OlafStapledon Sirio
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OlafStapledon Sirio
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Olaf Stapledon
Sirio
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Titulo original: Sirius
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Primer encuentro
—En verdad es una joven extraña. Tiene amigos, y yo soy uno de ellos,
pero también tiene enemigos.
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pulcras hileras de coles y guisantes. Más allá, a mi derecha, del otro
lado del desfiladero de Cynfal, se extendía Ffestiniog: una manada de
elefantes color gris pizarra que seguía a su jefe, la iglesia sin
campanario, colina abajo, hacia el valle. Atrás se veía la cordillera
Moelwyn.
—Oh, bueno —dijo ella, sonriente—. Ya que nos encontraste, será mejor
que confiemos en ti. —Había cierta turbación en su tono, pero también,
quizás, algo de alivio—. ¿No es cierto, Sirio? —agregó contemplando al
perrazo.
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los flancos y patas, y en la parte inferior se aclaraba hasta un austero
gris tostado. Dos manchas color canela sobre los ojos daban a la cara
un raro aspecto de máscara, y parecían las aberturas de los ojos en un
casco griego echado hacia atrás. Pero Sirio se distinguía sobre todo por
su enorme cráneo. No era, en rigor, tan grande como uno hubiese
esperado, en una criatura de inteligencia humana, pues, como lo
explicaré más tarde, la técnica de Trelone no solo había aumentado la
masa del cerebro, sino que había afinado también las fibras nerviosas.
No obstante, la cabeza era mucho más alta que la de cualquier perro
normal. Por la elevada frente, junto con la sedosidad de la pelambre, se
parecía al famoso perro pastor de la frontera, el más notable tipo de
ovejero. Supe más tarde que esta brillante raza había contribuido,
efectivamente, a su composición. Pero su cráneo era mucho más grande
que el del pastor. La bóveda llegaba casi a la punta de las grandes
orejas alsacianas. Los músculos muy desarrollados del cuello y los
hombros sostenían adecuadamente el peso de la cabeza. En aquel
instante tenía una apariencia positivamente leonina, pues la
desconfianza le había erizado el pelo a lo largo de la columna vertebral.
Los ojos grises parecían de lobo, pero las pupilas eran redondas y no
rasgadas. En fin, un animal formidable, esbelto y membrudo como una
criatura de la selva.
Sirio agitó cortésmente la cola velluda, pero no apartó los fríos ojos.
—¡Sirio! Te he dicho que es un buen amigo. ¡No seas tan suspicaz! —El
perro se incorporó, dijo algo en su extraña jerga, y salió al jardín—. Ha
ido a buscar leña —explicó Plaxy, y añadió en voz más baja—: Oh
Robert, me alegra verte, aunque no quería que me encontrases. —Me
puse de pie, para abrazarla, pero ella me susurró enfáticamente—: No,
no, ahora no.
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Sirio volvió con un leño entre las fauces. Lanzándonos una mirada, y
dejando caer perceptiblemente la cola, puso el leño en el fuego, y volvió
a salir.
—¡Sirio, el té!
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ella, apoyó las patas delanteras en el brazo del sillón y la besó en la
mejilla con delicadeza y suavidad. Plaxy aceptó la caricia
modestamente, sin apartarse como hacen por lo general los seres
humanos cuando los perros tratan de besarlos. Pero el saludable rubor
de su rostro se acentuó, se le humedecieron los ojos, acarició la revuelta
suavidad del cuello del perro, y me dijo mirándolo aún:
—Quiere que te diga, Robert, que él me ama como solo pueden amar los
perros, y más ahora que he venido a él, pero que no debo sentirme
obligada, pues ya puede defenderse a sí mismo. De todos modos, yo…
¿cómo lo dijiste, Sirio, mi querido tonto? —El perro emitió una rápida
frase y ella continuó—: Ah, sí; yo soy el rastro que seguirá siempre, en la
cacería de Dios.
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documentos, junto con otro diario de Plaxy, y breves registros
fonográficos del propio Sirio, que llegaron a mis manos en fecha muy
posterior, son las fuentes principales de mi relato. A esto se agregaron
largas conversaciones con Plaxy, y con Sirio, cuando aprendí a entender
su lenguaje.
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2
El nacimiento de Sirio
Aunque he leído todos sus papeles, solo puedo ofrecer una explicación
lega de su trabajo, pues carezco de educación científica. Trelone
descubrió ante todo que la introducción de hormonas en la corriente
sanguínea de la madre, podía afectar el crecimiento cerebral del ser en
gestación. En apariencia, la hormona tenía un doble efecto. Aumentaba
la masa real de la corteza, y afinaba a la vez las fibras nerviosas, de
modo que en determinado volumen de cerebro había mayor cantidad de
tejido, y más conexiones. Creo que Zamenhof realizó en Norteamérica
experimentos similares; pero con una importante diferencia. Zamenhof
alimentaba simplemente al animal joven con su hormona; Trelone, como
he dicho, introducía la hormona en el feto utilizando la sangre materna
como vehículo. Esto ya era un éxito notable, pues una membrana
filtrante aísla eficazmente los sistemas circulatorios de la madre y el
feto. La hormona, sin embargo, no solo alteraba el crecimiento del
cerebro fetal sino también el de la madre, y como el cráneo de esta era
adulto y rígido, se producía inevitablemente una grave congestión. Era
necesario por lo tanto aislar el cerebro materno de la droga
estimulante. Esta dificultad fue eventualmente superada, y se aseguró al
animal nonato un adecuado ambiente. Después del nacimiento, Trelone
reforzaba los alimentos con dosis de hormonas, y luego reducía
gradualmente las dosis a medida que el cerebro se aproximaba a las
dimensiones máximas aceptables. Había ideado asimismo una técnica
que demoraba el cierre de las suturas óseas. El cráneo seguía así
ampliándose mientras fuese necesario.
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cualquier otro miembro de su especie en las pruebas comunes,
revelando una inteligencia propia de perros y monos.
Pasaron varios años. Trelone pudo al fin prestar más atención a los
problemas psicológicos que a los fisiológicos. Dejó a un lado el plan
original y trabajó desde entonces, y principalmente, con perros, y no
con monos. Los monos, es cierto, prometían un éxito más espectacular;
eran más grandes, el sentido de la vista era más perfecto y tenían
manos. No obstante, desde el punto de vista de Trelone, los perros
contaban con una ventaja abrumadora. Gozaban en nuestra sociedad de
una mayor libertad de movimientos. Trelone confesaba que hubiese
preferido trabajar con gatos, animales más independientes; pero el
tamaño era un obstáculo grave. Solo una cierta masa de cerebro
(independientemente del tamaño del animal) permitiría aumentar las
asociaciones nerviosas. Una criatura pequeña, evidentemente, no
necesita un cerebro tan grande como un animal mayor de la misma
categoría mental. Un cuerpo más desarrollado requiere un cerebro
correspondientemente mayor, solo para gobernar la maquinaria. El
cerebro de un león debe ser mayor que el de un gato. El del elefante es
incluso mayor que el del hombre. Por otra parte, cierto grado de
inteligencia, aparte de las dimensiones del animal, exige una masa
cerebral compleja. En relación con el tamaño del cuerpo el cerebro de
un hombre es mayor que el de un elefante. Para albergar un cerebro de
inteligencia humana se requería, pues, un animal bastante grande.
Algunas razas caninas eran particularmente aptas. La adición de un
cerebro complejo trastornaría en cambio la organización física de un
gato.
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Pero algo más dictó su elección. Podría pensarse que ya en esta etapa
de su trabajo, Trelone jugueteaba con la idea de obtener algo más que
una inteligencia de eslabón perdido. Por su temperamento, opinaba, el
perro era capaz de alcanzar más fácilmente un nivel humano. Los gatos
se destacaban por su independencia, pero los perros eran notables por
su conciencia social, y según Trelone solo el animal social puede usar
plenamente su inteligencia. Al fin y al cabo, la independencia del gato no
es la de una criatura socialmente consciente que afirma su
individualidad, sino un ciego individualismo nacido de una conciencia
social obtusa. Es cierto que la naturaleza social del perro le inspira un
abyecto servilismo. Pero Trelone abrigaba la esperanza de que con
mayor inteligencia el perro adquiriese un cierto autorrespeto y algo de
desapego critico.
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algunas ventanas. Se tendieron cables de electricidad desde la aldea
próxima. Una dependencia auxiliar fue convertida en perrera palaciega.
Todo esto era muy útil para los granjeros y de gran interés para
Trelone, a quien se le permitía, naturalmente, estudiar la conducta de
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los animales. Descubrió así en ellos una notable iniciativa, y una
rudimentaria, pero evidente comprensión del lenguaje. Al fin y al cabo
eran subhumanos y no podían entender el lenguaje de los hombres, pero
parecían mucho más sensibles que los perros ordinarios a las palabras y
frases familiares. «Trae leña del cobertizo», «Lleva la canasta al
carnicero y al panadero», y cualquier orden similar podían ser
entendidas y obedecidas, y sin dilaciones. Thomas escribió una
monografía acerca de sus superovejeros, y hombres de ciencia de todo
el mundo solían aparecer en Garth para ver a los animales. La fama de
los perros se extendió por todo el distrito y hubo mucha demanda de
cachorros. Pero estos eran pocos. Algunos granjeros se negaban a creer
que los descendientes no heredaran necesariamente los dones de los
padres. Por supuesto, todas las tentativas de obtener superovejeros a
partir de superovejeros, sin la introducción de hormonas en la madre,
terminaban en un completo fracaso.
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a algo innato. La gran sensibilidad social de los perros se presentaba
quizá como servilismo a causa de la tiranía de la especie más
desarrollada. Un perro de inteligencia humana, criado respetuosamente,
no sería quizá servil, y podría desarrollar dotes sobrehumanas para una
verdadera relación social.
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a actividades más adultas. Pero los esfuerzos de la juventud dejarían su
huella. Sirio sería un animal fuerte, y confiaría en sí mismo.
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Infancia
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mostraba a veces una verdadera pasión por las construcciones. Su
conducta era en muchos sentidos más simiesca que canina.
Thomas juzgaba que su torpeza con los cubos se debía no solo a la falta
de manos, sino también a una vista deficiente, normal en los perros.
Mucho después de la infancia aún no reconocía formas que Plaxy no
confundía nunca. Por ejemplo, apenas distinguía un pulcro ovillo de hilo
de la confusa maraña que en Garth, como en tantos otros hogares, era
el bolso de cordeles. Además, los óvalos pronunciados no eran para el
muy distintos de los círculos, los rectángulos robustos eran iguales a los
cuadrados, los pentágonos se confundían con los hexágonos, los ángulos
de sesenta grados le parecían similares a los ángulos rectos. Por lo
tanto, al jugar con los cubos cometía errores que provocaban las burlas
de Plaxy. Más tarde corrigió esta incapacidad, en cierto modo gracias a
una cuidadosa educación, pero su percepción de las formas siguió
siendo hasta el fin muy débil.
Plaxy entendió antes que Sirio el lenguaje hablado, pero cuando la niña
empezó a hablar él ya emitía, con frecuencia, pequeños ruidos
peculiares, destinados aparentemente a imitar palabras. El hecho que
no pudiera hacerse entender lo acongojaba de veras. Metía la cola entre
las piernas y gemía tristemente. Plaxy interpretó, antes que nadie, estos
desesperados esfuerzos, y luego Elizabeth, poco a poco, logró
relacionar los gruñidos y gemidos del cachorro con algún sonido
elemental humano. Como Plaxy, Sirio comenzó a hablar con
monosílabos infantiles. Esto fue evolucionando gradualmente hasta
convertirse en un equivalente canino o supercanino del inglés culto. Tan
ajenos eran sus órganos vocales al lenguaje hablado, que incluso
cuando perfeccionó su arte ningún extraño llegaba a sospechar que esos
extraños ruidos fuesen palabras. Y, sin embargo, cada uno de ellos
equivalía a un sonido vocal. Era difícil distinguir algunas consonantes,
pero Elizabeth, Plaxy y el resto de la familia llegaron a entenderlo tan
fácilmente como se entendían entre sí. He descrito su lenguaje como una
serie de gemidos, gruñidos y gañidos. Pero hablaba, también, con
notable suavidad y precisión, y en su voz había una fluida calidad
musical.
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Thomas, por supuesto, se entusiasmó al observar que el perro
desarrollaba un verdadero lenguaje, signo de una inteligencia de grado
humano. El chimpancé criado con una niña se había mantenido al nivel
de su hermana adoptiva hasta que esta empezó a hablar, pero luego fue
retrasándose y, además, nunca había intentado, aparentemente,
reproducir palabras. Thomas decidió registrar lo que dijese el perro.
Compró los aparatos necesarios y grabó algunas conversaciones entre
Sirio y Plaxy. No permitió que nadie las escuchara, salvo la familia y sus
dos colegas más íntimos, el profesor McAlister y el doctor Billing, que
influían en la obtención de fondos para las investigaciones y sabían que
la secreta ambición de Thomas iba mucho más allá de la producción de
superovejeros. En varias ocasiones Thomas invitó a los distinguidos
biólogos para que viesen a Sirio.
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El único castigo que recibió Sirio fue su propia vergüenza. Elizabeth lo
trato con frialdad. Plaxy, a pesar de reconocer secretamente que Sirio le
era muy caro, al verlo libre de las garras de Gelert se compadeció otra
vez de sí misma. Para castigar a Sirio, exhibió entonces un violento
afecto por el gatito Tommy, recientemente importado de una granja
próxima. Sirio se sintió torturado por los celos y tuvo una buena
oportunidad de practicar el dominio de sí mismo. No le costó mucho
trabajo, pues una vez que quiso atacar al gatito, se encontró con sus
uñas. Sirio era muy sensible a las censuras y la indiferencia. Cuando sus
amigos humanos le mostraban su desagrado, solo se interesaba en su
propia desdicha. No quería jugar, no quería comer. En esta ocasión se
dedico a reconquistar a Plaxy con variadas y pequeñas atenciones. Le
regaló una hermosa pluma, luego un guijarro blanco maravilloso,
besándole cada vez tímidamente la mano. Un día, de pronto, Plaxy lo
abrazó y ambos estallaron en cabriolas. Con Elizabeth, Sirio era menos
audaz. La miraba de reojo, la cola le temblaba débilmente cuando ella lo
observaba. Tan cómico era el espectáculo, que Elizabeth tuvo que reírse.
Sirio fue perdonado.
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inquietaba además profundamente. Por otra parte, borrada la obsesión
de los primeros momentos, empezaban a interesarle otra vez las
actividades que compartía con la niña. Estas actividades no tenían para
Gelert ningún interés.
Cuando Sirio entendió que Gelert no solo no quería hablar, sino que
además no podía, la desilusión fue total. El silencio de Gelert le había
parecido sospechoso, pero lo había atribuido simplemente a un carácter
altanero. Un día, sin embargo, la verdad fue demasiado evidente. El
joven Sirio, con una locomoción cuadrúpeda más desarrollada que los
correteos de Plaxy, había seguido a Gelert en los comienzos de una
expedición de caza. De pronto encontraron una oveja con una pata rota.
Aunque Gelert no cuidaba ovejas, sabía que estos casos requerían
auxilio. Sabía también que el señor Pugh, de Caer Blai, era el hombre
indicado. Corrió por lo tanto a Caer Blai, aventajando rápidamente al
cachorro de débiles patas. Cuando Sirio llegó a la granja encontró a
Gelert que armaba un inarticulado alboroto tratando inútilmente de que
el señor Pugh subiera la colina.
Sirio advirtió que él tampoco podría hacerse entender por Pugh, pero
que podía explicarle la situación a cualquier miembro de su propia
familia. Volvió sobre sus pasos y encontró a Giles camino de la escuela.
