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Hyacinth - Elle Porter

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Si este libro ha llegado a tus manos, es porque quienes

participamos en su elaboración queremos que leas las historias que


tanto nos gusta y que no serán llevadas a nuestro idioma. Cuídalo y
no lo compartas descuidadamente. El nuestro, es un trabajo por
amor al arte. Te recomendamos que siempre que puedas, compres
los libros oficiales del autor cuando lleguen a tu país.
En esta reinvención del mito de Jacinto y Apolo, el guardián
de un faro es afligido con horripilantes pesadillas tras la llegada de
un misterioso, aunque encantador, tendero a un aislado pueblo
costero.
Más cuando, ya tarde, volvíamos del jardín de jacintos,
llenos tus brazos y húmedo tu pelo, no pude
hablar y me fallaba la vista; no estaba
vivo ni muerto, nada sabía,
mirando en el corazón de la luz, el silencio.

T.S. Elliot, “La tierra baldía”


MAR

El primer paso afuera del faro fue hacia una ráfaga de viento del
mediodía. Leon se subió el cuello de su abrigo más arriba y cerró la puerta
con dificultad. No tuvo necesidad de echarle el cerrojo —no había tenido
visitantes desde que era chico, y ninguna de sus posesiones valía la pena
el robo.
A la espalda, Leon cargaba una cesta con tapa y correas lo bastante
grande como para traer y llevar provisiones del pueblo. Vivía solo —su
padre y su madre muertos años atrás—, y dedicaba las irregulares horas
de la noche a darle mantenimiento a la lámpara del faro. El resto del
pueblo mantenía las horas regulares de actividad, por lo que era necesario
hacer un viaje a media semana para abastecer su despensa.
Leon cruzó su pequeño jardín, partió por el camino de piedra y le dio
una mirada a las enredaderas de calabazas en flor y las plantas de tomate
en sus jaulas: reliquias de familia, de poco trabajo y alto rendimiento,
aunque los retoños de tomate se veían pequeños. Pero las tormentas
estaban por llegar, y Leon esperaba ver los tomates derramándose por la
parte alta de sus soportes de metal.
El paisaje adelante se partía en dos mitades definidas: el bosque
hacia el noreste y las ondulantes montañas hacia el noroeste. La línea de
la costa se curvaba alrededor de la orilla del pueblo y el puerto ya estaba
lleno con los botes de pesca que regresaban de sus expediciones al
amanecer.
Leon bajó la colina rumbo a la villa sin prisas. El viento traía el olor
de la harina de la panadería. Una tentadora sugerencia, ya que sabía que
era la temporada de cerezas y los pastelitos de hojaldre de Mimette bien
valían el doble de su peso en monedas. Cuando cruzaba el límite del
pueblo, le echó una mirada el escaparate de la panadería con la boca
hecha agua, pero mantuvo su ruta, amargado. El salario de guardián del
faro no tenía en cuenta más que lo necesario.
Solo regresó la mirada para evaluar su apariencia: los hombros
caídos, el pelo que había crecido áspero y salvaje, y una barba rojiza
salpicada de canas que necesitaba un buen recorte. Se alejó de su reflejo
con un solemne resoplido, complacido de que su auto impuesta vida de
ermitaño rezumara en su apariencia. Al menos mantendría el alegre
chismorreo de los habitantes del pueblo con los que se cruzara, a un
mínimo.
La carnicería estaba metida al lado de la panadería, con las piernas
curadas colgando en el ventanal del frente. Leon prefería cazar lo de él —
presas pequeñas, principalmente, ya que un venado proveía más de lo que
podía comer en un mes—, pero prestaba sus habilidades al carnicero para
desollar y procesar la carne.
La bodega se ubicaba más abajo por la hilera de tiendas, atestada y
confortable de una manera que a Leon le recordaba la comodidad de su
propio domicilio. Los estantes en el interior estaban llenos de latas de
conservas de pescado y frascos de vegetales encurtidos. Los sacos de
harina y azúcar ocupaban uno de los pasillos de entrada. La tienda
también ofrecía productos para el hogar: cepillos con mango de madera de
cerdas cortas y gruesas, espuma para afeitar y un aceite perfumado para
la barba; utensilios de limpieza en empaques ordinarios.
Y, al parecer, condones, los que Leon se quedó viendo antes de
apartar la mirada como si hubiera sido deslumbrado con un desnudo. Esos
eran nuevos. La cara se le calentó, aún más, imaginando que alguien se
los pidiera al viejo Gustav, el tendero, aunque no le vino a la mente algún
rostro en particular. Cuando los chicos alcanzaban la mayoría de edad,
tendían a mudarse a otros pueblos que necesitaban espaldas fuertes o a la
ciudad más cercana, y que Leon solo había visto en fotos.
El mostrador del frente permaneció vacío mientras Leon iba de un
lado al otro de la tienda, juntando lo mismo de siempre en la cesta:
conserva de salmón y vegetales enlatados, una bolsa de granos de café y
el saco de azúcar más pequeño. Normalmente, Gustav vigilaba todo, no
porque desconfiara sino por la persistente necesidad de tener un ojo
puesto en todas las entradas y salidas.
Desde alguna parte de la trastienda, Leon escuchó un canturreo.
Inclinó la cabeza de lado, con curiosidad. La voz no sonaba como la de
Gustav, aunque, con seguridad, sonaba como la de un hombre y entonaba
un himno.
El sonido perdió intensidad en un incesante tono machacón cuando
Leon terminaba de juntar su orden. Dejó caer los artículos sobre el
mostrador, esperando por unos instantes antes de llamar.
—¿Hola?
El canturreo se detuvo, y un hombre que, definitivamente, no era
Gustav se materializó desde la trastienda. Las mangas de su túnica color
perla eran sueltas, la tela recogida en cada codo, y sobre la prenda llevaba
puesto un delantal.
—Ah, sí. Buenos días —dijo el hombre, como si hubiera esperado la
visita de Leon específicamente. Poseía una nariz delicada y una cabeza
llena de rizos que a Leon le recordó al trigo bañado por el sol. El hombre
se limpió los dedos con el mandil, su sonrisa enmarcada por líneas de
expresión cuando extendió la mano—. No creo que nos hayamos
conocido. Soy Finn.
Leon miró la mano extendida, entonces volteó la cabeza.
Finn retiró la mano, sin hacerse problemas ante el fallido intercambio.
—¿Usted es el señor Ulrich?
—Mhm.
—Encantado de conocerlo. —Finn alcanzó una libreta encuadernada
en cuero, que Leon reconoció como el inventario de la tienda, y empezó a
garabatear las compras de Leon, como Gustav habría hecho. Leon quiso
preguntar por el viejo, pero no se interesó tanto como para empezar una
charla innecesaria con un extraño.
Mientras el hombre apuntaba sus compras, Leon las cargó en su
cesta. Una vez que estuvo llena, la acomodó con cuidado en su espalda,
intentando no sacudir el contenido.
—¿Señor Ulrich? Tiene que pagar eso.
—Gustav y yo teníamos un acuerdo —Leon ladró por encima de su
hombro.
El silencio siguió a Leon hasta la puerta del frente, e imaginó que eso
sería todo.
—Desafortunadamente, señor Ulrich, como la tienda tiene un nuevo
dueño, no puedo cumplir con ningún acuerdo previo.
La mano de Leon se detuvo a punto de alcanzar el tirador de la
puerta. Se volteó para encontrar que el tendero había salido de detrás del
mostrador, los dedos entrelazados sobre el delantal.
—¿Nuevo dueño?
—Me temo que mi pa… eh, Gustav… ha fallecido.
Leon deslizó la lengua por los dientes.
—¿Murió?
Finn asintió, la mirada relajada.
—¿Cuándo?
—Hace una semana.
Leon no estuvo seguro de qué más decir. Con seguridad había visto
a Gustav la semana pasada, pero batalló para recordar su encuentro.
—Eso parece repentino.
—Oh, su salud había sido horrible desde hacía un tiempo —dijo Finn,
haciendo un gesto con la mano—. Unos cuantos doctores de la ciudad
vinieron al pueblo y dijeron que no había nada más que hacer. —Entonces
Finn sacudió la cabeza, listo a continuar—. Y ahora que la tienda está bajo
mi administración, debo insistir con que pague. —Sonrió cordial mientras
regresaba detrás del mostrador, sin quitar los ojos de Leon—. Me disculpo
por el inconveniente.
Leon no tenía derecho a sentirse enojado, sin embargo estaba
furioso, como mínimo. Regresó con paso calmo al mostrador y sacó un
sujeta billetes. Estaba acostumbrado a un pueblo que nunca cambiaba.
Las personas morían, por supuesto, pero se aferraban tercamente a sus
vidas como a los restos de un naufragio en la tormenta.
A Leon no le agradó que Gustav, una de las pocas personas del
pueblo cuya breve compañía no le era indiferente, se hubiera marchado,
de pronto, de este mundo. En especial, no le gustaba el cambio de dueño,
este joven con el pelo como el trigo y sonrisa de comerciante.
Leon recordó que el tendero casi había dicho “padre”. No sabía que
Gustav hubiera tenido un hijo, y uno adulto para el caso. Leon tampoco
había preguntado, y eso tiró de una cuerda de culpabilidad en lo más
profundo de su tripa.
Leon colocó dos billetes arrugados sobre el mostrador y miró a Finn.
—¿Suficiente?
La garganta de Finn se movió cuando tragó saliva.
—Creo que es demasiado —dijo suavemente, otra sonrisa tironeó de
sus ojos.
—Entonces empiece una cuenta —dijo Leon, girando sobre sus
talones para continuar con su viaje a casa.
—Gracias, señor Ulrich —Finn gritó detrás de él—. Oh, ¡y por favor,
tenga cuidado! Dicen que se aproxima una tormenta.
Leon ya sabía eso, por supuesto. El clima era la única razón por la
que se molestaba en prender la radio. A pesar de la ira, algo en el aviso de
Finn lo tocó, pero no dijo nada más mientras se apresuraba a salir por la
puerta de la tienda.
TORMENTA

