01 - Los Sellos Oscuros - Anna Benning
01 - Los Sellos Oscuros - Anna Benning
01 - Los Sellos Oscuros - Anna Benning
mi vida de posibilidades.
Será con sangre, dicen;
la sangre llama a la sangre.
Anima
El anillo de las almas
Propiedad de la familia Coldwell
Proyección de ilusiones
Anguis
El cinturón de la
serpiente
Propiedad de la familia
Solomon
Absorción de la vida
Clavis
La llave de zafiro
Propiedad de la familia Attwater
Modificación espacial
Divinus
El espejo de los
ángeles
Propiedad de la familia
Lacroix
Estimulación de la
voluntad
Ignis
El brazalete del dragón
Propiedad de la familia Harwood
Destrucción de la magia
Solis
La esfera del sol
Propiedad de la familia
Fairburn
Regeneración de la vida
PRÓLOGO
M iatravesé
contrincante todavía no estaba en la arena. En cuanto
la línea, apareció ante mí el árbitro con una
mirada seria. Era un hombre un tanto orondo y calvo, que
llevaba unas aparatosas gafas sobre la nariz con las que, a
modo de cámara térmica, seguiría nuestras firmas de magia
durante todo el combate. Tras mostrarle mi sello para que lo
verificara, me informó de las normas de seguridad que ya
me sabía de memoria.
Recibir una estocada era una sensación parecida a que te
rociaran con una mezcla de agua hirviendo y vidrio hecho
añicos. Se suponía que los sellos que utilizábamos en los
combates profesionales estaban algo debilitados, pero, aun
así, hacían daño.
El árbitro esperó hasta que asentí y confirmé haber
entendido todo para retirarse.
Miré fijamente a la línea exterior del heptágono. La arena
parecía tan pequeña… La superficie de los combates
amateur era casi el doble de grande. Aquí me tocaría
controlar la magia de mi sello con más precisión que nunca.
Volví a observar la tribuna de los Superiores. En las
paredes inferiores se reproducían imágenes del heptadomo
y, cuando una cámara los enfocó, por fin pude verlos de
cerca.
Había tres asientos. En el de la derecha divisé a una chica
pálida con una melena azul que le caía hasta los hombros
en elegantes rizos. Llevaba una chaqueta también azul y
tenía cara de aburrimiento, como si hubiera preferido estar
en cualquier lugar antes que allí.
A la izquierda estaba sentado un chico de tez oscura con
el pelo corto y negro. Vestía una chaqueta de brocado lila y
hablaba con un segundo tío que estaba sentado en medio.
El cabello rubio platino de este enmarcaba unos rasgos
finos, casi aristocráticos. Observaba el recinto serio
mientras su mirada escaneaba todo el lugar sin que su
cuerpo se moviera ni un milímetro. A diferencia de la chica
del pelo azul, no parecía ni aburrido ni irritado, sino más
bien… cansado.
Los camareros revoloteaban nerviosos a su alrededor, y
tras ellos podían verse algunos hombres y mujeres de
uniforme gris oscuro. Eran guardas o… soldados. En
cualquier caso, llevaban el pelo rapado al cero y un tatuaje
de un heptágono bien visible en la frente.
Tomé aire y me concentré en la sensación de calor que
emitía el brazalete de cobre dorado de mi muñeca. «Todo va
a salir bien». Me conocía todos los gestos que se
necesitaban para activar la magia. Mi cuerpo era una
prolongación del sello. Su magia reconocería el más mínimo
movimiento de mi mano y reaccionaría.
El temblor había desaparecido totalmente de mis dedos.
Estaba lista.
En ese momento, mi contrincante entró en el heptágono.
Era un joven de unos veinte años, delgado pero musculoso,
con el pelo negro y una sonrisa torcida en los labios.
«Dorian Whitlock», recordé que se llamaba. Tenía un
cierto parecido con aquel cantante coreano que le gustaba
tanto a Lily, pero en su caso llevaba un corte de pelo en el
que destacaba una especie de cresta, además de una
enorme cantidad de piercings en las orejas. Vestía ropa
suelta: un pantalón amplio y una camisa sencilla. Me
observó brevemente y su mirada pareció quedarse clavada
en el agujero que tenía en la media izquierda. Su sonrisa se
hizo más amplia. Tal vez pensaba lo mismo que cada una de
las personas que se agolpaban en las gradas o que estaban
sentadas allá arriba, en sus tribunas: «Esta estúpida con su
faldita va a caer a la primera».
Mejor así, mejor que todos apostaran en mi contra. Eso
haría que mi prima de vencedora fuera todavía mayor.
Dorian estiró el brazo para que el árbitro identificara su
sello. Había escogido un amuleto, un sello defensivo. Mal
asunto: significaba que el combate iba a durar mucho. A los
que llevaban amuletos les encantaba atrincherarse y dejar
que corriera el reloj mientras su oponente se agotaba
lanzando un ataque tras otro. Pero yo no iba a caer en esa
trampa.
Mi mirada se desvió hacia la izquierda. Lily, instalada en
la banda con nuestras dos mochilas, ya había examinado a
mi oponente. Se mordía el labio inferior, como hacía
siempre que estaba preocupada.
Eché un vistazo a las imágenes que se proyectaban en la
columna heptagonal situada en medio de la cúpula. Hasta
entonces casi todo habían sido anuncios, pero ahora se
iluminaban los puntos que cada contrincante tenía
acumulados de combates anteriores. Yo acababa de salir de
la liga amateur, así que al lado de mi nombre aparecían los
puntos de inicio: exactamente 7 000. En el caso de Dorian,
eran 14 530.
El doble.
«Joder».
El árbitro echó un vistazo a su reloj y levantó una mano.
El ruido se fue apagando en todo el recinto. En las otras
arenas, las demás parejas también se preparaban para
combatir.
Los focos se giraron hacia nosotros. No me atrevía ni a
respirar. Menos mal que Dorian no podía escuchar cómo el
corazón me latía nervioso contra las costillas. A mí me daba
la sensación de que hacía un ruido ensordecedor, tan fuerte
que llegaba incluso a la tribuna de los Superiores.
Una vez más, me concentré. La magia del sello del
dragón se extendía por todo mi cuerpo, mis dedos hervían
de ganas de lanzar los gestos correctos. Casi me parecía
poder sentir las líneas y círculos que estaban grabados en la
placa. Era mucho más fuerte que todos los sellos que había
portado hasta entonces.
Lo iba a conseguir. A fin de cuentas, la semana pasada
había noqueado a Isaac Moselby con solo tres gestos. Al
muy gallito todo el mundo lo tenía por uno de los mejores
luchadores amateurs de los suburbios.
Sonó un gong estremecedor. El sonido vibró por todo el
heptadomo. Dorian Whitlock hizo una leve reverencia sin
dejar de sonreír, y yo le imité. Empecé la cuenta atrás. Siete
segundos entre un gong y el siguiente. Ahí empezaba todo.
Los combates duraban un máximo de siete minutos. Si en
ese tiempo ninguno de los dos era capaz de vencer a su
rival, se procedía al desempate, cosa que yo debía evitar a
toda costa: mis manos no podían controlar la magia con
precisión durante tanto tiempo. Incluso si ahora parecían
tranquilas, el temblor podía reaparecer en cualquier
momento. Tenía que dejar a Dorian Whitlock fuera de
combate lo más rápido posible. Por eso nunca me planteaba
usar amuletos defensivos. Atrincherarme no me valía de
nada. O acababa con mi contrincante durante la primera
ronda, o ya no había nada que hacer.
Bajaron la iluminación de los proyectores de nuestro
heptágono, la oscuridad se apoderó de las gradas. Me
incliné y estiré los dedos en dirección al suelo en una pose
neutra. Dorian clavó su mirada en mí, también él tenía las
manos a ambos lados. En sus labios, una sonrisa segura de
su victoria.
Entonces sonó el gong por segunda vez.
Mi mano derecha salió disparada hacia delante. Era el
gesto más fácil de todos y el que requería menos magia: la
estocada. De inmediato, una niebla de color azul invernal se
desprendió de mis dedos. Restalló como el trueno hacia mi
contrincante, más rápido de como solían hacerlo otros sellos
a los que estaba acostumbrada. Pero Dorian se cubrió a
tiempo con ambas manos, hizo aparecer un escudo mágico
con forma de semicírculo parpadeante, y mi ataque rebotó.
Hasta ahí, todo totalmente previsible.
Probé con otras dos estocadas, porque solía funcionarme
encajar una justo en el momento en que mi contrincante no
estaba especialmente alerta. Y luego, una vez perdía el
control, lancé otra más con la esperanza de ganar la
partida.
Pero Dorian estaba alerta. Me esquivó con habilidad e
invocó otro escudo cuando pasé rozándole, y mi magia se
hizo añicos.
¡Vaya mierda! Cuando alguien peleaba como Dorian, no
había manera de ser lo suficientemente rápida como para
atravesar los escudos de su amuleto defensivo. Tenía que
sorprenderlo con un ataque.
Escuchaba al público gritar enfervorizado desde las
gradas, y la potente voz de Lily desde la banda; pero me
obligué a ignorar todo el ruido.
Dorian avanzaba con pasos laterales lentos por el borde
del heptágono. Yo hice lo mismo, para mantener las
distancias.
Era hora de sacarlo de su zona de confort.
Levanté la mano en la que el sello continuaba brillando
con un azul intenso. Mientras siguiera así, la magia me
obedecería a pies juntillas. Si la luz empezaba a
parpadear… entonces sí tendría que preocuparme.
Moví la mano hacia abajo con un gesto abrupto y luego
avancé veloz. Parecía como si mi cuerpo hubiera sido
catapultado, atravesado por un impulso hacia delante.
Durante unos pocos segundos fui más rápida de lo que
debería haber sido posible.
De inmediato, lancé un segundo gesto. Empecé a dar
golpecillos con los dedos en distintas direcciones. Unos
puntos diminutos iluminaron el aire: minas, mi gesto
favorito. Consumían una gran cantidad de líquido azul, sí,
pero también eran muy efectivas. Casi ni se veían, y si te
alcanzaban, ya no había escudo que valiera.
Dorian tardó unos segundos en tocar una y hacerla
explotar. Le oí gruñir de dolor.
Me disparó una estocada, y luego dos más. Dorian las
había lanzado tan seguidas y con tanta habilidad que no las
iba a poder esquivar, o por lo menos no echándome a
correr.
Abrí los dedos hasta hacer aparecer en el suelo una
plataforma redonda y azul, y salté con precisión sobre ella.
Me catapulté unos metros hacia mi contrincante. Iba
flotando por el aire, dispuesta a arrojar una estocada,
cuando de repente una niebla azul invadió todo el
heptágono.
¿Pero qué coño era eso? ¡No veía nada!
La gente que portaba medallones podía usar los gestos
defensivos con mucha más fuerza. Si hubiera sido yo la que
hubiera conjurado esa niebla mágica, no habría sido capaz
de inundar con ella ni la mitad de una superficie tan grande.
Sin embargo, con el sello de Dorian, la niebla era tan densa
que casi me cegaba por completo.
El público tampoco podía ver el combate. Los únicos que
podían vernos, gracias a sus gafas de alta tecnología (o, por
lo menos, distinguir nuestras firmas de magia), eran los
árbitros.
Disparé tres estocadas mágicas a la nada, pero no oí
nada: no había alcanzado a Dorian. Entonces percibí un
movimiento a mi izquierda. Cerré los puños. Tenía que darle
sí o sí. En cuanto distinguí una silueta, dibujé una línea recta
de arriba abajo con la mano: estasis. No era un gesto fácil
de ejecutar: la línea debía alcanzar exactamente al objetivo,
si no, la magia perdía potencia, y lo único que se conseguía
era desperdiciarla. Me salió a la primera: paralicé a Dorian
por completo. El efecto solo iba a durar un par de segundos,
pero sería suficiente. Apreté los puños, los separé como si
estuviera retirando la vaina de una espada e inicié un
movimiento de barrido hacia delante. Unas cuchillas
mágicas azules aparecieron a mi alrededor, zumbaron hacia
mi oponente y… se hicieron añicos.
Solo en ese momento me di cuenta de que Dorian estaba
totalmente cubierto por una capa protectora. No era un
escudo normal: parecía haberse acorazado. Un gesto tan
potente consumía mucha magia. Pero, por ahora, lo había
salvado.
Sin duda, había subestimado lo superior que era el nivel
de los combates del heptadomo comparado con el de los
amateur. Aterrada, me percaté de que la luz azul invernal
de mi sello iba perdiendo intensidad. Apenas me quedaba
magia. El grano estaba prácticamente agotado. Si llegaba a
ese punto, se habría acabado todo. Quien se quedara sin
magia antes sería declarado perdedor del combate.
El sello de Dorian no podía estar mucho mejor: la niebla
costaba casi medio grano; de hecho, él también parecía
estar vacilando antes de volver a atacarme. Nos movíamos
en círculo, evaluándonos. La respiración me resonaba con
fuerza en los oídos. Tenía que ganar a Dorian Whitlock.
«¡Diez mil libras!».
«Hazlo por Lily».
«Hazlo para no tener que volver a ver a Lazarus Wright».
De repente, algo me arrastró con tal fuerza que ni
siquiera el gesto antigravedad que utilicé pudo salvarme.
Algo había tirado de mí. Caí de bruces al suelo, respirando
con dificultad.
¡Una inmovilización mágica! Dorian me había atado los
brazos y las piernas con finas cuerdas azules. Y como la
inmovilización era un gesto defensivo, su sello lo hacía mil
veces más fuerte.
De pronto apareció delante de mí. Tenía el pelo negro
revuelto y se le había enrojecido la piel allí donde mi magia
le había alcanzado. A pesar de eso, sonreía.
—Buena pelea, Rayne Sandford —me consoló, aunque el
combate aún no había llegado a su fin.
Su arrogancia me cabreó tanto que cerré los puños. Solo
tenía una oportunidad. Así que golpeé con fuerza el suelo,
desesperada, y mi sello emitió una ola de magia que se
disparó en todas las direcciones. Un gesto rotundo… con un
alto precio. Era el último que sería capaz de ejecutar, dado
que la magia de mi sello ya empezaba a titilar y pronto se
agotaría. ¡Tenía que funcionar!
Pero la inmovilización que me atrapaba era más fuerte.
La ola de magia se disolvió.
—Lo siento, en serio. —Dorian inclinó la cabeza y se
arrodilló ante mí.
«Yo también», pensé, o más bien casi exclamé, mientras
los ojos se me llenaban de lágrimas. A lo lejos, me pareció
escuchar gritar a Lily. Gracias a sus gafas, estaba claro que
el árbitro sabía lo que estaba pasando. Ahora empezaría a
contar los siete segundos, si es que no había comenzado ya.
Siete segundos sobre la lona y habría perdido.
Me comenzaron a temblar las manos con tal intensidad
que el hormigueo que sentía en los dedos empezó a
quemarme. Mi último gesto debía de haberme dejado
tocada de verdad, porque el calor se me iba extendiendo
por el flujo sanguíneo, desde el brazo derecho hacia el resto
del cuerpo. Iba a perder. Ese combate, las trescientas libras
de Lily, cualquier posibilidad de reconducir nuestras vidas.
Si perdía, en un par de días Lazarus se enteraría de que
tenía licencia para competir en la liga profesional, y
entonces sí que haría todo lo posible para que nunca
pudiéramos abandonar la ciudad.
Era nuestra única posibilidad.
«¡Levántate y pelea!».
El pensamiento se asentó en mi mente. Me tensé hasta
que sentí que me vibraba todo el cuerpo. Un dolor punzante
me recorrió el brazo, y de repente pasó algo que no había
visto en toda mi vida: la última gota de azul invernal que
quedaba en mi sello se transformó en algo tenebroso,
oscureciéndose más y más hasta volverse totalmente
negra.
La poca magia que quedaba en mi cuerpo salió al exterior
en oscuras bocanadas que atravesaron mi piel. Deshizo
como si nada la inmovilización que me apresaba, e incluso
la niebla empezó a disiparse lentamente; era como si
aquella nube negra hubiera disuelto toda la magia a nuestro
alrededor.
—¿Qué co…? —gruñó Dorian.
El pánico se apoderó de su mirada, hizo un gesto de
protección apresurado, pero los hilos de magia negra lo
calaron como si su escudo nunca hubiera existido, con tal
ímpetu que fue a dar con sus huesos en el suelo. La magia
se derramó sobre su cuerpo y más allá, para, finalmente,
esfumarse.
Dorian se quedó desplomado, inconsciente, y por un
terrible segundo pensé que lo había matado. Me arrastré
hasta él y le tomé la mano. Su cara estaba perlada de sudor
y su pulso era débil, pero estaba vivo. Me separé de él y, al
dejar caer su mano, descubrí un tatuaje que se vislumbraba
por debajo de su manga. Era el mismo que le había visto al
hombre de las inscripciones: un ojo con una pupila
heptagonal.
Esa organización clandestina de la que había hablado
Lily… ¿Pertenecería Dorian a ella?
El aire que nos rodeaba se fue aclarando a medida que se
disipaba la niebla. Aturdida, miré hacia los monitores de la
columna central. Se había activado la cuenta atrás de siete
segundos. Seguí los dígitos mientras apretaba las manos
contra mi cuerpo. ¿Se habría percatado alguien de algo? No,
el árbitro que había aparecido a mi lado solo observaba a
Dorian, tendido en el suelo, comprobando si sería capaz de
levantarse.
No lo hizo.
Cuando hubieron transcurrido los siete segundos, todo
sucedió al mismo tiempo: un aplauso prendió a mi
alrededor, primero dubitativo y luego frenético, porque,
obviamente, nadie alcanzaba a entender cómo podía haber
ganado una niñata como yo; el árbitro levantó mi mano
todavía temblorosa y me declaró ganadora; Lily,
infringiendo todas las normas, vino corriendo al centro del
heptágono para abrazarme. No dejaba de saltar, sonriendo
de oreja a oreja.
—¡Lo has conseguido! —gritaba una y otra vez, y me
besaba las mejillas. Dejé que me diera un largo abrazo,
mientras el personal sanitario entraba corriendo en la arena
para ocuparse de Dorian Whitlock.
Miré hacia arriba, hacia la tribuna de los Superiores. La
chica del pelo azul y el chico de la chaqueta lila charlaban,
pero el rubio se había quedado sentado estoicamente en su
asiento. La única diferencia era que ya no parecía cansado.
Más bien al contrario: mientras sus acompañantes
conversaban a su alrededor, él me miraba fijamente. A mí.
Como si pudiera adentrarse en mi mente y arrebatarme
todos mis secretos.
Y esos ojos… analíticos, penetrantes, curiosos… me
inmovilizaron con una magia totalmente diferente.
4
N oSegundos.
tenía ni idea del tiempo que había estado allí tirada.
Minutos. ¿O más? Intentaba incorporarme una
y otra vez, pero tenía todo el cuerpo como paralizado. La
magia flotaba sobre mí, un extraño ente de hilos negros que
se había ido extendiendo como una membrana.
«Lily». Las lágrimas me nublaron la vista. Se había ido
todo a la mierda, así de simple. Inmediatamente percibí
movimiento a mi alrededor y escuché pasos.
¡La llamada de emergencia! Los servicios sanitarios
rescatarían a Lily. Tenían que hacerlo.
Tres siluetas entraron en mi campo de visión, y se me
puso el corazón en la boca cuando se situaron justo a mi
lado.
No eran ni personal sanitario ni asistentes a la fiesta.
No… Eran los tres Superiores que había visto antes cerca de
la pista de baile.
El joven del cabello oscuro se inclinó sobre mí. Era
grande, muy musculoso, y tal vez algo mayor que yo, no
podría decirlo con seguridad. Tras retirarse la capucha de su
chaqueta lila, sus cálidos ojos de color ámbar me
observaron con preocupación.
—Por todos los sietes —murmuró, y volvió a mirar hacia
las ruinas de la obra—. Tenías razón. Es magia del caos.
Había dirigido sus palabras al otro chico, que también me
miraba desde arriba, pero que se había quedado algo más
lejos. Pelo rubio casi blanco, facciones finas, suaves labios
carnosos y unas distintivas cejas oscuras. Llevaba una
chaqueta negra sobre una camisa gris y pantalones del
mismo color. Pero no era precisamente su aspecto lo que
me inquietaba.
Desprendía un algo que me daba escalofríos por todo el
cuerpo. Todo en él (la expresión de su rostro, su porte en
general) rebosaba arrogancia y poder.
—¿Por qué no lo has evitado? —le preguntaba el del pelo
oscuro, a lo que el del pelo blanco contestó con un suspiro.
—Ya estaba todo demasiado avanzado. El brote habría
tenido lugar sí o sí.
«Pero no os quedéis ahí sin más. ¡Atended a Lily!», quería
gritarles, pero la magia parecía no querer liberar mi cuerpo.
No podía hablar, apenas me sentía capaz de respirar.
—Creo que no es consciente de lo que le ha pasado —
comentó el del pelo negro—. Miradla. Y mirad lo que le ha
hecho a la pequeña esa.
Un gemido atormentado se desprendió de mis labios. Oh,
Dios… Oh, Dios… ¡Lily! No la habría…
—No te preocupes, tu amiga está viva. —El del pelo
oscuro sonrió con ternura—. Solo está inconsciente.
Sentí un gran alivio. Por lo menos, hasta que el Superior
sacó algo del bolsillo de su chaqueta y me lo puso tan cerca
de la cara que al principio solo distinguí que era algo
dorado.
—Atiende —me dijo—. Esto es muy importante. ¿Es este
el sello que portabas anteayer en el heptadomo del Londres
de Prime?
«¿El Londres de qué?».
Los borrosos puntos dorados fueron adoptando la forma
de un brazalete de dragón. Entre sus garras estaba la placa
del sello perfectamente grabada que tanto había admirado
en el heptadomo.
Asentí, y de inmediato me sobresaltó una nueva
sensación de calor que amenazó con dejarme sin aire.
—Os lo he dicho mil veces —hablaba la chica del pelo
azul, que se había colocado justo al lado de mi cabeza,
erguida, de brazos cruzados y con expresión despectiva—.
Son las malditas imitaciones baratas.
—No sabemos si las réplicas han sido realmente el
desencadenante.
El del pelo oscuro me puso una mano en la frente y
frunció el ceño.
—No importa. Es casi un milagro que haya sobrevivido a
un brote de este tipo, pero la magia del caos ya se ha
desatado en su interior. Está literalmente ardiendo. Y va a
empeorar.
—Dios bendito, Matt —gorjeó la chica con un tonillo cínico
—. ¡Qué perspicacia! No nos habíamos dado cuenta —bufó
—. La culpa es suya. Todo el mundo se cree que, por haber
experimentado con un poco de magia, ya tiene capacidad
para usarla en combate. La gente de aquí abajo no tiene ni
idea de nada.
«Abajo». Lo decía como si fuera una enfermedad.
—Guardaos las disputas para más tarde, ahora no
tenemos tiempo para estas tonterías —dijo el Superior del
pelo casi blanco—. Ponedle los trites. Tenemos que
marcharnos.
