Hyacinth - Elle Porter
Hyacinth - Elle Porter
Hyacinth - Elle Porter
El primer paso afuera del faro fue hacia una ráfaga de viento del
mediodía. Leon se subió el cuello de su abrigo más arriba y cerró la puerta
con dificultad. No tuvo necesidad de echarle el cerrojo —no había tenido
visitantes desde que era chico, y ninguna de sus posesiones valía la pena
el robo.
A la espalda, Leon cargaba una cesta con tapa y correas lo bastante
grande como para traer y llevar provisiones del pueblo. Vivía solo —su
padre y su madre muertos años atrás—, y dedicaba las irregulares horas
de la noche a darle mantenimiento a la lámpara del faro. El resto del
pueblo mantenía las horas regulares de actividad, por lo que era necesario
hacer un viaje a media semana para abastecer su despensa.
Leon cruzó su pequeño jardín, partió por el camino de piedra y le dio
una mirada a las enredaderas de calabazas en flor y las plantas de tomate
en sus jaulas: reliquias de familia, de poco trabajo y alto rendimiento,
aunque los retoños de tomate se veían pequeños. Pero las tormentas
estaban por llegar, y Leon esperaba ver los tomates derramándose por la
parte alta de sus soportes de metal.
El paisaje adelante se partía en dos mitades definidas: el bosque
hacia el noreste y las ondulantes montañas hacia el noroeste. La línea de
la costa se curvaba alrededor de la orilla del pueblo y el puerto ya estaba
lleno con los botes de pesca que regresaban de sus expediciones al
amanecer.
Leon bajó la colina rumbo a la villa sin prisas. El viento traía el olor
de la harina de la panadería. Una tentadora sugerencia, ya que sabía que
era la temporada de cerezas y los pastelitos de hojaldre de Mimette bien
valían el doble de su peso en monedas. Cuando cruzaba el límite del
pueblo, le echó una mirada el escaparate de la panadería con la boca
hecha agua, pero mantuvo su ruta, amargado. El salario de guardián del
faro no tenía en cuenta más que lo necesario.
Solo regresó la mirada para evaluar su apariencia: los hombros
caídos, el pelo que había crecido áspero y salvaje, y una barba rojiza
salpicada de canas que necesitaba un buen recorte. Se alejó de su reflejo
con un solemne resoplido, complacido de que su auto impuesta vida de
ermitaño rezumara en su apariencia. Al menos mantendría el alegre
chismorreo de los habitantes del pueblo con los que se cruzara, a un
mínimo.
La carnicería estaba metida al lado de la panadería, con las piernas
curadas colgando en el ventanal del frente. Leon prefería cazar lo de él —
presas pequeñas, principalmente, ya que un venado proveía más de lo que
podía comer en un mes—, pero prestaba sus habilidades al carnicero para
desollar y procesar la carne.
La bodega se ubicaba más abajo por la hilera de tiendas, atestada y
confortable de una manera que a Leon le recordaba la comodidad de su
propio domicilio. Los estantes en el interior estaban llenos de latas de
conservas de pescado y frascos de vegetales encurtidos. Los sacos de
harina y azúcar ocupaban uno de los pasillos de entrada. La tienda
también ofrecía productos para el hogar: cepillos con mango de madera de
cerdas cortas y gruesas, espuma para afeitar y un aceite perfumado para
la barba; utensilios de limpieza en empaques ordinarios.
Y, al parecer, condones, los que Leon se quedó viendo antes de
apartar la mirada como si hubiera sido deslumbrado con un desnudo. Esos
eran nuevos. La cara se le calentó, aún más, imaginando que alguien se
los pidiera al viejo Gustav, el tendero, aunque no le vino a la mente algún
rostro en particular. Cuando los chicos alcanzaban la mayoría de edad,
tendían a mudarse a otros pueblos que necesitaban espaldas fuertes o a la
ciudad más cercana, y que Leon solo había visto en fotos.
El mostrador del frente permaneció vacío mientras Leon iba de un
lado al otro de la tienda, juntando lo mismo de siempre en la cesta:
conserva de salmón y vegetales enlatados, una bolsa de granos de café y
el saco de azúcar más pequeño. Normalmente, Gustav vigilaba todo, no
porque desconfiara sino por la persistente necesidad de tener un ojo
puesto en todas las entradas y salidas.
Desde alguna parte de la trastienda, Leon escuchó un canturreo.
Inclinó la cabeza de lado, con curiosidad. La voz no sonaba como la de
Gustav, aunque, con seguridad, sonaba como la de un hombre y entonaba
un himno.