Las tormentas persistieron como huéspedes inconscientes. Una


semana de fuertes lluvias mantuvieron a Leon encerrado en el faro,
racionando sus conservas de salmón y sus latas de sopa. Cuando subió al
techo para agregarle aceite a la lámpara del faro, la tormenta lo azotó
hasta dejarlo sin aire en los pulmones. Tenía la ropa empapada para
cuando cerró la trampa detrás de él.
Horas más tarde, tras ponerse una muda de ropa limpia y colgar la
que estaba mojada para secarse, Leon movió su sillón más cerca del
hogar, agregó unos cuantos leños, y se durmió debajo de un grueso
edredón.
Fue durante lo peor de la tormenta, con los rayos y el viento
bramando al unísono, que la pesadilla empezó.
En el sueño, Leon se levantaba a un nuevo día, el cielo despejado e
intercalado con vibrantes tonos pastel. Descorrió la puerta del faro y
encontró que el mundo afuera había cambiado —en lugar del camino de
piedra que partía del faro, solo había un sendero cavado en la tierra.
Y jacintos. Por todas partes. Las colinas se hallaban cubiertas de
blanco, azul y rosado, plantados en círculos perfectos, aunque una
variedad de un morado intenso bordeaba el camino, invitador.
Leon tuvo cuidado de no pisar las etéreas flores mientras seguía el
camino. El pueblo debía estar a la vista, pero estaba envuelto en la niebla
o no existía en su sueño. El bosque lo esperó pacientemente, y él se
detuvo al borde, en donde los árboles se separaban y extendían en un
arco.
Justo al interior del abrazo del bosque, vio la sombra de unas astas
enormes y desgastadas: un ciervo bestial que debería haber huido entre
los árboles en cuanto apareció Leon. En su lugar, el animal giró
lentamente, arrastrando los cascos por el suelo mientras se dirigía a las
profundidades del bosque.
El bosque susurró el nombre de Leon mientras caminaba sin prisa
hacia la oscuridad; la espesura lo llamaba con un alegre siseo. Escuchó el
suave sonido de los cascos del ciervo más adelante, llamándolo para que
lo siguiera. Leon había salido desarmado y deseó sentir la sutil curva de un
arco en su mano.
Se encontró con un claro, al animal no se le veía por ningún lado.
Sus ojos cayeron sobre una figura vestida con una túnica, arrodillada entre
las flores silvestres e inclinada sobre algo en el suelo. Un cuerpo, Leon se
dio cuenta. El pecho de un hombre abierto como un ciervo destripado, el
rostro mutilado y manchado con sangre fresca.
Leon debería haber estado aterrorizado por su propia seguridad,
debería haber volteado para huir. Pero algo le dijo que conocía al muerto y
debía llorarlo, que no debía abandonarlo.
La espalda del extraño permaneció tensa como la cuerda de un arco
cuando Leon se adentró al claro. La cabeza cubierta de rizos de la figura
volteó hacia donde se hallaba Leon, escudriñándolo con ojos tan negros
como el océano más allá de la llama del faro. La criatura murmuró Leon
una y otra vez con una boca llena de filudos dientes, soltando gruesas
gotas de sangre al suelo cubierto de hierba en cada ocasión.
Leon cerró los ojos en el sueño antes de que la criatura lo alcanzara.
Fueron los dientes lo primero que sintió, rasguñando la piel a lo largo de su
cuello. Abrió los ojos de golpe cuando unas garras con brillantes manchas
oscura, se hundieron en sus hombros. La piel le quedó en carne viva como
traspasada por garfios, pero no tuvo la fuerza para soltar un solo grito de
su boca dormida
El suelo del claro floreció a sus pies —manojos de flores violeta
chamuscadas, centellaron hacia él como un cielo limpio y estrellado. Fue la
última cosa que recordó antes de que su sueño se quebrara consciente.
Se despertó porque alguien golpeaba la puerta del faro en medio de
los chasquidos de los rayos. Cuando sus oídos separaron los sonidos,
Leon se levantó del maltratado sillón que había arrastrado más cerca de la
chimenea. Abrió la puerta de un tirón, y se encontró con el retumbante
siseo de la lluvia.
El hombre envuelto en una capa se levantó la capucha para
descubrir la mitad de su rostro. Era el tendero, Finn, probablemente
empapado hasta los huesos debido al viaje.
—Buenas noches, señor Ulrich. ¿Puedo pasar? —Finn levantó un
saco de lona impermeable, abultado con su contenido, como una ofrenda.
Leon se habría reído si la pregunta no fuera ridícula y exasperante al
mismo tiempo. Se puso de lado para darle entrada al visitante. El tendero
entró a la casa de Leon, goteando agua por el piso de piedra.
Finn colocó el saco sobre una alfombra y colgó su capa empapada
en un gancho junto a la puerta.
—¿Se acuerda de mí, señor Ulrich?
Leon gruñó cuando se dirigió a un escritorio en la esquina, que había
convertido en bar.
—¿Un trago? —preguntó.
—Té, si tiene.
—No hay té —dijo Leon, sosteniendo en alto una botella del color del
vidrio de mar—. Ron.
—Ron está bien, entonces.
Leon no apreció que el hombre fuera tan agradable, pero supuso que
esa era la naturaleza que se esperaba de un marchante. Sirvió un vaso
para Finn y tomó el resto de la botella para él.
—Siéntese. —Leon señaló el pequeño sofá junto al sillón. Le alcanzó
el vaso a Finn después de que se sentara, y volteó hacia el fuego para
agregar otro leño.
Finn se sentó al borde del mueble, como si relajarse fuera a causar
que ardiera. Bebió un sorbo del ron, hizo una mueca, y sostuvo el vaso
entre sus manos, sobre su regazo.
—Estaba preocupado de que no se hubiera reabastecido debido al
temporal, así que pensé en traerle algunas provisiones.
Leon miró el saco de lona cerca de la puerta.
—¿Está seguro de que todo está seco ahí adentro?
Finn se animó.
—Oh, todos son artículos enlatados o en envases de vidrio. Intenté
tener cuidado con la lluvia. Es horriblemente largo subir hasta aquí.
—No le pedí que viniera.
—No, por supuesto que no. —Finn sonrió—. La señorita Velma
mencionó ¿que usted vive solo?
«Vieja chismosa», pensó Leon. Velma era la dueña de la taberna, a
unas cuantas puertas, calle abajo, de la bodega. Leon hizo un gesto
señalando alrededor de la sala con la botella de ron.
—¿No se nota?
Finn giró la cabeza mientras abarcaba los muebles: la cama de Leon,
la estufa y alacena que conformaban su cocina, los escasos asientos, y el
armario abierto con ropa más amontonada que colgada.
—No quería asumir —dijo Finn, tomando un sorbo de su ron con
cuidado.
Leon se relajó en su asiento, optando por ponerse cómodo fuera que
su visita lo hiciera o no.
—Hay una sorprendente cantidad de personas para un pueblo tan
humilde. Me temo que aún estoy conociéndolos —dijo Finn—. Todos han
sido muy amables, por supuesto.
Leon bebió de su botella.
—Excepto yo.
Finn se detuvo para sopesar sus palabras.
—Usted no ha sido poco amable.
Leon sentía que sí lo había sido, pero imaginó que eso no vendría al
caso.
—Tal vez, sea el ron hablando, pero parece horriblemente solitario
aquí arriba —dijo Finn, mirando una vez más alrededor—. Si alguna vez
necesita cualquier cosa, alguien que lo visite, yo puedo…
—No —dijo Leon.
Finn solo sonrió.
—No es aficionado a las visitas, ¿o sí, señor Ulrich?
—No.
—¿Debo irme, entonces? —Finn colocó su vaso en una mesita
lateral y se levantó, parándose por encima de Leon, con las manos en las
caderas.
Leon se encogió contra el abrazo del sillón y sujetó su botella con
más fuerza. Era cierto que le desagradaba tener compañía, pero ante la
propuesta de volver a estar solo, se encontró con que no quería que Finn
se fuera. Sacudió la cabeza.
—Al menos espere hasta que la tormenta se calme.
—Oh, va a pasar un tiempo antes de que eso ocurra —dijo Finn,
ahora cruzando los brazos en su pecho—. ¿Tiene hambre? Traje algunos
frutos secos. Nueces, sobre todo. Pero estoy seguro de que puedo
preparar algo para usted. —Le echó una mirada a la cocina de Leon, en la
esquina.
—Estoy bien —dijo Leon, escudriñando a Finn—. Puede sentarse.
En lugar de sentarse, Finn avanzó unos cuantos pasos hasta que
estuvo parado directamente frente al sillón de Leon. Leon intentó no
retorcerse bajo el escrutinio. Todo acerca de Finn era intenso —su mirada,
su presencia, y el olor terrenal que Leon recogió: a moho y a musgo. Como
alguien que ha pasado la mayor parte de su vida cazando en el bosque, lo
que no fue completamente desagradable.
Finn se inclinó y gentilmente sacó la botella de ron de los dedos de
Leon, colocándola en el suelo junto al sillón.
—Me parece que lo que usted tiene es una terrible necesidad de
compañía, señor Ulrich —dijo.
Leon observó el fuego en el hogar parpadear y danzar.
—Compañía —farfulló.
—Alguien con quién hablar —dijo Finn—. En el pueblo apenas hay
quien sepa nada de usted, ¿sabe?
—Es intencional —dijo Leon.
—¿Por qué? —Finn se dobló y colocó las manos en los brazos del
sillón de Leon—. La verdad es que nadie habla mal de usted. —La sonrisa
de Finn se reformó y creció—. ¿Solo le gusta estar solo?
—Sí. —Leon también asintió, incapaz de mirar a nada más que el
hombre que se cernía sobre él como un pino inclinado. Si Finn se doblaba
un poco más, sus rostros estarían muy cerca, y Leon encontró que no le
molestaba la perspectiva.
Pero Finn retrocedió, y volvió a sentarse en el sofá de Leon.
—Cuénteme de usted,
—Preferiría no hacerlo.
Finn continuó como si Leon no hubiera respondido.
—¿Creció aquí?
—Como la mayoría del pueblo —dijo Leon.
Finn apoyó las manos en sus rodillas.
—¿Y qué hace cuando no está velando por el paso seguro de
nuestros timoneles?
—Dormir, principalmente —dijo Leon.
—Vi su jardín —dijo Finn—. ¿Qué está cultivando?
La rápida sucesión de preguntas estaba mareando a Leon.
—Tomates —dijo—. Calabaza. —Pensó por un momento, luego
agregó—, quizá frijoles, si llego a plantar alguno.
—¿Le gusta trabajar con sus manos? —Finn preguntó, con los ojos
muy abiertos. O tal vez solo era el fuego que contraía sus pupilas y hacía
que los irises le brillaran.
—Supongo —dijo Leon.
—Veo que también lee —dijo Finn, recostándose mientras le echaba
una mirada a las repisas de libros, hundidas por la humedad y el aire
salado—. Un hombre de gustos sencillos.
Leon sospechó que Finn le estaba tomando el pelo.
—Me gusta estar solo —dijo—. Como ya mencioné.
La sonrisa de Finn se tornó traviesa. Maquinadora. Leon miró el
fuego con inquietud. Pensó que debía devolver el favor del interrogatorio,
pero no pudo pensar en qué preguntar. No había nada que quisiera saber
sobre el extraño sentado en su sofá, que invadía su privacidad y le traía
comida.
Nadie del pueblo le había traído comida antes.
—¿Alguna vez se subió a un barco? —Finn preguntó.
Leon volvió la mirada hacia Finn y la entrecerró.
—Cuando era niño —dijo—. Desde entonces, no.
—¿Mareo? —Finn preguntó—. ¿O quizás…?
—No me gustan los barcos —Leon interrumpió, inclinándose para
agarrar el ron del piso—. Dejémoslo ahí.
—Oh —Finn dijo, despacito—. Sí, alguien mencionó su…
La mirada de Leon se tensó junto con los dedos en el cuello de la
botella.
—No.
Por primera vez desde su llegada, Finn pareció incómodo. Se aclaró
la garganta delicadamente, y dirigió su atención al fuego.
—Oh —dijo Finn, de pronto, los ojos fijos en algo al otro lado de la
sala—. ¿Usted toca?
Leon supo antes de voltear, que Finn había visto la polvorienta
guitarra en la esquina, apoyada contra un soporte hecho de barriles de
whisky.
—Hace años —dijo.
—Qué pena —dijo Finn—. ¿Por qué se detuvo?
Leon resopló.
—¿Por qué hace tantas preguntas?
—Se llama conocer a alguien —dijo Finn.
—¿Por qué quiere conocerme? —preguntó Leon, el ron por fin se
apoderó de su voz, enredando sus palabras—. No hay mucho que decir.
Mantengo el faro encendido y duermo todo el día.
—Creo que hay más que eso —Finn murmuró.
Uno de los leños crepitó y se partió, y Leon solo se dio cuenta de lo
ruidoso que fue porque afuera, el estruendo se había desvanecido.
—Parece que la tormenta ya pasó —dijo.
—Así es —respondió Finn, poniéndose de pie, tieso como un
cadáver—. Entonces me marcho.
Leon gruñó, levantando la botella a sus labios para encontrarla vacía.
Sentía la mente abotargada y las piernas como mantequilla. Para cuando
logró levantar la mirada, Finn se había ido.
FIESTA