«¿Trites?». ¿Qué era eso? Pero el del pelo negro, Matt, ya
estaba asintiendo y sacando algo del bolsillo de su
chaqueta. Eran monedas heptagonales. ¡Happy-uppers! Con
unos grabados que no me sonaban de nada.
Instintivamente, negué con la cabeza al darme cuenta de
lo que quería hacer ese tal Matt. De ninguna manera iba a
dejar que me metieran happy-uppers unos Superiores
desconocidos.
—Sé lo que estás pensando —dijo—. Pero, créeme, te
ayudarán. Por lo menos hasta que hayamos descubierto
cómo podemos mantenerte con vida.
«¿Mantenerme con vida?».
Debía de tener el pánico escrito en la cara, porque Matt
añadió de inmediato:
—Podemos ayudarte. Lo que tienes… es muy peligroso.
Estás infectada, y la enfermedad no debe expandirse aquí
abajo. ¿Lo entiendes?
—No importa si lo entiende o no —siseó la chica, ante lo
cual Matt le lanzó una mirada iracunda—. Nos la llevamos.
No hay otra opción.
—Ya, pero tampoco hace falta que nos comportemos
como gilipollas. Aunque ahí la que no tiene otra opción eres
tú.
—Ja, ja, Matthew. Muy gracioso, de verdad.
Una nueva oleada de dolor me recorrió todo el cuerpo.
¡Que parara ya, tenía que parar!
Matt me puso una mano en la mejilla.
—Por favor, Rayne. No voy a hacerlo sin tu
consentimiento.
«Rayne». Sabía mi nombre. Pero ¿cómo?
El dolor era tan fuerte que no me dejaba pensar. Así que
asentí. Inmediatamente, Matt me pegó esos happy-uppers
al antebrazo y sacó varios granos del bolsillo de su
chaqueta. Destellaban con el azul más puro que hubiera
visto nunca.
De inmediato, los granos entraron en las monedas. El
calor se extendió a toda velocidad por mis vasos
sanguíneos, pero solo lo sentí amortiguado. Igual que los
dos brazos que se aferraban a mi cuerpo; tiraban de mí con
tan poco esfuerzo como si yo no pesara más que una hoja
de papel.
Era el Superior del pelo rubio platino. Pegó mi cuerpo
contra el suyo y me clavó una mirada tan penetrante…
como si intentara ver mi interior. Sin embargo, antes de que
pudiera decirle nada sobre sus ojos, se echó a un lado de
forma abrupta.
Al apartarse él, pude ver a Lily por primera vez, tirada en
el suelo. Tenía los ojos cerrados y le corría la sangre por el
rostro, sus rizos negros se extendían como una nube
alrededor de su cabeza.
Dios mío.
Emití un sonido atormentado. ¿Qué había hecho? ¿Por
qué no le había contado lo que había ocurrido en el
heptadomo? ¿Por qué no la había advertido de que había
descubierto las venas negras?
Sabía la respuesta: porque pensaba que solo me afectaría
a mí. Porque no había previsto lo que se podía
desencadenar.
—Li… ly —pronuncié, totalmente desesperada.
—Nos encargaremos de que la ayuden —aclaró el rubio
brevemente—. No podemos hacer más por ella.
Dicho lo cual, miró a la Superior, que asintió de
inmediato. Se dirigió a la salida de emergencia que estaba
en la única pared del heptadomo que aún se mantenía en
pie. La puerta estaba abierta, pero, en vez de atravesarla, la
chica del pelo azul la cerró. Se sacó un colgante del escote y
lo metió en la cerradura. Era una llave, una llave con una
piedra brillante.
Emití un sonido aterrado. Por la piel de la joven se
extendieron unos puntos de luz azul. Líneas finas, formas,
símbolos. Como tatuajes, pero sin tinta. Al mismo tiempo, la
puerta empezó a despedir un resplandor azul. Sus grabados
en forma de enredaderas también se iluminaron.
¿Qué demonios pasaba?
Entonces lo entendí: iban en serio. ¿Qué había dicho
Matt? «La enfermedad no debe transmitirse aquí abajo».
Querían llevarme con ellos. A donde vivían: al Espejo.
Me retorcí en los brazos del Superior de cabello blanco lo
máximo que pude. De ninguna manera iba a dejar a Lily
aquí sola. Pero su agarre era de hierro, no me podía liberar.
—Tranquila. —Matt apareció ante nosotros y me puso una
mano cerca de la cabeza. Entonces me percaté de que
llevaba un anillo con una perla negra que emitía una
extraña luz—. El traslado suele ser difícil si no tienes
práctica. Te lo haré más fácil.
En cuestión de segundos, una suave luz lila cubrió el
brazo de Matt. Como en el caso de la chica, un patrón de
símbolos se extendió por todo su cuerpo hasta el cuello. Sus
ojos centellearon con una luz lila durante un instante, luego
puso la mano sobre mi cara y un resplandor cegador me
borró la visión.
—Deja que ocurra, Rayne. No pasa nada.
Sabía que me quería arrastrar a una ilusión. Había
perdido algún combate de esa forma; los ilusionistas podían
hacer aparecer imágenes, recuerdos lejanos o cualquier otra
fantasía que hacía que olvidáramos totalmente la realidad.
Y ahora volvía a suceder.
El rostro del joven de cabello blanco fue lo último que vi.
Sus ojos gris claro fijos en mí, con una extraña expresión,
como presa de un dilema, como si por una parte estuviera
totalmente decidido pero por otra supiera que estaba
cometiendo el mayor error de su vida.
Al instante, me embargó un calor agradable que
consumió todo lo demás. Estaba totalmente sola, y llevaba
un vestido que se mecía en un campo de flores. Me rodeaba
la luz, un cielo lleno de pacíficas nubes. Desesperada,
intenté aferrarme al aquí y al ahora, a Lily, a las ruinas del
sótano del heptadomo; pero no lo conseguía. La imagen era
demasiado poderosa. La sensación de estar en el lugar
apropiado y de no tener preocupaciones se impuso a mi
raciocinio, y me dejé ir.
9
N olosmehabía
explicaron nada; ni por qué el nombre de mi padre
alterado tanto, ni qué pasaba con la magia del
caos, ni por qué ellos habían aparecido en mi primer
combate profesional. Tampoco me aclararon cuándo podría
marcharme del Espejo. Al contrario, Matt se despidió sin
más, diciendo que alguien me traería algo de comer en
breve.
—Aquí no estás en peligro, Rayne —añadió—. Ten algo de
paciencia, todo se aclarará.
Asentí, porque tampoco podía hacer otra cosa. Pero en
cuanto la puerta se cerró tras Matt y Celine, me acerqué mi
mochila. En el bolsillo delantero llevaba el
intercomunicador…; estaba casi sin batería, pero tenía que
intentar llamar a Lily. El indicador de red solo mostraba una
raya; o sea, que no tenía conexión. ¡Mierda! Nunca me
había preguntado si se podía llamar por teléfono desde el
Espejo. Pero, claro, es que el Espejo no formaba parte de
nuestro mundo; se cernía sobre él, pero tenía su propia
gravedad, sus propias leyes físicas, y entre ellas no se
encontraba la recepción de las ondas de telefonía móvil
terrestre.
Resoplé con fuerza y lancé el intercomunicador de nuevo
a la bolsa. Lo único bueno era que el localizador de Lazarus
tampoco funcionaría. Por lo menos, eso esperaba.
Recorrí la sala con la mirada algo perdida. Me acerqué a
la puerta, forcé la manilla, pero estaba cerrada con llave. No
valía de nada golpearla ni tirar de ella. Había otra puerta al
fondo de la sala, y esa sí se abría, pero solo daba a un baño.
Me habían encerrado. En algún lugar del Espejo, en algún
lugar lejos de todo lo que conocía.
Frustrada, me encogí, abrazada a mí misma. Dubitativa,
volví a mirar hacia la estrecha ventana. ¿Qué habría tras
ella?
«No seas cagada», me decía una voz que sonaba
sospechosamente parecida a la de Lily. «Nos pasamos toda
la vida preguntándonos cómo sería, ¿y ahora te rajas?».
Así que inspiré hondo y caminé.
No pude evitar jadear en cuanto me puse al lado de la
ventana. El edificio en el que me hallaba debía de ser
superalto, porque, bajo él, la ciudad entera se extendía por
todas partes.
Todo parecía estar bañado por un extraño resplandor azul
invernal, como si la ciudad se hallara envuelta en una niebla
de magia. Por todas partes se erigían altos edificios
antiguos con fachadas ostentosas y tejados a dos aguas, y
sobre ellos, otros… flotaban. Sus cimientos estaban
rodeados por un halo mágico y se mantenían sin más en el
aire, como si no hubiera nada más natural.
Contemplé unos minutos en estas construcciones
voladoras y luego, muy despacio, alcé la vista.
Tuve que apoyarme en la ventana, porque allá arriba, en
el cielo, estaba Londres. Mi Londres. El de toda la vida. Solo
algunas manchas extrañas y oscuras obstaculizaban la
visión. Tras ellas, el centro de la ciudad resplandecía con
todos sus edificios suntuosos, los glamurosos teatros y
bares. Incluso pude distinguir a lo lejos los rascacielos de
Tower Hamlets y Newham.
Era idéntico a las descripciones del Espejo que habían
hecho las pocas personas que lo habían visitado. Desde
nuestro lado, el Espejo eran solo unos contornos plateados
en el cielo. Pero quienes vivían ahí podían ver con toda
claridad nuestro mundo sobre ellos. Observé los coches que
se desplazaban por el cielo, pequeños como hormiguitas. En
un rascacielos habían construido una piscina en la azotea,
en una de cuyas calles nadaba un puntito.
Me estaba mareando.
Las leyes físicas del Espejo no tenían ninguna lógica, eso
lo sabía. En la tele ponían documentales al respecto a todas
horas. Pero la sensación no era diferente a la de nuestro
mundo. No hacía ni más frío ni más calor, el suelo seguía
estando bajo mis pies y había aire para respirar. Me hubiera
resultado difícil creer que había cambiado de lado, que
ahora estaba en la ciudad que normalmente se adivinaba en
el cielo, si no estuviera viendo los edificios de Londres del
revés con mis propios ojos: con total nitidez, como si
estuviera sobrevolando la ciudad en un avión cabeza abajo.
Me pasé los minutos siguientes mirando alternativamente
el mundo que estaba sobre mí, mi mundo, y el mundo del
Espejo. Intenté comparar los edificios entre sí. No podía
abrirse la ventana, y por lo tanto mi visión era limitada, pero
aun así localicé en el cielo el Museo Británico al oeste y el
Parlamento junto con la Torre de Londres al este. Sin
embargo, para mi sorpresa, la ciudad en la que me
encontraba en este momento no era un reflejo perfecto de
mi Londres: reconocí la curva del Támesis con claridad, pero
los edificios eran totalmente diferentes. Este Londres, el
Londres del Espejo, parecía haberse quedado un par de
siglos atrás.
Intenté distinguir más cosas. ¿Habría coches por las
calles? ¿O serían carros de caballos? ¿Habría centros
comerciales como en nuestro mundo? ¿Escuelas? ¿Qué
pinta tenían los Superiores que vivían aquí? Pero mis
preguntas se quedaban sin respuesta: casi todo lo que tenía
a mis pies desaparecía en la suave luz crepuscular
únicamente interrumpida por las incontables manchas de
azul brillante que desprendían las ventanas y puertas, y por
la líneas igualmente azules que se colaban entre las
fachadas de los edificios y recortaban su contorno contra el
cielo.
Magia. Todo era magia, de eso no tenía la menor duda. La
ciudad entera rebosaba poder.
Mis pensamientos volvieron a Lily y a los cuentos sobre el
Espejo que nos contaban de pequeñas. Haber acabado aquí
sin ella me parecía una broma de mal gusto. No nos
habíamos separado desde que nos conocimos en el orfanato
siendo unas crías. Ahora, en ese nuevo y desconocido
mundo, me daba la sensación de que me habían arrebatado
a mi otra mitad.
Me embargó la desesperanza. No entendía nada: la magia
del caos, el combate en el heptadomo… Lo único que
estaba claro era que, en cuanto les había dicho a Matt y
Celine que mi padre era Melvin Harwood, se les había
desencajado el rostro.
Estaba bastante segura de que esa era la razón real por
la que me habían encerrado. La razón por la que la libertad
de la que me había hablado Matt acababa de esfumarse de
un plumazo.
M e quedé boquiabierta.
Él era el Señor del Espejo.
La leche. Le acababa de llamar «déspota sonado» a la
cara al Señor del Espejo.
Me había quedado patidifusa. Siempre me había
imaginado que el Señor del Espejo sería un hombre mayor.
¡No alguien que solo tenía dos o tres años más que yo!
Un montón de pensamientos cruzaban mi mente: el
Señor del Espejo había estado en Londres. Y había
presenciado cómo me había enfrentado a Dorian Whitlock
en el heptadomo. Aquella tarde, su mirada me había
traspasado. Desde su tribuna, allá en lo alto, me había
observado como si pudiera ver directamente el interior de
mi alma sin esforzarse. Y parecía que desde entonces me
había tenido en su punto de mira.
Y ahora… ahora iba a decidir mi destino.
Antes de que pudiera hacer nada, como por ejemplo
explicar de manera muy creíble que con «sonado» no había
querido decir «loco» sino «famoso», oímos un golpe seco
que provenía de la entrada del salón del trono.
Giré la cabeza y vi cómo los dos guardias que se habían
quedado en la puerta de doble hoja se retiraban para
franquear el paso a más personas. Primero entraron cuatro
criados con uniformes de color beis. Tras ellos, un hombre
con bastón.
A mi lado, Matt suspiró.
—¿Era necesario? —le masculló a Adam, ante lo cual él
asintió.
—Tu padre es mi asesor más preciado. Debe ser
informado antes de que se corra la voz.
A Matt se le acabó la alegría en cuanto el hombre llegó a
nuestro lado. Era espigado, tenía el pelo rapado y llevaba un
chaquetón de color lila con un brillo metálico. Se parecía
tanto a Matt, con las mismas mejillas marcadas, la misma
piel morena, los mismos ojos color ámbar, que no me habría
hecho falta ninguna explicación para entender el vínculo
que los unía.
La mirada del hombre pasó por mí sin detenerse para
luego clavarse en Adam. Hizo una reverencia.
«Jo-der».
—Gracias por venir con tan poca antelación, Tynan —dijo
Adam.
El padre de Matt asintió.
—Nuestra siguiente audiencia estaba prevista para la
semana que viene, mi Señor.
—Lo sé. Pero tengo algo que comunicarte.
Tynan arqueó las cejas.
—¿Con respecto a…?
—Ignis. —Adam señaló hacia los criados que, ahora me
percataba, se habían colocado delante de una de las siete
columnas que rodeaban el salón del trono.
Al principio no comprendí qué pintaban ahí, pero
entonces la columna se abrió. El grabado impreso en ella se
iluminó. Eran dos líneas horizontales curvas que se
atravesaban y que desembocaban en una espiral en la parte
inferior. Los criados estaban tan pegados a la columna que
no podía ver lo que había descubierto al abrirse.
—Hemos encontrado a un portador —dijo Adam—. A una
portadora.
Tynan abrió los ojos como platos. Me dio la sensación de
que, de repente, nos habíamos quedado sin aire en el salón
del trono.
—Pero… ¿cómo? —consiguió decir el padre de Matt.
Adam levantó una mano y la extendió… hacia mí.
—Esta es Rayne Harwood.
«Sandford», estuve a punto de corregirlo, pero la palabra
se deshizo en un remolino de confusión. ¿De qué coño
hablaban estos dos?
Detecté cómo la incredulidad daba paso a una cierta
diversión en la cara del padre de Matt. Se le escapó una
sonrisilla mientras sacudía la cabeza.
—Melvin no tuvo descendencia.
—No que nosotros supiéramos —lo corrigió Adam.
En ese momento, Tynan me miró de arriba abajo con
tanta atención que me incomodé y tuve que hundir los
dedos en el brocado de la chaqueta. Pero al llegar a mi cara
agitó con vehemencia la cabeza. Cualquier rastro de
diversión abandonó definitivamente su rostro.
—Mi Señor… Melvin Harwood pudo haber sido muchas
cosas, pero no era un mentiroso. Nunca nos habría ocultado
a una hija. ¿Por qué, por todos los sietes? Sabía
perfectamente la vida que habría llevado esa niña. ¡Habría
sido una irresponsabilidad por su parte!
—Entiendo que es difícil de creer.
—¿Difícil de creer? —El padre de Matt se detuvo,
carraspeó y tranquilizó su voz—. Mientras vivió, Melvin y yo
fuimos amigos. Su temprana muerte fue una tragedia para
muchos, y… —Me volvió a mirar. Se notaba que estaba
buscando las palabras adecuadas—. Se le parece mucho, la
verdad.
«¿Mientras vivió? ¿Su temprana muerte?». Entonces, eso
quería decir que…
Sentí una punzada en el pecho, aunque nunca lo hubiera
conocido. Ese hombre decía que mi padre había muerto, y
además hacía ya mucho tiempo.
Adam asintió, como si ya hubiera imaginado que su
asesor respondería eso. Luego se dirigió brevemente a mí.
—¿Qué sabes de los Siete, Rayne?
Su tono era tan tranquilo que parecía que estuviéramos
hablando del tiempo. ¿En serio esperaba que respondiera?
¿Tenía que hablarle de toda aquella gente chiflada de mi
mundo que se tatuaba sietes por todo el cuerpo sin saber lo
que significaba realmente aquel número?
Parecía que no, porque prosiguió:
—Los Siete son los portadores de los primeros sellos que
se forjaron. Sellos increíblemente poderosos que sostienen
el Espejo. —Hizo un gesto con la mano en dirección a Celine
—. Celine es una de ellos; porta la llave de zafiro. Y Matt, el
anillo de las almas.
Matt me mostró con una parca sonrisa aquel anillo con su
esfera negra, lo que provocó que pasara mi incrédula
mirada de Adam a él, y de él a Celine.
Por fin iba entendiendo lo que me debería haber
resultado obvio hacía rato. La llave de Celine abría portales
en puertas físicas, y el anillo de Matt me había inducido una
ilusión tan fuerte que no había podido liberarme de ella
durante horas. Los siete sellos del Señor del Espejo de los
que se contaban tantas historias en mi mundo… existían de
verdad.
Con ellos se había construido el Espejo. Pero, por lo que
parecía, no los portaba todos el Señor del Espejo, sino sus
subordinados directos. Celine y Matt eran parte de ese
grupo. Y los mitos que circulaban sobre ellos… eran ciertos.
—Estás aquí —continuó Adam— porque tu padre vivió en
Septem, Rayne. En el Espejo. Pero Melvin Harwood no era
un Superior común. Era uno de los Siete, ¿lo entiendes?
Era difícil expresar en palabras hasta qué punto no lo
entendía.
Había fantaseado tantas veces con encontrar a alguien
que hubiera conocido a mi padre… Pero ninguno de esos
escenarios imaginarios sucedía en el Espejo. Y,
definitivamente, no había previsto que mis primeras
palabras para ese alguien fueran:
—¿Estáis de coña?
Tynan se quedó de piedra ante mi pericia expresiva,
incluso Matt y Celine parecían perplejos. Solo Adam
permaneció impasible. Volvió a hacer ese gesto aburrido
con la mano, que provocó que los criados se retiraran en
tropel.
La columna que habían ocultado hasta el momento
estaba dividida en dos en la parte superior. Adam caminó
hacia ella, y yo le seguí sin pensármelo mucho. De la nada
había aparecido un recipiente de cristal con forma de
campana. Debajo de él se encontraba el mismo brazalete
con el dragón dorado que había portado en el combate en el
heptadomo.
—Este es Ignis —comenzó Adam al llegar a su lado—. Uno
de los siete sellos oscuros. Siete linajes han ido pasando
estos sellos de generación en generación desde tiempos
inmemoriales, de padres a hijos. Matt heredó el sello de las
almas de su madre, y Celine, la llave de zafiro de la suya. Tu
padre, a su vez, era el portador de este brazalete, pero
falleció antes de que nos pudiera hablar de ti. Y por eso… —
Adam me miró, solemne, con sus ojos grises— este sello ha
tenido que esperar tanto tiempo por ti.
Las miradas de Celine, Matt y su padre eran como
puñales. Incluso por la espalda, me parecía notar a los
guardias de la magia mirarme sin pestañear. Y luego estaba
Adam, cuyo rostro permanecía tan inexpresivo como una
hoja en blanco. Eso era lo que más me alteraba de todo.
—El sello que portaste en el heptadomo era una réplica —
explicó—. Una reproducción de tu sello, que es la única
razón por la que lo escogiste. —Hizo un gesto en dirección a
la campana—. Tócalo.
El tono autoritario de Adam me puso tensa. Tenía en la
punta de la lengua un «Tócalo tú si quieres», pero me quedé
con las ganas de decírselo, porque justo en ese momento
todo el mundo empezó a moverse a nuestro alrededor. Matt,
su padre y Celine se fueron a la otra punta del salón del
trono, y Adam y yo nos quedamos a solas ante la columna.
Un susurro barrió de golpe todos los reproches que tenía
previsto echarle en cara al Señor del Espejo. Un susurro
incesante en el interior de mi cabeza que no se podía
expresar con palabras pero que, a pesar de eso, inundaba
mi cuerpo con una extraña calidez. Acompañó cada uno de
los pasos que di, llevándome directamente a la campana de
cristal.
El brazalete se parecía tanto al sello que había portado en
mi combate profesional que podrían confundirse. Las
mismas alas de dragón extendidas, el mismo tono dorado.
La única diferencia era que ese carecía de placa en la que
colocar el grano de magia. En su lugar, el dragón abrazaba
una especie de núcleo de cristal del azul más intenso que
había visto en mi vida, en ninguno de los combates a los
que me había enviado Lazarus ni en cualquiera de los sellos
que se habían agenciado los Nightserpents como botín. Esa
magia parecía formar parte del brazalete del dragón. No
veía ninguna ranura, ninguna forma de recargarla. Debía de
ser eterna.
«Cógelo», decía una voz en mi cabeza. «Cógelo ya».
—Rayne. —Adam estaba justo a mi lado, su cercanía no
me dejaba pensar con claridad. Por su actitud, estaba claro
que sabía el poder que tenía y cómo utilizarlo. Se inclinó
hacia mí, y un aroma frío asaltó mis sentidos. Era como el
aire fresco de la mañana soplando sobre un lago en la
montaña—. Rayne. Tócalo.
Bajo la atenta mirada de Adam, extendí la mano derecha.
No quería escucharlo, pero un instinto profundo me obligaba
a hacer lo que me pedía. Solo en ese momento me di
cuenta de que la campana de cristal tenía happy-uppers
pegados. O trites, como los llamaban aquí. Eran unos veinte
o más: examiné sus símbolos y luego extendí el brazo,
donde las monedas que Matt me había colocado poco antes
todavía seguían activas.
Eran los mismos grabados. «Inhibidores de magia».
