Urbinati Democracia Desfigurada INTERIOR
Urbinati Democracia Desfigurada INTERIOR
Urbinati Democracia Desfigurada INTERIOR
Nadia Urbinati
Democracia desfigurada
La opinión, la verdad y el pueblo
ISBN 978-987-8267-05-0
www.prometeoeditorial.com
Introducción..........................................................................................11
Capítulo 1
Diarquía de la democracia........................................................................ 29
Capítulo 2
Democracia impolítica............................................................................ 111
Capítulo 3
El poder populista.................................................................................. 171
Capítulo 4
El plebiscito de la audiencia y las políticas de pasividad........................ 221
Conclusión...........................................................................................289
Reconocimientos..................................................................................305
Bibliografía...........................................................................................307
A mis alumnos.
Introducción
La figura humana es una forma externamente identificable, una com-
posición de características observables y la configuración de los rasgos
distintivos de una persona que nos permiten reconocerla. Cada uno de
nosotros o nosotras tiene su fenotipo gracias al cual los otros nos reco-
nocen. Nuestra figura es invaluable porque los rasgos que la componen
hacen que nuestra apariencia sea única, distinta de la de los demás. En
este libro utilizaré la analogía de la figura humana para explorar algunas
desfiguraciones de la democracia. La analogía del “cuerpo humano” en
el pensamiento político es tan antigua como la reflexión sobre la política
misma. Las teorías sobre la legitimidad política han sido desarrolladas
como teorías sobre la sustancia de la clase política, lo que las hace polí-
ticas. Así, por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau argumentaba que, si los
ciudadanos obedecen leyes que no crean directamente, el sistema en el
que viven no es político, aunque lo llamen así, porque la autonomía de
su voluntad soberana es lo que conforma el cuerpo político. Este no es
el modelo que voy a seguir. No voy a indagar sobre la sustancia de la
soberanía política. Más bien, tomo la “figura” o la configuración obser-
vable como indicativo de un orden político, un fenotipo gracias al cual
lo reconocemos y lo diferenciamos de otros sistemas. Un régimen tirano
es caracterizado por algunos rasgos o tiene cierta figura que hace que
un observador esté seguro de su identidad, como el hecho de no tener
elecciones regularmente, no contar con división de poderes o no tener
una declaración de derechos. Por la misma razón, una sociedad demo-
crática tiene ciertos rasgos que pertenecen únicamente a ella y la hacen
reconocible del resto.
En relación con esta figura que la democracia expone al mundo es
que detecto ciertas desfiguraciones. Este es el sentido de la analogía que
voy a utilizar en este libro. En el primer capítulo, retrataré los principales
rasgos básicos que componen la figura democrática: los procedimientos e
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Ver, por ejemplo, Giovanni Sartori (1997a).
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Hablaré de estas visiones en el capítulo 2.
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Para un análisis persuasivo de los “fracasos reales de la democracia y síntomas de mal
funcionamiento”, véase Claus Offe (2011).
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Cf. Paul A. Taylor (2005: 640).
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o las condiciones y los procedimientos que organizan los votos y las deci-
siones. Esto es también lo que hace de la opinión un permanente objeto
de deseo (o flagelo) de la minoría, que no expresa opiniones disidentes
y que, idealmente, no piensa en la opinión como un poder.
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Capítulo 1
Diarquía de la democracia
La identificación de la democracia con “la fuerza de los números”, tra-
dicionalmente, atrajo a escépticos y detractores de la democracia. Después
de haber ridiculizado la idea de que el gobierno puede ser determinado
como una cuestión numérica, Vilfredo Pareto (1935: ∫ 2244) escribió:
“no debemos persistir en la ficción de la ‘representación popular’. Si
seguimos y vemos qué sustancia resalta las diversas formas de poder en
las clases gobernantes (…) las diferencias radican principalmente (…)
en la proporción relativa de fuerza y consentimiento”.1 Para Pareto, el
número es, simplemente, un medio inteligente para usar la fuerza a través
del consentimiento y la democracia es la manera más efectiva de lograr
la meta que todos los tiranos han anhelado pero no pudieron lograr, ya
que no lograron tener el poder de los números de su lado. Sin embargo,
no agregó la razón por la que los tiranos no podían tener los números
de su lado, y esto hizo que su visión de la democracia fuera previsible-
mente truncada, prejuiciosa y errónea: los números funcionan porque
los ciudadanos deben tener la libertad de su lado. Con todo, ¿cuál es la
función de votar?
Revisando la línea de pensamiento de Pareto, sin renunciar a su es-
cepticismo sobre la democracia, Giovanni Sartori argumentó, años atrás,
que votar es lo que cuenta en la democracia, a pesar de que esta no pueda
garantizar la calidad de las decisiones porque los ciudadanos no apren-
den, cuando votan, cómo votar. No importa cuán rica y articulada sea, la
arena de discusión no cambia el carácter arbitrario de votar y no hace a
1
La opinión de Pareto reformuló la de David Hume (1994: 16), quien afirmaba que “es
solo la opinión de que el gobierno está fundado; y esta máxima se extiende a los gobiernos
más despóticos y más militares, así como a los más libres y populares”.
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Como explicó Giovanni Sartori (1987: 117-118), “la información no es conocimiento”,
y mientras que el conocimiento presupone información, “no significa, por definición, que
quien está informado es conocedor”. Esto significa dos cosas: primero, que la exposición
de las opiniones de las personas a la información no se traduce en una mejora o incluso
en una transformación; segundo, que no importa cuántas veces votemos, no aprendemos
a votar (o a votar de manera más “competente” o “racional”).
3
“New York Times Co. v. Sullivan” (1964), 376 Estados Unidos 270.
4
Post cita a “Hustler Magazine, Inc. v. Falwell”.
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Según Timur Kuran (1995: 57): “La opinión privada puede ser muy desfavorable para
un régimen, política o institución sin que genere una protesta pública por el cambio. Los
regímenes comunistas de Europa del Este sobrevivieron durante décadas a pesar de que
fueron ampliamente despreciados. Permanecieron en el poder mientras la opinión pública
permanecía a su favor, colapsando instantáneamente cuando las multitudes de las calles
reunieron el coraje para levantarse contra ellos”.
6
El politólogo Larry Diamond (2008: 24) expresa, más o menos, el mismo punto de vista.
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“Contrasta con este [reinado] el gobierno del pueblo: primero, tiene el mejor de todos
los nombres para describirlo: igualdad ante la ley; y, segundo, el pueblo en el poder”.
Herodotus (1928-1930: 80). Ver, también, Moses I. Finley (1981: 77-84).
9
Ver Emily Greenwood (2004: 175-176) y Josiah Ober (2008: 3).
10
Véase Joseph A. Schumpeter (1942) y Adam Przeworski (1999).
11
Según David Estlund (2007: 97): “El procedimentalismo no es el problema, pero el
esfuerzo por basarse únicamente en el procedimentalismo sí lo es. La autoridad y la legiti-
midad democrática nunca podrían entenderse sin depender, hasta cierto punto, de la idea
de retrospectiva”, es decir, que el procedimentalismo es la “tendencia a producir decisiones
que son mejores o más justas por estándares que son independientes del procedimiento
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temporal real que las produjo”. A lo que Przeworski (1999: 48), un procedimentalista,
respondería: “Es el voto lo que autoriza la coacción, no la razón detrás de él”.
12
Según Mogens Herman Hansen (1993: 83-84): “... el aspecto más apreciado por los
demócratas atenienses era la isegoria, no la isonomia. Ahora, mientras que la isonomia im-
plica igualdad natural, así como igualdad de oportunidades, la isegoria se trata realmente
de igualdad de oportunidades. Ningún ateniense esperaba que cada uno de los 6 000
ciudadanos que asistieron a una reunión de la Asamblea pudieran –o quisieran– dirigirse a
sus conciudadanos. Isegoria no era para todos, sino para cualquiera que se preocupara por
ejercer este derecho político. Cada ciudadano debía tener igualdad de oportunidades para
demostrar su excelencia, pero merecía una recompensa según lo que realmente logró”.
13
Siguiendo a Keith Werhan (2008: 309): “Desde este punto de vista, la Primera Enmienda
significó lo que Michel Foucault ha llamado un ‘contrato parresiástico’, a través del cual
el pueblo soberano adquirió la verdad que necesitaba para el autogobierno, a cambio de
la promesa de no castigar a los hablantes que dicen la verdad, ‘no importa cuál resulte
ser esta verdad’”.
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fueron fundamentales para que ese orden político fuera reconocido como
democrático (Hansen, 1993: 84).
Respecto a nuestras democracias contemporáneas, son consideradas
democráticas porque tienen elecciones libres, porque cuentan con la
posibilidad de tener más de un partido político compitiendo (ya que
permiten una competencia política efectiva con un debate con miradas
diversas y contrapuestas) y, por último, porque las elecciones hacen de
los elegidos un objeto de control y escrutinio.14 De esta manera, Bernard
Manin (1997: 188-190), ha logrado conectar el fundamento sobre la
opinión del gobierno representativo con su premisa sobre la igualdad, ya
que estos procedimientos implican que la disputa entre opiniones distin-
tas no debe ser solucionada “mediante la intervención de una voluntad
superior a las demás”, sino a través de una opinión mayoritaria abierta a
revisión. Partiendo de una premisa similar, Norberto Bobbio (1987: 74),
años atrás, había llegado a la siguiente conclusión:
… la democracia es subversiva. Subversiva en el sentido más radical de
la palabra, porque, donde sea que se extendiese, subvertía la concepción
tradicional de poder, tan tradicional que había llegado a ser considerada
como natural, basada en la suposición de que el poder –ya sea político o
económico, paternal o sacerdotal– fluye hacia abajo.
Claramente, las instituciones y los procedimientos están expuestos
a distorsiones. En una sociedad democrática las distorsiones provienen
de la violación de la igualdad o del incremento de la desigualdad en las
condiciones que determinan su uso justo. “Es difícil que uno pueda
tomarse en serio su condición de ciudadano en pie de igualdad si, por
ejemplo, debido a la falta de recursos, se le impide fomentar sus puntos
de vista de manera efectiva en el foro público” (Beitz, 1989: 192). El
buen desempeño de los procedimientos requiere que todo el sistema
político se ocupe no solo de sus condiciones formales sino también de
la percepción que tienen los ciudadanos sobre su efectividad y su valor.
Prestar atención a los procedimientos democráticos exige un continuo
trabajo de mantenimiento. El criterio que orienta este mantenimiento debe
ser acorde con la interpretación procedimental de la democracia: debe
apuntar a evitar que se traduzcan las desigualdades socioeconómicas en
14
Una excelente elucidación y discusión crítica del significado y las implicancias de una
concepción política del procedimentalismo puede ser encontrado en Valeria Ottonelli
(2012: en particular en el capítulo 6).
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Atenas, que fue una auténtica democracia, fue la piedra de toque para una interpreta-
ción procedimental. Nacida como un compromiso entre la “gente común” recientemente
empoderada y los ya poderosos ricos (“un escudo fuerte alrededor de ambos partidos”),
se necesitaron varias revoluciones para que se convierta en el gobierno de la mayoría
(pobres u “ordinarios”). La democracia significaba que la pobreza no era algo de lo que
la gente tuviera que avergonzarse, ni una razón para el desempoderamiento político y
civil. Ver Solon (1995: 26) y Thueydides (1972: 145-147).
16
Jean Bodin y Robert Filmer distinguieron estrictamente entre el acto legislativo y el debate
que lo precedió. El primero consistió únicamente en el acto soberano de promulgación,
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que estaba en manos de los “consejeros”, cuya opinión o juicio el rey decidía escuchar o
ignorar. Cf. Jean Bodin (1991: 47).
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Democracia representativa
Necesito hacer una aclaración adicional antes de analizar la doxa. La
diarquía democrática pertenece esencialmente al gobierno representativo,
en el que la voluntad y el pensamiento no se funden en el poder del voto
directo que tiene cada ciudadano, sino que siguen siendo dos modos
distintos de participación, por lo que solo este último está en manos de
todos los ciudadanos, todo el tiempo. Pero la diarquía no es simplemente
un concepto descriptivo, sino que lo más importante es que designa a
la separación de funciones y al principio de igualdad de oportunidades
como condiciones que rigen tanto para la opinión como para el voto. En
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Uno de los temas más sustanciales de la ciencia política del siglo xx ha sido, precisamente,
el de distinguir la opinión pública de las iniciativas del gobierno. En esta distinción se
consideró posible la comunicación entre ambas. Este es, técnicamente hablando, el signi-
ficado de “gobierno de la opinión”, que fue estudiado sistemáticamente (en particular en
Estados Unidos) en los años en que Europa experimentó regímenes de masas despóticos
y plebiscitarios. Ver las obras clásicas de Emil Lederer (1973: en especial, 284-293) y
Harold D. Lasswell (1940: en especial, 19-31).
18
Según Dennis F. Thompson (2002: 28): “Las elecciones no son solo instrumentos para
elegir gobiernos, también son medios para enviar mensajes sobre el proceso democrático”,
lo que significa que si bien aceptamos que las personas decidan no ejercer su derecho
al voto y que los mensajes de voz no son iguales, a veces, los ciudadanos sienten esta
desigualdad como una razón de inutilidad en la votación. Por tanto, prestar atención a
las condiciones en las que se forman las opiniones es un componente esencial de nuestro
respeto por los procedimientos y las normas.
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Cf. John Dewey (1969: 232-233) y Ronald Dworkin. Para Dworkin (2000), la partici-
pación requiere de estructuras e instituciones específicas de las cuales el voto es un com-
ponente: “Los objetivos simbólicos [de la política igualitaria] abogan por la igualdad de
votos dentro del distrito, los objetivos de la agencia para la libertad y el apalancamiento y
el objetivo de precisión sensible a la elección para un gran grado de igualdad de impacto”.
21
Sobre la lógica “puntuada” a corto plazo, implícita en los votos directos, ver Yannis
Papadopoulos (1995: 438-439).
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Discutí estos puntos de vista sobre la oposición entre elección y representación en
el capítulo 1 de Representative Democracy: Principles and Genealogy (ver Urbinati, 2006).
23
Para Edmund Burke (1999: 156): “Emitir una opinión es el derecho de todos los hom-
bres; la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante siempre
debe alegrarse de escuchar”. Además, para el autor, se debería “utilizar una franqueza
respetuosa en las comunicaciones”.
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pasa dentro. Su valor radica, por lo tanto, en ser un peso para el gobierno,
precisamente, porque este se basa en la opinión.
La circularidad de dar autoridad y verificar la autoridad es lo que
hace que el poder de la opinión sea tan difícil de definir científicamente
y de regular de manera normativa, pero, a su vez, tan indispensable en
la práctica. Esta complejidad y elusividad llevaron a David Hume (1994:
16) a definir a la “opinión pública” como una “fuerza” que hace que
muchos sean fácilmente gobernados por unos pocos y que estos pocos
sean incapaces de escapar al control de la mayoría. Después de contar las
“piedras de papel”24 una por una, es el movimiento circular de las opi-
niones lo que une a los ciudadanos entre sí y a las instituciones estatales
con la sociedad, pero también da sentido a los riesgos que encierra esta
estructura diárquica.
La interacción entre las personas y sus candidatos y representantes
puede inducir a algunos a pensar que los ciudadanos más entrometidos,
o los debates públicos en la televisión y el lobby de las encuestas, son
legítimos para reivindicar el poder soberano. Los fenómenos populista y
plebiscitario se incuban dentro de la diarquía democrática como un anhelo
de superar la distancia entre la voluntad y la opinión y lograr la unidad y la
homogeneidad, una idealización que ha caracterizado a las comunidades
democráticas desde la antigüedad (Rosanvallon, 2008: 47-53).
Por otro lado, debido a su naturaleza diárquica, la democracia
representativa debería realizar un esfuerzo adicional para proteger la
oportunidad que tienen los ciudadanos de participar en la creación
de la soberanía informal. Desde que existe un vínculo inevitable en-
tre la opinión pública y la decisión política, la preocupación por la
desproporcionada posibilidad de que los más ricos o los socialmente
más poderosos tengan una influencia en los electores y el gobierno es
sacrosanta. La investigación empírica prueba que esta preocupación
está bien planteada cuando demuestra cómo la desigualdad económica
y la desigualdad política “se refuerzan mutuamente con el resultado de
que la riqueza tiende a concentrar, en lugar de distribuir, el poder a lo
24
La expresión “piedras de papel” fue acuñada por Friedrich Engels, quien la tomó prestada
de Przeworski (1999: 49). Discutí este aspecto en Urbinati (2006: 30-33). El problema
de la “circularidad” entre la opinión y el gobierno fue estudiado con anterioridad por
Charles E. Lindblom (1977: capítulo 15).
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Ver, también, Aristóteles (1935: 1227a13).
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Integración y consenso
En The Structural Transformation of the Public Sphere, probablemente
el estudio genealógico más influyente en la formación y el descenso del
espíritu público por la opinión pública y de la opinión general por las
opiniones interesadas, Jürgen Habermas reconstruye la forma en la que
la opinión adquiere dignidad en la sociedad moderna, en paralelo a la
formación del gobierno representativo y la economía de mercado. Estas
instituciones necesitan que la opinión actúe como intermediaria para el
intercambio de información y conocimiento, gracias al cual los productos
se convierten en mercancías y las necesidades se evalúan, se buscan y se
cotizan. En este sentido, Locke fue el primer autor que vio en el mundo de
la verosimilitud no solo un posible lugar de maldad y vicios sino también
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aquel donde están dadas las condiciones para la creación de una red
informal de relaciones sociales y comunicación de pensamientos. Locke
distinguió tres tipos de leyes o recursos de autoridad: Dios, el gobierno
civil y la opinión. La opinión era, para él, sinónimo de coerción (visiones
transitorias que imponían su veredicto como una “moda” en las elecciones
individuales) y de libertad, porque claramente la opinión corre y cambia
cuando los individuos son libres para interactuar y hablar. Así, en vez de
la opinión y el pensamiento, ubica a la libertad de la ley civil, que mientras
tanto fue también la fuente de un soberano indirecto e invisible, el del
público que aprueba y desaprueba “las acciones de aquellos con los que
convive y conversa” (Locke, 1959: 477, capítulo 28, ∫ 10). Las opiniones
van de la mano con el acuerdo, y tienen así cierta connotación de entorno
público y consentimiento; pero también van de la mano con la ley (“la ley
de la opinión y la reputación”) y tienen, por tanto, un carácter coercitivo,
aunque Locke sugiere, interesantemente, que las personas pueden decidir
escuchar, con mayor o menor intensidad, a las opiniones de la sociedad y
marcar cierta distancia entre sus pensamientos y el pensamiento general.40
La reconstrucción habermasiana histórica alcanzó su pico con el ilu-
minismo, la época en la que la opinión pública adquirió la nobleza de una
autoridad liberadora tanto de “la auctoritas del príncipe, independiente-
mente de las convicciones y puntos de vista de los súbditos”, como del
mundo parcial y prejuicioso de la multitud vacilante (Habermas, 1991:
90). Fue Rousseau quien brindó la primera codificación de la opinión
pública como la más básica autoridad por la cual el sistema de decisión
funda su legitimidad. En On the Social Contract, l’opinion era el alma de la
voluntad general porque era capaz de quitar de la ley el carácter mecáni-
co de la coerción y hacer que la gente la sienta como su propia voz.41 La
función de la opinión general es reforzar e incluso crear legitimidad, en la
40
Según Locke (1959): “Porque, aunque los hombres se unen en sociedades políticas,
han renunciado al público, a disponer de todas sus fuerzas (...) sin embargo, conservan
todavía el poder de pensar bien o mal”.
