Pastoralidad y Aggiornamiento en Vatican
Pastoralidad y Aggiornamiento en Vatican
Pastoralidad y Aggiornamiento en Vatican
Introducción
En los años que van de 1962 a 1965 se llevó a cabo en Roma un evento que reunió a
infinidad de obispos católicos del mundo, a teólogos, auditores, y a observadores de otras
religiones. Se trata de uno de los acontecimientos religiosos más importantes del siglo XX
y uno de los fenómenos más significativos de la historia reciente por las repercusiones que
tuvo en los campos de la religión, la cultura, la política y la sociedad.
El Papa Pablo VI, lo definió como “el concilio del diálogo”, dado que fue una
asamblea episcopal de primera magnitud que renunció a los anatemas y condenas de los
concilios anteriores –sobre todo Trento y Vaticano I– e inició un proceso de diálogo
multilateral. Primero dentro de la Iglesia católica, propiciando el encuentro entre diferentes
tendencias que lograron ponerse de acuerdo para aprobar las constituciones, declaraciones y
decretos conciliares, y luego al exterior de la Iglesia, abriendo un diálogo extensivo con las
religiones monoteístas, con las religiones orientales no cristianas y con el mundo moderno.
A decir verdad, el Vaticano II fue un evento que marcó el final todo un proceso de
intentos de restauración eclesial y que, a la vez, puso las bases para el reconocimiento de la
autonomía de las realidades temporales, incorporando a la doctrina social de la Iglesia la
teoría de los derechos humanos y la defensa de la libertad religiosa como derecho
inalienable de la persona. Su intención no fue la de condenar el mundo moderno, sino
abrirse a él en actitud de colaboración. Tampoco fue un Concilio que quiso definir nuevos
dogmas, tan sólo buscó proponer el cristianismo como oferta de sentido a los hombres y
mujeres de su tiempo y presentarlo en un lenguaje adecuado para su mejor comprensión.
Hoy día podemos ver el impacto que tuvo y sigue teniendo este evento en el horizonte
del cristianismo actual. Esto se debe no sólo a la novedad en su proceder y en los
documentos que de él emanaron, sino a su propuesta para la tarea de evangelización, es
decir su “enfoque pastoral” y su deseo de “aggiornamento” (proceso continuo de
actualización), con un estilo y lenguaje particulares. Aspectos que abordaremos en este
trabajo, a fin de subrayar ese espíritu que impulsó a Juan XXIII en el afán de búsqueda y
renovación de la Iglesia; espíritu tan necesario y actual en la misión evangelizadora.
1
aislamiento frente a la sociedad y el peso de los anatemas. Este rasgo característico
corresponde a una impronta recibida del Papa Juan XXIII y de algunos teólogos
involucrados en el evento conciliar.
Muchos estudiosos podrán objetar que el estilo “pastoral” que se le atribuye al
Concilio Vaticano II, en sentido estricto, tiene su origen siglos atrás. Pero hemos de
reconocer que, desde que Giuseppe Roncalli fue nombrado obispo de Venecia y luego
Pastor Supremo del catolicismo, el uso de este término se hizo más frecuente y más cargado
de sentido en el ambiente cristiano. De hecho, el propósito que caracterizó al Vaticano II
fue “lo pastoral”, así lo señaló el “Papa Bueno” en el discurso conciliar de apertura:
“Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro [patrimonio doctrinal], como si
únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y
sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo […]. La tarea principal de este Concilio
no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la
Iglesia […]. Para eso no era necesario un Concilio. El espíritu cristiano y católico del
mundo entero espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una
formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad
a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de
investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la
substancia de la antigua doctrina, del “depositum fidei”, y otra la manera de formular
su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta ateniéndose a las normas y exigencias
de un Magisterio de carácter predominantemente pastoral”.1
1
Juan XXIII, Gaudet mater ecclesia (Discurso de apertura de la primera sesión del Concilio), 11.X.62,
Roma, no. 14.