Adam se quedó de pie a mi lado, observando cómo
tocaba el cristal, primero con cuidado y luego con toda la
mano. Un calor me recorrió el brazo hasta las yemas de los
dedos y, en cuestión de segundos, el mundo entero se
desvaneció. Se hizo añicos.
Tras mis párpados explotó una supernova de colores. Me
ardía el cuerpo, parecía que me vibraran los huesos, como
si no fuera más que una masa de moléculas que se hubiera
fundido en un único bloque.
«Aquí estás», parecía susurrarme el sello. «Por fin».
Respiraba con dificultad, con la mirada clavada en la
campana de cristal. «Por fin», pensé yo también, como
poseída. Así debía de sentirse Lazarus después de haberse
puesto veinte happy-uppers de golpe.
La campana: tenía que levantarla. Tenía que liberar el
sello, tenía que tocarlo.
De repente, el cristal se agrietó. Los grabados inhibidores
de las monedas parpadearon y se apagaron; tanto los del
cristal como los de mi brazo. Oí cómo todo el mundo
contenía la respiración, pero a partir de ahí todo pasó
demasiado rápido como para que pudieran reaccionar.
El brazalete del dragón empezó a liberar magia negra.
Salía a borbotones, directamente hacia mí, vertiéndose por
la grieta que se había abierto en el cristal. La magia se iba
transformando en… brazos. Dios mío, ¿estaba alucinando?
No: la magia se estaba convirtiendo en una figura que
emitía unos estridentes sonidos inhumanos. Había
conseguido sacar medio cuerpo de la campana e intentaba
abrirse paso con los brazos. Entonces, apareció una cabeza
de ojos blancos y brillantes que de inmediato se fijaron en
mí, como si fuera la única persona presente.
Chillé y me caí hacia atrás. ¿Por qué coño no venía nadie
a ayudarme? Matt, Celine y los demás observaban lo que
ocurría con expresión tensa, pero sin acercarse, y Adam
seguía de pie con la cabeza inclinada, expectante.
Era incapaz de formarme ninguna idea clara, más allá de
saber que tenía que largarme lo más rápidamente posible.
La cosa, fuera lo que fuera, rugía. De la grieta de la
campana no dejaban de salir bocanadas y bocanadas de
magia, hasta que finalmente se cayó de la columna y se
hizo añicos en el suelo. Se formó una garra negra que se
extendió hacia mí. Me atrapó por la pierna izquierda. Noté
su tacto, frío como el hielo, como si acabara de hundirme en
un lago helado. La criatura se parecía cada vez más a una
figura humana, con dos brazos y dos piernas, solo que su
cuerpo estaba hecho de bocanadas negras. Se inclinó sobre
mí. Sus ojos eran un infierno penetrante y ardiente. «Se
acabó», pensé sin aliento. «Vas a morir. Van a dejar que te
mueras». Me había tapado con los brazos para defenderme,
preparada para el dolor, cuando, de repente, brilló una luz.
Era Adam. Sus brazos se habían cubierto de brillantes
símbolos blancos. Había tensado una especie de cuerda
entre sus manos y ahora lanzaba un pequeño objeto al aire
que hacía pasar alrededor de la figura de sombras.
Al rotar, la cuerda hizo un lazo alrededor de la criatura,
que emitió un grito de muerte en cuanto Adam tiró de ella.
Al principio no comprendí lo que había ocurrido. Había
pasado con una rapidez imposible de asimilar. La cabeza de
la criatura se desprendió de su cuerpo y cayó al suelo,
deshecha en humo negro.
Pero la cosa no había acabado. Seguía saliendo magia del
caos a borbotones de la campana; quería unirse a la
criatura y recomponerla. Intenté recuperarme para salir de
la sala, pero Adam me agarró por el antebrazo con mano
firme.
—No te muevas —me dijo, y entrelazó nuestros dedos.
Estaba tan desorientada que simplemente le dejé hacer,
mientras observaba en silencio cómo, con la otra mano, me
ponía delante un par de dados.
En su superficie dorada se distinguían grabados
atravesados por magia. Adam los lanzó con un movimiento
experto en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta
que se iluminaron y todo… se detuvo.
La criatura se congeló. El resto de las personas de la sala
también parecían haber dejado de moverse. Incluso las
partículas de polvo se quedaron suspendidas en el aire. Lo
que pasó luego ocurrió justo delante de mis narices, pero,
aun así, no lo entendí.
El tiempo retrocedió. Todo lo que había ocurrido en el
último minuto volvió a pasar, solo que al revés. Adam tiró
los dados en el sentido contrario, luego soltó mi mano y
agarró a la criatura con la cuerda hasta que esta se
recompuso. Una vez más, seguí la lucha entre ambos
mientras mis manos y mis piernas se movían como ya lo
habían hecho. Al final, Adam desapareció de mi campo de
visión. La criatura volvió a arrastrarse por el suelo… en
sentido contrario. Mientras, se fue descomponiendo
lentamente en partículas de magia, hasta que estas se
volvieron a introducir en gruesas bocanadas en la campana.
La grieta del cristal se cerró, las monedas inhibidoras de
magia se activaron. Solo una vez que estuve de pie delante
de la campana, el tiempo dejó de retroceder.
No me moví, y dejé la mano totalmente quieta. El
brazalete del dragón estaba intacto ante mí y nada,
absolutamente nada, presagiaba el ser que por poco me
había matado.
13
A dam—Retira
se me acercó y me miró con complicidad.
lentamente la mano.
Aunque todo en mi interior se resistía, le obedecí. Desvié
la mirada al otro extremo del salón del trono: Celine, Matt y
su padre parecían tensos, pero no como si hubieran
presenciado cómo una criatura había estado a punto de
despedazarme.
¿Qué coño estaba pasando?
Adam miró el sello que descansaba detrás de la campana
de cristal, y luego señaló mi brazo.
—¿Todavía notas algo?
—No. Se… se ha vuelto a tranquilizar. —Mi corazón latía
tan desbocado que apenas podía respirar—. ¿Qué ha sido
eso?
Adam estaba tan pancho, como si acabara de
experimentar algo de lo más relajante, un paseíllo matutino.
—Una anomalía. Los llamamos «abismos», surgen cuando
la magia del caos se concentra especialmente, como en tu
caso.
Lo miré fijamente. En los brazos de Adam todavía se
notaban los símbolos de luz blanca, y tenía los dados en la
mano derecha. Estaban unidos por la cuerda con la que
había decapitado a la criatura. En ese momento, les daba
vueltas en la palma de la mano con movimientos expertos.
Los dados tenían que ser un sello. Igual que el anillo de
Matt y la llave de Celine, el Señor del Espejo también poseía
uno de aquellos sellos oscuros. Unos dados con los que, de
alguna manera, había manipulado el tiempo hasta tal punto
que, para Celine, Matt, su padre y los soldados, era como si
los últimos minutos no hubieran existido.
Tan tranquilo, Adam guardó los dados en una funda de
cuero negra que llevaba sujeta al brazo. Inexplicablemente,
ese insignificante gesto transformó todo mi miedo en ira.
—Sabías lo que iba a pasar cuando tocara el cristal —
siseé. Adam ni siquiera me lo discutió; solo asintió, como si
fuera lo más lógico, rozando la arrogancia. No le importaba
que casi me hubiera muerto del susto. Él había sacado en
limpio lo que le interesaba, y eso era más que suficiente
para los de su calaña.
¡Qué asqueroso, de verdad!
—Necesitaba una prueba —me contestó—. Si te
hubiéramos puesto el sello y hubieras resultado no ser la
hija de Melvin Harwood, habría tenido consecuencias
terribles.
—¡Pero es que yo no quiero llevar ese sello! —Estaba tan
cabreada que hasta se me escapó un gallo. Tal vez Lazarus
no se había equivocado al ponerme aquel mote—. ¡Me
habéis secuestrado, encerrado! ¡Mi mejor amiga resultó
gravemente herida! Si te piensas que yo…
—No te queda más remedio, Rayne —me interrumpió el
señor Asquerosito—. Eres la heredera legítima del brazalete
del dragón. De eso no hay duda.
—¡Pero mi madre nunca estuvo en el Espejo! ¡Ni una vez!
¡Cuando nací ni siquiera era visible! ¿Cómo es posible?
Adam seguía impasible.
—Los portadores de los sellos oscuros suelen pasar un
par de años en centros educativos exclusivos de vuestro
mundo. Matt administró… ilusiones a varios profesores que
todavía trabajan allí. Parece que Melvin conoció a tu madre
en el instituto sin decírselo a nadie. Y se llevó el secreto a la
tumba. Si lo hubiéramos sabido, si hubiéramos sospechado
siquiera de tu existencia, te habríamos buscado y traído con
nosotros. Eres una Superior. Tu sitio está aquí, en Septem.
Es tu legítimo derecho de nacimiento.
—Recomendaría no dar tantas explicaciones de forma tan
precipitada —dijo Tynan Coldwell, que caminaba hacia
nosotros—. Mi Señor —añadió con rapidez—, solo porque se
le parezca… No sabemos…
—Ignis se ha lanzado sobre ella, lo he visto con mis
propios ojos. —Adam se detuvo—. Si por motivos
burocráticos prefieres comprobarlo mediante un análisis de
sangre, podemos hacerlo. Pero, en cualquier caso, solo
confirmará lo que ya sabemos.
¿Un qué?
—¿Y se supone que yo tengo algo que decir en todo esto
o no? —pregunté, cruzándome de brazos para ocultar el
temblor que atenazaba mis manos. Pero ya era demasiado
tarde: Adam lo había visto.
—Ese temblor… Hace tiempo que lo sientes, ¿verdad? No
es una enfermedad normal. Es tu cuerpo rebelándose
porque quiere unirse al sello. —Señaló mi brazo derecho, en
el que se veían todavía innumerables líneas oscuras—.
Suponemos que la réplica que portaste en el heptadomo
activó algo en ti. El brazalete del dragón estaba tan bien
forjado y se parecía tanto al sello real, a tu sello, que tu
cuerpo intentó unirse a él. Por lo que se ve, tu sangre sintió
la llamada, pero el sello no pudo resistirlo. Por eso se generó
una cantidad enorme de magia del caos. —Adam me
observó atentamente y, al ver que no le respondía, continuó
—: ¿Lo comprendes? Albergas magia en tu interior desde
que naciste, y cada año se hace más peligrosa. Porque tu
magia busca la magia de tu sello.
Miré el brazalete que descansaba bajo la campana. Las
cartas de mi madre no me contaban gran cosa sobre mi
padre, pero todavía recordaba algunos retazos: solo habían
estado juntos un breve período de tiempo; a pesar de eso,
mi madre siempre describía a Melvin Harwood como el amor
de su vida. Seguro que ni siquiera sospechaba que fue un
Superior. Todavía lo estaba buscando. En nuestro mundo.
Por sus cartas más antiguas sabía que no había podido
aceptar sin más su desaparición, y también que nunca
había logrado localizar a su familia.
Me sentí mareada. Si todo eso era cierto, significaba que
mi padre nunca me había abandonado intencionadamente.
Había muerto. Y mi madre… me había dejado sola en un
orfanato para nada. Porque llevaba años persiguiendo un
fantasma.
Sentí cómo se me entumecía todo el cuerpo. El salón del
trono exudaba poder y superioridad. Era el corazón del
Espejo, y yo me sentía igual que en los minutos en los que
Lily y yo nos habíamos atrevido a acercarnos demasiado al
centro de Londres.
Ajena.
Pero había visto con mis propios ojos cómo había
reaccionado el sello ante mí. Y lo sentía. Sentía que me
pertenecía.
—No podemos perder más tiempo —oí que decía Adam,
pero su voz sonaba muy muy lejana entre todo el murmullo
de mi cabeza—. El ritual debe celebrarse lo antes posible.
—¿Qué ritual? —pregunté—. ¿De qué hablas?
La mirada de Adam se posó en mí: fría, controlada, el
epítome de un joven poderoso.
—El ritual que te hará parte de los Siete. Portarás a Ignis,
igual que lo portó tu padre y que lo portará tu descendencia
después de ti.
«¿Mi descendencia después de mí?». A ese tío se le había
ido la olla.
—¿Y si me niego?
Era la primera vez desde que conocía al Señor del Espejo
que me pareció detectar una fugaz brecha en su controlada
fachada. Los claros ojos grises de Adam albergaban algo
que… Tardé unos minutos en ponerle nombre, porque era lo
último que me habría imaginado.
Era curiosidad. Curiosidad abierta y sin límite.
Sin embargo, su voz sonó tan impasible como antes.
—Si te niegas, la magia del caos se extenderá por tu
cuerpo. Cada día te encontrarás peor, y luego morirás.
14
L agota
magia azul invernal se derramó por la puerta como una
de tinta en un recipiente lleno de agua. Líneas
delicadas que avanzaban por los bordes para luego
convertirse en círculos, volutas e innumerables formas
maravillosas que finalmente se unieron para dibujar los dos
rombos que estaban grabados en su sello. Una vez cubierta
toda la zona, Celine retiró la llave y se la guardó bajo la
camisa. Las marcas le brillaban en la piel, del mismo azul
que el grabado de la puerta.
Poco después se formó el corredor. La puerta había
desaparecido para conducir a una nada infinita en la que
solo unas débiles líneas de magia nos mostraban el camino.
La angustia me encogía el estómago. Intenté mantener la
compostura con todas mis fuerzas. A fin de cuentas, el día
anterior lo había conseguido.
—Vosotros primero —ordenó Adam, y Matt se adelantó.
Me ofreció su brazo y lo agarré sin dudarlo. Había momentos
en la vida en los que había que tragarse el orgullo.
Di un paso hacia delante, al tiempo que todo en mi
interior se resistía a abandonar ese lugar. Aunque la
enormidad y el derroche del palacio me intimidasen, ahí
todavía podía fingir que Lily solo estaba a un par de
manzanas. Sin embargo, ¿quién sabía a dónde llevaría esa
puerta y qué podría pasar allí?
—¿Vamos? —me preguntó Matt, ante lo cual tomé aire y
eché a andar.
Adam, Celine y Dina nos siguieron. Apenas me dio tiempo
de ver cómo Cedric levantaba la mano para despedirse, a lo
que intenté contestarle con una leve sonrisa. Habría sido
estupendo tenerlo a mi lado. Vale, casi no lo conocía, pero
su actitud tranquila me había inspirado confianza, tal vez
porque me recordaba un poco a Lily. Igual que ella, daba la
impresión de ser tierno y frágil, pero no había que fiarse de
las apariencias.
Por desgracia, parecía que aquella excursión no era para
«miembros honoríficos» de los Siete, o por lo menos esa fue
la conclusión a la que llegué al ver que Cedric ni siquiera
hacía ademán de acompañarnos.
Durante unos segundos flotamos en un pasillo que solo
estaba lleno de vacío. Me concentré con todas mis fuerzas
en las líneas de magia, como si estuviera caminando de
noche por una de las calles mojadas de los suburbios, pero
me acabé mareando. Incluso olvidé el dolor que seguía
latiendo en mi brazo derecho, cortesía de la magia del caos.
El mareo fue a más, y realmente creí que no terminaría
nunca. Sin embargo, al cabo de un rato por fin el mundo
volvió a tomar forma a nuestro alrededor.
Salimos a una apacible callejuela lateral que en aquel
momento, de día, estaba cubierta por la penumbra grisácea
del Espejo. A ambos lados se erigían casas que parecían
salidas directamente de la época victoriana. Edificios tan
señoriales como la abadía de Westminster, aunque más
altos. También ahí las paredes se inundaban de magia,
mientras otras estructuras flotaban sobre los edificios.
A través de ellas se movía algo. Miré hacia el exterior y
me llevó un tiempo caer en que eran góndolas. No barcazas
de madera como las que había visto en fotos de Venecia
alguna vez, sino góndolas formadas por un óvalo de cristal y
revestidas por fuera con puntales de metal. En su interior
podía verse a las personas sentadas en unos banquitos,
mientras las embarcaciones se balanceaban muy
lentamente por el desfiladero de callejuelas con su casco
iluminado de azul.
Estaba intentando seguir a una de estas góndolas con la
mirada, cuando choqué de frente con alguien que salía en
ese momento del corredor mágico.
—Cuidado —me advirtió Adam mientras me estabilizaba
agarrándome del brazo.
Me aparté de él de inmediato. ¡A buenas horas se
preocupaba! Volví a mirar hacia arriba.
Porque sobre mí se extendía una ciudad que sí conocía.
¡Seguíamos estando en Londres! Solo que ya no en
Septem, sino en pleno Londres del Espejo. No había ninguna
duda: allá se divisaba la abadía de Westminster dada la
vuelta y, un poco más adelante, vislumbré el palacio de
Buckingham, así que no podíamos estar muy lejos de la
torre del palacio de Septem.
Aquello era lo último que me habría imaginado. Pensaba
que acabaríamos en la otra punta del mundo; tal vez en
alguna otra ciudad del Espejo como las que existían sobre
Sídney o Hong Kong. Cuando Matt y Dina se dieron la vuelta
igualmente confusos, me quedó claro que compartían mi
sorpresa. Con una mueca, Matt se dirigió a Adam.
—¿Por qué estamos aquí? Creía que querías imponerle el
sello lo antes posible.
Adam asintió.
—Y así lo haré, pero antes debemos hablar con alguien.
—¿En el centro de la ciudad?
—Intentad no llamar la atención. Nadie espera que
estemos aquí, y nadie sabrá que hemos estado.
Y sin más, Adam reanudó la marcha mientras Celine lo
seguía con una sonrisilla bobalicona dibujada en sus labios
pintados de azul.
Claro. Por supuesto que Adam había puesto al corriente
de su plan a la señorita ama de llaves.
—Tampoco sería el fin del mundo que nos reconocieran —
rezongó Matt a mi lado, aunque Adam ya no podía oírle.
Dina me cogió del brazo y caminamos juntas por las
callejuelas hasta que llegaron a su fin. Desembocaban en
una avenida amplia, en un mundo totalmente diferente.
Porque ahí, de repente, apuraban el paso incontables
personas. Gente con ropas preciosas y abigarradas, con
ostentosos peinados. Gente que, sin excepción, tenía una
belleza sobrenatural y que llevaba tantos sellos de valor al
cuello, en las muñecas y en los dedos que casi no se les
veía la piel.
Unas risas falsas aporreaban mis oídos. Justo enfrente de
nosotros se encontraba un café en el que aparecían bebidas
sobre las mesas como por arte de magia. Los Superiores
solo tenían que estirar la mano y acercárselas.
«Pellízcame», pensé, mirando fijamente y sin disimulo a
todas aquellas personas y sus ropas de colores chillones.
Ante mí se balanceaba un tipo con rastas de color turquesa
encima de un palanquín. Más atrás reconocí a una familia;
los hijos se reían a voz en cuello ante un oso de peluche
encantado que corría delante de ellos.
—Avancemos —decidió Adam. Se puso la capucha de la
chaqueta y nos indicó hacer lo mismo—. No conviene que
nos quedemos parados tanto tiempo.
Caminó delante de nosotras y, aunque estaba
sobrecogida por el gentío que me rodeaba, dejé que Dina
tirara de mí. Poco a poco iba comprendiendo por qué Adam
no había traído a sus dos guardaespaldas. Con su tamaño y
sus tatuajes de heptágonos en la frente, Zorya y Jarek
habrían llamado demasiado la atención, que era justo lo que
él quería evitar.
Mientras cruzábamos la amplia calle, seguí
inspeccionando a los Superiores por debajo de la capucha.
—¿Has probado ya el último anillo de la belleza? —le oí
susurrar de pasada a una mujer que llevaba un vestido rosa
—. Labios más gruesos en solo dos segundos. ¡Lo tienes que
probar!
Empecé a marearme. Esa gente era tan superficial como
me la había imaginado. Se revolcaba en magia y no le
importaba el padecimiento de la gente de mi mundo.
Por delante de mí, Adam y Celine se metieron por una
calle algo más tranquila, en la que se sucedían grandes
mansiones señoriales iluminadas de azul invernal, un poco
más anchas que las edificaciones que habíamos visto antes,
pero igualmente elevadas a un nivel que rozaba lo
imposible.
—¿Quieres hacerle una visita a la magistrada Soverall? —
Dina apretó el paso para ponerse al lado de Adam y lo
detuvo agarrándolo fuerte por la manga—. ¿Por qué?
Él se giró para mirarla, con la mitad del rostro oculto por
la capucha.
—Porque es la única en la que confío.
—Bebe como una cosaca —gruñó Dina frunciendo el ceño
—. Y está jubilada.
—Pero no por voluntad propia. Con lo cual, es la persona
ideal para realizar el ritual en el Nexo.
«Magistrada». «Nexo». No tenía ni idea de lo que hablaba
Adam, algo que parecía no preocuparle en absoluto. Con
una inclinación de cabeza, le indicó a Matt que lo siguiera y
ambos se dirigieron a una de las mansiones. Dina, Celine y
yo nos quedamos en el cruce.
—¿A qué se refería? —le pregunté a Dina—. ¿Qué es eso
del Nexo?
Dina me miró sorprendida, como si fuera consciente por
primera vez de hasta qué punto yo no tenía ni idea de cómo
funcionaba ese mundo.
—El Nexo es el lugar del Espejo desde donde se origina
nuestra magia. Ahí es donde se unen los sellos oscuros a su
nuevo portador, porque es ahí donde la magia es más pura.
—O sea, ¿que en el Nexo es donde… va a tener lugar mi
ritual?
Los labios rojos de Dina se abrieron para dibujar aquella
sonrisa felina que ya había detectado antes.
—Eso dependerá, claro está, de si somos capaces de
encontrar a una magistrada medio sobria.
—¿Y quiénes son los magistrados? En nuestro mundo
siempre se nos ha dicho que son los presidentes e
integrantes del consejo quienes dirigen las ciudades del
Espejo. Nunca había oído hablar de magistrados.
—Son políticos —replicó Dina—. Más o menos. Los
magistrados son, después de Adam y nosotros, los
Superiores de mayor rango, y están al servicio de los Siete
desde que se descubrió la magia. Hay un Alto Magistrado,
que tiene su sede en la Roma del Espejo. Desde ahí
administra, en nombre del Señor del Espejo, las
transferencias de magia entre las ciudades y también a
Prime…, y tradicionalmente preside los rituales de unión con
los sellos oscuros.
—Y la mujer con la que nos reunimos ahora, ¿es la Alta
Magistrada?
Dina suspiró.
—Ya no. Agrona Soverall fue cesada de su cargo hace
unos años. En su momento fue un auténtico escándalo,
porque normalmente el Alto Magistrado sirve de por vida a
los Siete. Conocemos a Agrona desde el día que nacimos. Se
encargaba sobre todo de instruir a Adam, los dos estaban
muy unidos.
—¿Estaban?
Dina dudó y luego asintió levemente.
—Agrona no ha superado la pérdida del gobierno de
Roma. Desde que ha vuelto a vivir en Londres, casi nunca se
la ve en público.
