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OlafStapledon Sirio

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Sirio es un perro lobo singular: no tiene una vista de lince, y es bastante


patoso pero, gracias a las técnicas desarrolladas por Thomas Trelone,
posee la inteligencia y la sensibilidad de una persona. Criado en la Gales
rural por la esposa del científico, crece aislado del resto del mundo
contando con una sola amiga: Plaxy, la hija del matrimonio. Cuando los
separan para que ella asista a la escuela y él se inicie en el pastoreo,
Sirio tomará conciencia de su condición única. Esta le valdrá un sinfín
de limitaciones y desengaños, condenado a la soledad absoluta, como un
perpetuo extraño tanto para los humanos como para los demás perros.

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Olaf Stapledon

Sirio

ePub r1.0

mnemosine 29.01.15

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Titulo original: Sirius

Olaf Stapledon, 1944

Traducción: Floreal Mazia

Editor digital: mnemosine

ePub base r1.2

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1

Primer encuentro

Plaxy y yo habíamos sido amantes; amantes un tanto inquietos, pues ella


nunca hablaba francamente de su pasado, y a veces se envolvía en una
nube de reserva y abatimiento. Pero a menudo éramos muy felices, y
llegué a creer que nuestra dicha empezaba a arraigarse más
profundamente.

Luego, con la última enfermedad de su madre, desapareció. De cuando


en cuando me enviaba alguna carta donde sugería que podía escribirle a
la oficina de correos de cierta aldea —nunca la misma— del norte de
Gales. En cuanto al tono, las cartas pasaban de una amabilidad
superficial al sincero deseo de reunirse otra vez conmigo. Había
misteriosas referencias a «un extraño deber» vinculado, decía ella, con
las experiencias de su padre. Yo sabía que el eminente fisiólogo se había
dedicado a trabajar con éxito notable en el cerebro de los mamíferos
superiores. Había obtenido así algunos perros ovejeros
maravillosamente inteligentes, y la muerte lo sorprendió, se dijo,
entregado a investigaciones aún más ambiciosas. Una de las cartas más
frías de Plaxy hablaba de una «recompensa inesperadamente dulce», en
relación con sus nuevos deberes, pero en otra, más apasionada,
clamaba contra «esta vida imperiosa, fascinante y deshumanizadora».
Parecía a veces torturada y confundida por algo que no debía explicar.
En una de sus cartas se mostraba tan perturbada, que temí por su salud.
Decidí, por lo tanto, dedicar mis ya cercanas vacaciones a una caminata
por el norte de Gales, con la esperanza de encontrarla.

Pasé diez días vagando de taberna en taberna, en las aldeas indicadas


por Plaxy, preguntando en todas partes si alguien conocía en las
cercanías a cierta señorita Trelone. Al fin supe de ella. En Llan
Ffestiniog había una joven de ese nombre, que vivía en la choza de un
pastor, al borde del páramo, un poco más arriba de Trawsfynydd. El
tendero local que me dio esta información dijo con tono misterioso:

—En verdad es una joven extraña. Tiene amigos, y yo soy uno de ellos,
pero también tiene enemigos.

Siguiendo sus indicaciones, caminé unos kilómetros a lo largo del


serpenteante camino de Trawsfynydd, y luego doblé a la izquierda por
un sendero. Al cabo de otro par de kilómetros, vi al borde del páramo
desnudo una casita de toscas losas de esquisto, rodeada por un
jardincito y árboles achaparrados. La puerta estaba cerrada, pero de la
chimenea salía humo. Llamé. Nadie respondió. Atisbé por una ventana, y
vi la típica cocina de la región, pero en la mesa había una pila de libros.
Me senté en un destartalado asiento, en el jardín, y contemplé las

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pulcras hileras de coles y guisantes. Más allá, a mi derecha, del otro
lado del desfiladero de Cynfal, se extendía Ffestiniog: una manada de
elefantes color gris pizarra que seguía a su jefe, la iglesia sin
campanario, colina abajo, hacia el valle. Atrás se veía la cordillera
Moelwyn.

Fumaba mi segundo cigarrillo cuando oí a lo lejos la voz de Plaxy. La


había oído por primera vez en un café, a mis espaldas, sintiéndome
instantáneamente arrobado por aquel sonido. Y ahora, una vez más, la
oía sin verla. Durante un momento escuché con placer su charla, que,
como yo había dicho a menudo, se parecía al fresco parloteo
centelleante de las olas en los guijarros de la playa de un lago, en un día
de estío.

Me incorporé, e iba ya a su encuentro, cuando algo extraño me detuvo.


Entretejiéndose con las observaciones de Plaxy advertí no otra voz
humana, sino un sonido totalmente distinto, articulado, pero inhumano.

—¡Pero, querido, no insistas tanto en tu torpeza! La has dominado


maravillosamente —dijo luego, ya muy cerca, la voz de Plaxy.

Siguió un fluir de sonidos extraños, y enseguida Plaxy y un perro


enorme entraron en el jardín por el portoncito.

Plaxy se detuvo, con los ojos muy abiertos, sorprendida y (esperé)


contenta. Pero inmediatamente frunció el ceño. Puso una mano sobre la
cabeza del animal y me miró silenciosamente. Alcancé a observar que
había cambiado. Llevaba unos pantalones de pana, bastante
embarrados, y una camisa azul. Los mismos ojos grises; la misma boca
amplia, pero decidida, que no armonizaba aparentemente con su
carácter; la misma mata de cabellos castaños, levemente rojizos. Pero la
tez antes pálida era ahora morena, y sin ningún maquillaje. Ni siquiera
tenía los labios pintados. Las oscuras ojeras y una cierta dureza en la
boca contradecían aquel aspecto de ruda salud. Es curioso, pero basta
un par de segundos para ver muchas cosas, cuando se está enamorado.

La mano de Plaxy abandonó la cabeza del perro y se tendió hacia mí.

—Oh, bueno —dijo ella, sonriente—. Ya que nos encontraste, será mejor
que confiemos en ti. —Había cierta turbación en su tono, pero también,
quizás, algo de alivio—. ¿No es cierto, Sirio? —agregó contemplando al
perrazo.

Y entonces, por primera vez, observé a la notable criatura. No era, por


cierto, un perro común. Tenía aspecto general de alsaciano, quizá con
algo de gran danés o mastín, pues era enorme. El cuerpo parecía de
lobo, pero más esbelto, debido a su alzada. La pelambre, aunque corta,
era muy espesa y sedosa, principalmente en el cuello, donde se cerraba
en un turbulento collar. Su sedosidad no llegaba a parecer femenina
merced a una leve, pero empecinada dureza. Alambre de seda, la llamó
Plaxy en una ocasión. En el lomo y la cabeza el pelo era negro, pero en

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los flancos y patas, y en la parte inferior se aclaraba hasta un austero
gris tostado. Dos manchas color canela sobre los ojos daban a la cara
un raro aspecto de máscara, y parecían las aberturas de los ojos en un
casco griego echado hacia atrás. Pero Sirio se distinguía sobre todo por
su enorme cráneo. No era, en rigor, tan grande como uno hubiese
esperado, en una criatura de inteligencia humana, pues, como lo
explicaré más tarde, la técnica de Trelone no solo había aumentado la
masa del cerebro, sino que había afinado también las fibras nerviosas.
No obstante, la cabeza era mucho más alta que la de cualquier perro
normal. Por la elevada frente, junto con la sedosidad de la pelambre, se
parecía al famoso perro pastor de la frontera, el más notable tipo de
ovejero. Supe más tarde que esta brillante raza había contribuido,
efectivamente, a su composición. Pero su cráneo era mucho más grande
que el del pastor. La bóveda llegaba casi a la punta de las grandes
orejas alsacianas. Los músculos muy desarrollados del cuello y los
hombros sostenían adecuadamente el peso de la cabeza. En aquel
instante tenía una apariencia positivamente leonina, pues la
desconfianza le había erizado el pelo a lo largo de la columna vertebral.
Los ojos grises parecían de lobo, pero las pupilas eran redondas y no
rasgadas. En fin, un animal formidable, esbelto y membrudo como una
criatura de la selva.

Sin dejar de mirarme, abrió la boca, exhibiendo unas sierras de marfil, y


emitió un raro sonido que terminaba en una inflexión ascendente, como
interrogativa. Plaxy contestó:

—Sí, es Robert. Es un buen amigo, recuérdalo. —Me sonrió, implorante,


y agregó—: Y puede sernos útil.

Sirio agitó cortésmente la cola velluda, pero no apartó los fríos ojos.

Hubo otro incómodo silencio hasta que Plaxy dijo:

—Hemos trabajado todo el día con las ovejas, en el páramo. No


almorzamos y tengo un hambre del demonio. Entra, prepararé té. —Y
agregó, mientras pasábamos a la cocinita embaldosada—: Sirio
entiende todo. Tú no lo entenderás al principio, pero yo te ayudaré.

Mientras Plaxy iba de un lado a otro preparando el té, yo le hablaba


sentado en la cocina. Sirio, echado en el suelo, junto a mí, me miraba
con evidente ansiedad. Plaxy lo advirtió y dijo bruscamente, aunque
terminando con una nota de dulzura:

—¡Sirio! Te he dicho que es un buen amigo. ¡No seas tan suspicaz! —El
perro se incorporó, dijo algo en su extraña jerga, y salió al jardín—. Ha
ido a buscar leña —explicó Plaxy, y añadió en voz más baja—: Oh
Robert, me alegra verte, aunque no quería que me encontrases. —Me
puse de pie, para abrazarla, pero ella me susurró enfáticamente—: No,
no, ahora no.

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Sirio volvió con un leño entre las fauces. Lanzándonos una mirada, y
dejando caer perceptiblemente la cola, puso el leño en el fuego, y volvió
a salir.

—¿Por qué no ahora? —exclamé, y Plaxy murmuró:

—Por Sirio. Oh, pronto entenderás. —Luego de una pausa, añadió—:


Robert, no esperes que sea enteramente tuya, y para siempre. Estoy
demasiado complicada en… este trabajo de mi padre. —Insistí y la
abracé—. Robert, tan bueno y humano —suspiró ella, apoyando la
cabeza en mi hombro. Pero enseguida se apartó y exclamó con énfasis
—: No, no lo dije yo, lo dijo el animal humano femenino. Yo digo que no
puedo jugar a lo que quieres que juegue, no de todo corazón.

Luego gritó a través de la puerta abierta:

—¡Sirio, el té!

Sirio contestó con un ladrido, y entró evitando mirarme.

Plaxy colocó un tazón de té sobre un mantelito tendido en el suelo,


mientras explicaba:

—Comúnmente hace solo dos comidas: almuerzo y cena. Pero hoy es


distinto. —Puso en el suelo una corteza de pan, un trozo de queso y un
platillo con un poco de dulce—. ¿Te alcanzará? —preguntó.

El perro aprobó con un gruñido.

Plaxy y yo nos sentamos a comer el pan y manteca racionados de


tiempos de guerra, y ella me narró la historia del perro. De vez en
cuando yo hacía una pregunta o Sirio interrumpía con su raro lenguaje
de gemidos y gruñidos. En los capítulos que siguen daré la sustancia de
esta y muchas otras conversaciones. Entretanto debo decir lo siguiente:
sin la presencia real de Sirio no hubiera creído en el relato; pero sus
moduladas interrupciones, aunque caninas e ininteligibles, expresaban
una inteligencia humana y provocaban respuestas inteligibles de Plaxy.
Sirio, evidentemente, intentaba seguir la conversación, hacia
comentarios, y vigilaba mis reacciones. Y así, no sin incredulidad,
aunque por cierto con asombro, me enteré del origen y la carrera de
Sirio. En un principio escuché con grave ansiedad. Entendí entonces por
qué en nuestro amor había habido siempre un elemento de inquietud, y
por que Plaxy no había vuelto. Empecé a discutir conmigo mismo cómo
liberarla de esa «inhumana esclavitud», pero a medida que la
conversación avanzaba reconocí que esa extraña relación de muchacha
y perro era fundamentalmente hermosa, y en cierto modo sagrada. (Así
se lo dije a Plaxy). Mi problema se hizo de ese modo mucho más difícil.

En cierto momento, cuando Plaxy me dijo que había deseado con


frecuencia volver a verme, Sirio pronunció un discursito, se acercó a

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ella, apoyó las patas delanteras en el brazo del sillón y la besó en la
mejilla con delicadeza y suavidad. Plaxy aceptó la caricia
modestamente, sin apartarse como hacen por lo general los seres
humanos cuando los perros tratan de besarlos. Pero el saludable rubor
de su rostro se acentuó, se le humedecieron los ojos, acarició la revuelta
suavidad del cuello del perro, y me dijo mirándolo aún:

—Quiere que te diga, Robert, que él me ama como solo pueden amar los
perros, y más ahora que he venido a él, pero que no debo sentirme
obligada, pues ya puede defenderse a sí mismo. De todos modos, yo…
¿cómo lo dijiste, Sirio, mi querido tonto? —El perro emitió una rápida
frase y ella continuó—: Ah, sí; yo soy el rastro que seguirá siempre, en la
cacería de Dios.

Plaxy se volvió hacia mí con una sonrisa que no olvidaré. Tampoco


olvidaré el desconcertante efecto de la pequeña declaración, sincera y
casi formal, del perro. Más tarde yo notaría que cuando Sirio estaba
particularmente emocionado, recurría a un estilo algo pomposo. El
perro hizo enseguida otra observación, con una mirada taimada, y la
cola temblorosa. Plaxy se volvió riendo, y le golpeó con suavidad la
cara.

—Bruto —dijo—. No le diré eso a Robert.

Cuando Sirio la besó, me sentí sorprendido por un repentino espasmo de


celos (¡Un hombre celoso de un perro!). Pero la traducción de Plaxy
provocó en mí sentimientos más generosos. Comencé a hacer planes. De
acuerdo con ellos, Plaxy y yo podríamos ofrecer a Sirio un hogar
permanente, y ayudarlo a realizar su destino, cualquiera fuera este.
Pero, como se verá más tarde, nos esperaba otro futuro.

Durante la extraña comida, Plaxy me dijo que, como yo había adivinado,


Sirio era la obra maestra de su padre. Había sido criado como miembro
de la familia Trelone; y ahora ayudaba a dirigir un criadero de ovejas.
Ella cuidaba la casa y a veces trabajaba con él para compensar su falta
de manos.

Después del té la ayudé en la cocina, mientras Sirio rondaba en torno,


celoso, creo, de mi habilidad manual. Al fin Plaxy dijo que convendría
recorrer la granja y terminar el trabajo antes que oscureciese. Decidí
regresar a pie a Ffestiniog, recoger mi equipaje, y volver en el tren
nocturno a Trawsfynydd, donde podría albergarme en la taberna local.
Advertí que Sirio al oírme bajó la cola. Y la bajó aún más cuando
anuncié que me proponía pasar una semana en las vecindades,
esperando ver a Plaxy con más frecuencia.

—Estaré muy ocupada —dijo ella—, pero quedan las tardes.

Antes de irnos me entregó una colección de documentos que yo podría


leer a solas con más tranquilidad. Eran trabajos científicos de su padre,
incluso un diario del crecimiento y la educación de Sirio. Estos

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documentos, junto con otro diario de Plaxy, y breves registros
fonográficos del propio Sirio, que llegaron a mis manos en fecha muy
posterior, son las fuentes principales de mi relato. A esto se agregaron
largas conversaciones con Plaxy, y con Sirio, cuando aprendí a entender
su lenguaje.

Me propongo utilizar libremente la imaginación para agregar detalles a


muchos sucesos que mis fuentes apenas esbozan. Al fin y al cabo,
aunque empleado público (hasta que me absorbió la Fuerza Aérea),
también soy novelista, y creo que con imaginación y autocrítica es
posible penetrar en el espíritu esencial de los acontecimientos, aun
cuando las noticias sean superficiales. Por lo tanto, relataré a mi
manera la sorprendente historia de Sirio.

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2

El nacimiento de Sirio

El padre de Plaxy, Thomas Trelone, era un hombre de ciencia


demasiado eminente para que pudiese evadir toda publicidad, pero
inició sus trabajos sobre la corteza cerebral de los mamíferos cuando
era solo un brillante y joven investigador, y los desarrolló
posteriormente en el más estricto secreto. Sentía una repugnancia
exagerada, mórbida, al público. Se justificaba explicando que su técnica
podía caer en manos de charlatanes y comerciantes. Solo algunos de
sus colegas más íntimos de Cambridge, y su esposa, que había
colaborado con él, conocieron durante un tiempo esas experiencias.

Aunque he leído todos sus papeles, solo puedo ofrecer una explicación
lega de su trabajo, pues carezco de educación científica. Trelone
descubrió ante todo que la introducción de hormonas en la corriente
sanguínea de la madre, podía afectar el crecimiento cerebral del ser en
gestación. En apariencia, la hormona tenía un doble efecto. Aumentaba
la masa real de la corteza, y afinaba a la vez las fibras nerviosas, de
modo que en determinado volumen de cerebro había mayor cantidad de
tejido, y más conexiones. Creo que Zamenhof realizó en Norteamérica
experimentos similares; pero con una importante diferencia. Zamenhof
alimentaba simplemente al animal joven con su hormona; Trelone, como
he dicho, introducía la hormona en el feto utilizando la sangre materna
como vehículo. Esto ya era un éxito notable, pues una membrana
filtrante aísla eficazmente los sistemas circulatorios de la madre y el
feto. La hormona, sin embargo, no solo alteraba el crecimiento del
cerebro fetal sino también el de la madre, y como el cráneo de esta era
adulto y rígido, se producía inevitablemente una grave congestión. Era
necesario por lo tanto aislar el cerebro materno de la droga
estimulante. Esta dificultad fue eventualmente superada, y se aseguró al
animal nonato un adecuado ambiente. Después del nacimiento, Trelone
reforzaba los alimentos con dosis de hormonas, y luego reducía
gradualmente las dosis a medida que el cerebro se aproximaba a las
dimensiones máximas aceptables. Había ideado asimismo una técnica
que demoraba el cierre de las suturas óseas. El cráneo seguía así
ampliándose mientras fuese necesario.

La técnica de Trelone se perfeccionó merced al sacrificio de una gran


población de ratas y ratones. Al cabo de un tiempo logró obtener
algunas notables criaturas. Aunque la salud de las ratas, ratones,
conejillos de Indias y conejos, todos de enorme cabeza, era bastante
mala, y alguna enfermedad interrumpía casi siempre sus vidas, podía
calificárselos en verdad como modestos genios. Encontraban por
ejemplo, con notable rapidez, el camino en un laberinto y superaban a

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cualquier otro miembro de su especie en las pruebas comunes,
revelando una inteligencia propia de perros y monos.

Pero esto fue solo él comienzo. A medida que la técnica se


perfeccionaba, fue necesario encontrar un método que alterara el ritmo
de la vida, a fin de que el animal madurara con más lentitud y viviese
más tiempo. Esto era de suma importancia. Un cerebro más grande
necesita más tiempo para acumular y asimilar mayor número de
experiencias. Trelone experimentó con mamíferos superiores hasta
alcanzar progresos satisfactorios en ambos órdenes. La tarea, más
complicada, no prometía resultados rápidos. Al cabo de unos años
Trelone obtuvo algunos gatos macilentos, un mono, muy inteligente, que
no superó su prolongada adolescencia, y un perro con un cerebro tan
enorme, que los ojos, comprimidos e inútiles, fueron empujados por la
masa encefálica fuera de las órbitas. Esta criatura sufría tanto, que
Trelone la destruyó, aunque de mala gana, en su infancia.

Pasaron varios años. Trelone pudo al fin prestar más atención a los
problemas psicológicos que a los fisiológicos. Dejó a un lado el plan
original y trabajó desde entonces, y principalmente, con perros, y no
con monos. Los monos, es cierto, prometían un éxito más espectacular;
eran más grandes, el sentido de la vista era más perfecto y tenían
manos. No obstante, desde el punto de vista de Trelone, los perros
contaban con una ventaja abrumadora. Gozaban en nuestra sociedad de
una mayor libertad de movimientos. Trelone confesaba que hubiese
preferido trabajar con gatos, animales más independientes; pero el
tamaño era un obstáculo grave. Solo una cierta masa de cerebro
(independientemente del tamaño del animal) permitiría aumentar las
asociaciones nerviosas. Una criatura pequeña, evidentemente, no
necesita un cerebro tan grande como un animal mayor de la misma
categoría mental. Un cuerpo más desarrollado requiere un cerebro
correspondientemente mayor, solo para gobernar la maquinaria. El
cerebro de un león debe ser mayor que el de un gato. El del elefante es
incluso mayor que el del hombre. Por otra parte, cierto grado de
inteligencia, aparte de las dimensiones del animal, exige una masa
cerebral compleja. En relación con el tamaño del cuerpo el cerebro de
un hombre es mayor que el de un elefante. Para albergar un cerebro de
inteligencia humana se requería, pues, un animal bastante grande.
Algunas razas caninas eran particularmente aptas. La adición de un
cerebro complejo trastornaría en cambio la organización física de un
gato.

Y Trelone no esperaba, sin embargo, en esta época, obtener un animal


de mente humana. Deseaba simplemente crear, como él mismo decía,
«una inteligencia supersubhumana, una mentalidad de eslabón
perdido». El perro parecía admirablemente adecuado. La sociedad
humana exigía a los perros tareas que requerían una inteligencia
situada en el límite superior de la escala subhumana. Trelone eligió al
perro ovejero como el más conveniente. Su ambición reconocida era la
de producir un «superovejero».

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Pero algo más dictó su elección. Podría pensarse que ya en esta etapa
de su trabajo, Trelone jugueteaba con la idea de obtener algo más que
una inteligencia de eslabón perdido. Por su temperamento, opinaba, el
perro era capaz de alcanzar más fácilmente un nivel humano. Los gatos
se destacaban por su independencia, pero los perros eran notables por
su conciencia social, y según Trelone solo el animal social puede usar
plenamente su inteligencia. Al fin y al cabo, la independencia del gato no
es la de una criatura socialmente consciente que afirma su
individualidad, sino un ciego individualismo nacido de una conciencia
social obtusa. Es cierto que la naturaleza social del perro le inspira un
abyecto servilismo. Pero Trelone abrigaba la esperanza de que con
mayor inteligencia el perro adquiriese un cierto autorrespeto y algo de
desapego critico.

A su debido tiempo, Trelone obtuvo una camada de cachorros de


cerebro grande. La mayor parte murió antes de la madurez, pero dos
sobrevivientes desarrollaron una excepcional inteligencia. Más este
resultado desilusionó a Trelone. Insistió, y al fin una perra ovejera de
raza viejo pastor inglés engendró una familia de cerebro grande. Tres
de los cachorros sobrevivieron y alcanzaron un nivel mental
decididamente supercanino.

La investigación continuó varios años. Trelone decidió que debía prestar


mayor atención a la «materia prima». No podía olvidar que la más
capaz de todas las razas caninas era el pastor de frontera, conocido a lo
largo de un par de siglos por su inteligencia y responsabilidad. Todos los
campeones modernos eran de esa raza, y todos descendían de un tal Old
Hemp, brillante animal nacido en Northumberland en 1893. El pastor de
frontera actual es resistente, pero más bien pequeño. Trelone decidió,
por lo tanto, que la mejor materia prima sería una cruza entre cierto
notable campeón internacional ovejero y otro animal también
inteligente, pero mucho más pesado. El alsaciano era la opción evidente.
Tras prolongadas negociaciones logró mezclar ambos tipos en distintas
proporciones. Luego aplicó su técnica mejorada a algunas madres, y al
cabo de un tiempo entregaba a sus amigos unos perros domésticos de
«inteligencia casi similar a la del eslabón perdido». Nada de
espectacular había en estas criaturas. Todas eran, además, muy
delicadas, y todas murieron antes de completar la demorada
adolescencia.

Trelone perfeccionó todavía más sus métodos. Obtuvo así algunos


animales inteligentes, fuertes, y de aspecto predominantemente
alsaciano.

Le había dicho a su esposa Elizabeth que si alguna vez tenía éxito,


buscarían una casa en el distrito ovejero de Gales. Allí vivirían ella, los
tres niños y el cuarto que estaba en camino, y él los acompañaría en las
vacaciones y fines de semana. Luego de muchas idas y venidas
encontraron una granja adecuada, no lejos de Trawsfynydd, llamada
Garth. Había que instalar un cuarto de baño y excusados. Se ampliaron

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algunas ventanas. Se tendieron cables de electricidad desde la aldea
próxima. Una dependencia auxiliar fue convertida en perrera palaciega.

Tiempo después, nació el cuarto hijo, y la familia se mudó a la casa. Los


acompañaba Kate, la vieja criada, que era casi miembro de la familia.
La ayudaría una muchacha de la aldea. Una niñera, Mildred, cuidaría a
Thomasina, Maurice, Giles y la pequeña Plaxy. Thomas llevó consigo a
dos familias caninas: una perra y cuatro perritos resistentes, que quería
adiestrar como «superovejeros», y otros cuatro animalitos huérfanos.
Los cerebros de estos últimos eran más grandes, pero tres de ellos
tenían poca salud. Dos murieron poco después del traslado a Gales. El
cuarto, Sirio, una criatura sana y alegre, era aún un cachorro indefenso
cuando los miembros de la otra camada se habían convertido ya en
activos adolescentes. Pasaban los meses, y ni siquiera podía tenerse en
pie. Vivía echado sobre el estómago, con la abultada cabeza apoyada en
el suelo, chillando, quizá de alegría, pues movía constantemente la cola.

Los otros cachorros crecían también muy lentamente, aunque con


mayor rapidez que las criaturas humanas. Cuando eran casi adultos,
Trelone los regaló a los granjeros vecinos, reservándose uno que quedó
como perro de la familia. Algunos granjeros se resistieron a aceptar, ni
aun como regalo, a aquellos animales de enorme cabeza. Pero un
vecino, el señor Llewelyn Pugh, de Caer Blai, se entusiasmó con la
aventura y posteriormente compró un segundo cachorro como
compañero del primero.

Estos superovejeros, y otros que vinieron después, sirvieron de disfraz a


la empresa más importante de Thomas. (Sirio era por el momento el
único resultado). La gente diría que la preocupación de Trelone era los
superovejeros y otros animales con inteligencia de eslabón perdido. Si el
pequeño alsaciano alcanzaba en verdad una estatura mental humana,
muy pocos lo advertirían. Thomas repetía una y otra vez que el
animalito debía crecer en una decente oscuridad, y madurar del modo
más natural posible.

Se permitía, por otra parte, que los superovejeros adquiriesen


notoriedad. La mayoría de los granjeros, que los había aceptado de
mala gana, descubrió muy pronto que eran dueños de verdaderas
perlas. Los animales aprendían con sorprendente rapidez, obedecían las
órdenes con rara precisión, y había que repetirlas pocas veces. Los
perros nunca tocaban las ovejas, pero jamás les permitían que se
alejaran. Y no solo eso, entendían maravillosamente todas las
indicaciones, y las seguían sin supervisión humana. Reconocían por sus
nombres pastizales, laderas, valles y páramos. Cuando se les decía que
trajeran las ovejas de Cefn, Moel Fach o qué sé yo dónde, lo hacían sin
equivocarse, mientras el amo los esperaba en casa. Del mismo modo
llevaban una cesta y una nota a la aldea y traían de vuelta la carne o la
lencería pedidas.

Todo esto era muy útil para los granjeros y de gran interés para
Trelone, a quien se le permitía, naturalmente, estudiar la conducta de

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los animales. Descubrió así en ellos una notable iniciativa, y una
rudimentaria, pero evidente comprensión del lenguaje. Al fin y al cabo
eran subhumanos y no podían entender el lenguaje de los hombres, pero
parecían mucho más sensibles que los perros ordinarios a las palabras y
frases familiares. «Trae leña del cobertizo», «Lleva la canasta al
carnicero y al panadero», y cualquier orden similar podían ser
entendidas y obedecidas, y sin dilaciones. Thomas escribió una
monografía acerca de sus superovejeros, y hombres de ciencia de todo
el mundo solían aparecer en Garth para ver a los animales. La fama de
los perros se extendió por todo el distrito y hubo mucha demanda de
cachorros. Pero estos eran pocos. Algunos granjeros se negaban a creer
que los descendientes no heredaran necesariamente los dones de los
padres. Por supuesto, todas las tentativas de obtener superovejeros a
partir de superovejeros, sin la introducción de hormonas en la madre,
terminaban en un completo fracaso.

Pero es hora de volver al pequeño alsaciano, a Sirio. Este animal


interesó mucho a Trelone desde un comienzo. Cuanto más tiempo
tardaba en crecer, más emocionado se mostraba Trelone. Veía en él la
posibilidad de realizar sus más caras esperanzas. Discutió con
Elizabeth, encendió su imaginación hablándole del posible futuro del
perro, y desplegó sus planes. El animal debía vivir, hasta donde fuese
posible, en el mismo ambiente que la niña menor. Un psicólogo
norteamericano y su esposa habían criado un chimpancé junto a una
hijita de ambos. Lo habían alimentado, vestido y cuidado exactamente
como a la niña, con resultados muy interesantes. Pero no era eso lo que
quería para el pequeño Sirio, pues no se podía tratar a un cachorro
como un ser humano, sin violar su naturaleza. Las estructuras
corporales eran muy distintas. Deseaba, en fin, que Sirio se sintiera
igual, socialmente, a la pequeña Plaxy. Las diferencias en el trato no
debían sugerir jamás diferencias de orden biológico o social. Elizabeth
se había mostrado ya como una madre perfecta, dándoles a los niños la
alegría de sentirse amados por un ser divinamente sabio y generoso, y
alentándolos a la vez a la independencia, sin exhibir ninguna ávida
exigencia emocional. Ese era el ambiente que Thomas quería para Sirio.
Su matrimonio, comentó, le había enseñado una verdad de extrema
importancia. Luego de las experiencias desdichadas de su propia niñez
había pensado siempre en la familia como una institución
irremediablemente mala, que era necesario suprimir. Elizabeth
recordaría sin duda que él había querido aplicar esas ideas a sus
propios hijos. Pero ella, Elizabeth, resistió con tacto y triunfalmente, no
permitió que le quitaran sus dos primeros hijos, y antes que naciera el
tercero, Thomas creía ya que un buen ambiente familiar era lo mejor
para la infancia. Elizabeth, indudablemente, había cometido errores. Él
también. Era posible que en cierta medida hubiesen malogrado,
involuntariamente, a sus hijos. Ahí estaban la terquedad ocasional de
Tamsy, y la timidez de Maurice. Pero en conjunto… Bueno, hubiera sido
falsa modestia, y una injusticia, no reconocer que los tres eran criaturas
hermosas, amables, y responsables, pero también independientes y con
un desarrollado sentido crítico. Esta era la tradición social ideal que
convenía al cachorro. Los perros, recordó Thomas a Elizabeth, se
inclinaban al servilismo, pero era probable que este vicio no se debiera

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a algo innato. La gran sensibilidad social de los perros se presentaba
quizá como servilismo a causa de la tiranía de la especie más
desarrollada. Un perro de inteligencia humana, criado respetuosamente,
no sería quizá servil, y podría desarrollar dotes sobrehumanas para una
verdadera relación social.

Elizabeth no se decidió enseguida, pues ella sería la más responsable.


Más aún, como es natural, deseaba saber qué efectos tendría el
experimento sobre su hija. ¿Sufriría de alguna manera la pequeña
Plaxy? Thomas le aseguró que no. En verdad, la amistad de la niña y el
perro supercanino beneficiaría a ambos. Las relaciones sociales más
valiosas, insistió fervorosamente, se desarrollaban siempre entre
personalidades muy distintas, pero capaces a la vez de simpatía mutua.
Quizás debamos señalar que Thomas, con escasa capacidad de
simpatía, había llegado a intuir la naturaleza esencial de la comunidad.
Sería muy interesante, dijo, asistir al desarrollo de esta difícil, pero
fecunda relación. Por supuesto, podía no desarrollarse. Era posible que
todo se redujera a un mero antagonismo. En verdad, Elizabeth debería
mostrar mucho tacto para impedir que la niña dominase al perro
valiéndose de sus ventajas humanas. La mano de la niña, especialmente,
y su vista más sutil serían dones que el cachorro jamás alcanzaría. Y el
ambiente, inevitablemente extraño y molesto para el perro, podría muy
bien engendrar una neurosis en una mente no humana, aunque
humanamente sensible. Costaría mucho impedir que Sirio se volviese
indebidamente sumiso, o desafiantemente arrogante, como esos seres
humanos que sufren de un sentimiento de inferioridad.

Thomas quería que Elizabeth tuviese en cuenta otro principio. Era


imposible, naturalmente, saber de antemano cómo se desarrollaría la
naturaleza del perro. Quizá Sirio no se acercase nunca al nivel mental
humano. Pero debían actuar como si lo contrario fuera indiscutible.
Había que criarlo no como un cachorro, sino como una persona, un
individuo que a su debido tiempo vivirá una vida activa, independiente.
Era preciso, por lo tanto, estimular sus condiciones naturales. Por
supuesto, mientras fuese, como decía Thomas, un «escolar», sus
intereses serían «escolares»: físicos, primitivos, bárbaros; pero por su
naturaleza de perro estos intereses se expresarían de un modo
particular. Habría que encauzarlos como vagabundeos, cacerías y
luchas. Aunque más tarde, a medida que se le abriera el mundo de los
hombres, necesitaría algún tipo de persistente actividad «humana»,
como por ejemplo el cuidado de las ovejas, aunque su mente fuese muy
superior a la del superovejero típico. Pero, dejando de lado su destino,
habría que criarlo «duro como el acero y capaz como el demonio». Esta
había sido la política de Elizabeth para con sus propios hijos; pero Sirio
necesitaría algún tiempo para afrontar condiciones mucho más
espartanas que las de cualquier grupo humano. No podría obligársele a
aceptar simplemente tales condiciones. Elizabeth trataría que Sirio
desease esas condiciones, por orgullo en un principio, y luego para
beneficio de su propio trabajo. Esto, por supuesto, no regiría para su
infancia, pero en la adolescencia debería buscar voluntariamente la vida
dura. Más tarde, abandonaría quizá su carrera de ovejero y se dedicaría

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a actividades más adultas. Pero los esfuerzos de la juventud dejarían su
huella. Sirio sería un animal fuerte, y confiaría en sí mismo.

Elizabeth se mostró mucho más escéptica que Thomas en cuanto al


futuro del cachorro. Expresó el temor, que no inquietaba a su marido de
que un ser semejante sufriera una permanente tortura mental. Sin
embargo, decidió participar de la experiencia, y esbozó sus planes.

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3

Infancia

Antes de aprender a caminar, Sirio mostró la misma vivacidad que Plaxy


en su cuna. Pero aun en esta época la desventaja de la falta de manos
fue evidente. Como Plaxy, jugaba con un sonajero, pero sus infantiles
mandíbulas no podían competir con las manitas de la niña. Se
interesaba, sin embargo, por los juguetes lo mismo que un niño, sin la
monomanía destructiva del cachorro común. Agitaba a intervalos el
sonajero, gozando del contraste entre el ruido y el silencio. Cuando
Plaxy empezó a gatear, Sirio caminaba ya, tambaleándose. Su orgullo
ante este nuevo arte y su alborozo ante aquella ampliación del horizonte
fueron notables. Ahora superaba a Plaxy, pues su método de locomoción
correspondía mejor a su estructura de cuadrúpedo que el gateo de la
niña a su forma de bípedo. Antes que Plaxy comenzara a caminar,
vagabundeaba ya por la planta baja y el jardín. Pero cuando ella pudo
sostenerse al fin sobre sus pies, Sirio se sorprendió mucho, y quiso que
lo ayudaran a imitarla. Pronto descubrió que eso no era para él.

La amistad de Plaxy y Sirio —que tanto afectaría sus mentes— se inició


ya entonces. Jugaban juntos, se alimentaban juntos, se bañaban juntos,
se rebelaban o desobedecían juntos. Cuando uno estaba enfermo, el otro
se aburría e iba de un lado a otro con aire desdichado; cuando uno se
lastimaba, el otro gritaba con él. Se imitaban continuamente. Plaxy
aprendió a hacer un nudo, y Sirio debió reconocer, muy acongojado, su
incapacidad. Cuando Sirio adquirió la costumbre, observando al
superovejero Gelert, de levantar una pata en los postes del portón, Plaxy
se resistió a entender que esta operación, aunque adecuada para
perros, no convenía a las chiquillas. No la imitó solo porque le resultaba
muy difícil. De un modo similar, aunque pronto advirtió que olfatear los
postes era bastante inútil, pues su nariz no era tan sensible como la de
Sirio, no entendía por qué esa práctica debía ofender las normas de
decencia de la familia. La incapacidad de Plaxy para acompañar a Sirio
en sus experiencias de olfateo social, si puedo darles este nombre,
quedó compensada con la torpeza del perro en los trabajos de
construcción. Plaxy descubrió muy pronto la alegría de amontonar
cubos de madera. Pero un día, Sirio, después de contemplarla con
atención, trajo un cubo y lo colocó con torpeza sobre la tosca pared de
Plaxy. No fue este el primer éxito de Sirio en materia de construcciones.
En una ocasión había puesto en el suelo tres palitos, formando un
triángulo. La hazaña lo dejó muy satisfecho. Había aprendido a
«manejar» los cubos y muñecas con mucho cuidado, sin dañarlos con la
saliva o los agudísimos dientes. Ya se sentía en ese entonces
envidiosamente impresionado por las manos de Plaxy y su versatilidad.
El cachorro común exhibe una curiosidad notable, pero ninguna
vocación de constructor. La curiosidad de Sirio era más persistente, y

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mostraba a veces una verdadera pasión por las construcciones. Su
conducta era en muchos sentidos más simiesca que canina.

Thomas juzgaba que su torpeza con los cubos se debía no solo a la falta
de manos, sino también a una vista deficiente, normal en los perros.
Mucho después de la infancia aún no reconocía formas que Plaxy no
confundía nunca. Por ejemplo, apenas distinguía un pulcro ovillo de hilo
de la confusa maraña que en Garth, como en tantos otros hogares, era
el bolso de cordeles. Además, los óvalos pronunciados no eran para el
muy distintos de los círculos, los rectángulos robustos eran iguales a los
cuadrados, los pentágonos se confundían con los hexágonos, los ángulos
de sesenta grados le parecían similares a los ángulos rectos. Por lo
tanto, al jugar con los cubos cometía errores que provocaban las burlas
de Plaxy. Más tarde corrigió esta incapacidad, en cierto modo gracias a
una cuidadosa educación, pero su percepción de las formas siguió
siendo hasta el fin muy débil.

En los primeros días no sospechaba siquiera su inferioridad visual, y


atribuyó todos sus fracasos como constructor a la falta de manos.
Durante un tiempo se temió que esto lo obsesionara y le deformara la
mente, sobre todo porque la pequeña Plaxy acostumbraba a reírse de su
impotencia. Se le dijo entonces a la niña que no debía mortificar al
pobrecito, sino ayudarlo cada vez que fuera posible. Nació así una
notable relación donde las manos de Plaxy eran consideradas casi
propiedad común, como los juguetes. Sirio corría a pedirle a Plaxy que
hiciese cosas para el imposibles, como abrir cajas o dar cuerda a algún
juguete mecánico. El propio Sirio desarrolló una sorprendente destreza
«manual» donde las patas delanteras colaboraban con los dientes; pero
muchas operaciones estuvieron siempre fuera de su alcance. Nunca
pudo, por ejemplo, hacer un nudo con un hilo aunque sí con una soga o
un grueso cordel.

Plaxy entendió antes que Sirio el lenguaje hablado, pero cuando la niña
empezó a hablar él ya emitía, con frecuencia, pequeños ruidos
peculiares, destinados aparentemente a imitar palabras. El hecho que
no pudiera hacerse entender lo acongojaba de veras. Metía la cola entre
las piernas y gemía tristemente. Plaxy interpretó, antes que nadie, estos
desesperados esfuerzos, y luego Elizabeth, poco a poco, logró
relacionar los gruñidos y gemidos del cachorro con algún sonido
elemental humano. Como Plaxy, Sirio comenzó a hablar con
monosílabos infantiles. Esto fue evolucionando gradualmente hasta
convertirse en un equivalente canino o supercanino del inglés culto. Tan
ajenos eran sus órganos vocales al lenguaje hablado, que incluso
cuando perfeccionó su arte ningún extraño llegaba a sospechar que esos
extraños ruidos fuesen palabras. Y, sin embargo, cada uno de ellos
equivalía a un sonido vocal. Era difícil distinguir algunas consonantes,
pero Elizabeth, Plaxy y el resto de la familia llegaron a entenderlo tan
fácilmente como se entendían entre sí. He descrito su lenguaje como una
serie de gemidos, gruñidos y gañidos. Pero hablaba, también, con
notable suavidad y precisión, y en su voz había una fluida calidad
musical.

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Thomas, por supuesto, se entusiasmó al observar que el perro
desarrollaba un verdadero lenguaje, signo de una inteligencia de grado
humano. El chimpancé criado con una niña se había mantenido al nivel
de su hermana adoptiva hasta que esta empezó a hablar, pero luego fue
retrasándose y, además, nunca había intentado, aparentemente,
reproducir palabras. Thomas decidió registrar lo que dijese el perro.
Compró los aparatos necesarios y grabó algunas conversaciones entre
Sirio y Plaxy. No permitió que nadie las escuchara, salvo la familia y sus
dos colegas más íntimos, el profesor McAlister y el doctor Billing, que
influían en la obtención de fondos para las investigaciones y sabían que
la secreta ambición de Thomas iba mucho más allá de la producción de
superovejeros. En varias ocasiones Thomas invitó a los distinguidos
biólogos para que viesen a Sirio.

En un momento pareció que estos discos de gramófono serían la única


prueba material y duradera del triunfo de Thomas. A pesar de la
vacuna, Sirio enfermó de moquillo. Día tras día, noche tras noche,
Elizabeth cuidó del desdichado animalito, dejando su hija en manos de
Mildred, la nodriza. Si no hubiese sido por la habilidad y devoción de
Elizabeth, Sirio no hubiera curado totalmente. Es probable que hubiera
muerto. Este incidente tuvo dos importantes resultados. Desarrolló en
Sirio un apasionado y exigente afecto hacia su madre adoptiva, de modo
que durante semanas enteras Elizabeth no podía dejarlo sin que el perro
hiciese un alboroto; y engendró en Plaxy la espantosa creencia de que el
amor de su madre estaba dedicado totalmente a Sirio. Plaxy se
transformó en una criatura solitaria y celosa. Una vez que Sirio se
recobró, Elizabeth, ya en condiciones de prestar más atención a su hija,
se dedicó a corregir el problema. Pero entonces le tocó sufrir al perro.
El clímax llegó cuando Sirio, al ver que Elizabeth consolaba a Plaxy de
una caída, se precipitó sobre la niña como una fiera y le mordió la
piernecita desnuda. La escena fue espantosa. Plaxy gritó. Elizabeth se
enojó, esta vez realmente. Sirio aulló de remordimiento, y pareciéndole
que era necesaria alguna reparación, hasta intentó morderse una pata.
Las cosas empeoraron aún más con la intervención del superovejero de
la familia, Gelert, que había acudido a la escena del alboroto. Al ver la
pierna lastimada de Plaxy, y a Elizabeth furiosa con el cachorro, Gelert
pensó que el caso exigía un severo castigo, y se lanzó sobre el abyecto
culpable. Sirio rodó por tierra y Gelert lo atacó a mordiscos. El
remordimiento del cachorro se convirtió en terror y sus gimoteos en
plañideros aullidos. A esto se añadieron los gritos de espanto de la
llorosa Plaxy. Los otros niños aparecieron en escena, seguidos por Kate
y Mildred, con escobas y un rodillo de amasar. Incluso la pequeña Plaxy
tomó a Gelert de la cola y trató de apartarlo. Pero fue Elizabeth quien
arrancó a Sirio de las garras de la muerte (así lo creyó él) maldiciendo
rotundamente al oficioso Gelert.

Este incidente tuvo varias e importantes consecuencias. Sirio y Plaxy


advirtieron hasta qué punto vivían el uno para el otro. Plaxy comprendió
que su madre no prefería a Sirio. Y este supo que Elizabeth lo quería a
pesar de lo ocurrido. Solo el desdichado Gelert no tuvo ningún consuelo.

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El único castigo que recibió Sirio fue su propia vergüenza. Elizabeth lo
trato con frialdad. Plaxy, a pesar de reconocer secretamente que Sirio le
era muy caro, al verlo libre de las garras de Gelert se compadeció otra
vez de sí misma. Para castigar a Sirio, exhibió entonces un violento
afecto por el gatito Tommy, recientemente importado de una granja
próxima. Sirio se sintió torturado por los celos y tuvo una buena
oportunidad de practicar el dominio de sí mismo. No le costó mucho
trabajo, pues una vez que quiso atacar al gatito, se encontró con sus
uñas. Sirio era muy sensible a las censuras y la indiferencia. Cuando sus
amigos humanos le mostraban su desagrado, solo se interesaba en su
propia desdicha. No quería jugar, no quería comer. En esta ocasión se
dedico a reconquistar a Plaxy con variadas y pequeñas atenciones. Le
regaló una hermosa pluma, luego un guijarro blanco maravilloso,
besándole cada vez tímidamente la mano. Un día, de pronto, Plaxy lo
abrazó y ambos estallaron en cabriolas. Con Elizabeth, Sirio era menos
audaz. La miraba de reojo, la cola le temblaba débilmente cuando ella lo
observaba. Tan cómico era el espectáculo, que Elizabeth tuvo que reírse.
Sirio fue perdonado.

En esa época, poco después del incidente, Gelert despertó la respetuosa


admiración de Sirio. El animal, apenas mayor que él, biológicamente
adulto, y supersubhumano, lo trataba con negligente desprecio. Sirio
seguía a Gelert de un lado a otro, y remedaba todos sus actos. Un día,
Gelert tuvo la suerte de atrapar un conejo y se lo devoró, gruñendo
salvajemente cuando Sirio se le acercaba. El cachorro lo contempló con
admiración y horror. El espectáculo de la veloz persecución y la captura
despertó en él el instinto de caza del perro normal. Pero el grito del
conejo, su lucha, su repentina flaccidez y su repugnante
desmembramiento lo confundieron sobremanera. Era de naturaleza
amable e imaginativa y Elizabeth había educado a su familia en una
actitud de respeto y ternura por todos los seres vivientes. Nació
entonces en Sirio un conflicto que lo acongojaría toda la vida, un
conflicto, como diría más tarde, entre su «naturaleza de lobo» y su
compasiva mentalidad «civilizada».

Como resultado inmediato, Sirio sintió una fuerte y culpable atracción


por la caza, y una pasión intensa y temerosa por Gelert. La conejera lo
obsesionaba. Olfateaba continuamente la entrada y gimoteaba excitado.
Durante un tiempo olvidó a Plaxy. La niña intentó reconquistarlo,
inútilmente. El perro no quería participar de sus juegos. Plaxy rondaba
en vano la conejera, aburrida y enojada. Uno de esos días, Sirio atrapó
una rana, e intentando comérsela la mutiló desagradablemente. La niña
se echó a llorar a gritos. Sirio, horrorizado, olvidó momentáneamente
sus instintos de cazador. Se precipitó gimoteando sobre su amada y la
besó con una boca húmeda.

Sirio dejó de admirar a Gelert al descubrir que al superovejero solo le


interesaban la caza y la comida. Enfrentó otro conflicto. No había para
él mayor alegría que la caza, pero era una alegría culpable, una
exigencia religiosa, un sacrificio reclamado por el oscuro dios de la
sangre. Un sacrificio en fin no muy atractivo. El horror de Plaxy lo

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inquietaba además profundamente. Por otra parte, borrada la obsesión
de los primeros momentos, empezaban a interesarle otra vez las
actividades que compartía con la niña. Estas actividades no tenían para
Gelert ningún interés.

Cuando Sirio entendió que Gelert no solo no quería hablar, sino que
además no podía, la desilusión fue total. El silencio de Gelert le había
parecido sospechoso, pero lo había atribuido simplemente a un carácter
altanero. Un día, sin embargo, la verdad fue demasiado evidente. El
joven Sirio, con una locomoción cuadrúpeda más desarrollada que los
correteos de Plaxy, había seguido a Gelert en los comienzos de una
expedición de caza. De pronto encontraron una oveja con una pata rota.
Aunque Gelert no cuidaba ovejas, sabía que estos casos requerían
auxilio. Sabía también que el señor Pugh, de Caer Blai, era el hombre
indicado. Corrió por lo tanto a Caer Blai, aventajando rápidamente al
cachorro de débiles patas. Cuando Sirio llegó a la granja encontró a
Gelert que armaba un inarticulado alboroto tratando inútilmente de que
el señor Pugh subiera la colina.

Sirio advirtió que él tampoco podría hacerse entender por Pugh, pero
que podía explicarle la situación a cualquier miembro de su propia
familia. Volvió sobre sus pasos y encontró a Giles camino de la escuela.
Le relató la historia, jadeando, y los dos corrieron a Caer Blai. Giles
olvidó por un momento el tabú familiar («no hay que hablarle a la gente
de Sirio») e informó a Pugh:

—Sirio dice que hay una oveja con una pata rota en Nant Twll-y-cwm, y
que podría ahogarse.

Pugh lo miró con desconfianza, pero la seriedad del chico y las


cabriolas de los perros lo impresionaron. Los acompañó valle arriba, y
allí estaba la oveja. Después de este incidente, Sirio consideró a Gelert
un idiota, y el granjero sospechó que Sirio era un super superovejero.

El descubrimiento de que Gelert no podía hablar, y de que en otros


sentidos era también un poco tonto conmovió a Sirio. Gelert parecía
insuperable en todo aquello en que él superaba a su vez a sus amigos
humanos: velocidad, resistencia, olfato, oído. Durante un tiempo le
había parecido un modelo. Y hasta imitando la taciturnidad de Gelert
había decidido no hablar. Tuvo tanto éxito, que Elizabeth, en una de sus
cartas a Thomas, dijo que la mentalidad humana de Sirio parecía
decrecer. Al descubrir que el otro perro no hablaba, Sirio modificó su
actitud. Se transformó de la noche a la mañana en un charlatán, y trató
de mantenerse constantemente a la altura de Plaxy. Le hablaba sin cesar
al superovejero, y fingía que el silencio de Gelert se debía a un
temperamento sombrío y taciturno. Gelert no prestó mucha atención, al
principio, al parlanchín; pero al advertir que los espectadores se reían
empezó a sospechar —su mente era supercanina, aunque subhumana—
que el cachorro se burlaba de él. Oía la charla inmóvil y perplejo, hasta
que al fin se precipitaba sobre el insolente.