2
Cfr. Alberto Anguiano García, La Nueva Evangelización. La misión de la Iglesia después de Vaticano II, no.
2
Cfr. Alberto Anguiano García, La Nueva Evangelización. La misión de la Iglesia después de Vaticano II, no.
5, año 41, Vida Pastoral, México 2013. También pueden revisarse las palabras de Pablo VI que se hacen eco
en su Exhortación Apostólica Postsinodal Evangelii Nuntiandi, 8.XII, Roma 1975, no. 52.
3
Tengamos en cuenta que también el Papa Pablo VI tuvo presente el carácter pastoral del Concilio. Al poner
en marcha la segunda sesión del Vaticano II, el 29 de septiembre de 1963, Montini (Pablo VI) perfiló el
evento como un proyecto de reforma que debía partir de una más clara conciencia del ser y quehacer de la
Iglesia. En su Discurso de apertura mostró un escalonado programa de cuatro definidas tareas de tinte
pastoral: “[He aquí] los fines principales de este Concilio: a) el conocimiento, o si se prefiere de otro modo, la
conciencia de la Iglesia; b) su reforma; c) la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos; y d) el
coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo”. Se puede ver en estas palabras la impostación pastoral
de sus planteamientos, que afectarán definitivamente la cuestión eclesiológica.
2
Esta identificación apareció en el Concilio desde sus inicios. Los primeros síntomas
los vemos reflejarse en el seno de la Comisión Central Preparatoria, sobre todo en varias de
las respuestas enviadas el verano de 1962 por los obispos que estaban descontentos con los
esquemas preparatorios previos. En ellas se insiste en la naturaleza “eminentemente
pastoral” del Concilio, según el criterio dado por el pontífice, para reconducir la Iglesia al
modelo de los primeros siglos.
Valga recordar también que en la primavera de 1962 la Note preliminaire presentada
al Papa por el Cardenal Suenens estaba toda ella impregnada de esa instancia “pastoral”.
Así lo expresan sus palabras finales: “Que el Concilio sea, por excelencia, pastoral, es
decir, apostólico”.4
No podemos negar que, una vez que fueron acogidas con entusiasmo las
orientaciones pastorales de Juan XXIII, el Concilio encontró graves dificultades para
traducirlas en propuestas concretas. Evidentemente, no estaba preparado para atender un
propósito tan desatendido, sobre todo a lo largo de los últimos siglos. Aun así, la
superación de la concepción del cristianismo como suma de “doctrina” y “disciplina”
constituye un significativo avance, ya que introduce una sustancial reconsideración para el
cambio de la Iglesia.
Ahora bien, ¿qué hay respecto al concepto de aggiornamento? Pese a la dificultad de
una rigurosa determinación conceptual, el perfil hermenéutico del término
“aggiornamento” está estrechamente vinculado al de la “pastoralidad”. El aggiornamento
se ha entendido a veces como reforma, cuando lo que quería realmente indicar era una
actitud abierta de disponibilidad y de búsqueda. Hoy, luego de los estudios especializados
sobre el término en una variedad de obras, sabemos que lo que el Concilio pretendía era
que la Iglesia se comprometiera sin reservas a realizar una nueva inculturación de la
Revelación cristiana dentro de las nuevas formas de la cultura contemporánea.5
Aggiornamento es, pues, la consigna que el Concilio Vaticano II da a la Iglesia, no
para una reforma institucional o para una nueva formulación doctrinal, sino para poner el
testimonio del anuncio evangélico en clara sintonía con los “signos de los tiempos”.6
El Concilio afrontó explícitamente la problemática del aggiornamento en la redacción
de todos sus documentos, pero de manera particular en dos de ellos: la Constitución Lumen
gentium y el Decreto Unitatis redintegratio. Ahora bien, si se analizan las decisiones
conciliares se ve que son insuficientes para conseguir el objetivo que el Vaticano II se había
propuesto en orden a la “contemporaneización” de la Iglesia. Lo que sí logró el Concilio,
primero como acontecimiento y después en el corpus de sus decisiones, fue una nueva
aportación para la recomposición de la unidad de la fe y de la Iglesia. Una recomposición
4
Cfr. Léon Joseph Suenens (traducción de Miguel Montes), El Concilio de Juan XXIII en las memorias del
Cardenal Suenens, Cultura y Espíritu Popular, Valencia 2000, p. 255.
