Anamnesis Marcelo Percia
Anamnesis Marcelo Percia
Anamnesis Marcelo Percia
En Anamnesis, Silvina Ocampo (1970) presenta una historia clínica como poética de
sensibilidades inclasificables.
La extraña relación de intimidad que las afectividades traman con las miradas y los
colores, los sabores y las texturas, los silencios y las palabras.
Se lee:
“Mi paciente tiene una idiosincrasia extravagante, un organismo con memoria, una
sensibilidad, una presciencia infatigables.
Una historia de vida no interesa como destino sabido, importa como misterio siempre
sugerido. Intrigas y veladuras componen los pliegues de los tiempos rememorados.
La clínica practica una escucha de la sugerencia: la de las cosas que eligen callarse para
decirse.
Se lee:
“Un rencor ancestral duerme, mas bien vela, en sus entrañas”.
Una vida también se narra por lo que pudo hacer o no hacer con el resentimiento.
Resentimientos almacenan el gusto rancio del amor perdido. La interminable fidelidad
con un abandono. Quizás en toda existencia yacen odios envejecidos de remotos amores
traicionados.
Se lee:
“Séquitos de materias inalienables cuyos orígenes oscuros se desconocen hacen
abortar sus mejores planes”.
Una vida se narra también por los planes no realizados, impedidos, desalentados,
abandonados, fracasados. Nostalgias de lo que pudo haber ocurrido y no ocurrió.
Circunstancias que con pequeños arreglos o azares hubieran conducido a no se sabe
dónde.
Se lee:
“No puede abrir un cajón para buscar un lápiz violeta. ¿Por qué violeta?
Dice que las palomas tienen algunas plumas de ese color sobre el pecho.
Contar una vida equivale a narrar lo insondable. ¡Qué arrogancia la del ¿por qué?! ¡Qué
prepotencia la que pide explicaciones! ¡Qué ingenuidad la que pretende descubrir
causas en las sinrazones! Sin embargo, la clínica no puede o no sabe hacer otra cosa:
reemprende una y otra vez la gastada ilusión alumbradora. Y, con frecuencia, no
entiende las respuestas a las preguntas que hace. No las estima pertinentes o las
considera desvíos, aplazamientos, distracciones, de lo requerido.
Se lee:
“No puede tapar el pomo de la pasta de dientes, ni recordar la fecha del cumpleaños
de una persona que ofende el olvido”.
Una vida también se narra por sus caprichos y rarezas. Aunque conviene hacer una
distinción. Un capricho se precipita como pasión súbita y fugaz que, tras manifestarse,
se olvida. Mientras una rareza persiste como ánimo que decide asentarse en una vida,
construir un hogar y soñar una descendencia.
Se lee:
“Cualquier pluma la mortifica severamente salvo las del pavo real que colecciona y
guarda en una enorme caja de bombones. El incumplimiento variado de sucesivos
suicidios (saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen)
modifica el esquema interior de su esqueleto”.
Se lee:
“Quien no la oyó reír no conoce la emoción de su fragilidad capilar”.
Una vida también se relata contando envolturas de una íntima fragilidad. Tal vez solo se
trate de fragilidades. Fragilidades desenfundadas o cubiertas, blindadas, esclerosadas.
Fragilidades que nacen y mueren, que se estremecen con los aplausos y se resquebrajan
con el hambre. Fragilidades que se olfatean y se arañan, que laten en todo lo vivo.
Materias y energías del universo dialogan con el tiempo. Se llama tiempo al silencioso
transcurrir de las fragilidades, se llama fragilidad a la transitoriedad de lo vivo.
Se lee:
“Una aguja viajó por su cuerpo durante muchas horas.
Antes de llegar al pecho se detuvo: con un brillo helado cambió de rumbo y se clavó
sobre la rosa artificial que sostenía en ese momento la mano delicada de mi paciente
creyendo que formaba parte de la mano”.
Una vida también se narra por las agujas que lleva clavadas en los sentimientos.
Glosar no supone repetir lo leído ni extenderlo, glosar equivale a sacudir una lectura
para despertar pensamientos. Tampoco equivale a interpretar. Una glosa no traduce, no
infiere, no deduce. Una glosa no profana lo dicho. Como ocurre en una sesión con el
análisis de un sueño: el psicoanálisis no lo interpreta, solicita y escucha asociaciones.
Glosas tratan de tentar indecisiones entre el sentido y el sinsentido que se escabullen
entre significaciones que asedian lo irreductible.
Una aguja viaja por todos los cuerpos hasta clavarse en el dedo de un órgano o en el pie
de un recuerdo.
Se lee:
“Amó hasta el delirio una voz, una mirada detrás de un vidrio, sin otros aditamentos,
una frase que una persona jamás llegó a decir pero que tal vez habría pensado sin
expresarla con un leve suspiro pensando en otras cosas”.