El sonido perdió intensidad en un incesante tono machacón cuando
Leon terminaba de juntar su orden. Dejó caer los artículos sobre el
mostrador, esperando por unos instantes antes de llamar.
—¿Hola?
El canturreo se detuvo, y un hombre que, definitivamente, no era
Gustav se materializó desde la trastienda. Las mangas de su túnica color
perla eran sueltas, la tela recogida en cada codo, y sobre la prenda llevaba
puesto un delantal.
—Ah, sí. Buenos días —dijo el hombre, como si hubiera esperado la
visita de Leon específicamente. Poseía una nariz delicada y una cabeza
llena de rizos que a Leon le recordó al trigo bañado por el sol. El hombre
se limpió los dedos con el mandil, su sonrisa enmarcada por líneas de
expresión cuando extendió la mano—. No creo que nos hayamos
conocido. Soy Finn.
Leon miró la mano extendida, entonces volteó la cabeza.
Finn retiró la mano, sin hacerse problemas ante el fallido intercambio.
—¿Usted es el señor Ulrich?
—Mhm.
—Encantado de conocerlo. —Finn alcanzó una libreta encuadernada
en cuero, que Leon reconoció como el inventario de la tienda, y empezó a
garabatear las compras de Leon, como Gustav habría hecho. Leon quiso
preguntar por el viejo, pero no se interesó tanto como para empezar una
charla innecesaria con un extraño.
Mientras el hombre apuntaba sus compras, Leon las cargó en su
cesta. Una vez que estuvo llena, la acomodó con cuidado en su espalda,
intentando no sacudir el contenido.
—¿Señor Ulrich? Tiene que pagar eso.
—Gustav y yo teníamos un acuerdo —Leon ladró por encima de su
hombro.
El silencio siguió a Leon hasta la puerta del frente, e imaginó que eso
sería todo.
—Desafortunadamente, señor Ulrich, como la tienda tiene un nuevo
dueño, no puedo cumplir con ningún acuerdo previo.
La mano de Leon se detuvo a punto de alcanzar el tirador de la
puerta. Se volteó para encontrar que el tendero había salido de detrás del
mostrador, los dedos entrelazados sobre el delantal.
—¿Nuevo dueño?
—Me temo que mi pa… eh, Gustav… ha fallecido.
Leon deslizó la lengua por los dientes.
—¿Murió?
Finn asintió, la mirada relajada.
—¿Cuándo?
—Hace una semana.
Leon no estuvo seguro de qué más decir. Con seguridad había visto
a Gustav la semana pasada, pero batalló para recordar su encuentro.
—Eso parece repentino.
—Oh, su salud había sido horrible desde hacía un tiempo —dijo Finn,
haciendo un gesto con la mano—. Unos cuantos doctores de la ciudad
vinieron al pueblo y dijeron que no había nada más que hacer. —Entonces
Finn sacudió la cabeza, listo a continuar—. Y ahora que la tienda está bajo
mi administración, debo insistir con que pague. —Sonrió cordial mientras
regresaba detrás del mostrador, sin quitar los ojos de Leon—. Me disculpo
por el inconveniente.
Leon no tenía derecho a sentirse enojado, sin embargo estaba
furioso, como mínimo. Regresó con paso calmo al mostrador y sacó un
sujeta billetes. Estaba acostumbrado a un pueblo que nunca cambiaba.
Las personas morían, por supuesto, pero se aferraban tercamente a sus
vidas como a los restos de un naufragio en la tormenta.
A Leon no le agradó que Gustav, una de las pocas personas del
pueblo cuya breve compañía no le era indiferente, se hubiera marchado,
de pronto, de este mundo. En especial, no le gustaba el cambio de dueño,
este joven con el pelo como el trigo y sonrisa de comerciante.
Leon recordó que el tendero casi había dicho “padre”. No sabía que
Gustav hubiera tenido un hijo, y uno adulto para el caso. Leon tampoco
había preguntado, y eso tiró de una cuerda de culpabilidad en lo más
profundo de su tripa.
Leon colocó dos billetes arrugados sobre el mostrador y miró a Finn.
—¿Suficiente?
La garganta de Finn se movió cuando tragó saliva.
—Creo que es demasiado —dijo suavemente, otra sonrisa tironeó de
sus ojos.
—Entonces empiece una cuenta —dijo Leon, girando sobre sus
talones para continuar con su viaje a casa.
—Gracias, señor Ulrich —Finn gritó detrás de él—. Oh, ¡y por favor,
tenga cuidado! Dicen que se aproxima una tormenta.
Leon ya sabía eso, por supuesto. El clima era la única razón por la
que se molestaba en prender la radio. A pesar de la ira, algo en el aviso de
Finn lo tocó, pero no dijo nada más mientras se apresuraba a salir por la
puerta de la tienda.
