No osó bailar,
porque ello estaba en un plano muy ajeno al de sus facultades; pero se sentía feliz y
seguro allí refugiado en aquel reino de frivolidad que le rodeaba sin tocarlo y con la
singular mujer oceánida a su lado y bajo su protección. Era este último un sentimiento
que envolvía como un halo el plácido dejar que pasara el tiempo. Charlaron y bebieron
y llegó un instante en que el profesor se preguntó si acaso no sería una blasfemia lo que
se le venía a las mientes. Porque llegó a envidiar a los vanos y alegres bailarines y a
desear que su aventura en el océano hubiese sido un sueño destinado al olvido, que no
fueran sino fantasmas de una pesadilla finada Tik-Taeroo y Aníbal Torena y que Leonor
Alcover, despojada de su aura extraña, no fuera en realidad más que una sencilla y
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humilde muchacha de aquella tierra, andina luminosa y caliente.
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CAPÍTULO V
UN MUNDO DESESPERADO
Convertirse en un burlador de las leyes era lo último que jamás pudiera hacer el
eminente profesor Grindpol Jans y, no obstante, escogió las más oscuras horas de la
madrugada para abandonar furtivamente Valparaíso.
El avión turborreactor se elevó en el silencio de Viña del Mar y giró en el cielo
hasta lanzarse en ruta noroeste. Las estaciones costeras que detectaron su paso
registrarían una orientación falsa, puesto que a determinada distancia sobre el mar el
rumbo exacto a Rapa-Nui seria rectificado debidamente por el piloto inca, Antonio. El
profesor iba a su lado y en la cabina de equipajes, en improvisado y cómodo asiento,
silenciosa, la fugitiva de la Universidad.
El vasto océano, tenebroso piélago de tempestades y tierras exóticas en un
pasado, desliza su inmensa y verde superficie muy abajo, a velocidad fantástica. No más
de seis horas bastaron a los aeronautas de la Edad Nuclear para percibir en el horizonte,
en carrera con el sol, la leve tierra que durante los últimos siglos fue único vestigio de la
desaparecida civilización oceánida.
-La isla de Pascua a la vista, señor -anunció el piloto.
-Rapa-Nui -se dijo con unción casi religiosa la descendiente directa del
legendario Kon-Tiki, la princesa Hikia-Uma, que retornaba a sus lares submarinos como
en alas de un azar extraño.
No era la primera vez que Grindpol Jans visitaba la isla de Pascua, pero esta su
actual arribada en modo alguno era comparable con las anteriores. Ahora presentábase
Rapa-Nui como una tierra ignota cuyo secreto milenario se le iba a ofrecer rendido,
pleno de encanto mágico de la aventura como a los héroes de los antiguos poemas
griegos.
Al amanecer partieron de Valparaíso y todavía estaba muy bajo el astro del día
en la línea del mar. Las seis horas transcurridas fueron contadas en el reloj por sólo unas
decenas de minutos. Los habitantes de la isla de Pascua no se habían levantado aún a la
nueva jornada, y eso favoreció los planes del hombre de ciencia metido a caballero
andante. La entrada en el Imperio Escondido aún era un alto secreto de estado; más iba
a dejar de serlo muy pronto. Un destino caprichoso precipitaría de tal modo los
acontecimientos, que en su vorágine no serían sino peleles los hombres y sus
31
instituciones. Nada hay inmutable bajo el sol.
El triángulo que desde el aire era la isla de Pascua parecía subir raudo hacia los
viajeros. En el lado oriental, único punto de la isla accesible por mar, brillaban las pocas
luces del puerto de Hanga-Roa o Cook. Poco había cambiado a lo largo de un siglo la
solitaria urbe del solitario islote perdido en el Pacifico a tres mil ochocientos kilómetros
de Caldera, en Chile, lugar de América más cercano en línea recta. Aparte de las pocas
porciones cultivadas el pequeño territorio semejaba un paisaje lunar. Era la
característica principal los numerosos cráteres de sus volcanes apagados. Hacia el de
Pano-Cau, de mil metros de diámetro, dirigió Antonio el avión por indicación de la
mujer. Antes de penetrar en la enorme boca vieron correr en la cima a unos hombres
que portaban luces de situación.
-¡Nos aguardaban, diablos! -exclamó el profesor, y la muchacha sonrió.
Una aeronave de medio siglo atrás no hubiera podido maniobrar como lo hizo la
del profesor Jans, en el fondo del volcán, a una profundidad desde la cúspide de más de
doscientos metros. Lentamente, como en un montacargas minero, el avión se sumergió
en las negruras- hasta quedar posado en una leve plataforma iluminada por potentes
focos que se encendieron sólo el tiempo justo para aterrizar.
En una gran oquedad situada al mismo nivel, portando linternas eléctricas de luz
verde, estaban Tik-Taeroo y otros dignatarios del País Oculto. Al descender de su
cabina, ayudada por Grindpol Jans, la muchacha de Valparaíso, todos prorrumpieron en
un suave canto de bienvenida, y en los hombros de los forasteros fueron depositados
sendos collares de flores rojas.
La princesa Hikia-Uma era recibida por sus súbditos con todos los honores.
El profesor y el piloto, con toda cortesía, fueron invitados a dejarse vendar los
ojos. Un leve movimiento de resistencia de éstos fue reprimido por la princesa, que
asiendo del brazo al profesor le suplicó aceptara tales formalidades. La conquista del
secreto de Oceánida requería, en compensación justa, ciertas concesiones de los
extranjeros.
Antonio y Grindpol Jans, a ciegas, se dejaron conducir por un largo laberinto de
piso infernal. De no ir agarrados por robustos guías, a cada paso hubieran dado con el
cuerpo en tierra. El terreno parecía descender continuamente, a veces con inclinaciones
de más de cuarenta grados. Cualquier sonido rebotaba con prolongados ecos, y el aire se
iba tornando peculiar. Un raro perfume que flotaba en el ambiente no lograba suprimir
por entero el penetrante olor a sal y humedad que saturaba aquel enorme ámbito
32
submarino. Menos de una hora duró la caminata, aunque a los forasteros les pareciera
un siglo, y al fin el suelo se hizo horizontal y menos quebrado, y luego notaron los
aventureros cómo eran ayudados a subir en un artilugio y sentados en estrechos asientes
de muelles.
El aire les batió en la cara al partir a regular velocidad el misterioso vehículo de
silencioso motor. Poco más tarde, apeados ya y al pie de una escalinata de aristas
fosforescentes, el profesor y su compañero fueron despojados da la venda que les cubría
los ojos.
-¿Estamos ya en casa? -preguntó Grindpol Jans, parpadeando.
El tono de su voz no pudo disfrazar, como intentó la irónica expresión, su
alterado estado de ánimo.
-Sí, señor, están ustedes en su casa.
Hikia dijo aquello y se despidió rápidamente, y el profesor y su piloto inca
quedaron con cuatro hombres, que les condujeron a una próxima mansión excavada en
las rocas rezumantes.
-No le respondo de mí, señor -dijo con acritud Antonio, tendiendo a su alrededor
ansiosas miradas.
-Me escaparé, huiré donde sea, aunque tenga que dejarle. ¡Dígales a esos
hombres que me lleven fuera, señor, y le esperaré un año entero sentado en una piedra,
al sol!...
-Cálmese, amigo mío. Subiremos pronto, yo también prefiero el sol. Pero esto...
esto es maravilloso...
El frío era intenso, hasta el punto de estar precisados los extranjeros a usar
gruesas ropas de abrigo a pesar de gozar el país submarino de un cierto sistema de
calefacción por medio de tuberías de aguas termales. La iluminación era fantasmal, pero
perfecta, gracias a los intensos y múltiples reflejos de lámparas eléctricas colocadas
estratégicamente para que sus rayos fuesen rechazados de forma indefinida por las
grandes vetas de basalto de las paredes y las bóvedas. Calles y explanadas, estrechos
pasadizos y avenidas con andenes y calzadas para los vehículos, hacían la urbe del
Pueblo Oculto semejante a una fantástica ciudad sin cielo y sin altos edificios, sin ruidos
estridentes y sin multitudes, como las nuevas ciudades polares durante la gran noche
invernal.
Grindpol Jans, con Tik-Taeroo y un séquito de ingenieros oceánidos, giró una
rápida visita a las frías toberas de los volcanes de Rapa-Nui, a los observatorios
33
sismológicos, a los criaderos de algas comestibles, a las centrales de electricidad y a los
manantiales de aguas potables y medicinales. Después de una frugal comida, el resto del
día fue consumido en las galerías de monumentos antiguos y modernos y en los
archivos y museos de la vieja raza refugiada debajo del lecho del mar. Y la noche llegó,
denunciada por los relojes, porque allí no había puestas de sol ni lunas, ni estrellas, ni
amaneceres...
Finalizada la cena, uno de los deseos más firmemente expresados por el profesor
fue atendido por Tik-Taeroo. No lejos de la mansión asignada, en una cómoda caverna
cerrada al exterior, yacía en un camastro, pálido y con las facciones demacradas, el
agente Aníbal Torena.
-¡Usted...!-vociferó al ver a Grindpol Jans, abalanzándose con los puños en alto.
-No se excite, amigo, le ruego que no se excite; -el profesor lo había asido
fuertemente por las muñecas y le obligó a retroceder hacía su yacija.
-¡No me toque! ¡Oh, le costará tanto esto que ha hecho...!
El policía se dejó caer, sollozando de impotencia y de rabia, y entonces el
profesor le descubrió por entre los harapos de su camisa unos grandes ramalazos
sangrientos que le surcaban la ancha espalda.
-¿Quién ha maltratado a este hombre? ¿Por qué...?
Grindpol Jans se volvió, sorprendido y ceñudo, a sus silenciosos anfitriones.
Éstos, inquietos, se consultaron con la mirada, y Tik-Taeroo fue quien se adelantó y con
expresión grave se dirigió al extranjero:
-Ha sido un incidente muy lamentable, señor. Este hombre no era más que un
prisionero, y aunque bastante díscolo y violento, ha sido considerado con excesiva
benevolencia. Su seguridad le fue prometida a usted por Hikia-Uma, señor, y sólo por
eso le ha sido posible ahora encontrarlo con vida... Pero no pudimos evitar que chocara
con Nicholas Derek.
-¿Quién es Nicholas Derek?
-Otro huésped de la superficie, señor, el único que hasta hoy había sido admitido
en el País Oculto. Hace ocho lunas que vive con nosotros y se ha hecho acreedor a
ciertas prerrogativas.
El profesor apretó los labios en un gesto de desaliento. Dos hermanos de raza se
hallaban en el mundo escondido, y los dos se enfrentaban. Ahora aparecía él mismo, y
de hecho se convertía en el tercero en discordia. ¿No era éste un malhadado ejemplo del
destino fatídico que desde el principio de los tiempos parecía pesar sobre el género
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humano?
Tras unas amistosas e inútiles palabras de consuelo al prisionero, el hombre de
ciencia expuso el firme deseo de entrevistarse con el importante huésped de Oceánida.
Algunos de sus acompañantes se mostraron reacios. Mas por voluntad del viejo y
poderoso dignatario, a los pocos minutos se hallaba Grindpol Jans en el umbral de la
iluminada y espaciosa morada del influyente personaje venido de la superficie.
Derek, que diez horas antes habla sido informado de la llegada del profesor,
aguardaba su visita. Sabía que tenía que suceder, y en no muy cordial ambiente, y ya
tenía forjado su plan de campaña contra el que consideraba un peligroso rival o, en el
mejor de los casos, un cómplice fastidioso.
-Pase, profesor Jans. Me figuraba que se llegaría más pronto por este agujero.
Supongo que la tomará conmigo por haberle pisado el descubrimiento, ¿verdad?
Nicholas Derek, en pie en medio de la estancia, vertía ron en un gran vaso
tallado. A su lado tenía recién destapada una caja de botellas.
-Beba, profesor, aquí no se puede vivir de otra manera. Hace una humedad de
mil demonios -ofreció, volviéndose entonces de frente y mirando a su visitante.
El huésped del País Oculto era de robusta complexión y gran estatura, rubio, de
tez muy blanca y ojos grises. Una sonrisa fría, que no le alcanzaba a la mirada, le
bailoteaba continuamente en sus labios finos y sumidos. La mandíbula, poderosa, se le
contraía en cada movimiento del cuello, y las cejas se le erizaban al fruncirlas con falta
comicidad.
-No me presentaré, puesto que ya me conoce -habló desabridamente Grindpol
Jans-. Ni pienso que me haya pisado nada. Lo que debe explicarme es la razón de que
haya ofendido y maltratado al patrullero de la policía, Aníbal Torena.
-¡Bah, no lo tome así, profesor! Siéntese y tome una copa, es lo mejor para que
nos entendamos por las buenas. ¡Eh, vosotros -se dirigió a los oceánidos que
permanecían en el dintel-: dejadnos solos al profesor y a mí!
De un trago vació su vaso y acercando dos taburetes miró divertido al
asombrado intruso. Éste siguió erguido y casi desafiante, sin aceptar las atenciones del
aventurero.
-¿Quién es usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? -preguntó, de pronto.
-Yo soy... bueno, se lo diré sin rodeos; no es necesario. Me llamo Nicholas
Derek y soy natural de Boston, Massachusetts. En cuanto a la historia de cómo he
llegado a esta madriguera, ya se la contaré... más adelante.
