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01 - Los Sellos Oscuros - Anna Benning

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Para mis padres, gracias por colmar

mi vida de posibilidades.
Será con sangre, dicen;
la sangre llama a la sangre.

WILLIAM SHAKESPEARE, Macbeth


Alius y Etas
Los dados del
destino
Propiedad de la familia
Tremblett
Linaje de los primeros
portadores
Manipulación del tiempo

Anima
El anillo de las almas
Propiedad de la familia Coldwell
Proyección de ilusiones

Anguis
El cinturón de la
serpiente
Propiedad de la familia
Solomon
Absorción de la vida
Clavis
La llave de zafiro
Propiedad de la familia Attwater
Modificación espacial

Divinus
El espejo de los
ángeles
Propiedad de la familia
Lacroix
Estimulación de la
voluntad

Ignis
El brazalete del dragón
Propiedad de la familia Harwood
Destrucción de la magia

Solis
La esfera del sol
Propiedad de la familia
Fairburn
Regeneración de la vida
PRÓLOGO

H ubo un tiempo en que la magia solo existía en nuestros


sueños. Yo no llegué a conocerlo, un mundo sin magia,
quiero decir. Pero la gente aún habla de ello hoy en día. De
cómo en aquel entonces creían saber lo que era la magia:
una como la de las películas. Como la de los cuentos y los
libros. Una fuerza misteriosa y, en general, positiva que
obraba milagros.
Pero la magia no es así.
La magia de verdad es oscura y seductora, un líquido de
resplandor azul más valioso que el oro y más adictivo que la
droga más potente. Hace ya quince años que la magia entró
en nuestro mundo. Provocó una fascinación contagiosa que
hizo sucumbir primero a los ricos y privilegiados. Habrían
vendido su alma por una gota de magia. Cuando alguien
poderoso anhela algo así, los escrúpulos pasan a un
segundo plano.
Hoy en día, la magia es parte de nuestra vida. Está por
todas partes, en todos los continentes, en todos los países y
ciudades.
Hay quien mata por poseerla.
Otros mueren tras conseguirla.
Y algunos, como yo, luchamos con ella para sobrevivir.
1

N omequedaba ni un asiento libre en las gradas. Un escalofrío


recorrió la espalda al comprobarlo: fue franquear la
entrada y sentirme asediada por el ruido. Aplausos, gritos,
abucheos. Me sobrecogió una súbita sensación de soledad.
Aunque la mano de Lily estaba bien aferrada a la mía, sabía
lo que me esperaba.
Y sabía que debía enfrentarme a ello sola.
—¡Qué pasada! —gritó Lily. Casi no la oía, pero le leí los
labios fácilmente. Se inclinó hacia mí—. Tenías razón. ¡Esto
no tiene nada que ver con los combates amateur!
Y tanto que no. Contemplé el enorme hangar, apodado
«heptadomo» por su cúpula heptagonal. Los construían en
el espacio que antes habían ocupado campos de fútbol…
cuando a la gente todavía le interesaba el fútbol.
Era la primera vez que entraba en una estructura así.
Desde el metro, una interminable escalinata mecánica nos
había hecho ascender piso tras piso hasta llegar a las
gradas. Ahora estábamos tan arriba que teníamos una vista
panorámica de todo el tinglado. Allá abajo, rieles de focos
iluminaban ya las siete arenas de lucha independientes. Las
paredes del heptadomo eran de cristal oscuro, las luces
intermitentes de los proyectores danzaban sobre las
superficies. Por encima de nosotras se cernía un cielo de
tarde otoñal en el que todavía podían distinguirse algunos
retazos de rojo y naranja.
Hundí la mano que tenía libre en el tejido de mi capa
verde oliva y cerré los ojos para concentrarme. Para
lograrlo, me dejé invadir por el aroma que me rodeaba. El
heptadomo estaba repleto de un olor agridulce, pesado y
muy intenso, una mezcla de cenizas y azúcar.
El aroma de la magia.
De inmediato, un hormigueo inquieto me recorrió la piel
sin que pudiera evitarlo. Mi organismo sabía que se
aproximaba la siguiente dosis de magia y, por más que me
empeñara en negarlo, mi cuerpo la deseaba.
La parte racional de mi cerebro aborrecía la magia.
El resto de mi cuerpo no.
Las siete arenas heptagonales que estábamos mirando ya
estaban ocupadas. En todas se enfrentaban parejas de
contrincantes. Veía cómo se recrudecía su magia durante
los combates, pero me obligué a no dedicarles demasiada
atención.
Me pondría todavía más nerviosa.
—¿Ray? —Los ojos castaño oscuro de Lily me miraron con
preocupación. Aunque la gente que nos rodeaba nos
empujaba todo el tiempo hacia delante para buscar sus
asientos, ella seguía de pie, firme—. Todavía estamos a
tiempo de irnos y buscar otra solución.
Le sonreí. Lo decía en serio, eso me quedaba claro. Sabía
que saldría conmigo del heptadomo si eso era lo que yo
deseaba. Volveríamos de nuevo a los suburbios, a la central
eléctrica derruida en la que nos habíamos criado, a seguir
trabajando para Lazarus Wright. Formaríamos parte de su
banda el resto de nuestras vidas: «Nightserpents hasta la
muerte». Pero eso, poco a poco, día a día, acabaría
anulando nuestra humanidad.
—No, ya que estamos aquí, quiero llegar hasta el final —
dije, y asentí decidida. Mejor acabar con el tema de la
inscripción cuanto antes, no fuera a ser que me lo pensara
dos veces.
La zona en la que teníamos que apuntarnos quienes
íbamos a combatir se encontraba en una entreplanta entre
las gradas y, de camino, examiné al público que nos
rodeaba. Aunque el gallinero era bastante más barato que
las filas inferiores, donde los espectadores podían estar
sentados, por todas partes se veía gente bien vestida y
enjoyada. Todo el mundo contemplaba fascinado hacia el
fondo del recinto, hacia las arenas, y solo algunos nos
echaron un vistazo fugaz, para luego desviar la mirada al
detectar los lamparones y los rotos de nuestra ropa.
Me empecé a sonrojar de la vergüenza.
—Deberíamos habernos puesto otra ropa —grité por
encima de una oleada de aplausos, a lo que Lily me
respondió con una sonrisa de oreja a oreja e inclinó la
cabeza hacia mí.
—¿Para qué? Es mejor que te subestimen.
En eso tenía razón. Pero tampoco hacía falta aparecer con
la falda deshilachada y unas mallas llenas de agujeros. Con
mi aspecto habitual habría bastado: una chica larguirucha,
paliducha y castaña que parecía un cachorrillo a la caza de
un ratón. Lily tan solo se había recogido el cabello negro y
encrespado con un lazo en una coleta alta. ¿Formaría parte
de una estrategia? Porque, a pesar de su rostro de una
hermosura que dejaba sin aliento y de su sonrisa inocente,
Lily no había nacido ayer, eso había que reconocérselo.
Volvió a apretarme la mano y tiró de mí escaleras abajo.
Noté su piel cálida contra la mía y me dejé contagiar por su
confianza. De todas las personas que había conocido en mi
vida, Lily había sido la que más había creído en mí, desde
siempre. O, para ser más concreta, desde el día que, con
seis años, anuncié que iba a robar chocolate del almacén
del orfanato, y que además sería suficiente para repartirlo
entre todos los niños. Lily no dudó de mí ni un segundo… y
con razón.
Ella siempre había sido mi sostén, mi alma gemela.
Además de ser la única que sabía lo que me traía entre
manos hoy. Cuando entrara en una de las siete arenas
heptagonales para pelear, dentro de nada, ella estaría de
pie en la banda, gritando mi nombre hasta quedarse ronca.
Una parte de mí seguía sin poderse creer que lo
hubiéramos conseguido. En los últimos meses había ido
ganando todos mis combates amateur, acumulando
suficientes puntos para pisar por primera vez, aquel día, un
recinto profesional.
Había llegado el momento.
Nunca había deseado aquella vida. Pero eso no
importaba. Lo que importaba era que Lily y yo teníamos que
largarnos del orfanato lo antes posible. Para eso
necesitábamos dinero, y en los combates profesionales a
veces se hacían apuestas millonarias. Quien salía a la arena
también se beneficiaba, si bien en una pequeña proporción,
pero Lily había hecho los cálculos: por mi aspecto, nadie
apostaría por mí. Eso quería decir que tanto el porcentaje
que me correspondería como el premio en sí serían más
elevados. Según los cálculos de Lily, una victoria en mis
circunstancias implicaría una prima de diez mil libras. Diez
mil libras que se traducirían en dos billetes que nos llevarían
lejos de aquella vida insoportable y de los insoportables
suburbios.
Una vida lejos de Lazarus Wright.

—Se accede por aquí. —Lily y yo acabábamos de encontrar


la entrada a la zona de participantes; una sala austera que
estaba separada de las gradas por paneles de cristal. Nos
pusimos a la cola tras un fornido señor calvo que nos
impedía ver la mesa de inscripciones.
Oteé por la ventana. ¿Cuánto público habría realmente?
El heptadomo de Brent, al noroeste de Londres, era uno de
los más pequeños, y aun así podía albergar a tres mil
personas o más. Nunca había luchado delante de tanta
gente. Las peleas amateur tenían lugar sobre todo en
almacenes reformados para ese fin. Solo al avanzar en la
liga de combates era posible acceder a un heptadomo.
Mi nerviosismo iba en aumento. Lily no me había soltado
la mano ni un segundo y, mientras pasaban los minutos, me
di cuenta de que empezaban a temblarme ligeramente los
dedos.
«Ay, no», pensé, y cerré los ojos. «Calma», imploré a mis
manos y al resto de mi cuerpo. Tenía que recomponerme,
ese día precisamente no me podía permitir de ninguna
manera tales debilidades. Pero mis palabras de advertencia
no cambiaron nada.
Nunca lo hacían.
Lily parecía haber notado el temblor, a pesar de tenerme
la mano agarrada con fuerza, porque me miró primero a mí
y luego bajó la vista a nuestros dedos entrelazados.
—¿Va todo bien? —me susurró y, aunque asentí, su
mirada pareció preocupada—. ¿Segura? ¿Te has tomado los
bloqueadores?
«Sí, me los he tomado. Dos pastillas, esta misma
mañana. Pero ya casi no hacen nada frente a los temblores,
solo me cansan». Esa habría sido la respuesta honesta, pero
en ese momento no nos ayudaría a ninguna de las dos, así
que le dije:
—Por supuesto. Seguro que en nada se me pasa.
Lily iba a contestar cuando, de repente, una mujer que
estaba detrás de nosotras soltó un gritito. Llevaba el pelo
teñido de rojo brillante y tenía la boca igualmente pintada
de rojo, además del maquillaje oscuro de los ojos. Pero lo
más llamativo eran sus tatuajes: de cuello para abajo
estaba recubierta de números siete. Al percatarse de
nuestra mirada confusa, exclamó:
—¡Hoy han venido algunos Superiores!
«¿Superiores?». Rápidamente, volví a mirar hacia las
gradas. Intenté diferenciar a los Superiores del resto del
público, lo cual no tenía mucho sentido, porque tenían el
mismo aspecto que cualquier persona normal.
Pero en ese momento, la mujer de los tatuajes en el
escote señaló en dirección a la tribuna. Allá, separado del
resto del público, podía verse a un grupo de personas que
claramente pertenecían a otra clase: estaban sentadas
mientras un camarero les servía unas bebidas justo en ese
momento. Vestían chaquetas oscuras con el cuello alzado y
miraban con indiferencia hacia las arenas de combate. A sus
espaldas, de pie, podían distinguirse algunas personas
uniformadas.
—¿Qué pintan aquí? —oí preguntar a Lily.
—Hace un par de días empezaron los rumores —los ojos
de la mujer brillaban ávidos— de que se llevarían con ellos a
los mejores luchadores.
Lily miró primero a la mujer y luego a mí. En sus ojos
pude leer sus pensamientos como si los hubiera dicho en
alto. «¿Se los llevarían con ellos? ¿Al Espejo?».
—¡Vaya tontería! —mascullé, y apreté los labios mientras
la mujer me lanzaba una mirada iracunda.
—De tontería nada. En los últimos meses ya ha pasado un
par de veces. Parece ser que los Superiores han
seleccionado a algunos luchadores y les han ofrecido irse a
vivir al Espejo.
—¿Y se ha vuelto a saber de ellos? —preguntó Lily.
—No. ¿A cuento de qué? Allá arriba seguro que les dan
tanta magia como deseen.
La mujer levantó el mentón. Se notaba que haría
cualquier cosa para causar buena impresión a los
Superiores. Igual que todos y cada uno de los luchadores de
la exhibición, seguramente. Cualquiera querría marcharse, a
cualquier precio, a ese mundo que estaba por encima del
nuestro. Al mundo en el que la magia era ilimitada.
Desde que el Espejo se hizo visible, de vez en cuando nos
visitaban algunos Superiores, pero solo se reunían con
políticos y empresarios para acordar el suministro de la
magia. Una chica como yo, que vivía en los suburbios, en
los barrios pobres de la ciudad, nunca antes había visto a un
Superior. Tampoco es que me interesara. Vale, el Espejo era
fascinante. Tan fascinante como lo son todas las cosas que
se ven pero no se tocan. Un mundo en espejo, allá arriba, en
el cielo. ¡A cualquiera le hubiera parecido increíble!
Pero los Superiores en sí no me interesaban lo más
mínimo. Querían quedar de generosos ante nuestros
gobiernos con su magia, pero su único objetivo era que
dependiéramos de ellos en unos pocos años. Quienes
vivíamos en los suburbios, por no hablar del resto de la
humanidad, no sacábamos ningún beneficio del asunto.
Permitían que nos empobreciéramos por culpa de su magia.
Que renunciáramos a todo por unas miserables gotitas; que
nos fuéramos desangrando poco a poco.
Para mí, con eso ya estaba todo dicho sobre los
Superiores.
2

P or fin había terminado el calvo. Se


llegamos a la mesa de inscripciones.
hizo a un lado y

Un tipo escuálido con gafas nos miró aburrido. Llevaba un


traje que no pasaba por su mejor momento y una camisa
blanca. En la mesa que tenía delante podía verse el dibujo
de un heptágono, el logotipo de la Federación de Sellos de
Combate.
—¿Nombre? —me preguntó.
Inspiré hondo.
—Rayne Sandford.
Saqué de la capa la tarjeta de chip en la que estaban
archivados los resultados de mis combates anteriores. El
tirillas aquel la cogió con evidente desinterés, la metió en el
lector y luego se dirigió a Lily.
—¿Acompañante obligatoria?
Lily contestó con la cabeza bien alta.
—Liliana Bellerose.
Él asintió y me volvió a mirar. No le sorprendió que
acabara de cumplir diecisiete. A fin de cuentas, muchos
participantes eran menores de edad. Los estudios indicaban
que los cuerpos jóvenes absorbían y procesaban mejor la
magia. Eso implicaba ataques más rápidos, defensas más
robustas y posibilidades de beneficio más elevadas; razón
suficiente para que Lazarus me enviara a mí antes que a los
miembros mayores de su banda… y por supuesto antes que
a Isaac, su huerfanito del alma.
—¿Y bien? —preguntó el hombre, impaciente—. ¿Qué va a
ser?
—El brazalete.
Arqueó las cejas ante mi rápida respuesta. En su cara
estaba escrito: «¿Un sello ofensivo? ¿Tú? ¿En serio?».
Seguramente esperaba que escogiera un medallón
defensivo, o como mucho un anillo de proyección de
ilusiones. Cualquier cosa menos un brazalete ofensivo. A fin
de cuentas, eran el tipo de sellos que más riesgo
implicaban.
—Esos chismes reparten fuerte —me había aclarado Isaac
después de que Lazarus lo obligara a acompañarme a mi
primer combate profesional—. Pero no ofrecen ninguna
protección. Muy poca gente puede controlar un brazalete.
Bueno, pues entre esa gente estaba yo. Y no necesitaba
protección.
El tirillas me observó unos segundos más, luego abrió una
de sus tres cajas y me la puso delante. Contenía
innumerables brazaletes de todo tipo, semejantes a los que
ya me había puesto cientos de veces. Algunos eran de
plata, otros de oro; unos eran muy simples, otros, más
extravagantes. Solo se parecían en la placa heptagonal que
todos tenían en el centro.
El sello.
Tenía un pirograbado que en pocos minutos se llenaría de
magia. Lo evalué con ojo crítico. Era un círculo dividido por
dos líneas, una vertical y otra diagonal. Conocía ese
grabado, todos los brazaletes ofensivos lo tenían. Sin
embargo, de inmediato detecté las imprecisiones en el
dibujo y el trazo un tanto titubeante.
En cuanto el hombre me ofreció impaciente el brazalete,
le quise echar mano de inmediato, pero Lily negó firme con
la cabeza.
—Quiere uno bueno.
—Señorita, los grabados de los sellos son todos iguales.
No es vuestro primer combate, ¿no? Estos chismes están
todos homologados.
—Para nada. —Lily levantó el mentón—. Y mi amiga
quiere uno bueno.
Incrédula, me quedé mirando a Lily. ¿De qué iba todo
eso? Mi amiga sacó un saquito del bolsillo de la falda y lo
puso con el puño cerrado sobre el mostrador.
Los ojos del hombre se entornaron hasta convertirse en
meras líneas mientras se acariciaba reflexivo la barbilla. En
ese momento, se hizo visible uno de sus tatuajes: en la
parte inferior de la muñeca derecha vi cómo le despuntaba
un ojo estilizado y abierto. La pupila, en vez de redonda, era
heptagonal.
La mirada del hombre seguía pasando de Lily al saquito y
del saquito a Lily. Como no contestaba, ella se inclinó sobre
el mostrador y lo observó desde arriba con los ojos
entornados.
—Escúchame bien: sé que tienes sellos mejores. Aquí
dentro hay trescientas libras. Queremos uno bueno.
«¡Trescientas libras!». Era más de lo que nos pagaba
Lazarus por todo un trimestre. ¿Cómo podía jugarse Lily
tanto dinero?
El hombre volvió a frotarse el tatuaje con reticencia antes
de esconderse detrás del mostrador y volver a aparecer con
una caja estrecha que contenía más brazaletes, anillos y
medallones, a cada cual más bonito. Me mordí el labio para
que no se me notara la sorpresa. Hasta ahora me había
enfrentado en doscientos siete combates profesionales.
¡Doscientos siete! Y me había tragado aquello de que todos
los sellos eran iguales.
El hombre se aferró a la cajita.
—Estos imitan los poderosos sellos del Espejo. Son
réplicas carísimas, ¿lo entendéis? No encontraréis nada
mejor en ningún sitio.
Mi mirada pasaba de un sello a otro. Había un anillo con
una esfera negra sostenida por dos manos. Otro tenía una
banda atravesada con la cabeza de una serpiente en la
parte superior. Junto a ese vi un brazalete de cobre dorado
cuyo hueco para instalar la placa del sello estaba rodeado
por un estilizado dragón con las alas abiertas a ambos
lados.
Un escalofrío inexplicable me recorrió el cuerpo y abrí la
boca sin pensármelo más.
—Este.
El hombre emitió un gruñido.
—Habéis tenido suerte, hoy estoy de buenas —rezongó—.
Pero quiero el sello de vuelta en el mostrador en cuanto
termine tu combate, bombón. ¿Entendido?
Me guardé un comentario por lo de «bombón» y cogí el
sello. En el mismo instante que mis dedos tocaron el
brazalete, supe que el hombre me había dado el mejor sello
que había tenido entre las manos en mi vida. El dragón
tenía un aspecto fascinante, con las amplias alas abiertas y
con la placa para el sello justo donde debería latir su
corazón. El grabado también era perfecto: cero
imprecisiones. Las líneas seguían un trazado impoluto.
Nunca había visto nada semejante.
—El soporte y el sello constituyen una unidad —me había
explicado en su día Lazarus, en uno de sus pocos momentos
de buen humor. Estábamos de pie en el tejado de la central
eléctrica tras mi primera victoria en un combate amateur,
contemplando desde abajo los rascacielos de los suburbios
—. En principio da igual dónde se monte la placa con la
magia. No importa si es en un anillo, un medallón o un
brazalete. No importa la aleación: oro, plata o lo que sea.
Pero cuanto mejor encajen ambas partes, cuanto mejor
refleje el soporte el carácter del sello, mejor fluirá la magia
luego a través de tu cuerpo.
Lily le pasó el saquito con el dinero al tipo responsable de
las inscripciones y, después de que este hubiera contado los
billetes furtivamente tras el mostrador, la seguí, caminando
a su lado.
—¿Cómo lo has sabido? —le susurré.
Lily sonrió.
—Le oí comentar a Issac que se rumoreaba que había una
organización clandestina en los heptadomos que distribuía
sellos mejores a algunos luchadores. Le oí también decir
que se llamaban «el Ojo», y que a algunos de sus miembros
se les podía sobornar si se tenía el dinero suficiente. Me
estaba marcando un farol.
—¿Y no dará el cante?
—¡Qué va! Los brazaletes son todos distintos. Y en cuanto
al grabado… Ya lo has oído: «Estos chismes están todos
homologados».
Pasé el dedo gordo con reverencia por el sello del dragón.
Encajaba conmigo a la perfección, en todos los sentidos.
—Pero… —empecé—. El dinero. ¿Qué pasa si pierdo?
—No vas a perder.
La voz de Lily no albergaba ninguna duda.
—Y con la prima de ganadora me lo podrás devolver sin
problema.
Eso era cierto. Trescientas libras a cambio de nuestra
nueva vida.
Poco me parecía.
La siguiente fase del proceso de inscripción era la que más
odiaba.
Aunque no era del todo cierto. Una parte de mí
literalmente vibraba de expectación: notar correr la magia
por tu flujo sanguíneo era una sensación incomparable.
Fuera de las arenas heptagonales, yo era Rayne
Sandford, la chica de los suburbios a la que le temblaban las
manos. Pero aquí era una luchadora que manejaba los sellos
como nadie. Una de las mejores, ¡claro que sí!
Fuimos desde la mesa de inscripciones hasta la ventanilla
en la que se dispensaba la magia. Ahora que iba a participar
de forma oficial en un combate profesional, había que seguir
un procedimiento. Una mujer de pelo muy corto me hizo un
gesto impaciente para que me acercara. Retiré la tela de mi
capa y extendí el brazo derecho hacia ella, ante lo cual
levantó una de sus cejas bien depiladas. Al principio pensé
que era por los visibles moratones que me había hecho en
mi último combate, pero no: fijó la vista en el sello del
dragón. Para demostrarle que todo estaba correcto, yo
misma me lo puse y me lo ajusté a la muñeca. El frío metal
brillaba sobre mi piel y, de nuevo, me provocó un escalofrío
por todo el cuerpo. Una réplica de un sello muy poderoso,
había dicho aquel hombre…
Eso tenía que ser una buena señal.
—¿Accedes, de forma voluntaria y en uso de tus plenas
facultades, a que se te inyecte un grano de magia? —
preguntó la mujer, y vi cómo, detrás de ella, una segunda
esperaba con una tableta para que firmara mi
consentimiento. La exoneración de responsabilidad
obligatoria, por si la magia me provocaba algún daño
excesivo.
—Accedo.
—¿Y tú te comprometes a acompañar a la participante
hasta que se agote la magia?
Lily asintió, mirando a la cámara:
—Sí, me comprometo.
La primera mujer sacó una cajita. Presionó el pulgar
contra un escáner de huellas digitales y, de inmediato, se
abrió la tapa. Un resplandor frío nos cegó. Oficialmente era
conocido como «azul invernal», por el destello blanco perla
y la frialdad suave que emanaba siempre de la magia.
Si no supiera lo que era capaz de desatar aquello en una
persona, hasta lo habría descrito como hermoso.
Siempre nos daban la misma dosis. No más de una gota
por persona, un «grano»: sesenta y cuatro coma ocho
miligramos, que costaban oficialmente trescientas
cincuenta libras y que se guardaban en un vial de cristal
heptagonal.
Mi mirada se clavó en el grano mientras la mujer lo
extraía de la cajita. No podía evitarlo.
El anhelo de magia se manifestaba de múltiples maneras.
En algunas personas, como Lazarus, era un profundo pozo
sin fondo. En otras, un susurro incesante al oído. En mi caso,
sin embargo, ese anhelo era como una serpiente que se
aovillaba en mi subconsciente y esperaba. Normalmente ni
me percataba de que estaba ahí. Pero ahora, la serpiente se
había estirado y siseaba con expectación mientras yo
extendía el brazo despacio. La serpiente sabía a la
perfección lo que iba a ocurrir. Y ya había sido paciente
durante mucho tiempo.
Sin dudar más, la mujer inyectó el grano en mi sello.
Sentí la presión de la aguja a través del brazalete, pero no
hice ninguna mueca. Luego, el grano resplandeciente y azul
fluyó hacia mi interior y comenzó el intercambio: la sangre
se mezcló con la magia hasta que mi cuerpo quedó
totalmente unido al sello.
Me quedé sin aliento y agradecí tener cerca a Lily. Había
pocos momentos en la vida en los que una se hiciera tan
consciente de su cuerpo; la frialdad de la magia se
transformaba en una ola de calor que lo iba incendiando
célula a célula. Sentía cada partícula de piel, cada vello,
cada gota de sangre que corría por mis venas. Como si mi
cuerpo estuviera preso de una fiebre que transformaba cada
célula en un fuego invisible.
La sensación no tardó en desvanecerse. Observé el vial.
El grabado del sello estaba totalmente rodeado de magia
azul invernal que iluminaba aquellas líneas claras y finas
cuyo significado, en realidad, nunca me había interesado. Lo
único que me interesaba era que la magia cargara el sello
con lo que fuera necesario para ganar el combate.

Bajamos unas escaleras hacia la zona en la que había que


esperar a que terminara el sorteo de las parejas. Nos
dejamos caer en los bancos de madera, y Lily me quitó con
cuidado la mochila de los hombros.
—¿Va todo bien?
«Mejor que bien», susurró una voz en mi interior. La
magia me había calmado un poco el temblor de las manos,
y sentía cómo todo mi ser se preparaba para usar el poder
que se condensaba ahora en mis extremidades.
—Sí.
Le sonreí y me apoyé en ella mientras transcurrían los
minutos. Finalmente sonó la señal, un gong estruendoso
que informaba de la nueva ronda de combates. Siete, cada
uno con dos participantes. Tensa, eché un vistazo hacia
arriba, hacia el marcador en el que se iluminó mi número de
inicio: mi combate tendría lugar en el cuarto heptágono, y
mi contrincante se llamaba Dorian Whitlock.
¡Vaya mierda! El nombre no me sonaba de nada, lo cual
quería decir que el tipo debía de llevar tiempo en la liga
profesional. Conocía a casi todos los amateurs, no en vano
había estado peleando por casi todo Londres. Lazarus nos
dejaba cambiar de barrio a barrio a mí, a Isaac y a algunos
otros, porque cada promotor solo podía registrar una cierta
cantidad de luchadores por año. Nadie quería complicarse la
vida por que un participante se desplomara por una dosis
de magia demasiado alta. Que mi tarjeta de chip acumulara
combates de diferentes promotores semana tras semana y
que mi cuerpo estuviera cubierto de moratones no les
importaba.
Así que era un profesional. Pues nada. La probabilidad de
que me tocara enfrentarme a otro principiante era muy
reducida. Ahora solo me quedaba esperar que Dorian
Whitlock tuviera un punto débil… y que yo lo encontrara
antes de que fuera demasiado tarde.
En pocos minutos empezaría la acción, así que adelanté
un pie y me balanceé ligeramente. Luego me adentré en la
zona de combate al lado de Lily.
Los siete heptágonos estaban rodeados de superficies
vacías a las que solo podían acceder los árbitros y los
acompañantes. Caminamos hasta el mío y constaté, con
terror, que se hallaba justo debajo de la tribuna de los
Superiores. Ninguno me estaba mirando, pero en cuanto
comenzara el combate, sin duda lo harían.
Me empezó a entrar otro tipo de nerviosismo. A mí me
daba igual lo que pensaran de mí los Superiores. Ese día, mi
objetivo solo era acumular el máximo dinero posible. Aun
así, todo mi cuerpo se tensó al saber que aquellas personas,
a las que pertenecía la magia y que la usaban a diario, iban
a estar observando cómo la manejaba yo. Seguramente
toda esta parafernalia nuestra les parecía ridícula.
Pero daba igual. No podía permitirme ninguna
inseguridad, me estaba jugando demasiado. Así que hice
acopio de todo mi valor y di un paso hacia la luz que
arrojaban los focos del techo del heptadomo.
—¿Rayne?
Fue la voz suave de Lily la que me hizo detenerme, y
supe lo que iba a decir… porque lo decíamos siempre antes
de un combate.
—Somos Inferiores.
Abracé a Lily y absorbí su aroma floral hasta la médula.
—Y a mucha honra —añadí, antes de entrar en la arena y
dejar atrás a Rayne Sandford.
3

M iatravesé
contrincante todavía no estaba en la arena. En cuanto
la línea, apareció ante mí el árbitro con una
mirada seria. Era un hombre un tanto orondo y calvo, que
llevaba unas aparatosas gafas sobre la nariz con las que, a
modo de cámara térmica, seguiría nuestras firmas de magia
durante todo el combate. Tras mostrarle mi sello para que lo
verificara, me informó de las normas de seguridad que ya
me sabía de memoria.
Recibir una estocada era una sensación parecida a que te
rociaran con una mezcla de agua hirviendo y vidrio hecho
añicos. Se suponía que los sellos que utilizábamos en los
combates profesionales estaban algo debilitados, pero, aun
así, hacían daño.
El árbitro esperó hasta que asentí y confirmé haber
entendido todo para retirarse.
Miré fijamente a la línea exterior del heptágono. La arena
parecía tan pequeña… La superficie de los combates
amateur era casi el doble de grande. Aquí me tocaría
controlar la magia de mi sello con más precisión que nunca.
Volví a observar la tribuna de los Superiores. En las
paredes inferiores se reproducían imágenes del heptadomo
y, cuando una cámara los enfocó, por fin pude verlos de
cerca.
Había tres asientos. En el de la derecha divisé a una chica
pálida con una melena azul que le caía hasta los hombros
en elegantes rizos. Llevaba una chaqueta también azul y
tenía cara de aburrimiento, como si hubiera preferido estar
en cualquier lugar antes que allí.
A la izquierda estaba sentado un chico de tez oscura con
el pelo corto y negro. Vestía una chaqueta de brocado lila y
hablaba con un segundo tío que estaba sentado en medio.
El cabello rubio platino de este enmarcaba unos rasgos
finos, casi aristocráticos. Observaba el recinto serio
mientras su mirada escaneaba todo el lugar sin que su
cuerpo se moviera ni un milímetro. A diferencia de la chica
del pelo azul, no parecía ni aburrido ni irritado, sino más
bien… cansado.
Los camareros revoloteaban nerviosos a su alrededor, y
tras ellos podían verse algunos hombres y mujeres de
uniforme gris oscuro. Eran guardas o… soldados. En
cualquier caso, llevaban el pelo rapado al cero y un tatuaje
de un heptágono bien visible en la frente.
Tomé aire y me concentré en la sensación de calor que
emitía el brazalete de cobre dorado de mi muñeca. «Todo va
a salir bien». Me conocía todos los gestos que se
necesitaban para activar la magia. Mi cuerpo era una
prolongación del sello. Su magia reconocería el más mínimo
movimiento de mi mano y reaccionaría.
El temblor había desaparecido totalmente de mis dedos.
Estaba lista.
En ese momento, mi contrincante entró en el heptágono.
Era un joven de unos veinte años, delgado pero musculoso,
con el pelo negro y una sonrisa torcida en los labios.
«Dorian Whitlock», recordé que se llamaba. Tenía un
cierto parecido con aquel cantante coreano que le gustaba
tanto a Lily, pero en su caso llevaba un corte de pelo en el
que destacaba una especie de cresta, además de una
enorme cantidad de piercings en las orejas. Vestía ropa
suelta: un pantalón amplio y una camisa sencilla. Me
observó brevemente y su mirada pareció quedarse clavada
en el agujero que tenía en la media izquierda. Su sonrisa se
hizo más amplia. Tal vez pensaba lo mismo que cada una de
las personas que se agolpaban en las gradas o que estaban
sentadas allá arriba, en sus tribunas: «Esta estúpida con su
faldita va a caer a la primera».
Mejor así, mejor que todos apostaran en mi contra. Eso
haría que mi prima de vencedora fuera todavía mayor.
Dorian estiró el brazo para que el árbitro identificara su
sello. Había escogido un amuleto, un sello defensivo. Mal
asunto: significaba que el combate iba a durar mucho. A los
que llevaban amuletos les encantaba atrincherarse y dejar
que corriera el reloj mientras su oponente se agotaba
lanzando un ataque tras otro. Pero yo no iba a caer en esa
trampa.
Mi mirada se desvió hacia la izquierda. Lily, instalada en
la banda con nuestras dos mochilas, ya había examinado a
mi oponente. Se mordía el labio inferior, como hacía
siempre que estaba preocupada.
Eché un vistazo a las imágenes que se proyectaban en la
columna heptagonal situada en medio de la cúpula. Hasta
entonces casi todo habían sido anuncios, pero ahora se
iluminaban los puntos que cada contrincante tenía
acumulados de combates anteriores. Yo acababa de salir de
la liga amateur, así que al lado de mi nombre aparecían los
puntos de inicio: exactamente 7 000. En el caso de Dorian,
eran 14 530.
El doble.
«Joder».
El árbitro echó un vistazo a su reloj y levantó una mano.
El ruido se fue apagando en todo el recinto. En las otras
arenas, las demás parejas también se preparaban para
combatir.
Los focos se giraron hacia nosotros. No me atrevía ni a
respirar. Menos mal que Dorian no podía escuchar cómo el
corazón me latía nervioso contra las costillas. A mí me daba
la sensación de que hacía un ruido ensordecedor, tan fuerte
que llegaba incluso a la tribuna de los Superiores.
Una vez más, me concentré. La magia del sello del
dragón se extendía por todo mi cuerpo, mis dedos hervían
de ganas de lanzar los gestos correctos. Casi me parecía
poder sentir las líneas y círculos que estaban grabados en la
placa. Era mucho más fuerte que todos los sellos que había
portado hasta entonces.
Lo iba a conseguir. A fin de cuentas, la semana pasada
había noqueado a Isaac Moselby con solo tres gestos. Al
muy gallito todo el mundo lo tenía por uno de los mejores
luchadores amateurs de los suburbios.
Sonó un gong estremecedor. El sonido vibró por todo el
heptadomo. Dorian Whitlock hizo una leve reverencia sin
dejar de sonreír, y yo le imité. Empecé la cuenta atrás. Siete
segundos entre un gong y el siguiente. Ahí empezaba todo.
Los combates duraban un máximo de siete minutos. Si en
ese tiempo ninguno de los dos era capaz de vencer a su
rival, se procedía al desempate, cosa que yo debía evitar a
toda costa: mis manos no podían controlar la magia con
precisión durante tanto tiempo. Incluso si ahora parecían
tranquilas, el temblor podía reaparecer en cualquier
momento. Tenía que dejar a Dorian Whitlock fuera de
combate lo más rápido posible. Por eso nunca me planteaba
usar amuletos defensivos. Atrincherarme no me valía de
nada. O acababa con mi contrincante durante la primera
ronda, o ya no había nada que hacer.
Bajaron la iluminación de los proyectores de nuestro
heptágono, la oscuridad se apoderó de las gradas. Me
incliné y estiré los dedos en dirección al suelo en una pose
neutra. Dorian clavó su mirada en mí, también él tenía las
manos a ambos lados. En sus labios, una sonrisa segura de
su victoria.
Entonces sonó el gong por segunda vez.
Mi mano derecha salió disparada hacia delante. Era el
gesto más fácil de todos y el que requería menos magia: la
estocada. De inmediato, una niebla de color azul invernal se
desprendió de mis dedos. Restalló como el trueno hacia mi
contrincante, más rápido de como solían hacerlo otros sellos
a los que estaba acostumbrada. Pero Dorian se cubrió a
tiempo con ambas manos, hizo aparecer un escudo mágico
con forma de semicírculo parpadeante, y mi ataque rebotó.
Hasta ahí, todo totalmente previsible.
Probé con otras dos estocadas, porque solía funcionarme
encajar una justo en el momento en que mi contrincante no
estaba especialmente alerta. Y luego, una vez perdía el
control, lancé otra más con la esperanza de ganar la
partida.
Pero Dorian estaba alerta. Me esquivó con habilidad e
invocó otro escudo cuando pasé rozándole, y mi magia se
hizo añicos.
¡Vaya mierda! Cuando alguien peleaba como Dorian, no
había manera de ser lo suficientemente rápida como para
atravesar los escudos de su amuleto defensivo. Tenía que
sorprenderlo con un ataque.
Escuchaba al público gritar enfervorizado desde las
gradas, y la potente voz de Lily desde la banda; pero me
obligué a ignorar todo el ruido.
Dorian avanzaba con pasos laterales lentos por el borde
del heptágono. Yo hice lo mismo, para mantener las
distancias.
Era hora de sacarlo de su zona de confort.
Levanté la mano en la que el sello continuaba brillando
con un azul intenso. Mientras siguiera así, la magia me
obedecería a pies juntillas. Si la luz empezaba a
parpadear… entonces sí tendría que preocuparme.
Moví la mano hacia abajo con un gesto abrupto y luego
avancé veloz. Parecía como si mi cuerpo hubiera sido
catapultado, atravesado por un impulso hacia delante.
Durante unos pocos segundos fui más rápida de lo que
debería haber sido posible.
De inmediato, lancé un segundo gesto. Empecé a dar
golpecillos con los dedos en distintas direcciones. Unos
puntos diminutos iluminaron el aire: minas, mi gesto
favorito. Consumían una gran cantidad de líquido azul, sí,
pero también eran muy efectivas. Casi ni se veían, y si te
alcanzaban, ya no había escudo que valiera.
Dorian tardó unos segundos en tocar una y hacerla
explotar. Le oí gruñir de dolor.
Me disparó una estocada, y luego dos más. Dorian las
había lanzado tan seguidas y con tanta habilidad que no las
iba a poder esquivar, o por lo menos no echándome a
correr.
Abrí los dedos hasta hacer aparecer en el suelo una
plataforma redonda y azul, y salté con precisión sobre ella.
Me catapulté unos metros hacia mi contrincante. Iba
flotando por el aire, dispuesta a arrojar una estocada,
cuando de repente una niebla azul invadió todo el
heptágono.
¿Pero qué coño era eso? ¡No veía nada!
La gente que portaba medallones podía usar los gestos
defensivos con mucha más fuerza. Si hubiera sido yo la que
hubiera conjurado esa niebla mágica, no habría sido capaz
de inundar con ella ni la mitad de una superficie tan grande.
Sin embargo, con el sello de Dorian, la niebla era tan densa
que casi me cegaba por completo.
El público tampoco podía ver el combate. Los únicos que
podían vernos, gracias a sus gafas de alta tecnología (o, por
lo menos, distinguir nuestras firmas de magia), eran los
árbitros.
Disparé tres estocadas mágicas a la nada, pero no oí
nada: no había alcanzado a Dorian. Entonces percibí un
movimiento a mi izquierda. Cerré los puños. Tenía que darle
sí o sí. En cuanto distinguí una silueta, dibujé una línea recta
de arriba abajo con la mano: estasis. No era un gesto fácil
de ejecutar: la línea debía alcanzar exactamente al objetivo,
si no, la magia perdía potencia, y lo único que se conseguía
era desperdiciarla. Me salió a la primera: paralicé a Dorian
por completo. El efecto solo iba a durar un par de segundos,
pero sería suficiente. Apreté los puños, los separé como si
estuviera retirando la vaina de una espada e inicié un
movimiento de barrido hacia delante. Unas cuchillas
mágicas azules aparecieron a mi alrededor, zumbaron hacia
mi oponente y… se hicieron añicos.
Solo en ese momento me di cuenta de que Dorian estaba
totalmente cubierto por una capa protectora. No era un
escudo normal: parecía haberse acorazado. Un gesto tan
potente consumía mucha magia. Pero, por ahora, lo había
salvado.
Sin duda, había subestimado lo superior que era el nivel
de los combates del heptadomo comparado con el de los
amateur. Aterrada, me percaté de que la luz azul invernal
de mi sello iba perdiendo intensidad. Apenas me quedaba
magia. El grano estaba prácticamente agotado. Si llegaba a
ese punto, se habría acabado todo. Quien se quedara sin
magia antes sería declarado perdedor del combate.
El sello de Dorian no podía estar mucho mejor: la niebla
costaba casi medio grano; de hecho, él también parecía
estar vacilando antes de volver a atacarme. Nos movíamos
en círculo, evaluándonos. La respiración me resonaba con
fuerza en los oídos. Tenía que ganar a Dorian Whitlock.
«¡Diez mil libras!».
«Hazlo por Lily».
«Hazlo para no tener que volver a ver a Lazarus Wright».
De repente, algo me arrastró con tal fuerza que ni
siquiera el gesto antigravedad que utilicé pudo salvarme.
Algo había tirado de mí. Caí de bruces al suelo, respirando
con dificultad.
¡Una inmovilización mágica! Dorian me había atado los
brazos y las piernas con finas cuerdas azules. Y como la
inmovilización era un gesto defensivo, su sello lo hacía mil
veces más fuerte.
De pronto apareció delante de mí. Tenía el pelo negro
revuelto y se le había enrojecido la piel allí donde mi magia
le había alcanzado. A pesar de eso, sonreía.
—Buena pelea, Rayne Sandford —me consoló, aunque el
combate aún no había llegado a su fin.
Su arrogancia me cabreó tanto que cerré los puños. Solo
tenía una oportunidad. Así que golpeé con fuerza el suelo,
desesperada, y mi sello emitió una ola de magia que se
disparó en todas las direcciones. Un gesto rotundo… con un
alto precio. Era el último que sería capaz de ejecutar, dado
que la magia de mi sello ya empezaba a titilar y pronto se
agotaría. ¡Tenía que funcionar!
Pero la inmovilización que me atrapaba era más fuerte.
La ola de magia se disolvió.
—Lo siento, en serio. —Dorian inclinó la cabeza y se
arrodilló ante mí.
«Yo también», pensé, o más bien casi exclamé, mientras
los ojos se me llenaban de lágrimas. A lo lejos, me pareció
escuchar gritar a Lily. Gracias a sus gafas, estaba claro que
el árbitro sabía lo que estaba pasando. Ahora empezaría a
contar los siete segundos, si es que no había comenzado ya.
Siete segundos sobre la lona y habría perdido.
Me comenzaron a temblar las manos con tal intensidad
que el hormigueo que sentía en los dedos empezó a
quemarme. Mi último gesto debía de haberme dejado
tocada de verdad, porque el calor se me iba extendiendo
por el flujo sanguíneo, desde el brazo derecho hacia el resto
del cuerpo. Iba a perder. Ese combate, las trescientas libras
de Lily, cualquier posibilidad de reconducir nuestras vidas.
Si perdía, en un par de días Lazarus se enteraría de que
tenía licencia para competir en la liga profesional, y
entonces sí que haría todo lo posible para que nunca
pudiéramos abandonar la ciudad.
Era nuestra única posibilidad.
«¡Levántate y pelea!».
El pensamiento se asentó en mi mente. Me tensé hasta
que sentí que me vibraba todo el cuerpo. Un dolor punzante
me recorrió el brazo, y de repente pasó algo que no había
visto en toda mi vida: la última gota de azul invernal que
quedaba en mi sello se transformó en algo tenebroso,
oscureciéndose más y más hasta volverse totalmente
negra.
La poca magia que quedaba en mi cuerpo salió al exterior
en oscuras bocanadas que atravesaron mi piel. Deshizo
como si nada la inmovilización que me apresaba, e incluso
la niebla empezó a disiparse lentamente; era como si
aquella nube negra hubiera disuelto toda la magia a nuestro
alrededor.
—¿Qué co…? —gruñó Dorian.
El pánico se apoderó de su mirada, hizo un gesto de
protección apresurado, pero los hilos de magia negra lo
calaron como si su escudo nunca hubiera existido, con tal
ímpetu que fue a dar con sus huesos en el suelo. La magia
se derramó sobre su cuerpo y más allá, para, finalmente,
esfumarse.
Dorian se quedó desplomado, inconsciente, y por un
terrible segundo pensé que lo había matado. Me arrastré
hasta él y le tomé la mano. Su cara estaba perlada de sudor
y su pulso era débil, pero estaba vivo. Me separé de él y, al
dejar caer su mano, descubrí un tatuaje que se vislumbraba
por debajo de su manga. Era el mismo que le había visto al
hombre de las inscripciones: un ojo con una pupila
heptagonal.
Esa organización clandestina de la que había hablado
Lily… ¿Pertenecería Dorian a ella?
El aire que nos rodeaba se fue aclarando a medida que se
disipaba la niebla. Aturdida, miré hacia los monitores de la
columna central. Se había activado la cuenta atrás de siete
segundos. Seguí los dígitos mientras apretaba las manos
contra mi cuerpo. ¿Se habría percatado alguien de algo? No,
el árbitro que había aparecido a mi lado solo observaba a
Dorian, tendido en el suelo, comprobando si sería capaz de
levantarse.
No lo hizo.
Cuando hubieron transcurrido los siete segundos, todo
sucedió al mismo tiempo: un aplauso prendió a mi
alrededor, primero dubitativo y luego frenético, porque,
obviamente, nadie alcanzaba a entender cómo podía haber
ganado una niñata como yo; el árbitro levantó mi mano
todavía temblorosa y me declaró ganadora; Lily,
infringiendo todas las normas, vino corriendo al centro del
heptágono para abrazarme. No dejaba de saltar, sonriendo
de oreja a oreja.
—¡Lo has conseguido! —gritaba una y otra vez, y me
besaba las mejillas. Dejé que me diera un largo abrazo,
mientras el personal sanitario entraba corriendo en la arena
para ocuparse de Dorian Whitlock.
Miré hacia arriba, hacia la tribuna de los Superiores. La
chica del pelo azul y el chico de la chaqueta lila charlaban,
pero el rubio se había quedado sentado estoicamente en su
asiento. La única diferencia era que ya no parecía cansado.
Más bien al contrario: mientras sus acompañantes
conversaban a su alrededor, él me miraba fijamente. A mí.
Como si pudiera adentrarse en mi mente y arrebatarme
todos mis secretos.
Y esos ojos… analíticos, penetrantes, curiosos… me
inmovilizaron con una magia totalmente diferente.
4

L as próximas veinticuatro horas iban a ser las más difíciles


de mi vida, pero empezaron como cada mañana, con el
mismo juego cruel.
Lazarus estaba sentado en su escritorio, asignando
tareas. Primero, a los miembros de la banda que lo
acompañaban desde hacía años; luego, a los recién
llegados, y muy al final, a nuestro grupo: los cuatro últimos
huérfanos que quedábamos. Nos obligaba a estar diez
minutos haciendo cola ante él por el simple placer de
ignorarnos. Con toda la calma del mundo, sujetaba su
intercomunicador (la fina pantalla a través de la cual
organizaba toda su vida) como si tuviera que confirmar
algún detalle superimportante antes de poder prestarnos
atención.
Yo no tenía ni idea de por qué seguía siempre aquella
puta rutina. ¿Se creía muy original? ¿Era una demostración
de poder? ¿O simplemente quería comprobar cuánto
tardaba en que se me hincharan las narices y saltara por
encima del escritorio para meterle una buena hostia? Fuera
por lo que fuere… ese sería el último día que me tocaría
aguantar a Lazarus Wright. Me lo había prometido a mí
misma.
En silencio, miré de reojo a mi alrededor. Lily estaba en la
cola, justo a mi lado, con expresión neutra, pero yo la
conocía lo suficiente para saber que estaba nerviosa. El día
anterior habíamos llegado como si nada a nuestra
habitación del orfanato. Por dentro, nos sentíamos como si
flotáramos. Y no solo porque hubiera ganado un combate en
un heptadomo, sino porque nadie se había percatado de
que Lily y yo habíamos estado en Brent. Nadie sabía que
había entrado en la liga profesional, nadie sabía nada de mi
prima de ganadora… Y así debía seguir siendo hasta el día
siguiente.
Porque para entonces la Federación de Sellos de Combate
ya habría transferido el dinero a mi tarjeta de chip, y
podríamos así poner en marcha la segunda parte de nuestro
plan. Hasta entonces, no podíamos permitirnos ningún fallo.
Si no, todo habría sido en vano. Y conocía a Lazarus. La más
mínima sospecha de que tramábamos algo bastaría para
que no nos perdiera de vista.
Por eso aquel día me obligué a estar todavía más quieta
de lo normal, a pesar de lo mucho que me dolían los brazos
y las piernas; aunque eso no era nada raro tras un combate,
por alguna razón esa vez el dolor era más intenso de lo
habitual.
Con un escalofrío, recordé la magia negra que se había
liberado de mi interior. Las bocanadas de vapor oscuro, el
frío… No tenía ni idea de qué había sido aquello.
Aunque eso no era del todo cierto. En los suburbios hacía
tiempo que corrían rumores de que se estaba extendiendo
una epidemia. Una enfermedad de la magia. Oficialmente se
había desmentido su existencia, pero la realidad era que
había gente que la contraía y moría. Además, cada vez se
veían más figuras tiradas por las esquinas, con el cuerpo
cubierto de venas oscuras. Se decía que la enfermedad
empezaba poco a poco, y que iba extendiéndose hasta que
la gente simplemente se caía redonda y moría. Solo que…
eso no era lo que me había pasado a mí en la arena, ¿no?
Vale, la magia se había vuelto más oscura, pero había salido
de mí a raudales. Me había rescatado y había desaparecido
sin dejar rastro.
Fuera lo que fuera lo que hubiera pasado, no había
ningún motivo para preocuparse. Se lo contaría a Lily en
cuanto estuviéramos lejos de Londres. En ese momento nos
teníamos que centrar en nuestra huida.
Volví a echar un vistazo de reojo, esta vez a mis otros dos
compañeros. Isaac y Enzo miraban al frente, la
personificación de dos soldados perfectos. Isaac se había
ido tatuando todo el torso y, aunque estaba tan delgado
como nosotras, la tinta lo hacía parecer mucho más
amenazador. Por el contrario, Enzo era el típico mazado
descerebrado, aunque su firme intención de impresionar a
Lazarus era igualita a la de Isaac.
Antes, cuando vivían más niñas y niños en el orfanato,
Enzo, Isaac, Lily y yo éramos amigos. Pero mientras que a
nosotras los abusos de Lazarus nos habían llevado a querer
huir cada vez más desesperadamente, ellos dos tomaron el
camino contrario; se habían acostumbrado a la vida de los
Nightserpents. Y desde que gané a Isaac en un combate de
sellos, estábamos en permanente pie de guerra. Yo
amenazaba con arrebatarle su puesto de número uno de
Lazarus en las arenas, y eso él no lo podía permitir.
En ese momento nos llegó un gruñido desde el escritorio.
Lazarus parecía estárselo pasando en grande con algo que
le llegaba por el intercomunicador. Se estiró y puso las
piernas sobre la mesa sin dignarse a mirarnos. Me
empezaron a temblar las manos. ¿Estaba de coña?
Llevábamos allí plantados casi un cuarto de hora.
—¿Qué te pica, petardilla? —gruñó de pronto, mientras
dejaba el intercomunicador a un lado.
Cerré los puños. El apodo me ponía de los nervios. «Se
enciende como un petardo», había dicho sobre mí una vez
Isaac, y desde entonces Lazarus me llamaba «petarda» a
todas horas.
—¿Y bien? —prosiguió.
—Nada, solo estaba pensando —dije, una respuesta
breve. Había aprendido que las respuestas cortas eran las
que ofrecían menos posibilidad de ataque.
—¿Pensando? —Lazarus emitió un sonido despectivo—.
Que estés pensando nos cuesta demasiado dinero. —Su
mirada se dirigió con desaprobación a mis manos
temblorosas—. Mejor vete a hacer unos ejercicios de
relajación y desconecta. Estoy harto de estarte comprando
todo el tiempo pastillitas para esos temblores tuyos.
Isaac se rio por lo bajo, lo cual no hizo más que llenarme
de ira. Lazarus sabía igual de bien que yo que mis
betabloqueadores costaban una ínfima parte de lo que él
necesitaba para satisfacer su adicción a la magia. Era él
quien se compraba a todas horas aquellas malditas
monedas, los happy-uppers, y quien se las pegaba al brazo
a la mínima oportunidad. Su dormitorio, que me tocaba
limpiar a mí, estaba lleno de aquella mierda, y más de una
vez me había encontrado a Lazarus atontado en el suelo,
riéndose como un lelo.
—No le des más vueltas —masculló Lazarus—. Es un rollo
psicológico, nada más.
—De eso sabes tú bastante —le dije, y los ojos de Lazarus
se entornaron hasta convertirse en dos líneas.
Lily susurró mi nombre, una clara advertencia, pero ya
era demasiado tarde. Lazarus se levantó de la silla, dio la
vuelta al escritorio y me agarró por el cuello.
—Ándate con cuidado, petarda. Todavía me perteneces. Y
mi paciencia no es infinita.
Apretó tan fuerte que me costó tragarme un gemido de
dolor apagado. Presionaba sus dedos gordos justo encima
del localizador que me había implantado en la nuca, bajo el
nacimiento del pelo. Era el símbolo personal de nuestra
banda, una «prueba de confianza», había dicho Lazarus
entonces. Además, muy convenientemente, enviaba una
alarma a su intercomunicador en cuanto alguien cruzaba los
límites de la ciudad. O si alguien intentaba arrancárselo.
Yo lo había intentado dos veces.
Lazarus se apartó de mí, y lo miré directamente a la cara.
Era increíble lo mucho que su adicción a la magia lo había
ido cambiando a lo largo de los años. Antes, Lazarus tenía,
por lo menos superficialmente, un aspecto agradable,
incluso atractivo. Pero no ahora. Las ojeras, las arrugas… La
magia lo estaba consumiendo poco a poco y se notaba, por
mucho que el Gobierno defendiera que no provocaba
adicción. Tal vez fuera cierto en cuanto a una adicción física,
pero el ansia por la felicidad que ofrecían los happy-uppers
se había cincelado desde hacía tiempo en el rostro de
Lazarus. Y cada vez lo volvía más imprevisible.
—¿Me has oído, petarda? —preguntó, respirándome en la
cara.
Sentí la mano de Lily en la mía y supe lo que me quería
recordar. «No te dejes provocar. No te arriesgues ahora.
Porque se dará cuenta de lo que tenemos entre manos».
—Alto y claro —dije. Sentía la bilis en la garganta.
Satisfecho, Lazarus se volvió a sentar, sonriente. Se
repanchingó, y luego empezó a pasarnos lista con la mirada.
—Venga, os toca ir al mercado de Cable Street, en
concreto al traficante de grano de la segunda planta. Hay
que aligerarle un envío que tiene para nosotros.
Hizo un gesto para que Isaac se acercara y le transfirió
algo por el intercomunicador. Seguramente dinero.
—Nos hace precio de amigos, claro está. Si tiene dudas,
le aclaráis que se puede dar con un canto en los dientes por
tenerme como comprador, ¿entendido?
Asentimos. Un mal presentimiento se me iba asentando
cada vez más en el estómago. Iba a ser uno de esos
encargos. Justo hoy.
Sabía perfectamente de qué envío hablaba Lazarus. Se
trataba de magia. La quería para una de las legendarias
fiestas que organizaba cada poco tiempo en la ciudad. Pero
al día siguiente, todo eso habría quedado atrás…
—Agarrad los granos y desapareced sin llamar la atención
—nos indicó Lazarus—. Y más os vale no cagarla.
—No te preocupes, Laz. —Isaac me observó lleno de
satisfacción—. Hoy no se va a pasar nadie de la raya.
Ya casi estábamos en la puerta cuando Lazarus nos volvió
a llamar:
—Por cierto, Lily, hazme un favor y no te pongas mañana
por la noche el mismo vestidito de flores de siempre, ¿vale?
Nuestros clientes esperan algo más exclusivo de tu parte.
En silencio, Lily y yo volvimos a nuestra habitación para
prepararnos para la salida. El espacio en el que dormíamos
desde hacía unos años estaba en el sótano de la antigua
central, entre turbinas inservibles.
Aunque ponía un pie delante del otro, por dentro me
sentía paralizada. «Nuestros invitados esperan algo más
exclusivo de tu parte», había dicho Lazarus. Sus palabras
retumbaban en mi cabeza. En momentos así, me
preguntaba cómo nuestra vida podía haberse vuelto tan
horrible.
Recordaba perfectamente la época en que el orfanato era
un lugar limpio, agradable y en paz. No importaba que
estuviera ubicado en un barrio empobrecido de Londres,
lejos del centro tornasolado de la ciudad. Gracias a Mimzy,
la antigua directora, siempre nos habíamos sentido como en
casa. Nos hacía galletas de canela, nos leía libros y jugaba
al escondite conmigo y con Lily por el hangar derruido de la
antigua central todo lo que le aguantaban las piernas.
Íbamos al colegio y llevábamos una vida tan normal como
era posible en los suburbios.
Pero entonces, hacía cinco años, Mimzy murió, y su hijo
apareció de la nada. Al principio sentimos alivio, porque
Lazarus rescató el orfanato del cierre, pero al cabo de pocos
meses Lily y yo nos percatamos de lo que se cocía en
realidad: Lazarus había escogido el orfanato como nuevo
centro de operaciones de su banda, y con los Nightserpents
nuestra vida se fue convirtiendo poco a poco en un infierno.
Los huérfanos éramos para Lazarus un recurso y, a la vez,
el mejor camuflaje que podría haberse imaginado. Nuestra
presencia había evitado redadas y controles, y así él pudo
seguir afianzando su poder.
Actualmente, Lazarus era el rey secreto de los suburbios,
y en el orfanato hacía tiempo que, quitándonos a Enzo,
Isaac, Lily y yo, no vivía ningún huérfano.
Al llegar a la habitación, Lily llenó una mochila y, en vez
de ponerse unos vaqueros, se ajustó una falda que le caía
suave sobre las caderas. Se peinó y, con ayuda de un
espejo de mano, se puso algo de colorete sobre la tez
morena. Estaba preciosa. Lo era, tanto que antes siempre
fantaseaba con que llegaría a ser una modelo famosa y que
participaría en desfiles en París. En otra época, su belleza
me había parecido un regalo…, pero en realidad
representaba un peligro terrible.
—Como sigas así, te va a salir humo por las orejas. —Lily
me sonrió a través del espejo, estaba claro que se había
dado cuenta de cómo la miraba—. Piensas tan en alto que
escucho tus pensamientos desde aquí. No tienes que
preocuparte por mí, Ray, de verdad.
—¡Claro que me preocupo por ti! Ya has oído lo que ha
dicho Lazarus.
Lily miró en dirección a la puerta para cerciorarse de que
estábamos solas, y luego se acercó a mí.
—Sí, ¿y? Mañana por la mañana llega el dinero. Para
cuando empiece la fiesta, nosotras ya estaremos lejos de la
ciudad. —Como no le contesté, me rodeó con sus esbeltos
brazos—. Todo va a salir bien. Ya hemos conseguido lo más
difícil. Lo que hiciste ayer fue increíble. ¡Tu oponente tenía
casi 15 000 puntos, y aun así lo noqueaste! La gente estaba
fuera de sí. —Se retiró y su sonrisa orgullosa dio paso a un
ceño fruncido—. ¿Te pasa algo? Antes parecías agotada.
¿Todavía te duran los efectos secundarios de la magia?
Bufé.
—Tendré efectos secundarios mientras tenga que seguir
respirando el mismo aire que Lazarus.
Lily volvió a sonreír, pero en su rostro permanecieron las
arrugas de preocupación. Ella solo había dejado entrar en su
cuerpo un único grano de magia. Lazarus quería comprobar
si tenía perfil de luchadora. Pero daba igual que probara con
un anillo, con un medallón o con un brazalete: a Lily no le
sentaba bien la magia. Al principio me sentí aliviada. En mi
inocencia, me había alegrado pensar que Lily nunca tendría
que salir a una arena… hasta que me di cuenta de lo que
significaba. Si Lily no participaba en los combates, no
ganaba dinero, y eso era totalmente inaceptable para
Lazarus. Todo el mundo debía contribuir. Isaac y yo
combatíamos con los sellos, Enzo ayudaba en los robos, y
Lily… A Lily, Lazarus le asignó sus malditas fiestas.
Eran el último grito entre la gente rica del centro de
Londres, pagaban un riñón por asistir. Iba la típica jet set
adicta a la adrenalina y la aventura de la que carecían sus
acomodadas vidas de lujo. La lista de asistentes era
totalmente exclusiva, y el lugar en el que se celebraban las
fiestas se mantenía en secreto absoluto hasta el último
momento.
No tenía ni idea de lo que iba a exigirle Lazarus a Lily. Si
se tenía que poner guapa solo para bailar y ligar con la
gente para que compraran suficientes granos o… o si tenía
que hacer otras cosas. Tampoco nos íbamos a quedar a
averiguarlo. Para entonces ya habríamos desaparecido de la
ciudad.
Lily pegó su frente a la mía:
—Solo veinticuatro horas más —me susurró. Luego se
insinuó en sus labios una sonrisa descarada—. He estado
pensando que deberíamos quemar el sillón de Lazarus antes
de marcharnos. Y su despacho, de paso.
Me invadió una carcajada inesperada.
—Explotaría de la ira.
—Sería nuestro regalo de despedida de los suburbios. —
Se echó su bolsa al hombro, y yo cogí la mía—. Por cierto,
los Superiores no se llevaron a nadie al Espejo —me contó
de camino al exterior.
—¿Eh?
—En el combate. He estado pendiente. No ha salido nada
en las noticias.
Ah, ya. Recordé a la mujer de la cola de inscripción, la
que estaba cubierta de tatuajes de sietes. Esperaba su
invitación al paraíso del Espejo. Qué sorpresa que no le
hubiera salido bien.
—¡Qué mala suerte! —dije—. La tía esa se ha quedado sin
fuentes de magia y arcoíris de los que gotean granos
mientras ella se admira en el espejo con su nueva chaqueta
de brocado.
Lily quiso replicar, pero le dio la risa. Encubrió su
carcajada con un delicado carraspeo.
—¡Estás como una cabra!
—Ya. —Me arrimé a ella con cariño—. Sea como sea, si
todos los Superiores llevan unas pintas tan ridículas como
los que asistieron al combate, me alegro de verdad de que
nuestra huida no nos conduzca allí.
Una sonrisa suave se asentó en los labios de Lily. Justo
antes de llegar a las escaleras que se dirigían a la planta
baja, extendió el dedo meñique hacia mí, y yo lo enganché
con el mío.
—Inferiores y orgullosas de serlo.
—Inferiores y orgullosas de serlo —contesté yo, y luego
ascendimos.
Antes, Lily y yo soñábamos a menudo con el Espejo,
fantaseando con cómo serían las cosas allá arriba. Ahora
todo era distinto. Básicamente, porque el Espejo era
culpable de que la gente como Lazarus tuviera tanto poder.
Gracias al Espejo, unos pocos podían aprovecharse sin
piedad de las desigualdades del mundo. Por eso, mi ira
hacia los Superiores crecía año a año. ¿Les importaba lo que
su magia provocaba en nuestro mundo? ¿O les éramos
totalmente indiferentes?
No era la primera vez que me acordaba del tío rubio
platino. El día anterior había estado sentado en la tribuna
del heptadomo al lado de los demás Superiores y, tras el
combate, se me había quedado mirando desde allá arriba.
Su expresión tensa, la mirada impasible… Aunque, debido a
la niebla, era imposible que hubiera visto la magia negra,
parecía que sabía lo que había ocurrido.
Y parecía que lo había dejado de todo menos frío.
5

I nspiré profundamente al notar que el olor a cenizas y


azúcar que invadía la central eléctrica iba siendo
sustituido por aire fresco.
El orfanato se encontraba entre numerosas torres;
enormes complejos residenciales que en los últimos años
habían surgido como champiñones en los suburbios, desde
los Tower Hamlets a Newham, pasando por Hackney. Entre
ellos, la central, a pesar de lo grande que era, parecía un
grano de arena entre montañas.
Nos montamos en uno de los jeeps oxidados de Lazarus e
Isaac nos condujo por las calles de los suburbios. Él y Enzo
se iban riendo de algo mientras Lily y yo nos manteníamos
en silencio en los asientos de atrás. Pasamos rápidamente
por delante de los bloques de innumerables pisos que se
agolpaban por todas partes en largas hileras, luego, por los
primeros centros comerciales y supermercados. Todo daba
la impresión de estar derruido y sucio. No era como en el
centro de Londres, donde la atmósfera vibraba de magia, y
a las tiendas de ropa de los Superiores se les pegaban
glamurosos locales nocturnos en los que, gracias a la magia,
podía suspenderse la gravedad.
El mercado no quedaba muy lejos, tal vez a quince
minutos. Mientras recorríamos las calles, no podía evitar
mirar hacia arriba. Las vistas no eran muy diferentes de a
las que estaba acostumbrada; a fin de cuentas, el Espejo
estaba literalmente encima del centro de Londres, y uno de
sus ensanches llegaba incluso hasta los suburbios.
Finas siluetas plateadas se troquelaban contra el cielo y
alcanzaban desde el Museo Británico hasta South Lambeth,
pasando por Hyde Park hasta Tower. Veinte kilómetros
cuadrados sobre los que se cernían aquellos extraños
contornos en las nubes. El Espejo apenas quedaba a un par
de kilómetros de los pisos más altos.
Por supuesto, el Espejo no solo existía en Londres.
También París tenía su versión espejada, igual que Berlín,
Roma, Madrid y muchas otras ciudades de todos los
continentes.
Los científicos opinaban que existía una barrera mágica
que nos impedía ver correctamente el mundo de allá arriba.
Porque tras aquel resplandor (esto lo sabíamos por los
pocos políticos y empresarios de alto rango a los que se les
había permitido visitar el Espejo) se elevaban edificios de
verdad, ciudades de verdad con personas de verdad: los
Superiores.
Poco se sabía del Espejo: existía desde mediados del siglo
XVII, es decir, desde hacía unos cuatrocientos años, pero
durante mucho tiempo había permanecido invisible para
nuestro mundo. Hacía solo quince años, es decir, en 2027,
que el Espejo había aparecido sin más en el cielo, como por
arte de magia.
La buena de Mimzy nos hablaba a menudo de aquella
época, que nosotras solo habíamos vivido de muy pequeñas
y que por lo tanto no alcanzábamos a entender. En aquel
momento, el miedo a un ataque había sido enorme. Los
países se habían armado para una guerra, algo que
enseguida se reveló como innecesario: cuando los
Superiores se mostraron, quedó claro que eran personas
como las de nuestro mundo, que simplemente se habían
trasladado con su magia de la Tierra al Espejo.
Los Superiores nunca revelaron de dónde provenía esa
magia. Solo sabíamos que debía existir desde mucho antes
que el Espejo. Quizás desde hacía miles de años.

El mercado se situaba a la orilla del Támesis, por eso olía a


una mezcla de moho y humo de los buques contenedores
que se balanceaban sobre el río a una cierta distancia. Isaac
aparcó el jeep justo a la salida del edificio, porque más valía
prevenir que lamentar. Al bajarnos, nos recibió una fresca
brisa otoñal, pero mientras que Lily se congelaba, a mí me
resbalaba una gota de sudor por la frente. En mi interior
notaba un calor casi insoportable que no tenía nada que ver
con el tiempo; era uno de los efectos secundarios del grano
de magia.
Al acceder al mercado, un edificio enorme con fachadas
de ladrillo desmoronadas y ventanas grises cubiertas de
polvo, nos adentramos en un remolino de voces. No era la
primera vez que estaba aquí, Lazarus nos enviaba a veces a
robar a Cable Street porque era fácil moverse entre el
gentío sin llamar la atención. Los puestos del mercado y
demás negocios se distribuían en tres plantas. De las
estructuras de acero colgaban lámparas con pantallas de
papel que cubrían todo de una luz difusa. El olor a comida
de los numerosos puestos que se encontraban entre las
tiendas flotaba por los pasillos abarrotados de gente.
—Venga —declaró Isaac, y nos lanzó una mirada de
advertencia—. Todo el mundo sabe lo que hay que hacer. Y
cuidadito con intentar algo raro.
Lily y yo le hicimos un corte de mangas sincronizado. Aun
así, lo seguimos por el pasillo.
Sí, sabíamos perfectamente qué papel desempañaba
cada una. Lily había venido a distraer a la gente, porque
como era tan guapa, les parecía simpática. Justo lo contrario
de lo que transmitíamos Isaac, Enzo o yo misma.
A mí me habían puesto a hacer de señuelo una vez, y se
me dio fatal. En vez de embelesar a la gente, había iniciado
una pelea que había dado al traste con todo el plan. Desde
entonces, los dos chicos y yo éramos responsables de lo
gordo, mientras que Lily encandilaba a todo el mundo con
su sonrisa.
Subimos por una de las escaleras hasta el segundo piso.
Nos cruzamos con gente sentada en los bancos, con los
brazos llenos de happy-uppers y las correspondientes
sonrisas atontadas. Llevaban un tremendo colocón.
Pasamos por delante de un soporte en el que estaba
instalado un gran monitor que retransmitía las noticias.
Parecía que nuestro primer ministro y la alcaldesa de
Londres se volvían a reunir con representantes del Espejo, o
por lo menos eso era lo que se transcribía en la parte
inferior de la pantalla.
Nunca se decía con quién se reunían ni qué se negociaba
exactamente. De hecho, no se sabía casi nada del sistema
de gobierno del Espejo, solo que había estructuras
administrativas como ayuntamientos, consejos y
semejantes, como en nuestro mundo. Pero todas las
ciudades Espejo estaban bajo el mandato de un único jefe
de Estado: el Señor del Espejo.
Si se hacía caso a los rumores, ese tal Señor tenía en su
poder siete sellos especialmente poderosos cuya magia era
tan potente que se habían utilizado para crear el propio
Espejo. Pero ¿era verdad? Nadie lo sabía. En todos aquellos
años, ni el Señor del Espejo ni los siete sellos se habían
dignado nunca mostrarse ante la humanidad. No existía
ninguna imagen de él, ni siquiera una descripción.
—¿Rayne?
Era Lily quien me llamaba. Asentí y me uní al resto.
El vendedor al que nos había enviado Lazarus se
encontraba en la parte trasera del mercado. Su negocio era
un puesto acristalado que había cubierto con unas lonas
para protegerse de miradas indiscretas.
La vida de los vendedores de granos era peligrosa,
porque ofrecían el producto más ansiado del mundo. Por
eso, la entrada del negocio estaba protegida por dos
vigilantes, que primero nos miraron con desconfianza, para
luego franquearnos el paso. Conocían a Lazarus y el poder
de los Nightserpents, así que sabían que era mejor no
tocarnos un pelo.
Seguí a los demás al interior de la tienda. Nunca había
estado allí, y tuve que pararme un momento al ver al tipo
que atendía el mostrador. Vaya cuadro. Seguro que se creía
muy moderno con su chaleco de cuello alzado y sus gafas
heptagonales apoyadas en la nariz. Estaba claro que era
uno de aquellos superfans de los Superiores, igual que la
mujer tatuada con sietes del heptadomo. Por muy fan que
fuera, la ropa de aquel tío poco tenía que ver con la que
llevaban los Superiores de verdad, porque ellos se vestían
con tejidos tan hermosos que parecían haber sido cosidos
por elfos, y que tenían nombres como «brocado de
medianoche». El chaleco de ese tipo estaba hecho de puro
plástico. Hasta crujía en cuanto se movía.
Isaac levantó la mano con una sonrisa alegre.
—Venimos en nombre de Lazarus Wright.
El tipo tragó saliva de manera sonora mientras su nuez
subía y bajaba. Tenía el mostrador de venta en una zona
separada, protegido por un cristal antibalas o algo
semejante.
—Un momento —murmuró, y luego desapareció en el
interior de un segundo habitáculo por una puerta lateral.
Isaac empezó a dar golpecillos impacientes en el suelo
con el pie izquierdo, mientras echaba un vistazo a través de
los agujeros de la tela hacia el exterior, hacia el mercado.
No dejaba de tocarse el brazo derecho, donde, además de
los tatuajes, llevaba una gran cantidad de pulseras, todas
distintas. Estaba feliz por algo, pero yo no tenía ni idea de
por qué.
—Agarramos la caja y nos largamos, ¿no? —pregunté,
desconfiada, ante lo cual Isaac bufó.
—Claro. Relájate.
El vendedor regresó, sus pasos rechinaban por el roce del
plástico. Casi se me salieron los ojos de las órbitas al
observar la enorme caja de cartón que puso sobre el
mostrador. ¿Estaba llena de granos?
Lily se estremeció. Yo también me había percatado: lo
que se estaba cociendo no era un envío de magia habitual.
—Pago por adelantado —exhortó el hombre, y en ese
momento me dio muchísima lástima. A pesar de que el
cristal antibalas amortiguaba ligeramente su voz, su miedo
era inconfundible.
Isaac chasqueó la lengua. Puso su intercomunicador en la
terminal de pago que había acercado el hombre al otro lado
del panel de cristal.
—Por supuesto. Ese es el trato.
La cara del vendedor se inundó de alivio. Seguramente
había temido que le fuéramos a robar. Pero al ver el importe
que Isaac acababa de introducir, se quedó pálido. Respiró
con dificultad, parecía no saber qué decir.
—Esto… esto no es…
—¿Sí? —preguntó Isaac inocentemente, mientras Enzo se
acercaba a él y se apoyaba en el cristal antibalas con todo
el peso de su cuerpo.
Eso provocó el efecto intimidatorio deseado. El hombre
retrocedió y carraspeó, nervioso.
—Siempre me complace hacer negocios con el señor
Wright, de verdad. Pero el importe ni siquiera cubre mis
costes de compra.
Isaac hizo un gesto imperceptible hacia nosotras.
Intercambié una mirada con Lily. «Solo una vez más».
Mientras yo me preparaba en la salida, Lily se acercó a
Enzo.
—Escuche, señor…
—Farnsworth.
—Señor Farnsworth —Lily le sonrió, y el vendedor la miró
encandilado. Era el efecto que siempre producía cuando se
metía en aquel papel. Desprendía seguridad y parecía poco
amenazante. Que fuera tan guapa también ayudaba—, es
mejor que lo vea como una inversión a largo plazo. El señor
Wright es un cliente fiel, y su influencia en los suburbios
está en alza. Esto no se trata solo de una caja de magia. Le
está ofreciendo algo más importante: su amistad. Y eso sí
que no tiene precio.
El vendedor volvió a tragar saliva, miró a Enzo, a Isaac y
de nuevo a Lily. A mí me ignoró.
—Entonces… ¿entonces debo asumir que la próxima vez
el pago corresponderá al precio de mercado? No podré… no
podré mantener mi negocio si no…
—Claro. —Isaac golpeó el cristal con los nudillos de la
mano derecha—. ¿Y si vamos acabando? Tenemos algo de
prisa.
El hombre seguía reticente. Su mirada se dirigía a la
puerta que llevaba al mercado. Seguramente estaba
considerando llamar al servicio de vigilancia. Pero, por
supuesto, sabía que así perdería la protección de los
Nightserpents. Enzo se enderezó, cruzó los brazos y, justo
entonces, escuché el rechinar del cristal: se estaba abriendo
una apertura, a través de la cual el vendedor empezó a
hacer pasar con cuidado la caja.
A partir de ahí, las cosas sucedieron muy rápido. Isaac
levantó una mano y elaboró un gesto que yo conocía bien;
una línea recta de arriba abajo: estasis. Era el movimiento
con el que debería haber vencido a Dorian Whitlock en el
combate el día anterior. Debería…
El vendedor cayó de bruces al suelo mientras Lily se
tapaba la boca con la mano para no emitir ningún sonido.
—Isaac —mascullé entre dientes para no alertar al
personal de vigilancia—, ¿qué coño haces? ¡Esto no era
parte del plan!
Isaac extendió el brazo, y vi por primera vez que entre
sus habituales pulseras llevaba un sello.
—¿Estás loco? —Corrí hacia él—. Es ilegal.
Los sellos de combate solo se podían utilizar en las
arenas. ¡Nunca fuera!
Isaac solo sonrió, enseñando todos los dientes.
—Denúnciame si quieres.
Después, escurrió su delgado cuerpo por la apertura del
cristal a prueba de balas a través de la cual el vendedor
quería darnos la caja. Nos pasó otro contenedor de granos
de magia, que Enzo recogió con una amplia sonrisa.
Miré fijamente la caja que tenía delante. Con cuidado,
levanté la tapa. Me quedé de piedra al constatar la
barbaridad de granos que contenía. La magia brillaba con su
luz azul invernal, tal y como lo había hecho ayer en el
heptadomo. Pero de alguna manera me parecía que, en
comparación, no era tan intensa. Este azul parecía… más
tenue.
—¿Qué tipo de fiesta es esa para la que Lazarus necesita
tanta magia?
—Nada especial, es solo que el edificio del heptadomo es
grande —dijo Isaac, desenfadado—. Tenemos prevista cinco
veces esta cantidad.
Pestañeé. Lily también parecía haberse quedado sin
palabras. Acabábamos de comprender de qué hablaba: en
pleno centro de Londres estaban construyendo un nuevo
recinto, que supuestamente iba a ser el más grande de
Europa. Un proyecto de cara a la galería en el que se
suponía que se celebrarían torneos internacionales en el
futuro. La obra estaba paralizada por no sé qué movidas
burocráticas, pero parte del edificio ya estaba en pie.
Era demasiado arriesgado, incluso para Lazarus.
—¿Y si aparece la policía?
Isaac me sonrió. Él y Enzo habían apilado las dos cajas;
aunque eran muy grandes, la magia no pesaba mucho. El
brillo alegre en los ojos de Isaac me resultaba demasiado
conocido: estaba ansioso por sentir el cosquilleo de los
granos.
—Deja que nosotros nos preocupemos de eso. Va a ser
una noche brutal; a ver si os sirve para relajaros un poco.
Con lo nerviosas que se os nota, hasta podría pensarse que
guardáis algún secretillo.
Reprimí el temblor que amenazaba con delatarse en mis
manos tras las palabras de Isaac. Era imposible que
sospechara; ni de la competición profesional ni de nuestro
plan de fuga. A fin de cuentas, yo llevaba la tarjeta de
participante de la Federación de Sellos de Combate siempre
encima.
Pero la sonrisa de Isaac se hacía cada vez más amplia y,
justo antes de aturdir al personal de seguridad con un gesto
mágico y salir pitando con las cajas junto con Enzo, todavía
tuvo tiempo para guiñarme un ojo con picardía.
6

C on mucho cuidado, saqué la cajita de debajo de la cama


y la abrí. En los últimos años, había ido guardando en ella
mis posesiones más preciadas. Encima de todo estaban las
cartas que durante un tiempo mi madre me había escrito en
sus viajes. Debajo de ellas se encontraban las joyas que me
había dejado al irse: un par de anillos y cadenas normales y
corrientes, así como el reloj de mi abuelo, a quien nunca
había conocido.
Sin embargo, el verdadero tesoro se ocultaba en el fondo
de la cajita: una foto. Dos personas desconocidas me
miraban, y parecían tan jóvenes y tan increíblemente felices
que cada vez que las veía sentía un pellizco.
Mis padres.
A mi madre ya se le notaba algo la barriguita. Mi padre
sonreía abiertamente y le pasaba el brazo por los hombros.
No parecía el tipo de hombre que fuera a dejar a su familia
tirada. Sin embargo, lo hizo. Según recordaba de los relatos
de mi madre, solo unos días después de haberse sacado esa
foto, mi padre desapareció sin más. La desesperación llevó
a mi madre a entregar a su única hija al orfanato para poder
lanzarse a buscarlo.
Observé la foto un rato y luego la devolví a la cajita, que
volví a guardar en su escondrijo bajo la cama.
Ahí se iba a quedar, junto con el resto de las cosas que
me recordaban a mi vida en Londres. No me llevaría nada:
era una decisión que había tomado la noche pasada. Esas
dos personas de la foto no eran mi familia. Lily sí.
—¿Ha llegado ya el dinero? —preguntó mi amiga, que ya
había preparado su mochila y estaba sentada, nerviosa, en
la cama.
Puse la tarjeta de chip sobre mi intercomunicador, como
había hecho innumerables veces en la última hora. Nada, la
prima seguía sin aparecer.
El nerviosismo amenazaba con apoderarse de mí. Volví a
recordar la magia negra que había dado la vuelta al
combate a mi favor. ¿Y si el árbitro se había dado cuenta de
que a mi sello le había pasado algo raro? ¿Y si la Federación
había anulado mi victoria?
Justo cuando iba a ponerme de pie para meter de
cualquier manera el resto de mi ropa en la mochila, un dolor
punzante me atravesó la muñeca. Me llevé la mano al
pecho, sin poder contener un gemido.
Lily me miró sorprendida.
—¿Estás bien?
—Sí, claro.
Envolví la mano en la camisa, pero el dolor no
desaparecía. Más bien al contrario: parecía moverse.
Arrancó de cada dedo y luego se extendió hasta mi codo.
Con cuidado, retiré la manga de la capa. Me quedé de
piedra: unas finas líneas negras habían aparecido en la piel
del antebrazo. Se ramificaban desde el punto de inyección
de los granos hacia el exterior como delgadísimas venas.
Volví a cubrir la mano con la capa antes de que Lily
pudiera verlas, pero se me había quedado el susto impreso
en la cara.
—De claro, nada —dijo Lily—. ¿Qué pasa? ¿Tienes
temblores?
—No, yo… Estoy bien.
Lily clavó su mirada en mí como si con observarme
tiempo suficiente fuera a lograr leerme la mente.
—Sabes que me lo has prometido, ¿verdad? Que en
cuanto notaras los primeros síntomas de adicción a la
magia, me lo dirías.
—No es adicción.
—Ray —dijo Lily con suavidad.
Negué firmemente con la cabeza mientras pensaba:
«Calma. Solo tenemos esta oportunidad de huir. Ya se me
pasará. No significa nada».
Con dedos titubeantes, volví a poner la tarjeta ante el
intercomunicador. Y entonces… cambió el mensaje.
—Ha llegado —susurré, y Lily se puso a brincar a mi lado.
No me lo podía creer. Se había actualizado mi cuenta. El
dinero había sido transferido, tal y como lo habían
prometido, y eso significaba que…
Había llegado el momento.