TORMENTA
Finn estuvo listo con la llave en la mano para abrir la puerta, tras
cruzar corriendo la plaza envuelta en lluvia. Leon se limpió los zapatos y se
sacudió las manos. La tienda estaba iluminada por una única lámpara
sobre el mostrador que proyectaba una sombra exagerada de los jacintos.
—Siéntase libre de dejar sus cosas junto a la puerta —dijo Finn por
encima del hombro.
Leon obedeció, luego siguió a Finn por la trastienda, en donde una
escalera subía en espiral hasta el techo.
—Cuidado con las escaleras —dijo Finn mientras subía—. Se ponen
resbalosas.
El piso de Finn era más pequeño que la casa de Leon, con solo una
sala que contenía la chimenea, la cama y un mostrador con una estufa y
un fregadero. Leon colgó su abrigo empapado en el gancho, el aire frío
azotó sus brazos expuestos.
—¿Quiere que prenda el fuego? —preguntó, dirigiéndose hacia el
hogar.
—Se lo agradecería —dijo Finn mientras se ocupaba de llenar la
tetera.
Leon encontró los leños y la leña menuda, y halló los fósforos en la
repisa de piedra de la chimenea. Para cuando la tetera hirvió, había
alimentado un buen fuego.
Cuando volteó, Finn lo estaba observando con los brazos cruzados,
inmune al agudo pitido.
—¿No va a sacar eso? —Leon preguntó, caminando hacia la tetera.
Finn retiró la tetera y echó el agua humeante en dos tazas grandes.
Leon se había olvidado de la promesa del ron, prefiriendo ahora algo para
calentar la garganta. Aceptó la taza una vez que estuvo lista, tomándola
entre las mano cuando sintió el calor. Bien podía tragarse el agua llena de
hojas si eso significaba quitarse el frío húmedo de los huesos.
—No tiene que sentarse en el suelo —dijo Finn, subiéndose al borde
de la cama—. Tome la silla.
—Gracias —Leon farfulló, levantándose del hogar con su té en la
mano. La silla lo abrazó cuando se sentaba. Miró alrededor del cuarto una
vez más… apenas decorado, pero acogedor y tibio debido al fuego—.
¿Aquí era donde vivía su padre?
Finn sacudió la cabeza.
—Él lo usaba como almacén. Me tomó siglos dejarlo limpio.
Cuando Leon terminó su té, Finn se puso de pie para llevarse la taza
vacía a toda prisa. Entonces se quedó parado estático, los brazos flojos a
ambos lados mientras miraba a Leon fijamente.
—Quizá deba irme —dijo Leon, deslizando las manos por los brazos
de la silla. Se veía tranquilo afuera de la única ventana de Finn, y ya había
pasado un rato desde que escuchara el último trueno. A lo mejor podía
llegar a casa sin quedar más empapado.
—No tiene que hacerlo —dijo Finn, dando un paso hacia él.
—Ha sido más que amable —dijo Leon—. No quiero abusar de su
hospitalidad.
Finn se detuvo cuando estuvo sobre Leon, recordándole a Leon de la
noche en que Finn había ido con él durante la tormenta. Excepto que
ahora, a Leon no le desagradó tanto la enervante confianza y la invasión
de su espacio.
Entonces, Finn se hundió en el regazo de Leon y subió sus esbeltas
manos por la barba del hombre hasta sus orejas. Leon se estremeció, pero
no lo apartó.
—No es bueno para un hombre estar solo todo el tiempo —Finn
murmuró, masajeando las orejas de Leon con finos pulgares—. Para nada
bueno. —Sus caricias eran audaces y sobrecogedoras, pero mientras más
tiempo persistían más le gustaron a Leon, confió más en los atrevidos
dedos sobre su piel rubicunda.
—He escuchado algunos rumores interesantes sobre usted —dijo
Finn en voz baja.
—¿Rumores?
—A la gente le gusta especular sobre el hombre que vive solo en el
faro. —Finn metió lentamente los dedos debajo del ángulo de la mandíbula
de Leon—. Aunque pienso que es falta de conocimiento más que crueldad.
Leon cerró los ojos por un momento y resopló.
—La gente debería ocuparse de sus asuntos.
—Así es. —Los dedos de Finn se movieron más abajo, frotando la
mata de vello a lo largo del cuello de Leon—. Ahora no me estoy ocupando
de mis asuntos, ¿o sí?
Leon gruñó, resistiéndose a estar de acuerdo abiertamente. Que
Finn lo tocara se sentía tan bien —tan surrealista—, como para no querer
despertar si es que de alguna manera todavía estaba soñando.