Me disponía a continuar y a preguntar por qué Adam la
había elegido precisamente a ella y no al Alto Magistrado
actual para el ritual (¿no se habría volcado este en ayudar al
Señor del Espejo?), pero Celine metió baza:
—Parece que no está en casa.
Seguí su mirada. Adam y Matt, en la puerta de la
mansión, hablaban con un hombre mayor con uniforme de
criado. Después de que negara con la cabeza y de haberse
inclinado con torpeza, Matt le puso una mano en la frente.
El criado se quedó rígido. Luego se giró un poco y miró a lo
lejos, como si ya no pudiera ver a Adam y a Matt.
Claramente había caído preso de una ilusión, y comprendí
por qué: Matt estaba ocultando nuestra presencia.
Seguramente el criado ya no sabía que el Señor del Espejo
había estado a la puerta de la casa.
—Según su criado, ha salido a hacer unos recados —
indicó Adam cuando él y Matt hubieron regresado junto a
nosotros.
Celine suspiró y sacó su llave.
—Dejadme que adivine: ¿está por ahí en algún bar?
Adam asintió.
—Seguramente. El bar al que suele ir está al otro lado del
Támesis. En el barrio de los Vinos.
Celine puso los ojos como platos.
—Pero…
—Lo sé. —Adam me miró como evaluando algo—.
Llévanos lo más cerca posible del borde.
El barrio de los Vinos acabó siendo un barrio más del
Londres del Espejo. Como había dicho Adam, se hallaba al
sur del Támesis y más al este. Tras cruzar la puerta de
Celine, aparecimos en una calle nueva, y solo tuve que
levantar la mirada para ver el Shard colgando directamente
bocabajo en el cielo. En mi mundo, ese rascacielos estaba
en un barrio que todavía pertenecía al centro de Londres,
pero aquí parecía ser al contrario. Tiempo atrás, los edificios
que nos rodeaban debían de haber sido tan magníficos y
elegantes como los que acabábamos de abandonar. Sin
embargo, ya solo quedaban las ruinas abandonadas; habían
desaparecido también las multitudes coloridas y, en su
lugar, nos encontrábamos en un espacio terriblemente
lúgubre.
En clase de historia había visto suficientes fotos de
ciudades bombardeadas para percatarme de que aquel
barrio no estaba simplemente en decadencia. Había sido
atacado.
—¿Qué ha pasado aquí? —susurré en el silencio
fantasmal.
—Magia del caos. —Adam había seguido mi mirada,
aunque ahora me volvía a mirar a mí—. No se puede evitar
cuando tantas personas usan la magia. Los pequeños brotes
son cosa del día a día, pero…
—… Pero lo de aquí no ha sido un brote pequeño —
terminé yo. Aquello me recordaba más bien a lo que había
pasado en la fiesta de Lazarus. Solo que mucho peor.
—No. —Adam negó con la cabeza—. Desde que Ignis
empezó a emanar magia del caos, se ha ido expandiendo
cada vez más por la atmósfera del Espejo. Hoy en día, en
cuanto en algún lugar se libera una gran cantidad de magia,
se crea una especie de puente entre el Espejo y la
atmósfera. Y cuando eso ocurre, la magia del caos produce
abismos que atacan las ciudades del Espejo. A estos
eventos los llamamos «concentraciones». Hacemos todo lo
posible por evitarlas, pero en cuanto se activa una
concentración, la magia del caos se expande con tal ímpetu
que puede destruir barrios enteros. Como ha ocurrido aquí.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. «Barrios enteros».
Adam indicó con la cabeza una plaza que se escondía
entre casas abandonadas y que apenas se veía en el
ambiente lúgubre. Más ruinas, más escombros. Había
mosaicos decorando las calles, pero las teselas estaban
rotas en muchos puntos, como si les hubieran arrojado algo
desde arriba. Y más allá… más allá, la ciudad simplemente
dejaba de existir. Aquel debía de ser el «borde» del que
había hablado Adam. Solo entonces comprendí que lo había
dicho de manera literal. En el lateral de una calle, el bordillo
desembocaba directamente en un precipicio, y tras él no
había más que vacío.
Conque así terminaban las ciudades del Espejo. En la
nada.
Mi mirada se dirigió de nuevo hacia arriba. En el cielo, en
ese estrecho de vacío que separaba el Espejo de nuestro
mundo, se extendían bocanadas de vapores negros. Entre
semejante penumbra no los había percibido, pero ahora…
Las manchas parecían moverse por encima de mi mundo.
Su oscuridad casi llegaba a la punta del Shard.
Me estremecí. ¿Todo aquello era magia del caos? ¿Y
todo… todo eso había emanado de mi sello?
—¿Qué riesgo implican esos restos de magia? —susurré
—. ¿Los abismos?
—Son como animales —contestó Adam—. Muy agresivos,
peligrosos, aunque también previsibles. Por separado se les
puede combatir, pero cuando se han unido en una
concentración, normalmente ya es demasiado tarde.
Entonces no queda más remedio que abandonar la zona,
como aquí.
Pensé en lo que me había dicho Cedric antes en la sala
comunitaria.
—¿Y algo así podría ocurrir en mi mundo si llega a él más
magia del caos?
Adam me miró fijamente.
—Precisamente eso es lo que estamos intentando evitar.
Y entonces comprendí lo que Adam me había querido
mostrar. Le había pedido a Celine que nos llevara lo más
cerca posible del borde, pero no porque el bar se encontrara
cerca, sino porque era importante que yo viera las ruinas
con mis propios ojos.
En cualquier otro momento, esa burda manipulación me
habría enfurecido, pero observar las casas destruidas
deshizo la ira de mi interior. Porque entonces comprendí lo
real que era la amenaza, y no solo para los Superiores. Por
supuesto que yo no era culpable de lo que había ocurrido
allí por las concentraciones esas. Pero, aun así, yo había
sido el motivo. Porque mi padre se había enamorado de mi
madre y no se lo había contado a nadie.
Me temblaban las manos, no podía evitarlo. Ni siquiera
volver a mirar hacia arriba me ayudaba a controlar aquel
mal presentimiento.
—No os separéis —dijo Adam finalmente, y avanzó—.
Todavía queda un trecho.
Aunque estaba todo muy lúgubre, Adam nos conducía
firme por el laberinto de calles. Poco a poco, fuimos dejando
atrás los cascotes, y las casas en ruinas pasaron a ser pubs
y bares que, a pesar del mal estado del barrio, era evidente
que seguían abiertos. A diferencia de la parte más
deslumbrante del Londres del Espejo, allí no flotaba ninguna
góndola mágica sobre nuestras cabezas, y apenas había
Superiores por la calle. Aquellos con los que nos cruzamos
llevaban, eso sí, las mismas ropas abigarradas y sellos por
todo el cuerpo, pero ya no parecían tan despreocupados y
alegres como los vecinos del otro lado del Támesis.
Estaba claro que ahí nadie hablaba de anillos de belleza.
—Es ahí detrás.
Adam señaló un edificio humilde, con tejado a dos aguas
con voladizos. Se elevaba como un faro en la oscuridad
dominante. Al lado de la puerta se apelotonaba gente con
unas pipas rarísimas en la mano de las cuales salían
nubecitas de azul invernal.
Habíamos llegado a un bar…, pero no se parecía a ningún
bar que yo hubiera visto. No solo había mesas con
Superiores en el suelo, sino también en el techo, bocabajo y
tan pegados que casi se tocaban las cabezas. Entre los dos
ámbitos se instalaba una barrera mágica. Se me escapó un
ruidito de incredulidad al ver cómo un camarero cargado
con su bandeja se movía dentro de una especie de burbuja,
cómo se ponía cabeza abajo en su interior sin derramar ni
una gota y acto seguido servía a los clientes del techo.
En un escenario redondo, una mujer cantaba una canción
que casi se diluía en el ruido del bar. Una mujer con alas de
hada azul invernal, que sin duda eran una proyección
mágica. Las emitía un medallón que se balanceaba sobre su
espalda.
—Qué locura —se me escapó, y Dina me dio unas
palmaditas tranquilizadoras en el hombro.
—Créeme, esto no es nada. No has visto Hong Kong.
—O Bangkok —añadió Matt con una sonrisa de oreja a
oreja—. Nuestro Bangkok es una auténtica pasada. Te
cruzas por la calle con elefantes de tres cabezas hechos de
magia.
Decidí archivar aquella información en una parte de mi
cerebro que no pensaba volver a abrir nunca y miré a Adam.
Estaba a mi lado y justo se giraba con un atisbo de
frustración en la cara.
Uno de los clientes del bar, un hombre rechoncho con una
media calva, se detuvo al pasar. Su mirada pasó de Dina a
Matt y finalmente a Adam. La incredulidad, seguida del
entusiasmo, iluminó su rostro. Los había reconocido. Justo
cuando el hombre iba a decir algo, Matt le puso una mano
en la sien. De inmediato, una ilusión envolvió al hombre,
que siguió caminando tranquilo y sonriente.
—No podemos quedarnos aquí de pie eternamente —
murmuró Dina.
La mirada de Adam seguía vagando en busca de alguien
entre la multitud. Finalmente inclinó la cabeza hacia arriba…
y se detuvo.
Miró hacia un rincón en el techo, a un lugar un poco
alejado de nosotros. Allí se veía una mesa algo más larga
con muchas sillas, algunas de las cuales estaban ocupadas.
Una figura inclinada hacia delante se sentaba a esa mesa,
pero a esa distancia solo podía distinguir su silueta.
—Ah, ahí está —murmuró Dina—. Esperemos que a estas
horas todavía no esté como una cuba.
18
M ehabía
bajé a trompicones de la burbuja de magia que me
llevado del suelo del bar al techo. El mundo estaba
al revés otra vez. Tampoco es que allí importara mucho:
había mesas arriba y abajo, así que no cambiaba nada,
salvo que no oía a la cantante de las alas de hada, que
había sido sustituida por el vocerío de la clientela.
Adam se dirigía ya hacia el rincón, hacia la mujer más
vieja que había visto en mi vida.
Tenía la cabeza cubierta de canas blanquísimas sobre las
que se asentaba un resplandor rosado que distinguí mejor al
irme acercando. La cara de la mujer no solo estaba
arrugada: parecía de cuero curtido.
—Parece una zombi —murmuré, por lo visto lo
suficientemente alto como para sacarle a Dina una sonrisa.
—Los magistrados niegan que prolonguen su vida de
forma artificial con magia, pero todo el mundo sabe que lo
hacen —me susurró al oído—. Casi no hay magistrados
menores de cien años. Soverall debe de tener ciento dos, y
empina el codo como si tuviera veinte. Mira cuántos sellos
lleva.
Y miré. Lucía un montón de amuletos en el cuello
arrugado y seco, y sus dedos y muñecas estaban llenos de
joyas con grabados. Además, llevaba los antebrazos
cubiertos de trites. Algunas de aquellas monedas brillaban
con magia, otras no. Sobre su vestido de seda estampado
lucía una chaqueta de aspecto carísimo.
Agrona Soverall parecía estar totalmente concentrada en
la bebida color miel que tenía delante, pero en cuanto
estuvimos ante su mesa, nos miró.
—Por todos los sietes —la escuché gruñir con una voz
penetrante y profunda. Parecía sorprendida, como si hubiera
esperado que no fuéramos más que una alucinación que
desaparecería de inmediato. Al ver que no ocurría, se llevó
el vaso a los labios y vació su contenido de hidalgo.
Adam inspiró de forma ruidosa antes de comenzar.
—Agrona, yo…
La magistrada sacudió la cabeza.
—Antes de que pronuncies ni una palabra más, deja que
me pida un trago. Tengo la sensación de que lo voy a
necesitar.
Estaba segura de que Adam no iba a dejar pasar tal falta
de respero, como Señor del Espejo que era. Pero, para mi
sorpresa, no se enfadó, sino que se le dibujó una sonrisa en
los labios. ¡Una sonrisa! Nunca me hubiera imaginado que el
señor Asquerosito fuera capaz de sonreír.
—Sabes que podría hacer que te encerraran por
semejante insolencia, ¿no?
—Claro —replicó la magistrada sin inmutarse—. Pero
quieres algo de mí. Y está claro que si has arrastrado tu real
culo al barrio de los Vinos es porque me tienes que pedir un
favor tremendo, así que… —Hizo un gesto significativo hacia
su vaso vacío—. ¿Serías tan amable?
Adam puso los ojos en blanco y agarró el vaso. Yo
esperaba que se dirigiera a la barra; sin embargo, la imagen
que tenía delante flotó una décima de segundo y, de
repente, tenía un nuevo vaso lleno en la mano. Las líneas de
luz blanca iluminaban su piel.
Pestañeé, confusa, pero luego sumé dos más dos. Había
utilizado sus dados. Aun así, seguía sin entender cómo
funcionaban; solo sabía que podía manipular el tiempo de
alguna manera con ellos y, por ejemplo, traer vasos llenos
desde la barra sin que nadie se percatara.
—Vaya chapuza —comentó la magistrada con sequedad y
rechazó el vaso que le ofrecía Adam—. Parece que los dados
siguen sin obedecerte del todo, ¿no?
A pesar del tono nada sutil, Adam sonrió; por segunda
vez en cosa de pocos minutos. ¡Increíble! En vez de
contestar, deslizó la bebida en dirección a Agrona Soverall y
se dejó caer en la silla que estaba delante de ella. El resto lo
imitamos, sentándonos en los otros sitios libres.
—A ver… —empezó la magistrada—. ¿Se puede saber
qué quieres? ¿Qué es tan importante para que tú y las
demás criaturas celestiales me hayáis honrado con vuestra
presencia? —Tomó un trago resuelto.
Adam me miró, y no titubeó en darle su respuesta.
—Esta es Rayne. Es la hija de Melvin Harwood.
De repente, Soverall duchó a la mesa entera con el
contenido de su boca. Parecía que Adam ya se lo esperaba:
se había hecho a un lado con elegancia para evitar la mayor
parte del chaparrón, al contrario que Matt. Él se quedó con
la camisa calada, lo cual le obligó a echarse hacia atrás,
asqueado.
—Deshazlo —le murmuró a Adam, que simplemente negó
con la cabeza.
—Créeme, esa era la mejor salida.
—Sí —bufó Matt—. ¡Para ti!
La magistrada tragó lo poco que no había escupido, se
limpió la barbilla y me estudió atentamente. Su incredulidad
inicial se transformó en escepticismo, y finalmente se frotó
la frente de una forma que indicaba claramente: «Soy
demasiado vieja para ocuparme de estas locuras».
Por fin, habló:
—Pues vale. —Agrona Soverall volvió a mirar a Adam—.
Me salto la parte en la que te digo que es totalmente
imposible que Melvin Harwood engendrara una hija en el
secreto más absoluto. No estarías aquí si no fuera así. Pero
¿qué quieres exactamente de mí?
—Todavía no se le ha impuesto Ignis.
La magistrada sacudió la cabeza. Casi se la oí traquetear.
—Quieres que te ayude en el ritual de unión, ¿es eso? Lo
cual también significa que quieres que lo haga a espaldas
de Pelham.
—El magistrado Pelham celebraría una ceremonia que
duraría días para quedar por encima de todo el mundo. Y
precisamente por eso no me fío de él. Por lo menos, no en lo
que a ella respecta.
—Claro que no. —Soverall se rio cacareando—. ¿Por qué
ibas a fiarte? Kornelius Pelham está más corrupto que un
cadáver de siete días.
Me miró y empezó a dar golpecitos en la mesa con el
dedo, que estaba decorado con cuatro anillos con sus
correspondientes sellos.
—Vienes de Prime, ¿no, pichoncita? Vaya que sí… El
magistrado Pelham haría que te liquidaran a sangre fría a la
primera oportunidad.
—Agrona. —El semblante de Adam se había endurecido—.
No necesita oír esas cosas.
Vi cómo, con un suspiro, se disponía a coger sus dados y
adiviné sus intenciones. Rápidamente, le agarré la mano
antes de que pudiera oponerse.
—¡No! No tengo ni idea de cómo funciona el rollo ese de
los dados y el tiempo, pero quiero oír lo que tenga que decir.
—Miré a Agrona Soverall directamente a los ojos—. Si el tal
Kornelius Pelham también es magistrado, ¿por qué iba a
hacer que me asesinaran? Creía que mi presencia salvaría el
Espejo.
Soverall asintió.
—Sí, por supuesto que sí. Porque durante años Ignis no ha
podido asignarse a nadie. ¡Una catástrofe! Ahora que te han
encontrado, la situación es bien diferente.
Fruncí el ceño.
—Y de manera menos críptica, eso significa…
Los labios de la magistrada esbozaron una sonrisa, lo cual
le arrugó todavía más el rostro.
—A ver, hay muy pocas ocasiones en las que se haya
tenido que cambiar el linaje de los sellos oscuros. Puede
pasar, por ejemplo, cuando un portador no tiene
descendencia o muere demasiado pronto, antes de poder
procrear. El linaje de esta… —Soverall señaló a Celine—
lleva milenios en posesión de la llave de zafiro. Porque una
vez que el portador ha asumido su posición, nadie se atreve
a acercarse demasiado; el poder de los Siete es demasiado
grande. E importante. Pero tú… tú eres una ventana
inesperada, por así decirlo. Todavía no eres portadora, y no
provienes del Espejo. No eres una de los nuestros. Si te
ocurriera algo antes de aceptar a Ignis, entonces…
—… entonces simplemente se podría escoger otro linaje
—susurré yo—. Genial.
—Por supuesto, sería un trágico accidente —explicó
Soverall—. Kornelius Pelham es el Alto Magistrado del
Espejo, y un hombre interesado en el poder de cabo a rabo.
Precisamente por eso, para él la gente de Prime no sois más
que peones con los que puede jugar a voluntad. Haría
cualquier cosa para impedir que alguien que no ha crecido
en el Espejo porte un sello oscuro, da igual quién fuera su
padre. Y es conocido por hacer desaparecer a quienes le
aguan la fiesta. ¡Por supuesto, todo en nombre de Septem!
—Puso los ojos en blanco—. Eso sí, seguro que declararía
luto oficial de tres días antes de proponer a la familia de
Superiores su elección a Señor del Espejo, con todo el dolor
de su corazón.
No era muy difícil adivinar lo mucho que Agrona Soverall
odiaba a su sucesor. Pero, al mirarme de nuevo, la expresión
de su rostro se volvió amable.
—Este mundo… Te va a hacer falta mucho valor para
sobrevivir aquí. A los Superiores les encantan las luchas de
poder e influencia. Todos responden ante este de aquí, claro
—señaló a Adam—, pero por debajo de él hay un auténtico
nido de serpientes. Es difícil moverse entre tanta intriga…
Pero veo el fuego de tu padre en ti, jovencita. Y te va a
hacer falta.
Cerré brevemente los ojos. Había vuelto a toparme con
alguien que conocía a mi padre, y bien, además. Era
surrealista oír a todo el mundo hablar de él con tanta
naturalidad.
—Me resultaría más fácil moverme entre tanta intriga si
entendiera mejor algunas cosas.
Miré de forma significativa a Adam.
Una fina sonrisa se dibujó en la cara de Soverall.
—Este no es de los que le dan al pico así sin más, ¿eh? A
ver… —se inclinó hacia mí, como conspirando—, ¿qué
quieres saber?
No me lo pensé mucho.
—Cómo funcionan los sellos oscuros. —Eché un vistazo a
la mano de Adam, que había soltado hacía rato—. Sus
dados, por ejemplo.
Soverall volvió a mirar a Adam y chascó la lengua.
—¿Ni siquiera le has explicado lo básico? ¡Pensaba que te
había instruido mejor!
—Ahora mismo tengo otras prioridades —contestó Adam,
seco—. Como seguramente ya te puedes imaginar.
La magistrada emitió un sonido que denotaba
comprensión. Le dio un trago a su vaso con toda la pachorra
del mundo y luego se inclinó hacia mí mientras sus
numerosas cadenas cargadas de sellos tintineaban al
moverse. Al mismo tiempo, tiró con total naturalidad del
brazo izquierdo de Adam y lo estiró de tal manera sobre la
mesa que el Señor del Espejo casi se tuvo que echar sobre
ella con un gruñido. Solo entonces pude ver de cerca los dos
sellos en forma de dado que guardaba en su brazal de
cuero.
Su superficie plateada parecía traslúcida, pero en su
interior me pareció ver bocanadas de magia flotando. Uno
de los dados era totalmente normal, con sus ocho vértices y
caras cuadradas. El otro tenía tantos vértices que perdí la
cuenta. En cada cara brillaban diferentes grabados, entre
otros, el símbolo del sello que había visto en las puertas de
los aposentos privados de la familia de Adam: dos cruces
una encima de la otra que en medio formaban un rombo.
Los dados eran totalmente fascinantes, eso lo tenía que
admitir. Y parecían muy muy antiguos.
—Este —la magistrada señaló el dado de ocho esquinas—
se llama Alius. Es el que marca cuánto tiempo se va a
alterar. Y este —sus dedos pasaron al segundo dado— se
llama Etas. Determina la dirección del tiempo. Los dos
juntos hacen retroceder o avanzar el tiempo. Solo un poco,
como mucho dos o tres minutos, pero suficiente para
controlar cómo evoluciona una situación. Por ejemplo —le
sonrió a Adam pícara—, nuestro ilustre Señor del Espejo
podría hacer retroceder el tiempo e intentar evitar que te
diera esta charla sin que nadie supiera que ya lo había
hecho. O tomarse un tiempo adicional: desaparecer
mientras nosotras nos quedamos aquí sentadas como
estatuas de sal. Cosa que él, por respeto a mí, nunca haría.
—Soverall echó mano a su vaso y se bebió lo que quedaba
antes de empujarlo por la mesa hacia Adam—. No hará tal
cosa porque es un buen chico que va a usar su magia para
traerme otra bebida.
—Mi respeto hacia ti disminuye con cada segundo que
pasa —masculló Adam. A pesar de eso, tomó los dados y,
antes de que me diera cuenta ni de que se había levantado,
ya se dejaba caer en la silla que estaba a mi lado con un
vaso lleno.
Aquello me superaba. Era como si Adam fuera capaz de
teletransportarse: seguro que se había ido tan tranquilo a la
barra y había vuelto. Se habría tomado un tiempo extra
mientras nosotras nos quedábamos sentadas congeladas.
—Muy práctico —alabó Soverall—. Y ahora enséñale cómo
funciona.
Ante el tono exhortativo de la magistrada, Dina y Matt
esbozaron una sonrisa de alegría por la inminente desgracia
que vaticinaban para su amigo. Adam solo suspiró.
Obviamente molesto, me tendió una mano, y yo vacilé. La
última vez que Adam había manipulado el tiempo ante mis
ojos casi me desmiembra aquella criatura, el abismo. Pero
sentía tanta curiosidad que, a pesar de eso, puse mi mano
sobre la suya.
Adam cogió los dados con la mano que le había quedado
libre y los hizo rodar con los dedos hasta que se iluminaron
con una luz plateada. En su piel brillaron de nuevo aquellos
símbolos, y solo me percaté de que todo lo que nos rodeaba
se había quedado congelado cuando Adam chasqueó los
dedos delante de la cara de Matt y ni él ni Celine ni Dina
reaccionaron.