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-Está bien, nada de eso me importa. ¿Por qué hizo eso con mi amigo? ¿Sabe que
le puede costar ir a la cárcel? ¿Sabe que puedo hacer que lo encierren estos mismos
hombres cuya hospitalidad no sabe usted respetar?
Nicholas Derek prorrumpió en una carcajada soez. Grindpol Jans, ya de suyo un
tanto irritable, no pudo contenerse por más tiempo. Dejó suavemente sus gafas sobre la
mesa, y de un furioso puñetazo en el mentón hizo tambalearse violentamente al
corpulento y jactancioso truhán.
-¡Cómo! ¿Eh...? -murmuró sorprendido éste al cabo de unos instantes. Y alzó sus
largos brazos y sus dedos crispados como garfios y el profesor se halló de súbito
suspendido del suelo y con la babeante faz de su enemigo a dos pulgadas de la suya.
-Le mataré. Suélteme.
La voz del profesor no fue sino un susurro, pero Nicholas Derek lo soltó y
retrocedió un paso. En la cintura tenía apoyado el cañón de una diminuta pistola
radiactiva que Grindpol Jans empuñaba con firmeza.
-¡Escuche, por mil diablos, no haga tonterías! -la alterada voz de Nicholas
Derek, en un momento, había perdido toda su cínica bravuconería-. Usted me necesita a
mí, profesor, y yo a usted. Usted no conoce nada de este maldito lugar y yo sí. He hecho
un descubrimiento, sí, un descubrimiento colosal. Es un asunto estupendo, el mejor
asunto de mi vida y aun de la suya... Y no se preocupe por ese policía; si es amigo
suyo..., pues ya haremos las paces. No hay que enfadarse por eso.
Grindpol Jans apartó el arma y desdeñando entrar en tratos con el despreciable
individuo que, sin embargo, le incitaba por sus indiscutibles experiencias del país
extraño, dio por terminada la visita y se encaminó a la salida.
-¡Óigame, profesor, lo último que habré de decirle, y después que lo parta un
rayo, si quiere!
El hombre de la superficie, de un salto, lo interceptó a la vez que le dejaba
descansar sus enormes manos en los hombros.
-¿Por qué cree que le han admitido aquí, por bello o por sabio? ¡Le han dejado
venir, profesor, porque ya sabía demasiado y porque usted era el único que podía traer
en horas a la princesa! ¡Ah, y eso después que ella fracasara en su intento de quitarlo de
en medio para, siempre, allá, en Valparaíso!
No hizo ya movimiento alguno para retirarse Grindpol Jans, sino que
palideciendo ligeramente, escrutó las extraviadas pupilas de Nicholas.
-¿Qué princesa?
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-¡Ah! ¿No sabía que ha conducido a su pueblo a la muy amada descendiente del
gran Kon-Tiki, a Su Alteza Real la princesa Hikia-Uma, futura reina de Oceánida?
La voz firme del profesor se quebró un tanto al responder, hablando casi como si
lo hiciese consigo mismo.
-¿Princesa...? Me dijo que solamente era pariente de Tik-Taeroo y agente del
Consejo de Ancianos, que estaba obligada a servir a su país... ¿Y por qué me quiso
matar? ¿Cuál fue su fracaso? -inquirió, de repente.
-Aquel sueño suyo, profesor -Nicholas entornó los párpados y dejó caer sus
palabras con estudiado efecto, una a una-. Aquel cigarrillo que Hikia-Uma le ofreció,
¿recuerda?, si lo fuma usted entero, no hubiera despertado nunca. Pero usted estaba tan
agotado aquella noche, que se durmió normal y oportunamente a la segunda o tercera
chupada... por eso pudo despertar, porque los efectos mortales de la droga no hicieron
sino rozarle el organismo muy levemente.
-¿Cómo puede usted saber todo eso?
Derek sonrió y se cruzó de brazos.
-Aquí lo sabemos todo, profesor; es decir, yo lo sé todo. Yo mismo planeé
aquello cuando supe que logró escapar del islote 21-2378. Es verdad que también nos
ayudó la suerte, pues no fue usted mal muchacho. Las circunstancias han cambiado en
estos últimos tiempos para Oceánida y para mí, y nos convenía tenerles aquí a todos: a
la princesa, a usted, y... hasta a su piloto y su estupendo avión.
-¿Qué se propone hacer conmigo y con mi piloto?
-Si me atienden y ayudan, nada malo les ocurrirá.
-Déme un poco de tiempo y volveremos a discutir el asunto.
Grindpol Jans le volvió la espalda y salió presuroso. De Molokai el Joven, que
aguardaba fuera, solicitó una urgente entrevista con la princesa.
-Tengo orden de llevarlo a sus habitaciones, señor. Mañana se le transmitirá a
Hikia-Uma sus deseos.
-¿Dónde está Tik-Taeroo?
-Reunido en Consejo, señor. No puede ser interrumpido.
-Lléveme a ese Consejo inmediatamente.
-No es posible, señor. Son órdenes de Hikia-Uma.
-¡Pues yo iré, indíqueme el camino!
-¡Basta, señor! Si tan urgente es lo que ha de tratar, ahora comunicaré con Tik-
Taeroo para que decida.
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-Me gustaría que usaran ustedes de esa misma autoridad para con Nicholas
Derek -murmuró enojado el profesor.
Y Molokai el joven le dio un empellón y lo sentó en el vehículo que aguardaba
al bordillo del andén.
El amenazador gesto de Molokai y de sus silenciosos compañeros impusieron a
Grindpol Jans una forzosa obediencia, aun cuando no dejaron de tratarle después con su
habitual cortesía. Cuando el profesor se reunió con Antonio en las habitaciones que les
fueron asignadas, éste se hallaba examinando uno de los veloces y pequeños
automóviles de la ciudad oculta.
-Bah, es un simple motor de explosión movido con petróleo -exclamó
despectivamente el inca.
-¿Le han dejado libre todo este tiempo, Antonio?
-Creo que sí, señor; pero, ¿a dónde iba a ir? Además, siempre hay algún
polinesio de éstos mirándome.
Grindpol Jans encendió un cigarro y se dispuso a esperar la visita del viejo
dignatario oceánido. Molokai prometió que le avisaría.
-Duerma, señor, yo velaré. He descansado varias horas -dijo Antonio.
Sin proponérselo, agotados ya dos cigarrillos, el profesor se echó vestido en un
duro diván y se quedó dormido. Cuando a su parecer sólo habían transcurrido pocos
minutos, sintió que alguien le sacudía por los hombros. Era Antonio, el piloto.
-Le buscan, señor.
-Sírvase acompañarme, profesor. Tik-Taeroo lo aguarda -le anunció Molokai.
La residencia oficial de Tik-Taeroo estaba situada a la entrada de una gruta
colosal, de pocas, pero enormes estalactitas unidas al suelo, que semejaban columnas de
un templo fantástico. La bóveda era altísima y la iluminación intensa, debido sin duda a
la profusión y limpieza de las extrañas gemas que decoraban las ciclópeas paredes.
Casas de hasta cuatro pisos, con grandes escalinatas y muros frontales inclinados como
los de las viejas construcciones incas y aztecas, llenaban la gruta hasta perderse sus
contornos en las invisibles y lejanas profundidades. El profesor de historia, a su pesar,
no pudo admirar con detenimiento las maravillosas perspectivas de la urbe submarina.
Por una escalera alfombrada de algas secas, para evitar el peligro que suponían los
resbaladizos escalones, Grindpol Jans fue conducido a un salón con grandes arcadas
abiertas al exterior.
Las paredes de la estancia estaban cubiertas con grandes mapas murales de casi
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todas las regiones del mundo. En un testero, sola, había una gigantesca y detalladísima
carta del océano Pacífico y sus tierras con numerosos botones de distintos colores
pinchados sin orden, al parecer, en la azul superficie indicadora de las aguas. Y junto a
una fila de media docena de pupitres situados en el centro, sentado a una gran mesa de
tablero semicircular, repleta de legajos y cartapacios, estaba Tik-Taeroo vestido con
aquella leve túnica que debía ser distintivo de su jerarquía de alta dignidad en el pueblo
escondido.
El arrugado semblante de Tik-Taeroo le pareció al extranjero más ajado que
horas antes, su expresión más grave y sombría, la energía de sus ojos como velada y
toda la viveza de su persona retraída y huidiza como bajo el peso de una reciente y
tremenda preocupación.
-Siéntese, profesor Jans, y dígame qué desea. Hikia-Uma se halla descansando
en estos momentos -dijo desmayadamente.
Grindpol Jans, embargado todavía por su mal contenida cólera, expuso sus
quejas contra Nicholas Derek y solicitó una rectificación a sus palabras. El viejo
oceánido sonrió con amargura, sin inmutarse ante la embajada del profesor. Y es que
aquello, ya, carecía de todo interés en comparación con la tragedia latente en el País
Oculto.
-¿Qué me tiene que decir a todo eso, Tik-Taeroo?
-Nada, profesor; todo cuanto le ha contado ese hombre es verdad.
-¿Entonces...? -crispó los puños Grindpol Jans, levantándose de un salto, con los
labios temblorosos y los ojos centelleantes.
-No le queremos mal, profesor -dijo con suavidad Tik-Taeroo-, y puede estar
completamente seguro de que Hikia-Uma nunca celebrará lo bastante, como yo mismo,
que su intento de causarle daño quedara sin éxito. Los dioses se apiadaron de todos
nosotros y les damos por ello las gracias de todo corazón.
-Sí, ahora es fácil decir eso. Bien, ya pasó... ¡Pero ni ustedes ni ese bandido de
Nicholas me pueden mantener prisionero!
Los ojos de Tik-Taeroo relampaguearon un breve instante.
-Escuche, señor, me bastarla mover un dedo para que usted y sus compañeros
fueran borrados del mundo de los vivos. Como enemigos, ni nos pueden ustedes causar
ningún daño ni nos hace falta ninguna tenerles aquí. Pero podemos ser amigos, profesor
Jans, y queremos que usted lo entienda así de una vez para siempre.
Tik-Taeroo, como si hubiese sido agotado por la parrafada, hizo un gesto de
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cansancio y volvió a caer en su anterior abatimiento. Grindpol Jans permaneció
desconcertado unos momentos, mirando distraído unas largas cintas de papel de
sismógrafo que había sobre la mesa. Los electrogramas tenían en las márgenes
numerosas y cabalísticas anotaciones. Con dedos temblorosos, Tik-Taeroo cogió
algunos trozos y se fue andando cansino hacia el gran mapa de Oceanía. Allí, con las
cintas en una mano y un lápiz blanco en la otra, estuvo absorto contemplando la
situación de los curiosos botones coloreados.
-Acérquese, profesor.
Grindpol Jans dio unos pasos y se detuvo a su lado, ante el mapa, observando
con curiosidad una inmensa cantidad de islotes diseminados en el mar, en puntos donde
él sabía que no existían tierras algunas. Estos islotes estaban marcados con una
referencia numérica en el botón correspondiente. Tik-Taeroo, con el lápiz, señaló el
islote número 21-2378.
-Aquí fue donde nos encontramos. Ya no existe, se ha decretado su hundimiento.
Se ha realizado éste ante los periscopios telemétricos de una flotilla de submarinos
atómicos que merodeaban por las inmediaciones.
El botón amarillo fue sustituido por otro verde con la misma numeración. Los
botones verdes, así, indicaban tierras borradas. Los amarillos, tierras existentes. Los
rojos, negros, sepias y blancos, otras cualesquiera circunstancias de las rocas
estremecidas.
-¿Ustedes pueden, entonces, hacer aparecer o desaparecer a voluntad islas en el
océano? -inquirió, escandalizado, el profesor.
-Llevamos muchos años experimentando. En un tiempo creímos que hasta nos
sería posible en un futuro hacer emerger del fondo del mar un continente como el
australiano o al menos un gran archipiélago como el japonés y el malayo juntos. Pero ya
hemos llegado al convencimiento de que no hay tal posibilidad. Esta noche hemos
desistido oficial y definitivamente de nuestro gran sueño. Además...
Tik-Taeroo se detuvo. Una especie de sollozo ahogó un momento la voz en su
garganta. El profesor Jans permaneció mudo, expectante.
-Además -prosiguió el oceánido-, no tenemos ahora seguro ni siquiera nuestro
pequeño mundo submarino... El Pueblo Oculto se halla en inminente peligro de
desaparecer...
-¡Qué sucede, pues, Tik-Taeroo?
-Hace tiempo que las manifestaciones sísmicas naturales escapan a nuestros
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controles. No podemos mantener durante siglos una labor de titanes, profesor. Esto y el
ansia de vivir al sol, por mucho que amemos nuestro país, nos hizo decidir el surgir
fuera y entrar, como mal menor, en el desdeñado concierto de los estados del mundo.
Ahora... ahora no sé si tendremos tiempo para eso, salvando a la vez nuestro patrimonio
histórico, artístico y científico.
Tik-Taeroo, con el lápiz blanco, trazó un amplio círculo en el mapa, por debajo
de los treinta grados de latitud sur, a mitad aproximada de la distancia entre Nueva
Zelanda y la lejana costa chilena meridional.
-¿Usted no está al tanto de los experimentos científicos-militares de las grandes
potencias de la superficie, profesor?
-Pues... no, nunca me ha interesado demasiado eso -confesó Grindpol Jans.