41
Paul A. Palmer (1936: 236) consideró a Rousseau como el primer pensador destacado
en emplear la expresión l’opinion publique. Keith Michael Baker (1990: 167-168) demostró,
sin embargo, que el término apareció en la obra de Saint-Aubin publicada en 1735, Traité
de l’opinion, ou memoires pour servir a l’histoire de l’esprit humain, y fue utilizado años más
tarde en la Encyclopédie méthodique, como equivalente del tribunal universal, por una razón
ilustrada. El término no era desconocido en el antiguo régimen, y Montesquieu tuvo un
papel importante en la circulación de esta idea. Véase, también, Mona Ozouf (1988) y
Colleen A. Sheehan (2009: 57-83).
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Este es el aspecto hegeliano de Rousseau. y se puede encontrar en Rawls (1983: 71 y 67)
cuando distingue entre tres niveles de publicidad y justificación de la concepción pública
de la justicia y concluye que los primeros principios (de justicia) están “encarnados en
las instituciones políticas y sociales y en las tradiciones públicas de su interpretación (...)
La plena justificación [de la percepción pública de la justicia] está presente en la cultura
pública, reflejada en su sistema de derecho e instituciones políticas, y en las principales
tradiciones históricas de su interpretación”.
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Ver, también, Baker (2007: 9).
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Para incluir a todos en la república, Rousseau tuvo que hacer que per-
manezcan en silencio. Este fue el compromiso que alcanzó con la visión
epistémica de Platón sobre la voluntad general (la necesidad de l’opinion
générale de confiar en la sabiduría y competencia de la minoría). Como
veremos en el próximo capítulo, el mandato de silencio de Rousseau,
que era el topos en la tradición republicana antes del Iluminismo, regresa
en la teoría epistémica contemporánea de la democracia, tanto como en
la teoría neorepublicana del gobierno en su intento de reducir el rol de
la asamblea representativa por el carácter partidista de su deliberación,
su contaminación de la república de la razón de pasiones e intereses.48
Claramente, la “opinión” y la “opinión general” eran bastante dife-
rentes en la descripción de Rousseau: la primera conservaba el estigma
de Platón que planteaba que solo la competencia y el conocimiento
pueden modificarse (por lo tanto, a los ciudadanos se les quitó el poder
de proponer leyes), mientras que la segunda se presenta en la forma de
una fe sustantiva o una creencia u opinión divina (casi religiosa) e irre-
flexiva que solo un legislador podría interpretar, decodificar y traducir en
principios constitucionales (Rousseau, 1987: libro 2, capítulo 12). Este
carácter irreflexivo fue la condición que la hizo genuina e inclusiva, pero
también incompetente para detectar problemas, y por eso inadecuada para
prepararse para propuestas legislativas, una tarea que no pertenecía a las
personas en la asamblea de votación. Las personas que “siempre aman lo
que es bueno” (Rousseau, 1987: 219) saben instintivamente la diferencia
entre lo que está bien y lo que está mal, y pueden hacer buenos juicios en
el interés general, pero alguien debe llamar su atención sobre la necesidad
de crear una ley o una política específica porque “es en este juicio que ellos
[las personas] cometen errores” (Shklar, 1969: 201). Mantener separados
el corazón y la mente penaliza al pueblo, y no a los magistrados ni a los
sabios, porque la fe es el lenguaje del corazón y puede manipularse con
mucha más facilidad que la razón. Al final, el gobierno es el “corazón del
cuerpo político” porque es su cerebro (Rousseau, 1964b: 294).49
Esto significa que, aunque en la teoría lo es todo, la opinión general,
para Rousseau, no manda, sino que manda la razón. La doxa y la episteme
48
Aclaré esta tradición, entre otras, en Urbinati (2012).
49
Sin embargo, la acción institucional no es prerrogativa del pueblo. La política delegada
es el sitio tanto de la vida como de la muerte o la corrupción de la política del cuerpo,
porque si bien la mantiene viva, unida y fuerte, también puede enfermarla, desmembrarla
y debilitarla. La fuente de la vida de la república también puede ser la fuente de su muerte.
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publicidad era compartido por todos los filósofos del continente, en Gran
Bretaña, país en el que se implementó el sistema representativo, surgió
una idea adicional sobre la opinión y el público que enfatizaba en la po-
sitividad de las “divisiones” dentro de la opinión política del público, es
decir, en la idea de la política partidaria.
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Para un análisis de esta transformación, véase Jean L. Cohen y Andrew Arato (1995:
186-188).
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En la misma línea, Hegel (1964 y 1967: ∫ 303) y Tocqueville (1969: 174-175) también
defienden los partidos políticos y el tipo de “partidismo” que, en sus mentes, servía para
fortalecer la unidad en una sociedad profundamente dividida por la línea de intereses
económicos y de clase.
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Para un mapeo de los argumentos antipartidistas, ver Rosenblum (2010: capítulos 1 y 2).
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Según Tocqueville (1969: 181): “A diferencia de todas las fuerzas físicas, el poder del
pensamiento a menudo aumenta en realidad por el pequeño número de quienes lo expre-
san. La palabra de un hombre de mente fuerte, que es la única que alcanza las pasiones de
una asamblea muda, tiene más poder que los gritos confusos de mil oradores”.
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Alexis de Tocqueville (ibíd.: 180) escribió sobre esta libertad: “me gusta
más por los males que evita, que por los bienes que hace”. Sin embargo,
rápidamente agregó que el control por parte del Estado no puede justi-
ficarse por una autoridad con el poder de clasificar lo bueno y lo malo
de la información, ya que se volvería fatalmente tiránica. Con el objetivo
de domesticar una libertad que divulgue y difunda noticias, debe existir
una autoridad sensorial centralista y monopolista. No habrá lugar para
la moderación cuando el poder político restrinja la libertad de expresión
y de prensa, por lo que cualquier remedio sería peor que la enfermedad.
Así, Tocqueville concluyó su análisis de la libertad de prensa en Estados
Unidos con la idea de que la única estrategia legítima para controlar el
poder de la prensa es promover su “gran dispersión”.
Siguiendo a Tocqueville, en lo que resta de este capítulo, me guiaré por
los siguientes criterios: que el pluralismo y el foro abierto son condiciones
para el control gubernamental y para la protección del individuo frente
al poder “negativo” de la opinión; que estas condiciones presuponen la
distribución equitativa de la autoridad entre los ciudadanos, tanto del
pensamiento como de la voluntad; y que, finalmente, la libertad de opi-
nión no puede justificarse en función de sus resultados, por más buenos
y deseables que sean. Tal como ocurre con el derecho al voto, su defensa
debe basarse en principios o no existir en absoluto. Esto significa que
cualquier intervención de la ley debe ir en dirección de garantizar y, si
es necesario, restaurar las condiciones del pluralismo y la igualdad de
oportunidades para que los ciudadanos participen con sus votos e ideas
en la vida política de su país. En la última sección de este capítulo voy a
argumentar que la interpretación procedimental de la democracia contiene
las condiciones normativas para cumplir con estos criterios, es decir, la
libertad política, la permanencia y la autocontención.
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Cfr. Reiner Forst (1988), Jeremy Waldron e Ira Katznelson (1996: 145).
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La voluntad general de Rousseau se basa en un uso determinista de la norma que se
asemeja al uso que hace Montesquieu del concepto de espirit o constitución. Para un
excelente análisis del fundamento hipotético de la voluntad general de Rousseau, véase
Brunno Leoni (1980: 70-72).
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Basado en esta reflexión sobre el flujo en el constitucionalismo moderno, porque es
más sensible a imponer restricciones solo a los más pobres que a los pocos ricos, John P.
McCormick (2006) ha insistido en la necesidad de idear nuevas formas institucionales
como el tribunate que proteja a los primeros, no tanto del poder de los funcionarios pú-
blicos sino del de los ciudadanos ricos.
78
Democracia desfigurada
65
Como se ha demostrado en una investigación provocadora sobre el papel de la opinión
pública en el aumento de la igualdad en los Estados Unidos, el argumento de que el pú-
blico estadounidense está en contra de los programas de reducción de la desigualdad es
injustificado. De hecho, en un estudio sobre los votos de los senadores en relación con las
demandas de los distritos electorales, Larry Bartels (2009: 181) ha demostrado que tanto
los Senadores republicanos como los demócratas son abrumadoramente más receptivos
a los grupos de ingresos altos que los de ingresos medios y bajos: “no hay evidencia de
cualquier respuesta a las opiniones de los electores en el tercio inferior de la distribución
de ingresos, incluso de los demócratas”.
66
Véase David Plotke (1997: 19) e Iris Marion Young (1997: 352).
67
En el editorial de New York Times del 26 de marzo de 2012.
79
Nadia Urbinati
68
Ver en “Citizens United v. Federal Election Commission” (2010: 44). Entre los co-
mentarios críticos anteriores sobre esta decisión se encuentran los de Ronald Dworkin
(2010), Jeffrey Toobin (2013: 36) y Randall P. Bezanson (2011). El Tribunal se refirió,
varias veces, al Tribunal de Austin, que pasó por alto “Buckley v. Valeo” (1976) y “First
National Bank of Boston v. Bellotti” (1978) e “identificó un nuevo interés gubernamental
en limitar el discurso político: un interés antidistorsión”. Austin encontró, de hecho, un
interés del gobierno convincente en prevenir “los efectos corrosivos y distorsionadores de
inmensas agregaciones de riqueza que se acumulan con la ayuda de la forma corporativa
y que tienen poca o ninguna correlación con el apoyo del público a las ideas políticas de
la corporación” (31-32).
80
Democracia desfigurada
69
Cf., por ejemplo, John R. Hibbing y Elizabeth Theiss-Morse (2002).
81
Nadia Urbinati
70
Sobre la formulación de las elecciones para permitir a los ciudadanos controlar a los
responsables de la formulación de políticas e influir en ellos, véase G. Bingham Powell
Jr. (2000: 4-7).
82
Democracia desfigurada
Poder comunicativo
83
Nadia Urbinati
Cadena de indirectividades
Hemos aclarado las consecuencias políticas de la libertad de expresión,
lo que hace de la opinión una fuerza política en la democracia moderna,
y por qué es justificable la intervención legal para proteger la igualdad
de libertad en el foro. A continuación, pondremos nuestra atención en
la cuestión de la “calidad” de la doxa o los medios por los cuales las opi-
niones se basan para su formación y comunicación. Contrario al poder
del derecho a voto, la formación y la expresión de las opiniones de los
ciudadanos requieren mucho más que determinación para actuar.
Aunque se identifique con la voz y con la decisión de un individuo
de decir lo que piensa, la opinión no se basa solamente en la voz y la
71
Ver en “Citizens United v. Federal Elections Commission” (2010: 23).
84
Democracia desfigurada
85
Nadia Urbinati
dispuestos a responder y escuchar a los ciudadanos que son socialmente más poderosos.
Así, Bartels (2008: 285-288) y otros han argumentado que los funcionarios electos otorgan
“más peso a las preferencias de los electores ricos y de clase media que a los electores
de bajos ingresos”, como si la voz contara en proporción al poder económico de la clase
social de donde proviene.
75
Para Eco (1967: 140-51) y Baudrillard (1981: 171-182), la tecnología y la comunicación
masiva escapan completamente a nuestro control, y esto nos hace menos comunicativos
con los demás porque somos menos capaces de ponernos en una distancia crítica; las
comunicaciones absorben más de lo que nos hacen participar.
86
Democracia desfigurada
76
A “Kleindienst v. Mandel” los académicos lo consideran un caso histórico para la
interpretación de la Primera Enmienda porque implica la consideración conjunta de la
comunicación como un derecho, aunque la “protección” de este derecho no tuvo “gran
influencia en la Corte” (Bezanson, 2003: 181).
87
Nadia Urbinati
77
Véase, también, Moisés I. Finley (1985: 17-18) y Josiah Ober (1989: 118-119, 123-127
y 134).
78
También, para la cita de “Miami Herald v. Tornillo”, ver Chris Demaske (2009: 39-41).
El argumento de que la libertad de expresión es un derecho del ciudadano y tiene una
conexión directa con el principio de autodeterminación ya fue presentado por el juez
Louis Brandeis en 1920 y revisado recientemente por Robert C. Post (1995).
88
Democracia desfigurada
79
La democracia directa era una política de la personalidad porque era una política basada
en el conocimiento directo y la audición directa; la única mediación fue la interacción
cotidiana entre los ciudadanos y su intercambio de opiniones sobre temas y líderes (Fin-
ley, 1996: 97).
89
Nadia Urbinati
80
Ver “Red Lion Broadcasting Company v. FCC” (1969), citado en Bezanson (2003: 176).
90
Democracia desfigurada
81
Cf. el informe mayoritario del juez Black en el caso “Marsh v. Alabama” (1947). Este
es un caso relacionado con la distribución de literatura (propiedad de la empresa) en una
ciudad: “Para actuar como buenos ciudadanos deben estar informados”. Así, los derechos
de propiedad de esa corporación no podían superar el derecho político de los ciudadanos
a recibir información (Bezanson, 2003: 174).
82
Un excelente análisis teórico e histórico de la base del derecho de comunicación en la
interpretación de la Primera Enmienda fue el núcleo de las conferencias Tanner de Robert
C. Post en la Universidad de Harvard, del 1 al 3 de mayo de 2013. La versión final de
estas conferencias está en prensa en Harvard University Press.
91
Nadia Urbinati
83
Cf. Owen M. Fiss (1966: 9-12).
84
La idea de Pettit (1997: 171-205) de control y contestación también es compatible con
esta visión, aunque está inspirada en un sesgo hacia las instituciones representativas.
85
Bartels (2008: 252-282) encontró evidencia de que el gobierno no sopesa los intereses de
los sectores más bajos de la población y que su arbitrariedad general crece en proporción
al número de ciudadanos que no son escuchados o que, simplemente, son excluidos de
los medios de comunicación que podrían hacer que su voz sea más fuerte.
92
Democracia desfigurada
Un nuevo problema
El conocimiento sobre el impacto de la tecnología en la formación del
pensamiento y en la influencia política ya existía en el siglo xviii, cuando
intelectuales progresistas y pensadores políticos propusieron extender la
educación a todos los ciudadanos mediante la puesta en marcha de un
sistema nacional de escolarización para que fueran capaces de utilizar
materiales impresos y participar en el proceso democrático de selección
y pensamiento con responsabilidad y competencia. El papel de la educa-
ción en la filosofía social del progreso y la desigualdad política de Nicolás
de Condorcet es uno de los ejemplos más impresionantes, aunque no el
único, de esa atención novedosa que se les prestó a las condiciones de
formación de la opinión. Son ejemplos de que el derecho a la ciudadanía
es más rico que el derecho al voto en una democracia representativa.
Condorcet pensaba que lograr una participación masiva y competente a
través de la educación era la tarea más importante que debía perseguir un
gobierno republicano, junto con la protección de la libertad de prensa y
el progreso del conocimiento científico.86 Formar a los ciudadanos para
que utilicen y se comprometan con la información y la educación cien-
tífica fue una premisa necesaria para que la democracia moderna echara
raíces. A mediados del siglo xx, John Dewey (1946: 48-49) adaptó esta
visión ilustrada y cívica a las exigencias derivadas de la democracia en una
sociedad industrial y distinguió entre el conocimiento y la comprensión.
Uso la palabra “comprensión” en lugar de conocimiento porque, desafor-
tunadamente, para mucha gente el conocimiento significa “información”
(...) No quiero decir que podamos tener comprensión sin conocimiento,
sin información; lo que digo es que no hay garantía (...) de que la adqui-
sición y acumulación de conocimientos creará las actitudes que generen
una acción sabia.
Basándose en esta intuición, la democracia moderna ha convertido a la
educación en un derecho/deber de los ciudadanos, cuya implementación
requería de la intervención del Estado, más que de su abstención.
Hoy, las cuestiones de la formación de opinión y de la comunicación
parecen requerir una actitud cultural renovada porque, por un lado, se
supone que los nuevos medios que nos aporta la tecnología ponen en
movimiento las mentes individuales o la comprensión crítica (y no lo
86
Véase, en particular, Nicolas de Condorcet (1989).
93
Nadia Urbinati
94
Democracia desfigurada
89
Sobre la progresión de la concentración de poder en los medios en los Estados Unidos,
véanse la primera y segunda edición de Ben H. Bagdikian (1983 y 2004). Para una visión
comparativa de la situación de Europa, véase Peter J. Humphreys (1996) y, además, la
investigación altamente informativa de Daniel C. Hallin y Paolo Mancini (2004).
95
Nadia Urbinati
90
Ver en Commission of Freedom of the Press (1947: 1, 5, 17, 37-44 y 83-86).
91
Sin embargo, este argumento es débil o incompleto porque la libertad de Internet es en
sí misma un objeto de controversia y un tema problemático. El dominio de las empresas
privadas en las industrias de software y hardware, así como en los servicios basados en
la web, da a esas empresas y al gobierno una gran ventaja en la inspección y el control,
mientras que, por otro lado, no es en sí mismo un signo de poder difuso. Véase Evgeny
Morozov (2011: 236).