Mientras Lily y yo salíamos de la central sin nada más que


nuestras mochilas, empezaron a temblarme las manos de
forma súbita y feroz. Llegó un punto en que ya casi no las
podía controlar. Intentar contener el temblor no servía de
nada: fingir que no existía era casi tan imposible como
tratar de no pestañear durante una hora. El temblor ganaba.
Siempre.
La quemazón que sentía en la piel también iba a peor,
pero ignoré el dolor con una voluntad férrea. Sin embargo,
cada vez estaba más asustada.
¿Y si era realmente la enfermedad de la magia que se
había extendido por los suburbios? No sabía casi nada sobre
ella, ni sobre lo rápido que te afectaba ni si se podía hacer
algo para detenerla. Nunca había oído que hubiera cura ni
tratamiento alguno.
Me obligué a dejar de lado todas las preocupaciones.
Debíamos concentrarnos en lo que teníamos por delante. Lo
demás no importaba.
El piso del tipo que nos iba a quitar el localizador por dos
mil libras estaba en Newham, a casi seis kilómetros de la
central. Desde allí solo se tardaban unos minutos en llegar
en taxi a Stratford International, donde tomaríamos el tren
rápido a Dover. Habíamos planificado minuciosamente
nuestra ruta; desde Dover podríamos llegar a cualquier
parte, incluso a la Europa continental.
Con paso rápido, caminamos por delante de los enormes
rascacielos, y atravesamos por delante de parques infantiles
oxidados con areneros en los que se veían más botellines de
cerveza que otra cosa. Cuanto más nos acercábamos a
Newham, más personas sin hogar veíamos por las calles. La
mayoría miraba desorientada al cielo, totalmente ida.
Algunas estaban más escuchimizadas que el palo de una
escoba.
Cerré los puños, aceleré el paso y me negué a pensar en
lo que había descubierto en mi muñeca.
«Céntrate», me decía una y otra vez. Al girar la esquina
encontramos la casa a la que íbamos justo delante de
nosotras. Nos dirigimos a ella, y dejé que mis manos
desaparecieran en mi capa para que no se viera cuánto se
agitaban. Ese era el último obstáculo. Luego seríamos libres.
Nos apretujamos en el minúsculo ascensor de la torre
para llegar al piso 34. Rápidamente localizamos el
apartamento que nos habían indicado. Lily llamó y, de
inmediato, escuchamos el ruido del cerrojo al descorrerse.
Empujé la manilla hacia abajo y entramos. El espacio que se
abría ante nosotras estaba totalmente a oscuras, pero, de
pronto, se activó la luz. Yo me esperaba cualquier otra cosa,
salvo a la persona que nos recibió, con una sonrisa de oreja
a oreja.
—¡Petarda! —exclamó Lazarus—. Y Mary Lily. ¡Qué
casualidad encontraros aquí, tan lejos de casa!
«Oh, no. No… no, no, no».
Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Cómo podía
haberse enterado? ¿Había rastreado nuestro localizador?
¡Pero si solo activaban la alarma cuando superábamos un
radio que era mucho más amplio que Newham!
—Petarda —dijo Lazarus con compasión—, no pongas esa
cara.
Sus palabras me resbalaban, pero mis manos se
contraían y el calor me quemaba la piel.
Seguramente nunca habíamos tenido ninguna posibilidad.
El control de Lazarus sobre nosotras no conocía fisuras.
Había sido absurdo creer que podíamos huir de él.
En ese momento, Lazarus se puso de pie y avanzó hacia
mí.
—¿Realmente pensabas que podrías ocultármelo? —dijo
solamente. Pero con eso bastó: ese tonillo
autocomplaciente, autosuficiente… fue la gota que colmó el
vaso.
—¡Cállate la boca!
—Deberías saber que los Nightserpents lo compartimos
todo. Igual que lo hago yo con vosotras.
—Te he dicho que te calles.
Mordí cada sílaba y miré a Lazarus con toda la ira que me
había tenido que tragar en las últimas semanas.
Algo profundamente maligno se asentó en sus facciones.
—Me querías ocultar tu entrada en la liga profesional. Te
querías quedar con la prima para ti solita, ¿no? No te
imaginas lo que me ha dolido. Después de todo lo que he
hecho por ti…
—Tú no has hecho una mierda por mí.
—Soy tu tutor legal. Casi tu padre. Y si yo decido que no
puedes gestionar tanto dinero, entonces…
—¡Tú no eres mi padre!
La boca de Lazarus se transformó en una mueca que
mezclaba la risa y el dolor.
—Más que el tipo que no quiso saber nada de ti.
Me habría abalanzado sobre él, pero Lily me detuvo
agarrándome del brazo.
—¡No sabes nada de él! —resollé.
—Pues igual que tú —se burló Lazarus—. ¿Cómo era
aquello? ¿No había dejado plantada a tu pobre madre
embarazada? Tampoco es que fuera el padre del año,
precisamente, ¿no? Y tu madre… Primero abandona a su
única hija en un orfanato, luego deja de escribirle. Imagino
que en algún momento te tuvo que quedar claro que ella
tampoco iba a volver, petarda. Quien consigue dejar atrás
Londres, se lo piensa bien antes de volver a poner un pie en
esta ciudad de mierda. Ya va siendo hora de que aceptes
que los Nightserpents son tu familia. Y debes reconocer las
posibilidades que tienes a mi lado…
Retrocedí, pero Lazarus atrapó mi mano a mitad de
camino. Tiró de mí bruscamente, agarró mi mochila, rebuscó
en el bolsillo delantero y sacó mi tarjeta de participante de
la Federación de Sellos de Combate. Mientras la escaneaba
con el intercomunicador, empezaron a correrme las
lágrimas por las mejillas.
—7 380 puntos —dijo satisfecho, y luego sonrió—. Y
10.973 libras. Vaya, puedes estar orgullosa. —Me volvió a
entregar la tarjeta—. Creo que entiendes que tengo que
hacerme cargo de ese dinero, ¿no?
Pestañeé para quitarme las lágrimas de los ojos.
Nos lo iba a quitar todo. Claro.
—Y ahora escúchame bien, petarda —susurró—. Tú y
Mary Lily vais a volver ahora mismo a la central como dos
niñas buenas. Espero que ayudéis luego a Isaac en la fiesta
y que me traigáis una suma importante a casa. —Me apretó
la mano tan fuerte que oí cómo me crujían los huesos—. Y
te digo una cosa: como intentes volver a jugármela, no voy
a ser tan comprensivo. Si por cualquier razón en las
próximas semanas, meses o años no ganas dinero suficiente
en las arenas, entonces la pequeña Lily tendrá que igualar
el importe con su carita preciosa, y no me importa a
cuántas fiestas vaya a tener que ir para conseguirlo.
¿Entendido?
Me estremecí. Y esa vez… esa vez no era por los
temblores.
—Sí —susurré—. Entendido.
7

L azarus había seleccionado a uno de los integrantes de los


Nightserpents para acompañarnos a la fiesta. Era un tipo
fornido con barba y ropas oscuras que iba un par de pasos
por detrás de nosotras. Incluso sin su presencia no
habríamos intentado escaparnos. ¿A dónde íbamos a ir?
Había acabado todo.
Mis piernas se movían como las de un autómata. Nos
habíamos cambiado rápidamente en el orfanato, y no
habíamos intercambiado palabra en todo ese tiempo. Lily
había escogido uno de sus vestidos más bonitos, mientras
que yo me había puesto solo un top brillante, los vaqueros y
la capa de siempre. El espejo me devolvió el reflejo de unos
ojos verdes enmarcados en profundas ojeras y del pelo
castaño que me caía estropajoso por los hombros. Mis
pintas transmitían a la perfección cómo me sentía.
Ahora hasta me daban igual las líneas negras que me
habían aparecido en la piel. ¿Qué importaba ya que tuviera
o no aquella enfermedad? Era cierto lo que se decía: los
suburbios asfixiaban con sus rascacielos cada año más
altos, como si sus habitantes intentaran desesperadamente
alcanzar el Espejo. Pero nunca se salía de ese agujero.
Poner un pie en el centro de Londres era como aterrizar
en otro planeta. Ni rastro de los altos edificios derruidos de
los suburbios, las patéticas tiendas, los parques marchitos,
sus raquíticas escuelas y guarderías. En su lugar, a cada
elegante edificio le seguía otro más majestuoso aún, y otro,
y otro; no se veía por ninguna parte gente escuálida
aferrándose a la felicidad de haber sentido la magia correr
por sus venas hacía meses. Nada de epidemias en el centro
de Londres, nada de venas negras. Lo cual era extraño,
porque, a fin de cuentas, en ese barrio corría mucha más
magia que en los nuestros, porque los ricos tenían dinero de
sobra.
—¿Organizar una fiesta ilegal aquí? A Lazarus se le ha ido
la olla —murmuró Lily.
Me pegué a ella cuando dos mujeres pasaron a nuestro
lado. Llevaban unos chaquetones de brocado tan preciosos
que al principio me planteé si serían Superiores. Pero luego
recordé que en el centro de Londres había tiendas cuya ropa
imitaba con gran exactitud la moda del Espejo.
Lily tiró de mí.
—Pero bueno —echó un vistazo al guarda que nos seguía
y me dirigió una sonrisilla—, cuando se lo lleven esposado,
por lo menos estaremos en primera fila.
Sé que Lily pretendía animarme con la broma, pero el
miedo a lo que podía implicar aquella noche estaba
claramente escrito en su rostro. Juntas, pasamos por
delante de un alto edificio heptagonal: un cine, creo.
Estaban poniendo Mirror Magic, una película recién
estrenada, si bien el tema no era nada original: la enésima
versión del día que apareció el Espejo.
Entre una cosa y otra, el sol se había puesto totalmente,
y un frío viento otoñal recorría las calles. Unas luces
coloridas emitían sus destellos desde todos los negocios
posibles: discotecas, restaurantes, salas de juego. Y sobre
todo aquello se cernía el Espejo; por las noches, su forma
resultaba aún más reconocible gracias a sus contornos
resplandecientes. Era como si el cielo estuviera saturado de
millones de estrellas que durante siglos hubieran
permanecido ocultas. Solo cuando te movías te dabas
cuenta de que las luces doradas y brillantes estaban
demasiado cerca y que creaban formas que flotaban entre
las nubes.
—Ray. —De repente, Lily se paró a mi lado. No le
importaba que el guardián de Lazarus estuviera
ladrándonos que debíamos seguir caminando. Sin
inmutarse, mi amiga me tomó del brazo—. Nada de esto es
culpa tuya —me susurró al oído—. ¿Lo entiendes? Lo
superaremos juntas. Como hacemos siempre.
La miré fijamente. Nos conocíamos desde hacía tanto
tiempo que inmediatamente me percaté de lo que quería
decirme. Tenía que controlarme, por ella. Si no, no sería
capaz de soportar lo que iba a pasar esa noche en la fiesta.
Inspiré profundamente y enderecé los hombros para
obligarme a sonreír.
—Vale —le susurré, mientras me juraba a mí misma no
perderla de vista en las próximas horas bajo ningún
concepto.
—Es para hoy —nos interrumpió el guardián de Lazarus,
irritado—. ¡Venga, andando que es gerundio!
Señaló hacia delante, hacia el siguiente cruce, en donde
se vislumbraba la obra que culminaría en un enorme
heptadomo. En ese momento, eso sí, no era más que un
armazón de acero del que apenas un tercio tenía ya la
fachada exterior de cristal instalada. A la izquierda de la
obra se elevaban tres rascacielos que pronto serían
demolidos. Tras las ventanas estaban encendidas algunas
luces solitarias a las que no les quedaba mucho.
Cruzamos juntas y llegamos a la explanada. Sobre el
heptadomo se habían instalado focos que iluminaban desde
arriba el interior de la obra. En los andamios descubrí una
gran cantidad de cámaras, y de inmediato me imaginé la de
drones de vigilancia que estarían sobrevolándonos. Por un
instante me invadió la esperanza de que esa vez Lazarus
hubiera ido demasiado lejos. De que lo fueran a descubrir.
Pero, por lo que lo conocía, seguramente habría untado a
alguien, que a su vez habría untado a alguien más, y así
saldría todo según lo previsto.
Hundí las manos todavía más en los bolsillos de mi capa y
bajé la cabeza al pasar junto a un grupo de gente que se
arremolinaba alrededor de una farola, claramente
borrachos. Un puñado de chicas y chicos ricos con su ropa
cara de marca. Uno de ellos se aferraba muerto de risa al
brazo de su acompañante. Al acercarme y verlo de lado, me
pareció reconocer a mi contrincante del heptadomo de
Brent. El pelo oscuro en una cresta, los piercings de la oreja
derecha… Pero no, era imposible. Le había alcanzado con
tanta fuerza con mi magia que era improbable que
estuviera de fiesta al día siguiente.
Nuestro guardián nos guio hacia la puerta de entrada.
Estaba algo floja y, por los boquetes que se veían en los
goznes, estaba segura de que alguien la había acribillado
con ráfagas de magia. Tras atravesarla, el gorila giró a la
izquierda y finalmente señaló un tramo de escaleras con un
letrero que rezaba: «Solo personal autorizado».
Y entonces lo entendí. La fiesta se celebraba en el sótano.
Por eso Lazarus estaba tan convencido de que no lo iban a
pillar: seguro que ahí abajo no había cámaras.
Apenas había bajado el último escalón cuando oí los
gritos y el júbilo del interior. Tampoco habían acabado de
construir el sótano; era un solar de paredes y suelos sin
revestir, y faltaban las particiones, así que se entraba
directamente a una enorme sala corrida de techos bajos.
Parecía un poco como entrar en un aparcamiento, salvo que
ahí no había coches, sino cientos de personas bailando.
Lily me lanzó una mirada reveladora. Dejó su chaqueta en
el guardarropa; yo me quedé con mi capa, a pesar del calor
que hacía allí abajo. Entonces nos abrimos paso entre los
primeros cuerpos que bailaban. El olor a azúcar, ceniza,
alcohol y sudor se hacía más intenso a cada paso. Una chica
que iba delante de mí llevaba un chaquetón largo y, por
debajo, mallas hasta la rodilla y una blusa de seda diminuta.
Su perfume mágico de imitación me dio arcadas. Di un paso
hacia atrás y esquivé a duras penas a sus amigos, que al
tirar de ella para que les sisguiera derramaron su bebida por
todas partes.
No quería saber el dinero que habría metido Lazarus en
montar ese circo. Un poco más al fondo podía verse un
puesto de DJ y camareros con bandejas que iban ofreciendo
bebidas. Con que le compraran los happy-uppers solo una
cuarta parte de los presentes, habría cubierto con creces los
costes.
La luz de la luna se adentraba en el sótano por algunas
rendijas del hueco donde supuse que acabarían
instalándose las escaleras. Detrás de cada una de las
columnas de hormigón que se elevaban hasta el tejado se
escondían parejitas acarameladas, mientras que en el
centro de la sala la gente bailaba al ritmo de una música
saturada de bajos. Desde nuestra llegada me había fijado
en las numerosas figuras que desaparecían en los cuartos;
asumía que serían los vestuarios cuando la obra estuviera
concluida.
—Es peor de lo que pensaba —le susurré al oído a Lily,
que levantó una ceja.
—¿Qué esperabas, que hubiera aprendido algo de las
últimas fiestas? Para nada. En una hora se va a liar una
buena.
¡Y tanto! Semejante cantidad de gente contenta a la que
le corría la magia por las venas…
Eché un vistazo alrededor. Nuestro guardián nos había
abandonado sin decir palabra, obviamente porque ya no era
necesaria su presencia. Ahí abajo los Nightserpents lo
controlaban todo, especialmente las salidas.
—Venga. —Lily me tomó de las manos. Con una sonrisa
cálida tiró de mí hacia el centro de la pista.
—Lily…
Ella solo sonrió, puso ambas manos en mis caderas y
empezó a bailar. Pero yo permanecí inmóvil.
—Ray —me miró seriamente—, encontraremos una
solución.
Asentí. Mientras no apareciera Lazarus, cosa que, de
darse, no ocurriría antes de la medianoche, Lily no tenía
nada que temer. Para entonces ya se nos habría ocurrido
algo. Seguro.
Poco a poco, comencé a moverme. Lily me daba vueltas
en innumerables piruetas y yo le pasaba los brazos por los
hombros. Todo el mundo bailaba a nuestro alrededor. La
mayoría llevaba ropa que imitaba a la de los Superiores:
chaquetones, parte seda fina, parte satén, y siempre con
patrón en brocado.
Lily giraba a mi alrededor, luego yo la imitaba. Al bailar,
casi era capaz de olvidar el dolor que palpitaba en mi brazo
derecho y lo que nos deparaba la noche. Mientras nos
abrazábamos y dábamos vueltas por la pista, mi mirada
recorría la multitud. Por todas partes brillaba el azul invernal
de los granos de magia; apestaba a azúcar y ceniza. A
nuestra izquierda, el DJ pegaba saltos mientras la gente se
agolpaba a su alrededor para hacerle peticiones. Y allí, un
poco apartados…
Pestañeé una vez. Luego otra. Pero las tres figuras que
estaban apoyadas contra la pared seguían allí.
Una chica con el pelo azul. A su lado, dos jóvenes: uno de
cabello oscuro, otro de un rubio platino que con la luz casi
parecía blanco.
Eran los tres Superiores que habían estado en la tribuna
del heptadomo…, y los tres me estaban observando. La
mirada del rubio era como un baño de agua helada; sus
ojos, de un frío color gris claro, me estudiaban intentando
disimular su curiosidad.
Justo en ese momento, Lily me hizo girar sobre mí misma.
Aunque intenté volver a mi posición anterior rápidamente,
cuando conseguí ver de nuevo el rincón, los tres habían
desaparecido.
¡Mierda! ¿Me habría confundido? ¿Cómo era posible que
hubiera Superiores de verdad en una fiesta ilegal en nuestro
mundo?
De repente, se oyeron unos gritos de júbilo al fondo de la
sala. Me di la vuelta, buscando a los tres Superiores, pero no
los encontré por ningún lado. Finalmente, seguí a Lily, que
se había acercado al origen del alboroto. Nos recibieron
innumerables lucecitas azul invierno. Eran Isaac y tres de
sus amigotes: habían marcado una especie de arena
heptagonal en el suelo, aunque les había salido mal, dado
que solo tenía seis lados.
Cada uno de ellos llevaba un brazalete con un sello en la
muñeca y se lanzaban gestos mágicos entre sí.
O al menos lo intentaban.
—¿Estáis tontos? —gritó Lily, con razón.
Al verlos de cerca comprobé que Isaac, Enzo y los otros
dos no solo portaban sellos malísimos, sino que tampoco
sabían ejecutar correctamente los gestos. Isaac sí sabía,
pero estaba demasiado colocado. Intentó lanzar una
estocada, aunque las volutas azules tan solo chispearon.
Enzo gruñó.
—Tal vez deberías aprender de Sandford —dijo
señalándome—. Es la reina de la liga amateur.
—Ya no solo de la amateur. —Isaac me lanzó una sonrisa
ladeada—. Por cierto, ¡felicidades! Por tu éxito en el
heptadomo, digo. ¡Ganadora de un combate profesional!
Lazarus está tan orgulloso de ti…
Todos los presentes me miraron, pero en ese momento
me daba lo mismo.
—Fuiste tú —le susurré—. Tú se lo contaste.
Isaac soltó una risilla. Claramente estaba hasta arriba de
happy-uppers. Tenía los ojos vidriosos, y la sonrisa de oreja
a oreja que se le había instalado en la cara parecía forzada.
Iba puestísimo.
—¿Y qué si lo hice? —balbuceó—. ¿Pensabas que te ibas a
poder quedar con el dinero? Ninguno de los nuestros puede.
Lo compartimos todo, como niños buenos. En cualquier
caso, te has convertido en su nueva gallina de los huevos
de oro. Te va a enviar a pelearte a saco, y con el dinero que
ganes nos comprará sellos buenos a los demás hasta que
controlemos los suburbios.
Al acabar de hablar me puso delante un sello, un
brazalete plateado y modesto, y lo meneó delante de mis
narices.
—Olvídalo, Isaac —le dije, porque estaba claro que se
había vuelto loco. Pero él se acercó sin inmutarse y me
plantó el sello en la cara.
—Me debes la revancha, petarda.
—No me llames así —le dije, y le aparté la mano de un
golpe.
La cara de Isaac se desfiguró de ira.
—¿Te crees demasiado buena para competir conmigo, o
cómo va esto?
—Siempre lo he sido.
A nuestro alrededor se desataron las risitas. Se reían de
Isaac. Él tensó los hombros y se alejó un par de pasos. Al
principio creí que había recuperado la cordura, pero
entonces se giró y estiró la mano para lanzar magia.
«Un gesto descuidado», fue lo último que pensé antes de
ver pasar a toda velocidad la estocada por mi lado. A Lily se
le escapó un grito. A mi alrededor, todo el mundo retrocedió
del susto.
Instintivamente, moví las manos para realizar un gesto
protector. No llevaba ningún sello, no me habían inyectado
ningún grano: nada. La estocada debería haberme
alcanzado con toda su fuerza.
Pero no lo hizo.
De mis manos salieron dos escudos de magia, no azul
invernal, sino negro oscuro. La magia de Isaac rebotó en
ellos, centelleó y se esfumó.
—¿Qué coño…? —exclamó.
Ahora estábamos solos, todo el mundo había huido
excepto Lily.
—¿Ray…?
No tenía ni idea de lo que me había ocurrido. De repente
estaba remangada y en el brazo derecho, del punto donde
me habían inyectado antes del combate, irradiaban unas
líneas negras.
Me estremecí. Era la misma sensación que había tenido
en el heptadomo cuando la magia había pasado de azul a
negro. No era una enfermedad. Algo de la magia que había
usado durante el combate contra Dorian Whitlock debía de
haberse quedado en mi cuerpo. ¡Pero eso era imposible! La
magia se agotaba al cabo de un rato. Y, sin embargo,
estaba claro que lo que había salido de mi cuerpo… era
magia.
«No puede ser. Es totalmente imposible».
Alguna vez se oía hablar de accidentes causados por
sellos de mala calidad. Incluso hubo un par de explosiones
de magia con víctimas mortales. ¡Pero yo no llevaba ningún
sello!
Un vapor negro empezó a salir en forma de lenguas de mi
piel. Gemí y caí de rodillas. Empezaron a oírse gritos, percibí
vagamente cómo la gente corría hacia las salidas.
—¡Dios mío, Ray! —Lily intentaba acercarse a mí, pero
negué con la cabeza.
—¡Lárgate!
—¿Cómo?
—Lárgate, Lily. Márchate, yo…
Ya no era capaz de retener la magia en mi cuerpo. De
repente, la sentía en cada célula, como si hubiera estado
esperando a ese momento para salir de mí a borbotones. No
podía permitir que nadie se me acercara.
Cada vez me quemaba más la piel. No podía ignorar más
el dolor. El sudor me resbalaba por la cara; alcé las manos
para observarlas, confusa y asustada. Nunca me habían
temblado tanto.
«Que pare ya, por favor».
¿Por qué habría participado en el combate del
heptadomo? Debería haberme quedado en la liga amateur,
aunque cobrara poco.
Aquel vapor negro seguía brotando de mi piel, como
bocanadas en forma de pequeñas lenguas. A mi alrededor,
la sala se había quedado totalmente vacía. Solo Lily seguía
allí. Intenté alejarla, pero ella insistió en quedarse a mi lado.
—¡Vete! —jadeé, pero Lily negó con la cabeza y elevó su
intercomunicador.
—He hecho una llamada de emergencia, enseguida
vienen a socorrerte.
¿A socorrerme? Las bocanadas oscuras se habían ido
extendiendo. Empecé a arrastrarme, pero una fuerza
invisible me aplastaba la espalda contra el suelo. Y entonces
ocurrió. La magia se encabritó y explotó en una onda
expansiva enorme que se extendió desde mi cuerpo en
todas direcciones. Escuché cómo reventaba la madera,
cómo derribaba mesas, cómo se hacía añicos el cristal. Las
paredes de piedra se agrietaron. A lo lejos, un cacho del
techo se desprendió. Gimoteando, apreté la mano contra el
pecho, esperando amortiguar aquello de alguna manera. No
sirvió de nada. Cada vez salían de mí más hilos de magia,
un aluvión que hizo trizas el vuelo de mi capa. Tras un
último chillido («¡Lily!»), el centellear de los focos se
extinguió repentinamente, dando paso a una oscuridad
total.
8

N oSegundos.
tenía ni idea del tiempo que había estado allí tirada.
Minutos. ¿O más? Intentaba incorporarme una
y otra vez, pero tenía todo el cuerpo como paralizado. La
magia flotaba sobre mí, un extraño ente de hilos negros que
se había ido extendiendo como una membrana.
«Lily». Las lágrimas me nublaron la vista. Se había ido
todo a la mierda, así de simple. Inmediatamente percibí
movimiento a mi alrededor y escuché pasos.
¡La llamada de emergencia! Los servicios sanitarios
rescatarían a Lily. Tenían que hacerlo.
Tres siluetas entraron en mi campo de visión, y se me
puso el corazón en la boca cuando se situaron justo a mi
lado.
No eran ni personal sanitario ni asistentes a la fiesta.
No… Eran los tres Superiores que había visto antes cerca de
la pista de baile.
El joven del cabello oscuro se inclinó sobre mí. Era
grande, muy musculoso, y tal vez algo mayor que yo, no
podría decirlo con seguridad. Tras retirarse la capucha de su
chaqueta lila, sus cálidos ojos de color ámbar me
observaron con preocupación.
—Por todos los sietes —murmuró, y volvió a mirar hacia
las ruinas de la obra—. Tenías razón. Es magia del caos.
Había dirigido sus palabras al otro chico, que también me
miraba desde arriba, pero que se había quedado algo más
lejos. Pelo rubio casi blanco, facciones finas, suaves labios
carnosos y unas distintivas cejas oscuras. Llevaba una
chaqueta negra sobre una camisa gris y pantalones del
mismo color. Pero no era precisamente su aspecto lo que
me inquietaba.
Desprendía un algo que me daba escalofríos por todo el
cuerpo. Todo en él (la expresión de su rostro, su porte en
general) rebosaba arrogancia y poder.
—¿Por qué no lo has evitado? —le preguntaba el del pelo
oscuro, a lo que el del pelo blanco contestó con un suspiro.
—Ya estaba todo demasiado avanzado. El brote habría
tenido lugar sí o sí.
«Pero no os quedéis ahí sin más. ¡Atended a Lily!», quería
gritarles, pero la magia parecía no querer liberar mi cuerpo.
No podía hablar, apenas me sentía capaz de respirar.
—Creo que no es consciente de lo que le ha pasado —
comentó el del pelo negro—. Miradla. Y mirad lo que le ha
hecho a la pequeña esa.
Un gemido atormentado se desprendió de mis labios. Oh,
Dios… Oh, Dios… ¡Lily! No la habría…
—No te preocupes, tu amiga está viva. —El del pelo
oscuro sonrió con ternura—. Solo está inconsciente.
Sentí un gran alivio. Por lo menos, hasta que el Superior
sacó algo del bolsillo de su chaqueta y me lo puso tan cerca
de la cara que al principio solo distinguí que era algo
dorado.
—Atiende —me dijo—. Esto es muy importante. ¿Es este
el sello que portabas anteayer en el heptadomo del Londres
de Prime?
«¿El Londres de qué?».
Los borrosos puntos dorados fueron adoptando la forma
de un brazalete de dragón. Entre sus garras estaba la placa
del sello perfectamente grabada que tanto había admirado
en el heptadomo.
Asentí, y de inmediato me sobresaltó una nueva
sensación de calor que amenazó con dejarme sin aire.
—Os lo he dicho mil veces —hablaba la chica del pelo
azul, que se había colocado justo al lado de mi cabeza,
erguida, de brazos cruzados y con expresión despectiva—.
Son las malditas imitaciones baratas.
—No sabemos si las réplicas han sido realmente el
desencadenante.
El del pelo oscuro me puso una mano en la frente y
frunció el ceño.
—No importa. Es casi un milagro que haya sobrevivido a
un brote de este tipo, pero la magia del caos ya se ha
desatado en su interior. Está literalmente ardiendo. Y va a
empeorar.
—Dios bendito, Matt —gorjeó la chica con un tonillo cínico
—. ¡Qué perspicacia! No nos habíamos dado cuenta —bufó
—. La culpa es suya. Todo el mundo se cree que, por haber
experimentado con un poco de magia, ya tiene capacidad
para usarla en combate. La gente de aquí abajo no tiene ni
idea de nada.
«Abajo». Lo decía como si fuera una enfermedad.
—Guardaos las disputas para más tarde, ahora no
tenemos tiempo para estas tonterías —dijo el Superior del
pelo casi blanco—. Ponedle los trites. Tenemos que
marcharnos.
«¿Trites?». ¿Qué era eso? Pero el del pelo negro, Matt, ya
estaba asintiendo y sacando algo del bolsillo de su
chaqueta. Eran monedas heptagonales. ¡Happy-uppers! Con
unos grabados que no me sonaban de nada.
Instintivamente, negué con la cabeza al darme cuenta de
lo que quería hacer ese tal Matt. De ninguna manera iba a
dejar que me metieran happy-uppers unos Superiores
desconocidos.
—Sé lo que estás pensando —dijo—. Pero, créeme, te
ayudarán. Por lo menos hasta que hayamos descubierto
cómo podemos mantenerte con vida.
«¿Mantenerme con vida?».
Debía de tener el pánico escrito en la cara, porque Matt
añadió de inmediato:
—Podemos ayudarte. Lo que tienes… es muy peligroso.
Estás infectada, y la enfermedad no debe expandirse aquí
abajo. ¿Lo entiendes?
—No importa si lo entiende o no —siseó la chica, ante lo
cual Matt le lanzó una mirada iracunda—. Nos la llevamos.
No hay otra opción.
—Ya, pero tampoco hace falta que nos comportemos
como gilipollas. Aunque ahí la que no tiene otra opción eres
tú.
—Ja, ja, Matthew. Muy gracioso, de verdad.
Una nueva oleada de dolor me recorrió todo el cuerpo.
¡Que parara ya, tenía que parar!
Matt me puso una mano en la mejilla.
—Por favor, Rayne. No voy a hacerlo sin tu
consentimiento.
«Rayne». Sabía mi nombre. Pero ¿cómo?
El dolor era tan fuerte que no me dejaba pensar. Así que
asentí. Inmediatamente, Matt me pegó esos happy-uppers
al antebrazo y sacó varios granos del bolsillo de su
chaqueta. Destellaban con el azul más puro que hubiera
visto nunca.
De inmediato, los granos entraron en las monedas. El
calor se extendió a toda velocidad por mis vasos
sanguíneos, pero solo lo sentí amortiguado. Igual que los
dos brazos que se aferraban a mi cuerpo; tiraban de mí con
tan poco esfuerzo como si yo no pesara más que una hoja
de papel.
Era el Superior del pelo rubio platino. Pegó mi cuerpo
contra el suyo y me clavó una mirada tan penetrante…
como si intentara ver mi interior. Sin embargo, antes de que
pudiera decirle nada sobre sus ojos, se echó a un lado de
forma abrupta.
Al apartarse él, pude ver a Lily por primera vez, tirada en
el suelo. Tenía los ojos cerrados y le corría la sangre por el
rostro, sus rizos negros se extendían como una nube
alrededor de su cabeza.
Dios mío.
Emití un sonido atormentado. ¿Qué había hecho? ¿Por
qué no le había contado lo que había ocurrido en el
heptadomo? ¿Por qué no la había advertido de que había
descubierto las venas negras?
Sabía la respuesta: porque pensaba que solo me afectaría
a mí. Porque no había previsto lo que se podía
desencadenar.
—Li… ly —pronuncié, totalmente desesperada.
—Nos encargaremos de que la ayuden —aclaró el rubio
brevemente—. No podemos hacer más por ella.
Dicho lo cual, miró a la Superior, que asintió de
inmediato. Se dirigió a la salida de emergencia que estaba
en la única pared del heptadomo que aún se mantenía en
pie. La puerta estaba abierta, pero, en vez de atravesarla, la
chica del pelo azul la cerró. Se sacó un colgante del escote y
lo metió en la cerradura. Era una llave, una llave con una
piedra brillante.
Emití un sonido aterrado. Por la piel de la joven se
extendieron unos puntos de luz azul. Líneas finas, formas,
símbolos. Como tatuajes, pero sin tinta. Al mismo tiempo, la
puerta empezó a despedir un resplandor azul. Sus grabados
en forma de enredaderas también se iluminaron.
¿Qué demonios pasaba?
Entonces lo entendí: iban en serio. ¿Qué había dicho
Matt? «La enfermedad no debe transmitirse aquí abajo».
Querían llevarme con ellos. A donde vivían: al Espejo.
Me retorcí en los brazos del Superior de cabello blanco lo
máximo que pude. De ninguna manera iba a dejar a Lily
aquí sola. Pero su agarre era de hierro, no me podía liberar.
—Tranquila. —Matt apareció ante nosotros y me puso una
mano cerca de la cabeza. Entonces me percaté de que
llevaba un anillo con una perla negra que emitía una
extraña luz—. El traslado suele ser difícil si no tienes
práctica. Te lo haré más fácil.
En cuestión de segundos, una suave luz lila cubrió el
brazo de Matt. Como en el caso de la chica, un patrón de
símbolos se extendió por todo su cuerpo hasta el cuello. Sus
ojos centellearon con una luz lila durante un instante, luego
puso la mano sobre mi cara y un resplandor cegador me
borró la visión.
—Deja que ocurra, Rayne. No pasa nada.
Sabía que me quería arrastrar a una ilusión. Había
perdido algún combate de esa forma; los ilusionistas podían
hacer aparecer imágenes, recuerdos lejanos o cualquier otra
fantasía que hacía que olvidáramos totalmente la realidad.
Y ahora volvía a suceder.
El rostro del joven de cabello blanco fue lo último que vi.
Sus ojos gris claro fijos en mí, con una extraña expresión,
como presa de un dilema, como si por una parte estuviera
totalmente decidido pero por otra supiera que estaba
cometiendo el mayor error de su vida.
Al instante, me embargó un calor agradable que
consumió todo lo demás. Estaba totalmente sola, y llevaba
un vestido que se mecía en un campo de flores. Me rodeaba
la luz, un cielo lleno de pacíficas nubes. Desesperada,
intenté aferrarme al aquí y al ahora, a Lily, a las ruinas del
sótano del heptadomo; pero no lo conseguía. La imagen era
demasiado poderosa. La sensación de estar en el lugar
apropiado y de no tener preocupaciones se impuso a mi
raciocinio, y me dejé ir.
9

D os voces me sacaron de la ilusión.


sobrecogedor olor a azúcar y ceniza.
Dos voces y un

Al principio me sentí totalmente desorientada. Justo


cuando me disponía a arrancar una margarita que florecía
ante mí en una pradera, se esfumó ante mis dedos. En su
lugar me encontré tumbada en una especie de camilla
tapizada hecha del material más blando en el que me
hubiera recostado nunca. Mis dedos recorrieron la superficie
aterciopelada mientras intentaba sacudirme los últimos
fragmentos de la ilusión. La luz del sol desapareció, y con
ella, la sensación de calidez. Lo único que quedó en mi
cabeza fue confusión.
Rápidamente me eché un vistazo de arriba abajo.
Vaqueros, top brillante y zapatillas de deporte. Mi bolsa
estaba en una silla a mi lado, solo me faltaba la capa.
—Nunca había visto un brote de magia del caos de este
tipo en Prime —dijo una de las voces que me habían
despertado.
—Bueno —contestó la segunda. Era más aguda, y no tan
agradable como la primera—. En mi opinión, era solo
cuestión de tiempo.
Giré la cabeza lentamente. Las voces que había estado
oyendo pertenecían a unas figuras que vislumbraba de pie
en el extremo opuesto del cuarto, al lado de una ventana
estrecha. Unos destellos centelleaban ante mis ojos, y tuve
que pestañear varias veces para llegar a ver con nitidez lo
que me rodeaba. Allí estaba… la chica del pelo azul. Y a su
lado, el joven que me había arrastrado a la ilusión. Matthew.
Matt. Por lo menos, eso me parecía, visto el pelo corto y
negro y la chaqueta de brocado lila oscuro. No alcanzaba a
distinguir nada más; ambas figuras me daban la espalda.
Aturdida, eché un vistazo alrededor. Desde el exterior
solo entraba una luz tenue, y la lámpara de techo estaba
apagada. Había dos camillas más al lado de la mía, y entre
ellas, sendas mesitas de noche. En la pared opuesta se
veían tres sillas cuyos respaldos estaban decorados con
heptágonos.
¿Dónde coño estaba? Desde mi posición era imposible
reconocer lo que había más allá de la ventana. Y la sala en
sí misma tenía pinta de hospital. O de…
Celda.
—El heptadomo ha quedado completamente derruido —
comentó Matt—. Muchísima gente ha presenciado el brote
de magia del caos. Va a ser difícil ocultarlo.
—¿Quién dice que vayamos a ocultarlo? —preguntó la
chica del pelo azul, displicente—. Deberían tener miedo. Tal
vez así el Ojo dejaría por fin de distribuir sellos que son
demasiado poderosos para la gente de ahí abajo.
Un suspiro.
—Celine…, no creo que un par de réplicas de sellos por
aquí y por allá hayan podido desencadenar un brote de esta
magnitud.
—Pues entonces sabes tan poco como yo —respondió
brusca la chica del pelo azul.
Luego reinó el silencio. No se escuchaba ningún ruido del
exterior. Ni siquiera el tictac de un reloj. Las paredes
estaban totalmente desnudas.
Lenta pero segura, la información que acababa de oír fue
entrando en mi ofuscada mente. «Réplica». «Magia del
caos». «Heptadomo derruido».
Noté cómo se me aceleraba la respiración. La fiesta.
«¡Lily!».
La magia negra había salido de mí a borbotones. Yo había
herido a Lily con ella. La había dejado tirada, ensangrentada
e inmóvil en el suelo. ¡Era culpa mía! Y luego… luego habían
aparecido esos dos. Ellos y el tercer Superior de cabello
blanco del que no había ni rastro.
«La enfermedad no debe transmitirse aquí abajo».
«El traslado suele ser difícil si no tienes práctica. Te lo
haré más fácil».
Efectivamente, me habían traído al Espejo. Tenía que ser
eso.
A la chica del pelo azul se le escapó un bufido. ¿Cómo
acababa de llamarla Matt? Celine.
—¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos de canguros?
—Para alguien que nunca ha tenido que recorrer largos
trayectos, eres tremendamente impaciente, ¿lo sabías?
—Que tú no tengas nada mejor que hacer que pasarte el
día en Babia no quiere decir que al resto nos tenga que
gustar.
—Ah, ¿y qué tienes tú mejor que hacer? ¿Seguir
suspirando por Adam?
—¿Sabes qué, Matt? Que te puedes ir a tomar por donde
no se pone el sol. —La chica resopló—. No tengo ni idea de
por qué se le ha metido entre ceja y ceja traerla a Septem.
Se ha infectado ella solita. Por lo que a mí respecta, se lo
merece. Tendría que estar en un sanatorio. Y si trabaja para
el Ojo, lo vamos a descubrir sí o sí.
Mi dispersa mente no conseguía seguir la conversación.
«¿Infectada?». «¿Sanatorio?». «¿Ojo?».
En ese momento, un dolor palpitante empezó a
extenderse por mi brazo derecho. Lo levanté para poder
vérmelo, y tuve que apretar los labios con fuerza para no
echarme a llorar al descubrir las líneas negras. Ahora eran
un montón. Como una tela de araña, se habían ramificado
en mi piel en todas direcciones. Recordé cómo habían
danzado por mi brazo antes de que la magia oscura saliera
a borbotones de mí. Ahora no se movían ni un milímetro.
Esa era la magia con la que había destruido la obra; el
heptadomo completo. Y Lily… No tenía ni idea de lo que le
había pasado a Lily.
Poco a poco, fui girando el brazo, y entonces descubrí las
monedas heptagonales que habían colocado formando una
línea perfecta sobre mi piel, de la muñeca al codo.
Ahora lo recordaba. ¡Me habían administrado happy-
uppers! ¡Sin más!
El pánico estalló en mi interior. Con dedos temblorosos,
tiré de una de las monedas, pero estaba firmemente
adherida a mi piel. Así que clavé las uñas. El dolor se
agravó, pero insistí.
«Como con las tiritas: mejor de golpe».
—En cualquier caso, le dieron un sello del Ojo —añadió
Celine—. Porque la querían reclutar. Seguro que lo hacen en
todos los heptadomos.
—Y si es así, ¿qué? —preguntó Matt.
—No podemos permitir que el Ojo se haga más fuerte. Si
ha llegado a hacer copias de nuestros sellos, tenemos que
acabar con él. Definitivamente.
Matt suspiró.
—Parece que te alegras.
—Deja de ser tan inocente —replicó Celine—. Si quieres
saber mi opinión, hemos dejado pasar demasiado tiempo,
así que el Ojo… ¡Ay, joder!
Se detuvo en medio de la frase, justo en el momento en
que yo me arrancaba la primera moneda del brazo con un
gemido atormentado. Y entonces entendí por qué había
gritado: porque en cuanto quité la moneda, las líneas de mi
brazo volvieron a moverse. Culebreaban y avanzaban como
un aluvión.
«Ay, joder», pensé yo también.
Matt se lanzó a mí.
—Mierda, ¡no hagas eso! —exclamó, pero ya era
demasiado tarde.
Mis manos temblaban con tal fuerza que ya ningún
bloqueador del mundo podría controlarlas. Y la magia…
salió a borbotones de mí y me envolvió a tal velocidad que
perdí el conocimiento.

La misma sala austera. La misma camilla. Los mismos ojos


castaños, la misma mirada preocupada.
La mano derecha de Matt me agarraba férrea el brazo. La
moneda que yo me había quitado volvía a estar en su lugar,
las líneas oscuras parecían haberse solidificado.
—No vuelvas… a hacer… algo así nunca —indicó Matt,
tranquilo pero muy tajante, mientras Celine me lanzaba
miradas asesinas desde atrás. A su lado vi una camilla
volcada, la ropa de cama parecía hecha jirones.
¿Había sido yo?
—Créeme —Matt señaló las monedas de mi brazo —, no
te haces ningún favor intentando quitártelas. Te están
salvando la vida. —Me observó con mirada crítica—. ¿Lo has
entendido?
Esperé a que se calmara mi respiración. Luego asentí.
¿Qué más podría haber hecho?
—Vale. —Matt sonrió, cariñoso. Se reclinó en la silla con
su elegante chaqueta lila—. Entonces podemos hablar.
Vaya que sí. Hablar: buena idea. Tenía mucho que decir.
—¿Cuánto tiempo…? —empecé con una voz
terriblemente ronca—. ¿Cuánto tiempo he estado atrapada
en tu ilusión?
—Solo un par de horas.
¡Horas! ¡Dios mío! ¿Cómo podía mantener alguien una
ilusión tanto tiempo?
Matt inclinó la cabeza: no parecía agotado en absoluto.
Su rostro era exageradamente hermoso; su única tacha era
una cicatriz que lo había dejado sin la mitad de la ceja
izquierda.
—El traslado al Espejo puede ser bastante fuerte la
primera vez —dijo—. En tu estado, quería ahorrarte el viaje.
Sé que hay mucho que asimilar, pero intentamos ayudarte.
—¿Dónde está mi amiga? ¿Dónde está Lily?
—Se recuperará, no te preocupes.
«Que no me preocupe. Muy gracioso».
—Quiero verla. Por favor, ¡tengo que verla!
A fin de cuentas, él no tenía ni idea del peligro en el que
se encontraba Lily. Lazarus no la iba a dejar en paz ni un
minuto, sobre todo ahora que no estaba yo.
—La han llevado a un hospital —dijo Matt—. He asignado
a alguien para que la atienda.
¿Un hospital? ¿En Londres?
—¿De verdad?
Matt asintió, e intenté calmar un poco los latidos de mi
corazón. Si Lily estaba en un hospital, entonces estaba a
salvo de Lazarus. O por lo menos eso esperaba.
Observé la habitación, cada vez más convencida de que
se trataba de una celda.
«¿Por qué estoy aquí?». No dejaba de preguntármelo,
aunque en el fondo sabía la respuesta. Había liberado algún
tipo de magia peligrosa. Por eso los Superiores me habían
traído a su mundo. Lo cual me llevaba inmediatamente a la
siguiente pregunta: ¿qué tenía que hacer para poder irme?
—Escucha, Rayne, mi nombre es Matthew Coldwell —me
explicó Matt con su voz cálida y amable. Luego señaló a la
chica del pelo azul, que se había apoyado en la pared y nos
miraba—. Esta persona tan simpática es Celine Attwater. Te
hemos traído aquí porque te has infectado con magia del
caos. Y es grave.
Mi pulso se aceleró. «Infectada». Ahí estaba de nuevo la
palabra. Entonces era justo lo que me temía: me había
contagiado de la enfermedad de la magia que invadía los
suburbios. Parecía que los Superiores la llamaban «magia
del caos».
—Te hemos administrado un inhibidor de magia. —Matt
señaló las monedas que tenía en el brazo—. Bloquean la
magia de tu cuerpo y mantienen a raya la infección. Por
ahora. Pero antes de poderte ayudar de verdad, nos tienes
que ayudar tú primero.
—¿Cómo?
—Explicándonos qué ocurrió exactamente en el
heptadomo durante tu combate. Y después.
—No tengo ni idea de lo que ocurrió —susurré—. La
magia se volvió loca y…
Antes de que pudiera acabar la frase, Celine se movió.
Arrastró una de las sillas hacia mí con un chirrido
insoportable y se dejó caer en ella con las piernas cruzadas.
«No hay duda de que el azul es su color favorito», se me
pasó por la cabeza. Porque Celine no solo tenía el pelo azul,
sino que también se había pintado de ese color los labios y
las uñas, con las que ahora colocaba en el reposabrazos de
la silla una estrecha cajita en forma de pirámide.
Matt suspiró.
—¿De verdad lo ves necesario? —preguntó, pero Celine
solo se cruzó de brazos.
—¿Tienes tiempo para sus idas y venidas? Yo no —se
inclinó hacia mí y me miró fijamente—. Vale, Rayne
Sandford… —Celine sacó una pulsera del bolsillo de su
chaqueta y me la puso delante. Pestañeé. Era el sello del
heptadomo. El brazalete del dragón—. Dime: ¿cómo te
hiciste con este sello?
Tragué. ¿Se lo podía contar? ¿Me metería en más
problemas?
Entonces empezó a moverse un péndulo que oscilaba
dentro de la caja con forma de pirámide. No quería mirar,
pero no podía evitarlo. Algo parecía atrapar mi mirada y
mantenerla fija. El péndulo se movía de un lado a otro,
siempre al mismo ritmo, y siempre con un clic suave, como
el de un metrónomo.
—¿De dónde sacaste el sello, Rayne? —Celine repitió la
pregunta y de inmediato su voz entró en mi cabeza…
aunque no había movido los labios.
«Di la verdad».
Algo en mi interior se tensó… y se relajó. Entonces, las
palabras abandonaron mis labios con la misma facilidad con
la que oscilaba el péndulo.
—Mi amiga Lily le ofreció dinero a un hombre en el
heptadomo. Había oído que se podía sobornar a los del
mostrador de inscripción para conseguir un sello mejor que
el del resto de participantes.
—¿Puedes describir al hombre que os lo vendió?
«Di la verdad».
—Era delgado, no muy alto… Tendría cincuenta y pico
años. —Entonces lo recordé. Un pequeño detalle, pero tenía
que contarlo sí o sí—. Tenía un tatuaje en la muñeca.
Matt y Celine intercambiaron una mirada de
reconocimiento.
—¿Era un ojo con un heptágono en medio?
Imaginé que no era nada bueno. Pero a pesar de eso,
tenía que contestar.
—Sí.
—¿Conocías a ese hombre de antes?
«Di la verdad».
—No.
—¿Entonces no perteneces al Ojo?
«Di la verdad».
—No sé qué es el Ojo.
Celine se detuvo y frunció el ceño como si mi respuesta la
hubiera decepcionado.
—¿Por qué el brazalete del dragón? El hombre tenía más
sellos, ¿no? ¿Por qué escogiste ese?
«Di la verdad».
—Porque… porque me parecía el adecuado.
Matt y Celine intercambiaron otra mirada, y luego Celine
siguió disparando pregunta tras pregunta. Yo las fui
contestando todas tan rápido como pude. Al poco rato, ya
les había contado a ella y a Matt cómo había ganado el
combate en el heptadomo y cómo luego había descubierto
las pequeñas venas negras en mi muñeca. De hecho,
incluso les hablé de cómo se había chuleado Isaac durante
la fiesta y de cómo eso había activado la magia.
Aunque una parte de mí era consciente de que Celine me
obligaba a decir la verdad, mi necesidad de obedecer era
más fuerte que esa certeza.
Era el péndulo. En la caja había un sello, la luz azul
invernal centelleaba bajo la madera. Interfería con mis
procesos mentales y me obligaba a ceder a la orden
silenciosa de Celine.
Me hervía la sangre. Me habría encantado hacerle un par
de preguntas a ella. Empezando por: «¿Por qué me habéis
seguido?». O: «¿Cómo se os ha ocurrido traerme al Espejo
sin mi consentimiento?». O: «¿Alguien os ha dicho alguna
vez que el brocado está pasado de moda?».
—¿Qué sabes de los sellos oscuros? —me siguió
preguntando Celine sin inmutarse.
«Di la verdad».
—No sé qué es eso.
Su mirada se oscureció. Miró el péndulo con recelo, como
si le estuvieran entrando dudas de si funcionaba
correctamente.
Matt se puso a su lado y lanzó un profundo suspiro.
—Creo que ya basta.
—¡Es responsable de la destrucción de un heptadomo! —
bufó Celine—. ¡De «ya basta» nada! Ha peleado contra
Dorian Whitlock. ¡Eso tiene que significar algo!
«Dorian Whitlock». Parpadeé. Tardé un momento en
ubicar el nombre. Mi contrincante en el heptadomo. ¿Por
qué los Superiores conocían su nombre? ¿Y qué tenía él que
ver con todo esto?
—¿No lo entiendes, Matt? —continuó Celine—. Ella es la
prueba viviente de que Whitlock pone en circulación réplicas
descaradas para intentar reclutar gente de Prime para su
estúpida rebelión. —Clavó en mí sus fríos ojos azules—.
Quería que te unieras a él, ¿verdad?
Se me aceleró el pulso ante el tono exigente de Celine,
pero, al contestar, mi voz sonó clara y firme.
—No, para nada.
Celine dio un golpe en la mesa que estaba al lado del
péndulo.
—¡Mientes! ¡Te has aliado con ese delincuente!
El péndulo oscilaba sin pausa, arrancándome la verdad.
—No había visto nunca a Dorian Whitlock antes de
nuestro combate. Ni tampoco había hablado nunca con él.
—Celine, en serio… —Matt señaló el péndulo con la
cabeza—. Sabes perfectamente que no puede mentir. Rayne
es una chica de Prime totalmente normal que ha tenido
mala suerte… como tú misma has dicho. Pensábamos que la
cosa era más complicada, pero no es así. Seguramente el
Ojo esté presente en todos los combates de los
heptadomos, por eso Rayne dio con Whitlock. Se encontró el
sello por casualidad, y resultó que era más poderoso de lo
que ella hubiera podido imaginar. Además, deja que sean
nuestros médicos los que determinen cómo se produjo
exactamente el brote y cómo podemos liberarla de la magia
del caos. A partir de ahí, ya no habrá ningún motivo para
seguir reteniéndola.
—¡Esa decisión no te corresponde!
—No —admitió Matt—. Pero seguro que Adam opina igual
que yo.
«Adam». Debía de ser el Superior del cabello rubio
platino. Recordaba muy bien cómo me había cogido en
brazos en el solar del heptadomo.
—Nos pondremos en contacto con tu familia. —Matt me
miró y sonrió para animarme antes de comenzar a caminar
lentamente hacia la puerta.
«Me puedo ir», entendí. Volvería a ver a Lily, podría
comprobar por mí misma si realmente estaba bien. Cuando
me despertara al día siguiente, todo aquello no habría sido
más que una horrible pesadilla.
Me invadió un tremendo alivio, que se disipó cuando Matt
se detuvo y, de manera casual, preguntó:
—Tu padre se llama Lazarus Wright, ¿verdad?
No era una pregunta difícil, y habría podido zanjarla con
una mentirijilla. Parecía que Matt se había informado sobre
mí. Habría descubierto que Lazarus constaba oficialmente
como mi tutor legal. Ahí podría haberse quedado la cosa.
Solo tenía que decir: «Sí, así es». Pero no era capaz. El
péndulo seguía estando ahí. Oscilando. De izquierda a
derecha, izquierda, derecha. El movimiento me taladraba la
mente, y las palabras me salieron a borbotones.
—Lazarus no es mi padre.
Matt ya había llegado a la puerta, pero volvió a mirarme
por encima del hombro.
—¿No? ¿Entonces quién es?
El péndulo me obligaba a pronunciar un nombre en el que
no había pensado durante años. El nombre de un tipo al que
nunca había conocido y por el que mi madre me había
abandonado en el orfanato tanto tiempo atrás.
«Di.
La.
Verdad».
—Mi padre se llama Melvin —confesé en contra de mi
voluntad. Pero el péndulo no se contentó con eso—.
Melvin… Harwood.
En un abrir y cerrar de ojos, el rostro de Matt dejó de
estar relajado. Un estremecimiento ligero pero evidente
recorrió su esbelta figura. Abrió la boca y volvió a cerrarla
varias veces. Incluso la expresión de Celine perdió aquella
superioridad fría con la que me había obsequiado todo el
tiempo. Ahora parecía realmente aturdida.
Lentamente, estiró los dedos de uñas color zafiro hacia la
caja con forma de pirámide y detuvo el péndulo. La mano
de Matt se deslizó como a cámara lenta de la manilla para
quedar colgando mientras susurraba:
—Por todos los sietes…
10

N olosmehabía
explicaron nada; ni por qué el nombre de mi padre
alterado tanto, ni qué pasaba con la magia del
caos, ni por qué ellos habían aparecido en mi primer
combate profesional. Tampoco me aclararon cuándo podría
marcharme del Espejo. Al contrario, Matt se despidió sin
más, diciendo que alguien me traería algo de comer en
breve.
—Aquí no estás en peligro, Rayne —añadió—. Ten algo de
paciencia, todo se aclarará.
Asentí, porque tampoco podía hacer otra cosa. Pero en
cuanto la puerta se cerró tras Matt y Celine, me acerqué mi
mochila. En el bolsillo delantero llevaba el
intercomunicador…; estaba casi sin batería, pero tenía que
intentar llamar a Lily. El indicador de red solo mostraba una
raya; o sea, que no tenía conexión. ¡Mierda! Nunca me
había preguntado si se podía llamar por teléfono desde el
Espejo. Pero, claro, es que el Espejo no formaba parte de
nuestro mundo; se cernía sobre él, pero tenía su propia
gravedad, sus propias leyes físicas, y entre ellas no se
encontraba la recepción de las ondas de telefonía móvil
terrestre.
Resoplé con fuerza y lancé el intercomunicador de nuevo
a la bolsa. Lo único bueno era que el localizador de Lazarus
tampoco funcionaría. Por lo menos, eso esperaba.
Recorrí la sala con la mirada algo perdida. Me acerqué a
la puerta, forcé la manilla, pero estaba cerrada con llave. No
valía de nada golpearla ni tirar de ella. Había otra puerta al
fondo de la sala, y esa sí se abría, pero solo daba a un baño.
Me habían encerrado. En algún lugar del Espejo, en algún
lugar lejos de todo lo que conocía.
Frustrada, me encogí, abrazada a mí misma. Dubitativa,
volví a mirar hacia la estrecha ventana. ¿Qué habría tras
ella?
«No seas cagada», me decía una voz que sonaba
sospechosamente parecida a la de Lily. «Nos pasamos toda
la vida preguntándonos cómo sería, ¿y ahora te rajas?».
Así que inspiré hondo y caminé.
No pude evitar jadear en cuanto me puse al lado de la
ventana. El edificio en el que me hallaba debía de ser
superalto, porque, bajo él, la ciudad entera se extendía por
todas partes.
Todo parecía estar bañado por un extraño resplandor azul
invernal, como si la ciudad se hallara envuelta en una niebla
de magia. Por todas partes se erigían altos edificios
antiguos con fachadas ostentosas y tejados a dos aguas, y
sobre ellos, otros… flotaban. Sus cimientos estaban
rodeados por un halo mágico y se mantenían sin más en el
aire, como si no hubiera nada más natural.
Contemplé unos minutos en estas construcciones
voladoras y luego, muy despacio, alcé la vista.
Tuve que apoyarme en la ventana, porque allá arriba, en
el cielo, estaba Londres. Mi Londres. El de toda la vida. Solo
algunas manchas extrañas y oscuras obstaculizaban la
visión. Tras ellas, el centro de la ciudad resplandecía con
todos sus edificios suntuosos, los glamurosos teatros y
bares. Incluso pude distinguir a lo lejos los rascacielos de
Tower Hamlets y Newham.
Era idéntico a las descripciones del Espejo que habían
hecho las pocas personas que lo habían visitado. Desde
nuestro lado, el Espejo eran solo unos contornos plateados
en el cielo. Pero quienes vivían ahí podían ver con toda
claridad nuestro mundo sobre ellos. Observé los coches que
se desplazaban por el cielo, pequeños como hormiguitas. En
un rascacielos habían construido una piscina en la azotea,
en una de cuyas calles nadaba un puntito.
Me estaba mareando.
Las leyes físicas del Espejo no tenían ninguna lógica, eso
lo sabía. En la tele ponían documentales al respecto a todas
horas. Pero la sensación no era diferente a la de nuestro
mundo. No hacía ni más frío ni más calor, el suelo seguía
estando bajo mis pies y había aire para respirar. Me hubiera
resultado difícil creer que había cambiado de lado, que
ahora estaba en la ciudad que normalmente se adivinaba en
el cielo, si no estuviera viendo los edificios de Londres del
revés con mis propios ojos: con total nitidez, como si
estuviera sobrevolando la ciudad en un avión cabeza abajo.
Me pasé los minutos siguientes mirando alternativamente
el mundo que estaba sobre mí, mi mundo, y el mundo del
Espejo. Intenté comparar los edificios entre sí. No podía
abrirse la ventana, y por lo tanto mi visión era limitada, pero
aun así localicé en el cielo el Museo Británico al oeste y el
Parlamento junto con la Torre de Londres al este. Sin
embargo, para mi sorpresa, la ciudad en la que me
encontraba en este momento no era un reflejo perfecto de
mi Londres: reconocí la curva del Támesis con claridad, pero
los edificios eran totalmente diferentes. Este Londres, el
Londres del Espejo, parecía haberse quedado un par de
siglos atrás.
Intenté distinguir más cosas. ¿Habría coches por las
calles? ¿O serían carros de caballos? ¿Habría centros
comerciales como en nuestro mundo? ¿Escuelas? ¿Qué
pinta tenían los Superiores que vivían aquí? Pero mis
preguntas se quedaban sin respuesta: casi todo lo que tenía
a mis pies desaparecía en la suave luz crepuscular
únicamente interrumpida por las incontables manchas de
azul brillante que desprendían las ventanas y puertas, y por
la líneas igualmente azules que se colaban entre las
fachadas de los edificios y recortaban su contorno contra el
cielo.
Magia. Todo era magia, de eso no tenía la menor duda. La
ciudad entera rebosaba poder.
Mis pensamientos volvieron a Lily y a los cuentos sobre el
Espejo que nos contaban de pequeñas. Haber acabado aquí
sin ella me parecía una broma de mal gusto. No nos
habíamos separado desde que nos conocimos en el orfanato
siendo unas crías. Ahora, en ese nuevo y desconocido
mundo, me daba la sensación de que me habían arrebatado
a mi otra mitad.
Me embargó la desesperanza. No entendía nada: la magia
del caos, el combate en el heptadomo… Lo único que
estaba claro era que, en cuanto les había dicho a Matt y
Celine que mi padre era Melvin Harwood, se les había
desencajado el rostro.
Estaba bastante segura de que esa era la razón real por
la que me habían encerrado. La razón por la que la libertad
de la que me había hablado Matt acababa de esfumarse de
un plumazo.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido cuando


alguien llamó a la puerta. El cerrojo hizo clac y, de
inmediato, aparecieron un hombre y una mujer vestidos con
un uniforme de servicio beis. El hombre era bajito y traía
una bandeja de comida. La mujer llevaba el pelo gris
recogido en un tirante moño alto y traía un montón de ropa.
Ambos tenían heptágonos tatuados en la frente.
No se presentaron ni respondieron a ninguna de las
preguntas con las que los bombardeé. Se limitaron a
depositar la bandeja en una mesa y a esperar a que
engullera un par de trozos de pan y queso y un racimo de
uvas. Sus gestos permanecieron impertérritos, sus miradas,
penetrantes.
Me imaginaba lo que se les estaba pasando por la
cabeza, porque llevaba toda mi vida enfrentándome a ese
tipo de miradas: «Esta pobre desgraciada no pinta nada
aquí».
Desaparecieron sin mediar palabra, tal y como habían
llegado, pero me dejaron bien clarito antes de irse que se
esperaba que me cambiara de ropa. Mi primer reflejo fue
tirar sobre la camilla deshecha las prendas que habían
traído e ignorarlas, pero al final se impuso el sentido común.
Me estaba congelando vestida de fiesta, así que,
contrariada, cogí los pantalones negros y la camisa roja,
ambos de un tejido sumamente elegante. Los pantalones
me quedaban algo holgados, pero me los ajusté con un fino
cinturón, que parecía más caro que cualquier cosa que me
hubiera puesto nunca. Me eché la chaqueta por encima. El
tejido era oscuro, el brocado floral flotaba sobre un rojo
metálico y la capucha me caía sobre los hombros.
«Una auténtica chaqueta de Superior…».
Me volví a situar junto a la ventana. Mientras pasaban los
minutos, tal vez las horas, una cosa me iba quedando clara:
no había amaneceres en el Espejo. Nuestro mundo,
suspendido sobre este, ocultaba el sol, de manera que el
Espejo se había quedado atrapado en una eterna luz
crepuscular. Mi cielo solo era asfalto, rascacielos y parques.
No había nubes ni amanecer, nada que me ayudara a
identificar el paso del tiempo.
En algún momento me pareció notar que algo
centelleaba. Tardé un minuto en entender que habían sido
las monedas de mi brazo. La luz azul parpadeaba sin pausa.
Me asusté. No en vano, había experimentado en mis
propias carnes lo que pasaba cuando los inhibidores de
magia dejaban de funcionar.
¿Debía pedir ayuda?
«Te están salvando la vida», había dicho Matt. Pero ahora
la magia de los happy-uppers se estaba agotando.
En cuanto decidí ir hacia la puerta y aporrearla con todas
mis fuerzas, ocurrió: la sala, que hasta entonces había
estado gris y oscura, se iluminó con un resplandor mágico
azul. Sobresaltada, grité. Pasó tan rápido que casi no tuve
tiempo de procesar lo que vi.
La fuente de luz era la propia puerta, sobre la que se iban
definiendo unas finas líneas azules muy parecidas a las que
había visto en las fachadas de otros edificios del Espejo. El
marco de la puerta dibujaba un rectángulo perfecto,
mientras que en el centro se entrelazaba el grabado de dos
rombos, uno sobre otro.
En ese momento, alguien atravesó la luz azul, aunque la
puerta no se había abierto en ningún momento. Eran Matt y
Celine.
—¿Qué tal? —dijo Matt, mientras el resplandor de la
puerta se apagaba y la sala volvía a quedarse en penumbra.
Me dirigió una sonrisa que parecía honesta, y noté cómo
salía de mi cuerpo toda la tensión que había sentido hasta
ahora. Mientras que Celine se quedaba callada al lado de la
puerta, Matt se acercó y me señaló el brazo, que yo tenía
apretado contra el pecho—. Déjame que te cambie los
trites.
—¿Trites? —pregunté.
Matt emitió un sonido afirmativo. Traía un contenedor
metálico que colocó en la mesilla de noche, al lado de la
camilla. Me observó de reojo.
—En vuestro mundo los llamáis happy-uppers. Un nombre
un poco… siniestro, sinceramente. Los trites no son drogas.
«Se nota que no has visto a Lazarus».
Matt abrió el recipiente, en el que guardaba más granos
de magia de los que había visto en mi vida. ¡Joder!
También contenía monedas heptagonales con diferentes
grabados. Matt sacó algunas y me las ofreció.
—Las monedas se pueden cargar con diferentes
propiedades. Pueden hacer de analgésicos, pastillas para
dormir…, pero también hay trites que proporcionan belleza,
fuerza o inteligencia. Estos actúan como inhibidores; se
encargan de congelar la magia de tu cuerpo. Así
mantenemos a raya la magia del caos.
Sabía que las palabras de Matt deberían haberme
asustado. Seguramente esperaba que le suplicara que me
ayudara y que me aclarara qué era la magia del caos esa.
Pero mi cabeza estaba demasiado ocupada buscando la
manera más rápida de largarme de ese infierno de brocado.
—¿Cuánto tiempo tarda en desaparecer la infección? —
pregunté.
—No sabría decirte. La magia del caos es imprevisible.
—Pero cuando esté curada… ¿me podré ir?
Matt desvió la mirada. Se calló un momento, volvió a
sonreír y señaló mi brazo.
—Primero vamos a tratarte.
Suspiré y dejé que Matt equipara las monedas con
nuevos granos de magia. Tuvo que cambiar dos de
inmediato. Me impresionó comprobar que el grabado estaba
literalmente derretido en ciertos lugares.
Matt pareció percatarse de mi gesto horrorizado.
—No te preocupes, nuestros trites son robustos. Y mucho
más efectivos que los medicamentos que conoces. Inhibirán
la infección.
Ahora sí que no pude evitar preguntar:
—¿Qué tipo de enfermedad es la magia del caos?
Matt hizo una mueca, cosa que parecía hacer siempre
que intentaba evitar un tema.
—No es una enfermedad en sentido estricto. Es…, a ver,
realmente, es magia mal usada. —Titubeó ostensiblemente
—. La magia del caos puede tener diferentes orígenes. A
menudo aparece cuando algo falla al fundirse la magia con
un cuerpo humano. Puede ocurrir, por ejemplo, con sellos
defectuosos, o cuando alguien ha tomado demasiada magia
sin tener la experiencia necesaria. Independientemente del
desencadenante, las consecuencias siempre son las
mismas: la magia se torna oscura y se descontrola. No es de
extrañar que haya tantos casos, teniendo en cuenta cuántas
personas usan la magia cada día.
—En nuestro barrio corría el rumor de que había una
enfermedad —dije en voz baja—. Que se te ponían las venas
negras, como me ha pasado a mí. Nadie le ha puesto
nombre, pero se muere gente todo el tiempo por su causa.
¿Es magia del caos?
—Bueno…, la verdad… —Matt volvió a hacer una mueca
—. Asumimos que en ese caso los motivos son diferentes a
los tuyos.
«¿Asumimos?».
Debía de tener la incredulidad pintada en la cara, pero
Matt simplemente se levantó y desechó los granos usados
en una papelera. Suspiré y dejé el asunto. Para cambiar de
tema, dije, con la voz más firme posible:
—Exijo hablar con mi amiga.
—Y yo exijo irme de vacaciones a las Bahamas —intervino
Celine por primera vez. Seguía apoyada en la puerta, que
poco a poco había recuperado el aspecto de una puerta
normal y corriente. Celine no dejaba de darle vueltas con
impaciencia al sello en forma de llave que tenía en la mano.
Era dorado, con una piedra de magia azul con arabescos en
el mango—. ¿Vamos acabando?
—¿Puedes andar? —me preguntó Matt.
Vacilé. La pregunta relevante no era si podía andar.
—¿A dónde queréis llevarme?
—A una audiencia en el salón del trono. Está en este
mismo edificio, solo que en otro piso.
Conseguí esconder en lo más profundo de mi ser el miedo
que aquellas palabras habían despertado en mí. «Salón del
trono». ¿Significaba eso que…?
Matt me tendió la mano, y yo dejé que me levantara.
Volvió a sonreír, pero noté que solo lo hacía para
tranquilizarme.
—Una audiencia…
—Sí. —Su sonrisa flaqueó, solo un poco, pero aun así me
percaté—. El Señor del Espejo te ha convocado.
11

« E l Señor del Espejo te ha convocado».


La cabeza me daba vueltas. Celine metió la llave en
la cerradura y la giró, y volvió a deslumbrarnos la intensa y
mágica luz azul. La puerta se fundió en el resplandor hasta
transformarse en un corredor: un corredor sin paredes,
incluso el hormigón se había convertido en una nada sin
fondo.
Mi parte racional se esforzaba por comprender lo que
estaba pasando, pero no era capaz de seguir el ritmo. Solo
volvía a oír una y otra vez las palabras «audiencia» y «Señor
del Espejo».
¿El autócrata todopoderoso al que nadie de la Tierra
había visto la jeta iba a decidir cuándo podría volver yo a mi
mundo? Entonces, ¿era él quien había ordenado que me
retuvieran? ¿Había estado en su cárcel?
Hasta ese momento me había mantenido firme, pero
ahora… ahora sentía cómo me invadía el pánico. Mi mirada
se detuvo en los brazos de Celine. Los tenía descubiertos
hasta el codo, y volvían a relucir con aquellos símbolos de
luz que le había visto en el heptadomo. Al parecer, solo
aparecían cuando utilizaba su llave.
Una llave que claramente era un sello, igual que el anillo
con el que Matt me había envuelto en una ilusión tan
potente que no me había podido librar de ella durante
horas. También había visto los símbolos de luz en su brazo.
Pero, al contrario de los de Celine, los de Matt habían
resplandecido de color lila.
«¿Quién coño es esta gente?».
—No te preocupes, no te va a pasar nada. —A mi lado,
Matt señalaba el túnel mágico que había abierto Celine—.
Simplemente atraviésalo, es la entrada directa al salón del
trono.
—Claro —me reí seca—. ¿Por qué no debería una meterse
en un agujero hacia la nada? Supernormal.
Matt se limitó a sonreír y, junto a Celine, me condujo por
aquel pasillo hecho de vacío y magia azul.
La puerta que había abierto Celine con su llave parecía
franquear una especie de portal a través del cual se podía ir
de un lugar a otro. Entre ambos solo existían unos finos
hilos de magia que mostraban los límites del corredor. Me
imaginé como una funambulista que debía mantenerse en
equilibrio sobre ellos. Estaba tan abstraída por lo que veía
que, para cuando quise darme cuenta, habíamos llegado al
final del túnel.
Era difícil de creer que siguiéramos en el mismo edificio
de antes. Nada de lo que me rodeaba ahora era apagado ni
gris, más bien al contrario. Un papel pintado azul marino
con un estampado floral cubría las altas paredes, y todo
estaba rematado en estuco dorado. Los muebles de madera
oscura flanqueaban un largo pasillo, mesas de filigrana
sostenían desbordantes floreros. Del techo colgaban
lámparas de araña con cristalitos que reflejaban la luz; al
mirar hacia arriba, casi me mareo.
También aquí podían verse líneas azules brillantes
recorriendo paredes, suelos y techos azules brillantes que
indicaban el camino. Como si todo el edificio estuviera
entreverado de magia.
Dejé que Matt y Celine me guiasen por los pasillos. Las
dimensiones de aquel palacio me resultaban imposibles de
calcular. Por una parte, todo el oro y las pinturas de las
paredes me recordaban a las fotos que había visto del
Palacio de Versalles; por otra, era… diferente. Más moderno,
de algún modo. Desde las paredes, unos monitores de
última tecnología mostraban un heptágono dorado que
giraba lentamente. Y por todos lados iba reconociendo
sellos en forma de grandes monedas que no tenía claro para
qué servían.
Así que ahí vivía el Señor del Espejo con sus Superiores, a
los cuales pertenecían Matt y Celine, y también Adam,
supuse. Sin embargo, por los pasillos nos cruzamos con muy
pocos cortesanos. Algunos me lanzaban miradas atónitas
que desviaban de inmediato, como si no pudieran soportar
tener delante a una desgraciada cualquiera del mundo
inferior.
No me sorprendía. Incluso los ricos del centro de Londres,
en comparación, parecían mendigos. Los tejidos que vestían
esos Superiores eran tan increíblemente hermosos que no
podía evitar admirarlos con la boca abierta. Sus texturas
flotaban suaves y los estampados adoptaban nuevas formas
cuando los mirabas, mientras que los colores parecían
irisarse con cada paso. «Seguro que están hechos de pelo
de unicornio», oí que me decía mi estupefacta a la par que
histérica voz interior.
Y luego estaban las vistas, que podía contemplar a través
de las ventanas que flanqueaban los pasillos. Ambos
mundos estaban uno encima del otro, las puntas de sus
rascacielos se extendían, aunque nunca se tocaban. En vez
del omnipresente crepúsculo azul de antes, ahora la luz
entraba a raudales desde el horizonte, intensa, e iluminaba
los límites de la ciudad. ¿Qué era aquello? ¿Su versión de
una puesta de sol? ¿Qué hora era realmente?
De nuevo, la desesperación me estremeció. ¿Cómo iba a
descubrir nada ahí? Sería imposible abandonar el Espejo sin
ayuda. No conocía las salidas ni tenía una llave como
Celine.
—La ciudad en la que estamos se llama Septem —dijo
Matt, que se había percatado de mi mirada hacia el exterior
—. Está situada en el centro de Londres, no estás tan lejos
de tu casa.
¿Qué no estaba lejos? Claro, quitando el par de
kilómetros de aire y la insalvable barrera de magia…
Rebobiné en mi interior.
—¿Una ciudad dentro de una ciudad? ¿Como el Vaticano?
De inmediato, me pregunté si los Superiores sabrían de lo
que hablaba. Pero Matt asintió:
—Justo. Como el Vaticano. Septem es la sede del
Gobierno del Espejo. Aquí se toman todas las grandes
decisiones que afectan a todas las ciudades. —Tocó una de
las líneas de magia que había visto en la pared—. La torre
del palacio está controlada por sellos, como todos los
edificios del Espejo. Su magia puede reestructurar un
edificio completo si es necesario. Toma el material y le da
otra forma.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso de que le da otra forma?
—En otros tiempos, gran parte de los edificios de Septem
recibían el nombre de «Palacio de Whitehall». Por lo que sé,
en vuestro lado del mundo, en Prime, ese complejo
desapareció a finales del siglo XVII a raíz de un incendio. Pero
cuando se creó la copia, el palacio se reprodujo en el Espejo,
igual que el resto de edificios. Nuestros antepasados,
gracias a los sellos, volvieron a reconstruir el palacio, pero
de tal manera que evolucione a lo alto y no a lo ancho. —
Matt hizo alarde de su sonrisa ladeada—. En el Espejo
andamos escasos de suelo, la parte espejada de Londres
cubre únicamente el centro de la ciudad.
«Reconstruyen edificios con sus sellos», pensé
impresionada. Mi mirada vagó de nuevo hacia las ventanas.
«Un mundo lleno de magia», eso era lo que nos habían
contado. Y era cierto que todo parecía tan increíblemente
señorial y ostentoso que mi mente apenas podía procesarlo.
El Espejo era justo como me lo había imaginado. Un paraíso
decadente.
En ese momento, Celine se detuvo. También Matt.
Habíamos llegado al final del pasillo, y ante nosotros se
hallaba una enorme puerta doble. Al otro lado esperaban
más figuras de uniforme gris, en formación, como una
especie de barrera humana que me recordaba a los
soldados que había vislumbrado en la tribuna de los
Superiores en el heptadomo. Todos eran increíblemente
grandes y musculosos, tenían la cabeza rapada, un
heptágono tatuado en medio de la frente y diversas armas
blancas y de fuego en el cinturón.
Al vernos, se hicieron a un lado y nos franquearon el
paso.
«No has hecho nada malo», me repetí como un mantra,
mientras Matt me agarraba del brazo derecho y tiraba
suavemente de mí.
Hacia el salón del trono.
Así estaba la cosa: iba a conocer al Señor del Espejo. O,
me corregí a mí misma mentalmente, me iban a llevar ante
él. ¿Cómo lo había llamado Matt?
«Una audiencia».
Se me aceleró el corazón mientras preparaba mi defensa
mentalmente. «Puedo explicarlo», empezaría. Y
seguramente acabaría con: «Vuestra forma de gobierno es
una ridiculez, ¿habéis oído hablar de la democracia?».
Tenía que dejarle bien clarito al Señor del Espejo que toda
esa situación había sido un malentendido. Que yo no tenía
nada que ver con Dorian Whitlock ni con esa extraña
organización, el Ojo. Entonces, todo se solucionaría.
El salón del trono era enorme como una catedral. Estaba
iluminado por todas partes con luz artificial, pálida y al
mismo tiempo brillante, con un halo azul plateado.
Era una sala heptagonal. «Por supuesto», me burlé
internamente. Pero no solo eso: en cada esquina
destacaban siete pilares de mármol y, sobre ellos, los
grabados de siete sellos diferentes, uno de los cuales
reconocí de inmediato. ¿No eran aquellos los dos rombos
que habían iluminado la puerta antes? ¿El grabado del sello
de Celine?
En el otro extremo, por supuesto, estaba el trono: blanco,
tallado en piedra y con un respaldo que se elevaba varios
metros para acabar con un remate en forma de heptágono.
Estaba vacío, el Señor del Espejo se hacía de rogar. Aun
así, ante tanto poderío, me costó mantener la compostura.
Sobre todo al mirar por encima del hombro y percatarme de
que aquellos soldados armados hasta los dientes habían
dejado sus puestos al lado de la puerta y, ahora, nos
rodeaban.
Observé insegura a Matt, que me lanzó una sonrisa
tranquilizadora.
—Guardias de la magia —susurró—. El ejército del Espejo,
por así decirlo. Pero no te preocupes, no tienes nada que
temer de ellos.
Cerca de una de las salidas laterales se apostaban dos
soldados más, también rapados al cero y con el heptágono
en la frente: una mujer con una cicatriz que le cruzaba la
parte derecha de la cara de arriba abajo y un hombre de
rostro anguloso y larga perilla que me estudiaba sin reparos.
Mantenían una conversación privada con una persona que
reconocí de inmediato.
Era el Superior más joven, el del pelo blanco platino.
«Adam».
Al acercarnos, se giró, y durante un momento recordé lo
mucho que me había alterado en nuestro último encuentro.
También ahora su presencia exudaba algo que ponía la
carne de gallina. Me miraba inquisitivamente, como un
depredador acecha mientras su presa se adentra en su
territorio, tomándose su tiempo para decidir si el intruso es
lo suficientemente importante para atacarlo.
—Bienvenida a Septem, Rayne —anunció con una voz
profunda y melódica que me había pasado totalmente
desapercibida en los horribles minutos que habíamos vivido
en el heptadomo—. Me llamo Adam Tremblett. Disculpa todo
este trastorno. Teníamos que aclarar algunas cosas antes de
levantarte la custodia.
Me quedé muda. Pero ¿quién se suponía que era ese tipo?
¿A qué se dedicaba, a crear buen rollo para que las
prisioneras se comportaran ante el Señor del Espejo?
La mirada de Adam pasó a Matt.
—¿Has avanzado algo más?
Matt asintió.
—No ha sido difícil conseguir la información. Tenías razón,
la cosa encaja. ¿Quieres verlo todo?
—Me encantaría —dijo Adam—. Pero me temo que no
tenemos tiempo. Muéstrame el resumen.
—Vale. —Matt soltó mi brazo y extendió una mano en
dirección a Adam. Yo apreté los labios para reprimir una
exclamación de sorpresa cuando su anillo con la esfera
negra se iluminó. En la piel de Matt resplandecieron de
nuevo aquellos símbolos lilas, y unos segundos más tarde,
Adam dejó de moverse. Matt debía de haberle inducido una
ilusión, como había hecho conmigo. Pero ¿por qué? ¿Y qué
información había recabado?
Tras un rato (o tal vez solo hubiera pasado un minuto),
Adam inclinó la cabeza y abrió los ojos. Ese simple gesto
hizo que cayera en otra cosa. No debía de ser fácil liberarse
de una ilusión por voluntad propia. Para nadie.
Fuera lo que fuera lo que había visto Adam, no mostró
ninguna reacción.
—Gracias —dijo simplemente, y volvió a fijarse en mí.
No me había dado cuenta de que había cerrado los
puños, ni de hasta qué punto la ira hervía en mis venas. No
hasta ese momento.
Aquella gente me había encerrado sin darme la más
mínima explicación. Al contrario, se habían inventado no sé
qué historias de «ojos» y de «magia del caos». ¿Y ahora?
¡Ahora se intercambiaban información delante de mis
narices!
—Creía que la idea era traerme ante el Señor del Espejo
—siseé, sin desviar mi mirada de Adam—. Así que, ¿de qué
va todo esto? ¿Dónde habéis metido a ese déspota sonado
que os gobierna? Tengo un par de cositas que decirle sobre
cómo tratar a la gente que no formamos parte de su panda
de esclavos de chaquetita de brocado.
Adam arqueó lentamente las cejas. Parecía realmente
sorprendido. En la cara de los dos guardias que estaban a
su lado se dibujaron casi de forma simultánea sendas
sonrisas. Al hombre de la perilla parecía que le había
alegrado el día, y la mujer de la cicatriz incluso se rio por lo
bajo.
—Vaya —respondió Adam finalmente—. Si es tan
importante para ti, podemos hablar más tarde sobre cómo
trato a la población de tu mundo. Pero creo que primero
tendríamos que explicarte por qué estás aquí.
12

M e quedé boquiabierta.
Él era el Señor del Espejo.
La leche. Le acababa de llamar «déspota sonado» a la
cara al Señor del Espejo.
Me había quedado patidifusa. Siempre me había
imaginado que el Señor del Espejo sería un hombre mayor.
¡No alguien que solo tenía dos o tres años más que yo!
Un montón de pensamientos cruzaban mi mente: el
Señor del Espejo había estado en Londres. Y había
presenciado cómo me había enfrentado a Dorian Whitlock
en el heptadomo. Aquella tarde, su mirada me había
traspasado. Desde su tribuna, allá en lo alto, me había
observado como si pudiera ver directamente el interior de
mi alma sin esforzarse. Y parecía que desde entonces me
había tenido en su punto de mira.
Y ahora… ahora iba a decidir mi destino.
Antes de que pudiera hacer nada, como por ejemplo
explicar de manera muy creíble que con «sonado» no había
querido decir «loco» sino «famoso», oímos un golpe seco
que provenía de la entrada del salón del trono.
Giré la cabeza y vi cómo los dos guardias que se habían
quedado en la puerta de doble hoja se retiraban para
franquear el paso a más personas. Primero entraron cuatro
criados con uniformes de color beis. Tras ellos, un hombre
con bastón.
A mi lado, Matt suspiró.
—¿Era necesario? —le masculló a Adam, ante lo cual él
asintió.
—Tu padre es mi asesor más preciado. Debe ser
informado antes de que se corra la voz.
A Matt se le acabó la alegría en cuanto el hombre llegó a
nuestro lado. Era espigado, tenía el pelo rapado y llevaba un
chaquetón de color lila con un brillo metálico. Se parecía
tanto a Matt, con las mismas mejillas marcadas, la misma
piel morena, los mismos ojos color ámbar, que no me habría
hecho falta ninguna explicación para entender el vínculo
que los unía.
La mirada del hombre pasó por mí sin detenerse para
luego clavarse en Adam. Hizo una reverencia.
«Jo-der».
—Gracias por venir con tan poca antelación, Tynan —dijo
Adam.
El padre de Matt asintió.
—Nuestra siguiente audiencia estaba prevista para la
semana que viene, mi Señor.
—Lo sé. Pero tengo algo que comunicarte.
Tynan arqueó las cejas.
—¿Con respecto a…?
—Ignis. —Adam señaló hacia los criados que, ahora me
percataba, se habían colocado delante de una de las siete
columnas que rodeaban el salón del trono.
Al principio no comprendí qué pintaban ahí, pero
entonces la columna se abrió. El grabado impreso en ella se
iluminó. Eran dos líneas horizontales curvas que se
atravesaban y que desembocaban en una espiral en la parte
inferior. Los criados estaban tan pegados a la columna que
no podía ver lo que había descubierto al abrirse.
—Hemos encontrado a un portador —dijo Adam—. A una
portadora.
Tynan abrió los ojos como platos. Me dio la sensación de
que, de repente, nos habíamos quedado sin aire en el salón
del trono.
—Pero… ¿cómo? —consiguió decir el padre de Matt.
Adam levantó una mano y la extendió… hacia mí.
—Esta es Rayne Harwood.
«Sandford», estuve a punto de corregirlo, pero la palabra
se deshizo en un remolino de confusión. ¿De qué coño
hablaban estos dos?
Detecté cómo la incredulidad daba paso a una cierta
diversión en la cara del padre de Matt. Se le escapó una
sonrisilla mientras sacudía la cabeza.
—Melvin no tuvo descendencia.
—No que nosotros supiéramos —lo corrigió Adam.
En ese momento, Tynan me miró de arriba abajo con
tanta atención que me incomodé y tuve que hundir los
dedos en el brocado de la chaqueta. Pero al llegar a mi cara
agitó con vehemencia la cabeza. Cualquier rastro de
diversión abandonó definitivamente su rostro.
—Mi Señor… Melvin Harwood pudo haber sido muchas
cosas, pero no era un mentiroso. Nunca nos habría ocultado
a una hija. ¿Por qué, por todos los sietes? Sabía
perfectamente la vida que habría llevado esa niña. ¡Habría
sido una irresponsabilidad por su parte!
—Entiendo que es difícil de creer.
—¿Difícil de creer? —El padre de Matt se detuvo,
carraspeó y tranquilizó su voz—. Mientras vivió, Melvin y yo
fuimos amigos. Su temprana muerte fue una tragedia para
muchos, y… —Me volvió a mirar. Se notaba que estaba
buscando las palabras adecuadas—. Se le parece mucho, la
verdad.
«¿Mientras vivió? ¿Su temprana muerte?». Entonces, eso
quería decir que…
Sentí una punzada en el pecho, aunque nunca lo hubiera
conocido. Ese hombre decía que mi padre había muerto, y
además hacía ya mucho tiempo.
Adam asintió, como si ya hubiera imaginado que su
asesor respondería eso. Luego se dirigió brevemente a mí.
—¿Qué sabes de los Siete, Rayne?
Su tono era tan tranquilo que parecía que estuviéramos
hablando del tiempo. ¿En serio esperaba que respondiera?
¿Tenía que hablarle de toda aquella gente chiflada de mi
mundo que se tatuaba sietes por todo el cuerpo sin saber lo
que significaba realmente aquel número?
Parecía que no, porque prosiguió:
—Los Siete son los portadores de los primeros sellos que
se forjaron. Sellos increíblemente poderosos que sostienen
el Espejo. —Hizo un gesto con la mano en dirección a Celine
—. Celine es una de ellos; porta la llave de zafiro. Y Matt, el
anillo de las almas.
Matt me mostró con una parca sonrisa aquel anillo con su
esfera negra, lo que provocó que pasara mi incrédula
mirada de Adam a él, y de él a Celine.
Por fin iba entendiendo lo que me debería haber
resultado obvio hacía rato. La llave de Celine abría portales
en puertas físicas, y el anillo de Matt me había inducido una
ilusión tan fuerte que no había podido liberarme de ella
durante horas. Los siete sellos del Señor del Espejo de los
que se contaban tantas historias en mi mundo… existían de
verdad.
Con ellos se había construido el Espejo. Pero, por lo que
parecía, no los portaba todos el Señor del Espejo, sino sus
subordinados directos. Celine y Matt eran parte de ese
grupo. Y los mitos que circulaban sobre ellos… eran ciertos.
—Estás aquí —continuó Adam— porque tu padre vivió en
Septem, Rayne. En el Espejo. Pero Melvin Harwood no era
un Superior común. Era uno de los Siete, ¿lo entiendes?
Era difícil expresar en palabras hasta qué punto no lo
entendía.
Había fantaseado tantas veces con encontrar a alguien
que hubiera conocido a mi padre… Pero ninguno de esos
escenarios imaginarios sucedía en el Espejo. Y,
definitivamente, no había previsto que mis primeras
palabras para ese alguien fueran:
—¿Estáis de coña?
Tynan se quedó de piedra ante mi pericia expresiva,
incluso Matt y Celine parecían perplejos. Solo Adam
permaneció impasible. Volvió a hacer ese gesto aburrido
con la mano, que provocó que los criados se retiraran en
tropel.
La columna que habían ocultado hasta el momento
estaba dividida en dos en la parte superior. Adam caminó
hacia ella, y yo le seguí sin pensármelo mucho. De la nada
había aparecido un recipiente de cristal con forma de
campana. Debajo de él se encontraba el mismo brazalete
con el dragón dorado que había portado en el combate en el
heptadomo.
—Este es Ignis —comenzó Adam al llegar a su lado—. Uno
de los siete sellos oscuros. Siete linajes han ido pasando
estos sellos de generación en generación desde tiempos
inmemoriales, de padres a hijos. Matt heredó el sello de las
almas de su madre, y Celine, la llave de zafiro de la suya. Tu
padre, a su vez, era el portador de este brazalete, pero
falleció antes de que nos pudiera hablar de ti. Y por eso… —
Adam me miró, solemne, con sus ojos grises— este sello ha
tenido que esperar tanto tiempo por ti.
Las miradas de Celine, Matt y su padre eran como
puñales. Incluso por la espalda, me parecía notar a los
guardias de la magia mirarme sin pestañear. Y luego estaba
Adam, cuyo rostro permanecía tan inexpresivo como una
hoja en blanco. Eso era lo que más me alteraba de todo.
—El sello que portaste en el heptadomo era una réplica —
explicó—. Una reproducción de tu sello, que es la única
razón por la que lo escogiste. —Hizo un gesto en dirección a
la campana—. Tócalo.
El tono autoritario de Adam me puso tensa. Tenía en la
punta de la lengua un «Tócalo tú si quieres», pero me quedé
con las ganas de decírselo, porque justo en ese momento
todo el mundo empezó a moverse a nuestro alrededor. Matt,
su padre y Celine se fueron a la otra punta del salón del
trono, y Adam y yo nos quedamos a solas ante la columna.
Un susurro barrió de golpe todos los reproches que tenía
previsto echarle en cara al Señor del Espejo. Un susurro
incesante en el interior de mi cabeza que no se podía
expresar con palabras pero que, a pesar de eso, inundaba
mi cuerpo con una extraña calidez. Acompañó cada uno de
los pasos que di, llevándome directamente a la campana de
cristal.
El brazalete se parecía tanto al sello que había portado en
mi combate profesional que podrían confundirse. Las
mismas alas de dragón extendidas, el mismo tono dorado.
La única diferencia era que ese carecía de placa en la que
colocar el grano de magia. En su lugar, el dragón abrazaba
una especie de núcleo de cristal del azul más intenso que
había visto en mi vida, en ninguno de los combates a los
que me había enviado Lazarus ni en cualquiera de los sellos
que se habían agenciado los Nightserpents como botín. Esa
magia parecía formar parte del brazalete del dragón. No
veía ninguna ranura, ninguna forma de recargarla. Debía de
ser eterna.
«Cógelo», decía una voz en mi cabeza. «Cógelo ya».
—Rayne. —Adam estaba justo a mi lado, su cercanía no
me dejaba pensar con claridad. Por su actitud, estaba claro
que sabía el poder que tenía y cómo utilizarlo. Se inclinó
hacia mí, y un aroma frío asaltó mis sentidos. Era como el
aire fresco de la mañana soplando sobre un lago en la
montaña—. Rayne. Tócalo.
Bajo la atenta mirada de Adam, extendí la mano derecha.
No quería escucharlo, pero un instinto profundo me obligaba
a hacer lo que me pedía. Solo en ese momento me di
cuenta de que la campana de cristal tenía happy-uppers
pegados. O trites, como los llamaban aquí. Eran unos veinte
o más: examiné sus símbolos y luego extendí el brazo,
donde las monedas que Matt me había colocado poco antes
todavía seguían activas.
Eran los mismos grabados. «Inhibidores de magia».
Adam se quedó de pie a mi lado, observando cómo
tocaba el cristal, primero con cuidado y luego con toda la
mano. Un calor me recorrió el brazo hasta las yemas de los
dedos y, en cuestión de segundos, el mundo entero se
desvaneció. Se hizo añicos.
Tras mis párpados explotó una supernova de colores. Me
ardía el cuerpo, parecía que me vibraran los huesos, como
si no fuera más que una masa de moléculas que se hubiera
fundido en un único bloque.
«Aquí estás», parecía susurrarme el sello. «Por fin».
Respiraba con dificultad, con la mirada clavada en la
campana de cristal. «Por fin», pensé yo también, como
poseída. Así debía de sentirse Lazarus después de haberse
puesto veinte happy-uppers de golpe.
La campana: tenía que levantarla. Tenía que liberar el
sello, tenía que tocarlo.
De repente, el cristal se agrietó. Los grabados inhibidores
de las monedas parpadearon y se apagaron; tanto los del
cristal como los de mi brazo. Oí cómo todo el mundo
contenía la respiración, pero a partir de ahí todo pasó
demasiado rápido como para que pudieran reaccionar.
El brazalete del dragón empezó a liberar magia negra.
Salía a borbotones, directamente hacia mí, vertiéndose por
la grieta que se había abierto en el cristal. La magia se iba
transformando en… brazos. Dios mío, ¿estaba alucinando?
No: la magia se estaba convirtiendo en una figura que
emitía unos estridentes sonidos inhumanos. Había
conseguido sacar medio cuerpo de la campana e intentaba
abrirse paso con los brazos. Entonces, apareció una cabeza
de ojos blancos y brillantes que de inmediato se fijaron en
mí, como si fuera la única persona presente.
Chillé y me caí hacia atrás. ¿Por qué coño no venía nadie
a ayudarme? Matt, Celine y los demás observaban lo que
ocurría con expresión tensa, pero sin acercarse, y Adam
seguía de pie con la cabeza inclinada, expectante.
Era incapaz de formarme ninguna idea clara, más allá de
saber que tenía que largarme lo más rápidamente posible.
La cosa, fuera lo que fuera, rugía. De la grieta de la
campana no dejaban de salir bocanadas y bocanadas de
magia, hasta que finalmente se cayó de la columna y se
hizo añicos en el suelo. Se formó una garra negra que se
extendió hacia mí. Me atrapó por la pierna izquierda. Noté
su tacto, frío como el hielo, como si acabara de hundirme en
un lago helado. La criatura se parecía cada vez más a una
figura humana, con dos brazos y dos piernas, solo que su
cuerpo estaba hecho de bocanadas negras. Se inclinó sobre
mí. Sus ojos eran un infierno penetrante y ardiente. «Se
acabó», pensé sin aliento. «Vas a morir. Van a dejar que te
mueras». Me había tapado con los brazos para defenderme,
preparada para el dolor, cuando, de repente, brilló una luz.
Era Adam. Sus brazos se habían cubierto de brillantes
símbolos blancos. Había tensado una especie de cuerda
entre sus manos y ahora lanzaba un pequeño objeto al aire
que hacía pasar alrededor de la figura de sombras.
Al rotar, la cuerda hizo un lazo alrededor de la criatura,
que emitió un grito de muerte en cuanto Adam tiró de ella.
Al principio no comprendí lo que había ocurrido. Había
pasado con una rapidez imposible de asimilar. La cabeza de
la criatura se desprendió de su cuerpo y cayó al suelo,
deshecha en humo negro.
Pero la cosa no había acabado. Seguía saliendo magia del
caos a borbotones de la campana; quería unirse a la
criatura y recomponerla. Intenté recuperarme para salir de
la sala, pero Adam me agarró por el antebrazo con mano
firme.
—No te muevas —me dijo, y entrelazó nuestros dedos.
Estaba tan desorientada que simplemente le dejé hacer,
mientras observaba en silencio cómo, con la otra mano, me
ponía delante un par de dados.
En su superficie dorada se distinguían grabados
atravesados por magia. Adam los lanzó con un movimiento
experto en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta
que se iluminaron y todo… se detuvo.
La criatura se congeló. El resto de las personas de la sala
también parecían haber dejado de moverse. Incluso las
partículas de polvo se quedaron suspendidas en el aire. Lo
que pasó luego ocurrió justo delante de mis narices, pero,
aun así, no lo entendí.
El tiempo retrocedió. Todo lo que había ocurrido en el
último minuto volvió a pasar, solo que al revés. Adam tiró
los dados en el sentido contrario, luego soltó mi mano y
agarró a la criatura con la cuerda hasta que esta se
recompuso. Una vez más, seguí la lucha entre ambos
mientras mis manos y mis piernas se movían como ya lo
habían hecho. Al final, Adam desapareció de mi campo de
visión. La criatura volvió a arrastrarse por el suelo… en
sentido contrario. Mientras, se fue descomponiendo
lentamente en partículas de magia, hasta que estas se
volvieron a introducir en gruesas bocanadas en la campana.
La grieta del cristal se cerró, las monedas inhibidoras de
magia se activaron. Solo una vez que estuve de pie delante
de la campana, el tiempo dejó de retroceder.
No me moví, y dejé la mano totalmente quieta. El
brazalete del dragón estaba intacto ante mí y nada,
absolutamente nada, presagiaba el ser que por poco me
había matado.
13