En el centro del pueblo había un pozo de piedra maciza, que alguna


vez estuvo rodeado por arbustos de hortensia pelados, pero que, Leon se
dio cuenta, habían sido reemplazados por tierra fresca. También estaba el
viejo altar —los restos derruidos de los orígenes paganos del pueblo. Las
ofrendas se habían detenido mucho antes de lo que Leon recordaba.
Él siempre pasaba por la plaza para llegar a la bodega, pero cuando
vio la multitud de vecinos esforzándose alrededor del pozo, se detuvo. Los
observó limpiando el frente lleno de musgo del altar de piedra antes de
enjuagarlo con los cubos de agua.
Uno de los vecinos llamó su atención y se acercó a Leon antes de
que pudiera escurrirse. El hombre lo saludó con las mejillas sonrojadas.
—¿Todo bien, señor Ulrich? —Su nombre era Phillip, si Leon
recordaba bien.
Leon asintió, y señaló a la multitud con la cabeza.
—¿Qué hay?
—Un poco de limpieza primaveral, si puede creerlo —dijo Phillip,
mirando orgulloso el altar—. El edil nos pidió que limpiáramos la plaza para
el solsticio. —Phillip bajó la voz—. Pero aquí entre nos, ese nuevo tendero
tuvo algo que ver. —Entonces Phillip le hizo un guiño, como si Leon y él
estuvieran en alguna especie de secreto.
—No hemos celebrado el solsticio en décadas —dijo Leon—. ¿Por
qué ahora?
—Ni idea, pero no me quejo. Significa que habrá un banquete. —
Alguien llamó a Phillip con un silbido—. Ah, debo regresar a trabajar. Nos
vemos, señor Ulrich. —Phillip se despidió con la mano mientras se alejaba
a trote.
Leon continuó su viaje a la tienda lleno de preguntas, pero cuando
cruzaba la entrada, se detuvo de golpe ante la nueva adición al mostrador
de la tienda… un ramo de jacintos azules recién cortados en un sencillo
florero de vidrio.
Lo miró fijamente, encantado pero horrorizado, y no se dio cuenta de
que Finn aparecía por la esquina de unos estantes.
—Señor Ulrich —dijo Finn suavemente—. Ya veo que el huracán no
se lo llevó.
—¿Huracán? —dijo Leon, parpadeando. Le sorprendía ver la cara de
Finn tan impasible, la complexión pálida. Retazos del sueño volvieron
sigilosamente a él envueltos en un escalofrío —flores manchadas con
sangre, dientes y garras negras en su piel.
—¿No escuchó la radio? —Finn preguntó, caminando detrás del
mostrador.
—La radio está malograda —dijo Leon. Al menos eso era lo que
pensaba. No había captado ni una señal desde que llegaron las tormentas.
—Qué mala suerte. Puedo ordenarle una nueva, si quiere. —Finn
metió la mano debajo del mostrador y sacó un pesado catálogo. Pasó las
páginas hasta que encontró las radios.
Leon miró detenidamente el catálogo. Quiso decir que no, que
probablemente podía arreglar su radio como siempre, una vez que se
sentara a hacerlo. Pero las fotos del catálogo se veían tan bonitas, tan
nuevas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que compró algo nuevo?
Apenas recordaba comprar la radio que poseía, como si siempre hubiera
estado ahí.
Sin pensarlo, Leon pasó la página del catálogo, y las dos siguientes
estaban llenas de televisores y caseteras. Cosas de las que sabía, pero
que no poseía.
—¿Usted puede ordenar cualquier cosa de aquí? —preguntó,
levantando la vista hacia Finn al mismo tiempo que la campanilla en la
puerta de la tienda tintinaba.
Finn le hizo un rápido gesto afirmativo con la cabeza antes de
alejarse. Leon se movió hacia el extremo del mostrador, y olió los jacintos
del florero. Revisó el catálogo mientras Finn ayudaba a una cliente —
Stella, una de las jóvenes costureras que trabajaba con los que hacían
colchas. Leon se olvidó de sus alrededores mientras ojeaba los utensilios
de cocina: hornos holandeses con asas de acero pulido, teteras de té y
jarras de agua, juegos de platos de porcelana y cubiertos con grabados en
oro a juego, las cantidades superaban con creces el juego para dos en la
modesta mesa de Leon.
—¿Ve alguna cosa que le guste? —La voz de Finn se abrió paso por
su distracción, y Leon se dio cuenta de que la costurera ya no estaba, y
que solo eran los dos una vez más.
—Quizás —dijo Leon, entonces cerró el catálogo y tamborileó en la
tapa distraído.
Finn se inclinó en el mostrador, su olor amaderado se mezclaba con
el de los jacintos.
—¿Cuándo fue la última vez que se dio una vuelta por el local de
Velma?
—¿El pub? —Leon preguntó.
—Me gustaría invitarlo a cenar, señor Ulrich —dijo Finn.
Leon empujó el catálogo y retrocedió un paso.
—No tiene que hacerlo. —Se arrepintió de sus palabras en cuanto
vio la cara larga de Finn, aunque no entendía la naturaleza de la invitación
o la razón por la que el guapo tendero se mostraba tan ansioso por pasar
el rato con él, por conocerlo.
—Pues, si cambia de idea, allí estaré más tarde. —Finn sujetó el
catálogo entre sus delicadas manos antes de guardarlo. Entonces levantó
una caja llena de abarrotes y la colocó en el mostrador—. Aparté su orden
de siempre.
Leon miró dentro de la caja y encontró que ese era el caso —algunas
conservas de salmón, latas de arvejas con cebolla, frascos de ajos
enteros, un atado de hierbas, y…
—¿Té? —Leon preguntó, el disgusto marcó su voz.
—Necesita tomar algo más que no sea ron —dijo Finn, alegremente.
Leon levantó la caja de bolsitas de té y la miró con el ceño fruncido.
Pero cierta parte de él no se pudo negar, así que la arrojó de vuelta a la
caja.
—¿Cuánto es? —preguntó, alcanzando el bolsillo de atrás.
—Creo que esto cubre su cuenta —dijo Finn.
Leon asintió y se quitó la cesta, llenándola cuidadosamente de modo
que nada que fuera frágil se aplastara.
—Gracias —dijo, colocando la caja de té arriba de todo antes de
cerrarla.
—Por supuesto —Finn murmuró, una luz danzó en su mirada cuando
vio a Leon marcharse.
Las nubes oscuras todavía pellizcaban el cielo y el aire se sentía
húmedo, trayendo consigo la promesa de más lluvia. Leon debería
haberse ido derecho a casa, pero sus pies enfilaron hacia la puerta gris del
pub, cuya pintura se pelaba como una quemadura de sol. Dentro del salón
en penumbra, colocó su cesta en el suelo junto a un taburete en el bar.
—¿Señor Ulrich? —Velma, con el pelo atado en un moño y un
delantal, se acercó a toda prisa—. ¿Todo bien?
—Bien —dijo Leon, su mirada vagó hacia los barriles de ale—. Una
pinta de trigo. —Ante la expresión perpleja de Velma, agregó un tenso—:
por favor.
—Ah, por supuesto, por supuesto. —Velma fue por un vaso limpio
presurosa, y lo llenó en ángulo para evitar que subiera la espuma—. ¿Está
bien con este clima, señor Ulrich?
—Ciertamente. —Leon puso billetes de tres dólares sobre el
mostrador.
—Espero que tengamos sol muy pronto —dijo Velma, colocando un
vaso lleno de ale de trigo—. Mindell dice que sus campos están casi
anegados.
Leon se carcomió la cabeza para recordar a Mindell —un granjero,
dado el contexto, pero visualizó a un hombre mayor con una esposa y
varios hijos. No, la esposa había muerto en algún momento… el pobre
bastardo estaba criando al rebaño solo.
—¿Ha estado por la tienda? —Velma preguntó, sacando un trapo al
parecer de la nada, para secar la barra. Señaló el suelo con la cabeza,
indicando la cesta de Leon.
—Sí —dijo Leon.
—Entonces, ¿qué piensa de nuestro Finn? —Velma detuvo lo que
estaba haciendo y sonrió, revelando dos hoyuelos—. ¿No es un
muchachito de lo más lindo?
—Seguro. —Leon se aclaró la garganta—. ¿Usted sabía que Gustav
tenía un hijo?
—Me parece que pudo haberlo mencionado una o dos veces —dijo
Velma lentamente—. El chico era enviado a la ciudad todo el tiempo.
—¿En serio? —Leon le dio un trago al vigorizante ale, la nariz le picó
con el toque de albaricoque—. ¿Esto proviene de la granja Adelson?
—Aye —dijo Velma, asintiendo aprobadora—. Buena memoria, señor
Ulrich—. Sacudió la cabeza—. Estaré en la cocina por si necesita algo.
Leon observó a los otros parroquianos en ausencia de Velma.
Reconoció algunos rostros curtidos, aunque sus nombres no lo alcanzaron.
Se acomodó en el asiento con la espalda recta imaginándose a sí mismo
encorvado y canoso, con una cerveza en la mano hasta las puertas de la
muerte.
Después de horas en el, cada vez más, incómodo taburete, Leon
terminaba su segunda pinta cuando sintió el leve roce de una mano en su
hombro.
—Veo que cambió de opinión —dijo Finn, deslizándose en el
taburete de al lado.
—Necesito una radio nueva —dijo Leon, encontrándose con la
mirada de Finn. Sus rizos brillantes incluso en la escasa luz del pub, y los
ojos destellantes.
—¿Ya comió?
—No.
—¿Conseguimos una mesa, entonces? —Finn preguntó—. No me
gusta estirar el cuello para hablar con un acompañante.
—¿Eso es lo que soy? —Leon preguntó, soltando un risueño
resoplido. Se puso de pie, dejando el vaso vacío atrás cuando siguió a
Finn a una mesa libre en la esquina.
Velma se acercó cojeando y tomó sus órdenes. El especial de la
noche era carne de venado, puré de papa y verduras cocidas. A Leon se le
hizo agua la boca de solo pensar en comer algo cargado de sal y vinagre.
Tras ordenar la comida y más ale, Finn se quedó mirando a Leon al
otro lado de la mesa, los brazos cruzados.
—¿Qué lo hizo cambiar de idea?
Leon no tuvo una buena respuesta. Ser impulsivo era tan extraño
para él como el hombre con el que estaba cenando.
—Parecía interesado en mi compañía —dijo Leon.
—¿Lo intrigo?
—Tal vez —dijo Leon, luego agregó—: No estoy seguro de cuáles
sean sus intenciones invitándome aquí.
—¿Necesito algún otro motivo además de conversar? —Finn
sonrió—. ¿O cree que su presencia es tan odiosa que sospecha de mí?
—Sí. Eso. —Leon se reclinó en su silla, con los brazos cruzados—.
Nadie me había invitado a cenar.
—Me alegra ser el primero.
Velma se dio una vuelta con el ale.
—Pronto estará listo, queridos —entonó de regreso a la cocina.
Finn apenas tocó su ale, pero Leon estuvo ansioso por suplir su
súbito apetito. Alrededor de ellos, las mesas del pub se llenaron y tuvo la
nítida sensación de que los vecinos estaban notando su presencia entre
susurros.
—El asunto en la plaza, con el solsticio —Leon empezó—. ¿Es cosa
de usted?
—Ah, sí —dijo Finn—. Antes de morir, mi padre me dijo que no se
había celebrado como se debía en años. —Se recostó en su silla, agitando
suavemente su vaso de cerveza—. Puede que haya hecho algunas
sugerencias la última vez que gocé de la confianza del edil.
—¿Por qué celebrar algo así? —Leon preguntó.
—¿Qué daño hace? —Finn respondió, encogiendo un hombro,
entonces su mirada vagó por el salón—. Según parece no les vendría mal
tener algo que celebrar.
Leon difícilmente recordaba cuando los vecinos del pueblo
parecieron más felices, pero él había sido niño en ese entonces, cuando
todo parecía brillante y radiante, antes de que su optimismo muriera en el
mar.
—¿Vendrá a las festividades? —Finn preguntó—. Tal vez haya algo
que…
—No —dijo Leon.
—¿Las maneras antiguas lo ofenden? —Finn indagó, tras un
momento.
No lo ofendían, pero Leon se guardó eso y bebió su ale.
—¿Usted caza? —Finn dijo.
—A veces.
—¿Venados?
Leon asintió dudoso.
—Velma sugirió guiso para el festín —dijo Finn—. Pienso que un
ciervo deberá ser suficiente.
Leon se atoró con su ale a medio trago, y se pasó la palma de la
mano por los labios mientras tosía. El sueño surgió una vez más… las
astas inclinadas hacia el cielo, y la imagen de unos dientes manchados de
sangre casi mataron su apetito.
El olor de la carne asada y los vegetales lo despertó, sin embargo,
cuando Velma trajo su cena en platos de latón.
—Coman, queridos —dijo, dándole unas palmaditas en el hombro a
Finn mientras le hacía un guiño a Leon.
—Gracias —dijo Finn, cerrando su mano en la Velma—. Huele
increíble.
Leon puso los ojos en blanco y tomó el cuchillo y el tenedor para
partir su trozo de venado. Finn permaneció callado mientras comían. Al
menos comer en silencio todavía era sagrado.
Cuando terminaron, Velma recogió sus platos como si hubiera
estado vigilante desde la puerta de la cocina, aun cuando el comedor del
pub se encontraba lleno de clientes.
—¿Más ale? —le preguntó a Leon.
—No, gracias —dijo él—. Estuvo delicioso.
—Me alegro que lo disfrutara, señor Ulrich. —Le sonrió a Finn—.
Cuéntame, ¿qué hiciste para convencerlo de salir de su torre de marfil?
Finn se rió con un tono agudo y amable, pero no se comprometió con
una respuesta.
Leon sintió como si hubiera consentido tanto como le era posible. Se
levantó, poniéndose la cesta al hombro.
—Lo acompaño afuera —dijo Finn, levantándose con él.
—Si tiene que hacerlo —dijo Leon.
El coro de un aguacero se elevó contra el techo del pub justo cuando
estaban cerca de la entrada. Leon soltó una maldición, entreabriendo la
puerta para confirmar la lluvia torrencial que caía en la calle adoquinada.
—Nunca había llovido tanto —murmuró.
—Mi piso no está lejos —dijo Finn—. Vivo arriba de la tienda.
—Está bien —dijo Leon—. Puedo llegar a casa.
—¿Y morir en el camino? Tonterías. Venga conmigo y le hare un té.
—No me gusta el té —dijo Leon.
—¿Ron, entonces? —Finn inclinó la cabeza de lado—. Puede que
tenga algo en mi gabinete.
—Yo tengo ron en casa.
—Señor Ulrich, por favor, permítame devolverle la atención de su
hospitalidad.
—¿Cuenta como hospitalidad cuando es forzada?
La sonrisa de Finn se hizo trisas cuando apoyaba un frágil hombro
contra el marco de la puerta.
—¿Tanto le disgustó mi visita?
Por supuesto que a Leon no. Tanto como quería encontrar la
compañía de Finn detestable, no podía.
—Supongo que no —susurró, y abrió la puerta completamente—.
Muéstreme el camino.
LUNA