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Por ese entonces Plaxy empezaba a aprender a leer y escribir. Su madre
dedicaba una hora diaria a esa tarea. Esta extraña ocupación no
interesaba a Sirio en un principio, y siguiendo el ejemplo de Gelert
abandonó las lecciones y se dedicó a la caza. Elizabeth no insistió en
que siguiera sus estudios. La falta de interés del perro podía ser
transitoria, o su mente no era bastante supercanina, y obligarlo a
estudiar podía terminar en un desastre. Pero con la caída del ídolo, Sirio
volvió a sus lecciones. Había perdido muchas, y Elizabeth trató que
alcanzara a Plaxy. Por supuesto, la falta de manos le impedía escribir
sin algún aparato especial. Se descubrió asimismo que aparte de esta
imposibilidad obvia, su tosco sentido de la vista sería siempre un serio
obstáculo en sus lecturas. Plaxy deletreaba fácilmente una palabra con
su caja de letras, pero Sirio apenas distinguía la C de la G; la D, la O y la
Q; o la B de la P, la R y la K. Confundía del mismo modo la E y la F, la S
y la Z, la A y la H, la H y la K. Posteriormente, cuando iniciaron el
aprendizaje de las letras de los cubos más pequeños, las minúsculas, las
dificultades de Sirio aumentaron. Parecía a veces que su inteligencia era
al fin y al cabo subhumana. Elizabeth, que a pesar de su evidente
imparcialidad, había abrigado el secreto deseo que Plaxy superara al
cachorro, escribió a Thomas diciéndole que Sirio no parecía muy
superior a un retardado mental. Pero Thomas, que deseaba
secretamente lo contrario que Elizabeth, replicó con una disertación
sobre la débil capacidad visual de los perros. Había que estimular a
Sirio, dijo, hablándole de su incapacidad canina, alabando sus
esfuerzos, y recordándole que aventajaba a los seres humanos en otras
esferas. Estas tácticas despertaron en Sirio un notable empecinamiento.
Desde entonces dedicó varias horas diarias a la lectura. Progresó
realmente, pero al cabo de una semana Elizabeth debió intervenir pues
se advertían algunos síntomas de colapso mental. Alabó a Sirio, lo
mimó, y le aseguró que aprendería con más rapidez con esfuerzos
menos prolongados. Sirio reconoció, por supuesto, que nunca podría
escribir como la niña, pero no deseaba prescindir enteramente de ese
valioso medio, y él mismo inventó un instrumento que supliera su falta
de manos. Siguiendo sus indicaciones, Elizabeth le preparo un mitón
para la pata derecha donde podía colocarse un lápiz o lapicera. Con la
ayuda de este adminículo, Sirio inició sus experiencias en el arte de la
escritura. Muy excitado, echado en el suelo, escuchando, sosteniendo el
papel con la pata izquierda, apoyó el codo derecho y alcanzó a
garrapatear perro, gato, Plaxy, Sirio, etc. La organización neural de las
patas y centros motores del cerebro no se adaptaba fácilmente a esta
actividad, pero una vez más triunfó aquí su empecinamiento. Al cabo de
los años Sirio fue capaz de escribir una carta con caracteres grandes,
irregulares, pero legibles. Posteriormente, como él mismo contó, se
aventuró a escribir algunos libros.

La hazaña impresionó más a Thomas que a Elizabeth, ya que el doctor


apreciaba mejor las dificultades que Sirio había superado.

Sirio, mientras le fuera posible, acompañaba a Plaxy en todas sus tareas


escolares. La aritmética era su punto débil, quizá a causa de su escasa
potencia visual pero lograba que la niña —no muy fuerte tampoco en

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este punto— no lo aventajara. Por el mismo motivo, probablemente, caía
a menudo en errores ortográficos, pero mostraba siempre un
extraordinario interés por las palabras y el lenguaje preciso. La poesía
lo afectaba a veces de un modo profundo. Leía abundantemente, a pesar
de su deficiencia visual y rogaba a menudo a los miembros de la familia
que le leyeran en voz alta.

Pero debemos volver a Sirio cachorro. Un día pareció conveniente que


Plaxy concurriera a la escuela de la aldea. Sirio, por supuesto, no podía
hacer lo mismo. Veía irse todas las mañanas a su hermana adoptiva, con
los libros bajo el brazo, y sentía entonces los privilegios de la libertad,
pero, también, una enorme envidia. Dedicaba ahora mucho tiempo a
vagabundeos, y gustaba sobremanera de persecuciones y aventuras en
el campo. Pero estaba a la vez preocupado. Plaxy conocía más que él el
mundo de los hombres. A la tarde, de regreso de la escuela, la niña le
aseguraba que las lecciones eran muy fastidiosas, pero Sirio advertía
orgullo y satisfacción en la voz de Plaxy, y adivinaba que en la escuela
ocurrían a menudo cosas muy divertidas. Al fin se contentó con sacarle
a su amiga, gradualmente, los conocimientos adquiridos ese día, y Plaxy
por su parte se acostumbró a trabajar junto con el perro, para beneficio
de ambos, en las labores escolares.

Entretanto, Elizabeth continuaba la educación de Sirio. Sus lecciones no


eran regulares, pero estimulaban siempre al animal. Muy a menudo
Sirio pagaba su deuda con Plaxy transmitiéndole los frutos de las
lecciones de Elizabeth, aunque la niña lo escuchaba con aire de
condescendencia. Sirio le hablaba también de sus conversaciones con
Thomas, que lo llevaba a veces a pasear por las colinas, y le hablaba de
la historia del mundo y las ciencias. Plaxy los acompañaba de cuando en
cuando en estas caminatas; pero Thomas se exigía a sí mismo un
ejercicio vigoroso los fines de semana, y su hija no tenía la resistencia
de Sirio. En sus años de cachorro Sirio volvía muy fatigado de estos
paseos, pero más tarde esperaba con placer el fin de semana y las
caminatas por Arenig, los Rhinogs o Moelwyn. Los pensamientos de
Thomas fluían entonces ampliamente, y Sirio lo abrumaba a preguntas.
El gran fisiólogo respondía pacientemente, como si el perro fuera uno
de sus estudiantes. Este frecuente contacto con una mente madura y
brillante fue la base de la educación de Sirio. Discutían a menudo
acerca del futuro, y Thomas aseguraba que a él, el perro, le esperaba
una gran tarea. Pero de esto hablaré más tarde. Me he alejado otra vez
de Sirio cachorro.

Sirio era inferior a Plaxy, y a casi todos los seres humanos, no solo en
lectura y escritura. Era absolutamente ciego a los colores. Entiendo que
muchos discuten aún la sensibilidad de los perros al color, pues en la
retina de estos animales hay, aproximadamente, el mismo número de
conos y bastoncillos que en el ojo humano. Quizá ocurra que esta
especie de ceguera sea más frecuente en los perros que en los hombres.
En fin, Sirio, por lo menos, no percibía el color. Mucho después de
aprender a hablar ignoraba que su vista fuera diferente de la de Plaxy.
Thomas le había dicho a Elizabeth que muy probablemente Sirio era

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ciego, como otros perros, a los colores, pero ella se había resistido a
creerlo. El cachorro reconocía por el color, aparentemente, sus distintos
vestidos.

—No —dijo Thomas—. Debe de distinguirlos por el olor, o la sensibilidad


táctil de la lengua. Presta atención. Cuando Sirio nombra algún color
casi siempre se equivoca. De cualquier modo, pongámoslo a prueba.

Thomas compró una caja de cubos infantiles y les cubrió las caras con
papeles de distinto color, cuidando que los valores tonales, el olor y la
textura fueran idénticos. Luego les dio los cubos a Plaxy y Sirio. Plaxy
formó enseguida un damero rosado y azul. Sirio no mostró especial
interés por el juego, pero trató de imitar como le decían el damero de
Plaxy. Pronto fue evidente, incluso para el propio Sirio, que Plaxy veía
algo que él no podía distinguir. Decidió inmediatamente que superaría
esta dificultad como había superado los obstáculos de la lectura.
Descubriría, con ayuda de Plaxy, qué se le había escapado en los cubos,
y se ejercitaría luego hasta poder verlo fácilmente. La niña señaló los
distintos colores, nombrándolos. Se le mostró luego un grabado
coloreado y una fotografía monocroma. Giles trajo un farol de vidrios
rojos y azules. Todo en vano. Sirio no advertía diferencias.

Thomas consoló al acongojado cachorro asegurándole que la ceguera


para los colores era común a todos los perros, y posiblemente a todos
los mamíferos, excepto el hombre y el mono. De cualquier manera los
perros, le recordó, tenían un olfato y un oído muy superiores. Sirio
sabía, era cierto, que las narices humanas eran instrumentos
defectuosos. Plaxy, por ejemplo, era incapaz de olfatear las huellas de su
madre en el jardín, ni distinguir una pisada de Gelert de la de otro
perro. Más aún, ya había descubierto, desilusionado, la insensibilidad de
la niña a los misteriosos y excitantes olores que exhala el campo
después de la lluvia. Plaxy se contentaba con gozar dulcemente del aire
fragante y fresco, mientras él analizaba con nariz temblorosa
innumerables mensajes.

—Caballo —decía olfateando la brisa—. Un caballo desconocido. —Y


enseguida—: ¡El cartero! Sube ahora por la loma. —O quizá—; huele a
mar —aunque el mar se encontraba a varios kilómetros, detrás de los
Rhinogs.

Un leve cambio en la dirección del viento le traía a veces el olor de una


cascada lejana, o el aroma peculiar de algún páramo, o de turba, brezos
o helechos.

A veces, atraído por un olor especial, se precipitaba en busca de huellas.


En una ocasión volvió a los pocos minutos diciendo:

—Un pájaro raro, pero no pude verlo bien.

En otra oportunidad salió corriendo de la casa, husmeó la brisa y fue


hacia el páramo. Dio varias vueltas, encontró al fin alguna pista y

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desapareció detrás de la loma. Una hora después volvió muy excitado, le
pidió a Plaxy que sacara el libro de animales y juntos volvieron las
páginas hasta llegar al grabado de un zorro.

—¡Ese! —exclamó Sirio—. ¡Qué olor!

Un día, mientras jugaban en el jardín, Sirio se detuvo de pronto,


olfateando. Se le erizó la pelambre y metió la cola entre las patas.

—Entremos —dijo— hay algo horrible en el aire. —Plaxy se rio, pero el


cachorro parecía tan perturbado que se asustó y entró en la casa. Veinte
minutos después llegó Giles de la escuela y dijo que por el camino de
Ffestiniog había pasado un zoológico ambulante.

Cuando Giles se enteró de la reacción de Sirio sugirió que debían


llevarlo con toda la familia a ver las fieras. El pequeño cobarde
aprendería así que los malos olores no eran realmente peligrosos.
Luego de muchas discusiones, Sirio aceptó. No olvidó nunca la
experiencia. Tan pronto como entraron en el zoológico se sintió
desgarrado por una espantosa confusión de olores, unos atrayentes,
otros formidables, como si (explicó mucho después) todos los miembros
de una orquesta estuvieran afinando a la vez sus instrumentos
estridentemente. Con el rabo entre las patas, y la mirada asustada, Sirio
se apretó contra las piernas de Elizabeth mientras el grupo pasaba de
una jaula a otra. Algunos animales despertaron en él el ya conocido
instinto de caza. Pero los grandes carnívoros, el león, el tigre y el oso,
sarnosos y abyectos, que se paseaban tristemente en sus estrechas
jaulas, torturaron a Sirio con sus olores: el olor aterradoramente
natural, y el olor adquirido en la enfermedad y la miseria. Se reconoció,
estremeciéndose, en el lobo de ojos rasgados. Mientras miraba
fascinado a ese pariente no muy distante, el león rugió de pronto. Sirio,
temblando de miedo, se metió entre las piernas de Elizabeth. Siguiendo
el ejemplo del león, los otros animales se pusieron a gritar, y cuando el
elefante desgarró el aire con uno de sus trompeteos, Sirio dio media
vuelta y desapareció.

Las experiencias de Plaxy en este mundo de los olores eran muy


reducidas. El mundo de los sonidos era para ella más amplio, pero
mucho menos que para Sirio. Si alguien venía hacia la casa, el perro oía
los pasos antes que nadie y los reconocía sin titubeos.

Describía el grito del murciélago, inaudible para los humanos, como una
penetrante aguja de sonido. Plaxy y Elizabeth descubrieron muy pronto
que percibía sutilmente los distintos tonos de una voz. Distinguía así con
facilidad la alabanza espontánea de una bondadosa frase de estímulo, la
verdadera reprobación de la censura condescendiente o divertida. No
solo eso. Parecía descubrir cualquier cambio de humor antes que el
propio sujeto.

—Elizabeth —preguntaba de pronto—, ¿por qué estás triste?

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—Pero, Sirio, no estoy triste —respondía Elizabeth, riendo—. Al
contrario, estoy contenta. El pan se ha horneado bien.

—Estás triste, adentro —insistía Sirio—. Lo oigo perfectamente. Estás


contenta solo en la superficie.

Al cabo de un rato Elizabeth confesaba:

—Oh, bueno, quizá esté triste. No sé por qué.

El olor de la gente le revelaba también a Sirio algún estado emocional.


Hablaba así de un «olor iracundo», un «olor amistoso», un «olor
asustado», un «olor fatigado».

El lenguaje humano, según Sirio, no podía expresar la riqueza de esos


dos universos. En una ocasión dijo de cierto olor que había en la casa:

—Se parece más bien al rastro de una liebre seguido por un perro y
cruzado hace tiempo por un mulo.

Olores y sonidos tenían para él algún rico significado emocional, innato


o adquirido. Muchos olores desconocidos despertaban su instinto de
cazador, y había otros que trataba de evitar. El significado de muchos de
estos olores se debía evidentemente a alguna asociación. Un día, en el
páramo, se cortó una pata con un trozo de botella. Mientras regresaba
renqueando, estalló una tormenta aterradora. Sirio llegó al fin a la
puerta de la casa y Elizabeth lo cuidó y le limpió la herida con un
conocido desinfectante. El olor del líquido, que hasta ese día le había
repugnado, despertó desde entonces en él, y durante toda su vida un
sentimiento de bondad y seguridad.

Muchos ruidos lo sacudían violentamente. El trueno lo aterraba. El


rasguido de una tela lo sobresaltaba con un miedo puramente
fisiológico, y rompía a ladrar en divertida protesta. Las risas humanas
le resultaban sumamente contagiosas. Respondía con extrañas e
inconfundibles carcajadas, salpicadas de gañidos. El tono de la voz no
solo le revelaba el humor del interlocutor, sino que despertaba en él
emociones muy intensas. Algo similar ocurría con los olores de la
emoción.

Como muchos perros, el joven Sirio no soportaba la música humana. Un


tema vocal o instrumental aislado era ya un tormento, pero ante la
combinación de varias voces perdía totalmente la cabeza. Una buena
ejecución de un solo le parecía siempre desafinada. La armoniosa
combinación de temas era para él una repugnante cacofonía. Luego de
alguna merienda campestre, Elizabeth y los niños solían bajar por el
páramo cantando rondas. Invariablemente, Sirio abandonaba sus
habituales correrías, se acercaba a ellos, aullaba. Los niños lo
ahuyentaban indignados, pero recomenzaban las canciones y Sirio

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aparecía otra vez con sus aullidos. En una ocasión, Tamsy, el miembro
más seriamente musical de la familia, exclamó, implorante.

—¡Sirio, por favor, cállate o vete!

—¿Pero cómo pueden soportar esa horrible confusión de dulces


sonidos? —replicó el cachorro—. Debo acercarme pues los sonidos son
tan dulces, y debo aullar puesto que es tan confuso… y podría… ser tan
hermoso.

—¿Si yo pintara un cuadro —preguntó en otra ocasión—, no se


acercarían? ¿Y no perderían la cabeza al ver todos los colores
equivocados? Para mí los sonidos son mucho más excitantes que para
ustedes esos colores.

La familia se negó a admitir que sus canciones fueran una confusa masa
de sonidos. Decidieron por lo tanto «enseñar música a Sirio». El
cachorro aceptó su destino con docilidad y fortaleza caninas. Al fin y al
cabo, por más doloroso que fuese el proceso, le ayudaría a descubrir
algo más acerca de los seres humanos. Las diferencias que descubría
entre él y sus amigos le preocupaban desde hacía tiempo.

Toda la familia se reunió en la sala. Elizabeth sacó su adorado y


olvidado violín. Anteriormente, cuando Sirio lo había oído tocar, había
corrido aullando hacia ella. Si la puerta estaba cerrada, se quedaba
afuera, ladrando. Si no, entraba en el cuarto y saltaba hasta que
Elizabeth dejaba de tocar. En esta ocasión estaba dispuesto a soportar
estoicamente la dolorosa operación. Pero la excitación lo abrumó muy
pronto. Tamsy estaba al piano, Maurice y Giles aguardaban con sus
grabadores de sonido. Plaxy, sentada en el suelo, abrazaba al inquieto
pero más bien resignado Sirio «para que no se enoje con nosotros».
Pues era evidente que Sirio daría trabajo. Se le escapaba a Plaxy, corría
de un instrumento a otro fingiendo atacarlos. Los fuertes coletazos, que
expresaban a la vez alegría y angustia, arrancaban el arco de la mano
de Elizabeth, o hacían volar un grabador al otro extremo de la sala. El
experimento era simplemente un caos. Aún en brazos de Plaxy, Sirio
ladraba con tanta fuerza y virtuosismo que ahogaba el sonido de los
instrumentos. Cuando lo convencieron de que debía cooperar
seriamente, se descubrió muy pronto que su oído musical superaba al de
cualquier miembro de la familia. Elizabeth movía apenas el dedo sobre
la cuerda, tan levemente que nadie advertía alguna diferencia, excepto
Sirio. La mujer descubrió asombrada que Sirio cantaba también en el
tono exacto. En cierta ocasión Sirio no pudo contenerse y respondió al
violín con un aullido que correspondía en su parte principal a la nota
que acababa de dar el instrumento. Elizabeth le pidió que la repitiera y
Sirio emitió la nota pura, sin adornos. Maurice tocó una escala y Sirio
cantó al unísono, en perfecta armonía con los tonos inexactos del joven
músico en su imperfecto instrumento.

Con su habitual tenacidad, Sirio se dedicó a dominar ese tormento, la


música. Mostrando una sorprendente aptitud para el canto, pronto

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superó a Plaxy en la reproducción de las canciones familiares. A veces
cantaba sin palabras, otras recurría a equivalentes caninos. Su jerga
(simplemente un inglés mal pronunciado) rimaba y se escandía
apropiadamente.

La música humana, con el tiempo, dejó de torturarlo. Llegó, incluso, a


gustarle, si los ejecutantes no desafinaban. A veces se unía a las rondas,
antes insoportables, y cuando Elizabeth tocaba el violín se acercaba a
escuchar. En algunas raras ocasiones se retiraba a un lugar favorito del
páramo, y cantaba allí durante horas, repitiendo las canciones que le
había oído a Elizabeth.

Era una familia musical. Bajo la dirección de Elizabeth habían


desarrollado un divertido sistema de llamadas, como toques de clarín.
Cierta melodía significaba: «hora de levantarse»; otra «el desayuno está
listo»; otra, «podemos empezar el paseo». Plaxy y Sirio, los miembros
más jóvenes de la familia, inventaron por su parte algunas llamadas de
uso privado. Una de ellas, por ejemplo, quería decir «¡Socorro!». Otras
señalaban el descubrimiento de algo interesante, que valía la pena
investigar, o una invitación al juego. Un rápido murmullo anunciaba el
deseo de orinar. A esto había dos respuestas musicales posibles. Una
informaba «Muy bien, también yo», y la otra «No tengo ganas».
Curiosamente, si uno de ellos realizaba esta operación, el otro tenía que
imitarlo, al estilo canino. Aunque no siempre. Plaxy descubrió muy
pronto que no podía seguir el ritmo de Sirio en este aspecto.

Cuando Thomas supo que Sirio practicaba música al aire libre, temió
que se hiciera famoso como «el perro cantor» y alguien quisiera
explotarlo. Los habitantes de las cercanías se sorprendieron sin duda al
escuchar la inarticulada voz inhumana, pero exacta y dulce, de un perro
que sentado sobre sus cuartos traseros cantaba melodiosamente. Se
empezó a hablar de los siniestros poderes de Thomas, capaz de meter al
propio demonio en un animal. Afortunadamente, cuanto más crecían los
rumores, menos se creía en ellos. El perro cantor no desencadenó
ninguna locura similar a la de la mangosta parlante o el monstruo de
Loch Ness.

Sirio, cachorro, solo entonaba música humana. Las grandes obras


clásicas le interesaron siempre, pero su estructura fundamental le
parecía tosca e inadecuada como posible expresión de emociones.
Experimentó entonces con nuevas escalas, ritmos y tonos, más
conformes a la mayor sensibilidad de su oído. Recurrió así al cuarto de
tono y al octavo de tono. A veces, dividía la octava de un modo
desconocido en el arte musical humano. De esa manera, sus melodías
más peculiares se parecían cada vez más a los ladridos de un perro,
aunque este ladrido era curiosamente variado y perturbador.

Sirio no disponía de otro medio de expresión que aquella voz flexible y


dulce. Deseó a menudo tocar algún instrumento, para poder
experimentar con la armonía, pero sin manos eso no era posible. Se
sentaba a veces al piano, tratando de acompañarse en su canto con dos

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notas, pero sus garras eran demasiado toscas. Durante largos períodos
abandonaba totalmente la música, y se paseaba de un lado a otro,
cabizbajo, la cola entre las patas, rehusando todo consuelo. Aquella
unión de talento e impotencia no dejaba de atormentarlo. Pero se
recuperaba al fin, y resolvía que si la música instrumental le estaba
vedada, haría cosas maravillosas y nuevas con la voz. Sirio alternó así,
a lo largo de toda la vida, entre la piedad que le inspiraba su propia
impotencia, y la aceptación desinteresada y hasta irónica de su
naturaleza y el medio, adoptando siempre como salida la decisión de
triunfar a pesar de todo.

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4

Juventud

En el capítulo anterior he hablado solamente de Sirio cachorro, pero al


describir sus capacidades y limitaciones debí referirme necesariamente
a su vida posterior. Inició sus aventuras musicales más serias, por
ejemplo, ya en la juventud. Me limitaré ahora, con mayor precisión, a la
adolescencia de Sirio y su temprana madurez, preparándome así a
relatar esa época donde nuestras vidas se confundieron casi
íntimamente.

En la adolescencia Sirio era ya más alto que el ovejero común. Pero su


extrema delgadez sugería que el desarrollo no había sido normal. No
era tampoco muy valiente. Evitaba el encuentro con otros perros, más
aún al descubrir, luego de varias peleas menores, que el peso de la
enorme cabeza le impedía atacar eficazmente a sus enemigos. Perdió en
parte esta debilidad al alcanzar la madurez, pues el constante ejercicio
le desarrolló los músculos del cuello. Pero en la juventud no podía
competir con los ovejeros de menor talla, aunque más experimentados.
Uno de ellos, lamentablemente un vecino, se acostumbró a perseguirlo
en todo momento. Un día la ignominiosa persecución llegó hasta la casa
de los Trelone, y Plaxy, la escolar, hubo de recurrir a la escoba. Con
golpes e insultos alejó prontamente al animal, que llevaba el adecuado
nombre de Diawl Du, demonio negro. Sirio oyó más tarde que Plaxy le
narraba el incidente a Elizabeth, y añadía:

—Temo que Sirio no tenga muchas agallas.

Sirio no conocía la palabra «agallas», pero advirtió en la voz de Plaxy,


que quería parecer divertida, una profunda mortificación. Fue
sigilosamente en busca de un diccionario. Con mucho trabajo, y
recurriendo frecuentemente a la lengua húmeda para volver las
delgadas hojas, encontró la palabra. No le gustó que Plaxy pensara eso.
Pues «agallas», según el diccionario «Oxford» abreviado, significaba
«valor, ánimo, denuedo, intrepidez», y estaba relacionado con
«espíritu». Debía reconquistar, de algún modo, el cariño de Plaxy. Ese
mismo día la niña pareció dedicar sus mejores atenciones al gatito Trix,
sucesor de Tommy. Plaxy, en verdad se dedicaba a los gatos siempre que
se sentía alejada de Sirio. Esta vez mimaba a Trix sin preocuparle la
presencia del perro, y señalaba la suavidad de la tostada pelambre o la
delicada nariz. Sirio creyó advertir que la misma Plaxy mostraba en ese
momento una naturaleza felina, envolviéndose en un altanero silencio y
una abandonada indolencia, «abrazándose a si misma», como decía a
veces.

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Poco después de su derrota frente a Diawl Du, Sirio tuvo un serio
disgusto con Trix. El gato miraba a Plaxy pensando sí saltaría o no a su
regazo, cuando Sirio perdió el dominio de sí mismo y atacó
ruidosamente a su rival. El gato arqueó el lomo, y sin dar un paso atrás
lanzó un zarpazo a la cara de Sirio. El perro retrocedió gimiendo. El
grito de Plaxy se transformó en una carcajada. Llamó a Sirio cobarde y
bravucón, y tomando a Trix en brazos lo cubrió de caricias. Sirio se
alejó avergonzado y triste.

Dos semanas más tarde se advirtió que Sirio tenía ahora la manía de
morder un viejo mango de azada que había en el patio. Cuando tenía a
su alcance a algún robusto ser humano, preferentemente Maurice, lo
invitaba a que se uniese al juego. Niño y perro tomaban cada uno un
extremo del palo y corrían por el jardín. Poco después, Maurice
observo:

—Sirio está cada día más fuerte. Ya no puedo sacarle la madera de la


boca.

Durante todo este tiempo Sirio eludió cuidadosamente a Diawl Du, pero
al fin se sintió preparado. Aunque confiaba ahora en el poder de su
dentellada, y los movimientos de la cabeza más veloces y precisos, no
podía depender enteramente de la fuerza física. Su estrategia, planeada
con gran cuidado, se basaría sobre todo en la astucia. Estudió el campo
de batalla —la escena de su anterior derrota—, y ensayó varias veces el
ataque que lo llevaría a la victoria, en presencia de Plaxy. Esperó una
tarde que la niña volviera de la escuela y corrió luego a Glasdo, la
granja de Diawl Du. Se paseó por allí ostentosamente y al fin su
enemigo lo vio y salió por el portón como una roca negra que desciende
a saltos la falda de una montaña. Sirio se volvió y echó a correr hacía
Garth. Para llegar a la puerta de la casa, su objetivo aparente, tenía que
cruzar el portón del patio, doblando en ángulo recto. Antes de aminorar
la marcha, miró hacia atrás. Diawl Du se encontraba a la distancia
correcta. Entró entonces en el patio describiendo una curva cerrada, y
llegó nuevamente al portón, pero oculto esta vez por la pared. En ese
mismo instante el ovejero cruzaba el portón. Sirio se lanzó sobre él, con
el impulso de su propia carrera, por el flanco izquierdo. Diawl Du rodó
por el suelo. Sirio rodó también y le clavó los dientes en el cuello,
encontrando mayor asidero que en el mango duro de la azada. Se aferró
desesperadamente al otro animal, temiendo que si se le escapaba, la
destreza superior del ovejero se le impondría otra vez. Los apagados
aullidos de Diawl Du y los continuos gruñidos de Sirio pronto hicieron
salir a los habitantes de la casa. De reojo, mientras rodaba por el suelo
con su enemigo, Sirio vio a Plaxy. La sangre caliente de Diawl Du le
llenó la boca, amenazando ahogarlo. Sirio tosió, buscando un poco de
aire, pero sin soltar la presa. El sabor salado y el olor de la sangre de
Diawl Du, explicó más tarde, lo habían enloquecido. Sintió que una
energía y una furia contenidas se liberaban por primera vez en él. En
cierto instante le pasó por la cabeza, como un relámpago, un
pensamiento: «Esta es la verdadera vida, mí vida, y no esas tonterías
humanas». Apretó, sacudió, tironeó, mientras Diawl Du forcejeaba cada

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vez más débilmente. La horrorizada familia Trelone trató por todos los
medios que soltara al ovejero. Lo golpearon, le echaron pimienta a la
cara. Sirio estornudó con violencia, pero no abrió la boca. Cayeron
sobre él, inmovilizándolo mientras intentaban introducirle un palo entre
las mandíbulas. Sirio sintió que su propia sangre se mezclaba a la
sangre del ovejero, y la diferencia de sabores lo sorprendió. Plaxy,
desesperada, trató de meterle las manos en la boca. Luego, ya fuera de
sí, empezó a chillar. Sirio soltó entonces a Diawl Du, que quedó tendido
en el suelo.

El vencedor se alejó majestuosamente, lamiéndose el hocico manchado


de sangre, con el lomo erizado. Bebió en la artesa, bajo la bomba del
patio y se echó en el suelo, con la cabeza entre las patas, observando la
escena. Elizabeth envió a los chicos en busca de agua caliente,
desinfectante, vendas, mientras examinaba la herida. Plaxy sostuvo la
cabeza del perro inconsciente, mientras Elizabeth ponía en la herida un
gran trozo de algodón y vendaba el cuello. Al cabo de un rato Diawl Du
dio señales de vida. Movió lentamente la cabeza entre las manos de
Plaxy, emitió el fantasma de un gruñido, y al fin un gimoteo. Luego lo
llevaron dentro de la casa y lo pusieron ante el fuego de la cocina, con
un cuenco de agua.

Nadie prestó atención a Sirio, echado todavía en el patio, tieso, y de mal


humor; triunfante, pero también desconcertado y resentido. Si Plaxy
quería que demostrase valor, ¿por qué no venía a acariciarlo y
elogiarlo?

Pronto salió Elizabeth, y puso en marcha el auto de la familia.


Retrocedió hasta la carretera, entró en la casa, y con ayuda de Maurice
sacó a Diawl Du en brazos mientras los otros le preparaban un lugar en
el asiento trasero del coche. Acostaron cómodamente al perro, sobre
una alfombra, y Elizabeth partió hacia Glasdo.

Los niños se volvieron hacía Sirio.

—Caray —dijo Maurice—. Esta vez, la has hecho buena.

—Te matarán como a un animal peligroso —comentó Tamsy.

—Fue casi un asesinato —contribuyó Giles.

Plaxy solo dijo:

—¡Oh, Sirio!

Sirio la miró en silencio, tratando de entender qué había en la voz de


Plaxy. Reproche y horror, sin duda, pero también algo más, alegría por
la proeza de su perro quizá, o superioridad humana. De cualquier modo,
¿qué le importaba a él? Inmóvil, con la cabeza apoyada en las patas
delanteras, se quedó mirando a Plaxy. En ese momento llegó Trix, el
gato, y frotó el lomo contra las piernas de la niña. Sirio se incorporó

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rápidamente, con el pelo otra vez erizado, y emitiendo un sonido ronco,
mezcla de bufido y gruñido, se alejó con consciente dignidad y cruzó el
portón.

La lucha con Diawl Du fue un punto importante en la carrera de Sirio.


Había probado el sabor del triunfo. Los animales de escasa inteligencia
no volverían a amedrentarlo. Pero, además, había encontrado cómo
expresar su naturaleza más profunda, su naturaleza inconsciente. Había
descubierto algo mucho más satisfactorio en verdad que el artificio
humano. Estos pensamientos no eran aún muy claros para él, pero así lo
explicó más tarde, al recordar el incidente.

Elizabeth le advirtió que si insistía en tratar de matar a alguien podría


haber dificultades serias.

—Recuerda que para los extraños —le dijo— eres solo un perro.
Ninguna ley te ampara. Sí alguien decide librarse de ti, no lo acusarán
de asesinato. Tendrá quizá algunas dificultades, porque eres propiedad
nuestra, pero nada más. Sirio, ¿cómo pudiste hacerlo? —concluyó—.
Fue horrible, una cosa animal. Sirio no respondió a la ofensa. Olió y oyó
la despectiva hostilidad de Elizabeth. Era probable que la mujer hubiera
dado salida a un odio reprimido y oculto. Sirio vio claramente la
insensatez de su conducta, y el peligro que podía encerrar, pero las
últimas palabras de Elizabeth lo pusieron fuera de sí.

—¡Al diablo con todos ellos! —dijo interiormente, pero no dio señal
alguna de haber oído a su madre adoptiva. Estaba sentado junto al
fuego, y luego del insulto de Elizabeth alzó una pata y se rascó las
partes pudendas con gran cuidado y ostentación, costumbre a la que
recurría, con gran éxito, cuando quería molestar a los miembros
femeninos de la familia.

A medida que los meses se convertían en años, Sirio era menos tímido
con los otros perros. A su peso y fuerza creciente se añadía una notable
inteligencia, y no había ovejero en la región que no reconociera su
superioridad. En cuanto a «agallas», parece que durante toda la vida
fue en el fondo una criatura pusilánime, que se mostraba audaz solo por
desesperación, o cuando no dudaba del resultado, o en esas raras
ocasiones en que era dominado por el oscuro dios de la sangre.

No puedo hablar de sus relaciones con animales de su especie sin citar


sus aventuras sexuales. Mucho antes de la pelea con Diawl Du, había
empezado a mostrar un perplejo interés por cualquier perra en celo que
se le cruzara en el camino. Casi todas lo recibían con indiferencia,
considerándolo sin duda un cachorro agrandado. Pero una perra negra,
grande y de bastante edad, parecía encontrar muy atractivo al insistente
y joven gigante. Sirio practicaba con ella, periódicamente, una buena
cantidad de volubles juegos amatorios. Thomas observaba muy
interesado las travesuras de la pareja, pues advirtió muy pronto que
Sirio carecía de la aptitud intuitiva del perro común. Los animales
correteaban, se lanzaban el uno sobre el otro en fingido combate,

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complaciéndose sin duda en el deleitable contacto corporal. Pero al
cabo de un rato, Sirio, inmóvil, meneaba tontamente la cola,
preguntándose qué haría luego. Esta falta de objetivo, ciertamente es
una etapa normal en el desarrollo sexual de los perros, aunque se
resuelve pronto en la copulación. Pero Sirio no había visto copular a
otra pareja canina, y parecía desconcertado. Solo al presenciar como
otro perro, mucho más joven que él, pero más instintivo y
fisiológicamente más maduro, poseía a su amada, descubrió lo que
deseaba hacer su cuerpo.

En adelante sus amores culminaron normalmente. En el plano


fisiológico se encontraba aún en la fase «escolar», y las perras maduras
no lo juzgaban muy atractivo. El sexo, por otra parte, no lo obsesionaba.
Le parecía más un símbolo de madurez —algo que podían hacer los
perros mayores— que un fin en sí mismo. Comparado con Plaxy, y aun
los otros chicos, Sirio parecía sexualmente precoz, pero solo por que
sus nada restringidos amores aumentaban constantemente su
experiencia y su técnica. Para los niños aquel sería en cambio durante
mucho tiempo un territorio inexplorado.

Según Sirio aquellos lances amorosos eran, en cierto aspecto,


deplorablemente insatisfactorios. La amada de la hora, aun con la
figura, la piel y el olor más deleitables, le parecía invariablemente una
pobre idiota. No hablaba, no entendía las palabras de cariño. Nada
sabía de las aventuras de la mente. Y cuando la época de celo concluía,
revelaba una frigidez devastadora y una falta total de atractivos. La
fragancia había desaparecido. Solo quedaba la mentalidad de
retardada.

Thomas se interesó sobremanera en las desenfadadas confidencias de


Sirio. Cuando el doctor le preguntaba:

—¿Pero qué te atrae en ella?, —el joven Sirio solo podía responder:

—El olor, un olor maravilloso.

Más tarde, ya en la madurez, habló más claramente. En cierta ocasión


Sirio me dijo:

—Sí, lo más importante es ese olor. No puedo explicar su poder, pues el


olfato humano es muy deficiente. Pero los poetas han hablado a menudo
de las formas y colores deliciosos de la amada, que parecen expresar un
espíritu encantado, con frecuencia engañoso. Pues bien, traduzca todo
eso a términos de fragancia. La fragancia del deseo de Morwen es como
el aroma matinal, con algo de inexpresable. Es el aroma de un espíritu
muy delicado y fragante, aunque lamentablemente dormido. Pero huele
como si estuviese realmente despierto.

—¿Pero y su aspecto? —pregunté—. ¿Eso no te atrae?

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—Me atrae —respondió Sirio—, pero el perro común no le presta
atención. Solo el olor le importa, y, por supuesto, también el contacto.
Pero el éxtasis nace del olor, un olor dulce, embriagador, penetrante. ¿El
aspecto? Sí, ciertamente a mí me interesa el aspecto. Es esbelta,
lustrosa, elástica; sugiere un espíritu que hubiese podido existir si ella
estuviese realmente despierta, como yo. Pero, por otra parte, la
importancia que yo doy ahora al aspecto de las cosas se debe a haber
vivido tanto con los humanos, seres de vista afinada. De cualquier
modo, la voz me importa más que el aspecto. No sabe hablar,
naturalmente. Pero el tono y el ritmo de la voz le permiten decir las
cosas más dulces y tiernas. En verdad, no quiere decirlas. Las dice
como en sueños. Las diría realmente si estuviera despierta.

Pero volvamos a la adolescencia de Sirio. Elizabeth había educado a sus


niños de acuerdo con la tradición moderna. Como vivían en el campo no
podían ignorar la existencia del sexo. Bastaba que observaran a bestias
y a pájaros. Pero como la vida sexual no provocaba en ellos ningún
sentimiento de culpa, como era aún común en aquel entonces, no
prestaban mucha atención al fenómeno, y necesitaban de un tiempo
sorprendentemente largo para entender qué ocurría. Cuando Sirio tuvo
su primer lance amoroso, los dos miembros más jóvenes de la familia,
que aún no iban a la escuela, nada sospecharon. Pero muy pronto Sirio
empezó a hablar del asunto con evidente orgullo. Elizabeth tuvo que
recurrir a todo su tacto y sentido del humor en defensa de las
convenciones. Algo perfectamente correcto y adecuado para Sirio no lo
era para los niños, aunque sí para los adultos; por otra parte, no se
hablaba de eso fuera de casa, y menos en Gales. Todo esto, le confesó
Elizabeth a Thomas, fue bastante fastidioso, y confiaba no haber hecho
más mal que bien. Plaxy, por supuesto, había vivido ya varios amores
infantiles. En su primer año escolar se había enamorado violentamente
de una compañera galesa. Sirio sintió, por primera vez en su vida, que
no lo querían. Plaxy salía de la escuela o terminaba sus tareas en la
casa y no tenía tiempo para jugar. Gwen siempre la esperaba para algo.
Sirio no podía acompañarla porque —explicaba la niña— Gwen
descubriría muy pronto que el perro sabía hablar, y nadie debía saber
aún que era algo más que un superovejero. Era este un secreto que
habían mantenido hasta entonces como un misterio sagrado. Nadie lo
conocía, salvo los seis miembros de la familia, y Kate, aceptada desde
hacia tiempo en la tribu. Las otras integrantes del servicio doméstico,
Mildred la nodriza, y su ayudante local, habían sido oportunamente
despedidas. Sirio entendía por lo tanto el valor del argumento de Plaxy,
pero creía advertir que la niña se alegraba realmente de poder recurrir
a una excusa tan plausible. La pérdida de la confianza y compañía de
Plaxy fueron un rudo golpe para el cachorro. Se pasaba las horas
paseándose por la casa y el jardín esperando el regreso de su amiga.
Plaxy llegaba al fin, y Sirio la recibía efusivamente, pero la niña parecía
siempre algo distraída, y hasta indiferente.

Al cabo de un tiempo este amor se desvaneció, y Sirio recuperó su


importancia. Pero vinieron otros amores. A los doce años Plaxy perdió
la cabeza por el hijo del herrero local, Gwilin, que tenía dieciocho. Fue

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una relación unilateral, y Plaxy lo veía muy poco. Hizo de Sirio su
confidente, y este la consolaba afirmando que Gwilin debía de ser muy
estúpido para no enamorarse de una niña tan hermosa. En cierta
ocasión dijo:

—De cualquier modo, Plaxy, yo te quiero.

La niña lo abrazó.

—Sí, ya lo sé —dijo— y yo a ti. Pero quiero también a Gwilin. Es de mi


especie, y tú no. A ti te quiero de otra manera. No menos, pero de otra
manera.

Mientras Plaxy languidecía por su membrudo herrero, Sirio empezó a


interesarse seriamente en las hembras de su especie. Plaxy descubrió de
pronto que no disponía ya de su fiel confidente, antes dispuesto siempre
a escucharla y simpatizar con ella. Lo buscaba a veces, al volver de las
clases, y no podía encontrarlo. Y cuando lo encontraba advertía que
Sirio estaba mentalmente ausente, y que su simpatía era superficial. En
cierta ocasión Plaxy le describía como Gwilin blandía maravillosamente
el martillo sobre el hierro al rojo-blanco y la sonrisa que le dedicó
después, cuando Sirio se incorporó de pronto, husmeó el aire un
instante, y echó a correr. Amargamente mortificada, Plaxy pensó que
Sirio no era realmente un amigo, sino una bestia ruda. (Esta expresión
la había aprendido hacía muy poco tiempo, en la escuela). Sirio nada
entendía, y en nada se interesaba, concluyó. Pero la niña sabía muy bien
que esto no era cierto. Su pasión intermitente, y siempre insatisfecha, se
arrastró a lo largo de dieciocho meses, inspirándole muy dulces penas y
haciéndola sentirse muy importante, hasta que un día tropezó con Sirio,
en el acto mismo del amor con su fragante compañera del momento. La
niña había visto ya anteriormente a dos perros que se comportaban de
esa extraña manera, pero nunca a Sirio. Advirtió muy sorprendida que
el descubrimiento la afectaba terriblemente. Se alejó con rapidez,
sintiéndose, sin razón aparente, abandonada e insultada.

Dos o tres años después de haberse enamorado de Gwilin, Plaxy hizo su


primera conquista. Conwy Pritchard, el hijo del cartero, era más activo
que el siempre amistoso, pero nunca sentimental Gwilin. Ante todo
Conwy se había peleado con otro chico por ella. Esto era emocionante.
Plaxy permitió que Conwy la monopolizara. Sirio fue abandonado otra
vez. A veces (interesado por alguna perra o la caza), no le importaba
mucho, pero muy a menudo se sentía solo. Más aún, los modales de
Plaxy con Sirio eran ahora de una inexplicable rudeza. En una ocasión
Sirio encontró a los jóvenes que se paseaban por el campo tomados de
la mano. Cuando Plaxy vio al perro se apartó y dijo como si se dirigiera
a un perro común:

—¡Vete a casa, Sirio!

—¿Pero para qué cría tu padre estas bestias cabezonas? —preguntó


Conwy.

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Plaxy rio nerviosamente, y respondió con voz algo chillona:

—Oh, Sirio es bueno. Vete, Sirio, no te necesitamos.

Mientras el perro esperaba, inmóvil, intentando descubrir que había en


la voz de Plaxy, Conwy se agachó como para recoger una piedra y dijo:

—Vete a casa, demonio.

La fuerte cabellera sedosa se erizó a lo largo del cuello y los hombros


de Sirio, que se inclino ominosamente hacia Conwy, la cabeza baja, las
orejas echadas hacía atrás, y la sombra de un gruñido en las fauces.
Plaxy gritó, asustada:

—¡Sirio, no seas loco!

El perro la miró fríamente, se volvió, y se alejó camino abajo.

Esa misma noche Plaxy intentó reanudar su amistad con Sirio, pero sin
éxito.

—Lamento mucho lo de esta tarde —dijo ella al fin, y Sirio advirtió que
iba a echarse a llorar—. ¿Pero que podía hacer? Debía fingir que eras
un perro común, ¿no es cierto?

La respuesta de Sirio la desconcertó.

—Desearías que lo fuese realmente ¿verdad?

—Oh, Sirio, no es así —replicó Plaxy con los ojos llenos de lágrimas—,
pero estoy creciendo y tengo que ser como las otras chicas.

—Claro —respondió—. Y yo tengo que ser como los otros perros,


aunque no lo sea en verdad, y no haya nadie como yo en el mundo.

Sirio trato de alejarse, pero Plaxy lo retuvo abrazándolo, y dijo:

—Oh, tú y yo seremos siempre amigos. Aunque uno de nosotros se aleje


y viva otra vida, y volveremos a encontrarnos.

—Sí así fuese —dijo— no me sentiría tan solo, aunque estuvieras lejos. —
Plaxy sonrió y lo acarició—. Plaxy, aunque eres una muchacha, y yo un
perro nadie acompaña como tú mi soledad. —Husmeó levemente el
cuello de Plaxy, y añadió—: Y tu olor es en verdad más hermoso que
esas enloquecedoras fragancias de las perras. —Luego, con su risita
gimoteante, añadió—. ¡Hermosa perra humana!

Plaxy se ruborizó, pero lanzó una carcajada. Consideró silenciosamente


la frase y dijo:

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—Si Conwy me llamase perra, significaría algo horrible, y jamás
volvería a hablarle. Pero cuando lo dices tú, supongo que es un
cumplido.

—Pero eres una perra —protestó Sirio—, una perra de la especie Homo
Sapiens, que para Thomas es un animal de zoológico.

Después del incidente en el sendero, los amoríos de Plaxy y Conwy


decayeron rápidamente. Ella lo veía ahora bajo una nueva luz. Conwy
era un animal humano, bastante atrayente, pero nada más. Su figura y
su seguro e irresistible modo de hacer el amor eran sus únicos
atributos. El perro Sirio era mucho más humano.

Durante un tiempo Plaxy y Sirio anduvieron siempre juntos. La niña le


pidió que la acompañara a la escuela por la mañana y la fuese a buscar
a la tarde para mantener alejado a Conwy. Cuando Plaxy iba a las
fiestas y bailes escolares, Sirio, naturalmente, se sentía solo y aburrido,
pero no se molestaba. Ella volvería. Del mismo modo, cuando el perro
salía con Thomas, Plaxy lo esperaba confiadamente dedicada a sus
quehaceres. Ya de vuelta, Sirio le contaría lo que habían hecho. Incluso
cuando lo enloquecía alguna nueva perra, Plaxy tampoco se preocupaba
demasiado. Se sentía secreta e inesperadamente celosa, pero se reía de
sí misma y ocultaba sus sentimientos. Los problemas amorosos de Sirio,
se decía, no le concernían, y no tenían en realidad ninguna importancia.
De cualquier manera, duraban muy poco. Ella misma, por otra parte,
estaba interesándose por un joven que había conocido en un baile de
colegio, un estudiante que cursaba en Bangor.

En aquella época —así me contaron— Plaxy comenzó a mostrar esa


curiosa gracia que fue luego tan notable. Era quizá una gracia natural,
o debida a la constante compañía de una criatura no humana, o ambas
cosas. La esposa del médico local comentó una vez:

—Esa niña llegara a ser encantadora, pero en cierto modo no es


totalmente humana.

En la escuela la llamaban frecuentemente «gatita», y había en ella, en


verdad, algo de felino. Los suaves cabellos, los ojos grandes de un color
azul verdoso, la cara ancha, la barbilla puntiaguda y la nariz chata
recordaban evidentemente a un gato. Lo mismo su andar, deliberado y
elástico. Cuando tenía algún acceso de mal humor, y parecía inaccesible,
su madre la llamaba «la gatita solitaria». Solo mucho después de
haberme casado con ella le expuse mi teoría. Se trataba, por supuesto,
de la influencia de Sirio, le dije. La compañía del perro había
desarrollado en ella modales muy poco humanos. Pero había entre ellos,
también, un antagonismo latente, y esos modales habían adquirido así
características felinas. No era raro que Sirio se sintiera ante ella
arrobado y exasperado a la vez; como todos sus admiradores por otra
parte, desde Conwy hasta yo mismo. Esa protesta inconsciente contra
Sirio se revelaba, particularmente, en la extraordinaria delicadeza y
precisión con que movía las manos. Parecía a veces que estas

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expresaran mejor que sus ojos, la conciencia que tenía de sí misma.
Pero en este carácter de elegante «manualidad» no había mucho de
felino. Recordaba por ejemplo a las bailarinas javanesas, que mueven
sus manos tan exquisitamente. Era, a la vez, algo humano y
«parahumano». Más que una gata parecía un hada. Y era en verdad, y
simultáneamente, una gata, un fauno, una dríada, un elfo, y una bruja.

Esta descripción concuerda por lo menos con lo que era Plaxy cuando
yo la conocí; en su temprana madurez. En la infancia, ese peculiar
encanto apenas se insinuaba. Pero a los quince y dieciséis años su
belleza, muy poco humana, atraía notablemente a los jóvenes. En esa
época (Plaxy tenía dieciséis años), Elizabeth sugirió a Thomas que la
niña podía ir a algún colegio. Los otros habían ingresado a una edad
mucho menor. Plaxy se había quedado hasta entonces en la casa en
parte para acompañar a Sirio.

—Pero ahora —dijo Elizabeth— está demasiado tiempo con él. Hay que
sacarla de esta desolación. Necesita conocer a otra gente de su especie.

Thomas había pensado interiormente no mandarla al colegio. No se


trataba solo del beneficio de Sirio, pero los otros tres chicos habían sido
aplastados, en cierto modo, por la educación.

—¡Desolación! —exclamó Thomas—. ¿Y qué me dices del maldito


monasterio donde estuvo Tamsy?

Elizabeth admitió que eso había salido bastante mal, y añadió:

—De cualquier modo, podríamos enviarla a un sitio más moderno, un


colegio mixto, por ejemplo. No alterna bastante con muchachos.

Cosa rara, o quizá nada rara, ambos padres, aunque de ideas


modernas, y amigos de sus hijos, nada sabían de sus amores.

Me permito creer que Thomas no deseaba que Plaxy se alejase por otro
motivo, un motivo que él mismo no reconocía. Quizá me equivoque, pero
las raras veces que los vi juntos me pareció que la unión de Thomas con
su hija no era solo objetiva y ostentosamente científica. Sospecho que la
idea de pasar los fines de semana en Garth sin Plaxy no lo atraía mucho.
Plaxy por su parte, no se acercaba a Thomas. A veces se reía de él; por
ejemplo de su costumbre de fruncir los labios cuando algo lo intrigaba.
Thomas no logró contagiarle su pasión por la ciencia, pero si Plaxy oía
que lo criticaban, lo defendía con ardor sorprendente. Por esto, y lo
ocurrido más tarde, infiero que la pasión de Thomas era correspondida.
Mucho después, cuando nos casamos, y yo planeé esta biografía de
Sirio, Plaxy ridiculizó la idea de una unión oculta y profunda entre ella y
su padre. Como muchos psicólogos aficionados, argumentó, yo siempre
buscaba un complejo paterno.

Este libro se refiere a Sirio, no a Plaxy. No hubiera mencionado el


problema de las relaciones de Plaxy con Thomas, si no creyese que

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arroja alguna luz sobre Sirio, obra magna de Thomas, y su constante
preocupación.

Thomas, en fin, no veía la necesidad de enviar a Plaxy a un colegio de


pupilos. Cuando dio su consentimiento, y empezaron a buscar algún
colegio adecuado, ninguno le gustaba. Al fin aceptó cierto
establecimiento mixto, aproximadamente moderno, no muy lejos de
Cambridge. Todo el asunto, como es natural, había sido discutido con
Plaxy, quien se resistía a «ir a la cárcel». Un cambio tan grande debía
de intimidarla, pero además se le ocurrió pensar qué haría Sirio sin ella.

Como respondiendo a esta inexpresada pregunta, Elizabeth dijo:

—Es tiempo que Sirio se aleje también un poco. Aprenderá las tareas del
ovejero.

Plaxy consintió al fin, y una vez decidida le pareció que el día de la


partida no llegaba nunca. Atribuyó esta avidez a la perspectiva de
convertirse en una muchacha normal. Evidentemente, en su relación con
Sirio había ya un serio conflicto.