A dam—Retira
se me acercó y me miró con complicidad.
lentamente la mano.
Aunque todo en mi interior se resistía, le obedecí. Desvié
la mirada al otro extremo del salón del trono: Celine, Matt y
su padre parecían tensos, pero no como si hubieran
presenciado cómo una criatura había estado a punto de
despedazarme.
¿Qué coño estaba pasando?
Adam miró el sello que descansaba detrás de la campana
de cristal, y luego señaló mi brazo.
—¿Todavía notas algo?
—No. Se… se ha vuelto a tranquilizar. —Mi corazón latía
tan desbocado que apenas podía respirar—. ¿Qué ha sido
eso?
Adam estaba tan pancho, como si acabara de
experimentar algo de lo más relajante, un paseíllo matutino.
—Una anomalía. Los llamamos «abismos», surgen cuando
la magia del caos se concentra especialmente, como en tu
caso.
Lo miré fijamente. En los brazos de Adam todavía se
notaban los símbolos de luz blanca, y tenía los dados en la
mano derecha. Estaban unidos por la cuerda con la que
había decapitado a la criatura. En ese momento, les daba
vueltas en la palma de la mano con movimientos expertos.
Los dados tenían que ser un sello. Igual que el anillo de
Matt y la llave de Celine, el Señor del Espejo también poseía
uno de aquellos sellos oscuros. Unos dados con los que, de
alguna manera, había manipulado el tiempo hasta tal punto
que, para Celine, Matt, su padre y los soldados, era como si
los últimos minutos no hubieran existido.
Tan tranquilo, Adam guardó los dados en una funda de
cuero negra que llevaba sujeta al brazo. Inexplicablemente,
ese insignificante gesto transformó todo mi miedo en ira.
—Sabías lo que iba a pasar cuando tocara el cristal —
siseé. Adam ni siquiera me lo discutió; solo asintió, como si
fuera lo más lógico, rozando la arrogancia. No le importaba
que casi me hubiera muerto del susto. Él había sacado en
limpio lo que le interesaba, y eso era más que suficiente
para los de su calaña.
¡Qué asqueroso, de verdad!
—Necesitaba una prueba —me contestó—. Si te
hubiéramos puesto el sello y hubieras resultado no ser la
hija de Melvin Harwood, habría tenido consecuencias
terribles.
—¡Pero es que yo no quiero llevar ese sello! —Estaba tan
cabreada que hasta se me escapó un gallo. Tal vez Lazarus
no se había equivocado al ponerme aquel mote—. ¡Me
habéis secuestrado, encerrado! ¡Mi mejor amiga resultó
gravemente herida! Si te piensas que yo…
—No te queda más remedio, Rayne —me interrumpió el
señor Asquerosito—. Eres la heredera legítima del brazalete
del dragón. De eso no hay duda.
—¡Pero mi madre nunca estuvo en el Espejo! ¡Ni una vez!
¡Cuando nací ni siquiera era visible! ¿Cómo es posible?
Adam seguía impasible.
—Los portadores de los sellos oscuros suelen pasar un
par de años en centros educativos exclusivos de vuestro
mundo. Matt administró… ilusiones a varios profesores que
todavía trabajan allí. Parece que Melvin conoció a tu madre
en el instituto sin decírselo a nadie. Y se llevó el secreto a la
tumba. Si lo hubiéramos sabido, si hubiéramos sospechado
siquiera de tu existencia, te habríamos buscado y traído con
nosotros. Eres una Superior. Tu sitio está aquí, en Septem.
Es tu legítimo derecho de nacimiento.
—Recomendaría no dar tantas explicaciones de forma tan
precipitada —dijo Tynan Coldwell, que caminaba hacia
nosotros—. Mi Señor —añadió con rapidez—, solo porque se
le parezca… No sabemos…
—Ignis se ha lanzado sobre ella, lo he visto con mis
propios ojos. —Adam se detuvo—. Si por motivos
burocráticos prefieres comprobarlo mediante un análisis de
sangre, podemos hacerlo. Pero, en cualquier caso, solo
confirmará lo que ya sabemos.
¿Un qué?
—¿Y se supone que yo tengo algo que decir en todo esto
o no? —pregunté, cruzándome de brazos para ocultar el
temblor que atenazaba mis manos. Pero ya era demasiado
tarde: Adam lo había visto.
—Ese temblor… Hace tiempo que lo sientes, ¿verdad? No
es una enfermedad normal. Es tu cuerpo rebelándose
porque quiere unirse al sello. —Señaló mi brazo derecho, en
el que se veían todavía innumerables líneas oscuras—.
Suponemos que la réplica que portaste en el heptadomo
activó algo en ti. El brazalete del dragón estaba tan bien
forjado y se parecía tanto al sello real, a tu sello, que tu
cuerpo intentó unirse a él. Por lo que se ve, tu sangre sintió
la llamada, pero el sello no pudo resistirlo. Por eso se generó
una cantidad enorme de magia del caos. —Adam me
observó atentamente y, al ver que no le respondía, continuó
—: ¿Lo comprendes? Albergas magia en tu interior desde
que naciste, y cada año se hace más peligrosa. Porque tu
magia busca la magia de tu sello.
Miré el brazalete que descansaba bajo la campana. Las
cartas de mi madre no me contaban gran cosa sobre mi
padre, pero todavía recordaba algunos retazos: solo habían
estado juntos un breve período de tiempo; a pesar de eso,
mi madre siempre describía a Melvin Harwood como el amor
de su vida. Seguro que ni siquiera sospechaba que fue un
Superior. Todavía lo estaba buscando. En nuestro mundo.
Por sus cartas más antiguas sabía que no había podido
aceptar sin más su desaparición, y también que nunca
había logrado localizar a su familia.
Me sentí mareada. Si todo eso era cierto, significaba que
mi padre nunca me había abandonado intencionadamente.
Había muerto. Y mi madre… me había dejado sola en un
orfanato para nada. Porque llevaba años persiguiendo un
fantasma.
Sentí cómo se me entumecía todo el cuerpo. El salón del
trono exudaba poder y superioridad. Era el corazón del
Espejo, y yo me sentía igual que en los minutos en los que
Lily y yo nos habíamos atrevido a acercarnos demasiado al
centro de Londres.
Ajena.
Pero había visto con mis propios ojos cómo había
reaccionado el sello ante mí. Y lo sentía. Sentía que me
pertenecía.
—No podemos perder más tiempo —oí que decía Adam,
pero su voz sonaba muy muy lejana entre todo el murmullo
de mi cabeza—. El ritual debe celebrarse lo antes posible.
—¿Qué ritual? —pregunté—. ¿De qué hablas?
La mirada de Adam se posó en mí: fría, controlada, el
epítome de un joven poderoso.
—El ritual que te hará parte de los Siete. Portarás a Ignis,
igual que lo portó tu padre y que lo portará tu descendencia
después de ti.
«¿Mi descendencia después de mí?». A ese tío se le había
ido la olla.
—¿Y si me niego?
Era la primera vez desde que conocía al Señor del Espejo
que me pareció detectar una fugaz brecha en su controlada
fachada. Los claros ojos grises de Adam albergaban algo
que… Tardé unos minutos en ponerle nombre, porque era lo
último que me habría imaginado.
Era curiosidad. Curiosidad abierta y sin límite.
Sin embargo, su voz sonó tan impasible como antes.
—Si te niegas, la magia del caos se extenderá por tu
cuerpo. Cada día te encontrarás peor, y luego morirás.
14

F ue Matt quien me acompañó cuando abandoné el salón


del trono. Me volvió a guiar por el majestuoso corredor,
pero el estupor se había asentado de tal manera en mi
interior que lo que me rodeaba me pasaba desapercibido.
Estaba totalmente aturdida. Las palabras de Adam daban
vueltas y más vueltas en mi cabeza.
«Si te niegas, la magia del caos se extenderá por tu
cuerpo. Cada día te encontrarás peor, y luego morirás».
¿Cómo había acabado en esa situación? ¿Cómo era
posible? Era impensable que yo fuera una Superior, una de
esas personas que siempre había detestado por lo que le
hacían al mundo con su magia. Pero todavía más
impensable era la idea de que aquel sello, uno de los siete
más poderosos del mundo, me perteneciera, sin lugar a
dudas, a mí.
Adam lo había llamado «Ignis». El nombre me sonaba de
algo, pero… Siempre me había sentido atraída por los sellos
montados en brazaletes, desde el día en que Lazarus dejó
uno en el comedor del orfanato. Recuerdo habérmelo puesto
y, aunque no contenía ninguna magia, sí había tenido
aquella sensación, como si por primera vez hubiera
estado… completa. Solo unos meses más tarde, llegó mi
primer combate amateur. Con un medallón, luego con un
anillo, porque Lazarus pensaba que me pegaba más. Perdí
las dos veces. Lazarus quiso borrarme de la lista de
potenciales luchadores, pero entonces lo intenté con un
brazalete… y gané de inmediato.
Sin embargo, nada que hubiera experimentado hasta
entonces podía compararse con lo que había desatado en
mí aquel simple roce a la campana de cristal. Había
despertado algo dormido en lo más profundo de mi ser. Y,
aunque de momento la incredulidad superaba cualquier otra
sensación, en el fondo yo también estaba segura de que ese
sello era parte de mí.
Lo quisiera o no.
Una hora antes habría aprovechado la primera
oportunidad para largarme. Me habría dado igual que Matt y
su anillo pudieran sumergirme de nuevo en una ilusión;
hubiera echado a correr y habría intentado encontrar el
camino de vuelta a Lily.
Pero ahora…
¿A dónde podría ir? ¿Qué ganaría escapando del Espejo?
Si lo que había dicho Adam era cierto, mi huida sería
también mi sentencia de muerte. El temblor de mis manos
era solo el principio; mi cuerpo se iría marchitando, y la
magia del caos se haría más y más fuerte en mi interior.
Hasta que, según las palabras literales del señor
Asquerosito, me muriera.
Vagamente, registré que Matt me llevaba a una salida
con muchos ascensores de cristal. Entramos en uno y
ascendimos todavía más por aquel palacio
abrumadoramente dorado. Desde ahí salimos a otro pasillo.
Esa vez no nos cruzamos con ningún Superior, estábamos a
solas con dos guardias, que nos acompañaban a una
distancia prudencial desde que habíamos salido del salón
del trono. Finalmente, Matt llegó al final del pasillo y se
quedó plantado ante una gran puerta. Cómo no, tenía un
heptágono grabado. Matt me observaba como si esperara
que fuera a ponerme a gritar en cualquier momento.
Honestamente, era una preocupación legítima.
—¿Otra celda? —pregunté en voz baja, lo cual le hizo
soltar un suspiro.
—De verdad que siento haber tenido que encerrarte. No
volverá a pasar, te lo prometo.
Con una sonrisa arrepentida, Matt abrió la puerta y
descubrí ante mí un vestíbulo de color petróleo y cobre. A
un lado se elevaban altas ventanas, mientras que al otro se
abrían numerosas puertas en todas direcciones.
—Nuestros aposentos privados —aclaró—. Un ala para
cada familia portadora.
Avancé lentamente. Era verdad que había siete puertas, y
cada una mostraba su laborioso grabado correspondiente.
Mi mirada pasó de un símbolo a otro. Representaban, hasta
ahí llegaba, los siete sellos oscuros. En una puerta estaba
grabada la llave de Celine. En otra, los dos rombos. En la
siguiente, algo que parecía una serpiente estilizada…
O sea, que ahí vivían los Siete. El mismísimo Señor del
Espejo, Matt, Celine, los otros tres portadores que no
conocía…
Y yo. Por lo menos, era lo que se esperaba de mí.
Tras vacilar un momento, Matt me puso la mano en el
hombro.
—Ya sé que al principio es difícil de asimilar…, pero eres
una de los nuestros, Rayne. Si las cosas hubieran sido de
otra manera, habrías crecido aquí. Igual que tu padre y sus
antepasados.
Como no reaccioné, Matt me guio con cuidado hasta la
última puerta, la que tenía el grabado que había visto antes
en la columna del salón del trono. Con la línea horizontal
que se curvaba ligeramente al final y la vertical que
terminaba en espiral, parecía realmente un dragón.
—Bienvenida al ala de de Ignis —exclamó Matt antes de
abrir la puerta, apoyándose en ella—. Bienvenida a casa.

Mis pies parecían moverse solos mientras deambulaba


como un fantasma de una habitación a otra. Oía unos pasos
ligeros que me seguían, pero no esperé a Matt, sino que
avancé en silencio por mi cuenta.
La madera de color cobre suave dominaba todas las
estancias, transformada en delicados muebles con patas en
volutas. Todas las paredes eran de un verde azulado, y en
cada rincón ardían velas, e incluso había flores frescas.
Era como si hubiera acabado sobre un escenario: en una
obra de teatro de la que no sabía ni el título, pero de la cual,
por algún absurdo giro del destino, había conseguido el
papel principal.
O sea, que esos eran los aposentos de mi familia. Si no
hubiera estado tan exhausta, me habría reído. Porque ahí no
había nadie. El «ala de Ignis», como la había llamado Matt,
estaba totalmente desierta.
«Si mi familia vive aquí, ¿dónde está?», me pregunté en
silencio. Encontré la respuesta en cuanto doblé la siguiente
esquina: daba a un pasillo semicircular, y en sus paredes
colgaban una hilera de cuadros de marco dorado. Ante mí
desfilaron los retratos de personas que me eran totalmente
desconocidas, algunas de las cuales, a juzgar por sus ropas,
habían vivido hacía cientos de años.
Había por lo menos veinte retratados, y todos llevaban el
mismo sello.
El brazalete del dragón.
Matt se puso a mi lado. Seguramente había estado
siguiéndome todo el tiempo a solo unos pasos de distancia.
—Estos son los anteriores portadores de Ignis —me dijo—.
Vamos, por lo menos todos los que ha habido desde que
existe el Espejo. Lo cual es relativamente poco tiempo; los
sellos oscuros tienen más de mil setecientos años.
«Mil setecientos años». Me quedé inmóvil, intentando
asimilar la cifra. Luego seguí avanzando, sin dejar de mirar
la pared. Me daba la sensación de estar moviéndome por
control remoto, porque, a pesar de que solo quería gritar y
bramar, me mantenía en silencio. Observé los cuadros uno
por uno. En la parte inferior de cada marco, una placa
indicaba el nombre de los retratados y las fechas de su
nacimiento y muerte.
—Todas estas personas… ¿son antepasados míos?
—No todas. Tu linaje directo solo se remonta al siglo XIX,
por lo que sé. Aunque la historia de las familias no es
precisamente mi fuerte…
Matt señaló el retrato de una hermosa mujer. Tenía el
cabello castaño y rizado, llevaba un collar de perlas
alrededor del cuello y un vestido blanco con un chal rojo
sobre los hombros. En su muñeca derecha descansaba el
brazalete del dragón.
—Vivienne Harwood —me explicó Matt—. Fue la primera
portadora de vuestro linaje. Mira —señaló la placa y, al
acercarme, pude leer las fechas: «1807-1858».
Cada vez me sentía más aturdida. Mis pasos me iban
llevando más lejos, por delante de los cuadros de personas
que no había visto nunca y con las que no tenía el más
mínimo vínculo, igual que con aquel lugar. Solo ante los dos
últimos cuadros ralenticé el paso.
En el penúltimo aparecía un hombre con el cabello
oscuro, casi negro, y una sonrisa cálida en los labios. Ese
cuadro también estaba pintado al óleo y parecía antiguo a
su manera, aunque las fechas de la placa indicaban algo
diferente: «James Harwood. 1986-2023».
—Tu abuelo —dijo Matt.
Sentí un nudo en la garganta al ver la fecha de su
muerte: 2023. Estaba claro que había muerto muy joven.
Con esfuerzo, logré mover las piernas y llegar al último
retrato. Un joven me devolvió la mirada. Su cabello también
era oscuro, aunque tenía un ligero toque cobrizo. Como el
mío. Tenía la sonrisa pícara y los ojos verdes… Unos ojos a
los que me enfrentaba en el espejo cada mañana. Era el
mismo hombre de la foto que se había quedado enterrada
en la central; el mismo hombre que, sonriendo
abiertamente, estaba de pie al lado de mi madre
embarazada y que yo había creído toda la vida que nos
había abandonado por voluntad propia. En la imagen no
podía ser mayor de…
Leí la placa: «Melvin Harwood. 2005-2025». Veinte años.
Mi padre había tenido veinte años en algún momento. Y
murió el año que yo nací.
Así que era todo cierto. Mi padre había vivido en ese
lugar, con esa gente, y el brazalete que me daba tanto
miedo era su legado para mí.
—¿Cómo murió? —susurré. Mi voz sonaba tan extraña
como si de repente me hubiera transformado en otra
persona.
Miré a Matt, que estaba apoyado en la pared en silencio,
a mi lado, mientras se pasaba la mano por el pelo con un
suspiro.
—La verdad es que no lo sé. Parece que pasó aquí, en
Londres. Es algo que nuestros padres nunca comentan. —
Me miró, compasivo; era evidente que estaba intentando
escoger bien sus palabras—. Mi padre es muy… reservado.
Nunca ha sido portador, yo heredé el sello de mi madre;
pero él creció aquí, en el palacio, y fue muy amigo de tu
padre, hasta que él empezó a portar a Ignis. Parece ser que
pasaba mucho tiempo fuera de Septem y que se fue
desviando cada vez más de sus obligaciones. Por eso nadie
sabía nada de tu madre. Ni de ti.
Me froté la cara e intenté integrar todo eso, esa sala, la
del trono y todo lo demás, en lo que había sido mi vida
hasta ahora… Sin éxito. Me empezaron a temblar
ligeramente las manos, y agarré el tejido de la chaqueta de
brocado con todas mis fuerzas para intentar detener el
proceso.
—¿Crees —pregunté con una voz empañada por la
emoción— que nos hubiera traído a mi madre y a mí al
Espejo si no hubiera muerto?
Matt asintió serio.
—Con total seguridad. Antes mi padre se ha expresado de
manera extremadamente torpe e hiriente, pero en lo básico
tenía razón: independientemente de si Melvin Harwood
quería vivir en Septem o no…, sabía que sufrirías ahí abajo
si no heredabas su sello. Tu sello te ha estado buscando
todo este tiempo. Y tú a él.
Seguí mirando el cuadro de mi padre. Él también aparecía
con el brazalete del dragón, pero a diferencia de los demás
retratos, en los que los portadores mostraban los sellos con
orgullo, mi padre más bien parecía intentar distanciarse de
él.
Cerré los ojos, agotada.
—¿Me podrías dejar sola? Por favor.
—Por supuesto.
La mano de Matt volvió a tocarme el hombro brevemente.
Luego, dio media vuelta y sus pasos se perdieron. Un par de
segundos más tarde, la puerta se cerró con un clac.
El silencio se expandió por las estancias, pesado y
omnipresente. En ese momento me parecían una tumba, y,
en cierto modo, lo eran. Seguramente hacía años que nadie
vivía en ellas, que nadie había recorrido los pasillos, usado
las camas o comido en la gran mesa del comedor. Mi familia
no estaba allí. Solo quedaban sus retratos.
Solo quedaba yo.
Matt había dicho que mi sitio estaba ahí, en el hogar de
todos los Harwood que me habían precedido. Pero, a fin de
cuentas, solo era un nombre que flotaba por encima de
todo. Un nombre que no significaba nada para mí.
«No quiero nada de esto».
Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba llorando.
Solo cuando pestañeé y un par de lágrimas me resbalaron
por las mejillas me di cuenta del nudo que tenía en la
garganta.
El combate profesional, el plan, quitarme el localizador…
Solo lo había hecho porque quería que Lily y yo fuéramos
libres. En su lugar, había destruido un maldito heptadomo, y
por mi culpa Lily estaba en algún hospital de Londres.
Si los suburbios me habían enseñado algo, era que tenía
que escoger muy bien a quién le mostraba mis debilidades,
porque luego podría usarlas contra mí. Pero ahora, ahí
estaba el caos emocional que me había visto obligada a
mantener a raya en las últimas horas.
Pensé en la criatura que se había escapado de la
campana de cristal. En sus ojos vacíos y blancos. En el
zarpazo que me había lanzado. Y en el chillido mortal que
había emitido cuando Adam la había decapitado con su
sello.
La magia oscura de mi brazo se me había extendido
como una vid. Su calor llegaba hasta los recovecos más
diminutos de mis huesos, de mis músculos, de mi piel, y creí
poder sentir todavía el brazalete del dragón del salón del
trono a través de todos los pisos.
Me acerqué a la ventana más próxima y apoyé la frente
en el cristal. Durante unos minutos observé aquella ciudad
de magia y pensé en Lily, tan cerca y, al mismo tiempo, tan
infinitamente lejos.
Ya no podíamos animarnos mutuamente. Tendría que salir
adelante sin mí, y yo sin ella.
Me obligué a respirar con calma. Luego, volví a mirar las
monedas que tenía en el brazo y las venas que se traslucían
por debajo.
Entonces empezó a germinar en mí un pensamiento, una
idea. Era cierto que no conocía las normas de ese mundo,
pero tenía algo bien claro: ese sello era mi as en la manga.
Lily me lo había dicho muchas veces antes de los combates:
«No se trata de tener la magia más fuerte, sino de saber
usarla bien; de reaccionar en el momento correcto y de la
forma correcta».
Podía soportar aquel dolor. Tal vez no permanentemente,
pero sí más tiempo del que creía el señor Asquerosito. Él no
tenía ni idea de cuánto dolor había soportado ya.
Adam quería ponerme el brazalete del dragón lo antes
posible. Quería que me convirtiera en parte de los Siete. El
Señor del Espejo quería algo de mí.
Y, por eso, yo podía exigir algo a cambio.
15

A pesar del colchón blando como la cera, las sábanas de


seda y las almohadas de plumón de que estaba provista
aquella celestial cama palaciega, me pasé toda la noche
dando vueltas.
Siempre duermo mal cuando estoy nerviosa. En el
pasado, en noches como aquella, solo las historias
inventadas que Lily me susurraba al oído conseguían
tranquilizarme. Pero ahora estaba sola, exceptuando los
guardias que la noche anterior se habían apostado delante
de la puerta del ala de Ignis. Y dudaba que entre sus
responsabilidades profesionales estuviera contarme
historias para dormir.
Ahora, ya por la mañana, me encontraba descalza frente
a la ventana del dormitorio, mirando fascinada hacia el
exterior, donde la ciudad del Espejo se iba iluminando con el
sol matutino. Eran unas vistas impresionantes: las cortinas
de la noche se habían abierto de repente, y la luz solar
había inundado todo con tal luminosidad que tuve que
protegerme los ojos haciendo sombra con la mano. El
espectáculo duró una hora justa; lo que tardó el sol en
desaparecer, con lo que regresó la penumbra. Todos los
colores se transformaron en pálidos espíritus. Solo quedaba
el resplandor azul invernal de la magia que brillaba desde
los callejones y las ventanas y puertas de los edificios.
Aquel mundo era sombrío, pero también muy hermoso.
Poco después, una mujer con uniforme de criada entró en
el ala de Ignis. Se presentó como Sarisa Sadlyn, y me
explicó que llevaba muchos años al servicio de la familia
Harwood. En un segundo vistazo, me percaté de que ya la
conocía: era la misma criada que me había visitado en la
celda del palacio. Su expresión seguía tan seria como aquel
día, y llevaba el cabello recogido en el mismo moño tirante
en lo alto de la cabeza.
Sarisa me trajo una pila de ropa nueva, de la que escogí
una chaqueta color cobre rojizo, unos pantalones negros y
una camisa de corte elegante. Esa vez, todo me quedaba
tan perfecto que me pregunté, con un escalofrío, si aquella
vieja criada me habría tomado las medidas mientras
dormía.
Logré evitar que Sarisa me vistiera, a pesar de su
insistencia, aunque se empeñó aún más en cepillarme el
pelo, y su estricta mirada me dejó claro que lo haría incluso
en contra de mi voluntad.
Mientras ella trataba de adecentarme, se me ocurrió que
tenía que haber conocido a mi padre, o incluso a mis
abuelos. Pero con solo mirar esa cara tan borde supe que
nunca me atrevería a hacerle ninguna pregunta personal.
Al final del proceso me llevó al comedor, donde encontré
un bufé servido en platos ornamentados que habría dado
para la mitad de los Nightserpents. Mi primer instinto fue
negarme a tocar ninguno de aquellos panecillos tan bonitos,
ni la bandeja de fruta ni la montaña de gofres. Pero mi
estómago ya me había saludado con un rugido nada más
despertar, así que me dejé caer en una de las muchas sillas
y comí hasta reventar.
Cuando hube terminado, Sarisa, que había estado
haciendo cosas por ahí mientras yo desayunaba, regresó a
la sala, se me acercó y, con una reverencia, me aproximó un
espejo de mano plegable.
—No importa lo que necesite —me dijo—, no tiene más
que llamarme, señora Harwood.
«¿Señora Harwood?». ¿Estaba de broma?
Me contuve para no decirle que lo que más necesitaba
era que no me volviera a llamar así nunca. Me quedé con el
espejo en la mano, sin saber qué hacer con él. Estaba
enmarcado en metal y parecía muy valioso. Tal vez era de
plata de verdad. O de oro blanco. En la tapa había algo
grabado.
—Es un spectum —me aclaró Sarisa—. Un sello en forma
de espejo. Aquí nos sirven para comunicarnos. Los spectums
se conectan a una persona concreta cuando se usan por
primera vez. Este ya está conectado a mí. Llévelo siempre
con usted. Solo tiene que abrirlo y llamarme si necesita algo
de mí.
¿Un espejo mágico? ¿Dónde estábamos, en
Blancanieves?
Ni me esforcé en disimular mi gesto de hastío. Deslicé sin
más el spectum en el bolsillo de mi chaqueta y asentí,
indiferente, mientras me juraba no usarlo jamás.

Había dos gigantes apostados frente a la puerta del ala de


Ignis. Casi me choqué con ellos al salir, y tuve que echar el
cuello totalmente hacia atrás para poder verlos enteros. Al
principio no los reconocí. El día anterior habían pasado
tantas cosas… Al volverlos a mirar, sin embargo, estuve
segura: ante mí estaban los guardias de la magia que no se
habían separado del Señor del Espejo en todo momento en
el salón del trono, la mujer con la cicatriz profunda en la
mejilla derecha y el hombre de la larga perilla. Se
presentaron como Zorya y Jarek, los guardas personales del
Señor del Espejo.
—Ya me las arreglo —aclaré, al ver que me seguían.
Zorya negó con la cabeza.
—El Señor del Espejo desea que, cuando no esté en sus
aposentos, la acompañemos en todo momento, señora
Harwood.
Abrí la boca y la volví a cerrar. Por supuesto. La cárcel
podría haberse vuelto más lujosa, pero el objetivo seguía
siendo el mismo.
—¿Dónde está vuesa merced? —pregunté, ante lo cual
Jarek sonrió descaradamente.
—Por lo que conozco al joven, estará donde no haya la
más mínima diversión.
Zorya le hizo una señal con la cabeza a su compañero.
—En el bastión, en la sala de entrenamiento o en su
despacho. Apuesto por el primero.
—Apuesta contigo misma —gruñó Jarek—. Este mes ya
me he quedado sin blanca.
Zorya le dio unas palmaditas en la ancha espalda.
—No te preocupes, conmigo tienes crédito.
Me dio la risa. Ambos guardias parecían imponentes, con
su tatuaje heptagonal en la frente, los sellos en forma de
medallón en los uniformes y la montaña de músculos que se
les marcaban por debajo. Pero empezaba a darme cuenta
de que bajo ese duro caparazón se escondía un interior más
blando.
—¿Me podríais llevar con él? —pregunté con cautela.
«Tengo unas cosillas que comentarle».
Zorya y Jarek intercambiaron una mirada. Luego, la
guardia se encogió de hombros inocentemente.
—Da la casualidad de que nos ha dicho que debemos
enseñarle todo lo que usted desee.
Avanzamos por los magníficos corredores y giramos muchas
veces a izquierda y derecha. En todo ese trayecto, no nos
cruzamos con un alma. Estaba claro que nos
encontrábamos en una zona de la torre del palacio que
estaba reservada solo a los Siete. Finalmente, llegamos a
una puerta.
—Después de usted, Llamarada —me dijo Jarek y, al ver
mi mirada confusa, sonrió abiertamente.
Dragón. Llamarada.
—Muy gracioso —murmuré, aunque el mote me gustaba
bastante más que «petarda». O que «señora Harwood».
—Bienvenida al bastión —dijo Jarek con voz solemne
antes de traspasar conmigo el umbral—. El salón de los
Siete, o, como yo lo llamo, el paraíso de la tontería y del
descontrol hormonal pospubescente.
No sé que debería haberme esperado, pero eso,
definitivamente, no: estábamos en una especie de salón con
sus modernos sofás, sus estanterías rojo brillante y, por
supuesto, una televisión enorme. En el suelo habían dejado
tiradas algunas videoconsolas antiguas y otras más
modernas. Las paredes estaban decoradas con pósteres de
películas de culto. No me lo podía creer. Eran todas cosas
normales, conocidas. Cosas que, por primera vez, no me
daban la sensación de haber sido abducida del planeta en
un platillo volante.
Jarek señaló el equipamiento de la sala.
—Los Siete suelen pasar tiempo juntos aquí, por lo menos
cuando se quedan en Septem. La mayoría de esta chatarra
proviene de su mundo, señora.
Incrédula, avancé hacia una enorme colección de tazas
de colores que estaban apiladas en un aparador en la cocina
abierta. Tenían escritas todo tipo de frases tontas como
«Cargando sarcasmo. Por favor, espere» o «Los Siete
Fantásticos».
—No lo admite —me reveló Zorya—, pero a Matthew le
encantan estas cosas. No deja de traerse nuevos modelos a
Septem.
Levanté una ceja.
—Tazas.
—Solo las que son graciosas.
Negué incrédula con la cabeza y eché un vistazo
alrededor. No había duda de que Zorya había perdido la
apuesta, porque no había rastro del Señor del Espejo. Pero
sí encontramos a un joven sentado a una mesa redonda,
cerca de la barra de la cocina. Me había pasado
desapercibido porque era tan poco llamativo que casi
parecía fundirse con lo que lo rodeaba. Tenía la cara delgada
y llevaba unas gafas con montura fina de plata sobre la
nariz. En vez de lucir la habitual chaqueta de brocado,
vestía pantalones de tela gris y una sencilla camisa blanca.
Se había echado un chal al cuello.
Al notar mi mirada, levantó la vista y se puso de pie con
cuidado para acercársenos.
—Rayne Harwood. Me alegro mucho de conocerte —me
dijo con una sonrisa amable—. Soy Cedric Attwater.
—Sandford —lo corregí y de inmediato me sentí estúpida
—. Quiero decir…, no quería decir que tú te llamaras
Sandford. Yo me llamo Sandford. Pero… llámame Rayne, y
ya. O Ray.
Notaba que me ardían las mejillas. ¿Qué tonterías estaba
diciendo? Pero la sonrisa de Cedric se hizo más amplia.
—De acuerdo: Ray.
Me di cuenta de lo pálidos que tenía los labios. En
realidad, daba la sensación de que un soplo de brisa podría
llevárselo por los aires, y me pregunté si no debería estar
echado en una cama.
Luego rebobiné mis pensamientos a lo que me acababa
de decir y caí en la cuenta.
—¿Attwater? ¿Como Celine?
Cedric asintió.
—Soy su hermano gemelo.
De pronto vi la semejanza: ambos tenían rostros ovalados
con una frente amplia y labios finos. La única diferencia,
además del color del cabello, rubio en el caso de Cedric, era
su amable sonrisa. Eso sí que no lo había visto todavía en
Celine.
—Cedric es una enciclopedia andante —me masculló
Jarek por encima del hombro—. El tipo más listo de Septem.
Se le puede preguntar cualquier cosa. Lo sabe
prácticamente todo del Espejo, de los portadores y de sus
sellos.
—Y por eso podéis dejar a Ray aquí —intervino Cedric—.
Ya le enseño yo el bastión.
—La verdad es que quería ver al Señor del Espejo. A
Adam.
Daba la impresión de que Cedric ya se lo imaginaba. Echó
un vistazo al reloj de la pared en el que, en serio, ponía:
«Siempre es la hora feliz».
—Debería aparecer en breve. Puedes esperar aquí con
nosotros.
—¿Nosotros?
En los pálidos labios de Cedric apareció una cálida
sonrisa. Me llevó a una puerta y la abrió. Se oían ruidos.
Voces, pero también quejidos, bufidos… ¡Sonaba como un
combate!
Cedric me indicó que le siguiera. Jarek todavía tuvo
tiempo de gritarme para despedirse un «¡Hasta luego,
Llamarada!», antes de desaparecer con Zorya de mi campo
de visión.
En la sala a la que me llevó Cedric había una mesa de
billar y dos sacos de boxeo que colgaban del techo, además
de un tatami sobre el que estaban dos figuras: Matt y una
chica con una media melena morena. Era musculosa,
llevaba un crop top y pantalones ajustados. Y le estaba
dando la del pulpo a Matt. No había otra manera de
describirlo.
—Esta es Dina —me comentó Cedric—. También
pertenece a los Siete, y es la portadora de Anguis, el
cinturón de la serpiente. Acaba de estar con un par de
guardias en Lagos, porque había problemas con los
abismos. Adam la llamó por lo tuyo. Celine ha salido esta
mañana para traerla de vuelta.
Observé fijamente la escena que tenía delante. Matt y
Dina intercambiaban algunos golpes. Al principio, Matt podía
esquivarlos, pero finalmente Dina hizo un par de rotaciones
de hombros y lo tiró al suelo con unas patadas casi
aburridas.
Bien, otra portadora. Así que solo me faltaba conocer a
dos para completar los siete.
—¿Y tú? —le pregunté a Cedric—. ¿También eres uno de
los…?
Negó con la cabeza antes de que hubiera terminado la
frase.
—No, yo no soy portador. Ni de los sellos oscuros ni de los
otros. Pero, por decirlo de alguna manera, soy vuestro
miembro honorífico.
Me volvió a lanzar aquella sonrisa cálida que yo solo pude
devolver con esfuerzo.
La manera en la que había dicho «vuestro»… Como si yo
fuera parte de los Siete desde hacía tiempo.
—Los que te quedan por conocer se llaman Sebastian y
Nikki —me explicó Cedric, como si me hubiera leído la
pregunta en la cara—. Ahora mismo no están en Septem.
Pero tarde o temprano los conocerás.
Tarde o temprano. Parecía que nadie dudaba de que me
fuera a quedar allí.
Frente a nosotros, Dina esperó a que Matt se levantara
para propinarle un golpe con el pie desnudo en el costado.
Luego lo agarró por la cintura, lo volteó y lo soltó tan
repentinamente que cayó al suelo con un fuerte quejido.
Ella tan solo rotó el cuello, como si estuviera calentando.
—¿Qué, te rindes ya?
—Olvídalo —gruñó Matt, incorporándose de nuevo.
—Venga, Matt. —Dina sonrió—. ¿No te he hecho suficiente
daño?
—No cantes victoria tan pronto, Solomon. Hoy te voy a
hundir.
Le lancé a Cedric una mirada intrigada, ante la cual solo
se rio bajito y se inclinó hacia mí.
—Siempre dice lo mismo. Y un feliz día tal vez lo consiga.
—Te he oído, Ceddy —gritó Matt mientras alzaba una
mano para saludarme.
Él y Dina se movían en círculo lentamente, siempre al
mismo ritmo, como si en cualquier momento se pudiera
desatar la cosa. Y así fue. Matt fue el primero en lanzarse.
Dina consiguió esquivar una estocada mágica que había
salido restallando hacia ella. Matt intentó atacarla con otra
en el costado, y Dina simplemente se tiró al suelo.
«Como una serpiente».
Matt volvió a lanzarse sobre ella. Esa vez, fue demasiado
lenta. Algo parecía haberla distraído y, al ver iluminarse los
símbolos lila en la piel de Matt, supe lo que era: una ilusión.
Seguro que había intentado alterar la realidad, aunque Dina
evitó el ataque. El golpe la hizo tambalearse, pero se
enderezó rápidamente y echó mano a un cinturón dorado
que llevaba alrededor de la cintura. Estaba forjado en un oro
oscuro con eslabones móviles. Uno de los extremos tenía la
forma de la cabeza de una serpiente. Y ahí ocurrió: primero
se iluminaron en verde los símbolos de sus musculosos
brazos, y luego el cinturón se transformó en una especie de
látigo.
—Es un arma mágica —dijo Cedric al ver cómo me
quedaba, incrédula, con la vista fija en ella—. Cada uno de
los Siete tiene la suya. Se pueden invocar cuando la magia
del sello oscuro está unida a una. Observa.
Cierto: de las manos de Matt salieron dos cuchillas.
Puñales. Hechos… de magia.
—¿La cuerda que une los dados de Adam es una de ellas?
—pregunté, y Cedric asintió.
—Exacto. —Me dirigió una cálida sonrisa—. Eres muy
observadora.
Recordé la criatura decapitada y me entró un escalofrío.
—Créeme, no lo lleva muy en secreto.
Matt y Dina comenzaron a atacarse con sus armas
mágicas; atacaban, se detenían y volvían a atacar. Ver cómo
fluía su magia por la sala me hacía sentir un hormigueo por
los brazos. Me hacía pensar en la sensación que me había
invadido al ver a Ignis de cerca. Como si tras años de vagar
hubiera llegado a mi destino.
La cosa duró hasta que Dina enredó su látigo alrededor
del cuello de Matt justo cuando él iba a lanzarle una
estocada. En vez de conseguirlo, cayó al suelo con un
gemido.
—El sello de Dina te quita la energía vital con solo tocarte
—murmuró Cedric—. Y te la devuelve si se siente generosa.
Energía vital. Ciertamente, el rostro de Matt cada vez
mostraba un color más mortecino. Se retorcía, intentaba
escapar, pero era en vano.
—¿Te ha dicho alguien ya lo que puede hacer tu sello?
Parpadeé. Estaba tan fascinada que me resultaba difícil
dejar de atender al combate, pero acabé mirando a Cedric.
La pregunta ni se me había ocurrido.
—No.
—Puede tomar el control y dominar cualquier forma de
magia. O destruirla. Nunca lo he visto con mis propios ojos,
pero se dice que el poder de Ignis es portentoso.
¿Dominar la magia? ¿Y destruirla? Me detuve y recordé
cómo había fluido la magia del caos del brazalete del
dragón durante el combate en el heptadomo, y cómo había
roto la inmovilización de magia. Como si no hubiera nada
más sencillo.
Si lo había entendido bien, el sello que había portado no
había sido más que una copia. El poder del sello real, por lo
tanto, tenía que ser muchísimo mayor.
Ante nosotros, Dina apretaba cada vez más el látigo
alrededor del cuello de Matt. Además, lo había inmovilizado
con las piernas y lo mantenía atrapado entre sus muslos. Se
hizo el silencio en la sala. Al contrario que yo, Cedric no
parecía sorprendido en absoluto. Más bien me observaba
con una expresión divertida.
—En todos estos años, Matt nunca ha ganado a Dina.
—Entonces, ¿por qué lo intenta?
—Se le da muy mal rendirse. —La sonrisa de Cedric se
hizo, si era posible, todavía más cálida—. Sobre todo,
porque hace un par de semanas Adam tiró a Dina sobre el
tatami. Eso le ha herido el orgullo.
—¿El Señor del Espejo entrena aquí con vosotros?
Me resultaba difícil imaginar que el señor Asquerosito se
dignara entrenar entre consolas, pósteres de películas y
tazas con frasecitas chistosas.
—No muy a menudo —admitió Cedric—. Adam tiene
demasiado que hacer, pero… antes se pasaba aquí todo el
día. Y Dina es la única que podía hacerle frente.
—Normal, ¿no? Con esos dados es casi imposible
vencerle. Cuando alguien le alcanza, puede simplemente
retroceder el tiempo y evitarlo.
Cedric me miró impresionado.
—Normalmente le funciona, sí. Pero en el caso de Dina no
le sirve de mucha ayuda. Ella es casi invencible en el cuerpo
a cuerpo, no importa cuántas veces haga Adam el timo con
su sello. Le gana el cincuenta y seis por ciento de las veces.
Lo cual hacía que desde ese instante Dina me cayera bien
el cien por cien de las veces.
Pero, hablando del rey de Roma, ¿dónde estaba Adam?
¿No había dicho Cedric que el Señor del Espejo aparecería
en algún momento?
En el tatami, Matt seguía esforzándose por librarse de la
férrea inmovilización de Dina. Sin éxito. El látigo que le
rodeaba el cuello brillaba verde mientras que su piel cogía
un tinte de cualquier tono menos saludable. Tras un par de
intentos, gimió derrotado y dio unas palmadas en el tatami.
—Vale —carraspeó sin voz—. Me rindo.
Inmediatamente, Dina retiró el látigo del cuello de Matt.
El chico tosió mientras ella lo ayudaba a ponerse de pie, y
luego vino cojeando hacia nosotros.
—Buen combate —dijo Cedric, mientras cogía una toalla
de una estantería lateral y se la tendía a Matt.
—Gracias, Ceddy, pero ha sido totalmente lamentable.
—Por lo menos lo admites, corazón.
Dina le pasó el brazo por los hombros a Matt y le dio un
ruidoso beso en la mejilla. Luego me miró a mí. El látigo
mágico que tenía en la mano volvió a tomar la forma del
cinturón de la serpiente. Se lo pasó alrededor de la cintura,
pero las marcas verdes seguían brillando en su piel dorada.
—Hola, nueva —dijo Dina casi ronroneado. Me tendió la
mano que tenía libre, y la estreché mientras sus carnosos
labios rojos se curvaban en una sonrisa felina—. Justo
cuando pensaba que ya nada podía sorprenderme, vas y
apareces tú. —Me echó una mirada lenta de arriba abajo,
para luego dirigir la vista a Matt—: ¿Realmente os tragasteis
que el Ojo quería reclutar a una medio palmo como ella?
—¿Perdón? —fruncí el ceño.
«¿Me acaba de llamar medio palmo?». ¿Y qué diablos
pasaba con el maldito Ojo? Pero antes de que pudiera
preguntar, Dina prosiguió:
—¡Por todos los sietes! Cuando todo el Espejo reciba la
noticia de tu llegada, la gente se va a volver loca. «La
portadora pródiga». Serás el tema número uno de
conversación durante meses. Adiós a la paz y la
tranquilidad.
—¿Qué paz? —preguntaron Matt y Cedric al unísono, tras
lo cual Dina hizo una mueca.
—Cierto. Aun así, deberíamos…
Dejó que la frase se desvaneciera en el vacío al escuchar
pasos en la habitación que teníamos a nuestras espaldas.
Un resplandor azul invernal bañó los carteles de las
películas que decoraban las paredes y reconocí el sello de
Celine en la puerta. Se había convertido en un corredor
mágico, del que primero salió Celine… y luego Adam.
16

C edric tenía razón. El Señor del Espejo había venido.


Llevaba ropas parecidas a las del día anterior: una
chaqueta negra, pantalones grises, camisa gris. Sus
cabellos blancos brillaban todavía más al contraste con su
vestimenta oscura.
Inspiré y exhalé profundamente una vez más; intenté
prepararme para la conversación que había ensayado
internamente por la mañana.
Adam pasó su mirada lentamente de Dina a Matt y Cedric
hasta que me tocó el turno. Cuando clavó sus ojos en mí,
durante un momento breve y enervante sentí como si
supiera exactamente con qué frecuencia le había llamado
«señor Asquerosito» mentalmente desde nuestro último
encuentro.
—Cambiaos —indicó, antes de que pudiera decir nada—.
Nos marchamos.
¿Estaba mal de la cabeza? ¿A dónde, si se podía saber?
Me tranquilizó ver a Adam en plan jefazo mandón. Al fin y
al cabo, llevaba años lidiando con gente como Lazarus
Wright o Isaac Moselby.
—Yo no me voy a ninguna parte —aclaré con voz firme—.
Primero quiero ver a mi familia.
Adam parecía genuinamente confuso.
—No tienes ninguna familia en el lugar de donde vienes.
Solo un tutor.
Me quedé con la boca abierta. Increíble. Este tipo era
simplemente increíble.
—Mi familia escogida. —Pues eso era Lily, en cualquier
caso—. No sé si te suena el concepto, pero podemos elegir
a las personas que nos importan. Casi igual que podemos
elegir a las personas que nos resultan insoportables.
La mirada de Adam pasó por encima de mi hombro hasta
pararse en Matt. Al volverme hacia él, comprobé que tenía
una sonrisa en los labios.
—La familia es importante. No sé de qué me suena… —
dijo, en un tono burlón que provocó en Adam un gesto de
hastío. Luego me volvió a mirar, y odié tanto, tantísimo
cómo me observaba desde arriba con aquella arrogancia…
Como si para él no hubiera duda de que estaba por encima
de mí. Como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Me habéis secuestrado —gruñí entre dientes—. No me
habéis permitido ni decirle a mi amiga lo que ha ocurrido.
No tengo ni idea de si está bien y…
Me detuve al ver que Adam metía la mano en el bolsillo
de su chaqueta y sacaba uno de aquellos sellos en forma de
espejo como el que me había dado mi criada. Lo abrió, tocó
la superficie como en un maldito intercomunicador y me lo
pasó.
Tuve que usar todas mis fuerzas para no echarme a llorar
allí mismo. Ahí estaba Lily: en esa superficie de espejo
diminuta, en una cama de hospital. Estaba despierta,
sentada, casi incorporada del todo, y era obvio que hablaba
con una enfermera que peinaba sus rizos morenos. Aunque
se la veía triste y confusa… parecía estar bien. Y lo que era
todavía más importante: no había ni rastro de Lazarus ni de
los Nightserpents.
Era cierto que, por el momento, estaba segura.
Quise abrazar el espejo por lo feliz que me hacía verla,
pero Adam me lo arrebató y volvió a guardarlo en su
chaqueta.
—Está acompañada en todo momento, nos hemos
ocupado de ello. Y se pondrá bien. ¿Todo en orden?
Negué con la cabeza.
—Nada en orden. Yo… —Cogí aire y me obligué a seguir
—. ¿Se te ha ocurrido en algún momento que me debes un
par de explicaciones? Hasta ahora solo me has amenazado
con que me voy a morir si no hago lo que dices. ¿En serio?
Ignoro cuáles son las costumbres en el Espejo, pero por lo
menos en mi mundo no se considera la mejor manera de
crear un clima de confianza.
Adam permaneció impasible durante mi pequeño
discurso. Ante su mirada penetrante, me empezaron a
temblar las manos, así que me las pegué a los muslos para
intentar controlarlas. No podía mostrarme débil en ese
momento, ni de coña.
—¿Por qué yo? —continué—. ¿Por qué no podéis darle el
sello a otra persona? Solo quiero… librarme de la magia del
caos e irme a casa.
Adam inspiró y exhaló sonoramente. Daba la sensación
de que iba a necesitar cien pastillas para el dolor de cabeza
para superar aquel día.
—¿Se lo resumes tú? —le preguntó a Cedric—. De verdad
que no tenemos tiempo.
El hermano de Celine se había apoyado contra una de las
estanterías, pero no parecía que fuera porque estuviera
relajado, sino más bien porque le faltaban fuerzas para
permanecer erguido. Estaba indecriptiblemente pálido y, a
pesar de eso, su rostro rezumaba compasión. Caí en la
cuenta de que era por mí.
—Tienes que ser tú, Ray. Ese es el principio de los sellos
oscuros.
—¿Qué quiere decir eso?
—Eso quiere decir que nuestros padres se pasaron años
buscando un sucesor para tu sello. Primero entre los
Superiores, y luego incluso en Prime. Sin éxito. Porque el
sello está unido a tu linaje. Y como durante todo ese tiempo
tú estabas viva, nadie más lo podía portar. Ese es el motivo
por el cual durante los últimos diecisiete años el brazalete
del dragón ha liberado una cantidad ingente de magia del
caos. Con el tiempo, la hemos podido controlar con trites,
pero al principio… —Cedric hizo un gesto vago con la mano
en dirección a las ventanas desde las que se podía ver
Londres en el cielo—, al principio la magia del caos horadó
agujeros tremendos en la barrera que separa nuestros
mundos.
Estaba claro que Cedric intentaba explicarme algo que yo
no alcanzaba a entender. ¿Qué tenía que ver todo eso
conmigo?
—Tu padre murió hace diecisiete años. Y dos años
después, dos años después de tu nacimiento, el Espejo se
hizo visible para vuestro mundo. ¿Lo comprendes? Está todo
conectado. Como naciste en Prime y los Siete no sabían
nada de ti, la magia del caos dañó hasta tal punto la barrera
que el Espejo se descubrió ante vuestro mundo.
Las palabras de Cedric me quitaron el suelo de debajo de
los pies. La muerte de mi padre…, mi nacimiento…, ¿era
responsable de aquello? ¿Lo decían en serio?
Hice varios intentos de replicar, pero no fui capaz de
pronunciar palabra. ¿Todas las veces que había mirado al
cielo con Lily para observar el contorno brillante y plateado
del Espejo solo habían sido posibles porque yo no había
tomado posesión del legado de mi padre?
—Si no portas a Ignis… —continuó Cedric, cauteloso— se
generará más magia del caos. En algún momento lo
dominará todo, y los abismos harán añicos el Espejo. Y en
cuanto caiga el Espejo, dejará de haber protección para
vuestro mundo.
Seguía sin poder replicar nada. ¿Qué podía decir? ¿Que
me daba igual? ¿Que no era problema mío? Porque, a juzgar
por cómo lo presentaba Cedric y por cómo me miraban
todos, estaba claro que sí lo era.
—Todo eso no es culpa mía —susurré.
—No, claro que no. —Era Adam quien me había
contestado. Seguía con aquella mirada de señor Asquerosito
inexpresiva, inescrutable y fría—. Pero existes. Y eso ha
llevado al Espejo a la ruina.
—Tú también existes. ¿No se te ha ocurrido pensar en
algún momento que tal vez todo sea culpa tuya?
En segundo plano alcancé a ver cómo Celine me miraba
boquiabierta, como si me hubieran salido dos cabezas,
mientras que en el rostro de Dina se dibujaba una sonrisa
furtiva. Me obligué a inspirar hondo y cerrar brevemente los
ojos.
—Si porto el sello, ¿qué pasa exactamente?
—Asumes el puesto asignado a tu familia.
El tono de marisabidillo de Adam volvió a encenderme.
—¡Venga ya con tanto rollo sobre la familia! En realidad,
lo que me quieres decir es que debería renunciar a toda mi
vida por vosotros.
Adam no se dejó intimidar por mi brote de ira.
—Es una vida mejor que la que tenías, ¿no?
Desesperada, intenté que no se me notara lo mucho que
me habían afectado sus palabras. En realidad, no sabía de
qué me sorprendía. ¡Pues claro que sabía dónde había
vivido! Y cómo había vivido. En una central eléctrica
derruida, entre turbinas en desuso. A lo mejor era eso
precisamente lo que Matt le había mostrado con sus
ilusiones. Aun así, sus palabras hicieron mella en mi amor
propio.
—Sigue siendo mi vida.
Tras mis palabras se hizo un silencio sepulcral en la sala.
La expresión de Celine era tan fría que parecía salida de la
Antárdida, a Cedric se lo veía preocupado… Sin embargo,
Dina y Matt nos observaban como si solo les faltara la bolsa
de palomitas para presenciar nuestra disputa.
Me quedó claro que no tenía posibilidad alguna de
negarme si el Señor del Espejo me quería imponer su
voluntad. Podría ordenarle a Matt que me volviera a
sumergir en una ilusión y, tras una pequeña parada en un
campo de flores, me despertaría con una joyita nueva en el
brazo.
Pero solo porque no me pudiera negar no quería decir que
se lo tuviera que poner fácil.
A esas alturas, las manos me temblaban tanto que, sin
capa, ya era imposible ocultarlo. Así que hice lo que Lily
siempre me decía. Cabeza alta y palante con mis defectos.
—Escúchame…, Adam. Voy a hacer lo que quieres, pero
porque a mí me interesa. Portaré el sello. Acepto formar
parte de vuestro club de la chaqueta de brocado, ¿vale?
Pero a cambio tú vas a hacer algo por mí: traer a mi amiga
al Espejo.
La verdad era que esperaba que Adam les ordenara a sus
guardias que me echaran de allí. Sin embargo, el Señor del
Espejo se me acercó. Frente a frente, me sacaba una cabeza
entera.
—De acuerdo. Tendrás que celebrar el ritual de unión y
portar a Ignis. Luego, te lo prometo, traeremos aquí a tu
amiga.
Tardé un momento en procesar que se había salido con la
suya. Le había dado justo lo que quería. Porque era él quien
ponía las condiciones, yo solo podía aceptarlas o no.
Adam extendió la mano. Aunque la ira en mi interior era
casi incontenible, se la estreché antes de podérmelo pensar
mejor. Sus dedos apretaron los míos, y ahí estaba de nuevo,
aquella mirada que ya me había lanzado una vez. En el
heptadomo de Brent. Una mirada tan intensa como una
inmovilización mágica, que amenazaba con poseer todo mi
cuerpo, de pies a cabeza.
17

L agota
magia azul invernal se derramó por la puerta como una
de tinta en un recipiente lleno de agua. Líneas
delicadas que avanzaban por los bordes para luego
convertirse en círculos, volutas e innumerables formas
maravillosas que finalmente se unieron para dibujar los dos
rombos que estaban grabados en su sello. Una vez cubierta
toda la zona, Celine retiró la llave y se la guardó bajo la
camisa. Las marcas le brillaban en la piel, del mismo azul
que el grabado de la puerta.
Poco después se formó el corredor. La puerta había
desaparecido para conducir a una nada infinita en la que
solo unas débiles líneas de magia nos mostraban el camino.
La angustia me encogía el estómago. Intenté mantener la
compostura con todas mis fuerzas. A fin de cuentas, el día
anterior lo había conseguido.
—Vosotros primero —ordenó Adam, y Matt se adelantó.
Me ofreció su brazo y lo agarré sin dudarlo. Había momentos
en la vida en los que había que tragarse el orgullo.
Di un paso hacia delante, al tiempo que todo en mi
interior se resistía a abandonar ese lugar. Aunque la
enormidad y el derroche del palacio me intimidasen, ahí
todavía podía fingir que Lily solo estaba a un par de
manzanas. Sin embargo, ¿quién sabía a dónde llevaría esa
puerta y qué podría pasar allí?
—¿Vamos? —me preguntó Matt, ante lo cual tomé aire y
eché a andar.
Adam, Celine y Dina nos siguieron. Apenas me dio tiempo
de ver cómo Cedric levantaba la mano para despedirse, a lo
que intenté contestarle con una leve sonrisa. Habría sido
estupendo tenerlo a mi lado. Vale, casi no lo conocía, pero
su actitud tranquila me había inspirado confianza, tal vez
porque me recordaba un poco a Lily. Igual que ella, daba la
impresión de ser tierno y frágil, pero no había que fiarse de
las apariencias.
Por desgracia, parecía que aquella excursión no era para
«miembros honoríficos» de los Siete, o por lo menos esa fue
la conclusión a la que llegué al ver que Cedric ni siquiera
hacía ademán de acompañarnos.
Durante unos segundos flotamos en un pasillo que solo
estaba lleno de vacío. Me concentré con todas mis fuerzas
en las líneas de magia, como si estuviera caminando de
noche por una de las calles mojadas de los suburbios, pero
me acabé mareando. Incluso olvidé el dolor que seguía
latiendo en mi brazo derecho, cortesía de la magia del caos.
El mareo fue a más, y realmente creí que no terminaría
nunca. Sin embargo, al cabo de un rato por fin el mundo
volvió a tomar forma a nuestro alrededor.
Salimos a una apacible callejuela lateral que en aquel
momento, de día, estaba cubierta por la penumbra grisácea
del Espejo. A ambos lados se erigían casas que parecían
salidas directamente de la época victoriana. Edificios tan
señoriales como la abadía de Westminster, aunque más
altos. También ahí las paredes se inundaban de magia,
mientras otras estructuras flotaban sobre los edificios.
A través de ellas se movía algo. Miré hacia el exterior y
me llevó un tiempo caer en que eran góndolas. No barcazas
de madera como las que había visto en fotos de Venecia
alguna vez, sino góndolas formadas por un óvalo de cristal y
revestidas por fuera con puntales de metal. En su interior
podía verse a las personas sentadas en unos banquitos,
mientras las embarcaciones se balanceaban muy
lentamente por el desfiladero de callejuelas con su casco
iluminado de azul.
Estaba intentando seguir a una de estas góndolas con la
mirada, cuando choqué de frente con alguien que salía en
ese momento del corredor mágico.
—Cuidado —me advirtió Adam mientras me estabilizaba
agarrándome del brazo.
Me aparté de él de inmediato. ¡A buenas horas se
preocupaba! Volví a mirar hacia arriba.
Porque sobre mí se extendía una ciudad que sí conocía.
¡Seguíamos estando en Londres! Solo que ya no en
Septem, sino en pleno Londres del Espejo. No había ninguna
duda: allá se divisaba la abadía de Westminster dada la
vuelta y, un poco más adelante, vislumbré el palacio de
Buckingham, así que no podíamos estar muy lejos de la
torre del palacio de Septem.
Aquello era lo último que me habría imaginado. Pensaba
que acabaríamos en la otra punta del mundo; tal vez en
alguna otra ciudad del Espejo como las que existían sobre
Sídney o Hong Kong. Cuando Matt y Dina se dieron la vuelta
igualmente confusos, me quedó claro que compartían mi
sorpresa. Con una mueca, Matt se dirigió a Adam.
—¿Por qué estamos aquí? Creía que querías imponerle el
sello lo antes posible.
Adam asintió.
—Y así lo haré, pero antes debemos hablar con alguien.
—¿En el centro de la ciudad?
—Intentad no llamar la atención. Nadie espera que
estemos aquí, y nadie sabrá que hemos estado.
Y sin más, Adam reanudó la marcha mientras Celine lo
seguía con una sonrisilla bobalicona dibujada en sus labios
pintados de azul.
Claro. Por supuesto que Adam había puesto al corriente
de su plan a la señorita ama de llaves.
—Tampoco sería el fin del mundo que nos reconocieran —
rezongó Matt a mi lado, aunque Adam ya no podía oírle.
Dina me cogió del brazo y caminamos juntas por las
callejuelas hasta que llegaron a su fin. Desembocaban en
una avenida amplia, en un mundo totalmente diferente.
Porque ahí, de repente, apuraban el paso incontables
personas. Gente con ropas preciosas y abigarradas, con
ostentosos peinados. Gente que, sin excepción, tenía una
belleza sobrenatural y que llevaba tantos sellos de valor al
cuello, en las muñecas y en los dedos que casi no se les
veía la piel.
Unas risas falsas aporreaban mis oídos. Justo enfrente de
nosotros se encontraba un café en el que aparecían bebidas
sobre las mesas como por arte de magia. Los Superiores
solo tenían que estirar la mano y acercárselas.
«Pellízcame», pensé, mirando fijamente y sin disimulo a
todas aquellas personas y sus ropas de colores chillones.
Ante mí se balanceaba un tipo con rastas de color turquesa
encima de un palanquín. Más atrás reconocí a una familia;
los hijos se reían a voz en cuello ante un oso de peluche
encantado que corría delante de ellos.
—Avancemos —decidió Adam. Se puso la capucha de la
chaqueta y nos indicó hacer lo mismo—. No conviene que
nos quedemos parados tanto tiempo.
Caminó delante de nosotras y, aunque estaba
sobrecogida por el gentío que me rodeaba, dejé que Dina
tirara de mí. Poco a poco iba comprendiendo por qué Adam
no había traído a sus dos guardaespaldas. Con su tamaño y
sus tatuajes de heptágonos en la frente, Zorya y Jarek
habrían llamado demasiado la atención, que era justo lo que
él quería evitar.
Mientras cruzábamos la amplia calle, seguí
inspeccionando a los Superiores por debajo de la capucha.
—¿Has probado ya el último anillo de la belleza? —le oí
susurrar de pasada a una mujer que llevaba un vestido rosa
—. Labios más gruesos en solo dos segundos. ¡Lo tienes que
probar!
Empecé a marearme. Esa gente era tan superficial como
me la había imaginado. Se revolcaba en magia y no le
importaba el padecimiento de la gente de mi mundo.
Por delante de mí, Adam y Celine se metieron por una
calle algo más tranquila, en la que se sucedían grandes
mansiones señoriales iluminadas de azul invernal, un poco
más anchas que las edificaciones que habíamos visto antes,
pero igualmente elevadas a un nivel que rozaba lo
imposible.
—¿Quieres hacerle una visita a la magistrada Soverall? —
Dina apretó el paso para ponerse al lado de Adam y lo
detuvo agarrándolo fuerte por la manga—. ¿Por qué?
Él se giró para mirarla, con la mitad del rostro oculto por
la capucha.
—Porque es la única en la que confío.
—Bebe como una cosaca —gruñó Dina frunciendo el ceño
—. Y está jubilada.
—Pero no por voluntad propia. Con lo cual, es la persona
ideal para realizar el ritual en el Nexo.
«Magistrada». «Nexo». No tenía ni idea de lo que hablaba
Adam, algo que parecía no preocuparle en absoluto. Con
una inclinación de cabeza, le indicó a Matt que lo siguiera y
ambos se dirigieron a una de las mansiones. Dina, Celine y
yo nos quedamos en el cruce.
—¿A qué se refería? —le pregunté a Dina—. ¿Qué es eso
del Nexo?
Dina me miró sorprendida, como si fuera consciente por
primera vez de hasta qué punto yo no tenía ni idea de cómo
funcionaba ese mundo.
—El Nexo es el lugar del Espejo desde donde se origina
nuestra magia. Ahí es donde se unen los sellos oscuros a su
nuevo portador, porque es ahí donde la magia es más pura.
—O sea, ¿que en el Nexo es donde… va a tener lugar mi
ritual?
Los labios rojos de Dina se abrieron para dibujar aquella
sonrisa felina que ya había detectado antes.
—Eso dependerá, claro está, de si somos capaces de
encontrar a una magistrada medio sobria.
—¿Y quiénes son los magistrados? En nuestro mundo
siempre se nos ha dicho que son los presidentes e
integrantes del consejo quienes dirigen las ciudades del
Espejo. Nunca había oído hablar de magistrados.
—Son políticos —replicó Dina—. Más o menos. Los
magistrados son, después de Adam y nosotros, los
Superiores de mayor rango, y están al servicio de los Siete
desde que se descubrió la magia. Hay un Alto Magistrado,
que tiene su sede en la Roma del Espejo. Desde ahí
administra, en nombre del Señor del Espejo, las
transferencias de magia entre las ciudades y también a
Prime…, y tradicionalmente preside los rituales de unión con
los sellos oscuros.
—Y la mujer con la que nos reunimos ahora, ¿es la Alta
Magistrada?
Dina suspiró.
—Ya no. Agrona Soverall fue cesada de su cargo hace
unos años. En su momento fue un auténtico escándalo,
porque normalmente el Alto Magistrado sirve de por vida a
los Siete. Conocemos a Agrona desde el día que nacimos. Se
encargaba sobre todo de instruir a Adam, los dos estaban
muy unidos.
—¿Estaban?
Dina dudó y luego asintió levemente.
—Agrona no ha superado la pérdida del gobierno de
Roma. Desde que ha vuelto a vivir en Londres, casi nunca se
la ve en público.
Me disponía a continuar y a preguntar por qué Adam la
había elegido precisamente a ella y no al Alto Magistrado
actual para el ritual (¿no se habría volcado este en ayudar al
Señor del Espejo?), pero Celine metió baza:
—Parece que no está en casa.
Seguí su mirada. Adam y Matt, en la puerta de la
mansión, hablaban con un hombre mayor con uniforme de
criado. Después de que negara con la cabeza y de haberse
inclinado con torpeza, Matt le puso una mano en la frente.
El criado se quedó rígido. Luego se giró un poco y miró a lo
lejos, como si ya no pudiera ver a Adam y a Matt.
Claramente había caído preso de una ilusión, y comprendí
por qué: Matt estaba ocultando nuestra presencia.
Seguramente el criado ya no sabía que el Señor del Espejo
había estado a la puerta de la casa.
—Según su criado, ha salido a hacer unos recados —
indicó Adam cuando él y Matt hubieron regresado junto a
nosotros.
Celine suspiró y sacó su llave.
—Dejadme que adivine: ¿está por ahí en algún bar?
Adam asintió.
—Seguramente. El bar al que suele ir está al otro lado del
Támesis. En el barrio de los Vinos.
Celine puso los ojos como platos.
—Pero…
—Lo sé. —Adam me miró como evaluando algo—.
Llévanos lo más cerca posible del borde.
El barrio de los Vinos acabó siendo un barrio más del
Londres del Espejo. Como había dicho Adam, se hallaba al
sur del Támesis y más al este. Tras cruzar la puerta de
Celine, aparecimos en una calle nueva, y solo tuve que
levantar la mirada para ver el Shard colgando directamente
bocabajo en el cielo. En mi mundo, ese rascacielos estaba
en un barrio que todavía pertenecía al centro de Londres,
pero aquí parecía ser al contrario. Tiempo atrás, los edificios
que nos rodeaban debían de haber sido tan magníficos y
elegantes como los que acabábamos de abandonar. Sin
embargo, ya solo quedaban las ruinas abandonadas; habían
desaparecido también las multitudes coloridas y, en su
lugar, nos encontrábamos en un espacio terriblemente
lúgubre.
En clase de historia había visto suficientes fotos de
ciudades bombardeadas para percatarme de que aquel
barrio no estaba simplemente en decadencia. Había sido
atacado.
—¿Qué ha pasado aquí? —susurré en el silencio
fantasmal.
—Magia del caos. —Adam había seguido mi mirada,
aunque ahora me volvía a mirar a mí—. No se puede evitar
cuando tantas personas usan la magia. Los pequeños brotes
son cosa del día a día, pero…
—… Pero lo de aquí no ha sido un brote pequeño —
terminé yo. Aquello me recordaba más bien a lo que había
pasado en la fiesta de Lazarus. Solo que mucho peor.
—No. —Adam negó con la cabeza—. Desde que Ignis
empezó a emanar magia del caos, se ha ido expandiendo
cada vez más por la atmósfera del Espejo. Hoy en día, en
cuanto en algún lugar se libera una gran cantidad de magia,
se crea una especie de puente entre el Espejo y la
atmósfera. Y cuando eso ocurre, la magia del caos produce
abismos que atacan las ciudades del Espejo. A estos
eventos los llamamos «concentraciones». Hacemos todo lo
posible por evitarlas, pero en cuanto se activa una
concentración, la magia del caos se expande con tal ímpetu
que puede destruir barrios enteros. Como ha ocurrido aquí.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. «Barrios enteros».
Adam indicó con la cabeza una plaza que se escondía
entre casas abandonadas y que apenas se veía en el
ambiente lúgubre. Más ruinas, más escombros. Había
mosaicos decorando las calles, pero las teselas estaban
rotas en muchos puntos, como si les hubieran arrojado algo
desde arriba. Y más allá… más allá, la ciudad simplemente
dejaba de existir. Aquel debía de ser el «borde» del que
había hablado Adam. Solo entonces comprendí que lo había
dicho de manera literal. En el lateral de una calle, el bordillo
desembocaba directamente en un precipicio, y tras él no
había más que vacío.
Conque así terminaban las ciudades del Espejo. En la
nada.
Mi mirada se dirigió de nuevo hacia arriba. En el cielo, en
ese estrecho de vacío que separaba el Espejo de nuestro
mundo, se extendían bocanadas de vapores negros. Entre
semejante penumbra no los había percibido, pero ahora…
Las manchas parecían moverse por encima de mi mundo.
Su oscuridad casi llegaba a la punta del Shard.
Me estremecí. ¿Todo aquello era magia del caos? ¿Y
todo… todo eso había emanado de mi sello?
—¿Qué riesgo implican esos restos de magia? —susurré
—. ¿Los abismos?
—Son como animales —contestó Adam—. Muy agresivos,
peligrosos, aunque también previsibles. Por separado se les
puede combatir, pero cuando se han unido en una
concentración, normalmente ya es demasiado tarde.
Entonces no queda más remedio que abandonar la zona,
como aquí.
Pensé en lo que me había dicho Cedric antes en la sala
comunitaria.
—¿Y algo así podría ocurrir en mi mundo si llega a él más
magia del caos?
Adam me miró fijamente.
—Precisamente eso es lo que estamos intentando evitar.
Y entonces comprendí lo que Adam me había querido
mostrar. Le había pedido a Celine que nos llevara lo más
cerca posible del borde, pero no porque el bar se encontrara
cerca, sino porque era importante que yo viera las ruinas
con mis propios ojos.
En cualquier otro momento, esa burda manipulación me
habría enfurecido, pero observar las casas destruidas
deshizo la ira de mi interior. Porque entonces comprendí lo
real que era la amenaza, y no solo para los Superiores. Por
supuesto que yo no era culpable de lo que había ocurrido
allí por las concentraciones esas. Pero, aun así, yo había
sido el motivo. Porque mi padre se había enamorado de mi
madre y no se lo había contado a nadie.
Me temblaban las manos, no podía evitarlo. Ni siquiera
volver a mirar hacia arriba me ayudaba a controlar aquel
mal presentimiento.
—No os separéis —dijo Adam finalmente, y avanzó—.
Todavía queda un trecho.
Aunque estaba todo muy lúgubre, Adam nos conducía
firme por el laberinto de calles. Poco a poco, fuimos dejando
atrás los cascotes, y las casas en ruinas pasaron a ser pubs
y bares que, a pesar del mal estado del barrio, era evidente
que seguían abiertos. A diferencia de la parte más
deslumbrante del Londres del Espejo, allí no flotaba ninguna
góndola mágica sobre nuestras cabezas, y apenas había
Superiores por la calle. Aquellos con los que nos cruzamos
llevaban, eso sí, las mismas ropas abigarradas y sellos por
todo el cuerpo, pero ya no parecían tan despreocupados y
alegres como los vecinos del otro lado del Támesis.
Estaba claro que ahí nadie hablaba de anillos de belleza.
—Es ahí detrás.
Adam señaló un edificio humilde, con tejado a dos aguas
con voladizos. Se elevaba como un faro en la oscuridad
dominante. Al lado de la puerta se apelotonaba gente con
unas pipas rarísimas en la mano de las cuales salían
nubecitas de azul invernal.
Habíamos llegado a un bar…, pero no se parecía a ningún
bar que yo hubiera visto. No solo había mesas con
Superiores en el suelo, sino también en el techo, bocabajo y
tan pegados que casi se tocaban las cabezas. Entre los dos
ámbitos se instalaba una barrera mágica. Se me escapó un
ruidito de incredulidad al ver cómo un camarero cargado
con su bandeja se movía dentro de una especie de burbuja,
cómo se ponía cabeza abajo en su interior sin derramar ni
una gota y acto seguido servía a los clientes del techo.
En un escenario redondo, una mujer cantaba una canción
que casi se diluía en el ruido del bar. Una mujer con alas de
hada azul invernal, que sin duda eran una proyección
mágica. Las emitía un medallón que se balanceaba sobre su
espalda.
—Qué locura —se me escapó, y Dina me dio unas
palmaditas tranquilizadoras en el hombro.
—Créeme, esto no es nada. No has visto Hong Kong.
—O Bangkok —añadió Matt con una sonrisa de oreja a
oreja—. Nuestro Bangkok es una auténtica pasada. Te
cruzas por la calle con elefantes de tres cabezas hechos de
magia.
Decidí archivar aquella información en una parte de mi
cerebro que no pensaba volver a abrir nunca y miré a Adam.
Estaba a mi lado y justo se giraba con un atisbo de
frustración en la cara.
Uno de los clientes del bar, un hombre rechoncho con una
media calva, se detuvo al pasar. Su mirada pasó de Dina a
Matt y finalmente a Adam. La incredulidad, seguida del
entusiasmo, iluminó su rostro. Los había reconocido. Justo
cuando el hombre iba a decir algo, Matt le puso una mano
en la sien. De inmediato, una ilusión envolvió al hombre,
que siguió caminando tranquilo y sonriente.
—No podemos quedarnos aquí de pie eternamente —
murmuró Dina.
La mirada de Adam seguía vagando en busca de alguien
entre la multitud. Finalmente inclinó la cabeza hacia arriba…
y se detuvo.
Miró hacia un rincón en el techo, a un lugar un poco
alejado de nosotros. Allí se veía una mesa algo más larga
con muchas sillas, algunas de las cuales estaban ocupadas.
Una figura inclinada hacia delante se sentaba a esa mesa,
pero a esa distancia solo podía distinguir su silueta.
—Ah, ahí está —murmuró Dina—. Esperemos que a estas
horas todavía no esté como una cuba.
18