-Se van a efectuar en este radio unas formidables experiencias, profesor -anunció
gravemente el prohombre del País Oculto-. Los investigadores en física nuclear, ya en la
segunda mitad del pasado siglo, aseguraron que los océanos son una fuente inagotable
de energía atómica. El deuterio, que como usted sabe es un isótopo del átomo de
hidrógeno, se encuentra en cantidades inmensas en las aguas del mar. Se ha llegado a
obtener en los laboratorios, pero lo útil y lo difícil es conseguirlo puro y aislado en sus
propias fuentes y en condiciones debidamente controladas. Teóricamente se puede
disponer, en el mar, de un manantial de energía capaz de cubrir las necesidades del
planeta durante un tiempo infinito. No existe más peligro que el de provocar casi
necesariamente enormes explosiones atómicas. Pues bien, la acometida de tales
proyectos es lo que los pueblos poderosos de arriba van a llevar a cabo muy pronto,
precisamente en esta región -Tik-Taeroo señaló el circulo-, la más apartada de los
lugares densamente poblados, pues por debajo del circulo polar el clima no es propicio.
Grindpol Jans continuó mudo, pendiente de las palabras del viejo de Oceánida.
-Los geólogos de la superficie -prosiguió éste-, no conocen como nosotros el
subsuelo del océano. Y no saben, o no estiman demasiado graves, los cataclismos que
han de desencadenarse.
-¿Afectará eso al Pueblo Oculto, Tik-Taeroo? -se atrevió a preguntar el profesor.
-Si se realizan tales experiencias, las aguas invadirán todo nuestro pueblo. La
corteza del lecho del mar se resquebrajará en grandes y numerosas áreas. Algunas
tierras de la superficie desaparecerán también. No alcanzo ahora a conocer otros
probables resultados, ni me importan; porque Oceánida, ya para entonces, habrá dejado
de existir y nada tendrá importancia.
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Grindpol Jans permaneció largos minutos abstraído, mirando al mapa. Después
se fue hasta las grandes arcadas para contemplar el panorama urbano del maravilloso
mundo subterráneo creado por la raza fantasma de la isla de Pascua.
-¡Pero esto no debe perecer, señor! -exclamó el sabio historiador, volviéndose
hacia el personaje de la túnica dorada-. ¡Se debe intentar detener esas pruebas, está, en
juego la seguridad de un pueblo, la existencia de una civilización!
-Eso es lo que esperamos de usted, profesor Jans -Tik-Taeroo dijo aquello en
voz suave, mirando suplicante a los ojos al hombre de la superficie-. Sea nuestro
embajador, vaya a los gobiernos de los pueblos que disfrutan de la luz del sol y dígales
que el Pueblo Oculto de Kon-Tiki no desea morir aún...
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CAPÍTULO VI
EMBAJADOR SIN CREDENCIALES
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océanos, la princesa Hikia-Uma en persona fue su acompañante en las visitas de estudio
giradas a las estaciones de control geológico de las bóvedas principales. No sabía el
profesor qué admirar más, si la ejemplar laboriosidad do aquel pueblo minúsculo y
bravo, o la maravilla natural que entrañaba aquel fascinante recoveco del mundo. El
extranjero, por razón de su profesión de historiador, no dejó de interesarse por la
situación social del extraño estado. En este aspecto Oceánida carecía de problemas. En
verdad, que la población no era excesiva y la unión impuesta por la amenaza del peligro
común limaba cualquier manifestación de bajas pasiones. Todo ciudadano capacitado
físicamente contaba con su obligación asignada y consideraba un honor el hecho de
llevarla a cabo a satisfacción de los demás. La única ambición de los hombres del País
Oculto consistía en conservar el patrimonio común y algún día ellos o sus hijos vivir en
la superficie, a la luz del sol y de las estrellas.
El profesor Jans y la princesa, al salir de las enormes naves donde se
acondicionaba el «plancton», principal alimento cuyas ilimitadas propiedades ya
estaban siendo también explotadas por las grandes industrias de la superficie, caminaron
muy delante del séquito por las avenidas donde una comunidad de ancianas sacerdotisas
cuidaban los cultivos de flora cavernícola. Eran estas flores bellos y frágiles símiles de
la exuberancia botánica de arriba. Las luces verdes y rosadas reflejadas por el basalto y
el cuarzo prestaban al extraño jardín una atmósfera de rara placidez y suave encanto.
Como por un tácito acuerdo, Hikia y Grindpol Jans no se hablaron una sola
palabra acerca de sus propias aventuras acaecidas más allá de Rapa-Nui. Era como si se
hubiesen visto por vez primera en la inmensa gruta donde ella y Tik-Taeroo tenían sus
residencias. Hikia, vestida con un fuerte y ajustado traje de piel de foca y luciendo en la
cabeza una diadema de flores y diminutos diamantes, no se semejaba, salvo en los ojos,
a aquella lejana señorita Leonor Alcover que estudiaba en Valparaíso. No obstante, las
inefables sensaciones que ya entonces su proximidad provocaron en el profesor, no
hacían ahora sino revestirse de un etéreo tinte poético y legendario que el rudo hombre
de ciencia no sabia cómo dominar. No fue aquella una aventura vulgar cuando empezó,
y ahora, a los ojos del sabio caballero andante, se elevaba el lance a las regiones de lo
sobrenatural y lo fantástico.
-¿Por qué no se lleva con usted al policía Aníbal Torena, profesor? -dijo Hikia-
Uma, que al parecer pisaba más firme en la tierra.
Grindpol Jans descendió de las nubes a donde su imaginación lo llevaba
últimamente con tanta frecuencia.
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-Lo he pensado mucho y no me decido. Para ustedes sería igual, puesto que él
daría también la voz de alarma. Pero antes de nada, me encerraría. Desde el instante en
que saliésemos a la luz del sol él sería la ley y yo su prisionero.
-No se mostraría demasiado dura la ley con usted, profesor. Su caso, que es el
nuestro, para un juez sería de una complejidad extraordinaria. Y, a fin de cuentas, ¿hay
gravedad en sus delitos?
-No le tengo temor alguno a la condena o sanción a que me hicieran deudor,
Hikia-Uma. Sólo temo a los días que estaría privado de libertad, que serían
precisamente los de la aparición del Pueblo Oculto en la superficie.
-Así es, profesor Jans, y usted ha de ser el principal personaje organizador de esa
sensacional aparición. Yo, particularmente, estoy muy contenta de que ese pequeño
honor sea para usted y no para otra persona.
-Gracias, princesa. No será pequeño ese honor.
-Entre los dos, profesor, me puede seguir dando el tratamiento de «señorita» -
Hikia hizo un mohín y tornó al tema central de su pueblo desvalido-. Rijji-Aritea,
nuestro Gran Jefe, sostenía el criterio de hacer una salida al mundo de arriba de la forma
más directa y sencilla: esto es, lanzar mensajes por radio y aguardar en Rapa-Nui la
llegada de los hombres de la superficie. Vendrían en grandes naves y en pocos días se
llevarla a cabo la evacuación completa de Oceánida.
-¿Por qué no lo hicieron así?
-Me aguardaban. No querían dar un paso tan decisivo en nuestra historia sin mi
presencia. Además, estaban temerosos. Ese hombre llamado Nicholas Derek ha estado
haciendo una formidable labor propagandística en contra de los suyos. Sin haberlo
pensado quizá, lleva una gran parte de razón. Si esperamos aquí que vengan a salvarnos,
¿quiénes llegarían primero como protectores? ¿Los escuadrones aéreos de la potente
Asia? ¿Los submarinos gigantes de la vieja y orgullosa Europa? ¿Los americanos?
¿Todos juntos? De cualquier forma, la protección se la disputarían como lobos... y entre
ellos el Pueblo Oculto acabaría, quizá, despedazado. Ya sabe usted, profesor, que el
Gobierno Mundial, prácticamente, es tan nulo como aquellas desdichadas Sociedad de
Naciones y Organización de Naciones Unidas del siglo pasado.
Grindpol Jans se quitó nerviosamente las gafas para limpiarlas.
-Entonces, lo de mi embajada, ¿ha sido cosa suya?
-Sí, profesor, así podremos elegir nosotros. Somos americanos. Nuestro suelo se
extendía desde Méjico a Chile mucho antes de que llegaran los conquistadores
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españoles, antes aún de que los aztecas, los mayas y los incas salieran de sus bosques y
se adueñaran de nuestra civilización. No reivindicamos nada. Sólo queremos un trozo de
tierra a la luz del sol, y eso es lo que usted debe hacer que se nos conceda.
-Haré cuanto pueda. Se lo prometo, princes... señorita Alcov... digo, Hikia...
¡Maldita sea!
Y el profesor tiró con fuerza su cigarrillo contra el suelo y lo pisó con fuerza.
Pero estaba contento. ¡Ah, cuántas cosas tendría de allí a poco tiempo que decirlos a
aquellos endemoniados reporteros del Norte, que se le burlaron cuando él, impelido por
una gran corazonada, aseguró que la vieja Tierra contenía todavía maravillas inéditas al
margen de la técnica de la época!
* * *
El esplendor del sol llenando con su luz poderosa y vivificante el cielo y el mar
puso una chispa de su plenitud en los corazones de los dos hombres que acababan de
surgir de las negras entrañas de la Tierra. Grindpol Jans y Antonio, en el avión
supersónico, hicieron una cabriola para sumergirse en la luz y el calor. Las aguas azules
rielaban muy abajo y las pequeñas olas centelleaban como irisados cristales. Tras las
horas vividas en las profundas grutas de Rapa-Nui, era como una bendición del cielo
aquel saturarse de luz.
En línea recta, la voladora navecilla enfiló las costas lejanas de Chile. El Océano
tendido a sus pies semejaba una alfombra luminosa de esmeraldas y zafiros. Poco a
poco, el sentido de un sagrado deber fue apagando en el ánimo de los aeronautas las
embriagadoras sensaciones provocadas por la vuelta súbita al amado medio natural.
Millas y millas de mar quedaron atrás. Parecía que allá delante fueran a surgir de uno a
otro momento las brumas del litoral americano.
De pronto, el inca señaló proa, hacia abajo, muy adelante. Estaban a menos de la
mitad del camino, a unos quinientos kilómetros al sur de San Félix. Como brillantes
puntos grises en la superficie azul de las aguas, una formación de sumergibles apareció
en el mar.
-Alcance altura -ordenó el profesor, graduando el oxígeno a presión suficiente.
El avión se encabritó y los puntos grises parecieron hundirse en un abismo.
-Más rápido, no nos conviene ser interceptados ahora.
-Es tarde, señor; hemos sido vistos -dijo el piloto.
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Cuatro florones de rayos rojos se abrieron alrededor del aparato en puntos
equidistantes. Era un aviso. Vibraron en los auriculares de radio de los viajeros unas
voces en inglés.
-Bajen ustedes. Plataforma D, buque insignia.
Aquella invitación no podía ser eludida. Sin embargo, Grindpol Jans creyó que
les sería posible pasar y presentarse a las autoridades de Santiago, y no contestó a las
instrucciones que por radio les daban para el aterrizaje. Los puntos grises se iban
quedando a popa. De súbito, otras cuatro granadas reventaron en torno al avión, mucho
más cerca que las anteriores. La estructura entera se estremeció.
-No podemos escapar, señor -exclamó con angustia el inca.
-¡Veinte segundos más, Antonio, y estaremos a salvo!
-¡Imposible, señor!
El piloto accionó con furia los mandos y el avión menguó su velocidad, a la vez
que iniciaba una curva y perdía altura. Aquel violento viraje los salvó, pues un florón
cárdeno estalló en el punto donde un segundo antes estuvo el aparato. De repente,
Antonio se alzó de su asiento con los ojos desorbitados y señaló, tembloroso, a través de
la cabina, sin poder articular palabra. El profesor atenazó los mandos y obligó al avión a
una loca danza. Todo era inútil. Un pequeño proyectil dirigido zumbaba en el espacio
siguiendo en sus giros al avión. La distancia se acortaba a ojos vista. Casi se podía
calcular el momento exacto del choque fatal.
-¡Vámonos, señor! -chilló roncamente el piloto. Y abrió la trampilla, por la que
instantáneamente se deslizaron los asientos-paracaídas con sus ocupantes.
El profesor Jans cerró los ojos y se acurrucó instintivamente contra la red de
tirantes que le envolvía el cuerpo, y a la vez un fragor horrísono estremeció la atmósfera
toda. Se sintió zarandeado por titánicas fuerzas invisibles y perdió el conocimiento.
* * *
Varios botes neumáticos a motor surcaron las aguas para recoger a los
tripulantes del avión destruido. Era éste el del profesor eslavo Grindpol Jans, cuya
búsqueda y captura hacía doce horas que estaba ordenada por la jurisdicción
sudamericana del Pacifico de la Policía Mundial.
Algunos restos del aparato, que adrede no fue atacado con armas
desintegradoras, fueron recogidos por los hombres de los botes. Uno de los tripulantes,
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el piloto inca, fue rescatado en seguida de las aguas. Pero estaba muerto. No se soltó a
tiempo del avión, y una plancha del fuselaje le había cercenado parte de la cabeza. El
cuerpo del profesor, medio desnudo, también fue hallado más tarde entre las olas. Para
poder mantenerse a flote se había despojado con desesperación del paracaídas y de parte
de sus ropas y presentaba alarmantes síntomas de asfixia.
Los submarinos pertenecían a la base naval de Sidney y su comandante, el
mayor Adlai Olivier, no tenía la misión expresa de la detención del profesor Jans, sino
el reconocimiento de una inmensa zona de solitario océano donde iban a tener lugar
ciertas experiencias atómicas para la paz. Mas habiendo recibido en ruta el mensaje de
los servicios costeros de la policía, donde se daba la minuciosa descripción de dos
aviones perdidos en aquellas latitudes, aprovechó la magnifica ocasión del encuentro
con uno de ellos, precisamente el huido de Valparaíso en misteriosas circunstancias.