Thomas habló al perro del cambio que Elizabeth y él habían planeado.


Le dijo ante todo que era hora de que llevase una vida activa, lejos del
hogar.

—Sé muy bien, naturalmente, que no puedo tratarte como un perro


cualquiera y que tú mismo debes decidir tu destino. Pero eres joven,
tanto física como mentalmente, del nivel de Plaxy, los dieciséis años. El
consejo de un hombre maduro podría serte útil. Por supuesto, tengo
ideas propias acerca de tu futuro. Tu inteligencia no es inferior a la de
un adolescente humano, y en algún aspecto me pareces superior.
Podrías ser, por ejemplo, un gran especialista en psicología animal, y me
gustaría que trabajaras conmigo en Cambridge. Pero no quiero que tus
particularidades se divulguen. La publicidad te haría mucho daño, y por
otra parte, no has completado aún tu educación. Necesitarías ahora, me
parece, trabajar como ovejero durante un año por lo menos. Te
presentaré como mi super superovejero. Creo que podría colocarte en la
granja de Pugh y el hombre, no cabe duda, te trataría decentemente. La
vida será dura, por supuesto, pero lo necesitas. Como experiencia
despertará tu interés, y te será útil en el futuro. Pero cuidado, recuerda
que para los otros no sabes hablar. Aunque en esto tienes ya alguna
práctica. El trabajo te aburrirá a veces, pero hay pocos trabajos
realmente entretenidos. En cuanto a tus intereses intelectuales,
dependerás de ti mismo. No habrá posibilidad de leer, aunque podrás
hacer interesantísimas observaciones sobre la conducta animal y
humana.

Sirio escuchó con atención esta larga arenga. Caminaban con Thomas
por la cresta del Moel. Al fin habló, muy lentamente, pues Thomas no
estaba tan acostumbrado a su lenguaje como los otros.

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—Si —dijo—. Me parece bien. ¿Pero podré venir a casa de cuando en
cuando?

—Oh sí —respondió Thomas con voz alterada—. Quizá no sabes que


Plaxy irá pupila a un colegio. Le diré a Pugh que nos gustaría verte en
las fiestas. Ahora que Gelert ha muerto, eres el perro de la familia. Pugh
entenderá. En un principio tú y Plaxy os echaréis de menos. Pero al fin y
al cabo tendréis que separaros algún día, y será mejor que os
acostumbréis desde ahora.

—Sí, por supuesto —dijo Sirio, pero bajó la cola y calló un rato. Al fin
dijo—: ¿Por qué no hizo otro como yo? Me sentiré muy solo.

Thomas le dijo que había habido una camada de cuatro como él, pero
que todos habían muerto.

—Lo hemos intentado muchas veces —continuó—. Obtener perros como


Gelert no cuesta mucho, pero tu caso es distinto. Hay dos buenos
cachorros ahora, pero son aún muy jóvenes, y no se sabe qué puede
ocurrir. La superchimpancé no te sirve naturalmente de mucho. Es un
problema: parece a veces idiota, y otras demasiado inteligente.

Cada vez que uno de los hijos partía para el colegio, la casa se
alborotaba. Había que adquirir libros, materiales de estudio, equipo de
deportes. A medida que pasaban los días, Plaxy se dedicaba más y más
a estos preparativos. Su alegría asombró a Sirio. Pensó que Plaxy
afrontaba con valor la inminente congoja. Pero su alegría «olía»
frecuentemente a auténtica. Como Sirio, aparte de llevar uno que otro
mensaje, poco intervenía en estas tareas, le sobraba tiempo para
meditar en el futuro. Detrás de su alegría, advirtió, Plaxy se sentía
desolada ante la perspectiva de alejarse de su hogar y los seres
queridos. Si hubiese sido más joven, no lo hubiera sentido tanto. La
mañana de su partida tropezó con Sirio en el descanso de la escalera.
Dejó caer su atado de ropa, se arrodilló y abrazó al sorprendido animal.
En un arranque digno de una colegiala sentimental, pero realmente
sincero Plaxy dijo:

—Pase lo que pase, siempre seré tuya. Así fue siempre, aun cuando fui
mala contigo. Aunque… me enamore de alguien y me case, seré tuya.
¿Cómo no lo supe hasta hoy?

—Yo, yo seré tuyo hasta la muerte —replicó Sirio—. Lo sé desde… desde


que te mordí.

Mirándolo a los ojos grises y acariciándole la espesa pelambre del


cuello, Plaxy le dijo:

—Es inevitable que a veces nos hagamos daño. Somos tan distintos.

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—Sí —contestó el perro—. Pero cuanto más distintos, más hermoso es el
amor.

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5

Aprendiz de ovejero

El día que Plaxy partió para el colegio Thomas llevó a Sirio a la granja
de Pugh, en Caer Blai. En el camino le habló al perro del futuro, y le
prometió que al año siguiente lo sacarían de la zona ovejera, y se
instalarían quizá en Cambridge. Sirio escuchó y aceptó, pero con la cola
inexorablemente baja, triste y preocupado.

Se consolaba a ratos pensando que Pugh era un hombre decente. Sirio


clasificaba entonces a los hombres de acuerdo con su actitud para con
los perros, norma que siguió aplicando con éxito en años posteriores.
Algunos hombres se mostraban indiferentes; carecían de imaginación, y
no podía haber con ellos reciprocidad alguna. Los «amantes de los
perros», por otra parte, le parecían detestables. Exageraban la
inteligencia y capacidad de cariño del animal, cegando sus impulsos
sexuales y agresivos, y su afición a la caza. Para estos hombres los
perros eran solo muñecos animados, sentimentales, «patéticamente
humanos». Había otros que los odiaban, o que, demasiado
intelectualizados, no podían admitir la amistad de una bestia o que
temían demasiado su propia naturaleza animal. Algunos, en fin, «se
interesaban en los perros». Advertían estos, aproximadamente, la
distancia que separaba a ambas especies, y estaban dispuestos a
aceptar al perro como tal, un pariente remoto pero esencialmente
entrañable. Pugh pertenecía a esta categoría.

Los dos superovejeros que trabajaban entonces con Pugh recibieron a


Thomas y Sirio con un alboroto. El granjero salió a recibirlos. Era un
hombre de edad mediana, tez fresca, hirsuto bigote rojizo, y ojos azules
y chispeantes. A Sirio le agradó su olor, y pensó que debía de reír con
frecuencia. Pasaron a la cocina y la señora Pugh trajo unas bebidas
mientras los hombres hablaban. Pugh contempló largo rato a Sirio, que
se había echado en el suelo, junto a Thomas.

—En verdad es demasiado grande para perro ovejero, señor Trelone —


dijo Pugh con cantarina voz galesa—. Podría vigilar un rebaño de
rinocerontes. No armoniza con nuestras ovejitas. ¡Pero caramba! ¡Qué
cabezota! Si el cerebro es lo más importante, señor Trelone, debe de ser
un genio. Ya veo que tomará la dirección de la granja y yo tendré que
correr detrás de las ovejas. ¡Lástima mi reumatismo!

Thomas admitió que como perro Sirio era bastante inteligente.

—Le será útil. Pero no espere milagros. Recuerde que es solo un animal.

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—Naturalmente —dijo Pugh, y lanzo un sorpresivo guiño a Sirio—.
Conozco bastante sus perros, señor Trelone. Son magníficos. Ahí está
Idwal. Fuerte aún, aunque ya tiene doce años, cosa rara en un ovejero.
Luego esa perra que me mandó hace dos años. La llamamos Juno.
¡Caray! ¡Que pronto aprendió el oficio! Tuvo una camada de seis con el
viejo Idwal. Pero la magia no pasó a los descendientes. Fueron seis
tontitos. Aunque los vendí a muy buen precio.

—Bueno —dijo Thomas—, le dije que no esperara mucho de la segunda


generación.

Pugh suspiro.

—Sí, eso me dijo, señor Trelone. Se lo repetí a los compradores, pero no


me creyeron. Acepté el dinero y les dije que no sabían lo que hacían. —
Luego de encender su pipa, el hombre preguntó—: ¿Y qué edad tiene
este?

Thomas titubeó, y al fin dijo:

—Quince años, ¿no es así, Sirio?

El perro respondió con un débil «sí», pero Pugh aparentemente no


advirtió nada raro en aquel gruñido.

—¡Quince! ¡Cielo santo, señor Trelone! ¡La mayoría de los perros


mueren mucho antes! Y este no es más que un cachorro.

Thomas le recordó que la longevidad había sido uno de sus objetivos.

—Bueno —dijo Pugh riendo— si se queda conmigo puede casarse con mi


hija Jane y hacerse cargo de la granja en mi ausencia. ¿Pero cómo me
dijo que se llama, señor Trelone?

—Sirio —respondió Thomas.

Pugh frunció el ceño.

—No es muy adecuado para llamarlo en el valle, ¿no es así? —Hizo una
pausa, dio una chupada a la pipa, y agregó—: Señor Sirio, ¿me
permitirá que lo llame por otro nombre? ¿Qué le parece Bran?

Sirio había inclinado la cabeza como tratando de entender la frase.


Thomas dijo:

—Espléndido. Lo aprenderá enseguida.

El desaliento de Sirio aumentó al saber que también le quitarían el


nombre. Pensó, sin duda, que lo transformarían totalmente. Nada le
quedaría de la antigua vida salvo el recuerdo. Aunque habían

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compartido casi todas las cosas, él y Plaxy habían tenido también bienes
propios. Los juguetes, en su mayoría, habían sido utilizados en común.
Pero cuando Plaxy fue a la escuela, adquirió cosas nuevas: libros,
lápices, lapiceras y otros indescriptibles y variados tesoros. Sirio tuvo
también su colección, aunque menor que la de Plaxy, pues la falta de
manos le impedía disfrutar de muchas cosas. En un estante de su
cuartito en Garth conservaba algunos pocos tesoros: un hueso de goma,
un trozo de brillante cuarzo blanco, el cráneo de una oveja, varios libros
de grabados. Entre los objetos adquiridos posteriormente se contaban
libros, partituras musicales, tres guantes para escribir, y varios lápices y
lapiceras. Ahora, en esta nueva vida, sería más pobre que San
Francisco. No era más que un perro, ¿y quién había oído hablar de un
perro propietario? Por fortuna, los bienes personales carecían para él
de significado. Debido quizá a su gran sociabilidad canina sentía cierta
inclinación al comunismo. Ha de recordarse, sin embargo, que si los
perros demuestran ser mucho más desprendidos, en algunos aspectos,
que los hombres, en otros parecen dominados por algún impulso
posesivo. Así, por ejemplo, en el caso de los huesos, las perras, los
amigos humanos, y los lugares. Para Sirio, por lo menos, la pérdida de
sus bienes, incluso sus preciosos guantes para escribir, significaba verse
reducido a la condición de animal. Y ahora querían arrebatarle hasta el
nombre. Y también el lenguaje, por supuesto, ya que en aquella granja
nadie lo entendía. Y, además, él tampoco podría entenderlos a ellos,
pues los Pugh hablaban en galés.

Sirio había olvidado la conversación. Thomas se ponía ahora de pie,


para irse. Los tres salieron al patio. Thomas le dio la mano a Pugh,
palmeó a Sirio, y dijo:

—Adiós, viejo. Quédate aquí.

Sirio fingió perplejidad y se adelantó como para seguir a Thomas. Fue


rechazado y retrocedió con un intrigado gemido.

Por la tarde Pugh llevó a Sirio e Idwal al valle alto. En una ladera
pastaban unas pocas ovejas. El hombre lanzó una orden en galés. Idwal
echó a correr, rodeando las ovejas. Sirio miró ansiosamente a Pugh. La
orden fue repetida con el nuevo nombre de Sirio: Bran.

Sirio se precipitó hacia Idwal, que corría alrededor de las ovejas, en un


gran semicírculo, llevando las ovejas a Pugh valle abajo. Sirio entendió
inmediatamente la situación y decidió empezar por el otro extremo del
semicírculo, y encontrarse con Idwal en el centro. Cada perro se
encargó así de su propio arco. Pero el de Idwal fue el más amplio, en
parte porque Sirio, menos experimentado, debía buscar las ovejas que
se le habían escapado a la colina, y en parte también porque el ovejero
era más veloz. La operación continuó hasta que todas las ovejas se
agruparon alrededor de Pugh. Este dijo algo en galés. Idwal se sentó
enseguida jadeando. Sirio lo imitó tratando ansiosamente de no olvidar
aquellas palabras.

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Pugh los ocupó entonces en varios trabajos: llevar las ovejas a un
corral, sacarlas, guiarlas a lo largo del valle, dividirlas en grupos,
unirlas, separar un animal que Pugh señalaba con el bastón. Todas las
órdenes eran dadas en galés, acompañadas por diferentes silbidos. Al
cabo de un rato Pugh se dirigió solo a Idwal, manteniendo a Sirio a su
lado, y le ordenó que eligiese un carnero y lo retuviera con los ojos. El
perro se acercó al animal, arrastrándose, y luego, desde unos pocos
metros, lo miró fijamente, inmóvil, el vientre aplastado contra el suelo,
las patas encogidas y listas para el salto, el hocico entre las hierbas, la
cola estirada. El carnero lo miraba, iniciaba algún movimiento que
Idwal contenía enseguida, o esperaba pacientemente, un poco irritado.
Se advertía que no sentía miedo. Estaba acostumbrado a la maniobra, y
reconocía en la mirada de Idwal una orden inapelable.

Sirio comprendió que aquella era la famosa triquiñuela de los ovejeros:


el dominio por «el ojo». Idwal, evidentemente, habían desarrollado «el
ojo» casi a la perfección.

Luego Idwal hizo otras pruebas, que Sirio observó ansiosamente. Muy
pronto le llegó el turno. El novicio había seguido con suma atención las
actividades de Idwal, pero se encontró desconcertado. No solo se le
escapaban continuamente las ovejas, de modo que Pugh bramaba
fingiendo una terrible cólera. La misma fatiga le impedía moverse con
precisión, haciéndolo tropezar o caer en algún agujero. La enorme
cabeza le pesaba cada vez más, y cualquier resbalón lo hacía caer como
un conejo derribado de un tiro. Se añadía a esto la dificultad del
lenguaje. Una y otra vez Sirio descubrió que no entendía una palabra.
Mientras Pugh repetía algún extraño sonido galés en frenético
crescendo, Idwal gimoteaba, impaciente, a su lado. ¡Si por lo menos el
hombre hablara cuerdamente en inglés!, pensaba Sirio.

Pero cuando llegó la prueba del ojo, Sirio advirtió complacido que no
era incompetente. El proceso podía perfeccionarse, sin duda, y en una o
dos oportunidades la oveja casi se le escapa. Evidentemente, no se
sentía tan dominada como bajo la mirada de Idwal, pero reconocía la
autoridad de Sirio. Pugh se mostró satisfecho.

Luego Pugh hizo trabajar juntos otra vez a los dos perros, aunque
lanzándoles distintas órdenes a cada uno, y empleando también un
distinto tono de voz. Sirio tuvo que acostumbrarse a responder
prontamente al tono más agudo, se pronunciase o no su nombre, y a no
atender al tono más grave, destinado a Idwal.

La lección terminó al fin. Pugh regresó por el herboso valle, con los
perros pisándole los talones. Sirio estaba más cansado que nunca,
«cansado como un perro», con la cola y la cabeza bajas, el vientre sucio
de barro. Tenía además las patas inflamadas y le dolía la cabeza. Pensó
desesperado en el año de trabajo que se abría ante él, sin otra compañía
que los perros subhumanos y el remoto Pugh. Quizá hasta se olvidaría
de hablar, y cuando se encontrara otra vez con Plaxy sería una bestia
hecha y derecha. Pero a pesar de su fatiga y desaliento, logró

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sobreponerse y se prometió no dejarse vencer por esta nueva vida. Y
cuando sorprendió la mirada de Pugh, que lo observaba con amistosa
sorna, le sonrió como diciéndole: «Oh, no me faltan agallas, ya lo
verás». Esta reacción inconfundiblemente humana sorprendió a Pugh,
que lo miró pensativo.

Ya en la granja, los dos perros comieron los restos de la cena familiar, y


luego se los llevó a una dependencia exterior, para que pasaran allí la
noche. Bajo el colchón de paja había un duro suelo de piedra. Le
pareció a Sirio que apenas se había quedado dormido, cuando lo
despertaron los gimoteos de Idwal ante la puerta cerrada. La luz del sol
entraba por las rendijas.

Esa semana trabajó constantemente con las ovejas, y pronto empezó a


acostumbrarse. Corregía con mayor facilidad sus errores, y se cansaba
menos. No solo reconocía con facilidad las órdenes en galés, sino
también los nombres de los campos. Un día Pugh llevó a los perros muy
lejos, entre las colinas. Inspeccionaron allí las ovejas que pastaban en
remotos y elevados pastizales, y Sirio aprendió los nombres de las
laderas, valles y arroyos. Aquellos sitios le eran familiares, pues había
caminado por allí con Thomas. Llegaron en una ocasión a un prado no
muy alejado de Garth. Sirio creyó percibir en el aire un leve olor
característico, pero era probablemente una ilusión.

No tardó mucho en entender alguna orden inesperada. Registrar, por


ejemplo, los helechales, donde se escondían avergonzadas las ovejas
enfermas, y donde podían morir por falta de atención. Sirio aprendió
asimismo a liberar a los animales caídos en pantanos o grietas.
Tironeaba con cuidado, ayudando así a la oveja hasta que esta podía
librarse por sus propios medios. Sabía también derribar un animal y
retenerlo mientras Pugh o su ayudante lo examinaban.

El poder de su «ojo» aumentaba también día a día. Los ovejeros suelen


ser excesivamente dulces o excesivamente feroces. Idwal era, en general
del tipo feroz, y ponía a las ovejas indebidamente nerviosas o inquietas.
Sirio, en cambio, era demasiado suave, y para imponer su autoridad
tuvo que mostrarse más firme. Idwal, animal obstinado, insistía en
hacer las cosas a su modo, y si Pugh se lo impedía alzaba la cola y se
alejaba trotando del campo de acción «negándose a jugar». En estos
casos, hay que reconocerlo, Pugh cedía casi siempre en medio de
humorísticas vituperaciones, pues sabía muy bien que Idwal, a su
manera, no dejaría de hacer el trabajo. Sirio, por otra parte, pertenecía
al tipo dócil. Se mostraba desesperadamente ansioso por aprender, y
confiaba muy poco en su propia intuición. Los pastores suelen decir que
estos perros no son muy brillantes, pues carecen de la seguridad del
genio, pero Pugh advirtió muy pronto que la docilidad de Bran no se
debía a una disposición servil. Una vez aprendida la lección introducía a
menudo alguna novedad que la mejoraba notablemente. Sin embargo,
incluso cuando ya era un ovejero experto, atendía siempre a cualquier
sugestión, y estudiaba el trabajo de los otros perros. Se lo podía mandar
a las colinas, solo, a que trajese un grupo de ovejas, y hacía en verdad el

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trabajo de cualquier superovejero. Para aprovechar todavía mejor a sus
inteligentes animales, Pugh había puesto en todos los portones un
cerrojo especial que los perros podían manejar.

Con el otoño llegaba el tiempo de traer a la granja los corderos jóvenes


y las ovejas enfermas. Pugh confió esta tarea a Idwal y Sirio. Juno los
ayudaba a veces. Pero esta criatura era de naturaleza sumamente
inestable, y ciertos ataques convulsivos la imposibilitaban para el
trabajo. Los perros recorrían los altos páramos y elegían a los animales.
Los perdían a veces en la niebla, los buscaban con el olfato, y los hacían
bajar al fin por la senda de hierbas del valle. Todas las ovejas de Pugh
tenían una marca roja en un cuarto trasero, pero esto naturalmente, los
perros, ciegos a los colores, no lo veían. Idwal y Sirio reconocían los
rebaños de Caer Blai por el olor y tres pequeñas hendiduras en la oreja
izquierda, otra marca de Pugh. Cualquier oveja ajena que se metiese en
Caer Blai era pronto descubierta y devuelta a su campo. Pero además
del olor común del rebaño, cada oveja tenía su olor peculiar. Bastaron
unas pocas semanas para que Sirio reconociese a cada uno de los
animales por el olor, e incluso por la voz. Cuando los perros
encontraban alguna oveja lastimada, uno de ellos corría a la granja en
busca de Pugh. Cierto ladrido quería decir «oveja lastimada», otro,
menos excitado, significaba «oveja atrapada en una grieta»; otro más
grave, «oveja muerta». De cuando en cuando había que reunir a las
ovejas para la venta. Luego de traer los corderos u ovejas de los
páramos, se los llevaba en tren o en camiones alquilados a las ferias.
Los perros los acompañaban, y Sirio disfrutaba enormemente con estas
excursiones. Escuchar a gente que hablaba en inglés, descubrir que uno
podía entenderlas, era ya en verdad, placer suficiente.

Cuando terminaban las ventas, ya avanzado el otoño, los perros debían


cuidar principalmente que las ovejas no llegaran a los pastizales del
valle. Las ovejas montañesas suelen dormir en las alturas, y bajan a la
mañana en busca de pastos más suculentos. En otoño es necesario
impedir esta costumbre, pues los pastos del valle serán muy necesarios
al llegar el invierno. No ha de permitirse, tampoco, que los carneros
pasten en lugares cenagosos, donde podría atacarlos la lombriz del
hígado. Y, además, el otoño es la estación indicada para bañar el
rebaño. Como el número de ovejas de Pugh llegaba a los varios
centenares, los perros trabajaban desesperadamente durante muchos
días, haciendo bajar a las ovejas en grupos, y empujándolas hacia el
corral. Allí Pugh o algún ayudante metía a los animales —uno a uno—
en el baño. Sirio se alegró al advertir que soportaba tan bien como
Idwal —aunque no era tan veloz y ágil— los esfuerzos de esta tarea.

Llegó la época de otro trabajo. Había que reunir los carneros y llevarlos
a una granja de las tierras bajas, evitándoles así las inclemencias del
invierno en las montañas, y la escasa comida. No volverían a la granja
de Pugh hasta el mes de mayo.

A pesar de este duro trabajo, los perros no tenían frecuentemente nada


que hacer. Rondaban entonces por el patio, acompañaban a Pugh en sus

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caminatas, o llevaban mensajes a la aldea. Una tienda donde se vendían
libros y periódicos atraía especialmente a Sirio. Las noticias más
sensacionales aparecían en cartones, en el exterior. Sirio apoyaba las
patas en el alféizar del escaparate y leía también los titulares de los
periódicos o los títulos de la pequeña pila de novelas baratas.

En la aldea había otros perros, pero no le planteaban ningún problema.


Por ese entonces Sirio se había desarrollado totalmente, y era fuerte y
duro como el acero. Recordando las palabras de Thomas, trataba de
estudiar a veces el carácter de estos animales, pero aparte de simples
diferencias de temperamento, todos eran, en el plano mental, muy
parecidos. Las diferencias más notables tenían su raíz en las influencias
humanas. Algunos hacían pronta amistad con los hombres, otros se
mostraban fríos con la gente desconocida, pero obsesivamente
cariñosos con los dueños. Otros, en fin, adulaban abiertamente a los
seres humanos, o se encogían de espanto ante ellos.

Un día, en la aldea, Sirio tropezó con una hermosa perra joven en celo,
una perdiguera rojiza. La vida merecía vivirse. El olor y el contacto de
la perra lo embriagaron. En sus juegos amorosos corrieron por la plaza
aldeana. Pugh estaba en la taberna. Parecía creer que los perros se
aburrirían mortalmente si los obligaba a entrar. La unión se consumó
bajo la mirada lasciva de dos escolares y un picapedrero desocupado.

Desde entonces Sirio pensó continuamente en la aldea y la perra. A


veces hasta sentía la tentación de huir de la granja, y acompañar todo lo
posible a su amiga. Pero no lo hizo. Había visto a menudo cómo
azotaban a un perro de la granja vecina cada vez que abandonaba sus
tareas. Sirio decidió que nunca caería en semejante indignidad. Jamás lo
habían azotado, aunque alguna vez recibía algún golpe o puntapié
coléricos. Si lo azotaban deliberadamente, su dignidad de persona
inteligente se vería mortalmente insultada. Si Pugh lo intentaba alguna
vez, lo mataría en el acto, no importaban cuales fuesen las
consecuencias. Pero Pugh era uno de esos dueños de ovejeros que se
enorgullecen de dominar a sus animales con la bondad. Jamás recurría
a la violencia. Pero es probable, además, que nunca hubiera golpeado a
Sirio, aunque este lo hubiese provocado gravemente, pues tenía la vaga,
pero firme convicción de que el perro era algo más que un perro,
incluso algo más que un superovejero.

Varios incidentes habían despertado esta sospecha. En una ocasión Sirio


fue a buscar un par de zapatos a la zapatería de la aldea con una cesta
y un billete de diez chelines. Regresó al cabo de un tiempo con los
zapatos y el cambio. Pugh, que descansaba a la sombra de una de las
dependencias de la casa, vio que Sirio entraba por el patio, sacaba los
zapatos, y estudiaba el dinero que había en la cesta. Durante un rato
pareció perplejo, y al fin volvió sobre sus huellas olfateando el suelo.
Pronto encontró algo, que recogió con dificultad. Evidentemente
satisfecho, lo llevó a la cesta y lo dejó caer. Pugh vio entonces que era
un pequeño disco parduzco, una moneda de un penique. Sirio le llevó la
cesta con las botas, la cuenta y el cambio; dos medias coronas, un

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chelín, y siete peniques. Pugh no tenía tanta imaginación como para
pensar que el perro había contado el cambio, comparándolo luego con
la suma de la cuenta, pero opinó que Sirio advertía alguna diferencia
entre seis peniques y siete.

Otro incidente sugirió a Pugh que Sirio tenía algo de «humano», como
decía él. Había en la granja unas pocas vacas y un toro joven. Sirio
había sido embestido una vez por una vaca, y había oído alarmantes
historias de toros. De vez en cuando traían alguna vaca de las granjas
vecinas para que las sirviese el toro de Pugh. En esas ocasiones los
perros iban al prado, rodeaban al toro, y lo llevaban a la granja.
Realizada la operación, lo devolvían al prado. Durante todo este tiempo
Sirio se mostraba muy nervioso y cumplía mal su tarea. Idwal
enfrentaba al toro con persistente audacia, y se alejaba cuando el
animal bajaba los cuernos. Pero Sirio se mantenía a prudente distancia.
El toro pensó que era un cobarde y adquirió la costumbre de
perseguirlo.

Pugh, por otra parte, observó con curiosidad que cuando el toro y una
de las vacas entraban en el corral, los perros se comportaban de un
modo muy distinto. Un grupito de interesados hombres y muchachos,
rodeaba a los animales. Las mujeres se quedaban discretamente dentro
de la casa. Idwal husmeaba por el patio o se echaba en el suelo, a
descansar. Sirio, en cambio, contemplaba la escena con el mismo alegre
interés que los espectadores humanos. Ese interés era sin duda sexual,
pues cuando el toro cumplía su torpe abrazo, Sirio parecía excitado.

Pero hubo otro incidente que impresionó aún más a Pugh. Este sospechó
desde entonces que Sirio pensaba tan rápidamente como cualquier
hombre. Pugh había ido a la aldea con Idwal. Owen, el peón, araba en
un campo lejano. El toro, no se sabía cómo, había logrado salir de su
corral, entró en el patio, vio a Jane con un cesto de ropa, y se lanzó
bufando sobre ella. Jane, una muchacha nerviosa, lanzó un grito, dejó
caer la cesta, y se escurrió en el establo. El toro se entretuvo un rato en
lanzar la ropa en todas direcciones y al fin se volvió y salió al camino.
Sirio apareció entonces, detrás de la señora Pugh, que se asomaba
prudentemente a la puerta, y se lanzó detrás del animal. No lo alcanzó
sino en la carretera. Se precipitó entonces sobre él, y le clavó los dientes
en la cola. El toro giró sobre si mismo, rugiendo; pero Sirio ya lo había
soltado, y ladraba en el camino. El toro corrió detrás y Sirio lo llevó de
vuelta al corral. El animal estaba muy excitado, pero Sirio lo hizo correr
y correr dentro del corral hasta enfriar su entusiasmo. Cuando el toro
parecía bastante cansado, Sirio se mostraba aún más audaz. Al fin el
toro se detuvo, y Sirio se lanzó sobre él y le mordió una pata. El toro
volvió a perseguirlo, pero se agotó muy pronto. Este proceso se repitió
varias veces, hasta que Sirio advirtió que las dos mujeres habían
cerrado con unos alambres una brecha en el cerco. Se alejó entonces,
con la cola orgullosamente en alto, dejando un toro vencido. Desde
entonces, Sirio no vaciló en enfrentarse con el toro o cualquier otro
animal.

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Poco después de este incidente Sirio hizo algo inimaginable en un
superovejero.

Muchas veces se sentía desesperadamente solo. Echaba de menos a su


familia, y mucho más a Plaxy. ¡Si pudiese escribirle una carta! Pero no
tenía guante de escribir, ni papel. Por otra parte, nunca había podido
pegar un sello de correos. Pero si encontraba un lápiz quizá pudiera
borronear unas pocas palabras, sosteniéndolo con la boca. Vio una vez
que Pugh sacaba lapicero y papel de un cajón del armario de roble, y un
día, mientras la señora Pugh y Jane ordeñaban, se metió en la cocina,
abrió el cajón, y encontró hojas de papel, sobres, un lapicero, un tintero
y un lápiz con la punta rota. Tomó una hoja de papel y un sobre. El
lapicero y la tinta parecían muy complicados, y el lápiz era por ahora
inútil. Se llevó el sobre y el papel a la perrera y los escondió debajo de
un poco de paja.

Solo faltaba ahora que alguien aguzara la punta del lápiz. Siempre que
le era posible se metía en la cocina y miraba en el cajón. Entretanto
planeaba excitado como escribiría la carta, y qué pondría en ella.

Practicaba un poco a veces. Sosteniendo con la boca un trozo de pizarra


garrapateaba en el umbral. No era fácil; se le interponía la propia nariz
y no veía lo que hacía. Y muchas veces rompía la pizarra.

Al fin, luego de muchos días, descubrió que habían aguzado el lápiz. Se


lo llevó a lo perrera. Pasaron varios días antes que pudiera escribir su
carta. Al fin logró trazar unos caracteres temblorosos:

Querida Plaxy:

Espero que seas feliz.

Me siento muy solo, terriblemente solo.

Cariños, Sirio.

Escribió cuidadosamente la dirección, esperando que no le fallara la


memoria, y luego plegó el papel, con muchas dificultades, y lo metió en
el sobre. Lamió el borde engomado, lo cerró, y lo apretó con la pata.
Había pensado en enviar la carta sin sello, pero el pensamiento de que
Plaxy tendría que pagar una multa de tres peniques lo acongojó de tal
modo que decidió esperar. Al fin, luego de seis semanas, aparecieron en
el cajón tres sellos de medio penique. Sacó los sellos y se dedicó a la
tarea de separarlos, sosteniéndolos con las patas y tironeando con los
dientes. Uno de los sellos se rompió por la mitad, y el pedazo que tenía
en la boca se le pegó a los dientes. Decidió pensar un poco en la posible
solución del problema. Ideó un plan. Sostuvo el sobre con la pata y
lamió la esquina de la derecha. Luego tomó los sellos con mucho
cuidado y los puso encima del sobre, tratando de que uno quedara en la
posición correcta. Como otras veces, la nariz se le interponía entre los
ojos y lo que quería ver. Se alejó y observó el resultado. El sello estaba

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un poco torcido, y no del todo en el sobre. Lo levantó con rapidez y
volvió a colocarlo. Tras una nueva inspección, lo enderezó un poco y
enseguida lo apretó con la pata. Cuando pensó que la goma ya se había
secado, sostuvo los sellos con una pata y tiró con los dientes del sobre,
suavemente. El sobre se desprendió, con el sello intacto y parte de otro
fuera del borde. Quitó lo que sobraba con los dientes y llevó los otros
sellos al cajón. Cuando regresó y miró el sobre descubrió que había
pegado el sello cabeza abajo.

Ocultó la carta bajo la paja, y esperó a que lo mandaran a la aldea. Así


ocurrió, varios días después. Era muy común que dejara alguna carta
en el buzón del correo, pero en esta ocasión la suya fue la única. Se
alejó de la granja, al trote, llevando la cesta en la boca. Antes de pasar
por la tienda de comestibles fue al correo, sacó la carta, y apoyándose
con dos patas en el buzón la metió en la abertura.

Esto no era un espectáculo raro en lo aldea. El doctor Huw Williams,


que pasaba en ese momento, apenas le prestó atención. Pero al día
siguiente, cuando encontró al señor Pugh, le mencionó el incidente,
felicitándolo por la inteligencia del perro. Ahora bien, el granjero no
había enviado ninguna carta aquel día. Se preguntó si su esposa le
habría escrito a la madre de ella, que vivía en Bala, o si Jane le habría
confiado a Bran una carta de amor. Esta posibilidad lo inquietó, pues
aunque era amable por naturaleza, respetuoso y confiado, no había en
él nada de moderno. Cuando llegó a su casa, hizo averiguaciones. La
señora Pugh y Jane negaron haberle dado una carta a Bran. Pugh abrió
el cajón y vio las maltratadas estampillas. Estalló, indignado, y acusó a
su hija de clandestinidad, robo, mentira, y torpeza. Jane se defendió
vigorosamente, y como su padre preguntaba de quién era entonces la
carta, le dijo al fin que se lo preguntara a Bran.

Este sarcasmo metió una alocada idea en la mente de Pugh. Abrió otra
vez el cajón y sacó el lápiz. Se veían en él las marcas de unos dientes.
¿De Bran, o de él mismo? ¡Fantástica duda!

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6

El doloroso nacimiento de una personalidad

El primer año de Plaxy en el internado le pareció interminable a Sirio.


Pero las vacaciones llegaron al fin. Sirio había contado los días
poniendo diariamente un guijarro en un viejo cajón. Una tarde —había
reunido ya bastantes pedruscos, y solo le quedaban unos pocos días de
trabajo— regresaba del páramo, con las primeras nieves en el sombrero
de Pugh, y en su lomo y el de Idwal, cuando se encontró con Thomas en
el patio de la granja. Se precipitó sobre él, derribándolo casi. Luego,
ambos hombres se sacudieron la nieve que les cubría la ropa, y Pugh
llevó a Thomas a la cocina. Sirio sabía que no debía entrar en la casa
con el cuerpo y los pies sucios, pero se sacudió con fuerza y siguió a los
hombres. La señora Pugh le sonrió indulgentemente.

Thomas le preguntó a Pugh si Sirio había sido un buen ovejero, y recibió


una respuesta afirmativa. Sirio se había mostrado tan resistente como
Idwal, y mucho más astuto y responsable. Pero no siempre tenía «los
pies en la tierra». Era un tanto soñador. A veces lo había sorprendido
dormitando. Y a veces, también, se le escapaban las ovejas. Parecía
como si el perro «estuviese pensando en otra cosa». Pugh terminó su
informe y miró significativamente a Thomas. Este cambió rápidamente
de tema.

Antes que se fuera, Pugh insistió en entregar a Thomas diez chelines,


menos cuatro peniques y medio. Dijo que esta suma era el salario de
Bran, con el descuento de un pequeño gasto. Pugh miró luego a Sirio y
le guiñó un ojo. El perro apartó con rapidez la mirada, pero no pudo
evitar un gruñido de sorpresa y un temblor en la cola. Thomas trató de
rechazar el dinero, pero Pugh insistió.

El viaje a su casa, a través de la cellisca, fue para Sirio un viaje al


paraíso. Thomas explicó que había anticipado su regreso un par de días
para esperar con la casa preparada la llegada de Plaxy y Giles. Tamsy y
Maurice, ya a punto de graduarse, visitaban en esos días a unos amigos.
Sirio relató algunas de sus experiencias.

—Sé que esto me ha hecho bien —concluyó—, pero no aguantaría, me


parece, mucho más. La soledad me enloquecería. No se puede hablar,
no hay libros, ni música. Y ahí está ese mundo enorme y desconocido
que espera fuera de la granja. Plaxy me superará muy pronto.

Este discursito sorprendió al escasamente imaginativo Thomas.

—Oh, no será tan malo como dices —replicó con cautela—. De cualquier
modo, volveremos sobre esto.

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Sirio advirtió que el doctor estaba un poco desilusionado. El asunto
podía traerle algunas dificultades.

Elizabeth lo recibió como a uno de sus propios hijos, besándolo y


abrazándolo. Sirio no se mostró tan ruidoso como en otro tiempo, pero
lanzó un trémulo gemido de dolorosa alegría.

A la mañana siguiente llegó Giles, y por la noche Plaxy. Thomas fue en


coche a la estación a recibirla, con Sirio a su lado. Una muchacha de
largas piernas, con chaqueta y sombrero de colegio, bajó del tren y se
acercó al coche. Besó a Thomas, con ese distante afecto de siempre, y
luego se arrodilló para besar a Sirio.

—Recibí tu carta —susurro— pero no podía contestarla, ¿verdad?

Sirio, aunque la voz de Plaxy lo deleitó, sintió cierta inquietud. La


muchacha parecía haber cambiado.

—Por supuesto —dijo.

En el principio de sus vacaciones, le alegró sobre todo encontrarse otra


vez en el hogar. No prestó atención, casi, a los dos hechos importantes
que ya había adivinado: Thomas no le permitiría interrumpir su carrera
de ovejero y Plaxy no era la misma. Durante una semana se contentó
con vivir la antigua rutina familiar, que aunque no del todo armoniosa,
ofrecía la interesante posibilidad de disfrutar de la vida en común. Los
Trelone conversaban mucho, y después de su prolongado aislamiento,
necesitaba de esas conversaciones. Se hicieron algunos largos paseos, a
Moelwyn, los Rhinogs, Arenig. Pero Sirio ansiaba sobre todo la vida
casera, con libros, música, charlas y otras ocupaciones semejantes.

Luego de unos días de intensa vida social, Sirio reanudó sus aficiones
privadas. Leía todo lo posible, y experimentaba con los placeres de la
música y el arte del olfato. Reunía con este fin diversos materiales con
olores intensos y significativos y los mezclaba en un recipiente. Otras
veces, bajo la mirada divertida de la familia, disponía sus materiales en
un ordenado reguero, que seguía la senda del jardín, y lo recorría luego
de un extremo a otro con un raro canturreo que no era humano ni
canino. Luego de estas aventuras olfatorias se mostraba a menudo
silencioso y remoto. En ciertas ocasiones parecía despertar en él el
instinto de cazador, pues desaparecía durante algunas horas y volvía
fatigado y sucio. No pocas veces traía un conejo o una liebre, o un pato
o una perdiz, que llevaba a la cocina. Pero muy a menudo no traía nada,
y parecía que se había atiborrado a solas.

No empleaba todo su tiempo en estas ocupaciones. Las relaciones


humanas, y sobre todo Plaxy, lo atraían más que antes. Comprendió
gradualmente, en los paseos con su amiga, que la intimidad que en otro
tiempo nacía espontáneamente entre ellos, era cada vez más rara. A
veces, parecía, no sabían qué decirse. Sí Plaxy hablaba de la vida del
colegio, Sirio se aburría, y lo mismo la muchacha cuando el perro

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recordaba el pasado. Sirio había esperado que Plaxy se mostrara muy
superior a él, no solo en asuntos de colegio, sino también en la vida de
la mente. Pero no era así. La joven solo quería hablar, parecía, de sus
compañeros de estudio y sus amores y odios, y de los profesores,
masculinos y femeninos, que eran tan importantes en su nueva vida.
Cuando Sirio le pidió que le enseñara algunas de las maravillas que sin
duda había aprendido, la joven le prometió que lo haría, más tarde, pero
siempre encontró alguna excusa para nuevas postergaciones. Al fin ya
no hubo excusa posible. Plaxy echada en un sillón acariciaba al gato
Smut, que ronroneaba a todo vapor, cuando Sirio, con una sed de
conocimientos más insistente que discriminatoria, le pidió que le hablase
del parlamento de Carlos II. Acorralada, Plaxy farfulló:

—Oh, dejemos eso. Estoy de vacaciones.

Sirio no insistió.

No se querían menos. Al contrario, deseaban realmente estar juntos,


pero algo los separaba, y de cuando en cuando asomaba entre ellos una
abierta hostilidad. Plaxy, por ejemplo, acariciaba a veces
ostentosamente a Smut, llamándolo «mi pantera negra», y diciendo de sí
misma que era una bruja, aficionada a los gatos negros, y enemiga de
los perros desmañados. Pero esta hostilidad era menos frecuente que
ciertas demostraciones de cariño, débiles y torpes. Muy a menudo, Plaxy
exhibía ante Sirio una timidez de doncella. Sirio emitía por ejemplo la
familiar melodía urinaria y le sorprendía que Plaxy se resistiese a
responder con la antiestrofa. Esta timidez, aunque pasajera, aumentaba
cuando el perro más la atraía. Se alejaba de él como reaccionando
contra su propio cariño. Pero Sirio, más consciente de este alejamiento,
lo atribuía a que Plaxy lo había aventajado, no solo en conocimientos,
sino también en experiencia. Sin embargo, en alguna oportunidad Plaxy
se burló de Sirio, porque solo le interesaba el estudio, y el perro se
preguntó si en verdad su amiga no habría quedado atrás. Sirio había
desarrollado una verdadera pasión por el estudio. Ansiaba develar todos
los secretos del universo, y entender el milagro de la naturaleza
humana, y hasta el de su propia y singular naturaleza. El recuerdo de
los áridos meses pasados en la granja de Pugh, y la idea de los que aún
vendrían, le hacían desear aún más no solo alguna compañía inteligente,
sino una vida plenamente intelectual. Quizá ansiaba demostrar, con
tanta urgencia, que las regiones más elevadas del espíritu no estaban
fuera de su alcance.

En estas mismas vacaciones las diferencias que separaban a Sirio y


Plaxy en la esfera de la visión tomaron nueva forma, con efectos más
perturbadores. A Plaxy siempre le habían interesado las formas y
colores, desilusionándose, y hasta exasperándose, cuando advertía que
Sirio no compartía su entusiasmo. En cierta ocasión lo invitó
inocentemente a que admirase la dorada elegancia de su propio brazo.
La reacción de Sirio, en estos casos, era siempre superficial. El sentido
de la vista no le había abierto nunca las puertas del paraíso. El brazo de
Plaxy le inspiró solo estas palabras:

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—Sí, qué herramienta útil. Y huele bien.

La caja de pinturas había sido para Plaxy desde la niñez uno de sus
juguetes favoritos. Y la profesora del colegio había elogiado a menudo
su talento de dibujante. En estas vacaciones se pasaba las horas, de muy
buena gana, mirando reproducciones de cuadros famosos y hablando de
arte con Elizabeth. Pero le interesaba todavía más dibujar innumerables
figuras femeninas o pintar el paisaje de los Rhinogs, tal como se veía
desde la ventana de su cuarto. Tanto alboroto a propósito de la
apariencia de las cosas aburría a Sirio. Había tratado de desarrollar en
su mente el gusto por la pintura, pero había fracasado. El interés
creciente de Plaxy agravaba el problema. Si no prestaba atención a las
creaciones de la muchacha, la desilusionaba. Si las alababa, provocaba
su enojo, pues Plaxy sabía muy bien que él no podía apreciar la pintura.
El entusiasmo de Plaxy por este arte era en verdad, en el fondo, una
protesta contra Sirio. Así se torturaban las dos criaturas, ajenas y
profundamente unidas a la vez.

A medida que se acercaba el fin de las vacaciones, el futuro preocupaba


cada vez más a Sirio. Abordaba cuando podía a Thomas, pero este
eludía siempre el tema. Llegó al fin para Plaxy el día de volver al
colegio, y se sobreentendió que Sirio iría a Caer Blai. En el momento de
la despedida, Plaxy le pidió que regresara a su trabajo sin hacer
escenas, y le explicó que también a ella le molestaba irse. Pero Sirio
advirtió, en la voz y el cosquilleante olor de su amiga, que había en ella
algo de alegría y excitación. En cambio él… bueno, descubrió
sorprendido que también se sentía un poco contento. Le alegraba dejar
esa bruma que se había interpuesto entre él y Plaxy, y que le nublaba de
algún modo toda su amada vida hogareña. ¿Qué era eso? ¿Por qué esa
sensación de lejanía? ¿Qué lo apartaba una y otra vez de las cosas más
queridas? ¿Preferiría en verdad una estúpida y fragante compañera de
su propia especie a estos pestilentes seres humanos? ¿O necesitaba algo
más? Se despidió de Plaxy aparentemente apenado. Ella no pudo
adivinar que en ese momento otro Sirio, un Sirio desconocido,
disimulaba sus bostezos. La compañía de la joven lo aburría, y además
le desagradaba su olor.

Siguió una época horrible, de duras tareas. Los perros trabajaban


incesantemente para impedir que las ovejas subieran a las alturas,
escapando a la nieve. Cada vez que parecía inminente una nevada,
había que acompañarlas hasta el anochecer. A veces, nevaba
inesperadamente, por la noche, y entonces, al alba, perros y hombres
debían subir a las cumbres y rescatar el rebaño. Hay por lo general
menos nieve en Gales que en los distritos montañosos del norte, pero la
crudeza de aquel invierno puso a animales y hombres en peligro. La
nieve sepultaba a veces las ovejas. Solo el olfato de un perro podía
descubrirlas entonces, y para desenterrarlas había que recurrir a las
palas. En ocasiones la nieve cubría todos los pastizales, altos y bajos. Si
la capa blanca no se endurecía demasiado, las ovejas la removían con
las patas y ramoneaban el pasto. Pero si luego de un deshielo sobrevenía
una helada, la superficie de la nieve se endurecía de tal modo que era

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necesario recurrir al heno. De este trabajo se encargaban Pugh y su
ayudante, con el carro y la vieja yegua. Pero se esperaba que los perros,
como superperros que eran, informasen acerca del estado de la nieve.
Si esta se endurecía corrían a la casa, rascaban el piso, y gemían a los
pies de Pugh.

Cuando Sirio se encontraba solo en las colinas, en las albas invernales,


estudiando la nieve y buscando ovejas en apuros, el paisaje se le
aparecía a veces como una terrorífica imagen de la vida. La universal
alfombra de nieve, la bruma de móviles copos, las ovejas desdichadas y
sombrías que removían el suelo buscando algún alimento, el aire helado
entre sus propias fauces, todo sugería que el mundo era realmente así, y
el fuego acogedor y las amables conversaciones en Garth solo raros
accidentes o simples sueños. «El mundo entero» repetía «es un triste
accidente, con unos pocos y agradables accidentes menores aquí y
allá». Solo más tarde aprendería que había cosas peores en el mundo
que aquellas noches de tormenta, que terminaban con una comida y un
cálido lecho, peores aún que su amarga soledad de Caer Blai, y que no
había nada más horrible que algunas obras de los hombres. Era
preferible, quizá, que no advirtiese aún la hondura de la insensatez e
impiedad humanas, pues se hubiese vuelto enseguida contra la especie
dominante. Atribuía en ese entonces todos las maldades a accidentes, o
al «destino», y hasta se complacía en advertir la indiferencia del hado.
Regresaba un día atravesando los campos nevados —así me lo contó
mucho después— cuando en una suerte de visión interior el hombre se le
apareció como un cruzado heroico, en lucha contra el destino cruel o
indiferente; el mundo entero parecía querer gozar del combate antes
que llegara el final. Y se vio enseguida a sí mismo como un solitario
puesto de avanzada. La victoria era imposible, y no había otra
recompensa que la alegría de la lucha. Pero al día siguiente su talante
había cambiado, y el valiente protagonista aceptaba ahora divertido su
pequeñez e impotencia.

Antes de lo temporada de cría, Pugh quitó a todas las ovejas los tupidos
mechones de lana que les cubrían las ubres. Esto aumentaba bastante el
trabajo de hombres y perros, pero más fatigosos aún eran los días de la
parición. Sin embargo, había para Idwal y Sirio muchos momentos de
ocio. Pugh pronto notó que Bran se interesaba mucho más que los
perros comunes, y aun que los superperros, en el proceso del parto, y
pensó una vez más que era en verdad uno especie de hombre-perro.
Gradualmente, había adquirido la costumbre de darle órdenes bastante
minuciosas en inglés, y Bran los seguía exactamente. No sabía aún que
el perro hablaba, y no confiaba a nadie sus ideas sobre el fenómeno,
pero lo trataba cada vez más como un ayudante, un ayudante
especialmente inteligente, responsable, y hábil, aunque sin manos. Las
triquiñuelas de Sirio para llevar y traer cosas, verter líquidos de latas y
botellas, no lograban compensar esa falta lamentable. Podía guiar a
Mab, la vieja yegua, con cualquiera de los carros; pero era incapaz de
roturar la tierra, cargar nabos, heno o estiércol, o uncir a Mab; las
hebillas lo derrotaban.

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El año escolar llegó a su fin y Elizabeth fue a buscarlo. El pensamiento
de qué haría Pugh sin él —lo que aumentaba su propia importancia—
debilitó un poco la alegría de Sirio.

Durante esas vacaciones se dedicó preferentemente a tareas


intelectuales. Sometiéndose a un notable esfuerzo visual se sumergió en
el «Esquema de la historia universal» y «La ciencia de la vida» de Wells,
y convenció a los miembros de la familia de que le leyeran en voz alta
poemas y pasajes bíblicos. Era muy sensible al ritmo del verso y la
prosa, y, por supuesto, a la cualidad musical de las palabras; pero
vastas extensiones de la literatura carecían para él de significado, salvo
como música verbal, pues no despertaban ecos en su experiencia, ni en
su subconsciente canino. El culto de la personalidad lo obsesionó un
tiempo en Browning. Luego se interesó de modo más duradero en lo que
llamaba «la poesía del yo y el universo». En cierto momento Hardy lo
fascinó. Los primeros trabajos de Eliot lo embriagaron. Aquellos nuevos
ritmos parecían preparar una nueva visión. El poeta enfrentaría más
tarde, sin duda, los males mayores del mundo. Pero la visión no llegó
nunca, y en su lugar apareció la ortodoxia. Sirio anhelaba esa visión, y
esperaba recibirla de los modernos más jóvenes, pero aunque él era
más joven aún, la obra de esos escritores carecía para él de significado.
La música lo satisfizo siempre más que la poesía. Pero la música
humana, tan ajena a su sensibilidad, lo torturaba. Debía elegir entre dos
males: o expresarse sinceramente, pero con un arte solitario, que no
apreciarían ni los hombres ni los perros, o renegar de su preciada
sensibilidad canina, en nombre de la hermandad que lo unía a los
hombres. Para esto debería disciplinarse y adoptar los groseras técnicas
humanas, expresándose así de algún modo con un lenguaje musical
ajeno.