—¿Puedo besarlo, señor Ulrich?
—Leon —llegó la respuesta—. Por favor. Solo Leon.
Finn volvió a sonreír y agachó la cabeza, y Leon se encendió al
contacto de sus labios. Le devolvió el beso. Tocó la cintura de Finn como
si fuera a quebrarse y a hacerse trizas como los delicados platos del
catálogo, pero la insistencia de Finn hizo que las manos de Leon
envolvieran sus caderas con fuerza.
—Eres muy guapo —dijo Finn, frotando el cuello de Leon con la
mejilla.
Leon casi resopló, desacostumbrado como estaba a los cumplidos.
Nunca había pensado mucho en su apariencia con los años. Se recortaba
el vello facial cada pocos días y visitaba al barbero cada tres meses para
mantener el pelo recortado por arriba de la barbilla. Ahora estaba largo, y
Finn no dudó en acariciarlo cuando volvieron a besarse.
Leon saboreó el té y el romero entre los dos, y las mejillas se le
sonrojaron cuando Finn se apartó y alcanzó los botones de su camisa.
Leon atrapó las manos de hombre y lo miró fijamente.
—¿Estabas pensando en esto cuando fuiste a visitarme en la
tormenta?
Finn se rió.
—Sigues actuando como si tuviera algún motivo oculto. —Se dobló
hacia Leon, metiendo las rodillas entre los muslos de Leon y los costados
de la silla—. Solo quería estar seguro de que estuvieras preparado.
—He vivido aquí toda mi vida —dijo Leon, juntando las piernas para
darle más espacio a Finn—. Creo que sé cómo prepararme para una
tormenta.
—Qué tonto de mí —dijo Finn, regresando sus pulgares a la camisa
de Leon para abrir los botones—. Sin embargo, no tenías a nadie con
quién capearla.
—No veo por qué era necesario.
—Eres un hombre solitario, ¿no? —Finn chasqueó la lengua y
desabotonó la camisa de Leon.
Leon tragó saliva cuando el aire frío golpeó su pecho. Sus sueños
había sido tan vívidos últimamente, que no dudaría que esto formara parte
de uno. Finn deslizó sus manos por dentro de la camisa de Leon, la piel
suave pero la caricia firme en el pecho del hombre.
—¿Hace cuánto tiempo que dormiste con alguien? —Finn preguntó,
entusiasmado con pasar los dedos por el áspero vello que cubría el pecho
de Leon.
En su adolescencia Leon había encontrado a las chicas bonitas, pero
no se había acostado con ninguna, porque no quería bonito. Se había
sentido atraído a las manos ásperas de un mozo de establo, uno con el
que había trabajado durante los meses de verano, con quien habían
tonteado en el pajar en lo alto del granero.
—Hace mucho —por fin admitió.
—¿Y son los hombres lo que te atraen?
—Sí —Leon susurró.
Finn se deslizó del regazo de Leon y se paró delante de él. Se
desabrochó los primeros botones de su túnica antes de sacársela por la
cabeza.
—Yo no soy cualquier hombre, Leon —dijo, metiendo los pulgares en
la cintura de su pantalón.
«Eso, ciertamente, ni se discute», pensó Leon. En el pueblo nadie
era ni remotamente parecido al misterioso tendero que había saltado a la
vida. Finn era grácil debajo de sus ropas, y se mostró seguro de sí mismo
cuando dejó caer la prenda.
Leon exhaló cuando abarcó la visión del cuerpo de Finn —el arco de
sus caderas, los delicados rizos que envolvían la pequeña polla y los
pliegues debajo. Recordó las estatuas que había visto en los libros de
historia… las odas a deidades que caminaron por la tierra como hombres,
intuyéndose como infinitamente más.
Finn caminó por el cuarto rumbo a su cama y se reclinó sobre la
colcha.
—Ven —llamó, apoyado en sus codos.
Leon se levantó y cruzó el pequeño espacio. Se subió a la cama y se
echó de espaldas, cansado, pero muy despierto cuando miró el techo de
vigas abovedado sobre su cabeza.
Finn rodó encima de él, sentándose a horcajadas sobre sus caderas
mientras su mirada bajaba.
—¿Debo guiarte? —preguntó, alcanzando una de las manos de Leon
y apretándola contra su mejilla. Leon asintió, sin poder hablar, y Finn bajó
lentamente, hasta alcanzar la cintura del pantalón de Leon.
—No tienes por qué ponerte nervioso —dijo Finn.
Leon estaba nervioso, el interior del cuarto de pronto se sintió
caliente como un horno en contraste con el tacto frío de Finn. El sudor se
enfrió en su piel cuando Finn le bajó el pantalón.