—Funciona mediante contacto. —Adam levantó nuestras
manos entrelazadas—. Si te toco mientras activo mi sello,
quedas fuera del trastoque temporal.
—Como con el abismo —susurré.
—Justo. Si no te hubiera tocado, todo aquello no habría
pasado nunca para ti.
—Pues tal vez hubiera sido mejor.
Negó con la cabeza.
—Nunca hubieras creído quién eres. No sin haberlo
experimentado por ti misma.
En eso tenía razón. El único motivo por el cual estaba
sentada ahí en lugar de haberme largado gritando era el
eco de mi sello, que se había grabado a fuego en mi
memoria. Y, si era honesta, seguía atrayéndome.
Especialmente ahora.
—Aunque sí que podría… haberte advertido —añadió
Adam tras vacilar un momento.
Resoplé.
—¿Se supone que eso es una disculpa? Si es así, que
conste que es la más lamentable que he oído nunca. A mí
con cinco años me hubiera salido mejor.
Adam apretó la mandíbula para intentar reprimir una
incipiente sonrisa. Pero al final se rindió y se le escapó.
—A pesar de eso, me complacería que la aceptaras.
—¿Y eso es una orden?
—No. —Su sonrisa se hizo algo más cálida—. Solo un
ofrecimiento.
Nos miramos durante lo que me pareció una eternidad.
Realmente no sabía qué pensar de ese chico. Ni lo más
mínimo.
—Vale, te perdono. Pero no te hagas ilusiones, soy muy
selectiva concediendo terceras oportunidades.
Adam iba a replicar algo, pero justo se terminó el
momento que habíamos capturado y el tiempo volvió a
transcurrir con normalidad.
Agrona Soverall nos atravesó con su mirada de rayos X.
Parecía satisfecha.
—Los dados del destino son oficialmente el sello más
poderoso que nunca se haya fundido —continuó su
disquisición sin inmutarse, y tuve que hacer memoria para
recordar de qué hablaba. De los sellos oscuros, claro.
Soverall se dirigió entonces a Dina, Matt y Celine—. Sin
ánimo de ofender, mis amores. Pero por eso el portador de
los dados es el Señor de todo el Espejo desde hace siglos.
Aunque yo personalmente siempre fui más de la opinión de
que tu sello… —me guiñó el ojo—, con un adecuado
portador o portadora, podría ser muchísimo más poderoso.
—Agrona —intervino Adam—, Rayne ya experimentará lo
que tenga que experimentar, eso te lo prometo. Pero
primero debemos realizar el ritual. O sea que… ¿nos
ayudas?
—¿Quieres que lo haga a espaldas de mi sucesor? ¿El Alto
Magistrado? —Soverall miró a Adam seriamente. Luego
sonrió con perfidia—. A Kornelius le va a salir espuma por la
boca cuando descubra que he estado en el Nexo. Claro que
os ayudo.
Y dicho eso, apuró el vaso de golpe como si no contuviera
más que agua y se levantó de la silla. Se balanceaba
ligeramente, pero señaló con convicción a la zona central
del bar.
—Vamos. Necesito mi vestido para el ritual. Y un trite
contra la acidez de estómago.
Adam también se levantó. Poco a poco iba perdiendo la
paciencia.
—¿No me has oído, Agrona? ¡No tenemos tiempo!
La magistrada le devolvió la mirada seria, y eso que
Adam casi le sacaba dos cabezas. Era un misterio para mí
cómo esa mujer podía haber bebido tanto y seguir
manteniendo el autocontrol.
—Jovencito, si te has creído que voy a pisar el Nexo
sagrado de esta guisa —señaló sus ropajes—, estás
totalmente equivocado. Así que, a menos que tengas
previsto que Matthew me envuelva en una de sus ilusiones,
propongo que me acompañéis ahora mismo a mi casa.
La mirada de Adam era fría, su postura, tensa. En ese
momento, algo se ablandó en el rostro de Agrona, que
extendió una mano arrugada para apoyarse en el hombro
de Adam.
—Mi casa es segura, Señor del Espejo. También para esta
pichoncita —me señaló—. En cuanto me abandone la
ebriedad, restituiremos a los Siete.
19
Me desperté sobresaltada.
Pero ¿qué diablos acababa de soñar?
Temblando, eché mano a mi muñeca derecha, donde
estaba el sello. No había marcas de luz, ni líneas negras de
magia del caos, simplemente mi piel. Del núcleo de cristal
que estaba en el centro del dragón emanaba una suave
calidez. Hacía rato que su luz rojiza había vuelto a ser del
habitual azul invernal, aunque la magia seguía pulsando en
mi brazo. Como si el sello me quisiera recordar que ahora
era parte de mí.
Como una bendición. O una maldición. No lo sabía.
Después del ritual del día anterior, habíamos regresado a
Septem, pero casi no me había enterado de nada, ni del
camino por el pasillo de magia de Celine ni de la despedida
de Agrona Soverall. Ni siquiera recordaba quién me había
llevado al dormitorio.
Quería volver a cerrar los ojos, a fin de cuentas, era poco
después de medianoche, pero el silencio no me calmaba.
Me incorporé en la cama. En un intento de desprenderme
del extraño sueño, me froté la cara y levanté ambas manos
ante mí. Temblaban un poco, lo cual me hizo soltar un
bufido exasperado.
Por supuesto, habría sido mucho pedir que el temblor
hubiera desaparecido sin más y para siempre. Mientras
observaba el brazalete, pensaba en Lily, que todavía estaba
a un mundo de distancia. ¿Qué diría cuando se enterase de
todo esto? De quién era yo. De qué familia provenía. Podía
imaginarme claramente su rostro espantado ante mí,
seguido de inmediato de su sonrisa pícara al decirme que a
qué esperaba para poner a prueba mi sello.
Me recorrió un cosquilleo. Parecía haber pasado una
eternidad desde la última vez que había usado un sello.
Moví las manos hacia delante y empujé. De inmediato, el
núcleo que sostenía el dragón se iluminó en rojo, pero eso
fue todo. No apareció ningún escudo de magia, aunque
había realizado el gesto perfectamente.
Intenté otro. Barrí con la mano hacia delante, y entonces
sí: una voluta de magia se desató desde mis dedos. Vale,
era fina, pero zumbó a toda velocidad por el aire en
dirección a la lámpara de araña y… ¡Mierda! La alcanzó, y
dos de los tubos de cristal cayeron al suelo, donde se
hicieron añicos con gran estruendo.
Lentamente, volví a observar mi brazalete. El brillo rojo
había desaparecido, pero no podía ignorar el calor que fluía
por mi interior. Las líneas de luz resplandecieron débilmente
sobre mi cuerpo hasta que, en seguida, desaparecieron.
Ahora sí que nada me retenía en la cama. En mi interior
empezaba a germinar el impulso de salir, así que me eché
por encima lo primero que encontré y crucé la puerta.
Para mi sorpresa, no me topé ni con Jarek ni con Zorya en
el rellano de las siete puertas, sino con dos guardias
desconocidos. No estaba segura de cómo reaccionarían,
pero al dirigirme a ellos para pedirles que me mostraran el
camino al exterior, hicieron una reverencia y avanzaron
delante de mí sin dudar.
E lpartir,
dolor fue peor de lo que me había imaginado. Antes de
le había rogado a Sarisa que me retirara por fin el
localizador del cuello. En el Espejo no se activaba la alarma
que me delataba a los Nightserpents; tenía que quitármelo
antes de regresar a Prime.
Aunque Sarisa había extraído con sumo cuidado el chip
con un bisturí, la herida seguía sangrando. Le apliqué una
gasa y seguí a la anciana criada. En vez de utilizar la puerta
principal, me condujo con decisión a través de una puerta
de las cocinas. Tras ella se abría un austero pasillo que me
llevó a una zona de Septem en la que, hasta ese momento,
no había entrado nunca.
Los cuartos del servicio.
Nos cruzamos con algunas personas vestidas de uniforme
beis por los corredores interminables de paredes con
heptágonos pintados. No era sorprendente que los criados
me lanzaran miradas incrédulas, a mí y al brazalete del
dragón que lucía en el brazo, pero nadie nos dirigió la
palabra.
—Por aquí —susurró Sarisa, fatigada, antes de
conducirme por un paso todavía más estrecho, y de ahí a
unas escaleras de hierro.
Las suelas de nuestros zapatos produjeron un golpeteo
metálico antes de acabar nuevamente en un pasillo tan
majestuoso como era habitual en Septem. Decidida, Sarisa
avanzó hacia una puerta en la que estaba dibujada una
estilizada llave. Se paró justo delante de ella y me puso las
manos firmes en los hombros.
—Esta es la entrada a la sala de las cien puertas. Con la
ayuda de los sellos pasarela se puede llegar directamente
desde ella a Prime. La puerta treinta y siete por la izquierda
la llevará al centro de Londres. Utilice el espejo en cuanto
llegue para que la recoja nuestra gente.
—Primero tengo que encontrar a mi amiga.
Sarisa me tomó de las manos y me las apretó.
—¡Utilice el espejo! Podemos ayudarlas a usted y a su
amiga. Este —dio unos golpecitos al brazalete del dragón—
no tiene por qué ser su destino, señorita Harwood.
—Rayne —dije, y le sonreí—. Y gracias. Muchas gracias.
La verdad es que no tenía ni idea de si la ayuda de Sarisa
era sincera o si los rebeldes del Ojo solo estaban
persiguiendo sus propios fines. Pero me había facilitado
largarme de allí. Nos había dado una oportunidad a Lily y a
mí.
«O eso espero».
Sarisa levantó la manga de su uniforme de servicio y
desenganchó una fina pulsera plateada. La encajó en una
hendidura que estaba al lado de la manilla, ante lo cual se
descorrió el cerrojo.
—Mucha suerte —me dijo antes de empujarme al interior
de la sala.
Con las prisas no fui capaz de comprobar si realmente
había cien puertas, pero desde luego eran un montón.
Tenían formas y colores diferentes, estaban muy pegadas y
no había ningún tipo de cartel o señalización.
Pues nada. La treinta y siete por la izquierda. Pan comido.
Con pasos rápidos me lancé y fui señalando con el índice
cada puerta. Una, dos, tres, cuatro… Mientras contaba,
esperaba que en cualquier momento sonaran pasos detrás
de mí y que apareciera Jarek o cualquier otro guardia. Pero
la cosa estuvo tranquila. Al llegar a la puerta número treinta
y siete me detuve. Era gris, de arco ojival, y con algo de
suerte me llevaría a Londres.
No tenía una llave como la de Celine, pero parecía que
tampoco la necesitaba. Al bajar la manilla, la puerta
resplandeció con una luz azul y apareció ante mí un
corredor por el cual la magia fluía más rápido de lo que
había visto nunca.
Me fallaron las manos, y, por una vez, no era por mi
temblor.
Iba a dejar el Espejo a través de una maldita puerta.
Nadie me había explicado nunca cuál era la sensación de
pasar de un mundo a otro. Solo recordaba vagamente las
palabras de Matt en la obra del heptadomo antes de que me
atrapara en una de sus ilusiones.
«El traslado suele ser difícil si no tienes práctica. Te lo
haré más fácil».
Ya no tenía aquella ventaja. Así que inspiré
profundamente y entré por la puerta mágica.
Sentí como si me hubieran echado sal en la cara. Un tirón
brusco y repentino que se desplazó por mis pómulos y
desde ahí me bajó por el cuello y los hombros hasta llegar a
cada ápice de mi cuerpo. La luz me cegó, y luego, todo
desapareció. La puerta, la habitación. Lo que me rodeaba se
desdibujó y fue como siempre me lo había imaginado: el
mundo se giró, literalmente, de arriba abajo. Y yo con él.
N ocubierta
había visto una mesa tan larga en mi vida. Estaba
por un mantel de seda y decorada con una larga
hilera de ostentosos arreglos florales y esculturas de cristal.
Sobre ella se disponían innumerables vasos, platos de
porcelana y cubiertos de plata. Las sillas parecían forjadas
en oro macizo.
Y qué decir de Adam.
Me había estado esperando fuera del salón del banquete,
flanqueado únicamente por sus guardaespaldas. Jarek silbó
al verme, lo que provocó que Zorya le diera una colleja.
Me acerqué y, cuando Adam me devolvió la mirada, sentí
cómo me recorría un cosquilleo extraño. Ese cosquilleo, si
era sincera conmigo misma, lo había estado notando desde
el ritual de unión. En aquel momento le había echado la
culpa a la magia que se había despertado en mí. O, a otro
nivel, a la novedad de ver a Adam vestido de un color que
no fuera negro. Pero, por desgracia, esa excusa ya no me
funcionaba, porque su túnica de cuello vuelto, bordada con
volutas plateadas en los puños, era definitivamente negro
azabache. Al igual que sus pantalones y sus botas de vestir.
También la mirada de Adam me recorrió, como un
escalofrío, y parecía que quería decirme algo, pero
finalmente solo me tendió el brazo para que yo lo rodeara
con el mío. En cuanto entramos en el salón, los Superiores
se levantaron de sus sillas y un cuarteto de cuerda empezó
a tocar desde una esquina.
Era en momentos como este en los que a cada segundo
me parecía que me iba a despertar sobresaltada del sueño
extraño en el que se había convertido mi vida. Momentos en
los cuales el suave pulso de Ignis me recordaba, una vez
más, que no habría despertar.
Un servicial acomodador nos acompañó hasta unas sillas
aún vacías. Clavé mis dedos en la manga de Adam mientras
seguíamos al hombre. Como si notara que estaba nerviosa,
me miró.
—Da la impresión de que quieres salir corriendo.
—Llevo tacones —contesté en un susurro—, no podría
correr ni diez metros.
—Ah —Adam apretó los labios—, por eso pareces más
alta. Ya decía yo.
Le pegué un codazo.
—No todos podemos tener la estatura de un gigante…, mi
Señor —le dije, lo que provocó en Adam una sonrisa tan
tierna que me conmovió tanto que casi dolía.
Se inclinó hacia mí hasta que su boca tocó mi oreja, y
tuve la sensación de que todos los Superiores de la sala me
miraban atentamente y veían cómo me sonrojaba.
—Prepárate para después de la cena —me susurró.
—¿Para qué?
—Tras el banquete, el magistrado Vandal suele invitar a
alguna gente a un salón privado para hablar de política. A
Pelham no vamos a poder llegar, se ha protegido muy bien.
Pero Vandal es de su más alta confianza y puede ser muy
bocazas. Esta noche es nuestra única oportunidad de
interrogarlo; a partir de ahí estará rodeado de guardias y
otras medidas de seguridad.
—¿Qué quieres, emborracharlo?
—Algo así. Pero, en cualquier caso, te necesito.
—¿A mí? ¿O a mi sello?
Otra vez esa sonrisa.
—A las dos cosas, por supuesto.
Seguimos caminando y pasamos por delante de Tynan
Coldwell y una hilera de Superiores desconocidos. Matt,
Celine y Dina ya habían tomado asiento entre el resto de los
magistrados. A Adam y a mí nos llevaron al fondo del todo,
a la cabecera de la mesa, donde estaban sentados los
magistrados Pelham y Vandal.
Genial. Eso quería decir que no solo los tendría pegados
todo el tiempo, sino que todos los invitados podrían estar
mirándome la noche entera.
Al sentarnos, todo el mundo nos imitó. Mientras que el
magistrado Vandal parecía estar encantadísimo de tener
una posición tan importante en la mesa, Pelham abrió los
labios resecos para imitar algo que en otra vida tal vez
hubiera sido una sonrisa.
Inspiré profundamente. Y cuando Adam retiró su mano de
la mía, me convencí de que no, para nada echaba de menos
tocarlo.
No pasó mucho tiempo antes de que la mesa se hubiera
llenado de los platos más increíbles. Sobre grandes soportes
de porcelana iban apareciendo boles más pequeños con
diferentes tipos de ensaladas. Tras el aperitivo, instalaron
nuevos soportes con otros platos para abrir boca. Luego
llegaron las sopas, el plato principal y algo que
denominaban prepostre. Empezaba a pensar que aquello no
terminaría nunca.
Peleé con los distintos tipos de cubiertos e intenté no
parecer tonta perdida al cortar las ya de por sí pequeñas
porciones en pedacitos todavía más diminutos. En el
orfanato, muchos días la nevera estaba completamente
vacía. Y, por lo que parecía, mi estómago todavía no se
había acostumbrado a la abundancia, porque conseguí
tragar el plato principal casi únicamente a fuerza de
voluntad.
Antes del postre propiamente dicho se hizo un silencio
repentino que anunció la entrada de dos nuevos invitados al
salón. Aunque no hubiera visto sus retratos en el libro de la
biblioteca de Agrona Soverall, me habría quedado claro
quiénes eran por la expresión impresionada de los rostros
de los Superiores: Sebastian Lacroix y Nikita Fairburn, los
dos portadores de los sellos oscuros que me faltaban por
conocer.
Caminaron lentamente hacia las dos sillas que habían
quedado libres a nuestro lado, las que estaban justo
enfrente de Dina y Matt. Nikki llevaba un vestido de seda
primorosamente bordada con soles, de color dorado
anaranjado, casi del mismo tono que sus largos cabellos
rubios y su bolso. Sebastian vestía un traje dorado pálido.
Llevaba la media melena, también rubia, recogida en un
moño del que sobresalían algunos mechones. Sin embargo,
mi mirada se quedó prendida de su rostro, enmarcado en
adornos dorados que le iban desde la frente hasta el cuello
pasando por las mejillas. Lucía varios aros y pendientes
largos en las orejas, además de llevar los ojos delineados
con una gruesa raya. Por más extravagante que fuera su
apariencia… Sebastian no parecía en absoluto ridículo. Más
bien, exudaba una autoridad natural.
Matt parecía observarlos con una extraña indiferencia,
pero noté cómo se aferraba al borde de la mesa. Al resto de
los Superiores, al contrario, se les caía la baba mientras los
dos portadores saludaban a algunos de ellos como si fueran
viejos amigos. Finalmente, me miraron a mí. Nikki le susurró
algo al oído a Sebastian, tras lo cual él se rio en voz baja y
me guiñó un ojo.
Durante su entrada, Adam solo había levantado la vista
brevemente y, si la llegada tardía lo irritaba, no lo
manifestó. Siguió hablando con el magistrado Vandal, que
estaba sentado a su derecha. Entre los preentrantes, los
entrantes y el plato intermedio había intentado seguir su
conversación, pero mencionaban tantos nombres
desconocidos para mí que en algún momento había
desconectado.
—Me da la sensación de que vuestra llegada al Espejo se
ha producido en el momento perfecto —me dijo de repente
el magistrado Pelham. Hasta entonces me había ignorado,
salvo por algunas críticas ojeadas a mi plato, pero ahora me
miraba directamente.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Nada. Tras el cambio de poder y la trágica muerte de
nuestra amada señora, entramos en un período de gran
inseguridad en el Espejo. Sobre todo porque Ignis, vuestro
sello, seguía cerniéndose como una amenaza para todo el
mundo. Nos consideramos muy afortunados de que esa
espada de Damocles sea ya cosa del pasado.
«Te puedes meter la fortuna por tu real culo», casi se me
escapó, pero me tragué esa respuesta.
—Yo también me siento muy afortunada de estar aquí —
dije de la manera más correcta posible—. Sobre todo me
apetece asistir al torneo.
—Ah. —Pelham me miró impasible—. Qué gusto
escucharlo. Es la celebración del trescientos setenta y cinco
aniversario del Espejo, ¿lo sabía?
No. Pero Pelham ya era consciente de eso.
—¡Vaya! Pensaba que era el trescientos sesenta y cinco.
Qué vergüenza.
Entrecerró los ojos.
—Me gustaría hablaros con total honestidad, señora
Harwood. Además de toda la alegría, también me preocupé
cuando oí que habíais pasado a formar parte de los Siete.
No pensaba que alguien que viniera del otro mundo se
pudiera habituar a nuestras costumbres. Por no hablar de
las condiciones de pobreza en las que habéis sido criada…
El comportamiento callejero os lo habríamos quitado, pero
esperar que vos hicierais propios nuestros valores
tradicionales, ahí sí que tenía mis dudas. —Esbozó una
sonrisa—. Pero me equivoqué por completo. Habéis
renunciado a vuestra libertad sin más, ¿cierto, excelencia?
Mi cabeza estaba tan ocupada en descubrir de cuántas
maneras me había ofendido en esas pocas frases que su
pregunta me dejó fría.
—Yo… sí. Creo que sí.
Pelham siguió sonriendo, pero cortaba como una cuchilla.
—Es increíblemente altruista por vuestra parte. Dar la
vida por el Espejo. Pocas personas en vuestra situación
habrían estado preparadas.
Digno, Pelham cortó un pedacito diminuto de parfait y se
lo puso en el tenedor. Se lo metió en la boca, dejó que se le
derritiera lentamente sobre la lengua y luego se volvió hacia
Celine. Yo, por otro lado, me quedé mirando mi plato y no
toqué el cubo microscópicamente pequeño que había en él.
En ese momento me parecía tener los dedos atrofiados y
me sentía extrañamente vacía por dentro, a pesar de todos
los platos que habíamos comido ya.
Me di cuenta de que Pelham tenía razón. De hecho, había
renunciado a mi libertad así como así.
Agradecida, noté que el banquete había llegado a su fin
con ese postre. Mientras que la mayoría de los invitados
permanecían sentados, algunos se empezaban a levantar y
a salir del salón. Adam también se incorporó, pero se inclinó
hacia mí nuevamente antes de irse.
—Dina te hará una señal.
Asentí y vi cómo Adam salía del salón, seguido por sus
guardias de la magia y un magistrado Vandal claramente
achispado.
E nvertiginosa.
los siguientes dos días me vi inmersa en una actividad
Como estaba planeado, la milagrosa
aparición de la séptima heredera me había catapultado al
centro de atención de Bella Septe. A la mañana siguiente, el
magistrado Vandal anunció que organizaría una visita a la
ciudad en mi honor y que invitaría a los Superiores de más
alto rango. Nos hizo tomar un transbordador directo a los
miradores de la Ciudad Dorada, y no había minuto, ni
segundo, que no me observaran.
La Roma del Espejo era impresionante, todavía más de lo
que había imaginado, pero yo no tenía la cabeza para
turismo. Más de una vez busqué con la mirada a los
guardaespaldas que Adam me había asignado; no porque
temiera por mi seguridad, sino más bien al contrario: hacía
tiempo que el Ojo debía de saber que estábamos en la
ciudad y, si quería atraparme, los espacios abiertos eran su
mejor opción. Pero me mostraba en público y nunca pasaba
nada. Excepto una cosa: recibía treinta y siete propuestas
de matrimonio de otras tantas familias, con sus
correspondientes casas, joyas e incluso criados. Lo único
que debía hacer era decir «sí». Mientras Zorya, Dina, Matt y
los demás se lo pasaban en grande ante el espectáculo, yo
hervía de ira. Me estaba exponiendo para atraer al Ojo, ¡no
para comprobar mi valor en el mercado matrimonial!