5
Vicente Botella Cubells, El Vaticano II en el reto del tercer milenio. Hermenéutica y teología, Editorial San
Esteban, Salamanca 2016, (sobre todo las páginas: 60-74).
6
La tarea principal que Juan XXIII asignó al Vaticano II consistió en la distinción entre el depósito de la fe y
su formulación o expresión. El criterio último del aggiornamento o puesta al día no puede ser la mera
adecuación a las peculiaridades de una situación dada. Se trata, por el contrario, de una renovación y puesta al
día de prácticas, doctrinas y esquemas de pensamiento anquilosados. Estas fueron unas de sus palabras que
acentúan la perspectiva del concepto aggiornamento: “Una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las
verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse
gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de
carácter prevalentemente pastoral”. Santiago Madrigal, “Vaticano II: el espíritu del acontecimiento y la letra
conciliar”, en: XXVIII Curso de Teología, Universidad Cantabria, Santander 2012, p. 9.
3
en el sensus “misterio de comunión”, que es la base de aquello que luego se utilizaría de
continuo como “pueblo de Dios”. Además, el Concilio puso las premisas para superar el
“eclesiocentrismo”. Sobre este fondo, el reconocimiento de la soberanía de la Palabra de
Dios (Dei verbum) y de la inviolabilidad de la conciencia (Dignitatis humanae) permitió
que la Iglesia, a la luz de la Revelación evangélica, centrara su reflexión sobre los datos
constitutivos del hombre, llevando a las comunidades cristianas a un ejercicio responsable
de sus carismas, a fin de adoptar la forma de fraternidad más idónea, de acuerdo con su
propia conciencia evangélica (inculturación).
7
Cfr. Muriel du Souich, “L´Eglise se met à jour”, en: Vatican II d´hier à aujourd´hui, La Croix, Hors-série,
Bayard Presse, France, Novembre 2009, p. 8. También téngase en cuenta el texto de: Stephen Schloesser,
“Against forgetting: memory, history, Vatican II”, en: Theological Studies no. 67, Santa Clara California,
2006, pp. 275-319.
4
Hermenéuticas y tensiones emanadas del Concilio
El reconocimiento del Vaticano II como un acontecimiento, plantea el problema de elaborar
criterios hermenéuticos propios para su comprensión y significado. Para ello hemos de
acudir a criterios complementarios, más que a un criterio único, evitando caer en el peligro
de una reducción monodimensional del dinamismo polimorfo que caracterizó al Concilio.
Expongo a continuación algunos criterios hermenéuticos clave que hemos de considerar:
a) Diversas interpretaciones del Concilio: después de la conclusión del Concilio,
cristalizaron algunas vías de lectura de su significado, todas ellas más de aspecto ideológico
que historiográfico. La lectura más radical es la integrista, que ve el Vaticano II como
dominado por el maximalismo y, por tanto, como cesura de la continuidad de la tradición
católica post-tridentina. El punto de vista de quienes hacen esta lectura es que el Concilio
fue un error.
Otra interpretación es la de quienes conciben el Vaticano II como el reverso del
magisterio católico anterior a 1960. Esta interpretación reconoce que el Vaticano II cerró
una época ya superada, pero que continuó siendo eurocentrista y dogmatizante. Quienes
mantienen esta visión colocan como ejemplos de esta superación de época a los
movimientos del 68, acontecidos en diversas partes del mundo, y a la aparición de la
“teología de la muerte de Dios”.8 El punto de vista de quienes sostienen esta interpretación
es que la Iglesia debe propiciar el advenimiento del Vaticano III.