Grindpol Jans, apenas recuperados los sentidos, se halló ante el mayor Olivier.
Era éste un hombre de edad madura, de fríos ojos azules y gesto desdeñoso. Un pulcro e
inmutable oficial, a sus órdenes lacónicas, sometió al profesor a un completo
interrogatorio.
-Entréguenme a la policía de Valparaíso, ¿no es ella quien me reclama? -pidió el
profesor, finalizado que hubo lo que él creía puros trámites.
-No somos policías ni actuamos a sus órdenes. Será usted llevado a nuestra base
y allí se decidirá su suerte -dijo secamente el mayor inglés.
Grindpol Jans se encolerizó.
-¡Llevamos una misión importantísima, señor; debe conducirnos con toda
urgencia a Valparaíso!
El detenido se extendió un tanto en sus extrañas declaraciones acerca del pueblo
escondido de la isla de Pascua, y los ingleses tomaron nota detallada da su relato. Pero
permanecieron imperturbables y a medida que escuchaban, un dejo burlón curvaba las
comisuras de sus labios rectos y fríos.
-¿No me creen ustedes? -chilló el profesor-. ¿Dónde está mi piloto? ¡Tráiganlo,
él dará fe a mis palabras!
-Su piloto ha sido recogido muerto.
-¡Muerto! ¡Lo han matado! ¡Lo han matado ustedes!
Grindpol Jans saltó hacia el oficial, y dos marineros que hacían guardia a la
puerta de la cámara le sujetaron con fuerza los brazos.
-¡Escúchenme, por Dios! ¡Llevo una embajada de la princesa Hikia-Uma, una
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embajada de la que depende un pueblo entero!...
El mayor sonrió y el oficial entonces, se dignó sonreír también.
-Creo que este hombre está loco de remate, señor.
Un marinero solicitó entrar en aquel momento, y cuadrándose ante el mayor, le
entregó un parte de la sala de transmisiones. Adlai Olivier leyó el papel y asintió en
silencio, pasándoles el mensaje a sus subordinados.
-Estimo que el teniente Smith lleva razón, señor -dijo el capitán médico que
reconoció al prisionero.
Grindpol Jans hubo de resistir de sus aprehensores una última mirada entre
conmiserativa y desdeñosa. No podía hacer valer ninguna de sus razones. Todo lo había
perdido en la catástrofe que le costó la vida al fiel Antonio. Su propia personalidad era
reconocida, solamente porque ya, como un delincuente, su filiación estaba en poder de
las autoridades militares y policiales del mundo entero. Era un embajador sin
credenciales, sin honor y hasta sin ropas que ponerse.
Durante un par de horas el peso de sus propias desdichas mantuvo al aventurero
profesor postrado, sumido en una especie de letargo del que salió con muchos hilos de
plata en su mal cuidada barbilla, la faz demacrada y las pupilas brillantes. El recuerdo
de los grandes y profundos ojos negros de la princesa de Oceánida, que parecían mirarlo
con un mudo reproche desde las sombras de su agitado soñar, despertó en el frustrado
paladín unas enormes ansias de lucha, una feroz rebeldía contra el malhadado destino
que lo atenazaba.
El profesor se hallaba preso en un camarote, echado en una litera y con un
centinela de vista sentado a dos pasos. El marinero hojeaba un «Magazine». De un
vistazo, Grindpol Jans se percató de que no podría arrebatarle el arma que tenía
enfundada al cinto. Y una lucha abierta no le convenía, porque en últimas instancias
aquellas gentes no tendrían contemplaciones con él. Su vida, para ellos, no valía nada.
-Deseo hablar con el comandante.
El centinela, precipitadamente, se puso en guardia.
-No hay orden de eso. Quédese en la litera.
-Bien -accedió el preso-. ¿Dónde estamos? ¿Me lo dice, por favor?
-A tres millas al oeste de Sala -el centinela creyó que siendo cortés con el
vigilado éste se tranquilizaría.
-¡Condúzcame ante su comandante, señor!
-¡No!
49
El profesor se levantó de un salto.
-¡Es preciso que hable con el comandante, es imprescindible!
Por el tubo parlante que había en un rincón el marinero habló unas palabras. La
puerta se abrió para dar paso a dos más. Éste era el momento esperado por el profesor.
De un fuerte empellón apartó a los desprevenidos recién llegados y corrió por el largo y
estrecho pasillo de planchas pulimentadas.
Sonó un silbato. Los hombres de guardia corrieron tras el profesor, que subió por
una escalera que halló al final y emergió por una escotilla a la cubierta inmediata
superior. Un pasillo más ancho ofreció mayor libertad de acción al fugitivo; pero en el
extremo opuesto aparecieron varios marinos que acudían al silbato de alarma. Se oyeron
voces en distintos puntos de la nave, y el profesor, cuya idea era provocar una entrevista
con el comandante, se lanzó velozmente hacia la torreta de mando. Allí, si no al
comandante, encontraría a alguno de los altos oficiales. Sus perseguidores trotaban a
pocos pasos estorbándose los unos a los otros, pero ganando terreno.
Grindpol Jans no tenía posibilidades de buscar más. Estaba desorientado. Como
una centella, ante la inminencia de ser reducido, se precipitó en una cámara cuya puerta
cedió a su presión y la cerró, apenas franqueada, con el pestillo de seguridad que halló
junto al picaporte.
Estaba en el pequeño almacén de emergencia. A un lado había el
compartimiento estanco de evacuación de tripulantes en caso de peligro. Hasta una
veintena de sillas metálicas de resorte estaban alineadas en sus basamentos, bajo la
coraza móvil libre de la presión de las aguas. A la sazón este dispositivo no era del todo
necesario, puesto que el sumergible navegaba por la superficie.
Poco tiempo tenía para obrar, de todas formas, el embajador del Pueblo Oculto.
Los marineros atacaban ya la puerta del pasillo-almacén con soldadores eléctricos.
Grindpol Jans se puso un chaleco salvavidas, se ató al paquete de un bote neumático
plegable, y se sentó en una silla de emergencia. Pulsó el botón y cerró los ojos.
Giró una palanca sobre su cabeza, y la silla, con un sordo estampido, salió
disparada sobre el océano. El cuerpo del profesor describió en el aire frío una
trayectoria parabólica y cayó a más de ochocientos metros a popa del submarino
almirante, que era el que marchaba a retaguardia de la formación. El bote individual,
automáticamente, se hinchó y acogió en su seno al náufrago.
Era de noche, una negra noche sin más luces que las de las estrellas y las
fosforescencias del mar. El profesor le dio las gracias a los mares de Oceánida y a Dios.
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Si era cierto que estaba a tres millas de la isla de Sala y Gómez, a los ingleses les serla
muy difícil capturarle de nuevo.
Inmediatamente un haz de luz comenzó a danzar por la tranquila superficie de
las aguas. Una sirena taladró también con sus mugidos el silencio del océano. Pero el
fugitivo, puesto ya en marcha el motor de fuera de borda del bote neumático, navegaba
hacia el negro promontorio centra el que se oían batir las olas. Aquel viejo y perdido
islote era territorio chileno, como Pascua, y legalmente el mayor Adlai Olivier nada
podría hacer si el profesor Grindpol Jans conseguía poner sus pies en las arenas de la
más oriental de las tierras de la Polinesia oriental.
* * *
A esponja, brea, sal y tabaco olía aquel tabuco de palmas donde unos cuantos
hombres entretenían su ocio jugando a los naipes. Eran los funcionarios chilenos del
estado para el servicio de la estación de repuestos y socorros de las flotas pesqueras de
paso para los mares australes.
La partida se habla prolongado más de lo corriente. Era muy de noche y no había
luna. El mar estaba en calma. Todo auguraba unas largas horas de tedio y por eso el
viejo vigilante que dormitaba a la puerta de la estación de radiotelegrafía casi se cayó
del asiento al percibir a lo lejos el ulular de una sirena de guerra y en la playa el roncar
de un motor. Y a los pocos minutos, de repente, un hombre desconocido se le acercó
corriendo, como surgido de las olas, medio desnudo, brillantes los ojos y mascullando
imprecaciones.
El viejo vigilante estaba tan hecho a la idea de que allí nunca sucedería nada,
que se asustó. También pudo ser que lo arrancaron de su plácido sueño o que le turbaron
su laboriosa digestión. El caso fue que cual un rayo entró donde jugaban los
improvisados tahúres y echó a rodar la partida. Pisándole los talones, surgió de las
sombras el extraño desconocido.
-¿Qué diablos pasa, José? -gruñó el hombre vestido con uniforme azul de
radiotelegrafista y tocado con gorra de visera donde campeaban el cóndor y la gacela
del escudo de Chile-. Y usted, ¿quién es? -se encaró con el recién llegado.
-Soy el profesor Grindpol Jans, en misión oficial -respondió el visitante. Y se
cercioró de una ojeada del cargo del jugador-: usted es el hombre que necesito, señor.
Transmita un mensaje a la Policía Mundial, jurisdicción del Pacífico meridional, en
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Valparaíso. Es muy urgente y de enorme interés.
Las sirenas de los submarinos ingleses rasgaban fuera el silencio de la noche.
Los motores de las lanchas rápidas dejaron oír su zumbido característico, y los hombres
de Sala y Gómez se quedaron boquiabiertos sin adaptarse por entero a la inesperada
situación.
Grindpol Jans asió desesperado, por un brazo, al delegado del Gobierno de
Chile.
-¡Escuche, usted no puede permitir que esos hombres de la marina inglesa que
me siguen me detengan aquí! ¡Estoy bajo su protección oficial y le pido que transmita
mí mensaje... antes de que ellos se lo puedan impedir! Y si no lo hace así... entonces...
Otro de aquellos hombres, hasta entonces expectante, lanzó una risotada y señaló
al profesor burlonamente.
-¡Claro, Grindpol Jans, el escapado de Valparaíso con una muchacha estudiante!
-dijo entre risas-. ¡El sabio loco reclamado por la policía! ¿No lo han escuchado ustedes
por la radio?
El profesor fue hacía él con ánimos de triturarlo, pero los otros se le
interpusieron. A la vez el vigilante anunció que una patrulla de marineros australianos
se aproximaba al desembarcadero.
El embajador sin credenciales de Oceánida se juzgó otra vez perdido, y ahora
definitivamente. ¿Qué sería en tales momentos y en los siguientes de la princesa Hikia-
Uma y de su desventurado Pueblo Oculto?
-Es decisivo, señor -rogó humilde y firmemente-. Por última vez, ¿quiere
transmitir mi mensaje a Valparaíso? Cuando sepa de lo que se trata le dolerá no haberlo
hecho antes.
El hombre del uniforme azul se rascó pensativo la barbilla, miró largamente a
los ojos pardos del profesor y no supo si vio en ellos algo fascinante. De todas formas,
los marinos del Reino Unido no le eran muy simpáticos.
-Venga conmigo -dijo.
Y se lo llevó a la casa contigua, donde se alzaba una larga antena con una luz
roja en el extremo.
En la pequeña playa sonaban voces extranjeras, pasos fuertes y tintineos
metálicos. En el mar, sólo el rumor de la resaca.
-Vaya escribiendo.
El embajador de Oceánida comenzó a escribir rápido y con claridad, y el
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radiotelegrafista a transmitir. Cuando el vigilante asomó la cabeza en la entrada, recibió
de su jefe una orden muda y tajante de que cerrara la puerta y evitara toda interrupción
dimanante del exterior.
Verdaderamente, el mensaje de aquel extraño personaje a las autoridades de
Valparaíso era sensacional.
53
CAPÍTULO VII
MOTÍN BAJO EL LECHO DEL MAR
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Una emisora de Oceánida, sin dar su filiación geográfica, transmitió
intermitentemente sobre el mar el aviso de que se hallaban libres e incontrolados el
peligroso hombre de ciencia Grindpol Jans y su piloto inca, ambos raptores de mujeres
y enloquecidos por el uso de desconocidos estupefacientes fabricados por las industrias
clandestinas del Extremo Oriente. A la vez, Tik-Taeroo y los demás miembros del
Consejo fueron, por la fuerza recluidos en la mansión gubernamental bajo estrecha
vigilancia de jóvenes rebeldes.
En la residencia de Hikia-Uma, al frente de un grupo de disidentes, Nicholas
Derek se presentó a plantear a la princesa la cuestión de confianza. El aventurero,
convencido de su poder, expuso cínicamente y a grandes rasgos sus atrevidas
condiciones de único salvador del Pueblo Oculto.
-La insensata confianza que han depositado ustedes en Grindpol Jans, princesa,
perderá al Pueblo Oculto. El profesor ha volado hacia su perdición. Ya no lo volverán
ustedes a ver más, porque será cazado como una bestia salvaje, y en el caso de que su
relato sea creído allá arriba, el País Oculto no se habrá salvado tampoco. Será invadido
por la soldadesca, confiscados sus bienes por el Estado y sus hombres sometidos a
esclavitud. Esto, en el caso da que no ofrezcan ustedes resistencia; porque si intentaran
hacerle frente al ejército...
Un rápido y expresivo gesto de mano ayudó sin más palabras a Nicholas a
terminar la presuntuosa parrafada.
-¿Y qué ventajas nos ofrece usted, señor? -inquirió, con rara suavidad, la
princesa.
