Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Urbinati Democracia Desfigurada INTERIOR

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 335

DEMOCRACIA DESFIGURADA

Nadia Urbinati

Democracia desfigurada
La opinión, la verdad y el pueblo

Traducción: Iael Gueler


Urbinati, Nadia
Democracia desfigurada : la opinión, la verdad y el pueblo / Nadia
Urbinati. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Prometeo 30/10,
2023.
331 p. ; 24 x 17 cm. - (Pensamiento político contemporáneo / Rocio
Annunziata)

Traducción de: Iael Gueler.


ISBN 978-987-8267-05-0

1. Democracia. I. Gueler, Iael, trad. II. Título.


CDD 320.01

Colección Pensamiento político contemporáneo


Dirigida por Rocío Annunziata

Diagramación: María Victoria Ramírez


Corrección: Ana Ussher
Diseño de portada: Jimena Ara Contreras

Título original: Democracy Disfigured: Opinion, Truth, and the People


2014 the Presidents and Fellows of Harvard College

ISBN 978-987-8267-05-0

De esta edición, Prometeo Libros, 2023


Pringles 521 (C11183AEJ), Buenos Aires, Argentina
Tel.: (54-11)4862-6794/Fax: (54-11)4864-3297
coordinacion@prometeoeditorial.com

www.prometeoeditorial.com

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.


Prohibida su reproducción total o parcial.
Derechos reservados.
Índice

Introducción..........................................................................................11
Capítulo 1
Diarquía de la democracia........................................................................ 29

Capítulo 2
Democracia impolítica............................................................................ 111

Capítulo 3
El poder populista.................................................................................. 171

Capítulo 4
El plebiscito de la audiencia y las políticas de pasividad........................ 221

Conclusión...........................................................................................289
Reconocimientos..................................................................................305
Bibliografía...........................................................................................307
A mis alumnos.
Introducción
La figura humana es una forma externamente identificable, una com-
posición de características observables y la configuración de los rasgos
distintivos de una persona que nos permiten reconocerla. Cada uno de
nosotros o nosotras tiene su fenotipo gracias al cual los otros nos reco-
nocen. Nuestra figura es invaluable porque los rasgos que la componen
hacen que nuestra apariencia sea única, distinta de la de los demás. En
este libro utilizaré la analogía de la figura humana para explorar algunas
desfiguraciones de la democracia. La analogía del “cuerpo humano” en
el pensamiento político es tan antigua como la reflexión sobre la política
misma. Las teorías sobre la legitimidad política han sido desarrolladas
como teorías sobre la sustancia de la clase política, lo que las hace polí-
ticas. Así, por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau argumentaba que, si los
ciudadanos obedecen leyes que no crean directamente, el sistema en el
que viven no es político, aunque lo llamen así, porque la autonomía de
su voluntad soberana es lo que conforma el cuerpo político. Este no es
el modelo que voy a seguir. No voy a indagar sobre la sustancia de la
soberanía política. Más bien, tomo la “figura” o la configuración obser-
vable como indicativo de un orden político, un fenotipo gracias al cual
lo reconocemos y lo diferenciamos de otros sistemas. Un régimen tirano
es caracterizado por algunos rasgos o tiene cierta figura que hace que
un observador esté seguro de su identidad, como el hecho de no tener
elecciones regularmente, no contar con división de poderes o no tener
una declaración de derechos. Por la misma razón, una sociedad demo-
crática tiene ciertos rasgos que pertenecen únicamente a ella y la hacen
reconocible del resto.
En relación con esta figura que la democracia expone al mundo es
que detecto ciertas desfiguraciones. Este es el sentido de la analogía que
voy a utilizar en este libro. En el primer capítulo, retrataré los principales
rasgos básicos que componen la figura democrática: los procedimientos e

11
Nadia Urbinati

instituciones y el foro público de opiniones. En los capítulos subsiguientes,


voy a detectar y analizar algunas desfiguraciones que, si bien no cambian
la forma de gobierno, pueden ser percibidos como grandes cambios en
lo que es externamente observable de la democracia. La palabra “desfi-
guración” implica una evaluación negativa, no es solo una descripción.
Las tres desfiguraciones que voy a ilustrar en este libro son mutaciones
alarmantes. Al detectarlas y analizarlas, intentaré alertar a los lectores de
estas formas peligrosas con el fin de corregirlas. En la conclusión, realizaré
algunas sugerencias para realizar innovaciones dentro del marco legal.
El análisis que propongo gira en torno a la idea de la democracia como
un gobierno de opinión. En particular, como explicaré en el capítulo 1,
me baso en la premisa de que la democracia representativa es un sistema
diárquico en el que la “voluntad” (que hace referencia al derecho al voto
y a los procedimientos e instituciones que regulan la toma de decisiones)
y la “opinión” (que hace referencia al dominio extrainstitucional de las
opiniones políticas) se influencian una a la otra y cooperan sin fusionar-
se.1 Las sociedades en las que vivimos son democráticas, no solo porque
tienen elecciones libres y más de un partido político compitiendo, sino
también porque prometen permitir una competencia política efectiva y un
debate entre visiones diversas y en competencia. Prometen, además, que
las elecciones y que el foro de opinión van a hacer de las instituciones el
lugar del poder legítimo, el control y el escrutinio. La conceptualización
de la democracia representativa como una diarquía afirma dos cosas: que
la “voluntad” y la “opinión” son los dos poderes que tienen los ciudadanos
soberanos, y que ambos conceptos son diferentes y deben permanecer
separados, aunque en constante comunicación. Basándonos en esta premi-
sa, ofreceré un examen teórico y crítico de tres características que se han
visto recientemente en los países democráticos y que han sido estudiadas
por académicos para hacer frente a la insatisfacción respecto de las per-
formances democráticas: el giro epistémico y político de la deliberación,
y la reacción del populismo y del plebiscitarianismo contra la democracia
representativa. Por más diferentes que sean, las visiones epistémicas, el
populismo y el plebiscitarismo implican una visión del foro de opinión
unilateral que rechaza la configuración diárquica de la democracia.
1
Bernard Manin (1997: 205) ha representado esta idea con la metáfora espacial de una
división entre “la voluntad superior” y la “voluntad inferior”. La imagen de la diarquía
que utilizo para transmitir la idea de esta distancia es similar, aunque evita la referencia
a un orden jerárquico.

12
Democracia desfigurada

Sin duda, la insatisfacción con la democracia forma parte de la historia


del régimen y es recurrente en este tipo de sociedades. Con el derecho a la
libertad de expresión y la libertad de asociación que tienen los ciudadanos,
es que se hace público. Así, Demóstenes (1930: 563) describió a Atenas
como la ciudad que permitía a sus ciudadanos alabar la constitución
espartana antes que la ateniense, Nicolás Maquiavelo (1970) escribió en
contra de los críticos que decían que el gobierno popular permitía a todos
libremente hablar mal de los otros y Alexander Meiklejohn (1960: 27)
argumentó que, durante la Guerra Fría, Estados Unidos debería haber per-
mitido a los críticos del comunismo expresarse libremente porque “tenerle
miedo a alguna idea, cualquiera que sea, es ser incapaz de gobernar”. La
tolerancia y la libertad de expresión hicieron posible que la democracia
ateniense se desarrollara junto con sus “enemigos”, los oligarcas, y esto
mostró el carácter liberal de la sociedad, que no negó ni a sus oponentes
ni a los extranjeros la libertad de expresión, para cumplir el deseo de
Eurípides y Phaedra de que sus hijos vivan allí como “hombres libres,
francos, honorables”.2 En las democracias modernas de los últimos dos
siglos y medio, donde las libertades están protegidas por declaraciones
de derechos y constituciones escritas, el proceso de estabilización ha
sido fuertemente interferido y, en muchas ocasiones, interrumpido por
sus oponentes. No obstante, con el final de la Guerra Fría, esta forma
de gobierno estaba preparada para ganarse el reconocimiento mundial.
Hoy en día, la democracia no tiene competencia legítima; sería difícil
renunciar a ella en nombre de un gobierno que sea más tolerante de las
libertades civiles y políticas.
Sin embargo, su soledad no la hace vulnerable. Algunos teóricos de
la política han señalado recientemente la aparición de dos fenómenos
recurrentes que brindan motivos para preocuparse: por un lado, la pri-
vatización y la concentración del poder en el ámbito de formación de la
opinión política y, por el otro, el incremento de formas demagógicas y
polarizadas de consenso que dividen a la arena política en grupos fac-
cionales y antagónicos. Estas no son características extemporáneas, son
las señales de transformación de la esfera pública en las democracias
de masas provocada por fenómenos tan diversos como la erosión de la
legitimidad de los partidos políticos en la gestión de la representación y
2
Platón (1960: 42) pensó que había “más libertad de expresión [en Atenas] que en cual-
quier otro lugar de Grecia”. Ver, también, Eurípides (1909-1914), Josiah Ober (2005: 4
y 99) y Robert W. Wallace (2004: 221-225).

13
Nadia Urbinati

el crecimiento de la desigualdad económica. Ambos fenómenos han im-


pactado directamente en la distribución de las oportunidades de “tener
voz” y de ejercer influencia en la política.
A mediados del siglo xix, John Stuart Mill creía que los diarios podrían
recrear en las grandes sociedades ese tipo de inmediatez y proximidad en el
debate público que las antiguas repúblicas habían tenido al reunir a todos
sus ciudadanos en una única asamblea para interactuar directamente en
el ágora o el foro. Los medios de comunicación modernos, pensaba Mill
(1977: 432), podrían crear una especie de foro intangible, que incluya
temas de interés popular en la arena pública y ponga a los políticos y
a las instituciones la bajo tela de juicio de los escritores y lectores.3 El
pluralismo de los medios de información reflejarían el pluralismo de
ideas e intereses, y ambos serían grandes obstáculos para el surgimiento
de una nueva forma tiránica de poder proveniente, precisamente, de la
opinión pública. Un siglo antes que Mill, Jürgen Habermas sostuvo que
el debate público sería esencial para la democracia bajo la condición de
que continuara siendo público, pluralista y autónomo de cualquier interés
privado. Más precisamente, ya desde 1962, Habermas (1991: 211-222)
describió las características que podrían desfigurar la esfera pública en
las democracias de masas.
Mi primera preocupación es que estamos hablando de opinión, y no de
voluntad. Mi interés radica en los problemas que surgen dentro del ámbito
de la opinión, aunque ya no, o no simplemente, en aquellas formas que
plantean la cuestión básica de “cómo proteger la libertad de expresión
del poder estatal”. La cuestión aquí es analizar cómo el debate público
puede continuar siendo un bien público y desempeñar su papel cogniti-
vo, disidente y de monitoreo si la industria de la información afecta a la
política de manera tan radical y “en muchas partes diferentes del mundo
pertenece a un número relativamente pequeño de individuos privados”
(Dunn, 2005: 175).4 En una arena política, donde el poder del video es
3
Lindsay (1930: 24) argumentó, en 1929, lo siguiente: “Gracias a la radiodifusión el mundo
entero podría convertirse, en cierto sentido, en una reunión pública (...) Y mucho antes
de que se inventara la radio, los informes hábiles y una prensa barata habían hecho algo
similar. Habían transformado la asamblea representativa en la plataforma de una reunión
pública. En ella, los hombres hablaban solo parcialmente entre sí y cada vez más con el
público invisible que había detrás”.
4
Ver, también, Giovanni Sartori (1997: 133). Lo mismo puede decirse de las redes de
comunicación en general, que son “en gran parte propiedad y administradas por redes
multimedia corporativas globales” y, aunque los Estados son parte de estas redes, “el

14
Democracia desfigurada

una figura tan prominente y tiende a la dispersión de la propiedad de los


medios de comunicación, algunos teóricos han sugerido que se debería
poder prevenir el “efecto Berlusconi” (Baker, 2007: 18).
La desfiguración plebiscitaria es lo que me ha inspirado a escribir este
libro.5 Sin embargo, otros teóricos han expresado su preocupación por
el hecho de que la dispersión de la información no es, en sí misma, una
condición suficiente para limitar la homogeneidad. Internet produce una
formidable dispersión de la información, pero también tiende a acumular
a millones alrededor de ciertos puntos de vista que, como observa Cass
Sunstein (2006: 5-19), son imitados y tienden a reproducir y radicalizar
antiguas lealtades perjudiciales y facciosas. Aún más que la concentración
mediática, el esparcimiento de la información lleva a los ciudadanos hacia
el faccionalismo y la formación de nichos de militantes autorreferenciales
y homogéneos con ideas afines. El declive de la participación electoral
y la fragmentación son fenómenos entrelazados que deben ser tratados
como una muestra de la metamorfosis de la democracia representativa o
como desafiantes de la naturaleza diárquica del régimen. Dentro de este
escenario, que pertenece –en diferentes grados– a todas las democracias
consolidadas, es que sitúo el análisis teórico de tres formas de desfigura-
ción de la democracia –epistémica, populista y plebiscitaria–, ya sea como
una reacción o como un uso instrumental del hecho de que la democracia
es un gobierno de la opinión.
En las décadas pasadas, las formas populistas y plebiscitarias de la
democracia solían aparecer en aquellos Estados con democracias aún no
consolidadas, como los de América Latina o los de la Rusia postsoviética.
Sin embargo, más recientemente, también han surgido en democracias
consolidadas u occidentales. En algunos países de Europa, hemos visto
formas de identificación plebiscitaria hacia líderes cuya popularidad los
hacía parecer carismáticos y directamente aprobados por sus audiencias,
y también hemos visto formas de populismo que buscaban representar “a
todas las personas” o al “verdadero significado” de los valores de nación
corazón de la red de comunicación global está conectado y depende, en gran medida, de
los inversores y mercados financieros” (Castells, 2009: 424).
5
El hecho de que el señor Silvio Berlusconi ya no sea primer ministro no anula mi inspi-
ración inicial, porque el hecho de que haya podido adquirir una posición tan poderosa a
través del foro revela que el problema existe en la democracia representativa. El epicentro
de este problema radica en la forma en que se organiza, se realiza y se expresa la opinión.
El fenómeno de Berlusconi es interno a la estructura diárquica de la democracia, es un
desafío desde “adentro”, como sostengo en este libro.

15
Nadia Urbinati

e historia. Algunos teóricos han adoptado el término “videocracia” para


definir a esta nueva forma de política populista basada en el estilo me-
diocrático.6 Otros son más escépticos en la importancia de Internet para
la democracia y han señalado a la “cascada social” y a la “polarización
grupal” como dos procesos diferentes pero superpuestos que la democra-
cia parece incapaz de hacer frente sin limitar la libertad de expresión y
la comunicación (Sunstein, 2009). Finalmente, otros han propuesto que
la democracia puede despolitizarse a sí misma si reduce el papel de la
creación de leyes (parlamentos y votaciones) y de los medios de comu-
nicación e incrementa el uso epistémico de los procesos de deliberación
para prepararse para promover decisiones apolíticas, menos sesgadas y
más competentes.7
El fenómeno que estos autores relatan plantea desafíos específicos y
únicos, en comparación con las anteriores violaciones de la democracia,
que nos obligan a revisar el poder y el rol del debate público. La misión
de las sociedades democráticas consiste en planear estrategias legales y
culturales que hagan frente a la amenaza de la demagogia, en un momen-
to en el que “la demagogia se vuelve científica”, sin limitar la libertad y
la naturaleza política de la deliberación y sin destruir la configuración
procedimental y representativa de la democracia (Ackerman, 2010: 26).
En la conclusión, para estas estrategias voy a proponer algunas pautas
generales que son coherentes con la diarquía democrática.
La teoría epistémica brinda racionalidad y conocimiento a la política
democrática con el objetivo de cambiar su naturaleza basada en la opi-
nión. El mito actual en los países de Europa del gobierno de tecnócratas
(gobernado por expertos en actividades financieras) y la actitud despec-
tiva hacia las políticas parlamentarias que ha provocado son ejemplos de
esta metamorfosis epistémica. Como voy a explicar en el capítulo 2, el
florecimiento de visiones y prácticas epistémicas en los últimos años da
testimonio de una relación conflictiva entre doxa y episteme. Defender la
verdad contra la opinión brinda una visión unilateral del público como
un proceso de iluminación que debería purificar a la política de la com-
petencia ideológica. Aunque sea por una causa noble, y a pesar de que
esto otorgue conocimiento popular, el giro epistémico de la esfera pública
puede deformar el carácter distintivo e impreciso de la democracia, que

6
Ver, por ejemplo, Giovanni Sartori (1997a).
7
Hablaré de estas visiones en el capítulo 2.

16
Democracia desfigurada

es esencial para garantizar la libertad política. En sentido opuesto, el


populismo representa una transformación política del foro de opinión
que repudia la diarquía democrática. Como argumentaré en el capítulo
3, el populismo fomenta la polarización y la simplificación de los inte-
reses sociales y las ideas políticas y, en ese sentido, utiliza el mundo de
la opinión y de la valoración crítica como un instrumento para lograr la
unidad de las personas en su favor. Finalmente, la democracia plebiscitaria
le brinda a la esfera pública una función predominantemente estética y,
a pesar de que esta no rechaza la diarquía democrática, reduce el rol del
foro para incrementar la autoridad del líder. Como mostraré en el capí-
tulo 4, el carácter visual de los medios de comunicación e información
facilita el fenómeno del voyerismo de la audiencia, en donde exponer la
vida del líder fomenta la curiosidad del público, pero no el control o la
inspección. Estar “bajo el ojo del pueblo”8 genera una transformación
estética de la esfera pública que puede causar profundos efectos en la
democracia representativa al cambiar por completo la noción de ciuda-
danía y participación política.
Que la democracia representativa sea un gobierno de la opinión implica
que los ciudadanos tienen participación a partir del voto, pero también
cuando saben y ven qué es lo que los gobernadores hacen y cuando
proponen diferentes formas de actuar. La existencia del debate público
significa que el poder del Estado está abierto a propuestas y a una inspec-
ción bajo la mirada de los ciudadanos (es decir, de acuerdo a las normas
y abierto al escrutinio de la justicia y, también, de la prensa). Que no sea
propiedad de nadie desde su nombramiento en elecciones significa que
el poder soberano ha perdido cualquier locación, encarnación y posesión
específica. A la luz de esto es que identifico tres roles que puede tomar la
doxa en el debate público de la democracia moderna: cognitivo, político
y estético. En relación con estos roles, es posible detectar formas de des-
figuración, pero es más apropiado decir de “radicalización”, ya que con-
sisten en exagerar o enfatizar un carácter exclusivo del orden. Así es como
sugiero que interpretemos las representaciones epistémicas, populistas y
plebiscitarias: son posibles radicalizaciones de uno de los tres roles del
debate público que surgen dentro de la democracia representativa como
fronteras internas. A pesar de que estas radicalizaciones no pretenden
8
Tomo prestada esta expresión de uno de los trabajos que voy a discutir extensamente en
el capítulo 3: The Eyes of the People: Democracy in the Age of Spectatorship, de Jeffrey Edward
Green (2010).

17
Nadia Urbinati

provocar un cambio de régimen, ya que no cuestionan la “voluntad” o


el sistema democrático, modifican la figura externa de la democracia de
forma tal que se hace visible.9
Los filósofos de la política ven a la democracia representativa desde
la perspectiva del riesgo demagógico que contiene la política partidaria.
Señalan la distorsión sesgada en las cuestiones políticas que la competen-
cia electoral impulsa y argumentan que, si se le quita importancia a los
procesos democráticos, como votar a los representantes o los referendos,
el régimen podría emanciparse de la demagogia que las opiniones políticas
inevitablemente crean. Despolitizar la democracia incrementando el do-
minio de las decisiones imparciales tomadas por las cortes, los comités de
expertos, los grupos deliberantes y las autoridades apolíticas, en algunas
cuestiones claves como el presupuesto nacional, es una posible solución
a lo que llamaré platonismo democrático o apropiación filosófica de la de-
mocracia. Es el desafío más radical y resiliente, incluso cuando se hace
en el nombre de la democracia. Las soluciones epistémicas y apolíticas
parecen identificar a la democracia con el populismo cuando asumen
que las formas políticas de búsqueda de consenso son impermeables a
la imparcialidad. La conclusión predecible de este diagnóstico es que
limitar el populismo requeriría la modificación de la figura democrática
o quitarle el “vicio” del partidismo que la competencia electoral y las
instituciones representativas inevitablemente producen. El objetivo es
la doxa. Sin embargo, sacar a la democracia de su naturaleza política y
transformarla en un proceso para lograr “resultados correctos” (Estlund,
2007: cap. 1), más que resultados que sean procesal y constitucionalmente
válidos, implicaría limitar más que salvar a la democracia. Esto es lo que
propongo denominar platonismo democrático o la persistencia del mito del
rey-filósofo vestido con un atuendo colectivo e igualitario. Una multitud
formada por personas que, teniendo cierta información y procesos de
deliberación, logran resultados correctos, no es necesariamente una de-
mocracia, aunque sí un igualitarismo. Lograr la igualdad en algo, incluso
cuando ese algo es tan relevante como el caso del conocimiento, no tiene
nada que ver con la democracia o la igualdad política.10
9
En la tradición de Habermas, Klaus Eder (2010) propuso un análisis interesante de cada
uno de estos tres aspectos de la esfera pública.
10
Me gustaría adaptar a los epistémicos igualitaristas las palabras que Kelsen (2013: 86)
usó para criticar a los igualitaristas del socialismo: “La demanda de libertad universal y,
por lo tanto, igualitaria requiere una participación universal y, por lo tanto, igualitaria

18
Democracia desfigurada

En el otro extremo, el populismo y la democracia plebiscitaria propo-


nen un estilo no menos radical al tratar a la esfera de la opinión pública
y política como un terreno de conquista que sigue a líderes hábiles e
ideologías exhaustivas y cuenta con el apoyo de una multitud de segui-
dores. A diferencia de la teoría y práctica de la democracia representativa
y constitucional, en estos casos, la opinión no es un poder que le da voz
a los pedidos de los ciudadanos, monitorea las instituciones y crea agen-
das políticas alternativas. Como veremos, el populismo y la democracia
plebiscitaria no son fenómenos idénticos, sin embargo, coinciden en la
búsqueda de instituciones intermediarias, como los partidos políticos y
los parlamentos, en la promoción de formas personalistas de representa-
ción y en la necesidad de un fuerte Poder Ejecutivo. Tanto el populismo
como la democracia plebiscitaria hacen de la opinión pública un juego
de palabras e imágenes que transforman a la política en un proceso de
verticalización cuando afirman, todo el tiempo, que tienen la intención
de llevar la política a las personas y a las personas a la política.
En todos estos casos, el carácter de la democracia basada en la opinión
aparece de manera prominente. Estas interpretaciones muestran tres di-
ferentes formas de relación con la doxa que pueden ser utilizadas como
pauta para entender cada forma de construir la democracia. Mientras que
las teorías platónicas o epistémicas proponen separar a la doxa de la demo-
cracia política y convertirla en una diarquía de la razón y la voluntad, el
populismo saca ventaja de la doxa y la utiliza como una estrategia activa
para la unión hegemónica de las personas que afirman coincidir con la
voluntad soberana; por su parte, la democracia plebiscitaria, mientras
reconoce el sistema diárquico y mantiene separado el momento electoral
de las opiniones, hace de la doxa el nombre de imágenes creadas y des-
plegadas por quienes trabajan en los medios a los que la gente reacciona.
A pesar de tener diferentes razones y planes, las soluciones epistémicas,
populistas y plebiscitarias desfiguran la democracia al intervenir en su
naturaleza, en su rol y en el uso de uno de sus poderes: el debate público.

en el gobierno (...) En la medida en que la idea de igualdad está destinada a connotar


cualquier otra cosa que no sea la igualdad formal con respecto a la libertad (es decir, la
participación política), esa idea no tiene nada que ver con la democracia. Esto se puede
ver más claramente en el hecho de que no la igualdad política y formal, sino la material
y económica de todos, se puede realizar tan bien, si no mejor, en una forma de Estado
autocrático-dictatorial como en una forma de Estado democrático”.

19
Nadia Urbinati

Además, las tres proponen revisar o descartar el carácter procedimental


de la democracia sobre el que descansa la figura diárquica.
Finalmente, diría que existen dos visiones confrontadas de la demo-
cracia en la teoría y práctica política contemporánea: una que sostiene
al procedimentalismo político como la mejor defensa normativa de la
democracia (de hecho, se mantiene como la figura de la democracia
representativa, ya que respeta el carácter diárquico del gobierno), y otra
que ve a los procedimientos de deliberación y a la lucha política como
instrumentos para un fin que los trasciende en el nombre de la verdad
o la construcción de un pueblo hegemónico o de una visión de la ciu-
dadanía. A pesar de ser diferentes, las visiones epistémica, plebiscitaria
y populista son reflejos de imágenes que convergen en una visión que
rechaza el carácter normativo de los procedimientos políticos y la forma
que estos toman en la democracia representativa. El objetivo de su crítica
es lograr la reconstrucción de la autoridad democrática, incluso bajo la
tutela de un proceso de toma de decisiones que se juzga desde el punto
de vista del resultado que produce o bajo la tutela de un pueblo soberano
homogéneo, cuya voz es autoritaria por encima de las reglas de juego, o
de la “visión” antes que de la “voz”, así, el público es una audiencia que
no tiene intenciones de participar (pasiva) y que mira con curiosidad a los
líderes actuar. Estas tres propuestas de reconfiguración del régimen com-
piten con la democracia representativa en el terreno de la representación
en la medida en que desafían el significado y la función de lo público, el
terreno más propio de la representación.
En este libro expongo las tres interpretaciones y sostengo que sere-
mos capaces de detectarlas siempre que veamos a la democracia como
un gobierno de la opinión que opera a través de ciertos procedimientos,
dentro de un sistema de derechos y de una división de poderes estatales.
Es decir, que opera dentro de una organización destinada a difundir, con-
trolar e interrumpir, antes que concentrar y exaltar, el poder (la opinión
funciona como una forma de poder). Esta es la premisa que me lleva a
reconocer el mal funcionamiento de la democracia, cuyo éxito la hace
más vulnerable a sus propios problemas.11 De manera involuntaria, estas
desfiguraciones nos permiten ver mejor los riesgos de la democracia
contemporánea. Además, nos alertan sobre el hecho de que, si bien los

11
Para un análisis persuasivo de los “fracasos reales de la democracia y síntomas de mal
funcionamiento”, véase Claus Offe (2011).

20
Democracia desfigurada

procedimientos democráticos han logrado un completo reconocimiento


hacia fines del siglo xx, han quedado marginados de la teoría democrática
como un método funcionalista que no tiene valor normativo. La ame-
naza a estos por parte de las representaciones epistémicas, populistas y
plebiscitarias habla de un descuido de la teoría democrática, que tiene
la responsabilidad de haberlos convertido en el dominio de los realistas,
que arrojan cierto escepticismo al valor y a la naturaleza normativa. Por
lo tanto, en la conclusión, voy a proponer que la teoría democrática deja
constancia del valor normativo de los procedimientos democráticos como
una forma de garantizar la protección de las libertades políticas igualitarias
de los ciudadanos.
La figura que una sociedad democrática expone al mundo y que la
hace reconocible como una democracia es, ante todo, el derecho a voto
(que implica un ejercicio gratuito, fácil y sin costo) y el conteo de votos
de igual valor de acuerdo al principio de la mayoría. Estas características
fundamentales son coherentes con el hecho de que todas las decisiones
democráticas están sujetas al cambio, porque no son simplemente un re-
sultado de los intereses privados de los ciudadanos o de razones apolíticas,
sino que son las expresiones de una forma política que los ciudadanos
libres e iguales tienen al actuar en el ámbito público, algo que ha sido
identificado con la deliberación política en un sentido amplio (Rawls,
1999: 579-580). Las opiniones políticas le dan sentido al hecho de que los
ciudadanos son libres para formar y cambiar sus puntos de vista y quitarle
su apoyo a decisiones tomadas anteriormente. El valor y el significado
de la igualdad y de la libertad política descansan en la persistencia de
este proceso. La opinión es el inevitable punto de partida que debemos
aceptar para contrarrestar el riesgo de la demagogia y la denuncia del mal
funcionamiento de las democracias establecidas. De esta manera, mientras
los filósofos insisten en que vemos a la democracia como una evidencia
de que cuando una multitud (apolítica) está dirigida por procedimientos
adecuados es capaz de lograr resultados correctos, yo sostengo que los
actores de la democracia, en lugar de multitudes, son ciudadanos que
existen y operan a través de procedimientos que presumen la variabilidad
de las opiniones, más que la verdad o la virtud. Reafirmando lo que decía
John Rawls (1999), “el liberalismo político ve la insistencia de la verdad
absoluta en la política como incompatible con la ciudadanía democrática
o con la idea de leyes legítimas”.

21
Nadia Urbinati

Desarrollaré mi argumento a través de un análisis crítico de las prin-


cipales objeciones al procedimiento democrático con el fin de analizar
si cumplen el objetivo de capturar los nuevos riesgos que provienen del
ámbito de la formación de las opiniones. Los intentos filosóficos que bus-
can hacer de la democracia un proceso que obtiene resultados correctos
utiliza la crítica de la falta de racionalidad endógena de la democracia. Sus
diagnósticos sugieren una limitación del elemento democrático, incluso
si su intención es realizar procedimientos que le permitan a la mayoría
producir buenos o correctos resultados o probar que la multitud es sabia.
Claramente, este nuevo renacimiento platónico no es concebido para
confrontar el conocimiento de la minoría contra la irracionalidad de la
mayoría. No debemos descuidar el hecho de que lo que hoy llamamos
“democracia epistémica” tiene sus raíces en la Ilustración, un movimiento
que llevó a los filósofos a movilizar la razón en defensa de la multitud
como la única soberanía política legítima. El problema con el platonismo
democrático –o con la idea de neutralizar el mal y, al mismo tiempo, que
solo una minoría sea experta en política– es que sus buenas intenciones
no son suficientes para garantizar que se respete la democracia. Es la
perspectiva epistémica misma la que necesita ser revisada, o de hecho
abandonada, porque un “compromiso con la verdad en la política hace
el consentimiento redundante” (Holmes, 1995: 196).
Contrariamente, podemos citar a Alexis de Tocqueville, quien plantea
que la democracia no es buena por los resultados que produce (resul-
tados que, a veces, no son mejores que los que producen los regímenes
no democráticos). El valor de la democracia descansa en el hecho de
que permite a los ciudadanos modificar las decisiones y los líderes sin
poner en duda el orden político. En ningún otro sistema político es tan
fundamental que los medios y los fines no se contradigan. La democracia
es consistente entre sus medios y sus fines porque también es una meta
el procedimiento para alcanzarlos y si no permite alternativas es porque
no es simplemente una forma de alcanzar distintos fines (incluso si son
buenos). Aunque los fines vayan a ser buenos no justifican la violación del
proceso democrático de toma de decisiones. Esto implica que el dualismo
entre lo formal y lo sustantivo está planteado de forma errónea, ya que
las condiciones para el correcto funcionamiento de los procedimientos
y los procedimientos mismos siempre deben ser concebidos juntos si se
quiere que un proceso de toma de decisiones se lleve a cabo de manera

22
Democracia desfigurada

democrática. Por eso, este sistema, en permanente cambio, no se utiliza


solo para alcanzar alguna verdad, aunque los ciudadanos piensen que ese
es el objetivo de su actividad política y aunque los candidatos, durante la
competencia electoral, defiendan sus plataformas como las más verdaderas
o las mejores. Más bien, se utiliza para tomar decisiones con el aporte
de todos los ciudadanos, aquellos que están de acuerdo y aquellos que
no, es decir, con los resultados que surgen del uso de los procedimientos
democráticos. La libertad en la participación y la certeza de que ninguna
mayoría será la última son las “bondades” que brinda el procedimiento
democrático. En este sentido, el procedimiento democrático es normati-
vo porque satisface dos condiciones esenciales: la igualdad política y la
libertad y la paz civil (la paz implica tanto que los ciudadanos estén en
desacuerdo, pero en un clima de tranquilidad, como que obedezcan la
ley, aunque estén en desacuerdo con la mayoría que la respalda).
A primera vista, el populismo parece ser más consistente con las
características que he descripto porque afirma recuperar la autoridad
democrática de los ciudadanos contra las elites. El concepto clave que se
encuentra en el corazón de la ideología populista es, sin duda, el pueblo,
seguido de la democracia, la soberanía y el gobierno de la mayoría, cada
uno definido a partir de sus vínculos con los demás (Canovan, 2002: 33).
El objetivo contra el cual se moviliza la ideología populista es el gobierno
temporal que las elecciones establecen, ya que estas promueven las elites
partidarias, más que la voluntad del pueblo. Sin duda, el populismo
se ha enfrentado a diferentes evaluaciones en Europa, Latinoamérica
y los Estados Unidos, lugares en donde el lenguaje del populismo es,
algunas veces, identificado con la creencia de que “gobernado por la
gente común” es sinónimo de gobierno virtuoso y sin corrupción y la
expresión de una participación política más intensa que logra frenar el
poder de las elites y, por lo tanto, hace a la sociedad más democrática
(Kazin, 1995: 2). Reconozco esta especificidad contextual, sin embargo,
considero al populismo como una desfiguración de la democracia. En
su caso, la oposición al establishment político surge con el objetivo de
hacer de la opinión de una gran porción de la población (al menos, la
mayoría) la fuente de legitimidad, con la consecuencia de debilitar la
disidencia y de amenazar el pluralismo. Los levantamientos populistas
están preparados para traducirse en afirmaciones de “nosotros, el pue-
blo” contra las minorías y, por lo tanto, contra el pluralismo partidario

23
Nadia Urbinati

y la competencia política misma. La democracia constitucional y repre-


sentativa es su verdadero objetivo.
En cuanto al plebiscitarianismo de la audiencia, su efecto desfigurativo
es aún más grave, ya que, aunque no cuestiona la estructura diárquica de
la democracia representativa, si cuestiona cualquier idea de ciudadanía
como expresión de autonomía política. Mientras que, históricamente, fue
posible adaptar la autonomía política a la participación indirecta a través
de la representación (la democracia moderna lo hizo cuando el sufragio
igualitario o el derecho a voto fueron considerados fundamentales), es
difícil reconciliar a la democracia con una visión de la política que consiste
en ser gobernado y mirar a los líderes actuar bajo la figura del pueblo.
Una vez que la rotación y la selección no sean más procesos democráticos,
habrá muchas razones para quitarle importancia o ignorar a la figura de
los ciudadanos gobernados (Green, 2010: 38). Tanto la democracia ple-
biscitaria como la democracia de audiencia convierten lo dado en norma
y aceptan el sometimiento de los ciudadanos a la creatividad dominante
de los líderes y de quienes trabajan en los medios, ya que insisten en que
la actividad central de los ciudadanos es visual y como espectadores y no
discursiva o participativa. Esta idea de la democracia puede ser utilizada
como prueba contraria de que la defensa de la democracia diárquica pasa
hoy por la emancipación del procedimentalismo de las constricciones
schumpeterianas (Mackie, 2009).
Los desafíos que le esperan a la democracia constitucional y represen-
tativa son considerables, y la esfera pública de formación de la opinión es
el dominio al que le deberíamos prestar atención. Este es el hilo conductor
del presente libro, que intenta de responder dos cuestiones entrelazadas:
¿cuál es la naturaleza del mal funcionamiento y la insatisfacción actual
respecto de la democracia liberal? y ¿cuáles son los recursos internos que
pueden contener el poder absoluto de la opinión, sin hacer de la política
una subdivisión de sabiduría y del pueblo una multitud de seguidores
militantes o una audiencia pasiva? La democracia representativa defien-
de y se beneficia de la complejidad de la esfera pública de opinión: su
función crítica y cognitiva, su estilo y espíritu político y su propensión
a hacer el poder visible y, por esa razón, público. Sin embargo, ninguna
de estas funciones es suficiente por sí sola. De hecho, tomarlas de forma
aislada puede comprometer la configuración diárquica de la democracia.

24
Democracia desfigurada

A través de su larga y honorable historia, la democracia mostró una


gran habilidad para crear instituciones y procedimientos capaces de
resolver los problemas que el proceso de toma de decisiones democrá-
tico conlleva. Solo por mencionar algunos ejemplos paradigmáticos,
la antigua Atenas lidiaba con la “tiranía de la asamblea”, que regulaba
el proceso de creación y promulgación de leyes con procedimientos
sofisticados conocidos como grafé paranomon; en el siglo xviii, las colo-
nias americanas crearon convenciones constitucionales para darse a sí
mismas un orden político basado en el consentimiento y la autorización
de voto de los representantes; en el siglo xix, los Estados liberales euro-
peos confeccionaron el gobierno representativo de forma tal que fueron
capaces de absorber la transformación democrática de la soberanía en
grandes territorios estatales; y, después del declive del totalitarismo y
de los regímenes dictatoriales basados en el consenso, las democracias
constitucionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial lograron li-
mitar el poder de las mayorías electas gracias a la división de poderes,
el Estado de derecho y el pluralismo partidario, así fue como adoptaron
una compleja estrategia de innovaciones institucionales, jurídicas y polí-
ticas. Sencillamente, la democracia sobrevivió a tiempos y circunstancias
difíciles gracias a su singular imaginación institucional y normativa y a
su capacidad de innovación.
Hoy en día, la hegemonía de los homo videns y la radicalización de las
opiniones demagógicas son síntomas de un mal funcionamiento produci-
do por la televisión y la nueva y más sofisticada tecnología de la informa-
ción. Por supuesto, las tecnologías de la información y la comunicación
le brindan a los ciudadanos comunes posibilidades extraordinarias de
conocimiento y participación (uno de nuestros mitos modernos es el de
una república virtual y un ágora en Internet para los nuevos tipos de drama
social y puntos de vista críticos).12 Sin embargo, lo bueno nunca viene sin
algo malo, y es sobre esta contradicción que la teoría democrática debe
dirigir su atención. Los riesgos de la democracia hoy surgen del complejo
mundo de la formación de opiniones, esa panoplia de medios que abarca
el poder indirecto de las ideas que la libertad de expresión, de prensa y
de asociación crean y reproducen. La hegemonía de los homo videns y la
radicalización de las opiniones demagógicas provienen de una forma de
identificación plebiscitaria de las masas con un líder público como una

12
Cf. Paul A. Taylor (2005: 640).

25
Nadia Urbinati

unidad homogénea de valores e historia. Estos presuntos actos de afirma-


ción de la soberanía popular son, de hecho, un fenómeno preocupante
de pasividad política y docilidad de los ciudadanos que transforma la
fisonomía de las democracias.
De acuerdo con la teoría plebiscitaria, la pasividad de la mayoría es
fatal en todas las formas de democracia, directa o representativa, porque
la democracia es un sistema político que está estructuralmente com-
puesto por una minoría activa y una mayoría receptiva que aprenden a
“obedecer y aceptar las buenas intenciones de quienes están en el cargo”
(Green, 2010: 36). No es la elección per se la que hace que la democracia
sea apática (las asambleas de las antiguas democracias fueron gobernadas
por unos pocos oradores y los ciudadanos tendían a no participar). La
apatía o la pasividad de la masa corresponde a este régimen de forma
endógena, ya que, como dice la ley de hierro de la oligarquía, la política
es el arte de unos pocos, no de muchos. Sin embargo, el hábito de las
personas de ser gobernados alcanza su punto máximo con la democra-
cia representativa, porque, en este sistema, la voz es completamente
suplantada por la visión y la audición, que son los sentidos pasivos
por excelencia y las únicas expresiones de la presencia indirecta de los
ciudadanos en la política. Los ciudadanos contemporáneos son una
audiencia y la democracia representativa es una democracia de audien-
cia (Manin, 1997: 218-228). Para quienes defienden la representación
plebiscitaria actualmente, esta trayectoria representa la perfección de
la democracia. Sin embargo, sería extraño argumentar que la época de
Silvio Berlusconi se corresponde con un cumplimiento completo de la
naturaleza interna de la democracia, salvo que la consideremos como
una mayoría necia ante el espectáculo de una minoría. Bajo la promesa
de un realismo objetivo y de una comprensión desapasionada, la teoría
plebiscitaria de la democracia nos ofrece una lógica invertida en la que
lo que sucede se vuelve, por sí mismo, racional.
Esta mirada, basada en un conjunto autorizado de literatura sociológi-
ca y política que gira en torno a los trabajos de Robert Michels, Vilfredo
Pareto, Max Weber y Carl Schmitt, sugiere que el voto afirmativo y la
democracia son una descripción y una norma. Es la conclusión premedi-
tada de una definición de democracia parlamentaria o representativa como
una oligarquía electa o como la mezcla de dos grupos predeterminados
y separados, el de una minoría activa y una mayoría pasiva. Bajo esta

26
Democracia desfigurada

perspectiva, en la que la democracia parece un gran sistema de engaño


desencadenado a través de la doxa, podemos escuchar un eco del sarcasmo
de Platón hacia el amante del demos. Desde los tiempos de Platón hasta
la actualidad, esta visión nunca ha perdido el interés de los filósofos. De
hecho, periódicamente, resurge con nuevas estrategias argumentativas
y, por desgracia, con la complicidad de la miserable actuación de las
democracias existentes y la ayuda de la innovación tecnológica en la in-
dustria de la comunicación. Esta lectura realista traiciona el tradicional
y nunca abandonado aborrecimiento de los sabios hacia un gobierno que
se basa, humilde y firmemente, en la opinión y, por esta razón, sobre el
recuento de votos y la regla de la mayoría. Esta confianza en el gobierno
de la mayoría no garantiza la presunción de lograr resultados correctos,
pero refleja la certeza de ser el único orden político que honra la libertad,
no solo para algunos o para los mejores, sino para todos, y no porque
tengan algún potencial específico, sino, simplemente, porque existen.
En la diarquía de los votos y la opinión está, entonces, la clave para ver
a la democracia como un gobierno que se basa en garantizar la igualdad
de libertad para todos.
La opinión es una forma de acción y de poder que usa la voz, y no la
visión. Si han de existir, son pocos los que buscan visibilidad y quieren
hacer de la doxa una cuestión de visión solamente. Estos pocos buscan
hacer del pueblo un ojo gigante, sin voz. Pero la voz y la audición, en
conjunto y no una o la otra, son los dos sentidos complementarios que
usan los ciudadanos cuando forman sus puntos de vista: escuchan a otros,
cambian y expresan sus opiniones y buscan, a través de ellas, tener una
presencia política, mirar y juzgar a los representantes electos. La invisi-
bilidad y el silencio de los ciudadanos no es una característica natural y
espontánea de la democracia, sino que es creada por quienes controlan los
medios de comunicación e información y anhelada por la clase política,
en su deseo de mantenerse sin control y sin cambios.
Por lo tanto, sería correcto decir que la democracia representativa
consiste en una lucha permanente por la representación o por hacer pú-
blicos (o temas de debate público) ciertas cuestiones que los ciudadanos
consideran centrales para sus vidas y sus intereses y que, en ocasiones
(cuando votan), se transforman en decisiones autorizadas. Esto es lo que
hace de la doxa un poder esencial de la democracia. Se convierte en una
forma de acción que es diferente pero no menos relevante que la voluntad

27
Nadia Urbinati

o las condiciones y los procedimientos que organizan los votos y las deci-
siones. Esto es también lo que hace de la opinión un permanente objeto
de deseo (o flagelo) de la minoría, que no expresa opiniones disidentes
y que, idealmente, no piensa en la opinión como un poder.

28
Capítulo 1
Diarquía de la democracia
La identificación de la democracia con “la fuerza de los números”, tra-
dicionalmente, atrajo a escépticos y detractores de la democracia. Después
de haber ridiculizado la idea de que el gobierno puede ser determinado
como una cuestión numérica, Vilfredo Pareto (1935: ∫ 2244) escribió:
“no debemos persistir en la ficción de la ‘representación popular’. Si
seguimos y vemos qué sustancia resalta las diversas formas de poder en
las clases gobernantes (…) las diferencias radican principalmente (…)
en la proporción relativa de fuerza y consentimiento”.1 Para Pareto, el
número es, simplemente, un medio inteligente para usar la fuerza a través
del consentimiento y la democracia es la manera más efectiva de lograr
la meta que todos los tiranos han anhelado pero no pudieron lograr, ya
que no lograron tener el poder de los números de su lado. Sin embargo,
no agregó la razón por la que los tiranos no podían tener los números
de su lado, y esto hizo que su visión de la democracia fuera previsible-
mente truncada, prejuiciosa y errónea: los números funcionan porque
los ciudadanos deben tener la libertad de su lado. Con todo, ¿cuál es la
función de votar?
Revisando la línea de pensamiento de Pareto, sin renunciar a su es-
cepticismo sobre la democracia, Giovanni Sartori argumentó, años atrás,
que votar es lo que cuenta en la democracia, a pesar de que esta no pueda
garantizar la calidad de las decisiones porque los ciudadanos no apren-
den, cuando votan, cómo votar. No importa cuán rica y articulada sea, la
arena de discusión no cambia el carácter arbitrario de votar y no hace a

1
La opinión de Pareto reformuló la de David Hume (1994: 16), quien afirmaba que “es
solo la opinión de que el gobierno está fundado; y esta máxima se extiende a los gobiernos
más despóticos y más militares, así como a los más libres y populares”.

29
Nadia Urbinati

los ciudadanos más competentes o a sus decisiones más correctas.2 No es


por el objetivo de lograr ciertos resultados deseables que la democracia se
basa en la votación y en un debate público desinhibido, sólido y abierto,
para utilizar la fórmula clásica del juez Brennan,3 sino que es por el bien
de los ciudadanos que disfrutan y protegen su libertad. Justificar los dere-
chos políticos desde el punto de vista de sus consecuencias es un camino
peligroso hacia la pérdida de valor de la democracia. Contamos con el
derecho a votar no porque nos permite alcanzar resultados buenos o co-
rrectos (aunque deberíamos ir a las urnas con este objetivo), sino porque
nos permite poner en ejercicio nuestra libertad política y sentirnos libres
mientras obedecemos, incluso cuando los resultados que nuestros votos
contribuyan a producir no fueran tan buenos como hubiéramos previsto
o como hubieran sido deseables. Por esta razón, la primera enmienda “no
reconoce ninguna ‘idea falsa’” y “no puede sostener, ni siquiera tolerar, las
prácticas disciplinarias necesarias para producir conocimiento experto”
(Post, 2012: 9).4 Como afirmaré en este capítulo y en todo el libro, la
fuerza de la interpretación procedimental de la democracia (de hecho, su
fuerza normativa) descansa en esta simple suposición, que es tan antigua
como la democracia misma.
Antes de ir al tema central de este capítulo, esto es, las características
del foro público (es decir, los significados, las condiciones y la calidad
de la doxa), en las siguientes secciones voy a elaborar tres argumentos
entrelazados: que el reconocimiento del rol de la opinión en el proceso
de toma de decisiones es interno a una interpretación procedimental de
la democracia; que la democracia representativa tiene una estructura
diárquica; y que el rol del foro político en la democracia es esencial y no
opcional. Esta aclaración preliminar me llevará a situar a la doxa en el
centro del procedimiento democrático y a mostrar las diversas facetas que
puede tomar cuando se hace parte de la soberanía democrática dentro
del gobierno representativo. Finalmente, llegaremos al punto central del

2
Como explicó Giovanni Sartori (1987: 117-118), “la información no es conocimiento”,
y mientras que el conocimiento presupone información, “no significa, por definición, que
quien está informado es conocedor”. Esto significa dos cosas: primero, que la exposición
de las opiniones de las personas a la información no se traduce en una mejora o incluso
en una transformación; segundo, que no importa cuántas veces votemos, no aprendemos
a votar (o a votar de manera más “competente” o “racional”).
3
“New York Times Co. v. Sullivan” (1964), 376 Estados Unidos 270.
4
Post cita a “Hustler Magazine, Inc. v. Falwell”.

30
Democracia desfigurada

capítulo: que la perspectiva diárquica y procedimental –la figura de la


democracia representativa– contiene los argumentos normativos gracias
a los cuales podemos hacer del foro de opinión un bien público y una
cuestión de libertad política.

El valor y el mantenimiento de los procedimientos democráticos


Los procedimientos democráticos no garantizan una mejora de las
capacidades de toma de decisiones de los ciudadanos ni prometen orien-
tarlos hacia resultados correctos, según un criterio que trascienda esos
mismos procedimientos. Como podré explicar en el próximo capítulo, lo
que hacen es asegurar que los ciudadanos tomen decisiones de forma tal
que puedan ser siempre sometidas a revisión. Un foro libre y abierto es
una señal de libertad y un bien en sí mismo: en primer lugar, porque la
posibilidad de impugnar y controlar un régimen aumenta en la medida en
que las opiniones de los ciudadanos no se limitan a sus pensamientos ni
se mantienen como opiniones privadas.5 En segundo lugar, porque está
en consonancia con el carácter de la democracia como un sistema político
que engendra y se basa en la dispersión del poder. Tercero, porque hace
posible la formulación de opiniones políticas múltiples en relación con las
cuales los ciudadanos eligen. “El principio de la distribución democrática
es un fin en sí mismo, y no un medio que nos conducirá empíricamente
a algún resultado deseable” (Baker, 2007: 8), y vale tanto para la función
de tomar decisiones (votar) como para la de configurarlas y cuestionar-
las.6 Así, si bien el poder electoral es, sin duda, la condición básica de la
democracia representativa:
… la garantía sustancial la dan las condiciones en las que el ciudadano
obtiene la información y está expuesto a la presión de los formadores
de opinión (...) Si esto es así, las elecciones son el medio para un deter-
minado fin: el fin de ser un “gobierno de opinión”, esto es, un gobierno

5
Según Timur Kuran (1995: 57): “La opinión privada puede ser muy desfavorable para
un régimen, política o institución sin que genere una protesta pública por el cambio. Los
regímenes comunistas de Europa del Este sobrevivieron durante décadas a pesar de que
fueron ampliamente despreciados. Permanecieron en el poder mientras la opinión pública
permanecía a su favor, colapsando instantáneamente cuando las multitudes de las calles
reunieron el coraje para levantarse contra ellos”.
6
El politólogo Larry Diamond (2008: 24) expresa, más o menos, el mismo punto de vista.

31
Nadia Urbinati

que es responsivo frente y responsable hacia la opinión pública. (Sartori,


1987: 86-87)
Esta es la idea principal que me guía. El procedimentalismo, en su
definición estándar, aparece con la impronta del autor que lo hizo famoso,
Joseph A. Schumpeter, quien no simpatizaba mucho con la democracia
y conceptualizó, precisamente, esa definición con el fin de domesticar el
elemento democrático (igualdad política) y, sobre todo, desvincular a la
participación electoral de la consecución de una meta que va mucho más
allá de la agregación de intereses individuales, aunque afirma, contraria-
mente, estar inspirada o tener como objetivo el interés general. Separar
a la democracia procedimental del procedimiento schumpeteriano fue
el objetivo de distintas generaciones de académicos como, por ejemplo,
Hans Kelsen, Robert Dahl y Norberto Bobbio. Gerry Mackie (2009: 129)
ha propuesto recientemente la siguiente interpretación del procedimen-
talismo democrático que rectifica a la de Schumpeter:
… en una democracia adecuada, los votantes controlan principalmente a
los parlamentos, y los parlamentos controlan principalmente a los líderes,
a través del voto, la opinión pública entre elecciones y, en última instancia,
a través de la votación retrospectiva en elecciones recurrentes.
En suma, la democracia procedimental no significa simplemente el
cómputo de los votos o la institucionalidad apropiada, sino también
utilizar la libertad de expresión, de prensa y de asociación para hacer del
dominio informal o extrainstitucional un componente importante de la
libertad política. La democracia es una combinación de decisiones y juicios
sobre sí mismas: elaborar propuestas y decidir sobre ellas (o sobre quiénes
las van a ejecutar) de acuerdo a la regla de la mayoría. El carácter de la
democracia es diárquico y su naturaleza procedimental. Esta es su figura.
Para ir un paso más allá, podríamos decir que el procedimentalismo
democrático está al servicio de la igual libertad política, ya que presume
y reivindica la igualdad de derechos y oportunidades que tienen los ciu-
dadanos para participar en la formación de la opinión mayoritaria con sus
votos individuales y sus opiniones. Esto es lo que califica a la democracia
como una forma de gobierno cuyos ciudadanos obedecen las leyes que
contribuyen en hacer, directa o indirectamente. La democracia le provee
a cada uno de sus ciudadanos las condiciones legales y políticas gracias
a las que pueden, si así lo desean, participar de una amplia y compleja

32
Democracia desfigurada

competencia: al formar, criticar, impugnar y cambiar las decisiones co-


lectivas en un clima de “tranquilidad de espíritu”, para usar los términos
de Montesquieu (1989: 157, libro 11, capítulo 6).
El valor normativo del procedimiento democrático reside en el hecho
de que hace posible la inclusión y el control de quienes forman parte del
proceso. El sufragio y el foro de ideas son poderes entrelazados y dos
condiciones esenciales de la libertad democrática. Son factores morales
y no necesitan evidencia empírica: la igualdad en el derecho al voto es
esencial, incluso si no aprendemos a votar cuando votamos; y nuestra igual
posibilidad de formar parte de un foro público, abierto y robusto también
es esencial, incluso aunque no nos garantice que vayamos a tomar las
mejores o las más correctas decisiones, es decir, aunque no nos garantice
que más información se traduzca en conocimiento. En este sentido, en
el próximo capítulo voy a emplear la interpretación procedimental de
la democracia para argumentar en contra de la teoría epistémica de la
democracia en la que los procedimientos (las reglas del juego), en lugar
del contenido y los logros, son los efectos más importantes y lo que hacen
a la concepción procedimental de la democracia normativa. El valor de
la democracia normativa radica en la inigualable capacidad de su pro-
cedimiento para proteger y promover la libertad política igualitaria. “La
libertad y la igualdad son los valores que se encuentran en la base de la
democracia (...) una sociedad regulada de forma tal que los individuos
que la componen son más libres e igualitarios que en cualquier otra forma
de coexistencia” (Bobbio, 1995: xii).
La igual libertad política no solo implica la distribución del poder
político para tomar decisiones, sino también participar en la política
expresando libremente cada opinión en condiciones de igualdad de opor-
tunidades. La protección de los derechos civiles, políticos y sociales es
esencial para una significativa igualdad en la participación.7 La democracia
promete garantizar la libertad ante todo y utiliza la igualdad legal y política
para proteger y cumplir su promesa. Esto fue así desde sus inicios, en la
7
Charles Beitz planteó, hace años, la importante cuestión de si deberíamos conservar
esta expresión –“igualdad política”– o simplemente abandonarla porque “confunde cues-
tiones de diseño institucional con cuestiones más profundas sobre su justificación” en
la distribución real. Así, Beitz (1989: 18) propuso interpretarla como equidad o como la
estipulación de tratar a los ciudadanos por igual cuando se distribuye el poder político
básico, es decir, igualdad no de resultado sino de condición y oportunidad. Creo que
este es un argumento razonable y consistente con una interpretación procedimental de
la igualdad política.

33
Nadia Urbinati

antigüedad, hasta hoy, aunque una sólida tradición de pensamiento liberal,


que se desarrolló en un clima antijacobino, ha respaldado la creencia de
que la democracia era impulsada por el entusiasmo por la igualdad más
que por el amor por la libertad y que la igualdad era enemiga de la libertad.
Sin embargo, en Atenas, la democracia empezó con la isonomía o la
“igualdad ante la ley”, es decir, con la libertad de participar en el debate
público diciendo lo que se deseara, libre y francamente, y de votar en
la asamblea.8 La igualdad ante la ley se refiere, precisamente, tanto a la
igualdad política como a la igualdad de oportunidades que todos los
ciudadanos tienen, protegidos por la ley, para hacer uso de su poder de
formar parte en el proceso de toma de decisiones. De esta manera, Atenas
fue concebida como una politeia en logois (una polis basada en el discurso)
y sus ciudadanos fueron definidos como hoi boulomenoi (quien quiera
hacerlo puede dirigirse a la asamblea).9 La transformación electoral de
la democracia moderna no ha cambiado este principio.
Si hablar libre y francamente es una condición de participación es
porque la democracia promete la estabilidad social o la paz a través de la
participación de todos (ya sea de manera directa o indirecta) en la crea-
ción de las leyes. Por lo tanto, la libertad y la paz, en conjunto, son los
objetivos de la igualdad en la distribución de los poderes políticos para
tomar decisiones autorizadas sobre las que descansan los procesos de
toma de decisión democrática. Esto es lo que hace al procedimentalismo
democrático diferente, tanto de la definición minimalista hobbesiana, que
resalta el objetivo de alcanzar la paz, pero ignora el de la libertad,10 como
de la interpretación epistémica, que sitúa el bien como algo que trasciende
al proceso mismo (el juicio sobre el contenido del resultado) y lamenta
que “el esfuerzo por confiar únicamente en el procedimentalismo” haga
que la autoridad democrática no sea muy valiosa.11

8
“Contrasta con este [reinado] el gobierno del pueblo: primero, tiene el mejor de todos
los nombres para describirlo: igualdad ante la ley; y, segundo, el pueblo en el poder”.
Herodotus (1928-1930: 80). Ver, también, Moses I. Finley (1981: 77-84).
9
Ver Emily Greenwood (2004: 175-176) y Josiah Ober (2008: 3).
10
Véase Joseph A. Schumpeter (1942) y Adam Przeworski (1999).
11
Según David Estlund (2007: 97): “El procedimentalismo no es el problema, pero el
esfuerzo por basarse únicamente en el procedimentalismo sí lo es. La autoridad y la legiti-
midad democrática nunca podrían entenderse sin depender, hasta cierto punto, de la idea
de retrospectiva”, es decir, que el procedimentalismo es la “tendencia a producir decisiones
que son mejores o más justas por estándares que son independientes del procedimiento

34
Democracia desfigurada

Como mostraré en este capítulo, si se adopta de manera consistente, la


interpretación procedimental de la democracia es muy exigente, aunque
esto sea así por razones que se refieren a su desempeño más que al logro
de un resultado específico. Entre estas exigentes condiciones se encuen-
tra el foro abierto de opinión. Este brillante argumento fue realizado por
Hans Kelsen (1999: 287-288) en 1945:
Una democracia sin opinión pública es una contradicción. En la medida en
que la opinión pública solo puede surgir allí donde se garantice la libertad
intelectual, de expresión, de prensa y de religión, la democracia coincidirá
con el liberalismo político, aunque no necesariamente con el económico.
El caso de la antigua Atenas muestra que la democracia se refiere a la
oportunidad tanto de sentarse en la asamblea como de ser tratado como
un igual por la ley y poder expresar las propias opiniones en público.12
Allí es donde queda claro que los procedimientos son diferentes de los
resultados y que, entonces, tener igualdad de oportunidades para formar
parte y un ambiente hospitalario es bueno porque le da a cada ciudadano
la posibilidad de hacer su contribución valiosa.13 Los buenos resultados,
siempre y cuando ocurran, son una recompensa por los procedimientos
y no lo que les da su valor normativo. De hecho, los atenienses disfruta-
ron y elogiaron su derecho político a participar en la asamblea, incluso
aunque rara vez lo usaban (y lo usaban solo algunos, quienes lo usaban
bien). La política democrática era como una competencia atlética en la
que todos debían comenzar en la línea de partida. Así, está implícito que
las condiciones que permitieron a los ciudadanos comenzar como iguales

temporal real que las produjo”. A lo que Przeworski (1999: 48), un procedimentalista,
respondería: “Es el voto lo que autoriza la coacción, no la razón detrás de él”.
12
Según Mogens Herman Hansen (1993: 83-84): “... el aspecto más apreciado por los
demócratas atenienses era la isegoria, no la isonomia. Ahora, mientras que la isonomia im-
plica igualdad natural, así como igualdad de oportunidades, la isegoria se trata realmente
de igualdad de oportunidades. Ningún ateniense esperaba que cada uno de los 6 000
ciudadanos que asistieron a una reunión de la Asamblea pudieran –o quisieran– dirigirse a
sus conciudadanos. Isegoria no era para todos, sino para cualquiera que se preocupara por
ejercer este derecho político. Cada ciudadano debía tener igualdad de oportunidades para
demostrar su excelencia, pero merecía una recompensa según lo que realmente logró”.
13
Siguiendo a Keith Werhan (2008: 309): “Desde este punto de vista, la Primera Enmienda
significó lo que Michel Foucault ha llamado un ‘contrato parresiástico’, a través del cual
el pueblo soberano adquirió la verdad que necesitaba para el autogobierno, a cambio de
la promesa de no castigar a los hablantes que dicen la verdad, ‘no importa cuál resulte
ser esta verdad’”.

35
Nadia Urbinati

fueron fundamentales para que ese orden político fuera reconocido como
democrático (Hansen, 1993: 84).
Respecto a nuestras democracias contemporáneas, son consideradas
democráticas porque tienen elecciones libres, porque cuentan con la
posibilidad de tener más de un partido político compitiendo (ya que
permiten una competencia política efectiva con un debate con miradas
diversas y contrapuestas) y, por último, porque las elecciones hacen de
los elegidos un objeto de control y escrutinio.14 De esta manera, Bernard
Manin (1997: 188-190), ha logrado conectar el fundamento sobre la
opinión del gobierno representativo con su premisa sobre la igualdad, ya
que estos procedimientos implican que la disputa entre opiniones distin-
tas no debe ser solucionada “mediante la intervención de una voluntad
superior a las demás”, sino a través de una opinión mayoritaria abierta a
revisión. Partiendo de una premisa similar, Norberto Bobbio (1987: 74),
años atrás, había llegado a la siguiente conclusión:
… la democracia es subversiva. Subversiva en el sentido más radical de
la palabra, porque, donde sea que se extendiese, subvertía la concepción
tradicional de poder, tan tradicional que había llegado a ser considerada
como natural, basada en la suposición de que el poder –ya sea político o
económico, paternal o sacerdotal– fluye hacia abajo.
Claramente, las instituciones y los procedimientos están expuestos
a distorsiones. En una sociedad democrática las distorsiones provienen
de la violación de la igualdad o del incremento de la desigualdad en las
condiciones que determinan su uso justo. “Es difícil que uno pueda
tomarse en serio su condición de ciudadano en pie de igualdad si, por
ejemplo, debido a la falta de recursos, se le impide fomentar sus puntos
de vista de manera efectiva en el foro público” (Beitz, 1989: 192). El
buen desempeño de los procedimientos requiere que todo el sistema
político se ocupe no solo de sus condiciones formales sino también de
la percepción que tienen los ciudadanos sobre su efectividad y su valor.
Prestar atención a los procedimientos democráticos exige un continuo
trabajo de mantenimiento. El criterio que orienta este mantenimiento debe
ser acorde con la interpretación procedimental de la democracia: debe
apuntar a evitar que se traduzcan las desigualdades socioeconómicas en
14
Una excelente elucidación y discusión crítica del significado y las implicancias de una
concepción política del procedimentalismo puede ser encontrado en Valeria Ottonelli
(2012: en particular en el capítulo 6).

36
Democracia desfigurada

mayor o menor poder político.15 Como veremos, esta meta es desafiante


porque la separación del sistema político debe ser conseguida sin limitar
la comunicación entre la sociedad y las instituciones, que es una de las
características más importantes del gobierno representativo y lo que lo
hace ser una diarquía.

¿Qué es la diarquía democrática?


La diarquía de la voluntad y la opinión se aplica, en particular, en la
democracia representativa, un sistema en el cual una asamblea de repre-
sentantes electos, en lugar de los ciudadanos directamente, es dotada de
la función ordinaria de crear leyes. El parlamento, que es la institución
central de la democracia basada en la elección, presume y mantiene una
relación constante con los ciudadanos, tanto con las personas como con
los grupos y movimientos políticos. En este contexto, las opiniones son
los medios por los cuales esta relación se desarrolla. La conceptualización
de la democracia moderna como una diarquía propone dos afirmaciones:
que la “voluntad” y la “opinión” son poderes de la soberanía democrática y
que, además, son diferentes y deben permanecer así, aunque en constante
comunicación. La terminología que utilizo es una adaptación del lenguaje
de la soberanía, que, en su codificación moderna, ha caracterizado al poder
estatal como la “voluntad” de tomar decisiones que obligan a todos los
sujetos por igual. Para Jean Bodin, Thomas Hobbes, Jean-Jacques Rous-
seau y los teóricos del gobierno constitucional del siglo xix y principios
del siglo xx, la voluntad hacía referencia a los procedimientos, reglas e
instituciones, es decir, al conjunto normativo de comportamientos que
da origen a las leyes y las implementa.
Sin embargo, la teoría clásica de la soberanía, que surgió antes de que
la democracia representativa se extendiera, no contemplaba el juicio
o la opinión de los sujetos como una función de soberanía.16 Pero la

15
Atenas, que fue una auténtica democracia, fue la piedra de toque para una interpreta-
ción procedimental. Nacida como un compromiso entre la “gente común” recientemente
empoderada y los ya poderosos ricos (“un escudo fuerte alrededor de ambos partidos”),
se necesitaron varias revoluciones para que se convierta en el gobierno de la mayoría
(pobres u “ordinarios”). La democracia significaba que la pobreza no era algo de lo que
la gente tuviera que avergonzarse, ni una razón para el desempoderamiento político y
civil. Ver Solon (1995: 26) y Thueydides (1972: 145-147).
16
Jean Bodin y Robert Filmer distinguieron estrictamente entre el acto legislativo y el debate
que lo precedió. El primero consistió únicamente en el acto soberano de promulgación,

37
Nadia Urbinati

democracia, sobre todo cuando se implementa mediante las elecciones,


no puede ignorar lo que opinan o dicen los ciudadanos cuando se mani-
fiestan como actores políticos y no como electores. De esta manera, en
la democracia representativa, la soberanía no es simplemente la voluntad
autorizada contenida en la ley civil e implementada por los magistrados
y las instituciones, sino que es una entidad dual en la que uno de los
componentes es la decisión y el otro es la opinión de quienes obedecen
y participan solo de forma indirecta en el gobierno. La opinión participa
de la soberanía, aunque no tenga ningún poder de autoridad; su fuerza
es externa a las instituciones y su autoridad es informal (no se traduce en
la ley, al menos de manera directa, ni tiene poder de mando). El sistema
de la democracia representativa es “aquel en el que el poder supremo
(supremo en la medida en que está autorizado a utilizar la fuerza como
último recurso) se ejerce en nombre y representación del pueblo en virtud
de los procedimientos electorales” (Bobbio, 1987a: 93).
Es importante recordar que al comienzo dejé en claro que utilizaría las
palabras “opinión” y “juicio público” indistintamente. Como veremos en
el próximo capítulo, existen diferentes tipos de juicio y no todos surgen del
ámbito de la creación de leyes. El criterio de las cortes y de los tribunales,
por un lado, y el de los ciudadanos, la prensa y los representantes, por
el otro, son diferentes. La idea aristotélica de política, tal como aparece
en The Art of Rhetoric, es la mejor perspectiva para captar la especificidad
del juicio político (o discurso deliberativo) como una opinión producida
dentro del foro público entre ciudadanos iguales que no tiene la inten-
ción de producir inferencias verdaderas o falsas, como sí tiene el juicio
científico o jurídico. Para anticiparme, en pocas palabras, a lo que voy a
argumentar en el próximo capítulo, es importante que distinga el juicio
público de otros juicios: la deliberación política consiste, correctamente
hablando, en la opinión de ciudadanos que tienen en cuenta si las acciones
que llevarán a cabo serán beneficiosas para ellos o si es mejor evitarlas.
Los ciudadanos libres manifiestan su juicio público con el objetivo de
convencer a los otros de decidir alguna cuestión sobre su futuro, que
tiene solo un carácter probable.
El juicio público no viene únicamente con el acuerdo, sino también
con el desacuerdo; es un proceso de argumentación colectiva que nece-

que estaba en manos de los “consejeros”, cuya opinión o juicio el rey decidía escuchar o
ignorar. Cf. Jean Bodin (1991: 47).

38
Democracia desfigurada

sita un orden legal y procedimental que permita a las personas saber de


antemano que pueden cambiar su forma de pensar y pueden hacerlo de
forma pública y segura. Las implicancias de la integración y la comunica-
ción del juicio público son predecibles. De hecho, los ciudadanos, en una
democracia, utilizan todos los medios de información y comunicación de
los que forman parte para manifestar su presencia, posicionarse en contra
o a favor de una propuesta y monitorear a aquellos que están en el poder.
Además, saben que esto no es menos valioso que los procedimientos y
las instituciones que toman las decisiones. Incluyo la amplia labor de la
vida política en una sociedad civil democrática en la categoría de juicio
público u opinión. Aunque la “voluntad” y el “juicio” no pueden estar
verdaderamente separados, el desafío de la democracia es que operen de
ese modo y permanezcan diferentes. Por supuesto que es una separación
normativa: no queremos que la opinión de la mayoría se convierta en lo
mismo con la voluntad del soberano, pero tampoco queremos que nuestras
opiniones sean interpretadas como reacciones pasivas al “espectáculo”
que montan los líderes. Que la democracia representativa sea el gobierno
de la opinión implica que el foro público mantiene al poder estatal bajo
escrutinio y que el foro es público tanto porque la ley impone que se
realice ante los ojos de la gente como porque no es propiedad de nadie
(de acuerdo con la selección por medio de elecciones, que estipula que el
poder político no pertenece a la categoría de dominio). El criterio surgido
del paradigma de la diarquía que voy a emplear en el capítulo se puede
expresar de la siguiente manera: como poder dual, el foro público debe
abordarse desde la perspectiva del “mismo valor igualitario que se encarna
en el igual derecho de las personas a autogobernarse” (Baker, 2007: 7).

Democracia representativa
Necesito hacer una aclaración adicional antes de analizar la doxa. La
diarquía democrática pertenece esencialmente al gobierno representativo,
en el que la voluntad y el pensamiento no se funden en el poder del voto
directo que tiene cada ciudadano, sino que siguen siendo dos modos
distintos de participación, por lo que solo este último está en manos de
todos los ciudadanos, todo el tiempo. Pero la diarquía no es simplemente
un concepto descriptivo, sino que lo más importante es que designa a
la separación de funciones y al principio de igualdad de oportunidades
como condiciones que rigen tanto para la opinión como para el voto. En

39
Nadia Urbinati

este sentido, la diarquía consiste en mantener las decisiones y delibera-


ciones que se producen dentro de las instituciones que no pertenecen al
mundo informal de la opinión, sin que esta distinción implique que solo
estas importen, ya que pueden expresarse con certeza numérica; o, por el
contrario, que solo las que surgen del ámbito informal importen porque
se conciban como la expresión genuina de la voz del pueblo y por encima
de las restricciones del poder constituido.
La idea de la democracia como una diarquía se distancia tanto de la
concepción puramente electoralista de la democracia (el voto como un
método para elegir a los que gobiernan) como de la concepción que inter-
preta al gobierno de la opinión como un gobierno en donde la soberanía
pertenece a la mayoría que la ejercita por encima de los procedimientos de
votación. A partir de esta premisa, la libertad política adquiere seguridad
no solo dentro del ordenamiento jurídico, sino también en la percepción
de los ciudadanos. Podemos decir que el mundo de la opinión crea un
área neutral o una distancia entre la ciudadanía y el poder político y que
esta distancia abre la puerta, por un lado, a los juicios de los ciudadanos
sobre el poder y, por otro, a la protección de los ciudadanos frente al po-
der.17 Una de las consecuencias de la perspectiva diárquica –de hecho, la
única que me interesa– es que hace del derecho a la libertad de expresión
y de opinión un componente esencial de los derechos políticos de cada
ciudadano, y no solo un derecho individual. El derecho a participar de
la formación de opiniones es un derecho que genera poder, no solo un
derecho que te protege del poder.18 La naturaleza informal del poder que
pertenece a la opinión política requiere alguna especificación. Es cierto
que “por sí misma la deliberación pública no decide nada” (Yack, 2012:

17
Uno de los temas más sustanciales de la ciencia política del siglo xx ha sido, precisamente,
el de distinguir la opinión pública de las iniciativas del gobierno. En esta distinción se
consideró posible la comunicación entre ambas. Este es, técnicamente hablando, el signi-
ficado de “gobierno de la opinión”, que fue estudiado sistemáticamente (en particular en
Estados Unidos) en los años en que Europa experimentó regímenes de masas despóticos
y plebiscitarios. Ver las obras clásicas de Emil Lederer (1973: en especial, 284-293) y
Harold D. Lasswell (1940: en especial, 19-31).
18
Según Dennis F. Thompson (2002: 28): “Las elecciones no son solo instrumentos para
elegir gobiernos, también son medios para enviar mensajes sobre el proceso democrático”,
lo que significa que si bien aceptamos que las personas decidan no ejercer su derecho
al voto y que los mensajes de voz no son iguales, a veces, los ciudadanos sienten esta
desigualdad como una razón de inutilidad en la votación. Por tanto, prestar atención a
las condiciones en las que se forman las opiniones es un componente esencial de nuestro
respeto por los procedimientos y las normas.

40
Democracia desfigurada

171) y que preparar e informar las decisiones con un amplio proceso de


discusión no ofrece garantía de que los votantes sean influenciados por
buenas razones. De hecho, no puede haber tal garantía porque el voto es
arbitrario e incontrolable (no le rendimos cuentas a nadie cuando vota-
mos, y esta es la condición de nuestra autonomía) y porque la desigualdad
entre hablantes y oyentes es parte del juego político. La igualdad formal
que nos hace ciudadanos no equivale al poder que nos da el discurso para
influenciarnos unos a otros.19 La representación no cambia la naturaleza
basada en la opinión de la democracia; en todo caso, la hace aún más
pronunciada. De hecho, el sistema representativo le brinda al foro un rol
determinante que consiste en exponer la política en público, ya que los
ciudadanos están obligados a juzgar y a elegir a los políticos de acuerdo
con lo que dicen y hacen y a ejercer su juicio prospectivo y retrospectivo
sobre ellos.
Lo que hace que la esfera de opinión forme parte de la soberanía
depende, por tanto, de la forma que adopte el soberano. Votar o elegir
a un representante es lo que hace al foro tomar parte de la soberanía y
el punto de referencia en relación con el cual la opinión juega su papel.
Los teóricos de la democracia han argumentado correctamente que la
centralidad de la decisión en la política hace de la elección la única insti-
tución en verdad democrática (Przeworski, 1999: 34-35). Los votos son
la información pública más confiable a nuestra disposición, y votar es la
única manera formal que tienen los ciudadanos para amenazar y castigar
a los gobernantes. “Votar es una imposición de una voluntad sobre otra
voluntad” (ibíd.) y no una simple opinión: es lo que cuenta como una
decisión, más allá de toda duda razonable. Sin embargo, la forma en que
se impone la voluntad es muy importante, tal como lo demuestran las
diferencias entre la democracia directa y la representativa. Debido a su
forma indirecta (los ciudadanos autorizan a los legisladores a decidir en
su nombre), la democracia moderna marca el final de la política del sí-no
y se transforma en un campo abierto de opiniones discutibles y decisiones
que siempre están sujetas a revisión. Por lo tanto, para quienes estudian
el gobierno representativo, el poder indirecto de la opinión caracteriza
a la democracia moderna del mismo modo que el sufragio y lo hace en
19
Así, Hobbes (1994: 120) definió la democracia y la “aristocracia de los oradores”, por-
que el consentimiento popular es el consentimiento en los argumentos o discursos que
hacen los ciudadanos con el fin de persuadir. Véase, también sobre este tema, Michael
Walzer (1983: 304).

41
Nadia Urbinati

una pluralidad de formas que no pueden ser captadas de inmediato si


nos enfocamos solamente en uno de los componentes de la diarquía, el
poder de voto.
De hecho, si la democracia representativa es capaz de reemplazar la
violencia por el conteo de votos (una capacidad que los teóricos han
definido como “milagrosa”), es porque el peso de los votos excede al de
los números. Cuando la política se estructura en términos electorales y
de acuerdo a las propuestas políticas que los candidatos expresan, las
opiniones crean una narrativa a través del tiempo. Esto hace que la desig-
nación de los representantes en las elecciones sea un terreno fértil para los
relatos ideológicos, que pretenden ser visiones de toda la sociedad. Así,
las aspiraciones y los problemas de los representantes vinculan y dividen
a los ciudadanos al mismo tiempo. Esto le da sentido al hecho de que los
candidatos son reconocibles como diferentes y que, a partir de este reco-
nocimiento, se convierten en objetos de juicio por parte de los votantes.
Sobre esta base, afirmo que las opiniones políticas nunca tienen el mismo
peso, ni siquiera en el caso hipotético de que dos opiniones diferentes
reciban el mismo número de votos. Si el peso de las opiniones fuera el
mismo, las dialécticas de las opiniones, y el voto mismo, tendrían poco o
ningún sentido. En la democracia representativa, votar es un intento por
darle peso a las ideas, y no por hacerlas idénticas en peso.20
De esta manera, a diferencia de la democracia directa, en la democracia
representativa, el voto obliga a los ciudadanos a ser más que electores, a
trascender el acto de votar en un esfuerzo por reevaluar la relación entre
el peso de sus ideas y el peso de sus votos a lo largo del tiempo entre
cada elección. Solo en la democracia directa las opiniones son iguales
a la voluntad, ya que se traducen inmediatamente en decisiones.21 En
la democracia directa, la soberanía es mono-árquica. Pero la democracia
representativa rompe esa unidad porque en ella las opiniones adquieren
un poder que es independiente del acto o la voluntad de votar.

20
Cf. John Dewey (1969: 232-233) y Ronald Dworkin. Para Dworkin (2000), la partici-
pación requiere de estructuras e instituciones específicas de las cuales el voto es un com-
ponente: “Los objetivos simbólicos [de la política igualitaria] abogan por la igualdad de
votos dentro del distrito, los objetivos de la agencia para la libertad y el apalancamiento y
el objetivo de precisión sensible a la elección para un gran grado de igualdad de impacto”.
21
Sobre la lógica “puntuada” a corto plazo, implícita en los votos directos, ver Yannis
Papadopoulos (1995: 438-439).

42
Democracia desfigurada

Las opiniones buscan visibilidad e influencia más allá del momento


electoral y, si bien no pueden reclamar una participación legítima en la
toma de decisiones, dan lugar a un foro de ideas abierto y público que
incrementa la actividad política y hace a la democracia representativa
más que la democracia electoral y diferente de la democracia directa.
Por otro lado, a pesar de que las elecciones (junto con el referendo) se
han convertido en la única forma autorizada de participación directa de
los ciudadanos, los candidatos no se perciben, ni se supone que sean,
únicamente magistrados designados para gobernar en lugar del pueblo.
Ellos quieren (e incluso deben, si desean conseguir la reelección) estar en
comunicación con sus electores.22 Edmund Burke, el teórico destacado de
la representación política como mandato libre, no tenía dudas del valor
de la comunicación y agregaba que esta debía ser franca y permanente.23
Aún más explícitos fueron los padres fundadores de los Estados Unidos,
quienes derivaron el valor libre de la “cadena de comunicación” entre
ciudadanos e instituciones de su experiencia de dominación británica y
afirmaron que el parlamento trató a los colonos exactamente de la misma
manera que la gran mayoría de los británicos, porque su autoridad deri-
vaba solo de la representación y no también de la comunicación (Wilson,
1792: 30-31).
Siguiendo a Burke y a los padres fundadores, uno puede decir que es
porque los representantes no son legalmente responsables ante quienes
los eligieron, que deben serlo por otros medios. Un canal libre y per-
manente de comunicación entre ellos y los ciudadanos es esencial para
que los votantes los perciban como magistrados legítimos. De la misma
manera, la legitimidad del ordenamiento legal es solamente un lado de
la moneda. Las opiniones también funcionan como una fuerza de legi-
timidad al conectar y unir personas dentro y fuera de las instituciones
(donde la conexión puede implicar también disensión y desconfianza),
y lo hacen no solo porque implica que la gente quiera expresarse libre y
abiertamente sino también porque implica que la gente quiera saber qué

22
Discutí estos puntos de vista sobre la oposición entre elección y representación en
el capítulo 1 de Representative Democracy: Principles and Genealogy (ver Urbinati, 2006).
23
Para Edmund Burke (1999: 156): “Emitir una opinión es el derecho de todos los hom-
bres; la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante siempre
debe alegrarse de escuchar”. Además, para el autor, se debería “utilizar una franqueza
respetuosa en las comunicaciones”.

43
Nadia Urbinati

pasa dentro. Su valor radica, por lo tanto, en ser un peso para el gobierno,
precisamente, porque este se basa en la opinión.
La circularidad de dar autoridad y verificar la autoridad es lo que
hace que el poder de la opinión sea tan difícil de definir científicamente
y de regular de manera normativa, pero, a su vez, tan indispensable en
la práctica. Esta complejidad y elusividad llevaron a David Hume (1994:
16) a definir a la “opinión pública” como una “fuerza” que hace que
muchos sean fácilmente gobernados por unos pocos y que estos pocos
sean incapaces de escapar al control de la mayoría. Después de contar las
“piedras de papel”24 una por una, es el movimiento circular de las opi-
niones lo que une a los ciudadanos entre sí y a las instituciones estatales
con la sociedad, pero también da sentido a los riesgos que encierra esta
estructura diárquica.
La interacción entre las personas y sus candidatos y representantes
puede inducir a algunos a pensar que los ciudadanos más entrometidos,
o los debates públicos en la televisión y el lobby de las encuestas, son
legítimos para reivindicar el poder soberano. Los fenómenos populista y
plebiscitario se incuban dentro de la diarquía democrática como un anhelo
de superar la distancia entre la voluntad y la opinión y lograr la unidad y la
homogeneidad, una idealización que ha caracterizado a las comunidades
democráticas desde la antigüedad (Rosanvallon, 2008: 47-53).
Por otro lado, debido a su naturaleza diárquica, la democracia
representativa debería realizar un esfuerzo adicional para proteger la
oportunidad que tienen los ciudadanos de participar en la creación
de la soberanía informal. Desde que existe un vínculo inevitable en-
tre la opinión pública y la decisión política, la preocupación por la
desproporcionada posibilidad de que los más ricos o los socialmente
más poderosos tengan una influencia en los electores y el gobierno es
sacrosanta. La investigación empírica prueba que esta preocupación
está bien planteada cuando demuestra cómo la desigualdad económica
y la desigualdad política “se refuerzan mutuamente con el resultado de
que la riqueza tiende a concentrar, en lugar de distribuir, el poder a lo

24
La expresión “piedras de papel” fue acuñada por Friedrich Engels, quien la tomó prestada
de Przeworski (1999: 49). Discutí este aspecto en Urbinati (2006: 30-33). El problema
de la “circularidad” entre la opinión y el gobierno fue estudiado con anterioridad por
Charles E. Lindblom (1977: capítulo 15).

44
Democracia desfigurada

largo del tiempo” (Dawood, 2007: 147).25 Los teóricos de la democracia


toman a la evidencia como una justificación para argumentar que, en la
democracia representativa, los ciudadanos pueden sufrir un nuevo tipo
de corrupción, una “corrupción deshonesta” que consiste en excluir
del foro a aquellos que tienen una ciudadanía equitativa, y hacerlo de
manera tal que los excluidos no puedan probar su exclusión porque
conservan el derecho de votar, lo cual es prueba fáctica de su ciudadanía
equitativa (Warren, 2004: 328-33).
El argumento principal de este capítulo es, por lo tanto, que cuando
la opinión es introducida en nuestra idea de participación democrática,
la representación política debe atender a la cuestión de las circunstancias
de la formación de la opinión, un tema que pertenece a la justicia política,
o a la igualdad de oportunidades que los ciudadanos deberían tener para
disfrutar de manera significativa sus derechos políticos (Urbinati, 2006:
226-228). El derecho de los ciudadanos para tener una participación
igualitaria en la determinación de la voluntad política (una persona,
un voto) debe ir de la mano con oportunidades significativas para estar
informados, pero también para formarse, expresarse y para que se le den
a sus ideas peso e influencia pública. Aunque es difícil que la influencia
pueda ser igual y estimada con un cálculo riguroso, la oportunidad de
ejercerla puede y debe existir. Aunque difícilmente podemos probar que
existe una relación causal entre el contenido de los medios, la opinión pú-
blica y los resultados o las decisiones políticas (ningún dato puede probar
que Berlusconi ganó tres elecciones gracias a su imperio en la televisión
y los medios), las trabas a la igualdad de oportunidades para participar
en la formación de opiniones políticas deben mantenerse bajas y estar
permanentemente monitoreadas. Este es el significado más destacado de
la igualdad política como protección de la libertad que defiendo en este
libro, es decir, la idea de que el foco de la democracia se encuentra en la
inclusión, porque su preocupación radica en “las razones para excluir
a los individuos”, y el dinero es una razón poderosa para la exclusión,
incluso cuando esta no toma la forma radical de la supresión del sufragio
(Thompson, 2002: 22). El mismo razonamiento que se aplica a la votación
se aplica a la opinión, ya que, aunque difícilmente podamos probar que la
votación se traducirá en algún resultado deseable, no podemos concluir
25
Sobre el crecimiento de la desigualdad económica en las últimas décadas y sus efectos
negativos en la democracia, véase Joseph M. Schwartz (2009) y Kay Lehman Schlozman,
Benjamin I. Page, Sidney Verba y Morris P. Fiorina (2005).

45
Nadia Urbinati

que distribuirla equitativamente no tenga sentido. Como planteamos,


el carácter normativo de los procedimientos democráticos se basa en el
hecho de que su práctica es su valor.26

Doxa, política y libertad


La palabra griega doxa (o la palabra latina opinio) combina dos signi-
ficados que representan dos grandes tradiciones de la filosofía política
occidental. Por un lado, la doxa tiene un significado filosófico que refiere
a una idea que es impermeable a la verdad y, por el otro lado, tiene un sig-
nificado civil que refiere a una especie de juicio que señala de qué manera
un punto de vista o un acto realizado por alguien es recibido por otros. El
primero evalúa la doxa desde la perspectiva de su resultado cognitivo; el
segundo la juzga desde la perspectiva de la conversación que surge entre
las personas que interactúan en un entorno común y público y, además,
crean leyes. Podemos rastrear estas dos tradiciones hasta los dos filósofos
más reconocidos de la antigüedad, Platón y Aristóteles, y reconocer una
estrategia en la solución pragmática de Cicerón que consistía separar el
sermo filosófico de la eloquentia civil dentro de la república, para juzgarlos
desde la perspectiva de dos valores diferentes: la verdad, en el primer caso,
y la libertad, en el segundo.27 La concepción de la política como un arte
mediante el cual personas que son diferentes y desconocidas entre sí re-
gulan sus comportamientos y relaciones con normas acordadas pertenece
a la tradición aristotélica. Es, en esta tradición, que el discurso político
favorece la estabilidad y la libertad.

Una zona gris

La opinión, decía Platón, es el nombre de una visión o creencia que


no puede pasar la barrera del análisis filosófico. La doxa no pertenece a
la episteme ni tampoco al dominio del conocimiento. La opinión habita
en una zona gris entre el bien y el mal, con la predecible consecuencia
de que en el gobierno popular esto abre las puertas a líderes astutos y
26
El debate en los Estados Unidos y en otras sociedades democráticas sobre los efectos de
las campañas políticas y las noticias televisivas es rico y su análisis requeriría una investi-
gación propia. Me limito aquí a mencionar algunos tratados representativos de la erudición
estadounidense: James B. Lemert (1981) y Benjamin I. Page y Robert Y. Shapiro (1998).
27
Para un excelente análisis sobre el papel de la elocuencia ciceroniana en la concep-
tualización moderna de la libertad de expresión y la tolerancia, cf. Garry Remer (1996).

46
Democracia desfigurada

ambiciosos, quienes sostienen argumentos e ideas con el fin de adquirir


poder a partir del consentimiento de las personas, sin necesariamente
perseguir los mismos intereses que ellas.
Como intermedio entre el conocimiento y la ignorancia, la opinión
supone un permanente cambio, no porque tiende a aproximarse a la
verdad, sino porque, dada su naturaleza incierta e inestable, lleva a las
personas a experimentar diferentes puntos de vista y formas de pensar,
con el fin de tomar o repensar decisiones y sin la seguridad de que su
búsqueda se detendrá en el futuro.
La opinión está arraigada de forma endógena en las emociones de las
personas y en comunicación directa con la acción. Su función media-
dora entre las pasiones y la decisión de actuar han hecho que Platón y
sus innumerables seguidores vieran a la opinión como peligrosa para la
política. La opinión es una disposición de nuestra mente que nos hace
ver las mismas cosas desde diferentes ángulos y es difícil saber cuál es
la verdad, ya que la mayoría de las veces las mismas cosas “parecen ser
agradables, en cierto modo, y también desagradables, en cierto modo”
(Platón, 1992: 156, ver 479e-480). Lo opinable se asocia fácilmente (y es
asociado por los filósofos) con sesgos y prejuicios. Es el “intermediario
deambulante captado por el poder intermediario”. Es el dominio irracional
de las “no-actitudes” contra el cual el gobierno debe resistir confiando en
una clase autónoma de expertos o comités de deliberación competentes
(Lippmann, 1997: 252-256).28 Lo opinable no puede ser modificado ni
tampoco traducirse en verdad, y cuando se arraiga en la cultura popular
adquiere el carácter de algo dado de forma natural y dotado de la auto-
ridad de una norma.29 Por esta razón, la opinión es capaz de convertirse
en una autoridad invisible (“un yugo”, en palabras de Tocqueville) que
permite a las personas hacer o dejar de hacer algo por medio de un po-
der imperativo que parece surgir de las mismas personas, sus ancestros
y sus tradiciones.30 La opinión hace a las personas víctimas y actores al
28
Para una descripción crítica de esta representación de la opinión pública, véase Robert
Y. Shapiro y Yaeli Bloch-Elkon (2008: 115-118).
29
Como leemos en la declaración de apertura de Mill (ver The Subjection of Women), una
opinión es más fuerte en la medida en que la gente la percibe como incontrovertible, es
decir, como un hecho natural.
30
Tocqueville (1955: 155) explicó, con el argumento del silencio inducido por la im-
potencia social, el declive de la iglesia francesa en el antiguo régimen: “Aquellos que
mantuvieron su fe en las doctrinas de la Iglesia tuvieron miedo de estar solos en la lealtad
y, temiendo al aislamiento más que al error, profesaban la opinión de solo una parte”.

47
Nadia Urbinati

mismo tiempo; crea conformismo o, como salida, el abandono del foro y


la caída en un “espiral de silencio”.31 Por ejemplo, Marco Tulio Cicerón
(1999: 193-99, n. 371A) concebía a las virtudes no como cualidades del
individuo sino como cualidades de una persona situada socialmente que
la educación moldeaba con el objetivo de producir hábitos de comporta-
miento que otras personas juzgan y evalúan. Por lo tanto, la reputación
o el reflejo de uno mismo en la mente de los demás y el honor o nuestro
deseo de estar de acuerdo con lo que los otros consideran deseable, con-
veniente o apropiado hacen de la opinión la fuente de un nuevo tipo de
soberanía que se ajusta al carácter del gobierno popular y que puede abrir
la puerta a una nueva forma de dominación despótica, como sostuvieron
Mill y Tocqueville.
En resumen, la opinión no puede generar verdad, aunque solo puede
ser superada por la verdad. Es la iluminación del conocimiento aquello
que disuelve la densidad de los prejuicios, que parecen opiniones cuya
reiteración, a lo largo del tiempo, ha condensado y dejado en un residuo.
Como Pareto definiría, los prejuicios son el sedimento de un determinado
conjunto de opiniones que forma una narrativa o una ideología omnipre-
sente. Buscar la razón de las cosas en el ámbito de la política, así como
en el de la filosofía y la moral, implica llegar a la definición que percibe
“las cosas por sí mismas que son siempre iguales en todos los aspectos”.32
Evidentemente, las decisiones sobre el bien y el mal no pueden ser una
cuestión sometida a votación y, por este motivo, es que es difícil que los
amantes del conocimiento sean amantes de la democracia. De esta manera,
Terence Ball (1988: 121) ha observado que la autoridad basada en la epis-
teme combina la distinción entre “tener autoridad” y “ser una autoridad” y
asimila la primera a la segunda. El autor asocia la autoridad a las cualidades
que alguien procesa y disocia de las instituciones y los procedimientos.
Podemos concluir, de la premisa de Platón, que la democracia es una
disposición hacia el relativismo, precisamente, porque se basa en opinio-
nes. Las implicancias de esta perspectiva anti-doxa consiste en fomentar
31
Según Elisabeth Noelle-Neumann (1993: 5): “Las observaciones hechas en un contexto
se extendieron a otro y alentaron a la gente a proclamar sus puntos de vista o a tragar y
mantenerlos en silencio hasta que, en un proceso en espiral, un punto de vista dominó
mientras sus seguidores se silenciaron. Este es el proceso que puede llamarse una ‘espiral
de silencio’”.
32
En Platón (1992: 156, ver 479e-480), Sócrates también agregó: “¿No nos equivoca-
mos, entonces, si llamamos a esas personas amantes de la opinión en lugar de filósofos
o amantes de la sabiduría y el conocimiento?”.

48
Democracia desfigurada

una crítica de la inmanencia (característica que, en cambio, como explicaré


al final de este capítulo, surge de una interpretación procedimental de
la democracia), con la salvedad de que la trascendencia puede invocarse
en nombre de diferentes tipos de bien, como la verdad tecnológica, la
razón filosófica y, también, la autoridad de un líder carismático. Indepen-
dientemente del tipo de bien en cuyo nombre se haga, esta crítica de la
inmanencia manifiesta una profunda insatisfacción con la democracia, no
porque la política democrática no dé lugar a las afirmaciones epistémicas,
sino porque las amenaza como si no tuvieran ni autoridad especial ni
estabilidad. Para personas como Calicles, quien personificaba al ciuda-
dano comprometido en el Gorgias de Platón (1960: 76-82), la práctica
retórica significaba vivir para la política o tener una sola identidad, la del
“hombre público”, sin un punto de vista trascendente que lo separe de
la opinión del foro.33 Es la variabilidad, o su organización procedimental
para posibilitar los cambios, lo que hace de la democracia un gobierno
de opinión. La democracia es un gobierno de discusión porque es un
gobierno de opinión.34

El discurso público en la ciudad

Unos años después de Platón, Aristóteles expresó una posición apenas


diferente al traducir la visión platónica en una definición de la opinión
que podría acomodarse con la deliberación colectiva y la libertad. De
acuerdo a Aristóteles, la opinión en la asamblea era igual a lo que los
romanos llamaban “verosimilitud”, una especie de verdad por derecho
propio (verum similes o aquello que se asemeja a la verdad) y no una zona
gris alejada de la verdad que tiende peligrosamente hacia la falsedad. Era
un proceso de conocimiento que estaba “al alcance de todos los hombres
y no se limitaba a nadie” (Aristóteles, 1994: 3, ver 354a1). Más importante
aún, la opinión era sinónimo de un orden político constitucional o una
república (en el lenguaje actual, un gobierno legítimo y con libertad).
33
Cf. Thomas C. Brickhouse y Nicholas D. Smith (1994: 138-139).
34
Platón inauguró una tradición de filosofía política que ve el desacuerdo como algo transi-
torio y considera a las asambleas colectivas –por lo tanto, a la multiplicidad de opiniones–
capaces de volverse como una sola mente (unanimidad) o condenadas a producir gobiernos
tontos. El dualismo entre decisiones similares a “una sola mente” y la multiplicidad fue
excelentemente analizado por Jeremy Waldron (1999: 28-35). La matriz del argumento
de Platón se puede detectar en los principales teóricos de la soberanía moderna, dentro
de la tradición contractualista e individualista, desde Hobbes hasta Rousseau.

49
Nadia Urbinati

Se utilizó para designar a la propia política como una actividad dialógica


llevada a cabo por los ciudadanos (Ball, 1988: 121). El vínculo entre la
opinión y la libertad es una idea fundamental en la tradición retórica que
Aristóteles inauguró.
Aristóteles (1994: 5-7, ver 354a4-6 y 354b7-8) distingue tres fun-
ciones en el gobierno, con las que asoció diferentes formas de juicio. El
trabajo del “legislador” (nomotheton) era distinto, en gran medida, del de
la “asamblea pública” (ekklesia) y del trabajo del jurado (diskates). El le-
gislador (quien crea o da la ley o, en la experiencia moderna, la asamblea
constitucional) lleva a cabo una especie de juicio que es “universal y se
aplica al futuro”. Esto crea las condiciones para juicios subsiguientes sobre
lo que es “importante o no, justo o injusto” en los casos específicos que
van a convertirse en objetos de decisión. Marca el criterio, las reglas y los
procedimientos que guían a quienes crean las leyes (“la asamblea públi-
ca”) y a los magistrados (la justicia o la corte), quienes tienen que decidir
sobre problemas reales y específicos usando este criterio o estas leyes. En
los dos últimos ámbitos (el de la asamblea y el del jurado), las pasiones y
las emociones entran en escena, ya que los temas en discusión no están
escritos en la ley (sobre los cuales se asume el consentimiento unánime)
pero deben resolverse aplicando la ley, que figura como la premisa general
–y no la conclusión– del juicio. Esta concepción “constitucional” de la
polis implica que no se puede eliminar el “desacuerdo” y que “cuando
las condiciones son correctas, es posible que una ciudad entera tenga un
correcto e igual entendimiento sobre lo que es el bienestar” que la ley
suprema se encarga de transmitir de generación en generación para crear
el ethos de la polis y hacer que las personas decidan dentro del marco
constitucional (Kraut, 2002: 195).
Por ejemplo, si suponemos que la ley general reclama una inclusión
igualitaria de todas las personas adultas en la ciudadanía, debería existir
una ley específica que implemente y regule su aplicación y cuándo y bajo
qué condiciones se aplica este criterio. Puede ser que tenga que decidir
sobre el umbral de edad necesaria. La decisión de que los ciudadanos
deben tener el derecho a voto a los dieciocho años no es una inferencia
que pueda juzgarse en términos de corrección, ya que es el resultado de
una visión convencional o una tradición legal (que los individuos deben
ser considerados responsables de sus actos y castigados en consecuencia)
que es aceptada por el público: todo esto en conjunto (es decir, la visión

50
Democracia desfigurada

convencional, la tradición legal y moral y la opinión general) puede ser


considerado como una “prueba” de la verosimilitud de la decisión sobre la
mayoría de edad. Pero juzgar el umbral de la mayoría de edad en términos
de si es correcto o incorrecto no tendría sentido. De hecho, el umbral de
los dieciocho años no es más “correcto” ahora que la gente lo acepta de lo
que era cuando la gente pensaba que debería ser a los treinta o cuarenta
años. No es una verdad inmutable, pero sí verosímil, porque presume una
idea contextual basada en la idea de lo que es correcto o incorrecto en
relación con la ley general que reclama la inclusión igualitaria.
Lo mismo se puede decir de las cuestiones que pertenecen a las decisio-
nes sobre la guerra o la paz, un ejemplo al que Aristóteles hacía referencia
para explicar la imposibilidad de juzgar la deliberación política con el
juicio de la deliberación filosófica, aunque esto no implica que la política
no es un arte de la razón. “Para algunos problemas es importante saber,
con el fin de elegir y evitar, por ejemplo, si el placer debe ser elegido o
no; otros, solo con el fin de saber, por ejemplo, si el universo es infinito o
no. De ahí que la pregunta ‘¿debemos ir a la guerra?’ sería del primer tipo,
que exige la deliberación política, y no del segundo, que exige la verdad
epistémica” (Aristóteles, 1997: 104b1-8).35 Sobre lo relativo a “elegir”
o “evitar” –aquellas cuestiones que para Aristóteles eran de utilidad y
justicia– las cuestiones de verosimilitud no son, a su vez, cuestiones de
verdad y por esto es que pasamos tiempo pensando los pros y los contras,
haciendo argumentos de prudencia y conveniencia y, finalmente, nece-
sitamos procedimientos de toma de decisión que nos permiten expresar
cuando estamos en desacuerdo. El trabajo de la ekklesia y de los diskates
es, por lo tanto, el de juzgar. Sin embargo, no utilizan el mismo tipo de
juicio, tal como explicaremos en el siguiente capítulo.
Claramente, la discusión y el desacuerdo son fenómenos endógenos
en una ciudad en la que el gobierno está basado en la opinión. Esto
requiere y a la vez da lugar a un clima de libertad y exposición pública
de las ideas. En The Nicomachean Ethics, Aristóteles (1990: 189-190,
libros 7 y 14) decía que si una comunidad tiene héroes en su interior,
debería dejarlos gobernar. Sin embargo, inmediatamente agrega que la
condición política en la que el hombre vive testifica el hecho de que no
existen tales héroes. Por lo tanto, la ciudad debe construirse como la
mejor posible, bajo el supuesto de que los hombres pueden ser virtuosos

35
Ver, también, Aristóteles (1935: 1227a13).

51
Nadia Urbinati

individualmente, pero que la mayoría no lo son, y que ninguno es divino.