M ehabía
bajé a trompicones de la burbuja de magia que me
llevado del suelo del bar al techo. El mundo estaba
al revés otra vez. Tampoco es que allí importara mucho:
había mesas arriba y abajo, así que no cambiaba nada,
salvo que no oía a la cantante de las alas de hada, que
había sido sustituida por el vocerío de la clientela.
Adam se dirigía ya hacia el rincón, hacia la mujer más
vieja que había visto en mi vida.
Tenía la cabeza cubierta de canas blanquísimas sobre las
que se asentaba un resplandor rosado que distinguí mejor al
irme acercando. La cara de la mujer no solo estaba
arrugada: parecía de cuero curtido.
—Parece una zombi —murmuré, por lo visto lo
suficientemente alto como para sacarle a Dina una sonrisa.
—Los magistrados niegan que prolonguen su vida de
forma artificial con magia, pero todo el mundo sabe que lo
hacen —me susurró al oído—. Casi no hay magistrados
menores de cien años. Soverall debe de tener ciento dos, y
empina el codo como si tuviera veinte. Mira cuántos sellos
lleva.
Y miré. Lucía un montón de amuletos en el cuello
arrugado y seco, y sus dedos y muñecas estaban llenos de
joyas con grabados. Además, llevaba los antebrazos
cubiertos de trites. Algunas de aquellas monedas brillaban
con magia, otras no. Sobre su vestido de seda estampado
lucía una chaqueta de aspecto carísimo.
Agrona Soverall parecía estar totalmente concentrada en
la bebida color miel que tenía delante, pero en cuanto
estuvimos ante su mesa, nos miró.
—Por todos los sietes —la escuché gruñir con una voz
penetrante y profunda. Parecía sorprendida, como si hubiera
esperado que no fuéramos más que una alucinación que
desaparecería de inmediato. Al ver que no ocurría, se llevó
el vaso a los labios y vació su contenido de hidalgo.
Adam inspiró de forma ruidosa antes de comenzar.
—Agrona, yo…
La magistrada sacudió la cabeza.
—Antes de que pronuncies ni una palabra más, deja que
me pida un trago. Tengo la sensación de que lo voy a
necesitar.
Estaba segura de que Adam no iba a dejar pasar tal falta
de respero, como Señor del Espejo que era. Pero, para mi
sorpresa, no se enfadó, sino que se le dibujó una sonrisa en
los labios. ¡Una sonrisa! Nunca me hubiera imaginado que el
señor Asquerosito fuera capaz de sonreír.
—Sabes que podría hacer que te encerraran por
semejante insolencia, ¿no?
—Claro —replicó la magistrada sin inmutarse—. Pero
quieres algo de mí. Y está claro que si has arrastrado tu real
culo al barrio de los Vinos es porque me tienes que pedir un
favor tremendo, así que… —Hizo un gesto significativo hacia
su vaso vacío—. ¿Serías tan amable?
Adam puso los ojos en blanco y agarró el vaso. Yo
esperaba que se dirigiera a la barra; sin embargo, la imagen
que tenía delante flotó una décima de segundo y, de
repente, tenía un nuevo vaso lleno en la mano. Las líneas de
luz blanca iluminaban su piel.
Pestañeé, confusa, pero luego sumé dos más dos. Había
utilizado sus dados. Aun así, seguía sin entender cómo
funcionaban; solo sabía que podía manipular el tiempo de
alguna manera con ellos y, por ejemplo, traer vasos llenos
desde la barra sin que nadie se percatara.
—Vaya chapuza —comentó la magistrada con sequedad y
rechazó el vaso que le ofrecía Adam—. Parece que los dados
siguen sin obedecerte del todo, ¿no?
A pesar del tono nada sutil, Adam sonrió; por segunda
vez en cosa de pocos minutos. ¡Increíble! En vez de
contestar, deslizó la bebida en dirección a Agrona Soverall y
se dejó caer en la silla que estaba delante de ella. El resto lo
imitamos, sentándonos en los otros sitios libres.
—A ver… —empezó la magistrada—. ¿Se puede saber
qué quieres? ¿Qué es tan importante para que tú y las
demás criaturas celestiales me hayáis honrado con vuestra
presencia? —Tomó un trago resuelto.
Adam me miró, y no titubeó en darle su respuesta.
—Esta es Rayne. Es la hija de Melvin Harwood.
De repente, Soverall duchó a la mesa entera con el
contenido de su boca. Parecía que Adam ya se lo esperaba:
se había hecho a un lado con elegancia para evitar la mayor
parte del chaparrón, al contrario que Matt. Él se quedó con
la camisa calada, lo cual le obligó a echarse hacia atrás,
asqueado.
—Deshazlo —le murmuró a Adam, que simplemente negó
con la cabeza.
—Créeme, esa era la mejor salida.
—Sí —bufó Matt—. ¡Para ti!
La magistrada tragó lo poco que no había escupido, se
limpió la barbilla y me estudió atentamente. Su incredulidad
inicial se transformó en escepticismo, y finalmente se frotó
la frente de una forma que indicaba claramente: «Soy
demasiado vieja para ocuparme de estas locuras».
Por fin, habló:
—Pues vale. —Agrona Soverall volvió a mirar a Adam—.
Me salto la parte en la que te digo que es totalmente
imposible que Melvin Harwood engendrara una hija en el
secreto más absoluto. No estarías aquí si no fuera así. Pero
¿qué quieres exactamente de mí?
—Todavía no se le ha impuesto Ignis.
La magistrada sacudió la cabeza. Casi se la oí traquetear.
—Quieres que te ayude en el ritual de unión, ¿es eso? Lo
cual también significa que quieres que lo haga a espaldas
de Pelham.
—El magistrado Pelham celebraría una ceremonia que
duraría días para quedar por encima de todo el mundo. Y
precisamente por eso no me fío de él. Por lo menos, no en lo
que a ella respecta.
—Claro que no. —Soverall se rio cacareando—. ¿Por qué
ibas a fiarte? Kornelius Pelham está más corrupto que un
cadáver de siete días.
Me miró y empezó a dar golpecitos en la mesa con el
dedo, que estaba decorado con cuatro anillos con sus
correspondientes sellos.
—Vienes de Prime, ¿no, pichoncita? Vaya que sí… El
magistrado Pelham haría que te liquidaran a sangre fría a la
primera oportunidad.
—Agrona. —El semblante de Adam se había endurecido—.
No necesita oír esas cosas.
Vi cómo, con un suspiro, se disponía a coger sus dados y
adiviné sus intenciones. Rápidamente, le agarré la mano
antes de que pudiera oponerse.
—¡No! No tengo ni idea de cómo funciona el rollo ese de
los dados y el tiempo, pero quiero oír lo que tenga que decir.
—Miré a Agrona Soverall directamente a los ojos—. Si el tal
Kornelius Pelham también es magistrado, ¿por qué iba a
hacer que me asesinaran? Creía que mi presencia salvaría el
Espejo.
Soverall asintió.
—Sí, por supuesto que sí. Porque durante años Ignis no ha
podido asignarse a nadie. ¡Una catástrofe! Ahora que te han
encontrado, la situación es bien diferente.
Fruncí el ceño.
—Y de manera menos críptica, eso significa…
Los labios de la magistrada esbozaron una sonrisa, lo cual
le arrugó todavía más el rostro.
—A ver, hay muy pocas ocasiones en las que se haya
tenido que cambiar el linaje de los sellos oscuros. Puede
pasar, por ejemplo, cuando un portador no tiene
descendencia o muere demasiado pronto, antes de poder
procrear. El linaje de esta… —Soverall señaló a Celine—
lleva milenios en posesión de la llave de zafiro. Porque una
vez que el portador ha asumido su posición, nadie se atreve
a acercarse demasiado; el poder de los Siete es demasiado
grande. E importante. Pero tú… tú eres una ventana
inesperada, por así decirlo. Todavía no eres portadora, y no
provienes del Espejo. No eres una de los nuestros. Si te
ocurriera algo antes de aceptar a Ignis, entonces…
—… entonces simplemente se podría escoger otro linaje
—susurré yo—. Genial.
—Por supuesto, sería un trágico accidente —explicó
Soverall—. Kornelius Pelham es el Alto Magistrado del
Espejo, y un hombre interesado en el poder de cabo a rabo.
Precisamente por eso, para él la gente de Prime no sois más
que peones con los que puede jugar a voluntad. Haría
cualquier cosa para impedir que alguien que no ha crecido
en el Espejo porte un sello oscuro, da igual quién fuera su
padre. Y es conocido por hacer desaparecer a quienes le
aguan la fiesta. ¡Por supuesto, todo en nombre de Septem!
—Puso los ojos en blanco—. Eso sí, seguro que declararía
luto oficial de tres días antes de proponer a la familia de
Superiores su elección a Señor del Espejo, con todo el dolor
de su corazón.
No era muy difícil adivinar lo mucho que Agrona Soverall
odiaba a su sucesor. Pero, al mirarme de nuevo, la expresión
de su rostro se volvió amable.
—Este mundo… Te va a hacer falta mucho valor para
sobrevivir aquí. A los Superiores les encantan las luchas de
poder e influencia. Todos responden ante este de aquí, claro
—señaló a Adam—, pero por debajo de él hay un auténtico
nido de serpientes. Es difícil moverse entre tanta intriga…
Pero veo el fuego de tu padre en ti, jovencita. Y te va a
hacer falta.
Cerré brevemente los ojos. Había vuelto a toparme con
alguien que conocía a mi padre, y bien, además. Era
surrealista oír a todo el mundo hablar de él con tanta
naturalidad.
—Me resultaría más fácil moverme entre tanta intriga si
entendiera mejor algunas cosas.
Miré de forma significativa a Adam.
Una fina sonrisa se dibujó en la cara de Soverall.
—Este no es de los que le dan al pico así sin más, ¿eh? A
ver… —se inclinó hacia mí, como conspirando—, ¿qué
quieres saber?
No me lo pensé mucho.
—Cómo funcionan los sellos oscuros. —Eché un vistazo a
la mano de Adam, que había soltado hacía rato—. Sus
dados, por ejemplo.
Soverall volvió a mirar a Adam y chascó la lengua.
—¿Ni siquiera le has explicado lo básico? ¡Pensaba que te
había instruido mejor!
—Ahora mismo tengo otras prioridades —contestó Adam,
seco—. Como seguramente ya te puedes imaginar.
La magistrada emitió un sonido que denotaba
comprensión. Le dio un trago a su vaso con toda la pachorra
del mundo y luego se inclinó hacia mí mientras sus
numerosas cadenas cargadas de sellos tintineaban al
moverse. Al mismo tiempo, tiró con total naturalidad del
brazo izquierdo de Adam y lo estiró de tal manera sobre la
mesa que el Señor del Espejo casi se tuvo que echar sobre
ella con un gruñido. Solo entonces pude ver de cerca los dos
sellos en forma de dado que guardaba en su brazal de
cuero.
Su superficie plateada parecía traslúcida, pero en su
interior me pareció ver bocanadas de magia flotando. Uno
de los dados era totalmente normal, con sus ocho vértices y
caras cuadradas. El otro tenía tantos vértices que perdí la
cuenta. En cada cara brillaban diferentes grabados, entre
otros, el símbolo del sello que había visto en las puertas de
los aposentos privados de la familia de Adam: dos cruces
una encima de la otra que en medio formaban un rombo.
Los dados eran totalmente fascinantes, eso lo tenía que
admitir. Y parecían muy muy antiguos.
—Este —la magistrada señaló el dado de ocho esquinas—
se llama Alius. Es el que marca cuánto tiempo se va a
alterar. Y este —sus dedos pasaron al segundo dado— se
llama Etas. Determina la dirección del tiempo. Los dos
juntos hacen retroceder o avanzar el tiempo. Solo un poco,
como mucho dos o tres minutos, pero suficiente para
controlar cómo evoluciona una situación. Por ejemplo —le
sonrió a Adam pícara—, nuestro ilustre Señor del Espejo
podría hacer retroceder el tiempo e intentar evitar que te
diera esta charla sin que nadie supiera que ya lo había
hecho. O tomarse un tiempo adicional: desaparecer
mientras nosotras nos quedamos aquí sentadas como
estatuas de sal. Cosa que él, por respeto a mí, nunca haría.
—Soverall echó mano a su vaso y se bebió lo que quedaba
antes de empujarlo por la mesa hacia Adam—. No hará tal
cosa porque es un buen chico que va a usar su magia para
traerme otra bebida.
—Mi respeto hacia ti disminuye con cada segundo que
pasa —masculló Adam. A pesar de eso, tomó los dados y,
antes de que me diera cuenta ni de que se había levantado,
ya se dejaba caer en la silla que estaba a mi lado con un
vaso lleno.
Aquello me superaba. Era como si Adam fuera capaz de
teletransportarse: seguro que se había ido tan tranquilo a la
barra y había vuelto. Se habría tomado un tiempo extra
mientras nosotras nos quedábamos sentadas congeladas.
—Muy práctico —alabó Soverall—. Y ahora enséñale cómo
funciona.
Ante el tono exhortativo de la magistrada, Dina y Matt
esbozaron una sonrisa de alegría por la inminente desgracia
que vaticinaban para su amigo. Adam solo suspiró.
Obviamente molesto, me tendió una mano, y yo vacilé. La
última vez que Adam había manipulado el tiempo ante mis
ojos casi me desmiembra aquella criatura, el abismo. Pero
sentía tanta curiosidad que, a pesar de eso, puse mi mano
sobre la suya.
Adam cogió los dados con la mano que le había quedado
libre y los hizo rodar con los dedos hasta que se iluminaron
con una luz plateada. En su piel brillaron de nuevo aquellos
símbolos, y solo me percaté de que todo lo que nos rodeaba
se había quedado congelado cuando Adam chasqueó los
dedos delante de la cara de Matt y ni él ni Celine ni Dina
reaccionaron.
—Funciona mediante contacto. —Adam levantó nuestras
manos entrelazadas—. Si te toco mientras activo mi sello,
quedas fuera del trastoque temporal.
—Como con el abismo —susurré.
—Justo. Si no te hubiera tocado, todo aquello no habría
pasado nunca para ti.
—Pues tal vez hubiera sido mejor.
Negó con la cabeza.
—Nunca hubieras creído quién eres. No sin haberlo
experimentado por ti misma.
En eso tenía razón. El único motivo por el cual estaba
sentada ahí en lugar de haberme largado gritando era el
eco de mi sello, que se había grabado a fuego en mi
memoria. Y, si era honesta, seguía atrayéndome.
Especialmente ahora.
—Aunque sí que podría… haberte advertido —añadió
Adam tras vacilar un momento.
Resoplé.
—¿Se supone que eso es una disculpa? Si es así, que
conste que es la más lamentable que he oído nunca. A mí
con cinco años me hubiera salido mejor.
Adam apretó la mandíbula para intentar reprimir una
incipiente sonrisa. Pero al final se rindió y se le escapó.
—A pesar de eso, me complacería que la aceptaras.
—¿Y eso es una orden?
—No. —Su sonrisa se hizo algo más cálida—. Solo un
ofrecimiento.
Nos miramos durante lo que me pareció una eternidad.
Realmente no sabía qué pensar de ese chico. Ni lo más
mínimo.
—Vale, te perdono. Pero no te hagas ilusiones, soy muy
selectiva concediendo terceras oportunidades.
Adam iba a replicar algo, pero justo se terminó el
momento que habíamos capturado y el tiempo volvió a
transcurrir con normalidad.
Agrona Soverall nos atravesó con su mirada de rayos X.
Parecía satisfecha.
—Los dados del destino son oficialmente el sello más
poderoso que nunca se haya fundido —continuó su
disquisición sin inmutarse, y tuve que hacer memoria para
recordar de qué hablaba. De los sellos oscuros, claro.
Soverall se dirigió entonces a Dina, Matt y Celine—. Sin
ánimo de ofender, mis amores. Pero por eso el portador de
los dados es el Señor de todo el Espejo desde hace siglos.
Aunque yo personalmente siempre fui más de la opinión de
que tu sello… —me guiñó el ojo—, con un adecuado
portador o portadora, podría ser muchísimo más poderoso.
—Agrona —intervino Adam—, Rayne ya experimentará lo
que tenga que experimentar, eso te lo prometo. Pero
primero debemos realizar el ritual. O sea que… ¿nos
ayudas?
—¿Quieres que lo haga a espaldas de mi sucesor? ¿El Alto
Magistrado? —Soverall miró a Adam seriamente. Luego
sonrió con perfidia—. A Kornelius le va a salir espuma por la
boca cuando descubra que he estado en el Nexo. Claro que
os ayudo.
Y dicho eso, apuró el vaso de golpe como si no contuviera
más que agua y se levantó de la silla. Se balanceaba
ligeramente, pero señaló con convicción a la zona central
del bar.
—Vamos. Necesito mi vestido para el ritual. Y un trite
contra la acidez de estómago.
Adam también se levantó. Poco a poco iba perdiendo la
paciencia.
—¿No me has oído, Agrona? ¡No tenemos tiempo!
La magistrada le devolvió la mirada seria, y eso que
Adam casi le sacaba dos cabezas. Era un misterio para mí
cómo esa mujer podía haber bebido tanto y seguir
manteniendo el autocontrol.
—Jovencito, si te has creído que voy a pisar el Nexo
sagrado de esta guisa —señaló sus ropajes—, estás
totalmente equivocado. Así que, a menos que tengas
previsto que Matthew me envuelva en una de sus ilusiones,
propongo que me acompañéis ahora mismo a mi casa.
La mirada de Adam era fría, su postura, tensa. En ese
momento, algo se ablandó en el rostro de Agrona, que
extendió una mano arrugada para apoyarse en el hombro
de Adam.
—Mi casa es segura, Señor del Espejo. También para esta
pichoncita —me señaló—. En cuanto me abandone la
ebriedad, restituiremos a los Siete.
19

A penas habíamos puesto un pie en la mansión de Agrona


Soverall y Adam ya le estaba metiendo prisa. Aun así, lo
único que consiguió fue precisamente lo contrario, porque la
magistrada se enfurruñó y contestó que necesitaba
tranquilidad para prepararse para el ritual y que intentar
apresurarla no serviría de nada.
Antes de desaparecer en sus aposentos privados, le
indicó a su criado que nos diera de comer. Unos minutos
más tarde aparecieron a nuestro alrededor diferentes
soportes para pasteles con bollería, tartas y frutas. Adam y
Celine entraron en una sala lateral sin tocar la comida,
mientras que Matt y Dina, al contrario, cargaron sus platos
hasta los topes. Yo mordisqueé distraídamente unas uvas y
unas galletas y, mientras los demás se enzarzaban en su
conversación, me escapé de la salita sin que nadie se
percatara.
Necesitaba estar sola. Por una parte, porque tenía
curiosidad por ver cómo era el interior de la casa de una
magistrada y, por otra, porque cada vez estaba más
nerviosa.
Todo iba demasiado deprisa. Apenas había pasado un día
desde que descubrí que era una de los Siete, y ahora ya
estaba a las puertas del famoso ritual.
Era una sensación extraña: me había pillado totalmente
desprevenida y, al mismo tiempo, me invadía la
impaciencia.
Desde que había visto el brazalete del dragón debajo de
la campana de cristal, me parecía escuchar en mi mente
suaves susurros cada vez más insistentes. El encuentro con
Ignis había despertado algo en mi interior y, aunque
intentaba ignorarlo, parecía que todo mi ser estuviera
concentrado en el sello.
¿Cómo sería portarlo? ¿Cómo cambiaría mi vida, la mía y
la de Lily, a partir de entonces? Todavía recordaba mis
propias palabras; lo contenta que había estado de que
nuestra huida no nos hubiera conducido al Espejo. Pero ahí
estaba. Y, sorprendentemente, no me parecía tan terrible.
Porque cualquier cosa era mejor que la vida con Lazarus
Wright, ¿no?
Mientras reflexionaba, me dediqué a deambular hasta
acabar en el primero de los, seguramente, muchos pisos de
la casa. Había gran cantidad de sellos colgados de las
paredes y el techo, enormes monedas con grabados, como
las que había visto en el palacio. Otros sellos estaban
adheridos a pinturas o a las plantas, y aparentemente
controlaban lo que se mostraba en el cuadro o el color de
las flores. La magia se sentía en cada esquina de aquella
mansión.
En el segundo o tercer piso descubrí una especie de
jardín de invierno repleto de plantas exóticas, seguido por
una biblioteca que parecía extenderse a varias alturas. Con
cuidado, atravesé el umbral y tragué saliva lentamente
mientras miraba hacia arriba. La biblioteca era enorme. Y
preciosa. Bustos de mármol, un globo terráqueo, libros por
todas partes. Estaban encuadernados con cuidado y
ordenados con precisión en las altas estanterías de madera.
Una iluminación artificial caía sobre ellos desde arriba,
suave y apagada. Me detuve brevemente para absorber la
majestuosidad del lugar. Luego, me acerqué a un libro que
reposaba de forma prominente en un atril: Crónica de las
familias portadoras.
Algo en mí se resistía, pero finalmente lo hojeé. Y,
ciertamente, allí había nombres, imágenes y breves
biografías de todos los portadores, además de toda su
parentela. Abarcaba tantos años que me empecé a marear.
Al final del libro, donde el papel todavía lucía liso y brillante
como si acabaran de encuadernarlo, me di de bruces con los
actuales portadores de los sellos oscuros. Matthew Coldwell.
Celine Attwater. Dina Solomon. Y también los dos portadores
que todavía no conocía: Sebastian Lacroix y Nikita Fairburn.
Eché un ojo a sus árboles genealógicos, pero ninguno de
los nombres me decía nada. Luego, seguí hojeando. Pasé a
la entrada de la familia Tremblett.
La familia de Adam.
Sus padres se llamaban Jonathan y Leanore Tremblett, y
tenía una hermana menor llamada Priscilla. Además se
mencionaba a los abuelos y a algunos parientes lejanos que
parecía que no vivían en Septem. Pero nadie me había
hablado de la hermana. De hecho, exceptuando al padre de
Matt, no había conocido a ningún pariente de nadie.
—Así que aquí te escondías.
Giré sobre mis talones. Era Agrona Soverall. Estaba de pie
en el marco de la puerta; no la había oído llegar en
absoluto.
Parecía otra persona. Seguía teniendo aspecto de zombi,
pero… de zombi muy bien arreglada y con la mirada
despierta. En vez del vestido de seda de colores, ahora
llevaba uno de gala color púrpura, ceñido a la cintura con
un cinturón con hebilla de oro. El vestido para el ritual del
que había hablado, imaginé.
—Perdona —me disculpé, pero Agrona le quitó
importancia con un gesto.
—Rebusca por donde quieras. Los niños creen que
todavía estoy en el baño, así que tenemos todo el tiempo
del mundo. —Me lanzó una mirada pícara y se acercó—. ¿Y?
¿Has encontrado algo interesante? —me preguntó, después
de haber echado un vistazo furtivo al libro.
Volví a mirar a la entrada de los Tremblett e hice una
mueca.
—Lo que no entiendo es por qué nosotros debemos llevar
estos sellos. Y por qué los padres de Adam no son los
Señores del Espejo. Su madre o su padre. Él es tan…
«… joven».
Agrona soltó un bufido afirmativo.
—Es tradición que los portadores transfieran sus sellos lo
antes posible. Con el paso del tiempo suele hacérseles cada
vez más difícil conseguir que su magia funcione, por eso
tienen que ceder los sellos a la siguiente generación cuando
tienen diecisiete o dieciocho años. Mira, en el caso de la
madre de Adam también fue así.
Cogió el libro y lo hojeó. Luego, señaló una foto que
estaba en la parte izquierda de la página: una joven sentada
en el trono de respaldo heptagonal. Una masa de pelo
blanco platino le caía de forma artística en tirabuzones
sobre los hombros, sobresaliendo por debajo de una
diadema que parecía esculpida en hielo. Una sonrisa
satisfecha se asomaba a sus labios, y los dedos de una
mano, cubierta de joyas tan afiladas como dagas,
mantenían los dados del destino en el aire.
Leí el pie de foto: «Leanore Amalia Tremblett, ceremonia
de coronación».
Una cierta nostalgia invadió el rostro de la magistrada.
—Ese fue el día que recibió a Alius y Etas de su padre y se
convirtió en la primera portadora. Fue un día de fiesta
fantástico. A los Superiores no les caía muy bien su padre,
pero ella… Todo el mundo la adoraba. Y así reinó en el
Espejo durante muchos años.
—Parece imponente —afirmé.
—Sin duda. —Agrona sonrió—. Matthew y los demás niños
prácticamente se meaban encima cada vez que estaban
ante Leanore.
—¿Y luego abdicó y le cedió el sello a Adam?
Agrona suspiró levemente.
—Sí.
Pasó a la página siguiente. Una foto más: Adam en el
trono, sin corona, sin ninguna joya, sin su sonrisa triunfal.
Estaba allí sentado sin más, con aquella expresión fría y
neutra en la cara, mostrando sus dados.
«Adam Victor Tremblett, ceremonia de coronación».
—Lleva cuatro meses siendo el Señor del Espejo.
Las palabras de Agrona me pillaron desprevenida. ¿Solo
cuatro meses? No lo sabía… Y era imposible haberlo
sospechado, con los aires que se daba Adam.
—Pero entonces, ¿dónde está su madre? ¿No debería
estar a su lado?
La magistrada me miró con una expresión triste en el
rostro.
—Pocos días después de la coronación de Adam, Leanore
se quitó la vida.
—¿Se quitó la vida? —repetí con voz agitada.
Agrona asintió.
—Hay quien dice que no consiguió desvincularse del sello.
La generación que entrega el sello siempre necesita un
cierto tiempo, pero lo cierto es que no sabemos cuál fue la
razón de su suicidio. Adam… tuvo que aprenderlo todo solo.
Asumir el trono suele ser un proceso bien organizado. En su
caso ha sido… —Hizo una mueca—. No está siendo fácil.
Me recorrió un escalofrío. No quería compadecerme del
señor Asquerosito, pero no podía evitarlo. ¿Su madre se
había suicidado? ¿Hacía solo cuatro meses? Y el resto de su
familia parecía encontrarse en otro lugar, en cualquier caso,
no a su lado.
Recordé el comentario sarcástico de Matt sobre la palabra
«familia». Estaba claro que, en teoría, el linaje lo significaba
todo para los Siete, pero en la práctica era… complicado.
—Cambiemos de tema —propuso Agrona. Sonreía de
nuevo y, aunque su aspecto era imponente, en sus ojos
pude detectar una profunda bondad—. ¿Qué más quieres
saber? Me temo que ya no nos queda mucho tiempo antes
de que el Señor del Espejo pierda la paciencia conmigo.
No era fácil decidirse por una de las mil preguntas que
me recorrían la mente. «Paso a paso», me dije. Y el
siguiente paso lo tenía justo delante.
—El ritual. No… no tengo ni idea de cómo va, o de qué
debo hacer.
—No te preocupes. He celebrado muchas veces el ritual
de unión entre la descendiente de un portador y su sello. Y
Adam está muy bien preparado. Nada puede ir mal.
Simplemente sigue las indicaciones.
Suspiré. «Claro. Cómo no».
En ese momento, Agrona Soverall me tomó de las manos.
—Ya te lo he dicho, veo mucho de tu padre en ti. Alegría,
fuerza, inteligencia. Pero debes saber que Melvin, de todos
los jóvenes portadores que he acompañado, era el que
menos se adaptaba a esta vida. Quería ser libre y no podía.
Y eso lo rompió. Eso también lo veo en ti.
Noté un nudo en la garganta, pero negué con la cabeza.
—Las niñas de la calle no nos rompemos tan fácilmente.
—Ajá. —Agrona me dio unos golpecitos con el índice en la
frente, y su sonrisa volvió a teñirse de aquella juventud
pícara—. Un auténtico diablillo, ¿no? En eso también te
pareces mucho a él. Una vez, debía de tener Melvin cuatro
años, entró corriendo en cueros por el salón del trono y…
Un zumbido brusco invadió la biblioteca. Agrona se quedó
en silencio en medio de la frase y se giró sobre su eje.
—¿Qué pasa? —pregunté, pero la magistrada solo levantó
una mano para hacerme callar. Dio dos pasos, y todavía
tuve tiempo de pensar lo tensa que parecía antes de que se
oyera un crujido. La sala vibró, algunos libros se cayeron al
suelo. Luego se oyó otro crujido y, como a cámara lenta,
una de las enormes estanterías se desmoronó con un ruido
ensordecedor.
Las astillas volaron hacia nosotras mientras los libros se
deslizaban por las baldosas. Inmediatamente, Agrona me
agarró del brazo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo
que pasaba, me empujó tras una estantería. Se volvió a oír
otro crujido, seguido de un rayo azul que pasó a toda
velocidad por delante de la ventana.
—¿Qué pasa? —repetí, esta vez más alto.
Agrona me miró con una expresión de absoluta
incredulidad.
—Alguien intenta asaltar la casa.
—¿Qué? —Oteé la biblioteca vacía, pero no se veía nada
excepto libros y estatuas de mármol.
—No te preocupes, no lo van a conseguir —me tranquilizó
Agrona—. Poseo varias docenas de sellos barrera. Son los
mejores sellos que existen en el Espejo. Pueden esperar
sentados si piensan que…
Un nuevo relámpago pasó por delante de la ventana,
zigzagueando azulado a la velocidad de la luz. Sobre la
estantería caída, a cuyos pies se habían acumulado muchos
de los antiguos libros, la pared empezó a resquebrajarse.
Los sellos de los que había hablado Agrona, eso sí,
demostraban su efectividad: una increíble película de magia
recubría toda la sala, que había permanecido intacta hasta
el momento en que la pared se había partido literalmente
en dos. Dos figuras aparecieron entre el polvo que nos
rodeaba. Ambas llevaban pasamontañas que solo dejaban
ver sus ojos a través de una abertura. Parecía que habían
bajado con una cuerda desde el tejado, y ahora se
balanceaban desde el orificio que se había abierto en la
pared. Solo aquella película de magia protectora nos
separaba de ellas.
—Vamos.
Agrona volvió a tirar de mí hacia el centro de la sala.
Escuchamos ruidos de lucha en las escaleras, cada vez más
próximas, pero antes de que pudiera descubrir lo que
pasaba, volvió a sonar aquel potente crujido.
Una de las figuras que se habían descolgado apoyaba
ahora una mano en la barrera mágica. Sostenía una moneda
con un sello que, centímetro a centímetro, iba fresando la
película protectora.
—¡Ve con los demás! —gritó Agrona, horrorizada, pero era
demasiado tarde.
Las dos figuras habían roto la barrera. El agujero se había
hecho tan grande que pudieron entrar en la sala. Uno de los
recién llegados era un gigante de hombre, de hombros
anchos, sin duda dos cabezas más alto que yo; el tipo que lo
acompañaba era delicado y pequeño.
—¡Fuera de mi casa! —bufó Agrona.
Los dos estaban ya ante nosotras. El gigante le tapó la
boca con una mano y la apartó, mientras que el tipo
pequeño y delicado se dirigía a mí.
—Tú te vienes con nosotros, señorita —masculló.
Retrocedí. Con el corazón en la boca, miré a mi alrededor
y eché mano de lo primero que apareció en mi campo de
visión: Crónica de las familias portadoras. Agarré el tomo
con todas mis fuerzas y le arreé al tipo pequeño con el
tocho en toda la cara… O por lo menos lo intenté.
Mi atacante levantó una mano y, gracias a un sello en
forma de medallón, hizo aparecer un escudo mágico que no
solo evitó el golpe, sino que arrojó el libro al suelo.
Volví a retroceder hasta que choqué con la estantería. El
pequeño me agarró de la chaqueta y se pegó a mí.
«De eso nada», me dije, y lo empujé. Me eché a un lado y
agarré uno de los bustos de mármol que estaban colocados
en un pedestal. Lo balanceé en el aire y se lo estampé al
tipo pequeño en todo el estómago, lo cual lo hizo caer al
suelo.
Abracé el busto. Fue entonces cuando me di cuenta de
que era una reproducción de Adam. ¿En serio? Para cuando
mi atacante se incorporó, yo estaba más que lista para
sacrificar aquella reproducción de mármol del Señor del
Espejo por un bien mayor. Pero, de repente, una cuerda
blanca apareció bajo la barbilla del tipo; había salido de la
nada y se había enrollado en su garganta.
Me atreví a respirar de nuevo cuando me percaté de que
era Adam. Su expresión se mantenía impasible, pero sus
ojos grises centelleaban de ira. Tenía el cabello blanco
revuelto y por debajo de su camisa le relucían las líneas
plateadas. Sostenía ambos dados del destino, uno a la
izquierda y otro a la derecha de la cabeza de mi atacante.
—¿Quién te ha enviado? —le preguntó en voz baja y
amenazante.
El pequeño y delicado empezaba a no poder respirar; la
cuerda se lo estaba impidiendo.
La expresión de Adam se tornó más lúgubre.
—Dime quién te ha enviado o ve despidiéndote de tu
cabeza.
«No lo dice en serio», me tranquilicé, aferrándome
todavía al busto de mármol de Adam. Pero el hombre no
parecía tan convencido. A través de la rendija de su
pasamontañas vi que tenía los ojos como platos, con un
asomo de pánico en su interior.
—¿Quién? —repitió Adam.
La cuerda de luz que se tensaba entre los dados estaba
tan tirante que empezaba a dejar una marca de sangre en
el cuello del hombre. Las fosas nasales de Adam se
abrieron, tenía los nudillos cada vez más blancos. Durante
un segundo volví a ver al abismo del salón del trono delante
de mí, y recordé su cabeza rodando por el suelo después de
que Adam la hubiera seccionado.
—Por favor —jadeé—, no lo hagas.
Miré a Adam suplicante y me di cuenta de cómo apretaba
la mandíbula.
Soltó el cordel. El pequeño jadeó para intentar recuperar
el aliento. Entonces, Adam hizo un gesto con la mano, una
línea recta de arriba abajo. Estasis. De inmediato, el cuerpo
del hombre se entumeció y cayó de bruces al suelo cuan
largo era.
—Encárgate de que no se acuerde de nada. Ni siquiera de
por qué estaban aquí.
Pasó un momento hasta que me di cuenta de que Adam
no hablaba conmigo. Sus palabras eran para Matt. Dina,
Celine y Agrona Soverall también estaban de pie en medio
de la biblioteca. A su lado, en el suelo e inconsciente, se
encontraba el gigante.
Matt movió la mano. Sus líneas de luz se iluminaron de
color lila y luego asintió:
—Solucionado. Al que estaba en la planta baja ya le he
borrado la memoria.
Adam se inclinó y le retiró el pasamontañas al atacante.
Tenía el pelo verde y muchos tatuajes en el cuello. No lo
conocía. Adam le cogió el brazo derecho y le subió la manga
de la chaqueta. Ahí estaba: un tatuaje.
Un ojo con la pupila en forma heptagonal.
Era el mismo signo que el del tipo que me había dado la
réplica del dragón en el heptadomo.
—¿Qué significa? —murmuré, y miré a Adam, que, para
variar, me contestó sin rodeos.
—Significa que pertenece al Ojo. Es un grupo rebelde que
actúa tanto en el Espejo como en Prime. El tipo contra el
que combatiste en el heptadomo, Dorian Whitlock, es uno
de ellos. Sabemos que es responsable del reclutamiento,
pero durante mucho tiempo no nos pareció necesario
detenerlo.
Recuperé mi recuerdo de Dorian; aquel joven con su
cresta, sus piercings y su ropa normal. Antes de nuestro
combate, estaba claro que me había considerado un botín
fácil. Y la noche de la fiesta de Lazarus…, ¿no me había
parecido verlo allí? Me había extrañado tanto que me
autoconvencí de que me había equivocado, pero ahora…
ahora ya no estaba tan segura.
—¿Y qué quiere ese grupo rebelde de vosotros?
—Sobre todo quieren algo de Adam. —Matt se puso a mi
lado—. Y no cualquier cosa: solo les vale la abdicación,
aunque probablemente también se conformarían con
torturarlo o ejecutarlo. No es fácil resumir lo mucho que lo
detestan.
—Matt —advirtió Adam en voz baja, pero él no dejó que lo
distrajera.
—El Ojo odia al Señor del Espejo. Fervientemente. Y a
nosotros también nos odia, de paso. Si fuera por los
rebeldes, acabarían con los Siete de inmediato.
Los engranajes de mi cerebro empezaron a girar. Los dos
atacantes se habían lanzado de cabeza a por mí. «Tú te
vienes con nosotros», me había dicho uno.
—Entonces, ¿saben quién soy?
Adam dejó caer el pasamontañas del hombre al suelo con
cierto descuido.
—Me temo que sí. Tal vez esperaban encontrarte sola.
—Por suerte, Rayne ha encontrado una manera creativa
de defenderse. —Dina se había puesto a mi lado y se estaba
riendo por lo bajo.
La observé confusa, pero luego me di cuenta de que se
refería al busto de mármol de Adam que todavía tenía
abrazado.
«Me parto, vamos».
Adam se dirigió a Agrona Soverall.
—Precisamente por esto quería que nos marchásemos al
Nexo de inmediato.
La magistrada parecía sobrecogida. Tenía el pelo blanco
rosado despeinadísimo.
—¡No me eches la culpa! Seguramente alguien os ha
reconocido cuando veníais a buscarme. Lo que no entiendo
es cómo se ha podido resquebrajar la barrera. ¡Estos sellos
son excelentes!
Se agachó con un gemido y recogió un happy-upper. «Un
trite», me corregí. Era la moneda que los rebeldes habían
utilizado para atravesar la barrera. La magistrada se giró y
pude divisar un complicado grabado.
—Nunca había visto nada así —murmuró Agrona, y pasó
la uña por la moneda—. Ni siquiera en nuestros sellos mejor
fundidos. Parece que el Ojo es mucho más peligroso de lo
que pensaba.
—Eso parece. —Adam echó un vistazo a la moneda con
expresión de cansancio—. Ya me ocuparé del Ojo después
del ritual. Ahora, Ignis es más importante. —Señaló con la
cabeza a las dos figuras inconscientes—. Ya los recogen mis
guardias —indicó antes de dirigirse a Celine—. Llévanos al
Nexo.
20

E ntre una cosa y otra, había ido atardeciendo: llegaba la


única hora del día en que el sol inundaba el Espejo.
Todavía no me había acostumbrado a lo fácil que era
llegar de un lugar a otro con la llave de Celine. Hasta
entonces, solo había pasado de un ala de un edificio a otra o
de un barrio a otro, pero esa vez, al salir detrás de Dina por
el corredor mágico que había abierto Celine desde la casa
de Agrona, me encontré en lo alto de una isla. Estaba
bordeada por acantilados irregulares y por… vacío. En ese
árido paisaje se alzaba una puerta solitaria. Sin paredes, sin
edificio anexo; solo una puerta que volvía a perder ahora su
brillo mágico, una vez que Celine hizo desaparecer su llave.
No estábamos en Septem, y tampoco en ninguna otra
ciudad espejo, eso lo tenía claro. Nos encontrábamos en
medio de la nada. La isla no era especialmente grande, la
abarcaba de un vistazo. Tras los acantilados solo se veían
espesas nubes de niebla bañadas por la cálida luz del
atardecer. Sin embargo, ante nosotros había un edificio.
Parecía una especie de observatorio astronómico, con una
cúpula de cristal coronada por una torreta de piedra
redonda y no muy alta.
Así que eso era el Nexo. El lugar del que manaba la
magia. Significara eso lo que significara.
Lentamente, alcé la vista. No sé qué esperaba, pero
desde luego no aquel lugar indefinible, casi espeluznante. El
cielo aparecía cubierto de una niebla tan densa que no se
distinguía absolutamente nada. No tenía ni idea de en qué
parte del planeta nos encontrábamos. Era como si nos
hubiéramos quedado varados en un islote diminuto en
medio del océano, solo que ni siquiera había un horizonte
con el que poder orientarnos.
Entre la puerta solitaria y la torreta de piedra solo
mediaban unos veinte metros. Visto desde fuera, el edificio
no era nada del otro mundo. Piedra oscura, sin ninguno de
los ostentosos ornamentos que había visto en la torre del
palacio. Y, sin embargo, imponía respeto, como si la
importancia del lugar emanara del aire fresco que se
respiraba. Recordé cómo había denominado Agrona Soverall
el Nexo: sagrado.
—Venga —oí que decía Adam—, acabemos con esto
cuanto antes.
«Esto». Me imaginé que con esto se refería a mí.
Mis dudas no se habían disipado en las últimas horas,
pero sabía que no tenía sentido ceder ante ellas. No tenía
elección. No solo porque quisiera traer a Lily a un lugar
seguro a toda costa, sino también por lo que había
descubierto desde mi llegada al Espejo: la magia del caos
que se había liberado por mi culpa, los abismos que se
acumulaban en la atmósfera y que ahora acechaban mi
mundo.
Y, por si todo eso fuera poco, estaba Ignis. Esa magia
indómita que había sentido en el salón del trono y que no
me había abandonado desde entonces. Al contrario: se
había vuelto cada vez más fuerte, y al verme ahora delante
de aquella torre rodeada de vacío, tuve la sensación de que
mi sello me llamaba con más fuerza que nunca.
Hasta entonces solo había experimentado una fracción de
la magia que dormitaba en el brazalete del dragón, y no
podía imaginar siquiera cómo sería portarlo. Pero ahí, en
aquel lugar increíble, en ese extraño espacio liminar, lo tuve
totalmente claro.
La magia de Ignis había pertenecido a mi padre hasta ese
momento. A partir de entonces, me pertenecería a mí.
Inspiré profundamente, cerré los puños temblorosos.
Luego, caminé delante de los demás hacia la torre.

Matt y Celine ya nos esperaban cuando, poco después, salí


con Dina de una especie de vestuario que estaba situado en
el piso más elevado de la torre. Allí me habían dado una
túnica de lino blanco puro, sería mi vestimenta para el
ritual. Los demás, en cambio, vestían los colores que ahora
identificaba con sus familias: azul para los Attwater, lila para
los Coldwell, verde para los Solomon. Matt nos sonrió.
Celine, en cambio, parecía como si hubiera mordido un
limón. Mientras yo me cambiaba, ella había regresado a
Septem para, con ayuda de unos criados, traer mi sello al
Nexo. Seguramente se habría planteado más de una vez
tirarlo por el acantilado de la isla.
Pero ahora todo el mundo estaba ahí, mirándome
fijamente. Solo faltaban Adam y Agrona Soverall, que
habían desaparecido.
La torre estaba tan inclinada y era tan oscura por dentro
como parecía por fuera. Nada indicaba que fuera el lugar
más sagrado del Espejo y, aun así, me sentí invadida por
una sensación de veneración al seguir a Dina, Celine y Matt
hacia la llamada sala del origen. Ahí tendría lugar el ritual.
La sala, igual que el resto de la torre, tenía altas paredes de
piedra plagadas de heptágonos, aunque lo más
impresionante era la cúpula de cristal. En una situación
normal debía de poder verse el cielo a través de ella, pero el
lugar seguía rodeado por la misma niebla densa que hacía
imposible distinguir nada.
En ese momento, mi atención se desvió a algo que
colgaba de la cúpula: una esfera enorme hecha de puntales
dorados. Colgaba sobre una pila circular incrustada en el
suelo de piedra.
—Es un sello —me explicó Matt, mientras señalaba la
esfera flotante.
—Nuestros mejores forjadores la fabricaron tras la
creación del Espejo. Por eso este lugar lleva su nombre. Es
el Nexo. El nombre no se refiere a la isla, sino a este
artefacto.
—¿Y la magia sale de él? —No podía imaginarme qué
aspecto tendría aquello.
Matt asintió.
—El sello del Señor del Espejo es el único que puede abrir
el Nexo. Adam tiene la obligación de venir varias veces al
año para que pueda fluir la magia.
Ahora sí que estaba atacada. Los nervios me habían
calado hasta en la sangre al ver aquel enorme sello, y la
cosa no mejoró al percatarme de que Dina, Matt y Celine se
habían colocado en una especie de grada que se extendía
por el lateral izquierdo de la sala del origen.
Al escuchar pasos detrás de mí, me recompuse. Era
Adam, que, por primera vez desde que lo conocía, no iba de
negro. En su lugar, llevaba una chaqueta nívea adornada
con ornamentos gris perla, bajo la cual vestía la misma ropa
de lino blanco que yo.
Se puso de pie a mi lado, miró brevemente la esfera y
luego a mí.
—¿Estás lista?
«¿Importa eso?», casi le repliqué, pero luego reconsideré
lo que Agrona Soverall me había dicho en la biblioteca. El
suicidio de la madre de Adam, y que él tenía que gestionar
una responsabilidad increíble él solo. Me tragué mis
palabras mordaces y asentí.
—Sí.
Adam parecía a punto de ofrecerme su brazo, pero, de
pronto, se detuvo.
—Quería… darte las gracias.
—¿Por qué?
—Por estar aquí.
Ahí sí que no pude evitar poner los ojos en blanco.
—Solo vosotros los Superiores sois capaces de secuestrar
a alguien, decidir por ella y luego darle las gracias por haber
dicho que sí. —Los ojos de Adam tenían un aire melancólico
que me apresuré a ignorar—. Estoy aquí por nuestro trato,
¿ya te has olvidado? Lily a cambio de llevar a Ignis.
Me observó largo tiempo.
—Lo sé. Aun así, gracias.
Quise responder, pero me quedé sin palabras. Cada vez
que Adam me observaba con aquella penetrante mirada
suya me ponía nerviosísima.
—El Nexo está listo para abrirse, mi Señor.
Agrona Soverall había aparecido de la nada. No la había
oído entrar. Llevaba el vestido ritual, su expresión era
solemne. A su lado, algunos criados transportaron con
cuidado la campana de cristal que contenía a Ignis hasta la
pila.
Adam asintió y me tendió su brazo. Esa vez lo acepté.
Ahora que la cosa estaba tan avanzada, me empezaron a
temblar las rodillas.
Caminamos juntos y, al llegar a la pila, Adam se puso al
lado de Agrona Soverall, quien, casi no me lo pude creer,
hizo una profunda reverencia ante él.
—Mi Señor, ¿estáis listo para abrir la fuente?
Vale, si se dirigía a él como «mi Señor», estaba claro que
la cosa se había puesto seria.
Adam volvió a asentir. Se arrodilló frente a la pila y
reconocí un soporte frente a ella que tenía un sello grabado:
dos cruces, una encima de la otra, el símbolo de Alius y
Etas. Adam se inclinó y colocó los dados del destino contra
la pila.
El grabado se iluminó. Al mismo tiempo, la esfera que
estaba sobre nuestras cabezas empezó a moverse. Los
puntales dorados se desplazaron, abriéndose hasta formar
un enorme paraguas hacia al cielo. Inmediatamente
después, sin que pudiera entender la correlación, la pila se
llenó de magia. Fluía de unas pequeñas aberturas laterales,
litros y litros de líquido azul brillante.
Al mismo tiempo, Agrona retiró una moneda tras otra de
la campana de cristal bajo la que yacía Ignis. De inmediato,
unas bocanadas de magia negra empezaron a llenar toda la
campana.
—En cuanto hayamos liberado a Ignis y lo hayamos
llenado de nueva magia, deberemos apresurarnos —explicó
Agrona.
Adam, que entretanto se había erguido, dio un paso hacia
mí. Señaló la moneda de mi brazo con la cabeza.
—Te voy a retirar los trites.
Tuve un mal presentimiento de nuevo; recordé cuando yo
misma me había quitado las monedas y me había quedado
inconsciente en cuestión de segundos. Miré a un lado, hacia
la grada…, y me topé con Matt. Me observaba fijamente y
tenía una sonrisa débil pero persistente en los labios.
También Dina me sonreía. Solo Celine, que apartaba la vista,
parecía tan negativa como siempre.
Inspiré profundamente y extendí mi brazo hacia Adam
para dejarle hacer. Sin esfuerzo aparente, sus dedos
retiraron los trites de mi piel. La magia oscura de mi interior
cobró fuerza de inmediato, las líneas se pusieron en
movimiento, pero el dolor no hizo acto de presencia; como
si mi cuerpo supiera que en ese momento no había razón
para rebelarse.
Iba a conseguir lo que quería.
A nuestro lado, Agrona Soverall puso las manos sobre la
campana de cristal para irla levantando poco a poco. Sacó
el brazalete del dragón en el mismo instante en que Adam
me retiraba la última moneda con un fugaz movimiento.
La magia del caos salió a raudales de mi piel, pero en vez
de expandirse por todas partes, permaneció estática.
Con calma, Adam me agarró de la muñeca.
—Repite exactamente lo que yo diga —me indicó—. Juro
no dañar nunca a los Siete.
Pestañeé. Nadie me había dicho nada de un juramento.
—¿Rayne?
Por un momento, cerré los ojos, dejando salir todas mis
dudas. No había vuelta atrás.
—Juro no dañar nunca a los Siete.
—Juro obedecer al primer portador.
Mi cara se encogió en una mueca. ¿Iba en serio?
—Juro obedecer al primer portador —repetí, añadiendo
mentalmente: «Si me lo pide amablemente y por favor y no
se comporta como un señor Asquerosito de las narices».
—Juro preservar el legado de mi sello y transmitirlo a mi
linaje cuando llegue el momento.
¿Mi linaje? No debería haberme chocado tanto. Adam ya
me lo había dicho en el salón del trono: «Portarás a Ignis,
igual que lo portó tu padre y que lo portará tu descendencia
después de ti». La idea era totalmente absurda… Pero no
tenía elección.
Así que repetí las palabras y sentí cómo se me escapaba
una lágrima sin que me diera tiempo a secármela. Ignis me
llamaba, lo sentía, pero acababa de comprender a cuánta
libertad estaba renunciando a cambio de mi sello. Iba a
tener que vivir en aquel palacio, y cada paso que diera me
sería impuesto.
Adam vio la lágrima y se detuvo, pero solo una décima de
segundo. Luego recordó su función.
—Juro servir al Espejo, hasta el final.
—Hasta el final —repetí con voz queda e infinitamente
exhausta.
Agrona avanzó lentamente hacia la pila. Sumergió a Ignis
en la magia azul invernal.
Al mismo tiempo, Adam se quitó la chaqueta y la dejó a
un lado. Debajo llevaba una especie de camisa de lino y
unos pantalones sencillos; si no fuera porque lo sabía de
sobra, casi podría haber olvidado que era el Señor del
Espejo. Cuando se giró hacia mí, descubrí horrorizada que
llevaba en la mano una daga fina y muy afilada. Adam
avanzó hacia mí, y supe de inmediato lo que se proponía.
La magia de los sellos siempre llamaba a la sangre.
Adam tocó mi antebrazo con la punta de la daga, cada
centímetro de su cuerpo marcado por la tensión. Antes de
clavármela, levemente, eso sí, me miró una vez más, y no
me hizo falta mucho tiempo para entender que esperaba mi
consentimiento.
Apreté los labios… y asentí. Apenas había tocado mi piel
con la punta de la daga cuando un intenso dolor me
atravesó. Me empezaron a temblar las manos. Adam, sin
embargo, no dejó que eso lo alterara. Más bien parecía
habérselo esperado. Aferró con más fuerza mi muñeca para
dibujar unas líneas con la daga con precisión. Pequeñas
gotas de sangre me perlaron el brazo y, al terminar el
grabado, dejé de temblar.
Miré fijamente el dibujo que había marcado sobre mi piel.
Arriba, una cruz: una línea horizontal como unas alas que se
balanceaban y una vertical que acababa en una gran espiral
rizada como la cola de un dragón.
—Tus marcas de luz se activarán en cuanto portes el sello
—comentó Adam en voz baja antes de pasarle la daga a
Agrona. Entonces tomó el brazalete del dragón y lo acercó
hasta la punta de los dedos de mi mano derecha—. Cuando
aparezcan por primera vez, te va a doler.
Una segunda lágrima amenazó con resbalarme por la
mejilla, pero esa vez pestañeé a tiempo y levanté la cabeza
para evitarlo. Adam pasó el brazalete por mi mano,
deslizándolo hasta ajustármelo al antebrazo.
Jadeé. Un calor incomparable se expandía por mi cuerpo.
No era como el pinchazo mediante el cual la magia se unía
a mí, sino más bien como si el núcleo de la magia que
guardaba el dragón y que primero se había avivado azul y
luego rojo se fundiera directamente con mi piel. No se veía,
pero lo sentía en cada célula, en cada gota de sangre.
—Ahora estableceré la conexión.
La voz de Adam era tan suave que me daba la sensación
de ser la única que podía oírla. Me impuso ambas manos,
una en el cuello y otra en la parte superior del brazo
derecho. Al hacerlo, se acercó tanto que pude notar su olor:
un aroma a agua clara, con toques de madera, mezclado
con el matiz de la magia.
El tacto de Adam era reconfortantemente fresco. En
cuanto lo sentí, se activaron sus líneas de luz blancas.
Ambos dados, que guardaba en el brazal de cuero de su
brazo izquierdo, brillaron con luz plateada, y desde ellos
empezaron a expandirse por el cuerpo de Adam unas
hermosas líneas repletas de filigranas.
Entonces, me ocurrió a mí también: un resplandor rojizo
hizo brillar mi piel. En mi brazo derecho, allí donde Ignis
acababa de unirse a mí, comenzaron a nacer ramificaciones,
símbolos y formas abstractas que se parecían un poco a
unas llamas y que simplemente iban borrando las líneas que
había provocado la magia del caos.
—Con el tiempo, las líneas van imitando nuestra vida —
indicó Adam mientras me miraba fijamente a los ojos—. Las
cosas que nos importan, que nos dañan o que nos hacen
felices. Cambian con nuestras experiencias.
El dolor se desató. Adam tenía razón, las líneas de luz se
estaban grabando a fuego en mi piel. Rodeó el brazalete del
dragón con la mano en un gesto casi protector.
—Alius, Etas —pronunciaba ahora Agrona a mi lado, en un
tono conmovido—. Divinus. Anima. Anguis. Solis. Clavis.
Ignis. Todos los que vinieron antes se unen ahora en ti.
El núcleo de magia rojo, que ahora estaba completo,
resplandeció entre los dedos de Adam. Sentí las líneas de
luz por mi espalda, por mi pecho; se extendían por mi
abdomen, por todo mi torso, me bajaban por las piernas. Y
allí donde aparecían se iluminaban también las líneas de
Adam, como si me imitara.
Se estableció una conexión entre los dos. Podía sentir el
interior de Adam. Se abrió una puerta entre nosotros, y lo
que había detrás fue… justo lo contrario a lo que me habría
imaginado.
Porque la magia de Adam no tenía nada de reservada o
de arrogante, que era la manera en que se había
comportado conmigo en los últimos días. Era… pacífica.
Como un lago del que se desprendía una brisa de calma. Su
magia irradiaba seguridad, control y paz. Por unos instantes,
hizo que el calor de mi interior se me hiciera más tolerable.
Sus manos eran como un ancla. Inspiré y exhalé
profundamente mientras dejaba caer la cabeza sobre su
hombro.
El impulso de acercarme rozaba lo sobrehumano. Quería
verlo a él, al origen de su magia, pero la puerta que nos
separaba solo se había entornado un poco. Lo que hubiera
más allá, Adam lo mantenía oculto, y tuve que contenerme
con todas mis fuerzas para no rodearlo con mis brazos y
dejar que su pacífico frío fluyera en mi interior.
«Solo es cosa del ritual», me dije. «Es solo la magia que
me está transfiriendo».
—Lo has conseguido —me susurró Adam al oído. Me
rodeaba la cintura con uno de sus brazos, apretándome
contra sí mientras la magia invadía cada gota de mi sangre.
«Rayne. Rayne. Rayne», decían las voces que sonaban en
mi interior. Susurraban suavemente, tan delicadas como
una brisa, mientras el cansancio me arrastraba.
«La niña pródiga». «La hija». «Rayne».
No podía distinguir unas voces de otras. Eran como un
flujo de conciencia y de palabras, una vaga presencia que
solo parecían decir una cosa:
«Ahora nos perteneces».
21

E staba soñando. Por lo menos, a mí me parecía un sueño.


Durante horas di vueltas y más vueltas en la amplia
cama con dosel del palacio, atrapada en aquel estado en el
que mi conciencia lamía la orilla de una realidad débil y
borrosa antes de volver a retirarse.
Primero soñé con el combate del heptadomo, con cuando
me había visto engullida por la niebla de Dorian Whitlock.
Pero esa vez no ganaba; al contrario, su inmovilización
mágica me aplastaba contra el suelo hasta casi ahogarme.
Luego soñé con los ojos fríos de Leanore Tremblett, con la
magia del caos que me devoraba desde dentro y con Lily,
tirada entre los cascotes del heptadomo, inmóvil.
Finalmente, los sueños tomaron otros derroteros, y vi
lugares que nunca había visitado, me ensimismé en
recuerdos que no eran míos, me encontré con personas que
no conocía. Tiempos pasados, grandes bailes de salón,
banquetes, combates con Ignis, lágrimas, amistades y un
sentimiento tan omnipresente de poder que amenazaba con
engullirme.
Era como si pudiera vivir todo lo que habían
experimentado los anteriores portadores del brazalete del
dragón. Instantes de los últimos siglos, nacimientos,
muertes, rituales…, hasta el momento en que siete
personas alzaron sus manos y crearon un mundo en el cielo.
Las imágenes pasaron veloces y de manera
aparentemente aleatoria por mi mente hasta que, por fin, se
fijó una escena: estaba dentro de una cueva, y en su interior
veía a un hombre de pie ante un pilar de fuego. Su cara
estaba borrosa, como si lo estuviera mirando a través de
una pared de cristal oscura y traslúcida.
«Calor», escuché que decía una voz en mi oído, tan cerca
como si estuviera justo a mi lado. «Nuestra magia es calor».
Era mi padre, lo sentía con total claridad. Quería hablarle,
pero el sueño se resquebrajó antes de que pudiera hacerlo.
La cueva y el fuego desaparecieron. Solo quedó la voz.
«Siento su frío en ti. Se repite, una y otra vez». Quise
replicar, pero en un abrir y cerrar de ojos me encontré de
nuevo delante de una puerta. Estaba entreabierta, y por el
hueco se colaba un aire fresco.
Y, justo cuando iba a abrirla, alguien se me acercó.
Tampoco pude ver su rostro. Solo notaba una sensación
de intimidad. Me ponía las manos en la cintura, me
acariciaba la piel ardiente, y yo observaba fascinada las
incontables líneas brillantes blancas que centelleaban sobre
el cuerpo que tenía delante. Una voz melodiosa recitaba el
juramento que había acabado para siempre con mi vida
anterior. Me dejé caer agotada en su abrazo. Me aferré a
ese cuerpo, dejé que mis labios exploraran su fría piel y…

Me desperté sobresaltada.
Pero ¿qué diablos acababa de soñar?
Temblando, eché mano a mi muñeca derecha, donde
estaba el sello. No había marcas de luz, ni líneas negras de
magia del caos, simplemente mi piel. Del núcleo de cristal
que estaba en el centro del dragón emanaba una suave
calidez. Hacía rato que su luz rojiza había vuelto a ser del
habitual azul invernal, aunque la magia seguía pulsando en
mi brazo. Como si el sello me quisiera recordar que ahora
era parte de mí.
Como una bendición. O una maldición. No lo sabía.
Después del ritual del día anterior, habíamos regresado a
Septem, pero casi no me había enterado de nada, ni del
camino por el pasillo de magia de Celine ni de la despedida
de Agrona Soverall. Ni siquiera recordaba quién me había
llevado al dormitorio.
Quería volver a cerrar los ojos, a fin de cuentas, era poco
después de medianoche, pero el silencio no me calmaba.
Me incorporé en la cama. En un intento de desprenderme
del extraño sueño, me froté la cara y levanté ambas manos
ante mí. Temblaban un poco, lo cual me hizo soltar un
bufido exasperado.
Por supuesto, habría sido mucho pedir que el temblor
hubiera desaparecido sin más y para siempre. Mientras
observaba el brazalete, pensaba en Lily, que todavía estaba
a un mundo de distancia. ¿Qué diría cuando se enterase de
todo esto? De quién era yo. De qué familia provenía. Podía
imaginarme claramente su rostro espantado ante mí,
seguido de inmediato de su sonrisa pícara al decirme que a
qué esperaba para poner a prueba mi sello.
Me recorrió un cosquilleo. Parecía haber pasado una
eternidad desde la última vez que había usado un sello.
Moví las manos hacia delante y empujé. De inmediato, el
núcleo que sostenía el dragón se iluminó en rojo, pero eso
fue todo. No apareció ningún escudo de magia, aunque
había realizado el gesto perfectamente.
Intenté otro. Barrí con la mano hacia delante, y entonces
sí: una voluta de magia se desató desde mis dedos. Vale,
era fina, pero zumbó a toda velocidad por el aire en
dirección a la lámpara de araña y… ¡Mierda! La alcanzó, y
dos de los tubos de cristal cayeron al suelo, donde se
hicieron añicos con gran estruendo.
Lentamente, volví a observar mi brazalete. El brillo rojo
había desaparecido, pero no podía ignorar el calor que fluía
por mi interior. Las líneas de luz resplandecieron débilmente
sobre mi cuerpo hasta que, en seguida, desaparecieron.
Ahora sí que nada me retenía en la cama. En mi interior
empezaba a germinar el impulso de salir, así que me eché
por encima lo primero que encontré y crucé la puerta.
Para mi sorpresa, no me topé ni con Jarek ni con Zorya en
el rellano de las siete puertas, sino con dos guardias
desconocidos. No estaba segura de cómo reaccionarían,
pero al dirigirme a ellos para pedirles que me mostraran el
camino al exterior, hicieron una reverencia y avanzaron
delante de mí sin dudar.

Hasta entonces nunca había estado en la zona exterior de la


torre del palacio, pero desde mi habitación había visto que
Septem tenía varios parques y jardines. La rodeaban unas
elevadas murallas que protegían la zona de edificios
gubernamentales del resto del Londres del Espejo.
Los guardias me llevaron en un ascensor hasta la planta
baja, y de ahí a una terraza exterior, donde se retiraron con
una nueva reverencia.
Ahí fuera me rodeaba una oscuridad azulada. Inspiré
profundamente el aire, que olía a rocío y a magia. Luego,
seguí el camino empedrado hasta que descubrí la entrada
del jardín. Diversos caminos pespuntados de bancos de
piedra recorrían toda su superficie. El césped brillaba con
cada movimiento, por leve que fuera, como si estuviera
cubierto de plata. Sus briznas eran finas como alfileres y, al
caminar por la pradera, casi me llegaban a las rodillas. Entre
la hierba despuntaban campanillas con pétalos que
liberaban un suave aroma cuando las mecía el viento, y por
todas partes revoloteaban pequeños pájaros cantores. El
brillo que emanaba de sus plumas iba dibujando estelas
cuando se movían por el aire.
No había visto nada así en mi vida. Era todo… demasiado.
Demasiado etéreo y demasiado bonito para una niña que se
había criado en una central desmantelada.
—No deberías estar aquí fuera sola. —Una voz cerca de
mí me hizo abrir los ojos como platos del susto.
Me di la vuelta: era Adam. Estaba sentado en uno de los
bancos de piedra, totalmente solo. En sus manos sostenía
uno de aquellos sellos en forma de espejo como el que
había recibido de mi criada. Un spectum. Parecía absorto; el
viento que soplaba por el jardín le acariciaba suavemente el
cabello blanco.
No tenía ni idea de por qué estaba aquí fuera en plena
noche. Y después del sueño que acababa de tener con él,
hubiera preferido encontrarme a cualquier otra persona.
—Toma.
Adam se puso de pie e hizo desaparecer el spectum en el
bolsillo de su chaqueta. En su lugar, sacó algo y me lo
tendió. Era un brazal de cuero negro, como el que usaba él
para guardar sus dados y resguardarlos de miradas
curiosas.
—Quería que lo tuvieras. Es para proteger tu sello.
Tras un leve titubeo, extendí el brazo, justo como en el
rito, y Adam me puso el brazal alrededor de Ignis. Cuando
me tocó, sentí como un baño de hielo sobre mi piel febril.
Odiaba que mi cuerpo reaccionara así ante él, pero no podía
hacer nada para evitarlo.
—La conexión puede impresionar un poco al principio —
dijo Adam—, tanto por tu sello como por la persona que te
lo impone. En la torre del Nexo, una parte de mi magia pasó
a ti, pero no te preocupes, es solo algo temporal. Se
consumirá y luego… será más fácil. Te lo prometo.
Observé a Adam fijamente. Por su expresión, era como si
supiera exactamente por lo que yo estaba pasando. Y tal
vez era así; a fin de cuentas, hacía solo unos meses que él
había empezado a portar su sello. Tenía que habérselo
impuesto su madre, supuse, antes de que…
Decidida, silencié aquellos pensamientos y volví a
centrarme en Adam. Rodeado de nubes de polen brillante
que el viento hacía volar desde las flores y entre los pájaros
que parecían no atreverse a acercársele, vi lo que todos los
Superiores debían de ver en él: el cabello blanco de Adam
brillaba en la penumbra, justo como los ornamentos de su
chaqueta que, ahora me percataba, imitaban las líneas de
luz de su piel. Los contornos de su rostro eran
indescriptiblemente hermosos, y su presencia emanaba algo
sublime que me atravesaba.
En este momento, parecía un dios. Intocable, e igual de
inaccesible.
De repente, un pájaro cantor se alejó de su bandada y
voló hacia nosotros. Aleteó justo delante de mí, su plumaje
era azul oscuro, con el único contraste de un punto blanco
en la frente que parecía una estrella. Me quedé tan perpleja
que, sin pensarlo, estiré la mano, y me sobresalté al sentir
sus plumas bajo las yemas. Había supuesto que saldría
volando. Estiré los dedos lentamente y observé incrédula
cómo la magia se liberaba del cuerpecillo del pájaro y se
deshacía en la noche.
—Espectrales —oí decir a Adam.
Lo miré, confundida.
—¿Cómo?
—El pájaro. Así los llamamos. —La chaqueta de Adam
revoloteaba al viento como un remolino brillante hecho de
cielo de medianoche—. La mayoría de los animales que
nuestros antepasados intentaron traer al Espejo no
sobrevivieron. Solo estos pájaros fueron capaces de
atravesar volando la barrera entre los mundos, como si no
hubiera nada más fácil.
—¿Por qué los llamáis espectrales?
—Porque al trasladarse al Espejo absorbieron la magia
que separa nuestros mundos. Nuestros científicos creen que
entraron en contacto con residuos mágicos de todo tipo de
animales. Esto les permite disolverse y recomponerse a
voluntad y adoptar diferentes formas.
Adam señaló un pájaro que acababa de posarse en el
suelo para atacar un par de terruños que luego volvió a
dejar. Al levantar el vuelo de nuevo, su cuerpo se
transformó repentinamente y, antes de que me diera
tiempo a procesarlo, ya se estaba alejando en forma de
brillante libélula azul.
Me quedé mirando al insecto, incrédula. ¡Realmente
había cambiado de forma así sin más!
—Los espectrales suelen mantenerse alejados de
nosotros —indicó Adam, mientras observaba maravillado al
pajarillo que seguía dejándose acariciar pacientemente por
mí—. Y tampoco se quedan mucho tiempo en un mismo
lugar, sino que vuelan sin rumbo entre las ciudades del
Espejo. Para los Superiores, los espectrales simbolizan la
inmortalidad. La vida más allá de la muerte. Porque todo lo
que muere acaba elevándose a los cielos y convirtiéndose
en magia.
Mi mirada se quedó prendida de la línea recta que
dibujaban los hombros de Adam, de las ondas de su pelo
revuelto por el viento.
Al principio rezumaba indiferencia. Presunción.
Arrogancia. Esa había sido mi primera impresión de él. Pero
ahora…
No podía ignorar el dolor que emanaba de su ser.
«Siento que tu madre haya muerto».
«Siento que hayas tenido que pasar por todo eso tú solo.
No es justo».
El pájaro espectral permitió que mis dedos se deslizaran
una última vez por sus plumas. Acaricié con ternura la
mancha en forma de estrella de su cabeza, y desde ahí, el
resto de su cuerpo. Luego, el animalillo emitió un suave
gorjeo y se elevó hacia el cielo nocturno.
—Los sellos oscuros —comenzó a decir Adam, mirándome
— conservan siempre una parte del portador cuando este
muere. Un eco de nuestra alma, por lo menos así consta en
nuestros archivos. Es lo único que queda de nosotros. —
Levantó los dados hasta que flotaron sobre su mano—. Un
eco… y un número incontable de almas rotas.
Se me puso la piel de gallina. Las palabras de Adam
parecían tan honestas, tan francas, que me dejaban sin
aliento.
¿Eso había sido mi sueño, los ecos de portadores
anteriores cuyas almas habían sido transferidas a Ignis tras
su muerte?
La idea era tan perturbadora como extrañamente
reconfortante.
Mi mirada regresó a Adam. Y no supe si era por esa
conexión entre su magia y la mía, o por el ambiente onírico
de ese jardín plagado de estrellas que me había calado
desde los dedos hasta la sangre, pero… ya no quedaba
nada del Señor indiferente y frío que no me había dejado
elección.
Ahora parecía tan perdido como yo.
—Todavía tendrá que pasar algo de tiempo antes de que
puedas usar a Ignis. —Se giró para irse—. Descansa. Lo vas
a necesitar.
Solo pude asentir. Adam dio unos pasos, pero finalmente
se detuvo de nuevo. Bajo el suave viento que agitaba el
césped, casi no oí sus palabras.
—Tu magia es hermosa —me dijo, y desapareció en la
oscuridad.
22

D ormí tan profundamente que ni siquiera me sobresalté al


notar que alguien entraba en mi habitación por la
mañana. Solo volví en mí al sentir una mano en mi brazo. La
agarré y la aparté, aunque aún tardé unos segundos en
reconocer a quien estaba a mi lado. Era aquella criada
mayor, la del moño. Sarisa Sadlyn.
Su semblante era serio, lo cual tampoco era ninguna
novedad. Pensé que habría venido a vestirme y a peinarme
otra vez, pero me equivocaba.
—Me han llamado para que la acompañe al salón del
trono.
Intenté espabilarme frotándome los ojos.
—¿Y eso?
—Ha habido incursiones nocturnas —comentó— en varias
ciudades del Espejo. Nuestro Señor requiere su presencia.
«¿Incursiones? ¿En el Espejo?».
Poco a poco me fui dando cuenta de lo tensa que estaba
Sarisa. Ni siquiera se había peinado. Mi mirada se detuvo en
el reloj de la mesilla de noche. Eran las seis, es decir, poco
antes del amanecer. Me puse de pie, me eché por encima la
chaqueta que estaba tirada en una silla y salí a toda
velocidad.
En el pasillo que llevaba al salón del trono, reconocí a lo
lejos la imponente figura de Jarek. No había vuelto a verlo
desde el día anterior al mediodía, tras partir al Londres del
Espejo. Tenía mal aspecto, casi como si no hubiera pegado
ojo en toda la noche. Aun así, al verme, me señaló sonriente
la puerta.
—Después de usted, Llamarada. La están esperando.
Entré en el enorme salón del trono heptagonal. Había
algunos criados por los laterales de la sala, y pasé por
delante de por lo menos cinco guardias antes de ver a Dina,
Matt, Celine y, a su lado, Cedric, cosa que me alegró
profundamente. Seguía teniendo las gafas algo torcidas y
estaba excepcionalmente pálido. A pesar de eso, me dirigió
una sonrisa cálida, así que caminé directamente hacia él.
Al lado del trono, de pie, se encontraban Adam y Tynan
Coldwell. Adam me miró brevemente, y luego se dirigió de
nuevo al padre de Matt.
—Continúe, magistrado Pelham.
Entonces me percaté de que el padre de Matt llevaba un
spectum. Lo sostenía entre él y Adam mientras la superficie
del espejo brillaba con su azul invernal. Vislumbré el reflejo
de una figura, pero a tanta distancia no podía distinguirla
bien.
«Magistrado Pelham», había dicho Adam. ¿No era ese el
político corrupto del que había hablado Agrona Soverall, el
que haría que me liquidaran a sangre fría a la primera
oportunidad?
—El Ojo ha atacado de forma simultánea diferentes
ciudades del Espejo —decía la voz un tanto metálica y
anciana que salía del spectum—. Ha sido un ataque
coordinado a Roma, París, Los Ángeles, Shanghái y San
Petersburgo. Los rebeldes casi han arrasado con mis
dependencias y las de otros magistrados. Se han llevado
cantidades ingentes de oro y un montón de contenedores
repletos de magia. Parece ser que sabían exactamente qué
medidas de protección había y cómo podían evitarlas.
Todavía estamos evaluando los daños e intentando entender
cómo se han hecho con la información necesaria, pero… por
lo que a mí respecta, yo diría que han tenido ayuda.
¿Los grupos rebeldes habían robado magia? ¿La misma
gente que nos había atacado en la mansión de la
magistrada? Le lancé a Cedric una mirada dubitativa, pero
él observaba a Adam, tenso.
—Hemos capturado a algunos rebeldes, mi Señor —dijo la
cascada voz del magistrado Pelham—. Ya los hemos
interrogado.
El padre de Matt le dio unos toques a la superficie del
spectum y, de inmediato, apareció otra imagen sobre ella.
Brillaba con luz mágica azul y mostraba… Me acerqué un
paso, para ver mejor. Era una docena de personas
arrodilladas y apiñadas en una sala.
—¿Los detenidos son de Prime? —preguntó Adam.
De nuevo, se oyó la voz de Pelham.
—Sí. Exclusivamente.
—¿Y han dicho algo de utilidad?
Una pausa significativa.
—Todavía no, mi Señor.
Adam se quedó absorto un momento y luego vi cómo se
enderezaba un poco.
—Los condeno por robo de magia. El castigo para tan alta
traición es la Torre Nocturna. Que sean trasladados a ella lo
antes posible.
Escuchamos a los prisioneros emitir gritos ahogados a
través de la proyección. Algunos literalmente se retorcían.
Estaba claro que podían oírnos.
Observé a Matt y a Dina, cuyos rostros parecían igual de
estupefactos que antes. Solo Celine parecía no inmutarse,
girando sonriente la llave de zafiro entre los dedos.
—¿Qué es la Torre Nocturna? —le susurré a Cedric.
Se había abrazado el torso con los esbeltos brazos con
tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Se inclinó hacia
mí.
—La cárcel de Septem. Solo se envía a prisión a quien ha
cometido crímenes graves.
—También puedo sentenciar a los reclusos aquí en Roma,
mi Señor —volvió a hablar Pelham desde su espejo, pero
Adam negó con la cabeza.
—La ley del Espejo establece que deben ser trasladados a
la Torre Nocturna. La sentencia debe ser dirimida por el Alto
Tribunal de Septem; luego redactaré mi dictamen.
Volví a fijarme en las figuras que se veían en el spectum.
Los integrantes del Ojo habían mantenido la compostura
hasta el momento, pero ahora… Muchos de ellos se
arrojaron al suelo, algunos incluso suplicaron clemencia a
gritos.
Me empezaron a temblar las manos. De manera casi
automática, me dispuse a avanzar, pero Cedric me retuvo
agarrándome del brazo.
—Tiene que hacerlo, Rayne —me susurró—. No hay otra
manera.
«¿No hay otra manera?». ¿Qué justificación era esa? Miré
a las figuras que, por orden de Adam, los guardas estaban
obligando a incorporarse y pensé en lo que había ido
descubriendo hasta el momento sobre el Ojo. Los rebeldes
buscaban gente entre los competidores de los combates y
los utilizaban para sus fines. Al llegar a Septem, Matt y los
demás todavía estaban convencidos de que Dorian Whitlock
había querido reclutarme, y eso significaba que yo podría
haber sido una de aquellas prisioneras, si mi padre no
hubiera resultado llamarse Melvin Harwood.
Una mujer había perdido totalmente la compostura. En la
superficie del spectum la vi retroceder agitada unos pasos y
arrodillarse antes de que uno de los guardias la agarrara
nuevamente por el brazo. Gritaba que haría cualquier cosa
para no ir a la Torre Nocturna, cualquier cosa, pero los
guardias, inflexibles, se la llevaron a rastras.
Se me aceleró el corazón. Aquello no estaba bien. Pero
tuve que observar, impotente, cómo transportaban a los
prisioneros. Después, la cara del magistrado Pelham volvió
a aparecer en el espejo.
—Nunca se había producido un ataque coordinado a
nuestros dominios, mi Señor. Asumo que el Ojo ha ido
reclutando gente en Prime con la promesa de darles más
magia cuando lleguen al poder. Y temo que quieran utilizar
la magia robada para asesinar a los Siete. El Ojo planea
algo. Debemos poner coto a los rebeldes. Debemos
descubrir quién los lidera, antes de que sea demasiado
tarde. Mi consejo es que empecemos a atacar de inmediato,
mi Señor. También estamos realizando redadas en Prime.
Colaboramos con los gobiernos, les hemos exigido que
pongan sus ciudades patas arriba y que no cejen en su
empeño hasta que se nos haya devuelto toda la magia…
—No —la voz de Adam sonaba tranquila, pero no dejaba
lugar a dudas—. No vale de nada dar palos de ciego, así
solo empeoramos la imagen del Espejo. Nuestro objetivo
debe ser decapitar a la serpiente.
«Decapitar a la serpiente». No sabía cómo sentirme ante
las palabras de Adam. Su expresión parecía de granito.
Como si se hubiera dado cuenta de que lo estaba
observando fijamente, él me devolvió la mirada. En su
rostro no había atisbo de duda… ni de la ternura que había
notado en él anoche.
—Nos vemos en Roma, Alto Magistrado —concluyó Adam,
hablando al spectum. Después, le hizo un gesto a Tynan
Coldwell, que terminó la conversación cerrándolo. Una vez
el silencio se hubo apoderado del salón del trono, Adam se
dirigió a nosotros—: Partiremos tan pronto como sea
posible. Los magistrados y los consejeros se reunirán en los
próximos días en Roma para la final del torneo de
exhibición. Aprovecharé ese encuentro para hablarles y
apaciguar el Espejo.
—¿Roma? ¿Final del torneo de exhibición? —pregunté,
confundida—. ¿Qué significa eso?
—El torneo de exhibición es un campeonato anual —
intervino Cedric—. Ya no queda mucho para la gran final. La
tradición es que coincida con la conmemoración de la
fundación del Espejo. Todos los Superiores importantes se
reúnen en Roma. Magistrados, consejeros, alcaldes,
empresarios… Es nuestra festividad más importante.
Una festividad. O sea, que Adam quería utilizar los
festejos, un «torneo de exhibición», para urdir un plan con
los magistrados con el fin de recuperar su magia. ¿Qué
había dicho exactamente el tal Pelham, que el Ojo quería
distribuir la magia en Prime para que cayeran los Siete?
Hasta ese mismo momento había creído que al Ojo solo le
importaba Adam y ya. Pero aquello sonaba a algo mucho
más grande.
—Llevad a Rayne a sus aposentos. Ella se queda aquí.
Tardé un momento en procesar las palabras de Adam.
—¿Cómo? ¡No! ¿Qué pasa con Lily? ¡Me habías prometido
traerla al Espejo!
—Y lo voy a cumplir. En un par de semanas, cuando se
hayan calmado las aguas.
¿En un par de semanas? ¿En serio había dicho «en un par
de semanas»?
La ira empezó a hervir en mi interior, pero antes de que
se desbordara a borbotones, Dina se me adelantó.
—Adam, ahora que Rayne está aquí, nuestra posición es
mucho más fuerte. Ella es nuestro as en la manga. ¿Por qué
no nos la llevamos a la final?
Intentó ponerle una mano en el hombro, pero él se giró
para alejarse.
—Todavía no está preparada.
—Es más dura de lo que piensas —intervino Matt.
—De eso estoy seguro. Pero todavía no conoce el Espejo.
Y no sabe cómo son las cosas aquí.
—¡Pues explícamelas! —bufé—. Dejad todos de hablar
como si no estuviera delante. Decidme qué pasa y entonces
podré tomar una decisión.
Adam se quedó callado. Cedric iba a hablar, pero él le
indicó que no lo hiciera.
—Déjalo estar, no importa. —Se dirigió a Matt—: Ocúpate
de los prisioneros de la Torre Nocturna antes de que
partamos. ¿De acuerdo?
¿La Torre Nocturna? ¿La cárcel? No sabía qué tenía que
ver Matt con todo aquello, pero parecía de todo menos
emocionado.
—¿Quieres azuzar todavía más al Ojo? ¿No nos odian ya
lo suficiente?
—No me importa que me odien. Lo importante es que me
teman.
Matt y Dina intercambiaron una mirada pausada.
—Pero…
—Sé lo que me hago —replicó Adam—. Pero si ya no te
sientes capacitado para tu tarea, dímelo y me busco a otro.
—Joder, Adam, ¡no es eso! —La voz de Matt retumbó
iracunda en el salón del trono.
—Ocúpate de la Torre Nocturna —indicó Adam—. Y sé lo
más convincente posible.
—Si es una orden…
—Lo es. —Adam tensó la mandíbula—. Créeme, no eres el
único que tiene que hacer cosas que detesta. —Despues de
eso, volvió a mirarme—. Y tú te quedas en el palacio hasta
que regresemos.
—¡No voy a dejar que me encierres! —No era el felpudo
de Adam, y no me importaba que Tynan Coldwell me
volviera a mirar con los ojos como platos solo porque osaba
llevarle la contraria a su señor—. Ahora soy una de los Siete,
y no es cosa tuya decidir a dónde voy.
Adam se frotó la frente.
—Si pensabas que formar parte de los Siete te iba a dar
más libertad, entonces me temo que todavía no has
entendido de qué va esto.
Su reacción no debería haberme dolido tanto. De
inmediato sentí una vergüenza infinita por el sueño que
había tenido con él la noche anterior. De mis dedos, que
habían acariciado el torso desnudo de Adam, de haber
añorado esa cercanía tanto tiempo… Me abochornaba haber
creído que sentía compasión por mí.
Al contrario: me había mentido. Tal vez nunca había
tenido intención de traer a Lily al Espejo. Total, ya había
conseguido lo que quería, ¿para qué seguir esforzándose?
La ira que me invadía se fue transformando en una
penetrante impotencia, igual que la que había
experimentado hacía unos días al escoltar a Lily a la fiesta.
Porque tenía claro que yo no podría hacer nada, nada en
absoluto, a no ser que Adam estuviera de acuerdo.
—¿Sabes qué? —le susurré—. Eres exactamente como me
había imaginado desde el principio. ¡Un dictador
egocéntrico!
Había ido demasiado lejos. Me quedó claro en cuanto
cerré la boca. Celine apareció a mi lado de inmediato; sus
dedos me apretaron el brazo y me acercó a ella de un tirón.
—¿Cómo te atreves? —gruñó, pero Adam le puso una
mano en el hombro y negó con la cabeza.
Celine se separó de mí al instante, no sin antes lanzarme
una oscura mirada. Una vez se hubo retirado, Adam dio un
paso hacia delante, hasta que no tuve más opción que
mirarlo.
—Escúchame bien, Rayne. Comparto tu valoración de la
situación en la que nos encontramos. Nunca antes nadie
había tenido que portar un sello oscuro para el que no se
hubiera estado preparando toda la vida. No creas que me
divierte tener que encargarme de solucionar el desastre que
tu padre dejó a su paso. Simplemente es mi obligación.
—Pues entonces habría sido mejor que me hubieras
dejado morir. No tendrías más que haber esperado a que
me consumiera la magia del caos, y entonces vuestro
querido sello habría quedado libre para que lo portara otra
persona, como dijo Agrona Soverall.
—¿Lo hubieras preferido?
La pregunta me pilló desprevenida. La mirada de Adam
me atravesó hasta lo más profundo y, aunque nuestros
cuerpos no estaban en contacto en absoluto, me dio la
sensación de que se había alejado.
No tenía respuesta que darle. ¿Hubiera preferido morir?
Por supuesto que no. Pero la alternativa tampoco me
parecía mucho mejor.
—Ahora tu destino está unido al de los Siete, Rayne. ¿O
se te ha olvidado el juramento que has hecho?
Que le obedecería. Sí, lo recordaba perfectamente. Igual
que recordaba la pequeña grieta que creí haber visto
anoche en su fachada, un atisbo de humanidad. Pero solo
había sido una ilusión.
No solo era un señor Asquerosito arrogante. Era un
monstruo.
—Te odio.
Durante una décima de segundo, algo semejante al dolor
recorrió el rostro de Adam, pero luego se recompuso, como
siempre.
—Vaya, pues ya ves —susurró—. Ya hablas como una
auténtica Superior.
Di un par de pasos hacia la puerta. Tenía que largarme de
allí de inmediato. Tenía que alejarme de él como fuera. Pero
en cuanto me di la vuelta, Adam volvió a estar delante de
mí, las líneas blancas centelleaban en sus brazos.
Había manipulado el tiempo. ¡Malditos dados!
—No espero que seas mi amiga —me dijo—. Pero
colaborarás con nosotros. Mantendré mi promesa respecto a
tu amiga, pero debes tener paciencia. Te quedarás en
Septem y no irás a ninguna parte sin que te acompañe
Jarek. Te vas a comportar y no vas a llamar la atención.
¿Está claro?
Me concentré en un punto entre sus ojos para no tener
que mirarlo directamente.
—Rayne. —Adam dio un paso más hacia mí, hasta el
punto de sentir su aliento en mi cara—. ¿Está claro?
—Cristalino, Señor del Espejo —murmuré, mientras sentía
el picor de las lágrimas en los ojos. Las retiré parpadeando
rápidamente, decidida a no dejar que Adam supiera con qué
facilidad podía hacerme llorar.
Ya me había arrebatado mis sueños. No le iba a entregar
el resto.
23

J arek me devolvió a los aposentos de los Siete. Allí me


explicó con una fina sonrisa que estaría haciendo guardia
a la entrada para ocuparse de mi seguridad.
Ambos lo sabíamos: su función no era protegerme, sino
garantizar que me quedaba donde su Señor quería. Pero no
me vi capaz de decírselo a la cara. A fin de cuentas, no era
culpa suya.
Solo cuando se hubo ido y me quedé en el corredor con
todos los cuadros de los Harwood me percaté de que no
estaba sola. Gracias a su llave, Celine había aparecido por
una de las puertas, y me miraba con furia, como si le
acabara de pegar una bofetada.
Cosa que, en ese preciso instante, me habría encantado.
—¿Quieres comprobar por ti misma que estoy bien
sentadita en mi jaula? —le bufé—. Sin problema, pero la
próxima vez haz el favor de llamar a la puerta.
Celine empezó a echarme pestes.
—Todo lo que pase aquí te importa un bledo, ¿no? Para ti
es todo tan fácil… Rayne Sandford, la niñata que siempre
tiene que pensar solo en sí misma.
—¡No me conoces de nada!
Celine me dirigió una mirada gélida. Como siempre, los
rizos perfectos le caían por los hombros, llevaba los labios
pintados de azul oscuro y la llave de zafiro oscilaba
alrededor de su cuello. Nos habíamos caído mal desde el
principio. Pero nunca la había visto tan alterada. Avanzó
hacia mí. Posiblemente había decidido seguirme hasta mis
aposentos ya en el salón del trono.
—No tienes ni idea de lo que ha tenido que pasar Adam
desde que es Señor del Espejo —me recriminó—. De lo que
todos hemos tenido que pasar solo porque tu padre no se
ciñó a las normas. Por vuestra culpa, toda mi vida se ha
limitado a controlar la magia del caos que ha fluido del
Espejo. Podríamos haber estado así indefinidamente,
podríamos haber probado de todas las maneras, y nunca
habríamos sido capaces de encontrar un sucesor para tu
sello. ¿Sabes por qué los rebeldes han podido hacerse tan
fuertes? ¿Por qué los magistrados se vuelven cada vez más
corruptos? ¿Por qué Adam se pone en situaciones cada vez
más peligrosas? ¡Por tu culpa!
Los ojos azul zafiro de Celine se clavaron en mí, y me
percaté de que todos los rasgos que en Cedric eran suaves
y amables, en ella se mostraban duros y mezquinos.
—Desde que has llegado —continuó— te tienen entre
algodones. Te explican cositas sobre nuestros sellos y
nuestros antepasados, pero te ocultan lo importante. En mi
opinión, es de justicia que por fin lo entiendas, Rayne
Harwood.
Celine se calló. De repente, su expresión no parecía ya
solo maliciosa, sino también profundamente triste.
—Ya es hora de que alguien te explique lo que somos
realmente. Porque nosotras… —se señaló a sí misma, y
luego a mí— somos simples peones. Nuestro destino está
predeterminado desde antes de que naciéramos. Somos
portadoras de los sellos oscuros, y durante unos años
podemos tener lo que queramos. Pero para eso debemos
pagar un precio muy alto: que nuestra vida esté totalmente
planificada. Cuando cumples los dieciocho te empiezan a
presentar potenciales cónyuges; no importa si quieres
casarte o no, o si detestas a esa persona. Si a los
veinticuatro no has tenido descendencia, no te dejan en paz
ni un minuto. Eso le pasó a mi madre, y a la madre de Adam
incluso antes. Ninguna quería tener hijos. Pero al final los
tuvieron, porque era su obligación.
Celine había hablado con tanta ira que no solo le habían
aparecido manchas en el largo cuello de porcelana, sino que
también se habían encendido las líneas azules de sus
brazos. Parecía tan obviamente harta que ni ella misma
sabía si ponerse a gritar o a llorar.
—Eso es lo que somos —continuó—. Los esclavos más
ricos y poderosos del mundo. Y no hay nada que puedas
hacer al respecto. Nadie puede. O sea, que deja de una vez
de hacer como si el mundo girara a tu alrededor. El acuerdo
ese que tienes con Adam… es totalmente inútil. Estás
atrapada con nosotros en este corsé. Y si te has creído que
de alguna manera habrá sitio para tu amiguita de ahí abajo,
estás totalmente equivocada. La mayor parte de los días no
encontrarás ni espacio suficiente para ti misma.
Para mi conmoción, de repente los ojos de Celine se
llenaron de lágrimas, y me di cuenta de que seguramente
había dicho todo aquello para hacerme daño, pero también
porque era la verdad. Una verdad que ella había tenido que
afrontar toda su vida.
Celine miró brevemente hacia arriba. Al volverse a dirigir
a mí, sus ojos volvían a estar llenos del odio habitual.
—Adam cree haber visto algo en ti, y piensa que estás
lista para ayudarnos a rescatar el Espejo con tu sello. Pero
yo veo lo egoísta que eres. Dime: ¿te has preguntado
alguna vez por qué tu madre te dejó en aquel agujero
miserable del culo del mundo? ¿Te has preguntado alguna
vez por qué nunca volvió a por ti?
«Todos los días», pensé. «Me lo pregunto todos los días».
—Porque sabía que no merecías la pena —continuó
Celine, despiadada—. Y hasta hoy eso no ha cambiado.
Vamos, que a tu amiguita la han recibido en el orfanato con
los brazos abiertos. Es hora de que te olvides de ella y te
centres por fin en tus obligaciones.
Volví a recuperar el autocontrol en medio de todo el dolor
que sentía.
—¿Lily vuelve a estar en el orfanato?
—Sí —me contestó Celine—. Vuestro tutor la recogió ayer
por la tarde del hospital.
Con estas palabras, Celine se dirigió a la siguiente puerta
y desapareció, mientras yo me quedaba convertida en una
estatua de sal.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Solo sabía


que la luz de la tarde del Espejo había brillado los pocos y
valiosos minutos habituales y luego había vuelto a
desaparecer.
Aturdida, me senté en el suelo del pasillo de la galería de
los retratos, inmóvil. Lily había vuelto al orfanato. Estaba
con Lazarus. Con Isaac y Enzo. Y eso significaba que corría
un grave peligro. Lazarus la enviaría a aquellas fiestas
donde… No me lo quería ni imaginar. Solo sabía que Lily se
rompería. Era muy fuerte, pero aquello ya era demasiado.
Pero ¿qué podía hacer yo? No podía salir de allí. Estaba
prisionera, no solo en aquel palacio, sino en aquel sistema.
Joder, había sido tan estúpida… No había intentado ni una
vez entender lo que significaba portar un sello oscuro. Me
había quedado en la superficie, no había comprendido lo
mucho que el ritual cambiaría mi vida.
¿Y ahora? Ahora era una más de aquellas plaquitas que
acompañaban a los cuadros de la galería. En unas pocas
generaciones, los nuevos portadores observarían el árbol
genealógico, que seguiría creciendo y en el que aparecería
mi nombre. «Rayne Harwood», diría. «Durante unos años
portó el brazalete del dragón. Luego tuvo hijos y se murió,
como era su obligación».
En mi interior contenía un mar de lágrimas que era
incapaz de liberar. En cuanto pensaba en Lily, mi cuerpo se
paralizaba por el miedo; solo podía aferrarme con dedos
temblorosos al brazalete del dragón. ¿Qué pasaría si me lo
arrancaba? No podía. Mi cuerpo se rebelaba contra ello,
quería preservar el sello.
Mis pensamientos daban vueltas y regresaban a Adam.
«Tu magia es hermosa», me había dicho en el jardín del
palacio. ¿Qué pretendía con aquellas palabras? ¿Cómo coño
podía decirme algo así y poco después traicionarme de esa
manera? ¡No tenía ningún sentido!
Al cerrar los puños, unas líneas rojas empezaron a
ramificarse desde mis dedos. Ardieron como brasas y
avanzaron cada vez más hasta perderse bajo las mangas de
mi chaqueta.
Ahora, veinticuatro horas después del ritual, casi había
dejado de percibir la magia de Adam. La conexión que se
había establecido entre nosotros se hacía más débil a cada
minuto que pasaba. Era, como había dicho él, temporal. Y
en la oscuridad en la que se había sumido la habitación,
podía convencerme de no haber sentido nunca el deleite
que me había provocado.
Se oyeron pasos, pero me quedé sentada, inmóvil. Solo
cuando aparecieron delante de mí dos zapatos de cordones
grises levanté con esfuerzo la vista.
Era Sarisa Sadlyn.
—Señora Harwood —me dijo, inclinándose.
A pesar del entumecimiento que se había apoderado de
mí, sentí aflorar cierta irascibilidad. Estaba claro que no
bastaba con que Jarek me vigilara, ahora también habían
soltado a la vieja criada para seguirme.
Pero algo en Sarisa parecía diferente. Por primera vez
desde que la había conocido en la celda, su rostro no me
parecía impasible. Al contrario. Me sonrió para darme
ánimos.
—Creo que ya es hora.
—¿De qué?
No tenía ganas de vestirme, ni de un nuevo peinado. Ni
de comer. Ni de que siempre…
—De dejar el Espejo.
Pestañeé, estaba segura de haber oído mal.
—¿Cómo?
Sarisa extendió el brazo. Pensé que me estaba tendiendo
la mano, pero entonces retiró la manga de su uniforme. Se
rascó con los dedos la piel de la muñeca, y no creí lo que
vieron mis ojos: al caer los dos trites que había mantenido
ocultos bajo la tela, quedó a la vista un tatuaje que yo
conocía muy bien.
—Perteneces al Ojo —susurré incrédula, y tuve que
obligarme a no incorporarme de un salto y retroceder.
«Quieren matar a los Siete», oí la voz del magistrado
Pelham.
Pero antes de que pudiera terminar de asimilar lo que
estaba pasando, Sarisa intervino rápidamente.
—Sé lo que le han dicho de nosotros. Pero puedo
asegurarle que el Ojo no es su enemigo. Al contrario. La
podemos ayudar a recuperar su libertad.
¿Mi libertad?
Sarisa sacó algo de su bolso. Era un espejo de mano con
un grabado de metal: mi spectum. Claro. Por la mañana lo
había dejado en el cuarto. Me lo tendió, solícita.
Era sencillamente increíble que fuera miembro de aquel
grupo rebelde, que hubieran podido infiltrarse en los Siete.
El palacio era una fortaleza con tantos guardias, tantas
armas, tantos procedimientos de seguridad… Por otra parte,
Sarisa trabajaba aquí desde hacía una eternidad. Nadie
hubiera sospechado de ella.
—Por favor, señora Harwood. Las personas que están al
otro lado de este espejo están de su parte. Escúchenos, y
luego tome sus propias decisiones.
Mi corazón latía salvajemente mientras cogía el spectum.
El grabado de metal brillaba con un azul leve, lo cual
indicaba claramente que el sello estaba en uso.
—¿Cómo?
—Eso se lo explicarán nuestros dirigentes personalmente.
—Sarisa me tendió la mano, pero dudé.
«La podemos ayudar a recuperar su libertad». Sonaba
demasiado bonito para ser verdad. Pero la mirada de Sarisa
parecía honesta, y tenía razón: todo lo que sabía del Ojo
procedía exclusivamente de los Siete.
Realmente, tampoco importaba. Adam me había mentido,
y Lily… Lily estaba en peligro. No importaba lo arriesgado
que fuera, no podía seguir ahí dentro.
Así que me agarré a los dedos arrugados de Sarisa y me
puse en pie.
24

E lpartir,
dolor fue peor de lo que me había imaginado. Antes de
le había rogado a Sarisa que me retirara por fin el
localizador del cuello. En el Espejo no se activaba la alarma
que me delataba a los Nightserpents; tenía que quitármelo
antes de regresar a Prime.
Aunque Sarisa había extraído con sumo cuidado el chip
con un bisturí, la herida seguía sangrando. Le apliqué una
gasa y seguí a la anciana criada. En vez de utilizar la puerta
principal, me condujo con decisión a través de una puerta
de las cocinas. Tras ella se abría un austero pasillo que me
llevó a una zona de Septem en la que, hasta ese momento,
no había entrado nunca.
Los cuartos del servicio.
Nos cruzamos con algunas personas vestidas de uniforme
beis por los corredores interminables de paredes con
heptágonos pintados. No era sorprendente que los criados
me lanzaran miradas incrédulas, a mí y al brazalete del
dragón que lucía en el brazo, pero nadie nos dirigió la
palabra.
—Por aquí —susurró Sarisa, fatigada, antes de
conducirme por un paso todavía más estrecho, y de ahí a
unas escaleras de hierro.
Las suelas de nuestros zapatos produjeron un golpeteo
metálico antes de acabar nuevamente en un pasillo tan
majestuoso como era habitual en Septem. Decidida, Sarisa
avanzó hacia una puerta en la que estaba dibujada una
estilizada llave. Se paró justo delante de ella y me puso las
manos firmes en los hombros.
—Esta es la entrada a la sala de las cien puertas. Con la
ayuda de los sellos pasarela se puede llegar directamente
desde ella a Prime. La puerta treinta y siete por la izquierda
la llevará al centro de Londres. Utilice el espejo en cuanto
llegue para que la recoja nuestra gente.
—Primero tengo que encontrar a mi amiga.
Sarisa me tomó de las manos y me las apretó.
—¡Utilice el espejo! Podemos ayudarlas a usted y a su
amiga. Este —dio unos golpecitos al brazalete del dragón—
no tiene por qué ser su destino, señorita Harwood.
—Rayne —dije, y le sonreí—. Y gracias. Muchas gracias.
La verdad es que no tenía ni idea de si la ayuda de Sarisa
era sincera o si los rebeldes del Ojo solo estaban
persiguiendo sus propios fines. Pero me había facilitado
largarme de allí. Nos había dado una oportunidad a Lily y a
mí.
«O eso espero».
Sarisa levantó la manga de su uniforme de servicio y
desenganchó una fina pulsera plateada. La encajó en una
hendidura que estaba al lado de la manilla, ante lo cual se
descorrió el cerrojo.
—Mucha suerte —me dijo antes de empujarme al interior
de la sala.
Con las prisas no fui capaz de comprobar si realmente
había cien puertas, pero desde luego eran un montón.
Tenían formas y colores diferentes, estaban muy pegadas y
no había ningún tipo de cartel o señalización.
Pues nada. La treinta y siete por la izquierda. Pan comido.
Con pasos rápidos me lancé y fui señalando con el índice
cada puerta. Una, dos, tres, cuatro… Mientras contaba,
esperaba que en cualquier momento sonaran pasos detrás
de mí y que apareciera Jarek o cualquier otro guardia. Pero
la cosa estuvo tranquila. Al llegar a la puerta número treinta
y siete me detuve. Era gris, de arco ojival, y con algo de
suerte me llevaría a Londres.
No tenía una llave como la de Celine, pero parecía que
tampoco la necesitaba. Al bajar la manilla, la puerta
resplandeció con una luz azul y apareció ante mí un
corredor por el cual la magia fluía más rápido de lo que
había visto nunca.
Me fallaron las manos, y, por una vez, no era por mi
temblor.
Iba a dejar el Espejo a través de una maldita puerta.
Nadie me había explicado nunca cuál era la sensación de
pasar de un mundo a otro. Solo recordaba vagamente las
palabras de Matt en la obra del heptadomo antes de que me
atrapara en una de sus ilusiones.
«El traslado suele ser difícil si no tienes práctica. Te lo
haré más fácil».
Ya no tenía aquella ventaja. Así que inspiré
profundamente y entré por la puerta mágica.
Sentí como si me hubieran echado sal en la cara. Un tirón
brusco y repentino que se desplazó por mis pómulos y
desde ahí me bajó por el cuello y los hombros hasta llegar a
cada ápice de mi cuerpo. La luz me cegó, y luego, todo
desapareció. La puerta, la habitación. Lo que me rodeaba se
desdibujó y fue como siempre me lo había imaginado: el
mundo se giró, literalmente, de arriba abajo. Y yo con él.