El aventurero, halagado por el tono al parecer humilde y amistoso de la
descendiente de Kon-Tiki, subió al estrado del sencillo trono y se inclinó casi con
familiaridad apoyándose en un brazo del sillón de piedra con incrustaciones de gemas.
-Usted ha vivido fuera muchos años, princesa, y conoce tan bien como yo la vida
en la superficie. Si llegáramos los dos a un acuerdo, le juro no usar de la fuerza contra
su persona ni contra los súbditos suyos que nos secunden. Sería mucho mejor una
inteligencia entre ambos, porque no contamos con tiempo.
-Está claro, Nicholas Derek, que usted no cuenta con mucho tiempo para hacer
una revolución aquí.
-No nos apartemos del asunto, princesa -los grises ojos inyectados en sangre de
Nicholas relampaguearon-. Ustedes poseen un antiguo avión de transporte y cuatro
pequeños, dos de ellos supersónicos, además del que trajo al policía Torena, ya
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reparado. Mi plan es el siguiente: conozco un extenso territorio casi desierto no muy
lejos, en la Tierra de Fuego. Con la centésima parte de las riquezas que puede usted
llevar en una maleta, es posible adquirir legalmente una gran extensión, con
edificaciones. Nosotros dos y la persona que usted designe, en diez horas, podemos
efectuar hasta allí el traslado definitivo. Les aviones pueden regresar y dar tantos viajes
como sea necesario para llevar a cabo una completa evacuación de hombres y efectos.
Usted sabe que allá arriba, con dinero, todo es posible. Cuando las autoridades se den
cuenta, ya usted y su pueblo se hallarán firmemente instalados a la luz del sol, en tierra
propia y con toda la vida por delante para fijar en armonía con los otros pueblos un
destino envidiable.
-Y su papel en todo ello, ¿cuál será, señor?
-Dedicarme por entero y para siempre a vuestro servicio, señora. Desde que
salga fuera, a los ojos del mundo seré un oceánido más. Adoptaré un nombre del país de
Kon-Tiki, una personalidad nueva. Rompo con los míos y reniego hasta del apellido de
mis padres. Los hombres de Chile harán un censo del pueblo inmigrado y allí me
contaré yo entre Rijji-Aritea, Tik-Taeroo, Molokai, Tokola y tantos otros.
-Bello plan, Nicholas Derek, y muy digno de felicitación -dijo Hikia-. Y dígame,
¿cuándo y cómo se llevará a efecto ese éxito?
-Inmediatamente, princesa. Tokola, el piloto, nos puede llevar a nosotros en el
delta pequeño de propulsión, de aquí a pocas horas, para establecer la cabeza de puente.
-Usted no ignora, señor, que el avión grande de transporte, para ser sacado fuera,
ha de ser previamente desmontado y vuelto a montar al aire libre, en Rapa-Nui, porque
por las galerías no cabe. También sabrá que carecemos de buenos pilotos para toda la
flota aérea, y que aun obrando con gran celeridad, la evacuación que ha propuesto
llevaría, por poco, de uno a dos meses, ¿verdad?
Nicholas Derek cedió un poco en su entusiasmo. Hizo una mueca y sonrió, a su
pesar, como pudiera hacerlo una hiena asustada para infundirse valor.
-Toda gran obra requiere esfuerzo, señora. Por eso dije que usted y yo, con
Tokola el piloto...
-Sí -terminó Hikia-, y media docena de maletas con el dinero necesario y el
equipo de ambos, ¿no?
-Exactamente, princesa -los ojos de Nicholas brillaron de admiración y una baba
huidiza humedeció inoportunamente su labio inferior-. ¡Qué maravillosa aventura y qué
maravillosa compañera! -pensó enajenado.
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Hikia-Uma se levantó.
-Es usted el ser más estúpido y más despreciable que he conocido en mi vida,
Nicholas Derek. Ahora, si yo aceptase en secreto su plan, como sin duda desea, no
vacilaría en traicionar a sus seguidores.
Nicholas acusó el inesperado golpe. Hikia hablaba en voz alta, haciéndose oír
por el grupo de oceánidos que respetuosamente asistía, a prudente distancia, a la
entrevista entre su caudillo y la princesa.
-Comprendo que desee cambiar de nombre y borrar toda huella de su
personalidad anterior -prosiguió ella implacable-. Usted es un delincuente fugado de
presidio y tan pronto abandone nuestro País Oculto sería capturado por la justicia. En
cambio, el profesor Grindpol Jans es un noble y esforzado caballero...
-Al que usted en una ocasión quiso matar, princesa -interrumpió loco de furor
Nicholas Derek-. Somos lo mismo, Hikia-Uma, ¡pero el que manda ahora soy yo!
-No le durará mucho ese mando -respondió con altivez la princesa, bajando de
su estrado erguida y digna como una reina-. El País Oculto está tan amenazado por las
fuerzas imponderables de la naturaleza y la soberbia de los hombres de fuera, que la
amenaza de usted es tan baja y despreciable como la picadura de una avispa para un
condenado a muerte.
-¡Deténgase, Hikia-Uma, es usted nuestra prisionera!
-Nadie ose tocarme ni con la yema de los dedos -Hikia se volvió a medias hacia
sus rebeldes súbditos, que apenas habían hecho un movimiento para detenerla-. Voy con
Rijji-Aritea y sus sabios colaboradores fieles a la memoria de Kon-Tiki. Juntos
aguardaremos el retorno de Grindpol Jans.
Nicholas rio con feroz bravuconería.
-Llegará demasiado tarde su socorro, princesa. Nosotros controlamos las
emisoras de radio, los transportes aéreos, las esclusas, las estaciones sismológicas y las
galerías de salida lejana.
-Usted, sin dinero, no irá a parte alguna, como cualquier maleante de la
superficie. Y el dinero lo tenemos nosotros todavía.
Hikia, alta la cabeza y con paso majestuoso, salió sin que nadie tratara de
impedírselo. En derechura y sin tomarse la menor prisa, atravesó la calzada de la
gigantesca gruta rosada y subió la escalinata de la residencia del Consejo. Los centinelas
oceánidos disidentes saludaron y la dejaron pasar a reunirse con Tik-Taeroo, Rijji-
Aritea, Molokai el Viejo y las demás personalidades detenidas.
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-¿En qué diablos pensáis, imbéciles? -rugió Nicholas Derek a sus indecisos
seguidores.
-Creo que Hikia-Uma dice mas verdad que tú, Nicholas -se atrevió a observar el
pálido Kakura, decorador de estatuas.
-Aléjate entonces de nosotros, Kakura, antes de que te mate por cobarde -dijo
entre rechinar de dientes el jefe del motín, conteniéndose para no saltarle al cuello al
débil correligionario. Y añadió dirigiéndose a todos-: ¿Hay alguna mujerzuela más que
huya asustada?
-Estamos contigo, Nicholas, pero obra pronto. Estamos impacientes.
Entonces Nicholas Derek abofeteó salvajemente al artista, que quedó gimiendo
en un rincón de la estancia. Y todos salieron graves y ceñudos, pero entusiasmados por
la esperanza de ver realizada la gran aventura prometida.
Las dotes de organización y mando del audaz aventurero, a pesar de sus errores
en la apreciación de sentimientos y caracteres, eran dignas de una más noble causa.
Ordenó trasladar el gran avión de transporte, desmontado, al exterior del frío volcán
Pano-Cau. Esto era un golpe de efecto, no más. En las laderas había una zona bastante
plana como para permitir al aparato, una vez acondicionado, levantar el vuelo. A la vez,
las dos diminutas naves de reacción fueron dispuestas en la plataforma interior de la
sima desde la cual, en vertical, podrían emerger a la luz y tomar en el aire el rumbo
deseado. Una patrulla fuertemente armada tomó posiciones en derredor del cráter,
preparada para atacar por sorpresa, llegada la noche, las instalaciones portuarias y de
comunicación y el poblado de Hanga-Ria o Cook, único núcleo habitado de la superficie
de la isla de Pascua. En las profundidades rosadas del País Oculto, sin pérdida inútil de
esfuerzo ni de tiempo, todo se disponía para una evacuación fulminante de los
disidentes. Nicholas sería el último en salir, según sus públicas manifestaciones, pero en
verdad era que en llegado un oportuno momento, el más veloz avión con Tokola de
piloto y Derek de tripulante, se perdería hacia las nubes con el tesoro de piedras
preciosas y oro con que comprar en América las futuras tierras del pueblo exilado.
Casi finalizados muchos de los preparativos, Nicholas Derek juzgó conveniente
ocuparse de uno de sus más firmes propósitos: borrar de entre los vivos al agente de
policía Aníbal Torena, que furioso y desesperado permanecía aún en su prisión de
piedra esperando tenaz la hora de cumplir su misión o perecer en el empeño.
-¡Arriba, sabueso infeliz, se te acabó el maldecir y engordar la panza! ¡Vas a ver
de una vez lo que supone medirse con el gran Nicholas Derek, de Boston,
58
Massachusetts!
La estancia estaba en sombras. El tubo de neón de la entrada no lucía, al igual
que otros muchos de la urbe subterránea, por las dificultades laborales surgidas en las
centrales eléctricas. Las cristalizaciones de las rocas no devolvían sino irregulares e
impotentes reflejos.
-¡Sal de tu ratonera, policía, y ven por el grande y poderoso Derek!
Hasta el centro de la amplia sala tallada en la piedra avanzó el fugitivo de la
Antártida, y al no recibir respuesta a sus baladronadas ni percibir siquiera la respiración
del preso se detuvo receloso y empuñó la pistola de cargador múltiple. Tendió el oído e
intentó penetrar con la vista el último rincón, y una turbación inexplicable se apoderó de
su ánimo. Estaba solo. Solo, sin más que una estrecha salida que pudiera conducirlo al
mundo de la luz.
-¡Aníbal Torena! -rugió-. ¿Dónde está usted?
-Aquí, Nicholas Derek- dijo una voz anhelante en el umbral-. Dése preso. Si
no... tendré que llevármelo ya cadáver. Vendrá conmigo de cualquier forma.
El policía, en el dintel, estaba tieso y con las piernas abiertas. Un arma semejante
a la de su enemigo le brillaba en la mano izquierda. Detrás de él expectante, asistía a la
escena el pálido Kakura.
Nicholas dejó escapar una soez imprecación. Estaban él y Torena frente a frente
y con las armas, en la mano, y si cualquiera de los dos disparaba ambos serían
acribillados. Ninguno lo ignoraba, pero a los dos les era igual de duro ceder. El
aventurero sintió un sudor frío correrle por las mejillas y un raro escalofrío en su cuero
cabelludo. El policía, quizá, estaba libre del miedo a causa de su elevado concepto del
deber, su odio y su prolongado sufrir.
Y de repente la tensión del momento fue cortada brutalmente por un rápido
estremecimiento del ámbito rocoso.
Un zumbido extraño, cual una sacudida eléctrica, vino de las profundidades
laberínticas incrementado por un millón de ecos. Algunas esquirlas se desprendieron de
las altas bóvedas. Temblaron las paredes y el suelo, el ruido se hizo intenso y una oleada
de calor llegó de algún indeterminado punto de las entrañas de la Tierra.
Torena y Kakura se acurrucaron en el umbral. Nicholas, con los ojos
desencajados, dio un salto de felino y salió a la calzada, mirando con terror en todas
direcciones. Le entró el fragor por los oídos y se rodeó la cabeza con los brazos,
partiendo a todo correr hacía un imaginario lugar de salvación. Otros hombres se
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movían enloquecidos por las avenidas ondulantes, gritando horrorizados. Muchos se
postraban de cara al suelo impetrando a sus divinidades. El policía de la superficie,
pasado el primer momento de pánico, tomó a su sentir imperioso y se incorporó
buscando a Derek. Entre los ecos restallantes percibió sus gritos y se lanzó, tambaleante
y decidido, en su persecución.
Por momentos cesaba el fragor infernal.
Algunos vehículos estaban volcados, muchas construcciones agrietadas, rotas
numerosas estalactitas y socavadas grandes porciones del pavimento. Uno que otro
cuerpo sangrante yacía bajo los bloques desprendidos. Al hacerse el silencio, de modo
progresivo, ayes lastimeros y gritos de angustia sustituyeron en el País Oculto a la
terrible voz del seísmo.
Rendido tras un loco vagar, desorientado, Aníbal Torena desembocó en la gran
gruta rosada que semejaba una catedral fantástica.
En la escalinata de la residencia del Consejo, Hikia-Uma y un numeroso grupo
de sus fieles estaban rodeados por los guardianes disidentes que, pasado el pánico, les
amenazaban con sus armas conminándoles a retornar a la prisión. El viejo Rijji-Aritea
gesticulaba tratando de hacerse oír por los revolucionarios. Hablaba en una lengua
desconocida por el policía. Hikia-Uma alzaba los brazos y pugnaba por avanzar, pero
Molokai el viejo y Tik-Taeroo no se lo permitían.
-¡Nicholas! ¡Nicholas! -llamaban los armados jóvenes.
De un brinco, Aníbal Torena franqueó el cerco de los vacilantes amotinados y se
puso al lado de la princesa. Su porte era inquietante. Vestía andrajos, los cabellos y la
barba estaban largos y revueltos, le centelleaban como a un demente los ojos y blandía
furioso su mortífera pistola.
-¡Entréguenme a Nicholas Derek y sáquenme de aquí! -aullaba.
-Eso quisiéramos -gruñó Tik-Taeroo-. ¡Oh, Dios, cuánta ceguera la de estos
insensatos!