En esa época su relación con Plaxy no era muy armoniosa. Su única


preocupación era la vida de la mente, y la de Plaxy en cambio las
relaciones personales. Los amores y odios vividos en el colegio eran
mucho más importantes para la joven que los libros. Y el ambiente
colegial era muy distinto de la dura y penosa vida en la granja. Podía
haberse esperado que, en circunstancias semejantes, la muchacha y el
perro encontrarían muy pocas cosas comunes. En verdad, en la
superficie, eran bastante pocas. Se paseaban muchas veces en silencio,
persiguiendo cada uno sus propias ideas. A veces uno u otro se ponía a
hablar, y unos breves comentarios de simpatía puntuaban el soliloquio.
Pero en realidad el oyente no entendía nada, o casi nada. Esta mutua
incomprensión provocaba de cuando en cuando algún exasperado
estallido. Plaxy solía defenderse de estas frustraciones mostrándose a
veces sutilmente cruel, aunque a menudo de modo inconsciente. Por
ejemplo, cuando sentía que Sirio la dominaba, las peleas perdían de
pronto todo matiz afectuoso. Plaxy le retorcía una oreja a Sirio,
ciegamente, o le apretaba demasiado la boca. Luego, al comprender que
lo había lastimado, se disculpaba entristecida. Pero sus zarpazos eran
sobre todo mentales. En una ocasión bajaban al valle durante una
brillante puesta de sol y Plaxy, profundamente emocionada ante aquel

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amotinamiento de rojos y dorados, azules y verdes, dijo sin detenerse a
pensar que su compañero, ciego a los colores, podía sentirse herido:

—Las puestas de sol en los cuadros son muy aburridas, pero solo los
patanes y los idiotas no se emocionan con estas puestas reales.

Pero aparte esta rara exhibición de garras, casi siempre irreflexiva,


Plaxy se mostraba cariñosa con Sirio, aunque en secreto deseara
alejarse de él. Se respetaban realmente y les alegraba estar juntos. A
pesar de sus diferencias, estos dos seres, de raíces tan íntimamente
entrelazadas, se necesitaban mutuamente, y encontraban alguna vez un
tema que interesaba a ambos. A los dos, por ejemplo, les intrigaba de
igual modo su propio naturaleza. Los dos, aunque por motivos muy
distinto, se rebelaban contra las nociones científicas que les inculcaban
en el hogar, y según las cuales una persona no es más que la
manifestación psíquica de un organismo muy complejo. Plaxy sentía que
la persona era lo más real. Sirio comprendía, más que antes, que su
cuerpo canino nunca podría ser expresión de un espíritu supercanino.
La palabra «espíritu» le parecía resumir lo que la ciencia dejaba de
lado. Pero no la entendían del mismo modo. En Plaxy influían las ideas
de una profesora del colegio, por la que sentía una gran admiración.
Esa joven, muy inteligente y sensible, enseñaba biología, pero era
también una aficionada a las letras. Plaxy opinaba ahora que, sin
negarle importancia a la ciencia, no era posible alcanzar una vida
mental plena sin el auxilio de la literatura. La joven profesora le había
dicho una vez:

—Debería creer, supongo, que Shakespeare no fue más que un mamífero


altamente desarrollado, pero en verdad no puedo creerlo. En algún
sentido fue… bueno, un espíritu.

En esta afirmación se basaron, primero Plaxy y luego Sirio, para


juguetear con la palabra «espíritu».

El futuro preocupaba cada vez más al joven perro. La cría de ovejas no


carecía de interés, ahora que ayudaba a Pugh de un modo casi humano.
Pero no estaba hecho para eso. ¿Para qué estaba hecho? ¿Estaba hecho
para algo? Recordó su desolada impresión, en los páramos cubiertos de
nieve: el mundo no era más que un accidente sin sentido. Ahora, quién
sabe por qué, no podía creerlo. Sin embargo, el sabio Thomas decía que
nadie era para nada, que simplemente era. Pues bien, ¿qué podía ser
una criatura singular como él, un puro fenómeno? ¿Cómo podría
descubrir la paz de la mente, y el espíritu? Thomas afirmaba que no
había por qué preocuparse. Le había trazado un hermoso programa.

Una noche, aprovechando que los demás se habían ido a dormir,


hombre y perro se quedaron en la sala, enfrascados en una de aquellas
largas conversaciones que tanto contribuyeron a la educación de Sirio.
Instalados ante el fuego, Thomas en una de las poltronas, y Sirio
cómodamente echado en el sofá, habían estado hablando de los trabajos
en el laboratorio, y de las últimas teorías sobre localizaciones

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cerebrales. Thomas se sintió orgulloso de la inteligencia del perro, y así
se lo dijo. Luego de una pausa en que se lamió, distraído, una pata,
mientras contemplaba el fuego, Sirio preguntó:

—Incluso de acuerdo con las normas humanas soy bastante inteligente,


¿verdad?

—Por cierto que sí —fue la rápida respuesta.

—¿Sabe? —continuó Sirio—, me parece que no sé pensar. Las ideas se


me escapan. Empiezo a pensar en algo y despierto de pronto con una
sacudida, pensando en otra cosa. Y muchas veces no recuerdo cuál fue
el primer tema. Es aterrador. ¿Estaré enloqueciendo? Es como… como
seguir la pista de un conejo y ser desviado por una liebre, y perseguir
luego un zorro, y encontrarse de pronto a orillas de un río, sin nada.
Entonces uno se pregunta: ¿Cómo demonios llegué aquí? Los seres
humanos no piensan de ese modo, ¿no es cierto?

Thomas rio complacido.

—¿Lo crees? —dijo—. Yo por lo menos pienso de ese modo, y mis


poderes de concentración son bastante grandes.

Sirio suspiró aliviado, pero prosiguió diciendo:

—Hay otra cosa. A veces sigo un pensamiento de un lado a otro, de


arriba abajo, pero sin apartar mi nariz cerebral de la pista. Y de pronto,
encuentro que… bueno, que el tiempo ha cambiado, y que todo es
distinto. Antes había calor y luz, ahora frío y humedad. No, peor aún.
Era un zorro, y ahora es un gato, o una vaca torpe, o un horrible tigre
de circo. Aunque no, alrededor todo es igual. Yo he cambiado.
Necesitaba algo desesperadamente, y no lo necesito más. Hay un yo
enteramente distinto. Y esto es también aterrador. Thomas lo
tranquilizó:

—No te preocupes, muchacho —dijo—. Eres en verdad un poco


complicado y no se te puede reducir a una fórmula.

Sirio se lamió otra vez la pata, y luego se interrumpió para decir:

—¿Entonces soy realmente una persona, no un animal de laboratorio?

—Claro —respondió Thomas— y una excelente persona, además. Y un


buen compañero para esta persona… En realidad, mi mejor compañero,
aparte de uno o dos colegas.

—Y Elizabeth, supongo —agregó Sirio.

—Sí, pero eso es otra cosa. Hablo de la relación de hombre a hombre.

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Sirio alzó las orejas al oír la frase. Thomas se rio.

—¿Y entonces —dijo el perro— por qué hacerme aprender un trabajo


subhumano, que me deshumanizará?

—Mi querido Sirio —replicó Thomas algo acalorado—, ya hemos


discutido eso, pero trataré de aclarártelo de una vez por todas. Tienes
una inteligencia humana de primera clase, es indiscutible, pero no eres
un hombre, sino un perro. ¿Para qué adiestrarte en un oficio humano
que no podrás desempeñar? Pero es importante, a la vez, que
desarrolles alguna actividad seria, hasta que vengas con nosotros a
Cambridge. No tienes que imitar al hombre. Eres un superperro. La vida
en la granja te hará mucho bien. Recuerda que aún no tienes diecisiete
años. No hay apuro. Tu ritmo propio es el de Plaxy, no el de Idwal. Si
creces demasiado rápidamente, te fosilizarás también rápidamente.
Sigue con las ovejas. Ese trabajo puede enseñarte mucho, si te dedicas a
él. Cuando vengas a trabajar con nosotros, en el laboratorio, queremos
que hayas pasado por todas las experiencias de un perro formal.

«Maldito sea el laboratorio» se dijo Sirio interiormente, y luego añadió


en voz alta:

—Me he dedicado al trabajo, realmente. No es ya, en verdad, el trabajo


común de un ovejero. Pugh me encomienda muchas tareas propias de un
hombre. Sabe que soy distinto de Idwal. Pero… bueno, esa clase de
trabajo, aunque requiera una inteligencia humana, embota el cerebro. Y
mi cerebro… soy yo. No soy un hombre, pero tampoco un can. En
esencia soy como usted. Tengo una vestidura canina, es cierto, pero soy
también un… —hizo una pausa y miró cautelosamente a Thomas— un
espíritu, como usted.

Thomas lanzó un bufido, y Sirio advirtió que el olor del hombre se hacía
muy agrio.

—¿Por qué usas esa palabra sin sentido? —dijo Thomas en el tono de un
padre liberal que regaña a su hijo por haber dicho algo «grosero»—. Y
otra cosa, ¿quién te ha metido esas ideas en la cabeza?

Sirio no contestó a la última pregunta.

—Hay en mí algo que no es mi cuerpo —dijo—. Si usted tuviese una


forma canina, me entendería mejor. Se sentiría como alguien que
pretende escribir con una máquina de coser, o hacer música con una
máquina de escribir. No confundiría la máquina de coser con usted, con
usted mismo.

—Entiendo —dijo Thomas—, pero no hay conflicto entre tu espíritu y tu


cuerpo canino, sino entre la parte canina de tu cuerpo y la supercanina.

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Durante un minuto el silencio reinó en la habitación. Luego Sirio
bostezó y sintió en la lengua el calor del fuego.

—La explicación parece justa —dijo—. Y, sin embargo, aunque soy muy
joven, y además un perro, olfateo un error. Las tonterías sobre el alma
que nos endilgan los curas son algo parecido… El Reverendo Davies,
por ejemplo, nos visitó una vez y trató de convertirlo a usted al
metodismo. Usted por su parte trataba de inculcarle un poco de ciencia.
¿Recuerda? El Reverendo me sorprendió —yo lo miraba con un interés
excesivo— y dijo que yo parecía más fácil de convencer que usted. Era
una lástima, casi, que Dios no me hubiera dado un alma, pues entonces
hubiera podido salvarme.

Thomas sonrió y se incorporó para irse a la cama. Pasó ante Sirio y le


tironeó cariñosamente las orejas diciendo:

—Oh, bueno. Tu trabajo es el espíritu. —Lo dijo con suavidad, y respeto,


pero Sirio notó claramente un leve tono de burla. Luego de una pausa
añadió, sarcástico, pero amable—. Habrá que buscarte un colegio de
teología. Sirio lanzó un indignado bufido.

—No, no quiero ese antiguo opio de la religión. Pero tampoco el nuevo


opio de la ciencia. Quiero la verdad. —Y comprendiendo que había dicho
algo inconveniente, le tocó la mano a Thomas—. Me parece que no es
esto lo que esperan de mí, pero si soy realmente una persona parece
casi inevitable. ¿Por qué me hizo, sin proporcionarme un mundo
apropiado? Es como si Dios hubiera creado a Adán olvidándose del
Edén y de Eva. Creo que me costará ser yo mismo.

Thomas puso una mano sobre la cabeza del perro. Los dos se quedaron
mirando el fuego agonizante. El hombre dijo al fin:

—Eres más que un perro, sí, y yo el único culpable. Mi intervención


despertó en ti «el espíritu», como tú dices. Haré por ti lo que pueda, te
lo prometo. Ahora, a la cama.

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7

El lobo Sirio

Thomas convenció a Sirio asegurándole, con maquiavélica sutileza, que


un año completo con Pugh le serviría de inestimable «adiestramiento
espiritual». Y así fue. Era aquella una existencia espartana, ascética,
pues Sirio se sometía a las condiciones de vida del ovejero común.
Muchas veces, hombres y perros volvían del trabajo mortalmente
fatigados, y solo tenían fuerzas para comer y echarse a dormir. Pero
otros días las tareas exigían casi siempre manos humanas. Sirio fingía
dormir entonces, pero en verdad pensaba desesperadamente —aunque
con poco éxito— en el hombre y en sí mismo, y en el espíritu que
animaba a ambos.

Ahora que Pugh conocía las habilidades de Sirio, Thomas dispuso que
en ese último año Sirio trabajara con un horario aproximadamente
regular, como un peón humano. De ese modo podría ir todos los días a
Garth y dedicarse al estudio. La palabra «estudio», naturalmente, no se
mencionó, pero Pugh aceptó con un guiño de persona enterada.

Las expediciones a las altas colinas se tornaban cada vez más difíciles
para el maduro galés, que empezó a descargar sus responsabilidades en
Sirio. Le pidió al talabartero que hiciese dos sacos de cuero que
pudieran ajustarse con unas correas a los flancos del animal, y puso en
ellos lociones, medicinas, vendas… Ahora Sirio podía alejarse y cuidar a
los animales enfermos sin que Pugh lo acompañara. Partía con Idwal,
que ya lo aceptaba como jefe, y se pasaba el día inspeccionando el
rebaño. Luego de rodear a un grupo de ovejas en algún páramo remoto,
Sirio buscaba heridas en las patas, o gusaneras. Todo animal que
pareciese inquieto o que intentara morderse el lomo podía estar
enfermo. Sirio era suficientemente humano, y le desagradaba descubrir
las llagas con los dientes y limpiar la herida con la lengua, pero había
que hacerlo. No descuidando la vigilancia, y atacando los primeros
síntomas, logró reducir a un mínimo los casos graves. Muy pocas veces
se encontraba con animales echados en el suelo, que no rumiaban ni
dormían, y con heridas que eran un hervidero de gusanos. En estos
casos solo un hombre podía salvarles la vida. Pugh, olvidé decirlo, había
puesto los ungüentos y medicinas en frascos con tapa de presión que
Sirio podía abrir sin dificultad.

Cuando llegó la temporada de la esquila, los perros trajeron a todo el


rebaño en grupos a los corrales. Allí esperaba la media docena de
esquiladores que recorría el distrito. La tarea de la esquila requería
naturalmente manos humanas, o algún artificio mecánico, y Sirio
observaba la tarea durante horas, fascinado y triste. Las ovejas,
acurrucadas entre las rodillas de los hombres, forcejeaban a veces,

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cuando las tijeras les mordían la piel. Aparecían entonces unas
manchitas rojas en la crema de la lana interior; pero comúnmente las
tijeras quitaban la lana a los animales como si estuviesen
desnudándolos. El brillante interior del vellón se desenrollaba sobre la
lana sucia de la superficie como una ola de leche. Terminada la
operación, el desnudo y anguloso animal se alejaba brincando y
balando, desconcertado.

En los últimos meses de su año con Pugh, Sirio se dedicó casi


exclusivamente a trabajar, pero sintiéndose en su interior excitado e
inquieto. Le alegraba librarse de aquella esclavitud y, sin embargo, y a
pesar suyo, lo lamentaba. El trabajo había llegado a interesarle, y sentía
además verdadero afecto por Pugh. Abandonarlo, le parecía una
maldad. Y aunque Cambridge sería para él un mundo nuevo, y la
posibilidad de muchos contactos humanos, tenía bastante imaginación
como para pensar que la vida ciudadana quizá no le conviniese.

Había en él otro conflicto, mucho más hondo, y cada vez más


perturbador. El de sus relaciones con la especie dominante del planeta.
El hombre y él, no podía olvidarlo, eran polos opuestos, y a la vez
idénticos. En ese entonces el problema no le parecía tan claro. Pero si el
biógrafo quiere exponer aquí aquella oscura congoja, casi siempre
inarticulada, debe hacerlo con una claridad que Sirio no había
alcanzado. Los hombres eran muchos, y él único. Los hombres hollaban
la Tierra desde hacia millones de años, y ahora la dominaban
enteramente. ¿Y él? Como toda la raza canina era un producto de la
inteligencia humana. Solo el lobo parecía independiente, aunque era
ahora una reliquia romántica que el hombre no temería nunca. Poco a
poco, a lo largo de un millón de años, la raza humana había
desarrollado una cierta forma de vida. Su punto más alto era la
civilización moderna. Las envidiables manos del hombre habían
levantado toscos refugios en la floresta, y luego chozas, casas de piedra,
ciudades. Auxiliadas por un ojo penetrante, habían fabricado
microscopios, acorazados, aviones, descubriendo los secretos del
electrón y las galaxias. Habían escrito millones de libros, que el hombre
podía leer con la facilidad con que él seguía un rastro en la mañana
húmeda. Él mismo tendría que leer algunos, pues en ellos estaba la
verdad, o parte de la verdad. Pero con sus patas tan torpes y su vista
imperfecta nunca podría satisfacer los anhelos de su cerebro, el cerebro
que le había dado Thomas. Lo que había en él de mayor valor se lo
debía a los hombres. Todo lo que sabía, ellos se lo habían enseñado. ¡Su
amor al arte, la sabiduría, las «humanidades»! ¡Cielos! ¡Sí esa sabiduría
se encontrara en las «caninidades»! No podía concebir otro objetivo que
el de ayudar, de algún modo minúsculo, a la gran empresa humana:
como perro ovejero, o —como deseaba Thomas— pieza de museo e
investigador de décima categoría. No había para él otra sabiduría que
la del hombre, una sabiduría ajena, ni otro amor que el de esas
criaturas tan infinitamente extrañas. ¿Produciría Thomas, alguna vez,
otros seres como él, criaturas que él pudiera amar? Pero serían
demasiado jóvenes…

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El amor que conocía lo había aprendido también de los hombres; manos
que protegían y acariciaban, voces tiernas y consoladoras. Su madre
adoptiva, en quien había confiado, y a quien había reverenciado
caninamente, lo había querido como a un hijo, o con una pequeña
diferencia que él, Sirio, hubiera podido descubrir, pero no ella, ni Plaxy.
No era, realmente, una diferencia de amor, sino de atracción materna
animal. Y luego Thomas… Sí, Thomas también lo había querido, pero de
otro modo, como a un compañero inteligente, «de hombre a hombre».
Pero Thomas amaba todavía más su ciencia. No vacilaría quizá en
someter a su criatura a cualquier tortura física o mental si así lo exigía
el progreso o su propio trabajo. Pero esto era inevitable. Dios mismo, si
existía, sería así. ¿Sería así? ¿Sería así, de veras? De cualquier modo él,
Sirio, podía entender esa actitud. La esencia del amor, la dependencia
mutua, la vida común, no las había encontrado en Elizabeth o Thomas,
sino en Plaxy. Y sin embargo, curiosamente, era Plaxy quien despertaba
en él el deseo de rebelarse contra el dominio del hombre.

En aquel verano recordó muchas veces sus relaciones con Plaxy.


Cuando se encontraron otra vez, advirtió que el tiempo y la diferencia
de ambientes habían ahondado todavía más la vieja brecha. Aún se
necesitaban, y atraían, pero el curso de sus vidas continuaba
separándolos. ¡Qué raras eran, en verdad, sus relaciones con la
muchacha! Tan separados, y tan unidos a la vez en el tiempo y el
espíritu. Divergían ahora como dos estrellas que se han encontrado en
el espacio y se alejan luego hacia polos opuestos del cielo. ¡Cuánto la
amaba, y cuánto la odiaba a la vez!

El olor de Plaxy lo atraía a veces, aunque no de modo natural como el


olor de una perra. En la naturaleza, en el bosque, el olor humano
característico le hubiera parecido desagradable, como la pestilencia del
mandril. El olor de Plaxy le parecía atrayente, pero era en verdad un
gusto adquirido. Aunque hacía tanto tiempo que parecía en él una
segunda naturaleza. El olor embriagador de una perra podía apartarlo
en cualquier momento, irresistiblemente, de Plaxy, pero siempre volvía a
su amiga. Ella sería siempre el centro de su existencia, y
recíprocamente. Plaxy lo sabía muy bien. Sin embargo, sus vidas se
apartarían sin remedio. No había para ellos futuro común. Ya ahora,
cuán aburridor era su parloteo de colegiala, ¡qué fatigosos sus
romances inconclusos! ¿Por qué tendrían los hombres esa ridícula
actitud hacia el sexo? ¡Qué desagradable! ¡Y esos implacables perfumes
artificiales que usaba ahora, y que encubrían perversamente su olor
natural, tan atrayente!

Aunque en algunos momentos ese mismo olor le era insoportable. Todos


los seres humanos le parecían entonces hediondos, pero su amada Plaxy
más que ninguno. A veces, echado en el patio, esperando órdenes,
miraba como el gallo cubría a alguna integrante de su harén, o un peón
que revolvía el estiércol, o a Jane que partía endomingada rumbo a
Dolgelly, o a la señora Pugh que traía baldes de leche del corral…
Meditaba mientras tanto en sus sentimientos hacia la raza humana, y se
preguntaba por qué fluctuarían entre la admiración y el resentimiento

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despectivo. Reconocía que la especie que lo había producido
(divirtiéndose un poco, quizá) lo trataba bastante bien. Los ejemplares
conocidos eran en general bondadosos. Sin embargo, no dejaba de
sentirse esclavo. Incluso Pugh, que era verdaderamente un buen
hombre, trataba a los perros como cosas. Si se le cruzaban en el camino
los apartaba a puntapiés; cariñosamente, era cierto, pero aun así
resultaba exasperante. Y la gente de la aldea… Bastaba que Pugh no
mirase para que alguien le propinara un furtivo puntapié. Sirio creyó al
principio que eran enemigos de Pugh o Thomas; pero no, daban rienda
suelta a una ira secreta golpeando algo vivo que no podía contestarles.
La mayoría de los perros había aprendido a recibir dócilmente estos
golpes, pero Sirio sorprendía a menudo a sus atacantes con alguna
enérgica represalia.

El incipiente desprecio de Sirio hacia los seres humanos tenía también


otras causas. Como pensaban que «era solo un animal», se desnudaban
ante él completamente. En presencia de algún otro hombre, seguían las
normas aceptadas, y se indignaban al descubrir alguna infracción. Pero
si pensaban que nadie los veía, caían en las mismas transgresiones. Por
supuesto, podía esperarse que en presencia de Sirio se escarbarían la
nariz —y cómo lo divertían las muecas inconscientes—, y otras cosas
parecidas. Pero lo que más indignaba a Sirio era la insinceridad. La
señora Pugh, por ejemplo, que lamía a veces las cucharas en lugar de
lavarlas, regañaba indignada a su hija por hacer precisamente lo
mismo. El peón Rhys, asiduo concurrente a la iglesia, y severísimo en
cuestiones sexuales, no vacilaba cuando se creía solo en aliviar de algún
modo la tumescencia sexual. Sirio no criticaba la conducta del hombre,
pero su hipocresía le repugnaba.

Esa falta de sinceridad, pensó, era quizá causa principal de aquella


cólera y hasta aquella repugnancia física que a veces parecían
dominarlo. Sentía entonces el olor humano como un hedor intolerable.
Reconoció al fin en esa repugnancia, el despertar de su «naturaleza de
lobo», como él decía. En esos momentos los olores perdían su
significado habitual, y solo sentía deleite u horror. Si estaba dentro de la
casa huía de su hedor opresivo y se limpiaba la nariz, con profundas
inspiraciones, en el fragante aire de los páramos. Su odio al hombre era
entonces enorme. Se metía en algún torrente para librarse de la
corrupción, o se revolcaba en el dulce estiércol. Luego se iba de caza,
eludiendo a los seres humanos, sintiendo irracionalmente la enemiga
presencia de la mano del hombre. A veces cazaba un conejo, menos a
menudo una liebre montañesa. El golpe de las mandíbulas al cerrarse
sobre el espinazo, la carne elástica, la sangre que le inundaba la boca…
lo embriagaban como el alcohol. Sentía que la sangre de la víctima le
lavaba el espíritu, lo libraba al fin de toda huella humana: el afán de
riquezas, el sucio manoseo de cosas, criaturas y mentes. Al diablo con la
sabiduría, el amor, y las paparruchas de la cultura. La vida era cacería,
persecución, arrebato; un grito agudo, carne devorada, y huesos
triturados. Luego unos sorbos de agua, y echarse al sol del páramo, a
solas, en paz.

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Durante su último mes con Pugh, Sirio pasó rápidamente por todos los
humores. A veces solo vivía para vigilar a las ovejas, otras añoraba la
vida de la mente, y de pronto sentía la embestida de su naturaleza
lobuna.

Un día, después de atender a algunos animales enfermos, sintió que el


acre olor de las medicinas lo enloquecía. ¿Por qué había de ser el criado
de esos tontos rumiantes? El lobo asomó nuevamente. Era una tarde
libre, y hubiera debido ir a Garth, a leer. Pero se internó en las colinas, y
llegó a un distante pastizal, más allá de Arenig Fach, una meseta en
miniatura del este. Allí olfateó el viento, y pegó la nariz a la tierra hasta
encontrar el rastro buscado. No tardó mucho tiempo en tropezarse con
su presa: un carnero de regia cabeza y grueso cuello musculoso. Sirio se
detuvo y miró al animal que olfateaba inmóvil el viento, y removía el
suelo con las patas. De pronto, Sirio sintió que lo humano primaba otra
vez en él. ¿Por qué matar a aquella hermosa criatura? Pero era una
criatura del hombre, y resumía toda su miserable vida de ovejero. Se
precipitó contra el animal, que lo rechazó con un cabezazo. Siguió
entonces una larga batalla. Sirio recibió una herida en el hombro.
Insistió, y atacó una y otra vez hasta que clavó los dientes en el cuello
lanudo. El animal, desesperado, trató de sacárselo de encima corriendo
por entre brezos y rocas. Pero Sirio, recordando su combate con Diawl
Du, no lo soltó. Los forcejeos del carnero fueron debilitándose, y
cesaron al fin. Sirio dejó al animal y con la cola entre las piernas miró
alrededor buscando a algún ser humano. Luego contempló el carnero.
Sintió piedad, una piedad humana, horror y disgusto. Pero recordó que
tenía hambre, se sobrepuso, y empezó a rasgar la piel, apoyando las
patas contra el suelo. Luego tironeó de la tibia carne y comió hasta
hartarse. Finalmente se alejó.

Solo una feliz coincidencia permitió que no sospecharan de Sirio. Otro


ovejero, de una granja vecina, había enloquecido y matado a varias
ovejas, y se le atribuyó también la muerte del carnero. Pero Sirio,
cuando perdió su humor de lobo, y comprendió qué había hecho, sintió
pánico. Allí estaba la reveladora herida del hombro. Pero la causa, al fin
y al cabo, podía ser el clavo de una cerca.

Desde entonces, Sirio se dedicó concienzudamente a las ovejas,


mostrándose solícito y tierno. Al fin, cuando Thomas llegó a buscarlo,
Pugh concluyó su informe diciendo:

—Sí, realmente señor Trelone, es un perro maravilloso. En este verano


ha sido una madre para las ovejas… Y si todas gozan hoy de buena
salud, se lo debo a los cuidados de Bran, que nunca abandonó a un
animal enfermo. Si este perro fuese un hombre, señor Trelone, lo
hubiera casado con mi hija, en beneficio de las ovejas. Pero ella se ha
enamorado de un animal de dos patas, ayudante de un tendero, que no
tiene ni la mitad de la inteligencia de Bran, aunque no sea un tonto en su
negocio. De modo que ahora, como el señor Bran insiste en irse, tendré
que asociarme con algún joven. —Miró a Sirio con una mueca afectuosa
y triste, y continuó—: Pero, señor Trelone, cuando haga otro perro como

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este, no olvide que las manos son tan necesarias como el cerebro.
Cuando yo veía a Bran luchando por hacer con la boca las cosas que yo
hago tan fácilmente con estas zarpas torpes, se me destrozaba el
corazón. Sí, el próximo con manos, ¿no es así, señor Trelone?

Inesperadamente, el espíritu de lobo asomó otra vez en Garth con


mayor insistencia. En la granja de Pugh, ocupado casi siempre en algún
trabajo práctico, no meditaba mucho. Pero ahora, en vacaciones, había
que pensar en el futuro y discutirlo. Y allí estaba Plaxy, con su encanto
familiar, y cada vez más distante.

Desde el primer momento, cuando volvían caminando desde Caer Blai,


Sirio encaró decididamente el tema del futuro.

—Bueno —dijo Thomas con voz cautelosa—, primero necesitas unas


buenas vacaciones. Luego podrías recorrer, me parece, los distritos de
los lagos con mi joven colega, McBane. Allí verías otros modos de criar
ovejas. Luego podrías inscribirte en un concurso de ovejeros, en
Cumberland, y sorprenderías un poco a la gente. Y luego irás a vivir al
laboratorio donde iniciaremos contigo una serie de experimentos
fisiológicos y psicológicos. Te interesarán realmente, y tu colaboración
activa nos será muy útil. Aprenderás mucho. Poco a poco llegarás a ser
un experto en psicología animal. Si trabajas bien, podremos publicar
algunas de tus investigaciones. Entonces, por supuesto, todos los
hombres de ciencia que visiten Cambridge querrán conocerte. De modo
que tendrás una vida interesante, y serás blanco de todas las miradas
científicas. Espero que eso no te envanezca convirtiéndote en un
pedante insoportable. —Sirio guardó silencio, y Thomas continuó—: Ah,
sí, y cuando ya no te necesitemos podrías trabajar otra vez, de cuando
en cuando, con ovejas, en la granja de Pugh o cualquier otra. Con el
tiempo… bueno, quizá podamos incorporarte al laboratorio como
miembro permanente.

—Entiendo —dijo Sirio, y no agregó más.

Pensó en las palabras de Thomas mientras se acercaban a Garth. Pensó


en ellas más adelante, día y noche. Pensó también en otros asuntos.

Uno de esos asuntos, por supuesto, era el de sus relaciones con Plaxy.
Pronto se enteró de que había ganado una beca para estudiar literatura
inglesa en un colegio de Cambridge. Thomas deseaba que estudiase
medicina, pero la muchacha se apartó de los senderos de la ciencia para
meterse en las letras, afirmando así —de acuerdo con mi teoría— su
independencia ante Thomas, a quien admiraba en secreto. Había
trabajado duramente para su beca, y ahora quería olvidarse por un
tiempo de la vida de la mente. Sirio, por su parte, luego de sus duros
trabajos con Pugh, se había propuesto hundirse en esa misma vida,
poniendo grandes esperanzas en la posible cooperación de Plaxy. Pero
la joven se mostraba silenciosa y remota. Exteriormente, parecía tan
cariñosa como siempre, y a menudo lo acompañaba en algún paseo.
Pero eran paseos silenciosos, y el silencio, aunque ella no lo advertía,

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pesaba sobre Sirio. Plaxy no parecía interesarse realmente en los
problemas de su amigo, ni siquiera en el gran problema de su futuro,
aunque lo instara a menudo a que le hablara de él. Y la joven, además,
se refería cada vez menos a sus estudios, pues este tema le exigía
demasiadas explicaciones. De este modo solo conversaban de asuntos
familiares, o locales, o de las circunstancias de un verano galés. Esto no
era difícil, pero Sirio sentía que no iban a ningún lado.

Un día, sacudido por tormentas mentales, dijo:

—Plaxy, ¿por qué me pareces muerta? ¡Seamos felices!

—Oh, ya sé que no soy buena contigo —respondió la muchacha—. Pero


estoy tan preocupada que no puedo pensar en otra cosa.

—Háblame de eso —pidió Sirio.

—No puedo —dijo Plaxy—. Es demasiado complicado. No entenderías.


¿Cómo podrías? No hay en tu vida nada semejante. No, lo siento, pero
no puedo decírtelo. Es algo… humano.

No lo ofendieron tanto las palabras como aquel leve tono de


superioridad en la voz. La naturaleza de lobo, que estaba pugnando por
asomar otra vez desde su última conversación con Thomas, brotó
violentamente. El olor de aquella hembra humana que caminaba a su
lado perdió de pronto todo atractivo transformándose en una
repugnante pestilencia. La miró de reojo. En vez del rostro más querido
del mundo, vio las toscas facciones lampiñas de una supermona, un
miembro de la especie que hacía mucho tiempo había domesticado a sus
antecesores, esclavizándolos en cuerpo y alma.

—Lo siento —dijo—, no quise entrometerme.

La ferocidad que resonaba en su propia voz, lo sobresaltó, y lo


sorprendió, y, cosa extraña, le molestó que ella no la advirtiera.
Regresaron en silencio. En el portón Plaxy le tocó la cabeza y dijo:

—Perdón.

—No es nada. Ojalá pudiese serte útil —dijo Sirio.

Todavía había algo de ferocidad en su voz, oculta bajo un tono de


dulzura. Le recorrían el cuerpo temblores contradictorios. El roce de la
mano de Plaxy había sido a la vez la caricia de la amada y el contacto
de la tirana simiesca.

En la puerta, el olor humano de la casa le dio náuseas. Tratando de


dominarse lamió la mano de Plaxy y descubrió horrorizado que los
labios se le contraían, desnudando los dientes. Plaxy entró en la casa.
Sirio se retiró husmeando el aire fresco.

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Correteó adrede por un macizo de flores, saltó la pared del jardín, y
subió corriendo la colina, con la cola al viento.

Aquella noche no volvió a la casa. No era nada extraordinario, y nadie


se preocupó. Faltó también la noche siguiente. Thomas se inquietó, pero
exteriormente solo se mostró disgustado. Había proyectado para el otro
día un paseo con Sirio. Pasó la tercera noche sin que el perro
apareciese. Pugh no lo había visto, ni los granjeros de alrededor, ni la
gente de la aldea. Plaxy recordó su última charla con Sirio y sintió
remordimientos.

Toda la familia participó de la búsqueda. Antes de salir, hicieron oler a


Idwal y otro superovejero —tomados en préstamo para la ocasión— la
cesta donde dormía Sirio. Luego los miembros de la partida se
dispersaron en abanico. Como no había noticias de él en regiones
cultivadas lo buscarían sobre todo en los páramos.

Fue Plaxy quien encontró a Sirio, ya avanzada la tarde. Dobló un


contrafuerte de la colina y allí estaba, junto al cadáver de un pony . El
viento soplaba hacia Sirio y este no la vio. Tironeaba en ese momento
del cuero del pescuezo del animal, separándolo de la carne, las patas
hundidas en el fango, la cola caída, las mandíbulas sanguinolentas, y la
pelambre embarrada. Bajo el cuello del caballito había un estanque de
sangre y cieno. La lucha sin duda había sido feroz. Sirio había
desgarrado los flancos de su víctima, y las hierbas y brezos estaban
pisoteados.

Plaxy horrorizada miró la escena un segundo. Enseguida exclamó:

—¡Sirio!

El perro soltó a su víctima, y alzó la cabeza, lamiéndose el hocico


manchado de rojo. Los dos se miraron. Plaxy vio los ojos de un loco,
Sirio el rostro blanco, desnudo y supersimiesco de su tirano ancestral.
Se le erizó el lomo. Descubrió los dientes. Un gruñido ahogado fue su
único saludo.

Plaxy sintió miedo y repugnancia, pero comprendió también que solo


algo desesperado podría salvar a su amigo de la ruina. Y en ese
momento conoció por vez primera —como dijo más tarde— la fuerza de
los lazos que la unían a Sirio. Se acercó.

—Sirio, querido. —Las palabras la sorprendieron tanto como a él—.


¿Qué será ahora de nosotros?

Se acercó aún más, con una expresión de congoja, hundiendo los


zapatos en el fango. El gruñido de Sirio se hizo más amenazador; el lobo
temía que le arrebataran la presa. Echó las orejas hacia atrás y abrió la
boca. Los dientes eran más rojos que blancos. Plaxy sintió que se le
aflojaban las rodillas. Siguió avanzando sin embargo, y extendió la

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mano para tocar la salvaje cabeza. Tropezó entonces con el cadáver y
de pronto vomitó. Cuando pudo dominarse dijo sollozando:

—¿Por qué, Sirio? ¿Por qué? No lo entiendo. Oh, querrán matarte.

Se sentó en una saliente del terreno y miró a Sirio, que la miraba


también, fijamente. De pronto Sirio se volvió hacia el cadáver y empezó
a arrancar un trozo de carne. Plaxy lanzó un grito, se incorporó y trató
de apartarlo, tirando del collar. Sirio giró sobre sí mismo, con un
rugido, y se echó sobre ella. Plaxy cayó al suelo fangoso, bajo el peso
del enorme animal, los hombros hundidos en el agua fría de la ciénaga.
Vio la cara de Sirio muy cerca. El aliento le olía a sangre.

En los instantes de desesperación algunos hacen siempre lo más


indicado.

—Querido mío —dijo Plaxy—, no eres una fiera, eres Sirio. No, no
quieres hacerme daño. Me quieres, lo sé, lo sabes. Soy tu Plaxy.

Los labios de Sirio cubrieron otra vez los dientes. El sordo gruñido se
apagó poco a poco, y luego, con un gemido, el perro besó delicadamente
la suave mejilla. Acariciándole el cuello, Plaxy dijo:

—Oh, pobre querido, debes de haber estado loco. —Se puso de pie y
añadió—: Deja que te limpie.

Lo llevó al borde del estanque y con un poco de musgo a modo de


esponja le limpió la sangre del hocico, el cuello y los hombros,
diciéndole mientras tanto:

—¿Por qué Sirio? ¿Por qué nos dejaste? ¿Fui muy mala contigo ese día?

Sirio callaba, aceptando pasivamente las caricias de Plaxy, la cola aún


entre las patas. Al fin la muchacha le besó la frente, y se puso de pie, y
se acercó al cadáver.

—Pobre caballito —dijo—. Se parece a Polly. Giles y yo la montábamos


cuando éramos pequeños. ¿Recuerdas cómo le besabas el hocico? —
Sirio respondió con un gemido entrecortado. Plaxy añadió, con voz
alterada—: Si lo dejamos así y lo encuentran no descansarán hasta
atraparte, ¿y entonces? ¡Si pudiéramos echarlo al pantano! Será mejor
que volvamos a casa y se lo digamos a Thomas.

En el largo trayecto de vuelta trató de que Sirio le contara lo que había


pasado y recordó que el perro no había dicho aún una sola palabra.

—Cuéntame, por favor, Sirio —imploró—. Dime algo. ¿Qué pasó?

—No entenderías —dijo Sirio al fin—. No hay en tu vida nada semejante.


Es algo… algo canino.

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Este eco de sus propias palabras lastimó y sobresaltó a Plaxy.

—Oh, lo siento —dijo—. Fui una tonta.

—No importa —dijo él—. Todo empezó antes.

El resto de la familia ya había vuelto. Sirio fue acogido con entusiasmo,


pero también con ansiedad. Recibió fríamente todos los saludos,
rechazó la cena, y se fue a la cama. Plaxy le contó todo a Thomas, que
se indignó al principio, y luego se mostró gradualmente más interesado,
aunque, por supuesto, temió por la seguridad de Sirio. Buscó al día
siguiente al dueño del pony y le contó lo ocurrido, atribuyendo el crimen
a un superovejero, un animal nuevo, de tipo experimental, no educado
aún. Pagó el doble del valor del caballo.

La muerte del pony fue un mojón en la carrera de Sirio. Aclaró sus


relaciones con Plaxy, y Thomas comprendió que la criatura, sometida a
enormes tensiones, exigía especiales cuidados.

Un par de días después, Plaxy y Sirio hablaron con una libertad que no
conocían desde hacía meses. Plaxy explicó ante todo al asunto
«humano» que no había querido revelar. Respeto a Plaxy y no contaré la
historia, que además no guarda relación con mi tema. Baste decir que
Plaxy se había enredado con un joven que la atraía sexualmente, pero
que no le inspiraba ningún respeto. Había rechazado a Sirio, de
desvergonzada promiscuidad, como posible confidente. Pero el incidente
del pony le había hecho comprender cuánto lo necesitaba, y no deseaba
otra cosa que volver a la mutua confianza anterior. Sirio, por su parte,
le habló de sus atormentadores conflictos, su respeto y repugnancia
hacia los hombres.

—Tú, por ejemplo, eres lo que más quiero en el mundo, y, también, una
horrible mona que me ha esclavizado con algún horrible hechizo.

—Y tú eres muchas veces —respondió Plaxy— el perro que ha creado mi


padre, al que estoy unida de algún modo, y del que soy responsable
porque él lo ha querido así. Pero otras veces eres… Sirio, una parte de
ese ser, Sirio-Plaxy, que tanto quiero.

Un leve cambio en el olor de la joven fue para Sirio mejor muestra de


sinceridad que todas las palabras.

Thomas disertó más tarde ante Sirio sobre la locura de matar caballos,
pero la conferencia se convirtió gradualmente en una discusión acerca
del espíritu lobuno. En el apogeo de la discusión, Sirio exclamó:

—Bien, si no me ayuda a ser yo mismo, tendré que transformarme en…


un falso lobo.

—¿Y cómo llegarías a ser «tú mismo»? —preguntó Thomas.

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Hubo una larga pausa, y al fin Sirio contestó:

—No lo se aún. Si no me dan la oportunidad, no podré descubrirlo.


Desearía recorrer el mundo. No podré hacerlo si paso la vida entre las
ovejas y el laboratorio. Pienso a veces que podría contribuir,
personalmente, a la… bueno, a la comprensión humana. No me resigno
a ser solo un sujeto de experimentación o un investigador de ínfima
categoría. Necesito resolver algo, claramente, y luego comunicárselo de
algún modo a la humanidad.

Thomas lanzó un suave silbido.

—¡Caramba! ¡Un Mesías canino de los hombres!

Sirio se removió, inquieto, y replicó:

—No, no soy tan tonto. No me creo un ser superior. Pero… bueno, mi


punto de vista es distinto y a la vez parecido al del hombre. Conmigo el
hombre podría verse desde fuera. —Thomas guardó silencio, pensativo,
y Sirio agregó—: Hay algo más. Cuando siento que no puedo ser yo, o
que me prohíben serlo, la raza humana me parece hedionda, y el lobo
asoma en mí. Todo se me nubla. No sé por qué, pero así es.

Thomas comprendía ahora que su actitud hacia Sirio había sido


excesivamente simple. Decidió modificarla. Al día siguiente habló con
Elizabeth.

—¡Que tonto fui al no prever estas complicaciones psicológicas! Nunca


pensé que si algo andaba mal no podría lavarme las manos, como un
cirujano, y aguardar el futuro. Me siento moralmente responsable, como
debió haberse sentido Dios cuando Adán le salió mal. Y aunque los
sentimientos morales sean enteramente subjetivos, no es posible
dejarlos de lado.

Luego de una larga discusión, Thomas y Elizabeth esbozaron un nuevo


programa para Sirio. Iría al laboratorio, como se había planeado pero
además Elizabeth «viajaría un poco con él», para que «empezase a
entender este loco mundo humano». La acompañaría sencillamente
como un perro, conocería a sus amigos de Cambridge y otras partes, los
escucharía conversar. Si era posible harían también —en las horas
libres que le dejara el laboratorio— otros paseos: a barrios pobres,
fábricas, muelles, museos, salas de concierto. Además, con ayuda de
Thomas, podría aprovechar las ventajas de Cambridge como centro de
cultura. Thomas le sugeriría algún programa de estudio y le conseguiría
libros en las bibliotecas. Todo eso lo ayudaría a decidir con más
claridad su posible futuro.

Más tarde Thomas le explicó el nuevo plan a Sirio y terminó


recordándole que sería necesaria la mayor cautela. Si vagaba por el
país en compañía de Elizabeth no debería traicionarse. Sería

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simplemente un perro doméstico. Aparte las personas del laboratorio,
nadie habría de sospechar que hablaba.

—¿Pero por qué? —protestó Sirio—. Ya es tiempo que me conozcan. No


puedo fingir eternamente.

Thomas insistió. El momento de la aparición pública de Sirio no había


llegado aún.

—Hay que asegurar tu puesto en el mundo de la ciencia antes que el


mundo comercial se interese por ti. De otro modo algún individuo sin
escrúpulos trataría de secuestrarte y exhibirte en algún país extranjero.
Serías realmente un esclavo entonces, y por toda la vida.

—Que lo intenten —bufó Sirio.

Thomas señaló que con un poco de cloroformo lo pondrían fácilmente


fuera de combate.

—No creas que son temores imaginarios —añadió—. Ya algunos te


siguen la pista; es hora de que lo sepas. Ayer vinieron dos de la ciudad a
investigar. Querían comprar un superovejero. No me gustaron, y les dije
que no había animales disponibles. Me dijeron que habían visto uno en
Trawsfynydd, que echaba una carta en el buzón. Tú, sin duda. Me
ofrecieron treinta libras, luego cuarenta, y así llegaron a doscientas
cincuenta. Era demasiado para un superovejero, y empecé a sospechar.
Buenos, esos individuos andan aún por los alrededores. Ten cuidado. Y
atención al cloroformo.

Unas semanas más tarde, cuando Sirio casi había olvidado esta charla,
intentaron realmente secuestrarlo. Regresaba de una cacería, y llegó al
portillo de una pared, a unos cien metros de Garth, por donde pasaba
habitualmente. Iba ya a meterse en el agujero, cuando husmeó algo
raro. Era un olor pegajoso, dulce y penetrante. Recordó el cloroformo y
se detuvo. Desgraciadamente, para sus atacantes, su humor era en ese
momento bastante sombrío. Había venido meditando sobre la tiranía de
la raza humana y encontraba ahora la oportunidad de desahogarse.
Saltó la pared y cayó sobre los hombres. Estos, sorprendidos, rodaron
por el suelo como bajo el impacto de una bomba. Sirio clavó los dientes
en el cuello de uno de los hombres, pero el otro se le echó encima con el
cloroformo. Sirio, casi asfixiado, soltó su presa. El sabor, o más bien la
idea de la sangre, había despertado otra vez su naturaleza de lobo. Se
transformó en una fiera que luchaba contra su especie enemiga natural.
El hombre del cloroformo no logró alcanzarlo; el otro estaba
momentáneamente fuera de combate. Mientras, el ruido de la pelea
despertó a Thomas, que dormitaba en el jardín. Se incorporó de un salto
y corrió colina arriba, gritando. El herido se había puesto de pie, e iba a
ayudar a su colega cuando vio a Thomas. Echó a correr. El otro había
logrado al fin narcotizar a Sirio, pero huyó también detrás de su
compañero. Llegaron así a la carretera donde esperaba un coche y se
alejaron velozmente. Thomas no intentó seguirlos. Se acercó a Sirio y lo

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tomó del collar para que no corriese detrás del coche, si despertaba a
tiempo.

Poco después de este incidente Thomas llevó a Sirio al distrito de los


lagos. Allí se encontrarían con el joven McBane, del laboratorio, y este
iría acostumbrándose al lenguaje del perro.

Sirio tuvo entonces oportunidad de conocer a los ovejeros del norte, y


hasta participó en un concurso. Había intervenido ya en algunas
competiciones menores, en Gales, bajo la dirección de Pugh. Thomas
sabía muy poco de ovejas. El público advirtió muy pronto que el amo del
animal no era un criador, y que la inteligencia del perro era más que
normal. No importaba la incompetencia de las órdenes de Thomas. Sirio
no las tenía en cuenta y hacía lo indicado empleando la técnica más
refinada. Al fin se descubrió que Thomas era el famoso productor de
superovejeros. Muchos quisieron comprar a Sirio, pero Trelone, riendo,
los rechazó. Los posibles compradores se anotaron resignadamente en
la lista de los que podrían adquirir los futuros perros.

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8

Sirio en Cambridge

Terminaron las vacaciones, y Sirio fue a Cambridge. En el mismo


laboratorio, al lado de la habitación de Thomas, le habían preparado un
dormitorio-salita. Lo presentaron a los miembros más antiguos del
personal como «de hombre a hombre», entendiéndose que guardarían el
secreto y se comportarían en público como si Sirio no fuese más que un
superovejero inteligente.

En un principio, Sirio fue muy feliz en Cambridge. El ajetreo de la


ciudad y la universidad era estimulante, aunque lo desconcertaba un
poco. Durante los primeros días pasó mucho tiempo en las calles
observando a la gente y los perros. La abundancia de la población
canina lo sorprendió, lo mismo que la extraordinaria diversidad de
razas. Le pareció increíble que la especie dominante mantuviese a
tantos ociosos miembros de la especie dominada, pues aquellos
mimados animales solo servían de juguete viviente a algún hombre o
mujer. Físicamente, gozaban todos de muy buena salud, aparte una
cierta tendencia a la gordura que en algunos casos llegaba a ser
desagradable. Pero mentalmente eran enfermos. ¿Cómo hubiese podido
ser de otro modo? No tenían nada que hacer, salvo esperar la comida,
pasar del aburrimiento al sueño, acompañar a sus amos en lentas
caminatas, olerse los unos a los otros, y celebrar un sencillo ritual en
faroles y árboles. Sexualmente, todos estaban hambrientos; las perras
escaseaban y estaban muy vigiladas. Sin aquella pobre inteligencia
hubiesen sido todos histéricos, pero los salvaba la estupidez.

El propio Sirio debía representar con frecuencia el papel de criatura


subhumana. Cuando Elizabeth hacía con él alguna visita, permitía que
mimaran o se rieran de él, o elogiasen su «inteligencia maravillosa»
cuando «daba la pata» o cerraba la puerta. Luego lo olvidaban, y allá
quedaba Sirio, echado en el piso, aburrido aparentemente, pero
escuchándolo todo, y tratando de entender lo que se decía sobre libros o
cuadros, o echando incluso alguna mirada furtiva a algún dibujo o
escultura.

Elizabeth quiso que Sirio conociese el ambiente universitario, e ideó


divertidos subterfugios para meterlo en reuniones y salas de concierto.
Luego de la simple lucha por la vida de la región ovejera, tantas
muestras de la energía creadora humana asombraban a Sirio. Las
manos de los hombres habían levantado aquellos edificios, piedra sobre
piedra. En los escaparates se amontonaban los artículos fabricados por
los hombres, y traídos en trenes, camiones y barcos. Pero el inocente
Sirio se sintió en verdad sobrecogido cuando luego de pacientes intrigas
Elizabeth logró introducirlo en una biblioteca. Los miles de libros que

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cubrían las paredes le revelaban, de un modo nuevo, la masa
increíblemente enorme de la tradición intelectual humana. Sirio
enmudeció, aterrorizado, con el rabo entre las piernas. Era aún
demasiado ingenuo para ocurrírsele que la mayoría de aquellas páginas
podían tener muy poca importancia. Pensó que la verdad henchía todos
los volúmenes. Se sintió desesperado, pensando inocentemente que no
alcanzaría la sabiduría hasta que sus pobres ojos hubiesen recorrido
aquellos millones de líneas impresas.

Thomas había decidido presentar a Sirio a un grupo cuidadosamente


seleccionado de hombres de ciencia y académicos: zoólogos,
bioquímicos, biólogos, pero también psicólogos, filósofos, y filólogos a
quienes interesaría el lenguaje del perro, y algunos cirujanos, pintores,
escultores y escritores que eran muy amigos de Thomas. Este los
invitaba a almorzar en sus habitaciones, y les hablaba de los
superperros. Después del almuerzo se refería a la más audaz de sus
experiencias y describía la inteligencia de Sirio como similar a de
cualquier estudiante universitario. El grupo se acomodaba en las
poltronas, se encendían las pipas, y Thomas miraba a su alrededor.

—Le dije que lo recibiríamos a las dos —decía—. Llegará de un


momento a otro.

De pronto se abría la puerta y entraba el enorme animal. Había en él


algo de majestuoso. Alto y delgado como un tigre, pero con una cabeza
leonina, se quedaban mirando a los invitados. Thomas se ponía de pie y
hacía solemnemente las presentaciones.

—Sirio; el profesor Stone, antropólogo; el doctor James Crawford,


rector de la universidad de… —etcétera.