Le relató la historia, jadeando, y los dos corrieron a Caer Blai. Giles
olvidó por un momento el tabú familiar («no hay que hablarle a la gente
de Sirio») e informó a Pugh:
—Sirio dice que hay una oveja con una pata rota en Nant Twll-y-cwm, y
que podría ahogarse.
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Por ese entonces Plaxy empezaba a aprender a leer y escribir. Su madre
dedicaba una hora diaria a esa tarea. Esta extraña ocupación no
interesaba a Sirio en un principio, y siguiendo el ejemplo de Gelert
abandonó las lecciones y se dedicó a la caza. Elizabeth no insistió en
que siguiera sus estudios. La falta de interés del perro podía ser
transitoria, o su mente no era bastante supercanina, y obligarlo a
estudiar podía terminar en un desastre. Pero con la caída del ídolo, Sirio
volvió a sus lecciones. Había perdido muchas, y Elizabeth trató que
alcanzara a Plaxy. Por supuesto, la falta de manos le impedía escribir
sin algún aparato especial. Se descubrió asimismo que aparte de esta
imposibilidad obvia, su tosco sentido de la vista sería siempre un serio
obstáculo en sus lecturas. Plaxy deletreaba fácilmente una palabra con
su caja de letras, pero Sirio apenas distinguía la C de la G; la D, la O y la
Q; o la B de la P, la R y la K. Confundía del mismo modo la E y la F, la S
y la Z, la A y la H, la H y la K. Posteriormente, cuando iniciaron el
aprendizaje de las letras de los cubos más pequeños, las minúsculas, las
dificultades de Sirio aumentaron. Parecía a veces que su inteligencia era
al fin y al cabo subhumana. Elizabeth, que a pesar de su evidente
imparcialidad, había abrigado el secreto deseo que Plaxy superara al
cachorro, escribió a Thomas diciéndole que Sirio no parecía muy
superior a un retardado mental. Pero Thomas, que deseaba
secretamente lo contrario que Elizabeth, replicó con una disertación
sobre la débil capacidad visual de los perros. Había que estimular a
Sirio, dijo, hablándole de su incapacidad canina, alabando sus
esfuerzos, y recordándole que aventajaba a los seres humanos en otras
esferas. Estas tácticas despertaron en Sirio un notable empecinamiento.
Desde entonces dedicó varias horas diarias a la lectura. Progresó
realmente, pero al cabo de una semana Elizabeth debió intervenir pues
se advertían algunos síntomas de colapso mental. Alabó a Sirio, lo
mimó, y le aseguró que aprendería con más rapidez con esfuerzos
menos prolongados. Sirio reconoció, por supuesto, que nunca podría
escribir como la niña, pero no deseaba prescindir enteramente de ese
valioso medio, y él mismo inventó un instrumento que supliera su falta
de manos. Siguiendo sus indicaciones, Elizabeth le preparo un mitón
para la pata derecha donde podía colocarse un lápiz o lapicera. Con la
ayuda de este adminículo, Sirio inició sus experiencias en el arte de la
escritura. Muy excitado, echado en el suelo, escuchando, sosteniendo el
papel con la pata izquierda, apoyó el codo derecho y alcanzó a
garrapatear perro, gato, Plaxy, Sirio, etc. La organización neural de las
patas y centros motores del cerebro no se adaptaba fácilmente a esta
actividad, pero una vez más triunfó aquí su empecinamiento. Al cabo de
los años Sirio fue capaz de escribir una carta con caracteres grandes,
irregulares, pero legibles. Posteriormente, como él mismo contó, se
aventuró a escribir algunos libros.
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este punto— no lo aventajara. Por el mismo motivo, probablemente, caía
a menudo en errores ortográficos, pero mostraba siempre un
extraordinario interés por las palabras y el lenguaje preciso. La poesía
lo afectaba a veces de un modo profundo. Leía abundantemente, a pesar
de su deficiencia visual y rogaba a menudo a los miembros de la familia
que le leyeran en voz alta.
Sirio era inferior a Plaxy, y a casi todos los seres humanos, no solo en
lectura y escritura. Era absolutamente ciego a los colores. Entiendo que
muchos discuten aún la sensibilidad de los perros al color, pues en la
retina de estos animales hay, aproximadamente, el mismo número de
conos y bastoncillos que en el ojo humano. Quizá ocurra que esta
especie de ceguera sea más frecuente en los perros que en los hombres.
En fin, Sirio, por lo menos, no percibía el color. Mucho después de
aprender a hablar ignoraba que su vista fuera diferente de la de Plaxy.
Thomas le había dicho a Elizabeth que muy probablemente Sirio era
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ciego, como otros perros, a los colores, pero ella se había resistido a
creerlo. El cachorro reconocía por el color, aparentemente, sus distintos
vestidos.
Thomas compró una caja de cubos infantiles y les cubrió las caras con
papeles de distinto color, cuidando que los valores tonales, el olor y la
textura fueran idénticos. Luego les dio los cubos a Plaxy y Sirio. Plaxy
formó enseguida un damero rosado y azul. Sirio no mostró especial
interés por el juego, pero trató de imitar como le decían el damero de
Plaxy. Pronto fue evidente, incluso para el propio Sirio, que Plaxy veía
algo que él no podía distinguir. Decidió inmediatamente que superaría
esta dificultad como había superado los obstáculos de la lectura.
Descubriría, con ayuda de Plaxy, qué se le había escapado en los cubos,
y se ejercitaría luego hasta poder verlo fácilmente. La niña señaló los
distintos colores, nombrándolos. Se le mostró luego un grabado
coloreado y una fotografía monocroma. Giles trajo un farol de vidrios
rojos y azules. Todo en vano. Sirio no advertía diferencias.
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desapareció detrás de la loma. Una hora después volvió muy excitado, le
pidió a Plaxy que sacara el libro de animales y juntos volvieron las
páginas hasta llegar al grabado de un zorro.
Describía el grito del murciélago, inaudible para los humanos, como una
penetrante aguja de sonido. Plaxy y Elizabeth descubrieron muy pronto
que percibía sutilmente los distintos tonos de una voz. Distinguía así con
facilidad la alabanza espontánea de una bondadosa frase de estímulo, la
verdadera reprobación de la censura condescendiente o divertida. No
solo eso. Parecía descubrir cualquier cambio de humor antes que el
propio sujeto.
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—Pero, Sirio, no estoy triste —respondía Elizabeth, riendo—. Al
contrario, estoy contenta. El pan se ha horneado bien.
—Se parece más bien al rastro de una liebre seguido por un perro y
cruzado hace tiempo por un mulo.
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aparecía otra vez con sus aullidos. En una ocasión, Tamsy, el miembro
más seriamente musical de la familia, exclamó, implorante.
La familia se negó a admitir que sus canciones fueran una confusa masa
de sonidos. Decidieron por lo tanto «enseñar música a Sirio». El
cachorro aceptó su destino con docilidad y fortaleza caninas. Al fin y al
cabo, por más doloroso que fuese el proceso, le ayudaría a descubrir
algo más acerca de los seres humanos. Las diferencias que descubría
entre él y sus amigos le preocupaban desde hacía tiempo.
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superó a Plaxy en la reproducción de las canciones familiares. A veces
cantaba sin palabras, otras recurría a equivalentes caninos. Su jerga
(simplemente un inglés mal pronunciado) rimaba y se escandía
apropiadamente.
Cuando Thomas supo que Sirio practicaba música al aire libre, temió
que se hiciera famoso como «el perro cantor» y alguien quisiera
explotarlo. Los habitantes de las cercanías se sorprendieron sin duda al
escuchar la inarticulada voz inhumana, pero exacta y dulce, de un perro
que sentado sobre sus cuartos traseros cantaba melodiosamente. Se
empezó a hablar de los siniestros poderes de Thomas, capaz de meter al
propio demonio en un animal. Afortunadamente, cuanto más crecían los
rumores, menos se creía en ellos. El perro cantor no desencadenó
ninguna locura similar a la de la mangosta parlante o el monstruo de
Loch Ness.
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notas, pero sus garras eran demasiado toscas. Durante largos períodos
abandonaba totalmente la música, y se paseaba de un lado a otro,
cabizbajo, la cola entre las patas, rehusando todo consuelo. Aquella
unión de talento e impotencia no dejaba de atormentarlo. Pero se
recuperaba al fin, y resolvía que si la música instrumental le estaba
vedada, haría cosas maravillosas y nuevas con la voz. Sirio alternó así,
a lo largo de toda la vida, entre la piedad que le inspiraba su propia
impotencia, y la aceptación desinteresada y hasta irónica de su
naturaleza y el medio, adoptando siempre como salida la decisión de
triunfar a pesar de todo.
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Juventud
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Poco después de su derrota frente a Diawl Du, Sirio tuvo un serio
disgusto con Trix. El gato miraba a Plaxy pensando sí saltaría o no a su
regazo, cuando Sirio perdió el dominio de sí mismo y atacó
ruidosamente a su rival. El gato arqueó el lomo, y sin dar un paso atrás
lanzó un zarpazo a la cara de Sirio. El perro retrocedió gimiendo. El
grito de Plaxy se transformó en una carcajada. Llamó a Sirio cobarde y
bravucón, y tomando a Trix en brazos lo cubrió de caricias. Sirio se
alejó avergonzado y triste.
Dos semanas más tarde se advirtió que Sirio tenía ahora la manía de
morder un viejo mango de azada que había en el patio. Cuando tenía a
su alcance a algún robusto ser humano, preferentemente Maurice, lo
invitaba a que se uniese al juego. Niño y perro tomaban cada uno un
extremo del palo y corrían por el jardín. Poco después, Maurice
observo:
Durante todo este tiempo Sirio eludió cuidadosamente a Diawl Du, pero
al fin se sintió preparado. Aunque confiaba ahora en el poder de su
dentellada, y los movimientos de la cabeza más veloces y precisos, no
podía depender enteramente de la fuerza física. Su estrategia, planeada
con gran cuidado, se basaría sobre todo en la astucia. Estudió el campo
de batalla —la escena de su anterior derrota—, y ensayó varias veces el
ataque que lo llevaría a la victoria, en presencia de Plaxy. Esperó una
tarde que la niña volviera de la escuela y corrió luego a Glasdo, la
granja de Diawl Du. Se paseó por allí ostentosamente y al fin su
enemigo lo vio y salió por el portón como una roca negra que desciende
a saltos la falda de una montaña. Sirio se volvió y echó a correr hacía
Garth. Para llegar a la puerta de la casa, su objetivo aparente, tenía que
cruzar el portón del patio, doblando en ángulo recto. Antes de aminorar
la marcha, miró hacia atrás. Diawl Du se encontraba a la distancia
correcta. Entró entonces en el patio describiendo una curva cerrada, y
llegó nuevamente al portón, pero oculto esta vez por la pared. En ese
mismo instante el ovejero cruzaba el portón. Sirio se lanzó sobre él, con
el impulso de su propia carrera, por el flanco izquierdo. Diawl Du rodó
por el suelo. Sirio rodó también y le clavó los dientes en el cuello,
encontrando mayor asidero que en el mango duro de la azada. Se aferró
desesperadamente al otro animal, temiendo que si se le escapaba, la
destreza superior del ovejero se le impondría otra vez. Los apagados
aullidos de Diawl Du y los continuos gruñidos de Sirio pronto hicieron
salir a los habitantes de la casa. De reojo, mientras rodaba por el suelo
con su enemigo, Sirio vio a Plaxy. La sangre caliente de Diawl Du le
llenó la boca, amenazando ahogarlo. Sirio tosió, buscando un poco de
aire, pero sin soltar la presa. El sabor salado y el olor de la sangre de
Diawl Du, explicó más tarde, lo habían enloquecido. Sintió que una
energía y una furia contenidas se liberaban por primera vez en él. En
cierto instante le pasó por la cabeza, como un relámpago, un
pensamiento: «Esta es la verdadera vida, mí vida, y no esas tonterías
humanas». Apretó, sacudió, tironeó, mientras Diawl Du forcejeaba cada
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vez más débilmente. La horrorizada familia Trelone trató por todos los
medios que soltara al ovejero. Lo golpearon, le echaron pimienta a la
cara. Sirio estornudó con violencia, pero no abrió la boca. Cayeron
sobre él, inmovilizándolo mientras intentaban introducirle un palo entre
las mandíbulas. Sirio sintió que su propia sangre se mezclaba a la
sangre del ovejero, y la diferencia de sabores lo sorprendió. Plaxy,
desesperada, trató de meterle las manos en la boca. Luego, ya fuera de
sí, empezó a chillar. Sirio soltó entonces a Diawl Du, que quedó tendido
en el suelo.
—¡Oh, Sirio!
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rápidamente, con el pelo otra vez erizado, y emitiendo un sonido ronco,
mezcla de bufido y gruñido, se alejó con consciente dignidad y cruzó el
portón.
—Recuerda que para los extraños —le dijo— eres solo un perro.
Ninguna ley te ampara. Sí alguien decide librarse de ti, no lo acusarán
de asesinato. Tendrá quizá algunas dificultades, porque eres propiedad
nuestra, pero nada más. Sirio, ¿cómo pudiste hacerlo? —concluyó—.
Fue horrible, una cosa animal. Sirio no respondió a la ofensa. Olió y oyó
la despectiva hostilidad de Elizabeth. Era probable que la mujer hubiera
dado salida a un odio reprimido y oculto. Sirio vio claramente la
insensatez de su conducta, y el peligro que podía encerrar, pero las
últimas palabras de Elizabeth lo pusieron fuera de sí.
—¡Al diablo con todos ellos! —dijo interiormente, pero no dio señal
alguna de haber oído a su madre adoptiva. Estaba sentado junto al
fuego, y luego del insulto de Elizabeth alzó una pata y se rascó las
partes pudendas con gran cuidado y ostentación, costumbre a la que
recurría, con gran éxito, cuando quería molestar a los miembros
femeninos de la familia.
A medida que los meses se convertían en años, Sirio era menos tímido
con los otros perros. A su peso y fuerza creciente se añadía una notable
inteligencia, y no había ovejero en la región que no reconociera su
superioridad. En cuanto a «agallas», parece que durante toda la vida
fue en el fondo una criatura pusilánime, que se mostraba audaz solo por
desesperación, o cuando no dudaba del resultado, o en esas raras
ocasiones en que era dominado por el oscuro dios de la sangre.
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complaciéndose sin duda en el deleitable contacto corporal. Pero al
cabo de un rato, Sirio, inmóvil, meneaba tontamente la cola,
preguntándose qué haría luego. Esta falta de objetivo, ciertamente es
una etapa normal en el desarrollo sexual de los perros, aunque se
resuelve pronto en la copulación. Pero Sirio no había visto copular a
otra pareja canina, y parecía desconcertado. Solo al presenciar como
otro perro, mucho más joven que él, pero más instintivo y
fisiológicamente más maduro, poseía a su amada, descubrió lo que
deseaba hacer su cuerpo.
—¿Pero qué te atrae en ella?, —el joven Sirio solo podía responder:
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—Me atrae —respondió Sirio—, pero el perro común no le presta
atención. Solo el olor le importa, y, por supuesto, también el contacto.
Pero el éxtasis nace del olor, un olor dulce, embriagador, penetrante. ¿El
aspecto? Sí, ciertamente a mí me interesa el aspecto. Es esbelta,
lustrosa, elástica; sugiere un espíritu que hubiese podido existir si ella
estuviese realmente despierta, como yo. Pero, por otra parte, la
importancia que yo doy ahora al aspecto de las cosas se debe a haber
vivido tanto con los humanos, seres de vista afinada. De cualquier
modo, la voz me importa más que el aspecto. No sabe hablar,
naturalmente. Pero el tono y el ritmo de la voz le permiten decir las
cosas más dulces y tiernas. En verdad, no quiere decirlas. Las dice
como en sueños. Las diría realmente si estuviera despierta.