Entretanto, de los rebeldes, ni rastro.
Desde la audiencia, a Adam parecía que se lo hubiera
tragado la tierra. No podía hablar con él de Lily, ni del
ataque pendiente del Ojo, ni tampoco sobre lo que
habíamos descubierto gracias a Vandal. Sus palabras no
dejaban de dar vueltas en mi cabeza.
Todo era cosa de la madre de Adam. No de Pelham o de
cualquier otro magistrado, sino de la mismísima Leanore
Tremblett. Ella ordenó manipular la magia. Ella era la
responsable de que hubiera tanta magia del caos en
nuestros barrios. Ella era la culpable de que hubieran
muerto tantas personas.
La pregunta, claro está, era: ¿por qué? ¿Qué pretendía?
Para Adam debía de haber sido un golpe inimaginable. A
fin de cuentas, llevaba semanas urdiendo aquel plan para
descubrir qué era lo que fallaba en las transferencias de
magia a Prime. Pero la verdad había resultado ser mucho
peor de lo que él temía.
Cuando en el viaje de regreso a Bella Septe le pregunté a
Matt dónde estaba Adam, él solo se encogió de hombros,
impotente.
—Quiere demostrar si hay algo de cierto en lo que ha
dicho Vandal —supuso. Estaba claro que el asunto le
preocupaba.
Una cosa sí me quedó clara: Adam quería estar solo. Y en
cualquier otra situación lo hubiera comprendido, pero
ahora… ahora mi frustración no conocía límites. Tenía la
sensación de que a Lily se le acababa el tiempo. Y odiaba
que Adam no quisiera hablar de lo que habíamos
descubierto. Odiaba que me excluyera.
Sin embargo, lo que más detestaba era lo mucho que me
dolía, porque quería decir que me importaba. Y eso era algo
que quería evitar a cualquier precio.
E lsaturada
encuentro con Sebastian me había dejado la
de pensamientos extraños. Sobre
cabeza
Dorian
Whitlock. Sobre su conexión con Nessa Greenwater, que al
parecer era su abuela. Y especialmente sobre Leanore
Tremblett y lo que yo acababa de ver. Había asesinado a
aquella mujer a sangre fría. «¿Realmente piensas que
Leanore no puso al corriente de todo a su hijo?».
Las palabras de Sebastian habían sembrado un atisbo de
duda en mi corazón. Pero no permitiría que germinara. Le
había prometido a Adam que colaboraría con él, e iba a
mantener mi promesa. Pero tampoco podía hablar con los
demás sobre lo que me había mostrado Sebastian. No sin
antes habérselo contado a Adam.
En vez de irme con Matt y Dina tras la cena, me puse
ropa más cómoda y me escapé al jardín. De él partían
algunos senderos sinuosos que fluían entre hermosos
parterres de flores hasta llegar a un paseo en el que me
pareció ver, detrás de los árboles, un grupo de aquellos
pájaros espectrales que había encontrado en los jardines de
Septem. Algunos de ellos incluso cambiaron de forma y
saltaron sobre la hierba transformados en conejos, ratones y
gatos. Yo seguí el espectáculo, hasta que finalmente
apareció frente a mí un edificio más pequeño con una
cúpula dorada. Estaba un poco alejado, pero seguía
encontrándose dentro de la muralla de Bella Septe.
Supuse que Jarek y el resto de mi guardia personal
estarían cerca. La mayor parte del tiempo se mantenían a
una poca distancia de mí, la justa para que pudiera dar el
pego como señuelo. Sin embargo, dentro de la sede del
gobierno, que estaba fuertemente vigilada, intentaban
darme la impresión de que tenía una cierta privacidad.
Abrí la puerta del edificio con cuidado. Estaba oscuro,
pero las luces de los sellos sol que habían instalado fuera
arrojaban su atenuado brillo hacia el interior, de manera
que pude distinguir una especie de salón de baile: las
paredes y techos estaban ricamente decorados, y también
contaba con tres enormes lámparas de araña.
Mis pasos me llevaron con su eco hasta el centro de la
sala vacía. Luego levanté las manos. Alrededor de Ignis se
empezaron a iluminar las primeras líneas rojizas, la magia
de mi sello me parecía hoy más tranquila que
habitualmente. Tal vez por fin iba a conseguirlo.
«Por lo menos, voy a intentarlo».
Tensé rápidamente ambas manos, como siempre hacía
antes de un combate, y luego las separé.
Nada. Como había pasado ya demasiadas veces durante
mis horas de entrenamiento con Dina, dos finos hilos de
magia chisporrotearon de mis dedos y se quedaron ahí,
temblando. Inspiré profundamente e intenté relajarme.
«Puedes conseguir todo lo que te propongas», me habría
dicho Lily en un momento así. «Simplemente, concéntrate».
Concentrarse. Precisamente ese era el problema. La
preocupación por Lily, además de mi confusión, inhibía
cualquier otro pensamiento. Toda esa telaraña de mentiras
era demasiado para mí. Porque, en el fondo, Sebastian tenía
razón. Lo que me había enseñado era la pieza del puzle que
faltaba. Nessa Greenwater era responsable de los sellos que
se habían utilizado en la mansión de Agrona Soverall. Y era
la abuela de Dorian Whitlock. Si la hija de Nessa había sido
asesinada por Leanore Tremblett, entonces abuela y nieto
tenían motivos más que sobrados para odiar a la familia de
Adam. Y no era de extrañar que se hubieran unido al Ojo. O
quizás… ¿Y si Nessa Greenwater era quien había fundado el
Ojo? A fin de cuentas, quería destituir a los Siete. Quería
asesinar al Señor del Espejo. ¿No sería todo una cuestión de
venganza personal?
Nuevamente levanté las manos e intenté lanzar una
estocada. Sin éxito. Me había equivocado: mi magia estaba
tan inquieta como siempre, y no era capaz de dominarla. ¡Ya
había pasado más de una semana desde el ritual! Sin
embargo, seguía sin poder controlar a Ignis. ¿O era
simplemente que mi sello no quería conectar conmigo?
¿Qué había dicho Adam sobre sus dados?
«No me guían».
—Ya me parecía haberte visto desaparecer por aquí.
Era la voz de Adam. Estaba de pie en la entrada del salón
de baile, apoyado en el quicio, observándome.
Me giré, me crucé de brazos e intenté que no se me
notara lo mucho que me había sorprendido su repentina
aparición.
—No vayas de listo. Simplemente les has preguntado a
tus guardias dónde estaba.
Adam se me fue acercando con una leve sonrisa en los
labios hasta ponerse delante de mí.
—Me has pillado —susurró.
—¿Y? —intenté no sonar contrariada—. ¿Has descubierto
algo durante tu desaparición de la faz de la tierra estos
días?
Adam se sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Era un fino
vial… lleno de magia.
—Sí, solo que nada realmente nuevo. Es como
pensábamos: los magistrados podían enviar tanta magia a
Prime porque diluían una gran parte. Y, por supuesto, no
han enviado a los gobiernos o a los ricos de tu mundo la
magia adulterada, sino solo a los barrios de Prime donde
vive gente que no puede hacer nada al respecto. Nadie ha
notado la diferencia. Porque se puede luchar con la magia
adulterada, usarla como siempre…, solo que produce una
adicción tremenda y… magia del caos. —Suspiró—.Vandal
tenía razón. En todo, por lo que parece.
Apreté los puños al pensar en la gente de los suburbios.
Se morían sin saber de qué, solo porque una tipa del Espejo
había decidido que sus vidas eran irrelevantes.
Adam volvió a hacer desaparecer el vial en el bolsillo de
su chaqueta.
—Cuando pase la final, confrontaré a Pelham con los
hechos y lo destituiré. Seguramente será un escándalo para
los Superiores, pero lo mantendré bajo control. Tenemos
pruebas de lo que ha hecho. Todo el mundo entenderá que
tengo que acabar con este asunto.
Asentí lentamente.
—¿Y Lily?
Su rostro se oscureció todavía más.
—Me temo que los magistrados no saben nada de la base
del Ojo, aunque eso no cambia nuestro plan. Los rebeldes
aparecerán, Rayne. Como tarde, el día de la final, de eso
estoy seguro. Y entonces la liberaremos.
El Ojo.
Tenía que decírselo.
—Adam, en cuanto al Ojo… Me encontré con Sebastian y
me mostró algo con su sello. Sobre tu madre.
—Ah. —Adam se pasó la mano por el brillante cabello—.
No llevamos ni un día aquí y ya está intrigando. Genial.
Lo miré fijamente.
—No lo entiendes. Tiene que ver con Nessa Greenwater.
Hablasteis de ella, ¿no? Cuando llegamos a Roma. ¿La
forjadora de los sellos cuya hija había muerto?
Adam frunció el ceño, su rostro parecía confuso.
—Rayne, eso pasó hace muchos años.
—¡A eso voy precisamente! La hija de Nessa tenía un hijo.
Dorian Whitlock. De pequeño fue testigo de cómo
asesinaban a su madre. —Inspiré profundamente—. Y lo hizo
una mujer con el cabello blanco que portaba los dados del
destino.
Adam no emitió ningún sonido. De hecho, no se movió ni
un milímetro.
—¿Comprendes? Dina dijo que Nessa Greenwater había
renunciado a ser la forjadora de sellos de Septem tras la
muerte de su hija Violet. Pero no fue por el duelo, sino
porque no podía soportar seguir teniendo relación con tu
madre. Porque su nieto le contó lo que había ocurrido.
Adam inspiró en silencio, luego se giró y dio unos pasos
por la sala.
—¡Adam!
—Ya veo —dijo, sin mirarme.
Me invadió una ola de frustración. No era solo el Señor
del Espejo, sino también el señor de responder con
monosílabos. Yo acababa de acusar a su madre de asesinato
y él me dejaba de hablar.
—¿Tienes idea de por qué tu madre podría haberla
matado?
—No —contestó, y luego me miró. En su rostro asomaba
una sonrisa autodespectiva—. Parece ser que mi madre me
ocultó algunas cosas antes de morir. O tal vez fui yo quien
se cerró en banda al ver cómo se descontrolaban las cosas
cada vez más. No lo sé. Pero te lo garantizo: no sabía nada
de Violet. —Ladeó la cabeza—. La pregunta tal vez sea, más
bien, por qué te lo ha contado Sebastian.
—Igual solo quería que escuchara todas las versiones.
—O manipularte. Que es una característica fundamental
de su familia.
Sentí que mi corazón se encogía ante la tristeza que
invadía el rostro de Adam.
—Tengo claro que me quería manipular, pero no se trata
de eso. No te echo la culpa de lo que hiciera tu madre. Solo
quería que lo supieras por mí. Nada más.
Suspiró.
—Ya lo sé. Lo… lo siento. Estos días simplemente… me he
visto superado. —Su mirada vagó por la sala vacía—. ¿Qué
buscabas aquí?
Parpadeé, pero acepté el cambio de tema, porque sentí
que él lo necesitaba.
—Quería… intentar usar mi sello.
—¿Y?
—Nada —admití abatida mientras apretaba el brazo
derecho contra el cuerpo—. Dina me ha dicho que es
normal, pero creo que… tal vez el temblor haya arruinado
mis capacidades.
Para demostrarlo, levanté las manos y me obligué a no
tensarlas automáticamente, como solía hacer. Mis dedos
comenzaron a oscilar ligeramente de arriba abajo.
—Cuando Ignis esté totalmente bajo tu control —dijo
Adam—, puede que el temblor se reduzca. Con el tiempo,
tal vez incluso desaparezca.
No quise hacerme ilusiones, pero sonreí a pesar de todo.
Adam me rodeó hasta acabar justo frente a mí.
—¿Podrías confiar en mí?
Lo miré por encima del hombro y no supe qué decir.
Cuando asentí, Adam se me acercó tanto que mi cabeza le
llegaba a la barbilla. Puso las dos manos sobre mis hombros
con cuidado.
—Inténtalo —susurró, y su voz entró profundamente en
mi interior. Desprendió algo en mi ser que se había quedado
bloqueado desde el momento en que Adam había tomado
mi mano en el banquete.
Retrocedí.
—No puedo.
«Y si crees que tenerte tan cerca me tranquiliza, te
equivocas».
—Inténtalo.
Estiré las manos hacia delante. Lentamente, ejecuté un
par de gestos simples, pero incluso así me temblaban los
dedos y la magia se desvanecía. Empecé de nuevo, pero
nada.
—Continúa —dijo Adam a pesar de eso—. Vuélvelo a
intentar.
Apoyaba los pulgares en la parte superior de mi clavícula
mientras me acariciaban con suavidad. Sentía su tacto en
todo mi cuerpo, y mis pensamientos se mezclaron sin orden
ni concierto. Nunca había estado tan cerca de mí por
voluntad propia, solo en el ritual y en el banquete, cuando
había sido obligatorio.
Me puse en tensión de forma instintiva y, cuando un
gesto más produjo una bocanada ínfima de magia, quise
rendirme, frustrada; pero entonces lo sentí.
La magia de Adam… estaba fluyendo a través de mí.
Emití un gemido. Todos mis sentidos se concentraron en
el contacto con sus dedos, y busqué aquella conexión que
se estableció entre nosotros durante el ritual, la conexión
entre mi magia y la suya.
La encontré.
Ahí estaba la puerta que había sentido entonces, y que él
había cerrado por obligación durante el ritual. Pero ahora
estaba abierta. No entornada, sino abierta de par en par.
No dudé y dejé que mi espíritu la atravesara. Hasta el
lugar en el que la magia de Adam me invocaba hacia él.
Todo en mí se calmó. Mis manos ya no temblaban, ni
siquiera un poquito. Al extenderlas, dos poderosas
estocadas mágicas recorrieron la sala hasta chocar contra la
pared más alejada. Sentí a Ignis por todo mi cuerpo
mientras la magia de Adam vibraba en mí; tuve que cerrar
los ojos, abrumada.
Tras la puerta que acababa de traspasar había un lago. Su
superficie era tan lisa como un espejo, y no entendía por
qué Adam me había ocultado esas vistas durante el ritual.
Porque su magia también era hermosa, fresca y amable,
mientras que la mía era ardiente y tempestuosa. Su magia
me invocaba, y yo no podía resistirme a su llamada. Entré
en el lago, cada vez más rápido, y me sumergí hasta que la
oscuridad absorbió todos los colores. Finalmente llegué a mi
destino: una columna de luz pálida pero fuerte. Me acerqué
con cuidado. Fundirme con aquella luz me pareció lo más
natural del mundo.
Cuando volví a abrir los ojos, mis dedos se tensaban en el
aire y, sobre ellos, las líneas eran más visibles que nunca.
Había estado allí. En la fuente de la magia de Adam.
Había sido solo en mi mente, vale, pero me había
parecido tan real…
Aún tenía las manos sobre mis hombros, pero no se
movió. Me quedé allí un momento, y luego tomé los dedos
de Adam. En realidad, mi intención era alejarlos de mí, pero,
al contrario, acabé tocando su mano con la palma de la mía.
Nuestros dedos se entrelazaron. Fue como un acto reflejo,
como el movimiento más natural del mundo. Y aunque mi
sentido común me gritaba ligeramente histérico que soltara
a Adam de inmediato, mis dedos rozaron sus nudillos,
ligeros como una pluma, luego el dorso de sus manos, la
suave piel de sus muñecas. Para mi sorpresa, su mano no
era la de un aristócrata: tenía zonas ásperas y callos en los
dedos, que eran delgados pero fuertes.
—Rayne —murmuró Adam, y ya no pude evitarlo. Alcé la
mirada para hacer frente a la suya.
Tenía los claros ojos grises abiertos de la sorpresa, y no
pude evitar pensar: «Eres demasiado joven para liderar a
toda una civilización. Demasiado joven para decidir el
destino de todo el mundo con un gesto de tus manos». Pero
Adam siempre había sabido que gobernaría el Espejo.
Conocía su destino como Señor del Espejo desde niño. Y
hasta ahora, yo no había sido consciente de lo mucho que lo
odiaba. De lo solo que se sentía.
—¿Tú también… —empecé, dubitativa— has podido ver
mi magia?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Cálida —me dijo sin dudar—. Un fuego que ardía en
algún lugar subterráneo. Ardía… pero sin quemarme.
—La tuya es como si pudiera nadar en un lago de luz.
Quería decir más cosas, dejarle claro lo mucho que
significaba para mí que me hubiera dejado ver su magia.
Pero entonces Adam levantó la mano que tenía libre para
agarrarme el mentón. La yema de su pulgar me acarició la
mejilla, el labio inferior, y la magia de mi interior vibró ante
el roce como una nana olvidada.
Había algo entre nosotros. Desde la primera vez que nos
habíamos visto en el heptadomo de Brent, cuando me había
observado desde la tribuna. Seguía sin poder ponerle
nombre a esa conexión, no sabía qué era, pero la sentía,
mágica e intrigante, uniéndonos. ¿O era la conexión la que
me generaba esos sentimientos? Lo que estaba claro era
que no podía seguir ignorándola.
—Dina me dijo que los Tremblett siempre habían sentido
debilidad por los Harwood —le susurré, mientras el corazón
me latía como loco en el pecho.
Una sonrisa amarga se posó en sus labios.
—Dina tiene un gran talento para meterse donde no la
llaman. —Dudó, sus dedos se detuvieron, pero no
abandonaron mi rostro—. Además, me gustaría creer que
por lo menos tengo algo parecido a un cierto control sobre
mi vida.
Mis manos se aferraron con cuidado a la cintura de Adam
y se hundieron en la fina tela de su camisa.
—Adam…
Su pulgar trazó mi pómulo una vez más. Pensé que iba a
atraerme hacia él, pero luego puso ambas manos sobre mis
hombros y me alejó suavemente.
—Deberíamos irnos a dormir. La final es dentro de dos
días, y tenemos mucho que hacer.
—Pero…
Sentí cómo tomaba aire y luego se separaba totalmente
de mí.
—Debo reflexionar sobre lo que me has contado. Si Nessa
Greenwater realmente actúa contra nosotros por su hija, su
motivación es personal. Y en ese caso, tu papel es clave. Si
tenemos razón y quiere usar la final del torneo de exhibición
para llegar hasta ti, tienes que dominar tu sello cuanto
antes. Podemos usar este espacio, está suficientemente
apartado. Mañana por la tarde.
¿Quería entrenar conmigo? ¿Hablaba en serio? Me quedé
tan perpleja que no fui capaz de decir ni una palabra.
—Buenas noches, Rayne.
Y con eso, Adam levantó sus dados y los lanzó. Todavía
alcancé a ver cómo se iluminaban las líneas de luz de su
cuerpo antes de que, sin más, hubiera desaparecido.
32
E staba tan
baile que
nerviosa mientras me acercaba al salón de
incluso me sentía algo mareada. Me había
pasado toda la mañana pensando que iba a ser incapaz de
concentrarme en mi sello durante el entrenamiento. Tenía la
cabeza demasiado ocupada con la final del torneo de
exhibición del día siguiente. ¿Sería cierto lo que había dicho
Adam sobre el Ojo? ¿Aparecerían realmente durante el
evento?
Ojalá. Porque, a pesar de todo lo que había pasado los
últimos días, a pesar de las impresionantes vistas y de las
informaciones desconcertantes, seguía teniendo a Lily
siempre presente. En mi mente le prometía que la iría a
buscar pronto, que pronto estaría a salvo. Sin embargo, en
lo más profundo de mi ser, sabía que solo lo decía para
tranquilizarme. A fin de cuentas, no tenía ni idea de cómo
estaba Lily realmente; si la tenían encerrada, si la estaban
interrogando para sonsacarle información sobre mí…
En cualquier caso, Adam tenía razón. Debía aprender a
controlar mi sello. Ya. Y nada debía detenerme, ni el temblor
ni las dudas sobre el papel que debía desempeñar.
Así que, mientras caminaba por el jardín, la magia de
Ignis ocupaba mis pensamientos con tanta fuerza que, en
algún momento, mi cuerpo empezó a desear ponerla a
prueba por fin en todo su esplendor. A la luz del día, el salón
de baile en el que Adam me había citado me pareció todavía
más majestuoso que ayer. Pero, antes de adentrarme en él,
me detuve en el quicio.
Adam ya estaba allí, de pie en el centro de la sala,
totalmente inmóvil y con los ojos cerrados. Llevaba solo
unos pantalones negros y una fina camiseta blanca. Al
acercarme distinguí la esfera que giraba sobre su cabeza,
una esfera de la que emanaba un brillo azul invernal.
Adam se giró lentamente y empezó a seguir los
movimientos de la esfera voladora, que se lanzó a atacarlo
varias veces. A pesar de tener los ojos cerrados, Adam la
esquivaba con agilidad. Tenía que ser algún tipo de
entrenamiento: la esfera volaba hacia él, él se agachaba y
se reposicionaba, tratando de predecir su trayectoria a
ciegas. El ciclo se repitió varias veces, hasta que, como por
arte de magia, la esfera se dividió: ahora había tres esferas
más pequeñas.
Y significativamente más rápidas.
Atacaban a Adam sin tregua desde diferentes direcciones.
Él empezó a desplazarse, y no pude evitar mirarlo con total
incredulidad: cada centímetro de su cuerpo parecía haberse
convertido en un arma, una que Adam usaba a la perfección
para esquivar las esferas. Pero, llegado un punto, dejó de
hacerlo: echó mano del brazal de cuero negro que llevaba
en el brazo izquierdo y lanzó a Alius y Etas al aire.
Inmediatamente, los símbolos blancos se iluminaron en su
piel. Se hizo visible la cuerda que unía los dados, tensa.
Empezó a usarla para defenderse de las esferas, que
ahora se movían hacia él con más fuerza y más rápido.
Tenía mechones del cabello despeinado pegados al rostro y
las mejillas encarnadas. Se giró con una gracia inaudita y,
mientras su cuerpo viraba, la cuerda golpeó la primera
esfera, luego la segunda y finalmente la tercera. Todo
ocurrió en cuestión de segundos. El brillo azul invernal se
apagó, y las esferas cayeron al suelo con un ruido metálico.
—¡Muy bien! —alabó alguien. Era Cedric, que se había
apostado en el lateral del salón de baile. Ni me había
percatado de su presencia—. Sé que estás preocupado por
lo de mañana, pero no hay por qué. Tus valores son
absolutamente perfectos. No he detectado ninguna
desviación.
Adam abrió los ojos. Jadeaba mientras se retiraba el pelo
de la frente.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Reconocí esa expresión que ponía cuando se perdía en
sus pensamientos. A pesar de su obvio rendimiento estelar,
no parecía satisfecho. En vez de contestar, desvió la mirada.
Hacia mí.
—Espiar al Señor del Espejo está castigado con la pena
capital, ¿lo sabías?
Puse los ojos en blanco.
—Habíamos quedado.
—Ya… —dijo Adam—. ¿Y por eso te pasas un buen rato
agazapada en la puerta?
Caminé lentamente hacia él y, de paso, recogí del suelo
una de las esferas.