Los invitados, generalmente, se movían, incómodos, no sabían qué


hacer, y pensaban a menudo que Thomas les tomaba el pelo. Otras veces
se quedaban muy sentados, o se ponían tímidamente de pie, como si
Sirio fuera un distinguido visitante humano. Sirio miraba fijamente a
cada uno, a medida que lo presentaban, y saludaba con un lánguido
movimiento de la larga cola. Luego, casi siempre, se echaba en la
alfombra, delante de la chimenea.

—Bien —decía Thomas—, querrán saber ante todo, por supuesto, si


Sirio entiende realmente el inglés. ¿Quieren pedirle algo?

Comúnmente, la rara situación paralizaba a los invitados, y antes que se


les ocurriera algo adecuado pasaba por lo menos medio minuto. Al fin le
pedían a Sirio que trajese un cojín o un libro, lo que hacía enseguida.
Luego Thomas conversaba con Sirio, y los invitados escuchaban con
atención las extrañas modulaciones caninas y no entendían una palabra.
Luego Sirio decía algo sencillo, con lentitud, y Thomas traducía. Esto
iniciaba una conversación general. Los invitados interrogaban al perro
y recibían la respuesta a través de Thomas. Frecuentemente el mismo
Sirio interrogaba a los visitantes, y sus preguntas eran muchas veces de

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un carácter tal que Thomas se resistía a transmitirlas. Los invitados
advertían la presencia de una personalidad definida e independiente.

Poco a poco, Sirio sacó algunas conclusiones de esos distinguidos


ejemplares. Había algo que lo desconcertaba sobremanera. Todos
menospreciaban o subestimaban sus manos. Excepto los cirujanos,
escultores, pintores e investigadores de laboratorio, las manejaban muy
torpemente, y no se avergonzaban. Aun aquellos que necesitaban de la
habilidad manual —cirujanos, escultores, etc.— no eran dueños de esa
versatilidad que tanto había servido a la especie. Ahora parecían
criaturas indefensas. Las manos eran solo instrumentos altamente
especializados, como el ala de los pájaros o la aleta de las focas, que
servían para un único fin. Algunos visitantes llegaban en bicicleta, pero
no podían arreglar un neumático. Casi ninguno sabía coserse los
botones o remendarse los calcetines. Aún más; esos genios de la mano
especializada participaban del desprecio común hacia el trabajo
manual; desprecio con que la clase privilegiada excusaba su pereza. En
cuanto a los escritores, abogados, políticos, su torpeza y su desprecio
hacia la simple destreza manual eran asombrosos. Ni siquiera los
escritores sabían escribir correctamente, y preferían el tosco recurso de
oprimir las teclas de una máquina. O dictaban a veces. Sirio oyó decir
que en la antigua China los eruditos se dejaban crecer las uñas
desmesuradamente, queriendo señalar así su incapacidad para el
trabajo manual. ¡Cuántos millones de inteligentes manos así
derrochadas! ¡Cómo despreciaba a esos regresivos tipos humanos!
Habían descuidado el más preciado de los órganos del hombre,
permitiendo que el instrumento de la creación llegara a atrofiarse, y
habían infestado su desprecio por la actividad manual a los propios
obreros, que con su destreza práctica eran la base misma de la
civilización. Los artesanos ansiaban así que sus hijos llegaran a
oficinistas. ¡Ah, si a él, Sirio, se le hubieran dado siquiera las torpes
manos del mono, sin contar los otros despreciados órganos humanos!

Las primeras semanas en Cambridge fueron para Sirio realmente


deliciosas. Todas las mañanas se hacía algún trabajo en el laboratorio
con su interesada colaboración. Un estudio por ejemplo de sus
reacciones motrices o sensorias, o sus respuestas glandulares a
estímulos emotivos. Se le sacaban también radiografías del cráneo o le
grababan la voz. Él mismo planeó escribir una monografía, en
colaboración con alguno de los investigadores, sobre su propio olfato, y
su habilidad para descubrir algún cambio en los seres humanos por el
olor y la voz. Psicólogos y músicos estudiaban su capacidad para el arte
de la música; otros investigaron su vida sexual.

Además de esta labor estrictamente científica, en la que colaboraba con


los hombres, había pensado en redactar dos libros por su propia cuenta.
Uno se llamaría «El farol de alumbrado: estudio de la vida social del
perro doméstico». El pasaje inicial arroja alguna luz sobre el
temperamento de Sirio:

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En el hombre, las relaciones sociales giran en gran parte alrededor del
proceso de absorber fluidos; pero en el perro doméstico, y en menor
medida en todas las especies caninas salvajes, el acto de mayor
significación social es la excreción. Para el hombre la taberna, el
Estaminet, el Biergarten, pero para el perro el tronco de árbol, el
umbral de la puerta o portón, y, sobre todo, el farol de alumbrado. Estos
son los puntos focales de la vida social canina. Los aromas de las
bebidas alcohólicas estimulan el instinto gregario del hombre, y los
infinitos y múltiples olores de la orina los instintos gregarios del Perro.

Sirio mantuvo en secreto el otro libro: «Más allá del farol de


alumbrado». Sería autobiográfico, y enunciaría su filosofía de la vida.
Nunca terminó estas obras. En verdad, apenas inició la primera, pero
yo encontré algunas notas que me fueron muy útiles. Revelan una mente
donde a una risible ingenuidad se une una notable agudeza; una mente
que parece oscilar entre una pesada seriedad autoconmiserativa y un
desapego y autocrítica humorísticos. Sirio se complacía en ser el centro
de tanta atención. Empezó a sentir, inevitablemente, que al fin y al cabo
su misión era ser él mismo, singular y único, Y permitir que la raza
humana lo estudiara respetuosamente. La humildad total que lo había
oprimido en la biblioteca se transformó en una total complacencia.
Cuando salía de paseo los transeúntes lo miraban y cuchicheaban.
Thomas desaprobaba que saliera solo, pues temía alguna tentativa de
secuestro. El temeroso fisiólogo llegó a insinuar que si no aceptaba
alguna escolta humana, habría que encerrarlo. Pero esta amenaza
enfureció a Sirio, y Thomas comprendió que corría el riesgo de perder
su colaboración. Decidió contratar a un detective que lo seguiría en
bicicleta. Sirio desarrolló una humorística hostilidad hacia este
individuo.

—Es como una lata que me hubiesen atado a la cola —comentó—, él y su


destartalada bicicleta vieja.

Desde entonces llamó siempre al hombre «Lata Vieja». El juego de


burlar a Lata Vieja o ponerlo en situaciones embarazosas era una de las
principales diversiones de Sirio.

Contra lo que había pensado, Sirio pasó todo el otoño en Cambridge.


Aunque añoraba a menudo el campo, y estaba casi siempre con dolor de
cabeza, la vida en Cambridge le parecía fascinadora. Alguna vez le
sugirió a Thomas que era tiempo de dejar la ciudad, pero el fisiólogo no
quería interrumpir las investigaciones, y el propio Sirio se sentía
demasiado cómodo y sin fuerzas para insistir.

Llegaron al fin las vacaciones de Navidad, y Sirio volvió a Gales con


Thomas, Elizabeth y Plaxy. Una vez en las colinas descubrió que su
estado físico era lamentable, y pasó gran parte del tiempo intentando
recuperarse con largas expediciones de caza.

En la primavera se sintió menos contento. Las bellezas de Cambridge


habían empezado a disiparse, y el futuro lo inquietaba cada día más.

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Cambridge era como una droga a la que se había habituado. Le
producía ahora una satisfacción muy leve, pero se le había metido en la
sangre. Había llegado transformado en una estatua huesuda y
musculosa. La vida blanda, inactiva, y los manjares recibidos en casas
de conocidos y admiradores lo habían envuelto en una capa de grasa,
redondeándole la cintura. Una vez encontró a Plaxy en la calle y esta
exclamó:

—¡Caramba! Has prosperado. Anadeas como un pequinés.

Esta última observación lo apenó muchísimo.

La decadencia física fue acompañada por una decadencia mental menos


evidente. Parecía que Sirio fuera a convertirse en una especie de
superfaldero, con algo de superanimal de laboratorio. Estaba cada vez
más quisquilloso y egoísta. Un día discutió seriamente con McBane. El
ayudante de Thomas había preparado un aparato para estudiar
minuciosamente los órganos olfativos de Sirio. El perro protestó
diciendo que no se encontraba preparado para algo tan fatigoso, que
tenía la nariz hipersensible, y que no podía someterla a nuevos
esfuerzos. McBane señaló que si Sirio se negaba se habrían perdido
varias horas de trabajo. Sirio estalló en un berrinche gimoteante,
declarando que le importaba más su nariz que el tiempo de McBane.

—¡Cielos! —exclamó el hombre. ¡Pareces una prima donna !

Thomas había asistido sorprendido y encantado a la entrada de Sirio en


su nueva vida. Parecía que el perro había superado sus anhelos
románticos, aceptando la idea de convertirse en bien permanente del
laboratorio. Pero en aquel segundo período, aunque el trabajo le
gustaba, Sirio se sentía profundamente inquieto, y rebelde. Esa vida de
comodidad y holganza no era para él. La simple imposibilidad de hacer
ejercicios físicos lo deprimía. Correteaba a veces un par de kilómetros
por el sendero de grava, pero se aburría, y no podía olvidar que el fiel
detective lo seguía en bicicleta. Se pasaba así la mayor parte del tiempo
disgustado y constipado. Añoraba cada vez más los páramos y brumas,
el intenso olor de las ovejas, las labores en el campo, y sus sencillos
triunfos. Recordaba a Pugh con mucho cariño, y comparándolo con los
profesores y sus esposas lo encontraba extraordinariamente verdadero.

Era, además, vagamente consciente de su progresiva decadencia moral.


Le costaba cada vez más imponerse algo. Se aplicaba con concienzuda
minuciosidad a las tareas intelectuales, que realizaba con placer, pero
no podía dominar su egoísmo cuando trataba con los seres humanos, y
hasta había perdido parte del respeto que se debía a sí mismo.

Un ejemplo era sus relaciones con las perras. Las pocas que había
encontrado en las calles de Cambridge eran en su mayoría demasiado
menudas, y el aroma natural había sido disfrazado, en muchos casos,
con jabones o perfumes. Para el olfato de Sirio eran solo unos bichos
malolientes. Le dijo a Thomas que como en Cambridge no había

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prácticamente posibilidades de hacer el amor, necesitaba alguna perra.
No podía esperarse que un perro joven y vigoroso arrastrara esa vida y
conservara a la vez su equilibrio mental. Se le proporcionaron por lo
tanto algunas hembras atrayentes que le llevaban por turno, y en
momentos adecuados, a sus habitaciones. Todo el asunto fue tratado
como parte de aquella complicada y prolongada tarea científica. Como
habían estudiado ya la química de los olores estimulantes, la elección de
animales seductores se cumplía con notable éxito. Pero el apetito de
Sirio en vez de mitigarse aumentó. Le llevaban una perra casi todos los
días, pero nunca se sentía satisfecho. Al contrario, parecía cada vez más
lascivo y difícil de complacer. Thomas le aconsejó que se dominara, en
beneficio de su energía mental. Sirio le dijo que así lo haría, pero no
cumplió su promesa. Un matiz de sadismo asomó poco después en sus
amores. En una ocasión alborotó el laboratorio al clavar los dientes en
el cuello de una perra.

Este incidente asustó al propio Sirio. Advirtió que unas oscuras


potencias parecían querer dominarlo, y se propuso cambiar. Decidió
asimismo alejarse de Cambridge por un tiempo y regresar a Gales y las
ovejas. Thomas aceptó de mala gana, pero, señaló, no podría trabajar
en los páramos sin someterse antes a un severo adiestramiento. Esto era
demasiado exacto. Lo mejor, sería, quizá, que Pugh tomara a Sirio por
un mes, pero no como ovejero, sino como huésped. Sirio se resistió. La
solución le parecía ignominiosa. Al fin decidió pasar en Cambridge el
resto del período. Llegaron las vacaciones de pascua, y las dedicó
enteramente a los ejercicios físicos, pensando trabajar algunas semanas
en Cumberland. Pero no encontraron ninguna granja satisfactoria, y
como Cambridge lo tentaba demasiado, regresó con Thomas, dispuesto
a pasar allí otro período lectivo.

La vieja vida resultó esta vez fatalmente cómoda. El trabajo en el


laboratorio, las reuniones con hombres de ciencia o académicos amigos
de Thomas, las inconstantes pero profusas lecturas de libros de biología
u otros temas científicos, algunos estudios filosóficos, la redacción de
monografías, las notas para «El farol de alumbrado» y «Más allá del
farol de alumbrado», las fiestas organizadas por las esposas de los
profesores, la falta total de ejercicios físicos, la constante sucesión de
perras… todo esto le minaba la salud y le debilitaba el carácter. Era
cada vez más una prima donna, egoísta y orgullosa. Y, sin embargo, se
sentía también desorientado e inútil, espiritualmente esclavizado a la
voluntad del hombre.

Cuando advirtió que los impulsos sádicos lo dominaban otra vez, Sirio
se asustó tanto que decidió recurrir a sus últimas reservas morales. Se
trazó un programa de disciplina y ascetismo. No trataría con perras.
Reduciría las comidas. Ayunaría y rezaría a los dioses posibles. Haría
ejercicios. Colaboraría concienzudamente con el personal del
laboratorio. Reanudaría su labor literaria, que había abandonado
recientemente, a pesar de que había sido en alguna época casi su único
interés.

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Llevó durante un tiempo una vida más austera, puntuada por breves
periodos de autoindulgencia. Pero muy pronto empezó a flaquear, y se
sorprendió cayendo en los viejos hábitos. Se sintió otra vez
aterrorizado, y terriblemente solo, a pesar de su ininterrumpida
actividad social. Escribió entonces una nota a Plaxy, invitándola a hacer
un paseo.

Plaxy aceptó gustosamente, pero el paseo no fue lo que Sirio había


esperado. La joven, como es natural, estaba entregada a su vida
universitaria, y aunque Sirio pertenecía también, en cierto modo, a la
universidad, las experiencias de ambos eran muy distintas. Para Plaxy
no había nada más importante que las conferencias, las reuniones, los
bailes y, sobre todo, las nuevas amistades. Al principio conversaron con
facilidad y alegría, pero sin entenderse íntimamente. Sirio sintió varias
veces la necesidad de confesar sus penas. Pero decir «Oh, Plaxy,
ayúdame, estoy cayendo en un infierno», que le parecía lo más
apropiado, era también ridículo. Más aún, a medida que avanzaba el
día, creyó advertir en ella, por un leve cambio en su olor, una cierta
hostilidad. Sirio había estado hablándole de perras. Casi
simultáneamente había notado en el olor de Plaxy una aspereza leve,
aunque su voz y sus modales continuaron siendo amistosos. Hacia el fin
del día cayó entre ellos un lúgubre silencio. Ambos estaban a punto de
separarse, y Plaxy dijo que había sido agradable estar otra vez juntos.
Sirio descubrió que el olor de su amiga se dulcificaba gradualmente.

—Sí, fue muy agradable —dijo Sirio. En ese mismo instante el olor
humano de la joven, aunque era esencialmente el mismo, empezó a
repugnarle.

Para volver al laboratorio debía cruzar la ciudad. Se alejó, sin muchos


deseos de llegar a destino, ni, en verdad, de hacer ninguna otra cosa.
Mientras vagaba por las calles animadas se sintió ahogado. Aquella
manada de grotescos supersimios había conquistado la Tierra; había
modelado la especie canina, como si recortase un seto. Y había
producido ese ejemplar único: él mismo. En el amargado espíritu de
Sirio surgió una multitud de recuerdos pequeños y reveladores. Sintió
odio. Hacía tiempo, en un campo próximo a Ffestiniog, se había topado
con un chico de rostro angelical que sacaba pichones de tordo de un
nido y los atravesaba uno a uno con un clavo mohoso. Y recientemente,
en un jardín de Cambridge, había visto a una mujer bien vestida,
sentada en un banco, que acariciaba la cabeza de un perro. De pronto la
mujer había mirado alrededor. No había nadie cerca, salvo Sirio, un
simple animal. Sin dejar de acariciar al perro, se inclinó, y con la otra
mano le apretó el cigarrillo encendido contra la ingle. Esta veta de
crueldad sexual en un ser humano horrorizó a Sirio, más aún porque él
había hecho lo mismo con sus perras. Pero comprendió que su propia
aberración se debía en parte a la influencia del hombre, a su
condicionamiento humano. La especie canina, se dijo, no es cruel por
naturaleza. Oh, no, matamos con la mayor rapidez posible. No somos
como el gato, inescrutable y demoníaco, que desciende a las torturas.

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Y la causa era el espantoso egoísmo del hombre, pensó Sirio. El Homo
Sapiens, especie imperfectamente social. Así la habían definido sus
ejemplares más inteligentes, como H. G. Wells. Sí, había también
egoísmo en los perros, pero sus sentimientos sociales eran más
espontáneos. Reñían muchas veces, por un hueso o una perra, y se
perseguían tratando de dominarse unos a otros. Pero cuando eran
sociables lo eran más cordialmente. Mostraban una lealtad sincera, que
descuidaba los intereses propios. Así ocurría, por ejemplo, en sus
relaciones con la familia humana que exigía fidelidad, o con algún amo
adorado, o con la tarea que les encomendaban los hombres. El ovejero
nada esperaba obtener de su trabajo. Sentía el puro placer de trabajar.
Era un artista. Había sin duda hombres tan leales como el perro, pero la
vida en Cambridge le había mostrado a Sirio que cualquier expresión de
lealtad ocultaba siempre, entre los seres humanos, un sentimiento de
autoestimación. Incluso el afecto de Plaxy le parecía, en ese momento,
un modo de adaptarse a un esquema, que realzaba su propio yo, y no un
amor abnegado y cierto. O por ejemplo McBane, ¿lo impulsaba
realmente el amor a la ciencia o el amor a Hugh McBane, hombre de
ciencia en ciernes? Sirio había advertido que en el olor de McBane,
cuando estaba en juego algún pequeño triunfo, había una cierta
excitación y ansiedad. Y las otras personas prominentes que había
conocido en los almuerzos de Thomas: fisiólogos, médicos, biólogos,
físicos, cirujanos, académicos, escritores, pintores, escultores, y Dios
sabía qué más. Eran todos tan distinguidos, tan aparentemente
modestos y amables… Y sin embargo, todos ellos —si podía confiar en
su nariz y sus sensibles oídos— corrían ansiosamente tras algún éxito
personal. Algunos buscaban el aplauso del público o —lo que era peor—
conspiraban para robarle los aplausos a otro, afearlo o ridiculizarlo.
Los perros podían ser tan malos como ellos, sin duda, pero no cuando
los animaba algún sentimiento de lealtad. Eso era. En los perros la
lealtad era absoluta y pura. En los hombres estaba siempre inficionada
de egoísmo. ¡Cielos! Eran insensibles de veras. Ebrios de sí mismos no
sentían otra cosa. Había algo de rastrero en ellos, algo de serpiente.

En otro tiempo había idealizado a la humanidad, impulsado por su tonta


lealtad canina, sin sentido crítico. Pero ahora su fino olfato había
descubierto la verdad. Los hombres eran astutos, sí, pero de un modo
diabólico. Y, sin embargo, no eran de una inteligencia tan coherente
como había creído. Caían a cada rato en una opacidad subhumana. Y no
se conocían como él se conocía a sí mismo, ni siquiera como él los
conocía. ¡Y cómo los conocía! Se había criado en una familia superior,
pero incluso los Trelone eran a menudo estúpidos e insensibles. La
propia Plaxy sabía muy poco de sí misma. Estaba tan absorta en su
personalidad que no podía verse; el bosque le impedía ver los árboles.
Muy frecuentemente se mostraba irrazonable o presuntamente virtuosa
solo para satisfacer algún minúsculo orgullo que ella misma no veía.
Pero él, Sirio, lo veía, claramente. Ella era además sabiamente cruel.
Impulsada por el resentimiento podía tratar de que Sirio se sintiera un
proscrito o un abyecto gusano.

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Pero lo que más encolerizaba a Sirio era como los hombres, y
especialmente los seres superiores que había conocido en Cambridge, se
engañaban a sí mismos. Todos usaban alguna máscara. McBane, por
ejemplo. Estaba dedicado a la ciencia, pero hasta cierto punto. Vivía
sobre todo dedicado a sí mismo. ¿Por qué no decía sencillamente «Oh,
ya sé que en el fondo soy un egoísta, pero trato de no serlo»? Fingía, al
contrarío, tener una lealtad de perro ovejero hacia la ciencia. Pero no se
sacrificaba por la ciencia. Quizá lo hiciera algún día, como Thomas.
Quizá algún día estuviera dispuesto hasta a morir por la ciencia. Pero
no moriría absolutamente por la ciencia, sino también por su propia
reputación de hombre de ciencia abnegado.

Ah, Dios ¡Qué especie para gobernar el planeta! ¡Y tan obtusos para
todo lo que no fuese humano! ¡Tan incapaces de entender cualquier otro
tipo de espíritu! (¿No había comprobado acaso el fracaso de Plaxy?). Y
crueles, vengativos. (¿Acaso Plaxy no le había clavado las uñas?). Y
orgullosos. (¿No lo consideraba Plaxy, acaso, en el fondo de su corazón,
«nada más que un perro»?).

Pero qué mundo, de todos modos. Era inútil censurar a los hombres.
Alguien tenía que torturar a alguien. Él mismo no era una excepción,
por supuesto. Nadie era responsable de su naturaleza rapaz. El perro
atacaba al conejo, los microbios al hombre, y el hombre a casi todo,
incluso su propia especie. Pero nadie, aparte del hombre, era realmente
cruel y vengativo. Salvo quizá el odioso gato. Todos luchaban por
mantener la nariz fuera del agua, y respirar una o dos veces más antes
que les faltaran las fuerzas y los otros consiguieran hundirlos. Y allá
arriba los astros, estúpidos, inalcanzables, importantes, que brillaban
para nada. Aquí y allá una mota de planeta dominada también por algún
ser somnoliento. Y aquí y allá, en esos planetas, uno o dos minúsculos y
pobres espíritus que despertaban y se preguntaban para qué demonios
todo, y qué podían hacer. Y luego, trataban de expresarse y fracasaban,
como él ahora. De vez en cuando se consolaban con alguna labor
creadora o la dulce compañía de algún pobre espíritu semejante. De vez
en cuando la unión de estos espíritus, donde se exigía el sacrificio de la
propia personalidad, parecía anunciar una nueva vida. ¡Pero qué
precario era todo eso, qué torturante, y qué fugaz! La vida entera de
esas criaturas era apenas una chispa en la titánica extensión del tiempo.
Y cuando todos los mundos hubiesen estallado o fuesen una masa
congelada, aún existiría el tiempo. Oh, Dios, ¿para qué?

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9

Sirio y la religión

Cuando luego de haber pasado el día con Plaxy, Sirio regresaba al


laboratorio meditando en los defectos del hombre, su propia soledad, y
la indiferencia del universo, sintió que caía otra vez en el humor lobuno.
La frustración lo afectaba siempre del mismo modo, y en aquel
momento se sentía desesperadamente frustrado. Deseaba expresarse y
no sabía cómo. En sus días de cachorro había decidido que sería
general: desplegaría sus tropas humanas con destreza sobrehumana, y
atacaría con ellas en procura de una sobrehumana victoria. ¡Sueño
ridículo, imposible! Más tarde pensó en dedicarse a explorar la tundra o
las praderas siberianas (territorio que creía adecuado para sus dotes);
¿pero cómo transportaría un perro el equipo sin alborotar a los
hombres de la región? Sería mejor quizá que criase ovejas de Australia,
o fuese alguna especie de cazador en el norte de Canadá. No, era
evidente ahora que nada le convenía. No le quedaba otro destino que el
de superfaldero y superanimal de laboratorio.

Y, sin embargo, siempre había «algo» extraño que le roía las entrañas,
algo que le decía: «¡Adelante! ¡Eres único! El mundo espera tu obra.
¡Encuentra tu vocación! Te costará sin duda, pero o la encuentras o te
condenas». A veces decía la voz: «La humanidad es la jauría. No eres
como ellos, pero sí para ellos. Y puedes mostrarles un mundo que ellos,
solos, nunca verán». ¿Podría realizar su misión en la música?, se dejó
llevar por fabulosas fantasías. «Sirio el compositor canino. No solo ha
cambiado la música humana, con el oído más delicado del perro.
Además, en sus incomparables creaciones, ha expresado la fundamental
identidad-en-la-diversidad de todos los espíritus, todas las especies,
caninas, humanas o superhumanas».

Pero no. No podía ser. Los hombres jamás lo escucharían. ¿Y qué le


hacía suponer que llegaría con su música al profundo e incomprensible
corazón del hombre?

Camino del laboratorio, Sirio escuchaba la voz familiar, y la voz le


exigía que expresara su «espíritu». La saludó interiormente con una
mueca. ¿Qué podía hacer? Nada. Era un espantajo. Un error. No
debería haber nacido.

Sintió el deseo de dar rienda suelta a su salvajismo, en aquella misma


calle. La vida era inútil. ¿Por qué no liberarse matando a aquellos
monos trajeados, hasta que ellos lo destruyeran? No, no, se dijo, una y
otra vez. Aunque monos, o gusanos bípedos, somos de la misma estofa.
Y como escapando de sí mismo, Sirio rompió a trotar, a correr, a volar,
pues necesitaba en verdad el refugio de su cuarto. Ya en él, se paseó

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durante horas, hasta bien entrada la noche. Como esas horas fueron un
punto crucial en su vida, copiaré el relato que él mismo escribió al día
siguiente, en un estilo ampuloso que refleja muy bien la sinrazón de sus
pensamientos.

Di vueltas y vueltas, frotándome dolorosamente el lomo contra la pared


cada vez que giraba sobre sí mismo, lanzando una dentellada a la
cortina cada vez que pasaba ante ella. Todo aquello era simple
afectación: yo representaba dramáticamente el papel de animal
enjaulado. Las campanas de las iglesias y colegios sonaban cada cuarto
de hora. El ruido de los coches se iba apagando con las sombras
nocturnas. Recordé furiosamente el olor de Plaxy, amado y repulsivo; y
el olor de mi última perra, dulce pero falso, promesa de un espíritu
inexistente. Y luego, de pronto, el amable olor de Idwal y las ovejas
envueltas en la bruma. Y el olor de Pugh, sudoroso y excitado. Los
olores de la escarcha, de un día de estío, de viento marino, del viento del
oeste cuando cambiaba al este. Rastros de liebres y conejos. El hedor
irritante de un gato. El olor denso y suave del zorro. Los animales del
circo. El cloroformo, y los bandidos. El débil olor del sufrimiento, que
aprieta la garganta, y parece venir de un rincón desconocido del
laboratorio.

Y bajo esta marea de olores, una corriente subterránea de sonidos:


tonos de voces humanas, balidos de ovejas y corderos; el viento
gimoteante o furioso; compases de música humana, y temas de mis
propias canciones.

Toda mi vida fue una unión de olores y sonidos, y contactos, también.


Pues sentí la mano de Plaxy en el cuello, y huesos que crujían entre mis
dientes, y el lomo suave de una joven perdiguera que había conocido en
Ffestiniog.

Y llegaron también las formas, pero vagas y confusas. A veces veía a


Thomas, con los labios fruncidos, observándome. Y a veces a Plaxy,
sonriente.

Y, mientras recordaba, los pensamientos se perseguían atropellándose.


Pensamientos de terror o resentimiento, que expresaban el poder de los
seres humanos, y la imposibilidad de manejar mi propio destino. ¿Cómo
podría salvarme del derrumbe? ¿Quién podría ayudarme? Thomas no
entendía a su criatura. Elizabeth me escuchaba y consolaba, pero todas
mis penas eran para ella penas infantiles. Y Plaxy estaba tan lejos.
Habíamos dicho que lo importante era «el espíritu». En el «espíritu»
estábamos eternamente juntos. ¿Pero y ahora? Cuando hablábamos del
espíritu, ¿nos referíamos a algo real? Al fin y al cabo no éramos más
que animales algo inteligentes, y animales de especies distintas,
condenados a no estar de acuerdo… Y ahora, inevitablemente, nos
separábamos.

¿Por qué? ¿Por qué era todo en un principio una dulce promesa y luego
una amarga frustración?

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Pero de pronto, mientras me paseaba por la habitación, ocurrió algo
extraño. Fue como si en mi desatada imaginación hubiese algo nuevo,
más familiar e íntimo que el olor de Plaxy, más penetrante que el aroma
de las perras, más atrayente que el rastro de un zorro.

No, no debo ponerme romántico. Este es un informe científico. No fue en


verdad algo sensible. Pero no puedo describirlo de otro modo. Fue la
fragancia del amor, la sabiduría, el poder creador; en sí mismos, fuera
de todo anhelo de éxito o felicidad. Era una fragancia que se extendía
por el mundo, cubriendo abismos e intersticios. Y era una fragancia que
era necesario perseguir.

Y la perseguí. Dejé de pasearme y me eché en el suelo, y apoyé la cabeza


en las patas extendidas. Haciendo caso omiso de todos los otros olores,
perseguí el nuevo rastro, lo seguí con las ágiles patas de la atención
interior. Y poco a poco la fragancia se iba haciendo más intensa, más
clara, más exquisita. Me eludía a veces, pero yo retrocedía y la
encontraba nuevamente. A veces me faltaban las fuerzas, y las huellas
parecían entonces más débiles. Pero me concentraba otra vez, y el olor
se hacía más intenso y atractivo.

Al fin ocurrió algo espantoso. A medida que me acercaba, algo


cambiaba en la presa celestial. El dulce olor era aún irresistible, pero
ahora era también acre, asfixiante, amargo, y aterrador. La cabeza me
daba vueltas, como bajo los efectos del cloroformo, y percibía cierta
ferocidad, como en los olores del tigre o el león, pero con algo de torvo
que no cabía en ningún olor terrestre. Pero yo no podía abandonar la
cacería. Me aferré al rastro mientras el vértigo se apoderaba de mí. Yo
estaba persiguiendo, sin duda, la fuente de toda fragancia del universo,
también de todos los horrores. El hambre me consumía. Debía
alcanzarlo, era preciso, aunque al fin no fuese yo el cazador, sino la
presa. Mi perseguido, indudablemente, era eso que los hombres llaman
Dios, el amado, el hermoso, el terrible.

Por fin la presa pareció volverse, acorralada, y me abrumó. Hubo un


momento de tortura y dicha —la tortura de mi yo despedazado, la dicha
de mi yo liberado— que no puedo recordar con claridad. Fue como si la
más codiciada de las presas no fuese al fin el enemigo más formidable,
el Tigre universal, sino el Amo universal que la naturaleza canina
necesitaba desesperadamente.

Pasó el momento supremo. Y enseguida conocí una serenidad


desconocida, que nunca, me pareció, volvería a perder. Fue como si de
pronto mis ojos monocromáticos fuesen capaces de percibir el color.
Pero aquellos colores no eran colores sensibles, sino espirituales. Todas
las cosas y personas que había visto hasta entonces con el gris de la
vida cotidiana adquirieron una nueva calidad que llamo color. Y aún
ahora, cuando solo queda un resplandor en mi mente, todo se alza ante
mí envuelto en el color de la luz espiritual.

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Había una anotación posterior.

Esto fue escrito el día siguiente de mi visión, si puede hablarse de visión.


Ha pasado otro día. He vuelto a leer estos párrafos y advierto que no
describen lo ocurrido. Me parecen ahora una verborrea sentimental.
Aunque estoy seguro que algo pasó. Y la prueba será mi vida. Dejaré
mis vagabundeos.

Seré siempre fiel a la ciencia, pero también a mi nueva luz. Mi


escepticismo alcanzará todas las cosas salvo algo que no admite
escepticismo alguno, una vez que se lo ha vislumbrado: importa sobre
todo ser un espíritu vivo, y luchar por la vida del espíritu. En verdad, de
hoy en adelante seré el sabueso del espíritu. ¿Yo? ¿Yo, tan perezoso, tan
amigo de excusas? En fin. Con todo despego científico podría afirmar
que no caeré otra vez, por lo menos en esta semana. Bueno, aunque me
equivoque, la experiencia de anteanoche señalará siempre una
diferencia. Y a la luz de lo ocurrido… ¡No, por Dios! ¡No más
vagabundeos! Por lo menos nada grave.

Con mucho recelo, Sirio presentó este documento a Thomas. ¿Se reiría
Thomas, o se disgustaría? ¿O lo recibiría con su habitual objetividad
científica, como un dato psicológico más? Sirio nunca conoció en
verdad la opinión de Thomas. El fisiólogo se mostró respetuoso, casi
tímido, y expresó la esperanza de que Sirio no se opusiera a que
copiaran por triplicado el documento «para el archivo del laboratorio y
mostrárselo a algunos amigos, si no te molesta».

Esta experiencia aparentemente mística acercó a Sirio a la religión.


Gracias a un invitado de Thomas conoció la literatura mística, y dedicó
buena parte de su tiempo a Santa Catalina de Siena, San Juan de la
Cruz, Jacob Boheme, los Vedas, y similares, Thomas empezó a despedir
un olor acre y desaprobatorio, aunque en palabras y hechos siguió tan
amable como antes.

Sirio deseó entonces discutir con alguna persona religiosa, sincera, y


ortodoxa. En el círculo de Thomas no había nadie, aparentemente, que
reuniese esas condiciones. Eran todos estrictos hombres de ciencia, en
el sentido más estrecho, o decían que uno siente en los huesos que algo
debe de haber en la religión, pero Dios sabe qué. Todo esto ayudó muy
poco a Sirio, pero aumentó sus deseos de discutir el asunto.

A veces rondaba capillas e iglesias, observaba la entrada o salida de la


gente, o alzaba tensamente las orejas tratando de recoger algún eco de
la música, las oraciones, el sermón. Como no podía entrar, se sentía
despreciado e inferior, y creía aún más que a despecho de los críticos el
hombre alcanzaba entre esas paredes la más alta cima de experiencia.

En una ocasión su hambre de verdad lo llevó a hacer una tontería. Era


un caluroso día de verano. Sirio miraba entrar a los feligreses en una
capilla metodista. Las puertas quedaron abiertas y dejaron oír unos
rezos emocionados y unas vigorosas canciones. La música, le pareció,

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era tosca, y la ejecución vulgar, pero estas imperfecciones aumentaron
la creencia de que aquella música no era más que el símbolo apresurado
de alguna experiencia ulterior. Un poema, aun rápidamente
garrapateado, podía ser sincero. Sacudido por aquellos bárbaros
sonidos, pero fascinado, Sirio se adelantó poco a poco, y entró. El
sacerdote había cerrado reverentemente los ojos. Hablaba en ese
momento con una voz untuosa y complaciente. Con una entonación que
convenía quizá, convencionalmente, al tema de la penitencia, pero que
no revelaba ninguna experiencia interior, afirmó la pecaminosidad de
toda la raza humana, y con voz confiada y aduladora pidió perdón a
Dios y la eterna bienaventuranza para él y su grey. En los bancos, las
espaldas de la congregación inclinada parecían lomos de ovejas en un
corral. Pero el olor, en aquel día caluroso, era demasiado humano.

Cuando acabó su sermón, el sacerdote abrió los ojos, y vio al perrazo de


pie en una de las naves. Señalándolo dramáticamente exclamó:

—¿Quién trajo ese animal a la casa de Dios? ¡Sáquenlo!

Varias chaquetas negras y pantalones rayados avanzaron hacia Sirio.


Los hombres esperaban, aparentemente, que el perro se retiraría
enseguida, pero Sirio, con la cabeza y la cola erguidas, el lomo erizado,
no se movió. Se oyó un leve gruñido, como un trueno distante, y los
atacantes vacilaron. Sirio miró alrededor. Todos los ojos se clavaban en
él. Algunos parecían ofendidos, otros divertidos. Giró entonces sobre sí
mismo y los que aspiraban a expulsarlo avanzaron con cautela.

—¡Perrito bueno, vete a casa! —dijo uno.

Pero otro empezó a hostigarle con un paraguas y le golpeó


irreflexivamente la grupa. Sirio se volvió dando un salto, y lanzó un
ladrido que resonó en la capilla. Los hombres retrocedieron. Sirio los
miró un rato, divertido con su fácil triunfo. El pelo del lomo volvió a
descender. Moviendo la cola se volvió hacia la puerta, y de pronto se le
ocurrió algo. Se volvió otra vez hacia los fieles, y con voz clara, exacta,
aunque sin palabras, entonó el estribillo del himno que habían cantado
poco antes que él entrase. Cuando se volvió para dejar el edificio, una
mujer gritó. El sacerdote, con voz tensa, dijo.

—Hermanos, unámonos una vez más en nuestros rezos.

Otro día siguió a los tambores del Ejército de Salvación, olvidándose a


veces de sí mismo hasta el punto de sumar su voz a la voz de las
trompetas. En los servicios al aire libre, le dijo a Thomas, sentía
irracionalmente que él también podía salvarse. Le atraía sobre todo uno
de los himnos, que entonaba con inmenso placer: «Lavado en la sangre
del cordero». No entendía cómo en la religión del amor cabían tales
imágenes, pero la canción, de algún modo, tenía sobre él un raro poder.
Quizá se unían allí su ternura y su naturaleza de lobo. Sintió otra vez el
agradable olor de sus víctimas: el carnero y el pony . Y, quién sabe
cómo, aquel conflicto obsesivo entre la piedad y la sed de sangre

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encontró aparentemente su solución. Ya no había culpa. No había
motivo de culpa, y eso era todo. Él y los animales humanos descargaban
sus pecados sobre el Cordero, en un tosco éxtasis colectivo. Se hundían
en el espíritu del grupo. Las mentes embriagadas dejaban de pensar con
claridad, de sentir con precisión, y se entregaban a la mentalidad
común, que de algún modo parecía ser mentalidad universal, cósmica;
la unión de todos los espíritus, de todos los mundos. Esto sintió Sirio,
mientras la bárbara melodía le atravesaba el cerebro. Pero, también, el
estruendo de las trompetas, el redoble de los tambores, y el vigoroso
canto humano parecían tan remotos como el aullido de una especie
extraña en la selva. No de este modo —protestaba su mente—, no en el
abandono de todo pensamiento y sentimiento claros, en beneficio del
sencillo calor de la unidad, encontrarás el verdadero espíritu. Solo lo
encontraría, sí, en una exacta y coherente conciencia de sí mismo y los
otros. En las raras veces, por ejemplo, que parecía entenderse con
Plaxy, cuando por debajo de las diferencias descubrían una identidad.
Sí, y también de algún otro modo. Cuando subía con Thomas el
empinado sendero de alguna discusión, Thomas siempre adelante, hasta
que al fin llegaban a algún pináculo desde donde, en apariencia, podían
contemplar, juntos, el universo.

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10

Experiencias en Londres

Un día Sirio le pidió a Thomas que conviniese una cita con los más
notables religiosos de Cambridge.

—¡Pero no conozco a ninguno! —replicó Thomas—. No son de mi


círculo. Temía además que difundieran el secreto.

Pero Sirio insistió y al fin se dispuso que Elizabeth lo llevase a Londres,


donde un primo suyo era párroco en el East End. Sirio podría conocer
también la ciudad.

Al Reverendo Geoffrey Adams, hombre ya maduro, le importaban más


los feligreses que la propia carrera. La había iniciado al frente de una
parroquia, en los barrios bajos, y aún seguía allí. Se pasaba la vida
consolando a enfermos y moribundos, asegurándoles la paz en el más
allá, luchando contra los poderes locales en favor de los casos más
difíciles, solicitando campos de deportes, leche gratuita para madres y
niños, y ayuda a los desocupados. Era conocido en todo el país como un
párroco luchador, y en varias ocasiones su indiscreta defensa de los
oprimidos lo había enfrentado al Estado o a sus superiores eclesiásticos.
Casi todos sus feligreses lo admiraban, algunos lo querían, y muy pocos
concurrían a sus servicios.

Elizabeth le escribió hablándole de Sirio, y preguntándole si podían


visitarlo. El sacerdote respondió que estaba ocupadísimo, y que no se
llegaba a la religión hablando de ella, pero si iban al East End les
mostraría el lugar y verían al espíritu religioso en acción.

Fueron en tren hasta King’s Cross. El viaje fatigó a Sirio, pues no pudo
salir del furgón de equipajes. Pasaron la tarde pasando por los barrios
más prósperos, para edificación de Sirio. En la calle Oxford, la calle
Regent, Piccadilly y los parques, Sirio apreció otra vez el poder de la
raza humana. ¡Qué especie tan sorprendente! Grandes edificios,
interminables torrentes de automóviles, escaparates, un enjambre de
transeúntes con piernas cubiertas por pantalones o sedas. Advirtió en
algunos trajes el olor familiar de las ovejas; los abrigos de piel olían
como las fieras del circo. Sirio quería hacerle muchas preguntas a
Elizabeth, pero temían que la conversación despertara la curiosidad de
la gente.

Al cabo de un rato Elizabeth se sintió cansada y quiso tomar su té. Era


difícil encontrar un lugar donde aceptaran al perrazo, pero al fin se
acomodaron ante una mesita. Sirio, por supuesto, se echó en el piso, y
cerró el paso a las camareras. Elizabeth le dio un buñuelo y una taza de

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té. Luego, mientras ella fumaba, Sirio observó a la concurrencia.
Alguien dijo:

—Miren ese perro. Tiene una expresión casi humana.

Luego de este descanso viajaron hacia el este en el subterráneo, y


subieron a la superficie en un mundo totalmente distinto, el mundo
miserable que Plaxy le había descrito tantas veces. Las diferencias entre
el Homo Sapiens adinerado y el Homo Sapiens pobre sorprendieron a
Sirio. En las esquinas, cerca de las tabernas, grupos de jóvenes vagaban
sin rumbo. Chicos de cara sucia y perros mugrientos jugaban en el
arroyo. En el olor y la voz de los transeúntes había una sensación de
derrota, y resentimiento. Caminó al lado de Elizabeth con una mirada
ansiosa y atenta, y la cola caída. Aquello parecía demasiado duro para
él. Lo único familiar y consolador eran los olores, tan distintos, que los
de su propia especie habían dejado al pie de los faroles. El resto lo
abrumaba. El hedor de los hombres no solo era opresivo, reflejaba
también una abyecta ansiedad. La muchedumbre del West olía
principalmente a cosméticos, perfumes, jabón, tejidos de lana, humo de
tabaco, naftalina, y pieles de animales muertos. Se percibía también,
por supuesto, el olor del sudor, principalmente femenino, y otros olores
corporales e incluso de cuando en cuando una inconfundible bocanada
de excitación sexual. Pero en la multitud del East el olor de los cuerpos
humanos lo dominaba todo, un olor distinto del de los cuerpos del West.
En los barrios prósperos el olor señalaba un físico sano, pero en el East
End había un olor leve, aunque definido, de mala salud, que se elevaba a
veces —para el agudo olfato de Sirio— hasta revelarse como el hedor
desagradable de la enfermedad. Y había también otra diferencia. En el
West se percibía a veces un olor de descontento malhumorado. Pero en
el East, donde las frustraciones eran más graves ese mismo olor era
mucho más intenso, y lo acompañaba frecuentemente la acre pestilencia
de la cólera crónica aunque reprimida.

Sirio, por supuesto, conocía ya la sordidez ciudadana, pero nunca había


imaginado a qué degradación había llegado el ser humano en
Inglaterra. De modo que esto, se dijo, es lo que el hombre ha hecho con
el hombre; este es el estado común de la orgullosa especie tiránica. La
inteligencia fundamentalmente egoísta de la especie, y su incapacidad
para atender al interés común la habían llevado a esto. El East End no
tenía en cuenta al West End, y los dos, aunque no del mismo modo, se
sentían frustrados.

El Reverendo Geoffrey Adams los recibió con evidente turbación. No


sabía cómo tratar a Sirio, y hasta los perros comunes le parecían
remotos e incomprensibles. Pero pronto descubrió que el enorme animal
exigía un trato aproximadamente humano, y reconoció rápidamente en
sus curiosos sonidos una tentativa de hablar inglés. Justificó su aptitud
diciendo:

—En los muelles se oyen muchos raros dialectos.

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Enseguida advirtió que la frase podía parecer descortés y miró
rápidamente a Sirio. El perro movió amable y levemente la cola.

Elizabeth había pensado que podían pasar allí un par de días y luego
regresar a Cambridge. Pero Sirio prefería quedarse un poco más, aún
solo, si Geoffrey se lo permitía. Pues había allí tipos humanos que nunca
había visto y dos días eran poco tiempo para empezar a conocerlos. En
un principio Geoffrey mostró escepticismo y hasta desagrado ante el
interés de Sirio por la religión, pero algunas de las observaciones del
perro durante la primera entrevista, traducidas por Elizabeth,
despertaron su interés, especialmente la que se refería al amor como
único centro de la vida religiosa. Esta verdad exigía, realmente, alguna
ampliación. La capacidad de Sirio para la música interesó igualmente a
Geoffrey, que tenía también un temperamento musical y gustaba del
canto. Aceptó pues, calurosamente, la idea de que Sirio se quedase un
tiempo en el East End.

Se convino que Sirio pasaría allí una semana, pero este plazo se alargó
luego. Geoffrey lo presentaba como su perro, y siempre que era posible
lo llevaba con él. No lo acompañaba, naturalmente, cuando había que
ver a algún moribundo, o entrevistar a un concejal. Pero salían casi
siempre juntos, y en el umbral de las casas Geoffrey preguntaba:

—¿Puedo entrar con mi perro? No molestará.

Sirio mostraba una expresión amable, meneaba la cola, y se ganaba


casi siempre la bienvenida.

De ese modo logró conocer, en parte, la difícil situación de algunos


hombres poco afortunados. Escuchó también muchas conversaciones
sobre temas prácticos o espirituales. A veces Geoffrey divertía a sus
amigos incluyendo a Sirio en esas conversaciones, y este, ante el
regocijo general, «contestaba». Nadie sospechaba, claro es, que estas
escenas no fuesen fingidas; pero el curioso perro del Reverendo Adams
era bien recibido en todas partes, salvo en las familias de escasa
imaginación. Los niños eran particularmente accesibles, pues Sirio
permitía que lo cabalgaran y maltrataran comprendiendo a menudo «de
un modo maravilloso» las conversaciones y juegos de los pequeños. Un
chico de doce años insistió en afirmar que Sirio hablaba realmente y
que él mismo lo entendía con frecuencia.

—Por supuesto que habla —dijo Geoffrey, y sonrió significativamente a


los mayores.

A veces Geoffrey debía visitar alguna cantina o una casa de hospedaje


en los muelles. Seguido por el observador Sirio, pasaba entonces de
habitación en habitación, saludando a todos, o jugaba alguna partida de
billar o dados, o miraba un asalto de box. En cierta ocasión, con Sirio
echado negligentemente en el piso, dio una charla sobre «vivienda».

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Sirio descubrió muy pronto que no todos recibían del mismo modo a
Geoffrey. Algunos se mostraban suspicaces, o resentidos, y expresaban
su malhumor persiguiendo furtivamente al perro. Para otros, que
respetaban la bondad y sinceridad de Geoffrey, él y su religión eran
supervivencias de un mundo prehistórico. Unos pocos buscaban su favor
fingiendo una piedad convencional. Uno o dos, por quienes Geoffrey
mostraba un especial afecto juguetón, trataban permanentemente de
convertirlo al ateísmo. Los argumentos de ambas partes hicieron dudar
a Sirio de la honestidad intelectual humana, pues su valor era a veces
risiblemente pobre. Parecía como si a nadie le importara realmente la
mera coherencia lógica, y lo esencial fuese mantener una posición. De
todos aquellos hombres, nadie, según Sirio, parecía un «sincero
cristiano», de acuerdo con el sentido que Geoffrey asignaba a estas
palabras, aunque la personalidad del Reverendo influía en muchos.

Sirio acompañaba a veces a Geoffrey a los muelles. Los extraños olores


de las mercancías extranjeras le interesaban sobremanera. No solo le
informaban de las mercancías mismas, sino también de las tierras de
origen. Le permitían «viajar con la nariz». Los olores de la gente de
color lo intrigaron también. Negros, lascares, chinos, todos tenían su
aroma racial distintivo, muy diferente para él del olor característico del
europeo.

En una ocasión, Geoffrey y Sirio asistieron a un pequeño tumulto. Los


trabajadores del puerto estaban en huelga, pues habían despedido a
algunos por causas políticas. Un grupo de rompehuelgas trató de
meterse en los muelles, y los huelguistas atacaron a los intrusos.
Geoffrey y Sirio llegaron en el peor momento. Volaban botellas y
pedruscos. Un rompehuelgas cayó de bruces al barro, con la frente
ensangrentada. Geoffrey corrió hacia él, con Sirio —que sentía el
despertar de su naturaleza de lobo— pisándole los talones. Cuando se
inclinó sobre el hombre caído, se oyeron los insultos de algunos
portuarios. Sirio se interpuso entre Geoffrey y la multitud, mostrando
los dientes y gruñendo con furia. La actitud hostil de los hombres no
arredró al Reverendo.

—¡Idiotas! —gritó—. Estoy de parte de ustedes, pero este hombre es tan


precioso para Dios como cualquiera.

En ese momento el maltrecho tesoro de Dios recobró la conciencia y se


puso de pie soltando las vituperaciones más impías.

Casi enseguida llegó la Policía y blandiendo sus porras atacó a los


portuarios. La mayoría huyó. Unos pocos se resistieron y fueron
arrestados. Dos quedaron inconscientes.

Esa noche, antes de acostarse, Geoffrey y Sirio analizaron como de


costumbre los sucesos del día. El interés de Sirio era esta vez muy
grande. Había descubierto hacía tiempo que los hombres no eran muy
unidos, y que las autoridades no simpatizaban mucho con el pueblo.
Pero la escena observada en el muelle había sido especialmente

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significativa. De acuerdo con Geoffrey el objetivo de la huelga era hacer
frente a una injusticia grosera. Sin embargo, la Policía, actuando dentro
de la mayor legalidad, había exhibido una brutalidad innecesaria.

Aquel mundo se parecía muy poco a los mundos de Gales y Cambridge.


Los campesinos, intelectuales y portuarios eran más distintos entre sí
que caballos, gatos y perros. Y sin embargo, la diferencia,
indiscutiblemente, se debía solo al ambiente. Pero el estudio de este
tercer mundo ocupaba por ahora la atención de Sirio. Los otros dos se
perdían en las sombras de sueño. Durante varias semanas el East End lo
absorbió de tal modo que no miró hacia atrás, los otros mundos.
Aunque al cabo de un tiempo empezó a anhelar el campo y el olor de las
ovejas. Geoffrey lo dejaba solo ahora más a menudo, y Sirio mataba las
horas vagando por las calles, observando las mal vestidas multitudes,
escuchando sus simiescos parloteos, oliendo aquella insalubridad y
frustración, y sintiéndose ajeno a todo. A la vez aquel espectáculo
despertaba en él el problema de su propio futuro. En Gales no era más
que un ovejero, una cosa; en Cambridge, una curiosidad. ¿Y en
Londres? Bueno, en Londres era por lo menos un investigador de la
naturaleza humana. ¿Pero qué podía hacer? Estaba en su naturaleza
entregarse a alguna tarea. ¿A cuál? ¿La de cuidar ovejas? ¿La ciencia?
¡El espíritu, por supuesto! ¿Pero cómo? Se sentía dominado por la
melancolía, una melancolía que se debía sobre todo a la constipación.
No encontraba allí ocasión de hacer ejercicios físicos suficientes, y no
podía dejar de comer demasiado. Y aún más, el estreñimiento alcanzaba
también a su alma. Vivía absorbiendo alimentos mentales, y no hacía
nada con ellos.