92
Véase, por ejemplo, Zechariah Chafee Jr. (1947: 647-677) y C. Edwin Baker (1994:
15-20).
93
En algunas circunstancias específicas, escribió Steiner (1952: 194-195) hace algunas
décadas, es probable que un monopolio proporcione quizás más eventos o miradas diver-
sas de contenido, precisamente porque quiere ganar a todos los competidores posibles.
96
Democracia desfigurada
Sobre el impacto de los medios en la calidad de la deliberación, ver, entre otros, Benja-
94
min Barber (1997: 208-238) y, en la misma revista, Hubertus Buchstein (1997: 248-63).
97
Nadia Urbinati
95
En el estado de Nueva York, la ley exige que los partidos políticos publiquen sus anun-
cios por igual en la televisión y en los periódicos locales. Se sigue una estrategia similar
en los países europeos. Cf. Hallin y Mancini (2004).
96
Sobre el valor de la diferencia cognitiva (desde una perspectiva epistémica), ver, más
recientemente, Hélène Landemore (2010: 35-39). Sobre la relación entre la información
dispersa y la diversidad de puntos de vista, véase, también, Sunstein (2006: 46-55).
98
Democracia desfigurada
lectores a ver la ley con el ojo del “hombre malo” o del infractor, Meikle-
john propuso, en cambio, verla, en primer lugar, con el ojo del “buen
hombre” para comprender a los derechos y a la ley como el medio para
lograr una comunidad autónoma.
En oposición a la filosofía federalista, Meiklejohn pensaba que tomar
a los hombres tal como son (potencialmente malos en lugar de virtuo-
sos) no era la mejor forma de comprender la constitución. Una mejor
forma era ver a “un juez o un ciudadano” como “un buen hombre, un
hombre que, en sus actividades políticas, no está simplemente luchando
por lo que, según la ley, puede obtener, sino que está ansioso y sirviendo
generosamente al bienestar común” (Meiklejohn, 2004: 77).97 La Cons-
titución como un medio para implementar una democracia más perfecta
era la visión que tenía Meiklejohn sobre el foro de opinión. Su modelo
era la democracia de reunión ciudadana de la Nueva Inglaterra, en la que
la gente se reunía no para hablar sino para “hacer negocios” (Ibíd.: 23).
Además, consideraba lo siguiente:
Ahora, en ese método de autogobierno político, el punto máximo de inte-
rés no son las palabras de los oradores, sino las opiniones de los oyentes.
El objetivo final de la reunión es la votación de decisiones acertadas. El
bienestar de la comunidad requiere que quienes deciden los problemas,
los comprendan. Deben saber qué es lo que están votando. Y esto, a su
vez, requiere que, en la medida en que el tiempo lo permita, se presenten
en la reunión todos los hechos e intereses relevantes para el problema.
(Ibíd.: 24-25)
Meiklejohn sostuvo la libertad de expresión en una relación causal
con el logro de un bien: una deliberación sabia y competente que, a
su juicio, era el cumplimiento de la autoridad soberana del pueblo, en
efecto, la promesa de un gobierno democrático. Si retomamos el análisis
previo sobre las facetas de la doxa, es claro que él resaltó solo el carácter
integrador y consensual, y convirtió así a la libertad de expresión en un
asunto político, en la medida en que es funcional a la formación de la “in-
teligencia pública” (ibíd.: 70). Existe una visión epistémica-perfeccionista
en su idea del autogobierno, por lo que le dio a la libertad de expresión
un valor ético, además de un significado político, en la medida en que
97
Para un comentario perspicaz de las posiciones de Holmes y Meiklejohn, véase Bollinger
(1986: 145-174).
99
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100
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Sin embargo, esta fue también la opinión de Madison, quien entendió muy claramente
100
que “[en] la proporción en que el gobierno está influenciado por la opinión, debe ser así,
por cualquier influencia. Esto decide la cuestión relativa a una Declaración Constitucional
104
Democracia desfigurada
de Derechos, que requiere una influencia sobre el gobierno, pasando a formar parte de la
opinión pública” (Madison, 1999a: 501).
105
Nadia Urbinati
aporía oculta porque basa su legitimidad política en una lógica post factum
que justifica la obediencia sobre un resultado probado, lo cual es absurdo.
Sin embargo, la democracia como diarquía le brinda al proceso de-
mocrático un valor normativo propio, precisamente, porque ninguna
opinión puede reclamar una autoridad sustantiva, ni siquiera una que
haya recibido el apoyo de la mayoría, ya que está abierta a la impugnación
y al cambio. Utilizo la palabra “inmanentismo” para transmitir la idea
de que la democracia toma el conflicto canalizado a través de procedi-
mientos e instituciones políticas como una norma de participación y no
por los resultados que promete, porque brinda a todos los ciudadanos la
posibilidad de expresar libre y abiertamente sus opiniones y organizarse
con el fin de cambiar o impugnar a las leyes existentes y a los funcio-
narios electos. La democracia es sus procedimientos, con la salvedad de
que no hay nada externo a ella que pueda evaluar “la calidad sustantiva
de sus decisiones”. En este sentido, “no es un hecho y nunca lo será”
(Dewey, 1991: 148). Sus procedimientos tienen un valor normativo por-
que permiten la competencia política para que el gobierno reemplace la
violencia protegiendo y mejorando la libertad política igualitaria. De esto
se desprende que la incertidumbre del resultado y la apertura del juego
político son los “resultados” más preciados de la democracia, es decir, lo
que nos da la libertad para participar voluntariamente en la votación y en
la formación de opiniones políticas.101 Claude Lefort (1988: 225) resaltó la
naturaleza inmanente y no fundacional de la democracia moderna, hecho
que desencarna el poder y lo hace omnipresente en virtud del discurso:
… [la democracia representativa] revela que el poder no es de nadie; que
quienes ejercen el poder no lo poseen; que, de hecho, no lo encarnan;
que el ejercicio del poder requiere una contienda periódica y repetida, que
la autoridad de quienes se establecen en el poder se crea y recrea como
resultado de la manifestación de la voluntad del pueblo.
Esto me lleva al tercer argumento, que se refiere a la autocontención
y está intrínsecamente correlacionado con los dos anteriores. En la de-
mocracia, como en ningún otro sistema político, es fundamental que los
medios y los fines no estén en contradicción. La democracia es coheren-
cia entre medios y fines porque implica tanto la meta como el proceso
Para una lectura interesante de una concepción procedimental que no es minimalista
101
porque contempla los derechos participativos de voto y opinión, véase O’Donnell (2010:
13-29).
106
Democracia desfigurada
107
Nadia Urbinati
manos los medios de poder, como él mismo escribió. Sin embargo, tanto
Mill como Lippmann recurrieron a estrategias a las que yo denominaría
“platónicas”, ya que estaban destinadas a exaltar, en lugar de contrarrestar,
la desigualdad política. Sus soluciones estaban en concordancia con las
circunstancias de la democracia porque intentaron alcanzar un fin legítimo
(controlar el poder de la opinión de la mayoría) con medios ilegítimos
(introducir elementos de desigualdad entre los ciudadanos). Rompieron
la regla de la coherencia democrática justamente porque ubicaron las
amenazas a la libertad en la igualdad política.
Contrariamente a estas estrategias orientadas hacia el contenido que
presumían que la democracia era incapaz de contenerse a sí misma, pro-
pongo que le demos valor normativo a los procedimientos democráticos
y los juzguemos, como lo hizo Brian Barry (1996: 111), con la teoría de
la justicia como imparcialidad: “no solo debe hacerse, sino que se debe
ver qué se hizo. Y eso significa que la decisión debe tomarse de manera
justa. Incluso si la decisión es en sí misma perfectamente justa, todavía
está contaminada si el método por el cual se llegó fue injusto”. Del mismo
modo, la democracia es un régimen autónomo si se interpreta como un
conjunto de procedimientos que contiene una constitución, porque tiene,
en sí misma, las condiciones para su propia limitación. Sin embargo, los
procedimientos correctos sin los principios en los que se basan –y no sin
la igualdad de oportunidades para participar e influir en las decisiones–
pueden provocar, como vimos, la erosión de la confianza en la diarquía
democrática. Para hacer esta afirmación no necesitamos, como explicó
Kelsen (1999: 259-260), que la constitución sea vista como un límite
“externo” al poder que el pueblo puede ejercer legítimamente sobre sí
mismo, sino como una condición para la existencia de este poder, con-
dición que requiere de una reparación y una restauración persistentes.
Por lo tanto, contrario a una visión tradicional, que fue sostenida por
sus críticos desde la antigüedad, la democracia no es un régimen ilimitado
que necesita ser domesticado con estrategias diseñadas externamente.
Como quedó claro desde sus orígenes atenienses, contiene en sí misma
las razones y los medios de sus limitaciones, y también, por supuesto, de
sus violaciones. Esto significa que los cambios pueden ocurrir dentro de
la democracia. No por casualidad, Aristóteles describió seis formas posi-
bles de régimen democrático, que van desde una política constitucional
a una demagogia. Estos cambios pueden explicarse como cambios dentro
108
Democracia desfigurada
Conclusión
En este capítulo he delineado la figura diárquica de la democracia
representativa. También he argumentado que el gobierno democrático
les promete a los ciudadanos la garantía de que todos ellos gocen de los
mismos derechos de voto y voz, y que esto puede requerir que los legis-
ladores intervengan para asegurarse de que las barreras socioeconómicas
y culturales no sean tan altas como para poner en peligro la igualdad de
oportunidades de los ciudadanos a tener una influencia política iguali-
taria. Los desequilibrios en la estructura diárquica de la democracia son
los problemas más urgentes que deben resolver las democracias contem-
poráneas consolidadas. Estas atestiguan un crecimiento exponencial de
la desigualdad social y su traducción fáctica en poder político a través
de los mecanismos de influencia política, sin por eso revocar las reglas
constitucionales del juego. Esto hace que la corrección procedimental
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Nadia Urbinati
110
Capítulo 2
Democracia impolítica
La primera fuente del desequilibrio de los poderes diárquicos que voy
a detectar y analizar es lo que considero una reinterpretación impolítica
del sistema procedimental de la democracia. Este fenómeno no es solo
académico, aunque me concentraré, esencialmente, en la literatura aca-
démica y lo trataré como una cuestión teórica. La democracia impolítica
es el nombre de una familia compleja que incluye tanto propuestas de
ampliar los campos en los que se toman las decisiones no partidarias, como
propuestas que avanzan en una concepción de la autoridad democrática
que recibe legitimidad en razón de la calidad de los resultados que sus
procedimientos permiten. Enumero estos enfoques bajo el nombre de
“democracia impolítica” porque tienden a neutralizar aquello que hace
que la política democrática se asocie característicamente con disputas,
desacuerdos, deliberaciones y decisiones de la mayoría que permiten su
modificación. En el capítulo anterior aclaré que por política me refiero al
arte del discurso público en la tradición de Aristóteles. Terence Ball (1988:
119) escribió: “la política no es esencialmente una actividad instrumental
u orientada a objetivos que se lleva a cabo en aras de un fin identificable
y aislado, sino que es el medio de educación moral de la ciudadanía”. Ese
“medio” son las actividades públicas reguladas por derechos, procedimien-
tos democráticos e instituciones; sin embargo, si educa a los ciudadanos
moralmente, lo hace sin premeditación. En este sentido, he utilizado y
utilizaré la expresión “procedimentalismo democrático” para resaltar que
lo que lo convierte en la columna vertebral de la legitimidad política es el
hecho de que logra que el procedimiento suceda de la manera debida, y
no que produzca algunos resultados sustantivos (o deseables) que, si se
logran, es sin premeditación, aunque los actores pueden querer usarlos
para lograr algunos resultados específicos. Los fines de los actores son
111
Nadia Urbinati
112
Democracia desfigurada
1920, cuando los –por ese entonces– débiles Estados liberales europeos
fueron juzgados por una crisis que parecían no poder resolver, los Estados
democráticos de hoy se enfrentan a una nueva ola de espíritu antipar-
lamentario. El argumento es que la democracia electoral y procesal da
lugar a juicios parciales e intereses electorales dentro del ámbito político
y que, a lo sumo, alimentan una actitud comprometida e instrumental,
pero son menos conducente a decisiones firmes, justas y competentes.1
El vínculo entre voluntad y opinión que presume el sistema diárquico
de gobierno representativo parece estar en la raíz de esta incapacidad de
la democracia para producir buenos resultados. La diarquía se presenta
entre la voluntad y la verdad, en lugar de entre la voluntad y la opinión.
Diferentes emergencias (la guerra en el pasado y la quiebra económica
en el presente) exigen diferentes competencias, pero impulsan puntos de
vista impolíticos notablemente similares: que los ciudadanos deben aspirar
a alcanzar resultados verdaderos o que solo unos pocos capaces pueden
hacerlo. La reciente sustitución de ejecutivos electos por tecnócratas, en
algunos países europeos, es un indicio de la creencia generalizada de que
las instituciones electas democráticamente son incapaces, o demasiado
lentas, para tomar decisiones políticas racionales en el ámbito de las
finanzas y la economía. Por lo tanto, son consideradas factores desesta-
bilizadores. Que dependan de la opinión de los ciudadanos, no implica
necesariamente que las decisiones de austeridad sean imposibles, aunque
sí exigen que sus defensores dediquen tiempo para demostrarle al público
que son necesarias y para convencerlo de que son buenas.2 Sin embargo,
una vez que la episteme ingresa al ámbito de la política, la posibilidad de
que la igualdad política sea cuestionada está en el aire, porque el criterio
de competencia es intrínsecamente desigual. Hoy en día, es la expansión
del dominio de las decisiones no políticas lo que corre el riesgo de promo-
ver esta transformación, junto con una reconfiguración del pensamiento
político que se basa en el método jurídico de la búsqueda de la verdad.
1
En este sentido, véase Sylvie Goulard y Mario Monti (2012), quienes argumentan que
la salvación de la Unión Europea se basa en la determinación de sus Estados miembros
de encontrar nuevos espacios de decisión menos sometidos a controles electorales y a la
opinión pública, lo contrario de lo que prescribe la representación democrática.
2
En el proceso de redacción de la Constitución Republicana de Francia, Condorcet llamó
la atención sobre el riesgo que entraña el argumento de que un sistema de toma de de-
cisiones colectivas (sin un líder) es un obstáculo para decisiones rápidas y competentes;
así, pensó que la regulación del tiempo se convierte en un factor esencial de la libertad.
Ver Nadia Urbinati (2006: 201-207).
113
Nadia Urbinati
El mito de lo impolítico
El elogio hacia lo antipolítico no es nada nuevo entre los críticos o
escépticos de la democracia y se vuelve particularmente intenso en tiem-
pos de crisis. En Reflections of a Nonpolitical Man, una provocadora crítica
a la democracia escrita en 1918, Thomas Mann sostuvo que existía una
relación intrínseca entre la “política” y la “democracia”. Escribió esto en
el año en que Alemania estaba cerca de adoptar su primera constitución
democrática y su objetivo era indagar sobre el valor de la democracia, a
la que consideraba no solamente como el nombre de una forma de go-
bierno, sino también como una forma integral de concebir la sociedad. La
democracia, según Mann (1983: 16), hace que toda la realidad humana
sea invariablemente “política”: “La actitud política-intelectual es demo-
crática; creer en la política es creer en la democracia”. La democracia era
114
Democracia desfigurada
3
Para una discusión crítica de las diversas facetas del relativismo, véase Steven Lukes
(2008).
115
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4
Se hace eco de la crítica de Ratzinger a la presunción de la democracia de hacer que el
derecho sustituya al bien ético: “el principio de la mayoría siempre deja abierta la cuestión
de los fundamentos éticos del derecho. Esta es la cuestión de (...) si hay algo que es por
su propia naturaleza inalienablemente ley, algo que antecede a toda decisión mayoritaria
y debe ser respetado por todas esas decisiones” (Ratzinger y Habermas, 2007).
116
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5
Ver Marie Jean Antoine Nicolas, marqués de Condorcet, (1968: 427-28, 1968a: 178-179,
1968b: 16 y 1968c).
6
Luego agregó: “debe hacerse la siguiente distinción: las restricciones impuestas por la
mayoría no deben llegar a crear condiciones que la minoría pueda encontrar opresivas,
contrarias a sus derechos e incompatibles con la justicia” (Condorcet, 2011: 184).
7
Para una revisión crítica de la ideología de la contrarrevolución y su manifestación con
diferentes corrientes de pensamientos antiliberales, cf. Stephen Holmes (1993).
8
Ver Joseph de Maistre (1994: capítulo 7) y Edmund Burke (1999c).
118
Democracia desfigurada
9
En la democracia, la manipulación puede estimular el activismo, al menos, porque im-
pulsa a la gente a denunciar y a buscar la verdad, que es lo que no sucede en un régimen
antidemocrático (Ball, 2011: 46).
119
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122
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10
J. S. Mill (1977: capítulo 5) diseñó comisiones parlamentarias formadas por expertos
deliberantes como una estrategia para hacer que la asamblea simplemente votara sobre
temas. Esa era una tarea que requería cierta competencia disciplinaria y especial.
11
Young (1990: capítulo 4) fue uno de los primeros en criticar la vocación racionalista
de la deliberación. Véase, también, Bernard Yack (2006), Bryan Garsten (2006) y Linda
L. Zerilli (2000).
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(Vermeule, 2009: 5). Más recientemente, Héléne Landemore (2012) utilizó este teorema
para demostrar, contra el uso oligárquico de la “buena” deliberación, que las grandes
multitudes están más diversificadas, ya que son más numerosas que los pequeños grupos
de pocos individuos inteligentes.
129
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20
Ver, también, Saffon y Urbinati (2013: 6).
21
Los procedimentalistas “ven la bondad o la adecuación de un resultado como ente-
ramente constituido por el hecho de haber surgido de alguna manera procedimental
correcta” (Goodin, 2003: 92).
22
Ver Archon Fung (2006), Bruce Ackerman y James Fishkin (2004: 179-184).
130
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25
Cf. Josiah Ober (2008a: 31-33).
26
De ahí que Platón (1960: 80) hiciera decir a Calicles que los filósofos “no tienen cono-
cimiento del código legal de esta ciudad”.