Finn estuvo listo con la llave en la mano para abrir la puerta, tras
cruzar corriendo la plaza envuelta en lluvia. Leon se limpió los zapatos y se
sacudió las manos. La tienda estaba iluminada por una única lámpara
sobre el mostrador que proyectaba una sombra exagerada de los jacintos.
—Siéntase libre de dejar sus cosas junto a la puerta —dijo Finn por
encima del hombro.
Leon obedeció, luego siguió a Finn por la trastienda, en donde una
escalera subía en espiral hasta el techo.
—Cuidado con las escaleras —dijo Finn mientras subía—. Se ponen
resbalosas.
El piso de Finn era más pequeño que la casa de Leon, con solo una
sala que contenía la chimenea, la cama y un mostrador con una estufa y
un fregadero. Leon colgó su abrigo empapado en el gancho, el aire frío
azotó sus brazos expuestos.
—¿Quiere que prenda el fuego? —preguntó, dirigiéndose hacia el
hogar.
—Se lo agradecería —dijo Finn mientras se ocupaba de llenar la
tetera.
Leon encontró los leños y la leña menuda, y halló los fósforos en la
repisa de piedra de la chimenea. Para cuando la tetera hirvió, había
alimentado un buen fuego.
Cuando volteó, Finn lo estaba observando con los brazos cruzados,
inmune al agudo pitido.
—¿No va a sacar eso? —Leon preguntó, caminando hacia la tetera.
Finn retiró la tetera y echó el agua humeante en dos tazas grandes.
Leon se había olvidado de la promesa del ron, prefiriendo ahora algo para
calentar la garganta. Aceptó la taza una vez que estuvo lista, tomándola
entre las mano cuando sintió el calor. Bien podía tragarse el agua llena de
hojas si eso significaba quitarse el frío húmedo de los huesos.
—No tiene que sentarse en el suelo —dijo Finn, subiéndose al borde
de la cama—. Tome la silla.
—Gracias —Leon farfulló, levantándose del hogar con su té en la
mano. La silla lo abrazó cuando se sentaba. Miró alrededor del cuarto una
vez más… apenas decorado, pero acogedor y tibio debido al fuego—.
¿Aquí era donde vivía su padre?
Finn sacudió la cabeza.
—Él lo usaba como almacén. Me tomó siglos dejarlo limpio.
Cuando Leon terminó su té, Finn se puso de pie para llevarse la taza
vacía a toda prisa. Entonces se quedó parado estático, los brazos flojos a
ambos lados mientras miraba a Leon fijamente.
—Quizá deba irme —dijo Leon, deslizando las manos por los brazos
de la silla. Se veía tranquilo afuera de la única ventana de Finn, y ya había
pasado un rato desde que escuchara el último trueno. A lo mejor podía
llegar a casa sin quedar más empapado.
—No tiene que hacerlo —dijo Finn, dando un paso hacia él.
—Ha sido más que amable —dijo Leon—. No quiero abusar de su
hospitalidad.
Finn se detuvo cuando estuvo sobre Leon, recordándole a Leon de la
noche en que Finn había ido con él durante la tormenta. Excepto que
ahora, a Leon no le desagradó tanto la enervante confianza y la invasión
de su espacio.
Entonces, Finn se hundió en el regazo de Leon y subió sus esbeltas
manos por la barba del hombre hasta sus orejas. Leon se estremeció, pero
no lo apartó.
—No es bueno para un hombre estar solo todo el tiempo —Finn
murmuró, masajeando las orejas de Leon con finos pulgares—. Para nada
bueno. —Sus caricias eran audaces y sobrecogedoras, pero mientras más
tiempo persistían más le gustaron a Leon, confió más en los atrevidos
dedos sobre su piel rubicunda.
—He escuchado algunos rumores interesantes sobre usted —dijo
Finn en voz baja.
—¿Rumores?
—A la gente le gusta especular sobre el hombre que vive solo en el
faro. —Finn metió lentamente los dedos debajo del ángulo de la mandíbula
de Leon—. Aunque pienso que es falta de conocimiento más que crueldad.
Leon cerró los ojos por un momento y resopló.
—La gente debería ocuparse de sus asuntos.
—Así es. —Los dedos de Finn se movieron más abajo, frotando la
mata de vello a lo largo del cuello de Leon—. Ahora no me estoy ocupando
de mis asuntos, ¿o sí?
Leon gruñó, resistiéndose a estar de acuerdo abiertamente. Que
Finn lo tocara se sentía tan bien —tan surrealista—, como para no querer
despertar si es que de alguna manera todavía estaba soñando.
—¿Puedo besarlo, señor Ulrich?
—Leon —llegó la respuesta—. Por favor. Solo Leon.
Finn volvió a sonreír y agachó la cabeza, y Leon se encendió al
contacto de sus labios. Le devolvió el beso. Tocó la cintura de Finn como
si fuera a quebrarse y a hacerse trizas como los delicados platos del
catálogo, pero la insistencia de Finn hizo que las manos de Leon
envolvieran sus caderas con fuerza.
—Eres muy guapo —dijo Finn, frotando el cuello de Leon con la
mejilla.
Leon casi resopló, desacostumbrado como estaba a los cumplidos.
Nunca había pensado mucho en su apariencia con los años. Se recortaba
el vello facial cada pocos días y visitaba al barbero cada tres meses para
mantener el pelo recortado por arriba de la barbilla. Ahora estaba largo, y
Finn no dudó en acariciarlo cuando volvieron a besarse.
Leon saboreó el té y el romero entre los dos, y las mejillas se le
sonrojaron cuando Finn se apartó y alcanzó los botones de su camisa.
Leon atrapó las manos de hombre y lo miró fijamente.
—¿Estabas pensando en esto cuando fuiste a visitarme en la
tormenta?
Finn se rió.
—Sigues actuando como si tuviera algún motivo oculto. —Se dobló
hacia Leon, metiendo las rodillas entre los muslos de Leon y los costados
de la silla—. Solo quería estar seguro de que estuvieras preparado.
—He vivido aquí toda mi vida —dijo Leon, juntando las piernas para
darle más espacio a Finn—. Creo que sé cómo prepararme para una
tormenta.
—Qué tonto de mí —dijo Finn, regresando sus pulgares a la camisa
de Leon para abrir los botones—. Sin embargo, no tenías a nadie con
quién capearla.
—No veo por qué era necesario.
—Eres un hombre solitario, ¿no? —Finn chasqueó la lengua y
desabotonó la camisa de Leon.
Leon tragó saliva cuando el aire frío golpeó su pecho. Sus sueños
había sido tan vívidos últimamente, que no dudaría que esto formara parte
de uno. Finn deslizó sus manos por dentro de la camisa de Leon, la piel
suave pero la caricia firme en el pecho del hombre.
—¿Hace cuánto tiempo que dormiste con alguien? —Finn preguntó,
entusiasmado con pasar los dedos por el áspero vello que cubría el pecho
de Leon.
En su adolescencia Leon había encontrado a las chicas bonitas, pero
no se había acostado con ninguna, porque no quería bonito. Se había
sentido atraído a las manos ásperas de un mozo de establo, uno con el
que había trabajado durante los meses de verano, con quien habían
tonteado en el pajar en lo alto del granero.
—Hace mucho —por fin admitió.
—¿Y son los hombres lo que te atraen?
—Sí —Leon susurró.
Finn se deslizó del regazo de Leon y se paró delante de él. Se
desabrochó los primeros botones de su túnica antes de sacársela por la
cabeza.
—Yo no soy cualquier hombre, Leon —dijo, metiendo los pulgares en
la cintura de su pantalón.
«Eso, ciertamente, ni se discute», pensó Leon. En el pueblo nadie
era ni remotamente parecido al misterioso tendero que había saltado a la
vida. Finn era grácil debajo de sus ropas, y se mostró seguro de sí mismo
cuando dejó caer la prenda.
Leon exhaló cuando abarcó la visión del cuerpo de Finn —el arco de
sus caderas, los delicados rizos que envolvían la pequeña polla y los
pliegues debajo. Recordó las estatuas que había visto en los libros de
historia… las odas a deidades que caminaron por la tierra como hombres,
intuyéndose como infinitamente más.
Finn caminó por el cuarto rumbo a su cama y se reclinó sobre la
colcha.
—Ven —llamó, apoyado en sus codos.
Leon se levantó y cruzó el pequeño espacio. Se subió a la cama y se
echó de espaldas, cansado, pero muy despierto cuando miró el techo de
vigas abovedado sobre su cabeza.
Finn rodó encima de él, sentándose a horcajadas sobre sus caderas
mientras su mirada bajaba.
—¿Debo guiarte? —preguntó, alcanzando una de las manos de Leon
y apretándola contra su mejilla. Leon asintió, sin poder hablar, y Finn bajó
lentamente, hasta alcanzar la cintura del pantalón de Leon.
—No tienes por qué ponerte nervioso —dijo Finn.
Leon estaba nervioso, el interior del cuarto de pronto se sintió
caliente como un horno en contraste con el tacto frío de Finn. El sudor se
enfrió en su piel cuando Finn le bajó el pantalón.
Finn tomó la polla de Leon y la frotó, imperturbable, pero paciente.
Leon gimió y sus caderas se sacudieron como liberadas de sus ataduras.
Apenas si podía evitarlo —la mano de Finn se sentía inquietamente
familiar para ser alguien a quien conocía a duras penas.
Entonces, Finn bajó poco a poco, pasando una pierna por encima de
la rodilla de Leon mientras se acomodaba, su rostro muy cerca de la polla
del hombre mientras lo masturbaba. Todos los encuentros íntimos de Leon
se podían contar con una mano, y de lejos ninguno como este. Echó la
cabeza hacia atrás cuando la boca de Finn se cerró en la punta de su
polla, las obscenidades chisporrotearon en sus labios como la chispa al
pedernal.
Leon se consideraba bien leído —no había mucho más que hacer
encerrado en un faro—, pero no tenía palabras para lo que estaba
ocurriendo. Su cuerpo se sentía atraído hacia Finn como el imán al acero,
como el rayo al pararrayo. El placer erosionó sus nervios, barrió sus
pensamientos, y su mano acabó en los rizos de Finn.
Recibió un suave canturreo en respuesta antes de que Finn lo
tomara hasta el fondo.
—Dioses —Leon gimió, apretando la mano en el pelo de Finn.
Finn lo tomó lentamente, como si el cuerpo de Leon estuviera hecho
solo para ser adorado. Leon se perdió en el tiempo ahogándose en la
atención, e intentó mantener el ritmo cuando los labios de Finn se cerraron
con fuerza en su polla. Cuando sintió que su clímax se enroscaba en su
entrepierna, tiró gentilmente del pelo de Finn para que se apartara.
Tal vez esperaba que Finn pareciera confundido, pero se arrastró
hacia arriba para deslizar sus manos por el pecho de Leon, trazando los
músculos en sus brazos como si estuviera alisando una colcha arrugada.
Finn besó a Leon, firme y delicado, luego repitió la acción en cada mejilla,
y luego en la piel barbada de su cuello. Colocó sus caderas en posición
elevándose mientras sujetaba la adolorida polla de Leon. La mirada en los
ojos de Finn fue una ardiente pregunta silenciosa, la respuesta de Leon un
gemido estrangulado.
Finn se sumergió completamente, y ambos hombres gimieron
cuando Leon llenó su concha. Leon alargó las manos para sujetar las finas
caderas de Finn y las acarició con callosos pulgares. Se sintió embriagado,
con la cabeza al revés, ante la vista del otro hombre encima de él.
Cuando Finn rodó las caderas, moviendo la polla de Leon en su
interior, sus sonidos armonizaron. Finn mantuvo los hombros rectos
mientras mecía su mitad inferior. Cuando Leon levantó la mirada, Finn
lucía la expresión de un gato engreído.
Tras un momento, Leon se dio cuenta de por qué —el ritmo de Finn
era intencionadamente lento, una provocación. Leon apretó las caderas de
Finn cuando se irguió, chocando los pechos cuando se sentó. Finn jadeó, y
cerró sus brazos alrededor del cuello de Leon sin apretarlos.
—Ah, ¿quieres llevar el ritmo? —Finn preguntó, sin aliento pero con
descaro.
Leon gruñó, extendiendo las piernas, los músculos tensos. No replicó
con palabras, pero sus manos se cerraron en el trasero de Finn mientras
medio guiaba sus movimientos, medio se hundía en su calidez.
Finn dejó caer la cabeza al mismo tiempo que sus brazos se
apretaban, soltando pequeños e inesperados sonidos. Leon se sintió
orgulloso de sí mismo por haber sacudido la fachada del tendero. Quizás
no tuviera experiencia comparado con este extraño que había vivido en
una ciudad lejana y probablemente había llevado a muchos a su cama,
pero en este momento, Finn estaba en los brazos de Leon, extrayendo la
dicha de su polla.
Finn se acomodó, y enmarcó la mandíbula de Leon con ambas
manos.
—¿Estás cerca? —susurró, ahora moviendo las caderas libres de las
manos de Leon.
Leon asintió, cerrando los ojos, sintiendo que su liberación
aumentaba. Finn lo empujó hacia abajo, las palmas planas en su pecho.
Inclinó su mitad inferior para que la polla de Leon se introdujera más
adentro de él, y lo cabalgó en un ángulo que arrancó fuertes gemidos de la
garganta de Leon.
—Estoy listo —Finn suspiró, la cabeza dándole vueltas, su polla
machacándose contra la entrepierna de Leon—. Vente conmigo, Leon.
Leon soltó una grosería antes de impulsarse hacia arriba, ambos
gritando mientras se machacaban contra el otro, buscando la violenta
liberación. Finn cayó hacia adelante, e instintivamente Leon lo atrapó antes
de que sus huesos chocaran. Leon rodó de lado y tiró de Finn más cerca.
Había guardado la extraña esperanza de poder hacer esto, porque algo
acerca de tener los rizos de Finn metidos debajo de su barbilla y acariciar
su espalda en círculos, como recordando un sendero olvidado, se sentía
demasiado real y correcto.
Finn se acomodó, su cabeza se elevó paralela a la de Leon, aunque
no se soltó. Tomó el rostro de Leon con una mano y volvió a besarlo,
soltando otro canturreo complacido.
—Apuesto a que ya no quieres volver pasar otra tormenta solo.
Leon se rió entre dientes.
—Me has convencido —murmuró, entonces robó su propio beso.
Pensó en el mozo de establo, en la muda excitación de encontrarse en la
oscuridad, en donde nadie los vería. Ahora se sentía de esa manera,
escondido tras las puertas cerradas de la tienda abajo, acurrucado en un
nido.
El mundo afuera se había tranquilizado cuando hacían el amor, pero
el estruendo regresó, retumbando bajo como un vientre vacío.
Finn se volteó, y Leon cerró un brazo alrededor de su cintura,
extendiendo los dedos sobre su estómago cuando tiró más cerca de él.
—¿Haces esto con frecuencia? —Leon murmuró.
—¿Si follo con frecuencia? —Finn preguntó.
—Mhm.
—Todo un maestro en la conversación de alcoba —dijo Finn
alegremente—. No, no lo hago con frecuencia.
—¿Entonces por qué hacerlo conmigo?
—Puede que le tenga algo a los hombres solitarios que viven en los
faros. —Con eso, Finn apoyó la cabeza en una mano—. No estaba muy
seguro de que fueras a estar interesado.
—Supongo que nos hemos sorprendido mutuamente, entonces.
Algo cruzó por la expresión de Finn, pero desapareció antes de que
Leon pudiera identificarlo cuando Finn preguntó:
—¿Y tú por qué?
Si Leon hubiera podido ser completamente honesto, no tenía una
respuesta. Haciendo memoria, había sentido como si algo sobrenatural se
hubiera apoderado de él, al desear a Finn en el mismo instante que abrió
la puerta del faro y permitió que la lluvia entrara.
Luego recordó la pesadilla, la sensación de vacío que lo esperaba
cuando despertó con los rayos y los golpes en la puerta. Leon había
estado solo durante años, desde que sus padres murieran, aunque nunca
se había sentido particularmente solo —tenía sus libros, el faro que
atendía, sus viajes al bosque para cazar, los recados que hacía en el
pueblo. Pensaba que eso era suficiente, y jamás lo había cuestionado.
—No te equivocaste acerca de pasar la tormenta en buena compañía
—Leon finalmente soltó.
Finn alcanzó la mano de Leon y presionó la palma con su pulgar.
—Yo sé una o dos cosas acerca de estar solo —dijo en voz baja, sus
ojos vidriosos en la oscuridad.
Se durmieron cara a cara sumergidos en las colchas, y los sueños de
Leon estuvieron llenos del rostro de Finn.
CIERVO

Este sueño empezó diferente.