Para otros intérpretes, el Concilio, carente del peso de las definiciones dogmáticas y
de los anatemas, fue un evento débil, menos impactante que los que se habían realizado en
el pasado. Según esta interpretación, el predominio de lo pastoral sitúa al Vaticano II en
niveles inferiores con respecto a los Concilios de Trento y Vaticano I. Desde esta
perspectiva, el desarrollo incierto y tortuoso del Vaticano II ha sido la causa de las
dificultades que Roma ha tenido para la recepción del mensaje y el control del impulso
generado por el propio concilio.
Finalmente, hay quienes proponen extender al Vaticano II la categoría de evento de
transición, una propuesta que va en sintonía con el pontificado de Juan XXIII. Es decir,
conciben un Concilio de transición para sacar a la Iglesia de la época tridentina –y
obviamente de la constantiniana– y para abrirla a una nueva era. Esta última postura –en la
cual convengo– afirma que los grandes concilios siempre han tenido una recepción más o
menos larga y trabajosa, después de su conclusión.9
b) Algunas tensiones y contradicciones: es importante también el dato de que la
interpretación y la recepción del Concilio ha sido objeto de debates e incomprensiones. En
los años transcurridos después de la clausura de Vaticano II, se han detectado dificultades y
se han originado polémicas, cuyos costos han sido demasiado altos y escasamente
fecundos. Después de la comunión lograda durante la celebración del Concilio, se han
manifestado síntomas preocupantes de un retorno al individualismo o de un rechazo total a
la nueva Iglesia postconciliar.
8
Algunos teólogos que destacan en el polémico movimiento de la “Teología de la muerte de Dios” son:
William Hamilton, Thomas Altizer, Paul van Buren y Gabriel Vahanian. El libro con más éxito de dicho
movimiento teológico lleva por título “Teología radical y la muerte de Dios”, publicado en 1966. Cfr. Juan
G. Bedoya, “William Hamilton, teólogo de la muerte de Dios”, en: Periódico El País, Madrid, con fecha del
23 de marzo 2012.
9
Cfr. Stephen Schloesser, “Against forgetting: memory, history, Vatican II”, en: Theological Studies, no. 67,
Santa Clara California, 2006, pp. 275-319.
5
La más grave referencia al Concilio hasta la fecha ha sido la falta de una lectura
creativa y enriquecedora en la fidelidad, más a nivel pastoral que de magisterio. Hay
quienes colocan la responsabilidad de esta situación a la esterilidad del Concilio mismo, y
otros más la atribuyen a las lecturas fragmentarias que prefieren subrayar las
contradicciones más que las líneas de fuerza. Por cierto, la prevalencia de una hermenéutica
“defensiva”, hija tal vez de una teología barroca, ha provocado algunas polémicas en los
años más recientes, sobre todo en lo que toca a la proposición del número 8 de la
Constitución Lumen gentium, según la cual la única Iglesia de Cristo subsistit in Ecclesia
catholica (permanece en la Iglesia católica), y también la Declaración Dominus Iesus, sobre
la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, que ha causado
tensiones a partir del año de su publicación (2000).
10
La época que va del postridentino a la época anterior al Vaticano II, la mayoría de los teólogos
desempeñaron su labor como profesores en las universidades católicas, en seminarios mayores, en facultades
de teología o estaban dedicados a la investigación en conventos o en escuelas (sobre todo bíblicas y
teológicas). Algunos teólogos de la segunda parte del siglo XX comenzaron a mostrar interés en temas como
el diálogo ecuménico e interreligioso; comenzaron a relacionar la teología con la historia humana (por
ejemplo M. D. Chenú) o a reflexionar sobre algunos temas considerados hasta este momento como
“profanos”; tal es el caso de la economía, las ciencias exactas, la política, el cuerpo humano, el poder, el sexo,
etcétera. Véase el texto: Gustave Thils, Théologie des réalités terrestres, Desclée de Brouwer, II Volumen,
Bruges 1946-1949.