Dado que la ciudad está compuesta por ciudadanos comunes y diversos,
necesitan decidir en conjunto. Sus imperfecciones hacen que precisen
cooperación e inclusión. En este sentido, todos deben ser miembros de
la asamblea y del jurado y deben buscar juntos lo que sea más ventajoso
y justo. La deliberación como estrategia de decisión colectiva implica el
reconocimiento de la incertidumbre que los ciudadanos deben enfrentar
y la realidad de su convivencia. Implica, también, que los participantes
sepan de antemano que las decisiones no van a ser siempre unánimes, y
tampoco deben esperar que así sea (Kraut, 2002: 229-234).
Tal como se lee en The Art of Rhetoric, la deliberación política tiene
sentido precisamente porque las cosas sobre las que hay que decidir no
son objeto del conocimiento científico ni de la deliberación filosófica, y
porque todas las decisiones (incluso las de las leyes constitutivas) están
abiertas a revisión.36 Un juicio abierto de opiniones y desacuerdos es en-
dógeno para la vida política de la ciudad. Es sobre aquello que está abierto
a retóricas u opiniones que se nos permite medir la libertad política, y
así distinguir entre las distintas formas y el gobierno. En este sentido, la
democracia es el gobierno más amigable con el discurso público (Yack,
2012: 167-169).
Para Aristóteles (1994: 5, ver 354a4-5), “existen algunos Estados, es-
pecialmente aquellos que están bien administrados” donde “no quedaría
nada para que los oradores digan” y hay otros en los que a las personas se
les prohíbe hablar fuera del tema en los tribunales. Allí es donde el habla
es necesaria para seguir los procedimientos establecidos y para que los
jueces lleguen a la verdad en ciertos casos. Tenemos aquí dos situaciones
muy diferentes en las que la opinión no debería estar en su lugar. Esta
diferencia nos ayuda a entender mejor el vínculo entre la doxa, la política
y la libertad o por qué el gobierno libre se basa en la opinión.
La polis “bien administrada”, en donde “no queda espacio para los
oradores” parece un despotismo iluminado o una epistocracia.37 En este
36
Según Aristóteles: “Pero solo deliberamos sobre cosas que parecen admitir emitirse de
dos maneras; en cuanto a aquellas cosas que en el pasado, presente o futuro no pueden
ser de otra manera, nadie delibera sobre ellas, si supone que son tales; por nada ganaría
con ello” (1994: 23, ver 1357a12-13).
37
Utilizo la palabra “epistocracia” (esencialmente, un despotismo ilustrado o un gobierno
de expertos) de una manera similar a la de Ball (1988: 115-120), quien usó “epistemo-
cracia”. La forma en que uso “epistocracia” se refiere al gobierno de expertos en una
forma de gobierno que no es necesariamente democrática, mientras que el término de

52
Democracia desfigurada

tipo de Estado hay una negación radical de la política (y de la libertad),


ya que hay espacio para hablar en público y un gobernante se ocupa de
tomar todas las decisiones. Contrariamente, la polis en la que las opiniones
se excluyen de la Corte parece un gobierno constitucional, en el que el
lugar de la opinión política necesita estar circunscripto, y esta limitación
se transforma en una protección de la libertad. De hecho, en esta ciudad,
si las opiniones no deben entrar a la Corte es porque se presume que
fluyen libremente en la esfera pública. Así, la ley debe estar hecha para
mantener las opiniones “fuera del ámbito” de la justicia.
Llamamos democracia constitucional a aquella sociedad en la que un
juez debe dejar a un lado su fe religiosa u sus opiniones ideológicas al
emitir juicios o veredictos en los tribunales. Sin embargo, esto no impli-
ca que este requisito deba hacerse a los ciudadanos y, en cierta medida,
a sus representantes en la asamblea. La cuestión crucial planteada por
Aristóteles es la existencia de un vínculo endógeno entre el gobierno de
la opinión y la libertad. Las limitaciones y la contención de opiniones
(separación de la justicia y la política y de la Corte y la asamblea) tienen
sentido debido a ese vínculo.
Las opiniones implican buscar consentimiento y adquirir autoridad
en las personas no solo por la razón y, sobre todo, no por un tipo de ra-
zón solipsista, sino por un tipo de razón que se difunde en la sociedad
a través de las formas de conformidad o aceptación de las personas con
algo que consideran razonable en relación con las circunstancias de su
entorno social y moral, sus vidas, su cultura ética y la idea de bienestar
que tienen. La ley de opinión y reputación, que John Locke (1959: 361,
capítulo 14) discutió como una derivación de la facultad de juzgar (“que
Dios ha dado a los hombres para suplir la falta de conocimiento claro
y cierto”), así como la opinión general o lo que Immanuel Kant llamó
sensus communis, son las plataformas de una sociedad que se apoya en los
puntos de vista básicos de las personas, en relación con los cuales hacen
inferencias y argumentos razonables cuando toman decisiones o juzgan
a quienes son elegidos para hacerlas.38 Estar unidos en una sociedad

Ball se adapta específicamente a lo que en el próximo capítulo ilustraré como un caso de


desfiguración de la democracia.
38
Sensus communis, escribió Kant (2000: 123, ∫ 22), “no dice que todo el mundo estará
de acuerdo con nuestro juicio, sino que todo el mundo debería estar de acuerdo con él.
Por lo tanto (...) es una norma meramente ideal, bajo cuya presuposición uno podría
legítimamente emitir un juicio que esté de acuerdo con eso”.

53
Nadia Urbinati

política y disponer de su fuerza unida (la ley) no libera a los individuos


de su “poder de pensar bien o mal”, pero sí los hace más capaces de emitir
juicios morales (Locke, 1959: 477, capítulo 28).
Las opiniones son interpretaciones de hechos y eventos específicos
que surgen de aplicar las ideas o los valores que las personas, en general,
comparten como una creencia común. Sin embargo, si se apela a ciertos
principios básicos, no es para fines epistémicos, sino con el objetivo de
superar los desacuerdos y tomar decisiones que sean legítimas o aceptables
para quienes deban soportarlas. Los argumentos de legitimidad política
son creados para asegurar la aceptación y obediencia de los ciudadanos
libres.39 Estos argumentos se basan, en gran medida, en una opinión
general oculta en la que la gente está de acuerdo hasta el punto de con-
siderarla como una suposición de principios que inspira inferencias que
la gente trata y considera como “verdaderas”, “correctas” o “sólidas”. La
visión aristotélica, que resuena en las obras de diversos autores como
Edmund Burke y John Rawls, sugiere la existencia de una noción de razón
pública o política que produce argumentos de legitimidad política, pero
no conocimiento experto.
En este punto, debemos señalar las consecuencias de los dos signifi-
cados que la doxa o la opinión contiene. Cuando lo analizamos desde la
perspectiva epistémica, la opinión es el dominio de la incertidumbre y
el perjuicio, y por esta razón una condición de desorden y disputa que
tiende a desestabilizar la autoridad. El objetivo del conocimiento es su-
perar lo que es una cuestión de opinión y pasar a lo que es una cuestión
de prueba y evidencia. O la doxa se transforma en episteme o hay que
expulsarla de la esfera política para que esta se convierta en un lugar de
armonía, como querían Platón y sus discípulos. La libertad política es
completamente ajena a esta concepción de la ciudad y la política, cuyo
39
Por lo tanto, según Albert Venn Dicey (1905: 10-16), de acuerdo con David Hume: “la
opinión pública [es] la que gobierna un país”, aunque “el soberano sea una monarquía,
una aristocracia o la masa del pueblo” (ver, en particular, Hume, 1994 y 1994a). El ar-
gumento de Dicey pretendía criticar a los radicales, los benthamitas in primis, que presu-
mían la existencia de intereses objetivos en relación con los cuales hablaban de “interés
siniestro” y, finalmente, devaluaron la propia deliberación política. La visión de Dicey ha
sido avalada por teóricos como Sartori (1987: 86-130), quien se resiste a interpretar las
decisiones democráticas como una cuestión de preferencias e intereses. Los intereses y las
preferencias son en sí mismos gobernados por la opinión y, en realidad, son el resultado
de las opiniones. Esta visión tiene el mérito de explicar la fuerza y el poder de la ideología
en la política democrática, el hecho de que, por ejemplo, los ciudadanos votan con dema-
siada frecuencia “en contra” de sus propios intereses, como observa Przeworski (1999).

54
Democracia desfigurada

objetivo principal es el orden más que la libertad. En cambio, cuando se


juzga desde la perspectiva social o comunicativa, la opinión es un medio
a través del cual las personas crean un espacio de intercambio de juicios
e ideas, como en la tradición aristotélica. En este caso, la libertad es una
condición para la paz más que para la armonía. Es esencial para la vida
de la ciudad, y la evidencia radica en el hecho de que la política es el
hogar de la opinión.
Igualmente, la división del trabajo entre la doxa y la episteme, como si
la primera fuera para la mayoría y la segunda para la minoría, no libera
a la opinión de la crítica. De hecho, hizo que los filósofos concluyan que
todas las opiniones deben ser tomadas con gran sospecha, a menos que se
conviertan ellos mismos en producto de su trabajo crítico (el de los filóso-
fos) o que el público competente aclare la correcta línea de interpretación
de las cuestiones políticas. En las próximas secciones voy a mostrar cómo
el dualismo clásico entre la episteme y la doxa se traslada a la conceptua-
lización de la opinión en la democracia representativa. Como mostraré,
tres funciones se han incluido a la opinión: la de la integración social o el
consenso que unifica el comportamiento público y orienta las decisiones
políticas hacia un objetivo común, la de la expresión de intereses e ideas
partidistas que contribuyen al sistema político y la de la exposición de
políticos y políticas al juicio público. El foro de opiniones está destinado
a albergar y difundir información, estimular la razón pública, expresar
el disenso político y las críticas y mantener a los políticos e instituciones
bajo la evaluación de la gente.

Integración y consenso
En The Structural Transformation of the Public Sphere, probablemente
el estudio genealógico más influyente en la formación y el descenso del
espíritu público por la opinión pública y de la opinión general por las
opiniones interesadas, Jürgen Habermas reconstruye la forma en la que
la opinión adquiere dignidad en la sociedad moderna, en paralelo a la
formación del gobierno representativo y la economía de mercado. Estas
instituciones necesitan que la opinión actúe como intermediaria para el
intercambio de información y conocimiento, gracias al cual los productos
se convierten en mercancías y las necesidades se evalúan, se buscan y se
cotizan. En este sentido, Locke fue el primer autor que vio en el mundo de
la verosimilitud no solo un posible lugar de maldad y vicios sino también

55
Nadia Urbinati

aquel donde están dadas las condiciones para la creación de una red
informal de relaciones sociales y comunicación de pensamientos. Locke
distinguió tres tipos de leyes o recursos de autoridad: Dios, el gobierno
civil y la opinión. La opinión era, para él, sinónimo de coerción (visiones
transitorias que imponían su veredicto como una “moda” en las elecciones
individuales) y de libertad, porque claramente la opinión corre y cambia
cuando los individuos son libres para interactuar y hablar. Así, en vez de
la opinión y el pensamiento, ubica a la libertad de la ley civil, que mientras
tanto fue también la fuente de un soberano indirecto e invisible, el del
público que aprueba y desaprueba “las acciones de aquellos con los que
convive y conversa” (Locke, 1959: 477, capítulo 28, ∫ 10). Las opiniones
van de la mano con el acuerdo, y tienen así cierta connotación de entorno
público y consentimiento; pero también van de la mano con la ley (“la ley
de la opinión y la reputación”) y tienen, por tanto, un carácter coercitivo,
aunque Locke sugiere, interesantemente, que las personas pueden decidir
escuchar, con mayor o menor intensidad, a las opiniones de la sociedad y
marcar cierta distancia entre sus pensamientos y el pensamiento general.40
La reconstrucción habermasiana histórica alcanzó su pico con el ilu-
minismo, la época en la que la opinión pública adquirió la nobleza de una
autoridad liberadora tanto de “la auctoritas del príncipe, independiente-
mente de las convicciones y puntos de vista de los súbditos”, como del
mundo parcial y prejuicioso de la multitud vacilante (Habermas, 1991:
90). Fue Rousseau quien brindó la primera codificación de la opinión
pública como la más básica autoridad por la cual el sistema de decisión
funda su legitimidad. En On the Social Contract, l’opinion era el alma de la
voluntad general porque era capaz de quitar de la ley el carácter mecáni-
co de la coerción y hacer que la gente la sienta como su propia voz.41 La
función de la opinión general es reforzar e incluso crear legitimidad, en la

40
Según Locke (1959): “Porque, aunque los hombres se unen en sociedades políticas,
han renunciado al público, a disponer de todas sus fuerzas (...) sin embargo, conservan
todavía el poder de pensar bien o mal”.
41
Paul A. Palmer (1936: 236) consideró a Rousseau como el primer pensador destacado
en emplear la expresión l’opinion publique. Keith Michael Baker (1990: 167-168) demostró,
sin embargo, que el término apareció en la obra de Saint-Aubin publicada en 1735, Traité
de l’opinion, ou memoires pour servir a l’histoire de l’esprit humain, y fue utilizado años más
tarde en la Encyclopédie méthodique, como equivalente del tribunal universal, por una razón
ilustrada. El término no era desconocido en el antiguo régimen, y Montesquieu tuvo un
papel importante en la circulación de esta idea. Véase, también, Mona Ozouf (1988) y
Colleen A. Sheehan (2009: 57-83).

56
Democracia desfigurada

medida en que proporciona una base para diferenciar la simple obediencia


de la obediencia con convicción e incluso con entusiasmo. De hecho, la
preocupación de Rousseau no solo por la obediencia a aquellas decisio-
nes tomadas siguiendo los procedimientos acordados, sino también por
la obediencia con espíritu apasionado, lo indujo a darle a la opinión la
densidad y omnipresencia de una religión civil. Sin embargo, al discutir
sobre los procedimientos e instituciones del gobierno legítimo, Rousseau
sintió la necesidad de introducir un poder externo a la voluntad que ser-
viría incluso para fortalecerla. L’opinion fue el lugar en donde Rousseau
hizo foco para mostrar que la regla de la mayoría es la condición necesaria
para la autonomía política de todos los ciudadanos, incluso de aquellos
que se encuentran en la minoría o en desacuerdo con la mayoría. De esto
se trata la legitimidad, cuya condición no solo es la volontà générale (el
poder soberano de la ley), sino también l’opinion générale.
Cuando un ciudadano vota en la asamblea, según Rousseau, debe escu-
char su voluntad pública (la voluntad que tiene como parte de la voluntad
general o de la ciudadanía), y no su voluntad privada. Cada ciudadano
tiene dos yoes (y voluntades), pero solo uno debe hablar (con la voz de
la razón, no con la retórica) y debe ser escuchado en el escenario público
donde se toman las decisiones (la asamblea). Cuando los ciudadanos
que emiten sus votos sienten que no es difícil o problemático hacer que
su yo público sea el que hable y su yo privado el que se mantenga en
silencio, significa que la voluntad general opera con facilidad y de forma
casi automática, como una intuición (o una emoción natural) que guía
al pensamiento de forma tal que cada ciudadano individual no necesita
movilizar su sentido censurador del público contra su yo privado. La
visión de Rousseau inspiró a James Bryce a afirmar que el grado en que
la voluntad general se corresponde con la opinión general que circula pú-
blicamente es un termómetro que mide la fuerza y condición de la libertad
política.42 Cuanto más profunda y sencilla sea esta correspondencia, será
menos profunda la brecha entre el país “legal” y el país “real”, entre la
voluntad general y la opinión general. El poder se emancipa de la plaga de
ser identificado con una relación de orden y obediencia que trae conflic-
tos e inestabilidad y se asocia con el consentimiento. “En consecuencia,
el aspecto conflictivo del poder –el hecho de que es ejercido sobre las
42
En este sentido, según Rousseau: “cuanto más se acercan las opiniones a la unanimidad,
más dominante es también la voluntad general” (1987: libro 4, capítulo 2). Ver James
Bryce (1995: 909-928) y, también, Jeremy Waldron (1990: 58).

57
Nadia Urbinati

personas– desaparece de la vista” (Lukes, 2005: 34). Esta concepción


protogemónica de la opinión representa el nivel más alto de legitimidad,
aunque, a diferencia de la autoridad legal o institucional, no siempre
es igual, sino que puede experimentar altibajos y, por lo tanto, necesita
un refuerzo permanente por parte de los ciudadanos y las instituciones
(Rousseau contempló el papel de la censura como central para la estabi-
lidad y unidad de la república). Estas dos manifestaciones de soberanía
son esenciales y están en una relación mutua de atracción y separación,
o de acción y reacción. Su necesidad de refuerzo mutuo indica que la
cuestión de la legitimidad o la libertad política es una condición dinámica,
y no estática. Se asemeja a una relación elástica de equilibrio entre dos
polos (la voluntad general y la opinión general) desde un máximo a un
mínimo de superposición.
En el capítulo doce del segundo libro de On the Social Contract, Rousseau
menciona cuatro tipos de leyes (o formas legítimas que puede tomar la
voluntad del soberano), tres de ellas pertenecen al mismo género, mientras
que la cuarta pertenece a otro. Las primeras tres son leyes propiamente
dichas: jurídicas, formales y procedimentales (la ley política, la ley civil y
la ley criminal). La cuarta pertenece a una clase propia y extraña de ley so-
berana: “Hablo de moral [moeurs], de costumbre y, sobre todo, de opinión;
una parte [de las leyes] desconocida para nuestros políticos, pero de la que
depende el éxito de todos los demás”. Esta “ley” (“la más importante de
todas”) es lo que hoy podemos llamar el público en general o la opinión
pública. Opera desde nuestra razón individual como una fuerza invisi-
ble (similar a la fuerza gravitacional de Newton) y ejerce una influencia
indirecta –en lugar de una autoridad directa– sobre las decisiones. Es la
voz del soberano (Rousseau usa la palabra “ley”, término que aplicó solo
para denotar la voz de la soberanía), aunque no es como la voluntad y no
opera en presencia del soberano institucional (la asamblea), pero sí por
debajo y a través de una imaginación comprensiva, más que una inter-
ferencia racional. Sin embargo, sin ella el sistema legal sería una norma
puramente formal sin aceptación consciente por parte de los ciudadanos.
Es decir que la ley sería efectiva de iure, pero de facto no sería apoyada
por las personas en conjunto, e incluso puede parecer tan opresiva para
algunos como una ley ilegítima. Para que la regla de la mayoría no atente
contra la autonomía política, estos dos niveles de soberanía deben estar

58
Democracia desfigurada

siempre conectados. La soberanía formal no sustituye la ausencia de la


informal, la voluntad general por la opinión general.
Las dialécticas mayoritarias y minoritarias presumen tanto la soberanía
informal como la formal y hacen, de todos modos, que las personas se
sientan libres al obedecer una ley o al estar en desacuerdo con ella. Un
cuerpo político se mantiene unido por el hecho de que todos los ciuda-
danos están de acuerdo con los fines del orden político, con los princi-
pios que permiten a esos medios operar y con los medios por los cuales
el gobierno y los procesos deliberativos operan (debemos llamar a este
acuerdo subyacente un ethos constitucional). Dado este acuerdo básico,
aunque las opiniones de la mayoría prevalecen, la comunidad política
en su totalidad debe ser capaz de representarse a sí misma como una
comunidad libre, porque es mucho más que la voluntad de la mayoría y
el consentimiento numérico en general.43
En este sentido, l’opinion générale es el sentimiento y la visión de un
único discurso inclusivo que unifica a un país; entre tanto, los ciuda-
danos pueden estar en desacuerdo sobre varios temas específicos sobre
los cuales deben tomar decisiones (que Rousseau trata al final de On the
Social Contract como una especie de unidad ética religiosa porque, cuando
funciona, es capaz de imponer obediencia sin necesidad de persuasión
racional). Precisamente porque la sociedad civil es compleja, conflictiva y
plural, la comunidad política requiere esta gramática común. La opinión
es, como argumentó George Wilhelm Friedrich Hegel, el terreno en el cual
la libertad individual de pensamiento y de opinión se unen y chocan con
el bien “absoluto y universal” (el interés general del Estado). Esta tensión
y conflicto es el carácter constitutivo de la opinión y la justificación de la
libertad de comunicación y de prensa. Esta dinámica registra la diferencia
entre la unidad orgánica de las antiguas ciudades-Estado y la comunidad
moderna, inorgánica, en donde la representación se adapta tan bien. La
opinión pública es, por lo tanto, moderna. Según Hegel (1967: 204-205,
∫∫ 316, 317 y 318):

43
Este es el aspecto hegeliano de Rousseau. y se puede encontrar en Rawls (1983: 71 y 67)
cuando distingue entre tres niveles de publicidad y justificación de la concepción pública
de la justicia y concluye que los primeros principios (de justicia) están “encarnados en
las instituciones políticas y sociales y en las tradiciones públicas de su interpretación (...)
La plena justificación [de la percepción pública de la justicia] está presente en la cultura
pública, reflejada en su sistema de derecho e instituciones políticas, y en las principales
tradiciones históricas de su interpretación”.

59
Nadia Urbinati

… es depositaria no solo de las necesidades genuinas y las tendencias


correctas de la vida común, sino también, en forma de sentido común
(es decir, principios éticos fundamentales omnipresentes disfrazados de
prejuicios), de los principios eternos y sustantivos de la justicia, el ver-
dadero contenido y resultado de la legislación, de toda la constitución
y de la posición general del Estado. Al mismo tiempo, cuando (...) [la
opinión pública] entra en el pensamiento representativo (...) se infecta de
todos los accidentes de la opinión, de su ignorancia y perversidad, de sus
errores y su falsedad de juicio. Por lo tanto, la opinión pública merece ser
tan respetada como despreciada. Despreciada por su concreta expresión y
por la conciencia que expresa y respetada por su base esencial, base que
solo resplandece, más o menos vagamente, en esa expresión concreta.
Las libertades de comunicación y de prensa, concluye Hegel, son las
condiciones que le dan sentido al carácter dual de la opinión.
El problema crucial de las democracias contemporáneas recae, pre-
cisamente, en los actores que dan este discurso inclusivo, quienes, la
mayoría de las veces, son sujetos privados (clases, grupos o expertos en
medios), aunque cumplan una función pública. Reflexionando sobre este
dilema, los teoristas contemporáneos debatieron si las democracias debían
tener una transmisión pública identificable (por ejemplo, BBC) con el
propósito de proveer una representación del país en su conjunto o si “el
valor del discurso inclusivo no tiene una relación lógica, ciertamente no
necesaria, con una única forma de poseer múltiples ‘voces mediáticas’”
(Curran, 1988: 175).44 Por supuesto, es imposible proponer una receta
universal o una norma porque la única respuesta a esta pregunta depende
del contexto político e histórico. De todos modos, como máxima general,
sugiero considerar que lo podemos llamar “opinión pública”, el nombre
de un objeto que los científicos sociales y políticos todavía no fueron
capaces de definir de forma no controversial (Noelle-Neumann, 1993:
221), es un espacio plural compuesto de diferentes tipos de opinión. La
pluralidad y diversidad, por sí mismas, cumplen el rol de una unión y de
un “discurso inclusivo” que subyace a la política democrática como la
condición que mantiene a la doxa y a la libertad relacionadas.

44
Ver, también, Baker (2007: 9).

60
Democracia desfigurada

El rol cognitivo de la opinión


Sin embargo, Rousseau agregó a su análisis del rol soberano de la
opinión general que la opinión irreflexiva de la voluntad general es
incompetente para detectar y reconocer lo que debe hacerse y necesita
confiar en la opinión de unos pocos sabios, porque si bien la opinión ge-
neral es siempre correcta, su juicio puede ser fácilmente engañado por la
ignorancia o el prejuicio.45 La solución que propuso Rousseau fue, como
sabemos, la institución de una asamblea de ciudadanos que votan por
sí o por no, directamente y en silencio, sobre propuestas provenientes
de un Consejo o un Senado. La opinión pública se mantenía en secreto
(y, en este sentido, en privado) como una inferencia de la razón que
permaneció dentro de la mente de cada ciudadano sin comunicación
externa o publicidad. Esto fue escrito y protegido en el corazón y en la
mente de la gente, al refugio de la “visión” y la “voz”, los dos sentidos
preparados para hacer la opinión verdaderamente pública y también para
movilizar emociones y retóricas y distorsionar la razón natural y los sen-
timientos.46 Los eventos “mudos”, sin discurso como los festivales, los
desfiles o la armonía aritmética de la música eran las formas públicas de
comunicación y de acción en la república de Rousseau. Estas eran más
culturales que políticas. Contrariamente a los espectáculos basados en
sentimientos imitativos, como el juego teatral de personajes y palabras
(la asamblea representativa pertenece al género teatral), estimularon una
corriente unidireccional de ideas y emociones cuyo término era la men-
te individual. La alternativa inaceptable era la circularidad infinita y la
perpetua variabilidad de opiniones, dos factores necesarios en la política
representativa, a la que Rousseau, como sabemos, se oponía radicalmen-
te. La vida pública debe enseñar el tipo de razonamiento introspectivo
(basado en “la forma en la que las cosas realmente son” en lugar de “las
opiniones de otras las personas”) que permite que los ciudadanos voten
en la asamblea (Rousseau, 1993: 179).47
45
“[Al] cultivar el arte de convencer, perdimos el arte de despertar” y recurrimos a formas
de interacción discursivas “razonadas” que nos persuaden sin convencer. Ver Jean-Jacques
Rousseau (1964, v. 5: 425, y 1964a).
46
Prefería el lenguaje de la música al del teatro y la retórica porque guiaría a la mente a
dirigir su atención hacia adentro, lejos del mundo ficticio de la representación y la repre-
sentación teatral (Cf. C. N. Dugan y Tracy B. Strong, 2001: 342-344).
47
El modelo de educación (cívica) que Rousseau propone a los ciudadanos es Emile, que
debe pasar por una “educación solitaria” (1993: 82).

61
Nadia Urbinati

Para incluir a todos en la república, Rousseau tuvo que hacer que per-
manezcan en silencio. Este fue el compromiso que alcanzó con la visión
epistémica de Platón sobre la voluntad general (la necesidad de l’opinion
générale de confiar en la sabiduría y competencia de la minoría). Como
veremos en el próximo capítulo, el mandato de silencio de Rousseau,
que era el topos en la tradición republicana antes del Iluminismo, regresa
en la teoría epistémica contemporánea de la democracia, tanto como en
la teoría neorepublicana del gobierno en su intento de reducir el rol de
la asamblea representativa por el carácter partidista de su deliberación,
su contaminación de la república de la razón de pasiones e intereses.48
Claramente, la “opinión” y la “opinión general” eran bastante dife-
rentes en la descripción de Rousseau: la primera conservaba el estigma
de Platón que planteaba que solo la competencia y el conocimiento
pueden modificarse (por lo tanto, a los ciudadanos se les quitó el poder
de proponer leyes), mientras que la segunda se presenta en la forma de
una fe sustantiva o una creencia u opinión divina (casi religiosa) e irre-
flexiva que solo un legislador podría interpretar, decodificar y traducir en
principios constitucionales (Rousseau, 1987: libro 2, capítulo 12). Este
carácter irreflexivo fue la condición que la hizo genuina e inclusiva, pero
también incompetente para detectar problemas, y por eso inadecuada para
prepararse para propuestas legislativas, una tarea que no pertenecía a las
personas en la asamblea de votación. Las personas que “siempre aman lo
que es bueno” (Rousseau, 1987: 219) saben instintivamente la diferencia
entre lo que está bien y lo que está mal, y pueden hacer buenos juicios en
el interés general, pero alguien debe llamar su atención sobre la necesidad
de crear una ley o una política específica porque “es en este juicio que ellos
[las personas] cometen errores” (Shklar, 1969: 201). Mantener separados
el corazón y la mente penaliza al pueblo, y no a los magistrados ni a los
sabios, porque la fe es el lenguaje del corazón y puede manipularse con
mucha más facilidad que la razón. Al final, el gobierno es el “corazón del
cuerpo político” porque es su cerebro (Rousseau, 1964b: 294).49
Esto significa que, aunque en la teoría lo es todo, la opinión general,
para Rousseau, no manda, sino que manda la razón. La doxa y la episteme
48
Aclaré esta tradición, entre otras, en Urbinati (2012).
49
Sin embargo, la acción institucional no es prerrogativa del pueblo. La política delegada
es el sitio tanto de la vida como de la muerte o la corrupción de la política del cuerpo,
porque si bien la mantiene viva, unida y fuerte, también puede enfermarla, desmembrarla
y debilitarla. La fuente de la vida de la república también puede ser la fuente de su muerte.

62
Democracia desfigurada

permanecen tan distantes como la voluntas y la ratio. En la distancia que


hace Rousseau entre l’opinion y el debate público en donde surgen las
decisiones encontramos la evidencia de su fuerte oposición a la represen-
tación política, que es la institución más importante para la creación del
público o para hacer de la política un asunto que es público, y hacerlo
en público porque los ciudadanos deben juzgar qué es lo que proponen
los representantes para hacer y qué es lo que hacen en su nombre. De
esta manera, hablan y escuchan, y no solamente votan. El sistema repre-
sentativo supera todos los residuos del platonismo en la deliberación y
le brinda legitimidad a un desarrollo abierto y público de las opiniones,
mientras que, por otro lado, puede hacer uso de sus competencias sin
destronar ciudadanos comunes e “incompetentes” de su poder autoriza-
dor. Incluso cuando sea necesario, las opiniones competentes no tendrán
un peso especial en el Estado, pero sí serán siempre auxiliares de las
opiniones políticas, tanto cuando se dirigen hacia la asamblea legislativa
como cuando circulan en la sociedad. El discurso, al que Rousseau ex-
pulsó del lugar de las decisiones políticas, debe recibir plena autoridad.
La opinión pública es pública no solo porque pertenece a los juicios de
“quienes ocupan los cargos públicos”, sino también porque existe en un
espacio abierto y público, fuera del Estado y nutrido del libre discurso
del que gozan los ciudadanos, como observaba Hegel.
La transformación de la fuente de autoridad de cierta opinión com-
petente que solo una minoría sostiene a una opinión política que todos
indistintamente contribuyen a formar, y el enriquecimiento del significado
de lo público, tanto dentro del Estado (que pertenece al orden legal e ins-
titucional) como dentro de lo que está abierto a todos y bajo escrutinio,
logró su plena manifestación en el gobierno representativo. Esto produjo
una mezcla de consecuencias buenas y malas, porque mientras, por un
lado, el público se convirtió en un tribunal de control y monitoreo de la
actividad de los representantes; por el otro, se perdió el carácter crítico
e imparcial que el iluminismo quiso darle al público cuando reivindicó
su legitimidad frente al arcana imperii del príncipe. Esto es algo que los
teóricos contemporáneos de la democracia epistémica critican cuando
señalan la naturaleza partidista de la política que la competencia electoral
y la política representativa engendran. Sin embargo, es interesante obser-
var que, en los mismos años en los que la idea de una conexión necesaria
entre el gobierno constitucional, la opinión pública y el principio de la

63
Nadia Urbinati

publicidad era compartido por todos los filósofos del continente, en Gran
Bretaña, país en el que se implementó el sistema representativo, surgió
una idea adicional sobre la opinión y el público que enfatizaba en la po-
sitividad de las “divisiones” dentro de la opinión política del público, es
decir, en la idea de la política partidaria.

Divisiones políticas y opiniones partidarias


Las opiniones políticas o partidarias comenzaron ganando legitimidad
en Gran Bretaña junto con la defensa del Parlamento, “esencial para la
libertad británica (...) elecciones libres, y parlamentos periódicos, íntegros
e independientes” (Bolingbroke, 1997: 101). Henry St. John Bolingbroke
fue el defensor de las opiniones políticas como manifestaciones de un
juicio, bueno o malo, sobre el desempeño del gobierno, hecho por los
electores y los miembros del parlamento (ibíd.: 88). Pensaba que era
esencial crear (y él mismo ayudó a hacerlo) una opinión política como
forma de presencia opositora o partidaria, con el objetivo de dar forma
a los programas políticos, orientar las opiniones y decisiones de los ciu-
dadanos y enfrentarse a la competencia electoral. Bolingbroke separó a
la división política y el partidismo de la oposición tradicional que existía
en el pensamiento político. Así, empezó por Aristóteles, quien, como
sabemos, encontraba en los contrastes partidarios o en las facciones el
factor más importante de decadencia del gobierno constitucional como
principal signo de inmoderación. En “Dissertation upon Parties”, que
apareció semanalmente, desde 1733 hasta 1734, en la revista política
que él fundó, The Craftsman, Bolingbroke distinguió tres formas de parti-
dismo o, como lo llamaba él, “posibles divisiones” que pueden surgir en
un “gobierno libre” (o un gobierno basado en el consenso electoral): la
primera era la de “hombres enojados con el gobierno que, sin embargo,
quieren mantener la constitución”; la segunda era la de “hombres que
son reacios al gobierno porque también lo son a la constitución”; y la
tercera, “hombres pegados a la constitución o, mejor dicho, a las personas
que gobiernan o, incluso más precisamente, al poder, el beneficio y la
protección que adquieren, pero enemigos de la constitución en sí” (ibíd.:
85). El partidismo fue declarado no solo legítimo sino, aún más, un com-
ponente positivo bajo la condición de que no pusiera en duda el pacto
constitucional y no sirviera a intereses privados o de clase. Compartir una
gramática común (ser partidario de la constitución) era la condición para

64
Democracia desfigurada

criticar las decisiones políticas y para hacer política fuera de la institución,


en un “tribunal” permanente, como diría Jeremy Bentham unas décadas
después de Bolingbroke.
Dentro de un gobierno representativo, por lo tanto, la opinión adqui-
rió una definición adicional. No era solamente identificada con lo que
se creía que era lo bueno o justo para la gente –como en Rousseau y en
Kant– sino que lo era también con los juicios y las reflexiones de los ciu-
dadanos sobre el trabajo de los gobernantes y sus condiciones sociales,
sus necesidades o sus agravios. La indicación de Bolingbroke de no ser
partisano por razones de lucro o conveniencia mostraba que las elecciones
hacían que los hombres reflexionen sobre el interés de su país a la luz de
sus problemas. De hecho, lo que Bolingbroke pedía no era un patriotismo
sin “divisiones” sino con buenas divisiones o divisiones que “promuevan
la libertad”. La noción de opinión se vuelve complicada en este punto,
ya que bajo la palabra “opinión” ahora podemos detectar tres tipos:
l’opinion générale como fuerza integradora a lo Rousseau (o la definición
de Bolingbroke: las personas “que quieren mantener la constitución”);
la opinión política, o las inevitables “divisiones” entre ciudadanos en el
nombre de diferentes programas políticos que combinan sus intereses
como ciudadanos socialmente situados y los intereses de la nación; y,
por último, las opiniones privadas o los intereses personales que no ha-
cen ningún esfuerzo para encontrarse con el interés general sino que lo
quieren limitar en su beneficio. Como podemos intuir, las opiniones y
los intereses privados son letalmente incorrectos (la fuente de facciones
mortales para Aristóteles y Cicerón) y el principal factor de corrupción
cuando se pretende una audiencia representativa en el gobierno (“los mo-
tivos privados no pueden nunca influenciar a los números” –Ibíd.: 86–).
Sin embargo, la opinión política es una buena “división” que da sentido
al voto y le da legitimidad pública al juicio de los ciudadanos, no porque
sean el “público aculturado” o tengan especial sabiduría y conocimiento,
sino porque son votantes. Como observa Habermas (1991: 93), Boling-
broke usó incluso diferentes nombres para denotar los dos tipos legítimos
de opinión: el “sentido de la gente”, que retuvo el carácter de generalidad,
y el “espíritu público”, que adquirió el carácter partidista de la opinión
política.50 Una vez que se instituyeron las elecciones, se volvió más difícil
50
Sobre el papel innovador que desempeñó Bolingbroke en la comprensión del lugar
de la acción política y los partidos en la política parlamentaria, véase Quentin Skinner
(1974: 93-128).

65
Nadia Urbinati

separar el primero del segundo. Esta transformación provocada por la


representación sería identificada más tarde con la decadencia del espíritu
republicano y, en su lugar, el incremento de una opinión pública intere-
sada. Es conveniente recordar la evaluación crítica a la transformación
burguesa de la república desde una ciudad virtuosa a una de intereses y
cálculos de preferencia, según Hannah Arendt (1958: 64-65 y 1990: 271-
280), quien (junto con Habermas) expresó, consecuentemente, fuertes
objeciones al gobierno representativo.51
Edmund Burke (1999a y 1999b: 160) fue el teórico que capturó, de
manera muy perceptiva, la complejidad y la composición fuertemente
conflictiva de la opinión pública en el gobierno representativo: por un
lado, la expresión de un sentimiento general que unifica a todos los go-
bernados, a través de los siglos y de las generaciones, alrededor de ciertos
valores compartidos (lo que Rousseau llamaba l’opinion générale) y, por
el otro lado, la opinión política que se infiltra, desde la sociedad hacia la
asamblea legislativa, a través de las elecciones (lo que nos permite enten-
der por qué Rousseau rechazaba la representación o la opinión política).52
Es precisamente este tipo de opinión –que es política y pública, aunque
no general– la que los teóricos contemporáneos rechazan cuando hacen
acusaciones sobre la falta de representatividad en la asamblea representa-
tiva y en la ciudadanía. Por su parte, proponen reducir el dominio en el
que los procedimientos democráticos operan, con el objetivo de expandir
el lugar del conocimiento competente y el razonamiento imparcial: los co-
mités de expertos, las asambleas de ciudadanos seleccionados para lograr
resultados imparciales o los jurados, quienes reclamaban cierta autoridad
superior a los órganos electos. Aún más, es la opinión política a la que
nos debemos referir al evaluar las formas populistas y plebiscitarias que la
democracia puede tomar. Estas representan la más extrema manifestación
de la idea de sentido común que sostiene que las elecciones despiertan
el juicio político y la parcialidad en la creación de las leyes. Desde esta
perspectiva, teóricos políticos, desde Weber hasta Mosca y Pareto, conclu-
yeron, despectivamente, que la política es una guerra con otros medios,

51
Para un análisis de esta transformación, véase Jean L. Cohen y Andrew Arato (1995:
186-188).
52
En la misma línea, Hegel (1964 y 1967: ∫ 303) y Tocqueville (1969: 174-175) también
defienden los partidos políticos y el tipo de “partidismo” que, en sus mentes, servía para
fortalecer la unidad en una sociedad profundamente dividida por la línea de intereses
económicos y de clase.

66
Democracia desfigurada

pero dejan de lado que esos “otros medios” marcan la diferencia en el


mundo para que la política no sea una guerra, es decir, dejan de lado que
ganar una competencia mediante la persuasión es distinto que deshacerse
de un enemigo. Volveré a este argumento en el próximo capítulo.
La acusación de que la democracia representativa no permite ni opi-
niones imparciales ni conocimientos competentes en el poder resuena con
el deseo de los filósofos contemporáneos de separar a la democracia de la
doxa para ponerla en armonía con la verdad (tal como plantea la premisa
platónica que rescata Rousseau –Waldron, 1999: 16–).53 Por otro lado,
como voy a explicar en los capítulos 3 y 4, el verdadero objetivo de tomar
a la democracia tal como es (es decir, bastante imperfecta por estar conta-
minada de un interminable juego de intereses) nos invita a considerar a
la competencia política no como una expresión de autonomía y voluntad
sino como un espectáculo que es digno del foro Romano y del Coliseo, un
juego televisivo desarrollado por unos pocos para la diversión de muchos
y que termina con el canto de los líderes que logran conquistar el apoyo
de la audiencia (Green, 2010: 25). A pesar de que se haya separado de
“la auctoritas del príncipe”, la opinión no va a ser capaz, en este caso, de
emanciparse a sí misma del estigma de ser intraducible a la verdad. Las
ideas platónicas y plebiscitarias de la política se reflejan entre sí y son,
de algún modo, complementarias, ya que la deformación epistémica de
la política deja a la actividad dialógica vacía de valor porque carece de
conocimiento técnico. Dentro de ese vacío, el terreno de la opinión se
vuelve fértil para la retórica demagógica.
La conclusión, que surge de esta breve descripción de las tres funciones
que la doxa adquiere en el gobierno representativo, se puede expresar de la
siguiente manera: para rehabilitar la doxa (y la democracia), tenemos que
cuestionar tanto la ambición epistémica de hacer de la deliberación pú-
blica un terreno de conocimiento competente, cuyos resultados deberían
ser juzgados científicamente, como la tentación realista de transformar la
opinión política en un terreno bélico en donde el poder abre paso a las
palabras e imágenes y al consentimiento numérico. En dos palabras, el
desafío es desmentir a Pareto.

53
Para un mapeo de los argumentos antipartidistas, ver Rosenblum (2010: capítulos 1 y 2).

67
Nadia Urbinati

El gobierno descansa en la opinión


La soberanía fue, generalmente, concebida como un eufemismo por-
que, después de todo, no es lo mismo opinar que querer. La opinión no
fue considerada un poder en sí mismo, sino un poder “negativo”. De
hecho, ha sido analizada y tratada como una prerrogativa de la libertad
de los individuos para presionar al gobierno y buscar protección contra
él (la suposición era que el Estado era el lugar con potencial para la in-
trusión arbitraria en la vida de cada individuo). Su naturaleza informal
ha militado a favor de la identidad privada del individuo de derecho a la
libertad de expresión, ya que tratar de influir en los actores políticos no es
lo mismo que hacerlos actuar con autoridad. Como vimos anteriormente,
por este simple hecho, los teóricos del gobierno representativo sugieren
limitar la participación en las elecciones, que son la única institución
que nos permite “probar” de manera irrefutable el carácter democrático
de las decisiones políticas. Sin embargo, dentro de esta perspectiva, sería
difícil pensar criterios para detectar (y contrastar) la amenaza que surge
de la concentración del poder económico y de las prácticas de corrup-
ción dentro del dominio de la formación de opiniones. La propuesta
para extender el significado de la deliberación democrática (de modo
que incluya el carácter discursivo informal de un foro pluralista de aso-
ciaciones, movimientos políticos y opiniones) corre el riesgo de parecer
un reacondicionamiento ideológico funcional a las nuevas estrategias
comunicativas para la selección de elites. Este punto de vista ha hecho
dudar, a los teóricos de la democracia plebiscitaria, acerca de si la opinión
es una forma para controlar el poder, cuando, ciertamente, es un medio
para la construcción de autoridad.
Es claro que la libertad de expresión puede tener efectos desagrada-
bles e incluso devastadores, en particular, cuando está protegida por el
poder de la prensa: puede difundir rumores y transformar insinuaciones
en hechos, también puede violar la privacidad individual y dañar la re-
putación de las personas. Aún más, precisamente por su influencia en la
mente de las personas, el foro de opiniones puede ser movilizado para
unir a millones de personas bajo una misma bandera.54 Por lo tanto,

54
Según Tocqueville (1969: 181): “A diferencia de todas las fuerzas físicas, el poder del
pensamiento a menudo aumenta en realidad por el pequeño número de quienes lo expre-
san. La palabra de un hombre de mente fuerte, que es la única que alcanza las pasiones de
una asamblea muda, tiene más poder que los gritos confusos de mil oradores”.

68
Democracia desfigurada

Alexis de Tocqueville (ibíd.: 180) escribió sobre esta libertad: “me gusta
más por los males que evita, que por los bienes que hace”. Sin embargo,
rápidamente agregó que el control por parte del Estado no puede justi-
ficarse por una autoridad con el poder de clasificar lo bueno y lo malo
de la información, ya que se volvería fatalmente tiránica. Con el objetivo
de domesticar una libertad que divulgue y difunda noticias, debe existir
una autoridad sensorial centralista y monopolista. No habrá lugar para
la moderación cuando el poder político restrinja la libertad de expresión
y de prensa, por lo que cualquier remedio sería peor que la enfermedad.
Así, Tocqueville concluyó su análisis de la libertad de prensa en Estados
Unidos con la idea de que la única estrategia legítima para controlar el
poder de la prensa es promover su “gran dispersión”.
Siguiendo a Tocqueville, en lo que resta de este capítulo, me guiaré por
los siguientes criterios: que el pluralismo y el foro abierto son condiciones
para el control gubernamental y para la protección del individuo frente
al poder “negativo” de la opinión; que estas condiciones presuponen la
distribución equitativa de la autoridad entre los ciudadanos, tanto del
pensamiento como de la voluntad; y que, finalmente, la libertad de opi-
nión no puede justificarse en función de sus resultados, por más buenos
y deseables que sean. Tal como ocurre con el derecho al voto, su defensa
debe basarse en principios o no existir en absoluto. Esto significa que
cualquier intervención de la ley debe ir en dirección de garantizar y, si
es necesario, restaurar las condiciones del pluralismo y la igualdad de
oportunidades para que los ciudadanos participen con sus votos e ideas
en la vida política de su país. En la última sección de este capítulo voy a
argumentar que la interpretación procedimental de la democracia contiene
las condiciones normativas para cumplir con estos criterios, es decir, la
libertad política, la permanencia y la autocontención.

Un derecho civil político


A pesar de que la relación entre la democracia representativa y la li-
bertad de opinión “no es obvia”, esta forma de gobierno ha mostrado la
existencia de una “conexión intrínseca entre la libertad de opinión y el rol
político de los ciudadanos” (Manin, 1997: 168-69). Desde esta perspectiva,
voy a argumentar que la identificación de la libertad de expresión y opinión
con la libertad negativa, o la libertad que no tiene conexión alguna con
el carácter del gobierno, es insatisfactoria porque no dice nada acerca de

69
Nadia Urbinati

que habilita a los ciudadanos a presionar y a controlar a su gobierno, o a


hacerlo responsivo. Sin embargo, decir que la democracia representativa
es un gobierno que descansa en la opinión implica que la opinión juega
un papel político. Parafraseando a Maquiavelo (1994: capítulo 18), el
príncipe debía “sentir” para ser afectado por las personas y las personas
debían “sentir” que afectaban al príncipe.
Si seguimos los lineamientos de la diarquía veremos que, en oposi-
ción a otras libertades negativas, la libertad de expresión es un tipo de
libertad cuya protección requiere de un Estado activo (en efecto, incluso
los derechos negativos convencionales –como, por ejemplo, la propie-
dad– requieren una acción gubernamental o un apoyo significativo de los
contribuyentes y un complejo entramado institucional –Sunstein, 2001:
222-233–). Owen M. Fiss (1986) escribió, años atrás, que la no interfe-
rencia, seguramente, no sea la mejor política frente a un derecho que es
individual pero tiene implicancias directas en la política:
… proteger la autonomía estableciendo una zona de no interferencia al
alrededor del individuo (...) es probable que produzca un debate público
dominado y al mismo tiempo constreñido por algunas fuerzas dominantes
de la estructura social, y no un debate que es desinhibido, fuerte y abierto.
Por eso, una importante consecuencia del carácter diárquico de la de-
mocracia es que la libertad de expresión es un derecho con dos caras: por
un lado, una negativa o individual (la protección frente al poder) y, por
el otro, una positiva o política (la formación de las opiniones políticas).
Ciertamente, la reivindicación de la libertad de opinión nació como una
reivindicación de la protección a la libertad individual. En particular, surge
como una reivindicación de la libertad religiosa o de conciencia frente a la
autoridad secular o clerical. Es la condición no solo de la paz social, sino
también de una práctica espiritual libre y sincera de la fe (Locke, 1993:
396).55 Se invocó ese derecho con el fin de instituir un tipo negativo de
libertad, que le impondría límites a la autoridad al declarar que una parte
de la vida individual estaba exclusivamente bajo la jurisdicción o voluntad
privada de cada uno. Sin embargo, la adquisición de esa primera libertad
negativa hizo de la sociedad un lugar de opiniones diversas, religiosas
y de otros tipos. La invención tecnológica de la imprenta amplificó el

55
Cfr. Reiner Forst (1988), Jeremy Waldron e Ira Katznelson (1996: 145).

70
Democracia desfigurada

efecto de la libertad individual para mantener, expresar e intercambiar


ideas sobre religión, entre otros temas.56
No es necesario reescribir la historia de la libertad religiosa y de expre-
sión para probar mi argumento. Es suficiente con mencionar que, a partir
de la guerra civil inglesa, el derecho a la libertad de expresión y de prensa
adquirió un verdadero significado político, precisamente en el momento
en que fueron reivindicados los derechos civiles. Los republicanos y los
revolucionarios les dieron a esos derechos el significado de la resistencia
política contra los poderes establecidos, un medio para la denuncia y la
revelación de los arcana imperii, así como para la indagación y la búsqueda
de la verdad. Su carácter negativo o protector dio origen a un poder de
control y presión sobre el gobierno y lo convirtió en un derecho político de
los ciudadanos. John Milton, por mencionar uno de los protagonistas más
autoritarios de la batalla por la libertad de opinión, defendió la libertad de
imprenta sin licencia en nombre de un proceso abierto de discusión que
cambiaría la naturaleza de la autoridad, tanto política como religiosa, e
incluso la naturaleza de la libertad.57 En Areopagitica, sostuvo el argumento
de la libertad de expresión dentro del paradigma republicano de libertad
versus esclavitud: “cuando los conflictos son escuchados libremente,
considerados en profundidad y reformados rápidamente, entonces allí
se alcanza el límite máximo de libertad civil que buscan los sabios; lo
contrario es la tiranía, la supresión de la voz pública” (Milton, 1950: 2).
El objetivo era la defensa de las libertades civiles y, aunque su estrategia
narrativa era clásicamente republicana, su propuesta era muy moderna: la
defensa de la dinámica del desacuerdo como condición y signo de libertad
y como progreso intelectual, tanto del individuo como de la sociedad.
Desde ese momento, los derechos civiles ocuparon un intenso rol en
la política, aunque nunca se tradujeron directamente en participación
política.58 Su poder indirecto o “negativo” se pudo ver, desde el comienzo,
como una cualidad de carácter antitiránico: esto les dio el rasgo político de
56
Cf. Paul Starr (2004: particularmente, 23-46).
57
Según Holmes (1995: 33): “Esta es la idea poco tradicional de que el desacuerdo público
es una fuerza creativa”.
58
Al explicar cómo los hombres de la Commonwealth utilizaron la noción de libertad civil
en un “sentido político estricto”, Skinner (1998: 17 y 20) ha llamado la atención sobre
el hecho de que, generalmente, incluían entre esas libertades “la libertad de expresión, la
libertad de movimiento y la libertad de contrato, y a menudo los resumió en la forma de
la afirmación de que todos los ciudadanos tienen el mismo derecho al disfrute legítimo
de sus vidas, libertades y propiedades”.

71
Nadia Urbinati

una reivindicación hacia un gobierno que debía ser revisado y controlado,


tanto por las instituciones como por los reglamentos y los ciudadanos.
Algunos siglos después de Milton, Hans Kelsen y luego Habermas desta-
caron el vínculo endógeno entre la libertad negativa y la libertad política
al escribir sobre una relación intrínseca entre los derechos individuales
y la democracia.59 En este sentido, las libertades civiles clásicas, desde la
libertad de conciencia religiosa hasta la libertad de expresión y asocia-
ción, son fundamentales para una democracia porque son esenciales en
la formación de dos condiciones sin las cuales la democracia no podría
existir: que los ciudadanos tengan libre acceso a la información política
y que sean siempre libres, no solo durante la campaña electoral o en
coincidencia con el ejercicio de su voluntad soberana, para expresar o
difundir sus opiniones en el gobierno (es decir, para criticarlo y expresar
libremente su desacuerdo) (Kelsen, 1999: 287-288).
El hecho de que la democracia representativa sea un gobierno de la
opinión tiene dos consecuencias, una obstructiva y otra expresiva: hace
que el gobierno sea limitado y que se base en la libertad. La deliberación
pública hace que el interés común sea una construcción colectiva de los
ciudadanos y el resultado de la persuasión y el compromiso continuo, que
nunca acaban en un veredicto final (no importa que tan bueno o correcto
vaya a ser). En este proceso exhaustivo, el disentimiento es tan importante
como el consentimiento; la crítica funciona como una fuerza estabiliza-
dora de la libertad política, tanto como las opiniones compartidas sobre
algunos principios básicos como, por ejemplo, aquellos que figuran en
la declaración de derechos y en la constitución. En este sentido, el poder
“negativo” de la opinión puede describirse como una fuerza estimulante
y como un indicador del estado de la “fuerza integradora” que une a los
representantes electos con los ciudadanos. Según Baker (2007: 9), el
papel del foro público de opinión en la democracia moderna es “tanto la
dispersión igualitaria” (que expresa el principio de pluralismo y antimo-
nopolio) como el “discurso común inclusivo”. Esta es la premisa sobre
la cual descansa el doble sentido de la opinión pública, como un poder
59
Los derechos que se requieren para que el procedimiento democrático funcione correc-
tamente (es decir, para cumplir con sus rasgos procedimentales básicos de anonimato,
neutralidad, capacidad de respuesta positiva y decisión) deben considerarse intrínsecos a
la democracia. Ver Jürgen Habermas (1992: capítulo 3). Si bien, al estar consagrados en la
constitución, imponen límites al funcionamiento y resultados de la democracia, aseguran
la naturaleza democrática del proceso y su continuidad. Para este tipo de argumento,
véase John Hart Ely (1980) y Stephen Holmes (2012).

72
Democracia desfigurada

crítico y controlador y como una fuerza integradora de la legitimidad.


Es también la premisa que justifica las intervenciones legales destinadas
a proteger la libertad igualitaria en el foro.

Barreras, oportunidades y retraimiento


La democracia comenzó cuando Solón afirmó que la persuasión –y
no la plata, la fuerza o las relaciones familiares– debía ser la forma de
triunfar. “Los ciudadanos entran al foro nada más que con sus argumen-
tos” (Walzer, 1983: 304). En las democracias consolidadas de nuestros
días, “podemos dar por sentado que un régimen democrático supone la
libertad de expresión y de reunión y la libertad de pensamiento y con-
ciencia” (Rawls, 1971: 225). Darlas por sentado puede ofuscar su fuerza
y su fragilidad. En el ahora clásico estudio teórico-empírico del lugar de
la unanimidad y el conflicto en el funcionamiento de las organizaciones
democráticas de pequeña escala, J. Mansbridge agregó también que las
igualdades no son un problema per se si la percepción existe entre todos
los miembros y si cada uno tiene la oportunidad de “ejercer el mismo
poder”. Si, en otras palabras, todos los miembros piensan que tienen en
sus manos un “mismo poder, si ellos [quieren]” (Mansbridge, 1983: 234-
235). Esto es lo que hace a los procedimientos valiosos y lo que logra que
las personas se perciban a sí mismas como autónomas, incluso cuando
obedecen leyes que han sido aprobadas por la mayoría o por un parla-
mento electo.60 Propongo que apliquemos la distinción entre “igualdad
de oportunidades” y “logro” de la igualdad en la formación de opiniones.
Al igual que con el poder autoritario de la voluntad, la valoración ciu-
dadana sobre su oportunidad de participar en el foro parece ser fuerte
en la medida en que esa oportunidad real es escasa o se siente como tal.
No es el conflicto o el poder desigual per se el problema. El problema
–mucho más preocupante– son las percepciones de los ciudadanos de
que no tienen “las mismas oportunidades para llevar a su organización
en la dirección de sus preferencias”, de que no tienen poder y de que
lo que hacen no impacta en el público de la misma manera que cuando
otros actúan (Mansbridge, 1983: 235). La limitación de la participación

60
La voluntad general de Rousseau se basa en un uso determinista de la norma que se
asemeja al uso que hace Montesquieu del concepto de espirit o constitución. Para un
excelente análisis del fundamento hipotético de la voluntad general de Rousseau, véase
Brunno Leoni (1980: 70-72).

73
Nadia Urbinati

electoral en las democracias consolidadas es un signo alarmante que lleva


a los ciudadanos a pensar que no tienen ninguna posibilidad de influir
en la vida política de su país, que son desiguales en el manejo del poder
de opinión, aunque todo el tiempo estén gozando de igualdad en los
derechos a votar, hablar y publicar y que, en otras palabras, el poder de
voto es inútil si es un poder aislado (Przeworski, 1986: 218-221). Lo que
se busca no es igualar las condiciones sociales, sino bloquear su traspaso
a la voz y al poder político. Esta es la lección de la democracia desde sus
inicios, cuando Solón, después de que liberó a sus conciudadanos endeu-
dados del sometimiento a sus acreedores, trató de lograr la igualdad en la
oportunidad de participar en el poder político, porque pensaba que esa
sería la mejor manera de asegurarse de que ya no cayeran bajo el domi-
nio de los adinerados. Es, pues, sobre los obstáculos a la igualdad y a la
participación política que las decisiones democráticas deben intervenir,
para darlas a conocer y eliminarlas. En su discurso de 1910 sobre el nuevo
nacionalismo, Theodore Roosevelt (1910: 13-14) reafirmó ideas similares
cuando, tras afirmar que el derecho a la propiedad “no le da el derecho
de sufragio a ninguna corporación”, argumentó:
Es necesario que se aprueben leyes para prohibir el uso directo o indirecto
de fondos corporativos para propuestas políticas (...) si nuestras institu-
ciones políticas fueran perfectas, podrían prevenir de forma absoluta la
dominación política del dinero en cualquier parte de nuestros asuntos.
Las barreras a la participación, tanto directas como indirectas, no deben
ser demasiado altas, aunque tampoco es necesario que sean aritméticamen-
te iguales; lo importante es que las personas sepan y crean que haciendo
un esfuerzo pueden superarlas (esto es, precisamente, lo que quiso decir
Rousseau cuando argumentó que l’opinion escrita en el “corazón” del
ciudadano es la energía propulsora de la voluntad general escrita en las
instituciones y los procedimientos). El carácter voluntario de la participa-
ción debe funcionar como un incentivo y como un recordatorio del poder
que los ciudadanos tienen, más que como un desincentivo para actuar.
Ciertamente, las desigualdades de riqueza no deben ser muy grandes, pero
no es necesario eliminarlas para que persista la igualdad política. Lo que
es crucial es que la gente sepa y crea que su poder económico desigual
no es una razón para hacer que su voz política no sea escuchada. El uso
de procedimientos no debe considerarse inútil; la retirada del foro y de
la votación no deben considerarse convenientes.

74
Democracia desfigurada

La transformación de la política en un foro de opiniones amplía el


significado de la presencia (o ausencia) política de los ciudadanos. Su
poder para influenciar las decisiones de las personas hace a las opinio-
nes muy atractivas para los líderes políticos, quienes sufren la tentación
de usar el foro solo con el objetivo de ganar popularidad, más que para
exteriorizar sus obras: el mundo de la opinión puede hacer de la pu-
blicidad una estrategia de encubrimiento y un medio para fortalecer el
consentimiento ideológico del que gozan los políticos, más allá del peso
del consentimiento electoral. Por otro lado, puede ser un poder atractivo
para los grupos económicos y sociales que buscan liderar la agenda po-
lítica, condicionar el debate al interior de las instituciones e influenciar
a los legisladores. La inevitable disparidad que implica la presencia a
través de la voz puede intensificarse gravemente como consecuencia de
la desigualdad de oportunidades que tienen los ciudadanos para utilizar
los medios de información y comunicación. Ronald Dworkin (2000: 351-
354) planteó este argumento con elegancia cuando escribió que el tema
que está en juego hoy no es el de la libertad de expresión como derecho
del individuo, sino como participación para hacer que la democracia
funcione. Si aceptamos la visión de la democracia como una diarquía,
entonces, se deberían prever intervenciones legales que reduzcan el uso
del dinero privado en la política para restablecer el imperio de la igualdad
en la libertad política y evitar que los individuos y las corporaciones con
poder tengan una voz desproporcionada.

El poder desequilibrado de la voz


Las existentes barreras socioeconómicas a la ciudadanía diárquica
chocan con el principio democrático de la libertad política igualitaria,
aunque no podamos “probar” de forma certera que afecten a las decisiones
políticas, porque es el “consentimiento de la mayoría, y no el debate, lo
que hace la ley” (Manin, 1997: 190). A pesar de la atención desequilibrada
que le prestaban a la amenaza a la estabilidad por parte de los que menos
tenían, los federalistas previeron claramente que la disparidad de riqueza
y la desigualdad cultural podían tener un enorme impacto en el rumbo de
la república, ya que la representación se basa, estructuralmente, en una
diversidad de desigualdades en destrezas y habilidades de oratoria entre
los ciudadanos. James Madison (1999: 132-133 y 1981: 399-400) expre-
só su preocupación por la amenaza que representaban los pobres, pero

75
Nadia Urbinati

también mencionó el peligro que los muy ricos causaban en la salud de


la república. Como republicano, sin embargo, su principal preocupación
era la corrupción, y no la desigualdad política.
En la democracia, sin embargo, proteger las instituciones políticas de
la corrupción es proteger la igualdad política, lo que implica dos cosas:
proteger “la integridad del sistema de la representación política” y asegu-
rar “el justo acceso a la arena pública”, en cada etapa de la competencia
política, para los candidatos con derecho a participar (Beitz, 1989: 203).
Estas son las indicaciones que derivan de las controversias que surgieron
de la reforma en el financiamiento de las campañas en los Estados Unidos,
cuando la Corte Suprema y las cortes federales usaron el argumento de la
corrupción para describir la “influencia corrosiva de la riqueza corporati-
va” o la “influencia indebida” que una “presencia política” desigual en el
foro está preparada para tener, a pesar de que las corporaciones no tengan
un plan explícito o una intención de ejercerla y a pesar de que hablar no
es lo mismo que votar.61 La “influencia indebida” hace referencia a una
desigualdad desproporcionada de recursos que algunos ciudadanos tienen.
La sensación de inutilidad de las instituciones democráticas que pueden
tener los ciudadanos más desfavorecidos debe interpretarse no como la
denuncia de un déficit en la democracia, sino como el reconocimiento
de una falta de poder o como la evidencia de que la desigualdad social se
traduce en una influencia política desigual.62 Como ha demostrado Charles
Beitz (1989: 194-195), la cuestión de la desigualdad en la influencia polí-
tica es compleja y está abierta a controversias interpretativas. En primer
lugar, debido a la complejidad de los principios de “igualdad política” e
“influencia política” y, en segundo lugar, porque toma una manifestación
diferente cuando se la considera en relación con los ciudadanos que
quieren expresar su voz y los candidatos que reclaman una igualdad de
condiciones en la competencia.63
61
Yasmin Dawood (2006: 278) se refiere, en particular, a “Buckley v. Valeo” y “McConnell
v. FEC”, decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos, y a otras decisiones de
los tribunales estatales en casos relacionados con la riqueza empresarial en la política.
62
Según Gutmann y Thompson (1996: 134): “El sistema de financiamiento de campañas
mediante aportaciones privadas perjudica a los ciudadanos ya desfavorecidos”.
63
Beitz analizó en detalle las implicancias provenientes de dos enfoques diferentes para
la protección de la igualdad en la influencia política: uno que es compatible con el
“aislamiento” de las instituciones de los intereses sociales y otro que quiere contrastar
la formación de desigualdad social para bloquear, en el comienzo, el potencial para una
influencia política desigual. Una concepción procedimental de la democracia, concluye

76
Democracia desfigurada

Si la Corte Suprema de los Estados Unidos usó la expresión “influencia


indebida”, fue porque ha presumido que la base de la democracia es la
igualdad política, y no solo en el ámbito electoral. La expresión “influencia
indebida” presume, además, que debe existir una máxima de influencia de-
mocrática que oriente el pensamiento y las decisiones políticas. Basándose
en estas premisas, C. Edwin Baker (2007: 7) ha propuesto un argumento
teóricamente convincente para justificar un activismo gubernamental a
favor de la protección del pluralismo en el ámbito de la información y la
comunicación: “el mismo valor igualitario que se encarna en el derecho
igualitario de las personas a la autonomía y que (...) se aplica a las urnas
también se aplica a la esfera pública”. Este es el objetivo que propone la
máxima de influencia democrática, que se puede extender para evaluar
el ejercicio de la ciudadanía en la esfera de formación de la opinión en su
totalidad, tanto para proteger el pluralismo de los medios de comunicación
contra la concentración de la propiedad como para proteger la igualdad
política de la “influencia indebida”. Según Baker (2007):
Los medios de comunicación, como las elecciones, constituyen una esclusa
crucial entre la formación de la opinión pública y la formación de la “vo-
luntad estatal” (…) un país es democrático solo en la medida en que los
medios de comunicación, así como las elecciones, sean estructuralmente
igualitarios y políticamente destacados.
Lo mismo puede decirse de la contribución financiera a las campañas
políticas o del dinero privado dentro de la política, que son intentos
de monopolizar los recursos de la opinión. La máxima de influencia
democrática es coherente con el carácter diárquico de la democracia
representativa, ya que está atenta a la protección de la “cadena de comu-
nicación”, entre los ciudadanos y las instituciones, que crea la opinión
pública y política. Esta máxima hace que los ciudadanos y los legisladores
reconozcan y revelen la “influencia indebida” y afirma que el gobierno
democrático debe imponer la misma preocupación y respeto por las leyes
y los magistrados que por la oportunidad que tienen los ciudadanos de
acertadamente, es más coherente con la primera que con la segunda. Sin embargo, una
vez que seguimos lo primero, tenemos que elegir entre establecer un equilibrio entre
los candidatos para que puedan competir sobre una base justa y darles a los votantes la
oportunidad de participar en la competencia, si así lo desean. El debate sobre el financia-
miento de campañas electorales en los Estados Unidos se centra en el primero, aunque
una concepción más radical de la igualdad política en el gobierno representativo también
está interesada en el segundo (Beitz, 1989: 196-197).

77
Nadia Urbinati

ejercer su “influencia” en el proceso político. De acuerdo con el supuesto


de que la opinión es una forma de soberanía, la máxima de la influencia
democrática es una guía para el juicio y las decisiones sobre asuntos que
pertenecen a las circunstancias de la formación de la opinión y que son
cuestiones de justicia política.
Cada país tiene una historia de incumplimiento de la igualdad que
debe ser detectada, denunciada y modificada. La aplicación de la máxima
de la influencia democrática a los Estados Unidos implicaría un cambio
en la lógica no intervencionista que surge de la “visión romántica de la
Primera Enmienda” como un “mercado de ideas” (Barron, 1967: 1643).
Esta conclusión no es injustificada si consideramos el argumento de la
Corte antes mencionado de que la “influencia indebida” es una razón para
la corrupción porque es una violación de la “presencia política” iguali-
taria. En la “influencia indebida” se detecta y denuncia la corrupción en
relación con el valor de la igualdad de ciudadanía y no en relación con
la virtud o cualquier otro bien que exceda la posición de cada ciudadano
dentro de la república. En la democracia, la corrupción es, claramente,
una violación de la libertad política igualitaria.
Además, la desigualdad de oportunidades para incidir en la política
está preparada para tener un impacto negativo en las creencias de los
ciudadanos sobre su igualdad de oportunidades de participación. Esto
puede erosionar el valor de la democracia en la opinión de la gente, ya que
puede convencerlos de que ir a las urnas es inútil o de que votar por un
candidato no les hará sentir que sus puntos de vista tienen más visibilidad
o fuerza. La erosión de la confianza en el papel de las instituciones puede
ser muy fuerte en la democracia representativa, que no puede depender
de un “heraldo” como medio de información y comunicación, sino que
necesita apoyarse en una panoplia de agentes intermediarios. Debido a la
forma indirecta de desigualdad política (como consecuencia de la forma
indirecta de libertad política), los ciudadanos marginados y desfavorecidos
socioeconómicamente pueden ser despojados de lo que se supone que les
da el voto: un point d’appui en la sociedad y en las instituciones que crean
las leyes.64 Hoy en día, el número de personas que son “necesariamente

64
Basado en esta reflexión sobre el flujo en el constitucionalismo moderno, porque es
más sensible a imponer restricciones solo a los más pobres que a los pocos ricos, John P.
McCormick (2006) ha insistido en la necesidad de idear nuevas formas institucionales
como el tribunate que proteja a los primeros, no tanto del poder de los funcionarios pú-
blicos sino del de los ciudadanos ricos.

78
Democracia desfigurada

silenciadas” por ser “excluidas socialmente” e irrelevantes en lo político


es tan grande como para preocupar a los ciudadanos sobre el futuro de la
democracia. Lo que ha escrito Robert E. Goodin (2003: 14) en relación
con los inmigrantes privados de sus derechos políticos se puede exten-
der hacia los ciudadanos pobres e impotentes, quienes son una periferia
marginal en su propio mundo político, como lo son los inmigrantes en
el resto del mundo:
… aquellos que más necesitan una voz –aquellos que se ven más afectados
negativamente por nuestras acciones y elecciones– están a menudo peor
situados para declarar sus preocupaciones frente a nosotros. La acción a
distancia (hacerles daño) resulta ser considerablemente más fácil en el
mundo moderno que la voz a distancia (que se quejen de manera efectiva
con nosotros sobre esos daños).65
Lo alarmante en las democracias consolidadas es que muchos ciuda-
danos son como inmigrantes marginados con respecto a la eficacia de su
“voz a distancia” y también de su “acción a distancia”.
En la democracia representativa, por lo tanto, la exclusión política
puede tomar fácilmente la forma de no ser escuchado y representado,
aunque el derecho al voto se disfruta por igual y el poder de influencia
sobre los legisladores difícilmente puede “probarse”.66 Recientemente, el
juez Anthony Kennedy, dentro de la opinión mayoritaria en “SpeechNow.
org v. Federal Election Commission”, argumentó que no hay evidencia de
que el dinero privado en las campañas electorales “dé lugar a corrupción
en la apariencia de corrupción” porque “la influencia o el acceso a los
funcionarios electos no significa que estos funcionarios sean corruptos”.67
Sin embargo, “existe una cantidad considerable de evidencia sistemática,
circunstancial, de que el apoyo financiero de ciertos grupos de interés está

65
Como se ha demostrado en una investigación provocadora sobre el papel de la opinión
pública en el aumento de la igualdad en los Estados Unidos, el argumento de que el pú-
blico estadounidense está en contra de los programas de reducción de la desigualdad es
injustificado. De hecho, en un estudio sobre los votos de los senadores en relación con las
demandas de los distritos electorales, Larry Bartels (2009: 181) ha demostrado que tanto
los Senadores republicanos como los demócratas son abrumadoramente más receptivos
a los grupos de ingresos altos que los de ingresos medios y bajos: “no hay evidencia de
cualquier respuesta a las opiniones de los electores en el tercio inferior de la distribución
de ingresos, incluso de los demócratas”.
66
Véase David Plotke (1997: 19) e Iris Marion Young (1997: 352).
67
En el editorial de New York Times del 26 de marzo de 2012.

79
Nadia Urbinati

relacionado con el desempeño legislativo en nombre de los intereses de


esos grupos” (Beitz, 1989: 205). Además, en cuanto al cuestionamiento del
juez Kennedy sobre el vínculo causal entre la influencia y la corrupción,
hay que recordar que reemplazar la virtud y el fenómeno social e histórico
por principios y procedimientos normativos fue la gran contribución del
constitucionalismo moderno a la democracia, una contribución que los
opositores de la regulación del financiamiento de las campañas en Estados
Unidos subestimaron al pedir alguna evidencia empírica que afecte a los
funcionarios electos con causas de corrupción. Como los remedios post
factum no eran una política inteligente, se crearon procedimientos para
proporcionarle al sistema político condiciones ex ante para neutralizar
el mal comportamiento. Sin embargo, estos oponentes han negado con
persistencia –primero con el histórico caso de financiamiento de campa-
ñas “Buckley v. Valeo” (1976), después con “Citizens United v. Federal
Election Commission” (2010) y, más recientemente, con “SpeechNow.org
v. Federal Election Commission” (2012)– que la conducta controvertida
del uso del dinero en el poder político lleve a la corrupción.
Esta es la postura del juez Kennedy en “Citizens United v. Federal
Election Commission”. Sus argumentos fueron, sin embargo, muy poco
convincentes cuando afirmó que los grandes gastos independientes de
las corporaciones que crean la apariencia de un acceso especial a los
funcionarios públicos “no harán que el electorado pierda la fe en nuestra
democracia”.68 Sin embargo, según Beitz (1989: 205):
… el trato de la corrupción que resulta de la dependencia de contribu-
ciones privadas es precisamente la amenaza de que el desempeño de esta
importante función representativa (la deliberación legislativa) se verá
comprometida. El hecho (si es un hecho) de que las contribuciones afec-
tan la votación legislativa solo en el margen, por lo tanto, no es motivo
de complacencia.

68
Ver en “Citizens United v. Federal Election Commission” (2010: 44). Entre los co-
mentarios críticos anteriores sobre esta decisión se encuentran los de Ronald Dworkin
(2010), Jeffrey Toobin (2013: 36) y Randall P. Bezanson (2011). El Tribunal se refirió,
varias veces, al Tribunal de Austin, que pasó por alto “Buckley v. Valeo” (1976) y “First
National Bank of Boston v. Bellotti” (1978) e “identificó un nuevo interés gubernamental
en limitar el discurso político: un interés antidistorsión”. Austin encontró, de hecho, un
interés del gobierno convincente en prevenir “los efectos corrosivos y distorsionadores de
inmensas agregaciones de riqueza que se acumulan con la ayuda de la forma corporativa
y que tienen poca o ninguna correlación con el apoyo del público a las ideas políticas de
la corporación” (31-32).

80
Democracia desfigurada

De este modo, Dennis F. Thompson (2005: 162) ha propuesto enten-


der a estas formas astutas de corromper a los representantes sin mostrar
evidencia explícita de corrupción como “corrupción mediada”. En ella
los funcionarios políticos no obtienen un beneficio personal sino que
participan activamente al servicio de propósitos privados mientras actúan
como representantes de la nación. Lo que se obtiene es devastador para el
proceso democrático, tanto en la etapa de competencia electoral (porque
crea condiciones para la vía de una competencia justa) como en la etapa
de decisión parlamentaria.
El juez Kennedy no cita hallazgos del Congreso u otras fuentes de
evidencia para apoyar su afirmación. Sin embargo, concluye que la única
razón por la que las corporaciones o cualquier otra persona gastarían
dinero para influir en el público es porque el público tiene “la máxima
influencia” sobre los funcionarios públicos. Su conclusión estaba des-
tinada a lograr que las empresas tengan los mismos derechos civiles y
políticos que los ciudadanos individuales. Sin embargo, no es posible
probar que no exista evidencia de que los estadounidenses hayan perdido
la fe en que el derecho democrático al voto se traduzca en tener cierta
influencia percibida sobre sus instituciones y representantes.69 Además,
es un conocimiento histórico compartido que los proyectos de ley y las
constituciones han sido correctas y que las constituciones se han redactado
y respaldado cuando la relación entre el poder político y la sociedad civil
se volvió constante y fuerte a través del tiempo. Aún más, es un signo de
la libertad del sujeto, tanto para influir como para controlar el poder de
los magistrados electos.
La relación entre decisión y deliberación que constituye la diarquía
de la democracia sugiere –de manera bastante explícita– que, aunque
solo los votos deciden y “por sí misma la deliberación pública no decide
nada”, hay mucha evidencia histórica y empírica disponible para los
legisladores y ciudadanos que quieren probar la conexión entre el poder
social y la influencia política fuera y más allá del evento formal de las
elecciones. La decisión suprema de la Corte de Estados Unidos, en 2003,
de aprobar la reforma del financiamiento de campañas que propuso el
Congreso confirma la idea de la naturaleza diárquica de la democracia
representativa y la máxima de la influencia democrática. En palabras
de los jueces Stevens y O’Connor, aunque el voto secreto nos impide

69
Cf., por ejemplo, John R. Hibbing y Elizabeth Theiss-Morse (2002).

81
Nadia Urbinati

producir “evidencia concreta” de que “el dinero compra la influencia”,


el voto secreto no es un indicador suficiente del estado de la democracia
porque, presumiblemente, no es la única forma que adopta la voz del
pueblo. “No se requiere que el Congreso ignore la evidencia histórica
con respecto a una práctica en particular o que vea la conducta en forma
aislada de su contexto”. En pocas palabras, la opinión es un poder tanto
cuando se utiliza para impulsar un programa político o patrocinar a un
candidato como cuando es utilizada por los ciudadanos para expresar su
disconformidad con la opinión de la mayoría o pedir información más
completa sobre las prácticas del gobierno. Esto hace que la igualdad de
oportunidades para participar en la soberanía de la opinión sea un tema
delicado, aunque no se puedan aportar pruebas que demuestren que la
influencia de la opinión se traduzca en decisiones.
La máxima influencia democrática deriva de la idea de la democracia
representativa como una diarquía. Reconoce que la participación política
en la democracia representativa es compleja y no significa, simplemente,
seleccionar legisladores sino contar con representantes que sean efec-
tivos como defensores, tanto dentro como fuera de las instituciones
estatales. En otras palabras, la participación política significa gozar
de igualdad de oportunidades para participar en el foro público como
electores y como ciudadanos (Strolovitch, 2007: 200-212).70 Además,
reitera el valor normativo del procedimentalismo democrático en su
impecable capacidad para apoyarse en la libertad igualitaria, y repro-
ducirla. Finalmente, sugiere que un gobierno democrático debe sentir
la responsabilidad de regular el foro público de opiniones para asegurar
que todos tengan la misma oportunidad de ejercer alguna influencia en
el sistema político, incluso si no todos tienen la intención de aprovechar
esa oportunidad; si quienes tienen más poder material para intervenir en
la influencia política se abstienen de utilizarlo; o si los políticos electos
son lo suficientemente virtuosos como para no escuchar la presión de
ciudadanos influyentes.

70
Sobre la formulación de las elecciones para permitir a los ciudadanos controlar a los
responsables de la formulación de políticas e influir en ellos, véase G. Bingham Powell
Jr. (2000: 4-7).

82
Democracia desfigurada

Poder comunicativo

Si el foro público ha de ser libre y abierto a todos, y en sesión continua,


todos deberían poder hacer uso de él (...) Las libertades protegidas por
los principios de participación [es decir, el sufragio igualitario] pierden
gran parte de su valor siempre que se permita a los que tienen mayores
recursos privados utilizar sus ventajas para controlar el curso del debate
público. Esto se debe a que, eventualmente, estas desigualdades permiti-
rán a los que están mejor situados ejercer una mayor influencia sobre el
desarrollo de la legislación. (Rawls, 1971: 23)
Con estas palabras ejemplares, John Rawls expresó la idea de justicia
política en 1971. El argumento de Rawls reformuló un pensamiento que
estaba muy extendido en las primeras décadas de la posguerra y que puede
detectarse en la discusión de Robert Dahl sobre la condición necesaria
para lograr la igualdad política y, también, en la visión (anterior) de Je-
rome Barron (1967) de que “hay desigualdad en el poder de comunicar
ideas, así como hay desigualdad en el poder de negociación económica,
reconocer lo segundo y negar lo primero es quijotesco”. Si reconocemos
que la participación política en la democracia se hace también con la
“comunicación de ideas”, y no solo votando, continuó Barron, debemos
reconocer también que “la información pública es vital para la creación
de una ciudadanía informada” y que una aproximación democrática hacia
la libertad de información y el poder de la influencia no implica la no
interferencia del gobierno sino una política que regule la intervención
o que elimine las barreras de acceso de los ciudadanos a estos medios.
Aplicando el principio de los medios de comunicación o del poder de
la influencia de Rawls, que plantea que las reglas procedimentales son
valiosas en sí mismas porque, como un “proceso puro”, hacen posible
la igualdad en la libertad, Baker diseñó una distribución democrática
de principios para el poder comunicativo que requiere una máxima dis-
persión de la propiedad de los medios (Rawls, 1971: 7-8). Esta es una
indicación normativa que no recibe su validez de la evidencia empírica.
Su justificación consiste en lo que permite:
… es decir, la formación del foro público en el que se apoya la democra-
cia: el reconocimiento de que el poder del dinero es un factor que otorga
una ventaja injusta en el ejercicio del poder político, aunque y a pesar de
que cada voto tiene formalmente el mismo peso y cada ciudadano tiene

83
Nadia Urbinati

formalmente un solo voto a su disposición. Un orden político democrá-


tico implica, en parte, una lucha entre diferentes grupos, cada uno con
sus propios proyectos e intereses, sus propias necesidades y sus propias
concepciones de lo que es un mundo social deseable. (Rawls, 1971: 8)
Las condiciones igualitarias se refieren a la posibilidad que todos los
ciudadanos deberían tener de participar en la formación, manifestación
y exposición de estos puntos de vista.
Independientemente de su concepción de la democracia, ya sea
procedimental, constitucional o participativa, todos los teóricos de la
democracia sostienen que la competencia de ideas y de visiones políti-
cas es una condición fundamental para que los ciudadanos formen sus
opiniones y tomen sus decisiones. Dado que el Estado democrático no
debe tener ningún interés en igualar voces, sí debe tenerlo en asegurar-
se, “en una república donde el pueblo es soberano, la capacidad de la
ciudadanía para tomar decisiones informadas sobre los candidatos a los
cargos públicos”.71 Lo que Walter Lippmann (1997: 10) llamó, de manera
despectiva, el “pseudoambiente” que permanece “entre el hombre y su
ambiente” es un bien político en la democracia, es el escenario en el que
la participación política ocurre. También es un terreno paradigmático
de conflicto entre la política o la esfera de los intereses públicos y los
intereses privados o la esfera de lo social. En este terreno, y más que por
el derecho al sufragio, es donde surge la batalla por la igualdad política
en la democracia contemporánea.

Cadena de indirectividades
Hemos aclarado las consecuencias políticas de la libertad de expresión,
lo que hace de la opinión una fuerza política en la democracia moderna,
y por qué es justificable la intervención legal para proteger la igualdad
de libertad en el foro. A continuación, pondremos nuestra atención en
la cuestión de la “calidad” de la doxa o los medios por los cuales las opi-
niones se basan para su formación y comunicación. Contrario al poder
del derecho a voto, la formación y la expresión de las opiniones de los
ciudadanos requieren mucho más que determinación para actuar.
Aunque se identifique con la voz y con la decisión de un individuo
de decir lo que piensa, la opinión no se basa solamente en la voz y la
71
Ver en “Citizens United v. Federal Elections Commission” (2010: 23).

84
Democracia desfigurada

elección del individuo de utilizarla. Los derechos a la libertad de expre-


sión y de opinión se ejercen con la ayuda de herramientas técnicas. Esta
indirectividad material está preparada para convertirse en una nueva fuente
de desigualdad.72 De hecho, para hacer que su opinión sea escuchada o
influya, los ciudadanos deben hacer el esfuerzo adicional de elegir entre
refinar su capacidad retórica o pensar y hablar franca y abiertamente.
Estas cualidades individuales, tradicionalmente, hicieron referencia a la
evidencia de algunas formas de desigualdad natural que el derecho igua-
litario a la participación no solo no elimina sino que, además, contribuye
a mostrar e incluso a exaltar (Dworkin, 1987). La descripción clásica de
la democracia como un gobierno en el cual los ciudadanos usan solo la
argumentación es inadecuada porque, aunque los ciudadanos no pueden
utilizar el dinero directamente, los medios que necesitan para dar a luz y
hacer públicas sus opiniones son costosos y requieren dinero. Siguiendo
la idea de Rawls (2001: 149) de que el goce de la libertad consiste tanto
en “gozar de las libertades básicas como del valor de esas libertades”,
podemos concluir que “sin los medios económicos para ejercer la libertad
de expresión, podría decirse que este derecho no tiene ningún valor”.73
Las desigualdades en las cualidades personales, como la buena habili-
dad retórica o las competencias adquiridas para el escenario político, son
limitadas en comparación con la propiedad y el control desigual de los
medios de comunicación. Si bien los ciudadanos democráticos reivindican
y adquieren el mismo derecho a participar, esto no asegura que vayan a
tener el mismo impacto en las agendas y en los líderes políticos si sus voces
no se expresan para ser escuchadas más allá de su acotado círculo social
y, además, si no tienen la fuerza suficiente para hacerlo. El medio tecnoló-
gico, ubicado entre el derecho a la libertad de expresión y la “visibilidad”
real de las opiniones, es un factor crucial que se suma a la singularidad de
la democracia representativa como gobierno de opinión.74 La cuestión del
72
Los recursos materiales necesarios como base para cualquier esfera pública y, por lo
tanto, el tema de una nueva forma de desigualdad que las ventajas económicas introducen
en la formación de la opinión pública, ya fue subrayado por Habermas (1991). En esto
reside la importancia de su distinción entre la esfera pública y tanto el Estado como el
mercado. Como observa Graham (1997: 362), nos vemos obligados a preguntarnos “qué
nuevas instituciones políticas y nueva esfera pública podrían ser necesarias para el control
democrático de una economía y una política global”.
73
. Cf. Corey Brettschneider (2010: 1014).
74
Aunque este no es el único factor que hace que los ciudadanos con economías desigua-
les sientan que su voz “probablemente sea inútil” porque los representantes están más

85
Nadia Urbinati

tamaño geopolítico de los Estados modernos es un factor importante que


sirve para explicar esta singularidad. Como sabemos, Aristóteles pensaba
que una ciudad demasiado grande no podía ser una comunidad política
porque ningún heraldo tendría una voz tan fuerte como para ser escuchada
por todo el pueblo. Sin embargo, el tipo de indirección de la que estamos
hablando aquí no está relacionada con el tamaño.
No es lo mismo emitir una opinión que hacerla comunicativa. La
“comunicación”, escribió Niklas Luhmann (2000: 4), “solo se produce
cuando alguien mira, escucha, lee y comprende al punto en que podría
después reiterar esa comunicación”. El mero acto de pronunciar algo,
entonces, no constituye, en sí mismo, comunicación.75 Las opiniones no
se refieren solamente al habla, sino al habla en común con otros; y, cuando
la comunidad es grande, necesitamos de una ayuda adicional para hacer
posible la comunicación. Según Kant (1991: 247):
Es cierto decir que mientras que una autoridad superior puede privarnos
de la libertad de expresión o de escritura, no puede privarnos de la liber-
tad de pensamiento, ¡pero cuánto y con qué precisión pensaríamos si no
consideráramos hablar, en comunidad, con otros a quienes comunicamos
nuestros pensamientos y nos comunican los suyos!
El fundamento teórico de Kant para la comunicación encontró su
mayor apoyo en el juez Thurgood Marshall, quien argumentó lo siguiente
en “Kleindienst v. Mandel” (1972):
… la libertad de expresión y la libertad de escucha son inseparables; son
dos caras de la misma moneda (...) Pero la moneda en sí es el proceso
de pensamiento y discusión. La actividad que transforma a los hablan-
tes en oyentes y a los oyentes en hablantes en el intercambio vital de

dispuestos a responder y escuchar a los ciudadanos que son socialmente más poderosos.
Así, Bartels (2008: 285-288) y otros han argumentado que los funcionarios electos otorgan
“más peso a las preferencias de los electores ricos y de clase media que a los electores
de bajos ingresos”, como si la voz contara en proporción al poder económico de la clase
social de donde proviene.
75
Para Eco (1967: 140-51) y Baudrillard (1981: 171-182), la tecnología y la comunicación
masiva escapan completamente a nuestro control, y esto nos hace menos comunicativos
con los demás porque somos menos capaces de ponernos en una distancia crítica; las
comunicaciones absorben más de lo que nos hacen participar.

86
Democracia desfigurada

pensamientos es el medio indispensable para el descubrimiento y la


difusión del pensamiento político.76
Un foro público es este medio de comunicación, y presume más que
simplemente la voluntad de hablar y escuchar. “Si la gente no es escu-
chada, y si no habla, tanto la democracia como la deliberación están en
riesgo” (Sunstein, 2001: 155).
El derecho a la libertad de expresión requiere algunas condiciones
externas y materiales que hagan que nuestras opiniones puedan ser comu-
nicadas, si lo que queremos lograr a través del habla es la comunicación,
es decir, si el habla está destinada a servir a un objetivo público, y no
simplemente a estar entre amigos (este era también, según Cicerón, la
diferencia entre sermo y eloquentia). El público de una gran polis necesita
algunos instrumentos técnicos para existir. Sin embargo, como dispo-
sitivos técnicos, los medios de comunicación conllevan algunas cargas
pesadas, porque dependen y necesitan dinero y experiencia técnica, es
decir, factores materiales que condicionan fuertemente el principio de
igualdad de derechos y oportunidades. En la decisión antes mencionada,
el juez Marshall supuso que ese tema de la comunicación no debe pasar
por alto “las que pueden ser cualidades particulares inherentes a sostener
el debate cara a cara, la discusión y el cuestionamiento” (Bezanson, 2003:
180). Nadie nos ayuda a captar la relación entre la autonomía de juicio
y el “canal”, los medios de comunicación y el gobierno constitucional,
mejor que Aristóteles.
Aristóteles argumentó que la pequeña escala de la polis y las relacio-
nes directas entre los ciudadanos en su vida cotidiana son condiciones
cruciales para la libertad política: un Estado “compuesto por tantos (…)
no será una ciudad, ya que difícilmente pueda tener una constitución
(...) ¿Quién puede ser el líder de una masa excesivamente grande? ¿Y
quién puede ser su heraldo, a menos que alguien tenga la voz de Sten-
tor?”. El heraldo era considerado crucial porque los pensamientos de los
ciudadanos, también cruciales, dependían de él. La democracia antigua
no se distinguía solo por el involucramiento de los ciudadanos en la
política, sino porque estos juzgaban directamente y tomaban decisiones

76
A “Kleindienst v. Mandel” los académicos lo consideran un caso histórico para la
interpretación de la Primera Enmienda porque implica la consideración conjunta de la
comunicación como un derecho, aunque la “protección” de este derecho no tuvo “gran
influencia en la Corte” (Bezanson, 2003: 181).

87
Nadia Urbinati

de acuerdo a sus “presuposiciones ideológicas y al mejor interés para su


Estado y para ellos mismos” (Aristóteles, 1977: 262).77 Los medios técni-
cos no se interponían entre las personas y sus opiniones. Parafraseando
las palabras utilizadas por la Corte en “Miami Herald v. Tornillo”, existía
un “verdadero mercado de ideas” con “un acceso relativamente fácil al
canal de comunicación”. En la democracia contemporánea, en cambio, el
“mercado de ideas” no es un mercado abierto y verdaderamente libre. “Los
periódicos se han convertido en un gran negocio y hay muchos menos de
los necesarios para atender a toda una gran población alfabetizada”, con
la consecuencia de que estos “medios” no son simplemente vehículos que
transportan ideas y opiniones, sino poderes puestos en “unas pocas manos”
que “informan” a los ciudadanos y “dan forma a la opinión pública”. El
problema aquí no es, simplemente, que no todos tengan el mismo acceso
al “mercado de las ideas”, sino también que algunos tengan una voz más
fuerte que otros debido a su riqueza y pueden emplearla para amplificar sus
voces y conseguir con más facilidad sus agendas. La igualdad está siendo
infringida de manera sustancial, y esto es un desafío a la libertad política.78
La afirmación de Aristóteles de que la población y el territorio tenían
que ser de un tamaño limitado deriva de su exigencia de que los ciuda-
danos sean social y políticamente autosuficientes. Esto podría explicar
por qué la isegoría, “el derecho universal a hablar en la Asamblea, fue,
a veces, empleado por los escritores griegos como sinónimo de demo-
cracia” (Finley, 1985: 19), ya que ambos debían ser llevados a cabo sin
mediación. En Aristóteles, la noción de autosuficiencia se refiere tanto a
la producción de ideas y opiniones como a su expresión en la asamblea.
Los ciudadanos necesitaban tanto un juicio independiente como
independencia económica para actuar como sujetos autosuficientes.
Necesitaban tanto bienes materiales como conocimientos para poder
tomar decisiones libres y responsables. Según Aristóteles, los ciudadanos
debían formular sus juicios individualmente –y no en masa– en las dos
esferas públicas en las que tenían poder de decisión: la distribución de
los cargos políticos y la ejecución de las leyes. Tanto la distribución del

77
Véase, también, Moisés I. Finley (1985: 17-18) y Josiah Ober (1989: 118-119, 123-127
y 134).
78
También, para la cita de “Miami Herald v. Tornillo”, ver Chris Demaske (2009: 39-41).
El argumento de que la libertad de expresión es un derecho del ciudadano y tiene una
conexión directa con el principio de autodeterminación ya fue presentado por el juez
Louis Brandeis en 1920 y revisado recientemente por Robert C. Post (1995).

88
Democracia desfigurada

poder (cuando los ciudadanos elegían a los magistrados) como la admi-


nistración de justicia (cuando se juzgaba la acción de la gente) requerían
del conocimiento directo. Así como los jueces no podían ejercer su labor
con un conocimiento indirecto o de segunda mano sobre sus casos, los
ciudadanos no podían elegir buenos magistrados o hacer buenas leyes sin
un conocimiento de primera mano de las cualidades de los candidatos.
Mientras que en las antiguas repúblicas el único intermediario entre
los ciudadanos y las instituciones era el heraldo; en la democracia mo-
derna, la comunicación y la información son una construcción de actores
intermediarios que también dirigen el sistema de elección de candidatos,
el desarrollo de las agendas políticas y la formación de opiniones sobre
aquellas cuestiones que están preparadas para convertirse en objeto de
juicio público. En la democracia antigua, los ciudadanos podían ver y
comprobar las cualidades personales del líder u orador y juzgarlo direc-
tamente. En la moderna, las cualidades del candidato y la información
sobre el comportamiento de los funcionarios electos se construyen y
transmiten, de forma artificial, a la ciudadanía. Además, se convierten en
un espectáculo destinado a divertir, distraer, provocar o sedar a un público
que, por esta razón, está formado por ciudadanos reactivos pero pasivos.79
Por lo tanto, los ciudadanos modernos son más pasivos, no solo porque
eligen líderes políticos en lugar de decidir directamente, sino también
porque no disfrutan de la misma oportunidad de ver y ser vistos o de
que sus ideas se discutan y se escuchen. Dentro de la democracia repre-
sentativa, Mill (1977: 457-460) se quejó, en 1861, de que Temístocles y
Demóstenes hubieran tenido que ganar escaños en el parlamento para
poder ser escuchados y de que hubieran dependido de la mediación de
un partido para ser candidatos. Aún más, hubieran necesitado un sistema
de medios lo suficientemente amigable para agradar a la audiencia o a los
grupos de presión poderosos, a fin de que financien su campaña electoral
para obtener leyes a su favor. En la democracia moderna, el juicio públi-
co, un poder indirecto por derecho propio, es indirecto también en las
condiciones que lo hacen efectivo. Esa cadena de indirectividad es la que
debe alertar a los ciudadanos sobre la calidad de su igualdad de derechos

79
La democracia directa era una política de la personalidad porque era una política basada
en el conocimiento directo y la audición directa; la única mediación fue la interacción
cotidiana entre los ciudadanos y su intercambio de opiniones sobre temas y líderes (Fin-
ley, 1996: 97).

89
Nadia Urbinati

cuando evalúan cuestiones de libertad de opinión en la esfera pública de


la información y la comunicación.