—La cosa estaba tan ajustada que me preocupaba que
estos chismes te fueran a hacer pedazos si te sobresaltaba.
Sonrió enseñando los dientes.
—Mira qué considerada, que te preocupas por mi
integridad física.
Su mirada era penetrante y no pude evitar pensar en el
día anterior y en cómo había vuelto a alejarse de mí desde
entonces. No podía quitarme aquel momento de la
cabeza…, pero no sabía si a él le pasaba lo mismo.
Cedric carraspeó.
—Pues nada, que os lo paséis muy bien —nos deseó con
una sonrisa divertida en los labios antes de salir de la sala.
Al quedarnos a solas, Adam hizo un par de rotaciones con
la cabeza y luego se colocó en posición de combate. Los
pies separados, las piernas ligeramente flexionadas, una
media sonrisa desafiante en los labios.
Lo imité y relajé los brazos a ambos lados de mi cuerpo.
¿Cuántas veces había adoptado esta postura en las arenas
de combate? Al mismo tiempo, me daba la sensación de
que había pasado toda una vida desde entonces. Mientras
que en aquella época combatía con un único grano de
magia, ahora tenía a mi disposición uno de los siete sellos
más poderosos del mundo.
—¿Cómo lo hago correctamente? —hice la misma
pregunta que le había formulado a Dina—. Destruir la
magia, digo.
—No hay una forma… correcta —contestó Adam—. A
diferencia de los sellos normales, no hay gestos concretos
que puedan canalizar nuestras fuerzas. En el caso de los
dados, tengo que invocar de forma muy precisa el momento
del pasado al que quiero regresar. O, si quiero adelantarme,
debo detener el tiempo en mi mente. En tu caso, tienes que
imaginar cómo tu magia se apodera de otra. Tienes que
sentirlo, estar convencida de que cada partícula de magia
del mundo obedece tus órdenes. Piensa en el resultado…
—… Y hazlo real. Lo sé. ¿Algo más?
—La verdad es que no. Nuestra magia no tiene límite,
pero si invocas a tu sello con mucha frecuencia, lo acabas
notando, eso sí. Requiere mucha fuerza y concentración, así
que usa tus capacidades solo cuando creas que te van a
aportar algo.
Apreté el puño derecho, justo debajo de Ignis.
—Intentémoslo. Pero nada de tus truquitos con el tiempo,
¿vale?
Adam me miró con ojos brillantes.
—De acuerdo, nada de trucos. Aunque… teniendo en
cuenta cómo te vi luchar en el heptadomo, no debería
cortarme, ¿no?
Con una sonrisa, volví a ponerme en posición de
combate.
—Tal vez debería ser yo la que se cortara. A fin de
cuentas, llevas meses con el culo pegado al trono.
Y, dicho esto, atrasé el pie derecho y levanté el brazo que
portaba el sello por encima de mi cabeza. Extendí la otra
mano hacia Adam, desafiante.
Él sonrió más abiertamente de lo que le había visto
sonreír jamás. Luego, con toda la pachorra del mundo, sacó
los dados del destino del brazal y, acto seguido, nos
lanzamos el uno sobre el otro.
Adam me disparó una estocada. Giré sobre el pie
izquierdo y él saltó justo a tiempo de evitar que mi pierna
derecha le golpeara las costillas. Contraataqué con mi
propia estocada, pero Adam la desvió con un simple escudo.
—Alguien está un poco oxidado…
—¿Te refieres a ti? —respondí con desdén antes de utilizar
mi gesto favorito, las minas mágicas, para acorralar a Adam
al otro lado de la habitación.
De vez en cuando le lanzaba ráfagas tan rápidas y
salvajes que pronto no le quedó más remedio que atacarme
con una onda de presión. Retrocedí unos metros, pero me
recuperé al instante y ataqué de nuevo.
Era increíble, pensaba mientras bailábamos uno
alrededor del otro para volvernos a encontrar en el centro
del salón. Cada vez que la mano de Adam rozaba la mía,
pequeñas cargas estáticas de magia explotaban entre
nosotros. Era como si nunca hubiéramos hecho otra cosa.
Todo lo que había sucedido (Lily, el ataque al orfanato, lo
que Sebastian me había mostrado sobre los Tremblett el día
anterior) era solo ruido de fondo. Estaba anclada al
presente; allí y ahora.
Adam parecía adivinar todos mis movimientos, y eso que
no estaba manipulando el tiempo. Nos llevábamos
mutuamente al límite; nunca habría pensado que luchar con
magia pudiera ser tan hermoso. No había fronteras, ni
granos que se consumieran demasiado rápido. Aquella
magia era inagotable y obedecía a cada orden que le diera.
La adrenalina me corría por las venas y me entraron ganas
de reír.
En algún momento desistí de perseguir a Adam por la
sala y pasamos al cuerpo a cuerpo. Había conjurado la
cuerda que unía sus dados, y la usaba para defenderse de
todos mis ataques con facilidad.
—Tienes que hacer que aparezca tu arma de magia
personal, depende de tu voluntad —explicó, mientras
bloqueaba uno de mis golpes jadeando, cosa que me hizo
sonreír satisfecha—. Imagínatela como una extensión de tu
brazo.
Salté hacia atrás. Sin perder de vista a Adam, me
concentré en mí misma. La magia me pulsaba por las venas,
así que la reuní en la palma de mi mano y luego…
Luego, la magia fluyó hasta las puntas de mis dedos. Ahí
creció un brillo rojizo que se fue transformando en un filo.
Vale.
Tenía una espada en la mano.
«Vaya pasada de vibras ninja, Ray», me habría dicho Lily
en ese momento, lo cual me provocó una risa ahogada. Era
demasiado surrealista.
—¿Preparada? —Adam hacía girar uno de sus dados en el
aire, como una invitación. En vez de contestarle, corrí hacia
él y nos atacamos sin cuartel. La magia cantaba desde el
fondo de mi alma, insistiendo en que podía vencer a Adam
si me movía solo un poquito más rápido, si luchaba un
poquito más fuerte.
Probé con otra estocada, y Adam la esquivó por un pelo.
Él respondió con el mismo gesto. En lugar de invocar un
escudo, me concentré en la magia que se precipitaba sobre
mí. Me la imaginé deshilachándose y desintegrándose. No
había manera de que pudiera alcanzarme, era imposible.
«Visualiza el resultado. Hazlo real».
La magia de Adam se cubrió de un brillo rojo que parecía
estar comiéndosela. Pero no fui lo suficientemente rápida ni
lo suficientemente efectiva: un jirón de magia me alcanzó el
hombro, y me provocó un dolor sordo que me hizo dar un
traspié.
—Buen intento —me halagó Adam, y olvidé el dolor para
correr de nuevo hacia él. Probé con el gesto de la parálisis
mágica, pero Adam contrarrestó mis ataques más rápido de
lo que debería haber sido posible. Después de concentrar
todas mis fuerzas en aquel golpe, me puso la zancadilla y
tropecé. Giré sobre mis talones para evitar dar con mis
huesos en el suelo. Adam había extendido un brazo hacia
atrás, y yo estaba tan cerca de él que me giré hacia la curva
de su codo. De repente, me rodeó la cintura con el brazo, y
yo empujé el costado contra su pecho de manera que el
extremo de mi espada mágica pasó a descansar contra su
cuello, mientras su cuerda de luz me presionaba la
garganta.
Jadeé. Tenía tanto calor que supuse que estaría
coloradísima. Al mismo tiempo, sentía cómo latía con fuerza
el corazón de Adam contra mi hombro, y cómo respiraba
entrecortadamente justo por encima de mi oreja.
—Eres realmente buena —me susurró con voz ronca—.
Peleas como alguien que no tiene nada que perder y todo
que ganar.
Sentí la presión de la cuerda mágica en mi cuello y me
obligué a mantener la calma.
—Eso no es cierto. —Acerqué el filo aún más a la
garganta de Adam, mientras mi cadera presionaba contra
su ingle—. Simplemente, no me puedo permitir perder. Tú,
sin embargo, peleas como si te guardaras algo.
Adam esbozó una sonrisa.
—¿Y si así fuera? —me preguntó.
Entonces me tocó con su mano libre. La abrió sobre mi
abdomen, su pulgar empezó a ascender por mis costillas.
Dejé de pensar con claridad. La fría magia de Adam se
enroscaba en mi interior como un hilo helado, mientras que
la adrenalina del combate se transformaba en otra cosa,
una que parecía mucho más peligrosa. Era más consciente
que nunca de la presencia de Adam; sentía lo tenso que
estaba, sentía cuánto le estaba afectando todo esto.
«Tu magia es hermosa».
Con cuidado, giré la cabeza hacia la izquierda. El brillo
rojizo de mi filo se reflejaba en los iris gris claro de Adam,
mientras una vertiginosa maraña de emociones se extendía
por todo mi cuerpo como un reguero de pólvora.
«Ignóralo», me dije. «Nunca se abrirá a ti».
—¿Te rindes? —me susurró Adam al oído.
Retiré lentamente el filo, con el corazón en la garganta.
—Sí —dije—. Me rindo.
L ainundaba
luz de la mañana se posaba sobre la Ciudad Dorada e
mi habitación con su destello.
Estábamos echados en la cama, el uno al lado del otro,
pero casi sin tocarnos, con la excepción de la mano que yo
había extendido hacia Adam y con la que le acariciaba el
brazo suavemente. Las líneas de luz de su piel parpadeaban
cuando les pasaba por encima las yemas de los dedos y se
volvían a apagar cuando las retiraba. No había usado sus
dados ni una vez, no había hecho ningún gesto mágico,
pero, a pesar de eso, su magia zumbaba bajo mi mano.
De todo lo que había experimentado en la vida, eso era,
de lejos, lo que podría provocarme más adicción.
La respiración de Adam era profunda y regular. No tenía
ni idea de qué se le pasaba por la cabeza. Una parte de mí
estaba segura de que lamentaba lo que había ocurrido, pero
otra, más intensa, me exigía que no le diera demasiadas
vueltas.
Dejé que mis dedos siguieran vagando, y solo me detuve
cuando mi mano tembló ligeramente. Y luego ya no tan
ligeramente.
«Mierda».
Apreté los dedos, intenté contrarrestar el temblor
tensionándolos, pero no sirvió de nada. Justo cuando quería
retirar la mano y meterla bajo la manta, Adam la agarró y,
en ese momento, su mirada se posó en mí con toda su
atención.
—No hace falta que me lo ocultes.
—No pretendía ocultártelo —mentí, y temblé todavía más
cuando Adam entrelazó sus dedos con los míos—. Esperaba
que, al portar el sello, desapareciera.
—Y tal vez lo haga. Pero incluso así, eso no te hace
menos increíble.
Una sonrisa asomó a mis labios.
—Eso suena a algo que diría Lily.
—Me encantaría conocerla. En una situación menos
adversa.
—No estés tan seguro —repliqué—. Lily es una chica de la
calle, como yo. La conozco, y le importará una mierda que
seas el Señor del Espejo o el Rey de Inglaterra. Después de
todo lo que ha pasado, te dará una bofetada por haberme
puesto en peligro.
Adam se rio, y el sonido me provocó un agradable
cosquilleo en el estómago. La verdad era que él rara vez se
reía.
—Estará en todo su derecho —contestó antes de
atraerme hacia sí.
Puso una mano en mi cuello, y me recorrió un escalofrío
al sentir su pulgar rozando el lugar donde antes había
llevado el localizador. Lo tocó con suavidad y cuidado. Por
su mirada, imaginé que sabía perfectamente lo que
significaba aquella herida.
—Lo siento mucho, Rayne. Todo. Que no supiéramos de ti,
que te dejáramos en ese lugar…
—No es culpa tuya y lo sabes.
Suspiró.
—Puede ser. Aun así, pude haberte hecho las cosas más
fáciles. Yo… —Tomó aire—. Considerando la cantidad de
veces que te has colado en las arenas de combate en los
últimos años, era solo cuestión de tiempo que nos
conociéramos. Pero… lamento que haya sido de esta
manera.
Puse los ojos en blanco.
—¿Le ordenaste a Matt que averiguara todo sobre mí?
—Absolutamente todo —admitió, franco—. Hasta echó un
vistazo a tus notas y tu historial del colegio. Resulta
impresionante la cantidad de veces que te castigaban.
—Si hubieras conocido a mi profesor de entonces, me
felicitarías por las veces que no me castigaban.
Volvió a tensar la mandíbula. Debía de ser agotador
contener siempre la sonrisa.
—Lo que Matt no averiguó, la verdad, es por qué te dejó
tu madre en el orfanato. Todavía vive, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Supongo. Yo tenía cinco años cuando decidió marcharse
a buscar a mi padre. Nunca se creyó lo de su muerte. Por lo
visto, le había dado un par de pistas en su último encuentro.
Por eso me dejó en el orfanato. Su intención era que me
quedara un par de semanas y luego volver a buscarme. Pero
las semanas pasaron a ser meses y luego años. Al principio
por lo menos me enviaba cartas, pero en algún momento
también dejó de hacerlo.
Adam me acarició el pelo con ternura.
—Eres increíblemente fuerte, ¿lo sabes?
—Increíblemente testaruda, querrás decir.
Negó con la cabeza.
—No te quites mérito. Has sobrevivido a todo y, a pesar
de eso, te abres a los demás. Yo… —suspiró—. Desde que
me coronaron como primer portador, nunca puedo
permitirme mostrarme débil. Y se me hace difícil liberarme
de este papel. Cada día un poco más.
Apoyé mi cabeza en el hueco de su cuello y le besé la
piel.
—Tal vez deberías parar de alejar a Matt y a los demás.
Ayudaría que les dejaras estar a tu lado y recordarte de vez
en cuando quién eres.
—¿Quién soy? —Adam frunció el ceño—. Toda mi vida me
han dicho quién voy a ser. Nunca he tenido la posibilidad de
descubrirlo por mi cuenta. Tras mi coronación… y tras la
muerte de mi madre, me prometí a mí mismo no volver a
desperdiciar ni un minuto. Me juré que, mientras fuera
Señor del Espejo, haría todo lo posible por cambiar las
cosas.
Adam cogió sus dados y los volteó. Parecía un tic al que
se había acostumbrado. Igual que otra gente da golpecitos
al canto de la mesa, él daba vueltas a Alius y Etas.
—¿Cómo es eso de poder retroceder cada decisión y cada
cosa que haces?
Adam se quedó en silencio. El oscilar de su pecho se
alteró ligeramente. Solo unos segundos más tarde, contestó
en voz baja:
—Menos liberador de lo que te puedas imaginar.
—Pero… nunca tienes que preocuparte de meter la pata,
¿no?
—Al contrario. En cuestión de segundos, tengo que
decidir si lo que ha pasado es la mejor salida o si podría
haber hecho algo diferente. Eso sin tener en cuenta que mi
sello no solo afecta a mi vida, sino también a la de los
demás. Por eso, si algo, efectivamente, sale mal… —suspiró,
me recorrió la espalda con una mano—, el único culpable
soy yo.
Recordé el horror en el rostro de Adam cuando Lazarus
me retuvo en el orfanato y me puso una pistola en la
cabeza.
Adam se giró lentamente. Se inclinó sobre la cama y
cogió sus pantalones, que estaban en el suelo junto a mi
camisón. Al volver a girarse hacia mí, tenía un spectum en
la mano. Lo abrió y, tras un par de segundos, apareció una
chica en su superficie. Estaba en una cama con dosel
rodeada de flores, peluches, cuadros y otras cosas bonitas.
Era la habitación de una princesita.
No necesité mucho tiempo para comprender que debía de
ser la hermana menor de Adam de la que me había hablado
Cedric, Pris.
Estaba tan blanca como las sábanas que la cubrían. En la
penumbra apenas se veía dónde acababa su frente y dónde
le nacía el pelo. Su cuerpo parecía delgado y frágil, y tenía
los brazos cubiertos de trites que brillaban con su
resplandor azul. Parecía dormida, pues su pecho subía y
bajaba a intervalos regulares.
—Hace años que vive en un sanatorio —explicó Adam en
voz baja—. Los médicos no le dan ni un año de vida. Y ni
siquiera están seguros.
Su voz ronca manifestaba hasta qué punto le dolía esa
situación. Entrelacé mi mano libre con la suya.
—Cuando muera Pris… —empezó—, a pesar de todo el
poder que me otorgan los dados, solo podré tener un par de
minutos más con ella. No podré hacer nada para evitarlo. —
Adam fijó su vista en el techo—. Pensarlo me vuelve loco.
Minutos… ¿Cómo pueden ser suficientes unos minutos?
—No es culpa tuya haber nacido primero.
—Puede que no. Pero lo acaparé todo. Todo lo que mi
linaje podía dar. Lo único que le dejé a mi hermana fue una
muerte lenta.
Ya no pude soportarlo más. Pegué mi cuerpo al de Adam,
de los hombros a los dedos de los pies, y me incliné sobre
él.
—Es terrible lo que puede provocar la magia —le dije en
voz baja—, pero a pesar de todo, no es culpa tuya.
Parecía tan exhausto como yo.
—Lo cierto es que a veces me doy miedo. Me dan miedo
las posibilidades que abre mi magia. Podría jugar a ser dios
y nadie se daría ni cuenta. Nadie sería capaz de detenerme.
Y después de todo lo que he ido descubriendo sobre mi
madre…, lo que hizo…, tengo miedo de la persona en la que
me convertirá la magia.
Le puse la mano en el pecho. Eran casi las mismas
palabras que me había dicho Sebastian, y el hecho de que
Adam se fustigase con ellas demostraba aún más lo
equivocadísimo que estaba el otro portador.
—En la central, vivía rodeada de muchísimas personas
horribles. Sé perfectamente lo rápido que nos pueden
dominar la ira y el odio. Cómo la oscuridad se queda pegada
al alma y ya no se va. —Le acaricié con ternura la piel—.
Pero tú no eres así. Has decidido no dejar entrar la
oscuridad.
Algo melancólico se posó en el rostro de Adam.
—Hay una historia sobre la creación del Espejo que habla
de un portador y una portadora que se enamoraron. Mi
abuelo me la contaba a menudo cuando era pequeño. Y no
acababa bien.
—Aun así, ¿me la cuentas?
Adam asintió.
—Hace mucho tiempo de esto. Muchas generaciones.
Antes de que existiera el Espejo, los portadores de los sellos
vivían en Prime. Dos portadores se opusieron a las normas
de los sellos oscuros y siguieron juntos. Se casaron y
tuvieron un hijo. Al haber mezclado su sangre, ese hijo no
podía ser portador de ninguno de los dos sellos. —La mano
de Adam se quedó inmóvil sobre mi brazo—. Los sellos se
negaron a aceptar a un nuevo portador, porque la sangre a
la que estaban unidos todavía corría por las venas del
niño…, pero no era lo suficientemente pura para que él
asumiera su magia. Mientras tanto, se acumuló tanta magia
del caos que casi acabó con el mundo.
Ya me imaginaba cómo iba a acabar la historia, pero tenía
que escucharla a pesar de todo.
—¿Qué les pasó a los portadores y a su hijo?
—Para detener la magia del caos tuvieron que matar al
niño —dijo Adam—, y acto seguido, buscarse nuevas
parejas. Al ver el horror que habían provocado, cumplieron
con su obligación y continuaron con sus linajes por
separado.
Me quedé helada, invadida por una aterradora pena.
—Cedric no me contó nada de esto.
Adam se rio sin fuerzas.
—No, Cedric es demasiado bueno para cargarte con algo
así. —Miró brevemente al techo e inspiró, como
preparándose para algo—. Nuestros antepasados eran muy
egoístas en muchos sentidos, pero sí hicieron bien una cosa.
Tras lo ocurrido, juraron que mantendrían a raya la magia
del caos de manera que vuestro mundo, el mundo de
verdad, no sufriera más daños. Los Siete crearon el Espejo.
Se juraron controlar la magia. Y juraron no volver a poner el
amor por delante del bienestar del mundo. —Me miró—. Por
eso debo evitar que la magia del caos se extienda por
Prime. Por eso el Espejo es la prioridad. Y por eso los sellos
oscuros deben tener un portador. Cada uno, el suyo.
«Cada uno, el suyo, separado de los demás».
Sentí el dolor de Adam a través de nuestra conexión, y
eso lo hizo todo cien veces peor. Porque podía ver lo que
había tras su fachada. Porque, para mí, él era
profundamente humano.
—Al Ojo le encantaría acabar con el sistema de los Siete
—indicó Adam—. Por una parte, puedo entenderlo… Quieren
proteger Prime. Quieren que la magia se distribuya de forma
justa, y yo también. Pero no entienden lo que significaría
transferir los sellos oscuros democráticamente. No han
vivido lo que hemos vivido nosotros. Jamás deben caer en
sus manos, de lo contrario…
—¡Buenos días, señorita Harwood!
La voz sonó tan repentina que me sobresalté. Llegaba del
pasillo, una voz cantarina que solo podía pertenecer a una
persona.
Mi criada.
—Joder —solté.
Adam también parecía sorprendido. Pero luego se
tranquilizó y me tendió los dados del destino con una
sonrisa victoriosa.
—Unos minutos más… si tú quieres —me susurró
mientras los pasos sigilosos se acercaban cada vez más al
dormitorio.
Justo cuando la manija bajó, agarré la mano de Adam, y él
hizo girar los dados.
Cuando hizo retroceder el tiempo, fue justo lo contrario
que las otras veces que había vivido aquello con él. La
primera había estado llena de violencia, con el abismo que
se había formado en la campana de cristal sobre Ignis y que
me había atacado. Tampoco era comparable con la terrible
escena que viví del magistrado Vandal.
Aquella vez fue… pacífico. La habitación se quedó en
silencio a nuestro alrededor, como mucho oía los sonidos
sordos de mi criada alejándose pasillo atrás. Pequeñas
volutas de polvo que desafiaban la gravedad y flotaban
hacia el techo. Las cortinas se movían con suavidad ante la
ventana. Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando se
detuvo el rebobinado.
—¿Y ahora qué quieres…?
No pude terminar la frase. Adam se inclinó hacia mí, me
tomó el rostro entre las manos y me besó.
Lo abracé fuerte. Sus labios se pegaron a los míos, fríos,
como todo en él, pero fueron entrando en calor al
permanecer sobre mi boca.
No debería ser tan delicioso. Debería estar prohibido que
fuera tan delicioso. Lo había dejado más que claro: nuestra
relación no tenía futuro. Pero, a pesar de eso, desconecté,
mis pensamientos se disiparon y me sentí… regenerada.
Como si cada beso cerrara una de las grietas que me habían
acompañado toda la vida. Sentía cómo las marcas de
nuestra piel se iluminaban cada vez más intensamente,
podía sentir cada símbolo, cada línea…, no solo de mi
cuerpo, sino también del de Adam.
Reticente, me separé de él y le puse una mano en la
mejilla.
—¿Crees que lo de esta noche saldrá bien?
Adam me sonrió con ternura.
—Sí. Tal vez no te lo parezca, pero creo que has
interpretado tu papel de señuelo a la perfección. El Ojo va a
aparecer, y estaremos preparados.