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una relación unilateral, y Plaxy lo veía muy poco. Hizo de Sirio su
confidente, y este la consolaba afirmando que Gwilin debía de ser muy
estúpido para no enamorarse de una niña tan hermosa. En cierta
ocasión dijo:
La niña lo abrazó.
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Plaxy rio nerviosamente, y respondió con voz algo chillona:
Esa misma noche Plaxy intentó reanudar su amistad con Sirio, pero sin
éxito.
—Lamento mucho lo de esta tarde —dijo ella al fin, y Sirio advirtió que
iba a echarse a llorar—. ¿Pero que podía hacer? Debía fingir que eras
un perro común, ¿no es cierto?
—Oh, Sirio, no es así —replicó Plaxy con los ojos llenos de lágrimas—,
pero estoy creciendo y tengo que ser como las otras chicas.
—Sí así fuese —dijo— no me sentiría tan solo, aunque estuvieras lejos. —
Plaxy sonrió y lo acarició—. Plaxy, aunque eres una muchacha, y yo un
perro nadie acompaña como tú mi soledad. —Husmeó levemente el
cuello de Plaxy, y añadió—: Y tu olor es en verdad más hermoso que
esas enloquecedoras fragancias de las perras. —Luego, con su risita
gimoteante, añadió—. ¡Hermosa perra humana!
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—Si Conwy me llamase perra, significaría algo horrible, y jamás
volvería a hablarle. Pero cuando lo dices tú, supongo que es un
cumplido.
—Pero eres una perra —protestó Sirio—, una perra de la especie Homo
Sapiens, que para Thomas es un animal de zoológico.
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expresaran mejor que sus ojos, la conciencia que tenía de sí misma.
Pero en este carácter de elegante «manualidad» no había mucho de
felino. Recordaba por ejemplo a las bailarinas javanesas, que mueven
sus manos tan exquisitamente. Era, a la vez, algo humano y
«parahumano». Más que una gata parecía un hada. Y era en verdad, y
simultáneamente, una gata, un fauno, una dríada, un elfo, y una bruja.
Esta descripción concuerda por lo menos con lo que era Plaxy cuando
yo la conocí; en su temprana madurez. En la infancia, ese peculiar
encanto apenas se insinuaba. Pero a los quince y dieciséis años su
belleza, muy poco humana, atraía notablemente a los jóvenes. En esa
época (Plaxy tenía dieciséis años), Elizabeth sugirió a Thomas que la
niña podía ir a algún colegio. Los otros habían ingresado a una edad
mucho menor. Plaxy se había quedado hasta entonces en la casa en
parte para acompañar a Sirio.
—Pero ahora —dijo Elizabeth— está demasiado tiempo con él. Hay que
sacarla de esta desolación. Necesita conocer a otra gente de su especie.
Me permito creer que Thomas no deseaba que Plaxy se alejase por otro
motivo, un motivo que él mismo no reconocía. Quizá me equivoque, pero
las raras veces que los vi juntos me pareció que la unión de Thomas con
su hija no era solo objetiva y ostentosamente científica. Sospecho que la
idea de pasar los fines de semana en Garth sin Plaxy no lo atraía mucho.
Plaxy por su parte, no se acercaba a Thomas. A veces se reía de él; por
ejemplo de su costumbre de fruncir los labios cuando algo lo intrigaba.
Thomas no logró contagiarle su pasión por la ciencia, pero si Plaxy oía
que lo criticaban, lo defendía con ardor sorprendente. Por esto, y lo
ocurrido más tarde, infiero que la pasión de Thomas era correspondida.
Mucho después, cuando nos casamos, y yo planeé esta biografía de
Sirio, Plaxy ridiculizó la idea de una unión oculta y profunda entre ella y
su padre. Como muchos psicólogos aficionados, argumentó, yo siempre
buscaba un complejo paterno.
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arroja alguna luz sobre Sirio, obra magna de Thomas, y su constante
preocupación.
—Es tiempo que Sirio se aleje también un poco. Aprenderá las tareas del
ovejero.
Sirio escuchó con atención esta larga arenga. Caminaban con Thomas
por la cresta del Moel. Al fin habló, muy lentamente, pues Thomas no
estaba tan acostumbrado a su lenguaje como los otros.
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—Si —dijo—. Me parece bien. ¿Pero podré venir a casa de cuando en
cuando?
—Sí, por supuesto —dijo Sirio, pero bajó la cola y calló un rato. Al fin
dijo—: ¿Por qué no hizo otro como yo? Me sentiré muy solo.
Thomas le dijo que había habido una camada de cuatro como él, pero
que todos habían muerto.
Cada vez que uno de los hijos partía para el colegio, la casa se
alborotaba. Había que adquirir libros, materiales de estudio, equipo de
deportes. A medida que pasaban los días, Plaxy se dedicaba más y más
a estos preparativos. Su alegría asombró a Sirio. Pensó que Plaxy
afrontaba con valor la inminente congoja. Pero su alegría «olía»
frecuentemente a auténtica. Como Sirio, aparte de llevar uno que otro
mensaje, poco intervenía en estas tareas, le sobraba tiempo para
meditar en el futuro. Detrás de su alegría, advirtió, Plaxy se sentía
desolada ante la perspectiva de alejarse de su hogar y los seres
queridos. Si hubiese sido más joven, no lo hubiera sentido tanto. La
mañana de su partida tropezó con Sirio en el descanso de la escalera.
Dejó caer su atado de ropa, se arrodilló y abrazó al sorprendido animal.
En un arranque digno de una colegiala sentimental, pero realmente
sincero Plaxy dijo:
—Pase lo que pase, siempre seré tuya. Así fue siempre, aun cuando fui
mala contigo. Aunque… me enamore de alguien y me case, seré tuya.
¿Cómo no lo supe hasta hoy?
—Es inevitable que a veces nos hagamos daño. Somos tan distintos.
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—Sí —contestó el perro—. Pero cuanto más distintos, más hermoso es el
amor.
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5
Aprendiz de ovejero
El día que Plaxy partió para el colegio Thomas llevó a Sirio a la granja
de Pugh, en Caer Blai. En el camino le habló al perro del futuro, y le
prometió que al año siguiente lo sacarían de la zona ovejera, y se
instalarían quizá en Cambridge. Sirio escuchó y aceptó, pero con la cola
inexorablemente baja, triste y preocupado.
—Le será útil. Pero no espere milagros. Recuerde que es solo un animal.
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—Naturalmente —dijo Pugh, y lanzo un sorpresivo guiño a Sirio—.
Conozco bastante sus perros, señor Trelone. Son magníficos. Ahí está
Idwal. Fuerte aún, aunque ya tiene doce años, cosa rara en un ovejero.
Luego esa perra que me mandó hace dos años. La llamamos Juno.
¡Caray! ¡Que pronto aprendió el oficio! Tuvo una camada de seis con el
viejo Idwal. Pero la magia no pasó a los descendientes. Fueron seis
tontitos. Aunque los vendí a muy buen precio.
Pugh suspiro.
—No es muy adecuado para llamarlo en el valle, ¿no es así? —Hizo una
pausa, dio una chupada a la pipa, y agregó—: Señor Sirio, ¿me
permitirá que lo llame por otro nombre? ¿Qué le parece Bran?
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compartido casi todas las cosas, él y Plaxy habían tenido también bienes
propios. Los juguetes, en su mayoría, habían sido utilizados en común.
Pero cuando Plaxy fue a la escuela, adquirió cosas nuevas: libros,
lápices, lapiceras y otros indescriptibles y variados tesoros. Sirio tuvo
también su colección, aunque menor que la de Plaxy, pues la falta de
manos le impedía disfrutar de muchas cosas. En un estante de su
cuartito en Garth conservaba algunos pocos tesoros: un hueso de goma,
un trozo de brillante cuarzo blanco, el cráneo de una oveja, varios libros
de grabados. Entre los objetos adquiridos posteriormente se contaban
libros, partituras musicales, tres guantes para escribir, y varios lápices y
lapiceras. Ahora, en esta nueva vida, sería más pobre que San
Francisco. No era más que un perro, ¿y quién había oído hablar de un
perro propietario? Por fortuna, los bienes personales carecían para él
de significado. Debido quizá a su gran sociabilidad canina sentía cierta
inclinación al comunismo. Ha de recordarse, sin embargo, que si los
perros demuestran ser mucho más desprendidos, en algunos aspectos,
que los hombres, en otros parecen dominados por algún impulso
posesivo. Así, por ejemplo, en el caso de los huesos, las perras, los
amigos humanos, y los lugares. Para Sirio, por lo menos, la pérdida de
sus bienes, incluso sus preciosos guantes para escribir, significaba verse
reducido a la condición de animal. Y ahora querían arrebatarle hasta el
nombre. Y también el lenguaje, por supuesto, ya que en aquella granja
nadie lo entendía. Y, además, él tampoco podría entenderlos a ellos,
pues los Pugh hablaban en galés.
Por la tarde Pugh llevó a Sirio e Idwal al valle alto. En una ladera
pastaban unas pocas ovejas. El hombre lanzó una orden en galés. Idwal
echó a correr, rodeando las ovejas. Sirio miró ansiosamente a Pugh. La
orden fue repetida con el nuevo nombre de Sirio: Bran.
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Pugh los ocupó entonces en varios trabajos: llevar las ovejas a un
corral, sacarlas, guiarlas a lo largo del valle, dividirlas en grupos,
unirlas, separar un animal que Pugh señalaba con el bastón. Todas las
órdenes eran dadas en galés, acompañadas por diferentes silbidos. Al
cabo de un rato Pugh se dirigió solo a Idwal, manteniendo a Sirio a su
lado, y le ordenó que eligiese un carnero y lo retuviera con los ojos. El
perro se acercó al animal, arrastrándose, y luego, desde unos pocos
metros, lo miró fijamente, inmóvil, el vientre aplastado contra el suelo,
las patas encogidas y listas para el salto, el hocico entre las hierbas, la
cola estirada. El carnero lo miraba, iniciaba algún movimiento que
Idwal contenía enseguida, o esperaba pacientemente, un poco irritado.
Se advertía que no sentía miedo. Estaba acostumbrado a la maniobra, y
reconocía en la mirada de Idwal una orden inapelable.
Luego Idwal hizo otras pruebas, que Sirio observó ansiosamente. Muy
pronto le llegó el turno. El novicio había seguido con suma atención las
actividades de Idwal, pero se encontró desconcertado. No solo se le
escapaban continuamente las ovejas, de modo que Pugh bramaba
fingiendo una terrible cólera. La misma fatiga le impedía moverse con
precisión, haciéndolo tropezar o caer en algún agujero. La enorme
cabeza le pesaba cada vez más, y cualquier resbalón lo hacía caer como
un conejo derribado de un tiro. Se añadía a esto la dificultad del
lenguaje. Una y otra vez Sirio descubrió que no entendía una palabra.
Mientras Pugh repetía algún extraño sonido galés en frenético
crescendo, Idwal gimoteaba, impaciente, a su lado. ¡Si por lo menos el
hombre hablara cuerdamente en inglés!, pensaba Sirio.
Pero cuando llegó la prueba del ojo, Sirio advirtió complacido que no
era incompetente. El proceso podía perfeccionarse, sin duda, y en una o
dos oportunidades la oveja casi se le escapa. Evidentemente, no se
sentía tan dominada como bajo la mirada de Idwal, pero reconocía la
autoridad de Sirio. Pugh se mostró satisfecho.
Luego Pugh hizo trabajar juntos otra vez a los dos perros, aunque
lanzándoles distintas órdenes a cada uno, y empleando también un
distinto tono de voz. Sirio tuvo que acostumbrarse a responder
prontamente al tono más agudo, se pronunciase o no su nombre, y a no
atender al tono más grave, destinado a Idwal.
La lección terminó al fin. Pugh regresó por el herboso valle, con los
perros pisándole los talones. Sirio estaba más cansado que nunca,
«cansado como un perro», con la cola y la cabeza bajas, el vientre sucio
de barro. Tenía además las patas inflamadas y le dolía la cabeza. Pensó
desesperado en el año de trabajo que se abría ante él, sin otra compañía
que los perros subhumanos y el remoto Pugh. Quizá hasta se olvidaría
de hablar, y cuando se encontrara otra vez con Plaxy sería una bestia
hecha y derecha. Pero a pesar de su fatiga y desaliento, logró
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sobreponerse y se prometió no dejarse vencer por esta nueva vida. Y
cuando sorprendió la mirada de Pugh, que lo observaba con amistosa
sorna, le sonrió como diciéndole: «Oh, no me faltan agallas, ya lo
verás». Esta reacción inconfundiblemente humana sorprendió a Pugh,
que lo miró pensativo.
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trabajo de cualquier superovejero. Para aprovechar todavía mejor a sus
inteligentes animales, Pugh había puesto en todos los portones un
cerrojo especial que los perros podían manejar.
Llegó la época de otro trabajo. Había que reunir los carneros y llevarlos
a una granja de las tierras bajas, evitándoles así las inclemencias del
invierno en las montañas, y la escasa comida. No volverían a la granja
de Pugh hasta el mes de mayo.
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caminatas, o llevaban mensajes a la aldea. Una tienda donde se vendían
libros y periódicos atraía especialmente a Sirio. Las noticias más
sensacionales aparecían en cartones, en el exterior. Sirio apoyaba las
patas en el alféizar del escaparate y leía también los titulares de los
periódicos o los títulos de la pequeña pila de novelas baratas.
Un día, en la aldea, Sirio tropezó con una hermosa perra joven en celo,
una perdiguera rojiza. La vida merecía vivirse. El olor y el contacto de
la perra lo embriagaron. En sus juegos amorosos corrieron por la plaza
aldeana. Pugh estaba en la taberna. Parecía creer que los perros se
aburrirían mortalmente si los obligaba a entrar. La unión se consumó
bajo la mirada lasciva de dos escolares y un picapedrero desocupado.
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chelín, y siete peniques. Pugh no tenía tanta imaginación como para
pensar que el perro había contado el cambio, comparándolo luego con
la suma de la cuenta, pero opinó que Sirio advertía alguna diferencia
entre seis peniques y siete.
Otro incidente sugirió a Pugh que Sirio tenía algo de «humano», como
decía él. Había en la granja unas pocas vacas y un toro joven. Sirio
había sido embestido una vez por una vaca, y había oído alarmantes
historias de toros. De vez en cuando traían alguna vaca de las granjas
vecinas para que las sirviese el toro de Pugh. En esas ocasiones los
perros iban al prado, rodeaban al toro, y lo llevaban a la granja.
Realizada la operación, lo devolvían al prado. Durante todo este tiempo
Sirio se mostraba muy nervioso y cumplía mal su tarea. Idwal
enfrentaba al toro con persistente audacia, y se alejaba cuando el
animal bajaba los cuernos. Pero Sirio se mantenía a prudente distancia.
El toro pensó que era un cobarde y adquirió la costumbre de
perseguirlo.
Pugh, por otra parte, observó con curiosidad que cuando el toro y una
de las vacas entraban en el corral, los perros se comportaban de un
modo muy distinto. Un grupito de interesados hombres y muchachos,
rodeaba a los animales. Las mujeres se quedaban discretamente dentro
de la casa. Idwal husmeaba por el patio o se echaba en el suelo, a
descansar. Sirio, en cambio, contemplaba la escena con el mismo alegre
interés que los espectadores humanos. Ese interés era sin duda sexual,
pues cuando el toro cumplía su torpe abrazo, Sirio parecía excitado.