Dos conceptos de libertad


Para parafrasear a Aristóteles, los ciudadanos contemporáneos no
cuentan con la autosuficiencia necesaria para recopilar e interpretar
información ni para obtener una comunicación efectiva. Esta falta de
autonomía reduce, en grandes términos, su oportunidad de emitir pensa-
mientos políticos autónomos y, además, de ejercer control sobre aquellos
a quienes han elegido para gobernar. No es únicamente su participación
la que sufre aquí. Es su libertad, que es débil e ineficaz. La violación de
la igualdad de libertad en el ámbito de la opinión es una violación de los
pesos y contrapesos; que se traduce, por un lado, en una concentración
de poder y, por el otro, en la falta de un contrapoder que pueda frenar o
resistir al poder despótico y abusivo.
En una democracia en la que el poder más importante de los ciuda-
danos es esencialmente uno “negativo” –es el poder de juzgar e influir,
más que el de hacer las cosas– el hecho de que el poder indirecto sea
manejado a través de una cadena de intermediación que depende, en gran
medida, del dinero y, por lo tanto, es estructuralmente desigual, implica
que puede ya no ser un poder de control efectivo. Mejor dicho, el poder
indirecto aparece como la fuente de un poder nuevo y omnipresente fuera
del control de los ciudadanos. En lo que se ha definido como “un caso
histórico”, que se convirtió en un precedente para la política de no inter-
vención gubernamental como la mejor herramienta para contrarrestar la
monopolización en la industria de los medios, el juez Byron White argu-
mentó que “es el derecho de los espectadores y oyentes, y no el derecho
de los emisores, lo primordial. El propósito de la Primera Enmienda es
preservar un mercado sin inhibiciones, ya sea por el propio gobierno o
por licencias privadas”.80
Si bien podrían surgir argumentos que contrarresten el monopolio que
propone la estrategia intervencionista por parte del poder legislativo, lo
que me interesa aquí es destacar el importante reconocimiento de que el
rol del Estado es proteger el flujo de información contra la concentración
de poderes y de que la libertad de quienes se encuentran en una condición

80
Ver “Red Lion Broadcasting Company v. FCC” (1969), citado en Bezanson (2003: 176).

90
Democracia desfigurada

de pasividad –como la audiencia– es el primer bien que debe ser protegido


por el derecho. La indirectividad que la tecnología y el dinero impulsan en
la política empeora la relación desequilibrada entre el hablante y el oyente
que el estilo retórico tradicional de comunicación brindaba, y hace que
el oyente necesite una mayor protección que el hablante. Además, reco-
noce la existencia de un enfrentamiento entre los derechos de propiedad
privada y el derecho político de los ciudadanos a recibir información o
simplemente tener acceso a la comunicación.81
De este modo, la comunicación es el terreno de un nuevo conflicto
dentro de la democracia representativa entre la libertad negativa y la po-
sitiva (Goodman, 2007: 1211-1217). Así, como bien le da “sustancia” al
principio de autogobierno, necesita ser protegida. Esta es, en la tradición
de Brandeis, una función importante de la Primera Enmienda.82 En la
concepción liberal tradicional de la libertad de expresión, la protección
de la expresión se considera en tanto que asume que el individuo es un
soberano autónomo frente a todos los demás individuos y a la sociedad.
La resistencia a considerarla también como parte de un derecho político,
o como el derecho a participar, se basa en el supuesto de que la libertad
de expresión no puede exponerse a una relación conflictiva con otros
bienes, como la igualdad, para evitar el riesgo de restringirla o el de una
interferencia coercitiva.
Sin embargo, la cuestión aquí no es el conflicto entre libertad e igual-
dad, sino entre dos concepciones de la libertad. Una de ellas se interpreta
como la pura no interferencia y la otra, como interactiva o política. La
intervención del gobierno no debe estar orientada al contenido (contra
el cual la no intervención o la anticoacción tienen razones sacrosantas)
sino que debe estar atenta a garantizar el funcionamiento de los derechos
políticos básicos: el propósito de la libertad de opinión es también permitir
que los ciudadanos participen en el debate sobre los temas públicos y que

81
Cf. el informe mayoritario del juez Black en el caso “Marsh v. Alabama” (1947). Este
es un caso relacionado con la distribución de literatura (propiedad de la empresa) en una
ciudad: “Para actuar como buenos ciudadanos deben estar informados”. Así, los derechos
de propiedad de esa corporación no podían superar el derecho político de los ciudadanos
a recibir información (Bezanson, 2003: 174).
82
Un excelente análisis teórico e histórico de la base del derecho de comunicación en la
interpretación de la Primera Enmienda fue el núcleo de las conferencias Tanner de Robert
C. Post en la Universidad de Harvard, del 1 al 3 de mayo de 2013. La versión final de
estas conferencias está en prensa en Harvard University Press.

91
Nadia Urbinati

sus recursos materiales no los privilegien ni los penalicen.83 La democracia


constitucional ha superado el enfoque liberal del siglo xix para ser cohe-
rente con el principio del autogobierno y con sus normas. Los criterios de
una política democrática de la comunicación son la capacidad de respuesta
y la igualdad de oportunidades. Los políticos electos y las instituciones
deben ser responsivos con los ciudadanos y, para que esto suceda, se
necesita una interpretación precisa de los temas e intereses políticos, y
no, simplemente, elecciones regulares. La distribución de oportunidades
para hablar y ser escuchado también es central porque es la premisa gra-
cias a la cual los ciudadanos contribuyen tanto en la elaboración de las
agendas políticas como en el control y seguimiento de los políticos y las
instituciones. Estos criterios son consecuentes con una visión diárquica
de la democracia dentro de la cual los ciudadanos juegan dos roles: como
participantes en la elección de sus candidatos representativos y como
“árbitros finales o jueces de las contiendas políticas” (Dworkin, 1997).84
El objetivo es cumplir la promesa básica de la democracia, no crear una
democracia superlativa o una visión ética de la buena sociedad.
Esto se suma al argumento de que el ámbito de la opinión política
requiere estrategias de control similares a las que ha adoptado la demo-
cracia constitucional para regular el poder de acción de la voluntad. En
la democracia moderna, para que un foro público esté abierto a todos, la
formación de opiniones y la comunicación requieren más que la protección
de la libertad de expresión y más que la estrategia liberal clásica de no
intervención estatal. La política constitucional de no intervención guber-
namental, probablemente, ya no sea suficiente y puede que sea necesaria
una legislación democrática que no se abstenga de hacer, sino más bien
que adopte una estrategia activa para contrarrestar el poder económico
en el foro público. Se necesita una estrategia más activa porque, al apelar
a los derechos de expresión de los individuos, el enfoque liberal clásico
no logra prestarle la atención adecuada a las injusticias políticas que
surgen de la desigualdad profunda en la capacidad para ser escuchado.85

83
Cf. Owen M. Fiss (1966: 9-12).
84
La idea de Pettit (1997: 171-205) de control y contestación también es compatible con
esta visión, aunque está inspirada en un sesgo hacia las instituciones representativas.
85
Bartels (2008: 252-282) encontró evidencia de que el gobierno no sopesa los intereses de
los sectores más bajos de la población y que su arbitrariedad general crece en proporción
al número de ciudadanos que no son escuchados o que, simplemente, son excluidos de
los medios de comunicación que podrían hacer que su voz sea más fuerte.

92
Democracia desfigurada

Un nuevo problema
El conocimiento sobre el impacto de la tecnología en la formación del
pensamiento y en la influencia política ya existía en el siglo xviii, cuando
intelectuales progresistas y pensadores políticos propusieron extender la
educación a todos los ciudadanos mediante la puesta en marcha de un
sistema nacional de escolarización para que fueran capaces de utilizar
materiales impresos y participar en el proceso democrático de selección
y pensamiento con responsabilidad y competencia. El papel de la educa-
ción en la filosofía social del progreso y la desigualdad política de Nicolás
de Condorcet es uno de los ejemplos más impresionantes, aunque no el
único, de esa atención novedosa que se les prestó a las condiciones de
formación de la opinión. Son ejemplos de que el derecho a la ciudadanía
es más rico que el derecho al voto en una democracia representativa.
Condorcet pensaba que lograr una participación masiva y competente a
través de la educación era la tarea más importante que debía perseguir un
gobierno republicano, junto con la protección de la libertad de prensa y
el progreso del conocimiento científico.86 Formar a los ciudadanos para
que utilicen y se comprometan con la información y la educación cien-
tífica fue una premisa necesaria para que la democracia moderna echara
raíces. A mediados del siglo xx, John Dewey (1946: 48-49) adaptó esta
visión ilustrada y cívica a las exigencias derivadas de la democracia en una
sociedad industrial y distinguió entre el conocimiento y la comprensión.
Uso la palabra “comprensión” en lugar de conocimiento porque, desafor-
tunadamente, para mucha gente el conocimiento significa “información”
(...) No quiero decir que podamos tener comprensión sin conocimiento,
sin información; lo que digo es que no hay garantía (...) de que la adqui-
sición y acumulación de conocimientos creará las actitudes que generen
una acción sabia.
Basándose en esta intuición, la democracia moderna ha convertido a la
educación en un derecho/deber de los ciudadanos, cuya implementación
requería de la intervención del Estado, más que de su abstención.
Hoy, las cuestiones de la formación de opinión y de la comunicación
parecen requerir una actitud cultural renovada porque, por un lado, se
supone que los nuevos medios que nos aporta la tecnología ponen en
movimiento las mentes individuales o la comprensión crítica (y no lo
86
Véase, en particular, Nicolas de Condorcet (1989).

93
Nadia Urbinati

hacen para adoctrinar o inculcar opiniones realmente hechas) y, por otro


lado, requieren tal abundancia de poder económico que hacer que el go-
bierno no intervenga es contraproducente para la democracia. Preservar
la libertad igualitaria requiere estrategias que nos mantengan atentos a la
composición social de las clases; y la concentración del poder económico
es una circunstancia a considerar al discutir la libertad en la formación de
la opinión. El problema actual no es declarar derechos sino implementar-
los y protegerlos, un esfuerzo que las asambleas legislativas hacen mejor
que los tribunales constitucionales porque requiere de una intervención
estatal en forma de arreglos institucionales y dinero; requiere, además,
la voluntad de hacer que los derechos se respeten de forma eficaz y justa
para todos (O’Donnell, 2010: 105-109).87 La organización capitalista de
la sociedad y el Estado burocrático hacen del “Estado de derecho” un
desiderátum más que un hecho, no solo porque ningún Estado, sin im-
portar cuán liberal y democrático sea, “trata a todos los ciudadanos por
igual ante la ley”, sino también porque la desigualdad social impacta a la
hora de aplicar la ley: “La ley puede ser muy predecible para los sectores
privilegiados, mientras que sigue siendo tremendamente errática para los
más desfavorecidos” (Holmes, 2003: 21-22).88

Dispersión versus concentración


Una sociedad es democrática cuando las personas reconocen la des-
igualdad como un obstáculo a su libertad y cuando, en consecuencia,
organizan el sistema legal institucional con el objetivo de superarla,
“cuando se extienden los derechos de todos los miembros de una comu-
nidad para participar libre y plenamente, para votar, reunirse, acceder a
la información, disentir sin intimidación y ocupar cargos en los más altos
niveles políticos” (Winters, 2011: 4). Por lo tanto, el gobierno de opinión
requiere esfuerzos adicionales para ubicar a los ciudadanos en la condición
de acceder fácilmente a la información y a los medios, para comunicarse
y desarrollar ciertos hábitos mentales críticos que los capaciten para estar
atentos a los eventos de interés público y lo bastante desconfiados hacia
las opiniones ampliamente compartidas, para así preservar su poder
87
Dawood (2006: 272) escribió sobre qué rama del gobierno es más apta para abordar la
cuestión de que la desigualdad en la riqueza se traduce en desigualdad política.
88
Sobre el impacto de la desigualdad económica en el desempeño de las instituciones
estatales y las leyes, véase el ensayo de revisión de Alfred Stepan y Juan J. Linz (2011).

94
Democracia desfigurada

negativo de control sobre las creencias establecidas, las instituciones y


los funcionarios públicos. Su esfuerzo es doble: preservar la igualdad de
derechos como condición para el pluralismo y resistir las concentraciones
de poder. Basándose en una línea de pensamiento similar, desde el siglo
xix en adelante, los autores liberales pensaron que era necesario revita-
lizar el papel negativo de la libertad de expresión para convertirla en un
escudo contra el potencial de un nuevo tipo de tiranía: la de la opinión
de la mayoría. Desconfiaban del hecho de atribuirle un papel positivo al
Estado en la protección de la igualdad de condiciones del diálogo público
porque ubicaban a la fuente de este nuevo poder omnipresente dentro
del Estado democrático, debido a su propensión natural a buscar la uni-
formidad de ideas para formar mayorías.
Como hemos dicho, en la tradición liberal inaugurada por Mill (va-
rias generaciones de jueces, abogados y teóricos estadounidenses) ha
interpretado el texto de la Primera Enmienda de acuerdo con el valor
político del “mercado de ideas” y el “modelo de fortaleza” de la libertad
de expresión, que el Estado protegía al no interferir. En consecuencia, la
preservación de este derecho, sostuvo Lee C. Bollinger (1986: 215-228),
requería técnicas alternativas que trascendieran “la construcción de una
autoridad legal aparentemente inalterable” para abordar los problemas
planteados a la libertad de expresión por el uso de dinero privado en la
política y en la comunicación mediática. Pero el rol del mercado en la
tecnología de los medios y del dinero privado en la compra de estacio-
nes de televisión, que suministra medios de información y patrocina
campañas electorales, son desafíos enormes para el paradigma liberal de
la no intervención. De hecho, debido a que las sociedades democráticas
contemporáneas se enfrentan a la concentración de poder, se necesita de
la interferencia del Estado para requilibrar los poderes y así proteger, de
manera más efectiva, el derecho básico a la libertad de expresión.89 La
concentración de los medios, como cualquier forma de concentración del
poder, es una amenaza para la democracia porque amenaza la libertad
igualitaria (Bagdikian, 2004: 3). Resistir la erosión de la igualdad política
es, por tanto, una batalla por la libertad.

89
Sobre la progresión de la concentración de poder en los medios en los Estados Unidos,
véanse la primera y segunda edición de Ben H. Bagdikian (1983 y 2004). Para una visión
comparativa de la situación de Europa, véase Peter J. Humphreys (1996) y, además, la
investigación altamente informativa de Daniel C. Hallin y Paolo Mancini (2004).

95
Nadia Urbinati

Ya en 1947, el informe de la comisión Hutchins señalaba la corre-


lación intrínseca entre la concentración de poder y la “menor propor-
ción de personas que pueden expresar su opinión e ideas a través de la
prensa”. El informe terminaba declarando que la concentración es mala
para la democracia y una amenaza para la libertad de prensa.90 De igual
manera, no existe un acuerdo sobre la interpretación de este fenómeno.
Recientemente, los académicos estadounidenses que estudian la opinión
pública han descartado el argumento en contra de la concentración de
la propiedad porque ya no es un problema debido a la fragmentación
de la información y de la comunicación que produjo Internet (Shapiro
y Jacobs, 2011: introducción).91 Además, no hay acuerdo sobre los me-
dios para hacer frente a la amenaza de concentración (no todos están a
favor de que la ley deba usarse para reducir o contrastar directamente
la concentración de los medios).92 Sin embargo, es un hecho observable
que la concentración existe en las democracias consolidadas (aunque
no todos los Estados tienen la misma legislación antimonopólica en los
medios televisivos; algunos son más vulnerables que otros a este poder
en ascenso) y que este puede ser el escenario que dé lugar a nueva forma
de “despotismo indirecto”, para usar una expresión profética acuñada
por Condorcet en 1789.
Algunos académicos han cuestionado el argumento de la protección
de la diversidad al señalar que es imposible decir cuántos puntos de
vista conforman una sociedad pluralista.93 Sin embargo, esta perspectiva
consumista es incorrecta porque el problema no es la cantidad, ya que el
principio democrático de la dispersión del poder no se basa en el contenido
sino en el procedimiento. Desde una perspectiva basada en el contenido,
Baker (2007: 15) observó:

90
Ver en Commission of Freedom of the Press (1947: 1, 5, 17, 37-44 y 83-86).
91
Sin embargo, este argumento es débil o incompleto porque la libertad de Internet es en
sí misma un objeto de controversia y un tema problemático. El dominio de las empresas
privadas en las industrias de software y hardware, así como en los servicios basados en
la web, da a esas empresas y al gobierno una gran ventaja en la inspección y el control,
mientras que, por otro lado, no es en sí mismo un signo de poder difuso. Véase Evgeny
Morozov (2011: 236).
92
Véase, por ejemplo, Zechariah Chafee Jr. (1947: 647-677) y C. Edwin Baker (1994:
15-20).
93
En algunas circunstancias específicas, escribió Steiner (1952: 194-195) hace algunas
décadas, es probable que un monopolio proporcione quizás más eventos o miradas diver-
sas de contenido, precisamente porque quiere ganar a todos los competidores posibles.

96
Democracia desfigurada

… la contribución positiva de la dispersión de la propiedad –o, más en ge-


neral, diferentes tipos de fuentes diversas– debe depender de la predicción
empírica de que esta dispersión le brinda a las audiencias la posibilidad de
elegir entre una gran variedad (deseada) de contenido y puntos de vista.94
Si la dispersión los conducirá a ese contenido no es empíricamente
demostrable. Puede que lo haga como que no. Sin embargo, como afirmo
a lo largo de este capítulo y durante el siguiente, no es una cuestión de
resultado (o de intervención en el contenido) sino de normas y procedi-
mientos democráticos.
Según Baker (2007: 16), la democracia no requiere lo siguiente:
… [que] los hablantes proporcionen o los oyentes elijan un máximo (o
cualquier nivel particular, aunque alto) de diversidad en el contenido
básico. Por otro lado, una ausencia de contenido o de puntos de vista
diversos que refleje pensamientos dependientes pero congruentes de
muchas personas diferentes (...) difiere, en gran medida, de la misma
ausencia impuesta por unos pocos actores poderosos.
La cuestión es puramente de procedimiento porque la diversidad de
fuentes es un “valor de proceso” y no un contenido o un “valor de mercan-
cía”. Confiar en una visión normativa del procedimentalismo democrático
nos permite ser más consistentes en el apoyo a la afirmación de la política
de contraconcentración en el dominio de la formación de las opiniones.
De hecho, no es una visión perfeccionista de la democracia la que puede
guiarnos mejor para ver la gravedad de este problema, sino una visión
que se basa rigurosamente en lo que Bobbio definió como una noción
de democracia de las “reglas del juego” (democrazia delle regole del gioco).

Dos puntos de vista


Las sociedades democráticas han adoptado dos estrategias para resistir
al control y a la concentración de los medios por parte de las corporacio-
nes: a través de leyes de competencia, como la legislación antimonopó-
lica y la legislación específica de los medios, y a través de acuerdos de
subsidio o políticas de subsidio financiero a la diversidad de medios y

Sobre el impacto de los medios en la calidad de la deliberación, ver, entre otros, Benja-
94

min Barber (1997: 208-238) y, en la misma revista, Hubertus Buchstein (1997: 248-63).

97
Nadia Urbinati

periódicos.95 Estas diferencias estratégicas están orientadas a la promoción


de un mismo objetivo: proteger o impedir la desaparición de la diversidad
en los medios de comunicación. La diversidad o el pluralismo son la an-
títesis de la concentración y el monopolio, a la vez que es el carácter de
una sociedad abierta.96 El derecho al voto y los procedimientos electivos
son congruentes con el principio de empoderamiento de los ciudadanos
mediante la distribución del poder entre ellos y evitan que la desigualdad
social se traduzca en desigualdad política. Como explicaré en el capítulo
3, este principio está en el núcleo del argumento antipopulista, ya que
parte de la idea de que el protagonista de la democracia es el ciudadano
individual y no las personas en masa. La democracia empodera a los
ciudadanos al difundir el poder entre ellos.
Esto me lleva de nuevo a los dos puntos de vista –uno orientado al
contenido y el otro orientado a los procedimientos– en relación con los
cuales propongo que consideremos la opinión como el lugar de una forma
“negativa” de poder político que hace que la libertad de expresión y de
asociación no sean solamente derechos del individuo sino también del
ciudadano, lo que finalmente justifica la intervención legal antes que la
abstención. ¿Cuál es el objetivo que queremos alcanzar cuando defende-
mos esta libertad como política y no únicamente como civil?
En consistencia con una perspectiva sobre el contenido, los pensa-
dores de la democracia han argumentado que un foro libre y diverso es
deseable ya que permite tomar una mejor decisión a través del discurso
o la deliberación colectiva. En 1948, Alexander Meiklejohn presentó un
argumento que fue pionero hacia la dirección de una visión perfeccionista
de la democracia. Meiklejohn pensaba que la protección de la libertad de
expresión debía ser para crear un contexto político en el que los ciuda-
danos “políticamente iguales” participen, de manera abierta y pública,
en la elaboración de las decisiones más favorables para su comunidad.
En un brillante análisis sobre la conferencia del juez Holmes de 1897,
“El camino del derecho”, criticó la concepción “mecanicista” de la ley
en el nombre de una concepción ética. Mientras que Holmes invitó a sus

95
En el estado de Nueva York, la ley exige que los partidos políticos publiquen sus anun-
cios por igual en la televisión y en los periódicos locales. Se sigue una estrategia similar
en los países europeos. Cf. Hallin y Mancini (2004).
96
Sobre el valor de la diferencia cognitiva (desde una perspectiva epistémica), ver, más
recientemente, Hélène Landemore (2010: 35-39). Sobre la relación entre la información
dispersa y la diversidad de puntos de vista, véase, también, Sunstein (2006: 46-55).

98
Democracia desfigurada

lectores a ver la ley con el ojo del “hombre malo” o del infractor, Meikle-
john propuso, en cambio, verla, en primer lugar, con el ojo del “buen
hombre” para comprender a los derechos y a la ley como el medio para
lograr una comunidad autónoma.
En oposición a la filosofía federalista, Meiklejohn pensaba que tomar
a los hombres tal como son (potencialmente malos en lugar de virtuo-
sos) no era la mejor forma de comprender la constitución. Una mejor
forma era ver a “un juez o un ciudadano” como “un buen hombre, un
hombre que, en sus actividades políticas, no está simplemente luchando
por lo que, según la ley, puede obtener, sino que está ansioso y sirviendo
generosamente al bienestar común” (Meiklejohn, 2004: 77).97 La Cons-
titución como un medio para implementar una democracia más perfecta
era la visión que tenía Meiklejohn sobre el foro de opinión. Su modelo
era la democracia de reunión ciudadana de la Nueva Inglaterra, en la que
la gente se reunía no para hablar sino para “hacer negocios” (Ibíd.: 23).
Además, consideraba lo siguiente:
Ahora, en ese método de autogobierno político, el punto máximo de inte-
rés no son las palabras de los oradores, sino las opiniones de los oyentes.
El objetivo final de la reunión es la votación de decisiones acertadas. El
bienestar de la comunidad requiere que quienes deciden los problemas,
los comprendan. Deben saber qué es lo que están votando. Y esto, a su
vez, requiere que, en la medida en que el tiempo lo permita, se presenten
en la reunión todos los hechos e intereses relevantes para el problema.
(Ibíd.: 24-25)
Meiklejohn sostuvo la libertad de expresión en una relación causal
con el logro de un bien: una deliberación sabia y competente que, a
su juicio, era el cumplimiento de la autoridad soberana del pueblo, en
efecto, la promesa de un gobierno democrático. Si retomamos el análisis
previo sobre las facetas de la doxa, es claro que él resaltó solo el carácter
integrador y consensual, y convirtió así a la libertad de expresión en un
asunto político, en la medida en que es funcional a la formación de la “in-
teligencia pública” (ibíd.: 70). Existe una visión epistémica-perfeccionista
en su idea del autogobierno, por lo que le dio a la libertad de expresión
un valor ético, además de un significado político, en la medida en que

97
Para un comentario perspicaz de las posiciones de Holmes y Meiklejohn, véase Bollinger
(1986: 145-174).

99
Nadia Urbinati

permitiría a un colectivo de personas diversas desempeñarse en con-


junto de forma correcta y tomar decisiones que no fueran simplemente
válidas o formalmente legítimas, sino también favorables. El objetivo de
Meiklejohn era lograr no solo una sociedad democrática, sino también
una comunidad racional que alcanzara mejores resultados para todos. A
fin de no ser “mecanicista”, propuso una lectura funcionalista del foro de
ideas, con el objetivo de lograr una comunidad más perfecta.98
Podemos reconocer en el argumento de Meiklejohn, el eco del ideal
de la autoridad de la razón transferida a las asambleas colectivas del siglo
xviii (lo que hoy se llama la “sabiduría de la multitud”): si los buenos pro-
cedimientos y las reglas (como la libertad de expresión en una asamblea
pública) están bien concebidos y ejecutados, el conjunto de la sociedad
no será menos capaz de dar buenas razones o decisiones correctas que un
solo experto o un rey-filósofo. Como veremos en el próximo capítulo, un
componente importante de la teoría democrática contemporánea sigue
este camino racionalista o epistémico. Sin embargo, ¿es esta visión de
la democracia orientada a los resultados la única manera de defender la
libertad de expresión como un derecho político? ¿Qué tipo de respuesta
se puede idear que no retome el paradigma liberal “privado” y, sin em-
bargo, no renuncie a sostener una concepción procedimental política
democrática que no sea perfeccionista?
Repasemos, primero, la objeción liberal a la línea de pensamiento de
Meiklejohn. El liberalismo establece un dualismo entre la libertad indivi-
dual y la participación política, dentro del cual la primera ocupa el lugar
de la libertad básica y la segunda es una forma de poder o un método para
tomar decisiones. Como plantea el argumento liberal, mientras que la
libertad individual se basa en principios y es fundamental, la participación
política es pragmática e instrumental. Así, si bien el derecho a la libertad
básica debe garantizarse a todos por igual, el ejercicio del poder político
no requiere, en principio, una distribución equitativa para que exista esa
libertad básica. Dentro de este argumento liberal –al que Isaiah Berlin
considera autoritario– la amenaza epistémica de la ilustración democrática
se neutraliza cuando reduce la democracia a un método para seleccionar
una élite, con una declaración de derechos, controles y equilibrios que
protegen la libertad individual al contener el poder de la libertad política.
98
De este modo, pudo defender la libertad de expresión en los años de la caza de brujas
comunista con el argumento de que no deben excluirse del foro público las ideas erróneas
(ibíd.: 44-46).

100
Democracia desfigurada

Históricamente, fue Joseph A. Schumpeter (1942: 250) quien dio la


mejor respuesta liberal contra la interpretación perfeccionista (“la doctrina
clásica”) de la democracia, es decir, la interpretación del método democrá-
tico como un “arreglo institucional para llegar a decisiones políticas (...)
que realicen el bien común”. Su argumento presentaba una concepción
de la libertad de opinión que se basaba en la no interferencia del Estado
porque asumía que la libertad para competir por el liderazgo político
era, en sí misma, un control suficiente del poder, ya que la competencia
“normalmente significa una cantidad considerable de libertad de prensa”
(ibíd.: 272). En la misma línea de pensamiento, Sartori considera que no
debemos invocar al gobierno de opinión bajo el supuesto de que, al dis-
cutir libremente en la arena pública, podemos lograr mejores decisiones.
Debemos invocarlo sobre la base de que la competencia abierta y libre es
básica para que funcione el método de selección electoral. La instrumen-
talización estaba en el núcleo de esta interpretación de los procedimientos
democráticos, que se basó en el supuesto de que las personas en conjunto
son incapaces de tomar decisiones, y mucho menos decisiones sabias. La
libertad de opinión es necesaria para resolver la debilidad de la democracia.
Sin embargo, es posible intentar otro tipo de contrargumento a la visión
perfeccionista que, aunque se basa en una interpretación procesal de la
democracia, no considera al derecho a la libertad de expresión solo como
una forma de libertad negativa y no restringe la participación política a
la simple elección. Este es el marco en el que he situado el argumento
de la libertad de opinión como un componente de los derechos políticos
de los ciudadanos y, de hecho, la condición que justifica la intervención
estatal para bloquear o desmantelar la concentración de poder en el foro
público. La visión de la democracia representativa como una diarquía
apoya esta interpretación.

La vuelta a los procedimientos democráticos


Debido a los medios tecnológicos que requiere la libertad de opinión
en la sociedad moderna, el poder económico entra en la política, e inclu-
so la ocupa de manera bastante directa y fuerte. Las opiniones políticas
pueden convertirse, y de hecho ya se han convertido, en muchos países
democráticos, en una mercancía que el dinero puede comprar y vender
con la inevitable consecuencia de convertir la desigualdad política en
una característica consolidada. La desigualdad en las oportunidades para

101
Nadia Urbinati

ejercer los derechos políticos y la desigualdad económica tienden a ir de la


mano y a reforzarse mutuamente (Dawood, 2007: 147). Gracias a la pro-
piedad o al control de los medios de comunicación, aquellos ciudadanos
que disponen de más poder económico pueden tener más posibilidades
de elegir a los representantes que prefieran, y así facilitar decisiones que
favorezcan sus intereses. Se trata de una violación de la igualdad jurídica
y política que pone en peligro los procedimientos democráticos al redu-
cir las barreras contra la arbitrariedad. Para Jeffrey Winters (2011: 16),
el poder de los recursos de los medios puede fomentar la estabilización
de una oligarquía en el poder, y esta es la razón por la que resulta tan
atractivo para aquellos que quieren utilizar su “carisma personal, estatus,
valentía, palabras o ideas para movilizar a las masas de individuos que
de otro modo serían impotentes en grandes fuerzas sociales y políticas”.
Es probable que Owen M. Fiss (1966: capítulo 8, 143-144).haya
elaborado el argumento más eficaz sobre por qué el mercado es una res-
tricción a la igualdad y por qué el Estado democrático no puede ser visto
simplemente como el enemigo en cuestiones de formación de la opinión:
Sin embargo, el papel del Estado en la protección de la democracia se
vuelve claro, una vez que se entiende que el mercado es, en sí mismo, una
estructura restrictiva. Aunque la recientemente privatizada prensa podría
denominarse “libre” porque el Estado no posee ni controla las publica-
ciones o las estaciones de radio y televisión, los medios de comunicación
no operan en un vacío social. Los propietarios buscarán maximizar las
ganancias maximizando los ingresos y minimizando los costos (...) Estas
son las leyes de hierro de la economía capitalista; son válidas para la prensa
recientemente privatizada al igual que para cualquier otro negocio. Por lo
tanto, el Estado podría ser necesario para contrarrestar las limitaciones
impuestas por el mercado a la prensa.
Principalmente, el objetivo es proteger las condiciones que hacen que
los procedimientos democráticos funcionen. A continuación, ofrezco tres
argumentos para sostener la idea de que una interpretación procedimental
coherente con la democracia ofrece una mejor respuesta al argumento
perfeccionista a favor de la intervención legal que la concepción liberal
no intervencionista. Además, planteo que requiere de la intervención del
gobierno en el ámbito de la formación de opiniones a fin de eliminar las
barreras a la igualdad de oportunidades para la participación política.

102
Democracia desfigurada

El primer argumento se refiere al reconocimiento de la libertad polí-


tica como una condición de la libertad individual. En los últimos años,
y como reacción a los regímenes despóticos y las formas populistas de
democracia, los teóricos liberales querían disociar el goce de la libertad
individual de la forma democrática de gobierno o la igualdad política.
Berlín sostuvo, por ejemplo, que la libertad de intervención puede ser
igualmente respetada o violada en una autocracia y en una democracia.
De hecho, sostuvo que la libertad individual puede gozarse (o perderse)
tanto en una autocracia como en una democracia y es en este sentido que
“no está, al menos lógicamente, conectada con la democracia o el autogo-
bierno (…) no existe una conexión necesaria entre la libertad individual
y el gobierno democrático” (Berlin, 1992: 29-30). Sin embargo, no dijo
que esto sea cierto también en el caso de que tomemos como punto de
referencia la misma libertad que debe gozar cada persona de no sufrir
un poder arbitrario de interferencia. Para plantear su argumento, Berlín
tuvo que circunscribir la noción de libertad individual al caso fáctico de
un individuo que se ve obstaculizado en su voluntad de actuar por un
obstáculo externo e incompetente. La referencia sobre la relación pública
de un individuo con sus conciudadanos era extrínseca al concepto de
libertad como no interferencia, que, por lo tanto, era independiente de
cualquier forma de gobierno.99
Sin embargo, si somos consecuentes con el principio de igualdad en
la libertad política, si, en otras palabras, pensamos que la libertad política
se basa en acciones reguladas por la ley y en la distribución de la oportu-
nidad legal para ser libre, entonces, el carácter del gobierno se convierte
en un problema muy relevante. La conclusión de que el orden político
es indiferente a la protección de la libertad individual ya no puede soste-
nerse. Las libertades políticas son “especiales” en la medida en que para
que estén garantizadas en su “justo valor” todos los ciudadanos “deben
ser lo suficientemente iguales en el sentido de que todos tengan una
oportunidad justa” de hacer lo que sus derechos políticos les permiten:
votar, competir por cargos y, también, participar en el “foro público” de
manera significativa (Rawls, 2001: 149-50).
La libertad entre iguales en el poder político es un reclamo contra el
despotismo y la oligarquía, ya que es un reclamo contra la concentración
99
Sobre la diferencia entre no dominación y no interferencia, y sobre el argumento repu-
blicano de una interferencia no arbitraria, véase, en particular, Philip Pettit (2001: 21) y
Skinner (1998: 1-57).

103
Nadia Urbinati

del poder en el dominio de la voluntad y la opinión. Desde la antigua Ate-


nas, este es el significado democrático de la libertad: una relación pública
y voluntaria entre iguales que puede implicar un sacrificio de la propia
voluntad (por ejemplo, la obediencia a las leyes) por un objetivo que se
considera beneficioso para todos, ya que no resulta en una distribución
desigual del poder para imponer la obediencia o el dominio de algunos.
Un ciudadano democrático está así dispuesto a aceptar la distinción
republicana entre “una acción no regulada y una acción regulada por
la ley”, pero con la condición de que se complete con la especificación
de que la acción debe estar “regulada por una ley autónoma (aceptada
voluntariamente)” (Bobbio, 2005: 144).
Esta comprensión de la libertad, que considera el orden político como
un pacto básico que los ciudadanos libres sellan para resolver sus des-
acuerdos sobre cómo regular sus interacciones, es apta para describir la
igualdad en la libertad política ya que estipula que, para no ser sometido
al poder de otro, debo participar de alguna forma en la toma de decisiones
que se supone que voy a obedecer. Esta visión de la libertad se refleja en
la segunda condición de la democracia procedimental y tiene sentido en
el hecho de que la democracia no tiene otro lugar ni objetivos especí-
ficos a los que apuntar por fuera del procedimiento mismo de toma de
decisiones que se logra mediante una igualdad en la libertad política por
razones que son propias de su naturaleza.
El segundo argumento se refiere a la naturaleza inmanente de la
legitimidad democrática. Los principales teóricos contemporáneos de
la democracia, desde Dewey hasta Kelsen, Habermas y Bobbio, han
contemplado esta condición de inmanencia y han argumentado que la
democracia no necesita conjeturar la existencia de una naturaleza pre-
política como el lugar de los derechos inalienables para justificarlos y
respetarlos. Por el contrario, la democracia se manifiesta (comienza su
historia), precisamente, cuando una comunidad de hombres y mujeres
empieza a reclamar la existencia de derechos inalienables; es decir, cuando
adoptan el instrumento de derechos con el fin de resolver sus conflictos
y desacuerdos internos y regular sus relaciones públicas.100 Por su parte,
Kelsen (1999: 287-288) sostiene:

Sin embargo, esta fue también la opinión de Madison, quien entendió muy claramente
100

que “[en] la proporción en que el gobierno está influenciado por la opinión, debe ser así,
por cualquier influencia. Esto decide la cuestión relativa a una Declaración Constitucional

104
Democracia desfigurada

La voluntad de la comunidad, en una democracia, siempre se crea a través


de una discusión continua entre mayoría y minoría, a través de la libre
consideración de argumentos a favor y en contra de cierta regulación
sobre un tema. Esta discusión tiene lugar no solo en el Parlamento, sino
también, y, sobre todo, en las reuniones políticas, en los periódicos, los
libros y otros vehículos de la opinión pública. Una democracia sin opinión
pública es una contradicción. En la medida en que la opinión pública solo
puede surgir allí donde se garantice la libertad intelectual, de expresión, de
prensa y de religión, la democracia coincidirá con el liberalismo político,
aunque no necesariamente con el económico.
Habermas (1998: 260-261) reformuló esta idea de Kelsen en una
concepción de la deliberación que no cambia el hecho de que “las liber-
tades clásicas son cooriginales con los derechos políticos” en la medida
en que sin esos derechos que “aseguran la autonomía privada” de cada
ciudadano, no puede haber “ningún medio que institucionalice legalmente
las condiciones” bajo las cuales los ciudadanos “pueden hacer uso de su
autonomía”.
No podemos tener una democracia independientemente de la libertad
individual y lo que llamamos los derechos básicos; no podemos tenerla
sin un sistema legal que esté concebido para implementar el imperio de
la ley. Ambos niveles, el de los derechos individuales y el de la política
democrática, se involucran mutuamente si afirmamos que, en una de-
mocracia, la política está hecha de un foro de opiniones amplio, plural
y público dentro del cual solo el consentimiento político puede surgir o
cambiar y el desacuerdo puede tener pleno derecho a existir y hacerse
público. Un foro dentro del cual, finalmente, se presume la distinción
entre mayoría y minoría política por el procedimiento democrático que
ordena que las opiniones se cuenten una por una y de acuerdo con la
regla de la mayoría.
Por lo tanto, las decisiones democráticas son legítimas (y, de hecho,
mejores que las no democráticas) porque tienden a producir una comu-
nidad autogobernada más perfecta, se acercan a resultados más adecuados
o se aproximan a las decisiones correctas. Esta visión, que pertenece a
una concepción perfeccionista de la democracia, parece descansar en una

de Derechos, que requiere una influencia sobre el gobierno, pasando a formar parte de la
opinión pública” (Madison, 1999a: 501).

105
Nadia Urbinati

aporía oculta porque basa su legitimidad política en una lógica post factum
que justifica la obediencia sobre un resultado probado, lo cual es absurdo.
Sin embargo, la democracia como diarquía le brinda al proceso de-
mocrático un valor normativo propio, precisamente, porque ninguna
opinión puede reclamar una autoridad sustantiva, ni siquiera una que
haya recibido el apoyo de la mayoría, ya que está abierta a la impugnación
y al cambio. Utilizo la palabra “inmanentismo” para transmitir la idea
de que la democracia toma el conflicto canalizado a través de procedi-
mientos e instituciones políticas como una norma de participación y no
por los resultados que promete, porque brinda a todos los ciudadanos la
posibilidad de expresar libre y abiertamente sus opiniones y organizarse
con el fin de cambiar o impugnar a las leyes existentes y a los funcio-
narios electos. La democracia es sus procedimientos, con la salvedad de
que no hay nada externo a ella que pueda evaluar “la calidad sustantiva
de sus decisiones”. En este sentido, “no es un hecho y nunca lo será”
(Dewey, 1991: 148). Sus procedimientos tienen un valor normativo por-
que permiten la competencia política para que el gobierno reemplace la
violencia protegiendo y mejorando la libertad política igualitaria. De esto
se desprende que la incertidumbre del resultado y la apertura del juego
político son los “resultados” más preciados de la democracia, es decir, lo
que nos da la libertad para participar voluntariamente en la votación y en
la formación de opiniones políticas.101 Claude Lefort (1988: 225) resaltó la
naturaleza inmanente y no fundacional de la democracia moderna, hecho
que desencarna el poder y lo hace omnipresente en virtud del discurso:
… [la democracia representativa] revela que el poder no es de nadie; que
quienes ejercen el poder no lo poseen; que, de hecho, no lo encarnan;
que el ejercicio del poder requiere una contienda periódica y repetida, que
la autoridad de quienes se establecen en el poder se crea y recrea como
resultado de la manifestación de la voluntad del pueblo.
Esto me lleva al tercer argumento, que se refiere a la autocontención
y está intrínsecamente correlacionado con los dos anteriores. En la de-
mocracia, como en ningún otro sistema político, es fundamental que los
medios y los fines no estén en contradicción. La democracia es coheren-
cia entre medios y fines porque implica tanto la meta como el proceso
Para una lectura interesante de una concepción procedimental que no es minimalista
101

porque contempla los derechos participativos de voto y opinión, véase O’Donnell (2010:
13-29).

106
Democracia desfigurada

para alcanzarla. Y si no permite atajos es porque no es meramente una


forma funcional de llegar a algún fin o a cualquier tipo de fin (incluso
buenos fines). La bondad del fin no justifica la vulneración del proceso
democrático de toma de decisiones. Los aspectos materiales y formales
deben concebirse siempre juntos, si se quiere llevar a cabo un proceso
democrático de toma de decisiones.
Tomemos algunos ejemplos históricos de lo que significa utilizar
malos medios (violación de la igualdad) para lograr un buen objetivo.
Los liberales han sido los primeros en ver que la opinión puede adquirir
el carácter efectivo de un poder positivo (opresivo e intrusivo) mientras
su naturaleza permanece inalterada (es decir, negativa, invisible y nunca
directamente coercitiva). También han tratado de pensar posibles solu-
ciones a este problema. Por ejemplo, Mill (1977: capítulo 10) volvió a la
idea de Cicerón de una votación abierta como un medio por el cual los
ciudadanos más sabios, más competentes o más virtuosos podían ejercer
su influencia supuestamente beneficiosa sobre los ciudadanos comunes
y supuestamente incompetentes e imprudentes.102 Más moderna y menos
ingenua, pero no por eso menos problemática desde una perspectiva
democrática, fue la propuesta de Walter Lippmann en 1922: crear una
clase independiente de expertos en cuestiones políticas y sociales (es
decir, graduados y doctorados en Ciencia Política) que “hagan inteligi-
bles y conocidos los hechos invisibles de aquellos que toman decisiones”
(1997: 19-20).
Mientras que Mill había propuesto intervenir sobre los gobernados
inhibiendo o domesticando sus pasiones y prejuicios a través de un
sistema electoral que le ofreciera a los más competentes y virtuosos más
oportunidades para ejercer su influencia en las elecciones (una propues-
ta que carece de evidencia empírica y es, en sí misma, el resultado del
prejuicio según el cual una cultura más sabia se traduce en una mayor
virtud política); Lippmann propuso, en cambio, intervenir en la clase
gobernante luciendo su trabajo con el conocimiento competente de una
clase tecnocrática. Reacio a la posibilidad de inducir al gran público a
formular pensamientos sabios o competentes sin poner en peligro la li-
bertad individual, Lippmann dirigió su atención a quienes tenían en sus
102
Mill propuso también el voto plural (distribuir el número de papeletas de voto en rela-
ción con el protagonismo social e intelectual), aunque resolvió abandonar esta estrategia
(capítulo 8). Para una excelente crítica del intercambio de igualdad política con algunos
beneficios sociales, véase Rawls (1971: 232-234).

107
Nadia Urbinati

manos los medios de poder, como él mismo escribió. Sin embargo, tanto
Mill como Lippmann recurrieron a estrategias a las que yo denominaría
“platónicas”, ya que estaban destinadas a exaltar, en lugar de contrarrestar,
la desigualdad política. Sus soluciones estaban en concordancia con las
circunstancias de la democracia porque intentaron alcanzar un fin legítimo
(controlar el poder de la opinión de la mayoría) con medios ilegítimos
(introducir elementos de desigualdad entre los ciudadanos). Rompieron
la regla de la coherencia democrática justamente porque ubicaron las
amenazas a la libertad en la igualdad política.
Contrariamente a estas estrategias orientadas hacia el contenido que
presumían que la democracia era incapaz de contenerse a sí misma, pro-
pongo que le demos valor normativo a los procedimientos democráticos
y los juzguemos, como lo hizo Brian Barry (1996: 111), con la teoría de
la justicia como imparcialidad: “no solo debe hacerse, sino que se debe
ver qué se hizo. Y eso significa que la decisión debe tomarse de manera
justa. Incluso si la decisión es en sí misma perfectamente justa, todavía
está contaminada si el método por el cual se llegó fue injusto”. Del mismo
modo, la democracia es un régimen autónomo si se interpreta como un
conjunto de procedimientos que contiene una constitución, porque tiene,
en sí misma, las condiciones para su propia limitación. Sin embargo, los
procedimientos correctos sin los principios en los que se basan –y no sin
la igualdad de oportunidades para participar e influir en las decisiones–
pueden provocar, como vimos, la erosión de la confianza en la diarquía
democrática. Para hacer esta afirmación no necesitamos, como explicó
Kelsen (1999: 259-260), que la constitución sea vista como un límite
“externo” al poder que el pueblo puede ejercer legítimamente sobre sí
mismo, sino como una condición para la existencia de este poder, con-
dición que requiere de una reparación y una restauración persistentes.
Por lo tanto, contrario a una visión tradicional, que fue sostenida por
sus críticos desde la antigüedad, la democracia no es un régimen ilimitado
que necesita ser domesticado con estrategias diseñadas externamente.
Como quedó claro desde sus orígenes atenienses, contiene en sí misma
las razones y los medios de sus limitaciones, y también, por supuesto, de
sus violaciones. Esto significa que los cambios pueden ocurrir dentro de
la democracia. No por casualidad, Aristóteles describió seis formas posi-
bles de régimen democrático, que van desde una política constitucional
a una demagogia. Estos cambios pueden explicarse como cambios dentro

108
Democracia desfigurada

de la relación diárquica entre la voluntad y la opinión cuando una de las


dos partes obtiene cierta supremacía sobre la otra. Están preparadas para
cambiar la figura de la democracia.
Mantener el proceso democrático de toma de decisiones en equilibrio
con el poder de la opinión es la tarea a la que debe aspirar la democracia
representativa para protegerse. Esto puede lograrse no solo permitiendo
que los ciudadanos participen en el juego de la política (participando
así, de alguna manera, en la producción las leyes que van a obedecer),
sino también haciéndoles ver que el juego en el que están participando
es justo, porque está hecho con reglas y de acuerdo a condiciones que
son iguales para todos y tratan a todos por igual.
Estas tres condiciones juntas –igualdad en la libertad, inmanencia y
autocontención– dan sentido a la máxima de Tocqueville de que la de-
mocracia no nos da la certeza de tomar decisiones excelentes o buenas
(a veces, de hecho, sus decisiones son malas e imprudentes); lo que nos
da es la certeza de que podemos enmendar y cambiar todas las decisiones
sin cuestionar o revocar el orden político, es decir, sin perder nuestra li-
bertad. En resumen, las decisiones democráticas pueden ser enmendadas
con medios democráticos; pueden ser modificadas a través de estrategias
directas e indirectas destinadas a reducir, en la medida de lo posible, el
riesgo de desfigurarse como un medio para conseguir fines distintos a la
libertad política igualitaria.

Conclusión
En este capítulo he delineado la figura diárquica de la democracia
representativa. También he argumentado que el gobierno democrático
les promete a los ciudadanos la garantía de que todos ellos gocen de los
mismos derechos de voto y voz, y que esto puede requerir que los legis-
ladores intervengan para asegurarse de que las barreras socioeconómicas
y culturales no sean tan altas como para poner en peligro la igualdad de
oportunidades de los ciudadanos a tener una influencia política iguali-
taria. Los desequilibrios en la estructura diárquica de la democracia son
los problemas más urgentes que deben resolver las democracias contem-
poráneas consolidadas. Estas atestiguan un crecimiento exponencial de
la desigualdad social y su traducción fáctica en poder político a través
de los mecanismos de influencia política, sin por eso revocar las reglas
constitucionales del juego. Esto hace que la corrección procedimental

109
Nadia Urbinati

sea inadecuada para cumplir la promesa democrática de una ciudadanía


igualitaria y, de hecho, es un engaño que oculta los efectos políticos de la
desigualdad social. Los desequilibrios en la diarquía democrática pueden
arreglarse restaurando y vigilando las fronteras entre la voluntad y la opi-
nión, para restablecer así las condiciones igualitarias que requiere un justo
trabajo de los procedimientos democráticos. Como forma de gobierno, la
democracia debe ser un sistema de autosuficiencia permanente.
En los siguientes tres capítulos, ilustraré casos en los que se han
propuesto soluciones a la relación desequilibrada entre los poderes diár-
quicos que desdibujan las fronteras o cambian la función de uno de sus
dos componentes, es decir, la opinión. Lo logran haciendo desaparecer
a la doxa en una transformación apolítica del foro público; promoviendo
la formación de una opinión hegemónica fuerte que aspire a encarnar el
poder gobernante del soberano; o transformando el papel de la opinión
en un espectáculo estético realizado por líderes a los que los ciudadanos
acompañan pasivamente. Estos casos, que están representados por inter-
pretaciones influyentes en la teoría política contemporánea, son ejemplos
de una caída del sentido y del valor de los procedimientos democráticos.
De hecho, las soluciones que proponen no están destinadas a devolverle
el poder diárquico a los ciudadanos, que, de hecho, son considerados res-
ponsables del mal funcionamiento del sistema político. Por el contrario,
están destinados a intercambiar ese poder dual con un solo poder, ya sea
la verdad, la gente o la audiencia. De esta forma, debilitan o desfiguran
la democracia.

110
Capítulo 2
Democracia impolítica
La primera fuente del desequilibrio de los poderes diárquicos que voy
a detectar y analizar es lo que considero una reinterpretación impolítica
del sistema procedimental de la democracia. Este fenómeno no es solo
académico, aunque me concentraré, esencialmente, en la literatura aca-
démica y lo trataré como una cuestión teórica. La democracia impolítica
es el nombre de una familia compleja que incluye tanto propuestas de
ampliar los campos en los que se toman las decisiones no partidarias, como
propuestas que avanzan en una concepción de la autoridad democrática
que recibe legitimidad en razón de la calidad de los resultados que sus
procedimientos permiten. Enumero estos enfoques bajo el nombre de
“democracia impolítica” porque tienden a neutralizar aquello que hace
que la política democrática se asocie característicamente con disputas,
desacuerdos, deliberaciones y decisiones de la mayoría que permiten su
modificación. En el capítulo anterior aclaré que por política me refiero al
arte del discurso público en la tradición de Aristóteles. Terence Ball (1988:
119) escribió: “la política no es esencialmente una actividad instrumental
u orientada a objetivos que se lleva a cabo en aras de un fin identificable
y aislado, sino que es el medio de educación moral de la ciudadanía”. Ese
“medio” son las actividades públicas reguladas por derechos, procedimien-
tos democráticos e instituciones; sin embargo, si educa a los ciudadanos
moralmente, lo hace sin premeditación. En este sentido, he utilizado y
utilizaré la expresión “procedimentalismo democrático” para resaltar que
lo que lo convierte en la columna vertebral de la legitimidad política es el
hecho de que logra que el procedimiento suceda de la manera debida, y
no que produzca algunos resultados sustantivos (o deseables) que, si se
logran, es sin premeditación, aunque los actores pueden querer usarlos
para lograr algunos resultados específicos. Los fines de los actores son

111
Nadia Urbinati

legítimos en la medida en que no subvierten los supuestos básicos del


pacto común de respetar los procedimientos. Es en relación con esta idea
de política que voy a examinar las visiones impolíticas de la democracia.
Antes de continuar, aclararé algunas cuestiones sobre el contexto en el
que la concepción antipolítica de la democracia ha cobrado impulso en
nuestro tiempo.
Los argumentos que apelan a decisiones de nivel gubernamental que
eluden las solicitudes partidarias impulsadas por los partidos políticos
reflejan una corriente de opinión generalizada en los Estados democráticos
en estos tiempos de profunda crisis económica, particularmente en los
Estados europeos. Nos animan a pensar que los electores y los represen-
tantes electos son inadecuados para tomar decisiones correctas porque
sus pensamientos están infectados endógenamente por razonamientos
estratégicos y no tienen la intención de lograr resultados correctos o
deseables (en este caso, deseable es el cumplimiento de razones que son
independientes de la autoridad política democrática). No sugiero que las
interpretaciones impolíticas de la democracia fusionen interpretaciones
tecnocráticas y epistémicas o, dicho de otro modo, que la democracia
epistémica sea lo mismo que el gobierno tecnocrático. Como veremos,
la teoría de la democracia epistémica afirma una distribución equitativa
del potencial básico del conocimiento entre los ciudadanos y elogia la
sabiduría de la multitud. Sin embargo, su enfoque en el resultado parece
implicar que el trabajo de los procedimientos democráticos es legítimo
en la medida en que es capaz de canalizar el conocimiento de muchos
hacia decisiones que satisfacen razones que exceden sus opiniones o el
principio de la libertad política igualitaria, que sería bueno que los pro-
cedimientos reflejen, promuevan y prometan. En este sentido, sostengo
que, a pesar de las diferencias entre las formas de emplear la episteme en
la política, poner valor en los resultados alcanzables sobre o en lugar de
los procedimientos puede preparar el terreno para revisiones tecnocráticas
de la democracia.
Está claro que en una época de profunda crisis económica, cuando las
instituciones democráticas parecen incapaces de abordar una resolución,
el valor de la episteme se lleva nuevamente la atención como una sustitu-
ción deseable de la doxa, así el tema de la solución óptima y la obediencia
justificada por el conocimiento atrae a los estudiosos de la literatura y a
los teóricos de la democracia, en particular. Al igual que en la década de

112
Democracia desfigurada

1920, cuando los –por ese entonces– débiles Estados liberales europeos
fueron juzgados por una crisis que parecían no poder resolver, los Estados
democráticos de hoy se enfrentan a una nueva ola de espíritu antipar-
lamentario. El argumento es que la democracia electoral y procesal da
lugar a juicios parciales e intereses electorales dentro del ámbito político
y que, a lo sumo, alimentan una actitud comprometida e instrumental,
pero son menos conducente a decisiones firmes, justas y competentes.1
El vínculo entre voluntad y opinión que presume el sistema diárquico
de gobierno representativo parece estar en la raíz de esta incapacidad de
la democracia para producir buenos resultados. La diarquía se presenta
entre la voluntad y la verdad, en lugar de entre la voluntad y la opinión.
Diferentes emergencias (la guerra en el pasado y la quiebra económica
en el presente) exigen diferentes competencias, pero impulsan puntos de
vista impolíticos notablemente similares: que los ciudadanos deben aspirar
a alcanzar resultados verdaderos o que solo unos pocos capaces pueden
hacerlo. La reciente sustitución de ejecutivos electos por tecnócratas, en
algunos países europeos, es un indicio de la creencia generalizada de que
las instituciones electas democráticamente son incapaces, o demasiado
lentas, para tomar decisiones políticas racionales en el ámbito de las
finanzas y la economía. Por lo tanto, son consideradas factores desesta-
bilizadores. Que dependan de la opinión de los ciudadanos, no implica
necesariamente que las decisiones de austeridad sean imposibles, aunque
sí exigen que sus defensores dediquen tiempo para demostrarle al público
que son necesarias y para convencerlo de que son buenas.2 Sin embargo,
una vez que la episteme ingresa al ámbito de la política, la posibilidad de
que la igualdad política sea cuestionada está en el aire, porque el criterio
de competencia es intrínsecamente desigual. Hoy en día, es la expansión
del dominio de las decisiones no políticas lo que corre el riesgo de promo-
ver esta transformación, junto con una reconfiguración del pensamiento
político que se basa en el método jurídico de la búsqueda de la verdad.
1
En este sentido, véase Sylvie Goulard y Mario Monti (2012), quienes argumentan que
la salvación de la Unión Europea se basa en la determinación de sus Estados miembros
de encontrar nuevos espacios de decisión menos sometidos a controles electorales y a la
opinión pública, lo contrario de lo que prescribe la representación democrática.
2
En el proceso de redacción de la Constitución Republicana de Francia, Condorcet llamó
la atención sobre el riesgo que entraña el argumento de que un sistema de toma de de-
cisiones colectivas (sin un líder) es un obstáculo para decisiones rápidas y competentes;
así, pensó que la regulación del tiempo se convierte en un factor esencial de la libertad.
Ver Nadia Urbinati (2006: 201-207).

113
Nadia Urbinati

En la teoría democrática reciente, la deliberación política, cuando no está


impulsada por el objetivo de lograr resultados consensuados, ha sido con-
trarrestada por decisiones de actores impolíticos, como jueces y jurados
o comités de expertos, con el argumento de que esto protegería el bien
común de los de prejuicios, la imprecisión y el partidismo. El objetivo de
estas críticas teóricas es, como veremos, no superar la democracia sino
fortalecerla. Sin embargo, el camino impolítico que recorren conduce a
una devaluación de la democracia y, finalmente, a su desfiguración.
En este capítulo voy a analizar ejemplos de la actitud impolítica tal
como han surgido dentro de la teoría democrática. Como anticipé en la
introducción, sugiero que, desde el punto de vista teórico, las interpre-
taciones impolíticas de la democracia y la política populista parecen dos
caras de la misma moneda porque ambas son intolerantes a la diarquía
democrática y quieren algo más allá de las decisiones mayoritarias, el
pluralismo de partidos, el arte del compromiso y el foro público abierto
en el que la ciudadanía tenga la oportunidad de participar con sus ideas
imprecisas, sus voces ruidosas y diversas y sus peticiones que reflejan sus
condiciones e intereses sociales. La política contemporánea en Europa se
suma a esta visión teórica e ilustra el desarrollo conjunto del populismo
y las ambiciones epistémicas en el gobierno: cada una alimenta a la otra
y, al mismo tiempo, devalúa los procedimientos democráticos, a menos
que sean capaces de lograr algunos objetivos que son externos a ellos, y
que lo hagan con premeditación.

El mito de lo impolítico
El elogio hacia lo antipolítico no es nada nuevo entre los críticos o
escépticos de la democracia y se vuelve particularmente intenso en tiem-
pos de crisis. En Reflections of a Nonpolitical Man, una provocadora crítica
a la democracia escrita en 1918, Thomas Mann sostuvo que existía una
relación intrínseca entre la “política” y la “democracia”. Escribió esto en
el año en que Alemania estaba cerca de adoptar su primera constitución
democrática y su objetivo era indagar sobre el valor de la democracia, a
la que consideraba no solamente como el nombre de una forma de go-
bierno, sino también como una forma integral de concebir la sociedad. La
democracia, según Mann (1983: 16), hace que toda la realidad humana
sea invariablemente “política”: “La actitud política-intelectual es demo-
crática; creer en la política es creer en la democracia”. La democracia era

114
Democracia desfigurada

inevitablemente política porque transformaba todos los temas en objetos


de evaluación pública y hacía que la gente decidiera a través del voto. La
democracia devaluó los valores al convertirlos en una cuestión de opinión
y consentimiento. Por lo tanto, era un método no solo para la resolución
de problemas y la toma de decisiones, sino para transformar todas las
cosas en problemas a ser debatidos públicamente y resueltos por la regla
de la mayoría. Así, convirtió a toda la realidad social en artificial y sujeta
al cambio de opinión de la gente.
Mann asoció correctamente a la democracia con la doxa, y sobre
esta base criticó su éxito en la sociedad moderna. La falla principal e
inaudible de la democracia fue también la razón de por qué a la gente le
gustó como un régimen abierto al cambio permanente y ajustable a sus
intereses o deseos contingentes. La política basada en el consentimiento
era una falla porque un bien impolítico podía sobrevivir al poder corro-
sivo del gobierno mediante la discusión (ciertamente no la nación, una
comunidad de valores, cuya decadencia lamentó Mann como efecto de
la democracia),3 lo que era inconcebible porque la democracia no podría
existir sin esto. Cuando los críticos de la democracia, explicó Mann,
propusieron denunciar el efecto corruptor de la politización radical del
ethos público, se vieron obligados a comportarse políticamente. Es decir
que, para promover su reivindicación impolítica, tendrían que volverse
partidarias y, por lo tanto, democráticas. “Uno no es un político ‘demo-
crático’ o, digamos, ‘conservador’. Uno es político o no lo es. Y si uno lo
es, entonces es democrático” (Mann, 1986: 169-170).
El argumento que utilizó Mann para demostrar que la actitud polí-
tica promovida por la democracia era un “sin valor” hizo resurgir las
reflexiones de Max Weber sobre la política como vocación y la ética de
la responsabilidad. Era un “sin valor”, ya que hacía que todos los valores
dependieran de las opiniones de los ciudadanos comunes, sin competencia
específica alguna (Cacciari, 2009: 94).
Sin embargo, solo una actividad política que esté sujeta a un bien
superior (como la verdad o algún valor ético) podría lograr resultados
que sirvan a la comunidad con espíritu independiente, por encima del
partidismo. Para estar al servicio de la nación, concluyó Mann, la política
debe estar disociada de la opinión. Al igual que con la crítica de Weber

3
Para una discusión crítica de las diversas facetas del relativismo, véase Steven Lukes
(2008).

115
Nadia Urbinati

a los efectos debilitantes de la política parlamentaria, Mann se opuso a


la “política” como una ética de responsabilidad y competencia para la
“actitud política” que impulsaba la competencia electoral por los cargos.
La acusación de politización no es nueva para los críticos de la de-
mocracia.4 De hecho, el siglo xvii, al que se lo conoce como el del reino
de la democracia, fue el siglo en el que el ataque contra el gobierno de la
mayoría fue duro y radical. Allí se perfeccionaron dos importantes críticas
a la democracia: una en nombre de la racionalidad y otra en nombre de
la tradición. Ambas ganaron impulso como resultado de la Revolución
francesa. La centralidad de una asamblea electa y la politización iban de la
mano y fueron los factores a partir de las cuales se idearon ambas críticas.
La primera cuestionó el principio democrático del consenso popular
desde la perspectiva de bienes superiores a priori, como la verdad o el
valor moral. Desde Platón hasta los teóricos contemporáneos de la de-
mocracia epistémica, “muchos amantes de la verdad [han encontrado]
bastante difícil digerir las elecciones democráticas” debido a su inevitable
carácter partidario y han tratado de concebir procedimientos de toma de
decisiones que puedan aproximarse a la racionalidad y de reconciliar a la
democracia con metas superiores al mero logro de una victoria política,
cualesquiera que sean las opiniones en competencia, ya sean sólidas o
sesgadas (Yack, 2012: 166). En esta tradición que afirma ser coherente
con el valor de la igualdad, los teóricos epistémicos buscaron emancipar
a la multitud de la condena y convertirla en un conjunto de tomadores
de decisiones que pueden, si se reúnen adecuadamente y son dirigidos
por buenos procedimientos y capacitadores inteligentes, lograr resultados
correctos, e incluso “mejores” que los logrados mediante procedimien-
tos no democráticos. La multitud está capacitada para acompañar a los
pequeños grupos de individuos inteligentes, que claramente continúan
siendo el modelo estándar de la buena política. Esta emancipación se
realiza cuando se vuelven similares a los “pocos” sabios (o al “único”),
según el supuesto de que el conocimiento es el fundamento de la le-
gitimidad política. Este platonismo democrático –o la persistencia del
mito del rey-filósofo vestido con un atuendo colectivo e igualitario– es

4
Se hace eco de la crítica de Ratzinger a la presunción de la democracia de hacer que el
derecho sustituya al bien ético: “el principio de la mayoría siempre deja abierta la cuestión
de los fundamentos éticos del derecho. Esta es la cuestión de (...) si hay algo que es por
su propia naturaleza inalienablemente ley, algo que antecede a toda decisión mayoritaria
y debe ser respetado por todas esas decisiones” (Ratzinger y Habermas, 2007).

116
Democracia desfigurada

un enfoque que, como ha explicado Jeremy Waldron (1999: 29), sigue


en la jurisprudencia: cuando se habla de legislación es “más cómodo
tratarlo según el modelo de un solo individuo”. Como afirmaré en este
capítulo, la identificación del juicio en el sentido jurídico con el juicio
público es uno de los signos más relevantes de la infiltración epistémica
en el procedimentalismo democrático. Este es el argumento central que
propongo contra la “buena intención” de dar sabiduría a la multitud para
demostrar que la democracia es superior a la oligarquía desde el punto
de vista del conocimiento.
Utilizar la igualdad epistémica como argumento político y, además,
como democrático es problemático, independientemente de la buena
intención de hacer a la multitud honorable como un rey, porque el para-
digma epistémico ubica el criterio para juzgar lo que es bueno o correcto
por fuera del proceso político y desempeña, se podría decir, una función
auxiliar y no autoritaria. No por casualidad, cuando Nicolás de Condorcet
(un mentor de los teóricos de la democracia epistémica) quiso argumentar
a favor de la racionalidad de los grandes grupos de personas que deliberan,
tomó al jurado como su modelo de decisión colectiva, y no a la asamblea
legislativa, para indicar que las cuestiones de verdad y falsedad encuentran
su lugar en las decisiones impolíticas y no en todas las decisiones, un
corolario que es precioso, aunque descuidado. Pero cuando Condorcet
tuvo que crear la constitución de la República francesa, no eligió el mo-
delo por jurados. Habiendo ya planteado el desacuerdo como el principio
organizador de las decisiones políticas y previendo la posibilidad del di-
sentimiento sobre la interpretación tanto de los artículos constitucionales
como de las propuestas legislativas, trató de idear un conjunto de reglas
que le permitieran al procedimiento democrático alcanzar un punto en
común (una decisión) sin utilizar estrategias no democráticas ni dejar la
puerta abierta a la subversión. En su búsqueda, Condorcet partió de la
idea de que la democracia es el gobierno de la opinión y no de la verdad.
El fundamento de su constitucionalismo planteaba que una ley legítima se
asemejaba a un trabajo colectivo que se basa en “proposiciones generales”
de validez independiente (los derechos son “una verdad independiente”)
y busca un resultado que es general en sustancia y autoridad.

117
Nadia Urbinati

El objetivo de la constitución es hacer que la gente esté de acuerdo, al


menos parcialmente, con la interpretación de esa “verdad independiente”:5
Estas reglas comunes posiblemente no puedan concordar con el punto
de vista de cada individuo. Por lo tanto, deben estar determinadas por la
opinión de la mayoría. La preservación de la libertad requiere que cada
individuo haga una contribución igualitaria a la expresión de esa opinión
mayoritaria. (Condorcet, 2011)6
La segunda dirección que tomó el ataque a la democracia a partir de
la Revolución francesa fue más radical, además de fatal y explícita. En
este caso, el principio del consentimiento popular fue atacado por comu-
nitaristas, antiracionalistas y antigualitaristas, ideólogos que contrarres-
taron el proceso de emancipación política en nombre de la continuidad
histórica y la tradición como criterio de distribución social del honor y
el poder y como condición para la emancipación política y, de hecho,
para la autoridad.7 Edmund Burke y Joseph de Maistre castigaron a las
asambleas electas democráticamente con el argumento de que destrona-
ron la honorable competencia, la sabiduría y la virtud de los políticos –o,
en realidad, a la autoridad misma– que encontró su lugar más amistoso
en la religión y la tradición, fuentes ancestrales de creencias que exigían
adoración y deferencia, y no discusión y consentimiento. Sin embargo, el
gobierno de la asamblea hizo de la política una arena litigiosa de batallas
partidarias, en la que todos los temas se debatían y se volvían relativos
en valor, porque se sometían a las opiniones provenientes de la sociedad
y se traducían en mayorías numéricas.8 Se acusaba a la democracia de
destronar a la autoridad y legitimar la anarquía y el relativismo moral.
En los dos siglos que siguieron a la Revolución de 1789, el tema de
la incompetencia de las masas y su astuta manipulación por parte de
políticos ambiciosos se convirtió en un tema corriente y enredado por-
que, por supuesto, para que se descubra la manipulación, la gente no

5
Ver Marie Jean Antoine Nicolas, marqués de Condorcet, (1968: 427-28, 1968a: 178-179,
1968b: 16 y 1968c).
6
Luego agregó: “debe hacerse la siguiente distinción: las restricciones impuestas por la
mayoría no deben llegar a crear condiciones que la minoría pueda encontrar opresivas,
contrarias a sus derechos e incompatibles con la justicia” (Condorcet, 2011: 184).
7
Para una revisión crítica de la ideología de la contrarrevolución y su manifestación con
diferentes corrientes de pensamientos antiliberales, cf. Stephen Holmes (1993).
8
Ver Joseph de Maistre (1994: capítulo 7) y Edmund Burke (1999c).

118
Democracia desfigurada

solo debería ser capaz de reconocer la diferencia entre verdades e ideas


fácticas (un poder que es difícil incluso para las mentes más expertas)
sino también poder distinguir entre el aparato retórico como diferente
de la percepción objetiva. Detrás de la acusación de que la política de-
mocrática manipulaba la realidad, ya que se basa en palabras y, por lo
tanto, conducía a la retórica, estaba el supuesto implícito de que, en su
forma pura, la política tiene (o debería tener) que ver con “el discurso
político de la verdad y nada más que la verdad” que descarta la política por
completo. La paradoja es que la tiranía sería el mejor sistema porque está
menos expuesto a la manipulación, ya que no se permite ningún discurso
público que oriente las acciones y las opiniones (Ball, 2011: 42-46). Lo
que es claro es que la política no tiene nada que ver con el alcance de
la verdad y no debe ser juzgada desde esta perspectiva, y tampoco tiene
nada que ver con garantizar la libertad. Por lo tanto, el problema no es la
manipulación per se, sino la distinción entre manipulación democrática
y no democrática. La primera se asegura de que todos puedan responder
y buscar enmiendas, críticas y ratificaciones, mientras que la segunda no
lo hace y, además, institucionaliza la retención de información para hacer
imposible una indagación muy crítica.9 En resumen, la distinción entre
manipulación y verdad no es una distinción entre verdad y falsedad, entre
evidencia correcta y doxa, sino entre libertad y no libertad, como vimos
en el capítulo anterior.
La acusación de que la democracia manipula la verdad porque se basa
en el discurso y la retórica es cruel y alarmante. Esta ha cruzado un am-
plio espectro de posiciones y fue desarrollada en una variedad de temas
por autores tan diversos como Hippolyte Taine, Gabriel Tarde, Gustave
Le Bon, Carl Schmitt, Walter Lippmann y Leo Strauss. Mientras que los
demócratas epistémicos quieren llevar el conocimiento a las masas y hacer
de las diferentes razones una única mente filosófica, los antidemócratas
excluyen la posibilidad de que la mayoría pueda alcanzar un lugar tan alto
y se refieren a la necesidad del gobierno de la mayoría como una prueba
de su deficiencia, buscan demostrar que lograr que la mayoría pueda
razonar como uno y alcanzar el resultado verdadero es inseguro para la
democracia porque lleva la defensa de la igualdad política al terreno de

9
En la democracia, la manipulación puede estimular el activismo, al menos, porque im-
pulsa a la gente a denunciar y a buscar la verdad, que es lo que no sucede en un régimen
antidemocrático (Ball, 2011: 46).

119
Nadia Urbinati

una fuente de autoridad que es externa al compromiso entre opiniones o,


más precisamente, superior, ya que la razón es superior a la doxa.
Aunque sus objetivos son opuestos, tanto los críticos racionalistas y
los tradicionalistas de la democracia como el gobierno de la opinión com-
parten el mito platónico de que una fuente trascendente de competencia
política es requisito previo para la legitimidad. Ambos le confieren a la
política una misión que pertenece a otros campos, por ejemplo, a la filo-
sofía o la teología, así como también a la especie de logros que persigue la
justicia en los tribunales. Su desconfianza en la democracia radica en que
es, efectivamente, el ámbito de la opinión que, si bien puede defenderse
en nombre de la aproximación a la verdad, no presume ningún resultado
inmutable ni ninguna verdad incontestable. Los procedimientos demo-
cráticos presuponen una revisión permanente sobre la cual descansa la
libertad individual de participar en el proceso de elaboración y modifica-
ción de leyes y políticas. El valor de la legitimidad democrática, sostiene
Robert C. Post (2012: 31):
… hace que la doctrina de la Primera Enmienda construya el discurso
público como un campo de opinión ya que evita que el Estado mantenga
los estándares de confiabilidad que asociamos con el conocimiento ex-
perto (...) Consecuentemente, la creación de conocimiento disciplinario
confiable debe ser relegada a las instituciones que no están controladas
por el valor constitucional de la legitimidad democrática.
Sin embargo, para los propósitos críticos, la identificación que Mann
propuso sobre “política” y “democracia” fue convincente. De hecho, esta
identificación es el principal objeto de censura, de modo que cualquier
intento de hacer política de acuerdo con la verdad tiene como resultado
la despolitización de la democracia. Este es el argumento antidiárquico
que voy a explorar en este capítulo.
En cuanto a las dos trayectorias de la crítica que he descrito, la pre-
ocupación por la politización es más interesante que las tradicionales
lamentaciones antidemocráticas. De hecho, es intrínseco al proceso de
transformación democrática de la sociedad, que persigue un ideal de
justicia tal como la eliminación de los privilegios en nombre de la igual
consideración de todos, por encima de consideraciones parciales y, por
tanto, también de decisiones políticas. El deseo de un razonamiento impo-
lítico imparcial es interno a la democracia; de hecho, es su reclamo inicial
contra la justicia de la minoría (Weber, 1958: 231-234). La expansión de

120
Democracia desfigurada

la burocracia y de los campos de decisión que se retiran del agón político


dan prueba de una relación ambigua entre la democracia y la opinión
dentro de las sociedades democráticas consolidadas.
Según esta perspectiva, analizo críticamente el renacimiento del ideal
de emancipación de la democracia del dominio de la doxa. Me voy a re-
ferir, en particular, al trabajo de tres pensadores, quienes tienen un papel
principal en disputar el lugar de la política partidaria y la interpretación
política del trabajo procedimental de la democracia. Las críticas a la ca-
pacidad de la democracia para politizar todas las decisiones se pueden
detectar en la enmienda epistémica de la democracia procedimental de
David Estlund (2007), en la propuesta de Pierre Rosanvallon (2003 y
2004) de extender el dominio de las decisiones no políticas y en el lla-
mado de Philip Pettit (2012) a una “república de la razón”. Ciertamente,
la indagación de estos autores de lo impolítico no comparte la misma
motivación que la de Mann o que la de los antidemócratas tradicionales.
De hecho, sería un grave error identificar estas tendencias críticas como
si su llamado a lo antipolítico se expresara en el lenguaje tradicional y
por el mismo motivo que la antidemocracia.

Críticas desde adentro


La crítica moderna a los políticos democráticos es compleja. Igual
que en la antigua Atenas, hicieron su aparición junto con la democra-
cia, acompañaron su progreso y participaron, de alguna manera, en su
creación. Como he dicho, una crítica a la democracia no incluye solo a
los irreductibles enemigos del gobierno de la mayoría, pero, aún más
importante, tampoco a lo que propongo llamar “las críticas desde aden-
tro” (Urbinati, 2010). A diferencia de las críticas de la antidemocracia,
manifiestan la insatisfacción con ciertos aspectos de la práctica y las
instituciones democráticas. Son una expresión autóctona de desconten-
to, diferente al atentado a la democracia que surge de principios intrín-
secamente antigualitaristas de legitimidad política. Deben hacerse con
cuidado las distinciones entre las corrientes críticas, y el paralelismo con
el pensamiento de Mann puede ayudarnos a apreciarlas.
Mientras que Mann quería censurar el proceso de democratización, la
intención de los actuales críticos desde adentro es proteger, por así decir-
lo, a la democracia de sus propias debilidades. Estlund (2007: 23 y 27)
cuestiona las implicaciones relativistas o “nihilistas” de una interpretación

121
Nadia Urbinati

política del procedimentalismo democrático (que critica “la apelación a


la verdad (...) como antipolítica”) y propone que nos preocupemos por la
calidad del resultado o “la calidad sustantiva de sus decisiones”, en lugar
del proceso per se como el principal valor de la democracia. Rosanvallon
(2012: 14-15) observa con aprobación que, en la democracia represen-
tativa, los procesos políticos ordinarios se complementan y ejecutan
favorablemente con prácticas, tanto impolíticas como burocráticas, y
mecanismos de control impersonales (los dominios del poder de juicio
“negativo”) diseñados para promover decisiones que estén más en sintonía
con los principios democráticos y menos con los partidarios. Finalmente,
Pettit (2004: 64) sostiene que la “despolitización de la democracia” es
necesaria para realizar la deliberación política: “si se supone que la de-
liberación gobierna realmente en la vida pública, entonces, no hay más
opción que despolitizar las decisiones públicas de varias formas”.
Las preocupaciones de estos críticos también son diferentes. La
principal preocupación de Mann era el debilitamiento de los valores
comunitarios que se correspondían con la “misión” ética de la Nación
alemana. Pensaba que los procesos de democratización nacional e
internacional harían que todos los individuos sean “libres e iguales”,
pero también desintegrarían la Nación, que no era la suma de unidades
iguales. Los críticos contemporáneos desde adentro tienen una preocu-
pación bastante diferente porque su objetivo es otro. Este no es proteger
o restaurar algunos bienes comunitarios, sino que es lograr decisiones
verdaderamente informadas y coherentes con el principio de inclusión
que la democracia misma proclama. Su preocupación es, precisamente,
la desaparición de lo que Mann pensó que eran los principales defectos
de la democracia: la racionalidad, la humanidad y la libertad individual.
La preocupación de Estlund, Rosanvallon y Pettit apunta a la erosión de
la mente independiente y el pensamiento imparcial, las únicas bases para
las decisiones que se aproximan a la verdad y hacen que la democracia
sea más legítima y segura.
Sin embargo, a pesar de estas importantes diferencias, los críticos con-
temporáneos desde adentro piensan, como Mann, que la democracia (y,
en particular, la democracia representativa, que alimenta la competencia
partidaria y la propaganda sesgada) tiene una predisposición endémica
a fomentar visiones partidarias debido a su naturaleza politizadora. Para
recordar el argumento de Nancy Rosenblum (2010: 25-26), la evolución

122
Democracia desfigurada

de la democracia moderna pertenece a la historia del “desprecio moral por


los partidarios” y el partidismo. La nueva atracción por lo antipolítico en
la teoría democrática contemporánea es otro capítulo más en esa historia.
¿Quiénes somos para juzgar el atractivo impolítico en la teoría de-
mocrática contemporánea? Las insatisfacciones con la transformación
epistémica del discurso político en la teoría deliberativa de la democracia
no son nuevas. Al momento de crear asambleas competentes, repositorios
burocráticos de conocimiento estadístico o comités de expertos impolíti-
cos que instruyeran a los parlamentos inexpertos, las objeciones contra
las opiniones mal informadas, prejuiciosas y motivadas por los intereses
de los ciudadanos no son novedosas ni peculiares de nuestro tiempo y
de la sociedad moderna (Ball, 1988: 115-120).10 En los últimos años
han resurgido.
De hecho, los académicos ya han comenzado a detectarlo y estudiarlo.
Algunos teóricos políticos han criticado el uso antiretórico de la delibe-
ración como un proceso de “razón constreñida” y como una erosión de
la acción política de los ciudadanos.11 Han culpado a la teoría delibera-
tiva de hacer de la democracia un régimen de consenso que expulsa el
antagonismo y el desacuerdo con la consecuencia de que los ciudadanos
se vuelvan políticamente apáticos (Mouffe, 1999 y 2000: en particular,
capítulo 4). Mi propuesta, al criticar este giro impolítico, es diferente.
Me propongo cuestionar el platonismo democrático desde una visión
de la democracia estrictamente procedimental o, como ya he explicado,
coherente con la diarquía de la voluntad y la opinión que constituye la
democracia representativa. Mi argumento discute el alegato impolítico de
que los temas de interés público deben recibir respuestas despolitizadas,
aunque, al mismo tiempo, claramente, entre en conflicto con el carácter
de la democracia. Así, en este capítulo trato el alegato de politización
planteado desde adentro de la teoría democrática como un caso ejemplar
de violación de la naturaleza diárquica de la democracia, ya que anula
o estrecha el dominio de la doxa. Se trata de una “crítica desde adentro”

10
J. S. Mill (1977: capítulo 5) diseñó comisiones parlamentarias formadas por expertos
deliberantes como una estrategia para hacer que la asamblea simplemente votara sobre
temas. Esa era una tarea que requería cierta competencia disciplinaria y especial.
11
Young (1990: capítulo 4) fue uno de los primeros en criticar la vocación racionalista
de la deliberación. Véase, también, Bernard Yack (2006), Bryan Garsten (2006) y Linda
L. Zerilli (2000).

123
Nadia Urbinati

que, de concretarse, cambiaría la configuración de la democracia y, aún


más, la desfiguraría.
Voy a someter la tendencia actual de las visiones impolíticas de la de-
mocracia a tres críticas principales: la primera apunta al uso epistémico
de la deliberación como antídoto contra la política democrática misma; la
segunda apunta a la expansión del papel “negativo” del juicio que la ten-
tación de lo impolítico hace visible; y la tercera apunta a la disolución de
la opinión dentro de un modelo de juicio que se adapta a la jurisprudencia
y es de carácter legal, más que político-deliberativo. La idealización de
Estlund, Rosanvallon y Pettit de lo antipolítico y sus reflexiones críticas
sobre la competencia estratégica de las visiones políticas y el partidismo
ilustran elocuentemente estas tendencias críticas.
Los autores pertenecen a diferentes tradiciones intelectuales y persi-
guen agendas distintas, sin embargo, su línea de pensamiento muestra
notables afinidades. No están solos en esta batalla contra la democracia
política, pero, ciertamente, son autores pioneros y los pensadores más
representativos y desafiantes en este campo de la teoría política. Estlund
identifica el procedimentalismo, principalmente, con la interpretación
schumpeteriana o la competencia instrumental por la elección y lleva
las consecuencias de la crítica deliberativa al extremo al retratar la teoría
procedimentalista de la democracia como un método funcionalista que
es, en lo normativo, vacío e interesado, en esencia, en la victoria; es decir,
maquiaveliano en el sentido más crudo. Rosanvallon enmarca su argumen-
to a favor de lo impolítico dentro de la dialéctica entre la política activa
(legitimidad institucional o el trabajo de los procedimientos democráticos)
y la contra política (ejercicio de desafiar o el trabajo crítico del público
contra las decisiones parlamentarias), y ubica la búsqueda de una política
no partidaria en el segundo, que es el dominio del poder negativo de juicio.
Pettit, por su parte, prepara el terreno para una despolitización de la de-
mocracia ya que recurre a una vieja estrategia republicana que separa las
dos funciones principales de la práctica democrática: la deliberación y la
decisión. En su opinión, la primera debe implicar el juicio competente y
desapasionado y el control contradictorio de las propuestas y decisiones,
mientras que la segunda debe consistir únicamente en la votación y en
el gobierno de la mayoría, los dos criterios de la toma democrática de
decisiones que utilizan los ciudadanos (sufragio) y sus representantes.

124
Democracia desfigurada

En cuanto al objetivo de sus críticas al carácter partidario y basado


en la opinión de la democracia, el de Estlund es un procedimentalismo
puramente político porque induce a los ciudadanos a considerar a las
decisiones políticas como indiferentes al contenido. El de Rosanvallon es
el populismo, que es un destino predeterminado de la democracia repre-
sentativa si no se toman precauciones, como contrarrestar la tendencia a
convertir todos los temas en objetos de decisión democrática. Finalmente,
el objetivo de Pettit (2004: 59) es el mismo “sistema por el cual la voluntad
colectiva del pueblo gobierna” en la democracia representativa, es decir,
la centralidad de los parlamentos o cuerpos legislativos que, para él, es,
en sí, populismo.
A pesar de las notables diferencias, las reflexiones de estos tres auto-
res sobre la naturaleza y los riesgos de la democracia son ejemplares e
inspiradas en un ideal de democracia deliberativa como un proceso de
racionalización de las decisiones colectivas. Este proyecto de racionaliza-
ción está destinado a promover una contracción gradual pero significa-
tiva de la esfera de la política democrática como una esfera habitada por
opiniones, en la que las decisiones se toman de acuerdo con el gobierno
de la mayoría porque el consentimiento racional está estructuralmente
ausente. Sugieren que el valor y el sentido de la deliberación descansa
en la capacidad de esta última para enmendar la democracia de la doxa y
su inclinación politizante, ya sea reduciendo la posibilidad de resultados
irracionales (es decir, partidarios y sesgados o simplemente incorrectos)
(Estlund) o interrumpiendo el camino hacia la demagogia (Rosanvallon)
o reduciendo la autoridad de los órganos representativos y los votos de
los ciudadanos a favor del jurado y de una estrategia jurídica de control
(Pettit). Procederé de la siguiente manera: primero, analizaré cada una
de estas tres interpretaciones y, segundo, señalaré el aspecto en común
de todos ellos, que reside en la extensión del juicio público al carácter,
modelo y fin del judicial.

Instrumental para la verdad


La teoría epistémica de la democracia, que representa de la mejor
forma el trabajo de Estlund, es un desarrollo dentro de la teoría delibe-
rativa de la democracia, pero va mucho más allá, ya que le encarga a los
procedimientos democráticos la tarea no solo de guiar a los ciudadanos
democráticos hacia decisiones autónomas, sino también de producir

125
Nadia Urbinati

decisiones “verdaderas” o “correctas”.12 La justificación normativa de los


procedimientos no descansa en el hecho de que se basa en las libertades
de los ciudadanos y los tratan con igual dignidad, sino en que extraen de
su deliberación colectiva un resultado valioso. Consiste en una revisión
de la teoría deliberativa clásica de la democracia.
La deliberación, en la interpretación clásica de Jürgen Habermas
(1992: 292-295), sostiene que las relaciones sociales discursivas entre
los ciudadanos tienen el mérito de producir decisiones que son más
favorables porque son menos parciales que las producidas por la ne-
gociación instrumental o por la regla de la mayoría.13 Se consideran
favorables debido al bien moral que producen, como la reciprocidad, la
autonomía y la inclusión de todos los ciudadanos. Así, para los teóricos
de la democracia deliberativa, la cuestión de la deliberación no es tanto
lo “correctas que sean” las decisiones, sino el “fundamento” moral de
su aceptación. Es debido a este fundamento moral de las prácticas de-
mocráticas que Habermas comprende que la regla de la mayoría como
una lucha domesticada por el poder es un tipo de decisión inferior. En
este sentido, elogia el procedimentalismo democrático por la disposición
moralmente correcta de los participantes a los que educa, y piensa que
este objetivo no es casual. De hecho, aunque en su opinión no importan
las consecuencias sino los procedimientos, importa la intención con la
que los participantes ingresan al juicio deliberativo, porque solo con
esta condición el proceso deliberativo puede trabajar para instruir su
comportamiento (así, por ejemplo, ingresar al juicio con el objetivo de
promover algunos intereses predefinidos o lograr algunos bienes asumi-
dos se opone a una disposición mental deliberativa porque excluye un
intercambio abierto y franco de razones a favor y en contra). Habermas
sugiere que debemos respetar los procedimientos democráticos porque
el proceso que ellos promulgan consiste en un “discurso práctico”. Esto
lo hace legítimo. Así, distingue entre un proceso político de “equilibrio
de poder” y uno que consiste en un “discurso práctico”. Mientras que el
primero permite que las personas entren en la deliberación para negociar
y comprometerse o “lograr un equilibrio entre intereses particulares en
12
La inspiración y el tema principal de esta sección proviene del artículo que escribí con
Maria Paula Saffon (ver Saffon y Urbinati (2013: en particular, 445-450).
13
Sobre la identificación de la democracia procesal con el schumpeterianismo y cómo esto
comprometió la comprensión normativa de esta interpretación y, de hecho, facilitó una
idea distorsionada de lo que hacen los procedimientos democráticos, véase Mackie (2009).

126
Democracia desfigurada

conflicto”, el segundo les permite luchar por un interés común a través


de la deliberación. Solo el último es un comportamiento colectivo mo-
ralmente legítimo en la democracia, y no lo es el primero, que Habermas
(1993: 71-72) identifica con la interpretación clásica schumpeteriana del
procedimentalismo.14 Así, aunque critica la actitud de justificar y juzgar
la deliberación democrática desde el punto de vista de los resultados
epistémicos, Habermas (1998: 19) nos invita a elogiarlos desde el punto
de vista de una valoración moral y no únicamente política: “Así, en el
discurso normativo, llegar a un acuerdo racional es reemplazado por algo
como lograr una armonización mutua de sentimientos”.
La teoría de la democracia epistémica lleva este enfoque de los pro-
cedimientos (es decir, el razonamiento desde el punto de vista de lo que
produciría su uso, además de regular el comportamiento político en una
condición de libertad) a su consecuencia extrema y concluye que la teo-
ría deliberativa clásica, en sí misma, no es satisfactoria, ya que no presta
atención a lo que ofrece la deliberación (Habermas, 1992: 294). Es más
radical que Habermas o que quienes sostienen la deliberación a la hora
de torcer los procedimientos hacia una preocupación por el objetivo
epistémico de la exactitud y no admite simplemente que este pueda ser
un resultado que ocurre principalmente porque la democracia permite la
revisión y corrección de decisiones tomadas previamente.15 Los teóricos
de la deliberación aceptan el principal argumento del procedimentalismo
de que el carácter “corregible” o “enmendable” es el aspecto central de
la democracia, aunque apuntan a una justificación moral del uso de los
procedimientos, como en la tradición de Kant. Los teóricos epistémicos
no lo hacen. Según Estlund, tratar a los ciudadanos y a los electores por
igual, como una visión normativa de lo que requiere la democracia, no es
suficiente, porque esto implica centrarse en las condiciones (“se considera
que el mérito de las decisiones democráticas se mantiene completamente
en su pasado”) más que en los resultados, que, en cambio, son una mejor
prueba para evaluar los procedimientos democráticos. Estos procedimien-
tos deben llevar a la ciudadanía a tomar decisiones acertadas: este es el
objetivo principal que debe perseguir la democracia; deben ser diseñados
de manera que las decisiones sean o tiendan a ser correctas de acuerdo
14
Llevando este modo al extremo, Bohman (2000: 51) se ha opuesto, así, al procedimen-
talismo porque es autorreferencial: “el mero seguimiento de un procedimiento, por justo
que sea, no influirá en la calidad del acuerdo alcanzado ni en las razones que lo sustentan”.
15
Esta crítica ha sido realizada, desde el principio, por Bernard Manin (1987).

127
Nadia Urbinati

con normas externas (a los procedimientos y procesos políticos) o “en


estándares independientes”.16
Otros teóricos democráticos cercanos a la perspectiva epistémica tam-
bién han expresado su descontento con una interpretación puramente
política de los procedimientos democráticos porque sostienen que son
permeables a la racionalidad estratégica y, por lo tanto, estructuralmente
incapaces de indicar un camino unívoco hacia decisiones que son co-
rrectas, desde el punto de vista moral.17 Su preocupación es que esta
interpretación de la democracia carece de “estándares políticos sustanti-
vos”, en realidad, “estándares independientes” que restrinjan las opciones
políticas de manera tal que la atención a las condiciones, en la línea de
Habermas, no puede hacer. Basarse en la legitimación para obedecer los
estándares morales no es suficiente para eliminar la arbitrariedad en la
autoridad política, porque es “difícil ver qué punto de vista evaluativo
podría adoptarse para criticar cualquier requisito moral autoritario”
(Estlund, 2007: 27 y 29).18 Ahora, los teóricos epistémicos parecen
creer que las decisiones correctas son un mejor camino para justificar la
autoridad y, además, que la democracia puede adoptarlas porque, contra-
riamente al argumento aristocrático, una multitud de gente común puede
tomar decisiones correctas. Por lo tanto, la concepción epistémica de la
democracia hace dos afirmaciones importantes: que la “multitud” tiene
dignidad19 y que existe una diferencia entre el llamado de la epistocracia
16
“Por lo tanto, como hemos visto, la teoría democrática normativa se ha basado, en gran
medida, en el supuesto de que lo máximo que se puede decir de una decisión democrática
legítima es que se produjo mediante un procedimiento que trata a los votantes por igual,
en ciertas formas” (Estlund, 2007: 98).
17
Ver Joshua Cohen (2010: 188-191) y Goodin (2003: capítulo 5).
18
Cf. Pettit (1997: 180-182). Como dice Estlund (2007: 23 y 27), si el antagonismo está
en el centro de los valores políticos, “existe una ambivalencia predecible acerca de las
apelaciones a la verdad en el discurso político”, y el “nihilismo” sería el “precio” predecible.
19
La fortuna del término “sabiduría de la multitud” proviene de James Surowiecki (2005:
en particular, capítulo 1), quien sostiene, con evidencia empírica y experimental, que un
grupo formado por diversos individuos, más o menos inteligente y desigualmente desinfor-
mado, es mejor en la toma de decisiones que un pequeño grupo de individuos informados
por igual que tienen opiniones similares. La defensa de los “muchos cerebros” se basa en
dos argumentos: que “la ‘competencia’ del grupo o la posibilidad de acertar puede exce-
der eso o los miembros más competentes del grupo” y que “un número suficientemente
grande de desfavorecidos (pero mejor que las suposiciones aleatorias) pueden resultar
fácilmente más competentes que un pequeño panel de expertos muy competentes”. El
“corolario” es que “la diversidad –aquí, la independencia estadística de las conjeturas– hace
una gran diferencia en el desempeño del grupo, manteniendo la competencia constante”

128
Democracia desfigurada

a la verdad (autoritaria por ser elitista o no igualitaria) y los estándares


democráticos epistémicos (que pueden ser seguidos por todos debido a la
igualdad epistémica que todos disfrutan). Solo la última posición garan-
tiza la independencia de pensamiento de quienes los producen (supuesto
antioligárquico). El modelo que adoptan los epistémicos para defender
su caso es el del jurado: “Cuando se hace correctamente, un juicio con
jurado parece producir un veredicto con fuerza legal, pero también con
cierta fuerza moral” (Estlund, 2007: 7).
Los teóricos epistémicos son instrumentalistas, aunque de un tipo
diferente a los schumpeterianos, porque piensan que los procedimientos
deben ser vistos no como un método para seleccionar una clase política,
sino para diseñar decisiones correctas. Asumen que la teoría democrática
debería prestar más atención a la calidad de las decisiones que a la medida
en que los procedimientos protegen la autonomía o la libertad política
igualitaria. Por lo tanto, Estlund critica el “profundo procedimentalismo
de Habermas, su versión de los argumentos de la no-verdad” (ibíd.: 29).
Aún más, afirma:
El procedimentalismo no es el problema, pero el esfuerzo por basarse
únicamente en él sí lo es. La autoridad y la legitimidad democrática nun-
ca podrían entenderse sin depender de la idea del valor procedimental
puro o retrospectivo en cierta medida (…) [sin] la tendencia a producir
decisiones mejores o más justas teniendo en cuenta los estándares que
son independientes del procedimiento temporal real que las produjo.
(Ibíd.: 97)
Al final, la democracia epistémica quiere lo que la democracia delibe-
rativa no: estándares objetivos para la evaluación de las opciones sociales
que están por encima de la comunicación política y sus procedimientos.
Su objetivo es tener un estándar de veracidad que prometa decisiones
(tomadas por un colectivo de iguales) que no sean solo procesalmente
correctas o válidas debido al consentimiento con los principios y reglas
de la constitución. Estlund juzga el procedimentalismo puramente
político como una forma de “nihilismo” y piensa que “su formalismo
de indiferencia hacia el contenido hace que la democracia no sea ni lo

(Vermeule, 2009: 5). Más recientemente, Héléne Landemore (2012) utilizó este teorema
para demostrar, contra el uso oligárquico de la “buena” deliberación, que las grandes
multitudes están más diversificadas, ya que son más numerosas que los pequeños grupos
de pocos individuos inteligentes.

129
Nadia Urbinati

suficientemente admirable ni valiosa para los ciudadanos” (ibíd.: 27).20


En cuanto a la validez jurídica, tampoco es condición suficiente para una
autoridad legítima; lo que hace falta es que los procedimientos democrá-
ticos operen “con tendencia a tomar decisiones acertadas” (ibíd.: 8 y 98).
Por lo tanto, tienen que ser juzgados no simplemente como válidos sino
también como “correctos según estándares independientes” (ibíd.: 98).
Una interpretación solo política de los procedimientos democráticos no
puede hacerlo, lo que significa que un proceso que promete tratar a los
ciudadanos por igual, independientemente del contenido de la decisión,
no promete lo suficiente.21
La doctrina epistémica es un intento radical de despolitizar la demo-
cracia convirtiéndola en una sección en la búsqueda de la verdad; esto
le brinda a la perfección teórica diversas propuestas empíricas y prag-
máticas para la construcción de foros de deliberación colectiva en donde
los participantes guiados por “buenos procedimientos” para lograr “de-
cisiones justas” o “respuestas correctas” son un ejemplo práctico de una
interpretación epistémica de la democracia (ibíd.: 18). De hecho, estos
experimentos encarnan el ideal de la deliberación como complemento de
los órganos representativos electos, cuyas decisiones difícilmente pueden
apoyarse en un amplio consenso y superar así el sentido de injusticia.22
La doxa es un problema tanto para los teóricos de la deliberación empírica
como para los teóricos epistémicos.
En resumen, la transformación de la toma de decisiones políticas en
un proceso epistémico choca con la democracia de manera bastante dra-
mática. Primero, porque cuestiona la estructura diárquica del gobierno
representativo y el procedimentalismo democrático. Y segundo, porque
refuta la condición de autonomía o inmanentismo que corresponde a la
autoridad democrática. El primer proyecto desafía el propio carácter po-
lítico de la democracia y promete libertad política igualitaria que se logra
mediante la participación directa o indirecta de todos los ciudadanos en
la elaboración y evaluación de las leyes que van a obedecer; mientras que
el segundo desafía su sustancia.

20
Ver, también, Saffon y Urbinati (2013: 6).
21
Los procedimentalistas “ven la bondad o la adecuación de un resultado como ente-
ramente constituido por el hecho de haber surgido de alguna manera procedimental
correcta” (Goodin, 2003: 92).
22
Ver Archon Fung (2006), Bruce Ackerman y James Fishkin (2004: 179-184).