6
los preocupantes síntomas involutivos, puestos de manifiesto en los últimos años del
Pontificado de Pacelli, fuesen eliminados de raíz.
A la luz de todo esto, es como hay que evaluar el alcance y los límites de las
contribuciones conciliares. Como decíamos anteriormente: el Vaticano II es un punto de
partida y, a la vez, un punto de llegada. La misma Asamblea conciliar propuso el modelo
hermenéutico y dinámico que había de configurar sus propias decisiones. En este sentido,
las adquisiciones de la “eclesiología de comunión”, formuladas por la Constitución
Sacrosanctum Concilium primero y la Lumen gentium después, han hecho posible los
sucesivos desarrollos. Así, el Decreto Unitatis redintegratio, la declaración Dignitatis
humanae, y también el Decreto Ad gentes, contienen propuestas que recogen la
remodelación llevada a cabo por el Concilio.
Lo que ocurre es que no siempre se han seguido, de forma coherente y consecuente,
las orientaciones conciliares. En efecto, cinco decenios transcurridos desde la clausura del
Vaticano II dan la impresión de que existen inercias y hasta verdaderas omisiones.
11
Carlos Casale Rolle, “Wolfhart Pannenberg y el reto de la Modernidad: pensar a Dios y al hombre desde la
mediación”, en: Teología y Vida, UCA, vol. XLVII, no. 1, Santiago de Chile 2006.
12
Estas orientaciones fueron señaladas por Giuseppe Alberigo en su artículo: “Il Vaticano II e la sua eredità”,
Revista Il Regno, no. 40, Sacro Cuore, Bologna 1995, pp. 573-581.
7
e impersonal abrió el camino a la teología como producto de escuela, separada de la vida de
la Iglesia. De aquí procede la concepción de la Iglesia como institución doctrinal y
disciplinar que se atribuye la custodia y la defensa de la “verdad”.
Después de la ruptura de la “comunión eclesial” en el cristianismo occidental, cada
una de las iglesias ha marcado el territorio de su propia “verdad” teológica, desmarcándose
del resto. Se llegó así a una visión anquilosada del cristianismo y de la misma Iglesia, que
enfatiza los factores doctrinales y el orden jurídico-institucional, o que los considera, al
menos implícitamente, como coextensivos a la fe y a la Iglesia, hasta el punto de convertir
las formulaciones doctrinales en el ser mismo de la Iglesia.
El Vaticano II trató de superar esta acepción monolítica de la “verdad” cristiana,
reconociendo que el criterio de autenticidad de la verdad es la persona misma de Jesucristo,
en todo el espesor de su misterio.
En este contexto, los criterios dados por el Vaticano II sobre el ecumenismo
(principalmente con su Decreto Unitatis redintegratio) intensifican aún más esta visión,
inteligente y fiel, de la “verdad” cristiana. Y lo mejor, es que se hace un llamado a la Iglesia
a exponer la fe católica con más profundidad y con más rectitud, para que tanto por la
forma como por las palabras pueda ser cabalmente comprendida también por aquellos que
no pertenecen a la Iglesia católica.13
La opción conciliar –basada en la centralidad y la soberanía de la Palabra de Dios–
está estrechamente unida con lo que hemos ido diciendo hasta ahora. Sin embargo, en la
mayoría de los casos ha sido superficialmente entendida como una “concesión irenista”
hecha a los hermanos de la Reforma14 y no ha recibido la atención y los desarrollos que
merecía. Por lo demás, sigue existiendo un habitual distanciamiento entre la exégesis y la
teología, mientras que en el plano pastoral afloran aún recelos y distanciamientos que tratan
de evitar el contacto directo de los fieles con la Biblia. En otras palabras, la reapropiación
vital de la Palabra de Dios por parte de la Iglesia y de la teología católica es todavía “más
afectiva que efectiva”.
b) El misterio trinitario y la función del Espíritu: en el momento mismo de la
conclusión del Concilio, ya se hizo observar que la dimensión trinitaria y la pneumatológica
habían quedado marginadas. Era un reparo más que justificado, si nos referimos al corpus
de las decisiones del Vaticano II, aunque es cierto que el Concilio mismo, en su anuncio y
durante su desarrollo, estuvo siempre presidido por una constante referencia al Espíritu
Santo.