El sol brillaba sin malicia, protegido por las nubes errantes. Leon
estaba cazando, arco en mano y carcaj en la espalda. Finn estaba a su
lado, envuelto en un halo, y radiante cuando la luz quedaba oculta entre
los árboles.
No se sentía como otra pesadilla.
Se deslizaron por el bosque, cazando lado a lado como si hubieran
crecido con la rutina. Tropezaron con una familia de ciervas y cervatos que
olisqueaban dientes de león, y Leon estiró la mano por encima de su
hombro para coger una flecha.
Pero en el sueño, Finn sacudía la cabeza.
—Ellos no —susurró.
Continuaron su marcha, el bosque cambiaba alrededor de ellos como
hacían, con frecuencia, los lugares familiares en los sueños. Llegaron a un
claro, y permanecieron detrás de los arbustos cuando avistaron a un
enorme venado con la cornamenta libre de la línea de árboles. Sus
cuernos cubiertos de musgo, eran viejos, y parecía como si estuviera
pastando.
Leon miró a Finn, y Finn asintió. Pero fue el bosque que susurró: No
toques el corazón.
Leon colocó la flecha y apuntó. Disparó directamente al ojo del
ciervo, y la criatura cayó con el sonido seco de un pino caído.
Finn fue el primero en salir de su escondite, sin pensarlo dos veces
cuando se acercó al ciervo muerto. Se puso de cuclillas junto al animal,
alcanzando el pecho del venado.
Para cuando Leon se paró detrás de él, vio la sangre que manchaba
el pelo del ciervo y formaba un charco en el suelo. No entendía —él no le
había disparado al ciervo en el corazón, como el bosque mandaba.
Bajó la mirada hacia Finn, vio el rojo en sus manos. Finn lo miró
desde el suelo, la boca enmarcada en sangre cuando sonrió. Sostenía el
corazón del ciervo en una mano, todavía latiendo.
Leon se despertó con un grito y el cuerpo bañado en sudor. Pateó
las colchas a un lado y llegó a punta de tropezones hasta la pequeña
cocina. Llenó un vaso con agua del grifo, se lo tomó de un trago hasta que
estuvo vacío.
—Dioses, ¿por qué? —murmuró, apretándose la sien con los dedos.
Ciertamente había tenido pesadillas en el pasado, pero ninguna que
pareciera tan clara, tan real, como si la hubiera vivido.
Rebuscó en su gabinete por algo que comer y no encontró nada que
se le antojara. Era media tarde, y podía arriesgarse a ir al pueblo por un
almuerzo tardío en el pub. Y no es que necesitara víveres, pero quería ver
a Finn, quería asegurarse de que no se hubiera convertido en alguna
bestia con colmillos durante la noche.
En menos de una hora, Leon se había bañado, puesto ropa limpia, y
bajaba por la colina hacia la villa. Las nubes eran escasas y teñidas de
anaranjado, pronto llegaría el anochecer.
Leon se detuvo ante su jardín. Las plantas de tomate, alguna vez
solo hebras, estaban, ahora, a la altura de su cintura, salpicadas de
florecitas blancas y amarillas. La enredadera de la calabaza se enroscaba
por el suelo como una culebra. Leon pensó que quizás habían florecido por
la lluvia. Si continuaba así, apenas tendría que acordarse de regar el
jardín.
Cuando llegó, la tienda no estaba vacía. Vio a Finn ayudando a una
mujer mayor a escoger conservas. Finn vio a Leon cuando entraba y le
sonrió brevemente antes de volver con la mujer.
Leon vagó por la bodega mientras esperaba, mirando frascos de
especias y barras de jabón aromático. Eligió uno. Olía a bergamota y
tomillo, a fuerza y, abrumadoramente, como la crema de afeitar de su
padre.
—No esperaba verte por unos días —dijo Finn.
Leon devolvió la barra de jabón a su sitio, dándose cuenta de que la
tienda estaba vacía.
—No estoy aquí para reabastecerme —dijo, antes de que se le
entrecortara la voz—. ¿Te gustaría dar un paseo?
—Oh —dijo Finn en voz baja, cruzando los brazos sobre el pecho.
Por un momento, Leon esperó una burla, la petición había sonado absurda
una vez que la dijo. Pero Finn bajó los brazos y sonrió—. Me gustaría. Por
el bosque, ¿tal vez?
—No —Leon dijo rápidamente, sacudiendo la cabeza—. La playa. Si
te parece.
—Supongo que puedo cerrar un poco antes —dijo Finn—. Si me das
un minuto, necesito arreglar unas algunas cosas antes de irnos.
—Esperaré afuera —dijo Leon, y cuando Finn asintió, salió de la
tienda.
La bodega se ubicaba a plena vista de la puesta del sol, y el enlucido
calentó la espalda de Leon cuando se apoyó contra la pared. Los niños se
perseguían jugando alrededor del pozo, y Leon se percató de que el altar
había sido limpiado y ostentaba escudillas para las ofrendas. Se apartó del
ladrillo, la curiosidad lo arrastró hacia el altar.
Dentro de los escudillas había tomates rojos como el rubí, atados de
trigo, y saquitos de hierbas. Un escudilla, más pequeña que las otras,
contenía solo piedras. Leon cogió una… una pequeña runa había sido
grabada en la piedra.
—No deberías tocar eso. —Llegó la voz de Finn detrás de él.
Leon volvió a dejar la piedra en su escudilla.
—¿Para quién es todo esto?
Finn inclinó la cabeza de lado.
—Eso es entre los devotos y sus dioses.
Eso fue terriblemente críptico para el gusto de Leon. No se le había
ocurrido que la gente del pueblo supiera de los antiguos dioses, que
siquiera entendieran qué simbolizaban las ofrendas. Ciertamente, los
ancianos lo sabían, pero nadie había hablado de ello desde hacía tiempo.
El altar había sido ignorado por años y había terminado cubierto por telas
de araña, desprovisto de ofrendas desde que sus padres eran niños.
—¿Vamos?
Caminaron por el pueblo rumbo a la bahía. El olor a pescado y sal
estalló en las fosas nasales de Leon. De niño, había aborrecido el olor, no
se acercaba a los muelles si podía evitarlo, y se quedaba adentro en los
días cálidos, cuando el viento soplaba el olor del mar hacia el faro.
Una vez que llegaron al muelle, Leon guió a Finn por una escalera de
madera medio enterrada en la arena. La marea bañaba la orilla,
esparciendo algas marinas y fragmentos de conchas a lo largo de su
camino. El cielo por fin se había despejado y las estrellas relucían como un
mosaico celestial sobre sus cabezas.
—¿Eso es una cueva? —dijo Finn de pronto, señalando la pared del
acantilado.
Leon había evitado la playa en su juventud, pero nunca había
escuchado a nadie mencionar una cueva. Sin embargo, ahí estaba, una
cavidad abierta en la roca.
—Supongo que sí —dijo distante.
—Quiero verla —dijo Finn, la voz realzada por la emoción—. Vamos.
—Cogió a Leon de la mano y salió corriendo. Los pies desnudos golpearon
la arena mojada mientras Leon luchaba por mantener el ritmo. No había
corrido desde que era un asiduo del patio de juegos de la escuela, cuando
sus piernas todavía eran regordetas.
Fue difícil determinar cuán profunda era la cueva. Unos cuantos
pasos adentro y la oscuridad se los tragó. Los ojos de Finn brillaron como
los de un gato cuando volteó hacia Leon.
—Debemos venir durante el día —dijo—. Ver qué tan lejos llega.
—¿Ahora eres explorador? —dijo Leon—. Probablemente esté lleno
de murciélagos.
—¿No tienes espíritu aventurero?
—Ja, tengo un montón de eso —dijo Leon, colocando las manos en
los hombros de Finn, apretándolo contra la roca tanto con las manos como
con el cuerpo. Sus dedos subieron lentamente por el estómago de Finn por
debajo de la camisa.
Finn soltó una risita mientras tomaba la cara de Leon entre sus
manos.
—Un paseo, ¿no?
—Mira quién habla —Leon murmuró antes de besar a Finn con
delicadeza—. No puedo quedarme esperando a que me invites a tomar el
té.
Finn inclinó la cabeza en el cuello de Leon, cuando León deslizó una
mano en su pantalón. Sintiendo que Finn se ponía duro bajo su mano, lo
acarició suavemente hasta que Finn gimió en su oído. El hombre había
liberado algo dentro de Leon que él no llegaba a entender, pero que hacía
que se sintiera incapaz de resistir los sonidos de Finn, el olor de su pelo, el
calor que se desprendía de su piel como un horno de barro.
—Dioses —Finn susurró cuando los dedos de Leon se volvieron más
atrevidos, acariciándolo en círculos apretados.
Leon cayó de rodillas, jalando el pantalón de Finn hasta abajo, y
apretó la cara entre las piernas de Finn, consagrándose al creciente placer
del hombre. Colocó sus manos en las caderas de Finn para mantenerlo
quieto y lo golpeó un déjà vu —arrodillado, bajo una corona de laurel de
oro, el jugo de una ciruela en su punto caía por su barbilla, la cabeza
inclinada hacia el cielo azul.
La mano de Finn se apretó en el pelo de Leon mientras gemía. Leon
permitió que lo maltratara, que lo usara, y encontró que no le importaba.
Quería que Finn se desmadejara, se quebrara, aunque solo fuera por la
duración de su clímax. Arrastró los dedos por los muslos de Finn, metió
dos en su concha y los enroscó como un zarcillo.
—Ahh… —Finn jadeó, meciendo las caderas—. Leon…
Su nombre hizo eco como una plegaria por las paredes de la cueva.
La respiración de Finn se hizo ruidosa, y alzó la voz en silenciosa inflexión
cuando se vino. Sus manos resbalaron a los hombros de Leon, su cuerpo
amenazó con caer debido al temblor de sus piernas.
—Creo que me engañaste —Finn murmuró.
Leon se sujetó de las rocas mientras se ponía de pie. Miró a Finn con
el ceño fruncido, y le acarició la mejilla con un pulgar. No supo qué decir,
pero Finn pareció comprender el gesto y sonrió.
—Quiero ver las estrellas —dijo, alejándose de la pared de piedra.
Regresaron corriendo como niños a la playa, en donde la noche por
fin se había posado. Finn se recostó en la arena, Leon a su lado, mientras
la marea lamía sus pies.
—¿Alguna vez estudiaste las cartas de astronomía? —Finn preguntó
después de un rato—. ¿Forma parte de las responsabilidades de tu faro?
—En realidad no —dijo Leon—. Mi padre tenía mapas entre sus
libros. Una vez intentó enseñarme, pero no me llamó la atención.
Finn levantó un dedo hacia el cielo tintineante.
—Esa, ahí. —Trazó una figura en el cielo, aunque Leon no supo
decir a dónde estaba señalando—. Es Hidra.
Leon rodó de lado y pasó un brazo sobre el estómago de Finn,
tatareando contra su cuello.
—Y la Copa, a su lado —Finn continuó.
—Ya veo. —Leon hundió la nariz en los rizos de Finn.
—Y el Cuervo. —Finn dejó caer la mano e inclinó la cabeza hacia
atrás—. ¿Estás prestando atención?
—No —dijo Leon, apoyándose sobre un codo—. Las estrellas no me
llaman la atención.
—¿Oh? —Los párpados de Finn se entrecerraron.
—No puedo tocar las estrellas. —Leon trazó un camino de besos por
el cuello de Finn—. O escucharlas. —Besó la suave mandíbula del
hombre—. O echarme con ellas junto al océano.
Finn completó el viaje de Leon, atrayendo su boca hacia la de él.
—Supongo que tienes razón —dijo en un susurro.
El pulso de Leon latió con fuerza en su garganta al unísono con el
del pecho de Finn. Dos latidos constantes, menos solos junto al mar.
SILENCIO

Cuando Leon cazaba, empezaba en la boca del río que partía el


bosque. Seguía el sendero a lo largo de la ribera y arrancaba un pedazo
de junco seco para mordisquearlo. El arco golpeaba contra su espalda con
cada paso hasta que entraba al bosque y caminaba sigilosamente hasta el
matorral.
Era la mañana del festival del solsticio. Una parte de él se sentía
irritada de que Finn ofreciera su contribución de forma voluntaria… Leon
no era una cazador experimentado de ninguna manera. Pero la mirada
suplicante de Finn y sus manos cruzadas, habían sido suficiente para
convencerlo. Después de todo, una sola pieza sería más que suficiente
para alimentar a todo el pueblo.
El aire se sentía cargado y familiar, y a pesar de que el sendero era
su ruta de caza regular, Leon tuvo la marcada impresión de que tenía que
estar en el bosque en este punto exacto en el tiempo, cuando el sol
apenas empezaba a hacer arder las hojas con la mañana.
Un crujido cercano atrapó su atención, y volvió la mirada en dirección
del sonido antes de avanzar lentamente entre los arbustos. Debería haber
visto las señales de un venado, pero no había nada.
Entonces escuchó una risa, baja y embriagada.
Leon se puso de cuclillas y abrió las ramas más largas del arbusto.
Su grito ahogado se perdió con el viento.
El suelo en la base del árbol había sido cubierto con una colcha, y un
hombre rollizo estaba sentado con la espalda apoyada en el tronco y los
ojos entrecerrados. Leon recordó vagamente el nombre del sujeto —
Martin—, y que trabajó por muchos años en la granja Adelson.
Pero el viejo granjero no fue la causa de que a Leon se le acelerara
el corazón. Sentado frente a Martin, mirándolo, estaba Finn. Su risa gentil
se mezcló con la del anciano mientras sostenía una botella de vino y
preguntaba:
—¿Más?
—Por supuesto —Martin murmuró, mirando fijamente a Finn como si
fuera la mismísima estrella del norte. Bebió directamente de la botella
cuando Finn se puso de pie y se quitó la ropa—. Dioses, qué bonito eres
—dijo Martin, limpiándose una línea de vino del labio cuando Finn se paró
por encima de él.
Finn canturreó, y entonces bajó la cabeza hacia el hombre.
—¿Qué esperas, querido mío?
—Correcto, correcto —dijo Martin, colocando la botella a un lado y
llevándose las manos al pantalón.
Una fiera posesión ardió en el pecho de Leon, y quiso lanzarse de
entre los arbustos e interrumpirlos, ponerle fin a lo que fuera que estaba
ocurriendo. Pero se quedó quieto y en silencio, impotente mientras
observaba al hombre del que había estado prendado, sentarse a
horcajadas sobre al anciano granjero.
Finalmente, Leon volteó, cerrando los ojos como si eso fuera a
enmudecer los sonidos de placer. Los gemidos de Finn habían sido un
aterciopelado baño para sus oídos, pero ahora eran los chillidos de los
cuervos en un campo estéril. Y Martin con sus gruñidos de alcohólico,
tocaba a Finn como una mula en el lodo.
—Sí, sí —dijo Finn, y Leon salió corriendo de entre el matorral en la
dirección opuesta.
Si lo escucharon, no dieron indicios, y Leon corrió hasta que solo
escuchó el susurro de las hojas al viento.
Apenas recordaba matar al venado, así como tenía la mente de
ofuscada. Debió colocar la flecha en el arco, pero la visión de Finn encima
de otro hombre quemaba en su cerebro.
¿Eran celos? No podía recordar haberlos sentido antes, sin
embargo, le eran familiares, como un cicatriz hecha en secreto.
Leon cargó la res de regreso al pueblo, la mañana todavía
adormilada cuando se dirigió a la carnicería. El carnicero, que se llamaba
Karl y tenía las cejas tan gruesas como el mango de un cuchillo, lanzó un
silbido de asombro cuando Leon entró con el venado sobre los hombros.
—¿Todo bien, señor Ulrich? —Karl preguntó, y se movió inquieto
detrás del bloque de carnicero, machete en mano, quitándole ya, la carne
a alguna criatura sin identificar—. ¿Quiere que procese toda la cosa solo
para usted?
—Es para el solsticio —dijo Leon.
—Oh, qué bien. Bueno, póngalo allá, entonces. —Karl señaló con el
machete una mesa casi vacía detrás del mostrador. Detuvo su trabajo con
el cuchillo y observó a Leon llevar el venado hasta la mesa—. Muy buena
pieza, señor Ulrich. Será un delicioso guiso para esta noche.
—Correcto —Leon farfulló, queriendo nada más que regresar a la
santidad de su faro. Estaba desesperado por quitarse el olor de la sangre
del venado en su piel. Asintió hacia el carnicero y se encaminó a la puerta
del frente—. No vemos, Karl.
No esperó por la respuesta del carnicero cuando salió a la plaza, su
mirada se elevó hacia el faro que se alzaba en la colina. Le dolía el cuerpo
de cargar el venado hasta el pueblo, aunque había hecho esa misma
caminata hacia y desde el pueblo muchas veces. Si se desconectaba y
movía los pies, estaría en su puerta en un instante.
—¿Señor Ulrich?
Leon se quedó petrificado, como si la voz hubiera arrojado una red
sobre él. Se volvió y se encontró con Finn, el cual llevaba una capa con
capucha sobre su ropa que ocultaba sus ojos en las sombras. Cargaba
una colcha doblada en un brazo, y a Leon se le hundió el estómago al ver
los restos de las hojas trituradas y los espinos que colgaban de los hilos.
Leon volteó, lamiendo la sal de sus labios.
—Maté un venado. Lo dejé con Karl. —Sus pies se pusieron en
marcha, y miró únicamente hacia el faro.
—¿Saliste a cazar esta mañana? —Finn preguntó, manteniendo el
paso detrás de Leon.
Leon no se detuvo, no respondió. Los recuerdos de Finn en el
bosque se repetían en su cabeza como un disco rayado. Se sintió enfermo
del estómago, desesperado por escapar.
—Leon, espera.
Eso lo detuvo, pero con los puños apretados y un profundo ceño
fruncido cuando volteó hacia Finn.
—Maté un maldito venado, justo como pediste —dijo—. Ahora
déjame en paz.
—¿No vendrás al solsticio con nosotros? —Finn preguntó.
—No.
—¿Por qué no? —dijo Finn—. Estará todo el pueblo.
—Todos menos uno —dijo Leon obligándose a voltear. Las gentes
del pueblo estaban empezando a juntarse, a reunirse, en la plaza con los
brazos cargados de decoraciones. Que los dioses libraran a Leon de
terminar atado a algo más que no quería hacer por esta desgraciada
celebración.
—¡Supongo que sabes dónde encontrarnos si cambias de parecer!
—Finn gritó detrás de él.
«Maldito», Leon pensó durante todo el camino hasta los escalones
del faro.
Pero, incluso en la seguridad de sus propias paredes, la ira todavía
hinchaba su pecho como un tumor. La urgencia de gritarle a Finn delante
de las pocas personas que estaban presentes lo había poseído en el
momento. Pero había logrado evitarlo, ¿qué bien le hubiera hecho?
Claramente, era él quien había malentendido las cosas. Lo que
causó que Leon se sintiera un ingenuo, y le recordó por qué las paredes
del faro eran un abrazo más confortable que el de cualquier otro en el
pueblo.
Calentó agua para un baño y luego se hundió en la tina medio llena
con un gemido. Para cuando el agua estuvo tibia, la melancolía había
eclipsado su enojo. Desaguó la tina y se vistió con ropas de lino limpias
antes de subir a la torre del faro. Recargó el aceite, pero se detuvo en lo
alto de la escalera cuando algo más allá de los ventanales estranguló su
concentración.
A la distancia, el pueblo resplandecía como un hogar bien atendido.
No recordaba haber visto nada más que oscuridad desde el pueblo en las
noches, ya que la lámpara del faro era la única luz en la negrura. Pero una
sensación fría y trémula se enroscó en su estómago al pensar en los
vecinos reunidos, compartiendo su calidez y sus historias —su
generosidad—, sin él.
Pensó sobre sentarse en el pub de Velma, en comidas abundantes y
vigorizante ale, y de pronto recordó su niñez, el peor segundo día de su
vida, cuando Velma lo había arrastrado a sus brazos y lo había abrazado
al lado de las tumbas vacías de sus padres. Él había enterrado ese
recuerdo, junto con el antes y el después de su niñez, pero ahora acudían
como un terco diente de león atravesando la tierra congelada.
El padre de Leon había sido un pescador respetado, y un día había
llevado a la madre de Leon en una corta travesía. Se habían levantado
temprano y habían llevado a Leon a la escuela juntos. La madre de Leon le
había dado un beso en la frente y le había dicho: «¡Estaremos de regreso
para el almuerzo, querido!».
La tormenta se había desatado exactamente al mediodía. Leon
recordaba estar en el patio de la escuela cuando las gotas cayeron en sus
manos y humedeció sus hombros. Con el primer rayo, los niños habían
sido reunidos y conducidos adentro. Cuando terminó la escuela, horas más
tarde, el edil esperaba por Leon al borde de la derruida entrada al patio.
Fue un funeral sin ataúdes, dos losas de mármol sobre la tierra
vacía.
El tiempo había sido una apropiada llovizna, la garúa diluyó la sal en
las mejillas de Leon. Y Velma no había sido la única que lo abrazó… los
miembros de la tripulación de su padre, hombres de barbas oscuras que
olían a tabaco de pipa, y la costurera a la que su madre había visitado con
frecuencia. Hasta Gustav había puesto una pesada mano en la cabeza de
Leon y pronunciado una oración.
El pueblo lo había abrazado una vez. Tal vez lo hiciera de nuevo, a
pesar de que Leon le había dado la espalda desde la muerte de sus
padres. Había aprendido desde temprano que el mundo era cruel y
despiadado sin importar lo que costara. Pero ahora, siendo un hombre, se
daba cuenta de que el pueblo siempre había estado ahí, esperando con
paciencia a que él cayera en sus brazos una vez más.
Tal vez era el momento de aventurarse de un faro de luz a otro, a
pesar de la oscuridad que se extendía entre ambos.
Leon se puso sus mejores botas y su abrigo. Alumbró el camino al
pueblo con una lámpara, pero cuando se acercaba al muro de piedra, el
resplandor de una hoguera lo guió hasta la plaza.
Banderines blancos se extendían entre fachadas, y la multitud
rodeaba la hoguera. Al borde del festivo círculo, Velma cuidaba de una
enorme olla de guiso en un fuego. Leon se dirigió hacia ella primero.
—Qué sorpresa verlo, señor Ulrich —dijo Velma, con los puños en
las caderas—. Finn dijo que no vendría.
—Tengo derecho a cambiar de idea —Leon gruñó.
—Por supuesto que sí, señor Ulrich. —Velma recogió un cuenco de
madera—. ¿Qué tal un poco de guiso?
Leon asintió, y Velma le sirvió un plato con un cucharon de metal. Se
acercó a la hoguera, pero mantuvo su distancia de la multitud.
Vio a Finn sentado en un banco cerca al fuego, las llamas estiraban
las sombras en su rostro. Junto a él estaba sentada una anciana, doblada
sobre sus rodillas, con el rostro entre las manos. Los labios de Finn se
estaban moviendo, y de tanto en tanto miraba a la mujer. Cuando ella se
enderezó, Leon la reconoció… Felicity Carwell, la esposa de Martin.
Se le veía afligida, y Leon podía imaginar la razón. Quizás había
descubierto las lascivas actividades de su esposo, pero, entonces, Finn
extendió una mano y la colocó en el hombro de la pobre mujer.
—¡Señor Ulrich!
Leon se volvió para encontrarse al edil, que caminaba hacia él con
una copa de vino en la mano.
—Me alegra que pudiera acompañarnos esta noche.
Leon no pudo decir que sentía lo mismo. Observó el fuego, y observó
a Finn consolando a la mujer de Carwell.
—¿Ella está bien? —preguntó Leon.
—Ah —dijo el edil, siguiendo la mirada de Leon—. Me temo que el
señor Carwell murió esta tarde.
Si Leon hubiera tenido guiso en la boca, se habría ahogado.
—¿Qué?
—Tengo entendido que se fue en sueños —dijo el edil—. En paz. No
podíamos haber esperado menos, ¿o sí, señor Ulrich?
—¿Estaba enfermo? —Leon preguntó.
—No lo creo —dijo el edil, acariciándose el mentón barbado—. El
forense está viniendo de afuera, así que, tal vez sepamos más una vez
que haya completado su inspección.
—¿Por qué estamos teniendo un fiesta cuando hay un hombre
muerto? —dijo Leon con brusquedad.
—Bueno, la señora Carwell insistió —dijo el edil—. Pensó que una
celebración a la vida sería lo adecuado. Habrá un funeral como en una
semana.
No podía ser coincidencia que Leon hubiese visto a Finn solo con el
señor Carwell la mañana del solsticio, y que para esa misma noche, el
hombre estuviera muerto, tan repentinamente, que la esposa ya había
hecho los arreglos para el funeral.
Sin querer entrometerse o picar a nadie, Leon no pudo quitarse la
sensación de que algo estaba mal, que las respuestas que quería no
podían provenir de la última persona con la que quería hablar en ese
momento.
MUERTE