133
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Pero se debe dejar que todos defiendan sus puntos de vista, porque el
pensamiento es libre: me aferraré a mi regla y no estaré atado a las leyes de
ninguna escuela de pensamiento a la que me sienta obligado a obedecer,
siempre buscaré la solución más probable en cada problema. (Cicerón,
1945: 335).
Sin embargo, la suspensión del pensamiento era altamente indeseable
en las contiendas políticas, e incluso imposible, porque las decisiones
podían permitir su postergación –y la mayoría, a veces, ni siquiera– como
máximo, pero no la suspensión. Además, la ciudad tenía en las leyes, tanto
constitucionales como ordinarias, una guía segura para la resolución de
conflictos. En resumen, la suspensión del pensamiento solo era posible
con debates filosóficos. Cicerón, por supuesto, no pretendía decir que los
filósofos debían ser libres en todas sus opiniones o tolerantes con todas
las creencias, como tampoco debía ser un ciudadano o un juez. Su teoría
del desacuerdo y la distinción entre verdad y probabilidad se basaba en
un acuerdo básico sobre lo que era la razonabilidad humana; en cualquier
caso, la suspensión del pensamiento filosófico fue en aras de resolver la
incertidumbre y lograr la verdad. Cicerón no practicó lo que la corriente
epistémica contemporánea llama “nihilismo”. Su escuela filosófica fue la
Academia, cuyo escepticismo moderado básico estaba de la misma forma
distante del platonismo, por un lado, y del pirronismo o escepticismo
absoluto, por el otro. La probabilidad, en lugar de la suspensión total del
pensamiento, y la argumentación in utramque partem, en lugar de asertivi-
dad dogmática, fueron las reglas básicas de la Academia y de la elocuencia
civil (Remer, 1996: 16-26). Un escepticismo moderado fue, para Cicerón
(1955-1958: capítulo I.1), la clave para la continuidad del sermo:
Los filósofos de la Academia han sido prudentes al negarle su consenti-
miento a cualquier proposición que no haya sido probada (...) nada podría
ser menos decente para la dignidad e integridad de un filósofo que adoptar
una opinión falsa o mantener como cierta alguna teoría que no ha sido
completamente explorada y comprendida.
Las reglas del sermo eran necesariamente diferentes de las de la retóri-
ca, ya que las primeras eran dictadas por la verdad y las segundas por la
prudencia (decoro o dignidad), que sostenía que el orador debía adaptarse
al carácter de la audiencia y evitar imponer un estándar de certeza sobre
materias que tuvieran que ver con la convicción y la persuasión entre
134
Democracia desfigurada
27
A mediados del siglo xx, Kelsen (2013: 90) escribió que intentar justificar la democra-
cia sobre la base de la calidad “epistémica” de sus decisiones políticas equivale a hacerla
parecer un “burro con piel de león” porque la comunidad política en su conjunto no es el
organismo más calificado para descubrir y aplicar un estándar objetivo de “verdad” política,
ni debería esperarse que lo sea. Basar la legitimidad política únicamente en el principio de
autonomía (obedecer las leyes que hacemos) realmente tiene sentido para la suposición
de que no se dispone de un estándar objetivo de verdad política. Sobre su argumento de
que la democracia no puede operar con credos dogmáticos, véase Kelsen (1948).
28
Para una excelente descripción de un ejemplo de aborto del coloquio para la reconci-
liación entre católicos y calvinistas en Francia (que ocurrió diez años antes de la masacre
de los hugonotes), véase Donald Nugent (1974).
135
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hasta que se restableciera la verdad.29 Las reglas del sermo eran la receta
de la intolerancia y la guerra porque eran incompatibles con el pluralis-
mo.30 Pero para la continuación del diálogo y la preservación de la paz, la
estrategia debería haber sido la de minimizar el contenido doctrinal de la
religión y, de esta manera, debilitar la ética de la coherencia y fortalecer
la del respeto.31 Sin embargo, esta posición solo podría adoptarse si el
diálogo se trasladaba fuera del dominio de la verdad (la teología, en ese
caso) en el ámbito de la política o la retórica cívica. La verdad confía en
la competencia como forma de autoridad, lo que hace que el pluralismo
de opinión sea transitorio y solo instrumental para el resultado. Además,
las apelaciones a la verdad en la política provocan divisiones ya que no
permiten la adaptación.32 Claramente, los teóricos epistémicos hacen del
juicio de carácter judicial o legal (lograr la verdad sobre algún hecho) su
modelo de toma de decisiones colectivas, y no la asamblea política o el
trabajo de los legisladores. Como argumentaré al final de este capítulo,
el ideal epistémico e impolítico se basa en equiparar el juicio en la juris-
prudencia con el juicio en la política.
Otra objeción que se le puede plantear a la concepción epistémica es
la siguiente: ¿cuándo debemos dejar de probar el carácter “correcto” de
29
Como escribió Mario Turchetti (1984: 102-108), el espacio para el compromiso era más
amplio cuando los cristianos, posteriores a la Reforma, no conocían bien las posiciones
de los demás. Contrariamente a la esperanza del guía espiritual de la concordia, Erasmo
de Rotterdam (que fue una inspiración teórica tanto de católicos como de calvinistas,
durante algunas décadas), los “fundamentos de la fe”, que –se suponía– eran una verdad
básica no abierta a la discusión y compartida por todos los cristianos en tanto cristianos,
se convirtieron en el principal objeto de discordia y de desacuerdos entre las diferentes
denominaciones cristianas. Superar el desacuerdo significaría superar las diferencias entre
los cristianos sin dejar de pertenecer a la misma iglesia. Sin embargo, fue precisamente
en nombre de la diferencia que se produjo la ruptura con los “fundamentos de la fe”.
30
Los partidarios de la concordia, católicos y protestantes, se opusieron a su idea de unidad
frente a modelos de imperio que se basaban en el pluralismo religioso, como el Imperio
otomano o el antiguo Imperio romano (Lecler, 1966: 394).
31
La asociación de “creencias fuertemente arraigadas” con la intolerancia y, viceversa, de
una perspectiva más escéptica con la tolerancia tiene un amplio eco en el análisis con-
temporáneo. Ver Quetin Skinner (1978: 244-254) y Preston King (1976: 122-131). Para
una lectura crítica que enfatiza, en cambio, la implicancia “traicionera” y relativista del
escepticismo, véase Richard Tuck (1988: 21-35). Por último, para un desafío al supuesto
“modernista” que vincula la tolerancia con el escepticismo, véase Cary Nederman (1998:
66-67).
32
Como dice Rawls (1983: 129), “sostener una concepción política como verdadera, y
solo por esa razón la única base adecuada de la razón pública, es excluyente, incluso
sectario, y muy probablemente fomente la división política”.
136
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33
Ober (2008a: 109) observa: “El teorema del jurado de Condorcet se limita al juicio binario
(...) Sin embargo, el teorema de Condorcet es incapaz de explicar los procesos de toma de
decisiones de la Asamblea ateniense, donde un cuerpo muy grande de personas, algunas
de ellas expertas en varios dominios relevantes al tema del día, a menudo decide entre
una variedad de posibles opciones políticas después de escuchar una serie de discursos”.
137
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138
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Afirmar que hay o debería haber una interpretación correcta de los valo-
res de igualdad y libertad, independientemente de las circunstancias en
las que se apliquen, es cuestionable desde una perspectiva democrática.
Según Condorcet, el constitucionalismo es necesario porque se prevé la
disidencia, más que el consenso. Sin embargo, la doctrina epistémica pa-
rece sostener que este es el asunto, negando o reduciendo en exceso, de
este modo, el alcance de la política en el desarrollo de valores normativos.
Los argumentos epistémicos en la definición de legitimidad democrá-
tica plantean dos problemas adicionales que pertenecen respectivamente
al significado del giro epistémico y a la apelación a la autoridad de Aris-
tóteles. El intento de demostrar que la democracia es buena, o que está
mejor dispuesta a tomar decisiones verdaderas porque el colectivo es
racional, fue una estrategia propuesta en el siglo xviii para contrarrestar
el popular argumento antidemocrático de que la democracia era un mal
régimen porque se basaba en una mayoría incompetente e irracional.36
Jean-Jacques Rousseau y Condorcet respondieron a esta crítica clásica
cambiando el lugar de la legitimidad política del contenido y el resultado
hacia los procedimientos que ordenan el trabajo del colectivo. Dispuestos
a refutar el argumento aristocrático de que la virtud y la competencia
eran los requisitos para gobernar, debían demostrar que la igualdad
política podía satisfacer los criterios de conocimiento y competencia.
Es difícil descifrar cuál es el terreno de disputa actual en relación con el
cual los teóricos epistémicos le devuelven el tema de la legitimidad a la
competencia. ¿Por qué necesitamos hacer que la democracia se parezca
a una aristocracia y por qué queremos vestirla con el traje del mejor o
los mejores?
El segundo argumento problemático consiste en defender la demo-
cracia epistémica respaldando la crítica de Aristóteles a la epistocracia de
Platón.37 De hecho, aunque Aristóteles veía a la democracia como una
degeneración del gobierno constitucional, cuando tuvo que evaluar el
papel de la mayoría, reconoció su competencia deliberativa en la asamblea
pública (ekklesia) y la del jurado en los tribunales de justicia (dikastes).
Pero esta no es una descripción completa de la posición de Aristóteles
36
Cuanto más multitudinaria es una asamblea, argumentó Madison en Federalist (58), más
susceptibles son las decisiones a las pasiones e intereses sectarios: “La ignorancia será
engañada por la astucia y la pasión esclava de la sofistería y la declamación” (Madison,
Hamilton y Jay, 1987).
37
Ver Estlund (2007: 208-209) y Waldron (1999: 33-34).
139
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comunicada socialmente: “La clave para una toma de decisiones democrática exitosa es
la integración del conocimiento técnico disperso y latente con el conocimiento social y
el valor compartido”.
40
Cf. Kurt A. Raaflaub (1983: 517-524) y Hansen (1993: 71-78).
41
Según Stuart Hampshire (1989, 56-57): “Como insiste Aristóteles, no deliberamos so-
bre cosas que creemos que no pueden ser de otra manera por la naturaleza de las cosas”.
Rostbøll (2008: 22) ha señalado, contra el teórico de la democracia minimalista, que las
preferencias no deben tratarse como “dadas” porque el significado de deliberación es,
precisamente, el de crear instituciones y condiciones sociales que conduzcan a la “opinión
libre y a la formación de voluntad”.
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Para un análisis crítico del mito del ciudadano independiente (no partidario), ver
Rosenblum (2010: capítulo 7).
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Para una excelente descripción crítica de los paneles de ciudadanos, véase Mark B.
Brown (2006), Archon Fung (2006) y James Fishkin (1995).
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50
Según Fishkin (1995: 169) las encuestas deliberativas son una versión moderna de la
antigua selección ateniense por sorteo. Para un contrargumento, véase Brown (2006: 9-10).
153
Nadia Urbinati
de autonomía, tanto los temas a discutir sin prejuicios como los pro-
cedimientos que regulan la discusión no son decididos ni elegidos por
los participantes. Los foros deliberativos están formados por ciudadanos
tutelados: espectadores-jueces que aplican reglas y procedimientos que
otros han ideado y juzgan sobre hechos que no contribuyeron a elegir.
Seleccionar problemas, enmarcar agendas, organizar discusiones, clasificar
a la audiencia y liderar la deliberación: todas estas decisiones se pueden
tomar sin involucrar el partidismo con la condición de que no las tomen
aquellos que se supone que deben juzgar o deliberar. Si la objetividad y el
juicio imparcial son el contenido y el objetivo de la política, la participa-
ción de los ciudadanos puede volverse irrelevante y realmente indeseable,
porque, después de todo, solo unos pocos participantes competentes o
virtuosos pueden realizar un mejor servicio deliberativo que el conjunto
de muchos ciudadanos comunes.
Este es un tema antiguo y, de hecho, refleja la principal objeción
contra la democracia como ámbito de las opiniones y las decisiones de
la mayoría, al menos desde el ensayo clásico de los diálogos del Viejo
Oligarca y Platón. Su resurgimiento en la democracia moderna, aunque
las instituciones democráticas parezcan gozar de un éxito inigualable,
debería preocuparnos, pero no sorprendernos, porque la deliberación ha
sido tradicionalmente la tarea de unos pocos competentes y un método
para enfriar las pasiones y limitar el elemento democrático. Dentro de la
tradición retórica a la que pertenecía, la deliberación se valoraba como
una actividad propia de una politeia o una res publica perteneciente al ge-
nus demonstrativum porque no implicaba simplemente tomar decisiones,
sino también introducirse en la mente de los interlocutores para que
pudieran expresar su última palabra y decidir juntos (aunque no estu-
vieran de acuerdo). Ambas cualidades (tomar decisiones e introducirse
en la mente de los interlocutores) están correlacionadas e implican que
la exposición de los interlocutores a otros argumentos es decisiva si se
quiere buscar el consentimiento a través del discurso. Sin embargo, no
existe una correlación necesaria entre la deliberación y la publicidad y
entre la deliberación y la igualdad política.
En los primeros Estados y principados modernos, por ejemplo, el prín-
cipe y sus embajadores deliberaban sobre la mejor manera de emprender
una guerra o de llevar a cabo una misión diplomática, pero tenían cuidado
de evitar que se hiciera público. Además, hasta las revoluciones del siglo
154
Democracia desfigurada
La república de la razón
El anhelo de los teóricos contemporáneos por lo impolítico se basa
en interpretaciones de la democracia que son esencialmente escépticas
de su capacidad para promover políticas justas o razonables y, por lo
tanto, proteger la libertad individual de la voluntad de la mayoría. Una
interpretación, por ejemplo, es la teoría electoral de la democracia que
ve las prácticas colectivas de toma de decisiones, especialmente el com-
portamiento electoral, como métodos caracterizados por una escasez
endémica de racionalidad. Otra interpretación es la teoría deliberativa
de la democracia que integra y, de alguna manera, modifica la definición
155
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51
Miller (2003: 183) ha propuesto una comparación interesante al mostrar cómo el ideal
deliberativo cumple las promesas de las instituciones liberal-democráticas porque, si
bien parte de la “premisa de que las preferencias políticas entrarán en conflicto” y que
las instituciones democráticas deben resolverlas, “prevé esto a través de una discusión
abierta y sin coacción sobre el tema en juego, con el objetivo de llegar a un juicio con-
sensuado”. Los procesos informales de discusión hacen que los factores procedimentales
e institucionales sean menos centrales.
156
Democracia desfigurada
plantea que el gobierno solo debe seguir los intereses percibidos por una
mayoría. (Pettit, 1997: 174)
Sin embargo, es aún más interesante que la visión de la democracia de
Petit es también descendiente de la tradición republicana, cuya relación
con el gobierno de la mayoría, tradicionalmente, ha sido muy ambivalente,
por decirlo con suavidad.
No es necesario volver a Cicerón o a Polibio para detectar el espíritu
antidemocrático del republicanismo (Atenas “siempre estuvo ligada, en
la metáfora de Polibio, a un barco sin capitán, amortiguado por los vien-
tos de la opinión pública”) (ibíd.: 167). Roma y Atenas representaron, y
continúan representando, dos modelos diferentes de política y sociedad.
Roma, como ha escrito recientemente John Dunn, nos ha dado una gran
parte de nuestro vocabulario político, desde “ciudadanía” y “constitución”
hasta “república” y “federación”, pero no nos dio, además, según Dunn
(2005: 54), lo siguiente:
… la palabra democracia (...). No solo democracia no es una palabra latina
clásica, sino que tampoco es una forma de pensar romana. No expresa
de qué manera los romanos (ninguno de ellos hasta donde sabemos) han
concebido a la política.
El resurgimiento de la tradición romana a principios del Renacimiento,
y luego en el siglo xviii, ha reafirmado y perfeccionado la incredulidad
republicana en la democracia.52
Como observa Pettit (1997: 166), a pesar de las “reconstrucciones
posteriores de la tradición [de la libertad republicana] como de origen ate-
niense y comprometida con el entusiasmo tuerto acerca de la democracia
y la participación, la tradición era esencialmente de carácter neorroma-
no”. El renacimiento de Roma es detectable también en la teoría política
contemporánea, como muestran, de manera bastante sorprendente, las
críticas a la democracia procedimental que he discutido en este libro.
La tradición republicana neorromana, que se considera enraizada
dentro de la tradición romana como ciceroniana, refiere, ante todo, al
imperio de la ley como correctivo de la voluntad popular. Esto significa
que la política se concibe de forma negativa, como un sistema de frenos
y contrapesos, más que positiva, como la forma de participación en el
52
Cf. Giuseppe Cambiano (2000: en particular, capítulos 1 y 2) y J. G. A Pacock (1975:
100-103).
157
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53
Por lo tanto, los teóricos liberales de la democracia, desde Joseph Schumpeter hasta
William Riker, han insistido en darle al sufragio una función principalmente negativa,
que implica la remoción de líderes más que guiar la política.
54
Pettit (1997: 182) añade una salvedad importante a su crítica: el enemigo de la libertad
como no dominación y buen gobierno republicano nació en el siglo xix, con la teoría de la
soberanía nacional y la centralidad de la opinión pública y la democracia parlamentaria.
158
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55
En el siglo xix, esta antigua idea dio lugar a la creación de comisiones parlamentarias,
como Mill concibió en la misma línea de pensamiento que Pettit. Sin embargo, el objetivo
de Mill era convertir al parlamento no en un cuerpo silencioso de votantes de sí o no, sino
en un ágora que se suponía que presentaría, frente a toda la nación, los grandes debates
políticos. La estrategia de Mill de cargar la asamblea de tecnócratas (de ahí la constitución
de comités) fue con el fin de hacer de la asamblea un cuerpo de verdad parlante, que
es justo lo que a Pettit no le gustaría, porque hablar en una asamblea representativa es,
inevitablemente, un ejercicio de argumentos retóricos y partidarios que no ayudarían a
tomar decisiones imparciales.
56
Ver, también, Rousseau (1987: libro 4, capítulo 2).
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63
Samuel Freeman (2000: 376-377) argumenta, de manera convincente, que el contraste
entre la votación agregada o basada en intereses y el juicio deliberativo está mal planteado
porque, como han demostrado Rousseau y Rawls, evaluar los intereses de uno no es nece-
sariamente opuesto a emitir juicios de interés general. Para una versión de la deliberación
menos desfavorable para la defensa del partido, véase Gutmann y Thompson (1996: 135).