130
Democracia desfigurada

En cuanto al primer proyecto, la democracia no promete decisiones


que sean más correctas o más verdaderas que, por ejemplo, las alcanzadas
por algunos tecnócratas, ni exige que todos los ciudadanos sean compe-
tentes o que alcancen un grado de competencia tal que les permita tomar
decisiones correctas. La condición de igualdad que supone la democra-
cia es de oportunidad, y no de sustancia. Nos podemos preguntar: ¿La
distinción de competencias está destinada a desaparecer a medida que
evoluciona la democracia o, a la inversa, contradice a la democracia, como
puede parecer cuando los teóricos quieren distribuirla de forma igual?
Estas cuestiones revelan una interpretación platónica de la política y una
falla en la democracia, ya que la distribución equitativa de competencias
no es, por sí sola, suficiente para democratizar la deliberación colectiva.
Una multitud que está formada por personas que, dados algunos datos y
procedimientos de deliberación, logran un resultado unánime, todavía no
es necesariamente democrática, aunque sí igualitaria. De hecho, no está
claro quién juzga sobre cuál es el grado de competencia necesaria y sobre
la corrección de las decisiones, sino lo hacen los ciudadanos mismos.
El segundo proyecto viola la autonomía de la democracia ya que viola
el principio de inmanencia en el que se basa este sistema político. Según
Estlund, las decisiones democráticas son mejores que las no democráticas
porque tienden a producir resultados más adecuados o mejores: él hace
de la calidad epistémica de los procedimientos democráticos la fuente de
su legitimidad. Esta visión instrumental parece sugerir que la legitimidad
para obedecer las leyes se basa en un resultado empírico, lo cual es una
paradoja porque la lógica post factum implica que los ciudadanos deberían
tener la oportunidad de probar los resultados de las leyes antes de obede-
cerlas. Además, la autoridad epistémica evalúa los procedimientos con un
criterio externo para analizar sus resultados, y esto contradice el principio
de autonomía democrática. Asimismo, ¿quién en una democracia puede
definir qué tan correctas son las decisiones sino las mismas personas que
las usan o que nombran a alguien para usarlas? Y existiera ese juez “in-
dependientemente” de los actores, ¿no sería él o ella el soberano? Como
sostuve en el capítulo anterior, la democracia es un proceso inmanente
en el sentido de que no contempla un punto de referencia externo para
evaluar su autoridad (Habermas, 1992: 106). Así, tanto la doxa como la
variabilidad de decisiones son inherentes a ella, lo que significa que la

131
Nadia Urbinati

legitimidad democrática no puede depender de la promesa de que pro-


porcionará decisiones correctas.
La democracia no necesita llegar hacia alguna verdad para ser legí-
tima. Y a pesar de que los candidatos prometan buenos resultados, los
ciudadanos los esperen y los procedimientos los permitan, no es por ellos
que la autoridad democrática es legítima. Tanto en el caso de que llegue-
mos a buenos resultados como en el caso de que lleguemos a resultados
decepcionantes, los procedimientos son legítimamente democráticos
porque cumplen el rol por el cual están hechos: proteger la libertad de
sus miembros de tomar decisiones “equivocadas”.23 En este sentido, la
democracia no es perfeccionista. Yo diría que carece de virtudes. Esta
idea fue formulada brillantemente por Albert O. Hirschman (1986), para
quien la única virtud en verdad esencial de la democracia es el amor por
la incertidumbre, que no es un amor ingenuo sino un hábito de la mente
sostenido por un proceso abierto de formación de la opinión pública
(abierto a discusión y a nueva información que cuestiona las creencias
ya consolidadas).24 Hirschman (1982: 123) agregó que la máxima errare
humanum est debe interpretarse no solamente como que los humanos
podemos cometer errores, sino también como que solo los humanos co-
metemos errores. Los procedimientos democráticos contribuyen a nues-
tra necesidad endógena de cambiar pensamientos y decisiones tomadas
previamente, sin fecha límite para lograr el resultado correcto y sin un
resultado final que alcanzar.
Esto significa que la probabilidad de tomar decisiones “incorrectas”
(como explicaré más adelante al analizar el pensamiento político, con
“incorrectas” hacemos referencia a aquellas decisiones que no cumplen
con lo que se nos prometió o con lo que pensábamos que era útil y bueno
para nuestra comunidad política) no tiene por qué considerarse una debi-
lidad de la democracia. Los procedimientos democráticos combinan dos
condiciones: homogeneidad –todas las personas deben tener algún tipo
de igualdad al compartir el poder político– y diversidad –cada ciudadano
23
Según Robert Dahl (1985: 51): “Es cierto que un régimen democrático corre el riesgo
de que la gente cometa errores. Pero el riesgo de errores existe en todas las regiones
del mundo real (...) Además, la oportunidad de cometer errores es una oportunidad de
aprender (...) En el mejor de los casos, solo la visión democrática puede ofrecer la espe-
ranza, que la tutela nunca puede hacer, de que, al dedicarse a gobernarse a sí mismos,
todas las personas, y no solo unas pocas, puedan aprender a actuar como seres humanos
moralmente responsables”.
24
Véase, también, Hirschman (1995: 118-119).

132
Democracia desfigurada

es específico (hay diversidad de intereses, opiniones y valores)–; y pre-


sumen, además, que el disenso (que la diversidad puede engendrar) es
bueno como una inyección de vitalidad y como una capacidad de revisión
en el proceso democrático, pero no necesariamente como un medio para
obtener resultados más verdaderos.25 Si bien la verdad tiende a superar el
disenso, los procedimientos democráticos siempre lo presumen. En este
sentido, la democracia no debe ser juzgada por su capacidad para producir
resultados correctos, sino por su capacidad para permitir que todos los
puntos de vista o ideas compitan abierta y libremente por alcanzar las
decisiones que consideran importantes para lograr las promesas que hacen
a la democracia.26 Como destacó Aristóteles, la política se identifica con
la libertad porque es un campo de la opinión. La democracia promete ser
la mejor condición para lograr esto porque promueve una distribución
equitativa del poder político.
Pero una vez que se convierte en el terreno de la verdad, la política se
vuelve inhóspita para la contestación y la libertad, e incluso también para
la paz, ya que surge el riesgo de que los conflictos políticos asuman una
naturaleza violenta e insoluble. Cuando la arena política está habitada
por interpretaciones contradictorias de lo que significa una idea verda-
dera, el compromiso entre estas parece difícil de lograr, o lógicamente
imposible. Dado que lo opuesto a la verdad es el error, no tiene sentido
tolerar un error a menos que quienes lo sostengan lo vean como un error
temporal que debe ser superado. Cicerón dio una excelente justificación
de esta actitud, que puede ser visto como un valioso punto de referencia
a la hora de evaluar las distintas formas de diálogo y, en particular, el
filosófico y el político.
Cicerón trató al desacuerdo en relación con las disputas dentro de las
escuelas filosóficas y entre los filósofos y en relación con los oradores
en el foro. Argumentó que, cuando el acuerdo del primer tipo no era
posible, el participante individual en un sermo (debate filosófico) podía
decidir libremente seguir su propio juicio, en la medida en que su escuela
filosófica no le ofreciera ninguna orientación segura sobre cómo resolver
el conflicto entre supuestos básicos.

25
Cf. Josiah Ober (2008a: 31-33).
26
De ahí que Platón (1960: 80) hiciera decir a Calicles que los filósofos “no tienen cono-
cimiento del código legal de esta ciudad”.

133
Nadia Urbinati

Pero se debe dejar que todos defiendan sus puntos de vista, porque el
pensamiento es libre: me aferraré a mi regla y no estaré atado a las leyes de
ninguna escuela de pensamiento a la que me sienta obligado a obedecer,
siempre buscaré la solución más probable en cada problema. (Cicerón,
1945: 335).
Sin embargo, la suspensión del pensamiento era altamente indeseable
en las contiendas políticas, e incluso imposible, porque las decisiones
podían permitir su postergación –y la mayoría, a veces, ni siquiera– como
máximo, pero no la suspensión. Además, la ciudad tenía en las leyes, tanto
constitucionales como ordinarias, una guía segura para la resolución de
conflictos. En resumen, la suspensión del pensamiento solo era posible
con debates filosóficos. Cicerón, por supuesto, no pretendía decir que los
filósofos debían ser libres en todas sus opiniones o tolerantes con todas
las creencias, como tampoco debía ser un ciudadano o un juez. Su teoría
del desacuerdo y la distinción entre verdad y probabilidad se basaba en
un acuerdo básico sobre lo que era la razonabilidad humana; en cualquier
caso, la suspensión del pensamiento filosófico fue en aras de resolver la
incertidumbre y lograr la verdad. Cicerón no practicó lo que la corriente
epistémica contemporánea llama “nihilismo”. Su escuela filosófica fue la
Academia, cuyo escepticismo moderado básico estaba de la misma forma
distante del platonismo, por un lado, y del pirronismo o escepticismo
absoluto, por el otro. La probabilidad, en lugar de la suspensión total del
pensamiento, y la argumentación in utramque partem, en lugar de asertivi-
dad dogmática, fueron las reglas básicas de la Academia y de la elocuencia
civil (Remer, 1996: 16-26). Un escepticismo moderado fue, para Cicerón
(1955-1958: capítulo I.1), la clave para la continuidad del sermo:
Los filósofos de la Academia han sido prudentes al negarle su consenti-
miento a cualquier proposición que no haya sido probada (...) nada podría
ser menos decente para la dignidad e integridad de un filósofo que adoptar
una opinión falsa o mantener como cierta alguna teoría que no ha sido
completamente explorada y comprendida.
Las reglas del sermo eran necesariamente diferentes de las de la retóri-
ca, ya que las primeras eran dictadas por la verdad y las segundas por la
prudencia (decoro o dignidad), que sostenía que el orador debía adaptarse
al carácter de la audiencia y evitar imponer un estándar de certeza sobre
materias que tuvieran que ver con la convicción y la persuasión entre

134
Democracia desfigurada

ciudadanos libres. El punto de referencia del orador era el bien de la re-


pública, la preservación de la libertad y la paz civil: la ley y los derechos
eran su guía segura. La posición de Cicerón no es diferente a la sugerida
por John Rawls, quien también argumentó que el desacuerdo en nombre
de la verdad tenía una propensión natural a terminar en violencia, ya que
las partes toman como deber resistir los males de los demás y convencerlos
sobre cuál es la verdad. Un ejemplo antiguo, pero todavía memorable, de
acuerdo fallido entre los participantes que entraron en la deliberación con
la intención de imponer una verdad determinada es el de los numerosos
concilios religiosos que se celebraron en las primeras décadas después
de la protesta de Lutero, que no solo pusieron en peligro la meta de los
humanistas, sino que también radicalizaron los desacuerdos religiosos y
abrieron las puertas hacia las guerras de religión. El diálogo resultó estar
fuera de lugar porque las opiniones que provocaron el desacuerdo no
pudieron ser objeto de consentimiento.27 Cuando la verdad es el tema de
la política, el proselitismo reemplaza a la persuasión y a la deliberación,
y la persecución ocupa el lugar de la tolerancia. Esta fue la fuente de las
guerras de religión. Su nefasta lógica no desaparecerá porque creemos
una democracia, sino que lo hará solo si le quitamos al discurso político
el intento de búsqueda de la verdad.
De hecho, los teólogos (católicos y protestantes por igual) que en el
siglo xvii intentaron resolver sus desacuerdos dogmáticos a través del
diálogo no lo lograron porque adoptaron las reglas del sermo de Cicerón
y no las de la retórica.28 Su elección era predecible ya que no querían
lograr la paz dentro de la libertad, sino el tipo de armonía (concordia)
que solo la verdad permitía y que ordenaba la superación de importantes
diferencias (por lo tanto, los “errores”) y la suspensión de las decisiones

27
A mediados del siglo xx, Kelsen (2013: 90) escribió que intentar justificar la democra-
cia sobre la base de la calidad “epistémica” de sus decisiones políticas equivale a hacerla
parecer un “burro con piel de león” porque la comunidad política en su conjunto no es el
organismo más calificado para descubrir y aplicar un estándar objetivo de “verdad” política,
ni debería esperarse que lo sea. Basar la legitimidad política únicamente en el principio de
autonomía (obedecer las leyes que hacemos) realmente tiene sentido para la suposición
de que no se dispone de un estándar objetivo de verdad política. Sobre su argumento de
que la democracia no puede operar con credos dogmáticos, véase Kelsen (1948).
28
Para una excelente descripción de un ejemplo de aborto del coloquio para la reconci-
liación entre católicos y calvinistas en Francia (que ocurrió diez años antes de la masacre
de los hugonotes), véase Donald Nugent (1974).

135
Nadia Urbinati

hasta que se restableciera la verdad.29 Las reglas del sermo eran la receta
de la intolerancia y la guerra porque eran incompatibles con el pluralis-
mo.30 Pero para la continuación del diálogo y la preservación de la paz, la
estrategia debería haber sido la de minimizar el contenido doctrinal de la
religión y, de esta manera, debilitar la ética de la coherencia y fortalecer
la del respeto.31 Sin embargo, esta posición solo podría adoptarse si el
diálogo se trasladaba fuera del dominio de la verdad (la teología, en ese
caso) en el ámbito de la política o la retórica cívica. La verdad confía en
la competencia como forma de autoridad, lo que hace que el pluralismo
de opinión sea transitorio y solo instrumental para el resultado. Además,
las apelaciones a la verdad en la política provocan divisiones ya que no
permiten la adaptación.32 Claramente, los teóricos epistémicos hacen del
juicio de carácter judicial o legal (lograr la verdad sobre algún hecho) su
modelo de toma de decisiones colectivas, y no la asamblea política o el
trabajo de los legisladores. Como argumentaré al final de este capítulo,
el ideal epistémico e impolítico se basa en equiparar el juicio en la juris-
prudencia con el juicio en la política.
Otra objeción que se le puede plantear a la concepción epistémica es
la siguiente: ¿cuándo debemos dejar de probar el carácter “correcto” de
29
Como escribió Mario Turchetti (1984: 102-108), el espacio para el compromiso era más
amplio cuando los cristianos, posteriores a la Reforma, no conocían bien las posiciones
de los demás. Contrariamente a la esperanza del guía espiritual de la concordia, Erasmo
de Rotterdam (que fue una inspiración teórica tanto de católicos como de calvinistas,
durante algunas décadas), los “fundamentos de la fe”, que –se suponía– eran una verdad
básica no abierta a la discusión y compartida por todos los cristianos en tanto cristianos,
se convirtieron en el principal objeto de discordia y de desacuerdos entre las diferentes
denominaciones cristianas. Superar el desacuerdo significaría superar las diferencias entre
los cristianos sin dejar de pertenecer a la misma iglesia. Sin embargo, fue precisamente
en nombre de la diferencia que se produjo la ruptura con los “fundamentos de la fe”.
30
Los partidarios de la concordia, católicos y protestantes, se opusieron a su idea de unidad
frente a modelos de imperio que se basaban en el pluralismo religioso, como el Imperio
otomano o el antiguo Imperio romano (Lecler, 1966: 394).
31
La asociación de “creencias fuertemente arraigadas” con la intolerancia y, viceversa, de
una perspectiva más escéptica con la tolerancia tiene un amplio eco en el análisis con-
temporáneo. Ver Quetin Skinner (1978: 244-254) y Preston King (1976: 122-131). Para
una lectura crítica que enfatiza, en cambio, la implicancia “traicionera” y relativista del
escepticismo, véase Richard Tuck (1988: 21-35). Por último, para un desafío al supuesto
“modernista” que vincula la tolerancia con el escepticismo, véase Cary Nederman (1998:
66-67).
32
Como dice Rawls (1983: 129), “sostener una concepción política como verdadera, y
solo por esa razón la única base adecuada de la razón pública, es excluyente, incluso
sectario, y muy probablemente fomente la división política”.

136
Democracia desfigurada

una decisión? A diferencia de un tribunal, que se espera que produzca


un veredicto definitivo, la democracia es un juego abierto de decisiones
políticas y de revisión de decisiones tomadas previamente. No consiste en
un proceso cuyo objetivo sea llenar un vacío de conocimiento en algún
momento del futuro y, de esa manera, dejar de decidir. Sus procedimientos
no están destinados a producir decisiones finales. Las decisiones demo-
cráticas, como todas las decisiones políticas, ocurren en la dimensión
temporal del presente, pero, a diferencia de otros procesos de toma de
decisiones, no prometen una solución definitiva a un problema político
dado. La aceptación del cambio legal es un reconocimiento de que los
procedimientos democráticos están destinados a regular los conflictos y
desacuerdos que surgen de manera persistente.
Como expuse anteriormente, los teóricos de la democracia epistémica
se apoyan en el teorema del jurado de Condorcet al argumentar que la
democracia debe ser un procedimiento que tienda a generar decisiones
correctas. Sin embargo, este teorema es el menos apto para explicar la
deliberación en las asambleas políticas.33 El “error”, al aplicarlo a esas
asambleas, debería ser atribuido a los teóricos contemporáneos de la
democracia epistémica más que a Condorcet, quien, cuando se propuso
diseñar la constitución de la República francesa (1792-1793), abandonó
el teorema del jurado y previó la posibilidad de disentir, tanto sobre la
interpretación de la constitución como sobre la enmienda constitucional.
En este sentido, ofreció un aporte relevante al constitucionalismo demo-
crático al interpretar la actividad legislativa en la asamblea representativa
como un trabajo de implementación e interpretación de los principios
y derechos contenidos en la constitución, que estaba endógenamente
abierto a diversas opiniones y desacuerdos. En consecuencia, Condorcet
(1968: 427-428) eligió el desacuerdo como la perspectiva en relación con
la cual se debe juzgar el desempeño del proceso democrático de toma
de decisiones. Así, se preguntó cómo el proceso democrático podría ser
menos propenso a la inestabilidad sin recurrir a estrategias no democráti-
cas. A pesar de que desconfiaba de los partidos y las facciones, Condorcet
admitió que el objeto de la democracia es la opinión, y no la verdad. Por

33
Ober (2008a: 109) observa: “El teorema del jurado de Condorcet se limita al juicio binario
(...) Sin embargo, el teorema de Condorcet es incapaz de explicar los procesos de toma de
decisiones de la Asamblea ateniense, donde un cuerpo muy grande de personas, algunas
de ellas expertas en varios dominios relevantes al tema del día, a menudo decide entre
una variedad de posibles opciones políticas después de escuchar una serie de discursos”.

137
Nadia Urbinati

lo tanto, sostuvo que el trabajo político de una asamblea electa y de los


electores debía verse como un proceso de enmienda permanente: “los
legisladores de hoy son simplemente hombres, que no les pueden dar
a los otros hombres que son iguales a ellos nada más que leyes que son
transitorias, como ellos” (Condorcet: 375 y 371).
Este punto no niega que debería haber limitaciones a lo que el pro-
cedimiento democrático puede decidir sobre una base ordinaria. Esta
es la función del constitucionalismo, el principal objeto de la justicia
en los términos de Aristóteles, como veremos más adelante. Se puede
evitar que la democracia produzca resultados “incorrectos” mediante la
política constitucionalizada. Pero la evaluación del carácter “correcto” de
las decisiones se basa en un criterio que es interno al mecanismo en sí
mismo y, por lo tanto, a la opinión en sí misma.34 Como ha argumenta-
do Frank Michelman (1997: 148), los procedimientos de elaboración de
leyes producen “leyes que son válidas”, y no leyes que son verdaderas:
“un régimen legislativo no necesita, para ser correcto, resultar en leyes
perfectamente justas; si no que, necesita solamente usar procedimientos
capaces de producir leyes que sean válidas”. Las interpretaciones de la
constitución no solo son posibles sino que están permitidas porque la
diversidad de opiniones es una condición que la libertad democrática
valora y provoca de antemano. La división entre mayoría y minoría es la
regla básica que gobierna el mundo del discurso público sobre los temas
políticos, tanto cuando está en juego la constitución (y la decisión se
toma por referéndum)35 como cuando lo están las políticas cotidianas.
34
“En cuanto el filósofo sometió su verdad, reflejo de lo eterno, a la polis, se convirtió
inmediatamente en opinión entre opiniones” (Arendt, 1990: 78).
35
Para contener la enmienda de las constituciones por asambleas representativas, muchas
democracias modernas han adoptado una regla de supermayoría. Sin embargo, si bien este
método tiene como objetivo proteger a la constitución de los representantes (que no pue-
den usarla como les parezca), no es una violación de la igualdad porque no preselecciona
a la minoría. Kelsen, acérrimo defensor del principio de mayoría, pensaba que la única
forma de hacer jurídicamente efectivos los derechos era inscribirlos en la constitución
y hacerlos no inmediatamente accesibles a la posibilidad de ser modificados o anulados
por la mayoría electa. Por esta razón, concluyó que la institucionalización adecuada del
principio de la mayoría requiere la introducción de ciertas restricciones “super mayorita-
rias” que constituyen la base para una distinción entre diferentes “niveles” de legislación.
“La protección de la minoría es la función esencial de las llamadas libertades y derechos
fundamentales o derechos humanos y civiles, que están garantizados por todas las consti-
tuciones democráticas parlamentarias modernas (...) La forma típica de calificar las leyes
constitucionales frente a las convencionales leyes es el requisito de un mayor quorum y
de una mayoría especial, posiblemente de dos tercios y tres cuartos” (Kelsen, 2013: 50).

138
Democracia desfigurada

Afirmar que hay o debería haber una interpretación correcta de los valo-
res de igualdad y libertad, independientemente de las circunstancias en
las que se apliquen, es cuestionable desde una perspectiva democrática.
Según Condorcet, el constitucionalismo es necesario porque se prevé la
disidencia, más que el consenso. Sin embargo, la doctrina epistémica pa-
rece sostener que este es el asunto, negando o reduciendo en exceso, de
este modo, el alcance de la política en el desarrollo de valores normativos.
Los argumentos epistémicos en la definición de legitimidad democrá-
tica plantean dos problemas adicionales que pertenecen respectivamente
al significado del giro epistémico y a la apelación a la autoridad de Aris-
tóteles. El intento de demostrar que la democracia es buena, o que está
mejor dispuesta a tomar decisiones verdaderas porque el colectivo es
racional, fue una estrategia propuesta en el siglo xviii para contrarrestar
el popular argumento antidemocrático de que la democracia era un mal
régimen porque se basaba en una mayoría incompetente e irracional.36
Jean-Jacques Rousseau y Condorcet respondieron a esta crítica clásica
cambiando el lugar de la legitimidad política del contenido y el resultado
hacia los procedimientos que ordenan el trabajo del colectivo. Dispuestos
a refutar el argumento aristocrático de que la virtud y la competencia
eran los requisitos para gobernar, debían demostrar que la igualdad
política podía satisfacer los criterios de conocimiento y competencia.
Es difícil descifrar cuál es el terreno de disputa actual en relación con el
cual los teóricos epistémicos le devuelven el tema de la legitimidad a la
competencia. ¿Por qué necesitamos hacer que la democracia se parezca
a una aristocracia y por qué queremos vestirla con el traje del mejor o
los mejores?
El segundo argumento problemático consiste en defender la demo-
cracia epistémica respaldando la crítica de Aristóteles a la epistocracia de
Platón.37 De hecho, aunque Aristóteles veía a la democracia como una
degeneración del gobierno constitucional, cuando tuvo que evaluar el
papel de la mayoría, reconoció su competencia deliberativa en la asamblea
pública (ekklesia) y la del jurado en los tribunales de justicia (dikastes).
Pero esta no es una descripción completa de la posición de Aristóteles
36
Cuanto más multitudinaria es una asamblea, argumentó Madison en Federalist (58), más
susceptibles son las decisiones a las pasiones e intereses sectarios: “La ignorancia será
engañada por la astucia y la pasión esclava de la sofistería y la declamación” (Madison,
Hamilton y Jay, 1987).
37
Ver Estlund (2007: 208-209) y Waldron (1999: 33-34).

139
Nadia Urbinati

hacia la democracia. Es inapropiado decir que Aristóteles pensó que la


mayoría era competente para hacer buenas leyes si no hacemos la distin-
ción crucial que hizo entre leyes y decretos. Esto es lo que ignoran los
teóricos epistémicos cuando invocan la autoridad de Aristóteles. Para él,
la mayoría eran buenos (y en realidad mejores que la minoría) al emitir
juicios sobre casos individuales, que es lo que la asamblea y el jurado
hicieron en su mente porque juzgaron conforme a leyes (constitución) ya
existentes hechas por el legislador (nomothéton). De hecho, la asamblea no
promulgó leyes sino decretos (psephismata) y el jurado emitía veredictos
sobre casos específicos (civiles y penales). Sin embargo, según Aristóteles,
la mayoría no era buena para hacer “las leyes” y, por este motivo, no se
les dio la autoridad del nomothéton. La virtud, cualidad que se encontraba
más fácilmente en los individuos por separado, fue el principio y lo que
condujo hacia el buen gobierno y la legislación.38 Esta es la perspectiva
dentro de la cual debemos situarnos cuando queremos presentar a Aristó-
teles como amigo de las multitudes. En su opinión, muchos utilizaron el
consentimiento (y no la virtud) como estrategia para la toma de decisiones,
por lo que no pudieron tomar decisiones políticas que cumplieran con
estándares independientes –no pudieron transformar la doxa en arête–,
sin embargo, la razón por la que los ciudadanos se establecieron en la
asamblea no fue esa.
Según Aristóteles, la participación de la mayoría en la función legis-
lativa era esencial para alcanzar la libertad. Los ciudadanos protegían su
libertad a través de la participación de dos maneras: primero, su gran
número era un obstáculo importante contra la corrupción (ni siquiera el
ciudadano más rico podía comprar una mayoría en la corte o la asamblea);
y segundo, fueron capaces de actuar juntos y demostrar que, si bien cada
uno era individualmente débil, la inclusión de todos, con independencia
de sus cualidades individuales (y conocimientos), los hacía fuertes y ca-
paces de gobernarse a sí mismos. Mientras que el gobierno de la minoría
se basaba en individualidades excepcionales, el gobierno de la mayoría
tenía la virtud de tomar decisiones concertadamente (su habilidad era la
cooperación más que el conocimiento).39 En eso consistía la sabiduría de
38
Véase, de Melissa Lane, “Aristotle as Schumpeterian? The Multitude´s Claim to “Rule”
as a Claim to Election and Inspection Only” (próximamente en The Cambridge Companion
to Aristotle’s Politics).
39
Ober (2008a: 18) ha propuesto una especie de teorema para este hacer colectivo fun-
cional que recupera la teoría de Hayek de la experiencia difusa a través de la información

140
Democracia desfigurada

la multitud. Las pequeñas reuniones corrían el riesgo de la inestabilidad


porque se constituían por un número demasiado pequeño de personas
como para poder contener el egoísmo de las grandes personalidades.
Pero el poder de unos pocos terminaría cayendo en manos de una gran
multitud. En todo caso, según Aristóteles, la mayoría no compitió con la
minoría en materia de corrección, bondad o sabiduría en las decisiones,
sino que lo hizo en materia de libertad, al afirmar que podían gobernarse
a sí mismos, aunque no tenían ninguna cualidad, virtud u honor personal
especial; y en materia de cooperación, que era más difícil de conseguir
para las grandes personalidades.40 Este fue el objetivo y el argumento
que condujo a la revolución democrática ateniense. Muchos reivindicaron
su libertad, y no su corrección, cuando demandaron estar incluidos en
la asamblea legislativa. La democracia es un régimen de libertad, no de
episteme.
En resumen, la democracia pertenece a la libertad y no a la verdad. Es
mejor que cualquier otro régimen no porque produzca buenas decisiones,
sino porque nos permite sentirnos directamente responsables de aquellas
decisiones que tomamos y obedecemos utilizando los mismos procedi-
mientos. Además, somos autónomos en la democracia no solo porque
obedecemos las leyes que hacemos, sino también porque “marcamos la
agenda” sobre los problemas que consideramos importantes y sobre los
cuales queremos decidir. La democracia no es solo un método para resol-
ver problemas (como plantea el enfoque epistémico), sino también para
dar a conocer problemas o para transformar algo dado en un problema
que merece ser discutido públicamente.41 Por lo tanto, teorizar el valor
de la competencia democrática es, según Post (2012: 34), lo siguiente:
… encontrarse con una aparente paradoja. La legitimación democrática
requiere que el discurso de todas las personas sea tratado con tolerancia

comunicada socialmente: “La clave para una toma de decisiones democrática exitosa es
la integración del conocimiento técnico disperso y latente con el conocimiento social y
el valor compartido”.
40
Cf. Kurt A. Raaflaub (1983: 517-524) y Hansen (1993: 71-78).
41
Según Stuart Hampshire (1989, 56-57): “Como insiste Aristóteles, no deliberamos so-
bre cosas que creemos que no pueden ser de otra manera por la naturaleza de las cosas”.
Rostbøll (2008: 22) ha señalado, contra el teórico de la democracia minimalista, que las
preferencias no deben tratarse como “dadas” porque el significado de deliberación es,
precisamente, el de crear instituciones y condiciones sociales que conduzcan a la “opinión
libre y a la formación de voluntad”.

141
Nadia Urbinati

e igualdad. La competencia democrática, por el contrario, requiere que el


discurso esté sujeto a una autoridad disciplinaria que distinga las buenas
ideas de las malas.
La sociedad democrática tiene muchas autoridades que operan en
diferentes ámbitos, desde los mercados hasta los tribunales, pero la
autoridad suprema sigue siendo la “opinión pública”, cuya libertad de
expresión y asociación implica la educación y la información, pero no la
certeza de éxito.
Se puede hacer una objeción final a la teoría de la democracia episté-
mica: cuando hablamos de “decisiones” políticas –correctas o incorrectas,
acertadas o equivocadas– debemos evitar considerar a todas las decisiones
como si fueran de idéntica naturaleza. Las decisiones políticas son, la
mayoría de las veces, decisiones sobre temas que son muy controvertidos
y no solo, o principalmente, sobre cuestiones de resolución de problemas.
Son cuestiones cuyo resultado es una ley que impone, a todos los ciuda-
danos y no solo a quienes la consideran justa o correcta, la obligación de
obedecer. Una científica que reconoce sus errores y acepta los resultados
de sus colegas capitula ante la verdad: no obedece simplemente, también
lo acepta. Un jurado que llega a un veredicto produce una decisión de-
finitiva, ya no revisable, que tiene la misma interpretación para todos;
de este modo, la libertad de revisión significaría comprometer el valor
de la justicia. Por lo tanto, incluso la apelación a lo “correcto” adquiere
diferentes significados en una asamblea política. Según Przeworski (1999:
29): “La diferencia entre el jurado y el electorado es que mientras el ju-
rado se enfrenta a un problema que tiene una respuesta que es correcta
para todos los individuos, para los electores muchas decisiones diferentes
pueden ser correctas”.
Como voy a explicar en la siguiente sección de este capítulo, ni el
campo del conocimiento científico ni el campo de la justicia pueden
asegurar que la libertad sea un principio eterno porque se supone que
la búsqueda de la verdad llega a su fin. Este no es el caso de la política:
cuestiones como ¿qué tipo de sistema de salud deberíamos tener? son
objeto de decisiones que difícilmente se pueden definir como “correc-
tas” porque no se puede resolver con una respuesta que sea verdadera
ahora y para siempre (Holmes, 1995: 196-198). Obedecerlas no requiere
aceptarlas como correctas; tampoco implica ceder ante ellas ni dejar de
revisarlas. Como demostró Hans Kelsen (2013: capítulo 6), obedecer una

142
Democracia desfigurada

ley implica aceptar el orden constitucional y legal y los procedimientos


que lo hicieron posible: esto es lo que hacemos al obedecer una ley con la
que no estamos de acuerdo. Es obedecer a todo el sistema institucional, y
no solo a esa decisión. Este es el lugar de la autoridad democrática y en
relación con la cual surgen las cuestiones de legitimidad política.

El poder negativo del juicio


La idea de la expansión de lo impolítico en la democracia contemporá-
nea fue descrita por Rosanvallon como una peculiaridad de la democracia
representativa o una dinámica ininterrumpida de las reacciones de la so-
ciedad civil frente a las acciones de las instituciones políticas. La política
democrática adquiere así un significado tanto positivo como negativo.
El sentido positivo se refiere a la soberanía formal y autorizante de la
voluntad que surge del sufragio de los ciudadanos, junto con el trabajo
autorizado de las instituciones. El sentido negativo describe todas aquellas
actividades públicas informales que provocan impedimento, vigilancia y
juicio: formas de participación mediante las cuales los ciudadanos con-
trolan el funcionamiento de las instituciones democráticas y subvierten
pacíficamente el orden establecido. Según Rosanvallon, estas actividades
públicas informales son más fundamentales en la legitimidad democráti-
ca que las acciones positivas directas o tradicionales porque lo que más
necesitan los ciudadanos hoy en día es verificar que los procedimientos
se utilicen correctamente. Por lo tanto, los ámbitos que, originalmente,
se consideraban externos, e incluso eran vistos como un límite a la toma
de decisiones democráticas –como la burocracia o la justicia–, son, por el
contrario, componentes esenciales de la legitimidad democrática.
Es necesario hacer una rápida observación sobre el significado del
proyecto general de Rosanvallon de repensar la democracia desde la
perspectiva de la función estabilizadora de los sectores impolíticos de
acción colectiva, como la justicia y, sobre todo, la burocracia. A esta úl-
tima, que tradicionalmente ha sido considerada como la antítesis de la
política y la democracia, Rosanvallon le atribuye dos funciones cruciales:
la burocracia como fuerza de integración y solidaridad en una sociedad
que es altamente individualista y la burocracia como una fuerza que trae
imparcialidad a una política democrática en la cual las decisiones se ba-
san en el gobierno de la mayoría y están profundamente marcadas por el
partidismo y la parcialidad. Está claro que un factor importante en esta

143
Nadia Urbinati

transformación de la aceptación negativa a la positiva de la burocracia


tiene que ver con un cambio en la forma en que opera en las sociedades
contemporáneas desarrolladas, y también con el crecimiento de la in-
tegración europea. El resurgimiento de la burocracia en Europa, según
Rosanvallon, refleja una tendencia hacia un pensamiento democrático; es
interno al papel estabilizador de la Unión Europea, que se logró, en primer
lugar, gracias a un sistema de regulaciones capaces de imponer estándares
de uniformidad en los diversos sistemas nacionales de administración.
Sin embargo, el respaldo del aparato burocrático como interno a la de-
mocracia tiene implicaciones teóricas que van más allá de estas razones
contextuales. Las antiguas concepciones sobre la burocracia del siglo
xix, que se centraban en una estricta jerarquía, un control estatal centra-
lizado y un trato homogéneo de las personas y los problemas, han dado
paso a una práctica de regulación difusa en las administraciones locales,
regionales y municipales. La Unión Europea contribuyó a emancipar a
la burocracia de su estigma mientras cambiaba su carácter y la convertía
en un recurso básico para la democracia en su expresión de autogobierno
local. El impacto de esta nueva actitud hacia la burocracia revela lo que
Rosanvallon considera que es una expansión del poder de pensamiento
negativo a expensas del positivo: los ciudadanos piden más el control y el
seguimiento de las decisiones que la participación en su formación. Por
lo tanto, desempeñan el papel de jueces más que el de actores políticos.
De las tres formas de actividades públicas asociadas con el poder
negativo: impedimento, vigilancia y juicio, la última es, sin duda, la más
moderna e importante.42 El papel del juicio en la política adquirió impulso
en la segunda mitad del siglo xx, en coincidencia con la consolidación
de la democracia constitucional, la revolución tecnológica de los medios
de información y de comunicación y la expansión de la sociedad civil,
doméstica y global con movimientos de contestación y denuncia.43 La
sociedad civil adquiere la fisonomía de un gran tribunal o de un foro
frente al cual los líderes políticos y magistrados deben presentarse para
42
El impedimento, la vigilancia y el juicio son las tres formas de los “pouvoirs de vigilan-
cia” que el poder negativo pone en acción (Rosanvallon, 2012: 12-18).
43
Al principio, Gauchet (1995: 36-43) sugirió un paralelo entre el juez (en la corte) y
la opinión (en la sociedad civil) porque ambos ponen en acción una “representación
permanente” del soberano, mientras que ninguno de ellos quiere sustituir sus poderes
ordinarios, sino que, simplemente, quiere recordarles que deben permanecer dentro de
los límites constitucionales. Agradezco a Jennifer Hudson sus útiles conocimientos sobre
el lugar de la burocracia en el pensamiento francés.

144
Democracia desfigurada

ser controlados en su comportamiento y presionados para que tomen o


eviten tomar determinadas decisiones. En la democracia representativa,
sin embargo, el actor de esta política negativa no es el ciudadano-elector
sino el ciudadano-juez, que opera a través de un trabajo ininterrumpido
de escrutinio público que puede tener gran influencia en las instituciones,
aunque sea de carácter informal y no autoritario. Según Rosanvallon,
el juicio es el lugar de la contrapolítica o contrademocracia (es decir,
contraria a las decisiones tomadas por las instituciones democráticas);
se ubica en la sociedad política civil y realiza un trabajo permanente de
evaluación de la politique politisée. El poder negativo es la expresión de
la desconfianza de los ciudadanos, que no es simplemente el síntoma
de un sentimiento de insatisfacción (que es permanente en la sociedad
democrática y nunca saciada por completo) sino una fuerza activa del
contrapoder.44 La política contraria o negativa, según Rosanvallon, puede
ser impolítica en sus formas, pero no es en sí misma una reacción contra
la política. De hecho, el ciudadano-juez puede dar lugar a una oposición
frontal contra los poderes políticos establecidos, pero no es antipolítico
en su resultado (Rosanvallon, 2012: 214-220).
Sin embargo, el carácter impolítico que el juicio pone en movimiento
para controlar y monitorear la política institucionalizada puede fomentar
el disgusto por ella e incluso por la democracia. Además, puede movi-
lizar actores que son invisibilizados para las personas en cuyo nombre
se proclama la opinión. Como observa Rosanvallon, Internet ha revolu-
cionado la propia noción de opinión porque reclama la representación
inmediata de la opinión del público por parte de los usuarios de la web,
que superan toda intermediación, tanto estructural como organizativa.
La web destruye el disimulo y los arcanos al poner toda la información a
nuestra disposición, pero resiste la medición aritmética y a la agregación
de cualquier tipo. Aquello que los medios de comunicación tradicionales
concentran, la web lo descentra, o si los primeros conducen a los espec-
tadores de acuerdo con un plan centralizado, los segundos destruyen
esa planificación (Rosanvallon, 2008: 338-340). La web sirve al público
mejor que la democracia, que necesita un momento central de decisión
o un actor legítimo (los electores cuando votan según las mismas reglas
en todo el país).
44
“La desconfianza democrática puede expresarse y organizarse de diversas formas, de
las cuales enfatizaré tres tipos principales: poder de supervisión, formas de prevención y
prueba de juicio” (Rosanvallon, 2012: 8).

145
Nadia Urbinati

Rosanvallon es consciente del riesgo de despersonalización y fragmen-


tación cuando observa que si bien la démocratie impolitique es una expan-
sión de la influencia indirecta de los ciudadanos sobre las instituciones
y los representantes a través de su juicio sensorial, puede provocar un
“declive de lo político” justo en el momento en que desvela la asociación
inherente de la política democrática con intereses parciales, e incluso con
la corrupción, tal como también había argumentado Mann (ibíd.: 354).
Esto explica por qué, en la democracia contemporánea, la vigilancia y la
crítica de los ciudadanos no se hace en nombre de una mayor participación
o de su ejercicio directo del poder. El poder negativo de los ciudadanos
transmite un mensaje de evasión de poder en lugar de uno de reclamo
de poder, también porque el juicio es el poder del espectador, y no el del
actor. Como voy a explicar a continuación, a diferencia del actor político,
el juez necesita estar desvinculado y ser externo al hecho para juzgar de
manera competente. En opinión de Rosanvallon, esta es o debería ser la
actitud de los ciudadanos al monitorear y evaluar las decisiones de los
representantes.
La democracia impolítica es una forma de participación aislada, como
la de los espectadores o evaluadores independientes. Es, por así decirlo,
una forma de presencia pasiva con pretensión de desinterés. De hecho, el
objetivo del ciudadano-juez es hacer que el poder sea más transparente e
imparcial, y no más accesible o generalizado. Su objetivo es diseñar ins-
tituciones y reglas que, a largo plazo, puedan hacer que la participación
política sea menos necesaria. Paradójicamente, la apatía vista como el
agotamiento de la intensa participación parece ser el resultado final de
un poder negativo efectivo.45 Esta inferencia plantea la duda legítima de
que la contrapolítica o la democracia impolítica puedan verdaderamente
terminar fomentando el rechazo de la política, ya sea como disgusto por
la política ordinaria o como una búsqueda populista de ruptura ejemplar
de la política ordinaria.
Como hemos dicho, Rosanvallon reconoce estos potenciales riesgos.
Sin embargo, no parece preocuparse por las consecuencias antipolíticas
latentes de la expansión de lo impolítico. En realidad, considera al poder
negativo de los ciudadanos como una barrera eficaz contra el exceso de
politización (y, además, de populismo), la patología de la democracia y

45
Para un análisis crítico del mito del ciudadano independiente (no partidario), ver
Rosenblum (2010: capítulo 7).

146
Democracia desfigurada

una verdadera negación de la política, sobre la cual propone su idea de


una contrademocracia o una resistencia hacia las decisiones tomadas por
órganos políticos como los parlamentos.46 Como voy a explicar en el
próximo capítulo, el populismo es para la democracia representativa lo
que la demagogia fue para la democracia directa de la antigüedad. Puede
describirse como el uso militante del partidismo político para superar el
pluralismo en las visiones partidarias y crear una opinión unificada, es
decir, hacer que una visión partidaria sea representativa de todo el pueblo.
En la interpretación de Rosanvallon, la ampliación del juicio imparcial
pretende ser un antídoto contra el populismo porque el partidismo, en
contraste con el razonamiento imparcial o independiente, es el alimento
natural del populismo. En consecuencia, los foros deliberativos de discu-
sión y los comités de expertos (prácticas de juicio público que impregnan
la arena nacional e internacional de la actualidad) deben ser aceptados
como ámbitos de poder negativo en la democracia moderna. Son un
freno a la política partidaria y a las mayorías potencialmente tiránicas y,
además, activan la reserva de desafío (réserve de defiance) que existe natu-
ralmente en la sociedad democrática. Hacen que el público esté, por un
lado, más atento que movilizado y, por el otro, desconfiado en lugar de
fiel a un líder o una ideología. Hacen que los ciudadanos desconfíen de
la política y busquen el juicio desapasionado y la imparcialidad. El valor
de la deliberación, en realidad, se prueba a contrario por el mal uso del
juicio del populismo: cuando un líder populista de audiencia se declara el
verdadero representante de la voluntad del pueblo, por fuera y más allá
del mandato electoral, pone en movimiento el poder destructivo del juicio
y su carácter de defensa cuestiona no simplemente un desempeño malo
o corrupto de las instituciones estatales, sino también a la propia política
electoral (Rosanvallon, 2012). Sin embargo, contrario a la ambición del
líder populista de representar la pureza de la voluntad del pueblo indepen-
dientemente del mandato electoral, el ciudadano-juez quiere restaurar, y
no menospreciar, la legitimidad moral de las instituciones representativas.
En este sentido, el poder negativo respeta el poder positivo de la demo-
cracia representativa. De ahí surge la conclusión de Rosanvallon de que,
dado que el populismo es una amenaza inmersa en los genes de la natu-
raleza partidaria de la democracia, solo puede neutralizarse eficazmente
46
“Le populisme peut être appréhendé dans ce cas comme une forme d’expression poli-
tique dans laquelle le projet démocratique se laisse totalment aspirer et vampiriser par la
contre-démocratie: il est la forme extréme de l’anti-politique” (Rosanvallon, 2012: 268).

147
Nadia Urbinati

librando a la democracia del partidismo. Por lo tanto, el juicio imparcial


desempeñaría una función higienizadora.
El problema es que la frontera que separa las expresiones impolíticas
y antipolíticas de la desconfianza popular es muy fina, por un motivo que
Rosanvallon no contempla. Si prestamos atención al destino reciente del
populismo en Europa (tanto en su forma tradicional como en la forma de
videocracia), podemos ver que el populismo ha encontrado un terreno
fértil, precisamente, en aquellos países en los que la desconfianza hacia
los partidos y el partidismo ha sido muy fuerte. La crisis de los partidos
políticos puede describirse como un factor importante en el surgimiento de
nuevas formas de populismo. Tomemos, por ejemplo, el caso de Italia. En
Italia, la Liga del Norte y el movimiento de Silvio Berlusconi, dos partidos
populistas, surgieron en la década de 1990, durante una época en la que
los partidos tradicionales habían decaído, tanto por la corrupción como
por el fin de las ideologías polarizadas de la Guerra Fría. El declive en las
identificaciones partidarias se tradujo en un declive de la participación
ciudadana (tanto electoral como asociativa) y en un ensanchamiento
de la distancia entre los ciudadanos y las instituciones.47 Sin embargo,
esto no trajo consigo una esfera pública más razonable. Tampoco trajo
votantes independientes más numerosos ni el surgimiento de fuentes de
información apartidarias con mayor objetividad.48 En cambio, lo que
hizo fue abrirle la puerta a nuevos actores y movimientos políticos que
crecieron en una arena pública que estaba vaciada de apegos partidarios.
Así, en el lenguaje de la política apartidaria y los medios de comunicación
libres y privados, actuaron contra las formas tradicionales de integración
política. Como voy a ilustrar de forma más difusa en el capítulo 4, el po-
pulismo videocrático tuvo éxito al hacer de la ciudadanía una audiencia
no calificada e indefinida, un público de consumidores individuales de
comerciales políticos, sin afiliación, lealtad partidaria ni, tampoco, preten-
sión de participación. ¿Cuál es, entonces, el antídoto contra el riesgo de
un desplazamiento de la política que el poder negativo puede fomentar,
particularmente si este poder toma la característica de desconfianza y
sospecha por inclinaciones partidarias? Rosanvallon está de acuerdo en
que el antídoto no se encuentra en el mito del mercado autorregulado,
47
Ver Damian Tambini (2001: capítulos 3 y 4) y Tom Gallagher (2007).
48
Según Manin (1997: 228-229), la videodemocracia representó una nueva etapa en
la evolución del gobierno representativo, en la que el partidismo sería remplazado por
información más objetiva.

148
Democracia desfigurada

como profetizan los neoliberales. Su lugar no puede estar en la razón


instrumental del particular, sino que debe residir en el juicio imparcial
del ciudadano. Su lugar debe ser, como se anticipó anteriormente, el sis-
tema burocrático y el sistema judicial, porque ambos son ámbitos en los
que el juicio desapasionado y la imparcialidad operan dentro del orden
institucional. La protección de la democracia contra el riesgo del popu-
lismo surge de ampliar los ámbitos de decisión impolítica. Esto parece
sugerir que la política, más que el populismo, está siendo juzgada. La
razón de ello, como veremos en el próximo capítulo, puede encontrarse
en la identificación implícita de la política democrática con la política
populista o, más exactamente, en el lugar de la insurgencia del populismo
en el proceso de participación política. Ciertamente, los procedimientos
no ofrecen garantías suficientes contra el populismo, porque se basan
en el gobierno de la mayoría y en el objetivo ganador que se deriva de la
competencia de opiniones políticas. La participación democrática, incluso
cuando se hace de acuerdo a los procedimientos, se basa en la opinión;
y las opiniones están intensamente plagadas de parcialidad, prejuicios y
sesgos partidarios.
Junto con la extensión de la burocracia, otra estrategia que los estu-
diosos de la democracia han acogido como una corrección de los malos
resultados posibles de las asambleas políticas ha sido la creación de un
minipopuli o arenas deliberativas, experimentos que son cada vez más
numerosos en todas las sociedades democráticas y que pretenden com-
plementar las instituciones de toma de decisiones con la sabiduría de la
multitud y el asesoramiento racional (Rosanvallon, 2012: 259-260). Ro-
sanvallon describe favorablemente a estos experimentos de participación
selectiva depositarios del juicio como la verdadera reserva de imparcialidad
y reflexividad, dos cualidades que pueden salvar a la política democráti-
ca del partidismo. Analicemos este importante fenómeno más de cerca.
Desde la segunda mitad del siglo xx (con los juicios de Núremberg como
un punto de inflexión simbólico en la legitimación del papel del juicio),
el lugar del juicio en la política se ha vuelto gradualmente más estimado
y omnipresente. Mientras tanto, el ciudadano-juez, que surgió en el siglo
xix como la fuerza generadora de opinión pública, se ha ido volviendo
cada vez más especializado y sofisticado, gracias también a la revolución
tecnológica de los medios de comunicación. Junto con las formas tradicio-
nales de juicio (la vigilancia y el control que engendra la acción política

149
Nadia Urbinati

difusa de los ciudadanos), las formas judiciales de censura y las iniciativas


contradictorias han aumentado su influencia. Su propósito no es simple-
mente el de monitorear las decisiones políticas comunes (como pueden
hacerlo los tribunales constitucionales) o promover decisiones nuevas o
diferentes (como pueden hacerlo la opinión pública y los movimientos
sociales) sino, más bien, el de llegar a opiniones imparciales sobre temas
que, si se dejan en la arena política democrática, estarían expuestos a los
prejuicios de los ciudadanos. Según Rosanvallon (ibíd.: 299): “De aquí
surge la creciente importancia que debemos reconocerle al desarrollo de
nuevos modos de estructuración intermediaria de acciones de vigilancia
a través de organizaciones militantes, pero no partidarias”.
Los comités bipartidistas, más que las asambleas políticas o los par-
lamentos, son las estrategias de discusión y acuerdo capaces de obligar
a los participantes a pulir sus puntos de vista parciales y a razonar desa-
pasionadamente como solo pueden hacerlo los jueces en la Corte. Así, el
lugar ideal de la imparcialidad es dentro del ámbito de la justicia y no del
mercado, porque el primero es más coherente con el carácter de vigilancia
del poder negativo y la diarquía de la voluntad y del juicio que hacen a la
democracia representativa. Los foros deliberativos y los encuentros entre
ciudadanos clasificados, seleccionados o expertos designados en comités
ad hoc con el fin de resolver problemas o evaluar de forma crítica ciertos
temas controversiales son el nuevo terreno en el que el poder negativo
del ciudadano-juez muestra sus convincentes efectos contrademocráticos
(Pettit, 1999: 163-90). Estas son fuentes importantes de información so-
bre lo que piensan los ciudadanos e importantes estrategias para pensar
soluciones a problemas controversiales en áreas específicas que perte-
necen a la administración más que a la elaboración de leyes. O, si van a
contribuir en la elaboración de leyes, lo hacen mediante la elaboración
de sugerencias competentes que se enviarán a los órganos de toma de
decisiones. La autoridad del juicio está sujeta a la autoridad de la vo-
luntad, como he argumentado en el capítulo 1. La idea de la diarquía se
basa en este supuesto básico que pretende hacer que estas dos facultades
colaboren en lugar de que una reemplace el papel de la otra. La pregunta
que deberíamos hacernos es si estos foros deliberativos son una verdadera
“redención” de la democracia de su riesgo innato de potenciales popu-
listas. Me gustaría plantear cuatro dudas sobre la capacidad que tienen
estos nuevos experimentos de razonamiento público independiente para

150
Democracia desfigurada

cumplir el papel que les asignan Rosanvallon y otros teóricos de la deli-


beración. Parece que, además de no salvar a las sociedades democráticas
de la posibilidad del populismo, contribuyen a devaluar el trabajo de las
instituciones democráticas.
En primer lugar, los comités deliberativos reflejan la idea de que los
órganos representativos son principalmente partidarios y, por tanto, irra-
cionales o incapaces de juzgar el bien público. Es decir que cuestionan las
principales instituciones de la democracia moderna: elecciones y repre-
sentación. La “capacidad cívica” en las acciones colectivas es facilitada por
“intermediarios cívicos” que no son partidos políticos sino asociaciones,
grupos focales y otros similares. El objetivo, según Briggs (2008: 302 y
305), es evitar “un pluralismo de grupos de intereses movilizados” que
conduzca a “una torre de Babel marcada por el debate polarizado, el impas-
se y la dominación”. Tomemos, por ejemplo, el caso de nuevas creaciones
deliberativas como el “día de la deliberación” y el crecimiento de la prácti-
ca de los lugares no elegidos, y cuidadosamente diseñados, en los que los
ciudadanos son seleccionados con fines representativos (de la opinión del
público en general), como experimentos recientes con jurados ciudadanos
y paneles, consejos asesores, reuniones de partes interesadas, miembros
de juntas de revisión profesional, representaciones en audiencias públicas,
presentaciones públicas, encuestas ciudadanas, sondeos deliberativos,
foros deliberativos y grupos focales. Todos estos son ejemplos de formas
de representación autoautorizadas a las que Gene Rowe y Lynn J. Frewer
(2000) han denominado “representantes de los ciudadanos”.49 Tal como
se mantiene el ideal de las asambleas deliberativas de este tipo, los repre-
sentantes de los ciudadanos están pensados como complementos de los
órganos representativos electos o administrativos en áreas de debilidad
funcional o en temas muy controvertidos, aquellas áreas en las que sería
deseable un amplio consenso para superar la sensación de injusticia que
puede crear una decisión tomada por el gobierno de la mayoría. Aunque
estas asambleas deliberativas no tienen poder para sustituir a las institu-
ciones políticas autorizadas o a los representantes electos (ya que están
destinados a ofrecer consejos, y no a tomar decisiones), su perspectiva
“competente” e “imparcial” le da a su opinión una autoridad moral que, a
veces, excede la autoridad de los cuerpos políticos (los únicos que gozan

49
Para una excelente descripción crítica de los paneles de ciudadanos, véase Mark B.
Brown (2006), Archon Fung (2006) y James Fishkin (1995).

151
Nadia Urbinati

de legitimidad democrática). En estos casos, la legitimidad democrática


se considera defectuosa porque es incapaz de emitir decisiones que están
verdaderamente por encima de “la voluntad de todos”, para parafrasear a
Rousseau, teórico que parece ser la inspiración oculta de los críticos de
la democracia desde dentro de la actualidad.
Una segunda reflexión crítica se refiere a que estos comités son un
desafío al carácter diárquico de la soberanía democrática de otra manera
también importante. De hecho, en la mente de sus defensores, los re-
sultados de estos cuerpos informales de deliberación no pretenden ser
simplemente contrafácticos, sino que también buscan actuar como una
especie de imagen instantánea estadística y representativa de las preferen-
cias existentes pero latentes de los ciudadanos (algo que los detentores
del poder que buscan representar a “la gente” necesitan saber). Esta es la
razón por la cual los gobiernos conforman cada vez más jurados y paneles
de ciudadanos cuya tarea es representar los puntos de vista de los ciuda-
danos, de manera más general, sobre un tema determinado (Uribinati y
Warren, 2008). Sin embargo, si estas formas crecieran, traerían nuevos
desafíos a la democracia porque cualquier cuerpo deliberativo selecto
generará, inevitablemente, opiniones distintas a la opinión pública y a la
opinión que registran las elecciones. ¿Quién va a resolver el desacuerdo
entre el poder positivo (asambleas legislativas electas) y el poder negativo
(grupos informales de representantes ciudadanos)? ¿No es posible que
este desacuerdo tenga la consecuencia involuntaria de fortalecer el poder
de la administración y la burocracia?
En tercer lugar, estos comités deliberativos pueden fomentar el elitis-
mo si personifican el compromiso de los ciudadanos y, al mismo tiempo,
fomentan la pasividad. Como ha notado Bruce Ackerman (1991: 181),
los organismos seleccionados al azar pueden convertirse en herramientas
que las elites utilicen para legitimar sus políticas sin pasar por la respon-
sabilidad electoral o sustituyendo el juicio y la participación ciudadana
más amplia. Desde el punto de vista de la participación democrática, no
podemos dejar de lado que este exceso en la participación representativa
moviliza a pocos ciudadanos y vuelve aún más pasivos a muchos otros (en
nombre de los cuales se le pide a los pocos seleccionados que expresen
su opinión deliberativa). Jane Mansbridge (1983: 248-251) ha observado,
de manera convincente, que, dado que los participantes son voluntarios,

152
Democracia desfigurada

suelen alcanzar el dominio aquellos que tienen un interés más intenso


en la participación o una voz más fuerte.
Conectar a los organismos no elegidos con un público más amplio, en
ausencia de un mecanismo electoral, sería en sí mismo un desafío para la
democracia porque la participación se mantendría desde el comienzo y,
por principio, disociada de la decisión. Los procedimientos democráticos,
como vimos, establecen vías de comportamiento que regulan la participa-
ción (tanto en la formación como en la toma de decisiones) y la utilizan
para obtener una mayoría. Pero la democracia impolítica puede muy bien
implicar la reubicación de la acción pública fuera de aquellos lugares en
los que deben tomarse las decisiones políticas de acuerdo con los pro-
cedimientos democráticos. Es decir que puede inducir a los ciudadanos
comunes a pensar que su función es solo la de monitorear y juzgar, y así
prefigurar una transformación del significado de la política de acuerdo
a metas y criterios que hacen resurgir la utopía decimonónica del poder
racional de los expertos con el apoyo de la mayoría común. Finalmente,
sugiere que la política es una práctica cognitiva para alcanzar resultados
verdaderos, resolver problemas y, además, erradicar “desacuerdos razona-
bles políticamente relevantes” (Muirhead, 2010). Los comités de expertos
o consejos de ciudadanos sabios y virtuosos, a quienes se les pide que
asesoren en lugar de tomar decisiones, son la mayoría de las veces los
medios que utilizan quienes trabajan en la administración pública (fun-
cionarios electos en busca de la reelección) no solo para obtener consejos,
sino también para conquistar más apoyo, domar la insatisfacción popular
y cooptar a los grupos de presión representativos de los intereses más
importantes. En otras palabras, aumentar su credibilidad y su confianza
a través del “compromiso” de los ciudadanos (Brown, 2006).
La cuarta observación crítica se refiere a la falta de legitimidad demo-
crática de estas nuevas prácticas de participación y apunta a la forma en
la que pueden limitar la democracia en lugar de enriquecerla.50 De hecho,
en los foros deliberativos, la formación de la agenda y el marco de las
cuestiones a ser discutidas por los ciudadanos seleccionados no forman
parte del proceso político. Contrariamente, se mantienen fuera del foro
como una tarea de los mediadores y organizadores de estos experimen-
tos deliberativos. En una clara violación del principio democrático

50
Según Fishkin (1995: 169) las encuestas deliberativas son una versión moderna de la
antigua selección ateniense por sorteo. Para un contrargumento, véase Brown (2006: 9-10).

153
Nadia Urbinati

de autonomía, tanto los temas a discutir sin prejuicios como los pro-
cedimientos que regulan la discusión no son decididos ni elegidos por
los participantes. Los foros deliberativos están formados por ciudadanos
tutelados: espectadores-jueces que aplican reglas y procedimientos que
otros han ideado y juzgan sobre hechos que no contribuyeron a elegir.
Seleccionar problemas, enmarcar agendas, organizar discusiones, clasificar
a la audiencia y liderar la deliberación: todas estas decisiones se pueden
tomar sin involucrar el partidismo con la condición de que no las tomen
aquellos que se supone que deben juzgar o deliberar. Si la objetividad y el
juicio imparcial son el contenido y el objetivo de la política, la participa-
ción de los ciudadanos puede volverse irrelevante y realmente indeseable,
porque, después de todo, solo unos pocos participantes competentes o
virtuosos pueden realizar un mejor servicio deliberativo que el conjunto
de muchos ciudadanos comunes.
Este es un tema antiguo y, de hecho, refleja la principal objeción
contra la democracia como ámbito de las opiniones y las decisiones de
la mayoría, al menos desde el ensayo clásico de los diálogos del Viejo
Oligarca y Platón. Su resurgimiento en la democracia moderna, aunque
las instituciones democráticas parezcan gozar de un éxito inigualable,
debería preocuparnos, pero no sorprendernos, porque la deliberación ha
sido tradicionalmente la tarea de unos pocos competentes y un método
para enfriar las pasiones y limitar el elemento democrático. Dentro de la
tradición retórica a la que pertenecía, la deliberación se valoraba como
una actividad propia de una politeia o una res publica perteneciente al ge-
nus demonstrativum porque no implicaba simplemente tomar decisiones,
sino también introducirse en la mente de los interlocutores para que
pudieran expresar su última palabra y decidir juntos (aunque no estu-
vieran de acuerdo). Ambas cualidades (tomar decisiones e introducirse
en la mente de los interlocutores) están correlacionadas e implican que
la exposición de los interlocutores a otros argumentos es decisiva si se
quiere buscar el consentimiento a través del discurso. Sin embargo, no
existe una correlación necesaria entre la deliberación y la publicidad y
entre la deliberación y la igualdad política.
En los primeros Estados y principados modernos, por ejemplo, el prín-
cipe y sus embajadores deliberaban sobre la mejor manera de emprender
una guerra o de llevar a cabo una misión diplomática, pero tenían cuidado
de evitar que se hiciera público. Además, hasta las revoluciones del siglo

154
Democracia desfigurada

xviii,la deliberación estuvo asociada a una discusión franca entre iguales


en sabiduría, o entre unos pocos, y con circunspección o discreción. In-
cluso en nuestra era democrática, la deliberación conserva una relación
ambigua con la participación y la publicidad. Según Pettit (2004: 56-57),
para que “la democracia siga siendo deliberativa” los intereses electorales
(es decir, los “ideales personales, aspiracionales”) deben eliminarse de
la mesa. De lo contrario, la ventaja del gran número se convertirá en la
norma de la toma de decisiones, lo que no es necesariamente bueno.
En general, el riesgo de que lo impolítico sea un juicio desapasionado
es que puede sugerir la conveniencia de pasar por alto a la autoridad le-
gítima del sufragio de los ciudadanos y al parlamento (dos componentes
esenciales de la democracia moderna) o de reemplazar la política activa
por una política negativa de juicio. Este es, como veremos más adelante,
también el mensaje de los teóricos políticos que critican desde el interior
de las instituciones democráticas de toma de decisiones. Claramente,
los ámbitos políticos de decisión producen opiniones parciales; al igual
que con cualquier decisión que se tome por mayoría, de alguna manera,
será la expresión de opiniones opuestas. La solución que proponen los
críticos de la democracia desde dentro es, por lo tanto, reducir el papel
de las instituciones democráticas (el sufragio y los parlamentos) o, más
precisamente, asegurarse de que no sean los lugares privilegiados para
la toma de decisiones. Para Pettit (ibíd.: 54): “Los intereses electorales
plantean problemas en el momento en que en vez de garantizar que el
bien común se cristalice y gobierne, como lo requeriría la democracia
deliberativa, invierten el poder en otras fuentes de influencia: la pasión
popular, la moral aspiracional y los intereses seccionales”.

La república de la razón
El anhelo de los teóricos contemporáneos por lo impolítico se basa
en interpretaciones de la democracia que son esencialmente escépticas
de su capacidad para promover políticas justas o razonables y, por lo
tanto, proteger la libertad individual de la voluntad de la mayoría. Una
interpretación, por ejemplo, es la teoría electoral de la democracia que
ve las prácticas colectivas de toma de decisiones, especialmente el com-
portamiento electoral, como métodos caracterizados por una escasez
endémica de racionalidad. Otra interpretación es la teoría deliberativa
de la democracia que integra y, de alguna manera, modifica la definición

155
Nadia Urbinati

minimalista de la democracia procedimental al hacer de la justificación


discursiva la tarea central de la participación.51 Por más diferentes que
sean, estas dos interpretaciones convergen al reconocer una ausencia
intrínseca de evaluación desapasionada dentro del juego democrático
de opiniones contrapuestas, en aras de alcanzar la victoria electoral o la
decisión mayoritaria. No por casualidad, Pettit (2004: 57) utiliza estas dos
interpretaciones cuando quiere demostrar “cómo los intereses electorales
pueden poner en peligro el ideal de la democracia deliberativa”.
Ambas interpretaciones se refieren a los procesos democráticos de
toma de decisiones de la misma manera que los críticos de la democracia
siempre se han referido a ellos desde la antigüedad griega. Hacen hincapié
en el gobierno de la mayoría con una característica que, después de todo,
es peyorativa y tratan de elaborar estrategias que puedan enmendarlo,
limitarlo o complementarlo. Para Ober (2008: 3):
En la modernidad, la democracia se construye a menudo con una preocu-
pación, en primera instancia, por una regla de votación para determinar la
voluntad de la mayoría (...) Esta definición reduccionista deja a la demo-
cracia vulnerable a los dilemas de elección social ya conocidos, incluida
la ignorancia racional de Downs y el teorema de imposibilidad de Arrow:
si la democracia como sistema político es reducible a un mecanismo de
decisión basado en la regla de la votación, y si esa regla de votación es
inherentemente defectuosa como un mecanismo de decisión, entonces
(como los críticos han afirmado durante mucho tiempo), la democracia
es inherentemente defectuosa como sistema político.
Este parece ser el enfoque de Pettit hacia la democracia. Su proyecto es
el resultado de una concepción discreta de la democracia que es familiar
para los estudiantes de la elección pública:
La democracia electoral puede significar que el gobierno no puede ser
totalmente indiferente a las percepciones populares sobre los intereses
comunes (...) pero es bastante coherente con la democracia electoral que

51
Miller (2003: 183) ha propuesto una comparación interesante al mostrar cómo el ideal
deliberativo cumple las promesas de las instituciones liberal-democráticas porque, si
bien parte de la “premisa de que las preferencias políticas entrarán en conflicto” y que
las instituciones democráticas deben resolverlas, “prevé esto a través de una discusión
abierta y sin coacción sobre el tema en juego, con el objetivo de llegar a un juicio con-
sensuado”. Los procesos informales de discusión hacen que los factores procedimentales
e institucionales sean menos centrales.

156
Democracia desfigurada

plantea que el gobierno solo debe seguir los intereses percibidos por una
mayoría. (Pettit, 1997: 174)
Sin embargo, es aún más interesante que la visión de la democracia de
Petit es también descendiente de la tradición republicana, cuya relación
con el gobierno de la mayoría, tradicionalmente, ha sido muy ambivalente,
por decirlo con suavidad.
No es necesario volver a Cicerón o a Polibio para detectar el espíritu
antidemocrático del republicanismo (Atenas “siempre estuvo ligada, en
la metáfora de Polibio, a un barco sin capitán, amortiguado por los vien-
tos de la opinión pública”) (ibíd.: 167). Roma y Atenas representaron, y
continúan representando, dos modelos diferentes de política y sociedad.
Roma, como ha escrito recientemente John Dunn, nos ha dado una gran
parte de nuestro vocabulario político, desde “ciudadanía” y “constitución”
hasta “república” y “federación”, pero no nos dio, además, según Dunn
(2005: 54), lo siguiente:
… la palabra democracia (...). No solo democracia no es una palabra latina
clásica, sino que tampoco es una forma de pensar romana. No expresa
de qué manera los romanos (ninguno de ellos hasta donde sabemos) han
concebido a la política.
El resurgimiento de la tradición romana a principios del Renacimiento,
y luego en el siglo xviii, ha reafirmado y perfeccionado la incredulidad
republicana en la democracia.52
Como observa Pettit (1997: 166), a pesar de las “reconstrucciones
posteriores de la tradición [de la libertad republicana] como de origen ate-
niense y comprometida con el entusiasmo tuerto acerca de la democracia
y la participación, la tradición era esencialmente de carácter neorroma-
no”. El renacimiento de Roma es detectable también en la teoría política
contemporánea, como muestran, de manera bastante sorprendente, las
críticas a la democracia procedimental que he discutido en este libro.
La tradición republicana neorromana, que se considera enraizada
dentro de la tradición romana como ciceroniana, refiere, ante todo, al
imperio de la ley como correctivo de la voluntad popular. Esto significa
que la política se concibe de forma negativa, como un sistema de frenos
y contrapesos, más que positiva, como la forma de participación en el

52
Cf. Giuseppe Cambiano (2000: en particular, capítulos 1 y 2) y J. G. A Pacock (1975:
100-103).

157
Nadia Urbinati

proceso de elaboración de leyes. Los ciudadanos, según Pettit (2012:


15), deben ser “vigilantes del gobierno”, por lo tanto, deben estar listos
para desafiar, juzgar y controlar y no para “servir en la producción de
decisiones públicas”. De hecho, para Pettit (1997: 176), el “entusias-
mo” republicano por la libertad coincide, casi invariablemente, con el
“disgusto por la democracia pura representada por la Atenas clásica en
muchas mentes”. Aquellos que quieren la libertad como no-interferencia
y como no-dominación (es decir, los liberales y republicanos) no pue-
den confiar en la democracia porque es un orden político fuertemente
atascado entre el obstáculo proverbial de una solución oligárquica (sis-
tema representativo) y el firme lugar del plebiscitarianismo (expresión
directa de la voluntad del pueblo mediante los referendos, pero también
mediante las elecciones).53 Las instituciones democráticas se alimentan
por la “política de la pasión”. Pettit plantea un importante remedio para
reducir este defecto: limitar la política por completo y ampliar los foros
deliberativos y los comités de expertos y, además, instituir prácticas
opositoras de contestación judicial. Estas soluciones no son de carácter
democrático porque no dan prioridad a la elaboración de leyes o, en otras
palabras, no son legicentristas. Como Richard Bellamy (2007: 163-167) ha
observado recientemente, Pettit ofrece un argumento republicano “para
la visión sustantiva del constitucionalismo legal” como un contrapeso al
constitucionalismo político (como democrático). “El buen derecho” no es
simplemente el derecho legítimo, sino que es el ideal de la libertad como
no dominación. La capacidad de respuesta al consentimiento del público
y de los ciudadanos no son criterios de buen derecho y no aseguran a los
ciudadanos su libertad, ni siquiera si el consentimiento de las personas
se canaliza a través de procedimientos democráticos.54
Como mencioné anteriormente, los foros deliberativos y los comités de
expertos están destinados a rectificar la democracia reduciendo la función
de los parlamentos a un voto final de sí o no. Cuando se discuten temas
delicados como el crimen, la prostitución, las drogas y similares, advierte
Pettit, se debe restringir la política de la pasión. Esto se puede lograr si el

53
Por lo tanto, los teóricos liberales de la democracia, desde Joseph Schumpeter hasta
William Riker, han insistido en darle al sufragio una función principalmente negativa,
que implica la remoción de líderes más que guiar la política.
54
Pettit (1997: 182) añade una salvedad importante a su crítica: el enemigo de la libertad
como no dominación y buen gobierno republicano nació en el siglo xix, con la teoría de la
soberanía nacional y la centralidad de la opinión pública y la democracia parlamentaria.

158
Democracia desfigurada

parlamento “designa comisiones” de “órganos relevantes de experiencia


y opinión, así como de las personas en su conjunto, para supervisar las
sentencias penales”, a fin de quitarle a los políticos y a los partidos temas
que fácilmente pueden ser utilizados para aprovechar los prejuicios po-
pulares y manipular la “moralidad aspiracional”. Los parlamentos deben
mantener el control, pero su poder de voto final debe basarse en propuestas
que los representantes políticos no hayan discutido.55
Pettit introduce dos importantes estrategias de limitación de la de-
mocracia. La primera consiste en separar a la deliberación y la decisión
o en reducir la función del parlamento simplemente al voto por sí o por
no, mientras que la segunda consiste en hacer de la justicia legal la prin-
cipal salvaguarda protectora de la libertad individual. Como veremos,
en ambos casos el aspecto participativo de la democracia es responsable
del vicio del mayoritarismo y de las tendencias populistas. Al igual que
con Rosanvallon, en la redefinición de la democracia de Pettit, el poder
negativo del juicio es fundamental. Sin embargo, es una especie de juicio
que corresponde a los juzgados y los tribunales más que a las asambleas
políticas.
La primera propuesta que presentó Pettit está en perfecta sintonía con
la tradición republicana a la que pertenece. De hecho, se hace eco de la
prescripción de silencio que Francesco Guicciardini, James Harrington
y Rousseau le impusieron a las asambleas populares, al pensar que no
debían iniciar propuestas de ley ni discutir las provenientes del Consejo
o del Senado para no dar voz a pasiones populares (Harrington, 1996:
143, 32-33, 24-25 y 29).56 La separación entre deliberación y decisión
es la primera estrategia importante de despolitización de Pettit. Sugiere
que convertir los parlamentos en simples órganos de votación tendría el
efecto de limpiar a las instituciones democráticas de su defecto natural,
que surge del hecho de que son representativas del pueblo y, por lo tanto,

55
En el siglo xix, esta antigua idea dio lugar a la creación de comisiones parlamentarias,
como Mill concibió en la misma línea de pensamiento que Pettit. Sin embargo, el objetivo
de Mill era convertir al parlamento no en un cuerpo silencioso de votantes de sí o no, sino
en un ágora que se suponía que presentaría, frente a toda la nación, los grandes debates
políticos. La estrategia de Mill de cargar la asamblea de tecnócratas (de ahí la constitución
de comités) fue con el fin de hacer de la asamblea un cuerpo de verdad parlante, que
es justo lo que a Pettit no le gustaría, porque hablar en una asamblea representativa es,
inevitablemente, un ejercicio de argumentos retóricos y partidarios que no ayudarían a
tomar decisiones imparciales.
56
Ver, también, Rousseau (1987: libro 4, capítulo 2).

159
Nadia Urbinati

también de sus pasiones y su incompetencia. De esta manera, es el foro


público el origen del peligro porque exalta lo más problemático de la
democracia, es decir, el mundo cacofónico y partidario de las opiniones.
¿Cómo no recordar el famoso argumento de Rousseau que planteaba que
darle voz a una asamblea de personas implicaría, en gran parte, preparar
el escenario para los retóricos, con la consecuencia de hacer que la razón
(y la voluntad general) se vuelva muda e impotente? La república de la
razón de Pettit pertenece a la tradición del racionalismo político y a la
devaluación de una política humanista. Aunque considera a Maquiave-
lo un pilar de la tradición neorromana, la democracia despolitizada de
Pettit va tanto en contra del papel de la retórica en la política como de la
defensa maquiaveliana de la capacidad deliberativa de lo multitudinario
“que todos los escritores atacan” para sostener “ordenadamente” discu-
siones públicas antes de la votación. Maquiavelo (1970, libro 1: 18 y 58)
elogió a Roma por permitir que “un tribuno o cualquier otro ciudadano”
le “proponga al pueblo una ley, respecto de la cual todo ciudadano tiene
derecho a hablar a favor o en contra”, de modo que “todos deben tener
la libertad de expresar su opinión al respecto, para que, cuando la gente
haya escuchado lo que cada uno tiene para decir, pueda elegir la mejor
opción”.
La inspiración de la propuesta de Pettit de separar la deliberación o
la discusión de la votación parece provenir de Harrington más que de
Maquiavelo. Harrington pensaba que Esparta era una república mejor
y más segura que Atenas porque el Senado espartano tenía el poder de
deliberar y la asamblea solo de resolver. “Democracia pura” era el nombre
que le asignó Harrington a una comunidad que no separaba debatir de
resolver. Rousseau, quien retuvo suficiente del espíritu aristocrático (su
admiración por la república romana era esencialmente una admiración
por el Senado) para cuestionar la capacidad deliberativa de “una multitud
ciega”, expresó una opinión similar, como hemos visto.
El dualismo entre la república de la razón y la república de las pasiones
atraviesa la tradición republicana (la antigua y la moderna). Esto puede
traducirse como un dualismo entre la república y la democracia, entre un
sistema bien ordenado basado en la virtud y la competencia y un orden
político que parece ser estructuralmente incapaz de proteger al Estado

160
Democracia desfigurada

libre asociado tanto de los intereses partidarios como de las grandes


“tormentas” y la anarquía.57
La segunda estrategia importante de despolitización de Pettit consis-
te en proponer una amplia aplicación de prácticas contestatarias. Estas
prácticas serían vías legales gracias a las cuales los ciudadanos pueden
monitorear y cuestionar los resultados de los órganos de toma de deci-
siones, a través de estrategias que son puramente procedimentales y no
partidarias, es decir, que son similares, en especie, a aquellas que ejem-
plifican pericias y veredictos judiciales. Pettit (2003: 144-145) le aplica
la forma legal de razonamiento y práctica a cuestiones políticas y llega a
una conclusión que es sistemáticamente impolítica: “En el caso legal se
considera importante, no solo que los jueces sean consistentes, sino que
sus juicios sobre los asuntos doctrinalmente prioritarios sean dictados de
manera coherente con su votación sobre el asunto a resolver”.
La inconsistencia colectiva es un defecto que produce la democracia
pero que no puede enmendar por sí misma. De hecho, la “contestación”,
argumenta Pettit, no es una estrategia democrática, sino que la modernidad
la ha heredado de la tradición republicana de las discusiones constitucio-
nales, cuyo objetivo era hacer que la interferencia del gobierno no fuera
arbitraria.58 En la lectura de Pettit, la libertad como no-dominación no
pertenece a la democracia, ni tampoco a la contrapolítica que promue-
ve. De hecho, “tener procedimientos más informales y rutinarios” de
audiencia y contestación no es en aras de una mayor participación o de
“debates heroicos”, porque su propósito es, precisamente, el de despoliti-
zar la arena pública. La democracia competitiva implica que las “quejas”
de los ciudadanos comunes “deben escucharse lejos del tumulto de la
discusión popular e incluso lejos del escenario del debate parlamentario”
(Pettit, 1997: 196).
57
La enemistad del republicanismo con la democracia se hizo particularmente fuerte des-
pués, y como consecuencia, de la Revolución francesa. Un republicano antidemocrático
fue Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi (1773-1842), como se puede ver en sus
Recherches sur les Constitutions des Peuples libres, escritas entre 1796 y 1800, y cuya primera
edición completa fue editada por Marco Minerbi (ver Simonde de Sismondi, 1965).
58
Sin embargo, también en Leviathan, los sujetos tienen el derecho legal de demandar al
soberano en una controversia sobre propiedad, deuda o derecho penal “como si fuera
contra un sujeto”. Aunque el contenido de la ley, el alcance de lo que la ley “exige”, está
bajo el control del soberano (y esto contradice el principio neorrepublicano de hacer que
la libertad sea segura, y no solo definida legalmente), sin embargo, es cierto que Hobbes
sostiene que cuando el soberano sobrepasa los límites o ya no puede cumplir su función,
deja de ser legítimo (Hobbes, 1991: capítulo 21).

161
Nadia Urbinati

Si el poder negativo del pueblo es un capítulo de la historia del repu-


blicanismo o de la democracia es un tema interesante para discutir, pero
no es lo que puedo o quiero hacer aquí.59 Basta observar que, en relación
con la democracia, el republicanismo neorromano contemporáneo juega el
mismo papel que el liberalismo de después de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras que el liberalismo, en la tradición de Isaiah Berlin, acusaba a la
democracia (libertad positiva) de violar la libertad como no-interferencia,
el republicanismo en la tradición neorromana (libertad política negativa)
la critica por no poder asegurar la libertad como no-dominación.60 Según
Pettit (1997: 166):
Quentin Skinner y otros historiadores han demostrado que la larga tradi-
ción republicana no apoyó el concepto positivo de libertad, a pesar de lo
que Berlín y [Benjamin] Constant sugirieron. En particular, no adoptaron
un concepto de libertad bajo el cual ser libre era simplemente ser parte de
una democracia autodeterminada; no apoyaron la libertad de los antiguos,
tal como la describía Constant.61
La acusación contra la democracia como régimen de libertad positiva
(y así expuesta al potencial de mayorías tiránicas) se extiende del mismo
modo a la democracia directa y a la democracia representativa. Pettit ex-
cluye la posibilidad de que el referéndum pueda ser una práctica segura
de control contra las decisiones tomadas por los órganos electos, porque
la democracia plebiscitaria y la directa son regímenes en los que “el más
caprichoso de los poderes sigue siendo moral y legalmente incontestable”.
Pero tampoco cree que la democracia representativa pueda solucionar
su defecto endógeno porque, mientras las elecciones terminan con las
pasiones extemporáneas del demos, someten la política a opiniones fic-
ticias en aras de la victoria electoral y convierten a toda la sociedad en
el campo de batalla del partidismo ideológico. La pregunta es si, según
Pettit (2003: 154), la representación y las elecciones son las formas de
política más acordes con el “ethos de la democracia”, que le da a “la voz de
59
Rosanvallon (2012) reconstruye la historia y las características institucionales de la
principal estrategia de control, desde el antiguo tribuno hasta los modernos tribunales
constitucionales y bancos centrales.
60
Para una aclaración sobre el papel de la teoría de la libertad como no-dominación en
relación con la democracia, véase Pettit (1997: 164-172). Sobre las implicaciones antidemo-
cráticas del republicanismo neorromano, véase John McCormick (2003) y Urbinati (2012).
61
Para algunas evaluaciones recientes, críticas de la teoría de la libertad de Pettit, véase
Bellamy (2007: 154-162) y Patchen Markell (2008).

162
Democracia desfigurada

la gente un cierto estatus moralmente social”. En cuanto a la democracia


representativa, aunque las elecciones son una estratagema válida para
neutralizar la incompetencia y la irracionalidad de las personas, como
argumentó Montesquieu al principio, exponen fuertemente la política a
la manipulación y a la retórica. Al igual que en las asambleas populares
directas, los parlamentos están inevitablemente dirigidos por una lógica
mayoritaria, envenenada por las pasiones partidarias y los partidos polí-
ticos (Pettit, 1997: 179).62
Es la “república de la razón”, y no “la voz del pueblo”, lo que está más
cerca de los modelos políticos deliberativos y contestatarios competentes.
En estos modelos se considera más segura la libertad que la dominación,
porque el poder de interferencia se despoja de sus potenciales arbitrarios
que tanto el principio colectivo de soberanía (“el pueblo” de la democracia
está “con el artículo ‘el’” y se refiere a un colectivo) como el gobierno de
la mayoría inevitablemente contienen (ibíd.: 174). Por lo tanto, si bien
reconoce que promover la contestación es crucial para reducir el dominio y
el poder de los órganos electos, Pettit advierte que este no es un dispositivo
democrático y, de hecho, que puede organizarse mejor si los individuos
lo llevan a cabo frente a un tribunal, antes que por grupos espontáneos
de ciudadanos en la sociedad. “Estoy dispuesto a admitir que cuando
los miembros son muy pocos, como en el caso judicial, la contestación
se puede lograr en una medida significativa a nivel individual” (Pettit,
2003: 156). Mientras que el principio de legitimidad de la democracia
es el consentimiento; el del republicanismo es “la no arbitrariedad de la
interferencia”, de donde surge la idea de contestabilidad:
La no arbitrariedad de las decisiones públicas surge de su confluencia,
no de la condición de haberse originado o surgido según algún proceso
consensuado, sino de la condición de ser tales que, si entran en conflicto
con los intereses e ideas percibidos de los ciudadanos, estos pueden im-
pugnarlos de manera efectiva. (Pettit, 1997: 185)
62
Por lo tanto, el objetivo del modelo neorromano de buen gobierno de Pettit no es
simplemente la democracia, sino la democracia representativa posterior al siglo xviii, una
encarnación híbrida de varios componentes en potencia hostiles a la libertad: la soberanía
popular, la represión, la política electoral, el nombramiento de representantes, el poder
legislativo del parlamento, la competencia entre partidos y la manipulación de la opinión
pública (Pettit, 1997: 182, 198). La preocupación de Pettit nos recuerda la de Friedrich
Hayek sobre la tendencia natural de la democracia a volverse “ilimitada” y la convicción
de que las condiciones de la libertad pueden cumplirse “solo quitando los poderes de de-
cisión de las manos de las asambleas democráticas”, ya sea representativos o plebiscitarios.

163
Nadia Urbinati

La acción judicial es el modelo de la república de la razón, y no la


acción parlamentaria o la de la asamblea. La acción judicial se caracteriza
por un tipo de imparcialidad impolítica y funciona como el control de
un comportamiento específico que se traduce en una decisión también
específica. Es una acción que opera caso por caso y no es colectiva como
las formas democráticas de intervención política de los ciudadanos (como
electores y como representantes).

Juicio jurídico y juicio público


Para este punto debo volver al rol del poder negativo o el poder de
juicio en la democracia. Como analicé en el capítulo 1, el juicio es la otra
pata de la diarquía de la democracia, la que hace que el poder de decisión
del pueblo sea activo más allá de la decisión que se tome, aunque activo
como un poder informal que frena, critica, controla y desarrolla nuevas
propuestas. Sin embargo, ¿a qué tipo de juicio debemos referirnos cuando
hacemos este argumento? El ideal de la deliberación en la teoría demo-
crática contemporánea se asocia, más o menos directamente, con una
visión de los ciudadanos como actores, quienes, en su actividad política
autorizada (votación), deben “expresar sus juicios imparciales sobre lo
que los conduce al interés general de todos los ciudadanos”, como si
fueran, de alguna forma, jueces y jurados (Freeman, 2000: 375).63 La
deliberación prefigura no solo la búsqueda de una verdad objetiva y des-
apasionada (el modelo de los comités de expertos), sino también, y sobre
todo, la búsqueda de un juicio imparcial sobre determinadas cuestiones
(las decisiones judiciales o el modelo de jurado). Sin embargo, el juicio
en la sala de audiencias no es lo mismo que el juicio público o el juicio
en los debates parlamentarios, en las campañas políticas e, incluso, en la
mente de los ciudadanos cuando van a las urnas. El juicio público tiene la
generalidad (el interés de la comunidad política en general) como criterio.
En cambio, el juicio en la justicia apunta a la imparcialidad al evaluar un
cierto suceso o un conjunto de datos y hechos.

63
Samuel Freeman (2000: 376-377) argumenta, de manera convincente, que el contraste
entre la votación agregada o basada en intereses y el juicio deliberativo está mal planteado
porque, como han demostrado Rousseau y Rawls, evaluar los intereses de uno no es nece-
sariamente opuesto a emitir juicios de interés general. Para una versión de la deliberación
menos desfavorable para la defensa del partido, véase Gutmann y Thompson (1996: 135).

164
Democracia desfigurada

Una diferencia crucial entre estas dos formas de juicio es que el jurado
en el tribunal no está involucrado en el caso bajo consideración de la
misma manera que lo están los electores o representantes (nemo judex in
causa sua). Pero los actores que defienden su causa al emitir un voto en
una asamblea representativa son los mismos que emiten el juicio, y en el
escenario político al que pertenecen no está institucionalizado ni ordena
la imparcialidad, tal como sí ocurre en la Corte. Se le pide al jurado y a los
tribunales (modelos de lo impolítico) que emitan juicios como externos
al caso y sus miembros están legalmente obligados a razonar y actuar
como instituciones y no como actores políticos (ciudadanos individuales
o representantes). Los primeros llevan la máscara del Estado (o la ley) y
deben dejar de lado sus valores y preferencias personales, los últimos usan
la máscara del soberano (el público) y se espera que puedan ver su caso
personal a través de los lentes del interés general para hacer leyes que no
sean una expresión directa de su voluntad o de su preferencia privada,
pero tampoco que sean totalmente opuestos o indiferentes a ellos.64
Se puede decir que, en el ámbito de lo jurídico, la imparcialidad es
un factor de ignorancia (como libertad del conocimiento obstinado) y
de independencia emocional del caso bajo juicio. Cuanto más vacía se
encuentre la mente del juez de opiniones personales y partidarias (es decir,
no legales), más se encuentra en las condiciones adecuadas para evaluar
imparcialmente el caso que se está juzgando, tal como la ley le pide que
lo haga (a las personas que forman parte del jurado se les instruye que
no lean los periódicos ni obtengan información sobre el caso proveniente
de fuentes externas a las que el procedimiento judicial brinda).65 Pero la
deliberación política sugiere lo contrario. De hecho, supone y exige que
los ciudadanos y representantes estén expuestos a todas las opiniones
diferentes, que contribuyan realmente a formar una gran variedad de
opiniones y, además, que escuchen todos los puntos de vista que produ-
ce la esfera pública libre antes de tomar una decisión. La imparcialidad
exige más de lo que requiere una deliberación política razonada y buena.
En la formulación de John Locke, el poder judicial es un verdadero
tercer poder: es imparcial en el sentido de que depende del juicio de
los actores. Esto significa que no debe ser políticamente representativo

64
Discutí este tema en profundidad en Urbinati (2006: 3).
65
Este es el esquema seguido por Rawls al describir, en la mente a los individuos, detrás
del velo de la ignorancia (Manin: 1997: 349).

165
Nadia Urbinati

para ser consistente con la idea de razón pública tal como se expresa
con imparcialidad en la ley. Se supone que el juicio formulado por el
juez no representa las opiniones políticas del soberano, sino solo la voz
autorizada de la ley. Por lo tanto, es y debe ser impolítico. Es, verdade-
ramente, un poder negativo porque el juez depende de la voluntad de la
soberanía (la ley), pero no debe depender de las opiniones del soberano:
según Aristóteles, las opiniones no deben estar permitidas en la Corte.66
Bajo el supuesto de que el juez depende y obedece solo a la ley, pero no
depende de la misma fuente de la ley que los legisladores (la opinión del
público), Montesquieu (1989: libro 11, capítulos 4 y 6) apoyó su defensa
de la justicia como un tercer poder y la condición del poder limitado.
Además, defendió el poder jurídico como en verdad negativo y protector
de la libertad individual, precisamente porque estaba desvinculado de “la
opinión individual de un juez”, así como de los poderes ejecutivo y legis-
lativo. El juicio impolítico refiere a un juicio desvinculado y no a un juicio
como una evaluación general o mediada entre diferentes puntos de vista.
Debido a que la independencia y la restricción para obtener informa-
ción no pertenecen a la deliberación política sino al tribunal, ¿qué tipo
de controles puede tolerar el juicio público para tomar decisiones que
reflejen el interés general? La respuesta a esta pregunta arroja luz sobre
el papel de los controles constitucionales en la asamblea legislativa: su
objetivo no es hacer que los legisladores actúen de manera imparcial,
sino de manera legítima y responsable. Como vimos en la sección de este
capítulo dedicada a los argumentos epistémicos, los procedimientos de
elaboración de las leyes están destinados a producir leyes que sean válidas,
y no leyes que sean verdaderas. El mismo Rawls (1999: 577) reconoció
esta diferencia cuando especificó que es esencial para la libertad que los
ciudadanos y sus representantes, a diferencia de los funcionarios públi-
cos, tengan solo el deber moral, y no legal, de razonar imparcialmente:

66
El juez no puede ser representante del (la opinión del) soberano porque él mismo no
tiene el poder de hacer la ley y, por lo tanto, de resistir la ley. Es evidente, entonces, que
la opinión está directamente relacionada con la soberanía o el ámbito de la deliberación
política. Esta era, en la correcta opinión de Tocqueville (1969: 100-101), la principal
fuente de la diferencia entre los sistemas estadounidense y europeo, y el hecho de que los
primeros otorgaron a los jueces un “inmenso poder político”, mientras que los segundos,
no. Sobre el impacto negativo del juicio público (por lo tanto, la elección) sobre la “in-
tegridad judicial” de los jueces de primera instancia, véase Gregory A. Huber y Gordon
C. Sanford (2004).

166
Democracia desfigurada

“Destaco que no es un deber legal, pues en ese caso sería incompatible


con la libertad de expresión”.
Así, los procedimientos de elaboración de leyes aspiran a una especie
de imparcialidad que nunca puede corresponderse ni con la transparencia
de la razón pura ni con el juicio desencarnado, dos cualidades que los
teóricos que hemos discutido en este capítulo atribuyen a los modos de
razonamiento impolítico como particularidades de los órganos de control,
de los tribunales, comités de expertos u órganos consultivos deliberativos.
De hecho, añadirles el adjetivo de imparcialidad es inadecuado porque
este no es el objetivo al que apuntan las decisiones políticas. En contextos
políticos, la restricción de opiniones apela, a lo sumo, a la conciencia del
representante y del ciudadano, al ethos constitucional, a los principios
de la moral o, incluso, al razonamiento prudencial (a la lealtad hacia un
partido o el cálculo político, por ejemplo, el deseo de un representante
de ser reelegido). Esto refiere a la cultura ética de la participación y al
potencial educativo que la práctica de la política democrática puede tener
en la mente de los ciudadanos. El dicho de Tocqueville de que la demo-
cracia se modifica con más democracia ejemplifica el carácter pragmático
y orientado al procedimiento de la política democrática.
No es ninguna novedad decir que, aunque los procedimientos pue-
den evitar conflictos y desórdenes sociales, su eficacia depende, en gran
medida, de factores éticos. Esto es cierto en particular en el caso de la
representación, porque el mandato que vincula a los representantes con
sus electores es, en esencia, voluntario y está construido políticamente,
pero no es ni puede ser legalmente vinculante. Esto hace que la represen-
tación sea una praxis política que “no es meramente la toma de decisiones
arbitrarias, ni simplemente el resultado de la negociación entre deseos
privados separados” (Pitkin, 1967: 212). El razonamiento instrumental
y el compromiso se llevan a cabo en el contexto de un entendimiento
común sobre la dirección política que el país debería o no tomar, con la
conciencia de que “no es una realidad que se presenta objetivamente de
una forma u otra” (Ankersmit, 1997: 47). El juicio público se forma dentro
de este contexto pragmático, y no por fuera o en contra de él.
Esto nos lleva al tema central de la especificidad del juicio público. El
juicio público apunta a lo general más que a lo imparcial.67 En términos

67
Por diferentes que fueran, tanto Jean-Jacques Rousseau como James Madison coincidie-
ron en que la elaboración de leyes es un trabajo que consiste en encontrar el mínimo común

167
Nadia Urbinati

generales, es imparcial en una forma en que es realizado por el juez no lo


es, aunque el objetivo de ambas formas de juicio es que sean consistentes
con el ideal de la razón pública. Sin embargo, el estilo en el que habla
la razón pública toma forma de acuerdo al marco institucional y la tarea
dentro de la cual opera. Ciertamente, ningún representante se atrevería a
declarar en público que su propuesta apoya o fomenta algunos intereses
parciales contra los de la comunidad (Elster, 1998: 104).68 La presunción
de generalidad es esencial para la legitimidad moral de las decisiones
políticas, aunque, contrariamente a los procedimientos de justicia, no
tolera ningún cumplimiento legal si se quiere que la deliberación po-
lítica se lleve a cabo libremente. Además, la presunción de generalidad
pertenece a una sociedad en la que el poder político está equitativamente
distribuido y la sociedad política es vista como superior a las sociedades
parciales (intereses y grupos) que comprende.69
El juicio público no puede eliminar las opiniones dogmáticas; en rea-
lidad, esto tiene sentido porque se basa en ellas. Como hemos visto en
el capítulo anterior, este no se puede enmarcar independientemente de
las opiniones que los ciudadanos desarrollen en la vida social. Tampoco
puede existir sin perspectivas ideales (ideológicas) o visiones situadas
(visiones que están, más o menos, alejadas del ideal de la razón general
o pública), como cualquier forma de discurso que defiende una causa
en nombre de las “promesas” de la democracia.70 Sin embargo, el juicio
público produce argumentos que apelan a la justicia, y lo hace en dos
sentidos: porque se refiere a criterios de interacción pública que todos los
ciudadanos presumen y aceptan (procedimientos de toma de decisiones y
los derechos y principios básicos contenidos en el pacto constitucional) y
denominador entre las visiones o intereses parciales para diluir los extremos, en lugar de
borrarlos o ignorarlos (Rousseau, 1987: 155-156 y Madison, Hamilton y Jay, 1987: 57).
68
Para un análisis extremadamente útil de las formas de juicio y razonamiento retórico,
ver Jaim Perelman (1980: 59-66).
69
Según Perelman y Olbrechts-Tyteca (1971: 164): “La gramática de las sociedades iguali-
tarias parece acentuar los pronósticos, las evaluaciones por parte del sujeto, mientras que
el lenguaje de las sociedades jerárquicas sería evocador, su gramática y sintaxis tendrían
una cualidad mágica (...) En una sociedad igualitaria el lenguaje pertenece a todos y
evoluciona con bastante libertad; en una sociedad jerárquica se congela. Sus expresiones
y fórmulas se vuelven rituales y se escuchan con espíritu de comunión y sumisión total”.
70
Interpreto “ideología” de la manera que sugirió Skinner (2002, v. 1: 175-178) designar
el uso de creencias y valores con el fin de legitimar el comportamiento y la función activa
de las ideas políticas en la interpretación de creencias e intereses sociales y culturales, y
promover visiones sociales.

168
Democracia desfigurada

porque se refiere o apela a principios morales y argumentos éticos (como


derechos, igual consideración o libertad) que los ciudadanos reconocen
como parte de su lenguaje legal, político y, también, privado.71 Una cons-
titución democrática es tanto un documento escrito como un documento
ético que en la vida cotidiana de los ciudadanos funciona como guía para
su interacción y juicio público públicos. El ideal del interés general es un
objetivo que los actores políticos prometen perseguir. Además, tratan de
convencer a sus electores de que la estrategia que proponen es la mejor.
Las elecciones democráticas exigen que los ciudadanos participen, tanto
cuando tienen que juzgar propuestas y candidatos como cuando ellos
mismos son los candidatos. El papel que desempeñan se ordena según
procedimientos e instituciones que dan forma a la democracia. Actuar
de acuerdo con ellos es la única acción veraz que se espera que realicen
los ciudadanos.72 Esto es lo que hace que el sistema funcione y lo que lo
mantiene abierto a un juego interminable de interpretación y de cambio
de mentalidad en el esfuerzo por cumplir las promesas que sellan el pacto
democrático.

Conclusión
Puede sonar perturbador concluir que las opiniones partidarias son
un componente esencial en los juicios políticos que intentan ser cohe-
rentes con el ideal del interés general o perseguirlo, en lugar de ser un
desafortunado accidente que una buena deliberación debería hacer des-
aparecer. ¿En qué sentido pueden contribuir las opiniones partidarias a
crear intereses generales? Cuando los teóricos identifican el trabajo de la
asamblea con el del jurado, pasan por alto el importante hecho de que, si
bien el escenario del juicio presume que la sentencia final es definitiva,
el escenario deliberativo está organizado para producir decisiones que
71
Sobre la naturaleza “perspectivista” del juicio público, véase Bobbio (1996: 1-17).
72
La cuestión de la opinión y la verdad en la política abre la cuestión fundamental del
papel de la hipocresía y, por tanto, la autenticidad en la política democrática, que solo
puedo mencionar aquí. Runciman (2008, 213) propone una definición interesante que
apoya el caso de una concepción procesal de la democracia: “necesitamos políticos que
sean sinceros, pero eso no significa que debamos desear que sean creyentes sinceros en
todo lo que hacen. En cambio, necesitamos que sean sinceros creyentes en el sistema
de poder en el que se encuentran, y sinceros en su deseo de mantener la estabilidad y
durabilidad de ese sistema (...) Los políticos democráticos deben ser sinceros sobre el
mantenimiento de las condiciones en las que la democracia es posible, y deben dar una
mayor importancia a eso que a cualquier otro tipo de sinceridad”.