La mañana del funeral de Martin Carwell, Leon se sintió enfermo.


Que alguien muriera era raro en el pequeño pueblo, y el último funeral al
que había asistido de hecho, había sido el de sus padres.
Leon hizo té para asentar su estómago, luego fue hacia su
guardarropa. Con una taza humeante en la mano, lo abrió y pasó la ropa
hasta que llegó a su único traje, todavía envuelto en una tela protectora
para evitar que las polillas se lo comieran.
Colocó la taza en la mesita de noche, y sacó el traje de su
protección. Era un sencillo saco negro a juego con el pantalón de vestir,
una camisa almidonada y una corbata plateada. No recordaba cuándo
había sido la última vez que lo usó, o para qué ocasión lo había comprado.
Tal vez había sido de su padre.
Leon subió las escaleras para recargar la lámpara de aceite, y luego
se bañó. Recortó y le dio forma a su barba en un espejo que se había
oxidado en una esquina debido a la sal en el aire. La camisa le quedaba
floja en la cintura, el saco apretado en los brazos. Devolvió el saco a su
bolsa protectora y se puso el pantalón… al menos le quedaba.
Después de alisarse el pelo, se miró en el espejo. Tristemente, tenía
que admitir que se había arreglado bien, para lo poco que importaba, ya
que estaba evitando a toda costa a la única persona a la que podría haber
querido impresionar.
Pero, aunque no asistiera al funeral, su camino se cruzaría con el de
Finn en algún momento, cuando se comiera la última conserva de salmón
o los frijoles o lo que fuera que quedaba en la alacena.
El sol ya estaba acercándose a la celda de la noche cuando Leon se
dirigió al pueblo. El ayuntamiento estaba lleno, pero Leon encontró un
hueco en una esquina junto a la pared del fondo. Su altura le permitía una
vista directa del ataúd cerrado, puesto sobre una mesa de madera en una
tarima, y rodeado con macetas de lirios blancos y coronas tejidas con
ramas peladas.
Leon echó una mirada a la multitud buscando los rizos dorados de
Finn y no lo encontró.
Unas cuantas personas lo saludaron con una sonrisa cortés o un
rápido movimiento de cabeza, si es que lo hacían del todo. La mayoría lo
miraba con curiosidad, como si su presencia fuera inesperada. Leon
mantuvo la mirada baja, sintiéndose cada vez más inquieto y
preguntándose por qué razón había renunciado a su siesta frente a la
chimenea.
—No pensé que te vería aquí.
Finn estaba parado frente a él, vestido con un chaleco de brocado
bordado en oro, que tal vez estuviera pasado de moda, pero que en Finn
se veía regio, y Leon sintió que se enderezaba por respeto.
—La señora Carwell me pidió que leyera la elegía —dijo Finn—. Pero
después… si no tienes prisa, ¿me esperas?
Leon quiso negarse por pura petulancia, pero dijo:
—Sí.
Finn pareció aliviado, y dejó que sus ojos bajaran lentamente por la
forma de Leon.
—Se te ve bien —dijo en voz baja antes de alejarse.
Un violín gimió desde una esquina cuando la multitud se abrió para
Finn, como si fuera un santo resucitado que descendió al mundo de los
mortales. El salón observó una pintura renacentista en movimiento —el
pelo de Finn como una halo dorado, su rostro delicado y serio—, mientras
se dirigía al frente del salón. Se situó detrás del atril y esperó a que
hubiera silencio.
—Gracias a todos por reunirse esta noche para honrar la vida de
Martin Carwell. —Finn desdobló un papel del bolsillo de su chaleco y
respiró hondo antes de leer la elegía a una sala embelesada, como si
estuviera dando un sermón.
Finn concluyó con una invitación para que el que quisiera se
acercara al altar y dijera unas palabras. Unas cuantas personas lo hicieron,
la mayoría hombres que compartieron historias del joven Martin, si lo
habían conocido en ese entonces, o sus logros como padre y granjero.
Cuando el servicio terminó, Leon esperó en un costado del
ayuntamiento, mientras las personas del pueblo pasaban intercambiando
sus penas antes de huir a sus casas. Finn fue retenido al fondo, hablaba
con el edil, las voces de ambos silenciosas en el auditorio vacío. El edil
parecía estar haciendo la mayor parte de la charla, y Leon se hubiera dado
por vencido si no fuera por la ocasional mirada de disculpa que le enviaba
Finn.
Leon se tensó cuando Finn tomó al edil del brazo y lo condujo hacia
la salida, el edil todavía seguía hablando. Leon pescó el final de una
oración:
—…debemos hablar más sobre eso en otra ocasión…—, antes de
que el edil volteara hacia él y sonriera—. ¡Señor Ulrich! Es un placer verlo.
Leon sinceramente lo dudaba y se ahorró el resoplido.
—Igualmente, edil —respondió.
—Bien —dijo el edil, mirando entre Leon y Finn mientras juntaba sus
manos—. Tengo papeleo que debo terminar antes de que el día expire.
Buenas noches para los dos.
El edil se quedó cuando Leon salió. Escuchó a Finn cerrar las
pesadas puertas del edificio detrás de los dos y mantuvo el paso lento.
—Tal parece que ya no me guardas rencor —Finn señaló cuando
alcanzó a Leon.
—Casi —dijo Leon.
Finn miró por encima de su hombro cuando una pareja pasó por su
lado, en la calle.
—Si te parece —dijo cuando la pareja ya no pudo escuchar—. Me
gustaría invitarte a mi casa para un té.
—¿Solo té?
—Solo té —dijo Finn.
—¿Qué tal si quiero algo más que té? —Leon preguntó.
Los labios de Finn se curvaron en una sonrisa.
—¿Me está haciendo una propuesta indecente en medio de la calle,
señor Ulrich?
—Estaba hablando de ron —dijo Leon—. O ginebra.
Fin se rió entre dientes y continuó.
—Tendremos que ver qué tengo en el gabinete.
—Eres dueño de una tienda —señaló Leon.
—Que se encuentra cerrada al corriente.
Una vez que estuvieron cómodos en el departamento de Finn, y Finn
hubo hecho té, se sentaron uno frente al otro. Leon se dio cuenta de que
las manos le estaban temblando cuando levantó la taza de té a sus labios,
y en lugar de tomarla por el asa, la sostuvo como un ave agonizante.
—Te vi en el bosque el día del solsticio —Leon soltó de buenas a
primeras—. Con Martin Carwell.
Finn no pareció sorprendido, solo suspiró y bebió un sorbo de su té.
—Temía que así fuera —dijo en voz queda, la mirada tímida bajo las
pestañas—. Tiene una explicación, si quieres escucharla.
Leon esperó.
Finn colocó su taza en la mesita esquinera y cruzó las manos en su
regazo.
—Hace mucho tiempo, existía un ritual que se llevaba a cabo en el
pueblo. Los moribundos entregaban sus cuerpos a la tierra para asegurar
su prosperidad.
—Jamás escuché acerca de eso —dijo Leon.
—No se ha practicado en muchísimo tiempo, y muy pocas personas
en el pueblo lo recuerdan, pero… —Finn se detuvo—. Da la casualidad
que forma parta de mi herencia realizar ese ritual.
—¿Los Carwell sabían de ese ritual, entonces?
—Solo la esposa —dijo Finn—. Martin y ella estuvieron de acuerdo
en que los niños están muy pequeños para entender los detalles.
—¿Y Felicity no tuvo problemas con tus métodos? —Leon no pudo
evitar, sino escupir la palabra como si se sintiera acre en la lengua.
—La señora Carwell solo quería una muerte placentera para su
esposo. —Finn inclinó la cabeza de lado—. ¿Quién no querría esa
certeza?
—Así que, ¿follas hombres moribundos a manera de último deseo?
La mirada de Finn penetró la distancia entre los dos.
—Si quieres ponerlo de manera tan franca… sí. —Cambió de
posición—. Pero todas las muertes no vienen con ese precio. Algunos
hombres quieren ver el mundo, algún escenario magnífico en el qué
pensar mientras se deslizan al más allá. El ritual solo requiere que su
cuerpo regrese a la tierra.
Leon permaneció silencioso, asimilándolo, discutiendo consigo
mismo.
—¿En verdad lo encuentras tan aberrante? —Finn preguntó, los
hombros rígidos y las manos cruzadas—. ¿Preferirías marchitarte debido a
una enfermedad dolorosa o por vejez? ¿O más bien irte sintiéndote
tranquilo como un recién nacido?
—¿Cómo puedes prometer algo así? —Leon preguntó.
—Tengo mucha práctica dándole a la gente lo que quiere.
Leon bebió su té antes de levantar los ojos hacia Finn.
—Pero yo no me estoy muriendo, y follamos.
La mirada de Finn se suavizó.
—Por supuesto —murmuró cuando se hundía hacia adelante—. Eso
fue diferente.
—¿Lo fue? —Leon preguntó.
—Lo es —dijo Finn, echando una tímida mirada en dirección de
Leon—. Te tengo cariño, Leon. Había guardado la esperanza de que fuera
cierto.
Leon tamborileó en el brazo del sillón.
—Lo que hiciste indica lo contrario —dijo.
Finn apartó la mirada.
—Lo siento —dijo.
Leon esperó más… algo sobre sus intenciones, o que Finn no había
esperado que él viera aquello… lo que no hubiera mejorado la situación.
Pero Finn no dijo ni una palabra más mientras contemplaba su té frío.
—Los deseos de otros hombres no son mi asunto —dijo Leon
finalmente, desesperado por acabar el silencio. Terminó lo que restaba de
su té—. Pero no me verás la cara de tonto.
—Leon…
—No —dijo Leon, su ira estalló y su mano apretó la taza—. Has
encantado a todos en el pueblo, has vuelto a traer las antiguas costumbres
que debieron haber permanecido enterradas. —Resopló y se levantó,
empujando la taza de té a la superficie más cercana—. No puedo evitarte
para siempre, pero no formaré parte del hechizo que sea que has arrojado
sobre este pueblo.
—¿Eso es lo que realmente piensas de mí? —Finn preguntó
calmado.
—¿Importa? —dijo Leon, sacudiendo la cabeza mientras se dirigía a
la escalera—. Regreso feliz a mi soledad.
—A tu ignorancia querrás decir.
—Llámalo como quieras —dijo Leon—. Solo déjame en paz.
Finn no dijo nada más, y Leon bajó las escaleras de la tienda y salió
a la noche.
RITUAL