Finn tomó la polla de Leon y la frotó, imperturbable, pero paciente.
Leon gimió y sus caderas se sacudieron como liberadas de sus ataduras.
Apenas si podía evitarlo —la mano de Finn se sentía inquietamente
familiar para ser alguien a quien conocía a duras penas.
Entonces, Finn bajó poco a poco, pasando una pierna por encima de
la rodilla de Leon mientras se acomodaba, su rostro muy cerca de la polla
del hombre mientras lo masturbaba. Todos los encuentros íntimos de Leon
se podían contar con una mano, y de lejos ninguno como este. Echó la
cabeza hacia atrás cuando la boca de Finn se cerró en la punta de su
polla, las obscenidades chisporrotearon en sus labios como la chispa al
pedernal.
Leon se consideraba bien leído —no había mucho más que hacer
encerrado en un faro—, pero no tenía palabras para lo que estaba
ocurriendo. Su cuerpo se sentía atraído hacia Finn como el imán al acero,
como el rayo al pararrayo. El placer erosionó sus nervios, barrió sus
pensamientos, y su mano acabó en los rizos de Finn.
Recibió un suave canturreo en respuesta antes de que Finn lo
tomara hasta el fondo.
—Dioses —Leon gimió, apretando la mano en el pelo de Finn.
Finn lo tomó lentamente, como si el cuerpo de Leon estuviera hecho
solo para ser adorado. Leon se perdió en el tiempo ahogándose en la
atención, e intentó mantener el ritmo cuando los labios de Finn se cerraron
con fuerza en su polla. Cuando sintió que su clímax se enroscaba en su
entrepierna, tiró gentilmente del pelo de Finn para que se apartara.
Tal vez esperaba que Finn pareciera confundido, pero se arrastró
hacia arriba para deslizar sus manos por el pecho de Leon, trazando los
músculos en sus brazos como si estuviera alisando una colcha arrugada.
Finn besó a Leon, firme y delicado, luego repitió la acción en cada mejilla,
y luego en la piel barbada de su cuello. Colocó sus caderas en posición
elevándose mientras sujetaba la adolorida polla de Leon. La mirada en los
ojos de Finn fue una ardiente pregunta silenciosa, la respuesta de Leon un
gemido estrangulado.
Finn se sumergió completamente, y ambos hombres gimieron
cuando Leon llenó su concha. Leon alargó las manos para sujetar las finas
caderas de Finn y las acarició con callosos pulgares. Se sintió embriagado,
con la cabeza al revés, ante la vista del otro hombre encima de él.
Cuando Finn rodó las caderas, moviendo la polla de Leon en su
interior, sus sonidos armonizaron. Finn mantuvo los hombros rectos
mientras mecía su mitad inferior. Cuando Leon levantó la mirada, Finn
lucía la expresión de un gato engreído.
Tras un momento, Leon se dio cuenta de por qué —el ritmo de Finn
era intencionadamente lento, una provocación. Leon apretó las caderas de
Finn cuando se irguió, chocando los pechos cuando se sentó. Finn jadeó, y
cerró sus brazos alrededor del cuello de Leon sin apretarlos.
—Ah, ¿quieres llevar el ritmo? —Finn preguntó, sin aliento pero con
descaro.
Leon gruñó, extendiendo las piernas, los músculos tensos. No replicó
con palabras, pero sus manos se cerraron en el trasero de Finn mientras
medio guiaba sus movimientos, medio se hundía en su calidez.
Finn dejó caer la cabeza al mismo tiempo que sus brazos se
apretaban, soltando pequeños e inesperados sonidos. Leon se sintió
orgulloso de sí mismo por haber sacudido la fachada del tendero. Quizás
no tuviera experiencia comparado con este extraño que había vivido en
una ciudad lejana y probablemente había llevado a muchos a su cama,
pero en este momento, Finn estaba en los brazos de Leon, extrayendo la
dicha de su polla.
Finn se acomodó, y enmarcó la mandíbula de Leon con ambas
manos.
—¿Estás cerca? —susurró, ahora moviendo las caderas libres de las
manos de Leon.
Leon asintió, cerrando los ojos, sintiendo que su liberación
aumentaba. Finn lo empujó hacia abajo, las palmas planas en su pecho.
Inclinó su mitad inferior para que la polla de Leon se introdujera más
adentro de él, y lo cabalgó en un ángulo que arrancó fuertes gemidos de la
garganta de Leon.
—Estoy listo —Finn suspiró, la cabeza dándole vueltas, su polla
machacándose contra la entrepierna de Leon—. Vente conmigo, Leon.