169
Nadia Urbinati

siempre pueden cambiarse y revocarse. Nada es definitivo en un esce-


nario de deliberación política cuya presunción de variabilidad jurídica
es su estructura constitutiva (Manin, 1997: 183-92). La apertura perma-
nente que tiene cualquier decisión en una comunidad política libre es
la respuesta democrática a los críticos de la democracia desde adentro,
quienes proponen acotar el dominio de la política para tomar decisiones
buenas y verdaderas. La apertura a la revisión, más que la interrupción o
la contención de las prácticas democráticas, es la respuesta democrática a
las decisiones insatisfactorias dentro del régimen. Esta es la máxima que
proviene de una concepción procedimental normativa de la democracia.
Para concluir este análisis crítico del renacimiento de lo impolítico en
la teoría democrática, puede ser útil recordar el argumento de Aristóteles
en Art of Rhetoric sobre la diferencia entre deliberación política y la decisión
legal. La primera supone que los ciudadanos tienen puntos de vista dife-
rentes (y a veces contradictorios) sobre los asuntos públicos, que buscan
lo que es conveniente o justo para toda la comunidad y argumentan a favor
o en contra refiriéndose a los casos y aportando “pruebas” que todos los
ciudadanos pueden comprender y comprobar, aunque las interpreten de
distinta manera porque sus intereses y opiniones son diferentes (Aristóte-
les, 1994: 33-47). No es sacando temas e interpretaciones controvertidas
del debate político y convirtiéndolos en el tema de los comités de expertos
o ciudadanos seleccionados que la deliberación puede servir a la causa de
la democracia. La causa de la democracia se sirve, más bien, manteniendo
los procesos de juicio y la formación de la voluntad abiertos al escrutinio
y a la revisión y manteniendo, también, la arena política abierta a visiones
políticas y grupos políticos en competencia.

170
Capítulo 3
El poder populista
Mientras que los teóricos de la democracia epistémica le asignan a
la “multitud” la virtud de la sabiduría, los teóricos del populismo le
asignan una virtud movilizadora. Los primeros presentan al ciudadano
como miembro de un jurado que escucha la voz de la razón, y no la de
la opinión. En cambio, los últimos presentan al ciudadano como miem-
bro de un “nosotros” cuya unidad es confeccionada por algunos líderes
a través de una opinión hegemónica que afirma hablar por la voluntad
del conjunto. Mientras que en el primer caso el proceso político se con-
sidera representativo del público, en la medida en que se desencarna de
los intereses o ideologías sociales; en el segundo, la unidad social y la
ideológica del pueblo ocupan el escenario central de la política y se con-
vierten en la norma de la verdadera representación. Sin embargo, a pesar
de estas diferencias cruciales, tanto los epistémicos como los populistas
critican a la democracia parlamentaria por hacer de la política un terreno
de negociación entre una pluralidad de intereses y los partidos. Ambos
cuestionan la estructura diárquica de la democracia representativa, aunque
con fines distintos: los primeros, porque apuntan a sustituir a la doxa por
el conocimiento y, en consecuencia, le dan prioridad a la deliberación de
los órganos no electos; y los segundos, porque hacen que la opinión de
una parte del pueblo se fusione con la voluntad del Estado y, en conse-
cuencia, son intolerantes hacia las divisiones partidarias en los órganos
electos. Ambos juzgan la legitimidad de la autoridad democrática desde
un punto de referencia externo al proceso político, como la “verdad” o
como un “pueblo” preprocesado. Finalmente, a pesar de sus diferencias,
los epistémicos y los populistas deforman la estructura diárquica de la
democracia representativa.

171
Nadia Urbinati

El populismo es el nombre de un fenómeno complejo. Es un estilo


político o un conjunto de tropos y figuras retóricas, pero que, también,
busca conseguir el poder estatal para implementar una agenda cuyo
carácter principal y reconocible es la hostilidad contra el liberalismo y
los principios de la democracia constitucional, desde los derechos de
las minorías hasta la división de poderes y el sistema pluripartidario. El
populismo es una contestación radical de la política parlamentaria y, por
lo tanto, una alternativa a la democracia representativa, tal como la he
definido en el capítulo 1. Aunque “no tenemos nada parecido a una teoría
del populismo”,1 en este capítulo adoptaré la siguiente generalización:
un movimiento populista que logra liderar el gobierno de una sociedad
democrática tiende a dirigirse hacia formas institucionales y hacia una
reorganización política del Estado que cambian e, incluso, rompen la
democracia constitucional. Estas formas de reorganización incluyen la
centralización del poder, el debilitamiento de los frenos y contrapesos,
el fortalecimiento del Poder Ejecutivo, el desprecio por las oposiciones
políticas y la transformación de la elección en un plebiscito por parte del
líder. En este capítulo intentaré detectar y analizar estas características,
y presentaré al populismo como una desfiguración de la democracia. Sin
embargo, antes de continuar, realizaré algunas aclaraciones preliminares
sobre el uso actual de la palabra “populismo”.

Movimientos sociales y populismo


No trataré al populismo como sinónimo de “movimientos populares”,
movimientos de protesta o “lo popular”. El populismo es algo más y es,
también, algo diferente. Las características que voy a analizar están desti-
nadas a mostrar por qué esto es así. Como anticipo en la distinción entre
movimiento popular y populismo, puede resultar útil considerar los dos
movimientos más recientes de la política estadounidense, Occupy Wall
Street y Tea Party. El eslogan de Occupy Wall Street, “somos el 99 %”, encaja
dentro del esquema formal del discurso populista como la polarización
entre la mayoría y la minoría y como la contestación de las instituciones
representativas (dos importantes componentes del populismo). Sin em-
bargo, no encaja con la visión populista de la democracia que pretendo
criticar porque no tiene un líder y no está organizada para conquistar el

1
Jan-Werner Müller (2011).

172
Democracia desfigurada

poder político a nivel gubernamental. Soy consciente de que los fenó-


menos políticos empíricos operan en un terreno inestable y se resisten
a las generalizaciones; también es posible que exista una fluidez entre el
movimiento popular y el populismo, de modo que las distinciones bien
definidas pueden ser problemáticas y requerir un análisis caso por caso.
Sin embargo, sin la presencia de un líder o de un liderazgo centralizado
que busque el control de la mayoría, un movimiento popular que tiene
una retórica populista (es decir, de polarización y de discurso antirepre-
sentativo) aún no es populismo.
El caso del Tea Party lo demuestra por defecto. Este es un movimiento
que tiene muchos componentes populistas en su ideología y en su retórica,
pero carece de una estructura vertical y unificada que, como veremos, es
algo que caracteriza al populismo.2 Sin embargo, esta carencia parece
accidental más que premeditada ya que el Tea Party ha buscado un líder
unificador y representativo capaz de conquistar y cambiar al Partido
Republicano y al país porque, desde sus inicios, quiso ser más que un
movimiento popular de protesta.
Por lo tanto, podemos decir que hay cierta retórica populista, pero aún
no hay populismo, cuando el discurso polarizador y antirepresentativo
está hecho por un movimiento social que quiere ser independiente de los
funcionarios electos y se resiste a convertirse en una entidad electa, además
de buscar mantener a los funcionarios electos bajo escrutinio: este es el
caso de un movimiento popular de contestación y protesta como Occupy
Wall Street. Mientras que hay retórica populista y populismo cuando un
movimiento no quiere ser un electorado dependiente de los funcionarios
electos, pero quiere ocupar las instituciones representativas y ganar la
mayoría para modelar a toda la sociedad según su ideología:3 este es el
caso del Tea Party, un movimiento con un proyecto de poder populista.
Por lo tanto, yo diría que para que el populismo pase del movimiento a
una forma de gestión del poder estatal necesita una ideología polarizadora
2
Para un análisis excelente, rico y bien documentado del Tea Party, véase Vanessa Wi-
lliamson, Theda Skocpol y John Coggin (2011).
3
El Tea Party tiene algunas propuestas claras (desde la seguridad social hasta los im-
puestos) y busca revitalizar o remodelar el Partido Republicano: “deberíamos considerar
al Tea Party como una nueva variante de movilización conservadora y faccionalismo
intrarepublicano; una dinámica, de libre formación, unida y no fácilmente controlable de
activistas, patrocinadores y personalidades de los medios de comunicación que se basa
en y renfoca las actitudes sociales de larga data sobre los programas sociales federales, el
gasto y los impuestos” (ibíd.: 37).

173
Nadia Urbinati

orgánica y un líder que quiera transformar la angustia y la protesta po-


pular en una estrategia para movilizar a las masas hacia la conquista del
gobierno democrático. Sin una narrativa organizativa y un liderazgo que
afirme que su gente es la verdadera expresión del pueblo en conjunto,
un movimiento popular sigue siendo, en gran parte, lo que ya era: un
movimiento sacrosanto de protesta y oposición contra una tendencia en
la sociedad que traiciona algunos principios democráticos básicos y, en
particular, la igualdad. Sin embargo, el populismo es más que una retó-
rica populista y una protesta política. La distinción entre una forma de
movimiento y una forma de gobierno es, por lo tanto, esencial.
En mi investigación crítica reconozco estos dos niveles, pero dirijo mi
atención al examen de las características y consecuencias del populismo
como concepción y como forma de poder dentro de un sistema democrá-
tico. En una sociedad democrática, un movimiento popular de protesta o
crítica no debe confundirse ni identificarse con una concepción populista
del poder estatal. El primero es compatible con el carácter diárquico de
la democracia representativa; la segunda considera a la diarquía como un
obstáculo que mantiene a la opinión de la gente separada de las institu-
ciones. El populismo es un proyecto de poder cuya aspiración es hacer
que sus líderes y funcionarios electos utilicen al Estado para favorecer,
consolidar y ampliar su circunscripción.4 En este capítulo me centraré
en este fenómeno específico.

Introducir el populismo
Aunque pretende patrocinar y practicar una democracia antagónica,
el populismo trata al pluralismo de intereses contrapuestos como una
muestra de reclamos litigiosos que deben superarse con un escenario
polarizado que simplifique las fuerzas sociales y le brinde al pueblo la
oportunidad inmediata de tomar partido. La simplificación y la polariza-
ción producen la verticalización del consentimiento político, que inaugura
una unificación más profunda de las masas bajo una narrativa orgánica y
un líder carismático o Cesarista que la personifica. La ideología populista
del pueblo considera que la sociedad se divide, en última instancia, en
dos grupos homogéneos: una mayoría pura (el pueblo en general) y una

4
Me gustaría expresar mi agradecimiento a Ian Zuckerman por invitarme a reflexionar
sobre esta distinción.

174
Democracia desfigurada

minoría corrupta (la elite por designación electoral o burocrática). La pola-


rización es lo que hace del populismo una ideología de concentración (de
poder y de opinión) más que una ideología de distinción y dispersión o,
simplemente, de antagonismo.5 Así, mientras la interpretación epistémica
de la democracia no requiere de un líder, el populismo difícilmente puede
existir sin una personalidad política; mientras que la primera apunta a
eliminar la ideología y toda forma de sedimentación de las opiniones, el
segundo vive de una fuerte retórica ideológica. El populismo reivindica
la prioridad de la unidad hegemónica del pueblo frente a su traducción
racionalista en el discurso deliberativo y a su interpretación procesal
mediante la representación electoral, la participación a través de los par-
tidos políticos y las normas constitucionales que limitan las decisiones
mayoritarias. Por lo tanto, cuestiona todas las formas indirectas de acción
política que ha creado el gobierno representativo, aunque esto no lo hace
idéntico a la democracia participativa. El populismo no es un llamado a la
participación como lo hace la democracia autogobernada, aunque elogia
y practica la participación e, incluso, la movilización de las masas. Este
es el espíritu del argumento que presentaré en este capítulo: aunque el
populismo afirma tener un vínculo directo entre las opiniones populares
y la voluntad popular, no es amigable con la democracia. Esta inconsis-
tencia es más notoria en la forma representativa de la democracia, pero
también se mantiene en su forma directa que involucra la participación
difusa de los ciudadanos, porque en el populismo esta forma directa no es
un método de dispersión de poder sino, más bien, de su concentración.
El populismo describe y teoriza a la democracia como un conflicto
hegemónico para la visión y el dominio de una opinión mayoritaria so-
bre sus componentes y sobre las opiniones minoritarias. En palabras de
Robert Dahl (1989: 112-115), le da al demos el “control total” y “final”
sobre el orden político, lo que significa, empíricamente, el control de la
mayoría. Este proyecto unificador convierte a la política en una obra de
simplificación que limita la posibilidad de un espacio de comunicación
abierto a todos por igual, ya que no pertenece a nadie. Si bien Ernesto
Laclau afirma que la ocupación populista del poder es “parcial” y nunca
completa, la impresión que uno tiene es que su incompletitud más que
un principio normativo es un límite que la práctica humana de formación

5
Cf. Cas Mudde (2003). Como escribe Sunstein (2006 y 2009), una forma eficaz de crear
un grupo radical es separar a sus miembros de la gran sociedad y de los otros grupos.

175
Nadia Urbinati

del consentimiento no puede evitar o superar. El populismo se aprovecha


del gobierno de la opinión y lo convierte en la expresión de una opinión
que pertenece solo a un determinado público.
El autor que mejor pudo prever el riesgo populista que encierra el
gobierno de opinión fue Claude Lefort, quien, no por casualidad, acabó
describiendo el totalitarismo en su intento de captar la implicación extre-
ma de un proyecto que, oponiéndose al pluralismo, apunta a materializar
al soberano colectivo como si fuera un actor homogéneo. Lefort (1988a:
13 y 19-20) describió este proceso como una “condensación (...) entre
la esfera del poder, la esfera del derecho y la esfera del conocimiento”.
El populismo produce una condensación y una concentración de poder,
y lo hace en el intento de resolver la “paradoja de la política”6 que es
“determinar quién conforma al pueblo” (Frank, 2010). Así, mientras
que el enfoque procedimentalista deja esta cuestión siempre abierta, el
populismo quiere cerrarla o, como argumentó Laclau al corregir la idea
de Lefort de que la procedimentalización de la política deja vacío el lugar
del poder en las democracias, el populismo quiere llenar ese espacio vacío
convirtiendo a los políticos en los que producen ese vacío a través de un
trabajo hegemónico de realineamiento ideológico de las fuerzas sociales.
Liberar la arena de los componentes de su partido para rellenarla con una
narrativa significativa es la aspiración antipluralista del populismo.7
Una consecuencia de esto es la erosión del dominio simbólico de las
instituciones, que ya no se utilizan como medio que relaciona y separa
los intereses sociales y el Estado. Por el contrario, el Estado se convierte
en un instrumento o una expresión directa del conglomerado populista
de intereses sociales. Del reconocimiento de que el marco simbólico del
poder es lo que sostiene un régimen político, el populismo deduce su
misión, que consiste en ocupar y conquistar ese marco simbólico. Desde
el pluralismo de opiniones hasta la producción de una narrativa domi-
nante, esta es la tarea de un proceso político cuyo objetivo es fusionar los
múltiples públicos que constituyen la opinión pública en una sociedad
democrática.
Soy consciente de que esta es una declaración atrevida que va en con-
tra de una gran cantidad de literatura sobre el populismo, tanto crítica
6
Sobre la paradoja de la política como la de hacer al sujeto democrático (el pueblo) por
medios democráticos, véase Bonnie Honig (2007).
7
Ver Lefort (1988a: 13-20) y Ernesto Laclau (2007: 164-168). Para un análisis completo
de la concepción de populismo de Lefort, véase Andrew Arato (2013: 156-159).

176
Democracia desfigurada

como favorable, que lo representa como una reivindicación de la política


de la gente común contra una elite selecta que concentra el poder. Tam-
bién soy consciente de que los teóricos del populismo han construido
su argumento como respuesta a los teóricos elitistas que, desde Robert
Michels, Vilfredo Pareto y Walter Lippmann, han descrito el ideal de
hacer del pueblo el actor de la política, ya sea como una utopía o como
una estrategia engañosa que utiliza una elite emergente para alcanzar el
poder con el consentimiento de la gente. Sin embargo, las cosas son más
complejas de lo que parecen a primera vista. La interpretación que estoy
proponiendo puede ser útil para comprender los fenómenos populistas
contemporáneos como las formas videocráticas de identificación popular,
la polarización simplificada de la opinión pública en nichos de credos
autorreferenciales, la radicalización dogmática de las ideologías políticas
y, finalmente, la búsqueda de un líder ganador en la era del público.
En lo que sigue, ilustraré y analizaré este complejo conjunto de ideas.
Además, presentaré al populismo como un fenómeno que crece dentro de
la democracia representativa, su verdadero y radical objetivo. Sostengo
que esta rivalidad no necesariamente produce una política más democrá-
tica, aunque esta es la afirmación del populismo. El populismo tiene al
pueblo, más que al ciudadano democrático, en su núcleo. De hecho, su
visión polarizada resuena más con la tradición republicana en el formato
romano que con la democracia. Considero que este punto es crucial (aun-
que ha sido descuidado) para comprender el significado antindividualista
(como antiliberal) de la apelación al pueblo y la razón de la profunda
antipatía del populismo hacia el pluralismo, la disidencia, las opiniones
de las minorías y la dispersión del poder, todas características que los
procedimientos democráticos presumen y promueven intrínsecamente.
Dado que el populismo se basa en la democracia, después de un breve
análisis sobre el intento del populismo de apropiarse de la representación,
estableceré un paralelismo o una comparación con la demagogia que,
desde la época clásica, ha sido una amenaza potencial permanente hacia
la desfiguración de la democracia. Tomo como referencia a las categorías
políticas clásicas que son metodológicamente fundamentales en el análisis
del populismo, cuya fuente surge del mito arcaico de las masas de iguales
como fuente de legitimidad política y renovación periódica de un sistema
político dado. Más adelante, volveré a los tiempos modernos con un breve
repaso de las interpretaciones del populismo en aquellos ámbitos en los

177
Nadia Urbinati

que más se estudia: la historia y la ciencia política. Propondré un para-


lelismo entre las experiencias y evaluaciones del populismo de Estados
Unidos y Europa Occidental, y argumentaré que, aunque no se dispone
de una única definición, el populismo tiene, no obstante, algunas carac-
terísticas reconocibles y, aunque no es el nombre de un régimen político y
tiene diferentes manifestaciones históricas, no es un término tan ambiguo
cuando se lo compara con la democracia constitucional y representativa.
Las siguientes secciones ilustrarán dos de las características más impor-
tantes de la política populista: la polarización como un medio para crear
una política identitaria y el cesarismo, o la monarquía, como su posible
destino final. Esto me permitirá retomar la referencia a los antiguos y situar
las fuentes estructurales del populismo en los integrantes de la política
y el gobierno de la república romana. Con estos análisis conceptuales e
históricos como base, concluiré reafirmando la idea del populismo como
una alternativa opositora a la democracia representativa que abre la puerta
al plebiscitarianismo, tema del próximo capítulo.
La interpretación que propongo está inspirada en la crítica de Norberto
Bobbio al populismo, la interpretación de Margaret Canovan sobre su
ideología y el análisis de Benjamin Arditi de su manifestación como la
“periferia interna” de la democracia representativa. Al igual que Bobbio,
sitúo el populismo no solo dentro de la democracia, sino dentro de la
democracia representativa, y sostengo que el cuestionamiento crítico y, a
veces, dramático de los procedimientos e instituciones de la democracia
liberal difícilmente enriquezcan a la democracia. La referencia a las cate-
gorías políticas clásicas es crucial para comprender las consecuencias del
populismo, que, como ocurre con la demagogia de la democracia directa,
si es exitosa puede abrirle la puerta a una salida de la democracia (Bobbio,
1969, 1989 y 1997). Al igual que Canovan (2002: 39 y 1999), considero
que el populismo está arraigado en la ideología de las personas de una
manera que, aunque está en comunicación con el lenguaje democrático,
contrasta fuertemente con la “democracia práctica” o la actividad política
de los ciudadanos comunes y, yo agregaría, con su estructura procesal.
Como Arditi (2008), leo al populismo como una posibilidad permanente
dentro de la democracia moderna, porque es endógeno al estilo ideológico
de la política que las elecciones alimentan al promover una lucha por
los votos y los cargos. El populismo compite con la democracia repre-
sentativa en el sentido de la representación y, aunque es la expresión y

178
Democracia desfigurada

el signo de una reivindicación de la participación democrática por parte


de los ciudadanos comunes, debe distinguirse cuidadosamente de los
movimientos de protesta, no menos que porque anhela el poder estatal
y, de esta manera, fomenta una unificación homogénea del “pueblo”,
preferiblemente bajo un líder, una ideología o ambas. El resultado, si se
realiza, no sería una expansión de la democracia sino la condensación de
la opinión mayoritaria bajo una nueva clase política. Su logro podría ser
una salida de la democracia representativa y constitucional.

Competir por la representación de las personas


¿Cómo evaluar el carácter normativo del populismo? ¿A qué familia
política pertenece? Estas son preguntas desconcertantes para los estu-
diosos del populismo, quienes nunca han podido llegar a un consenso
sobre la interpretación de este fenómeno político (ni convertirlo en una
categoría) y su relación con la democracia.
Todos los movimientos populistas, como afirmaron Yves Mény e Yves
Surel (2002), exhiben una fuerte reserva, e incluso hostilidad, hacia los
mecanismos de representación, en nombre de una afirmación colectiva
de la voluntad de los electores o del pueblo. Mientras que el procedimen-
talismo democrático reconoce que los ciudadanos tienen el derecho a
tomar malas decisiones, el populismo presume que la gente (en singular)
siempre tiene la razón. Esto hace que se difumine la estructura diárquica
y se priorice el campo de la opinión (unificado dentro de una narrativa).
El populismo es, entonces, “parasitario” de la democracia representativa,
es decir, no es externo a ella, sino que compite con ella en el significado y
el uso de la representación o en la forma de detectar, afirmar y gestionar
la voluntad del pueblo.8 Además, si logra dominar el Estado democrá-
tico, puede modificar radicalmente su figura e incluso abrir las puertas

8
Tomo esta definición de parásito de Jacques Derrida (1988: 90): “Los parásitos, enton-
ces, ‘tienen lugar’. Y, en el fondo, todo lo que violentamente ‘tiene lugar’ u ocupa un sitio
es siempre algo así como un parásito. Nunca tener lugar del todo es, entonces, parte de
su desempeño o de su éxito, como un evento, o está ‘teniendo lugar’”. El populismo es
una posibilidad permanente dentro de la democracia representativa, y el “nunca tener
lugar” se refiere a que es una posibilidad movilizadora permanente, incluso cuando es
lo suficientemente fuerte para manifestar su poder. Si todos los potenciales populistas se
actualizaran, reemplazarían por completo a la democracia representativa, y esto sería un
cambio de régimen (como lo hizo el fascismo cuando “tuvo lugar”).

179
Nadia Urbinati

hacia un cambio de régimen. Puede resultar útil recordar brevemente la


génesis de la representación.
La representación nació en un ambiente de confrontación. Sus orígenes
se encuentran en el contexto de la iglesia medieval y en las recurrentes
disputas sobre si el papa o el concilio de obispos representaban el cuerpo
unitario de los cristianos (Gierke, 1958: 61). La representación nació
como una institución de contención y control del poder (del jefe de la
Iglesia o del rey) y como un medio para unificar a una población grande
y diversa. Estos dos aspectos, en conjunto, suponían la participación
activa de ambos porque se creía que el representante, a quien, a veces, se
lo llamaba “procurador” y “comisario”, debía hablar o actuar en nombre
de un grupo específico de personas que lo habían dotado con el poder de
representar sus intereses ante una autoridad, secular o religiosa, recono-
cida como superior (Pitkin, 1967: capítulo 4).9 Cuando una determinada
comunidad delegaba a algunos miembros para que la represente ante el
papa o la Corte del rey, con poderes para obligar a quienes los nombra-
ban, encontramos el origen de la representación. Esta técnica luego se
transfirió al contexto estatal.
En forma de síntesis, la unificación (de la multitud) y el sometimiento
(a las decisiones tomadas por los delegados elegidos) se fusionaron en la
institución de la representación. Sin embargo, fue la institucionalización
de las elecciones por parte de los “sometidos” lo que inyectó un nuevo
factor de conflicto e introdujo la búsqueda de la rendición de cuentas.
Con los Estados constitucionales del siglo xviii, la representación comenzó
a convertirse en un terreno de tensión irresoluble entre sus funciones
tradicionales unificadoras y controladoras y las nuevas que le conferían
las elecciones, es decir, la defensa y la representatividad de los electores
(las expresiones de la apelación a la rendición de cuentas). La relación
del Estado con la sociedad civil hizo de la representación electoral un
terreno de conflictos políticos y sociales; la convirtió en una institución
que servía para mediar entre los intereses y el Estado, más que para crear
únicamente la unidad del Estado y visibilizar su soberanía. El populismo
se infiltra en esta tensión y reivindica el rol unificador y de sometimiento

9
Pitkin ubicó la transición en el significado terminológico de la palabra “representación”
de “representar” a “actuar” entre la segunda mitad del siglo xvi y la primera mitad del
siglo xvii.

180
Democracia desfigurada

de la representación (Hobbes) frente al papel negociador que la forma


parlamentaria de democracia electoral había legitimado (Locke).10
El populismo apunta a una identificación más genuina de los represen-
tados con los representantes de lo que permiten las elecciones. Además,
es intolerante hacia la dialéctica entre pluralismo y unidad que conlleva
la representación. El representante, escribe Laclau (2007: 157-158), es un
agente activo que le da palabras y credibilidad a la unidad representada;
es el actor del proceso homogeneizador que pone fin a las divisiones del
electorado. Un agente, además, que ninguna rendición de cuentas es capaz
de controlar, ni siquiera el partido populista en el que confía, porque la
mayoría de las veces es creado por él y funciona como un instrumento
para la adquisición y la preservación de su poder. Tengo que mencionar
acá el argumento de Carl Schmitt a favor del presidencialismo contra
el parlamentarismo. Este, explicó Schmitt (2008), es una asamblea de
delegados electos que representan intereses económicos, partidos popu-
listas y clases sociales, mientras que “el presidente es elegido por todo el
pueblo alemán”. En el último caso, las elecciones serían solamente una
estrategia de unidad y sometimiento (versus divisiones) y representarían
una reproducción visual verdadera de toda la nación a nivel simbólico
e institucional. El presidente encarna la visión católica de Schmitt de la
representación como el proceso de hacer visible la divinidad invisible,
que ahora se correspondía con el pueblo. En su lectura, la representación
electoral era la negación de esa unidad porque servía para traer el plura-
lismo al interior del Estado, que era el pecado mortal. En la teología del
populismo de Schmitt, era el equivalente a un cisma religioso. Volveré a
la concepción de Schmitt sobre la forma de autorización que implicaba
su concepción antiliberal de la representación en el próximo capítulo.
Aquí me gustaría mostrar cómo el populismo se basa en una visión de
la representación que apunta a la unificación y subordinación como en
el formato premoderno, pero que no apunta a la rendición de cuentas y
la defensa.
Claramente, dado que Schmitt pensaba a la representación como una
síntesis de la identidad y la presencia del soberano, el pluralismo de par-
tidos y la competencia parlamentaria le resultaban un anatema. “El presi-
dente, en contraste [con la fragmentación de la agrupación parlamentaria]
tiene la confianza de todo el pueblo sin ser mediado por un parlamento

10
Cf. Urbinati (2006: capítulos 1 y 2).

181
Nadia Urbinati

dividido en partidos. Esta confianza, aún más, está directamente unida


en su persona” (Schmitt, 2008: 370). De manera similar, el populismo
utiliza la representación para constituir al orden político por encima de la
sociedad y mediante la expulsión del pluralismo. Según Schmitt, quien le
dio al populismo un argumento importante, la representación es política
en la medida en que rechace a los llamados liberales de defensa, control,
monitoreo y diálogo constante entre la sociedad y la política, y reduzca la
distancia entre el líder electo y los electores, de manera que se incorpore a
la sociedad dentro del Estado (ibíd.). Este proyecto antidiárquico resuena
en las palabras de Canovan (1999: 4): “Una visión de ‘la gente’ como un
cuerpo unido implica intolerancia hacia las luchas partidarias, y puede
fomentar el apoyo a un liderazgo fuerte donde un individuo carismático
está disponible para personificar los intereses de la nación”.11 El factor
demagógico es, pues, parte del populismo, en la medida en que la cons-
trucción ideológica del consentimiento es su instrumento.

Demagogia, conflicto social y una mayoría más intensa


La unificación de personas versus el pluralismo es el tropo estructural
del populismo como lo fue la antigua demagogia en relación con la demo-
cracia directa. El impacto de su atractivo para la gente es, por supuesto,
diferente, y el sistema representativo es la clave para comprenderlo. De
hecho, mientras que la disrupción del populismo se desarrolla dentro
de la esfera de la opinión no soberana (el mundo de la ideología) y muy
bien puede seguir haciéndolo si no consigue que gobierne la mayoría,
la demagogia tiene un impacto inmediato en la elaboración de leyes
porque, en la democracia directa, la opinión del pueblo se convierte en
ley al levantar la mano (como expliqué en el capítulo 1, la democracia
directa es monoárquica). Consciente de las importantes diferencias que
el nombramiento electoral aporta a la democracia, voy a utilizar el anti-
guo análisis de la demagogia para explicar la conflictiva relación entre el
populismo y la democracia.12
11
Ver, también, Arato (2013: 160-162).
12
Según Lane (2012: 180), la palabra “demagogia” no tenía un significado peyorativo en la
práctica democrática clásica: “no hay un significado peyorativo de las palabras dēmagōgos,
dēmēgoros o sus afines, en ninguno de los dramaturgos, oradores o historiadores cuyas
obras sobreviven”. Y Ober (1989: 106, nota 7) aclaró que el primero “deriva de dēmos y
el verbo agō (liderar), mientras que el último deriva de dēmos y del verbo agoreuō (hablar
en asamblea pública)”, pero “los dos verbos raíz están estrechamente relacionados”. “Las

182
Democracia desfigurada

Aristóteles es el autor que produjo la caracterización y definición más


precisa de la demagogia; sus ideas son esclarecedoras para comprender la
naturaleza del populismo moderno. En primer lugar, rompió la identifi-
cación platónica del demagogo con el tirano y, de este modo, convirtió
al primero en una característica del estilo democrático de la política. Sin
embargo, Aristóteles (1977: 1304b1-10) también introdujo una distin-
ción entre demagogos y, de esta manera, pudo emancipar la demagogia
del desdén. Además, teorizó sobre la transición que la democracia puede
hacer de constitucional a inconstitucional. Así, encontró ejemplos histó-
ricos, tanto de democracia “buena” (constitucional) como de democracia
“mala” (demagógica). Clístenes fue el líder popular que, “tras la caída de
la tiranía”, entregó a los atenienses “una constitución más democrática
que la de Solón”. Clístenes era un miembro de la elite y, sin embargo,
llevó a los atenienses hacia la democracia y, por medio de la retórica y la
persuasión, movilizó a muchos marginados y les dio una nueva constitu-
ción y nuevas reglas. Por el contrario, Pisístrato, que “tenía la reputación
de ser un firme partidario de la gente común”, enmascaró astutamente su
intención de convertirse en un tirano. Fue un demagogo formidable que
manipuló la amargura de los campesinos emancipados para conquistar el
poder político con su apoyo; de esta manera, “se apoderó del poder (…)
halagando a los pueblos”.
Al igual que el populismo dentro del gobierno representativo, en la
democracia directa la demagogia era una posibilidad permanente, como
una sala de espera de la tiranía, aunque no en sí misma una salida de
la democracia o un régimen por derecho propio. Una democracia desfi-
gurada seguía siendo democracia y, según Aristóteles, la demagogia era,
sin duda, la peor de las formas que podía adoptar la democracia porque
explotaba la búsqueda del consentimiento en la asamblea al hacer que las
mentes del pueblo se sintonizaran con los planes de los astutos oradores.
La demagogia aprovechó la libertad de expresión poniéndola al servicio
de la unanimidad, en lugar de que sea una libre y franca expresión de
ideas. La demagogia no podría haber existido sin un líder porque no era
simplemente una movilización horizontal de ciudadanos comunes. Como
el populismo, cuando aspiraba al poder, no podía quedarse sin un líder.

palabras –agrega Lane (2012: 180)– a veces tienen un significado partidario, asocian a un
orador o líder político con el partido popular, pero no son inherentemente condenatorias”.

183
Nadia Urbinati

El análisis aristotélico es fundamental para nuestro argumento porque


sugiere que nos centremos en el uso que los ciudadanos y los líderes
hacen de sus habilidades para hablar y en sus libertades políticas no solo
para ganar un voto mayoritario, sino también para vencer y reducir la
oposición a una entidad sin sentido y sin peso en el juego político. Para
comprender este régimen mayoritario, Aristóteles (ibíd.: 1304b20-25)
dirigió su análisis a las clases sociales:
En las democracias la causa principal de las revoluciones es la insolencia de
los demagogos; porque hacen que los dueños de las propiedades se unan,
en parte mediante el enjuiciamiento malicioso de los individuos entre sí
(porque el miedo común une incluso a los enemigos más grandes), y en
parte colocando a la gente común en su contra como clase.
Aristóteles nos ofrece un análisis estructural de las condiciones que
dieron lugar a la insolencia de la demagogia. La crisis del pluralismo social
y la reducción de la clase media fueron los dos factores entrelazados que
acompañaron esa transformación. La polarización (acomodados/pobres)
y la erosión de la clase media fueron, y siguen siendo hoy, el origen de la
simplificación política.
Recordemos que Aristóteles toma la presencia de una clase media
robusta como condición para cualquier gobierno constitucional o mo-
derado (también para una “buena” democracia) y su desaparición como
condición para los cambios constitucionales o la revolución:
Y las constituciones también experimentan una revolución cuando los
que se consideran sectores opuestos al Estado se vuelven iguales entre
sí, por ejemplo, los ricos y los pobres, y hay una clase media o solo una
extremadamente pequeña; porque si alguno de los dos sectores se vuelve
muy superior, el resto no está dispuesto a arriesgarse a un encuentro con
su oponente manifiestamente más fuerte. (Ibíd.: 1304b1-10)
La desaparición de la moderación social se traduce en el fin de la
moderación en las decisiones políticas. Deberíamos ver a la moderación
como una política de compromiso, porque esto es lo que hace que la
minoría numérica siempre forme parte del juego democrático en el buen
sentido. Entonces, bajo ciertas condiciones, la demagogia transforma la
democracia. Como veremos más adelante, este también es el caso del
populismo, que aprovecha la angustia social para exaltar la polarización
y alimentar la tentación de los ganadores políticos de usar el poder estatal

184
Democracia desfigurada

de manera punitiva contra las minorías, con el fin de romper el com-


promiso de clase o, como en el caso de Laclau (2007: 169), reorganizar
la generalidad “formal” de la politeia con una “verdadera”. Este giro del
gobierno mayoritario en el gobierno de la mayoría es particularmente
alarmante. En comparación con la mayoría numérica en que consiste la
democracia, la demagogia exalta la opinión de la mayoría para promover
políticas que traduzcan inmediatamente los intereses de los vencedores
en ley, sin tolerancia hacia la mediación y el compromiso (Bernard Crick
–2005: 626– caracterizó el populismo en estas líneas como “intolerante
de los procedimientos”). La polarización ayuda a esta estrategia. Del
gobierno de la mayoría como procedimiento de toma de decisiones al
gobierno de la mayoría: esta es la transformación radical de la democracia
que inaugura la demagogia y el populismo.
¿Es la demagogia el dominio tiránico de la mayoría? No del todo,
según Aristóteles, quien está atento al juego de palabras y a la política de
formación de consensos. Ciertamente, el demagogo necesita del consen-
timiento de la mayoría y usa el habla para poner a la asamblea de su lado.
Sin embargo, la manipulación por medio del habla es manipulación de
todos modos, no importa cuán difícil sea medir y lograr una distinción
clara entre lo correcto y lo incorrecto cuando la libertad de expresión
domina un orden político. Igualmente, aunque ambas se basan en la
mayoría, la democracia y la demagogia son diferentes.
Esto significa que ganar una amplia mayoría en una asamblea no es lo
mismo que tener políticas democráticas. El mismo argumento se puede
encontrar en Rousseau, para quien cuando la voluntad y la opinión se fu-
sionan, la república goza de una mayor legitimidad porque la voluntad de
la asamblea es tan poco disputada (las decisiones se toman con una gran
mayoría de votos) que todo el pueblo, o su gran mayoría, se siente como
un solo cuerpo político de iure y de facto. No es la unanimidad o una gran
mayoría per se lo que hace que una democracia sea demagógica, sino que
es la forma en la que se logra la unidad de las opiniones. Debemos recordar
que Rousseau sugirió que la asamblea no debía discutir para evitar que los
oradores actúen. En su opinión, la convicción por la razón, más que por la
persuasión retórica, era la condición segura para hacer de la fusión de la
soberanía de iure (voluntad general) y de facto (l’opinion générale) un signo
de justicia política, y no meramente de poder numérico. Sin embargo, el
problema permanece porque es posible lograr ese unísono tanto por la

185
Nadia Urbinati

razón como por la persuasión. Por este motivo, la demagogia –al igual
que el populismo– es una posibilidad permanente en un régimen que,
como la democracia, se basa en la opinión y el discurso.
Aristóteles nos ofrece algunas sugerencias importantes sobre cómo
interpretar el fenómeno de la unificación o, en palabras de Laclau, crear
la unidad hegemónica. Recordemos que una buena constitución es, en la
mente de Aristóteles, un arreglo institucional que se basa en un equilibrio
dinámico entre las dos principales clases sociales: los ricos y los pobres.
Independientemente de la forma de gobierno, este equilibrio es lo que hace
que un gobierno sea moderado y el hogar de la libertad (en los tiempos
modernos, este enfoque fue retomado por Montesquieu). Para que exista
el equilibrio social (y político) se necesita una amplia clase media. En el
caso de la democracia, este medio persiste mientras los muy pobres sean
pocos y los muy ricos sientan que su riqueza está segura, incluso aunque
sean una minoría (la misma idea inspiró la convicción de Tocqueville de
que una amplia clase media es la condición para una buena democracia).
Desarraigar el medio y radicalizar los polos sociales: esto es lo que la
demagogia hace explícito y aprovecha; es, entonces, cuando el gobierno
de la mayoría alcanza una intensidad desconocida para una democracia
constitucional. ¿Para qué? ¿Por qué se necesita una mayoría más intensa?
Esta pregunta es relevante, precisamente, porque la demagogia no es
idéntica a la democracia, incluso si los pobres (que el populismo pretende
empoderar) son la mayoría. ¿Por qué los pobres, que siempre son una
mayoría numérica, deben estar necesitados, en cierto punto, de ser una
mayoría más intensa? ¿Por qué una mayoría de votos ya no es suficiente?
Estas preguntas sugieren que, presumiblemente, el actor particular de la
demagogia no es la mayoría numérica. Como la mayoría es la norma para
la toma de decisiones democrática, la demagogia no es simplemente una
expresión de la mayoría numérica.
Los cambios sociales que Aristóteles señaló como un factor de la po-
larización de clases están relacionados con un aumento de la pobreza.
Los compromisos de derecho a huelga de los pobres, con la clase media
y los ricos, se volvieron cada vez más difíciles porque un gran número
de personas empobrecidas necesitaba una política más intervencionista
por parte del Estado. Necesitaban una política que estuviera de su lado
como nunca antes, y esto estaba preparado para molestar o preocupar
a algunos de los ricos, que comenzaron a “unirse” para resistir mejor a

186
Democracia desfigurada

los reclamos populares. Por lo tanto, no es la presencia de la multitud


de gente común (no rica) lo que explica la involución demagógica de la
democracia constitucional. Lo que la explica, en cambio, es la ruptura del
equilibrio social, que conlleva una erosión de la generalidad del derecho.
La polarización y la parcialidad son los rasgos de la mayoría más intensa
que crea la demagogia.
Esta es la diferencia más importante con la mayoría democrática y
la razón por la cual democracia y demagogia (o populismo) no son lo
mismo, aunque ambos atraen al pueblo y al principio de la mayoría y
pertenecen al mismo género. El empeoramiento económico o el declive
del bienestar de muchos puede hacer que la mayoría numérica esté más
dispuesta a aprobar leyes que induzcan a “los dueños de propiedades a
unirse” para resistir, por ejemplo, a los aumentos impositivos. Este es el
factor de clase en el origen de la demagogia. Según Aristóteles una demo-
cracia constitucional corre mucho riesgo si la sociedad se empobrece.13
¿Por qué llamarla demagogia y no tiranía? Como vimos con Pisístrato,
Aristóteles enumeró casos en los que la demagogia puede convertirse en
una tiranía. No obstante, la demagogia opera dentro de la democracia
constitucional, en la que la asamblea de ciudadanos nacidos libres es el
órgano supremo y las propuestas deben obtener la mayoría de sus votos
para convertirse en leyes. Hasta que persista el equilibrio entre clases, el
arma de la palabra parece ser estrategia suficiente y, además, estrategia
que aún se encuentra dentro de los límites constitucionales. La demagogia
representa, en este sentido, una forma de lenguaje político en consonan-
cia con la política de las asambleas y, por lo tanto, con la democracia.
Sin embargo, esta lectura “neutral” termina cuando emerge un tirano.14
Pero no son los oligarcas o la minoría en su totalidad (como si fue-
ran una clase homogénea) los que rompen con la regla y convierten a la
demagogia en tiranía. Es debido a una parte de ellos, o unos pocos entre
los pocos, los que entienden que pueden, a través de la conveniencia de
la retórica y aprovechando la condición de coacción social, adquirir más
poder y utilizar la angustia de la gente frente a la pobreza para ponerlos
contra la Constitución, y en primer lugar contra esos pocos que aún
13
Przeworski (1986: 207-221) presentó un argumento similar en su análisis comparativo
de los conflictos de clases, el capitalismo y la estabilidad democrática (o malestar).
14
Se puede encontrar un significado, tanto negativo como neutral del término, en Finley
(1985: 38-75), quien vivió en una época en la que proliferaban los malos demagogos y
era más propenso a enfatizar el primero.

187
Nadia Urbinati

mantienen el equilibrio entre clases y hacen que la Constitución demo-


crática se mantenga. El tercer partido entre la minoría y la mayoría al que
se refirió Aristóteles para explicar la tiranía de Pisístrato, es el elemento
clave para comprender no solo la condición social para la victoria dema-
gógica, sino también el papel del líder individual.15 La angustia social
desata el deseo inmoderado de poder entre la minoría (que se da cuenta
de que la ruptura del equilibrio social y político puede convertirse en una
estrategia de cambio de régimen), gracias al cual podría tomar decisiones
sin consultar a la opinión del pueblo.
Los demagogos representan una nueva clase dentro de la clase de los
ricos, aquellos que piensan que pueden obtener más poder o disfrutar
de más privilegios con el apoyo de muchos. Así, rompen la igualdad con
el apoyo de esa mayoría. Son “hombres ambiciosos de oficio que actúan
como líderes populares”. Representan una división dentro de la clase de
la minoría y pueden ganarse el apoyo del pueblo para aprobar leyes en
su propio favor (Aristóteles, 1977: 1305a30-35).16 El esquema de Aris-
tóteles parece atemporal. Joseph M. Schwartz (2009: 178), en su cruel
análisis de la erosión de la igualdad en la democracia moderna, sostuvo
que pocos teóricos reformistas habrían predicho, a fines de la década
de 1970, que “la derecha (particularmente en el Reino Unido y Estados
Unidos) construiría una política mayoritaria a favor de la desregulación,
la desindicalización y los recortes del estado de bienestar, en particular
de los programas de evaluación de recursos”.
Al igual que la demagogia, e independientemente de su atractivo para
el “cuerpo unido” del pueblo, el populismo es un movimiento que se basa
en el uso astuto de las palabras y los medios de comunicación para hacer
converger muchas políticas que no necesariamente están en sus intereses.
La polarización sucede en aras de una nueva unificación de los pueblos y
es una estrategia que la minoría utiliza para reclamar y adquirir más poder
con el fin de lograr resultados que una deliberación abierta, pluralista y
larga no permitiría. Claramente, las políticas populistas no son solo el
producto de una mayoría procedimental sino que necesitan y reivindi-
can una mayoría más intensa y amplia. El conjunto del pueblo como un
todo homogéneo, más que un resultado posescrutinio de votos, parece
15
Según Lane (2012): “En otras palabras, el sustantivo [demagogia] en sí mismo es neu-
tral: es el cambio de cualidades de quienes ocupan la posición neutral de líder político
lo que lleva el peso peyorativo”.
16
Esto es lo que siempre hacen los pocos. Ver, también, Przeworski (1999: 40-41).

188
Democracia desfigurada

ser, según Aristóteles, uno de los signos de una democracia desfigurada


propensa a albergar un liderazgo demagógico.
En una línea similar, Maquiavelo hizo una distinción que agregó un
factor importante al análisis de la política populista entre partidarios-
amigos y partidarios-enemigos o entre conflictos partidarios y faccio-
nalismo. El conflicto es el oxígeno a la libertad con la condición de que
sea manejado por el pueblo y la minoría de manera que ninguno de los
dos pueda usar al otro como un mero instrumento (esto es lo que hacen
los buoni ordini). El conflicto por el bien de la ciudad es, de hecho, el
requisito previo: una norma de libertad porque no permite el juego de
“suma cero” entre las dos partes de la sociedad (Maquiavelo, 1970, libro
1: 16). Mientras esto persista, o mientras las elecciones sean un juego
abierto y no un instrumento que de facto favorezca a una parte, la dema-
gogia es impotente, aunque tenga el apoyo de la mayoría. Sin embargo,
el discurso demagógico siempre puede surgir, y la libertad de expresión
lo hace posible porque la democracia es una articulación de puntos de
vista partidarios, una pluralidad de interpretaciones sobre la mejor mane-
ra de hacer realidad las promesas de la constitución democrática. Por lo
tanto, el problema no es el discurso demagógico (o la retórica populista)
sino su victoria. El pluralismo es la estrategia que neutraliza lo malo sin
reprimir su expresión.
La política partidaria, por decir así, es tanto una forma de canalizar la
participación como de hacer que el conflicto funcione al servicio de todo
el sistema. Así, al romperla, el populismo quiere convertir a todo el pueblo
en un gran partido o identificarlo con una visión y un líder, mientras que
la minoría ya no será honrada como partidaria-amiga, sino tratada como
partidaria-enemiga. Cuando esto sucede, el orden institucional comien-
za a funcionar como una estrategia que sirve para el poder de una parte
contra la otra: la ciudad se convierte así en una ciudad de dos pueblos.
La separación entre las instituciones y la virtud fue el argumento que
ideó Maquiavelo para explicar el declive de la república. Marcó, en par-
ticular, dos cosas: primero, que las buenas reglas producen los efectos
previstos en función de las condiciones sociales y éticas en las que ope-
ran; y segundo, que un sistema político puede cambiar sin que cambie
su constitución. En el caso de la antigua Roma, por ejemplo, Augusto no
revocó sus instituciones republicanas, que, de todos modos, se volvieron
inútiles y ya no pudieron calificar al imperio como una república. Las

189
Nadia Urbinati

mismas instituciones que hicieron de Roma una gran república pudieron


marcar su declive porque los ciudadanos eran corruptos; es decir, la es-
tructura social se modificó y encareció demasiado la conducta virtuosa.
Cicerón expresó algo similar en De legibus, donde desarrolló la transi-
ción del voto abierto al voto secreto. La votación abierta fue una buena
institución y sirvió bien a la res publica mientras los senadores no utilizaron
el rol de liderazgo para acumular su poder personal contra sus pares ni
la movilización popular que las instituciones de la república permitieron
para impulsar sus planes o ambiciones personales. Dentro de esta nueva
condición, la votación abierta se convirtió en una institución arruina-
da porque los candidatos la utilizaron para chantajear a los votantes y
“comprar” el consentimiento en lugar de hacer que todos –la mayoría y
la minoría– sean responsables a través de la publicidad.17
El propio Aristóteles (1977: 1305a30-35) sugirió la existencia de un
vínculo entre el cambio institucional y el cambio social cuando observó
que “cuando las magistraturas son electivas, pero no correctamente eva-
luadas, y el pueblo elige, los hombres ambiciosos de oficio que actúan
como líderes populares llevan las cosas al punto tal de que el pueblo sea
soberano incluso sobre la ley”. Las elecciones facilitan el surgimiento de
demagogos ambiciosos. Así, no son los oradores per se quienes definen
el cambio a la demagogia, sino los oradores que buscan puestos políticos
en las funciones rectoras del Estado. Así, no es la mayoría en sí misma la
que genera demagogia. Aplicado al populismo contemporáneo, podemos
decir que no se trata simplemente de un movimiento popular sino de uno
que quiere conquistar el poder, para liderar al Estado y utilizarlo como
electorado propio o para repartir favores y cargos. Al llegar al poder a
través de la movilización, un liderazgo populista puede consolidarse y
perpetuarse a través del patrocinio o el clientelismo. Un maquiavélico
democrático diría que, en ese caso, no sería el pueblo soberano “sobre la
ley”, sino los líderes quienes conquistarán el consentimiento del pueblo a
su favor. Esto es lo que hace el populismo como estilo de política a través
de la palabra con el fin de alcanzar el objetivo de conquistar el consenti-
miento para cambiar o desfigurar los procedimientos de la democracia.

17
El pueblo romano tenía poco interés en que la ley instituyera el voto mientras fueran
libres. Esta ley fue “exigida solo cuando fueron tiranizados por los poderosos del Estado”
(Cicerón, 1928: 499).

190
Democracia desfigurada

Un fenómeno complejo

Estados Unidos y Europa

El contexto histórico y político es una variable importante en la evalua-


ción del populismo, que es uno de esos fenómenos que sirven para trazar
diferencias significativas entre Estados Unidos y Europa. El historiador
estadounidense Michael Kazin (1995: 2) considera que el populismo es
una expresión democrática de la vida política (un movimiento más que
un régimen) que se necesita de vez en cuando para reequilibrar la distri-
bución del poder político en beneficio de la mayoría. A través del aparato
del populismo, los ciudadanos estadounidenses “han podido protestar
contra las desigualdades sociales y económicas sin cuestionar todo el
sistema”. Para Ralph Waldo Emerson (1929: 541): “Marcha sin el pueblo
y marcharás hacia la noche”. De acuerdo a esta máxima, los historiadores
Gordon Wood, Harry S. Stout y Alan Heimert interpretaron al Gran Des-
pertar de mediados del siglo xviii como el primer ejemplo del populismo
democrático estadounidense, una “nueva forma de comunicación de
masas” gracias a la cual “se alentó a la gente, e incluso se les ordenó, que
hablaran” (Stout, 1986: 193-194).18 Los seguidores de Jonathan Edwards,
explicó Heimert (1966: 12-15), tradujeron el lenguaje abstracto de los
intelectuales liberales y republicanos a su propio lenguaje compuesto por
símbolos religiosos y alegorías bíblicas contra los teólogos profesionales
y líderes políticos. El populismo nació como una denuncia hacia la repú-
blica de Madison recientemente implementada. En esa primera denuncia
el lenguaje básico fue acuñado de facto y se definieron sus características.
Una acusación poderosa de esa forma temprana de movimiento po-
pulista fue que la democracia (y, en efecto, el “gobierno popular”) tiene
una instintiva vocación antiintelectualista, en la medida en que rechaza
los estilos y las posturas lingüísticas distantes de aquellas que la gente
comparte y practica en su vida cotidiana. Así, el intelectualismo o el
lenguaje indirecto se oponían a un estilo de expresión popular o directa.
El mismo dualismo se aplicó a la política como una acción colectiva que
se realizaba por medios indirectos (instituciones y procedimientos) o
expresiones directas de opiniones populares. Estos dualismos resurgieron
periódicamente (no solo en los Estados Unidos) y se convirtieron en el

18
Ver, también, Richard Hofstadter (1962: capítulos 3 y 4).

191
Nadia Urbinati

primum movens del populismo. La plataforma de 1892 del Partido Popular


se forjó a partir de una lógica binaria que oponía el lenguaje sencillo de
los productores de cultivos al lenguaje sofisticado de los financieros y
los políticos (Hofstadter, 1969: 16-18). La polarización como una sim-
plificación del pluralismo social en dos facciones amplias –el popolo y el
grandi– fue, desde los inicios, el carácter principal del populismo y su
rasgo romano.
La historia estadounidense parece mostrar que el populismo, como re-
tórica política y como movimiento político, fue visto como una forma via-
ble de expresión colectiva de resentimiento contra los enemigos internos
del “pueblo” (Frank, 2010: 4-18). Su fuerza oculta estaba contenida en la
creencia de una supuesta pureza de los orígenes del gobierno popular y su
adulteración por la complejidad artificial de la civilización y la sofisticada
organización institucional del Estado.19 Así como quienes participaron
del Primer Despertar tenían como objetivo la emancipación de la religión
de las iglesias establecidas en nombre de una pureza religiosa, el Partido
Popular de finales del siglo xix reclamó la emancipación de la nación del
“poder monetario” (artificial) en nombre de la propiedad y el trabajo
(natural). Lo directo versus lo indirecto fue paralelo a lo natural versus
lo artificial, tradición versus modernidad, movimientos populares versus
políticas institucionales (Hofstadter, 1962: 117-136). Cuando la política
utiliza modos indirectos, corre el riesgo de convertirse en antipopular:
en la historia estadounidense, desde el comienzo de la república, este
fue el mensaje básico de la ideología populista y la razón de su atractivo
entre los demócratas. Es interesante observar que el populismo como
movimiento positivo de contención de las elites nació dentro del marco
ideológico e institucional de una república.
Esta línea de pensamiento merece ser perseguida: en la última parte
del capítulo argumentaré que el populismo puede verse como una inter-
pretación de la democracia hecha dentro de una estructura republicana
de gobierno y política. Esto me permite decir que el gobierno populista,
más que la democracia, es su punto de referencia.
Basándose en la experiencia estadounidense, algunos académicos
diferenciaron el populismo “bueno” del “malo” al distinguir una fe demo-
crática sincera y una fe instrumental (como un termómetro, el populismo
mediría el tenor de la democracia en una sociedad determinada). Este

19
Ver Gino Germani (1978) y Christopher Lasch (1991).

192
Democracia desfigurada

esquema reaparece en el trabajo de los estudiosos más representativos del


populismo (los que lo apoyan y los que lo critican también). Peter Wors-
ley propone al populismo y al elitismo como los dos polos extremos del
continuo de la política, cuyo tenor democrático es una especie de péndulo
que va del primero (más democracia) al segundo (menos democracia).20
Canovan (1999: 8-9) sugiere que interpretemos al populismo como una
“política de fe” que apunta a enmendar la política normal de su inevitable
carácter escéptico y pragmático. Esta misma idea da forma a la interpre-
tación de Laclau de los movimientos populistas en América Latina como
procesos de requilibrio hegemónico dentro del bloque de poder logrado
a través de la incorporación de la ideología democrática popular de las
masas. Laclau va aún más allá e identifica al populismo no simplemente
con la “acción política”, sino también con un tipo de acción política de-
mocrática que le otorga a la clase de los comunes o trabajadora un papel
central. El populismo, afirma (1979: 18), es una política más igualitaria o
democrática que aquella obtenida a través de los procedimientos represen-
tativos, que son su verdadero adversario directo.21 En suma, de acuerdo
a la lectura consolidada, el populismo pertenece a la familia democrática
no solo porque se basa en el discurso y la opinión –que ciertamente es el
caso– sino, lo que es más importante, por sus dos características estruc-
turales: la polarización (la mayoría versus los minoría) y la alianza con
el lado democrático (la mayoría), es decir, la incorporación de la visión
de la amplia mayoría como un único actor colectivo.
Sin embargo, esta lectura no es del todo convincente, porque la po-
larización hace que la ideología del pueblo sea menos inclusiva que la
ciudadanía democrática. Como aparece en la obra de John McCormick
(2011), el concepto populista de pueblo es endógenamente sociológico y
se identifica con una parte de la población (los menos afluentes), aunque
no es necesariamente marxista o progresista ni se basa en una lectura
clasista de la historia y la sociedad. El populismo no es una política de
inclusión, sino, principalmente, de exclusión: para eso está la polarización.
20
Ver Peter Worsley (1993: 730-731 y 1969: 247).
21
No tan diferente del fascismo, el peronismo estuvo marcado por un fuerte carácter
antiliberal, cuyo lenguaje populista-nacionalista sirvió como estrategia para empoderar
y homogeneizar a la sociedad civil frente a la oligarquía económica y política existente
(Laclau, 1979: 182-191), aunque también estableció alianzas con las elites militares y
terratenientes. Sin embargo, véase también Laclau (2007: en particular, parte 2). Para
una lectura democrática del populismo latinoamericano, véase, también, Cristóbal Rovira
Kaltwasser (2011).

193
Nadia Urbinati

No es casualidad que “el pueblo” sea su núcleo soberano y no “el ciuda-


dano” como en la democracia. La incorporación no es lo mismo que la
igualdad isonómica, por lo que, si la igual libertad es lo que caracteriza a
la democracia, el populismo es un significante más pobre de ella.
Este diagnóstico crítico lo confirma la historia política europea poste-
rior al siglo xviii. De hecho, la extensión del juicio positivo de los historia-
dores estadounidenses a las sociedades y la política europea difícilmente
sería defendible. Sin embargo, Europa es un laboratorio de populismo
mucho más interesante, porque allí este fenómeno fue capaz de despejar el
campo de toda ambigüedad y develar sus potenciales y sus características
más peculiares. En Europa, la unidad nacional o popular (un colectivo
cuyos miembros se presumen iguales, no solo normativamente o como
personas jurídicas) fue el pilar sobre el que se construyó la democracia.
Además, mientras que Estados Unidos fue un proyecto democrático desde
sus inicios (independientemente de la intención de sus fundadores más
representativos, que no era democrática) porque era un orden político
nacido del consentimiento; en los países europeos, la democracia brotó
del interior de una sociedad en la que filósofos y líderes políticos (inte-
lectuales en el sentido más amplio) trataron sistemáticamente frenar la
democratización o domesticarla sometiéndola a un Estado burocrático
y a una sociedad jerárquica, en la que el consentimiento se impondría
desde arriba. La experiencia política de la Europa continental muestra dos
cosas: que el populismo nació en la era representativa y constitucional y
que su papel fue devastador para la democracia.
Napoleón fue el primer líder en “fabricar” el consentimiento a través
de la opinión pública. En este sentido, utilizó los medios de formación de
opinión y de propaganda que su sociedad ofrecía (un número creciente
de materiales impresos y clubes políticos) para movilizar al pueblo en su
nombre.22 Napoleón, enfrentándose a la oposición del público (la pren-
sa y los pocos aculturados) a sus ambiciones imperiales y a su política
de reconciliación con el clero católico, hizo despertar los sentimientos
antielitistas de la gente para condenar a sus críticos como “ideólogos” y

22
“En la primavera de 1804, el cuerpo de oficiales y las tropas que comandaban estable-
cieron un clamor insistente para la designación de Napoleón Bonaparte como emperador
(...) La petición que llegó a París desde los militares hizo que la proclamación del Imperio
fuera vista como una propuesta irresistible. Es difícil reconstruir con exactitud cómo se
orquestó esta campaña de pluma y tinta, pero algunos marcadores sobrevivieron en los
archivos” (Woloch, 2004: 29 y 45).

194
Democracia desfigurada

“doctrinarios” (Mannheim, 1964: 74). Su estrategia demagógica ha sido


recurrente en Europa. En el caso italiano (que está lejos de ser el único),
Benito Mussolini aprovechó la angustia económica de la clase media
posterior a la Primera Guerra Mundial y el aún mayor empobrecimiento
de los ya pobres para polarizar la vida política y transformar el gobierno
liberal italiano en un régimen masivo contra las minorías políticas. Aun-
que nunca suspendió la carta constitucional del Estado liberal, Mussolini
creó un régimen populista que hacía llamamientos regulares al pueblo y
usaba la propaganda para movilizar a la mayoría y moldear sus opiniones,
mientras reprimía el pluralismo y a la oposición.23 En cuanto a la histo-
ria reciente, las nuevas versiones del populismo han sido ejemplificadas
en Italia por el movimiento secesionista liderado por la Liga del Norte y
la política cesarista de Silvio Berlusconi. Su principal estrategia retórica
consistió, una vez más, en retratar a sus respectivos movimientos como
alternativas “verdaderas”, tanto a los partidos políticos existentes como
a la democracia parlamentaria. Estos atacan la política parlamentaria,
elitista y antidemocrática debido a su intento de no ser absorbido por la
opinión popular. Además, hacen un uso sistemático de la propaganda –y,
en algunos casos, poseen la mitad de las estaciones de televisión nacio-
nales y la industria gráfica– para crear una manera uniforme de pensar y
hablar en público. Los nuevos populistas aprovechan la doxa, que es de
creación propia más que de los ciudadanos.24
Para concluir este breve paralelismo entre las experiencias de populis-
mo en Estados Unidos y Europa, el populismo europeo, en sus recurrentes
resurrecciones, ha seguido, en mayor medida, políticas de derecha o que
no apuntaban a implementar las promesas de la democracia constitucio-
nal, sino a desfigurarlas.25 Si los cientistas sociales y los teóricos políticos
juzgaran el populismo desde la perspectiva de la experiencia histórica de

23
Sobre la unidad total del líder y el pueblo en el fascismo de Italia, véase el trabajo re-
ciente de Jan-Werner Müller (2011a: 117).
24
Para un análisis de las diversas formas de estrategia populista que surgieron en los años
posteriores al colapso de los partidos políticos tradicionales en Italia, véase Alessandro
Lanni (2011). El movimiento de Internet iniciado por Beppe Grillo entre 2005 y 2007
en Italia (entonces llamado el “Movimiento 5 Estrellas”) merecería un análisis propio. El
uso de Internet en la construcción del populismo es el tema del estudio de Piergiorgio
Corbetta y Elisabetta Gualmini (2013).
25
Más recientemente, y por efecto de una desconfianza generalizada en la elite política y
la “indignación” por su sistema corrupto de poder, el movimiento populista ha atraído a
militantes y simpatizantes de izquierda (Taguieff, 2012 67-92).

195
Nadia Urbinati

los movimientos autoritarios y populistas europeos, pasados y presentes,


su evaluación sería menos positiva. Aunque es el síntoma de un malestar
en la democracia representativa y en la economía y suele apelar a políti-
cas más populares, el populismo, si se realiza con éxito, puede perturbar
la democracia constitucional y la política de derechos que representa.26
Esto me permite hacer comentarios sobre la vaguedad del término:
“populismo” no es el nombre de un régimen, sino de un movimiento
y de una forma de democracia (a veces, extremadamente mayoritaria
y hostil a la división de poderes y al pluralismo de partidos como para
convertirse en un nuevo régimen). Atenta contra la política represen-
tativa y parlamentaria en nombre de una afirmación colectiva unitaria
de la voluntad del pueblo, que no se valora a partir de ciertos criterios,
sino que la pronuncian y declaran oradores astutos o una clase de polí-
ticos ambiciosos. Además, si es difícil otorgarle al populismo el estatus
de categoría analítica es debido al carácter normativo de la democracia
representativa, que nos permite categorizar solo una ruptura en el orden
constitucional (por ejemplo, por efecto de un “empujón” o un golpe
tiránico) y no sus cambios internos. Una democracia desfigurada sigue
siendo una democracia, después de todo. Por lo tanto, si bien una ruptura
tiránica es visible y detectable, este no es el caso cuando el populismo
desfigura las instituciones democráticas de manera desastrosa porque esto
hace que la dialéctica entre las opiniones minoritarias y mayoritarias sea
difícil de manejar y, de hecho, utiliza el poder del Estado para penalizar
y discriminar a las minorías y para distribuir favores y posiciones con
el fin de estabilizar su poder. El populismo representa una escalada de
discriminación y corrupción.

Una política no-ambigua


Si el populismo es una categoría teórica incontrolable, es porque no
denota un régimen político propio. Por consiguiente, es tanto un estilo
de política como una forma de hacer una democracia más mayoritaria y
menos liberal. En particular, es una crítica que cuestiona la centralidad
del parlamento, que quiere reducir al máximo la distancia entre el pue-
blo y sus representantes y que descarta la división del poder y el control
26
Para la visión del populismo como maldad y patología de la democracia, ver Pierre-André
Taguieff (1997: 4-33). Un recurso invaluable es la colección, ya mencionada, editada por
Ionescu y Gellner (1969).

196
Democracia desfigurada

constitucional sobre la elaboración de leyes. Además, desata una crítica


bastante explícita al liberalismo como cultura que reconoce los derechos
y el pluralismo como fundamentales en la sociedad democrática. En reali-
dad, el populismo puede describirse como un intento, recurrente dentro
de las sociedades democráticas, de disociar la democracia del liberalismo
y simplificar el significado de la democracia adoptando una política de
inmediatez.27 Según Jan-Werner Müller (2012: 23):
A lo que los populistas necesariamente se oponen es a los controles y
contrapesos liberales (...) a los derechos de las minorías, etc., porque su
visión de la política no los necesita, en el mejor de los casos, y, en el peor,
obstruyen la expresión de la voluntad popular genuina.
De esta manera, los teóricos políticos han resaltado como caracterís-
tica del populismo al papel de la movilización popular como síntoma del
descontento con la política de partidos ordinaria, independientemente
de los resultados que alcance (Taggart, 2000).28 Como Newt Gingrich ha
dicho sobre el presidente Barack Obama y los demócratas: “ellos son un
gobierno de la elite, para la elite y a través de la elite”.29 La protesta contra
los intelectuales, la alta cultura y los universitarios y los ataques contra
la “basura” cosmopolita de los “peces gordos” en nombre del “sentido
común de la gente común” que vive de su trabajo y habita el estrecho
espacio de un pueblo o un barrio son los componentes de una ideología
que es reconocible en todas partes como populista (Manning, 1992). Sin
embargo, el populismo es un proyecto más ambicioso que el descontento
antintelectualista. Como ha explicado muy eficazmente Laclau (2007:
129-156), es una viva expresión del imaginario democrático pero, sobre
todo, una estrategia para fusionar los distintos reclamos, descontentos y
demandas que los partidos políticos fragmentan y filtran en el momento
en que se lo proveen al personal institucional u ocupan el Estado. Canovan
(2002: 26-28) ha propuesto así la idea de que la movilización popular
funciona como una fuerza redentora de la democracia porque su signifi-
cado es “acercar la política al pueblo” y quitarle autoridad a organismos
intermediarios como los partidos políticos.

27
Carl Schmitt (1994: 25) pensó que la democracia de masas era más la antítesis del
liberalismo que el fascismo y el bolchevismo.
28
Véase, también, Taggart (2002).
29
Disponible en https://bit.ly/3RiRjij (fecha de consulta: 29/8/2022).

197
Nadia Urbinati

Estas observaciones sugieren que le agreguemos una característica


adicional al populismo, la de no ser un movimiento revolucionario, ya
que no crea la soberanía del pueblo, sino que interviene una vez que la
soberanía del pueblo ya existe y sus valores y reglas están escritos en una
Constitución.30 El populismo representa un llamamiento al pueblo en
un orden político en el que el pueblo es formalmente el soberano. Por lo
tanto, sería incorrecto emplear el término para describir una revolución
democrática: las revoluciones francesa y estadounidense no fueron popu-
listas, aunque no hubiesen podido existir sin la movilización popular. El
populismo no crea democracia. Sin embargo, puede ser un movimiento
que exprese la ambición de un nuevo líder de llegar rápidamente al poder
sin esperar la temporalidad política que regula una constitución demo-
crática. Crece dentro de una democracia existente y cuestiona la forma
en que esta funciona, pero sin la certeza de que la hará más democrática.
El populismo es más que una forma de denuncia, como vimos al
principio, y pretende ser, también, un proyecto de renovación política.
Quiere restaurar la democracia devolviéndole sus raíces “naturales”; para
eso apela a la unidad del pueblo. Por lo tanto, denota una forma de ser
de un movimiento político o un partido que se caracteriza por un con-
junto reconocible de ideas que son compartidas unánimemente por un
gran grupo de personas y que funcionan como un mapa conceptual para
orientar el juicio y la evaluación política de las personas. Como argumenta
Canovan (ibíd.: 26-30), el populismo del pueblo no es el pueblo en sí
mismo, sino la ideología del pueblo.
Michael Freeden (1996: 76-77) ha explicado que una ideología es una
forma de “convertir la inevitable variedad de opciones en una certeza
monolítica que es el rasgo ineludible de una decisión política, y que es
la base de la forja de una identidad política”. Indudablemente, todos los
partidos políticos tienen un núcleo ideológico, más o menos fuerte, que
maneja la interpretación de la complejidad social y política para ser una
guía que logre ganar la mayoría y tomar decisiones. Sin embargo, no todos
los partidos son populistas, ni siquiera cuando son populares ni cuando
sus reclamos son ampliamente representativos de los agravios de la gente
y cuentan con un amplio consentimiento. Como sostuve anteriormente,
populista y popular no es lo mismo. Cuando se descuida esta distinción,

30
“Bajo el gobierno autocrático, la masa del pueblo está completamente excluida del
poder” (Canovan, 2002: 26).

198
Democracia desfigurada

el populismo termina siendo idéntico a la política democrática o a la


política de los movimientos. La simplificación ideológica, que Laclau
convierte en el núcleo del populismo, es un componente crucial, pero
no es, en sí misma, suficiente para que la política populista se convierta
en un poder populista.
La ideología populista contiene algunos temas detectables en todos
sus movimientos: a) la exaltación de la pureza del pueblo como una
condición de sinceridad de la política frente a la práctica cotidiana del
compromiso y la negociación que persiguen los políticos; b) la apelación
o afirmación del carácter correcto e incluso del derecho de la mayoría
contra cualquier minoría, sea política o de otro tipo (el populismo ali-
menta fuertes ideologías discriminatorias contra las minorías culturales,
de género, religiosas y lingüísticas); c) la idea de que la política conlleva
una identidad opositora o la construcción de un “nosotros” frente a un
“ellos”; y d) la santificación de la unidad y homogeneidad del pueblo
frente a cualquier separación del mismo.
Para resumir estas observaciones sobre la historia, los significados y las
características de este concepto, propongo la siguiente interpretación: el
populismo es más que un fenómeno históricamente contingente y pertene-
ce a la interpretación de la democracia. Tanto el carácter como la práctica
del populismo subrayan y, más o menos conscientemente, derivan de una
visión de la democracia que puede volverse muy enemiga de la libertad
política, en la medida en que disuelve la dialéctica política entre los ciu-
dadanos y los grupos, revoca la mediación de las instituciones políticas
y mantiene una noción orgánica del cuerpo político que es adversa a las
minorías y a los derechos individuales. La ideología del pueblo desplaza
a la igualdad por la unidad y, por lo tanto, se resiste al pluralismo social y
político. Su consecuencia extrema es transformar una comunidad política
en una entidad corporativa doméstica donde las diferencias de clase e
ideológicas son negadas y dominadas en el intento por cumplir el mito de
una totalidad integral y corporativa del Estado y la sociedad. De ahí que,
a pesar de su proclamado antagonismo contra el orden político existente
y la elite, el populismo tiene una vocación profundamente estatista: es
intolerante al gobierno de discusión y al parlamentarismo porque anhela
un decisionismo ilimitado.

199
Nadia Urbinati

Una enmienda “mono-árquica” de la democracia


La dificultad para considerar al populismo como un régimen en sí
mismo ha llevado a los estudiosos a concluir que, precisamente porque la
“dimensión populista” no es “ni democrática ni antidemocrática”, puede
ser compatible con la democracia en la medida en que sirva para asegu-
rar que los derechos de la mayoría no sean “ignorados”.31 Sin embargo,
si la retórica populista juega un papel democratizador al movilizar a las
mayorías excluidas (personas fuera de las instituciones) contra las elites
existentes y exigir mejores formas de representación (esto es lo que quería
hacer Occupy Wall Street), puede tener efectos negativos en una democracia
establecida, si adquiere poder gubernamental, porque su crítica a las ins-
tituciones representativas se traducirá fácilmente en formas plebiscitarias
de participación (coronar a un líder). Esto da lugar a una paradoja en la
que la gente acabará desempeñando un papel de audiencia reactiva más
que de actor político, como veremos en el próximo capítulo.32 En efecto,
como Norberto Bobbio (1997: 199) y Pierre Rosanvallon (2012: 276)
argumentaron convincentemente, el populismo es la corrupción más
devastadora de los procedimientos democráticos. Arruina radicalmente
la representación y transforma el poder negativo del juicio y la opinión
de uno que controla, monitorea e influye en los líderes políticos electos
en uno que rechaza como “formalidad” la legitimidad electoral en nom-
bre de una unidad entre los líderes y el pueblo, reivindica la legitimidad
ideológica contra la legitimidad constitucional y procedimental o convierte
la opinión en una fuerza que reclama el poder de la voluntad, para usar
el vocabulario de la diarquía.
A pesar de la intención democrática de revertir la pasividad de los
ciudadanos comunes, la movilización populista no cumple con lo que
promete. Cuando un líder populista se declara a sí mismo como el ver-
dadero representante de la voluntad del pueblo, por fuera del mandato
electoral, pone en movimiento el poder destructivo del juicio y pone en
duda no solo un desempeño malo o corrupto de la representación y las
instituciones estatales, sino el propio procedimiento electoral, su apoyo

31
Ver Worsley (1969: 247) y Canovan (2002: 25-44).
32
En Manin (1997), la definición de la democracia contemporánea como democracia
posparto y de audiencia, por lo tanto, más plebiscitaria que representativa, ha contribuido,
claramente, al renacimiento de esta corriente de pensamiento dentro de la teoría demo-
crática. Véase, por ejemplo, Green (2010: 109-112) y Arditi (2008: 51-52).

200
Democracia desfigurada

y su carácter autorizador y mediador. A pesar de la intención democrá-


tica de revertir la pasividad de los ciudadanos comunes, la movilización
populista produce una especie de pasividad militante, ya que agrupa las
opiniones de las personas bajo una ideología homogénea que un líder
personifica al declararse como el verdadero representante del pueblo, por
encima y en contra de los representantes electos. Es cierto que no todos
los movimientos populistas convergen en la creación de un líder fuerte
que busque ejercer el poder estatal basado en el apoyo directo de grandes
mayorías (Weyland, 2001: 14). Si bien América Latina y Europa produ-
jeron tipos personalistas de movimientos populistas, América del Norte
muestra, tal como expliqué, que el populismo también puede tomar la
forma de movimientos sin líderes, en los que la ideología hace el trabajo
de unificación (Mudde, 2012).33 Sin embargo, una de las experiencias
más frecuentes del populismo (en su forma más exitosa) es la de converger
hacia un líder representativo. La búsqueda de un líder es, se podría decir,
una de las características más específicas del populismo.
La verticalización del poder y la política de personalización juntas dan
como resultado lo que propondría de manera provocativa llamar una en-
mienda mono-árquica de la democracia. El atractivo del populismo para
la gente está preparado para conducir al cesarismo. Articularé este argu-
mento a través de un análisis crítico de las ideas de Laclau, autor que ha
ideado la teoría más consistente y desafiante de la democracia populista.
Laclau sostiene que el populismo hace dos cosas que son democráticas:
polariza a la sociedad creando dos frentes de confrontación y, a través de
esa polarización, produce una nueva unificación del pueblo (una política
hegemónica) en torno a temas que están del lado de la mayoría. Hablaré
de la polarización en la siguiente sección. En sus trabajos sobre el pe-
ronismo, Laclau se basó en Antonio Gramsci, el autor de izquierda que
intentó más explícitamente dejar espacio al cesarismo cuando introdujo
la distinción entre formas progresistas y reaccionarias de soluciones dic-
tatoriales. Aquí me gustaría explorar estas peculiares implicaciones del
liderazgo de la ideología populista.
Partiendo de la idea de la política como constitutiva del pueblo, Laclau
sostiene que populismo y política son términos intercambiables porque
denotan el proceso de creación de una narrativa política que pueda dar
sentido a las múltiples expectativas y reivindicaciones existentes en la

33
Véase, también, Lanni (2011: 102-105).

201
Nadia Urbinati

sociedad, integrándolas en una ideología hegemónica que explica, pero


también moviliza a la gente, y que describe la realidad social pero también
prescribe objetivos.34 Mi objeción a esta interpretación es que si se apli-
cara al populismo, este proyecto unificador conllevaría algo que Laclau
no puede explicar con su teoría (ni sobre todo, neutralizar o evitar), el
cesarismo. La razón por la que Laclau prefiere el “populismo” antes que
la “clase” como estrategia unificadora es para darle a esta herramienta
neutral y al proyecto al que sirve un nombre que atraiga un amplio es-
pectro de intereses.35 Hace con el populismo lo que Gramsci hizo con
la hegemonía: lo convierte en una categoría no valorativa. Sin embargo,
esta neutralidad científica se logra forzando la categoría de Gramsci de
una manera injustificada.
Laclau se basa en la noción de ideología de Gramsci como una narrativa
unificadora para la constitución de la identidad colectiva. Pero Gramsci
fue explícito al traer a escena los riesgos que encierra la política de la
hegemonía. Pensaba, por ejemplo, que a menos que estuviera anclada
en una organización partidaria con un liderazgo colectivo y arraigada
en una concepción de la historia y el progreso social que no dejara a
ningún intérprete la libertad de convertirlo en una herramienta retórica
de persuasión, la política hegemónica sería peligrosamente propensa a
convertirse en vehículo para un cesarismo reaccionario que utilizaría el
populismo para salir victorioso. En Notas sobre Maquiavelo, sobre la política
y sobre el Estado moderno, Gramsci analiza las dos formas que puede adop-
tar el cesarismo, progresista y reaccionario, y revisa la doctrina marxista
clásica en la que todas las formas de gobierno figuraban de facto como
dictadura de la clase dominante. La articulación de Gramsci del cesarismo
es una reformulación interesante del análisis que hizo Aristóteles sobre
el surgimiento del liderazgo demagógico en una situación en la que se
rompe el equilibrio social.
Gramsci reinterpreta la categoría de bonapartismo de Marx para darle
sentido a una función progresista de la política del liderazgo (es decir,
el caso de César y Napoleón I) en un escenario revolucionario. Ante
un punto de estancamiento social o “equilibrio catastrófico” (Gramsci,
1975: 1604 y 1618-22) preparado para una revolución, un líder cesarista
podría jugar un papel progresista cuando su victoria involuntariamente

34
Las reflexiones sobre el cesarismo están en Laclau, 2007: capítulo 8.
35
Este es el argumento de Slavoj Žižek (2006: 554).

202
Democracia desfigurada

ayuda a la victoria de la fuerza progresista al comprometerse con ella.


Gramsci pensó que el resultado podría ser que la salida de un “equilibrio
catastrófico” abriría el espacio a un escenario político que podría ayudar
a la fuerza progresista a cumplir con su agenda en el futuro (ibíd.: 1194-
1195). Como observa específicamente Benedetto Fontana (2004: 177),
el método de Gramsci es diádico o está conformado por una antinomia
como, por ejemplo, sociedad civil en oposición a la sociedad política,
consentimiento en oposición a la coerción y hegemonía en oposición a
la revolución violenta y al poder dictatorial o coercitivo. De este modo,
en la obra de Gramsci, el cesarismo estaba preparado para estallar en
una situación revolucionaria y no en una situación a la que definió como
“guerra de posición”, en la que no se necesitaría del cesarismo sino de
una hegemonía cultural para avanzar hacia un cambio social y político
paulatino. Sería un error trasplantar la reflexión de Gramsci sobre el
cesarismo (“guerra de movimiento” o revolución), que no necesita de
la política de la hegemonía porque la situación social ya está madura
para el cambio, a una situación en la que se necesita un cambio gradual
o molecular (“guerra de posición”): donde la política de la hegemonía
está en su lugar y el cesarismo está fuera de lugar o viceversa (aunque
en momentos de crisis, un líder partidario en un sistema parlamentario
puede lograr unificar una gran coalición bajo su figura representativa)
(Gramsci, 1975: 1195). Pero Laclau inserta la interpretación de Gramsci
del cesarismo dentro de su proyecto, que consiste en probar que el régimen
populista de Perón se basó en el consenso (hegemonía) y no esencialmente
en su poder personal. Aquí, sin embargo, la hegemonía sirve a una causa
muy diferente a la de Gramsci: para distinguir el cesarismo corrupto del
cesarismo populista y, luego, para incluir al peronismo en este último.
Hacer del partido un príncipe colectivo fue la estrategia de Gramsci para
prepararse para el trabajo paulatino del cambio hegemónico (en una
situación de “guerra de posición”) y hacerlo contrarrestando el riesgo de
la personalización (que, razonablemente, puede nacer en una situación
revolucionaria). De hecho, unificar al pueblo a través de una ideología
no era, en sí misma, una condición suficiente para convertir la política
hegemónica en una política progresista o democrática. Además, era im-
portante bloquear la posibilidad de hacer del proyecto hegemónico una
herramienta fértil para el liderazgo plebiscitario y cesarista. De hecho,
la política unificadora de la hegemonía contenía un peligroso riesgo de

203
Nadia Urbinati

concentración de poder que debía ser superado. Gramsci pensaba que la


sociedad civil debía estar formada por una pluralidad de integraciones en
todos los ámbitos, desde el lugar de trabajo hasta la cultura y la sociedad
en general. Supuso que el pluralismo era esencial precisamente porque
la política hegemónica no estaba naturalmente abierta al pluralismo; era
una estrategia de concentración y unidad o de consenso.36
Así, por defecto, la teoría de la hegemonía de Gramsci muestra cómo el
populismo tiene una vocación endógena de crear un líder fuerte, no solo en
una situación de dominación individualista como en la dictadura clásica,
sino también en un tipo de sociedad moderna o weberiana compuesta
por una inclusión organizada y una burocracia. Cuando esto sucede, el
proyecto hegemónico pierde su carácter progresista.37 La personalización
de la política no es un accidente en el populismo, sino que es su destino.
Gramsci situó la solución a este problema en la ideología misma, la forma
en que fue construida y gestionada. Su solución consistió en eliminar el
pluralismo del mundo de la opinión, no censurando ideas y reprimiendo
la libertad de expresión, sino conquistando el consentimiento de la gente
a una narrativa que se mantenía unida por una visión filosófica que se
impregnaba en la mente de la gente y orientaba su comportamiento. Tanto
los dirigentes de los partidos como los ciudadanos comunes compartirían
este marco ético y político, que debía ser impermeable a las interpreta-
ciones subjetivas. El proyecto hegemónico triunfaría en la medida en que
neutralizara el crecimiento de la política de la personalidad. Por lo tanto, el
proyecto hegemónico de Gramsci estaba destinado a impedir que cualquier
líder individual lograra adquirir la dominación mediante su intervención
en el significado y la implementación instrumental de la ideología. Apo-
yándose en una filosofía inmanente de la historia (hegeliana-marxista),
que estaba dotada de un movimiento autopropulsado, Gramsci pensó
que era posible expulsar las interpretaciones subjetivas del campo de la
formación del consentimiento. Su crítica a Stalin señaló, precisamente,
36
En la sociedad moderna, por lo tanto, debido al pluralismo (social y político) y a los
“tecnicismos” políticos asociados con el crecimiento del estado social, el déspota indivi-
dualista estaría destinado a desvanecerse (Gramsci, 1975).
37
Incluso en los regímenes parlamentarios, hubo la posibilidad de un líder cesarista en los
casos de una dramática necesidad de superar las divisiones partidarias y en el caso de la
Inglaterra parlamentaria durante el gabinete de Ramsay MacDonald. El líder representativo
era el equivalente de Gramsci al líder plebiscitario de Weber dentro del parlamento (ibíd.:
1194-1195, 1619-1622). Cf. Fontana (2004: 180-182). Volveré al líder plebiscitario en el
trabajo de Weber en el próximo capítulo.

204
Democracia desfigurada

este riesgo de personalización como nunca domesticado por completo


ni neutralizado. Stalin fue el ejemplo de un líder que logró apropiarse de
la interpretación de la Doctrina del “príncipe moderno” (Fontana, 2004:
184-185). En el otro lado del espectro estaba el cesarismo de Mussolini.
Según Gramsci, Mussolini representó la versión populista de la dege-
neración del príncipe colectivo (el partido) en el dogmatismo despótico.
En este sentido, su proyecto no era hegemónico sino despótico (ibíd.: 181
y 191-92). El movimiento fascista fue creación personal de Mussolini,
quien inventó una ideología que fue completamente instrumental para su
proyecto de poder (fue creado ex arbitrium) sin una filosofía de la historia
que lo justificara. Su proyecto populista consistió en vincular las diversas
reivindicaciones y formas de insatisfacción de la gente frente al gobierno
liberal. Su objetivo era el de polarizar las opiniones movilizando a un
gran número contra las instituciones y normas establecidas en nombre
de una representación más verdadera del pueblo soberano, es decir, su
propia representación (Gramsci –1975: 1145-1146– no deja de observar
la admiración de Mussolini por Le Bon). Este modelo fue lo que Gramsci
rechazó absolutamente y lo que Laclau resucita de facto cuando inyecta
el cesarismo en una política de hegemonía para defender el populismo
como la alternativa más radical a la democracia constitucional y a las
instituciones representativas.38
El populismo es un llamado a la concentración de la voz y el poder,
de la voluntad y la opinión y un llamado, también, a superar la diarquía
desdibujando la frontera que mantiene al pueblo y al Estado, a la opinión
y a la voluntad, separados, aunque en comunicación. Esta concentración
se logra haciendo de la opinión el caballo de Troya que conquiste el poder
estatal a través de un líder fuerte. De hecho, la personificación del poder
político en un líder no es evitable cuando la representación ocurre ante
un vacío de partidos políticos (u organismos intermediarios) ni cuando
se manipulan los procedimientos para identificar la representación con
un soberano colectivo visible. Esta observación prueba por defecto la
38
Este es el problema que señaló Žižek (2006: 555-556) cuando mostró el cambio del
argumento estructural a la creación ideológica del unificador: para los populistas (y Laclau)
“la causa de los problemas, en última instancia, nunca es el sistema como tal, sino el intruso
que lo corrompió (son los especuladores financieros, no necesariamente capitalistas, etc.);
no un defecto fatal inscrito en la estructura como tal, sino un elemento que no juega su
papel dentro de la estructura propiamente. Para un marxista, por el contrario (...) (mal
comportamiento de algunos elementos) es el síntoma de lo normal, e indicador de lo
que está mal en la misma estructura que se ve amenazada con un estallido ‘patológico’”.

205
Nadia Urbinati

naturaleza de la democracia como una forma de participación política


que tiende a dispersar el poder y no tener un líder o ser multifacética.
Los ciudadanos adquieren más voz mientras el poder esté difundido y
nadie pueda pretender representarlos legítimamente en su conjunto: esta
es la regla de oro del procedimentalismo democrático que el populismo
rechaza.39
La personalización, o el factor cesarista, acerca al populismo y, en
ocasiones, se entrelaza con el plebiscitarianismo porque convierte al
pueblo en una masa reactiva de seguidores. Podríamos decir que, en una
democracia representativa, la política populista podría convertirse en un
camino hacia una democracia plebiscitaria. Así, aunque comienza como
un fenómeno de descontento y participación masiva, el populismo es una
política estratégica de transformación de elites y creación de autoridad.
Como analizó Gramsci, es un proyecto para la promoción de un nuevo
líder (y, a veces, la creación de su carisma) que, igualmente, es incapaz
de protegerse de él. El populismo puede, entonces, dar lugar a un nuevo
líder que utiliza la batalla ideológica para lograr su objetivo, que, como
hemos visto con Aristóteles, no es el mismo que el del pueblo. En la
democracia moderna, esto ocurre mediante el empleo estratégico de los
medios de comunicación como instrumentos de propaganda. Si el popu-
lismo emerge en la democracia es por el papel que juegan las opiniones
y su formación en este régimen.
Laclau aborda la crítica de que el populismo está preparado para crear el
cesarismo o el liderazgo dictatorial con el argumento de que, aunque puede
tomar formas personalizadas y, a veces, se identifica con el nombre de un
líder (por ejemplo, Mussolini, Perón o Chávez), no es la personificación
lo que califica una política populista. Lo que lo califica, en cambio, es el
tipo de pensamiento que pone en movimiento “a través de dicotomías
como el pueblo contra la oligarquía, las masas trabajadoras contra los
explotadores, y así...” (Laclau, 2007: 18). De este modo, el populismo
no es simplemente “acción política”, sino un tipo democrático de acción
política que le da a la clase pobre o trabajadora, o a la clase común, un

39
Laclau (2007: 166) critica así la idea de Lefort de la democracia como desencarnación
del poder, o el espacio vacío permanente en el que todos pueden competir y participar.
Su crítica es muy interesante porque se refiere al fracaso de Lefort a la hora de explicar la
“producción” del vacío, que, según Laclau, es el momento revolucionario o la “operación
de la lógica hegemónica”. El lugar del “juez supremo”, para Lefort (1988: 41), no pertenece
a nadie y permanece siempre “indeterminado” en la democracia moderna.

206
Democracia desfigurada

papel central en el foro. El populismo sería lo mismo que la política y,


además, lo mismo que una política más igualitaria o democrática. Sin
embargo, si esta identificación fuera cierta, el populismo perdería su
especificidad. Laclau concluye así que, si emerge la personalización, esto
no es lo que hace que la política populista sea lo que es. La identificación
del movimiento bajo un líder es un medio que la política populista puede
encontrar conveniente para lograr que la polarización tenga éxito, pero no
es lo que la caracteriza. El problema con este argumento es que enmendar
la personalización con la polarización no ayuda a que el populismo sea
lo mismo que la política democrática.

Polarización, simplificación, aprobación


La polarización es la otra característica básica de la política populista.
Como en el cesarismo, también en este caso las ideas de Laclau son las
más interesantes y desafiantes porque son las más orientadas teóricamente.
Laclau ubica la polarización dentro de una defensa del populismo que
apunta a revertir el argumento tradicional que identifica al populismo y
la democracia para demostrar que ambos son una expresión de la irracio-
nalidad endógena de las masas. Expliqué, en el capítulo anterior, cómo
la teoría epistémica ofrece una respuesta a esta objeción. La respuesta
populista toma una dirección diametralmente opuesta a la epistémica.
Laclau argumenta que la identificación de democracia y populismo es
correcta y, además, es la política en su máxima expresión. Pero tenemos
que “invertir” nuestra perspectiva analítica y, en lugar de partir de una
visión de la racionalidad que excluye las formas colectivas de movili-
zación y respalda un tipo de razonamiento económico o de resolución
de problemas como modelo para la política, tenemos que asumir que el
populismo es “una posibilidad distintiva y siempre presente de estruc-
turación de la vida política”; y esto es lo que la convierte en una política
racional (Laclau, 2007: 13).
La interpretación de Laclau puede reformularse de la siguiente manera:
en lugar de abordar el populismo como una anormalidad o como una
desviación de la norma de comportamiento racional, deberíamos consi-
derarlo como una norma de acción política que no comparte nada con el
modelo individual de racionalidad. La política es, como el populismo, el
dominio de lo colectivo y exhibe una especie de racionalidad de carácter

207
Nadia Urbinati

retórico e instrumental, pero no de acuerdo con una visión económica


como se podría encontrar en una teoría agregativa de la democracia.
En lugar de partir de unidades de preferencias para avanzar hacia
la agregación, deberíamos partir, como lo han hecho Georges Sorel y
Carl Schmitt, de la naturaleza ideológica del discurso político, que se
compone de estrategias lingüísticas que se basan en mitos y símbolos, y
no en cálculos de costos y beneficios. Una racionalidad retórica implica
una racionalidad que opera según estrategias dicotómicas u oposicio-
nales (“nosotros”/“ellos”), cuyo lenguaje no es el de preferencia ni una
agregación lineal de intereses sino el de identificación. Así, su fin es
eminentemente político y consiste en lograr un amplio consenso para
rediseñar el significado de toda la sociedad. La política utiliza la razón
para movilizar las pasiones y, de hecho, las crea artificialmente mediante
mitos o imaginación. La política es un trabajo de creación de un régimen
o de poder a través de las ideas: un trabajo de ideología en su máxima
expresión o hegemonía.
Laclau tiene buenas razones para reírse de la crítica de la elección social
al populismo, que se basa en la suposición de que el voto como método
de agregación de preferencias demuestra la irracionalidad endémica de la
democracia que apelar al interés general no puede curar, ya que el conteo
de votos no nos lleva a determinar ningún criterio racional o voluntad
general. La votación no quita la arbitrariedad de la democracia; lo que la
hace superior a otros métodos radica en el hecho de que brinda paz social.
Como Canovan (2002: 35) muestra al cuestionar la crítica de William
Riker a la democracia populista, “si Riker esperaba que su disección de
la ‘democracia populista’ la destruyera, bien podría haberse ahorrado el
problema”, porque tanto la idea de la soberanía del pueblo como la de
que la voluntad del pueblo conservan un poder “intacto” en la teoría de la
democracia, más allá de la forma populista. El hecho de que el populismo
sea “inconsistente con la teoría de la elección social” (Riker, 1982: xviii)
es por completo irrelevante para el éxito del populismo. Además, es un
argumento incompetente contra la identificación de la democracia con
el populismo.40 Sin embargo, la elección racional no es la única forma
de interpretar las elecciones y el voto ni es el único lenguaje de la teoría
40
Para una excelente crítica de la identificación de Riker de la democracia con el po-
pulismo (una posición que Riker derivó de Pareto y Burnham) como una estrategia que
patrocina una visión “plebiscitaria” en la que una elite “adula” a la gente que no la elige,
véase Gerry Mackie (2003: 418-431).

208
Democracia desfigurada

democrática. Refutar esta interpretación no exige que recurramos a la


ideología populista y rechacemos una interpretación procedimental de
la democracia.
Al contrarrestar la interpretación de la elección social del voto, Laclau
afirma, en cambio, que el populismo es una forma radical de reinterpretar
la competencia electoral porque convierte a la sociedad en un campo de
batalla dividido en dos frentes, cuyo resultado sería una verdadera victoria
mayoritaria. El populismo utiliza las instituciones y los procedimientos
democráticos, esencialmente, como un medio para obtener el poder en
lugar de limitarlo y, así, los vacía de todo valor normativo. Esta es la razón
por la que los conflictos políticos y la competencia de partidos dentro de
una democracia electoral no son una red de seguridad cuando los utilizan
los estrategas populistas. Así, la polarización es un proceso que unifica al
pueblo y simplifica el pluralismo para darle una clara estructura antagó-
nica y coherente con la estructura electoral de la democracia moderna.
Pero el carácter confrontacional populista de la competencia electoral no
es condición para el pluralismo sino para la concentración o unificación
de los competidores, que se parece a una fortaleza de piedra. Una vez
más: la polarización parece ser una negación más que una manifestación
del pluralismo.
Ahora bien, debido a que la política populista desestima a la política
indirecta, su método de selección más agradable parece ser la investidura
del líder, más que la elección. De hecho, su lenguaje expresivo es más
de aclamación que de discusión. Un líder populista no es debidamente
elegido, sino aclamado, como explicaré en el próximo capítulo. En con-
secuencia, Schmitt escribió enérgicamente que la “voluntad del pueblo”
es detectable solo a través del voto porque “todo depende de cómo se
forme la voluntad del pueblo”. Pero luego agregó rápidamente que “la
voluntad del pueblo puede expresarse igual y quizás mejor a través de la
aclamación, a través de algo que se da por sentado, una presencia obvia
e indiscutida, a través del aparato estadístico” del conteo de votos (Sch-
mitt, 1994: 16-17).
Así, otro aspecto crucial que subraya la fricción entre democracia y
populismo es el significado que cada uno de ellos le da a las instituciones
y normas que expresan la “voluntad del pueblo”. Según la democracia
populista, estas instituciones y normas tienen esencialmente un valor
instrumental. Es el pueblo directamente –de hecho, su mayoría– quien

209
Nadia Urbinati

lo legitima, sin otra mediación que la voluntad real y expresiva del pue-
blo. Según Schmitt: “Contra la voluntad del pueblo, especialmente una
institución basada en la discusión de representantes independientes no
tiene una justificación autónoma para su existencia”. El populismo niega
la autonomía de las instituciones políticas, pero, en particular, del poder
legislativo. Se puede decir que apunta a una asimilación real del nivel de
soberanía con el de gobierno, de la “voluntad” y su “fuerza” de actuación,
para mencionar la distinción de Rousseau.

El pueblo
“El pueblo” es, quizás, la categoría política más usada y abusada. El
origen del término es latino. En la tradición romana, populus significaba
oposición/distinción en relación con otro grupo de romanos que no era el
populus, aunque compartía con este el poder soberano de la república (la
aristocracia o los patricios) y el Senado como órgano y ámbito político.
Desde sus orígenes, el término “pueblo” tuvo una connotación colectiva
como lo opuesto a una agregación de individuos. Era un conjunto que
existía en oposición a otro grupo orgánico, pero más pequeño, el de los
no-comuneros (Sartori, 1987: 21-23). Fue por su carácter antagónico y
excluyente que, cuando los delegados franceses del Tercer Estado tuvieron
que decidir, después del 14 de julio de 1789, cómo nombrar su asamblea,
decidieron no adoptar el adjetivo “popular” y optaron por “nacional”.
En la reunión del 15 de junio, Thouret criticó a Mirabeau, quien había
propuesto el adjetivo “popular”, con el argumento de que el uso del térmi-
no engendraría dos inferencias igualmente problemáticas: la de identificar
al pueblo con la plebe y, por lo tanto, presumir la existencia de órdenes
superiores y la de identificar al pueblo con el populus, presumiendo, así,
la existencia un actor político que era colectivo en su sentido soberano
y opuesto a otro. La solución sería, en ambos casos, impracticable: en el
primero, porque supondría una ruptura de la igualdad y, en el segundo,
porque supondría dividir la soberanía en dos entidades corporativas, so-
lución que prefiguraría un gobierno mixto.41 Bajo estas premisas Thouret
convenció a la asamblea de adoptar el adjetivo “nacional” en lugar de
“popular”.42 La incorporación del pueblo a la soberanía estatal moderna y
41
Ver Archives Parlementaires de 1787 à 1860 (Mavidal, Laurent y Clavel, 1875: 118).
42
Para obtener una descripción general de los diferentes significados del término “pueblo”,
véase Sartori (1987: 21-28).