El cielo se hallaba despejado cuando Leon decidió salir a cazar de


nuevo. Llenó la lámpara del faro y el aceite le chorreó por los dedos, antes
de bajar la colina hacia el bosque.
No había visto a Finn desde que descubriera la verdad de sus
costumbres, pero el corazón de Leon todavía ardía por el hombre, tanto
que no quería admitirlo. Ya no veía a Finn en sus sueños, y no había
regresado a la tienda de abarrotes. Quería estar enojado, pero el peso de
la verdad solo le hacía sentir miserable.
No prestó atención al bosque, solo avanzó por el camino con la
mirada puesta en el suelo. Sus botas se encontraron con unas flores
silvestres cuando acabó el sendero, y Leon levantó la cabeza sorprendido.
Estaba parado al borde del mismo claro de sus sueños. Conocía bien el
bosque, podía rastrear animales a través de la vegetación salvaje y en
constante crecimiento. Pero el claro solo había sido producto de su
imaginación.
Y no estaba vacío. Finn se encontraba arrodillado allí, descalzo y
vestido con una túnica transparente ceñida a su cintura con una cuerda
barata a modo de fajín. Tenía los hombros rígidos y el cuerpo
contorsionado como una marioneta dislocada.
Esparcidos entre las flores, habían algunos objetos arreglados en un
círculo en el centro del claro —ramas peladas y botones seccionados de
flores moradas, azules y blancas arrancadas de sus tallos.
Un cuerpo yacía en el centro, el rostro cubierto con una tela blanca.
El pecho era una cavidad abierta, las costillas como dos manos extendidas
esperando recibir la bendición. El cráneo astado de un ciervo estaba
colocado dentro de las costillas, untado de rojo.
Los ojos de Leon miraron alrededor, y se dio cuenta de que las
puntas de la figura —norte, sur, este, oeste—, estaban adornadas con los
órganos: pulmón, hígado, pulmón…
Corazón.
Si Leon hubiera tenido el estómago más débil, habría vomitado. En
su lugar, susurró: No.
Finn reaccionó ante el sonido de la voz de Leon, volteó como si le
hubieran arrojado una flecha al pecho. No hubo una sonrisa llena de
dientes filudos saludando a Leon, sino una línea roja que bajaba por la
barbilla de Finn, como si hubiera devorado un puñado de moras.
—Estoy soñando —Leon se aseguró a sí mismo en voz alta, girando
hacia el camino a casa. Él ya había tenido este sueño. Esta era la parte en
la que algo horrible ocurría, en donde se despertaba cubierto en sudor y
temblando de pavor.
—Leon.
Las piernas de Leon se detuvieron, y se mordió el labio con fuerza
para liberarse de la pesadilla.
—Voltea.
Leon obedeció, arrastrando los pies por la tierra aunque cada uno de
sus músculos desesperaba por huir.
—Más cerca —dijo Finn, la voz teñida de aspereza.
Leon se acercó lentamente como si entrara al océano, con los
dientes apretados. Tal vez estuviera bajo un hechizo… o maldición. Su
cuerpo no estaba escuchando al sentido común. Nada bueno le esperaba
en este claro.
Finn se limpió la sangre con la túnica dejando una mancha como
óxido.
—Escúchame. Por favor.
—No —gruñó Leon. Su cuerpo tal vez no se había separado de su
mente, pero todavía tenía las agallas intactas.
—Se suponía que no debías ver esto —dijo Finn, su voz ahora
ahogada de la pena en lugar de un traqueteo poco humano.
—Dijiste lo mismo antes —dijo Leon.
—Sé lo que parece. —Estiró una mano señalando el cuerpo detrás
él—. Pero tengo que regresar el cuerpo a la tierra por el bien del pueblo. El
precio supera que las consecuencias.
—¿A mí me vas a hacer eso, también? —Leon preguntó, levantando
un dedo hacia el cuerpo mutilado en el suelo—. ¿Arrancarme el corazón
para que las gallinas pongan más huevos?
—Solo tienes que pedirlo —dijo Finn.
—Eres aberrante —Leon siseó—. Tienes a todo el pueblo engañado
para que piense que eres algún tipo de… de santo.
—Y, sin embargo, todo el pueblo prosperará por mi mano —dijo Finn.
—¿Qué, si les cuento? —Leon preguntó, desesperado—. Los traigo
aquí, les muestro tu depravación. Te colgarían.
—¿Tú crees? —Finn preguntó, elevando la voz una octava. Se
acercó a Leon con la misma majestad que el ciervo de sus sueños—. ¿O
se sentirían bendecidos por los dioses de que su pueblo sea reabastecido,
de que sus muertes tengan sentido para aquellos que dejan atrás? —Dio
otro paso hacia Leon, y tanto como Leon quiso encerrarse en su faro y
nunca más salir, quedó enraizado a la tierra bajo sus pies.
—¿Qué pasa cuando tú mueres, entonces? —Leon dijo.
Finn entrecerró los ojos.
—Yo no muero.
—Por supuesto que morirás —dijo Leon—. Todo lo que respira bajo
el sol muere.
—Yo no —dijo Finn—. Eso es todo lo que tienes que saber.
—¿Y si te mudas? ¿Te vas a otro sitio? Entonces, ¿qué?
Finn se tensó, tan cerca ahora, que podía tocar a Leon.
—Para bien o para mal, estoy atado a este mundo.
—¿Por qué no has estado aquí antes?
—Siempre he estado aquí, Leon, de una u otra forma.
—Pero tú estabas… vivías en la ciudad. —La voz de Leon fue
perdiendo autoridad, desvaneciéndose en su garganta.
—Ah. —Fue todo lo que dijo Finn antes de agachar la cabeza
tímidamente—. Bien, tenía que explicar mi repentina aparición de una u
otra manera, ¿no?
—¿Tú no eres…?
—¿El hijo de Gustav? —Finn levantó la cabeza—. No.
Leon tragó saliva mientras su mente se ponía al día. Las rodillas se
le aflojaron, y cayó al suelo temblando.
—¿Él… te buscó, entonces? ¿Te invocó para que lo guiaras?
Finn asintió.
—Dioses. —Leon levantó la mirada hacia Finn, las manos en los
muslos. Finn le sostuvo la mirada hasta que Leon cerró los ojos con
fuerza. Sabía que debía pararse, correr hasta el pueblo, y contarle al edil,
contarle a todos, lo que estaba pasando.
Pero la curiosidad era un amo cruel, y Leon no pudo conciliar al
hombre delante de él con la espantosa realidad más allá.
—¿Por qué…? —empezó—. ¿Si estás atado a este lugar, y no
mueres…?
—Soy bastante viejo, sí —dijo Finn, solemne, antes de regresar al
borde de su altar provisional y agacharse
—Pero estuviste ausente.
—Tenía mis razones —dijo Finn, arrancando las hojas de una rama
ante de agregarla al círculo.
—¿Por qué yo? —Leon susurró—. ¿Por qué, de entre todos los
habitantes de este pueblo, estás contándomelo a mí? Te dije que no
quería nada de esto.
Finn se inclinó para colocar un ramillete de flores en el espacio vacío.
—Hay algo que tengo que mostrarte. —Se detuvo, y dejó que sus
manos cayeran en su regazo, entre sus dedos un botón de croco—. Algo
que tienes que recordar.
El viento sacudió los árboles cuando Finn se irguió. Leon lo vio
acercarse y pararse por encima de él.
—Recuérdame, Leon —dijo Finn, abriendo la mano para dejar caer
el botón de croco. Tenía los dedos manchados de morado—.
Recuérdanos.
El murmullo de los árboles aumentó cuando Finn arrastró un pulgar
morado por la frente de Leon, y el dolor fue instantáneo —no en la piel,
sino debajo del cráneo, como agujas excavando en su memoria. Si gritó,
no le llegó a los oídos.
Los recuerdos usurparon su conciencia. De pie en el valle, rodeado
de árboles vestidos de anaranjado y rojo. Un río besa sus pies regordetes
y unos cisnes blancos surcan la superficie. A su lado, un hombre de
cabellos como el oro se aferra a su brazo desnudo y señala las aves.
—¿No son hermosos? —el hombre susurra, antes de levantar la
mirada y regalar a Leon con una sonrisa perlada.
La visión cambia, y Leon se encuentra en la proa de un barco. Finn
está a su lado una vez más, los dos envueltos en colchas de lana y abrigos
forrados de piel contra el frío del viento del mar. Un faro brilla a la
distancia, atrayéndolos a casa.
Otro cambio, Finn con una corona de flores moradas y amarillas,
envuelto en lino blanco, de pie ante un altar de piedra gris. Leon arrodillado
a sus pies, el corazón sanguinolento de una bestia en sus palmas
levantadas mientras una oración se derramaba de sus labios.
Las imágenes atacaron la mente de Leon —destellos de momentos
perdidos en el tiempo—, hasta que sintió un abismal tirón en su cuerpo. La
última visión empezó con el arco perfecto de una flecha lanzada por el
aire. Luego, una fuerte ráfaga de viento que desvía la flecha de su curso.
Un grito estrangulado, un cuerpo que golpea el suelo. Luz y oscuridad, y
luz otra vez. Leon acunando la cara de Finn en su regazo, sollozando
mientras pasa sus manos ensangrentadas por los rizos dorados.
Un peso indecible hizo caer a Leon hacia adelante, las flores
aplanadas bajo sus manos. Las lágrimas marcaban surcos en sus mejillas
mientras sus pulmones luchaban por llenarse de aire. Levantó la mirada
hacia Finn, de pie ahí con ojos cansados y preocupados.
—Nosotros. Tú. —Una vez más, Leon no supo qué decir. Había
pasado por incontables vidas que ahora eran íntimamente familiares para
su alma. Sin embargo, luchó por recordarlas, una vez más enterradas en
ataúdes vacíos debajo de lápidas negras.
—Nos hemos conocido muchas veces, Leon —dijo Finn.
—¿Tú recuerdas? —Leon preguntó.
Finn asintió una vez.
—Todo.
—Dioses —Leon murmuró, sentándose mientras el corazón le latía
con fuerza en la garganta.
Finn se sentó también, frente a Leon, con las piernas cruzadas y las
muñecas apoyadas en las rodillas.
—La primera vez que nos conocimos, era humano —dijo—. Y tú
eras…un dios. —suspiró, como si estuviera saboreando algo dulce en la
lengua—. Un desafortunado accidente ocurrió, que resultó en mi primera y
única muerte. Una flecha me atravesó el corazón, lanzada por el dios que
amaba.
El dolor repiqueteó en la garganta de Leon, casi como un recuerdo
que intentaba abrirse camino a la superficie.
—Se me dijo que estuviste inconsolable y que los otros dioses
sintieron lástima. Que hiciste un trato con ellos. —Los ojos de Finn se
oscurecieron y sus pupilas se ensancharon—. Hubo un precio, por
supuesto. Me trajeron de la muerte, inmortal, pero tú te convertiste en
humano en mi lugar. Vida por vida —dijo con desprecio—. O mil vidas por
una sin fin.
—No dijiste que fueras un dios —Leon murmuró.
—Soy algo en el medio —dijo Finn—. No puedo morir, sin embargo
estoy atado al mundo de los vivos, obligado a reparar una deuda sanando
la tierra a través de la muerte.
—¿Y cuando morí antes? —Leon preguntó—. ¿Tú me guiaste?
—Siempre —dijo Finn. Las muñecas resbalaron de las rodillas e
inclinó la cabeza de lado—. Te he buscado muchas veces, pero una vez
que mueres, todo tus recuerdos son sellados.
El susurro de los árboles había cesado, y el viento tan solo revolvía
las ramas alrededor de ellos. Leon no lograba imaginar una vida fuera de
la suya, y sin embargo, los recuerdos eran abismales, su peso impregnado
en sus huesos como podredumbre.
—¿No puedo volverme como tú? —Leon preguntó—. ¿O tú como
yo?
Finn apretó los labios mientras apartaba la mirada.
—Siempre preguntas lo mismo —murmuró.
—Supongo que eso es un no —dijo Leon.
Las pestañas de Finn revolotearon, y Leon solo se dio cuenta de que
estaba llorando cuando se limpió los ojos.
—Los dioses ya no escuchan como alguna vez hicieron, así que me
dejaron con nada más que mis propias preguntas. Cuando no estoy
buscándote, miro por respuestas. —Echó una mirada al altar y rió
nervioso—. Tal vez haya encontrado mi respuesta esta vez.
—¿Tal vez? —Leon preguntó, aunque algo revoloteó en su
estómago, la fantasmal sensación de poner sus esperanzas muy en alto
solo para dejarlas precipitarse una y otra vez—. Esta no es la primera vez
que lo intentas —dijo en voz baja.
—No —dijo Finn—. Ni será la última—. Estiró las piernas y se puso
de pie—. Tengo que completar el ritual antes de que anochezca.
Hablaremos una vez que termine.
Leon asintió, tembloroso, y observó a Finn arrodillarse al pie del altar
de tierra.
Cuando Finn empezó a cantar con voz suave, el viento azotó las
copas de los árboles. Aunque Leon pudiera analizar las palabras,
presentía que pertenecían a una lengua olvidada. Escuchó las raíces
retorcerse y el suelo agitarse como si la tierra se estuviera preparando
para devorar la ofrenda.
Pero, en su lugar, el suelo de flores silvestre se hizo más espeso, y
de la tierra brotaron estolones de pasto que cubrieron el altar. Huesos y
vísceras fueron absorbidos por la vegetación, y unas flores blancas
motearon el suelo como diamantes.
Finn hizo una señal sobre su pecho, y volvió a levantarse sobre sus
pies descalzos. Extendió una mano hacia Leon y lo ayudó a ponerse de
pie.
—Hoy no creo que encuentres algún venado —dijo, atrapando los
hombros de Leon para sostener su peso.
—¿Qué planeas hacer? —Leon preguntó, mientras se dirigían a la
salida del bosque—. ¿Qué respuesta has encontrado?
—Una súplica a los dioses que ya no escuchan —dijo Finn—. Hemos
cumplido más que nuestras sentencias por su trato.
—¿Y si no funciona?
Finn bajó el paso, la mirada fija adelante en el sendero,
—Entonces, lo intentaré otra vez —dijo—. Tanta veces como sea
necesario.
Leon tragó saliva. Él apenas podía comprender sus vidas pasadas,
pero vivir una sin final era igual de incomprensible. Creyó que valoraba la
soledad, pero la posibilidad de una soledad sin fin era agobiante.
Finn empezó a caminar de nuevo, pero ahora fijó la mirada en Leon.
—¿Confías en mí?
Leon se tomó su tiempo antes de asentir.
—Sí. —Luego sacudió la cabeza—. No sé por qué, pero así es.
La sonrisa de Finn alcanzó sus ojos verde esmeralda.
—Eso es todo lo que pido.
CORAZÓN