Leon soltó una grosería antes de impulsarse hacia arriba, ambos
gritando mientras se machacaban contra el otro, buscando la violenta
liberación. Finn cayó hacia adelante, e instintivamente Leon lo atrapó antes
de que sus huesos chocaran. Leon rodó de lado y tiró de Finn más cerca.
Había guardado la extraña esperanza de poder hacer esto, porque algo
acerca de tener los rizos de Finn metidos debajo de su barbilla y acariciar
su espalda en círculos, como recordando un sendero olvidado, se sentía
demasiado real y correcto.
Finn se acomodó, su cabeza se elevó paralela a la de Leon, aunque
no se soltó. Tomó el rostro de Leon con una mano y volvió a besarlo,
soltando otro canturreo complacido.
—Apuesto a que ya no quieres volver pasar otra tormenta solo.
Leon se rió entre dientes.
—Me has convencido —murmuró, entonces robó su propio beso.
Pensó en el mozo de establo, en la muda excitación de encontrarse en la
oscuridad, en donde nadie los vería. Ahora se sentía de esa manera,
escondido tras las puertas cerradas de la tienda abajo, acurrucado en un
nido.
El mundo afuera se había tranquilizado cuando hacían el amor, pero
el estruendo regresó, retumbando bajo como un vientre vacío.
Finn se volteó, y Leon cerró un brazo alrededor de su cintura,
extendiendo los dedos sobre su estómago cuando tiró más cerca de él.
—¿Haces esto con frecuencia? —Leon murmuró.
—¿Si follo con frecuencia? —Finn preguntó.
—Mhm.
—Todo un maestro en la conversación de alcoba —dijo Finn
alegremente—. No, no lo hago con frecuencia.
—¿Entonces por qué hacerlo conmigo?
—Puede que le tenga algo a los hombres solitarios que viven en los
faros. —Con eso, Finn apoyó la cabeza en una mano—. No estaba muy
seguro de que fueras a estar interesado.
—Supongo que nos hemos sorprendido mutuamente, entonces.
Algo cruzó por la expresión de Finn, pero desapareció antes de que
Leon pudiera identificarlo cuando Finn preguntó:
—¿Y tú por qué?
Si Leon hubiera podido ser completamente honesto, no tenía una
respuesta. Haciendo memoria, había sentido como si algo sobrenatural se
hubiera apoderado de él, al desear a Finn en el mismo instante que abrió
la puerta del faro y permitió que la lluvia entrara.
Luego recordó la pesadilla, la sensación de vacío que lo esperaba
cuando despertó con los rayos y los golpes en la puerta. Leon había
estado solo durante años, desde que sus padres murieran, aunque nunca
se había sentido particularmente solo —tenía sus libros, el faro que
atendía, sus viajes al bosque para cazar, los recados que hacía en el
pueblo. Pensaba que eso era suficiente, y jamás lo había cuestionado.
—No te equivocaste acerca de pasar la tormenta en buena compañía
—Leon finalmente soltó.
Finn alcanzó la mano de Leon y presionó la palma con su pulgar.
—Yo sé una o dos cosas acerca de estar solo —dijo en voz baja, sus
ojos vidriosos en la oscuridad.
Se durmieron cara a cara sumergidos en las colchas, y los sueños de
Leon estuvieron llenos del rostro de Finn.
CIERVO
Para cuando el golpe llegó a la puerta del faro, afuera estaba casi
oscuro. Finn había dejado a Leon solo en el faro para hacer las
preparaciones. Durante horas, Leon había pasado de caminar de un lado a
otro, a hundirse en su sillón, la adrenalina lo hería como un trabuquete
cargado.
Abrió la puerta para encontrar a Finn con una lámpara en la mano,
las sombras monstruosas retorcían su rostro.
—Leon —dijo, levantando la lámpara—, ¿estás listo?
Leon solo pudo asentir bajo el peso de la pregunta. Se puso un
abrigo y siguió a Finn colina abajo. Leon esperaba que su destino fuera el
bosque, pero Finn lo llevó por un camino que se curvaba hacia la orilla.
Pasaron salientes rocosas, resbalosas y húmedas debido a la arena.
—Ten cuidado —dijo Finn.
Como si la advertencia misma le pusiera una zancadilla, Leon se
tambaleó. Finn lo atrapó por el brazo deteniendo su caída, y Leon gruñó:
—El sendero que atraviesa pueblo hubiera sido menos traicionero.
—No necesitamos despertar la curiosidad —dijo Finn con sencillez,
aunque no soltó el brazo de Leon cuando continuaron. Antes de esa
noche, Leon se habría liberado de un tirón, pero la proximidad de Finn lo
calmaba.