Con la mano agarrándome la barriga, salí a trompicones del


corredor. Estaba mareadísima y todo me daba vueltas.
Distinguí un suelo de mármol color crema y me dejé caer sin
más sobre él. Inspiré y exhalé una y otra vez, echándole un
vistazo a los alrededores.
Estaba en una espaciosa habitación con elegantes sofás
modulares y una enorme lámpara de araña colgando del
techo. Al principio me dio la sensación de estar todavía en la
torre del palacio, pero allí, en el centro de la sala, había una
especie de… recepción. Como la de un hotel. El hombre
trajeado que atendía el mostrador me miró con total
indiferencia. Valoré decirle algo, porque a fin de cuentas se
debía estar preguntando de dónde había salido yo. O no: ya
había bajado la mirada aburrida, y seguía trabajando como
si no hubiera pasado nada fuera de lo normal.
¿Qué coño…?
Giré la cabeza y miré hacia la puerta de la que había
salido. «Solo personal autorizado», ponía el cartel. No
quedaba ni rastro del corredor mágico.
«Venga», me dije, y me incorporé con cuidado. Mis
primeros pasos fueron algo titubeantes, pero el malestar se
me pasó bastante rápido. Caminé por la recepción y,
aunque mis pasos se oían con total claridad, el
recepcionista no levantó la vista ni una vez ni me preguntó
qué deseaba.
Tal vez era un Superior. Tal vez tenía relación con Septem
e iba a informar de inmediato a través de su spectum al
Señor del Espejo y a los demás de mi huida.
Tal vez estaba paranoica.
Al salir, me detuve: miré a izquierda y derecha, inspiré y
exhalé. Alucinante. Estaba en mi mundo. ¡Era mi Londres de
verdad! El Espejo ya no era nada más que unos contornos
plateados y un brillo místico entre las nubes que punteaban
el cielo aquella tarde.
Estuve un buen rato mirándolo antes de animarme a
emprender camino hacia el centro de Londres. El hotel en el
que acababa de aterrizar era uno de los más caros de toda
la ciudad y se ubicaba (tuve que contener la carcajada) en
el número 7 de su calle.
«Cómo no».
Me hallaba a unos kilómetros de los suburbios, y no tenía
dinero para un taxi ni para el metro. Así que eché a correr lo
más rápido que pude.
Me pasaba con frecuencia la mano izquierda por el brazal
de cuero para asegurarme de que Ignis permanecía oculto.
Obviamente, sabía que nadie iba a caer de buenas a
primeras en lo valioso que era mi sello, pero no quería
correr riesgos.
Me llevó una hora llegar a los suburbios; después de todo
lo que había visto en el Espejo, los altos edificios de ahí
abajo me parecían casi ridículos en comparación.
Callejeé con determinación y solo me detuve cuando
vislumbré la antigua central entre las torres. Metí la mano
en el bolsillo de la chaqueta y agarré el spectum. Sarisa me
había pedido que lo utilizara nada más llegar a Prime, pero
no tenía la más mínima intención de obedecer. Primero
tenía que ir a buscar a Lily. Luego ya decidiríamos juntas
qué hacer, como siempre hacíamos. Rápidamente, crucé la
calle y atravesé el camino de entrada. La central parecía
estar desierta, pero eso no me llamó la atención. A esa
hora, Lazarus y su gente seguramente andarían por la
ciudad. Corrí los últimos metros, empujé el pesado portalón
y me quedé de pie en la entrada del edificio. Olía como
siempre, a paredes viejas y al peculiar aroma de la magia,
una mezcla entre azúcar y ceniza. Mis pies me condujeron
como autómatas hacia el sótano. El cuarto que había
compartido con Lily estaba vacío.
Mierda, ¿dónde se había metido?
Rápidamente, regresé corriendo al piso de arriba para ir
directa al comedor. ¡Bingo! Al doblar la esquina, la encontré:
Lily. Estaba sentada a una mesa, con la cara apoyada en las
manos. Oí los suaves sollozos y vi cómo le subían y bajaban
los hombros.
Mi primer pensamiento fue: «Has llegado demasiado
tarde».
Lily se giró cuando me detuve y mis botas chirriaron
levemente en el linóleo.
—¿Quién…? —Abrió los ojos como platos al descubrirme
—. ¡Dios mío! ¿Ray?
Se levantó de la silla y vino corriendo hacia mí. Me abrazó
y, de inmediato, empecé a llorar. Estaba tan aliviada que
me faltaba el aire. Las lágrimas no se acababan, y Lily me
susurraba una y otra vez: «Todo va a ir bien» y «Estoy tan
contenta de que estés viva…». Dejé que me abrazara un par
de segundos. Luego, me liberé de su abrazo y la miré.
Llevaba un vendaje en la cabeza. Lo toqué con cuidado.
—Ay, Lily —susurré—, lo siento tantísimo… ¿Estás bien?
¿Ha sido grave?
Ella hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—Un par de rasguños, un traumatismo. —Una expresión
de pánico le cruzó el rostro—. Pero esto… esto se ha
desmadrado por completo. Lazarus ha perdido la cabeza,
Ray. Ha comprado sellos con tu prima de ganadora. Sellos
de combate, muchísimos. De hecho, llevan varios días
atacando a otras bandas. Quiere que los Nightserpents
controlen los suburbios.
Se me encogió el estómago. No solo había perdido la
posibilidad de que fuéramos libres, sino que también le
había hecho el juego a Lazarus y a sus planes
megalómanos.
—¿Y esto? —le pregunté, mientras le tocaba suavemente
la mejilla derecha, que tenía muy encarnada.
Ella se rio.
—Cuando me sacaron del hospital, no se lo puse fácil.
Una vez más, volví a abrazar a Lily. Me besó el hombro,
me acarició el pelo. La había echado tanto, tantísimo de
menos…
—Vi cómo se te llevaban los Superiores —me susurró—.
Estaba despierta cuando abrieron aquella puerta. Cuando se
lo dije a Lazarus, se le fue la pinza. Pensaba que le estaba
mintiendo. —Lily me tomó de la mano—. Tienes que
marcharte ahora mismo, Ray. Si te descubre aquí… Créeme,
nunca te dejará irte.
—Tenemos que marcharnos de aquí —respondí.
—Pero ¿a dónde? —A Lily se le llenaron los ojos de
lágrimas—. Nos encontraría en cualquier lugar. E incluso si
no lo hiciera…, ¿de qué viviríamos?
Abrí el espejo que tenía en el bolsillo de la chaqueta.
—Primero vámonos de aquí. Ya encontraremos luego una
solución.
Fuera como fuese, teníamos que conseguir salir de
Londres por nuestra cuenta. Si todo lo demás fallaba, ya
decidiríamos si pedir ayuda al Ojo o… a Adam.
Al pensar en él sentí una punzada en el pecho, pero me
obligué a ignorarla. No era momento de indagar en mis
sentimientos por el señor Asquerosito. Se había portado
como un gilipollas. Bien, pues que no se sorprendiera de
que yo hubiera tomado las riendas.
Las dudas que mostraban los ojos de Lily se
transformaron en determinación. Pero, justo cuando la cogía
de la mano y echaba a andar hacia nuestro cuarto, se
oyeron voces. Luego, pasos.
De pronto, los integrantes de la banda de Lazarus
entraron en el comedor: los Nightserpents al completo. Y
estaba claro que habían ido a más desde mi desaparición.
Conté por lo menos treinta. Todos llevaban sellos de
combate: brazaletes, anillos, medallones. Al descubrirme, se
detuvieron. Luego sonrieron.
—¡Petardilla! —gritó Lazarus, o más bien lo masculló.
Tenía un aspecto totalmente lamentable, con los pómulos
hundidos, el pelo sucio y cara de trastornado total.
Alrededor de sus brazos pude ver un montón de pulseras
con sellos y, a su lado, trites, o sea, happy-uppers. Se abrió
paso entre los suyos y extendió los brazos para recibirme.
—¡Demos la bienvenida a la hija pródiga! ¡Qué bonito que
nos honres con tu presencia!
—No me voy a quedar —pasé un brazo por encima de los
hombros de Lily—. Y ella se viene conmigo.
Lazarus estalló en una sonora carcajada. El resto de la
banda también empezó a carcajearse.
—¡Joder! —exclamó cuando consiguió contener la risa—.
Controlar los suburbios es una cosa, mantenerlos bajo
control, otra bien diferente. Y para eso os necesito. ¡Te
necesito! ¡Mi mejor luchadora!
Inspiré profundamente, solté a Lily y di un par de pasos
hacia Lazarus.
—Escúchame, Laz. No puedes retenerme aquí. Así que
deja que nos vayamos y no le pasará nada a nadie.
De nuevo, los Nightserpents empezaron a reírse. Primero
solo unos pocos, luego se fue uniendo el resto, hasta que el
jaleo que montaban invadió todo el comedor. Un poco
alejados pude distinguir a Isaac y a Enzo. En sus caras se
mezclaba la ira con la alegría que les provocaba mi
inminente caída.
Cerré los puños al notar que me temblaban las manos.
«Tranquila», me dije. «Eres una de los Siete. Posees uno de
los sellos más poderosos del mundo».
Porque la magia de Ignis pulsaba en mi brazo. Incluso si
no podía controlarla del todo, sí podía defenderme con ella.
O eso esperaba.
Lazarus se acercó, y solo entonces vi lo que le pasaba
realmente: no solo estaba colocado, sino que todo su
cuerpo estaba cubierto de venas negras. Especialmente en
los brazos, ya casi no quedaba ni un centímetro de piel libre
ahí.
Estaba infectado por la magia del caos.
Seguramente hacía tiempo que padecía la enfermedad, o
quizás era cosa de todos esos sellos que llevaba, no lo
sabía. Rápidamente, levanté las manos y probé con un
gesto de protección, pero no pasó nada. Antes de que
supiera qué ocurría, Lazarus me agarró del brazo y tiró de
mí hacia sí. Rasgó el brazal de cuero y miró fijamente el
valioso sello que portaba.
—Así que Mary Lily ha dicho la verdad. Nuestra petardilla
es ahora una señora de postín, ¿no?
—Que te jodan, Laz —le respondí, mordiendo cada sílaba,
pero él no me soltó; me pegó tal bofetón que solo vi una luz
blanca.
Algo crujió. Caí al suelo desorientada. Me pitaban
ensordecedoramente los oídos; todo lo que me rodeaba
desapareció.
En otras circunstancias me hubiera reído. Por lo que
parecía, los happy-uppers ya no podían contrarrestar la
agresividad de Lazarus.
A lo lejos me pareció oír a Lily gritar mi nombre. Luego, la
mano de Lazarus apareció en mi campo de visión. Levantó
algo del suelo.
El crujido. Había sido el spectum.
—¡No! —mascullé.
Pero estaba claro que a Lazarus le daba igual mi objeción.
Ya había abierto el espejo y estaba ahí, mirándolo
embobado como un idiota. El grabado de su superficie
dorada brillaba; aunque no estaba segura de cómo
funcionaba el spectum, sabía que eso indicaba que estaba
activo.
—¿Qué coño es esto? —preguntó Lazarus.
—Nada que te interese.
Una respuesta breve, pero a Lazarus no le gustó. Grité
cuando me tiró del pelo hasta que me incorporó. Tenía la
cara tan pegada a la mía que el intenso olor a ceniza que
despedía cada poro de su cuerpo me dio náuseas.
—Me lo vas a contar todo, petarda. Dónde has estado,
con quién y cuánto tienen. Quiero saber lo que vales viva
para esa gente. Luego me pensaré si te vendo o si me darás
más dinero compitiendo. Y si piensas que voy a dejar irse a
Lily de rositas, entonces tienes más cerebro de mosquito de
lo que imaginaba.
—Suéltame —repliqué.
Oía a Lily chillar; le gritaba a Lazarus que me dejara en
paz mientras ella intentaba acercarse, pero Isaac y Enzo la
retenían.
Lazarus se inclinó hacia mí, su expresión era una mezcla
de arrogancia desorbitada y rabia profunda.
—¿Y bien? Suéltalo, petarda. ¿Quiénes fueron los putos
Superiores que…?
En ese momento, la puerta que comunicaba el comedor
con el despacho de Lazarus se cubrió con un resplandor
azul. Se formó un corredor. Reconocí el grabado de los dos
rombos, el sello de Celine, y supe de inmediato lo que iba a
pasar.
Al contrario que Lazarus.
—Pero ¿qué cojones…? —farfulló.
Desde el corredor se acercaban varias siluetas. Los
Nightserpents se retiraron, llevándose a Lily consigo.
Entonces, la primera figura salió del corredor. Botas
negras, pantalones negros, chaqueta negra y un pelo blanco
que, bajo la tenue luz del comedor, desprendía un
resplandor ligeramente dorado.
El Señor del Espejo.
25

C omo siempre, Adam parecía tranquilo. Pude ver cómo


tomaba nota de todo lo que lo rodeaba: Lazarus, que me
apretaba contra sí, Lily retenida por Isaac y Enzo. Y la
enorme cantidad de gente de la banda de Lazarus.
Matt, Celine y Dina salieron del portal tras él, así como
Jarek y Zorya y por lo menos diez guardias de la magia más.
Una vez que Adam hubo analizado la escena, clavó la
mirada en Lazarus. Y, por primera vez, vi la ira asomar tras
su controlada fachada.
—Suéltala —ordenó en un tono que incluso a mí me puso
la carne de gallina.
Sus guardias levantaron las armas como advertencia, lo
cual acabó por espabilar a Lazarus tras el susto.
—¡Acabad con ellos! ¡Venga! —les gritó a los
Nightserpents. Me arrastró consigo en su retirada, mientras
su gente levantaba las armas y los sellos de combate.
Las estocadas mágicas silbaron por el comedor,
atravesadas por las balas, y durante un horrible segundo
creí que iban a despedazar a Adam y a los demás.
Pero no fue así. En cuanto comenzaron los disparos,
Adam levantó la mano y lanzó los dados del destino. De
repente, fue como si lo viera por todas partes. Todas las
balas de la habitación parecían estar rodeadas por un halo
resplandeciente; Adam las detenía y caían al suelo como
granizo. Las estocadas mágicas chocaban contra brillantes
escudos blancos… y se hacían añicos.
Pasó a supervelocidad. Tenía claro que Adam había
manipulado el tiempo; se había concedido unos minutos
adicionales para moverse mientras el resto seguíamos
petrificados. Cuando sabías a qué prestar atención, podías
percibir en unos milisegundos de nada el momento en que
utilizaba los dados. Pero para los Nightserpents, Adam solo
había levantado una mano y, con ese sencillo gesto, había
destruido todo su ataque. El silencio cayó sobre el comedor,
interrumpido únicamente por el jadeo incrédulo de Lazarus.
Los Nightserpents apuntaban con sus armas, igual que
antes, pero parecía que ya no sabían qué hacer.
Por su parte, Adam inclinó aburrido la cabeza y volvió a
lanzar sus dados. Una vez más, me pareció ver fragmentos
de lo que estaba haciendo mientras el tiempo se detenía
para el resto: una cuerda de luz enrollada alrededor de la
garganta de un hombre, ráfagas de magia silbando por la
habitación, el estruendo de uno de los Nightserpents al
estrellarse contra una pared. Luego, el tiempo recuperó su
ritmo, pero varios secuaces de Lazarus estaban tirados en el
suelo, sangrando por la nariz, los oídos o la boca.
Adam volvía a estar nuevamente en su sitio, entre Dina,
Matt, Celine y sus guardias. La única diferencia eran las
líneas de luz que resplandecían a través de su camisa.
Señaló al resto de integrantes de la banda que todavía se
mantenían en pie. Isaac estaba entre ellos. En su cara se
podía distinguir claramente la confusión, aunque seguía
reteniendo a la fuerza a Lily con la ayuda de Enzo. Los
demás Nightserpents, eso sí, habían retrocedido, temerosos.
—Matthew —indicó Adam, desenfadado—, ¿me harías el
favor de ocuparte tú del resto?
Una sonrisa implacable asomó al rostro de Matt mientras
echaba mano de su sello en forma de anillo.
—Con sumo gusto.
Los integrantes de la banda que quedaban en pie
apuntaron con sus sellos. Querían disparar, claro, pero
entonces, la esfera del anillo de Matt se iluminó de un lila
refulgente. Se quedaron todos congelados en mitad de la
acción. Observé, muda, cómo inspiraban y espiraban
profundamente una única vez, para luego aguantar la
respiración colectivamente. Acto seguido, dejaron caer sus
sellos y caminaron tranquilamente hacia la salida. Todo con
una sonrisa feliz y despreocupada en los labios.
Matt había envuelto a todos los integrantes de los
Nightserpents en una ilusión. Absolutamente a todos.
Vi a Lily ponerse de pie de un salto, mientras Isaac y Enzo
se separaban de ella y se marchaban como zombis. Lazarus
también aflojó la fuerza con la que me agarraba. Primero
pareció que iba a seguir a los demás, pero acabó por
contenerse y permanecer donde estaba. Incluso cuando
Matt le dedicó toda su atención y extendió una mano hacia
él para abducirlo con su ilusión, él tan solo suspiró. Acabó
agarrándome de nuevo con fuerza, y lo siguiente que sentí
fue el frío cañón de una pistola contra mi sien.
—¡A mí no! —bramó Lazarus, mientras miraba alrededor
preso del pánico y parecía entender por fin que se había
quedado totalmente solo en el comedor—. ¡Aléjate!
—¡Ray! —oí gritar a Lily. Se lanzó hacia mí, pero se
detuvo a medio camino.
Matt frunció el ceño y lo intentó de nuevo.
—Su mente… está dañada. No consigo llegar a él.
Vi cómo Dina echaba mano a su cinturón de serpiente.
—Déjame…
—No te preocupes, ya me encargo yo.
Adam volvió a lanzar sus dados. Yo esperaba encontrarme
sin más a Lazarus tirado sin sentido en el suelo a mi lado,
pero no fue así. Adam solo me miró fijamente. Para él debía
de haber pasado un minuto o más, pero, fuera lo que fuera
lo que hubiera hecho en ese tiempo, la pistola de Lazarus
seguía firme contra mi sien. Lo único que había cambiado
era la expresión en los ojos de Adam. Estaban horrorizados,
reflejaban un espanto que no le pegaba nada.
Me vine abajo. ¿Qué podía haberle perturbado tanto?
¿Qué había visto gracias a sus dados?
—Escúcheme, señor Wright. Podemos hablar —dijo
tranquilamente. Su voz sonaba suave, seductora, pero ya lo
iba conociendo y algo no me cuadraba—. Simplemente
dígame qué quiere a cambio de la vida de Rayne, ¿sí?
¿Pretendía negociar con Lazarus?
Él clavó su mirada en Adam y, sin duda, vio lo que todo el
mundo veía en él. Riqueza. Poder. A alguien que poseía
muchas cosas… y que podía dar muchas cosas. Me agarró
del brazo con más fuerza, sentía la pulsión de la pistola
todavía más pesada sobre mi piel.
—Un millón de libras —bufó, y una parte histérica de mí
pensó: «¿Un millón de libras? ¿Estás de coña?».
Pero Adam no titubeó.
—De acuerdo. Deje que Rayne se marche y le traeremos
el dinero en una hora.
El pecho de Lazarus subía y bajaba acelerado contra mi
espalda. Imaginé lo sorprendido que debía de estar de que
Adam hubiera aceptado sin más su descabellada exigencia.
Además, también había visto la facilidad con que Matt se
había deshecho de los miembros de su banda. Sin duda
estaba calculando lo rápido que iban a desarmarlo en
cuanto me soltara.
Justo cuando iba a decir algo, llegó una voz. Provenía de
la entrada del orfanato.
—¡Buenas! —dijo—. ¿Llegamos tarde a la fiesta?
Lazarus se giró hacia un lado, y yo con él, de tal forma
que pude ver claramente quién venía caminando por el
pasillo que llevaba al comedor; alguien con una cresta
oscura y una sonrisa autocomplaciente. Era el chico contra
el que había peleado en el heptadomo: Dorian Whitlock. Y lo
seguían por lo menos cincuenta personas que, estaba
segura, llevaban el mismo tatuaje en la muñeca.
El Ojo.
—Whitlock. —Adam suspiró profundamente, mientras
Dina, Zorya y Jarek adoptaban una posición de combate de
inmediato. Dina ya tenía el cinturón de la serpiente en la
mano y, por lo que se veía, solo esperaba una orden, igual
que Jarek y Zorya—. La verdad es que no es buen momento.
Busqué a Lily con la mirada. Las lágrimas le corrían por el
rostro. Matt se había acercado a ella y la agarraba del brazo,
pero ella solo me miraba a mí. Abrió la boca y pronunció mi
nombre en silencio.
«Quédate donde estás», intenté indicarle. «Por favor».
Luego me concentré nuevamente en Dorian Whitlock y en
Adam. La situación parecía sacada de una peli del Oeste:
yo, entre los pistoleros de ambos bandos que se miraban
fijamente a mi izquierda y a mi derecha.
A diferencia de nuestro último encuentro, ahora sí estaba
claro que Whitlock no era un luchador de exhibición
habitual. Él y el resto de la gente del Ojo estaban equipados
como soldados. Llevaban pantalones y chaquetas oscuras
que parecían antibalas, además de cinturones con armas y
todo tipo de sellos de combate. La mayoría de ellos vestían
pasamontañas como los de la pareja que había irrumpido en
la mansión de Agrona Soverall.
—El Señor del Espejo en persona —anunció Dorian
Whitlock con evidente alegría—. ¿No tienes nada mejor que
hacer que pasearte por Prime? He oído que han robado una
barbaridad de magia.
Adam ignoró la indirecta.
—Es mejor que os quedéis al margen.
—¿Y eso por qué? —Dorian sonrió—. El sueño de mi vida
era conocer a tu madre en persona, Adam Tremblett. Pero
no hubo suerte. Así que, por lo menos, puedo recuperar el
tiempo perdido con su hijo. ¿No es emocionante?
—No te lo voy a repetir —contestó Adam cortante
mientras levantaba los dados—. ¡Largaos!
La sonrisa falsa desapareció del rostro de Dorian,
sustituida por el brillo azul invernal del amuleto que llevaba
al cuello.
—Dime, Señor del Espejo…, ¿cómo se vive siendo el
mayor asesino del mundo?
¿Asesino? ¿A qué se refería?
No supe si sus palabras habían tenido algún efecto en
Adam, porque él se limitó a dejar que los dados del destino
rodaran sobre su mano derecha.
—No tengo tiempo para departir con vosotros.
—En ese caso… —La mirada de Dorian pasó a mí, luego
al brazalete del dragón—. Solo queremos a la chica. Luego
podemos separar nuestros caminos tranquilamente.
La expresión de Adam se oscureció, pero antes de que
pudiera contestar, el grito de Lazarus retumbó en el
comedor.
—¿Quién coño sois?
El cañón de la pistola me presionó todavía más la sien, y
cerré los ojos para no dejarme llevar por el pánico. En
semejante estado, Lazarus podría disparar sin querer.
—¡Largaos! —chilló. Me arrastró un par de pasos hacia
atrás, hasta que se quedó con la espalda contra la pared.
Ahí, me agarró aún más fuerte; los sellos de combate de su
brazo se iluminaban amenazantes. ¿De dónde había sacado
la estúpida idea de vincularse a tantos a la vez?—. ¡Le meto
una bala en la cabeza —gritó— como no os larguéis de
inmediato!
Pero nadie se largaba… ni daba un paso atrás. Ni la gente
de Adam ni la de Dorian. Al contrario: Adam y los demás
Superiores activaron sus sellos de combate, mientras Jarek,
Zorya y el resto de los guardias empuñaban sus pistolas.
También los combatientes del Ojo se pusieron en posición,
con todos los sellos que llevaban al cuello, en los dedos y en
las muñecas iluminados.
Lazarus me agarraba con un brazo e intentaba gesticular
torpemente con la mano libre. De sus dedos empezó a salir
una magia negruzca, primero en una dirección y luego en
otra. Era magia del caos, claramente. Debía de haberse
expandido por el cuerpo de Lazarus cuando activó todos los
sellos al mismo tiempo.
Por el rabillo del ojo vi cómo Lily se liberaba de Matt.
Intentó llegar a mí justo cuando Lazarus empezó a disparar
ráfagas de magia tan poderosas que derribó a algunas
personas. Lily también se vio alcanzada en la refriega y se
me escapó un gemido del susto al verla estrellarse contra
una pared cercana. Ya no se movió.
—¡Basta! —grité—. Laz, tienes que…
Lazarus berreó iracundo. Uno de los secuaces de Dorian
había ralentizado sus movimientos con un sello para
intentar llegar hasta mí, pero Lazarus, más de casualidad
que otra cosa, lo alcanzó con tal fuerza que el hombre cayó
fulminado al suelo.
Entonces, la cosa se fue de madre por completo. Los
Nightserpents regresaron, irrumpiendo desde el pasillo que
llevaba de la entrada del orfanato al comedor. Debían de
haberse librado de la ilusión de Matt. Reconocí a Isaac, a
Enzo y a un par más. Empezaron a disparar a diestro y
siniestro, de manera que se desató un combate en el que
era imposible distinguir quién atacaba a quién.
Dina saltaba como loca, mientras que Adam se movía
casi como si hubiera ensayado una coreografía. Tensaba la
cuerda de luz entre sus manos y, gracias a sus dados,
parecía poder predecir todos los ataques.
Yo seguía intentando liberarme de Lazarus, pero era más
fuerte que yo.
—¡Ayudad a Lily! —les grité a Dina y a Matt, pero mi grito
se perdió entre el alboroto. Mi amiga yacía inconsciente
contra la pared, a una distancia peligrosamente corta de las
explosiones de magia de los sellos de Lazarus, que se
activaban descontroladas por todas partes. Un estallido fue
tan fuerte que la pistola le resbaló de la mano, y me hizo
caer a mí también.
Aturdida, gateé por el suelo del comedor. Tardé una
fracción de segundo en darme cuenta de que estaba libre.
Me arrastré hacia Lily, pero apenas podía avanzar entre la
multitud. De repente, uno de los rebeldes levantó del suelo
a mi amiga, que seguía desvanecida. La llamé a gritos, pero
no sirvió de nada; la perdí de vista, y no pude ver adónde se
la llevaba aquel hombre.
Desesperada, intenté ponerme de pie. Las paredes de la
central chirriaban y crujían. Lazarus había creado tanta
magia con sus sellos que esta lo había elevado en el aire.
Sus gritos resonaron por el comedor cuando las bocanadas
oscuras empezaron a apresarlo en un lazo mortal.
Mientras Isaac y un par de Nightserpents se apresuraban
hacia él, Dina lo atrapó con su látigo de luz. Se lo enredó
alrededor de la pierna; parecía que intentaba absorber la
magia del caos con su sello. Pero era demasiado poderosa,
hasta el punto de conseguir arrastrar por la sala primero a
Dina y luego a Zorya y Jarek.
Matt acudió en su ayuda. Activó un escudo, pero las
bocanadas de magia negra lo perforaron. Concentraron toda
su energía en Lazarus, pero daba igual: la magia del caos
seguía extendiéndose. Había demasiada, y amenazaba con
destruir todo el comedor.
Vi un pánico real en los ojos de Lazarus, oí cómo se
resquebrajaba la pared que nos rodeaba y supe por fin lo
que tenía que hacer. Y tenía que ser… ya.
Temblorosa, estiré mis manos hacia él. «Se ha acumulado
demasiada magia», le dije mentalmente al Ignis, y sentí
cómo la magia salía violentamente de su núcleo. Como si
llevara días reteniéndola en mi interior solo para dejarla
salir ahora. Pero no podía controlar sus efectos, solo dirigirla
en la dirección correcta.
«Se ha acumulado demasiada magia. Hay que eliminarla.
Destrúyela».
Y así fue: las líneas de luz se iluminaron sobre mi piel, y la
magia del caos que rodeaba a Lazarus se congeló. Mi sello
obligó a todo lo que nos rodeaba a quedarse parado, pero
yo sentía que estaba perdiendo el control. La unión con
Ignis era demasiado inestable.
Y se rompió. Vibró el suelo, se derrumbó el techo, cayeron
cascotes. En ese momento, Lazarus estaba tan envuelto en
magia del caos que apenas se le veía.
—¡Activad las barreras! —gritó alguien.
Dos manos me agarraron y me alejaron de Lazarus. Lo
siguiente que percibí fue un muro de contención mágica
como el que había visto en la casa de Agrona Soverall, una
fina pantalla azul que parecía impenetrable.
—¡No!
Apoyé mi mano en la barrera. Quería salir. ¿Dónde estaba
Lily? ¡Tenía que llegar hasta ella! Pero fue inútil. El muro era
como un cristal, así que solo podía ver cómo los
Nightserpents se arremolinaban alrededor de Lazarus, cómo
se le acercaba Isaac sin entender lo que iba a ocurrir. Y
durante un segundo, un desesperado segundo, Lazarus me
miró. Su rostro ya estaba totalmente cubierto de venas
negras. Entonces, por fin, se hizo el silencio. Pero no duró
mucho. De pronto, se escuchó un ruido espeluznante,
seguido de una explosión que primero derrumbó el comedor
y, luego…, toda la central eléctrica.

Dos manos me agarraron por las muñecas y me pusieron en


pie de un tirón.
—Levántate —me susurró alguien al oído.
Parpadeé, apenas sabía qué me ocurría. Tras la barrera
protectora se encontraba la central, derruida. Los cascotes,
el polvo y un montón de figuras inmóviles.
Me recompuse como pude. Era Dorian quien me
agarraba. También era él quien me había separado de
Lazarus.
Miré por encima del hombro. Estaba atrapada con él y
con algunos de los suyos en un cubo de magia. Intentaban
transformar una puerta que había quedado intacta dentro
del cubo en un portal. ¡Con una réplica de la llave de zafiro!
Y parecía funcionar: mucho más despacio que el sello de
Celine, eso sí, pero funcionaba.
—¡Al final tenías razón, Señor del Espejo —gritó Dorian—,
mejor seguimos esta conversación en otro momento!
Miré con pánico a mi alrededor, pero solo alcancé a ver
los cascotes del que había sido mi único hogar, y más allá,
dos cubos más. Todos los supervivientes, por lo que parecía,
se habían refugiado en espacios protegidos por aquella
barricada de magia. En el más alejado distinguí a Adam,
Dina, Matt, Celine y los guardias. Y en el cubo que estaba
justo a nuestro lado…
—¡Lily! —grité. La sujetaba una rebelde que llevaba una
chaqueta blanca con tachuelas plateadas y un
pasamontañas.
Mi amiga había vuelto en sí y parecía que podía
mantenerse en pie. Tenía toda la cara cubierta de hollín.
Abrió la boca para gritar, pero no me llegó ningún sonido.
—¡Soltadla! —grité.
Me lancé sobre Dorian, pero él nos agarró, a mí y a mi
sello, con fuerza. Intenté utilizar de nuevo la magia de Ignis,
sin éxito. Definitivamente, se había roto nuestra conexión;
no sentía en mi interior ni el más mínimo hormigueo.
Mientras la puerta de nuestro cubo se iba transformando
en un corredor mágico gracias a la llave de zafiro de
imitación, Adam y los demás dejaron caer su protección y
echaron a correr hacia nosotros. Las líneas de luz se
iluminaron simultáneamente en sus brazos y, juntos,
transformaron sus sellos en armas para atacar con ellas
nuestro muro mágico.
—¡Más rápido! —ordenó Dorian a su gente.
Tiró de mí todavía más hacia atrás. Pero la barrera, bajo
el poder de los sellos oscuros, empezó a resquebrajarse
hasta que finalmente se derrumbó.
Dina consiguió agarrarme antes de que Dorian me
pudiera arrastrar consigo por el corredor. Al mismo tiempo,
le enredó el látigo al brazo mientras le lanzaba una sonrisa
asesina y le amenazaba:
—Suéltala o te dejo seco aquí mismo, Whitlock.
Dorian, retorciéndose de dolor, me acabó soltando.
Mientras Dina tiraba de mí hacia ella, Whitlock se marchó
dando tumbos por el corredor, que se desvaneció en la nada
tras él.
—¡Adam —grité, porque en el cubo de al lado ya habían
abierto otro pasillo mágico y estaban obligando a Lily a
seguir a la gente que huía por él—, ayúdala!
Adam se dio la vuelta, pero era demasiado tarde. La
mujer de la chaqueta blanca que agarraba a Lily tocó la
barrera mágica desde dentro. A través de su pasamontañas
solo pude distinguir unos ojos que me observaban
fijamente. Su mirada era tan intensa que me traspasó. Dio
unos golpecitos al muro mágico, como si me quisiera decir:
«Ven a buscarla». Justo después, arrastró a Lily consigo por
el corredor y ambas desaparecieron.
De inmediato, se esfumaron los cubos de protección. Matt
y Celine todavía perseguían a la gente de Dorian, pero ya no
pudieron hacer nada. La puerta los llevó sin más a un pasillo
lleno de cascotes y ruinas.
—¡No! —grité. Parecía como si mi voz perteneciera a otra
persona. Habría sido tan fácil si hubiera sido así… Porque
entonces no sería yo quien estuviera allí sentada, atrapada
en aquella pesadilla que parecía no tener fin.
Se habían llevado a Lily. Delante de mis narices.
Dina me rodeó con los brazos.
—Rayne —me miró con una expresión tan seria y
empática que todo en mi interior se contrajo y lo único que
pude hacer fue caer de rodillas—, ya está. Estás a salvo.
—Pero Lily no —sollocé, mirando a Adam—. Teníais que
haberla ayudado a ella primero. Estaba más cerca de
vosotros. ¡Podríais haberla rescatado!
Adam me sostuvo la mirada, pero no dijo nada.
Seguí mirando hacia atrás, hacia donde había visto a
Lazarus por última vez. No quedaba ni rastro de él. Solo vi a
Isaac y a Enzo tirados en el suelo. Alrededor de sus cuerpos
había muchos sellos esparcidos, tenían la piel gris y los ojos
abiertos de par en par.
Un denso humo ascendía desde las ruinas del orfanato
hacia el cielo nocturno. Más de una vez había deseado
precisamente eso: reducir a cenizas la central y liberarme
de una vez.
Por fin se había cumplido mi deseo.
26

T emblaba con tal fuerza que me costaba entender cómo


habían conseguido arrastrarme de vuelta al Espejo y
luego a Septem. Lo único que deseaba era llorar y gritar y
obligarles a regresar para poder hacer algo. ¡Lo que fuera!
Pero tenía los brazos y las piernas paralizados, así que no
me resistí cuando Adam me llevó en brazos primero por el
corredor mágico de Celine y luego al salón del trono del
palacio.
Percibí vagamente cómo Adam mandaba retirarse al resto
de guardias; nos quedamos a solas con Jarek y Zorya.
Cerraron las puertas del ala y yo me senté en el suelo, en el
centro de la sala heptagonal, sin poder parar de llorar.
Había abrazado a Lily solo para volverla a perder. Y ahora
de verdad, y yo era la única culpable. Había querido
liberarla de Lazarus y en lugar de eso se la había servido en
bandeja a los rebeldes.
Adam habló con alguien, y al cabo de un rato me echaron
una manta por encima. Tiré de ella hacia mí y alcé la
mirada. Era Cedric. Me observaba con tristeza. Cariñoso, me
puso una mano en el hombro.
—Mirad lo que llevaba —dijo Celine. Sacó algo del bolsillo
de su chaqueta y se lo tendió a Adam. Era el spectum que
Sarisa Sadlyn me había dado antes de mi huida. Celine me
lanzó una mirada reprobadora—. No es de los que usamos
en palacio. ¿De dónde lo has sacado?
Callé. No iba a poner en peligro a Sarisa.
En ese momento, Adam tomó el spectum y lo abrió. Me
dirigió una lenta mirada.
—Así es como el Ojo ha sabido dónde encontrarte. ¿Lo
entiendes?
—No lo he usado. No he mirado ni una vez. Ha sido
Lazarus. Él…
—Eso no importa. —Adam giró el spectum hacia mí. En su
interior no se veía nada, ni siquiera el reflejo normal de un
espejo—. Te pueden seguir igual, tanto si lo usas como si no.
—¿Cómo?
—Los sellos espejo están construidos de tal manera que
se pueda rastrear a la persona que los porta simplemente
con que lo hayan vinculado a su propio sello. Al dártelo
alguien del Ojo, es de su propiedad. Eso quiere decir que
sabían en todo momento dónde te encontrabas. No hacía
falta que lo utilizaras. —Adam sacudió la cabeza y observó
el spectum con más atención. Entonces, vi en sus ojos que
había descubierto algo—. Te lo dio tu criada, ¿no? Cuando
llegaste. ¿Te dijo que debías llevarlo siempre contigo?
Apreté los puños. Había dado en el clavo.
O sea, que nunca había sido decisión mía. Sarisa no me
había dado la opción de pedir ayuda al Ojo o ignorarlo.
No se podía fiar una de nadie. Agrona Soverall tenía
razón: en este mundo, cada persona perseguía sus propios
fines.
Poco después, Zorya y Jarek trajeron a Sarisa al salón del
trono para llevársela a la Torre Nocturna. La observé
inexpresiva.
—Parece que hace años que forma parte del Ojo —oí decir
a Zorya—. La conexión del spectum ya no está activa, pero
con algo de suerte la podremos rastrear. Tal vez
encontremos por fin la base del Ojo en Prime.
Adam asintió a Zorya y Jarek.
—Interrogad al resto del servicio. Primero a quienes
estuvieran más cerca de ella. Y que se encargue alguien de
vuestra confianza. Luego organizad nuestra partida a Roma.
—¿Qué le va a pasar? —susurré en el silencio—. En la
Torre Nocturna…
Recordaba perfectamente cómo habían gemido los presos
al descubrir que los iban a encerrar allí.
—Es muy simple —contestó Celine mirándome con
frialdad—. Todo el mundo debe cumplir la ley. Y ser
castigado si la infringe.

Había pasado una hora desde nuestro regreso a Septem.


Dina y Matt me habían llevado al ala de Ignis y, tras
comprobar que estaba bien, se habían marchado. Estaba
sentada en un sillón del dormitorio, justo delante del
ventanal, con las piernas encogidas, cuando alguien llamó a
la puerta.
Era Adam. Entró en mi habitación y cerró la puerta con un
clic suave tras de sí. Luego se apoyó contra ella.
—Me gustaría hablar contigo, si te parece bien.
Asentí lentamente. No porque me apeteciera hablar con
él, sino simplemente porque no tenía fuerzas para
oponerme.
Adam se acercó.
—No tenía ni idea de quién era Lazarus Wright —dijo en
voz baja—. Hacías bien en querer regresar. No debí haber
vacilado.
Me encogí. No, no hice bien. Debería haber usado otra
estrategia, ahora lo veía claro. Ni siquiera había intentado
explicarle a Adam el peligro que corría Lily. Estaba tan
acostumbrada a que las dos estuviéramos solas en el
mundo que había actuado impulsivamente, sin considerar
más opciones.
«Como un petardo», pensé con amargura; al final,
Lazarus había acertado con el apodo.
Al ver que yo no contestaba, Adam se acercó a la ventana
que estaba al lado de mi sillón.
—¿Quién era ese hombre en realidad? ¿Por qué era
vuestro tutor y por qué estabais en ese orfanato?
—El orfanato solo era una tapadera suya —susurré—.
Antes pertenecía a su madre, él aceptó gestionarlo para
controlar el asunto. Era el jefe de una banda. Crimen
organizado, estaba metido en todo tipo de cosas. También
en magia.
—¿Era violento? —La voz de Adam seguía sonando
tranquila, pero vi cómo apretaba los puños—. ¿Te…?
—No. —Miré al suelo—. No se atrevió. Pero con Lily… Por
eso cogí la réplica del sello del dragón en el heptadomo. No
podíamos dejar las cosas al azar. Necesitábamos esa
victoria.
—¿Tu amiga y tú queríais usar el dinero para huir de la
ciudad?
—Sí.
Me sequé las lágrimas, enfadada.
El rostro de Adam se contrajo en una mueca.
—Rayne, siento mucho que no hayamos podido llegar
hasta ella.
—¡No finjas que te interesa Lily! —solté—. Ojalá hubiera…
Tragué saliva, demasiado abrumada como para acabar la
frase. Luego me crucé de brazos y dejé que las lágrimas me
corrieran por el rostro.
¿Por qué… por qué no había esperado hasta saber utilizar
el sello? ¿Por qué había sido tan terriblemente
irresponsable?
—Lo siento mucho. De verdad. No debería haberme
puesto así contigo. Y tu amiga… —Adam se detuvo y lanzó
sus dados—. He intentado liberarla, créeme. Pero en todos
los escenarios que he visualizado, te secuestraban a ti o a
las dos.
—¡Puedes manipular el tiempo! ¿Por qué no has acabado
con Lazarus antes de que aparecieran Dorian y los suyos?
—No podía.
—¡Pero con otra gente sí has podido! ¡Como si nada!
Habríamos…
—¡No podía!
—¿Por qué no? —le presioné—. Adam, he visto cómo…
—¡Te habría disparado! —Adam alzó tanto la voz que su
eco resonó por la espaciosa estancia. Temblaba de pies a
cabeza—. He intentado liberarte. Y en cada escenario te
asesinaba de un disparo delante de mis ojos.
Me faltaba el aire. Recordé la expresión alterada de su
rostro, y cómo le había preguntado luego a Lazarus, casi
atemorizado, qué debía hacer para que me dejara ir.
Lazarus me habría matado sin más.
—Tengo los dados del destino desde hace solo cuatro
meses —continuó Adam—. Agrona tenía razón en lo que
dijo: me gusta pensar que ya domino totalmente su poder,
pero la verdad es que no es así. Los dados me obedecen,
pero… no me guían. Cuando una persona porta un sello
oscuro de verdad, la magia le habla. Le muestra el camino.
Yo… podría haberos liberado a las dos si estuviera más
coordinado con mi sello, pero así…
Se detuvo y suspiró. Nunca me hubiera imaginado a
Adam admitiendo una debilidad tan abiertamente ante mí.
Siempre se había presentado como intocable, aunque tal
vez ese era su objetivo.
«No me importa que me odien. Lo importante es que me
teman».
Adam se pasó la mano por el pelo. Se mantuvo en
silencio un momento y luego dirigió su mirada hacia el
exterior, al Espejo.
—Al morir mi madre… me dejó solo ante tres guerras.
Una guerra con los magistrados, que despilfarran la magia
sin sentido y cuya codicia está transformando Prime en un
nido de víboras de intrigas y corrupción política. Otra guerra
con los rebeldes del Ojo, que intentaron asesinarme el día
siguiente de mi coronación. Y la guerra con los abismos, que
no solo amenazan con destruir el Espejo, sino también
Prime, si no se lo impedimos. Y lo demás… Lo demás es
irrelevante. Por eso, mi más absoluta prioridad debe ser
detener la magia del caos.
—Ese objetivo ya lo has conseguido —comenté con
resentimiento poniéndole delante a Ignis.
Él negó con la cabeza y me volvió a mirar.
—No, la verdad es que no. Rayne, tengo motivos de peso
para creer que no solo Ignis es responsable de que la magia
del caos se haya vuelto tan fuerte en los últimos tiempos. Y
por eso tengo que marcharme urgentemente a Roma. Por
eso he dejado todo lo demás en un segundo plano, incluidas
tú y Lily. Te he hecho daño, y de verdad que lo siento
muchísimo.
—Motivos de peso… —repetí, hastiada. Claro. Siempre
tenía motivos. Solo que se le olvidaba una y otra vez
explicármelos.
Pero entonces, Adam me sorprendió.
—Seguramente ya te ha llegado la noticia de que en los
barrios pobres de vuestro mundo muere gente por culpa de
la magia del caos, ¿no?
Lo observé confundida.
—¿Te refieres a la enfermedad de la magia?
Asintió.
—No pasa solo en Londres, sino en todas las ciudades de
Prime. Eso sí, exclusivamente en los barrios en los que viven
las personas más pobres. Hace tiempo que sospechamos
que es culpa de las réplicas del Ojo. Solo que no tiene
ninguna lógica… Supuestamente, si el Ojo quiere proteger a
Prime, no cavaría su propia tumba. Y hasta ahora la magia
del caos de tu sello solo ha fluido en el Espejo. Que haya
irrumpido tanta magia del caos en vuestro mundo… debe
tener otro origen.
Lo intentaba, pero la verdad era que cada vez entendía
menos a dónde quería llegar.
—¿Qué pinta Roma en todo esto? ¿Tiene algo que ver con
esa final del torneo que mencionaste después de los
ataques, esa a la que quieres ir sí o sí?
—A mí no me interesa la final, sino el hecho de que todos
los magistrados se vayan a encontrar en Roma con esa
excusa. Es mi única oportunidad de reunirme con todas las
personas responsables de distribuir la magia. —Se giró
hacia la ventana y observó la ciudad con su brillo azul—. Mi
madre no se ocupó en absoluto del tema, pero desde que
he asumido el Nexo me ha quedado clara una cosa: la
magia que podemos producir es limitada. Nunca va a llegar
para el Espejo y para Prime; no si queremos que las cosas
vayan bien. Y a pesar de eso —giró su rostro hacia mí—…
llega. Sorprendentemente, cada día se transfieren
cantidades ingentes de magia a Prime.
Tragué saliva.
—¿Crees que los magistrados manipulan de alguna
manera la transferencia de magia?
—Sí, eso creo. Los magistrados despilfarran una gran
cantidad de la magia en sí mismos y en los Superiores de
sus ciudades. Para Prime no debería quedar casi nada, pero
el problema es que los magistrados quieren controlar Prime.
Prime es significativamente más grande que el Espejo, tiene
recursos que no tenemos aquí… Los magistrados quieren
hacer saber a los gobiernos de vuestro mundo quién tiene el
poder. —Resopló, despectivo—. Así que, ¿qué hacen?
Por lo menos, eso estaba claro como el agua.
—Se ocupan de que haya suficiente magia para poder
ejercer presión.
—Justo. —Adam sonrió sombrío y se cruzó de brazos—.
No sé cómo lo hacen o de dónde proviene la magia del caos.
Pero lo que sí sé es que guarda relación con la propia magia.
—Pero ¿por qué lo permites? ¿Por qué no utilizas tu
poder? ¿No puedes destituir a los magistrados sin más,
como pasó con Agrona, y asumir tú mismo la distribución de
la magia?
A Adam le hizo gracia mi comentario. Bajo las pálidas
luces del techo parecía muy joven, incluso menor de sus
diecinueve años.
—Como un déspota, ¿no?
Se había olvidado del término «sonado», pero no tenía
ganas de recordárselo.
—Claro que podría destituir a Pelham y al resto de
magistrados —admitió—, pero eso provocaría grandes
revueltas en el Espejo. Los magistrados deben servir a los
Siete, y eso es así desde que la magia se descubrió hace
siglos. Son muy queridos entre los Superiores, cosa
comprensible. Se encargan de que nunca les falte magia.
Primero tengo que encontrar pruebas de que los
magistrados manipulan la magia. Aunque no les importe
Prime, los Superiores saben de lo peligrosa que es la magia
del caos. Si los magistrados, siendo totalmente conscientes,
están traficando con ella, nadie se lo perdonaría jamás.
—O sea, que cuando has dicho que en Roma querías
cortarle la cabeza a la serpiente… —empecé lentamente—,
no te referías para nada al Ojo.
Una sonrisa.
—No.
—Y a pesar de eso, ordenaste que encerraran a los
rebeldes en la Torre Nocturna.
—Hay una diferencia entre la apariencia y la realidad.
—¿Y ahora eso qué significa? He visto con mis propios
ojos el miedo que tenían los prisioneros cuando
mencionaste la Torre Nocturna.
—No les ha pasado nada, Rayne, pero necesito la Torre
Nocturna. Necesito prisioneros para que Matt les pueda
meter en la cabeza las ilusiones correctas.
—¿Ilusiones? ¿De qué? ¿De que los torturan?
Me miró fijamente, irritado.
—No, yo… —Lanzó un sonoro suspiro—. Los rebeldes
debían creer que habían sido responsables del ataque a los
magistrados. De eso iba lo de la Torre Nocturna.
Lo había dicho de forma tan críptica que casi ni lo
entendí. Pero entonces… vi a Matt, Cedric, Dina y Adam
nuevamente ante mí, cómo se debatían entre distintos
sentimientos en el salón del trono. Matt, que había recibido
la orden de encargarse de la Torre Nocturna. Cedric, que
parecía querer decirme algo. Y entonces caí en la cuenta de
lo sereno y distante que había visto a Adam cuando hablaba
con Pelham sobre los ataques nocturnos y la magia robada.
Estaba tan tranquilo…, justo lo contrario que el Alto
Magistrado.
—Un momento —susurré, y ni me esforcé en disimular el
tono incrédulo de mi voz—. ¿El Ojo no ha tenido nada que
ver con los ataques?
Adam volvió a esbozar una sonrisa.
—No. Fueron Zorya y Jarek. Se ocuparon de ello con sus
guardias.
—¿Y entonces dejaste que detuvieran a los rebeldes y le
pediste a Matt que los atrapara en una ilusión para que
creyeran que ellos habían robado la magia? —Lo miré
fijamente—. Adam… ¿de qué va todo esto?
—Tenía que poner el plan en marcha, pero sin que se
mencionara mi nombre. El Ojo era una coartada.
Distribuimos poco a poco la magia robada en los barrios
pobres. Esto me da tiempo para ocuparme de los
magistrados. Si realmente son culpables de la magia del
caos, encontraré la prueba en Roma. —Me miró y se encogió
de hombros—. No digo que sea un plan perfecto. Pero no vi
otra posibilidad.
Se me hacía difícil desentrañar esta información
correctamente. Porque en principio significaba que Adam
quería lo mismo que yo: detestaba que se estuviera usando
la magia para oprimir a Prime. Proyectaba la imagen del
Señor despiadado que solo se preocupa por el Espejo, pero
en realidad se estaba oponiendo a los magistrados y dejaba
que el Ojo lo odiara…, que lo tomaran por un monstruo. Y
todo para poder cambiar algo de todo este culebrón.
Se me encogió el corazón solo de pensarlo. Había sido
muy injusta con él.
—¿No podrías intentar poner al Ojo de tu parte? Podríais
uniros contra los magistrados…
—No. —Adam negó con la cabeza—. El Ojo quiere
aparentar que le preocupa la distribución justa de la magia,
pero lo que realmente desea es usar los sellos oscuros para
sus propios fines. —Adam apretó los puños—. Todo el mundo
cree conocer los sellos oscuros, pero el Ojo desconoce
totalmente su poder. No deben caer en manos de los
rebeldes bajo ningún concepto; eso desataría el caos en el
mundo.
—Pero ¿no puedes averiguar cómo se organiza el grupo?
Los prisioneros siguen estando en la Torre Nocturna. Si Matt
los interroga…
Adam pareció adivinar de inmediato a dónde quería llegar
y negó con la cabeza.
—Si fuera tan fácil, habríamos acabado con el Ojo hace
tiempo. Pero hasta ahora los prisioneros solo nos han
llevado a pequeñas células. No hemos conseguido descubrir
su cuartel general. Whitlock desempeña un papel
importante, pero no creo que sea el cabecilla. —Adam
frunció el ceño y reflexionó antes de seguir hablando—. Si te
digo que las probabilidades de que encuentres a tu amiga
por tu cuenta son casi cero, solo es porque quiero ser
honesto contigo. Tengo que ir a Roma con los demás, como
está previsto. Debo ocuparme de los magistrados antes de
que sea demasiado tarde para Prime. Pero te prometo que
voy a hacer todo lo que pueda para encontrar al Ojo, y
luego…
—Voy con vosotros.
—Rayne, eso no es…
—Dorian y su gente me querían a mí, ¿no? Ya en casa de
Agrona lo intentaron, y en la central quedó todavía más
claro. Por lo que sea, estoy en su punto de mira, y
precisamente por eso se han llevado a Lily. —Me levanté del
sillón y me planté delante de Adam—. La final esa es la
fiesta más importante aquí en el Espejo, ¿no? Pues es ideal
para ponerme en bandeja, para presentarme en todas
partes como la nueva portadora. Además, me puedo llevar
el spectum que me regaló Sarisa, por si reactivaran la
conexión. Así, el Ojo verá que Roma es su mejor
oportunidad de atraparme. La única.
Adam bufó.
—Quieres hacer de señuelo.
—Sí —afirmé, aunque sabía que era el peor señuelo del
planeta. Ese siempre había sido el papel de Lily.
La negativa de Adam no me sorprendió.
—Es demasiado arriesgado. ¿No lo entiendes? Por eso
precisamente quería que te quedaras en Septem. Todavía
no has conectado totalmente con tu sello. Aún no puede
obedecerte, y eso te hace vulnerable. Si el Ojo te atrapa…
—Si me encierras aquí con Jarek, encontraré la forma de
ir con vosotros —lo interrumpí con voz firme—. Créeme, las
chicas que nos hemos criado en un orfanato nos sabemos
toda clase de trucos que a los pijos como tú ni se os
ocurrirían. Y si no me queda otra, estrangularé a Jarek con
mi chaqueta de brocado y pista.
Adam dejó escapar una risa seca, claramente en contra
de su voluntad. Al mismo tiempo, su mirada dejaba entrever
una preocupación real, lo cual me conmovió. Pero no
cambiaba nada.
—Tú mismo lo has dicho. Todos tenemos que hacer cosas
que odiamos.
Lo miré directamente a la cara y, aunque solo le llegaba a
la barbilla, me pareció que por primera vez estábamos a la
misma altura.
—No solo está en peligro el Espejo. Mi mundo también lo
está. Voy con vosotros. Asúmalo, Señor del Espejo.
Adam me miró. Estaba de todo menos entusiasmado,
pero a pesar de eso asintió, que era lo que importaba.
—Pero nada de ir por tu cuenta —dijo—. Tenemos que ser
un frente unido si queremos descubrir quién está detrás de
la magia del caos. Y, de paso, localizamos la base del Ojo y
liberamos a tu amiga. Mano a mano, ¿de acuerdo?
Adam me tendió la suya y, en ese momento, me invadió
una sensación extraña: me llegó un eco de su magia. Me
pregunté si él también lo sentía. Si él también había notado
esa diminuta grieta en la puerta que separaba el núcleo de
su magia del núcleo de la mía. Si era consciente de que la
conexión entre ambos nunca se había llegado a interrumpir
del todo.
—Vale. —Lentamente, puse mis dedos sobre los suyos y
me estremecí cuando me los estrechó—. De acuerdo.
27

L asidoRoma del Espejo era tan brillante que parecía haber


construida en el centro del sol. Las fachadas
refulgían tanto que daba la sensación de que los edificios
estaban chapados en oro. Pero lo que más me llamó la
atención fue lo luminosa que era. Hasta entonces había
relacionado el Espejo con algo sombrío, envuelto en un
interminable crepúsculo, porque la ciudad que estaba
encima de él le tapaba el sol. Sin embargo, ahora me
rodeaba la luz de un día de verano cálido y amable.
Los extravagantes edificios se alineaban uno tras otro,
algunos incluso de varios cientos de metros de altura.
Además, había muchas más casas flotantes que en Londres.
Edificaciones incontables con cimientos de mágico azul
invernal, todas ellas rodeadas de parques y jardines. El
verde se extendía tanto en la distancia que los árboles de
las colinas más lejanas parecían difuminarse en la
atmósfera del Espejo.
A Lily le hubieran gustado esas vistas. Cada florecilla que
se abría paso entre las grietas del asfalto de los suburbios le
habría sacado una sonrisa ilusionada.
Recordarla me hizo apretar los puños. Teníamos que
descubrir a dónde la había llevado el Ojo.
La liberaríamos. Pero por el momento debía tener
paciencia, porque en vez de usar el sello de Celine para
llegar directamente a Bella Septe, la sede de la Alta
Magistratura, habíamos tomado el «camino tradicional»:
junto a Adam, Matt, Dina, Celine y Cedric, me había subido
a una de esas góndolas mágicas que había visto en el
Londres del Espejo. Ahora sabía que se llamaban
transbordadores, y que los Superiores no solo los utilizaban
para moverse por las ciudades, sino que también se
balanceaban por los grandes corredores mágicos
permanentes que unían las ciudades del Espejo.
Funcionaban de manera parecida a la sala de las cien
puertas de Septem.
—El objetivo es que se nos vea —me había explicado Matt
cuando le pregunté por aquel desvío innecesario—. Es
tradición que los Siete se paseen ante la ciudadanía de
camino a la final del torneo de exhibición.
Vale. Si querían vernos, nos iban a ver. No solo porque
nuestro transbordador era más grande que el resto, sino
porque nos escoltaban tres más, en los que se encontraban
Jarek, Zorya y muchos otros guardias, así como varios altos
cargos de Septem.
Así fue como entramos flotando en el centro de la Roma
del Espejo. Yo no podía dejar de observar aquellas increíbles
construcciones doradas. Al cabo de un rato, comprendí de
dónde provenía toda aquella luz: entre los edificios flotantes
colgaban en el aire sellos en forma de sol que proyectaban
sus haces sobre la ciudad.
—Luz natural, pero artificial —me susurró Matt—. Roma es
la primera ciudad que ha tenido la idea, pero cuesta un
potosí de magia. Aunque tampoco es que al magistrado
Pelham le quite el sueño eso.
Intercambiamos una mirada. No, después de todo lo que
sabía ahora sobre Kornelius Pelham, estaba segura de que
aquello no le importaba.
Habían pasado dos días desde el acuerdo entre Adam y
yo, y él me había prometido contestar a todas las preguntas
que me rondaban antes de marcharnos a Roma. Había
cumplido su palabra. Pasamos mucho tiempo juntos en el
bastión y, aunque constantemente reclamaban su presencia
para que atendiera a cuestiones importantes, Cedric y él me
habían impartido un pequeño curso acelerado sobre el
Espejo para prepararme para mi papel de señuelo. También
me comunicaron que el resto había sido informado del golpe
de efecto de Adam con el robo de la magia. Me contaron
que, tras la coronación de Adam, se habían enterado de las
muertes en los barrios pobres de Prime, que les había
quedado claro que algo no encajaba en las transferencias
de magia y que sospechaban de los magistrados.
El problema era que, hasta hacía poco, la generación de
portadores anterior, liderada por Leanore Tremblett, había
sido responsable del Espejo. Matt y Celine eran los únicos
que portaban sus sellos desde hacía años, porque sus
madres habían muerto jóvenes. El resto (Dina, Adam y
también los dos portadores restantes, Nikki y Sebastian)
formaban parte de los Siete desde hacía poco. Y ninguno
podía haberse imaginado lo mal que estaba la situación
realmente.
Mientras yo intentaba familiarizarme con la cultura
política del Espejo, Dina y Matt se encargaban de mis
primeros entrenamientos con mi sello.
—La conexión todavía no es estable —me repetía Dina
mientras me ponía contra las cuerdas.
Básicamente, lo único que hacía era perseguirme por la
sala de entrenamiento. El problema es que era tan rápida
que me daba la sensación de haber pasado por un
campamento militar de una semana. A pesar de eso, acabé
aprendiendo un par de estocadas mágicas mal dadas,
aunque nada de gestos más complejos. En cuanto a la
capacidad de Ignis para destruir magia, bueno…, había
intentado atravesar los escudos mágicos que conjuraba
Matt varias veces, pero sin éxito. Como mucho, lograba
hacerles un agujero del tamaño de una moneda.
Los demás decían que era normal, que les había pasado
lo mismo tras sus rituales de unión. Sin embargo, con
aquello también me costaba ser paciente, igual que apenas
aguantaba las ganas de ir a por Lily. Pero no volvería a
actuar precipitadamente. Ahora tenía a los demás a mi lado.
Por primera vez desde que Matt se había inclinado sobre mí
en el heptadomo derruido, no me sentía excluida.
Mientras seguíamos flotando por la ciudad, miraba una y
otra vez hacia arriba, hacia la Roma real. La diferencia entre
ambas era imposible de obviar: en la Roma de mi mundo
apenas había edificios altos en el centro y, aunque los
tejados rojizos se troquelaban en el sol del mediodía con un
brillo cálido, palidecían al compararse con los edificios
majestuosos ante los que íbamos pasando.
—Bienvenida a la Ciudad Dorada —pronunció Dina a mi
lado, con una sonrisa pícara en los labios carmín—,
residencia de las personas más egoístas y codiciosas del
planeta.
—Pensaba que esa era el centro de Londres.
Dina sonrió abiertamente.
—No, créeme. Los londinenses te parecerán tiernos
corderitos en comparación con esta gente.
—Les encanta comernos con los ojos —masculló entre
dientes Celine mientras saludaba con una sonrisa alegre a
alguien que nos miraba a través de una ventana—. Vamos a
estar así todo el puto día.
—¡Qué va! —Matt sonrió de oreja a oreja. Le dio un golpe
con la punta de la bota a Adam, que estaba perdido en sus
pensamientos—. Lo que quieren es ver a su flamante Señor.
En su ilustre presencia, nadie se fijará en nosotros.
—Ándate con cuidado —comentó Adam mientras miraba
estoico hacia el exterior—, a ver si me da por abdicar y
dejaros solos entre estos buitres.
Dina contuvo una risa sorprendida.
—¿Has intentado hacer una broma? Pensaba que te
habían extirpado el sentido del humor en la coronación.
Adam esbozó una sonrisa.
—Solo para dejar más espacio a mi cinismo.
Tuve que sonreír. Mi asiento estaba frente al de Adam y,
aunque intentaba evitarlo, mi mirada acababa una y otra
vez sobre él. Llevaba callado todo el viaje, pero, a pesar de
eso, parecía algo más relajado que en los últimos días, en
los que había ocultado la tensión distanciándose. La ira que
sentía hacia él se había desvanecido definitivamente,
aunque seguía poniéndome nerviosa pensar en lo que nos
depararía aquella semana. Aún me resultaba difícil adivinar
de qué palo iba Adam. ¿Mantendría su palabra y colaboraría
conmigo? Quería creerlo, pero con él, nunca podía estar
segura del todo.
Desde nuestra conversación tenía la sensación de que se
había abierto a mí. No mucho, pero sí lo suficiente para que
pudiera comprenderlo mejor. Hasta entonces, yo había
tenido la certeza de que nunca podríamos entendernos, de
que su mundo y el mío eran incompatibles. Adam era un
hijo del Espejo de los pies a la cabeza. Sin embargo, detrás
de todas las apariencias, tras aquel papel que representaba
como Señor del Espejo, había encontrado a alguien que
luchaba por sus ideales. Alguien que quería utilizar las
oportunidades que le había ofrecido el destino para hacer
del mundo un lugar mejor.
—¿En qué piensas? —le preguntó de repente Cedric a
Adam.
Él contempló la Ciudad Dorada unos instantes más antes
de dirigirse a nosotros.
—En el Ojo —contestó, y sacó algo que llevaba en el
bolsillo de su chaqueta para enseñárnoslo. Era un trite, una
de las habituales monedas heptagonales—. Con esto
entraron los rebeldes en la casa de Agrona. No he podido
sacármelo de la cabeza. Atravesaron la barrera sin más,
como si no hubiera nada más fácil.
Adam le puso el trite delante a Cedric. Exceptuando que
era realmente grande, no se le veía nada especial. Solo
cuando Cedric le dio la vuelta y el grabado estuvo hacia
arriba, lo vi: las líneas eran realmente complicadas, y
estaban increíblemente bien trazadas.
—Es una obra maestra —dije lentamente.
Cedric asintió.
—Efectivamente. —Miró a Adam con expresión reflexiva
—. Casi nadie en el Espejo domina este tipo de orfebrería.
—De hecho, solo hay una persona que lo haga. Y,
casualmente, los sellos barrera fueron invención suya.
—¿Nessa Greenwater? —soltó Matt, con una expresión de
incredulidad en la cara.
Adam asintió y, mientras los demás intercambiaban
miraditas de haberlo entendido todo, a mí solo me quedó
resoplar.
—Venga, soltadlo. ¿Quién es Nessa Greenwater?
—Hace tiempo era la herrera personal de los Siete —
contestó Cedric—. La mejor de todo el Espejo. Forjó casi
todos los sellos que se utilizan hoy en día en Septem. Por
ejemplo, los inhibidores de magia con los que conteníamos
la magia del caos de Ignis.
—Pero hace años que Nessa Greenwater dejó el oficio —
contestó Dina—. ¿No murió su hija de forma trágica? Se dice
que, después de eso, no forjó ningún sello más. ¿Y crees
que ahora trabaja para el Ojo? ¿Por qué iba a hacer eso?
Adam miró la moneda y se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿La conocíais? —le pregunté—. ¿A la herrera?
—No realmente. Hace mucho tiempo que dejó Septem.
Cedric se inclinó hacia delante con el trite todavía en la
mano.
—Bueno, podría ser. Para atravesar los sellos barrera se
necesita a una maestra de la forja. Igual que para hacer las
réplicas que utiliza el Ojo.
—Anteayer envié a Zorya a la casa de Nessa Greenwater
—dijo Adam—. Hace meses que no vive allí.
Matt suspiró y se frotó la cara.
—Joder, por si no tuviéramos suficientes problemas…
—¿Tan peligrosa es esa mujer? —pregunté alarmada.
—No le haría nada a tu amiga —contestó Adam de
inmediato—. El Ojo tiene su mira puesta en ti, y tienes razón
cuando dices que por eso han secuestrado a Lily. Es su
mejor baza para presionarte, así que la cuidarán bien. El
tema de Nessa no cambia nada de nuestro plan, solo
implica que su ejecución será un poco más complicada.
Quise responder algo, pero de repente Matt se levantó y
señaló a lo lejos.
—Mira, Ray. Ahí es donde va a tener lugar la final del
torneo de exhibición.
Tuve que pegarme a la ventana para distinguir algo desde
ese ángulo. Pero en seguida supe a qué se refería, porque…,
en fin, el edificio ocupaba todo un barrio.
Un heptadomo. Un imponente heptadomo que hacía
palidecer a cualquier recinto de combate de mi mundo.
Tenía muros altísimos y una fachada externa de cristal de la
que colgaban sellos sol que emitían luz por todas partes.
Era como si hubieran colocado una estrella gigante en
medio de la ciudad.
—¿La final se celebra ahí?
—Sip —contestó Matt—. Exactamente dentro de siete
días.
Tragué saliva.
—Y nosotros…
—Nosotros seremos la atracción principal, exacto. —Matt
me puso una mano en el hombro—. O, mejor dicho, tú serás
la atracción principal, querida señuelo.

Al salir del transbordador acristalado media hora más tarde,


sentí como si me viera desde fuera, caminando y subiendo
las escaleras que conducían a Bella Septe. Como una
experiencia extracorpórea. Era imposible que yo fuera esa
joven que estaba siendo recibida con alegría por esa
barbaridad de Superiores que se habían reunido en la sede
de la Alta Magistratura. Agitaban banderas con un
heptágono, y chillaban de tal manera que tardé unos
segundos de estupefacción en entender que vitoreaban los
nombres de los Siete.
La única vez que traspasé los muros del palacio de
Septem, habíamos ido de incógnito. Pero ahora me topaba
de frente con toda la adoración de los Siete.
«Esta gente está loca», pensé. Ni siquiera en un concierto
de la típica boy band se gritaba de aquella manera.
Abrumada, miré al frente. Bella Septe, donde nos
alojaríamos hasta la final, era un enorme alcázar con varias
secciones y cúpulas doradas sobre las que los sellos sol
irradiaban su cálida luz.
El comité de bienvenida incluía veinte o treinta
Superiores, hombres y mujeres con nobles túnicas y
vestidos. Ahí estaban los mandamases de la magistratura.
Miré a Adam. Iba un par de pasos por delante, flanqueado
por Tynan Coldwell, que ya se había bajado de otro
transbordador. Adam mantuvo la vista firme al frente
mientras unos criados situados a izquierda y derecha de la
escalinata se inclinaban a su paso. Ya no quedaba nada de
la tranquilidad que había mostrado en el transbordador; el
gesto de Adam se había petrificado de nuevo. Se había
vuelto a transformar en el Señor del Espejo.
Los Superiores a los que nos dirigíamos parecían
reverenciarnos. Sin embargo, aquí y allá también noté
miedo en sus miradas. Tal vez algunos percibían que el
liderazgo de Adam había inaugurado una nueva era en el
Espejo.
Vi cómo Matt, a mi lado, ponía cara de haberse comido un
limón.
—Por favor, sujetadme para que no le dé un guantazo al
magistrado Pelham cuando empiece a pavonearse como
siempre —farfulló, sin duda dirigiéndose a Dina, que se rio
por lo bajo.
—No te preocupes. Después del que le voy a meter yo, ya
nadie se fijará en ti.
Justo en ese momento se separó del comité de
bienvenida un hombre delgado, alto y con una melena gris
hasta los hombros. Al igual que Agrona Soverall, era un
vejestorio; sin embargo, mientras que ella proyectaba una
imagen algo rara pero vivaz gracias a sus vestidos de seda
coloridos y a las mechas rosa de su cabello, aquel hombre
me parecía la personificación de todos los Superiores.
Llevaba tantos sellos encima que parecía querer usarlos
como coraza: lucía un montón de amuletos, los dedos
plagados de anillos, y estaba claro que bajo las mangas de
la túnica llevaba docenas de brazaletes. Su mirada
mostraba rechazo, pero aun así hizo una profunda
reverencia, lo cual indicó al resto que era el momento de
hacer lo mismo.
Matt giró la cabeza hacia mí y murmuró:
—Ahí lo tienes: Pelham, Alto Magistrado en el Espejo y
cabronazo en ambos mundos.
Pelham esperó a que Adam hubiera subido los últimos
peldaños antes de enderezarse. En ese momento, Adam le
tendió la mano de tal manera que el magistrado pudiera
tocarla con su frente.
—Bienvenido a la Ciudad Dorada, mi Señor. Es un gran
honor para mí y para mis criados recibiros.
—Muchas gracias por su hospitalidad —contestó Adam—.
Incluso cuando las circunstancias son algo diferentes a las
que habíamos imaginado en un principio.
Pelham miró más allá de Adam y me observó con ojos
entornados. Ya lo habían informado sobre mí. Sobre mí,
sobre Ignis y sobre el ritual que se había realizado con
Agrona Soverall y no con él. Pero si le había afectado la
humillación, no se le notaba.
Con un gesto impenetrable, Pelham nos saludó uno por
uno de la misma manera que a Adam. Primero al padre de
Matt, a quien estaba claro que conocía muy bien; luego a
Dina, a Matt, a Celine, a Cedric y finalmente a mí. Cuando
me tocó el turno, sentí cómo se me encendían las mejillas y
me temblaban ligeramente las manos por los nervios.
—Es un placer conocerla por fin, señora Harwood —dijo, y
por alguna razón, un escalofrío me recorrió la espalda. No
fui capaz de articular palabra, simplemente bajé la cabeza,
esperando que él interpretara el gesto como una muestra
de respeto. Finalmente, Pelham se volvió a dirigir a Adam
con una sonrisa magnánima—. Es muy generoso por vuestra
parte haberos tomado el tiempo de conversar con nosotros
antes del torneo de exhibición, mi Señor. Juntos, sin duda
averiguaremos cómo se ha podido producir el horrible
delito.
La magia robada. Después de todo lo que me habían
contado Cedric y los demás sobre los magistrados, no me
sorprendía nada que sus posesiones perdidas fueran la
mayor preocupación de Pelham.
No podía ver el rostro de Adam, pero reconocí en la línea
de sus hombros lo tenso que estaba.
—De eso estoy seguro, magistrado. No se preocupe, no
hay nada que tenga mayor prioridad para mí que encontrar
a los culpables y hacer que paguen por sus actos.
Las palabras de Adam me hicieron sonreír internamente,
pero por fuera conseguí reprimirlo.
—Fantástico. —La sonrisa de Pelham se tensó hasta que
casi le rechinaron los dientes y, por la fuerza con la que
respiraba Matt, casi creí que iba a hacer real su amenaza y
darle una hostia a Pelham—. Si me disculpa, mi Señor…
Tenemos que seguir con los preparativos de los festejos en
vuestro honor. Este cambio de planes tan repentino —me
dirigió una mirada— ha hecho que tengamos muchas cosas
que organizar.
—¡Qué suerte entonces que nadie sea tan eficaz como
usted a la hora de organizar celebraciones, magistrado! —
Adam le tendió una mano a Pelham, de tal manera que este
se tuvo que inclinar nuevamente para tocarla.
«Es un nido de serpientes», recordé que había dicho
Agrona Soverall. Iba entendiendo a qué se refería.
Después de que Pelham desapareciera, otro magistrado
se acercó a Adam. Era un hombre medio calvo que, sin
motivo aparente, hizo una esmerada reverencia ante él.
Cuando se volvió a enderezar, no lo hizo del todo, como si
no se atreviera a estar cara a cara con Adam.
—Mi Señor, quería expresaros personalmente mis
condolencias. Vuestra madre y yo no siempre nos
entendimos, como vuestra excelencia ya sabe. Pero la
noticia de su muerte me provocó un profundo pesar.
Adam asintió.
—Muchas gracias, magistrado Vandal. Sé que su esposa
también ha fallecido recientemente. Por lo que he oído, era
una mujer notable.
—Lo era, ciertamente. —El hombre guardó un silencio
breve y respetuoso. Luego continuó—: Señor, le agradecería
que tuviéramos algo de tiempo para conversar.
Adam asintió y observé cómo él, Tynan Coldwell y el Alto
Magistrado desaparecían con el resto del comité de
bienvenida en Bella Septe. Celine los siguió de inmediato, y
tras ella fueron Jarek, Zorya y una bandada de criados. Solo
Cedric, Matt y Dina se quedaron conmigo.
—Está claro que Vandal no quiere hablar de su difunta
mujer —masculló Dina, poniendo los ojos en blanco—. Más
bien quiere hablar de su nieta, Leanore, que está vivita y
coleando. —Me sonrió—. Lleva años intentando cerrar el
contrato matrimonial de Adam con ella.
Aquello me recordó las palabras de Celine: con dieciocho
años, a los portadores empezaban a presentarles a
potenciales cónyuges. Adam ya tenía diecinueve. ¿De
verdad significaba eso que tendría que casarse pronto?
¿Y yo también?
—Si Adam le sigue dando largas a Vandal, seguramente el
siguiente de la lista seré yo… —Matt se estremeció—. Se
dice que la nieta de Vandal tiene la voz más chillona de todo
el Espejo.
Dina respondió rápidamente mencionando a otros
Superiores que, en su opinión, serían una pareja peor, pero
yo no reconocí ningún nombre.
Ya habíamos llegado a la zona de entrada del edificio, y
después de todo el esplendor que había visto en los últimos
días, lo único que realmente me sorprendió fue la enorme
fuente que se alzaba en medio del pabellón junto con varias
estatuas de ángeles todavía a medio hacer. Incluso dentro
de Bella Septe, cada centímetro estaba decorado con oro,
hasta las sillas y mesas ubicadas cerca de la entrada.
Muchos Superiores se giraban a nuestro paso, y si
estuviéramos en un cómic se les habrían puesto estrellitas
en los ojos de lo mucho que estaban flipando.
—Nikki y Sebastian ya han llegado —explicó Cedric, lo
cual hizo que Matt emitiera un gemido contenido.
—Todavía tenía la esperanza de que no vinieran.
—¿Cómo es que no viven en Septem? —me interesé.
—Porque son unos psicópatas egocéntricos —murmuró
Dina, lo que de inmediato provocó una sonrisa en Cedric.
—Justo antes de la coronación de Adam hubo una pelea.
Sebastian y su madre, Clarice, no estaban de acuerdo con
que Adam fuera nombrado automáticamente Señor del
Espejo. A Clarice le parecía que su hijo, nacido un siete de
julio, tenía derecho divino al trono. Exigían realizar una
nueva confirmación de los Siete, una prueba. Al no
prosperar su moción, Clarice y Sebastian se marcharon
ofendidos. Y Nikki…
—Nikki simplemente se aburría en Septem —gruñó Dina
—. Ella y Sebastian se pasaban la mayor parte del tiempo
en Prime, donde, por supuesto, al no ser conocidos, tenían
mucha más libertad.
—¿Y se lo permitís sin más? —pregunté.
—Adam todavía está valorando qué hacer con ellos —
indicó Matt—. Pero por el momento hay asuntos más
importantes que atender. Aun así, el ambiente entre
nosotros no es el más ideal ahora mismo. Así que no te lo
tomes como algo personal si esta noche te miran raro en el
banquete, ¿vale?
—¿Banquete?
Matt me pasó un brazo por los hombros.
—Una cena, organizada por el magistrado Pelham. Tiene
el único objetivo de observarnos a todos juntos y luego
chismorrear a nuestras espaldas —sonrió enseñando los
dientes—. Bienvenida a la alta sociedad del Espejo.
Dos criados me acompañaron a mi suite, que estaba en el
mismo piso que las del resto de portadores. Las maletas que
habían sido embaladas en Septem ya estaban encima de la
enorme cama de matrimonio. Alrededor se desplegaba un
apartamento de tres habitaciones, con cuarto de estar,
dormitorio y comedor.
Delante de la suite se habían apostado varios guardias.
Estaba segura de que no se iban a apartar de mi lado
durante toda mi estancia en Roma. Solo me quedaba
esperar que dejaran suficiente espacio al Ojo, pero Adam ya
me había aclarado que de ninguna manera iba a poner en
peligro mi seguridad.
Una joven criada apareció poco después en la habitación
y empezó a deshacer las maletas. Intenté ayudarla, pero me
apartó, así que salí a uno de los dos balcones. Me apoyé en
la barandilla y miré hacia el espacioso jardín. Había varios
macizos de flores dispuestos simétricamente, y en el centro
destacaba un estanque donde los peces nadaban entre
nenúfares. Sus brillantes escamas y sus largas aletas
dejaban estelas en el agua.
Estaba nerviosa por el banquete de esa noche. Sabía lo
que tenía que hacer: Adam me llevaría al salón del
banquete antes que al resto, y yo representaría el papel de
nueva portadora perfecta y haría ostentación de mi lealtad
al Señor del Espejo.
—Los magistrados no deben saber lo que nos traemos
entre manos —me había dicho esa mañana Adam, todavía
en Septem, mirándome con urgencia—. Nunca lo
permitirían, así que debemos obtener la información que
necesitamos de otra manera.
Cuando volví a entrar en la suite, acaricié dubitativa el
vestido rojo que me había preparado la criada. El tejido era
increíblemente suave y brillaba de una manera que no
había visto nunca en una tela. Cualquier otra persona se
habría puesto loca de contento al verlo, pero yo solo
suspiré.
La verdad era que me atemorizaba profundamente aquel
papel. Para que el Ojo se tragara que solo estaba pasando
allí unos días de relax y que, por lo tanto, era un blanco
fácil, tendría que cambiar totalmente de personalidad.
«Lily lo habría bordado», me dije, acercándome el
vestido. Pero ella no estaba allí, sino en otro lugar, sola, sin
saber qué estaba pasando.
Y por eso no podía permitirme cometer ningún error.
28

N ocubierta
había visto una mesa tan larga en mi vida. Estaba
por un mantel de seda y decorada con una larga
hilera de ostentosos arreglos florales y esculturas de cristal.
Sobre ella se disponían innumerables vasos, platos de
porcelana y cubiertos de plata. Las sillas parecían forjadas
en oro macizo.
Y qué decir de Adam.
Me había estado esperando fuera del salón del banquete,
flanqueado únicamente por sus guardaespaldas. Jarek silbó
al verme, lo que provocó que Zorya le diera una colleja.
Me acerqué y, cuando Adam me devolvió la mirada, sentí
cómo me recorría un cosquilleo extraño. Ese cosquilleo, si
era sincera conmigo misma, lo había estado notando desde
el ritual de unión. En aquel momento le había echado la
culpa a la magia que se había despertado en mí. O, a otro
nivel, a la novedad de ver a Adam vestido de un color que
no fuera negro. Pero, por desgracia, esa excusa ya no me
funcionaba, porque su túnica de cuello vuelto, bordada con
volutas plateadas en los puños, era definitivamente negro
azabache. Al igual que sus pantalones y sus botas de vestir.
También la mirada de Adam me recorrió, como un
escalofrío, y parecía que quería decirme algo, pero
finalmente solo me tendió el brazo para que yo lo rodeara
con el mío. En cuanto entramos en el salón, los Superiores
se levantaron de sus sillas y un cuarteto de cuerda empezó
a tocar desde una esquina.
Era en momentos como este en los que a cada segundo
me parecía que me iba a despertar sobresaltada del sueño
extraño en el que se había convertido mi vida. Momentos en
los cuales el suave pulso de Ignis me recordaba, una vez
más, que no habría despertar.
Un servicial acomodador nos acompañó hasta unas sillas
aún vacías. Clavé mis dedos en la manga de Adam mientras
seguíamos al hombre. Como si notara que estaba nerviosa,
me miró.
—Da la impresión de que quieres salir corriendo.
—Llevo tacones —contesté en un susurro—, no podría
correr ni diez metros.
—Ah —Adam apretó los labios—, por eso pareces más
alta. Ya decía yo.
Le pegué un codazo.
—No todos podemos tener la estatura de un gigante…, mi
Señor —le dije, lo que provocó en Adam una sonrisa tan
tierna que me conmovió tanto que casi dolía.
Se inclinó hacia mí hasta que su boca tocó mi oreja, y
tuve la sensación de que todos los Superiores de la sala me
miraban atentamente y veían cómo me sonrojaba.
—Prepárate para después de la cena —me susurró.
—¿Para qué?
—Tras el banquete, el magistrado Vandal suele invitar a
alguna gente a un salón privado para hablar de política. A
Pelham no vamos a poder llegar, se ha protegido muy bien.
Pero Vandal es de su más alta confianza y puede ser muy
bocazas. Esta noche es nuestra única oportunidad de
interrogarlo; a partir de ahí estará rodeado de guardias y
otras medidas de seguridad.
—¿Qué quieres, emborracharlo?
—Algo así. Pero, en cualquier caso, te necesito.
—¿A mí? ¿O a mi sello?
Otra vez esa sonrisa.
—A las dos cosas, por supuesto.
Seguimos caminando y pasamos por delante de Tynan
Coldwell y una hilera de Superiores desconocidos. Matt,
Celine y Dina ya habían tomado asiento entre el resto de los
magistrados. A Adam y a mí nos llevaron al fondo del todo,
a la cabecera de la mesa, donde estaban sentados los
magistrados Pelham y Vandal.
Genial. Eso quería decir que no solo los tendría pegados
todo el tiempo, sino que todos los invitados podrían estar
mirándome la noche entera.
Al sentarnos, todo el mundo nos imitó. Mientras que el
magistrado Vandal parecía estar encantadísimo de tener
una posición tan importante en la mesa, Pelham abrió los
labios resecos para imitar algo que en otra vida tal vez
hubiera sido una sonrisa.
Inspiré profundamente. Y cuando Adam retiró su mano de
la mía, me convencí de que no, para nada echaba de menos
tocarlo.
No pasó mucho tiempo antes de que la mesa se hubiera
llenado de los platos más increíbles. Sobre grandes soportes
de porcelana iban apareciendo boles más pequeños con
diferentes tipos de ensaladas. Tras el aperitivo, instalaron
nuevos soportes con otros platos para abrir boca. Luego
llegaron las sopas, el plato principal y algo que
denominaban prepostre. Empezaba a pensar que aquello no
terminaría nunca.
Peleé con los distintos tipos de cubiertos e intenté no
parecer tonta perdida al cortar las ya de por sí pequeñas
porciones en pedacitos todavía más diminutos. En el
orfanato, muchos días la nevera estaba completamente
vacía. Y, por lo que parecía, mi estómago todavía no se
había acostumbrado a la abundancia, porque conseguí
tragar el plato principal casi únicamente a fuerza de
voluntad.
Antes del postre propiamente dicho se hizo un silencio
repentino que anunció la entrada de dos nuevos invitados al
salón. Aunque no hubiera visto sus retratos en el libro de la
biblioteca de Agrona Soverall, me habría quedado claro
quiénes eran por la expresión impresionada de los rostros
de los Superiores: Sebastian Lacroix y Nikita Fairburn, los
dos portadores de los sellos oscuros que me faltaban por
conocer.
Caminaron lentamente hacia las dos sillas que habían
quedado libres a nuestro lado, las que estaban justo
enfrente de Dina y Matt. Nikki llevaba un vestido de seda
primorosamente bordada con soles, de color dorado
anaranjado, casi del mismo tono que sus largos cabellos
rubios y su bolso. Sebastian vestía un traje dorado pálido.
Llevaba la media melena, también rubia, recogida en un
moño del que sobresalían algunos mechones. Sin embargo,
mi mirada se quedó prendida de su rostro, enmarcado en
adornos dorados que le iban desde la frente hasta el cuello
pasando por las mejillas. Lucía varios aros y pendientes
largos en las orejas, además de llevar los ojos delineados
con una gruesa raya. Por más extravagante que fuera su
apariencia… Sebastian no parecía en absoluto ridículo. Más
bien, exudaba una autoridad natural.
Matt parecía observarlos con una extraña indiferencia,
pero noté cómo se aferraba al borde de la mesa. Al resto de
los Superiores, al contrario, se les caía la baba mientras los
dos portadores saludaban a algunos de ellos como si fueran
viejos amigos. Finalmente, me miraron a mí. Nikki le susurró
algo al oído a Sebastian, tras lo cual él se rio en voz baja y
me guiñó un ojo.
Durante su entrada, Adam solo había levantado la vista
brevemente y, si la llegada tardía lo irritaba, no lo
manifestó. Siguió hablando con el magistrado Vandal, que
estaba sentado a su derecha. Entre los preentrantes, los
entrantes y el plato intermedio había intentado seguir su
conversación, pero mencionaban tantos nombres
desconocidos para mí que en algún momento había
desconectado.
—Me da la sensación de que vuestra llegada al Espejo se
ha producido en el momento perfecto —me dijo de repente
el magistrado Pelham. Hasta entonces me había ignorado,
salvo por algunas críticas ojeadas a mi plato, pero ahora me
miraba directamente.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Nada. Tras el cambio de poder y la trágica muerte de
nuestra amada señora, entramos en un período de gran
inseguridad en el Espejo. Sobre todo porque Ignis, vuestro
sello, seguía cerniéndose como una amenaza para todo el
mundo. Nos consideramos muy afortunados de que esa
espada de Damocles sea ya cosa del pasado.
«Te puedes meter la fortuna por tu real culo», casi se me
escapó, pero me tragué esa respuesta.
—Yo también me siento muy afortunada de estar aquí —
dije de la manera más correcta posible—. Sobre todo me
apetece asistir al torneo.
—Ah. —Pelham me miró impasible—. Qué gusto
escucharlo. Es la celebración del trescientos setenta y cinco
aniversario del Espejo, ¿lo sabía?
No. Pero Pelham ya era consciente de eso.
—¡Vaya! Pensaba que era el trescientos sesenta y cinco.
Qué vergüenza.
Entrecerró los ojos.
—Me gustaría hablaros con total honestidad, señora
Harwood. Además de toda la alegría, también me preocupé
cuando oí que habíais pasado a formar parte de los Siete.
No pensaba que alguien que viniera del otro mundo se
pudiera habituar a nuestras costumbres. Por no hablar de
las condiciones de pobreza en las que habéis sido criada…
El comportamiento callejero os lo habríamos quitado, pero
esperar que vos hicierais propios nuestros valores
tradicionales, ahí sí que tenía mis dudas. —Esbozó una
sonrisa—. Pero me equivoqué por completo. Habéis
renunciado a vuestra libertad sin más, ¿cierto, excelencia?
Mi cabeza estaba tan ocupada en descubrir de cuántas
maneras me había ofendido en esas pocas frases que su
pregunta me dejó fría.
—Yo… sí. Creo que sí.
Pelham siguió sonriendo, pero cortaba como una cuchilla.
—Es increíblemente altruista por vuestra parte. Dar la
vida por el Espejo. Pocas personas en vuestra situación
habrían estado preparadas.
Digno, Pelham cortó un pedacito diminuto de parfait y se
lo puso en el tenedor. Se lo metió en la boca, dejó que se le
derritiera lentamente sobre la lengua y luego se volvió hacia
Celine. Yo, por otro lado, me quedé mirando mi plato y no
toqué el cubo microscópicamente pequeño que había en él.
En ese momento me parecía tener los dedos atrofiados y
me sentía extrañamente vacía por dentro, a pesar de todos
los platos que habíamos comido ya.
Me di cuenta de que Pelham tenía razón. De hecho, había
renunciado a mi libertad así como así.
Agradecida, noté que el banquete había llegado a su fin
con ese postre. Mientras que la mayoría de los invitados
permanecían sentados, algunos se empezaban a levantar y
a salir del salón. Adam también se incorporó, pero se inclinó
hacia mí nuevamente antes de irse.
—Dina te hará una señal.
Asentí y vi cómo Adam salía del salón, seguido por sus
guardias de la magia y un magistrado Vandal claramente
achispado.