Una vida también se sabe por sus amores. Aunque sus amores no se sepan o no se
entiendan o no se digan. El amor ama lo inaprensible. Una voz, una mirada detrás de un
vidrio, algo que nunca se llegó a decir, una distracción presentida. Cosas como estas
componen un encanto.
Se lee:
“Teme la giba de la ancianidad, el insomnio de la hipertensión en los espejos de tres
cuerpos”.
Una vida también se narra por su relación con la vejez y el insomnio. La vejez quizás
como deformación del miedo, como última fragilidad, como curiosidad final. El
insomnio como vigilia ilusionada en prologar “los días de la noche”.
Se lee:
“Presiente la incongruencia de los espasmos abdominales el servilismo del riñón
flotante en la epidermis de una fotografía de pasaporte, que no fue aceptada en el
departamento central de policía”.
Una vida también se narra por sus incongruencias y servilismos. Por su lejana o cercana
percepción de que, más allá de las anécdotas, no se tiene qué decir.
Se lee:
“Pasa del rosa al verde asomado a la ventana del día, eléctrico, estremece a quien lo
toca. He oído decir a mi paciente que adopta voz de nena y a veces hasta de laucha
para narrar su sensibilidad”.
Algunas sensibilidades se dicen con los sonidos de las infancias y de las lauchas. Otras
no encuentran una voz o imitan la de una vecina o la del personaje de una serie o la de
quien interpreta una canción que suena en la radio. Sensibilidades sin voz apelan al
viento, a los pájaros, a las hormigas silenciosas pero disciplinadas.
Se lee:
“Teme ver a una persona que desea ver con ansias; en cambio se apresura a ver a las
que le son desagradables. Como usted.
Una vida también se narra por el desparpajo de sus rarezas. Rarezas no significan
síntomas. Síntomas se presentan como rigideces que hacen daño. Rarezas y curiosidades
no causan sufrimientos, solo desentonan en el horizonte de la normalidad. Sin embargo
un matiz: mientras a las curiosidades (extravagantes y teatrales) les gusta llamar la
atención y disfrutan haciéndose ver, las rarezas suelen sentirse defectuosas.
Se lee:
“Transcribo nuestro diálogo:
-Los médicos me nutren de enfermedades numerosas para distraerme de las mías. Los
caramelos sirven para esos fines: me convidan con microbios seleccionados porque me
creen golosa y no quiero defraudarlos. Yo la interrumpo. -¿Defraudar a quién? ¿A los
caramelos o a los médicos? A esta pregunta capciosa invariablemente contesta:
-A los caramelos porque los médicos no existen. Llego a una triste conclusión: Mi
paciente es mentirosa.
Una vida también se narra no tanto por su relación con la verdad y la mentira, sino por
su inclinación (o no) a la omisión, la evitación, el disfraz. La intervención más
disruptiva del relato “Mi paciente es mentirosa”, enseguida se ve atenuada por el mismo
doctor que piensa “Mas ¿cómo desentrañar la verdad de la mentira? Si existe una
verdad”.
Las anamnesis clínicas limitan con las autobiografías, las confesiones, los diarios
íntimos. Al cabo, una vida también se presenta como montaje deliberado. Aunque en
toda narración editada, al cabo, se deslizan imponderables.
Se lee:
“Mi paciente ama con el páncreas con el plexo solar y con la médula. Espera con la
garganta y con las rodillas. Teme con las recónditas venas. Con el sexo promete ¿qué?
nada que el sexo pueda dar. Oye con los pies y las axilas (aunque mienta diciendo que
es con la boca). Aborrece con las arterias y con el riñón derecho (el izquierdo lo ha
donado). Arbitraria, muerde con los omóplatos, operación difícil pero posible. Ningún
cromosoma es tan sutil, ninguna fístula tan corrosiva, ningún virus tan arcano como su
corazón, único órgano perfectible del cuerpo”.
Una vida se narra también amando con. ¿Cómo se ama con el páncreas, con el plexo
solar, con la médula? Literaturas dicen que se ama con el corazón o con el alma. El
psicoanálisis piensa que se ama con el narcisismo o con un ideal. Se ama con respeto,
con ardor, con miedo. Se ama con culpa, con dedicación, con libertad, con
voluntarismo. Se ama con imaginación y curiosidad. Se ama con la preposición de la
astucia asociativa. Se ama, como se dice en Anamnesis, con zonas del cuerpo que se
activan por su cuenta.
Se ama, se espera, se teme, se oye, se aborrece, se muerde, con partes del cuerpo que se
separan o se sueltan para amar, esperar, oír, aborrecer, morder. Tal vez algunas
corporeidades se fragmentan para no estallar o para poder albergar tantas pasiones.
Silvina Ocampo se da cuenta que una vida también se narra por el encanto de sus
promesas incumplidas. Escribe: “Con el sexo promete ¿qué? nada que el sexo pueda
dar”. La magia de la sexualidad y de tantos desvaríos, reside precisamente en que saben
prometer lo que no pueden dar.