Algunos de sus recuerdos más antiguos habían resurgido poco a
poco, abriéndose paso en su mente como monedas sueltas en su bolsillo.
Saber que lo habían intentado antes y habían fallado le preocupaba. Casi
podía recordar los intentos… largos e infructuosos encantamientos, una
pira de cenizas, cuchillos que cortaban las palmas de sus manos sobre
vasijas de barro hechizadas.
La arena se hizo más gruesa y húmeda bajo sus pies, y mientras
caminaban, el dolor aumentó en las pantorrillas de Leon. La marea se
codeó con la orilla, y Leon pensó en sus padres perdidos en la vasta
oscuridad del océano, sus rostros tan oscuros como los recuerdos de sus
otras vidas. Volvió la cara hacia las estrellas, algunas cubiertas por las
nubes que se acumulaban conforme la noche se asentaba en lo alto.
Finn apretó los dedos con los que envolvía el brazo de Leon.
—Casi llegamos —murmuró.
Leon escudriñó la oscuridad cuando la cueva se materializó
adelante, ostentando el destello de un fuego en su interior. Le dio a las
estrellas una última mirada obstinada antes de seguir a Finn adentro.
Otro altar rudimentario había sido levantado con piedras en la
garganta de la caverna, adornado con velas y utensilios de alquimia. Más
magia, más rituales. Leon supuso que no había más remedio.
—Siéntate —dijo Finn, indicándole el lugar con un movimiento de la
lámpara, antes de bajarla.
Leon dobló las piernas en la tierra. Mantuvo su mirada sobre Finn, a
quien las velas bañaban con su resplandor, mientras acomodaba los
instrumentos —un mortero y un pilón, un tintero y una pluma, y un ramillete
de hierbas en un saquito de seda. Delante de Leon, colocó una escudilla
para ofrendas ennegrecida, llena de algo espeso y pastoso.
Finn hundió la pluma en el tintero y dibujó unas runas en la tabla de
piedra. Cuando la lámpara parpadeó, Leon enfocó la vista. Las marcas
tenían un lustre distinto al de la tinta, espeso y viscoso.
—¿Eso es…?
—Sangre de venado —dijo Finn.
La mirada de Leon cayó en la escudilla, en el bulto hinchado en su
interior. Cerró los ojos cuando el olor a cobre y tierra llenó sus fosas
nasales.
Después de que Finn completó la inscripción, vertió el contenido del
tintero en el mortero. Le agregó brotes de hierbas, un polvo blanco y
plumas secas antes de triturarlas con el pilón hasta formar una pasta.
Finn echó el emplasto en la misma escudilla que contenía el corazón
del ciervo y hundió los dedos para extenderlo por toda la superficie
pulposa. Su voz retumbó con un encantamiento cuando tomó la mezcla
entre las manos y dejó que chorreara por el corazón.
Entonces presentó la escudilla, los bordes manchados de sus dedos.
—Tienes que ingerirlo —dijo, su voz una tierna disculpa.
Leon levantó el corazón del ciervo, denso y resbaloso, con ambas
manos. Sus labios temblaron cuando hundió los dientes en la víscera.
Sintió el intenso sabor a cobre y la enfermiza dulzura del emplasto, como
un ale agrio.
Mientras Leon lo mordía, el estómago le dio un vuelco y se le
revolvió. Sin arcadas, dio otro mordisco, y mientras más comía, menos olía
a carne cruda en sangrienta salmuera. Sabía a agua de rosas, a labios
suaves y a mar.
Sintió la vejez de sus huesos desaparecer como una lluvia de plumas
de cisne. Un nuevo aliento llenó sus pulmones, el corazón firme y fuerte en
su pecho. Se sentía con vida tanto como sentía la imposibilidad de la
muerte.
Como una llave nueva que gira en un candado oxidado, sus
recuerdos lo bombardearon. El rostro de Finn apareció claro en su mente,
aunque un nuevo nombre cubrió su lengua. La voz que se abrió paso en
su boca era la suya e innumerables otras, como si cada cuerda del arpa
recién afinada hubiera sido rasgueada en lugar de pulsada.
—Mi corazón —Leon murmuró, un coro de vidas cantó en su
interior—. Jacinto. He vuelto a casa.
Finn alcanzó a Leon con mirada trémula, la boca abierta y sin
palabras. Lo abrazó por el cuello y sollozó. Juntó sus labios con los de
Leon, y la sangre pasó de una lengua a la otra como néctar de
madreselva. Finn se apartó, hundió la cabeza, y Leon sintió unos dientes
afilados que rasparon su cuello.