Hikia miró sorprendida al policía.
-¿Cómo está así este hombre? ¿No di orden de que fuera cuidado y respetado
como el mismo Grindpol Jans?
-Sí, princesa, pero se enfrentó a Nicholas Derek apenas se vieron. Nicholas se ha
ocupado de él, y sólo hemos podido impedir que lo matara, otros asuntos han reclamado
después nuestros cuidados...
-¡Nicholas! ¡Nicholas! ¡Aquí está Nicholas! -clamaron los facciosos, como si
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con la presencia de su jefe se vieran libres de un insoportable peso.
El aventurero llegaba, seguido por casi un centenar de oceánidos. Era todo lo
que restaba de sus gentes, excepto los que permanecían en la cumbre del volcán con el
avión de transporte a medio montar. De todos los puntos del País Oculto iban
congregándose en la gruta rosada los demás habitantes supervivientes, una multitud de
más de cuatro mil criaturas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños de todas las
edades. El pánico general los había libertado de la severa vigilancia impuesta por el
nefasto hombre rubio de la superficie. Levantaban un acongojante rumor, clamando
ayuda de la princesa Hikia-Uma y del grande y venerable Rijji-Aritea.
-¡Nicholas, yo soy la ley! |Yo haré justicia!
Como un poseso, Torena avanzó Nicholas Derek y lo encañonó. Pero el sagaz
aventurero venía prevenido. Sabía que el policía estaba allí y que ya no guardaría
formalidades para su detención o castigo. De la pistola del fugitivo de la Antártida brotó
un chorro de balas una fracción de segundo antes de que su rival accionara el gatillo.
Aníbal Torena disparó sin dar en blanco dos proyectiles y se retorció en el aire,
de puntillas, como si iniciara una trágica danza. Antes de caer ya tenía el cuerpo y el
cráneo totalmente perforados. La vida se le había ido en el cumplimiento de su última y
definitiva misión, en unas circunstancias que ninguna hoja de servicios podría prever.
El momento de estupor fue hábilmente aprovechado por el criminal. Además,
aquella masa de testigos estaba aún bajo los efectos del gran terror desencadenado sobre
el País Oculto. Una muerte más no tenía demasiada importancia. Para ellos aquella
muestra de las pasiones de los hombres de la superficie no era más que un motivo
desagradable sumado a los tantos y tantos que se cernían bajo sus amenazadoras
bóvedas temblorosas.
-¿Quién más se opone a seguir viviendo? -gritó Nicholas, revolviéndose en el
centro del enorme grupo-. ¿Quién más no desea obedecerme para ser guiado hasta la luz
del sol?
Un clamor se alzó de la muchedumbre. Muchas gentes se pusieron a su lado,
fascinadas por el temor, como si de aquel hombre desconocido dependieran sus vidas y
el fin de todas sus tribulaciones. Los gritos de cólera y advertencia de los ancianos del
concejo fueron impotentes. Algunos cayeron arrollados por un movimiento incontrolado
de la multitud. Las mujeres y los niños lloraban. Los hombres gemían ose deshacían en
denuestos y blasfemias, según sus fuerzas o el estado de sus ánimos.
Nicholas Derek se puso, desafiante, frente a Tik-Taeroo y la princesa.
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-Señora, ya no hay tiempo para discutir. Sálvese y trate de salvar a su pueblo.
Vuestros sabios han perdido las riendas de las rocas. El terremoto se repetirá una y otra
vez, hasta la destrucción total. Déme el dinero para comprar las tierras en América.
Como una respuesta a la petición del aventurero, un hombre sucio de tierra y de
sangre se acercó jadeante abriéndose paso por entre la multitud. Venia de arriba, de las
galerías altas del volcán apagado.
-¡Señor, señor, tú no sabes...! ¡Tokola y los dos aviones pequeños han sido
aplastados por las rocas de las paredes del Pano-Cau!
Nicholas palideció, pero haciendo acopios da su voluntad poderosa se irguió
ante el emisario.
-¿Están cegados los conductos?
-Aún no, señor, pero si se produce otro temblor...
-¡Es tiempo todavía, princesa: ordene sacar los arcones! -chilló Nicholas,
volviéndose a Hikia-Uma.
La noticia se extendía por la multitud. De pronto, en alas del pánico otra vez, la
masa se puso en marcha. Todos ansiaban ganar la estrecha salida que pudiera quedar.
Todos querían salir antes de que llegara la tan temida y esperada destrucción
fulminante.
-¡Atrás! ¡Atrás! -voceó roncamente Nicholas Derek.
Y como perdiera de súbito todo ascendiente, furioso y enloquecido, comenzó a
disparar contra la miserable horda aterrorizada. No distinguía ya entre seguidores y
contrarios. Todo el que se hallaba en la trayectoria de sus balas caía sangrante, para ser
inmediatamente pisoteado por la estampida humana que ya no obedecía más que a su
propio instinto de conservación.
Rijji-Aritea cayó desvanecido en brazos de Tik-Taeroo. Hikia-Uma y otros altos
dignatarios libres del terror colectivo trataron de abalanzarse sobre el asesino para
detener la matanza, cuando un hombre surgió de la muchedumbre a sus espaldas y le
saltó a los hombros.
Era Molokai el Joven, hasta entonces indeciso entre seguir al aventurero o
permanecer fiel a sus mayores. Y ya su indecisión había desaparecido. Su deber como
oceánido de Kon-Tiki estaba claro, tan claro como la luz bajo la que siempre había
ansiado vivir.
Molokai atenazó a Nicholas por el cuello con su mano izquierda, y con la
diestra, armada con su hacha de constructor de galerías, de un solo tajo, le cercenó la
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mano mortífera por el antebrazo.
Y lo soltó. Nicholas Derek se volvió, pálido como un muerto y con los horribles
ojos fuera de las órbitas, haciendo extraños visajes. Del rojo muñón astillado de su
brazo derecho manaba un grueso chorro de sangre. La mano, blanca e inerte, estaba en
el suelo al lado de la pistola de cargador múltiple.
-¡Maldita sea la hora en que entraste en el País Oculto, puerco asesino! -rugió
Molokai.
La princesa asió por un hombro a su feroz súbdito para que no siguiera
martirizando al infeliz rufián.
Nicholas se miró el muñón y rompió a llorar como un niño desconsolado. Con la
mano izquierda quiso taponarse el rojo y caliente surtidor y la sangre le siguió manando
por entre los dedos blancos. Hizo un raro gesto de dolor y de miedo, los cabellos
dorados se le erizaron, vaciló, y cayó al suelo estirando convulsivamente las piernas y el
cuello.
Nadie le concedió el menor caso. Los moradores del subsuelo del mar no
miraron el cadáver del monstruo de la superficie ni para execrarlo siquiera.
Hikia y unas cuantas abnegadas muchachas de su séquito se ocuparon de los
niños heridos y de sus madres, y Molokai el Joven, enarbolando como una bandera su
hacha manchada de sangre, se encaramó en una estalagmita y comenzó a gritar
arengando a la multitud.
Los sordos rumores subterráneos continuaban. Y Grindpol Jans, que salió de
Oceánida tres días antes, no daba señales de su embajada a los países que vivían bajo la
luz del sol y de las estrellas...
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CAPÍTULO VIII
EL PALADÍN DEL PUEBLO FABULOSO
64
Sidney.
* * *
65
-No olvide que Pascua es territorio chileno -respondió el delegado del
gobernador-. Además, el primer contacto lo ha tomado de hecho y de derecho, según
ese informe, el agente Aníbal Torena de nuestra policía.
-¡Quién sabe en qué circunstancias se halla Torena! -exclamó, desesperado, el
oficial mayor. Y añadió casi en un gemido-: ... ¡y con Nicholas Derek allí!
Los reunidos estaban en continua comunicación con las naves enviadas a Sala y
Gómez. Hora y media después recibieron el aviso de haber sido tomado a bordo, sano y
salvo, el profesor Grindpol Jans, y cincuenta minutos más tarde se supo que la flotilla
del mayor Adlai Olivier, sumergida, había abandonado las aguas de la isla.
Simultáneamente, y de los observatorios sismológicos de Juan Fernández, Nueva
Zelanda y Tierra de Fuego, llegaron unos boletines especiales anunciando fuertes
maremotos con epicentro a cien millas escasas al sudoeste de Pitcairn.
-¿Iniciarán ahora, así, las pruebas nucleares con las aguas del mar? -inquirió de
Brigham Aranaz, con cierto sarcasmo, el inspector Garín.
-Es probable que las suspendan -contestó desdeñosamente y con cierta inquietud
el sabio-. Recuerden, de todas maneras, señores, que para estas pruebas iniciales no ha
sido necesario comunicar alarma alguna ni efectuar traslados humanos. No se trata de
explosiones de artefactos de guerra propiamente dichos y, además, la expedición
científica trabaja en una isla flotante muy al sur de las Mitchell, a bastantes millares de
kilómetros de cualquier zona habitada y al margen de las principales corrientes marinas.
Pascua es la tierra que posiblemente sea la más cercana y se halla, por su distancia, a
cubierto de todo riesgo de radiactividad. Por ahora sólo ha sido advertida la navegación,
aunque las zonas donde tendrán lugar las experiencias sean las menos frecuentadas.
Para ulteriores trabajos si se tiene prevista la evacuación en masa de muchas islas, pero
sólo por un exceso de prevención, pues en teoría el peligro es nulo. ¡No viven hombres,
aunque existan algunos islotes volcánicos o de coral, en cuatro mil kilómetros a la
redonda!
-Pueden vivir hombres muy cerca, según esto -observó el director de pesquerías,
señalando el largo mensaje que ante si tenia la eminencia gris de Fuerte Andes.
-¿Creen ustedes en eso? ¡Bah, es un cuento fantástico! -dijo, apoyando al
presidente de la organización atómica, el ingeniero geólogo convocado a la reunión.
Y desde ese momento cada uno adoptó un criterio particular y diferente. Garín
acordó, en vista de ello, aplazar el debate hasta que el autor del informe, que ya se
hallaba en camino, se encontrara presente.
66
* * *
Por entre celajes grises que conforme se apiñaban se tornaban plomizos, el sol
ya próximo a su ocaso lanzaba los postreros rayos de aquel día caluroso y húmedo. Los
pilotos consultaban inquietos el barómetro. El único tripulante civil de la pequeña
formación, un hombre barbudo y demacrado, vestido con ropas de marinero no hechas a
su medida y con las gafas rotas y recompuestas con trozos de alambre, miraba anhelante
las cercanas costas de Chile.
-Aterrizaje, plataforma U de Fuerte Andes -dijo una voz metálica en el silencio
de la cabina transparente del aparato de vanguardia.
Las nubes se espesaban por el sur y el oeste. El océano presentaba tonalidades
violáceas y ocres. Líneas de espuma danzaron sobre las ondas, y a tiempo, la ciudad de
Valparaíso apareció bajo las alas de los aviones. Uno de ellos, en el que viajaba el
extraño pasajero, se despegó de los demás y quedó un momento suspendido en el aire.
Se orientó después, cedió altura, y sin perder su horizontalidad descendió lenta y casi
verticalmente hasta posarse en la cima de un enorme edificio costero, donde ondeaban
al viento varias banderas al lado de una intrincada red de antenas,
Cuatro agentes uniformados aguardaban al singular viajero. Sin concederle
tiempo para cambiar su atuendo, le condujeron en la cabina de descenso a la amplia
estancia donde el inspector general Garín y las personalidades convocadas esperaban
escuchar de sus labios una ratificación a las declaraciones transmitidas por radio hacía
pocas horas desde Sala y Gómez.
Sentado a la mesa del inspector, ante un micrófono, el profesor Grindpol Jans
hizo, antes apenas de que fuera invitado para ello, un largo y completo relato de sus
andanzas en el País Oculto de Rapa-Nui. Habló mucho y de prisa, exaltándose a medida
que profundizaba en el tema, y acabó glosando al ejemplar pueblo descendiente del
legendario Kon-Tiki y pidiendo para él un socorro que ninguna nación del mundo, y
menos Chile, podía dejar de concederle por política y por humanidad.
Cuando el profesor hubo acabado su disertación, un rumor de comentarios se
alzó del auditorio. Garín golpeó la mesa de cristal con un lapicero para imponer
silencio. Al fin, la voz de Brigham Aranaz se impuso.
-Todo eso es admirable, profesor, y hasta muy sensacional, si se me apura. Pero,
¿cómo nos puede usted garantizar que es real todo lo expuesto?
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-¡Bien dicho, señor, que nos pruebe que ese relato no es un cuento de su
invención! -gritó uno de los reunidos.
Y muchos le apoyaron, no dando crédito a la fantástica exposición verbal del
profesor, conocido precisamente por sus disputas con la prensa y la radio y sus últimas
charlas anteriores a la aventura, que ahora perjudicaban su posición de paladín de un
pueblo fabuloso.
-¡Vengan conmigo a Pascua, señores! ¡Yo les presentaré al Pueblo Oculto!
-Ha comenzado a llover, amigo mío -murmuró con sorna un personaje
larguirucho, con uniforme del cuerpo de estadística.
Grindpol Jans, lívido de furor, se levantó dispuesto a saltar sobre la mesa de
cristal negro, para acogotar a los que se le burlaban, sin tener en cuenta sus categorías ni
ascendencias.
-No puedo probar nada en este instante. Ya he contado cómo lo perdí todo: mi
avión, mi piloto, mis ropas, toda la documentación...