Es significativo, en este sentido, que Juan XXIII subrayara “la necesidad de un nuevo
Pentecostés”, capaz de renovar la faz de la tierra. Así, en la alocución solemne del 8 de
diciembre de 1962 y en la clausura del primer período, el Papa afirmó textualmente que “el
Concilio era un verdadero Pentecostés, cuyo objetivo era hacer florecer la riqueza interior
de la Iglesia. Roncalli era bien consciente del sentido histórico y teológico de este nuevo
Pentecostés y de la necesidad de que la Iglesia se abriera a una renovación profunda, para
poder presentar al mundo contemporáneo el mensaje evangélico con la misma fuerza y la
inmediatez que caracterizaron el Pentecostés originario.
13
Cfr. Decreto Unitatis redintegratio (Vaticano II – sobre el Ecumenismo), nn. 10, 11 y 12.
14
Téngase en cuenta que el mismo Concilio Vaticano II condenó el Irenismo en el número 11 del Decreto
Unitatis redintegratio diciendo: “No hay nada tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo que daña la
pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino y cierto”. Lo cual nos lleva a comprender que la
búsqueda de consenso, de diálogo, y de espíritu ecuménico, muchas veces termine en simple apariencia de
comprensión y reconciliación, disminuyendo así la verdad y autorizando el error o la superficialidad.
8
La exigencia de una reposición de la pneumatología es inmanente a la concepción
conciliar de la Iglesia. Una concepción que, si logra superar los límites cristomonísticos,
típicos de la Mystici corporis, deberá basarse en el redescubrimiento de la función del
Espíritu. No obstante, es lícito considerar la falta de este desarrollo debido a la debilidad
que agobia la eclesiología postconciliar.
c) La concepción de la Iglesia: en los últimos años se ha intensificado el papel de la
koinonía, sobre todo por iniciativa de los movimientos ecuménicos. Esto se debe, en gran
parte, a la concepción post-conciliar de la Iglesia, concebida como “Pueblo de Dios
itinerante”, guiada por el único Pastor y bajo la inspiración de un solo Espíritu, que está
siempre en situación de “aggiornamento”, según el criterio del servicio.
No obstante las significativas actualizaciones eclesiológicas existen aún muchos
callejones sin salida. El principal, a mi juicio, es la necesaria superación del
“eclesiocentrismo”. Esto implica no sólo el ocaso de la hegemonía de la eclesiología, sino
sobre todo el redescubrimiento de otras dimensiones de la vida cristiana y de fe. Es decir,
hay que modificar el orden de prioridades, abandonando la referencia unívoca a las
instituciones eclesiásticas, a su autoridad y a su eficiencia como centro y medida de la fe y
de la Iglesia, y reconocer el valor del sensus fidei (el sentido de la fe de cada cristiano) y el
sensus fidelium (sentir de los fieles en comunidad), así como la riqueza de los “signos de
los tiempos”, en lugar de la lógica interna de las instituciones, guiadas más por el poder que
por la exousía (libertad de acción, capacidad de actuar).
Un relevante elemento de novedad, enunciado en la Constitución sobre la Liturgia
(Sacrosanctum concilium) y después repetido en otras decisiones conciliares, trata de la
introducción de una perspectiva, que considera la Iglesia como una “comunión” de
comunidades locales, más que como una grande organización unitaria, a escala mundial.