Un día, en una estación de ferrocarril, vio en las paredes unas grandes


fotografías que anunciaban lugares de veraneo. Una de ellas mostraba
un pequeño lago, y unas pocas ovejas. Las olas golpeaban suavemente
la costa rocosa. En el fondo se alzaba una montaña, sombría, entre
nubes. En primer plano se amontonaban pastos y brezos que invitaban a
correr.

Se quedó mirando la foto, largo rato, dejándose invadir por la sensación


del páramo. Se sorprendió tratando de captar el olor de las ovejas.
¿Serían de Pugh, o de algún vecino? Apenas podía creer que un día
pudiese volver allí. Se sintió dominado por el pánico.

Decidió resolver firmemente, de una vez por todas, la cuestión de su


futuro. Con o sin ciencia, con o sin espíritu, pasaría la vida en regiones
como Gales, y no en barrios bajos, ni en ciudades universitarias. No
podría vivir sino en los páramos. ¿Pero como expresarse en ese mundo?

Los domingos Geoffrey estaba siempre muy ocupado, y por supuesto


Sirio no intervenía en las tareas sagradas. Aprovechaba entonces para
hacer un poco de ejercicio y se iba trotando hasta el bosque de Epping.
Regresaba al anochecer y se encontraba con un Geoffrey vacío y
desanimado. Muy pocos, había observado Sirio, iban a la iglesia.
Geoffrey, aunque muy respetado y querido, no había logrado atraer a

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una gran congregación, y se consideraba un fracasado. No advertía —
pero sí Sirio— que su influencia personal llegaba más allá de la esfera
de su ministerio, y que había revelado a miles de personas la esencia de
la religión, aunque estas no aceptasen el ritual de una doctrina que —
simbólicamente cierta en otra época— no concordaba ya con el espíritu
de los tiempos. Algunos de los más entusiastas admiradores de Geoffrey
eran gente que nunca había concurrido a una iglesia, ni se consideraba
Cristiana. Entre los que asistían a los servicios había unos pocos, por
supuesto, que creían sinceramente en el mito Cristiano, en «la verdad
evangélica». Otros solo sentían, vagamente, la necesidad de alguna
suerte de vida religiosa. Reconocían en Geoffrey un espíritu
verdaderamente religioso, y este les aseguraba que debían incorporarse
al culto comunal. Pero el ejemplo vivo de su amor práctico no se
esclarecía o fortificaba con los servicios. Geoffrey era incapaz de
transmitir a estos servicios su ardiente pasión religiosa, y dudaba, ante
este fracaso, de su propia sinceridad.

Sirio se atrevió a comunicarle a Geoffrey estas conclusiones, en las


charlas que acompañaban a las comidas, o de noche, después de cenar.
El anciano sacerdote las oía entristecido. No soportaba la idea de que
ritos y doctrinas expresasen solo simbólicamente la verdad. Prefería
pensar que no era un buen servidor de Dios. Pero esto no impedía que el
afecto y el respeto que lo unían al perro siguieran desarrollándose.
Habían hablado largamente de sus propias vidas, y en particular de sus
intereses religiosos. Geoffrey opinaba que los vagos anhelos de Sirio y
su riguroso agnosticismo no eran terreno muy propicio para la religión.
Sirio creía, por su parte, que la religión de Geoffrey era una trama
incongruente de valores auténticamente intuidos y proposiciones
intelectuales falsas o sin significado. Sirio había hablado de su amor por
Plaxy llamándolo un amor religioso; una manifestación, en suma, del
«espíritu universal». Le describió también a Geoffrey su extraña visión
de Cambridge.

—Veo, sé —dijo una vez— que Dios, de algún modo, es amor, y sabiduría,
y acción creadora. Sí, y belleza. Pero no sé, sin embargo, quién es Dios,
si el hacedor del mundo, o el aroma que exhalan todas las cosas, o,
simplemente, un anhelado sueño. Y nadie lo sabe, me parece; ni usted ni
yo, ni nadie de nuestra humilde estatura.

—Ojalá Dios, a su debido tiempo, te muestre la verdad que su Hijo vino


a manifestar.

Otro día discutieron sobre la inmortalidad del alma. De pronto Sirio


interrumpió preguntando:

—Yo, por ejemplo. ¿Qué cree usted? ¿Tengo yo un alma inmortal?

—Me lo he preguntado a menudo —dijo Geoffrey enseguida—. Siento


que la tienes y he rogado a Dios por tu salvación. Aunque si te salvas, no
entenderé ese milagro.

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Sirio había acudido a Geoffrey con la esperanza de encontrar la verdad
religiosa. En Cambridge, a pesar de la abundancia de mentes libres e
inconmovibles, faltaba algo, algo que él necesitaba. Había pensado que
ese algo debía de ser la religión, y había ido a Londres. Y en Geoffrey, en
verdad, la había encontrado. El hombre era, indudablemente, la
encarnación misma de la religión en acción. Pero… pero… no se podía
aceptar la religión del Reverendo sin violar las enseñanzas de
Cambridge, aquella constante lealtad hacia la inteligencia. Era más
fácil, en cierto sentido, aferrarse a la fe y traicionar la inteligencia;
aunque la activa fe de Geoffrey no era muy sencilla. No costaba mucho,
por otra parte, aferrarse a la inteligencia y abandonar la fe, como
McBane, por ejemplo. ¿No había conciliación posible? Sirio creía que sí,
pero para expresar esa conciliación se requería una inteligencia y una
sensibilidad muy superiores a las de quien recorría un solo camino. La
pasión por el espíritu, un alerta modo de vida —fuese cual fuese su
suerte personal—, una pasión despejada de creencias y consuelos, salvo
la alegría de la pasión misma… y todo expresado en actos abnegados,
como los de Geoffrey, esa era la única y verdadera religión. Pero el
pobre Sirio sentía tristemente que la religión era así, para él,
inalcanzable. No tenía coraje suficiente. Carecía de la inteligencia y la
pasión necesarias. Y además… no estaba preparado. ¡Si el espíritu se
apoderara de él, inflamándolo! No, no era realmente inflamable. Una
niebla húmeda le empapaba los tejidos.

La amistad del párroco y su perro fue muy comentada en el distrito, y


llegó a decirse que el Reverendo Adams hablaba a veces con el animal
como si este fuese un ser humano. El viejo, se comentó, estaba más raro
cada día. Según algunos se había vuelto loco. Pero muy pronto se afirmó
que el Reverendo hablaba realmente con Sirio, y que este era en verdad
una criatura misteriosa. Los devotos hablaban de él como de un poseso
o un ángel disfrazado. Los sabihondos afirmaban que la explicación era
más sencilla: el perro era un experimento biológico.

Un día Sirio se presentó dramáticamente en la iglesia. Trataba, hacía


tiempo, de obtener el consentimiento de Geoffrey, en parte porque
quería asistir a uno de sus servicios, y, además, porque le irritaba no
participar de la más solemne actividad humana como si fuese alguna
criatura inferior. Geoffrey opinaba que la casa sagrada no era sitio para
un animal. Sus superiores, y la Congregación misma, podían ofenderse.
Pero la voz de Sirio le parecía realmente soberbia, y el perro le
insinuaba una y otra vez que podía entonar algún himno sin palabras
desde la sacristía. Practicaba mientras tanto, en la casa, la música
sacra favorita de Geoffrey.

Al fin, muy receloso, y con la impresión de que cometía si no una falta


por lo menos una inadecuada travesura, Geoffrey aceptó que Sirio
cantase en un servicio dominical. Llegó el gran día. Hombre y perro
fueron a pie hasta la iglesia, y el sacerdote explicó al cantante el
momento en que debía entonar el himno.

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—Mantente detrás de la puerta —rogó—. Es una audacia, y si te
descubren habrá dificultades.

Cuando la pareja llegó a la puerta de la iglesia, Sirio se detuvo un


instante, miró atentamente a Geoffrey, y lanzó un chorro dorado al
portón. Geoffrey rio nerviosamente y dijo:

—Podrías haber elegido otro lugar.

—No —replicó Sirio—. Fue un acto religioso. He derramado mis gotas


en honor de su Dios, librando mi espíritu de impurezas. Me siento ahora
más dispuesto a la caza, a la persecución musical de la presa divina.

Iba ya a comenzar el servicio cuando el sacristán advirtió que la puerta


de la sacristía estaba abierta. Se acercó a cerrarla, pero el párroco lo
detuvo con un ademán.

En un momento apropiado del servicio, Geoffrey anuncio:

—Escucharán ahora un himno sin palabras entonado por un amigo mío


que no nombraremos y que no aparecerá en publico.

La enérgica y pura voz de Sirio, sin acompañamiento, llenó entonces la


iglesia. Geoffrey escuchó con placer aquella interpretación tan
expresiva y delicada. La verdad, le pareció, que había intentado
manifestar toda su vida en palabras y hechos, estaba allí, en esa música.
Y ahora un perro, interpretando a un gran compositor humano, Bach, la
revelaba inconfundiblemente, aunque sin palabras. Muchos de los fieles
se sintieron también conmovidos. Aquellos pocos con oído musical se
sintieron impresionados e intrigados. La ejecución era exacta y
expresaba, con severa contención, una pasión sutil y profunda. Pero lo
más desconcertante era la cualidad curiosamente no humana de la voz.
¿Sería una hábil imitación instrumental de la voz de un hombre o una
mujer? Los seres humanos no eran dueños de un registro tan amplio. Y
si era un cantante, ¿por qué no aparecía en público?

Los rumores circularon toda la semana. Se decía que un gran artista


había aceptado cantar anónimamente en la iglesia de Geoffrey. Los más
piadosos se decían secretamente que el cantante no era un hombre, sino
un ángel del cielo. Pero el temor al ridículo impidió —revelándose así la
decadencia de la fe— que las almas sencillas proclamaran abiertamente
esa creencia.

El domingo siguiente hubo más gente que de costumbre en los servicios


matinales, aunque no la suficiente para llenar el templo. Era evidente
que la curiosidad había atraído a muchos. Geoffrey los censuró en el
sermón. No hubo himnos.

Sirio no volvió a cantar hasta el domingo próximo, el último que pasaría


en el East End. Deseaba ahora, animado por el éxito, enfrentar a los

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fieles. La raza humana empezaría así a recibir su mensaje. Les cantaría
algo compuesto por él mismo. Algo bastante inteligible para los oídos
humanos, y aquella gente sencilla. Algo que les ayudara a sentir la
verdad esencial de la religión, y la escasa importancia de los elementos
mitológicos.

Geoffrey no se atrevía a permitir que Sirio cantara de nuevo, pues había


llamado la atención de modo desmedido. Pero ansiaba también escuchar
otra vez aquella voz poderosa en su iglesia. Y aún permitió, impulsado
por su natural sinceridad, que el cantante apareciese a la vista de todos.
Aunque tendría, indudablemente, problemas con el Obispo y algunos
miembros de su congregación, sentía que debía darle la bienvenida a su
amigo canino en la casa de Dios. La perspectiva de escandalizar a
alguno de sus superiores no dejaba por otra parte de seducirlo.

Sirio pasó varías mañanas en el bosque de Epping, ensayando sus


obras. Aunque trataba de que no lo viesen, varias personas lo buscaron
atraídas por su extraña voz. Cuando lo descubrían, Sirio transformaba
su canción, gradualmente, en aullidos caninos normales. El intruso se
alejaba pensando que la música que había creído oír había sido una
ilusión.

La mañana del domingo Sirio cantó detrás de la puerta, en la sacristía,


como la vez anterior. Pero la música fue muy distinta. Todos los tonos de
la voz humana y todas las ululaciones caninas se fundieron en unos
sonidos curiosos, pero claramente musicales, dulces, aunque también
aterradores. De un gruñido horroroso pasaba a un alto y limpio gorjeo.

No entiendo bastante de música como para juzgar el valor de las


interpretaciones de Sirio. Según Geoffrey el fin supremo de este arte,
como el de todas las artes, es expresar algún sentimiento religioso. Por
eso había deseado que Sirio cantara en su iglesia, y que los fieles lo
oyesen. Sirio sostenía, asimismo, la validez de sus creaciones, aunque a
seres imperfectamente musicales pudieran parecerles ridículas. Si se
quiere encontrar en la música algún significado, le oí decir a menudo,
que supere el del mismo esquema sonoro, su raíz debe buscarse en
alguna actitud emocional. La música no puede hablar directamente del
mundo objetivo, o la totalidad del universo. Pero puede expresar, sí,
sentimientos religiosos. Si se la quiere interpretar en palabras, estas
describirán el mundo que ha inspirado esos mismos sentimientos.

La extraña música que Sirio entonó en la iglesia de Geoffrey, hablaba


del dolor y el placer físicos, y de relaciones del espíritu. Expresaba en
sonidos, transformándolos en símbolos universales, los espíritus de
Thomas, Elizabeth, Plaxy, y el propio Geoffrey. Hablaba de amor y
muerte, del hambre espiritual, y la naturaleza de lobo de Sirio. Hablaba
del East End y el West End, la huelga portuaria, y el cielo estrellado.

Por lo menos para Sirio. La mayoría de los fieles oyó una serie
incoherente de música y ruidos, y, más aún, una suma de elementos
familiares, cómodamente piadosos, o diabólicos.

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En el sermón Geoffrey intentó transmitir a la congregación lo que había
significado para el aquella rara música.

—El cantante —dijo— ha tenido sin duda una experiencia personal del
amor, y lo ha reconocido como absolutamente bueno. Debe de haber
sentido también la presencia del demonio, en el mundo y en sí mismo.

En el servicio nocturno, cuando Geoffrey anunció el himno agregó:

—Esta vez el artista cantará en la iglesia. No se enojen. No se crean


víctimas de una broma pesada. El cantante es un amigo, y es bueno que
sepan que Dios todavía puede hacer milagros.

Y de la sacristía salió el enorme animal, castaño y negro, con la cabeza


y la cola orgullosamente erguidas. Los ojos grises miraban, penetrantes,
a los fieles. Se oyeron claramente algunas exclamaciones de protesta y
sorpresa. Siguió un silencio mortal. Era como si el poder del ojo, que el
perro pastor usaba tan exitosamente con las ovejas, dominara ahora a
todo un rebaño humano. Sirio había entrado en la iglesia dominado por
augustos sentimientos, pero el espectáculo de las ovejas humanas
extasiadas lo halagó realmente. No pudo resistir la tentación de
volverse hacia Geoffrey y hacerle con el ojo que los fieles no veían, un
guiño muy humano. Luego de este desliz, que escandalizó al Reverendo,
Sirio se dominó. Abrió la boca, exhibiendo los blancos colmillos que
recientemente habían matado un carnero y un caballo y aferrado el
cuello de un hombre. La música inundó la iglesia. Geoffrey creyó oír
ecos de Bach y Beethoven, Holst, Vaughan Williams, Stravinsky y Bliss;
pero había allí, también, algo que era Sirio puro. Para la mayor parte de
los asistentes, de nivel musical —y humano— mucho más bajo que el del
párroco, aquello fue solo una novedad interesante. Algunos sintieron
cierta inquietud, y hasta repugnancia. Unos pocos decidieron que se
trataba de una mala imitación de la verdadera música. Uno o dos se
sintieron quizá realmente conmovidos. La ejecución duró largo rato,
pero el público permaneció inmóvil y atento. Sirio terminó de cantar y
miró a Geoffrey que le devolvió la interrogadora mirada con una sonrisa
de admiración y afecto. Sirio se echó en el piso, el hocico entre las
patas, la cola estirada. Los servicios religiosos continuaron.

Geoffrey empezó su sermón tratando de interpretar la música, y


previniendo que esta podía tener, legítimamente, significados muy
distintos para distintas personas, que quizá no coincidieran con las
ideas del compositor cantante. La congregación se sobresaltó. ¿Debían
admitir que el animal que había cantado la música también la había
compuesto, y que el espectáculo no había sido una exhibición circense
sino realmente un milagro? Equivocado o acertado, Geoffrey dijo:

—La canción me dio una visión de la humanidad desde fuera de la


humanidad, desde el punto de vista de otra criatura de Dios, una
criatura que nos admira y desprecia, a la vez, que hemos alimentado y
que hemos lastimado. Un cantante nos mostró la humanidad con ecos de
los grandes compositores humanos, y temas que recuerdan el aullido del

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lobo y el ladrido del perro. ¡Y qué humanidad! Una humanidad donde
imperan Dios y el demonio, el amor y el odio, una astucia nada animal, y
una sabiduría que se confunde con la locura, un fabuloso poder que
frecuentemente no es más que la voluntad de Satanás. —Geoffrey habló
enseguida de los lujos de los ricos y la miseria de los obreros, de
huelgas, revoluciones, y la amenaza de una guerra terrible—. Y, sin
embargo, no desconocemos el amor. En la canción, como en mi propia
experiencia, me parece oír que el amor y la sabiduría triunfarán al fin,
pues el amor es Dios.

Geoffrey observó a Sirio que parecía a punto de protestar y continuó:

—Mi amigo no está de acuerdo con esta parte de mi charla. Pero así me
afectó en verdad su música. —Hizo una pausa y concluyó su sermón—:
Envejezco con demasiada rapidez. No podré acompañarlos mucho
tiempo. Pero cuando me haya ido recuérdenme por este día. Recuerden
que una vez, por la gracia de Dios, pude mostrarles un hermoso
milagro.

No muchos de aquellos hombres y mujeres imaginaron entonces —el


verano de 1939— que unos meses más tarde, no solo el viejo sacerdote
sino también gran parte de la congregación yacerían aplastados bajo
las ruinas del East End, y que la iglesia serviría de faro llameante a los
aviones enemigos.

Al terminar los servicios, Sirio salió detrás de Geoffrey, y antes que la


congregación hubiera ganado la calle corría ya hacia la casa del
Reverendo. Allí esperaba Elizabeth, de acuerdo con lo planeado, para
llevarse a Cambridge la obra maestra de Thomas.

Durante las semanas siguientes Sirio recibió varias cartas de Geoffrey


que describían la excitación del barrio. Los periodistas lo acosaban
continuamente, pero se había negado a hablar. El domingo que siguió a
partida de Sirio la gente llenó la iglesia, pero Geoffrey sospechaba que
solo una pequeña minoría había acudido por motivos religiosos. Muy
pronto advirtió que la inocente aparición de Sirio había sido
interpretada como una exhibición de propaganda. Sus superiores
eclesiásticos le llamaron la atención y hubiesen llegado a despojarlo de
su parroquia sino hubiese sido por la apasionada lealtad de sus amigos.

Cuando Sirio le relató a Thomas el incidente, este se mostró primero


disgustado, pero la situación era tan graciosa que perdonó la travesura.

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11

El hombre tirano

En el verano de 1939 las nubes de la guerra se acumulaban ya sobre


Europa. Todos vivían temiendo el futuro, o esperando, contra toda
esperanza, que la tormenta no llegara a estallar. A Sirio la situación
internacional nunca le había interesado; pero aquello era distinto. La
perspectiva de la guerra molestaba también a Thomas. Quería continuar
tranquilamente su trabajo, y temía que la guerra se lo impidiese. Si se
producía lo peor, podían contar con él. Pero si aquellos políticos
imbéciles hubiesen sido más inteligentes y honrados, no hubiese habido
tales problemas. Esta era también, aproximadamente, la actitud de
Sirio, solo que, además, experimentaba una creciente cólera. La especie
dominante gozaba de un poder enorme; tenía tantas oportunidades, y
todo lo echaba tristemente a perder.

Durante las vacaciones de verano, la familia Trelone pasó solo unas


pocas semanas en Gales. Fueron unas vacaciones sombrías, pues era
imposible olvidar la situación. Thomas parecía amargado, y Elizabeth
desesperadamente triste. Tamsy, que se había casado hacía unos meses,
pasó su semana en Gales leyendo los periódicos y escuchando la radio.
Maurice, ahora profesor en Cambridge, discutió minuciosamente con
Tamsy las posibilidades de Hitler. Giles callaba, tratando de aceptar la
idea de que muy pronto tendría que combatir. Plaxy se desentendió por
completo del asunto, y cada vez que salía a luz dejaba la habitación.
Sirio se dedicó a recuperar su estado físico.

Cuando estalló la guerra, se encontraba en una granja de Cumberland,


aprendiendo las costumbres de pastores lugareños y acumulando
experiencias quizá importantes, pero dolorosas. Thwaites, que no
representaba dignamente a los criadores de la zona, era un amo duro y
muy poco razonable. Sirio no había tratado íntimamente con gentes de
este tipo. Sospechó de Thwaites desde un comienzo al advertir que su
perro, Roy, un pastor de frontera, lo eludía continuamente y se encogía
cuando el hombre le hablaba. En las relaciones de Thwaites con Sirio
salió quizá a luz algún conflicto ajeno a la cuestión, y en parte olvidado.
El hombre alimentó un odio irrefrenable hacia el perro, quizá porque
sospechaba que Sirio no era un superovejero común, y que lo juzgaba,
en privado, muy severamente. En fin, desde los primeros días Thwaites
trató a Sirio con tosca dureza. Me resulta difícil justificar la grosera
negligencia de Thomas al elegir los instructores de Sirio. A Thomas no
le interesaba la faz psicológica del gran experimento. Aunque esta
aparente falta de sensibilidad era solo, quizá, falta de imaginación. Sin
embargo, su descuido fue esta vez tan flagrante que me inclino a
atribuirlo a algún propósito deliberado. ¿Había decidido que el perro

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conociese el aspecto más brutal de la raza humana? Si fue así, su
propósito se cumplió satisfactoriamente.

De cualquier modo, Thwaites exhibía constantemente su odio,


ordenándole a Sirio que arrastrase pesados bultos con la boca, y
obligándolo a realizar tareas propias de la mano del hombre. Le
encontraba siempre algún nuevo y molestó trabajo, muchas veces inútil,
y se reía y se burlaba de él hablando con los vecinos.

Al principio, Sirio apreció esta oportunidad de conocer a un hombre


brutal. Los seres humanos con quienes había vivido hasta entonces
habían sido demasiado amables. Necesitaba conocer a la especie en sus
peores momentos. Pero no se acobardaba cuando Thwaites ordenaba
algo, y pronto surgieron dificultades. El hombre, exasperado, lo
insultaba con cualquier pretexto, y Sirio lo observaba con una fría y
ostensible sorpresa. Esto, naturalmente, empeoraba las cosas. Pasó un
tiempo y la agria voz de Thwaites y todo aquel ambiente empezaron a
irritar a Sirio. Olvidó gradualmente los suaves contactos humanos de
Gales, Cambridge y Londres, y pronto se sorprendió pensando que
Thwaites era el hombre típico. Se vio oscuramente como el defensor de
su propia especie contra una raza de tiranos. Las grandes manos
crueles de Thwaites simbolizaron el largo proceso con que los hombres
habían ido dominando a todas las criaturas del planeta. De modo
irracional, ya que como cazador también él había infligido torturas y
muerte, Sirio se sintió dominado por una virtuosa indignación contra la
pura crueldad del hombre. La compasión por los débiles, que le habían
inculcado sus amigos humanos, se volvió contra la humanidad misma.

Thwaites había amenazado varias veces a Sirio con su bastón, pero las
enormes dimensiones del perro y la peligrosa expresión de su mirada lo
habían apaciguado. No obstante, su rencor no dejó de aumentar.
Aunque el incidente que provocó la catástrofe no fue un ataque a Sirio,
sino a Roy. Unos días antes de la llegada de Thomas, que se llevaría a
Sirio, hubo ciertas dificultades con unas ovejas que Roy había metido en
el patio. Thwaites golpeó al perro en la grupa. Sirio, furioso, se lanzó
contra Thwaites y lo derribó. Luego, dominándose, retrocedió y miró
cómo el hombre se ponía de pie. Roy desapareció rápidamente de la
escena. Thwaites se gobernaba por un principio muy sencillo: cuando
los perros se mostraban rebeldes había que someterlos con azotes; es
decir, había que azotarlos hasta dejarlos casi muertos. Llamó a su
ayudante.

—¡Anderson! Este animal se ha rebelado. Ven, y le daremos una lección.

No hubo respuesta. Anderson estaba lejos, en el campo.

Thwaites no era cobarde, pero la perspectiva de azotar sin ayuda a


aquel gigantesco y astuto animal no le agradaba. Sin embargo, había
que aplastar la insubordinación. Y además, un animal tan peligroso
podía hacer mucho daño. Lo mejor era acabar con él. Podía decirle a
Trelone que el perro había enloquecido. Entró en la casa. Sirio pensó

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enseguida que saldría armado. Corrió a la puerta y se agazapó junto al
muro. Cuando Thwaites pisó el umbral, Sirio dio un salto, derribándolo
otra vez, y tomó la escopeta con los dientes. Los antagonistas rodaron
por el suelo. Thwaites se puso trabajosamente de pie, y trató de disparar
el arma. Salió un tiro, que no dio en el blanco, y luego otro. Sirio soltó la
escopeta. Thwaites metió la mano en el bolsillo y sacó un par de
cartuchos. Sirio saltó, derribó una vez más a Thwaites y le mordió el
cuello apretando con todas sus fuerzas. El sabor de la sangre humana y
el ahogado jadeo del hombre le inspiraron una jubilosa y negligente
furia. En un acto simbólico mataría no solo a Thwaites sino a toda la
raza tiránica. Desde ese día los animales, todos, vivirían naturalmente, y
aquellos advenedizos ya no perturbarían el orden del planeta. Mientras,
perro y hombre se retorcían y forcejeaban. De pronto, el hombre cedió,
soltando a Sirio. Este se calmó, y consideró la situación con mayor
serenidad. Al fin y al cabo, aquella criatura solo expresaba la naturaleza
que el universo había alimentado él. Y lo mismo toda la raza humana.
¿Por qué ese odio? El hedor humano le recordó entonces la fragancia de
Plaxy. El sabor de la sangre, el cuello que con los dientes lo
horrorizaron. Soltó a Thwaites, se apartó, y como un nuevo Caín se
quedó contemplando los débiles movimientos de su hermano no canino.

Había que resolver ahora ciertos problemas prácticos. La mano del


hombre se volvería implacablemente contra él. La mano de dos mil
millones de seres humanos; toda la raza, salvo sus propios amigos.
Sintió una espantosa soledad. Un aviador que vuela sobre territorio
hostil, con enemigos abajo y estrellas arriba, puede sentirse a veces
desesperadamente solo, pero su soledad no es nada comparada con la
que entonces oprimía a Sirio. Toda la raza humana estaba contra él;
nadie en su propia especie era capaz de entenderlo, y ninguna jauría, en
ninguna parte, lo consolaría y aceptaría.

Fue a la artesa del patio, bebió y se lamió el hocico. Una vez más miró a
Thwaites, ahora inmóvil, con el cuello desgarrado y sangrante. El
apretón del hombre le había dejado el propio cuello dolorido y rígido. Al
imaginar el dolor que debían de haber provocado sus dientes, se
estremeció. Se acercó al hombre. Ya había en él un leve olor a muerte.
No era necesario, entonces, arriesgar la vida y buscar un médico.
Obedeciendo a un repentino impulso, lamió levemente la frente del
hermano asesinado.

Se oyeron unos pasos, a lo lejos. Sirio echó a correr, saltó el portón, y


corrió hacia los páramos distantes. Usó de las tretas del zorro, para
despistar a posibles sabuesos. Volvió sobre sus huellas, se metió en
arroyos, recurrió a otras artimañas. Aquella noche durmió entre los
helechos de un valle remoto. Al día siguiente el hambre lo obligó a cazar.
Atrapó un conejo y lo llevó a su madriguera. Pasó el día escondido, pero
se sentía curiosamente contento. Su crimen, pues en verdad era un
crimen, podía entenderse también como un acto de autoafirmación. Se
había emancipado para siempre del hechizo de la raza de los amos. Se
quedó allí otras dos noches y un día. Luego partió al encuentro de
Thomas, que debía estar en la granja por la tarde. Llegó a un recodo de

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la carretera, donde el coche tendría que aminorar la marcha casi hasta
detenerse, y se escondió entre las malezas de un montecillo. De vez en
cuando pasaba un caminante, o un coche. Al fin oyó el ruido
inconfundible del Morris 10 de Thomas. Dejó cautelosamente su
escondrijo, y miró alrededor. No había nadie. Salió al camino. Thomas
detuvo el coche y descendió con un alegre:

—¡Hola! —Sirio, con la cola gacha, dijo sencillamente:

—He matado a Thwaites.

—¡Cielos! —exclamó Thomas y lo miró en silencio, boquiabierto.

El aguzado oído de Sirio oyó unos pasos distantes. Se retiraron al


bosque a discutir la situación. Decidieron que Thomas iría a la granja,
como si nada supiese, y que Sirio esperaría escondido.

No es necesario que describa aquí minuciosamente la resolución del


problema. Thomas, por supuesto, no le dijo a la Policía que había
encontrado a Sirio. Negó enérgicamente que sus superovejeros fuesen
animales peligrosos, y presentó algunas pruebas. Afirmó que Thwaites
debía de haber tratado muy mal a Sirio, y el hombre —parece— tenía
fama de sádico. Podía asegurarse que había herido al perro con la
escopeta. El animal se había defendido. ¿Y dónde estaba el perro ahora?
La criatura debía de haber muerto a causa de las heridas, en alguno de
los páramos.

Thomas relató a Sirio esta parte de la historia, pero el asesino no se


tranquilizó hasta mucho después. En verdad, las cosas no habían salido
tan bien como informó Thomas. Decidido a proteger su obra maestra
canina, el fisiólogo recurrió a una triquiñuela que calmaría a los
suspicaces funcionarios. Dejaría pasar un tiempo, y luego notificaría
que el animal asesino había vuelto al hogar, donde había sido eliminado.
Sacrificaría a cierto superovejero alsaciano y haría pasar su cadáver
por el de Sirio.

Thomas recogió al perro en el recodo, pero ya en las últimas horas del


día, concluida la indagación judicial. Cuando llegaron a Garth, brillaba
la luna llena.

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12

Sirio granjero

Elizabeth y Plaxy descubrieron a la mañana siguiente que el perro y el


hombre ya habían vuelto. El lamentable estado de Sirio —abatido y
silencioso, la pelambre sucia y opaca, el cuerpo muy delgado— las
sorprendió.

Plaxy, que acababa de pasar un feliz y atareado año en Cambridge,


había decidido aprovechar sus vacaciones, y corregir los errores de sus
relaciones con Sirio. Ella misma lo lavó y lo cepilló cuidadosamente. Le
quitó una espina de una pata y le curó la herida de otra. Sirio se entregó
sin reservas a las firmes y suaves manos de su amiga, y a aquel olor que
era, para él, la característica más notable de Plaxy. La joven le pidió que
le hablara de la vida en Cumberland, y el perro le contó todo… menos lo
principal. Era fácil advertir que Sirio ocultaba algo, de modo que Plaxy
insistió, sospechando además que él no deseaba callar. En verdad, Sirio
ansiaba confesárselo todo. El recuerdo del crimen lo atormentaba
constantemente. Había cometido un asesinato. No podía cerrar los ojos.
Era inútil disculparse diciendo que había matado a Thwaites en defensa
propia. Le había apretado el cuello más tiempo del necesario. No, se
trataba de un crimen, y era muy probable que tarde o temprano
descubrieran la treta de Thomas. De cualquier modo, el asesinato
pendería sobre él para siempre, no solo como la amenaza de un castigo,
sino también como un mortal remordimiento. Había destruido una
criatura, biológicamente distinta, sí, pero hermana en el espíritu. Sirio
anhelaba la simpatía de Plaxy, pero temía su horror. Y Thomas, además,
le había pedido que no se lo contara a nadie.

Durante aquellas vacaciones, Sirio y Plaxy hablaron mucho de sí


mismos, y de sus amistades, el arte, la música de él sobre todo, filosofía
y religión. Hablaron, también, de las experiencias de Sirio con Geoffrey,
y la guerra, que aunque era para ambos irreal y nota, no podían dejar
de lado. Algunos amigos de Plaxy ya combatían.

Pero aunque al principio había mucho que decirse, tarde sobrevinieron


largos silencios, cada vez más prolongados y frecuentes. Sirio cavilaba
sobre el futuro y Plaxy se hundía en sus recuerdos. La joven sentía otra
vez necesidad de compañía humana. De acuerdo con el olfato de Sirio
estaba plenamente madura para el amor de los hombres. Mostraba
hacia él ya una clara ternura, ya una clara frialdad. A veces, cuando
ella lo acariciaba, un abismo parecía abrirse de pronto entre ellos, el
abismo demasiado grande que separaba al perro de la mujer. Pero otras
veces la madurez sexual de Plaxy se confundía de algún modo con su
amor por Sirio, y lo trataba tímidamente, despertando en él
sentimientos similares, de tipo cálidamente sexual. Entonces Sirio la

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acariciaba, si ella se lo permitía, con una nueva ternura. Pero esos
momentos eran raros, y terminaban con la atemorizada frialdad de
Plaxy. Le parecía a ella, así me lo dijo mucho después, que en aquellos
extraños y dulces momentos empezaba a alejarse para siempre de su
propia especie. Y embargo, no había en ellos más que inocencia.

—La música de nuestra vida —le dijo Sirio una es un dúo de variaciones
sobre tres temas—. Uno es la diferencia biológica; especie humana y
especie canina. Otro, el amor que ha crecido entre nosotros, a pesar de
las diferencias. En verdad se alimenta de ellas. El tercero, el sexo, que a
veces nos separa biológicamente, y otras nos une en el amor. —Se
miraron en silencio. Sirio añadió—: Hay un cuarto tema en nuestra
música, donde se funden quizá los otros tres. Nuestro viaje por el
espíritu, un viaje que hacemos juntos, aunque estemos en polos
opuestos.

—Oh, Sirio —dijo Plaxy—, te quiero. No estamos en realidad en polos


opuestos. Quiero decir en el espíritu. Pero todo es tan extraño y
aterrador. Me entiendes, ¿verdad? Tengo que ser realmente humana.
Además… los hombres pueden ser para mí algo mucho más importante
que para ti las perras.

—Naturalmente —dijo Sirio—. Tú tienes tu vida y yo la mía. A veces nos


encontramos, y otras chocamos. Pero siempre, sí, estamos unidos en el
espíritu.

Se preguntó si a Plaxy le importaría mucho lo de Thwaites, y dedujo que


no. Se horrorizaría, por supuesto, pero no mostraría mayor
repugnancia. Desde el día del crimen, advirtió de pronto, había estado
condenándose en nombre de Plaxy, y alimentando un amargo
resentimiento. Un resentimiento tan profundo que nunca lo había
reconocido como tal. Pero comprendía ahora, por algún motivo, que ella
no lo condenaría, y el resentimiento se hizo consciente y a la vez
desapareció.

Avanzadas las vacaciones, Plaxy volvió a sus estudios. Estaba muy


atrasada, dijo. Cuando llegó el día de la partida se mostró, como de
costumbre, triste y animada al mismo tiempo. En la estación buscó una
excusa y se retiró con Sirio a una parte menos concurrida de la
plataforma.

—En estos últimos días hemos estado otra vez separados —dijo—, pero
ocurra lo que ocurra no olvidaré que soy la parte humana de Sirio-
Plaxy.

Sirio le tocó la mano con el hocico y respondió:

—Nos une un tesoro, una luminosa joya común.

Durante las vacaciones Sirio se había ocupado de muchas cosas,


además de su tesoro. Sobre todo había discutido su futuro con Elizabeth

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y Thomas, interviniendo a veces Plaxy como crítico desinteresado. Sirio
no quería volver al ambiente sutilmente enervante de Cambridge. Era
hora, dijo, de vivir una vida independiente. Creía que podría expresarse
a sí mismo, al menos por un tiempo, cuidando ovejas. Pero para esto
necesitaba un puesto de responsabilidad, y no el de un simple perro
ovejero. ¿Qué se le ocurría a Thomas?

Al fin se adoptó un plan audaz. Debido a la falta de mano de obra, Pugh,


algo enfermo, tenía dificultades en la granja. Thomas decidió decirle la
verdad, y proponerle que Sirio se uniera a él, ya no como ovejero, sino
como socio. O, mejor aún, el laboratorio se asociaría con Pugh y
contribuiría con un capital. Elizabeth representaría los intereses del
laboratorio. Como Sirio era solo un perro no firmaría contratos ni sería
dueño de propiedades. Pero sería realmente el verdadero socio de Pugh,
quien le enseñaría a administrar la granja y a comprar y vender la lana
y las ovejas. Otro asunto lateral e importante sería el adiestramiento y
venta de superovejeros.

Hubo varias prolongadas discusiones con Pugh. Estas sirvieron, por lo


menos, para que el hombre aprendiera a entender el lenguaje de Sirio,
ayudado por Thomas y Elizabeth. El anciano estaba dispuesto a aceptar,
pero presentó algunas cautelosas objeciones que fue necesario destruir
una a una. La señora Pugh no estaba muy convencida. Temía
secretamente que el hombre-perro fuese obra del mismísimo Satanás.
Nunca creyó seriamente en la intervención de Thomas. La hija de Pugh,
que podía haber participado también en el arreglo, se había casado y
vivía ahora en Dolgelly.

No pasó mucho tiempo antes que Sirio fuese a vivir a Caer Blai. Se
dispuso que dormiría comúnmente en Garth, pues podía cubrir en pocos
minutos el trayecto que separaba las casas. Pero se le preparó en Caer
Blai, para algún caso de urgencia, la habitación que había ocupado la
hija de la casa. Thomas trasladó a la granja los libros que había reunido
Sirio sobre la cría de ovejas, un guante de escribir, y otros materiales.
Sirio llevó además las fajas y cestos que le permitían transportar cosas
y mantener la boca libre. En los primeros días había necesitado de
manos humanas para colocarse los aparatos, pero ahora, con una
mayor habilidad manual y un cierre ingenioso, podía ponérselos o
quitárselos en pocos segundos.

Pugh nada podía enseñarle a Sirio sobre el cuidado de las ovejas. El


perro tenía mayor experiencia y conocimientos mucho más científicos, y
trazó planes para mejorar la calidad de los rebaños y agrandar los
campos de pastoreo. Pero ignoraba toda cuestión administrativa. No
solo debía estudiar los precios y los problemas de contabilidad, sino
también la faz agrícola, pequeña, pero importante. Antes de la guerra,
la agricultura había estado allí subordinada a las necesidades de las
ovejas. Solo se cultivaba heno, y unos pocos granos. Pero ahora había
que dedicar hasta la última hectárea a la producción de alimentos, y
Pugh había sembrado avena, centeno, y papas. Sirio, por su falta de
manos, no podía ayudar mucho en este aspecto, pero estaba dispuesto a

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entender el trabajo y aprender a dirigirlo. La necesidad de contratar
mano de obra humana planteó el problema de las relaciones de Sirio
con el mundo exterior. Thomas, con su fobia a la publicidad, se mostró
hostil a que la gente conociera los verdaderos poderes de Sirio, pero
indudablemente en aquella nueva vida no sería posible seguir fingiendo.
Sin embargo, dijo Thomas, no debía revelarse la verdad sino en forma
gradual. De esa manera la gente reaccionaría mejor. Pugh, en un
principio, mantendría charlas sencillas con Sirio en lugares públicos.
Más tarde haría saber que respetaba el juicio del perro en los
problemas con las ovejas. De ese modo Sirio sería aceptado poco a poco
por los vecinos.

Durante algún tiempo Sirio aprendió a adiestrar superovejeros. Los


animales de la granja, el viejo Idwal, y una joven perra, Mifanwy, se
comportaban ya más inteligentemente que cualquier animal normal
brillante. El mejor de los superovejeros, Juno, había enfermado de una
oscura dolencia cerebral, y Pugh se vio obligado a matarlo.

Al cabo de un tiempo Sirio le escribió a Thomas que se encontraba


preparado para la nueva empresa. Thomas le envió tres cachorros.
Sirio creía que educados por un miembro de su propia especie, pero de
inteligencia superior, esos animales llegarían a ser mucho más
competentes que Idwal y Mifanwy, e incluso que Juno. Abrigaba también
la secreta esperanza de que en esta o en futuras camadas, apareciese
una criatura de su mismo nivel mental. Aunque era muy poco probable,
pues en ese caso Thomas descubriría al animal en sus primeros meses
de vida. En realidad, había intentado muchas veces producir otro Sirio,
pero sin éxito. En algunos casos había obtenido animales de gran
cerebro y alta inteligencia, pero físicamente débiles, que no llegaron a la
madurez. Casi todos, sin embargo, habían sido defectuosos mentales, de
uno u otro tipo. Parecía que cuando los hemisferios cerebrales
superaban ciertas dimensiones, la discrepancia con la organización
canina común era excesiva. Incluso en el hombre, donde cuerpo y
cerebro se han desarrollado armónicamente a lo largo de millones de
años, un cerebro demasiado grande parece afectar todo el sistema, y
como una excrescencia morbosa, conduce frecuentemente a desórdenes
mentales. En el caso del perro las consecuencias eran aún peores.

No solo tuvo que adiestrarse Sirio, sino también Elizabeth. Aunque


normalmente ella pasaba más tiempo en Cambridge que en la granja, se
convino que ese año viviría unos meses en Garth. Era ahora una mujer
de mediana edad, pero robusta, y en la guerra anterior había trabajado
en el campo. Al principio Pugh no pudo tratarla sino como una visitante,
pero al fin se desarrolló entre ellos un tipo de relación que concordaba
muy bien con el carácter del granjero. Elizabeth representaba el papel
de la criada perezosa y gruñona, y Pugh el de amo exigente. Se
complacía en criticar el trabajo de la mujer, le echaba en cara su
ociosidad, y la amenazaba con denunciarla a Sirio, o el despido, si no le
hablaba más cortésmente. Ella, por su parte, exhibía un burlón
servilismo y una afectuosa insolencia. La señora Pugh tardó mucho
tiempo en comprender el verdadero carácter de estas disputas. Su

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ansiedad aumentaba al advertir que Sirio —entrando en el juego—
intervenía a veces como el perro fiel que defiende a su ama de amenazas
y ataques. Un día, mientras la señora Pugh trataba ansiosamente de
hacer callar a su marido, este se interrumpió y amenazándola con el
dedo, le hizo un guiño a Elizabeth y dijo:

—Ah, pero no sabes, querida, como nos comportamos la señora Trelone


y yo cuando tú no estás. Sí, de veras, parecemos entonces un par de
tórtolos. ¿No es así, señora Trelone?

Sirio y Elizabeth trabajaron mucho toda la cuaresma. Thomas iba de


cuando en cuando a Gales, para ver cómo marchaban las cosas, y en
una ocasión llevó a dos amigos, hombres de ciencia, para que
conociesen a Sirio. Otra vez, como Sirio mostrara mucho interés en
mejorar los pastizales del páramo, fue con él a visitar la estación
agrícola de Aberystwyth. Sirio regresó animado por audaces ideas, que
expuso ante un condescendiente pero cauteloso Pugh.

En verdad, esta fue la época más feliz en la vida de Sirio. Le parecía que
sus poderes supercaninos encontraban al fin aplicación adecuada, y
nunca se había sentido tan independiente. El trabajo lo preocupaba a
menudo, pues, como verdadero novicio, cometía numerosos errores.
Pero era también un trabajo variado, concreto, y —como él decía—
espiritualmente sólido. No le quedaba mucho tiempo para
especulaciones intelectuales, y menos aún para escribir; pero ahora
estas tareas no lo atraían tanto. No obstante se prometió que más tarde,
cuando el trabajo le resultara más fácil, retomaría el hilo de sus
anteriores actividades musicales y literarias.

El único recreo que se concedía entonces era la música. De noche,


mientras Elizabeth bostezaba en una poltrona, luego de haber pasado el
día al aire libre, Sirio escuchaba los conciertos que transmitían por
radio, o ponía algún disco en el fonógrafo. A veces, cuando recorría los
páramos con sus jóvenes discípulos, entonaba algunas de sus propias
canciones. Las menos humanas afectaban singularmente a los
superovejeros.

Entre estos debemos mencionar a Mifanwy, la inteligente y joven ovejera


con algo de perro de caza. Era esbelta como un leopardo, y tenía una
pelambre abundante y sedosa. Sirio había decidido abstenerse de
relaciones sexuales con subordinados. Además consideraba a Mifanwy
propiedad de Idwal. Pero este envejecía. Como era un simple
superovejero, se hundía inevitablemente en la senilidad con más rapidez
que Sirio, en los umbrales de la madurez. Llegó la época de celo.
Mifanwy rechazó a su antiguo amante y trató por todos los medios de
seducir a Sirio. Durante un tiempo este se hizo el desentendido, pero al
fin, un día, se puso a jugar con la dulce hechicera subhumana, aunque
supercanina. Idwal protestó; pero Sirio, más pesado, y biológicamente
más joven hubiera podido probarle, si fuese necesario, que toda
protesta era inútil. Aunque en verdad Idwal sentía tanto respeto y

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admiración hacia su amo canino, que su protesta no pasó de un gimoteo
y un gruñido ocasional.

A su debido tiempo Mifanwy tuvo cinco cachorros. Por supuesto, eran


de cabeza normal, pero la mayoría tenía en la frente la mancha castaña
que distinguía a Sirio, y que este había heredado de su madre. A las
pocas semanas fue evidente que les corría sangre alsaciana por las
venas. Si Sirio no era el padre, tenía que ser el abuelo. Los rasgos
alsacianos que caracterizaban a algunos perros vecinos provenían
también de Sirio. Durante un tiempo los granjeros locales abrigaron la
esperanza —sin estímulo oficial alguno— de que si el hombre-perro tenía
relaciones con sus perras, estas darían a luz cachorros supercaninos.
Pero esta esperanza se frustró una y otra vez, aunque las gotas de
sangre alsaciana habían vigorizado útilmente la raza local de ovejeros.
Incluso cuando ambos padres eran supercaninos los hijos nacían
normales. En cuanto a Sirio no mostró interés alguno en su atrasada
progenie. Trató a los tres hijos y las dos hijas que había tenido con
Mifanwy como simples cosas. Un representante de cada sexo fue
ahogado al nacer. A los otros tres se los dejó con la madre más tiempo
del acostumbrado, hasta que los sentimientos maternos de Mifanwy,
supercaninos pero subhumanos, se debilitaron. Sirio vendió entonces los
dos hijos y la hija que le quedaban.

Entretanto seguían llegando de Cambridge los cachorros supercaninos


que Sirio debía adiestrar. La mayoría fue convertida en superovejeros,
pero la guerra pareció abrir nuevas posibilidades para los brillantes
animales de Thomas.

La guerra y sus economías obstaculizaban seriamente el trabajo del


laboratorio. Thomas previó que muy pronto la organización se
disolvería, o debería dedicarse a algún tipo de investigación bélica. En
esos días, la primavera de 1940, la guerra pasó de su fase «en broma» a
su fase violenta. El derrumbe de Holanda, Bélgica y luego Francia, hizo
sentir a los británicos que deberían luchar por sus vidas. Para Trelone
la guerra había sido siempre un enorme desatino. Las mentes dedicadas
al progreso de la ciencia no podían prestarle atención. Pero al fin debió
reconocer que el desatino amenazaba la posibilidad misma de la ciencia.
Se hizo entonces dos preguntas. ¿Hasta qué punto, ante todo, podía
ayudar su trabajo a ganar la guerra? y además, ¿qué tareas útiles podía
encarar el laboratorio? Pensó que si producía una cantidad bastante
grande de superovejeros, quizá estos pudieran desempeñar algún papel
de importancia. El Gobierno adiestraba ya a perros normales que
actuaban como mensajeros en las zonas de combate, y evidentemente
los superovejeros resultarían mucho más útiles. Se dedicó por lo tanto
al estudio de la posible producción en masa de esos animales. Le dijo
asimismo a Sirio que adiestrara como mensajeros a algunos de sus
mejores alumnos.

Al fin Thomas se encontró preparado para exhibir a tres de sus


animales, y luego de mucho importunar consiguió una entrevista. La
exhibición fue brillante. Le aseguraron a Thomas que los mensajeros

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supercaninos serían muy útiles. Thomas esperó luego, impacientemente,
varias semanas. Al fin escribió una serie de cartas respetuosas. Le
respondieron que su sugestión corría ya por los rieles de costumbre.
Pero no ocurrió nada. Todos los funcionarios parecían simpatizar con él,
y a veces hasta se mostraban ansiosos por ayudar al gran fisiólogo. Sin
embargo, la vasta y venerable institución no reaccionó. Entretanto, todo
el laboratorio estaba dedicado a producir «eslabones perdidos» para la
guerra. La tarea más interesante, pero menos útil, de producir criaturas
del calibre de Sirio había sido abandonada. Y el sueño más caro de
Thomas, el feto humano dotado de un cerebro supernormal, pasó a ser
una mera fantasía.

Sirio, no menos que Thomas, comprendió la necesidad de ganar la


guerra. Si no, lo mejor de la raza tirana se perdería para siempre. Pero
vivía en el interior del país, dedicado enteramente a sus nuevas tareas,
con las que creía rendir —por otra parte— un servicio a la nación, o
mejor a la humanidad. Además, aunque se sentía identificado en cierto
sentido con la gloriosa especie humana, en otro el aprieto en que se
encontraban los tiranos no dejaba de complacerlo. Sabía,
racionalmente, que su futuro dependía del futuro de Gran Bretaña, pero
emocionalmente la lucha era para él algo tan lejano como lo fue más
tarde para millones de Hindúes la amenaza del Japón.

Cuando Plaxy regresó a Gales, el ambiente de Caer Blai le pareció un


tanto irreal. El éxito y la seguridad de Sirio la impresionaron. Sin
embargo, su indiferencia ante los sufrimientos de la raza humana la
escandalizó. El loco y desagradable embrollo de la guerra le parecía
repugnante, pero sentía, a la vez, la necesidad de colaborar. En
Cambridge, donde la guerra obsesionaba a muchos de sus amigos,
había mostrado su acostumbrado desapego; pero en Gales se
sorprendió advirtiendo que Sirio vivía en un paraíso de bobos. El perro
no entendía que la marea de la invasión alemana podía quitarle en
cualquier momento todos sus bienes. Le dijo a Sirio que su propio
trabajo, un puesto de maestra que ocuparía al terminar el verano, no le
satisfacía enteramente. Debería de haber algo más útil.

Estas conversaciones impresionaron a Sirio, pero no aumentaron su


escaso entusiasmo. Podía ofrecerse como perro mensajero, pero estaba
adiestrando ya a otros animales. En fin, al cuerno con la guerra. Había
encontrado, por un tiempo al menos, su lugar en el mundo, y producía
lana y alimentos para la especie dominante. Esta se estaba destruyendo
a sí misma, sí, pero se lo tenía merecido. No, no era así. Pero, maldición,
él no tenía la culpa, no era el guardián de los hombres. Plaxy sentía en
ese entonces gran interés por los problemas políticos. Durante un
tiempo había estado afiliada al Comunismo, pero luego renunció.