Pero hubo otro incidente que impresionó aún más a Pugh. Este sospechó
desde entonces que Sirio pensaba tan rápidamente como cualquier
hombre. Pugh había ido a la aldea con Idwal. Owen, el peón, araba en
un campo lejano. El toro, no se sabía cómo, había logrado salir de su
corral, entró en el patio, vio a Jane con un cesto de ropa, y se lanzó
bufando sobre ella. Jane, una muchacha nerviosa, lanzó un grito, dejó
caer la cesta, y se escurrió en el establo. El toro se entretuvo un rato en
lanzar la ropa en todas direcciones y al fin se volvió y salió al camino.
Sirio apareció entonces, detrás de la señora Pugh, que se asomaba
prudentemente a la puerta, y se lanzó detrás del animal. No lo alcanzó
sino en la carretera. Se precipitó entonces sobre él, y le clavó los dientes
en la cola. El toro giró sobre si mismo, rugiendo; pero Sirio ya lo había
soltado, y ladraba en el camino. El toro corrió detrás y Sirio lo llevó de
vuelta al corral. El animal estaba muy excitado, pero Sirio lo hizo correr
y correr dentro del corral hasta enfriar su entusiasmo. Cuando el toro
parecía bastante cansado, Sirio se mostraba aún más audaz. Al fin el
toro se detuvo, y Sirio se lanzó sobre él y le mordió una pata. El toro
volvió a perseguirlo, pero se agotó muy pronto. Este proceso se repitió
varias veces, hasta que Sirio advirtió que las dos mujeres habían
cerrado con unos alambres una brecha en el cerco. Se alejó entonces,
con la cola orgullosamente en alto, dejando un toro vencido. Desde
entonces, Sirio no vaciló en enfrentarse con el toro o cualquier otro
animal.
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Poco después de este incidente Sirio hizo algo inimaginable en un
superovejero.
Solo faltaba ahora que alguien aguzara la punta del lápiz. Siempre que
le era posible se metía en la cocina y miraba en el cajón. Entretanto
planeaba excitado como escribiría la carta, y qué pondría en ella.
Querida Plaxy:
Cariños, Sirio.
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un poco torcido, y no del todo en el sobre. Lo levantó con rapidez y
volvió a colocarlo. Tras una nueva inspección, lo enderezó un poco y
enseguida lo apretó con la pata. Cuando pensó que la goma ya se había
secado, sostuvo los sellos con una pata y tiró con los dientes del sobre,
suavemente. El sobre se desprendió, con el sello intacto y parte de otro
fuera del borde. Quitó lo que sobraba con los dientes y llevó los otros
sellos al cajón. Cuando regresó y miró el sobre descubrió que había
pegado el sello cabeza abajo.
Este sarcasmo metió una alocada idea en la mente de Pugh. Abrió otra
vez el cajón y sacó el lápiz. Se veían en él las marcas de unos dientes.
¿De Bran, o de él mismo? ¡Fantástica duda!
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—Oh, no será tan malo como dices —replicó con cautela—. De cualquier
modo, volveremos sobre esto.
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Sirio advirtió que el doctor estaba un poco desilusionado. El asunto
podía traerle algunas dificultades.
Luego de unos días de intensa vida social, Sirio reanudó sus aficiones
privadas. Leía todo lo posible, y experimentaba con los placeres de la
música y el arte del olfato. Reunía con este fin diversos materiales con
olores intensos y significativos y los mezclaba en un recipiente. Otras
veces, bajo la mirada divertida de la familia, disponía sus materiales en
un ordenado reguero, que seguía la senda del jardín, y lo recorría luego
de un extremo a otro con un raro canturreo que no era humano ni
canino. Luego de estas aventuras olfatorias se mostraba a menudo
silencioso y remoto. En ciertas ocasiones parecía despertar en él el
instinto de cazador, pues desaparecía durante algunas horas y volvía
fatigado y sucio. No pocas veces traía un conejo o una liebre, o un pato
o una perdiz, que llevaba a la cocina. Pero muy a menudo no traía nada,
y parecía que se había atiborrado a solas.
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recordaba el pasado. Sirio había esperado que Plaxy se mostrara muy
superior a él, no solo en asuntos de colegio, sino también en la vida de
la mente. Pero no era así. La joven solo quería hablar, parecía, de sus
compañeros de estudio y sus amores y odios, y de los profesores,
masculinos y femeninos, que eran tan importantes en su nueva vida.
Cuando Sirio le pidió que le enseñara algunas de las maravillas que sin
duda había aprendido, la joven le prometió que lo haría, más tarde, pero
siempre encontró alguna excusa para nuevas postergaciones. Al fin ya
no hubo excusa posible. Plaxy echada en un sillón acariciaba al gato
Smut, que ronroneaba a todo vapor, cuando Sirio, con una sed de
conocimientos más insistente que discriminatoria, le pidió que le hablase
del parlamento de Carlos II. Acorralada, Plaxy farfulló:
Sirio no insistió.
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—Sí, qué herramienta útil. Y huele bien.
La caja de pinturas había sido para Plaxy desde la niñez uno de sus
juguetes favoritos. Y la profesora del colegio había elogiado a menudo
su talento de dibujante. En estas vacaciones se pasaba las horas, de muy
buena gana, mirando reproducciones de cuadros famosos y hablando de
arte con Elizabeth. Pero le interesaba todavía más dibujar innumerables
figuras femeninas o pintar el paisaje de los Rhinogs, tal como se veía
desde la ventana de su cuarto. Tanto alboroto a propósito de la
apariencia de las cosas aburría a Sirio. Había tratado de desarrollar en
su mente el gusto por la pintura, pero había fracasado. El interés
creciente de Plaxy agravaba el problema. Si no prestaba atención a las
creaciones de la muchacha, la desilusionaba. Si las alababa, provocaba
su enojo, pues Plaxy sabía muy bien que él no podía apreciar la pintura.
El entusiasmo de Plaxy por este arte era en verdad, en el fondo, una
protesta contra Sirio. Así se torturaban las dos criaturas, ajenas y
profundamente unidas a la vez.
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necesario recurrir al heno. De este trabajo se encargaban Pugh y su
ayudante, con el carro y la vieja yegua. Pero se esperaba que los perros,
como superperros que eran, informasen acerca del estado de la nieve.
Si esta se endurecía corrían a la casa, rascaban el piso, y gemían a los
pies de Pugh.
Antes de lo temporada de cría, Pugh quitó a todas las ovejas los tupidos
mechones de lana que les cubrían las ubres. Esto aumentaba bastante el
trabajo de hombres y perros, pero más fatigosos aún eran los días de la
parición. Sin embargo, había para Idwal y Sirio muchos momentos de
ocio. Pugh pronto notó que Bran se interesaba mucho más que los
perros comunes, y aun que los superperros, en el proceso del parto, y
pensó una vez más que era en verdad uno especie de hombre-perro.
Gradualmente, había adquirido la costumbre de darle órdenes bastante
minuciosas en inglés, y Bran los seguía exactamente. No sabía aún que
el perro hablaba, y no confiaba a nadie sus ideas sobre el fenómeno,
pero lo trataba cada vez más como un ayudante, un ayudante
especialmente inteligente, responsable, y hábil, aunque sin manos. Las
triquiñuelas de Sirio para llevar y traer cosas, verter líquidos de latas y
botellas, no lograban compensar esa falta lamentable. Podía guiar a
Mab, la vieja yegua, con cualquiera de los carros; pero era incapaz de
roturar la tierra, cargar nabos, heno o estiércol, o uncir a Mab; las
hebillas lo derrotaban.
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El año escolar llegó a su fin y Elizabeth fue a buscarlo. El pensamiento
de qué haría Pugh sin él —lo que aumentaba su propia importancia—
debilitó un poco la alegría de Sirio.
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amotinamiento de rojos y dorados, azules y verdes, dijo sin detenerse a
pensar que su compañero, ciego a los colores, podía sentirse herido:
—Las puestas de sol en los cuadros son muy aburridas, pero solo los
patanes y los idiotas no se emocionan con estas puestas reales.
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cerebrales. Thomas se sintió orgulloso de la inteligencia del perro, y así
se lo dijo. Luego de una pausa en que se lamió, distraído, una pata,
mientras contemplaba el fuego, Sirio preguntó:
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Sirio alzó las orejas al oír la frase. Thomas se rio.
Thomas lanzó un bufido, y Sirio advirtió que el olor del hombre se hacía
muy agrio.
—¿Por qué usas esa palabra sin sentido? —dijo Thomas en el tono de un
padre liberal que regaña a su hijo por haber dicho algo «grosero»—. Y
otra cosa, ¿quién te ha metido esas ideas en la cabeza?
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Durante un minuto el silencio reinó en la habitación. Luego Sirio
bostezó y sintió en la lengua el calor del fuego.
—La explicación parece justa —dijo—. Y, sin embargo, aunque soy muy
joven, y además un perro, olfateo un error. Las tonterías sobre el alma
que nos endilgan los curas son algo parecido… El Reverendo Davies,
por ejemplo, nos visitó una vez y trató de convertirlo a usted al
metodismo. Usted por su parte trataba de inculcarle un poco de ciencia.
¿Recuerda? El Reverendo me sorprendió —yo lo miraba con un interés
excesivo— y dijo que yo parecía más fácil de convencer que usted. Era
una lástima, casi, que Dios no me hubiera dado un alma, pues entonces
hubiera podido salvarme.
Thomas puso una mano sobre la cabeza del perro. Los dos se quedaron
mirando el fuego agonizante. El hombre dijo al fin:
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El lobo Sirio
Ahora que Pugh conocía las habilidades de Sirio, Thomas dispuso que
en ese último año Sirio trabajara con un horario aproximadamente
regular, como un peón humano. De ese modo podría ir todos los días a
Garth y dedicarse al estudio. La palabra «estudio», naturalmente, no se
mencionó, pero Pugh aceptó con un guiño de persona enterada.
Las expediciones a las altas colinas se tornaban cada vez más difíciles
para el maduro galés, que empezó a descargar sus responsabilidades en
Sirio. Le pidió al talabartero que hiciese dos sacos de cuero que
pudieran ajustarse con unas correas a los flancos del animal, y puso en
ellos lociones, medicinas, vendas… Ahora Sirio podía alejarse y cuidar a
los animales enfermos sin que Pugh lo acompañara. Partía con Idwal,
que ya lo aceptaba como jefe, y se pasaba el día inspeccionando el
rebaño. Luego de rodear a un grupo de ovejas en algún páramo remoto,
Sirio buscaba heridas en las patas, o gusaneras. Todo animal que
pareciese inquieto o que intentara morderse el lomo podía estar
enfermo. Sirio era suficientemente humano, y le desagradaba descubrir
las llagas con los dientes y limpiar la herida con la lengua, pero había
que hacerlo. No descuidando la vigilancia, y atacando los primeros
síntomas, logró reducir a un mínimo los casos graves. Muy pocas veces
se encontraba con animales echados en el suelo, que no rumiaban ni
dormían, y con heridas que eran un hervidero de gusanos. En estos
casos solo un hombre podía salvarles la vida. Pugh, olvidé decirlo, había
puesto los ungüentos y medicinas en frascos con tapa de presión que
Sirio podía abrir sin dificultad.
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cuando las tijeras les mordían la piel. Aparecían entonces unas
manchitas rojas en la crema de la lana interior; pero comúnmente las
tijeras quitaban la lana a los animales como si estuviesen
desnudándolos. El brillante interior del vellón se desenrollaba sobre la
lana sucia de la superficie como una ola de leche. Terminada la
operación, el desnudo y anguloso animal se alejaba brincando y
balando, desconcertado.
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El amor que conocía lo había aprendido también de los hombres; manos
que protegían y acariciaban, voces tiernas y consoladoras. Su madre
adoptiva, en quien había confiado, y a quien había reverenciado
caninamente, lo había querido como a un hijo, o con una pequeña
diferencia que él, Sirio, hubiera podido descubrir, pero no ella, ni Plaxy.
No era, realmente, una diferencia de amor, sino de atracción materna
animal. Y luego Thomas… Sí, Thomas también lo había querido, pero de
otro modo, como a un compañero inteligente, «de hombre a hombre».
Pero Thomas amaba todavía más su ciencia. No vacilaría quizá en
someter a su criatura a cualquier tortura física o mental si así lo exigía
el progreso o su propio trabajo. Pero esto era inevitable. Dios mismo, si
existía, sería así. ¿Sería así? ¿Sería así, de veras? De cualquier modo él,
Sirio, podía entender esa actitud. La esencia del amor, la dependencia
mutua, la vida común, no las había encontrado en Elizabeth o Thomas,
sino en Plaxy. Y sin embargo, curiosamente, era Plaxy quien despertaba
en él el deseo de rebelarse contra el dominio del hombre.
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despectivo. Reconocía que la especie que lo había producido
(divirtiéndose un poco, quizá) lo trataba bastante bien. Los ejemplares
conocidos eran en general bondadosos. Sin embargo, no dejaba de
sentirse esclavo. Incluso Pugh, que era verdaderamente un buen
hombre, trataba a los perros como cosas. Si se le cruzaban en el camino
los apartaba a puntapiés; cariñosamente, era cierto, pero aun así
resultaba exasperante. Y la gente de la aldea… Bastaba que Pugh no
mirase para que alguien le propinara un furtivo puntapié. Sirio creyó al
principio que eran enemigos de Pugh o Thomas; pero no, daban rienda
suelta a una ira secreta golpeando algo vivo que no podía contestarles.
La mayoría de los perros había aprendido a recibir dócilmente estos
golpes, pero Sirio sorprendía a menudo a sus atacantes con alguna
enérgica represalia.
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Durante su último mes con Pugh, Sirio pasó rápidamente por todos los
humores. A veces solo vivía para vigilar a las ovejas, otras añoraba la
vida de la mente, y de pronto sentía la embestida de su naturaleza
lobuna.
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este, no olvide que las manos son tan necesarias como el cerebro.
Cuando yo veía a Bran luchando por hacer con la boca las cosas que yo
hago tan fácilmente con estas zarpas torpes, se me destrozaba el
corazón. Sí, el próximo con manos, ¿no es así, señor Trelone?
Uno de esos asuntos, por supuesto, era el de sus relaciones con Plaxy.
Pronto se enteró de que había ganado una beca para estudiar literatura
inglesa en un colegio de Cambridge. Thomas deseaba que estudiase
medicina, pero la muchacha se apartó de los senderos de la ciencia para
meterse en las letras, afirmando así —de acuerdo con mi teoría— su
independencia ante Thomas, a quien admiraba en secreto. Había
trabajado duramente para su beca, y ahora quería olvidarse por un
tiempo de la vida de la mente. Sirio, por su parte, luego de sus duros
trabajos con Pugh, se había propuesto hundirse en esa misma vida,
poniendo grandes esperanzas en la posible cooperación de Plaxy. Pero
la joven se mostraba silenciosa y remota. Exteriormente, parecía tan
cariñosa como siempre, y a menudo lo acompañaba en algún paseo.
Pero eran paseos silenciosos, y el silencio, aunque ella no lo advertía,
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pesaba sobre Sirio. Plaxy no parecía interesarse realmente en los
problemas de su amigo, ni siquiera en el gran problema de su futuro,
aunque lo instara a menudo a que le hablara de él. Y la joven, además,
se refería cada vez menos a sus estudios, pues este tema le exigía
demasiadas explicaciones. De este modo solo conversaban de asuntos
familiares, o locales, o de las circunstancias de un verano galés. Esto no
era difícil, pero Sirio sentía que no iban a ningún lado.
—Perdón.
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Correteó adrede por un macizo de flores, saltó la pared del jardín, y
subió corriendo la colina, con la cola al viento.