A su vez, la aplicación a la Iglesia de la realidad bíblica de “pueblo”, y de un “pueblo
en marcha”, pretende trascender la esclerotización en la concepción de la Iglesia. Al lado de
los factores estáticos se han de valorar los dinámicos, como, por ejemplo, el sacerdocio
común de los fieles, como premisa para salir de la común separación entre clérigos y laicos
en la visión “esencialista” (cfr. Lumen gentium).
Por otra parte, existe aún la tentativa de rebajar la importancia de las Conferencias
episcopales, así como una tenaz negativa a reconocer en el Sínodo de los Obispos un poder
deliberante. Ambos son casos que urgen la reflexión eclesial y que pertenecen a los signos
de la necesaria sinodalidad.
Es también interesante hacer notar la lentitud con que se ha ido gestando la reforma
de la Curia romana, de acuerdo con las nuevas condiciones de la fe y de la comunión
eclesial. El test más claro de esta dificultad lo constituye la elección de los obispos. Resulta,
en muchos casos, desconcertante constatar que los criterios y los procedimientos seguidos
en la elección de los obispos se ha continuado bajo un tinte preconciliar que excluye a las
Iglesias locales de la consulta previa.
Pero una cosa aún más desconcertante es la ausencia de una reflexión seria sobre el
papel y la posición de la mujer en la Iglesia. Ello puede conectarse con la urgencia de la
reflexión del sacerdocio de los fieles y del problema del incremento de la clericalización del
cristianismo.
Esto último nos lleva a pensar que la recepción del Vaticano II –y acaso también su
comprensión– está todavía en una fase embrionaria. La soberanía de la Palabra de Dios, la
centralidad de la liturgia y de la Eucaristía, la voluntad comprometida de comunión desde
el nivel de base de la comunidad parroquial, pasando por el de la comunidad diocesana,
9
sólo aparecen como centro de la vida cristiana de modo intermitente y a veces de modo
inadecuado.
d) Amistad y colaboración con la historia humana: la Gaudium et spes, que es la
constitución pastoral de la Iglesia de cara al mundo contemporáneo, desde su celebración
en el Vaticano II hasta el día de hoy, sigue suscitando inmensas expectativas. Esto se debe,
principalmente, a la actitud de simpatía que la Iglesia ha mostrado a los “alejados” y a los
no creyentes. Los orígenes de este impulso pueden hacerse visibles en el Papa Juan XXIII,
cuyo testimonio quedó fijado en la proposición LXXX del Syllabus. Su discurso de
apertura del Concilio estuvo totalmente transido de esta simpatía hacia la condición
humana. Él fue también quien archivó el espinoso problema sobre el modo de ejercer la
autoridad doctrinal. Según él, “ahora la Esposa de Cristo prefiere hacer uso de la
medicina de la misericordia más que de la severidad”.15
Hay que insistir, no obstante, en que las sugerencias que ofrece la Gaudium et spes y
más aún la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae) no han
encontrado todavía el relanzamiento que merecían en la vida eclesial, ni tampoco en la
reflexión teológica. El tema de los “signos de los tiempos” y el de la “libertad de
conciencia” están esperando los desarrollos doctrinales e institucionales que llevan en su
seno.
15
Cfr. V.V. A.A. Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar,
BAC, Madrid 1967, n. 15, p. 993-994.
16
Cfr. “El Vaticano II como acontecimiento y la cuestión acerca de su pragmática”, en: Peter Hünermann, El
Vaticano II como software, Universidad Alberto Hurtado, Santiago Chile 2015, pp. 105-143.
17
Cfr. Bernard Lonergan, Método en Teología, Salamanca, Sígueme 2001, pp. 340-345; Vicente Vide,
Comunicar la fe en la ciudad secular. Teología de la comunicación, Sal Terrae, Santander 2013, p. 63.
18
Paul Ricoeur, El lenguaje de la fe, Ediciones Megápolis, Buenos Aires 1978, p. 145.
10
En pocas palabras, el lenguaje y el estilo del Vaticano II se concretan como un haz de
rasgos lingüísticos-prácticos que comparten un principio constructor, asignando una
singularidad a la Iglesia postconciliar.