No pasó mucho tiempo. Celine y Matt se habían despedido


de la mesa cinco minutos antes, y después se levantó Dina.
Le dio unas palmaditas de despedida en el hombro a Cedric,
me tendió el brazo y, aliviada, dejé que me condujera hacia
la salida.
Atravesamos el pasillo que nos alejaba del salón del
banquete. Pero en vez de volver hacia el ascensor que nos
llevaría a nuestro piso, nos dirigimos a una puerta
custodiada por los guardias de Adam.
—Ni una palabra cuando entremos —me dijo Dina con su
sonrisa felina—. No debemos hacer ningún ruido.
—¿Por qué?
—Lo verás por ti misma. Y cuando Adam te haga una
señal, diriges la magia de tu sello a donde él te indique.
Como te enseñé en el entrenamiento, ¿vale?
—Pero… —Fruncí el ceño—. Nuestro entrenamiento fue un
desastre.
—Es suficiente para lo que necesitamos.
En vez de seguir insistiendo, asentí e inspiré
profundamente.
Luego, Dina bajó la manilla.
El resplandor de oro del interior era tal que tuve que
pestañear varias veces para poder distinguir algo. Pues sí
que sabía Pelham montárselo en Bella Septe… Todo, incluso
las estanterías, los jarrones y los respaldos de los sofás,
desprendía un fulgor dorado. En la pared se alineaban
decenas de frascos; enormes cilindros de cristal de los que,
casi no creía lo que veían mis ojos, se desbordaba la magia
a litros.
Nunca me podría haber imaginado algo así. En Prime solo
había magia en granitos diminutos. Pero ahí…
¿Cómo podía una sola persona poseer tanta magia?
Lo más loco de todo era lo que estaba pasando en la sala.
Había treinta o más Superiores de pie. Casi todos los
magistrados del banquete, solo faltaba Pelham. El resto
seguramente eran Superiores con cargos superimportantes.
Todos tenían vasos en la mano, algunos bebían de ellos,
pero nadie parecía hablar con nadie. De hecho, la sala
estaba en completo silencio, si bien los Superiores
mascullaban cosas ininteligibles sin mirarse a los ojos.
Abrí la boca para preguntar de qué iba ese rollo, pero
Dina me lanzó una mirada severa y me mordí la lengua. Me
llevó de la mano por la sala y pasamos por delante de los
Superiores. En un grupo de sofás estaban sentados Adam y
un magistrado Vandal muy sonriente. Justo enfrente de él
estaban Matt y Celine.
En los brazos de Matt se habían iluminado las líneas lila.
Tenía los ojos cerrados y las manos levantadas como si
estuviera pintando un cuadro en el aire o componiendo una
canción. En cualquier caso, parecía estar absorto, y me
percaté de que había envuelto a todos los Superiores de la
sala en una ilusión.
Así se explicaba que tuviéramos que estar en silencio. Lo
que estaba haciendo le debía de exigir una tremenda
concentración.
Adam se aseguró de que tenía la atención de todos y
luego me miró. Tomó el brazo de Vandal, le levantó la
manga y emití un sonido apagado y sorprendido al ver que
el magistrado se había dejado poner trites en el brazo.
Llevaba tres monedas por debajo de la piel, que se
iluminaron de azul invernal. Por el grabado, no podía
distinguir el efecto que causaban, solo sabía que no eran
inhibidores de magia. De eso estaba segura.
Pero la mirada de Adam estaba sobre mí y supe de
inmediato, sin palabras, lo que quería. Solo que no sabía si
podría hacerlo.
Dina debió de percatarse de mis dudas. Se inclinó hacia
mí y puso sus labios rojos directamente en mi oreja.
—Siente la magia en ti. Tienes que imaginarte su efecto.
Piensa en el resultado que deseas. Hazlo real.
Claro. Chupado.
—Solo es una pequeña moneda —sonrió Dina—. Eso sí lo
conseguiste en el entrenamiento.
Inspiré y accedí a Ignis. Cuando la magia del sello entró a
borbotones en mi interior, puse una mano sobre el primer
trite. Todo mi ser se concentró en destruir la magia que
contenía, pero no pasó nada, salvo por el ligero temblor de
mi mano.
«Ahora no», me advertí y tensé los dedos con todas mis
fuerzas. «Visualiza el resultado. Hazlo real».
No tardó ni un segundo. El núcleo de mi sello que
sostenía el dragón se iluminó en rojo y, de inmediato, la
magia de la moneda se extinguió.
Quería felicitarme, pero me tragué el entusiasmo. Adam
sonrió, casi parecía orgulloso. Luego señaló el segundo trite.
Y el tercero. Ignis se encargó de ellos en un abrir y cerrar de
ojos.
Dina me dio el OK con el pulgar hacia arriba y luego sacó
algo del bolsillo de su chaqueta: una caja con forma
piramidal que yo conocía muy bien. Era la misma que me
había puesto delante Celine para extraerme la verdad. Solo
que ahora Dina la estaba colocando en la mesa, justo
delante de Vandal, antes de accionar el péndulo.
De nuevo, Adam asintió. Celine le tocó el hombro a Matt,
que inspiró profundamente antes de dejar de hacer su
función de director de orquesta.
Todos los Superiores de la sala siguieron atrapados en su
trance, solo Vandal sacudió la cabeza. Primero ligeramente,
luego con más fuerza. Matt ya volvía a estar ocupado con la
ilusión de los demás invitados, pero era evidente que había
liberado a Vandal, porque el magistrado primero miró a
Dina, luego a mí, luego a Celine y luego a Adam. Se había
puesto pálido, por lo menos en la medida en que lo dejaba
entrever su gruesa capa de maquillaje.
—¿Q… qué? —balbuceó sorprendido—. ¿Qué es esto? Mi
Señor, yo…
Adam agarró a Vandal por el cuello con tal rapidez que
me sobresalté. Le giró la cabeza hacia el péndulo y solo se
la soltó cuando la mente de Vandal conectó con él.
—¿Qué sabe usted de la magia del caos en Prime?
—¡N… nada! —contestó Vandal de inmediato—. ¡No sé
nada!
—¿Se está manipulando la magia que se distribuye a los
barrios pobres?
El magistrado se retorció, hasta gimió. Recordaba
perfectamente la sensación de que el péndulo te extrajera
la verdad. Todo tu ser te impulsaba a contestar a la
pregunta de la forma más satisfactoria. Vandal parecía estar
mejor preparado que yo; por lo menos él sabía lo que tenía
delante, aunque no pudiera resistirse.
—S… sí. Se… rebaja. Pero yo no soy el responsable, mi
Señor. ¡Yo soy vuestro servidor! —Vandal dejó escapar las
palabras en un torrente sin aliento y luego pareció como si
quisiera acurrucarse en el suelo.
¿Estaban rebajando la magia? Aquello hizo aflorar un
recuerdo: la caja llena de granos que Isaac, Enzo, Lily y yo
habíamos robado en el mercado. La magia que contenían
me había parecido diferente en comparación con la del
heptadomo. Menos intensa.
Adam y el resto se miraron. Ninguno parecía sorprendido
de que la sospecha de Adam se hubiera confirmado. Pero,
por lo menos en el caso de Dina, la ira era patente.
Adam enderezó de nuevo a Vandal agarrándolo por la
túnica.
—¿Quién rebaja la magia? ¿Es Pelham?
Vandal asintió gimoteando.
—Utiliza la magia para presionar a Prime. Pero el flujo no
es suficiente…
—¿O sea que corre el riesgo de enviar magia adulterada a
Prime solo para tener más poder ante los gobiernos? —
preguntó Adam, tranquilo—. ¿Y usted también, magistrado?
—S… sí —Vandal suspiró—. Mi Señor…, por favor… Yo os
venero, tenéis que creerme. Todo esto ha sido en vuestro
servicio, soy vuestro súbdito más leal, yo…
—¿Desde cuándo sucede esto? —Adam interrumpió el
torrente de sus palabras y el magistrado apretó los labios
con tanta fuerza que se le pusieron blancos. No pude más
que sentir respeto por la fuerza con la que se resistía. Por lo
menos, hasta que Adam lo agarró del cuello y le bajó la
cabeza para obligarlo a mirar directamente al péndulo—.
¿Cuándo empezó Pelham a actuar contra los estatutos de
Septem? ¡Confiéselo!
Vandal tembló. Abrió la boca varias veces, luego
continuó, lastimoso:
—Él no ha infringido la ley. Solo sigue órdenes.
La expresión de Adam se tornó impaciente.
—¿De quién?
—¡No lo sé! ¡No lo sé, no sé quién…!
—Dina. —Adam soltó la cabeza de Vandal y se frotó la
frente, visiblemente irritado.
Dina suspiró, luego liberó muy lentamente el cinturón de
la serpiente de su cintura y dejó que el látigo se iluminara.
—Lo siento, corazón —le dijo a Vandal antes de enredar el
látigo alrededor de su torso. Acto seguido, tiró con tal fuerza
que el magistrado emitió unos terribles gritos de dolor.
—¿Qué hacéis? —se me escapó, pero Adam puso una
mano sobre mi brazo.
—Confía en nosotros.
Ahora era yo la que tenía que apretar los labios tan fuerte
como podía. En la túnica de Vandal aparecieron manchas de
sangre allí donde Dina tensaba el látigo. Adam volvió a
acercar al péndulo a la fuerza a Vandal, que seguía
gimiendo, y le gritó en la cara:
—¿Quién le ha dado a Pelham la orden de manipular la
magia?
—¡Vuestra madre! —gritó Vandal de inmediato—. ¡Fue
vuestra madre! ¡Leanore Tremblett dio la orden de diluir la
magia para poder abastecer a Prime con ella a gran escala!
Adam se quedó helado. A su lado, Celine se llevó una
mano a la boca, y también Dina parecía impresionada.
¿La madre de Adam? ¿Leanore Tremblett? Pero… cuando
Agrona Soverall había hablado de ella, parecía admirarla.
¿Cómo era posible que la anterior Señora del Espejo hubiera
hecho algo así? Debería haber sabido lo peligrosa que era la
magia del caos.
—Miente —susurró Celine, pero Dina negó con la cabeza.
—No puede mentir.
Adam seguía gélido. Se mostraba inexpresivo, pero yo
podía ver su espanto. Lo que había dicho Vandal lo había
pillado totalmente desprevenido. Aun así, siguió hablando
como si no hubiera pasado nada.
—¿Dónde se diluye la magia?
—No lo sé, mi señor. Yo… ¡Aaah! —Vandal gimió y Dina,
tras poner los ojos en blanco, aflojó un poco el látigo—. P…
Pelham supervisa la transferencia de magia personalmente.
No sé dónde… No sé…
—Adam. —Celine puso su mano sobre la de Adam—.
Deberíamos acabar ya, está pasando demasiado tiempo.
Adam dejó a Vandal, y Dina volvió a colocarse el cinturón
de serpiente. Luego Adam tomó sus dados, se inclinó hacia
delante y agarró una de las manos de Matt. Celine y Dina le
pusieron las manos en el brazo. Parecía tan rutinario como
si lo hubieran hecho mil veces.
—Rayne —murmuró Dina, y solo dudé un segundo antes
de tocar a Adam.
En cuanto se iluminaron los dados del destino, el tiempo
empezó a retroceder. Todo se deshizo: Dina usando su sello,
el interrogatorio a Vandal, yo destruyendo sus trites. Se
borró todo hasta el momento en que Dina y yo entrábamos
marcha atrás por la puerta de la sala.
El tiempo volvió a fluir normalmente cuando Dina bajaba
la manilla de la puerta. Esa vez, la imagen que tuvimos
delante fue totalmente diferente. Los Superiores charlaban
en el despacho privado del magistrado Vandal y brindaban
alegremente con sus copas de champán. Ya no quedaba
nada de la ilusión en la que Matt los había envuelto. Adam
estaba sentado en el sofá dorado con una sonrisa en la cara
que no llegaba a sus ojos. A su lado, Vandal, ignorante de
todo, conversaba con él.
La sangre había desaparecido de su túnica.
Pero yo todavía recordaba cómo sonaban sus gritos.
29

E nvertiginosa.
los siguientes dos días me vi inmersa en una actividad
Como estaba planeado, la milagrosa
aparición de la séptima heredera me había catapultado al
centro de atención de Bella Septe. A la mañana siguiente, el
magistrado Vandal anunció que organizaría una visita a la
ciudad en mi honor y que invitaría a los Superiores de más
alto rango. Nos hizo tomar un transbordador directo a los
miradores de la Ciudad Dorada, y no había minuto, ni
segundo, que no me observaran.
La Roma del Espejo era impresionante, todavía más de lo
que había imaginado, pero yo no tenía la cabeza para
turismo. Más de una vez busqué con la mirada a los
guardaespaldas que Adam me había asignado; no porque
temiera por mi seguridad, sino más bien al contrario: hacía
tiempo que el Ojo debía de saber que estábamos en la
ciudad y, si quería atraparme, los espacios abiertos eran su
mejor opción. Pero me mostraba en público y nunca pasaba
nada. Excepto una cosa: recibía treinta y siete propuestas
de matrimonio de otras tantas familias, con sus
correspondientes casas, joyas e incluso criados. Lo único
que debía hacer era decir «sí». Mientras Zorya, Dina, Matt y
los demás se lo pasaban en grande ante el espectáculo, yo
hervía de ira. Me estaba exponiendo para atraer al Ojo, ¡no
para comprobar mi valor en el mercado matrimonial!
Entretanto, de los rebeldes, ni rastro.
Desde la audiencia, a Adam parecía que se lo hubiera
tragado la tierra. No podía hablar con él de Lily, ni del
ataque pendiente del Ojo, ni tampoco sobre lo que
habíamos descubierto gracias a Vandal. Sus palabras no
dejaban de dar vueltas en mi cabeza.
Todo era cosa de la madre de Adam. No de Pelham o de
cualquier otro magistrado, sino de la mismísima Leanore
Tremblett. Ella ordenó manipular la magia. Ella era la
responsable de que hubiera tanta magia del caos en
nuestros barrios. Ella era la culpable de que hubieran
muerto tantas personas.
La pregunta, claro está, era: ¿por qué? ¿Qué pretendía?
Para Adam debía de haber sido un golpe inimaginable. A
fin de cuentas, llevaba semanas urdiendo aquel plan para
descubrir qué era lo que fallaba en las transferencias de
magia a Prime. Pero la verdad había resultado ser mucho
peor de lo que él temía.
Cuando en el viaje de regreso a Bella Septe le pregunté a
Matt dónde estaba Adam, él solo se encogió de hombros,
impotente.
—Quiere demostrar si hay algo de cierto en lo que ha
dicho Vandal —supuso. Estaba claro que el asunto le
preocupaba.
Una cosa sí me quedó clara: Adam quería estar solo. Y en
cualquier otra situación lo hubiera comprendido, pero
ahora… ahora mi frustración no conocía límites. Tenía la
sensación de que a Lily se le acababa el tiempo. Y odiaba
que Adam no quisiera hablar de lo que habíamos
descubierto. Odiaba que me excluyera.
Sin embargo, lo que más detestaba era lo mucho que me
dolía, porque quería decir que me importaba. Y eso era algo
que quería evitar a cualquier precio.

La tercera noche tras nuestra llegada, cuando por fin nos


pudimos retirar a nuestros aposentos, me dejé caer agotada
al lado de Cedric entre los muchos cojines que habíamos
desparramado por el suelo en el cuarto de Dina.
Nos habíamos pasado una hora entrenando, como cada
día, pero la magia de mi sello seguía sin funcionar. En
silencio, me preguntaba si tal vez tenía que ver con el
temblor, si era yo, que estaba demasiado dañada y por eso
la unión no se estabilizaba.
No protesté cuando Matt nos ofreció unos vasos con una
bebida dulce, aunque estaba claro que al día siguiente
tendría el peor dolor de cabeza de toda mi vida. Le di unos
sorbitos mientras oía cómo Dina y Matt, desde sus camas,
ponían verde a un Superior que se les había acercado
durante la visita a la ciudad. Sin embargo, en cierto
momento mis pensamientos fueron interrumpidos por un
ataque de tos. Miré a Cedric. Estaba muy pálido, hasta se le
veían pequeñas venas azules bajo la piel. No era la primera
vez que tenía esa pinta. Desde que lo conocí en Septem,
siempre me había dado la impresión de que podrías
romperlo de un soplido.
—Pregunta sin problema —dijo con voz ronca, y sentí que
me sonrojaba.
No había sido mi intención mirarlo de aquella manera.
—¿Es por tu… enfermedad por lo que no puedes portar la
llave de zafiro?
A fin de cuentas, él y Celine eran gemelos. Y para mí no
había ninguna duda de que Cedric merecía el sello más que
su hermana.
Negó con la cabeza y sonrió.
—No. En cada linaje solo hay un portador: el primogénito.
—¿Por un par de segundos?
Cedric suspiró ligeramente, y en ese momento Matt se
levantó de la cama, vino hacia nosotros y le revolvió
cariñoso el pelo.
—Cuéntaselo, Ceddy. Hace ya tiempo que es parte del
grupo, no hay razón para no compartir con ella el drama de
nuestra existencia.
—Hay una línea muy fina que separa compartir de
sobrecargar.
—No pasa nada —supliqué—. Quiero saberlo.
Nuevamente un suspiro, pero Cedric asintió.
—Los hermanos menores del portador casi siempre llegan
al mundo enfermos. No sabemos exactamente por qué. No
hay base científica, ningún defecto genético ni nada
semejante. Simplemente es la magia que se transfiere por
la sangre. Se pasa al primogénito o primogénita, que recibe
toda la fuerza vital del linaje. Fortaleza, salud…
—Aunque no necesariamente inteligencia —interrumpió
Matt.
—Renunciaría a algunos puntos de mi coeficiente
intelectual a cambio de unos buenos pulmones. Y ya es hora
de que dejes de considerar tonta a mi hermana, Matthew.
Matt sonrió enseñando los dientes.
—Lo haré en cuanto deje de comportarse como un
animal.
—O sea, nunca —replicó Dina.
—Exacto.
—Un momento —susurré incrédula— ¿Estás enfermo por
culpa de los sellos?
Cedric se encogió de hombros.
—Para el resto de la descendencia no queda nada. Se…
atrofia. Procura evitarse que se dé esta situación, pero a
veces pasa. O bien porque son gemelos, como Celine y yo, o
bien porque se produce un embarazo no deseado, como en
el caso de los Tremblett.
Arqueé las cejas. Al principio no lo entendí, pero luego
recordé el libro que había ojeado en la biblioteca de Agrona.
Era verdad, Adam tenía una hermana. Solo sabía que ni ella
ni su padre vivían en Septem.
—Entonces, ¿la hermana de Adam también está enferma?
—pregunté en voz baja.
Cedric asintió.
—Sí. Pris… Priscilla nació tres años después que él, y
tiene un defecto cardíaco grave. —Dejó escapar un suspiro
ligeramente entrecortado—. Hace una eternidad que está
en una residencia. Por lo menos mis pulmones funcionan a
medio rendimiento, los de Pris, al contrario…
Cedric dejó que la frase se perdiera en el vacío, pero no
me costó completarla: la cosa no pintaba bien.
—En realidad, Cee lo ha tenido peor que tú —continuó
Matt antes de dejarse caer entre nosotros—. Por lo menos,
tú no te dedicas desde hace años a irle detrás a alguien con
el que tienes cero posibilidades.
Vi cómo Cedric tragaba saliva. Miró a Matt con expresión
dolida. Con esfuerzo, consiguió conjurar una sonrisa.
—Sí… eso sí.
«Vaya». ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Cedric
estaba enamorado de Matt.
Sentí tal compasión que no supe qué hacer con ella, y
mucho menos qué decir sin ofender a Cedric. Cuando me
miró con la frente arrugada, supe que era el momento de
cambiar rápidamente de tema. Así que carraspeé y miré a
Matt.
—¿Te refieres a Celine y a Adam? ¿Han estado juntos en
algún momento?
En los últimos días me había llamado la atención lo
mucho que sufría Celine ante la ausencia de Adam. Durante
la visita a la ciudad, había estado todo el tiempo con la
mirada perdida y ni nos había dirigido la palabra. Al llegar a
Bella Septe siempre se marchaba con paso rápido a su
suite, y ni se molestaba en cerrar la puerta tras de sí.
Dina negó con la cabeza.
—Para nada. En ese tema, Adam es muy firme.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que no puede haber relaciones entre los Siete. Bueno,
por lo menos ninguna que vaya más allá de una alegría para
el cuerpo.
—Por los sellos… —Caí en la cuenta y apreté un cojín
contra mi pecho—. Cada sello necesita su propio linaje.
—Exacto. Y eso también significa que… —Matt se inclinó
hacia mí y chocó su vaso contra el mío— nuestro incipiente
amor tendrá que quedarse en un amago. Lo siento mucho,
Ray.
—Pero el sexo ya es otro tema… —Ante mi mirada
incrédula, Dina añadió, riéndose—: No me mires así. En los
archivos de Septem pueden encontrarse algunos
documentos confidenciales que especulan sobre lo
fantástico que debería ser el sexo entre portadores de los
sellos oscuros. Por lo que parece, si se practica
correctamente, puedes incluso sentir la magia de la otra
persona literalmente cantar.
Le di un codazo en las costillas.
—Pero ¿qué te pasa?
Dina se siguió riendo. Se inclinó hacia mí y me plantó un
beso en la sien.
—Que he nacido, Harwood. A partir de ahí, ya todo fue de
mal en peor. —Le empezó a dar puñetazos a Matt en el
brazo—. Pero en este tema, nuestro experto es Matt. Él y
Sebastian mantuvieron una intermitente relación secreta
durante años.
Parpadeé.
—¿Sebastian? ¿El renegado?
—El mismo. —Dina sonrió ampliamente, luego agarró un
cojín y lo hizo girar hábilmente sobre su cabeza.
—Pero… ¿cómo? —le pregunté a Matt, que se limitó a
encogerse de hombros con cierta cautela—. ¿Sabiendo que
no podríais estar juntos?
—Por ahora ninguna generación de portadores se ha
resistido a intentarlo. Tu padre, por ejemplo… —Dina volvió
a sonreír y vi cómo Matt y Cedric le indicaban con la mano
que parara, pero ella siguió hablando—. Tu padre a nuestra
edad estaba loquito por la madre de Adam.
Abrí la boca y la volví a cerrar.
¿Cómo?
—Nadie te lo había dicho, ¿eh? —Dina se inclinó
conspiratoria hacia mí—. Hay una frase que conocen todos
los Superiores en el Espejo. Es casi una frase hecha: «Los
Tremblett siempre han sentido debilidad por los Harwood».
En casi cada generación desde los tiempos de Vivienne
Harwood ha habido un gran amor entre las dos familias. Se
han escrito libros al respecto, se han compuesto canciones.
Algunos creen que tiene que ver con la magia de los dos
linajes. Que se complementan a la perfección. Los
Superiores lo encuentran terriblemente romántico, pero al
final… —Dina dejó que el cojín siguiera dando vueltas antes
de lanzarlo con fuerza sobre la cama—. Al final siempre ha
terminado en tragedia. Todos siguieron con sus vidas.
Infelices y amargados. Como exigía de ellos el Espejo. —
Dina se giró, se puso bocabajo y cogió el vaso que había
dejado en la mesilla de noche. Apuró el contenido de un
trago—. Unos personajes de cuidado.
Yo no era capaz de seguirles el ritmo.
—¿Mi padre estaba enamorado de la madre de Adam?
—Sip —asintió Dina—. Y era correspondido. Por lo menos
de jóvenes. En algún momento se separaron.
—¿Y entonces Leanore simplemente se casó con otra
persona?
—Pero nunca lo quiso. —Matt me lanzó una sonrisa débil
—. Eso lo sabía todo el mundo, el padre de Adam incluido.
Fruncí el ceño.
—¿Y eso? ¿No podrían haberse saltado las reglas? Hay
otras formas de tener un hijo, si tanta falta hacía.
Inseminación artificial, in vitro…
—La cosa no funciona así —comentó Cedric en voz baja
—. No en Septem. Cuando se creó el Espejo, los Siete
juraron no mantener ese tipo de relaciones. Sé que no es
fácil de comprender, pero antes de que existiera el Espejo,
el amor y los celos de los portadores de los sellos oscuros
casi llevaron al mundo al borde del colapso. Por eso es tan
importante que los Siete mantengamos una conexión
estable para cada sello individualmente. Leanore solo
cumplió con su deber al casarse con el padre de Adam. En
cualquier caso, una relación real con Melvin hubiera sido
imposible. —Cedric miró al techo, su cabeza cerca de la mía
—. Hay quien cree que Leanore se suicidó diecisiete años
después de la muerte de Melvin porque seguía teniendo el
corazón roto. Pero la verdad es que no se sabe si es cierto.
Suspiré para mis adentros. Muchas de las cosas que
había oído en los últimos días sobre la madre de Adam no
encajaban. Agrona había hablado de ella como si hubiera
sido la dirigente más amada del Espejo, por lo menos al
principio, pero algo debía de haber cambiado. Ella debía de
haber cambiado si aceptó que la magia del caos afectara a
Prime al diluir la magia. Y ahora estaba aquel asunto de mi
padre…
No podía haberse suicidado por él, ¿no? ¿Por qué habría
esperado hasta después de la coronación de Adam?
—¿Cómo…? —me atasqué—. Quiero decir, ¿qué pasó
cuando murió?
Dina le puso la mano a Matt en el hombro, y me di cuenta
por primera vez de lo ausente que estaba. Quería redirigir la
conversación, decirle que no tenía por qué contármelo, pero
ya había empezado.
—Hubo una concentración de magia terrible en Nueva
York. Sebastian, Jarek y yo queríamos ir hasta allí con los
guardias, pero Leanore insistió en acompañarnos. Ya no
tenía sus dados, fue justo después de la coronación de
Adam, así que se había armado con otros sellos de combate.
Los había estado utilizando para luchar contra los abismos,
para hacerlos retroceder, y luego, de repente… nada. Sin
más, se lanzó de cabeza a la concentración. Sus gritos…
fueron… —Matt se estremeció—. Fue horrible.
Todo esto había pasado hacía solo cuatro meses, recordé.
El horror todavía se le veía en el rostro.
—Y… ¿Adam? —pregunté en voz baja—. ¿Cómo se
enteró?
—Ese día estaba aquí, en Roma. Pelham había organizado
una fiesta con motivo de su coronación. Se enteró al día
siguiente.
Sentí como si un nudo me apretase lentamente en la
garganta, y me alegré infinito de que todos fuéramos a
pasar la noche en la misma habitación. Me quedé dormida
acurrucada entre los demás. El brazalete de mi muñeca
palpitaba suavemente. Era como si mi magia quisiera llegar
al resto. Como si sintiera que ya no estaba sola, sino que
era parte de algo más grande que yo misma. Pero, por
mucho que quisiera dejarme consolar por esa certeza, no
podía.
No sin Lily.
30

L as migas de pan no duraban ni un segundo en la


superficie del agua: las bocas de los peces las engullían
de inmediato. Me había agenciado un bollito del desayuno y
había salido a echarles unas migas desde el balcón de mi
suite.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que ni me di
cuenta de que alguien se me acercaba.
—¿Señora Harwood?
Al girarme me topé con un Superior al que no conocía.
Llevaba una chaqueta y unos pantalones tan cubiertos de
brocado que él mismo se debía de sentir como una
caricatura. Era calvo y lucía perilla.
—Soy el presidente del Consejo Supremo del magistrado
Vandal, señora —se presentó—. Ricardo Marconi. Por
desgracia, no he podido llegar a Roma hasta hoy, pero
algunos de mis criados ya me han informado de lo
cautivadora que es vuestra excelencia. —Sonrió
exageradamente—. Los rumores no os hacen justicia. En
persona, vuestra excelencia es mucho más hermosa.
Vale. Qué asco. ¿Quedaría poco diplomático tirarlo por el
balcón a los rosales?
—Muchas… gracias.
—¿Tal vez tendría vuestra excelencia algo de tiempo? El
torneo de exhibición no se celebrará hasta dentro de un par
de días y, por lo que he oído, no habéis estado nunca en
Roma. Hay una enorme cantidad de lugares maravillosos.
¿Se refería a si me apetecía que me llevara de paseo por
la ciudad? ¿Ahora? ¿Hablaba en serio? Podría ser mi padre.
¡Por lo menos!
—Yo… no creo que…
—Mi hijo se sentiría profundamente honrado.
¡Su hijo! Solté un suspiro de alivio… que el señor perilla
claramente malinterpretó.
—Oh, no se arrepentirá, señora Harwood. La familia
Marconi tiene al pretendiente perfecto, créame. Nuestro
árbol genealógico, mediante el cual podemos demostrar
claramente que no ha habido cruce con vuestro linaje, se
remonta a siglos atrás. Mi hijo también cumple con todos los
requisitos. Mental y físicamente. Ya ha pasado todas las
pruebas relativas a su ferti…
En medio de la frase, el señor perilla se detuvo. Oí unos
pasos y me invadió el alivio. Daba igual quién fuera a
interrumpirnos, porque cada palabra que decía aquel tipo
hacía que el balcón girara cada vez a más velocidad. Con la
palabra «fertilidad» sin duda me hubiera tirado
directamente yo misma al estanque.
—¡Señor Lacroix! —dijo el hombre, incrédulo, sin
detenerse a tomar aliento. Se inclinó tan profundamente
que su frente casi tocó el suelo, al tiempo que yo por fin
sacaba fuerzas para mirar por encima del hombro.
Efectivamente, era Sebastian Lacroix. De nuevo con ropa
de color amarillo dorado, no tan ostentosa como en el
banquete de hacía unos días, pero aun así nada discreta. De
cerca, sus marcados rasgos destacaban aún más, aquella
barbilla definida y aquella boca, que parecía estar siempre
ligeramente ladeada, como si siempre estuviera sonriendo
divertido. Por su mirada, sabía exactamente qué tipo de
impresión causaba. Y lo disfrutaba.
—Ricardo Marconi —indicó Sebastian—, creo que su
familia ya quedó excluida hace años como aspirante
potencial a los Siete.
—Por un malentendido, como vos seguramente…
—Falsificar resultados de pruebas no es un malentendido.
Confórmese con que el Alto Tribunal de Septem fuera
compasivo con usted, yo no lo hubiera sido. —Sebastian me
miró—. ¿Un paseo, mi señora?
Me tendió un brazo y yo pestañeé varias veces hasta que
comprendí lo que esperaba de mí. Mantuve la cabeza bien
alta.
—Tal vez me interese más saber de la fertilidad del hijo
del señor Marconi.
Sebastian me miró fijamente y luego se rio. Se carcajeó
tan alto que Marconi respingó indignado y finalmente se
marchó entre maldiciones.
—Pues sí que eres un dragón —comentó Sebastian con
una voz ronca—. Siento que no hayamos tenido oportunidad
de saludarnos hasta hoy. Con lo cual, me alegro todavía más
de conocerte… Rayne —su forma de pronunciarlo solo
podría calificarse de sugerente. Como si él, al decir mi
nombre, quisiera decir algo totalmente diferente—. Me
llamo Sebastian Lacroix. Soy el portador del espejo de los
ángeles, pero imagino que con esto no te cuento nada
nuevo.
—No. Sé que eres un renegado.
Él amplió todavía más la sonrisa divertida que había
lucido hasta el momento.
—¿Es eso lo que dicen en Septem?
Asentí.
—También dicen que eres un egocéntrico hambriento de
poder.
—Me temo que en eso no se equivocan —contestó,
totalmente despreocupado—. ¿Te han contado de paso que
tengo motivos para ello?
Lamenté de inmediato haber hablado.
—Se les debe de haber olvidado. No me puedo imaginar
por qué.
Sebastian volvió a reírse.
—Rayne Harwood —murmuró—, creo que podríamos ser
muy buenos amigos.
—Sebastian Lacroix, no lo tengo tan claro.
Sonrió mostrando los dientes y se apoyó tranquilamente
con la espalda contra la barandilla del balcón. Al moverse,
su chaqueta dejó ver el espejo que guardaba en una
pistolera en el cinturón. Estaba lacado en oro, con un mango
cónico y dos alas grabadas en el marco.
Gracias a las explicaciones de Cedric antes del viaje a
Roma, sabía qué tipo de sello oscuro tenía Sebastian: podía
manipular los pensamientos. Una mirada equivocada hacia
él y la persona le permitía acceso a su subconsciente, a las
cosas de las que ni siquiera uno se percataba, a recuerdos o
sentimientos que estaban enterrados en lo más profundo de
su ser.
Desvié la vista rápidamente, pero ya era demasiado
tarde: Sebastian se había percatado de mi mirada.
—No te preocupes —bisbiseó ante mi obvio temor—. Para
meterme en tu cabeza tendría que conocerte mejor. Cuanto
más cercano soy a alguien, más fácil me resulta.
—Qué tranquilizador, porque entonces el riesgo para mí
es cero —le respondí en tono helado, lo cual hizo que
Sebastian suspirara.
—Déjame adivinar. Los demás te han informado sobre
nuestra dramática ruptura. Entonces también sabrás los
motivos, ¿no?
—Tu familia se cree que tienes derecho de cuna a ser el
Señor del Espejo. Tienes envidia de Adam.
—¿Envidia? Ojalá fuera eso, Rayne. —Sebastian se inclinó
sobre mí, su aliento me hacía cosquillas en la oreja—. Es al
Espejo a quien hay que proteger de Adam Tremblett. Por eso
hago todo esto.
Fruncí el ceño.
—¿Perdón?
—No es culpa tuya. Tú solo has oído su versión, y Adam
finge a menudo ser quien no es. Un Señor severo pero justo,
alguien que lleva de forma altruista el sufrimiento del
mundo sobre los hombros. —Sebastian resopló burlón—. En
realidad, los Tremblett están todos podridos hasta el
tuétano. Adam lo sabe, créeme. Es su familia la que nunca
ha tenido límites cuando se habla de poder. Y tu linaje, el de
los Harwood, ha tenido que padecerlo durante
generaciones.
Mientras Sebastian hablaba, la piel del brazo se me había
puesto de gallina. Notaba en las puntas de los dedos que en
cualquier momento se iba a desatar el temblor, así que dejé
que mis manos colgaran fláccidas a ambos lados de mi
cuerpo y que desaparecieran entre los pliegues de mi
vestido.
—Lo que hicieran los antepasados de Adam me interesa
poco —dije tan tranquilamente como pude.
—Bueno…, la cosa no es tan sencilla. Nunca lo es cuando
hablamos de los sellos oscuros. —Sebastian se detuvo y
dejó que el silencio durara unos segundos—. Los que portan
los sellos antes que nosotros no desaparecen. Le otorgan al
sello una conciencia que está… a nuestro lado. Que nos
transforma. ¿No te han contado nada de eso?
Los ecos. El propio Adam había hablado de aquello, de
que las almas de los portadores no desaparecían, sino que
un ápice de ellas se quedaba en el sello tras su muerte.
—¿Y? —contesté de la forma más impasible posible.
—Nada. ¿Qué efecto piensas que tiene en alguien que
todos los portadores anteriores de su sello se caracterizasen
por su falta de escrúpulos, por codiciar la magia y por
engañar?
—Eso es una tontería. —Puse los ojos en blanco para
darle énfasis, aunque en el fondo tenía que admitir que las
palabras de Sebastian no me eran indiferentes.
—Oh, Rayne —Sebastian se rio de manera ominosa—, no
tienes ni idea de lo que son capaces los portadores de los
dados del destino, ¿no?
El recuerdo del interrogatorio de Vandal pasó
rápidamente por mi mente. Rememoré cómo Adam había
agarrado la cabeza del magistrado, cómo lo había obligado
a mirar hacia abajo y cómo se había quedado
completamente impasible ante sus gemidos.
Y a pesar de eso… Todo aquello de los «linajes corruptos»
estaba cogido por los pelos. No había sido Adam quien
había manipulado la magia en nuestro mundo. No había
sido él quien había traído la magia del caos a Prime. Al
contrario: él estaba intentando desesperadamente hacer lo
correcto.
—No te creo —dije con voz firme.
—Ni tienes por qué. Pero lo experimentarás en carne
propia si no te separas cuanto antes de los Siete. —
Sebastian se separó de la barandilla y chasqueó los dedos,
como si de repente hubiera tenido una gran idea. Alcanzó
su espejo e instintivamente di un paso atrás mientras me lo
tendía—. O, mejor todavía, puedes verlo por ti misma.
—¿Me tomas por loca? Ni de coña voy a mirar ahí.
—Rayne —Sebastian sonrió levemente—, solo te estoy
pidiendo que eches un vistazo a un recuerdo. De otra
persona. No tengo ninguna razón para meterme en tu
cabeza.
La superficie del espejo, que hasta ese momento no había
reflejado nada, ni de Bella Septe ni de mí, se cubrió de
imágenes.
Sabía que tenía que retroceder, pero Sebastian lo había
colocado de manera muy astuta. Dejó el espejo ante sí con
descuido, ni siquiera inclinado hacia mí, y me convencí de
que no me haría ningún daño echar un vistazo, por lo
menos de reojo.
Se veía una mujer con el rostro ensombrecido. Estaba
arrodillada y miraba entre dos puertas. Luego estiró una
mano en dirección a quien observaba, como si quisiera
acariciarle. Con los ojos llenos de urgencia, hablaba con
alguien oculto detrás del espejo, pero no se entendía lo que
decía.
—Su nombre es Violet —me susurró Sebastian—. Vivió en
el Londres del Espejo hace muchos años.
—¿Y a quién pertenece el recuerdo?
—A su hijo. En aquel entonces tenía exactamente tres
años.
En el espejo, la mujer cerró las puertas ante sí hasta
quedar en la más absoluta oscuridad. Poco a poco me di
cuenta de que lo que veía era realmente el recuerdo de un
niño pequeño, que fue retrocediendo hasta hundirse entre
chaquetas con estampados de brocado.
Estaba sentado dentro de un armario. A través de la
rendija que se abría entre las puertas solo entraba la luz de
la habitación. La situación permaneció inmutable un rato. El
niño hizo varios intentos de abrir la puerta, pero parecía
pensárselo mejor cada vez.
—No entiendo muy bien de qué va esto —mascullé, pero
Sebastian levantó un dedo.
—Espera. Enseguida se va a poner interesante.
Suspiré y seguí mirando al espejo. Efectivamente, el niño
avanzó entre las chaquetas que colgaban en el armario y
abrió con cuidado una de las puertas, solo un poco. Vi cómo
temblaba su manita…; de hecho, toda la imagen empezó a
agitarse en cuanto la mujer volvió a aparecer.
Yacía inmóvil en el suelo, con el rostro vuelto hacia el
espectador. No había heridas visibles en sus ojos, pero
estaban vacíos. Obviamente estaba muerta.
Había otra mujer de pie a su lado. Tenía tirabuzones
blanco platino y… sostenía dos dados en la mano. Miró a la
mujer que yacía en el suelo de forma inexpresiva antes de
darse la vuelta. Justo entonces, la imagen se detuvo y el
espejo se quedó en blanco.
—Oh, dios mío —susurré asustada, y me odié de
inmediato al ver a Sebastian esbozar una sonrisa—. Esa era
la madre de Adam —constaté lo obvio—. ¿Qué quiere decir
esto?
—El recuerdo que acabas de ver pertenece a Dorian
Whitlock. Se grabó en lo más hondo de su subconsciente, y
no es de extrañar. A fin de cuentas, se vio obligado a ser
testigo de cómo asesinaban a su madre.
«¿Dorian Whitlock?». No entendía nada.
—¿De dónde lo has sacado? ¿Cómo te has hecho con él?
—Yo no, mi madre. Ella tenía este espejo —agitó su sello
— antes de portarlo yo y, bueno, digamos simplemente que
ella y Leanore no eran uña y carne. La espiaba. Todo el rato.
Era su… pasatiempo. Algo deplorable, lo sé. En cualquier
caso, en el transcurso de sus pesquisas descubrió a un
joven que defendía que su madre había sido asesinada por
una mujer que portaba un sello en forma de dos dados. Por
supuesto, nadie lo creía. No se abrió ninguna investigación
ni hubo ninguna vista, obviamente, es importante recordar
que hablamos de la Señora del Espejo… Pero mi madre lo
buscó y le extrajo este recuerdo. Fue fácil, las imágenes se
habían quedado ancladas con fuerza en el subconsciente de
Dorian. Por eso se ven tan nítidas.
Intenté calmar mi corazón.
—¿Y por qué me lo enseñas? Ya me has oído: no me
importa lo que hayan hecho los antepasados de Adam.
Sebastian ladeó la cabeza.
—¿Realmente piensas que Leanore no puso al corriente
de todo a su hijo? ¿Crees que llevó a Adam al trono sin
contarle antes lo que había hecho? Venga, Rayne, que
tampoco eres una ingenua, ¿no?
Levanté la barbilla.
—Creo que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que
decirnos, Sebastian.
Él sonrió totalmente despreocupado. Se inclinó y, sin
más, posó un beso en el dorso de mi mano y se retiró antes
de que pudiera darle una hostia.
—Te deseo una feliz estancia en Bella Septe, Rayne
Harwood. Volveremos a vernos en la final. —Me miró por
encima del hombro mientras se marchaba, sonriendo
alegremente—. Créeme, ¡va a ser un gran espectáculo!
Lo observé, ya de espaldas.
—¿Qué fue de Dorian? ¿Dónde acabó tras la muerte de su
madre?
Sebastian se giró brevemente.
—Ah, se crio con su abuela. Era una forjadora de sellos
muy conocida, Nessa Greenwater. Pero el nombre
seguramente no te dirá nada.
Y con eso, desapareció de mi campo de visión.
31

E lsaturada
encuentro con Sebastian me había dejado la
de pensamientos extraños. Sobre
cabeza
Dorian
Whitlock. Sobre su conexión con Nessa Greenwater, que al
parecer era su abuela. Y especialmente sobre Leanore
Tremblett y lo que yo acababa de ver. Había asesinado a
aquella mujer a sangre fría. «¿Realmente piensas que
Leanore no puso al corriente de todo a su hijo?».
Las palabras de Sebastian habían sembrado un atisbo de
duda en mi corazón. Pero no permitiría que germinara. Le
había prometido a Adam que colaboraría con él, e iba a
mantener mi promesa. Pero tampoco podía hablar con los
demás sobre lo que me había mostrado Sebastian. No sin
antes habérselo contado a Adam.
En vez de irme con Matt y Dina tras la cena, me puse
ropa más cómoda y me escapé al jardín. De él partían
algunos senderos sinuosos que fluían entre hermosos
parterres de flores hasta llegar a un paseo en el que me
pareció ver, detrás de los árboles, un grupo de aquellos
pájaros espectrales que había encontrado en los jardines de
Septem. Algunos de ellos incluso cambiaron de forma y
saltaron sobre la hierba transformados en conejos, ratones y
gatos. Yo seguí el espectáculo, hasta que finalmente
apareció frente a mí un edificio más pequeño con una
cúpula dorada. Estaba un poco alejado, pero seguía
encontrándose dentro de la muralla de Bella Septe.
Supuse que Jarek y el resto de mi guardia personal
estarían cerca. La mayor parte del tiempo se mantenían a
una poca distancia de mí, la justa para que pudiera dar el
pego como señuelo. Sin embargo, dentro de la sede del
gobierno, que estaba fuertemente vigilada, intentaban
darme la impresión de que tenía una cierta privacidad.
Abrí la puerta del edificio con cuidado. Estaba oscuro,
pero las luces de los sellos sol que habían instalado fuera
arrojaban su atenuado brillo hacia el interior, de manera
que pude distinguir una especie de salón de baile: las
paredes y techos estaban ricamente decorados, y también
contaba con tres enormes lámparas de araña.
Mis pasos me llevaron con su eco hasta el centro de la
sala vacía. Luego levanté las manos. Alrededor de Ignis se
empezaron a iluminar las primeras líneas rojizas, la magia
de mi sello me parecía hoy más tranquila que
habitualmente. Tal vez por fin iba a conseguirlo.
«Por lo menos, voy a intentarlo».
Tensé rápidamente ambas manos, como siempre hacía
antes de un combate, y luego las separé.
Nada. Como había pasado ya demasiadas veces durante
mis horas de entrenamiento con Dina, dos finos hilos de
magia chisporrotearon de mis dedos y se quedaron ahí,
temblando. Inspiré profundamente e intenté relajarme.
«Puedes conseguir todo lo que te propongas», me habría
dicho Lily en un momento así. «Simplemente, concéntrate».
Concentrarse. Precisamente ese era el problema. La
preocupación por Lily, además de mi confusión, inhibía
cualquier otro pensamiento. Toda esa telaraña de mentiras
era demasiado para mí. Porque, en el fondo, Sebastian tenía
razón. Lo que me había enseñado era la pieza del puzle que
faltaba. Nessa Greenwater era responsable de los sellos que
se habían utilizado en la mansión de Agrona Soverall. Y era
la abuela de Dorian Whitlock. Si la hija de Nessa había sido
asesinada por Leanore Tremblett, entonces abuela y nieto
tenían motivos más que sobrados para odiar a la familia de
Adam. Y no era de extrañar que se hubieran unido al Ojo. O
quizás… ¿Y si Nessa Greenwater era quien había fundado el
Ojo? A fin de cuentas, quería destituir a los Siete. Quería
asesinar al Señor del Espejo. ¿No sería todo una cuestión de
venganza personal?
Nuevamente levanté las manos e intenté lanzar una
estocada. Sin éxito. Me había equivocado: mi magia estaba
tan inquieta como siempre, y no era capaz de dominarla. ¡Ya
había pasado más de una semana desde el ritual! Sin
embargo, seguía sin poder controlar a Ignis. ¿O era
simplemente que mi sello no quería conectar conmigo?
¿Qué había dicho Adam sobre sus dados?
«No me guían».
—Ya me parecía haberte visto desaparecer por aquí.
Era la voz de Adam. Estaba de pie en la entrada del salón
de baile, apoyado en el quicio, observándome.
Me giré, me crucé de brazos e intenté que no se me
notara lo mucho que me había sorprendido su repentina
aparición.
—No vayas de listo. Simplemente les has preguntado a
tus guardias dónde estaba.
Adam se me fue acercando con una leve sonrisa en los
labios hasta ponerse delante de mí.
—Me has pillado —susurró.
—¿Y? —intenté no sonar contrariada—. ¿Has descubierto
algo durante tu desaparición de la faz de la tierra estos
días?
Adam se sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Era un fino
vial… lleno de magia.
—Sí, solo que nada realmente nuevo. Es como
pensábamos: los magistrados podían enviar tanta magia a
Prime porque diluían una gran parte. Y, por supuesto, no
han enviado a los gobiernos o a los ricos de tu mundo la
magia adulterada, sino solo a los barrios de Prime donde
vive gente que no puede hacer nada al respecto. Nadie ha
notado la diferencia. Porque se puede luchar con la magia
adulterada, usarla como siempre…, solo que produce una
adicción tremenda y… magia del caos. —Suspiró—.Vandal
tenía razón. En todo, por lo que parece.
Apreté los puños al pensar en la gente de los suburbios.
Se morían sin saber de qué, solo porque una tipa del Espejo
había decidido que sus vidas eran irrelevantes.
Adam volvió a hacer desaparecer el vial en el bolsillo de
su chaqueta.
—Cuando pase la final, confrontaré a Pelham con los
hechos y lo destituiré. Seguramente será un escándalo para
los Superiores, pero lo mantendré bajo control. Tenemos
pruebas de lo que ha hecho. Todo el mundo entenderá que
tengo que acabar con este asunto.
Asentí lentamente.
—¿Y Lily?
Su rostro se oscureció todavía más.
—Me temo que los magistrados no saben nada de la base
del Ojo, aunque eso no cambia nuestro plan. Los rebeldes
aparecerán, Rayne. Como tarde, el día de la final, de eso
estoy seguro. Y entonces la liberaremos.
El Ojo.
Tenía que decírselo.
—Adam, en cuanto al Ojo… Me encontré con Sebastian y
me mostró algo con su sello. Sobre tu madre.
—Ah. —Adam se pasó la mano por el brillante cabello—.
No llevamos ni un día aquí y ya está intrigando. Genial.
Lo miré fijamente.
—No lo entiendes. Tiene que ver con Nessa Greenwater.
Hablasteis de ella, ¿no? Cuando llegamos a Roma. ¿La
forjadora de los sellos cuya hija había muerto?
Adam frunció el ceño, su rostro parecía confuso.
—Rayne, eso pasó hace muchos años.
—¡A eso voy precisamente! La hija de Nessa tenía un hijo.
Dorian Whitlock. De pequeño fue testigo de cómo
asesinaban a su madre. —Inspiré profundamente—. Y lo hizo
una mujer con el cabello blanco que portaba los dados del
destino.
Adam no emitió ningún sonido. De hecho, no se movió ni
un milímetro.
—¿Comprendes? Dina dijo que Nessa Greenwater había
renunciado a ser la forjadora de sellos de Septem tras la
muerte de su hija Violet. Pero no fue por el duelo, sino
porque no podía soportar seguir teniendo relación con tu
madre. Porque su nieto le contó lo que había ocurrido.
Adam inspiró en silencio, luego se giró y dio unos pasos
por la sala.
—¡Adam!
—Ya veo —dijo, sin mirarme.
Me invadió una ola de frustración. No era solo el Señor
del Espejo, sino también el señor de responder con
monosílabos. Yo acababa de acusar a su madre de asesinato
y él me dejaba de hablar.
—¿Tienes idea de por qué tu madre podría haberla
matado?
—No —contestó, y luego me miró. En su rostro asomaba
una sonrisa autodespectiva—. Parece ser que mi madre me
ocultó algunas cosas antes de morir. O tal vez fui yo quien
se cerró en banda al ver cómo se descontrolaban las cosas
cada vez más. No lo sé. Pero te lo garantizo: no sabía nada
de Violet. —Ladeó la cabeza—. La pregunta tal vez sea, más
bien, por qué te lo ha contado Sebastian.
—Igual solo quería que escuchara todas las versiones.
—O manipularte. Que es una característica fundamental
de su familia.
Sentí que mi corazón se encogía ante la tristeza que
invadía el rostro de Adam.
—Tengo claro que me quería manipular, pero no se trata
de eso. No te echo la culpa de lo que hiciera tu madre. Solo
quería que lo supieras por mí. Nada más.
Suspiró.
—Ya lo sé. Lo… lo siento. Estos días simplemente… me he
visto superado. —Su mirada vagó por la sala vacía—. ¿Qué
buscabas aquí?
Parpadeé, pero acepté el cambio de tema, porque sentí
que él lo necesitaba.
—Quería… intentar usar mi sello.
—¿Y?
—Nada —admití abatida mientras apretaba el brazo
derecho contra el cuerpo—. Dina me ha dicho que es
normal, pero creo que… tal vez el temblor haya arruinado
mis capacidades.
Para demostrarlo, levanté las manos y me obligué a no
tensarlas automáticamente, como solía hacer. Mis dedos
comenzaron a oscilar ligeramente de arriba abajo.
—Cuando Ignis esté totalmente bajo tu control —dijo
Adam—, puede que el temblor se reduzca. Con el tiempo,
tal vez incluso desaparezca.
No quise hacerme ilusiones, pero sonreí a pesar de todo.
Adam me rodeó hasta acabar justo frente a mí.
—¿Podrías confiar en mí?
Lo miré por encima del hombro y no supe qué decir.
Cuando asentí, Adam se me acercó tanto que mi cabeza le
llegaba a la barbilla. Puso las dos manos sobre mis hombros
con cuidado.
—Inténtalo —susurró, y su voz entró profundamente en
mi interior. Desprendió algo en mi ser que se había quedado
bloqueado desde el momento en que Adam había tomado
mi mano en el banquete.
Retrocedí.
—No puedo.
«Y si crees que tenerte tan cerca me tranquiliza, te
equivocas».
—Inténtalo.
Estiré las manos hacia delante. Lentamente, ejecuté un
par de gestos simples, pero incluso así me temblaban los
dedos y la magia se desvanecía. Empecé de nuevo, pero
nada.
—Continúa —dijo Adam a pesar de eso—. Vuélvelo a
intentar.
Apoyaba los pulgares en la parte superior de mi clavícula
mientras me acariciaban con suavidad. Sentía su tacto en
todo mi cuerpo, y mis pensamientos se mezclaron sin orden
ni concierto. Nunca había estado tan cerca de mí por
voluntad propia, solo en el ritual y en el banquete, cuando
había sido obligatorio.
Me puse en tensión de forma instintiva y, cuando un
gesto más produjo una bocanada ínfima de magia, quise
rendirme, frustrada; pero entonces lo sentí.
La magia de Adam… estaba fluyendo a través de mí.
Emití un gemido. Todos mis sentidos se concentraron en
el contacto con sus dedos, y busqué aquella conexión que
se estableció entre nosotros durante el ritual, la conexión
entre mi magia y la suya.
La encontré.
Ahí estaba la puerta que había sentido entonces, y que él
había cerrado por obligación durante el ritual. Pero ahora
estaba abierta. No entornada, sino abierta de par en par.
No dudé y dejé que mi espíritu la atravesara. Hasta el
lugar en el que la magia de Adam me invocaba hacia él.
Todo en mí se calmó. Mis manos ya no temblaban, ni
siquiera un poquito. Al extenderlas, dos poderosas
estocadas mágicas recorrieron la sala hasta chocar contra la
pared más alejada. Sentí a Ignis por todo mi cuerpo
mientras la magia de Adam vibraba en mí; tuve que cerrar
los ojos, abrumada.
Tras la puerta que acababa de traspasar había un lago. Su
superficie era tan lisa como un espejo, y no entendía por
qué Adam me había ocultado esas vistas durante el ritual.
Porque su magia también era hermosa, fresca y amable,
mientras que la mía era ardiente y tempestuosa. Su magia
me invocaba, y yo no podía resistirme a su llamada. Entré
en el lago, cada vez más rápido, y me sumergí hasta que la
oscuridad absorbió todos los colores. Finalmente llegué a mi
destino: una columna de luz pálida pero fuerte. Me acerqué
con cuidado. Fundirme con aquella luz me pareció lo más
natural del mundo.
Cuando volví a abrir los ojos, mis dedos se tensaban en el
aire y, sobre ellos, las líneas eran más visibles que nunca.
Había estado allí. En la fuente de la magia de Adam.
Había sido solo en mi mente, vale, pero me había
parecido tan real…
Aún tenía las manos sobre mis hombros, pero no se
movió. Me quedé allí un momento, y luego tomé los dedos
de Adam. En realidad, mi intención era alejarlos de mí, pero,
al contrario, acabé tocando su mano con la palma de la mía.
Nuestros dedos se entrelazaron. Fue como un acto reflejo,
como el movimiento más natural del mundo. Y aunque mi
sentido común me gritaba ligeramente histérico que soltara
a Adam de inmediato, mis dedos rozaron sus nudillos,
ligeros como una pluma, luego el dorso de sus manos, la
suave piel de sus muñecas. Para mi sorpresa, su mano no
era la de un aristócrata: tenía zonas ásperas y callos en los
dedos, que eran delgados pero fuertes.
—Rayne —murmuró Adam, y ya no pude evitarlo. Alcé la
mirada para hacer frente a la suya.
Tenía los claros ojos grises abiertos de la sorpresa, y no
pude evitar pensar: «Eres demasiado joven para liderar a
toda una civilización. Demasiado joven para decidir el
destino de todo el mundo con un gesto de tus manos». Pero
Adam siempre había sabido que gobernaría el Espejo.
Conocía su destino como Señor del Espejo desde niño. Y
hasta ahora, yo no había sido consciente de lo mucho que lo
odiaba. De lo solo que se sentía.
—¿Tú también… —empecé, dubitativa— has podido ver
mi magia?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Cálida —me dijo sin dudar—. Un fuego que ardía en
algún lugar subterráneo. Ardía… pero sin quemarme.
—La tuya es como si pudiera nadar en un lago de luz.
Quería decir más cosas, dejarle claro lo mucho que
significaba para mí que me hubiera dejado ver su magia.
Pero entonces Adam levantó la mano que tenía libre para
agarrarme el mentón. La yema de su pulgar me acarició la
mejilla, el labio inferior, y la magia de mi interior vibró ante
el roce como una nana olvidada.
Había algo entre nosotros. Desde la primera vez que nos
habíamos visto en el heptadomo de Brent, cuando me había
observado desde la tribuna. Seguía sin poder ponerle
nombre a esa conexión, no sabía qué era, pero la sentía,
mágica e intrigante, uniéndonos. ¿O era la conexión la que
me generaba esos sentimientos? Lo que estaba claro era
que no podía seguir ignorándola.
—Dina me dijo que los Tremblett siempre habían sentido
debilidad por los Harwood —le susurré, mientras el corazón
me latía como loco en el pecho.
Una sonrisa amarga se posó en sus labios.
—Dina tiene un gran talento para meterse donde no la
llaman. —Dudó, sus dedos se detuvieron, pero no
abandonaron mi rostro—. Además, me gustaría creer que
por lo menos tengo algo parecido a un cierto control sobre
mi vida.
Mis manos se aferraron con cuidado a la cintura de Adam
y se hundieron en la fina tela de su camisa.
—Adam…
Su pulgar trazó mi pómulo una vez más. Pensé que iba a
atraerme hacia él, pero luego puso ambas manos sobre mis
hombros y me alejó suavemente.
—Deberíamos irnos a dormir. La final es dentro de dos
días, y tenemos mucho que hacer.
—Pero…
Sentí cómo tomaba aire y luego se separaba totalmente
de mí.
—Debo reflexionar sobre lo que me has contado. Si Nessa
Greenwater realmente actúa contra nosotros por su hija, su
motivación es personal. Y en ese caso, tu papel es clave. Si
tenemos razón y quiere usar la final del torneo de exhibición
para llegar hasta ti, tienes que dominar tu sello cuanto
antes. Podemos usar este espacio, está suficientemente
apartado. Mañana por la tarde.
¿Quería entrenar conmigo? ¿Hablaba en serio? Me quedé
tan perpleja que no fui capaz de decir ni una palabra.
—Buenas noches, Rayne.
Y con eso, Adam levantó sus dados y los lanzó. Todavía
alcancé a ver cómo se iluminaban las líneas de luz de su
cuerpo antes de que, sin más, hubiera desaparecido.
32

E staba tan
baile que
nerviosa mientras me acercaba al salón de
incluso me sentía algo mareada. Me había
pasado toda la mañana pensando que iba a ser incapaz de
concentrarme en mi sello durante el entrenamiento. Tenía la
cabeza demasiado ocupada con la final del torneo de
exhibición del día siguiente. ¿Sería cierto lo que había dicho
Adam sobre el Ojo? ¿Aparecerían realmente durante el
evento?
Ojalá. Porque, a pesar de todo lo que había pasado los
últimos días, a pesar de las impresionantes vistas y de las
informaciones desconcertantes, seguía teniendo a Lily
siempre presente. En mi mente le prometía que la iría a
buscar pronto, que pronto estaría a salvo. Sin embargo, en
lo más profundo de mi ser, sabía que solo lo decía para
tranquilizarme. A fin de cuentas, no tenía ni idea de cómo
estaba Lily realmente; si la tenían encerrada, si la estaban
interrogando para sonsacarle información sobre mí…
En cualquier caso, Adam tenía razón. Debía aprender a
controlar mi sello. Ya. Y nada debía detenerme, ni el temblor
ni las dudas sobre el papel que debía desempeñar.
Así que, mientras caminaba por el jardín, la magia de
Ignis ocupaba mis pensamientos con tanta fuerza que, en
algún momento, mi cuerpo empezó a desear ponerla a
prueba por fin en todo su esplendor. A la luz del día, el salón
de baile en el que Adam me había citado me pareció todavía
más majestuoso que ayer. Pero, antes de adentrarme en él,
me detuve en el quicio.
Adam ya estaba allí, de pie en el centro de la sala,
totalmente inmóvil y con los ojos cerrados. Llevaba solo
unos pantalones negros y una fina camiseta blanca. Al
acercarme distinguí la esfera que giraba sobre su cabeza,
una esfera de la que emanaba un brillo azul invernal.
Adam se giró lentamente y empezó a seguir los
movimientos de la esfera voladora, que se lanzó a atacarlo
varias veces. A pesar de tener los ojos cerrados, Adam la
esquivaba con agilidad. Tenía que ser algún tipo de
entrenamiento: la esfera volaba hacia él, él se agachaba y
se reposicionaba, tratando de predecir su trayectoria a
ciegas. El ciclo se repitió varias veces, hasta que, como por
arte de magia, la esfera se dividió: ahora había tres esferas
más pequeñas.
Y significativamente más rápidas.
Atacaban a Adam sin tregua desde diferentes direcciones.
Él empezó a desplazarse, y no pude evitar mirarlo con total
incredulidad: cada centímetro de su cuerpo parecía haberse
convertido en un arma, una que Adam usaba a la perfección
para esquivar las esferas. Pero, llegado un punto, dejó de
hacerlo: echó mano del brazal de cuero negro que llevaba
en el brazo izquierdo y lanzó a Alius y Etas al aire.
Inmediatamente, los símbolos blancos se iluminaron en su
piel. Se hizo visible la cuerda que unía los dados, tensa.
Empezó a usarla para defenderse de las esferas, que
ahora se movían hacia él con más fuerza y más rápido.
Tenía mechones del cabello despeinado pegados al rostro y
las mejillas encarnadas. Se giró con una gracia inaudita y,
mientras su cuerpo viraba, la cuerda golpeó la primera
esfera, luego la segunda y finalmente la tercera. Todo
ocurrió en cuestión de segundos. El brillo azul invernal se
apagó, y las esferas cayeron al suelo con un ruido metálico.
—¡Muy bien! —alabó alguien. Era Cedric, que se había
apostado en el lateral del salón de baile. Ni me había
percatado de su presencia—. Sé que estás preocupado por
lo de mañana, pero no hay por qué. Tus valores son
absolutamente perfectos. No he detectado ninguna
desviación.
Adam abrió los ojos. Jadeaba mientras se retiraba el pelo
de la frente.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Reconocí esa expresión que ponía cuando se perdía en
sus pensamientos. A pesar de su obvio rendimiento estelar,
no parecía satisfecho. En vez de contestar, desvió la mirada.
Hacia mí.
—Espiar al Señor del Espejo está castigado con la pena
capital, ¿lo sabías?
Puse los ojos en blanco.
—Habíamos quedado.
—Ya… —dijo Adam—. ¿Y por eso te pasas un buen rato
agazapada en la puerta?
Caminé lentamente hacia él y, de paso, recogí del suelo
una de las esferas.
—La cosa estaba tan ajustada que me preocupaba que
estos chismes te fueran a hacer pedazos si te sobresaltaba.
Sonrió enseñando los dientes.
—Mira qué considerada, que te preocupas por mi
integridad física.
Su mirada era penetrante y no pude evitar pensar en el
día anterior y en cómo había vuelto a alejarse de mí desde
entonces. No podía quitarme aquel momento de la
cabeza…, pero no sabía si a él le pasaba lo mismo.
Cedric carraspeó.
—Pues nada, que os lo paséis muy bien —nos deseó con
una sonrisa divertida en los labios antes de salir de la sala.
Al quedarnos a solas, Adam hizo un par de rotaciones con
la cabeza y luego se colocó en posición de combate. Los
pies separados, las piernas ligeramente flexionadas, una
media sonrisa desafiante en los labios.
Lo imité y relajé los brazos a ambos lados de mi cuerpo.
¿Cuántas veces había adoptado esta postura en las arenas
de combate? Al mismo tiempo, me daba la sensación de
que había pasado toda una vida desde entonces. Mientras
que en aquella época combatía con un único grano de
magia, ahora tenía a mi disposición uno de los siete sellos
más poderosos del mundo.
—¿Cómo lo hago correctamente? —hice la misma
pregunta que le había formulado a Dina—. Destruir la
magia, digo.
—No hay una forma… correcta —contestó Adam—. A
diferencia de los sellos normales, no hay gestos concretos
que puedan canalizar nuestras fuerzas. En el caso de los
dados, tengo que invocar de forma muy precisa el momento
del pasado al que quiero regresar. O, si quiero adelantarme,
debo detener el tiempo en mi mente. En tu caso, tienes que
imaginar cómo tu magia se apodera de otra. Tienes que
sentirlo, estar convencida de que cada partícula de magia
del mundo obedece tus órdenes. Piensa en el resultado…
—… Y hazlo real. Lo sé. ¿Algo más?
—La verdad es que no. Nuestra magia no tiene límite,
pero si invocas a tu sello con mucha frecuencia, lo acabas
notando, eso sí. Requiere mucha fuerza y concentración, así
que usa tus capacidades solo cuando creas que te van a
aportar algo.
Apreté el puño derecho, justo debajo de Ignis.
—Intentémoslo. Pero nada de tus truquitos con el tiempo,
¿vale?
Adam me miró con ojos brillantes.
—De acuerdo, nada de trucos. Aunque… teniendo en
cuenta cómo te vi luchar en el heptadomo, no debería
cortarme, ¿no?
Con una sonrisa, volví a ponerme en posición de
combate.
—Tal vez debería ser yo la que se cortara. A fin de
cuentas, llevas meses con el culo pegado al trono.
Y, dicho esto, atrasé el pie derecho y levanté el brazo que
portaba el sello por encima de mi cabeza. Extendí la otra
mano hacia Adam, desafiante.
Él sonrió más abiertamente de lo que le había visto
sonreír jamás. Luego, con toda la pachorra del mundo, sacó
los dados del destino del brazal y, acto seguido, nos
lanzamos el uno sobre el otro.
Adam me disparó una estocada. Giré sobre el pie
izquierdo y él saltó justo a tiempo de evitar que mi pierna
derecha le golpeara las costillas. Contraataqué con mi
propia estocada, pero Adam la desvió con un simple escudo.
—Alguien está un poco oxidado…
—¿Te refieres a ti? —respondí con desdén antes de utilizar
mi gesto favorito, las minas mágicas, para acorralar a Adam
al otro lado de la habitación.
De vez en cuando le lanzaba ráfagas tan rápidas y
salvajes que pronto no le quedó más remedio que atacarme
con una onda de presión. Retrocedí unos metros, pero me
recuperé al instante y ataqué de nuevo.
Era increíble, pensaba mientras bailábamos uno
alrededor del otro para volvernos a encontrar en el centro
del salón. Cada vez que la mano de Adam rozaba la mía,
pequeñas cargas estáticas de magia explotaban entre
nosotros. Era como si nunca hubiéramos hecho otra cosa.
Todo lo que había sucedido (Lily, el ataque al orfanato, lo
que Sebastian me había mostrado sobre los Tremblett el día
anterior) era solo ruido de fondo. Estaba anclada al
presente; allí y ahora.
Adam parecía adivinar todos mis movimientos, y eso que
no estaba manipulando el tiempo. Nos llevábamos
mutuamente al límite; nunca habría pensado que luchar con
magia pudiera ser tan hermoso. No había fronteras, ni
granos que se consumieran demasiado rápido. Aquella
magia era inagotable y obedecía a cada orden que le diera.
La adrenalina me corría por las venas y me entraron ganas
de reír.
En algún momento desistí de perseguir a Adam por la
sala y pasamos al cuerpo a cuerpo. Había conjurado la
cuerda que unía sus dados, y la usaba para defenderse de
todos mis ataques con facilidad.
—Tienes que hacer que aparezca tu arma de magia
personal, depende de tu voluntad —explicó, mientras
bloqueaba uno de mis golpes jadeando, cosa que me hizo
sonreír satisfecha—. Imagínatela como una extensión de tu
brazo.
Salté hacia atrás. Sin perder de vista a Adam, me
concentré en mí misma. La magia me pulsaba por las venas,
así que la reuní en la palma de mi mano y luego…
Luego, la magia fluyó hasta las puntas de mis dedos. Ahí
creció un brillo rojizo que se fue transformando en un filo.
Vale.
Tenía una espada en la mano.
«Vaya pasada de vibras ninja, Ray», me habría dicho Lily
en ese momento, lo cual me provocó una risa ahogada. Era
demasiado surrealista.
—¿Preparada? —Adam hacía girar uno de sus dados en el
aire, como una invitación. En vez de contestarle, corrí hacia
él y nos atacamos sin cuartel. La magia cantaba desde el
fondo de mi alma, insistiendo en que podía vencer a Adam
si me movía solo un poquito más rápido, si luchaba un
poquito más fuerte.
Probé con otra estocada, y Adam la esquivó por un pelo.
Él respondió con el mismo gesto. En lugar de invocar un
escudo, me concentré en la magia que se precipitaba sobre
mí. Me la imaginé deshilachándose y desintegrándose. No
había manera de que pudiera alcanzarme, era imposible.
«Visualiza el resultado. Hazlo real».
La magia de Adam se cubrió de un brillo rojo que parecía
estar comiéndosela. Pero no fui lo suficientemente rápida ni
lo suficientemente efectiva: un jirón de magia me alcanzó el
hombro, y me provocó un dolor sordo que me hizo dar un
traspié.
—Buen intento —me halagó Adam, y olvidé el dolor para
correr de nuevo hacia él. Probé con el gesto de la parálisis
mágica, pero Adam contrarrestó mis ataques más rápido de
lo que debería haber sido posible. Después de concentrar
todas mis fuerzas en aquel golpe, me puso la zancadilla y
tropecé. Giré sobre mis talones para evitar dar con mis
huesos en el suelo. Adam había extendido un brazo hacia
atrás, y yo estaba tan cerca de él que me giré hacia la curva
de su codo. De repente, me rodeó la cintura con el brazo, y
yo empujé el costado contra su pecho de manera que el
extremo de mi espada mágica pasó a descansar contra su
cuello, mientras su cuerda de luz me presionaba la
garganta.
Jadeé. Tenía tanto calor que supuse que estaría
coloradísima. Al mismo tiempo, sentía cómo latía con fuerza
el corazón de Adam contra mi hombro, y cómo respiraba
entrecortadamente justo por encima de mi oreja.
—Eres realmente buena —me susurró con voz ronca—.
Peleas como alguien que no tiene nada que perder y todo
que ganar.
Sentí la presión de la cuerda mágica en mi cuello y me
obligué a mantener la calma.
—Eso no es cierto. —Acerqué el filo aún más a la
garganta de Adam, mientras mi cadera presionaba contra
su ingle—. Simplemente, no me puedo permitir perder. Tú,
sin embargo, peleas como si te guardaras algo.
Adam esbozó una sonrisa.
—¿Y si así fuera? —me preguntó.
Entonces me tocó con su mano libre. La abrió sobre mi
abdomen, su pulgar empezó a ascender por mis costillas.
Dejé de pensar con claridad. La fría magia de Adam se
enroscaba en mi interior como un hilo helado, mientras que
la adrenalina del combate se transformaba en otra cosa,
una que parecía mucho más peligrosa. Era más consciente
que nunca de la presencia de Adam; sentía lo tenso que
estaba, sentía cuánto le estaba afectando todo esto.
«Tu magia es hermosa».
Con cuidado, giré la cabeza hacia la izquierda. El brillo
rojizo de mi filo se reflejaba en los iris gris claro de Adam,
mientras una vertiginosa maraña de emociones se extendía
por todo mi cuerpo como un reguero de pólvora.
«Ignóralo», me dije. «Nunca se abrirá a ti».
—¿Te rindes? —me susurró Adam al oído.
Retiré lentamente el filo, con el corazón en la garganta.
—Sí —dije—. Me rindo.

Los soles artificiales ya estaban atenuando su luz cuando


llegué a la planta en la que se encontraba el ala de
invitados. Mi cuerpo todavía estaba algo tenso tras la pelea,
pero la magia se había disipado. Lo único que sentía era el
pulsar del brazalete del dragón y una presión en el
estómago que intenté ignorar con todas mis fuerzas.
«Maldito Señor del Espejo con su estúpido entrenamiento
de combate».
Justo cuando iba a dirigirme a mi suite, vi salir a alguien
de la habitación de al lado. De la habitación de Matt.
Me quedé de piedra al ver quién era: Sebastian. Llevaba
su habitual traje dorado, el pelo rubio oscuro de nuevo en
un moño alto. Me guiñó un ojo antes de seguir desfilando de
buen humor por el pasillo.
Joder.
Primero me dirigí a la puerta de mi habitación, pero
finalmente me desvié y llamé a la de Matt. Me devolvió un
«Adelante» que, por lo apagado de su voz, me dejó claro
que los ánimos estaban por los suelos.
Me lo encontré sentado en el balcón de la sala de estar.
Tenía unas vistas fantásticas de la ciudad; a través de los
huecos que dejaban los tejados se vislumbraba una fina
franja de cielo bañada en tonos anaranjados, dorados y
violetas. Al nivel de la calle, la oscuridad era tal que ya se
habían encendido las farolas.
—¿Va todo bien? —pregunté en voz baja al llegar hasta
Matt.
Él asintió levemente desde la tumbona en la que se había
tirado envuelto en una manta. Sus pensamientos estaban
en otra parte. A su lado descansaba una botella de aquel
horrible líquido dulce que yo tenía claro que no iba a volver
a tocar nunca más.
Me senté en un banco frente a la barandilla del balcón y
miré hacia arriba, a la Roma real. Se podían ver los coches
como puntitos en la carretera, y también el resto de la
ciudad, que ya se había sumergido en un mar de luces con
la puesta de sol.
Matt agarró la botella, se sirvió y tomó un largo trago.
Luego se limpió la boca.
—¿Alguna vez has estado enamorada? —me preguntó de
forma tan repentina que arqueé las cejas.
—¡Vaya saludo!
Matt sonrió.
—Hola, Rayne. ¿Alguna vez has estado enamorada?
Puse los ojos en blanco, me levanté y me dejé caer en la
segunda tumbona. Por lo que parecía, íbamos a mantener
una conversación de esas en las que era mejor no mirarse a
los ojos.
—No de verdad —admití—. Los tíos del orfanato eran
demasiado parecidos a Lazarus. En algún momento hubo
uno, pero… yo solo le interesaba porque quería algo de mí.
Matt siguió mirando a lo lejos.
—Hay personas que no saben tratar bien a los demás.
Estaba claro que hablaba de Sebastian. Así que no lo
había superado…
—¿Y a pesar de eso le quieres? —pregunté en voz baja.
Matt suspiró.
—Mi cabeza sabe que es veneno para mí. Pero es que no
es fácil dejarlo marchar, cosa que debería haber hecho más
tarde o más temprano, porque la gente ya ha empezado a
chismorrear. Durante los raros días que me trata bien, como
hoy, resulta difícil recordar lo gilipollas que puede llegar a
ser.
—¿Quieres hablar del tema?
Matt negó con la mano.
—Lo cierto es que no hay nada que decir. Nunca he sido
importante para Sebastian, y sigo sin serlo. Él tiene grandes
ambiciones que a mí no me interesan. —Matt bufó—. Mi yo
más joven estaba dispuesto a infringir todas las normas solo
para poder casarse con Sebastian. Dieciséis años y ya era
un pringao.
—Ahora tienes diecisiete.
—Un año más de sabiduría —contestó Matt con una
sonrisa. Luego se calló unos minutos, y yo le dejé—.
¿Sabes? —continuó finalmente—. Es una locura. Lo habitual
entre los portadores es buscar el amor fuera del
matrimonio. Nadie espera que amen realmente a su
cónyuge. Cada uno podríamos tener cinco amantes al
mismo tiempo y a nadie le llamaría la atención. Pero entre
nosotros… está prohibido. —Los ojos de Matt se
humedecieron e inspiró hondo—. Tengo claro que es una
locura desear que la persona que amo esté a mi lado,
pero…
—No lo es —susurré, mientras le cogía a Matt la mano
que había quedado sobre la manta.
Él me miró despacio.
—En teoría, y a diferencia de mí, en tu caso sí existe la
posibilidad de que las cosas sean diferentes, pero sigue
siendo una probabilidad ínfima. Los portadores poseemos
riqueza, familia, descendencia, pero ¿felicidad? Me temo
que no forma parte del plan.
Sabía que las palabras que iba a decir revelarían
demasiado. Pero, aun así, debía pronunciarlas.
—Adam quiere casarse, ¿no? ¿Como su madre?
—Así está previsto. Como Señor del Espejo, debe
garantizar un heredero. Por eso Leanore también tuvo que
casarse justo después de cumplir los dieciocho. —Matt me
observó. Durante mucho tiempo y con una mirada que me
atravesaba—. Hay algo entre vosotros, ¿no? Ya me lo
imaginé durante al viaje hasta aquí.
—Yo… —suspiré—. No tengo ni idea.
Matt se puso de pie y se giró hacia mí. Dejó el vaso a un
lado y me tomó de las manos.
—Rayne, lamento tenerte que decir esto, pero… eso no
va a ir a ninguna parte. Incluso si Adam siente algo por ti,
nunca arriesgaría su linaje. —Me miró con decisión—.
Nunca. Lo conozco. Incluso ignorando que le costaría el
trono…, garantizar un sucesor para los Tremblett es algo
que ve como su obligación. Por ahora está ignorando las
propuestas de matrimonio, pero no seguirá así mucho
tiempo. —Me acarició el dorso de la mano, como
disculpándose—. No dejes que te rompan el corazón.
No dije nada. Una parte de mí quería convencerse de que
aquel sentimiento que había surgido en mí solo tenía que
ver con la conexión de nuestras magias. Pero el nudo que
sentía en la garganta ante las palabras de Matt indicaba lo
contrario.
Él volvió a coger su vaso y lo levantó hacia mí.
—Por el amor no correspondido.
—Pensaba que ya no querías a Sebastian.
Matt sonrió y apuró el contenido del vaso sin pestañear.
—Ahora un poquito menos.