—¡Sirio!
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mano para tocar la salvaje cabeza. Tropezó entonces con el cadáver y
de pronto vomitó. Cuando pudo dominarse dijo sollozando:
—Querido mío —dijo Plaxy—, no eres una fiera, eres Sirio. No, no
quieres hacerme daño. Me quieres, lo sé, lo sabes. Soy tu Plaxy.
Los labios de Sirio cubrieron otra vez los dientes. El sordo gruñido se
apagó poco a poco, y luego, con un gemido, el perro besó delicadamente
la suave mejilla. Acariciándole el cuello, Plaxy dijo:
—Oh, pobre querido, debes de haber estado loco. —Se puso de pie y
añadió—: Deja que te limpie.
—¿Por qué Sirio? ¿Por qué nos dejaste? ¿Fui muy mala contigo ese día?
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Este eco de sus propias palabras lastimó y sobresaltó a Plaxy.
Un par de días después, Plaxy y Sirio hablaron con una libertad que no
conocían desde hacía meses. Plaxy explicó ante todo al asunto
«humano» que no había querido revelar. Respeto a Plaxy y no contaré la
historia, que además no guarda relación con mi tema. Baste decir que
Plaxy se había enredado con un joven que la atraía sexualmente, pero
que no le inspiraba ningún respeto. Había rechazado a Sirio, de
desvergonzada promiscuidad, como posible confidente. Pero el incidente
del pony le había hecho comprender cuánto lo necesitaba, y no deseaba
otra cosa que volver a la mutua confianza anterior. Sirio, por su parte,
le habló de sus atormentadores conflictos, su respeto y repugnancia
hacia los hombres.
—Tú, por ejemplo, eres lo que más quiero en el mundo, y, también, una
horrible mona que me ha esclavizado con algún horrible hechizo.
Thomas disertó más tarde ante Sirio sobre la locura de matar caballos,
pero la conferencia se convirtió gradualmente en una discusión acerca
del espíritu lobuno. En el apogeo de la discusión, Sirio exclamó:
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Hubo una larga pausa, y al fin Sirio contestó:
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simplemente un perro doméstico. Aparte las personas del laboratorio,
nadie habría de sospechar que hablaba.
Unas semanas más tarde, cuando Sirio casi había olvidado esta charla,
intentaron realmente secuestrarlo. Regresaba de una cacería, y llegó al
portillo de una pared, a unos cien metros de Garth, por donde pasaba
habitualmente. Iba ya a meterse en el agujero, cuando husmeó algo
raro. Era un olor pegajoso, dulce y penetrante. Recordó el cloroformo y
se detuvo. Desgraciadamente, para sus atacantes, su humor era en ese
momento bastante sombrío. Había venido meditando sobre la tiranía de
la raza humana y encontraba ahora la oportunidad de desahogarse.
Saltó la pared y cayó sobre los hombres. Estos, sorprendidos, rodaron
por el suelo como bajo el impacto de una bomba. Sirio clavó los dientes
en el cuello de uno de los hombres, pero el otro se le echó encima con el
cloroformo. Sirio, casi asfixiado, soltó su presa. El sabor, o más bien la
idea de la sangre, había despertado otra vez su naturaleza de lobo. Se
transformó en una fiera que luchaba contra su especie enemiga natural.
El hombre del cloroformo no logró alcanzarlo; el otro estaba
momentáneamente fuera de combate. Mientras, el ruido de la pelea
despertó a Thomas, que dormitaba en el jardín. Se incorporó de un salto
y corrió colina arriba, gritando. El herido se había puesto de pie, e iba a
ayudar a su colega cuando vio a Thomas. Echó a correr. El otro había
logrado al fin narcotizar a Sirio, pero huyó también detrás de su
compañero. Llegaron así a la carretera donde esperaba un coche y se
alejaron velozmente. Thomas no intentó seguirlos. Se acercó a Sirio y lo
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tomó del collar para que no corriese detrás del coche, si despertaba a
tiempo.
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Sirio en Cambridge
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cubrían las paredes le revelaban, de un modo nuevo, la masa
increíblemente enorme de la tradición intelectual humana. Sirio
enmudeció, aterrorizado, con el rabo entre las piernas. Era aún
demasiado ingenuo para ocurrírsele que la mayoría de aquellas páginas
podían tener muy poca importancia. Pensó que la verdad henchía todos
los volúmenes. Se sintió desesperado, pensando inocentemente que no
alcanzaría la sabiduría hasta que sus pobres ojos hubiesen recorrido
aquellos millones de líneas impresas.
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un carácter tal que Thomas se resistía a transmitirlas. Los invitados
advertían la presencia de una personalidad definida e independiente.
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En el hombre, las relaciones sociales giran en gran parte alrededor del
proceso de absorber fluidos; pero en el perro doméstico, y en menor
medida en todas las especies caninas salvajes, el acto de mayor
significación social es la excreción. Para el hombre la taberna, el
Estaminet, el Biergarten, pero para el perro el tronco de árbol, el
umbral de la puerta o portón, y, sobre todo, el farol de alumbrado. Estos
son los puntos focales de la vida social canina. Los aromas de las
bebidas alcohólicas estimulan el instinto gregario del hombre, y los
infinitos y múltiples olores de la orina los instintos gregarios del Perro.
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Cambridge era como una droga a la que se había habituado. Le
producía ahora una satisfacción muy leve, pero se le había metido en la
sangre. Había llegado transformado en una estatua huesuda y
musculosa. La vida blanda, inactiva, y los manjares recibidos en casas
de conocidos y admiradores lo habían envuelto en una capa de grasa,
redondeándole la cintura. Una vez encontró a Plaxy en la calle y esta
exclamó:
Un ejemplo era sus relaciones con las perras. Las pocas que había
encontrado en las calles de Cambridge eran en su mayoría demasiado
menudas, y el aroma natural había sido disfrazado, en muchos casos,
con jabones o perfumes. Para el olfato de Sirio eran solo unos bichos
malolientes. Le dijo a Thomas que como en Cambridge no había
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prácticamente posibilidades de hacer el amor, necesitaba alguna perra.
No podía esperarse que un perro joven y vigoroso arrastrara esa vida y
conservara a la vez su equilibrio mental. Se le proporcionaron por lo
tanto algunas hembras atrayentes que le llevaban por turno, y en
momentos adecuados, a sus habitaciones. Todo el asunto fue tratado
como parte de aquella complicada y prolongada tarea científica. Como
habían estudiado ya la química de los olores estimulantes, la elección de
animales seductores se cumplía con notable éxito. Pero el apetito de
Sirio en vez de mitigarse aumentó. Le llevaban una perra casi todos los
días, pero nunca se sentía satisfecho. Al contrario, parecía cada vez más
lascivo y difícil de complacer. Thomas le aconsejó que se dominara, en
beneficio de su energía mental. Sirio le dijo que así lo haría, pero no
cumplió su promesa. Un matiz de sadismo asomó poco después en sus
amores. En una ocasión alborotó el laboratorio al clavar los dientes en
el cuello de una perra.
Cuando advirtió que los impulsos sádicos lo dominaban otra vez, Sirio
se asustó tanto que decidió recurrir a sus últimas reservas morales. Se
trazó un programa de disciplina y ascetismo. No trataría con perras.
Reduciría las comidas. Ayunaría y rezaría a los dioses posibles. Haría
ejercicios. Colaboraría concienzudamente con el personal del
laboratorio. Reanudaría su labor literaria, que había abandonado
recientemente, a pesar de que había sido en alguna época casi su único
interés.
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Llevó durante un tiempo una vida más austera, puntuada por breves
periodos de autoindulgencia. Pero muy pronto empezó a flaquear, y se
sorprendió cayendo en los viejos hábitos. Se sintió otra vez
aterrorizado, y terriblemente solo, a pesar de su ininterrumpida
actividad social. Escribió entonces una nota a Plaxy, invitándola a hacer
un paseo.
—Sí, fue muy agradable —dijo Sirio. En ese mismo instante el olor
humano de la joven, aunque era esencialmente el mismo, empezó a
repugnarle.
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Y la causa era el espantoso egoísmo del hombre, pensó Sirio. El Homo
Sapiens, especie imperfectamente social. Así la habían definido sus
ejemplares más inteligentes, como H. G. Wells. Sí, había también
egoísmo en los perros, pero sus sentimientos sociales eran más
espontáneos. Reñían muchas veces, por un hueso o una perra, y se
perseguían tratando de dominarse unos a otros. Pero cuando eran
sociables lo eran más cordialmente. Mostraban una lealtad sincera, que
descuidaba los intereses propios. Así ocurría, por ejemplo, en sus
relaciones con la familia humana que exigía fidelidad, o con algún amo
adorado, o con la tarea que les encomendaban los hombres. El ovejero
nada esperaba obtener de su trabajo. Sentía el puro placer de trabajar.
Era un artista. Había sin duda hombres tan leales como el perro, pero la
vida en Cambridge le había mostrado a Sirio que cualquier expresión de
lealtad ocultaba siempre, entre los seres humanos, un sentimiento de
autoestimación. Incluso el afecto de Plaxy le parecía, en ese momento,
un modo de adaptarse a un esquema, que realzaba su propio yo, y no un
amor abnegado y cierto. O por ejemplo McBane, ¿lo impulsaba
realmente el amor a la ciencia o el amor a Hugh McBane, hombre de
ciencia en ciernes? Sirio había advertido que en el olor de McBane,
cuando estaba en juego algún pequeño triunfo, había una cierta
excitación y ansiedad. Y las otras personas prominentes que había
conocido en los almuerzos de Thomas: fisiólogos, médicos, biólogos,
físicos, cirujanos, académicos, escritores, pintores, escultores, y Dios
sabía qué más. Eran todos tan distinguidos, tan aparentemente
modestos y amables… Y sin embargo, todos ellos —si podía confiar en
su nariz y sus sensibles oídos— corrían ansiosamente tras algún éxito
personal. Algunos buscaban el aplauso del público o —lo que era peor—
conspiraban para robarle los aplausos a otro, afearlo o ridiculizarlo.
Los perros podían ser tan malos como ellos, sin duda, pero no cuando
los animaba algún sentimiento de lealtad. Eso era. En los perros la
lealtad era absoluta y pura. En los hombres estaba siempre inficionada
de egoísmo. ¡Cielos! Eran insensibles de veras. Ebrios de sí mismos no
sentían otra cosa. Había algo de rastrero en ellos, algo de serpiente.
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Pero lo que más encolerizaba a Sirio era como los hombres, y
especialmente los seres superiores que había conocido en Cambridge, se
engañaban a sí mismos. Todos usaban alguna máscara. McBane, por
ejemplo. Estaba dedicado a la ciencia, pero hasta cierto punto. Vivía
sobre todo dedicado a sí mismo. ¿Por qué no decía sencillamente «Oh,
ya sé que en el fondo soy un egoísta, pero trato de no serlo»? Fingía, al
contrarío, tener una lealtad de perro ovejero hacia la ciencia. Pero no se
sacrificaba por la ciencia. Quizá lo hiciera algún día, como Thomas.
Quizá algún día estuviera dispuesto hasta a morir por la ciencia. Pero
no moriría absolutamente por la ciencia, sino también por su propia
reputación de hombre de ciencia abnegado.
Ah, Dios ¡Qué especie para gobernar el planeta! ¡Y tan obtusos para
todo lo que no fuese humano! ¡Tan incapaces de entender cualquier otro
tipo de espíritu! (¿No había comprobado acaso el fracaso de Plaxy?). Y
crueles, vengativos. (¿Acaso Plaxy no le había clavado las uñas?). Y
orgullosos. (¿No lo consideraba Plaxy, acaso, en el fondo de su corazón,
«nada más que un perro»?).
Pero qué mundo, de todos modos. Era inútil censurar a los hombres.
Alguien tenía que torturar a alguien. Él mismo no era una excepción,
por supuesto. Nadie era responsable de su naturaleza rapaz. El perro
atacaba al conejo, los microbios al hombre, y el hombre a casi todo,
incluso su propia especie. Pero nadie, aparte del hombre, era realmente
cruel y vengativo. Salvo quizá el odioso gato. Todos luchaban por
mantener la nariz fuera del agua, y respirar una o dos veces más antes
que les faltaran las fuerzas y los otros consiguieran hundirlos. Y allá
arriba los astros, estúpidos, inalcanzables, importantes, que brillaban
para nada. Aquí y allá una mota de planeta dominada también por algún
ser somnoliento. Y aquí y allá, en esos planetas, uno o dos minúsculos y
pobres espíritus que despertaban y se preguntaban para qué demonios
todo, y qué podían hacer. Y luego, trataban de expresarse y fracasaban,
como él ahora. De vez en cuando se consolaban con alguna labor
creadora o la dulce compañía de algún pobre espíritu semejante. De vez
en cuando la unión de estos espíritus, donde se exigía el sacrificio de la
propia personalidad, parecía anunciar una nueva vida. ¡Pero qué
precario era todo eso, qué torturante, y qué fugaz! La vida entera de
esas criaturas era apenas una chispa en la titánica extensión del tiempo.
Y cuando todos los mundos hubiesen estallado o fuesen una masa
congelada, aún existiría el tiempo. Oh, Dios, ¿para qué?
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9
Sirio y la religión
Y, sin embargo, siempre había «algo» extraño que le roía las entrañas,
algo que le decía: «¡Adelante! ¡Eres único! El mundo espera tu obra.
¡Encuentra tu vocación! Te costará sin duda, pero o la encuentras o te
condenas». A veces decía la voz: «La humanidad es la jauría. No eres
como ellos, pero sí para ellos. Y puedes mostrarles un mundo que ellos,
solos, nunca verán». ¿Podría realizar su misión en la música?, se dejó
llevar por fabulosas fantasías. «Sirio el compositor canino. No solo ha
cambiado la música humana, con el oído más delicado del perro.
Además, en sus incomparables creaciones, ha expresado la fundamental
identidad-en-la-diversidad de todos los espíritus, todas las especies,
caninas, humanas o superhumanas».
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durante horas, hasta bien entrada la noche. Como esas horas fueron un
punto crucial en su vida, copiaré el relato que él mismo escribió al día
siguiente, en un estilo ampuloso que refleja muy bien la sinrazón de sus
pensamientos.
¿Por qué? ¿Por qué era todo en un principio una dulce promesa y luego
una amarga frustración?
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Pero de pronto, mientras me paseaba por la habitación, ocurrió algo
extraño. Fue como si en mi desatada imaginación hubiese algo nuevo,
más familiar e íntimo que el olor de Plaxy, más penetrante que el aroma
de las perras, más atrayente que el rastro de un zorro.
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Había una anotación posterior.
Con mucho recelo, Sirio presentó este documento a Thomas. ¿Se reiría
Thomas, o se disgustaría? ¿O lo recibiría con su habitual objetividad
científica, como un dato psicológico más? Sirio nunca conoció en
verdad la opinión de Thomas. El fisiólogo se mostró respetuoso, casi
tímido, y expresó la esperanza de que Sirio no se opusiera a que
copiaran por triplicado el documento «para el archivo del laboratorio y
mostrárselo a algunos amigos, si no te molesta».
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era tosca, y la ejecución vulgar, pero estas imperfecciones aumentaron
la creencia de que aquella música no era más que el símbolo apresurado
de alguna experiencia ulterior. Un poema, aun rápidamente
garrapateado, podía ser sincero. Sacudido por aquellos bárbaros
sonidos, pero fascinado, Sirio se adelantó poco a poco, y entró. El
sacerdote había cerrado reverentemente los ojos. Hablaba en ese
momento con una voz untuosa y complaciente. Con una entonación que
convenía quizá, convencionalmente, al tema de la penitencia, pero que
no revelaba ninguna experiencia interior, afirmó la pecaminosidad de
toda la raza humana, y con voz confiada y aduladora pidió perdón a
Dios y la eterna bienaventuranza para él y su grey. En los bancos, las
espaldas de la congregación inclinada parecían lomos de ovejas en un
corral. Pero el olor, en aquel día caluroso, era demasiado humano.