Siguiendo la reflexión del teólogo e historiador John O M ́ alley, se puede dilucidar
que “el lenguaje fue justamente el estilo y la retórica conciliar”, de tal manera que llegó a
constituirse una novedad del Vaticano II con respecto a los concilios anteriores.19 Dicho
“estilo pastoral”, según O ́Malley, puede verificarse desde cinco categorías
comunicacionales:
a) Sentido de horizontalidad, manifiesto en la concepción eclesial de “pueblo de
Dios”, sacerdocio común y colegialidad;
b) Sentido de reciprocidad, indicado con términos como: cooperación, asociación,
colaboración, y sobre todo, diálogo;
c) Sentido de apertura, aludido por la expresión “Iglesia peregrina”, así como por los
términos “autoridad como servicio” y “acción profética”;
d) Sentido de movimiento, expresado con las categorías de desarrollo, progreso,
evolución, participación, y aggiornamento;
e) Sentido de interioridad, relacionado a los términos de carisma, gozo, esperanza,
conciencia, santidad, etc.
En suma, el estilo y la retórica conciliar, desde una perspectiva comunicacional, se
manifiesta como estilo pastoral dialógico, abierto al Misterio trascendente y apegado a las
necesidades del hombre en el devenir histórico.20
A manera de conclusión
Terminemos esta exposición con una obviedad: el estudio del Concilio Vaticano II no se
puede limitar al examen de los documentos que ha promulgado, sino que, mirando con ojos
hemenéuticos, es necesario reconocer esa condición típica de un concilio como
acontecimiento excepcional en la vida de la Iglesia. Unido a esto es indispensable
determinar que la “pastoralidad” y el “aggiornamento” se deben conjugar para superar el
papel hegemónico de la “teología”, entendida como dimensión doctrinal de la fe, es decir
como su conceptualización abstracta o su formulación juridicista, formas ambas que
paralizan el dinamismo de la experiencia cristiana. Los desarrollos posibles de este cambio
pastoral y puesta al día son, hasta la fecha, inmensos y fecundos, pero todavía necesitan de
mayores y más rigurosas profundizaciones. Hay que superar las articulaciones sectoriales
(dogma, moral, disciplina, etc.); hay que superar la reducción del mensaje evangélico a
simples códigos o propuestas morales. No hay que ceder a la tentación del “integrismo”;
hemos de conquistar el carácter comunitario y el celo en el anuncio del Evangelio.
19
Las palabras de John O ́Malley son las siguientes: “Al examinar la forma y el vocabulario –la letra–
llegamos al espíritu del Concilio, el cual se concreta como lo más novedoso y particular de Vaticano II”. Y
anexa: “A lo largo de la historia eclesial los concilios han utilizado distintos géneros literarios, asemejándose
en la mayoría de las instancias a un órgano que dicta leyes y sentencias judiciales, con intencionalidad
prescriptiva sobre el fuero externo de las personas. El discurso conciliar de dichos concilios se caracterizaba
por su forma abstracta, impersonal y ahistórica”. Cfr. John W. O ́Malley, Che cosa è successo nel Vaticano
II?, Vita e pensiero, Milán, 2008, pp. 44-55.
20
Carolina Bacher Martínez, Hacia una comunicación pastoral. Claves a partir del Concilio Vaticano II, en:
“IV Coloquio Internacional de Teología Pastoral”, UCA, Santiago de Chile, con fecha de: 29 y 30 de Octubre
2015.
11
Aceptar la herencia del Vaticano II desde una novedosa pastoral y en consonancia
con el mundo actual (aggiornamento), implica una metánoia (cambio de mentalidad) y una
autocrítica eficaz. La Iglesia en conjunto, y los teólogos en particular, tienen motivos
urgentes para conquistar un nuevo lenguaje y un nuevo estilo si quieren salir del marasmo
de inercia y de omisión que pesan como losas sobre la herencia del Vaticano II.
12