164
Democracia desfigurada
Una diferencia crucial entre estas dos formas de juicio es que el jurado
en el tribunal no está involucrado en el caso bajo consideración de la
misma manera que lo están los electores o representantes (nemo judex in
causa sua). Pero los actores que defienden su causa al emitir un voto en
una asamblea representativa son los mismos que emiten el juicio, y en el
escenario político al que pertenecen no está institucionalizado ni ordena
la imparcialidad, tal como sí ocurre en la Corte. Se le pide al jurado y a los
tribunales (modelos de lo impolítico) que emitan juicios como externos
al caso y sus miembros están legalmente obligados a razonar y actuar
como instituciones y no como actores políticos (ciudadanos individuales
o representantes). Los primeros llevan la máscara del Estado (o la ley) y
deben dejar de lado sus valores y preferencias personales, los últimos usan
la máscara del soberano (el público) y se espera que puedan ver su caso
personal a través de los lentes del interés general para hacer leyes que no
sean una expresión directa de su voluntad o de su preferencia privada,
pero tampoco que sean totalmente opuestos o indiferentes a ellos.64
Se puede decir que, en el ámbito de lo jurídico, la imparcialidad es
un factor de ignorancia (como libertad del conocimiento obstinado) y
de independencia emocional del caso bajo juicio. Cuanto más vacía se
encuentre la mente del juez de opiniones personales y partidarias (es decir,
no legales), más se encuentra en las condiciones adecuadas para evaluar
imparcialmente el caso que se está juzgando, tal como la ley le pide que
lo haga (a las personas que forman parte del jurado se les instruye que
no lean los periódicos ni obtengan información sobre el caso proveniente
de fuentes externas a las que el procedimiento judicial brinda).65 Pero la
deliberación política sugiere lo contrario. De hecho, supone y exige que
los ciudadanos y representantes estén expuestos a todas las opiniones
diferentes, que contribuyan realmente a formar una gran variedad de
opiniones y, además, que escuchen todos los puntos de vista que produ-
ce la esfera pública libre antes de tomar una decisión. La imparcialidad
exige más de lo que requiere una deliberación política razonada y buena.
En la formulación de John Locke, el poder judicial es un verdadero
tercer poder: es imparcial en el sentido de que depende del juicio de
los actores. Esto significa que no debe ser políticamente representativo
64
Discutí este tema en profundidad en Urbinati (2006: 3).
65
Este es el esquema seguido por Rawls al describir, en la mente a los individuos, detrás
del velo de la ignorancia (Manin: 1997: 349).
165
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para ser consistente con la idea de razón pública tal como se expresa
con imparcialidad en la ley. Se supone que el juicio formulado por el
juez no representa las opiniones políticas del soberano, sino solo la voz
autorizada de la ley. Por lo tanto, es y debe ser impolítico. Es, verdade-
ramente, un poder negativo porque el juez depende de la voluntad de la
soberanía (la ley), pero no debe depender de las opiniones del soberano:
según Aristóteles, las opiniones no deben estar permitidas en la Corte.66
Bajo el supuesto de que el juez depende y obedece solo a la ley, pero no
depende de la misma fuente de la ley que los legisladores (la opinión del
público), Montesquieu (1989: libro 11, capítulos 4 y 6) apoyó su defensa
de la justicia como un tercer poder y la condición del poder limitado.
Además, defendió el poder jurídico como en verdad negativo y protector
de la libertad individual, precisamente porque estaba desvinculado de “la
opinión individual de un juez”, así como de los poderes ejecutivo y legis-
lativo. El juicio impolítico refiere a un juicio desvinculado y no a un juicio
como una evaluación general o mediada entre diferentes puntos de vista.
Debido a que la independencia y la restricción para obtener informa-
ción no pertenecen a la deliberación política sino al tribunal, ¿qué tipo
de controles puede tolerar el juicio público para tomar decisiones que
reflejen el interés general? La respuesta a esta pregunta arroja luz sobre
el papel de los controles constitucionales en la asamblea legislativa: su
objetivo no es hacer que los legisladores actúen de manera imparcial,
sino de manera legítima y responsable. Como vimos en la sección de este
capítulo dedicada a los argumentos epistémicos, los procedimientos de
elaboración de las leyes están destinados a producir leyes que sean válidas,
y no leyes que sean verdaderas. El mismo Rawls (1999: 577) reconoció
esta diferencia cuando especificó que es esencial para la libertad que los
ciudadanos y sus representantes, a diferencia de los funcionarios públi-
cos, tengan solo el deber moral, y no legal, de razonar imparcialmente:
66
El juez no puede ser representante del (la opinión del) soberano porque él mismo no
tiene el poder de hacer la ley y, por lo tanto, de resistir la ley. Es evidente, entonces, que
la opinión está directamente relacionada con la soberanía o el ámbito de la deliberación
política. Esta era, en la correcta opinión de Tocqueville (1969: 100-101), la principal
fuente de la diferencia entre los sistemas estadounidense y europeo, y el hecho de que los
primeros otorgaron a los jueces un “inmenso poder político”, mientras que los segundos,
no. Sobre el impacto negativo del juicio público (por lo tanto, la elección) sobre la “in-
tegridad judicial” de los jueces de primera instancia, véase Gregory A. Huber y Gordon
C. Sanford (2004).
166
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Por diferentes que fueran, tanto Jean-Jacques Rousseau como James Madison coincidie-
ron en que la elaboración de leyes es un trabajo que consiste en encontrar el mínimo común
167
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Democracia desfigurada
Conclusión
Puede sonar perturbador concluir que las opiniones partidarias son
un componente esencial en los juicios políticos que intentan ser cohe-
rentes con el ideal del interés general o perseguirlo, en lugar de ser un
desafortunado accidente que una buena deliberación debería hacer des-
aparecer. ¿En qué sentido pueden contribuir las opiniones partidarias a
crear intereses generales? Cuando los teóricos identifican el trabajo de la
asamblea con el del jurado, pasan por alto el importante hecho de que, si
bien el escenario del juicio presume que la sentencia final es definitiva,
el escenario deliberativo está organizado para producir decisiones que
71
Sobre la naturaleza “perspectivista” del juicio público, véase Bobbio (1996: 1-17).
72
La cuestión de la opinión y la verdad en la política abre la cuestión fundamental del
papel de la hipocresía y, por tanto, la autenticidad en la política democrática, que solo
puedo mencionar aquí. Runciman (2008, 213) propone una definición interesante que
apoya el caso de una concepción procesal de la democracia: “necesitamos políticos que
sean sinceros, pero eso no significa que debamos desear que sean creyentes sinceros en
todo lo que hacen. En cambio, necesitamos que sean sinceros creyentes en el sistema
de poder en el que se encuentran, y sinceros en su deseo de mantener la estabilidad y
durabilidad de ese sistema (...) Los políticos democráticos deben ser sinceros sobre el
mantenimiento de las condiciones en las que la democracia es posible, y deben dar una
mayor importancia a eso que a cualquier otro tipo de sinceridad”.
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Capítulo 3
El poder populista
Mientras que los teóricos de la democracia epistémica le asignan a
la “multitud” la virtud de la sabiduría, los teóricos del populismo le
asignan una virtud movilizadora. Los primeros presentan al ciudadano
como miembro de un jurado que escucha la voz de la razón, y no la de
la opinión. En cambio, los últimos presentan al ciudadano como miem-
bro de un “nosotros” cuya unidad es confeccionada por algunos líderes
a través de una opinión hegemónica que afirma hablar por la voluntad
del conjunto. Mientras que en el primer caso el proceso político se con-
sidera representativo del público, en la medida en que se desencarna de
los intereses o ideologías sociales; en el segundo, la unidad social y la
ideológica del pueblo ocupan el escenario central de la política y se con-
vierten en la norma de la verdadera representación. Sin embargo, a pesar
de estas diferencias cruciales, tanto los epistémicos como los populistas
critican a la democracia parlamentaria por hacer de la política un terreno
de negociación entre una pluralidad de intereses y los partidos. Ambos
cuestionan la estructura diárquica de la democracia representativa, aunque
con fines distintos: los primeros, porque apuntan a sustituir a la doxa por
el conocimiento y, en consecuencia, le dan prioridad a la deliberación de
los órganos no electos; y los segundos, porque hacen que la opinión de
una parte del pueblo se fusione con la voluntad del Estado y, en conse-
cuencia, son intolerantes hacia las divisiones partidarias en los órganos
electos. Ambos juzgan la legitimidad de la autoridad democrática desde
un punto de referencia externo al proceso político, como la “verdad” o
como un “pueblo” preprocesado. Finalmente, a pesar de sus diferencias,
los epistémicos y los populistas deforman la estructura diárquica de la
democracia representativa.
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1
Jan-Werner Müller (2011).
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Introducir el populismo
Aunque pretende patrocinar y practicar una democracia antagónica,
el populismo trata al pluralismo de intereses contrapuestos como una
muestra de reclamos litigiosos que deben superarse con un escenario
polarizado que simplifique las fuerzas sociales y le brinde al pueblo la
oportunidad inmediata de tomar partido. La simplificación y la polariza-
ción producen la verticalización del consentimiento político, que inaugura
una unificación más profunda de las masas bajo una narrativa orgánica y
un líder carismático o Cesarista que la personifica. La ideología populista
del pueblo considera que la sociedad se divide, en última instancia, en
dos grupos homogéneos: una mayoría pura (el pueblo en general) y una
4
Me gustaría expresar mi agradecimiento a Ian Zuckerman por invitarme a reflexionar
sobre esta distinción.
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Cf. Cas Mudde (2003). Como escribe Sunstein (2006 y 2009), una forma eficaz de crear
un grupo radical es separar a sus miembros de la gran sociedad y de los otros grupos.
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Tomo esta definición de parásito de Jacques Derrida (1988: 90): “Los parásitos, enton-
ces, ‘tienen lugar’. Y, en el fondo, todo lo que violentamente ‘tiene lugar’ u ocupa un sitio
es siempre algo así como un parásito. Nunca tener lugar del todo es, entonces, parte de
su desempeño o de su éxito, como un evento, o está ‘teniendo lugar’”. El populismo es
una posibilidad permanente dentro de la democracia representativa, y el “nunca tener
lugar” se refiere a que es una posibilidad movilizadora permanente, incluso cuando es
lo suficientemente fuerte para manifestar su poder. Si todos los potenciales populistas se
actualizaran, reemplazarían por completo a la democracia representativa, y esto sería un
cambio de régimen (como lo hizo el fascismo cuando “tuvo lugar”).
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9
Pitkin ubicó la transición en el significado terminológico de la palabra “representación”
de “representar” a “actuar” entre la segunda mitad del siglo xvi y la primera mitad del
siglo xvii.
180
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10
Cf. Urbinati (2006: capítulos 1 y 2).
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182
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palabras –agrega Lane (2012: 180)– a veces tienen un significado partidario, asocian a un
orador o líder político con el partido popular, pero no son inherentemente condenatorias”.
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razón como por la persuasión. Por este motivo, la demagogia –al igual
que el populismo– es una posibilidad permanente en un régimen que,
como la democracia, se basa en la opinión y el discurso.
Aristóteles nos ofrece algunas sugerencias importantes sobre cómo
interpretar el fenómeno de la unificación o, en palabras de Laclau, crear
la unidad hegemónica. Recordemos que una buena constitución es, en la
mente de Aristóteles, un arreglo institucional que se basa en un equilibrio
dinámico entre las dos principales clases sociales: los ricos y los pobres.
Independientemente de la forma de gobierno, este equilibrio es lo que hace
que un gobierno sea moderado y el hogar de la libertad (en los tiempos
modernos, este enfoque fue retomado por Montesquieu). Para que exista
el equilibrio social (y político) se necesita una amplia clase media. En el
caso de la democracia, este medio persiste mientras los muy pobres sean
pocos y los muy ricos sientan que su riqueza está segura, incluso aunque
sean una minoría (la misma idea inspiró la convicción de Tocqueville de
que una amplia clase media es la condición para una buena democracia).
Desarraigar el medio y radicalizar los polos sociales: esto es lo que la
demagogia hace explícito y aprovecha; es, entonces, cuando el gobierno
de la mayoría alcanza una intensidad desconocida para una democracia
constitucional. ¿Para qué? ¿Por qué se necesita una mayoría más intensa?
Esta pregunta es relevante, precisamente, porque la demagogia no es
idéntica a la democracia, incluso si los pobres (que el populismo pretende
empoderar) son la mayoría. ¿Por qué los pobres, que siempre son una
mayoría numérica, deben estar necesitados, en cierto punto, de ser una
mayoría más intensa? ¿Por qué una mayoría de votos ya no es suficiente?
Estas preguntas sugieren que, presumiblemente, el actor particular de la
demagogia no es la mayoría numérica. Como la mayoría es la norma para
la toma de decisiones democrática, la demagogia no es simplemente una
expresión de la mayoría numérica.
Los cambios sociales que Aristóteles señaló como un factor de la po-
larización de clases están relacionados con un aumento de la pobreza.
Los compromisos de derecho a huelga de los pobres, con la clase media
y los ricos, se volvieron cada vez más difíciles porque un gran número
de personas empobrecidas necesitaba una política más intervencionista
por parte del Estado. Necesitaban una política que estuviera de su lado
como nunca antes, y esto estaba preparado para molestar o preocupar
a algunos de los ricos, que comenzaron a “unirse” para resistir mejor a
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17
El pueblo romano tenía poco interés en que la ley instituyera el voto mientras fueran
libres. Esta ley fue “exigida solo cuando fueron tiranizados por los poderosos del Estado”
(Cicerón, 1928: 499).
190
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Un fenómeno complejo
18
Ver, también, Richard Hofstadter (1962: capítulos 3 y 4).
191
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19
Ver Gino Germani (1978) y Christopher Lasch (1991).
192
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22
“En la primavera de 1804, el cuerpo de oficiales y las tropas que comandaban estable-
cieron un clamor insistente para la designación de Napoleón Bonaparte como emperador
(...) La petición que llegó a París desde los militares hizo que la proclamación del Imperio
fuera vista como una propuesta irresistible. Es difícil reconstruir con exactitud cómo se
orquestó esta campaña de pluma y tinta, pero algunos marcadores sobrevivieron en los
archivos” (Woloch, 2004: 29 y 45).
194
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23
Sobre la unidad total del líder y el pueblo en el fascismo de Italia, véase el trabajo re-
ciente de Jan-Werner Müller (2011a: 117).
24
Para un análisis de las diversas formas de estrategia populista que surgieron en los años
posteriores al colapso de los partidos políticos tradicionales en Italia, véase Alessandro
Lanni (2011). El movimiento de Internet iniciado por Beppe Grillo entre 2005 y 2007
en Italia (entonces llamado el “Movimiento 5 Estrellas”) merecería un análisis propio. El
uso de Internet en la construcción del populismo es el tema del estudio de Piergiorgio
Corbetta y Elisabetta Gualmini (2013).
25
Más recientemente, y por efecto de una desconfianza generalizada en la elite política y
la “indignación” por su sistema corrupto de poder, el movimiento populista ha atraído a
militantes y simpatizantes de izquierda (Taguieff, 2012 67-92).
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27
Carl Schmitt (1994: 25) pensó que la democracia de masas era más la antítesis del
liberalismo que el fascismo y el bolchevismo.
28
Véase, también, Taggart (2002).
29
Disponible en https://bit.ly/3RiRjij (fecha de consulta: 29/8/2022).
197
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30
“Bajo el gobierno autocrático, la masa del pueblo está completamente excluida del
poder” (Canovan, 2002: 26).
198
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199
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31
Ver Worsley (1969: 247) y Canovan (2002: 25-44).
32
En Manin (1997), la definición de la democracia contemporánea como democracia
posparto y de audiencia, por lo tanto, más plebiscitaria que representativa, ha contribuido,
claramente, al renacimiento de esta corriente de pensamiento dentro de la teoría demo-
crática. Véase, por ejemplo, Green (2010: 109-112) y Arditi (2008: 51-52).
200
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33
Véase, también, Lanni (2011: 102-105).
201
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34
Las reflexiones sobre el cesarismo están en Laclau, 2007: capítulo 8.
35
Este es el argumento de Slavoj Žižek (2006: 554).
202
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204
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39
Laclau (2007: 166) critica así la idea de Lefort de la democracia como desencarnación
del poder, o el espacio vacío permanente en el que todos pueden competir y participar.
Su crítica es muy interesante porque se refiere al fracaso de Lefort a la hora de explicar la
“producción” del vacío, que, según Laclau, es el momento revolucionario o la “operación
de la lógica hegemónica”. El lugar del “juez supremo”, para Lefort (1988: 41), no pertenece
a nadie y permanece siempre “indeterminado” en la democracia moderna.
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lo legitima, sin otra mediación que la voluntad real y expresiva del pue-
blo. Según Schmitt: “Contra la voluntad del pueblo, especialmente una
institución basada en la discusión de representantes independientes no
tiene una justificación autónoma para su existencia”. El populismo niega
la autonomía de las instituciones políticas, pero, en particular, del poder
legislativo. Se puede decir que apunta a una asimilación real del nivel de
soberanía con el de gobierno, de la “voluntad” y su “fuerza” de actuación,
para mencionar la distinción de Rousseau.
El pueblo
“El pueblo” es, quizás, la categoría política más usada y abusada. El
origen del término es latino. En la tradición romana, populus significaba
oposición/distinción en relación con otro grupo de romanos que no era el
populus, aunque compartía con este el poder soberano de la república (la
aristocracia o los patricios) y el Senado como órgano y ámbito político.
Desde sus orígenes, el término “pueblo” tuvo una connotación colectiva
como lo opuesto a una agregación de individuos. Era un conjunto que
existía en oposición a otro grupo orgánico, pero más pequeño, el de los
no-comuneros (Sartori, 1987: 21-23). Fue por su carácter antagónico y
excluyente que, cuando los delegados franceses del Tercer Estado tuvieron
que decidir, después del 14 de julio de 1789, cómo nombrar su asamblea,
decidieron no adoptar el adjetivo “popular” y optaron por “nacional”.