Volví a mi suite y entré directa al baño. Pulsé el interruptor y


una cálida luz me rodeó, y me quedé parada un momento al
volverme a encontrar rodeada de finos suelos de mármol,
de aquella lámpara de araña dorada y esas toallas
delicadamente bordadas.
Por alguna razón, me pilló totalmente desprevenida.
«Esta es tu vida ahora. Para siempre». Una jaula dorada en
el sentido más literal de la palabra. Cumplirían cada uno de
mis deseos sin que tuviera que pedirlo siquiera, salvo el que
yo más ansiaba.
Ser libre.
Me esforcé en no venirme abajo. En ser fuerte. Me
acerqué a uno de los grandes espejos del baño y me miré.
Básicamente, no veía nada distinto a lo habitual; tal vez mis
mejillas estaban más sonrosadas y la comida de los últimos
días había conseguido que no estuviera ya «delgada como
un suspiro» sino solo «delgada como un palillo».
Mi mirada se posó en mi brazo derecho. Apreté el puño e
intenté conectar con Ignis. Las líneas de luz parpadearon de
inmediato. Primero solo en el brazo derecho, y finalmente
por todas partes. Sin duda, mi magia no solo se concentraba
en las puntas de mis dedos, sino también en el torso, en la
parte frontal izquierda, por debajo del hombro. Durante mi
formación ya había visto que el calor se acumulaba ahí,
pero había intentado ignorarlo.
Decidida a no posponerlo más, intenté remangarme la
camisa, pero el maldito traje era tan ceñido que no avancé
mucho. Eché una mirada a la puerta y luego me quité la
camisa por la cabeza.
Me sentí aliviada. Los dibujos tenían el mismo aspecto de
siempre: líneas que iban formando llamas y, entre ellas, el
grabado de Ignis. Se veían más líneas abstractas, volutas y
ornamentos, y justo allí, cerca del hombro…, dos cruces,
una encima de la otra. El grabado de Alius y Etas.
—Ay, joder —balbucí, y di un paso hacia delante para
observarlo bien.
Sí, definitivamente era el grabado del sello de Adam. Al
ponerle un dedo encima, el calor se extendió desde allí
hasta el resto de mi cuerpo. Me provocó tal mareo que tuve
que apoyarme en la pared.
Algo había pasado en nuestro entrenamiento, o tal vez
había sido durante la tarde que Adam me ayudó a calmar
mi magia. Se había reactivado la conexión que existía entre
nosotros y que casi parecía haber desaparecido.
Pero ahora era más fuerte que nunca.
33

D urante la última cena en Bella Septe reinaba la algarabía


entre los Superiores. Charlaban, reían y debatían con
fervor sobre el color de sus modelitos de gala. Me estaban
volviendo loca. Pero lo que más loca me volvió fue ver a
Adam.
Me senté a la mesa a propósito entre Dina y Matt y miré
por la ventana hacia la Ciudad Dorada. Sin embargo, todo el
maldito tiempo sentía cómo él me miraba de reojo mientras
se activaban los engranajes de su cabeza.
¿Se preguntaría por qué estaba tan distante de repente?
A fin de cuentas, no tenía ni idea de si el día anterior él
había sentido lo mismo que yo. No sabía si sus líneas de luz
se habían transformado. Y una parte de mí tampoco quería
descubrirlo.
En cuanto acabé la cena, me despedí y me marché a mi
suite para desconectar, mientras la joven criada correteaba
por mi habitación hablando sin parar. Sin protestar, le
permití que me desvistiera y me pusiera un camisón de
seda y encaje. Cuando me explicó que mañana muy
temprano quería hacer una prueba del peinado para por la
noche, me limité a asentir.
Cuando por fin se marchó, suspiré y me puse ante el
espejo del dormitorio para observar detalladamente las
líneas de luz de mi piel. Parecían iluminarse por sí mismas
con solo pensar en ellas.
Seguía ahí, ese grabado fuera de lugar. Brillaba más que
el resto de los símbolos de mi piel.
Entonces llamaron a la puerta.
—¡Ya te he dicho que puedes entrar sin más! —grité.
Seguramente la criada se habría olvidado el peine o habría
decidido que me tenía que hacer unas trenzas para dormir
para que mi pelo estuviera «supersedoso» al día siguiente.
Puse una mano en el lugar cercano a mi hombro desde
donde el calor se había expandido al resto de mi cuerpo.
«¿Cómo ha podido pasar?», pensé desesperada. «Tendría
que haber sido algo temporal. ¡Me dijo que sería algo
temporal!».
—Creía que lo sería.
Pegué tal salto que casi tropecé y me caí sobre la silla
que tenía a mi lado. Al darme la vuelta me percaté de dos
cosas.
Primero: no era la criada, sino Adam, quien estaba ante
mi puerta.
Y segundo: definitivamente debería haberme resistido a
que me pusieran ese diminuto camisón de encaje.
Desvié la mirada a la cama y valoré meterme dentro y
arroparme hasta las orejas. Pero también era cierto que no
me caracterizaba por ser una tímida corderilla. Si Adam
aparecía sin previo aviso, pues que asumiera las
consecuencias.
Al contrario que yo, él todavía llevaba puesta la ropa de
gala. Cada botón de su chaqueta estaba en su sitio, cada
pelo, colocado, y su mirada… clavada en mi hombro
izquierdo.
«Joder, lo sabe».
Esbozó una sonrisa y… ¡mierda! ¿Nuestro vínculo mágico
se había reforzado tanto que ahora podía oírme pensar o
qué? ¿Pero qué coño era eso?
—¿Cómo has entrado? —le pregunté.
—Soy el dueño del edificio —sonrió satisfecho—. Y de la
ciudad. Y de un par de ciudades más.
«Ja, ja, qué gracioso», gritó la parte histérica de mi mente
que había dejado KO al resto. Apreté los labios con todas
mis fuerzas, a ver si así conseguía tranquilizar mis
pensamientos. Además, eché hacia atrás el hombro
izquierdo para que Adam no viera las líneas de luz que
brillaban en él. Al mismo tiempo, estiré el camisón para
intentar que me cubriera los muslos.
—Se te da de maravilla el contorsionismo —constató
Adam.
—¿Podemos hablar mañana? —le pregunté, tan tranquila
como me resultaba posible en ese momento—. Como
seguramente ya hayas notado, estaba a punto de meterme
en la cama.
Pero Adam se me acercó y me señaló el hombro.
—¿Puedo echarle un vistazo?
—¡No!
Adam inspiró profundamente.
—Es mi marca la que tienes en la piel.
—¡Pero sigue siendo mi piel!
«Y no es asunto tuyo».
Adam me observó con aquella miradita tan tranquila que
me sacaba de quicio. Luego dio un paso hacia atrás y retiró
su chaqueta con un movimiento ágil.
—Quid pro quo, ¿de acuerdo? —preguntó y, para mi
mayor susto, empezó a quitarse la camisa.
—¿Qué coño haces?
Sentí cómo se me acumulaba todo el calor del mundo en
las mejillas.
A la mierda lo de no ser una tímida corderilla.
Adam se sacó la camisa por la cabeza y, antes de que
pudiera percatarme de lo que ocurría, allí estaba, delante de
mí, a pecho descubierto. No pude evitar recorrerlo con la
mirada: los anchos hombros, el fino contorno de sus
músculos…
—Vale —balbuceé—, no tengo ni idea de lo que piensas
que está pasando aquí…
—Rayne. —Adam fruncía el ceño—. Esta conexión entre
nosotros no debería haber ocurrido. No es normal. Solo
quiero saber… —suspiró—. Déjame que lo vea. Por favor.
«Por favor». Hasta ahora nunca me había pedido nada
por favor, y menos aún en ese tono. Su fachada, el exterior
tranquilo, la expresión controlada, había desaparecido.
Se me puso la carne de gallina, y me odié por ello. Me
giré para que Adam me viera el hombro.
—Mira, ¿contento?
—La verdad es que no —murmuró.
Se puso delante de mí, con la mirada fija en el grabado
de su sello que se veía sobre mi piel. Parecía estar
examinando cada pequeña línea, y de nuevo, no pude
evitarlo, se me fueron los ojos hacia él, al mismo lugar de su
cuerpo que él examinaba en el mío. Allí, justo debajo de su
hombro, podía verse mi grabado. Las líneas de las alas
cruzadas, la espiral que se abría hacia abajo. Ignis.
—Que lleve tu signo no quiere decir que te pertenezca —
musité.
—Nunca he dicho que quisiera que me pertenecieras.
Todo mi cuerpo se tensó ante la mirada de Adam, pero no
cedí ante el sentimiento. Mi sello era un dragón. ¡Un
dragón! No iba a dejar que me amilanara.
—La conexión que se creó entre nosotros durante el ritual
no ha desaparecido —murmuró Adam—. Podía sentir tu
magia todo el tiempo. —Tragó saliva, se detuvo, inspiró—.
Me gustaría intentar una cosa. ¿Me permites tocarte?
Abrí los ojos como platos. Adam ya había levantado una
mano y la mantenía sobre mi hombro, pero esperaba.
«Solo quiere tocar el dibujo. Déjalo».
Así que asentí y, de inmediato, las yemas de los dedos de
Adam entraron en contacto con mi piel. Fue como si me
recorriera una corriente. Mi grabado también se iluminó
sobre la piel de Adam. Se le escapó un gemido medio
ahogado y cerró los ojos brevemente.
—¿Qué coñ…? —susurré—. ¿Qué es esto?
—No tengo ni idea. —Sus claros ojos grises se quedaron
fijos en mí—. Tu marca emite calor. ¿Cómo notas la mía?
—Fría. —Como todo lo que tenía que ver con él. Aunque
debía admitir que ya no me molestaba.
Al contrario.
—No consta nada semejante en los archivos. Quiero decir
que… existe esa historia rara sobre nuestros antepasados.
Sobre una conexión entre nuestros linajes que se suele
romantizar. Pero esto… —Adam suspiró, me miró—. ¿Lo
sientes?
Vaya que sí. Por todo el cuerpo. Lo sentía a él por todas
partes.
Sus dedos recorrieron la marca de luz, y tuve la sensación
de que, cuanto más la tocaba, más amenazaban mis piernas
con ceder.
—Querías besarme —le solté sin más—. En el salón de
baile, por la noche. Querías besarme.
De inmediato, Adam se separó de mí. Se dio la vuelta y
agarró su camisa.
—Adam…
—Déjalo.
Caminé hacia él y lo rodeé hasta bloquearle el paso, de
manera que dejó caer nuevamente la camisa con un
suspiro. Miró a través de la ventana, hacia ese lugar en el
universo sobre el cual debía gobernar.
—He deseado besarte mil veces —admitió en voz baja—.
Lo anhelaba tanto que incluso me imaginé haciéndolo y
luego borrando el momento con mi sello para que no lo
supieras nunca.
—Pero no lo hiciste —dije, y no era una pregunta. Sabía
que no me equivocaba.
Adam negó con la cabeza.
—No. Aunque lo pensaba a todas horas. A todas horas.
Así soy, Rayne. El poder corrompe incluso a las mejores
personas. Y yo nunca he sido especialmente buena gente.
—Una cosa es imaginar algo y otra bien distinta llevarlo a
cabo. —Lo miré fijamente—. Nunca me obligarías a nada.
—¿De veras? —Adam resopló—. ¿Eso crees, después de
todo lo que ha pasado? Te he traído a Septem, te he
impuesto a Ignis…
—Podrías haberme dejado morir. Solo tendrías que haber
esperado a que la magia del caos hiciera su trabajo, y
entonces Ignis habría quedado libre para un Superior de tu
elección. Pero no lo hiciste.
A Adam le temblaba el mentón.
—Rayne, yo… crecí con la idea de que lo que se dice de
los Tremblett y los Harwood no me iba a afectar. A fin de
cuentas, ya no quedaba ningún Harwood. Asumíamos que la
magia de vuestro linaje se había extinguido. Y entonces…
entonces te veo ahí de pie en la arena, rodeada de magia
del caos y con el brazalete del dragón en el brazo. Por
supuesto, no podía saberlo, nunca se me habría pasado por
la cabeza que tú fueras la hija perdida de Melvin Harwood, y
sin embargo… lo sentí. Te vi y mi magia se volvió loca. No
sabía quién eras, pero sabía que serías mi perdición.
—¿«Tu perdición»? Qué…
—Me juré no hacer infelices a más personas de las
necesarias. Debo casarme, Rayne. Es una promesa que nos
hacemos los Siete. Tengo que garantizar un heredero para
mi familia. Y si no acabo con esto, entonces… —Adam
apretó los puños.
—¿De verdad quieres someter toda tu vida a esas
normas?
—No lo entiendes —contestó él, y pude oír claramente el
dolor en su voz—. Si rompo las reglas, destruiré el mundo.
—Adam.
—El Espejo es lo primero, Rayne. Los sellos son lo
primero. Tienen que serlo.
—Vale, lo entiendo. Pero eso no significa que no puedas
ser feliz nunca.
Con mucho cuidado, puse mis manos en su cintura.
Ascendí por su pecho hasta su hombro, donde mi marca
brillaba en su piel.
Su mirada traslucía agitación y confusión infinita. Con un
suspiro, apoyó su frente contra la mía, de modo que las
puntas de nuestras narices se tocaron y, por una fracción de
segundo, un atisbo de vulnerabilidad cruzó su rostro.
—No deberíamos hacerlo —murmuró—. Va a complicar
todavía más las cosas.
En ese momento vi ante mí al niño que había sido, y el
tipo de infancia que debía de haber tenido. Y se me encogió
el corazón, porque estaba claro que nadie le había
enseñado a darse permiso para escucharse a sí mismo.
—¿Y lo complicado siempre es malo?
—En mi vida sí. —Adam sonrió un poco desvalido—. ¿Qué
dirías de mí si, a pesar de eso, cediera a la tentación?
—¿Que eres humano?
Adam inspiró y asintió. Al hacerlo, me acercó a él; olía a
montañas frescas, a aguas heladas y a… él. A algo que era
solo él, sin su magia, un niño al que nunca se le había
permitido ser niño porque todos siempre lo habían visto
como un dios.
Adam me miró. Luego se inclinó. Me agarró los brazos con
más fuerza, pero dudó de nuevo, como si no pudiera dejar
de cuestionarse a sí mismo y sus acciones. Entonces tomé
la decisión por él: acorté la distancia entre nosotros y lo
besé.
Siempre me había preguntado por qué la gente cerraba
los ojos al besarse. Pero entonces lo entendí. Eran los
fuegos artificiales que se veían al cerrar los párpados. La
sensación de unos cálidos labios de seda en contacto con
los tuyos. Eran el mareo, los latidos del corazón, la mezcla
de emociones que parecían apoderarse de cada célula de tu
cuerpo.
Al cerrar los ojos, todo eso se apreciaba mejor. Podía
ralentizarse el tiempo, por lo menos un poquito.
Nos quedamos así una eternidad. Entonces, Adam emitió
un gruñido ronco. Llevó una mano a mi cadera, rozándome
la cintura. Sus dedos bailaron sobre mis costillas. Sus dedos
y sus labios desataron un anhelo que tal vez siempre había
estado latente dentro de mí: el anhelo de ser vista y amada
simplemente por ser quien era. Un anhelo que cantaba una
canción entre nosotros.
Mordí el labio inferior de Adam y él soltó un grito ahogado
de sorpresa. Me besó de nuevo; el beso era tan delicioso
que me hizo encoger los dedos de los pies y arquear la
espalda para acercarme a él. Sus manos rodearon mi
cintura. Me levantó sin ningún esfuerzo. Como si fuera tan
ligera como una pluma, que era como me sentía en ese
momento.
Enterré mis manos en el cabello plateado de Adam. Me
recorrió un escalofrío, como si todas mis líneas de luz
comenzaran a arder mientras nos besábamos.
«Vivámoslo», pensaba para mí, una y otra vez. «Aunque
solo sea un momento…».
34

L ainundaba
luz de la mañana se posaba sobre la Ciudad Dorada e
mi habitación con su destello.
Estábamos echados en la cama, el uno al lado del otro,
pero casi sin tocarnos, con la excepción de la mano que yo
había extendido hacia Adam y con la que le acariciaba el
brazo suavemente. Las líneas de luz de su piel parpadeaban
cuando les pasaba por encima las yemas de los dedos y se
volvían a apagar cuando las retiraba. No había usado sus
dados ni una vez, no había hecho ningún gesto mágico,
pero, a pesar de eso, su magia zumbaba bajo mi mano.
De todo lo que había experimentado en la vida, eso era,
de lejos, lo que podría provocarme más adicción.
La respiración de Adam era profunda y regular. No tenía
ni idea de qué se le pasaba por la cabeza. Una parte de mí
estaba segura de que lamentaba lo que había ocurrido, pero
otra, más intensa, me exigía que no le diera demasiadas
vueltas.
Dejé que mis dedos siguieran vagando, y solo me detuve
cuando mi mano tembló ligeramente. Y luego ya no tan
ligeramente.
«Mierda».
Apreté los dedos, intenté contrarrestar el temblor
tensionándolos, pero no sirvió de nada. Justo cuando quería
retirar la mano y meterla bajo la manta, Adam la agarró y,
en ese momento, su mirada se posó en mí con toda su
atención.
—No hace falta que me lo ocultes.
—No pretendía ocultártelo —mentí, y temblé todavía más
cuando Adam entrelazó sus dedos con los míos—. Esperaba
que, al portar el sello, desapareciera.
—Y tal vez lo haga. Pero incluso así, eso no te hace
menos increíble.
Una sonrisa asomó a mis labios.
—Eso suena a algo que diría Lily.
—Me encantaría conocerla. En una situación menos
adversa.
—No estés tan seguro —repliqué—. Lily es una chica de la
calle, como yo. La conozco, y le importará una mierda que
seas el Señor del Espejo o el Rey de Inglaterra. Después de
todo lo que ha pasado, te dará una bofetada por haberme
puesto en peligro.
Adam se rio, y el sonido me provocó un agradable
cosquilleo en el estómago. La verdad era que él rara vez se
reía.
—Estará en todo su derecho —contestó antes de
atraerme hacia sí.
Puso una mano en mi cuello, y me recorrió un escalofrío
al sentir su pulgar rozando el lugar donde antes había
llevado el localizador. Lo tocó con suavidad y cuidado. Por
su mirada, imaginé que sabía perfectamente lo que
significaba aquella herida.
—Lo siento mucho, Rayne. Todo. Que no supiéramos de ti,
que te dejáramos en ese lugar…
—No es culpa tuya y lo sabes.
Suspiró.
—Puede ser. Aun así, pude haberte hecho las cosas más
fáciles. Yo… —Tomó aire—. Considerando la cantidad de
veces que te has colado en las arenas de combate en los
últimos años, era solo cuestión de tiempo que nos
conociéramos. Pero… lamento que haya sido de esta
manera.
Puse los ojos en blanco.
—¿Le ordenaste a Matt que averiguara todo sobre mí?
—Absolutamente todo —admitió, franco—. Hasta echó un
vistazo a tus notas y tu historial del colegio. Resulta
impresionante la cantidad de veces que te castigaban.
—Si hubieras conocido a mi profesor de entonces, me
felicitarías por las veces que no me castigaban.
Volvió a tensar la mandíbula. Debía de ser agotador
contener siempre la sonrisa.
—Lo que Matt no averiguó, la verdad, es por qué te dejó
tu madre en el orfanato. Todavía vive, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Supongo. Yo tenía cinco años cuando decidió marcharse
a buscar a mi padre. Nunca se creyó lo de su muerte. Por lo
visto, le había dado un par de pistas en su último encuentro.
Por eso me dejó en el orfanato. Su intención era que me
quedara un par de semanas y luego volver a buscarme. Pero
las semanas pasaron a ser meses y luego años. Al principio
por lo menos me enviaba cartas, pero en algún momento
también dejó de hacerlo.
Adam me acarició el pelo con ternura.
—Eres increíblemente fuerte, ¿lo sabes?
—Increíblemente testaruda, querrás decir.
Negó con la cabeza.
—No te quites mérito. Has sobrevivido a todo y, a pesar
de eso, te abres a los demás. Yo… —suspiró—. Desde que
me coronaron como primer portador, nunca puedo
permitirme mostrarme débil. Y se me hace difícil liberarme
de este papel. Cada día un poco más.
Apoyé mi cabeza en el hueco de su cuello y le besé la
piel.
—Tal vez deberías parar de alejar a Matt y a los demás.
Ayudaría que les dejaras estar a tu lado y recordarte de vez
en cuando quién eres.
—¿Quién soy? —Adam frunció el ceño—. Toda mi vida me
han dicho quién voy a ser. Nunca he tenido la posibilidad de
descubrirlo por mi cuenta. Tras mi coronación… y tras la
muerte de mi madre, me prometí a mí mismo no volver a
desperdiciar ni un minuto. Me juré que, mientras fuera
Señor del Espejo, haría todo lo posible por cambiar las
cosas.
Adam cogió sus dados y los volteó. Parecía un tic al que
se había acostumbrado. Igual que otra gente da golpecitos
al canto de la mesa, él daba vueltas a Alius y Etas.
—¿Cómo es eso de poder retroceder cada decisión y cada
cosa que haces?
Adam se quedó en silencio. El oscilar de su pecho se
alteró ligeramente. Solo unos segundos más tarde, contestó
en voz baja:
—Menos liberador de lo que te puedas imaginar.
—Pero… nunca tienes que preocuparte de meter la pata,
¿no?
—Al contrario. En cuestión de segundos, tengo que
decidir si lo que ha pasado es la mejor salida o si podría
haber hecho algo diferente. Eso sin tener en cuenta que mi
sello no solo afecta a mi vida, sino también a la de los
demás. Por eso, si algo, efectivamente, sale mal… —suspiró,
me recorrió la espalda con una mano—, el único culpable
soy yo.
Recordé el horror en el rostro de Adam cuando Lazarus
me retuvo en el orfanato y me puso una pistola en la
cabeza.
Adam se giró lentamente. Se inclinó sobre la cama y
cogió sus pantalones, que estaban en el suelo junto a mi
camisón. Al volver a girarse hacia mí, tenía un spectum en
la mano. Lo abrió y, tras un par de segundos, apareció una
chica en su superficie. Estaba en una cama con dosel
rodeada de flores, peluches, cuadros y otras cosas bonitas.
Era la habitación de una princesita.
No necesité mucho tiempo para comprender que debía de
ser la hermana menor de Adam de la que me había hablado
Cedric, Pris.
Estaba tan blanca como las sábanas que la cubrían. En la
penumbra apenas se veía dónde acababa su frente y dónde
le nacía el pelo. Su cuerpo parecía delgado y frágil, y tenía
los brazos cubiertos de trites que brillaban con su
resplandor azul. Parecía dormida, pues su pecho subía y
bajaba a intervalos regulares.
—Hace años que vive en un sanatorio —explicó Adam en
voz baja—. Los médicos no le dan ni un año de vida. Y ni
siquiera están seguros.
Su voz ronca manifestaba hasta qué punto le dolía esa
situación. Entrelacé mi mano libre con la suya.
—Cuando muera Pris… —empezó—, a pesar de todo el
poder que me otorgan los dados, solo podré tener un par de
minutos más con ella. No podré hacer nada para evitarlo. —
Adam fijó su vista en el techo—. Pensarlo me vuelve loco.
Minutos… ¿Cómo pueden ser suficientes unos minutos?
—No es culpa tuya haber nacido primero.
—Puede que no. Pero lo acaparé todo. Todo lo que mi
linaje podía dar. Lo único que le dejé a mi hermana fue una
muerte lenta.
Ya no pude soportarlo más. Pegué mi cuerpo al de Adam,
de los hombros a los dedos de los pies, y me incliné sobre
él.
—Es terrible lo que puede provocar la magia —le dije en
voz baja—, pero a pesar de todo, no es culpa tuya.
Parecía tan exhausto como yo.
—Lo cierto es que a veces me doy miedo. Me dan miedo
las posibilidades que abre mi magia. Podría jugar a ser dios
y nadie se daría ni cuenta. Nadie sería capaz de detenerme.
Y después de todo lo que he ido descubriendo sobre mi
madre…, lo que hizo…, tengo miedo de la persona en la que
me convertirá la magia.
Le puse la mano en el pecho. Eran casi las mismas
palabras que me había dicho Sebastian, y el hecho de que
Adam se fustigase con ellas demostraba aún más lo
equivocadísimo que estaba el otro portador.
—En la central, vivía rodeada de muchísimas personas
horribles. Sé perfectamente lo rápido que nos pueden
dominar la ira y el odio. Cómo la oscuridad se queda pegada
al alma y ya no se va. —Le acaricié con ternura la piel—.
Pero tú no eres así. Has decidido no dejar entrar la
oscuridad.
Algo melancólico se posó en el rostro de Adam.
—Hay una historia sobre la creación del Espejo que habla
de un portador y una portadora que se enamoraron. Mi
abuelo me la contaba a menudo cuando era pequeño. Y no
acababa bien.
—Aun así, ¿me la cuentas?
Adam asintió.
—Hace mucho tiempo de esto. Muchas generaciones.
Antes de que existiera el Espejo, los portadores de los sellos
vivían en Prime. Dos portadores se opusieron a las normas
de los sellos oscuros y siguieron juntos. Se casaron y
tuvieron un hijo. Al haber mezclado su sangre, ese hijo no
podía ser portador de ninguno de los dos sellos. —La mano
de Adam se quedó inmóvil sobre mi brazo—. Los sellos se
negaron a aceptar a un nuevo portador, porque la sangre a
la que estaban unidos todavía corría por las venas del
niño…, pero no era lo suficientemente pura para que él
asumiera su magia. Mientras tanto, se acumuló tanta magia
del caos que casi acabó con el mundo.
Ya me imaginaba cómo iba a acabar la historia, pero tenía
que escucharla a pesar de todo.
—¿Qué les pasó a los portadores y a su hijo?
—Para detener la magia del caos tuvieron que matar al
niño —dijo Adam—, y acto seguido, buscarse nuevas
parejas. Al ver el horror que habían provocado, cumplieron
con su obligación y continuaron con sus linajes por
separado.
Me quedé helada, invadida por una aterradora pena.
—Cedric no me contó nada de esto.
Adam se rio sin fuerzas.
—No, Cedric es demasiado bueno para cargarte con algo
así. —Miró brevemente al techo e inspiró, como
preparándose para algo—. Nuestros antepasados eran muy
egoístas en muchos sentidos, pero sí hicieron bien una cosa.
Tras lo ocurrido, juraron que mantendrían a raya la magia
del caos de manera que vuestro mundo, el mundo de
verdad, no sufriera más daños. Los Siete crearon el Espejo.
Se juraron controlar la magia. Y juraron no volver a poner el
amor por delante del bienestar del mundo. —Me miró—. Por
eso debo evitar que la magia del caos se extienda por
Prime. Por eso el Espejo es la prioridad. Y por eso los sellos
oscuros deben tener un portador. Cada uno, el suyo.
«Cada uno, el suyo, separado de los demás».
Sentí el dolor de Adam a través de nuestra conexión, y
eso lo hizo todo cien veces peor. Porque podía ver lo que
había tras su fachada. Porque, para mí, él era
profundamente humano.
—Al Ojo le encantaría acabar con el sistema de los Siete
—indicó Adam—. Por una parte, puedo entenderlo… Quieren
proteger Prime. Quieren que la magia se distribuya de forma
justa, y yo también. Pero no entienden lo que significaría
transferir los sellos oscuros democráticamente. No han
vivido lo que hemos vivido nosotros. Jamás deben caer en
sus manos, de lo contrario…
—¡Buenos días, señorita Harwood!
La voz sonó tan repentina que me sobresalté. Llegaba del
pasillo, una voz cantarina que solo podía pertenecer a una
persona.
Mi criada.
—Joder —solté.
Adam también parecía sorprendido. Pero luego se
tranquilizó y me tendió los dados del destino con una
sonrisa victoriosa.
—Unos minutos más… si tú quieres —me susurró
mientras los pasos sigilosos se acercaban cada vez más al
dormitorio.
Justo cuando la manija bajó, agarré la mano de Adam, y él
hizo girar los dados.
Cuando hizo retroceder el tiempo, fue justo lo contrario
que las otras veces que había vivido aquello con él. La
primera había estado llena de violencia, con el abismo que
se había formado en la campana de cristal sobre Ignis y que
me había atacado. Tampoco era comparable con la terrible
escena que viví del magistrado Vandal.
Aquella vez fue… pacífico. La habitación se quedó en
silencio a nuestro alrededor, como mucho oía los sonidos
sordos de mi criada alejándose pasillo atrás. Pequeñas
volutas de polvo que desafiaban la gravedad y flotaban
hacia el techo. Las cortinas se movían con suavidad ante la
ventana. Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando se
detuvo el rebobinado.
—¿Y ahora qué quieres…?
No pude terminar la frase. Adam se inclinó hacia mí, me
tomó el rostro entre las manos y me besó.
Lo abracé fuerte. Sus labios se pegaron a los míos, fríos,
como todo en él, pero fueron entrando en calor al
permanecer sobre mi boca.
No debería ser tan delicioso. Debería estar prohibido que
fuera tan delicioso. Lo había dejado más que claro: nuestra
relación no tenía futuro. Pero, a pesar de eso, desconecté,
mis pensamientos se disiparon y me sentí… regenerada.
Como si cada beso cerrara una de las grietas que me habían
acompañado toda la vida. Sentía cómo las marcas de
nuestra piel se iluminaban cada vez más intensamente,
podía sentir cada símbolo, cada línea…, no solo de mi
cuerpo, sino también del de Adam.
Reticente, me separé de él y le puse una mano en la
mejilla.
—¿Crees que lo de esta noche saldrá bien?
Adam me sonrió con ternura.
—Sí. Tal vez no te lo parezca, pero creo que has
interpretado tu papel de señuelo a la perfección. El Ojo va a
aparecer, y estaremos preparados.
—Pero quieren verte muerto, Adam.
—Bueno, para mí no es más que otro día en la oficina.
Le pellizqué el costado. Todo ese tiempo se había
mostrado más frío que un carámbano, y justo ahora que
estábamos rodeados de enemigos se ponía a hacer
bromitas.
En el mismo instante en que Adam iba a volver a tirar de
mí hacia él, oímos de nuevo aquel timbre cantarín.
—¡Buenos días, señorita Harwood!
«Lárgate», refunfuñé en mi interior, lo que desató en
Adam una carcajada que me recordó que no habíamos
llegado a hablar de aquella extraña telepatía.
Los pasos se acercaron, y Adam se separó de mí, pero no
del todo. Me puso una mano en la mejilla.
—Liberaremos a tu amiga.
—Lo sé —susurré, mientras él asentía antes de darme un
beso de despedida.
Lo dejé marchar de mala gana, mirando cómo agarraba
su ropa y se vestía. Luego desapareció por la puerta, y
escuché a la criada de voz chillona saludarlo con un
apresurado «Buenos días, mi Señor», mientras yo me volvía
a meter en la cama y me tapaba la cara con una almohada.
Con la otra mano, toqué titubeante aquel lugar casi
debajo del hombro donde pulsaba el grabado de los dados
del destino. Se me puso la carne de gallina, y me pareció
volver a sentir las caricias de Adam y saborear de nuevo sus
besos.
El recuerdo hizo que me acelerase el corazón. El miedo al
día que tenía por delante me paralizaba en igual medida.
Me daba la sensación de que ambos estábamos al borde de
un precipicio, ante un vacío profundo e interminable en cuyo
fondo ni siquiera Adam, con toda su clarividencia, alcanzaba
a ver lo que nos esperaba.
35

« V oyMe
a tropezar y a partirme la crisma».
imaginaba la escena una y otra vez mientras
caminaba pisando huevos. Podía visualizar claramente mi
siguiente paso, que sería el último, porque con aquellos
tacones dorados me torcería el tobillo y daría con mis
huesos en el suelo. Me caería de culo y me enredaría en las
mil capas del vestido. Y todas las personas que me estaban
mirando con la boca abierta, como si yo fuera la octava
maravilla, pasarían a partirse de risa o a señalarme con el
dedo con lástima.
Era el día de la final del torneo de exhibición, o mejor
dicho, la tarde, porque la puesta de sol ya acariciaba la
ciudad con su cálida luz. Algunos pájaros espectrales
aleteaban sobre mí transformándose en mariposas o
libélulas y luego otra vez en pájaros.
Milagrosamente, había conseguido llegar sin incidentes a
una de las puertas del transbordador que estaba a
disposición de los Siete en Bella Septe, pero fue subirme y
sentir que me ardía la nuca, como si todas las miradas de
los Superiores que vitoreaban desde detrás de la barrera se
hubieran reunido allí.
Sabía que estaba imponente y glamurosa, un enjambre
de criadas se había encargado de ello. Pero por dentro me
moría. El corsé me apretaba tanto que incluso a pesar de lo
escuchimizada que estaba se me dibujaban algunas curvas.
El vestido que lo cubría era de un color dorado rojizo
(«Como corresponde a su familia, señorita Harwood») con
encaje tachonado de rubíes. El tocado que me habían
puesto me tensaba el cuero cabelludo con sus afiladas
horquillas, y llevaba la cara tan cubierta de base y polvos
que apenas me reconocía.
Respiré hondo y caminé por la alfombra dorada que
conducía desde el transbordador a la entrada del
heptadomo. El conductor me había dejado al pie del edificio,
que se elevaba directamente ante mí. Busqué a mi
alrededor. ¿Dónde estaban los demás? Como nos habían
traído por separado, aún no los había visto.
Con cada paso me ponía más nerviosa. La verdad es que
no teníamos ni idea de lo que haría el Ojo. No se habían
dejado ver por ningún lado durante aquellos siete días, los
guardias de Adam ni siquiera habían encontrado indicios de
que los rebeldes estuvieran en Roma. ¿Qué pasaba si no
aparecían? ¿Y si me había equivocado al pensar que se
habían llevado a Lily por mí?
—Deberías aprender a ocultar mejor tu miedo —soltó
alguien de repente justo detrás de mí.
Me giré: era Nikki. Seguramente había llegado en el
transbordador siguiente al mío. Estaba arrebatadora, como
en el banquete. Aunque lucía un vestido increíblemente
fino, el resto de su cuerpo estaba cubierto por cadenas de
oro que le caían sobre el escote y los brazos, mientras que
las puntas de sus largas pestañas parecían estar decoradas
con fragmentos de diamante.
—¿Decías? —le pregunté.
Nikki sonrió, pero con frialdad. No la pillaba para nada,
pero sí me quedaba claro que no íbamos a ser amigas.
—Todo el Espejo va a estar observando atentamente cada
uno de tus pasos, reconocerán la más mínima debilidad. Así
que, cuando pongas un pie en la tribuna, es mejor que
tengas la piel ya no gruesa, sino de acero.
Y, dicho esto, avanzó y saludó majestuosa a la multitud.
Yo me quedé un momento como congelada, pero el ruido
rápidamente me trasladó de regreso al presente. Seguí a
Nikki hasta el final de la alfombra. Desde ahí se accedía a la
entrada acristalada del heptadomo, donde esperaban los
demás.
Iban todos de punta en blanco. Matt vestía una chaqueta
lila de corte especialmente elegante con pantalones negros
y camisa gris; Dina, un entallado traje de chaqueta verde
oliva, y Celine, un vestido azul zafiro tan ajustado que
parecía haberse fundido con su cuerpo. Cedric también lucía
los colores de su familia: una chaqueta azul oscuro de cuello
alto.
Y luego estaba Adam.
Como para compensar la relativa sencillez de su
vestimenta negra, el cuello de su ropa estaba decorado con
cristales heptagonales. Desde lejos parecía alto e
imponente, cada centímetro encarnaba al severo Señor del
Espejo, pero al acercarme a él, su expresión era
extrañamente tierna y seria, y la luz dorada rojiza del falso
atardecer aportaba calidez a sus ojos grises.
Nos miramos fijamente, al menos hasta que el
magistrado Vandal se detuvo frente a mí.
—Señorita Harwood, ¿me concede el honor…?
Adam negó con la cabeza.
—Hoy la llevo yo —explicó, y continuó con cierta torpeza
—. Si ella quiere…
No pude evitar mirar a Celine. Sabía por Cedric que ella
había acompañado a Adam a todos los eventos oficiales de
los últimos meses. Y, efectivamente, se había quedado con
la boca abierta de la sorpresa. Pero la mano de Adam no se
movió ni un milímetro. Se extendía ante mí como un
ofrecimiento…, o mejor dicho, como un desafío.
Cuando puse mis dedos sobre los suyos, la expresión de
Celine se transformó en odio.
«No importa», me habría encantado decirle. «Ninguna de
las dos va a poder estar con él de verdad, nunca».
Me agarré a su brazo, y juntos, caminamos hacia una
hilera de ascensores que estaban listos para trasladarnos. El
heptadomo era tan alto que nos llevó un minuto completo
llegar a la cima. Una vez allí, subimos los últimos escalones
hasta alcanzar nuestra tribuna. Los otros Superiores
emitieron un respingo colectivo al vernos. Sabía que en ese
momento la tela de mi vestido caía sobre las escaleras
como un río de cobre y oro, un efecto que pareció
embelesar a quien nos rodeaba.
Adam me agarró la mano con fuerza y ralentizó el paso
para ayudarme. Lo miré, y él esbozó una sonrisa divertida.
—Intenta subir tú las escaleras apretujado en esta cosa.
—Creo que paso —susurró. Noté en su voz que estaba
sonriendo—. Es mucho más interesante observarte a ti
intentarlo.
—Ya está el señor Asquerosito.
Abrí los ojos como platos al darme cuenta de que había
pronunciado aquellas palabras en alto. ¡Y tan en alto!
Adam dudó antes de dar el siguiente paso.
—¿Cómo?
—Nada.
—Rayne…, ¿me acabas de llamar «señor Asquerosito»?
—Yo… Es… es que se me ha quedado.
Me detuve e hice una mueca. Mierda, ahora iba a saber
cuántas veces se lo había llamado mentalmente.
—Vaya. —Adam sacudió la cabeza, pero luego sonrió más
abiertamente—. Creo que me gustaba más «déspota
sonado».
—Tomo nota —repliqué con magnanimidad—. Soy flexible
en mis calificativos negativos hacia ti.
Ahora se reía. Bajito, pero se reía, y el sonido todavía me
resultaba tan novedoso que me dio un vuelco el corazón.
El murmullo de la multitud aumentó cuando alcanzamos
el final de la escalera. Entonces, la arena del heptadomo
apareció ante mí en todo su esplendor. ¡Menuda pasada! En
comparación, los de mi mundo parecían un teatrillo. Sentí
una punzada en el corazón al pensar en la última vez que
había estado al lado de Lily en un heptadomo. En aquel
momento había estado segura de que íbamos a dejar
Londres y de que, a partir de entonces, daríamos todos
nuestros pasos juntas. Y ahí estaba ahora, con aquella ropa
glamurosa al lado del Señor del Espejo mientras que a ella
la tenían encerrada en alguna parte.
Como si pudiera leerme la mente, Adam dejó que su
mano me bajara por el brazo hasta agarrarme un dedo. Lo
miré sorprendida, pero en vez de soltarme, me acarició con
el pulgar suavemente el dorso de la mano… Y no dejó de
hacerlo ni siquiera cuando, al llegar al final del pasillo,
quedamos expuestos, y decenas de miles de cabezas se
giraron repentinamente hacia nosotros.

Los participantes del combate inaugural tardaron casi una


hora en entrar a la arena. Primero tuvo lugar un discurso del
magistrado Pelham; luego, un desfile de bailarines y artistas
que se movían por la superficie heptagonal con vistosos
vestidos.
Durante todo ese rato, no pude evitar recorrer el
heptadomo con mirada nerviosa. Nikki y Sebastian no
estaban por ningún sitio, pero se suponía que se
encontraban en la tribuna inferior a la nuestra. Y, por el
momento, no había el más mínimo indicio de que el Ojo
estuviera aquí.
Casi no aguantaba los nervios, pero intenté que no se me
notara.
Tras los números inaugurales, toda la atención se dirigió a
los participantes del torneo. Sus rostros se iban proyectando
en el aire uno tras otro, de manera que se veían desde
todas las esquinas del heptadomo. Después emitieron un
montón de combates individuales. Era justo como aquella
vez en el heptadomo de Brent: vítores y abucheos llovían
sobre los luchadores desde todos lados mientras combatían
ferozmente por la victoria. Algunos usaban gestos que
nunca había visto, y a una velocidad que nadie en las ligas
profesionales de Prime podía dominar. De los veinte
participantes, al final quedaron solo cuatro. El último duelo
terminaría cuando el perdedor tuviera que salir de la arena
en camilla.
—A continuación pelean dos de los mejores luchadores
del último año —cuchicheó Matt—. Como aperitivo para la
gran final. No es un combate real, solo un espectáculo.
Asentí y miré hacia abajo mientras se vaciaba la arena.
Los focos descendieron dramáticamente sobre uno de los
pasillos arqueados que conducían desde las entrañas del
heptadomo a la arena. Sonaron tambores y, a nuestro
alrededor, los Superiores se inclinaron para ver por primera
vez a los dos luchadores.
Por mi parte, aproveché para echar un vistazo a nuestra
tribuna y luego hacia atrás, hacia la salida. Pero no vi nada
sospechoso. Solo había algunos camareros de pie y, junto a
ellos, Zorya, Jarek y unos cuantos guardias que vigilaban a
todo aquel que se acercara demasiado a nosotros.
De repente, el público pareció contener la respiración.
Desde las gradas se oyó un grito ahogado, e incluso Adam
se puso rígido a mi lado.
A pesar de lo que Matt me acababa de decir, no entraron
dos personas a la arena, sino solo una. Se dirigió hacia el
centro y se detuvo para mirar directamente a nuestra
tribuna.
Era Sebastian.
—¿Qué coño…? —soltó Matt a mi lado.
Miré a Dina y a Celine. También estaban atónitas. Una
sombra recorrió el rostro de Adam.
—¿Los Siete participan en los combates? —pregunté, y
Dina negó con la cabeza.
—No, nunca.
—¿De qué va? —preguntó Matt—. ¿Quiere alardear ante
todo el mundo de su sello?
Cedric asintió.
—Típico de un megalómano.
La estupefacción del público se transformó en un
frenético aplauso. Los gritos de entusiasmo atronaban el
heptadomo, había quien saltaba de alegría al reconocer que
el primer contrincante era uno de los Siete.
—A la gente le encanta —murmuré.
—Por supuesto —era la voz de Adam, susrrante pero llena
de ira—. Por fin obtienen lo que siempre han deseado: ser
testigos directos de lo que es capaz de hacer un sello
oscuro.
Sebastian hizo una reverencia en el centro de la arena y
luego se llevó el micrófono a la boca.
—Mis estimados Superiores —gritó con aire
condescendiente—, ¡sois un público maravilloso! Hoy, para
celebrar el trescientos setenta y cinco aniversario de la
creación del Espejo, me ha parecido que era hora de acortar
por fin las distancias entre nosotros, los Siete, y vosotros. A
fin de cuentas, vosotros sois el motivo por el que
protegemos el poder de los sellos oscuros.
El aplauso casi hizo vibrar literalmente el heptadomo. En
las gradas veía manos levantadas en éxtasis por todas
partes. Apenas podían esperar a lo que se iba a anunciar.
¿Contra quién quería combatir Sebastian? Antes de que
pudiera hacer la pregunta en voz alta, volvió a llevarse el
micrófono a la boca.
—Y quién mejor para festejar con nosotros este logro tan
fenomenal, esta celebración de nuestra fundación, este
evento, el más hermoso de todos, que… —contuve la
respiración; Sebastian dejó que su mano estirada diera la
vuelta al recinto, buscando, para terminar en nuestra
tribuna, justo donde estaba sentado Adam— ¡nuestro
amado Señor del Espejo! —En los monitores, Sebastian
sonreía encantador—. En su infinita magnanimidad, hoy ha
decidido demostraros sus poderes. Por primera vez en la
historia del Espejo.
Los aplausos adquirieron nuevas proporciones. Una
gigantesca ola de emoción se apoderó del heptadomo.
Todos los Superiores se habían girado hacia Adam, mientras
que Sebastian seguía allí de pie, haciendo una profunda
reverencia y… esperando.
Porque acababa de percatarme de que no tenía que hacer
nada más. Lo único que le quedaba era esperar y todo
saldría como él quería.
—No hablará en serio —siseó Celine.
Matt puso los ojos en blanco.
—No entres al trapo, Adam. Es ridículo.
Él suspiró. Los aplausos del público se habían
acompasado para animarlos.
—No puedo dejarlo pasar —dijo, antes de ponerse en pie
muy lentamente.
—Adam. Déjalo —insistió Celine.
Pero él se limitó a sacudir la cabeza imperceptiblemente
y a dar un paso adelante. Los demás se miraron unos a
otros, pero yo sabía que Adam tenía razón. No le quedaba
más remedio que hacer exactamente lo que Sebastian
quería; de lo contrario, el Espejo lo percibiría como débil. Y
entonces Sebastian habría ganado.
Seguí a Adam con la vista mientras recorría el largo
camino hacia la arena entre el griterío indescriptible de las
masas. Mientras subía las escaleras mágicas cuyos
escalones se acelaraban bajo sus pies, su rostro se
proyectaba en todas las superficies del heptadomo, en
todas partes, en todos los recovecos.
—¡Madre mía, Harwood! —Dina me observaba desde el
lateral—. No pongas esa cara. Adam no es de plastilina. Y
solo es un espectáculo. Ni siquiera Sebastian osaría tocarle
un impecable pelo al Señor del Espejo.
—Menuda idea ha tenido Sebastian. Casi parece listo —oí
musitar a Cedric.
—Es más listo de lo que te imaginas.
Cedric esbozó una sonrisa.
—Tu opinión no es objetiva, Matthew.
—Vaya si lo es, créeme. —Matt se inclinó hacia delante—.
Esperemos que Adam le patee su dorado culo.
—¿De verdad es dorado? —quiso saber Dina—. Hay
rumores, pero nunca has confesado hasta dónde llegan los
tatuajes de Sebastian.
—Ni voy a hacerlo ahora, Dina. Pero podemos hablar sin
problema sobre tus múltiples líos.
Sonrió lisonjera.
—Claro. Pero luego tendría que matarte.
Matt iba a responder, pero en ese momento se hizo un
súbito silencio sobre el heptadomo.
Adam había llegado abajo. Jarek y Zorya, que lo habían
seguido a una cierta distancia, se quedaron en la banda
mientras Adam caminaba hacia la arena entre aplausos.
Sebastian se quitó la fina camisa que le cubría el torso y
cogió el espejo de los ángeles, en el que se reflejaba su piel
cubierta de doradas líneas luminosas. Le gritó algo a Adam,
que no pude oír desde donde estaba, pero el grito se fue
extendiendo desde las filas inferiores hacia nuestra tribuna.
—¡Oh, por favor! —exclamó Dina rápidamente al descifrar
las palabras. Querían que Adam también enseñara sus
marcas.
—Si ahora cada año uno de nosotros va a tener que
prestarse a este paripé, me cargo a Sebastian con mis
propias manos. —Matt apretó la mandíbula—. No soy un
mono de feria.
Adam le dijo algo a Sebastian, pero no se quitó ni la
chaqueta ni la camisa, tan solo cogió los dados en la mano
derecha y empezó a dar vueltas alrededor de él. Sebastian
blandió el espejo, y el mango empezó a hacerse cada vez
más largo hasta convertirse en una especie de lanza de luz.
En su mano todavía se veía el espejo, pero el resto se había
transformado en un arma que lentamente hacía girar ante
sí.
Adam rotaba los dados en círculos cada vez más amplios,
pero sin adoptar ninguna posición de combate. Solo cuando
Sebastian se abalanzó sobre él, lanzó a Alius y Etas al aire,
tensando la cuerda que los unía.
Sebastian le disparó su lanza a Adam. Él la esquivó con
un movimiento casi aburrido. El arma de Sebastian se
enredó en su cuerda, que usó para arrojar la lanza lejos de
sí. Aquello se repitió varias veces, pero los ataques de
Sebastian eran cada vez más potentes. Empecé a darme
cuenta de cuándo Adam utilizaba los dados; no solo porque
el resplandor de sus líneas de luz se marcaba más
claramente, sino también por la naturalidad con la que
interceptaba las estocadas de Sebastian. Hubo otro violento
embate, que Adam detuvo con un escudo mágico. Un
murmullo recorrió la multitud, seguido de vítores de ánimo a
su Señor.
—Venga —oí rezongar a Matt.
Dina, Cedric y Celine parecían mucho más tensos.
Sebastian y Adam se movían con tal rapidez sobre la
arena que casi no podía seguirlos. Sebastian le gritó algo
que no entendí, algo que hizo que la mirada de Adam se
desviara unas décimas de segundo hacia mí. Entonces,
Sebastian le propinó el primer golpe.
Un nuevo murmullo recorrió la multitud, aunque Adam
contratacó de inmediato. En los rostros de algunos de los
Superiores que nos rodeaban podía ver la sed de escándalo,
la sed de ver a Adam fracasar en su papel de la persona
más poderosa del Espejo. El magistrado Pelham, que se
sentaba en una grada a nuestra izquierda, con el padre de
Matt, mostraba una sonrisilla de superioridad.
Allá abajo, en la arena, Adam hizo girar sus dados y, por
primera vez, atacó a Sebastian con todo su ímpetu. Él no
tenía nada que hacer. Adam estaba compensando con
creces su despiste: anticipaba cada ataque de Sebastian, lo
bloqueaba o contrarrestaba tan rápido que lo tiró varias
veces al suelo.
No pude evitar pensar en lo que me había dicho Adam
durante el entrenamiento: que nuestra magia era eterna,
pero que usarla con demasiada frecuencia requería mucha
energía, aunque no se notase. O, por lo menos, a él no se le
notaba. Estaba poniendo a Sebastian en su sitio
simplemente esquivando sus ataques, hasta los más
elegantes.
Adam acababa de derribar a Sebastian con una estocada
y caminaba dándole la espalda, como si quisiera
avergonzarlo aún más. Sin embargo, Sebastian se recuperó
más rápido de lo que esperaba y se acercó a Adam con la
lanza de luz en la mano, pero la giró de tal modo que no fue
el filo, sino el espejo de los ángeles, lo que quedó orientado
hacia él.
Recordé el poder de aquel sello: si alguien se miraba en
él, Sebastian conseguía acceso a su mente, dándole la
capacidad de reforzar o debilitar todos los deseos, miedos y
anhelos que estaban ocultos en el subconsciente de esa
persona.
Si alcanzaba a Adam, ni siquiera los dados del destino
podrían ayudarle.
«¡Detrás de ti!», le grité mentalmente, mientras él, abajo
en la arena, ya se giraba. Su mirada se dirigió una décima
de segundo hacia mí: vi su rostro en el monitor. «¡No me
mires! ¡Ten cuidado con el espejo!».
En el último segundo, Adam se hizo a un lado y le lanzó
tal estocada a Sebastian que se le cayó el espejo de la
mano. Luego, ondeó su cuerda de luz en el aire y la enroscó
alrededor del torso de Sebastian. Finalmente, lo golpeó en la
espalda con una onda de presión de magia tan fuerte que
cayó al suelo. Y allí se quedó.
Los vítores se hicieron ensordecedores. Adam se detuvo
frente a Sebastian, que estaba arrodillado, mientras los
Superiores comenzaban a corear su nombre por todo el
recinto.
—Ha ganado. —Miré a Dina esperando ver su amplia
sonrisa gatuna, pero, al contrario, la expresión de su rostro
era lúgubre. Apretaba los puños—. ¿Qué pasa?
—Ha sido demasiado fácil —contestó—. Puede que el
poder de Sebastian no se equipare a los dados de Adam,
pero nunca había peleado tan mal.
Volví a dirigir la vista a la arena. La mirada de Adam
estaba sobre mí, y detrás de él, Sebastian se inclinaba. Al
principio me pareció que aquella reverencia tan pronunciada
era un signo de respeto hacia Adam. Pero entonces, la
cámara se giró y vi una sonrisilla satisfecha en los labios de
Sebastian. Apoyó ambas manos en el suelo, sobre el cual,
de repente, apareció un grabado azul invernal gigante, que
resplandeció hasta cubrirlo por completo.
36

E nmientras
ese mismo momento, Matt echó mano de su anillo,
Dina y Celine aferraban también sus sellos.
Apretaron los puños con una expresión intensa en los
rostros, pero no ocurrió nada. Ni magia ni líneas brillantes.
—¿Qué está pasando? —masculló Dina, confusa.
—¿No lo veis? —Celine señaló el suelo de la arena.
El símbolo de varios metros que había activado Sebastian
brillaba en el suelo. No había duda: conocía el grabado…
porque lo había visto durante días en las monedas que me
habían colocado en el brazo.
—Estamos justo encima de un enorme inhibidor de magia
—susurré.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se
desató el caos a nuestro alrededor.
En algún lugar a mi izquierda, a un camarero le
arrancaron una bandeja de las manos. Se estrelló contra el
suelo junto con los vasos en una cacofonía de cristales
rotos. En cuestión de segundos empezaron a aparecer
figuras encapuchadas entre el público, por todos lados.
Incluso las vi en las filas de la tribuna inferior a la nuestra,
entre un auténtico rebaño de Superiores en estampida.
El Ojo.
Estaban aquí de verdad.
Le lancé una mirada a Adam. Jarek y Zorya habían corrido
hacia él y ya lo flanqueaban. Lo escoltaron, guiándolo hacia
la banda mientras el espacio que los rodeaba se iba
llenando rápidamente de gente.
Los rebeldes del Ojo inundaban las gradas. El magistrado
Pelham, Tynan Coldwell y los demás Superiores corrían
hacia las salidas. Yo también me puse de pie de un salto,
cagándome en el maldito vestido y en su enorme cola, que
casi no me dejaba moverme.
—¡Venga! —gritó Dina.
En cuestión de segundos, Celine y ella habían convertido
nuestros asientos en una barricada. Los rebeldes ya habían
llegado a nuestro piso: a mi lado, Matt le hizo una llave a
uno de ellos y luego lo tumbó de un codazo.
Sin la ventaja de los sellos, aquello parecía una pelea de
bar. Dina usaba los puños, los codos e incluso los dientes a
discreción. Era un auténtico caos. Estábamos en clara
inferioridad numérica, incluso con los guardias de la magia
de nuestra parte. Pero lo peor era que los sellos oscuros no
funcionaban, y nadie había previsto algo así.
El cepo se había cerrado, pero, en lugar de atrapar al Ojo,
habíamos sido nosotros quienes habíamos caído en él.
Más rebeldes empezaban a acercarse desde las esquinas
del heptadomo. Nosotros descendíamos, flanqueados por
algunos guardias. Tras unos escalones, tiré mis taconazos y
continué descalza. Un atacante se nos abalanzó desde un
lateral, pero Dina lo esquivó y le propinó tal ducha de
puñetazos que cayó al suelo entre gimoteos.
Solo la fuerza de voluntad me impulsó durante los
siguientes minutos. De camino a la planta baja, Dina iba
dejando un reguero de cuerpos inconscientes. Dos
atacantes más saltaron sobre Cedric y Matt mientras
alguien me agarraba por el hombro. Oía el ruido dos veces
más fuerte. Se me aceleraba el pulso. Con aquel vestido no
tenía cómo defenderme, pero tampoco me hizo falta: mi
oponente fue noqueado por un golpe certero y un disparo
en la pierna de Jarek y Zorya, que marchaban firmes hacia
nosotros, armados hasta los dientes.
—¿En apuros tal vez, alteza? —bromeó Zorya, y suspiré
aliviada cuando vi a Adam entrar corriendo tras ella,
acompañado de una avalancha de personas con uniformes
oscuros y heptágonos en la frente.
Agitado, me miró fijamente. Noté cómo lamentaba que
las cosas no hubieran salido según el plan…, pero también
vi que buscaba una salida.
—Mi Señor, creo que es hora de que lo saquemos de aquí
—gruñó Jarek mientras se colocaba delante de nosotros con
sus amplios hombros en un gesto protector.
Adam negó con la cabeza.
—No. Me quedo.
—No es buena idea. Los rebeldes quieren verlo muerto.
Deberíamos…
—Jarek. Me quedo. —Adam volvió a mirarme y me di
cuenta de que lo hacía por Lily. A fin de cuentas, era nuestra
única oportunidad.
—Yo también me quedo —dije de inmediato—. Quiero…
—Sacad a Rayne de la ciudad —les dijo Adam a Jarek,
Matt y Cedric—. Id por el sótano. Cuando estéis a suficiente
profundidad, el inhibidor debería dejar de funcionar. —Miró a
Celine—. Tú ve con ellos, y en cuanto sea posible, abre el
corredor que conduce directamente a Septem. Quedaos allí
hasta que tengáis noticias mías.
—¡No me voy a ningún sitio! —protesté—. ¡Tengo que
quedarme!
Adam me agarró por el brazo y tiró de mí. Me puso una
mano en la mejilla, y noté las miradas del resto sobre
nosotros, pero en ese momento me dio igual.
—Has cumplido tu función, ahora deja que yo me ocupe
de encontrar su base.
—Pero…
—Tu unión con Ignis todavía no se ha afianzado. Si te
atrapan, intentarán quitarte el sello, y no sobrevivirás.
Rayne, por favor. Puedo recuperar el control de la situación
y, en cuanto el inhibidor haya perdido su efecto, seguir a los
rebeldes a su base. Confía en mí.
Lo observé. No quería me rescatara. Yo no era así. Pero,
justo cuando estaba a punto de replicar, los focos del
recinto parpadearon. Entonces, todo el heptadomo se quedó
a oscuras, como si un pesado telón se hubiera cernido sobre
el mundo.
—¡Sacadla de aquí! —le gritó Adam a Jarek—. ¡De
inmediato!
Antes de que pudiera reaccionar, Jarek me agarró del
brazo. Lo empujé, pero poco podía hacer frente a tal
armario. Dina, Zorya y una parte de los guardias se
quedaron con Adam, y el resto se puso en marcha con
nosotros.
Jarek me obligó a seguir caminando, mientras
refunfuñaba «¡Vaya tía testaruda!» y parecía de todo menos
contento. Solo pude robarle una última mirada a Adam
antes de que desapareciera con el resto de los guardias.
La ira me corría por las venas. Seguro que lo había
planeado desde el principio, lo de dejarme fuera de juego en
cuanto apareciera el Ojo. Y había tomado esa decisión sin
contar conmigo.
¡Otra vez!
«¡Me cago en el Señor del Espejo! ¡Me cago en el señor
Asquerosito y en su arrogancia!».
—Déjelo ya, Llamarada —me gritó Jarek por encima del
estruendo—. Ir en contra de la cadena de mando solo
ralentiza las cosas. Pronto llegarán los refuerzos para
rescatar a Su Alteza, no se preocupe.
Me arrastró hacia la salida de la arena y de ahí
empezamos a descender. Algunos criados venían corriendo
en sentido contrario. Porque, claro, no había ninguna
manera de salir del sótano…, aparentemente.
Celine tenía bien agarrada su llave de zafiro, pero estaba
claro que todavía no la podía utilizar. Al llegar al segundo
nivel del sótano, todo el túnel se tambaleó. Las luces de la
pared parpadearon, y el polvo cayó del techo mientras yo
intentaba mantener el equilibrio. El suelo crujió
peligrosamente con las réplicas.
—¿Qué ha sido eso? —grité.
—El inhibidor de magia ha afectado a la estabilidad del
edificio —musitó Cedric con una voz débil—. Se pudo
levantar un heptadomo tan grande solo porque lo sostienen
los sellos.
Maldiciendo en voz baja, Jarek sacó un spectum. Miró en
su interior, pero parecía estar bloqueado por el inhibidor de
magia, al igual que nuestros sellos. Siguió tirando de mí
mientras el miedo me recorría todo el cuerpo. ¿Qué pasaría
si el edificio se derrumbaba antes de que saliéramos? ¿Y
qué le ocurriría a Adam?
Jarek me sujetó más fuerte. Matt, Cedric y Celine no se
separaban de mí. Estábamos dejando otro piso atrás
cuando…
—¡Parad! ¡Ya es suficiente! —Celine levantó la llave de
zafiro ante sí. El núcleo de magia azul estaba iluminado.
Nos dirigimos a la puerta más cercana, que estaba más
allá de un cruce de pasillos. Pero justo entonces la puerta se
abrió y un grupo de figuras enmascaradas corrió hacia
nosotros.
Jarek ordenó a sus guardias que se enfrentaran a los
rebeldes del Ojo mientras nos arrastraba a mí y a los demás
hacia atrás. Los cinco nos dirigimos al siguiente pasillo,
donde nos esperaba otra puerta.
Justo cuando Celine iba a meter su llave en la cerradura,
Matt la agarró del hombro. Sacó algo del bolsillo de su
chaqueta: un spectum. Se lo puso delante a Celine.
—Llévanos a esta dirección.
No podía ver lo que le estaba mostrando. ¿Algún tipo de
mapa? Celine frunció el ceño con gesto confundido.
—¿A cuento de qué?
—Adam quiere que nos reunamos con él allí.
—Eso es una locura. Adam ha dicho que debemos ir a
Septem.
—Celine —gruñó Matt y se irguió ante ella—, haz lo que te
digo. ¡Llévanos aquí!
El gesto de ella se oscureció y negó lentamente con la
cabeza.
—No.
Matt levantó la mano de repente. Las marcas lilas de sus
brazos se iluminaron, y vi cómo Celine ponía los ojos en
blanco mientras la envolvía en una ilusión.
—Matt —susurró Cedric, alarmado—, ¿qué haces?
—Llévanos a esta dirección —repitió él, y esta vez Celine
obedeció de inmediato.
Le temblaba todo el cuerpo. No tenía ni idea de en qué
tipo de ilusión estaba sumida, pero resultaba obvio que era
algo terrible, porque no dudó un segundo. Introdujo la llave
de zafiro en la cerradura hasta que las líneas azules se
iluminaron y la magia de su sello nos envolvió con toda su
energía.
—¡Libérala, Matt! —grité.
Celine temblaba cada vez más fuerte. Un gemido escapó
de sus labios, y tragué saliva mientras las lágrimas rodaban
por sus mejillas. De pronto, se desplomó.
—Matthew, ¡basta! —Cedric estaba tan consternado
como yo.
Intentó levantarle la mano, pero Matt lo envolvió en otra
ilusión. Luego, se giró hacia mí. Me agarró del brazo e
intentó tirar de mí por el corredor mágico, y entonces supe
que estaba perdida.
—Suéltala de inmediato, jovencito.
Jarek encañonó a Matt en el pecho.
—No tengo ni idea de lo que se te está pasando por esa
cabecita bonita, pero vamos directamente y sin desvíos a
Septem. Y si no obedecéis, niñitos, os llevo de las orejas.
El rostro de Matt se cubrió de una maldad que no
encajaba para nada con él. No con aquel joven alegre y
despreocupado que se había convertido en mi amigo. Miró a
Jarek con tal odio que incluso él, que podía vencer a
cualquiera, con su tamaño y sus anchos hombros,
retrocedió.
Matt, sin embargo, avanzó rápidamente hacia Jarek. El
guardia jadeó, tambaleándose. Yo no entendía qué pasaba,
solo vi la espalda de Matt, que respiraba rítmicamente. Vi
también la mirada de Jarek por encima del hombro de Matt,
atónita, como si ya no entendiera el mundo.
Entonces, las piernas de Jarek cedieron.
Vislumbré la daga de luz lila. Había surgido de la mano de
Matt. Y entonces descubrí el reguero de sangre que goteaba
desde el abdomen de Jarek.
Matt lo había apuñalado.
—¡No! —grité con voz ronca, congelada ante el puro
terror que me recorrió el cuerpo entero, convirtiendo mis
huesos en plomo.
Yo no entraba en pánico fácilmente, pero aquello era
demasiado. No podía pensar con claridad, el mundo se
estaba desdibujando ante mis ojos.
¿Cómo… cómo era posible? ¿Qué acababa de pasar?
—Corre, Llamarada —me exhortó Jarek. Todavía intentaba
levantar la mano, pero en ese momento, sus ojos se
quedaron sin vida. Jarek había dejado de respirar.
Las lágrimas manaban de mis ojos cuando Matt me
agarró del brazo. Intenté acceder a la magia de mi sello,
intenté visualizarme destruyendo la ilusión de las mentes de
Celine y Cedric, alejando a Matt con una estocada, pero no
pasó nada. Mi mente estaba nublada, mi cuerpo en estado
de shock, y el agarre de Matt era férreo. Me arrastró más
lejos, hacia el pasillo que Celine nos había abierto.
«Adam», pensé desesperada. Intenté enviarle un mensaje
telepático, aunque no sabía si funcionaría. «Adam, me han
capturado».
Me pareció sentir una vibración en nuestra conexión, pero
no hubo respuesta. Matt me empujó por el pasillo hasta que
solo nos rodearon finas y brillantes líneas azules. Algo tiró
con fuerza de mi cuerpo. Era como si todo diera vueltas a mi
alrededor. Matt me arrastró con paso veloz por el pasillo
para llegar al otro lado, donde, sonriendo tan tranquilo, nos
esperaba Sebastian.
37

P arecía de tan buen humor que me dieron ganas de


escupirle en la cara nada más verlo. La puerta se cerró
detrás de mí, y el brillo mágico desapareció. De inmediato,
Matt me agarró los brazos y me los inmovilizó a la espalda.
Tomó un puñado de monedas que Sebastian le había
tendido y me las colocó en el brazo.
Antes de que Sebastian dijera nada, yo ya sabía qué tipo
de trites eran.
—Inhibidores de magia —me sonrió divertido—.
Seguramente no sean necesarios. Por lo que sé, todavía no
eres capaz de controlar a Ignis, pero… más vale prevenir. Y,
por supuesto, no queremos que te hagas daño.
Ya. Lo que no quería era que le hiciera daño a él.
Desesperada, intenté recuperar la conexión con Adam,
pero los trites la habían interrumpido definitivamente. Me
retorcí en los brazos de Matt mientras miraba por todas
partes como loca. Habíamos salido a una habitación
espaciosa y bastante oscura, debía de haber sido una
oficina; los escritorios todavía estaban ahí, aunque parecían
llevar abandonados mucho tiempo. Las paredes estaban
cubiertas de grafitis y eran tan altas que no podía ver lo que
había más allá de los focos que se balanceaban en el techo.
Las ventanas tenían los cristales tintados, y algunas incluso
estaban tapiadas. Les habían colocado grandes sellos con
grabados resplandecientes, todo un arsenal de monedas
con diseños que no había visto nunca.
¿Dónde coño estábamos?
Gemí al notar que Matt me apretaba las muñecas con
más fuerza.
—Matt, por favor —jadeé, pero él no reaccionó. Lo miré
por encima del hombro y, por primera vez, me di cuenta de
lo transfigurado que parecía. Tenía la mirada desenfocada y
la frente perlada de sudor. Estaba claro que no se
encontraba bien. Indignada, fulminé a Sebastian con la
mirada—. ¿Qué le has hecho?
Dio unos golpecitos con el dedo en su espejo.
—Solo he reforzado lo que siempre había estado ahí,
¿cierto, Matthew? —Vino caminando hacia nosotros y le
puso una mano en el rostro a Matt—. En lo más profundo de
su corazón, anhelaba cumplir todos mis caprichos. Siempre
lo ha deseado.
A pesar de aquellas palabras, me inundó el alivio, porque
eso significaba que Matt, en realidad, no se había vuelto en
nuestra contra: ¡Sebastian lo controlaba con su sello!
—Eso no es cierto —contesté—. Ya no te quiere.
—Ya. —Sebastian emitió un sonido reflexivo—. Eso es lo
que le gusta decir. Pero mi sello se aferra a los
pensamientos que ya están ahí, Rayne. Yo tan solo me
aprovecho de ellos.
—Matt no ha escogido estar contigo. Pero claramente a
alguien tan creído como tú eso le da absolutamente igual.
Sebastian simplemente se rio. Bastó un guiño suyo para
que Matt me apretara la garganta hasta el punto de
saltárseme las lágrimas. Me estaba ahogando, y no pude
respirar hasta que Sebastian chasqueó los dedos al cabo de
unos segundos.
—Un paso en falso y hago que te mate —me dijo con un
tono oscuro y maligno que hasta entonces no le había oído.
Se marchó hacia un pasillo y Matt me arrastró detrás de él.
Las lágrimas me emborronaban la visión, pero me negaba
a llorar ante Sebastian. Era una de los Siete, era la
portadora del brazalete del dragón. No me vendría abajo tan
fácilmente.
Matt me hizo descender por unas escaleras hasta un piso
inferior sin ventanas. Dejé de resistirme. No podía acceder a
Ignis, el inhibidor de magia me lo impedía, y Matt era
demasiado fuerte para poder liberarme de él. Mi vestido
susurraba al arrastrarse por el suelo, probablemente estaba
hecho jirones, pero ¿a quién le importaba? Sentí la
desesperación hervir en mi interior al recordar el rostro sin
vida de Jarek. Había intentado protegerme… y había muerto
por ello.
Llegamos a nuestro destino. Sebastian activó un
interruptor y una bombilla que colgaba solitaria del techo
comenzó a crepitar. Era una habitación pequeña con un
catre en el que yacía…
—¡Lily! —mascullé mientras intentaba liberarme de Matt,
que cedió ante un gesto de Sebastian. Tropecé y caí de
rodillas delante de mi amiga. Estaba dormida… o
inconsciente. En cualquier caso, no se movió cuando la
abracé tan fuerte como pude—. Lily —susurré entre sus
rizos una y otra vez—. Lo siento mucho. Lo siento
muchísimo.
Le recorrí la espalda con los dedos, apretándola fuerte
contra mi cuerpo. Se la notaba tan delgada, tan frágil… Solo
de pensarlo se me hizo un nudo en la garganta tan
insoportable que me eché a llorar.
Oí voces y pasos. La puerta se abrió y cerró de golpe, solo
quedó encendida la luz que inundaba la sala con el zumbido
quedo de la bombilla.
Me giré lentamente. Matt todavía estaba de pie contra la
pared, al lado de la puerta, con aquella expresión
transfigurada en el rostro, mientras Sebastian permanecía a
su lado sonriendo ampliamente. Y ante ellos dos estaba…
Dorian Whitlock.
Ahora lo entendía todo: estaba en la base del Ojo. El lugar
que Adam y yo pretendíamos encontrar. Y todos aquellos
sellos que había visto antes debían de haber sido forjados
por Nessa Greenwater. ¿Qué había dicho Adam? Que era la
herrera del Espejo. Seguramente todo este maldito edificio
estaba hasta los topes de sellos protectores.
Mi mirada se fijó en Dorian. Llevaba el mismo atuendo
que el día que nos habíamos visto en el orfanato. Me
observó mientras yo les lanzaba miradas asesinas a él y a
Sebastian.
Así que ambos estaban en el ajo. Sebastian no solo había
querido luchar contra Adam delante de todos los Superiores
con la esperanza de avergonzarlo públicamente…; lo había
hecho para apartarme de él. Seguramente había
sospechado que Adam nos mandaría por el sótano y nos
separaría a Matt, Cedric, Celine y a mí del resto de los
guardias.
Pero ¿para qué? Por supuesto, entendía qué quería el Ojo
de mí: mi sello. Pero ¿qué sacaba Sebastian?
—¿Y bien? —Levantó una de sus cejas cubiertas de polvos
dorados—. ¿Vamos a seguir observándola o hacemos algo
por fin?
—Te puedes marchar —dijo Dorian.
—¿Perdón? —Sebastian se rio—. ¿Tú me estás diciendo a
mí que me puedo marchar? ¿Has perdido el juicio?
—Teníamos un trato, Lacroix. Tú nos la traías y nosotros te
ayudábamos a derrocar al Señor del Espejo. Lo que pase a
partir de ahora no tiene nada que ver contigo. Así que te
pido algo de privacidad. Llévatelo. —Señaló a Matt—. No me
importa lo que hagas con él, pero no lo hagas aquí.
De inmediato, Sebastian echó mano del espejo de los
ángeles, que llevaba atado al cinturón, y dio un paso
amenazante hacia delante.
—Como te atrevas a hablarme en ese tono solo una vez
más…
—Perdona. —Dorian levantó las manos en señal de
rendición—. Solo quería decir que te necesitamos en otra
parte. Yo me ocupo de Rayne.
Sebastian ladeó la cabeza y observó a Dorian con
desconfianza.
—Quiero estar al tanto en todo momento de si Adam se
acerca a vuestra base.
—No te preocupes, no acabaremos con él sin ti.
Las palabras de Dorian me pusieron la carne de gallina, al
contrario que a Sebastian, que sonrió satisfecho por fin
antes de volver a acercarse a mí e inclinarse para hablarme
al oído.
—Voy a quedar de miedo en su trono.
—Nunca serás el Señor del Espejo.
—¿De verdad crees —murmuró Sebastian— que Matthew
es el único que en su interior sueña con unirse a mí? No.
Muchos Superiores veneran a mi familia, y nuestros
contactos están bien arraigados en Septem. En el corazón
mismo de los Siete. Simplemente, Adam no quiere admitirlo.
Sebastian me pasó el índice por la mejilla, pero lo retiró
justo antes de que pudiera darle un manotazo.
Caminó hacia Matt, que todavía tenía la mirada perdida
en el infinito, ausente. El corazón me martilleaba el pecho
mientras intentaba pensar frenéticamente en cómo liberarlo
del influjo del espejo de los ángeles. No era él mismo,
seguramente ni siquiera era consciente de lo que estaba
pasando. Pero Sebastian se lo llevó por la puerta y ambos
desaparecieron de mi campo de visión.
—¿Qué le habéis hecho a Lily? —le pregunté a Dorian
nada más cerrarse la puerta. Estaba inconsciente… ¡y no se
despertaba!
Dorian estaba tan pancho.
—No te preocupes, estaba demasiado agitada y le hemos
administrado un trite para dormir. Nada más.
Automáticamente le pasé la mano por el brazo a Lily.
Parecía que decía la verdad: tenía una moneda en el
antebrazo. Por lo demás, no era capaz de identificar ninguna
lesión en su cuerpo.
—Puede que el efecto le dure todavía unas horas —
continuó Dorian—. No te preocupes, no le pasa nada.
Quise replicar, pero en realidad daba igual si me lo creía o
no. Sentía un dolor palpitante en la cabeza, y también en el
cuello, donde me había agarrado Matt.
Dorian se pasó una mano por la cresta morena. La mirada
que me lanzó no era calculadora, sino pensativa, y recordé
la imagen del niño pequeño que me había mostrado
Sebastian. Había sido testigo de algo inimaginable. Habían
asesinado a su madre delante de sus narices.
Inspiré profundamente e intenté recomponerme.
—¿Cómo lo supiste? —le pregunté—. En el heptadomo de
Brent… ¿Cómo supiste que era la portadora de Ignis?
Dorian arqueó las cejas.
—No lo sabíamos. En la inscripción te dimos la réplica
porque podías pagarla, no porque tuviéramos grandes
esperanzas puestas en ti. —Hizo una mueca—. No te lo
tomes a mal, pero no tenías pinta de poderle interesar al
Ojo. Pero si las cosas hubieran ido de otra forma, seguro que
te hubiera intentado reclutar tras nuestro combate. No hay
duda de que, de todos mis contrincantes, has sido la mejor.
Dejé caer la cabeza contra la pared que estaba detrás del
catre.
—Pues muchas gracias.
Dorian puso otra mueca y sentí cómo me temblaban con
fuerza las manos de lo agitada que estaba. ¿Cómo podía
estar ahí de pie y hacerme cumplidos? Había usado a Lily
para llegar a mí. Matt era ahora la marioneta de Sebastian
hasta quién sabía cuándo. Y por culpa suya y de su gente
seguramente había un montón de heridos graves en el
heptadomo. Jarek había muerto… ¡solo porque el Ojo quería
hacerse con mi sello!
Y Adam… No tenía ni idea de qué había sido de él.
¿Estaría bien? ¿Habrían llegado los refuerzos de los que
había hablado Jarek? ¿Habrían tenido oportunidad de
encontrar la base del Ojo? Que, por cierto, ni yo misma
sabía si estaba en Prime o en el Espejo.
Llamaron a la puerta. Una mujer le dio a Dorian un vaso
de agua, que él me pasó asintiendo con la cabeza. Lo cogí y
me lo bebí. No servía de nada resistirse.
—Hace mucho tiempo que queríamos echarle el guante a
Ignis —indicó Dorian en cuanto volvimos a quedarnos a
solas—. Sabíamos que llevaba años en Septem, pero no
había manera de acercarse a él.
—¿A pesar de espías como Sarisa?
Sonrió ante mi tono audaz.
—Sí, a pesar de personas valientes como Sarisa. Pero
ahora se ha abierto una ventana. Gracias a ti tenemos la
posibilidad de destruir Septem y todo el sistema de los Siete
para siempre.
—¿Acabando con Adam?
Dorian se encogió de hombros.
—Si tiene que ser, será. Se lo ha ganado a pulso, créeme.
Su familia…
—¡¿Perdón?! —grité—. ¿Por qué estáis tan obsesionados
con su familia? Adam no es su madre ni su abuelo ni sus
bisabuelos. ¡No se nace malo!
—Sebastian te enseñó lo que le hicieron a mi madre, ¿no?
Dorian me miró con urgencia, y entonces lo entendí:
Sebastian y él lo habían planificado todo juntos. Él había
querido que yo viera el recuerdo.
—Sí, ¿y?
—Tenías que saber de qué clase de cosas son
responsables los Tremblett. Pero esto no va de venganza, ni
para mi abuela ni para mí. Tal vez ese fue el principio de
todo, pero no es nuestro objetivo real. ¿Te han contado los
Siete que los sellos tienen atrapados fragmentos de las
almas de los portadores anteriores?
Me tragué un suspiro de hastío.
—Sí.
—Pero no te han explicado qué significa eso, ¿verdad? —
Callé y Dorian simplemente continuó—: En vuestros
archivos no se dice gran cosa sobre el tema. Aun así, mi
abuela recopiló toda la información. —Se cruzó de brazos y
su expresión se volvió seria—. Los sellos oscuros han
desarrollado una especie de conciencia mágica a través de
las muchas almas que residen en su interior. Y esa
conciencia repercute en los nuevos portadores. El eco
conecta contigo. En tu caso probablemente no tenga ningún
efecto: la línea Harwood siempre ha estado llena de gente
de buen corazón, Rayne. Ninguno de tus antepasados
asesinó ni hizo daño a nadie.
—Ah, ¿no? ¿Se lo has preguntado personalmente?
Dorian no se dejó despistar.
—Al contrario, el linaje de Adam Tremblett está lleno de
psicópatas. Muchos de ellos han torturado, aterrorizado y
asesinado. Y ese eco también ha contagiado al Señor del
Espejo, lo acepte o no. Al usar su sello, cada día está más
expuesto a esa oscuridad. Es un círculo vicioso.
—No te creo —susurré.
Dorian me observó durante un buen rato, y luego señaló
la salida.
—Ven, quiero mostrarte algo.
Reticente, solté a Lily. Aunque su respiración era tranquila
y regular, odiaba dejarla sola en un momento así. Pero no
me quedaba otra opción. Si quería encontrar una salida
para ambas, tenía que aprovechar cualquier oportunidad
para explorar aquel edificio.
Rasgué mi falda y me quedé solo con la combinación de
seda, que me permitía moverme mejor, antes de que Dorian
me llevara dos pisos más arriba. Durante el camino por los
oscuros corredores, únicamente iluminados por unos tubos
de neón en las paredes, me mantuve alerta por si veía a
Matt. Pero en el fondo sabía que hacía tiempo que ya no
estaba allí. Sebastian se lo habría llevado consigo, o bien de
regreso a Bella Septe o a algún otro lugar.
¿Qué planes tendría para él? No iba a hacerle daño a
Matt, o por lo menos eso esperaba. Pero ¿cuánto tiempo
podía manipular sus pensamientos? Al fin y al cabo, el
espejo de los ángeles no funcionaba como una ilusión, sino
que hacía que Sebastian pudiera aprovecharse de los
sentimientos de Matt. ¿Y si podía mantenerlo en ese estado
tanto tiempo como quisiera?
Finalmente, llegamos a una planta desde cuyas ventanas
tintadas de negro se veía el exterior.
Debí de pasarme varios minutos inmóvil, escrutando la
ciudad hasta asegurarme de que no era una alucinación.
Estábamos en Londres, un Londres con un cielo nocturno
plagado de estrellas. ¡Un cielo de verdad! ¡Habíamos
regresado a Prime!
Y no solo eso: había vuelto a donde había empezado
todo, porque justo debajo del edificio se encontraba la obra
del heptadomo donde se había celebrado la fiesta de
Lazarus. La base del Ojo era uno de los rascacielos que
estaban siendo demolidos.
—Ahí detrás están los barrios pobres. —Dorian señaló un
punto a lo lejos. Yo sabía que tenía razón, aunque no podía
ver las torres—. Creo que hace tiempo que entiendes cómo
va la cosa, ¿no? A los Superiores les importa una mierda la
gente de tu mundo. Solo les interesa enriquecerse todavía
más. Más influencia, más poder, así son todos allá arriba.
Así que te diré exactamente lo que va a pasar: nadie se
toma en serio la magia del caos que está invadiendo Prime.
¿Por qué iban a hacerlo? Total, solo se mueren personas que
ellos consideran prescindibles. Pero poco a poco han
empezado a formarse abismos. Cada vez se pierden más
vidas, pero vuestro gobierno idolatra la magia, así que se
les ocurrirán otras razones para someterse a los Siete del
Espejo. —La voz de Dorian estaba llena de odio—. Solo
reaccionarán cuando se den cuenta de que es su propio culo
el que está en juego. Pero entonces ya será demasiado
tarde…
»¿Alguna vez has visto una concentración de magia del
caos? —Negué con la cabeza—. Hasta ahora no ha pasado
nunca en Prime, pero llegará. Los abismos carecen de razón,
solo conocen la ambición y la ira. Y en una concentración te
atacan tantos a la vez que en unos segundos ya no puedes
ni respirar. —La mirada de Dorian era muy intensa.
»Eres una de nosotros, Rayne. Alguien que ha tenido que
luchar por todo, siempre. Alguien que solo sabía una cosa
con seguridad: que la seguridad no existe. No para las
personas como tú y como yo. —Sus palabras me calaron
tanto que retrocedí sin querer.
»El Ojo es la resistencia contra el poder de los Siete —
continuó Dorian—. Contra los Superiores que dejan que esta
ciudad se vaya a pique poco a poco mientras ellos, en su
mundo del Espejo, celebran su propia debacle.
—Adam es diferente. Quiere ayudarnos. Sé que tal vez no
os haya dado esa impresión, pero hace todo lo posible para
luchar contra la magia del caos, tanto aquí como en el
Espejo. Detesta a los magistrados. Denunció las acciones de
su propia madre. ¡Leanore Tremblett fue responsable del
estallido de magia del caos en Prime! ¡Y Adam quiere
acabar con todo eso!
Dorian me puso una mano en el brazo y me miró.
—Escúchame, Rayne. El Ojo no colaborará nunca con el
Señor del Espejo. No nos fiamos de él y él no se fía de
nosotros. Pero a ti sí queremos hacerte una oferta. Y
esperamos que la aceptes. —Dio un par de pasos hacia una
puerta entornada—. Pero antes, hay alguien que quiere
hablar contigo.
Señaló al interior de la habitación. Avancé hasta descubrir
una figura que salía de entre las sombras.
Era una mujer con una melena castaña rizada hasta los
hombros. Llevaba una chaqueta blanca con tachuelas
plateadas, botas y pantalón negro. Pero no fue su ropa la
que me reveló quién era, sino sus ojos. Eran los mismos que
me habían mirado en el orfanato mientras se llevaba a Lily a
rastras por el corredor mágico. No había podido ver su
rostro a través del pasamontañas, pero su mirada me había
parecido extrañamente intensa. Ahora sabía por qué:
porque me estaban mirando mis propios ojos verdes.
De pie frente a mí estaba la mujer que tanto había
significado para mí en otro tiempo, y que ahora no era más
que una extraña.
Mi madre.
38

L asusúltima vez que había visto a mi madre fue en una de


visitas al orfanato. Habían pasado muchos años, pero
todavía recordaba lo feliz que me había sentido y cómo de
inmediato me había hecho ilusiones de que esa vez sí se
quedaría. Pero a la mañana del tercer día me desperté sola,
sin despedida, sin una carta. A partir de ahí, desapareció
como si se la hubiera tragado la tierra, y me enfurecí y rabié
y, sobre todo, lloré. Me afectó tanto que, durante días, Lily
me tuvo que traer comida a la cama del dormitorio
comunitario y quedarse a mi lado todas las noches.
Con los años fui desterrando los últimos recuerdos de mi
madre. Desde entonces, se había quedado con el aspecto
que tenía en la foto con mi padre: una mujer delgada y
discreta que no sería capaz ni de matar a una mosca.
Pues bien, ahora la tenía ante mí, con aquellos brazos
musculosos y el tatuaje del Ojo en la muñeca que tenía
descubierta. Había envejecido, se le notaban arrugas
alrededor de los ojos, pero no había duda de que era ella.
—Rayne —musitó antes de acercárseme con una sonrisa.
Me abrazó con fuerza, acunándome, y yo le dejé hacer por
un único motivo: una parte de mí estaba esperando
despertarse—. ¡Cariño, mírate! —Mi madre se apartó
ligeramente, me agarró por los hombros y me contempló de
arriba abajo—. Qué guapa estás, tesoro. Y qué mayor.
Estaba allí de verdad. Nora Sandford, mi madre. Su
sonrisa vaciló cuando di un tambaleante paso atrás al
tiempo que una ira sin límites burbujeaba en mi interior,
borrando cualquier confusión y desconcierto a su paso.
Mi madre estaba allí: ¡en el Ojo! En vez de estar
buscando a mi padre, como siempre había creído, se había
unido a los rebeldes. Eso significaba que había oído hablar
de los Siete y que formaba parte del plan de Dorian. Con lo
cual debía de entender qué significaba el brazalete del
dragón que yo portaba. Pero… ¿desde cuándo?
—¿Lo sabías? —mascullé—. ¿Has sabido desde siempre
que Melvin Harwood era del Espejo?
Mi madre hizo una mueca de dolor.
—Ray, cariño…
—¡No me llames así! —Apreté los puños—. ¡Contéstame!
Nora suspiró. Inspiró, miró brevemente al techo, y luego
volvió a esbozar una sonrisa forzada.
—No es tan sencillo…
—Claro que sí. —Mi voz era solo un siseo—. Empieza
desde el principio y no pares hasta que me lo hayas
explicado todo. Me parece bastante sencillo.
Vaciló un momento, luego asintió.
—Cuando conocí a tu padre, el Espejo no existía —
comenzó—. O mejor dicho, yo no sabía que existía. Nada de
ciudades en el cielo, nada de magia. Me fijé en tu padre
durante el primer año de carrera. Era un chico normal. Tal
vez con una ropa algo distinta, pero ¿cómo iba yo a
sospechar…? Me dijo que era un estudiante de… «de
fuera». —Se rio con esfuerzo—. ¡Quién podía haberse
imaginado que hablaba de un mundo mágico paralelo! —
Esperó unos segundos, tensa, para ver si le devolvía la
sonrisa, pero solo se acabó esfumando la suya. Se aclaró la
garganta y respiró hondo—. Poco después de quedarme
embarazada, simplemente desapareció, Rayne. Yo sabía que
no me había abandonado, tu padre no era así. Pero se había
marchado, y luego, sin más, la facultad nos comunicó su
muerte. No hubo ni entierro ni esquela, y la dirección que
me había dado era solo un hotel. Dos años más tarde,
aparecieron las ciudades en el cielo, y con ellas, los
Superiores. Y sí —apretó los puños—, ahí sospeché. Muchas
de las cosas que me había dicho sobre cómo era su vida
cobraron sentido por fin. Pero seguía sin estar segura. Tú
solo eras una niña.
—Aun así, me lo debías haber dicho. Que sospechabas
que era uno de los Superiores. ¡Me lo tendrías que haber
dicho!
—Sí, tienes razón —concedió mi madre—. Quería
decírtelo cuando fueras mayor. Solo… que te pusiste mala
de repente, empezaste con los temblores.
—¡Y todavía me duran!
—Lo sé, tesoro. Yo… —La voz de mi madre transmitía un
dolor real—. ¡Lo siento mucho! Entiéndeme, por favor. Nadie
me creía. Ningún médico había encontrado nada. Así que
busqué una vía para ir arriba. Tenía que encontrar a tu
padre, porque estaba convencida de que los Superiores te
podrían ayudar. De hecho, había previsto llevarte conmigo
cuanto antes, pero entonces… —Su rostro se ensombreció,
y su mirada se fijó en el brazalete del dragón de mi brazo—.
Entonces conocí el Ojo. Y supe quién había sido Melvin. Y
quién ibas a ser tú. Me quedó claro qué vida ibas a verte
obligada a llevar, con todas sus consecuencias. Que nunca
serías libre. Y eso no podía permitirlo. Así que no le hablé a
nadie de ti, ni siquiera a la gente del Ojo.
—Te olvidaste de mí —musité—. Ni una carta me
enviaste.
—¡No podía! —Durante un segundo me pareció que Nora
quería cogerme de la mano, pero en el último momento
cambió de opinión—. Si alguien hubiera descubierto tu
existencia, la noticia habría llegado más tarde o más
temprano a los Siete. Así que busqué una solución. Algo que
te liberara de ese destino horrible antes de que te
encontraran.
—¡Me hubiera muerto! —Las manos me temblaron con
fuerza, descontroladas—. El temblor empeoró y, sin el sello,
más tarde o más temprano me hubiera muerto.
Mi madre se quedó pálida.
—No tenía ni idea, Rayne, créeme… Pensaba que en el
orfanato estabas a salvo. Solo quería que tuvieras una vida
normal…
—¡Eso no es suficiente! —Me retiré con enfado las
lágrimas—. ¡Ni de cerca!
—Lo hice por ti.
—¡Pero yo te necesitaba a ti! Si supieras cómo ha sido mi
vida…
Me callé, impotente. No había palabras para describir el
daño que me había hecho. ¿Cuántas veces me había
quedado despierta por la noche preguntándome por qué no
regresaba a Londres, o qué había hecho yo mal para que
ella me hubiera rechazado así? Pensando que tal vez,
simplemente, no me merecía su amor.
—Escúchame, Rayne… —Mi madre me miró con urgencia
—. La dirigente del Ojo es muy… dura. Pero Nessa
Greenwater, en el fondo, es una buena mujer. Quiere
ofrecerte la libertad. —Dejó que las palabras me calaran, y
luego señaló el sello del dragón que portaba en el brazo
derecho—. El Ojo te quiere ayudar a separarte de Ignis. De
esa manera, tú y yo podremos volver a vivir una vida
normal.
Eso era justo lo que había dicho Adam. Que el Ojo quería
mi sello.
—Entonces, ¿quieren asesinarme? —pregunté—. ¿Es ese
su plan? Porque ya sabrás que el sello y yo somos
inseparables, ¿no?
Los ojos de Nora albergaban esperanza.
—No, tesoro. La cosa no es así. Como te he dicho, he
buscado una solución para evitarte esa vida. Y, por
supuesto, hubiera preferido que los Siete no te hubieran
encontrado nunca, pero ya es demasiado tarde para eso.
¿De qué coño hablaba? Solo me libraría del sello cuando
mi descendencia tuviera edad suficiente para portarlo, eso
me había quedado más que claro.
Pero antes de que pudiera continuar con las preguntas,
alguien abrió la puerta de un empujón, sin llamar. Solo en
ese momento me di cuenta de que Dorian había
desaparecido. En su lugar, por la puerta entraba una mujer
mayor con semblante serio. Llevaba la canosa melena
castaña cortada al milímetro a la altura de los hombros.
También ella lucía un tatuaje del Ojo en la muñeca y sus
labios estaban o bien tatuados o bien maquillados
totalmente de negro.
—La portadora de Ignis —dijo la mujer, con voz fría, antes
de darles la orden a los dos rebeldes de uniforme que
aparecieron detrás de ella—: Llevadla arriba. Tenemos
mucho de que hablar.