—Tómame —Finn susurró contra la garganta de Leon, indefenso y
vulnerable como un fauno—. He esperado por tanto tiempo. Por favor.
Una bestia nació dentro de Leon, como si las vidas se hubieran
fundido en una posesión sensitiva. Colocó a Finn de espaldas y le arrancó
la túnica para descubrir la piel de su amante perdido, al aire libre.
—Dioses, cómo te he extrañado. —Acarició las costillas de Finn y
chupó la curva de su clavícula.
La cabeza de Finn chocó contra el suelo de piedra de la cueva,
mientras canturreaba o balbuceaba en un tono almibarado. Leon deslizó la
delgada ropa interior por las piernas de Finn y lo abrió como dos pétalos
deshojados.
Aplastó sus labios en la polla de Finn como si fuera a devorarlo.
Alguna vez pensó que Finn parecía un santo… ahora sabía la verdad: Finn
era un verdadero dios que caminaba entre los hombres, hecho para ser
venerado. Su lengua aró la carne sonrosada mientras la saboreaba, la
bebía, como si hubiera estado sin alimentarse durante semanas. O siglos.
—Sí, sí. —Finn gimió y tembló, enredando sus dedos en el pelo de
Leon. Las manos de Leon sujetaron las caderas de Finn, tirando de él más
cerca, como si quisiera meterse en su interior. Los dioses sabían que lo
haría, si fuera posible.
La estática revoloteó afuera de la cueva —otra maldita tormenta.
Pero mientras que la caverna se hinchaba con el musgoso olor a piedra
húmeda y a mar, Leon supo que era el éxtasis de Finn lo que suscitaba el
oleaje. Levantó la cabeza, y se bajó el pantalón a toda prisa.
—Te tengo, amor —dijo, poniendo las piernas de Finn en sus brazos.
—Siempre —Finn suspiró, mirando a Leon con el amor, lujuria, y
dolor floreciendo en sus ojos.
Leon gritó silencioso al momento de enterrarse en Finn, su cuerpo
flexible y sólido como un pilar. Los sonidos de Finn cambiaron de tenues a
guturales. Leon echó la cabeza hacia atrás para encontrarse con unos ojos
brillantes, dientes agudos como agujas y garras. Sus pesadillas —no, sus
sueños—, materializados ante él. El verdadero Jacinto: una divinidad
vuelta a la vida como el heraldo de la muerte.
—Mi amado —dijo Leon tiernamente, disminuyendo el ritmo de sus
movimientos—. Mírate. Todo mío.
—Tuyo. —Las garras de Finn se enterraron en la espalda de Leon.
El dolor lo rasgó como astillas afiladas, pero no se apartó. Salpicó de
besos las mejillas húmedas de Finn y la garganta desnuda, mientras lo
follaba con más fuerza, espoleado por la plasmática dicha de ser
desgarrado desde el interior.
Más allá de la cueva, el mundo reventó por sus costuras en el
instante que Leon fue arrojado al éxtasis. Un rayo atravesó el cielo,
atrapado como un disco en el mar revuelto. Las piernas de Finn
envolvieron a Leon cuando gritaron juntos, las espaldas arqueadas cuando
la candente necesidad bramó entre los dos.
Finn arañó el suelo cuando Leon se vino en su interior. El viento
penetró el estómago de la cueva cuando brotaron flores del polvo a su
alrededor. Leon colapsó sobre un lecho de jacintos, los pulmones
retumbándole como tímpanos en el pecho. Envolvió a Finn en sus brazos,
alisando los rizos sudorosos con los dedos.
Los ojos de Finn lánguidos y vidriosos antes de cerrarse.
—Apolo —dijo, y la tormenta afuera se aplacó ante dicha palabra.
—Me trajiste de regreso —Leon susurró en el pelo de Finn—.
Después de tanto tiempo nunca te diste por vencido.
—Nunca —dijo Finn mientras arrastraba un dedo delicado por el
pecho velludo de Leon.
Leon descansó en su cama de nubes de pétalos. Ahora le dolían los
huesos como si estuvieran encadenados a la tierra. Recordar mil vidas
venía acompañado de mil muertas, y eso lo fatigó.
Aun así, preguntó:
—¿Qué haremos ahora?
Finn levantó la cabeza, su mirada borracha de sexo y exuberante.
—Dormiremos —dijo—. Le pondrás seguro a la puerta del faro y
desapareceremos por una semana.
Leon se rió entre dientes.
—¿Y luego qué?
Finn sonrió.
—¿Contigo a mi lado? —Se apoyó sobre sus codos y besó a Leon
lánguidamente—. No sé, ni me importa el después.
SONIDO
FIN
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