—Pero quieren verte muerto, Adam.
—Bueno, para mí no es más que otro día en la oficina.
Le pellizqué el costado. Todo ese tiempo se había
mostrado más frío que un carámbano, y justo ahora que
estábamos rodeados de enemigos se ponía a hacer
bromitas.
En el mismo instante en que Adam iba a volver a tirar de
mí hacia él, oímos de nuevo aquel timbre cantarín.
—¡Buenos días, señorita Harwood!
«Lárgate», refunfuñé en mi interior, lo que desató en
Adam una carcajada que me recordó que no habíamos
llegado a hablar de aquella extraña telepatía.
Los pasos se acercaron, y Adam se separó de mí, pero no
del todo. Me puso una mano en la mejilla.
—Liberaremos a tu amiga.
—Lo sé —susurré, mientras él asentía antes de darme un
beso de despedida.
Lo dejé marchar de mala gana, mirando cómo agarraba
su ropa y se vestía. Luego desapareció por la puerta, y
escuché a la criada de voz chillona saludarlo con un
apresurado «Buenos días, mi Señor», mientras yo me volvía
a meter en la cama y me tapaba la cara con una almohada.
Con la otra mano, toqué titubeante aquel lugar casi
debajo del hombro donde pulsaba el grabado de los dados
del destino. Se me puso la carne de gallina, y me pareció
volver a sentir las caricias de Adam y saborear de nuevo sus
besos.
El recuerdo hizo que me acelerase el corazón. El miedo al
día que tenía por delante me paralizaba en igual medida.
Me daba la sensación de que ambos estábamos al borde de
un precipicio, ante un vacío profundo e interminable en cuyo
fondo ni siquiera Adam, con toda su clarividencia, alcanzaba
a ver lo que nos esperaba.
35
« V oyMe
a tropezar y a partirme la crisma».
imaginaba la escena una y otra vez mientras
caminaba pisando huevos. Podía visualizar claramente mi
siguiente paso, que sería el último, porque con aquellos
tacones dorados me torcería el tobillo y daría con mis
huesos en el suelo. Me caería de culo y me enredaría en las
mil capas del vestido. Y todas las personas que me estaban
mirando con la boca abierta, como si yo fuera la octava
maravilla, pasarían a partirse de risa o a señalarme con el
dedo con lástima.
Era el día de la final del torneo de exhibición, o mejor
dicho, la tarde, porque la puesta de sol ya acariciaba la
ciudad con su cálida luz. Algunos pájaros espectrales
aleteaban sobre mí transformándose en mariposas o
libélulas y luego otra vez en pájaros.
Milagrosamente, había conseguido llegar sin incidentes a
una de las puertas del transbordador que estaba a
disposición de los Siete en Bella Septe, pero fue subirme y
sentir que me ardía la nuca, como si todas las miradas de
los Superiores que vitoreaban desde detrás de la barrera se
hubieran reunido allí.
Sabía que estaba imponente y glamurosa, un enjambre
de criadas se había encargado de ello. Pero por dentro me
moría. El corsé me apretaba tanto que incluso a pesar de lo
escuchimizada que estaba se me dibujaban algunas curvas.
El vestido que lo cubría era de un color dorado rojizo
(«Como corresponde a su familia, señorita Harwood») con
encaje tachonado de rubíes. El tocado que me habían
puesto me tensaba el cuero cabelludo con sus afiladas
horquillas, y llevaba la cara tan cubierta de base y polvos
que apenas me reconocía.
Respiré hondo y caminé por la alfombra dorada que
conducía desde el transbordador a la entrada del
heptadomo. El conductor me había dejado al pie del edificio,
que se elevaba directamente ante mí. Busqué a mi
alrededor. ¿Dónde estaban los demás? Como nos habían
traído por separado, aún no los había visto.
Con cada paso me ponía más nerviosa. La verdad es que
no teníamos ni idea de lo que haría el Ojo. No se habían
dejado ver por ningún lado durante aquellos siete días, los
guardias de Adam ni siquiera habían encontrado indicios de
que los rebeldes estuvieran en Roma. ¿Qué pasaba si no
aparecían? ¿Y si me había equivocado al pensar que se
habían llevado a Lily por mí?
—Deberías aprender a ocultar mejor tu miedo —soltó
alguien de repente justo detrás de mí.
Me giré: era Nikki. Seguramente había llegado en el
transbordador siguiente al mío. Estaba arrebatadora, como
en el banquete. Aunque lucía un vestido increíblemente
fino, el resto de su cuerpo estaba cubierto por cadenas de
oro que le caían sobre el escote y los brazos, mientras que
las puntas de sus largas pestañas parecían estar decoradas
con fragmentos de diamante.
—¿Decías? —le pregunté.
Nikki sonrió, pero con frialdad. No la pillaba para nada,
pero sí me quedaba claro que no íbamos a ser amigas.
—Todo el Espejo va a estar observando atentamente cada
uno de tus pasos, reconocerán la más mínima debilidad. Así
que, cuando pongas un pie en la tribuna, es mejor que
tengas la piel ya no gruesa, sino de acero.
Y, dicho esto, avanzó y saludó majestuosa a la multitud.
Yo me quedé un momento como congelada, pero el ruido
rápidamente me trasladó de regreso al presente. Seguí a
Nikki hasta el final de la alfombra. Desde ahí se accedía a la
entrada acristalada del heptadomo, donde esperaban los
demás.
Iban todos de punta en blanco. Matt vestía una chaqueta
lila de corte especialmente elegante con pantalones negros
y camisa gris; Dina, un entallado traje de chaqueta verde
oliva, y Celine, un vestido azul zafiro tan ajustado que
parecía haberse fundido con su cuerpo. Cedric también lucía
los colores de su familia: una chaqueta azul oscuro de cuello
alto.
Y luego estaba Adam.
Como para compensar la relativa sencillez de su
vestimenta negra, el cuello de su ropa estaba decorado con
cristales heptagonales. Desde lejos parecía alto e
imponente, cada centímetro encarnaba al severo Señor del
Espejo, pero al acercarme a él, su expresión era
extrañamente tierna y seria, y la luz dorada rojiza del falso
atardecer aportaba calidez a sus ojos grises.
Nos miramos fijamente, al menos hasta que el
magistrado Vandal se detuvo frente a mí.
—Señorita Harwood, ¿me concede el honor…?
Adam negó con la cabeza.
—Hoy la llevo yo —explicó, y continuó con cierta torpeza
—. Si ella quiere…
No pude evitar mirar a Celine. Sabía por Cedric que ella
había acompañado a Adam a todos los eventos oficiales de
los últimos meses. Y, efectivamente, se había quedado con
la boca abierta de la sorpresa. Pero la mano de Adam no se
movió ni un milímetro. Se extendía ante mí como un
ofrecimiento…, o mejor dicho, como un desafío.
Cuando puse mis dedos sobre los suyos, la expresión de
Celine se transformó en odio.
«No importa», me habría encantado decirle. «Ninguna de
las dos va a poder estar con él de verdad, nunca».
Me agarré a su brazo, y juntos, caminamos hacia una
hilera de ascensores que estaban listos para trasladarnos. El
heptadomo era tan alto que nos llevó un minuto completo
llegar a la cima. Una vez allí, subimos los últimos escalones
hasta alcanzar nuestra tribuna. Los otros Superiores
emitieron un respingo colectivo al vernos. Sabía que en ese
momento la tela de mi vestido caía sobre las escaleras
como un río de cobre y oro, un efecto que pareció
embelesar a quien nos rodeaba.
Adam me agarró la mano con fuerza y ralentizó el paso
para ayudarme. Lo miré, y él esbozó una sonrisa divertida.
—Intenta subir tú las escaleras apretujado en esta cosa.
—Creo que paso —susurró. Noté en su voz que estaba
sonriendo—. Es mucho más interesante observarte a ti
intentarlo.
—Ya está el señor Asquerosito.
Abrí los ojos como platos al darme cuenta de que había
pronunciado aquellas palabras en alto. ¡Y tan en alto!
Adam dudó antes de dar el siguiente paso.
—¿Cómo?
—Nada.
—Rayne…, ¿me acabas de llamar «señor Asquerosito»?
—Yo… Es… es que se me ha quedado.
Me detuve e hice una mueca. Mierda, ahora iba a saber
cuántas veces se lo había llamado mentalmente.
—Vaya. —Adam sacudió la cabeza, pero luego sonrió más
abiertamente—. Creo que me gustaba más «déspota
sonado».
—Tomo nota —repliqué con magnanimidad—. Soy flexible
en mis calificativos negativos hacia ti.
Ahora se reía. Bajito, pero se reía, y el sonido todavía me
resultaba tan novedoso que me dio un vuelco el corazón.
El murmullo de la multitud aumentó cuando alcanzamos
el final de la escalera. Entonces, la arena del heptadomo
apareció ante mí en todo su esplendor. ¡Menuda pasada! En
comparación, los de mi mundo parecían un teatrillo. Sentí
una punzada en el corazón al pensar en la última vez que
había estado al lado de Lily en un heptadomo. En aquel
momento había estado segura de que íbamos a dejar
Londres y de que, a partir de entonces, daríamos todos
nuestros pasos juntas. Y ahí estaba ahora, con aquella ropa
glamurosa al lado del Señor del Espejo mientras que a ella
la tenían encerrada en alguna parte.
Como si pudiera leerme la mente, Adam dejó que su
mano me bajara por el brazo hasta agarrarme un dedo. Lo
miré sorprendida, pero en vez de soltarme, me acarició con
el pulgar suavemente el dorso de la mano… Y no dejó de
hacerlo ni siquiera cuando, al llegar al final del pasillo,
quedamos expuestos, y decenas de miles de cabezas se
giraron repentinamente hacia nosotros.
E nmientras
ese mismo momento, Matt echó mano de su anillo,
Dina y Celine aferraban también sus sellos.
Apretaron los puños con una expresión intensa en los
rostros, pero no ocurrió nada. Ni magia ni líneas brillantes.
—¿Qué está pasando? —masculló Dina, confusa.
—¿No lo veis? —Celine señaló el suelo de la arena.
El símbolo de varios metros que había activado Sebastian
brillaba en el suelo. No había duda: conocía el grabado…
porque lo había visto durante días en las monedas que me
habían colocado en el brazo.
—Estamos justo encima de un enorme inhibidor de magia
—susurré.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se
desató el caos a nuestro alrededor.
En algún lugar a mi izquierda, a un camarero le
arrancaron una bandeja de las manos. Se estrelló contra el
suelo junto con los vasos en una cacofonía de cristales
rotos. En cuestión de segundos empezaron a aparecer
figuras encapuchadas entre el público, por todos lados.
Incluso las vi en las filas de la tribuna inferior a la nuestra,
entre un auténtico rebaño de Superiores en estampida.
El Ojo.
Estaban aquí de verdad.
Le lancé una mirada a Adam. Jarek y Zorya habían corrido
hacia él y ya lo flanqueaban. Lo escoltaron, guiándolo hacia
la banda mientras el espacio que los rodeaba se iba
llenando rápidamente de gente.
Los rebeldes del Ojo inundaban las gradas. El magistrado
Pelham, Tynan Coldwell y los demás Superiores corrían
hacia las salidas. Yo también me puse de pie de un salto,
cagándome en el maldito vestido y en su enorme cola, que
casi no me dejaba moverme.
—¡Venga! —gritó Dina.
En cuestión de segundos, Celine y ella habían convertido
nuestros asientos en una barricada. Los rebeldes ya habían
llegado a nuestro piso: a mi lado, Matt le hizo una llave a
uno de ellos y luego lo tumbó de un codazo.
Sin la ventaja de los sellos, aquello parecía una pelea de
bar. Dina usaba los puños, los codos e incluso los dientes a
discreción. Era un auténtico caos. Estábamos en clara
inferioridad numérica, incluso con los guardias de la magia
de nuestra parte. Pero lo peor era que los sellos oscuros no
funcionaban, y nadie había previsto algo así.
El cepo se había cerrado, pero, en lugar de atrapar al Ojo,
habíamos sido nosotros quienes habíamos caído en él.
Más rebeldes empezaban a acercarse desde las esquinas
del heptadomo. Nosotros descendíamos, flanqueados por
algunos guardias. Tras unos escalones, tiré mis taconazos y
continué descalza. Un atacante se nos abalanzó desde un
lateral, pero Dina lo esquivó y le propinó tal ducha de
puñetazos que cayó al suelo entre gimoteos.
Solo la fuerza de voluntad me impulsó durante los
siguientes minutos. De camino a la planta baja, Dina iba
dejando un reguero de cuerpos inconscientes. Dos
atacantes más saltaron sobre Cedric y Matt mientras
alguien me agarraba por el hombro. Oía el ruido dos veces
más fuerte. Se me aceleraba el pulso. Con aquel vestido no
tenía cómo defenderme, pero tampoco me hizo falta: mi
oponente fue noqueado por un golpe certero y un disparo
en la pierna de Jarek y Zorya, que marchaban firmes hacia
nosotros, armados hasta los dientes.
—¿En apuros tal vez, alteza? —bromeó Zorya, y suspiré
aliviada cuando vi a Adam entrar corriendo tras ella,
acompañado de una avalancha de personas con uniformes
oscuros y heptágonos en la frente.
Agitado, me miró fijamente. Noté cómo lamentaba que
las cosas no hubieran salido según el plan…, pero también
vi que buscaba una salida.
—Mi Señor, creo que es hora de que lo saquemos de aquí
—gruñó Jarek mientras se colocaba delante de nosotros con
sus amplios hombros en un gesto protector.
Adam negó con la cabeza.
—No. Me quedo.
—No es buena idea. Los rebeldes quieren verlo muerto.
Deberíamos…
—Jarek. Me quedo. —Adam volvió a mirarme y me di
cuenta de que lo hacía por Lily. A fin de cuentas, era nuestra
única oportunidad.
—Yo también me quedo —dije de inmediato—. Quiero…
—Sacad a Rayne de la ciudad —les dijo Adam a Jarek,
Matt y Cedric—. Id por el sótano. Cuando estéis a suficiente
profundidad, el inhibidor debería dejar de funcionar. —Miró a
Celine—. Tú ve con ellos, y en cuanto sea posible, abre el
corredor que conduce directamente a Septem. Quedaos allí
hasta que tengáis noticias mías.
—¡No me voy a ningún sitio! —protesté—. ¡Tengo que
quedarme!
Adam me agarró por el brazo y tiró de mí. Me puso una
mano en la mejilla, y noté las miradas del resto sobre
nosotros, pero en ese momento me dio igual.
—Has cumplido tu función, ahora deja que yo me ocupe
de encontrar su base.
—Pero…
—Tu unión con Ignis todavía no se ha afianzado. Si te
atrapan, intentarán quitarte el sello, y no sobrevivirás.
Rayne, por favor. Puedo recuperar el control de la situación
y, en cuanto el inhibidor haya perdido su efecto, seguir a los
rebeldes a su base. Confía en mí.
Lo observé. No quería me rescatara. Yo no era así. Pero,
justo cuando estaba a punto de replicar, los focos del
recinto parpadearon. Entonces, todo el heptadomo se quedó
a oscuras, como si un pesado telón se hubiera cernido sobre
el mundo.
—¡Sacadla de aquí! —le gritó Adam a Jarek—. ¡De
inmediato!
Antes de que pudiera reaccionar, Jarek me agarró del
brazo. Lo empujé, pero poco podía hacer frente a tal
armario. Dina, Zorya y una parte de los guardias se
quedaron con Adam, y el resto se puso en marcha con
nosotros.
Jarek me obligó a seguir caminando, mientras
refunfuñaba «¡Vaya tía testaruda!» y parecía de todo menos
contento. Solo pude robarle una última mirada a Adam
antes de que desapareciera con el resto de los guardias.
La ira me corría por las venas. Seguro que lo había
planeado desde el principio, lo de dejarme fuera de juego en
cuanto apareciera el Ojo. Y había tomado esa decisión sin
contar conmigo.
¡Otra vez!
«¡Me cago en el Señor del Espejo! ¡Me cago en el señor
Asquerosito y en su arrogancia!».
—Déjelo ya, Llamarada —me gritó Jarek por encima del
estruendo—. Ir en contra de la cadena de mando solo
ralentiza las cosas. Pronto llegarán los refuerzos para
rescatar a Su Alteza, no se preocupe.
Me arrastró hacia la salida de la arena y de ahí
empezamos a descender. Algunos criados venían corriendo
en sentido contrario. Porque, claro, no había ninguna
manera de salir del sótano…, aparentemente.
Celine tenía bien agarrada su llave de zafiro, pero estaba
claro que todavía no la podía utilizar. Al llegar al segundo
nivel del sótano, todo el túnel se tambaleó. Las luces de la
pared parpadearon, y el polvo cayó del techo mientras yo
intentaba mantener el equilibrio. El suelo crujió
peligrosamente con las réplicas.
—¿Qué ha sido eso? —grité.
—El inhibidor de magia ha afectado a la estabilidad del
edificio —musitó Cedric con una voz débil—. Se pudo
levantar un heptadomo tan grande solo porque lo sostienen
los sellos.
Maldiciendo en voz baja, Jarek sacó un spectum. Miró en
su interior, pero parecía estar bloqueado por el inhibidor de
magia, al igual que nuestros sellos. Siguió tirando de mí
mientras el miedo me recorría todo el cuerpo. ¿Qué pasaría
si el edificio se derrumbaba antes de que saliéramos? ¿Y
qué le ocurriría a Adam?
Jarek me sujetó más fuerte. Matt, Cedric y Celine no se
separaban de mí. Estábamos dejando otro piso atrás
cuando…
—¡Parad! ¡Ya es suficiente! —Celine levantó la llave de
zafiro ante sí. El núcleo de magia azul estaba iluminado.
Nos dirigimos a la puerta más cercana, que estaba más
allá de un cruce de pasillos. Pero justo entonces la puerta se
abrió y un grupo de figuras enmascaradas corrió hacia
nosotros.
Jarek ordenó a sus guardias que se enfrentaran a los
rebeldes del Ojo mientras nos arrastraba a mí y a los demás
hacia atrás. Los cinco nos dirigimos al siguiente pasillo,
donde nos esperaba otra puerta.
Justo cuando Celine iba a meter su llave en la cerradura,
Matt la agarró del hombro. Sacó algo del bolsillo de su
chaqueta: un spectum. Se lo puso delante a Celine.
—Llévanos a esta dirección.
No podía ver lo que le estaba mostrando. ¿Algún tipo de
mapa? Celine frunció el ceño con gesto confundido.
—¿A cuento de qué?
—Adam quiere que nos reunamos con él allí.
—Eso es una locura. Adam ha dicho que debemos ir a
Septem.
—Celine —gruñó Matt y se irguió ante ella—, haz lo que te
digo. ¡Llévanos aquí!
El gesto de ella se oscureció y negó lentamente con la
cabeza.
—No.
Matt levantó la mano de repente. Las marcas lilas de sus
brazos se iluminaron, y vi cómo Celine ponía los ojos en
blanco mientras la envolvía en una ilusión.
—Matt —susurró Cedric, alarmado—, ¿qué haces?
—Llévanos a esta dirección —repitió él, y esta vez Celine
obedeció de inmediato.
Le temblaba todo el cuerpo. No tenía ni idea de en qué
tipo de ilusión estaba sumida, pero resultaba obvio que era
algo terrible, porque no dudó un segundo. Introdujo la llave
de zafiro en la cerradura hasta que las líneas azules se
iluminaron y la magia de su sello nos envolvió con toda su
energía.
—¡Libérala, Matt! —grité.
Celine temblaba cada vez más fuerte. Un gemido escapó
de sus labios, y tragué saliva mientras las lágrimas rodaban
por sus mejillas. De pronto, se desplomó.
—Matthew, ¡basta! —Cedric estaba tan consternado
como yo.
Intentó levantarle la mano, pero Matt lo envolvió en otra
ilusión. Luego, se giró hacia mí. Me agarró del brazo e
intentó tirar de mí por el corredor mágico, y entonces supe
que estaba perdida.
—Suéltala de inmediato, jovencito.
Jarek encañonó a Matt en el pecho.
—No tengo ni idea de lo que se te está pasando por esa
cabecita bonita, pero vamos directamente y sin desvíos a
Septem. Y si no obedecéis, niñitos, os llevo de las orejas.
El rostro de Matt se cubrió de una maldad que no
encajaba para nada con él. No con aquel joven alegre y
despreocupado que se había convertido en mi amigo. Miró a
Jarek con tal odio que incluso él, que podía vencer a
cualquiera, con su tamaño y sus anchos hombros,
retrocedió.
Matt, sin embargo, avanzó rápidamente hacia Jarek. El
guardia jadeó, tambaleándose. Yo no entendía qué pasaba,
solo vi la espalda de Matt, que respiraba rítmicamente. Vi
también la mirada de Jarek por encima del hombro de Matt,
atónita, como si ya no entendiera el mundo.
Entonces, las piernas de Jarek cedieron.
Vislumbré la daga de luz lila. Había surgido de la mano de
Matt. Y entonces descubrí el reguero de sangre que goteaba
desde el abdomen de Jarek.
Matt lo había apuñalado.
—¡No! —grité con voz ronca, congelada ante el puro
terror que me recorrió el cuerpo entero, convirtiendo mis
huesos en plomo.
Yo no entraba en pánico fácilmente, pero aquello era
demasiado. No podía pensar con claridad, el mundo se
estaba desdibujando ante mis ojos.
¿Cómo… cómo era posible? ¿Qué acababa de pasar?
—Corre, Llamarada —me exhortó Jarek. Todavía intentaba
levantar la mano, pero en ese momento, sus ojos se
quedaron sin vida. Jarek había dejado de respirar.
Las lágrimas manaban de mis ojos cuando Matt me
agarró del brazo. Intenté acceder a la magia de mi sello,
intenté visualizarme destruyendo la ilusión de las mentes de
Celine y Cedric, alejando a Matt con una estocada, pero no
pasó nada. Mi mente estaba nublada, mi cuerpo en estado
de shock, y el agarre de Matt era férreo. Me arrastró más
lejos, hacia el pasillo que Celine nos había abierto.
«Adam», pensé desesperada. Intenté enviarle un mensaje
telepático, aunque no sabía si funcionaría. «Adam, me han
capturado».
Me pareció sentir una vibración en nuestra conexión, pero
no hubo respuesta. Matt me empujó por el pasillo hasta que
solo nos rodearon finas y brillantes líneas azules. Algo tiró
con fuerza de mi cuerpo. Era como si todo diera vueltas a mi
alrededor. Matt me arrastró con paso veloz por el pasillo
para llegar al otro lado, donde, sonriendo tan tranquilo, nos
esperaba Sebastian.
37
PRÓLOGO
10
11
12
13
14
Parte 3. Nexo
15
16
17
18
19
20
Parte 4. La unión
21
22
23
24
25
26
28
29
30
31
32
33
34
Parte 6. Ignis
35
36
37
38
39
40
41
42
EPÍLOGO
Créditos