210
Democracia desfigurada

su identificación con la nación se perfeccionaron durante el siglo xix, junto


con el nacimiento de la política de los movimientos de autodeterminación
nacional.43 La nación, escribió Giuseppe Mazzini (1906-1943: 125) en
1835, “representa la igualdad y la democracia”. Solo con esta condición
sería una “comunidad de pensamiento y destino”. En el lenguaje rous-
seauniano, Mazzini creía que sin “una ley general y uniforme”, no había
personas, sino derechos y privilegios, desigualdad y opresión; a lo sumo,
una “multitud” de portadores de intereses unidos por conveniencia.44 La
nación implicaba el mismo peso de cada individuo en el poder de voto y
la solidaridad de todos en la distribución de costos y beneficios.
Siguiendo la indicación de Thouret, es precisamente el origen latino
de “el pueblo” y, por tanto, su carácter singular-colectivo, el origen de
la ambigüedad que produjo la ideología populista. En la mayoría de los
idiomas europeos, a excepción del inglés, los términos popolo, peuple y
Volk designan una entidad orgánica y colectiva, un solo cuerpo con un
nombre y significado colectivo y una única voluntad que no está separada
en múltiples unidades. Rousseau (a quien se le ha atribuido erróneamente
el origen de la democracia totalitaria) pudo prever el riesgo de convertir a
“todo el cuerpo” en una sola voz plebiscitaria. Cuando Rousseau describió
a la asamblea popular como el único soberano legítimo, aclaró, con gran
perspicacia, que los ciudadanos irían uno por uno a la asamblea y luego
votarían preferentemente en silencio, razonando con su propia mente,
sin escuchar a ningún orador (que es lo que hacemos cuando vamos a las
urnas). Por lo tanto, sería apropiado asignarle el carácter de democrático
a la asamblea de Rousseau, no solo porque incluye a todos los ciudadanos
por igual, sino también porque se basa en cada uno de ellos al razonar
y luego votar individualmente y por separado. El aspecto individualista
es crucial y es la condición que hace del pueblo colectivo una unidad
compuesta, más que un todo orgánico. Aquí es donde el pueblo de la
democracia procedimental y el de la democracia populista divergen (y la
razón por la cual Rousseau no puede convertirse en el precursor ni del
totalitarismo ni del populismo). Como Thouret especificó, tanto el prin-
cipio de igualdad como el principio de la fuente unitaria de legitimidad
militan en contra del respaldo moderno de la noción romana de pueblo.

43
“Las comunidades deben distinguirse, no por su fascinación/genuinidad, sino por el
estilo en el que se las imagina” (Anderson, 1991: 6).
44
Este ensayo está, también, en Mazzini (2009).

211
Nadia Urbinati

Claramente, la forma en que se recopila el consentimiento y se cuentan


los votos es esencial para eliminar la ambigüedad del término “el pueblo”.
De hecho, aunque en algunas lenguas europeas puede traducirse como
un nombre colectivo singular, las reglas del juego y los procedimientos
de votación se encargan de hacerlo plural, compuesto e, incluso, con-
flictivo. La ideología populista del pueblo está destinada a borrar este
aspecto pluralista y a hacer del pueblo una multitud con una sola voz,
líder u opinión. Por eso, esta ideología se opone al procedimentalismo
democrático. Esta visión tiene un impacto directo en la forma en que un
colectivo decide. Indudablemente, traiciona el carácter de la asamblea
en una democracia. Por ejemplo, la Atenas anterior a Pericles no puede
clasificarse coherentemente como una democracia, a pesar del hecho de
que sus asambleas no excluyeron a la población masculina ateniense.
Lo mismo puede decirse de las reuniones fascistas en Piazza Venezia en
Roma durante las décadas de 1920 y 1930. Esto se debe a que existía una
clara percepción de que no es solo la presencia masiva del pueblo lo que
caracteriza a una democracia.
Antes de que la votación fuera un derecho individual distintivo, en la
Atenas anterior a Pericles, la gente se reunía para escuchar los discursos de
sus eminentes líderes, pero no tenían voz como ciudadanos individuales.
Podían actuar y hacer visible su presencia, pero solo como una unidad
indistinta: “expresaban sus sentimientos solo colectivamente, votando y,
probablemente, gritando”.45 La expresión individual se consideraba un
privilegio de unos pocos, no de muchos. De hecho, la democratización
ateniense coincidió con la extensión de ese privilegio a todos los ciuda-
danos y, en particular, con la institución de la igualdad de expresión (ise-
goria), que hizo a los no nobles (o malos, groseros o ignorantes) iguales
a los nobles con derecho a voz y voto en la asamblea. Por lo tanto, en
su “Funeral Oration”, Pericles llamó a Atenas “una democracia” porque
su gobierno “no era para unos pocos sino para la mayoría” y, también,
porque cada ciudadano individualmente tenía la misma expresión en la
asamblea y la misma consideración ante la ley.46
En consecuencia, se podría decir que el principal carácter político
de una democracia no es tanto que las personas estén involucradas co-
lectivamente, sino que estén involucradas como individuos, que tengan

45
Ver Kurt A. Raaflaub (1996: 147) y Christian Meier (1999: 162-188).
46
Ver Tucídides (1972a, v. 2: 37.1).

212
Democracia desfigurada

igual libertad política. Después de todo, esta era la principal diferencia


entre Esparta y Atenas. La asamblea espartana era una masa disciplinada
de miembros indistintos caracterizados tanto por la falta de libertad de
expresión como por el respaldo de la igualdad como uniformidad: sus
miembros eran homoioi no isoi, es decir, que no eran simplemente iguales
en su consideración uti singuli (Raaflaub, 1996: 153). En Atenas, el prin-
cipio igualitario “un ciudadano-un voto” se empleó verdaderamente y las
manos se contaron o “estimaron”, mientras que en Esparta el método de
“votación abierta mediante gritos negaba implícitamente ese principio y
era, por tanto, la antítesis de la clasificación ateniense” (Cartledge, 1996:
180). Los espartanos votaron por aclamación y se suponía que debían
aprobar o refutar, pero sin expresar su asentimiento o desacuerdo. “Con
el pueblo reunido al aire libre, no se le permitía a ninguno dar su consejo,
sino solo ratificar o rechazar lo que el Rey o el Senado les propusiera”
(Plutarch, 1932: 54).
Tanto en la antigüedad como en la época moderna, la conquista de la
democracia política ha coincidido con la conquista de los derechos in-
dividuales de voto, según la idea crucial de que democracia no significa
movilización de masas ni organización de masas, sino igual libertad de
expresión de cada uno individualmente, y no de la totalidad. Sin duda,
la política democrática significa, también, acción colectiva, pero, en este
caso, también colectividad implica la cooperación real de los individuos
en un proyecto común. John Dewey (1988: 226) fue así de acertado
cuando, en 1939, definió la democracia como “una forma personal de
vida individual”, en pensamiento y acción, en la vida privada y políti-
ca. La definición de democracia siempre debe contemplar la igualdad
y expresividad o libertad individual. Por esta razón, comenzando por
los antiguos, fue Atenas la que se percibió como una democracia, y no
Esparta. “El argumento –escribió Aristóteles (1977: 6: 2)– es que cada
ciudadano debe estar en una posición de igualdad”, lo que significa que es
la “posición” del ciudadano la que ayuda a definir una democracia, y no
la de las masas. Como he afirmado a lo largo de este libro, la democracia
es su procedimiento. Tratar a este último como un medio para algo –ya
sea la verdad o la unificación del pueblo bajo un líder hegemónico– es,
por lo tanto, traicionar a la democracia, más que honrarla.
Entonces, es muy importante prestar atención al significado y al carác-
ter del colectivo. Como hemos visto en el capítulo anterior al mencionar

213
Nadia Urbinati

la antipatía de los republicanos con la tradición romana de las asambleas


populares envueltas en disputas y retóricas, la manifestación de los
conflictos sociales ha sido, tradicionalmente, la principal razón de des-
confianza en la democracia. James Harrington (1980: 141) reconoció la
discusión y la libertad de expresión individual solo en el Senado, donde
se reunían los más sabios; mientras que Rousseau, que contemplaba una
sola asamblea, la consideraba un lugar lacónico. Precisamente porque la
unanimidad debía ser el objetivo de la asamblea o, al menos la mayoría
posible, Rousseau vinculó la existencia de unas pocas buenas leyes a un
lenguaje y costumbres simples: cuanto menos sofisticado era el pueblo,
menos inclinado estaba hacia las controversias retóricas y el debate: “el
bien común se manifiesta claramente en todas partes, exigiendo solo del
sentido común para ser percibido. La paz, la unión y la igualdad son ene-
migos de las sutilezas políticas. Los hombres rectos y sencillos son difíciles
de engañar por su sencillez”.47 Cuando se propone una nueva ley, si es
justa, no engendra necesidad de discusión porque expresa lo que “todos
ya han sentido, y no hay duda ni intriga o elocuencia para asegurar el
traspaso a la ley de lo que cada uno ya había resuelto hacer”. La salud de
la república, concluyó Rousseau, es proporcional a la ausencia de debate,
al silencio de su asamblea, “pero largos debates, disensiones y tumultos
presagian el ascenso de los intereses privados y el declive del Estado”.48
Como dijimos, sería muy inexacto, si no absurdo, incluir a Rousseau
(sin mencionar a Harrington) entre los padres fundadores del populismo.
Rousseau no confundió a los ciudadanos individuales en la totalidad
anónima de la asamblea, al menos porque pensó, como dijimos, que
los ciudadanos irían a la asamblea uno por uno y tomarían sus propias
decisiones de forma autónoma. Es la definición de la voluntad general
como verdad indiscutible lo que garantiza el resultado correcto de la
deliberación final. La razón es lo que unifica a los ciudadanos, y no un
demagogo. Además, es la obediencia a la razón pública lo que contribuye
a la autonomía política; en cambio, estar sometido a la voluntad de un
demagogo significaría que el pueblo se vuelve esclavo. Por tanto, es la
razón (que habla a través de instituciones y procedimientos) la que protege
a las repúblicas de Rousseau de volverse populistas, y no tanto el carácter
47
Ver Rousseau (1987: libro 4, capítulos 1 y 2).
48
Por tanto, Rousseau prefirió el lenguaje de la música al del teatro y la retórica, porque
guiaría a la mente a dirigir su atención hacia adentro, lejos del mundo ficticio de la re-
presentación y la representación teatral (Dugan y Strong, 2001: 342-344).

214
Democracia desfigurada

de su asamblea. Por ello, aunque las decisiones se toman según la regla de


la mayoría, el criterio general que valida este método es la unanimidad.
Sin embargo, claramente, una asamblea de individuos que no inte-
ractúan no es más democrática que una asamblea que es monótona en
su opinión, al menos si por democracia entendemos también disputa,
desacuerdo y oposición: en una palabra, pluralismo y no unanimidad.
Rousseau se centró, fundamentalmente, en uno de los dos poderes que
componen la soberanía (la voluntad), por lo que su análisis de las ins-
tituciones políticas resulta insuficiente para representar la democracia.
Desde esta perspectiva es que describo a la democracia epistémica y a la
populista como imágenes espejadas en lugar de visiones alternativas de
la democracia. De hecho, una alternativa a ambos es la visión según la
cual la democracia debe verse tanto desde la perspectiva del vencedor (la
mayoría) como desde la perspectiva del derrotado (la minoría política)
(Kelsen, 1999: 287-288). Lo que la distingue del populismo (que es una
expresión extrema del mayoritarismo) es que el populismo es esencial-
mente estrábico. Por lo tanto, se puede sostener que es consecuente con
el principio democrático de soberanía una vez que la democracia ha sido
despojada de su carácter isonómico. En este sentido, si uno no quiere
renunciar a una noción de democracia que incorpore la limitación del
poder, una declaración de derechos y la discusión como forma peculiar
de vida política, se verá obligado a concluir que el populismo no es una
expresión de la democracia.
Es razonable y significativo afirmar que la democracia no solo y
simplemente implica un marco constitucional y reglas del juego. De
hecho, para tomar en serio esta afirmación sería necesario no limitar la
democracia únicamente a la búsqueda del poder político, como lo hace
el populismo. La democracia es, también, el reclamo por una extensión
de los valores de igualdad y no dominación hacia aquellos sectores de la
vida social donde aún son impotentes. En otras palabras, el proyecto de
democratización debe orientarse, también, fuera del espacio del poder
político y hacia la sociedad civil en general.49 Pero este proyecto no se
parece en nada a la renuncia al carácter procedimental de la democra-
cia. Lo contrario es cierto, porque cuando disputamos las relaciones de
49
En este sentido, Castoriadis (1991: 159) ha argumentado –refiriéndose a Atenas y,
más en general, a la democracia– a favor de una distinción entre la noción de “política”
y la de “lo político”; de hecho, “el movimiento democrático no se limita a la lucha en
torno al poder explícito, apunta potencialmente a la reinstitución general de la sociedad”.

215
Nadia Urbinati

dominación en nuestras relaciones sociales, pretendemos que se escuche


nuestra voz y se cuente nuestra voluntad y, además, que el entorno en
el que actuamos funcione de acuerdo con procedimientos que podemos
monitorear y controlar. Siempre y dondequiera que reclamemos algunas
condiciones y reglas que nos hacen seres moralmente autónomos, libres
e iguales en respeto y oportunidad, reclamamos la democracia.
La atención a los procedimientos no implica que la distribución de
poder existente deba permanecer indiscutida o incuestionable. De ma-
nera más consecuente, significa, en primer lugar, que la dominación no
es solo un fenómeno político y la esfera política no es su único nicho y,
finalmente, que una democracia que incorpore las restricciones liberales
puede convertirse en un instrumento para perseguir un proyecto más
amplio de democratización. Lejos de ser un indicio de impotencia, estas
limitaciones dan al Estado democrático la legitimación para alentar una
política coherente de democratización, en la medida en que ponen al
Estado bajo control. Pero en manos de una democracia populista, esa
misma política se convertiría, en realidad, en una aterradora estrategia
de incorporación social y homogeneidad. En conclusión, una democracia
“segura” e institucionalizada permite una gama más amplia de recursos e
iniciativas políticas que el populismo. El populismo no parece ser capaz
de resolver el enigma de ser minoritario o despótico. Estar en minoría
no es seguro en un régimen populista, y esto es motivo suficiente para
desconfiar de él.

Populus y plebs
Volvamos ahora a la intuición de Thouret sobre la incompatibilidad del
populus y la plebe con un pueblo de ciudadanos-electores. El imaginario
populista retrata al pueblo como un actor político que afirma su autoridad
soberana permanece en un estado de movilización. Lo hace impulsando
la polarización ideológica. Como dije, su esquema principal es el dua-
lismo entre política directa e indirecta, que se basa en un significado de
“pueblo” que no pertenece, propiamente, a la tradición democrática. En
este apartado explicaré el significado del pueblo populista y lo situaré en
una experiencia diferente a la democracia, es decir, en el republicanismo.
Es el mismo Laclau quien nos recuerda, con bastante acierto, que la
genealogía del populismo se encuentra en la tradición romana. Laclau
aclara, también, que “el pueblo” como categoría política prevé el regreso

216
Democracia desfigurada

del populus, pero el del foro romano, no de las asambleas electorales. “Para
tener al ‘pueblo’ del populismo, necesitamos algo más: necesitamos una
plebe que pretenda ser el único populus legítimo, es decir, una parcialidad
que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad” (Laclau, 2007:
81). Así, populismo y polarización se fusionan como formas de conflictos
energizantes y permanentes entre los dos lados de una ciudad:
Las razones de esto son claras: las identidades políticas son el resultado
de la articulación (es decir, la tensión) de las lógicas opuestas de equiva-
lencia y diferencia, y el mero hecho de que el equilibrio entre estas lógicas
se rompa por uno de los dos polos imperantes más allá de cierto punto
sobre el otro, es suficiente para hacer que el “pueblo” como actor político
se desintegre. (Ibíd.: 200)
La estipulación de esta visión es que ninguno de los dos polos debe
prevalecer, que la lucha debe continuar sin un final: esto es, según Laclau,
lo que hace que populismo, democracia y acción política sean una misma
cosa. El triunfo de uno de los dos polos –como en los casos de Robespierre
frente a los girondinos o de Mussolini frente a los liberales y los comu-
nistas– supondría la interrupción de la polarización y de la democracia.
El populismo es el anhelo de una unidad totalizadora de la sociedad,
pero sin lograrlo, afirma Laclau, es decir, es un antagonismo permanente.
No puede acabar con un partido que ocupe la sociedad o con la declaración
de que todos los estratos sociales están unificados dentro de su visión de
la sociedad. En esto no es idéntico al nacionalismo.50 El populismo de
Laclau podría, en realidad, describirse como el soberano colectivo en un
status nascendi permanente: esta movilización permanente es el antídoto
más radical contra la cristalización de la política en las instituciones y,
quizás, el más seguro para garantizar que el populismo no subvierta la
democracia. Así pues, para reanudar el paralelismo romano, para que
exista y persista la política populista, la plebe nunca debería convertirse
en populus. A pesar del origen filológico del término, el populismo denota
solo a las personas en el foro y no a las personas de las asambleas soberanas
en las que se tomaron las decisiones. El proceso que hace que la plebe sea
consciente de su poder para dar forma a la totalidad de la sociedad ocurre
fuera del espacio institucionalizado de la república. ¿Qué tan diferente
50
El ejemplo de Laclau (2007.: 209) de una política de no populismo es Atatürk, quien
no solo apuntó, sino que logró la eliminación de todos los grupos o clases de la sociedad
turca para construir la nación turca.

217
Nadia Urbinati

era “el pueblo” en el foro y “el pueblo” en las asambleas de votación o


los comitia?51 El populus en el foro fue un interlocutor receptivo de los
líderes políticos, quienes actuaron ante un grupo de personas reunidas
para buscar el apoyo ideológico a sus planes de poder. No fue el pueblo
en su poder de voto o cuando los ciudadanos se reunieron para hablar a
través de los procedimientos de votación.
El populus en el foro se hizo del amontonamiento libre de muchos que
actuaron al margen de las instituciones y sin la regulación de los procedi-
mientos, personas que pasaban parte de su tiempo en el foro para asistir
al espectáculo realizado por candidatos políticos y retóricos. No fue el
pueblo en su capacidad de tomar decisiones, sino el pueblo en el acto
de aclamar o abuchear a quienes compitieron por un puesto político o
intentaron conquistar el apoyo del pueblo para sus fines. En oposición a
ese encuentro populista estaba el Senado, cuyo edificio se ubicaba al final
del foro: contrario al pueblo, el Senado siempre se estructuró como un
cuerpo y lugar visible y sus miembros no se mezclaron con la plebe. Como
he dicho, el pueblo y el Senado eran los dos componentes de la república.
Su visibilidad era esencial para la vida política del Estado romano, que
no reconocía a los individuos ni a los isotes, sino a los ciudadanos dentro
de los dos grupos predeterminados que formaban la república, es decir,
cuando actuaban como organismos soberanos. El paradigma dualista fue
una característica esencial, tanto del estilo político romano como del re-
publicanismo, a lo largo de los siglos: gente no institucionalizada en masa
frente a magistrados institucionalizados; una minoría organizada frente a
una mayoría abarrotada; y la inclusión dentro de dominios institucionales
polarizados versus la inclusión igual de todos o una oportunidad igual de
participar en el proceso de decisión política o competir por las magistra-
turas. Analizaré el poder de la multitud y las diferencias entre el pueblo
en el foro y el pueblo en los comitia en el próximo capítulo, donde me
centraré en el plebiscito de la audiencia de la democracia contemporánea.
Aquí, me concentré en otro aspecto de la experiencia romana que está
directamente relacionado con el cesarismo y la polarización.
Como anticipé en la sección anterior, el populismo y la democracia
no son tan cercanos, y mucho menos idénticos, como pretenden los po-
pulistas, ni siquiera cuando la democracia se realiza en forma directa. He
ilustrado esta diferencia cuando examiné el carácter del voto y mostré

51
Cf. Andrew Lintott (2004: capítulo 5).

218
Democracia desfigurada

cómo el derecho democrático al voto supone la centralidad del ciudadano


individual, que es el verdadero actor soberano. De esta oposición deriva
su hostilidad, tanto hacia una política basada en los derechos como hacia
el pluralismo. Las raíces antindividualistas del populismo explican su
resistencia a la igualdad política como estatus de ciudadanía disociado
del estatus socioeconómico. Esto también hace que la polarización sea
diferente del pluralismo político. McCormick, autor representativo en el
renacimiento contemporáneo del populismo, afirma, de manera bastante
explícita (y correcta), que el populismo es parte de la tradición republica-
na, más que de la democrática, y como tal reclama la unidad del pueblo
no en términos legales abstractos sino como ciudadanos agrupados en
conglomerados socioeconómicos en virtud de su riqueza, estatus social y
poder político. McCormick está de acuerdo con Laclau en que se necesitan
instituciones para defender a la clase débil de los abusos de la elite y, en
este aspecto, critica el procedimentalismo democrático. Este argumento,
que mezcla niveles normativos y descriptivos, se basa en la teoría del go-
bierno representativo de Bernard Manin como una mezcla de oligarquía
y democracia, una teoría que no gira en torno a la representación sino
a la selección electoral, a la que el autor interpreta como una ruptura
en la igualdad política para que solo algunos gobiernen (al actuar como
soberanos plenos) mientras que la gran mayoría solo asiente o juzgue. El
gobierno representativo replicaría, así, la antigua república romana, con
un Senado que propone y lidera el escenario y un populus que discute (en
el foro) y vota y promulga por plebiscito (en los comitia).
No por casualidad, Manin retoma la idea republicana de gobierno
mixto, que no contempla meramente la mecánica constitucional de la
división de poderes como una constitución mixta, sino también como
la encarnación procesal de dos partes diferentes de la ciudadanía en la
gestión de las instituciones políticas. La igualdad política se viola dramáti-
camente, según la interpretación de Manin de las elecciones, porque estas
últimas reproducen en la sociedad moderna la división populus/senatus de
la República romana. Esta lectura, que se basa en la teoría constitucional
de Schmitt, es el lugar que debemos buscar si queremos encontrar la jus-
tificación de la mayor parte de la literatura reciente sobre la democracia
populista y plebiscitaria. El próximo capítulo explorará esta idea.

219
Nadia Urbinati

Conclusión
Comencé este capítulo con el argumento de que existe una proximidad
impredecible entre las interpretaciones populista y epistémica sobre la
democracia en la medida en que ambas cuestionan el carácter diárquico
de la democracia representativa y, además, tratan los procedimientos
democráticos como un medio para alcanzar un valor superior que es
extrínseco al propio ordenamiento procedimental de las opiniones y la
formación de la voluntad. También he hecho alguna referencia al contexto
histórico y he situado las fuentes del populismo en la era de la democrati-
zación. Mientras que sus antiguas fuentes terminológicas y conceptuales
se encuentran en la república romana, sus fuentes contemporáneas tienen
sus raíces en la reacción antiliberal contra la política parlamentaria y de
partidos que, a partir de la Revolución francesa, resurge periódicamente
para contrarrestar la institucionalización de la soberanía popular a tra-
vés de la representación política basada en el consentimiento electoral y
en el foro abierto de opiniones, que son dos campos que pivotan sobre
la base individualista del derecho político. Si bien pretende apoyar una
democracia antagónica, el populismo rechaza al pluralismo de intereses
en conflicto como muestra de reclamos litigiosos, que se propone supe-
rar creando un escenario polarizado que simplifique las fuerzas sociales,
para que el pueblo tenga la oportunidad inmediata de tomar partido. Sin
embargo, la simplificación y la polarización no producen una participa-
ción directa más popular, sino una verticalización del consentimiento
político, que da lugar a una unificación más profunda de las masas bajo
una narrativa orgánica y un líder carismático que la personifica. Por lo
tanto, concluyo que, si logra dominar el Estado democrático, el populis-
mo puede modificar radicalmente su figura e incluso abrir las puertas a
un cambio de régimen.

220
Capítulo 4
El plebiscito de la audiencia y las políticas
de pasividad
Cuando se combina con la sociedad de masas y los medios de co-
municación, la apelación al pueblo puede facilitar una transformación
plebiscitaria de la democracia: “el plebiscitarianismo promete restaurar la
noción de pueblo como un concepto significativo de identidad colectiva
dentro de la vida política contemporánea” y lo hace traduciéndolo en su
capacidad colectiva, “una masa espectadora de las elites políticas” (Green,
2010: 27-28). Sin embargo, cuando los líderes se dirigen directamente al
pueblo, radicalizan los problemas y dificultan la negociación de los par-
tidos. Esto hace que el terreno de la política sea naturalmente fértil para
el activismo de los líderes, que, sin embargo, no implica activismo del
pueblo.1 Según Schmitt (2004: 61-62): “Ciertamente, cuando la represen-
tación del parlamento colapsa y ya no encuentra partidarios, [cuando hay
un argumento de ‘democracia no representativa’] el proceso plebiscitario
es siempre más fuerte”2 y la democracia puede convertirse en un llamado
a la legitimidad a través de la audiencia sobre las instituciones legales.3
El mito de la unanimidad o de la unidad más profunda que la lograda por
la agregación aritmética de votos le da a la política plebiscitaria el aura de
una democracia más sincera (Rosanvallon, 2008: 45-46).

1
Véase al respecto un estudio antiguo, pero aún actual, de Samuel Kernell (1986: ca-
pítulo 1).
2
Esto encuentra una confirmación en las palabras que utilizó Bonaparte para comentar
el plebiscito de 1802 que lo nombró cónsul vitalicio: “el plebiscito tiene la ventaja de
legalizar mi extensión del cargo y colocarlo en la base más alta posible” (citado en Wo-
loch, 2004: 33).
3
El dualismo entre voluntad y razón se utilizó para invocar el cesarismo en Francia en
1850 y patrocinar el golpe de Luis Napoleón. Véase Melvin Richter (2004: 87).

221
Nadia Urbinati

Estar bajo la mirada del pueblo es una visión plebiscitaria que busca
remplazar la rendición de cuentas por medio de procedimientos e institu-
ciones por la popularidad y le da a la esfera pública un nuevo significado
y una nueva configuración, ya que hace que el juego público sea, prin-
cipalmente, estético como una función de teatro. Como analiza Green
(2010: 21) al presentar su teoría de la democracia plebiscitaria como una
aplicación de la celebración de la vida política de Hannah Arendt, esta
visión de la democracia rompe con el “proceso automático y repetitivo
de la naturaleza” y da lugar a la idea de que “la inquietud es un valor que
debe ser disfrutado, no simplemente por los actores políticos que realizan
el show, sino, aún más, por los espectadores que lo contemplan”. Aquí
es donde el populismo y el plebiscitarianismo divergen, porque si bien
ambos se oponen a teorías de la democracia que desconfían del pueblo
como entidad con prioridad para el procedimiento político y ubican la
fuente de autorización en el derecho individual al voto, el populismo le da
al pueblo una presencia política, mientras que el plebiscitarianismo le da
una presencia pasiva dotada de la función negativa de vigilar. El primero
invoca la participación; el segundo quiere transparencia.
La democracia plebiscitaria en el estilo de la audiencia que discutiré
aquí es una democracia posrepresentativa en todos los aspectos porque
quiere desmarcar la vanidad del mito de la participación (es decir, la
ciudadanía como autonomía) y exaltar el papel de los medios de co-
municación como factor extraconstitucional de vigilancia (incluso más
relevante que los controles constitucionales). Declara el fin de la idea de
que la política es una mezcla de decisión y juicio y hace de la política un
trabajo de asistencia visual de una audiencia en relación con la cual la
pregunta básica es sobre la calidad de la comunicación entre el gobierno
y los ciudadanos o lo que la gente sabe de la vida de sus gobernantes.4
Mientras que el populismo ha sido, a lo largo de las décadas, receptor de
un gran análisis; con el fin de los regímenes totalitarios, el plebiscitaria-
nismo había perdido atractivo entre los estudiosos de la política. Las cosas
han cambiado, de alguna manera, últimamente. En los Estados Unidos,
la teoría política está presenciando un renacimiento del interés y la sim-
patía por la democracia plebiscitaria como resultado de una inclinación
más favorable hacia el mayoritarismo y una idea de democracia menos
4
Para un análisis sociológico interesante de la “vanidad” de la acción en un sistema polí-
tico de comunicación que ha eliminado toda externalidad del juicio, véase Luc Boltanski
(1999: en particular, 170-181).

222
Democracia desfigurada

preocupada por las limitaciones institucionales y más atenta a fomentar


formas de activismo popular, ya sea como acción populista directa o como
reivindicación de la transparencia visual del poder. En algunos países de
Europa, la democracia parlamentaria está experimentando una transfor-
mación plebiscitaria debido a varios factores concomitantes, a los que se
suma el declive de los partidos tradicionales, el papel de la televisión en
la construcción del consenso político y el peso creciente del Ejecutivo
como resultado de la emergencia económica y financiera.
El objetivo del análisis crítico que concibo en este capítulo es poner
de relieve este nuevo entusiasmo por la democracia plebiscitaria y pre-
sentarlo como una ilustración del interesante papel del público como
un poder que, si bien hace que la democracia parezca, a primera vista,
diferente de los regímenes autoritarios, puede transformar sus caracte-
rísticas de forma radical y notable. Para anticipar en pocas palabras mi
argumento, la democracia plebiscitaria es, como el populismo, un destino
posible que la democracia representativa puede tomar y que los medios
de comunicación facilitan.
La democracia de la audiencia en la era de la comunicación de masas
toma una forma plebiscitaria. Contrariamente a la democracia apolítica
y epistémica, rechaza cualquier intento de enmendar la opinión con
la verdad; contrariamente al populismo, no borra la diarquía de la de-
mocracia al hacer de una opinión hegemónica el poder gobernante del
Estado. El plebiscito de la audiencia acepta la estructura diárquica de la
democracia representativa y está dispuesto a respaldar una interpretación
schumpeteriana de los procedimientos democráticos como método para
seleccionar líderes, pero reinterpreta el papel del foro público de una
manera que agranda y exagera una de sus funciones. En efecto, podemos
detectar esta forma de plebiscitarianismo siempre que consideremos la
esfera de la opinión en sus múltiples funciones –cognitivas, políticas y
estéticas– o como una actividad compleja que se refiere a la producción y
difusión de información, a la formación de juicios políticos y al reclamo de
exposición pública del desempeño de los líderes. Como he argumentado
en varias ocasiones a lo largo de este libro, la naturaleza compleja del
foro es una razón importante de la fortaleza de la democracia. También
es el ámbito en el que los cambios en la apariencia de la democracia son
más observables. En lo que sigue, analizaré primero el significado y la
teorización de la democracia plebiscitaria a través de los trabajos de sus

223
Nadia Urbinati

académicos clásicos, es decir, Max Weber y Carl Schmitt, y luego abordaré


su renacimiento contemporáneo como un plebiscito de la audiencia en
las democracias consolidadas.

La apelación al pueblo
En su significado clásico, el plebiscitarianismo implica una forma
electoral de creación de liderazgo que busca la aprobación popular (en
la siguiente sección explicaré, con más detalle, sus orígenes históricos
en la república romana y su renacimiento en el siglo xix, junto con el
gobierno representativo). En el vocabulario de Schmitt (2008: 271),
implica un reclamo de legitimidad (para eso está la aprobación) que de-
pende directamente del pueblo como el soberano que está “fuera y por
encima de cualquier norma constitucional”. Sin embargo, un soberano
agigantado no implica, de manera obligatoria, un soberano que sea demo-
cráticamente activo. La pasividad del pueblo figura en la interpretación
instrumental de la democracia procedimental. Es así que para Joseph A.
Schumpeter (1942: 284-285): “Democracia significa solo que la gente
tiene la oportunidad de aceptar o refutar a los hombres que los van a
gobernar”. La aprobación es el tema central del plebiscito como un signo
de investidura y confianza. A diferencia del populismo, que encarna el
ideal de la movilización, la democracia plebiscitaria reduce el papel de
la ciudadanía activa para enfatizar la respuesta reactiva de las personas
a las promesas, hechos, decisiones y apariciones de los líderes. La otra
cara de la apelación al pueblo es la transparencia: si el líder acude a la
gente en busca de aprobación, estos tienen derecho a pedir la exposición
pública del líder. La transparencia es el precio de la aprobación. Estos
dos fenómenos se atraen y dan sentido a la confusión plebiscitaria entre
“popular” y “público”. Desarrollaré este aspecto fundamental al discutir
las ideas de Schmitt y mostraré que, al seguirlas, los demócratas plebis-
citarios contemporáneos ponen la transparencia en primer lugar y le dan
un rasgo teatral a la pata de opinión de la diarquía. Argumentan que, en la
democracia moderna, el paradigma de la autonomía política cede el paso
al del espectador, que hace de la “exposición del líder” el primer objetivo
de la política democrática (Green, 2010: capítulo 2). La democracia ple-
biscitaria es una celebración de la política de la pasividad.
Como el populismo, el plebiscitarianismo tiene vocación cesa-
rista. Weber (1994: 221) pensó que, cuando las masas se activaban

224
Democracia desfigurada

democráticamente, el plebiscito era el instrumento que un líder carismá-


tico podía utilizar para sellar su carisma ante la mirada del pueblo y con
su aprobación formal. En este punto, las instituciones representativas y
las reglas constitucionales entran en escena como estrategias para evitar
que el líder democrático plebiscitario se convierta en un dictador plebis-
citario. Los parlamentos y la constitución formal, según Weber, no son
importantes porque regulan el consentimiento y controlan la legitimidad,
sino porque proporcionan lo que el líder carismático no puede: estabili-
dad institucional, la preservación del orden legal y una sucesión gradual
en el liderazgo. Las restricciones legales son auxiliares al liderazgo y son
importantes en el previsible caso de que el líder pierda la confianza de las
masas, hecho que, por supuesto, nunca podrá ser excluido (ibíd.: 222).
Así, Perón, Chávez y, en cierta medida, Berlusconi son líderes populistas
y también cesaristas, en el sentido weberiano, ya que buscan la confianza
y la fe de las masas, pero también quieren la aprobación del pueblo con
un voto formal y no rechazan tener un parlamento. Lo que rechazan es el
control de su poder de decisión por parte de las instituciones no políticas,
como la Corte Suprema o Constitucional. Lo que buscan es el contacto
directo con la audiencia (“Chávez pasó más de 1 500 horas denuncian-
do el capitalismo en Aló presidente, su propio programa de televisión”;5
Berlusconi fue, durante años, una atracción diaria en las estaciones de
televisión nacional, tanto estatales como privadas). La democracia ple-
biscitaria es una democracia presidencial de masas que minimiza la con-
cepción liberal de la limitación del poder y la división de poderes. Según
Weber, el sistema presidencial estadounidense fue un paso por delante
de la democracia parlamentaria porque mantuvo una relación directa con
el pueblo, al margen de los procedimientos electorales y, mientras tanto,
logró mantenerse dentro de la vía de la democracia constitucional.
Weber (1994: 220) pensaba que la democratización de un régimen
electoral consistía en la transición de una época en la que un líder político
era declarado o elegido por “un círculo de notables” y probado ante el
parlamento (así era, más o menos, cómo funcionaba el gobierno repre-
sentativo en la Alemania predemocrática) a una época en la que el líder
“utiliza los medios de la demagogia de masas para ganarse la confianza
de las masas y la fe en su persona”. Dentro de esta lectura, como veremos

5
Mientras tanto, Chávez “atacó Internet como ‘una trinchera de batalla’ que traía ‘una
conspiración actual’” (Morozov, 2011: 113).

225
Nadia Urbinati

más adelante, algunos teóricos sostienen que, hoy en día, los medios
parecen desempeñar un papel de control más eficaz que las estrategias
legales de frenos y contrapesos y que la división de poderes. Pero como
ha observado Jeffrey K. Tulis (1987: 133) en su clásico estudio sobre la
presidencia retórica, cuando el interlocutor principal del presidente es el
pueblo, y no el Congreso, la calidad de la comunicación o de su discurso
cambia porque su objetivo no es transmitir documentos o mensajes es-
peciales a la asamblea, sino conmover los sentimientos del público y es
allí “donde la actuación visible y audible se vuelve tan importante como
el texto preparado”. Para un presidente plebiscitario, pronunciar discur-
sos visionarios es más importante que dar información o intercambiar
argumentos razonables a las otras ramas del gobierno.
El populismo está preparado para ser la puerta abierta a una transfor-
mación plebiscitaria de la democracia en la medida en que hace funda-
mental el papel de la personalidad en la representación de la unidad del
pueblo y logra que las elecciones sean un plebiscito que corona al líder.6
Por esta razón, las democracias presidenciales están más expuestas tanto
al estilo populista de la política como a un tipo de relación plebiscitaria
entre el líder y el pueblo. Además, el liderazgo se ofrece como una cura,
una estrategia preventiva o un estancamiento, en palabras de Antonio
Gramsci, contra un “equilibrio catastrófico” de poderes. La idea de que
un líder debe ser plebiscitario se suma a la idea de que es más capaz de
gobernar. Así, algunos académicos han hecho una distinción entre el
cesarismo y el plebiscitarianismo bajo el argumento de que el primero es
una categoría que pertenece al género autoritario de gobierno, mientras
que el segundo pertenece, en cambio, al género de la democracia (Pou-
lantzas, 2000: 203-216). Sin embargo, al igual que los “malos” y “buenos”
demagogos descritos por Aristóteles, el cesarismo también puede tener
diferentes connotaciones, por lo que podemos interpretar a la presidencia
popular como una especie de cesarismo democrático, una categoría que se
ajusta, por ejemplo, a la presidencia wilsoniana (Tulis, 1987: capítulo 5).
De todos modos, y a pesar del factor energizante que un líder fuerte debe
tener, es cierto que el cesarismo está peligrosamente abierto a soluciones
que limitan la Constitución y la división de poderes. En casos extremos,
cuando el líder propone soluciones autoritarias, el gobierno que dirige

6
Con relación a Weber, el vínculo entre liderazgo plebiscitario y populismo ha sido pre-
visto por Rune Slagstad (2012: 122-123) y Sven Eliaeson (1998).

226
Democracia desfigurada

no necesita ni siquiera apoyarse en el consentimiento electoral y, mucho


menos, en la comunicación o apelación al parlamento. Así, la mayoría
de las veces, termina inaugurando un estado de policía con propaganda
que orquesta el consentimiento popular. La solución cesarista muestra
que comenzar con la confianza o aprobación de la gente no es garantía
suficiente para calificar a un régimen de democrático, porque no es su-
ficiente para garantizar el control y la rendición de cuentas. Se necesitan
otras instituciones y procedimientos, que los plebiscitarios descuidan.
Un factor crucial es la forma de aprobación del pueblo. Ahora explicaré
qué es lo que hace la gente cuando vota en un plebiscito.

¿Qué es un plebiscito?
El plebiscito romano fue una decisión por sí o no de la plebe a raíz
de una propuesta del tribuno. A lo largo de los siglos, esta forma de de-
cisión se ha utilizado para dar una señal de aceptación a un hecho o un
curso de acción que ya había sido decidido por el Estado o por un líder.
El significado de consenso plebiscitario es una pronunciación popular
más que una decisión popular. Por lo tanto, Green (2010: 32) insiste,
correctamente, en que la democracia plebiscitaria es opuesta al activismo
ciudadano y, de hecho, a la proclamación del principio de “ciudadanos
gobernados”.7 Como una pronunciación a favor o en contra, pero no de
acuerdo con la normalidad procesal como el referéndum o la votación de
un representante, esta forma de participación popular sanciona un evento
excepcional; es una búsqueda de confianza, más que una elección que
busca limitar el poder o responsabilizar a los electos.8 Algunos ejemplos
históricos pueden ser útiles para aclarar la diferencia entre el plebiscito
y la elección.
Napoleón Bonaparte celebró plebiscitos en varias ocasiones cruciales
del cambio de régimen que inició. Por ejemplo, en 1800, cuando buscó
la aprobación del pueblo para su nueva constitución, después del gol-
pe de Estado, en el directorio, del 18 y 19 de brumario de 1799. Esto
significó que “ponía fin a la revolución” y se convertía en un dictador

7
Véase Fergus Millar (2005: 13-14) y Lintott (2004: 53-55).
8
Schmitt (2004: 62) explicó la diferencia entre el tipo de referéndum, que pertenece al
sistema de Estado legislativo parlamentario (es decir, derogatorio o proposicional de leyes
que el parlamento decide o decidirá), y el otro tipo, en el que “‘el pueblo’ emerge como
el exclusivo, figura definitiva de un sistema democrático-plebiscitario”.

227
Nadia Urbinati

militar en el papel de cónsul vitalicio. Luego, en 1802, quiso santificar


ese decición con un plebiscito (Woloch, 2004: 32),9 como lo hizo con
la designación de sí mismo como emperador en 1804 (ibíd: 44). El rey de
Saboya utilizó un plebiscito en 1861 para buscar la aprobación popular
de los habitantes (con un amplio sufragio masculino) de las regiones
del norte de Italia, que anteriormente estaban constituidas por militares.
Un plebiscito también puede tener un uso democrático. Su uso más de-
mocrático es cuando se decide sobre un cambio de régimen, como en el
caso de Italia con la decisión popular entre la república y la monarquía
del 2 de junio de 1946 o con la decisión de 1992 sobre la secesión en la
República Checa o Eslovaquia. En estos y otros casos similares en los que
el voto está destinado a abrir una nueva fase democrática y no a coronar
a un líder, un plebiscito se identifica con un referéndum constitucional
o, para usar las palabras de Václav Havel, una decisión radical tomada de
“manera civilizada” (Young, 1994: 14).
Estos diferentes ejemplos tienen en común lo siguiente: muestran que
lo que busca un plebiscito es el apoyo directo de un líder o una propuesta
por parte del pueblo y así eludir cualquier intermediación institucional.
Además de estos significados y usos técnicos, se supone que un plebiscito
también tiene un fuerte significado simbólico e impacto emocional en la
gente porque es un acto de fe en el futuro, una confianza o una promesa
sobre algo que un líder o un nuevo régimen promete hacer. Así, Ernest
Renan lo usó para darle importancia al compromiso de la nación con su
propio pasado y futuro. Lo usó como una promesa por la cual una nación
selecciona, de su pasado histórico, qué retener o descartar, en vistas de
definir su identidad cultural y fortalecer su voluntad de promoverlo y pro-
tegerlo siempre. Un plebiscito expresa una especie de consenso religioso o
un reconocimiento solemne de un comienzo o renovación (Renan, 1887:
278, 285, 295-296 y 299). Cuando se presenta como la aprobación de un
líder, es un acto de identificación con sus hechos, palabras y promesas.
Esto explica por qué la principal preocupación del líder es la abstención
más que el rechazo. De hecho, es la alta participación en el plebiscito,
más que la mayoría de los votos en sí misma, lo que sella la adhesión del

9
El propio Bonaparte formuló la propuesta que debía votar el pueblo francés: “¿Debe
Napoleón Bonaparte ser nombrado primer cónsul vitalicio?”.

228
Democracia desfigurada

pueblo a sus planes.10 Contar votos no es tan importante como el espec-


táculo de mostrar consenso.
Volvamos, entonces, al significado romano y a la razón por la cual,
desde esa época, el plebiscito se ha utilizado como una estrategia para
reforzar la obediencia, la devoción o la fe y fortalecer la solidaridad de la
plebe con su líder (su unidad bajo y a través de él). Creado en 494 a. C.
como concesión de los patricios a los soldados plebeyos que se negaron
a combatir, se exiliaron en el Aventino y pidieron el derecho a elegir a su
propio funcionario, el tribuno de la plebe representaba la protección más
importante de la libertad en Roma. No procedía de la clase aristocrática
o senatorial (de donde debían originarse las magistraturas romanas), por
eso no era votado por todo el pueblo de Roma (plebeyos y patricios), sino
solo por los plebeyos. Esto implicó que el tribuno no fuera propiamente
un magistrado. Por esta condición se explica por qué tuvo que ser “sacro-
santo”. Que el tribuno fuera sacrosanto significaba que necesitaba estar
protegido de la familia aristocrática “mediante la interferencia divina o
la venganza popular” (Weber, 1950: 325-326, capítulo 28). El tribuno
adquirió su carácter sacrosanto por la promesa del pueblo de matar a
quienquiera que le hiciera daño o interfiriera con él mientras estaba en
Roma y durante su mandato. El sacrosanto selló su unidad con la plebe
al convertir cualquier delito contra él en un delito contra la plebe (de
hecho, dañar a un tribuno, ignorar su veto u obstruir su función se tra-
dujo de facto en una restricción del derecho de la plebe para resistir a los
abusos de los magistrados). El sacrosanto implicaba, al mismo tiempo,
una protección del tribuno y de las prerrogativas de la plebe, en la medida
en que el tribuno era el garante de las libertades civiles de los ciudadanos
romanos contra el poder estatal arbitrario.11
El plebiscito era, pues, un acto que significaba la unidad de los plebe-
yos, porque santificaban la confianza y la fe en su líder. Este es el aspecto
que mejor ilustra la diferencia entre el plebiscito y el derecho al voto en
un sentido democrático moderno, que enfatiza el juicio de cada ciudada-
no en el acto de tomar una decisión y el aspecto agregado del resultado

10
En el plebiscito francés de 1802, la preocupación oficial no se centró en la perspectiva
del “no”, sino en la abstención (Woloch: 2004: 34).
11
Sobre la creación del tribuno, véase Tito Livio (1922: 33-34, iii, ix: 6-12). Sobre las
prerrogativas del tribuno, véase Lintott (2004: 120-128).

229
Nadia Urbinati

de su voto.12 Votar en una elección política divide al pueblo en partidos


e intereses, pero votar en un plebiscito crea una unidad más allá de sus
divisiones internas.

Voto versus plebiscito


Votar en una elección política es una cuestión de preferencia y de
confianza juntas; la paradoja es que cuantos más votos tengan que ver
con la confianza, menor es su función como dispositivo de control. La
alineación ideológica o la fe y la elección individual están en una relación
tensa, y esto es lo que hace que las elecciones sean divisorias. La elección
depende de varios factores, como la amplia difusión de información,
interpretaciones y opiniones que tanto la prensa como las asociaciones
intermediarias, desde los partidos hasta las asociaciones civiles, contribu-
yen a propagar. Por lo tanto, también se basa en la creencia (por la razón
adicional de que la información llega a los electores, aunque significa
que ellos no la producen ni controlan, como he mostrado en el capítulo
1), lo que significa que la cognición no siempre es el factor determinante
que motiva las decisiones electorales. Ciertamente, como Bolingbroke
(1997: 85-86) dejó claro en 1734, sin confianza en la constitución, las
“divisiones” partidarias son destructivas. Además, como ha explicado una
impresionante literatura sobre el comportamiento electoral en un cuerpo
de investigación empírico centenario, los ciudadanos deben esperar que
los candidatos y, luego, los electos actúen de acuerdo con su promesa
para que las elecciones funcionen como un sistema válido de designación
de representantes. Sin esta creencia, no podrán predecir cómo se van a
comportar los candidatos y, por lo tanto, juzgarlos en consecuencia. Pero
si esta creencia juega un lugar importante, tendrán poco control sobre
los elegidos.13 En resumen, la información es un componente parcial que

12
Cuando, después del Tratado de Amiens, el Senado y el Tribunal buscaban la mejor
manera de mostrarle la “gratitud” de la nación francesa a Napoleón, no pensaron que
un voto de confianza sería apropiado porque la votación en el Senado era considerada
como obra de intriga e impura (Woloch, 2004: 30). Sobre el significado individualista
del derecho de voto (tanto de los ciudadanos como de sus representantes), véase Pierre
Rosanvallon (1992: 167).
13
Se dice que las elecciones que se basan más en consideraciones ex ante (confianza o
fe) que en juicios ex post, más acordes con las “democracias delegativas”, son una forma
“inferior” de representación que se adapta mejor a las democracias plebiscitarias y popu-
listas. Ver Susan C. Stokes (1999: 100). Sobre la proporción inversa, entre la identificación

230
Democracia desfigurada

la creencia integra. La creencia es fundamental porque el futuro es la


perspectiva en relación con la cual los votantes eligen a un candidato, ya
que no tienen toda la información que necesitan para hacer una elección
perfectamente racional (suponiendo que este tipo de elección sea factible).
La creencia o la confianza se aplica a todas las relaciones sociales como
condición sin la cual ciudadanos extraños entre sí y con escasa informa-
ción no podrían coordinar su comportamiento.14 Por eso, la confianza ha
sido considerada como el tejido de la sociedad y su destrucción como el
más desastroso acontecimiento. Destruirlo –escribió Thomas Schelling
(1984)–, es “estropear la comunicación, crear desconfianza y sospecha,
hacer que los acuerdos no se puedan cumplir, socavar la transición, reducir
la solidaridad [y] desautorizar el liderazgo”.
Sin embargo, votar en un plebiscito implica solo uno de los dos com-
ponentes de la votación porque opera el propósito de demostrar la inten-
sidad de la fe de la gente en un líder propuesto. Aquí, la responsabilidad
está totalmente fuera de lugar y votar es aclamación en lugar de elección
(Schmitt, 2008: 270). Lo que cuenta es la confianza y la popularidad,
más que la información, dijo el presidente Woodrow Wilson (1952: 29):
“La persuasión es una fuerza, pero no es información; y la persuasión se
logra arrastrándose en la confianza de aquellos a quienes se lidera”. A
diferencia de la elección de un representante, el plebiscito no condiciona
los hechos del electo, sino que confirma o acepta su papel rector. Los
plebiscitos no son para responsabilizar al líder, sino para popularizarlo.
De ahí que Weber (1994: 221) destaque que también se puede utilizar
un plebiscito para sancionar a un dictador:
O el líder surge por la vía militar, como el dictador militar, Napoleón I,
que luego confirmó su posición mediante un plebiscito. O se levanta por
la vía civil, como un político no militar (como Napoleón III) cuyo reclamo
sobre el liderazgo es confirmado por el plebiscito y luego aceptado por
los militares.
Debemos tener en cuenta estos dos aspectos: la aprobación “plebe-
ya” y su carácter antielectoral, porque son, como veremos, los pilares
sobre los que descansa la interpretación moderna de la democracia

ideológica de las elecciones y los candidatos y la función de rendición de cuentas, véase,


también, Jane J. Mansbridge (2003).
14
Para el caso interesante de la destrucción de la fe y la confianza, véase Antony Pagden
(2000: 127-1414).

231
Nadia Urbinati

plebiscitaria.15 En suma, si el plebiscito se incluye dentro de la democracia


es por la modalidad formal del consentimiento popular que importa. Sin
embargo, esto no es suficiente para convertir a un líder aclamado en un
líder democrático.

Forma y materia
Weber fue el primer autor que dio lugar a la transición hacia la política
plebiscitaria como una transición hacia la democratización. También fue
el autor que disoció radicalmente la democracia de la constitución. El
control y la estabilidad provenían de las instituciones estatales, y no de
la democracia, lo que, para Weber, como para los teóricos plebiscitarios
posteriores, significaba, esencialmente, una acción de masas externa al
orden legal, como una energía pura y proteica.16 La concepción política
de Weber descansaba en una visión polarizada de la forma y la materia: la
vida en la jaula del legalismo y el racionalismo y la vida de lo extraordi-
nario que le daba a la política una nueva energía e, incluso, la poesía del
heroísmo (Weber, 1992: 182).17 En esa materia sin forma, el líder pondría
su marca.18 Dentro de un escenario de democracia de masas, el parlamento
desempeñaba una función importante, pero no como fuente de legitimi-
dad política (que se otorgaba al consentimiento plebiscitario del pueblo)
sino como medio de control (sobre el líder plebiscitario) y estabilidad (de
la democracia) (Baehr, 2004: 164). Según Wolfgang Mommsen, Weber
pensaba que el líder y el parlamento deberían trabajar en conjunto para
neutralizar lo peor de ellos, si se los tomaba por separado, y enfrentar
el desafío proveniente del crecimiento de la burocracia, el verdadero ob-
jetivo de la democracia plebiscitaria de Weber.19 La visión maquiavélica
del conflicto político como un mecanismo que empodera y crea grandes
personalidades es una lectura posible y legítima de la crítica de Weber al
15
Cf. Peter Baehr (2004: 163-164).
16
Según Ernest Kilker (1989: 446), el “Parliament and Government…”, de Weber fue “un
esfuerzo por influir en la opinión sobre la cuestión constitucional” con el fin de “esbozar
la condición previa para parlamentos efectivos”, pero también un “llamado a favor de un
sistema que dé lugar a un grado considerable de liderazgo plebiscitario”.
17
Cf. Andreas Kalyvas (2008: 17-21).
18
Sobre el irracionalismo y el nietzscheanismo romántico de Weber, véase, entre otros,
Luciano Cavalli (1995).
19
Véase Max Weber (1958a: 216 y 220) sobre bureaucracy. Esta interpretación parlamen-
taria se puede encontrar en Wolfgang J. Mommsen (1974: 72-94).

232
Democracia desfigurada

burocratismo parlamentario.20 Sin embargo, el llamado de Weber al líder


como un rejuvenecimiento de la democracia estaba destinado a superar
las restricciones de la democracia parlamentaria y las limitaciones legales
de la constitución. Un líder carismático que vivía para la política tenía
la capacidad (y la gente le daba la fuerza que necesitaba) para romper
la normalidad del legalismo y anular la limitación al poder de toma de
decisiones que había creado el constitucionalismo.21
La comprensión de Weber (1958: 246) del liderazgo pasó por una re-
flexión estilizada sobre los Estados antiguos, ciertamente Atenas y Roma:
… permaneció atrapado dentro de la visión de las masas como fundamen-
tal para ser rechazado o trabajado. La distinción se establece de manera
inherente en un modo trágico: el estadista solo puede controlar o rehacer a
las masas hasta cierto punto, y durante un cierto período de tiempo, antes
de que se salgan de su mando y él se convierta en su víctima.22
De hecho, fue la descripción de Theodor Mommsen (1900, v. 5: 325,
capítulo 11) sobre Julio César como el jefe de la “nueva monarquía” lo que
pudo poner fin a la conflictiva y corrupta “vieja república” que inspiró a
Weber. Al igual que Pericles, César fue un demagogo capaz de transfor-
mar el apoyo de la gente en una fuente creativa de energía que cambió
el carácter de su Estado, a nivel nacional e internacional.23 Este era el
modelo weberiano de líder plebiscitario, un “estadista genuino”, escribió
Mommsen sobre César, quien “no sirvió al pueblo por recompensa, ni
siquiera por la recompensa de su amor, sino que sacrificó el favor de sus
contemporáneos por la bendición de la posteridad y, sobre todo, por la
permisión para salvar y renovar su nación” (Mommsen, 1900, v. 5: 324).

20
Contra Mommsen, David Beetham (1985) argumentó que el pensamiento de Weber
evolucionó hacia una noción más individual del líder que tendía a separarse del parla-
mento, una transición que registra la trágica trayectoria de la historia alemana. Igualmente
crítico de la interpretación benigna de Mommsen fue Kilker (1989).
21
Para un paralelo profético entre Marx y Weber sobre el efecto bloqueador de la alienación
y la normalidad en la creatividad, véase Karl Lövith (1982).
22
Cf. Lane (2012). Para Weber (1958: 246): “El carisma solo conoce la determinación
interior y la moderación interior”.
23
Para una discusión interesante sobre el potencial y el riesgo del liderazgo carismático en
tiempos de crisis internacional y la distinción entre “liderazgo democrático” (Roosevelt y
Churchill) y “liderazgo ideológico” (Mussolini, Hitler y Stalin), véase, respectivamente,
Arthur Schlesinger y Carl J. Friedrich (1961: 16). La concepción del liderazgo carismático
presupone la naturaleza irracional de las masas.

233
Nadia Urbinati

Dentro de este modelo, la política plebiscitaria era idéntica a la demo-


cracia, una vez que la última no se expresó como un consentimiento por
“elección regular” sino como una “confesión popular de creencia en la
vocación de liderazgo” a través de la aclamación (Weber, 1994: 220-221).
Esta identificación era ineludible porque la democracia era, para Weber,
en masa o no era. De hecho, para ser capaces de cualquier tipo de acción
funcional, instrumental o racional (para producir cualquier efecto que
no fuera simplemente anarquía), las masas necesitaban un líder, al igual
que un líder necesitaba que las masas revelaran su carácter al mundo.
El carisma era un destino, y no una elección: por eso, la representación
electoral estaba fuera de lugar, porque, aunque pueda ser escenificado,
el carisma no se puede fingir ni ser un artefacto falso que haga líderes y
propagandistas astutos.24
Después de Weber, el dualismo entre materia y forma se ha convertido
en el paradigma del plebiscitarianismo como democracia en acción. Su
opuesto era la democracia electoral y parlamentaria como democracia
letárgica. En este sentido, el elemento plebiscitario está presente en todas
las teorías electorales de la democracia que consideran a las elecciones
como una confesión de la impotencia de las masas para actuar sin líde-
res.25 Schumpeter (1942: 284 y 287) llamó a su doctrina anticlásica de
la democracia una “teoría del liderazgo competitivo”, incluso aunque
se resistió a la conclusión de que el gobierno debía depender del pueblo
directamente para sus actos corrientes. Pero es la dependencia directa del
gobierno en la opinión del pueblo lo que enfatiza la democracia plebisci-
taria. Dentro de este esquema, el dualismo radical que plantea entre los
aparatos estatales y las masas fomenta una ideología de antiparlamenta-
rismo. De hecho, a partir de la idea de que la política parlamentaria es
enemiga de la demagogia, es posible saltar a la conclusión (como no hizo

24
De ahí que Weber (1994: 219) criticó “la visión popular entre nuestros pequeños littéra-
teurs” que interpretaron la cuestión del efecto de la democratización como una verdadera
manipulación que el demagogo perpetra sin escrúpulos.
25
La función de las elecciones no es, según Sartori (1965: 108), “democratizar la de-
mocracia, sino hacer posible la democracia. Una vez que admitimos la necesidad de
elecciones, minimizamos la democracia porque nos damos cuenta de que el sistema no
puede ser operado por el demos mismo”. Ver la reafirmación de esta caracterización en
Sartori (1987: 102-110).

234
Democracia desfigurada

Weber) de que la verdadera democracia significa restarle importancia a


la función del sufragio electoral y al control institucional que genera.26
Sin duda, según Weber (1994: 221), la organización parlamentaria
de la política era más antagónica al plebiscitarianismo que al cesarismo
militar o, incluso, que a la dictadura. De hecho, este último podría gozar
del apoyo de las masas, como en el caso de Pericles o Napoleón, pero
la política parlamentaria acabaría con la demagogia: “Toda democracia
parlamentaria, también, busca asiduamente, por su parte, excluir los
métodos plebiscitarios de elección de líderes porque amenazan el poder
del parlamento”.27
Weber puede ser nuestra guía para entender los siguientes factores
como los puntos de partida de cualquier forma plebiscitaria de democra-
cia: un dualismo agudo, mejor dicho, un conflicto entre el orden legal y
el orden de las masas y la afirmación de que las masas son la fuente de
autorización del líder, fuera o más allá de los procedimientos representa-
tivos que, como las elecciones, imponen un reclamo de responsabilidad
(pero la naturaleza irracional de las masas excluye tanto la autorización
electoral como la rendición de cuentas). Por lo tanto, la transición a la
democracia plebiscitaria es más que simplemente retórica; es un cambio
en la figura de la democracia porque es una caída de su forma procesal,
que está preparada para ocurrir más fácilmente en un sistema presidencial
que en uno parlamentario y en una sociedad que depende de un sistema
omnipresente de medios de comunicación. La idea del presidente como
líder popular se ha convertido en lo siguiente:
… una premisa incuestionable de nuestra cultura política. Lejos de cues-
tionar el liderazgo popular, los intelectuales y columnistas han apoyado el
concepto y apelan a un llamado constante para un mayor o mejor liderazgo
de la opinión popular. Hoy en día, se da por sentado que los presidentes
tienen el deber constante de defenderse públicamente, promover inicia-
tivas políticas en todo el país e inspirar a la población. (Tulis, 1987: 4)

26
La interpretación del papel del plebiscitarianismo en el pensamiento político de Weber
es objeto de una abundante literatura. Cito simplemente a los protagonistas de dos in-
terpretaciones representativas: David Beetham (1985), según quien el respaldo de Weber
al plebiscitarianismo coincidió con una ruptura en su pensamiento hacia una solución
irracionalista y nietzscheana, y Mommsen (1974), según quien, más que ser un punto de
inflexión, el respaldo de Weber coincidió con su profunda preocupación por el declive
del poder nacional alemán en la política europea.
27
Cf. Baehr (2004: 164-166).

235
Nadia Urbinati

Ser popular es la virtud que hace que la rendición de cuentas sea menos
importante. Por supuesto, podemos cuestionar la eficacia del reclamo de
responsabilidad. El punto es que la propia existencia de una forma de
elección que conlleva este reclamo introduce algo que es crucial: separa
al pueblo de los elegidos y posiciona a los elegidos para cuestionarlos y
controlarlos. Los electos son responsables de “la forma en que se toman
e implementan” las decisiones públicas (Dunn, 1999: 330). Para un pre-
sidente, comunicarse con el pueblo a través del parlamento o el Congreso
implica evitar el estilo que permite la comunicación directa y, por lo tanto,
estar más atento al carácter deliberativo de su retórica que a su carácter
emocional y más cauteloso a la hora de justificar su discurso con pruebas.
Hablar con el parlamento es hacer públicos los problemas; hablar con la
gente los está volviendo populares (Tulis, 1987: 46).28
Como Schmitt dejó en claro rotundamente, el plebiscitarianismo con-
siste en eliminar toda distancia (de juicio y opinión) entre el líder y la
gente. Así, se fusiona “público” y “popular” y se eluden los procedimientos
y las regulaciones que la democracia constitucional había ideado para
domesticar también a la minoría (los demagogos) y no solo a la mayoría.
Pero como acto de aclamación o fe, un plebiscito no contiene ninguna
búsqueda de control, discurso regulado y responsabilidad. Además, la
rendición de cuentas electoral pretende eliminar la arbitrariedad y regular
la temporalidad política vinculando las decisiones con el futuro (promesa)
y el pasado (ajuste de cuentas) de su actualización, más allá del momento
de su iniciativa. Según Dunn (1999): “La característica distintiva de la
rendición de cuentas de la democracia moderna es el intento de controlar
tales peligros no en el momento de (o antes de) la elección pública, sino
sobre la base de la evaluación e iniciativa posterior”. Responsabilidad del
líder y una temporalidad regulada son las dos características que la de-
mocracia representativa impregna en la política y a las que la democracia
plebiscitaria se opone.

28
Véase Stephen Holmes (2012: 225-235). La concepción dualista de la vida política se basa
en una noción electoral de democracia representativa, como en Bruce A. Ackerman (2012).

236
Democracia desfigurada

El público visual contra el voto secreto


Rondando sobre la diferencia entre elección y aclamación, Schmitt
radicalizó el argumento plebiscitario de Weber y agregó una especificación
crucial que descarrilaría el plebiscitarianismo de la vía del constitucio-
nalismo liberal y las funciones de control parlamentario por completo:
atacó el voto secreto, la base de la democracia representativa, contra el
cual opuso al plebiscito como la expresión más verdadera de la voz del
pueblo.29 Mientras que Weber criticaba los efectos débiles y debilitantes
de la política de partidos y la democracia parlamentaria en la política
nacional, Schmitt fue al meollo del problema y cuestionó la organización
procedimental de la democracia electoral al momento de su fundación en
el siglo xviii: el derecho individual al sufragio en forma de voto secreto. No por
casualidad, criticó la Revolución francesa de 1789 por su carácter liberal,
que produjo una “democracia burguesa (constitucional)” basada en los
derechos del ciudadano individual (Schmitt, 2008: 102-103 y 127-132).30
Schmitt (2008: 274) continúa de la siguiente manera:
Sin embargo, según la regulación actual del método de los votos individua-
les y secretos, él [el individuo] se transforma, precisamente, en el momento
decisivo en un hombre privado. El secreto electoral es el punto en el que
se produce esta transformación y la reconfiguración de la democracia en
la protección liberal de lo privado. Esto es, quizás, uno de los arcanos de
la democracia burguesa moderna”.
Los arcanos como opuestos a la publicidad son paralelos al voto secreto
como opuesto al plebiscito. Los argumentos en contra del voto secreto se
generalizaron en gran medida en el siglo xix, y no solo entre los críticos
del liberalismo.31 Schmitt persistió en la defensa del voto abierto en el
29
Sobre la relación de Schmitt con el pensamiento político de Weber y, en particular, con
el liderazgo plebiscitario y carismático, véase Wolfgang J. Mommsen (1984: 89), Slagstad
(2012: 103-130) y John McCormick (1997: 135).
30
Así, la forma de la presencia del “pueblo soberano” en el público es lo que marca la
diferencia, como veremos. Plebes-demos se caracteriza por la convergencia de la presencia
y la opinión de la gente. La estructura diárquica se supera en el carácter monárquico del
soberano colectivo que se proclama, pero no en la organización institucional (como en
el caso, por ejemplo, de Sieyès) sino en la propia asamblea del pueblo para la cual la “la
regla de la opinión” solo designa “democracia” (ibíd.: 272-275). Para un análisis de la
teoría constitucional de Schmitt, véase Ellen Kennedy (2004: 119-153).
31
Analicé este fenómeno en relación con el debate inglés a mediados del siglo xix en
Urbinati (2002: 104-122).

237
Nadia Urbinati

siglo xx y lo hizo explícitamente para disociar la democracia del libera-


lismo y enfrentar uno contra el otro. Su proyecto se mantuvo constante
a lo largo de su vida y perteneció a una definición del público radical-
mente antiliberal. “La igualdad de derechos tiene sentido donde existe
la homogeneidad” y no significa que una “persona adulta, simplemente
como persona (...) eo ispo igual políticamente a todas las demás personas”
(Schmitt, 1994: 10-11). Por lo tanto, para que sea la voz del pueblo, el
voto debe ser separado de la “persona” (el ciudadano individual) y ma-
nifestarse como la expresión pública de la voluntad de las masas.32 Así,
la forma de manifestación juega un papel central.
En su ataque al voto secreto, Schmitt introdujo una nueva concepción
del público que no estaba anclada en los derechos individuales y en su
garantía contra los abusos del poder estatal, sino que estaba destinada a
reproducir la representación estética o visual y teatral del soberano. Su
ataque, por tanto, no fue contra los arcana imperii como en la tradición
kantiana de lo público, sino contra lo privado como representación indivi-
dual (a través del voto secreto) de la autoridad soberana. La apelación de
Schmitt a la visibilidad tenía por objeto eliminar el contrapoder anárquico
o disidente que incubó el derecho individual al sufragio. Su movimiento
fue perfectamente racional ya que su objetivo era restaurar la autoridad
estatal y no responsabilizar al gobierno ante los electores. Según Schmitt
(1994: 37): “La creencia en la opinión públicano es tanto una cuestión de
opinión pública como una cuestión sobre la apertura de las opiniones”.
Esta visión antiliberal, que tiene en su núcleo lo visual más que la articu-
lación de ideas e intereses en una práctica comunicativa entre ciudadanos
iguales, resurge en el renacimiento del plebiscitarianismo contemporáneo.
Schmitt planteó la definición antiliberal más completa del público
cuando lo identificó con lo visual. Este es el sentido de su ataque contra
el voto secreto. Mientras que para los críticos del voto secreto del siglo xix,
entre ellos, liberales como John Stuart Mill, esa forma de voto personifica-
ba un declive de la virtud política y la licencia para usar el poder político
para la promoción de intereses privados (o, como en el vocabulario de
Bentham, “intereses siniestros”), Schmitt lo criticó desde una perspectiva
que nada tenía que ver con la tradición cívica o republicana, sino que tenía
una preocupación básica: la restauración de la autoridad del Estado. El

32
La identificación de la soberanía popular con la democracia de masas ha sido bien
captada por Kalyvas (2008: 96-100).

238
Democracia desfigurada

dogma teológico del catolicismo le ofreció el paradigma para cumplir su


objetivo. El movimiento de Schmitt adquirió el significado de una crítica
a la modernidad tanto liberal como protestante.
De manera similar a los teólogos católicos en los debates posteriores a la
Reforma sobre el dogma de la transubstanciación, o la presencia de Cristo
en la eucaristía, Schmitt argumentó que la soberanía del pueblo era una y
la misma cosa que su aparición en el plebiscito: así como el símbolo de la
eucaristía era el mismo cuerpo de Cristo, la aclamación fue el cuerpo del
pueblo. La forma era la sustancia. La partícula era el símbolo que revelaba
la presencia de una entidad misteriosa que escapaba a toda comprensión
racional.33 En cuanto a la política, no sería a través de la discusión que el
pueblo podría alcanzar la unidad de sus partes. Esa unidad debería verse
simplemente en acción, antes de cualquier estrategia discursiva. No había
palabras que pudieran transmitir lo que pensaba el pueblo, más que en el
caso del misterio de la encarnación y el cuerpo de Cristo que se convirtió
en pan.34 El símbolo servía para revelar, y no para explicar. Para aplicar
la noción de soberanía de Schmitt, en palabras de Pierre Bourdieu (1990:
133), podemos decir que la soberanía representa, en todos los aspectos,
una lucha “para producir e imponer una visión de la palabra”.
Así, las elecciones, en lugar de crear una distancia entre los ciudadanos
y los líderes (una distancia que, como vimos, da sentido a la búsqueda
de rendición de cuentas), debe servir para unificarlos y borrar toda di-
ferencia. Las elecciones son democráticas en la medida en que anulan el
razonamiento individual. El control y la limitación están totalmente fuera
de lugar porque el símbolo es idéntico a la materia, y no un procedimien-
to por el cual los individuos promueven sus puntos de vista o intereses
interpretativos. Es evidente que el rechazo de Schmitt al voto secreto y
su sustitución por la exposición pública de la voz del pueblo (ver la voz
a través de la muestra de votos) es el lugar de formulación pública más
radicalmente antiliberal del siglo xx.35 Lo ocular es el público.
33
Para un ejemplo interesante del choque sobre la interpretación de la eucaristía y los
símbolos religiosos en los debates que siguieron a la Reforma, véase el análisis del caso
ejemplar del Coloquio de Poissy (1560-1561) realizado por Nugent (1974).
34
La fuente de la analogía de Schmitt entre el poder soberano y la teología católica fue
Joseph de Maistre y, además, Donoso Cortés, dos figuras centrales del antimodernismo
y el antiliberalismo en la época posterior a la Revolución francesa; véase en particular
Schmitt (1985).
35
La antítesis de la idea de Schmitt del voto abierto es, por supuesto, la teoría de la demo-
cracia electoral de Kelsen (2013: en particular, capítulo 8 sobre “elección de líderes”), tal

239
Nadia Urbinati

Público en el vocabulario de Schmitt no significaba “interés público” o


“interés general”, sino la forma de manifestación del soberano. Ni siquie-
ra implicó una fuerza contra la tendencia del poder estatal a ocultar sus
intenciones y hechos. Schmitt le opuso al público ocular la idea ilustrada
(y, en particular, la de Kant) de la publicidad del poder estatal contra el
estado absoluto. La Ilustración utilizó la publicidad para domesticar al
Leviatán. Schmitt la usó para hacer al Leviatán más fuerte y más absoluto
en su autoridad porque sería afirmado por la voz y el rostro de las masas
mismas, más que por el resultado de un acuerdo entre los individuos. Por
lo tanto, el público que menciona Schmitt se refiere a lo que era visible
o se hacía en público. Lo contrario era el arcanum, que nada tenía que
ver con la naturaleza del tema y, en ese sentido, no era contrario a los
intereses privados per se. De hecho, si un interés privado podía recibir el
apoyo de un plebiscito, se hacía público de inmediato. Arcanum implicaba
no hacerlo en público o hacerlo de forma cubierta y oculta.
En este sentido, la forma, y no el contenido, era crucial. Lo que el
soberano decidía era, en sí mismo, público y en ese momento no se jus-
tificaba ningún juicio que indagara sobre el contenido de las decisiones
del Estado porque no existía una perspectiva normativa fuera de la voz
expresada y visible del soberano. El contenido de lo que se hacía público
era irrelevante. Por ejemplo, los ministros de relaciones exteriores per-
seguían en secreto los intereses del Estado porque no querían que sus
enemigos los vieran ni escucharan. Schmitt no se oponía a este arcano, ni
al vasto ámbito de las decisiones discrecionales que el ejecutivo tomaba
lejos de los ojos de la gente. Excluía el secreto solo para las elecciones o
en la expresión de la opinión del soberano.
La votación secreta fue, en la representación de Schmitt, el velo de la
privatización que el liberalismo puso sobre la democracia. Era una viola-
ción del principio de publicidad que acarreaba el soberano popular. Por
lo tanto, la publicidad no significaba solo lo legal o lo que la autoridad
civil ponía bajo su manto y lo hacía objeto de decisiones sancionadas bajo
la jurisdicción estatal. En cambio, significó la acción del soberano como
puesta en escena al aire libre, similar en especie a las ejecuciones públicas
en las plazas de la Europa monárquica absolutista. Según Michel Foucault
(1977: 47): “La ejecución pública debe entenderse no solo como un ritual

como la expuso durante los debates sobre la república de Weimar, y, precisamente, para
oponerse a la visión de Schmitt de la democracia de masas.

240
Democracia desfigurada

judicial, sino también como un ritual político. Pertenece, incluso en casos


menores, a las ceremonias mediante las cuales se manifiesta el poder.” En
el análisis de Schmitt, la gente se parecía mucho a la multitud que asistía
a los espectáculos de castigo en el antiguo régimen.
Los hechos realizados frente al pueblo para que este tenga la impre-
sión de que es el juez: esta es la lógica subyacente del sentido visual del
público, que abre la puerta a la propaganda más que al control o a la
vigilancia, precisamente, porque no se basa en los derechos y la liber-
tad de interpretación y contestación. Así, busca la publicidad no para
proteger a los sujetos de las decisiones arbitrarias del Estado, sino para
mostrar y probar la autoridad del público. Según Schmitt (1994: 39):
“La libertad de opinión es una libertad para los particulares” que sirve
para la competencia electoral pero no, sin embargo, para hacer la norma
pública. En este sentido, si Schmitt atacó el voto secreto fue porque este
aleja a la gente de la escena visual, similar a la decisión estatal moderna
de llevar los juicios dentro de los tribunales y someter a los imputados a
un juicio que se ejecuta a puerta cerrada, aunque sea pronunciado para
el público y de acuerdo con los procedimientos públicos (como estatales)
y por magistrados designados públicamente. El voto secreto siguió el
mismo camino que la conceptualización de la justicia del siglo xviii: en
la cabina de votación, como en el jurado, el juicio o la razón individual
se realizaba dentro (de la mente del elector o detrás de puertas cerradas)
y lejos de los ojos del público, mientras que la actuación se llevó a cabo
según procedimientos que eran públicos (acudir a las urnas o pronun-
ciarse el veredicto). Cesare Beccaria y el marqués de Condorcet, solo por
mencionar los dos teóricos que más contribuyeron a definir el carácter
y los procedimientos de esos actos públicos (y que fueron el objetivo de
Schmitt), propusieron la noción de público contra la que Schmitt lanzó
su crítica radical. Beccaria y Condorcet identificaron al público con la
discusión abierta (de ahí la libertad de expresión y de prensa) y con la
deliberación individual (de ahí el derecho de cada ciudadano a una voz
igual), y supusieron que “esta” publicidad sería “la protección más eficaz
contra los abusos políticos” (ibíd. 38-39). Kant (1991a: 55) declaró que
esta es la marca tanto de la modernidad como de la libertad “y la libertad
en cuestión es la forma más inocua de todas: la libertad de hacer uso
público de la propia razón en todos los asuntos”.

241
Nadia Urbinati

Para deshacerse de esta idea del uso público de la propia razón (el
juicio individual como esencial para la opinión pública), Schmitt atacó
el voto secreto por transformar el juicio en una cuestión de cálculo y sus
resultados en un objeto de agregación. En este sentido, los individuos
que ejercían sus derechos políticos actuaban como particulares y solo
se hacía público el recuento de sus decisiones. La sustancia era privada,
aunque revestida de pública. Y era, precisamente, esa sustancia la que
Schmitt quería hacer pública, porque solo así la votación se purgaría de su
implicación agregada y sería un acto de aclamación. La forma que tomó
la opinión en la estructura diárquica de la democracia representativa fue
el tema contra el cual Schmitt movilizó el consenso plebiscitario.
Para Schmitt, en este sentido, la forma de la presencia (el revestimiento)
era lo que constituía la naturaleza de los actores y de sus actos. Público
como hecho en público: este era el atuendo o la forma que le daba sustancia a
lo político. El “pueblo” como soberano solo podía concebirse en público.
Por lo tanto, votar en secreto y en silencio fue una garantía del particular
y un beneficio para sus intereses sociales y económicos, no una garantía
del poder del pueblo, que simplemente fue desplazado en el momento
mismo en que los ciudadanos votaron de forma individual y secreta. El
pueblo como masa no se podía reproducir a través de la voluntad y la
opinión de los individuos que acudían a las urnas. La aparición pública y
las masas eran dos aspectos esenciales y entrelazados sobre lo que Schmitt
pensaba que era la democracia. En su opinión, partir de esta noción de
público nos permitiría ver la paradoja de la democracia representativa:
el secreto como sustancia del soberano. El soberano se convierte en el
arcano, una entidad que no se controla y recibe la calificación del público
por la ley constitucional y los procedimientos que regulan las acciones
de los miembros.
Schmitt nos invita a pensar que lo que caracteriza a un régimen es la
forma o el modo en que actúa el soberano. Si lo público como un espacio
teatral es la forma de lo político, entonces, la democracia plebiscitaria
es el mejor tipo de democracia. Claramente, lo opuesto a la democracia
no sería la monarquía ni ningún otro régimen en manos de unos pocos.
Su opuesto sería, en cambio, tanto la democracia representativa como la
parlamentaria, que reemplazan la aclamación por el sufragio y estimu-
lan una especie de opinión pública anclada en los derechos y libertades
individuales, y desempeñan, así, el papel de información, conocimiento,

242
Democracia desfigurada

impugnación y defensa, no solo de reacción estética a la aparición públi-


ca de los líderes electos.36 Pero, para Schmitt, la democracia consistía en
expulsar la mente privada del votante de la opinión pública y, con ella,
la libertad. Tenemos que considerar que, para él, la política no era el
ámbito de la libertad sino de la autoridad y, por lo tanto, era el lugar de
la aclamación y no de la disidencia, de la unidad y no de la diversidad o
la pluralidad de opiniones.
La identificación de la gente con el público que promovió Schmitt tiene
sentido en el hecho de que la democracia significa “gobierno de opinión
pública”, pero de una manera nueva (y yo agregaría, desfigurante):
Ninguna opinión pública puede surgir mediante el voto secreto individual
y la suma de las opiniones de particulares aislados. Todos estos métodos de
registro son solo medios de asistencia y, como tales, son útiles y valiosos.
Pero de ninguna manera abarcan completamente a la opinión pública. La
opinión pública es el tipo moderno de aclamación. (Schmitt, 2008: 275)
Por supuesto, no se detecta una voz racional en esta visión de la opinión
pública porque no se permite la opinión individual. La opinión pública
de Schmitt no es la expresión de muchos públicos sino el apoyo popular,
por aclamación y sin voces disidentes, a un líder o a un régimen, es decir,
un acto de fe e identificación.

Una cuestión de fe
La república romana es el modelo que mejor se adapta a la visión
de la democracia de masas en la que gobierna el foro. Por lo tanto, la
democracia parlamentaria es el objetivo principal de la democracia en
público y del público. Desde la creación de la democracia representativa
moderna, de hecho, desde el plebiscitarianismo de Napoleón, explicó
Schmitt, se han opuesto dos visiones antitéticas del gobierno por medio
de la opinión: una en la que la decisión por sufragio se mantiene separada
de las opiniones en el foro (diarquía de voluntad y opinión) y otra en la
que la distinción permanece pero los dos ámbitos cambian de forma y
significado, en particular la opinión, que adquiere la simplicidad de la
expresión del pueblo en el foro. En este caso, la opinión ya no cumple

36
De hecho, para Schmitt (1994: 16), el bolchevismo y el fascismo eran opuestos a la
democracia liberal, no a la democracia. Cf. William Scheuerman (1999: 251-255).

243
Nadia Urbinati

la compleja función que dijimos antes, sino que solo tiene la función de
testificar visualmente a las personas aclamadas.
Las personas genuinamente reunidas son primero un pueblo (...) Pueden
aclamar en el sentido de que expresan su consentimiento o desaprobación
con una simple voz, un llamamiento más alto o más bajo, celebrando a
un líder o a una sugerencia, honrando al rey o a alguna otra persona, o
negando la aclamación mediante el silencio o la queja. (Ibíd.: 272)
De este modo, podemos apreciar por qué Schmitt pensó que la forma
de elección en la democracia plebiscitaria era la aclamación. La aclamación
es la acción de un conjunto de personas que reaccionan a una propuesta,
una visión o un hecho que no producen ni inician. Schmitt es muy sincero
cuando dice que el acto de petición o la propuesta de ley es siempre obra
de una minoría o, incluso, de una sola persona. Sin embargo, es irrele-
vante la forma en la que se hace una propuesta. Lo que la hace popular
no es la participación de la gente en su formulación, sino la reacción de la
gente ante ella: una petición que no recibe la aprobación de la gente sigue
siendo un simple hecho privado, mientras que una petición que recibe
el apoyo de la mayoría es ipso facto público. En el formalismo positivista
de Schmitt, es la victoria de la mayoría la que convierte un tema en un
acto público. Así, el pueblo no gobierna, no representa ni ejerce ninguna
función política específica: “la peculiaridad de la palabra ‘pueblo’ radica
en que precisamente no son los funcionarios los que actúan aquí” sino el
pueblo, que sanciona con un sí o un no lo que hacen los funcionarios
(ibíd.: 270-271). El pueblo es una masa y actúa como tal o como una
unidad indistinta de partes idénticas; no se le puede pedir que razone o
actúe de la manera en que lo hacen los individuos; su actividad consiste
en sancionar o reaccionar en masa.
La masa es el agente que juzga. El hecho de que su juicio no sea un
tipo de presencia racionalizable (no es la base para la agregación de vo-
tos, como intereses o preferencias) es lo que convierte a la masa en el
único amo y en un soberano absolutamente arbitrario. El gobierno de la
opinión y la voluntad, el carácter diárquico de la democracia indirecta,
debe cambiar su apariencia de manera significativa para cumplir con el
plebiscito como un decreto público. En una palabra, Schmitt radicalizó
tanto el ámbito de la voluntad como el de la opinión. Hizo del primero la
expresión de un solo procedimiento, la regla de la mayoría, y del segundo

244
Democracia desfigurada

la expresión de una única forma de opinión, la demostración pública de


consentimiento.
Hemos visto en el capítulo anterior cómo la asamblea por aclamación
imita más a la asamblea espartana que a la ateniense; de hecho, imita al
foro romano y los comicios. Su modelo refiere al foro romano debido a
la figura del público en acción a través de la opinión emitida en masa y a
los comicios romanos porque en esas asambleas los ciudadanos votan las
propuestas provenientes de los magistrados en público y juntos gritando
“sí” o “no” o levantando la mano. No es menos importante el carácter
mayoritario de los plebiscitos. A excepción de Atenas, en Esparta y Roma,
lo que contaba era la valoración del voto mayoritario. En los comicios
romanos, el conteo se detuvo tan pronto como se alcanzó la mayoría
porque lo que se esperaba que hiciera la asamblea era revelar la opinión
del pueblo o la opinión de la mayoría, y no dar cuenta de cada opinión
(Millar, 2002: 18-22 y 154-56). En la jerga de Schmitt, plebiscito versus
sufragio individual “burgués” significaba, precisamente, transmitir el valor
superficial de la votación que, de hecho, fue un grito o una aclamación
porque no se esperaba que hiciera público a cada individuo (y, mucho
menos, a la minoría), sino solo a la mayoría. De este modo el voto no
contaba como expresión de la igualdad de derechos de todos, sino como
expresión de la incorporación de todos en el público colectivo. El voto
público versus el voto secreto sirvió para la aniquilación del individuo,
su participación en la formulación de opiniones y su decisión. De hecho,
en la democracia plebiscitaria, el ciudadano individual no tiene lugar ni
poder: simplemente no existe. El pensamiento no tiene lugar en la polí-
tica porque, como dije, conserva un revestimiento privado y la forma de
un juicio en la medida en que ocurre en la mente de cada uno (por eso
Rousseau quería una asamblea silenciosa). Pero la política consiste en
manifestar opiniones, es decir, en visibilizar la voluntad del pueblo. Así,
dentro de la democracia plebiscitaria, la política tiene una irracionalidad
endógena que la aritmética del conteo intenta, en vano, alivianar mientras
que el plebiscito la acepta y la exalta.
Laclau, recientemente, ha señalado un punto similar cuando se
opuso a la interpretación de la elección racional del voto. Como vimos
en el capítulo anterior, de manera parecida a la propia propuesta de los
teóricos epistémicos, Laclau introduce su visión populista atacando el
argumento clásico de la irracionalidad o incompetencia política de la

245
Nadia Urbinati

multitud. Del mismo modo, quiere rescatar la política democrática del


argumento aristocrático clásico y periódicamente resucitado. Sin embargo,
su respuesta es opuesta a la de los epistémicos. Laclau reanuda el estudio
clásico de Gustave Le Bon sobre la multitud en su análisis de los efectos
psicológicos de la política retórica en los individuos cuando actúan en
masa. Abandona la ideología antidemocrática de Le Bon, pero conserva
algunos temas centrales de su argumento. El pueblo reunido, Laclau
coincide, introduce un elemento de irracionalidad nuevo y diferente de
la irracionalidad individual, en la medida en que no puede oponerse a la
racionalidad de cada individuo que compone la multitud o la suma de
opiniones individuales. Así, Laclau cuestiona, junto a Le Bon, el “ideal”
que nació con el gobierno representativo de que “un gran conjunto de
hombres es mucho más capaz que un pequeño número de ellos para llegar
a una decisión sabia e independiente sobre un asunto dado”.37 Incluso
suponiendo que cada miembro de la multitud es racional, su actuación
en conjunto como un todo homogéneo hace que su decisión sea lo que
es: un acto de poder, que no tiene nada que ver con el juicio de un tipo
individual de racionalidad o irracionalidad. Sin duda, este nuevo tipo de
irracionalidad puede emplearse para servir a planes u objetivos raciona-
les y, por lo tanto, ser instrumentalmente racional (como, por ejemplo,
cuando los líderes buscan el apoyo de la gente para propuestas políticas
que son claramente impopulares).
En esencia, tanto en el pensamiento populista como en el plebiscito, la
defensa de la multitud no pasa por el reclamo de su racionalidad y no es
idéntica a la de los individuos mejores y más informados. Esto es lo que
los diferencia de la revisión epistémica de la democracia diárquica. El po-
pulismo y el plebiscitarianismo son un ataque a la democracia parlamen-
taria por una razón opuesta a la de los teóricos epistémicos porque están
basados en un rechazo radical del juicio individual en la política. Pero la
denuncia del racionalismo tampoco es en aras de la democracia procesal,
ni para sustentar un sistema normativo que sirva para regular conflictos
y compromisos en un escenario que nunca podrá ser del todo racional
o libre de irracionalidad. La democracia procedimentalista reconoce o
no excluye la posibilidad de que lo irracional sea parte de la política, no
como un vicio a arreglar sino como una fuente de energía que canalizan
los procedimientos para hacerlo capaz de generar decisiones. De eso se

37
Ver Gustave Le Bon (1960: 187) y Laclau (2007: 23-29).

246
Democracia desfigurada

trata el partidismo ideológico. Pero la denuncia del racionalismo hace


que plebiscitarios y populistas cambien la relación entre el ámbito de las
opiniones y el de la voluntad. De hecho, en la perspectiva procedimental,
el reconocimiento de que la opinión es el contenido del discurso político
en la democracia va de la mano con el reconocimiento de que la voluntad
autoritaria del pueblo debe seguir reglas y procedimientos destinados a
respetar o reflejar el juicio individual, aunque no para liberarlo de sus
elementos irracionales. Esto es lo que hace que las reglas democráticas
sean capaces de gobernar la temporalidad de la política sin someterla a
la voluntad de la mayoría. El rol de los partidos políticos como órganos
intermediarios que median entre la pluralidad de opiniones políticas y su
traducción de mayorías transitorias es crucial. Pero no lo es en las formas
plebiscitarias. De hecho, la aclamación presupone un tipo de opinión que
habla a través del mito y la propaganda en lugar de a través argumentos
y disensión, aclama en lugar de votar y se identifica con los líderes elec-
tos en lugar de pedir su responsabilidad representativa. La aclamación
requiere directividad y atajos, no una temporalidad regulada. La política
plebiscitaria tiene que ver con el éxito (ganar la mayoría) más que con
un proceso político de participación que se identifica solo parcialmente
con la mayoría elegida; se trata de la victoria de un líder con el sello del
apoyo y el consentimiento de la gente.
Llegados a este punto, podemos concluir nuestro paralelismo entre
democracia procedimental y democracia plebiscitaria. Esta última implica
una forma de aprobación popular opuesta a la forma de consentimiento
a través del sufragio que caracteriza el derecho al voto en la democracia
representativa. Esto es así porque de antemano comparte una noción de
pueblo como una pura afirmación (demostración teatral de opinión) de
poder que solo un agente externo puede guiar o moldear. La trascendencia,
que oculta el argumento de la apelación al pueblo, es el aspecto teoló-
gico de la teoría de la democracia de masas de Schmitt en la medida en
que, sin la cualidad moldeadora del líder aclamado, el poder del pueblo
no tiene voz.38 Esto se contrasta significativamente con la concepción
liberal constitucional de la democracia, que declara un consistente e
inmanente fundamento de legitimidad política o autoridad. Los propios
procedimientos le dan forma a la voz de los ciudadanos. La diferencia

38
Véase su defensa de la trascendencia y el ataque al inmanentismo que implicaba el
gobierno representativo en Schmitt (1985: 49-52).

247
Nadia Urbinati

entre estos dos puntos de vista sobre la democracia es enorme porque


mientras uno introduce a la democracia dentro de una noción de política
como celebración de la autoridad, la otra reconoce el desacuerdo (incluso
en la interpretación del pacto fundacional) no solo como una posibilidad
sino también como una condición estructural del sistema democrático de
toma de decisiones. En el formato autoritario, el agente que sostiene el
hilo de la política es externo al pueblo, aunque la propaganda plebiscita-
ria puede convencer al pueblo de lo contrario. Pero sin un conjunto de
instrumentos legales impersonales (Weber) o un líder carismático (Weber
y Schmitt), el pueblo no es nada. Para Schmitt, como también para Weber
en su obra posterior, un líder es la mejor solución precisamente porque
es la confirmación de la irracionalidad endógena que le pertenece a las
masas.39 Esta es la premisa de una política de fe y confianza, o la bús-
queda de un tipo de consenso religioso que pueda unificar a los líderes y
las masas y ponerle fin a la naturaleza de la política que, de otro modo,
sería muy conflictiva.

La crisis de la democracia parlamentaria


La fe o la confianza están destinadas a mantener o restaurar la autoridad
o la armonía nacional y lo hacen superando o silenciando la disidencia
o el desacuerdo. Como acto de confianza, la fe consiste en un ejercicio
activo de adhesión a los ideales o preceptos de la autoridad en la que se
ubica la fuente de esa confianza. Cuando la política es una cuestión de
fe, creencia y confianza, el líder es, naturalmente, una mejor fuente de
orientación que la deliberación autónoma de los ciudadanos. Por otro
lado, el mecanismo y los procedimientos formales en los que se basa la
democracia constitucional y representativa presuponen un comporta-
miento del pueblo que es, también, invariablemente privado y no excluye
como tal la racionalidad instrumental y el cálculo de intereses. En una
visión procedimental de la democracia, lo social nunca es por completo
excluido, aunque su entrada en la esfera del Estado está limitada por
restricciones legales, filtrado a través de organizaciones intermediarias
como los partidos políticos y sometido a las reglas de la deliberación
parlamentaria. Y, aunque las campañas electorales tienen como objetivo
39
Como escribe Beetham (1985: 2015-249), después de un comienzo marxista, en el que
las clases sociales eran la base de los partidos políticos, Weber terminó como nietzscheano
y giró la política estatal principalmente sobre los grandes individuos.

248
Democracia desfigurada

generar confianza en un candidato o un líder, los procedimientos están


destinados a disociar la confianza y el consentimiento, para dejar entrar
la desconfianza y la crítica, en la medida en que ningún político electo
pueda ser dotado de confianza hasta el punto de prescindir de control (y
de nuevas elecciones). La sustitución del carácter ético del líder por los
procedimientos y de la fe y confianza en un líder por normas y reglamen-
tos del procedimiento deliberativo fue el importante aporte que realizó
el constitucionalismo del siglo xviii a la construcción del gobierno de
opinión. A partir de la crítica al gobierno parlamentario de fines del siglo
xix, este se ha convertido en el principal objetivo del plebiscitarianismo.
Su resurgimiento en la democracia contemporánea indica una decadencia
del sistema de partidos y de la democracia parlamentaria que es crónica
y no puede ser ignorada.
Partir del dualismo entre los límites legales y los límites en la opinión
(que es lo que hace la democracia plebiscitaria), implica vislumbrar una
oposición radical entre una regulación procedimental del gobierno de
opinión y la manifestación visible y extraconstitucional de la opinión
del pueblo. Esta es la estrategia que el populismo y el plebiscitarianismo
comparten. Su objetivo es, entonces, la democracia constitucional, y no
solo la representativa, tanto por su interpretación individualista de la
soberanía popular (como el derecho al voto) como por su identificación
de la libertad política con la intermediación institucional entre líderes
y sociedad, y, finalmente, con la división de poderes. Pero si la política
representativa reemplaza a la confianza por los procedimientos, no es
porque no le dé importancia a la confianza. Las elecciones y la represen-
tación implican confianza. Precisamente porque los principios éticos y
psicológicos son centrales en la política electoral es que deben tomarse
precauciones que introduzcan un sentido sano de incredulidad o des-
confianza, un distanciamiento entre la ciudadanía y las instituciones o
actores políticos.40 Esto implica que la opinión, aunque es lo que hace
que el poder sea público o esté bajo los ojos de la gente, no es un poder
de control seguro si no se le hace alguna especificación adicional. Esta
especificación adicional se refiere a una considerable libertad de prensa
y a la pluralidad de los medios de información y comunicación, sin los

40
Este es uno de los temas de Rosanvallon (2012).

249
Nadia Urbinati

cuales la creación de confianza en un líder para buscar el apoyo de la


gente resultaría ser otro nombre para referirse a la dominación despótica.41
En un texto escrito en 1789, el primer teórico de la democracia repre-
sentativa planteó algunos conceptos que ayudan a captar el significado
de la desfiguración plebiscitaria. Condorcet propuso una distinción entre
poder arbitrario de iure y de facto, que se correspondía con la del despo-
tismo directo e indirecto. Contrariamente a la antigua forma de despo-
tismo “directo”, el “despotismo indirecto” reanuda el tema clásico de la
dominación (“es decir, cada vez que se someten a la voluntad arbitraria
de los demás”) en nuevas formas, que fijan un gobierno basado en la
opinión y una sociedad basada en el mercado. Condorcet (2011a: 163).
no se contentaba con el carácter individualista de la definición clásica
de despotismo (que en su época dominaba, en gran medida, entre los
philosophes)42 porque entendía que cualquier poder discrecional debía
depender de una clase de personas o de una elite que lo apoye y haga que
dure. El liderazgo individual como despotismo individual “existe solo en
la imaginación”, ya que cualquier gobernante necesita de la cooperación
de un cierto número de acólitos (íd.).43 La referencia a la forma indirecta
es primordial. La forma indirecta pertenecía a una especie de despotismo
que operaba a través de la “influencia”, que podía ser compatible con la
esfera pública y la libertad de expresión y asociación. Podía desarrollarse
en una sociedad libre cuando las clases sociales (constituidas por honores
o nobleza, por poder económico y financiero, por prejuicios religiosos y
por ignorancia) tenían un poder desigual para influir en la ley. “Es más
fácil liberar a una nación del despotismo directo que del despotismo
indirecto”, porque no se basa en la movilización sino en la dispersión
41
Sobre este punto, véase Schumpeter (1942: 272), quien enumeró la opinión pública
pluralista y “una cantidad considerable” de prensa libre como condición esencial de la
lucha competitiva “por” el poder.
42
En su artículo “Despotism”, Louis de Jaucourt (2020) lo caracterizó como el “gobierno
tiránico, arbitrario y obsoleto de un solo hombre”. El mismo enfoque individualista se
puede encontrar en Diderot, D’Holbach y Rousseau. Cf. Leonard Krieger (1975: 29-31).
43
Una confirmación histórica de la teoría de Condorcet llegó unos años después del
cesarismo de Napoleón, un sistema que se apoyaba en “una multitud de buenos ciuda-
danos” que buscaban, a través de su poder de por vida, su propia estabilidad como clase
nacida en el año de thermidor y enriquecido con las campañas militares de Napoleón. Cf.
Woloch (2004: 34 y 39). Un punto de vista similar se puede encontrar en el propio Weber
(1994a: 26): “El peligro no reside en las masas (...) El núcleo más profundo del problema
sociopolítico no es la cuestión de la situación económica de los gobernados sino de la
calificación política de las clases dominantes y ascendentes”.

250
Democracia desfigurada

individualista. Así, el despotismo indirecto, pensó Condorcet, puede


crecer más fácilmente en los Estados territoriales modernos debido a la
concentración geográfica de las masas en las grandes ciudades y centros
comerciales y, debo agregar, con la ayuda involuntaria de los medios de
comunicación de masas.44
En los países en los que las organizaciones intermediarias son pocas,
distantes de la política y más interesadas en la búsqueda exclusiva de sus
objetivos sociales, mientras que la opinión pública, en gran parte atomi-
zada, está fuertemente expuesta a la influencia de los televisores (como
en el caso de muchas democracias modernas), se abre un amplio espacio
hacia un liderazgo que se crea a través de mecanismos plebiscitarios. La
videopolítica favorece el surgimiento de forasteros políticos que captan
la atención exaltando emociones que atraviesan la opinión pública y se
traducen en un consentimiento electoral decisivo para conquistar el poder:
lo “efímero” se convierte en el canal adecuado para llegar al gobierno. Si,
además, los controles sobre el liderazgo son escasos y débiles y el ejercicio
de su poder sustancialmente ilimitado –salvo que pueda ser destituido en
las próximas elecciones–, entonces, los riesgos, presentes y futuros, de la
democracia plebiscitaria son relevantes. (Pasquino)
Lo que presenciamos en la bibliografía contemporánea y en la política
actual es una disminución de la conciencia de los riesgos que incuban
estas transformaciones. El resurgimiento plebiscitario se encuentra con
una interpretación realista de la política que pretende desenmascarar la
ideología de la autonomía democrática y declara con franqueza que en
política el pueblo juega simplemente un papel de apoyo y control visual
de un líder al que quiere ver actuar desde lejos. Para Green (2010: 14):
“Mientras que las teorías democráticas tradicionales orientadas en torno
al ideal de la autonomía buscan darle al pueblo el control de los medios
para legislar, la democracia plebiscitaria, al perseguir la sinceridad, bus-
ca otorgarle al pueblo el control de los medios de publicidad”, un control

44
Al describir los dos tipos de despotismo, Condorcet (2011a: 164-165) describió el in-
directo de la siguiente manera: “pero el despotismo de los jenízaros es solo indirecto. No
es debido a una ley específica, o una tradición establecida, que el sultán está obligado a
someterse a su voluntad. En algunos países los habitantes de la capital ejercen despotis-
mo indirecto; en otros, los dirigentes de la Nación han entregado su independencia a las
clases adineradas; la actividad de gobierno depende del caso con que se puedan obtener
préstamos de estas personas; obligan [al gobierno] para nombrar ministros que cuenten
con su aprobación, y luego la natio es sometida al despotismo de los banqueros”.