Para cuando el golpe llegó a la puerta del faro, afuera estaba casi
oscuro. Finn había dejado a Leon solo en el faro para hacer las
preparaciones. Durante horas, Leon había pasado de caminar de un lado a
otro, a hundirse en su sillón, la adrenalina lo hería como un trabuquete
cargado.
Abrió la puerta para encontrar a Finn con una lámpara en la mano,
las sombras monstruosas retorcían su rostro.
—Leon —dijo, levantando la lámpara—, ¿estás listo?
Leon solo pudo asentir bajo el peso de la pregunta. Se puso un
abrigo y siguió a Finn colina abajo. Leon esperaba que su destino fuera el
bosque, pero Finn lo llevó por un camino que se curvaba hacia la orilla.
Pasaron salientes rocosas, resbalosas y húmedas debido a la arena.
—Ten cuidado —dijo Finn.
Como si la advertencia misma le pusiera una zancadilla, Leon se
tambaleó. Finn lo atrapó por el brazo deteniendo su caída, y Leon gruñó:
—El sendero que atraviesa pueblo hubiera sido menos traicionero.
—No necesitamos despertar la curiosidad —dijo Finn con sencillez,
aunque no soltó el brazo de Leon cuando continuaron. Antes de esa
noche, Leon se habría liberado de un tirón, pero la proximidad de Finn lo
calmaba.
Algunos de sus recuerdos más antiguos habían resurgido poco a
poco, abriéndose paso en su mente como monedas sueltas en su bolsillo.
Saber que lo habían intentado antes y habían fallado le preocupaba. Casi
podía recordar los intentos… largos e infructuosos encantamientos, una
pira de cenizas, cuchillos que cortaban las palmas de sus manos sobre
vasijas de barro hechizadas.
La arena se hizo más gruesa y húmeda bajo sus pies, y mientras
caminaban, el dolor aumentó en las pantorrillas de Leon. La marea se
codeó con la orilla, y Leon pensó en sus padres perdidos en la vasta
oscuridad del océano, sus rostros tan oscuros como los recuerdos de sus
otras vidas. Volvió la cara hacia las estrellas, algunas cubiertas por las
nubes que se acumulaban conforme la noche se asentaba en lo alto.
Finn apretó los dedos con los que envolvía el brazo de Leon.
—Casi llegamos —murmuró.
Leon escudriñó la oscuridad cuando la cueva se materializó
adelante, ostentando el destello de un fuego en su interior. Le dio a las
estrellas una última mirada obstinada antes de seguir a Finn adentro.
Otro altar rudimentario había sido levantado con piedras en la
garganta de la caverna, adornado con velas y utensilios de alquimia. Más
magia, más rituales. Leon supuso que no había más remedio.
—Siéntate —dijo Finn, indicándole el lugar con un movimiento de la
lámpara, antes de bajarla.
Leon dobló las piernas en la tierra. Mantuvo su mirada sobre Finn, a
quien las velas bañaban con su resplandor, mientras acomodaba los
instrumentos —un mortero y un pilón, un tintero y una pluma, y un ramillete
de hierbas en un saquito de seda. Delante de Leon, colocó una escudilla
para ofrendas ennegrecida, llena de algo espeso y pastoso.
Finn hundió la pluma en el tintero y dibujó unas runas en la tabla de
piedra. Cuando la lámpara parpadeó, Leon enfocó la vista. Las marcas
tenían un lustre distinto al de la tinta, espeso y viscoso.
—¿Eso es…?
—Sangre de venado —dijo Finn.
La mirada de Leon cayó en la escudilla, en el bulto hinchado en su
interior. Cerró los ojos cuando el olor a cobre y tierra llenó sus fosas
nasales.
Después de que Finn completó la inscripción, vertió el contenido del
tintero en el mortero. Le agregó brotes de hierbas, un polvo blanco y
plumas secas antes de triturarlas con el pilón hasta formar una pasta.
Finn echó el emplasto en la misma escudilla que contenía el corazón
del ciervo y hundió los dedos para extenderlo por toda la superficie
pulposa. Su voz retumbó con un encantamiento cuando tomó la mezcla
entre las manos y dejó que chorreara por el corazón.
Entonces presentó la escudilla, los bordes manchados de sus dedos.
—Tienes que ingerirlo —dijo, su voz una tierna disculpa.
Leon levantó el corazón del ciervo, denso y resbaloso, con ambas
manos. Sus labios temblaron cuando hundió los dientes en la víscera.
Sintió el intenso sabor a cobre y la enfermiza dulzura del emplasto, como
un ale agrio.
Mientras Leon lo mordía, el estómago le dio un vuelco y se le
revolvió. Sin arcadas, dio otro mordisco, y mientras más comía, menos olía
a carne cruda en sangrienta salmuera. Sabía a agua de rosas, a labios
suaves y a mar.
Sintió la vejez de sus huesos desaparecer como una lluvia de plumas
de cisne. Un nuevo aliento llenó sus pulmones, el corazón firme y fuerte en
su pecho. Se sentía con vida tanto como sentía la imposibilidad de la
muerte.
Como una llave nueva que gira en un candado oxidado, sus
recuerdos lo bombardearon. El rostro de Finn apareció claro en su mente,
aunque un nuevo nombre cubrió su lengua. La voz que se abrió paso en
su boca era la suya e innumerables otras, como si cada cuerda del arpa
recién afinada hubiera sido rasgueada en lugar de pulsada.
—Mi corazón —Leon murmuró, un coro de vidas cantó en su
interior—. Jacinto. He vuelto a casa.
Finn alcanzó a Leon con mirada trémula, la boca abierta y sin
palabras. Lo abrazó por el cuello y sollozó. Juntó sus labios con los de
Leon, y la sangre pasó de una lengua a la otra como néctar de
madreselva. Finn se apartó, hundió la cabeza, y Leon sintió unos dientes
afilados que rasparon su cuello.
—Tómame —Finn susurró contra la garganta de Leon, indefenso y
vulnerable como un fauno—. He esperado por tanto tiempo. Por favor.
Una bestia nació dentro de Leon, como si las vidas se hubieran
fundido en una posesión sensitiva. Colocó a Finn de espaldas y le arrancó
la túnica para descubrir la piel de su amante perdido, al aire libre.
—Dioses, cómo te he extrañado. —Acarició las costillas de Finn y
chupó la curva de su clavícula.
La cabeza de Finn chocó contra el suelo de piedra de la cueva,
mientras canturreaba o balbuceaba en un tono almibarado. Leon deslizó la
delgada ropa interior por las piernas de Finn y lo abrió como dos pétalos
deshojados.
Aplastó sus labios en la polla de Finn como si fuera a devorarlo.
Alguna vez pensó que Finn parecía un santo… ahora sabía la verdad: Finn
era un verdadero dios que caminaba entre los hombres, hecho para ser
venerado. Su lengua aró la carne sonrosada mientras la saboreaba, la
bebía, como si hubiera estado sin alimentarse durante semanas. O siglos.
—Sí, sí. —Finn gimió y tembló, enredando sus dedos en el pelo de
Leon. Las manos de Leon sujetaron las caderas de Finn, tirando de él más
cerca, como si quisiera meterse en su interior. Los dioses sabían que lo
haría, si fuera posible.
La estática revoloteó afuera de la cueva —otra maldita tormenta.
Pero mientras que la caverna se hinchaba con el musgoso olor a piedra
húmeda y a mar, Leon supo que era el éxtasis de Finn lo que suscitaba el
oleaje. Levantó la cabeza, y se bajó el pantalón a toda prisa.
—Te tengo, amor —dijo, poniendo las piernas de Finn en sus brazos.
—Siempre —Finn suspiró, mirando a Leon con el amor, lujuria, y
dolor floreciendo en sus ojos.
Leon gritó silencioso al momento de enterrarse en Finn, su cuerpo
flexible y sólido como un pilar. Los sonidos de Finn cambiaron de tenues a
guturales. Leon echó la cabeza hacia atrás para encontrarse con unos ojos
brillantes, dientes agudos como agujas y garras. Sus pesadillas —no, sus
sueños—, materializados ante él. El verdadero Jacinto: una divinidad
vuelta a la vida como el heraldo de la muerte.
—Mi amado —dijo Leon tiernamente, disminuyendo el ritmo de sus
movimientos—. Mírate. Todo mío.
—Tuyo. —Las garras de Finn se enterraron en la espalda de Leon.
El dolor lo rasgó como astillas afiladas, pero no se apartó. Salpicó de
besos las mejillas húmedas de Finn y la garganta desnuda, mientras lo
follaba con más fuerza, espoleado por la plasmática dicha de ser
desgarrado desde el interior.
Más allá de la cueva, el mundo reventó por sus costuras en el
instante que Leon fue arrojado al éxtasis. Un rayo atravesó el cielo,
atrapado como un disco en el mar revuelto. Las piernas de Finn
envolvieron a Leon cuando gritaron juntos, las espaldas arqueadas cuando
la candente necesidad bramó entre los dos.
Finn arañó el suelo cuando Leon se vino en su interior. El viento
penetró el estómago de la cueva cuando brotaron flores del polvo a su
alrededor. Leon colapsó sobre un lecho de jacintos, los pulmones
retumbándole como tímpanos en el pecho. Envolvió a Finn en sus brazos,
alisando los rizos sudorosos con los dedos.
Los ojos de Finn lánguidos y vidriosos antes de cerrarse.
—Apolo —dijo, y la tormenta afuera se aplacó ante dicha palabra.
—Me trajiste de regreso —Leon susurró en el pelo de Finn—.
Después de tanto tiempo nunca te diste por vencido.
—Nunca —dijo Finn mientras arrastraba un dedo delicado por el
pecho velludo de Leon.
Leon descansó en su cama de nubes de pétalos. Ahora le dolían los
huesos como si estuvieran encadenados a la tierra. Recordar mil vidas
venía acompañado de mil muertas, y eso lo fatigó.
Aun así, preguntó:
—¿Qué haremos ahora?
Finn levantó la cabeza, su mirada borracha de sexo y exuberante.
—Dormiremos —dijo—. Le pondrás seguro a la puerta del faro y
desapareceremos por una semana.
Leon se rió entre dientes.
—¿Y luego qué?
Finn sonrió.
—¿Contigo a mi lado? —Se apoyó sobre sus codos y besó a Leon
lánguidamente—. No sé, ni me importa el después.
SONIDO

Meses más tarde, en una mañana soleada, el pueblo rebosaba de


actividad como un campo de molinos. Banderines morados y negros
cruzaban la plaza. Guirnaldas de espuelas de caballero rojo oscuro y hojas
doradas adornaban el altar en tonos otoñales. Ofrendas de manzanas,
cebada y calabazas cubrían los escalones. Los granjeros habían llegado
desde sus campos, y las tiendas de todo el pueblo habían cerrado por ese
día.
Las gentes del pueblo corrían de un lado a otro de la plaza mientras
finalizaban las preparativos para el inminente festival. Leon observaba la
conmoción desde la ventana de la tienda de abarrotes, con un brazo
apoyado en el marco. Vestía un espléndido traje azul marino que le daba
un tinte ambarino a sus ojos. Su pelo sin recortar estaba atado en una
coleta suelta. Su barba peinada tenía trazos grises, lo que le hacía sentir
regio y ungido cada vez que se miraba en el espejo.
Una confortante presencia apareció a su lado, como si hubiera sido
atraída a la llama. Finn apoyó su mejilla en el hombro de Leon.
—Es precioso —murmuró.
—Es perfecto —dijo Leon, volviendo hacia arriba la barbilla de Finn
antes de darle un beso—. Todo para ti, mi corazón.
Finn arrugó la nariz cuando Leon se apartó.
—Se supone que es para los dos.
—Todo lo que hice fue vivir y morir —dijo Leon—. Tú me trajiste de
vuelta.
Finn sonrió, pero su tono fue serio.
—Creo que te prefería cuando no confiabas en mí.
Leon lo atrajo más cerca.
—Tendrás que perdonarme por querer recuperar el tiempo perdido.
—Empujó un mechón de cabello detrás de la oreja de Finn. Una corona de
laurel se acurrucaba entre los rizos salvajes, y tenía los ojos delineados
con kohl y espolvoreados con escarcha. Su túnica era verde agua con un
nudo intrincado y trenzado que aseguraba su cintura—. Qué hermoso se te
ve.
Finn lo empujó con gentileza y se rió en voz baja.
—Casi con seguridad me gustabas más antes. —Tenía las mejillas
sonrosadas, y Leon no supo decir si era por el colorete o un hecho natural.
Pero se le veía radiante, el brillo de sus ojos exagerado por arte y
pigmento lo hacía verse divino.
Los recuerdos sin explorar de Leon no habían logrado hacer que
pusiera sus sentimientos en palabras más fácil. Que hubiera amado a Finn
a lo largo de tantas vidas era difícil de comprender, mucho menos
cuantificar. Pero avivaban su corazón cada mañana y aun tenían que
menguar.
Finn cogió un espejo compacto de entre los artículos de la tienda y
se observó con cuidado.
—Entonces, ¿estás listo? —preguntó, dejando el espejo.
—Supongo que no hay razón para aplazarlo —dijo Leon, su voz se
volvió sombría—. Están planeando hacer una hoguera con la puesta del
sol. Estaremos aquí toda la noche.
—Así me gusta. —Finn deslizó su mano en la de Leon—. Ven.
El festival del equinoccio había sido idea del edil, aunque Leon no
era tan ingenuo como para creer que Finn no se lo había sugerido. Ya no
se oponía a asistir a las reuniones del pueblo como había hecho alguna
vez. Aunque todavía había otros lugares en donde preferiría estar, pero
con Finn.
Todavía era Leon, pero el mundo más allá del ensoñador pueblo
costero se sentía renovado, vasto y abierto más allá de sus límites.
Anhelaba ver nuevos paisajes, cuánto había cambiado la topografía desde
que cada una de sus vidas había acabado y empezado de nuevo.
Pero por ahora, se sentía contento mientras Finn estuviera a su lado
—caminando junto a su corazón, su amor eterno—, mientras tomaban sus
mañanas con calma en la calidez del faro, con los jacintos eternamente en
flor a sus pies.

FIN
ACERCA DEL AUTOR

Elle Porter escribe románticas indecencias queer + especulativas.


Como un autoproclamado hijo de puta amigable, disfruta leyendo y
escribiendo historias extrañas y sensuales aderezadas con una pizca de
sentimiento.
Elle vive en el sureste de Estados Unidos y tiene ese acento
empapado en whisky para probarlo. Cuando no está trabajando en sus
innumerables WIPs, le encanta leer, jugar videojuegos, hornear, y
pendejear por Twitter.
Gracias a quienes participaron en la elaboración de este trabajo.

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