Así que esa era Nessa Greenwater.


Nos encontrábamos en una sala amplia del piso superior
del edificio. En medio había una mesa con algunas sillas y,
sobre ellas, un techo extrañamente bajo, todo ello rodeado
de ventanas cuyos cristales no estaban ni cegados ni
tintados, y a través de las cuales se podían observar los
rascacielos del centro de Londres.
Los únicos presentes, además de Nessa y de mí, eran
Dorian, mi madre y los dos rebeldes que me habían
escoltado hasta allí y que ahora me miraban con
escepticismo.
El rostro de Nessa Greenwater había permanecido muy
serio todo el camino, y así seguía cuando se sentó a la mesa
y me indicó que hiciera lo mismo. Vi algunos mapas sobre
ella, y también ordenadores portátiles, tabletas y una
cantidad aparentemente interminable de sellos y trites que
supuse que la propia Nessa habría forjado.
—Bienvenida a nuestra base —dijo finalmente.
—No se le da la bienvenida a una rehén. —Ladeé la
cabeza con toda la tranquilidad que pude—. Pero mis
últimos secuestradores tampoco estaban al corriente.
Nessa me observó estupefacta unos segundos antes de
mirar a Dorian.
—Una impertinente, la canija. Empiezo a entender por
qué estás tan fascinado con ella. —Me dedicó una sonrisa
calculadora—. Muy bien. Dejémonos de formalismos, por mí
adelante. Tenemos una oferta para ti.
—Vaya —bufé, burlona—. Una oferta para quitarme el
sello. Qué magnánima es vuestra merced.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Nessa. Se dejó
caer en la silla y cruzó las piernas.
Seguramente había esperado que la cosa fuera a ser
fácil. Que estuviera harta de mi sello y de los Siete y que le
agradeciera profusamente su ayuda. Y tal vez ese habría
sido el caso si no hubiera secuestrado a Lily y luego la
hubiera usado en mi contra. Con eso había perdido
cualquier posibilidad conmigo.
—Hay algo que a los antepasados de los Siete les hubiera
gustado borrar de la memoria del mundo —comenzó Nessa
—. Algo que escondieron tan bien hace siglos que desde
entonces casi ha sido imposible de rastrear. Algo que nos
permitiría separar a Ignis de ti sin que te pasara nada y sin
que Ignis sufriera daños. La conexión se interrumpiría de
forma permanente y el sello podría volver a transferirse, y
tú seguirías con tu vida como si nada de esto hubiera
sucedido.
—No te creo —respondí—. Si existiera esa opción, los
Siete me lo habrían dicho hace tiempo.
—Ya… —Nessa me lanzó una mirada casi de compasión y
supe de inmediato lo que pensaba: «¿Estás segura?».
Mi cabeza empezó a dar vueltas como un tiovivo. No.
Dina, Matt, Cedric…, Adam… No me lo habrían ocultado.
—Como te puedes imaginar, lo que te voy a contar es el
mayor temor de los Siete. Expone todas las mentiras que
siempre han defendido: que solo ellos pueden controlar los
sellos oscuros, solo sus familias y sus herederos y nadie
más, que solo los usan por altruismo…
—¿Y cómo se supone que sería eso posible?
Nessa me miró fijamente.
—Lo descubrirás cuando te unas a nosotros.
—No me dejo chantajear.
—No te chantajeo. Te estoy haciendo una oferta.
—¿Y si digo que no?
Nessa me miró unos segundos todavía más fijamente. En
sus ojos verdes había algo que no me gustaba: además de
su ambición y su perspicacia, reflejaban una falta de
escrúpulos que me daba la sensación de que, poco a poco,
estaba cayendo en una trampa.
—Entonces… seguiré preguntando hasta que aceptes la
oferta.
Se levantó de la silla y se acercó a mí. En sus brazos y su
cuello se veían numerosos sellos. Me recordaba un poco al
magistrado Pelham: estaba claro que ella también sentía la
necesidad de protegerse con aquellos chismes.
—Los Superiores creen firmemente que su mundo está
por encima de este, y no solo literalmente —dijo Nessa—.
Por eso es hora de darles un aviso. Tendrán que darse
cuenta de que la magia no es su derecho de cuna, sino algo
que pertenece a ambos mundos. —Respiró hondo—. Están
convencidos de que nadie puede atacarlos en el Espejo,
pero no es así.
—¿Qué quieres decir? —susurré y, ante el silencio de
Nessa, me giré hacia mi madre, que me sostuvo la mirada,
pero no contestó. Tampoco Dorian.
Entonces se oyó una especie de chirrido estridente en la
sala. La mano de Nessa, arrugada pero fuerte, descansaba
sobre una palanca montada en la pared, cerca de la mesa.
La bajó sin más y, de repente, se abrió el techo.
Ahora entendía por qué era tan bajo: porque constituía
una especie de falso techo que se iba abriendo desde el
centro hasta dejar a la vista el tejado de cristal que lo
cubría. A través de él se distinguían el cielo nocturno y los
contornos brillantes del Espejo. Y debajo… debajo habían
instalado una bola dorada con varios puntales.
Sentí un escalofrío al caer en la cuenta de que conocía
esa máquina integrada por sellos. La había visto antes, el
día de mi ritual de conexión.
El Nexo.
Nessa debía de haber replicado el sello; por lo menos,
desde fuera parecía exactamente igual. Me quedé sin
palabras. Aturdida, mi mirada vagó hacia las ventanas y
escudriñé los tejados del centro de Londres para
orientarme. El Támesis, la Elizabeth Tower, el London Eye. La
base del Ojo estaba en Westminster, en el corazón de la
ciudad. Las siluetas del Espejo resplandecían sobre
nosotros. Los edificios no eran visibles desde allí abajo, por
supuesto, pero si lo fueran, entonces…
Entonces Septem estaría directamente encima de
nosotros.
—¿Qué has tramado? —balbucí.
Mis palabras no fueron más que un susurro, pero Nessa
las oyó igualmente.
—Establecer una conexión entre Prime y el Espejo. Para
eso se creó realmente el Nexo.
¿Conectar los dos mundos? ¿Era posible? Recordé cómo
la esfera del Nexo se había abierto durante mi ritual para
formar una pantalla. La magia no fluyó a la pila hasta que el
Nexo no estuvo apuntando a Prime.
—Pero ¿para qué? —pregunté, aunque la respuesta
estaba impresa en la cara de Nessa. Una determinación
lúgubre que se había ido acumulando a lo largo de los años.
Desde el día en el que Leanore Tremblett había asesinado a
su hija—. Quieres atacar Septem —dije entrecortadamente.
—Atacarla no. Quiero destruirla —me corrigió. Su mirada
se dirigió a lo alto mientras se le dibujaba una sonrisa en los
labios—. Le dediqué la mayor parte de mi vida a ese
palacio, como debes saber. Lo construí, lo mejoré. Todos sus
sellos los forjé yo. Así que creo que tengo derecho a
arrasarlo.
—¡Pero los Siete no son los únicos que viven ahí!
Asesinarías a los criados, a los guardias y a otras personas
que no tienen nada que ver contigo.
—Se trata de una advertencia. Una advertencia que
necesitan con urgencia tanto en el Espejo como en Prime.
Me aferré a Ignis.
—Adam no es como esos Superiores de los que has
hablado. Solo lleva unos meses como Señor del Espejo.
Debes darle tiempo. Seguro que él…
—No confío en él. Su madre…
—¡Lo sé! —grité—. He visto lo que hizo Leanore Tremblett.
Y lo siento muchísimo, de veras. ¡Pero Adam no tiene la
culpa! —Nessa me dedicó una mirada ausente. Yo enterré
las manos temblorosas en la seda de mi combinación—. ¿De
verdad crees que las cosas mejorarían si alguien como
Sebastian fuera Señor del Espejo?
—¡Qué tontería! —respondió Nessa, fría—. Era un medio
para el fin de traerte aquí. Ni más ni menos. —Señaló a
Dorian—. Hemos terminado.
Él se me acercó y me agarró del brazo, pero me liberé.
Aunque solo durante un segundo, porque los rebeldes
armados corrieron inmediatamente en su ayuda y me
agarraron entre todos. Mientras me arrastraban, seguí
gritándole a Nessa que no podía hacerlo, que se estaba
convirtiendo en una asesina, pero a ella no parecía
importarle. Estaba demasiado ocupada mirando de nuevo al
cielo en el que el Espejo resplandecía en la noche con su
brillo plateado.
39

D orian me devolvió a la pequeña sala en la que Lily


todavía dormía tranquilamente y me quitó los trites del
brazo. Luego cerró la puerta tras de sí y le dio una vuelta a
la llave.
Inmediatamente, intenté alcanzar la puerta con una
estocada. Se me iluminaron las líneas de las manos
mientras las alzaba. Dos poderosas bocanadas de magia
estallaron y se estrellaron contra el metal, y en la habitación
resonó un crujido y un cacho de yeso se desprendió del
techo. Retrocedí a trompicones, pestañeé y vi cómo
parpadeaba uno de los grabados de los sellos de la puerta.
Eran sellos barrera. Su brillo mágico atravesó las paredes
durante unos segundos y luego volvió a desaparecer.
Jadeando, volví a alzar las manos. ¡Maldita sea, tenía que
hacer algo! ¡Nessa quería destruir Septem! Me costaba
imaginar que fuera posible atacarla desde Prime, pero la
sensación de impotencia me abrumaba igualmente.
¡Tenía que salir de allí! Pero ¿cómo? Era evidente que la
maldita habitación estaba protegida con sellos, ¿cómo se
suponía que iba a atravesarlos todos?
«Ignis destruye la magia», me dije. ¡Tendría que valer
para algo!
Miré fijamente la puerta. El grabado ya no se veía, pero
sabía que estaba ahí. «Visualiza el resultado. Hazlo real».
Me lo repetí una y otra vez, imaginándome cómo la barrera
que rodeaba la sala simplemente se desmoronaba.
Las marcas de luz brillaron en mi piel, al igual que el
núcleo de cristal del brazalete del dragón. Sentí el poder de
Ignis hervir en mi interior, inundarme, pero aun así me
resultaba difícil domarlo. La magia fluyó incontrolable desde
mis manos, agrietó la pared, la perforó por todas partes…
Los sellos se activaban uno tras otro. Me daba la
sensación de que se iban turnando para que la barrera
aguantara. Sucedió tan rápido que no pude seguir el ritmo,
y mi magia se desvaneció antes de que pudiera surtir
efecto.
Lentamente, me hundí en el catre junto a Lily, incapaz de
moverme. Ella seguía con su respiración tranquila y
acompasada, su hermoso rostro en paz, aunque a mí esa
paz no me suponía alivio alguno, al contrario. El
agotamiento y la desesperación se deslizaron sin piedad por
cada milímetro de mi cuerpo.
Miré a Ignis, impotente. Nessa tenía que haberme
mentido sobre mi sello. Después de todo, Adam era el Señor
del Espejo. Si hubiera una manera de separar los sellos de
sus linajes sin que los portadores murieran, él lo sabría. ¿O
igual ni siquiera se lo había planteado?
«Si rompo las reglas, destruyo el mundo», me había
dicho. Y luego estaba aquella horrible historia de los dos
portadores y su hijo. ¿Qué pasaba si Adam simplemente
estaba tan convencido de que los sellos tenían que
permanecer en sus linajes que ni siquiera era capaz de
concebir una alternativa?
Solté un bufido de frustración. No podía permitir que
Nessa me arrastrara en su locura, pero tampoco podía hacer
nada contra aquellos pensamientos que se agolpaban en mi
cabeza. El único que podía responder a mis preguntas era
Adam.
«Está a salvo», me dije. Después de todo, se había
mostrado totalmente seguro de que podría controlar la
situación.
Enfadada, arrastré hacia mí los restos de mi vestido, que
yacía desgarrado en el suelo. Rápidamente busqué entre las
capas de tela, pero el spectum que había llevado conmigo
todo el tiempo en un bolsillo de la falda no estaba por
ninguna parte. ¡Mierda! ¿Lo habría perdido durante el caos
del heptadomo?
Recorrí la habitación con la vista. No había nada que
pudiera ayudarme, nada que pudiera hacer. Así que me
hundí en el catre junto a Lily.
Enterré mi rostro en su cabello y aspiré su aroma floral.
Lamentaba tanto tantas cosas… Nunca había sido mi
intención que se quedara atrapada en el fuego cruzado
entre todas aquellas personas poderosas por mi culpa, pero
era exactamente lo que había sucedido. Y, al final, Lily había
pagado un precio muy alto.
Un pensamiento oscuro entró en mi mente sin apenas
resistencia: por primera vez desde que conocía a Lily, ya no
estaba segura de ser bienvenida a su lado.
Pasó una hora. De alguna manera, pasó otra. Me trajeron
comida, incluso vino mi madre e intentó conversar conmigo.
La ignoré todo el tiempo que estuvo allí.
Lily dormía mientras yo la abrazaba, como solíamos hacer
cuando alguna no se encontraba bien. Seguí mirando la
puerta. En algún lugar de la base, Nessa podría estar
cumpliendo su amenaza. Era posible que Septem llevara ya
un rato en llamas. El único consuelo que sentía era que
Adam, Dina, Matt, Cedric y Celine no estarían allí. Sin duda,
Celine y Cedric se las habrían arreglado para regresar junto
a Adam después del ataque de Matt, y no podía imaginarlos
regresando al palacio después de todo lo que había
sucedido.
El tiempo pasaba, minuto a minuto. Entonces, por fin, Lily
empezó a parpadear.
—¿Ray? —susurró con voz ronca.
No dudé. La abracé con toda la fuerza del mundo. Nos
aferramos la una a la otra como habíamos hecho por última
vez en el orfanato, antes de que todo se fuera al traste.
—¿Estás bien? —murmuré mientras me separaba con
cuidado. Sabía que Lily no estaba herida, era lo primero que
había comprobado. Pero de cómo se sentía en su interior…,
de eso no tenía ni idea.
Lentamente, ella asintió. Se fijó en los trites que llevaba
en el brazo.
—Creo que me los dieron porque gritaba como una
desgraciada —indicó—. No me han hecho daño, pero en
algún momento entraron y… ya no recuerdo más. ¿Cuánto
tiempo llevo aquí?
—Más de una semana —contesté con dulzura.
—Me ha parecido más tiempo. —Entonces, unas lágrimas
brotaron de sus ojos—. La central… ¿Están… están todos
muertos? ¿Isaac? ¿Enzo? Lo vi antes de que se me llevaran.
Asentí.
—Adam intentó liberarte, pero llegó demasiado tarde.
—¿Adam? —Lily frunció el ceño—. ¿Era uno de aquellos
Superiores?
Suspiré en mi interior. ¿Por dónde demonios empezar?
¿Cómo podía explicarle todo lo que había ocurrido en los
últimos días?
—En realidad… —busqué las palabras con esfuerzo— en
realidad no es solo un Superior. Es… el Señor del Espejo.
Los profundos ojos castaños de Lily me miraron atónitos.
En la cara tenía escrito: «¿Que es qué?». Y vi claramente
cómo recapitulaba en su memoria el encuentro con Adam.
Entonces tragó saliva, se incorporó y asintió.
—Vale. Cuéntamelo todo. Desde el principio y con pelos y
señales, para que yo lo entienda.
Igual que antes, no tenía ni idea de cómo expresar todo lo
que había ocurrido, pero empecé donde había dejado a Lily:
en el heptadomo en obras. No hice ninguna pausa, para no
tener que pensar mucho en lo loca que sonaba cada sílaba.
Le hablé de Matt, de Celine, de mi llegada al Espejo. De
Ignis, de mi padre, de su legado y de la vida que yo tenía
por delante. Y también le hablé de Adam, aunque intenté
que no se me notara mucho la agitación que me provocaba
todo lo que tenía que ver con el Señor del Espejo.
Al ir relatándolo, una parte de mí se avergonzó de estar
tan metida en la vida de los Superiores, después de todos
los comentarios despectivos que había compartido con Lily
sobre el Espejo.
Al principio, ella escuchaba con una expresión neutra;
asentía en el momento correcto y fruncía el ceño cuando no
entendía algo. Pero, cuanto más le contaba, más de piedra
se iba quedando. Al final, se me quedó mirando fijamente.
Pasó un rato desde que terminé de hablar hasta que Lily por
fin dijo algo.
—Ay, Ray…
—Lo he echado todo a perder —continué—. Todo este
poder que se supone que tengo es totalmente inútil. Ni
siquiera puedo sacarnos de aquí. —Hundí el rostro en las
manos—. Hace un par de semanas estaba todo tan claro…
Tú y yo teníamos un objetivo. Queríamos largarnos de los
suburbios. En vez de eso, lo único que he conseguido es que
casi te aplastaran los escombros del heptadomo, luego
permití que un grupo de rebeldes te secuestrara, y ahora ni
siquiera puedo…
Lily me volvió a agarrar de las manos.
—Ya vale. ¡No me ha pasado nada! Al contrario. Sabes
perfectamente lo que habría ocurrido en la fiesta.
Independientemente de todo eso, has conseguido llegar
hasta mí, ¿o no? Así que deja de lamentarte.
Emití un sonido que era medio sollozo, medio risa. Solo
Lily podía hacer que me recompusiera en una situación así.
—Es todo terriblemente complicado —susurré, y ella
asintió.
—Tal vez, pero puedes estar segura de una cosa: hagas lo
que hagas, estaré a tu lado. Y ahora, antes de nada,
tenemos que salir de aquí.
Miré hacia la puerta. Lily tenía razón. No podíamos
quedarnos de brazos cruzados. Debía intentar controlar el
poder de Ignis, no importaba lo difícil que me resultara. Pero
en este momento, al volver a levantar las manos, me
detuve.
Ahí estaba: una mariposa. Justo a la derecha de la cabeza
de Lily. Abría las alas y… las cerraba. Y las abría. Pestañeé,
pero seguía estando ahí. Así que cerré los ojos. Al volverlos
a abrir, la mariposa había volado al otro lado de la cabeza
de Lily. Agitaba sus alas negras y desprendía una luz azul
invernal.
—¿Cómo ha podido entrar aquí? —susurré, mientras Lily
me miraba inquisitiva.
—¿Quién?
—La mariposa.
—Pues… —Lily me miró preocupada, y por un momento
pareció que iba a ponerme la mano en la frente para
tomarme la fiebre. Pero, al girarse, soltó un gritito—. ¡Ray,
mira, una mariposa!
Con mucho cuidado, acerqué mi mano al insecto. Sus alas
negras estaban divididas en un lado por un punto blanco
con forma de estrella.
Fruncí el ceño. ¿No había visto aquella mancha antes?
¿No sería el espectral del jardín de Septem? Entonces, el
cuerpo de la mariposa empezó a moverse y, en un abrir y
cerrar de ojos, se había transformado en un pájaro.
Mis labios dibujaron una sonrisa. Sí, no cabía duda: era el
espectral que me había dejado acariciarlo.
—¿Qué haces tú aquí? —le susurré. Creía que esas
criaturas solo podían vivir en el Espejo, pero estaba claro
que me equivocaba—. ¿No habrás venido volando desde tan
lejos?
El pájaro se posó en mi mano. Bajé la vista para
observarlo, tan incrédula como fascinada. Entonces se elevó
de nuevo y aleteó hasta la puerta. Se quedó sobrevolando la
cerradura y, al acercarme a él, reconocí un pequeño
grabado, que se había hecho visible al rozarlo las alas del
espectral.
—¿Esto de aquí? —susurré, y levanté una mano. No tenía
ni idea de si era eso lo que quería mostrarme aquel ser,
pero tenía que intentarlo. Dejé que la magia se me
acumulara en las yemas de los dedos e hice lo mismo que
había hecho con las monedas de los magistrados. Me
concentré en el punto que tenía delante y, sin más, me
imaginé cómo mi magia destruía la suya.
El grabado desapareció y, unos segundos más tarde, la
cerradura hizo clac. La puerta se entreabrió y el pájaro
espectral salió volando por la ranura.
—Larguémonos —mascullé mientras agarraba a Lily de la
mano.
Atravesamos la puerta de inmediato, pero nos detuvimos,
porque en el pasillo nos esperaba un… gato. Y no un gato
doméstico, sino un gato montés. Tenía un pelaje negro
azulado, salvo por la frente, donde lucía una mancha blanca
en forma de estrella.
Estaba claro que el espectral había vuelto a cambiar de
forma. Sus orejas eran casi tan afiladas como las de un
lince; su cola y el resto de su cuerpo, sin embargo, eran
largos como los de una pantera.
Igual que el pájaro, el gato irradiaba un resplandor azul.
Ronroneó levemente y me miró, como si quisiera asegurarse
de que tenía mi atención. Luego, se paseó por el pasillo
vacío.
Seguimos al espectral. Quizás nos llevara a la salida de la
base. Yo no conocía el edificio, pero el espectral avanzaba
decidido; esquivaba a cada guardia antes siquiera de que
nosotras pudiéramos oírlos. En aquel piso, las ventanas
volvían a estar cegadas, lo que me impedía tener ni idea de
en qué parte del edificio estábamos. En cualquier caso, ni
habíamos subido ni bajado ninguna escalera, por lo que aún
teníamos que encontrarnos a dos o tres niveles por debajo
del piso superior.
Después de algunas vueltas, finalmente llegamos a una
puerta cerrada, pero no con llave. La abrí y dejé que pasara
primero el espectral, luego Lily, y finalmente yo. Cerré la
puerta detrás de nosotras y nos dimos la vuelta lentamente.
Nada más activar el interruptor reconocí dónde
estábamos: era un almacén. Uno no muy grande, equipado
con estanterías en las que se amontonaban recipientes de
cristal en los que inmediatamente identifiqué anillos,
brazaletes y amuletos.
—Alucinante —balbució Lily mientras le acariciaba la
cabeza al espectral, justo donde tenía la mancha blanca—.
Buen trabajo, Estrellita.
Me acerqué a unos frascos de cristal que contenían
hermosos anillos. Identifiqué algunas réplicas del sello de
Matt, pero dudaba de que pudiéramos encontrar la salida de
la base luchando. El piso más elevado, en el que se
encontraba el Nexo de Nessa, estaba totalmente protegido
por sellos, y el resto de la base bullía de rebeldes.
El enorme cuerpo del gato se desintegró ante nuestros
ojos en partículas de magia y volvió a adoptar la forma de
un pájaro. Aleteó hasta una de las estanterías y, casi en el
mismo instante, entendí por qué nos había llevado hasta
allí. En los recipientes, además de anillos, había
innumerables spectums. ¡Sellos espejo!
—¡Ayúdame! —le pedí a Lily, y juntas bajamos con
esfuerzo uno de los pesados contenedores de cristal. La
tapa estaba cerrada con presillas, pero una breve estocada
de Ignis fue suficiente para que el recipiente se abriera y
pusiera a nuestro alcance sus muchos espejos—. Tal vez
alguno sea el mío —murmuré. Quizás no lo había perdido en
el caos del heptadomo, sino que Dorian me lo había quitado
de alguna manera—. Con estos cacharros nos podemos
comunicar y pedir ayuda. Pero deben estar conectados a la
persona correcta.
Y mi spectum lo estaba: antes de salir hacia Roma, Cedric
lo había vinculado a los espejos de los demás.
Hurgué entre los numerosos sellos, pero todos me
parecían iguales.
—Ni idea de cuál es —dije, desanimada.
Lily se mordió el labio inferior, pensativa. Luego soltó un
sonido que conocía muy bien, y cuya mejor traducción era
«a la mierda todo». Volcó el contenedor, de manera que
todos los spectums se esparcieron por el suelo.
—Los abrimos todos y ya.
Y lo hicimos. La mayoría de las superficies de los espejos
no mostraban nada, es decir, que no había ninguna
conexión activa. Aquellos en los que aparecían rostros
desconocidos los tiraba lejos rápidamente. Así nos pasamos
algunos minutos, hasta que todos los spectums estuvieron
abiertos delante de nosotras. No había visto a Adam en
ninguno, ni a Dina, ni siquiera a Celine.
—Vaya mierda —mascullé, y estaba a punto de ponerme
de pie cuando, de repente, la puerta del almacén se iluminó
con una luz azul.
De la sorpresa, nos pusimos de pie de un salto. Se formó
un corredor mágico, y una figura avanzó hacia nosotras.
¡Adam! Sus pasos eran decididos, y la expresión de sus
claros ojos grises, agitada.
No paró hasta tenerme delante. Entonces, puso ambas
manos en mi cintura, y lo siguiente que supe es que el
tiempo se había congelado a mi alrededor.
El pájaro espectral, que todavía revoloteaba, se quedó
estático en el aire, y Lily tampoco se movió ni un
centímetro.
—Rayne —me dijo Adam con la voz tomada.
De inmediato, mi magia vibró, deseosa de alcanzarlo. Así
que puse mi mano en su mejilla, tiré de él hacia mí y lo
besé.
40

E l beso me dejó sin aliento.


Las manos de Adam enmarcaban mi rostro mientras
pegaba cada milímetro de mi cuerpo al suyo. Durante un
momento me permití dejarme llevar por el subidón de
alegría de volverlo a tener a mi lado. Me sentía
increíblemente ligera, como si pudiera tocar el cielo.
—Estaba tan preocupada por ti… —musité finalmente, mi
boca solo a unos milímetros de la suya, mientras le
golpeaba el pecho con una mano—. ¿Cómo pudiste alejarme
de ti?
—Precisamente porque quería evitar esto… —Resopló
largamente—. Lo siento. Al encontrar a Jarek pensé que tú…
—Fue Sebastian. De alguna manera controlaba a Matt con
su sello. Adam, creo que se lo ha llevado.
—Lo encontraremos. Sebastian no le haría daño.
—Hizo que Matt asesinara a Jarek.
Adam apretó los labios. Solo podía imaginarme qué le
pasaba por la cabeza. Jarek era su subordinado, pero no me
había pasado desapercibida la cercanía con la que trataba a
sus dos guardaespaldas.
—¿Estás bien? —me preguntó—. ¿Han…?
Al sentir cómo acariciaba ligeramente la cabeza del
brazalete del dragón, suspiré.
—No, no han tocado tu querido sello.
Adam puso cara de incomprensión.
—Ignis me da absolutamente igual. Pero si te lo hubieran
arrancado, ahora estarías muerta. —Miré al suelo. Al no
contestar, Adam puso un dedo en mi mentón y dirigió con
cuidado mi rostro hacia él—. Rayne, ¿qué pasa?
Me giré. Lily todavía estaba en el centro de la sala, y tan
congelada como el espectral.
—He conocido a Nessa Greeenwater. Me ha hecho una
oferta. Me ha dicho que había una posibilidad de quitarme a
Ignis sin que me pasara nada.
Adam bufó.
—Te habría dicho cualquier cosa con tal de hacerse con
Ignis. Pero es mentira. No existe esa posibilidad.
—Incluso si no es así… —inspiré profundamente—, ¿no
crees que tal vez tiene razón en que el poder de los Siete
debería estar más repartido?
—Lo dices como si fuera fácil —dijo Adam—. Y lo entiendo
perfectamente. Pero si ahora mismo renunciara al trono, si
permitiera que el Ojo cuestionara todo el sistema de los
sellos oscuros…, entonces, la magia del caos destruiría el
Espejo, y luego Prime. Créeme.
—¿Por qué? Quiero decir que, si existe la posibilidad de
transferir los sellos, entonces alguien de Prime podría portar
uno y…
—No.
—¿No? —resoplé—. ¿Y ya está? ¿No?
Adam hizo una mueca. Acababa de darse cuenta de que
el espectral estaba volviendo lentamente a batir las alas.
Adam dio un paso hacia mí, y permití que me pusiera una
mano en la mejilla. Luego tiró los dados, cuyas líneas se
iluminaron: el tiempo volvió a detenerse.
—Por supuesto que hay que cambiar cosas —dijo
entonces—. Créeme, me encantaría poder transferir los
sellos que portamos. También a Celine, a Matt, a Dina y…,
bueno, seguramente Sebastian y Nikki no querrían, pero…
—Suspiró—. La cuestión es que ninguno de nosotros quiere
esta vida. Pero nos prepararon para ella, para seguir las
normas que son necesarias para controlar la magia de los
sellos oscuros. Conocemos las consecuencias. No tienes ni
idea de cuántas veces ha estado el mundo al borde del
colapso por culpa de nuestros sellos. Nuestros antepasados
solo fueron capaces de domar su magia cuando instauraron
este sistema. La historia que te conté es solo una de
muchas. Tú misma eres el mejor ejemplo de lo que ocurre
cuando no seguimos las normas. Ignis ha liberado una
enorme cantidad de magia del caos en el Espejo por culpa
del tiempo que estuvo sin portadora… Y tú casi te mueres.
¿No lo entiendes? Debemos seguir las normas de los sellos
oscuros. Sé que el Ojo quiere ayudar a Prime, y tal vez con
algo de tiempo encontremos la vía para hacerlo juntos. Pero
los sellos oscuros se quedan en nuestras manos. De ese
tema no hay más que hablar.
—Pero… —Miré fijamente a Adam, se me encogía el
corazón—. Tú y yo… nunca podremos estar juntos.
Adam me sostuvo la mirada con una mueca dolida.
—Lo sé.
Las lágrimas empezaban a nublarme la vista, pero las
contuve. La voz de Adam no dejaba lugar a dudas, y
seguramente nada de lo que yo dijera tendría la más
mínima trascendencia. No iba a cambiar de opinión.
—Por favor, Rayne. —Adam me sostuvo por los brazos—.
Me gustaría que hubiera justicia en el Espejo. Y en Prime.
Quiero que los magistrados vuelvan a cumplir con su deber.
Es decir, que la magia sea accesible para todas las personas
por igual, y ayudar con ella a la gente. El Ojo es una bomba
de relojería porque los rebeldes están furiosos. Pero
precisamente gracias a que me detestan, a mí y a los Siete
y a todo lo que representamos, puedo utilizarlos para
proteger Prime y para volver a reducir el poder de los
magistrados.
—¡Pero te odiarán todavía más! ¿Por qué no decirles
simplemente que fuiste tú quien hizo llegar la magia robada
a Prime? Podrías unirte a Nessa contra Pelham….
Pensativo, Adam acarició mi rostro hasta que sus yemas
se detuvieron sobre mi mejilla, inquisitivas.
—Si lo hago, pierdo a los Superiores. No lo entenderían. El
Ojo quiere terminar con el gobierno del Espejo. Solo haría
que los Superiores se acercaran más a los magistrados.
Créeme…. —Me miró con urgencia—. Si quiero que ambos
mundos se aproximen, debo mantener el statu quo un poco
más. Y en cuanto a mí: si el mundo necesita alguien a quien
odiar para redescubrir su humanidad, no me importa ser yo.
No sobreviviría. No si el Ojo y los magistrados se
rebelaban contra él. Y tal vez él también lo sabía.
—Sé que hace poco que formas parte de este mundo —
me dijo en voz baja—, pero te necesito a mi lado en todo
esto.
A su lado. Pero no con él.
Intenté suprimir el dolor que amenazaba con hacerme
caer de rodillas. Lo conseguí a duras penas. Al lado de la
cabeza de Adam, el espectral empezó a aletear a cámara
lenta mientras me separaba de él.
Suspiró. Al dar un paso hacia atrás, su mirada se quedó
prendida del espectral. Sonrió débilmente.
—Nunca había oído que ninguno de estos seres hubiera
seguido a una persona. ¿Cómo es posible que seas la
excepción para todas las reglas?
No contesté. Sentí un nudo en la garganta, todo estaba
en tensión en mi interior. Así que me limité a esperar hasta
que el espectral y Lily volvieron a moverse.
Lily pestañeó, miró a su alrededor, confusa por un
momento, como si se hubiera quedado traspuesta. Luego
abrió mucho los ojos, a fin de cuentas, yo ya le había
contado quién era Adam. Pero antes de que se lo pudiera
presentar, la bombilla del techo parpadeó. Solo una vez.
Durante los siguientes segundos no pasó nada, hasta que,
de repente, el edificio entero crujió. Parecía como si… como
si se tambaleara. Y tuve claro que no había aprovechado
bien el tiempo extra que Adam y yo habíamos compartido.
—¡Nessa! —exclamé—. Ha construido una máquina como
el Nexo. Tiene previsto atacar Septem.
Adam me miró con calma, pero lo conocía lo
suficientemente bien para saber que no estaba al tanto de
aquello.
—¿Ha creado un sello Nexo?
—Sí, lo tienen en el piso superior.
Adam sacó un spectum del bolsillo de su chaqueta. Lo
abrió y el grabado se iluminó de azul invernal. Quien fuera
que estuviera conectado al sello pareció reaccionar de
inmediato, pues solo unos segundos después se abrió de
nuevo un corredor mágico en la puerta. Un montón de
guardias entraron corriendo hacia nosotros, liderados por
Celine y Dina.
Agarré la mano de Lily y me juré no soltarla más. Todo el
edificio se tambaleaba. Las paredes vibraban, incluso los
granos de magia de los sellos que colgaban entre grafitis
parpadeaban, amenazantes.
El sello de Celine nos había transportado lo más alto
posible, a ella, a Adam, a Dina, a Lily, a mí y a innumerables
guardias. Luego tuvimos que subir a pie las escaleras,
porque el piso superior estaba protegido por los inhibidores
de magia de Nessa. El espectral caminaba, nuevamente
transformado en un imponente gato, justo a mi lado, igual
que Zorya. Por su mirada vacía entendí hasta qué punto se
hallaba en estado de shock por la pérdida de Jarek, aunque
se había recompuesto.
Al llegar arriba, vimos un corredor ancho que
desembocaba en la sala en la que antes había estado cara a
cara con Nessa Greenwater. Se encontraba a unos metros
de nosotros, pero desde entonces habían llegado un montón
de rebeldes. Nos apuntaban con sus armas, pero ninguno
disparaba. Esperaban una orden, igual que los guardias de
la magia que estaban a nuestro lado.
Más allá de todas esas cabezas, me pareció ver que en la
sala anexa se había abierto el Nexo. Desde el pasillo pude
distinguir claramente la pantalla dorada que empezaba a
abrirse.
¡Nos habíamos quedado sin tiempo!
Como en un acto reflejo, Adam volvió a coger los dados
del destino, pero su magia también estaba anulada por los
sellos de Nessa. Finalmente, le lanzó una elocuente mirada
a Zorya y asintió. Me las arreglé para retroceder con Lily de
la mano cuando una sacudida recorrió la multitud. Los
guardias de la magia cargaron justo cuando los rebeldes se
ponían en movimiento. Empezaron los disparos, pero
muchos se lanzaron también a la lucha cuerpo a cuerpo. En
cuestión de segundos, el tumulto nos alcanzó. Lily le metió
un puñetazo en toda la cara a un rebelde, y casi se
sorprendió al verlo caer de rodillas ante nosotras.
Los rebeldes nos superaban en número, pero los guardias
de la magia los hicieron retroceder con todas sus fuerzas.
Solo necesitaron unos minutos para dejarlos a todos por los
suelos.
Entramos en tropel en la sala, donde el resto de los
rebeldes se reunían alrededor de Nessa, Dorian y mi madre.
Durante un momento reinó un silencio omnipresente e
impresionante. Solo se oía el zumbido de la pantalla dorada.
Ya hacía rato que el techo de cristal del edificio se había
abierto por la mitad, dejando ver el cielo nocturno y los
contornos plateados detrás de los cuales se ocultaba
Septem.
Mi madre dio un paso hacia delante, como considerando
correr hacia mí y separarme de Adam, Dina y el resto, pero
Dorian la retuvo por el brazo. Por su parte, Nessa, con
expresión tranquila, estaba de pie al lado de la consola que
estaba conectada al Nexo, con una mano en el interruptor.
Estaba segura de que, si lo activaba, la magia del sello
atravesaría la barrera del Espejo y golpearía Septem.
Adam pareció entenderlo también, porque levantó las
manos en son de paz.
—Quiero hablar —dijo por encima del zumbido del Nexo.
—¿Hablar? —gritó Dorian—. ¿Después de todo lo que ha
pasado? ¿Estás de coña?
Adam lo ignoró y se dirigió a Nessa.
—Si atacas Septem, ya no te podré ayudar.
—Me parece perfecto —contestó ella con aspereza—.
Nunca me ha interesado tu ayuda, jovencito. Tu familia es el
origen de todo el mal de este mundo. Es hora de hacer algo
al respecto.
Di un paso adelante para tomar a Adam de la mano.
«Díselo», pensé con todas mis fuerzas, y sentí que él me
podía oír. «Dile que no sabías nada de la muerte de su hija».
La mandíbula de Adam se tensó. Durante un momento,
estuve segura de que me iba a ignorar, pero luego lo oí
decir:
—No tengo ni idea de lo que ocurrió aquella noche entre
mi madre y Violet. Pero si mi madre realmente es la
responsable de su muerte, entonces…
—¿La responsable? —Dorian marcó cada sílaba al dirigirse
a Adam—. ¡La asesinó!
Adam inspiró profundamente.
—Si eso es así, quiero disculparme. Y reparar el daño.
—No te preocupes —contestó Nessa con frialdad—, hoy
vas a saldar tu deuda.
Y con esas palabras, activó el interruptor. Arriba, por
encima del Nexo, por encima del tejado de aquel alto
edificio, se creó una enorme acumulación de magia: se
formó una columna que salió disparada hacia el cielo y
retumbó, ensordecedora, a través del silencio. Nos alcanzó
una violenta onda expansiva que hizo pedazos la mesa del
centro de la sala y nos tiró a todos al suelo. Los cristales de
las ventanas se hicieron añicos, y la columna de magia fue
ascendiendo, lenta pero potente, cada vez más y más alto.
Directamente hacia el Espejo.

Unas luces estridentes centelleaban tras mis párpados. Me


quedé ahí tirada un momento, sin poder respirar, antes de
ser capaz de ponerme en pie y mirar hacia arriba.
Parpadeé una y otra vez: allí, en el cielo nocturno, se veía
Septem. No solo sus contornos plateados, sino toda ella. El
Nexo había abierto un agujero en la barrera; una ventana a
través de la cual se podía ver con total claridad el mundo
del Espejo.
Los ojos de Nessa brillaban, aunque ella también había
caído al suelo. Sin embargo, todavía tenía la mano posada
sobre el interruptor. La pantalla del Nexo zumbó, la columna
de magia aumentó más y más y más, imparable, hasta
que…
Una explosión hizo temblar el cielo, justo donde la torre
del palacio colgaba bocabajo. Pero estaba tan lejos de
nosotros, separada por tantos kilómetros de nuestro mundo,
que no nos llegó ningún sonido, ningún temblor, ningún
lamento, ningún olor a humo. Era como si hubiera
observado la explosión en televisión, como si todo fuera
solo una película sin ninguna consecuencia.
Incrédula, miré hacia arriba, a aquel punto diminuto en el
cielo donde había estado el enorme palacio, y lo vi
derrumbarse entre las llamas.
—Había dado aviso —explicó Nessa con voz desenfadada
—. Todavía me quedaban un par de espías entre vuestros
criados. Han evacuado Septem, así que no debería haber
víctimas.
Miré a Adam. Hacía rato que se había puesto en pie y
miraba hacia arriba, su expresión se había congelado.
—¿Se supone que te tengo que dar las gracias?
Nessa negó con la cabeza.
—Créeme, no quiero nada de ti.
Adam suspiró. Tras él vi la conmoción en las caras de
Dina y Celine. Pensé en el ala de Ignis, en las fotos de mi
familia, en los pasillos vacíos. Septem no significaba nada
para mí, pero aquel palacio había sido su hogar. Por lo
menos una parte de él, el bastión, el lugar donde habían
podido ser ellos mismos.
La magia del Nexo volvió a parpadear. Allí donde se
acumulaba, el azul se hacía más oscuro… y cada vez se
tornaba más sombrío.
—Imposible —balbuceó Nessa—. No había magia del caos
flotando sobre Septem. ¡Lo he comprobado!
—La magia del caos no es estática —gruñó Celine—. Se
mueve. Toda esa magia que has liberado con la explosión ha
atraído a todos los abismos de varios kilómetros a la
redonda. ¡No se puede estar más loca!
Aturdida, observé cómo se cernía sobre nosotros una
penumbra que empezaba a cubrirlo todo. Algo nos graznó
desde el cielo y, en la oscuridad, reconocí cuerpos con
garras y ojos blancos que se nos acercaban cada vez más
rápido.
—Una concentración —se me escapó. No podía mirar
hacia arriba, donde las sombras y la magia del caos
devoraban la magia azul y se lanzaban a toda velocidad
contra nosotros.
—¡Desactiva los sellos! —gritó Dina mientras señalaba las
grandes monedas que colgaban de las paredes y que
seguían bloqueando nuestra magia en la sala—. ¿O quieres
que muera todo el mundo?
Nessa apretó los puños. Miró alrededor como si tuviera
que haber otra solución, pero finalmente emitió un gruñido
enfadado:
—De acuerdo, desactivad la protección.
De inmediato, algunos rebeldes salieron corriendo de la
sala, y solo tardaron un par de segundos en hacer que los
sellos que colgaban de las paredes se apagaran.
Adam miró a Celine.
—Tienes que detenerlos. No pueden llegar a Prime bajo
ningún concepto. ¿Serás capaz?
Celine inspiró profundamente y extendió ambas manos
hacia el cielo.
—Voy a intentarlo.
Apreté a Lily contra mí con todas mis fuerzas mientras el
tejado de cristal se cubría de repente con el brillo azul de
magia, una especie de pantalla de sombras que temblaban
violentamente. ¡La magia de Celine! La llave de zafiro
brillaba con intensidad en su collar. Tenía la frente perlada
de sudor: estaba usando la magia de su sello como barrera,
envolviéndonos en una esfera protectora invisible que
mantenía a raya a los abismos. El panorama alrededor de la
torre se había convertido en un atronador infierno de
sombras, pero ahí dentro… nada.
Al principio, no pude hacer nada más que mirar a Celine,
impresionada. Pero entonces me di cuenta: todos teníamos
armas mágicas, simplemente, nunca había visto la suya.
«Porque lleva un medallón», caí en la cuenta. «Porque su
sello es defensivo».
—¡Deja que vayan entrando poco a poco! —le gritó Adam,
y Celine asintió.
Se abrió un agujero en el escudo, y uno de los abismos
que acechaban se separó del resto del enjambre. La
criatura, una figura semejante a un ser humano hecho de
sombras, entró por la grieta de la barrera y se nos acercó a
toda velocidad. Inmediatamente intentó atacar a Celine,
pero Adam y Dina se lanzaron sobre él. Dina blandió su
látigo y lo enredó alrededor de la cabeza del abismo, que
emitió un silbido antes de disiparse.
Celine siguió dejando entrar así a una docena de
abismos, uno a uno, pero cada vez le costaba más.
—¡No puedo seguir reteniéndolos! ¡Preparaos!
Nessa se arremangó, dejando a la vista sus brazaletes
con sellos, igual que mi madre, que se colocó justo a mi
lado. Invoqué la magia que había en mí, sintiendo cómo se
iban iluminando las líneas de mi piel.
—¡Defended la base! —gritó Nessa justo antes de que se
desatara el caos.
En un abrir y cerrar de ojos, un enjambre de abismos nos
asedió. Nos rodearon a Lily y a mí, y yo me defendí como
una posesa: la espada mágica que había invocado cortó
extremidades y torsos oscuros, mientras lanzaba ráfagas de
magia con la mano libre. Lamenté no haberle dado a Lily un
par de amuletos con sellos del sótano, así al menos hubiera
podido intentar defenderse.
Por suerte, el espectral volvió a acudir en nuestra ayuda
un par de veces, mordiendo a los abismos en las piernas
hasta hacerlos caer al suelo ante Lily. Dina también se puso
a nuestro lado, pero había demasiadas criaturas, y eran
implacables. No importaba lo rápido que redujéramos el
número de abismos, no dejaban de llover más. Aunque el
Ojo tenía sellos muy avanzados y luchaba con réplicas, no
era suficiente. Un desánimo abrumador se fue extendiendo
por la sala. Toda la base estaba cubierta por las franjas de
sombras de los abismos. Y Dorian tenía razón: aquellas
criaturas solo conocían la codicia y la ira.
Por el rabillo del ojo vi cómo varios abismos rodeaban a
Adam, pero no tenía de qué preocuparme: la cuerda que
unía sus dados partía a los abismos en dos y su magia
terminaba de desintegrarlos.
«El Señor del Espejo —pensé mientras me liberaba de las
garras de un abismo y le atravesaba el pecho con la espada
de Ignis hasta deshacerlo en partículas oscuras— puede
cuidar de sí mismo».
Sin embargo, no estaba tan segura de que se pudiera
decir lo mismo de nosotras. Pocos segundos después, dos
abismos nos arrinconaron a Lily, Dina y a mí. Sus garras
oscuras me sujetaban del brazo, mientras que un tercero
había barrido al espectral.
No me podía mover. La garra del abismo pasó a
apretarme la garganta. Estaba a punto de darme un zarpazo
cuando…
—¡Rayne!
Vi una luz que se dirigía hacia mí y, justo antes de que
me alcanzara, reconocí que era uno de los dados de Adam.
Lo agarré y lo volteé, y la cuerda mágica se tensó y
decapitó al abismo. Recuperé la respiración mientras
aquella cosa se desplomaba. Se quedó en el suelo, inmóvil.
El pecho de Adam subía y bajaba, y en sus ojos había un
brillo desatado, pero también una profunda preocupación.
No creía que lo fuéramos a conseguir.
Apreté los puños y miré a Ignis. Me temblaban las manos
de miedo, tanto que todo lo demás a mi alrededor también
temblaba. La luz rojiza de mi piel se hizo más y más
brillante. La piel de mis brazos y piernas que no cubría el
camisón de seda empezó a encenderse bajo el resplandor
de las líneas mágicas.
Era casi como si mi sello me quisiera decir algo.
—Ray… —susurró Lily, incrédula. Buscaba mi mirada,
pero yo cerré los ojos con fuerza e intenté tranquilizarme.
Ignis podía destruir magia. Era el arma más poderosa que
teníamos en ese momento. Y era hora de usarla.
«Nuestra magia es calor», dijo una voz en mi interior. Era
igual que la mía y, al mismo tiempo, distinta. Era el clamor
de los cientos y cientos de almas que habían portado a
Ignis, y que ahora se encendían como estrellas fugaces en
la oscuridad: una línea interminable de antepasados que me
hablaban, que hablaban a través de mí. Ahora, múltiples
generaciones convivían en mi interior. Sebastian y Dorian
creían que era una maldición, pero yo no opinaba igual.
Porque, al levantar la mano y liberar la magia de Ignis,
todos sus portadores y portadoras se unieron para decir una
única cosa con una voz temblorosa de ira:
«Vuestra magia termina aquí».
41

V arios abismos explotaron de inmediato. El poder de Ignis


era sobrecogedor, y todo ocurrió tan rápido que casi ni lo
procesé. La magia se liberó de las yemas de mis dedos,
salió de mí sin un objetivo, sin un plan, como una ola que
demolía la magia enemiga a su paso.
Pero no sirvió de nada. A cada abismo que destruía le
seguía otro, como si pudieran recomponerse a partir de la
masa que los había engendrado.
¡Joder! Tenía que alcanzarlos a todos al mismo tiempo,
pero mi magia estaba demasiado desatada y, como
siempre, no era capaz de controlarla.
Volví a mirar a Adam. Sí, ahí estaba. Mi magia era pura
potencia. Y la suya… «Puro control».
—Ayúdame —jadeé tendiéndole la mano.
Me devolvió la mirada.
—¿Cómo?
—Tienes que controlarla por mí. Me tienes que ayudar a
dirigir la magia. Yo destruyo…, ¡tú diriges!
Adam frunció el ceño. Esperaba que se negara, pero, al
contrario, asintió. Él también lo sentía, estaba segura. Que
era parte de mí, y yo, parte de él.
—Intentémoslo —me dijo con voz firme.
Dina, Celine, Lily e incluso algunos rebeldes nos rodearon
de inmediato, supuse que para protegernos de los abismos.
Cerré los ojos e invoqué mi magia. Me la imaginé como
un denso bosque: los árboles estaban conectados por las
raíces, y allí, en el centro, se encontraba la fuente, como un
corazón palpitante. Concentré todos mis pensamientos en
aquel rincón recóndito de mi alma. Luego extendí una mano
con los dedos estirados, mientras Adam imitaba mi postura.
Su mano tocó la mía, nuestros dedos se entrelazaron, y ese
contacto fue lo último que sentí antes de desaparecer en
algún lugar de mi interior.
Me lo imaginé como… minas de magia. Mi gesto favorito,
con el que había ganado muchos combates. Pero esta vez,
en lugar de plantar minas que crearan magia, quería crear
unas que la destruyeran. Y gracias a la capacidad de alterar
el tiempo de Adam, podría detonarlas todas al mismo
tiempo, tantas que podrían destruir cualquier estructura,
incluso una tan colosal y poderosa como una concentración.
Con dificultad, intenté imaginarme los puntos y olvidar
todo lo que me rodeaba. Las explosiones y los gritos y los
pasos apresurados. Los graznidos de los abismos, el jaleo de
la lucha de los rebeldes y de los guardias para proteger la
base. No podía permitirme ninguna distracción. Al contrario,
tenía que aferrarme al núcleo de mi magia como me había
aferrado siempre a la idea de que mi madre vendría a
buscarme algún día. Como había esperado poder vivir una
vida libre y…
«Rayne». Era la mente de Adam, sus pensamientos
reverberaban claros en mi cabeza. Era la primera vez que lo
oía de esta manera. Su voz entró en mi mente como una
piedra en aguas tranquilas. «Concéntrate en lo que tienes
delante. Visualiza el resultado. Hazlo real. Tú puedes».
De repente, volví a ver el lago de montaña ante mis ojos,
y allí, en sus profundidades…, una fuerte columna de luz.
Sabía dónde estábamos Adam y yo, a dónde nos había
llevado nuestra magia.
A su mismo núcleo. Ya no existían dos fuentes separadas,
sino una sola. Unida.
Me giré hacia Adam, que estaba de pie a mi lado, allí, en
aquel lugar que habíamos creado juntos en nuestro interior.
Me observaba admirado mientras el viento le agitaba el pelo
y el extremo de la chaqueta. Su firma de magia traslucía
incertidumbre, pequeñas dudas de que nuestra conexión
fuera lo suficientemente estable para lo que yo tenía en
mente.
—Solo porque con otras personas haya sido algo
temporal, no significa que vaya a ser igual con nosotros —le
dije—. Solo porque en otros terminase en tragedia, no tiene
por qué pasarnos a nosotros.
Lo decía de verdad, y deseaba que lo entendiera por
encima de cualquier otra cosa que le hubiera dicho antes.
Lo mucho que me importaba. Lo mucho que merecía que lo
amaran.
—No somos nuestros antepasados. Esta magia nos
pertenece, y lo que hagamos con ella es decisión nuestra.
Adam se quedó en silencio durante lo que me pareció una
eternidad, porque ahí, en aquel lugar, el tiempo no contaba.
Entonces se enderezó y asintió ante mí, ante sí mismo y
ante sus dudas, y se deshizo de ellas.
—Vale. —Me tomó de la mano—. Acabemos con esto… —
su tono era tan suave como la expresión de sus ojos—
juntos.
Creé unos puntitos de magia en el aire. Docenas de ellos,
sembrados por toda la concentración de magia del caos,
dispersos como estrellas en el cielo. Todo lo demás se quedó
congelado en el tiempo. Así, pude dirigir mi magia a las
fisuras y luego ver cómo empezaban a despedazarse. Por
fin, la acumulación estalló, explotaron sus puntos de unión y
se consumió.
Y mientras tanto, en lo más profundo de mi interior,
donde la esencia de la magia de Adam y la mía se fundían la
una con la otra…, me adentré en el lago y me hundí hasta
desaparecer.

Lo primero que recuerdo fueron el calor y el dolor. Había


salido volando por los aires de espaldas. La onda expansiva
me había alcanzado y me había arrojado al otro extremo de
la sala. Debía de haberme golpeado la cabeza, me había
quedado sin conocimiento. Y ahora estaba…
¿Dónde demonios estaba?
Me incorporé gimoteando hasta sentarme e intenté
distinguir lo que me rodeaba. Me dolían las manos, y me di
cuenta de que tenía muchos cortes en los brazos y las
piernas. Pero en ese momento, esa era la menor de mis
preocupaciones, porque…
El tejado había desaparecido.
Una vez más, gateaba por las ruinas de un edificio. Me
rodeaban un montón de cascotes y cristales rotos, y el aire
estaba turbio por las nubes de cenizas y polvo. Un olor acre
flotaba sobre cada centímetro del vasto espacio, y los restos
del Nexo yacían por el suelo.
Me puse de pie. Lily estaba tirada más lejos, parpadeando
confusa. La ayudé a levantarse, la abracé y me aseguré de
que estuviera bien.
Algunos rebeldes habían creado una barrera de magia
con sus sellos, uno de esos muros impenetrables, como en
el orfanato. Se estaban dando a la fuga, intuí. Los primeros
corredores ya estaban abriéndose.
Quise girarme para buscar a Adam y los demás, pero
entonces me recorrió una sensación, como si se hubiera
abierto una puerta en mi cabeza.
«¿Rayne?». La conexión entre Adam y yo vibró, débil,
pero lo bastante estable como para que pudiera oírlo. «Creo
que puedo controlarlo. Te he invocado y… ahí estás».
No pude contener la sonrisa de alivio que se me dibujó
mientras caminaba entre los escombros. Hacia él.
«Tenías razón», me susurró. «Tenías razón en tantas
cosas…».
«Podrías darme las gracias y ya».
Lo escuché reír fuera de nuestra conexión.
«Gracias».
Pero antes de encontrar a Adam entre el caos, otra
persona me agarró la mano. Era mi madre.
Estaba muy desmejorada, con restos de sangre por el
pelo castaño. Miraba hacia algún punto por encima de mí,
incrédula, y entonces tomó mi rostro entre sus manos.
—Rayne… Yo… —Tragó saliva—. Ven con nosotros. Ven
conmigo. —Puso una mano en el hombro de Lily—. Venid las
dos.
—No voy a dejar que me utilicéis para matar a Adam.
—Esto no tiene nada que ver con el chico —dijo con
urgencia—. El Ojo encontrará una vía para separar a los
portadores de los sellos oscuros. Así que, si quieres decidir
por ti misma qué pasa con él, ¡ven con nosotros! Es tu vida,
Rayne. —Quería soltarme, pero ella me seguía agarrando
con fuerza mientras me miraba con lágrimas en los ojos—.
Escúchame bien, tesoro. Puedes vivir con su verdad o
encontrar la tuya. ¡No tienes otra opción!
La miré fijamente, a aquella mujer desconocida que era
mi madre. Entonces escuché pasos a mi alrededor. Nessa,
Dorian y el resto de los rebeldes se preparaban para
marcharse. Los corredores de magia que habían abierto con
sus réplicas estaban listos y a la espera.
Lily me miró llena de esperanza, y sus hermosos ojos
castaños transmitían las mismas palabras que me había
dicho antes:
«Hagas lo que hagas, estaré a tu lado».
Sabía que si me iba con Adam no me podría librar de las
normas de los Siete. Nunca estaríamos juntos, porque él
jamás se lo permitiría. Porque no creía que hubiera otra
opción. Ahora bien, con el Ojo… Si Nessa no me había
mentido, había una oportunidad de hacer lo que Adam
quería en el fondo de su corazón: cambiar el Espejo.
Cambiar el legado de los Siete.
«Ser libre».
Mi mirada se elevó hacia el espacio que separaba el
Espejo de Prime. Vi un grupo de pájaros espectrales volando
ahí. La magia azul les iluminaba las plumas en hermosas
ondas que se parecían un poco a las auroras boreales.
Entonces, los pájaros aletearon y se desvanecieron en todas
direcciones.
Mi madre tenía razón en una cosa: debía encontrar mi
verdad. El camino que Adam había tomado tal vez lograra la
justicia para el Espejo y para Prime, pero no para él. Se
destruiría a sí mismo para quebrar el poder de los
magistrados. Se ofrecería de chivo expiatorio ante todo el
mundo, y seguramente moriría en el intento.
Lo vi todo con claridad, a dónde lo llevaría el camino que
él mismo había allanado.
«Si el mundo necesita alguien a quien odiar para
redescubrir su humanidad, no me importa ser yo».
Me recorrió un escalofrío al entender lo que significaba.
Tenía que irme con los rebeldes.
Lentamente, miré a mi madre y puse una mano firme
sobre el brazalete del dragón.
—Esto perteneció a mi padre… y ahora me pertenece a
mí. No me lo quitaréis en contra de mi voluntad.
El rostro de mi madre se iluminó de esperanza y alivio.
Asintió, solemne.
—Te lo prometo. No lo permitiré.
Asentí. No sabía si podía confiar en ella, pero por ahora
tendría que bastar.
—Vale. Os ayudaré, pero no a derrocar a Adam. Y lo que
hagamos con Ignis se hará según mis condiciones.
Detrás de mí, Nessa resopló mientras se alejaba. Una
gran parte de los rebeldes ya había desaparecido por los
corredores mágicos. En la mirada de Nessa vi
perfectamente lo que pensaba: «Ya veremos».
La magia de la barrera se había solidificado tanto que mi
madre tuvo que embestirla para atravesarla. Las ayudé a
ella y a Lily y observé cómo las seguía el gato espectral.
Luego me detuve una vez más.
«Lo siento», dije telepáticamente. «Por favor,
perdóname».
Y, acto seguido, atravesé la barrera. Justo en ese
momento, lo oí:
—Rayne.
Era Adam. Había aparecido con Dina, Celine y todos los
guardias, que se apelotonaron sobre la barrera y empezaron
a golpearla. Querían liberarme. Porque creían que me
habían vuelto a secuestrar.
Solo Adam lo entendió. Se acercó a la barrera, y en su
mirada no había duda. «No te vayas», me dijo. «Cambia de
opinión».
Cogió los dados del destino, pero no hizo ademán de
usarlos.
—Tengo que irme.
Me falló la voz, pero incluso si no me podía escuchar a
través de la barrera, mis palabras le llegaban por nuestra
conexión. No hacía mucho, tenía la certeza de que me
castigaría severamente si alguna vez me atrevía a llevarle
la contraria. Pero esa preocupación no era nada comparada
con lo que sentía en ese momento.
Vi cómo se le endurecía la expresión, cómo se obligaba a
enterrar todas las emociones en lo más profundo de su ser.
«Te quiero», dije en el espacio que compartíamos, y en
ese momento, algo en mi interior se encabritó como una ola
que me arrastraba.
Era la verdad. Me había enamorado de Adam. Lo amaba
por su calma, porque siempre iba diez pasos por delante, al
contrario que yo, toda ira e impulsividad. Porque él, a pesar
de su linaje que lo ponía por encima de todo el mundo, no
veía en mí a la niña de la calle que había sido toda la vida.
«Te quiero», volví a pensar. «Y lo siento».
La barrera de magia que nos separaba se resquebrajó
bajo los golpes de los guardias. Entonces, Adam movió una
mano. La levantó hacia el techo, y el resplandor frío de su
magia se le reflejó en los ojos. Todos sus soldados se
quedaron congelados. Los había congelado con un solo
gesto…, incluso a Zorya.
Ni me di cuenta de cómo Lily me arrastraba por el
corredor. Solo seguí mirando a Celine y a Dina, que eran las
únicas que todavía podían moverse y que me observaban
atónitas. Miré a Adam, que en ese momento se dio la vuelta
y se marchó sin más.
«Lo siento», fue lo único que pude pensar. «Lo siento
muchísimo».
Adam bajó la mano en un movimiento abrupto y cortante.
Los guardias que habían intentado llegar a nosotras a través
de la barrera cayeron al suelo.
—¡Rayne! —me gritó mi madre desde el corredor mágico
—. ¡Rayne, tenemos que irnos!
Unos fuertes dedos me agarraron del brazo: Dorian tiró
de mí, sin dejar de repetir que no teníamos tiempo. Mis ojos
se quedaron clavados en la espalda de Adam, mientras
aguardaba desesperada a que me dijera algo más, cualquier
cosa.
Pero no lo hizo. Se alejó mientras sus guardias se
recuperaban, demasiado lento como para poder detenernos.
Adam nos había dejado escapar, a los rebeldes y a mí. Y
no se había dignado mirarme.
42

¿ C uántas veces se puede poner patas arriba una vida?


Respuesta: muchas más de las que nos gustaría.
Miré dentro del armario de chapa abollado lleno de
pantalones deshilachados, camisas deshilachadas y jerséis
deshilachados de tantas tallas diferentes que estaba segura
de que todos los rebeldes habían donado una de sus
prendas para que los novatos tuvieran qué ponerse.
Seguramente debería considerarme afortunada, porque,
por lo menos, las prendas estaban lavadas.
Me froté la frente, cansada, cogí uno de los pocos
pantalones que estaban colgados y me los enfundé. Con
una camiseta en la mano, me giré y miré a Lily.
Estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, con
los ojos bien cerrados en señal de concentración. Alrededor
de su cuello podía verse el medallón con el sello que Dorian
le había regalado hacía apenas unos días. Estaba creando
pequeñas bocanadas parpadeantes de magia que se pasaba
de una mano a la otra. Al principio no le salía, pero cada vez
se le daba mejor. Seguramente pronto podría entrenar con
los demás rebeldes.
—Ya que nos hemos unido al Ojo, no quiero estar de
brazos cruzados —había dicho. Desde entonces, casi todos
los días se sentaba en la habitación con el sello al cuello y
practicaba un gesto tras otro.
Me sentía infinitamente feliz de que Lily siguiera conmigo.
Al llegar, los rebeldes nos habían ofrecido habitaciones
individuales. Las rechazamos al unísono. Y, al cabo de un
tiempo, fue como si nunca nos hubiéramos separado.
Se oyó un gruñido suave: era el espectral, que estaba
tendido en la cama, junto a Lily. Su cuerpo felino
transformado por la magia subía y bajaba tranquilamente.
Me había ido acostumbrando a esa imagen, porque él no se
había separado de nuestro lado desde aquel día en Londres.
En ese momento movía una pata como si estuviera soñando
algo extraño, y arañaba levemente la parte superior del
brazo de Lily.
—Para ya —murmuró ella, y dejó caer las manos con un
suspiro. Luego me lanzó una mirada cortante—. Ponle un
nombre de una vez para que pueda insultarle. Si no, se va a
acabar acostumbrando a Estrellita.
—A mí me parece que Estrellita le va al pelo.
Ante la mirada indignada de Lily, sonreí y me puse al lado
del espectral para poder acariciarlo. La magia llameó
suavemente en su interior, como en ondas, y sus ojos
oscuros me miraron con curiosidad.
Lo cierto era que hasta ese momento no había tenido el
valor de bautizarlo, porque estaba segura de que cualquier
día se volvería a convertir en mariposa o en pájaro y
desaparecería de mi vida igual de rápido que había entrado
en ella, hacía semanas, en el jardín de Septem.
«Semanas». Ese era el tiempo que había transcurrido
desde la última vez que había visto a Adam, Dina y los
demás. Dos semanas enteras.
—¿Qué te parece «Eco»? —le susurré al espectral—.
Después de todo, llevas dentro de ti tantas almas como yo.
Eco gruñó y se volvió a echar, lo cual hizo reír a Lily. No
dejó de reírse hasta que la miré, y entonces se calló y
frunció el ceño.
—¿Te acompaño? —preguntó—. Si quieres, puedo
quedarme mirando amenazante a Nessa mientras habláis.
Sonreí de oreja a oreja.
—No, no pasa nada. Te lo cuento todo luego.
Lily asintió, relajó el cuello, cerró los ojos y empezó a
crear nuevas bocanadas de magia.
Salí, cerrando la puerta suavemente tras de mí. La nueva
base estaba totalmente en silencio. Solo un par de rebeldes
caminaban por ahí y me miraban, a mí y al brazal de cuero
negro en el que se ocultaba Ignis. La mayoría eran
escépticos en cuanto a mi estancia con ellos, o eso me
había dicho mi madre. Pero había insistido en que nadie me
causaría problemas, y en que pronto se sentirían
agradecidos de que me hubiera unido a ellos.
«¿Te has unido a ellos?».
Se me escapó un sonido de sorpresa y me quedé parada
de golpe. Una mujer que venía en sentido contrario me
lanzó una mirada confusa. Solo cuando hice un gesto con la
mano y balbucí que no pasaba nada prosiguió. Inspiré
profundamente y negué con la cabeza.
«Tienes que dejar de darme estos sustos».
Mi magia zumbó y, como siempre que abríamos la
conexión, mis líneas mágicas se iluminaron. Abrí la puerta
más próxima; daba a una especie de trastero, y me apoyé
en ella desde dentro para cerrarla.
«No lo hago a propósito. Lo de asustarte, digo», fue la
única contestación. «Solo intento ponerme en contacto
contigo».
«¿Y por qué estás todo el rato en mi cabeza?».
Fue como si pudiera escuchar a Adam suspirar. En mi
interior lo veía caminar de un lado a otro mientras se
pasaba los dedos por el pelo.
«Ya sabes por qué».
Claro, lo sabía. Exactamente por la misma razón por la
que yo ya no me molestaba en mantenerlo alejado de mis
pensamientos. La razón por la que la puerta que separaba
su magia y la mía esos días estaba siempre abierta de par
en par.
Porque no quería excluirlo de mi vida.
Porque mi magia cantaba cada vez que oía su voz.
«Lo que persiguen tu madre y Nessa no es más que una
fantasía —dijo—. El Ojo reducirá a escombros el Espejo y
vuestro mundo si separa los sellos de sus linajes».
«Precisamente eso es lo que quiero descubrir. Quiero
saber si hay alguna posibilidad de librarnos de esa carga.
Nada más. Adam…, no soy tu enemiga».
«Van a intentar que lo seas. Pero bueno, se van a llevar
un buen chasco».
Se hizo el silencio, pero seguía sintiendo la presencia de
Adam. Ante mí, en el trastero, veía algunas estanterías
caóticas repletas de bultos que parecían paquetes de
medicamentos.
Sabía que debería darme la vuelta, salir de la habitación y
cerrar a cal y canto aquella puerta de mi mente que
conducía a Adam. Era una rebelde con una causa; quería mi
libertad, no quería vivir esa vida de la que me había hablado
Celine, una vida entera decidida por otro.
No quería ser la placa de un cuadro. Quería escoger a
quién amar.
Y quería que esa persona también me eligiera a mí.
Una vibración pasó por la magia que se había asentado
firmemente en mi sangre. Bufé, sorprendida, cuando de
repente el trastero se transformó en una gruta subterránea
sobre la que flotaba agua clara en el aire.
—¿Qué coñ…? —solté, y luego noté unas manos en la
cintura. Me giré y me topé estupefacta con los claros ojos
grises de Adam. Era como si estuviera ahí de verdad, justo
delante de mí—. ¿Cómo… cómo es posible?
—¿Magia? —sugirió—. Bueno… Y algo de práctica. Este
lugar lo hemos creado nosotros, así que supongo que por
eso podemos regresar a él.
Seguramente me debería dar miedo hasta qué punto se
habían disuelto las barreras entre nosotros, con qué
facilidad Adam podía interferir en mi mente… Pero no era
así.
—Si solo dependiera de mí, sin el Espejo, sin sellos
oscuros… —Adam puso una mano en mi mejilla—. Entonces
te escogería a ti, Rayne. Haría todo lo posible para merecer
que tú también me escogieras.
«Hace tiempo que lo hice —pensé mientras notaba cómo
esta idea pasaba con esfuerzo de mi parte de la puerta a la
suya—. Acéptalo, Adam. No puedes hacer que te odie».
Sonrió. Luego rozó mis labios con un beso, y desapareció
de delante de mis ojos junto con la gruta subterránea.
«No prometas nada que no puedas cumplir», me susurró
justo antes de que nuestra conexión se cortara.
Temblando, bajé la manilla de la puerta que llevaba al
pasillo y resistí el impulso completamente estúpido de
arreglarme la ropa. Adam no había estado allí, no me había
tocado. Estaba a kilómetros de distancia, en algún lugar del
Espejo.
Caminé con pasos rápidos hasta la sala de mando,
situada en el piso superior de la nueva base. Allí, ante los
monitores que mostraban la actualidad informativa, solo
encontré a Dorian.
—Buenos días —dije por fin.
Él me miró brevemente por encima del hombro y me hizo
un gesto con la cabeza. Eché un vistazo a los titulares que
aparecían en las pantallas. No había noticias del Espejo,
claro, pero a través de los espías de Nessa sabíamos lo que
había ocurrido desde el ataque a Septem.
Casi la mitad de los magistrados habían sido destituidos.
Adam parecía haberse impuesto, de hecho, había
reemplazado al magistrado Pelham por Agrona Soverall.
Pero ya se habían registrado los primeros disturbios.
Algunos Superiores estaban de todo menos contentos con
su gobernante.
Solo esperaba que Adam supiera a qué se enfrentaba. Y
que Dina, Celine y Cedric estuvieran a su lado, apoyándolo,
mientras yo no pudiera.
Ni yo… ni Matt. Porque dos semanas después, todavía no
había regresado al Espejo. Adam ordenó que lo buscaran,
eso sí lo sabía, pero parecía que a Matt, Nikki y Sebastian se
los había tragado la tierra.
—¿No te parece extraño? —le pregunté a Dorian—. Que
Sebastian se dejara engañar así.
Dorian me miró sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Me encogí de hombros. Aquello no terminaba
de cuadrarme—. Me quería como moneda de cambio, ¿no?
Yo a cambio del trono del Espejo. Pero ni lo ha conseguido ni
teníais intención de dárselo. Así que… ¿por qué no se
venga?
Dorian sonrió.
—Lo sobreestimas. Sebastian Lacroix es un tipo tan
egocéntrico que no ve más allá de sus narices.
No estaba yo tan segura. Sebastian podía ser un creído,
pero no era tonto. Nunca había creído que los rebeldes lo
fueran a llevar al trono simplemente porque Nessa
Greenwater estuviera en guerra con los Tremblett.
No merecía la pena discutir con Dorian sobre el tema, de
eso ya me había percatado a lo largo de las dos últimas
semanas. Dos semanas en las que mis pensamientos no
habían dejado de dar vueltas, intentando asimilar la
información que tenía hasta ahora. Por ejemplo, ¿por qué
había querido la madre de Adam traer semejantes
cantidades de magia a Prime? ¿Por qué había ordenado
adulterarla? Se había arriesgado a que la magia del caos
invadiera Prime…, ¿para qué? ¿De verdad desconocía las
consecuencias? ¿O había algo que se me escapaba?
Se oyeron unos pasos y Nessa entró en la sala, con mi
madre de perrito faldero, como siempre. Me hizo un gesto
con la cabeza al pasar y se sentó a la cabecera de aquella
mesa en la que cada día abría mapas, ordenadores y sellos.
—¿Me vas a explicar por fin cómo pretendes separarme
del sello oscuro?
Los labios pintados de negro de Nessa dibujaron una
sonrisa. Durante las últimas semanas, siempre me había
ignorado, alegando que el Ojo tenía que recuperarse
después del ataque de los abismos. Pero se me había
acabado la paciencia.
—No tengo ningún motivo para ocultártelo, por si es eso
lo que estás pensando —dijo—. A fin de cuentas, te vamos a
necesitar si te queremos rescatar.
—¿Rescatar? —repetí, desconfiada.
Nessa asintió. Cogió uno de los portátiles y lo abrió.
Tecleó, probablemente buscando algo, antes de darle la
vuelta hacia mí.
Podía verse una imagen. Parecía un… escaneado de la
página de un libro muy antiguo, de hecho, ni siquiera podía
descifrar la letra. Pero sí distinguí que en medio de la página
aparecía dibujado un cuchillo… No, una daga.
—Hace muchos años se escondió un objeto —empezó
Nessa—. Un objeto que tiene el poder de cercenar la unión
entre un portador y su sello oscuro hasta el punto de lograr
transferirlo libremente a otra persona sin que el portador
inicial muera.
—¿Y dónde se supone que está ese… objeto?
—Todavía no lo sabemos. Por lo menos, no con precisión.
En los archivos de Septem no hay ningún registro, sin duda
a propósito, pero sí hemos podido recuperar algunos
escritos antiguos de Prime. Escritos sobre el origen de la
magia. Ahí encontramos algunas pistas sobre dónde se
puede hallar.
—¿Dónde? —Clavé la mirada en el dibujo de la daga—. ¿Y
cómo es?
Nessa se reclinó en la silla. Dudó, como había dudado los
últimos días. Ni yo me fiaba de ella ni ella de mí, y las dos lo
sabíamos, pero ambas queríamos algo de la otra que no
podríamos conseguir de otra manera. Éramos el epítome de
una relación de conveniencia, así que, más tarde o más
temprano, tendría que confiarme sus conocimientos, tal y
como pareció aceptar en ese momento.
—El objeto del que hablo es… el octavo sello oscuro.
No podía haber oído bien.
—¿Un… octavo sello oscuro?
—Exacto. —Nessa señaló a Ignis—. Y cuando estés
dispuesta a renunciar a tus sentimientos por los Siete, por
todos y cada uno de ellos, entonces, gracias a tu brazalete,
por fin tendremos la oportunidad de encontrarlo.
Apreté los labios. Nessa veía mi interior, eso lo había
sentido desde el principio. Sabía que yo apreciaba a los
demás portadores, y también lo que significaba Adam para
mí.
Sin embargo, lo que desconocía era lo mucho que sufrían
Dina, Matt e incluso Celine por la vida que llevaban. Por
supuesto, todos estaban dispuestos a hacer lo que
consideraban que era su deber. Así los habían criado, era lo
único en lo que creían. Pero yo tenía claro que, en el fondo,
soñaban con poder elegir su vida, cómo vivir y a quién
amar.
¿Nessa me exigía que renunciara a mis sentimientos por
los Siete? ¿Por Adam? Eso no podía hacerlo. Pero sí podía
dejarlos a un lado, por lo menos durante un tiempo… para
hacer lo que había que hacer ahora.
EPÍLOGO

L os abismos flotaban como


calles. Espíritus oscuros,
espíritus por las estrechas
maravillosos, pero cuyo
movimiento carecía de propósito. Zumbaban sin más, un
caos sin fin ni objetivo.
Era esa falta de propósito la que siempre la había
indignado. Tanto poder, tanta magia desperdiciada… Desde
que su padre le mostró por primera vez los abismos, cuando
tenía cuatro o cinco años, estas figuras de sombras la
habían fascinado. Más tarde, al hacerse mayor, había
empezado a estudiarlos, y había hecho algunos hallazgos
increíbles.
La mayoría creían que los abismos eran como animales,
movidos por el instinto. Y era cierto en algunos casos, pero
no en todos. Los había con razón y perspicacia. No eran
animales, sino criaturas hermosas y mortíferas.
Su padre no había querido ni oír hablar del tema. Había
tachado de absurdas sus sugerencias de usar a los abismos
en beneficio propio; no quería tener nada que ver con
aquellos seres.
Su padre, a pesar de lo poderoso que había sido, nunca
había sabido tomar la decisión correcta en el momento
correcto.
Una sonrisa se posó sobre sus labios. Sacó el sello del
bolsillo de su chaqueta y lo acarició con cariño. Luego se lo
colocó en la muñeca, insertó un grano de magia en la placa
y dejó que la aguja entrara en su cuerpo.
El intercambio inundó su organismo de magia mientras
cerraba los ojos de placer. No como la magia a la que
estaba acostumbrada, aquella sensación sublime de
perfección. Pero bastaría.
Una vez que el grano hubo desaparecido totalmente en
su cuerpo, se levantó y relajó el cuello. Tanta preparación,
tantas víctimas, tantas renuncias… Ahora iba a descubrir si
había merecido la pena.
Se oyeron pasos detrás de ella. Era aquel atroz mocoso.
Si no fuera porque todavía lo necesitaba, lo habría agarrado
de su perfecto pelo y lo habría arrojado a los callejones
llenos de abismos por tener la audacia de molestarla en un
momento tan solemne.
—Harwood ya está con el Ojo. —Sebastian se puso a su
lado. Su mirada reflejaba el mismo asco que todos los
Superiores sentían en presencia de la magia del caos. Eran
demasiado estúpidos para ver la belleza que ocultaba—.
Todo ha ido según lo previsto. Greenwater y su nieto
piensan que me han engañado, y Rayne…, después de todo
lo que le hemos dicho y mostrado, está más que dispuesta a
reclamar su libertad.
Asintió.
—¿Y los Siete?
—Los Tres, querrás decir. —Sebastian sonrió despectivo—.
Imagino que a Adam le llevará un tiempo lamerse las
heridas. Pero si quieres mi opinión, creo que está colado por
esa canija.
—Vaya. —Acarició su sello. Aquellas palabras le
provocaron una sensación pesada en el pecho. No estaba en
sus planes hacer sufrir a Adam, pero había sido inevitable.
«Los Tremblett siempre han sentido debilidad por los
Harwood».
Por supuesto, estaba abocado al fracaso. Y, por lo que
conocía a Adam, él también lo sabía.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sebastian; por el tono
ligeramente quejumbroso de su voz, intuía que lo que iba a
decir la iba a irritar hasta la médula—. Septem ha quedado
reducido a cascotes y cenizas, incluido el trono.
El impulso de lanzarlo a los abismos para que lo
devoraran alcanzó cotas inimaginables, pero logró
controlarse. Si algo había heredado de su padre, era el
autocontrol.
—Cada cosa a su tiempo. Dejemos que el Ojo busque
diligentemente el octavo sello, y luego ya nos
preocuparemos de tu trono.
Sebastian la observó fijamente, desconfiado.
—Como me traiciones…
Tuvo que reprimir una risa.
—Jamás —le aseguró en tono serio—. Nunca habríamos
llegado tan lejos sin ti, Sebastian. Cuando llegue el
momento y los abismos se extiendan por todo el mundo, los
Superiores te suplicarán que los lideres.
La autocomplacencia se impuso a su expresión antes
dudosa. La familia Lacroix siempre se había dejado enredar
en halagos. Era la ironía de su linaje: poseían el sello de la
manipulación, pero eran más vulnerables a ella que
cualquier otra persona.
Relajó los hombros mientras notaba la magia pulsar por
sus venas, antes de ponerse al borde del tejado.
—Venga —dijo—, intentémoslo.
Dicho eso, extendió la mano hacia delante, con los dedos
relajados hacia abajo. De golpe, cerró el puño.
Todos los abismos se detuvieron. Sus cuerpos vacíos se
quedaron como congelados en la calle, y poco a poco, muy
lentamente, giraron sus cabezas hacia arriba y… la miraron.
Podría haber llorado de felicidad. Deseó haber estado sola
para poder proclamar su dicha a los cuatro vientos, sobre
todo en dirección al Espejo.
Todos aquellos años, todo el trabajo, todo el dolor que
había tenido que soportar… Todo a cambio de aquel
momento: miles de ojos brillantes clavados en ella,
esperando su orden.
Sebastian, incrédulo, murmuró alguna chorrada, pero lo
ignoró. Simplemente, movió su puño con suavidad a un lado
y a otro, y los abismos la imitaron.
La obedecían.
«Por fin».
Una sonrisa se dibujó en sus labios. ¿Sebastian quería
saber cuándo se sentaría en su trono? Bueno. Si todo salía
como ella imaginaba, pronto no habría ningún trono.
Ni ningún Espejo.
Les haría pagar por todo lo que le habían hecho.
Finalmente liberaría la ira que se había tragado durante
tanto tiempo. Todos los peones estaban sobre el tablero. Y
Septem no había sido más que el principio.
Su padre siempre decía que tenía ambiciones demasiado
grandiosas. Demasiado peligrosas. Le ordenó que asumiera
su papel: hacer de Señora del Espejo y complacer a los
magistrados. Quiso que ella encajara en el molde, que se
hiciera más pequeña de lo que era y que sirviera a los
Superiores.
Todo lo que haría una buena persona.
Pero Leanore Tremblett nunca había sido buena persona.
AGRADECIMIENTOS

Pues sí, los agradecimientos serán breves y concisos,


porque necesito empezar a trabajar urgentemente en Los
sellos oscuros 2. Mi agradecimiento (un paquete de galletas
de canela y los dados del destino en préstamo) para
Christiane Düring, porque eres mi roca, y sin ti
probablemente nunca me hubiera animado a dar este paso.
Gracias al equipo de Fischer Verlag, especialmente a Julia,
Charlotte y Jessy. No tengo ni idea de cuál sería vuestro
sello, pero los comparto todos con vosotras, porque sois
maravillosas y lo dais todo por mis libros.
Gracias a Max Meinzold por haber obrado «la magia de
Max» una vez más con mi libro. La cubierta ha quedado
fenomenal.
Gracias a Philipp por recorrer este camino conmigo, y por
recordarme de vez en cuando que hay otras habitaciones en
nuestro apartamento además de mi despacho.
Gracias a Jana… por TODO, la verdad. Por ser una
compañera de escritura, por cruzar los dedos, por pensar
conmigo. No tengo ni idea de cómo te podías seguir
alegrando después de mi vigésimo mensaje de «Ahora sí
que he acabado». ¡Gracias!
Gracias a Chris y Katja por la lectura de prueba, a
Dagmar y Angela por animarme, y a Emily y Cara por
permitirme interrogarlas para que esta historia fuera lo más
auténtica y sólida posible.
Gracias a mis maravillosos seguidores y seguidoras de
Instagram, especialmente a quienes le pusieron nombre a
Sebastian: ¡Gracias, Alina, Dakota, Lara, Laura, Lisa,
Marlene y Pia!
Y por último: ¡Gracias a ti! Que tengas este libro en tus
manos significa mucho para mí. Estoy deseosa de seguir
compartiendo contigo el resto de la historia de Rayne y
Adam.
Título original: Dark Sigils. Was die Magie verlangt

Edición en formato digital: junio de 2024

© Del texto: Anna Benning, 2024


Publicado por primera vez en 2022, en Alemania,
por Fischer Kinder- und Jugendbuchverlag GmbH
© De la traducción: María Reimóndez, 2024
© De esta edición: Fandom Books (Grupo Anaya, S. A.), 2024
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.fandombooks.es

Diseño de cubierta: Max Meinzold

ISBN ebook: 978-84-18027-96-3

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su


transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su
almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y
recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares
del Copyright.
Índice

PRÓLOGO

Parte 1. Magia del caos


1

Parte 2. Los siete


9

10

11

12

13

14

Parte 3. Nexo
15

16
17

18

19

20

Parte 4. La unión
21

22

23

24

25

26

Parte 5. La ciudad dorada


27

28

29

30

31

32

33

34

Parte 6. Ignis
35

36

37
38

39

40

41

42

EPÍLOGO

FIN DEL LIBRO 1


AGRADECIMIENTOS

Créditos

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