—Aunque son enérgicos y abnegados —dijo— me parecen


intolerablemente dogmáticos y parciales. No obstante, seguía aún
influida por el marxismo, aunque le costaba encontrar en él un lugar
para «el espíritu», que desempeñaba un papel cada vez más importante
en su vida. «El espíritu», decía, «debe ser el más elevado de los planos

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dialécticos, la síntesis suprema». Mientras estuvo en Garth habló mucho
con Sirio de «la lucha de clases», la «igualdad de oportunidades», la
«dictadura del proletariado», y demás. Aunque el comunismo, insistía,
no fuese al fin y al cabo toda la verdad, solo una idea similar podía
ganar la guerra y fundar un orden social tolerable. Los cambios sociales
revolucionarios siempre habían atraído a Sirio, sobre todo desde los
días del East End. Había aceptado entonces, cordialmente, la idea de la
propiedad común de los medios de producción y la necesidad de una
planificación social creadora. Pero ahora que era propietario
consideraba el asunto desde otro punto de vista. —Tu nuevo orden —le
dijo a Plaxy— me inquieta un poco. ¿Piensan fusionar todas las granjas
en establecimientos colectivos? No me parece prudente. Está bien en la
teoría, ¿pero qué harán con las empresas excéntricas como la de
Thomas? ¿Y qué diablos harán con criaturas como yo, si puede
afirmarse que yo haya existido alguna vez? En fin la cuestión principal
es esta: ¿quién hará la planificación? Está bien decir que la hará el
pueblo, pero Dios nos libre del pueblo. Por otra parte la planificación no
será realmente obra del pueblo, sino de una minoría. Una minoría de
demagogos, o patrones. Debería dedicarse a eso la gente más despierta.
La gente despierta hace al fin y al cabo todo lo que importa. Los demás
no son más que ovejas.

—Pero la planificación es para el hombre común —replicó Plaxy—. Y el


hombre común, por lo tanto, tendrá que establecer los objetivos de toda
planificación, y fiscalizaría. La gente despierta sirve a la comunidad.
Los perros ovejeros sirven a las ovejas.

—¡Tonterías! —exclamó Sirio—. ¡Pamplinas! Los perros sirven a un amo,


que usa a ovejas y perros.

—Pero el pueblo —protestó Plaxy—, si es libre, es su propio amo. El


pueblo todo es el amo.

—¡No, no! —gritó Sirio—. Lo mismo podría decirse que las ovejas todas
son los amos. Yo, por lo menos, reconozco un solo amo. No a cuarenta y
cinco millones de ovejas de dos patas, o dos mil millones, sino simple y
absolutamente el espíritu.

—¿Pero quién definirá las exigencias del espíritu? —fue la rápida


pregunta de Plaxy—. ¿Quién será su intérprete?

—El espíritu mismo, por supuesto —explicó Sirio—. El espíritu que obra
en la mente de sus fieles, sus perros ovejeros, la gente despierta.

—¡Pero Sirio, querido, peligroso y ridículo amado mío, ese camino te


lleva directamente al fascismo! Hay un dirigente que sabe, y los demás
obedecen. Y un partido de perros ovejeros guarda el orden.

—Pero en un partido fascista —dijo Sirio— no hay gente despierta. No


saben realmente qué es el espíritu. No conocen su aroma, ni su voz.

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Serán solo, en el mejor de los casos, perros ovejeros que han perdido la
razón, o perros ovejeros salvajes. Lobos en fin, dirigidos por otro lobo.

—Pero Sirio mío, ¿no comprendes que recibiríamos ese mismo


calificativo? ¿Quién juzgará?

Sirio tenía preparada ya la respuesta.

—¿Quién juzgó entre Cristo y el Sumo Sacerdote? No el pueblo. El


pueblo dijo «Crucificadlo». El verdadero juez fue el amo de Cristo, el
espíritu, que hablaba en su interior. Y en el interior del Sumo Sacerdote,
si este hubiese querido oír. Pero si sirves al espíritu, no puedes servir a
otro amo. El espíritu exige amor, e inteligencia, y una continua labor
creadora. Solo así podrá habitar en cada una de las ovejas, que ya no
serán simple ganado ovino, ni miembros de un hermoso arrecife de
coral. Ese espíritu (amor, inteligencia, creación) es precisamente «el
espíritu».

—Acabamos de oír uno de los sermones más profundos y útiles del


Reverendo Sirio —fue la burlona respuesta de Plaxy.

Estaban sentados en un prado, en Garth, y Sirio se lanzó sobre ella,


jugueteando. La derribó y fingió querer morderle el cuello. Plaxy,
acostumbrada desde la niñez a tales batallas, lo tomó rápidamente por
las orejas y tironeó con fuerza. Sirio pidió cuartel a gritos. Se sonrieron,
mirándose.

—Perrita sádica —dijo él—. Dulce perra cruel.

Plaxy tomó con una mano la mandíbula inferior de Sirio y tironeó con
fuerza hacia abajo. Las sierras de marfil se cerraron suavemente sobre
la mano. Perro y mujer jugaron así un tiempo hasta que ella lo soltó,
agotada. Se secó la mano en la chaqueta, protestando:

—¡Viejo baboso!

Se quedaron echados sobre la hierba, en silencio. De pronto Plaxy dijo:

—Supongo que te diviertes mucho con Mifanwy, ¿no?

Sirio advirtió una leve tensión en la voz de su amiga. Hubo una pausa.

—Es encantadora —respondió Sirio al fin—. Y aunque terriblemente


estúpida, tiene, en verdad, los rudimentos de un alma.

Plaxy arrancó una brizna de hierba y la mordió mirando los distantes


Rhinogs.

—Yo también tengo un amante —dijo—. Quiere casarse, pero eso me


ataría. Acaba de incorporarse a la RAF. Desea que tengamos muchos

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hijos, y lo antes posible. Pero es demasiado pronto. Soy muy joven aún
para entregar mi vida a alguien.

Pasó un largo rato y al fin Sirio preguntó:

—¿Conoce mi existencia?

—No.

—¿Cambiará en algo nuestras relaciones?

—No me siento cambiada —respondió Plaxy enseguida—. Pero quizá no


lo quiera bastante. Es para mí, ante todo, un animal humano, así como
Mifanwy puede ser para ti un animal canino. Aunque me siento
realmente su amiga, pero no sé sí eso basta para casarse. Sin embargo,
tiene que haber casamiento, por los hijos, que necesitarán un padre
permanente.

Hubo otra pausa prolongada. Sirio miraba a Plaxy inclinando la cabeza,


las cejas fruncidas, como un terrier intrigado.

—Bueno —dijo al fin—, cásate con él y ten tu camada, si es necesario. Y


es necesario, por supuesto. Pero el asunto es más serio que con las
perras. Oh, Plaxy. Tú y yo estamos de algún modo casados, y para
siempre. ¿Destruirá él eso? ¿Lo admitirá?

Plaxy tironeó, nerviosa, de las hierbas, y dijo:

—Sí, estamos casados en el espíritu. Pero si eso impide que ame


plenamente a un hombre, y ser su mujer, y tener hijos, entonces, oh, te
odiaré, odiaré tu influencia. —Antes que Sirio pudiese responder, ella lo
miró a los ojos y continuó—: No, no es eso. No podría odiarte. Pero…
¡oh, Dios, que difícil es todo!

Plaxy tenía los ojos húmedos. Sirio se estiro para tocarle la mano, pero
lo pensó mejor. Al cabo de un rato dijo:

—Si arruino tu vida, hubiese sido mejor que Thomas no me hubiera


hecho. Plaxy le puso una mano en el lomo.

—Si tú no hubieses sido tú —dijo—, entonces yo no hubiera sido yo. Y no


existiría tampoco este difícil y encantador «nosotros». Sí, a veces te
odio, pero también te quiero, mucho más. Incluso cuando te odio, sé (y
mi yo mejor lo sabe con alegría) que no soy Plaxy, sino la parte humana
de Sirio-Plaxy.

—Pero para eso —replicó Sirio— tienes que ser plenamente Plaxy, y
debes vivir tu vida humana. Oh, sí, lo entiendo. Como eres un ser
humano, y mujer, y vives en Inglaterra, y eres de la clase media, no
puedes contentarte con amantes e hijos ilegítimos. Necesitas un marido.

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«Y quizá tendré que matar a algún descendiente tuyo» murmuró para
sus adentros. Pero recordó enseguida a Thwaites asesinado, y la
imagen, en su dichosa situación actual, le pareció intolerable. Fue como
si de pronto, mientras corría alegremente por la hierba, a la luz del sol,
lo hubiese devorado un pantano. Y, por alguna razón, le pareció que solo
Plaxy podía sacarlo de allí. En un repentino impulso, se lo contó todo.

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Efectos de la guerra

En el otoño de 1940, Sirio, ya realmente establecido en Caer Blai, había


iniciado la tarea de mejorar los pastizales, la calidad de las ovejas, los
sembrados. Se lo conocía en los alrededores como «el hombre-perro de
Pugh». Nadie podía definir exactamente el nivel de su inteligencia. Al
decirles toda la verdad, Pugh los había despistado. Se sabía que el
hombre-perro manejaba maravillosamente las ovejas, y las criaba de
acuerdo con los últimos principios científicos. Pero se creía también,
vagamente, que todo esto no era tanto cuestión de raciocinio, sino de
algún superinstinto implantado en él por la ciencia. Se decía asimismo
que entendía el lenguaje humano, y que hasta podía hablar con aquellos
que tenían la clave de su rara pronunciación. Sirio había aprendido
recientemente algo de galés, pero como lo hablaba de modo
rudimentario, y este era el único lenguaje familiar en el distrito, nadie
sospechaba sus reales dotes lingüísticas y su capacidad mental.

Aun así, si no hubiera sido por la guerra, los periódicos le hubiesen


dedicado muchas columnas, con más éxito que el logrado anteriormente
por la mangosta parlante.

Sirio llegó a ser muy popular entre muchos granjeros y campesinos,


pero algunos lo miraban con suspicacia. Para ciertos feligreses devotos
el verdadero amo del hombre-perro no era Pugh, sino Satán, y decían
algunos que el granjero había vendido su alma para solucionar el
problema de la mano de obra. Según otros, obsesivos sexuales, el
evidente afecto que unía a Plaxy con el hombre-perro revelaba en
cambio la culpabilidad de Thomas. El hombre de ciencia había vendido
su alma al diablo para conquistar nombradía científica. Satanás,
encarnado en el perro, se complacía en perversas relaciones sexuales
con la hija de Thomas. Y la joven, a pesar de todos sus encantos, era
poco menos que una bruja. Cualquiera podía advertir que había en ella
algo raro e inhumano. Ciertos patriotas difundían otra clase de
rumores. Thomas estaba pagado por los nazis, que habían encontrado
en el hombre-perro al espía ideal. Eso explicaba que el animal viviese en
Caer Blai, no muy lejos de un emplazamiento de artillería.

La gente en general era demasiado sensata para dar crédito a estos


rumores. Pugh y Sirio eran personajes populares, y el perro, con aquel
talento especial para las ovejas, enorgullecía al distrito. Thomas,
aunque era inglés, se había ganado la estimación local, y su hija, a
pesar de sus costumbres modernas, era una muchacha muy agradable.
La hostilidad crecería luego con la prolongación de la guerra. La gente
sencilla buscaría entonces una cabeza de turco. Cuando empezaron los
grandes ataques aéreos contra Londres, Elizabeth recibió una carta

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donde Geoffrey describía la situación de la parroquia, instándola a
colocar algunos niños en adecuados hogares galeses. Geoffrey creía en
la acción individual. Las organizaciones del Gobierno no le inspiraban
confianza, y eludía todo trato con los organismos oficiales de
evacuación.

El relato que hacía Geoffrey de la devastación, el heroísmo, la


confusión, la indiferencia y la bondad humanas afectaron
profundamente a Sirio. Recordó vívidamente el olor de la casa de
Geoffrey, la iglesia, y las pobres viviendas que había visitado. Recordó
también a mucha gente que según Geoffrey había muerto, y a muchos de
los niños que ahora necesitaban asilo. Sintió el impulso de correr
enseguida a Londres, con sus cestos transformados en botiquines. Pero
no tenía sentido. No haría más que molestar. Además, no era lo mismo
complacerse en la idea de un impulso generoso que llevarlo a la
práctica. Sospechaba que bajo un ataque aéreo se comportaría como un
cobarde. Y de cualquier modo, la guerra no lo tocaba
fundamentalmente. Si la raza humana insistía en aquella estúpida
tortura, ¿qué le importaba a él? No obstante, el relato de Geoffrey no
podía dejarlo indiferente. Los aprietos que pasaba Londres, fueron,
para Sirio y los pobladores locales, más evidentes cuando por una de
esas casualidades que no son raras en la guerra, una sola bomba,
arrojada por un solitario avión enemigo, cayó sobre una choza vecina
matando a casi todos sus ocupantes.

Elizabeth prometió recoger en su casa a tres niños londinenses, y la


señora Pugh, con muchos recelos, ofreció refugio a otros dos. Sirio
abandonó su habitación en Caer Blai. Muchas amas de casa locales
habían aceptado ya a evacuados de las ciudades del noroeste; pero
otras se habían negado. Elizabeth, luego de varias visitas, le comunicó a
Geoffrey que había lugar para unos quince niños y dos madres. El
vecindario había tenido bastante suerte hasta ahora con sus pequeños
refugiados. Pero los pequeños londinenses fueron algo muy diferente.
Eran mocosos sucios, indóciles, y se dijo en el distrito que ninguna
mujer decente les hubiera permitido cruzar el umbral de su casa si los
hubiera visto antes. Los niños no dejaban títere con cabeza; rompían los
muebles, estropeaban los jardines, mentían, robaban, se mordían entre
sí, mordían a sus anfitriones, torturaban al gato, y emitían espantosas
palabrotas.

Algunas dueñas de casa, las más inteligentes, comprendieron que los


chicos eran producto de las circunstancias. Era inconcebible, decían,
que unos pobres niños soportaran tanta degradación. Pero otras se
mostraron virtuosamente indignadas contra los niños y sus padres.
Algunas llegaron a decir que los inmigrantes eran ingleses, ¿y qué podía
esperarse de los ingleses? La popularidad de Elizabeth sufrió bastante.
Era la única responsable de la plaga. Se recordó, en algunos sectores,
no solo que también ella era inglesa, además que su marido había
vendido el alma al diablo. Las cosas empeoraron cuando se supo que los
niños de Garth parecían mejores. Elizabeth tenía un talento natural para
tratar a los niños como seres humanos, y recibir de ellos un trato

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decente. Al principio tuvo muchos problemas. Pero al cabo de unas
pocas semanas, la chiquilla y sus hermanitos la ayudaban
orgullosamente a cuidar la casa y el jardín.

Un día Elizabeth recibió noticias de Geoffrey. La iglesia había sido


destruida, pero el Reverendo dedicaba aún todo su tiempo a la atención
de los feligreses. Al cabo de una prolongada campaña había logrado —
anunciaba— que se mejoraran los albergues públicos. Pocos días
después Elizabeth recibió otra carta donde se le decía que su primo
había muerto.

Con la noticia de la muerte de Geoffrey, Sirio se sintió, de algún modo,


más cerca de la guerra. Por primera vez desaparecía un ser querido.
Todo era distinto ahora. Había creído comprender el sentido de la
guerra, pero se había equivocado. Geoffrey se había apagado como la
llama de un fósforo. ¡Tan sencillo y sin embargo tan increíble! Ahora, de
un modo raro, Geoffrey parecía más real que antes, y más próximo.
Durante varios días se sorprendió hablando mentalmente con el párroco
y recibiendo sus respuestas. Una treta de la imaginación sin duda. Pero
en lo más hondo, no podía creer que Geoffrey ya no existiera. O, mejor,
una parte de él lo creía, y la otra no podía entenderlo. Tuvo un sueño
fantástico. Geoffrey buscaba a Thwaites en los infiernos y lo encontraba
con el alma de Sirio en el bolsillo. Quién sabe cómo se llevó a Thwaites
al cielo, y Sirio alcanzó así la liberación.

La guerra pronto se acercaría aún más a Sirio. En mayo fue con


Thomas en auto a visitar una granja de Shap, donde varios
superovejeros cuidaban con éxito los rebaños. El camino de regreso
pasaba por Liverpool. La región había soportado varios ataques aéreos,
y Thomas quiso cruzar el río antes que oscureciese. Pero se retrasaron,
y llegaron a Liverpool al atardecer. En las afueras de la ciudad el motor
se detuvo, y cuando un fatigado mecánico terminó de arreglarlo era casi
de noche. Emprendieron otra vez la marcha, pero el estado de la ciudad
los demoró todavía más. Había habido un ataque aéreo la noche
anterior, y en las calles se amontonaban aún los escombros. Antes que
llegaran a la entrada del famoso túnel que corría bajo el Mersey,
comenzó otro ataque. Como no estaban muy lejos, Thomas decidió
seguir. Sirio se sintió aterrado. Quizá el ruido afectaba más sus sensibles
oídos que el tosco órgano de los hombres. De cualquier manera, y salvo
cuando lo dominaba su naturaleza de lobo, siempre había sido un
cobarde. El aullido de los aviones, el estruendo de los cañones
antiaéreos, la ululante caída de las bombas (como un susurro ronco y
enormemente amplificado), seguida por un estallido inimaginable, y
luego el ruido de los derrumbes, el rugido y chisporroteo de los
incendios, el repiqueteo de las corridas humanas, los gritos de los
heridos que pedían socorro cuando el coche pasaba ante un destrozado
refugio… todo eso lo aplastaba, lo hundía en el asiento trasero del
coche. Y luego los olores, el olor penetrante de los explosivos, el olor
polvoriento de las casas derruidas, el olor punzante de la madera en
llamas, y de vez en cuando, el hedor de los cuerpos mutilados.

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Parecía una locura seguir adelante. Thomas detuvo el coche y se
precipitaron al refugio más cercano. En ese momento estalló una
bomba, y el costado de una casa se precipitó sobre ellos, atrapando al
fisiólogo. Sirio, aunque magullado y herido, estaba libre. Trozos de
mampostería cubrían la parte inferior del cuerpo de Thomas. Este
articuló dificultosamente:

—Sálvate. Por el túnel. Calle abajo. Y luego a Gales. Sálvate, por mí. Por
favor, vete, ¡por favor!

Sirio trató frenéticamente de mover los escombros con dientes y patas.

—Iré a buscar ayuda —dijo al fin.

—No, sálvate —murmuró Thomas—. Yo… estoy terminado. Buena


suerte.

Pero Sirio echo a correr y muy pronto tironeaba de la chaqueta de un


hombre, gimoteando. Era evidente que pedía ayuda, y varias personas
fueron con él. Pero cuando llegaron al sitio donde había estado Thomas,
solo encontraron un nuevo cráter. Los hombres volvieron a sus tareas, y
Sirio se quedó allí un rato, llorando tristemente. Enseguida se encontró
otra vez dominado por el terror. Pero no perdió la cabeza. Debía
encontrar la entrada al túnel. No estaba muy lejos, según Thomas. Se
lanzó a la carrera, a la luz de los incendios reflejado por las nubes. En
un punto los escombros cubrían la calle y tuvo que pasar por encima. Al
fin llegó al túnel y se metió en él sin llamar la atención. Trotó a lo largo
de la acera, y aunque había un torrente de coches que corría hacía
Birkenhead, produciendo un espantoso ruido en aquel espacio cerrado,
nadie se fijó aparentemente en él. Llegó a la entrada de Birkenhead, se
precipitó hacia la libertad, y se encontró otra vez bajo un cielo
iluminado por los incendios en medio del estruendo de la guerra.

Pero las bombas caían principalmente sobre el lado de Liverpool.

Sirio me relató todo su largo viaje desde Birkenhead a Trawsfynydd,


pero no es necesario recoger aquí todos sus detalles. Cansado, y
mentalmente destrozado, cruzó la ciudad hacia el oeste, y luego el
Wirral hacia Thurstastone Common. Mientras trotaba en la noche, sus
pensamientos volvían a la total desaparición de Thomas, el ser que lo
había hecho, a quien había adorado en un principio con canina
devoción, sin ningún sentido crítico, y a quien había censurado
últimamente con energía, aunque siempre con cariño y profundo
respeto. Thomas había muerto, indudablemente, pero le costaba creerlo,
como en el caso de Geoffrey. Mientras avanzaba por la carretera se
sorprendió en un momento discutiendo con Thomas. El muerto afirmaba
que nada había ya en el universo que pudiera llamarse Thomas Trelone,
nadie que continuara los pensamientos, deseos y sentimientos de aquella
mente.

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—Bueno, usted debe de saberlo —dijo Sirio, y se interrumpió
bruscamente, preguntándose si estaría volviéndose loco.

Luego de Thurstastone siguió la costa del estuario del Dee, cruzó las
salinas rumbo a Queensferry, y continuó por carreteras, campos y
páramos hacia el suroeste. Se preguntaba con frecuencia si lo guiaría el
proverbial instinto de orientación de los mamíferos subhumanos, o el
recuerdo de los mapas de Thomas. Los largos tramos de carretera lo
fatigaban. Los automóviles lo preocupaban constantemente, pues los
conductores no trataban de evitarlo. Se imaginaba a la especie de los
tiranos como una unión de hombre y máquina. ¡Cómo odiaba sus
ásperas voces y su brutalidad! Y sin embargo, el día anterior, sentado en
el coche abierto de Thomas, cruzando la llanura de Lancashire, él
mismo se había sentido embriagado por la velocidad y el viento. Su
actual situación le revelaba con mayor claridad que nunca el desprecio
y la perversidad que mostraban los hombres con los «torpes animales»
ajenos.

Cada vez que atravesaba alguna zona poblada, trataba de pasar


inadvertido. Aminoraba la marcha e iba de un lado a otro, husmeando
los postes, como cualquier perro local. Si alguien se le acercaba, lo que
ocurría con frecuencia, pues era un animal notable, respondía
meneando negligentemente la cola, pero sin detenerse. Luego de
atravesar las montañas y el ancho valle de Clywd, se encaminó hacia los
amplios páramos y se perdió en la bruma. Descendió a las regiones más
bajas, cerca de Pentrevoelas, y se acercó a las altas colinas Mignient.
Cuando subía trabajosamente una empinada ladera, empezó a llover. A
pesar de la fatiga, disfrutó realmente del viento húmedo, los aromas del
pantano, la turba y las ovejas. En algún momento percibió el
inconfundible olor del zorro, el raro y embriagador aroma de la pieza
más esquiva. Aquel mundo parecía insinuar secretos exquisitos, siempre
perseguidos y nunca alcanzados. La bruma, las formas de los peñascos,
que aparecían y desaparecían, los pequeños plumeros de los pastos,
adornados de gotas de niebla. Sintió una punzada en el corazón… Todo
aquello era tan dulcemente familiar, y de un atractivo nunca bien
entendido… Podía reducírselo, sin duda, a electrones y ondas, y a un
cosquilleo de los filetes nerviosos. Pero aun así, ¡cuán dulce, misterioso,
y aterrador, y cuán incomprensiblemente cierto! Los horrores que había
presenciado recientemente parecían intensificar hasta la tortura aquella
belleza.

Siguió subiendo. De pronto la neblina se disipó un instante y se vio en la


cima de una elevada montaña que reconoció enseguida como Carnedd
Filast. Hacia tiempo, antes que se dedicara a las ovejas, solía cazar en
esos páramos, pero nunca había llegado tan lejos.

Ahora, en aquellas alturas, se sentía transformado. ¿Por qué debía vivir


otra vez con la especie tiránica? ¿Por qué soportar el dolor de contarle
a Elizabeth que su marido no regresaría? ¿Por qué no vivir como un
salvaje en los páramos, enteramente libre, despreciando a la
humanidad, alimentándose de conejos, y quizá de una que otra oveja,

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hasta que un hombre lo matara? ¿Por qué no? Había vivido así un
tiempo, luego de asesinar a Thwaites; pero el arrepentimiento lo había
devuelto al mundo. Esta vez sería distinto. Era evidente ahora que la
vida tenía muy poco que ofrecerle. Había encontrado donde refugiarse,
era cierto, pero solo gracias a la ayuda y tolerancia del hombre. Y era
un refugio muy estrecho. No permitía que se expresara totalmente. Pero
esta vez no fue el recuerdo de Thomas lo que apartó a Sirio de estas
lúgubres meditaciones, sino el de sus ovejas, que no tendrían pastor.

La bruma cayó pesadamente sobre las montañas. Era la hora del ocaso.
Sirio bajó a tientas hasta un valle pantanoso, y luego dobló el Arenig
Fach. Llegó al pequeño Carnedd Iago, bajó al camino trastabillando en
la oscuridad, y lo cruzó cerca de la cabecera del Cwm Prysor. Dejando a
la izquierda el valle salvaje, llegó a los prados de su hogar. Ahora, aun
en la noche, todas las grietas, todos los oteros, todos los estanques, casi
todas las matas de brezo o pasto le eran familiares. Allí había
encontrado una oveja muerta y un cordero a medio nacer. Allí había
estado sentado con Thomas comiendo sándwiches, en el descanso de
una de las largas caminatas que nunca volverían a repetirse. Allí había
matado una liebre. Pero la oscuridad y la bruma espesa lo demoraban.
Era casi medianoche cuando llegó a Garth. Desde que había salido de
Thurstastone a la mañana, debía de haber cubierto, incluyendo
prolongados extravíos, unos ciento veinte kilómetros. Había hecho gran
parte del trayecto por duras carreteras, o a través de campos
atravesados de vallas.

A la puerta de la casa, que estaba a oscuras, lanzó un ladrido especial.


Elizabeth lo hizo entrar enseguida bajo la enceguecedora luz, en los
aromas familiares de la casa. Antes que el perro hablase, cerró la
puerta, se arrodilló, y lo abrazó, diciendo:

—Gracias a Dios. Uno de vosotros está a salvo.

—Solo yo —dijo Sirio.

Elizabeth lanzó un pequeño gemido, y se aferró a él en silencio. En una


posición incómoda, cansado después de la tensión de aquellos últimos
días, y oprimido por el ambiente de la casa, Sirio se desmayó de pronto,
derrumbándose en brazos de Elizabeth. La mujer le apoyó la cabeza en
el piso y fue a buscar coñac. Pero Sirio se recobró enseguida. Se
incorporó débilmente, se limpió las patas en el felpudo, y entró con
pasos inciertos en la sala. Advirtió entonces que el barro negro y
húmedo de la ciénaga le cubría el vientre. Cuando Elizabeth regresó,
Sirio, con las patas temblorosas y la cabeza gacha, se preguntaba qué
debía hacer.

—Acuéstate, querido —dijo la mujer—. No importa la suciedad.

Le hizo beber un poco de té, y luego le dio pan con leche.

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14

Tan-y-voel

La muerte de Thomas afectó profundamente a las mujeres de la familia.


Los dos hijos estaban en la guerra, pero Tamsy y Plaxy fueron a pasar
una semana con la madre. Sirio comentó luego que Tamsy parecía más
acongojada que Plaxy. Lloró mucho, agravando así la tensión emocional
de Elizabeth. Plaxy, por su parte, se mostró muy fría y torpe. Pálido el
rostro, la expresión casi tétrica, se dedicó a las tareas de la casa,
dejando a su madre y su hermana la recordación del pasado. Un día,
Tamsy descubrió en la cómoda de Thomas una maltrecha caja de
pañuelos, obra infantil de Plaxy, que se la había regalado a su padre en
un cumpleaños. Con ojos llorosos, la joven llevó la reliquia a su
hermana. Era evidente que esperaba estimular un dulce dolor.

—Oh, por amor de Dios, no me traigas eso —masculló Plaxy


apartándola.

Luego, inexplicablemente, como animada por la furia, se precipitó sobre


Sirio y lo abrazó de tal modo que este se preguntó si se trataría de una
caricia o el comienzo de una riña. El incidente sugiere, creo, la
complejidad de las relaciones entre Plaxy y Thomas.

En cuanto a Sirio, su pena, muy real, se confundía con una nueva y


profunda sensación de independencia. El perro lamentaba la pérdida de
su amo, y añoraba su dirección. Pero su inteligencia humana respiraba
más libremente. Sería ahora su propio amo, el dueño de su destino, el
capitán de su alma. Aunque a veces se sentía aterrado. Había vivido en
una tal dependencia, siempre bajo la autoridad de Thomas. Incluso
cuando había impuesto su criterio, había esperado convencer al
fisiólogo, sin resistirse realmente a la voluntad del reverenciado
creador. Y así, ahora que Thomas no existía, ora desconfiaba
inquietamente de sí mismo, ora le parecía poseer extraños y nuevos
poderes.

Pero libre de la tutela de Thomas, Sirio se sentiría más atado que nunca
a su madre adoptiva.

La muerte de Thomas fue un pesado golpe para Elizabeth, pero no


permitió que la aplastara. Continuó normalmente su vida, cuidando de
los pequeños evacuados, cavando y plantando en el jardín, y ayudando a
Sirio, pues el reumático Pugh ya no llegaba a los pastizales. Plaxy había
sugerido que podía abandonar la enseñanza, y establecerse en Garth,
pero Elizabeth se opuso rotundamente.

—Una joven tiene que vivir su propia vida —dijo.

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Inevitablemente, Elizabeth se sintió más unida aún a Sirio: obra
suprema del poder creador de Thomas, e hijo de ella por adopción. Se
sentía en verdad más cerca de Sirio que de sus propios hijos, que ya no
la necesitaban. Sirio en cambio la necesitaba más que nunca. Una vez lo
encontró tratando de reparar una cerca de alambre con los dientes.

—Ah, si tuviese manos —dijo Sirio—. De noche sueño con manos.

—Cuenta con mis manos hasta que me muera —dijo Elizabeth.

Entra el perro y la mujer, de mediana edad, se desarrollaron relaciones


muy afectuosas, pero no del todo felices. Elizabeth había mostrado
siempre hacia sus hijos un amistoso desapego, que estos aceptaban
fácilmente. Había tratado a Sirio del mismo modo; pero ahora el amor
que había sentido por Thomas se confundió con su instinto maternal. Se
dedicó obsesivamente al perro. Buscaba de modo constante como
ayudarlo. Como Pugh apenas podía moverse, y no había mano de obra
especializada, la colaboración de Elizabeth era inapreciable. Pero Sirio
llegó a encontrarla fatigosa. La mujer estaba demasiado dispuesta a
ayudar, y sugería demasiado. Tanto que Sirio se acostumbró a
rechazarla, cada vez que encontraba alguna excusa plausible. Era
extraño, trágico, y totalmente inesperado, que una mujer antes tan
tranquila se mostrara ahora tan posesiva. No puedo explicar el cambio.
Es fácil señalar algunos hechos que pudieron haber provocado la
neurosis. ¿Pero por qué esta había aparecido ahora, y con
manifestaciones tan extravagantes? Solo la fragilidad del espíritu
humano puede explicarlo.

Elizabeth exhibió además una molesta inclinación a administrar la


granja, y, sobre todo, a servir de enlace con el mundo exterior. Todo esto
desagradó a Sirio, no solo porque la mujer tenía muy poca experiencia,
y muchas veces cometía gruesos errores. Sirio deseaba también que los
vecinos trataran con él directamente. Acariciaba la esperanza de llegar
a desempeñar un activo papel en la vida común del distrito, y ya había
conquistado el respeto de todos. No solo los periódicos locales, sino
también los brillantes cotidianos nacionales se referían a él a menudo
como «el brillante hombre-perro del norte de Gales». Solo la escasez de
papel y el dominante interés de la guerra impidieron que hiciesen de él
el centro de una campaña periodística. Por este motivo pudo hacerse
conocer en el vecindario sin atraer demasiado la atención del país.
Intelectuales de uno u otro tipo iban de cuando en cuando a visitarlo,
con cartas de presentación del laboratorio. Estas visitas, que le
permitían mantenerse en contacto con la marcha de la vida cultural
contemporánea, le resultaban muy agradables. No había abandonado
aún la intención de participar de esa vida, y solo esperaba a que la
granja alcanzara su pleno desarrollo.

Pero volvamos a Elizabeth. Quizá por lealtad a Thomas, que tanto había
temido la publicidad, trataba por todos los medios que Sirio no hablara
con nadie. Al fin se desprendió de los tres pequeños evacuados, para
dedicar todo su tiempo a las tareas de la granja. Sirio se alegró al

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pensar que contaría con mayor ayuda, pero era también evidente que
Elizabeth se entrometería todavía más. ¿Cómo una mujer que había sido
siempre tan discreta se comportaba ahora de ese modo? Sirio lo
atribuyó al exceso de trabajo y a la pérdida de Thomas. Y quizá también
intervenían aquí los años. Cuando alguno de los hijos volvía a la casa
todo parecía sin embargo más normal. Sirio no se sentía ya la niña de
los ojos de Elizabeth, y podía dedicarse con mayor libertad a sus
propios asuntos.

Elizabeth enfermó en el otoño de 1941. Tenía el corazón débil, pero


según el doctor Huw Wílliams no era nada serio. Lo había hecho
trabajar demasiado, ahora debía descansar un par de semanas. Sirio
salió con el médico y le preguntó si había dicho la verdad o tratado de
calmar a la enferma. Repitió la pregunta varias veces. Al fin el médico
entendió y aseguró haber dicho la verdad. Una semana más tarde
Elizabeth se negó a guardar cama e insistió en volver al trabajo. Esto
provocó una recaída, y el ciclo se repitió así varias veces, a pesar de las
enérgicas protestas de Sirio. Era evidente que Elizabeth se mataría
trabajando. Parecía dominada por una oscura pasión: destruirse a sí
misma sirviendo a Sirio. El perplejo animal no podía vigilarla
constantemente, a menos que abandonara las ovejas. Desesperado,
escribió a Tamsy, pero esta acababa de tener su segundo hijo. Sirio y la
señora Pugh se turnaron para cuidar a Elizabeth. Pero la enfermedad
pronto se hizo más grave, y el optimismo del médico cedió paso a la
exasperación y el desaliento. Se sugirió entonces a Elizabeth que se
internara en un sanatorio. La mujer rechazó desdeñosamente la idea. De
muy mala gana, Sirio llamó a Plaxy.

Durante varias semanas, Sirio, Plaxy y la señora Pugh vigilaron de


cerca a Elizabeth. La tarea común unió aún más al perro y la
muchacha. Estaban frecuentemente juntos, pero muy pocas veces a
solas. Este contacto diario, y la falta de intimidad, les inspiró el deseo de
hablar sin restricciones, y los hizo muy sensibles a cualquier cambio de
humor. Ambos vivían muy preocupados, como es natural, por la salud de
la enferma. Era inevitable que Elizabeth los exasperara a veces, aunque
el cariño los hiciese callar. Ambos vivían también en una tensión
constante, ya que debían sacrificar las propias y urgentes tareas quizá
por largo tiempo. Esta tensión común era también un lazo de unión.

Bajo los firmes y cariñosos cuidados de Plaxy, Elizabeth hizo grandes


progresos. Pero parecía cada día más inquieta. Un día insistió en
vestirse y bajar. Sobre la mesa de la sala había un periódico plegado. Lo
tomó y lo abrió. «CRUCERO BRITÁNICO HUNDIDO» decía el titular
principal. Era el barco en que servía Maurice. Como los alemanes ya
habían anunciado el hundimiento, el Almirantazgo había tenido que
violar las reglas, publicando la información antes que los parientes de
las víctimas conociesen las bajas. La noticia mató a Elizabeth, que no
llegó a saber que su hijo se había salvado.

Aunque «apenas humana», felina, con algo de duende, Plaxy había


querido mucho a su madre. Elizabeth había tenido con ella relaciones

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más felices y libres que con los hijos mayores. Su muerte la afectó
duramente. Sirio se sintió también muy apenado, no solo por sí mismo
sino también por Elizabeth. La muerta seguía hablándole. Y no la
Elizabeth que acababa de morir, la tensa y difícil Elizabeth, sino la
anterior. Una y otra vez, de un modo siempre nuevo, parecía animar
inteligentemente la inteligencia de Sirio.

—No te devanes los sesos —decía—. Las mentes como la tuya no han
despertado del todo, y no pueden entender. Decidas lo que decidas,
siempre te equivocarás. No creas que aún existo, eso sería falso. Pero
no te ciegues y rechaces la sensación de mi presencia en el mundo.

Plaxy y Sirio, unidos en la pena y la responsabilidad, se sometieron a


una mutua dependencia. Tenían mucho trabajo. Ayudados por el
abogado de la familia y un representante del laboratorio trataron de
ordenar los asuntos de los Trelone. La casa, evidentemente, había que
venderla. Pero la decisión de abandonar el hogar donde habían crecido
significaba cortar un último vínculo tangible. Pasaron muchas horas,
durante muchos días, catalogando objetos. Tenían que desprenderse de
los muebles, menos los pocos que quería Tamsy, y los menos que se
llevaría Sirio, que volvería a Caer Blai. Libros, vajilla, utensilios de
cocina, todo lo que había pertenecido a los padres muertos fue separado
y ordenado. Hubo que embalar y despachar las propiedades de los hijos
ausentes. Las cosas de Plaxy y Sirio fueron puestas aparte. Todas las
mañanas se hacía una hoguera donde ardían objetos sin destino. El
perro y la joven, echados en el suelo de la sala, revisaron las fotografías
del matrimonio, sus parientes, los cuatro hijos, Sirio en todas las
edades, y los superovejeros. Se discutió, río, suspiró ante todas las
cosas antes de destinarlas a la pila de desperdicios o a la colección de
recuerdos.

Cuando concluyó esta tarea, se despacharon los muebles, y solo


quedaron en la casa unos pocos cajones, los platos y cubiertos que Sirio
y Plaxy habían usado en sus comidas. Al fin los pisos fueron solo tablas
desnudas, y la casa entera la cáscara de un hogar. La joven preparó un
almuerzo final para dos. Ella partiría en tren a la tarde, y él empezaría
a recuperar el tiempo perdido. Se sentaron en el piso de la sala vacía, y
comieron casi en silencio. Se habían instalado, siguiendo la costumbre,
junto a la chimenea, en el lugar donde habían pasado tantas horas
durante las dos últimas décadas. Plaxy se recostó en un cajón. El sofá
ya no existía. El solemne y pequeño refrigerio terminó muy pronto. Sirio
había lamido hasta la última gota de té. Plaxy había apagado su
cigarrillo en el plato. Siguió un silencio.

—He estado pensando —dijo Plaxy al fin.

—Así parece, oh sabia mujer —comentó Sirio.

—He estado pensando en nosotros —continuó ella—. Mamá era muy útil
en la granja, ¿no es cierto?

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Sirio asintió con un movimiento de cabeza y preguntó cómo se las
arreglarían ahora.

—La nueva auxiliar —dijo en voz alta— no puede compararse con la


anterior. No quiere que se le arruinen las manos.

—Bueno… —dijo Plaxy mirándose atentamente los pies—. ¿Y si yo me


quedara a ayudarte?

Sirio se lamía una pata. Se interrumpió y dijo:

—Me gustaría muchísimo. Pero es imposible.

—¿Pero por qué no habría de hacerlo si quisiera? —dijo Plaxy—. Y he


decidido que quiero. No deseo irme. Me quedaré, si me dejas.

Sirio dejó de lamerse la pata y la miró.

—Pero no puedes quedarte. Ya está todo arreglado. Y en realidad no


quieres quedarte. Aunque me alegra que se te haya ocurrido.

—Oh, Sirio querido. Quiero quedarme, de veras. No para siempre, por


supuesto. Pero si un tiempo. Lo he pensado todo. Alquilaremos Tan-y-
voel. —Era la choza del peón de Pugh donde yo los encontraría más
tarde—. ¡Sería magnífico! —exclamó Plaxy animadamente. Vio que Sirio
la miraba con tristeza y añadió—: ¿O no te gustaría?

Sirio le acarició el cuello con el hocico.

—No necesitas preguntármelo, pero tú tienes tu propia vida. No puedes


dejarlo todo por un perro.

—¡Pero estoy realmente cansada de ser una maestra! O de intentar


serlo. Quizá los chicos no me interesan de veras. O me intereso
demasiado en mí. Quiero vivir, de cualquier modo.

—¿Y Robert? —preguntó Sirio—. ¿Y los hijos, y demás?

Plaxy apartó los ojos y calló un rato. Al fin suspiró.

—Es encantador. Pero… oh, no sé. En fin, quiero ser yo misma, y eso
significa en este momento quedarme contigo.

Plaxy hizo su voluntad. Fueron a proponerle el cambio a Pugh y a


decirle que ocuparían la choza vacía. Pugh, por supuesto, se mostró
muy contento, y dijo con inocente regocijo:

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—Lo felicito, señor Sirio, por su esposa. —Plaxy se ruborizó y pareció
molesta. Pugh suavizó la broma añadiendo—: Chiste de viejo granjero,
señorita Plaxy. No quise ofenderla, se lo aseguro.

—¡Qué vergüenza, Llewelyn! Eres un viejo horrible, y con un cerebro


sucio como un pantano —dijo la señora Pugh.

Todos rieron.

Antes que llegara el camión a llevarse la última carga de Garth, Plaxy


abrió un cajón y sacó ropa de cama, toallas y cosas similares. Lo que
quedaba de la vajilla fue a parar a un cajón vacío. Había que traer
algunos muebles del depósito y llevarlos a Tan-y-voel. Estos cambios, y
la confusión consiguiente, molestaron a la gente del camión; pero Plaxy
desplegó sus encantos y los hombres aceptaron llevar la carga a la
choza.

Aun una choza de dos habitaciones exige un poco de trabajo. Plaxy le


dedicó el día siguiente. Limpió paredes y la chimenea, frotó los pisos de
piedra, improvisó unas cortinas de oscurecimiento, y compró las
provisiones que era posible encontrar en aquel entonces. A la noche,
cuando Sirio regresó del trabajo, encontró una casa resplandeciente y
una Plaxy alegre, aunque cansada. La mesa estaba puesta para la cena
de ella, y en la alfombra, junto a su silla, estaba el acostumbrado
«mantel» y el tazón de Sirio. Este comía de dos modos. A campo abierto
se alimentaba como un animal, de conejos, liebres, y sus semejantes. En
la casa comía potaje, pan con leche, huesos, costras de pan, bizcochos y
mucho té. En un tiempo costó alimentarlo adecuadamente, a causa del
racionamiento; pero Thomas movió algunas influencias y obtuvo para
Sirio —como valioso animal de laboratorio— una ración especial.

Luego de la cena, Plaxy lavó los platos, y se sentaron en el rescatado


sofá. Habían comido alegremente, pero ahora una sombra de tristeza
pesaba sobre ellos.

—Esto no es real —dijo Sirio—. Es un sueño, maravilloso. Pronto


despertaré.

—Quizá no dure —dijo Plaxy—, pero mientras tanto será real. Y es justo.
Tenía que ser así. Seremos ahora un solo espíritu, y para siempre.
Seremos felices, no temas.

Sirio la besó en la mejilla.

Ambos estaban muy cansados, y pronto empezaron a bostezar. Plaxy


encendió una vela y apagó la lámpara. En la habitación vecina la
esperaba su viejo lecho, y en el piso estaba la cesta de dormir de Sirio,
con su colchón circular. ¡Cosa rara! Habían crecido juntos, niña y
cachorro, compartiendo la misma habitación, y aun ya mujer, Plaxy

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estaba acostumbrada a desnudarse delante de Sirio sin ningún recato.
Pero ahora sintió, de pronto, una curiosa timidez.

No puedo resistir aquí a la tentación de hacer una pregunta. La


importante decisión de Plaxy —abandonar su carrera y vivir con Sirio—,
¿puede quedar sin explicación? He aquí una joven encantadora, con
numerosos admiradores, y con un amante. Había ocupado un puesto de
maestra, donde se desempeñaba hábilmente, y donde podía expresarse a
sí misma. Y de pronto abandonaba sus tareas, y rompía prácticamente
con su enamorado, para unirse a un ser que era la más brillante
creación de su padre. ¿No habría identificado a Sirio con Thomas? La
propia Plaxy, ahora mi mujer, se burla de la explicación, y sostiene que
no hace justicia al valor de la personalidad de Sirio. Bueno, esa es sin
embargo mi teoría.

A la mañana siguiente, Plaxy empezó a iniciarse en los trabajos de la


granja. Limpió un chiquero, ensilló un caballo, cargó y descargó
estiércol, y curó con Sirio una oveja enferma. A la tarde, trabajó
intensamente el erial que sería jardín de la choza. De este modo, con
algunas variantes, pasaron los días. El rostro de Plaxy adquirió un
admirable color. Con orgullo y angustia se miraba las manos que se le
ampollaban, y cubrían de suciedad, rasguños, tajos y callos. La señora
Pugh le enseñó a ordeñar. El propio Pugh le mostró lo se sembraba al
voleo cuando el instrumento que insistía en llamar «máquina de
sembrar» estaba descompuesto. Las tareas de la granja eran, en fin,
inmensurables. Lo más urgente, decía ella, era ahorrar trabajo a los
dientes de Sirio, ya un poco gastados de tanto aferrar hierros y
maderas. Sirio trataba de dedicarse principalmente a las ovejas y los
superovejeros, pero las tareas que exigían la ayuda del hombre, aunque
también pudieran hacerse con unas torpes mandíbulas, eran muchas. En
la granja, y a pesar de la habilidad penosamente adquirida en el uso de
los incómodos instrumentos, Sirio sentía siempre la falta de manos.

Plaxy disfrutaba sobre todo de las expediciones a las colinas, con Sirio y
sus discípulos. Saltando por los helechos el perro parecía un barco
zarandeado por la tormenta, pero muy marinero. Y cuando iba
alrededor, dando órdenes a sus alumnos caninos, era a la vez un
General y su corcel. Cuando una oveja se alejaba, se lanzaba detrás con
el vientre pegado a tierra, como un torpedo.

En esta nueva vida no había casi tiempo para escribir, leer o hacer
música. El contacto con el mundo de más allá de las colinas era mínimo.
En las expediciones a las ferias, Sirio y Plaxy acompañaban al granjero,
ella como ayudante extraoficial. El ajetreo, la confusión de voces
galesas, el balido de los animales, la variedad de tipos humanos y
caninos, el ambiente social de las tabernas, y, por supuesto, la franca
admiración de los jóvenes… Plaxy disfrutaba con todo esto, un
verdadero cambio luego del encierro de la granja.

Aparte de estas infrecuentes excursiones, no había más ocasión de


contactos sociales que las expediciones a la aldea o a alguna granja

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vecina cuando necesitaba una herramienta. Entonces Plaxy se arreglaba
y volvía a ser, todo lo posible, la alegre damita. Atravesaba los campos,
acompañada por el enorme animal, envuelta en una honda paz. Con
negligencia y confianza, aceptaba la inevitable admiración de los
jóvenes granjeros y pastores e intuía el desconcierto de los hombres
ante su indefinible singularidad.

Pero al cabo de algunos meses ocurrió algo que destruyó en parte esas
alegrías. Se le sugirió que aunque era muy popular entre algunos
vecinos, otros calificaban de escándalo el hecho de que viviera sola con
el hombre-perro. Desde entonces Plaxy no pudo mostrarse
despreocupadamente en público con Sirio. Y su timidez fomentó aún
más estos salaces rumores.

Los problemas comenzaron con la visita de un sacerdote disidente local.


El joven deseaba sinceramente salvar a Plaxy de las amenazas del
infierno. Era bastante simple como para creer que Sirio podía ser un
enviado del demonio, y prestaba oídos a los rumores que hablaban de
perversas relaciones entre el perro y la muchacha. Como la choza se
encontraba dentro de su esfera, pensó que debía intervenir. Eligió muy
bien la hora de visita. Plaxy había vuelto de la granja para preparar la
cena, y Sirio estaba aún trabajando.

Plaxy previó que la cena iba a atrasarse, pero recibió al Reverendo


Owen Lloyd-Thomas con amable desenvoltura. Sabía muy bien que su
opinión era importante. Después de andarse un rato por las ramas, el
sacerdote dijo:

—Señorita Trelone, mis difíciles deberes de Ministro del Señor me


obligan a hablarle de un delicado asunto. La gente sencilla de la región
cree que su peón, el perro del señor Pugh, no es solo un animal
extraordinario, sino un espíritu disfrazado de perro. Y la gente sencilla,
señorita, acierta más a menudo con la verdad que la gente inteligente. A
pesar de todas las maravillas de la ciencia, puede en verdad ser menos
falso decir que el perro es un poseso, y no obra de un hombre. Y si es un
poseso, el espíritu que mora en él puede ser, sí, el espíritu de Dios, pero
también de Satán. Por sus frutos los conoceréis. —Guardó silencio, miró
tímidamente a Plaxy, y empezó a torturar el ala de su sombrero negro.
Al fin continuó—: Los vecinos opinan, señorita Trelone, que no es
decoroso que viva sola con este animal. Se dice que Satán la ha
empujado a usted al pecado, valiéndose de este hombre-perro. No
conozco la verdad. Pero pienso que está usted en peligro. Y como
Ministro del Señor ofrezco mi consejo. Cambie de vida, aunque solo sea
para no ofender al vecindario.

De acuerdo con las lecturas del joven Reverendo, Plaxy hubiera debido
ruborizarse, ya fuera con inocente modestia o con culpable vergüenza.
Si era en verdad culpable, lloraría lágrimas de amargo arrepentimiento,
o negaría con inconvincente y virtuosa indignación. Pero la conducta de
la joven lo desconcertó. Plaxy lo miró un rato. Al fin se puso de pie, y en

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silencio fue hasta la minúscula despensa. Volvió con unas papas, se
sentó, y empezó a pelarlas mientras decía:

—Perdóneme, por favor, pero tengo que preparar la cena. Podemos


hablar mientras tanto. Escúcheme, yo quiero mucho a Sirio. Y dejarlo
ahora sería una maldad. Parecería una huida. Señor Lloyd-Thomas, su
religión es amor. Comprenderá que no puedo abandonarlo.

En ese momento apareció Sirio, y se quedó en el umbral olfateando el


aire. Plaxy le tendió los brazo y dijo:

—El señor Lloyd-Thomas cree que no deberíamos vivir juntos. Podrías


ser Satán vestido de perro, y quizá me has inducido a pecar.

Plaxy se rio. No era un comienzo muy prudente, pero el tacto no había


sido nunca su mayor virtud. Es posible que sin esas palabras el futuro
de ambos hubiera sido muy distinto. Lloyd-Thomas se ruborizó y dijo:

—No se bromea con el pecado. No sé si han hecho eso, pero sé por lo


menos, señorita, que es usted un ser frívolo.

Sirio se acercó a Plaxy, que le puso una mano en el lomo, y siguió


analizando el olor del visitante. Plaxy sintió de pronto que al perro se le
erizaba la piel. Se oyó un leve gruñido. Sirio avanzó un paso hacia el
sacerdote, pero la joven lo tomó del cuello con ambas manos.

—Sirio —dijo—, no seas tonto.

Lloyd-Thomas se puso de pie con cuidada dignidad diciendo:

—Este no es momento para conversar. Piense en lo que dije.

Ya en el jardín se volvió y vio, a través de la puerta abierta, que Plaxy


retenía aún a Sirio. Ambos lo miraban. Plaxy se inclinó y apoyó la
cabeza en la mejilla del perro.