-¡Vaya embajador! -dijo una voz.
Ahora el profesor saltó, y antes de que le pudieran detener le hundió el puño
derecho en la nariz al que había hablado, que era precisamente el ingeniero geólogo.
En el mismo momento, varios periodistas y fotógrafos, que habían husmeado el
acontecimiento y permanecían fuera contenidos por les guardias, consiguieron romper
la barrera e irrumpir en el salón, como indiscretos observadores. Las diminutas cámaras
fotográficas ocultas tras un botón de las chaquetas entraron en funciones y la figura ruda
y harapienta del iracundo profesor quedó registrada en las retinas microscópicas.
A partir de tal invasión, la estancia de actos de Fuerte Andes se convirtió en un
verdadero campo de batalla. Los agentes luchaban para reducir a los periodistas y
reporteros de televisión y al mismo furioso profesor, éste danzaba como un
energúmeno, hendiendo a puñadas a sus detractores, y los reunidos todos discutían y
tropezaban o bien pugnaban por ponerse a salvo, escogiendo los más inverosímiles
rincones.
Llegaron más policías, provistos éstos de porras, y el orden fue restablecido a
pesar de que el grupo de informadores se vio reforzado por una docena de ansiosos
colegas que acudían tardíos y presurosos a entrevistar a toda costa al embajador de
Oceánida.
Aun con todas las medidas y el escaso tiempo transcurrido desde la recepción
del mensaje del Pacífico, la noticia de la reaparición del profesor Grindpol Jans se habla
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extendido por todos los medios públicos de la ciudad chilena. Y Grindpol Jans, en tanto,
molido a golpes, cansado, sucio y hambriento, fue recluido por orden del inspector
Garín en sus propias habitaciones oficiales al cuidado de médicos, enfermeros y
policías. Fuerte Andes no era un hotel ni una prisión, mas para el esforzado paladín de
la causa fantasma, aquella noche al menos, fue ambas cosas.
Y la prensa lanzaba nuevas ediciones y los programas de televisión eran cada
pocos minutos para ofrecer recientes y sensacionales nuevas en concordancia, al
parecer, con la extraña aventura vivida y difundida por el profesor eslavo. Los medios
militares mostraron una rara efervescencia de la que pronto se hicieron partícipes a las
altas autoridades civiles y al pueblo entero de la nación. Con inexplicable retraso, las
comunicaciones con la isla de Pascua fueron reanudadas tras un sensible lapso. El breve
informe captado comunicaba que hombres desconocidos pululaban armados por las
cumbres de los volcanes extintos Pano Cau, Harui y Otuiti, y que una flotilla de
submarinos extranjeros tomaba posiciones al pairo en derredor de la isla. Después de
esto, las comunicaciones quedaron interrumpidas definitivamente con Pascua y de otros
lugares se recibieron noticias de haberse producido incontrolados seísmos de intensidad
variable en los fondos marinos y en algunas tierras isleñas, por debajo de los veinticinco
grados de latitud norte.
Al amanecer Grindpol Jans estaba ya de pie, afeitado y vestido correctamente y
conversando con su ayudante Ugo Rimaldi, única persona ajena a Fuerte Andes a quien
tan pronto hizo acto de presencia le fue permitido estar junto al profesor. Una hora más
tarde acudieron al apartamento el inspector general Garín, el oficial mayor de la Policía
Mundial y un capitán piloto de las fuerzas aéreas chilenas. Los acontecimientos de la
precedente noche crearon un sentimiento de respeto y admiración en torno al aventurero
hombre de ciencias y, así, esta conferencia matinal se desarrolló en un ambiente de
seriedad muy distinto al del atardecer anterior.
-Profesor -dijo gravemente el inspector Garín- le supongo enterado de las
últimas noticias del Pacífico.
Grindpol Jans estaba sombrío.
-Sí, señor, sé todo lo que ha sido posible saber.
-Una patrulla mixta de exploración está dispuesta para despegar hacia la isla de
Pascua si el tiempo lo permite.
-Sé también que las condiciones meteorológicas no son propicias para una
exploración, señor, pero estimo que no hay tiempo que perder.
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Garín miró al capitán. Éste asintió y seguidamente sacó una libreta de notas y
pidió al profesor algunos datos de Pascua y de las entradas secretas al subsuelo.
-Pero, ¿no voy a ir con ustedes? -inquirió, decepcionado, Grindpol Jans.
-Es una misión demasiado peligrosa, profesor -dijo el oficial mayor.
El embajador del Pueblo Oculto se encaró casi con ferocidad, angustiosamente,
con el inspector.
-¿Estoy detenido, por ventura?
Garín vaciló.
-En cierto modo... sí, pero no como un delincuente.
-¡Escuche, señor, yo no puedo abandonar a un pueblo que todo lo espera de mí!
¡No me lleven con la patrulla de exploración, pero déjenme libre, yo fletaré un avión
particular e iré solo!...
-Han sido prohibidos todos los vuelos no oficiales sobre el Pacifico, al sur de los
veinticinco grados de latitud.
-¡Pero yo tengo que volver! ¡Ya he cumplido mi misión aquí! ¡He de ir a ver qué
les ha ocurrido a Tik-Taeroo, a Hikia, a Torena... a todos! ¡Oh, Dios mío!
La profunda desesperación del paladín del pueblo fabuloso hizo mella en el
ánimo de los presentes. Era sincero el dolor de aquel hombre y real y terrible su congoja
al sentirse imposibilitado de correr al país misterioso y fascinante que se le habla metido
en el corazón.
Ugo Rimaldi se acordó de los negros ojos de la muchacha que estuvo en Viña
del Mar, y permaneció silencioso. Garín y el oficial mayor miraban con simpatía al
profesor. El capitán, imperturbable, aguardaba órdenes.
-¿De veras desea jugarse la vida por volver... allí, profesor? -inquirió
suavemente Garín.
-¡Oh, sí, señor!
-¿Le será útil este hombre como miembro de la expedición, capitán?
-A mi parecer, sí, señor.
-Profesor, ¿promete usted seguir al pie de la letra todas las órdenes del capitán
Navarra?
Los ojos de Grindpol Jans centellearon, esperanzados.
-¡Sí, señor!
-Pues vaya con ellos -dijo el inspector general, tras una mirada de inteligencia
del oficial mayor-. Y a la vuelta, preséntese a mí -se sonrió-; aún ha de responder a la
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justicia de ciertos hechos de los que es autor. Entienda que lo que le doy es sólo una
tregua en atención a las circunstancias especiales del momento.
Ugo Rimaldi comenzó a guardar en una gran cartera de piel una gran cantidad de
hojas de papel con apuntes taquigráficos.
-¿Qué es eso? -preguntó Garín.
El profesor intervino:
-Son unas declaraciones para las emisoras de televisión. Una reseña breve del
País Oculto y el anuncio de una larga serie de reportajes que haré a la vuelta. Si lo
desea, Rimaldi lo someterá a su aprobación antes de darlo a la publicidad.
Asintieron el inspector y el ayudante del profesor y la entrevista se dio por
terminada. Los cinco hombres salieron, y en un veloz automóvil cerrado llegaron en
pocos minutos al aeropuerto militar.
Una fría llovizna y un tenaz viento del cuadrante sursudoeste batían a la ciudad.
El rumor del mar embravecido era como una música de fondo improvisada para dar
mayor carácter al día plomizo y desapacible. Numerosas aves marinas revoloteaban
sobre la tierra aterida, emitiendo desesperados graznidos.
-¿Sigue dispuesto a emprender la marcha, profesor?
-¡Sí!
Rimaldi apoyó una mano en la espalda de Grindpol Jans.
-¿Es enteramente necesario quo se vaya ahora, señor?
El profesor comenzó a ponerse encima de las suyas las ropas de vuelo que le
facilitaban unos solícitos soldados.
-Sí, amigo. No deseo hacer otra cosa en este momento. No se preocupe, todo
saldrá bien. Y si no... pues ya tiene usted mis instrucciones, amigo mío.
Cuando Grindpol Jans se despidió de Garín y de los jefes de la Policía Mundial
del aeropuerto, todavía le dijo el italiano:
-Celebraré mucho verle de nuevo a usted, profesor, y a la princesa que nos visitó
en Viña del Mar.
Un golpe de viento que se le llevó el sombrero le impidió a Rimaldi ver la
expresión del profesor. Éste se dirigía ya, entre el capitán y otros miembros da la
tripulación, a donde una escuadrilla de seis aviones ultrasónicos de exploración y
reconocimiento aguardaba la señal de partida.
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* * *
72
-Sí... al menos hasta hoy -murmuró en un hilo de voz el profesor Grindpol Jans.
Y los aviones iniciaron las maniobras previas para el aterrizaje. No bastó la
pericia de los pilotos. Fue un milagro, al sentir del profesor, que los seis aparatos
componentes de la escuadrilla tomaran tierra sin percance alguno en la isla tan
ferozmente batida por los elementos...
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CAPÍTULO IX
S. O. S., OCEÁNIDA
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agolpaban fríos y silenciosos, sin ya gemir apenas, en las oquedades oscuras que horas
antes eran el camino de la luz. Un camino que no quisieron seguir cuando todavía era
tiempo, por escrúpulos atávicos y por desorientación espiritual. El nivel del océano
estaba por debajo y por ello las aguas no habían invadido aún aquellos últimos y pobres
baluartes. En el fondo de las simas, lo que fue una maravillosa ciudad subterránea llena
de paz y de luces verdes y rosadas era ahora un revuelto infierno de olas y rocas, un
caos como el que precediera a la formación del mundo en aquel lejano y desconocido
instante del alumbramiento del Universo.
Molokai el Joven, convertido por los avatares de su suerte en caudillo de aquel
deleznable residuo de un pueblo, con sus voces y su voluntad y el escaso poder de sus
músculos, mantenía la última chispa de entereza y de esperanza de aquellos hombres y
mujeres que sostenían aún en los brazos a sus pequeños y desgraciados hijos, tiernos
retoños de una raza que jamás llegaría a formar nuevas generaciones que enlazara con
los años venideros. Porque ya nada vendría, sino la muerte.
En la superficie, además, tronaban los elementos del aire.
A la luz de los relámpagos, por entre las estatuas caídas y los arroyuelos de lava,
corría enloquecido un hombre de la superficie. Escaló a grandes saltos, raudo, la
temblorosa ladera del Pano-Cau. El cráter conservaba su frío de siglos, pero una espesa
nube de polvo y vapor brotaba de sus intersticios cegados por los hundimientos
interiores. El hombre impulsado por un misterioso ánimo, con un desprecio totalmente
inconsciente hacía el peligro, sorteando las fumarolas y la lluvia, los aludes y la
atmósfera enrarecida, coronó la quebrada cúspide del volcán. Allí se detuvo y riendo a
carcajadas se sacó del cinto una gran linterna de helio radiado. Conocía la severa orden
dada por las autoridades militares de no usar bajo ningún pretexto aparatos de reacción
nuclear, pero si el mundo había de saltar saltaría de todas formas. Y la luz en tales
momentos le era más preciosa que cosa alguna. El Pueblo Oculto o lo que de él quedara
iba a dejar de serlo, si Grindpol Jans conservaba sus fuerzas y el favor y la ayuda de
Dios.
Ya, los roncos e inaudibles gritos del capitán Navarra y de sus hombres le eran
indiferentes. Recordaba que a la partida de Valparaíso prometió obediencia, pero ahora
su exaltación le hizo desdeñar las prudentes instrucciones del jefe de la expedición. Y es
que éste, absorbido ante todo por sus deberes militares, se dedicó con todos sus hombres
a colaborar con ciertos marinos australianos desembarcados en el salvamento de cinco
de sus naves, que hablan sido lanzadas por el maremoto contra las costas de la isla.
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Después de esta ineludible y humanitaria labor habrían de proceder los expedicionarios
al internamiento de los extranjeros, y el embajador de Oceánida escogió su propia
misión lanzándose temerario hacia la meta soñada, hacia la única entrada que conocía
del País Oculto.
En la confusa situación reinante, ninguno de los recién llegados ni de los
habituales pobladores se fijaron en los extraños atavíos de algunos hombres que se
refugiaban junto a los legendarios y ciclópeas monumentos clásicos de la isla. Ni
siquiera Grindpol Jans. Sólo se detuvo éste receloso en la estremecida cresta del Pano-
Cau al descubrir, entre los bloques pétreos, piezas y trozos de un grande y anticuado
avión de transporte a medio montar. Halló también armas y herramientas que reconoció
como originarias del País Oculto, pero no pudo encontrar allí a ninguno de sus
moradores.
El profesor, inundando de luz blanca el interior del cráter, descendió ligero por
el sendero que sabía era el camino al fondo de la sima. Le pareció demasiado largo, mas
a medida que se alejaba del centellear de los rayos se tornaba más animado y capaz de
sortear todos los obstáculos. Pero a la plataforma donde aterrizó una vez con su avión,
no llegaba, a pesar de haber descendido lo suficiente. Un espantoso montón de cascotes
le cerró el paso. Por entre ellos vio, completamente destrozados, dos pequeños aviones
de reacción y los cuerpos triturados y sangrantes de varios hombres al parecer
sorprendidos en su fuga por el alud.
Y el profesor adivinó de repente, clara y terminantemente, la fatal realidad: la
entrada al País Oculto habla sido cegada por un colosal desprendimiento de tierra de las
paredes interiores del cráter, en el mismo momento que los oceánidos llevaban a cabo
una evacuación en toda regla, pero infructuosa, del pueblo condenado.