251
Nadia Urbinati

que, sin embargo, “es negativo, ya que implica arrebatarle el control a


los líderes más que al pueblo”. Los estudiosos de Weber han reaccionado
a su interpretación entusiasta de la democracia plebiscitaria y propusie-
ron utilizar su pensamiento de forma invertida para detectar y llamar la
atención sobre “el riesgo de un derrocamiento carismático-autoritario
del poder plebiscitario-democrático” (Mommsen, 1974: 19). Este riesgo
reside en la inestabilidad endógena de la democracia plebiscitaria, porque
la coronación con la aclamación popular le da al líder un fuerte incentivo
para escalar en lugar de moderar su poder. Por lo tanto, la confianza y la
fe no son estrategias seguras de limitación de poder, sino que son recursos
extraordinarios para el apoyo del líder. Debido a su apelación directa a los
sentimientos y emociones de la gente, el líder plebiscitario vacila hacia una
concentración incremental del poder a menos que se establezcan fuertes
contrapesos en la constitución y la organización institucional del Estado
que funcionen de manera autónoma al ámbito de la opinión: hasta que,
en otras palabras, se reconozca la estructura diárquica de la democracia.

El renacimiento estadounidense de la democracia plebiscitaria


Comenzando con Weber, varias generaciones de académicos, desde
Mosca y Sartori hasta Linz y Ackerman,45 han sugerido ver a Estados
Unidos como un ejemplo exitoso de plebiscitarianismo moderado, ya
que es un caso de visión realista o pragmática de la democracia y porque
es un sistema presidencial que, aunque se basa en una relación de abajo
hacia arriba con las masas, deja espacio para un activismo del Ejecutivo
más fuerte que en una democracia parlamentaria sin líder. Reciente-
mente, se han publicado algunos trabajos que proponen una entusiasta
interpretación de la política plebiscitaria como una revitalización de la
gobernabilidad democrática frente a la ideología de los controles y con-
trapesos constitucionales y una sujeción del ejecutivo al Congreso y a
los intereses allí representados, contra la centralidad parlamentaria de la
democracia representativa. Mientras que para las generaciones pasadas de
académicos democráticos (dentro de la tradición de Schumpeter), la teoría
de las elites servía para expresar insatisfacción con la funcionalidad de
la teoría democrática o para lamentar el poder gobernante de la minoría
45
Ver Gaetano Mosca (1939: 487), Sartori (1997: 86-91) y Bruce Ackerman (1998: 135-
136 y 388-389). Sobre este tema, véase el trabajo clásico de Juan J. Linz y Alfred Stepan
(1978) y, también, Juan J. Linz (2000).

252
Democracia desfigurada

a pesar del triunfo proclamado de las masas,46 los teóricos plebiscitarios


contemporáneos muestran, y al mismo tiempo valoran, el papel del li-
derazgo en la democracia (Green, 2010: 17-29), mientras culpan de la
crisis de autoridad al legalismo constitucional y a la política parlamentaria
(Posner y Vermeule, 2011: 60-61).

Confianza en la popularidad

Eric A. Posner y Adrian Vermeule (2011), proponen una descripción


del curso político actual y de la transformación del equilibrio de poderes
en el gobierno estadounidense que pretende ser también una receta de
cómo debería funcionar la democracia allí. El “es” y el “debería ser” se
fusionan. Estos autores se quejan de que el dualismo y la tensión entre
las restricciones legales y las de opinión política son perjudiciales para la
eficacia de las decisiones políticas en tiempos de angustia, como los de
guerra o inestabilidad internacional. Critican el “modelo madisoniano”
de la república con el argumento de que “el legalismo liberal ha demos-
trado ser incapaz de generar restricciones significativas sobre el Poder
Ejecutivo” (ibíd.: 7). Discuten el carácter diárquico de la democracia
representativa para mostrar que es más un problema que una garantía
para una libertad segura. Las instituciones deliberativas y los baluartes
burocráticos que el papel social del Estado ha producido a lo largo de
los años son responsables de paralizar las decisiones y poner en peligro
el interés nacional: “En lugar de deliberar, los legisladores negocian, en
gran parte, en líneas partidistas” (ibíd.: 42). Las emergencias provenientes
de la política internacional, afirman los autores, ponen en primer plano
la pobreza y la debilidad de un enfoque colectivo y sin liderazgo sobre
las decisiones políticas. El problema es tan antiguo como, al menos, el
gobierno constitucional y representativo, aunque Schmitt es el autor que
lo personifica con autoridad. “Cuando ocurren emergencias, las legislatu-
ras que actúan bajo limitaciones reales de tiempo, experiencia y energía
institucional generalmente enfrentan la elección entre no hacer nada o
delegar nuevos poderes al ejecutivo para manejar la crisis” (ibíd.: 8).

46
Según C. Wright Mills (1957: 309), aquellos teóricos que han supuesto que las masas
están en su camino hacia el triunfo están equivocados, porque es el caso que, en nuestro
tiempo, la influencia de las masas está disminuida y cuando parece que tienen alguna
influencia, la influencia es ““guiada” porque no muestran ninguna actuación pública
autónoma.

253
Nadia Urbinati

Posner y Vermeule buscan moderar el rol de las restricciones legales y


fortalecer otro tipo de restricción: la opinión pública, que parece ser una
fuerza mejor porque puede ser movilizada para monitorear y controlar
el poder establecido sin debilitar su capacidad de toma de decisiones.
Mientras que los controles y contrapesos legales atan al actor político al
punto de hacerlo frágil e inoperante, la opinión pública, con sus solicitu-
des de transparencia, es un mejor agente controlador porque hace que el
gobierno, en vez de ser más tímido y contenido, esté dispuesto a actuar
y tomar el control. En tiempos en los que los conflictos internacionales
desafían la seguridad nacional y la imagen misma de la nación, Posner
y Vermeule muestran una simpatía empática con las ideas de Weber y
Schmitt, que también se ocuparon de las cuestiones de honor patriótico
y orgullo nacional. Como sus mentores alemanes, los plebiscitarios con-
temporáneos denuncian el estilo parlamentario de la política, el juego del
compromiso y los debates extenuantes que debilitan al gobierno. La crisis,
militar o económica, pone de manifiesto la impotencia del liberalismo de
la moderación, al mismo tiempo que hace de la emergencia una política
ordinaria que exige que las democracias constitucionales “entreguen una
vasta autoridad abierta a los órganos ejecutivos y administrativos que
se consideran los más adecuados para realizar tareas de acción rápida e
inmediata” (Scheuerman, 2004: 124). Este argumento ha cobrado gran im-
pulso también en Europa y coincide con la crisis financiera que, en pocas
semanas, arrasó con los gobiernos electos y los remplazó por ejecutivos
técnicos que los parlamentarios apoyaron con un voto de confianza casi
unánime. La emergencia económica desdibujó la política parlamentaria
y la dialéctica de mayoría-minoría, pero mostró, también, que es posible
que las democracias sin líder tengan ejecutivos fuertes sin convertirse en
presidenciales o directamente plebiscitarios.
Posner y Vermeule consideran que la democracia deliberativa y re-
presentativa “requiere de mucho tiempo” y “no se ajusta” a decisiones
rápidas y dramáticas. Una presidencia poderosa o un liderazgo cesarista
es más capaz de mantener unidos a un fuerte decisionismo y el apoyo
popular. Las limitaciones de la relección y la necesidad de presentarse
ante el público de manera cautivadora se consideran los métodos más
efectivos, e incluso los suficientes, para hacer que el ejecutivo actúe por
y para los intereses del país sin poner en peligro la democracia.

254
Democracia desfigurada

De hecho, cuanto mayor se vuelve el poder del presidente, tanto a través de


la delegación y otros mecanismos de jure como a través de las debilidades
de las instituciones, se vuelve más esencial la supervisión, la populari-
dad y la credibilidad, como enfoque público de la presidencia. (Posner y
Vermeule, 2011: 11-12)
Por lo tanto, partiendo de que su principal preocupación es la de re-
conocer y difundir el interés de la nación, los medios de información y
comunicación tienen como objetivo inspirar o crear un público que confíe
en el sistema más de lo que busque generar disconformidad. Esto convierte
a los medios de comunicación en un recurso natural para una audiencia
democrática porque están atentos a orientar la identificación del pueblo
con el ideal de los intereses nacionales y, al mismo tiempo, configuran
el horizonte del discurso público a través de una producción continua
de información que hace que esos intereses parezcan estar siempre en el
proceso (Luhmann, 2000: 82).
Niklas Luhmann (ibíd.: 65) explicó hace años que los medios de
comunicación establecen el estándar de lo que es aceptable y lo que no.
De esta manera, generan una realidad de fondo, fáctica y normativa al
mismo tiempo, que restringe las opiniones de las personas sin limitarlas
directamente. Además, su estructura autopoiética los convierte en un sis-
tema de control autónomo y estabilizador, que es incluso más efectivo
que el sistema legal tradicional. Con base en supuestos similares, Posner
y Vermeule (2011: 13) opusieron a la república liberal madisoniana con
la presidencial plebiscitaria:
Incluso entre las elecciones, el presidente necesita tanto popularidad,
a fin de obtener apoyo político para sus políticas, como credibilidad, a
fin de persuadir a otros de que sus afirmaciones fácticas y causales son
verdaderas y que sus intenciones son benevolentes.
Su visión optimista sobre el papel público de los medios de comu-
nicación parece subestimar lo que Ackerman (1991: 249) expone a
continuación:
… los periódicos y los televisores tienen pocos incentivos para monitorear
a los políticos y los funcionarios de manera continua, tema por tema.
Dichos informes abrumarían las capacidades de procesamiento de la in-
formación por parte de la ciudadanía privada que constituye la audiencia
masiva. Lo que quiere este público es “novedades” (...) Si “novedades”

255
Nadia Urbinati

es lo que quieren, las “novedades” es lo que los políticos/funcionarios


les van dar.
Un riesgo adicional de la videopolítica es que convierte a la elección
presidencial en “un evento muy arriesgado” (Sartori, 1997: 134).
La democracia plebiscitaria le da a la opinión pública una sola fun-
ción, la de construir autoridad, que es generar confianza en el gobierno
y popularidad para el presidente. Tiene dos ingredientes principales: la
relación directa del líder con el público, para adquirir o aumentar su
popularidad y generar confianza, y el fortalecimiento del papel del líder
para otorgarle más autonomía frente a las limitaciones legales con el apoyo
de la gente. El juicio proveniente del pueblo compite con el sistema de
control legal. Con todo el cuidado que impone cualquier analogía, no es
exagerado reconocer en esta crítica al constitucionalismo liberal. Es el
eco de la desaprobación de Weber de las poco inspiradoras restricciones
legales que el Reichstag impuso al poder estatal como liderazgo. Final-
mente, se puede reconocer, en esta propuesta de un gobierno centrado
en el ejecutivo arraigado en la popularidad, el eco del llamado de Weber
(1994: 160-166) a un líder cesarista con la aprobación del plebiscito.
De hecho, Posner y Vermeule son más radicales de lo que sugieren estas
analogías, ya que invocan la autoridad del liderazgo dictatorial de Schmitt
y nunca citan a Weber.
Después de cuestionar la “tiranofobia” republicana, los autores de
Posner y Vermeule concluyen su perorata sobre el Ejecutivo plebiscita-
rio fuerte señalando el anacronismo de los mitos negativos de César en
Roma y de Cromwell en la guerra civil inglesa que inspiró a los padres
fundadores estadounidenses. De hecho, su disputa es con la tradición
del constitucionalismo del siglo xviii. Así, mientras Condorcet advirtió
sobre la nueva forma de despotismo que puede surgir del consentimien-
to electoral, Posner y Vermeule aseguran que la tiranía es un riesgo del
pasado. Mientras que Condorcet supuso que una economía de mercado
y la opinión pública podrían impulsar nuevas formas de dominación,
estos autores, en cambio, piensan que estas fuerzas modernas nos han
liberado del riesgo de la tiranía. Posner y Vermeule argumentan que la
complejidad que crea naturalmente una economía de mercado y el flujo
incesante de información que activa el sistema moderno de formación de
opiniones no justifican la apelación preocupante a esos antiguos tiranos
que motivaron el constitucionalismo del siglo xviii.

256
Democracia desfigurada

Los presidentes modernos están sustancialmente limitados, no por los


estatutos antiguos o incluso por el Congreso y los tribunales, sino por la
tiranía de la opinión pública y (especialmente) de la elite. Cada acción es
analizada, las filtraciones de los funcionarios ejecutivos llegan como un
torrente, los periodistas son profesionalmente hostiles y los posibles abusos
se revelan rápidamente (...) Las presidencias modernas son más respon-
sables que sus predecesoras y más receptivas a las ráfagas del sentimiento
de la elite y la opinión de las masas (...) Por este motivo, los presidentes
ya reciben un estrecho escrutinio público. (Ibíd.: 201-202 y 204)
Debido a que los costos de adquirir información política han dismi-
nuido significativamente en la economía moderna y debido a que una
población rica, educada y ociosa tiene el tiempo y las herramientas técnicas
para monitorear la acción presidencial y las instituciones estatales, podría
parecer que la modernidad ha logrado la capacidad de monitorear a sus
líderes sin debilitarlos. La creación de una esfera pública de opinión que
proporcionan la tecnología de los medios y el mercado parece permitir
que la república moderna sea plebiscitaria sin correr el riesgo de una
involución tiránica.

Democracia sin autonomía

La segunda contribución al renacimiento del plebiscitarianismo en


la teoría política que voy a analizar es aún más pertinente al tema de la
democracia como gobierno de opinión, ya que acoge una revisión radical
de la forma de concebir la democracia y la misma perspectiva plebisci-
taria. En esta nueva interpretación que propone Green, la democracia
plebiscitaria refleja la transformación visual del poder de la opinión como
resultado de la revolución tecnológica de los medios de información y
comunicación iniciada en el siglo xx. Green (2010: 207) remplaza a las
masas plebiscitarias que aclamaban al líder en las concurridas plazas de
la Europa fascista con los ojos del pueblo que obligan a los líderes y otros
altos funcionarios a “aparecer en público en condiciones que no contro-
lan”. En el plebiscitarianismo de la década de 1930, el líder controlaba a
la multitud a través de propaganda orquestada; en las demo-videocracias
contemporáneas, la multitud (la muestra de la audiencia) controla a los
líderes imponiéndoles publicidad a su comportamiento. A diferencia de
Posner y Vermeule, Green no tiene ningún interés en afirmar la centralidad

257
Nadia Urbinati

del Ejecutivo sobre el Legislativo (aunque este es el resultado inevitable del


plebiscitarianismo); en cambio, lo que quiere es reconfigurar la relación
entre el poder de la voluntad (decisiones, votación, elección y manifes-
tación de consentimiento o desacuerdo en el foro público) y el poder de
opinión o juicio (vigilancia y supervisión) para redefinir el significado y
papel del pueblo y, además, de la autonomía política, que es el principio
más importante de la democracia.
Basándose en la lectura de Weber sobre el plebiscitarianismo (pero
simpatizando con la teoría del público de Schmitt), Green (ibíd.: 120)
supone que, aunque nació a principios del siglo xx y luego desapareció
debido a la mala reputación que le costaron los regímenes totalitarios, una
democracia de liderazgo está destinada a recobrar vida y es, de hecho, “una
teoría incipiente que aún no ha madurado”. La razón de esto es que la era
de la televisión y la gran difusión del uso de Internet han contribuido a
restaurar la democracia en lo que, según Green, es su figura original: un
régimen basado en una relación directa de las masas con los líderes. Una
vez más, el fundamento individualista de la legitimidad política –la sobe-
ranía del ciudadano– es el legado del siglo xviii que está siendo atacado.
En la tradición del pensamiento antidemocrático, comenzando con
Joseph de Maistre, quien inició el ataque a la democracia en nombre de un
soberano personificado fuerte, la corrección monoárquica de la igualdad
política se ha utilizado para demostrar la incapacidad de la gente común
para actuar eficazmente como un colectivo sin líder. Vale la pena recor-
dar que Tucídides describió a la democracia ateniense en su momento
hegemónico como un principado y construyó una relación entre el líder y
las masas que se volvió paradigmática en la teoría de las elites y la demo-
cracia plebiscitaria. En la tradición de Montesquieu (que pronto reviviría
Hegel), Emmanuel-Joseph Sieyès (1999: 445) vio a la monarquía como
una institución ética que encarnaba la unidad de la nación más allá de los
intereses parciales de sus miembros y servía como modelo de profesión
política en el sentido de que fue moldeado por la virtud, el honor y la
competencia, en lugar de solo la ambición y el interés.47
47
Según Sieyès (1999: 421), con Rousseau: “Así, la monarquía (...) se establece para pre-
servar una especie de igualdad que no se puede lograr en las repúblicas; es un verdadero
límite a la igualdad porque te dice que no importa qué tan alto sea el puesto social que
hayas alcanzado, siempre hay que tener el interés de la sociedad por encima de ti. Solo
hay una desigualdad jurídica, la de todos, la representada por la persona del príncipe. No
es la superioridad del magistrado, sino una verdadera desigualdad personal, la única (...)
‘Queremos un príncipe para evitar el riesgo y el mal de tener un amo’”.

258
Democracia desfigurada

Green recupera el paradigma del principado democrático y la enmienda


elitista del gobierno de la mayoría, pero revierte su sentido antidemocrá-
tico y sostiene que una democracia del líder es la figura más consistente
del gobierno popular. La democracia sin demagogos es menos democrá-
tica, más que una mala democracia. Como vimos anteriormente, en la
tradición establecida por el gran historiador romano Wolfgang Mommsen,
Weber explicó las razones de la grandeza de Atenas con la grandeza de
su líder y su armoniosa relación con el demos. En la misma línea, según
Thucydides (1972a: 163-164):
Pericles, por su posición, su inteligencia y su reconocida integridad,
podía respetar la libertad del pueblo y al mismo tiempo mantenerlo bajo
control (...) Entonces, en lo que era nominalmente una democracia, el
poder estaba realmente en manos del primer ciudadano.
Esta representación de la democracia gozó de un sólido éxito en la
segunda mitad del siglo xix, en coincidencia con la creciente crítica del
gobierno parlamentario, y tuvo en Weber un firme partidario. Sus mayores
héroes fueron, como se dijo, César y Pericles.48
Pero las decisiones más importantes en la política, particularmente en
las democracias, las toman los individuos, y esta circunstancia inevitable
significa que la democracia de masas, desde Pericles, siempre ha tenido
que pagar sus éxitos positivos con una importante concesión al principio
cesarista de selección de liderazgo. (Weber, 1994: 222)
Hoy en día, es la tecnología la que lidera la mutación plebiscitaria
de la democracia: Internet y la transformación del lenguaje político con
mensajes simples popularizados y comerciales marcan el declive de la
política como deliberación y el crecimiento de la política como formación
de líderes. En este sentido, Green razona, de manera convincente, que la
democracia plebiscitaria puede tener el futuro por delante.
La democracia plebiscitaria se une al populismo para demostrar el
renacimiento de un estilo político romano, tanto en las prácticas moder-
nas como en el análisis teórico, y, en particular, el ideal de la franqueza
(de donde provienen el nombre de “candidato” y “candidatura”) o de la
exposición pública del líder como la persona del pueblo en el foro que
lo juzga y, por lo tanto, el papel de la gente como audiencia que controla
48
Ver Arnaldo Momigliano (1990), Jacqueline de Romilly (1975) y Luciano Canfora
(2008).

259
Nadia Urbinati

visualmente la apariencia y el desempeño del líder (Green, 2010: 130).49


El modelo del foro, como veremos a continuación, cambia el estilo de la
política de manera significante porque hace que la visión, y no la audición,
sea el sentido central de la participación. Lo sorprendente es la conclusión
que Green deriva de esto: la transformación ocular de la opinión pública
hace que el plebiscitarianismo sea menos vulnerable a posibles abusos por
parte de los líderes. De hecho, mientras que la democracia directa hizo
que el pueblo de las antiguas repúblicas se identificara con las palabras
de sus líderes, los medios de comunicación crean naturalmente cierta
distancia que es, en sí misma, una razón para una relación más segura
de adhesión crítica del pueblo con sus líderes.
Al igual que Posner y Vermeule, Green muestra una gran confianza
en el poder restrictivo de la economía de mercado y el sistema moderno
de información y comunicación, que son dos condiciones que permiten
que una sociedad grande y diversificada funcione como una sola sociedad
sin necesidad de buscar más incorporación y homogeneidad cultural y
social. Además, al hacer de la visión, más que de la audición, el centro
de atención, se dice que la televisión ha contribuido a purgar la opinión
de las masas de toda pretensión de racionalidad en la que se basaba el
poder de persuasión de los oradores. En la era de la televisión, la ideología
del siglo xviii del progreso de la racionalidad a través de la participación
política difícilmente puede sostenerse. La videodemocracia confirma el
hecho de que la política de masas pertenece al dominio de lo estético y lo
teatral, y no al de lo cognitivo o deliberativo; en realidad, no tiene nada
que ver con la racionalidad. Este punto es crucial.
La televisión, explicó Luhmann (2000: 84), es el contrargumento por
excelencia de la idea del público del siglo xviii, porque “cuanto más ‘lo que
se percibe’, digamos, la televisión, juega un papel en esto [crear el públi-
co], más se basa la comunicación sobre el conocimiento implícito que ni
siquiera se puede comunicar”. La función estética del público ocular está
destinada a transmitir la idea de que la participación en la observación
ocurre sin la intención de los espectadores de utilizar lo que perciben
como un medio para actuar. El “conocimiento visual” es incapaz de ser
controlado subjetivamente, en la medida en que lo que los espectadores
adquieren en común (las mismas imágenes) los moldea a ellos y a la moda

49
No por casualidad, las obras romanas de Shakespeare, Coriolanus y Julius Caesar, se
encuentran entre los documentos de la historia plebiscitaria seleccionados por Green.

260
Democracia desfigurada

de acuerdo a lo que van viendo. “Mientras que la Ilustración asumió que


la comunidad consiste en un interés comunicable basado en la razón”,
la comunicación a través de los medios de comunicación se convierte en
un proceso de identificación de los espectadores (ibíd). El público ocular
es, por lo tanto, un público cuya identidad consiste en juzgar según los
parámetros de moda en la que el punto de vista subjetivo se convierte en
un vergonzoso signo de anacronismo. En palabras de Sartori (1997: 148):
El Homo sapiens es o se ha convertido en un animal lector capaz de hacer
abstracción (...) el omo videns, un animal televisivo cuya mente ya no está
formada por conceptos, por construcciones mentales abstractas, sino por
imágenes. El homo videns simplemente “ve” (...) y su horizonte se limita
a las imágenes que se le dan para ver, por lo que el Homo sapiens tiene
derecho a decir, con toda inocencia, “veo” para significar “comprendo”,
el homo videns ve sin la ayuda de la comprensión.
Sin embargo, si este es el caso, como también Green parece plantear,
no está claro cómo el público ocular con un potencial crítico tan empo-
brecido puede tener una autoridad de vigilancia.
Green sostiene que, con el nuevo sistema de medios, la esfera pública
de opinión, junto con su rol cognitivo, también pierde su rol político ya
que, como explicaré más adelante, no hace que los ciudadanos sean más
competentes en el autogobierno, ni hace de ellos una masa movilizadora
que reclama el poder soberano. Según él, los epistémicos (pero también
los deliberacionistas) y los populistas son igualmente injustificados. Según
una función estética del foro, el público no necesita inspirar la participa-
ción para ser político. Es político, en la medida en que hace que la gente
sea capaz de imponerle visibilidad a sus líderes, y las imágenes son más
efectivas para lograrlo que las palabras. Dado que la visibilidad, y no la
“comprensión”, es el arma de control, la videopolítica es un sistema de
control más competente incluso que la votación. Además, las imágenes
tienen consecuencias más igualitarias y son más democráticas que las
palabras. El paralelismo que propone Green entre una forma orientada al
logos y una orientada a lo ocular es interesante, convincente y está lleno de
potencialidades en una sociedad como la nuestra que se basa y, además,
está hecha de imágenes y de la inspección visual de líderes distantes.
El aspecto negativo de la retórica proviene de su fundamento tanto
en el habla como en la razón (logos era la palabra griega para denotar
a ambos), lo que hace de la intencionalidad de los hablantes un factor

261
Nadia Urbinati

totalmente discrecional y que no se controla, porque nunca se puede ser


transparente para los oyentes. Green argumenta en contra de las palabras
y por la primacía de la visión al afirmar que las palabras y el oído viven
con (aunque reaccionan contra) un sistema de opacidad de poder. Esto
explicaría por qué nació el “público” junto con el nacimiento de los gran-
des Estados que necesitaban sistemas centralizados de comportamiento
organizado e información, y también con el nacimiento de la tecnología
de video. En consecuencia, sugiere Green, la democracia cara a cara está
preparada para ser más opaca que la democracia mediática porque se
basa exclusivamente en palabras o discursos, y la retórica implica ocultar
más que transparentar. Sin embargo, una vez que la política opera en un
foro hecho de imágenes, la intencionalidad e incluso la manipulación
del hablante no puede continuar por mucho tiempo sin ser perturbada
y sin la interferencia inspectora de los ojos del pueblo. Green piensa
que la máxima maquiavélica que plantea que el buen líder debe hablar
sin sentido funciona mejor en una política que no se basa en imágenes
porque no requiere que las acciones de los líderes estén expuestas al
público. Pero las imágenes son fatales para la popularidad (y el oculta-
miento), mucho más que las palabras. Y aunque los líderes de todos los
tiempos y lugares se sienten impulsados por la tentación de manipular
el consentimiento de las personas, es el uso de palabras lo que le da a
su intención más posibilidades de éxito. Después de todo, las imágenes
están mucho más a disposición de los espectadores que las palabras. Los
líderes sienten la influencia de la moda como todos los demás, y esto es
lo que hace que el poder de las imágenes sea más igualitario y su poder
restrictivo más efectivo.
Green quiere desenmascarar la retórica de la democracia deliberati-
va, según la cual la voz, el diálogo o las palabras representan una forma
de participación democrática en el proceso de toma de decisiones. En
cambio, sostiene que la franqueza, o la revelación plebiscitaria del líder
a la audiencia, es mucho más democrática, aunque no cultiva ninguna
ambición participativa. En efecto, la teoría de la democracia deliberativa
con su escolasticismo abstracto oculta el simple hecho de que unos pocos
gobiernan sin darle a la mayoría ningún poder real de influir en el juego
político, ya que el juego de la política cae fuera de la norma de la delibe-
ración. Pero la política plebiscitaria comienza con el reconocimiento de
esos hechos y quiere asegurarse de que “aquellos que tienen una autoridad

262
Democracia desfigurada

y un poder enormemente desproporcionado en una democracia, en cierto


sentido, se vean obligados a recompensar al público por este privilegio”
(Green, 2010: 26). La democracia ocular reconoce y acepta la existencia
de un desequilibrio en el poder entre los gobernados y los gobernantes
y los somete a la norma de comercio que es do ut des. En otras palabras,
intercambia la autonomía de los ciudadanos por la publicidad del líder
al mismo tiempo que intenta eliminar las palabras.50
La democracia ocular reclama un valor normativo y la comparación de
la mirada y las palabras es la clave para captarlo. La retórica es responsable
de crear más pasividad con el pretexto de impulsar el conocimiento y los
argumentos razonables en el discurso público. Además, viola la igualdad
de una forma mucho más sistemática que la apariencia visual. El caso
de la elocuencia parece probar el argumento de Green. Este uso público
del discurso persuasivo está dirigido a la mayoría y requiere la igualdad
de algún potencial básico, como la capacidad de emitir juicios morales,
pero no, sin embargo, de ningún tipo específico de competencia, habi-
lidad o conocimiento intelectual (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1971:
14-19). El uso público de las palabras no supone una respuesta directa o
un intercambio dialógico: la audiencia de un orador, como la de un actor
en el escenario, está, en su mayor parte, más inclinada a escuchar que a
hablar. De hecho, la elocuencia no puede existir sin una audiencia y las
palabras que llaman la atención son más importantes que las inferencias
lógicas, ya que la estética puede movilizar las emociones. Por lo tanto, la
audiencia juega un papel importante porque determina la calidad de los
argumentos y el comportamiento del orador (ibíd.: 24). En este sentido,
Platón (1992: 23-24). comparó la elocuencia con la poesía porque supone
una audiencia y una relación de simpatía entre el autor y el hablante y
el lector y el oyente.51 Sin embargo, su objetivo es afectar la voluntad
de los miembros de la audiencia llegando a sus emociones, para inspirar
sus decisiones para actuar y no convertirlos en participantes iguales o
capaces de controlar.
Al invertir la idea que se encuentra en el centro de la base lingüística de
la democracia deliberativa, Green concluye que las palabras no protegen
a la gente de la interferencia y la manipulación más que las imágenes ni
50
“El procedimiento político elemental es la acción de la mente sobre minutos a través
del habla”, no imágenes (Bernard de Jouvenel, 1957: 304).
51
Mientras que Mill (1977a: 348 y 363) observó, en la misma línea que “se escucha la
elocuencia, se sobrescucha la poesía”.

263
Nadia Urbinati

permiten una mayor participación ni son más igualitarias. En resumen, no


parece haber razón para creer que un público de palabras contribuya a una
mejor democracia que un público de imágenes. La comparación se vuelve
aún más convincente si consideramos el potencial de control de estas dos
formas de público democrático. Si bien la democracia plebiscitaria parte de
la aceptación de una relación de igualdad entre los líderes políticos y una
cotidiana mirada ciudadana, permite una estrategia “correctiva” como no
lo hace la teoría deliberativa, que hace de la democracia un ideal filosófico
(caracterizado por los valores normativos de autonomía, reciprocidad y
universalización), pero no tiene nada que mencionar sobre la forma en
que opera la democracia. El hiato entre lo ideal y lo real hace que la teoría
deliberativa de la democracia sea inefectiva y débil.
La estrategia “correctiva” que propone la democracia plebiscitaria no
se inspira en el objetivo de aumentar el poder de la gente o de oponer un
poder positivo (participación) contra otro (decisión), sino que se basa
en la idea de que revelar arcanos equivale a quitarles el componente arbi-
trario que reside en el secreto. Green está perfectamente de acuerdo con
Schumpeter en que la decisión queda en manos de una minoría porque
no puede ser del dominio de una mayoría desorganizada. Pero luego le da
al “pueblo” un poder que la minoría no tiene: el de revelar. El remedio al
inevitable desequilibrio de poder que implica la política (la democracia
no es una excepción) proviene de un poder de “tipo negativo: uno que
impone cargas oculares especiales sobre una minoría seleccionada cuyas
voces han sido especialmente facultadas para representar a otros, para
deliberar con compañeros de elite y para participar en una decisión real”
(Green, 2010: 23). La franqueza impone “cargas adicionales a las figuras
públicas” al tiempo que iguala a los espectadores y los representantes en
una cuestión importante: la exposición pública de sus hechos o el poder
ocular.
Green exalta los potenciales democráticos e igualitarios de la visión
al referirse, entre otras cosas, al aspecto existencial de control y agencia
que el espectador ejerce sobre el líder. A pesar de las implicaciones des-
agradables e incluso perversas que puede tener el poder de la visión, lo
cierto es que configura un enfrentamiento directo entre los espectadores
y los que actúan. Esto, a diferencia de la audición, se suma a sus con-
secuencias más igualitarias. El poder disciplinario de la visión reconoce
que “el espectador ocupa potencialmente una posición de poder frente

264
Democracia desfigurada

al individuo que está siendo visto” (ibíd.: 11). El paradigma de Bentham/


Foucault sobre un espectador que aumenta su poder en proporción a su
invisibilidad es lo que inspiró el modelo de Green de democracia ocular,
en el que las masas tienen la misma invisibilidad todopoderosa que el
guardián de una prisión cuya arquitectura está predispuesta para hacer
invisible su presencia. Bentham, cuya defensa del gobierno representativo
le valió la acusación de Schmitt de ser un “fanático de la racionalidad
liberal”, propuso que el pueblo era poderoso en el juicio al igual que el
guardián de la prisión cuando definió la opinión pública como “el poder
de un tribunal” (Schmitt, 1994: 38).52
Al trasladar el poder de juicio de las personas de las palabras a las visio-
nes, Green quiere que “el tribunal de opinión” sea verdaderamente efectivo
y piensa que la revolución de los medios de información y comunicación
respalda su caso porque le da al pueblo su propia función, que no es la de
actuar (una masa, como demostró Weber, no puede actuar sin un líder)
sino la de observar y juzgar. La democracia plebiscitaria reconfigura la
estructura diárquica creando dos actores: el pueblo como votante (con
ideologías, intereses y la intención y el deseo de competir por el poder)
y el pueblo como una unidad impersonal y totalmente libre de intereses
que inspecciona el juego de la política mediante una imponente publi-
cidad. La participación política de los ciudadanos es mínima y consiste
en la selección electoral de la elite. El lugar real del pueblo es el foro, en
el que, sin embargo, no juega el papel de formador de opiniones porque
no se trata de una pluralidad de intereses u opiniones, sino de una masa
anónima de espectadores. El pueblo es el supremo inspector que “solo
mira” pero “no gana” porque no participa en el juego competitivo de la
política, tarea solo para una minoría (Green, 2010: 29).

52
En tanto que, para Bentham (2005: 310): “El público compone un tribunal, que es más
poderoso que todos los demás tribunales juntos. Un individuo puede pretender ignorar
sus decretos, representarlos como formados por opiniones opuestas fluctuantes, que se
destruyen entre sí; pero todos sienten que, aunque este tribunal se equivoque, es inco-
rruptible; que tiende continuamente a iluminarse; que une toda la sabiduría y la justicia
de la nación; que siempre decide el destino de los hombres públicos; y que los castigos
que pronuncia son inevitables. Quienes se quejan de sus juicios, solo apelan a sí mismos;
y el hombre virtuoso, al resistirse a la opinión de hoy, al elevarse por encima del clamor
general, cuenta y pesa en secreto el sufragio de quienes se parecen a él”.

265
Nadia Urbinati

El costo de la publicidad
Convertirse en un líder político en la democracia de audiencia plebis-
citaria debe ser un negocio costoso: es el único recurso de control que
tiene la audiencia. El costo que paga un líder a cambio de tener en sus
manos las herramientas del poder estatal es la renuncia a la mayor parte
de su libertad individual. El líder está totalmente en manos del pueblo
porque está de manera permanente bajo sus ojos. Se trata de las “cargas
extra para las figuras públicas” que proporciona la democracia plebiscitaria
ocular. La propuesta de Green es convincente porque es innegable que
quienes compiten por el poder deben ser conscientes de que no disfru-
tan ni pueden reclamar la misma libertad negativa que los ciudadanos
comunes. Más poder implica más responsabilidad y, por lo tanto, menos
libertad de ocultarse. El poder político anhela el anillo de Giges o el po-
der de ser invisible para poder hacer lo que de otra manera no podría.53
El secreto es un bien básico en la vida privada del individuo, pero puede
ser un obstáculo insoluble en el caso de los funcionarios públicos. Por
supuesto, un ministro o un primer ministro está protegido en sus derechos
básicos como cualquier otro; sin embargo, para que su vida privada sea
transparente y lícita, puede ser necesaria alguna inspección adicional. En
este caso, la confianza no viene ex ante como un cheque en blanco, sino
que implica y requiere la corroboración mediante pruebas. De hecho,
postularse para un cargo político es una elección libre del candidato cuyo
resultado viene con una mezcla de honor y pesos.
Lo que es menos convincente en la perorata de Green para convertir
al líder en el objeto de los espectadores es la seguridad de que poner al
líder en el escenario implicará eo ipso hacer que su poder sea más limitado
o controlado; que, en esencia, el público puede sustituir a la constitución
en la limitación del poder y cumplir, así, el objetivo de democratizar la
política porque está menos sujeta al control de las instituciones no demo-
cráticas. Pero “el motivo del político para usar una máscara socialmente
aceptable no desapareció con el advenimiento de la democracia moderna”
(Green, 2010: 29) y el argumento a favor del poder controlador de un

53
Para una excelente reflexión sobre el secreto y la opacidad como un bien invaluable de la
persona y el nuevo riesgo que surge de la obsesión por la cobertura y la tecnología de ver y
saber todo, véase George Kateb (2004). Sobre el dominio en el que la publicidad es valiosa
y el dominio en el que su límite es valioso, véase Gutmann y Thompson (1996: 95-127).
Sobre las promesas de publicidad en un estado democrático, cf. Bobbio (1987a: 85-113).

266
Democracia desfigurada

público ocular no es convincente ni está justificado. Se basa en consi-


deraciones abstractas del papel del público ocular que las experiencias
reales parecen refutar.
El primer ministro Silvio Berlusconi estuvo de forma permanente bajo
la mirada de los medios de comunicación, quienes se introdujeron en
su vida no necesariamente para revelar su comportamiento anárquico,
sino para satisfacer la sed del público por noticias escandalosas. Esto, a
su vez, creó un mercado de escándalos y convirtió a la opinión pública
en un formato tabloide.54 Poner la vida privada del primer ministro bajo
los ojos de la gente no sirvió para controlar ni limitar su poder; además,
ni siquiera lo disuadió de vivir su vida como prefería. El hecho de que
Berlusconi poseyera o controlara seis estaciones de televisión nacionales
fue, por supuesto, un factor agravante, pero no fue la única razón que
hizo de la democracia de la audiencia italiana una democracia pasiva
que difícilmente podía controlarlo. De hecho, más que la propiedad de
los medios de información, el imperio de lo ocular o el incremento de
las imágenes es el factor que hace de la visión un poder de inspección
especialmente inútil.
La paradoja de exasperar el factor estético de la opinión pública a ex-
pensas de comprender y participar en la realización del juicio político es
que no se considera que las imágenes sean fuente de una suerte de juicio
que valora los gustos más que los hechos políticos o morales. El gusto,
explicó Kant, lo que hace es exaltar más que contener las potencialidades
retóricas de la visión y, además, aísla, pero no fomenta la comunicación. De
hecho, si bien es posible “discutir sobre el gusto”, es imposible “discutir”
al respecto porque no existe una determinación conceptual más allá de
toda disputa en su dominio. Lo máximo que podemos hacer es tener fe
en que “debe haber esperanza de llegar a un acuerdo mutuo”, y trabajar
para hacerlo posible. El gusto es una opinión subjetiva y difícilmente
puede ser un vehículo para el mutuo acuerdo entre los espectadores. Por
el contrario, es el razonamiento hipotético (“imaginación”, en palabras
de Kant) el que tiene el poder y la capacidad de despertar la voluntad, y
lo hace conduciendo nuestra razón a idear estrategias que puedan atraer
el consentimiento:
54
Un estudio interesante de la política de los escándalos es el de Nicholas Dirks (2006:
en particular, 87-132), quien sostiene que los diversos escándalos morales generados por
los medios de comunicación del imperialismo británico de los siglos xviii y xix sirvieron,
de hecho, para apuntalar y justificar el proyecto del imperio en lugar de criticarlo.

267
Nadia Urbinati

… debe haber esperanza de llegar a un acuerdo mutuo; por lo tanto, se debe


poder contar con fundamentos para el juicio que no tengan una validez
meramente privada y, por lo tanto, tampoco sean únicamente subjetivos,
aunque, sin embargo, se opone completamente al principio general que
cada uno tiene de su propio gusto. (Kant, 2000: 214-217, ∫ ∫ 56-57)55
La ideología es hija del razonamiento hipotético y de la imaginación.
Además, nos hace prefigurar el futuro para movilizar nuestra voluntad
de actuar en el presente con el objetivo de alcanzarlo. Dar explicaciones
ideológicas es un comportamiento racional en un ámbito que, como la
política, se ocupa del comportamiento o de las decisiones orientadas al
futuro que se supone que harán que las cosas sucedan. Pero ¿cuál es el
resultado de las imágenes y el gusto? Según Sartori (1997: 149): “El re-
sultado es el siguiente: que las prioridades de la televisión son la primicia,
la filmación (una buena imagen) y los índices de audiencia (la mayor
audiencia posible)”. El resultado predecible es que la información en sí
misma no empodera la facultad de juicio.
La hegemonía de lo ocular puede conducir al público exactamente en
la dirección opuesta a la que pretendía Green. La audiencia no controla
al líder, pero le sugiere lo que debe hacer o evitar hacer para encontrar
el apoyo de la gente (que no es necesariamente idéntico al interés de la
sociedad) y, de hecho, forjar su opinión favorable. Además, el imperio de
lo visual arruina, inevitablemente, el tenor y el estilo del discurso político.
La experiencia italiana confirma este diagnóstico porque en los años que
Berlusconi reinó como líder plebiscitario de facto de una democracia de
audiencias, los temas de la conversación política fueron dictados por la
lógica del marketing comercial y la publicidad. Los temas políticos que
lideraron los medios de comunicación fueron eliminados del discurso
público simplemente porque no eran atractivos para la televisión o para
los espectadores.56 La paradoja del video público o de poner una “carga
adicional” sobre las figuras públicas es que las decisiones políticas perma-
necen invisibles y no se revelan porque la mayoría de las veces son poco
atractivas para el gusto estético y los deseos de la multitud televisada. Saber

55
Cf. Peter J. Steinberger (1993: 138-153).
56
Al comentar sobre los asuntos extramatrimoniales del presidente Clinton que ocuparon
al público estadounidense durante la mitad de su segundo mandato, Gutmann y Thompson
(1996: 124) argumentaron correctamente que la calidad de la deliberación sería menos
“tensa si habláramos menos sobre las inmoralidades privadas de los funcionarios públicos”.

268
Democracia desfigurada

muy poco de lo que estaban haciendo los políticos electos era el costo que
pagaban los ciudadanos italianos al convertirse en una audiencia ocular
todopoderosa que se alimentaba de un tipo de información impulsada
por el objetivo de impresionar la mente de las personas con imágenes que
despertaran la compasión o la ira. Para Luhmann (2000: 103), “el efecto
no es la función donde parecen estar los medios de comunicación; esta
función parece estar en la reproducción de la no transparencia a través
de la transparencia, en la producción de la no transparencia de los efectos
a través de la transparencia del conocimiento”. Así, hacer visible la vida del
líder y convertirla en un objeto de espectáculo puede engendrar una nueva
opacidad bajo el pretexto de publicidad.
El caso italiano demuestra que la transformación de la base de la
política de los programas de partido hacia la audiencia ha hecho que la
gente no solo tenga menos control, sino que tampoco pueda mirar y que
el dominio de la política sea más vulnerable a la corrupción. Hace años,
Alessandro Pizzorno (1998: 45-63) interpretó la paradoja desplegada por
esta transformación como un signo del declive del lenguaje y el juicio
público y su remplazo por el lenguaje y el juicio de la moral y el gusto
subjetivo. La centralidad de los símbolos sobre los programas y de la per-
sonalidad del líder sobre el colectivo de militantes del partido se traduce
en la centralidad de las cualidades morales sobre las cualidades políticas
en la formulación del juicio público por parte de los ciudadanos. Las
virtudes políticas (prudencia, competencia, etc.) decaen y las virtudes
personales (estéticas, sexuales, etc.) se vuelven centrales. Un resultado
probado de esta transformación es el aumento de la corrupción, porque
lo que debería ser objeto de visibilidad pública no es tan interesante para
los espectadores y los expertos en medios como la vida personal del líder.
La política se vuelve más profesional en el sentido de que se convierte en
una actividad que vive de intercambios ocultos. De hecho, el plebiscito
de la audiencia facilita la corrupción.

¿Para qué sirve mirar?


Darle al pueblo un poder ocular exclusivo no le da ninguna garantía
de que lo que van a ver son las cosas más importantes que maneja el
gobierno y los políticos o lo que la sociedad necesita y quiere Sartori
(1997: 149-50). Para que las opiniones sean públicas no es suficiente
que se difundan entre el público; también es necesario que pertenezcan

269
Nadia Urbinati

a la “cosa pública” –a la res publica– y el juicio sobre la pertinencia es


algo que los ciudadanos desarrollan cuando participan en la producción
de su voluntad y sus juicios como ciudadanos y no simplemente como
espectadores (Sartori, 1987: 87). Lo hacen cuando realizan otras cosas
además de observar como participar en movimientos, asociaciones y
elecciones.; cuando hacen que los representantes sean conscientes de sus
problemas e intereses; cuando los critican; y cuando los votan dentro y
fuera. Sin embargo, no es solo el contenido y quién lo lleva a cabo lo que
convierte un hecho en un hecho público, sino también la forma en que
se hace. Los ciudadanos contribuyen a hacer lo público cuando inducen
al Estado a hacer lo que Kant pensó que se debía hacer: someter sus actos
al juicio de los ciudadanos para ser evaluados según los principios del
uso público de su razón, que es la igualdad de consideración y libertad.
El uso público de la razón de los ciudadanos exige que los actos del Es-
tado sean públicos. Pero ¿en qué momento comienza la publicidad de
un hecho público? ¿Empieza cuando todavía está en forma de plan en la
mente de los políticos57 o cuando se debate en las instituciones públicas,
como en una asamblea?58
Al comentar la máxima kantiana de la razón pública, Noberto Bobbio
formuló las siguientes preguntas: Si el encubrimiento de sus actos por
parte de un gobierno es, en sí mismo, admitir que esos hechos son mo-
tivo de escándalo, “¿qué es lo que constituye un escándalo?” y “¿en qué
momento nace un escándalo?”. ¿Cuán expuesto al público debe estar el
hecho que se considere que está ante los ojos de las personas? Es decir,
no se puede tomar una decisión de forma totalmente transparente, sobre
todo cuando, como en una democracia, la libertad individual es el prin-
cipio que guía el comportamiento político (y no solo privado), porque
es la condición gracias a la cual se logra la negociación y el compromiso
entre intereses y partidos plurales (Bobbio, 1987a: 93). La forma en que se
hacen públicos los hechos públicos (¿cuándo?, ¿de qué forma?, ¿mediante
qué tipo de imágenes ?, etc.) no es, en sí mismo, un tema transparente.
57
Cf. Michael Walzer (1973:160-180) y Thomas Nagel (1978: 75-91).
58
Esta pregunta es particularmente relevante cuando se trata de religión: ¿cómo deben
entrar las creencias religiosas en la esfera pública? ¿Deberían los ciudadanos traducir
siempre sus puntos de vista religiosos privados al lenguaje de la razón pública? Cf., en
particular, Rawls (1999) y Jürgen Habermas (2006). Este artículo se ha vuelto a publicar
recientemente, con cambios menores, bajo el título “Religion in the Public Sphere: Cog-
nitive Presuppositions for the “Public Use of Reason by Religious and Secular Citizens”
(ver Habermas, 2008).

270
Democracia desfigurada

La respuesta de la democracia plebiscitaria no parece quitar la opacidad:


“La franqueza es útil porque busca regular este conjunto secundario de
preocupaciones: no las políticas que se legislan, sino los líderes facultados
para legislar” (Green, 2010: 203). El poder ocular del pueblo opera en la
persona del líder más que en las políticas. Esto es lo que lo convierte en
un rasgo del plebiscitarianismo. “Los debates presidenciales, las consultas
públicas y las conferencias de prensa” son las estrategias de la democracia
ocular que pertenecen, esencialmente, a la “capacidad de observación” del
comportamiento (ibíd.: 200 y 203). Sin embargo, como Luhmann (2000:
58) argumentó de manera convincente, la opacidad está implícita en el
paradigma del público como espectador total porque “ofrecido desde el
exterior, el entretenimiento tiene como objetivo activar lo que nosotros
mismos experimentamos, esperamos, tememos, olvidamos, tal como lo
hizo alguna vez la narración de mitos”. El público ocular estimula la
identificación y la empatía, dos fenómenos que difícilmente conducen a
una actitud crítica o controladora.
Así, aunque la transformación visual del público genera su “presencia
constante, esta puede no ser una presencia controladora. Ver más y de
manera constante no implica necesariamente ver todo y ver lo que es
importante para juzgar o para responsabilizar a los líderes por sus deci-
siones. Sobre todo, no hace a los ciudadanos más poderosos que cuando
votan en una elección política. Según Green (2010: 119): “El enfoque
plebiscitario de la reforma democrática es valioso precisamente porque
priva tanto al acto específico de votar como a la concepción general del
ciudadano común como decisor”. Pero las elecciones, que son lo opuesto a
una “presencia constante”, tienen el poder de echar a un líder desagradable
de su cargo; por otro lado, observar al líder a través de la información o
las imágenes que brindan todos los días los medios de comunicación y los
agentes de prensa puede hacer que los ciudadanos se sientan impotentes,
a menos que se interprete la democracia ocular como una herramienta
para una mayor participación o, incluso, como la ruptura de la política
ordinaria. Sin embargo, esto no es a lo que se supone que el pueblo ple-
biscitario de Green (ibíd.: 28) debe apuntar a hacer porque la audiencia
está destinada a sustituir la participación en lugar de inspirarla.
En este punto surge espontáneamente una pregunta: dado que se supo-
ne que el pueblo es solo una audiencia visual que no tiene ningún papel
en el proceso de decisión que solo tiene una minoría, ¿qué sentido tiene

271
Nadia Urbinati

mirar? Despojar al pueblo de su “capacidad de autor de normas y leyes”


implica hacer que la esfera pública juegue un papel meramente estético,
cuyo impacto es más de espectáculo que controlador. La afirmación que
plantea que “en la democracia moderna gobiernan las minorías” tendría
que completarse con la afirmación de que gobiernan después de que el
pueblo las ha elegido. Sin incluir el momento de la participación o “la
voluntad” en la definición de pueblo, la democracia ocular no tiene meta
o, más precisamente, no tiene otra meta que la de observar. La diarquía
de la voluntad y el juicio es lo que convierte al pueblo democrático en
un actor controlador porque contempla una comunicación estructurada
(regulada por procedimientos y normas constitucionales y operada por
asociaciones intermediarias como partidos y organizaciones de la sociedad
civil) entre la acción política y el juicio político. Esta diarquía se desfigura
si se le da la voluntad a los pocos que hacen el juego procedimental e
institucional (como elite electa) y se le da el juicio al pueblo, pero en la
forma única de lo visual o estético.
Por lo tanto, propondría revertir el argumento plebiscitario y enfatizar
que estar bajo los ojos del pueblo es una estrategia astuta que el líder o
los expertos en los medios pueden usar para disminuir el control de la
gente sobre el poder si no se toman algunas disposiciones que no se rela-
cionan simplemente con la regulación de su aparición en público. Como
acabamos de ver, Green sugiere que el Ejecutivo o el presidente celebre
conferencias de prensa con regularidad o que los candidatos participen
en un debate franco y abierto en la televisión –en suma, para hacer de
la arena de la política una experiencia de gladiadores– es suficiente para
exponer a él o ella al poder ocular de la gente. Estos hechos, supone,
están en sintonía con la identidad del pueblo como una unidad que no
está fragmentada en partidos. Las elecciones dan el veredicto de la ma-
yoría y reflejan batallas partidarias. Son medios en manos de los grupos
políticos y no un procedimiento que utiliza la soberanía democrática
para crear, controlar y limitar el poder estatal. En la interpretación de
Green, las elecciones o la voz autorizada están fuera de la competencia
del pueblo, que es solo una: observar y juzgar desde una posición que está
por encima de todos los puntos de vista partidarios y sin una meta activa
por delante. Desaparece la soberanía política del pueblo. El soberano es
solo una audiencia (ibíd.: capítulo 7). El foro público estético y teatral
remplaza tanto la función política como la deliberativa.

272
Democracia desfigurada

Democracia de audiencia
Se ha dicho que la videopolítica registra el fin de los ciudadanos en
la sociedad de masas. Esta es una transformación cuyas consecuencias
aún no están del todo claras para nosotros porque “la televisión está en
proceso de remodelar nuestra forma de ser” e Internet se suma a este
cambio (Sartori, 1997: 148). La aceptación de este hecho es propedéutico
a una nueva teoría de la democracia hecha “a la luz de las patologías y
disfunciones específicas” que han producido las tecnologías de la comu-
nicación de masas y, especialmente, la televisión, pero no para encontrar
remedios contra esas patologías y disfunciones (Green, 2010: 5). La
democracia de audiencias marca el reconocimiento del declive del ideal
de autonomía política. En un trabajo clásico sobre la sociedad de masas,
William Kornhauser (1959) planteó hace muchos años la cuestión de
cómo distinguir entre plebiscitarianismo bueno y malo en una democra-
cia en la que las masas desempeñan el papel de un motor receptivo de
liderazgo. Kornhauser propuso una respuesta que sigue siendo valiosa (y
preocupante): el factor crucial al que debemos prestar atención es a cómo
los líderes se relacionan con las masas y con otros líderes. En la política
plebiscitaria, el factor de control se sitúa en la persona del líder más que
en los procedimientos y en las instituciones. El punto de referencia para
juzgar si tenemos un líder plebiscitario bueno o malo es el carácter del
líder mismo, por lo tanto, es un percance o una condición difícilmente
controlable por el público. La democracia de audiencias es una política
abierta a los peligros.
Esto encuentra una confirmación en el argumento de Green de que la
sinceridad y la transparencia son las únicas estrategias de contención con
las que disponemos en la democracia de masas. Sin embargo, la sinceridad
y la transparencia no se pueden hacer cumplir plenamente a través de
instituciones y normas a menos que no se violen abiertamente los dere-
chos básicos a la privacidad y la libertad de expresión individual. Por lo
tanto, aunque, como dije anteriormente, ser responsable ante la audiencia
implica que el líder tenga menos privacidad, la aceptación de exponer su
vida a la audiencia depende, principalmente, de su moralidad o del cálcu-
lo de la prudencia que él y sus empleados hagan.59 El resurgimiento del
59
Es sorprendente que Green vea la aceptación del líder de restringir su privacidad como
una característica central del control político y la vigilancia. Pero parece que el aumento
de la vigilancia pública de la vida personal y las actividades privadas de un líder alimenta

273
Nadia Urbinati

plebiscitarianismo confirma la relación propuesta por Kornhauser (1959)


de la sociedad de masas como fácilmente manipulable y movilizable por
el declive del ciudadano. Además, como los autores de la tradición liberal,
desde Mill y Tocqueville hasta Walter Lippmann, nos han advertido, el
“hombre de masas” no solo es vulnerable a los líderes sino también a las
propias masas. A estas advertencias, Green responde que esta complejidad
de la dependencia muestra que todo el poder de las masas democráticas
está en la opinión, que, además, se ha ido transformando paulatinamente
en imágenes y atención visual. Los medios de comunicación colocan al
gobierno bajo una inspección permanente por parte del pueblo que no
necesita por ello reivindicar la participación política para ser activo como
un soberano. La democracia plebiscitaria completa la transformación del
pueblo político en el público y cumple la promesa del gobierno de opinión
como aquel que pivota sobre el poder negativo del juicio, una forma de
participación política que quiere controlar más que tomar decisiones y
que no anhela hacer que las cosas sucedan ni está preocupado por los
poderes delegados. El poder del espectador es el único poder que retiene
el pueblo y, además, el único poder de control.
Los medios de comunicación y el sistema electrónico de comunicación
directa son un apoyo sin precedentes a la democracia de audiencias y al
colapso que conlleva la distinción y mediación entre la persona privada y
el ciudadano.60 La desaparición del actor general (o la artificialidad de la
identidad política del ciudadano) significa que el juicio mismo va a cam-
biar al volverse más adherente al punto de vista o al gusto idiosincrásico
de la persona individual y en reacción directa a los eventos u ocurrencia
de hechos que la persona ve. Según Becker y Wehner (2001: 74): “El ciu-
dadano que conversa con otros ciudadanos en Internet no existe”. Como
Lippmann (1955: 22-24) anticipó hace algunas décadas, la perfección
de la democracia de lo público corresponde a la creación de un mundo
que no tiene un punto de referencia externo a la mente y la vida de la
persona privada y en el que la perspectiva probatoria ya no es posible. El
mundo creado por los medios de comunicación es el mundo mismo, una

el tipo de videocracia de la cultura de las celebridades, interminablemente distraída, que


no tiene nada que ver con la vigilancia de la toma de decisiones políticas y los arcana
imperii de las puertas cerradas. A la inversa, no está claro por qué las instituciones de
transparencia pública que funcionan correctamente requerirían que la vida privada de
los políticos se hiciera pública.
60
Cf. el excelente y profético trabajo de Lawrence K. Grossman (1995).

274
Democracia desfigurada

realidad total y única. Según Luhmann (2000: 2), para empezar, no es un


mundo de comunicación porque con estos instrumentos se descarta la
interacción entre emisores y receptores de imágenes. Y es, precisamente,
esta interrupción del contacto directo lo que asegura un alto nivel de
libertad de los medios, con la conclusión implícita de que los receptores
son verdaderamente pasivos. Sin embargo, es probable que esto cambie
el significado de la publicidad y la esfera pública, al mismo tiempo que
socava la idea de Bentham del público como tribunal. Así, la diarquía de
la voluntad y el juicio empodera al público porque incorpora una idea
reguladora (el ciudadano como una identidad que pertenece a todos por
igual y que no es idéntica a la realidad social de la persona privada) que
hace del juicio mismo un acto “público”, ya que es un parámetro que
todo ciudadano sabe utilizar y gracias al cual las acciones y decisiones
del Estado son juzgadas como correctas o incorrectas.
Como vimos anteriormente, Schmitt reinterpretó la democracia ple-
biscitaria desde la perspectiva del cambio en el sentido de lo “público”:
de algo que se define de manera jurídico-normativo (lo que pertenece al
estado civil) a algo que está expuesto a la visión o existe en un sentido
teatral (lo que se hace frente a los ojos de los demás). Esta es la visión
del público que regresa en el plebiscitarianismo contemporáneo. La
resurrección de las ideas que impulsaron la crítica del parlamentarismo
en la Alemania de principios del siglo xx es un indicio interesante de
una nueva tendencia que preocupa a la teoría democrática. El libro de
Bernard Manin sobre el gobierno representativo es, quizás, el documen-
to más importante de esta tendencia. Un tema central de este libro es el
diagnóstico del declive de la democracia de partidos y el surgimiento de
la democracia del público en la que la confianza en el líder y la aceptación
de un creciente llamado al poder discrecional por parte del Ejecutivo se
encuentran con un cambio en la organización de las elecciones políticas
que abarca desde los líderes y militantes de los partidos hasta los expertos
en comunicación. “La democracia de la audiencia es el gobierno del experto
en medios” (Manin, 1997: 221), o la celebración del poder ocular, como
observa Green al completar el diagnóstico de Manin. Aunque durante la
democracia partidaria las elecciones se basaron, en gran medida, en el
aspecto vocal y volitivo de la política –la participación era el marcador
central de la soberanía popular–, la aparición en público define ahora el
arte de la política. Las palabras, la discusión y los conflictos entre ideas

275
Nadia Urbinati

e intereses son centrales en un caso y la sinceridad o transparencia en


el otro, en el que el órgano del poder popular es “la mirada más que la
decisión, y el ideal crítico del poder popular es la sinceridad en lugar de
la autonomía” (Green, 2010: 15). La democracia de audiencia de Manin
es un paso profundo e influyente hacia la participación como espectador.
Manin no tenía la intención de estimular el movimiento en esa di-
rección. De hecho, su diagnóstico se basó en la idea de que la audiencia
espectadora actúa como juez soberano, por lo que asumió la idea tra-
dicional de que el consentimiento y la discusión son esenciales para la
legitimidad, pero que el juicio por sí solo no es una marca de autogober-
nación. Así, Manin evaluó la transición de la democracia de partidos a la
democracia de audiencias en términos de un declive del poder soberano
del pueblo ya que consistía en un desempoderamiento del poder de de-
cisión de los ciudadanos. Cuando la gente solía votar por partidos con
una plataforma, ejercía su juicio sobre la política futura; sus votos no
contenían simplemente su confianza en un notable, como solía ocurrir
al inicio del gobierno representativo, cuando el candidato-notable era la
figura de la representación. En la democracia de partidos, la imagen del
candidato no sustituyó a la expectativa futura de los votantes como en
la democracia plebiscitaria, en la que las elecciones se realizan sobre la
base de la imagen del candidato y la referencia a programas y plataformas
es casi irrelevante. La consecuencia es que la rendición de cuentas, en
sí misma, deja de tener sentido, ya que los electores no tienen ningún
control sobre los temas y las políticas, ni siquiera durante la campaña
electoral. Claramente, Manin juzgó la transición de debatir y participar
hacia asistir y mirar como un signo de “malestar”, y no como una mejora.
De hecho, concluyó su libro con las siguientes incómodas palabras (1997:
233): “el gobierno representativo parece haber cesado su progreso hacia
el autogobierno popular”.
Sin embargo, una vez que abandonamos el juicio evaluativo de Manin
sobre la transición de la democracia de partidos a la democracia de la
audiencia y consideramos que esta última es un hecho consumado que de-
bemos afrontar, vemos que el escenario normativo cambia. Lo que impulsa
una perspectiva de audiencia consistente, sostiene Green (2010: 111-112),
es la superación final del “estatus hegemónico del modelo vocal” y su
idea de que la participación de la gente es “una fuerza de decisión activa
autónoma”. El proyecto plebiscitario consiste en derrocar esta hegemonía

276
Democracia desfigurada

y liquidar la democracia deliberativa y procedimental, que considera a la


democracia plebiscitaria como una “blasfemia” por el papel pasivo que
le atribuye al pueblo. Los argumentos que los deliberativistas y procedi-
mentalistas sostienen en su contra son, principalmente, éticos y morales;
se hacen en nombre de la universalización de los argumentos racionales o
en nombre de la agregación de preferencias y el cambio periódico de los
elegidos como la única vía pragmática para resolver la falta de racionali-
dad que encierra el gobierno de opinión. Los teóricos habermasianos y
procedimentalistas conciben a la democracia como un orden político que
se basa en la autonomía y el voto, una visión de la actividad política que
se centra en la decisión y la voz. Tratan la opinión del particular como
un asunto que no puede ingresar en el ámbito político sin pasar por una
transformación. Los primeros lo hacen filtrando opiniones a través de
una deliberación racional; los segundos, extrayendo de esas opiniones la
unidad numérica del cálculo. Esto es lo que la democracia ocular quiere
refutar y cambiar al oponer la intermediación del juicio con la reacción
visual a las imágenes.

Un modelo romano
Lawrence K. Grossman (1995) escribió, hace varios años, que la tecno-
logía de las telecomunicaciones ha reducido las barreras tradicionales del
tiempo y el espacio y ha redirigido la política hacia la democracia directa.
El declive del modelo madisoniano, afirmó, va de la mano con este proceso
de estrechamiento de distancias y de difuminación de los tradicionales
controles, equilibrios y separación de poderes que acompañaron a los dos
primeros siglos del constitucionalismo. Una nueva época de democracia
directa parece estar esperando a los modernos si afirmamos que incluso
los jueces de la Corte Suprema sienten la presión de la audiencia en lu-
gar de defender su independencia (Grossman, 1995: 4-6). Igualmente,
el escenario que estuve graficando no es el de la democracia directa,
sino el de una nueva forma de oligarquía que se desarrolla a partir de la
centralidad de la visión sobre la voz. De hecho, cuando las normas de
autonomía política ceden el paso a las del espectador, los procedimientos
democráticos descienden a métodos de selección de elites, y esto no le
otorga ningún poder a los ciudadanos. Es posible afirmar que, a cambio
del poder de influir en la política, los ciudadanos comunes salen del es-
pacio que organizan las instituciones y los procedimientos. Recuperar el

277
Nadia Urbinati

papel visual de la doxa es, en este caso, reivindicar el poder irracional del
pueblo a través de miradas, rumores, aplausos y abucheos. La distancia
del mito cognitivo del público como espacio para la formación de una
opinión pública ilustrada no puede ser más grande. Igual de grande es la
distancia del papel político de la opinión como juicio verosímil que, para-
fraseando a Aristóteles, caracteriza a una democracia isonómica en la que
los argumentos razonados y los votos son las herramientas (y derechos)
que todos los ciudadanos tienen y pueden utilizar. La tradición a la que
pertenece la democracia plebiscitaria no es, pues, ni la ilustración ni la
democracia directa ateniense. En cambio, es el foro romano en el que la
presencia plebiscitaria de las masas actuó funcionalmente en apoyo del
papel de liderazgo de la minoría. En esta sección final del capítulo me
gustaría sugerir el renacimiento de la plebe y su actividad de audiencia
como las mejores representaciones de las nuevas figuras o características
de la democracia en la era de la tecnología y los medios de comunicación.
Como vimos en el capítulo anterior, el populus romanus implicaba
tanto una multitud como el legislador que compartía el poder soberano
con el Senado. La multitud en el foro no era idéntica a la del populus,
que actuaba dentro de las tribus (tributa curiata y tributa centuriata, de
acuerdo con los distintos encuentros que se hacían para votar leyes o
magistrados).61 La multitud era activa a su manera y “no se limitaba a
la manifestación de la opinión pública” (es decir, extimatio o votación).
Fue la protagonista activa (en conjunto, y no como suma de individuos)
de las funciones políticas desarrolladas en el foro, que fue juzgando y,
en ciertas ocasiones, votando, a través del plebiscito, por candidatos o
por leyes. La multitud “funcionó como un teatro político público” que
todas las figuras reconocieron, apreciaron y temieron (ibíd.: 57). Fue su
presencia en masa la que ejerció una poderosa influencia sobre los líderes.
Miradas, gritos y rumores fueron las armas marcadas en el foro. El efecto

61
Cicerón captó la distinción entre el populus y la multitud de manera muy efectiva cuando
se propuso distinguir entre “un grupo” y el populus romanus: “¿Crees que el grupo es el
populus romaus que está formado por aquellos que son contratados para pagar, que son
incitados a usar la fuerza contra los magistrados, asediar el Senado y esperar todos los
días una masacre, un incendio y una devastación, ¿ese populus al que no hubieras podido
reunir si no hubieras cerrado las tabernas? (...) Pero eso fue la belleza del populus romanus,
que su verdadera forma, que viste en el campus en este momento cuando incluso tuviste
el poder de hablar en contra de la autoridad y la voluntad del Senado y de toda Italia. Ese
es el populus que es el señor de reyes, el vencedor y el comandante de todos los pueblos”
y el que juzga y hace leyes (citado en Millar, 2005: 38).

278
Democracia desfigurada

sobre los líderes tenía que ser más fuerte que el del público televisado de
hoy, que se realiza en una soledad colectiva, si se me permite decirlo, o
en las casas particulares. Lo ocular era en Roma un poder más fuerte y
directo en comparación con nuestro poder de asistente televisivo. Aunque
las diferencias son enormes, la analogía con el foro es importante para
comprender mejor la consecuencia que proviene de exaltar la función de
la audiencia informal o del público sobre el ciudadano para la democracia.
Para anticipar mi argumento, la experiencia romana nos muestra que la
multitud adquiere más relevancia en proporción al declive de la relevancia
del poder de voto del pueblo en el ocaso de la república.
La presencia física del público romano y el espectáculo visual que
realizó fueron una fuerza que impresionó fuertemente a los “ojos y la
mente” del actor.62 Para parafrasear a Bentham, el foro fue el tribunal
más aterrador de la república. Era difícil discernir quién dirigía y quién
era dirigido porque las emociones dominaban el foro. Las emociones, que
Cicerón describió como agentes de una enfermedad contagiosa, fueron el
factor irracional que hizo que todos los romanos reconocieran y sintieran
el foro como un lugar único. El análisis de Le Bon de la multitud en la
sociedad de masas tradujo la descripción de Cicerón a un lenguaje que
encaja con el plebiscitarianismo moderno.
La multitud, explicó Le Bon, tiene un poder “invencible” porque no
puede traducirse en una determinada cantidad ya que no es la suma de
las voluntades individuales sino una plusvalía, por así decirlo, que existe
solo cuando el pueblo se convierte en una unidad indistinta. Se caracteriza
por una falta de responsabilidad individual por la propia decisión que
hace que sea más libre actuar y produce un fenómeno contagioso. Así,
las personas actúan por imitación y piensan de una manera que, si se les
pregunta más tarde, no pueden explicar. Finalmente, está dirigido por
el poder de la sugerencia que proviene del hecho de que cada individuo
siente la presencia de los demás y no puede resistirse. Le Bon (1960: 32)
describió a la multitud como un retroceso a la espontaneidad de la tribu
ya que posee la “espontaneidad, la violencia y el entusiasmo” e incluso el
“heroísmo” de los “seres primitivos”. El cálculo agregativo y la raciona-
lidad estratégica no eran capaces de representar el poder del foro o de la
multitud. Le Bon usó el argumento del poder invencible de la multitud,
su contagio y su poder emocional de sugestión, para explicar cómo fue

62
Citado en Millar (2005: 72).

279
Nadia Urbinati

que los nobles en Francia renunciaron a sus privilegios y se opusieron


tanto a su clase como a sus intereses individuales: “La renuncia a todos
los privilegios que la nobleza francesa votó en un momento de entu-
siasmo durante la celebrada noche del 4 de agosto de 1789, ciertamente
nunca hubiera sido consentida por ninguno de sus miembros tomados
individualmente” (ibíd.: 33). “Inferior” al “individuo aislado” (y para
el ciudadano individual que piensa en la soledad de su mente como
cuando vota) en términos de racionalidad, según Le Bon, la multitud es
muy superior al individuo en términos de sentimientos y, sobre todo, en
términos de emociones. La fuerza de la visión del público o el estilo en
el que se expresan las opiniones es lo que hace que la multitud, antigua
y moderna, sea única y especial.
La multitud romana también tenía una función de control: el impor-
tante poder de estar bajo los ojos del pueblo o en público. Para Jon Elster
(1998: 111), el efecto del debate público (de estar ante una audiencia)
en las asambleas en las que se deben tomar decisiones es el de inducir
a los hablantes a remplazar el lenguaje de los intereses por el lenguaje
de la razón o de una razón imparcial. Por supuesto, esto no implica que
las propuestas bajo consideración estén limpias de motivos o intereses
parciales, ya que es la habilidad de un buen orador poder emplear pala-
bras que cubran su intención. El hecho de que la presencia del público
dificulte que los oradores parezcan motivados únicamente por sus propios
intereses no significa que los oradores o los políticos no puedan tener
éxito si parecen sinceros aunque no lo sean en verdad, es decir, si son
puramente hipócritas.63 Maquiavelo dedicó muchas páginas a mostrar esta
posibilidad que significa, en efecto, convertir al público de un dispositivo
controlador en un espectáculo y un motor de legitimidad.
Este es el sentido, según Millar (2005: 45), de “la ideología de la publi-
cidad que impregnaba todos los aspectos de la vida comunal romana”. La
publicidad implicaba, en primer lugar, que todas las acciones, propuestas
o eventos que pertenecían a las funciones de la república se hicieran y
mostraran en público para darle a todo el pueblo una oportunidad efectiva
de estar informado, juzgar y tomar decisiones. Las propuestas de ley, los
nombres de los miembros del jurado o de los candidatos a los Tribunales
y todo tipo de información se actualizaban diariamente en tableros o se
colgaban en listas. Publicidad significaba poner “los detalles” de cualquier

63
Cf. la descripción del perfecto político hipócrita en Runciman (2008: 85-90).

280
Democracia desfigurada

acción prospectiva a disposición de los ciudadanos que pasaban o se


quedaban en el foro. “La escritura, la acción pública y la palabra jugaron
un papel importante para garantizar la publicidad” (ibíd.).
Por lo tanto, el uso del público era más importante por su carácter
simbólico que por el efecto real que podría haber tenido en las decisiones.
Así, apartarse del público, actuar a puertas cerradas, marcó un cambio
extraordinario en la política romana, al que los republicanos tradicionales
se oponían y temían. La reconstrucción en el discurso de Cicerón de cómo
Verres condujo su campaña electoral es un documento importante porque
“por primera vez en la política romana, escuchamos de reuniones divisiores
[reuniones de partidos] en la casa de un candidato, con el objetivo de
distribuirle sobornos a diferentes tribus” (ibíd.: 68). Antes de que fuera
“privatizada”, la influencia política se ejercía abiertamente, en el foro.
Sin embargo, la exposición pública pudo proteger a la república del
soborno y la corrupción porque los líderes políticos sintieron el peso de
parecer deshonestos (sin necesariamente serlo). El público podía disuadir
la corrupción siempre y cuando la ciudad haya sido virtuosa. La trans-
parencia tenía un poder efectivo de vigilancia mientras los ciudadanos
romanos sintieran vergüenza de mostrar sus vicios a sus conciudadanos.
Claramente, los procedimientos que regulaban el poder legislativo del
populus no se percibían como una protección suficiente, y era necesario
movilizar la virtud para fortalecerlos. Actuar en público era un comple-
mento de protección en una ciudad en la que la moneda corriente era el
honor y la virtud. El riesgo de ser visto por el público de Roma y denun-
ciado era un poder disuasivo que restringía y estimulaba a los líderes.
Por lo tanto, “público” era un adjetivo que implicaba “estar bajo los ojos
de la multitud”. Para que tenga una función de control, algunos factores
éticos debían presumirse y funcionar eficazmente.
La disuasión de la corrupción en la debilidad humana es, sin duda,
uno de los legados más importantes de la república romana. De hecho,
todos los que se postulaban para los cargos, luego de ser elegidos, tenían
que prestar juramento en el foro y si “no tomaban ese juramento, tenían
que renunciar” (ibíd.: 46). En la lógica de la idea de Bentham del público
como tribunal, podemos decir del caso romano que mientras el tribunal de
jueces selectos juzgaba, la multitud juzgaba a dichos jueces con el poder
invisible de la opinión. El juez formal sentía la influencia apremiante del
juez informal. En este sentido, estar bajo la mirada del pueblo era una

281
Nadia Urbinati

condición para la participación competente de quienes así lo deseaban (y


se reunían en los comicios para votar) y una condición para controlar los
hechos políticos (en el foro). El control de los intérpretes o ejecutantes
no tenía por qué ser en forma de discurso o palabras. La actividad pasiva
de atender, ver y escuchar también influía mucho en las decisiones; era
una forma poderosa de pasividad en la medida en que podía inducir a
un funcionario público, un jurado, un orador o un candidato a decir o
no decir algo. La multitud, leemos en Salustio, estaba “activa” incluso
cuando era “apática” (ibíd.: 59).
Reflexionando sobre el foro romano, podríamos decir que la multitud
o el público tiene dos poderes: un poder de contención y un poder de
liberación. Ejerce la función de castigar e instigar, y, en cualquier caso,
de dirigir a quienes tienen el poder de actuar (en Roma, los ciudadanos
en su función de voto y los candidatos). Es importante comprender
esta doble función si queremos valorar la complejidad de la democracia
procedimental, que, si bien puede tener un momento plebiscitario, no
es plebiscitaria.

El discurso en el foro
¿Por qué el foro romano por sí solo no puede figurar como un modelo
de democracia aunque sea un modelo de presencia popular e, incluso,
fuertemente igualitario si se lo considera en su relación dinámica con los
líderes? Para responder a esta pregunta, me centraré en el derecho a la
libertad de expresión que gozaban los romanos en el foro. Una cuestión
posterior que plantearé es si el pueblo romano, en su capacidad sobera-
na, tenía derecho a hablar también en público o si, como los atenienses
cuando estaban reunidos en la ekklēsia, podían hablar en las asambleas de
votación o en los comitia. Isēgoria y parrhēsia eran los nombres del derecho
individual a hablar que cada ciudadano ateniense disfrutaba cuando se
reunía en la asamblea: el primero, “una libertad procesal positiva que le
garantizaba a los ciudadanos atenienses la igualdad de oportunidades para
dirigirse a la ekklēsia” y, el segundo, “una libertad positiva y sustantiva que
le daba forma al contenido del discurso de cada autor” (Werhan, 2008:
14-15). Como se explicó en el capítulo 1, la libertad de expresión, como
una oportunidad igual para el ciudadano de participar directa o indirec-
tamente en el proceso de decisión, ha sido el núcleo de la libertad política
desde el inicio de la democracia. Según los historiadores romanos, isēgoria

282
Democracia desfigurada

y parrhēsia no eran oportunidades que los ciudadanos romanos gozaban


por igual: algunos lo hacían en el foro (la minoría que se postulaban
para cargos políticos), mientras que ninguno lo hacía cuando se reunían
en sus asambleas (los comitia).64 Esto no significa, sin embargo, que los
ciudadanos romanos no gozaran del derecho de influir en las decisiones y
de hablar en público (como lo hicieron en el foro). Sino que significa que
su influencia en el foro fue ejercida por ellos como individuos privados y
no como ciudadanos soberanos. Voy a intentar explicar esta importante
distinción.
Tener un cargo (electo) o pertenecer a la clase senatorial y, por lo tanto,
tener el derecho a postularse para un cargo solo le dio a algunos ciuda-
danos romanos el derecho individual de dirigirse a la gente y hablar.65
Isēgoria era solo para la minoría en Roma. Los romanos comunes no lo
disfrutaban. Es imposible decir que en Roma existía “un derecho formal
para que todos los ciudadanos hablen” en el lugar en el que se tomaban
las decisiones (Millar, 2005: 16). Al actuar como soberano, “cualquier
ciudadano que quisiera hacerlo podía escuchar opiniones contrarias sobre
cualquier tema, ya sea en diferentes contiones celebrados por diferentes
funcionarios o, a veces, en el mismo contio” (ibíd.: 47). Las campañas
electorales fueron extremadamente dinámicas, más de lo que lo son
hoy. Todas las personas en el foro disfrutaban del derecho a la libertad
de expresión, pero los ciudadanos romanos no lo disfrutaban cuando se
reunían en los comicios dentro de los cuales votaban o actuaban como
populus soberano. Lo disfrutaban como ciudadanos privados y, por lo
tanto, en forma de derecho a “hablar en privado”, un derecho que se
extendió también a los no ciudadanos o a todas aquellas personas que
viajaron a Roma y acudieron libremente al foro. Tanto los ciudadanos
corrientes como los no ciudadanos disfrutaban del derecho a la libertad
de expresión en el foro. Lo que no todos gozaron fue el derecho a hablar
en público o el derecho a dirigirse al pueblo o discutir en los comitia. De
este derecho solo disfrutaban los patricios o los magistrados potenciales.
64
Véase, en particular, ibíd. pág. 19, Millar (2002: 197-226), Janet Coleman (2000, v.
1: 285), Lily Ross Taylor (1949: 26 y 3), Ober (1989) 109), Raaflaub (1983 y Charler
Wirszubski (1968: 11-17).
65
Los ciudadanos pertenecientes al populus no tenían derecho a postularse para cargos
públicos (ni, por lo tanto, a arengar a la multitud). Para que un no senador alcanzara
ese objetivo se necesitaba la riqueza, la adquisición de una reputación como profesional
(este fue el caso de Cicerón, quien fue un gran abogado) o el casamiento con una mujer
patricia (como en el caso de César).

283
Nadia Urbinati

Cuando Green observa que la visión, y no la voz, es el sentido que hace


que la gente sea una multitud que “solo mira” pero no “compite por el
poder”, quiere enfatizar, precisamente, en el poder no de tomar decisiones
sino de influir actuando como público. El tipo de derecho a la libertad
de expresión del que disfruta el espectador tiene la forma de un derecho
privado. En el desarrollodel capítulo 1 sobre el significado de la libertad
de expresión en una sociedad democrática, argumenté que dos derechos
diferentes a la libertad de expresión implican dos tipos diferentes de per-
sonas: una que habla, pero no decide y otra que habla y también decide.
Esta distinción está en el centro del modelo del gobierno mixto que los
académicos utilizan para describir el gobierno representativo contem-
poráneo con el fin de enfatizar el hecho de que, aunque los ciudadanos
comunes pueden esperar influir en sus representantes expresando sus
opiniones libremente, no tienen la certeza de que su voz será escuchada
(la separación entre asambleas que votan sin hablar y Senados o Concejos
que solo hablan sin votar fue respaldada por los republicanos modernos
de tradición romana, desde Harrington hasta Rousseau). Como ciuda-
danos en la función de toma de decisiones, los romanos tenían tipos de
derechos “pasivos”: por ejemplo, el derecho a oír y ver y a ser percibidos
como una audiencia juzgadora por líderes “activos”. Para hacer efectivo
ese derecho, el sistema romano se aseguró de que todos los puntos de vista
de la oposición fueran siempre expresados en público por sus líderes y
que toda la información sobre los candidatos, magistrados, propuestas de
ley y leyes aprobadas se divulguen y se dieran a conocer al público. Pero
en su función soberana, los ciudadanos hablaban a través de sus votos a
gritos (plebiscito) y, cuando estaban en el foro, a través de las palabras de
los que hablaban. Los debates y conciones a los que asistían diariamente en
el foro eran realizados por ponentes (candidatos y magistrados) con los
que las personas se identificaban. Ese es el sentido empático, participar o
identificarse, según la noción plebiscitaria de representación de Schmitt.
En cualquier caso, el pueblo romano podía ejercer un poder reactivo:
el de impedir o exaltar, de juzgar o castigar, tanto en el foro como en las
tribus de votantes. No tenían derecho a ser plenamente activos como los
patricios (quienes, sin embargo, no tenían derecho a voto). En resumen,
una clara división entre hablar y votar, proponer y resolver (que Harring-
ton teorizaría entonces como un argumento a favor del bicameralismo)
dominaba la vida política romana. Junto con una votación silenciosa en

284
Democracia desfigurada

las tribus, el pueblo romano también tuvo una presencia ruidosa en el


foro, pero no como ciudadanos que debatían y votaban (como en la de-
mocracia ateniense) sino como un público colectivo que influía y limitaba
en masa a los oradores.
En el lenguaje contemporáneo, es el derecho individual a hablar como
derecho privado (y no como derecho del ciudadano) lo que es importante
para nosotros a tener en cuenta. Los ciudadanos romanos comunes habla-
ban libre y directamente como particulares en el foro y en todos los lugares
que deseaban, pero no en las asambleas electorales ni en los comicios.
Como individuos privados, formaban la multitud. La multitud era, pues,
un actor público (visible) formado por individuos privados. Esto fue cier-
to en Roma como lo es en la democracia de audiencia de la actualidad.
Los ciudadanos que conversan con nosotros y con otros ciudadanos en
Internet o miran la televisión no existen, propiamente hablando, como
ciudadanos. En este sentido, interactuamos como individuos privados
que expresan opiniones personales y vemos las mismas imágenes en la
inmediatez del tiempo que permite la comunicación informal, cuando
queremos y cuando nos gusta.
En Roma, la multitud, y no el pueblo soberano, tenía derecho a hablar
en el foro público. Precisamente por eso, el discurso público no se hizo
en forma de argumento racional o de discurso deliberativo, sino en forma
de reacción colectiva a lo que decían los candidatos o líderes: un grito
contra un orador, un ruido de aprobación y el silencio mismo, como he-
mos visto. Este fue el populus contra el cual Cicerón lanzó sus despectivas
palabras al compararlo con un mar atormentado con las tribunas como
si fuera el viento agitándolo (ibíd.: 63). Cicerón le dio a este pueblo el
nombre de pueblo democrático y fue contra el cual lanzó sus invectivas.
En el siglo xviii, esa imagen de turbulencia y locura “democrática” de la
población en el foro inspiraría el miedo a la democracia en los discursos
de los republicanos revolucionarios de las asambleas constitucionales de
Filadelfia y París (Elster, 2000: 130, nota 93).66 Por otro lado, inspiraría
a los antiliberales a ridiculizar (o exaltar) a la democracia como régimen
de masas.

66
Sin embargo, la imagen de la democracia en las asambleas constitucionales del siglo
xviii,francesas y americanas también, se nutrió de una literatura que tenía en el centro
a los escritores romanos, no a los atenienses. El elemento democrático en la república
plebiscitaria romana es lo que ellos entendían por democracia.

285
Nadia Urbinati

En el escenario romano, en el que se alimentaba la democracia ple-


biscitaria, el público era un teatro, y como tal, actuaba como un “grupo”
(para usar la palabra apropiada de Cicerón), cuyos miembros tenían de-
recho a expresarse en voz alta, pero, sin embargo, no tenían los mismos
derechos que tenían los que actuaban. Así, un teatro no es un lugar para
discusiones individuales o discursos razonables, sino que es una reu-
nión de asistentes que pueden expresar sus puntos de vista en forma de
reacción a lo que escuchan o ven. Pero solo los actores hablan y actúan.
Según Millar (2005: 47):
Este teatro estaba disponible en un lugar tradicional fijo para quienes
estaban interesados, y en él la multitud (que en sí misma podría descri-
birse como un contio) no era necesariamente una audiencia pasiva, sino
que podía intervenir mediante gritos o con un diálogo explícito con el
hablante o podía mostrar su opinión simplemente alejándose. Además, la
misma muchedumbre podría transformarse en una asamblea soberana de
votantes (en principio) si el magistrado que presidía le ordenaba separarse
(discernir) en sus tribus de votantes.
Así, en Roma (como en la democracia plebiscitaria) el público no era
una “opinión pública” abstracta sino un contexto físico en donde los
magistrados daban forma a sus palabras anticipando la reacción de la mul-
titud. Como en una obra de teatro, todos los romanos conocían las reglas
de ese juego, cuya performance también era una forma de entretenimiento.

Conclusión
Mientras que el populismo desdibuja la diarquía democrática por-
que quiere que la opinión de la gran mayoría sea la voluntad de todo el
pueblo, el plebiscitarianismo mantiene separadas la función de decisión
(la minoría) y la del juicio visual (el pueblo) y las adscribe a dos grupos
de ciudadanos. Aquí, el carácter negativo o reactivo de la política es el
único factor determinante que cuenta como democrático. Fue Schmitt,
más que Weber, quien abrió el camino a esta revisión radical de la política
democrática cuando reconoció que la aclamación es la voz del colectivo
(la mayoría) y el único acto que prueba el empoderamiento del pueblo,
mientras que la decisión es una prerrogativa de la minoría. Los teóricos
contemporáneos del plebiscito de la audiencia sostienen la definición de
democracia de Schmitt en la que el pueblo es la “parte no política [del

286
Democracia desfigurada

Estado] que se mantiene dentro de la protección y sombra de las decisiones


políticas” (ibíd.: 251). De hecho, la visión de Schmitt es excesivamente
decisionista cuando se la compara con esta nueva interpretación de la
política plebiscitaria como plenamente consonante con el paradigma de
“un ideal ocular no vocal de sinceridad” (ibíd.: 167).
Mientras Schmitt eliminó de la democracia la razón y la participación
en la deliberación, Green, como vimos, le sacó el último vestigio de carác-
ter discursivo al hacer de la opinión ya no el ámbito del discurso sino el
de la visión y el juicio ocular. La autonomía ya no forma parte del voca-
bulario democrático, ni siquiera en forma de masa que grita su voluntad
colectiva. La democracia de la audiencia tiene como punto de referencia
el modelo romano de foro. La diferencia entre una reunión plebiscitaria
y una ciudadanía democrática reside esencialmente en el carácter y la
función del discurso. En este último, el discurso es una prerrogativa del
ciudadano individual como un derecho político que la persona ejerce
junto con otros para influir, proponer y evaluar decisiones. El habla es el
órgano de la autonomía política, ya sea en forma de participación directa
o indirecta. En la reunión plebiscitaria, el discurso es, en cambio, una
prerrogativa de la multitud que está formada por personas privadas que
reaccionan a lo que ven y se les hace ver, y no para formar una opinión
política o participar en un debate, sino para observar lo que hacen los que
actúan. Esta es la libertad de la audiencia. Captura la diferencia entre la
acción de una multitud que puede seguir o estimular a un orador o varios
oradores y la acción de los ciudadanos que hablan a través de su poder
de voto y sus diversas opiniones e intereses políticos.
Una multitud practica la libertad de expresión como un derecho pri-
vado porque sus miembros son un público de espectadores o individuos
que pueden alejarse si no se entretienen, y no un público de ciudadanos
cuyo comportamiento está guiado por procedimientos. La regla de la ca-
lle, como la de Internet o la de la televisión, es la regla de la multitud; se
desata su libertad, pero esto no la convierte, en sí misma, en la libertad de
un pueblo autónomo. La fuerza de la multitud aún no da testimonio de la
libertad política, aunque es una manifestación de la libertad individual.
Cuando el pueblo romano fue despojado de su derecho a votar sobre
las leyes después de la presión de Sila contra el poder de los tribunos,
la multitud no perdió su influencia visual y efectiva en el foro: “puede
parecer paradójico argumentar que la política de masas en el foro alcanzó

287
Nadia Urbinati

su máxima eficacia precisamente en el único período en el que se perdió


el poder incondicional de legislar” (ibíd.: 49).
La teoría contemporánea de la democracia plebiscitaria es una ilustra-
ción del renacimiento del poder de los rumores en un foro conformado
por los medios de comunicación de masas. Sin embargo, en la república
romana (cuando aún no estaba en decadencia) el foro y los comicios, la
opinión y la voluntad, eran poderes igualmente influyentes. La democracia
representativa contemporánea se enfrenta, en cambio, a un declive de la
participación electoral y política que se corresponde con el crecimiento de
la función estética y teatral del público, una máquina voyerista que sirve
para satisfacer el anhelo de la gente por el espectáculo político más que
su libertad frente al poder arbitrario. En efecto, el rasgo diárquico de la
democracia representativa implica no solo que el soberano se componga
de dos funciones, sino que estas se comuniquen para que la opinión no
permanezca ineficaz y la voluntad no permanezca sin control. Una arena
pública que cumple solo un rol estético muy difícilmente pueda ser un
medio de control y juicio crítico, y menos aún si se complementa con una
ciudadanía descontenta y con el declive del sentido del derecho político
al voto. Esto ilustra la paradoja de la democracia actual en la que surgen
movimientos de protesta tan fuertes en su apariencia como débiles e
impotentes en su impacto en las decisiones políticas.

288
Democracia desfigurada

Conclusión
En este libro he detectado algunas mutaciones de la democracia y las
he examinado como desfiguraciones de la diarquía democrática de la
voluntad y la opinión. En su forma representativa –he planteado– la de-
mocracia es un sistema en el que el poder de autorizar el uso de la fuerza
como último recurso se ejerce en nombre y por cuenta del pueblo en virtud
del procedimiento de las elecciones, lo que implica que las instituciones
y los líderes políticos no pueden ignorar lo que los ciudadanos piensan,
dicen y quieren fuera de las urnas. En este gobierno, el poder soberano
no es simplemente la voluntad autorizada contenida en la ley civil que
implementan los magistrados y las instituciones, sino un poder dual en
el que la decisión es un componente. El foro de opiniones participa de
la soberanía democrática, aunque no tiene ningún poder de autoridad
formal y su fuerza es externa a las instituciones. Los desafíos que le es-
peran a las democracias contemporáneas son dobles. Primero, aunque
nunca pueden separarse verdaderamente, estos poderes deben operar
por separado y seguir siendo diferentes: no queremos que la opinión de
la mayoría se convierta en una sola y la misma voluntad del soberano
y no queremos que nuestras opiniones sean simplemente una reacción
pasiva al espectáculo que los líderes ponen en escena. En segundo lugar,
que la democracia representativa es el gobierno de la opinión también
significa que el foro público mantiene el poder del Estado bajo escrutinio
y que debe ser gobernado de acuerdo con el mismo principio igualitario
que se encarna en el derecho de los ciudadanos a la autonomía. De aquí
la siguiente máxima: una vez que el foro pasa a formar parte de nuestra
comprensión de la presencia política, la democracia debe atender la
cuestión de las circunstancias de la formación de opinión. El derecho de
los ciudadanos a una participación equitativa en la determinación de la
voluntad política (una persona, un voto) debe ir junto con la igualdad
de oportunidades de los ciudadanos para estar informados, pero también

289
Nadia Urbinati

para formar, expresar, y dar a sus ideas peso e influencia pública. El


funcionamiento del foro de opinión es, por tanto, un tema de justicia
política y, aunque la influencia difícilmente puede ser igual y estimada
con un cálculo riguroso, la oportunidad de ejercerla puede y debe tender
a serlo. Aunque difícilmente podamos probar que existe una relación
causal entre el contenido de los medios, la opinión pública y los resul-
tados o decisiones políticas, las barreras a la igualdad de oportunidades
para participar en la formación de opiniones políticas deben mantenerse
bajas y su intensidad permanentemente monitoreada. La misma lógica
que rige para el poder de decisión se aplica al foro de opinión: el poder
económico no debe traducirse en poder político.
La democracia representativa es, de este modo, un gobierno de doxa
en el sentido más amplio: porque la posibilidad de disputar y controlar el
poder aumenta en la medida en que las opiniones de los ciudadanos no
se limitan a sus mentes ni se mantienen como opiniones privadas; porque
está en consonancia con el carácter de la democracia como sistema polí-
tico que se basa y engendra la dispersión del poder; y porque posibilita
la formulación de múltiples opciones políticas en relación con las cuales
los ciudadanos toman sus decisiones. Así, si bien el poder electoral es,
sin duda, la condición básica de la democracia, su garantía está dada por
las condiciones en las que los ciudadanos obtienen la información y están
expuestos a la presión de los formadores de opinión. Las elecciones son
verdaderamente el medio para un gobierno de opinión como un gobierno
que responde y es responsable ante el público.
Con relación a la diarquía de la democracia, sostuve que hay tres ro-
les que cumple la doxa en el foro público: requerimiento cognitivo o de
información; formación y contestación política o de agenda; y estético
o un llamado a la transparencia y la sujeción del trabajo de la política
a la ciudadanía. En relación con ellos, he identificado tres formas de
desfiguración, que no son meras posibilidades teóricas sino fenómenos
detectables en las democracias existentes. La interpretación epistémica
de la democracia y los fenómenos populistas y plebiscitarios radicaliza
cada uno de estos tres roles de la doxa y todos emergen desde dentro de
la democracia representativa como sus fronteras internas pero extremas.
De hecho, aunque estas radicalizaciones no pretenden provocar ningún
cambio de régimen (en verdad se anuncian como una perfección o incluso
como una norma de la democracia) porque no cuestionan la “voluntad”

290
Democracia desfigurada

(no privan de derechos a los ciudadanos), modifican la figura externa de la


democracia en formas visibles y, sostengo, desagradables y problemáticas.
El objetivo de estas desfiguraciones es la doxa, aunque por motivos y
de acuerdo a fines distintos. La teoría epistémica propone despolitizar los
procedimientos democráticos y convertirlos en un método para lograr
“resultados correctos” o neutralizar a los partidistas como decisiones
basadas en la mayoría, en lugar de resultados que son solo procedimental
y constitucionalmente válidos. Quieren rescatar a la democracia de su
partidismo cacofónico, ruidoso y, a veces, demagógico, pero terminan por
limitarla en lugar de respetar la naturaleza política de su procedimiento.
Si tiene éxito, la corrección epistémica e impolítica cambiaría el carácter
de opinión de la democracia y la convertiría en una expresión del poder
del conocimiento. A esta desfiguración la he llamado platonismo de-
mocrático, ya que revive el mito del filósofo-rey, aunque vestido con un
atuendo colectivo e igualitario. Sostengo que una multitud formada por
personas que, con algunos datos y procedimientos de deliberación, se
supone que lograrán un resultado correcto, todavía no es necesariamente
una reunión democrática, aunque sí igualitaria. El componente que falta
es la libertad política.
Al centrarse en el contenido del resultado, la traducción epistémica
de la política democrática juzga el trabajo de los procedimientos desde
la perspectiva de su capacidad para canalizar el conocimiento de la ma-
yoría hacia decisiones que satisfacen razones que exceden su opinión
(y la mayoría que obtienen) más que desde la perspectiva del principio
de igual libertad política, el bien que se supone que los procedimientos
prometen, reflejan y promueven. Por supuesto, hay muchas formas
importantes de emplear el conocimiento en política, por ejemplo, en el
ejecutivo, la burocracia, el poder judicial y los comités legislativos que
ayudan al trabajo de los legisladores. El conocimiento y la competencia
son, sin duda, esenciales como auxiliares del juicio y las decisiones po-
líticas. Sin embargo, poner valor en los “resultados correctos” sobre o
en lugar de los procedimientos políticos es algo diferente a invocar a los
políticos competentes y a las buenas políticas. Además, es problemático,
ya que puede preparar el terreno para una apertura comprensiva a las
revisiones tecnocráticas de la democracia, como ya está sucediendo en
los países europeos.