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encontró aparentemente su solución. Ya no había culpa. No había
motivo de culpa, y eso era todo. Él y los animales humanos descargaban
sus pecados sobre el Cordero, en un tosco éxtasis colectivo. Se hundían
en el espíritu del grupo. Las mentes embriagadas dejaban de pensar con
claridad, de sentir con precisión, y se entregaban a la mentalidad
común, que de algún modo parecía ser mentalidad universal, cósmica;
la unión de todos los espíritus, de todos los mundos. Esto sintió Sirio,
mientras la bárbara melodía le atravesaba el cerebro. Pero, también, el
estruendo de las trompetas, el redoble de los tambores, y el vigoroso
canto humano parecían tan remotos como el aullido de una especie
extraña en la selva. No de este modo —protestaba su mente—, no en el
abandono de todo pensamiento y sentimiento claros, en beneficio del
sencillo calor de la unidad, encontrarás el verdadero espíritu. Solo lo
encontraría, sí, en una exacta y coherente conciencia de sí mismo y los
otros. En las raras veces, por ejemplo, que parecía entenderse con
Plaxy, cuando por debajo de las diferencias descubrían una identidad.
Sí, y también de algún otro modo. Cuando subía con Thomas el
empinado sendero de alguna discusión, Thomas siempre adelante, hasta
que al fin llegaban a algún pináculo desde donde, en apariencia, podían
contemplar, juntos, el universo.
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Experiencias en Londres
Un día Sirio le pidió a Thomas que conviniese una cita con los más
notables religiosos de Cambridge.
Fueron en tren hasta King’s Cross. El viaje fatigó a Sirio, pues no pudo
salir del furgón de equipajes. Pasaron la tarde pasando por los barrios
más prósperos, para edificación de Sirio. En la calle Oxford, la calle
Regent, Piccadilly y los parques, Sirio apreció otra vez el poder de la
raza humana. ¡Qué especie tan sorprendente! Grandes edificios,
interminables torrentes de automóviles, escaparates, un enjambre de
transeúntes con piernas cubiertas por pantalones o sedas. Advirtió en
algunos trajes el olor familiar de las ovejas; los abrigos de piel olían
como las fieras del circo. Sirio quería hacerle muchas preguntas a
Elizabeth, pero temían que la conversación despertara la curiosidad de
la gente.
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té. Luego, mientras ella fumaba, Sirio observó a la concurrencia.
Alguien dijo:
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Enseguida advirtió que la frase podía parecer descortés y miró
rápidamente a Sirio. El perro movió amable y levemente la cola.
Elizabeth había pensado que podían pasar allí un par de días y luego
regresar a Cambridge. Pero Sirio prefería quedarse un poco más, aún
solo, si Geoffrey se lo permitía. Pues había allí tipos humanos que nunca
había visto y dos días eran poco tiempo para empezar a conocerlos. En
un principio Geoffrey mostró escepticismo y hasta desagrado ante el
interés de Sirio por la religión, pero algunas de las observaciones del
perro durante la primera entrevista, traducidas por Elizabeth,
despertaron su interés, especialmente la que se refería al amor como
único centro de la vida religiosa. Esta verdad exigía, realmente, alguna
ampliación. La capacidad de Sirio para la música interesó igualmente a
Geoffrey, que tenía también un temperamento musical y gustaba del
canto. Aceptó pues, calurosamente, la idea de que Sirio se quedase un
tiempo en el East End.
Se convino que Sirio pasaría allí una semana, pero este plazo se alargó
luego. Geoffrey lo presentaba como su perro, y siempre que era posible
lo llevaba con él. No lo acompañaba, naturalmente, cuando había que
ver a algún moribundo, o entrevistar a un concejal. Pero salían casi
siempre juntos, y en el umbral de las casas Geoffrey preguntaba:
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Sirio descubrió muy pronto que no todos recibían del mismo modo a
Geoffrey. Algunos se mostraban suspicaces, o resentidos, y expresaban
su malhumor persiguiendo furtivamente al perro. Para otros, que
respetaban la bondad y sinceridad de Geoffrey, él y su religión eran
supervivencias de un mundo prehistórico. Unos pocos buscaban su favor
fingiendo una piedad convencional. Uno o dos, por quienes Geoffrey
mostraba un especial afecto juguetón, trataban permanentemente de
convertirlo al ateísmo. Los argumentos de ambas partes hicieron dudar
a Sirio de la honestidad intelectual humana, pues su valor era a veces
risiblemente pobre. Parecía como si a nadie le importara realmente la
mera coherencia lógica, y lo esencial fuese mantener una posición. De
todos aquellos hombres, nadie, según Sirio, parecía un «sincero
cristiano», de acuerdo con el sentido que Geoffrey asignaba a estas
palabras, aunque la personalidad del Reverendo influía en muchos.
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significativa. De acuerdo con Geoffrey el objetivo de la huelga era hacer
frente a una injusticia grosera. Sin embargo, la Policía, actuando dentro
de la mayor legalidad, había exhibido una brutalidad innecesaria.
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una gran congregación, y se consideraba un fracasado. No advertía —
pero sí Sirio— que su influencia personal llegaba más allá de la esfera
de su ministerio, y que había revelado a miles de personas la esencia de
la religión, aunque estas no aceptasen el ritual de una doctrina que —
simbólicamente cierta en otra época— no concordaba ya con el espíritu
de los tiempos. Algunos de los más entusiastas admiradores de Geoffrey
eran gente que nunca había concurrido a una iglesia, ni se consideraba
Cristiana. Entre los que asistían a los servicios había unos pocos, por
supuesto, que creían sinceramente en el mito Cristiano, en «la verdad
evangélica». Otros solo sentían, vagamente, la necesidad de alguna
suerte de vida religiosa. Reconocían en Geoffrey un espíritu
verdaderamente religioso, y este les aseguraba que debían incorporarse
al culto comunal. Pero el ejemplo vivo de su amor práctico no se
esclarecía o fortificaba con los servicios. Geoffrey era incapaz de
transmitir a estos servicios su ardiente pasión religiosa, y dudaba, ante
este fracaso, de su propia sinceridad.
—Veo, sé —dijo una vez— que Dios, de algún modo, es amor, y sabiduría,
y acción creadora. Sí, y belleza. Pero no sé, sin embargo, quién es Dios,
si el hacedor del mundo, o el aroma que exhalan todas las cosas, o,
simplemente, un anhelado sueño. Y nadie lo sabe, me parece; ni usted ni
yo, ni nadie de nuestra humilde estatura.
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Sirio había acudido a Geoffrey con la esperanza de encontrar la verdad
religiosa. En Cambridge, a pesar de la abundancia de mentes libres e
inconmovibles, faltaba algo, algo que él necesitaba. Había pensado que
ese algo debía de ser la religión, y había ido a Londres. Y en Geoffrey, en
verdad, la había encontrado. El hombre era, indudablemente, la
encarnación misma de la religión en acción. Pero… pero… no se podía
aceptar la religión del Reverendo sin violar las enseñanzas de
Cambridge, aquella constante lealtad hacia la inteligencia. Era más
fácil, en cierto sentido, aferrarse a la fe y traicionar la inteligencia;
aunque la activa fe de Geoffrey no era muy sencilla. No costaba mucho,
por otra parte, aferrarse a la inteligencia y abandonar la fe, como
McBane, por ejemplo. ¿No había conciliación posible? Sirio creía que sí,
pero para expresar esa conciliación se requería una inteligencia y una
sensibilidad muy superiores a las de quien recorría un solo camino. La
pasión por el espíritu, un alerta modo de vida —fuese cual fuese su
suerte personal—, una pasión despejada de creencias y consuelos, salvo
la alegría de la pasión misma… y todo expresado en actos abnegados,
como los de Geoffrey, esa era la única y verdadera religión. Pero el
pobre Sirio sentía tristemente que la religión era así, para él,
inalcanzable. No tenía coraje suficiente. Carecía de la inteligencia y la
pasión necesarias. Y además… no estaba preparado. ¡Si el espíritu se
apoderara de él, inflamándolo! No, no era realmente inflamable. Una
niebla húmeda le empapaba los tejidos.
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—Mantente detrás de la puerta —rogó—. Es una audacia, y si te
descubren habrá dificultades.
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fieles. La raza humana empezaría así a recibir su mensaje. Les cantaría
algo compuesto por él mismo. Algo bastante inteligible para los oídos
humanos, y aquella gente sencilla. Algo que les ayudara a sentir la
verdad esencial de la religión, y la escasa importancia de los elementos
mitológicos.
Por lo menos para Sirio. La mayoría de los fieles oyó una serie
incoherente de música y ruidos, y, más aún, una suma de elementos
familiares, cómodamente piadosos, o diabólicos.
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En el sermón Geoffrey intentó transmitir a la congregación lo que había
significado para el aquella rara música.
—El cantante —dijo— ha tenido sin duda una experiencia personal del
amor, y lo ha reconocido como absolutamente bueno. Debe de haber
sentido también la presencia del demonio, en el mundo y en sí mismo.
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lobo y el ladrido del perro. ¡Y qué humanidad! Una humanidad donde
imperan Dios y el demonio, el amor y el odio, una astucia nada animal, y
una sabiduría que se confunde con la locura, un fabuloso poder que
frecuentemente no es más que la voluntad de Satanás. —Geoffrey habló
enseguida de los lujos de los ricos y la miseria de los obreros, de
huelgas, revoluciones, y la amenaza de una guerra terrible—. Y, sin
embargo, no desconocemos el amor. En la canción, como en mi propia
experiencia, me parece oír que el amor y la sabiduría triunfarán al fin,
pues el amor es Dios.
—Mi amigo no está de acuerdo con esta parte de mi charla. Pero así me
afectó en verdad su música. —Hizo una pausa y concluyó su sermón—:
Envejezco con demasiada rapidez. No podré acompañarlos mucho
tiempo. Pero cuando me haya ido recuérdenme por este día. Recuerden
que una vez, por la gracia de Dios, pude mostrarles un hermoso
milagro.
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El hombre tirano
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conociese el aspecto más brutal de la raza humana? Si fue así, su
propósito se cumplió satisfactoriamente.
Thwaites había amenazado varias veces a Sirio con su bastón, pero las
enormes dimensiones del perro y la peligrosa expresión de su mirada lo
habían apaciguado. No obstante, su rencor no dejó de aumentar.
Aunque el incidente que provocó la catástrofe no fue un ataque a Sirio,
sino a Roy. Unos días antes de la llegada de Thomas, que se llevaría a
Sirio, hubo ciertas dificultades con unas ovejas que Roy había metido en
el patio. Thwaites golpeó al perro en la grupa. Sirio, furioso, se lanzó
contra Thwaites y lo derribó. Luego, dominándose, retrocedió y miró
cómo el hombre se ponía de pie. Roy desapareció rápidamente de la
escena. Thwaites se gobernaba por un principio muy sencillo: cuando
los perros se mostraban rebeldes había que someterlos con azotes; es
decir, había que azotarlos hasta dejarlos casi muertos. Llamó a su
ayudante.
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enseguida que saldría armado. Corrió a la puerta y se agazapó junto al
muro. Cuando Thwaites pisó el umbral, Sirio dio un salto, derribándolo
otra vez, y tomó la escopeta con los dientes. Los antagonistas rodaron
por el suelo. Thwaites se puso trabajosamente de pie, y trató de disparar
el arma. Salió un tiro, que no dio en el blanco, y luego otro. Sirio soltó la
escopeta. Thwaites metió la mano en el bolsillo y sacó un par de
cartuchos. Sirio saltó, derribó una vez más a Thwaites y le mordió el
cuello apretando con todas sus fuerzas. El sabor de la sangre humana y
el ahogado jadeo del hombre le inspiraron una jubilosa y negligente
furia. En un acto simbólico mataría no solo a Thwaites sino a toda la
raza tiránica. Desde ese día los animales, todos, vivirían naturalmente, y
aquellos advenedizos ya no perturbarían el orden del planeta. Mientras,
perro y hombre se retorcían y forcejeaban. De pronto, el hombre cedió,
soltando a Sirio. Este se calmó, y consideró la situación con mayor
serenidad. Al fin y al cabo, aquella criatura solo expresaba la naturaleza
que el universo había alimentado él. Y lo mismo toda la raza humana.
¿Por qué ese odio? El hedor humano le recordó entonces la fragancia de
Plaxy. El sabor de la sangre, el cuello que con los dientes lo
horrorizaron. Soltó a Thwaites, se apartó, y como un nuevo Caín se
quedó contemplando los débiles movimientos de su hermano no canino.
Fue a la artesa del patio, bebió y se lamió el hocico. Una vez más miró a
Thwaites, ahora inmóvil, con el cuello desgarrado y sangrante. El
apretón del hombre le había dejado el propio cuello dolorido y rígido. Al
imaginar el dolor que debían de haber provocado sus dientes, se
estremeció. Se acercó al hombre. Ya había en él un leve olor a muerte.
No era necesario, entonces, arriesgar la vida y buscar un médico.
Obedeciendo a un repentino impulso, lamió levemente la frente del
hermano asesinado.
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la carretera, donde el coche tendría que aminorar la marcha casi hasta
detenerse, y se escondió entre las malezas de un montecillo. De vez en
cuando pasaba un caminante, o un coche. Al fin oyó el ruido
inconfundible del Morris 10 de Thomas. Dejó cautelosamente su
escondrijo, y miró alrededor. No había nadie. Salió al camino. Thomas
detuvo el coche y descendió con un alegre:
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Sirio granjero
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acariciaba, si ella se lo permitía, con una nueva ternura. Pero esos
momentos eran raros, y terminaban con la atemorizada frialdad de
Plaxy. Le parecía a ella, así me lo dijo mucho después, que en aquellos
extraños y dulces momentos empezaba a alejarse para siempre de su
propia especie. Y embargo, no había en ellos más que inocencia.
—La música de nuestra vida —le dijo Sirio una es un dúo de variaciones
sobre tres temas—. Uno es la diferencia biológica; especie humana y
especie canina. Otro, el amor que ha crecido entre nosotros, a pesar de
las diferencias. En verdad se alimenta de ellas. El tercero, el sexo, que a
veces nos separa biológicamente, y otras nos une en el amor. —Se
miraron en silencio. Sirio añadió—: Hay un cuarto tema en nuestra
música, donde se funden quizá los otros tres. Nuestro viaje por el
espíritu, un viaje que hacemos juntos, aunque estemos en polos
opuestos.
—En estos últimos días hemos estado otra vez separados —dijo—, pero
ocurra lo que ocurra no olvidaré que soy la parte humana de Sirio-
Plaxy.
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y Thomas, interviniendo a veces Plaxy como crítico desinteresado. Sirio
no quería volver al ambiente sutilmente enervante de Cambridge. Era
hora, dijo, de vivir una vida independiente. Creía que podría expresarse
a sí mismo, al menos por un tiempo, cuidando ovejas. Pero para esto
necesitaba un puesto de responsabilidad, y no el de un simple perro
ovejero. ¿Qué se le ocurría a Thomas?
No pasó mucho tiempo antes que Sirio fuese a vivir a Caer Blai. Se
dispuso que dormiría comúnmente en Garth, pues podía cubrir en pocos
minutos el trayecto que separaba las casas. Pero se le preparó en Caer
Blai, para algún caso de urgencia, la habitación que había ocupado la
hija de la casa. Thomas trasladó a la granja los libros que había reunido
Sirio sobre la cría de ovejas, un guante de escribir, y otros materiales.