¿Por qué Tik-Taeroo y la princesa no aguardaron la vuelta o las instrucciones de
su embajador?
Mas no había lugar a cábalas ni preguntas. Actuar, y actuar de prisa, podría ser
la única solución. Grindpol Jans tornó a subir a la cresta del volcán.
El viento silbaba confundido con el trueno y la lluvia. El estruendo del mar era
pavoroso. Las humaradas de las erupciones se cernían sobre el suelo, sin subir al
encuentro del caos atmosférico. Y Grindpol Jans vio a muchas gentes trepar por los
aledaños del volcán, cual si temerosas de que el mar invadiera la isla buscaran refugio
en los parajes de mayor altitud.
Muy adelante venían corriendo monte arriba dos hombres, los cuales al verle
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emerger del cráter agitaron frenéticos los brazos y prorrumpieron en gritos de dolor y de
entusiasmo.
-¡Señor, señor, ha vuelto usted...! ¡Oh, señor!
Eran habitantes del Pueblo Oculto. El profesor los reconoció, aun cuando sus
ropas estaban destrozadas y ellos mismos en lamentable estado como los moradores de
las aldeas de la costa.
-¿Dónde están la princesa y Tik-Taeroo y... todos los demás? ¿Qué ha ocurrido
abajo?
-¡Oh, señor, mátenos, pisotee nuestros cadáveres y écheselos a los tiburones! -
exclamó uno de ellos.
Los dos se arrojaron de rodillas ante Grindpol Jans y hundieron su frente en la
tierra, a sus pies.
-Somos unos traidores y unos cobardes -dijo el otro oceánido-. La venganza de
los dioses ha caído sobre nosotros... ¡Quítenos nuestra perra vida, señor!
-Pero, ¡qué demonios ha sucedido aquí, por Dios vivo! -gritó, ronco, el profesor,
asiendo brutalmente del hombro a uno de los súbditos de Hikia-Uma y volviéndolo de
cara a las negras nubes.
Entre gemidos de pesar y de miedo, los miserables explicaron al profesor lo
ocurrido en el País Oculto a raíz de su salida a la superficie. De los últimos y trágicos
acontecimientos del interior no sabían nada, puesto que tras el seísmo y el alud
quedaron separados. Ellos pertenecían a las patrullas dispuestas por Nicholas Derek en
la cumbre del Pano-Cau para proteger el montaje del gran avión. No sabían nada más,
sino que hasta el momento consiguieron salvarse del hundimiento y que junto con una
veintena de supervivientes intentaron por todos los medios afrontar el terremoto y la
tempestad y establecer algún contacto con los suyos.
-¿No existen más entradas al pueblo de Kon-Tiki, además de la del Pano-Cau? -
inquirió el profesor.
-Había otras dos en esta isla de Rapa-Nui, señor, en los volcanes que ahora se
hallan vomitando lavas ardientes.
Grindpol Jans, erguido, insensible al terrorífico crepitar de los elementos, alzó al
cielo amenazador su mirada suplicante. Y rogó a Dios y a los menos de Oceánida, a la
tempestad y a los vientos. Y a voces lanzó al huracán su dolor, su impotencia y su
desdicha toda. Y el huracán rugió atizando contra los infelices hombres un torbellino de
humo asfixiante y de espumarajos verdes.
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El temporal estaba en su apogeo.
El capitán chileno, en el zaguán del edificio residencial, donde yacían hacinadas
todas las familias sin hogar, escogió un rincón entre sus pilotos y se concedió un
momento de respiro. Apenas dirigió, enojado, una mirada al sombrío profesor de
historia, que lo aguardaba al frente de varios indígenas de mirar huidizo y porte extraño.
-¿Han sido cubiertos los aviones? -preguntó a un aviador.
-No del todo, capitán. Es difícil encontrar más toldos embreados.
-Señor... -se acercó Grindpol Jans,
-Con usted ya hablaré cuando me acomode, si no nos vamos todos al infierno -
respondió el capitán.
Insistió el profesor indicándole al jefe militar de la expedición los hombres del
Pueblo Oculto y la necesidad de intentar el salvamento de los que pudieran quedar aún
vivos en las entrañas del volcán. Apenas causaron sensación sus palabras en los
numerosos oyentes. Los rugidos de la tempestad y el rumor subterráneo que a veces
sacudía el suelo restaban interés por el desconocido pueblo y por cuando no fuera el
momento presente. Lo positivo, lo real, era la desesperada y trágica situación en la
superficie.
-¿Cree usted que podemos dedicarnos ahora a remover mil toneladas de piedras
en el fondo de un cráter? -dijo, desabrida y burlonamente, el capitán.
-Comprendo que ahora es imposible y después será muy difícil, señor, mas para
eso fuimos enviados.
-Cállese. Aquí quien manda soy yo. Y ¡basta, déjese de historias, profesor!
Un hombre delgado y pálido que allí cerca estaba echado silencioso y
meditabundo, desnudo y envuelto en una manta, levantó los ojos hacia el grupo formado
por el profesor y los pilotos.
-Si me permite una observación, capitán...
-Diga, señor.
Grindpol Jans reconoció en aquel náufrago al mayor Adlai Olivier, el
comandante de los flamantes sumergibles que ahora no eran sino cascos de acero
encallados que las olas destrozaban a cada uno de sus embates.
-Cuando cese el temporal quizá podamos contar con una tonelada de explosivos.
Los tiene a su disposición, capitán, para abrir una brecha que conduzca a ese pueblo
maravilloso. Claro, lo ideal sería un «pico atómico», pero no sabemos cuándo se podrá
utilizar ni si nos llegaría con tiempo suficiente desde Sidney o San Francisco.
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El profesor dirigió a su pesar una mirada de agradecimiento al mayor, y éste
sonrió imperceptiblemente. La idea la aceptó el capitán Navarra, pero sin entusiasmo.
Le tenía demasiado preocupado el estado de sus aviones, el destino de la isla y de los
hombres y mujeres colocados bajo su custodia y la suerte incierta de aquel mundo suyo
que amenazaba estallar bajo la extraordinaria furia de los elementos naturales.
¿Qué desquiciamiento de la tierra y de los cielos se había producido para llegar a
una catástrofe de tal magnitud?
El fragor se hizo infernal. Todas las charlas cesaron. Sin ser de noche, una
oscuridad intensa hizo más lúgubre y pavoroso el espectáculo alucinante del mar. Olas
más altas que la isla se levantaron del océano.
Y cada hombre no fue ya sino un despreciable animalillo asustado. Indígenas,
funcionarios blancos, oceánidos, militares, marineros soberbios, aeronautas, todos
fueron igualados por el pánico. El peligro común los unió y los separó a todos a la vez.
El miedo fue la única ley, la única razón, el único sentir.
Y la isla vibró como sacudida en su más profunda base por alguna fuerza
fantástica...
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CAPÍTULO X
EL CATACLISMO
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Lo demás acaecerá según la voluntad de los dioses».
Todos los cronómetros que aún funcionaban con regularidad fueron consultados
ansiosamente.
-Estamos en la segunda hora de esas seis. Es tiempo, hermanos.
Molokai, con varios ayudantes voluntarios, evitaron una desbandada de la
multitud. Por fortuna, amplias zonas de las características expuestas eran precisamente
las composiciones geológicas del lugar donde se hallaban. No fueron necesarios grandes
ni difíciles movimientos de masas. Todos juntos los familiares y los amigos, ayudados
los ancianos y los inválidos y acogidos en los regazos de sus madres o protectoras los
niños, escogieron sus sitios y aguardaron una, dos, tres horas inacabables.
Y al final de ellas el mundo subterráneo se estremeció, un fragor horrísono
hendió los tímpanos y una lluvia de piedras y cascotes es abatió sobre la multitud
agazapada. Nubes de polvo hicieron el aire irrespirable y la luz invisible. Algo
monstruoso hacía crujir, estallar, lenta e indefectiblemente, los cimientos milenarios del
País Oculto...
* * *
81
los vientos al surgir de las aguas enormes extensiones que hasta entonces hablan estado
sumergidas en el océano.
Los indígenas, sin temor ya a la tempestad, corrieron como locos a la tierra
nueva y se postraron entre las caracolas y los corales.
-¡Vea, señor! -gritó un piloto, señalando hacia los volcanes.
El Harui, de seiscientos metros de altura antes y ahora de más de dos mil,
entraba en erupción violentísima. Un fragor como el de cien cañonazos hizo enmudecer
el mar y a la tormenta. Lenguas de fuego brotaron del cráter hacia el cielo y una
inmensa nube de humo ocre se mezcló con el vendaval. El monte se agrietó y, cosa
extraña, no surgieron ríos de lava de sus entrañas. Sólo gases y fuego. Otros volcanes
menores también comenzaron a despedir llamas y ruidos.
Grindpol Jans, pálido, miró a la cumbre del Pano-Cau esperando verlo así
mismo vomitar infiernos por su cráter de un kilómetro de diámetro. Mas no, sólo
humeaba levemente, aunque temblaba como algo vivo.
Y de pronto pareció inflarse, vibrar, y una gigantesca grieta se le abrió sin
violencia, pero con fuerza inaudita y alucinante, a ambos lados de la cúspide. Y el cono
quedó dividido en dos partes iguales, cual si hubiese sido cortado limpiamente por un
descomunal e invisible cuchillo manejado por el genio fantástico y todopoderoso de un
antiquísimo cuento oriental. Y la isla entera seguía creciendo...
Una idea extraña le cruzó por las mientes a Grindpol Jans, pero atendiendo a la
voz de la razón, la rechazó, angustiado. Oía en sus recuerdos aquellas palabras de Tik-
Taeroo «...llevamos muchos años experimentando. En un tiempo creímos que hasta nos
sería posible en un futuro hacer emerger del fondo del mar un continente como el
australiano o al menos un gran archipiélago como el japonés y el malayo juntos...»
¿Sería esto posible? ¿No estaría ofuscándose otra vez el romántico y soñador
profesor eslavo?
-¡Venga conmigo, capitán! -gritó de pronto, dejándose llevar de su indomable
espíritu irreflexivo y asiendo de un brazo al jefe de la expedición militar.
-¡Espere, señor! -gritaba el capitán.
Pero Grindpol Jans, ciego y sordo a lo que no fuera su obsesión, sin vacilar, se
arrojó trepando por las peñas a lo largo de la gigantesca brecha recién abierta a la luz
del día y de las estrellas.
Algunos indígenas y pilotos llegaron junto al profesor. Éste se hallaba tendido al
borde de una hondonada oblonga, y en ella, sobre dos enormes plataformas de granito
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blanco, una multitud de seres humanos -hombres, mujeres, ancianos, niños-, alzaban sus
brazos y sus ojos al cielo.
-¿Son.., ellos? -murmuró, boquiabierto, el capitán Navarra, señalando con un
dedo vacilante a la masa de gentes que reían, se movían pestañeando y desperezándose,
lloraban doloridas y no se atrevían a saltar de su refugio milagroso.
-¿La princesa? ¿Tik-Taeroo?... -inquirió roncamente el embajador de Oceánida.
Un hombre suelo, desgreñado, con el rostro y los hombros cubiertos de tierra y
de sangre, se abrió paso hacia él. Era Molokai el Joven, y en sus brazos llevaba,
exánime, de color de cera y de púrpura, el cuerpo semidesnudo de una mujer.
-Aquí está Hikia-Uma, señor.
Grindpol Jans le cogió a la princesa de Oceánida una mano fría y exangüe y se la
llevó a los ardorosos labios.
-¿Vivirá, señor? ¿Vivirá? -le preguntó por enésima vez Grindpol Jans al cirujano
chileno que auxiliado por dos oceánidos intervenía a la princesa Hikia-Uma.
-Es prematuro el dictamen en este caso, profesor, pero otros pacientes en peores
condiciones se han salvado.
Pero en el corazón del paladín del pueblo fabuloso había renacido la confianza y
la fe. Hikia-Uma no podía morir.
* * *
Al amanecer del siguiente día el cielo estaba aún turbio de jirones de nubes y de
humo, pero un azul intenso se dejaba entrever en trechos luminosos. Los volcanes
activos lanzaban sus fumarolas de gases cada vez más espaciadas y menos intensas. El
suelo había dejado de temblar. El viento se convirtió en brisa, y el mar cedía en sus
furias dejándose de nuevo navegar por las naves de los hombres.
Las comunicaciones por radio fueron reanudadas con distintos puntos del
Pacífico, con Australia, Indonesia y América. La feliz noticia del alumbramiento de un
pueblo nuevo fue transmitida a Valparaíso y la promesa del rápido envío de un convoy
de aprovisionamiento fue recibida con júbilo por todos los habitantes de Pascua.
-Porque, como afirmé en mi charla a través de la emisora de televisión de Lima -
decía el profesor Grindpol Jans un mes después de los acontecimientos relatados, desde
Santiago de Chile y al terminar una de sus sensacionales nuevas conferencias
documentadas-, en nuestro mundo y en nuestra época hay todavía cosas tanto o más
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maravillosas que las que se pueden hallar en cualquier planeta del sistema solar.
Y ya, nadie osó contradecir al insigne profesor eslavo de Historia Universal.
Sobre todo, desde que se supo que sería antes de finales de aquel año de 2051 príncipe
consorte del nuevo Estado autónomo de Oceánida, federado a Chile y enclavado donde
antes estuvo la exótica, lejana y enigmática isla de Pascua o Rapa-Nui.
FIN
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