Muchas veces el corazón carga con demandas. Aloja casi todas las emociones. Se lo
imagina partido y generoso, retraído y entregado, de piedra y de oro. ¡Ay… cómo se
siente cuando de acelera!
Se lee:
“Tuvo relaciones íntimas con tres estafilococos dorados sobre almohadones de
damasco amarillo. De un examen de fondo de ojo logré extraer sin modificaciones
aparentes el diminuto cairel de una araña y un dije de plata minúsculo, con una figura
grabada que no descifró ni pudo descifrar ninguno de mis colegas. Irritadas amebas,
prestigiosos virus le anularon insustituibles años que ningún médico por competente
que sea le devolvió”.
Una vida se narra también por sus modos de alojar sus misterios e indecisiones.
Clínicas colisionan con lo imprevisto, con lo que descoloca, con lo que desestabiliza,
con lo que acontece porque sí. No saben qué hacer en esos momentos de perplejidad
que, a veces, desesperan, hacen reír, inspiran ternuras.
Wim Tigges (1987) observa que la palabra inglesa nonsense (que se suele traducir como
disparate o sinsentido) podría pensarse como vacilación entre el sentido y el sinsentido.
Esa idea le conviene a la lectura de Anamnesis: clínicas participan de un movimiento de
vaivén entre lo sabido y lo no sabido, entre lo dicho y lo no dicho, entre lo esperado y lo
inesperado.
Silvina Ocampo advierte cómo una historia está habitada por referencias que oscilan.
Por encuentros aleatorios entre voluntades y azares, entre suertes y deseos, entre
conexiones y desconexiones de afectividades que se rozan, se repelen, se lengüetean.
Se lee:
“-En cada ser está el universo -exclamó con indiferencia”.
Una vida también se narra en un detalle ínfimo. En una sola aflicción se duelen todas las
aflicciones. En un solo suspiro o en un único bostezo se insinúan todas las existencias.
Silvina Ocampo hace una cita sin alardes. Tal como pensaba Leibniz (1714) en la
Monadología, en cada pequeña cosa habita un mundo. Escribe: “Cada porción de
materia es como un jardín lleno de plantas o un estanque lleno de peces. Pero cada
rama de la planta o cada escama del pez es también un jardín o estanque similar”.
Se lee:
“Huyó del escorbuto y del carbunclo con las alas que da el tiempo.
Huyó de la malaria en sucesivas reencarnaciones sin contar la viruela la lepra y la
fiebre amarilla que buscó entre las rosas de un jardín oriental en las orillas crecientes
de la putrefacción.
Y todo eso para seguir viviendo, muriendo, ignorando a veces que la voluntad del alma
es una sola”.
Una vida también se narra considerando las amenazas de las pudo escapar. Se necesita
burlar innumerables peligros para seguir viviendo. Se huye volando, se huye buscando,
se huye sin saber que se está huyendo. O tal vez se huye desconociendo que se hubiera
encontrado la salvación permaneciendo.
Se lee:
“Heredó la barriga de una ninfa de bronce que sostenía una antorcha para iluminar el
descanso antiguo de una escalera los celos incontenibles de la cocinera por toda voz
telefónica la aguda vista de la bordadora que hacía las veces de institutriz francesa el
remolino de la ceja derecha en un retrato del tatarabuelo la afición por los caramelos
ácidos del consabido portero que le enseñó a jugar al truco a los cinco años con naipes
húmedos y bolitas de vidrio la agilidad de la tía Clorinda que era capaz de treparse a
una palmera para juntar huevos de urraca o de paloma a la hora de la siesta.
Heredó y esto parece una utopía el cutis de las magnolias que en los floreros daban
con su perfume dolor de cabeza para el resto del día. Heredó con toda reserva el
ímpetu avasallador de algunos adornos encerrados en la vitrina de una sala: un tigre
de marfil rodeado por una serpiente con flores perversas.
Heredó la belleza ¡quisiera saber de quién! ella dice que la heredó de un plato sopero
donde en el fondo de la sopa de tapioca, brillaba siempre Diana Cazadora.
Las herencias que se enumeran en el relato no se explican, pero eso no indica que haya
que pasarlas por alto. Están ahí, justamente, para ahuyentar o reírse de la pasmosa
estupidez de las explicaciones satisfechas. Tal vez el error consista en pretender
encontrar algo en el despliegue. En la extensión lisa y legible de una existencia.
Se lee:
“Aunque nunca trabajó en un circo de contorsionista como era su vocación sus
articulaciones tan flojas podían desmembrarse, lo he comprobado, en pocos minutos,
sin instrumentos quirúrgicos ni la habilidad técnica que ya he olvidado pero que
inspiraba la admiración de mis condiscípulos”.
Al final, una vida también se narra como algo imposible de contar. Incluso como
recuerdo prematuro de lo todavía no acontecido.