Sirio llevó además las fajas y cestos que le permitían transportar cosas
y mantener la boca libre. En los primeros días había necesitado de
manos humanas para colocarse los aparatos, pero ahora, con una
mayor habilidad manual y un cierre ingenioso, podía ponérselos o
quitárselos en pocos segundos.
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entender el trabajo y aprender a dirigirlo. La necesidad de contratar
mano de obra humana planteó el problema de las relaciones de Sirio
con el mundo exterior. Thomas, con su fobia a la publicidad, se mostró
hostil a que la gente conociera los verdaderos poderes de Sirio, pero
indudablemente en aquella nueva vida no sería posible seguir fingiendo.
Sin embargo, dijo Thomas, no debía revelarse la verdad sino en forma
gradual. De esa manera la gente reaccionaría mejor. Pugh, en un
principio, mantendría charlas sencillas con Sirio en lugares públicos.
Más tarde haría saber que respetaba el juicio del perro en los
problemas con las ovejas. De ese modo Sirio sería aceptado poco a poco
por los vecinos.
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ansiedad aumentaba al advertir que Sirio —entrando en el juego—
intervenía a veces como el perro fiel que defiende a su ama de amenazas
y ataques. Un día, mientras la señora Pugh trataba ansiosamente de
hacer callar a su marido, este se interrumpió y amenazándola con el
dedo, le hizo un guiño a Elizabeth y dijo:
En verdad, esta fue la época más feliz en la vida de Sirio. Le parecía que
sus poderes supercaninos encontraban al fin aplicación adecuada, y
nunca se había sentido tan independiente. El trabajo lo preocupaba a
menudo, pues, como verdadero novicio, cometía numerosos errores.
Pero era también un trabajo variado, concreto, y —como él decía—
espiritualmente sólido. No le quedaba mucho tiempo para
especulaciones intelectuales, y menos aún para escribir; pero ahora
estas tareas no lo atraían tanto. No obstante se prometió que más tarde,
cuando el trabajo le resultara más fácil, retomaría el hilo de sus
anteriores actividades musicales y literarias.
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admiración hacia su amo canino, que su protesta no pasó de un gimoteo
y un gruñido ocasional.
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supercaninos serían muy útiles. Thomas esperó luego, impacientemente,
varias semanas. Al fin escribió una serie de cartas respetuosas. Le
respondieron que su sugestión corría ya por los rieles de costumbre.
Pero no ocurrió nada. Todos los funcionarios parecían simpatizar con él,
y a veces hasta se mostraban ansiosos por ayudar al gran fisiólogo. Sin
embargo, la vasta y venerable institución no reaccionó. Entretanto, todo
el laboratorio estaba dedicado a producir «eslabones perdidos» para la
guerra. La tarea más interesante, pero menos útil, de producir criaturas
del calibre de Sirio había sido abandonada. Y el sueño más caro de
Thomas, el feto humano dotado de un cerebro supernormal, pasó a ser
una mera fantasía.
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dialécticos, la síntesis suprema». Mientras estuvo en Garth habló mucho
con Sirio de «la lucha de clases», la «igualdad de oportunidades», la
«dictadura del proletariado», y demás. Aunque el comunismo, insistía,
no fuese al fin y al cabo toda la verdad, solo una idea similar podía
ganar la guerra y fundar un orden social tolerable. Los cambios sociales
revolucionarios siempre habían atraído a Sirio, sobre todo desde los
días del East End. Había aceptado entonces, cordialmente, la idea de la
propiedad común de los medios de producción y la necesidad de una
planificación social creadora. Pero ahora que era propietario
consideraba el asunto desde otro punto de vista. —Tu nuevo orden —le
dijo a Plaxy— me inquieta un poco. ¿Piensan fusionar todas las granjas
en establecimientos colectivos? No me parece prudente. Está bien en la
teoría, ¿pero qué harán con las empresas excéntricas como la de
Thomas? ¿Y qué diablos harán con criaturas como yo, si puede
afirmarse que yo haya existido alguna vez? En fin la cuestión principal
es esta: ¿quién hará la planificación? Está bien decir que la hará el
pueblo, pero Dios nos libre del pueblo. Por otra parte la planificación no
será realmente obra del pueblo, sino de una minoría. Una minoría de
demagogos, o patrones. Debería dedicarse a eso la gente más despierta.
La gente despierta hace al fin y al cabo todo lo que importa. Los demás
no son más que ovejas.
—¡No, no! —gritó Sirio—. Lo mismo podría decirse que las ovejas todas
son los amos. Yo, por lo menos, reconozco un solo amo. No a cuarenta y
cinco millones de ovejas de dos patas, o dos mil millones, sino simple y
absolutamente el espíritu.
—El espíritu mismo, por supuesto —explicó Sirio—. El espíritu que obra
en la mente de sus fieles, sus perros ovejeros, la gente despierta.
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Serán solo, en el mejor de los casos, perros ovejeros que han perdido la
razón, o perros ovejeros salvajes. Lobos en fin, dirigidos por otro lobo.
Plaxy tomó con una mano la mandíbula inferior de Sirio y tironeó con
fuerza hacia abajo. Las sierras de marfil se cerraron suavemente sobre
la mano. Perro y mujer jugaron así un tiempo hasta que ella lo soltó,
agotada. Se secó la mano en la chaqueta, protestando:
—¡Viejo baboso!
Sirio advirtió una leve tensión en la voz de su amiga. Hubo una pausa.
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hijos, y lo antes posible. Pero es demasiado pronto. Soy muy joven aún
para entregar mi vida a alguien.
—¿Conoce mi existencia?
—No.
Plaxy tenía los ojos húmedos. Sirio se estiro para tocarle la mano, pero
lo pensó mejor. Al cabo de un rato dijo:
—Pero para eso —replicó Sirio— tienes que ser plenamente Plaxy, y
debes vivir tu vida humana. Oh, sí, lo entiendo. Como eres un ser
humano, y mujer, y vives en Inglaterra, y eres de la clase media, no
puedes contentarte con amantes e hijos ilegítimos. Necesitas un marido.
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«Y quizá tendré que matar a algún descendiente tuyo» murmuró para
sus adentros. Pero recordó enseguida a Thwaites asesinado, y la
imagen, en su dichosa situación actual, le pareció intolerable. Fue como
si de pronto, mientras corría alegremente por la hierba, a la luz del sol,
lo hubiese devorado un pantano. Y, por alguna razón, le pareció que solo
Plaxy podía sacarlo de allí. En un repentino impulso, se lo contó todo.
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Efectos de la guerra
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donde Geoffrey describía la situación de la parroquia, instándola a
colocar algunos niños en adecuados hogares galeses. Geoffrey creía en
la acción individual. Las organizaciones del Gobierno no le inspiraban
confianza, y eludía todo trato con los organismos oficiales de
evacuación.
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decente. Al principio tuvo muchos problemas. Pero al cabo de unas
pocas semanas, la chiquilla y sus hermanitos la ayudaban
orgullosamente a cuidar la casa y el jardín.
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Parecía una locura seguir adelante. Thomas detuvo el coche y se
precipitaron al refugio más cercano. En ese momento estalló una
bomba, y el costado de una casa se precipitó sobre ellos, atrapando al
fisiólogo. Sirio, aunque magullado y herido, estaba libre. Trozos de
mampostería cubrían la parte inferior del cuerpo de Thomas. Este
articuló dificultosamente:
—Sálvate. Por el túnel. Calle abajo. Y luego a Gales. Sálvate, por mí. Por
favor, vete, ¡por favor!
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—Bueno, usted debe de saberlo —dijo Sirio, y se interrumpió
bruscamente, preguntándose si estaría volviéndose loco.
Luego de Thurstastone siguió la costa del estuario del Dee, cruzó las
salinas rumbo a Queensferry, y continuó por carreteras, campos y
páramos hacia el suroeste. Se preguntaba con frecuencia si lo guiaría el
proverbial instinto de orientación de los mamíferos subhumanos, o el
recuerdo de los mapas de Thomas. Los largos tramos de carretera lo
fatigaban. Los automóviles lo preocupaban constantemente, pues los
conductores no trataban de evitarlo. Se imaginaba a la especie de los
tiranos como una unión de hombre y máquina. ¡Cómo odiaba sus
ásperas voces y su brutalidad! Y sin embargo, el día anterior, sentado en
el coche abierto de Thomas, cruzando la llanura de Lancashire, él
mismo se había sentido embriagado por la velocidad y el viento. Su
actual situación le revelaba con mayor claridad que nunca el desprecio
y la perversidad que mostraban los hombres con los «torpes animales»
ajenos.
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hasta que un hombre lo matara? ¿Por qué no? Había vivido así un
tiempo, luego de asesinar a Thwaites; pero el arrepentimiento lo había
devuelto al mundo. Esta vez sería distinto. Era evidente ahora que la
vida tenía muy poco que ofrecerle. Había encontrado donde refugiarse,
era cierto, pero solo gracias a la ayuda y tolerancia del hombre. Y era
un refugio muy estrecho. No permitía que se expresara totalmente. Pero
esta vez no fue el recuerdo de Thomas lo que apartó a Sirio de estas
lúgubres meditaciones, sino el de sus ovejas, que no tendrían pastor.
La bruma cayó pesadamente sobre las montañas. Era la hora del ocaso.
Sirio bajó a tientas hasta un valle pantanoso, y luego dobló el Arenig
Fach. Llegó al pequeño Carnedd Iago, bajó al camino trastabillando en
la oscuridad, y lo cruzó cerca de la cabecera del Cwm Prysor. Dejando a
la izquierda el valle salvaje, llegó a los prados de su hogar. Ahora, aun
en la noche, todas las grietas, todos los oteros, todos los estanques, casi
todas las matas de brezo o pasto le eran familiares. Allí había
encontrado una oveja muerta y un cordero a medio nacer. Allí había
estado sentado con Thomas comiendo sándwiches, en el descanso de
una de las largas caminatas que nunca volverían a repetirse. Allí había
matado una liebre. Pero la oscuridad y la bruma espesa lo demoraban.
Era casi medianoche cuando llegó a Garth. Desde que había salido de
Thurstastone a la mañana, debía de haber cubierto, incluyendo
prolongados extravíos, unos ciento veinte kilómetros. Había hecho gran
parte del trayecto por duras carreteras, o a través de campos
atravesados de vallas.
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Tan-y-voel
Pero libre de la tutela de Thomas, Sirio se sentiría más atado que nunca
a su madre adoptiva.
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Inevitablemente, Elizabeth se sintió más unida aún a Sirio: obra
suprema del poder creador de Thomas, e hijo de ella por adopción. Se
sentía en verdad más cerca de Sirio que de sus propios hijos, que ya no
la necesitaban. Sirio en cambio la necesitaba más que nunca. Una vez lo
encontró tratando de reparar una cerca de alambre con los dientes.
Pero volvamos a Elizabeth. Quizá por lealtad a Thomas, que tanto había
temido la publicidad, trataba por todos los medios que Sirio no hablara
con nadie. Al fin se desprendió de los tres pequeños evacuados, para
dedicar todo su tiempo a las tareas de la granja. Sirio se alegró al
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pensar que contaría con mayor ayuda, pero era también evidente que
Elizabeth se entrometería todavía más. ¿Cómo una mujer que había sido
siempre tan discreta se comportaba ahora de ese modo? Sirio lo
atribuyó al exceso de trabajo y a la pérdida de Thomas. Y quizá también
intervenían aquí los años. Cuando alguno de los hijos volvía a la casa
todo parecía sin embargo más normal. Sirio no se sentía ya la niña de
los ojos de Elizabeth, y podía dedicarse con mayor libertad a sus
propios asuntos.
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más felices y libres que con los hijos mayores. Su muerte la afectó
duramente. Sirio se sintió también muy apenado, no solo por sí mismo
sino también por Elizabeth. La muerta seguía hablándole. Y no la
Elizabeth que acababa de morir, la tensa y difícil Elizabeth, sino la
anterior. Una y otra vez, de un modo siempre nuevo, parecía animar
inteligentemente la inteligencia de Sirio.
—No te devanes los sesos —decía—. Las mentes como la tuya no han
despertado del todo, y no pueden entender. Decidas lo que decidas,
siempre te equivocarás. No creas que aún existo, eso sería falso. Pero
no te ciegues y rechaces la sensación de mi presencia en el mundo.
—He estado pensando en nosotros —continuó ella—. Mamá era muy útil
en la granja, ¿no es cierto?
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Sirio asintió con un movimiento de cabeza y preguntó cómo se las
arreglarían ahora.
—Es encantador. Pero… oh, no sé. En fin, quiero ser yo misma, y eso
significa en este momento quedarme contigo.
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—Lo felicito, señor Sirio, por su esposa. —Plaxy se ruborizó y pareció
molesta. Pugh suavizó la broma añadiendo—: Chiste de viejo granjero,
señorita Plaxy. No quise ofenderla, se lo aseguro.
Todos rieron.
—Quizá no dure —dijo Plaxy—, pero mientras tanto será real. Y es justo.
Tenía que ser así. Seremos ahora un solo espíritu, y para siempre.
Seremos felices, no temas.
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estaba acostumbrada a desnudarse delante de Sirio sin ningún recato.
Pero ahora sintió, de pronto, una curiosa timidez.
Plaxy disfrutaba sobre todo de las expediciones a las colinas, con Sirio y
sus discípulos. Saltando por los helechos el perro parecía un barco
zarandeado por la tormenta, pero muy marinero. Y cuando iba
alrededor, dando órdenes a sus alumnos caninos, era a la vez un
General y su corcel. Cuando una oveja se alejaba, se lanzaba detrás con
el vientre pegado a tierra, como un torpedo.
En esta nueva vida no había casi tiempo para escribir, leer o hacer
música. El contacto con el mundo de más allá de las colinas era mínimo.
En las expediciones a las ferias, Sirio y Plaxy acompañaban al granjero,
ella como ayudante extraoficial. El ajetreo, la confusión de voces
galesas, el balido de los animales, la variedad de tipos humanos y
caninos, el ambiente social de las tabernas, y, por supuesto, la franca
admiración de los jóvenes… Plaxy disfrutaba con todo esto, un
verdadero cambio luego del encierro de la granja.
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vecina cuando necesitaba una herramienta. Entonces Plaxy se arreglaba
y volvía a ser, todo lo posible, la alegre damita. Atravesaba los campos,
acompañada por el enorme animal, envuelta en una honda paz. Con
negligencia y confianza, aceptaba la inevitable admiración de los
jóvenes granjeros y pastores e intuía el desconcierto de los hombres
ante su indefinible singularidad.
Pero al cabo de algunos meses ocurrió algo que destruyó en parte esas
alegrías. Se le sugirió que aunque era muy popular entre algunos
vecinos, otros calificaban de escándalo el hecho de que viviera sola con
el hombre-perro. Desde entonces Plaxy no pudo mostrarse
despreocupadamente en público con Sirio. Y su timidez fomentó aún
más estos salaces rumores.
De acuerdo con las lecturas del joven Reverendo, Plaxy hubiera debido
ruborizarse, ya fuera con inocente modestia o con culpable vergüenza.
Si era en verdad culpable, lloraría lágrimas de amargo arrepentimiento,
o negaría con inconvincente y virtuosa indignación. Pero la conducta de
la joven lo desconcertó. Plaxy lo miró un rato. Al fin se puso de pie, y en
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silencio fue hasta la minúscula despensa. Volvió con unas papas, se
sentó, y empezó a pelarlas mientras decía:
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censura e indignación, y también una cierta ansiedad. ¿No castigaría el
Señor a toda la región por albergar a la pecadora pareja? Todos los
días brotaban nuevos rumores. Algunos decían que habían visto a Plaxy
mientras nadaba, desnuda, en un lago solitario acompañada del
hombre-perro. Esta inocente historia se desarrolló a su debido tiempo y
se transformó en impublicables relatos de retozos en el prado, mientras
se revolcaban al sol antes de bañarse.