291
Nadia Urbinati

Si los procedimientos producen buenos resultados o educan a los


ciudadanos moral y cognitivamente, como he argumentado, hacen todo
eso sin premeditación. No elegimos la democracia con la idea de que
puede convertirnos en buenos filósofos, sino porque queremos perma-
necer libres incluso mientras obedecemos leyes con las que no estamos
de acuerdo (que es algo que los procedimientos presumen). Este es el
sentido en el que utilicé la expresión “procedimentalismo democrático”:
para enfatizar que lo que hace que los procedimientos sean la columna
vertebral de la legitimidad política es el hecho de que hacen que el proceso
suceda en la forma en que se supone que debe ocurrir, y no para que se
logren algunos resultados sustantivos (o deseables), que, si se cumplen,
ocurre sin premeditación por parte de los procedimientos, aunque los
actores pueden querer usarlos para ese objetivo. Una mala decisión es
igualmente legítima que una buena, cuando se toma de acuerdo con las
reglas y los procedimientos democráticos. Esta conclusión en apariencia
desagradable es una invitación a pensar en la democracia como un sis-
tema de regulación de los conflictos políticos de manera que fomente la
libertad y consolide la paz civil, aunque sin ninguna promesa de que nos
hará alcanzar la última palabra sobre ellos.
Así, los teóricos populistas pueden tener buenas razones contra los
platónicos, aunque llegan a una conclusión que no es preferible y que,
de hecho, es otro tipo de desfiguración. He analizado el populismo en
sus múltiples componentes, desde la polarización y radicalización de las
opiniones políticas que fomenta hasta la encarnación cesarista del poder
representativo que tiende a producir. Como un reflejo de la primera,
esta desfiguración responde a la acusación tradicional de ignorancia e
incompetencia de las masas, no por darles la calidad epistémica de unos
pocos, sino por cuestionar por completo la idea de extender al colectivo
el carácter de la racionalidad individual. El populismo afirma que las
masas son realmente racionales en su presencia política, no por las reglas
y procedimientos que crean, sino porque hacen un uso estratégico de los
mitos, los símbolos y la retórica con miras a crear una narrativa hegemóni-
ca que pretende reinstalar a la mayoría excluida (la plebe) en el centro de
la democracia. Las masas no logran este fin por sí mismas, sino más bien
al confiar en algunos intelectuales y líderes talentosos que pueden crear
una narrativa ganadora y explotar los procedimientos para conquistar el
poder y llevar la democracia a lo que los populistas consideran su forma

292
Democracia desfigurada

más genuina, lo que reduce la diversidad del foro y alcanza decisiones


consensuadas. La doxa pierde su condición de autónoma mientras los
procedimientos democráticos se frenan instrumentalmente para permitir
que gobiernen mayorías fuertes. Esta solución está preparada para faci-
litar la centralización del poder, debilitar los controles y equilibrios y la
división de poderes, ignorar las oposiciones políticas y transformar las
elecciones en un plebiscito sobre el líder. He reconocido las diferencias
contextuales en la implementación e interpretación del populismo. Sin
embargo, de una transformación populista de la democracia representativa
sugerí lo mismo que sugirió Aristóteles de la demagogia en relación con
la democracia directa: es una forma extrema de democracia, tan cerca
de sus fronteras más lejanas como para poder provocar un cambio de
régimen y, de hecho, un gobierno autoritario. Los actores populistas de
algunos países de Europa y América Latina han utilizado recientemente
los medios de comunicación para fusionar la opinión de la mayoría con
la opinión pública; han adquirido un gran consenso y han utilizado el
poder del Estado para favorecer y fortalecer a su electorado; han debilitado,
así, el control institucional del gobierno y han fomentado la corrupción;
y, finalmente, han utilizado al Estado para promover su mayoría en una
clara violación de la diarquía de la democracia.
La última desfiguración parece estar cerca del populismo, pero es
diferente en muchos aspectos importantes. El plebiscitarianismo nos
promete restaurar la noción de “pueblo” como un “concepto significativo
de identidad colectiva” y lo hace convirtiéndolo en un “espectador ma-
sivo de las elites políticas” (Green, 2010: 27-28). La audiencia visual se
convierte en la única capacidad colectiva del pueblo. Esta desfiguración
es aún más grave que las anteriores porque no cuestiona la estructura
diárquica de la democracia representativa, sino que la reinterpreta de una
manera que desafía el principio mismo de ciudadanía como autonomía
política. Si bien, históricamente, fue posible adaptar la autonomía política
a formas indirectas de participación como la representación (la democracia
moderna lo hizo al centralizar el sufragio igualitario o el derecho al voto),
parece difícil conciliar la democracia con una visión de la política que
convierte la condición de “ser gobernado” y ve a los líderes actuar como
una norma o como la figura del “pueblo”. Los teóricos contemporáneos
de la democracia plebiscitaria llevan la lectura instrumental del procedi-
mentalismo a su consecuencia extrema, es decir, el reconocimiento realista

293
Nadia Urbinati

de que la política es un asunto de la minoría, incluso cuando la mayoría


los elige. Su sugerencia, al enfatizar que las decisiones son dominio de
la elite, es que la teoría democrática debería desviar su atención de los
procedimientos políticos a lo que es más agradable para la gente, que
no es actuar (ningún colectivo puede ser autónomo, solo los individuos
pueden) sino observar. Los procedimientos son para las elites gobernantes;
la presencia ocular es para las masas. El esquema de la política romana
como una mezcla de actuación patricia y asistencia plebeya es el modelo
del plebiscitarianismo, que viola la diarquía al distribuir la función de la
voluntad y la opinión en dos grupos separados y, además, al quitarle a la
opinión cualquier implicación política o deliberativa. Democracia de au-
diencia es el nombre propio de esta nueva forma de plebiscitarianismo, que
convierte lo dado en norma en la medida en que acepta el sometimiento
de los ciudadanos a la creatividad imperante de los líderes y los expertos
en medios y concluye que la actividad central de los ciudadanos es visual
y solo como espectadores, no como sujetos discursivos ni participativos.
La democracia plebiscitaria es una democracia presidencial de masas que
minimiza la concepción liberal de la limitación del poder y la división de
poderes, las estrategias legales clásicas del constitucionalismo.
Si bien el populismo ha sido un objeto de estudio recurrente, el fin de
los regímenes totalitarios ha hecho del plebiscitarianismo una reliquia
olvidada. Sin embargo, las cosas parecen estar cambiando tanto en la teoría
como en la práctica. En los Estados Unidos, por ejemplo, la academia de la
teoría política está presenciando un renacimiento del interés y la simpatía
por la democracia plebiscitaria como resultado de una inclinación más
favorable hacia el mayoritarismo y una idea de democracia que se preocupa
menos por los controles legales e institucionales y limitaciones y más por
las formas de actividad popular que dependen tanto de un llamado a la
transparencia como de la identificación de los presidenteslíderes con las
masas que pasan por alto al Congreso. En algunas democracias occiden-
tales, los llamados a la transparencia, la intrusión de información en la
vida de los líderes y el llamamiento directo a la audiencia demostraron
ser incapaces de controlar los poderes efectivos, a pesar del clamor de
supervisión que afirman los medios. Con respecto al caso italiano, quizás
el más interesante en este sentido, el hecho de que un primer ministro
poseyera o controlara seis estaciones de televisión nacionales fue, por
supuesto, un factor agravante, pero no fue la única razón que convirtió

294
Democracia desfigurada

a los italianos en una multitud pasiva de espectadores que difícilmente


podría controlar el poder de Berlusconi. En efecto, más que la propiedad
de los medios de información, el imperio de lo ocular o el incremento
de las imágenes parece ser el factor que hace de la visión un poder de
inspección y control especialmente inútil, pese a lo que creen los teóricos
plebiscitarios.
El plebiscito de la audiencia puede utilizarse para demostrar a contrariis
que la defensa de la diarquía de la democracia pasa hoy por la emancipa-
ción del procedimentalismo de las restricciones de la teoría schumpete-
riana, la idea de que la democracia es un método de selección de líderes
sin prácticamente ninguna acción de influencia sobre el gobierno por
parte de los ciudadanos, salvo cuando votan. Este libro no está dedicado
a perseguir esta tarea, aunque toda su estructura se basa en una inter-
pretación del procedimentalismo democrático como normativo, como
he aclarado en el capítulo 1. La recuperación del valor político y el de
los procedimientos democráticos es la respuesta más radical y coherente
contra estas desfiguraciones. Hacer normativo el procedimentalismo po-
lítico por derecho propio significa verlo al servicio del bien básico que la
democracia reclama y promueve: una distribución equitativa de la libertad
política. La democracia no promete nada más que esto, lo cual se debe,
en gran medida, a que es un bien que se devalúa con demasiada facilidad
por una mala implementación y un mal desempeño de las reglas e institu-
ciones, la falta de sentido de la participación electoral de los ciudadanos
y la creciente infiltración del poder económico en el foro de opinión. Sin
embargo, como efectivamente argumentó C. Edwin Baker (2007: 8), el
“principio de distribución democrática es un fin en sí mismo, y no un
medio que se predice que conducirá empíricamente a algún resultado
deseable” y se aplica tanto a la función de tomar decisiones (votación)
como a la función de formarlos y cuestionarlos. Solo dentro de esta vi-
sión normativa de los procedimientos políticos es posible darle sentido
a la democracia como un gobierno que se basa en la doxa y en el que el
proceso de toma de decisiones se basa en su totalidad en la igualdad de
derechos de los ciudadanos a votar y juzgar. Esta es la figura diárquica
que nos hace reconocer a un gobierno como democrático.
Los defensores de las tres desfiguraciones que discutí están insatisfe-
chos con esta visión de la democracia, que descartan como meramente
procedimental, vacía de cualquier ideal y solo formal. En contra, proponen

295
Nadia Urbinati

que juzguemos, evaluemos o elogiemos el proceso democrático desde la


perspectiva de algún resultado específico, ya sea una decisión acertada, un
realineamiento de los diversos componentes del pueblo bajo una unidad
hegemónica o una transparencia visual. Opuesto a ellos he argumentado
que la democracia es sus procedimientos y que en esto descansa nuestra
libertad como ciudadanos. Al contrario de los planes perfeccionistas que
sitúan el valor de la democracia en lo que sus procedimientos le deben
permitir a la ciudadanía, la democracia no tiene una sociedad ideal que
prometer ni un objetivo específico que hacernos lograr. Sus procedimien-
tos no garantizan mejorar nuestra capacidad de decisión (no aprendemos a
votar cuando votamos) ni prometen orientarnos hacia resultados correctos
según criterios que los trascienden.
El procedimentalismo, en su interpretación en apariencia realista, pero,
de hecho, schumpeteriana, cargó con la mayor parte de la responsabilidad
de su mala reputación cuando opuso el método al ideal. Como método
para regular la distribución del poder entre un grupo de ciudadanos, la
democracia difícilmente puede ser un ideal. Darle al procedimentalismo
un significado solo instrumentalista ha sido el objetivo de la revisión de
Schumpeter contra los gobiernos populares consensuales y fascistas. Sin
embargo, su consecuencia sobre el valor normativo del procedimentalismo
democrático es negativa. Las implicancias de disociar el ideal y el método
ya fueron previstas por Hans Kelsen (2013: 23-13) en 1929:
En las discusiones sobre la democracia, se crean repetidamente muchos
malentendidos por el hecho de que un lado solo habla sobre la idea,
mientras que el otro solo habla sobre la realidad de este fenómeno. Las
dos partes están en desacuerdo porque ninguna logra captar el fenómeno
en su totalidad, mientras que ideología y realidad deben entenderse en
referencia mutua.
En este libro intenté objetar los enfoques orientados al contenido y a
los resultados defendiendo y proponiendo una emancipación normativa
del procedimentalismo político. Busqué dos cosas: cuestionar la difama-
ción antidemocrática de este método que lo convierte en otro nombre
para la circulación de las elites y cuestionar la idea de que para hacerlo
noble o normativo debemos atribuirle un objetivo externo. Argumenté
que para poder resistir a las visiones de los procedimientos democráticos
orientados al contenido o al resultado, no necesitamos despojarlos de su
valor de principio y que, para atribuirles un valor normativo, tampoco

296
Democracia desfigurada

necesitamos hacer que sirvan a un objetivo que está preseleccionado (¿por


quién?) como bueno de acuerdo con criterios externos a ellos.
La democracia tiene algo que prometer además de la elección de sus le-
gisladores (una función que es, sin embargo, un indicio crucial de libertad
política y aún está sujeta a resistencias en las democracias consolidadas,
donde los ciudadanos encuentran obstáculos injustificables cuando de-
ciden ir a votar y son, muchas veces, impugnados). Lo que la democracia
promete es un proceso de participación regulada, directa e indirecta, en
la construcción de la autoridad política (leyes civiles) basada en igualdad
de condiciones de poder político y realizado con miras a idear propuestas
y a tomar decisiones que valgan para todos, pero sin hacer que el poder
político persiga ningún otro objetivo específico excepto reproducirse a sí
mismo y a sus condiciones infinitamente. Los ciudadanos democráticos
se hacen tres promesas:1
a) que todos pueden disentir libre y públicamente sobre la interpre-
tación de lo que significa participar como iguales políticos en la
construcción de la ley (por ejemplo, sobre el significado y extensión
de la igualdad; sobre la interpretación de la libertad de expresión,
ya sea solo un derecho individual o también un derecho político;
o si la igualdad política debe depender de algunas condiciones
socioeconómicas);
b) que se resuelvan temporalmente sus desacuerdos con las decisio-
nes que se toman contando cada voto individual de acuerdo con
la regla de la mayoría (reconocen la división política de mayoría/
minoría y no la unanimidad, como fundacional, y, además, selec-
cionan el cómputo de votos porque presumen la disidencia, y no
el consentimiento);
c) y que no aceptarán considerar ninguna decisión como última o
incuestionable (porque interpretan la democracia, principalmente,
como una forma para cambiar decisiones tomadas antes más que
para llegar a un punto de bondad o acierto que ponga fin al proceso
de cambio).
El principio organizador de este proceso constitucionalizado de pro-
mesas es la igual libertad política, que es un término intencionalmente
general que les deja a los ciudadanos la libertad de interpretar de diferentes

1
Sobre las promesas de la democracia y su permanente estado de incumplimiento, cf.
Bobbio (1987a: 3-31).

297
Nadia Urbinati

maneras a condición de que los derechos básicos que lo definen y protegen


(el derecho al sufragio y la libertad de expresión, de prensa y de asocia-
ción) no sean revocables. Esto es lo que hace que los procedimientos sean
valiosos y es la promesa que hace una “mera” concepción procedimental
de la democracia. La democracia no tiene ninguna utopía que cumplir
y parece ser, de hecho, el consumo de todas las utopías en la medida en
que es un sistema político que erosiona las visiones mesiánicas o ideas
platónicas de justicia y actualización epistémica en el momento en que
les permite competir por el consentimiento y la búsqueda de la aproba-
ción mayoritaria. La democracia puede describirse como un proceso de
secularización permanente de la política, dado que siempre surgen nuevas
visiones que pretenden ser su intérprete verdadero o más fiel. El trabajo no
premeditado de este sistema es dirigir a los ciudadanos a buscar objetivos
destinados a hacer que su libertad política igualitaria sea más segura o esté
mejor preservada. El valor del proceso democrático hace de su manteni-
miento una tarea política que no es vil y menor. Podríamos arriesgarnos
a decir que se trata de una obra utópica en sí misma porque, para ser
realizada, sus actores, los ciudadanos, tienen que reconocer el valor de
las reglas y las normas de la democracia a pesar de su mal desempeño,
su mal funcionamiento o sus desfiguraciones, pero también reconocer la
posibilidad de repararlas. Así, este método de participación política está
abierto a todos los contenidos posibles en la medida en que permite una
estrategia de enfrentamiento político y compromiso entre los partidos
que compiten por la interpretación de las condiciones de la democracia.
Los límites de los contenidos están en las reglas del juego que utilizan.
Este método es muy exigente y lo primero que le pide a sus ciudadanos
es que lo respeten en sus condiciones y principios porque en este sentido
es que residen todas las ventajas del método democrático (Bobbio, 1987a:
23). Esto implica no solo una distribución equitativa de las bases políticas
de poder de toma de decisiones, sino también una participación no fútil
que exprese libremente la propia opinión, trate de influir en el sistema,
imponga capacidad de respuesta a los representantes y los responsabilice y
que lo haga en condiciones de igualdad de oportunidades.2 La protección
de la sociedad civil, política y los derechos sociales básicos son esenciales
para una participación igualitaria significativa de este tipo. Siempre que
se respeten estas condiciones, los procedimientos democráticos regularán

2
Cf. Gerry Mackie (2011: 441-444).

298
Democracia desfigurada

un sistema político abierto a todos los contenidos posibles y posibilitará


que quienes ejercen el poder sean controlados por quienes son los depo-
sitarios básicos de ese poder, es decir, los ciudadanos. El poder de control
es diario y se compone tanto del poder de tomar decisiones como del de
expresarse y asociarse abierta y libremente para cuestionar, controlar y
cambiar decisiones y representantes.
Es claro que las instituciones y los procedimientos están expuestos a
distorsiones. En una sociedad democrática las distorsiones provienen de la
violación de la igualdad o de la escalada de la igualdad en las condiciones
que determinan un uso justo de esos procedimientos. Para Beitz (1989:
192): “Difícilmente se podría tomar en serio su condición de ciudadano
igual, por ejemplo, si debido a la falta de recursos uno no pudiera expo-
ner sus puntos de vista de manera efectiva en el foro público”. El buen
trabajo de los procedimientos requiere que todo el sistema se preocupe
no solo por sus condiciones formales, sino también por la percepción que
los ciudadanos tienen de su eficacia y su valor. El criterio que oriente este
mantenimiento debe ser acorde con la interpretación procedimental de la
democracia: debe apuntar a bloquear la traducción de las desigualdades
socioeconómicas en poder político (la justicia social y redistributiva se
justifica en aras de preservar la igualdad política). Esta tarea se parece al
trabajo de Tantalus porque la separación del sistema político del poder
socioeconómico debe lograrse sin bloquear la comunicación entre la so-
ciedad y las instituciones, que es, como vimos, una de las características
más importantes del gobierno representativo y lo que lo hace diárquico.
En este libro insistí en un aspecto en particular de esta tarea, esto es, el
mantenimiento del foro de formación y expresión de la opinión, el terreno
en el que se originan las desfiguraciones de la democracia actual.
Mientras que, en la antigüedad, los riesgos para la democracia pro-
venían principalmente del lado del poder de toma de decisiones (que
privaba a muchos de su derecho a participar en la asamblea y en los ju-
rados populares), hoy en día, los riesgos provienen del interior del foro.
Los medios tecnológicos que exige la libertad de opinión en la sociedad
moderna hacen que el poder económico ingrese en la política e, incluso, la
ocupe de manera bastante directa y fuerte. La doxa puede convertirse y, de
hecho, se ha convertido en varios países democráticos en una mercancía
que el dinero puede comprar y vender con la inevitable consecuencia de
hacer de la desigualdad en la política una condición consolidada contra

299
Nadia Urbinati

la cual los legisladores deben pensar constantemente nuevas estrategias.


La investigación empírica demuestra que esta preocupación está bien
planteada al demostrar cómo la desigualdad económica y la desigualdad
política “se refuerzan mutuamente con el resultado de que la riqueza
tiende a afianzar, en lugar de distribuir, el poder a lo largo del tiempo”
Dawood (2007: 147). Gracias a la propiedad o al control de los medios
de comunicación, aquellos ciudadanos que disponen de más poder eco-
nómico pueden tener más posibilidades de elegir a los representantes
que prefieran y facilitar decisiones que favorezcan sus intereses. Se trata
de una ruptura de la igualdad jurídica y política que está preparada para
provocar el dominio de algunos sobre el resto y, al bajar la barrera contra
la arbitrariedad, poner en peligro los procedimientos democráticos. Owen
M. Fiss (1986: 786) elaboró, quizás, el argumento más eficaz sobre por
qué el dinero privado es una limitación grave para la igualdad política y
por qué el Estado no puede ser visto simplemente como el enemigo en
cuestiones de formación de opinión:
Proteger la autonomía colocando una zona de no interferencia alrededor
del individuo (...) es probable que produzca un debate público controlado,
y por lo tanto limitado, por algunas fuerzas que dominan las estructuras
sociales, y no un debate que sea desinhibido, robusto y abierto.
Por lo tanto, una consecuencia importante del carácter diárquico de
la democracia es que la libertad de expresión es un derecho con las dos
caras de Janus, una negativa o individual (protección contra el poder) y
una positiva o política (formación de opiniones políticas).
Los estudiosos de política toman esto como evidencia de que en la
democracia representativa los ciudadanos pueden sufrir un nuevo tipo
de corrupción, una “corrupción deshonesta” que consiste en excluir a
quienes tienen la misma ciudadanía de una presencia significativa en el
foro y hacerlo de una manera que no pueden probar su exclusión porque
conservan el derecho de votar en las urnas, lo que es una prueba fáctica
de su ciudadanía igualitaria (Warren, 2004: 328-333). Sin embargo, en
la democracia, proteger a las instituciones políticas de la corrupción es
proteger la igualdad política, lo que implica proteger “la integridad del
sistema de representación política” y asegurar, por ejemplo, “un acceso
justo a la arena pública en cada etapa de la competencia política para
aquellos candidatos con derecho a participar en esa etapa” (Beitz, 1989:
203). Estos son temas de justicia política que surgen de la preocupación

300
Democracia desfigurada

por dar forma a las controversias sobre la reforma del financiamiento de


campañas en los Estados Unidos y los debates políticos dentro de los países
europeos sobre la protección del pluralismo de los medios y el sistema de
información frente a los potentados privados. Como he mostrado en el
capítulo 1, los académicos legales y políticos han utilizado el argumento
de la corrupción para describir la “influencia corrosiva” de la riqueza cor-
porativa o la “influencia indebida” que una “presencia política” desigual
en el foro está destinada a tener, incluso aunque las corporaciones o los
ciudadanos ricos no tengan un plan explícito o una intención de ejercerlo
y aunque hablar no sea lo mismo que votar. Me baso en este argumento
para esbozar, al final de este libro, algunas pautas para mantener y pro-
teger la figura diárquica de la democracia. De las tres promesas antes
mencionadas se desprende que los ciudadanos democráticos se hacen a
sí mismos y pertenecen a la regulación de la relación entre el ámbito de
la voluntad y el de la opinión.
La primera directriz apunta a contener la opacidad en el proceso de
interdependencia entre los representantes electos y la ciudadanía. Por-
que en una democracia representativa el derecho al voto implica tanto
el derecho a formar una mayoría como el de estar representado (en el
que se basa el reclamo de rendición de cuentas y receptividad), el modo
de selección de candidatos, la formación de agendas políticas y los ca-
nales de comunicación entre representantes y ciudadanos a lo largo del
mandato electoral son factores fundamentales en la construcción de una
práctica democrática decente del derecho al voto. No se debe permitir
que el liderazgo de los partidos políticos les robe a los ciudadanos el de-
recho a expresar sus reclamos y los reduzca a ser electores plebiscitarios
que eligen entre sí-no sobre cuestiones que inventan algunos expertos
electorales y mediáticos.
Esto nos lleva a la segunda directriz, que se refiere a la vexata quaestio
de la regulación y limitación del uso de los recursos económicos privados
en las campañas electorales y en el ámbito político en general. El tema
es delicado porque, si bien la disposición de dinero en la política es una
expresión de la libertad de competir o contribuir en el proceso político,
existe evidencia empírica de que el dinero también tiene un impacto
negativo directo en la igualdad de oportunidades de los ciudadanos para
hacerse oír, aunque, parafraseando las palabras de los jueces Stevens y
O’Connor, la votación secreta nos impide producir “pruebas concretas”

301
Nadia Urbinati

de que “el dinero compra influencia”. Desde su inicio liberal en el siglo


xvii, los derechos de propiedad y la libertad de expresión han sido aliados
y un apoyo mutuo de la libertad política. Sin embargo, en una democracia
representativa en la que la presencia política de las personas se produce a
través de prácticas indirectas, difícilmente se puede evitar el control pú-
blico del dinero privado en la esfera política. De hecho, desde la antigua
Atenas, aunque la democracia no prometía igualdad económica, sí prome-
tía romper la continuidad entre el poder de la riqueza y el poder político.
Visto desde esta perspectiva, la decisión de la Corte Suprema de Estados
Unidos de permitirle a las corporaciones libertad plena para financiar la
política y las campañas electorales legaliza y justifica una ruptura grave
en la igualdad democrática porque, al tratar a las corporaciones privadas
como personas jurídicas dotadas de derechos civiles y políticos, le abre
la puerta a una nueva concepción del ciudadano que está preparada para
anular el fundamento igualitario de la democracia, es decir, la garantía
de que el voto de cada ciudadano cuenta como uno.
La observación final se refiere a la protección de la independencia y el
pluralismo del foro público de información tanto del poder de las mayorías
políticas como del poder de los potentados privados.3 En ambos casos,
resguardar y defender el pluralismo puede implicar la actualización de
las constituciones existentes. Escritas antes de la revolución tecnológica
de los medios de comunicación e información, la mayoría de ellas no
están efectivamente equipadas para proteger el derecho a la información
y al pluralismo de las fuentes de información.4 En los últimos años, la
innovación jurídica ha avanzado hacia la afirmación del derecho político
al acceso equitativo a la información relevante como libertad personal
para expresar opiniones y también como un derecho que le pertenece al
ciudadano. La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Euro-
pea es un hito en este tema. El artículo 11 está explícitamente dedicado
a la “Libertad de expresión e información”. Parte 1: “Toda persona tiene
derecho a la libertad de expresión. Este derecho incluirá la libertad de
opinar, recibir y difundir información e ideas sin injerencia de la autoridad

3
Sobre las “salvaguardias democráticas” en relación con los sistemas de comunicación
públicos e inclusivos, cf. Baker (2007: 6-19).
4
Algunas constituciones están mejor equipadas que otras. Por ejemplo, el artículo 5 de la
constitución alemana declara que “cualquier organismo tiene derecho a expresar y difundir
libremente sus opiniones con palabras, materiales escritos e imágenes y a ser informado
sin impedimentos a través de fuentes que deben ser accesibles a todos”.

302
Democracia desfigurada

pública y sin importar fronteras”. Parte 2: “Se respetarán la libertad y el


pluralismo de los medios de comunicación”.
La estrategia madisoniana de impedir el crecimiento de los monopolios
a través del pluralismo parece ser la más coherente al tratar con el sistema
privado de los medios de comunicación y la prensa, ya que la dispersión
del poder es, en sí misma, una forma de control y un freno a quienes
lo mantienen.5 La cuestión que está en el centro de las controversias
contemporáneas se refiere no tanto a la validez de esta estrategia sino a
su implementación, que implica revisar lo que es una tradición liberal
consolidada (en los Estados Unidos en particular), esto es, el desdén de
cualquier intrusión del público en el “mercado de las ideas”. Sin embar-
go, “el mercado” no es un dominio autorregulado espontáneo y mucho
menos un escenario natural de las relaciones humanas; es una institución
que se apoya en un sistema de normas y reglas bastante fuerte, sin el cual
puede generar su propia negación, el monopolio. Como ha argumentado
Fiss de manera convincente, el paradigma del mercado de ideas debería
contemplar una atención igualitaria y un mantenimiento cuidadoso del
requisito pluralista, tanto más porque en este caso concreto la idea de
este como una jungla en la que solo el más apto sobrevive va en contra
del principio democrático que, como vimos, le otorga a todos, y no solo
a la mayoría, el derecho a ser escuchados.
Concluyo volviendo a la implicancia de tratar la democracia como una
diarquía de la voluntad y la opinión, es decir, que una respuesta demo-
crática a las desfiguradoras que proponen cambiar el sentido y la función
de la doxa o sustituirla por la verdad consiste en hacer del foro un bien
público, con la libertad de expresión como componente fundamental del
derecho político del ciudadano. El foro es un bien público que, entre otras
cosas, les permite a los ciudadanos adquirir otros bienes, como monito-
rear el poder constituido, revelar lo que tiende a ocultar y, por lo tanto,
correr el riesgo de facilitar la corrupción y, finalmente, permitir que los
ciudadanos tomen y expresen sus decisiones políticas. El mantenimiento
de la democracia hoy requiere abordar el complejo tema de la “influencia
5
El argumento según el cual el pluralismo es una estrategia insatisfactoria porque inclina
las opiniones hacia la fragmentación y a sus partidarios hacia la identificación sectaria
y, por lo tanto, impide en lugar de facilitar la conversación pública, parece cosificar los
fenómenos reales y subestimar el hecho de que, como se dijo, la competencia política
por lograr el consentimiento que promueven los procedimientos democráticos es capaz
de neutralizar estos potenciales negativos en el momento en que los inducen a competir
por la mayoría.

303
Nadia Urbinati

indebida” en el foro para revaluar el poder diárquico de la voluntad y la


opinión y hacer que estas últimas desempeñen su función compleja (lo
cognitivo, lo político y lo estético). Las interpretaciones epistémicas y
apolíticas y las propuestas populistas y plebiscitarias ponen en duda la
capacidad de la democracia para resolver estos problemas sin dejar de ser
procedimental en su carácter o sin la ayuda de factores adicionales. En
este libro tuve la intención de sacar a la luz este argumento y refutarlo. La
sensación de futilidad que pueden tener los ciudadanos desfavorecidos de
las instituciones democráticas no debe interpretarse como una denuncia
del déficit o incapacidad de estos últimos para enmendarse, sino como
un reconocimiento de que para preservar sus condiciones se requiere
el monitoreo y la reafirmación persistentemente, porque la desigualdad
social se traduce en desigualdad de poder político.

304
Reconocimientos
Escribí este libro durante meses de cambio formidable en las socie-
dades y democracias occidentales, mientras la Segunda Gran Depresión
comenzó a incinerar sueños triunfantes de crecimiento económico sin fin
para todos y las agencias de calificación cuestionaron la capacidad de los
parlamentos electos y los procedimientos democráticos para tomar deci-
siones competentes y rápidas. El aumento de la desigualdad económica y
la escalada de la ambición política al poder por parte de los acomodados,
ya sea con credenciales tecnocráticas, retórica populista o consenso ple-
biscitario, son los fenómenos que desafían el sistema democrático actual
y que este libro se propone estudiar. Una continuación de mi trabajo
anterior sobre democracia representativa, detecta y somete a una inves-
tigación crítica algunas de las metamorfosis contemporáneas más visibles
de la democracia. Mi mayor deuda de gratitud es con mis estudiantes de
la Universidad de Columbia y la Scuola Superiore Sant’Anna di Pisa, a
quienes está dedicado este libro. Tengo una deuda especial de gratitud con
algunos de ellos en particular: Ian Zuckerman, Luke Macinnis, Maria Paula
Saffon, Carlo Invernizzi Accetti, Alexander Gourevitch, Giulia Oskian y
David Ragazzoni. Ellos leyeron partes de este libro mientras aún estaba en
manuscrito, discutieron apasionadamente conmigo algunos de sus temas
principales y me impulsaron a comprender mejor la democracia como una
agenda de procedimientos y doxa. También tuve la oportunidad de discutir
capítulos del libro en el Centro de Valores Humanos de la Universidad
de Princeton y sus talleres sobre populismo, así como en la Universidad
de Oxford, la Universidad de Louvain, la Universidad Northwestern, el
Collegio Moncalieri de Turín, la Universidad de Bolonia, la Universidad
Bocconi y la Universidad de Bicocca en Milán. Además lo hice en la 36ª
reunión anual de Anpocs (Brasil), en el Instituto Straus en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Nueva York y en el Centro de Investigaciones
Políticas en Sciences Po (París). Agradezco a los participantes de estos

305
Nadia Urbinati

seminarios, conferencias y simposios por sus comentarios. Registro mi


agradecimiento a Juan González Bertomeu, Jan-Werner Müller, Michele
Battini, Terence Ball, Steven Lukes, Danielle Allen, Maria Salvati, Nancy
Rosenblum, John McCormick, Gil Delannoi, Pierre Rosanvallon y Salva-
tore Veca; las conversaciones que tuve con ellos sobre temas específicos
en diferentes etapas de la composición del libro fueron esclarecedoras y
preciadas. Por último, debo un reconocimiento final a los lectores anó-
nimos de Harvard University Press, cuyas sugerencias y observaciones
críticas fueron una excelente guía para la revisión final del manuscrito.

306
Bibliografía
Ackerman, B. (1991). We the People: Foundations (v. 1). Cambridge: Cambridge
University Press.
_____. (1998). We the People: Transformations. V. 2. Cambridge: Harvard Univer-
sity Press.
_____. (2010). The Decline and Fall of the American Republic. Cambridge: Harvard
University Press.
_____. (2012). “Neo-federalism?”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutio-
nalism and Democracy, Cambridge: Cambridge University Press, 153-194.
Ackerman, B. y Fishkin, J. (2004). Deliberation Day. New Haven: Yale University
Press.
Anderson, B. (1991). Imagined Communities. Londres: Verso.
Ankersmit, F. R. (1997). Aesthetic Politics: Political Philosophy beyond Fact and Value.
Stanford: Stanford University Press.
Arato, A. (2013). “Political Theology and Populism”, en Social Research, 80 (1),
143-172.
Arditi, B. (2008). Politics on the Edge of Liberalism: Difference, Populism, Revolution,
Agitation. Edimburgo: Edinburg University Press.
Arendt, H. (1958). The Origins of Totalitarianism. Nueva York: Meridian Books.
_____. (1990 [1963]). On Revolution. Londres: Penguin Books.
_____. (1990a). “Philosophy and Politics”, en Social Research, 57 (1), 73-103.
_____. (1992). Lectures on Kant’s Political Philosophy. Chicago: University of Chi-
cago Press. Edición con un ensayo interpretativo de Ronald Beiner.
Aristóteles (1935). “Eudemian Ethics”, en Athenian Constitution. Eudemian Ethics.
Virtues and Vices, Cambridge: Harvard University Press (Loeb Classic Library),
trad. H. Rackham.
_____. (1977). Politics. Cambridge: Harvard University Press. Trad. H. Rackham.
_____. (1990). The Nicomachean Ethics. Oxford: Oxford University Press. Trad.
David Ross.

307
Nadia Urbinati

_____. (1994). Art of Rhetoric. Cambridge: Harvard University Press (Loeb Clas-
sical Library). Trad. John Henry Freese.
_____. (1997). Topics. Oxford: Clarendon Press. Trad. R. Smith.
Baehr, P. (2004). “Max Weber and the Avatars of Caesarism”, en P. Baehr y M.
Richter, Dictatorship in History and Theory: Bonapartism, Caesarism, and Totali-
tarianism, Cambridge: Cambridge University, 155-174.
Bagdikian, B. H. (1983). The Media Monopoly. Boston: Beacon Press.
_____. (2004). The New Media Monopoly. Boston: Beacon Press.
Baker, C. E. (1994). Advertising and a Democratic Press. Princeton: Princeton
University Press.
_____. (2007). Media Concentration and Democracy: Why Ownership Matters. Cam-
bridge: Cambridge University Press.
Ball, T. (1988). Transforming Political Discourse: Political Theory and Critical Con-
ceptual History. Oxford: Blackwell.
_____. (2011). “Manipulation: As Old as Democracy Itself (and Sometimes
Dangerous)”, en W. Le Cheminant y J. M. Parrish (eds.), Manipulating De-
mocracy: Democratic Theory, Political Psychology, and Mass Media, Nueva York:
Routledge, 41-58.
Barber, B. (1997). “The New Telecommunications Technology: Endless Frontier
or the End of Democracy?”, en Constellations, 4 (2), 208-238.
Barron, J. (1967). “Access to the Press - A New First Amendment Right”, en
Harvard Law Review, 80 (8), 1641-1678.
Barry, B. (1996). Justice as Impartiality. Oxford: Clarendon Press.
Bartels, L. (2008). Unequal Democracy: The Political Economy of the New Gilded
Age. Nueva York: Russell Sage Foundation, Princeton: Princeton University
Press, 2008.
_____. (2009). “Economic Inequality and Political Representation”, en L. Jacobs
y D. King (eds.), The Unsustainable American State, Oxford: Oxford University
Press, 167-196.
Baudrillard, J. (1981). For a Critique of the Political Economy of the Sign. Nueva
York: Telos Publishing. Trad. Charles Levin.
Becker, B. y Wehner, J. (2001). “Electronic Networks and Civil Society: Reflec-
tions on Structural Changes in the Public Sphere”, en C. Ess y F. Sudweeks
(eds.), Culture, Technology, Communication: Toward an Intercultural Global Village,
Albany: State University of New York Press, 67-86.
Beetham, D. (1985). Max Weber and the Theory of Modern Politics. Oxford: Oxford
University Press.

308
Democracia desfigurada

Beitz, C. R. (1989). Political Equality: An Essay in Democratic Theory. Princeton:


Princeton University Press.
Bellamy, R. (2007). Political Constitutionalism: A Republican Defense of the Constitu-
tionality of Democracy. Cambridge: Cambridge University Press.
Bentham, J. (2005 [1843]. “An Essay on Political Tactics, or Inquiries Concerning
the Discipline and Mode of Proceeding Proper to Be Observed in Political As-
semblies…”, en The Works of Jeremy Bentham, Londres: Elibron Classics Series.
Berlin, I. (1992 [1958]). “Two Concept of Liberty”, en Four Essays On Liberty.
Oxford: Oxford University Press.
Bezanson, M. E. (2003). “Kleindienst v. Mandel”, en R. A. Parker (ed.), Free
Speech on Trial: Communication Perspectives on Landmark Supreme Court Decisions,
Tuscaloosa: University of Alabama Press, 172-186.
Bezanson, R. P. (2011). “No Middle Ground? Reflections on the Citizens United
Decision”, en Iowa Law Review 96 (2), 649-667.
Bobbio, N. (1969). Saggi sulla Scienza Politica in Italia. Bari: Laterza.
_____. (1987). Which Socialism? Marxism, Socialism and Democracy. Cambridge:
Polity Press. Trad. Roger Griffin.
_____. (1987a). The Future of Democracy. Minneapolis: University of Minnesota
Press. Ed. Richard Bellamy. Trad. Roger Griffin.
_____. (1989). Democracy and Dictatorship: The Nature and Limits of State Power.
Cambridge: Polity Press. Trad. Peter Kennealy.
_____. (1995). Eguaglianza e libertá. Turín: Einaudi.
_____. (1996). Left and Right: The Significance of A Political Distinction. Cambridge:
Polity Press. Trad. e introducción A. Cameron.
_____. (1997). Autobiografia. Roma-Bari: Laterza. Ed. Alberto Papuzzi.
_____. (2005 [1954]). “Della libertá dei moderni comparata a quella dei posteri”,
en Politica e cultura, Turín: Einaudi.
Bodin, J. (1991). On Sovereignty: Four Chapters from the Six Books of the Common-
wealth. Cambridge: Cambridge University Press. Ed. Julian Franklin.
Bohman, J. (2000). Public Deliberation: Pluralism, Complexity, and Democracy. Cam-
bridge: MIT Press.
Bolingbroke, H. (1997). A Dissertation upon Parties, en Political Writings. Cambridge:
Cambridge University Press. Ed. David Armitage.
Bollinger, L. C. (1986). The Tolerant Society: Freedom of Speech and Extremist Speech
in America. Oxford: Oxford University Press.
Boltanski, L. (1999). Distant Suffering: Morality, Media and Politics. Cambridge:
Cambridge University Press. Trad. G. D. Burchell.

309
Nadia Urbinati

Bordieu, P. (1990). In Other Words: Essays Towards a Reflective Sociology. Stanford:


Stanford University Press. Trad. M. Adamson.
Brettschneider, C. (2010). “When the State Speaks, What Should I Say? The Di-
lemma of Freedom of Expression and Democratic Persuasion”, en Perspectives
on Politics 8 (4), 1005-1019.
Brickhouse, T. C. y Smith, N. D. (1994). Plato´s Socrates. Nueva York: Oxford
University Press.
Briggs, X. de S. (2008). Democracy as Problem Solving: Civic Capacity in Communities
Across the Globe. Cambridge: MIT Press.
Brown, M. (2006). “Survey Article: Citizen Panels and the Concept of Represen-
tation”, en Journal of Political Philosophy, 14 (2), 203-225.
Bryce, J. (1995). The American Commonwealth, 2 vols, Indianápolis: Liberty Fund.
Buchstein, H. (1997). “Bytes the Bite: The Internet and Deliberative Democracy”,
en Constellations, 4 (2), 248-263.
Burke, E. (1999). “Speech at Mr. Burke’s Arrival in Bristol”, en I. Kramnick (ed.),
The Portable Edmund Burke, Londres: Penguin Books, 155-157.
_____. (1999a). “Speech on a Committee to Inquire into the State of the Repre-
sentation of the Commons in Parliament”, en I. Kramnick (ed.), The Portable
Edmund Burke, Londres: Penguin Books, 174-182.
_____. (1999b). “Speech on Economic Reform”, en I. Kramnick (ed.), The Portable
Edmund Burke, Londres: Penguin Books, 158-162.
_____. (1999c [1790]). “Reflections on Revolution in France”, en I. Kramnick
(ed.), The Portable Edmund Burke, Londres: Penguin Books, 438-444.
Cacciari, M. (2009). The Unpolitical: On the Radical Critique of Political Reason.
Nueva York: Fordham University Press. Ed. Alessandro Carrera. Trad. Mas-
simo Verdicchio.
Cambiano, G. (2000). Polis: Un modello per la cultura europea. Roma: Laterza.
Canfora, L. (2008). La democrazia di Pericle. Roma: Laterza.
Canovan, M. (1999). “Trust the People! Populism and the Two Faces of Demo-
cracy”, en Political Studies, 47 (1), 2-16.
_____. (2002). “Taking Politics to the People: Populism as the Ideology of
Democracy,” en Yves Meny y Yves Surel (eds.), Democracies and the Populist
Challenge, Oxford: Palgrave, 25-44.
Cartledge, P. (1996). “Comparatively Equal”, en J. Ober y C. Hedrick (eds.),
Dēmokratia: A conversation on Democracies, Ancient and Modern. Princeton:
Princeton University Press, 175-186.
Castells, M. (2009). Communication Power. Oxford: Oxford University Press.

310
Democracia desfigurada

Castoriadis, C. (1991). “Power Politics, Autonomy”, en Philosophy, Politics, Au-


tonomy: Essays in Political Philosophy, Nueva York: Oxford University Press.
Cavalli, L. (1995). Carisma: La qualitá straordinaria del leader. Roma: Laterza.
Chafee Jr., Z. (1947). Government and Mass Communication: A Report from the
Commission on Freedom of the Press. Chicago: University of Chicago Press.
Cicerón, M. T. (1928). “De legibus”, en On the republic on the Laws. Cambridge:
Harvard University Press (Loeb Classical Library). Trad. C. W. Keyes.
_____. (1945). Tusculan Disputations. Cambridge: Harvard University Press (Loeb
Classic Library). Trad. J.E. King.
_____. (1955-1958). De natura deorum. Cambridge: Harvard University Press
(Loeb Classic Library). Ed. A. S. Pease.
_____. (1999). Letters to Atticus. V. 4. Cambridge: Harvard University Press, 1999.
Ed. D. R. Shackleton Bailey.
Cohen, J. (2010). The Arc of the Moral Universe and Other Essays. Cambridge: Har-
vard University Press.
Cohen, J. y Arato, A. (1995). Civil Society and Political Theory. Cambridge: MIT
Press.
Coleman, J. (2000). A History of Political Thought: From the Middle Ages to the Re-
naissance, 2 volúmenes, Oxford: Blackwell.
Commission of Freedom of the Press (1947). A Free and Responsible Press: A Gene-
ral Report on Mass Communication. Chicago: University of Chicago Press. Ed.
Robert D. Leigh.
Condorcet, N. (1968 [1789]). “Sur la nécessité de faire ratifier la constitution par
les citoyens”, en M. F. Arago y A. Condorcet O’Connor (eds.), Oeuvres: Nouvelle
impression l’edition en facsimilé de l’édition Paris 1847-1849, v. 9, Stuttgart-Bad
Cannstatt, Alemania: Friedrich Frommann, 413-430.
_____. (1968a). “Aux amis de la liberté”, en M. F. Arago y A. Condorcet O’Connor
(eds.), Oeuvres: Nouvelle impression l’edition en facsimilé de l’édition Paris 1847-
1849, v. 10, 175-187.
_____. (1968b). “Projet de Déclaration des Droits” (art. 28), en M. F. Arago y A.
Condorcet O’Connor (eds.), Oeuvres: Nouvelle impression l’edition en facsimilé
de l’édition Paris 1847-1849, v. 10.
____. (1968c [1793]). “Sur la nécessité d’établir en France une Constitution
nouvelle”, en M. F. Arago y A. Condorcet O’Connor (eds.), Oeuvres: Nouvelle
impression l’edition en facsimilé de l’édition Paris 1847-1849, v. 12, 541-554.
_____. (1989). Rapport sur l’instruction publique. París: Edilig. Eds. C. Coutel y
C. Kintzler.

311
Nadia Urbinati

_____. (2011 [1793-1794]). “On Freedom: On the Meaning of the Words ‘Free-
dom’, ‘Free’, ‘a Free Man’, ‘a Free People’”, en S. Lukes y N. Uribinati (eds.),
Political Writings, Cambridge: Cambridge University Press, 181-189.
_____. (2011a [1789]). “On Despotism: Thoughts on Despotism”, en S. Lukes
y N. Uribinati (eds.), Political Writings, Cambridge: Cambridge University
Press, 163-180.
Corbetta, P. y Gualmini, E. (2013). Il partito di Grillo. Bolonia: Il Mulino.
Crick, B, (2005). “Populism, Politics and Democracy”, en Democratization 12
(5), 625-632.
Curran, J. (1998). “Crisis of Public Communications: A Reappraisal”, en Tamar
Liebes y James Curran (ed.), Media, Ritual and Identity, Londres: Routledge,
175-202.
Dahl, R. (1985). Controlling Nuclear Weapons: Democracy vs Guardianship. Syracuse:
Syracuse University Press.
Dahl, R. (1989). Democracy and Its Critics. New Haven: Yale University Press.
Dawood, Y. (2006). “Democracy, Power, and the Supreme Court: Campaign
Finance Reform in Comparative Context”, en International Journal of Consti-
tutional Law, 4 (2), 269-296.
_____. (2007). “The New Inequality: Constitutional Democracy and the Problem
of Wealth”, en Maryland Law Review, 67 (1), 123-149.
Demaske, C. (2009). Modern Power and Free Speech: Contemporary Culture and Issues
of Equality. Lanham: Rowman & Littlefield
Demóstenes (1930). Demóstenes: I Olynthiacs, Philippics Minor Public Orations I-XVII
y XX. Cambridge: Harvard University Press (Loeb Classical Library). Trad.
J. H. Vince.
Derrida, J. (1988). Limited Inc. Evanston: Northwestern University Press. Trad.
J. Mehlman y S. Weber.
Dewey, J. (1946 [1937]). “The Challenge of Democracy to Education”, en Problems
of Men, Nueva York: Philosophical Library.
_____. (1969). “The Ethics of Democracy,” en J. A. Boydston (ed.). The Early Works
of John Dewey, v. 1: 1882-1888, Carbondale: Southern Illinois University Press.
_____. (1988 [1939]). “Creative Democracy - The Task Before Us”, en J. A.
Boydston (ed.), The Later Works, 1925-1953, v. 14 (1939-1941), Chicago:
Southern Illinois University Press.
_____. (1991 [1927]). The Public and Its Problems. Atenas: Swallow Press/Ohio
University Press.
Diamond, L. (2008). The Spirit of Democracy: The Struggle to Build Free Societies
Throughout the World. Nueva York: Henry Holt and Company.

312
Democracia desfigurada

Dicey, A. V. (1905). Lectures on the Relationship Between Law & Public Opinion in
England during the Nineteenth Century. Londres: MacMillan.
Dirks, N. (2006). The Scandal of Empire: India and the Creation of Imperial Britain.
Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press.
Dugan, C. N. y Strong, T. B. (2001). “Music, Politics, Theater, and Representation
in Rousseau”, en Patrick Riley (ed.), The Cambridge Companion to Rousseau,
Cambridge: Cambridge University Press, 329-366.
Dunn, J. (1999). “Situating Democratic Political Accountability”, en A. Przewors-
ki, S. C. Stokes y B. Manin (eds.), Democracy, Accountability, and Representation,
Cambridge: Cambridge University Press, 329-344.
_____. (2005). Democracy: A History. Nueva York: Atlantic Monthly Press.
Dworkin, R. (1987). “What is Equality? Part 4: Political Equality”, en University
of San Francisco Law Review, 22 (1), 1-30.
_____. (1997). “The Course of American Politics”, en New York Review of Books,
43 (16), 19-24.
_____. (2000). Sovereign Virtue: The Theory and Practice of Equality. Cambridge:
Harvard University Press.
_____. (2010). “The Decision that Threatens Democracy”, en New York Review
of Books, 12 de mayo.
Eco, U. (1967). Travels in Hyperreality. Londres: Picador.
Eder, K. (2010). “The Transformations of the Public Sphere and Their Impact
on Democratization”, en Alessandro Pizzorno (ed.), La democrazia di fronte
allo Stato: una discussione sulle difficoltà della politica moderna, Milán: Feltrinelli,
247-279.
Eliaeson, S. (1988). “Max Weber and Plebiscitarian Democracy”, en R. Schroe-
der (ed.), Max Weber: Democracy and Modernization, Nueva York: St. Martin’s
Press, 47-60.
Elster, J. (1998). “Deliberation and Constitution Making”, en J. Elster (ed.),
Deliberative Democracy, Cambridge: Cambridge University Press, 99-122.
_____. (2000). Ulysses Unbound. Cambridge: Cambridge University Press
Ely, J. H. (1980). Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review. Cambridge:
Harvard University Press.
Emerson, R. W. (1929). “Power”, en The Complete Writings of Raph Waldo Emerson.
Nueva York: Wise & Co.
Estlund, D. (2007). Democratic Authority: A Philosophical Framework. Princeton:
Princeton University Press.

313
Nadia Urbinati

Eurípides (1909-1914). Hippolytus. Nueva York: P.F. Collier & Sons. Disponible
en https://bit.ly/3aUF8ZC. Fecha de consulta: 20/7/2022.
Finley, M. I. (1981). “The Freedom of the Citizens in the Greek World”, en
Brent D. Shaw y Richard P. Saller (eds.), Economy and Society in Ancient Greece,
California: Chatto y Windus, 77-84.
_____. (1985). Democracy Ancient and Modern. Nuevo Brunswick: Rutgers Uni-
versity Press.
_____. (1996). Politics in the Ancient World. Cambridge: Cambridge University
Press.
Fishkin, J. S. (1995). The Voice of the People: Public Opinion and Democracy. New
Haven: Yale University Press.
Fiss, O. M. (1966). Liberalism Divided: Freedom of Speech and the Many Uses of State
Power. Boulder: Westview Press.
_____. (1986). “Free Speech and Social Structure”, en Iowa Law Review, 71,
1405-1425.
Fontana, B. (2004). “The Concept of Caesarism in Gramsci”, en P. Baehr y M.
Richter, Dictatorship in History and Theory: Bonapartism, Caesarism, and Totali-
tarianism, Cambridge: Cambridge University, 175-196.
Forst, R. (1988). “Pierre Bayle´s Reflexive Theory of Toleration”, en M. S. Wi-
lliams y J. Waldron (eds.), Toleration and Its Limits. Nomos XLVIII. Cambridge:
Cambridge University Press, 78-113.
Foucault, M. (1977 [1975]). Discipline and Punish: The Birth of the Prison. Nueva
York: Vintage. Trad. A. Sherida.
Frank, J. (2010). Constituent Moments: Enacting the People in Postrevolutionary Ame-
rica, Durham: Duke University Press.
Freeden, M. (1996). Ideologies and Political Theories: A Conceptual Approach. Oxford:
University Press.
Freeman, S. (2000). “Deliberative Democracy: A Sympathetic Comment”, en
Philosophy and Public Affairs, 29 (4), 371-418.
Friedrich, C. J. (1961). “Political Leadership and the Problem of Charismatic
Power”, en Journal of Politics, 23 (1), 3-24.
Fung, A. (2006) “Varieties of Participation in Complex Governance”, en Public
Administration Review, 66, 66-75.
Gallagher, T. (2007). “Rome at Bay: The Challenge of the Northern League to
the Italian State”, en Government and Opposition, 27 (4), 470-85.
Garnham, N. (1997). “The Media and the Public Sphere”, en C. Calhoun (ed.)
Habermas and the Public Sphere, Cambridge: MIT Press, 359-376.

314
Democracia desfigurada

Garsten, B. (2006). Saving Persuasion: A Defense of Rhetoric and Judgment. Cam-


bridge: Harvard University Press.
Gauchet, M. (1995). La Révolution des pouvoirs: La souveraineté, le peuple et la re-
présentation 1789-1799. París: Gallimard.
Germani, G. (1978). Authoritarianism, Fascism, and National Populism. New Brun-
swick: Transaction Books.
Gierke, O. von (1958). Political Theories of the Middle Age. Cambridge: Cambridge
University Press. Trad. F. W. Maitland.
Goodin, R. E. (2003). Reflective Democracy. Oxford: Oxford University Press.
Goodman, E. P. (2007). “Media Policy and Free Speech: The First Amendment
at War With Itself”, en Hofstra Law Review, 35, 1211-1260.
Goulard, S. y Monti, M. (2012). La democrazia in Europa: Guardare lontano, Milán:
Rizzoli.
Gramsci, A. (1975). Quaderni del carcere. Turín: Einaudi. Ed. Valentino Gerrata.
Green, J. E. (2010). The Eyes of the People: Democracy in the Age of Spectatorship.
Oxford: Oxford University Press.
Greenwood, E. (2004). “Making Words Count: Freedom of Speech and Narrative
in Thucydides”, en Ineke Sluiter y Ralph Rosen (eds.), Free Speech in Classical
Antiquity, Leiden: Brill, 175-195.
Grossman, L. K. (1995). Electronic Republic: Reshaping Democracy in the Information
Age. Nueva York: Penguin Books.
Gutmann, A. y Thompson, D. F. (1996). Democracy and Disagreement. Cambridge:
Belknap Press de la Universidad de Harvard.
Habermas, J. (1991). The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry
into a Category of Bourgeois Society. Cambridge: MIT Presstrad. Trad. Thomas
Burger, con la ayuda de Frederick Lawrance.
_____. (1992). Between Facts and Norms: Contribution to a Discourse Theory of Law
and Democracy. Cambridge: MIT Press. Trad. William Rehg.
_____. (1993). Moral Consciousness and Communicative Action. Cambridge: MIT
Press. Trads. C. Lehardt y S. Weber Nicholson.
_____. (1998). The Inclusion of the Other: Studies in Political Theory. Cambridge:
MIT Press. Eds. C. Cronin y P. De Greiff.
_____. (2006). “Religion in the Public Sphere”, en European Journal of Philosophy,
14 (1), 1-25.
_____. (2008). “Religion in the Public Sphere: Cognitive Presuppositions for
the ‘Public Use of Reason’ by Religious and Secular Citizens”, en Between
Naturalism and Religion Londres: Polity Press,114-117.

315
Nadia Urbinati

Hallin, D. C. y Mancini, P. (2004). Comparing Media Systems: Three Models of Media


and Politics. Nueva York: Cambridge University Press.
Hampshire, S. (1989). Innocence and Experience. Cambridge: Harvard University
Press.
Hansen, M. H. (1993). The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes. Oxford:
Blackwell. Trad. J. A. Crook.
Harrington, J. (1980). The Commonwealth of Oceana (1656), en C. Blitzer (ed.),
The Political Writings of James Harrington, Westport: Greenwood Press.
_____. (1996). “The Commonwealth of Oceana”, en J. G. A. Pocock (ed.), The
Commonwealth of Oceana and a System of Politics, Cambridge: Cambridge Uni-
versity Press, 1-266.
Hegel, G. W. F. (1964). “The English Reform Bill”, en L. Dickey y Nisbet (eds.),
Hegel’s Political Writings, Oxford: Clarendon Press, 295-330. Trad. T. M. Knox.
_____. (1967). Hegel’s Philosophy of Right. Oxford: Oxford University Press. .
Trad. T. M. Knox.
Heimert, A. (1966). Religion and the American Mind. Cambridge: Harvard Uni-
versity Press.
Herodotus (1928-1930). Herodotus: The Persian Wars. V. 3. Londres: Heinemann
(Loeb Classical Library). Trad. A. D. Godley.
Hibbing, J. R. y Theiss-Morse, E. (2002). Stealth Democracy: Americans’ Beliefs about
How Government Should Work. Cambridge: Cambridge University Press.
Hirschman, A. O. (1982). Shifting Involvements: Private Interest and Public Action.
Princeton: Princeton University Press.
_____. (1986). “On Democracy in Latin America”, en New York Review of Books,
abril.
_____. (1995). “Doubt and Antifascist Action in Italy, 1936-1938”, en A Propensity
to Self-Subversion, Cambridge: Harvard University Press, 117-119.
Hobbes, T. (1991). Leviathan. Cambridge: Cambridge University Press. Ed. R. Tuck.
_____. (1994). “The Elements of Law, Natural and Politic”, en J. C. A. Gaskin
(ed.), Thomas Hobbes: Human Nature and de Corpore Politico, Oxford: Oxford
University. Press, 1-182.
Hofstadter, R. (1962). Anti-Intellectualism in American Life. Nueva York: Vintage
Books.
_____. (1969). “North America”, en G. Ionescu y E. Gellner (eds.), Populism: Its
Meaning and National Characteristics, Londres: Weidenfeld and Nicolson, 9-27.
Holmes, S. (1993). The Anatomy and Anti-Liberalism. Cambridge: Harvard Uni-
versity Press.

316
Democracia desfigurada

_____. (1995). Passions & Constraint: On the Theory of Liberal Democracy. Chicago:
University of Chicago Press.
_____. (2003). “Lineages of the Rule of Law”, en J. M. Maravall y A. Przeworski
(eds.), Democracy & the Rule of Law, Cambridge: Cambridge University Press,
19-61.
_____. (2012 [1988]). “Precommitment and the Paradox of Democracy”, en
J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, Cambridge:
Cambridge University Press, 195-240.
Honig, B. (2007). “Between Decision and Deliberation: Political Paradox in De-
mocratic Theory”, en American Political Science Review, 101 (1), 1-17.
Huber, G. A. y Gordon, S. C. (2004). “Accountability and Coercion: Is Justice
Blind when It Runs for Office?”, en American Political Science, 48 (2), 247-263.
Hume, D. (1994). “Of the First Principles of Government”, en Knud Haakonssen
(ed.), Political Essays, Cambridge: Cambridge University Press, 16-19.
_____. (1994a). “Whether the British Government Inclines More to Absolute
Monarchy, or to a Republic”, en Knud Haakonssen (ed.), Political Essays,
Cambridge: Cambridge University Press, 28-32.
Humphreys, P. J. (1996). Mass Media and Media Policy in Western Europe. Nueva
York: Manchester University Press.
Ionescu, G. y Gellner, E. (eds.) (1969). Populism: Its Meaning and National Cha-
racteristics. Londres: Weidenfeld and Nicolson.
Jaucourt, L. (2020 [1754]). “Despotism”, en The Encyclopedia of Diderot &
d’Alembert Collaborative Translation Project, v. 4, Ann Arbor: Michigan Publis-
hing, 886-889.
Jouvenel, B. de (1957). Sovereignty: An Inquiry into the Political Good. Chicago:
University of Chicago Press. Trad. J. F. Huntington.
Kaltwasser, C. R. (2011). “The Ambivalence of Populism: Threat and Corrective
for Democracy”, en Democratization, 19 (2), 1-25.
Kalyvas, A. (2008). Democracy and the Politics of the Extraordinary: Max Weber, Carl
Schmitt, and Hannah Arendt. Cambridge: Cambridge University Press.
Kant, I. (1991). “What is Orientation in Thinking?”, en H. Reiss (ed.), Kant:
Political Writings, Cambridge: Cambridge University Press, 235-249.
_____. (1991a). “An Answer to the Question: ‘What Is Enlightenment?’”, en H.
Reiss (ed.), Kant: Political Writings, Cambridge: Cambridge University Press,
54-60.
_____. (2000). Critique of the Power of Judgement. Cambridge: Cambridge University
Press. Trad. Paul Guyer y Eric Matthews.

317
Nadia Urbinati

Kateb, G. (2004). “On Being Watched and Known”, en Patriotism and Other Mis-
takes, Nueva York: Yale University Press, 93-113.
Katznelson, I. (1996). Liberalism’s Crooked Circle: Letter to Adam Michnik. Princeton:
Princeton University Press.
Kazin, M. (1995). The Populist Persuasion: An American History. Nueva York: Basic
Books.
Kelsen, H. (1948). “Absolutism and Relativism in Philosophy and Politics”, en
American Political Science Review, 42 (5), 906-14.
_____. (1999). General Theory of Law and State. Nueva Jersey: The Lawbook Ex-
change. Trad. Anders Wedberg.
____. (2013 [1929]). The Essence and Value of Democracy. Lanhan: Rowman y
Littlefield. Trad. por Brian Graf.
Kennedy, E. (2004). Constitutional Failure: Carl Schmitt in Weimar. Durham: Duke
University Press.
Kernell, S. (1986). Going Public: New Strategies of Presidential Leadership. Wash-
ington: CQ Press.
Kilker, E. (1989). “Max Weber and Plebiscitarian Democracy: A Critique of the
Mommsen Thesis”, en Politics, Culture, and Society, 2 (4), 429-465.
King, P. (1976). Toleration. Londres: Allen y Unwin.
Kornhauser, W. (1959). The Politics of Mass Society. Glencoe: Free Press.
Kraut, R. (2002). Aristotle. Oxford: Oxford University Press.
Krieger, L. (1975). An Essay on the Theory of Enlightened Despotism. Chicago:
University of Chicago Press.
Kuran, T. (1995). Private Truths, Public Lies: The Social Consequences of Preference
Falsification. Cambridge: Harvard University Press.
Laclau, E. (1979). Politics and Ideology in Marxist Theory: Capitalism, Fascism,
Populism. Londres: Verso.
_____. (2007). On Populist Reason. Londres: Verso.
Landemore, H. (2010). “La raison démocratique: Les mécanismes de l’intelligence
collective en politique”, en Raison Publique, 12, 9-55.
_____. (2012). “Democratic Reason: The Mechanism of Collective Intelligence
in Politics”, en H. Landemore y J. Elster (eds.), Collective Wisdom: Principles
of Mechanism, Cambridge, Cambridge University Press, 251-289.
Lane, M. (2012). “The Origins of the Statesman: Demagogue Distinction in and
after Ancient Athens”, en Journal of the History of Ideas, 73 (2), 179-200.

318
Democracia desfigurada

Lanni, A. (2011). Avanti popoli! Piazze, tv, web: dove va l’Italia senza partiti. Venecia:
Marsilio.
Lasch, C. (1991). The True and Only Heaven: Progress and Its Critics. Nueva York:
Norton.
Lasswell, H. D. (1940). Democracy Through Public Opinion. Menasha: George Banta
Publishing Company.
Le Bon, G. (1960). The Crowd: A Study of the Popular Mind. Nueva York: Viking
Press. Introducción R. K. Merton.
Lecler, J. (1966). “Liberté de Conscience: Origins et sens divers de l’expression”,
en Recherches de science religieuse, 54 (3), 370-406.
Lederer, E. (1937). “Public Opinion”, en Max Ascoli y Fritz Lehmann (eds.),
Political and Economic Democracy, Nueva York: Norton.
Lefort, C. (1988). Democracy and Political Theory. Cambridge: Polity Press. Trad.
David Macey.
_____. (1988a). “The Question of Democracy”, en Democracy and Political Theory,
Cambridge: Polity Press. Trad. David Macey.
Lemert, J. B. (1981). Does Mass Communication Change Public Opinion After All?: A
New Approach to Effects Analysis. Chicago: Nelson Hall
Leoni, B. (1980). Scritti di scienza politica e teoria del diritto. Milán: Giuffré. Ed.
Mario Stoppino.
Lindblom, C. E. (1977). Politics and Markets: The World’s Political Economic System.
Nueva York: Basic Books.
Lindsay, A. D. (1930). The Essentials of Democracy. Londres: Oxford University
Press.
Lintott, A. (2004). The Constitution of the Roman Republic. Oxford: Oxford Uni-
versity Press.
Linz, J. J. (2000). Totalitarian and Authoritarian Regimes. Boulder: Lynne Rienner
Publishers.
Linz, J. J. y Stepan, A. (eds.) (1978). Breakdown of Democratic Regimes: Crisis,
Breakdown and Reequilibration. An Introduction. Baltimore: Johns Hopkins
University Press.
Lippmann, W. (1955). The Public Philosophy. Nueva York: Mentor Book.
_____. (1997). Public Opinion. Nueva York: Free Press.
Livio, T. (1992). The Rise of Rome. Cambridge: Harvard University Press. Trad.
B. O. Foster.
Locke, J. (1959). An Essay Concerning Human Understanding. V. 1 y 2. Nueva York:
Dover Ed. Alexander Campbell Fraser.

319
Nadia Urbinati

_____. (1993 [1685]). “A Letter Concerning Toleration”, en D. Wootton (ed.),


Political Writings, Nueva York: Merton, 390-436.
Lövith, K. (1982). Max Weber and Karl Marx. Londres: Allen y Unwin.
Luhmann, N. (2000). The Reality of the Mass Media. Stanford: Stanford University
Press. Trad. K. Cross.
Lukes, S. (2005). Power: A Radical View. Londres: Palgrave MacMillan.
_____. (2008). Moral Relativism. Nueva York: Picador.
Maquiavelo, N. (1994). “The Prince”, en Selected Political Writings, en D. Wootton
(ed.), Indianápolis: Hackett.
_____. (1970). The Discourses. Londres: Penguin Books. Ed. Bernard Crick. Trad.
Leslie J. Walker.
Mackie, G. (2003). Democracy Defended. Cambridge: Cambridge University Press.
_____. (2009). “Schumpeter’s Leadership Democracy”, en Political Theory 37
(1), 128-153.
_____. (2011). “The Values of Democratic Proceduralism”, en Irish Political Stu-
dies, 26 (4), 439-453.
Madison, J. (1981 [1821]). “Property and Suffrage: Second Thoughts on the Cons-
titutional Convention”, en M. Meyers (ed.), The Mind of The Founder: Sources
of the Political Thoughts of James Madison, Indianápolis: Bobbs-Merrill, 194-400.
_____. (1999 [1787]). “Speech in the Federal Convention on Suffrage”, en Wri-
tings, Nueva York: Biblioteca de América.
_____. (1999a [1791]). “Public Opinion”, en Writings, Nueva York: Biblioteca
de América
Madison, J.; Hamilton, A. y Jay, J. (1987). The Federalist Papers. Marmondsworth:
Penguin. Ed. Isaac Kramnick.
Maistre, J. de (1994 [1797]). Considerations on France. Cambridge: Cambridge
University Press. Ed. R. A. Lebrun.
Manin, B. (1987). “On Legitimacy and Political Deliberation”, en Political Theory,
15 (3), 338-368.
_____. (1997). The Principles of Representative Government. Cambridge: Cambridge
University Press.
Mann, T. (1983). Reflections of a Nonpolitical Man. Nueva York: Frederick Ungar.
Trad. Walter D. Morris.
Manning, E. P. (1992). The New Canada. Toronto: Macmillan.
Mannheim, K. (1964). Ideology and Utopia: An Introduction to the Sociology of
Knowledge. Nueva York: Harcourt, Brace & World. Trads. L. Wirth y E. Shils.

320
Democracia desfigurada

Mansbridge, J. J. (1983). Beyond Adversary Democracy. Chicago: University of


Chicago Press.
_____. (2003). “Rethinking Representation”, en American Political Science Review
97 (4), 515-528.
Markell, P. (2008). “The Insufficiency of Non-Domination”, en Political Theory,
36 (1), 9-36.
Mavidal, J.; Laurent, É. y Clavel, E. (dirs.) (1875). Archives Parlementaires de 1787
à 1860: Recueil Complet des Débats Législatifs et Politiques des Chambres Françaises
imprimé par ordre de l’Assemblée Nationale. Première Série (1878 á 1799). T. viii.
Paris: Paul Dupont.
Mazzini, G. (1906-1943). “Nationalité: Quelques idées sur une Constitution
Nationale”, en Scritti editi e inediti, v. vi. Imola: Cooperative Galeati.
_____. (2009). A Cosmopolitanism of Nations: Giuseppe Mazzini’s Writings on
Democracy, Nation Building, and International Relations. Princeton: Princeton
University Press. Eds. S. Recchia y N. Urbinati.
McCormick, J. (1997). Carl Schmitt’s Critique of Liberalism: Against Politics as Tech-
nology. Cambridge: Cambridge University Press.
_____. (2003). “Machiavelli against Republicanism: On the Cambridge School’s
‘Guicciardinian Moments’”, en Political Theory, 31 (5), 615-643.
_____. (2006). “Contain the Wealthy and Patrol the Magistrates: Restoring Elite
Accountability to Popular Government”, en American Political Science Review,
100 (2), 147-163.
_____. (2011). Machiavellian Democracy. Cambridge: Cambridge University Press.
Meier, C. (1999). Athens: A Portrait of the City in Its Golden Age. Londres: Murray.
Trads. Robert y Rite Kimber.
Meiklejohn, A. (1960). “Free Speech and Its Relation to Self- Government”, en
Political Freedom: The Constitutional Power of the People. Nueva York: Harper.
_____. (2004 [1948]). Free Speech and Its Relation to Self-Government. Clark:
Lawbook Exchange.
Mény, Y. y Surel, Y. (2002). “The Constitutive Ambiguity of Populism”, en Y.
Mény e Y. Surel (eds.), Democracies and the Populist Challenge, Londres: Palgrave
Macmillan, 1-21.
Michelman, F. (1997). “How Can the People Ever Make the Laws? A Critique of
Deliberative Democracy”, en J. Bohman y W. Rehg (eds.), Deliberative Demo-
cracy: Essays on Reason and Politics, Cambridge: MIT Press, 145-171.
Mill, J. S. (1977). “Considerations on Representative Government”, en J. M.
Robson (ed.), The Collected Works of Jonh Stuart Mill, v. 19, Toronto: University
of Toronto Press.

321
Nadia Urbinati

_____. (1977a [1833]). “Thoughts on Poetry and Its Varieties”, en J. M. Rob-


son (ed.), The Collected Works of Jonh Stuart Mill, v. 1, Toronto: University of
Toronto Press.
Millar, F. (2002). The Roman Republic in Political Thought. Hanover: University
Press of New England.
_____. (2005). The Crowd in Rome in the Late Republic. Ann Arbor: University of
Michigan Press.
Miller, D. (2003). “Deliberative Democracy and Social Choice”, en J. D. Fishkin
y P. Laslett (ed.), Debating Deliberative Democracy, Oxford: Blackwell, 182-199.
Mills, C. W. (1957). The Power Elite. Nueva York: Oxford University Press.
Milton, J. (1950). “Areopagitica”, en C. E. Vaughan (ed.), Areopagitica and Other
Works, Londres: Dent and Dutton.
Momigliano, A. (1990). The Classical Foundations of Modern Historiography. Berkeley:
University of California Press.
Mommsen, T. (1900). The History of Rome. Londres: Bentley. Trad., con la sanción
del autor, W. P. Dickson.
Mommsen, W. J. (1974). The Age of Bureaucracy: Perspectives on the Political Sociology
of Max Weber. Nueva York: Harper Torchbooks.
_____. (1984). Max Weber and German Politics, 1890-1920. Chicago: University
of Chicago Press.
Morozov, E. (2011). The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom. Nueva
York: Public Affairs.
Mosca, G. (1939). The Ruling Class. Nueva York: McGraw-Hill Book Company.
Ed. y rev. A. Livingston. Trad. H. D. Kahn.
Mouffe, C. (1999). “Deliberative Democracy or Agonistic Pluralism?”, Social
Research, 66 (3): 745-758.
_____. (2000). The Democratic Paradox. Londres: Verso, 2000.
Mudde, C. (2003). “The Populist Zeitgeist”, en Government & Opposition, 39 (4),
541-563.
_____. (2012). “Populism: Reflections on a Concept and Its Usage” [documento
entregado en la Universidad de Princeton el 19 de febrero].
Muirhead, R. (2010). “Can Deliberative Democracy Be Partisan?”, en Critical
Review, 22 (2-3), 129-157.
Müller, J-W. (2011). “Getting a Grip on Populism”, en Dissentmagazine.org, 23
de septiembre.
_____. (2011a). Contesting Democracy: Political Ideas in Twentieth-Century Europe.
New Haven: Yale University Press.

322
Democracia desfigurada

_____. (2012). “Towards a Political Theory of Populism”, en Notizie di Politeia,


28 (107), 23.
Nagel, T. (1978). “Ruthlessness in Public Life”, en S. Hampshire (ed.), Public and
Private Morality, Cambridge: Cambridge University Press, 75-91.
Nederman, C. (1998). “Toleration, Skepticism, and the ‘Clash of Ideas’: Princi-
ples of Liberty in the Writings of John of Salisbury”, en J. C. Laursen y C. J.
Nederman (eds.), Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration Before the
Enlightenment, Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 53-70.
Noelle-Neumann, E. (1993). The Spiral of Silence: Public Opinion-Our Social Skin.
Chicago: University of Chicago Press.
Nugent, D. (1974). Ecumenism in the Age of the Reformation: The Colloquy of Poissy.
Cambridge: Harvard University Press.
O’Donnell, G. (2010). Democracy, Agency, and the State: Theory with Comparative
Intent. Oxford: Oxford University Press.
Ober, J. (1989). Mass and Elite in Democratic Athens: Rhetoric, Ideology, and the Power
of People. Princeton: Princeton University Press.
_____. (2005). Athenian Legacies: Essays on the Politics of Going on Together. Prin-
ceton: Princeton University Press.
_____. (2008). “The Original Meaning of ‘Democracy’: Capacity to Do Things,
not Majority Rule”, en Constellations, 15 (1), 3-9.
_____. (2008a). Democracy and Knowledge: Innovation and Learning in Classical
Athens. Princeton: Princeton University Press.
Offe, C. (2011). “Crisis and Innovation of Liberal Democracy: Can Deliberation
Be Institutionalized?”, en Czech Sociological Review, 47 (3), 447-72.
Ottonelli, V. (2012). l principi procedurali della democrazia. Bolonia: Il Mulino.
Ozouf, M. (1988). “‘Public Opinion’ at the End of the Old Regime”, en Journal
of Modern History, 60, 1-21.
Pacock, J. G. A. (1975). The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and
the Atlantic Republican Tradition. Princeton: Princeton University Press.
Pagden, A. (2000). “The Destruction of Trust and Its Economic Consequences in
the Case of Eighteenth-century Naples”, en D. Gambetta (ed.), Trust: Making
and Breaking Cooperative Relations, Oxford: Universidad de Oxford [edición
electrónica], 127-141.
Page, B. I. y Shapiro, R. Y. (1998). The Rational Public: Fifty Years of Trends in Ame-
ricans´ Policy Preferences. Chicago: University of Chicago Press.
Palmer, P. A. (1936). “The Concept of Public Opinion in Political Theory”, en
Carl Wittke (ed.), Essays in History and Political Theory, in Honor of C. H. McI-
lwain, Cambridge: Cambridge University Press.

323
Nadia Urbinati

Papadopoulos, Y. (1995). “Analysis of Functions and Dysfunctions of Direct


Democracy: Top-Down and Bottom-Up Perspectives”, en Politics & Society,
23 (4), 421-448.
Pareto, V. (1935). The Mind and Society, 4 v., Nueva York: Harcourt. Trad. Andrew
Bongiorno y Arthur Livingston
Perelman, J. (1981). Justice, Law, and Argument: Essays on Moral and Legal Reasoning.
Boston: Reidel Publishing Company.
Perelman, J. y Olbrechts-Tyteca, L. (1971). The New Rhetoric: A Treatise on Argu-
mentation. Notre Dame: University of Notre Dame Press. Trad. J. Wilkinson
y P. Weaver.
Pettit, P. (1997). Republicanism: A Theory of Freedom and Government. Oxford:
Clarendon Press.
_____. (1999). “Republican Freedom and contestatory democratization”, en I.
Shapiro y C. Hacker-Cordón (eds.), Democracy’s Value, Cambridge: Cambridge
University Press, 163-190.
_____. (2001). A Theory of Freedom: From the Psychology to the Politics of Agency.
Oxford: Oxford University Press.
_____. (2003). “Deliberative Democracy, the Discursive Dilemma, and Republican
Theory”, en J. S. Fishkin y P. Laslett (eds.), Debating Deliberative Democracy,
Oxford: Blackwell, 138-162.
_____. (2004). “Depoliticizing Democracy”, en Ratio Juris, 17 (1), 52-65.
_____. (2012). On the People’s Terms: A Republican Theory and Model of Democracy
Cambridge: Cambridge University Press.
Pitkin, H. F. (1967). The Concept of Representation. Berkely: University of Cali-
fornia Press.
Pizzorno, A. (1998). Il potere dei giudici: Stato democratico e controllo della virtù.
Roma: Laterza.
Platón (1960). Gorgias. Londres: Penguin. Trad. Walter Hamilton.
_____. (1992), Republic. Indianápolis: Hackett. Trad. G. M. A. Grube. Rev. C.
D. C. Reeve.
Plotke, D. (1997). “Representation Is Democracy”, en Constellations 4 (1), 19-34.
Plutarch (1932). “Lycurgus”, en Life of the Noble Grecians and Romans, Nueva
York: Modern Library. Trad. J. Dryden.
Posner, E. A. y Vermeule, A. (2011). The Executive Unbound: After the Madisonian
Republic. Oxford: Oxford University Press.
Post, R. C. (1995). “Recuperating First Amendment Doctrine”, en Stanford Law
Review, 47, 1249-1281.

324
Democracia desfigurada

_____. (2012). Democracy, Expertise, Academic Freedom: A First Amendment Juris-


prudence for the Modern State. New Haven: Yale University Press.
Poulantzas, N. (2000). State, Power, Socialism. Londres: Verso.
Powell Jr., G. B. (2000). Elections as Instruments of Democracy: Majoritarian and
Proportional Visions. New Haven: Yale University Press.
Przeworski, A. (1986) Capitalism and Social Democracy. Cambridge: Cambridge
University Press.
_____. (1999). “Minimalist Conception of Democracy: A Defense”, en I. Sha-
piro y C. Hacker-Cordón (eds.), Democracy’s Value, Cambridge: Cambridge
University Press, 23-55.
Raaflaub, K. A. (1983). “Democracy, Oligarchy, and the Concept of ‘Free Citizen’
in Late Fifth-Century Athens”, en Political Theory, 11 (4), 517-544.
Raaflaub, K. A. (1996). “Equalities and Inequalities in Athenian Democracy”, en
J. Ober y C. Hedrick (eds.), Dēmokratia: A conversation on Democracies, Ancient
and Modern. Princeton: Princeton University Press, 139-174.
Ratzinger, J. y Habermas, J (2007). “That Which Holds the World Together: The
Pre-political Moral Foundations of a Free State”, en The Dialectics of Seculari-
zation: On Reason and Religion, San Francisco: Ignatius Press, 53-80.
Rawls, J. (1971). Theory of Justice. Cambridge: Harvard University Press.
_____. (1983). Political Liberalism. Nueva York: Columbia University Press.
_____. (1999). “The Idea of Public Reason Revisited”, en Samuel Freeman (ed.),
Collected Papers, Cambridge: Harvard University Press, 573-615.
_____. (2001). Justice as Fairness: A Restatement. Cambridge: Harvard University
Press. Ed. Erin Kelly.
Remer, G. (1996). Humanism and the Rhetoric of Toleration. University Park: Penn-
sylvania State University Press.
Renan, E. (1887 [1882]) “Qu’est-ce qu’une nation?”, en Discours et Conférences,
París: Calmann-Lévy, 277-310.
Richter, M. (2004). “Tocqueville and French Nineteenth-Century Conceptuali-
zation of the Two Bonapartes and Their Empires”, en P. Baehr y M. Richter,
Dictatorship in History and Theory: Bonapartism, Caesarism, and Totalitarianism,
Cambridge: Cambridge University, 83-102.
Riker, W. H. (1982). Liberalism against Populism: A Confrontation between the Theory
of Democracy and the Theory of Social Choice. San Francisco: Freeman Press.
Romilly, J. de (1975). Problèmes de la démocratie grecque. Paris: Herman.
Roosevelt, T. (1910). The New Nationalism. Nueva York: The Outlook Company.
Con una introducción de Ernest Hamlin Abbott.

325
Nadia Urbinati

Rosanvallon, P. (1992). Le sacre du citoyen: Histoire du suffrage universel en France.


París: Gallimard.
_____. (2008). La légitimité démocratique: Impártialité, réflexivité, proximité. París:
Seuil.
_____. (2012). Counter-Democracy: Politics in an age of Distrust, Cambridge: Cam-
bridge University Press. Trad. A. Goldhammer.
Rosenblum, N. (2010). On the Side of the Angels: An Appreciation of Parties and Par-
tisanship. Princeton: Princeton University Press.
Rostbøll, C. F. (2008). Deliberative Freedom: Deliberative Democracy as Critical
Theory. Nueva York: State University of New York Press.
Rousseau, J-L (1964). “Essai sur l’origine des langues où il est parlé de la mélodie
et de l’imitation musicale”, en B. Gagnebin y M. Raymond (eds.), Oeuvres
complètes, París: Gallimard.
_____. (1964a). “De l’imitation théâtrale, essai tiré des dialogues de Platon”, en
B. Gagnebin y M. Raymond (eds.), Oeuvres complètes, París: Gallimard.
_____. (1964b). “Du contract social (première version, Manuscript de Genéve)”,
en B. Gagnebin y M. Raymond (eds.), Oeuvres complètes, París: Gallimard.
_____. (1987). “On the Social Contract, or Principles of Political Rights”, en
Donald A. Cress (ed.), Basic Political Writings, Indianápolis: Hackett, 141-227.
_____. (1993). Émile. Nueva York: Everyman Library. Trad. Barbara Foxley.
Rowe, G. y Frewer, L. J. (2000). “Public Participation Methods: A Framework
for Evaluation”, en Science, Technology & Human Values, 25 (1), 3-29.
Runciman, D. (2008). Political Hypocrisy: The Mask of Power, from Hobbes to Orwell
and Beyond. Princeton: Princeton University Press.
Saffon, M. P. y Urbinati, N. (2013). “Procedural Democracy, The Bulwark of
Equal Liberty”, en Political Theory, 41 (3), 441-481.
Sartori, G. (1965). Democratic Theory. Nueva York: Praeger.
_____. (1987). The Theory of Democracy Revisited: Part On: The Contemporary Debate.
Nueva Jersey: Chatham House.
_____. (1997). Comparative Constitutional Engineering: An Inquiry into Structures,
Incentives and Outcomes. Nueva York: New York University Press.
_____. (1997a). Homo videns: Televisione e post-pensiero. Roma-Bari: Laterza.
Schelling, T. C. (1984). “Strategic Analysis and Social Problems”, en Choice and
Consequence, Cambridge: Harvard University Press, 195-212.
Scheuerman, W. (2004). Liberal Democracy and the Social Acceleration of Time. Bal-
timore: John Hopkins University Press.

326
Democracia desfigurada

_____. (1999). Carl Schmitt´s The End of Law. Lanham: Rowman & Littlefield.
Schlozman, K.; Page, B.; Verba, S. y Fiorina, M. (2005). “Inequality of Political
Voice”, en Lawrence R. Jacobs y Theda Skocpol (eds.), Inequality and American
Democracy: What We Know and What We Need to Learn, Nueva York: Russell
Sage Foundation, 19-87.
Schmitt, C. (1985). Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty.
Cambridge: MIT Press. Trad. G. Schwab.
_____. (1994). Crisis of Parliamentary Democracy. Cambridge: MIT Press. Trad.
E. Kennedy.
_____. (2004). Legality and Legitimacy. Durham: Duke University Press. Trad. J.
Setzer.
_____. (2008 [1928]). Constitutional Theory. Durham: Duke University Press.
Trad. y ed. J. Seitzer, con prefacio de E. Kennedy.
Schumpeter, J. A. (1942). Capitalism, Socialism and Democracy. Nueva York: Harper
& Row.
Schwartz, J. M. (2009). The Future of Democratic Equality: Rebuilding Social Solidarity
in a Fragmented America. Nueva York: Rutledge.
Secondat barón de Montesquieu, C-L de (1989). The Spirit of the Laws. Cambridge:
Cambridge University Press. Trad. Anne M. Cohler, Basia C. Miller y Harold
S. Stone.
Shapiro, R. Y. y Jacobs, L. R. (2011). “The Democratic Paradox: The Waning
of Popular Sovereignty and the Pathologies of American Politics”, en L. R.
Jacobs y R. Y. Shapiro, The Oxford Handbook of the American Public Opinion and
the Media, Oxford: Oxford University Press, 713-732.
Shapiro, R. Y. y Bloch-Elkon, Y. (2008). “Do the Facts Speak for Themselves?
Partisan Disagreements as a Challenge to Democratic Competence”, en Critical
Review, 20 (1-2), 115-139.
Sheehan, C. A. (2009). James Madison and the Spirit of Republican Self-Government.
Cambridge: Cambridge University Press.
Shklar, J. (1969). Men and Citizens: A Study of Rousseau’s Social Theory. Cambridge:
Cambridge University Press.
Sieyès, E-J. (1999). “Pour ma dispute avec Payne”, en C. Fauré (ed.), Des Manus-
crits de Sieyès: 1773-1799, París: Campeona Honoré.
Simmonde de Sismondi, J. C. L. (1965). Recherches sur les Constitutions des Peuples
libres. Ginebra: Droz. Ed. M. Minerbi.
Skinner, Q. (1974). “The Principles and Practice of Opposition: The Case of
Bolingbroke versus Walpole”, en N. McKendrick (ed.). Historical Perspectives:

327
Nadia Urbinati

Studies in English Thought and Sociedad in Honor of J.H. Plumb, Londres: Europa
Publisher.
_____. (1978). The Foundations of Modern Political Thought (v. 2). Princeton: Prin-
ceton University Press.
_____. (1998). Liberty before Liberalism. Cambridge: Cambridge University Press.
_____. (2002). “Retrospect: Studying Rhetoric and Conceptual Change”, en
Visions of Politics (3 v.), Cambridge: Cambridge University Press.
Slagstad, R. (2012). “Liberal Constitutionalism and Its Critics: Carl Schmitt and
Max Weber”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy,
Cambridge: Cambridge University Press, 103-130.
Solon (1995). “Solon”, en Michael Gagarin y Paul Woodruff (eds.), Early Greek
Political Thoughts From Homer to the Sophists, Cambridge: Cambridge University
Press, 25-30.
Starr, P. (2004). The Creation of the Media: Political Origins of Modern Communica-
tions. Nueva York: Basic Books.
Steinberger, P. J. (1993). The Concept of Political Judgement. Chicago: University
of Chicago Press.
Steiner, P. O. (1952). “Program Patterns and Preferences, and the Workability
of Competitors in Radio Broadcasting”, en Quarterly Journal of Economics, 66
(2), 194-223.
Stepan, A. y Linz, J. J. (2011). “Comparative Perspectives on Inequality and the
Quality of Democracy in the United States”, en Perspectives on Politics, 9 (4),
841-856.
Stokes, S. C. (1999). “What Do Policy Switches Tell Us about Democracy?”, en
A. Przeworski, S. C. Stokes y B. Manin (eds.), Democracy, Accountability, and
Representation, Cambridge: Cambridge University Press, 98-130.
Stout, H. S. (1986). The New England Soul: Preaching and Religious Culture in Colonial
New England. Nueva York: Oxford University Press.
Strolovitch, D. (2007). Affirmative Advocacy: Race, Class, and Gender in Interest
Group Politics. Chicago: University of Chicago Press.
Sunstein, C. R. (2001). Designing Democracy: What Constitutions Do. Oxford:
Oxford University Press.
_____. (2006). Infotopia: How Many Minds Produce Knowledge. Oxford: Oxford
University Press.
_____. (2009). On Rumors: How Falsehoods Spread, Why We Believe Them, What Can
Be Done. Nueva York: Farrar, Strauss y Giroux.
Surowiecki, J. (2005). The Wisdom of Crowds. Nueva York: Anchor Books.

328
Democracia desfigurada

Taggart, P. (2000). Populism. Londres: Open University Press.


_____. (2002). “Populism and the Pathology of Representative Politics”, en Y.
Mény e Y. Surel (eds.), Democracies and the Populist Challenge, Londres: Palgrave
Macmillan, 62-80.
Taguieff, P-A. (1997). “Le populisme et la science politique: du mirage conceptuel
aux vrais problèmes”, en Vingtième siècle, 56, 4-33.
_____. (2012). Le nouveau national-populisme. París: CNRS Éditions.
Tambini, D. (2001). Nationalism in Italian Politics: The Stories of the Northern League,
1980-2000. Londres: Routledge.
Taylor, L. R. (1949). Party Politics in the Age of Caesar. Berkeley: University of
California Press.
Taylor, P. A. (2005). “From Hackers to Hacktivists: Speed Bumps on the Global
Superhighway?”, en New Media & Society, 7 (5), 625-646.
Thompson, D. F. (2002). Just Elections: Creating a Fair Electoral Process in the United
States. Chicago: University of Chicago Press.
_____. (2005). Restoring Responsibility: Ethics in Government, Business, and Health-
care. Cambridge: Cambridge University Press.
Tocqueville, A. de (1955). The Old Regime and the French Revolution. Nueva York:
Doubleday, Anchor. Trad. Stuart Gilbert.
_____. (1969). Democracy in America. Nueva York: Harper Perennial. Trad. J. P.
Mayer.
Toobin, J. (2013). “Annals of Law: Money Unlimited: The Chief Justice and
Citizens United”, en The New Yorker, 21 de mayo.
Tucídides (1972), “Pericles’s Funeral Oration”, en M. I. Finley (ed.), The History
of the Peloponnesian War, Nueva York: Penguin Classics. Trad. Rex Warner.
_____. (1972a). The History of the Peloponnesian War. Nueva York: Penguin Classics.
Ed. M. I. Finley. Trad. Rex Warner.
Tuck, R. (1988). “Scepticism and Toleration in the Seventeenth Century”, en
S. Mendus (ed.), Justifying Toleration: Conceptual and Historical Perspectives,
Cambridge: Cambridge University Press, 21-35.
Tulis, J. K. (1987). The Rhetorical Presidency. Princeton: Princeton University Press.
Turchetti, M. (1948). Concordia o Tolleranza? Francois Bauduin (1520-1573) e i
“Moyenneurs”. Milán: Franco Angeli.
Urbinati, N. (2002). Mill on Democracy: From the Athenian Polis to Representative
Government. Chicago: University of Chicago Press.
_____. (2006). Representative Democracy: Principles and Genealogy. Chicago: Uni-
versity of Chicago Press.

329
Nadia Urbinati

_____. (2010). “Unpolitical Democracy”, en Political Theory, 38 (1), 65-92.


_____. (2012). “Competing for Liberty: The Republican Critique of Democracy”,
en American Political Science Review, 106 (3), 607-621.
Urbinati, N. y Warren, M. E. (2008). “The Concept of Representation in Contem-
porary Democratic Theory”, en Annual Review of Political Science, 11, 387-412.
Vermeule, A. (2009). “Many-Minds Arguments in Legal Theory”, en The Journal
of Legal Analysis, 1 (1), 1-45.
Waldron, J. (1988). “Locke: Toleration and the Rationality of Persecution”, en
S. Mendus (ed.), Justifying Toleration: Conceptual and Historical Perspectives,
Cambridge: Cambridge University Press, 61-86.
_____. (1990). “Right and Majorities: Rousseau Revisited”, en J. W. Chapman
y A. Wertheimer (eds.), Majorities and Minorities: Nomos XXXII, Nueva York:
New York University Press.
_____. (1999). The Dignity of Legislation. Cambridge: Cambridge University Press.
Wallace, R. W. (2004). “The Power to Speak –and Not to Listen– in Ancient
Athens”, en Ineke Sluiter y Ralph M. Rosen (eds.), Free Speech in Classical
Antiquity, Leiden: Brill, 221-232.
Walzer, M. (1973). “Political Action: The Problem of Dirty Hands”, en Philosophy
and Public Affairs, 2 (2), 160-180.
_____. (1983). Sphere of Justice: A Defense of Pluralism and Equality. Nueva York:
Basic Books.
Warren, M. (2004). “What Does Corruption Mean in a Democracy?”, en American
Journal of Political Science, 48 (2), 328-343.
Weber, M. (1950). General Economic History. Glencoe: Free Press. Trad. F. H.
Knight.
_____. (1958). From Max Weber: Essays in Sociology. Nueva York: Oxford University
Press. Eds. H. H. Gerth y C. W. Mills.
_____. (1958a). “Bureaucracy and Law”, en H. H. Gerth y C. W. Mills (eds.), From
Max Weber: Essays in Sociology, Nueva York: Oxford University Press, 216-220.
_____. (1992). The Protestant Ethics and the Spirit of Capitalism. Londres: Routledge.
Trad. T. Parsons.
_____. (1994 [1918]). “Parliament and Government in Germany under a New
Political Order”, en P. Lassmen y R. Speirs (eds.), Political Writings, Cambridge:
Cambridge University Press, 130-271.
_____. (1994a). “The Nation State and Economic Policy”, en P. Lassmen y R.
Speirs (eds.), Political Writings, Cambridge: Cambridge University Press, 1-28.

330
Democracia desfigurada

Werhan, K. (2008). “The Classical Athenian Ancestry of American Freedom of


Speech”, en The Supreme Court Review, 1, 293-347.
Weyland, K. (2001). “Clarifying a Contested Concept: Populism in the Study of
Latin American Politics”, en Comparative Politics, 34 (1), 1-22.
Williamson, V.; Skocpol, T. y Coggin, J. (2011). “The Tea Party and the Remaking
of the Republican Conservatism”, en Perspectives on Politics, 9 (1), 25-43.
Wilson, J. (1792). Commentaries on the Constitution of the United States of America.
Londres: Debrett, Johnson y Jordan, 1792.
Wilson, W. (1952). Leaders of Men. Princeton: Princeton University Press. Intro-
ducción y notas de T. H. Vail Motter.
Winters, J. A. (2011). Oligarchy. Cambridge: Cambridge University Press.
Wirszubski, C. (1968). Libertas as a Political Idea at Rome During the Later Republic
and Early Principate. Cambridge: Cambridge University Press.
Woloch, I. (2004). “From Consulate to Empire: Impetus and Resistance”, en P.
Baehr y M. Richter, Dictatorship in History and Theory: Bonapartism, Caesarism,
and Totalitarianism, Cambridge: Cambridge University Press, 29-59.
Worsley, P. (1969). “The Concept of Populism”, en G. Ionescu y E. Gellner
(eds.), Populism: Its Meaning and National Characteristics, Londres: Weidenfeld
and Nicolson, 212-259.
Yack, B. (2006). “Rhetoric and Public Reasoning: An Aristotelian Understanding
of Political Deliberation”, en Political Theory, 34 (4), 417-438.
_____. (2012). “Democracy and the Lover of Truth,” en Jeremy Elkins y Andrew
Norris (ed.), Truth and Democracy, Filadelfia: University of Pennsylvania Press,
165-180.
Young, I. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton Uni-
versity Press.
_____. (1997). “Deferring Group Representation”, en I. Shapiro y W. Kymlicka
(eds.), Ethnicity and Group Rights: Nomos XXXIX, Nueva York: New York Uni-
versity Press, 349-376.
Young, R. A. (1994). The Breakup of Czechoslovakia. Kingston: Queen’s University.
Zerilli, L. L. (2000). “Response To Jon Simons”, en Political Theory, 28 (2), 279-
284.
Žižek, S. (2006). “Against the Populist Temptation”, en Critical Inquiry, 32 (3),
551-574.

331
Colección Pensamiento político contemporáneo
Directora: Rocío Annunziata

¿Alguien dijo crisis del marxismo?


Axel Honneth, Slavoj Žižek y las nuevas teorías críticas de la sociedad
Santiago RoggeRone
¿El ocaso de la democracia?
oSvaldo guaRiglia (compiladoR)
¿Hacia una mutación de la democracia?
Rocío annunziata (compiladoRa)
Cerrar la deliberación. Teoría de la decisión colectiva
philippe uRfalino
Cómo los movimientos sociales pueden salvar la democracia
donatella della poRta
Democracia desfigurada. La opinión, la verdad y el pueblo
nadia uRbinati
Democracias. Participación, deliberación y movimientos sociales
donatella della poRta
Desafíos globales. Guerra, autodeterminación y responsabilidad en torno a la justicia
iRiS maRion Young
Digital, político, radical
natalie fenton
El ascenso global del populismo. Performance, estilo político y representación
benjamin moffitt
El espectáculo del poder
maRc abélèS
El eterno retorno de los populismos. Un panorama mundial, latinoamericano y argentino
chRiStian buchRukeR Y otRoS
El nuevo espíritu de la democracia. Actualidad de la democracia participativa
loïc blondiaux
El pueblo y el poder
claude lefoRt
Espacio político: democracia y autoridad.
Acerca de una transmisión igualitaria en diálogo con Jacques Rancière
maRía beatRiz gReco
Estado y forma política
alYSSon leandRo maScaRo
Hannah Arendt y los derechos humanos. El dilema de la responsabilidad común
peg biRmingham
Hashtagtivismo: los efectos políticos del #niunamenos
báRbaRa zeifeR
Igualdad y discriminaciones: un ensayo de filosofía política aplicada
alain Renault
La democracia internet. Promesas y límites
dominique caRdon
La democracia representativa. Principios y genealogía
nadia uRbinati

La razón democrática y su experiencia. Temas, presente y perspectivas


caRloS StRaSSeR
La realidad social en John Searle. Ejercicios de filosofía de la sociedad
aRiel dottoRi
La reivindicación representativa
michael SawaRd
La resistencia. Formas de libertad en John Locke
diego feRnández peYchaux
Las alternativas de la historia. Democratizaciones comparadas desde argentina
juan RuSSo
Las enfermedades crónicas de la democracia
fRédéRic woRmS
Los desafíos de la participación en América Latina
leonaRdo avRitzeR
Marx y la filosofía
emmanuel Renault
Propiedad de sí, libertad e igualdad
geRaRd allan cohen
Repensar lo político. Hacia una nueva política radical
RicaRdo camaRgo
Quienes formamos parte del día a día de Prometeo Editorial creemos en la palabra escrita,
en la magia de las ideas y en el pensamiento crítico.
Soñamos herramientas que puedan ayudar a mejorar la humanidad
y hacerla más democrática, más justa y solidaria.
Pensamos que en el sur del mundo aún hay mucho por decir, por hacer y por cambiar.
Deseamos que este libro forme parte de hermosas bibliotecas que sabrán hacer de él
un sólido instrumento de reflexión.

Impreso por TREINTADIEZ S.A. en 2023


Pringles 521 (C1183 AEI)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Teléfonos: 4864-3297 / 4862-6794
editorial@treintadiez.com

También podría gustarte