En la reunión del 15 de junio, Thouret criticó a Mirabeau, quien había
propuesto el adjetivo “popular”, con el argumento de que el uso del térmi-
no engendraría dos inferencias igualmente problemáticas: la de identificar
al pueblo con la plebe y, por lo tanto, presumir la existencia de órdenes
superiores y la de identificar al pueblo con el populus, presumiendo, así,
la existencia un actor político que era colectivo en su sentido soberano
y opuesto a otro. La solución sería, en ambos casos, impracticable: en el
primero, porque supondría una ruptura de la igualdad y, en el segundo,
porque supondría dividir la soberanía en dos entidades corporativas, so-
lución que prefiguraría un gobierno mixto.41 Bajo estas premisas Thouret
convenció a la asamblea de adoptar el adjetivo “nacional” en lugar de
“popular”.42 La incorporación del pueblo a la soberanía estatal moderna y
41
Ver Archives Parlementaires de 1787 à 1860 (Mavidal, Laurent y Clavel, 1875: 118).
42
Para obtener una descripción general de los diferentes significados del término “pueblo”,
véase Sartori (1987: 21-28).
210
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43
“Las comunidades deben distinguirse, no por su fascinación/genuinidad, sino por el
estilo en el que se las imagina” (Anderson, 1991: 6).
44
Este ensayo está, también, en Mazzini (2009).
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45
Ver Kurt A. Raaflaub (1996: 147) y Christian Meier (1999: 162-188).
46
Ver Tucídides (1972a, v. 2: 37.1).
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Populus y plebs
Volvamos ahora a la intuición de Thouret sobre la incompatibilidad del
populus y la plebe con un pueblo de ciudadanos-electores. El imaginario
populista retrata al pueblo como un actor político que afirma su autoridad
soberana permanece en un estado de movilización. Lo hace impulsando
la polarización ideológica. Como dije, su esquema principal es el dua-
lismo entre política directa e indirecta, que se basa en un significado de
“pueblo” que no pertenece, propiamente, a la tradición democrática. En
este apartado explicaré el significado del pueblo populista y lo situaré en
una experiencia diferente a la democracia, es decir, en el republicanismo.
Es el mismo Laclau quien nos recuerda, con bastante acierto, que la
genealogía del populismo se encuentra en la tradición romana. Laclau
aclara, también, que “el pueblo” como categoría política prevé el regreso
216
Democracia desfigurada
del populus, pero el del foro romano, no de las asambleas electorales. “Para
tener al ‘pueblo’ del populismo, necesitamos algo más: necesitamos una
plebe que pretenda ser el único populus legítimo, es decir, una parcialidad
que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad” (Laclau, 2007:
81). Así, populismo y polarización se fusionan como formas de conflictos
energizantes y permanentes entre los dos lados de una ciudad:
Las razones de esto son claras: las identidades políticas son el resultado
de la articulación (es decir, la tensión) de las lógicas opuestas de equiva-
lencia y diferencia, y el mero hecho de que el equilibrio entre estas lógicas
se rompa por uno de los dos polos imperantes más allá de cierto punto
sobre el otro, es suficiente para hacer que el “pueblo” como actor político
se desintegre. (Ibíd.: 200)
La estipulación de esta visión es que ninguno de los dos polos debe
prevalecer, que la lucha debe continuar sin un final: esto es, según Laclau,
lo que hace que populismo, democracia y acción política sean una misma
cosa. El triunfo de uno de los dos polos –como en los casos de Robespierre
frente a los girondinos o de Mussolini frente a los liberales y los comu-
nistas– supondría la interrupción de la polarización y de la democracia.
El populismo es el anhelo de una unidad totalizadora de la sociedad,
pero sin lograrlo, afirma Laclau, es decir, es un antagonismo permanente.
No puede acabar con un partido que ocupe la sociedad o con la declaración
de que todos los estratos sociales están unificados dentro de su visión de
la sociedad. En esto no es idéntico al nacionalismo.50 El populismo de
Laclau podría, en realidad, describirse como el soberano colectivo en un
status nascendi permanente: esta movilización permanente es el antídoto
más radical contra la cristalización de la política en las instituciones y,
quizás, el más seguro para garantizar que el populismo no subvierta la
democracia. Así pues, para reanudar el paralelismo romano, para que
exista y persista la política populista, la plebe nunca debería convertirse
en populus. A pesar del origen filológico del término, el populismo denota
solo a las personas en el foro y no a las personas de las asambleas soberanas
en las que se tomaron las decisiones. El proceso que hace que la plebe sea
consciente de su poder para dar forma a la totalidad de la sociedad ocurre
fuera del espacio institucionalizado de la república. ¿Qué tan diferente
50
El ejemplo de Laclau (2007.: 209) de una política de no populismo es Atatürk, quien
no solo apuntó, sino que logró la eliminación de todos los grupos o clases de la sociedad
turca para construir la nación turca.
217
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51
Cf. Andrew Lintott (2004: capítulo 5).
218
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Conclusión
Comencé este capítulo con el argumento de que existe una proximidad
impredecible entre las interpretaciones populista y epistémica sobre la
democracia en la medida en que ambas cuestionan el carácter diárquico
de la democracia representativa y, además, tratan los procedimientos
democráticos como un medio para alcanzar un valor superior que es
extrínseco al propio ordenamiento procedimental de las opiniones y la
formación de la voluntad. También he hecho alguna referencia al contexto
histórico y he situado las fuentes del populismo en la era de la democrati-
zación. Mientras que sus antiguas fuentes terminológicas y conceptuales
se encuentran en la república romana, sus fuentes contemporáneas tienen
sus raíces en la reacción antiliberal contra la política parlamentaria y de
partidos que, a partir de la Revolución francesa, resurge periódicamente
para contrarrestar la institucionalización de la soberanía popular a tra-
vés de la representación política basada en el consentimiento electoral y
en el foro abierto de opiniones, que son dos campos que pivotan sobre
la base individualista del derecho político. Si bien pretende apoyar una
democracia antagónica, el populismo rechaza al pluralismo de intereses
en conflicto como muestra de reclamos litigiosos, que se propone supe-
rar creando un escenario polarizado que simplifique las fuerzas sociales,
para que el pueblo tenga la oportunidad inmediata de tomar partido. Sin
embargo, la simplificación y la polarización no producen una participa-
ción directa más popular, sino una verticalización del consentimiento
político, que da lugar a una unificación más profunda de las masas bajo
una narrativa orgánica y un líder carismático que la personifica. Por lo
tanto, concluyo que, si logra dominar el Estado democrático, el populis-
mo puede modificar radicalmente su figura e incluso abrir las puertas a
un cambio de régimen.
220
Capítulo 4
El plebiscito de la audiencia y las políticas
de pasividad
Cuando se combina con la sociedad de masas y los medios de co-
municación, la apelación al pueblo puede facilitar una transformación
plebiscitaria de la democracia: “el plebiscitarianismo promete restaurar la
noción de pueblo como un concepto significativo de identidad colectiva
dentro de la vida política contemporánea” y lo hace traduciéndolo en su
capacidad colectiva, “una masa espectadora de las elites políticas” (Green,
2010: 27-28). Sin embargo, cuando los líderes se dirigen directamente al
pueblo, radicalizan los problemas y dificultan la negociación de los par-
tidos. Esto hace que el terreno de la política sea naturalmente fértil para
el activismo de los líderes, que, sin embargo, no implica activismo del
pueblo.1 Según Schmitt (2004: 61-62): “Ciertamente, cuando la represen-
tación del parlamento colapsa y ya no encuentra partidarios, [cuando hay
un argumento de ‘democracia no representativa’] el proceso plebiscitario
es siempre más fuerte”2 y la democracia puede convertirse en un llamado
a la legitimidad a través de la audiencia sobre las instituciones legales.3
El mito de la unanimidad o de la unidad más profunda que la lograda por
la agregación aritmética de votos le da a la política plebiscitaria el aura de
una democracia más sincera (Rosanvallon, 2008: 45-46).
1
Véase al respecto un estudio antiguo, pero aún actual, de Samuel Kernell (1986: ca-
pítulo 1).
2
Esto encuentra una confirmación en las palabras que utilizó Bonaparte para comentar
el plebiscito de 1802 que lo nombró cónsul vitalicio: “el plebiscito tiene la ventaja de
legalizar mi extensión del cargo y colocarlo en la base más alta posible” (citado en Wo-
loch, 2004: 33).
3
El dualismo entre voluntad y razón se utilizó para invocar el cesarismo en Francia en
1850 y patrocinar el golpe de Luis Napoleón. Véase Melvin Richter (2004: 87).
221
Nadia Urbinati
Estar bajo la mirada del pueblo es una visión plebiscitaria que busca
remplazar la rendición de cuentas por medio de procedimientos e institu-
ciones por la popularidad y le da a la esfera pública un nuevo significado
y una nueva configuración, ya que hace que el juego público sea, prin-
cipalmente, estético como una función de teatro. Como analiza Green
(2010: 21) al presentar su teoría de la democracia plebiscitaria como una
aplicación de la celebración de la vida política de Hannah Arendt, esta
visión de la democracia rompe con el “proceso automático y repetitivo
de la naturaleza” y da lugar a la idea de que “la inquietud es un valor que
debe ser disfrutado, no simplemente por los actores políticos que realizan
el show, sino, aún más, por los espectadores que lo contemplan”. Aquí
es donde el populismo y el plebiscitarianismo divergen, porque si bien
ambos se oponen a teorías de la democracia que desconfían del pueblo
como entidad con prioridad para el procedimiento político y ubican la
fuente de autorización en el derecho individual al voto, el populismo le da
al pueblo una presencia política, mientras que el plebiscitarianismo le da
una presencia pasiva dotada de la función negativa de vigilar. El primero
invoca la participación; el segundo quiere transparencia.
La democracia plebiscitaria en el estilo de la audiencia que discutiré
aquí es una democracia posrepresentativa en todos los aspectos porque
quiere desmarcar la vanidad del mito de la participación (es decir, la
ciudadanía como autonomía) y exaltar el papel de los medios de co-
municación como factor extraconstitucional de vigilancia (incluso más
relevante que los controles constitucionales). Declara el fin de la idea de
que la política es una mezcla de decisión y juicio y hace de la política un
trabajo de asistencia visual de una audiencia en relación con la cual la
pregunta básica es sobre la calidad de la comunicación entre el gobierno
y los ciudadanos o lo que la gente sabe de la vida de sus gobernantes.4
Mientras que el populismo ha sido, a lo largo de las décadas, receptor de
un gran análisis; con el fin de los regímenes totalitarios, el plebiscitaria-
nismo había perdido atractivo entre los estudiosos de la política. Las cosas
han cambiado, de alguna manera, últimamente. En los Estados Unidos,
la teoría política está presenciando un renacimiento del interés y la sim-
patía por la democracia plebiscitaria como resultado de una inclinación
más favorable hacia el mayoritarismo y una idea de democracia menos
4
Para un análisis sociológico interesante de la “vanidad” de la acción en un sistema polí-
tico de comunicación que ha eliminado toda externalidad del juicio, véase Luc Boltanski
(1999: en particular, 170-181).
222
Democracia desfigurada
223
Nadia Urbinati
La apelación al pueblo
En su significado clásico, el plebiscitarianismo implica una forma
electoral de creación de liderazgo que busca la aprobación popular (en
la siguiente sección explicaré, con más detalle, sus orígenes históricos
en la república romana y su renacimiento en el siglo xix, junto con el
gobierno representativo). En el vocabulario de Schmitt (2008: 271),
implica un reclamo de legitimidad (para eso está la aprobación) que de-
pende directamente del pueblo como el soberano que está “fuera y por
encima de cualquier norma constitucional”. Sin embargo, un soberano
agigantado no implica, de manera obligatoria, un soberano que sea demo-
cráticamente activo. La pasividad del pueblo figura en la interpretación
instrumental de la democracia procedimental. Es así que para Joseph A.
Schumpeter (1942: 284-285): “Democracia significa solo que la gente
tiene la oportunidad de aceptar o refutar a los hombres que los van a
gobernar”. La aprobación es el tema central del plebiscito como un signo
de investidura y confianza. A diferencia del populismo, que encarna el
ideal de la movilización, la democracia plebiscitaria reduce el papel de
la ciudadanía activa para enfatizar la respuesta reactiva de las personas
a las promesas, hechos, decisiones y apariciones de los líderes. La otra
cara de la apelación al pueblo es la transparencia: si el líder acude a la
gente en busca de aprobación, estos tienen derecho a pedir la exposición
pública del líder. La transparencia es el precio de la aprobación. Estos
dos fenómenos se atraen y dan sentido a la confusión plebiscitaria entre
“popular” y “público”. Desarrollaré este aspecto fundamental al discutir
las ideas de Schmitt y mostraré que, al seguirlas, los demócratas plebis-
citarios contemporáneos ponen la transparencia en primer lugar y le dan
un rasgo teatral a la pata de opinión de la diarquía. Argumentan que, en la
democracia moderna, el paradigma de la autonomía política cede el paso
al del espectador, que hace de la “exposición del líder” el primer objetivo
de la política democrática (Green, 2010: capítulo 2). La democracia ple-
biscitaria es una celebración de la política de la pasividad.
Como el populismo, el plebiscitarianismo tiene vocación cesa-
rista. Weber (1994: 221) pensó que, cuando las masas se activaban
224
Democracia desfigurada
5
Mientras tanto, Chávez “atacó Internet como ‘una trinchera de batalla’ que traía ‘una
conspiración actual’” (Morozov, 2011: 113).
225
Nadia Urbinati
más adelante, algunos teóricos sostienen que, hoy en día, los medios
parecen desempeñar un papel de control más eficaz que las estrategias
legales de frenos y contrapesos y que la división de poderes. Pero como
ha observado Jeffrey K. Tulis (1987: 133) en su clásico estudio sobre la
presidencia retórica, cuando el interlocutor principal del presidente es el
pueblo, y no el Congreso, la calidad de la comunicación o de su discurso
cambia porque su objetivo no es transmitir documentos o mensajes es-
peciales a la asamblea, sino conmover los sentimientos del público y es
allí “donde la actuación visible y audible se vuelve tan importante como
el texto preparado”. Para un presidente plebiscitario, pronunciar discur-
sos visionarios es más importante que dar información o intercambiar
argumentos razonables a las otras ramas del gobierno.
El populismo está preparado para ser la puerta abierta a una transfor-
mación plebiscitaria de la democracia en la medida en que hace funda-
mental el papel de la personalidad en la representación de la unidad del
pueblo y logra que las elecciones sean un plebiscito que corona al líder.6
Por esta razón, las democracias presidenciales están más expuestas tanto
al estilo populista de la política como a un tipo de relación plebiscitaria
entre el líder y el pueblo. Además, el liderazgo se ofrece como una cura,
una estrategia preventiva o un estancamiento, en palabras de Antonio
Gramsci, contra un “equilibrio catastrófico” de poderes. La idea de que
un líder debe ser plebiscitario se suma a la idea de que es más capaz de
gobernar. Así, algunos académicos han hecho una distinción entre el
cesarismo y el plebiscitarianismo bajo el argumento de que el primero es
una categoría que pertenece al género autoritario de gobierno, mientras
que el segundo pertenece, en cambio, al género de la democracia (Pou-
lantzas, 2000: 203-216). Sin embargo, al igual que los “malos” y “buenos”
demagogos descritos por Aristóteles, el cesarismo también puede tener
diferentes connotaciones, por lo que podemos interpretar a la presidencia
popular como una especie de cesarismo democrático, una categoría que se
ajusta, por ejemplo, a la presidencia wilsoniana (Tulis, 1987: capítulo 5).
De todos modos, y a pesar del factor energizante que un líder fuerte debe
tener, es cierto que el cesarismo está peligrosamente abierto a soluciones
que limitan la Constitución y la división de poderes. En casos extremos,
cuando el líder propone soluciones autoritarias, el gobierno que dirige
6
Con relación a Weber, el vínculo entre liderazgo plebiscitario y populismo ha sido pre-
visto por Rune Slagstad (2012: 122-123) y Sven Eliaeson (1998).
226
Democracia desfigurada
¿Qué es un plebiscito?
El plebiscito romano fue una decisión por sí o no de la plebe a raíz
de una propuesta del tribuno. A lo largo de los siglos, esta forma de de-
cisión se ha utilizado para dar una señal de aceptación a un hecho o un
curso de acción que ya había sido decidido por el Estado o por un líder.
El significado de consenso plebiscitario es una pronunciación popular
más que una decisión popular. Por lo tanto, Green (2010: 32) insiste,
correctamente, en que la democracia plebiscitaria es opuesta al activismo
ciudadano y, de hecho, a la proclamación del principio de “ciudadanos
gobernados”.7 Como una pronunciación a favor o en contra, pero no de
acuerdo con la normalidad procesal como el referéndum o la votación de
un representante, esta forma de participación popular sanciona un evento
excepcional; es una búsqueda de confianza, más que una elección que
busca limitar el poder o responsabilizar a los electos.8 Algunos ejemplos
históricos pueden ser útiles para aclarar la diferencia entre el plebiscito
y la elección.
Napoleón Bonaparte celebró plebiscitos en varias ocasiones cruciales
del cambio de régimen que inició. Por ejemplo, en 1800, cuando buscó
la aprobación del pueblo para su nueva constitución, después del gol-
pe de Estado, en el directorio, del 18 y 19 de brumario de 1799. Esto
significó que “ponía fin a la revolución” y se convertía en un dictador
7
Véase Fergus Millar (2005: 13-14) y Lintott (2004: 53-55).
8
Schmitt (2004: 62) explicó la diferencia entre el tipo de referéndum, que pertenece al
sistema de Estado legislativo parlamentario (es decir, derogatorio o proposicional de leyes
que el parlamento decide o decidirá), y el otro tipo, en el que “‘el pueblo’ emerge como
el exclusivo, figura definitiva de un sistema democrático-plebiscitario”.
227
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9
El propio Bonaparte formuló la propuesta que debía votar el pueblo francés: “¿Debe
Napoleón Bonaparte ser nombrado primer cónsul vitalicio?”.
228
Democracia desfigurada
10
En el plebiscito francés de 1802, la preocupación oficial no se centró en la perspectiva
del “no”, sino en la abstención (Woloch: 2004: 34).
11
Sobre la creación del tribuno, véase Tito Livio (1922: 33-34, iii, ix: 6-12). Sobre las
prerrogativas del tribuno, véase Lintott (2004: 120-128).