Un chico contó que había visto a Plaxy, a través del seto de Tan-y-voel,
desnuda y echada en la hierba, quemada por el sol, «negra como el
carbón», mientras Sirio la lamía de la cabeza a los pies. Los patriotas y
cazadores de espías se pusieron también en movimiento. Se afirmó que
en las cestas de Sirio había un transmisor de radio que informaba a los
aviones enemigos.
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cadencias y cambios de timbre que los seres humanos no advertían
comúnmente.
—No, no —protestó Sirio—. Eres siempre muy humana; pero como eres
también algo más que humana, y yo soy algo más que perro, podemos
elevarnos por encima de nuestras diferencias, franquear el abismo, y
vivir esta unión de opuestos.
Y así con ese lenguaje algo ingenuo que usaba en momentos de mayor
sinceridad, Sirio trató de consolarla. Interiormente, no había en él
ningún conflicto. Amaba a Plaxy con la devoción de un perro y a vez
como a una igual, uniendo así su instinto de lobo y su respeto por el
espíritu.
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Raro triángulo
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molestaba dejarme solo con Plaxy. Temía que la joven desapareciera en
cualquier momento. El hecho de que yo entendiera difícilmente su
lenguaje hacía la situación más incómoda. Aunque con el tiempo llegué
a seguir con relativa facilidad su tosco inglés, en aquella mi primera
visita a Gales me quedaba muchas veces sin entender una palabra,
incluso cuando Sirio hablaba muy lentamente, y repitiéndose. Pero antes
que nos separáramos conseguí, por lo menos, borrar la frialdad inicial,
y demostrarle que no interpretaría el papel de rival celoso. Llegué a
asegurarle que no deseaba interponerme entre ellos.
El día siguiente era domingo, día que los galeses, observan con terrible
estrictez. No podía hacerse trabajo alguno en la granja, salvo alimentar
a los animales, de modo que Sirio estaba libre. Fui a Tan-y-voel, después
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del almuerzo, y encontré a Plaxy en el jardín, con un aire más bien
tímido. Dijo que Sirio había salido y que no volvería hasta la noche. Me
sorprendí, y Plaxy explicó:
—Oh, qué hermoso ser otra vez un ser humano, aunque sea por unas
horas —me dijo Plaxy.
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En mis últimos días de Gales vi al perro con más frecuencia. Ya no nos
evitábamos, y ahora podía entender un poco mejor su lenguaje. Una
mañana, mientras Plaxy ayudaba a la señora Pugh en el establo,
acompañé a Sirio y sus discípulos a los pastizales. Era maravilloso verlo
dominar —con ladridos y gritos para mí incomprensibles— a aquellas
criaturas inteligentes, pero subhumanas. Era también maravilloso ver
cómo los perros, a una orden de Sirio, capturaban una oveja y la
retenían mientras él les examinaba las patas o la boca. Sirio trataba a
veces a los animales con medicinas que sacaba de unas cestas.
Entretanto hablábamos de Plaxy y su futuro, de la guerra y las
perspectivas de la raza humana. La conversación era lenta y difícil, pues
muy a menudo él tenía que repetir sus frases. Sin embargo, poco a poco
nació entre nosotros una auténtica amistad. En el camino de vuelta Sirio
me dijo:
—Si ella y yo tenemos alguna vez un hogar, será también tu hogar, Sirio.
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humanamente los reglamentos. Pero cuando todo parecía arreglado,
hubo un cambio brusco e inexplicable. Sospecho que algún enemigo de
Sirio se encargó de difundir los actos escandalosos, y posiblemente
antipatrióticos, a que se dedicaba —según los vecinos— la rara pareja.
En fin, le dijeron a Plaxy que debía incorporarse. Pugh ofreció
emplearla y pagarle un jornal. Esto era, evidentemente, una solución
amañada. Las autoridades mostraron una suspicacia e inflexibilidad
todavía mayores. Plaxy debía entrar en el Ejército o en los servicios
civiles. Eligió esto último, con la esperanza de que la destinaran a una
de las oficinas del Gobierno que ahora funcionaban en Lancashire o el
norte de Gales.
—Oh, sí, una parte de mí quiere irse —dijo Plaxy—. Pero no soy
realmente esa parte. Mi yo verdadero, la Plaxy real y total, quiere seguir
aquí. La parte que quiere irse es un yo de sueños. Aunque me consuela
pensar que quizás nuestros perseguidores te dejarán tranquilo.
Llegó al fin el día de la partida. Sirio viviría en adelante con los Pugh,
pero volvería a Tan-y-voel cuando a Plaxy le concedieran licencia. A la
mañana Sirio la ayudó en los últimos preparativos, con la cola —cuando
se acordaba— valientemente en alto. Antes que el coche de la aldea la
llevara a la estación, Plaxy hizo té para dos. Se sentaron juntos en la
alfombra, frente a la chimenea, y bebieron en silencio.
Se oyó la bocina del taxi, que subía rugiendo por la carretera. Plaxy
suspiró profundamente y dijo:
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—Pase lo que pase —dijo—, hemos vivido estos meses. Nadie podrá
quitárnoslo.
El taxi se detuvo ante la puerta del jardín, y se oyó otra vez la bocina.
Plaxy besó a Sirio, se puso de pie, se echó el cabello hacia atrás, tomó
las maletas, y salió. Sentada en el auto, se asomó por la ventanilla, y
dijo solamente:
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Proscrito
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Pugh despidió a la muchacha, pero descubrió que no tenía con quien
sustituirla. Los rumores se habían extendido demasiado, y ninguna
muchacha se atrevía a arriesgar su reputación trabajando en Caer Blai.
Unas semanas más tarde, Plaxy recibió un telegrama de Pugh que decía:
«S.O.S. SIRIO LOCO». Uno de los superiores de Plaxy, que la estimaba
particularmente, le consiguió una licencia. Un par de días después, la
joven llegó a Caer Blai, cansada y consumida por la ansiedad.
Pugh le contó una historia inquietante. Luego del incidente con Parry,
algo cambió en Sirio. Trabajaba como de costumbre, pero después del
trabajo evitaba, todo contacto con los hombres, se retiraba a los
páramos y se quedaba allí, a menudo hasta el día siguiente. Se mostraba
torvo y quisquilloso con todos los seres humanos, excepto los Pugh. Al
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fin un día le dijo a Pugh que había decidido abandonar la granja. Nadie
dañaría así los rebaños y cosechas.
—Me miraba —me dijo Pugh más tarde— como una liebre que se
encuentra con un armiño.
Cuando Pugh dejó de hablar, Plaxy insistió en que iría a dormir a Tan-y-
voel.
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Plaxy llegó en la oscuridad, a tientas, hasta Tan-y-voel, encendió el fuego
en la cocina y se puso sus viejas ropas de trabajo. Preparó té, comió
unos bizcochos y removió el fuego. Así a la mañana se vería el humo.
Luego salió. Se encaminó hacia los páramos por una senda familiar, y
varias horas más tarde llegó al sitio donde en otro tiempo había
encontrado a Sirio con el pony . El cielo empezaba a aclararse en el
este. Plaxy llamó, canturreando el nombre de Sirio con la acostumbrada
nota musical que usaba desde la infancia. Llamó una y otra vez, pero no
hubo respuesta. Nada, aparte unos tristes balidos y un lejano y
ondulante gorjeo. Siguió caminando hasta que el sol salió por Arenig
Fawr. Entonces registró cuidadosamente el páramo, volvió al sitio del
pony , y al fin encontró unas huellas de perro. Se inclinó, las estudió
ansiosamente, y encontró otras. En una, una pata trasera izquierda,
descubrió lo que buscaba. La marca del dedo exterior era levemente
irregular, y mostraba una pequeña herida que Sirio tenía desde
cachorro. Plaxy se sorprendió llorando. Se quedó allí un rato,
enjugándose las lágrimas, y luego se desabotonó el abrigo y sacó una
punta de la vieja blusa de cuadros azules y blancos. Con la navaja que
en otro tiempo había usado para recortar las pezuñas de las ovejas
descosió el dobladillo y arrancó un cuadradito que dejó junto a la
huella. La visión monocromática de Sirio no percibiría el color, pero
podría distinguir desde lejos el claro dibujo de los cuadros. Además, la
tela retendría el olor del cuerpo humano, y Sirio lo reconocería
enseguida.
Plaxy erró otra vez por el páramo, recurriendo con frecuencia a unos
binóculos de campaña que yo le había regalado, para que la ayudara a
buscar las ovejas. (Al elegir el regalo subrayé quizá, inconscientemente,
el poder de la visión humana, más precisa que la de cualquier perro). Al
fin la fatiga y el hambre la hicieron volver a Tan-y-voel. Preparó té
nuevamente, comió el resto de los bizcochos, se puso unas ropas más
elegantes, y fue a la aldea. La gente la miraba. Algunos la saludaron
cordialmente. Otros apartaron la vista. La elegancia de sus ropas bastó
para que algunos enemigos la trataran respetuosamente, pero unos
jóvenes le gritaron algo en galés y se rieron. Fue a la comisaría, donde
se reunían ya los que irían en busca de Sirio. Su viejo amigo, el policía
de la aldea, la llevó a una habitación apartada y la escuchó con pena.
—No, es más que un animal, señorita Plaxy, ya lo sé. Pero a los ojos de
la ley es solo eso. Y de acuerdo con la ley hay que eliminar a los
animales peligrosos. He demorado esto todo lo posible, pero nada más
puedo hacer.
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Desesperada, Plaxy sugirió:
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Acongojada, Plaxy corrió también a los páramos. En el pantano del
pony faltaba el trozo de camisa, y había otras huellas de perro,
recientes. Pero Plaxy no pudo decidir si eran o no de Sirio. Dejó otro
trocito de tela y fue al barranco, examinando con sus anteojos de
campaña las colinas y valles. Alcanzó a ver en una ladera a dos
hombres armados de rifles. Brillaba el sol, el viento soplaba del
noroeste, y era difícil pasar inadvertido. Pero los páramos eran muy
extensos, y los que buscaban, pocos.
El perro movió la cola entre las piernas, pero mostrando siempre los
dientes. Plaxy avanzó otra vez, y Sirio retrocedió todavía más. Al fin
Plaxy se desmoronó. Cubriéndose el rostro con las manos, se dejó caer,
llorando. Pero aquella pena impotente obró el milagro. Sirio se acercó,
arrastrándose, no pudiendo decidir entre el cariño y el miedo, hasta que
al fin llegó junto a ella y le besó la mejilla. El olor de Plaxy lo despertó.
Mientras ella seguía inmóvil, echada en el suelo, temiendo que cualquier
movimiento lo ahuyentase, Sirio le metió el hocico bajo la cara. Plaxy se
volvió y dejó que la tibia lengua del perro le acariciara la mejilla.
Aunque el aliento de Sirio tenía la fetidez de un animal salvaje, y el
recuerdo de sus recientes crímenes le repugnaba, Plaxy no se movió.
Sirio dijo al fin:
—¡Plaxy! ¡Plaxy!
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—Nos iremos de aquí —dijo Plaxy en un momento—, y criaremos ovejas
en Escocia.
Le cerró la boca con una mano, mientras lo retenía con la otra. Los
pasos resonaron ante la madriguera, y luego se alejaron. Al cabo de un
rato, Plaxy soltó a Sirio y le dijo:
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unos pasos, escudriñando el paisaje, sintió necesidad de hacer aguas. Se
acuclilló en el brezal y entonó suavemente la melodía que ambos habían
unido desde la infancia a esa operación. Pensó que Sirio respondería
con las antiestrofas adecuadas, pero el perro guardó silencio. Plaxy lo
llamó entonces varias veces. No hubo respuesta. Repentinamente
alarmada, corrió y vio a Sirio fuera de la madriguera, husmeando el
viento. Tenía la cola erguida y el lomo erizado. En ese momento
apareció otro perro, y Sirio, con un rugido que resonó entre las colinas,
se precipitó contra el intruso. Este volvió grupas, perseguido por Sirio.
Ambos desaparecieron detrás de una colina. Se oyó el salvaje ruido de
una pelea, luego voces humanas, un disparo, y un aullido canino. El
horror inmovilizó a Plaxy.
Oculta tras una roca, Plaxy atisbó a los dos hombres. Estos se
acercaron a examinar el perro muerto y luego siguieron valle abajo.
Cuando se perdieron de vista, Plaxy buscó a Sirio por los alrededores.
Al cabo de un rato regresó a la madriguera, con la esperanza de que
hubiese vuelto. No estaba allí. Vagó entonces entre las sombras,
llamándolo a veces suavemente. Oyó a lo lejos el gemido de las sirenas.
Los reflectores horadaron las nubes con sus dedos luminosos. Un
instante después un avión pasó zumbando hacia el norte, y enseguida
otro, y muchos más. Se oyeron unos disparos distantes, y luego un
estruendo. Agotada, Plaxy se internó aún más en el páramo, llamando
de cuando en cuando al perro.
Al fin, casi a sus pies, oyó un leve ruido. Se apartó y vio a Sirio tendido
en la hierba. El extremo de la cola azotaba débilmente el suelo,
saludándola. Plaxy se arrodilló. Le acarició el cuerpo y advirtió que
tenía el flanco húmedo y pegajoso. Uno de los últimos tiros había dado
en el blanco, aunque el hombre solo había notado que el perro no se
detenía. El animal, mal herido, había corrido tambaleándose hacia las
montañas, pero el dolor y la pérdida de sangre lo habían derribado.
Plaxy recurrió al equipo de primeros auxilios que había llevado siempre
en sus búsquedas, le puso una gasa en la herida, y le envolvió el cuerpo
con una venda.
—Pero, querido —dijo Plaxy—, tenemos que llegar a casa antes que
amanezca. Sirio gimió otra vez débilmente, y pareció decir:
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—Muriendo… quédate… querida… Plaxy —y luego con más claridad—:
Morir… es muy… frío.
Recordó que unas horas antes, con una apresurada felicidad, había
cantado para Sirio, y que él había callado. El recuerdo la abrumó. Sirio,
que había estado tan cerca, parecía ahora tan remoto como un común
antepasado mamífero. Jamás volvería a cantarle.
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los espíritus que despiertan en la Tierra o las más lejanas Galaxias. La
oscuridad misma de la música estaba iluminada por eso que Sirio
llamaba «color», la gloria que él nunca había alcanzado. Pero que
ningún espíritu sin duda, ni canino ni humano, había visto alguna vez
claramente. La luz que nunca brilló sobre la tierra o el mar y que, sin
embargo, algunas mentes vislumbran.
Y mientras Plaxy cantaba, una aurora roja cubrió el cielo del este, y
muy pronto el sol envolvió en sus llamas a Sirio.
FIN
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OLAF STAPLEDON nació en 1886 en Merseyside, Inglaterra, pasó gran
parte de su niñez en Egipto. Cursó sus estudios en la Abbotsholme
School y en Balliol, después, dio clases en la Manchester Grammar
School. Siguió un período como tutor, dando clases por todo el Noroeste
del país. En la Primera Guerra Mundial sirvió tres años en la
Friends’Ambulance Unit, unidad adjunta al ejército Francés.
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En su obra más conocida, Hacedor de estrellas , desarrolla la historia
del universo desde su principio hasta su fin. Describe civilizaciones
galácticas, guerras interplanetarias, y especula brillantemente acerca
de la creación.
Murió en 1950.
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