El sacerdote se alejó y Sirio le dijo a Plaxy:

—Huele como si estuviese enamorado de ti. Huele en verdad, como si


fuera un hombre decente, pero quizá preferiría verte muerta a que
vivieses en pecado conmigo. Como McBane, sospecho, preferiría verme
muerto antes que dejar de sacarme toda la información posible, del
cuerpo y el cerebro. Moralidad y verdad. Las implacables divinidades de
nuestra época. Temo que tarde o temprano tengamos problemas con
Lloyd-Thomas.

Los sermones del sacerdote empezaron a abundar en referencias a


Plaxy y Sirio. Rezaba por los que habían caído en vicios antinaturales.
Algunos miembros de la congregación aceptaron con entusiasmo las
sugestiones del Reverendo. Poco a poco, sobre todo aquellos que no
habían tratado directamente con Plaxy, expresaron una creciente

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censura e indignación, y también una cierta ansiedad. ¿No castigaría el
Señor a toda la región por albergar a la pecadora pareja? Todos los
días brotaban nuevos rumores. Algunos decían que habían visto a Plaxy
mientras nadaba, desnuda, en un lago solitario acompañada del
hombre-perro. Esta inocente historia se desarrolló a su debido tiempo y
se transformó en impublicables relatos de retozos en el prado, mientras
se revolcaban al sol antes de bañarse.

Un chico contó que había visto a Plaxy, a través del seto de Tan-y-voel,
desnuda y echada en la hierba, quemada por el sol, «negra como el
carbón», mientras Sirio la lamía de la cabeza a los pies. Los patriotas y
cazadores de espías se pusieron también en movimiento. Se afirmó que
en las cestas de Sirio había un transmisor de radio que informaba a los
aviones enemigos.

Los amigos de Sirio ridiculizaron estos relatos o reprocharon


indignados a sus difusores. Plaxy era recibida aún amablemente en las
tiendas. Pero hubo algunos incidentes desagradables. Una mujer
prohibió a su hija, que ayudaba a la señora Pugh, que entrase en Tan-y-
voel, y al cabo de un tiempo la muchacha dejó de ir a Caer Blai. A veces,
cuando Plaxy entraba en una tienda, la conversación entre el dueño y
los parroquianos se interrumpía de pronto. Algunos bribones, buscando
quizá pruebas del escándalo, rondaban por el páramo, frente a la choza.
Una noche, poco antes de la hora del oscurecimiento, un audaz se cercó
a la choza y atisbó por la ventana. El feroz ladrido de Sirio lo hizo
correr hasta el camino.

Estos pequeños incidentes no eran muy importantes, pero señalaban


una indudable y creciente hostilidad. Plaxy se resistía a ir a la aldea.
Tanto ella como Sirio empezaron a mirar a las visitas con suspicacia, y
nació entre ellos una cierta tensión donde se alternaban la reserva y la
ternura.

Hasta entonces habían vivido dichosamente. Se pasaban los días


trabajando en la granja, o en los páramos, colaborando a menudo en
una misma tarea. Plaxy cuidaba además la choza; limpiaba, cocinaba, y
cultivaba el huerto. Después de cenar iban a veces a casa de los Pugh, o
alguna otra granja vecina donde hubiese gente aficionada a la música.
Estas personas no gustaron en un principio de las poco convencionales
creaciones de Sirio, pero su ejecución vocal de la música humana
conquistó el aplauso de todos. Y en unas pocas casas los moradores más
sensibles empezaban a interesarse en sus modulaciones claramente
caninas. Pero el escándalo fue reduciendo el número de estas reuniones.
Más frecuentemente, Sirio y Plaxy dedicaban la noche a ocupaciones
caseras, o cantaban los dúos y solos que él componía de cuando en
cuando. A veces pasaban estas horas leyendo. Sirio gustaba aún de
escuchar prosa y poesía, leídas por una buena voz humana. Plaxy lo
complacía a menudo, y Sirio sugería, no pocas veces, sutiles
modificaciones de tono o énfasis. Aunque él mismo leía de modo
inevitablemente grotesco, su sensible oído descubría la posibilidad de

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cadencias y cambios de timbre que los seres humanos no advertían
comúnmente.

Las relaciones entre Sirio y Plaxy empezaron cambiar. La hostilidad


ambiente era ya notable. Nació entre ellos una mayor intimidad, no
siempre, para muchos, muy comprensible. La propia Plaxy, a pesar del
cariño que sentía por Sirio, se sentía cada vez más turbada, pensando
que podía perder irrevocablemente todo contacto con su propia especie,
y aun llegaba temer que en aquella extraña simbiosis pudiera perder la
humanidad misma. A veces, así me lo ha dicho, se miraba la cara en el
espejito del tocador y creía sentir que no era aquel su propio rostro,
sino el de un miembro de la especie de los tiranos a quien ella había
ultrajado. Odiaba entonces su inalterable fisonomía humana, y
agradecía a la vez no haber sufrido un cambio canino. Ese temor
engendraba también en ella, de cuando en cuando, un sordo
antagonismo hacia Sirio. Plaxy creía realmente que su propia vida era
entonces símbolo adecuado de una profunda unión espiritual. Sus
accesos de mal humor nacían del temor a alejarse de los seres humanos
normales. El llamado de su especie seguía reclamándola; los solemnes
tabúes de la humanidad la dominaban aún, aunque había declarado
hacía tiempo su total independencia. Un día le dijo a Sirio:

—Quizá soy ahora una perra con cuerpo de mujer, la humanidad se ha


vuelto contra mí.

—No, no —protestó Sirio—. Eres siempre muy humana; pero como eres
también algo más que humana, y yo soy algo más que perro, podemos
elevarnos por encima de nuestras diferencias, franquear el abismo, y
vivir esta unión de opuestos.

Y así con ese lenguaje algo ingenuo que usaba en momentos de mayor
sinceridad, Sirio trató de consolarla. Interiormente, no había en él
ningún conflicto. Amaba a Plaxy con la devoción de un perro y a vez
como a una igual, uniendo así su instinto de lobo y su respeto por el
espíritu.

Posteriormente, Plaxy y Sirio me hablaron mucho de su vida en ese


entonces. Plaxy misma me instó, ya casada conmigo, a publicar otros
hechos, por la luz que pudieran arrojar sobre Sirio. Pero las
convenciones de la sociedad actual, y la consideración que merecen los
sentimientos de Plaxy, me obligan a ser renuente.

En los momentos más sombríos, Plaxy me enviaba aquellas cartas


torturadas que echaba luego muy lejos de Tan-y-voel, para que yo no la
encontrase. Durante un tiempo ansió cada vez más la intimidad humana
y el amor humano, y mientras anhelaba retomar los hilos de su vida de
normal muchacha inglesa, se aferraba apasionadamente a aquella
extraña vida y a aquel extraño amor. Era evidente en sus cartas que
quería que la sacaran de allí, y que temía a la vez interrumpir su vida
con Sirio.

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15

Raro triángulo

Ya he contado cómo encontré a Plaxy en Tan-y-voel, y cómo entendí


enseguida que si intentaba separarla de Sirio la alejaría de mí. Solo
algunos días después, y luego de muchas conversaciones con Plaxy,
comprendí qué complejas eran sus relaciones con el perro. Hice lo
posible por ocultar mí desagrado, sobre todo porque Plaxy confió
enteramente en mí contándome toda la historia. Volvió muchas veces
sobre el tema, y yo sorprendentemente dejé de lado los sentimientos
convencionales del enamorado ofendido. La pasión que unía a las dos
criaturas, reconocí, era profunda y generosa. Pero temí a la vez, por
esta misma razón, no poder reconquistar a mi amada. Era indudable
que por ella misma, más aún que por mí, Plaxy debía retomar los
hábitos humanos.

Los pocos días que me quedaban de licencia los pasé en Tan-y-voel, a


veces a solas con Plaxy, otras con los dos. Sirio estaba muy ocupado,
pero Plaxy robaba tiempo a sus obligaciones para acompañarme.
Trabajábamos juntos en el jardín. En la casa yo la ayudaba en la
limpieza y la cocina. Le preparé una buena cantidad de adminículos que
le ahorrarían esfuerzos. Me he distinguido siempre por mi habilidad
manual y me complací en instalar anaqueles y barras para cortinas, y
mejorar las instalaciones del lavado. La cesta de dormir de Sirio exigía
algunos arreglos, pero me pareció mejor postergarlos para cuando nos
uniese una cierta amistad. Mientras me ocupaba en estas pequeñas
tareas conversaba con Plaxy, a veces en serio, a veces en el viejo y
familiar tono de broma. En ocasiones osé reírme de su «esposo canino»,
pero un día —ella lavaba los platos y yo los secaba— se echó a llorar.
Desde entonces mostré más tacto. Mi propósito en ese entonces era que
Plaxy dejara aquella vida, pero no apartarla del perro. No le pedí que
viniese conmigo. Parte importante de mi plan era hacerles ver que yo
había aceptado la situación. Las mejoras que yo había introducido en la
casa tenían ese objeto. Servían de paso para otro fin. Me permitían
aventajar mezquinamente a Sirio, que no podía competir conmigo en ese
orden. Comprendí muy pronto que mi habilidad manual lo irritaba, y me
sentí avergonzado. Pero cuando se me ofrecía una oportunidad no podía
resistir a la tentación. Al fin y al cabo, me decía, todo está permitido en
el amor y la guerra. Mi vergüenza crecía cuando Sirio, con inhumana
generosidad, me animaba a que yo ayudara a Plaxy. De todos modos,
esa magnanimidad me reveló la delicadeza de su espíritu, y me impulsó
a tratarlo con cálido respeto. Quise a Sirio no solo por Plaxy sino
también por él mismo.

Mis relaciones con el perro fueron en un comienzo muy torpes, y temí no


poder permanecer en la casa. Sirio no intentó en ningún momento
deshacerse de mí. Me trató cortésmente. Pero era evidente que le

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molestaba dejarme solo con Plaxy. Temía que la joven desapareciera en
cualquier momento. El hecho de que yo entendiera difícilmente su
lenguaje hacía la situación más incómoda. Aunque con el tiempo llegué
a seguir con relativa facilidad su tosco inglés, en aquella mi primera
visita a Gales me quedaba muchas veces sin entender una palabra,
incluso cuando Sirio hablaba muy lentamente, y repitiéndose. Pero antes
que nos separáramos conseguí, por lo menos, borrar la frialdad inicial,
y demostrarle que no interpretaría el papel de rival celoso. Llegué a
asegurarle que no deseaba interponerme entre ellos.

—Pero sí, quiere interponerse —dijo Sirio aproximadamente, en un


discursito que yo entendía a medías—. Y no lo acuso. Usted quiere vivir
con ella. Y ella, evidentemente, tiene que vivir con algún hombre, usted u
otro. Yo no puedo darle todo lo que necesita; esta vida no durará mucho.

Había dignidad y cordura en esas palabras, y yo me sentí apabullado


por mi falta de sinceridad.

Por medio de hábiles maniobras logré ampliar mi licencia, y pasar así


diez días más con Plaxy y Sirio. Pero concienzudamente regresaba a mi
hotel todas las noches. Sirio sugirió que yo durmiese en la choza, pero le
señalé que el escándalo sería aún más grande. Era raro, y tentador,
besar a Plaxy en la puerta del jardín todas las noches, al despedirme
(pues yo había sido y en cierto modo era aún su novio) mientras Sirio se
quedaba diplomáticamente en la casa. A veces, al pensar que Plaxy
pasaría la noche con un extraño ser no humano, yo sentía una
repugnancia que no me detenía a analizar. En una de esas ocasiones
debo de haberle contagiado mi propia congoja, pues ella me abrazó
apasionadamente. Me sentí arrebatado por una ola de alegría, y perdí la
presencia de ánimo:

—Querida, vente conmigo —le dije—. Esta vida te hace daño.

—No, querido Robert, no entiendes. Como ser humano te quiero mucho,


pero… en un plano que llamaría sobrehumano, en el espíritu, amo a esta
rara y extraña criatura. Nunca habrá nadie para él como yo.

—Pero él no puede darte lo que tú realmente necesitas —protesté—. Él


mismo lo dijo.

—Ya lo sé —respondió Plaxy—. No puede darme que necesito como


mujer. Pero no soy solo una mujer. Soy algo distinto. Soy Plaxy. Y Plaxy
es la de Plaxy-Sirio, y necesita la otra mitad. Y la otra mitad me necesita
a mí. —Hizo una pausa, y antes que se me hubiese ocurrido una
respuesta, continuó—: Debo irme. Sirio estará pensando que no volveré.

Me besó, apresurada, y corrió hacia la choza.

El día siguiente era domingo, día que los galeses, observan con terrible
estrictez. No podía hacerse trabajo alguno en la granja, salvo alimentar
a los animales, de modo que Sirio estaba libre. Fui a Tan-y-voel, después

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del almuerzo, y encontré a Plaxy en el jardín, con un aire más bien
tímido. Dijo que Sirio había salido y que no volvería hasta la noche. Me
sorprendí, y Plaxy explicó:

—Dijo que estaba de humor salvaje. No le durará mucho, pero ha ido


del otro lado de los Rhinogs, por la Escalinata Romana, a una granja
próxima a Dyffryn. Allí vive Gwen, una hermosa superovejera. —Yo me
mostré disgustado y satisfecho a la vez, pero Plaxy añadió enseguida—:
No me molesta. Hay que entenderlo. Es correcto y natural. Además…

Le pedí que continuara, pero Plaxy se hundió en un largo silencio. Le


hice dejar sus trabajos de jardinería, y ella me miró riendo, pero sin
hablar. Le besé la tibia mejilla.

Ese día hubo amores humanos en la choza, y mucha conversación. Pero


aunque ella respondía apasionadamente a mis caricias, sentí que me
velaba su intimidad. A veces yo imaginaba con horror que un animal
podía haber maltratado torpemente aquella dulce forma humana que
ahora descansaba en mis brazos, y otras que al fin y al cabo aquella
criatura no era realmente humana, sino un animal exquisito, un zorro o
un gato delicado que había tomado por un tiempo forma de mujer.
Incluso la forma humana no era del todo humana.

—Oh, qué hermoso ser otra vez un ser humano, aunque sea por unas
horas —me dijo Plaxy.

—Esta es tu vida, querida Plaxy —comenté.

—Esta es la vida de mi cuerpo —dijo ella—. Pero en el espíritu nunca


seré totalmente tuya.

¡Cómo odié en ese momento a la bestia Sirio! Plaxy sintió mi odio, se


echó a llorar, forcejeó entre mis brazos, como un animal cautivo, y se
libró de mí. Pero la pelea terminó enseguida. Pasamos el resto del día
como dos verdaderos amantes, paseando por las colinas, sentados en el
jardín, cocinando y comiendo.

Cuando el sol bajaba en el oeste me preparé a partir, pero Plaxy


observó:

—Espéralo, quiero que seáis amigos.

Avanzada la noche oímos la puerta del jardín. Estábamos en la cocina.


Sirio abrió la puerta y se quedó un momento en el umbral, parpadeando
a la luz, olfateándonos. Plaxy le tendió los brazos y el perro se acercó y
apoyó la enorme cabeza contra la mejilla de Plaxy.

—Amigos —dijo Plaxy tomándome de la mano.

Sirio me miró fijamente y yo sonreí. El animal meneó lentamente la cola.

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En mis últimos días de Gales vi al perro con más frecuencia. Ya no nos
evitábamos, y ahora podía entender un poco mejor su lenguaje. Una
mañana, mientras Plaxy ayudaba a la señora Pugh en el establo,
acompañé a Sirio y sus discípulos a los pastizales. Era maravilloso verlo
dominar —con ladridos y gritos para mí incomprensibles— a aquellas
criaturas inteligentes, pero subhumanas. Era también maravilloso ver
cómo los perros, a una orden de Sirio, capturaban una oveja y la
retenían mientras él les examinaba las patas o la boca. Sirio trataba a
veces a los animales con medicinas que sacaba de unas cestas.
Entretanto hablábamos de Plaxy y su futuro, de la guerra y las
perspectivas de la raza humana. La conversación era lenta y difícil, pues
muy a menudo él tenía que repetir sus frases. Sin embargo, poco a poco
nació entre nosotros una auténtica amistad. En el camino de vuelta Sirio
me dijo:

—Venga a vernos a menudo, mientras Plaxy está aquí. A ella le hará


bien. Y también a mí. Quizá algún día me toque a mí visitarlos a ustedes,
si me lo permiten.

Me sentí realmente emocionado y dije:

—Si ella y yo tenemos alguna vez un hogar, será también tu hogar, Sirio.

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16

Plaxy con el Ejército

Durante los meses siguientes pasé varios fines de semana en Tan-y-voel.


Cuanto más veía a Sirio, más me atraía. Plaxy, por supuesto, era centro
constante de posibles conflictos. Pero habíamos decidido, los tres,
mostrar una mutua tolerancia, y el auténtico afecto que me unía a Sirio
bastaba para aliviar muchas tensiones. A veces, naturalmente, el
conflicto estallaba, y se necesitaba entonces un tacto y un autodominio
realmente heroicos. Pero poco a poco, el espíritu —idéntico en cada uno
de nosotros, según Sirio— triunfó sobre las distintas naturalezas y los
intereses personales. Si yo no hubiera vivido esa estrecha relación triple
no la hubiera creído posible. Y quizá no la hubiera soportado si mi amor
por Plaxy hubiera sido desde un comienzo —por el hecho que yo, como
Sirio a su modo, había amado a otras criaturas— tan poco posesivo.

La hostilidad de un reducido pero activo grupo local nos unió más


todavía. El Reverendo Owen Lloyd-Thomas había lanzado ya algunas
veladas advertencias desde su púlpito. Otros sacerdotes, al comprender,
quizá subconscientemente, que el tema del «vicio antinatural» podía
atraer a gente nueva, no se resistieron a la tentación de utilizarlo. Como
resultado, algunas pocas personas —sentimentalmente frustradas— se
sirvieron de Sirio y Plaxy como los nazis se servían de los judíos. Entre
los vecinos amigos la enfermedad del odio virtuoso no hacía muchas
víctimas; pero en el interior de la región, en casi todo el norte de Gales,
los vicios y las actividades antipatrióticas de la solitaria pareja de
Merioneth eran tema de conversación común. Plaxy recibió algunos
anónimos que la acongojaron. Por la noche clavaban en la puerta
mensajes para el «sabueso de Satanás», donde le decían al perro que si
no dejaba en paz a la muchacha lo matarían a tiros. Algunas ovejas de
Pugh aparecieron mutiladas. Una vez les dejaron en la puerta un animal
muerto. Alguien manchó las paredes con obscenos dibujos de un perro y
una mujer. El periódico de la aldea publicó un editorial que invitaba a
actuar a los pobladores. En los páramos se libró una vez una verdadera
batalla entre los habitantes caninos de Caer Blai y un grupo de jóvenes y
perros que habían ido a matar a Sirio. Los hombres no contaban por
fortuna con armas de fuego y terminaron derrotados.

Entretanto, acontecimientos de otro tipo amenazaban con cambiar


nuestra suerte. Yo esperaba que me enviasen a ultramar, y Plaxy me
trató, por este motivo, con mayor ternura. Pero había algo peor. Una
orden oficial indicaba a Plaxy que eligiese algún modo de servir a la
nación. Habíamos pensado que la dejarían en paz, como granjera; pero
su situación era anómala. Las autoridades no entendían que una joven
universitaria, que vivía sola con un perro en el corazón del país, pudiera
eludir sus obligaciones solo por que ayudaba a un granjero. Al principio
los funcionarios se mostraron amables, y dispuestos a interpretar

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humanamente los reglamentos. Pero cuando todo parecía arreglado,
hubo un cambio brusco e inexplicable. Sospecho que algún enemigo de
Sirio se encargó de difundir los actos escandalosos, y posiblemente
antipatrióticos, a que se dedicaba —según los vecinos— la rara pareja.
En fin, le dijeron a Plaxy que debía incorporarse. Pugh ofreció
emplearla y pagarle un jornal. Esto era, evidentemente, una solución
amañada. Las autoridades mostraron una suspicacia e inflexibilidad
todavía mayores. Plaxy debía entrar en el Ejército o en los servicios
civiles. Eligió esto último, con la esperanza de que la destinaran a una
de las oficinas del Gobierno que ahora funcionaban en Lancashire o el
norte de Gales.

—Esta es mi vida —le dijo a Sirio—. Tú eres mi vida, al menos por


ahora. Sí, la guerra es terriblemente importante, pero no puedo sentir
esa importancia. Me parece algo ajeno, y el hecho de que me vaya o me
quede en nada cambiará su curso. Hago aquí un trabajo más útil. La
mano del hombre, sin duda, se vuelve otra vez contra nosotros. Ay,
querido Sirio, ¿cómo harás, cuando yo no esté para cepillarte y lavarte,
y sacarte las espinas de los pies? ¿Cómo harás con las ovejas?

—Me las arreglaré —respondió Sirio—. Y aunque una parte de ti


lamente irse, la otra se alegrará. Serás otra vez enteramente humana. Y
te librarás de esta tonta persecución.

—Oh, sí, una parte de mí quiere irse —dijo Plaxy—. Pero no soy
realmente esa parte. Mi yo verdadero, la Plaxy real y total, quiere seguir
aquí. La parte que quiere irse es un yo de sueños. Aunque me consuela
pensar que quizás nuestros perseguidores te dejarán tranquilo.

Llegó al fin el día de la partida. Sirio viviría en adelante con los Pugh,
pero volvería a Tan-y-voel cuando a Plaxy le concedieran licencia. A la
mañana Sirio la ayudó en los últimos preparativos, con la cola —cuando
se acordaba— valientemente en alto. Antes que el coche de la aldea la
llevara a la estación, Plaxy hizo té para dos. Se sentaron juntos en la
alfombra, frente a la chimenea, y bebieron en silencio.

—¡Cuánto me alegra —dijo luego Plaxy— haber decidido venir aquí!

—Yo también me alegraría —dijo Sirio— si no te hubieses alejado tanto


de tu especie.

Se oyó la bocina del taxi, que subía rugiendo por la carretera. Plaxy
suspiró profundamente y dijo:

—Mi especie, que viene a separarnos.

Enseguida, repentinamente, se abrazó al perro y hundió la cabeza en la


revuelta pelambre del cuello. Sirio se volvió y apoyó el hocico en el
pecho de la joven.

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—Pase lo que pase —dijo—, hemos vivido estos meses. Nadie podrá
quitárnoslo.

El taxi se detuvo ante la puerta del jardín, y se oyó otra vez la bocina.
Plaxy besó a Sirio, se puso de pie, se echó el cabello hacia atrás, tomó
las maletas, y salió. Sentada en el auto, se asomó por la ventanilla, y
dijo solamente:

—¡Adiós, y buena suerte!

Habían convenido que ese sería el saludo de despedida. Sirio no la


acompañaría a la estación.

141/154
17

Proscrito

Plaxy esperaba que la destinaran al norte de Gales, pero la enviaron a


una remota región. Solo podría visitar a Sirio un par de semanas por
año. Entretanto Sirio pasaba momentos difíciles. Pugh había tomado
otra auxiliar, Mary Griffith. La muchacha llevaba poco tiempo en la
granja cuando empezó a temer a Sirio. No podía acostumbrarse a la
idea de que el perro hablara y tuviese autoridad sobre ella. Pronto se
enteró del escándalo. Se sintió aterrorizada y fascinada. Escasamente
atractiva, no había gustado nunca al macho de su propia especie, y no
había recibido el homenaje de una persecución. Aunque su moral no
podía aceptar la posibilidad de que el gigantesco animal la enamorase,
algo en ella susurraba que era mejor tener un amante perro que
ninguno. Arrobada, esperaba ser perseguida. Sirio no parecía
interesado. Mary hacía lo posible por entender su lenguaje, esperando
oír entre aquellas voces de mando alguna palabra de cariño. Pero la
conducta del perro era siempre fríamente correcta. La joven auxiliar
trató, torpemente, de seducirlo. Como Sirio no dio muestras de entender,
un perverso apetito despertó en Mary. El pensamiento de que incluso el
perro la despreciaba, le resultó entonces demasiado intolerable, y se
protegió contra él diciéndose que en verdad era Sirio quien le había
hecho indecorosas proposiciones que ella había rechazado. Empezó a
inventar incidentes, que se transformaron poco a poco en falsos
recuerdos. Luego habló de esos recuerdos a sus amigos de la aldea,
granjeándose una bien recibida notoriedad. Una vez, luego de haber
intentado por todos los medios atraer a Sirio, se quedó en medio del
campo la mitad de la noche. Al día siguiente declaró que el animal la
había llevado a la choza, gruñendo y mordiendo, con la intención de
violarla. Los rasgones de las ropas y las marcas en los brazos habrían
sido producidos por los dientes del perro.

Los enemigos de Sirio acogieron con entusiasmo esta improbable


historia. No preguntaron por qué la muchacha no se había quejado a las
autoridades o no había buscado otro puesto. Redoblaron simplemente
sus actividades contra Sirio. Una delegación visitó a Pugh y lo invitó a
que eliminara a la lasciva bestia.

Pugh se rio y los despidió con una broma.

—Podrían pedirme también que me cortara la nariz porque no les gusta


como gotea. Peor aún, pues mi pobre y vieja nariz gotea realmente, pero
el hombre-perro no hace esas porquerías que ustedes imaginan. Si
intentan hacerle daño, los denunciaré. Y si lo lastiman irán a la cárcel, y
tendrán que pagar miles y miles de libras por daños y perjuicios al gran
laboratorio de Cambridge.

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Pugh despidió a la muchacha, pero descubrió que no tenía con quien
sustituirla. Los rumores se habían extendido demasiado, y ninguna
muchacha se atrevía a arriesgar su reputación trabajando en Caer Blai.

Los enemigos de Sirio no se intimidaron. Cada vez que iba a la aldea le


arrojaban una piedra, y cuando el perro se volvía para lanzarse sobre el
culpable, todos aparentaban una gran inocencia. En una oportunidad
Sirio descubrió a su atacante, un joven campesino. Sirio se le aproximó
con aire amenazador, pero enseguida cayó sobre él una nube de perros
y hombres. Por fortuna dos de sus amigos, el médico y el policía de la
aldea, pudieron impedir la riña.

Entretanto Pugh y su esposa compartían la impopularidad de Sirio. Les


dañaban ovejas y vacas, les pisoteaban las cosechas. La Policía, raleada
por la guerra, descubría pocas veces a los culpables.

Todo esto culminó con un serio incidente. Recogí el relato de labios de


Pugh, a quien se lo contó el propio Sirio. El hombre-perro se encontraba
en las colinas con uno de sus discípulos caninos. De pronto sonó un
disparo. El compañero de Sirio saltó en el aire, y cayó, gimiendo.
Habían errado, indudablemente, el tiro. Sirio se transformó en el viejo
lobo. Husmeó el aire, y se precipitó hacia el hombre. Este disparó el
segundo caño de la escopeta, pero había perdido la serenidad. Erró otra
vez, dejó caer el arma, y corrió hacia unas empinadas rocas. Antes que
pudiese trepar y ponerse fuera de alcance, Sirio le aferró un tobillo.
Siguió un enérgico forcejeo. Sirio no había mordido bien y los dientes le
resbalaron por el hueso y al fin se cerraron en el aire, aunque con un
trozo de carne entre ellos. El perro cayó rodando ladera abajo, y el
hombre, aunque muy dolorido, trepó por las rocas y huyó. La cólera de
Sirio se enfrió un poco. Prudentemente buscó la escopeta y la hundió en
un pantano. El otro perro había regresado cojeando a la casa.

Cuando el hombre herido —Owen Parry de nombre— llegó


arrastrándose a la aldea, dijo que Sirio lo había atacado. Lo había
encontrado, contó, agazapado en una colina, cerca del campamento,
contando las cajas de municiones que descargaban de un camión.
Cuando el animal lo vio, se lanzó sobre él. Los aldeanos más crédulos
aceptaron el relato. Instaron a Parry a que enjuiciara a Sirio por daños
y perjuicios, y que informara a los militares sobre el espía canino. Parry,
por supuesto, no hizo nada.

Unas semanas más tarde, Plaxy recibió un telegrama de Pugh que decía:
«S.O.S. SIRIO LOCO». Uno de los superiores de Plaxy, que la estimaba
particularmente, le consiguió una licencia. Un par de días después, la
joven llegó a Caer Blai, cansada y consumida por la ansiedad.

Pugh le contó una historia inquietante. Luego del incidente con Parry,
algo cambió en Sirio. Trabajaba como de costumbre, pero después del
trabajo evitaba, todo contacto con los hombres, se retiraba a los
páramos y se quedaba allí, a menudo hasta el día siguiente. Se mostraba
torvo y quisquilloso con todos los seres humanos, excepto los Pugh. Al

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fin un día le dijo a Pugh que había decidido abandonar la granja. Nadie
dañaría así los rebaños y cosechas.

—Me lo dijo muy serenamente —contó el granjero—, pero con un brillo


salvaje en los ojos. Tenía el pelo arruinado, muy distinto de cuando
usted estaba aquí y lo cuidaba, señorita. Y una herida en el vientre,
además, sucia de barro. Temí por su vida. Parecía tan dulce con
nosotros, en medio de su salvajismo, que los ojos me gotearon como la
nariz. Le dije que debía quedarse, y no sentirse derrotado por una
pandilla de sucios ganapanes. Entre los dos les daríamos una buena
lección. Pero no quiso quedarse. Cuando le pregunté qué haría, se
mostró muy raro. Sentí un escalofrío, se lo juro, señorita Plaxy. Era
como si yo hablara con un animal, sin sensatez ni bondad humanas. De
pronto pareció hacer un esfuerzo y me lamió la mano muy suavemente.
Pero cuando le puse la otra mano en la cabeza brincó como si hubiera
recibido un tiro y se apartó de mí, mirándome con la cabeza inclinada,
con una expresión de cariño y temor al mismo tiempo. No supe qué
hacer. «Bran» le dije, «Sirio, viejo amigo. No te vayas hasta que haga
venir a la señorita Plaxy». Sirio metió la cola entre las patas y gimoteó.
Le tendí otra vez la mano, pero volvió a saltar y se fue corriendo por el
camino. Cuando pasó frente a Tan-y-voel se detuvo un momento, pero
enseguida se alejó, trotando.

Después de la desaparición de Sirio hubo varios días sin novedades.


Nadie vio al fugitivo. Pugh estaba tan ocupado con los trabajos de la
granja, tratando de encontrar alguna ayuda, que no pudo decidir si le
escribiría o no a Plaxy. Pero un día encontró al perro cerca de Tan-y-
voel. Lo llamó, aunque en vano. Telegrafió entonces a Plaxy. Casi
enseguida un granjero de Ffestiniog encontró una oveja muerta y
devorada a medias. Más cerca de Caer Blai apareció el cadáver de un
perro que había sido enemigo de Sirio, con la garganta destrozada. La
Policía organizó entonces un grupo armado, con perros, que buscaría en
los páramos al peligroso animal. Pugh le dijo a Plaxy que el grupo
acababa de volver. Habían recorrido casi todo el distrito, alrededor de
la oveja muerta, pues habían supuesto que Sirio iría otra vez allí a
alimentarse. Pero no lo habían encontrado. Al día siguiente un grupo
más grande registraría la región entre Ffestiniog, Bala y Dolgelly. Plaxy
escuchó la historia en silencio.

—Me miraba —me dijo Pugh más tarde— como una liebre que se
encuentra con un armiño.

Cuando Pugh dejó de hablar, Plaxy insistió en que iría a dormir a Tan-y-
voel.

—Lo buscaré mañana —dijo—. Sé que lo encontraré. —La señora Pugh


la invitó a que se quedara en Caer Blai, pero Plaxy, meneando la cabeza,
fue hacia la puerta. De pronto se detuvo y comentó acongojada—: Pero
si lo traigo a casa me lo quitarán. ¿Qué puedo hacer?

Los Pugh no pudieron darle una buena respuesta.

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Plaxy llegó en la oscuridad, a tientas, hasta Tan-y-voel, encendió el fuego
en la cocina y se puso sus viejas ropas de trabajo. Preparó té, comió
unos bizcochos y removió el fuego. Así a la mañana se vería el humo.
Luego salió. Se encaminó hacia los páramos por una senda familiar, y
varias horas más tarde llegó al sitio donde en otro tiempo había
encontrado a Sirio con el pony . El cielo empezaba a aclararse en el
este. Plaxy llamó, canturreando el nombre de Sirio con la acostumbrada
nota musical que usaba desde la infancia. Llamó una y otra vez, pero no
hubo respuesta. Nada, aparte unos tristes balidos y un lejano y
ondulante gorjeo. Siguió caminando hasta que el sol salió por Arenig
Fawr. Entonces registró cuidadosamente el páramo, volvió al sitio del
pony , y al fin encontró unas huellas de perro. Se inclinó, las estudió
ansiosamente, y encontró otras. En una, una pata trasera izquierda,
descubrió lo que buscaba. La marca del dedo exterior era levemente
irregular, y mostraba una pequeña herida que Sirio tenía desde
cachorro. Plaxy se sorprendió llorando. Se quedó allí un rato,
enjugándose las lágrimas, y luego se desabotonó el abrigo y sacó una
punta de la vieja blusa de cuadros azules y blancos. Con la navaja que
en otro tiempo había usado para recortar las pezuñas de las ovejas
descosió el dobladillo y arrancó un cuadradito que dejó junto a la
huella. La visión monocromática de Sirio no percibiría el color, pero
podría distinguir desde lejos el claro dibujo de los cuadros. Además, la
tela retendría el olor del cuerpo humano, y Sirio lo reconocería
enseguida.

Plaxy erró otra vez por el páramo, recurriendo con frecuencia a unos
binóculos de campaña que yo le había regalado, para que la ayudara a
buscar las ovejas. (Al elegir el regalo subrayé quizá, inconscientemente,
el poder de la visión humana, más precisa que la de cualquier perro). Al
fin la fatiga y el hambre la hicieron volver a Tan-y-voel. Preparó té
nuevamente, comió el resto de los bizcochos, se puso unas ropas más
elegantes, y fue a la aldea. La gente la miraba. Algunos la saludaron
cordialmente. Otros apartaron la vista. La elegancia de sus ropas bastó
para que algunos enemigos la trataran respetuosamente, pero unos
jóvenes le gritaron algo en galés y se rieron. Fue a la comisaría, donde
se reunían ya los que irían en busca de Sirio. Su viejo amigo, el policía
de la aldea, la llevó a una habitación apartada y la escuchó con pena.

—Lo encontraré —le dijo Plaxy— y lo sacaré de Gales. Curará de su


locura. El policía meneó la cabeza y respondió:

—Si ellos lo encuentran, lo matarán, Señorita. Exigen sangre.

—¡Pero sería un asesinato! —protestó Plaxy—. No es solo un animal.

—No, es más que un animal, señorita Plaxy, ya lo sé. Pero a los ojos de
la ley es solo eso. Y de acuerdo con la ley hay que eliminar a los
animales peligrosos. He demorado esto todo lo posible, pero nada más
puedo hacer.

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Desesperada, Plaxy sugirió:

—Dígales que vale miles de libras, y que debe capturárselo vivo.


Telefonee al laboratorio de Cambridge. Le enviarán una confirmación
escrita.

El policía llamó al Inspector que había venido a dirigir la búsqueda.


Luego de una larga discusión, el Inspector permitió que Plaxy
telefoneara. Plaxy llamó a McBane y le dijo de paso que viniera con su
coche lo antes posible para llevarse a Sirio, si ella lo encontraba. El
Inspector habló luego con McBane y decidió, impresionado, cambiar los
planes. La partida trataría de traer a Sirio con vida. De mala gana
aceptó además demorar un día la búsqueda permitiendo así que la
señorita Trelone capturara al perro.

Cuando Plaxy salió de la comisaría se sentía casi alegre. La frialdad con


que fue recibida en la tienda de comestibles la molestó un poco, pero el
panadero se mostró muy amable, y el cojo vendedor de tabaco, que
había vendido toda su magra mercancía, sacó un paquete de cigarrillos
del bolsillo y se lo entregó en nombre de los buenos tiempos pasados.
Plaxy subió hasta Tan-y-voel. La cabeza le daba vueltas. Se preparó una
buena comida, se puso otra vez la ropa de trabajo, pasó por la casa de
los Pugh para comunicarles las novedades, y se dirigió a los páramos.
Buscó inútilmente toda la mañana. Después de almorzar se echó al sol y
la dominó el sueño. Despertó unas horas más tarde. Se puso en pie de
un salto, y reanudó la búsqueda. El trozo de camisa estaba aún junto a
la huella. Caminó a la luz del atardecer hacia un barranco rocoso, en la
parte más salvaje del páramo, que en otro tiempo habían usado como
escondrijo. Una vez más dejó un trozo de camisa como pista. Luego, con
las piernas cansadas y un peso en el corazón, regresó a tientas —era ya
de noche— al pantano del pony . Decidió esperar hasta el alba.
Encontró una especie de refugio entre las rocas y brezos que dominaban
el pantano y se echó allí. A pesar del frío se quedó profundamente
dormida. Despertó cuando ya había salido el sol. Se incorporó —le dolía
todo el cuerpo— y luego de algunas búsquedas y llamados, volvió a la
casa.

Se preparó el desayuno, se cambió de ropa, se arregló la cara, y fue


otra vez a la comisaría. Allí se enteró de una historia horrorosa: habían
encontrado el cadáver de un hombre, devorado en parte. Era un criador
de ovejas de Filast, lejos de Arenig, que al saber que habían visto a Sirio
en las cercanías, anunció que buscaría al animal y no descansaría hasta
darle muerte, cualquiera fuese su valor para los impíos hombres de
ciencia. Salió con un viejo rifle del ejército y un perro. El perro volvió a
la noche, solo, y muy agitado. Una partida encontró el cadáver, y al lado
el rifle, con un cartucho vacío.

Luego de este incidente la Policía decidió eliminar a Sirio rápidamente.


Grupos de guardias nacionales registrarían todos los páramos del norte
de Gales.

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Acongojada, Plaxy corrió también a los páramos. En el pantano del
pony faltaba el trozo de camisa, y había otras huellas de perro,
recientes. Pero Plaxy no pudo decidir si eran o no de Sirio. Dejó otro
trocito de tela y fue al barranco, examinando con sus anteojos de
campaña las colinas y valles. Alcanzó a ver en una ladera a dos
hombres armados de rifles. Brillaba el sol, el viento soplaba del
noroeste, y era difícil pasar inadvertido. Pero los páramos eran muy
extensos, y los que buscaban, pocos.

Cuando se acercaba al barranco, Plaxy vio de pronto a Sirio. Tenía el


rabo entre las piernas, la cabeza gacha. Parecía un caballo fatigado.
Plaxy caminaba contra el viento, y Sirio no advirtió su presencia hasta
que ella lo llamó. Se volvió entonces, dando un salto, y gruñendo.
Sostenía entre los dientes el trocito de camisa. Plaxy avanzó, repitiendo
su nombre. Sirio esperó inmóvil, inclinada la cabeza, la frente arrugada.
Pero cuando ella se encontraba a unos pocos pasos, retrocedió con un
gruñido. Desconcertada, Plaxy se detuvo, y extendió la mano.

—Sirio, querido —dijo—, soy Plaxy.

El perro movió la cola entre las piernas, pero mostrando siempre los
dientes. Plaxy avanzó otra vez, y Sirio retrocedió todavía más. Al fin
Plaxy se desmoronó. Cubriéndose el rostro con las manos, se dejó caer,
llorando. Pero aquella pena impotente obró el milagro. Sirio se acercó,
arrastrándose, no pudiendo decidir entre el cariño y el miedo, hasta que
al fin llegó junto a ella y le besó la mejilla. El olor de Plaxy lo despertó.
Mientras ella seguía inmóvil, echada en el suelo, temiendo que cualquier
movimiento lo ahuyentase, Sirio le metió el hocico bajo la cara. Plaxy se
volvió y dejó que la tibia lengua del perro le acariciara la mejilla.
Aunque el aliento de Sirio tenía la fetidez de un animal salvaje, y el
recuerdo de sus recientes crímenes le repugnaba, Plaxy no se movió.
Sirio dijo al fin:

—¡Plaxy! ¡Plaxy!

Metió el hocico en el cuello de la camisa. Plaxy lo abrazó.

—Escondámonos —dijo—. Hasta que llegue la noche. Luego iremos a


Tan-y-voel y esperaremos a McBane que vendrá a buscarte.

Se metieron en el viejo escondrijo. Al pie del risco había unos brezos y


peñascos. Una enorme losa, desprendida de la pared de piedra, dejaba
una especie de hueco, invisible desde la cima. En el piso había aún unos
restos de brezos que Plaxy había reunido en otra época para que
sirvieran de alfombra. Pusieron unos pocos más. Se echaron juntos, y
poco a poco, conversando sobre el pasado común, Sirio pareció olvidar
su locura. Siguieron así durante algunas horas. Plaxy hablaba a menudo
del futuro, pero en esos momentos parecía como si una nube cayera
sobre el espíritu de Sirio.

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—Nos iremos de aquí —dijo Plaxy en un momento—, y criaremos ovejas
en Escocia.

—No hay sitio para mí en el mundo del hombre —replicó Sirio—, y no


tengo tampoco ningún otro mundo. No hay sitio para mí en todo el
universo.

—Pero donde yo esté —dijo Plaxy rápidamente— habrá siempre un sitio


para ti. Soy tu hogar, tu asidero. Y… tu compañera.

Sirio le acarició la mano y dijo:

—En los últimos días, cuando no me enfurecía pensar en tu especie, te


extrañaba de veras. Pero tú no debes atarte a mí. Serás siempre, es
cierto, y en cualquier mundo en que viva, mi más encantador aroma, la
presa más codiciada. Pero no puedes hacer un mundo para mí. En
verdad, no es posible que tenga un mundo, pues mi misma naturaleza
carece de sentido. El espíritu que mora en mí necesita el mundo de los
hombres, y el lobo que también mora en mí necesita la vida salvaje. Yo
solo podría vivir en el país de las maravillas de Alicia, donde pudiera
comer la torta y conservarla a la vez. Los interrumpió una voz distante.
Se estremecieron. Plaxy se abrazó a Sirio, y esperaron, confiando en la
profunda sombra de la madriguera. Oscurecía. Oyeron el ruido de unas
botas en la piedra. Sirio se movió y gruñó.

—Idiota, cállate —susurró Plaxy.

Le cerró la boca con una mano, mientras lo retenía con la otra. Los
pasos resonaron ante la madriguera, y luego se alejaron. Al cabo de un
rato, Plaxy soltó a Sirio y le dijo:

—Y ahora silencio, por amor de Dios.

Esperaron un tiempo, hablando de vez en cuando. Las sombras eran


más densas, y Plaxy pensó que había pasado lo peor.

—Pronto oscurecerá del todo, y podremos ir a casa —dijo—, a Tan-y-


voel, perro mío, a comer una enorme comida. Tengo un hambre del
demonio. ¿Y tú?

Sirio guardó silencio un momento. Al fin dijo:

—Ayer comí parte de un hombre. —Plaxy se estremeció—. Oh, sí, fui un


salvaje. Y volvería a serlo sí no me retuviese tu cariño.

Plaxy lo abrazó y rio suavemente. Imaginó complacida el viaje hacia


Cambridge.

Al fin se incorporó y salió con cuidado a mirar. El ocaso había perdido


casi todo su color. No había señales del enemigo. Después de caminar

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unos pasos, escudriñando el paisaje, sintió necesidad de hacer aguas. Se
acuclilló en el brezal y entonó suavemente la melodía que ambos habían
unido desde la infancia a esa operación. Pensó que Sirio respondería
con las antiestrofas adecuadas, pero el perro guardó silencio. Plaxy lo
llamó entonces varias veces. No hubo respuesta. Repentinamente
alarmada, corrió y vio a Sirio fuera de la madriguera, husmeando el
viento. Tenía la cola erguida y el lomo erizado. En ese momento
apareció otro perro, y Sirio, con un rugido que resonó entre las colinas,
se precipitó contra el intruso. Este volvió grupas, perseguido por Sirio.
Ambos desaparecieron detrás de una colina. Se oyó el salvaje ruido de
una pelea, luego voces humanas, un disparo, y un aullido canino. El
horror inmovilizó a Plaxy.

—¡Maldición! —dijo una voz de hombre—. Herí al otro. El demonio se


me escapó.

Sonaron dos disparos. Otra voz, dijo:

—Es inútil. Está demasiado oscuro.

Oculta tras una roca, Plaxy atisbó a los dos hombres. Estos se
acercaron a examinar el perro muerto y luego siguieron valle abajo.
Cuando se perdieron de vista, Plaxy buscó a Sirio por los alrededores.
Al cabo de un rato regresó a la madriguera, con la esperanza de que
hubiese vuelto. No estaba allí. Vagó entonces entre las sombras,
llamándolo a veces suavemente. Oyó a lo lejos el gemido de las sirenas.
Los reflectores horadaron las nubes con sus dedos luminosos. Un
instante después un avión pasó zumbando hacia el norte, y enseguida
otro, y muchos más. Se oyeron unos disparos distantes, y luego un
estruendo. Agotada, Plaxy se internó aún más en el páramo, llamando
de cuando en cuando al perro.

Al fin, casi a sus pies, oyó un leve ruido. Se apartó y vio a Sirio tendido
en la hierba. El extremo de la cola azotaba débilmente el suelo,
saludándola. Plaxy se arrodilló. Le acarició el cuerpo y advirtió que
tenía el flanco húmedo y pegajoso. Uno de los últimos tiros había dado
en el blanco, aunque el hombre solo había notado que el perro no se
detenía. El animal, mal herido, había corrido tambaleándose hacia las
montañas, pero el dolor y la pérdida de sangre lo habían derribado.
Plaxy recurrió al equipo de primeros auxilios que había llevado siempre
en sus búsquedas, le puso una gasa en la herida, y le envolvió el cuerpo
con una venda.

—Voy a pedir ayuda y una camilla —dijo.

Sirio protestó, y cuando Plaxy se puso de pie la llamó con tono


quejumbroso, pidiéndole que no lo dejara. Desesperada, la muchacha se
dejó caer y apoyo la cabeza en la mejilla del perro.

—Pero, querido —dijo Plaxy—, tenemos que llegar a casa antes que
amanezca. Sirio gimió otra vez débilmente, y pareció decir:

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—Muriendo… quédate… querida… Plaxy —y luego con más claridad—:
Morir… es muy… frío.

Plaxy se quitó el abrigo, cubrió al perro, y se acurrucó a su lado para


calentarlo. Sirio habló otra vez.

—Yo… no te sirvo… Robert, sí.

—Pero querido —dijo Plaxy conmovida—. Somos uno en el espíritu.

—Plaxy-Sirio… valió la pena —dijo el perro.

Fueron sus últimas palabras. Minutos después se le abrió un poco la


boca, se le vieron los dientes a la débil luz del alba, y le asomó la lengua.
Plaxy hundió el rostro en el sedoso cuello del animal y lloró en silencio.

Durante largo rato, permaneció inmóvil. Al fin se puso de pie. Se


estremeció y suspiró. Era un suspiro de pena, pero también de
agotamiento; de amor y compasión, pero también de alivio. Advirtió de
pronto que tenía frío, y temblaba. Se frotó los brazos desnudos. Sacó
suavemente el abrigo que cubría a Sirio y se lo puso. Le pareció una
muestra de insensibilidad y lloró otra vez. Luego se inclinó para besar
una vez más la enorme cabeza. Durante un rato se quedó sentada junto
al perro, con la mano en el bolsillo del abrigo. Descubrió que los dedos
apretaban los binóculos que yo le había regalado. Sintió un instante que
eso podía ser una deslealtad para con el muerto, pero recordó que Sirio
me había aceptado.

De pronto sonaron las sirenas, con un ulular firme, penoso y


agradecido. Baló tristemente una oveja. Muy lejos ladró un perro.
Detrás de Arenig Fawr el alba era como el resplandor de un incendio
enorme.

—¿Qué haré ahora? —se preguntó Plaxy.

Recordó que unas horas antes, con una apresurada felicidad, había
cantado para Sirio, y que él había callado. El recuerdo la abrumó. Sirio,
que había estado tan cerca, parecía ahora tan remoto como un común
antepasado mamífero. Jamás volvería a cantarle.

Y entonces se le ocurrió algo. Le cantaría un réquiem. Volvió al lado del


muerto, y miró la aurora. Luego, con voz firme y plena, empezó a
entonar una de las raras canciones de Sirio. Las frases musicales fueron
entonces para Plaxy símbolos de lo canino y lo humano, las fuerzas que
habían luchado en él toda una vida. El aullido del sabueso se confundía
de pronto con la voz humana. Había un tema cálido y brillante, Plaxy, y
otro desconcertante que se iniciaba alegremente y adquiría de pronto un
tono trágico, Sirio. Plaxy comprendía ahora que la tragedia de Sirio era
inevitable. Aquella música revelaba que el perro, a pesar de su
singularidad, resumía, en su vida y su muerte, la suerte común de todos

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los espíritus que despiertan en la Tierra o las más lejanas Galaxias. La
oscuridad misma de la música estaba iluminada por eso que Sirio
llamaba «color», la gloria que él nunca había alcanzado. Pero que
ningún espíritu sin duda, ni canino ni humano, había visto alguna vez
claramente. La luz que nunca brilló sobre la tierra o el mar y que, sin
embargo, algunas mentes vislumbran.

Y mientras Plaxy cantaba, una aurora roja cubrió el cielo del este, y
muy pronto el sol envolvió en sus llamas a Sirio.

FIN

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OLAF STAPLEDON nació en 1886 en Merseyside, Inglaterra, pasó gran
parte de su niñez en Egipto. Cursó sus estudios en la Abbotsholme
School y en Balliol, después, dio clases en la Manchester Grammar
School. Siguió un período como tutor, dando clases por todo el Noroeste
del país. En la Primera Guerra Mundial sirvió tres años en la
Friends’Ambulance Unit, unidad adjunta al ejército Francés.

Al acabar la guerra regresó a su anterior trabajo. Cursó entonces


estudios de filosofía y psicología, y, durante una corta temporada, dio
clases en la Universidad de Liverpool.

La obra de Stapledon se ha calificado en algunas ocasiones como anti


ciencia-ficción, por el escaso bagaje técnico de sus obras y la muy
intensa componente filosófica de las mismas. Hoy día se podría calificar
la obra de Stapledon como soft , en contraposición al hard más
quisquilloso. Así, Primeros y últimos hombres (1930) es un estudio
filosófico del futuro; en Juan Raro (1936); se hace un interesante
tratamiento de la marginalidad de los superdotados. Sirio (1944)
entronca en temática con la anterior, es la historia de un perro de
inteligencia similar, y quizá superior a la de los seres humanos, obligado
a ocultar esa circunstancia para evitar el revuelo general.

Jorge Luis Borges reconoció la capacidad imaginativa de Stapledon al


afirmar que en un libro de Stapledon hay ideas para cincuenta
escritores.

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En su obra más conocida, Hacedor de estrellas , desarrolla la historia
del universo desde su principio hasta su fin. Describe civilizaciones
galácticas, guerras interplanetarias, y especula brillantemente acerca
de la creación.

Murió en 1950.

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