229
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12
Cuando, después del Tratado de Amiens, el Senado y el Tribunal buscaban la mejor
manera de mostrarle la “gratitud” de la nación francesa a Napoleón, no pensaron que
un voto de confianza sería apropiado porque la votación en el Senado era considerada
como obra de intriga e impura (Woloch, 2004: 30). Sobre el significado individualista
del derecho de voto (tanto de los ciudadanos como de sus representantes), véase Pierre
Rosanvallon (1992: 167).
13
Se dice que las elecciones que se basan más en consideraciones ex ante (confianza o
fe) que en juicios ex post, más acordes con las “democracias delegativas”, son una forma
“inferior” de representación que se adapta mejor a las democracias plebiscitarias y popu-
listas. Ver Susan C. Stokes (1999: 100). Sobre la proporción inversa, entre la identificación
230
Democracia desfigurada
231
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Forma y materia
Weber fue el primer autor que dio lugar a la transición hacia la política
plebiscitaria como una transición hacia la democratización. También fue
el autor que disoció radicalmente la democracia de la constitución. El
control y la estabilidad provenían de las instituciones estatales, y no de
la democracia, lo que, para Weber, como para los teóricos plebiscitarios
posteriores, significaba, esencialmente, una acción de masas externa al
orden legal, como una energía pura y proteica.16 La concepción política
de Weber descansaba en una visión polarizada de la forma y la materia: la
vida en la jaula del legalismo y el racionalismo y la vida de lo extraordi-
nario que le daba a la política una nueva energía e, incluso, la poesía del
heroísmo (Weber, 1992: 182).17 En esa materia sin forma, el líder pondría
su marca.18 Dentro de un escenario de democracia de masas, el parlamento
desempeñaba una función importante, pero no como fuente de legitimi-
dad política (que se otorgaba al consentimiento plebiscitario del pueblo)
sino como medio de control (sobre el líder plebiscitario) y estabilidad (de
la democracia) (Baehr, 2004: 164). Según Wolfgang Mommsen, Weber
pensaba que el líder y el parlamento deberían trabajar en conjunto para
neutralizar lo peor de ellos, si se los tomaba por separado, y enfrentar
el desafío proveniente del crecimiento de la burocracia, el verdadero ob-
jetivo de la democracia plebiscitaria de Weber.19 La visión maquiavélica
del conflicto político como un mecanismo que empodera y crea grandes
personalidades es una lectura posible y legítima de la crítica de Weber al
15
Cf. Peter Baehr (2004: 163-164).
16
Según Ernest Kilker (1989: 446), el “Parliament and Government…”, de Weber fue “un
esfuerzo por influir en la opinión sobre la cuestión constitucional” con el fin de “esbozar
la condición previa para parlamentos efectivos”, pero también un “llamado a favor de un
sistema que dé lugar a un grado considerable de liderazgo plebiscitario”.
17
Cf. Andreas Kalyvas (2008: 17-21).
18
Sobre el irracionalismo y el nietzscheanismo romántico de Weber, véase, entre otros,
Luciano Cavalli (1995).
19
Véase Max Weber (1958a: 216 y 220) sobre bureaucracy. Esta interpretación parlamen-
taria se puede encontrar en Wolfgang J. Mommsen (1974: 72-94).
232
Democracia desfigurada
20
Contra Mommsen, David Beetham (1985) argumentó que el pensamiento de Weber
evolucionó hacia una noción más individual del líder que tendía a separarse del parla-
mento, una transición que registra la trágica trayectoria de la historia alemana. Igualmente
crítico de la interpretación benigna de Mommsen fue Kilker (1989).
21
Para un paralelo profético entre Marx y Weber sobre el efecto bloqueador de la alienación
y la normalidad en la creatividad, véase Karl Lövith (1982).
22
Cf. Lane (2012). Para Weber (1958: 246): “El carisma solo conoce la determinación
interior y la moderación interior”.
23
Para una discusión interesante sobre el potencial y el riesgo del liderazgo carismático en
tiempos de crisis internacional y la distinción entre “liderazgo democrático” (Roosevelt y
Churchill) y “liderazgo ideológico” (Mussolini, Hitler y Stalin), véase, respectivamente,
Arthur Schlesinger y Carl J. Friedrich (1961: 16). La concepción del liderazgo carismático
presupone la naturaleza irracional de las masas.
233
Nadia Urbinati
24
De ahí que Weber (1994: 219) criticó “la visión popular entre nuestros pequeños littéra-
teurs” que interpretaron la cuestión del efecto de la democratización como una verdadera
manipulación que el demagogo perpetra sin escrúpulos.
25
La función de las elecciones no es, según Sartori (1965: 108), “democratizar la de-
mocracia, sino hacer posible la democracia. Una vez que admitimos la necesidad de
elecciones, minimizamos la democracia porque nos damos cuenta de que el sistema no
puede ser operado por el demos mismo”. Ver la reafirmación de esta caracterización en
Sartori (1987: 102-110).
234
Democracia desfigurada
26
La interpretación del papel del plebiscitarianismo en el pensamiento político de Weber
es objeto de una abundante literatura. Cito simplemente a los protagonistas de dos in-
terpretaciones representativas: David Beetham (1985), según quien el respaldo de Weber
al plebiscitarianismo coincidió con una ruptura en su pensamiento hacia una solución
irracionalista y nietzscheana, y Mommsen (1974), según quien, más que ser un punto de
inflexión, el respaldo de Weber coincidió con su profunda preocupación por el declive
del poder nacional alemán en la política europea.
27
Cf. Baehr (2004: 164-166).
235
Nadia Urbinati
Ser popular es la virtud que hace que la rendición de cuentas sea menos
importante. Por supuesto, podemos cuestionar la eficacia del reclamo de
responsabilidad. El punto es que la propia existencia de una forma de
elección que conlleva este reclamo introduce algo que es crucial: separa
al pueblo de los elegidos y posiciona a los elegidos para cuestionarlos y
controlarlos. Los electos son responsables de “la forma en que se toman
e implementan” las decisiones públicas (Dunn, 1999: 330). Para un pre-
sidente, comunicarse con el pueblo a través del parlamento o el Congreso
implica evitar el estilo que permite la comunicación directa y, por lo tanto,
estar más atento al carácter deliberativo de su retórica que a su carácter
emocional y más cauteloso a la hora de justificar su discurso con pruebas.
Hablar con el parlamento es hacer públicos los problemas; hablar con la
gente los está volviendo populares (Tulis, 1987: 46).28
Como Schmitt dejó en claro rotundamente, el plebiscitarianismo con-
siste en eliminar toda distancia (de juicio y opinión) entre el líder y la
gente. Así, se fusiona “público” y “popular” y se eluden los procedimientos
y las regulaciones que la democracia constitucional había ideado para
domesticar también a la minoría (los demagogos) y no solo a la mayoría.
Pero como acto de aclamación o fe, un plebiscito no contiene ninguna
búsqueda de control, discurso regulado y responsabilidad. Además, la
rendición de cuentas electoral pretende eliminar la arbitrariedad y regular
la temporalidad política vinculando las decisiones con el futuro (promesa)
y el pasado (ajuste de cuentas) de su actualización, más allá del momento
de su iniciativa. Según Dunn (1999): “La característica distintiva de la
rendición de cuentas de la democracia moderna es el intento de controlar
tales peligros no en el momento de (o antes de) la elección pública, sino
sobre la base de la evaluación e iniciativa posterior”. Responsabilidad del
líder y una temporalidad regulada son las dos características que la de-
mocracia representativa impregna en la política y a las que la democracia
plebiscitaria se opone.
28
Véase Stephen Holmes (2012: 225-235). La concepción dualista de la vida política se basa
en una noción electoral de democracia representativa, como en Bruce A. Ackerman (2012).
236
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32
La identificación de la soberanía popular con la democracia de masas ha sido bien
captada por Kalyvas (2008: 96-100).
238
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como la expuso durante los debates sobre la república de Weimar, y, precisamente, para
oponerse a la visión de Schmitt de la democracia de masas.
240
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Para deshacerse de esta idea del uso público de la propia razón (el
juicio individual como esencial para la opinión pública), Schmitt atacó
el voto secreto por transformar el juicio en una cuestión de cálculo y sus
resultados en un objeto de agregación. En este sentido, los individuos
que ejercían sus derechos políticos actuaban como particulares y solo
se hacía público el recuento de sus decisiones. La sustancia era privada,
aunque revestida de pública. Y era, precisamente, esa sustancia la que
Schmitt quería hacer pública, porque solo así la votación se purgaría de su
implicación agregada y sería un acto de aclamación. La forma que tomó
la opinión en la estructura diárquica de la democracia representativa fue
el tema contra el cual Schmitt movilizó el consenso plebiscitario.
Para Schmitt, en este sentido, la forma de la presencia (el revestimiento)
era lo que constituía la naturaleza de los actores y de sus actos. Público
como hecho en público: este era el atuendo o la forma que le daba sustancia a
lo político. El “pueblo” como soberano solo podía concebirse en público.
Por lo tanto, votar en secreto y en silencio fue una garantía del particular
y un beneficio para sus intereses sociales y económicos, no una garantía
del poder del pueblo, que simplemente fue desplazado en el momento
mismo en que los ciudadanos votaron de forma individual y secreta. El
pueblo como masa no se podía reproducir a través de la voluntad y la
opinión de los individuos que acudían a las urnas. La aparición pública y
las masas eran dos aspectos esenciales y entrelazados sobre lo que Schmitt
pensaba que era la democracia. En su opinión, partir de esta noción de
público nos permitiría ver la paradoja de la democracia representativa:
el secreto como sustancia del soberano. El soberano se convierte en el
arcano, una entidad que no se controla y recibe la calificación del público
por la ley constitucional y los procedimientos que regulan las acciones
de los miembros.
Schmitt nos invita a pensar que lo que caracteriza a un régimen es la
forma o el modo en que actúa el soberano. Si lo público como un espacio
teatral es la forma de lo político, entonces, la democracia plebiscitaria
es el mejor tipo de democracia. Claramente, lo opuesto a la democracia
no sería la monarquía ni ningún otro régimen en manos de unos pocos.
Su opuesto sería, en cambio, tanto la democracia representativa como la
parlamentaria, que reemplazan la aclamación por el sufragio y estimu-
lan una especie de opinión pública anclada en los derechos y libertades
individuales, y desempeñan, así, el papel de información, conocimiento,
242
Democracia desfigurada
Una cuestión de fe
La república romana es el modelo que mejor se adapta a la visión
de la democracia de masas en la que gobierna el foro. Por lo tanto, la
democracia parlamentaria es el objetivo principal de la democracia en
público y del público. Desde la creación de la democracia representativa
moderna, de hecho, desde el plebiscitarianismo de Napoleón, explicó
Schmitt, se han opuesto dos visiones antitéticas del gobierno por medio
de la opinión: una en la que la decisión por sufragio se mantiene separada
de las opiniones en el foro (diarquía de voluntad y opinión) y otra en la
que la distinción permanece pero los dos ámbitos cambian de forma y
significado, en particular la opinión, que adquiere la simplicidad de la
expresión del pueblo en el foro. En este caso, la opinión ya no cumple
36
De hecho, para Schmitt (1994: 16), el bolchevismo y el fascismo eran opuestos a la
democracia liberal, no a la democracia. Cf. William Scheuerman (1999: 251-255).
243
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la compleja función que dijimos antes, sino que solo tiene la función de
testificar visualmente a las personas aclamadas.
Las personas genuinamente reunidas son primero un pueblo (...) Pueden
aclamar en el sentido de que expresan su consentimiento o desaprobación
con una simple voz, un llamamiento más alto o más bajo, celebrando a
un líder o a una sugerencia, honrando al rey o a alguna otra persona, o
negando la aclamación mediante el silencio o la queja. (Ibíd.: 272)
De este modo, podemos apreciar por qué Schmitt pensó que la forma
de elección en la democracia plebiscitaria era la aclamación. La aclamación
es la acción de un conjunto de personas que reaccionan a una propuesta,
una visión o un hecho que no producen ni inician. Schmitt es muy sincero
cuando dice que el acto de petición o la propuesta de ley es siempre obra
de una minoría o, incluso, de una sola persona. Sin embargo, es irrele-
vante la forma en la que se hace una propuesta. Lo que la hace popular
no es la participación de la gente en su formulación, sino la reacción de la
gente ante ella: una petición que no recibe la aprobación de la gente sigue
siendo un simple hecho privado, mientras que una petición que recibe
el apoyo de la mayoría es ipso facto público. En el formalismo positivista
de Schmitt, es la victoria de la mayoría la que convierte un tema en un
acto público. Así, el pueblo no gobierna, no representa ni ejerce ninguna
función política específica: “la peculiaridad de la palabra ‘pueblo’ radica
en que precisamente no son los funcionarios los que actúan aquí” sino el
pueblo, que sanciona con un sí o un no lo que hacen los funcionarios
(ibíd.: 270-271). El pueblo es una masa y actúa como tal o como una
unidad indistinta de partes idénticas; no se le puede pedir que razone o
actúe de la manera en que lo hacen los individuos; su actividad consiste
en sancionar o reaccionar en masa.
La masa es el agente que juzga. El hecho de que su juicio no sea un
tipo de presencia racionalizable (no es la base para la agregación de vo-
tos, como intereses o preferencias) es lo que convierte a la masa en el
único amo y en un soberano absolutamente arbitrario. El gobierno de la
opinión y la voluntad, el carácter diárquico de la democracia indirecta,
debe cambiar su apariencia de manera significativa para cumplir con el
plebiscito como un decreto público. En una palabra, Schmitt radicalizó
tanto el ámbito de la voluntad como el de la opinión. Hizo del primero la
expresión de un solo procedimiento, la regla de la mayoría, y del segundo
244
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37
Ver Gustave Le Bon (1960: 187) y Laclau (2007: 23-29).
246
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38
Véase su defensa de la trascendencia y el ataque al inmanentismo que implicaba el
gobierno representativo en Schmitt (1985: 49-52).
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40
Este es uno de los temas de Rosanvallon (2012).
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44
Al describir los dos tipos de despotismo, Condorcet (2011a: 164-165) describió el in-
directo de la siguiente manera: “pero el despotismo de los jenízaros es solo indirecto. No
es debido a una ley específica, o una tradición establecida, que el sultán está obligado a
someterse a su voluntad. En algunos países los habitantes de la capital ejercen despotis-
mo indirecto; en otros, los dirigentes de la Nación han entregado su independencia a las
clases adineradas; la actividad de gobierno depende del caso con que se puedan obtener
préstamos de estas personas; obligan [al gobierno] para nombrar ministros que cuenten
con su aprobación, y luego la natio es sometida al despotismo de los banqueros”.
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Confianza en la popularidad
46
Según C. Wright Mills (1957: 309), aquellos teóricos que han supuesto que las masas
están en su camino hacia el triunfo están equivocados, porque es el caso que, en nuestro
tiempo, la influencia de las masas está disminuida y cuando parece que tienen alguna
influencia, la influencia es ““guiada” porque no muestran ninguna actuación pública
autónoma.
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49
No por casualidad, las obras romanas de Shakespeare, Coriolanus y Julius Caesar, se
encuentran entre los documentos de la historia plebiscitaria seleccionados por Green.
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52
En tanto que, para Bentham (2005: 310): “El público compone un tribunal, que es más
poderoso que todos los demás tribunales juntos. Un individuo puede pretender ignorar
sus decretos, representarlos como formados por opiniones opuestas fluctuantes, que se
destruyen entre sí; pero todos sienten que, aunque este tribunal se equivoque, es inco-
rruptible; que tiende continuamente a iluminarse; que une toda la sabiduría y la justicia
de la nación; que siempre decide el destino de los hombres públicos; y que los castigos
que pronuncia son inevitables. Quienes se quejan de sus juicios, solo apelan a sí mismos;
y el hombre virtuoso, al resistirse a la opinión de hoy, al elevarse por encima del clamor
general, cuenta y pesa en secreto el sufragio de quienes se parecen a él”.
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El costo de la publicidad
Convertirse en un líder político en la democracia de audiencia plebis-
citaria debe ser un negocio costoso: es el único recurso de control que
tiene la audiencia. El costo que paga un líder a cambio de tener en sus
manos las herramientas del poder estatal es la renuncia a la mayor parte
de su libertad individual. El líder está totalmente en manos del pueblo
porque está de manera permanente bajo sus ojos. Se trata de las “cargas
extra para las figuras públicas” que proporciona la democracia plebiscitaria
ocular. La propuesta de Green es convincente porque es innegable que
quienes compiten por el poder deben ser conscientes de que no disfru-
tan ni pueden reclamar la misma libertad negativa que los ciudadanos
comunes. Más poder implica más responsabilidad y, por lo tanto, menos
libertad de ocultarse. El poder político anhela el anillo de Giges o el po-
der de ser invisible para poder hacer lo que de otra manera no podría.53
El secreto es un bien básico en la vida privada del individuo, pero puede
ser un obstáculo insoluble en el caso de los funcionarios públicos. Por
supuesto, un ministro o un primer ministro está protegido en sus derechos
básicos como cualquier otro; sin embargo, para que su vida privada sea
transparente y lícita, puede ser necesaria alguna inspección adicional. En
este caso, la confianza no viene ex ante como un cheque en blanco, sino
que implica y requiere la corroboración mediante pruebas. De hecho,
postularse para un cargo político es una elección libre del candidato cuyo
resultado viene con una mezcla de honor y pesos.
Lo que es menos convincente en la perorata de Green para convertir
al líder en el objeto de los espectadores es la seguridad de que poner al
líder en el escenario implicará eo ipso hacer que su poder sea más limitado
o controlado; que, en esencia, el público puede sustituir a la constitución
en la limitación del poder y cumplir, así, el objetivo de democratizar la
política porque está menos sujeta al control de las instituciones no demo-
cráticas. Pero “el motivo del político para usar una máscara socialmente
aceptable no desapareció con el advenimiento de la democracia moderna”
(Green, 2010: 29) y el argumento a favor del poder controlador de un
53
Para una excelente reflexión sobre el secreto y la opacidad como un bien invaluable de la
persona y el nuevo riesgo que surge de la obsesión por la cobertura y la tecnología de ver y
saber todo, véase George Kateb (2004). Sobre el dominio en el que la publicidad es valiosa
y el dominio en el que su límite es valioso, véase Gutmann y Thompson (1996: 95-127).
Sobre las promesas de publicidad en un estado democrático, cf. Bobbio (1987a: 85-113).
266
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55
Cf. Peter J. Steinberger (1993: 138-153).
56
Al comentar sobre los asuntos extramatrimoniales del presidente Clinton que ocuparon
al público estadounidense durante la mitad de su segundo mandato, Gutmann y Thompson
(1996: 124) argumentaron correctamente que la calidad de la deliberación sería menos
“tensa si habláramos menos sobre las inmoralidades privadas de los funcionarios públicos”.
268
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muy poco de lo que estaban haciendo los políticos electos era el costo que
pagaban los ciudadanos italianos al convertirse en una audiencia ocular
todopoderosa que se alimentaba de un tipo de información impulsada
por el objetivo de impresionar la mente de las personas con imágenes que
despertaran la compasión o la ira. Para Luhmann (2000: 103), “el efecto
no es la función donde parecen estar los medios de comunicación; esta
función parece estar en la reproducción de la no transparencia a través
de la transparencia, en la producción de la no transparencia de los efectos
a través de la transparencia del conocimiento”. Así, hacer visible la vida del
líder y convertirla en un objeto de espectáculo puede engendrar una nueva
opacidad bajo el pretexto de publicidad.
El caso italiano demuestra que la transformación de la base de la
política de los programas de partido hacia la audiencia ha hecho que la
gente no solo tenga menos control, sino que tampoco pueda mirar y que
el dominio de la política sea más vulnerable a la corrupción. Hace años,
Alessandro Pizzorno (1998: 45-63) interpretó la paradoja desplegada por
esta transformación como un signo del declive del lenguaje y el juicio
público y su remplazo por el lenguaje y el juicio de la moral y el gusto
subjetivo. La centralidad de los símbolos sobre los programas y de la per-
sonalidad del líder sobre el colectivo de militantes del partido se traduce
en la centralidad de las cualidades morales sobre las cualidades políticas
en la formulación del juicio público por parte de los ciudadanos. Las
virtudes políticas (prudencia, competencia, etc.) decaen y las virtudes
personales (estéticas, sexuales, etc.) se vuelven centrales. Un resultado
probado de esta transformación es el aumento de la corrupción, porque
lo que debería ser objeto de visibilidad pública no es tan interesante para
los espectadores y los expertos en medios como la vida personal del líder.
La política se vuelve más profesional en el sentido de que se convierte en
una actividad que vive de intercambios ocultos. De hecho, el plebiscito
de la audiencia facilita la corrupción.
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Democracia de audiencia
Se ha dicho que la videopolítica registra el fin de los ciudadanos en
la sociedad de masas. Esta es una transformación cuyas consecuencias
aún no están del todo claras para nosotros porque “la televisión está en
proceso de remodelar nuestra forma de ser” e Internet se suma a este
cambio (Sartori, 1997: 148). La aceptación de este hecho es propedéutico
a una nueva teoría de la democracia hecha “a la luz de las patologías y
disfunciones específicas” que han producido las tecnologías de la comu-
nicación de masas y, especialmente, la televisión, pero no para encontrar
remedios contra esas patologías y disfunciones (Green, 2010: 5). La
democracia de audiencias marca el reconocimiento del declive del ideal
de autonomía política. En un trabajo clásico sobre la sociedad de masas,
William Kornhauser (1959) planteó hace muchos años la cuestión de
cómo distinguir entre plebiscitarianismo bueno y malo en una democra-
cia en la que las masas desempeñan el papel de un motor receptivo de
liderazgo. Kornhauser propuso una respuesta que sigue siendo valiosa (y
preocupante): el factor crucial al que debemos prestar atención es a cómo
los líderes se relacionan con las masas y con otros líderes. En la política
plebiscitaria, el factor de control se sitúa en la persona del líder más que
en los procedimientos y en las instituciones. El punto de referencia para
juzgar si tenemos un líder plebiscitario bueno o malo es el carácter del
líder mismo, por lo tanto, es un percance o una condición difícilmente
controlable por el público. La democracia de audiencias es una política
abierta a los peligros.
Esto encuentra una confirmación en el argumento de Green de que la
sinceridad y la transparencia son las únicas estrategias de contención con
las que disponemos en la democracia de masas. Sin embargo, la sinceridad
y la transparencia no se pueden hacer cumplir plenamente a través de
instituciones y normas a menos que no se violen abiertamente los dere-
chos básicos a la privacidad y la libertad de expresión individual. Por lo
tanto, aunque, como dije anteriormente, ser responsable ante la audiencia
implica que el líder tenga menos privacidad, la aceptación de exponer su
vida a la audiencia depende, principalmente, de su moralidad o del cálcu-
lo de la prudencia que él y sus empleados hagan.59 El resurgimiento del
59
Es sorprendente que Green vea la aceptación del líder de restringir su privacidad como
una característica central del control político y la vigilancia. Pero parece que el aumento
de la vigilancia pública de la vida personal y las actividades privadas de un líder alimenta
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Un modelo romano
Lawrence K. Grossman (1995) escribió, hace varios años, que la tecno-
logía de las telecomunicaciones ha reducido las barreras tradicionales del
tiempo y el espacio y ha redirigido la política hacia la democracia directa.
El declive del modelo madisoniano, afirmó, va de la mano con este proceso
de estrechamiento de distancias y de difuminación de los tradicionales
controles, equilibrios y separación de poderes que acompañaron a los dos
primeros siglos del constitucionalismo. Una nueva época de democracia
directa parece estar esperando a los modernos si afirmamos que incluso
los jueces de la Corte Suprema sienten la presión de la audiencia en lu-
gar de defender su independencia (Grossman, 1995: 4-6). Igualmente,
el escenario que estuve graficando no es el de la democracia directa,
sino el de una nueva forma de oligarquía que se desarrolla a partir de la
centralidad de la visión sobre la voz. De hecho, cuando las normas de
autonomía política ceden el paso a las del espectador, los procedimientos
democráticos descienden a métodos de selección de elites, y esto no le
otorga ningún poder a los ciudadanos. Es posible afirmar que, a cambio
del poder de influir en la política, los ciudadanos comunes salen del es-
pacio que organizan las instituciones y los procedimientos. Recuperar el
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papel visual de la doxa es, en este caso, reivindicar el poder irracional del
pueblo a través de miradas, rumores, aplausos y abucheos. La distancia
del mito cognitivo del público como espacio para la formación de una
opinión pública ilustrada no puede ser más grande. Igual de grande es la
distancia del papel político de la opinión como juicio verosímil que, para-
fraseando a Aristóteles, caracteriza a una democracia isonómica en la que
los argumentos razonados y los votos son las herramientas (y derechos)
que todos los ciudadanos tienen y pueden utilizar. La tradición a la que
pertenece la democracia plebiscitaria no es, pues, ni la ilustración ni la
democracia directa ateniense. En cambio, es el foro romano en el que la
presencia plebiscitaria de las masas actuó funcionalmente en apoyo del
papel de liderazgo de la minoría. En esta sección final del capítulo me
gustaría sugerir el renacimiento de la plebe y su actividad de audiencia
como las mejores representaciones de las nuevas figuras o características
de la democracia en la era de la tecnología y los medios de comunicación.
Como vimos en el capítulo anterior, el populus romanus implicaba
tanto una multitud como el legislador que compartía el poder soberano
con el Senado. La multitud en el foro no era idéntica a la del populus,
que actuaba dentro de las tribus (tributa curiata y tributa centuriata, de
acuerdo con los distintos encuentros que se hacían para votar leyes o
magistrados).61 La multitud era activa a su manera y “no se limitaba a
la manifestación de la opinión pública” (es decir, extimatio o votación).
Fue la protagonista activa (en conjunto, y no como suma de individuos)
de las funciones políticas desarrolladas en el foro, que fue juzgando y,
en ciertas ocasiones, votando, a través del plebiscito, por candidatos o
por leyes. La multitud “funcionó como un teatro político público” que
todas las figuras reconocieron, apreciaron y temieron (ibíd.: 57). Fue su
presencia en masa la que ejerció una poderosa influencia sobre los líderes.
Miradas, gritos y rumores fueron las armas marcadas en el foro. El efecto
61
Cicerón captó la distinción entre el populus y la multitud de manera muy efectiva cuando
se propuso distinguir entre “un grupo” y el populus romanus: “¿Crees que el grupo es el
populus romaus que está formado por aquellos que son contratados para pagar, que son
incitados a usar la fuerza contra los magistrados, asediar el Senado y esperar todos los
días una masacre, un incendio y una devastación, ¿ese populus al que no hubieras podido
reunir si no hubieras cerrado las tabernas? (...) Pero eso fue la belleza del populus romanus,
que su verdadera forma, que viste en el campus en este momento cuando incluso tuviste
el poder de hablar en contra de la autoridad y la voluntad del Senado y de toda Italia. Ese
es el populus que es el señor de reyes, el vencedor y el comandante de todos los pueblos”
y el que juzga y hace leyes (citado en Millar, 2005: 38).
278
Democracia desfigurada
sobre los líderes tenía que ser más fuerte que el del público televisado de
hoy, que se realiza en una soledad colectiva, si se me permite decirlo, o
en las casas particulares. Lo ocular era en Roma un poder más fuerte y
directo en comparación con nuestro poder de asistente televisivo. Aunque
las diferencias son enormes, la analogía con el foro es importante para
comprender mejor la consecuencia que proviene de exaltar la función de
la audiencia informal o del público sobre el ciudadano para la democracia.
Para anticipar mi argumento, la experiencia romana nos muestra que la
multitud adquiere más relevancia en proporción al declive de la relevancia
del poder de voto del pueblo en el ocaso de la república.
La presencia física del público romano y el espectáculo visual que
realizó fueron una fuerza que impresionó fuertemente a los “ojos y la
mente” del actor.62 Para parafrasear a Bentham, el foro fue el tribunal
más aterrador de la república. Era difícil discernir quién dirigía y quién
era dirigido porque las emociones dominaban el foro. Las emociones, que
Cicerón describió como agentes de una enfermedad contagiosa, fueron el
factor irracional que hizo que todos los romanos reconocieran y sintieran
el foro como un lugar único. El análisis de Le Bon de la multitud en la
sociedad de masas tradujo la descripción de Cicerón a un lenguaje que
encaja con el plebiscitarianismo moderno.
La multitud, explicó Le Bon, tiene un poder “invencible” porque no
puede traducirse en una determinada cantidad ya que no es la suma de
las voluntades individuales sino una plusvalía, por así decirlo, que existe
solo cuando el pueblo se convierte en una unidad indistinta. Se caracteriza
por una falta de responsabilidad individual por la propia decisión que
hace que sea más libre actuar y produce un fenómeno contagioso. Así,
las personas actúan por imitación y piensan de una manera que, si se les
pregunta más tarde, no pueden explicar. Finalmente, está dirigido por
el poder de la sugerencia que proviene del hecho de que cada individuo
siente la presencia de los demás y no puede resistirse. Le Bon (1960: 32)
describió a la multitud como un retroceso a la espontaneidad de la tribu
ya que posee la “espontaneidad, la violencia y el entusiasmo” e incluso el
“heroísmo” de los “seres primitivos”. El cálculo agregativo y la raciona-
lidad estratégica no eran capaces de representar el poder del foro o de la
multitud. Le Bon usó el argumento del poder invencible de la multitud,
su contagio y su poder emocional de sugestión, para explicar cómo fue
62
Citado en Millar (2005: 72).
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Cf. la descripción del perfecto político hipócrita en Runciman (2008: 85-90).
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El discurso en el foro
¿Por qué el foro romano por sí solo no puede figurar como un modelo
de democracia aunque sea un modelo de presencia popular e, incluso,
fuertemente igualitario si se lo considera en su relación dinámica con los
líderes? Para responder a esta pregunta, me centraré en el derecho a la
libertad de expresión que gozaban los romanos en el foro. Una cuestión
posterior que plantearé es si el pueblo romano, en su capacidad sobera-
na, tenía derecho a hablar también en público o si, como los atenienses
cuando estaban reunidos en la ekklēsia, podían hablar en las asambleas de
votación o en los comitia. Isēgoria y parrhēsia eran los nombres del derecho
individual a hablar que cada ciudadano ateniense disfrutaba cuando se
reunía en la asamblea: el primero, “una libertad procesal positiva que le
garantizaba a los ciudadanos atenienses la igualdad de oportunidades para
dirigirse a la ekklēsia” y, el segundo, “una libertad positiva y sustantiva que
le daba forma al contenido del discurso de cada autor” (Werhan, 2008:
14-15). Como se explicó en el capítulo 1, la libertad de expresión, como
una oportunidad igual para el ciudadano de participar directa o indirec-
tamente en el proceso de decisión, ha sido el núcleo de la libertad política
desde el inicio de la democracia. Según los historiadores romanos, isēgoria
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Sin embargo, la imagen de la democracia en las asambleas constitucionales del siglo
xviii,francesas y americanas también, se nutrió de una literatura que tenía en el centro
a los escritores romanos, no a los atenienses. El elemento democrático en la república
plebiscitaria romana es lo que ellos entendían por democracia.
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Conclusión
Mientras que el populismo desdibuja la diarquía democrática por-
que quiere que la opinión de la gran mayoría sea la voluntad de todo el
pueblo, el plebiscitarianismo mantiene separadas la función de decisión
(la minoría) y la del juicio visual (el pueblo) y las adscribe a dos grupos
de ciudadanos. Aquí, el carácter negativo o reactivo de la política es el
único factor determinante que cuenta como democrático. Fue Schmitt,
más que Weber, quien abrió el camino a esta revisión radical de la política
democrática cuando reconoció que la aclamación es la voz del colectivo
(la mayoría) y el único acto que prueba el empoderamiento del pueblo,
mientras que la decisión es una prerrogativa de la minoría. Los teóricos
contemporáneos del plebiscito de la audiencia sostienen la definición de
democracia de Schmitt en la que el pueblo es la “parte no política [del
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Conclusión
En este libro he detectado algunas mutaciones de la democracia y las
he examinado como desfiguraciones de la diarquía democrática de la
voluntad y la opinión. En su forma representativa –he planteado– la de-
mocracia es un sistema en el que el poder de autorizar el uso de la fuerza
como último recurso se ejerce en nombre y por cuenta del pueblo en virtud
del procedimiento de las elecciones, lo que implica que las instituciones
y los líderes políticos no pueden ignorar lo que los ciudadanos piensan,
dicen y quieren fuera de las urnas. En este gobierno, el poder soberano
no es simplemente la voluntad autorizada contenida en la ley civil que
implementan los magistrados y las instituciones, sino un poder dual en
el que la decisión es un componente. El foro de opiniones participa de
la soberanía democrática, aunque no tiene ningún poder de autoridad
formal y su fuerza es externa a las instituciones. Los desafíos que le es-
peran a las democracias contemporáneas son dobles. Primero, aunque
nunca pueden separarse verdaderamente, estos poderes deben operar
por separado y seguir siendo diferentes: no queremos que la opinión de
la mayoría se convierta en una sola y la misma voluntad del soberano
y no queremos que nuestras opiniones sean simplemente una reacción
pasiva al espectáculo que los líderes ponen en escena. En segundo lugar,
que la democracia representativa es el gobierno de la opinión también
significa que el foro público mantiene el poder del Estado bajo escrutinio
y que debe ser gobernado de acuerdo con el mismo principio igualitario
que se encarna en el derecho de los ciudadanos a la autonomía. De aquí
la siguiente máxima: una vez que el foro pasa a formar parte de nuestra
comprensión de la presencia política, la democracia debe atender la
cuestión de las circunstancias de la formación de opinión. El derecho de
los ciudadanos a una participación equitativa en la determinación de la
voluntad política (una persona, un voto) debe ir junto con la igualdad
de oportunidades de los ciudadanos para estar informados, pero también
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1
Sobre las promesas de la democracia y su permanente estado de incumplimiento, cf.
Bobbio (1987a: 3-31).
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2
Cf. Gerry Mackie (2011: 441-444).
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3
Sobre las “salvaguardias democráticas” en relación con los sistemas de comunicación
públicos e inclusivos, cf. Baker (2007: 6-19).
4
Algunas constituciones están mejor equipadas que otras. Por ejemplo, el artículo 5 de la
constitución alemana declara que “cualquier organismo tiene derecho a expresar y difundir
libremente sus opiniones con palabras, materiales escritos e imágenes y a ser informado
sin impedimentos a través de fuentes que deben ser accesibles a todos”.
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Reconocimientos
Escribí este libro durante meses de cambio formidable en las socie-
dades y democracias occidentales, mientras la Segunda Gran Depresión
comenzó a incinerar sueños triunfantes de crecimiento económico sin fin
para todos y las agencias de calificación cuestionaron la capacidad de los
parlamentos electos y los procedimientos democráticos para tomar deci-
siones competentes y rápidas. El aumento de la desigualdad económica y
la escalada de la ambición política al poder por parte de los acomodados,
ya sea con credenciales tecnocráticas, retórica populista o consenso ple-
biscitario, son los fenómenos que desafían el sistema democrático actual
y que este libro se propone estudiar. Una continuación de mi trabajo
anterior sobre democracia representativa, detecta y somete a una inves-
tigación crítica algunas de las metamorfosis contemporáneas más visibles
de la democracia. Mi mayor deuda de gratitud es con mis estudiantes de
la Universidad de Columbia y la Scuola Superiore Sant’Anna di Pisa, a
quienes está dedicado este libro. Tengo una deuda especial de gratitud con
algunos de ellos en particular: Ian Zuckerman, Luke Macinnis, Maria Paula
Saffon, Carlo Invernizzi Accetti, Alexander Gourevitch, Giulia Oskian y
David Ragazzoni. Ellos leyeron partes de este libro mientras aún estaba en
manuscrito, discutieron apasionadamente conmigo algunos de sus temas
principales y me impulsaron a comprender mejor la democracia como una
agenda de procedimientos y doxa. También tuve la oportunidad de discutir
capítulos del libro en el Centro de Valores Humanos de la Universidad
de Princeton y sus talleres sobre populismo, así como en la Universidad
de Oxford, la Universidad de Louvain, la Universidad Northwestern, el
Collegio Moncalieri de Turín, la Universidad de Bolonia, la Universidad
Bocconi y la Universidad de Bicocca en Milán. Además lo hice en la 36ª
reunión anual de Anpocs (Brasil), en el Instituto Straus en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Nueva York y en el Centro de Investigaciones
Políticas en Sciences Po (París). Agradezco a los participantes de estos
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Colección Pensamiento político contemporáneo
Directora: Rocío Annunziata